Agente Castor
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Agente Castor
Joaquín G. Santana
Editorial Capitan San Luis 3
Premio en el Concurso “Aniversario ...
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Agente Castor
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Agente Castor
Joaquín G. Santana
Editorial Capitan San Luis 3
Premio en el Concurso “Aniversario del Triunfo de la Revolución” del MININT, 2001 Jurado: Lucía Sardiñas Marta Rojas Eduardo Heras
Edición: Norma Padilla Ceballos/ Diseño de la coleción: María Elena Cicard Quintana/ Cubierta: Francisco Masvidal © Joaquín G. Santana, 2003 © Sobre la presente edición: Editorial Capitán San Luis, 2003 ISBN 959-211-253-3 Editorial Capitán San Luis, ave. 25 no. 3406, entre 34 y 36, Playa, Ciudad de La Habana, Cuba Reservados todos los derechos. Sin la autorización previa de esta Editorial, queda terminantemente prohida la reproducción parcial o total de esta obra, incluido el diseño de cubierta, o su trasmisión de cualquier forma o por cualquier medio.
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Primera Parte
1 El pequeño aerotaxi se elevó al cielo azul y abandonó Bridgetown. Barbados, abajo, mostraba sensualmente los pechos arenosos de sus playas. No se veían nubes, el sol ganaba altura y las quillas de los yates de recreo dibujaban finos ríos de espuma en las proximidades de la costa. Un pasajero comenzó a cantar, indiferente al resto, y a Javier le fue fácil adivinar que era un calypso aquella melodía. El hombre iba a su lado, enfundado en un blanco ensemble caribeño, con el pelo duro batido a la moda, y un rostro que guardaba un parecido extraordinario al de Harry Belafonte. De pronto interrumpió su canto, mirando en torno como si hubiera despertado de un letargo, y Javier le sonrió. Detrás, imperturbables, viajaban un anciano de apariencia hindú y un pasajero de guayabera blanca, rabiosamente bordada en color carmelita, con el pelo lacio y entrecano. Tenía el porte impecable de un inglés, pero sus movimientos rápidos le daban el aspecto de un latino que había recibido educación sajona. El piloto, entretanto, ya liberado de los auriculares, tenía la vista fija en la resplandeciente línea del horizonte. 5
—¿Viaja a Santa Lucía? —preguntó el mulato. —No. Voy a La Guadalupe —respondió Javier. —¿Puertorriqueño? —Venezolano. El hombre comentó que nunca había estado en Venezuela. Era jamaicano, tenía treinta y cinco años y representaba en el Caribe una firma norteamericana de hojas de afeitar. Le iba bien en su gestión de venta, ganaba buen dinero, pero estaba harto de tanto aeropuerto y tanto hotel. —Si pudiera —dijo— montaría un negocio que me permitiese residir más tiempo en mi casa de Kingston. Allá tenía una mujer bonita, dos hijas y una madre anciana. Se quejó, además, de vivir volando de Saint John’s (en Antigua) a Codrigton (en Barbuda); de Roseau (en Dominica) a Saint Georges (en Granada). De Fort France (en Martinica) a la pequeña Plymouth (en Montserrat). Estaba cansado de dar vueltas y más vueltas en torno a estas islas. —Yo debiera hablar perfectamente el español —concluyó—. Mi madre es cubana. —¿Cómo dijo? —Mi padre cortaba caña en Cuba. Doce años estuvo por allá. ¿Ha estado en Cuba? —La visité dos veces. Hace mucho tiempo —respondió el cubano. —¿Antes de Castro? —Antes y después. El pasajero de la guayabera bordada estaba atento a la conversación. Javier lo había advertido y lo venía 6
observando, de reojo, desde el instante en que el hombre orientó el oído izquierdo hacia ellos, tratando de escucharlo todo con mayor precisión. El hindú, sin embargo, permanecía absorto. —Me gustaría volver a La Habana. Se habla mucho de Castro, de sus atletas, de sus médicos. La batalla que libró por el niño balsero fue tensa y difícil —comentó Javier, alzando el tono deliberadamente, con el propósito de desinformar al supuesto sajón—. Quisiera saber cuánto hay de verdad o mentira en lo que se dice hoy por hoy. Voy perdiendo confianza en cierta prensa. —Yo estuve en Cuba hace tres años —intervino el hombre de la guayabera, que hablaba español perfectamente—. Soy periodista y trabajo en la Associated Press. Fui a La Habana con un equipo de boxeadores norteamericanos. —¿Cómo encontró aquello? —preguntó el mulato. Javier, entonces, giró a la derecha y observó al hombre, que ahora sonreía. —Creo que he cometido una indiscreción —dijo el desconocido—. Quisiera presentarme… Me llamo William Meredith. —No se preocupe, Mr. Meredith —dijo Javier—. Hablábamos de Cuba y eso interesa a todo el que vive en el Caribe. —Resido en Puerto Rico —respondió Meredith. —Habla buen español. Casi no tiene acento —recalcó Javier—. Supongo que su lengua natal es el inglés. —A mí me parece un español perfecto —intervino el mulato. —Conservo algo de mi lengua natal. Soy neoyorquino —aclaró el pasajero—. Pero trabajo en San Juan por 7
más de veinte años. Javier, satisfecho, lo incitó a hablar de Cuba. El mulato le puso especial atención a la opinión del norteamericano. El hindú, recogidas las manos sobre el pecho, parecía dormir profundamente. Mr. Meredith le dio una larga chupada a su pipa y comenzó a contar sus ya distantes impresiones de Cuba. —La Habana es bella, hay que admitirlo, pero es muy escasa su vida nocturna, salvo en las cercanías del antiguo Havana Hilton y el moderno Meliá Cohiba —dijo—. El gobierno ha instaurado controles muy bien disimulados, es decir, posee un mecanismo, apenas perceptible, que está a cargo de lo que ellos llaman Comités de la Revolución. La vigilancia existe, uno la siente, pero no la observa a simple vista. Salvo en el llamado “Centro Histórico”, donde pululan los agentes. Incluso, con perros feroces. —¿Qué piensan de Castro los cubanos? —preguntó Javier. —No entiendo su pregunta —respondió el neoyorquino, observándolo ahora con mal disimulada curiosidad. —El señor pregunta si lo quieren o no —aclaró el mulato, y Javier se sintió agradecido por la intervención. —La respuesta no es fácil —comentó Mr. Meredith. —¿Por qué no? —insistió el jamaicano. —No es fácil para mí, quise decir. Trabajo para la Associated Press. Mi punto de vista está condicionado. No estoy preparado para responderles objetivamente. Javier reflexionó que en aquel hombre, a pesar de todo, aún quedaba un resquicio de honestidad profesional. Pero, de inmediato, rectificó esa primera reflexión. 8
¿No estaría jugando un papel que le permitiera ganar su simpatía? El mulato insistió pero infructuosamente, y todo concluyó con un ronquido del hindú que, allá en la cabina, hizo al piloto volver la cabeza y arrancó una imprudente carcajada al elegante distribuidor de hojas de afeitar en el Caribe. El norteamericano, más sosegado, se reclinó en su asiento y fijó la mirada en las aguas azules que la aeronave sobre-volaba. Javier, por su parte, cerró los ojos y se dispuso a descansar. Y el mulato tarareó, por lo bajo, otro calypso, más triste y sensual que el anterior.
Noticias de Miami. (Carta de Miriam.) Aragón se perdió. No lo he visto en los últimos tiempos. La panameña que vivía con él me dijo que se habían separado. Dicen que se fue a New York o New Jersey. Yo no sé dónde está, pero sospecho que no anda en nada bueno. Se ha vuelto extraño.
2 Ingrávidamente, como un pajarito de papel, el pequeño aerotaxi giró en lo alto de Castries. Todavía en las casas de Santa Lucía se observaban las huellas del paso de un ciclón que había ocasionado cuantiosos daños meses antes. Algunos techos aguardaban por su restauración. La vegetación, bastante tupida al centro de la isla, permitía, sin embargo, caudalosos e innumerables saltos de agua cristalina. Era muy escasa la población del interior. Apenas se mostraban visibles 9
las aisladas viviendas rurales. Después, el verde intenso cedió al azul costero y, al descender la nave, Javier descubrió a un pequeño grupo de turistas que corrían divertidos por la blanca arena, agitando pamelas y toallas. Entretanto, con suavidad de pluma, la pequeña aeronave tocó tierra, y se detuvo al final de la estrecha pista. —Me quedo en Castries —dijo el mulato. —Sigo a La Guadalupe —respondió Javier. Se despidieron con un fuerte estrechón de manos. El hindú abrió un ojo. Bostezó. Volvió a sumirse en el silencio. Mr. Meredith pegó la frente al cristal de la pequeña ventanilla. El norteamericano despedía un fuerte olor a picadura rociada con miel. Javier lanzó un vistazo al exterior y observó a un pequeño grupo de jóvenes negros que se disputaban el traslado del equipaje del mulato. En el interior de la chata instalación del aeropuerto, una casita pintada de verde con apariencia de reducida vivienda familiar, vio desaparecer al jamaicano. Consultó, entonces, su mapa de bolsillo. La próxima escala sería Fort de France, en Martinica. Recostó la espalda al asiento de cuero y revisó mentalmente las últimas instrucciones reci-bidas. “—En Guadalupe te estará esperando una mujer —le había dicho Marcelo—. Esa mujer se sentará a tu lado en la sala de emigración. No debes hablarle ni mirarla. Ella pondrá un catálogo en el asiento y se levantará. Lo dejará olvidado. Se trata de una guía para turistas. Tómalo y busca, en ese catálogo, el nombre de un hotel que estará subrayado en rojo. Habrá otros nombres de hoteles subrayados en colores diversos. El 10
tuyo es el rojo y no otro. Allí te hospedarás”.
Castor en soliloquio PRINCESITA
DE LOS
PIES DESCALZOS
Una noche a Gardenia se le ocurrió hablar como los pieles rojas de las películas norteamericanas. Lo hizo con mucha gracia, y se ató a la cabeza una pluma de gallo. —Cara pálida —dijo—, ahora que luna colgar del cielo, yo querer tú invitarme. Hablaba con gran solemnidad. Ni una sonrisa se asomaba a sus labios. —Si no tener dinero —continuó—, Princesita de los Pies Descalzos enseñar a ti a fabricarlo con cáscaras de huevo. Gardenia entornaba los ojos al hablar. Y engolaba la voz: —Yo querer visitar casa de los sueños de los hombres blancos —confesó. Luego, hizo una reverencia muy graciosa. Me dio un beso en el portal en sombras. Y nos fuimos al cine. A ver Picnic.
3 En Martinica se quedó el hindú. Mr. Meredith seguía a Guadalupe. Javier lo vio consultar su agenda y
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hacer marcas al margen de una extensa relación de nombres. A ratos, el norteamericano se concentraba en el paisaje. Parecía cansado, pero no dormía. Sus pupilas inquietas, detrás de los gruesos lentes, se movían incesantemente. Daba la impresión de vivir en un permanente estado de ansiedad. Javier, agotado, se aflojó el nudo de la corbata. Cerró los ojos. Recordó, sin quererlo, a la adorable Marie-Anne: Tenía la magia y el encanto haitianos. La conocí en Moscú. Acompañaba a un grupo de comerciantes canadienses. Nos encontramos por primera vez en el restaurante del Hotel Budapest. Aquella noche me dijo cosas lindas. Comentábamos las virtudes del Planter’s Punch (ron, angostura, agua de soda, jugos de naranja o de limón y hielito frappé), un coctel caribeño casi desconocido para los europeos. De pronto, Marie-Anne me miró a los ojos y me rogó le permitiera leer mis manos. Y acepté. Ella se concentró mentalmente. Se mantuvo mucho rato observando la palma de mi mano derecha. Lo que dijo después jamás lo he olvidado. Fue como si recitara un poema. A veces la voz se le quebraba, y trascendía un poco de tristeza muy antigua a sus labios de fino y limpio trazo. Entonces levantaba la mirada y parecía fijar sus grandes ojos negros en un punto neutro donde buscaba mi alma. “—Has estado jugando con la vida —me dijo MarieAnne—. Es como si morir no te importara. No veo claro por qué vives así. Se me confunden las líneas de tu mano. Pero sé que te mueve un gran amor; que estás 12
cargado de ternura infantil. Eres como un niño grande. Alguien capaz de amar con la fuerza de un dios. ¿Tú crees en Dios, cubano? No necesito que lo niegues. Lo veo aquí, lo veo en esta línea curva descendente. Tú no crees en Dios. Pero, crees en algo que llevas muy adentro. Algo que te calienta el corazón. Una pasión secreta. También dice tu mano que algún día, en algún sitio de este mundo, una mujer te mirará a los ojos y te confesará que tú le gustas. Te rozará la piel y sentirás que arde. Y va a quemar tu cuerpo con su cuerpo. Te va a hablar al oído, dulcemente. Te va a decir que ha conocido hombres y más hombres pero ninguno de ellos, a primera vista, le ha provocado fiebres y escalofríos como tú. Esa mujer, cubano, te va a pedir que la ames una noche, no dos ni tres ni cuatro, una sola noche y, después, nunca más. Luego te va a leer la mano sin preguntarte si la amas. Amar es otra cosa. Y tú lo sabes”. Dormimos juntos una sola noche. Tenía tersa la piel y sonreía, con los ojos cerrados, mientras yo le besaba el cuello de gacela, los pechos pequeños y redondos, el vientre duro que subía y bajaba agitado por la fuerza del deseo. Marie-Anne pronunciaba, entre dientes, frases amorosas en francés. Palabras que nunca alcancé a interpretar. Apenas sonidos, breves y suaves, que se transformaban en suspiros. Y una mirada en blanco. Un estremecimiento inusual. Al día siguiente, cuando la luz entró por la ventana, ella estaba dormida. La sábana blanca le cubría la mitad del cuerpo. En la mitad visible descubrí una herida. Una profunda cicatriz encarnada. Y cuando despertó, sorprendida de verme observándola, se cu13
brió la herida y me dijo: “—Es una historia larga. Se la agradezco a Papá Duvalier. Haití es un país maravilloso. Pero Papá no admitía oposición. Yo tenía veinte años, amor, ahora tengo treinta y llevo ocho viviendo en el exilio. Estoy marcada por dentro y por fuera”.
Cifrado Castor llegó a Guadalupe sin inconvenientes. Gente amiga detectó en aeropuerto de Pointe-à-Pitre a sospechoso, presunto turista norteamericano. No fue posible verificar si efectuaba chequeo.
Noticias de Miami. (Carta de Miriam.) Sarita me escribió. Dice que a lo mejor ella y Pepín se dan su vueltecita por aquí. ¿Cómo siguió Angelita? De Aragón no sé nada. Alguien me dijo que se fue a Texas. Puede ser. Aquí la gente, de pronto, se esfuma. Van buscando un lugar donde plantar su tienda. Yo soy un caso raro: me quedé en Miami. ¿Adónde voy a ir?
4 Ya instalado en el segundo piso del Hotel Salako, Javier hizo un recuento de lo acontecido desde su llegada a
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Guadalupe, cuatro horas antes. Mr. Meredith había abandonado el aeropuerto sin demora, y le dijo adiós deseando que volvieran a encontrarse. En el salón de gran cristalería, mientras observaba el ir y venir de numerosos grupos de viajeros, una mujer se acercó y se sentó a su diestra. Era pequeña de estatura. Tenía el pelo duro y rubio. Vestía a la manera de los estudiantes: tenis azules y un pantalón vaquero ajado por el uso. Javier no la miró de frente. La sintió trajinar en un bolso de cuero. Cuando ella se marchó, dejó abandonado en el asiento un pequeño catálogo turístico. El recién llegado extendió el brazo, lo tomó y lo hojeó indiferente. Descubrió el nombre del hotel Salako, subrayado con un centropén número dos. Salió a la calle y tomó un taxi. Ahora estaba en su cuarto (el número 246), esperando el contacto que Marcelo le había prometido, para marchar después al encuentro con el hombre de Pepín. La habitación era fresca y amplia. Tenía una terraza que daba al mar. A seis kilómetros (según verificaciones realizadas en el camino) estaba el centro de la capital. Y a siete, aproximadamente, el aeropuerto de Raizet, adonde había arribado esa mañana. Por la reducida pero moderna instalación aérea, en caso de emergencia, podía intentar la fuga hacia Les Saintes, María Galante o Saint Barthelemy, pequeñas islas situadas en las proximidades de La Guadalupe. Para aliviar la tensión de la espera se sentó en la terraza. Un pequeño sendero, entre las rocas, conducía a la playa. Cruzaban, a lo lejos, las lanchas que arrastraban parejas de turistas sobre esquís acuáticos. En torno a la piscina, como lagartos expuestos al sol, 15
tostándose la blanca y suave piel, un grupo de jóvenes francesas. Se cubrían los ojos con toallas de mano de colores oscuros. Algunas sólo conservaban una de las dos piezas de sus brevísimos biquinis. Los pechos los dejaban a merced del aire tibio que venía de la costa. En el horizonte, como el lomo de un paquidermo que dormita, se levantaban las elevaciones arboladas de María Galante. Estaba absorto en la contemplación cuando escuchó ruido a sus espaldas. Se incorporó de un salto felino. Una joven negra, vestida de rosado suave, estaba entrando a la habitación. Llegaba con jabones, sábanas y fundas. Saludó en francés. Salió un momento. Volvió a entrar, esta vez con una pequeña aspiradora. Javier encendió un cigarro y regresó a la terraza. Apoyó los codos en la baranda de aluminio. Un dolor sutil, punzante y fugaz, le recorrió la espalda. Se enderezó lamentándose del pésimo estado de su columna vertebral, sobre todo a la altura de la región sacrolumbar, que nunca había vuelto a ser la misma desde aquel día cuando en un violento partido de basquetbol intercolegial, sufrió una colisión fortísima con uno de los integrantes del equipo contrario que lo aventajaba en estatura y corpulencia. La humedad y el cansancio natural del viaje le habían hecho resentirse de aquel padecimiento. Pero bastaron unas extensiones, a derecha e izquierda, para que la punzada desapareciera y volviera a respirar profunda, satisfactoriamente, el aire que la playa lanzaba hacia la tierra. De pronto, el ruido de la aspiradora cesó y la domés16
tica se marchó sin despedirse. Llegaban a la arena los primeros anticipos de un aguacerito tropical. El aire, ahora más fuerte, batía los penachos de los cocoteros. En el horizonte, una cortina de agua cada vez más compacta avanzaba rumbo a la costa. Los bañistas iniciaron el éxodo. Se dirigieron, apresuradamente, a las instalaciones bajo techo distribuidas en torno a la piscina. Un pájaro picoteaba aprisa, en un rincón de la terraza, una blanca migaja de pan. Y Javier, de nuevo, entró a la habitación. Se dejó caer sobre la cómoda butaca que le permitía tener al alcance de su mano dos cosas importantes en esos momentos: un cenicero y un teléfono. Observó el reloj. Comprobó que marcaba las once y cincuenta y seis minutos. Exactamente cuatro minutos después, a las doce del día, resonaron dos timbrazos, pero el cubano no levantó el auricular. Se hizo un silencio tenso. Después, tal y como estaba previsto, el timbre resonó de nuevo y volvió a silenciarse. Había llegado la hora de bajar y, entre los visitantes y los huéspedes de la instalación, contactar con alguien que traía instrucciones concretas del mando superior. Alguien que conocía perfectamente las circunstancias y los peligros de esta visita a Guadalupe. Alguien que esperaba por él, puntual y oportunamente, para confirmarle que todo marchaba según las previsiones trazadas en La Habana. Alguien, en fin, que venía a recordarle que no estaba solo ni desamparado, muchos menos abandonado a los avatares de su suerte, en el otro extremo del Caribe.
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Castor en soliloquio AJUSTE
DE CUENTAS
De pronto experimento la necesidad ineludible de recontar los pasos que me han conducido a este lugar. Comenzar por el día que Aurelio me habló, por vez primera, de su amigo Marcelo (Demonio) Quintana, condiscípulo de sus días del preuniversitario, cuando nadie se atrevería a predecir qué harían en la vida al llegar a la edad de las definiciones. “—Marcelo es oficial del MINIT” —me comentó. Días después hizo otro comentario, al parecer sin intención alguna, haciéndome saber el interés de Marcelo por conocer detalles del trabajo de perfumería, pues estaba preparando una tesis que culminaría sus estudios elementales de Química, una asignatura de laboratorio esencial para su trabajo investigativo. Dos semanas más tarde el oficial me visitó. Y fue claro y preciso: debido a mi trayectoria revolucionaria se le había autorizado a informarme de una situación de peligro para el país. Desde el exterior se fraguaba un sabotaje terrorista contra una planta de glicerina. Viajaría a Cuba, clandestinamente, un enemigo experto en este tipo de misión. Mi participación consistiría en dejarme “reclutar” por una red ya constituida en La Habana que colaboraría en ese propósito. La red había sido infiltrada por los órganos de la Seguridad. Ese mismo día acepté su proposición de convertirme en el agente Castor (J para los complotados) y juré acudir a cualquiera de los destinos que se me convocara para desarticular el plan enemigo. 18
Poco después se inició mi “carrera” como agente de la red establecida en La Habana por Pepín Torres, un ingeniero que desde el extranjero no cesaba de actuar contra instalaciones productivas del país. Mi primer contacto, nada casual, pues todo fue diseñado por Marcelo, se produjo con Álvaro Zenón, en la playa de Santa María, donde reside este viejo funcionario de nu-merosos regímenes gubernamentales anteriores. Sonia, su hija, había sostenido relaciones amorosas con Marcelo, pero todo se frustró a causa de la oposición de la madre, actualmente fuera del país. El viaje a La Guadalupe fue también obra de Marcelo. Me soltó como carnada para que hombres de la red enemiga, establecidos en el exterior, me contactaran en Pointe-à-Pitre. Ahora, veremos cómo funciona todo. Estoy preocupado. Es mi primera misión como agente de la Seguridad cubana. Tengo la impresión de que fui seleccionado para esto por mi condición de hombre soltero. Ofelia, por supuesto, nada sabe. Pero, en este instante de tensión, son muchas entre las mujeres que amé las que me vienen a la mente, sin desearlo, a veces negándome a ser centro de nostalgias y recuerdos ya lejanos.
Castor en soliloquio EVOCACIÓN
DE
VALIA
Tomó un copo de nieve y lo deshizo, frotándolo en sus manos. Vi brillar, en el aire, sus intensas pupilas azules. Preguntó si quería patinar o esquiar. Sus ojos apuntaron a una pista cercana y a un vado rodeado de 19
abedules, donde la luz del sol parecía artificial. Moscú era una fiesta aquel día. Luego nos asomamos a una pequeña fuente. El agua se había congelado y observé su rostro reflejado en el hielo. Un rostro de ángel asomado a un espejo. Más azul la mirada que otras veces. Trigo tierno su pelo. Polvo de magia y oro en las mejillas. Y en el lírico otoño su sonrisa, eternamente moscovita…
5 El vestíbulo del Salako era un hormiguero. Entraban y salían grupos de veraneantes. En la carpeta coincidían los guías de diferentes excursiones europeas. Se hablaba en inglés, francés, holandés, alemán… Ni una sola palabra en español. Y había blancos, negros, asiáticos, mulatos. Javier, por su parte, buscó un sitio en el sofá situado al centro del salón, de cara a la puerta principal, y allí se sentó. Sacó un habano y le quebró el anillo de fino papel. Frente a él, impasible, una pelirroja, ya madura, leía una novela de John Updike. El cubano depositó en la mesa el pequeño anillo litografiado. Observó a la mujer, pero esta continuó ensimismada en la lectura. No. No era ella el contacto. Si lo fuera, tendría que preguntarle por el lugar de origen de ese anillo. Y pedirle permiso para examinarlo, pues los coleccionaba. La pelirroja marcó una página del libro y lo cerró. Lo guardó, de inmediato, en su pequeño bolso. Se quitó las gafas. Lanzó una mirada en derredor. Reparó en Javier 20
y observó con interés el anillo de papel. A Javier se le desbocó el corazón y a punto estuvo de paralizársele, cuando ella preguntó: —¿Me permite ver el anillo de su habano? Yo los colecciono. Tres minutos después Javier tenía grabado en la memoria el nombre de la persona a quien debía acudir en caso que necesitara una respuesta urgente. También sabía a dónde dirigirse si las circunstancias le exigieran cambios imprevistos en la fecha o la ruta de retorno a Cuba. La mujer le informó de todo con una espléndida capacidad de síntesis. Simulando observar el anillo, fingiendo conversar en torno a las características del impreso, lo impuso de las principales instrucciones recibidas antes de haber llegado él procedente de La Habana. Detrás de sus ojos azules, algo cansados pero penetrados por el brillo de una singular inteligencia, la pelirroja apenas podía disimular su admiración por el recién llegado. Dos veces le dijo: —¡Quién pudiera ir a Cuba! Y Javier no pudo reprimir la pregunta: —Pero ¿nunca has estado en Cuba? Ella dijo que no. Con mucha brevedad le hizo conocer su biografía. Había nacido en Martinica, de padre martiniqueño y madre belga. Residía en Guadalupe desde hacía un año. Coincidió en Francia con las históricas Jornadas de Mayo de 1968 y aquellas vacaciones marcaron su vida para siempre. Hasta esa fecha inolvidable había participado en las luchas estudiantiles pero movida por elementales emociones, por 21
afán de aventuras, sin un conocimiento razonado de la realidad circundante. Fue en Francia que, mediante la confrontación directa con el poder, halló el camino del que no podía ahora distanciarse. A su regreso a Martinica se vinculó a las fuerzas de izquierda. Eso la había convencido de haber encontrado un sentido a su existencia, una razón de ser que trascendía las dimensiones teóricas, es decir, el riesgo de las tareas que desde entonces tenía asumidas le hacía amar la vida y le consolidaba la decisión de desafiar el poder colonial ultramarino en el Caribe. Al despedirse, grave la voz y cálido el gesto, le prometió a Javier: —Hasta pronto, Castor, aquí o en La Habana. Y mejor en La Habana.
6 A las seis de la tarde, aún conmovido por haber escuchado por primera vez su nombre de guerra (Castor) en los labios de su primer enlace, Javier tomó un taxi y se fue a Pointe-à-Pitre. Pidió ser conducido al Diamant Creole, un modesto pero acogedor restaurante de madera, con una terraza de pequeñas mesas y una cocina familiar especializada en platos típicos guadalupanos. El “hombre de Pepín” era el dueño de este apacible pero productivo comercio. Él lo recibió y lo invitó a pasar a su oficina. Ya en el interior, después de un abrazo que al cubano le pareció excesivamente efusivo, pasó a transmitirle las instrucciones recibidas desde Barcelona. 22
—Mañana sostendrá una entrevista con un importante comerciante francés —le dijo—. Ese hombre está aquí, supuestamente, de vacaciones. Es una figura de mucha influencia en el comercio caribeño. Dirige una empresa de exportación en Marsella. —¿Su nombre? —Puede llamarle Monsieur Dubois. No es su nombre, claro, pero él prefiere mantener en secreto su verdadera identidad. Responde a un hábito de su vida pasada. Antes de dedicarse por entero al comercio, trabajó para los servicios israelíes de inteligencia. Javier no hizo otras preguntas. Temía despertar la suspicacia de su anfitrión. Tomó, pues, la copa de aguardiente y la chocó con la que sostenía en sus manos el dueño del Diamant Creole. —Salud —dijo. —Salud —repitió el otro. Y al llevar la copa a sus labios el cubano descubrió, sorprendido, la inconfundible imagen de la martiniqueña recién encontrada en el Salako, ahora sonriente desde un retrato junto a un grupo de amigos, en las laderas del volcán La Soufrière. Allí estaba ella, al lado de una estrella de mar disecada, estampado su rostro en un portarretrato dorado, sobre una repisa por cuya superficie resbalaba la luz de la tarde. El dueño sonrió. Chasqueó los labios después del trago de aguardiente y, adivinando la curiosidad del visitante, tomó el portarretrato y se lo mostró de cerca: —Esta es mi hija. Mi única hija. Nació en Martinica y vive aquí conmigo. La madre murió cuando ella más la necesitaba. Decididamente los hombres no sabemos criar. Por cierto, a mi pequeña Agnes no le complacen 23
las autoridades francesas. —¿No piensa como usted? —Lamento responderle que no. Tiene ideas revolucionarias, yo lo sé, aunque de eso jamás conversamos. No dudo que se haya iniciado en el marxismo. Guárdeme el secreto, no lo confíe a nadie, pero estoy convencido de que admira a Castro.
Cifrado Castor hizo contacto con agente enemigo, intermediario de un superior francés, muy vinculado a Torres. Presunto turista norteamericano sigue bajo sospecha. No hemos informado de esto a Castor para evitarle preocupaciones en la operación que lleva a cabo.
7 El agente cubano en Guadalupe desconoce, entretanto, lo que ocurre en Cuba. Marcelo, en La Habana, sigue de cerca el rastro de Álvaro Zenón. El infiltrado no se ha atrevido a salir a la calle. Es probable que aguarde una orden concreta para iniciar su juego. El viejo simula una vida normal, pero sus gastos en el centro
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comercial más cercano se han duplicado. Hombres del “Ministerio” vigilan, día y noche, la guarida del experto cazador submarino. Hasta el momento, sin embargo, Álvaro Zenón no ha hecho contacto con terceras personas. Y Marcelo espera… Cuarenta y ocho horas lleva Castor en el exterior. Dos días que a Marcelo le parecen dos siglos. Ya el agente debe haber establecido contactos con una y otra parte en Pointe-à-Pitre. ¿Saldría todo bien? Le quedaban libres apenas veinticuatro horas para arreglarlo todo antes de la llegada del resto de la delegación cubana. “Aspillaga y Aldo salen esta tarde. Dormirán en Barbados. Llegarán mañana a Guadalupe —recordó Marcelo—. Y a partir de ese instante Castor no debe separarse de ellos. Si lo hiciera, despertaría sospechas y toda la operación podría complicarse”. La información que ha recibido —procesada por el hombre de la contrainteligencia en Trinidad— despeja toda duda respecto a la familia de Aldo. Parece improbable que el muchacho pudiera estar comprometido en la infiltración enemiga. Pero Marcelo no cesa de investigarlo. Tampoco afloja el cerco en torno a la casita de Santa María, preguntándose cómo conocer la identidad del infiltrado, sin arrestarlo ni hacerle sospechar que está controlado. Esa es, ahora, su mayor preocupación.
Postal de Valia Te escribo desde la bellísima Alma Atá. Al fin pude visitar este lugar. Conocí a Murat. Lo saludé en tu
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nombre y te envía un abrazo de hermano. Deseo felicidad a tu familia y éxitos a ti. ¿Cuándo volvemos a vernos en Moscú? Besos. Cariños. No me atrevo a escribirte en español.
8 Así que este francés, Monsieur Dubois, es un hombre importante y habla español correctamente porque ha estado en Cuba —antes y después de la Revolución— y eso le ha permitido conocer a los cubanos, y dice que son irresponsables como niños o negros. —¡Qué clase de racista! —concluye Castor. Confiesa que estuvo en los servicios de la contrainteligencia israelí y conoció a George Raft en el hotel Capri de La Habana, a Santos Trafficante en el Havana Hilton y al señor Goar Mestre en Radiocentro, antes de su primera y única entrevista, en 1957, con el honorable general Fulgencio Batista. (“—A mucha gente conocí en Cuba —insiste Dubois—, personas que le daban a la isla un especial carácter, la garantía del orden y la prosperidad, hasta que todo aquello se deshizo abrupta e inesperadamente”.) Así que tengo cara de muchacho bueno y en mis ojos puede adivinarse la certidumbre triste de una persona que fue manipulada por los agentes del castrismo, fanatizada, confundida por consignas y esquemas, hasta que un día, felizmente, conseguí despertar y sacudirme de aquella pesadilla. (“—Porque muchas personas, como usted, despiertan de pronto de esa droga que es el castrismo”.) Y eso —se podría especular— me decidió 26
a ofrecer mis servicios a la sagrada causa de la democracia, a las fuerzas que luchan por frenar el avance de la influencia del feroz tirano de La Habana en todo el resto de esta compleja región del Caribe. De modo que este comerciante me recibe en su inmensa casa de La Guadalupe, esta noche, con los brazos abiertos, como hizo Carter con mis compatriotas en 1980, y me pregunta si, en general, las mujeres francesas me merecen respeto. (“—Pues se tiene de ellas —asegura— una mala opinión en las Antillas”.) Y ahora pasa lo mismo con las cubanas (“—¿Lo sabía usted?”) En La Guadalupe, por ejemplo, a lo más bajo de la prostitución le llaman Las cubanas, bochornosa manera de identificar a ocho o nueve infelices, hacinadas en un pequeño barracón de madera, de cara a los muelles de la ciudad, en el extremo opuesto del Diamant Creole, pobrecitas ancianas de rostros amargados. (“—Son dominicanas y puertorriqueñas —me aclara Monsieur Dubois—, pero ya usted ve: les dicen Las cubanas”.) Y lo mismo sucede con la mujer de Francia que, según él sabe, es tan fina y decente como las demás, aunque no tenga ese reconocimiento en estas islas del Caribe. Que este gerente de una firma que radica en Francia, consagrada al negocio de la exportación de productos, conoce las Antillas y el Medio Oriente y una buena parte de la América hispana (“—…donde tengo amigos que me agradecen numerosos e importantes favores, amigos que visten uniformes militares y sirven a sus patrias en la aburrida pero imprescindible carrera de las armas. Gente culta, gente distinguida, no asesinos vulgares ni torturadores como afirma la prensa comunista; todo 27
lo contrario, amigo mío, primogénitos de excelentes familias. Así que este contacto en La Guadalupe tiene un fundamento principal: porque no hay que olvidar que a Europa la invadieron durante muchos años los agentes de Castro, tal vez en cifras superiores a la infiltración que han llevado a cabo en Estados Unidos y, en especial, en La Florida. Y ya en este planeta nada, o casi nada, es posible mantenerlo en secreto —y agrega Dubois, lamentándose—: Todo lo saben los servicios cubanos”.) Que no son infalibles, agrega, pero que han logrado un nivel realmente asombroso de efectividad, y confiesa que, cuando le informaron que yo viajaría a La Guadalupe, decidió que podíamos encontrarnos en Pointe-à-Pitre. (“—Un sitio muy seguro, una provincia nuestra de Ultramar”.) Una plaza que conoce muy bien puesto que aquí acostumbra compartir su tiempo entre las vacaciones y el trabajo, a pesar de sus setenta años, y no se extiende más. (“—Vamos al grano —ordena—, hablemos del asunto que nos interesa, precisemos los objetivos esenciales de nuestra labor de penetración en el mundo de la jabonería y la perfumería de su país”.) Mientras yo le respondo, sonriente, que la noche es joven y la amplia terraza de la residencia se nos cuaja de estrellas, diminutas copas de cristal suspendidas del cielo despejado, alto, oscuro, remoto, insondable como un vasto misterio tropical.
Castor en soliloquio PREGUNTAS
Y PREGUNTAS
Son las diez de la noche en Pointe-à-Pitre. ¿Qué pasará, a estas horas, en la sala de mi casa en La Habana? 28
¿Estará, como siempre, abierta de par en par la puerta que da a la calle? ¿Iluminado nuestro portal? ¿Bañado por el aire caliente del verano el patio estrecho y breve, el alto y poderoso puntal de los dos cuartos? Son las cuatro de la madrugada en Madrid. ¿Qué soñará Gardenia, tendida sobre la blanda cama, desparramada la hermosa cabellera negra en la almohada olorosa? ¿Qué luz imperceptible se deslizará sobre el fino dibujo de su cuerpo, hasta languidecer en los gruesos tobillos de sus lindas piernas, toda ella ausente de la vida, hundida en el silencio de su sueño? ¿Sonreirá? ¿Perfumará el espacio su suave, natural y legítimo perfume de mujer, nacido de sus carnes blancas y tersas? ¿Estará sola o no? ¿Acaso sobre el pecho poderoso reposa, ya cansado, el brazo de algún hombre al que juró, hace apenas dos horas, sentir como jamás la violenta llamada de la hoguera en los juegos de amor? Son las cinco de la madrugada en Moscú. Valia abrirá los ojos y se preguntará qué la ha despertado de repente. Encenderá su lámpara de noche. Descubrirá que todavía dispone de una hora de sueño. Apagará la luz, de una fuerza irreal, y buscará el lado frío del lecho. Dará vueltas y vueltas. Pero, al fin, quedará pensativa, boca arriba, con las piernas abiertas y los brazos cruzados sobre el pecho, la mirada intensamente azul clavada en el vacío de las sombras nocturnas. Son las ocho de la noche en La Habana. ¿Ya habrá salido Ofelia hacia la Facultad? ¿Pensará en mí como yo pienso en ella? ¿Conservará el recuerdo de la última noche? Hace sólo unos días que nos despedimos y 29
todo parece tan remoto… Es como haber vivido en otra dimensión, otro plano, otra lejana perspectiva. Como vivir en un viejo planeta abandonado y ver pasar la Tierra, redonda, azul, lejana, inalcanzable, iluminando el cielo oscuro y triste.
9 La martiniqueña llegó acompañada. Castor la había citado en la piscina del Salako. La pelirroja trajo a una muchacha más alta que ella, piel quemada y negra cabellera, gruesos labios y fuerte complexión. —Esta es María —dijo. María extendió la mano, pequeña y poderosa al mismo tiempo. Le sonrió mostrándole una hilera de dientes muy parejos. Caía la tarde en lontananza. El cielo gris parecía de nácar. Retozaban los niños en un césped cercano. —María es de confianza —dijo Agnes—. Vive en Santo Domingo. —¿Qué hace en Pointe-à-Pitre? —preguntó Castor. —Contratada —fue la respuesta. Agnes se arregló el rojo cabello. Encendió un cigarrillo. Cuando habló de nuevo, el humo le brotó de los labios en breves bocanadas grises, distribuidas con satisfacción de experta fumadora de rubios. A Javier le gustaba el misterioso acento, a veces indescifrable, de la pronunciación de la martiniqueña. —No te asombres. María es luchadora profesional. Lucha libre. ¿Comprendes? 30
Castor volvió a observar a María y comprendió, de una vez y por todas, la razón de aquel físico que daba la impresión de una pirámide invertida. Ancha de hombros, estrecha de cintura, largas y elásticas las piernas. Y María, entonces, preguntó: —¿Qué edad tienes? —Cuarenta y cuatro. —¿Oíste hablar, en Cuba, de la Amenaza Roja? Era luchador. —Mi padre me contaba que nunca pudieron desenmascararlo. Subía al ring con una capucha. —Ese mismo. Pero, tu padre, al parecer, no supo que una vez lo desenmascararon. Lo logró El Chicla-yano, un luchador nacido en Perú —hizo una pausa—. Yo soy la hija de la Amenaza Roja.
10 Se quedó perplejo durante un buen rato. ¿Estaría soñando? Cuando volvió a su habitación tomó un vaso de ron y casi lo vació, contra su costumbre. La memoria le dio un salto atrás. Un doble, un triple salto mortal. Y se vio en la sala de Angelita, frente al televisor, presenciando, como cada viernes, a las ocho y media de la noche, el control remoto de los programas de lucha libre que se ofrecían en el viejo Palacio de los Deportes, en las cercanías del malecón habanero. La lucha libre hacía furor en Cuba. La Amenaza Roja no le simpatizaba. Era arrogante y cruel. Se movía torpemente sobre el cuadrilátero. Se ensañaba con sus adversarios. Le gustaba cargarlos, 31
sobre sus anchos y poderosos hombros de gladiador, girar, ganar velocidad en cada vuelta y lanzarlos más allá de las cuerdas. Después se golpeaba el pecho, a la manera de los orangutanes, paseándose altanero en el ring bajo la gran rechifla de los espectadores. No recordaba que lo hubiesen desenmascarado jamás. Se tejían leyendas en torno a su real identidad. Algunos afirmaban que había sido boxeador y estaba liquidado. Otros le atribuían antecedentes penales en su tierra natal, allá en Suramérica, en un país jamás determinado. Unos pocos sabían que era un cubano de buena posición económica. La mayoría, sin embargo, creía que se enmascaraba porque, en algún oscuro ajuste de cuentas de los bajos fondos de cualquier ciudad latinoamericana, le habían desfigurado el rostro sin remedio.
11 —¿Y quién era la Amenaza Roja? —le preguntó a María. —Un pobre diablo —respondió la muchacha.
Castor en soliloquio MARCELO,
EL INSTINTO Y
SONIA
Marcelo es un perito en infiltraciones. Me lo demostró en todo este tiempo que dirigió mis pasos, luego que sostuvimos el primer encuentro y yo acepté la misión
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que me propuso. Aurelio fue quien me condujo a su oficina porque ya Marcelo había decidido que, entre los tres propuestos originalmente, fuera yo el elegido. “—El instinto fue la razón para seleccionarte, el instinto, que en este oficio no puede ser relegado a un segundo plano, por mucho perfil sicológico y montañas de datos que le suministres a las máquinas de computación para obtener promedios y estadísticas en la selección de un candidato” —dijo sonriente cuando le pregunté por qué yo y no otro. Aquel día Marcelo estuvo demasiado locuaz. Después de aquella fecha nunca lo he vuelto a ver tan conversador. Y a la salida de la casa de contacto, Aurelio me habló de él largo y tendido. Se conocían desde la Secundaria Básica por la que cruzaron, siempre inseparables, vecinos de la misma cuadra, allá por los años setenta. Marcelo jugaba a la pelota y Aurelio prefería el ajedrez. Esa fue la única diferencia en sus gustos. Todo lo demás los identificaba (las canciones del pop español en Nocturno, los hechos policiacos dramatizados en Sector Cuarenta, las noches de Coppelia, las canciones de Silvio y de Pablo), hasta la belleza nórdica de Sonia, la hija de Álvaro Zenón, compañera de estudios. “—Marcelo la enamoró limpiamente, sin trampas ni subterfugios, y ella le respondió. Perdí legal. Y acepté mi derrota” —me confesó Aurelio. Zenón no puso obstáculo a aquella relación. Pero la madre de Sonia, la ex mujer del viejo de Santa María, se encolerizó. Y no perdió un momento en hacerle la 33
guerra al “enamorado” de su hija. Una sola razón esgrimió todo el tiempo: “—No voy a criar nietos de un negro”. El pelo rizado de Marcelo le costó el romance que pudo ser el amor de su vida. Salió con elegancia del trance infeliz. Se refugió en la pelota, domingo tras domingo, para olvidar a Sonia. Era un buen jugador y todos decían que llegaría lejos. Poco a poco enfrió sus amores con la bella muchacha, quien, desilusionada, abandonó Santa María y se marchó a vivir con la abuela paterna en Matanzas. Allá rehizo su vida. Marcelo le escribió hasta que supo que había iniciado relaciones con un arquitecto de aquella ciudad. No volvieron a verse sino después del triunfo de la Revolución. La mejor jugada de Marcelo fue quedar amigo de Sonia y de su abuela. “—No hubiera resistido una separación en pelea” —le dijo a Aurelio. Ni siquiera interrumpió sus relaciones con la ex mujer de Zenón que, cuatro años más tarde, se marchó de Cuba. Eso le permitió, en contadas ocasiones, cruzar por Matanzas y detenerse en la casa de la abuela a to-mar el café que Sonia le colaba con el afecto que se le dis-pensa a un viejo y generoso amigo. Luego el arquitecto también se marchó del país. El camino a la reconciliación parecía libre. Pero ya era tarde para ambos. Sonia nunca más volvió a relacionarse con otro hombre. Se consagró a la abuela hasta que la anciana, ya octogenaria, falleció. Marcelo se casó con una de sus colegas oficiales del Ministerio del Interior. Se habían 34
separado dos veces. Pero el matrimonio, a duras penas, sobrevivía hasta hoy.
12 El Abuelo sostenía una tesis curiosa, no exenta de lógica, que una vez comentó con Angelita. Yo estaba allí esa noche. Se estaba transmitiendo el remoto desde el viejo Palacio de los Deportes. Anunciaron a la Amenaza Roja y el público comenzó, de inmediato, a chiflar. Enfundado en su trusa, color de la sangre, el luchador ascendió al cuadrilátero. La rechifla arreció y la Amenaza, tirando trompadas y patadas al aire, desafió a los espectadores. La gritería alcanzó niveles delirantes. El Abuelo, entonces, comentó: —Qué hijos de puta. Qué sutiles son… Luego el Abuelo se puso de pie. Y señaló la pantalla del televisor: —Están creando una conciencia anticomunista. Eso es todo. No pierden una oportunidad de manipular a la gente. La Amenaza Roja es el Partido, es la clase obrera, es nuestra influencia entre los proletarios. —No exageres, viejo —le reprochó Angelita. —¿No exagere? Ahí lo tienes: un energúmeno, un tipo que a nadie le cae bien. En el subconsciente de la gente queda un rechazo a ese color. Han hilado fino de verdad. Son exquisitos.
13 Y llegó la hora de la despedida. La martiniqueña se lle-
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vó un mensaje confidencial para entregarlo al hombre de Marcelo en Pointe-à-Pitre. María le hizo numerosas preguntas a Javier. Quería saberlo todo, penetrar en el alma de la isla lejana, donde había nacido. La muchacha pensaba que algún día volvería a ella definitivamente. Nada la ataba al mundo en que vivía, todo en él era falso. Alquilaba su fuerza a empresarios voraces. Le amargaba la vida pensar en la vejez llena de incertidumbres. Javier reconocía que ella idealizaba muchos de los reflejos externos de la Revolución, pero no consideró oportuno quebrarle tales ilusiones. Decidieron no volver a encontrarse, pues al amanecer del día siguiente llegaría el resto de la delegación cubana. Javier se uniría a ellos. Fue una despedida sin emociones aparentes. Pero en los tres, sin que lo confesaran, ardía el deseo de continuar hablando. La mención a Cuba, su evocación y su añoranza, les hacía bien. Era un paliativo a la tensión. En la vorágine capitalista caribeña, observando de cerca la opresión, “recordar la luminosa huella de la Revolución, rememorar sus triunfos y victorias (como diría el Abuelo) confortaba el espíritu”.
Castor en soliloquio BAÑO
DE TURISTA
La vi desde mi cuarto, toda francesa, cuello de bailarina, corto y brillante el pelo color del trigo, mientras se deslizaba por la estrecha senda de piedras y hierbas que conduce a un apartado sitio de la playa en el hotel Salako. La vi, después, detenerse en la arena, tender una toalla, desnudarse y entrar al agua oscura. Sus brazos, al golpear la superficie, dejaban una estela de 36
blanca y retozona espuma. Todos los días lo mismo, a la misma hora, en el mismo lugar, como una ceremonia religiosa, amanecida de espaldas a mi cuarto, nadando lentamente en el tímido oleaje del alba, hasta que ya no pude más y quise verla… Entonces la esperé a la misma hora, en el mismo lugar, estremecido por la curiosidad, sintiendo en el rostro el aire frío que llegaba de la corriente que cruza al oeste de la María Galante, con una estrella demorada y terca en el cielo de La Guadalupe. Y ese día no vino. No volvió nunca más.
De Monsieur Dubois a Pepín Torres (CARACTERIZACIÓN
CONFIDENCIAL DE
JAVIER)
A pesar de su decisión de trabajar junto a nosotros, este joven no está libre de prejuicios marxistas, conserva ciertas consideraciones ideológicas emanadas de la fuerte influencia castrista recibida en sus años de infancia y adolescencia. Debe profundizarse en su rechazo global al sistema de ideas extremistas que le fue inculcado. Todavía no concibe la cruzada anticomunista como una misión de demócratas y liberales a escala mundial, más allá de los pequeños e inevitables escrúpulos determinados por la nacionalidad de cada uno de nosotros. Castro, aún inconscientemente, estoy seguro de que aún le proyecta, en su interior, una imagen potencialmente positiva. No lo acepta. Pero, aun contra su voluntad, admira al tirano.
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14 En La Habana se hizo de noche y las playas quedaron desiertas. Santa María se había nublado al final de la tarde, relampagueó fuerte y un recio aguacero se desprendió del cielo encapotado. Los hombres de Marcelo aún vigilaban la casa de Álvaro Zenón. Se mantenían a prudente distancia, ubicados en dos puntos, alertas a cualquier movimiento que se produjera tanto por la puerta delantera como por el traspatio. El viejo, durante todo el día, se mantuvo en la casa. A las nueve y treinta de la noche, cuando la lluvia todavía era fuerte, una brecha de luz iluminó el portal. Fue un deslumbramiento instantáneo. Uno de los agentes de Marcelo lo advirtió y, un momento después, vio salir una sombra a la calle. De inmediato comunicó a la planta la observación y recibió órdenes de iniciar el seguimiento y no perderle ni pie ni pisada “al personaje”. La presencia de aquel desconocido (podía ser Zenón o el huésped recién recepcionado por este) actuó como un resorte. Todo un complejo y sofisticado sistema de chequeos y controles comenzó a funcionar. El hombre encapotado, tocada la cabeza por un negro sombrero impermeable, se dirigió a una piquera en la avenida principal de la playa. Allí esperó de pie. Tenía la misma estatura de Zenón y eso dificultaba la posibilidad de identificarlo plenamente. Cuando abordó el vehículo pidió ser conducido a La Habana. Marcelo, instalado en la planta central, recibía una información constante. Sin levantar el control montado en torno a la casa, una parte importante de los 38
efectivos policiales se concentró en la persecución del desconocido. Tenían instrucciones de no dejarse ver, instrucciones concretas de no importunarlo. Nadie debía acercarse al objetivo más de lo prudencial. El éxito total de la operación consistía en saber a dónde encaminaba sus pasos. Tres autos, enlazados por el teléfono móvil, se turnaban en el chequeo: —Cruzó por Agua Dulce, sigue la Vía Blanca, parece encaminarse a El Vedado o, tal vez, a Santos Suárez. Cambio —informó uno de los perseguidores. Minutos más tarde, sobresaltado, Marcelo escuchó la información procedente de otro de los autos bajo su mando. El agente corregía la versión anterior: —El objetivo se internó en El Cerro. Abandonó el auto en la intersección de las calles Magnolia y Buenos Aires. Entró a una casa de la calle Buenos Aires. Lo mantenemos controlado. Cambio. Marcelo abandonó la planta central bajo la lluvia. Abordó su automóvil y se fue a verificar, personalmente, la ubicación del desconocido. Una buena parte de El Cerro estaba inundada y a oscuras. Sorteó las zonas bajas y llegó a la dirección que le habían comunicado. —Allí se metió —le informó un agente—. Le abrió una mujer. Me pareció una mujer mayor. Entró sin quitarse el sombrero. No pude verle el rostro. Marcelo frunció el ceño. Observó la casita. La conocía demasiado bien, por fuera y por dentro. No hizo comentarios pero experimentó una seria preocupación. ¿Qué relación tendría ese individuo con la única 39
persona residente en ese lugar? ¿Qué buscaba en la casa de Ángela, la madre de Miriam, frente por frente al balcón donde vivía Ñico?
Cifrado Castor se entrevistó con el francés. Esperamos, mañana, arribo resto de la delegación. Informaremos si presunto turista norteamericano acude al aeropuerto.
15 Media hora después de la llegada del desconocido, Ángela abrió la puerta, cruzó la calle y regresó con Ñico, mientras la casa permanecía iluminada y el objetivo en su interior. Marcelo estaba convencido de que algo muy serio se estaba tramando. Llamó a la planta central y preguntó si tenían noticias del chequeo sobre la casita de Zenón. La respuesta fue absolutamente negativa. Ni una palabra. Todo seguía igual. Nadie había entrado ni salido en las últimas dos horas. Las luces permanecían apagadas, excepto una débil iluminación interior, posiblemente a nivel del baño, que casi se adivinaba desde el punto de observación. Costaba trabajo definirla. A las once y treinta pasado meridiano volvió a abrirse la puerta de la casa de Ángela. Ñico y el desconocido salieron a la acera, y la madre de Miriam los despidió sonriente. Entonces Marcelo puso en marcha el motor de su carro, iluminó la senda por donde los hombres 40
caminaban y descartó la posibilidad de que el objetivo fuera el viejo Zenón. Este era más pequeño, tenía más cortas las extremidades inferiores y su vientre no sobresalía como el del anciano. Continuaba lloviendo, y tanto Ñico como el visitante se cubrían con capas y paraguas. Marcelo los siguió cuidadosamente hasta la intersección de las calles Paz y Buenos Aires. Vio al objetivo abordar un ómnibus de la ruta 83. Ñico lo despidió con un amistoso apretón de manos. El oficial ordenó, de inmediato, a uno de los agentes que lo acompañaba, abordar el vehículo en la próxima parada. Cortó, veloz, por una calle transversal y dejó al agente en el lugar exacto. El ómnibus trepaba una cuesta y eso disminuía su velocidad. Al despedirlo, Marcelo impartió al agente una orden categórica: —Síguelo aunque viaje al fin del mundo. No puedes perderlo. Estaré en la planta esperando tu informe.
16 A esas horas, en Pointe-à-Pitre, exactamente en el bar del Salako, Castor detecta algo que lo inquieta. Un hombre lo observa. Es evidente que lo hace con mucha atención. Lleva lentes polarizados, es rubio, tiene la nariz roma de los boxeadores. Viste un pulóver con el dibujo de una comunidad de rascacielos neoyorquinos. Pero la escasa luz del lugar no permite leer el anuncio que aparece al pie de la reproducción. El hombre fuma un cigarrillo negro. “Me observa fijamente, sin disimulo, trata de detectar dónde me ha visto antes. Registra, en su memoria, el sitio 41
en que nos encontramos y hablamos sobre un tema que él ahora no puede recordar. Se esfuerza en ubicar el día, la ciudad, la gente que nos rodeaba en aquella ocasión” —razona Javier. Castor lo ha reconocido al momento. Para el agente secreto cubano sería fácil incorporarse, dirigirse a su mesa, sentarse ante él y refrescarle la memoria. Decirle que en Madrid, en el Parque del Conde de Orgaz, al salir de la casa de Gardenia ella los presentó. Él era su vecino y trabajaba en la Embajada norteamericana. No recuerda su nombre; pero si se esforzara lo conseguiría, porque era el mismo de un pelotero norteamericano que fue famoso en las Grandes Ligas. “Aquella noche de Madrid, ese mismo individuo, ese que se niega a irse a dormir sin saber en qué sitio se cruzó conmigo, ese que daría un dedo de la mano por identificarme, me confesó que Europa era un continente agotado, que había conseguido en la Embajada un empleo de transición, que estaba harto de antigüedades y civilizaciones milenarias, y que tenía decidido el regreso a América, pero no a Estados Unidos sino a la otra América, allí donde todo estaba por hacer y comenzando”. De pronto el hombre se levanta y si dirige al baño. Castor lo observa, y cuando confirma que lo perdió de vista, va hacia la barra, liquida su cuenta y se larga hacia el cuarto del segundo piso. No quiere verse envuelto en complicaciones innecesarias. La presencia del antiguo vecino de Gardenia lo intranquiliza. Mañana, muy temprano, debe recibir al resto de la delegación. Azpillaga y Aldo deben haber llegado ya a Barbados. 42
Estarán pernoctando en un hotel cercano al aeropuerto. Piensa, por un momento, en Ofelia y Marcelo. Tiene la sensación de estar muy lejos, en el otro extremo del planeta. Cuando se va a la cama llueve fuerte en la terraza abierta, sobre el estrecho caminito de piedras que conduce a la playa, en la ensenada oscura, donde solía bañarse desnuda la bella turista francesa.
Noticias de Miami (Carta de Miriam) Mamá, aquí hay un cuchicheo tremendo, pues algunos amigos de Aragón dicen que se fue a Cuba. Otros lo niegan. Pero, yo me pregunto: ¿Cómo va ese loco a regresar a La Habana? Él desertó en Madrid, como ya te conté en otras cartas, y de eso tendría que responder al Gobierno. Yo no creo que haya regresado. Sarita volvió a enviarme otra carta. Pepín está embullado con venir a Miami. Y ella, también. Se aburrieron, parece, de vivir en España.
17 Ya no llueve cuando el desconocido abandona la ruta 83 en una esquina del Parque Central. El agente lo imita. Lo persigue a prudente distancia. Hay pocos transeúntes en las calles. El hombre toma un taxi y su perseguidor aborda un jeep que, al mismo tiempo, desemboca ante él. —Sigue ese carro —le ordena al chofer. Le muestra su carnet. Se acomoda el arma en la cintura ante la mirada sorprendida del joven recluta que conduce el 43
vehículo militar. Ascienden por la calle Neptuno. El agente no habla, permanece callado. El conductor del jeep lo conduce con habilidad y destreza. De vez en cuando observa a su acompañante de soslayo. Quiere decirle algo pero no se decide. El taxi gira en Infanta, se detiene en San Lázaro, su indicador anuncia que doblará a la izquierda. —¿Necesita ayuda? —pregunta el chofer. Es un recluta muy joven, delgado y nervioso, al que el agente le sonríe y, con esa sonrisa, le agradece la disposición: —No hace falta —responde. El muchacho insiste pero el pasajero le indica que no es necesaria su asistencia y vuelve a concentrarse en el carro que conduce a su objetivo. Lo observa cuando gira y se proyecta hacia la calle L, dos cuadras más arriba, y desciende hasta el hotel Havana Trip y allí se detiene. A unos quince metros el recluta frena su vehículo. Mientras el objetivo paga la carrera, el agente salta del jeep, vuelve a sonreírle al joven militar y echa a andar. Sigue los pasos del desconocido hasta el vestíbulo del gran hotel, atestado de cubanos y extranjeros, sin perderle el rastro en la noche del sábado. Lo ve sentarse en la amplia terraza interior, frente a una mesa donde un cartel señala: SÓLO PARA HUÉSPEDES. Entonces, desde un teléfono cercano, en un mostrador anexo a la carpeta, se comunica con Marcelo en la planta central. —¿De dónde me llamas? —pregunta el oficial. —Del Havana Trip. 44
—¿Tienes el objetivo a la vista? —Está sentado casi frente a mí. —No lo mires de frente. Utiliza tu visión lateral. Y descríbelo. —Es un tipo joven. No tiene más de treinta y cinco años. Ni gordo ni flaco. Más bien alto. Está pelado corto. —¿Lleva algún maletín? —Sólo tiene una capa y un sombrero impermeable. —¿Y su ropa? —Camisa y pantalón. Camisa carmelita, pantalón beige. —¿Comprados en el extranjero? —Pueden ser de “afuera”, pero no sé decirle. Es ropa muy sencilla. —Bien. No te le despegues —ordena el oficial—. Voy a mandar más gente hacia allá. También irá un hombre con una cámara oculta. Necesito fotos del objetivo. Si en menos de quince minutos se levanta y sale del hotel, déjalo ir… Otro agente estará a la espera de que eso suceda, a más tardar dentro de diez minutos. A él le corresponderá continuar el control. Siéntate cerca, pero no lo mires. Evita, a todo trance, que sospeche de ti. ¿Está claro? —Positivo. —Haz lo que te digo y concéntrate en eso. Recuerda, si se va a la calle en menos de diez minutos tendrás que seguirlo. El relevo no estará ahí antes de ese tiempo. ¿Comprendido, cuadro? —Positivo, jefe —repite el agente.
Castor en soliloquio 45
NOCHE
DE
RONDA
Canta un pájaro en las laderas del volcán La Soufrière. Su trino, en la penumbra, se expande por el aire. Me penetra el oído. Siento frío en los huesos. Se me eriza la piel. Silba el viento en la floresta, húmeda y fresca. ¿Eres culpable, Valia, por los largos paseos nocturnos en los jardines moscovitas? ¿O es acaso a Gardenia a quien le debo entonces la añoranza? Miriam sabía trinar como un canario. La haitiana Marie-Anne tenía sus pechos penetrados de música y misterios. Tus tomeguines del Pinar, Angelita, vuelan en mi memoria. Oscurecen el cielo. Ascienden, con sus alas, al espacio abierto. Sólo anidan cuando se apagan las estrellas de La Guadalupe.
18 La casita de Álvaro Zenón permanece tranquila. Nada se ha movido en el blanco rectángulo que los observadores tienen ante sí. El aire de la playa, en el jardín, mece un pequeño seto de vicarias e inclina suavemente los desordenados rosales silvestres, y arrastra polvo y papeles hasta un rinconcito del portal. La sombra de las ramas del pino que creció en la acera, se estira por el estrecho y prolongado pasillo lateral que conduce al patio de tierra. Todo está inerte, quieto, detenido. El silencio tiende su dominio absoluto —apenas interrumpido a ratos por el maullido melancólico de una
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gata en celo—, bajo un techo imponente de nubes muy blancas que corren rumbo al suroeste.
19 El hombre de la cámara oculta trabaja sin cesar en el Havana Trip. Desde diversos ángulos toma fotos del agente infiltrado. Agota las alternativas, estudia sus movimientos, se concede el lujo de “tirarle” planos con carácter de estudio. Está a punto de correr hacia el laboratorio —acuciado por la urgencia de Marcelo—, cuando un desconocido se acerca al objetivo, se sienta a su lado, dialoga con sigilo… Y el hombre de la cámara oculta vuelve a concentrarse en su tarea, se mueve diestramente, le dedica un rollo “a la pareja”, graba en el celuloide el ceño fruncido por la preocupación, y sólo entonces se larga apresuradamente hacia el cuarto oscuro.
20 En el hotel Salako, habitación 246, segundo piso, Javier descuelga el teléfono al primer timbrazo. Responde en inglés. La voz del dueño del Diamant Creole le suena extraña. El hombre le habla en español, lentamente, como si recitara un catecismo. —No mencione mi nombre. Usted debe saber, perfectamente, quién le habla —dice el martiniqueño. —No lo esperaba. 47
—¿Sabe o no sabe quién le habla? —Claro que lo sé. —Monsieur Dubois me ha ordenado llamarlo. A partir de mañana usted estará comprometido. ¿Cierto? —Cierto. —Monsieur Dubois reitera que queda prohibido todo contacto entre usted y nosotros. —¿Y en caso de urgencia? —En todos los casos, amigo. —Entendido. —Perdone esta llamada a deshora. Lamento haberlo despertado. —No estaba dormido, señor. —Bon nuite. Cuando el hombre cuelga, Javier, receloso, comienza a analizar la razón del tono de la voz del dueño del Diamant Creole y lo sorprende la reiteración de algo que estaba convenido previamente con toda claridad. ¿Habría bebido demasiado el martiniqueño? ¿Cumplía, realmente, instrucciones de Dubois o actuaba por su cuenta? ¿Qué podía haberlo molestado? ¿Cuál era la verdadera causa del tono de disgusto que apenas pudo disimular durante el diálogo? El cubano evaluó la situación en todos sus aspectos. Y llegó a conclusiones provisionales, pero el instinto le dio una señal de alarma… Debía extremar la cautela en los próximos días, no confiar jamás en los hechos triviales o las apariencias. Se hallaba inmerso en estas reflexiones cuando, de nuevo, volvió a sonar el timbre telefónico. Se abalanzó sobre el flamante aparato rojo. Del otro lado de la 48
línea, después del Hello apresurado de Javier, la voz de María le advirtió: —Un hombre te estuvo chequeando, esta noche, en el bar. No sabemos si llegaste a detectarlo. Monsieur Dubois te está controlando. —¿Cómo era el hombre? —Rubio, lentes polarizados, pulóver con el rostro de Paul Lennon. —Efectivamente. —Te perdió de vista y avisó al padre de mi amiga. Lo llamó al restaurante hace menos de una hora. El mar-tiniqueño está encolerizado. María interrumpió la comunicación sin despedirse. Javier sintió que el pulso se le echaba a correr, y su adrenalina experimentaba un ascenso súbito y molesto. Entonces, se aconsejó ecuanimidad. “Tranquilo, Castor, carajo” —susurró su voz interior. Sólo bastaba, para complicarlo todo aún más, que el dueño del Diamant Creole recibiera información acerca de los contactos que había sostenido con su hija. Una indiscreción, un mínimo error, y todo acabaría de la peor manera. Encendió un cigarro y se hizo una pregunta: “¿Cómo actuaría Marcelo si se viera en esta situación de extrema peligrosidad?”
Castor en soliloquio MISTERIOS
DE LA VIDA
Misterios de la vida, sí señor. Oí clarita la voz de Rosaura. Me estremecí por dentro. Salí a la terraza de la habitación y todavía tenía dentro de mis oídos el 49
metal de su voz pronunciando mi nombre. Tenía miedo de volver a acostarme y dormirme y nuevamente oírla como aquellas noches en su cuarto de La Habana Vieja. Me subió a la boca un sabor muy amargo. Luego volví a la cama y no apagué la luz. Me pegué la almohada al costado del cuerpo. Desperté, ya tarde, con muchos deseos de volver a Cuba cuanto antes. Y ver a esa mujer…
21 Amanece en la parte alta de El Vedado. Santos Leyva, empleado del Ministerio de Comercio Exterior, tiene los párpados hinchados. Se siente sumamente agotado por la noche en vela. En su cabeza giran, desordenadas, las preocupaciones. ¿Qué hacer con ese hombre que trajo a su casa? ¿Comprometerse todavía más o librarse de él? Pero ¿cómo librarse de un individuo armado que cruzó la Corriente del Golfo para cumplir una misión? ¿Cómo deshacerse de un agente entrenado en La Florida, enviado a Cuba para destruir una importante planta de glicerina de La Habana, decidido a todo después de varios días en la casita de Álvaro Zenón, muerto súbitamente de un infarto en la noche de ayer? ¿Qué va a pasar cuando la policía, reclamada por los vecinos del lugar, penetre en la casita de Santa María y descubra el cadáver del anciano pescador submarino? ¿Habrá papeles comprometedores? ¿Descubrirán señales de la actividad clandestina del muerto? 50
Santos Leyva busca soluciones mientras el infiltrado desarma, pule y arma su pistola automática, y el inquieto anfitrión se pregunta qué dirá su mujer (que mañana volverá de Tunas, adonde fue para no estar ausente en la boda de una sobrina) cuando vuelva y se encuentre en la casa, hosco y reservado, un huésped desconocido. ¿Le recriminará? ¿Lo acusará de haber llegado demasiado lejos en su inconformidad con el Gobierno? ¿Podrá ella apreciar justamente la inteligencia, el tacto, la delicadeza y la cautela con que él está obligado a afrontar esta difícil situación? El sol calienta la sala de la casa. Santos Leyva recuerda, de pronto, que le han recomendado vivir sin tensiones. “Mucha tranquilidad” —le han repetido los médicos. Un poco de ejercicio cada día. Incluso, la bicicleta estacionaria en el gimnasio cercano, y serenos paseos vespertinos. Además, una dieta nada abundante, baja de sal y grasas. Prohibido el café y nada de cigarrillos. Pero ¿quién iba a decirle hace ya diez meses, cuando le dieron el alta luego del susto que pasó con su apesadumbrado corazón, que con el tiempo se vería envuelto en una situación tan complicada? No es cosa de juego lo que está pasando por su mente… Y se levanta y busca una pastilla. La coloca, cuidadosamente, bajo su lengua. Mira al recién llegado y, sin que este le haga pregunta alguna, se arriesga a aclararle: —Hace casi un año tuve un principio de infarto. Estuve varios días en terapia intensiva. Casi un mes en una cama. Allí fue donde conocí a Álvaro Zenón.
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22 Los hombres de Marcelo han realizado un trabajo impecable. Tienen ubicado al infiltrado en su nueva guarida. En cuanto el objetivo abandonó el Havana Trip acompañado por un individuo que evidentemente había sido citado con anterioridad, los técnicos examinaron la butaca que el agente utilizó. Se tomaron las huellas dactilares de unas decenas de personas, algunas de ellas extranjeras, para después ejecutar una larga y compleja operación destinada a lograr el mayor número posible de identificaciones. Mientras tanto, en el nocturno silencio de la capital, un pequeño comando de agentes rastreó a la pareja hasta el apartamento, en El Vedado, donde el huésped de Álvaro Zenón culminó, por el momento, su accidentado y misterioso itinerario. En ese apartamento reside Santos Leyva, empleado del Ministerio de Comercio Exterior, asignado a las órdenes de Julio Azpillaga, oscuro funcionario del que Marcelo ya tiene en su poder una primaria pero interesante información secreta. La mujer de Leyva, desa-fecta, ha viajado a Tunas. El contacto con Leyva, en el Havana Trip, se ha realizado, sin dudas, desde el teléfono de Ángela. El aparato de Álvaro Zenón estaba controlado y no había recibido ni efectuado llamadas en los últimos días. La casa del anciano permanecía cerrada, y Marcelo dio órdenes de acercarse a ella… Un joven agente, en bicicleta, simulando ser mensajero de la cercana Oficina de Correos, le tocó a la
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puerta. Llevaba en sus manos un sobre con una difícil y confusa dirección. Ese sería el pretexto para echar una rápida ojeada al interior. Pero Álvaro Zenón no respondió. La casa parecía deshabitada; sin embargo, Marcelo sabía que el viejo permanecía allí, vivo o muerto, fallecido de modo natural o asesinado, pero dentro de esas cuatro paredes, rodeado de misterios y señales, rastros y huellas, que, en poder de la Seguridad del Estado, contribuirían a revelar las claves de una sofisticada operación contrarrevolucionaria. Al mediodía del domingo, entre las muchas huellas que habían culminado en una identidad concreta, Marcelo detectó las señas de un personaje que, hasta ahora, permanecía en las sombras del anónimo exilio miamense: —Este puede ser el infiltrado —exclamó el oficial—: el famoso ingeniero Aragón.
Castor en soliloquio LA
MENTE ES UN MISTERIO
Debía casarme. Ya no soy un muchacho. La vieja tiene miedo de morirse sin conocer a un nieto. Por lo menos, un nieto. Le gustan los varones. Y yo sé que a papá la vejez ya se le viene arriba. Se está sintiendo solo el pobre viejo. Los dos se me van a morir sin la alegría de un niño o una niña que les diga abuelos. Me lo han insinuado… Y a Ofelia le gustan los muchachos. Tiene delirio con la vecinita. Se enternece con ella. Le cosió una bata que es una maravilla. Sería una buena madre, pero yo… Esa es la cosa, precisamente, que los hijos 53
no se logran así como así, porque a cualquiera se le ocurre tenerlos. Yo mismo tengo miedo de ser padre. ¿Y si me sale mal? ¿Si me nace un niño que no sea el que yo deseo? Nadie sabe las cosas extrañas que tiene la vida. Tú eres sano, ella es sana, y el hijo viene al mundo con un brazo de menos o con esa carita de asombro y desconcierto que tienen los que padecen algún retraso mental. El nacer es una lotería. Yo creo que por eso no he formado familia. Pero ya estoy a tiempo. Bueno ¿y por qué pienso estas cosas ahora que estoy lejos? Me he levantado un poco triste. No dormí muy bien. Y tengo que irme a recibir a la delegación. La mente es un misterio, caballero.
23 Javier llegó temprano al aeropuerto. Lo acompañaban dos funcionarios de la municipalidad de Pointe-à-Pitre. La ciudad había elevado a la Alcaldía a un destacado historiador comunista, pero los funcionarios no lo eran, y el cubano, con toda intención, evitó aludir a la situación política en La Guadalupe. Se trataba, en esencia, de un viaje de negocios. Él era un asesor y nada más. Se comportó de un modo natural y no dejó entrever el malestar que le produjo, en la gran acera exterior del aeropuerto caribeño, la presencia del norteamericano rubio, de lentes polarizados y, esta vez, con un pulóver cuajado de rascacielos neoyorquinos. 54
La espera no fue larga. La pizarra anunció el arribo de un vuelo procedente de Barbados y, a la hora exacta, el avión de una pequeña compañía regional se posó en la pista. Azpillaga y Aldo, al descender la escalerilla, repararon en la figura de Javier, que se veía detrás de los cristales del salón de espera. Lo saludaron agitando sus brazos. Javier les respondió, y en lo más hondo experimentó un inesperado y alegre bienestar. Tuvo la sensación de que otra pieza del rompecabezas encajaba maravillosamente en el tenso contexto de su mundo interior, como si todo se reorganizara nuevamente y su misión real en Pointe-à-Pitre alcanzara un significado mucho más cabal.
24 El ingeniero Aragón había sido entrenado, efectivamente, en La Florida. Especialistas en tareas de in-filtración hicieron el milagro: lo endurecieron, lo transformaron en un individuo perfectamente preparado para sobrevivir en las peores condiciones. Le sustrajeron hasta el último átomo de bondad o piedad. Le dieron instrucciones de no dejarse capturar con vida y estaba resuelto a ello. Su existencia anterior no le importaba. En lo más íntimo, Aragón le guardaba un enorme rencor a su ex esposa, la madre de su único hijo, a quien él traicionó el día que desertó en Madrid, confiado en que ella correría a reunírsele al primer llamado. Pero la mujer decidió permanecer en Cuba, y el ingeniero la tenía condenada a muerte. 55
Al entrar al país, por la vía clandestina, Aragón juró que, si todo le salía bien, volaría la más productiva planta de glicerina de La Habana, y le daría un buen par de balazos, en la terca cabeza, a la amada infiel. Todo eso, sin quererlo, lo mantenía molesto. Decidió, por tanto, tratar de evadirse de sus enojosos pensamientos. Y a Santos Leyva le tembló todo el cuerpo cuando, con voz de mando, le ordenó: —Acércate. Voy a enseñarte algo sensacional. Santos se acercó al ingeniero, pero se mantuvo a una distancia prudencial. —Esto que ves es un plástico de alto poder expansivo. Tiene acoplado un pequeño reloj de gran precisión. Puede volar un edificio de tres plantas. Santos observó, preocupado, el objeto de regular tamaño. —Es peligroso —dijo. —Estás asustado —dijo Aragón, sonriente—. Se te ve el miedo, chico. —No soy hombre de acción —se excusó el dueño del apartamento. —Yo tampoco lo era. Soy ingeniero. Le trabajé a esta gente, me mandaron a España y me quedé allá afuera. En Madrid me encontré a un amigo, ingeniero como yo, muy bien conectado con la CIA. —¿Torres? —Ese mismo, el ingeniero Torres, que me envió a Estados Unidos. Traté de no mezclarme en operaciones como estas y le llené el tanque de gasolina a miles de automóviles, primero en Nueva Jersey y después en Miami. Quise ganarme la vida de un modo decente. Un 56
día me cansé y le escribí a Torres. Le dije que estaba decidido a vivir bien o a morirme. Que no aguantaba más… —Tomó una decisión. —La CIA paga bien. Estuve seis meses entrenándome. Y eso es al duro. Te hacen otro hombre. Ahora, tienes que ayudarme… —Haré lo posible. —Y harás también lo imposible. —¿Qué me está insinuando, ingeniero? —¿Te parece imposible que esta noche, en cuanto caiga el sol, puedas salir y regresar aquí con una mujer? —¿Qué mujer? —Mi ex mujer. —No entiendo nada —responde Santos Leyva. —Es sencillo, chico. Nada arriesgado. Te digo dónde vive y la vas a buscar. —Anjá. —Llevas una pistola que yo te daré y, si ella se niega, me la traes por la fuerza. —No. Yo no puedo hacer eso. —Lo vas a hacer, quieras o no, porque estás obligado. —Ni siquiera sé hacerlo. —Aprenderás a hacerlo. Vamos, yo te explico como…
Cifrado Delegación llegó sin contratiempos. Castor estuvo presente en bienvenida. Presunto agente norteamericano merodeó 57
el aeropuerto. Se hospedó en hotel de segunda bajo el nombre de Patrick White. Fuentes confiables aseguran que trabajó en España, es alcohólico agresivo e incurable.
25 El lunes, al amanecer, Marcelo decidió no esperar más. Solicitó una orden judicial, se fue a buscar al presidente del Comité de Defensa de la Revolución de la cuadra, llevó con él a un cerrajero y penetró en la ca-sa de Álvaro Zenón. Al abrir la puerta confirmó sus sospechas… el viejo estaba muerto, tieso y maloliente, con un rictus de dolor y tristeza en los ojos abiertos, las manos apretadas sobre el pecho, tendido cuan largo era en el piso del pequeño baño intercalado. Pero no presentaba señales de violencia. La casa estaba en el más completo orden. De un clavo mohoso colgaban el snorkel, las patas de rana y la careta de cristal especial para inmersiones de profundidad. Un retrato al óleo de la que había sido su mujer permanecía en la sala. “Sonia heredó los rasgos de su madre” —se dijo Marcelo. El presidente del Comité, cumpliendo instrucciones del oficial, se encargó de la confección del inventario. Un agente se comunicó con el Departamento de Medicina Legal e informó del hallazgo del cadáver. Marcelo, entretanto, registraba cuidadosamente el escenario. No quería perderse la posibilidad de encontrar un rastro, por mínimo que fuera, capaz de aportarle información acerca del agente infiltrado. Nada en la casa, sin embar58
go, ofrecía constancia de su presencia en ella. El hombre tenía a su favor haber actuado con la más absoluta discreción, borrando su estadía bajo el techo del viejo con un nivel de profesionalidad que preocupó al oficial. El enemigo había sido entrenado con esmero, y esa realidad, objetiva y viable, constituía un desafío. Para Marcelo, y el grupo a sus órdenes, esto representaba un acicate. El individuo que había llegado a Cuba en días pasados, recepcionado por Álvaro Zenón una noche de lluvia y viento fuertes, había sido escogido entre miles de hombres reclutados para misiones especiales de gran envergadura. Era, por lo tanto, un adversario francamente peligroso. Aun bajo control, perseguido de cerca y ubicado con toda precisión, la tarea que le habían asignado en La Florida se mantenía encubierta. “Un éxito táctico de ellos” —reconoció Marcelo. El núcleo de la operación se desplazaba ahora al apartamento de un oscuro burócrata, Santos Leyva, que se había resistido a secuestrar a la ex mujer del ingeniero y mostraba en el rostro las huellas contundentes de su desesperada negativa.
26 —Usted ha perdido la razón. Recuerde que soy un hombre enfermo. —Te está sangrando la nariz —dijo Aragón—. Ve y lávate la cara. No me gusta la sangre. —Mi señora llegará al mediodía. —Peor para ti. 59
—Es una mujer emocional. Puede ponerse histérica cuando me vea golpeado. —Lávate esa cara. Ya te dije que la sangre me saca de quicio. —Si ella llega, esto va a complicarse. Yo lo sé. —No llores más, cabrón, y quítate esa mierda. Es repugnante. Tal parece que estás moqueando. —No grite, ingeniero. Lo pueden escuchar los vecinos. —No soporto eso que te cuelga. —Suélteme, ingeniero. —Ven conmigo, cabrón. —Qué desgracia haberlo recibido. —Mete la cabeza bajo el agua. —Esto… es lo peor… que puede usted… hacer. La violencia, no ayuda. —Coge esa toalla. Sécate la cara. —Debo tener fracturado el tabique. —Tú fuiste el culpable. —La mujer no estaba. ¿Qué iba a hacer yo? —Eso es mentira. —Toqué y toqué, y nadie me abrió. —Yo sé que estaba. Cuando te fuiste, la llamé por teléfono. Ella contestó. Oí su voz y la reconocí. —Pero, yo demoré casi una hora. Ella seguro que salió a alguna parte. Allí no había luz. —Puede que sea cierto. —Tiene que creerme, ella no estaba en esa casa. —Tal vez era demasiado temprano. —Menos mal que empieza a razonar. ¿Por qué me dio ese golpe cuando regresé? 60
—Se me fue la mano. —No me dejó explicarle. —Me descontrolé. —¿Qué podré decirle a mi mujer? —Dile que te caíste. Se te dobló el pie en la escalera. —¿Y cómo justifico su presencia? —Oye, se te está inflamando la nariz.
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Segunda Parte
27 La mujer de Aragón salvó la vida, sin que ella pudiera adivinarlo, gracias al cumpleaños de un niño de la cuadra al que llevó a su hijo. Un hombre de Marcelo siguió a Santos Leyva hasta la casita de la ex esposa del ingeniero. Lo vio tocar a la puerta y regresar, sobresaltado, al apartamento donde se mantenía el agente enemigo. El oficial de la Seguridad ubicó, urgentemente, a la persona que buscaba Leyva. Cuando logró identificarla ordenó un chequeo constante sobre la vecina de esa casa. La intuición le indicaba que debía protegerla sin acercarse a ella, garantizar su integridad física y la seguridad del hijo del traidor, hasta el momento en que se decidiera detener a este. También le preocupaba actuar con un exceso de confianza que podía arrastrarlo a un costoso error. El análisis frío, la experiencia y la práctica policiacas, lo inclinaban a aguardar, pacientemente, el curso de los hechos. ¿No estaría la mujer en la conspiración? Era poco probable; pero, en fin de cuentas, nada objetivo la liberaba de los parámetros de la sospecha. Marcelo, además, proyectaba su estrategia con paciencia y cautela. Sin precipitarse. Quería actuar certeramente en el momento adecuado, y asestar un golpe decisivo, 62
capaz de demostrar al enemigo la potencia tremenda de los órganos de la Seguridad de Cuba.
28 Lejos, en Pointe-à-Pitre, Azpillaga estaba preocupado (Javier sabía por qué) y comentó que no le había gustado la primera ronda de conversaciones recién finalizada. Dijo que era probable que la contraparte deseara conseguir ventajas y ganancias que harían imposible las negociaciones. Aldo seguía, con visible respeto y atención, todo lo que Azpillaga estaba analizando. La sobremesa, al mediodía, cobró el carácter de una improvisada sesión de trabajo. Se habían quedado a solas, sin la limitante compañía de los intérpretes, y les permitía evaluar con absoluta libertad el resultado del primer contacto comercial. En el rostro del jefe de la delegación se reflejaban las preocupaciones. —Me pregunto si querrán chantajearnos —aventuró Aldo. —No lo pongas en duda. Tienen una visión absolutamente distorsionada del desarrollo económico de Cuba. La propaganda anticubana les ha hecho creer que estamos obligados a aceptar sus condiciones —comentó Azpillaga. —Pero, tú les hablaste muy claro —dijo Aldo. —¿Y me habrán entendido? —Si no lo entendieron, Azpillaga, es porque no querían entenderlo —intervino Javier. —¿Y si, en verdad, no quieren entenderme? —replicó 63
sonriente el aludido. —¿Entonces para qué nos hicieron venir? —remató Aldo. —Cualquiera sabe —fue la reflexión de Azpillaga. Javier guardó silencio. Tenía deseos de decirles que nada se conseguiría, pues un francés estaba boicoteando su trabajo. Pero se limitó a ubicar al norteamericano rubio, de lentes polarizados y un bosque de rascacielos en el pecho, que almorzaba en un sitio cercano. El hombre se entretenía en devorar una ensalada de variados vegetales caribeños y, a largos sorbos, bebía una cerveza inglesa. A ratos, volvía la cabeza para observar a los tres comensales cubanos. Masticaba incesantemente. Entonces Javier reparó en sus potentes bíceps y en un detalle anexo: el ancho de su espalda contrastaba con la basquetbolística longitud de sus piernas. En esa desproporción corporal, a simple vista, se hacía evidente la presencia de largas jornadas de entrenamiento físico dirigidas a conseguir fortaleza en los brazos, y un alto rendimiento de velocidad y destreza en las extremidades inferiores. Una mezcla anatómica de gorila y tigre.
Castor en soliloquio NOTAS
DE VIAJE
En la boutique del hotel Salako, Mr. Meredith compró unas postales. Tarjetas en colores con mariposas en tercera dimensión. Y me reconoció en cuanto me vio. Dijo que había sido su hobby desde niño. “Tengo una 64
excelente colección de mariposas raras” —confesó. No sé por qué comenzó a hablar de las cien mil especies que existen en el mundo. Y de la Monarca, que ha cruzado océanos para establecerse en los más lejanos puntos del planeta. Dijo que hay mariposas diurnas y nocturnas. “—Las diurnas no atacan los cultivos y las nocturnas tienen menos brillo. Les seduce la luz, y después de las lluvias primaverales revolotean enloquecidas en torno a las lámparas caseras”. Aún no entiendo por qué, de improviso, me habló de Cuba. Cuando estuvo en La Habana comprobó que los expertos de la Isla conocían 177 variantes de mariposas diurnas. “—Los cubanos —dijo— tienen una fortuna en mariposas, dieciocho especies exclusivas, la más impresionante es la Avellaneda, no existe en otra parte, vuela por los jardines de Santiago de Cuba y las montañas de la Sierra Maestra”. Casi al terminar nuestro encuentro me regaló una postal con un grabado de la especie Lucinia, una mariposa que abunda en Las Bahamas, exótica y hermosa como pocas, una fiesta de alegría y color en sus pequeñas alas.
29 —Necesito un médico —dijo Santos Leyva. —Eso será después —respondió el ingeniero—. Con el hielo se te pasará. —Debo tener destrozado el tabique nasal. Me falta el aire. —Respira por la boca. No seas tan dramático. 65
—Oiga, ingeniero, le suplico que no me trate como a un niño. —Te trato como a un hombre lleno de miedo. —Y si tengo miedo, ¿qué? —Escúchame: si tienes miedo vas a terminar comportándote como una puta. —¡Oiga! —Y si descubro que no eres capaz de controlar tu miedo, te lleno la cabeza de plomo antes que decidas traicionarme. Eres el único asidero que me queda en este país hasta que yo pueda reembarcarme hacia La Florida. ¿Está claro? —No se altere, hombre. —Tú sabrás lo que haces. Quedas advertido. —No haré nada que lo perjudique. Se lo puedo hasta jurar. Haré lo que usted ordene. —Cálmate, chico. Es lo mejor para los dos. —Me calmaré. —Y cállate un rato. Necesito pensar. —Una única sugerencia: piense en mi mujer. —En eso estoy. Nos queda una hora. Lo suficiente para inventar una leyenda.
30 Marcelo hizo avisar a Sonia de la muerte del padre. Nadie en la cuadra conocía la existencia de la hija. Álvaro Zenón hablaba poco con sus vecinos de Santa María. No se le conocían familiares, ni mujeres… Sólo amigos fortuitos con los que difícilmente se le había visto 66
sino en dos o tres ocasiones. Era un hombre huraño y reservado. El oficial tomó la decisión de franquearse con Sonia. Le dijo cuál era su trabajo, el papel que Zenón había desempeñado en los últimos días de su vida, la importancia de que ella —si lo deseaba— le hiciera saber todo lo que conocía del anciano, insistiendo en aquellos detalles que pudieran parecer intrascendentes y, sin embargo, permitían penetrar en el carácter de un hombre como el viejo cazador submarino. —¿Registraste la casa? —preguntó la mujer. —De punta a cabo. Y nada. —¿No encontraste unos cuadernos escritos por papá? —No encontré nada. —Entonces, vuelve a registrarla. —¿Por qué me pides eso? —Porque papá tenía la costumbre de llevar un diario. Lo hizo toda la vida. —Ahora la casa está sellada. —Pues que te autoricen para volver a entrar en ella. Regístrala de nuevo. Conservar diarios era una de sus grandes manías. Todas las noches se sentaba a escribir. —¿Y qué te parece si tú vas conmigo? —preguntó Marcelo. —Como tú quieras, aunque entrar a la casa de mi padre me va a hacer mucho daño. Voy a encontrarme cosas de los tiempos de antes, cuando mamá vivía y éramos una familia de burgueses felices. Ahora sé que aquel mundo era falso, pero hay situaciones que vistas desde lejos y con ojos de niño, las dulcifica el paso de los años. 67
31 Bajaron por la tarde, después de dormir una siesta, a recorrer el centro de Pointe-à-Pitre. Las calles estaban repletas de gente. Grandes carteles publicitarios, en los cristales de los almacenes, anunciaban fabulosas rebajas. En algunos sectores las aceras estrechas obligaban a caminar en fila india. Enormes discotecas concentraban grupos de jovencitos, atentos a los ritmos extranjeros, deslumbrados por el sonido de los CD-ROM y las aerodinámicas líneas industriales de los im-presionantes equipos electrónicos importados de Amsterdam, Tokio o Nueva York. Sus precios parecían inalcanzables y, sin embargo, la juventud ansiaba poseerlos, compulsada por la estimulante exhibición de estos objetos en las vidrieras comerciales, que los juntaba en compactas masas impenetrables frente a ellos. Avanzar era, a ratos, un real martirio. —¿Cómo van a comprarlos si no tienen trabajo? —preguntó Javier. Azpillaga explicó los mecanismos del consumo en una sociedad como aquella. Conocía a fondo las contradicciones del sistema. Se refirió a la oferta, la demanda y los créditos, el valor real y el valor absoluto de las mercancías, la reducción de costos de producción a expensas de la fuerza de trabajo asalariada, la plusvalía que el patrón le arrebata al que produce, los efectos enloquecedores de una publicidad agresivamente compulsiva, las materias primas adquiridas a precios irrisorios en los países pobres, la enconada lucha de los monopolios por el control de áreas de mercado, la imposición de aranceles preferenciales y las desas68
trosas consecuencias de una economía dependiente en un mundo globalizado y neoliberal. Para la mejor comprensión de este complejo galimatías, en especial para Aldo y Javier, mucho más jóvenes que el jefe de la delegación, Azpillaga hizo comparaciones entre La Guadalupe de finales de los años noventa y la Cuba de los cincuenta. Fue una contundente, aunque algo densa, disertación de economía política.
32 Santos Leyva sintió que iba a desmayarse. Los inconfundibles pasos de su mujer, en la escalera exterior, le provocaron un vahído súbito. Aragón le apretó fuerte el brazo, lo sostuvo, lo instó, en voz baja, a que abriera la puerta. El hombre respiraba con dificultad. La voz de su mujer, saludando a una vecina, le llegó desde lejos pese a la cercanía. Aragón, entonces, lo ayudó a acercarse a la puerta y repitió la orden: —Abre. Santos Leyva sintió un galope desbocado en las sienes. Se le enfriaron las manos, un calambre le subió por los brazos… El ruido de las llaves de su mujer, en el pasillo, le perforó el oído como la fina punta de una daga. Aragón lo agarró por el pelo y le dio una última orden: —Escóndete en el cuarto. No tienes cojones para abrir. Yo me ocupo de ella. 69
33 En el patio de tierra, bajo un lirio yerto y solitario, los hombres de Marcelo hallaron una caja con cuadernos escritos por Álvaro Zenón. El recipiente de metal, con inscripciones en inglés, correspondía a una caja de balas considerada deshecho de guerra por el Ejército de Estados Unidos. Zenón la había enterrado, no muy hondo, envuelta en un plástico de excelente factura, que le garantizaba su impermeabilidad. La caja contenía cuadernos pequeños, ordenados cronológicamente, de una caligrafía de rasgos, en los que el cazador relataba sus experiencias de los años sesenta. Era el impoluto punto de vista de un burgués resentido en medio de un proceso revolucionario que lo trascendía y le provocaba contradictorios estados de ánimo. El último de estos cuadernos pertenecía al año 1967. Durante la Ofensiva Revolucionaria, Zenón fue re-clutado por la Agencia Central de Inteligencia. Su reclutador fue un hombre nacido en Camagüey, criado en Nueva York, veterano de la Segunda Guerra Mundial, repatriado a Cuba después del triunfo de la Revolución.
34 Sonia insistió en continuar la búsqueda y, dos días después, en el doble forro de un viejo armario, fueron 70
descubiertos cuadernos más recientes. Marcelo los leyó con extremo cuidado, adivinando sugerencias y buscando claves en las entrelíneas para armar el tinglado de las operaciones enemigas a partir del instante en que Zenón había hecho contacto con Javier. Cuando llegó al final, satisfecho y feliz a pesar del cansancio, redactó un cifrado para la Jefatura. Había verificado que, efectivamente, era Aragón el agente infiltrado por la CIA al que el viejo cazador había recepcionado una semana antes. Santos Leyva, por otra parte, actuaba a las órdenes de Álvaro Zenón, después de haberse conocido ambos en la Sala de Terapia Intensiva de un moderno hospital habanero. Y un nuevo personaje pasaba a primer plano en el enfrentamiento entre la red contrarrevolucionaria y la Seguridad cubana. Pero ¿dónde ubicar a ese veterano de la Segunda Guerra, repatriado a Cuba, el hombre al que Zenón le rendía una rara, servil y respetuosa subordinación? Acaso, según la evaluación primaria de Marcelo, este era el verdadero agente del ingeniero Torres en La Habana, al que Javier jamás llegó a conocer, porque se mantenía oculto en las tinieblas, cuidadoso, medido en sus acciones, buen conspirador, sin otra identidad que las elogiosas pero brevísimas referencias que Álvaro Zenón le había dispensado en sus cuadernos. Un agente especial, seguramente, al que la CIA le ponía en las manos misiones de gran envergadura.
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35 A Santos Leyva le inspiraba lástima la postración nerviosa de su infeliz mujer. Aragón la había amenazado con rudeza, y ella estaba inmersa en una verdadera pesadilla. No podía creer que su marido, hombre de hábitos caseros y existencia tranquila, se hubiese involucrado en acciones de inaudita violencia con-trarrevolucionaria. El ingeniero actuaba como los gángsters de las películas norteamericanas de los años cuarenta. Hablaba con voz dura, exigía obediencia, disfrutaba anticipadamente del asesinato que cometería en la persona de la mujer que había sido su esposa. Postrada en un sofá, observándolo todo como si fuera un mal sueño del que pronto habría de despertar, la atribulada mujer de Santos Leyva se negaba a creer lo que estaba ocurriendo. Algo se había dislocado, inesperadamente, en el seno de su sereno mundo familiar; y la invadió, de pronto, un irreprimible rencor contra el culpable de aquella situación, el hombre al que había consagrado su existencia, perdonándole correrías nocturnas y huellas de carmines ajenos en los cuellos ajados de sus almidonadas guayaberas de hilo, ahora prisionero de su propia ambición, atrapado en su propia trampa, comprometido en un asunto sumamente grave cuyos resultados la mujer sospechaba serían fatales. A ella, en verdad, no le atraía la Revolución. Pero se había adaptado a la situación que le imponía su permanencia en el país. Añoraba el pasado, a qué negarlo, sin regatearle al presente una rotunda afirmación 72
social en los grandes valores humanos. Sin embargo, compartir este mundo exigía sacrificios y entregas que, a su edad, después de haber disfrutado del privilegio de la pequeña burguesía (“parasitaria”, como decía su más cercano vecino) de la vieja estructura estatal, conservadora ella por temperamento, temerosa de todo por naturaleza, le parecía un asunto ideal para observar de lejos, terreno de nadie por medio, reservándose crítica y resentimientos e inconformidades, sobreviviendo al margen de los acontecimientos y aguardando. Nada de actuar contra la autoridad establecida. Vivir y sólo eso. Respetar sobre todo, para exigir respeto. Sin inmiscuirse en asuntos tan arriesgados como este (quebrar la paz sagrada del hogar introduciendo en él a un infiltrado, un hombre fuera de la ley) para después mostrarse arrepentido, como decía ahora Santos Leyva, con ronca voz lastrada por el feroz pistoletazo que el ingeniero Aragón le había propinado en la nariz. Que no esperara él que ella lo perdonara (razonó la mujer) pues, al mismo tiempo, gracias a este contundente shock, acababa de descubrir que lo despreciaba, lo odiaba desde siempre, responsabilizándolo de sus más íntimas insatisfacciones, soledades, lágrimas, frigidez, vacío, irritante dependencia económica, dignidades rabiosamente ofendidas a lo largo de años y años, que ahora veía claro, sin justificaciones, como si el velo que cubría la infamia lo hubiera desgarrado el filo del enorme cuchillo que esgrimía, agitándolo al aire del mediodía cálido, el ingeniero brusco y prepotente, cuya violencia la desesperaba. 73
Cuadernos de Zenón
X me contó algunas cosas suyas. X es un hombre de mi edad y nos entendemos perfectamente. Ha vivido mucho. No podía imaginarme, en realidad, lo que él ha vivido. Me dijo que aún permanecía en la Isla porque nuestros “amigos” le rogaron que no abandonara este país. Vino de allá cuando “esto” comenzó a complicarse. X peleó en la Segunda Guerra…, fue sargento y tiene don de mando. Yo le dije que estaba retirado pero vivía muy bien. Eso lo sorprendió bastante. Me hizo infinidad de preguntas sobre la caza submarina. A X le interesa algo de mi persona, algo concreto, me di cuenta, pero no me habló claro. Es un individuo muy inteligente, conoce bien el mundo y da gusto escucharlo. 36 Sonia llamó a Marcelo: —Acabo de encontrarme a un compadre de papá. —¿Dónde? —Pasaba por la acera de mi casa. No sabía lo del viejo. Se quedó frío cuando le conté… —¿Y qué? —Me dijo cosas que tú debes saber. —¿Yo tendría que ir allá? Estoy muy ocupado. Y no debo alejarme de aquí. —Entonces, yo te lo llevo. Pero es un anciano. No puede viajar solo. —¿Y cuándo lo traes? —Dentro de una hora salgo para La Habana. Digo, 74
salimos… —¿Tú estás nerviosa? —Pronto sabrás por qué. Esto es importante.
37 —¿Está seguro de lo que está diciendo? —preguntó Marcelo. —Yo se lo juro, hijo —contestó el anciano. —¿Y cómo era ese hombre? —Blanco. Muy blanco. La piel color de leche. —¿Se fijó en el color de los ojos? —Tiene ojos azules. —¿Era alto o pequeño? —Era como usted. —¿Y yo le parezco alto o bajo? —Usted es alto, Mayor. —¿Gordo o flaco era el individuo? —Entreverao. —¿Y qué le dijo cuando fue a verlo a usted? —Que venía de parte de mi compadre Álvaro. —Sólo dijo eso. —¿Qué más tenía que decirme? —¿Y usted qué le respondió? —Yo le pregunté si el compadre se había vuelto loco. —¿Y qué más? —Usted se imagina lo que es mandarse de La Habana a Matanzas y decirme que el compadre lo envía con dinero para que le compre un bote, una lancha, un barquito, cualquier cosa que navegue lejos. Eso yo 75
no lo creo, la verdad, porque el compadre Álvaro me conoce muy bien. —¿Eso le dijo usted? —No, hombre, eso se lo digo a usted. A él le dije otra cosa. —¿Qué cosa? —A él le dije que Álvaro, en persona, tenía que pedirme ese favor. De lo contrario, yo no movía un dedo. Y se molestó. Lo vi como se le fue estirando la cara. Se quedó tieso como una estaca. —Oiga, ¿cuándo vio usted a ese hombre? —Hará una semana. —¿Y él ha vuelto por allá? —No ha vuelto, Mayor. —Pero, usted sí sabe que Álvaro murió. —Eso me contó Sonia, aquí presente, hoy por la mañana. Yo quería al compadre. Me ha dolido mucho la novedad. —¿Qué edad tendrá el hombre de que estamos hablando? —Es un poquito viejo. —¿Tiene idea de los años que tiene? —Tendrá unos setenta. —¿No le dijo dónde está parando? —De eso no dijo nada. —¿Y no le dejó algo? —¿Algo de qué, chico? —¿Una tarjeta? ¿Un número de teléfono? ¿Una dirección? —No dejó nada, no. —¿Ni dijo que volvería a verlo? —Eso sí… 76
—¿Qué dijo? —Que volvería a verme… Que volvería con Álvaro Zenón. —¿Y dice usted que eso pasó hace aproximadamente una semana? —Más o menos. Seis, siete días. —¿No hará un poco más? —Serán ocho días. —Pero el individuo no ha regresado. —¿Y cómo va a volver si el compadre murió? —Entonces, usted no cree que vuelva. —No lo creo, no. —¿Y usted sabe que el hombre es peligroso? —Eso parece ser. Por lo menos, me lo estoy empezando a creer. Si no usted no me hiciera tantas preguntas. —Bueno, ¿qué le parece si, usted y yo, nos ponemos de acuerdo? —¿De acuerdo para qué? —Mire, a ese hombre lo estamos buscando. Él está viviendo fuera de la ley. Y quiere salir del país, clandestinamente. —Me lo figuraba. —¿Usted vive en la costa? —¿Dónde voy a vivir si no? Soy pescador. —¿Vive solo usted? —Sonia sabe que sí. Yo perdí a mi mujer. Nunca tuvimos hijos. —¿Qué podemos hacer, para estar cerca de su casa, si el hombre regresa? —Yo avisaría a Sonia. —Pero ella vive lejos. 77
—Lo sé. Pero le avisaría. Deje eso de mi parte. —Mire, yo quisiera hacerle una pregunta importante. —Pregunte lo que quiera. —¿Usted, de verdad, quiere ayudarnos? —Oiga, eso no se pregunta. Sonia puede contarle. Yo hice mucho por esto. —Pero ¿aún está dispuesto a hacer algo más? —Ya le dije que eso no lo pregunte. No vuelva a ofenderme. —¿Y qué le parece si le ofrezco dos muchachos jóvenes para acompañarlo por unos días? Son gente buena. Tendrían que vivir en su casa pero lo ayudarían… —Mire, Mayor, yo estoy acostumbrado a vivir solo. —Sería sólo por unos días… Si el hombre no regresa, ellos se van. —¿Cuántos días, a ver? —Dos o tres semanas. ¿Le parece mucho? —Me parece bien. ¿Y cuándo irán a verme? Yo me estoy yendo ya. —Si no tiene inconveniente pueden irse ahora mismo con usted. ¿De acuerdo? —Mire, lo que tiene que hacer es apurarme el regreso. El mar está picado y hay corrida. No me pierda el tiempo, Mayor.
Cuadernos de Zenón
X me dijo que yo podía ayudarlo y ayudarme a mí mismo. No habló mucho. Sólo dijo eso y preguntó si yo estaba dispuesto a hacer algo. Sé muy bien a lo que X se refiere. 78
Le dije que, a mis años, las cosas se analizan con mucha paciencia. Todo se ve distinto. Ningún viejo arriesga su tranquilidad si ese mismo riesgo no le garantiza una tranquilidad todavía mayor. No entendió muy claro esa filosofía. Y no supe explicarme y X me prometió otra visita. Vendrá el domingo a casa. Lo noté muy ansioso por franquearse conmigo. Estaba de pésimo humor cuando se despidió. Sabrá Dios por qué. 38 Javier, con un rápido movimiento escondió la cabeza entre sus hombros, esquivando el brazo que el nortea-mericano le cruzó por encima, silbante y potente, hasta cerrar el swing en el vacío. Aldo se preguntaba, sorprendido, qué había sucedido, cómo había comenzado el incidente, sin decidirse a intervenir, paralizado por el desconcierto. Javier, entonces, golpeó al atacante en el plexo solar, hundiendo el puño en el pulóver de los yates y los barcos de vela, hasta sentir que sus duros nudillos golpeaban con fuerza el esternón, para sacarle el aire y detenerlo. Pero el rubio alzó la rodilla, conectó un golpe en la entrepierna y al cubano se le ahogó en la garganta un grito de dolor; se llevó las manos al sitio vulnerado y el norteamericano le pro-pinó un contundente puñetazo en la nuca, lanzán-dolo de bruces. Aldo, recuperado de la inicial sorpresa, golpeó al agresor en la sien y este se volvió y le asestó una violenta patada en el rostro indefenso. Mientras tanto, Javier se incorporaba, casi sin fuerzas, con la izquierda en 79
alto cubriéndose la faz y con la derecha lista para desembarcarla. El norteamericano adoptó, de inmediato, una inequívoca posición defensiva del kárate, estudiándose ambos en silencio, hasta que el rubio lanzó otra patada que Javier esquivó desplazándose a un lado, contraatacando con un jab poderoso que no se detuvo hasta golpear la sien, ya reblandecida, del adversario, y quebrándole los lentes polarizados que cayeron al suelo para hacerse añicos. Aldo se cubría el rostro con las manos, lo que le impidió contemplar lo que ocurría en su entorno. El rubio vaciló y Javier le tiró una nueva recta corta, fulminante, estrellada con fuerza inusual en la roma nariz del extranjero. Antes de retirarse, sin embargo, recibió un terrible “karatazo” en el hombro. Aldo, mientras, buscaba, a ciegas, involucrarse de nuevo en la pelea. Javier sabía que el ataque era injustificado y, casi seguro, respondía al exceso de bebida que había ingerido el indomable agresor. Por eso sintió por aquel hombre un profundo desprecio, un odio irreflexivo y salvaje, capaz de redimirle del dolor que los golpes le causaban. Por lo tanto, acortó la distancia y, una vez más, le fue arriba al norteamericano… Lo golpeó en la barbilla. Con la izquierda le abrió el arco superciliar derecho. Recibió un codazo en el pómulo izquierdo. Pegó un hook poderoso y el codo temible del adversario volvió a lastimarle el pómulo ya herido. Lanzó, entonces, el cuerpo hacia delante y arrastró al yanqui hasta hacerlo chocar violentamente contra la pared en una embestida incontenible. Aldo, allá atrás, se limpiaba la sangre que le brotaba 80
a chorros. Javier adivinó que al norteamericano le flaqueaba la resistencia, lo oyó aspirar el aire por la boca, una de las costillas se le había astillado o fracturado, sin duda, y el cubano le repitió la dosis; una vez más le golpeó la mandíbula con un puñetazo que separó del suelo los pies del enemigo, quien empezó a desplomarse lenta y pausadamente, incapaz de atacar o defenderse hasta quedar tendido cuan largo era. Sólo entonces Javier auxilió a Aldo y lo condujo, aprisa, hacia la habitación donde dormía, ajeno a la tragedia, el tercer hombre de la delegación comercial cubana en La Guadalupe.
39 Aragón conversó dos veces por teléfono. Primero, llamó; luego lo llamaron. Era algún amigo, alguien que podía socorrerlo, porque aquellas llamadas lo sedaron. —A la noche vamos a salir —le dijo a Santos Leyva, y a la mujer le informó—: Usted va con nosotros, señora. A estas horas el teléfono del apartamento ya había sido controlado y Marcelo recibió grabaciones de las dos llamadas. Se le iluminó el rostro de satisfacción al escucharlas. Aquella voz sin prisa, grave y ejecutiva, tenía que pertenecer al veterano de la Segunda Guerra. Pidió refuerzos a la Jefatura para una operación en gran escala. El peje blanco, de la piel color de leche y los ojos azules, estaba a punto de caer en su red. 81
—Muy raro me resulta que ese hombre, con toda su experiencia, se regale así —comentó el oficial—. Personalmente —agregó—, no lo creo. Y se puso a leer, por enésima vez, el cifrado que había recibido esa mañana. Informaba de una agresión contra Aldo y Castor en La Guadalupe. Aldo acabó con cuatro puntos en la frente y Javier con la clavícula hecha polvo. Según el mensaje, Azpillaga tenía decidido el regreso inmediato a La Habana. El agresor, un norteamericano, estaba recluido en una clínica de Pointe-à-Pitre. El cifrado no aclaraba los móviles del ataque a los jóvenes cubanos.
Noticias de Miami. (Carta de Miriam.) La panameña vino llorando a verme. Le dijeron que Aragón había muerto en los Everglades, que son los manglares del sur de La Florida, cuando se preparaba para entrar a Cuba clandestinamente; dicen que murió ahogado, pero yo le dije que no creyera nada y le hablé de lo humano y lo divino, y terminó por tranquilizarse. Ella y el ingeniero se habían separado, pero ella sigue enamorada de ese hombre. Es una chica extraña, muy práctica, porque tiene un amigo que ya la consuela. Pero dice que él la acompaña y nada más. ¿Qué tú crees de eso? Así está aquí el modernismo social. Yo, sinceramente, me he quedado atrás. Estoy como detenida en el tiempo. Y la culpa es tuya, que me chapaste a la antigua, mi viejita linda. Y no puedo cambiar. A veces me pregunto qué será de mi vida. Y me imagino una solterona, encerrada de noche en un apartamento, soñando 82
con los días en que creí que era feliz. Porque, no se lo digas a nadie, pero dentro de poco cumpliré treinta y uno. Ayer fue el cumpleaños de Javier, me lleva cuatro, y me acordé muchísimo de él. Bueno, ¿cuándo no?
40 El norteamericano sonrió cuando el martiniqueño penetró en su habitación del Memorial Hospital. Tenía el rostro lleno de contusiones y hematomas. Se saludaron en inglés e inmediatamente, con voz pausada y grave, el dueño del Diamant Creole formuló una pregunta: —¿Por qué hiciste eso? El rubio se encogió de hombros en el lecho. —Monsieur Dubois está francamente disgustado contigo. El norteamericano arqueó las cejas en un gesto de absoluta incapacidad para responderle. —¿Quién te lo ordenó? —insistió el visitante. Tampoco recibió respuesta y preguntó de nuevo: —Monsieur Dubois quiere saber por qué lo hiciste. —Nadie me lo ordenó —respondió, al fin, el convaleciente—. Lo hice por mi cuenta —hizo una pausa y seguidamente confesó—: Había bebido. Me puse colérico. El martiniqueño movió la cabeza a un lado y a otro, sin dejar de observarlo, como si el rubio le inspirara lástima y, entonces, volvió a adoptar el rol de inquisidor: —¿Ahora qué vas a hacer? —¿Ahora? Salir de aquí cuanto antes —fue la respuesta del norteamericano. El martiniqueño volvió a sonreír enigmáticamente y extrajo una pistola calibre 45. Al arma le habían aco83 plado un pavoroso silenciador.
—¿Adónde vas a ir si tú no sirves para nada? El yanqui quiso hablar, mordió palabras de justificación en la boca amarga, pero los sonidos no salían afuera. Y el martiniqueño le colocó la punta del frío cañón en la sien. —Hijo, resultaste un estúpido. Los estúpidos no merecen vivir. Todo lo echan a perder. En el perímetro de la habitación el disparo sonó seco, sordo, apagado, como un taconazo. La almohada se tiñó de rojo. El cuerpo del rubio se contorsionó brevemente y, después, se hundió entre las sábanas como un pesado fardo. Luego, con singular delicadeza, el martiniqueño depositó el arma en la mano del muerto. Retrocedió. Abandonó el cuarto sin apuro. Caminó despacio por el ancho pasillo de la instalación hospitalaria. Bajó las escaleras y salió al exterior. Subió al asiento trasero de un lujoso automóvil que lo aguardaba, y se sentó junto a Monsieur Dubois. —Todo en orden, señor —dijo. —Hueles a pólvora —comentó el francés, repugnado, y preguntó—: ¿Cuántos necesitó ese pobre muchacho? —Sólo uno —respondió el asesino—. Uno, pero impecable, en su justo sitio mortal. No me gusta ensañarme. Monsieur Dubois sonrió. Encendió un cigarrillo. Informó: —Ya la historia de la trágica desaparición de ese amigo está escrita y en las manos de un reportero de Le Point. Se suicidó el pobrecito. Nadie puede dudarlo. Mucho menos la policía y los jueces. No habrá autopsia ni prueba de parafina. Mañana enviaremos su cadáver a Estados Unidos. 84
—¿Tenía familia? —preguntó el martiniqueño. —Tenía una madre vieja. Le escribía cartas rogándole que se cuidara. Recuérdame enviarle algún dinero. No quiero cargos de conciencia.
Cuadernos de Zenón
Almorcé con X en el Habana Riviera. Nos dimos un buen baño de vapor y acepté ayudarlo. Se puso muy contento. La alegría le soltó las amarras a su discreción. Me contó que hace años, durante un entrenamiento en Oregón, mudó la piel. Desde entonces, me dijo, nunca volvió a ser el mismo hombre. La insolación le rebajó el vigor sexual, que era ya deficiente desde que una mujer lo enfermó en San Francisco y le cambió el carácter. Es por eso que no hizo una familia. Nos puso un poco tristes hablar de la vejez. Estuvimos de acuerdo en que los viejos se quedan más solos que los muertos. 41 El hombre de la piel color de leche y los ojos azules, el veterano de la Segunda Guerra, trabajaba en un restaurante de El Vedado. Durante años había soportado una existencia gris, a las órdenes de cuadros administrativos que despreciaba silenciosa y disciplinadamente, siempre puntual en su horario de labor. Mientras tanto, preparando cócteles y daiquiríes, había logrado crearse una aureola de hombre cumplidor, ganador consistente de reconocimientos laborales, 85 con un expediente de once años en el que nadie podía
sospechar que se emboscaba un enemigo. La CIA lo sacó de Nueva York, en 1960, y lo soltó en La Habana con una instrucción categórica: —Busca un empleo y pórtate bien con los comunistas. Debes ganarte su confianza. Cuando lleguen los tiempos difíciles, iremos a buscarte para decirte lo que harás. Y eso había hecho, pues se sentía norteamericano y superior, aunque nacido en Camagüey por una lamentable broma de mal gusto que le jugó el destino. Lo suyo estaba al norte de la pequeña isla, en el enorme y poderoso país que lo acogió en los días juveniles y lo desembarcó en el sur de Europa vistiendo el uniforme de la invicta Infantería de Marina, para salvar la democracia, preservar el ímpetu del sueño americano y, en 1945, recibirlo en el mismo corazón de Manhattan, bajo una inolvidable lluvia de confetis, globos, matracas, gritos, abrazos y sonrisas, vencedores de los fanáticos nipones y los crueles nazis. Todo como un sueño en colores. El hombre de la piel color de leche y los ojos azules hablaba poco. Tenía accesos de mal humor y actitud que contradecían su natural conducta de empleado laborioso y abnegado. Pero su edad justificaba esa neurosis, además de un irreversible celibato. Más de uno de sus compañeros de labores lo había tildado de impotente sexual y esa opinión hacía sangrar la herida de su íntima naturaleza real. Dolorosas y antiguas enfermedades venéreas, contraídas en los grandes muelles del viejo New Orleans, le habían limitado aquel vigor viril de tiempos ya pasados, aquella condición de la que él gustaba alardear en las ya lejanas noches de su trashumante juventud. 86
42 Aragón le contó a la mujer de Santos Leyva cómo había muerto Álvaro Zenón. —Sirviendo a Cuba —dijo el ingeniero. Y la mujer, entonces, comprendió muchas cosas que hasta hoy le parecían rarezas de aquel viejo. —Mi esposa le tenía simpatía —comentó Santos Leyva. Y ella movió, afirmativamente, la cabeza. —No quiero recordar lo que sufrió —agregó Aragón—. Y no pude hacer nada por él. —¿Y el cadáver, señor? —preguntó Santos Leyva. —Eso no me preocupa. Nadie sabe que estuve en su casa. Me encargué de borrar toda evidencia —informó el infiltrado—. Álvaro tenía un solo gran defecto como conspirador. Algo imperdonable. Todo lo escribía… A Santos Leyva el estómago se le revolvió. —Desde el momento en que llegué le advertí que no lo hiciera más. Aquí tengo el último cuaderno de su diario personal —Aragón señaló hacia el bolsillo de su capa de agua—. Zenón lo comenzó dos días antes de su muerte. Apenas alcanzó a escribir cuatro o cinco páginas. —¿Y los otros cuadernos? —inquirió Santos Leyva, secándose el sudor que humedecía sus manos y antebrazos. —Los otros los tenía enterrados. No sé dónde. No alcancé a saberlo. Ni tenía tiempo de desenterrarlos. ¿Quién podía saber que Álvaro tenía esa mala costumbre? —Zenón tiene una hija —comentó la mujer. 87
El ingeniero saltó de su butaca. —¿Cómo usted lo sabe? —Yo la conocí —respondió Santos Leyva—. La visité con Álvaro. Vive en Matanzas. —Se llama Sonia —comentó, otra vez, la mujer—. Cuando Zenón y Santos estaban ingresados, la muchacha venía a ver al padre. Muchas veces la vi en el hospital. —¿Es revolucionaria? —preguntó Aragón. —No sé, señor —respondió Santos Leyva, temblándole las manos y la voz—. No se llevaban bien. Álvaro apenas la veía. —Es revolucionaria —dijo la mujer—. Yo sí lo sé. Ella lo comentó conmigo. —No sabía eso —aclaró Santos Leyva—. Cuando fui con Álvaro a su casa no se habló de política. Almorzamos y nos despedimos. Álvaro me llevó a conocer a un viejo que era su compadre. —¿Eso por qué? —se interesó Aragón. —Me dijo que ese viejo era una garantía. Era el hombre con el que él contaba para salir de Cuba si las cosas salían mal. Tiene un barquito, vive en la costa norte, es un pescador. —Pero tú me dijiste que el viejo te daba mala espina —intervino la esposa de Santos. —Y era verdad. Álvaro me dijo que había sido miliciano, que no sabía si todavía lo era, pero tenía mucha confianza en él. Estaba seguro de que lo ayudaría a salir del país si él se lo pedía. —¿Y aquel día se lo pidió? —No, señor. De eso ya pasó todo un año, más o menos. Aquel día no se habló de nada. 88
—Pero la hija de Álvaro sabe que él llevaba un diario —terció de nuevo la mujer. Santos Leyva la observó molesto: —¿Tú estás segura? —Lo digo porque ella le llevó una libreta al hospital. Él se quejaba de que no había libretas en las tiendas y ella se la consiguió con un vecino que dirige una escuela Secundaria. Aragón no habló más. Tenía logrado lo que se había propuesto en cuanto a obtener información que pudiera servirle. Y todo aquello que acababa de escuchar comenzó a preocuparlo. Tenía que actuar rápido, pero con el máximo de cautela. Reducir, ante todo, su permanencia en el país. Volar la planta de glicerina, ajustarle cuentas a la madre de su hijo, deshacerse de sus incómodos anfitriones y regresar cuanto antes a La Florida. Con un poco de suerte lo conseguiría. Confiaba en el hombre que acababa de contactar esta mañana, la persona que sus instructores de la CIA mantenían en La Habana para actuar sólo en casos de extrema emergencia, la última variante de su infiltración.
Cuadernos de Zenón
Estoy recuperado del infarto. Me hospitalizaron durante seis semanas. Los médicos quieren colocarme un marcapasos. Yo no estoy decidido, pero quizás no haya otro remedio. Conocí en la clínica a un hombre que va a ayudarme mucho. Lo consulté con X y estuvo de acuerdo. Nos hicimos 89
amigos, confesó que vivía simulando, bastó una mínima insinuación para que se sincerara conmigo y aceptara trabajar para nosotros. Tiene acceso a una importante esfera de las importaciones y las exportaciones cubanas. Le daré atención personal, pero a X jamás le verá la cara. Lo invité a visitar a mi hija Sonia, allá en Matanzas, luego nos fuimos a la casita del compadre. Le dije que en caso de extrema necesidad, podía encontrarme allí. Noté que desconfiaba del compadre, porque el compadre tiene una fotografía de Fidel en la sala, pero él no conoce a ese viejo, ese hombre da la vida por mí, y aunque no hablamos de este asunto, me molestó su desconfianza. S. L. son sus iniciales. 43 El hombre de la piel color de leche y los ojos azules ha informado en el restaurante donde labora que se siente mal, le han autorizado la salida, ha echado a caminar por calles secundarias de El Vedado, ha meditado mucho. Se detiene en un portal oscuro, se decide a llamar al infiltrado, se oculta de miradas indiscretas, se impone al otro que simula ser. Ha decidido que esta madrugada tendrá una entrevista con el ingeniero, ha previsto que nadie debe verlo, ha ordenado que el agente amarre y amordace a Santos Leyva y su esposa, ha insistido en que a ambos se le venden los ojos, ha sugerido que sean encerra-dos en el último cuarto, ha colgado el teléfono sin prisa, ha 90
vuelto a las aceras poco transitadas, ha caminado unas diecinueve cuadras, ha pasado dos veces frente al lugar donde Aragón lo aguarda. Ha apretado tres veces el pequeño timbre, ha escuchado pasos en el interior, ha esperado a que le abran la puerta, ha penetrado a la salita en sombras, ha estrechado la mano de Aragón. Ha cometido su primer error grave.
44 Marcelo durmió en el sofá de su oficina. Lo despertaron para transmitirle una información de importancia. El comando a sus órdenes había detectado la entrada de un sujeto sospechoso en el edificio donde residía Santos Leyva. La descripción del individuo le confirmaba la presencia del veterano de la Segunda Guerra y su vinculación con el agente que Álvaro Zenón recepcionó. El oficial ordenó abrir bien los ojos, controlar la salida del inmueble e informarle de todo movimiento en su entorno. Impartió instrucciones al hombre de la cámara oculta, le dijo que inventara cómo acercarse a ese sujeto en cuanto abandonara el edificio. Le advirtió que debía actuar con la más absoluta discreción. No podía brindarle al enemigo la menor señal. Estaba obligado a operar con prudencia y riesgo calculado, ambas cosas a un tiempo, pero nunca volver sin haber conseguido fotografiar al objetivo.
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45 —La muerte de Zenón lo ha complicado todo. Sólo por esa razón decidí molestarlo. Estoy en una urgencia —se justificó el ingeniero Aragón. —Cuéntemelo todo —dijo, secamente, el recién llegado. —Vine con instrucciones de volar una planta de glicerina. —Lo sé. —Tengo los explosivos en Santa María. —No los habrá dejado en la casa de Álvaro. —Zenón nunca aceptó que los llevara a su casa. Me ayudó a enterrarlos en la arena cuando desembarqué. —Iremos a buscarlos. —¿Cuándo? —Yo le diré cuándo. —¿Qué hacer con estos viejos? —Los llevaremos con nosotros. —¿Usted piensa sacarlos de Cuba? —No he dicho tanto. —Serían un estorbo. —Peor sería dejarlos a expensas de su nerviosismo. Santos es un pendejo. Mucho que se lo dije a Álvaro. Pero, con esos bueyes estamos arando… —El pánico lo traiciona, lo hace comportarse incómodamente. Tuve que golpearlo. —Hizo bien. Se lo merece. —Lo de la planta no parece difícil. —¿Es la primera vez que ejecuta ese tipo de misión? 92
—Sí. Pero no tengo miedo. —Todos tenemos miedo. —Yo, no. —Usted está mintiendo. Si es que no sabe que miente está cometiendo un error muchísimo más grave: quiere convencerse de que me dice la verdad. Y eso es fatal para el cumplimiento de una misión de este tipo. —No complique esto. Sencillamente no experimento miedo alguno. —Ingeniero, no discutamos más. —¿Qué me aconseja? —No le aconsejo nada. Voy a darle órdenes muy concretas. —¿Órdenes a mí? —Si no se lo dijeron yo se lo digo: ahora asumo la Jefatura. Soy un cuadro de mando de la Agencia. Por razones obvias me corresponde, a partir de este instante, tomar las decisiones que garanticen el cumplimiento de su misión. —¿De qué razones habla? —Usted ha fracasado, ingeniero, y no sabe qué hacer. —Lo que sé es que vine a volar una planta. —Bien. Vuélela. Busque el modo de hacerlo. —Para eso necesito su ayuda, señor. —La única forma de ayudarlo consiste en asumir la dirección de su tarea. Soy veterano de la Segunda Guerra. Hay hombres que no saben actuar si no se les dirige. Usted es de esos. Aunque le disguste saberlo. —Mire, nadie me dijo que, en caso de recurrir a usted, yo tendría que colocarme bajo su mando. —Tampoco nadie le dijo lo contrario. Y no pierda más 93
tiempo. Preste atención a mis palabras. Voy a decirle lo que haremos.
Noticias de Miami. (Carta de Miriam.) Un periódico aquí, el único que leo porque se edita en español, anunció que Pepín llegará a Miami en los próximos días. Dicen maravillas de mi amigo. Muchas cosas de él que yo desconocía, pues resulta que es un líder del exilio. La verdad, yo no quisiera verlo. He evitado mezclarme en política. Pero, vieja, ¿quién aguanta a Sarita? Seguro que me busca y que me encuentra. Tampoco voy a huirle, ¿verdad? De Aragón no sé nada. Su paradero sigue siendo una incógnita.
46 El padre de Ofelia escuchó la noticia por Radio Reloj en el matutino del amanecer y tuvo miedo de comunicárselo a su hija. Consultó con la madre. Acordaron que a ella le correspondía despertar a la muchacha, prevenirla, prepararle el ánimo para que la alarma y la sorpresa no desembocaran en la histeria. Todavía discutían cómo hacerlo cuando Ofelia, inocente, penetró en la cocina. —¿Qué pasó? —preguntó—. Son las seis y media de la mañana. ¿Ustedes no durmieron? —Javier vuelve mañana —dijo la madre. —¿Cómo lo sabes? —preguntó la muchacha, extrañada. 94
—Lo están diciendo por Radio Reloj. —¿Qué es lo que dicen? —Los agredieron en ese lugar. —¿En qué lugar? —preguntó Ofelia muy alarmada. —En ese país adonde fueron. —Ay, mamá, por favor —dijo la joven y se dejó caer en una silla. —Tranquilízate, hijita. Vienen dos heridos. Dice tu padre que a Javier le fracturaron la clavícula. Eso fue lo que oyó. —Pero ¿cómo fue eso? Cuéntame, papá… —Dijeron que los habían agredido —contó el viejo—. Pero no explicaron la causa. Hay un americano por el medio. —Pon el radio, viejo —ordenó Ofelia. Los padres la vieron llorar. Le temblaba el cuerpo. —Dale un vaso de agua a esa muchacha. Yo me ocupo del radio —dijo el hombre. —Pero ¿cómo fue eso? —insistió Ofelia. —Contrólate, hijita —aconsejó la madre abriendo el refrigerador y desbordando un vaso de agua—. ¿Te traigo un meprobamato? —¿Tú estás seguro que lo oíste, papá? —preguntó Ofelia. —Sí que lo oí. No estoy chocho. —Él estaba en La Guadalupe. —Ahí mismo fue la cosa. —¿Y dijeron su nombre? —Completo. El nombre de él y el de otro cubano. —¿Por qué no me llamaste para oírlo yo? —preguntó, sollozante. 95
—No quise asustarte. —Tómate eso, hijita —dice la madre, regresando del cuarto. —Mejor me tomo la mitad. —No señor, entera —replica el viejo. —El meprobamato me da mucho sueño… —Estás muy alterada. No te vas a dormir —interviene la madre—. Aunque sería mejor que te durmieras. —No dicen nada —se lamenta Ofelia. Señala el aparato. Suplica—: Súbelo, papá. Quiero saber lo que le ha pasado al pobre de Javier. Tan bueno como es.
Confidencial El infiltrado se mantiene ubicado en un apartamento que está bajo control. Un hombre entró a verlo y, seguramente, intentará sacarlo y conducirlo a sitio más seguro. Dispositivo está listo para dar inicio a seguimiento con objetivo de ubicar a otros posibles integrantes de la red enemiga. En caso de movimiento sospechoso en El Cerro, debe procederse a la detención de los ciudadanos Ángela Marín y Antonio Suárez, comenzando primera fase del interrogatorio para definir responsabilidades de colaboración y encubrimiento.
Cifrado White atacó por su cuenta a jóvenes cubanos. Fue acción descontrolada, consecuencia de sus crisis alcohólicas que acabó costándole 96
la vida. Técnica mafiosa funcionó. Periódicos locales fueron gratificados para restar importancia al “suicidio” del agresor. Leyenda del enviado nuestro sigue en pie. No desconfían de él. Contacto original, dueño del Diamant Creole, se muestra preocupado por el estado de salud de Castor. Lo comentó con un amigo.
47 Aragón observó la calle, se volvió, le ordenó a Santos Leyva: —Dile a tu mujer que ya nos vamos. —¿Ella va con nosotros? —Sí. —¿Por qué llevarla a ella? —Acaba de decirle que salga de ese cuarto o entro a buscarla. Santos Leyva dio media vuelta, entró a la habitación y salió acompañado por su esposa. Bajaron en silencio la escalera. Al timón de un Morris de dos puertas, los esperaba el hombre de la piel color de leche y los ojos azules. Eran las dos y treinta de la madrugada.
48 La voz de Marcelo resuena, nítidamente, en el radio móvil: 97
—Un Morris, bien. ¿De qué color? —Azul oscuro. —¿Cuatro ciudadanos, dijiste? —Sí, señor. —¿Dónde va la mujer? —Va en el asiento de atrás. —¿Y el marido? —El marido va junto al chofer. —¿Estás seguro de que el chofer es el mismo que entró y salió del lugar hace dos horas? —Sí, señor. —¿Metieron algo en el maletero? —No, señor. —Bien, dame la posición y mantente a distancia. Nos iremos turnando en el seguimiento. Yo salgo a reunirme con ustedes.
49 Ángela despertó, ya en la puerta, muy asustada. —¿Quién es? —preguntó. —La policía, señora —respondieron desde el exterior. —¿La policía a mí? —Necesitamos hablar con usted. Ábranos la puerta. Ángela, primero, se asomó por la persiana sin atreverse a abrir la ventana. —¿Qué es lo que usted desea? —Abra la puerta, por favor. A la mujer le temblaban las piernas. El pánico le 98
provocaba cierta falta de aire. Al fin abrió y asomó la nariz. —¿No estará confundido? —preguntó. —Vístase, señora. Tiene que acompañarnos —ordenó un agente que, sin demora, colocó su pie entre la puerta y el grueso marco de madera. Ángela se vistió. Salió a la calle. A pesar de la hora (tres de la madrugada) los vecinos estaban asomados a las puertas y balcones de la cuadra. Angelita estaba ya en la acera y le puso una mano en el hombro y le preguntó: —¿Qué hiciste, mi amiga? —Ay, chica, yo no sé. ¿Tú sabes lo que pasa? Angelita se encogió de hombros, se apartó y el policía abrió la puerta del auto verde olivo. —Por favor, señora —musitó el joven y le indicó que entrara al vehículo. Ángela obedeció, sollozando. En las sombras del asiento trasero, mirándola con ojos muy abiertos, descubrió el rostro afilado y pálido de Ñico.
Cuadernos de Zenón
S. L. no acaba de convencer a X. Me ordenó que le pagara por sus informaciones pero que no le ofreciera detalles ampliados de los planes futuros. “—Es un tipo pendejo” —dice X. Sin embargo S. L. va a servirnos en cosas importantes. Siempre habla de riesgos y peligros, pero cumple. Yo lo aprieto. Y él cede. 99
Por otra parte X me encargó un primer contacto con un hombre que fue reclutado en Barcelona. Es un muchacho que regresó de España hace muy poco tiempo. X debía contactarlo pero prefirió darme esa tarea. Dijo que había que probarlo, sondearlo poco a poco, asegurarse de que no está informando al G-2. X le tiene mucho miedo a los dobles agentes. 50 La última noche de Pointe-à-Pitre fue agotadora. Los cubanos recibieron visitas y mensajes de solidaridad. A los heridos les remitieron flores y tarjetas en las que hombres y mujeres del pueblo testimoniaban verdadero afecto. El cortés y culto Alcalde comunista acudió a visitarlos. Azpillaga conversó con él durante un buen rato. Después, ininterrumpidamente, llegaron al hotel delegaciones de muy diverso origen. Sindicatos y gremios. Médicos y profesores. Estudiantes y líderes de la juventud progresista. Todos pronunciaban palabras de aliento y expresaban su consternación por lo ocurrido. En las miradas de los visitantes brillaba, con luz inocultable, su admiración por la Revolución cubana. Hablaban de Fidel como de un ser cercano y querido, al que agradecían —según palabras del Alcalde— “haber mostrado al mundo la dignidad de América Latina y el Caribe, la otra cara de los muchos pueblos asentados en esta región americana, explotados pero no vencidos, 100
pues la victoria, cueste lo que cueste, será nuestra”. En la prensa local, salvo una excepción, sólo se publicaron brevísimas glosas de estas declaraciones. Después de la cena, cuando se preparaban a hacer el equipaje, los cubanos fueron informados del “suicidio” del agresor. La radio lanzó la noticia al aire y una edición nocturna del diario France-Chronicle publicó una ampliación en su página policiaca. Azpillaga la leyó dos o tres veces. Todo estaba oscuro en aquella secuencia de sucesos que había culminado con la muerte de Patrick White, turista de primera clase en la pequeña posesión francesa de las Antillas Menores, nacido en Atlanta, ex empleado de la Embajada norteamericana en Madrid, con un 0.22 por ciento de alcohol en la sangre, cuyo cadáver se remitiría, en las próximas horas, a su ciudad natal, donde ya lo esperaba la autora de sus días, una anciana de origen irlandés, profesora de Teoría y Solfeo en un pequeño pero prestigioso Conservatorio Musical sureño, quien declaró desconocer que su único hijo había viajado a La Guadalupe.
51 En La Habana, Radio Reloj repitió la noticia, y Ofelia, sollozante, se abrazó a la madre. El despacho informativo anunciaba el arribo de la delegación cubana en horas de la noche de aquel día que apenas estaba comenzando. El Ministerio de Relaciones Exteriores emitió una Nota en la que denunciaba la alarmante frecuencia con que, en los últimos meses, se venían 101
sucediendo incidentes de todo tipo en los países visitados por funcionarios del Gobierno de Cuba. “Detrás de cada uno de estos hechos —explicitaba el texto— está presente la mano tenebrosa de la CIA y de la mafia contrarrevolucionaria, de origen cubano, acantonada en Miami, cuyos agentes actúan con la anuencia gubernamental norteamericana y la complacencia de los sectores reaccionarios de Washington”. La familia se había pasado la noche reunida en la sala, especulando sobre lo acontecido. Y a Ofelia, a ratos, la asaltaban crisis de sollozos. Pero al amanecer se quedó rendida en el sillón, bajo la preocupada y vigilante mirada de sus padres.
52 Aurelio llegó, mucho antes que las primeras luces del alba, a la casa de los padres de Javier. Allí estaba Angelita, quien le relató la detención de Ángela y de Ñico, mientras la madre de Javier se le abrazaba indagando: —¿Qué le hicieron a mi hijo? Dime la verdad. El padre se mantenía silencioso. Tenía el ceño fruncido y sombrío. Angelita preparó varias tazas de tilo. —Javier está vivo —dijo Aurelio—. Eso es lo que importa. No contó que, en la madrugada, había intentado comunicarse con Marcelo, pero el oficial no estaba en su oficina ni en su casa. Tampoco hizo referencia alguna 102
a los peligros que, sin duda, Javier había corrido a lo largo del viaje. Nada sabía, en realidad, de la misión de su mejor amigo. No disponía de información concreta respecto a su trabajo. Tenía, sin embargo, la convicción de que Marcelo no estaba ajeno a aquello. —¿De qué acusan a Ángela y a Ñico? —le preguntó a Angelita. —No sé nada, hijo —fue la respuesta de la vecina. La madre de Javier, más calmada, insistió con Aurelio: —¿No puedes hacer algo por enterarte, exactamente, de lo que ocurrió? —¿Qué voy a hacer, mi vieja? Mire la hora… Cuando amanezca saldré a tratar de averiguar. El padre abrió la boca por primera vez y su voz, siempre suave, se le puso bronca: —Oye, no atormentes a Aurelio ni te atormentes tú. Ya él te dijo que Javier está vivo. Tiene una fractura en la clavícula. Bien, una fractura es poca cosa. Esta noche lo tendremos en casa.
Noticias de Miami. (Carta de Miriam.) Llegaron Pepín y Sarita. A él lo recibieron con bombos y platillos. Hizo declaraciones al “Diario de las Américas”. Dijo que “ la victoria de los demócratas cubanos depende de la violencia que se desencadene sobre la isla martirizada”. Parece muy excitado, y en los mítines dice que él ha iniciado “una cruzada unitaria para lograr la libertad de Cuba”. Mamá, por Dios, no enseñes a nadie estas cartas, pues puedes perjudicarte. Yo te aseguro que no me involucro en nada, lo 103
único que deseo es vivir tranquila, pero con estos truenos ¿quién duer-me tranquilo en Miami? Tampoco creas que todos los cubanos están de acuerdo con esas intenciones de Pepín. Muchos tienen su familia en Cuba y no quieren la guerra, entre ellos yo. Entre los más jóvenes, incluso algunos que nacieron aquí, hay cierta simpatía por la Revolución, eso no se puede negar, pero tú sabes que no hay peor ciego que el que no quiere ver. Ahora sí estoy segura de que Aragón está en algo. Dicen que fue jefe de un comando que se infiltró en Cuba para hacer sabotajes y organizar la lucha clandestina. Cualquier cosa es posible, y Pepín, que lo vi en la televisión, dijo que él, por su cuenta, había enviado a algunos de sus hombres a preparar su desembarco en la Isla. Si eso es verdad, mamá, Aragón es uno de esos hombres. Yo estoy, sinceramente, nerviosa. Todo esto me parece una locura. Por cierto, tengo las manos feas, más que feas, porque la ansiedad me ha dado por comerme las uñas. ¡Yo que siempre aborrecí esa manía!
53 Entre los búcaros de flores recibidos, amontonados y dispersos por su habitación, Javier descubrió uno con la tarjeta del Diamant Creole. Abrió el sobre y leyó: “Lamentable incidente no debe interrumpir relación entre hermanos. La agresión ha sido censurada por La Guadalupe. Amigos de Pointe-à-Pitre le desean pronto y feliz restablecimiento”. La misiva no estaba firmada. Había sido escrita en español, acompañada por un 104
oloroso manojo de rosas.
54 El Morris de dos puertas dio varias vueltas por las principales avenidas de El Vedado. Más de una vez tomó el túnel de la calle Línea y regresó por el popular Puente de Hierro, sobre el río Almendares, hasta las cercanías del punto de partida. Marcelo, incorporado ya al sistema del chequeo móvil, instruía a los carros a su mando en las alternativas de dejarse ver y desaparecer de la vista del auto perseguido. Desde su vehículo, ubicado a un costado de Coppelia, el oficial dirigía la operación. Ya tenía en las manos el trabajo del hombre de la cámara oculta. Se preguntaba cómo su agente había logrado fotografiar, desde distintos ángulos, al enemigo de la piel color de leche y los ojos azules. Aquellas imágenes no cumplían los requisitos técnicos de composición, contraluz, perspectiva o textura, exigidas en las exposiciones artísticas profesionales, pero cada una representaba un riesgo, una aproximación cuidadosa y audaz a un objetivo peligroso, y Marcelo se sentía agradecido, honrado y satisfecho, todo a la vez, por tener a sus órdenes a un compañero como aquel, el héroe de la cámara oculta, cuya labor anónima y callada, siempre acuciado por la urgencia, constituye una arriesgada y valerosa penetración en la primera línea de la red enemiga.
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55 —Usted tiene, señora, una hija que reside en Estados Unidos. Ángela asintió con un movimiento de cabeza. —Su hija estuvo presa en los días de Playa Girón. Ángela sollozaba. Apenas podía balbucear la respuesta. —¿Usted conoce, señora, a un ciudadano llamado Álvaro Zenón? Ángela preguntó si ese individuo vivía en El Cerro. —¿Usted no lo conoce? ¿No recuerda ese nombre? —insistió el interrogador. Ángela dijo que no lo conocía. Definitivamente, no. —¿Su hija se llama Miriam y reside en Miami? Ángela repitió el nombre de Miriam y le agregó Leyva, su primer apellido. Confirmó que vivía en Miami, según las cartas que ella recibía y escribía, aunque la muchacha había visitado Nueva York recientemente. —¿Su hija, en sus cartas, nunca le ha hablado de Álvaro Zenón? Ángela juró que, por primera vez, escuchaba aquel nombre. Y, sollozando, volvió a preguntar qué tenía ella que ver con Álvaro Zenón. —Señora, ¿usted conoce a alguien, a una persona anciana, que reside en la playa de Santa María? Ángela volvió a jurar que a Santa María había ido catorce o quince años atrás, cuando su hija era una niña, en los primeros tiempos de su ya remota viudez. —Pero hace apenas tres noches usted recibió una visita —le dijo el interrogador—. Un hombre la visitó 106
en su casa. ¿Es cierto o es falso? Ángela no pronunció una respuesta inmediata. —¿Cuál es el nombre de ese ciudadano que la visitó? Ángela respondió que, exclusivamente, la había visitado un amigo de Miriam, un ingeniero de apellido Aragón, aclarando que no era su costumbre recibir individuos en su casa. Podía preguntarle a sus vecinos acerca de su moralidad. —¿Usted conocía la procedencia de ese ciudadano? ¿Sabía que venía de Miami? Ángela contestó afirmativamente. —¿Y sabía que ese ingeniero desertó en España, pidió asilo en Madrid, hace ya tiempo, cuando volvía a Cuba después de realizar estudios en la Unión Soviética? Ángela dijo que estaba informada de todo. —¿Y qué le dijo él cuando la visitó, señora? Ángela declaró que el ingeniero Aragón le tocó a la puerta… —…estaba cayendo un señor aguacero, me dijo que venía de Miami y Miriam le había dicho que me visitara, que me diera un beso y un abrazo. ¿Hay algo malo en eso? —preguntó al oficial—. El ingeniero no habló de política, si es eso lo que usted quiere saber. Simplemente se tomó un cafecito y se marchó. —¿Qué tiempo estuvo ese ciudadano en su casa? Ángela respondió que, más o menos, una hora y media. —¿Y qué le dijo de Miriam? Ángela refrescó su memoria y confirmó que la visita le había dicho que Miriam no conseguía adaptarse a 107
la vida en Estados Unidos… —…tiene un buen trabajo y vive bien, pero la pobrecita no acaba de encontrar lo que ella desea y se siente muy sola; mi hija tuvo un novio que es revolucionario, lo quería muchísimo pero se pelearon, porque no compartían las mismas ideas sobre este sistema, fue su único amor y yo estoy segura de que todavía lo quiere, porque así es la vida, que todo se enreda, él se llama Javier y vive en la esquina de mi casa —no recordaba más. Aragón le dijo que volvería a llamarla y no lo hizo. —¿El ingeniero hizo alguna llamada desde su teléfono? Ángela dijo que sí, que le pidió permiso. —¿Y a quién llamó, señora? Ángela declaró que ella ha sido siempre una persona muy discreta… —…pero puedo decirle que Aragón llamó a una persona de apellido Leyva, lo sé porque mi esposo tenía ese apellido —aunque no sabía lo que habían hablado. —Señora, usted sabe que Ñico está detenido. Ángela dijo que estaba enterada porque, a él y a ella, los habían arrestado juntos. —¿Qué opinión le merece ese vecino suyo? Ángela reconoció que le tenía afecto… —…me parece un muchacho muy bueno, algo descarrilado en la bebida y en los amores fuera de la casa, eso le ha traído problemas con su esposa, dicen que tiene una querida. Mire, todo el mundo lo dice pero yo no lo sé, era muy amigo de mi hija Miriam y es muy trabajador —añadió que Ñico había sido siempre revolucionario. —¿Aragón le pidió que usted llamara a Ñico cuando 108
la visitó? Ángela declaró que no. —Entonces, señora, ¿por qué usted cruzó la calle y fue a buscar a Ñico a su casa? Ángela aclaró que Aragón no sabía dónde tomar el ómnibus… —…todavía estaba lloviendo y era tarde, se me ocurrió llamar a Ñico para que lo orientara, acompañándolo hasta la parada, sólo eso, el ingeniero y Ñico no se conocían, yo los presenté, fue un favor que me hizo mi vecino —y le preguntó al oficial por qué la tenían detenida. —¿Usted no ha oído hablar de Pepín Torres? Ángela respondió, de inmediato, afirmativamente. —¿El ingeniero le habló de Pepín? Ángela dijo que en ningún momento. —¿Usted sabe, señora, que Pepín es un agente activo de la contrarrevolución en el extranjero? Ángela declaró que no sabía eso y palideció. —¿Y tampoco sabía que ese ciudadano, el ingeniero, es un agente de la CIA infiltrado en Cuba? Ángela se desplomó en su asiento. El oficial, ágilmente, alcanzó a sostenerla. Se había desmayado.
56 En el aeropuerto de Pointe-à-Pitre se concentró una pequeña multitud. Los jóvenes acudieron con pancartas en las que habían improvisado textos de apoyo a la Revolución cubana en la lucha contra el imperialismo. Los agentes secretos de la policía francesa, sobresal109
tados, aparecían por una y otra parte incesantemente. El alcalde acudió a despedirlos, los abrazó a los tres con gesto solemne y conmovido, y les obsequió algunos de sus libros sobre la esclavitud en el Caribe y los esfuerzos de La Guadalupe por su independencia. Detrás de los cristales, con los rostros radiantes de satisfacción, Javier descubrió a la martiniqueña y a María. No se atrevió a saludarlas, les sonrió a distancia, y el corazón se le apretó cuando las vio llorar alzando el puño izquierdo, anegados los rostros con lágrimas de infinita sinceridad.
57 En ese mismo instante, a muchas millas náuticas, terrestres y estelares de Pointe-à-Pitre, un Morris de dos puertas, con cuatro tripulantes, cruzó el túnel que conduce a La Habana del Este y tomó la Vía Blanca. Había amanecido y el sol brillaba rojo en el oriente. Detrás del pequeño vehículo inglés, a prudente distancia, marchaban los hombres de los órganos de la Seguridad cubana. Marcelo controlaba, a cada instante, todos los detalles de la operación. Tenía inflamados los ojos de cansancio y la tensión crecía en su interior; se sentía ansioso y agitado, deseoso de liquidar el caso que lo había ocupado por completo en los últimos meses. Le parecía que el tiempo se había detenido. Llamó a la Jefatura y preguntó: —¿Ya se sabe a qué hora llega Castor?
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Le respondieron que la delegación haría escala en Barbados. El vuelo charter había despegado hacia Bridgetown desde Pointe-à-Pitre. Le darían la hora del arribo en cuanto se confirmara. Marcelo agradeció la respuesta y volvió a concentrarse en el rastreo del auto que conducía el hombre de la piel color de leche y los ojos azules. A esa hora, según sus cálculos, habrían comenzado los interrogatorios de Ángela y de Ñico, a quienes había ordenado detener en el momento de incorporarse al chequeo móvil.
58 Ñico tenía la camisa abierta y el oficial le ordenó que se la abotonara. —Usted ha mantenido una actitud revolucionaria, eso lo sabemos, pero también sabemos que ha estado presentando problemas de conducta. Queremos hacer un análisis de esa conducta y sus implicaciones. A veces, sin quererlo, uno se enreda. Voy a decirle cosas que pueden disgustarlo, Ñico, y quisiera que mantuviera la ecuanimidad. La vida privada de todos nosotros es sagrada, pero deja de serlo cuando nos compromete públicamente. Esas serán las reglas del juego. Ñico dijo que estaba de acuerdo. —Hábleme de Estela Hernández. Ñico inclinó la cabeza y no respondió. —¿Por qué se ha vinculado a esa ciudadana? ¿Cómo puede mantener relaciones con una mujer que le es111
cribe al marido, en el extranjero, solicitándole paqueticos de ropa de los que usted se beneficia? ¿Le parece ético? Jurídicamente eso tiene un nombre. Ñico tuvo deseos de arrancarse del cuerpo la camisa McGregor que lucía. Se le hizo un nudo en la garganta. —Usted y yo nos comprometimos a hablar claro —insistió el oficial. Ñico respondió que merecía que lo fusilaran. —No es para tanto —alegó el interrogador—. Usted no es un traidor… aún. Ñico dijo que era preferible no hablar más. Si había delinquido, que lo condenaran. —Estoy convertido en un mierda —declaró y se golpeó el rostro. —Cálmate —le aconsejó el oficial, tuteándolo, dudando si debía llamarlo “compañero”. Ñico aspiró profundo y comenzó a hablar en otro tono, más mesurado y tranquilo, tratando de imponerse al nudo que le obstruía la garganta. —Estela es una querida que me eché hace ya tiempo. Mi mujer lo sabe, todo el mundo lo sabe, pero lo ha tolerado. Yo soy un reverendo hijo de puta. Lo que he estado haciendo con la madre de mis hijos es un crimen. Esa mujer mía es una santa. —¿A Estela no le importa que tú tengas reputación de revolucionario? —preguntó el oficial. —Nunca me ha hablado de eso. —¿Te ha dicho si piensa abandonar este país? Ñico observó, fijamente, al interrogador. Preguntó si se lo estaba preguntando o lo afirmaba. Cerró el puño, 112
colérico, y lo abrió cuando le aclararon que era una pregunta. Dijo, entonces, que Estela jamás le había hablado de salir de Cuba. —¿Y tú conoces a Álvaro Zenón? Ñico dijo que no lo conocía. —¿Y a Romualdo Fernández? Ñico respondió afirmativamente. —¿Qué sabes de Romualdo? Ñico declaró haberlo conocido en la casa de Estela. Era un viejo simpático, le hacía regalos a Marietta, la hermanita de Estela, tenía una valiosa colección de monedas y vivía solo… —…la mujer se le fue con las hijas —nunca lo había visto en nada sospechoso. —Romualdo vive de lo que le pagó la Reforma Urbana —le recordó el oficial—. Lo conocen en los mejores restaurantes de La Habana. No le gusta hacer colas y, en determinados establecimientos, su influencia es grande. ¿Verdad o mentira? Ñico asintió con la cabeza. —En La Roca, en El Emperador, en La Torre, lo conocen mucho. Tú has comido con él en esos lugares. ¿Por qué algunos capitanes le “resuelven” cuando él llega a esos sitios? ¿Por su linda cara? Ñico dijo que no. —Tú sabes que eso no está bien, que molesta, pero esas cosas pasan. Te digo esto para que comprendas que es contraproducente beneficiarse de este tipo de violaciones, porque afecta el prestigio de la gente. Ñico, ¿quién te va a respetar cuando hables de justicia, de igualdad, de acatar la voluntad de la mayoría? Ñico preguntó si Romualdo Fernández lo había comprometido en algo que afectaba la Revolución… 113
—…ese viejo sabe muy bien cómo pienso yo —y se secó las manos, frías y mojadas, temblorosas. —Dices que no conoces a Álvaro Zenón —insistió el interrogador, torciendo el rumbo del diálogo—. ¿Nunca le oíste a Rómulo pronunciar ese nombre? Ñico ratificó que no lo conocía ni Rómulo lo había mencionado jamás en su presencia… —¿Qué es lo que pasa con ese individuo? —el sudor le había empapado la camisa. —Ñico, ¿tú vas mucho a La Torre? Ñico respondió que ni mucho ni poco. —Álvaro Zenón va mucho a La Torre. Es un viejo alto, tiene aspecto de haber sido atleta en su juventud, le injertaron un marcapasos y practica la caza submarina —dijo el oficial, hablando de Zenón como si no hubiera fallecido, alerta ante las reacciones del interrogado. Ñico se encogió de hombros y repitió que no lo conocía. —¿Tú sabes por qué Ángela está presa? Ñico respondió que le gustaría conocer la causa de la detención de Ángela y, de paso, la suya. —Hace tres noches tu vecina recibió una visita. Ella cruzó a buscarte. Era tarde y tú entraste a la casa de Ángela a saludar a un hombre. ¿Tú conocías a ese visitante? Ñico juró que no lo conocía… —…Ángela me dijo que era amigo de Miriam, la hija de ella que está en el Norte, y que la había visitado para saludarla —explicó que el hombre no sabía dónde coger la guagua para irse hasta el Parque Central. Ángela le pidió que lo orientara y lo acompañó hasta la parada. —Ñico, ese hombre es un infiltrado —dijo el oficial y 114
agregó—: Entró a Cuba ilegalmente. Ñico saltó en la silla. Intentó incorporarse. —¡Siéntate! —le ordenó el oficial. Ñico se desplomó. Estaba lívido, desconcertado. —¿Tú no sabías qué hacía en Cuba? Ñico respondió que el hombre le había dicho que vivía en Miami desde antes de la Revolución… —…muchos de los que viven allá vienen a Cuba —agregó que de haber sabido que era un infiltrado él mismo lo hubiese capturado. Preguntó si lo habían detenido o todavía estaba por ahí. —Creo que necesitas descansar —respondió el in-terrogador—. Nos veremos, de nuevo, más tarde. Piensa en las cosas que te he dicho, Ñico.
Cuadernos de Zenón
Hoy le informé a X del contacto que me había ordenado. El hombre se molestó porque X no vino a verlo personalmente. Es un individuo fuerte de carácter, no muy cordial, gente pobre que no recibió educación y, sin embargo, resulta una persona agradable. Esa es la primera impresión que recibí de J. Se sorprendió cuando emergí del agua y me le acerqué. Estaba receloso, con cara de perro jíbaro asustado. 59 El hombre de la piel color de leche y los ojos azules contempló, fugazmente, el paisaje que se extendía a su izquierda, sin quitar el pie del acelerador, a una velocidad de noventa kilómetros por hora, observando115 la
línea de la costa, azul y blanca, marcada por los pinos y las playas, las terrazas abiertas y las tejas de colores alegres de las residencias veraniegas. Había dejado atrás el señalamiento que anunciaba el acceso al puente de madera de Santa María y preguntó a Aragón: —¿Recuerdas el lugar por donde te infiltraste? El ingeniero señaló un área rocosa. —Entré por aquella ensenadita. Está a unas siete cuadras de la casa de Álvaro Zenón. —¿Allí mismo enterraron las cosas? —A unos cincuenta metros. En cuanto nos acerquemos le diré dónde están los explosivos. —No vamos a acercarnos. Aragón hizo un gesto de desconcierto. Y preguntó: —Entonces, ¿adónde vamos? —Seguimos de largo. El ingeniero no estuvo de acuerdo con la respuesta. Y volvió a preguntar: —¿Se puede saber adónde vamos? Pero, esta vez, la respuesta fue cortante y fría: —No. Ya lo sabrás cuando lleguemos.
60 Marcelo se adelantó al objetivo, al cruzar la zona del Cayuelo, y aceleró para acercarse cuanto antes al puente de Bacunayagua. Frenó, bruscamente, junto a un patrullero. Se identificó. Y le dijo a los tripulantes del vehículo: —Por ahí viene un Morris de dos puertas, color azul, con cuatro pasajeros, está controlado por nosotros y no 116
debe ser interferido. Quizás intentan una salida ilegal por esta zona. Eso es problema nuestro. Voy a subir el carro al mirador. No se mezclen en esto, compañeros, que es un asunto demasiado serio y el más leve error podría conducirnos al fracaso. Recuérdenlo: no lo detengan, déjenlo pasar, detrás vienen mis hombres siguiéndole el rastro. Luego ascendió hacia el parqueo del moderno restaurante ubicado en la cresta de un impresionante farallón. Allí, acompañado por dos de sus agentes, se dispuso a esperar. Trepaba el cielo azul un sol de impresionante y cegadora luz. En la garganta del profundo abismo, silenciosamente, un riachuelo de precario caudal se deshacía en espumas al intentar el cruce de los acantilados.
61 Aurelio llamó de nuevo a la oficina de Marcelo. Le informaron que no había llegado. Preguntó si se sabía dónde localizarlo. Le dijeron que sí y Aurelio dio su nombre, agregando que volvería a llamarlo en una hora. Regresó a la casa de los padres de Javier, tomó un café y se sentó a conversar con el viejo. Angelita había acompañado a la vieja al policlínico para que le tomaran la presión.
62 El avión remontó el techo de nubes. A Javier, con el 117
despegue, se le resintió el dolor en la fractura. Aldo traía vendada la cabeza. Azpillaga les dijo a los muchachos que intentaran dormir, habría muchas escalas en la ruta a Barbados, necesitaban descansar después del ajetreo de la partida de La Guadalupe. Ninguno pudo conciliar el sueño. Pensaban y anhelaban el regreso a Cuba. Aldo se condolió de su familia: —¿Cómo estarán los viejos si allá, en Trinidad, se corrió la noticia de esta agresión? Javier le aconsejó que no pensara en eso. La agresión había contribuido a unirlos más. Se atendían con fervor de hermanos y Azpillaga actuaba como un padre. Quería mucho a Aldo, era su compañero más cercano, le tenía gran estimación, todo lo de aquel joven lo sentía como suyo, pero a Javier había aprendido a respetarlo, después que Aldo le narró la violencia del enfrentamiento y el coraje con que este asesor de la delegación logró contener y derrotar al norteamericano, pese al ataque a traición, respetándolo aún más por su modestia y la capacidad de resistencia que le hacía soportar en silencio los frecuentes accesos de dolor.
Cifrado Delegación partió de Guadalupe rumbo a Barbados. Recomendamos atención médica priorizada a Castor. Puede sufrir afectación definitiva movilidad brazo derecho, según especialistas. El francés abandonó anoche Pointe-à-Pitre hacia Marsella. Dueño del Diamant Creole lo despidió en aeropuerto. Salida rápida 118
imprevista, supone temor a escándalo supuesto suicidio de White. Hemos decidido viaje a Europa de la martiniqueña y de María, para evitar posible represalia si se descubren contactos con Castor. Les propusimos Madrid por un tiempo —con recepción asegurada por “Artigas”—, pero decidieron traslado a Francia. Saldrán el sábado, 19 horas, vuelo Air France 472, escala en Toulousse, sin tiquet de regreso, con destino a París.
63 El Morris azul siguió de largo. Marcelo lo observó desde el mirador del restaurante. Ya había ordenado a sus dos hombres mantenerse atentos, dispuestos a lanzarse por los sinuosos trillos que bajaban al fondo del abismo, si el hombre de la piel color de leche y los ojos azules detenía su vehículo y simulaba contemplar el abrupto paisaje. Pero sus precauciones resultaron inú-tiles, pues el pequeño automóvil inglés sobrepasó el puente, a unos sesenta kilómetros por hora, y continuó en la ruta hacia Matanzas. —Definitivamente —razonó el oficial— el enemigo tenía decidido su destino desde el momento mismo en que abandonó la capital. Bacunayagua, una región propicia para infiltraciones y salidas ilegales del país, no era su objetivo. La distancia a Matanzas se acortaba, apenas quedaban 119
treinta y dos kilómetros, y pensó en el compadre de Álvaro Zenón, el viejo pescador residente en la costa, lugar donde los pasajeros de aquel Morris recibirían una recepción inolvidable. Entonces murmuró una frase que sus acompañantes no alcanzaron a interpretar, aunque no inquirieron por su significado, pues el oficial ya se había sentado al timón de su carro: —El compadre va a pasar un mal rato —había dicho Marcelo.
64 Ángela fue llamada, nuevamente, a la oficina del interrogador. —Hay dos cosas que quisiera aclarar —dijo el hombre. Ángela asintió. Parecía más serena. —El ingeniero no le habló de política. Eso me dijo usted —hizo una pausa—. Pero, yo no lo creo, señora. Ángela dejó caer la cabeza sobre el pecho. —También dijo que, en ningún momento, le habló de Pepín Torres. Ángela alegó que deseaba volver a declarar. —Creo que usted no dijo toda la verdad —argumentó el interrogador. —Yo estaba muy nerviosa esta mañana. Me ofusqué. Lo he pensado mejor. —¿Qué le dijo Aragón? —Que había venido a Cuba por un asunto estrictamente personal. 120
—¿Le aclaró cómo llegó a La Habana? —Dijo que había viajado con un pasaporte falso. —Y usted lo dejó ir sin denunciarlo. —Yo me alteré mucho. No sabía qué hacer. —Pasaron tres días, señora. Tuvo tiempo de meditarlo bien. —Me entró un miedo atroz. —¿Miedo a qué, señora? Ángela comenzó a sollozar. —¿No es peor encubrir que denunciar? Ángela dijo que ella había vivido al margen de la Revolución. No tenía conciencia de que estaba encubriendo a un agente enemigo. —A mi edad, y casi analfabeta como soy, esas cosas no se entienden muy bien —mordió, de nuevo, el pañuelito blanco. —¿Aragón le aclaró la razón de su regreso a Cuba? —Me dijo que venía a ver a su mujer. Yo sé que ella anda con otro hombre. Traté de convencerlo de que olvidara eso. —¿Sabía que lo estaban persiguiendo? —No, señor, yo no lo sabía. Él tampoco. —¿Le habló o no le habló de Pepín Torres? —Mire, esta mañana le dije que no y le mentí. —¿Entonces qué le dijo de Pepín? —Que vivía muy bien en Barcelona. —¿Sólo eso? —Que algún día volvería a Cuba y sería un personaje muy importante —Ángela se detuvo. Le costaba trabajo continuar—. Que Pepín se había puesto de acuerdo con los americanos. —¿Aragón le pidió que le avisara a Ñico? —Ya eso me lo preguntó esta mañana. 121 —Y usted dijo que no.
—Y es que no, esa es la verdad —se le quebró la voz—, Ñico no tiene nada que ver con esto. —Entonces, ¿por qué cruzó a buscarlo? —Lo hice para salir del ingeniero cuanto antes. Me puse como loca. Me negué a acompañarlo a ver a su ex mujer. —¿Él se lo propuso? —Sí, señor. —¿Y usted qué hizo? —Él me amenazó. Le dije que Angelita, mi vecina, era comunista. Que entraba y salía de mi casa a todas horas. Que si yo daba un grito él caía preso. —¿Y él qué le respondió? —Él dijo que estaba bien y me pidió permiso para llamar a alguien. Ya le dije que llamó a un tal Leyva. —¿Y después? —Después me confesó que no sabía dónde coger la guagua. Yo le dije que tenía un vecino de toda mi confianza. Abrí la puerta y salí a buscar a Ñico. —¿Y él le permitió esa salida? —¿Él qué iba a hacer? No le di tiempo de decirme que no. —¿Qué le dijo usted a Ñico cuando fue a buscarlo? —Que el ingeniero era un viejo amigo de mi hija. —¿Por qué no le contó lo que estaba ocurriendo? —Tenía mucho miedo. —¿También le temía a Ñico? —Ñico es revolucionario —dijo Ángela—. Yo estoy segura de que lo es. Ahora, el interrogador se inclinó hacia delante. —¿Cómo se siente, Ángela? —Mucho mejor. Más aliviada —se secó las lágrimas—. 122
Arrepentida de no haber denunciado a ese hombre.
Castor en soliloquio. VUELO
DIURNO
POINTE-À-PITRE/BRIDGETOWN
¿Es que tuvo noción de la tragedia el primer indio que asomó la cabeza, oculto en una roca de los acantilados de esas playas, y descubrió en la arena a un hombre y un caballo? ¿Un arcabuz que vomitaba fuego? ¿Una lengua que hablaba en otra lengua? ¿Adónde fueron las palabras de amor de aquella raza? ¿Cómo decían “te quiero”? ¿A qué edad se iniciaban sus mujeres? ¿Cuál era su ideal de belleza? Preguntas sin respuestas. ¿Dormían abrazadas las parejas? ¿Creían en la pureza de la virginidad? ¿Y en la alegría infinita de la vida? ¿Y en el dolor supremo de la muerte? ¿Gustaron la amargura del olvido? ¿Y la honda tristeza de asomarse a lo desconocido sin saber que el regreso quedaba cancelado? ¿Saborearon la miel de la posteridad? ¿Qué hoguera, en el invierno, calentaba sus huesos?
65 Aurelio volvió a llamar. En la oficina de Marcelo, por instrucciones concretas del oficial, le informaron que a las tres de la tarde ya sabrían la hora de llegada de la delegación cubana, si era eso lo que le interesaba. La secretaria le explicó que el jefe estaba “complicado” atendiendo un asunto muy urgente, pero se mantenía 123
en permanente comunicación gracias al radiomóvil. Aurelio no quiso parecer indiscreto y preguntó si podía llamar, de nuevo, a las tres. La muchacha respondió que sí, ella estaría atenta a su llamada, el oficial la había autorizado a comunicarle la hora de llegada del avión de Cubana.
66 —¿Álvaro le habló de su compadre? —le preguntó el ingeniero al hombre de la piel color de leche y los ojos azules. —Me habló de un pescador. —Ese mismo. —Pero no me dijo que era su compadre. —Siempre reservado. —Conmigo habló muy poco. Cosas intrascendentes. —¿Qué le dijo de mí? —Que lo admiraba mucho. —¿Y no explicó por qué? —Dijo que usted tenía el corazón bien puesto. Eso sí lo recuerdo. ¿Cómo iba a olvidarme de esa frase? —Me hizo muchos favores. Era un buen tío. —¿Y qué iba a decirme del compadre? —preguntó Aragón. —Que podemos ir a su encuentro. —¿Dónde vive ese hombre? —Tiene una casita ahí, en la costa norte de Matan124
zas. Ya está muy viejo. Estoy seguro de que él nos ayudará. —Yo conocí al compadre de Zenón —dijo Santos Leyva, que no había pronunciado una palabra en todo el viaje. El hombre de la piel color de leche y los ojos azules lo observó por el retrovisor. Y le anunció: —Entonces, tú serás el primero en llegar a su casa. —Cuando lo conocí no me gustó, le digo —insistió Leyva. —¿Por qué no? —inquirió Aragón. —Tenía una foto de Fidel en la sala. —¿Y qué más? —¿Le parece poco? —¿Se pronunció a favor o en contra del sistema? —No hablamos de política. —Álvaro confiaba mucho en él —comentó el hombre de la piel color de leche—. Siempre me dijo que, en caso de emergencia, su compadre nos ayudaría. —Yo creo que Zenón confiaba demasiado en ese hombre —dijo Leyva. —Tú te encargarás de demostrarnos si Álvaro tenía razón o no. Irás a verlo para solicitar su colaboración. Tienes que convencerlo —ordenó el hombre de la piel color de leche. —¿Qué colaboración? —Le dirás que los amigos de Álvaro Zenón corren peligro y necesitan salir de este país. Su compadre le pide que le haga el favor. —Pero Álvaro está muerto. —Pero él no lo sabe, idiota. Y tú, pendejo, no vas a decírselo. 125
—¿Puede acompañarme mi mujer? —Ella se quedará con nosotros. Y no se te ocurra discutirme eso. Santos Leyva, entristecido, quiso tomarle la mano a su mujer. Quería concederle un gesto de confianza, rogarle con el gesto que no perdiera la serenidad…, pero la anciana rechazó aquel roce y, apretando los labios, lo envolvió en una mirada profundamente rencorosa.
67 El descenso, en Barbados, cerró una etapa importante del regreso a la patria. Desde el aire, pegadas las frentes a los cristales de las ventanillas, los cubanos descubrieron en la pista las alas de Cubana. El encuentro con la tripulación culminó en un abrazo colectivo. Funcionarios del MINREX, periodistas, pilotos y sobrecargos escucharon las primeras versiones de la despedida en Pointe-à-Pitre. Las aeromozas atendieron, privilegiadamente, a los heridos, dispensándoles bocaditos y cigarrillos nacionales. Un ortopédico y una enfermera se habían incorporado al vuelo charter. El especialista examinó a Javier y comentó que, al llegar a La Habana, debía someterse a una breve hospitalización. Javier alegó que la fractura se resolvería con el tiempo, pero Azpillaga le aconsejó plegarse a los requerimientos de la moderna medicina cubana. Aldo, entretanto, recibió una cura dolorosa. Se le extrajeron, de la herida contusa, minúsculos fragmentos de los polarizados lentes del agresor. El capitán de la nave criolla, después de los saludos, 126
les informó que no regresarían sino a la caída de la tarde. Los mecanismos del aeropuerto barbadense resultaban lentos y engorrosos. —Pero saldremos a las seis —dijo el piloto—. Y a las nueve y media de la noche estaremos en Rancho Boyeros.
Cuadernos de Zenón
X maneja con extremo cuidado relaciones con el nuevo agente. No ha querido verlo y me utiliza como intermediario. Algo grande va a ocurrir dentro de poco tiempo. Me anunció llegada de infiltrado. Indagó acerca de mi compadre y fue a verlo sin consultar conmigo. Cuando volvió me dijo que no le merecía mucha confianza. S. L. informó que nuevo agente está en la lista de una delegación que viajará a una isla de las Antillas orientales para negocios importación materias primas. Le informé a X y me ordenó sondear a J y verificar información. Eso lo hice ayer y J me dijo que no sabía nada. Le hice saber que debía confirmarlo. El infiltrado llegará en tres días. Trae carga de explosivos y misión de sabotaje a planta de glicerina. Es ingeniero. Ando mal de salud. Hoy nadé un poco y me sentí sin fuerzas para sumergirme. Desistí de bucear. Se me está repuntando el dolor en el pecho. Y ya tengo afectada la respiración. Puede ser el exceso de humedad. Está lloviendo 127
bárbaramente en estos días. 68 El Morris se internó en un polvoriento terraplén y el carro que le seguía el rastro continuó camino hacia Matanzas, informando a Marcelo de la nueva ruta. El oficial envió otro vehículo a simular una avería en las proximidades del camino rural y se adentró, a su vez, por un terraplén paralelo, unos quinientos metros al oeste. Entretanto, sin volver la cabeza, aferrado al timón del vehículo inglés, el hombre de la piel color de leche y los ojos azules le dijo a Santos Leyva: —A la izquierda de aquella guardarraya —y señaló una hilera de palmeras en la lejanía—, hay un sendero que conduce a la costa. Caminas un kilómetro y encontrarás la casa del compadre. Ve y regresa. Te esperaremos en este lugar. Santos Leyva vaciló en descender del auto. —¿Qué esperas, pendejo? La respuesta del viejo fue instantánea. Abrió la puerta, descendió, comenzó a alejarse lentamente. Arrastraba los pies, caídos los hombros y la cabeza baja como si la vida, jugándole una broma macabra, acabara de condenarlo a muerte.
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Tercera Parte
69 El interrogador le ofreció un cigarrillo. —Dime, Ñico, respóndeme con sinceridad. ¿Tú te sientes culpable? El detenido dijo que más que culpable se sentía burlado… —…he actuado como un reverendo comemierda —agregó. —¿Qué te dijo Ángela cuando te fue a buscar? —Dijo que el tipo era amigo de Miriam. —¿Y no te contó que era un desertor? —No. No habló de eso. —¿La notaste nerviosa? —Me pareció que estaba un poco extraña. Se lo achaqué a la visita. Ella me dijo que no lo esperaba. —¿Y él qué te dijo cuando lo acompañaste? —Nada de importancia, compañero. —¿De qué te habló Aragón? —Bueno, me dijo que iba a reunirse con un viejo amigo suyo. Pero no sabía dónde coger la guagua para irse hasta el Parque Central. Todo me pareció normal. —¿Tú crees que Ángela sabía que era un infiltrado? ¿Cuál es tu opinión? 130
—Yo opino que no. —¿No piensas que ella lo encubrió conscientemente? —Tampoco lo creo. El interrogador abandonó su asiento. —¿Cómo te sientes, Ñico? —¿Usted no lo sabe? —Quizás. Pero quiero oírtelo decir. Ñico se alisó el cabello con las dos manos. —Me siento muy mal. —Tu mujer vino a verte —le informó el oficial. —¿Y qué se le dijo? —Se le dijo que, por el momento, estabas incomunicado. —¿Cómo está ella? —Está seriamente preocupada por ti. —¿Y los muchachos, compañero? —Tus hijos están bien. Sin problemas. —¿Saben que estoy preso? —No. Tu mujer les dijo que estás trabajando en provincia. Ñico guardó silencio. —También Estela Hernández quiso verte. Ñico se volvió y buscó los ojos del interrogador. —¿Puedo pedirle un favor? —preguntó. El oficial movió la cabeza afirmativamente. —No quiero ver a nadie. Ni a mi mujer ni a Estela. —Ñico, ¿tú crees que Miriam haya enviado a Aragón a la casa de Ángela o esa fue una iniciativa de él? —Yo no creo que Miriam se haya prestado a eso. Sinceramente, no. Miriam no parece estar en nada contra Cuba. Puede ser, todo puede ser, pero no. 131
70 El compadre de Álvaro Zenón reparaba una pequeña red. Uno de los hombres de Marcelo se entretenía en molestar a un perro que ladraba y saltaba levantando nubecitas de polvo. El otro estaba atento a las manos del viejo. Y preguntó: —¿Siempre ha vivido solo? Al compadre nunca le había gustado que se inmiscuyeran en su soledad. No respondió. Se limitó a observar a su interlocutor. —¿Lo molesto, Maestro? —preguntó el muchacho. El viejo sonrió y movió la cabeza. —No me molestas. Se había decidido a contarle a aquel joven algunas anécdotas de su juventud, cuando sus ojos experimentados descubrieron, en la lejanía, la presencia de un hombre. Sin volver la cabeza dio una orden: —Escóndanse en la casa. Tú y el otro. Los hombres de Marcelo se ocultaron rápidamente. Santos Leyva era, todavía, un pequeño punto en lontananza. El viejo continuó reparando su red, sin sobresaltos, hasta escuchar la voz del visitante. —Buenos días por aquí. —Buenos días —respondió el compadre. Santos Leyva se detuvo ante él. Le mostró una sonrisa de escenografía. —¿No me reconoce? —Tengo una idea bastante remota —dijo el pesca132
dor. —Yo soy el que estuvo aquí con Álvaro Zenón. El compadre se incorporó. Y simuló una inocencia total respecto a los últimos acontecimientos. —¿Cómo está mi compadre? —Él está muy bien. —¿Y el corazón, cómo le marcha? —Más o menos. Pero le marcha. —Bueno, ¿y a usted qué lo trae por aquí? Santos Leyva lanzó una mirada en redondo. —El compadre me pidió que viniera a verlo. —Pues, nos estamos viendo… —Me dijo que llegara hasta usted y le dijera que sus amigos, somos cuatro, estamos en peligro. El viejo enarcó las cejas. La voz le salió ronca del pecho: —¿Y ustedes qué necesitan? —Queremos que nos saque del país. Le pagaremos bien. El compadre forzó una sonrisa. —Hace días que no salgo al mar. Estoy calafateando el botecito. Santos Leyva observó en la costa, sobre el diente perro, la armazón del bote. El aire aullaba en los cercanos cocoteros. La melena blanca, lacia y poderosa del viejo pescador, se estiraba mecida por el viento. —¿Usted puede ayudarnos? Eso es lo esencial de esta visita. El compadre avanzó hacia el amigo de Álvaro Zenón. Le puso sus manos callosas sobre los hombros. Y lo invitó: —Vamos a la casa. Lo convido a tomarse un café. 133
Allí hablaremos. Caminaron juntos sorteando desperdicios, piedras y charcos, hasta la pequeña construcción de madera. Ante la puerta, cerrada, el pescador se detuvo un momento; luego la abrió, empujándola con suavidad, y le indicó al visitante que se adelantara. La sala, desierta, olía a mar. —Siéntese —ordenó el compadre. Santos Leyva se echó sobre una silla. El viejo se mantuvo de pie. En ese instante, sorpresivamente, uno de los muchachos se asomó a la puerta principal. Traía un arma corta en la mano y apuntaba a la cabeza del recién llegado. Otro surgió, como una sombra vertiginosa, en el acceso a la cocina. También estaba armado. El compadre haló un taburete y se sentó. A Leyva le resonó lejana, muy distante, la voz del pescador, cuando este comenzó a decirle: —A ver, amigo, cuénteme eso que me contó allá afuera. Quiero volver a oírlo. Lo siento mucho, pero no creo en los aparecidos. ¿A usted se le olvidó que el compadre está muerto?
Noticias de Miami. (Carta de Miriam.) Sarita me localizó. ¿Y qué iba a hacer, mamá? Fui a verla. Viven en una mansión de Coral Gable. Pepín está hecho todo un gran señor. Tenían muchas visitas cuando llegué a su casa. A él lo cuidan cuatro guardaespaldas, porque alguna gente del exilio se ha disgustado con sus declaraciones y lo tienen amenazado.Yo me despedí en cuanto pude. No me gustó el ambiente. Le pregunté a Sarita si sabía algo de Aragón. Se hizo la misteriosa. No me aclaró nada. Me regaló un pomito de Chanel No. 5, que es muy caro; era el perfume que le 134
gustaba a Marilyn Monroe.
71 Aragón, emboscado, maldijo a Santos Leyva. Lo había seguido en la ruta a la casa del compadre de Álvaro Zenón por órdenes del hombre de la piel color de leche y los ojos azules. —Ahora se pondrá a hablar hasta por los codos —pensó el ingeniero. Todavía le ardía en la retina la escena entrevista desde lejos (el pescador reparando la red, la llegada de Leyva, el estrechón de manos, las manos sobre los hombros, la puerta cerrada, la invitación a pasar al interior, la súbita, inusitada y sorprendente aparición de dos hombres armados, ocultos en el patio de horcones, que rodearon el portal para asomarse a detener al visitante desde puntos opuestos) y el mar, los pinos, los eucaliptos y el diente perro flanqueando todo aquel lugar, inhóspito y hostil. Comenzó a retirarse, lentamente, entre atajos y trillos arenosos, buscando el terraplén donde aguardaba el Morris. Sintió un ruido, en el marabuzal espeso y sucio, y montó la pistola. Se acuclilló sobre la tierra húmeda. Dos hombres de Marcelo, que peinaban el área, lo habían detectado. Aragón disparó e hirió a uno de ellos. Escuchó una voz, mientras huía, internándose en el tupido follaje de los alrededores. —¡Párate! —le gritaron. 135
No se detuvo a responder las balas que silbaban sobre su cabeza. Corrió desorientado. Se ocultó en el monte, lejos del terraplén, entre los trinos asustados de los pájaros y con un temblor en los labios, un incontrolable rechinar de dientes, el pánico en la sangre y el terror enfriándole la piel.
72 El compadre de Álvaro Zenón, apenas iniciado el interrogatorio a Santos Leyva, escuchó ladrar al perro en las afueras y dedujo que alguien estaba cerca. El olfato jamás había engañado a su fiel animal. Le in-dicó a uno de los hombres de Marcelo que se asomara al ala del portal que se abría al oeste y, sin dejarse ver, oteara el sendero que conducía al bosque de pinos caribeños. En ese momento resonó el primer disparo, el balazo que Aragón le asestó a uno de los agentes que peinaban el área, y detrás se desencadenó el tiroteo. Santos Leyva, simultáneamente, escondió la cabeza entre las manos y, rajada la voz, hizo una imploración: —¡Dios mío…! Ya el viejo pescador corría por el trillo arenoso. Y el agente de la Seguridad que lo seguía le gritó: —¡Cuidado, abuelo…! Pero el compadre de Álvaro Zenón parecía volar sobre el camino. Sus pies descalzos levantaban ráfagas de polvo. La cabellera lacia se tensaba al viento y en la mano derecha le brillaba el afilado acero de un cu136
chillo de oficio, puntiaguda arma blanca con la que acostumbraba descamar, en tiempo record, el tesoro que le arrancaba al mar en sus campañas.
73 Marcelo escuchó la balacera desde su posición. Y saltó, ágilmente, fuera del auto. Corrió entre bejucos y charcos imprevistos, hacia el terraplén. Dos de sus hombres lo seguían de cerca. Cuando salió al camino, a unos noventa metros, observó el Morris de dos puertas, color azul, con el techo mojado de rocío. Lo habían abandonado.
74 Cuando el cerco pudo organizarse, ya el hombre de la piel color de leche y la mujer de Santos Leyva estaban lejos de los terraplenes que conducían a la casita del compadre. Viajaban en el asiento trasero de un Peugeot. Lo habían detenido en la oportuna intersección de dos caminos, a un kilómetro y medio del Morris, solicitándole al chofer el traslado a La Habana. El dueño del Peugeot les franqueó el acceso al automóvil. ¿Cómo dejar en plena carretera, a merced del sol y 137
de las lluvias, aquellos dos ancianos de aspecto respetable? Además, el viejo prometía pagarle el favor en dólares. —Tenemos un hijo trabajando en la zona —le había comentado el hombre de la piel color de leche, con la más convincente devoción paternal—. La empresa de La Habana lo envió por un año a trabajar aquí. Vinimos a verlo porque está medio enfermo. Toda mi familia está en Miami, gracias a ellos dispongo de una reserva en “fulas”. Dicho esto le ofreció un cigarrillo al dueño del auto y fumó despreocupadamente. Dijo que daba gusto recorrer los campos. Que Cuba había progresado mucho. —Todo está muy cambiado —comentó—. Se ha trabajado mucho. A la vuelta de unos pocos años se acaban los bohíos. La esposa de Santos Leyva, silenciosa, lo oía hablar y se mordía los labios…
Cuadernos de Zenón
Llegó el hombre de afuera. Demoró una semana, según fecha prevista, y me mojé seis noches en la costa, pues llueve incesantemente en estos días. X me dio instrucciones para J, ya que se confirmó su salida. Ayer me entrevisté con J. Me sentía muy mal y tuve que sentarme en la acera. Quería acompañarme hasta la casa y le dije que no. Con mi huésped de afuera tuve una pequeña discusión. Me 138
vio escribiendo este diario y eso le molestó. Dice que no debo escribir nada, que así no se conspira, que es su vida la que está en peligro. Me quitó, a la fuerza, el último cuaderno, comenzado hace sólo cuatro días. Ahora me encierro por la noche en el baño y escribo en esta libretica. No me puedo librar de este vicio de apuntar las cosas que me suceden. El dolor anginoso está apretando y es cada vez más frecuente. Debía ir al médico pero ahora no puedo. Cuando encamine al hombre iré a consultarme. A S. L. le informé de esta visita. X no lo sabe. Si lo supiera me lo criticaría, pero a mí se me fue y se lo dije. ¿Por qué X se pasará la vida comentando que S. L. no es más que un pendejo? La verdad es que S. L. se descompensó cuando le dije que había llegado un hombre clandestino. Me confesó que había palidecido. Se quedó sin voz. Me dijo que esas cosas no se las dijera por teléfono. Que si yo estaba loco o quería enloquecerlo a él. A estas horas tengo un dolor muy fuerte. La libretica se me acaba. Voy a salir al patio a enterrar un grupo de cuadernos que tengo ocultos. Aprovecho que el hombre está profundamente dormido… Noticias de Miami. (Carta de Miriam.) Ten cuidado, vieja, si alguien te va a ver y te dice que yo lo mandé. Puede ser Aragón, yo sé que él sabe dónde tú vives, 139
y Sarita al fin me confesó que ese demente está en Cuba. Si él se te aparece no lo recibas, que no anda en nada bueno. Pepín está tirado por la calle del medio. No hace más que hablar y decir barbaridades del gobierno de La Habana. Aquí se comenta que lo apoyan la Fundación y los americanos. Está muy bien protegido y respaldado. A un exiliado que se atrevió a desmentirle —un político viejo que vivía en Miami desde el 59— lo acribillaron a balazos en plena calle. Todo el mundo le achaca esa muerte a Pepín y él no la ha negado. Anda con un grupo de hombres armados hasta los dientes. Es un verdadero jefe de pandilleros. Recuerda, mamacita, si Aragón te visita, ni le abras la puerta. Yo no quisiera verte comprometida en nada. Tengo mucho temor de que algo te ocurra.
75 El sol calentó el aire y la humedad comenzó a descender. El resplandor solar molestaba los ojos. Aragón halló un arroyuelo y se mojó el rostro. Escuchó el ladrido lejano de un perro. Un escalofrío le recorrió la espalda. —Trajeron los pastores —pensó el fugitivo. Álvaro Zenón le había hablado de esos animales, entrenados por la policía, cuyo olfato jamás perdía el rastro. Recordó que no había ingerido alimentos desde el día anterior. Se sorprendió de no haber experimentado la sensa140
ción de hambre.
Confidencial “Artigas” informó la llegada a París de Monsieur Dubois. En aeropuerto Orly lo recibieron jefes de la Estación CIA. Gardenia no parece intentar, en fecha inmediata, desplazamiento hacia Estados Unidos para nuevo contacto con Pepín. Hace vida normal. No ha recepcionado otros agentes en Madrid. Permanece bajo control nuestro. La martiniqueña y María, según “Artigas”, pueden fijar residencia en Burdeos. Hay mejor ambiente para ellas. Mayores posibilidades de trabajo. Simpatía por Cuba les permitiría acondicionamiento propicio a sus ideas.
76 Marcelo ordenó informar de la situación, sin demora, a los órganos de la Seguridad de la jurisdicción ma-tancera. Agregó que se pidiera ayuda a los guardafronteras. Y siguió de largo hacia la zona de donde provenían los disparos. La carrera, entre tupidas sendas de árboles costaneros, le recordó sus días de combatiente contra los bandidos, cuando operaba en la difícil ruta que lleva de Casilda a Trinidad. Se detuvo, de pronto, en un claro del alegre bosquecito costanero. Alzó la cabeza y se orientó. Volvió a correr, torciendo el rumbo, hasta que en la espesura, silenciosamente inclinado sobre los 141
quejidos del hombre balaceado, encontró al compadre de Álvaro Zenón. El viejo pescador apretaba un oportuno torniquete. Marcelo admiró su pericia y su fuerza. Hizo un registro por los alrededores y, al pie de un eucalipto, encontró un humilde sombrero impermeable. —Tenemos en las manos al ingeniero Aragón —le comentó a sus acompañantes. El compadre no había vuelto a envainar su imponente cuchillo. Lo esgrimía con habilidad y maestría en la mano derecha. Le brillaban los ojos de una manera extraña, como si las pupilas rejuvenecidas le limpiaran el rostro de arrugas y pesares, firme y relampagueante en la palabra, plantado como un mástil de músculos y nervios poderosos sobre sus pies descalzos. —En la casa tenemos a uno —le informó al oficial. Marcelo sonrió. Tenía deseos de abrazar a aquel viejo. Y decidió: —Vamos a interrogarlo. El ingeniero cayó en la ratonera. Eso es cuestión de tiempo. Ya mis hombres tiraron el cerco. Y avanzaron juntos hacia la casita. El compadre de Álvaro Zenón iba al frente, quebrando los bejucos con su pecho desnudo. Detrás venía el agente herido, en los hombros de un joven compañero, sin pronunciar palabras ni quejarse, con los ojos cerrados y afilado el rostro, dejando en el camino un rastro intermitente de sangre generosa. —¿Sabe cómo se llama ese que está en la casa? —preguntó Marcelo. El viejo pescador, sin volver la cabeza, respondió: 142
—Dijo que se llama Santos Leyva, pero de santo no tiene un pelo.
77 Aragón se asomó a la boca de una cueva profunda. Le repugnó el olor a murciélago, ratas, troncos de arbustos húmedos, plantas trepadoras de suave y gelatinosa consistencia. Entró al lugar con un pañuelo apretado sobre la nariz. La galería, abigarrada y laberíntica, le pareció un refugio inexpugnable. Recordó, sin embargo, los consejos de sus entrenadores: “—Los milicianos registran las cuevas. Es lo primero que hacen cuando cercan a un fugitivo. No te metas en ellas a menos que te hayas cerciorado de que tiene más de una salida. Y aún así, las cuevas representan una trampa potencial”. Volvió, entonces, sobre sus pasos. Regresó a la entrada. Examinó el contorno. Registró sin prisa los alrededores. Decidió moverse un poco más, alejarse de allí, esperar la llegada de la noche. Algo en el vientre se le retorció. El hambre le había dado la primera señal…
78 La jutía trepó por el palo de monte. Su instinto le hizo echar a andar un complicado sistema de alarmas. Torció el rabo pelado en torno al cuerpo. Se incrustó en la corteza, seca y renegrida, con el olfato tenso y acechante. El oído del animal asimiló sonidos como un fino, in143
falible radar, entre todos los otros ruidos habituales. Sus ojos vigilaron los accesos, prestos a detectar la aparición del hombre. Y el ingeniero, allá abajo, se detuvo. La había descubierto en lo alto como una tentación. El hambre le apretaba el vientre adelgazado. —Un balazo —pensó— y te tengo en mis manos. Te desollo y te aso. El hambre duele. El hambre se parece a una mordida. La idea de que estaba delirando le oscureció la frente. Se acercaba la noche. Aragón se sentó a contemplar el árbol que albergaba a su codiciada presa. La contempló allá arriba, inaccesible. La boca seca se le humedeció y dedujo que bajarla a balazos sería descubrirse ante sus perseguidores. Entonces se llevó a los labios una brizna de hierba, amarga y porosa, que trituró con salvajes, toscas y furiosas mordidas.
79 El Peugeot los había conducido a La Habana. El hombre de la piel color de leche depositó veinte dólares en la mano del dueño del carro y agradeció el traslado a la ciudad. Otra vez le mintió al desconocido: —Puede dejarnos a la salida del túnel. Vivimos a unas cuadras. En San Lázaro número seis tiene su casa. Frente a la explanada de La Punta descendieron del auto. La mujer, ojerosa, con una sonrisa de ironía y amargura, preguntó: —¿Y ahora qué? El hombre de la piel color de leche respondió con 144
otra pregunta: —¿Qué usted cree? ¿Nos separamos o seguimos juntos? La mujer no supo qué responder. —Seguimos juntos —decidió el hombre. Y agregó—: Tengo garantizada la salida del territorio. Usted estará conmigo hasta que yo abandone el país. Soy mejor compañía que Santos Leyva, soy un hombre; perdóneme, pero no he conocido tipo más pendejo que ese marido suyo. La tomó del brazo y la obligó a cruzar la Avenida del Puerto. El sol iluminaba las calles y los parques. Los autos transitaban, velozmente, por el Paseo del Prado. La anodina pareja de ancianos, desplazándose por los anchos portales coloniales, cruzó inadvertida entre la gente.
Cifrado Periodista norteamericano, apellido Meredith, publicó en San Juan Star, Puerto Rico, artículo sobre agresión a cubanos en Pointe-à-Pitre. Tono positivo, denunciador. Hizo llamado a detener “la salvaje y furiosa represión a hombres que, a pesar de todo, están demostrando una dignidad y una entereza que causa admiración”. Meredith recuerda su visita a La Habana, en ocasión tope escuadras boxeo Cuba y USA. Dice haber conocido integrante delegación cubana en Guadalupe, a quien define como “joven pacífico, cordial, comprensivo” (Javier) que, por razones obvias, “me hizo creer que era venezolano, te145
meroso quizás de hallar en mí mismo al típico retrógrado norteamericano”. Dice haber regalado a Javier postal con mariposas, símbolo de amistad. Artículo ha causado expectación. Fuentes boricuas aseguran le costará el empleo. Acompaño ejemplares San Juan Star adquiridos en aeropuerto Pointe-à-Pitre.
80 Aragón despertó sobresaltado. El sol, un disco rojo, se había levantado hasta alcanzar el centro del firmamento azul. El ingeniero se acostó en la tierra y, arrastrando el cuerpo, comenzó a desplazarse bajo el espeso tejido de bejucos. La jutía, en las ramas más altas, apretó las orejas y se puso tensa. Las voces de los hombres, en las cercanías, le provocaron un temblor de espanto al animal. La misma sensación de terror tuvo Aragón. El cerco, poco a poco, se había estrechado. El ingeniero montó la pistola y la apretó con fuerza. Sentía la garganta adolorida. Boca abajo, pegada la barbilla a la tierra fangosa, tenía los ojos desmesuradamente abiertos. El terror le brillaba en las pupilas negras. Y los guardafronteras se acercaron. El compadre de Álvaro Zenón se había colocado en la primera línea, para servir de práctico a las tropas. Marcelo discutió aquella decisión del pescador, pero no pudo convencerlo de que debía permanecer al margen de la arriesgada operación de búsqueda y rastreo. El 146
compadre alegó un razonamiento que el oficial no se atrevió a rebatir: —He vivido aquí toda la vida. Esto es tan mío como el aire que respiro, más mío que tuyo que eres habanero, y a quien venga a ensuciarme la tierra en que nací le hago la guerra. A ese ingeniero lo capturo yo o me corto los huevos. Una racha de aire, fino y cálido, penetró en el bosque, levantando hojuelas y meciendo las ramas de los pinos. El compadre avanzaba lentamente, cortando bejuqui-llos con su acero perito, acompañado de cuatro jóvenes reclutas. Llegó a un sitio sombreado y se detuvo. Aragón cerró un ojo y le apuntó. El compadre reanudó la marcha y, sin saber de dónde le habían disparado, recibió en el pecho un potente balazo. El impacto lo hizo retroceder, muy abiertos los ojos, retorcidos los labios de dolor… El tiroteo se generalizó y las detonaciones ahuyentaron los pájaros. La jutía saltó a tierra y desapareció en la espesura. El cuerpo de Aragón quedó tendido sobre las hojas secas, perforado por impactos mortales, arañada la tierra por las uñas rabiosas y una turbia sombra de pánico y rencor en la mirada inmóvil. Las tropas regresaron cargando dos cadáveres. Uno de los agentes recogió el cuerpo inanimado del viejo pescador. Le apretó la cabeza contra el pecho y echó a andar hacia el sitio en que aguardaba el oficial de La Habana. A Marcelo lo vieron acercarse, arrasados de lágrimas los ojos, hasta besar la frente del compadre, y nadie se atrevió a interrumpirlo. Lo dejaron llorar, con los brazos cruzados sobre el ancho y poderoso pecho, inclinada la 147
frente ante el cadáver, mordiéndose los labios mestizos en un silencio respetuoso y sobrecogedor. Luego respiró profundo y dijo: —Informen a Matanzas que hemos perdido un hombre en esta operación. Un hombre no, ¡un héroe…! Y caminó hacia el auto mientras ordenaba: —Que levanten el cerco. En el breve camino el aire le enfrió las mejillas, pero ninguno de sus acompañantes se decidió a mirarle a la cara y sostenerle la mirada. Regresaron callados, cada cual absorto en sus meditaciones, hacia la zona urbana. En la ruta, a la hora del regreso, el paisaje se había impregnado de tristeza.
81 Cien kilómetros al oeste, al hombre de la piel color de leche se le afiló el perfil. No había previsto que una vieja dolencia le jugara esta mala pasada. Su vejiga se estaba comportando de un modo irresponsable. ¿Cómo controlar a la mujer de Santos Leyva? ¿Dónde orinar y tenerla a la vista? Algo en el bajo vientre había comenzado a darle tironcitos cada vez más frecuentes, que todavía podía soportar, pero ¿por cuánto tiempo? ¿En qué momento tendría que librarse de aquel peso interior, aquella grotesca insensatez de su destino de agente secreto fugitivo, obligado a ejercer el control sobre una anciana que debía acompañarlo hasta que él, utilizando el último recurso de sus habilidades clandestinas, alcanzara el sitio de donde partiría hacia 148
La Florida…? Buscó una solución y no la halló. ¿Una casa? ¿Un comercio? ¿Un rincón apartado? Le sudaban las manos y la frente. ¿Acaso la mujer había adivinado lo que a él le ocurría? ¿Por qué le anunció que deseaba un sitio donde satisfacer necesidades personales? —Ahora, no. Después —fue la respuesta que le dio. —Yo no puedo aguantar —insistió ella. Y entonces entraron al Ten-Cents, en la calle Ga-liano, al mediodía. La acompañó hasta el baño y le apretó el brazo y le indicó que no se movería de esa puerta, atento al tiempo justo, decidido a matarla si gritaba o intentaba escapar. La anciana, en silencio, lo escuchó amenazarla. Y entró al baño sin volver la cabeza. Cuando volvió a salir no lo encontró y se plantó serena, sin moverse, a esperarlo. Diez minutos después se decidió a caminar hacia la puerta. A cada paso, sin prisa, esperaba que él la interceptara. Salió a la calle y caminó hacia el mar. Nada había sucedido. Se sentía mareada y confundida. Un patrullero se encontraba apostado en una esquina. Uno de sus dos tripulantes controlaba el tránsito. El otro permanecía sentado frente al timón. La anciana se situó junto a él y le dijo en voz baja: —Oiga, lléveme presa. Tiene que detenerme. El joven policía la observó, estudiando su físico y su vestuario. Abrió la puerta. Y le hizo una pregunta con el acento típico de los nacidos en el oriente de la Isla: —¿Qué le ocurre, señora? La mujer temblaba de pies a cabeza. —He vivido una pesadilla. Me secuestró un agente de la CIA. 149
El policía, desconcertado, la sostuvo temiendo que se desplomara. —¿Usted se siente bien? —Lléveme presa o empiezo a dar gritos. No aguanto más. No he bebido ni he perdido el juicio. Por la puerta trasera entró al patrullero. Los curiosos la vieron partir con la mirada fija en un punto distante. El hombre de la piel color de leche, detrás de una columna, fingiendo que observaba una partida de ajedrez que se llevaba a cabo en la acera cercana, vio alejarse el vehículo. Había cometido su segundo error grave.
82 Detrás quedó Barbados, con sus playas y hoteles, bajo la leve sombra de una noche de estrellas y cielo despejado. En las aguas oscuras se estiraban finas lanzas de luz. La proa de la nave de Cubana se proyectaba al cielo. Azpillaga, en su asiento, se concentraba en ordenar ideas, redactando apuntes, reconstruyendo los acontecimientos. A veces inquiría a los muchachos respecto a una necesaria precisión de los hechos. A Javier se le había olvidado el dolor. Aldo, sin embargo, se quejaba. Con el fragor de la nave se le resentía la herida. El Caribe se había sumido en un silencio adusto. Todo, en el exterior, estaba inmóvil, paralizado y quieto. La luna, fría y distante, iluminaba un tramo de la bóveda oscura. El ruido del motor los incitaba al sueño pero ninguno de ellos pegó los ojos en la travesía. A 150
la tensión del viaje se agregaba la alegría del regreso. Relámpagos brillaban en el horizonte. Alguien dijo que llovía a lo lejos.
Castor en soliloquio CONTEMPLACIÓN
DEL AGUACERO
Llega y gobierna el mundo conocido. Lo ciñe con su fuerza de potencia irreal, exorcizando islas, invadiendo arenales en los que alguien trazó, enamorado, los contornos de un tierno corazón, dos iniciales y una flor o una flecha. Te iluminan el rostro las llamas de un anhelo, remoto cual accesos a un cuerpo de mujer, y el estremecimiento de su piel en tus labios. Maravilloso instante de la contemplación del aguacero, más hondo si es domingo, la tarde recogida en su nostalgia desde el ala de un pájaro transido de silencios. Quien no haya visto llover en el Caribe, no conoce la lluvia en su real y exacta dimensión. Es la apoteosis misma del agua y de la tierra, una y otra distintas o iguales a la vez. Canción inverosímil de truenos y perfumes, encantamiento gris del aire que fue azul, rugidos inauditos de animales feroces. Y si alguien te pregunta lo que quieres, lo que te solicita el fuego de ansia y celo fluyéndote en la sangre, después de haber cumplido contigo y con los otros, devoto del deber, trazado ya el camino para siempre… con la voz de otro mundo respóndele: —Una muchacha digna de este día de lluvia…
151
83 Se habían concentrado en las afueras del aeropuerto de La Habana. Eran contingentes de estudiantes, mezclados con obreros y vecinos procedentes de las instalaciones industriales cercanas, que esperaban alegres el arribo de la delegación. Los reporteros gráficos, cámara en mano, tomaban escenas de la pequeña multitud. Alguien condujo a los padres de Javier y Aldo, junto a la esposa de Azpillaga, Aurelio y Angelita, hasta un apartado saloncito interior con acceso a la pista. Diez minutos después, a instancias de la madre de Javier, Ofelia, la novia, y el padre de la muchacha se les reunieron. Ya se había anunciado el arribo del avión de Cubana cuando rugieron los motores de la nave en todos los confines de la instalación y se abrieron las puertas del salón. El aire frío de la noche barrió los cuerpos y el avión se detuvo en las cercanías. Todos avanzaron, entonces, hacia el aparato; una escalerilla se empotró en el torso metálico del IL-62. La compuerta se abrió y apareció Javier, enyesado el brazo derecho, descendiendo aprisa, hasta caer en los brazos del padre, que se mordía los labios mientras reprimía los sollozos. A lo lejos, en la amplia terraza, los jóvenes coreaban consignas antiimperialistas. Aldo sonreía, perdido entre los brazos de sus padres y Azpillaga besaba el rostro sereno de su esposa. Javier miraba a Ofelia, luego rozaba con sus labios las mejillas húmedas de la muchacha, quería abrazarlos a todos de una sola vez. —Vamos al edificio —sugirió un militar. Caminaron, saludando a los hombres y mujeres que 152
se habían concentrado en la terraza con los brazos en alto. Azpillaga comenzó a cantar el Himno nacional, y todos lo imitaron. Abrazados y unidos, como un símbolo de la Revolución que ellos representaban, entraron al salón. Afuera, en la enorme pista iluminada por grandes reflectores, bajo un cielo alegre por el destello multitudinario de infinitas estrellas, la vida parecía renacer. El viento se había detenido y reinaba la calma, impregnando el ambiente de una serenidad que daba gusto, como si la tierra lanzara a las alturas sus mejores esencias y perfumes, su cálido y potente aliento maternal. Y a lo lejos, invicta, ondeaba una bandera.
84 En las tres provincias occidentales del país se había organizado la persecución del hombre de la piel color de leche y los ojos azules. Las autoridades distribuyeron sus fotos a granel. Marcelo recibía constantemente informaciones que, al verificarse, no resultaban esenciales y eran desechadas. El paradero del agente enemigo no había sido ubicado y el oficial se preguntaba dónde debía reiniciar sus investigaciones. El caso se le había congelado en un punto muerto, e impaciente y ansioso, sin un rastro visible que le permitiera aproximarse al objetivo, comenzaba a sentirse defraudado. Había amanecido en su oficina. Lamentaba no haber asistido al aeropuerto para abrazar a Castor. Extrañaba 153
a sus hijos y a su esposa. De hecho, cuando la secretaria le informó quién deseaba verlo, el oficial se incorporó de inmediato. Había recuperado parte de su energía acostumbrada. —Autorice su entrada al edificio —respondió. Unos cinco minutos después tenía ante él a la señora Estela Hernández Porto. La mujer conservaba aún una cierta belleza de los tiempos de su cercana juventud. Marcelo la observó y dedujo que algo muy serio la había decidido a visitarlo. —Soy la amiga de Antonio Suárez —dijo ella—. Pregunté a quién podía ver. Me enviaron a usted. Sé que él está detenido en este lugar. —Tiene razón. Yo ordené su arresto. —¿Ñico habló de Romualdo Fernández? El oficial encendió un cigarrillo. —Ñico ha contado muchas cosas. —Fernández es un amigo de mi hermana Marietta. —Lo sé —asintió Marcelo. —Anoche él me llamó… La mujer no terminó la frase. Algo la frenaba. —¿Y qué le dijo? —Yo no quiero más complicaciones —agregó ella sollozando. —¿Qué le dijo él? —Quieren chantajearnos, señor. A él y a mí. —No la entiendo, señora. —Un hombre lo llamó. Un viejo amigo suyo. Le dijo que debía sacarlo del país. Es un agente de los americanos. —¿Y él puede sacarlo? —Fernández tiene muchos amigos en las playas de 154
La Habana. Tuvo un barco en tiempos pasados, conoce a pescadores, los conoció cuando los contrataba como tripulantes. No todos ellos son revolucionarios. Usted lo sabe, y quizás alguno quiera hacerle el favor. —¿Quién lo llamó para pedirle eso? —Un viejo dependiente de un restaurante de El Vedado. Marcelo se inclinó hacia la mujer. —Señora, ¿dónde está ahora mismo Romualdo Fernández? —Él está en su casa. Hablamos hace un rato. —¿Y cuál es el chantaje? —Mire, el hombre dijo que si no lo sacaba de Cuba se entregaría a usted y declararía que Fernández y Ñico y yo y mi hermana Marietta hemos sido cómplices de sus actividades. Pero le aseguro que eso no es verdad. —Oiga, pero esa acusación tendría que probarla. Me refiero al hombre. —Él asegura que puede demostrarla. —Bien. Eso es interesante. Cuéntemelo todo. —Bueno. Romualdo Fernández colecciona monedas. Ese hombre le ha conseguido muchas. Una de ellas es comprometedora. Se trata de una antigua peseta española. —¿Romualdo Fernández se la compró? —Él mismo se la regaló hace unos meses. —Oiga, ¿y su amigo sabe que usted venía a verme? —No, señor. —¿Entonces va a ayudar a ese amigo? ¿Va a intentar sacarlo de Cuba? —No sé, señor. Él no sabe por qué Ñico está preso. Me llamó para responsabilizarme de esta situación. 155
Discutimos. En la discusión me contó lo que acabo de informarle. Lo noté alterado. Marcelo registró unos papeles. Buscó un dato. Apretó el intercomunicador, dictó la dirección de Romualdo Fernández y ordenó el más absoluto control sobre la casa y su inquilino. Agregó que debían interceptarse todas las llamadas que hiciera o recibiera. Luego discó, esperó y colgó el auricular. —Todavía Fernández está en su casa. No ha salido de ella. Estela sollozaba quedo. —Yo creo que he hecho bien —le confesó al oficial. Y lo envolvió en una mirada suplicante—. ¿Qué va a pasar ahora? —Ahora usted me espera aquí. —¿Va a detenerme? —Voy a retenerla por su bien —le respondió Marcelo—. Ese individuo es peligroso. Cuando él esté fuera de la circulación, usted regresará a su casa.
85 A Javier lo habían hospitalizado para definir la conducta a seguir en el caso de la fractura ósea provocada por la agresión del norteamericano. Él pidió quedarse a solas con Aurelio; la familia abandonó la habitación y se reunieron en el vestíbulo. —¿Por qué Marcelo no ha venido a verme? —preguntó Javier. Aurelio se encogió de hombros y argumentó: 156
—Quizás pensó que no era prudente que lo vieran en el aeropuerto. —Pero no estoy en el aeropuerto —protestó Javier. —¿Y quién tú crees que resolvió tu hospitalización? —preguntó Aurelio. —Sé que fue él. Pero, debía haber venido… Iba a continuar protestando cuando la puerta se entreabrió. No reconocieron al recién llegado en el primer momento. —¡Chino! —dijo Aurelio. Marcelo sonrió, le dio un golpe en el hombro y se acercó a la cama de Javier. El oficial vestía pantalón vaquero, calobares y pulóver juvenil. —No te levantes —le sugirió—. Vine solo un momento —y acarició la cabeza de su agente—. Ya hablaremos mañana, tal vez pasado. —Esto no terminó como queríamos tú y yo. —Esto no ha terminado —aseguró Marcelo. Aurelio se había retirado cautelosamente a un extremo de la habitación. —¿Y el infiltrado? —preguntó Javier, en un susurro, casi inaudible para el propio Marcelo. —Murió en un cerco que le tiramos. Nos mató a un compañero, nos hirió a otro. ¿Sabes quién era el infiltrado? Javier dijo que no. —¿Te acuerdas de Aragón, el ingeniero que se quedó en Madrid cuando tú regresabas de Moscú? —¿Ese hijo de puta? —Ese fue el hombre que Álvaro Zenón recepcionó. —¿Y Zenón? —Se salvó de la cárcel. Murió de un infarto. Ya te 157
explicaré otros detalles. Ahora debo irme. Se despidió con una sonrisa. Aurelio, entonces, se acercó de nuevo a la cama. Y Javier comentó: —Marcelo está en algo. Él no se viste así. —Y está en algo arriesgado. Lo conozco bien —respondió Aurelio—. Cuando me dio la mano la tenía fría y sudada. Eso le pasa cuando está tenso. Lo mismo le ocurría cuando perdía un juego en la pelota.
86 La casa de Romualdo Fernández parece un castillito abandonado. Todo está en orden en los alrededores y el hombre de la piel color de leche atraviesa el jardín. Observa su reloj. Son las 11:47 p.m. Lanza, después, una mirada escrutadora a todos los confines del portal. Se encamina al umbral de la casa. Oprime el timbre. Espera. Ha cometido su tercer error grave.
Cifrado Periodista norteamericano, apellido Meredith, fue amenazado por comando contrarrevo-lucionario cubano con sede en Miami. Pepín Torres, cabecilla exilio, lo acusó de agente castrocomunista. Meredith declaró a la televisión boricua su propósito de retirarse del periodismo activo para fundar revista especializada dirigida a coleccionistas de mariposas. Dijo residirá, por el 158
momento, en un país de Europa, huyendo de amenazas, chantajes y sobornos terroristas.
87 Ya Aurelio se había despedido cuando llegó el director de la Empresa, autorizado para ver a Javier. El hombre lo abrazó en nombre de todos sus compañeros de trabajo. Y dijo algo que conmovió al herido. —Esta noche, en la terraza del aeropuerto, una representación de nuestra Empresa fue a recibirte. Yo estaba entre ellos. Algunos de nosotros lloramos cuando cantamos el Himno nacional, te lo confieso, porque nos sentimos orgullosos de ti. Vine a decirte eso. El padre de Javier, que asistía a la escena, se limpió los ojos, se sopló la nariz y sonrió. El director se despidió poco después, sonriente, y en la amplia habitación a oscuras, con la mirada fija en el techo pintado de blanco, Castor (o Javier), dos personas en una, sintió que una oleada de calor humano le penetraba el pecho, calentándole vísceras y huesos, regalándole al cuerpo una alegría sin límites, una compacta sensación de dicha y bienestar.
88 Romualdo Fernández, personalmente, abrió la puerta. Eran las doce menos doce minutos de la noche. Y el hombre de la piel color de leche penetró en la casa. Allí observó a un individuo que fumaba en la sala, 159
ataviado a la manera de cierta juventud metropolitana, con pantalón vaquero ajado por el uso, calobares oscuros y anchos, pulóver ilustrado con una foto del grupo sueco Abba. Fernández los presentó: —Este es el amigo de quien te hablé —y señaló al hombre de la piel color de leche y los ojos azules. El hombre del pantalón vaquero sonrió, palmeándole los hombros al sujeto con gesto de confianza. Fer-nández volvió a la carga: —Él va a hacerte el favor de sacarte de Cuba. El recién llegado observó, detenidamente, al individuo. —¿Lo has hecho otras veces? —preguntó. —Estoy harto de hacerlo. ¿Cuándo se quiere ir? —Cuanto antes, mejor. —Aún está revuelto el mar por el Mitch, que anda por el istmo. Ese maldito huracán demora en irse. ¿Se va usted solo? —Sí. Me largo solo. —¿Ya sabe lo que cuesta? —No importa lo que cueste. —¿Dónde tiene el dinero? —La plata está escuchando esta conversación. Romualdo Fernández se había sentado y esbozó una sonrisa. —¿Seguro que no se lleva a nadie más? —¿Por qué preguntas tanto? —Yo sé lo que pregunto, Míster —respondió el otro—. A última hora se aparecen con gente. Quiero que me hable claro. El “lanchero”, desenvuelto, escogió una butaca y se 160
deslizó hacia abajo. Luego, encendió un cigarrillo. —No me llevo a nadie, te lo digo por última vez, y deseo irme cuanto antes. —En ese caso, olvídese del Mitch. ¿Qué le parece si lo saco esta misma noche? El hombre de la piel color de leche también se sentó. —Sería lo mejor. —Yo soy un eléctrico para mis cosas —dijo el del vaquero. —Eso me gusta. Yo soy igual. —¿Cómo se llama usted? O ¿cómo le dicen? —Dime Míster, si quieres. Me cae bien oírtelo. —Oiga, me dijeron que tiene la policía pisándole los talones. El hombre de la piel color de leche observó, con rencor, a Romualdo Fernández. —¿Eso encarece el viaje? —preguntó. —¿Qué cree usted? —No te preocupes. Te pagaré espléndidamente. ¿Cómo te llamas? —Si supiera, nunca me ha gustado dar mi nombre. —Pero ¿cómo te dicen? El individuo le dio una última chupada al cigarrillo. Lo apagó, con fuerza, en un elegante cenicero de Murano. —Los amigos me dicen Demonio. También eso me gusta escucharlo. —Bueno, Demonio, llegó la hora de hablar, tú y yo, a solas. Romualdo Fernández cambió de color. El “lanchero” 161
sonrió, comprensivo. —Déjanos solos —le ordenó el hombre de la piel color de leche a Fernández. Y el dueño de la casa se perdió en el hall que conducía a los cuartos. Sus pasos se apagaron y Demonio se inclinó hacia delante para decir: —Ustedes dos ¿no son amigos? —preguntó. —Ese es un mierda. —Creí que eran socios. —¿Eso te dijo él? —Sí. Más o menos. Tal vez no lo dijo y yo me lo imaginé. —Si te lo dijo te mintió. —Entonces, ¿por qué lo hizo? Oiga, no me interesa si ustedes son parientes o arientes. Lo mío es que me pague y sacarlo. —Parientes no somos —y bajó el tono—: ¿Dijiste que podemos irnos esta noche? —Yo siempre estoy ready. Con Mitch o sin Mitch. El “lanchero” se incorporó. El hombre de la piel color de leche lo imitó. —¿Usted vino solo? —preguntó el más joven. —Solo y a pie. —No importa. Yo tengo un buen carro. —¿Podemos salir juntos? —¿Por qué no? ¿Qué es lo que acabo de decirle, Míster, de mi temperamento? Yo soy más eléctrico que usted —dijo Marcelo, desenfundando el arma de reglamento, mientras lo despojaba de una pistola que el otro portaba oculta en la cintura. Después, a una orden suya, aparecieron cuatro de 162
sus hombres. Ellos traían a Romualdo Fernández, descompensado por los duros momentos de tensión a que había estado expuesto. Todos se reunieron en la acera a oscuras, junto a dos autos que frenaron casi al unísono, partiendo raudos hacia la Jefatura. —Aragón está muerto. El pescador, también. Y Santos Leyva, preso —le informó el oficial al detenido. —¿Qué fue de la mujer? —preguntó el hombre de la piel color de leche. —La mujer está en un hospital. Tiene una grave depresión nerviosa. Luego, el detenido se mantuvo en silencio durante unos minutos. Pero después, como si hablara consigo mismo, reflexionó: —Cometí tres errores imperdonables: ir al apartamento del pendejo Santos Leyva para responder a la llamada de Aragón, perder a la mujer en el Ten-Cents sin poder evitar que se entregara a ustedes; eso me obligó a acelerarlo todo, me sentí acorralado. El tercero fue este, meterme en esa trampa de la casa de Romualdo Fernández. —¿Cómo se explica lo de la mujer? —preguntó Marcelo ya en el cuarto de los interrogatorios. —Entré al baño a orinar. Oriné sangre. Me dio un dolor muy fuerte y tardé en reponerme. Cuando salí a buscarla ella no estaba donde debía estar. Registré la tienda y no logré encontrarla. Salí a la calle. Caminé dos cuadras y, cuando la ubiqué, ya se había entregado a un patrullero. Observándolo fijo, Marcelo le inquirió: —¿Se siente mal? El hombre de la piel color de leche respondió afir163
mativamente. —Le traeremos un médico —le anunció el oficial, tomándolo del brazo y ayudándolo a acomodarse en la silla. Adolorido, se había inclinado considerablemente.
Noticias de Miami. (Carta de Miriam.) Mami, todavía no me he recuperado de la conversación de ayer contigo. Me imagino lo que habrás sufrido. Dijiste que te iban a sancionar a seis meses de reclusión domiciliaria (¿Eran seis meses?), y teniendo en cuenta que vives sola te perdonaron. Pues, mira, han sido generosos contigo y quisiera le dieras las gracias, en mi nombre, a Angelita, por el apoyo que te dio en este difícil trance. Es lógico que sientas mucha pena con Ñico, después de haberlo involucrado, sin que él supiera de la situación, en esta pesadilla. Menos mal que todo se aclaró y no le pasó nada. Dile, de mi parte, que ha hecho muy bien en separarse de esa otra mujer y dejar ese ambiente. Así estará tranquilo y, a lo mejor, hasta salva su matrimonio. Lo que me dijiste de Javier no lo entendí completamente. Estabas demasiado alterada ayer tarde. La próxima vez habla más despacio y cuéntamelo de nuevo. ¿Dices que en el barrio se comenta que el brazo le va a quedar tullido? Oye, ¿pero qué hacía Javier en esa isla? ¿Por qué lo atacaron precisamente a él? Yo he decidido ir a Cuba, cuanto antes, a verte. Tengo algunos ahorritos y voy a pedir algún dinero. La gente que ha ido a Cuba dice que allá los han tratado con muchas consideraciones. Y no espero más. A Sarita no puedo hablarle de esto porque ella y Pepín siguen en sus trajines. Están viviendo bien pero pueden acabar 164
mal. Los cubanos decentes no los tratan porque se la pasan recaudando dinero con amenazas y chantajes. Andan con gángsters y metidos en negocios sucios, bolita y contrabando de drogas y personas.
89 Azpillaga no se sorprendió demasiado cuando fue informado de la detención de Santos Leyva. Abrió sus archivos, hurgó entre viejos papeles y extrajo un documento confidencial en el que había propuesto, desde tiempo atrás, la sustitución de un empleado, “el compañero Leyva”, que por muchas razones no le brindaba confiabilidad y había comenzado a enrarecer la atmósfera cordial de aquel departamento. —Era un miserable —le dijo a su mujer aquella noche. —Pero ¿por qué hizo eso? —preguntó ella. —El resentimiento lo arrastró a la traición. Está lleno de envidias y rencores. La Revolución lo hizo persona y ni siquiera supo agradecerlo. —Oye, ¿y por qué propusiste su traslado? —Me cansé de decirle que no me gustan las intrigas. Un intrigante no puede ser un revolucionario.
90 Tres días después, en el cuartico de las herramientas de la casa habitual de contacto, volvieron a encontrarse Javier y Marcelo. Los viejos inquilinos rodearon al joven 165
de atenciones. Habían seguido con creciente interés los acontecimientos, y descubierto, sin quererlo, que Javier era Castor. Aun así no preguntaron nada. La discreción era cosa sagrada para ellos. Marcelo hizo un detallado recuento de lo sucedido. Traía, en un pequeño maletín, una minigrabadora supersensible. Le pasó el audífono a Javier y le dijo: —Traje la grabación de una parte del interrogatorio que le hicimos al hombre de Pepín en La Habana. Es importante que la escuches. Javier cerró los ojos y escuchó atentamente: —Sabemos que usted visitó al compadre de Álvaro Zenón hace apenas un mes. ¿Por qué lo hizo? —Había comenzado a preparar mi salida de Cuba. —¿Recibió instrucciones de salir del país? —No, señor. —Entonces ¿por qué trató de intentarlo? —Quería regresar a Estados Unidos, con orden o sin ella. Estaba harto de trabajar en Cuba. —¿Qué impresión le causó el viejo pescador? —Mala. Muy mala, la verdad. Nunca logró engañarme totalmente. Era un comunista. —Si tenía esa mala impresión, ¿por qué volvió allí con Aragón? ¿Por qué envió a Santos Leyva para proponerle que los sacara a todos en su barco? —Yo sabía que el viejo no iba a hacerlo. Mandé a ese pendejo para salir de él. Luego le dije al ingeniero que le cayera atrás, lo vigilara y controlara todos sus movimientos. Así me deshacía también de Aragón. —¿Por qué quería deshacerse del ingeniero? —Ese hombre se había convertido en un estorbo. Y 166
yo sabía que no haría el sabotaje. —¿Qué haría usted al deshacerse de Aragón? —Yo estaba decidido a volar la planta de glicerina que él debió volar. —¿Usted solo? —Sí, señor. Después, si lograba burlar la persecución, me iría al Norte. Llegaría con el mérito excepcional de haber llevado a cabo una acción en grande. Eso se paga bien en Estados Unidos. Tratándose de Cuba, todo se paga a precios especiales. Marcelo detuvo la grabación. —Ponle más atención a lo que viene ahora —recomendó a Javier. Y el interrogatorio continuó: —¿Usted se llama Celedonio Benítez Rosado? —Sí, señor. —¿Conoce a Pepín Torres? —Sí, señor. —¿Tenía correspondencia con Pepín? —No. Correspondencia, no. Pero, de vez en cuando, alguien me hablaba de él. Gente que estaba al tanto de sus asuntos. Me decían cómo le iba a Pepín por allá afuera. —¿Usted no trabajaba para él? —¿En qué sentido? —¿Usted no recibía a personas que Pepín reclutaba en el exterior para atentar contra la seguridad de la Revolución? —No, señor. —¿Usted estaba sirviendo a la CIA, Celedonio? El detenido no responde. —¿Pepín no es un agente de la CIA? —Mire, yo no sé lo que hace Pepín. 167
—Álvaro Zenón se entrevistó, en varias ocasiones, con un agente de Pepín en La Habana. Usted le dio instrucciones de que lo hiciera. —Yo no le di ninguna instrucción a Zenón. —Zenón lo dejó escrito en un diario que hallamos en su casa. Celedonio calla, guarda silencio, no alza la vista. —¿Quién era J, detenido? —¿Qué J? —J fue reclutado en España. Pepín lo reclutó y lo envió hacia usted. —Yo no recuerdo haber recibido a nadie que haya sido enviado por Pepín. —¿Y el fragmento de peseta española que usted le regaló a Romualdo Fernández? —Ese viejo de mierda está inventando cosas. —J trajo a Cuba otro fragmento que encajaba con ese. Usted lo sabe. Era la contraseña convenida. —¿Ese J está preso? —pregunta Celedonio. —Estamos tratando de ubicarlo. No sabemos quién es. Ayúdenos a detenerlo y será un factor atenuante a la hora de juzgarlo. —Yo no sé quién es J, se lo aseguro. —¿J será Javier? Marcelo volvió a detener la grabación. Y comentó: —Aquí comenzó a desmoralizarse. Quería encubrirte. Y no lo hacía para salvarse él. Por el contrario, suponía que, al no denunciarte, seguirías actuando contra la economía y la seguridad del país. Ahora vas a escuchar la parte final del interrogatorio. Aquí ya está en el plano de confesarlo todo. Apretó un botón y la cinta volvió a correr: 168
—¿Le traemos a Javier y lo careamos con usted, Celedonio? —¿Él está arrestado? —¿Lo traemos? —No, no hace falta. —¿Va a hablarnos de J, de Javier? —¿Para qué…, si ya lo saben todo? —Queremos saber más. —Bueno, reclutar a Javier fue un error de Pepín. Yo lo juzgaba así, desde el principio, y no quería verlo. Desconfiaba mucho de ese hombre. No quería que me conociera. —¿Qué le dijo a Zenón? —Le dije que viera a J y lo sondeara. Tenía la impresión que podía ser un doble agente. —Lo era. —Entonces, no me equivoqué. —¿Usted llegó a confirmar que él trabajaba para nuestros órganos de Seguridad? —No. Nunca lo confirmé. —¿Y si hubiera llegado a confirmarlo? —En ese caso J no estaría vivo. La cinta terminó. Marcelo recogió los audífonos. —¿Y ahora qué? —le preguntó Javier. —Ahora hay que esperar —respondió el oficial—. Celedonio está incomunicado. Lo mantenemos aislado. Nadie puede verlo para evitar que informe al exterior. Quizás Pepín vuelva a contactarte inmediatamente. —¿Y si no lo hace? —En ese caso, aunque no es seguro, quizás tú debas contactarlo a él. 169
Confidencial “Artigas” transmitió que el ABC, periódico español, publicó extenso cable, fechado en Miami, agencia EFE, informando José (Pepín) Torres fue ultimado a balazos en restaurante cubano. Recibió disparos por la espalda. Guardaespaldas huyeron sin repeler ataque. Esposa se negó a hacer declaraciones. Hizo maletas y partió a Nueva York. Policía norteamericana realizó redada entre exiliados complicados en duelos de pandillas. Fiscal Condado Dade (Florida) declaró que atentados perjudican turismo en ciudad. En Washington, Jefe Asuntos Cubanos, Departamento de Estado, dijo que pandilleros de procedencia incierta, presumibles agentes comunistas infiltrados, estimulan guerra entre grupos radicales exilio. EFE califica de infundada esta declaración. Dice “suena a pretexto” para encubrir reino del gangsterismo y el terror instaurado en el seno de las comunidades floridanas, con ropaje político dudoso, y alarma general por la extensión de la violencia, sospechosamente tolerada, apenas reprimida por las autoridades norteamericanas.
91 Una mañana anodina y gris, Javier leyó una pequeña nota publicada en la prensa nacional. La información se refería a los duelos entre pandilleros de origen cu170
bano radicados en Estados Unidos. Al ingeniero Torres lo habían balaceado en un pequeño restaurante de Miami. La muerte se achacaba a un ajuste de cuentas. Javier llamó a Marcelo, quien le confirmó aquel hecho de sangre. Se encontraron unos días después y el oficial, con la más absoluta sinceridad, le dijo: —Castor, para ti el caso no está concluido. Tiempo al tiempo. Te espera otra sorpresa, según creo.
Noticias de Miami. (Carta de Miriam.) Sarita está en Nueva York, se fue sin despedirse después de la tragedia: mataron a Pepín en La Habana Chiquita. Lo acribillaron a balazos, mi madre. Dicen que un guardaespaldas suyo lo traicionó. Yo vi la foto de su cadáver en el “Herald”. La policía americana está investigando, pero toda la gente del “gatillo alegre” salió de Miami. Y esto parece algo más tranquilo. Ya veremos cuánto dura la calma. En cuanto a mí, te diré que llené la planilla para viajar a Cuba. ¡Me muero de los deseos que tengo de ver a mi viejita!
Confidencial “Artigas” viajó fin de semana a Francia. Visitó Burdeos y cenó con la martiniqueña. María cumple contratos exhibición de lucha libre en Lisboa. L’Humanité Dimanche publicó extenso artículo sobre proceso judicial a Celedonio Benítez Rosado y Santos Leyva. Dice reveló vínculos con muerte de Aragón y asesinato del ingeniero Torres en Miami. Monsieur Dubois se estableció en Tel-Aviv, vinculado a contrabando armas, liquidando negocios en París. 171
92 Ofelia, la novia, lo había visitado diariamente y, al abandonar el hospital, ella estaba a su lado. Las dos semanas, transcurridas en la convalecencia familiar, estrecharon el cerco de cariño. Javier la recibía cada tarde con una sonrisa agradecida, consentido y feliz de los besos cargados de ternura que ella depositaba en sus labios. Una noche, apenas un instante antes de despedirla, la miró a los ojos largamente: —Nunca me has preguntado cuándo nos casamos —le comentó. Ella, extrañada, sonrió, encogiendo sus frágiles hombros. —Aunque, Ofelia, yo no sé si mi brazo va a sanar como debe. A lo mejor me quedo… Ofelia le acarició el hombro enyesado y respondió: —Vas a sanar, mi amor. Claro que vas a sanar como debes. —¿Y si quedo lisiado? —No me importaría —dijo la muchacha—. Pero, sé que vas a sanar. Javier, entretanto, tenía algo que decirle y no sabía cómo hacerlo. —Tendremos que esperar un poco. —Está bien —dijo ella—. No me importa. —No sólo por el brazo, Ofelia. —No te lo he preguntado —dijo ella. Y sonrió y lo besó. —¡Qué bueno! Es mejor que no me lo preguntes. 172
Cifrado Periodista norteamericano, apellido Meredith, visitó Embajada cubana en Madrid. Solicitó visa turista para viajar a La Habana. Posee buenos antecedentes políticos. Fue corresponsal de la Guerra Civil Española para periódico sindicatos mineros norteamericanos. Le mataron un hijo en Saigón durante conflicto USA/Viet Nam. Recientemente huyó de Puerto Rico a causa mafia terrorista origen cubano.
93 Las flores perfumaron la mañana y Javier despertó, como de un sueño, descubriéndose al pie de las columnas, ahora apuntaladas, donde en las noches frescas Miriam recostaba su hermosa cabeza juvenil, y cerrando los ojos, le insinuaba la ternura de un beso. ¿Cuánto tiempo había permanecido en esta esquina, después de haberla descubierto de pronto, la noche anterior, descendiendo aprisa, largo el cabello negro, por la calle Magnolia, acelerando el rumbo a Buenos Aires? No tenía noción del tiempo dedicado a la añoranza, el sueño y la memoria de todo lo vivido aquí o allá, Moscú, Madrid, Alma Atá, La Habana, Pointe-à-Pitre… Ahora, como ayer, llegaba la lluvia para hacerse música en el techo de latas de la casita donde vivía Aurelio, aunque él no está presente, graduado de radiólogo y sirviendo en una brigada médica en Honduras, con 173
el hijo de Aurora fino como una espiga y su sonrisa similar a la del padre. ¿Qué se hizo de Rosaura? Nadie lo sabe. Y Javier no pregunta. Todo se esfuma y todo permanece, como un juego incesante de realidades y fantasías invadiendo zonas del recuerdo. La puerta de la casa de Angelita está cerrada. Pero ella está adentro, de eso no tiene duda, contándole los años a la muerte del viejo Severino, descubriendo virtudes y rarezas en sus tomeguines. Todo igual y todo diferente. Y la vida fluyendo, incontenible, tan llena de contrastes y matices. Sin reparar en la llovizna pertinaz, Javier vuelve a sentarse al timón de su Fiat argentino. Enciende un cigarrillo. Pone en marcha el motor. Avanza lentamente por la calle Magnolia, reconociendo puertas y portales, sillones y cercados, sombras de los amigos, olores y rumores de su infancia, recordando lo que había ocurrido antes de haberla visto anoche, a la Miriam de siempre, y sin que ella lo viera, la noche que sería inolvidable bajo un cielo sin nubes, un verano de fuego.
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