AH MIRA LA GENTE SOLITARIA
JESÚS FERRERO
Ritchie Valens y Bob Marley in memoriam
En los andenes fluviales de Lisboa las gentes suben y bajan de las barcas que cruzan el río, se pierden después por calles y plazas en un ir y venir aparentemente absurdo. ¿De dónde vienen? ¿A dónde van? ¿Algo está tocando fondo en el mundo? –dice un loco de Hyde Park–. ¿Un pozo lo va tragando todo? ¿Un embudo de anti vida royendo el poso más profundo de la vida? ¿Un hoyo de tristeza? ¿Un hoyo donde las nuevas y viejas ansias encuentran al fin su fosa común?
En la década de los cincuenta las chicas marcaban el culo con los primeros vestidos sintéticos y nacía el rock and roll en los suburbios. Sonaban en todas partes los juke-box y la gente hacía el amor en los coches, los que un coche tenían, y los que no lo hacían en los oscuros portales o se palpaban con cautelosa avaricia en aquellos grandes dancings. ¿Vinimos al mundo entonces? ¿En la segunda posguerra?
¿Y no fuimos creciendo como un hilacho de humo al fondo del embudo negro? A los quince años éramos parcos en palabras y durante largos periodos parecíamos mudos. A los veinte seguíamos callados, a los treinta empezamos a decir algo sin olvidarnos nunca de nuestra propensión a ser tumbas en tiempos de desconcierto.
Ah mira la gente solitaria en las paradas de taxis, en las calles, en los bares, en los cines. ¿Y aquél? ¿No es el puente de la calle treinta y siete? La noche es de hirviente nieve y neón, la noche es un socavón ardiendo como el hielo, y el frío es de repente la tentación, el abismo, y son muchos los que sueñan en las heladas planicies más allá de los dominios explícitos de su decepción. Los recibirá la mañana tendidos en un retrete, les cubrirán la cara con papeles de periódico
y olerán enseguida a muerte. Así murió Isidoro. ¿Y Leticia? ¿Os acordáis de sus vómitos en los pasillos de un ático del barrio de Maravillas? Tenía los ojos de un gris imposible y había nacido en un barrio humilde del Ferrol. Llegó a Madrid a los quince años y en Madrid murió dos años después de un jeringazo en la sien. Ya no sabía dónde picarse, quería notar deprisa, deprisa, el frío en el cuerpo, el hielo en la piel. Un tiritar prematuro,
mucho antes de la vejez... quizá quería romper como se rompe el vidrio las dimensiones de aquel frío precoz para llegar al calor, al sol dorado y dulzón del sur de California.
Ah, pero ya nunca lloverá al sur de California, nunca lloverá al sur de tu memoria, nunca lloverá, Leticia, en lo que ya es tu historia. Nunca lloverá en lo que guardó la memoria ni en lo que la memoria perdió. Nunca lloverá más de lo que llovió, Leticia, al sur de California. Nunca lloverá en todo lo perdido más de lo que llovió ya. Nunca se rescata la humedad de lo vivido, ni recobrarás el silbido del expreso de Madrid, ni recobrarás el deseo, el miedo, el vértigo de estar huyendo del Dolor, de ser ya un tobogán que va y viene entre los placeres del sí y los placeres del no.
Unos desaparecen en los pasillos de su propia desolación y allí los encuentran al alba sus familiares,
y otros buscan sin saberlo el puente del adiós. ¿Quizá quieren sentir de una vez la explosión? ¿Quizá su dolor es más duro que el cemento?
Escucha, escucha el helado silbido junto al puente de Austerlitz, me decía una amiga. Fueron épocas en que la gente se arrojaba a los trenes con sorprendente facilidad. La chica me dijo: Escucha el helado silbido y el chisporroteo de los cables tensos, escúchalo. Y esa noche un hombre se arrojaba al tren junto al puente de Austerlitz, y era una noche plomiza y las cosas parecían estar diciéndome adiós.
Un puente como cualquier otro, el puente de Austerlitz. Seguramente en Oslo hay algún puente así
y en Belgrado y en Berlín debe haber puentes idénticos para idéntico fin.
Lugares para morir los hay en cualquier país –decía el judío errante. Ah si uno pudiera entrar en su pasado como un gangster, el cigarrillo en los labios, el dedo en el gatillo... Pero no merece la pena entrar así en el barracón de la conciencia. ¿Quién iba a esperarnos allí, si estábamos solos desde el principio? ¿A quién podría interesarle aguardarnos en el lugar donde tirita lo que fuimos? No hay guardianes jurados en las cámaras de gas de la inconsciencia. No hay gendarmes, no hace falta la pistola para allanar el pasado. Cualquiera puede derribar la puerta del motel de la memoria y examinar lo que queda:
Años cincuenta, la infancia, las niñas que ya bailaban el rock and roll en los patios,
el frú-frú de algunas faldas, la tensión acallada de los barrios suburbanos, los perfumes baratos con nombres orientales, los labios rojos, la cintura estrecha, las películas de amor, el olor a chicas y a esmog, el rojo sol de la tarde incendiando los eriales. Adolescentes fuimos en los tiempos de “Lucía en el cielo con diamantes”, adolescentes que ya corrían delante de la policía que los seguía hasta los últimos escampados de la ciudad. Una década más tarde seguíamos en la adolescencia eterna de los parados. Éramos los beneficiarios del ocio olímpico que proclamaban los filósofos en sus guetos universitarios... ¡Nos lo teníamos merecido! ¡Salve! Los años setenta fueron bastante expresionistas. Un pudridero de todo lo que parecía limpio. Un cáncer íntimo royó las lenguas de los deseosos y llegó la gran mudez, el gran hastío.
Y mientras la rueda de Buda seguía su rotación de vidas y su rotación de muertes, nosotros seguíamos parados o haciendo trabajos absurdos al final del basurero. Nos hicimos amigos de los chinos, los negros, los turcos, los indios. Estábamos entre ellos viendo pudrirse los sueños a nuestro alrededor. Estábamos entre ellos en un tiempo difícil, y en calles que daban siempre a bulevares grises. Llegaron los años ochenta y con ellos conquistaron el Olimpo burocrático los que habían gritado “La imaginación al poder”. Al llegar al pináculo empezaron a temblar. ¿Y la imaginación? ¿Y la imaginación? ¿Estaba desapareciendo como la muela del juicio? ¿En sus angélicas cabezas ya no quedaba una gota, una sola gota de la portentosa esencia? ¿Les enfrentó la vida a esa repentina y terrible certeza? Oh, no, oh, no... se oyó en los tabernáculos.
Dónde vivirá ahora la imaginación... ¿En las barriadas infectas? ¿En el Harlem español?
En el Harlem español puedes tomarte una copa en una cantina humeante y puede helarse tu sonrisa cuando te mira un chicano con ojos de carbón y sangre y dentadura amarilla. En el Harlem español tres chicas miran a un dios navajero y zalamero desde una escalera de incendios, y en la calle hay muchachos que silban a los extraños y les sustraen la plata en menos que canta un gallo. En el Harlem español te comes una hamburguesa
en una esquina cualquiera y miras a tu alrededor: Allí dos hombres se agreden junto a un enorme automóvil pintado de mil colores. Allí una chica espera su ración de adormidera pulverizada. Allí se ve un coche fúnebre junto a la tienda de cruces y coronas de flores. Allí dos adolescentes se besan y se maldicen. Allí otros dos bailan salsa. Allí otros dos escapan al ver a la policía. Allí suena una trompeta. Allí se oye una guitarra. Allí dos chicas morenas pasean con sus minifaldas. Allí un hombre muy ebrio se ríe de una ambulancia. Allí dos cantan.
Allí dos beben. Es la vida y es la fiebre que corre ya por las calles matinales y calientes del Harlem español, es la vida y es la fiebre.
Tal vez ahí aún quede un poco de imaginación, imaginación para poder comer todos los días, imaginación para vivir y sobrevivir y ser felices en más de una ocasión. En ese Harlem y en otros de Madrid o Barcelona, o en aquel Harlem de Lisboa prendido a una colina, o en el Harlem de París donde se hacinan los árabes, o en el Harlem de los turcos al oeste de Berlín. Allí no se puede vivir sin imaginación, allí eres hombre muerto si no tienes algo más
que heces en el cerebro. Allí vivir es una cuestión de pura y simple imaginación.
Barrios marginales de ahora y de siempre, casas carcomidas como en Berlín Este. Alambradas invisibles que se clavan en la mirada partida entre lo que ve, y lo que quisiera no ver, y lo que quisiera ver. La vida, en su dimensión más conocida, más poseída y sentida, ¿no sería solamente la conciencia de latir en un mundo de deshechos, no sería solamente ese tedio, no sería solamente la sospecha de vivir en un momento donde las ruinas de ahora y las ruinas de la historia se cruzan y conforman un mismo estercolero? Quizá aún no debamos hacernos esas preguntas, quizá aún seamos demasiado ingenuos, pero hemos consumido buenas raciones de sombra y nos hemos perdido por millares de esquinas que nos fueron alejando de aquella calle primera, la calle del sol naciente y las rugientes gramolas.
Eran los tiempos de help y qué noche la de aquel día, y siempre yo estaba en mi calle y tenían que arrastrarme para llevarme a casa, pues yo quería estar siempre en mitad de mi calle, en mitad de la vida. Recuerdo inviernos muy cálidos, la nieve entre los alambres, las chicas que salen de clase con sus minis y sus risas. Recuerdo tardes de domingo a ritmo de rock and roll, el autobús sesenta y dos que me lleva hasta el baile, el aire frío, el puro hechizo de estar vivo, la electricidad del deseo, el presentimiento del amor. Y después volvía a mi calle. Lola limpia los cristales y un viejo la mira con sorna. Eva cuelga sus braguitas en el patio donde juegan los dos hijos del taxista. Y los camiones que rugen, y las lejanas sirenas de las fábricas
y el deseo abriéndose a una noche que ya huele a mujer.
Y un día nos fuimos de esa calle, en trenes y más trenes nos fuimos para siempre. Y llegaron los días grises, los trabajos duros, el humo en la memoria, el fervor por las drogas, la búsqueda del amor, el divagar diurno y el divagar nocturno. La diaria existencia en esos barrios del mundo en los que aún se escuchaba entre el esmog y la bruma un rabioso saxofón. ¿Un rabioso saxofón? Una canción de una sola sílaba, el gorjeo límpido y atroz de los pájaros nocturnos, de los músicos del Harlem negro y español... ¿Presienten ya esas aves, al agitarse al fondo de la noche urbana, que la descomposición será cada vez más evidente y más enervante el temblor del mundo, mucho más enervante? Desolación en las calles, en los trenes, en los andenes del Metro, en los barrios residenciales y en los áridos suburbios. Y la desolación hiela la mente y paraliza el cerebro.
Seguirán los bulevares
llenándose de gente a ciertas horas de la tarde, seguirán los trenes silbando en las lejanías, seguirá la vida y seguirá la muerte día a día, hora a hora... Seguirán apaleando a los negros en los guetos de Pretoria y seguirá la memoria alimentándose con sus propios excrementos. Seguirán matando a la gente en la intemperie de las cárceles y seguirán muriendo muchachos en los wáteres públicos. Seguirá la publicidad, el deseo de triunfar y el hambre en el tercer mundo. Seguirán los escolares cruzando las calles al atardecer, y al amanecer los obreros seguirán llenando el Metro. Seguirá el tedio y el gran apagón, y seguirá siendo el amor el tema sempiterno de la música pop. Seguirá la lluvia lamiendo el neón de los cabarets del Paralelo y seguirán viviendo en Harlem chavales con imaginación. Y seguirá el deseo poseyendo nuestros cuerpos
y poseyendo nuestra voz, seguirá el deseo... ¿Escuchaste ya la canción del juke-box de los trece años? ¿Recuerdas la melodía? Ah mira la gente solitaria –decía aquella canción. En los parques de Madrid, en las estaciones fluviales de Montreal y Lisboa, en las calles prostibulares del barrio chino de Barcelona, en los suburbios de París, en las barriadas de Roma, o en el puente de la calle treinta y siete cuando la noche es de hirviente nieve y neón. Ah mira la gente solitaria –decía la canción. Ah mira los viejos que pasean en invierno por la playa de Barcelona. ¡Parecen tan ajenos al mundo que les rodea! ¿No oís el rumor que crea su silencio? Ah mira la gente solitaria que viaja ahora contigo en el Metro. ¿A qué huelen los andenes? ¿A esa pobreza rancia de la que hablaban antes?
¿A esa tristeza inmensa que teme mostrarse entera? Subo con los demás por la escalera metálica y emerjo en una esquina de la avenida del Paralelo. Primeras horas del alba, las sirenas policiales, las vallas publicitarias: Manos que tocan una piel muy fina, labios que se difuminan tras la ventana de un jumbo de Aerolíneas Argentinas. Champán de bienvenida, asiento exclusivo, periódicos, revistas, bebidas a voluntad, menús seleccionados, vinos, licores, regalos... Más allá una mujer se levanta el camisón ante un espejo ovalado. ¿Será el reclamo de una nueva película de amor-pasión? Otra nos muestra sus piernas de nácar ante un automóvil rojo bermellón. Otra nos dice adiós desde un tren resplandeciente. La lluvia menuda vuelve, las gabardinas que el viento agita pueblan lentamente el alba. Ah mira la gente solitaria, baby, ah mira la gente solitaria.
ÍNDICE Ah mira la gente solitaria..................................................
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Digitalizado por Yennadi (
[email protected]) para compartir este poemario descatalogado en los fondos editoriales. Primavera 2005. La primera edición de “Ah mira la gente solitaria” fue publicada por la Editorial Pamiela (Colección “La Sirena”), en abril de 1988.
Jesús Ferrero nació en Zamora en diciembre de 1952 y acababa de cumplir los veinte meses de vida cuando lo trasladaron al País Vasco. De aquella época guarda un recuerdo. Él tiene unos dos años y medio y pasea con su madre por un puente de hierro. A ambos lados del puente se ven dos playas, el mar y la desembocadura de un río. El niño le pregunta a su madre: ¿Dónde estamos? Ella responde: "En el puente internacional". Se hallaban en Hendaya, en la frontera, y desde entonces se siente un fronterizo. Todas sus novelas están escritas desde la frontera. La primera, Bélver Yin, la situó en China, y la segunda, Opium, en el Tíbet. Imitando a Mao, primero tomó China y después se anexionó en Tíbet sin por eso verse obligado a realizar matanza alguna o expulsar al Dalai Lama. Sus siguientes novelas también están escritas desde la frontera. Lady Pepa desde la frontera entre Texas y Barcelona, que como nadie ignora es una gran frontera, y Débora Blenn desde la frontera entre Barcelona y Berlín, que también es muy extensa. Se hallaba completamente arruinado y sus acreedores le acosaban todo el día tras la puerta de su buhardilla cuando se presentó al Premio Internacional de Novela con El efecto Doppler. Lo ganó, le dieron diez millones de pesetas y esa noche sus acreedores brindaron con Don Perignon. En general los premios sólo le sirven para librarse de sus acreedores, y ha constatado que están más informados que él en toda clase de galardones literarios. Después de El efecto Doppler, escribió una trilogía épica, compuesta por Alis el Salvaje, Los reinos combatientes y El secreto de los dioses. Novelas por las que el autor siente un afecto muy especial y que escribió en Barcelona, al igual que todas las anteriores salvo Bélver Yin, escrita en París mientras cursaba estudios de Historia y trabajaba de portero de noche en el hotel donde Proust había llevado a cabo la ceremonia de las ratas, muy cerca de la iglesia de la Madelaine. Tras su larga estancia en París y su no menos larga estancia en Barcelona, se trasladó a Madrid, donde ha sido profesor de la Escuela de Letras y donde ha escrito Amador o la narración de un hombre afortunado, El último Banquete (Premio Azorín, 1997), El diablo en los ojos y Juanelo o el hombre nuevo, además de tres narraciones juveniles: Las veinte fugas de Básil, Ulaluna (elegida por la Unesco como la novela juvenil en español de más calidad literaria de 1998) y Zirze piernas largas. Ha trabajado para la radio, el cine y la televisión. Participó en el rodaje de Robin y Marian, de Richard Lester, a los veinte años, y un decenio después escribió con Pedro Almodóvar el guión de Matador. Fue también el autor del guión literario del Pabellón de la Navegación, en la Expo de Sevilla. Hasta el momento ha publicado doce novelas, tres poemarios (Río Amarillo, Negro sol y Ah mira la gente solitaria), cinco narraciones (las ya indicadas más Lucrecia Temple y La era de la niebla), una novela a modo de folletín que apareció en el diario El independiente con el título de Un amor en Berlín, una obra de teatro (Las siete ciudades del Cíbola) y un ensayo histórico novelesco (Pekín de la Ciudad Prohibida). Parte de su obra ha sido traducida al alemán, francés, italiano y portugués. Texto extraído de la página web oficial del autor: http://www.jesus-ferrero.com/