BREVE HISTORIA DEL DERECHO ESTADOUNIDENSE
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BREVE HISTORIA DEL DERECHO ESTADOUNIDENSE
INSTITUTO DE INVESTIGACIONES JURÍDICAS Serie: ESTUDIOS JURÍDICOS, Núm. 111 Coordinador editorial: Raúl Márquez Romero Edición y formación en computadora: Karla Beatriz Templos Nuñez
LAWRENCE M. FRIEDMAN
BREVE HISTORIA DEL DERECHO ESTADOUNIDENSE PABLO JIMÉNEZ ZORRILLA Traducción y comentario
UNIVERSIDAD NACIONAL AUTÓNOMA DE MÉXICO MÉXICO, 2007
Primera edición: 2007 DR © 2007, Universidad Nacional Autónoma de México INSTITUTO DE INVESTIGACIONES JURÍDICAS Circuito Maestro Mario de la Cueva s/n Ciudad de la Investigación en Humanidades Ciudad Universitaria, 04510 México, D. F. Impreso y hecho en México ISBN 978-970-32-4402-7
Para Leah, Jane, Amy, Sarah, Paul, David y Lucy
CONTENIDO Reconocimientos . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Lawrence M. FRIEDMAN
XI
Comentario del traductor . . . . . . . . . . . . . . . . . . XIII Pablo JIMÉNEZ ZORRILLA
PRIMERO. INTRODUCCIÓN . . . . . . . . . . . . . . . . . .
1
SEGUNDO. EL PRINCIPIO: DERECHO ESTADOUNIDENSE . . . .
21
El periodo colonial . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
21
TERCERO. ECONOMÍA Y DERECHO EN EL SIGLO XIX . . . . .
35
Economía. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
35
Un caso destacado: el puente del Río Charles . . . . . .
49
CUARTO. FAMILIA, RAZA Y DERECHO FAMILIAR . . . . . . .
57
Derecho familiar . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
57
El muerto en el armario de los Estados Unidos: relaciones raciales en el siglo XIX . . . . . . . . . . . .
69
QUINTO. CRIMEN Y CASTIGO EN LA REPÚBLICA . . . . . . .
73
Crimen y castigo en el siglo XIX . . . . . . . . . . . .
79
IX
X
CONTENIDO
Correctivos y sanciones . . . . . . . . . . . . . . . . .
81
La pena de muerte (siglo XIX). . . . . . . . . . . . . .
89
Operación del sistema de justicia penal . . . . . . . . .
91
Proceso penal . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
97
Delitos sin víctimas . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
98
Legislación contra las drogas . . . . . . . . . . . . . .
103
Justicia penal en el siglo XX . . . . . . . . . . . . . . .
107
La pena de muerte (siglo XX) . . . . . . . . . . . . . .
114
La guerra contra las drogas . . . . . . . . . . . . . . .
119
Raza y delincuencia . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
120
Una nota acerca de la ejecución de la ley . . . . . . . .
121
SEXTO. EL
ESTADO ADMI. . . . . . . . . . . . . . . . .
125
La explosión de la responsabilidad civil . . . . . . . . .
130
El Estado de bienestar-regulador. . . . . . . . . . . . .
136
El movimiento de derechos civiles. . . . . . . . . . . .
143
Los derechos de los acusados . . . . . . . . . . . . . .
150
Una persona, un voto. . . . . . . . . . . . . . . . . . .
151
La era de la igualdad plural . . . . . . . . . . . . . . .
152
El derecho de privacidad. . . . . . . . . . . . . . . . .
158
SÉPTIMO. DERECHO ESTADOUNIDENSE EN LOS ALBORES DEL XXI. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
165
La abogacía . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
167
Centro y periferia . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
173
NOTAS PARA FUTURA LECTURA . . . . . . . . . . . . . . .
189
SIGLO
XX
Y EL MODERNO
NISTRATIVO-DE BIENESTAR .
SIGLO
RECONOCIMIENTOS Muchas personas me han ayudado en mi trabajo a través de los años —estudiantes, colegas y familiares— y su influencia y apoyo pueden sentirse en cada página de este libro, aun cuando no contribuyeron literalmente a escribirlo. Quiero agradecer la maravillosa ayuda que siempre he recibido, en este y otros proyectos, de mi asistente Mary Tye, así como de la Biblioteca de Derecho de Stanford (Stanford Law Library), en particular de Paul Lomio, Erika Wayne y David Bridgman, tres miembros de su estupendo equipo. Lawrence M. FRIEDMAN
XI
COMENTARIO DEL TRADUCTOR
Es para mí un honor tener la oportunidad de escribir el comentario de esta obra de Lawrence M. Friedman, como también haber realizado la labor de traducción. El profesor Friedman es titular de la cátedra Marion Rice Kirkwood en la Escuela de Derecho de Stanford (Stanford Law School), en California, Estados Unidos de América, donde imparte cursos relacionados con materias como Historia del derecho y Derecho y sociedad, entre otras. Es también profesor (por cortesía) en los Departamentos de Historia y de Ciencias Políticas de la Universidad de Stanford (Stanford University). En la actualidad, Friedman es probablemente el expositor más destacado en la materia de Historia del derecho estadounidense y su trabajo ha sido galardonado en múltiples ocasiones. Por varias décadas se ha ubicado entre los autores más influyentes del movimiento denominado Derecho y Sociedad (Law & Society), que tiene sus orígenes en el siglo XIX, a partir de la obra de autores como sir Henry Maine y Max Weber. Este movimiento destaca la importancia de analizar el derecho y los sistemas jurídicos desde una perspectiva “externa”, es decir, utilizando métodos de estudio que originalmente corresponden a otras disciplinas —historia, sociología y ciencias políticas, por ejemplo—. Es una corriente que intenta explicar o describir el “fenómeno jurídico” en términos sociológicos —a partir de los valores, las opiniones, las ideas, las actitudes y las expectativas que las personas tienen en relación con el derecho— y depende de dos ideas (relativamente) modernas: la primera, que los sistemas jurídicos son creaXIII
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COMENTARIO DEL TRADUCTOR
ciones sociales e instituciones humanas; la segunda, que el derecho varía en el tiempo y en el espacio, según se transforman los cimientos culturales sobre los cuales descansa.1 El profesor Friedman es un autor prolífico que cuenta con más de veinticinco libros (como autor, editor o colaborador) y varias decenas de artículos. Su obra ha sido traducida a un gran número de idiomas y aclamada por múltiples organizaciones e instituciones académicas en diversos países. No obstante, hasta hoy sólo unas cuantas piezas de su extensa obra han sido traducidas y publicadas en castellano, entre ellas Culturas Jurídicas Latinas de Europa y América en Tiempos de Globalización.2 Durante el curso académico 2004-2005 realicé mis estudios de maestría en la Escuela de Derecho de Stanford y fue durante el curso introductorio que me encontré con el libro titulado Law in America: A Short History. Desde las primeras páginas me pareció un trabajo sumamente interesante y original, escrito en prosa sencilla y entretenida, que permite una ágil lectura. En él, el profesor Friedman analiza y describe cómo el derecho estadounidense se ha convertido en lo que actualmente es, a partir de un enfoque histórico-cultural. El tema central de esta obra consiste en que el derecho (el sistema jurídico) se crea y se modifica a partir de fenómenos sociales y económicos; es un producto social. Ahora bien, es cierto que son dichos fenómenos los que determinan la forma y la sustancia del derecho, pero también lo es que, una vez promulgado y ejecutado, el derecho ejerce influencia en sentido inverso —sobre el comportamiento y las actitudes sociales—.
1 Para una exposición concisa e ilustrativa sobre el movimiento denominado Law & Society, véase, en general, Friedman, Lawrence M., The Law and Society Movement, 38 Stanford Law Review 763, 1986. 2 Culturas Jurídicas Latinas de Europa y América en Tiempos de Globalización, en Fix-Fierro, Héctor et al. (ed.), UNAM, Instituto de Investigaciones Jurídicas, 2003.
COMENTARIO DEL TRADUCTOR
XV
Friedman desarrolla su tesis a través de los siete capítulos que conforman esta obra, que comienzan con una descripción general del derecho en el periodo colonial y concluye con una sucinta y original exposición del derecho estadounidense a principios del siglo XXI, pasando por interesantes análisis de la evolución del derecho familiar, del derecho penal y del penitenciario, de las cuestiones raciales y de las distintas funciones y alcances del estado administrativo en los Estados Unidos a través de su historia. Nació en aquel momento mi interés por traducir este pequeño libro y facilitar el acceso a los lectores de habla hispana a esta pieza de la erudita e interesante obra del profesor Friedman. Iniciados mis estudios de maestría, tuve la oportunidad de participar en un seminario sobre Derecho y Sociedad que dirigía el profesor Friedman y más tarde colaboré con él como asistente de investigación en el proyecto en que trabajaba en aquel entonces. Con el transcurso de los meses desarrollé una buena amistad con el profesor y un día lunes, mientras conversábamos durante la hora de comida en compañía de dos buenos amigos en común, le manifesté mi interés por traducir Law in America: A Short History al castellano. Friedman consideró que era una buena idea y de inmediato comencé a realizar esfuerzos para materializar el proyecto. El Instituto de Investigaciones Jurídicas de la UNAM, a través del doctor Héctor Fix-Fierro, rápidamente se mostró interesado en publicar Breve historia del derecho estadounidense y compartió mi inquietud por facilitar el acceso a la obra de Friedman a lectores de habla hispana. Lo demás es —como el libro en sí mismo— historia. Aprovecho estas líneas para agradecer al Instituto de Investigaciones Jurídicas de la UNAM el interés y el apoyo a este proyecto, en particular al doctor Fix-Fierro por su siempre amable y atenta respuesta. Agradezco de manera especial al profesor Law-
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COMENTARIO DEL TRADUCTOR
rence M. Friedman, maestro y amigo, por haber aceptado mi propuesta y por concederme el privilegio de ser su voz en lengua castellana. Al lector, espero que disfrute este libro tanto como lo he disfrutado yo. Pablo JIMÉNEZ ZORRILLA México, D. F., diciembre de 2006
PRIMERO INTRODUCCIÓN En mi universidad (la Universidad de Stanford), imparto un curso a estudiantes de nivel licenciatura llamado Introducción al derecho estadounidense. Camino a clases, el primer día del curso —la clase se reúne a las nueve en punto y es un reto mantener a los estudiantes despiertos— compro una copia del Chronicle, un periódico matutino de San Francisco. Cuando comienzo la clase, después de los primeros avisos y demás, abro el periódico y leo algunos de los encabezados. El punto que quiero transmitir a los estudiantes es que cada una de las notas que aparecen en la portada del periódico, antes de llegar a las recetas, los comics y las páginas deportivas, tiene un matiz jurídico —tiene alguna conexión con el sistema jurídico—. Desde luego, no tengo control sobre el periódico pero el truco nunca falla. Casi invariablemente, cada nota sobre la vida pública en los Estados Unidos, o sobre cuestiones privadas lo suficientemente interesante para aparecer en el periódico, menciona una ley, una propuesta de ley, un proyecto de ley en el Congreso (federal) o en alguna legislatura estatal, o algo que un juez, un policía, un tribunal o un abogado hizo o dijo; o alguna declaración del presidente o de otro servidor público de alto nivel, siempre relacionada con algún asunto, situación o evento realizado conforme, mediante o en contra de la ley. En el mundo en que vivimos —en el país en que vivimos— casi nada tiene tanto impacto en nuestras vidas, nada esta más involucrado en nuestra vida diaria, como aquello que llamamos derecho. Este es un hecho asombroso que capta la atención de los estudiantes —tal y como debe ser—. 1
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INTRODUCCIÓN
¿Por qué los periódicos están llenos de material relacionado con el sistema jurídico?, ¿a qué obedece que el derecho sea tan importante en la sociedad estadounidense?, ¿de dónde provienen todas estas normas?, ¿es todo este énfasis en el derecho y en los temas jurídicos bueno para el país, o es un síntoma de una patología profundamente arraigada?, ¿qué es el derecho estadounidense y cómo llegó hasta aquí? Estas preguntas son la materia de este breve libro. Lo que pretendo es proporcionar una introducción histórica al derecho estadounidense —o, quizás más específicamente, a la cultura jurídica estadounidense—; o, quizás, al espíritu del derecho estadounidense y la forma en que éste se ha relacionado, a través del tiempo, con la sociedad estadounidense en general. Antes que vayamos más lejos, expondré un par de ideas en torno a la definición del término “derecho”. Existen muchas formas para definir este escurridizo término y muchas formas para describir lo que queremos expresar con el vocablo “derecho”. Para nuestros efectos, quisiera adoptar una definición sencilla, pero amplia y útil. Derecho es, principalmente, acción colectiva: acción a través de y por un gobierno. Cuando digo “derecho” realmente me refiero al “sistema jurídico”. El sistema jurídico incluye, en primer lugar, un cuerpo de normas —las “leyes” propiamente dichas—. Algunas de ellas son leyes federales expedidas por el Congreso, algunas provienen de las legislaturas estatales y otras son normas emitidas por los gobiernos de las ciudades. Existen, literalmente, decenas de miles de reglas y reglamentos —de la Administración de Alimentos y Medicamentos (Food and Drug Administration), de la Comisión del Mercado de Valores (Securities and Exchange Commission), del Servicio Forestal (Forest Service), del consejo que otorga licencias a los médicos en el estado de Minnesota, de los consejos de zonificación, de los consejos escolares, o de cualquiera de las docenas y docenas de agencias que existen en cada nivel de gobierno—. No obstante, todas estas disposiciones, por sí mismas, no son más que pedazos de papel. Lo que
INTRODUCCIÓN
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las hace tener vida (cuando la tienen) son las personas y las instituciones que las crean, las interpretan y las ejecutan. Me refiero a la policía, las cárceles, los alcaldes, los tribunales, los jueces, los empleados del servicio postal, los agentes de la Agencia Federal de Investigación (Federal Bureau of Investigation o FBI, por sus siglas inglés), el secretario del Tesoro, los servidores públicos que trabajan para todas las dependencias gubernamentales en Washington, en las capitales de los estados y en los gobiernos de las ciudades; al igual que los inspectores que visitan las fábricas y los negocios, que verifican que los ascensores sean seguros, que ponen su sello de aprobación en los pedazos de carne. También comprende a los abogados (de los cuales tenemos casi un millón) que asesoran a las personas para apegarse a las normas, lidiar con ellas, darles la vuelta, o usarlas en su beneficio. Los abogados son una parte esencial del sistema jurídico, tal como los maestros son parte esencial del sistema educativo y los doctores y enfermeras son parte esencial del sistema de salud. Además, el “sistema jurídico” es la forma en que todas estas personas e instituciones interactúan entre sí y con el público en general. Lo que esbocé anteriormente es, en mi opinión, una forma práctica de percibir al derecho y al sistema jurídico; aunque existen muchas otras formas. En general, hice referencia a aquello que el lector pueden identificar como “gobierno”; aquello que el gobierno hizo o hace y la forma en que las personas utilizan o reaccionan frente al gobierno (en sentido amplio), de forma tal que el policía que dirige el tráfico en una intersección es parte del sistema, al igual que el presidente de la Suprema Corte de Justicia de los Estados Unidos. Existen formas aún más amplias de definir al derecho. Se le puede percibir como un proceso que no necesariamente está relacionado con el “gobierno”. Las universidades, fábricas, hospitales y grandes compañías —todas tienen cierta forma de “sistema jurídico”, de carácter interno y “privado”—. El derecho puede, en otras palabras, ser oficial o no oficial; gubernamental o privado. También puede ser formal o informal. Un juicio es un procedimiento formal regido por una
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INTRODUCCIÓN
serie de reglas formales. Cuando un policía interrumpe una pelea entre dos ebrios y les manda a casa, esta es una acción “jurídica” —una acción realizada por un oficial a quien la ley otorga poder— pero es también bastante informal. No sigue reglas estrictas y no deja rastro de papel alguno. Todas las sociedades, en cierta forma, tienen un “sistema jurídico”. Todas tienen reglas y mecanismos para hacer que dichas reglas se cumplan. Las sociedades grandes y complejas tienen sistemas grandes y complejos. Dentro de las sociedades grandes y complejas existen subgrupos más pequeños, hasta llegar a los núcleos familiares; y aun las familias tienen formas para crear reglas y ejecutarlas (en algunas ocasiones, cuando los hijos son adolescentes, sin mucho éxito). El “derecho” dentro de una familia no está escrito y los “procedimientos” son bastante informales. Sin embargo, los grandes grupos sociales necesitan formalidad; no pueden funcionar sin ella —sin reglas de carácter jurídico—. Esto obedece a que una sociedad está conformada por millones de personas que interactúan en formas complejas. Extraños coinciden con y afectan a otros extraños muchas veces al día: en la calle, ascensores, aviones, tiendas y lugares de trabajo. En gran medida, nuestras vidas están en manos de extraños. Supongamos, por ejemplo, tomar un avión de San Francisco a Chicago. Un avión de propulsión es una máquina sorprendente; vuela por encima de las nubes y, si algo no funciona correctamente, nuestra vida está en juego. ¿Qué garantía tenemos que el avión se encuentra en buenas condiciones o que su mantenimiento se encuentra al día?, ¿cómo podemos cerciorarnos que el piloto sabe lo que está haciendo?, ¿cómo podemos estar seguros que los controladores de vuelo hacen bien su trabajo? No tenemos conocimiento personal o control directo sobre estas personas —ni sobre el piloto, ni sobre los controladores de vuelo, ni sobre el equipo de mantenimiento, ni sobre los trabajadores de la fábrica que construyó el avión—. Por éste y otros centenares de eventos cotidianos, tenemos que apoyarnos en un elemento externo; ese elemento externo es el derecho. Existe una demanda social de reglas y regula-
INTRODUCCIÓN
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ciones que se ocupan de la seguridad aérea, de la forma en que se fabrican los aviones, del control del tráfico aéreo y así sucesivamente. Desde luego, una sociedad puede funcionar sin estas reglas —las personas pueden tomar todo tipo de riesgos, si así lo desean—. Sin embargo, en el Estado moderno, la demanda social de regulación es un hecho y la seguridad aérea es uno de los campos en que dicha demanda es bastante fuerte. Después de la terrible tragedia del World Trade Center el 11 de septiembre de 2001, la demanda de reglas —en mayor cantidad y más estrictas— se volvió particularmente marcada. En las sociedades simples, que implican relaciones estrechas entre sus miembros, las costumbres, los hábitos y las tradiciones juegan un papel fundamental en la ejecución de las normas. Pero en una sociedad compleja y heterogénea, en una sociedad donde las interacciones entre desconocidos son extensas y constantes, en una sociedad donde las personas compran alimentos y ropa en lugar de producirlos ellos mismos, en una sociedad formada por una gran cantidad de grupos y formas de pensar diferentes, las costumbres pierden su importancia, las tradiciones pierden fuerza y la sociedad depende de otros mecanismos para controlar aquellas fuerzas, objetos y personas que la ésta pretende controlar. Este mecanismo es lo que llamamos derecho. Sin embargo, el control social depende, en gran medida, de las costumbres, los hábitos y las tradiciones y el derecho no se genera espontáneamente —se construye a partir de dichos hábitos, costumbres y tradiciones— y añade a las reglas una fuerza coercitiva de carácter colectivo. Desde luego, lo anterior es cierto para cualquier sociedad moderna. Es tan cierto para Italia o Japón como para los Estados Unidos. De hecho, todas estas sociedades (y sus sistemas jurídicos) tienen mucho en común; pero cada una tiene también características que la hacen diferente y única. ¿Cuál es el elemento distintivo del derecho estadounidense —comparado con el derecho de Italia o Japón, por ejemplo—?
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INTRODUCCIÓN
Para empezar, nuestro sistema jurídico pertenece al sistema de common law.* El common law es una de las muchas familias de sistemas jurídicos que existen en el mundo. Los sistemas jurídicos se agrupan de acuerdo a su afinidad y son, en cierta forma, como los idiomas. El francés, el español y el italiano son lenguas romances: son idiomas independientes, pero tienen mucho en común dado que tienen un ancestro común: el latín. El inglés, el alemán y el holandés también tienen mucho en común, porque también comparten un ancestro (aunque nunca fue una lengua escrita). La mayoría de los sistemas jurídicos de Europa pertenecen a una gran familia, llamada civil law o derecho continental. Muchos conceptos y términos de la familia del derecho continental reflejan la influencia del derecho romano, que es el ancestro remoto de estos sistemas. En la Edad Media —acortando una larga historia— el derecho romano fue redescubierto, revisado y “recibido” por la mayoría de las sociedades europeas; comenzó a estudiarse en las universidades y se convirtió en la base de los distintos sistemas nacionales.1 Existió en Europa una excepción importante: los ingleses. Éstos nunca fueron parte de la “recepción” del derecho romano. Por el contrario, los ingleses se mantuvieron leales a su sistema original, el llamado common law. Con el curso del tiempo los ingleses se convirtieron en amos y señores de un gran imperio y llevaron consigo su lengua y su sistema jurídico por todo el imperio. Por lo tanto, el common law se convirtió en la base de los * Nota del traductor. Es importante señalar que la expresión common law tiene dos acepciones diversas: la primera (y más amplia) hace referencia al sistema jurídico también conocido como derecho anglosajón; la segunda (más restringida) hace alusión al derecho jurisprudencial del precedente (case law), en contraposición al derecho legislado (statutory law). En el contexto de la oración a que alude esta nota, la expresión common law se refiere a la primera de las acepciones. 1 Para una visión general y concisa, véase Merryman, John Henry, The Civil Law Tradition: An Introduction to the Legal Systems of Western Europe and Latin America, 2a. ed., 1985.
INTRODUCCIÓN
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sistemas jurídicos de las colonias de habla inglesa (aunque no únicamente en ellas). Era natural para los colonos de Massachusetts o de Australia, por ejemplo, utilizar el único sistema jurídico que conocían y les era familiar, al igual que era natural usar el único idioma que les era familiar, el inglés. Así como el sol nunca se ocultaba en el imperio británico durante su época cumbre, tampoco se ocultó para el viejo common law. Así pues, el common law es la materia prima del derecho de Inglaterra, de sus colonias, de sus ex colonias y de las colonias de sus colonias. El common law es la base de los sistemas de Canadá (con excepción de Québec), Australia y Nueva Zelanda, Trinidad y Tobago, Barbados y las Bahamas, así como de muchos otros países que en algún momento formaron parte del imperio británico. El common law es también el núcleo del derecho de Nigeria, Gambia y Singapur. Sin embargo, ningún territorio fuera del círculo de dominación inglesa ha adoptado el common law como sistema jurídico. En tiempos modernos, algunos países no occidentales han salido en busca de un sistema jurídico occidental, el cual creyeron haría un mejor trabajo que sus sistemas jurídicos nativos para catapultarlos al mundo contemporáneo. Japón y Turquía son buenos ejemplos. En ninguno de estos casos el país eligió el modelo estadounidense o el inglés. En ambos casos la elección fue el sistema de civil law utilizado por los países de Europa continental. ¿Por qué? Una respuesta es porque dichos sistemas se encuentran codificados. Las reglas básicas toman la forma de códigos —extensas leyes racionalmente organizadas que constituyen las entrañas del derecho, los conceptos y doctrinas fundamentales—. Teóricamente los jueces no tienen facultades para sumar o restar al derecho, dado que éste se encuentra enteramente comprendido en los códigos; su única tarea es interpretar las normas. Por el contrario, el núcleo del common law fue esencialmente creado por jueces, a través de la resolución de casos reales. El common law creció, cambió, evolucionó y tomó matices a través de los años mediante la confrontación de litigantes en situaciones reales. Como resultado, encontrar e identificar
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INTRODUCCIÓN
“el derecho” se volvió una tarea difícil. En cierta forma, el common law se encontraba en todos lados y en ninguno —era una abstracción esparcida entre miles de páginas de opiniones judiciales; en otras palabras, no estaba empaquetado para su exportación—. En un sistema de common law los jueces que redactan y emiten opiniones son personajes de suma importancia. Para ser más precisos, el derecho es creado por los jueces de apelación: jueces que conocen de aquellos casos en los que se ha apelado la decisión de la corte de primera instancia (trial court). Por otro lado, en la corte de primera instancia el juez de common law juega un papel mucho menos relevante que el juez de derecho continental. El juez de derecho continental dirige gran parte de la preparación del caso y de la investigación de los hechos. En contraste, en un sistema de common law dichas labores son dirigidas por los abogados de las partes y el juez participa como un árbitro (poderoso, desde luego) durante el juicio. En los países de common law (como los Estados Unidos) los jueces son abogados (practicantes) con frecuencia elegidos y designados para dichos puestos debido a que han sido personas políticamente activas. Los jueces de derecho continental son, por el contrario, servidores públicos. La judicatura es una carrera en sí misma; los jueces casi nunca son reclutados de entre los abogados practicantes; al contrario, son adiestrados desde el principio para ser jueces y escalan o descienden exclusivamente dentro de la jerarquía judicial; nunca son designados por elección popular. Existen muchas otras diferencias (grandes y pequeñas) entre los sistemas de common law y de derecho continental. Existen diferencias en sus procedimientos, instituciones y reglas sustantivas. Por ejemplo, los sistemas de derecho continental, en general, carecen de jurado. No obstante, existen quienes consideran que, en el mundo contemporáneo, los sistemas están convergiendo —acercándose más y más—. Una razón puede ser que la práctica jurídica se está globalizando: con mayor frecuencia los negocios y otros asuntos internacionales que trascienden las
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fronteras requieren esfuerzos jurídicos. Sin embargo, la razón principal de dicha convergencia es simplemente que los sistemas jurídicos reflejan las sociedades a que pertenecen y dichas sociedades son cada vez más parecidas entre sí. Los países europeos, los Estados Unidos, Canadá, Japón, Australia y otros países, a pesar de sus diferencias, tienen también enormes similitudes en sus sociedades y su derecho. La modernidad ha llegado a todos lados y en abundancia. Un automóvil es un automóvil en Tokio y en Helsinki; una computadora es una computadora en Frankfurt y en Singapur. Todos los países modernos y desarrollados tienen sistemas de recaudación de impuestos, bolsas de valores, aeropuertos internacionales, rascacielos con ascensores y embotellamientos de tráfico vehicular. Todos enfrentan problemas de derechos de autor, contaminación, control aéreo y regulación bancaria. Problemas similares tienden a producir soluciones similares, y problemas y soluciones similares significan también leyes y sistemas jurídicos similares. De igual manera, las diferencias entre el common law creado por los jueces y el derecho continental codificado han perdido importancia. Actualmente los sistemas de common law tienen una gran cantidad de leyes y códigos —que llenan repisas y repisas de las bibliotecas de derecho—. Más y más el trabajo de los jueces de common law consiste en interpretar leyes aprobadas por el Congreso y por las legislaturas estatales. Por el otro lado, el papel de los jueces en los países de derecho continental está cobrando mayor relevancia —se está convirtiendo, de alguna forma, más parecido al trabajo de los jueces de common law—. Ciertamente, siguen existiendo muchas diferencias —especialmente en la forma en que los abogados tienden a pensar y en el lenguaje profesional que utilizan— pero el olor a convergencia es aún bastante fuerte. La familia del common law consta de muchos miembros y cada uno de ellos, desde luego, tiene características propias. En muchos sentidos el derecho estadounidense, que es nuestra materia, se ha alejado del derecho de Inglaterra, donde el common law nació y floreció. Por un lado, Estados Unidos es una Repú-
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blica federal; es un país formado por cincuenta estados, cada uno de los cuales tiene su propio sistema jurídico que coexiste con un sistema nacional, el cual se ubica por encima (o a un lado) de todos ellos. Los estados se encargan de la mayoría de los asuntos jurídicos del país. Ellos otorgan divorcios, juzgan ladrones, coordinan sistemas educativos y crean reglas de tránsito. Si demandamos a alguien que nos debe dinero, acudimos ante una corte estatal; si queremos una licencia de conducir o de cacería vamos ante una agencia estatal; si formamos una sociedad o queremos abrir una pizzería, los papeles y los trámites corresponden al estado. Es el estado el que arresta a quienes conducen en estado de ebriedad o abre sus cortes para que demandemos a “Electrodomésticos Acme” por vendernos un refrigerador defectuoso. Probablemente más del 90% del total de las demandas en los Estados Unidos son de competencia estatal. En el siglo pasado, como veremos, el federalismo se desgastó considerablemente pero conserva aún gran parte de su vitalidad. El desgaste obedece a que el ámbito federal del sistema jurídico ha crecido sostenidamente. El volumen y la importancia de las cortes, las leyes, los reglamentos y los decretos federales han ido en ascenso por más de un siglo. El Congreso es un órgano poderoso y, después de todo, el gobierno federal tiene la bomba atómica, la cual Wyoming o Delaware (afortunadamente) no tienen. Las cortes federales conocen de asuntos federales: controversias que derivan de la Constitución o de leyes aprobadas por el Congreso —la Ley del Seguro Social (Social Security Act), el Código del Impuesto Sobre la Renta (Internal Revenue Code), las leyes de protección ambiental, las leyes contra la discriminación, las leyes antimonopolios, etcétera—. Conocen de quiebras y asuntos marítimos y conocen también de controversias entre ciudadanos de diferentes estados (los llamados diversity cases). El principio que rige para decidir si un asunto es de competencia estatal o federal no siempre es obvio. Lo relacionado con guerras y embajadores es, desde luego, competencia federal pero ¿por qué las quiebras son materia federal?, ¿por qué un contrato cele-
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brado en Nueva York para embarcar dos toneladas de lápices a Florida por mar puede terminar ante una corte federal? Estados Unidos no es el único país con sistema federal en el mundo del common law. Australia y Canadá también tienen sistemas federales. El mundo del common law tampoco tiene el monopolio del federalismo —Suiza y Alemania, países de derecho continental, son también Federaciones—. Por otro lado, el derecho de Inglaterra es unitario, no federativo (Escocia tiene un sistema jurídico propio e independiente). El federalismo hace del sistema jurídico de los Estados Unidos un animal sumamente complejo —una bestia con cincuenta cabezas, cuerpos y colas diferentes—. Desde luego, los sistemas estatales son (en su mayoría) bastante parecidos —tienen rasgos comunes—; sin embargo, distan de ser idénticos. Por lo tanto, no existe tal cosa como un “abogado estadounidense”; ya que los abogados obtienen licencia para practicar en cada estado. Por lo que concierne a New Hampshire, un miembro de la barra de Vermont no es más que un individuo común y corriente que sabe mucho de derecho (aunque no necesariamente de derecho de New Hampshire). Existen más de cincuenta sistemas dentro del territorio controlado por los Estados Unidos. El sistema federal puede contarse como número cincuenta y uno; además, está Puerto Rico con su historia particular, su idioma español y sus tradiciones de derecho continental; también están Guam y las Islas Vírgenes; también están los sistemas jurídicos de los nativos que viven dentro de las fronteras estadounidenses. Los indios navajos, por ejemplo, tiene un sistema de cortes encabezado por la Suprema Corte navaja que se constituye, conoce casos y toma decisiones conforme a las leyes que gobiernan a dicho pueblo —incluyendo algunas normas que son específicas de la nación navaja. Otra característica particular de la ley estadounidense es la revisión judicial (o judicial review). Desde fines del siglo XVIII hemos tenido una Constitución escrita (algo que los británicos nunca tuvieron). La revisión judicial es la facultad que tienen las cortes para evaluar, a la luz de los estándares constitucionales,
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los actos de las otras ramas del gobierno. La Suprema Corte de los Estados Unidos ha dicho a los estados que no pueden segregar escuelas; dijo a un presidente (Harry Truman) que no tenía facultades para incautar las fábricas de acero en una situación que el presidente consideraba de emergencia; dijo al Congreso que no tenía facultades para aprobar ciertas leyes y ha revisado toda clase de actos realizados por las distintas agencias administrativas. La Suprema Corte ha ordenado a ciertos estados redefinir sus divisiones distritales, ha indicado a ciertos distritos escolares el tipo de sistema financiero al que deben ajustarse, ha ordenado a algunos estados a limpiar sus inmundas y brutales prisiones —y la lista continúa—. Además, cada estado tiene su propia corte suprema2 y su propia Constitución. Dichas cortes supremas tienen, dentro de sus estados, más o menos el mismo papel que la Suprema Corte de los Estados Unidos tiene a nivel nacional; evalúan la labor de las legislaturas y las agencias estatales a la luz de los estándares de la Constitución estatal (como ellos la interpretan). Éste ha sido un breve esbozo de la revisión judicial tal y como existe actualmente: un arma poderosa en manos de los jueces, un poder para vigilar, controlar y, en ocasiones, corregir a las otras ramas del gobierno. La situación no siempre ha sido así. La revisión judicial es tanto un factor cultural como un hecho estructural. En el famoso caso de Marbury vs. Madison (que fue la gran resolución de John Marshall en el año de 1803) se decidió si la Suprema Corte tenía o no facultades para revisar actos del Congreso.3 Probablemente esta sentencia resolvió el caso particular pero, de hecho, la Suprema Corte no invalidó algún otro acto del Congreso sino hasta que hubieran transcurrido más de cincuenta 2 No siempre se le denomina suprema corte: la corte suprema en el estado de Nueva York se llama Corte de Apelación (Court of Appeals). En el estado de Nueva York, la Suprema Corte (Supreme Court) es, de hecho, una de las cortes de menor jerarquía— aun cuando la ilógica terminología sugiere lo contrario—. 3 1 Cranch (5 U.S.) 137 (1803).
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años (aunque sí revisó actos de los estados). No fue sino hasta finales del siglo XIX cuando la revisión judicial de la legislación pasó a ser parte natural del ciclo vital de toda ley importante. Fue hasta entonces que se convirtió en parte de la cultura política y jurídica de los Estados Unidos; o quizás sería más acertado decir que surgió a partir de la cultura política y jurídica de los Estados Unidos. La revisión judicial es un elemento estructural que responde a la conciencia que los estadounidenses tienen de sus derechos, al individualismo, al miedo a la concentración del poder, a la desconfianza a la centralización y a la tradición estadounidenses de un gobierno disperso y fragmentado. En este sistema “las demandas y las cortes proveerán” como ha dicho Robert Kagan, “mecanismos no estatizados mediante los cuales los individuos” —y los grupos—“puedan exigir elevados estándares de justicia” (como ellos la perciben) del gobierno.4 Ambos, la revisión judicial y el federalismo, son características formales y estructurales del derecho estadounidense y, a su vez, se encuentran profundamente arraigados dado que son realidades de la cultura jurídica estadounidense. Otros aspectos del derecho estadounidense son reflexiones más sutiles de la cultura jurídica estadounidense. Ciertamente los hábitos de comportamiento jurídico estadounidense parecen ser muy distintos de los hábitos de las personas que viven en Italia, Inglaterra o Japón. Se dice que los estadounidenses son más conscientes de sus derechos que los ciudadanos de otros países, son más inclinados a demandar por daños y litigan más. Supuestamente, es menos probable que los estadounidenses arreglen sus diferencias fuera de un tribunal o que simplemente las toleren, en comparación con personas de otras sociedades. Qué tan cierto es esto —y qué tanta es la diferencia— es un muy controvertido tema de investigación. En general, no podemos comprender el derecho estadou-
4 Robert A. Kagan, Adversarial Legalism: The American Way of Law (2001), pp. 15 y 16.
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nidense sin comprender la cultura jurídica estadounidense; y esa cultura es el tema que se extiende a lo largo de este libro. En los Estados Unidos, como en muchos otros países, existe una especie de pirámide de cortes —de mayor y menor jerarquía—. Si demandamos a alguien con motivo de un contrato, por ejemplo, el caso irá a una corte de primera instancia. Podría o no haber jurado para este asunto; en algunos casos tenemos derecho a solicitarlo, en otros casos no. En cualquier caso, la parte vencida en juicio tiene derecho a apelar la decisión ante una corte de mayor jerarquía. En los estados, la Suprema Corte estatal es la última instancia; en las cortes federales, lo es la Suprema Corte de los Estados Unidos. Estas cortes supremas son importantes no sólo porque tienen la última palabra en las controversias, sino también porque generalmente publican sus resoluciones exponiendo las razones de su decisión. Dichas opiniones, que son publicadas en gruesos volúmenes de reportes (hoy disponibles en línea), realmente crean el derecho (o cuando menos algunos aspectos de éste). Estos casos son también las unidades básicas de estudio en el sistema de common law; son casos que los estudiantes de derecho leen en sus clases. La mente educada conforme al common law instintivamente busca “los casos”. Desde luego, el sistema jurídico estadounidense es mucho más que dichos casos. Después de todo, la inmensa mayoría de los casos nunca son apelados ante una corte de mayor jerarquía —de hecho, la gran mayoría de las controversias nunca llegan ante una corte—. Existe una gran cantidad de “derecho” del que nunca se habla o se discute en los casos de apelación. Existen miles de leyes, decretos, reglas y reglamentos que nunca alcanzan ese tipo de atención. Ninguna clase en la escuela de derecho se ocupa de las disposiciones de tránsito, por ejemplo; es un tema demasiado sencillo y cotidiano para discutirse. No obstante, gran parte de la labor de los abogados —y gran parte de la labor del gobierno— es sencilla y cotidiana. El derecho jurisprudencial emanado de casos (case law) es interesante, importante e
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ilustrativo, pero de ninguna manera constituye todo el “espectáculo”. Los abogados tienen una tendencia —bastante natural— a tratar al derecho como si éste fuera más o menos “autónomo”, es decir, como un mundo en sí mismo. El derecho tiene su propio lenguaje profesional, tiene un núcleo sólido que (los abogados consideran) opone resistencia al cambio. La ley se mueve lenta e indolentemente como un caracol encasillado en su concha y se queda atrás de la sociedad. Va a su propio paso, responde a sus propias reglas y a su propio programa interno. En mi opinión, esta autonomía es principalmente una ilusión. La realidad es muy diferente: el derecho es, esencialmente, un producto de la sociedad y cuando la sociedad cambia, también cambia su sistema jurídico. Las sociedades feudales tienen sus sistemas jurídicos feudales, las sociedades socialistas tienen sistemas socialistas, las sociedades tribales tienen sistemas tribales, las sociedades capitalistas tienen sistemas jurídicos capitalistas. ¿Cómo podría ser de otra manera? Desde luego, la tradición jurídica y los hábitos e ideas de los abogados tienen un impacto en la sociedad y la influencia no viaja sólo en una dirección. El sistema jurídico, especialmente en una sociedad como los Estados Unidos, no es algo distante, separado, remoto, una área reservada para especialistas como la física nuclear o las matemáticas avanzadas. El sistema jurídico hunde sus raíces en la cultura y contribuye a crear esa cultura. Después de todo, las personas tienden a aceptar aquello a lo que están acostumbradas. Viven en sociedades que dan por hecho; las normas, costumbres y formas de pensar son como el aire que respiran: vitales pero invisibles. Los estadounidenses, por ejemplo, difícilmente conciben un sistema de justicia penal sin jurado. Existen ideas aún más fundamentales que ni siquiera perciben como ideas jurídicas: la propiedad privada, por ejemplo, o la libertad contractual, o las nociones de matrimonio y divorcio o de adopción infantil.
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La relación entre derecho y sociedad es complicada en una sociedad compleja. También es inestable: cambia con el tiempo. Me gustaría utilizar una parábola para ilustrar la relación —superficialmente al menos—. Imaginemos una comunidad que vive a orillas de un río caudaloso y profundo. La única forma de cruzarlo es por transbordador,* mediante un trayecto lento y engorroso. La comunidad exige un puente, los ciudadanos firman peticiones, cabildean y presionan a su gobierno. Finalmente el gobierno cede, asigna los recursos y el puente se construye. Una vez que el puente ha sido terminado, el tráfico fluye ágilmente en ambos sentidos. La esencia de la comunidad cambia. Ahora las personas pueden dividir y efectivamente dividen su vida entre ambos lados del río. Algunos viven de un lado y compran y trabajan del otro y viceversa. Muchos cruzan el puente diariamente. Las personas comienzan percibir el puente como algo natural e inevitable —incluso como algo a lo que tienen derecho—. El puente afecta su comportamiento, su forma de pensar, sus expectativas y su forma de vida. El sistema jurídico es como el puente. El puente en sí mismo no era “autónomo”, era enteramente el producto de una demanda social. Sin embargo, una vez construido, comenzó a ejercer una influencia en el comportamiento y las actitudes de las personas. Se volvió parte del mundo de las personas que vivían en esa comunidad. Reordenaron sus vidas en torno al puente. El puente comenzó incluso a formar parte en sus procesos de pensamiento. El derecho estadounidense comparte esta naturaleza: es uno de los puentes de la sociedad. Sin duda, la parábola es sumamente simple para describir la realidad: en el mejor de los casos es una descripción básica de la forma en que opera el sistema jurídico y su relación con la sociedad. La parábola ilustra un punto esencial pero obviamente deja fuera muchos otros. Un punto clave, implícito en la parábo* Nota del traductor. El transbordador o ferry es una embarcación utilizada para transportar personas, vehículos y/o mercancías entre dos puntos.
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la, es que el derecho expresa la distribución del poder. Se requieren energía y fuerza sociales para crear, hacer cumplir y cambiar el derecho. El sistema jurídico de cualquier sociedad es un espejo que refleja, necesariamente, la estructura de poder en dicha sociedad. Si entendemos correcta y cabalmente cómo funciona el sistema jurídico de una sociedad, tendremos también una noción de quién cuenta o importa en dicha sociedad, quién tiene el poder, la influencia y la autoridad y quién no. Ciertamente, un sistema jurídico no es “la voluntad del pueblo”. Esto es evidente en una sociedad como la Alemania de Hitler o en cualquier dictadura o sociedad autoritaria. En dicha sociedades, lo que el derecho representa (en su mayor parte) es la voluntad, las necesidades y las aspiraciones del gobernante y su círculo inmediato—; y quizás de otras personas e instituciones de poder. Sin embargo, vivimos en una más o menos sociedad democrática y la forma en que el derecho se relaciona con el poder es mucho más sutil que en un país como la Alemania de Hitler. Evidentemente “el pueblo” tiene mucha mayor importancia. No obstante, tendríamos que ser ingenuos para no percatarnos que la riqueza y el poder influencian profundamente la creación y la ejecución de las leyes. El sistema jurídico expresa, mediante palabras y hechos, las normas dominantes y las ideas prevalecientes. No es esto lo mismo que afirmar que las grandes empresas y las personas adineradas rigen el país. Desde luego, las grandes empresas y las personas adineradas ejercen influencia sobre el sistema, pero también es ejercida por la vasta clase media. Lo que la clase media piensa y siente acerca de la propiedad, del matrimonio y divorcio, del comportamiento sexual, de las demandas por accidentes, del derecho a demandar a las Organizaciones para la Preservación de la Salud (Health Maintenance Organizations o HMOs, por sus siglas en inglés) y de una lista interminable de temas, puede ser decisivo. Así como las costumbres cambian, las leyes también lo hacen. El orden jurídico expresa también límites de poder. Esto se hace más evidente en el esquema constitucional —en la Declara-
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ción de los Derechos Fundamentales (Bill of Rights) y en los comentarios que al respecto han emitido las cortes—. Las minorías y las personas comunes y corrientes estamos protegidos (o eso esperamos), en ciertos aspectos fundamentales, contra la tiranía de los ricos y poderosos. De cuánta protección gozamos y qué tanto se extiende es una pregunta sumamente debatida. Sin embargo, indiscutiblemente la ley expresa valores y ideales, al igual que poder; e indiscutiblemente estos valores e ideales se filtran en las conciencia de los ciudadanos, de las altas y bajas esferas, e influencian la manera en que éstos se comportan, los principios que persiguen y los candidatos por quienes votan. El comportamiento y las actitudes son influenciados pero es difícil decir en qué medida. Después de todo, el derecho no sólo es autoridad; es autoridad que lleva consigo un sello de legitimidad. Es de la naturaleza del derecho basar su autoridad en algo más que el simple poder. El poder puede ser suficiente, pero quien lo detenta debe ser cuidadoso de no hacerlo demasiado evidente. Además, es difícil manejar una sociedad únicamente a través de terror y fuerza. Las dictaduras, especialmente en el mundo contemporáneo, son inherentemente inestables. ¿De dónde proviene la legitimidad?, ¿qué es lo que otorga autoridad legítima a una norma o a una institución?5 Esto varía en cada sociedad. En muchas sociedades las personas consideran que las reglas provienen de una fuente externa a cualquier autoridad humana: de Dios o de sus profetas. Esta es la legitimidad de las leyes de la Biblia, por ejemplo. Muchos sistemas aún utilizan este argumento: Irán y Afganistán, por mencionar un par de ejemplos, dicen apoyar gran parte de su derecho en los principios sagrados e intemporales del Corán. Sin embargo, en los sistemas democráticos modernos la legitimidad es más una cuestión 5 La forma clásica de abordar de este tema es, desde luego, la de Max Weber; véase Max Rheinstein, (ed.,) Max Weber on Law in Economy and Society (1954); véase también Tyler, Tom R., Why People Obey Law (1990).
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de procedimiento. Las leyes son hechas por el hombre y son instrumentales y aquello que las legitima, en general, es el hecho que emanan de una legislatura electa por el voto popular. En resumen, es el criterio mayoritario el que legitima las leyes emanadas del poder público; en primera instancia, la mayoría de votantes y, posteriormente, la mayoría de los miembros de la Cámara de Representantes y del Senado. Otras normas son legítimas porque emanan de una Constitución o se apoyan en un texto constitucional que, de manera más o menos precisa, fue y sigue siendo sancionada por alguna forma de consenso social. Otras normas obtienen fuerza porque las personas consideran que son “inherentes”, que todo el mundo tiene derecho a ellas, hayan o no sido aprobadas por una legislatura. Estas ideas resuenan en la mente de los ciudadanos comunes y corrientes e influencian sus actitudes y, por lo tanto, su comportamiento y su derecho —ya sea que las ideas tengan o no sentido, sean consistentes o inconsistentes, coherentes o incoherentes—. Las personas comunes y corrientes, grandes o pequeñas, no son filósofos, son… simplemente personas. Lo que importa de las normas es su fuerza, qué tan arraigadas y qué tan fuertemente sujetas se encuentran. Cuando dichas normas son lo suficientemente fuertes, actúan como pilares que sostienen el sistema y evitan que éste se colapse en anarquía y revolución.
SEGUNDO EL PRINCIPIO: DERECHO ESTADOUNIDENSE
EL
PERIODO COLONIAL
Los ingleses comenzaron a poblar lo que ahora son los Estados Unidos a principios del siglo XVII. Fundaron colonias de arriba a abajo sobre la costa, desde lo que ahora llamamos Maine hasta Georgia (también colonizaron parte de lo que hoy es Canadá y muchas islas del Caribe). El periodo comprendido hasta 1776 es conocido como periodo colonial y los asentamientos son conocidos como colonias. No obstante, dichas colonias no eran iguales a las colonias británicas en el siglo XIX. Muchas de las colonias americanas eran, para todos los efectos, independientes. Algunas de ellas eran casi propiedad privada de los lugartenientes que habían recibido vastas tierras de la Corona. Otras colonias eran autogobernadas —cuando menos en la práctica—. Esto era cierto, por ejemplo, para la Bahía de Massachusetts. El control inglés sobre las colonias era, en general, sumamente débil. Inglaterra estaba muy lejos —a una larga, ardua y peligrosa travesía por agua— y no tenía realmente una política colonial, al menos no en un principio. Inglaterra no tenía oportunidad, habilidad o experiencia para dirigir un “imperio”. Las comunidades coloniales eran pequeñas y pobres. Al principio, algunas de ellas estuvieron cerca de extinguirse por hambre. Eran ricas solamente en un producto: tierra. La oferta de trabajo era escasa. El clima era un factor importante en las colonias —entre más sureño el territorio se tornaba más cálido y con ma21
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yores temporadas de cultivo era más fácil desarrollar la agricultura a gran escala—. Además, algunas de las colonias de la Nueva Inglaterra fueron fundadas por puritanos y los clérigos protestantes tuvieron una enorme influencia sobre la vida y el derecho de estas colonias. Las colonias sureñas se aproximaban más a los modelos ingleses tanto en su derecho como en su estilo de vida. En el sur había menos pueblos y ciudades; las colonias sureñas se convirtieron pronto en bastiones de agricultura de plantación, cultivando tabaco y algodón y desarrollaron la “peculiar institución” de la esclavitud (este tema será abordado más adelante). ¿Cómo era el derecho del periodo colonial? Era, esencialmente, derecho inglés —dado que éste era el único sistema que los colonizadores conocían—. Estaban acostumbrados al derecho inglés y trajeron consigo sus ideas y memorias (básicas) de la práctica jurídica; era para ellos tan natural como su forma de hablar. Si echamos un vistazo a los registros de las cortes coloniales, notamos que se encuentran plagados de términos jurídicos (no siempre utilizados correctamente conforme a los estándares ingleses). Sin embargo, algunos de esos términos tales como corte, juez, jurado, actor (o demandante), demandado, última voluntad, etcétera, no son sino vocablos comunes del idioma inglés —son parte de la vida cotidiana—. Desde luego, en las pequeñas comunidades (antes que hubiera muchos abogados) el derecho utilizado en las colonias era imperfecto y rudimentario, por lo menos desde el punto de vista de los ingleses. El derecho inglés era el derecho de una sociedad más antigua, con un fuerte pasado feudal y un elaborado y complejo sistema social, empezando con el rey, seguido por los miembros de la aristocracia y de la alta burguesía, hasta llegar al pueblo. La mayor parte de la enloquecedora complejidad del derecho inglés, altamente técnico y difícil de descifrar, no sólo era desconocida en las colonias, era también innecesaria. Los colonizadores tomaron lo que sabían, lo que necesitaban y lo que recordaban.
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Conforme las colonias fueron creciendo, y cuando los pueblos como Boston se convirtieron en importantes puertos y centros mercantiles, el derecho se volvió más sofisticado; sin embargo, nunca alcanzó las alturas (o profundidades) del derecho inglés. Los colonizadores también adaptaron, cambiaron y adicionaron el derecho conforme las circunstancias lo requerían. Dichas circunstancias fueron, después de todo, muy distintas a las de un hombre o una mujer ingleses. Además, las ideologías de los colonizadores moldearon sus leyes de manera importante. Los puritanos en Massachusetts, por ejemplo, adaptaron el derecho a su concepto de sociedad devota. Tenían reglas sobre herejía, blasfemia, asistencia a la iglesia y, principalmente, comportamiento moral (este tema también será abordado más adelante). Sabemos mucho acerca del derecho de la Bahía de Massachusetts en el siglo XVII a través de los registros que subsisten. Asimismo, sabemos mucho acerca de la sociedad de ese periodo. Las comunidades eran pequeñas, rígidas y jerárquicas. Algunos de los asentamientos eran tan pequeños que probablemente todos sus miembros se conocían entre sí. Los dirigentes eran los miembros del clero y los jefes de familia (varones). En el punto más bajo de la escala social estaban los esclavos y los sirvientes contratados (indentured servants). Todas las colonias, incluyendo Massachu setts, tenían esclavos de raza negra; sin embargo, el número de esclavos aumentaba conforme se avanzaba hacia el sur. Los sirvientes contratados eran de raza blanca en su mayoría. Un sirviente contratado era una especie de esclavo temporal; él o ella servían a un amo y a su señora, sin paga, durante un cierto número de años, viviendo generalmente en la propiedad del amo. Muchos inmigrantes se “ofrecían en venta” bajo esta figura para obtener dinero para su pasaje a las colonias. Los sirvientes contratados no podían abandonar su trabajo antes de que venciera el plazo convenido; un sirviente contratado no podía casarse sin el permiso de su amo; y el amo podía comprar y vender al sirviente, de la misma forma en que podía hacerlo con un esclavo. No obstante, a diferencia de los esclavos, los sirvien-
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tes contratados obtenían su libertad al vencimiento del plazo convenido. Algunas veces recibían también “ofrendas de libertad” (freedom dues). Una ley de Maryland de 1640 obligaba al amo a dar al sirviente, al término de su plazo, una camisa, unos zapatos y unas medias largas, una boina, dos azadones, un hacha, tres barriles de maíz y cincuenta acres de tierra. Las mujeres también recibían “ofrendas de libertad”.6 Massachusetts desarrolló su propio sistema elaborado de cortes. En la parte superior se encontraba la Corte General (General Court) y debajo de ella estaba la Corte de Asistentes (Court of Assistants). Las cortes locales se ocupaban de los problemas cotidianos, así como de gran parte de lo que hoy conocemos como trabajo administrativo —por ejemplo, registraban hierros de ganado, expedían reglamentos, registraban testamentos y escrituras de tierras, entre otras cosas—. En las colonias no encontramos la noción de separación de poderes. Las cortes funcionaban como establecimientos gubernamentales que prestaban todo tipo de servicios. El derecho jugaba un papel importante en la vida diaria de la comunidad. Casi todos los miembros de una pequeña comunidad —ciertamente casi todos los adultos— aparecían de una u otra forma en los registros de la cortes durante todos los años. Los registros de las corte son, de alguna manera, espejos de la vida de la comunidad. Las leyes de las colonias eran, como señalamos, básicamente inglesas pero en versión rudimentaria. Gran parte de aquello que identificamos como derecho inglés —el derecho plasmado en los libros de consulta— es en realidad un derecho que se ocupa de los problemas de los lugartenientes aristócratas. Pero no había lugartenientes aristócratas en las colonias —ciertamente no en las colonias del norte—. El derecho que surgió en esta parte del Atlántico era un derecho más popular. “Popular” no significa democrático (en la forma en que hoy entendemos el término). Pro6 Alderman, Clifford Lindsey, Colonists for Sale: The Story of Indentured Servants in America (1975), pp. 74 y 75.
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bablemente sea más preciso considerar a las colonias como pequeñas teocracias. No obstante, eran populares en otros sentidos. Las cortes se encontraban al alcance de todos en las pequeñas comunidades y se ocupaban de los asuntos que concernían a todos, como hemos señalado. El derecho colonial trajo también un número de notables innovaciones. La primera, de la que nadie se siente orgulloso hoy en día, fue el derecho de la esclavitud. La esclavitud era desconocida en Inglaterra y en el derecho inglés. Existió esclavitud en las colonias del siglo XVII —algunos indígenas fueron esclavizados pero, en su mayoría, la esclavitud estuvo siempre asociada con hombres y mujeres de raza negra traídos desde África—. Existe controversia sobre el lugar donde surgió la esclavitud y la forma en que comenzó. Claramente comenzó como una especie de costumbre, como un entendimiento general, antes de formalizarse como “derecho”, es decir, como una condición jurídicamente reconocida. En la década de 1620 existían ya ciertos indicios de que las colonias habían reconocido la costumbre de tratar como esclavos al menos a ciertos sirvientes de raza negra. Dichos indicios consisten en listas con nombres de pila (ya que los apellidos eran omitidos) y de inventarios de patrimonios hereditarios, entre otros documentos. La esclavitud existió también en las colonias portuguesas y españolas del siglo XVI y se desarrolló en las colonias azucareras de West Indies (Antillas y Bahamas). Los primeros colonizadores de Barbados trajeron consigo 10 personas de raza negra en 1627, y en 1636 en Barbados se discutía ya la noción de “esclavitud vitalicia”. En Virginia había negros desde 1619 y en 1640 apareció la primera prueba de la condición jurídica de la esclavitud. Para mediados del siglo XVII había en los registros referencias esparcidas que sugieren convincentemente la existencia de una costumbre de servidumbre vitalicia —“sirvientes” que nunca serían libres—, y dichos “sirvientes” eran invariablemente personas de raza negra. Poco más tarde, el derecho reconoció el otro elemento esencial de la esclavitud: los
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hijos de las madres esclavas estaban irremediablemente destinados a ser esclavos. No cabe duda que la fuerte conciencia racial fue un elemento determinante en las leyes y costumbres de la esclavitud. Es cierto, muchas personas de raza blanca también se encontraban subordinadas —eran sirvientes contratados que, como apuntamos anteriormente, se encontraban bajo una especie de esclavitud temporal—. Sin embargo, la esclavitud permanente, vitalicia y hereditaria nunca se aplicó a las personas de raza blanca, sino solamente a las personas de raza negra traídas desde África. Existió también la esclavitud de indios, pero este sistema no perduró. Los indios, después de todo, se encontraban en una situación distinta. Este era su país y podían convertirse en una amenaza para los colonizadores por lo que era importante no perturbarlos. Y, quizás más importante, tenían territorios a dónde escapar. Por lo general, esto no era posible para las personas de raza negra de origen africano. Adicionalmente, los indios formaron grupos compactos en torno a su lenguaje y cultura; mientras las personas de raza negra fueron traídas de docenas de grupos culturales y lenguajes africanos distintos. El proceso de esclavitud los separó de sus tribus mezclándolos en una masa indivisa y subordinada. Existen casos interesantes de costumbres, nombres, lenguas —en dialecto gullah, por ejemplo— y quizás otros aspectos de distintos grupos africanos que subsistieron la esclavitud. Sin embargo, las condiciones de la esclavitud tendían a destruir las culturas que esos hombres y mujeres traían consigo. Los esclavos fueron incluso convertidos al cristianismo —aunque el derecho establecía que dicha conversión no liberaba al esclavo de su condición—. Evidentemente, los esclavos eran importantes para la economía. Eran empleados en las plantaciones de azúcar en West Indies (Antillas y Bahamas), así como en las plantaciones sureñas. En las colonias existió siempre una severa escasez de fuerza de trabajo y las personas de raza negra eran importadas de África para hacer el trabajo duro del campo. La esclavitud era una con-
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dición conocida en dicho continente y el tráfico de esclavos dependía de la ayuda de los africanos para esclavizar a otros africanos. Las personas de raza negra eran secuestradas o capturadas en África, embarcadas en buques y transportadas (en condiciones terribles) a las colonias. Cultural y racialmente las personas de raza negra eran muy distintas de las personas de raza blanca que habitaban dichas colonias. La profunda conciencia racial —el pecado original de los Estados Unidos— ligó a esos sirvientes extranjeros a una condición en la que se les degradaba y explotaba. Para los blancos era inimaginable que las personas de raza negra pudieran simplemente servir durante un plazo determinado para después ascender en la escalera de la movilización social. Existieron personas de raza negra libres y personas de raza negra sirvientes. No obstante, nunca fueron tratados igual que las personas de raza blanca y, con más y más frecuencia, la condición dominante fue la de esclavo. Se han debatido las diferencias entre la esclavitud en la América británica y en Latinoamérica. Algunos argumentan que la esclavitud en la América británica era mucho más cruel. El argumento es que en Latinoamérica los esclavos liberados eran tratados, en muchos sentidos, como “no esclavos” y que su condición de seres humanos era reconocida —les permitían, por ejemplo, casarse—. En las colonias británicas las personas de raza negra libres (aquellas que nunca habían sido esclavas o que habían sido liberadas) nunca fueron ciudadanos en plenitud, los esclavos no tenían (legalmente) permitido casarse (por supuesto, habían parejas que vivían como marido y mujer tratándose como si en realidad lo fueran). Parece claro que el factor racial, por sí solo, tuvo una mayor importancia en la esclavitud de las colonias británicas en comparación con Latinoamérica. La casta, el tono de piel, la cultura y la posición social importaban mucho más. En el territorio que hoy abarcan los Estados Unidos, una persona de raza negra era eso y punto; y aun la más ligera mezcla de sangre africana hacía a las personas legalmente de raza negra. Después de todo, las mujeres esclavas con frecuencia tenían hijos de los
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amos o capataces blancos y, en algunas ocasiones, había esclavos en ciertas plantaciones cuya piel era casi blanca. La población esclava llegó a ser más y más importante, económica y socialmente, en las colonias del sur. En Virginia, en 1649 las personas de raza negra representaban cerca del 2% de la ppoblación. Para 1750 constituían cerca del 40% de ésta —y la inmensa mayoría eran esclavos—. Para dicha época Virginia y las demás colonias habían creado un enorme cuerpo de derecho en torno a la esclavitud. El derecho jugó un papel importante en el fortalecimiento, consolidación y permanencia de dicha institución. El derecho codificó la costumbre y la cristalizó; puso su fuerza coercitiva detrás de la “peculiar institución”. Quienes se opusieron a la esclavitud eran desertores de la cultura e ideología sureñas de hecho. El derecho hizo todo tipo de esfuerzos por fortalecer la esclavitud. El derecho de la esclavitud surgió a partir de una costumbre pero, una vez formalizado, tuvo plena fuerza legal. Ésta es una de las formas en que el derecho se hace presente en una sociedad: toma un consenso, una costumbre, una actitud y las endurece hasta convertirlas en músculo y hueso. En las colonias sureñas la política estaba dominada por la burguesía terrateniente, cuyos miembros comúnmente poseían cuadrillas de esclavos. Las colonias sureñas, por ejemplo, impusieron restricciones a la manumisión —dificultando la liberación de los esclavos—. Conforme pasaron los años, se creó un elaborado código de la esclavitud que reafirmó los aspectos raciales y de casta de los esclavos. Los códigos —diferentes en cada colonia, pero con importantes similitudes— estaban formados por tres aspectos importantes. Contemplaban reglas acerca de la condición de los esclavos: reglas que les prohibían ser propietarios, casarse, comprar y vender —reglas que definieron su condición como seres humanos que pertenecían a otros como si fueran perros o ganado y que podían ser comprados, vendidos o rentados—. Establecían también reglas relacionadas con el control social de los esclavos, reglas que permitían al dueño a castigar a sus esclavos, exigirles obediencia y castigar a aquellos esclavos que intentaran
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escapar o levantarse en contra de su dueño. Por último, los códigos incluían un vasto cuerpo de normas altamente técnicas sobre la esclavitud —tal como existe hoy un vasto cuerpo de normas altamente técnicas en materia de propiedad inmobiliaria, petróleo y gas, agua, patentes y otras formas de propiedad—. Dichos códigos fueron, de alguna manera, el derecho mercantil aplicable a los afroamericanos negros que recibían trato de bienes muebles. Este enorme cuerpo de normas, que no tenía antecesor en el país materno, es vergonzoso para los estadounidenses hoy en día (o debería serlo); sin embargo, existieron otras innovaciones menos vergonzosas en el derecho colonial. De alguna manera, las colonias eran un enorme experimento: experimentaban lo que sucedía con el common law cuando era transportado desde su lugar de origen hasta a un nuevo sitio, más salvaje, donde los colonizadores ingleses podían iniciar desde cero y donde la arraigada estructura social inglesa no tuviera oportunidad de echar raíces. Como resultado, el derecho sufrió enormes cambios. En Inglaterra, por ejemplo, la tierra era detentada por grandes familias desde sus majestuosas fincas campestres; la regla dominante en la herencia de la tierra era la primogenitura: la tierra era para el “heredero”, es decir, para el hijo mayor. En cierta medida, ésta siguió siendo la norma en las colonias sureñas, con sus grandes extensiones de tierra trabajada por campesinos afroamericanos. Sin embargo, en las colonias del norte, donde la forma dominante de tenencia de la tierra era lo que ahora llamaríamos granjas familiares, se abandonó la primogenitura. Había tierra en abundancia y no existía la necesidad de mantener las “propiedades” indivisas y en manos de un heredero único. Así pues, la regla en el norte fue la llamada herencia divisible: la tierra era (en su mayor parte) dividida entre los hijos por partes iguales, aunque en Massachusetts, por un tiempo, el hijo mayor recibía una porción doble. En Inglaterra, un pequeñísimo porcentaje de la población —1 o 2% cuando mucho— era propietario de casi toda la tierra. En contraste, en la Nueva Inglaterra no había grandes terratenientes
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ni grandes propiedades. Había, o parecía haber, tierra para todos. Por supuesto, existían tribus nativas pero los colonizadores blancos nunca los entendieron a ellos ni a su relación con la tierra. El impacto del solo hecho consistente en la abundancia de la tierra y la propiedad dispersa de la misma fue incalculable sobre el derecho. En resumen, el sistema jurídico que se desarrolló en la costa oeste del Atlántico era básicamente nuevo, no obstante su relación con el derecho de la madre Inglaterra. Quizás debiéramos hablar de sistemas jurídicos en plural, ya que cada colonia tenía sus peculiaridades. Indudablemente, conforme la población creció y los pueblos se convirtieron en ciudades, se produjo cierta aproximación hacia el derecho inglés; esto fue particularmente cierto en el área del derecho mercantil. Después de todo, los ingleses eran los socios comerciales más importantes de las colonias. Además, las colonias eran pobres en recursos jurídicos; había sólo unos cuantos libros publicados en las colonias y los abogados y jueces dependían considerablemente del material inglés (sin que dicho material fuera abundante en las colonias). La obra Comentarios sobre las leyes de Inglaterra (Commentaries on the Laws of England) de William Blackstone, publicada a mediados del siglo XVIII, fue un tremendo éxito de ventas dentro de los círculos jurídicos del lado americano del Atlántico. En dicha obra, escrita en inglés límpido y elegante y en el reducido espacio de cuatro volúmenes, se encontraba la estructura fundamental de los misterios del derecho inglés: era una guía hacia su esencia. La mayor parte del interés histórico del siglo XVIII está enfocado en el movimiento de independencia. Ciertamente, este fue un proceso complejo; el resentimiento creció en la medida en que el poderío británico se endureció y se volvió genuinamente imperial. No obstante, las raíces culturales de la Revolución son quizás más importantes. Los habitantes de las colonias sencillamente crecieron apartados de los británicos. Desarrollaron un sistema social que no se ajustaba al gobierno del rey Jorge III. A
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pesar de la esclavitud, la servidumbre contractual y las distinciones comunes entre ricos y pobres, la sociedad de las colonias era mucho más igualitaria que la sociedad inglesa. Esto se debió, en gran medida, a que las condiciones en las colonias eran muy distintas de las condiciones en el antiguo país. A diferencia de Inglaterra, éste era un país con fronteras y con tierras en abundancia. La Nueva Inglaterra no estaba organizada a partir de la propiedad de los aristócratas sino, como señalamos, a partir de granjas familiares. Además, como también señalamos, Inglaterra se encontraba muy alejada y pocos habitantes de las colonias que habían nacido en este lado del Atlántico habían estado en aquellas tierras. Así pues, esperar lealtad a la Corona habría sido mucho pedir. Las colonias obtuvieron su independencia después de una larga guerra; sin embargo, a diferencia de la revolución francesa o de la rusa, por mencionar algunos ejemplos, no se produjo una marcada ruptura jurídica con el pasado. El sistema de common law (estilo americano) se mantuvo intacto. Lo que es más, en cierta forma el objetivo de la Revolución era la continuidad, no la destrucción: continuidad de las tradiciones coloniales, de las leyes y de las formas de vida. En gran medida, los británicos habían dejado a las colonias más o menos a su suerte. Al principio tuvieron que hacerlo: el océano era una tremenda barrera para la comunicación y también para el gobierno. Cuando el imperio británico despertó e intentó ejercer control sobre sus inquietas criaturas, resultó ser demasiado tarde. Después de la guerra los colonos se reunieron para crear una República independiente. No habría rey alguno. No habría nobleza o aristocracia. La lealtad sería, no a un hombre con una corona, sino al derecho o a la idea del derecho. Sería un “gobierno de leyes y no de hombres”. Esta frase expresa un ideal que fue la base del experimento democrático —por lo menos, conforme al concepto de “democracia” definido por los líderes de la época—. Al igual que muchos ideales, la noción de un gobierno “de leyes” nunca puede ser alcanzada (y quizás no debiera ser alcanza-
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da). En esta sociedad como en todas, a quién conoces y quiénes son tus contactos, sin importar si eres rico o pobre, educado o sin educación, articulado o inarticulado, ha sido siempre de gran importancia —de una u otra forma—. No obstante, comparado con el gobierno monárquico de Inglaterra a finales del siglo XVIII —y más aún con los gobiernos continentales— el experimento americano fue efectivamente una sociedad basada más en leyes, reglas y principios generales, que en prerrogativas monárquicas y en el derecho divino de los nobles y los obispos. Construir un nuevo plan de gobierno —a partir de un marco general sobre el cual todas las colonias pudieran convenir— era muy difícil. El primer plan, los Artículos de la Confederación (Articles of Confederation), contemplaban un gobierno central débil. Cuando este plan no pudo concretarse, una convención se reunió y propuso una Constitución federal que fue adoptada y entró en vigor. Gran Bretaña no tenía ni tiene una Constitución escrita. Sin embargo, las colonias contaban con instrumentos constitutivos y estaban acostumbradas a operar bajo una especie de texto fundamental. La Constitución que redactaron ha sido la primera y única Constitución de los Estados Unidos. Dicha Constitución todavía está con nosotros —es la más antigua de las Constituciones vivas en el mundo— y su texto no ha cambiado radicalmente. La ratificación de la Constitución fue una verdadera lucha; una queja era que su texto carecía de un apartado de derechos fundamentales. Para resolver esta objeción, diez enmiendas —la Declaración de los Derechos Fundamentales (Bill of Rights)— fueron adoptadas casi inmediatamente. Desde entonces, la Constitución ha sido modificada muy poco. Algunas de las enmiendas —la Decimocuarta, por ejemplo— han sido de enorme trascendencia. La Constitución ha sufrido un total de veintisiete enmiendas. La Constitución precisó la estructura básica del gobierno —un presidente, un Congreso, una Suprema Corte, un sistema federal— y enunció unas cuantas normas fundamentales. Su texto es relativamente breve y accesible. Algunas de sus disposiciones
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son bastante específicas —el presidente debe tener por lo menos treinta y cinco años de edad— pero otras son amplias y flexibles. Probablemente la Constitución ha perdurado tanto y ha dado tan buen servicio al país gracias a su carácter breve y general —aunado al hecho que muy pronto adquirió una especie de halo sagrado—. Eventualmente cada estado adoptó su propia Constitución. Sin embargo, las Constituciones estatales han sido mucho menos estables. Las primeras Constituciones estatales son anteriores a la Constitución federal y tuvieron cierta influencia sobre ella. Desde entonces, la influencia ha tenido en el sentido inverso. Cada Constitución estatal sigue más o menos el patrón general de la Constitución federal. Todas ellas precisan el esquema básico del gobierno estatal. Todas contienen una declaración de fundamentales. No obstante, son mucho más frágiles que la Constitución federal —y carecen totalmente de su carisma—. Algunos estados han tenido una sola Constitución y otros la han cambiado ocasionalmente. Louisiana, el triunfador en esta categoría, ha tenido diez u once Constituciones, dependiendo de la forma en que las contemos. Las Constituciones estatales sufren enmiendas con mayor frecuencia que la Constitución federal. En este rubro la triunfadora es al parecer la actual Constitución del estado de Georgia, con más de 650 enmiendas.
TERCERO ECONOMÍA Y DERECHO EN EL SIGLO XIX La idea general detrás de este libro es que el derecho estadounidense es un reflejo de lo que acontece en la sociedad estadounidense. El reflejo pudiera no ser exacto: pudiera ser como el reflejo de una cara en la superficie de un río que avanza lentamente, que se encuentra un tanto refractado y distorsionado. No obstante, es un reflejo. En este capítulo analizaremos la relación entre derecho y sociedad en un área primordial: el derecho y la economía —es decir, el derecho y las distintas formas de ganarse la vida y de distribuir mercancías y ofrecer servicios dentro de una sociedad—. E CONOMÍA La mayoría de las personas piensan en el siglo XIX como la era del liberalismo, un periodo en que el gobierno hizo tan poco como pudo. Se dejó a la economía para que funcionara sola y gobernó el libre mercado. Hay mucho de cierto en todo esto, pero no es la verdad, toda la verdad y nada más que la verdad. De hecho, el gobierno y el derecho tuvieron un papel fundamental en la economía. Algunos aspectos de dicho papel fueron fundamentales; tan fundamentales que las personas tendían a darlos por hecho. Se dio por hecho, por ejemplo, la idea de propiedad privada —de las tierras y de las mercancías de cualquier tipo—. Se dio por hecho la institución del contrato: el derecho de comprar y vender, el derecho de convenir sabiendo que la fuerza de la ley estaba detrás de los convenios. 35
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El gobierno también intervino en la economía y la respaldó de varias maneras. Por supuesto, cuando nos referimos al “gobierno” no nos referimos al enorme Leviatán de nuestros días —un gobierno nacional que recibe miles y miles de millones de dólares y que tiene millones de empleados y gobiernos estatales que son enormes por sí mismos—. El presupuesto de una ciudad de mediano tamaño de la actualidad —Wichita, Milwaukee o Birmingham— es indudablemente mayor que todo el presupuesto nacional a principios del siglo XIX. Es importante desenmascarar el mito del liberalismo absoluto y, hecho lo anterior, es igualmente importante destacar que el papel del derecho y del gobierno en el siglo XIX era muy distinto a lo que es ahora. Sin lugar a dudas, los inicios del siglo XIX fueron una época de prosperidad. Más acertadamente, de prosperidad y de fracasos, pero los momentos de prosperidad sobrepasaron los de fracaso. El producto nacional bruto creció sostenidamente durante dicho periodo. La agricultura era todavía la principal actividad de los estadounidenses pero la manufactura venía fuerte en la primera mitad del siglo. La población también crecía rápidamente —los tres millones de habitantes de 1790 habían crecido a 31.4 millones para 1860—. Mucho de este crecimiento de debió a la migración: 8,000 personas entraron al país en 1820, y 369,000 en 1850. En dicho periodo, ¿cuáles actividades realizadas por los ciudadanos estaban sujetas a normas sancionadas por el Estado en este periodo y cuáles no?, ¿cuáles esferas eran “libres” y cuáles no? Y, quizás lo más importante, ¿cuál era el sentimiento?, ¿las personas se sentían libres? La libertad no es una condición absoluta, es relativa y bastante subjetiva. Analizamos, por ejemplo, el milagro del siglo XX: el automóvil. Ahora que muchas personas tenemos un automóvil, tenemos también oportunidades que no estaban disponibles para la mayoría de las personas en el pasado. Podemos vivir, trabajar y viajar, ampliando nuestros horizontes. En este sentido, el automóvil contribuye enormemente a la “libertad” ya que trae consigo el invaluable don de la movilidad. El
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automóvil proporciona una especie de “libertad” con la que en el siglo XIX difícilmente podía soñarse. Sin embargo, el automóvil genera también un enorme volumen de derecho —una gran cantidad de normas sobre calles, tráfico y licencias para conducir— que rige, restringe e impone límites. Nunca hemos necesitado una licencia para caminar ni una licencia para montar un caballo o para jalar una carretilla. ¿Significan estas normas sobre automóviles que las personas somos menos libres hoy que antes de la aparición del automóvil? Es imposible responder esta pregunta. No obstante, una cosa es clara, el sólo hecho de que las personas se encuentren sujetas a más reglas, a más derecho, no las hace menos libres. De cualquier manera, es difícil comparar a través de los siglos. En 1850, nadie tenía teléfono; no era parte de la canasta básica. En 1900, nadie podía cruzar el país por avión. En 1920, nadie tenía una computadora. Pero nadie siente la falta de algo que aún no existe. Durante el siglo XIX, el derecho-gobierno tenía mucha menor relevancia de la que tiene actualmente y el gobierno regulaba considerablemente menos. Su función principal era la de promoción: dictaba leyes que ayudaran al crecimiento de la economía. Hoy esto nos parece intrascendente ya que actualmente es claro que el gobierno debe realizar dicha función de promoción. Tiene el deber de promover la economía, de preocuparse por el desempleo, la actividad económica y la oferta de dinero. Sin embargo, esto distaba de ser obvio en el pasado. Los reyes feudales no tenían dicha noción; estaban principalmente preocupados por sí mismos. La “promoción”, o en la aguda frase del destacado historiador del derecho William Hurst, la “descarga de energía”, está estrechamente ligada a la idea de progreso —la noción que la historia marcha en determinada dirección y que las cosas deben mejorar, enriquecerse, hacerse más modernas, más complejas—. Asimismo, aunque fundamentalmente con fines de promoción, el nivel de regulación era mucho mayor de lo que la mayoría se imagina. William Novak, en su libro El bienestar del pue-
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blo (The People’s Welfare), ha explorado un mundo que hemos perdido de vista: el mundo de la acción gubernamental durante el siglo XIX —las múltiples reglas y reglamentos sobre cuarentenas, seguridad, uso de la tierra y otras tantas, principalmente a nivel estatal—. Era en los estados donde existía mayor actividad —en los estados y en las ciudades—. Los reglamentos de salud de la ciudad de Nueva York en 1860 eran suficientes para llenar un volumen completo. Para 1872, el Código Sanitario (Sanitary Code) tenía 181 disposiciones que se ocupaban una gran cantidad de temas, desde bebidas alcohólicas hasta “ganado de corral”.7 Actualmente tendemos a analizar las normas gubernamentales desde la perspectiva de Washington, D. C., del Congreso nacional y del presidente. Hoy Washington es la ciudad eje de una enorme área metropolitana. Está llena de imponentes edificios de mármol y de piedra que albergan las grandes agencias y departamentos gubernamentales. Sin embargo, en el siglo XIX Washington era un pueblo lodoso y húmedo. Los miembros de la Suprema Corte, por ejemplo, nunca vivieron ahí; llegaban, se alojaban en casas de huéspedes, se ocupaban de sus asuntos y regresaban a casa tan pronto podían. La burocracia era pequeña. Nadie esperaba —ni exigía— demasiado del gobierno central. El gobierno central era como el cerebro de un dinosaurio: una insignificante masa de neuronas dentro de un cuerpo gigantesco. ¿Qué hizo el gobierno —nacional y estatal— para promover la economía? Algunas fueron acciones básicas, como proveer de un sistema de cortes funcional y proteger los derechos de propiedad. Más allá de estas acciones, el gobierno estaba preocupado, principalmente, por la creación de infraestructura: por todos aquellos elementos que hicieran posible el crecimiento económico. No era posible llevar productos al mercado sin calles, canales, puentes, transbordadores, barcos y (posteriormente) vías de 7 Novak, William J., The People’s Welfare: Law and Regulation in Nineteenth Century America (1996), pp. 198-200.
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ferrocarril. No era posible abrirse camino y poblar el oeste sin caminos que atravesaran el campo. También estaba la infraestructura invisible: dinero, crédito, bancos. En qué medida debía el gobierno participar en o regular el gobierno bancario era motivo de controversia, especialmente en cuestiones de actividad bancaria de carácter nacional. Había menos discusión en torno al apoyo para la construcción de caminos para el transporte de personas y mercancías. El gobierno proporcionaba un enorme apoyo para la construcción de canales, caminos de peaje y similares. El gobierno nacional contaba con muy poco dinero pero tenía tierra de sobra. Así pues, otorgó tierras para estimular la economía —otorgó a los estados tierras para fines educativos y tierras baratas a los primeros pobladores de ciertas regiones—. El gobierno nacional también otorgó tierras sin explotar a aquellos que podían darles un uso productivo. Por ejemplo, una ley de 1850 otorgó al estado de Arkansas todos los “pantanos y tierras anegadas” que eran “no aptas… para cultivo”. El estado debía vender las tierras y utilizar los recursos para “construir los diques y tuberías necesarias”. La ley otorgó el mismo derecho a otros estados con pantanos.8 En total, casi 64 millones de acres* fueron cedidos a los estados.9 En general, el vasto erario de tierras debía utilizarse no sólo para obtener dinero (aunque esta función ciertamente no se ignoraba) sino para desarrollar la tierra, para ayudar a ponerla en manos de aquellas personas que la harían productiva. El gobierno también otorgó tierras como recompensa por ciertos servicios —la ley que en el libro de leyes federales le sigue a la que otorgó tierras anegadas otorgó tierras a las viudas e hijos de “oficiales, músicos o soldados rasos” que pelearon en la Guerra de 1812, o en las “guerras indias”, o en la 8 9 Stat. 519 (act of Sept. 1850). * Nota del traductor. Unidad anglosajona de medida de superficie que equivale a 0.4047 hectáreas. 9 Hibbard, Benjamin Horace, A History of the Public Land Policies (1965), p. 275.
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guerra con México—. Para aquellos que sirvieron nueve meses o más, la concesión era de 160 acres; para quienes sirvieron menos, las cantidades eran menores.10 El otorgamiento de tierras y otros subsidios se utilizaron fundamentalmente para construir vías, canales y caminos de peaje. Los gobiernos estatales y locales emitieron bonos para financiar la construcción de infraestructura; algunos estados incluso invirtieron en acciones de compañías ferroviarias. Todos los estados intentaron estimular las redes de comunicación en todas las formas posibles. El Pánico de 1837, una de las calamidades periódicas que se apoderó de la economía, fue un momento decisivo; despojó a muchos estados de la idea de invertir recursos del erario estatal en negocios privados y de ser propietarios u operadores de negocios ferrocarrileros. Cinco estados incumplieron sus obligaciones de pago de intereses. Después de 1842, muchos estados, incluyendo a Ohio e Illinois, aprobaron leyes que prohibían al estado prestar dinero a empresas dedicadas a la construcción de infraestructura. Michigan, Indiana, Ohio y Iowa prohibieron al estado invertir en acciones de compañías privadas. Pennsylvania y Tennessee abandonaron sus proyectos y vendieron sus participaciones en negocios privados. Los experimentos con ferrocarriles de propiedad estatal fueron bruscamente frenados. El gobierno nacional, por otro lado, no abandonó la idea de ayudar a los promotores privados de ferrocarriles; más tarde en dicho siglo se otorgaron miles y miles de acres para ayudar a la construcción de una red ferroviaria. Otorgó tierras a quienes se comprometieron a construir vías ferroviarias que atravesarían el árido y aislado territorio que separaba el medio oeste de California y Oregon. La intención era que los promotores vendieran la tierra y utilizaran los recursos para financiar las vías de comunicación. Los estados intentaron apoyar proyectos de varias maneras. Por ejemplo, hasta 1830 las loterías se utilizaban frecuentemente 10
Stat. 520 (act of Sept. 1850).
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para dicho propósito. Existía también mucha inversión extranjera —principalmente francesa e inglesa—. Después llegó el derecho como forma de apoyo. Ésta es una tesis más compleja y sutil —y una en la que no todos los académicos están de acuerdo—. Si un estado aprueba una ley que otorga dinero a una compañía ferroviaria, es ésta una forma bastante obvia de apoyar a dicha compañía. Es mucho menos evidente si una corte cambia ligeramente una doctrina o analiza un viejo principio bajo una nueva óptica y el resultado final es inclinar la balanza un poco a favor de las necesidades e intereses de una compañía. Si esto ocurre con suficiente frecuencia, difícilmente puede considerarse un fenómeno fortuito o accidental. Por otro lado, no necesita ser una política consciente y fríamente calculada —el derecho estadounidense estaba fuertemente inclinado a favor de las empresas, sin embargo, yo supongo que muchos jueces pensaron que sólo hacían lo correcto y lo que ordenaba la ley—. Eran hombres de su época, y respondían a las normas de su tiempo —a las voces escondidas del zeitgeist—.* En los inicios del siglo XIX se hizo una clara distinción —no siempre explícita— entre la propiedad que estaba destinada a un uso productivo y la propiedad improductiva o sin cultivar. Las personas distinguían entre los “monopolistas” y especuladores (quienes simplemente compraban tierras y esperaban a que hubiera un alza en el valor del terreno) y los buenos ciudadanos que limpiaban la tierra, construían casas y comercios, sembraban o de cualquier otra forma hacían la tierra productiva. De alguna manera, es éste un concepto de propiedad “en movimiento”, en contraposición a propiedad en reposo. Las políticas favorecían a la propiedad dinámica, no a la estática. El derecho inglés había tenido la costumbre de proteger los derechos adquiridos —en particular, los derechos de aquellos hombres y mujeres dueños * Nota del traductor. El vocablo alemán zeitgeist significa “espíritu del tiempo” (geist, espíritu; zeit, tiempo). Dicha expresión hace referencia al entorno general en los ámbitos intelectual, moral y cultural de una época determinada.
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de grandes extensiones de terreno—. El derecho estadounidense dio un giro en sentido distinto. Las leyes favorecieron fuertemente a quienes daban un uso a la tierra, no a quienes sólo la detentaban; a los granjeros, comerciantes, constructores de caminos y canales, no a quienes simplemente eran propietarios o detentaban el terreno. Podemos hacer una afirmación similar sobre el desarrollo de la responsabilidad civil por negligencia. El derecho de daños fue una de las áreas con mayor crecimiento durante el siglo XIX. Los daños son “delitos civiles”, en contraposición a los delitos penales. El estado persigue y enjuicia a quienes cometen delitos penales. Los particulares pueden demandar por daños al sujeto responsable de la acción dañosa, es decir, a la persona que les ha causado un mal no penal. El derecho de daños es una especie de mezcolanza —incluye acciones por difamación y calumnias, por trasgresión a la propiedad privada y por otras muchas infracciones (menores) al orden público—. No obstante, la gran mayoría de los demandas por daños a partir del siglo XIX y en adelante fueron y han sido demandas por “negligencia”; acciones que derivan de accidentes, en las que la parte actora (demandante) se queja de algún acto que le causó agravios en su integridad física o en sus bienes. Las demandas de este tipo son tan antiguas como Hammurabi y probablemente más; sin embargo, nunca formaron parte importante del derecho sino hasta la Revolución Industrial. Nada se ocupa mejor de lacerar cuerpos humanos que las máquinas. Las locomotoras, arrojando fuego y vapor mientras cruzaban el campo, eran una inmensa fuente de accidentes y de muertes, estaban entre las primeras máquinas verdaderamente letales. El barco de vapor era otra de ellas. Los calentadores de los barcos de vapor causaban accidentes terribles cuando explotaban a bordo de los barcos, causando que las víctimas se quemaran y se ahogaran por centenares. La explosión del Sultana, un barco de vapor de río, el 27 de abril de 1865, causó la muerte de más de 1,700 personas —la mayoría de ellos ex pri-
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sioneros de guerra en su trayecto de vuelta a casa desde los campos de reclusión sureños—.11 Conforme a la doctrina del siglo XIX, las víctimas eran resarcidas si lograban probar que la compañía ferroviaria o naviera había actuado “negligentemente”. Esto significaba probar, de alguna manera, que la conducta del demandado no había cumplido con los estándares normales y razonables de cuidado. En cierta forma, parece ilógico forzar a la parte actora (demandante) a probar que el demandado fue negligente. Si X hace algo que rompe los huesos de Y, la pérdida recaerá ya sea en X o en Y. Después de todo, si X hizo algo que causó dicha pérdida, por qué no obligarlo a resarcir el daño, en lugar de transferir la carga de la prueba sobre el pobre Y. Ciertamente ésta es una de las alternativas para resolver la situación —sería denominada “responsabilidad absoluta”—. Esto es precisamente lo que hizo el derecho para el caso de carga o flete. Si yo enviaba paquetes por tren y los artículos se perdían en un accidente, la compañía ferroviaria simplemente tendría que pagar y no habría argumento que pudiera utilizar válidamente en su defensa para alegar que no fue “negligente”. Sin embargo, si una persona moría en el mismo accidente o perdía un ojo o una pierna, esa persona o su familia no podían obtener ni un centavo de la compañía ferroviaria salvo que probaran que la conducta de dicha compañía había sido “culposa” o, de algún modo, carente de cuidado. El resultado fue aislar a las compañías ferroviarias de toda responsabilidad, salvo cuando el pasajero pudiera demostrar que alguna regla de seguridad había sido violada. Además, en el trasfondo estaba también la noción de que los accidentes ocurren, que hay empresas que inevitablemente causan daños —no es posible hacer un omelet sin romper los huevos— y que éste era el precio del progreso. Con frecuencia escuchamos que en la primera mitad del siglo XIX se produjo un giro del principio de responsabilidad sin cul11 Salecker, Gene Eric, Disaster on the Mississippi: The Sultana Explosion, 27 de abril 1865 (1996).
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pa (strict liability)* a un principio moralista de “culpabilidad”. Ciertamente existía un principio de culpabilidad, pero difícilmente puede considerarse moralista. Definitivamente no era una cuestión moral, sino una cuestión de distribución de riesgos por pérdidas. Además, no es acertado afirmar que se produjo un giro en la doctrina a partir del principio de responsabilidad estricta; en realidad, el giro se produjo a partir del principio de no-responsabilidad —ausencia de reglas y de casos— a un periodo en el cual las demandas por daños crecieron como la hierba entre las grietas de un emergente sistema industrial. No fue una sorpresa que la ley favoreciera a compañías ferroviarias y otros empresarios. Los demandados en los casos de negligencia —compañías ferroviarias, por ejemplo— eran aquellos que estaban “en movimiento”, por decirlo de alguna manera, y no aquellos que estaban “en reposo” (metafóricamente, ya que los pasajeros de los trenes se movían bastante rápido). Los demandados eran los empresarios, los emprendedores, los que generaban riqueza; y la ley se inclinaba a favor de estas personas y no a favor de los ciudadanos comunes. ¿Se produjo esta situación debido a la influencia de los ricos y poderosos? Posiblemente; sin embargo, en este periodo las personas comunes —granjeros, por ejemplo— estaban terriblemente ansiosas porque se construyeran y prosperaran las vías ferroviarias. El ferrocarril era su conexión con el mercado. Necesitaban llevar sus productos a las ciudades de alguna manera. Así pues, el impulso del derecho estadounidense a favor del desarrollo permeó todas las leyes. Se manifestó en las leyes que favorecieron a las compañías ferroviarias. Se manifestó en el derecho de daños, en general. Se manifestó también en las leyes que re* Nota del traductor. El principio de responsabilidad sin culpa (strict liability) del common law, también conocido como responsabilidad absoluta (absolute liability), implica que aquella persona que causa daño a otra debe indemnizarla exista o no culpa en la conducta u omisión que ocasiona el daño. Conforme a esta doctrina, para ser indemnizado el actor (demandante) sólo requiere acreditar ante el órgano judicial: (1) la existencia del daño sufrido y (2) que la conducta dañosa es atribuible al demandado.
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gulaban la tierra y en las opiniones acerca del dominio público. En pocas palabras, era casi omnipresente. En Farwell vs. Boston & Worcester Railroad Co., un caso de Massachusetts de 1842,12 un empleado de una compañía ferroviaria llamado Nicholas Farwell sufrió un grave accidente en su trabajo. Farwell era un ingeniero ferroviario; en una ocasión, un encargado de maniobrar las vías dejó que un tren se descarrilara; Farwell fue arrojado al piso y una rueda del vagón le destrozó la mano. Demandó a la compañía ferroviaria alegando que la negligencia de un compañero de trabajo era la causa de su lesión. Era una nueva especie de caso (un caso “original”) en Massachusetts. Sin embargo, la demanda de Farwell descansaba en un antiguo y arraigado principio: si un agente (sirviente o empleado), en el desempeño de su trabajo, hace algo que daña o lastima a otra persona, ese alguien puede demandar a su principal (patrón o empleador), dado que el principal es generalmente responsable por los actos del agente. Como lo indica una antigua máxima, aquello que hacemos a través de un tercero es como si lo hiciéramos nosotros mismos. El único “pero” en el caso de Farwell era que ambos, la persona que causó el daño y la persona que sufrió la lesión, eran empleados de la misma compañía. El juez Lemuel Shaw (uno de los jueces más capaces de la primera mitad del siglo que, incidentemente, era suegro de Herman Melville*) se rehusó a aceptar la reclamación de Farwell. Existían sólo un par de precedentes —un caso inglés y uno de Carolina del Sur—.13 Sin embargo, Shaw no estaba muy interesado en los precedentes —por lo menos no en este caso—. El juez consideraba que el acuerdo de Farwell con la compañía ferroviaria, su sueldo (dos 45 Mass. (4 Metc.) 49 (1842). * Nota del traductor. Herman Melville (1819-1891) escribió la novela estadounidense Moby Dick y es considerado uno de los autores más destacados de la literatura estadounidense. 13 El caso inglés, relativamente famoso, era Priestley v. Fowler, 3 M. & W. 1 (Ex. 1837); el caso de Carolina del Sur era Murray v. South Carolina Railroad, 36 So. Car. L. (1 McMul.) 385 (1841). 12
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dólares por día), incluía una compensación por trabajo peligroso —de lo contrario (pensaba Shaw) la paga hubiera sido menor—. El caso creó la llamada “regla del compañero trabajador” (fellow servant rule): en esencia, dicha regla señalaba que un empleado no podía demandar a su empleador si el daño o la lesión eran resultado de la negligencia de un compañero de trabajo. Al poco tiempo, otros estados abordaron el mismo tren. El resultado fue aislar a los empresarios de demandas por lesiones por parte de sus trabajadores. En cuanto a los trabajadores lisiados o mutilados, pues tendrían que arreglárselas solos. Para el lector moderno esto parece increíblemente cruel; especialmente porque no existía una protección que actuara como “red de seguridad”, ningún programa gubernamental de asistencia social, de desempleo, de seguro médico, etcétera. El seguro privado apenas existía y, en cualquier caso, personas como Nicholas Farwell no podían pagarlo. Las instituciones de beneficencia pública eran miserables, sórdidas, inflexibles, denigrantes y casi tan malas como la prisión. Farwell y su familia muy probablemente enfrentarían un futuro amargo y desgraciado, salvo que parientes, amigos o la iglesia vinieran a su rescate. Paradójicamente, la falta de una “red de seguridad” hace el caso menos cruel de lo que parece. En general, la vida era cruel y caprichosa. El granjero, el comerciante, el trabajador —todos estaban a merced de las calamidades fortuitas, cosechas destruidas por el clima, bancos insolventes, barcos que se hundían, enfermedades que aquejaban a quienes ganaban el pan para su familia, etcétera—. La absoluta falta de compensación era la regla general y no la excepción. Lo que le sucedió a Farwell fue, en palabras de Shaw, un “accidente”, que es un evento fortuito, mala suerte, algo que simplemente ocurre; y accidentes como el de Nicholas Farwell eran el destino común de miles de hombres y mujeres en todas las sociedades. Los accidentes deben quedarse, como lo dijo Shaw, donde ocurrieron. En este caso el accidente le ocurrió al pobre Nicholas.
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Cuando juzgamos el caso debemos también recordar que la mayoría de las personas de aquella época no eran trabajadores sin tierra ni trabajadores de fábricas o ferrocarriles como Nicholas Farwell. La mayoría de las personas eran granjeros o vivían en granjas o en pueblos pequeños y querían desesperadamente que se construyeran redes ferroviarias, como hemos señalado. En la época del caso Farwell era definitivamente un interés de los granjeros, pequeños comerciantes y casi cualquier persona estimular la empresa y, particularmente, los ferrocarriles. Una vez que se realizaron las inversiones y que existía una red ferroviaria en plena operación, la situación cambió y las opiniones cambiaron drásticamente. En sólo una corta generación, las compañías ferroviarias se convirtieron en villanos, en el temido oligopolio que oprimía a los granjeros y a los pequeños comerciantes con su tenaza de hierro. Sin embargo, esa historia aún pertenecía al futuro. El caso Farwell y otros similares inclinaban la balanza del derecho a favor de la empresa —a favor de las compañías ferroviarias, en particular—. ¿Qué es lo que yace detrás de esta decisión?, ¿estaban Shaw y los demás jueces simplemente aplicando “la ley”?, ¿estuvieron sus decisiones basadas en principios jurídicos tradicionales y en la lógica? Es difícil sostener este argumento. Por una parte, como el mismo Shaw señaló, se trataba de un caso nuevo, de un caso que nunca se había presentado en Massachusetts. ¿Fue su decisión un intento consciente de ayudar a las compañías ferroviarias? Shaw era, después de todo, un juez perspicaz, sumamente inteligente y consciente de las consecuencias de sus actos. ¿Intentó deliberadamente “subsidiar” a las compañías ferroviarias con reglas inclinadas a su favor? Esto suena demasiado calculado. Por supuesto, es imposible leer la mente del juez. Además, las opiniones legales son demasiado formales, demasiado opacas para decirnos que hay debajo de la superficie. Lo que si parece claro es qué el carácter distintivo de aquella época favoreció el crecimiento rápido, la empresa, la
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descarga de energía (económica) creativa;14 y los jueces, quienes eran seres humanos de su época, empujaron consciente o inconscientemente en la dirección que el espíritu de la época los hizo sentirse cómodos. Lo que fuera que Shaw tuvo en mente (de manera consciente o inconsciente), la decisión estaba alineada con el flujo de la doctrina de la primera mitad del siglo: favoreció a las empresas, especialmente a las compañías ferroviarias, y les brindó lo que Shaw debió haber percibido como una especie de protección en contra de los peligros del litigio por accidentes. El periodo comprendido entre la Revolución y la Guerra Civil fue de inmenso crecimiento en los negocios, el comercio y la industria. No obstante, aún reinaba la agricultura. Pero entre el final de la Revolución y 1801, los estados expidieron documentos constitutivos (charters) para más de trescientas sociedades mercantiles. La mayor parte de ellas fueron empresas de infraestructura para la construcción de caminos y puentes de peaje, transbordadores y ferrocarriles; algunas fueron bancos y aseguradoras. Algunas fueron compañías de abastecimiento de agua. El transporte definitivamente dominó el mercado de la constitución de sociedades mercantiles. En Pennsylvania existían 2,333 sociedades mercantiles constituidas mediante decretos especiales entre 1790 y 1860; casi dos tercios eran compañías de transporte, el resto eran aseguradoras y bancos, compañías de gas y de agua; únicamente el 7.7% eran compañías de manufactura; sin embargo, esta última sería, por supuesto, la ola del futuro. Las sociedades mercantiles de principios del siglo XIX eran, en muchos sentidos, diferentes de las sociedades mercantiles actuales. Hoy, constituir una sociedad mercantil significa poco menos que llenar algunas solicitudes y mandar por correo una cuota a la capital del estado. Pero en aquella época las sociedades mercantiles eran constituidas mediante decretos, un decreto por cada 14 La frase, como señalamos anteriormente, pertenece a James Willard Hurst, Law and the Conditions of Freedom in the Nineteenth-Century United States (1956), especialmente del capítulo uno, “The Release of Energy”.
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sociedad. Cada documento constitutivo (charter) implicaba un decreto específico de la legislatura. Los documentos constitutivos eran hechos a la medida. No todas gozaban de responsabilidad limitada y no todas tenían duración indefinida. Frecuentemente contenían disposiciones bastante precisas. Por ejemplo, los documentos constitutivos para una compañía ferroviaria podrían señalar a detalle dón de empezaría y dón de terminaría el ferrocarril. En 1857, la legislatura de Georgia expidió los documentos constitutivos para la “Compañía de Navegación de Vapor de Ocmulgee y Altamaha” y “autorizó” a la sociedad a que transportara pasajeros y carga “entre las ciudades de Savannah y Macon, o en cualesquiera aguas navegables del estado de Georgia, o entre la referida ciudad de Savannah y cualquier puerto del Atlántico”.15 Los documentos constitutivos de hoy son sumamente amplios; básicamente facultan a la sociedad a que haga lo que desee, cuando lo desee, en el ramo o industria que desee. Una pizzería constituida como sociedad mercantil puede decidir cerrar el restaurante y abrir una tienda de artículos de decoración para árboles de Navidad o iniciar un negocio de software. Sin embargo, la compañía de navegación de vapor debía apegarse estrictamente a lo que la legislatura había autorizado de manera específica; cualquier actividad distinta sería considerada ultra vires, es decir, fuera de sus facultades. Cualquier modificación tendría que venir directamente de la legislatura. UN CASO DESTACADO: EL PUENTE DEL RÍO CHARLES En 1785, el estado de Massachusetts autorizó a un grupo de empresarios de Cambridge, Massachusetts, la constitución de una sociedad para construir un puente de peaje sobre el Río Charles. El puente se construyó y se comenzó a operar; de hecho, era extraordinariamente rentable. Sin embargo, en 1828 la legislatura de Massachusetts autorizó la constitución de otra sociedad para 15
Laws Ga. 1857, pp. 81 y 82.
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construir otro puente, muy cerca del primer puente de peaje. Se suponía que este segundo puente debía cobrar peaje seis años únicamente; después de dicho plazo, el puente sería libre de cobro y pasaría a ser propiedad del estado. Los propietarios del puente del Río Charles naturalmente protestaron ya que el puente libre de cobro destruiría el valor de su inversión. Entablaron una demanda para detener la construcción del puente y, después de una larga jornada, abriéndose camino entre las cortes, el caso terminó ante la Suprema Corte de los Estados Unidos.16 Ya en la Suprema Corte, el caso tuvo también una larga historia. Se presentó ante dicho órgano judicial por primera ocasión en marzo de 1831. La Corte no pudo llegar a un acuerdo y ordenó que el caso continuara. Posteriormente, autorizó una moción para presentar el caso nuevamente en 1833. En julio de 1835, el ministro presidente de la Corte, John Marshall, murió; otro ministro murió y otro renunció. El caso fue finalmente presentado y resuelto en 1837 ante el nuevo ministro presidente, Roger Brook Taney. Para entonces, el segundo puente ya era libre de cobro y el viejo puente del Río Charles había perdido su valor. El ministro presidente Taney redactó la opinión principal que desestimó las reclamaciones de la Sociedad del Puente del Río Charles.17 Hubo también una opinión disidente redactada por el ministro Joseph Story. La opinión de Taney, escrita en prosa arrolladora y majestuosa, rechazó los argumentos de los propietarios del puente del Río Charles. El punto fundamental de los propietarios del primer puente era el siguiente: al otorgarles el derecho a construir el puente, la legislatura se comprometió, esencialmente, a no otorgar autorizaciones para la construcción de otros puentes que pudieran aniquilar el valor de su inversión. No es así, dijo Taney, la primera autorización no menciona ex16 El caso se describe en Stanley I. Kutler, Privilege and Creative Destruction: The Charles Bridge Case (1971). 17 Proprietors of the Charles River Bridge v. Proprietors of the Warren Bridge, 11 Pet. 420 (1837).
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plícitamente tal compromiso, y se rehusó a leer el supuesto compromiso por parte de la legislatura en el texto de la autorización. A final de su opinión se dedicó a alabar al progreso, la ciencia y la modernidad. Los viejos caminos y las viejas concesiones debían abrir paso a las nuevas. Por su parte, Story alegó que, efectivamente, el compromiso de no construir un puente que representara competencia estaba necesariamente implícito en la autorización. ¿Por qué alguien invertiría en puentes o en cualquier otro negocio, al amparo de una autorización legislativa, si la legislatura podía privar a dicha autorización de su valor por completo? Curiosamente, las opiniones de Taney y Story compartían muchos valores y supuestos básicos. Ambos creían en el progreso, en el fomento y la promoción de la empresa. Su discrepancia era sobre medios, no sobre fines. Una vez más vemos que la santidad de la propiedad debe ser tomada con una pizca de sal. Una vez más, la propiedad nueva, progresista, y dinámica —el nuevo puente— se impuso a los derechos del viejo puente. Las actitudes hacia la “empresa” no eran las mismas que hacia las sociedades mercantiles u otras entidades que detentaban autorizaciones que prácticamente eran pequeños monopolios. Estas empresas, como el viejo puente, fueron menos favorecidas que las empresas progresistas. El viejo puente, con su incómodo peaje, se atravesó en el camino del progreso. Sin embargo, la oposición a esta especie de monopolios no fue la misma que la oposición a los “cárteles” industriales y a las enormes compañías de finales del siglo XIX. El problema del viejo puente no fue que hubiera aplastado al ciudadano común y corriente, sino que estorbaba al crecimiento. Fue el mismo cargo que se imputó, por ejemplo, a los especuladores de tierras. Los especuladores nunca tuvieron la intención de quedarse con las tierras —no tenían la intención de acumular grandes “propiedades”—. Su falta consistió en mantener la tierra sin cultivar en la espera de un mejor mercado, frustrando las aspiraciones de los pobladores que inexorablemente empujaban hacia el oeste.
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Técnicamente el caso del puente del Río Charles trajo a los contratos la llamada cláusula de la Constitución. La Constitución federal establece que ningún estado puede aprobar una ley “en perjuicio de las obligaciones de un contrato”. No siempre ha sido claro lo que esto implica; pero, en esencia, la cláusula probablemente intentaba evitar que los estados interfirieran (desmedidamente) en los derechos adquiridos de los acreedores. Esta cláusula fue sumamente importante en el litigio constitucional durante la primera mitad del siglo XIX. Fue invocada principalmente cuando los gobiernos de los estados, durante los declives periódicos de la actividad económica, mientras el pánico y las debacles plagaban la economía, intentaron ayudar a las personas acosadas por deudas. Era una cláusula sobre la relación entre el gobierno y la economía, particularmente en tiempos de gran incertidumbre financiera. Una gran cantidad de casos importantes ante la Suprema Corte de los Estados Unidos cuestionaron si los estados podían o no aprobar leyes de insolvencia y de qué tipo, así como otra clase de leyes de asistencia a los deudores.18 Fletcher vs. Peck (1810)19 fue un caso decisivo para la determinación del contenido de la llamada cláusula contractual (en las autorizaciones legislativas). En 1794, la legislatura del estado de Georgia vendió una enorme cantidad de terreno (aproximadamente 35 millones de acres) a un grupo de empresas a cambio de un precio ridículo. Las empresas habían suavizado el camino para lograr este acuerdo sobornando a casi todos los miembros de la legislatura de Georgia. En la siguiente elección los pillos fueron expulsados y un nuevo grupo de legisladores tomó su cargo e inmediatamente impugnó el negocio. Mientras tanto, como era de esperarse, las empresas habían revendido millones de los acres ilícitamente adquiridos a compradores que eran supuestamente inocentes. La Suprema Corte sostuvo que la nueva legisla18 Sturges v. Crowninshield, 4 Wheat. (17 U.S.) 122 (1819); Ogden v. Saunders, 12 Wheat. (25 U.S.) 213 (1827). 19 6 Cranch (10 U.S.) 87 (1810).
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tura de Georgia carecía de facultades para anular las ventas de terrenos a terceros —a pesar del fraude en la operación original—. El otorgamiento de tierras, dijo la Corte, fue documentado mediante un contrato entre el estado y los adquirientes y la legislatura no tenía facultades para anular dicho contrato. En Dartmouth College vs. Woodward (1819)20 la Suprema Corte fue un paso más allá. El Colegio Dartmouth había sido constituido en 1769. En 1816, la legislatura aprobó ciertas leyes que modificaron su documento constitutivo (charter) y cambiaron la forma en la que dicho colegio debía ser operado. Este hecho obedeció a razones políticas —principalmente para deshacerse de los antiguos consejeros del colegio—. Los antiguos consejeros protestaron en representación del colegio y la Suprema Corte de John Marshall les dio la razón. El acta constitutiva original fue una especie de “contrato” entre el estado y el colegio y las legislaturas posteriores no tenían facultades para cambiarla. No existían muchas personas a quienes les importara el destino de este pequeño colegio en New Hampshire. Este caso era, en apariencia, estrictamente local. Sin embargo, el Colegio Dartmouth era una sociedad —una sociedad sin fines de lucro— y tenía un documento constitutivo. La lógica del caso era aplicable a todas las sociedades, incluyendo bancos y empresas comerciales, porque todos tenían documentos constitutivos (charters) expedidos por el estado. Así pues, esta decisión significó que dichos documentos constitutivos eran intocables: una vez otorgados, el estado no tenía facultades para “cancelarlos”. En la práctica, resultó fácil sortear la doctrina del Colegio Dartmouth: las legislaturas simplemente incluyeron, dentro de los nuevos documentos constitutivos, el derecho de alterarlos o modificarlos; este derecho era entonces parte del “contrato” (es decir, una “cláusula contractual” en la autorización legislativa). No obstante, aún había un principio y un problema importantes en el caso —era, de alguna manera, una cuestión similar a la del puente del Río 20
4 Wheat. (17 U.S.) 518 (1819).
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Charles—. El problema era qué tan lejos podía llegar el estado al interferir los derechos de propiedad y qué tan lejos debía llegar para garantizar un ambiente favorable a las empresas. Así pues, como hemos señalado, la práctica del derecho reflejó la cultura general, que era una cultura de empresa, de crecimiento y de progreso. Pero donde hay una empresa hay también riesgo; donde hay riesgo, hay desperfectos y los desperfectos fueron una epidemia en el siglo XIX. No existía, como dijimos anteriormente, una “red de seguridad”; sin embargo, especialmente en tiempos difíciles, sí existía una necesidad de brindar asistencia y seguridad social, de ayuda para aquellos que atravesaban momentos difíciles. El punto fundamental de la “cláusula contractual” era prevenir que el estado fuera demasiado lejos con el pretexto de ayudar a los deudores. Todos los estados aprobaron leyes que protegían algunos artículos básicos de las garras de los acreedores. Durante gran parte del siglo no existieron leyes generales de quiebras, pero existieron leyes estatales de insolvencia y esquemas que, de una u otra forma, salvaban a las víctimas de las erupciones volcánicas causadas por los ciclos de la actividad económica. El problema fundamental era tanto cultural como económico. Había una escasez de moneda dura en el país, no había un verdadero sistema bancario en el sentido moderno y toda la estructura empresarial flotaba en un mar de crédito. Los dueños de los negocios vendían a crédito y compraban a crédito. Los comerciantes tomaban dinero prestado del banco o de sus proveedores; vendían a clientes que a su vez les pedían crédito para pagar lo que habían comprado. Cuando un eslabón se debilitaba, se generaban problemas tanto hacia arriba como hacia abajo de la cadena. Cuando un cliente incumplía en el pago de su adeudo, el comerciante se veía presionado para pagar a sus proveedores y éstos también se veían afectados. Los problemas crediticios eran el lado económico del problema. No obstante, la necesidad de crédito era enorme debido a la cultura de toma de riesgos y de optimismo; una cultura que animaba a las personas (hombres, en su mayoría)
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a iniciar negocios, a ser sus propios jefes, de manera que miles de “granjeros, empleados de mostrador y jóvenes mecánicos” saltaron impetuosamente “a la batalla comercial bajo su propia responsabilidad financiera”.21 Sólo unos cuantos de estos empresarios se hicieron ricos, muchos de ellos apenas sobrevivieron y otros se hundieron bajo una carga de deudas. Era también una cultura de segundas oportunidades. Se derogó el encarcelamiento por deudas. En su lugar se expidieron leyes que borraron el marcador de la pizarra y permitieron a los fracasados hombres de negocios empezar de nuevo, si estaban en condiciones de hacerlo.
21 Balleisen, Edward J., Navigating Failure: Bankruptcy and Commercial Society in Antebellum America, 2001, p. 50.
C UARTO FAMILIA, RAZA Y DERECHO FAMILIAR DERECHO FAMILIAR El derecho familiar es el derecho del matrimonio, la propiedad conyugal, la adopción y otros asuntos relacionados. Al igual que el resto del derecho, refleja lo que acontece en la sociedad; y lo que acontece en la sociedad tiene un profundo impacto en la familia y en las relaciones familiares. El derecho familiar fue renovado en su totalidad durante el siglo XIX —los grandes cambios en la sociedad dejaron huella en este ámbito, al igual que en todos los demás—. ¿Cómo era el derecho familiar a principios del siglo XIX? Sería sólo una leve exageración decir que otorgaba todo al padre y muy poco a los demás miembros de la familia. En 1800, por ejemplo, si una mujer tenía una porción de tierra —que había heredado, supongamos— perdía la propiedad sobre ésta al contraer matrimonio; ya que pasaba a manos de su marido. Marido y mujer eran, como señalaba el dicho, un solo cuerpo; pero el marido definitivamente estaba a cargo de ese cuerpo —y más que del cuerpo—. En muchos sentidos, la mujer tenía tan pocos derechos como un recién nacido o un loco. Una mujer casada no podía comprar o vender sin el consentimiento de su marido, no podía transmitir bienes por vía testamentaria, no podía obtener dinero hipotecando sus tierras. Si el matrimonio terminaba en separación o divorcio, el derecho daba al padre (no a la madre), la custodia sobre los hijos, salvo en ocasiones extraordinarias. 57
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Todo esto cambió radicalmente durante el siglo XIX. Las “leyes de propiedad de la mujer casada” otorgaron a las mujeres en dicha condición el derecho a ser propietarias de tierras, a comprar y vender, a celebrar contratos y a otorgar testamentos. Estas leyes fueron aprobadas poco a poco y de estado a estado a partir de la mitad del siglo. Para finales de siglo eran bastante completas y comunes. Las reglas de custodia también cambiaron. La custodia ya no se otorgaba automáticamente al padre sino que buscaban los “mejores intereses del menor” y, para niños de “corta edad”, esto generalmente implicaba otorgar la custodia a la madre —no al padre—. En el siglo XIX, también por primera ocasión, el derecho reconoció formalmente la adopción infantil. No existía tal concepto en el common law. Un hijo era de sangre o no era hijo. Las primeras adopciones legales se produjeron bajo la forma de “leyes privadas” o actos legislativos individuales y fueron ocurriendo de estado a estado. Algunas de estos actos legislativos se referían expresamente a la adopción: un decreto de Mississippi de 1844 establecía que un tal Aaron Wickliffe había “adoptado” a su sobrina Mary Worthington; el decreto cambiaba el nombre de la niña a Mary Wickliffe, otorgándole “todos los derechos de un hijo legítimo” y haciéndola “capaz de heredar conforme a derecho” las propiedades del adoptante como si fuera su hija natural.22 En 1851, Massachusetts fue el primer estado en aprobar una ley general de adopción. Estableció un procedimiento de adopción ante una corte (en lugar de a través de una petición a la legislatura) y estableció la regla que un hijo adoptivo tenía plenos derechos para heredar. La ley de Massachusetts fue ampliamente copiada por otros estados. El texto de la ley de Massachusetts, e incluso los actos legislativos individuales, dejaron bastante claro que todos eran preceptos en materia de herencia. Nadie necesita una ley de adopción para recibir a un niño, amarlo y cuidarlo. En una época en la que 22
Laws Miss. 1844, ch. 144, pp. 329 y 30.
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un gran número de mujeres morían al dar a luz y tanto los hombres como las mujeres morían a temprana edad, miles de niños fueron criados por tías, abuelos y otros familiares. Sin embargo, otorgar al niño derechos hereditarios en una sociedad en que la clase media poseía tierras (una granja, un lote en el pueblo) y tenía relevancia en la sociedad, requería algo más formal y legal, algo más que un hogar y un abrazo. Esta misma característica podría explicar otra peculiaridad del derecho estadounidense del siglo XIX: el matrimonio jurisprudencial (common law marriage).* Este es un concepto frecuentemente mal interpretado. El matrimonio jurisprudencial —donde se reconoce— es un matrimonio completamente válido. La mayoría de los estados en el siglo XIX reconocían el matrimonio jurisprudencial —que era un matrimonio celebrado a través de un simple acuerdo y sin formalidad alguna—. Si un hombre y una mujer de dichos estados, mientras se encontraban sentados a la orilla del fuego sintiendo un estallido de amor, simplemente decidían ser marido y mujer y así lo manifestaban, desde ese momento lo eran —sin necesidad de un permiso, un sacerdote o testigos más allá de su sola promesa—. No existía en Inglaterra tal cosa como el matrimonio jurisprudencial. Cualesquiera que fueron sus raíces, esta figura jurídica fue sumamente útil en una sociedad con una pobre capacidad registral y una dispersa propiedad de la tierra. Supongamos que ambos marido y mujer hubieran muerto, la pregunta era: ¿a quién le corresponde la granja familiar? Si presumimos la existencia de un matrimonio jurisprudencial, aun cuando nadie pudiera probar una ceremonia matrimonial, los hijos serían considerados legítimos y no bastardos y, por lo tanto, heredarían la * Nota del traductor. En la locución common law marriage, la expresión common law debe entenderse en su acepción restringida (véase nota del traductor de la página 6 al capítulo primero de esta obra), es decir, se refiere a la figura del matrimonio emanada del derecho jurisprudencial, en contraposición al matrimonio previsto en el derecho legislado (statutory marriage).
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tierra. Lo que esta norma significaba en la práctica era lo siguiente: cuando dos personas han vivido juntas como marido y mujer conforme a las costumbres burguesas, se presumían casados aun cuando no hubiera registro de dicho matrimonio. En este caso, al igual que en el surgimiento de la adopción, lo que hacía útil a la norma era la realidad de una dispersa propiedad de la tierra. El divorcio ha tenido una historia compleja en los Estados Unidos. Todos sabemos que Enrique VIII se divorció de su primera mujer, causando su separación de la Iglesia de Roma; pero es mucho menos conocido que el divorcio no estaba disponible para la gente común y corriente de toda Inglaterra, sino hasta el año de 1857. La única manera de conseguir el divorcio era a través de un Decreto del Parlamento —lo que realmente implicaba que sólo los nobles y los acaudalados podían divorciarse—. Éste era también el caso en algunos estados del sur en los Estados Unidos: únicamente la legislatura estatal podía otorgar el divorcio. En 1844, un decreto del Territorio de Florida señaló que un tal Duglas Dummett había “abandonado a su esposa Frances… y… fallado completamente al proveer una forma de subsistencia para ella y su hijo”, Frances “solicitó” el divorcio y el decreto señaló que el “contrato matrimonial” estaba “disuelto y anulado y ambas partes quedaban absolutamente divorciadas de los lazos matrimoniales”.23 En los estados del norte de los Estados Unidos —y más tarde en los del sur— el derecho permitía el llamado divorcio judicial. Para obtener el divorcio el marido o la mujer debían presentar una demanda argumentando que la otra parte había cometido algún acto que era “causa” para solicitarlo. Cada estado tenía su lista de causas. Eran diferentes de estado a estado pero típicamente incluían el adulterio, la deserción y, frecuentemente, la crueldad. En New Hampshire, por ejemplo, unirse a los
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Laws Terr. Fla. 1844, p. 67.
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los Shakers* (que practicaban el celibato) era causa para solicitar el divorcio. En Tennessee, una mujer embarazada de otro hombre al momento de su matrimonio tenía derecho al divorcio. Algunos estados eran muy estrictos, otros eran laxos. El estado de Nueva York era estricto: permitía el divorcio básicamente sólo por adulterio. En Carolina del Sur el divorcio no estaba permitido bajo circunstancia alguna. El divorcio fue siempre un tema controversial. Estaba prohibido para los católicos romanos. Los protestantes lo permitían pero lo desaprobaban. No obstante, la “demanda de divorcios” creció sostenidamente. La estructura familiar estaba cambiando; sin embargo, la estructura económica era quizás más importante. Millones de personas comunes y corrientes y familias tenían una granja o algún otro pedazo de tierra. Esto quería decir que millones de personas estaban en el “mercado de herramientas jurídicas” para legitimar y regularizar sus relaciones familiares —en cuestiones hereditarias particularmente—. Un hombre o una mujer que quisiera deshacerse de su antigua familia y comenzar una nueva necesitaba un divorcio —de otra manera los nuevos hijos serían ilegítimos, el nuevo “cónyuge” sería un amante y sus propiedades permanecerían en el antiguo núcleo familiar—. Ciertamente, este último era un factor fundamental para la demanda de divorcios. No obstante, a pesar de dicha demanda, la reforma del divorcio nunca navegó en aguas quietas. Las leyes de adopción se extendieron fácilmente de estado a estado, mientras el divorcio se enfrentó a fuertes objecio* Nota del traductor. Se conoce como Shakers al grupo religioso denominado Sociedad Unida de Creyentes en la Segunda Venida de Cristo (United Society of Believers in Christ’s Second Appearance). Dicho grupo surgió en Inglaterra a mediados del siglo XVIII, encabezado por James y Jane Wardley y, posteriormente, por Ann Lee (conocida como Madre Ann). Algunos de sus miembros emigraron y se establecieron en las colonias británicas que pronto formarían los Estados Unidos. Una de las principales doctrinas de este movimiento es la dualidad de la Divinidad: la parte masculina está representada por Jesucristo y la femenina por la Madre Ann. Entre sus principios se encuentran el celibato, la igualdad de los sexos, el trabajo consagrado, la propiedad comunal, el aislamiento de la vida mundana y el pacifismo.
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nes religiosas y morales. Como resultado, las leyes en materia de divorcio fueron tema difícil y resistente al cambio. Así pues, se produjo lo que podríamos denominar un sistema dual.24 En la teoría, las leyes permanecieron estrictas. El divorcio estaba disponible sólo para inocentes víctimas de malos maridos o esposas. El divorcio consensual —divorcio por mutuo acuerdo— era legalmente imposible en todos los estados. La “colusión” (un acuerdo entre marido y mujer para divorciarse) estaba prohibida conforme a la ley. El sólo hecho que ambas partes sintieran que era momento de decirse adiós no tenía efecto jurídico alguno, a menos que mediara una “causa”. En la práctica, la situación era completamente diferente. De hecho, después de 1870, marido y mujer estaban coludidos en la gran mayoría de los divorcios y los procedimientos ante la corte eran mera pantomima. Desde luego, dicho “acuerdo” no significa que ambos estuvieran ansiosos por obtener el divorcio, sólo implica que ambos habían decidido no litigar el asunto ante una corte. La colusión adoptó diferentes formas en cada estado. Dado que el estado de Nueva York permitió el divorcio básicamente sólo por adulterio, se desarrollaron una cantidad de prácticas interesantes. La más escandalosa fue un esquema que podríamos denominar “adulterio suave”. El marido se registraba en un hotel. Una vez en su habitación, se desnudaba parcialmente y llegaba una mujer, quien también se quitaba casi toda la ropa. Aparecía un fotógrafo que tomaba fotos de ambos sentados en la cama; ella se vestía, cobraba sus honorarios y se iba. Las fotografías se presentaban ante la corte como evidencia de adulterio. Podemos tener cierta idea de este esquema a partir del título de una nota publicada en el New York Sunday Mirror en 1934: “Yo Fui la Rubia Desconocida en 100 Divorcios de Nueva York”.25 En 24 En relación con el sistema de divorcio en este periodo, véase Lawrence M. Friedman, “A Dead Language: Divorce Law and Practice before No-Fault,” Virginia Law Review 86:1497 (2000). 25 New York Sunday Mirror, Feb. 25, 1934 (magazine section).
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otros estados, la “crueldad” era vergonzosa: la mujer alegaba que el marido la había abofeteado en dos ocasiones, o la había humillado, o había hecho su vida miserable. El marido no respondía, no se defendía, y el divorcio se otorgaba ante su omisión. La colusión era sólo una de las maneras de sacar la vuelta a las estrictas leyes en materia de divorcio. La otra era viajar a un estado donde era más fácil obtener el divorcio —conocidos como “fábricas de divorcios” (divorce mills)—. Vieron su auge y su decadencia en el siglo XIX, ya que algunos estados decidieron hacer negocio con el divorcio migratorio —Indiana, Dakota del Norte y Dakota del Sur—. Las fábricas de divorcios exigían cortos periodos de “residencia” —una mujer (o un hombre) que querían divorciarse, viajaban (por ejemplo) a Dakota del Sur, pasaban algunas semanas allá y solicitaban el divorcio—. El resto de los estados debían reconocer estos divorcios como válidos.26 Las fábricas de divorcios tendieron a ser inestables —fueron denunciadas como inmorales por el clero y líderes morales, quienes pugnaron por reglas más estrictas—. El caso más reciente (y más permanente) fue el del estado de Nevada, que en el siglo XX legalizó las apuestas y la prostitución; hizo de sí mismo una fábrica tanto de matrimonios como de divorcios. Nevada era un estado desértico con una población pequeñísima y escasa actividad económica y los escrúpulos morales parecían escasear. De hecho, Nevada construyó su economía a partir de su laxitud y su soberanía: esencialmente, se volvió un estado rico haciendo legal aquello que se encontraba prohibido en el vecino estado de California. Es interesante que un sistema construido sobre mentiras y trucos haya subsistido por casi un siglo. Los jueces estaban perfectamente al tanto de lo que acontecía en el mundo del divorcio. Unos cuantos protestaron de vez en cuando, pero la mayor parte 26 Debido a que la Constitución exige a cada estado dar “entera fe y crédito” a los “procedimientos judiciales” de otros estados (Article IV, Section 1). A pesar de ello, cuando menos algunos divorcios migratorios estaban en un área gris del derecho.
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del tiempo fingieron no darse cuenta. Como todos los sistemas duales, la práctica del divorcio descansaba en un acuerdo implícito. El “derecho oficial” quedó más o menos como estaba y quizás sirvió como un disuasivo menor —ya que hacía el divorcio problemático y costoso—. Sin embargo, el “derecho no oficial” permitió a las personas obtener divorcios a pesar del “derecho oficial”. Obviamente, nadie estaba satisfecho con este sistema o con algún otro de los sistemas duales en la práctica del derecho. Existían muchos sistemas duales, por ejemplo, las leyes en contra de la prostitución que no se ejecutaban en las zonas rojas o de tolerancia. En verdad nadie quiere que existan sistemas duales; sin embargo, éstos persisten porque se ocupan de temas ásperos e incómodos —puntos muertos— entre un elevado terreno moral y aquello que las personas realmente quieren o hacen. Durante la primera mitad del siglo XX existieron claras señales que anunciaban la decadencia del sistema dual del divorcio. Los catálogos de causas se volvieron más amplios en algunos estados —en Wyoming la esposa podía obtener el divorcio por “indignidades” que hicieran el matrimonio “intolerable”, lo cual era una causa muy amplia—.27 Uno o dos estados incluso comenzaron a permitir el divorcio por causa de “incompatibilidad”, lo que realmente significó permitir el divorcio por mutuo consentimiento. Para la década de los cincuenta, un buen número de estados permitieron el divorcio sin necesidad de “causa” alguna, siempre y cuando la pareja hubiera vivido separada por cierto número de años. En 1970, California aprobó la primera ley de divorcio “sin causa” (no-fault). Las partes ya no tenían que alegar “causas” para obtener el divorcio. El sucio aparato de colusión desapareció. La única cuestión relevante para la corte era si el matrimonio se había o no quebrantado “irrecuperablemente”. En la práctica, este requisito desapareció pronto. Ahora la única cuestión era, ¿alguien —ya sea marido o mujer— quiere terminar la relación? Si 27
Wyo. Stats: 1899, sec. 2988.
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la respuesta era afirmativa, el divorcio era concedido automáticamente. Esto fue más allá del divorcio por mutuo consentimiento. No era un divorcio por mutuo consentimiento, sino un divorcio por la sola voluntad del marido o de la mujer. La noción del divorcio “sin causa” comenzó en California pero pronto se extendió, de una forma u otra, a la mayoría de los estados. El divorcio sin causa es hoy la regla y no la excepción. El índice de divorcios sigue siendo muy alto. Muchas personas consideran el alto índice de divorcios una señal de la decadencia del matrimonio y del fin de la familia como hoy la conocemos —lo cual tiene algo de cierto—. No obstante, el alto índice de divorcios es también, paradójicamente, testimonio de la perdurable popularidad del matrimonio —de hecho, William O’Neil ha señalado (en su estudio del divorcio en el periodo Progresista) que los índices de divorcio aumentan debido al incremento en la importancia del matrimonio—.28 El “matrimonio tradicional” no impone grandes exigencias a los cónyuges: tienen funciones distintas, esferas separadas y sus “deberes” matrimoniales son limitados. El moderno “matrimonio entre copartícipes” ha elevado los estándares. Actualmente, marido y mujer son teóricamente iguales: comparten sus vidas como amantes, mejores amigos y compañeros. Por supuesto, en la práctica miles de matrimonios se quedan cortos para alcanzar esta meta. En primer lugar, el patriarcado está vivo y coleando; existe una amplia brecha entre la teoría de la igualdad y la práctica. Además, millones de hombres y mujeres todavía aceptan o requieren de una división del trabajo. Aún en algunos matrimonios más o menos “tradicionales”, actualmente el marido y la mujer exigen más y más de su cónyuge. Si el matrimonio falla y se desmorona, emocionalmente, sexualmente, o por cualquier otra razón, los cónyuges quieren separarse —y tener la oportunidad de comenzar de nuevo—. El divorcio fue y sigue siendo la puerta de entrada para volver a contraer matrimonio. 28
O’Neil, William L., Divorce in the Progressive Era (1967).
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El divorcio sin causa indica otro giro importante —aún más allá del matrimonio entre copartícipes—. Sugiere una visión del matrimonio menos como sociedad de trabajo y más como una cuestión intensamente personal, un forma de realización, una elección profundamente individual que debe deshacerse si no satisface las aspiraciones o cumple los fines de cualquiera de los cónyuges. En cualquier caso, el divorcio sin causa implica que el divorcio mismo no es ya un problema legal. Una pareja sin hijos y sin muchos bienes puede disolver su matrimonio en forma rápida y barata —aun cuando sea sólo uno de ellos quien lo desee—. No obstante, el divorcio sin causa no dejó sin trabajo a los abogados especialistas en derecho familiar —sino por el contrario—. El derecho familiar sigue siendo complejo y enredado. Las controversias relacionadas con bienes y custodia de menores son más frecuentes que antes y quizás sean más complejas. Hoy, un número considerable de hombres demandan la custodia de sus hijos y, ocasionalmente, la obtienen. El índice de divorcios sigue siendo alto —escandalosamente alto—. Sin embargo, es de esperarse en una época en que existe tanto énfasis en el desarrollo y crecimiento personales. El divorcio es una institución jurídica. Han existido sociedades sin divorcio —y no existe aún el divorcio jurídico como tal en Chile—.* Sólo alguien profundamente ingenuo podría saltar a la conclusión que todo el mundo en Chile está felizmente casado y comprometido de por vida. El divorcio no es la causa de la separación de las familias; sin embargo, muchas personas han estado y están convencidas que sin un divorcio fácil habría menos * Nota del traductor. Esta situación ha cambiado a partir de la publicación de esta obra en idioma inglés. Después de casi diez años de haberse presentado la primera propuesta de ley en el Congreso Nacional, la Ley de Matrimonio Civil (No 19.947), que prevé la disolución del vínculo matrimonial por sentencia judicial, fue promulgada en Chile en el mes de mayo de 2004 y entró en vigor el 18 de noviembre del mismo año. Las demandas de divorcio comenzaron a presentarse ante los tribunales chilenos precisamente en la fecha de inicio de vigencia de dicha ley.
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hogares fracturados. Dichas personas carecen de cualquier tipo de evidencia que respalde su aseveración. Aun así, en la política estadounidense las sensaciones viscerales con frecuencia se imponen a la ciencia. En 1997, Lousiana introdujo un nuevo repliegue al derecho familiar.29 Los contrayentes pueden ahora elegir entre dos formas de matrimonio. Por un lado, está el matrimonio común y, por el otro, el “matrimonio obligatorio” (covenant marriage). En un “matrimonio obligatorio” ambas partes acuerdan que el matrimonio “es un pacto de por vida”, renunciando a su derecho al divorcio sin causa. No obstante, a pesar de la retórica, este “matrimonio obligatorio” no es realmente una sentencia de cadena perpetua. La pareja puede divorciarse pero únicamente cuando existen las habituales “causas” para ello (adulterio, deserción y otras tantas). A la fecha no existen muchas parejas que hayan celebrado un matrimonio obligatorio; sin embargo, el concepto ha llegado a algunos otros estados —Arizona, por ejemplo—.30 Resulta dudoso pensar que el “matrimonio obligatorio” tenga mucho futuro o vaya a marcar una gran diferencia. En los Estados Unidos de nuestros días el índice de divorcios es sumamente alto, pero el matrimonio persiste como una institución fuerte —aunque tiene un poderoso competidor: la cohabitación—. Hoy, millones de personas cohabitan en una relación que antes era considerada “vivir en pecado”. El pecado prácticamente ha salido de la escena —al menos para la mayoría, especialmente en los centros urbanos—. Lo que una vez fue motivo de cotilleo y escándalo, difícilmente llama nuestra atención a principios del siglo XXI. La cohabitación ha engendrado sus propios problemas legales y, al igual que todos los procesos sociales, tarde o temprano tendrá su turno para aparecer ante las cortes. En California, el demandado en el famoso caso Marvin vs. Marvin (1976)31 era una 29 30 31
La. Rev. Stat. Ann. sec. 272 (2000). Ariz. Laws 1998, ch. 135. 18 Cal. 3rd 660, 557 P. 2d 106, 134 Cal. R. 815 (1976).
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estrella de cine, Lee Marvin. La parte actora (demandante) en el juicio era una mujer que había vivido con él por muchos años, Michele Triola Marvin. Nunca estuvieron casados. Cuando terminaron su relación, ella lo demandó argumentando que Lee le había prometido parte de sus ganancias si ella dejaba su carrera y se iba a vivir con él como compañera doméstica y amante. Lee Marvin tenía una sencilla pero (creía) poderosa defensa. Legalmente, Michele no podía exigir el cumplimiento un contrato que implicaba una “relación meretricia” —que no es otra cosa que un término jurídico extravagante para denominar a una relación sexual de largo plazo—. Además, existía una gran cantidad de precedentes que señalaban el mismo principio. Sin embargo, la Suprema Corte de California hizo estos precedentes a un lado. La corte realizó un esfuerzo insulso para disipar dichos precedentes, sin embargo, el punto central de la resolución fue la siguiente aseveración: “la moral… social… ha cambiado… radicalmente respecto a la cohabitación”. La corte “no puede imponer una norma alegando supuestas consideraciones morales que, parece ser, han sido considerablemente abandonadas por tantas personas”. La instancia inferior se había equivocado al desechar el caso. Al final, el resultado del caso no fue tan emocionante. La Suprema Corte de California envió el asunto al tribunal de primera instancia, ordenándole abrir un juicio. En resumidas cuentas, Michele terminó perdiendo el caso, sin embargo, el fondo del asunto causó controversia; estuvo en los titulares de los periódicos y originó cientos de bromas, caricaturas y comentarios editoriales —al igual que anticipó desastres—. Este caso provocaría extorsiones y un gran número de litigios, además de arruinar relaciones. Algunos estados siguieron el ejemplo del caso Marvin, otros no, o lo limitaron drásticamente. Probablemente sólo unos cuantos concubinos iniciaron juicios al estilo Marvin. No obstante, el caso fue un hito y una señal más de la desaparición de una época dominada por una cultura en particular: la cultura del blanco protestante, firmemente basada en un código de moral tradicional.
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EL MUERTO EN EL ARMARIO DE LOS ESTADOS UNIDOS: RELACIONES RACIALES EN EL SIGLO XIX La “peculiar institución” de la esclavitud no sólo persistió después de la independencia, sino que se fortaleció en el siglo XIX. Cientos de miles de esclavos de raza negra trabajaron en los campos de algodón de las grandes plantaciones, como sirvientes en casas y en cualquier trabajo imaginable en los estados sureños. En la primera mitad del siglo XIX, la esclavitud se volvió un asunto político acaloradamente debatido. Había existido en todas las colonias pero los estados del norte la abolieron después de la Revolución y, para principios del siglo XIX, había una clara división entre los estados esclavistas y los estados libres —que no existía anteriormente—. Había en el norte un fuerte movimiento abolicionista —que tampoco existía en el pasado—. Mientras tanto, los estados sureños mantuvieron y ampliaron sus severas leyes en materia de esclavitud. Los esclavos no podían casarse legalmente, era un delito enseñar a un esclavo a leer y escribir y, al igual que antes, estaban sujetos a la absoluta voluntad de su dueño. Sin duda, existían amos que trataban bien a sus esclavos; otros eran sumamente crueles. En la mayoría de las plantaciones, el látigo era utilizado a discreción para mantener a los esclavos en la raya. Era un secreto a voces que muchos blancos sureños tenían amantes esclavas; algunos amos dejaban a estas mujeres y a sus hijos libres, o abiertamente los reconocían, pero eran casos excepcionales. También había personas de raza negra libres en el sur —esclavos emancipados y sus descendientes— pero en todos lados eran tratados como ciudadanos de segunda clase o peor. No tenían papel alguno en el sistema político. Los esclavos eran un elemento vital para la economía y la forma de vida sureñas. La esclavitud era más que un sistema de trabajo, era también un sistema de castas, un aspecto esencial de la estructura social en estados como Alabama o Texas. En el norte, el sistema de trabajo era libre. La brecha entre norte y sur creció
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aún más y, a pesar de que la unidad había sido documentada mediante acuerdos políticos en la primera mitad del siglo, eventualmente el país se dividió en dos durante la gran Guerra Civil —particularmente en torno a la grieta de la esclavitud—.32 Fue una guerra para preservar la Unión, pero fue la esclavitud lo que la dividió y, al final, la guerra se convirtió en una cruzada en contra de la esclavitud. El norte resultó vencedor en la guerra y la esclavitud fue vencida. Lincoln expidió su proclamación de emancipación y, después de la guerra, la Decimotercera Enmienda de la Constitución puso el último clavo en el ataúd de la esclavitud. O así parecía. Ingenuamente el norte había repudiado a la esclavitud como institución. Sin embargo, de ninguna manera aceptaba la idea de igualdad racial. Es cierto que el racismo alcanzó su mayor fuerza e intransigencia en los estados de la vieja Confederación, pero en ningún sitio —ni en Chicago, ni en Boston, ni en algún otro bastión norteño del “trabajo libre”— las personas de raza blanca aceptaron a las de raza negra como hermanos, como iguales o como compañeros de viaje en el camino de la vida. Así pues, tras un breve intermedio, el sur cayó nuevamente bajo la supremacía blanca y el norte fue atacado por una nociva indiferencia. Durante el periodo de la Reconstrucción había servidores públicos, miembros del Congreso, jueces y legisladores estatales afroamericanos. Sin embargo, a fines de siglo, la supremacía blanca estaba en apogeo por todo el sur. Los afroamericanos fueron separados de sus cargos, atemorizados y privados de su derecho al voto mediante maquinaciones jurídicas ilegítimas. La segregación se volvió la regla y la Suprema Corte de los Estados Unidos, en Plessy vs. Ferguson (1896),33 le puso su sello de aprobación: mientras las instituciones fueran separadas pero iguales, eran constitucionalmente aceptables. El sur eje32 Existieron estados esclavistas que no aplicaron la segregación: Kentucky, Missouri y Maryland. 33 163 U.S. 537 (1896).
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cutaba rigurosamente la parte “separada” de esta ecuación; la parte de la “igualdad” era simplemente una farsa. Los afroamericanos ya no eran esclavos pero la mayoría eran poco más que sirvientes. La mayoría de ellos eran campesinos, atados a la tierra por contratos para levantar la cosecha o inmovilizados a través de una red de leyes —por ejemplo, leyes contra la vagancia, leyes que castigaban el desempleo y leyes contra la “instigación”, que convertían en delincuente a quién ofreciera un mejor empleo a un trabajador afroamericano—. El sur de los Estados Unidos se había convertido en un sistema de castas, en el cual las personas de raza blanca excedían en rango a las de raza negra; un sistema en el cual un hombre o mujer de raza negra virtualmente no tenían oportunidad de alcanzar aquello que para los blancos era normal: las ambiciones y los sueños americanos. La raza era también un elemento en el indecente tratamiento a la población de chinos que se encontraba concentrada en la costa oeste. Las leyes de exclusión de chinos evitaban que éstos inmigraran a los Estados Unidos, o que se volvieran ciudadanos una vez que ya estaban en territorio estadounidense. A las personas de raza asiática no les estaba permitido ser propietarios de tierras en California y en otros estados. Bajo el llamado acuerdo entre caballeros de 1907 y 1908 entre los Estados Unidos y Japón, el gobierno japonés aceptó detener la migración de trabajadores japoneses a los Estados Unidos. Los estados de la costa oeste prohibían matrimonios entre blancos y personas con “sangre mongólica”. En un caso, la Suprema Corte de los Estados Unidos se enfrentó con la cuestión de si un “hindú de clase alta” tenía o no derecho a convertirse en ciudadano estadounidense. La respuesta fue negativa. Existía una clara “diferencia racial” entre este “hindú de clase alta” y el resto de la población y la asimilación cultural estaba fuera de la discusión. Por lo que se refiere a las personas de raza negra, la “solución” al “problema” fue la subyugación y la imposición de un sistema de castas; para los asiáticos, fue la exclusión. Para los nativos (del ahora territorio estadounidense) la “solución” fue
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más compleja. En primer lugar, fue una conquista a través de la guerra; posteriormente, los colonos y el gobierno robaron sus tierras, matando a muchos nativos y concentrando a los sobrevivientes en las “reservaciones”. Sin embargo, cuando las tribus ya no fueron una amenaza militar y las mejores tierras ya había sido tomadas, la asimilación se convirtió en una labor nacional. La Ley Dawes de 1887 intentó destruir los sistemas de tenencia de la tierra de los nativos. La idea era convertir a los indios en agricultores familiares. El resultado fue desastroso: fraude y argucias al mayoreo y, al final del proceso, los nativos habían perdido cientos de miles de acres de tierra. Los tabúes en contra de los matrimonios mixtos con nativos nunca fueron tan fuertes como para las relaciones entre personas de raza blanca y de raza negra. El propósito de esta política fue despojar a las tribus de su religión, su idioma y su cultura para convertirlos en estadounidenses comunes y corrientes. No cabe duda que muchos creyeron que esto era en favor de los intereses de la tribu. Una vez más, vemos que el camino al infierno —y al genocidio cultural— puede estar pavimentado con las mejores intenciones.
QUINTO CRIMEN Y CASTIGO EN LA REPÚBLICA Cada sociedad tiene una lista, formal o informal, de conductas prohibidas e intenta castigar o controlar a las personas que violan estas normas. Los delitos son conductas que el Estado se compromete a castigar y cada sociedad tiene su propia lista de delitos. Es difícil imaginar una sociedad sin algún tipo de regla en contra del homicidio o del robo. Sin embargo, aun estos delitos clásicos son definidos por cada sociedad de una manera particular. En otras palabras, el catálogo de delitos depende mucho de la cultura, del tiempo y del lugar. En el periodo colonial, la fornicación (por ejemplo) era uno de delitos castigados con mayor frecuencia —personas que tenían relaciones sexuales sin estar casados—. La blasfemia, la vagancia, no observar el Sabbath y no asistir a los servicios religiosos eran también considerados delitos en colonias como la Bahía de Massachusetts. Hoy en día ninguna de estas conductas es considerada delito en California, por ejemplo. La sociedad de las colonias tomaba muy en serio y castigaba conductas que actualmente serían consideradas privadas. Así, en 1656 en Springfield, Massachusetts, un tal Obadiah Miller se quejó que su mujer había abusado de él usando “términos y nombres reprochables, como llamarlo sapo tonto y bicho”; además, lo rasguñó y amenazó con “golpearlo en la cabeza” (también le dijo que no lo amaba). Por este “comportamiento vil hacia su marido”, la corte local ordenó que la mujer fuera azotada con “tiras” sobre su “cuerpo desnudo”. La mujer evitó el castigo humillándose y “declarando 73
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fervorosamente” que trataría con mayor delicadeza a su marido Obadiah.34 En el periodo colonial no existía, o existía un concepto sumamente limitado, de lo que hoy llamamos delitos “sin víctima”. Si dos adultos quisieran apostar o tener relaciones sexuales, definiríamos su conducta como un delito “sin víctima” —suponiendo que fueran conductas delictuosas— dado que nadie obligó a otro a hacer algo en contra de su voluntad. Ya sea que aprobemos o no las relaciones sexuales, las apuestas o el consumo de bebidas alcohólicas, actualmente estas conductas son consideradas (por muchos) totalmente irrelevantes. Así pues, la sociedad debiera castigar únicamente aquellos delitos con víctimas: aquellos en que las personas sufren agravios contra su voluntad. Desde luego, los asuntos humanos suelen ser inconsistentes: muchas de las personas que aceptan beber, apostar o tener relaciones sexuales extramaritales son fervientes partidarios de castigar a un hombre que vende cocaína a un muy dispuesto comprador. Los colonos, particularmente en la Bahía de Massachusetts y en otras colonias puritanas, no conocían el concepto de delito “sin víctima”. Todos los actos malos eran delitos, hubiere o no consentimiento de los participantes. Dios juzgaría a las sociedades pecaminosas. En otras palabras, la fornicación no era para ellos un delito sin víctima; cuando dos personas se involucraban sexualmente, amenazaban a toda la comunidad; estaban atrayendo la ira de Dios sobre ellos mismos y sobre sus vecinos. Los colonos, especialmente en las colonias puritanas, con frecuencia castigaban cualesquiera violaciones al código moral. No hacían una distinción real entre pecado y delito. Los registros están repletos de castigos por fornicación, por vagancia, por no observar el Sabbath y por conductas similares. De hecho, como señalamos anteriormente, la fornicación era castigada con mucha frecuencia y era un delito cometido en su mayoría por sirvientes, 34 Smith, Joseph H. (ed.), Colonial Justice in Western Massachusetts (1639-1702): The Pynchon Court Record (1961), pp. 235 y 236.
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quienes eran castigados con multas y, en ocasiones, con azotes. Esporádicamente la corte ordenaba a la pareja contraer matrimonio. Estas eran comunidades pequeñas y cerradas —donde era (relativamente) fácil encontrar a un fornicador, ya que había pocos lugares para esconderse y muchos delatores y entrometidos—. Además, aparentemente existía un consenso general en torno a las normas en cuestión: la fornicación era un acto malo y debía ser castigado. Dos eran las condiciones fundamentales del sistema de justicia penal durante el periodo colonial: una comunidad pequeña y un consenso moral. Dichas condiciones se encuentran ausentes hoy en día. En 2001, una persona que camina por un parque en San Francisco y cree haber visto a dos personas teniendo relaciones sexuales entre los arbustos, los observaría, tomaría una foto o (probablemente) seguiría caminando. La vida en las grandes ciudades es totalmente impersonal, compleja y moralmente heterogénea. La lista de pecados no estaba limitaba a los pecados de la carne. También existían pecados contra la religión. Muchos colonos habían llegado al Nuevo Mundo escapando de la persecución religiosa, pero estaban convencidos que la suya era la única y verdadera religión y que les daba el derecho a perseguir a todos los demás. Por ejemplo, bajo las leyes de la Bahía de Massachusetts, los Jesuitas no eran admitidos en el territorio de Massachusetts; cualquier Jesuita debía ser desterrado; el castigo por reincidencia era (en teoría) la muerte. Existía una excepción para aquel Jesuita “arrojado a nuestras playas a causa de algún naufragio o accidente”, pero aun este desafortunado individuo podía permanecer únicamente hasta que tuviera “oportunidad para obtener un pasaje de salida”. La herejía era también delito y los herejes eran sentenciados al destierro. Hoy en día damos por hecho que la mejor manera de castigar a un delincuente es confinarlo en algún tipo de prisión. Sin embargo, ésta no fue la regla general sino hasta más tarde en el siglo XIX. Existían cárceles en la colonia, pero eran en su mayoría para deudores y personas que esperaban ser juzgadas por sus de-
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litos. En aquel entonces las cárceles eran construcciones decrépitas y no los grandes edificios del siglo XIX. Una sociedad pequeña, inclinada a regresar a los ofensores a la comunidad valiéndose de la vergüenza pública y el estigma para castigar el delito —y que sufría una importante escasez de mano de obra— no estaba en condiciones de encarcelar a sus ovejas negras. Por lo tanto, el castigo rara vez implicaba la pérdida de la libertad. Los castigos consistían en sanciones pecuniarias (multas), dolor físico (azotes), vergüenza pública (sentar al delincuente en la picota, por ejemplo) o, en casos extremos, el destierro o la muerte. El objetivo principal era deshonrar públicamente a quien se comportara mal. La comunidad jugaba un papel importante en la justicia penal. La humillación pública forzaría a los delincuentes a ver sus errores y los ayudaría a integrarse de nuevo a la comunidad —lo cual era un fin importante del sistema penal—. Por esta razón, el castigo se realizaba siempre de manera abierta y frente a una multitud; y los colonos utilizaban con frecuencia castigos que tenían como propósito avergonzar a los delincuentes —sentarlos en la picota, sumergirles la cabeza en cubetas de agua y otros tantos—. El objetivo era dar una lección —tanto al infractor como a la comunidad que observaba el castigo—. La horca era un espectáculo en sí misma; también se llevaba a cabo en público y frente a grandes multitudes. Frecuentemente el condenado pronunciaba algunas palabras desde la horca —confesando sus delitos, aconsejando a los espectadores a no seguir sus pasos y expresando alguna esperanza de salva- ción—. Así pues, la horca era también una especie de evento teatral —un drama didáctico—. En la década de 1660, conforme a una ley de Massachusetts en materia de robo y allanamiento, quien cometía alguno de dichos delitos por primera ocasión era “herrado en la frente con la letra B”;* el delincuente reincidente era herrado de nuevo y azo* Nota del traductor. La letra “B” hacía referencia al término anglosajón burglar, que significa ladrón.
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tado en forma sonora; y aquél que cometía el delito por tercera ocasión era “ejecutado, por ser incorregible”.35 Nótese que los castigos eran corporales y dejaban marcas visibles. Nótese también que la muerte estaba reservada como castigo para aquellos casos sin remedio. Marcar a una persona con un hierro candente era un castigo frecuente; por ejemplo, en el año de 1773, un ladrón en Connecticut fue marcado en la frente con una B y le fue cortada una de las orejas como castigo adicional.36 La famosa “letra escarlata” por el delito de adulterio es otro ejemplo de la costumbre de marcar e identificar públicamente a un delincuente. En Richmond, Virginia, en 1729, un esclavo afroamericano llamado Tony fue acusado de perjurio; el alcalde ordenó “clavar una de sus orejas a la picota y dejarlo de pie por…una hora, para después cortarle dicha oreja”; después de una segunda hora, el esclavo perdería la otra oreja. Además, recibió treinta y nueve azotes.37 En Carolina del Norte, la castración también fue empleada como castigo para los esclavos.38 Los colonos se percataron que no todos los delincuentes respondían o podían responder al castigo y que algunos eran incorregibles. Estas eran las personas que debían que ser desterradas o ejecutadas: delincuentes reincidentes, por ejemplo. Las brujas estaban ciertamente en esta categoría —si una mujer había vendido su alma al diablo, estaba perdida para siempre—. No había forma de reincorporarla a la sociedad; por lo tanto, la sociedad estaba en libertad para deshacerse de ella. Todas las colonias reconocieron y utilizaron la pena de muerte, lo que en la práctica significó la existencia del verdugo. Ocasionalmente se utilizaban otros métodos —por ejemplo, en el año de 1731, una mujer fue quemada hasta la muerte en Pennsylvania por Laws and Liberties of Massachusetts (1648), p. 3. Friedman, Lawrence M., Crime and Punishment in American History (1993), p. 40. 37 Citado en idem. 38 Véase Marvin L. Michael Kay y Lorin Lee Cary, Slavery in North Carolina, 1748-1775 (1995), p. 112. 35 36
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asesinar a su marido— pero no eran frecuentes. Existían en las colonias menos delitos castigados con pena capital que en Inglaterra y los colonos parecían utilizar la pena de muerte con menor frecuencia. En Inglaterra, si un sujeto robaba bienes con valor superior a cierta cantidad, podía ser colgado por ello; en las colonias, los delitos contra la propiedad se castigaban con pena de muerte únicamente en el caso de infractores reincidentes. Un estudio sobre Pennsylvania durante la colonia39 identificó 141 casos de condenados a muerte hasta la Revolución —casi un siglo— de los cuales 41 fueron perdonados y 26 suspendidos o cancelados. La cifra de ejecutados parece haber sido 74, lo que implica menos de una ejecución por año. Estas cifras de Pennsylvania no incluyen las muertes de esclavos afroamericanos, que se manejaban en forma separada; sin embargo, no había tantos esclavos en Pennsylvania y probablemente sólo unos cuantos fueron ejecutados. Desde luego, la situación era muy diferente en las colonias sureñas. En dichas colonias, la pena capital era mucho más frecuente; muchos de los condenados eran esclavos y, aun sacándolos del conteo, el sur seguía siendo más sanguinario que el norte. La pena capital no era frecuente en la Bahía de Massachusetts. Aparentemente sólo hubieron quince ejecuciones antes de 1660 (la población, ciertamente, era pequeña) de entre los cuales cuatro fueron por homicidio, dos por infanticidio, tres por delitos sexuales y dos por brujería. Cuatro cuáqueros fueron también ejecutados. Cincuenta y seis ejecuciones se llevaron a cabo entre 1630 y 1692. Durante los famosos juicios por brujería en Salem en la década de 1690, diecinueve personas fueron ejecutadas, dos murieron en prisión y un hombre, Giles Corey, fue aplastado bajo piedras hasta la muerte porque se rehusó a declararse culpable o a testificar.40 39 Teeters, Negley K., “Public Executions in Pennsylvania: 1682-1834”, en Eric H. Monkkonen, (ed)., Crime and Justice in American History: The Colonial and Early Republic, vol. 2 (1991), pp. 756, 790, 831y 832. 40 Friedman, Crime and Punishment in American History, pp. 42, 44-46.
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Gran parte del sistema colonial nos parece muy extraño hoy en día. Massachusetts castigaba delitos que nosotros no castigamos, e incluso castigaba algunos (como la brujería) que creemos fueron siempre inventos de la imaginación. En cierto sentido, el sistema era menos técnico que el nuestro; pero en otro, se encontraba lleno de tecnicismos que hemos dejado atrás. El sistema colonial se encontraba menos dominado por abogados que el moderno. No obstante todo lo anterior, algunos otros aspectos de la justicia penal nos resultan muy familiares en la actualidad. Por ejemplo, a pesar de algunos contoneos, el sistema de juicio ante jurado se encontraba en pleno uso en las colonias. Además, muchas instituciones coloniales —la acusación por un gran jurado y el examen de los testigos, por mencionar algunos— se utilizan actualmente. Así pues, la justicia criminal es una historia tanto de continuidad como de cambio. CRIMEN Y CASTIGO EN EL SIGLO XIX Después de la guerra de independencia, y especialmente durante el siglo XIX, se produjeron innovaciones importantes en el sistema de justicia penal. Dos innovaciones particularmente importantes fueron: la creación de la penitenciaría y el desarrollo de las fuerzas policiales urbanas. Como señalamos con anterioridad, el colono delincuente era azotado, multado, marcado, desterrado y hasta colgado, pero no encarcelado. La teoría del delito durante la colonia ponía gran énfasis en el castigo ante y por la comunidad. El sistema parecía funcionar, en mayor o menor medida, en comunidades pequeñas, cerradas y jerárquicamente organizadas. Sin embargo, para la época de la revolución, los pilares de dicho sistema estaban desmoronándose. La población crecía rápidamente, las ciudades también y estaban llenándose con pobladores muy distintos a los de las devotas comunidades de Nueva Inglaterra: pendencieros, obscenos y tumultuosos. Los motines y disturbios eran frecuen-
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tes. Esta situación dio lugar a la creación de los sistemas penitenciario y policial. En las ciudades grandes, las personas decentes sentían (naturalmente) que la comunidad en general —el pueblo, la plebe— ya no era un auxiliar viable y útil para la administración de la justicia penal. La comunidad ya no era el remedio para la desviación sino, en todo caso, la causa. A partir de esta idea se formó la penitenciaría, que fue diseñada para alejar a los criminales de la sociedad, para sujetarlos a una disciplina férrea y cambiar radicalmente sus hábitos y su estructura mental. También en el periodo posrevolucionario, los estados (especialmente en el norte) disminuyeron el uso de la pena capital. Hasta cierto punto, la penitenciaría fue un sustituto del verdugo. La clásica penitenciaría —Cherry Hill en Pennsylvania (en el año de 1829) es un buen ejemplo— era radicalmente distinta de las ruinosas cárceles del periodo colonial. Cherry Hill era un edificio de dimensiones masivas, una construcción solemne, rodeada de muros elevados, imponente e impenetrable. Los reclusos estaban confinados en celdas individuales y las celdas estaban organizadas en bloques alrededor de un centro común. Guardias armados vigilaban las cercas. Los reclusos estaban completamente solos y en silencio absoluto; tenían prohibido hablar. El orden y la disciplina eran aspectos clave de la vida en prisión. Los reclusos vestían uniformes y llevaban el cabello corto. En las grandes penitenciarías, todos los reclusos vestían iguales, comían a la misma hora, se desplazaban marchando y se iban a la cama al mismo tiempo. En algunas prisiones, los reclusos trabajaban en sus celdas; en otras, trabajaban fuera de ellas pero siempre en silencio. Seguían siempre la misma rutina aburrida y monótona, día tras día. Las cartas eran censuradas y las visitas restringidas. Esta radical separación, este rompimiento de lazos con el mundo exterior, era la clave —se creía— de la rehabilitación. La penitenciaría reformaría al hombre y, después de tomar esta radical medicina, estaría listo para salir de nuevo al mundo.
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Después de la Revolución, y especialmente a principios del siglo XIX, se realizó un esfuerzo considerable para hacer el sistema más racional. El derecho penal de los estados fue reducido a un “código” y aquello que no estuviera previsto en dicho código no era considerado delito. Esto significó el fin de la doctrina del delito jurisprudencial (common law crime).* Los delitos jurisprudenciales eran aquellos que no estaban contemplados en ninguna ley en sentido formal ni legislados en forma alguna. En pocas palabras, eran delitos creados por los órganos judiciales —como el derecho de daños y el derecho contractual—. Sin embargo, la justicia penal era considerada un asunto diferente y más delicado. Una cosa era que los jueces moldearan las reglas aplicables a las fracturas de huesos o a los acuerdos para vender un caballo y otra muy distinta era otorgarles autoridad para enviar a una persona a prisión u ordenar su ejecución por una conducta que no estaba claramente prevista en una ley en sentido formal. La generación revolucionaria reaccionó contra la imagen del sistema de justicia británico —un sistema sumamente arbitrario y sumamente jerárquico para el gusto más republicano de los estadounidenses—. CORRECTIVOS Y SANCIONES Hasta el siglo XIX, la “policía” de las ciudades y los pueblos no eran sino cuadrillas de alguaciles y vigilantes nocturnos —un sistema bastante endeble e ineficiente—. Las personas respetables consideraban esta situación totalmente inapropiada para una época de violencia urbana. Londres creó un cuerpo policiaco metropolitano en 1829 que sirvió como modelo para los Estados * Nota del traductor. En la locución common law crime, la expresión common law debe entenderse en su acepción restringida (véase nota del traductor de la página 6 al capítulo primero de esta obra), es decir, se refiere a aquellos delitos creados a partir de resoluciones judiciales, en contraposición a los delitos previstos en los códigos emanados de las legislaturas (statutory crimes).
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Unidos. Nueva York fue pionero al establecer un cuerpo policiaco y otras ciudades no se quedaron atrás —Boston, Philadelphia y, posteriormente en la década de 1850, ciudades como Nueva Orleáns, Chicago y Cincinnati—. Para fines del siglo XIX, la mayoría de las ciudades estadounidenses tenían cuerpos policiacos. La policía vestía uniformes y portaba escudos: era una especie de cuerpo paramilitar activo las veinticuatro horas del día. Desafortunadamente, la similitud entre el cuerpo policiaco y el ordenado y disciplinado ejército terminaba en el uniforme y el escudo. Había cierto movimiento a favor de la profesionalización del cuerpo de policía; no obstante, en la mayoría de las ciudades, los ciudadanos se apoderaron de la policía y la utilizaron a su antojo, de tal forma que dicha institución difícilmente era un modelo de legalidad y decoro. La corrupción y la brutalidad estaban a la orden del día. Este fue el caso, particularmente, durante el siglo XIX. La clásica penitenciaría también sufrió cambios drásticos más tarde durante dicho siglo. El puritanismo y el rigor de antaño no duraron mucho tiempo. El sistema basado en el silencio fue desechado pronto; dependía de tener a cada recluso encerrado en su propia celda, lo cual era un prerrequisito costoso. El sistema penitenciario se había basado en una estricta disciplina y un orden absoluto. Todos los reclusos eran tratados por igual. No obstante, los criminólogos de la época estaban ya ansiosos por hacer distinciones entre los diferentes tipos de reclusos. La penitenciaría fue parcialmente reemplazada por “reformatorios”, que eran menos severos y restrictivos que la típica penitenciaría y estaban más enfocados hacia la rehabilitación. Elmira, en Nueva York, abrió sus puertas en 1876 y fue uno de los primeros ejemplos de reformatorio. Elmira era una institución para delincuentes jóvenes (aunque no necesariamente menores de edad). Los reformatorios dividieron y clasificaron a los reclusos, les asignaban buenas (o malas) calificaciones por su conducta, premiando las buenas y sancionando las malas. Por ejemplo, en Massachusetts en 1920, los reclusos recibían “créditos” por su buena conducta; un buen puntaje hacía al recluso merecedor a un uniforme con
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rayas amarillas y un puntaje malo lo hacía acreedor a un uniforme “radiante, color rojo cardenal”, además de reducir sus oportunidades para una libertad anticipada.41 A finales del siglo XIX, las autoridades de las prisiones y los criminólogos se preguntaban: ¿cómo podemos separar aquellos reclusos que pueden ser reformados, redimidos y reincorporados a la sociedad, de aquellos que no pueden serlo? Una posible solución era la llamada sentencia indeterminada (indeterminate sentence). La idea era sencilla: cuando un sujeto era condenado por un delito, el juez no podía imponer una sentencia decisiva y categórica. Por el contrario, el sujeto sería enviado a prisión por un plazo mínimo —generalmente un año—. Al término de dicho plazo, las autoridades de la prisión que habían tenido oportunidad de vigilar al recluso y observar su comportamiento, decidían su destino a largo plazo. La primera ley general sobre sentencias indeterminadas fue promulgada por el estado de Nueva York en 1889. Muchos otros estados siguieron este camino a principios del siglo XX. Existieron otras innovaciones similares. Una de ellas fue la posibilidad de acreditar buen comportamiento para acortar el plazo de la condena en prisión. Otra fue la libertad bajo palabra (parole). La libertad bajo palabra fue un sistema que permitió a los reclusos abandonar la prisión antes de cumplir el plazo de su condena, sujeto a ciertas condiciones y (teóricamente, al menos) bajo supervisión. Existieron ejemplos anteriores, pero la libertad bajo palabra no echó raíces sino hasta 1870. Para 1898, veinticinco estados permitían la libertad bajo palabra. Conforme a la ley de sentencias indeterminadas y la libertad bajo palabra, si dos sujetos entraban juntos a una tienda para robar y eran atrapados, juzgados y sentenciados, era muy probable que pasaran en prisión plazos distintos por (exactamente) el mismo hecho delictuoso. Uno de ellos podía ser encarcelado por uno 41 Véase Glueck, Sheldon y Glueck, Eleanor, Five Hundred Criminal Careers (1930), pp. 31 y 32.
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o dos años y el otro por diez o más. No obstante, dicha circunstancia no era considerada un defecto del sistema, sino precisamente lo contrario. El propósito de estos instrumentos era desviar el énfasis del hecho delictuoso y ponerlo sobre el sujeto delincuente —sobre su carácter, su personalidad y su propensión hacia el bien o el mal—. Desde luego, el giro fue relativo: todavía importaba (y mucho) si el delito era la falsificación de un cheque o un homicidio a sangre fría. Otra reforma con el mismo propósito fue la incorporación de la libertad condicional (probation) —para menores y mayores de edad—. La libertad condicional para mayores de edad se incorporó al derecho del estado de California en 1903. Conforme al sistema de libertad condicional, un sujeto sentenciado por la comisión de un delito es relevado de la pena privativa de libertad a cambio de un cierto periodo de supervisión por un oficial de libertad condicional. En otras palabras, es una especie de libertad bajo palabra otorgada por anticipado. Este sistema de justicia penal enormemente humanizado —que relevó a miles de hombres y mujeres de los terrores y torturas de la prisión— introdujo otro elemento arbitrario cuando otorgó poder al oficial de libertad condicional. La libertad condicional era principalmente para los delincuentes de primera ocasión y para aquellos hombres y mujeres que se declaraban culpables. Aún así, el destino del inculpado radicaba en el reporte de libertad condicional —el cual, en ocasiones, era un caldo rico en cotilleos, estereotipos, comentarios de vecinos y patrones, mencionaba si otros miembros de su familia bebían o no, o si tenían o no malos hábitos o no y demás cuestiones similares—. El contenido de dicho reporte no podía ser cuestionado o impugnado y no estaba sujeto a las reglas probatorias. Así las cosas, en 1907, un acusado en California fue condenado por sus malos hábitos, tal como se hizo constar en su reporte de libertad condicional: masturbación (“desde los 14 años aproximadamente”) y tres visitas a un burdel; era además “apasionado del teatro” y, quizás peor aún, no
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tenía “tarjeta de biblioteca”.42 Aquellos acusados que venían de “buenas familias” y tenían trabajos y hábitos de la clase media, corrían con mejor fortuna que los inmigrantes, los sujetos con pasados de pobreza, o con familias de dudosa reputación y sin proyectos de vida. Otra reforma importante fue el surgimiento de la corte juvenil alrededor de 1900. Durante un largo periodo muchos pensaban que no era apropiado mezclar a delincuentes juveniles con delincuentes viejos y amañados; las prisiones eran, en cierta forma, escuelas del delito. En ciertos estados, los delincuentes juveniles eran enviados a reformatorios —que eran instituciones especialmente diseñadas para ellos—; y existían también sitios especiales para delincuentes juveniles, conocidos como “hogares industriales” o con algún nombre parecido. Para fines de siglo XIX, había no menos de ochenta y ocho reformatorios a lo largo del país. No obstante lo anterior, al final del día estas instituciones aún eran prisiones y los jóvenes eran enviados a ellas después de un juicio común, ante una corte común, con un juez común y conforme a una sentencia común. Por el contrario, la corte juvenil —la primera estuvo en el condado de Cook, Illinois (Chicago), a principios del siglo XX— se basó en una idea completamente diferente; y definitivamente no eran cortes penales. No había un jurado y (normalmente) tampoco abogados. No se aplicaban las estrictas reglas probatorias. La cuestión ante el juez de una corte juvenil era (teóricamente, cuando menos): ¿cómo podemos ayudar a este joven con problemas? La corte juvenil no sólo era para delincuentes; también se encargaba de niños abandonados, de niños con padres negligentes y abusivos, de niños que “vivían en casas de mala reputación”, que mendigaban, o vendían cosas en las calles.43 Aun los niños infractores eran juzgados en forma distinta a los 42 Citado en Friedman, Lawrence M. y Percival, Robert V., The Roots of Justice: Crime and Punishment in Alameda County, California, 1870-1910 (1981), p. 233. 43 Laws Ill. 1899, p. 131.
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adultos; podían realizar las mismas conductas sancionadas para delincuentes adultos sin que fueran consideradas delitos. Un niño que robaba era un infractor; pero también lo era un niño haragán, o aquel que era “incorregible,” o aquel que desobedecía a sus padres o pasaba la noche con malas compañías. Ninguna de estas conductas se encontraba prevista en el código penal —ya que los adultos no tenían que ir al colegio ni obedecer a sus padres—. Existe gran cantidad de literatura sobre el movimiento de “rescate infantil” y el auge de la corte juvenil. En un muy conocido libro, Anthony Platt argumenta que el movimiento fue mucho menos humanitario de lo que parecía. Para Platt, dicho movimiento fue, en cierta forma, una herramienta para mantener el control sobre las familias de la clase trabajadora. Su impulso principal era “autoritario”; creó nuevas formas de conducta que consideró desviadas y las ejerció únicamente para “familias de clase baja”.44 Platt pudo haber tenido razón, sin embargo, los registros muestran una situación más compleja y matizada. En California, por ejemplo, los padres inmigrantes hacían uso frecuente de la justicia juvenil. Eran padres frustrados y asombrados por el comportamiento de los niños rebeldes y americanizados; chicos que vagaban en pandillas, chicas que estaban fuera de casa por la noche y eran sexualmente activas. Desesperados, estos padres recurrían al Estado. En 1907, Bartolomeo Comella, un viudo del condado de Alameda, California, se quejó que su hijo Salvatorio, de quince años, estaba fuera de casa “tarde por la noche” y se rehusaba a decir a su padre dónde había estado. La hija de Louise Rolland era “incorregible” y, a sus trece años, andaba con “tipos malos y disolutos”.45 Todo esto bien pudo ser una lucha o un malentendido entre clases, sin embargo, de naturaleza distinta a la que describió Platt. 44 Platt, Anthony M., The Child Savers: The Invention of Delinquency (1969), p. 135. 45 Citado en Friedman y Percival, The Roots of Justice, pp. 223 y 224.
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Todas las reformas arriba mencionadas tenían algo en común: ajustaban la justicia al caso concreto, individualizándolo —cuando menos, más de lo que se había hecho hasta entonces—. En general, cuando el “problema penal” parece relativamente moderado, la sociedad estadounidense muestra cierto deseo de experimentar con este tipo de políticas penales —políticas que ponen énfasis en el delincuente, que individualizan—. Sin embargo, cuando la sociedad está obsesionada con el crimen, cuando está temerosa de él y éste es un asunto importante, el énfasis regresa a la infracción —a la conducta delictiva—. Como veremos, esto sucedió en los años que siguieron a 1950. Independientemente de cualesquiera otros logros, para fines del siglo XIX y principios del XX, estas reformas eran parte de una tendencia a largo plazo para hacer la justicia penal más científica, más profesional. Otra señal fue la lucha por desarrollar el concepto de demencia. ¿Podía una persona ser condenada únicamente si estaba mentalmente sana? Pero, ¿qué es la cordura?, ¿cómo podemos saber si alguien está cuerdo o padece demencia? Las llamadas reglas de McNaghten, importadas de Inglaterra, definían la demencia (en gran medida) en términos cognoscitivos: ¿sabía la persona lo que estaba haciendo y era capaz de distinguir entre el bien y el mal? Sin embargo, los especialistas en padecimientos mentales lidiaron con esta definición y, con frecuencia, la encontraron insuficiente. La demencia fue la cuestión central en el juicio de Charles Guiteau, en 1881.46 Guiteau disparó contra el presidente James A. Garfield en la estación de trenes de Baltimore y Potomac, en Washington, D. C.; dos meses después, Garfield murió por las heridas causadas por los disparos. Conforme a los estándares modernos, Guiteau sería claramente un loco y su extraño comportamiento antes, durante y después del juicio eran pruebas sólidas. La locura era su única defensa, puesto que era evidente que él había sido quien disparó contra el presidente. Los médicos en ambos lados del juicio debatieron al 46
Véase Rosenberg, Charles E., The Trial of the Assassin Guiteau (1968).
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respecto pero, como sucede con frecuencia en la justicia penal, al final no fue la ciencia sino las emociones del jurado las que prevalecieron. Los doce miembros del jurado condenaron a Guiteau y fue ejecutado en la horca. El poder del jurado es aún más evidente en aquellos casos que involucran la llamada “ley no escrita”. En 1859, Daniel Sickles, un congresista del estado de Nueva York, fue juzgado por homicidio en Washington D. C. Sickles tenía una joven esposa y esta tomó por amante a Philip Barton Key (el padre de Key, Francis Scout Key, escribió The Star-Spangled Banner, el himno de los Estados Unidos). Cuando Sickles se enteró del amorío de su esposa, mató a Key. Los abogados de Sickles tenían muy pocos argumentos jurídicos para defender a su cliente. Lo mejor que podían hacer era solicitar que se declarara su demencia temporal —un argumento bastante endeble—. Key había engañado y traicionado a Sickles, seduciendo a su mujer. El adúltero merecía morir. El jurado absolvió a Sickles sin mayor dilación.47 Estos casos —y muchos otros— demuestran el enorme poder del jurado en nuestro sistema de justicia. El jurado es, en muchos sentidos, una institución peculiar. La mayoría de los sistemas legales no tienen un jurado; depositan su confianza en profesionales —jueces entrenados y con experiencia—. Desde luego (en teoría), el jurado no tiene injerencia en cuestiones jurídicas; recibe el derecho a través de “instrucciones” del juez. Un jurado actúa indebidamente —de hecho, “fuera de la ley”—si toma una decisión basándose no en derecho sino en emociones, pasiones o intuiciones. No obstante, el sistema está organizado de tal forma que estas acciones “fuera de la ley” no pueden prevenirse —ni siquiera pueden ser detectadas—. El jurado delibera en secreto y a puertas cerradas; nunca da razones de sus acciones o decisiones; nunca da explicaciones. Su palabra es un mandato absoluto. El gran sociólogo del derecho Max Weber consideraba al siste47 Sobre el juicio, véase Brandt, Nat, The Congressman Who Got Away with Murder (1991).
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ma de jurado totalmente irracional, no muy distinto a consultar a un oráculo, o a descifrar los órganos internos de los pájaros. Sin embargo, un sistema así de estructurado no es ni puede ser accidental. Debe tener una función social. Lo que el jurado hace posible es la aplicación de las “leyes no escritas”, como en el caso Sickles. El jurado es la voz de la colectividad —una voz más dura en ciertas ocasiones y más clemente en otras, que la voz del derecho formal—. El jurado es algunas veces el freno de la tiranía, otras es tiránico en sí mismo —como cuando los jurados sureños (conformados exclusivamente por personas de raza blanca) se negaban repetidamente a condenar a aquellos hombres que mataban o lesionaban a personas de raza negra—. El delito ha sido siempre un juego de hombres y continúa siéndolo. Frecuentemente las víctimas son mujeres, pero rara vez son mujeres quienes roban, asaltan o matan. Los hombres cometen más homicidios que las mujeres y se matan entre sí con mucha mayor frecuencia. Son y siempre han sido hombres quienes se acuchillan, se disparan y se mutilan el uno al otro. En consecuencia, los hombres son enviados a prisión con mucha mayor frecuencia que las mujeres. En 1899, en Georgia había 71 reclusas estatales del sexo femenino y más de 2,000 hombres. Lo mismo sucedía en otras prisiones. La reclusión también estaba sesgada en términos raciales, especialmente en el sur. En Georgia, en 1899 únicamente 3 de un total de 71 mujeres eran blancas y, entre los hombres, 1,885 eran de raza negra y sólo 245 eran de raza blanca.48 LA PENA DE MUERTE (SIGLO XIX) A principios de siglo XIX, existía una fuerte reacción contra la pena de muerte entre las personas que se consideraban ilustradas. La creación de la penitenciaría era, como señalamos, una búsqueda de algo que reemplazara la ejecución de los delincuen48
2d. Ann. Rpt., Prison Comm. of Ga. (1899), p. 21.
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tes. Muchos estados limitaron la aplicación de la pena de muerte, reduciendo la larga lista de delitos con pena capital. En algunos estados prácticamente sólo el homicidio calificaba para el castigo máximo; algunos cuantos estados (Michigan, Wisconsin) eliminaron la pena de muerte por completo. Hubo también un movimiento (exitoso) para terminar con las ejecuciones públicas. Las élites consideraban estos espectáculos bárbaros —ya que apelaban al deseo de sangre de la muchedumbre—. En el periodo colonial, los ministros de la iglesia y otros ciudadanos respetables sentían que el drama de un ahorcamiento (con un buen discurso de arrepentimiento desde la horca) incidía en la moral pública. Pero las élites del siglo XIX no veían sino problemas en estos espectáculos al aire libre. Las grandes ciudades con muchedumbres indómitas eran muy diferentes de las comunidades pequeñas y temerosas de Dios del siglo XVII en Massachusetts. Los estados comenzaron a eliminar las ejecuciones públicas —Nueva York lo hizo en 1835—. Para fines de siglo, la ejecución pública estaba extinta —al menos como instrumento formal y legal—. Sin embargo, se encontraba vigente en el oeste (de manera no oficial) bajo el carácter de justicia de vigilantes. En el sur sobrevivió bajo la diabólica forma del derecho de linchamiento. Algunos estados siguieron ejecutando hombres públicamente. De hecho, la última ejecución pública en los Estados Unidos fue la de un hombre negro, Rainey Bethea, el 14 de agosto de 1936, en Owensboro, Kentucky. Entre diez y veinte mil personas acudieron a verlo morir.49 El método legal de una ejecución seguía siendo el mismo: colgar a los delincuentes del cuello hasta que murieran. Después de que los estados abolieran las ejecuciones públicas, las horcas se localizaban en el patio de la cárcel local. Estas ejecuciones eran más privadas que en una plaza pública; sin embargo, los patios aún podían albergar un número considerable de personas —sin 49 Bessler, John D., Death in the Dark: Midnight Executions in America (1997), pp. 32 y 33.
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mencionar a los chicos que trepaban a los árboles y a los techos de las casas vecinas para ver el espectáculo—. Posteriormente, la tecnología vino al rescate con el invento de la “silla eléctrica”. Nueva York fue el primer estado en utilizar este método en 1880 y William Kemmler fue el primer hombre en morir en “la silla”; lo que difícilmente puede considerarse un honor. La Suprema Corte confirmó el derecho del estado a dar muerte a Kemmler de esta forma, desestimando los argumentos de su abogado quien aducía que la silla eléctrica era una pena cruel e inusitada. En California, cada condado colgaba a sus delincuentes hasta 1893 y, a partir de entonces, las ejecuciones se concentraron en la penitenciaría de San Quentin. Alrededor de 1920, aproximadamente quince estados habían optado por la silla eléctrica. La horca estaba en vías de extinción. La silla eléctrica era una ejecución más privada y (teóricamente) más humana. Sin embargo, la propia silla eléctrica fue superada por la cámara de gas y, posteriormente, por la inyección letal (curiosamente, en Utah la horca sigue siendo una alternativa de ejecución —otra es el fusilamiento por un pelotón—). El uso de la pena de muerte continuó en declive durante el siglo XIX y entrado el siglo XX. La tendencia de limitarla a unos cuantos delitos continuó también. En 1892, el gobierno federal redujo a tres el número de delitos federales con pena capital: traición (a la patria), homicidio y violación. En la década de 1910, cerca de cien personas eran ejecutadas al año en los Estados Unidos; después, las cifras comenzaron a bajar. Pudiéramos haber pensado que la pena de muerte estaba en vías de extinción pero, como veremos, éste no fue el caso. OPERACIÓN DEL SISTEMA DE JUSTICIA PENAL En cierta forma, es engañoso hablar de un “sistema” de justicia penal. El término “sistema” implica orden —jerarquía y clara delimitación de facultades—. En el ejército un general da una or-
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den y los oficiales bajo su mando la transmiten hacia abajo hasta llegar a los soldados rasos; en cualquiera de los niveles no queda más alternativa que obedecer. Por supuesto, en la práctica el ejército no funciona necesariamente en esta forma; y el sistema de justicia penal ni siquiera en teoría. De hecho, nadie está realmente a cargo de él; no existe un general que ordene. La legislatura expide leyes pero no es responsable de su ejecución. La policía arresta, pero son los fiscales del estado quienes deciden contra quién ejercen acción penal; sin embargo, los fiscales no deciden a quién arresta la policía. Los fiscales del estado pueden ejercer la acción penal, pero el juez puede dejar libre al inculpado; y también puede hacerlo el jurado. Y la historia continúa. Además, no existe un sistema (o un no-sistema siquiera) único y unificado. Existen, de alguna manera, tres capas distintas de justicia penal, una encima de la otra, como en un pastel; y así ha sido por mucho tiempo. En la parte baja, cual sótano del sistema de cortes penales, se encuentran las cortes encargadas de los delitos menores. Una interminable procesión de ebrios, sujetos involucrados en riñas, prostitutas, vagos y otros delincuentes menores desfilan frente a jueces que conocen cientos de casos por día. Éstas son las llamadas cortes de jueces de paz, cortes de policía o cortes municipales —su nombre varía—. En dichas cortes el proceso es ágil y sumario. No hay abogados a la vista. Los castigos son habitualmente pequeñas multas y apercibimientos en el reclusorio del condado. En un caso típico (embriaguez, por ejemplo) se impone una pequeña multa pero, dado que muchos de los ebrios no pueden pagarla, pasan un tiempo breve en el reclusorio o en el centro de detención local. Lo que se sanciona en estas cortes son faltas al orden público —riñas de cantina, embriaguez, pedir limosna en forma agresiva, ofrecer favores sexuales y “perturbar la paz pública”—; y la policía y los jueces actúan en forma parecida a los oficiales de tránsito, cuya labor consiste básicamente en mantener los sitios públicos libres de disturbios y altercados. De hecho, durante el siglo XX, las cortes más ocupadas y de mayor número fueron las cortes para viola-
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ciones de tránsito. Estas cortes procesan miles y miles de casos, día tras día. Por lo que se refiere a ciertas conductas sancionadas —multas por exceder el límite máximo de tiempo para estacionarse— difícilmente podemos hablar de “casos”. Los infractores reciben una multa y, refunfuñando, envían un cheque a la corte local. Por encima de estas cortes está la capa media —las cortes que conocen de los delitos comunes de cierta gravedad—. En ellas son procesados los robos, asaltos, falsificaciones y violaciones; en general, los casos que comúnmente se conocen como “felonías” (felonies). Una “felonía” es un delito mayor —es difícil proporcionar un concepto, ya que cada estado tiene su propia definición de dicho término—. Por ejemplo, en Idaho, una felonía “es un delito sancionable con la muerte o con privación de libertad en una prisión estatal”; las infracciones sancionadas con multas o privación de libertad en la cárcel del condado son consideradas delitos menores (misdemeanors).50 Además, algunos estados dividen las felonías en “clases”, dependiendo de la gravedad del delito o de la pena. La mayoría de las felonías que se someten a proceso —dos terceras partes, aproximadamente— son por robo menor, robo mayor, fraude y otros delitos patrimoniales. El resto son, en su mayor parte, delitos contra las personas (violación, robo con violencia, homicidio, lesiones con arma mortal, etcétera). Los juicios por felonías son competencia de los jurados; pero ésta es una competencia que va desapareciendo. La mayoría de estos casos nunca se presentan ante un jurado. El juicio ante jurado es una historia que ha ido cuesta abajo por un largo periodo. De hecho, este declive fue una de las tendencias más notables de la justicia penal del siglo XIX. ¿Qué figura vino a reemplazar al juicio ante jurado? En gran medida, la declaración de culpabilidad (guilty plea). Bajo esta figura el acusado no era llevado a juicio porque admitía ser culpable, eliminando la necesidad del jurado y de una batalla entre 50
Idaho Code sec. 18-111 (Michie, 1997).
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abogados. Con el tiempo, más y más acusados se declararon culpables. Sin duda, algunos de estos acusados cedían al sentirse avergonzados y arrepentidos. Sin embargo, la gran mayoría de ellos se declaraban confesos como parte de un acuerdo —el proceso de negociación con el fiscal conocido como plea bargaining—. El acusado reconocía la comisión del delito y, a cambio, el fiscal accedía a retirar ciertos cargos, a presentar cargos por un delito menor en lugar de hacerlo por una felonía, o a solicitar una sentencia atemperada. Los orígenes del plea bargaining son un tanto desconocidos; aparentemente comenzó en algún momento durante el siglo XIX.51 Para 1900, en el Condado de Nueva York (Manhattan), el número de delincuentes sentenciados mediante declaraciones de culpabilidad era tres veces mayor que los sentenciados por jueces o jurados.52 Este esquema era siempre una herramienta útil para los fiscales y se volvió más frecuente en el siglo XX. Para finales del siglo XX, el uso de este esquema era epidémico; en ciertas jurisdicciones, el 90% o más de las condenas por felonías se producían de esta forma y el juicio ante jurado quedó reducido a un pequeño vestigio de lo que fue alguna vez. ¿Cuál fue el elemento tan atractivo del plea bargaining? Muy simple, implicaba un enorme ahorro para los fiscales en tiempo, dinero y esfuerzo. Para los acusados, el atractivo era una sentencia más benéfica o quizás, evitar una sentencia. Sin embargo, el plea bargaining es controversial. Ha sido atacado por la izquierda y por la derecha del espectro político. Para quienes abogan por la ley y el orden, es abominable dado que es benevolente con los delincuentes (o eso piensan); para quienes abogan por los derechos de los acusados, es objetable ya que reemplaza un juicio justo con un regateo injusto e irresponsable. No obstante, el plea bargaining es diabólicamente difícil de erradicar. Es, cuando 51 Véase Fisher, George, “Plea Bargaining’s Triumph”, Yale Law Journal 109:855 (2000). 52 Train, Arthur, The Prisoner at the Bar (1906), p. 226.
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menos, un intento por resolver un problema recurrente en la justicia penal: cómo manejar casos rutinarios sin saturar el sistema. No debemos suponer que antes del surgimiento del plea bargaining tuvimos una época de oro del juicio ante jurado. Antes del plea bargaining, la regla era un juicio —pero, con frecuencia, no era más que un proceso atropellado y superficial—. El verdadero resultado del surgimiento del plea bargaining fue un sistema mucho más administrativo y mucho más superficial que la imagen convencional de un juicio. Dicha imagen —y no existe mejor ejemplo que el juicio de O. J. Simpson— sólo corresponde a un número pequeño y selecto de casos importantes que ocurren en la capa superior del sistema. En dichos casos se abre paso el debido proceso. Estos famosos o espeluznantes casos dominados por abogados no dejan piedra sin levantar y se valen de cualquier instrumento disponible. El jurado es cuidadosamente seleccionado. De hecho, el proceso de selección puede tomar días. Durante el juicio, desfilan testigos ante la corte y son examinados tanto por el fiscal como por la defensa. En realidad, los juicios comunes y corrientes, incluso los juicios ante jurado, toman muy poco tiempo; sin embargo, casos importantes pueden durar semanas o meses. El juicio de Guiteau duró diez semanas y uno de los abogados presentó sus argumentos durante cinco días. Éste es el tipo de casos que crean en el público la imagen que tiene de los juicios penales; éstos son los casos sobre los que el público lee en el periódico, los que vemos en la televisión. Son casos importantes porque ponen un espejo frente al rostro de la sociedad; son dramas, son puestas en escena que presentan en vivo las normas y los valores de la sociedad para su discusión y debate. Posiblemente el caso más famoso del siglo XIX fue el juicio de Lizzie Borden, acusada de matar a su padre y a su madrastra, cuyas cabezas partió con un hacha, en un día caluroso en Fall River, Massachusetts. El juicio causó enorme sensación. ¿Por qué? Porque una forma de vida y un número de presupuestos eran sometidos a juicio. Lizzie Borden era una mujer soltera que acudía a misa y pertenecía a una familia prominente. Acusar a dicha
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persona de tan espantoso crimen era sugerir que existía un hirviente caldero de corrupción y patología bajo la dócil superficie de la vida burguesa. Era sugerir que su forma de vida era sofocante y frustrante —que su respetabilidad era una especie de prisión que la volvió loca—. El caso orilló a la gente a pensar lo inconcebible. De hecho, fue inconcebible para el jurado y Lizzie Borden fue puesta en libertad. Mirando hacia atrás —con la ventaja que otorga la perspectiva— su culpabilidad parecía evidente. Lo que era inconcebible en la década de 1890 es hoy definitivamente creíble.53 Otros casos sorprendentes tienen características similares: someten a juicio una forma de vida, un cierto tipo de personalidad y la respetabilidad misma. El doctor Sam Sheppard, un médico acaudalado de los suburbios acusado en 1954 de matar a su mujer embarazada o, más recientemente, O. J. Simpson, ídolo deportivo y estrella de cine, han sido acusados famosos.54 Otros casos atrajeron el lascivo interés del público —retiraron un velo y mostraron a un fascinado público de clase media los prohibidos pero extrañamente atractivos mundos de la sexualidad y el pecado—. Uno de los más importantes fue el juicio de Harry K. Thaw, quien mató al famoso arquitecto Stanford White en 1906. Thaw argumentaba que White había seducido y “arruinado” a su mujer, la bellísima “chica Floradora”, Evelyn Nesbit. Este caso “espectacular”, como lo señaló un periodista, tenía todo: “riqueza, degeneración… pasados anormales y extrañas orgías”, así como un fabuloso reparto, desde “miembros de clubes de la Quinta Avenida” hasta “rufianes de Bowery”.55
53 Sobre el juicio de Lizzie Borden, véase Robertson, Cara W., “Representing «Miss Lizzie»: Cultural Convictions in the Trial of Lizzie Borden”, Yale Journal of Law and the Humanities 8:351 (1996). 54 Sobre el juicio de O. J. Simpson, véase Fisher, George, “Reasonable Doubt: The O. J. Simpson Case and the Criminal Justice System”, Stanford Law Review 49:971 (1997). 55 Cobb, Irwin S. (1942), pp. 198 y 199.
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La mayor parte de lo que el público sabe (o cree saber) sobre de los juicios penales proviene de estos juicios sensacionales. Sin embargo, el mensaje que envían es doblemente engañoso. Por un lado, estos casos envían el mensaje de un debido proceso llevado al extremo: se pone el punto sobre todas las i y la línea horizontal en todas las t, el jurado es seleccionado con extremo cuidado, los abogados cuidan la santidad del proceso cual dragones en la puerta y todo se realiza a pie juntillas. Se escapa de la atención del público que la mayoría de los procesos penales son desagradables, brutales y breves; que la mayoría se reducen a un veloz plea bargaining negociado por funcionarios públicos aburridos o con exceso de trabajo. El segundo mensaje, igualmente engañoso, es que la justicia, aun cuando sea cuidadosa, es fundamentalmente un fraude. Al final, lo que triunfa son los trucos y artilugios utilizados en el juicio. Lo que realmente hace la diferencia son los abogados refinados y astutos, así como el flujo de dinero de sus acaudalados clientes. O. J. Simpson sale libre aun cuando la mayoría de las personas (blancas) estaban 100% convencidas que él había matado a su esposa y su amigo a sangre fría y que las pruebas eran contundentes. Casos como éste alimentan la percepción de que los asesinos peligrosos, los gángsteres y los mafiosos pueden comprar su libertad. Hay algo de verdad en esto, sin embargo, esta última conclusión de que el sistema está plagado de errores en forma tal que deja libres a una gran cantidad de delincuentes, está completamente desapegada de la realidad. PROCESO PENAL La estructura fundamental del juicio penal ha cambiado poco a lo largo de los años; sin embargo, existieron cambios importantes en el proceso penal durante el siglo XIX. El acusado ganó el derecho de subir el estrado y testificar —un derecho del que, creámoslo o no, históricamente no gozaba—. Las reglas probatorias se volvieron más y más complicadas e intrincadas con el
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transcurso del siglo. El derecho probatorio estadounidense es el más complicado del mundo. Esto se debe, en gran medida, a la existencia del jurado —ya que encomendamos ciertos asuntos penales (y también algunos civiles) a doce inexpertos, escogidos más o menos al azar—. Damos un enorme poder al jurado —no obstante, el sistema realmente no confía él—. Todas estas reglas probatorias están diseñadas para mantener información riesgosa o desinformación fuera del alcance del jurado. Supongamos que un hombre está siendo enjuiciado por un supuesto robo en una dulcería. Podríamos pensar que es muy relevante saber si es la quinta ocasión que dicho sujeto es procesado por robar dulcerías, así como que en todas las ocasiones anteriores ha sido condenado, sin embargo, el jurado no tiene derecho a recibir esta información. Únicamente las pruebas examinadas y filtradas de la manera más cuidadosa pueden presentarse al jurado. Por supuesto, los abogados astutos frecuentemente conocen maneras para insinuar ciertos hechos prohibidos a los oídos del jurado, pero es un juego peligroso y delicado. DELITOS SIN VÍCTIMAS Durante el periodo colonial, como señalamos anteriormente, los delitos contra la moral tuvieron gran importancia —la fornicación, el adulterio y otras conductas similares que violaban la ley divina—. Este interés se debilitó en el siglo XVIII y más aún en el siglo XIX. El adulterio siguió siendo un delito, sin embargo, en ciertos estados fue redefinido y sólo se consideró delito al adulterio “abierto y notorio”. Esta modificación en la definición del adulterio fue muy importante. Los puritanos no veían diferencia alguna entre el pecado y el delito; sin embargo, los decimonónicos no temían ser convertidos en estatuas de sal. Por el contrario, les preocupaba la estabilidad e integridad sociales. El adulterio ocasional y a escondidas no constituía una amenaza para la sociedad. El adulterio abierto y notorio era una cuestión distinta; era un ataque frontal y directo contra las reglas que la so-
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ciedad no podía tolerar. O quizás la sociedad se había dado por vencida y había perdido toda esperanza de eliminar esta conducta, de manera que decidió ocultarla en una esquina y mantenerla dentro de ciertos límites tolerables. Podemos llamar a este fenómeno el acuerdo Victoriano: mantener el carácter ilegal de ciertas conductas nocivas, confinarlas a ciertos sitios y no hacer un verdadero intento por eliminarlas; sancionando únicamente aquellas infracciones notorias y evidentes.56 La idea no es ridícula ni hipócrita. Pensemos en las normas vigentes que sancionan el exceso de velocidad. Todo el mundo infringe estas normas —ocasionalmente—. Nadie espera que estas normas se apliquen de manera rigurosa y continua. El solo hecho de sobrepasar el límite de velocidad, es decir, conducir un poco arriba del límite permitido, rara vez es sancionado. Lo que en realidad se sanciona es el exceso de velocidad abierto y notorio. La frecuencia con que la autoridad aplica la norma no previene totalmente que las personas sobrepasen el límite de velocidad. Sin embargo, funciona como debiera funcionar: mantiene las infracciones dentro de los límites socialmente aceptables. El acuerdo Victoriano no duró mucho tiempo. Se vino abajo a finales del siglo XIX y lo reemplazó un nuevo énfasis en los delitos sin víctima. La batalla contra la inmoralidad tomó nuevos bríos. Una de las primeras señales del nuevo énfasis en la moralidad fue la famosa Ley Comstock de 1873;57 una ley aprobada por el Congreso que debe su nombre a Anthony Comstock, quien en algún momento fuera vendedor de productos deshidratados y se obsesionó con la idea de eliminar cualquier conducta indecente e inmoral. Dicha ley consideró delito diseminar aquello que Comstock y otros puritanos consideraban “porquerías” a través del correo (incluyendo cualquier material relacionado con anticonceptivos). En 1895, una ley federal prohibió el tráfico in56 Véase, en general, Friedman, Crime and Punishment in American History, ch. 6. 57 La ley es 17 Stat. 598 (act of March 3, 1873).
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terestatal en las loterías. Fue un periodo de campañas a favor de controles más y más estrictos, que culminó con la Decimoctava Enmienda (conocida como la Prohibición) y la Ley Volstead, aprobada por el Congreso para desarrollar el contenido de la enmienda (este tema será abordado más adelante). A principios del siglo XX, existían leyes que prohibían los cigarrillos; en 1907, Arkansas consideró delito hacer, vender u obsequiar cigarrillos a cualquier persona, incluyendo adultos. Fue también un periodo en que el aborto se consideró delito, aun cuando ciertas leyes exceptuaron los abortos terapéuticos realizados por doctores para salvar la vida de la madre. Simbólicamente cuando menos, el apogeo del movimiento en contra del aborto fue la muerte de Madame Restell, la más célebre y exitosa practicante de abortos en Nueva York. Madame Restell se hizo rica vendiendo “píldoras mensuales femeninas” y prestando sus servicios (principalmente) a mujeres casadas con dinero. Acosada por las autoridades, Madame Restell se suicidó cortándose las muñecas en la bañera de su lujoso hogar en Nueva York.58 Asimismo, fue un periodo en que los controles sobre el comportamiento sexual se volvieron más estrictos —o, por lo menos, así se intentó—. El concepto de “edad (mínima) para otorgar consentimiento” prosperó considerablemente. La edad para otorgar consentimiento es un concepto relacionado con las leyes que sancionan la violación. Una mujer que no alcanza dicha edad no puede, legalmente, acordar tener una relación sexual. Conforme a la jurisprudencia, la edad (mínima) para estar en aptitud de otorgar consentimiento era diez años (que parece absurdamente baja). Para finales del siglo XIX y principios del XX, un estado tras otro incrementó la edad para otorgar consentimiento, de manera que para la Primera Guerra Mundial era de dieciocho años en California y en otros estados, incluyendo Nebraska, Dakota del Norte y Texas; y de dieciséis años prácticamente en todos los demás. Esto 58 Véase Browder, Clifford, The Wickedest Woman in New York: Madame Restell, the Abortionist (1988).
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implicaba que cuando dos adolescentes tenían relaciones sexuales, por definición, el varón era un violador y la joven, su víctima —aun cuando ambos estuvieran completamente de acuerdo en (o incluso ansiosos por) realizar el acto—. Evidentemente la mayoría de los adolescentes que eran sexualmente activos nunca se vieron amedrentados por la ley. No obstante, la ley distaba de ser letra muerta; aunque su aplicación y observancia, como siempre, estaban matizadas por los prejuicios y las especulaciones de las autoridades.59 Fue también un periodo de intensa exaltación en torno a la llamada trata de blancas —que implica el secuestro y virtual esclavitud de chicas jóvenes, inocentes y necesitadas, frecuentemente ajenas a la gran ciudad—. Como lo describió un panfleto publicado por la Misión de Rescate de Chicago, la joven era “atraída a un restaurante o a una taberna,” embriagada “lo suficiente para entrar en una actitud pasiva”, transportada a una “casa” y “adiestrada” en la forma “más violenta y repugnante, quizás… presa de veinte o treinta hombres”; “absolutamente devastada” y privada de su libertad, “a partir de ese momento y hasta que la muerte la libere, debe recibir a todos los visitantes los treinta días de cada mes” sin intervalo, ni siquiera “durante el periodo menstrual”.60 El terror provocado por la trata de blancas se sumó al horror provocado por la llegada de prostitutas extranjeras, quienes supuestamente practicaban salvajes y exóticas formas de depravación. En 1910, el Congreso aprobó la Ley Mann que consideró delito “proteger” a cualquier prostituta “extranjera” y propinó un golpe a la “trata de blancas” al hacer ilegal el transporte de cualquier “mujer o niña” de un estado a otro con el propósito de “prostitu-
59 En relación con la edad (mínima) para otorgar consentimiento y su ejecución, véase Mary E. Odem, Delinquent Daughters: Protecting and Policing Adolescent Female Sexuality in the United States, 1885-1920 (1995). 60 Turner-Zimmerman, Jean, Chicago’s Soul Market (4th ed., n.d.), pp. 14 y 15.
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ción o libertinaje, o cualquier otro fin inmoral”.61 En un famoso caso, la Suprema Corte interpretó esta última frase en forma sumamente amplia. Los acusados eran dos jóvenes californianos, Drew Caminetti y Maury Diggs, quienes no tenían vínculo alguno con la trata de blancas; su delito consistió en cruzar hacia el estado de Nevada con dos chicas y tener relaciones sexuales con ellas en dicho estado. No existía indicio alguno que las chicas fueran transportadas contra su voluntad. Sin embargo, la Suprema Corte confirmó la sentencia condenatoria. Decisiones como ésta abrieron la puerta a un número considerable de acusaciones cuestionables. Por ejemplo, el boxeador de raza negra Jack Johnson fue acusado conforme a la Ley Mann, muy probablemente porque la chica era blanca; y Charlie Chaplin, otra víctima famosa, fue llevado a juicio porque sus actitudes resultaban ofensivas al FBI y a su severo y estricto director, J. Edgar Hoover.62 Éste fue también un periodo de movimiento para la erradicación de los zonas rojas o de tolerancia. Por supuesto, estas zonas siempre habían operado fuera de la ley, pero eran toleradas en muchas ciudades. Las retribuciones a la policía y a ciertos políticos eran una de las razones para dicha tolerancia; pero no era la única. Después de todo, existía (y sigue existiendo) una enorme demanda de “vicio”. Los tugurios, burdeles y sitios para apostar estaban llenos de clientes y nadie los había llevado por la fuerza. Las autoridades simplemente permitían que este tipo de actividades ocurrieran. En St. Paul, Minnesota, por ejemplo, después de 1863 era costumbre que las madamas acudieran a la corte de policía una vez al mes a pagar una multa. Una mujer que quería abrir un burdel recibía el permiso del jefe de la policía, anotaba su nombre en una lista de pagos periódicos y pagaba cierta cantidad mes con mes. Otras ciudades tenían otras maneras formales e informales de regular aquello que era, básicamente, un negocio 61 Sobre el origen, historia y ejecución de esta ley, véase Langum, David J., Crossing Over the Line: Legislating Morality and the Mann Act (1994). 62 Sobre la acusación de Johnson, véase ibidem, pp. 179-86; sobre Chaplin, pp. 190 y 194.
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ilegal: en Atlantic City, Nueva Jersey, se permitía que los burdeles permanecieran abiertos siempre y cuando fueran “ordenados”; en Memphis, Tennessee, las prostitutas debían obedecer las reglas —no andar por las calles después de las nueve, no transitar en carruajes y no debían ser menores de edad—.63 Los servidores públicos de éstas y otras ciudades habían participado en lo que llamamos el acuerdo Victoriano. Consideraban que era mejor controlar el vicio, segregarlo, mantenerlo lejos de los vecindarios, que enfrascarse en la inútil tarea de intentar de desaparecerlo. No obstante, su desaparición era precisamente lo que pretendía el movimiento para la erradicación de las zonas de tolerancia. Chicago cerró su zona de tolerancia en 1912, tras una manifestación de diez mil personas que exigían un “Chicago limpio”. Docenas de ciudades, desde Atlanta hasta Portland (Oregon), incluyendo a Nueva York y Philadelphia, hicieron lo mismo entre 1912 y 1917.64 Se aprobaron leyes estrictas para clausurar los burdeles por considerarse “molestos”. Por supuesto, el vicio no es fácil de erradicar. La “maldad social” tenía el desagradable hábito de reaparecer después de cierto tiempo y una vez que la tormenta había pasado. Al final, el movimiento para la erradicación de las zonas de tolerancia probablemente logró muy poco. De alguna manera, fue una de las últimas grandes cruzadas por los valores tradicionales. Para aquellos que compartían dichos valores, peores cosas estaban por venir. LEGISLACIÓN CONTRA LAS DROGAS En el siglo XIX, básicamente no existía nada parecido a la legislación y a la guerra contra las drogas que existen actualmente. Era posible encontrar unas cuantas leyes o decretos contra las “guaridas de opio” y otros establecimientos similares; sin embargo, la legislación no llegaba mucho más allá. No era que las per63 Best, Joel, Controlling Vice: Regulating Brothel Prostitution in St. Paul, 1865-1883 (1998), pp. 25-27. 64 Reckless, Walter C., Vice in Chicago (1993), pp. 2 y 3.
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sonas aprobaran la adicción a las drogas, al igual que la mayoría tampoco aprobaba la embriaguez u otros malos hábitos, pero el comercio o el uso de las drogas, como tales, simplemente no eran considerados delitos. El cambio se produjo en el siglo XX. El Congreso aprobó la Ley de la Exclusión del Opio (Opium Exclusion Law) en 1909. No obstante, el paso más importante fue la Ley de Narcóticos Harrison (Harrison Narcotics Act), una ley de carácter federal de 1914. El propósito de la ley era centralizar el control del uso de drogas en la profesión médica. Las personas no registradas como médicos sólo podían comprar drogas con una receta expedida por un doctor y para un “uso médico legítimo”. En el caso Webb vs. U.S. (1919),65 la Suprema Corte fue llamada a interpretar la ley. Webb, médico de profesión, recetaba drogas a un adicto para que mantuviera su hábito; un farmacéutico, Goldman, surtía dichas recetas. ¿Estaba esto permitido conforme a la ley? No, dijo la corte; mantener el hábito de un adicto no es un uso médico legítimo y cualquier doctor que recete drogas a un adicto está violando la ley. Por supuesto, muchos doctores dejaron de recetar drogas, privando a los adictos de fuentes legítimas para conseguirlas. En 1925, el gobierno federal arrestó a 10,297 personas por infracciones a las leyes de narcóticos. En resumen, a fines del siglo XIX y a principios del XX se produjo un inmenso resurgimiento del interés por combatir el vicio, las apuestas, el alcohol y los comportamientos sexuales que la moral tradicional consideraba desviados o prohibidos. ¿Qué fue lo que produjo toda esta exaltación? No existe una respuesta clara y evidente. Ciertamente hubo un sentimiento de amenaza que no podemos despreciar por completo calificándolo de imaginario. Drogas más peligrosas inundaban el mercado. Las personas sabían más acerca de las enfermedades venéreas y la forma en que éstas podían destruir una familia —el tema de la obra “Fantasmas” de Ibsen—. El pánico en torno a la trata de blancas era, sin duda, exagerado, sin embargo, era obvio que existía de65
249 U.S. 96 (1919).
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predación sexual. Aun así, es difícil evitar explicaciones que se inclinen más hacia factores culturales y costumbres que hacia hechos científicos. Joseph Gusfield, en un importante libro acerca del movimiento de la Prohibición, introdujo la noción de choque de ideologías. Enormes cantidades de inmigrantes llegaban al país. Millones de ellos venían de países del sur y el este de Europa: eran católicos, judíos y ortodoxos y no compartían la ideología restrictiva de los primeros estadounidenses. Al mismo tiempo grandes masas de estadounidenses abandonaban los pequeños pueblos o el campo para mudarse hacia las ciudades. Los antiguos estadounidenses rurales y protestantes se sentían amenazados. Sus valores estaban en peligro. El vicio, el pecado y la perdición estaban devorando el alma de la nación. Los ideales de disciplina, autocontrol y moderación estaban siendo atacados.66 ¿Quién era el enemigo? Era sencillo culpar a los inmigrantes y a las “clases peligrosas”, sin embargo, la verdadera amenaza (efectivamente existía una amenaza) provenía de fuerzas más poderosas, sutiles e invisibles: las fuerzas que estaban transformando y modernizando al mundo. La sociedad tradicional estaba extinguiéndose. Esto era cierto incluso para aquélla al estilo estadounidense, que era mucho menos tradicional que la sociedad tradicional al estilo europeo. Los valores de la sociedad tradicional también estaban extinguiéndose. La forma de vida rural, protestante, de asistir a la iglesia, cómoda y engreída, que alguna vez prevaleció en este simbólico universo estaba en declive. Sus propios hijos la abandonaban. Lo que es más, incluso en su sitio medular (las áreas rurales de los Estados Unidos) existían señales de un colapso cultural, olas de delito y patología —suicidios, demencia y muertes violentas—.67 Entonces, el viejo Estados Unidos, asediado y agredido, se defendió lo mejor que pudo. La marca cúspide que dejó la campaña 66 Gusfield, Joseph, Symbolic Crusade: Status Politics and the American Temperance Movement (1963). 67 Esta situación es narrada, en forma un tanto espeluznante, en el extraño e interesante libro de Michael Lesy, Wisconsin Death Trip (1973).
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por la salvación del alma de los Estados Unidos fue sin duda la Prohibición Nacional. Este “noble experimento” convirtió en delito la producción y la venta de licor, prácticamente en cualquiera de sus formas. La Prohibición tomó la forma de una enmienda constitucional (la Decimoctava), que entró en vigor en 1920 y prohibió la “producción, venta o transportación de licores embriagantes”. El Congreso aprobó también una estricta ley (la Ley Volstead de 1919) para dotar de armas a la lucha contra el diabólico ron. Muchos estados aprobaron sus propias leyes locales en materia de prohibición, de manera que vender licor se volvió tanto un delito federal como uno local. Es del conocimiento popular que la Prohibición fue un enorme fracaso, que todo el mundo bebía y que el licor fluía como agua, a pesar de la Decimoctava Enmienda, la Ley Volstead y las pequeñas leyes Volstead aprobadas por los estados. Esto es una exageración. Es cierto que la Prohibición fue profusamente evadida, especialmente en las grandes ciudades, pero de ninguna manera fue inerte. Tampoco fue un total fracaso. Millones de personas infringieron la Prohibición y se salieron con la suya, pero muchos miles fueron atrapados, multados o incluso enviados a prisión. La Prohibición tuvo ciertos efectos laterales, buenos y malos: menos casos de cirrosis hepática, menos muertes por conducir en estado de ebriedad, pero más muertes por consumo de alcohol adulterado. La Prohibición llevó millones de dólares a los bolsillos de hombres como Al Capone. Era una maravillosa fuente de dinero ilegal y de corrupción municipal. No obstante, ciertamente dificultó el consumo de alcohol y evitó que algunas personas bebieran. Cualesquiera que fueran sus costos y beneficios, al final fue un enorme fracaso político; y cuando perdió su popularidad, quedó condenada al fracaso. La Prohibición terminó en 1933, cuando la Vigésima Primera Enmienda derogó la Decimoctava. A partir de ese momento todo fue cuesta abajo para la campaña por la moral tradicional. Las antiguas virtudes aún tenían (y siguen teniendo) una fuerza y una capacidad para recuperarse asombrosas; pero, en un balance fi-
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nal, definitivamente perdieron terreno en la segunda mitad del siglo XX. Para fines del siglo XX, los códigos penales estatales, especialmente en el este, el medio oeste y el oeste, habían derogado la mayoría de los delitos sexuales sin víctima. Aquello que dos adultos de común acuerdo quieran hacerse el uno al otro es (desde un punto de vista jurídico) un asunto privado. La sodomía ya no era considerada delito en California o en Illinois, por ejemplo. Las añejas leyes —contra la fornicación, el adulterio y la sodomía— subsistían en ciertas partes del sur de los Estados Unidos, pero aún en aquellos lugares, su ejecución es esporádica, en el mejor de los casos. En algún momento, las apuestas fueron ilegales en la mayor parte del país. Más tarde, Nevada construyó una economía basada en apuestas legales y por algún tiempo tuvo un virtual monopolio del negocio de casinos. Después vinieron Atlantic City, las loterías estatales, los casinos en las reservas indias y los botes que albergan casinos flotantes. Actualmente las apuestas son un negocio inmenso —y legal, en su mayor parte—. La Ley Mann nunca fue derogada, sin embargo, ha sufrido tantas reformas que queda muy poco de ella. La Suprema Corte ha hecho esfuerzos (considerablemente inútiles) por definir el vocablo “obscenidad”; mientras tanto, la pornografía es no sólo básicamente legal, sino que inunda el Internet; y las “palabras indecorosas” (incluyendo dos que alguna vez fueron tabúes al grado tal que el gran Oxford English Dictionary simplemente las dejó fuera, aun cuando eran conocidas por cualquier adulto que hablaba el idioma inglés) están en libros, películas y revistas (aunque siguen estando restringidas en televisión abierta). De hecho, la guerra contra las drogas es prácticamente el único sobreviviente de la cruzada contra el vicio y el libertinaje. JUSTICIA PENAL EN EL SIGLO XX La delincuencia, como cualquier otro aspecto de la vida en sociedad, responde a los cambios sociales. Esto ocurre de varias
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maneras. El cambio social frecuentemente provoca cambios en la definición de los delitos. Daremos un par de ejemplos: en el siglo XIX, muchos estados ofrecían recompensas a quienes mataran lobos. Para finales del siglo XX, matar un lobo estaba tipificado como delito. En 1900, el adulterio era delito en California; en el 2000, como señalamos, ya no lo era. Además, la definición de los delitos puede permanecer más o menos igual, pero los estándares de ejecución de las normas pueden variar: por ejemplo, la Ley Mann eventualmente fue reformada (y las reformas la volvieron casi insignificante); sin embargo, aun antes de ser formalmente reformada, el gobierno dejó de sancionar a aquellas personas que eran simplemente “inmorales” y no tenían conexión alguna con el comercio sexual. En cualquier caso, la tecnología y los nuevos entornos sociales originan nuevos problemas y el código penal responde en consecuencia, adicionando nuevos delitos o nuevas formas para controlar las conductas indeseables. El robo de automóviles reemplazó al problema del robo de caballos. Asimismo, la pornografía cibernética o los hackers no eran un problema para el sistema de justicia penal antes de la invención de las computadoras. El automóvil, básicamente una invención del siglo XX, revolucionó ciertas conductas delictuosas —incluyendo el robo bancario—. Este siglo fue también uno de “delincuencia organizada”, de mafia y de bandas de maleantes. La Prohibición y la guerra contra las drogas llenaron con más dinero las arcas de los delincuentes, además del dinero que recibían por el juego y la prostitución. También en el siglo XX el gobierno federal se volvió, por primera ocasión, una pieza importante en el juego de la justicia penal.68 Antes de 1900 su papel había sido bastante limitado: infracciones aduaneras, evasiones de impuestos sobre whiskey e infracciones en territorios federales, básicamente. El gobierno federal ni siquiera tenía prisiones propias sino hasta 1891; enviaba 68
Friedman, Crime and Punishment in American History, ch. 12.
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sus reclusos a las prisiones locales. En el siglo XX, una ola de nueva legislación federal incrementó el número y la importancia de los delitos federales. Hemos ya mencionado la Ley Mann; estaba también la Ley Nacional de Robo de Vehículos Automotores (National Motor Vehicle Theft Act) que consideraba delito federal atravesar fronteras estatales en un vehículo robado. Otras materias fértiles fueron aquellas relacionadas con narcóticos y con la Prohibición. En 1910, un total de 15,371 asuntos penales llegaron a las cortes federales. En 1932 hubo nada menos que 70,572 asuntos relacionados con la Prohibición. Durante la Segunda Guerra Mundial, el gobierno federal procesó a los evasores de impuestos, a los carniceros que vendían carne en el mercado negro y a los arrendadores que violaban las leyes sobre rentas controladas. Todas las grandes leyes federales crearon o sentaron las bases para nuevos delitos. El impuesto sobre la renta federal es fundamentalmente una creación del siglo XX. La evasión y el fraude fiscales son temas importantes en la agenda federal más de lo que alguna vez fueron los que adulteraron las bebidas alcohólicas. Descargar desechos tóxicos a los ríos no era un delito sino hasta la aprobación de las leyes ambientales. Para el 2001, las leyes penales de carácter federal eran una parte importan te del sistema de justicia penal —aunque en número aun son superadas por amplio margen por las leyes de carácter estatal—. No sólo incrementó la participación federal en materia de delincuencia, sino que la delincuencia se convirtió también en un tema de carácter nacional —en un tema que formó parte de las políticas presidenciales—. Esto fue una novedad. Abraham Lincoln o Woodrow Wilson nunca se refirieron al problema de la delincuencia. Sin embargo, la Prohibición centró la atención en el papel del gobierno federal. El presidente Hoover nombró una comisión, presidida por George Wickersham, encargada de analizar la observancia y la ejecución de las disposiciones relacionadas con la Prohibición y con los delitos violentos en general. El FBI, bajo el mando de J. Edgar Hoover, un maestro de las rela-
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ciones públicas, significó la entrada del gobierno federal al ámbito de la ejecución de la ley. La lista de los “diez más buscados” por el FBI cautivó la atención del público. En las décadas de 1920 y 1930, el “Cara Cortada” Al Capone y otros gángsteres famosos, como Bonnie y Clyde o John Dillinger, fueron personajes célebres. El público estaba fascinado con las películas de gángsteres y tenía un sentimiento generalizado de caos e ilegalidad que sólo el gobierno federal podría intentar contener. La radio, las películas y la televisión convirtieron los temas locales en asuntos nacionales. La explosión del crimen violento después de 1950 contribuyó a la incorporación del combate a la delincuencia como parte de la agenda nacional y las agendas locales. El tema de la delincuencia comenzó a debatirse en las campañas presidenciales. El gobierno federal comenzó a invertir en justicia penal —otorgando fondos a los departamentos locales de policía, por ejemplo—. Todos los presidentes de las últimas décadas se han visto prácticamente forzados a proponer una política de combate a la delincuencia; se han visto obligados a hacer algo en relación con la epidemia delictiva. Dichas políticas no necesariamente han tenido gran impacto en los índices delictivos o en el sistema de justicia penal. La delincuencia y la política criminal continúan siendo, principalmente, ámbitos de la legislación y control locales. No obstante, existe una tendencia creciente a mirar hacia Washington para buscar soluciones a los problemas. La atención de los medios de comunicación está permanentemente enfocada tanto en la delincuencia como en el gobierno federal, y el público, naturalmente, vincula a una con el otro. Después de 1950, la historia de la justicia penal se encuentra dominada por un solo hecho al que nos referimos con anterioridad: el enorme incremento de la delincuencia, especialmente delincuencia violenta. Los índices de homicidio se fueron al cielo en el periodo de la posguerra. Este hecho creó una enorme presión sobre el sistema político —y era una presión en dirección muy clara: a favor del endurecimiento de la justicia penal—. El enfurecido público exigía: enciérralos y deshazte de la llave. Iró-
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nicamente, precisamente cuando la Suprema Corte comandada por Earle Warren ampliaba los derechos (en papel) de los acusados en los procesos penales, los estados lanzaban programas para el endurecimiento de las leyes, para la construcción de nuevas prisiones y de mayor tamaño, así como para desmantelar algunas instituciones que se habían inclinado demasiado a favor de los derechos y privilegios para los delincuentes. Todo esto llevó a la aprobación de leyes tal como la conocida con el nombre de ley de las “tres oportunidades” (three strikes) en el estado de California. Conforme a dicha ley, una persona sentenciada por un delito mayor (felonía) por tercera ocasión se hacía acreedor a una condena de por vida en prisión. Es cuestionable si esta ley tuvo o no efecto sobre la delincuencia. Lo cierto es que garantizó la existencia de más adultos mayores en las prisiones —incrementando dramáticamente el número de nuevos reclusos (hombres y mujeres) mayores de cuarenta años de edad—.69 En ciertas ocasiones, esta medida causó enormes injusticias o amenazó con causarlas. En el caso más famoso, que ocasionó revuelo en los periódicos, un tal Jerry Dewayne Williams se encontró frente a una posible sentencia de veinticinco años de prisión por robar una rebanada de pizza de pepperoni a cuatro niños en Redondo Beach, California.70 Al final —quizás por toda la publicidad— el juez redujo las felonías cometidas anteriormente a delitos menores y Dewayne terminó con una sentencia de sólo dos años de prisión.71 Sin embargo, aun dicho plazo parece muy estricto. El sistema de sentencia indeterminada fue blanco de ataques y ciertos estados lo abolieron, incluyendo California. La exigencia de leyes más y más estrictas alimentó la campaña para su aboli69 Véase Krikorian, Greg, “3 Strikes Found to Target Older Offenders”, Los Angeles Times, Aug. 3, 1992, p. A 11. 70 Dillon, Gordon, “Pizza Case Unlikely Focus on «3 Strikes» Debate”, Los Angeles Times, Sept. 18, 1994, p. B1. Dado que Williams arrebató la pizza a los niños, el delito que cometió era técnicamente robo. 71 “Violent Crime Down, No Thanks to Three Strikes”, USA Today, Feb. 24, 1997, p. 10A.
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ción. La libertad bajo palabra también sufrió fuertes críticas. Se formó una especie de coalición profana en contra del sistema de libertad bajo palabra. Por un lado, los defensores de los derechos civiles se inconformaron —justificadamente— argumentando que el proceso de libertad bajo palabra era muy arbitrario e injusto. Los presos no tenían derecho a ser escuchados o a intervenir en forma alguna, ni a nada que se pareciera a un juicio justo, a pesar de que años de sus vidas estaban en juego. El consejo de libertad bajo palabra no era responsable frente a persona o entidad alguna. Por el otro lado, los defensores de la ley y el orden consideraban que el proceso era muy flojo y muy fácil de manipular. Los criminales peligrosos eran puestos en libertad muy rápidamente. Lo que en realidad se necesitaba eran sentencias prolongadas y estrictas —sin huecos—. En medio de una atmósfera densamente politizada, la libertad bajo palabra se eliminó por completo en algunos estados. Muchos otros adoptaron “directrices” para dictar sentencias (sentencing guidelines), con el propósito de extirpar la discrecionalidad del sistema penal y prevenir que los jueces “mimaran” a los delincuentes. Estas directrices establecieron complicados parámetros y clasificaron los delitos en múltiples categorías. En Illinois, por ejemplo, existían siete categorías de felonías (o delitos mayores); el juez tenía un estrecho margen de decisión dentro de cada categoría. El robo con fractura era una felonía de categoría 2; la sentencia debía ser entre tres y siete años —o por un plazo mayor si el delito era “excepcionalmente brutal” o mostraba “crueldad injustificada”—.72 En 1984, comenzando con el estado de Washington, los estados también empezaron a aprobar “leyes de veracidad de las sentencias”. Estas leyes exigían que los condenados cumplieran al menos 85% de su sentencia, es decir, leyes que limitaban significativamente la libertad anticipada por buen comportamiento en la prisión. El gobierno federal entró en escena otorgando “incentivos” (para la construcción de prisiones) a los estados que hubie72
Friedman, Crime and Punishment in American History, p. 308.
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ran aprobado este tipo de leyes —lo que la mayoría hizo rápidamente—.73 La reunión de todos estos factores resultó en una enorme cantidad de reclusos —un mundo entero de personas (en su mayoría hombres) tras las rejas—. En la época en que los países desarrollados intentaban reducir el número de reclusos, los Estados Unidos acumulaban toneladas de escoria humana en apretujadas celdas. En 1998, California tenía más hombres y mujeres en prisión que Francia, Gran Bretaña, Alemania, Japón, Singapur y los Países Bajos en conjunto.74 El gulag* estadounidense se fue al cielo, duplicándose, triplicándose; pasó la marca del millón y, a principios del siglo XXI, se aproximaba a los dos millones. En 1997, había 1.6 millones de hombres y 132,900 mujeres en cárceles y prisiones más otros 3.9 millones que gozaban de libertad condicional y de libertad bajo palabra.75 No obstante, el país pareció detenerse a recuperar el aliento durante los primeros años del siglo XXI. De hecho, el número de reclusos bajó en el 2000 —aunque sólo un poco—. Unos cuantos estados comenzaron también a reconsiderar algunas de sus leyes más estrictas que estaban llenando las prisiones.76 Aún estaba por verse si esta tendencia continuaría.
73 Véase el Reporte Especial de la Agencia de Estadística de la Administración de Justicia (Bureau of Justice Statistics), Truth in Sentincing in State Prisons (1999). 74 Schlosser, Eric, “The Prison-Industrial Complex”, Atlantic Monthly (Dec. 1998), p. 52. * Nota del traductor. El vocablo gulag se refiere originalmente a los campos de trabajos forzados de la desparecida Unión Soviética. En el contexto de la oración que se comenta, el vocablo hace alusión a los centros de reclusión en los Estados Unidos. 75 Estas cifras corresponden a la Agencia de Estadística de la Administración de Justicia (Bureau of Justice Statistics), Correctional Populations in the United States, 1997. 76 Butterfield, Fox, “State Ease Laws on Time in Prison”, New York Times, Sept. 2, 2001, sec. 1, p. 1.
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¿Y cómo era este gulag estadounidense? Indudablemente había todo tipo de prisiones, desde “clubes campestres” hasta prisiones de máxima seguridad —sitios que eran “fábricas de delincuencia,” donde la violencia, la extorsión y las violaciones eran habituales y el fuerte se imponía al débil; donde los internos que mostraban “el mínimo rastro de vulnerabilidad se convertían en presa—”.77 Aquellas prisiones eran como colonias penales —aisladas del mundo y gobernadas por una tiranía de pandillas y sus líderes—. El desorden y los disturbios también fueron parte de la narrativa de la historia de las prisiones. Sin embargo, salvo por un pequeño grupo de reformistas fácilmente ignorado y por el movimiento a favor de los derechos de los reclusos (que encontró menos y menos eco en las cortes a finales de siglo), no hubo mucha fuerza detrás de los movimientos renovadores. LA PENA DE MUERTE (SIGLO XX) Durante la primera mitad del siglo XX, en los Estados Unidos la pena de muerte parecía estar desapareciendo. Algunos estados la habían abolido por completo —Wisconsin, Michigan y Hawai—. En muchos otros estados, la pena de muerte sólo estaba disponible (prácticamente) para los homicidas (la violación era un delito sancionado con la pena capital en los estados sureños —básicamente para los hombres de raza negra que violaban a mujeres blancas—). Existía un fuerte movimiento abolicionista y la opinión pública parecía cambiar de rumbo. En la década de 1950, cuando la encuesta Gallup abordó por primera vez este tema, una estrecha mayoría dijo estar en contra de la pena de muerte. En un famoso caso, Furman vs. Georgia (1972),78 por el margen más estrecho la Suprema Corte de los Estados Unidos dio un enorme impulso a los opositores de la pena de muerte. La Corte invalidó todas las leyes vigentes que contemplaban la pena 77 78
Schlosser, “The Prison-Industrial Complex”, pp. 51, 77. 408 U.S. 238 (1972).
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de muerte. Ninguna de ellas era constitucionalmente aceptable. Sin embargo, éste era el punto de vista de sólo cinco de los nueve ministros, de manera que la resolución de la Corte estuvo fragmentada por todas partes. De hecho, se emitieron nueve opiniones individuales —una para cada ministro—. Furman fue sentenciado por homicidio en Georgia. En dicho estado, al igual que en muchos otros, el jurado podía imponer la pena de muerte para un delito sancionado con pena capital sin necesidad de seguir directriz alguna —estaba en manos del jurado decidir si el acusado debía vivir o morir—. Algunos de los ministros de la Corte consideraron que este procedimiento hacía la pena de muerte sumamente azarosa y caprichosa y que, por lo tanto, no cumplía con los estándares constitucionales —un ministro (Potter Stewart) comparó el hecho de ser sentenciado a muerte con la fortuita caída de un rayo sobre una persona—. Los ministros que compartían esta postura consideraron que la pena de muerte tenía defectos graves, pero no descartaron por completo la posibilidad de componerla. Dos ministros opinaron que la pena de muerte era insalvable. Cuatro ministros opinaron que incluso la ley de Georgia era aceptable. Furman detuvo la máquina letal, pero sólo temporalmente. Los estados analizaron las opiniones de los ministros en busca de pistas y comenzaron a remendar sus leyes. En 1976, otro grupo de casos llegó a la Corte. Dado que la Corte consideraba que la pena de muerte era azarosa y caprichosa, algunos estados (Carolina del Norte, por ejemplo) decidieron deshacerse del azar; cualquier persona condenada por homicidio en primer grado en el estado de Carolina del Norte sería sentenciado a muerte. La Corte invalidó esta ley; el acusado tenía derecho a ser juzgado en forma individual y esta regla universal era inaceptable.79 Georgia ideó un nuevo esquema y dividió el juicio capital en dos fases. La primera fase era la de culpabilidad. Posteriormente, si el jurado encontraba culpable al acusado, venía la fase sancionatoria. 79
Woodson vs. North Carolina, 438 U.S. 280 (1976).
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Esta segunda fase era una especie de segundo juicio, para decidir entre la vida y la muerte del condenado. El jurado únicamente podía dictar la pena de muerte si existían una o más “circunstancias agravantes” o si el acusado había sido condenado anteriormente por un delito sancionado con pena capital. La ley exigía al jurado considerar circunstancias mitigantes y contemplaba la revisión forzosa por parte de la Suprema Corte de Georgia —que podía encontrar, por ejemplo, que la pena era muy severa en comparación con casos similares—. La Suprema Corte de los Estados Unidos puso su sello de aprobación a este esquema.80 Muchos otros estados siguieron el mismo camino y redactaron leyes parecidas a la de Georgia. California, por ejemplo, tiene también un juicio de dos etapas y la ley contempla una larga lista de “circunstancias especiales” que justifican la pena de muerte —como matar a un policía, a un bombero, a un juez, a un jurado o a un servidor público de elección popular; homicidios con motivos raciales; homicidios en los que se tortura a la víctima; o cuando el homicida utiliza una bomba, o veneno, o se vale de una emboscada—.81 Así pues, la pena de muerte está de vuelta desde 1976 y la opinión pública la ha favorecido considerablemente —quizás hasta cuatro de cada cinco personas encuestadas la aprueban—. La Suprema Corte ha resuelto un número importante de casos relacionados con la pena de muerte —invalidó las leyes que contemplaban la pena de muerte por el delito de violación, sin embargo, la parte central de Gregg vs. Georgia subsistía—. Es aceptable decir que existe pena de muerte en los Estados Unidos ya que, de hecho, existe; pero la situación es mucho más compleja de lo que sugiere dicha afirmación. En primer lugar, alrededor de una docena de estados no contemplan la pena de muerte en lo absoluto. Algunos estados la contemplan en sus leyes pero no han ejecutado a una sola persona desde que la pena de muerte 80 81
Gregg vs. Georgia, 428 U.S. 153 (1976). Cal. Penal Code, sec. 190.2.
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fue reinstaurada; este es el caso de Nuevo México, Nueva Jersey y Connecticut. Ohio tuvo su primera ejecución en 1999 desde 1976. Una cantidad importante de estados —California, entre ellos— tienen cientos de personas condenadas a muerte pero ejecutan a muy pocas. Para julio de 2001, Texas había ejecutado a 248 hombres y mujeres de un total (nacional) de 728 personas ejecutadas desde 1976. El ángel de la muerte es particularmente activo en Texas. En 1933, un tal Giusseppe Zangara intentó asesinar al presidente electo Franklin Delano Roosevelt. Este último salió ileso pero una bala alcanzó al alcalde de Chicago, Anton Cermak, quien lo acompañaba. Cermak murió algunas semanas después, el 6 de marzo de 1933. Zangara fue ejecutado en la silla eléctrica el 20 de marzo de 1933. Actualmente esta velocidad sería imposible e impensable. Los hombres y las mujeres condenados a muerte esperan su ejecución por años, incluso por décadas. En todos los estados las sentencias de muerte son automáticamente apeladas y, salvo que el condenado se rinda y desee morir, hay un número interminable de escritos, contestaciones, apelaciones, peticiones de habeas corpus y demás. El Congreso y la Suprema Corte han mostrado gran impaciencia con este proceso y han intentado acelerarlo; hasta ahora, sin mucho éxito. El 18 de junio de 1999, Brian Keith Baldwin fue ejecutado en la silla eléctrica en Alabama. Tenía cuarenta años de edad y había permanecido condenado a muerte por veinte años. Baldwin mató a una niña de dieciséis años cuando él sólo tenía dieciocho. El de Baldwin no fue un caso de excepción. El proceso es tan lento que las áreas que albergan a los condenados a muerte se llenan fácilmente. Para mediados de 2001, California únicamente había ejecutado a nueve personas; no obstante, tenía seiscientos condenados a muerte en la prisión de San Quintín. Existen millares de sentenciados a muerte más en otros estados. Un número desproporcionado de los sentenciados a muerte, así como de aquellos que son efectivamente ejecutados, son de raza negra.
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Encuesta tras encuesta muestran que la pena de muerte es, como señalamos, muy popular. Después de la década de 1950, el número de entusiastas aumentó sustancialmente; éste fue el periodo en que los delitos violentos fueron un tema público importante. La inmensa mayoría al menos decía estar a favor de la ejecución de los homicidas. Es cierto que los hombres y mujeres condenados a muerte no son terriblemente agradables. Aun los fervientes opositores a la pena de muerte se quedaron callados cuando Timothy McVeigh fue ejecutado en el 2001. Después de todo, McVeigh había puesto una bomba que mató a 168 personas, incluyendo niños pequeños que se encontraban en una guardería. No obstante, para el 2001 los apasionados habían comenzado a suavizarse un poco. Hubo un número de casos espectaculares en que los condenados a muerte salieron libres después de que pruebas de ADN u otra serie de sucesos probaron que eran inocentes. El gobernador de Illinois solicitó una suspensión de la pena de muerte. Lo mismo hizo la Barra Americana de Abogados (American Bar Association). Más personas probablemente comenzaron a cuestionarse cómo era que sujetos inocentes habían sido sentenciados a muerte. Una respuesta, si en realidad querían saberlo, era la pobre práctica del derecho: docenas y docenas de personas, especialmente en el sur, fueron condenadas a muerte después de juicios apresurados; sus abogados eran inexpertos o incompetentes y nunca hubo dinero suficiente para hacer las cosas de la forma correcta. Con todo, muchos estados (Texas, en especial) se negaron obstinadamente a invertir en justicia antes que en muerte. Pudo haber otro motivo para que el ímpetu público por las ejecuciones comenzara a disminuir. En la década de 1990, de manera repentina, los delitos mayores comenzaron a disminuir. El homicidio aparentemente pasó de moda. Nadie estaba seguro de lo que realmente sucedía. Los alcaldes y los jefes de policía rápidamente se atribuyeron el crédito y apuntaron hacia su brillante labor; sin embargo, el declive parecía ser generalizado y difícil de correlacionar con alguna estrategia policial, o con algu-
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na política pública implementada por una ciudad o alcalde en particular. Hubo toda clase de explicaciones, ninguna de ellas especialmente convincente. El homicidio salía de la escena en la misma forma misteriosa en que entró en ella. LA GUERRA CONTRA LAS DROGAS Una de las principales razones de la explosión demográfica en las prisiones ha sido el fervor de la guerra contra las drogas. Ésta fue una excepción evidente a la tendencia de despenalización de los llamados delitos sin víctima. Las leyes en materia de drogas no han desaparecido, sino por el contrario, se han vuelto más y más estrictas. El sexo y las drogas han intercambiado sus sitios en el sistema jurídico-penal. En el siglo XIX, el sexo extramarital de cualquier tipo era (teóricamente, al menos) considerado delito en muchos estados; pero no era delito comprar, vender o consumir opio. Hoy en día, la situación es (básicamente) la inversa. Las sanciones relacionadas con drogas son realmente serias. En muchos estados, es posible ser sentenciado a prisión de por vida por un delito grave relacionado con drogas. Ronald Allen Harmelin se encontró en esta situación; fue sentenciado a prisión de por vida sin posibilidad de libertad bajo palabra conforme a la ley de Michigan, por posesión de 672 gramos de cocaína. Su argumento, que la pena era cruel e inusitada y, por lo tanto, violatoria de sus garantías constitucionales, fue desechado por la Suprema Corte de los Estados Unidos en 1991.82 Michigan no contempla la pena de muerte, lo cual implica que asesinar a una familia completa y poseer una libra de cocaína son delitos que reciben el mismo trato en dicho estado. No sólo las penas se han vuelto más estrictas, sino que la ley ha ido eliminando la discrecionalidad de los jueces: muchas de las leyes en materia de drogas contemplan sentencias imperativas y algunas de ellas prohíben la libertad condicional, la libertad 82
Harmelin vs. Michigan, 501 U.S. 957 (1991).
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bajo palabra y cualquier otro paliativo. El gobierno federal destina miles de millones de dólares al combate a las drogas. Una porción del dinero es utilizada en tratamientos médicos; sin embargo, la mayor parte de él se emplea en castigar a cualquier persona que cultive, produzca, utilice o venda sustancias prohibidas. No sólo se gasta dinero dentro de los Estados Unidos, otros tantos miles de millones se destinan a la inútil tarea de impedir que las drogas entren a los Estrados Unidos a través de México, Colombia, las Bahamas o de otros sitios de suministro. RAZA Y DELINCUENCIA Uno de los aspectos más alarmantes de la explosión demográfica en las prisiones es su impacto en las minorías raciales. En 1939, el 26% de la población de las prisiones eran personas de raza negra; en 1985, el 46%. En 1999, la proporción de personas de raza negra en cárceles y prisiones era 2.8 veces mayor que la de 1980 y 8.2 veces mayor que la de personas de raza blanca no hispanos. Casi una tercera parte de los jóvenes de raza negra del sexo masculino —en sus veintes— estaba ya sea en prisión (estatal), en una cárcel (del condado), en libertad condicional o en libertad bajo palabra en la década de 1990.83 De acuerdo a un estudio, cerca del 85% de los hombres de raza negra que viven en Washington, D. C., serán arrestados alguna vez en sus vidas.84 La pena de muerte, como señalamos anteriormente, incide en personas de raza negra con mucha mayor proporción que en personas de raza blanca. La guerra contra las drogas tiene un especial impacto en las minorías raciales: las personas de raza blanca y raza negra parecen tener más o menos los mismos índices de consumo de drogas, pero las de raza negra son 83 Blumstein, Alfred, “Race and Criminal Justice”, en Smelser, Neil J. et al. (eds.), America Becoming: Racial Trends and Their Consequences (vol. II, 2001) pp. 21 y 22. 84 Friedman, Crime and Punishment in American History, p. 378.
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arrestados, enjuiciados y sentenciados con mucha mayor frecuencia. La disparidad más notoria se relaciona con dos formas de cocaína: crack y en polvo. El crack recibe tratamiento más severo —un gramo es, conforme a las directrices federales para sentenciar, sancionado en la misma forma que cien gramos de cocaína en polvo—. El 95% de las acusaciones federales relacionadas con crack son contra personas de raza negra; en Minnesota, en un caso que resultó en la invalidación de la ley en cuestión, la corte de Minnesota señaló que el 96.6% de los procesados por crack en 1998 fueron de raza negra y el 79.6 % de los procesados por cocaína en polvo eran de raza blanca.85 No hay lugar a dudas que en el pasado todo el sistema penal estaba plagado de prejuicios y no sólo en el sur. Es discutible si éste sigue siendo el caso. Después de todo, actualmente existen abogados, jueces y fiscales de raza negra y las personas de raza negra forman parte de los jurados. Sin embargo, en una sociedad intensamente consciente de cuestiones raciales, el prejuicio puede operar en formas sutiles, difíciles de detectar. Esta situación se hace patente en la controversia sobre la inclinación racial en los retratos hablados y en el “delito” de “conducir siendo afroamericano”. Además, los delitos están estrechamente correlacionados con el ingreso y la clase socioeconómica; y el ingreso y la clase socioeconómica, a su vez, están estrechamente correlacionados con el factor raza. UNA NOTA ACERCA DE LA EJECUCIÓN DE LA LEY El sistema jurídico está lleno de reglas y mandatos. La mayor parte de la labor de ejecución de la ley —de asegurar que ésta se cumple— no depende del estado, de la ley o del gobierno. ¿Qué es lo que impide que la mayoría corramos frenéticamente a matar y a robar? Por supuesto, el miedo a la sanción puede ser y proba85 Tonry, Michael, Malign Neglect: Race, Crime, and Punishment in America (1995), pp. 188 y 189.
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blemente es un factor; sin embargo, también lo es el hecho que hayamos crecido creyendo que matar y robar son conductas nocivas; y también porque nuestros amigos y familias podrían despreciarnos y repudiarnos si hiciéramos tales cosas, o porque sufriríamos una vergüenza y un dolor penetrantes. En cierta forma, el castigo es sólo un elemento adicional al poderoso conjunto de reglas sociales; uno importante, por supuesto. El castigo puede ser especialmente importante (incluso esencial) cuando la ley prohíbe actos que son moralmente neutrales. Nadie considera que es moralmente inaceptable exceder el límite de tiempo permitido para estacionar su auto y, probablemente, nadie obedecería las reglas de tránsito si supiera que nunca va a recibir una multa. Sin embargo, si pensamos que la autoridad local puede remolcar y retirar nuestro automóvil, es muy probable que obedezcamos las reglas. El homicidio es, posiblemente, el extremo opuesto del espectro. Ninguna ley es obedecida al 100%, ni ejecutada al 100%. En algunos casos esta brecha es casi intencional. Utilizamos como ejemplo las normas que señalan los límites máximos de velocidad. Es socialmente aceptado sobrepasar por un poco dichos límites máximos; sesenta y cinco millas por hora realmente significa alrededor de setenta. No sería posible detener a todas las personas que sobrepasan el límite de velocidad; no es deseable siquiera. No obstante, las reglas que señalan límites máximos de velocidad no son inútiles y previenen que las personas conduzcamos mucho más rápido de lo que lo hacemos ahora. La ejecución parcial de la ley, hemos argumentado, es un método de control. El mismo razonamiento es aplicable a otro tipo de normas jurídicas. Hemos mencionado la prostitución y pornografía, pero ¿podemos aplicar este mismo análisis a la violación, al incendio intencional, al fraude y al homicidio? Una respuesta afirmativa podría sonar sumamente desalmada. Sin embargo, alguien debe decidir cuánto presupuesto se destina a la ejecución y cumplimiento de la ley —no sólo a las reglas que señalan límites máximos de velocidad, sino también cuánto se destina a la guerra contra las drogas, o a cuántos médicos se audita por el im-
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puesto sobre la renta, o cuántas personas se emplean para fiscalizar desechos tóxicos o para patrullar los bosques nacionales—. El grado de ejecución es profundamente variable y, como cualquier otro aspecto del sistema jurídico, una cuestión de normas, aspiraciones y política.
S EXTO EL SIGLO XX Y EL MODERNO ESTADO ADMINISTRATIVO-DE BIENESTAR Uno de los rasgos más evidentes y destacados del derecho estadounidense del siglo XX fue el surgimiento del moderno Estado administrativo-de bienestar. Ello implica, esencialmente, una enorme expansión en la clase de funciones que el gobierno realiza y en la forma en que las lleva a cabo. El gobierno, en todos los niveles, vigila la economía, supervisa el comportamiento de las empresas, proporciona una serie de beneficios a los pobres —o a todos— y preserva la salud pública y la seguridad. Para llevar a cabo todas esas tareas, el gobierno ha desarrollado un insaciable apetito de impuestos. El actual impuesto sobre la renta fue decretado por el Congreso en 1913. Poco antes, en 1895, la Suprema Corte había declarado inconstitucional un antecesor de dicho impuesto. La Decimosexta Enmienda (ratificada en 1913) hizo a un lado dicha decisión de la Corte y preparó el camino para el impuesto sobre la renta.86 Las tasas previstas en la primera ley del impuesto sobre la renta eran muy modestas y sólo se aplicaban a las personas acaudaladas. Únicamente alrededor del 2% de la población tenía obligación de presentar una declaración o de pagar cierta cantidad. Durante la Segunda Guerra Mun dial, las tasas impositivas se fueron al cielo debido a los enormes gastos que representa una guerra; ahora, toda la clase media debía pagar el impuesto sobre la renta. El gobierno empezó a re86 El caso en cuestión era Pollock vs. Farmer’s Loan and Trust Company, 157 U.S. 429, 158 U.S. 601 (1895).
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tener impuestos de los salarios de los trabajadores comunes y corrientes. En cualquier caso, aun después de terminada la guerra, aquello que las personas esperaban del gobierno siguió creciendo y creciendo; era necesario encontrar la forma de pagar todo aquello: seguridad social, un ejército y una armada inmensos, bombas atómicas, parques nacionales y todo lo demás. Los impuestos se elevaron drásticamente también a nivel estatal. ¿De qué otra forma podían pagarse las escuelas y las calles? La mayoría de los estados tenían leyes relativas al impuesto sobre la renta, al igual que algunas ciudades. Como señalamos anteriormente, el gobierno del siglo XIX era (para nosotros, que volteamos al pasado) pequeño y débil. El gobierno federal era particularmente endeble. Washington, D. C., era un pueblo sin mayor relevancia, los centros financieros y culturales estaban en otras ciudades. Los estados resguardaban sus privilegios celosamente. Lo que cambió la situación y creó un gobierno central con mayor fuerza fue el surgimiento de una economía nacional. Una economía nacional trajo consigo problemas de carácter nacional. El Congreso aprobó la Ley de la Comisión de Comercio Interestatal (Interstate Commerce Commission Act) en 1887, en respuesta a las exigencias para que el gobierno ejerciera control sobre las gigantescas redes ferroviarias.87 Los granjeros y los pequeños comerciantes sintieron que estaban a merced de las “grandes y perversas” compañías ferroviarias; la regulación estatal era digna de lástima y las compañías ferroviarias estaban por encima de control de cualquiera de los estados. Sólo una agencia de carácter federal podía ser efectiva. La referida ley creó la Comisión de Comercio Interestatal (Interstate Commerce Commission o ICC, por sus siglas en inglés) y la facultó para aplicar sus disposiciones. Lo que la ICC consiguió es otra historia. Las compañías ferroviarias eran, por sí mismas, actores políticos muy poderosos y tenían una enorme influencia sobre la forma en que la ICC operaba en la práctica. Sin embargo, 87
24 Stat. 379 (act. of Feb. 4, 1887).
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la ley era incoherente desde el principio: reflejaba, como todas las obras legislativas importantes tienden a hacerlo, un acuerdo entre grupos de interés en disputa y el resultado fue un galimatías de objetivos inconsistentes.88 A pesar de todo lo anterior, la ley de la ICC fue un avance significativo. Otro hito fue la Ley Anti-Monopolios Sherman (Sherman Anti-Trust Act) de 1890.89 Esta ley fue también una reacción contra el surgimiento de las grandes empresas y la amenaza que éstas representaban para el ciudadano común y corriente. El monopolio arquetípico fue la compañía petrolera Standard Oil Company, un enorme imperio de John D. Rockefeller. Pero existían también “cárteles” menores en diferentes mercados como el del whiskey, el azúcar y la cuerda. Los consumidores y las pequeñas empresas temían y odiaban a los grandes conglomerados industriales; habían tenido demasiada influencia en la sociedad estadounidense y en el gobierno; eran monopolios que lucraban enorme e injustificadamente con el pueblo y que hicieron a un lado a sus competidores en forma despiadada. No obstante, en cierta forma la Ley Sherman era principalmente simbólica; era una declaración de principios corta, blanda y vacía; señalaba la ilegalidad de los “monopolios” y las “restricciones al comercio”, pero ni siquiera intentó definir dichos términos y no creó ninguna agencia encargada de aplicar sus disposiciones. La “caza” de monopolios y cárteles se dejó en manos de la administración (y de las cortes). Al principio, no ocurrió mucho; las cortes mostraron hostilidad ante la ley y recortaron su extensión; el gobierno federal se mantuvo inerte. No fue sino hasta el siglo XX que la ley empezó a mostrar los dientes y a enfrentar adversarios poderosos —Standard Oil, American Tobacco y, mucho después, a IBM, AT&T y Microsoft—. 88 En este punto, véase Skowronek, Stephen, Building a New American State: The Expansion of National Administrative Capacities, 1877-1920 (1982), cap. 5. 89 26 Stat. 209 (act of July 2, 1890).
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Otra ley importante de la época fue la Ley Federal sobre Alimentos y Medicamentos (Food and Drug Act) expedida en 1906. La historia de esta ley es ilustrativa. Por mucho tiempo, los estados habían tenido leyes que prohibían el comercio de alimentos en malas condiciones y medicamentos adulterados. Por ejemplo, en Minnesota a principios del siglo XX, existían leyes sobre la calidad de productos lácteos, vinagre, mermeladas y jaleas, miel, dulces y manteca de cerdo, entre otras cosas; asimismo, existía una ley general contra la venta de cualquier alimento que fuera “dañino” o que incluyera cualquier “sustancia sucia o putrefacta” o “conservadores” con el propósito de “ocultar el sabor, olor o cualquier otra muestra de putrefacción”.90 No obstante, los estados en lo individual no tenían control sobre los productos vendidos a lo largo del país y carecían de facultades para controlar las redes ferroviarias interestatales. La legislación federal parecía ser la respuesta; sin embargo, los grupos de interés eran demasiado fuertes para que esto ocurriera fácilmente. Incluso incidentes como el escándalo de la “carne embalsamada”, durante la guerra entre los Estados Unidos y España —carne podrida que se daba como alimento a los soldados— no fueron suficientes para terminar con la apatía del pueblo estadounidense. Ante esta situación, entró en escena un joven escritor llamado Upton Sinclair. Su poderosa novela La Jungla expuso una horrible imagen de la vida en el distrito de las empacadoras de carnes en Chicago. La postura política de Sinclair era radical, quería despertar la conciencia del país, quería demostrar que las grandes empresas eran perversas y crueles con sus trabajadores, que las familias pobres luchaban contra circunstancias abrumadoras para lograr una vida decente bajo las garras de la opresión capitalista. Su novela narra el trágico destino de una familia de inmigrantes lituanos en Chicago; era también una inmejorable acusación a la industria empacadora de carnes en Chicago, que era considerada la “carnicería de cerdo del mundo”. Los empacadores vendían productos re90
Minn. Stats. 1905, sec. 1771, p. 356.
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pugnantes, infestados por ratas y preparados bajo condiciones sanitarias horrorosas. En una escena particularmente asquerosa, un trabajador cae en un enorme recipiente, su cuerpo es desintegrado por el ácido y después es procesado como manteca. El libro desató un tremendo alboroto. La venta de carne disminuyó precipitadamente. Hasta el presidente de los Estados Unidos, Theodore Roosevelt, se involucró en el asunto. La Ley sobre Alimentos y Medicamentos se abría camino en el Congreso sin mucha oposición. Las propias compañías alimenticias se percataron que algo tenían que hacer para restaurar la confianza del público en sus productos.91 La ley creó una nueva agencia, la Administración de Alimentos y Medicamentos (Food and Drug Administration o FDA, por sus siglas en inglés), encargada de aplicar sus disposiciones. Sin embargo, Sinclair estaba decepcionado con esta noticia; él apuntó, según dijo, al corazón del pueblo estadounidense y, accidentalmente, le pegó en el estómago.92 Quizás esto era de esperarse. Los escándalos y los acontecimientos son poderosos legisladores, pero funcionan mejor cuando despiertan las pasiones y el interés personal de la vasta clase media. El país no estaba ni remotamente cerca de comprar la idea del socialismo o algo verdaderamente radical y no había oportunidad que el Congreso promulgara reformas extensas y profundas a las condiciones laborales. La sana alimentación era una historia aparte. Al señor y a la señora estadounidenses sí que les enfadó que su comida estuviera envenenándolos y la idea de un canibalismo inconsciente era muy poco atractiva. Otro escándalo produjo la siguiente reforma importante de la FDA en 1938. Este escándalo estuvo relacionado con las medicinas milagrosas recién descubiertas —los antibióticos—. Los pri91 Friedman, Lawrence M., American Law in the Twentieth Century (2002), pp. 60 y 61. La ley (Food and Drug Act) es 34 Stat. 768 (act of June 30, 1906). 92 Upton Sinclair, American Outpost: A Book of Reminiscences (1932), p. 154.
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meros en salir al mercado fueron las sulfas, que se vendían en forma de comprimidos. La empresa S.E. Massengill buscó la manera de comercializar sulfa en presentación de “elíxir”, es decir, en forma líquida, que las personas preferían sobre los comprimidos. El químico responsable de la empresa (un hombre con estudios de escuela preparatoria) encontró el medio apropiado; sin embargo, tuvo un pequeño error: el 70% del líquido era dietilglicol, que resultó ser un veneno mortal. Cuando las personas comenzaron a morir por multitudes, la FDA retiró el elixir del mercado; pero para ese momento más de cien personas habían muerto, incluyendo treinta y cuatro niños. El escándalo impulsó al Congreso para implementar un cambio importante y fortalecer a la FDA. Hasta ese momento, la agencia tenía facultades para incautar medicamentos peligrosos y retirarlos del mercado; en cambio, a partir de su fortalecimiento, ningún medicamento podía salir al mercado sin haber sido probado y aprobado por la FDA.93 La historia de la FDA ilustra muchos aspectos que son característicos de la evolución del derecho estadounidense durante el siglo XX: la centralización (el cambio del poder hacia Washington); la promulgación y ejecución de normas a través de consejos, agencias y cuerpos administrativos; y la influencia de los escándalos y acontecimientos —así como de los medios y la opinión pública— en la formación de dichas normas. Todas estas tendencias se volvieron cada vez más fuertes con el transcurso del siglo. LA EXPLOSIÓN DE LA RESPONSABILIDAD CIVIL El siglo XIX acumuló precedentes en materia del derecho de daños que se inclinaron a favor de las empresas; los jueces crea93 Véase Jackson, Charles O., Food and Drug Legislation in the New Deal (1970), capítulo ocho.
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ron una red de normas que, en esencia, imponían límites a los daños que podían reclamarse por accidentes laborales, a bordo de trenes o en cualquier lugar. La labor del siglo XX fue desmantelar esta estructura; las compañías se volvieron responsables por daños hechos en formas y grados que hubieran horrorizado a Lemuel Shaw y a la mayoría de los jueces del siglo XIX. La responsabilidad por productos defectuosos (product liability) es un buen ejemplo. Cualquier exposición de esta rama del derecho de daños debe iniciar con el famoso caso de MacPherson vs. Buick,94 resuelto en 1916 por la corte de mayor jerarquía del estado de Nueva York. La opinión fue redactada por Benjamin Nathan Cardozo. Un hombre compró un automóvil de la marca Buick a un distribuidor; el auto tenía una llanta defectuosa; ocurrió un accidente; MacPherson resultó lesionado y demandó al fabricante. Conforme a una antigua regla (la doctrina de la “relación jurídica” o privity rule) MacPherson debía haber demandado al distribuidor —quien le vendió el coche— y no a la compañía que fabricó el coche. No obstante, en una forma sutil e ingeniosa, la decisión de Cardozo hizo a un lado dicha regla señalando lo siguiente: si un producto es peligroso y causa daño, la víctima está autorizada para demandar directamente a quien lo fabrica. Otros estados se adhirieron a la resolución de MacPherson. La posibilidad de demandar al fabricante es, hoy en día, algo sobrentendido. Por supuesto, esta regla tiene sentido en una era de publicidad, de marcas y de producción masiva; compramos Buicks, compramos sopas Campbell’s, compramos computadoras IBM y esperamos que el fabricante responda por sus productos. Además, con el paso de los años la extensión de la responsabilidad civil se ha incrementado. La responsabilidad del fabricante se ha vuelto cada vez más “estricta” o sin culpa, lo que implica, en muchos casos, que ya no sea necesario probar algún tipo de “negligencia” o 94
217 N.Y. 383, 111 N.E. 1050 (1916).
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descuido por parte del fabricante.* Las doctrinas son complicadas y cada estado tiene su propia versión de derecho de daños, pero la dirección de esta tendencia es inequívoca. La responsabilidad por productos defectuosos es sólo un ejemplo de la explosión de la responsabilidad civil; las demandas por negligencia médica son otro buen ejemplo. Siempre fue cierto (en teoría) que un doctor, como cualquier otro individuo, era responsable por un error negligente. Sin embargo, las demandas contra doctores eran poco comunes hasta mediados del siglo XIX. Las personas parecían poco dispuestas a demandar al viejo doctor de la familia. Por su parte, los doctores parecían poco dispuestos a testificar en contra de otros colegas. Sin embargo, con el transcurso del tiempo la práctica de la medicina se volvió más impersonal —y más tecnológica—. Las personas esperaban más de los doctores; esperaban milagros o, por lo menos, esperaban ser sanados. La cultura de una responsabilidad elevada y una ética profesional de “justicia absoluta” empezaron a pronunciarse en contra de aquellos doctores cuyos pacientes habían sufrido malos resultados. Como muestran muchos estudios, los doctores cometen errores (en cantidades considerables) y, en ocasiones, tienen consecuencias catastróficas. Otro desarrollo importante en el derecho de responsabilidad por negligencia fue el concepto de “consentimiento informado”. Es arriesgado para un doctor, por ejemplo, no advertir a su paciente que una operación de cálculos renales falla de vez en cuando, o que cierta vacuna tiene ciertos efectos secundarios. Si un doctor no informa dichas contingencias y obtiene un “consentimiento informado” para un tratamiento o procedimiento, dicho doctor puede ser considerado responsable por los daños causados, aun cuando haya sido extremadamente cuidadoso y el fracaso de dicho tratamiento o procedimiento, y
* Nota del traductor. Para una breve referencia sobre el principio de responsabilidad sin culpa (strict liability) del common law, véase la nota del traductor en la página 44 al capítulo tercero de esta obra.
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sus consecuencias negativas, se hubieren producido sin culpa alguna. En el siglo XIX, como señalamos anteriormente, la “regla del compañero trabajador” (fellow servant rule), eliminó el derecho de los trabajadores para recibir compensación en casos de accidentes industriales. En la medida que el país se industrializó, el número de accidentes aumentó considerablemente. Para finales del siglo, la cantidad de muertes y lesiones en fábricas, ferrocarriles, minas y construcciones era realmente terrible. Naturalmente, las organizaciones de trabajadores se opusieron a la regla del compañero trabajador. Las cortes comenzaron a erosionar la regla, que se volvió complicada y plagada de excepciones; y las legislaturas también participaron en el proceso. Algunas de ellas aprobaron leyes que limitaron el alcance de dicha regla de una u otra forma. En el siglo XX, la regla del compañero trabajador se abandonó por completo. En 1908, la Ley de Responsabilidad de Patrones Federales (Federal Employers Liability Act) eliminó la regla en lo que se refería a los trabajadores de ferrocarriles interestatales.95 Posteriormente, otra ley eliminó la regla para los trabajadores de empresas marítimas. En los estados, un sistema radicalmente diferente, el sistema de compensación de los trabajadores, fue creado durante la Primera Guerra Mundial. El sistema de compensación de los trabajadores se basó en un modelo inglés que, a su vez, había sido influenciado por la legislación de la Alemania de Bismarck. La compensación de los trabajadores era un sistema “sin causa”. Si un trabajador sufría un accidente mientras trabajaba, tenía derecho a una compensación y la negligencia era irrelevante. El trabajador no tenía necesidad de probar que alguien había actuado negligentemente y tampoco importaba si él mismo había sido negligente. En un caso importante de Wisconsin, el ayudante del chofer de un camión intentaba orinar por un lado del vehículo en movimiento —un acto po95 35 Stat. 65 (act of Apr. 22, 1908); una ley anterior había sido declarada inconstitucional.
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co inteligente—. El ayudante se cayó del camión y se lastimó y la corte señaló que tenía derecho a una compensación.96 Básicamente el sistema cubría todos los accidentes relacionados con el trabajo; el truco fue que dicha compensación era limitada. Un trabajador totalmente incapacitado para trabajar podría recuperar cierto porcentaje de su salario por cierto número de semanas o de años. Un trabajador parcialmente incapacitado para trabajar recuperaría parte de su sueldo conforme a otra fórmula prevista en la ley. Comúnmente las leyes contenían un repugnante catálogo de partes del cuerpo: si el trabajador perdía un brazo, una pierna, un ojo o un pulgar, recuperaría determinado número de semanas en ésta o ésta otra proporción: por ejemplo, conforme a la ley de Arkansas actualmente en vigor, un brazo amputado hasta el codo tiene un valor de 244 semanas de compensación; la pérdida de un pulgar, 73 semanas; de un dedo del pie (excepto el dedo gordo), 11 semanas; de un testículo, 53 semanas y de ambos testículos, 158 semanas.97 Así pues, este nuevo sistema implicó un acuerdo entre las partes involucradas. Por una parte, el patrón perdió sus defensas —básicamente debía pagar cierta compensación siempre que un trabajador sufriera un daño en el desempeño de sus labores—. Por la otra, ahora el patrón estaba protegido contra demandas de los trabajadores por la vía ordinaria; no pagaría cantidades para resarcir dolor y sufrimiento; no estaría sujeto a juicio ante un jurado; y no había cabida para remuneraciones estratosféricas. Al igual que el derecho de daños, una vez que el sistema de compensación de los trabajadores entró en vigor, cobró vida propia y se expandió hacia una mayor cobertura y un mayor nivel de responsabilidad. Las primeras leyes en esta materia fueron un tanto restrictivas: planteaban sólo la imagen clásica de un accidente industrial y del peligroso mundo de las fábricas y las minas. De hecho, la ley de de Oklahoma limitaba su cobertura es96 97
Karlslyst vs. Industrial Commission, 11 N.W. 2d 179 (Wisc., 1943). Ark. Code Ann., sec. 11-90521 (1999).
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pecíficamente a aquellas labores “peligrosas”: hornos de onda explosiva, explotación forestal y las demás previstas en un catálogo legislativo.98 Asimismo, las primeras leyes rara vez cubrían enfermedades o padecimientos laborales —después de todo, no eran “accidentes” en el sentido común del término—. Los trabajadores que se enfermaban en el trabajo y por el trabajo generalmente no recibían compensación alguna. Éste fue el caso de las “chicas del radio”, mujeres jóvenes que fueron contratadas para pintar carátulas luminosas de relojes de muñeca. Empezaron a morir de cáncer en la década de 1920 y la mayoría de ellas nunca recibió compensación alguna por parte de sus patrones.99 Las leyes posteriores fueron mucho más amplias. El estado de Nueva Jersey, donde muchas de estas chicas habían vivido, modificó la ley en 1949 para cubrir “todas aquellas enfermedades que surgieran con motivo y en el curso del empleo”. Además, los trabajadores comenzaron a recibir dinero por incidentes como ataques al corazón en el trabajo. En un principio, en mayor o menor medida, las cortes insistieron que el ataque al corazón debía ser el resultado de alguna circunstancia especial, diferente, estresante o inusual —un ataque al corazón común y corriente no era suficiente—. Algunos estados todavía insisten en ello,100 sin embargo, con el tiempo las resoluciones judiciales se han convertido en cada vez más favorables para los trabajadores y sus familias. Para finales del siglo XX, no era una exageración afirmar que prácticamente cualquier cosa que incapacite o inhabilite a un trabajador es causa suficiente para que éste demande una compensación. A diferencia de algunos países europeos, el sistema de seguridad social en los Estados Unidos está plagado de lagunas y vacíos. El derecho de daños, con toda su crudeza, junto con las Okla. Comp. Stats. 1926, secs. 7283, 7284, pp. 662 y 663. Véase Claudia Clark, Radium Girls: Women and Industrial Health Reform, 1910-1935 (1997). 100 Así pues, la ley de Arkansas arriba citada señala que los padecimientos cardiacos son causa de compensación “únicamente si… su causa principal es un accidente”. Sec. 11-9-114. 98 99
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extensas leyes de compensación de los trabajadores, colman alguna de estas lagunas y vacíos. En cierta forma es ilógico afirmar que un hombre que tiene un ataque al corazón un domingo mientras ve un partido de fútbol no tiene derecho a reclamar compensación alguna; sin embargo, si tiene dicho ataque ocurre el lunes durante su hora de la comida en la oficina o mientras está sentado en su escritorio, pudiera tener derecho a recibir cierta cantidad de su patrón. No obstante, nadie ha dicho que el sistema jurídico (o la sociedad) tenía que ser totalmente coherente, totalmente racional o totalmente consistente. En los primeros días del sistema de compensación de los trabajadores hubiera sido inconcebible que un empleado reclamara su derecho a recibir una compensación porque su empleo lo estaba volviendo loco o porque lo había llevado a una profunda depresión; o que un trabajador, al ser informado de su despido o transferencia a un empleo distinto, sufriera un sobresalto tal que tuviera derecho a ser compensado. No obstante, este tipo de demandas comenzaron a surgir en la última parte del siglo XX y un buen número de ellas tuvo éxito. Los patrones estaban alarmados, por decir lo menos, y acudieron apanicados ante las legislaturas, suplicando auxilio. Muchas de las legislaturas fueron receptivas y redujeron sustancialmente el derecho de los trabajadores para recibir compensación por daños psicológicos. Por ejemplo, la ley de Arkansas fue modificada en 1993 de manera que actualmente “una lesión mental o enfermedad no es… compensable… salvo que fuere causada por daño físico al cuerpo del empleado”.101 Algo similar —una ola de contragolpes— sucedió con las leyes de daños en general, como veremos más adelante. EL ESTADO DE BIENESTAR-REGULADOR El Nuevo Acuerdo (New Deal) bajo la presidencia de Franklin D. Roosevelt fue un parteaguas en la historia de los Estados Uni101
Ark. Code Ann. Sec. 11-9-113 (1999).
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dos, así como en la historia del derecho. Existe controversia en torno a la medida en que el programa de Roosevelt fue una verdadera ruptura con el pasado —en otras palabras, qué tan nuevo fue en realidad el Nuevo Acuerdo—. Sin duda, pueden encontrarse precedentes para argumentar en ambos sentidos; después de todo, como lo señala la Eclesiastés, no hay nada nuevo bajo del sol. El presidente Herbert Hoover —desafortunado predecesor de Roosevelt— tampoco fue tan inerte y despreocupado como se le describe. Sin embargo, considerado en su conjunto el Nuevo Acuerdo fue, efectivamente, diferente y trajo consigo cambios importantes en la sustancia y la cultura del derecho estadounidense. El poder había estado filtrándose poco a poco y fluyendo en dirección hacia Washington, D. C.; pero ahora se vertía como un poderoso torrente. Los estados estaban en bancarrota y languidecidos; el país pedía a gritos un liderazgo nacional y con Roosevelt lo obtuvo. El Nuevo Acuerdo difícilmente fue un programa único, coherente y comprensivo. Roosevelt intentó esto y aquello, en ocasiones en forma inconsistente. La Ley de Recuperación de la Industria Nacional (National Industrial Recovery Act o NIRA, por sus siglas en inglés) y en general el Nuevo Acuerdo en sus inicios, tuvieron un fuerte enfoque corporativista para terminar con la depresión. El objetivo detrás de la NIRA fue que todo tipo de compañías de distintas industrias se unieran, redactaran códigos, redujeran la producción e incrementaran los precios y los salarios. Efectivamente muchas industrias redactaron dichos códigos, aunque el proceso fue torpe y caótico. Sin embargo, en el caso del “pollo enfermo” —Schechter Poultry Corp. vs. United States (1935)—102 la Suprema Corte sostuvo, por votación unánime, que el esquema de la NIRA era inconstitucional. La ley había otorgado demasiado poder a los grupos industriales; de hecho, les había otorgado la facultad para expedir normas que obligaban a millones de personas. Esto fue una delegación de facul102
295 U.S. 495 (1935).
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tades no autorizada y, en opinión de la Corte, una violación a la ley fundamental. Este no fue el único hito del Nuevo Acuerdo que la Suprema Corte invalidó. En el caso United States vs. Butler (1936),103 por ejemplo, la Suprema Corte terminó con la vida de la Ley de Ajuste Agrícola (Agricultural Adjustment Act) de 1933. Esta ley tenía como propósito sacar del bache los productos agrícolas mediante compensaciones a los granjeros para que produjeran menos. Después de perder una serie de casos, el presidente se tornó impaciente y preocupado. Los “nueve viejos” (como se denominaba frecuentemente a la Suprema Corte) estaban frustrando la voluntad del pueblo (y también la voluntad del presidente). Roosevelt fue reelecto en 1936 mediante una victoria electoral aplastante e ingenió un astuto esquema para neutralizar a la Corte. Roosevelt pidió al Congreso le permitiera aumentar el tamaño de la Corte y lo facultara para nombrar ministros del Nuevo Acuerdo. Quizás para su sorpresa, este plan desató tremendas protestas. Roosevelt había sobrepasado sus límites; en cierta medida, fue percibido como un profanador del relicario nacional y su plan resultó en un terrible fracaso.104 Sin embargo, al final Roosevelt se salió con la suya. Fue electo presidente en cuatro ocasiones y sobrevivió a los “nueve viejos”. Con el paso de los años pudo nombrar ministros de la Corte que veían las cosas desde el enfoque del Nuevo Acuerdo. Incluso antes que esto sucediera, hubó indicios de que los ministros (o la mayoría de ellos) sentían mayor simpatía hacia los programas del Nuevo Acuerdo. Los programas que vinieron después pasaron todos los escrutinios de la judicatura. En conjunto, la legislación del Nuevo Acuerdo tuvo un efecto importante en la sociedad. El Nuevo Acuerdo dejó una marca permanente en el sistema bancario; creó un sistema de seguro de 297 U.S. 1 (1936). Véase sobre este tema, Leuchtenberg, William E.. The Supreme Court Reborn: The Constitutional Revolution in the Age of Roosevelt (1995). 103 104
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depósitos bancarios para evitar la fuga de capitales, mediante una garantía por parte del gobierno. La Ley del Mercado de Valores (Securities and Exchange Act) domó a los “toros” y a los “osos” de Wall Street. Las empresas que tenían acciones cotizadas en el mercado de valores debían informar con veracidad sobre su condición financiera. La Comisión del Mercado de Valores (Securities and Exchange Commission) se convirtió en un importante perro guardián, de manera que los inversionistas estaban mucho menos a merced de los poderosos industrialistas. El Nuevo Acuerdo también modificó sustancialmente las leyes laborales. La Ley Wagner puso el sello federal de aprobación al movimiento sindicalista y creó el Consejo Nacional de Relaciones Laborales (National Labor Relations Board), para asegurar que los patrones permitieran a los empleados organizarse y que jugaran limpio durante las elecciones sindicales. La Autoridad del Valle de Tennessee (Tennessee Valley Authority) llevó energía eléctrica a una de las regiones más pobres y atrasadas del país. La enorme cantidad de obra pública y programas de conservación dieron trabajo a millones de desempleados. Los trabajadores de la Agencia para la Mejora del Empleo (Works Progress Administration) construyeron caminos, pintaron murales en oficinas de correos, recogieron hojas, montaron obras de teatro —y, lo más importante, devengaron salarios para miles de familias que sin dichos ingresos estaban al borde de la ruina—. En esta crisis económica, un gran segmento de la población dejó de pertenecer a la clase media y se enfrentó con pobreza y desolación. Los servicios de asistencia pública ya no eran sólo para los miembros de una clase históricamente menesterosa. El gobierno federal respondió al clamor de lo que podríamos llamar la media clase sumergida. Uno de los programas que causó mayor interés fue la construcción de vivienda popular —una idea que quizás hubiera horrorizado a Hoover—. Sin embargo, en cierta medida, la piedra angular de las políticas del Nuevo Acuerdo fue la Ley del Seguro Social (Social Security Act) de 1935. Ninguna ley del siglo XX tuvo mayor importancia que és-
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ta. Esta compleja ley fue, en parte, una ley convencional de asistencia para los pobres; también creó un programa de compensación por desempleo financiado con impuestos; y, especialmente, creó un sistema de pensiones para personas mayores que sería financiado tanto por los patrones como por los trabajadores, a través de retenciones de su salario. Al llegar a la edad para su jubilación, el trabajador recibiría una pensión. Dicha pensión dependía parcialmente de cuánto había contribuido a ella el trabajador. No dependía de qué tan pobre o tan necesitado fuera el trabajador, ya que estaba disponible para ricos y pobres. Estas pensiones matarían dos pájaros de un tiro: las personas mayores que ya no tenían un empleo obtendrían un cheque del gobierno para evitar que cayeran en un estado de necesidad imperante; y la idea de una pensión los animaría, en épocas de fuerte desempleo, a dejar su trabajo y abrir paso a trabajadores jóvenes. El Partido Demócrata de Roosevelt había arrasado en las elecciones de 1932 y 1936. No obstante, en el sistema político estadounidense los partidos perdedores aprenden a reorganizarse y, eventualmente, reaparecen en escena. Harry Truman sucedió a Roosevelt, pero cuando aquél dejó el cargo, el país se volcó sobre un popular héroe de guerra (miembro del Partido Republicano), Dwight D. Eisenhower. La guerra terminó con la Gran Depresión y con la mentalidad de la depresión. El país era mucho más prospero y la gente próspera tiende a ser conservadora. Los presidentes miembros del Partido Republicano dejaron intacta la base del Nuevo Acuerdo —tenían que hacerlo—. En materia de derecho laboral, al igual que en algunas otras áreas, intentaron restaurar el “balance” de las políticas públicas. Con todo, nadie se atrevió a tocar el Seguro Social. De hecho, durante la presidencia de Lyndon Johnson en la década de 1960 se produjeron una nueva explosión de energía legislativa y una enorme expansión del estado de bienestar. Johnson anunció su programa de la Gran Sociedad (Great Society) y declaró la “guerra contra la pobreza”. La “guerra contra la pobreza” era tan difícil de ganar como la otra guerra de Johnson, la
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guerra de Vietnam —que eventualmente produjo su caída—. Sin embargo, Johnson dejó un legado permanente, impulsando un audaz conjunto de leyes —muy notablemente, creó Medicare, que proporcionaba un seguro hospitalario gratuito a las personas mayores de sesenta y cinco años—.105 Al igual que el Seguro Social, dicho programa no sólo ayudó a los directamente beneficiados sino a las generaciones venideras. Los adultos jóvenes ya no tenían que preocuparse por la operación de la abuela y la consecuente desaparición de su patrimonio. Medicare se encuentra actualmente en el templo de los programas intocables, junto con el Seguro Social. Johnson también impulsó enérgicamente en el Congreso una importante Ley de los Derechos Civiles (Civil Rights Act). El Nuevo Acuerdo se había ocupado principalmente de una economía convaleciente. Los problemas económicos también fueron un tema importante durante el periodo siguiente a la Segunda Guerra Mundial. La Declaración de Derechos de los Militares (GI Bill of Rights), un paquete de prestaciones para veteranos —educación gratuita, préstamos para comprar casas— no era únicamente un caso de gratitud nacional, también era un plan para solucionar parcialmente el desempleo y estimular la economía. La Declaración de Derechos de los Militares revolucionó la educación superior y ayudó a financiar la migración hacia los suburbios. De hecho, el gobierno otorgó a millones de veteranos la posibilidad de comprar la casita de sus sueños en los suburbios. Un enorme programa para construir caminos ayudó a las familias de los suburbios a trasladarse de sus casas a sus trabajos y viceversa. Por supuesto, la economía era todavía un asunto muy importante en la agenda nacional y siempre lo será, sin embargo, a partir de la década de 1960, más y más programas nacionales se enfocaron en otros asuntos —problemas relativos al estilo de vida, a lo social, a la salud, a la seguridad, al medio ambiente, etcétera—. La época de crecimiento ilimitado, de recur105
79 Stat. 286 (act of July 30, 1965).
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sos ilimitados, parecía haber terminado. En un momento dado, nos pareció normal cortar árboles, drenar pantanos, matar lobos y taladrar pozos dondequiera que se encontrara petróleo, ya sea que fuera en el campo abierto o en el centro de Los Ángeles. Ahora los pantanos se habían convertido en “valiosa tierra húmeda”, los lobos en las criaturas preferidas de la madre tierra, la extracción de petróleo y la explotación de minas estaba fuera de moda y la preservación histórica en boga. Ahora, no todos los cambios tuvieron motivaciones estéticas. En octubre de 1948, la “niebla letal de Donora” —una capa de aire mortal— provocó que el cielo se oscureciera al mediodía en Donora, Pennsylvania, causando la muerte de veinte personas.106 El país se dio cuenta que podría asfixiarse con su propia prosperidad industrial y envenenarse con su propia agua contaminada. El aire y el agua limpios no podían darse por sentados; era necesario contar con programas, leyes y reglamentos efectivos para preservarlos. Para cada acción parece haber una reacción; para cada “avance” un serio contragolpe. Nadie quiere que el cóndor de California se extinga, pero ¿debemos acabar con el proyecto para una enorme presa sólo por salvar a unos miserables pececillos, o privar de sus empleos a los aserradores sólo para conservar al búho manchado? Desde un punto de vista político, los programas de seguridad social parecen sólidos. Nadie habla de abolir el Seguro Social o el Medicare, a pesar de que existen graves preocupaciones para mantener su solvencia financiera. En los primeros años del siglo XXI, los planes para “rescatar” al Seguro Social crecieron como la hierba, pero otros programas comunes de asistencia social han tenido un destino diferente. La clase media cuenta con su paquete de subsidios; siente que se ha ganado ese dinero; que lo ha pagado con sudor y dólares. No obstante, muchos miembros de la misma clase media resienten profundamente cualquier programa de ayuda a los pobres. Ciertamente no ayudó que el 106
1999.
Véase Kiester, Edwin Jr., “A Darkness in Donora”, Smithsonian, Nov. 1,
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presidente Reagan y otros tantos catalogaran a las personas que recibían asistencia social como parásitos y tramposos. Millones de personas empezaron a percibir a las madres que recibían asistencia como mujeres comúnmente flojas, irresponsables e inmorales, que daban a luz a un bebé tras otro concebidos con una serie de amantes transitorios y que gastaban el dinero duramente ganado por aquellos que pagaban impuestos, viviendo una vida vacía, fraudulenta y disoluta. Además, estas madres eran frecuentemente afroamericanas. Sin lugar a dudas, muchas personas realmente sintieron que esa asistencia social causaba más daño que beneficio, que debilitaba la fibra moral de las personas que la recibían y que creaba una cultura de dependencia. En su momento, el presidente Clinton prometió “terminar con la asistencia social como la conocemos” y el Congreso estuvo ansioso por ayudarlo. Las reformas a los programas de asistencia social tuvieron como propósito sacar personas de las listas de beneficiarios y ubicarlas en el mercado del empleo. Lógicamente dichas listas han ido reduciéndose estado tras estado; pero, es muy pronto para prever cuál será el impacto final. EL MOVIMIENTO DE DERECHOS CIVILES A finales del siglo XIX, la posición de la población afroamericana había tocado fondo en el sur. La mayoría de los afroamerianos vivían en estos estados, los estados de la vieja Confederación. La mayoría eran granjeros, caseros o aparceros dependientes de patrones blancos. Cada estado sureño tenía una red de rígidas leyes que segregaban a los afroamericanos de los blancos —en escuelas muy notablemente, pero también en sitios como trenes y autobuses, e incluso en prisión—. Estas leyes expresaban una cultura de supremacía blanca. Eran parte de un “código” social y jurídico que hacía a los afroamericanos totalmente subordinados a las personas de raza blanca. La Decimoquinta Enmienda (teóricamente) garantizaba el derecho al voto de los afroamericanos pero era
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letra muerta en el sur. A finales del siglo XIX y a principios del XX, los estados sureños privaron a los afroamericanos del derecho a participar en los procesos electorales.107 A través de una gran variedad de argucias, algunas jurídicas y otras no, retiraron a los afroamericanos de las listas de electores. Por ejemplo, en Carolina del Sur los votantes tenían que pagar una contribución urbana, ser propietarios de un bien inmueble (con valor de $300 dólares o más) y ser capaces de leer y escribir cualquier sección de la Constitución de Carolina del Sur. Había pruebas de este tipo en otros estados también. Por alguna razón, los afroamericanos nunca pudieron pasar estas pruebas. Si era necesario, los estados del sur utilizaban la violencia para asegurarse que los afroamericanos no participaran en las votaciones. Estas estrategias fueron sumamente efectivas. En Alabama, en 1906 el 85% de los hombres blancos en edad adulta estaban registrados como votantes, mientras sólo el 2% de los hombres afroamericanos en edad adulta estaban registrados. Ningún afroamericano tenía un cargo de elección popular. No había jueces afroamericanos y sólo había unos cuantos abogados de raza negra. Todo el poder estaba en manos de la mayoría blanca. El sistema de justicia penal se inclinaba notoriamente en contra de los afroamericanos. Los jueces, jurados y fiscales eran invariablemente blancos. Los afroamericanos acusados de ciertos delitos —violación a una mujer blanca, por ejemplo— prácticamente tenían garantizado un juicio superficial y rápido, así como un veredicto de culpabilidad. Para las personas de raza negra la “justicia” era dura, tosca, sucia y mortal. Sin embargo, aun la justicia así inclinada no era lo suficientemente severa, en opinión de muchos sureños de raza blanca. El derecho al linchamiento sumaba otra capa de terror. Casi tres mil afroamericanos fueron linchados entre 1889 y 1918. Casi 20% de ellos habían sido acusados de violar a una mujer de raza blanca (violar a una mujer de raza negra rara 107 Véase en general, Perman, Michael, Struggle for Mastery: Disfranchisement in the South, 1888-1908 (2001).
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vez se tomaba en cuenta); otros fueron acusados de asesinar a personas de raza blanca, o simplemente de insolencia. Algunos linchamientos fueron relativamente ordenados —si es que un linchamiento puede considerarse un acto ordenado— pero en otros casos, la muchedumbre actuaba con una brutalidad sorprendente e inhumana, en ocasiones torturando a la víctima hasta causarle la muerte. A Luther Holbert y su esposa, linchados en Mississippi en 1904, les cortaron los dedos (y los repartieron como souvenir), luego las orejas y, antes de quemarlos, la muchedumbre perforó sus cuerpos con sacacorchos. Normalmente los participantes en el linchamiento eran exonerados o piadosamente se proclamaba que habían sido personas desconocidas —aun cuando generalmente habían actuado en forma pública, ante una multitud y a plena luz del día—;108 rara vez alguien recibía un castigo por tomar parte en un linchamiento. Las cortes federales no habían sido de mucha ayuda para los afroamericanos en el sur después de concluido el periodo de Reconstrucción. De hecho, la Suprema Corte había declarado inconstitucional una de las más importantes leyes de derechos civiles de la posguerra civil109 y, en el famoso caso de Plessy vs. Ferguson (1896),110 la Suprema Corte puso su sello de aprobación en la segregación misma. Esta fue la doctrina de “iguales pero separados”, que legitimaba la versión estadounidense del apartheid. Lentamente la situación comenzó a cambiar en el siglo XX. En cierta forma, siempre había habido movimientos a favor de los derechos civiles; los líderes afroamericanos siempre protestaron contra la segregación. Un avance fundamental fue la 108 El material relativo a linchamientos fue tomado del capítulo 6 del libro de Litwack, Leon, Trouble in Mind: Black Southerners in the Age of Jim Crow (1998). 109 En los llamados Casos de los Derechos Civiles (Civil Rights Cases), 109 U.S. 3 (1883); este caso invalidó el Acta de Derechos Civiles (Civil Rights Act) de 1875, la cual prohibió la discriminación racial en instalaciones públicas. 110 163 U.S. 537 (1896).
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fundación de la Asociación Nacional para el Progreso de la Gente de Color (Nacional Association for the Advancement of Colored People o NAACP, por sus siglas en inglés). Esta organización comenzó a desarrollar una acción política centrada en las cortes. Después de todo, no había mucho que ganar rogando a las legislaturas y solicitando el apoyo de los consejos civiles sureños, pues ambos eran bastiones de supremacía blanca. El gobierno federal era hostil o indiferente —de hecho, Woodrow Wilson, sureño de nacimiento, era un ferviente segregacionista—. Las cortes parecían ser la única esperanza para obtener algún tipo de apoyo. La estrategia del litigio, bajo el liderazgo de Charles Houston y posteriormente de Thurgood Marshall, poco a poco dio resultados. La Suprema Corte comenzó a apartarse de Plessy vs. Ferguson. En Buchanan vs. Warley (1917),111 la Suprema Corte invalidó un decreto expedido en Louisville, Kentucky, que prohibía a una familia de raza negra vivir en un área habitada en su mayoría por personas de raza blanca y viceversa. La Corte también comenzó a erosionar la segregación en las escuelas. En Missouri ex rel. Gaines vs. Canada (1938),112 un hombre afroamericano, Lloyd L. Gaines, intentó entrar a la escuela de derecho de la Universidad de Missouri; la universidad se rehusó a admitirlo y las cortes del estado confirmaron esta decisión. La Suprema Corte revirtió dicha decisión —en este caso el estado no podía siquiera pretender que las instalaciones estaban separadas pero eran iguales—, e incluso ofreció pagar la colegiatura de Gaine en algún otro estado; sin embargo, la Corte consideró que ésta no era una respuesta aceptable. Existieron otros casos en que demandantes afroamericanos salieron victoriosos, pero la Corte no tuvo necesidad de aludir a la regla Plessy en forma directa. Por ejemplo, en McLaurin vs. Oklahoma State Regents (1950)113 el deman111 112 113
245 U.S. 60 (1917). 305 U.S. 337 (1938). 339 U.S. 637 (1950).
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dante afroamericano, George McLaurin, fue admitido en la universidad estatal pero debía sentarse en una fila separada, comer en una mesa separada en la cafetería y sentarse en un lugar especial en la biblioteca. Esto difícilmente era un “trato igual” al que recibían los estudiantes de raza blanca. Sin embargo, no fue sino hasta Brown vs. Board of Education (1954)114 que la Suprema Corte dio el paso decisivo declarando que toda segregación en las escuelas violaba la Decimocuarta Enmienda. Fue una resolución unánime escrita por el ministro presidente Earl Warren. En cierta forma, fue una resolución cautelosa: la Corte no ordenó un fin inmediato a la segregación en las escuelas; de hecho, la forma en que debía implementarse dicha resolución fue materia de controversia. En el segundo caso Brown115 la NAACP solicitó una orden clara y precisa para abolir la segregación; no obstante, la Corte ordenó que la “desegregación” ocurriera a una “velocidad prudente”; y con esta frase un tanto extraña, dejó el asunto en manos de las cortes federales de primera instancia. La resolución en Brown fue también cautelosa en otro sentido: se limitó a la educación; nada dijo sobre la segregación en otros ámbitos de la vida sureña. Sin embargo, la Corte pronto aclaró que el principio de Brown iba mucho más allá de la segregación en las escuelas. En una serie de casos, la Suprema Corte invalidó toda institución oficial del apartheid que se le puso enfrente: parques, albercas e instalaciones públicas en general. En forma quizás más sorprendente, en 1967 la Suprema Corte por unanimidad declaró nulas todas las leyes relativas a relaciones interraciales, en el caso Loving vs. Virginia.116 Loving era un hombre de raza negra que había contraído matrimonio con una mujer de raza blanca: la peor de las ofensas para la supremacía blanca. En algún momento, muchos estados habían prohibido los matrimonios interraciales; pero para la década de 1960, estas leyes sub114 115 116
347 U.S. 483 (1954). 349 U.S. 294 (1955). 388 U.S. 1 (1967).
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sistían en su mayoría en estados sureños. Después de Loving, este tipo de leyes desaparecieron por completo. Entre 1950 y 2000, las relaciones interraciales en los Estados Unidos sufrieron una evolución radical. Pocos cuestionan que las cortes federales hayan tenido un papel en este proceso. La Suprema Corte desató poderosas fuerzas y proporcionó la base jurídica para una sociedad multirracial. Pero ¿qué tan importante fue en realidad el papel de las cortes federales? Los estudiosos de la materia no se han puesto de acuerdo en esta cuestión. Una resolución judicial no se produce en el vacío, sino que surge en un contexto. Los años de la Corte Warren fueron también los años de Martin Luther King y de un importante movimiento por los derechos civiles; fueron también los años de la Guerra Fría; y las prácticas raciales en el sur eran una vergüenza nacional. La Segunda Guerra Mundial había sido, en buena medida, una lucha contra un régimen racista (el régimen nazi). Los antiguos imperios coloniales estaban desmoronándose después de la guerra; se independizaron estados africanos, asiáticos y caribeños. El apartheid estadounidense era desastroso para las relaciones públicas del país; cuando un embajador o periodista extranjero de color era insultado en un hotel o en un restaurante, Estados Unidos sufría ante los ojos del mundo —y los soviéticos ganaban jubilosamente un punto en el juego de la propaganda—.117 Mientras tanto, los afroamericanos habían estado mudándose hacia el norte, donde podían votar y tenían cierta influencia política. La opinión de los blancos en el norte estaba cambiando en forma lenta pero segura y en dirección a una mayor igualdad racial. El presidente Truman ordenó a las fuerzas armadas “desagregarse” en 1948. Personas de raza negra entraron a las ligas mayores de béisbol y cantaron en la Ópera Metropolitana. La Suprema Corte no cuenta con un ejército ni puede forzar a la sociedad a que se apegue a sus mandatos. El que sus resolu117 Véase Dudziak, Mary L., Cold War Civil Rights: Race and the Image of American Democracy (2000).
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ciones echen raíces o se disipen en el aire, depende de la reacción de la sociedad. De hecho, los estados sureños simplemente se rehusaron a obedecer el mandato de la resolución del caso Brown. Durante años, casi ningún niño de raza negra fue a la escuela con niños blancos en Mississippi o en Alabama. El gobernador de Arkansas, Orval Faubus, se rehusó abiertamente a acatar una orden judicial que ordenaba admitir niños de raza negra a una escuela preparatoria en Little Rock. A esas alturas, el presidente (Dwight D. Eisenhower) se vio en la necesidad de tomar cartas en el asunto —no podía permitir que el poder federal fuera notoriamente desafiado—. No obstante, los estados sureños desobedecieron mientras pudieron —y frecuentemente con éxito—. Vacilaron y retrasaron el proceso, pelearon ante los tribunales, utilizaron la violencia y trucos sucios pero, al final, perdieron la batalla. Las fuerzas aliadas en su contra tuvieron mayor arrastre. El papel que jugaron las cortes está abierto a debate, pero es evidente que la Ley de los Derechos Civiles (Civil Rights Act) de 1964 marcó una diferencia. Esta ley prohibió la discriminación racial en el acceso a vivienda, la educación y el empleo, creó una agencia federal para ejecutar sus disposiciones y abrió la puerta a las demandas por parte de aquellos que se sentían agraviados por el prejuicio. Algunos aspectos de la ley tuvieron un efecto inmediato y muy positivo. Los hoteles y restaurantes ya no podían negar su servicio a clientes afroamericanos. El acceso a vivienda y el empleo eran asuntos más ríspidos; sin embargo, la ley definitivamente disminuyó la discriminación y, por lo menos, ocultó el prejuicio. La Ley de Derecho al Voto (Voting Rights Act) de 1965 fue también sumamente importante. Por supuesto, las personas de color en el sur siempre habían tenido el derecho de votar —en teoría—. Sin embargo, como hemos señalado, en la práctica perdieron tal derecho a través de una serie de argucias jurídicas, trucos sucios y violencia. Desde ese entonces, la batalla por el sufragio de los afroamericanos se había dado lentamente, condado por condado, demanda por demanda —una labor casi imposi-
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ble—. Esta ley de 1965 intentó terminar con los tecnicismos a través de una valiente y novedosa maniobra; contenía un “detonante”: si las estadísticas arrojaban que un condado no estaba permitiendo votar a las personas de color, el gobierno federal intervenía y garantizaba su derecho a registrarse y votar. Esta ley era un golpe mortal a la supremacía política de los blancos. Para finales del siglo XX, había legisladores y miembros del Congreso federal afroamericanos (hombres y mujeres), así como alcaldes y servidores públicos afroamericanos a lo largo y ancho de los estados sureños; incluso Virginia había elegido un gobernador afroamericano. LOS DERECHOS DE LOS ACUSADOS La Corte Warren también amplió los derechos de los acusados por la comisión de delitos —un grupo que no ha sido muy popular en periodo alguno—. En el caso Gideon vs. Wainwright (1963),118 Clarence Gideon, un vago de Florida, había sido condenado por entrar a robar en un salón de billar. Durante el juicio, Gideon insistía en que tenía derecho a un abogado; por supuesto que tenía derecho, pero sólo si podía pagarse uno. Gideon no tenía dinero y la ley de Florida no le proporcionaba un abogado libre de cobro. Gideon se vio forzado a defenderse por sí mismo y fue condenado. En apelación, la Suprema Corte revirtió la sentencia en forma unánime. El estado estaba constitucionalmente obligado a proporcionar un abogado a cualquier persona acusada por un delito grave. Gideon tenía derecho a un nuevo juicio —y a recibir un abogado libre de cobro—. En esta ocasión, adecuadamente defendido, Gideon fue absuelto. Igualmente famoso fue el caso de Miranda vs. Arizona (1966).119 Ernesto Miranda, un joven pobre y sin educación, fue acusado de violación. La policía lo arrestó y lo trasladó a un 118 119
372 U.S. 335 (1963). 384 U.S. 436 (1966).
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cuarto donde fue largamente interrogado. Miranda alegaba ser inocente; sin embargo, después de horas de interrogatorio, firmó una confesión escrita. El juez permitió que esta confesión se utilizara como prueba en el juicio y, evidentemente, fue condenado. La Suprema Corte revirtió la sentencia condenatoria, aunque por un margen estrecho (cinco votos contra cuatro). Las personas arrestadas por delitos tenían derecho a oponerse a la presión y coerción policiacas. La opinión es sutil y confusa en cierta medida; en la práctica implicó que la policía, al arrestar a una persona, debía comunicarle lo que ahora se conoce como la “advertencia Miranda”. Dicha advertencia comúnmente se realiza a través de la siguiente fórmula: “Tiene derecho a permanecer en silencio. Cualquier cosa que diga podrá ser utilizada en su contra. Tiene derecho a hablar con un abogado en cualquier momento. Si no puede pagar uno, el estado se lo proporcionará”. El caso Miranda fue controversial desde el principio. Nadie cuestiona ya el caso Gideon, pero el caso Miranda es otra historia. Hubo quien vociferó que el caso ató las manos a la policía, mimando a los delincuentes a expensas de las víctimas y del público en general. Existieron y existen aún peticiones para que el caso sea desechado. Sin embargo, hasta el día de hoy el caso ha sobrevivido. ¿En realidad ha paralizado a la policía?, ¿en realidad ha dejado sueltos a peligrosos criminales? Están los que dicen que sí, pero la evidencia es turbia y confusa. Existen indicios de que la policía ha aprendido a vivir con la “advertencia Miranda” —que se ha vuelto parte de su cultura—; o (lo que quizás sea parte del mismo fenómeno) que la “advertencia Miranda” se ha convertido en una fórmula meramente verbal, algo que se balbucea en forma rutinaria durante un arresto; y que la policía aún tiene métodos para amedrentar y manipular a quienes caen en sus redes. UNA PERSONA, UN VOTO La Corte Warren también actuó enérgicamente en lo referente al sistema político a través de una serie de casos relacionados
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con la representación legislativa. El primer caso fue el de Baker vs. Carr (1962),120 en Tennessee. Las personas que vivían en las ciudades —Memphis, Nashville y Knoxville— se quejaron argumentando que la Asamblea General se encontraba dominada por intereses rurales y que la legislatura se rehusaba a redistribuirse a sí misma a efecto de otorgar una proporción justa de curules a los votantes citadinos. La defensa era muy simple: eran “cuestiones po líticas”, fuera de la competencia de la Corte. De hecho, en el pasado la Corte había sido renuente a intervenir en “cuestio nes políticas”. Sin embargo, ésta era una Corte diferente y en Baker vs. Carr, la Corte tomó cartas en el asunto. El caso no modificó realmente la conformación de la legislatura de Tennessee; la Corte simplemente dijo que los tribunales no debían eludir ni esquivar las controversias que se presentan ante ellas —tenían facultades para oírlas y resolverlas—. En el plazo de un año, en la mayoría de los estados se presentaron demandas relacionadas con los métodos de distribución de distritos. Eventualmente la Suprema Corte explicó las razones de su actuar, modificó la composición de legislatura tras legislatura y aplicó una enérgica doctrina que frecuentemente se resume (en forma algo engañosa) en “una persona, un voto”. Ambas cámaras de las legislaturas estatales deben estar repartidas en forma más o menos equitativa. LA ERA DE LA IGUALDAD PLURAL Así pues, la Corte Warren realizó una buena cantidad de movimientos importantes durante las décadas de 1950 y 1960. Si observamos dichos movimientos en conjunto, podemos ver patrones definidos. Fue una era que expandió el concepto de igualdad. Éste había sido siempre un muy importante principio estadounidense —todos los hombres fueron creados iguales—. Sin embargo, la “igualdad” no se aplicaba a todos —ciertamente no 120
369 U.S. 186 (1962).
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a los afroamericanos ni a las mujeres—; e “igualdad” significaba, en el mejor de los casos, libertad en un país que de alguna manera era dominado y operado por un solo grupo: los hombres protestantes de raza blanca. En 2001, resulta difícil escribir una frase como “hombres protestantes de raza blanca” sin un desprecio implícito o, cuando menos, la idea que algo anda mal, que los “hombres protestantes blancos” eran opresores y dirigían un régimen de dominación e hipocresía. No obstante, estas afirmaciones pudieran ser un poco injustas. Ciertamente, comparado con las tiranías pasadas y presentes y en particular con aquellas que salieron de las cloacas del siglo XX cual serpientes venenosas, el país era democrático. Toleraba las religiones de las minorías, había libertad de expresión y no había presos políticos. Parte de la razón por la cual los “hombres protestantes de raza blanca” habían ganado esta mala reputación, fue que a finales del siglo XX su noción de igualdad se volvió obsoleta y fue superada. La nueva era exigía el fin del dominio por un sólo sistema moral e ideológico, una sola raza, género, idioma y forma de vida, aun cuando una buena parte de dicho dominio era cultural y no físico; era simbólico y no instrumental. La nueva noción, que podríamos llamar “igualdad plural”, implicaba compartir el poder —tanto el poder en el sentido literal, como en sentido simbólico y cultural—. La raza era el ejemplo más claro de la igualdad plural en acción —las personas de raza negra dirigían el movimiento de derechos civiles y los hispanos, asiáticos y nativos americanos se unieron al desfile—. La historia estadounidense había sido sombría para cada uno de estos grupos, por decir lo menos. No existe peor mancha en la historia de los Estados Unidos. Evidentemente el asunto más notorio fue el periodo de la esclavitud negra y la cuasi esclavitud en el sur durante la posreconstrucción. Sin embargo, también existió discriminación contra los hispanos en el suroeste; los chinos fueron víctimas de un intenso odio en California y las primeras restricciones migratorias fueron dirigidas precisamente a ellos. El ataque a la discriminación racial benefi-
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ció a todas las minorías. El trato que recibían los nativos americanos en ocasiones estuvo al borde de un verdadero genocidio. Actualmente el derecho (y la sociedad) respetan, por ejemplo, las religiones y los dialectos de los pueblos Cherokee y Navajo. Desaparecieron los infames internados y los intentos de acabar con las culturas nativas porque eran paganas y “primitivas”. Las tribus gozan hoy de una considerable autonomía. En general, la supremacía blanca ha quedado sepultada y lo que alguna vez fue doctrina ortodoxa en el sur, hoy está limitada a una lunática y aislada franja de cabañas en Idaho y Montana. No obstante, el racismo dista de estar muerto; es una serpiente lastimada que se revuelca en (lo que esperamos sea) la agonía de su muerte, pero sus colmillos aún son letales. Quizás tan importante como el movimiento por la igualdad racial, fue el movimiento por la igualdad de derechos para hombres y mujeres. La Ley de los Derechos Civiles de 1964 prohibió la discriminación de las mujeres en ámbitos de trabajo. La historia (o la leyenda) cuenta que los sureños se opusieron a la ley en forma terminante y, en forma clandestina, incluyeron la discriminación sexual en su texto; pensaron que esto aniquilaría por completo las posibilidades de aprobación de la ley. Si éste era realmente su objetivo, les salió el tiro por la culata, ya que la ley se aprobó con el texto relativo a discriminación sexual como parte fundamental de su texto. Sin embargo, el éxito o el fracaso del movimiento feminista no dependían solamente de este tipo de accidentes de tiempo y lugar. Las relaciones de género atravesaban un proceso de cambio impetuoso. Mujeres trabajando, la píldora anticonceptiva, el triunfo del movimiento de los derechos civiles —cualesquiera que hayan sido los principios fundamentales, el efecto en la sociedad, en la vida familiar y en la economía era profundo y definitivo—; y el efecto en el orden jurídico era, necesariamente, igualmente profundo. En 1971, como si despertara de un prolongado letargo, la Suprema Corte “descubrió” que la discriminación de género era un acto prohibido conforme a la Decimocuarta Enmienda de la
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Constitución —un concepto que hubiera sorprendido a los hombres (todos fueron hombres) que redactaron su texto—. La ocasión fue un oscuro caso de Idaho, Reed vs. Reed,121 y la controversia una ley que daba preferencia a los hombres sobre las mujeres para la administración del patrimonio hereditario de aquellas personas que habían fallecido sin testamento. Este caso afectó probablemente a no más de una docena de personas; sin embargo, el principio fue revolucionario. A la postre, caso tras caso la Corte siguió reforzando el principio de que el derecho debía tratar por igual a hombres y mujeres. Las cortes prohibieron la discriminación abierta e invalidaron leyes “protectoras”, que las feministas consideraron (como decía la frase) más parecidas a una jaula que a un pedestal. Dos generaciones atrás, la mayoría de las mujeres y los progresistas vitorearon de alegría cuando la Suprema Corte reafirmó la validez de algunas de estas leyes: por ejemplo, aquellas que establecían salarios mínimos y jornadas máximas para las mujeres.122 Actualmente dichas leyes estarían fuera de lugar y cualquier referencia a la delicadeza de la mujer, a la necesidad de brindarle protección y a la gloria de la maternidad, causaría sobresaltos en el lector moderno. La Corte participó en el desmantelamiento de la discriminación sexual; pero, al final, también en este caso la Ley de los Derechos Civiles fue mucho más importante que cualquier resolución de la Corte en lo individual y, probablemente, más importante que todas las resoluciones juntas. La ley creó una agencia encargada de vigilar el cumplimiento de la ley y abrió la puerta a las demandas de aquellas personas que se sentían agraviadas por discriminación. Se presentaron y siguen presentándose millones de demandas año tras año. Las cortes y las agencias derribaron una barrera tras otra: las mujeres se unieron a la policía y al cuerpo de bomberos, se hicieron umpires de béisbol y obreras en minas de carbón. Las cortes y las agencias se rehusa121 122
404 U.S. 71 (1971). Uno de los más famosos fue Muller vs. Oregon, 208 U.S. 412 (1908).
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ron a aceptar excusas y desecharon razones burdas por las cuales una mujer no era apropiada para éste o aquel tipo de trabajo. Pero no se trataba de una calle de un sólo sentido: a las aerolíneas se les ordenó a que contrataran tanto hombres como mujeres para los puestos de sobrecargo; a una escuela de enfermería se le dijo que no podía rechazar una solicitud sólo porque el solicitante era hombre. Otro movimiento importante fue el de la definición del acoso sexual como un tipo de discriminación sexual. Aquellos hombres que tocaban o hacían propuestas indecorosas a mujeres que trabajaban para ellos o con ellos, así como las empresas que permitían que esto sucediera, se enfrentaron con problemas legales. Las mujeres se quejaban también de ambientes de trabajo “hostiles”: sitios donde eran insultadas o expuestas a la vulgaridad y la ira masculinas.123 Grupo tras grupo empujó para abrirse un sitio y recibir el rayo del sol. La rebelión de las llamadas minorías sexuales —homosexuales y lesbianas— fue muy importante. A pesar de sufrir brutales ataques, dichos movimientos tuvieron un progreso significativo. De igual forma, una serie de casos importantes abrió la puerta a la expansión de los derechos de los reclusos. Las cortes federales declararon inconstitucionales los sistemas penitenciarios estatales debido a la suciedad, la negligencia y la brutalidad. Existieron también casos sobre derechos de los estudiantes: en Tinker vs. Des Moines Independent Community School District (1969),124 los estudiantes de una escuela preparatoria en Des Moines portaron bandas negras en el brazo para mostrar su descontento ante la guerra de Vietnam. Esta demostración estaba en contra de la política de la escuela; los estudiantes fueron enviados a sus casas y suspendidos. La Suprema Corte se puso del lado de los estudiantes: los jóvenes no “se desprenden de su dere-
123 En este punto, véase Friedman, American Law in the Twentieth Century, pp. 305-310. 124 393 U.S. 503 (1969).
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cho constitucional a la libertad de expresión en la puerta de la escuela”. La Ley de Discriminación por Edad en el Empleo (Age Discrimination in Employment Act) fue otro producto de la década de 1960.125 Se consideró ilegal discriminar a hombres y mujeres mayores de cuarenta años (y menores de sesenta y cinco) en los procesos de contratación y despido, así como en la fijación de las condiciones de trabajo. Una reforma posterior (de 1978) incrementó el límite superior de edad a setenta años y otra que vino más adelante eliminó por completo dicho límite superior.126 Esto implicó la eliminación del retiro obligatorio. Una persona con voluntad y en condiciones de trabajar a los setenta, ochenta, noventa o cien años no puede ser despedido por el simple número de velitas en su pastel de cumpleaños. La Ley de los Estadounidenses con Discapacidades (Americans with Disabilities Act) aprobada a principios de la década de 1990, amplió los derechos de millones de estadounidenses ciegos, sordos, en sillas de ruedas o “discapacitados” de alguna otra forma.127 Los restaurantes y otros establecimientos no podían discriminarlos; los trenes y autobuses debían tener lugares adecuados para ellos. Un patrón no podía rehusarse a contratar a una persona por sus discapacidades si dicha persona podía hacer el trabajo (no choferes de taxi ciegos, por supuesto); además, dicho patrón debía tener “instalaciones adecuadas” (rampas, por ejemplo) para que la persona con discapacidad pudiera hacer su trabajo. Estas leyes son poderosas y, en cierta medida, muy efectivas. Cada año llueven quejas por millares ante las agencias de derechos civiles —tanto federales como estatales—. La discriminación racial y sexual ciertamente han disminuido desde la década 81 Stat. 602 (act of Dec. 15, 1967). Curiosamente, la entrada en vigor de esta noble ley fue pospuesta por siete años para los maestros de universidades y colegios; después de dicho plazo, también quedaron cubiertos por la ley. 127 104 Stat. 327 (act of July 26, 1990). 125 126
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de 1950, pero el número de quejas no parece disminuir. Indudablemente la mayoría de estas quejas no llega muy lejos; sin embargo, llega a las agencias un número suficiente de ellas que permite la creación de un inmenso cuerpo de reglas y decisiones. Asimismo, un número importante de quejas se abre camino hasta las cortes y hace que ésta sea un área del derecho activa y en crecimiento. La Constitución —ese antiguo documento— estiró sus músculos y extendió sus alas sobre todos los aspectos de la vida estadounidense. Desde afuera parecía una revolución judicial: un sistema judicial sumamente creativo y proactivo que intentaba imponer sus progresivos puntos de vista sobre el país entero; sin embargo, esta percepción era engañosa ya que las cortes seguían tanto como guiaban. Para tener un caso Tinker, es necesario tener un Tinker: es necesario tener seres humanos conscientes de sus derechos, rebeldes y vigorosos, con noción de aquello que se les debe y con voluntad para pelear por sus metas; y antes de tener a estos rebeldes, es necesario contar con las normas adecuadas y con el zeitgeist* apropiado. Un movimiento por los derechos de los homosexuales o un movimiento por los derechos de los reclusos o una batalla en contra del retiro obligatorio hubieran sido impensables y sin esperanza alguna en el siglo XIX. EL DERECHO DE PRIVACIDAD El llamado derecho a la privacidad —cuando menos a nivel constitucional— tuvo sus inicios en 1965, en el caso Griswold vs. Connecticut.128 Sin lugar a dudas, antes de dicho caso existieron algunas decisiones judiciales con ciertos indicios en este tema. La controversia en Griswold fue una ley que hacía imposible (legalmente, cuando menos) vender anticonceptivos en el estado * Nota del traductor. Véase la nota del traductor en la página 41 al capítulo tercero de esta obra. 128
381 U.S. 479 (1965).
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de Connecticut e incluso dar consejos sobre planificación familiar. En uno de sus momentos de revelación, la Suprema Corte invalidó dicha ley afirmando que el derecho implícito a la “privacidad” estaba encubierto en el texto de la Decimocuarta Enmienda y en otras partes de la Constitución. El caso Griswold hacía referencia a la santidad del matrimonio y a la posibilidad de que la policía invadiera su sagrado “recinto” en busca de pruebas sobre el uso de anticonceptivos. No obstante, casos posteriores aclararon que el matrimonio no era el punto fundamental; las decisiones personales sobre sexo y estilo de vida no eran un privilegio exclusivo de las personas casadas. El auge de la serie de casos relacionados con el derecho a la privacidad llegó en 1973, con el caso de Roe vs. Wade.129 El tema en este caso era el aborto. “Jane Roe” (seudónimo de una mujer llamada Norma McCorvey) impugnó una ley del estado de Texas que era sumamente restrictiva en materia de aborto, así como una ley un poco más liberal del estado de Georgia. Evidentemente en el trasfondo estaban la llamada revolución sexual y un nutrido y vibrante movimiento feminista. Los abortos ilegales eran comunes en muchas partes del país y frecuentemente tenían resultados trágicos. Sin embargo, estaba en juego otro tema aún más importante: en su exposición ante la Suprema Corte, Sarah Weddington* mencionó que “uno de los fines de la Constitución era garantizar al individuo el derecho a determinar el curso de su propia vida”.130 Por supuesto, ésta no era la cuestión “jurídica” del caso ni tampoco era literalmente cierto (desde un punto de vista histórico) que ésta era el sentido de la Constitución; no obstante, es así como millones de personas entendían ahora el sistema constitu410 U.S. 113 (1973). * Nota del traductor. Sarah Ragle Weddington, junto con Linda Coffee, actuó como abogada de “Jane Roe” (Norma McCorvey) ante la Suprema Corte de los Estados Unidos. 130 Citado en Garrow, David J., Liberty and Sexuality: The Right to Privacy and the Making of Roe vs. Wade (1994), p. 525. 129
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cional y ésa era la cuestión que acechaba al caso —que fue decidido mediante siete votos contra dos—. En esencia, la resolución sostuvo que una mujer tenía el derecho constitucional de practicarse un aborto, de decidir si quería o no llevar un hijo en su vientre —cuando menos durante los primeros meses de su embarazo—. El caso, claro está, ha sido controvertido desde la fecha en que la Suprema Corte emitió la resolución. El ministro Blackmun, quien redactó la opinión mayoritaria, muy posiblemente creyó que estaba construyendo un acuerdo —entre los grupos de mujeres que querían un derecho absoluto al aborto (aun hasta justo antes del nacimiento) y aquellas personas que consideraban el aborto como un homicidio que debía estar prohibido bajo cualquier circunstancia—. Conforme a Roe vs. Wade, el derecho absoluto al aborto estaba limitado al primer trimestre del embarazo; los estados estaban facultados para legislar sobre el aborto durante el segundo trimestre; y durante el tercer trimestre podía (supuestamente) prohibirse completamente. Sin duda la Corte esperaba que el caso generara controversia. Probablemente también esperaba que el furor se extinguiera después de un rato. El caso de Brown vs. Board of Education fue aún más revolucionario y creó más alboroto —al punto de causar derramamiento de sangre— pero para la década de 1970 ese alboroto había terminado y el caso se había convertido en sagrado, en intocable. Roe vs. Wade ha tenido un destino muy diferente. El aborto, después de todo, era también un tema religioso. Millones de personas siguen considerando el aborto como un homicidio y por lo tanto, Roe vs. Wade es para ellas una total aberración. En alguna época, el Partido Republicano declaró que hacer a un lado esta resolución era parte de la su agenda política. El Congreso —y las cortes— han ido erosionando la resolución de Roe vs. Wade. ¿Fondos federales para abortos? No, de acuerdo a la llamada Enmienda Hyde que prohibió el uso de fondos federales de Medicare para la práctica de abortos, excepto para salvar la vida de la madre, o en casos de incesto o violación. La Supre-
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ma Corte ratificó el contenido de la enmienda Hyde en 1980.131 En una actitud más conservadora, la Suprema Corte comenzó a mostrar serias dudas sobre su propio trabajo. En algún momento la resolución pareció estar condenada a ser desechada y sólo estaba protegida por un estrechísimo margen de votación.132 En el 2002, la resolución de Roe vs. Wade parecía estar a salvo; sin embargo, un par de nombramientos de “defensores del derecho a la vida” en la Suprema Corte podrían significar el fin de esta debatida resolución. La Corte utiliza la expresión “derecho a la privacidad”, que resulta un tanto extraña. La expresión utilizada con anterioridad, “derecho de privacidad”, tenía un significado muy distinto. Por ejemplo, si una empresa utilizaba mi foto en un anuncio sin mi permiso, violaba mi derecho de privacidad. Sin embargo, el derecho constitucional a la privacidad no es un derecho al anonimato o de “privacidad” en este sentido. De hecho, en cierta medida es lo opuesto —o puede serlo—. Es el derecho a tomar decisiones de vida sobre sexo, matrimonio y asuntos privados, sin la intervención o desaprobación del gobierno. En otras palabras, está relacionado con las reformas a las leyes en materia de delitos sin víctimas; es (cuando menos parcialmente) un producto de la llamada revolución sexual. Roe vs. Wade fue una especie de cúspide. La Suprema Corte parecía renuente a seguir ampliando el derecho a la privacidad a otro tipo de decisiones de vida. En el caso Bowers vs. Hardwick (1986),133 la Corte analizó una ley de Georgia que consideraba la sodomía como delito —dicha ley tenía equivalentes en aproximadamente la mitad de los estados—. El acusado era un hombre homosexual que fue sorprendido en pleno acto sexual. Peleó el caso hasta llegar a la Suprema Corte y el máximo tribunal confirEl caso fue Harris vs. McRae, 448 U.S. 297 (1980). Planned Parenthood of Southeastern Pennsylvania vs. Casey, 505 U.S. 833 (1992). 133 478 U.S. 186 (1986). 131 132
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mó la validez de la ley —por un estrecho margen de cinco votos contra cuatro—. Conforme a la ley de Georgia, era delito participar en “cualquier acto sexual que involucra los órganos sexuales de una persona y la boca o el ano de otra”. Esta ley se aplicaba tanto a las prácticas homosexuales como a las heterosexuales. No obstante, la Corte ignoró este hecho e insistió en que no había “derecho de privacidad” para la “sodomía homosexual”. En las últimas décadas del siglo XX, la Suprema Corte y las cortes federales en general se volvieron más cautelosas en la creación de nuevos derechos y en la ampliación de los derechos existentes. Doce años de presidentes conservadores marcaron definitivamente a la judicatura federal. Este hecho llevó a que los grupos de interés prestaran más atención a las cortes estatales. En algunos casos, esta técnica fue sorprendentemente efectiva. En 1993, la Suprema Corte de Kentucky invalidó una ley de dicho estado contra las “relaciones sexuales desviadas”.134 El acusado en este caso, Jeffrey Wasson, tuvo la mala suerte de proponer un acto sexual a un hombre que se encontraba en un estacionamiento, quien resulto ser un oficial de policía encubierto. La corte de Kentucky determinó que el derecho estatal de privacidad era más amplio que el derecho federal. Irónicamente en 1998 la Suprema Corte de Georgia invalidó la misma ley de sodomía que la Suprema Corte de los Estados Unidos había reafirmado en el caso Bowers vs. Hardwick.135 Aun cuando pasó la prueba de la Constitución federal, no superó la de la Constitución de Georgia —cuando menos no para la Suprema Corte de Georgia que, después de todo, tiene la última palabra en esta materia—. En su conjunto, a pesar de ciertos retrocesos y ajustes, la mayor parte de las resoluciones de la Corte Warren han superado la prueba del tiempo. Warren Burger reemplazó a Earl Warren; el presidente Richard Nixon nombró a Burger específicamente con 134 135
Commonwealth vs. Wasson, 842 S.W. 2d 487 (Ky. S. Ct. 1993). Powell vs. State, 270 Ga. 327, 510 S.E. 2d 18 (1998).
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la idea de inclinar a la Suprema Corte hacia la derecha. Nixon tuvo además la oportunidad de nombrar a otros conservadores como ministros de la Suprema Corte. El plan de Nixon tuvo éxito y el presidente Carter (el siguiente presidente del Partido Demócrata) fue uno de los pocos presidentes que no tuvo vacantes para llenar en la Corte. Después vinieron doce años de hegemonía conservadora. No obstante su conservadurismo, fue la Corte Burger la que resolvió el caso Roe vs. Wade y el propio Burger fue parte de la mayoría en dicha resolución. La Corte Rehnquist fue aún más conservadora que la Corte Burger y muy pocos jueces han sido tan conservadores como el propio Rehnquist, Antonin Scalia o Clarence Thomas. A pesar de ello, al finales del siglo XX la labor de la Corte Warren permanecía de pie; ensangrentada, pero invicta. Después de todo, “conservador” y “liberal” son términos relativos. Muy pocos jueces han sido tan “conservadores” como Clarence Thomas, que es de raza negra; y los conservadores tanto de raza negra como blanca son por igual más liberales en ciertos asuntos (el tema racial, por ejemplo) que lo que fueron los jueces más liberales del siglo XIX. Por otra parte, Thomas es un hombre de raza negra casado con una mujer de raza blanca —y esto los habría hecho delincuentes en el sur más o menos una generación atrás—. Los conservadores quisieran devolver cierto poder a los estados y reducir el tamaño del gobierno; sin embargo, lo que pueden lograr es muy limitado. Los trozos de HumptyDumpty no pueden unirse de nuevo. El Estado de bienestar-regulatorio es el resultado de fuerzas sociales profundas; es un genio que no puede ser metido de nuevo en su botella.
S ÉPTIMO DERECHO ESTADOUNIDENSE EN LOS ALBORES DEL SIGLO XXI A principios del nuevo siglo sigue siendo cierto que el derecho, los procesos legales y el sistema jurídico son sumamente importantes en la sociedad estadounidense. ¿Por qué es éste el caso? Hemos mencionado algunas razones con anterioridad. Una sociedad compleja y heterogénea, una sociedad en la cual las personas están en constante interacción con extraños y constantemente dependen de extraños, una sociedad transformada por la tecnología es, necesariamente, una sociedad que para gobernarse a sí misma requiere un fuerte apoyo del derecho. Esto es cierto para cualquier sociedad moderna —Finlandia, Japón, Nueva Zelanda, Israel—. Quizás sea especialmente cierto para los Estados Unidos puesto que es un país más grande que casi todos los demás, con una sociedad más compleja y más diversa; y también gracias a su añeja tradición de sustento en el derecho y en los procesos legales, así como en los abogados. Al inicio de este libro mencionamos la existencia de miles y miles de leyes y reglamentos en vigor en los Estados Unidos. El proceso continuó a través del siglo XX: más y más legislación, más y más agencias administrativas, más y más reglamentos y reglas. El Código de Normatividad Federal (Code of Federal Regulations), como su nombre lo indica, contiene todas las reglas emitidas por las agencias federales y consiste en múltiples estantes de material compactamente acomodado. Algunas de las reglas son amplias y generales, otras son increíblemente detalla165
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das. Cualquier persona que importe avestruces que “excedan de 36 pulgadas de altura o de 30 libras de peso” tendrá que hacerlas inspeccionar por un veterinario, ya sea en la ciudad de Nueva York, Estado de Nueva York, o en el Aeropuerto Stewart en Newburgh, Estado de Nueva York. Esta es una norma del Servicio de Inspección para la Salud Animal y Vegetal (Animal and Plant Health Inspection Service o APHIS, por sus siglas en inglés) del Departamento de Agricultura.136 Otras normas de la APHIS se ocupan de cualquier animal imaginable, incluyendo el hipopótamo y el tenrec. Una disposición expedida por la Administración de Alimentos y Medicamentos (Federal and Drug Administration o FDA, por sus siglas en inglés) describe las condiciones bajo las cuales la “resina de acrilato-acrilamida” y la “resina de poliacrilamida modificada” pueden ser utilizadas de manera segura en los alimentos.137 Una disposición expedida por la Comisión de Igualdad de Oportunidades en el Empleo (Equal Employment Opportunity Commission o EECO, por sus siglas en inglés) prohíbe a los patrones forzar a los empleados “a hablar únicamente inglés en todo momento dentro del lugar de trabajo”; dicha restricción sería considerada “gravosa” y resultaría en un “ambiente de trabajo discriminatorio” y no está permitida salvo que se “justifique por una necesidad del negocio”.138 Detrás de cada norma subyace una política de mayor amplitud y alcance. La norma de la EECO deriva de una ley que prohíbe la discriminación con motivo del origen nacional de una persona. La FDA debe garantizar la seguridad de los productos alimenticios. Existen también razones sanitarias para inspeccionar animales exóticos en los puertos de entrada. No es posible operar un estado administrativo solamente con disposiciones de carácter general y amplio. La FDA requiere contratar a químicos y determinar (en forma lo suficientemente precisa) los elementos que 136 137 138
9 CFR sec. 93.105. 21 CFR secs. 173.5, 173.10. 29 CFR sec. 1606.7
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pueden o no ser utilizados para que un productor de alimentos sepa exactamente lo que debe o no hacer. En la medida que el Congreso establece políticas o lineamientos de carácter general, las agencias gubernamentales requieren expedir normas con un mayor nivel de detalle. Las agencias gubernamentales son dirigidas por seres humanos que cometen errores. Indudablemente muchas de estas normas carecen de sentido o están erróneamente enfocadas. Gran parte de su éxito depende de la manera en que dichas normas se ejecutan —si las agencias muestran la vara correctiva o sólo recuerdan gentilmente su cumplimiento—. La mayoría de los millares de normas no están dirigidas al público en general. Usted y yo no fabricamos automóviles, ni matamos animales en un rastro, ni construimos edificios. Las empresas y otros negocios son los que tienen que lidiar con la mayoría de estas normas. Existe una lucha interminable en torno a la reglamentación, en la cual los lobbyists (cabilderos) juegan un papel muy importante. Idealmente las normas debieran ser justas para las empresas y para el público, ni demasiado duras ni demasiado suaves; no obstante, con frecuencia los resultados no alcanzan este balance ideal. LA ABOGACÍA El sólo tamaño de la profesión jurídica es un buen indicio del importante papel que juega el derecho en esta sociedad. Hay más o menos un millón de abogados en los Estados Unidos. Es, por mucho, el gremio de abogados con más adeptos del mundo. A principios del siglo XX había alrededor de 100,000 abogados. El siglo XX ha sido un siglo de formidable crecimiento para la abogacía. En los Estados Unidos siempre ha existido un numeroso contingente de abogados, en comparación con otros países, por lo menos desde la independencia. Estados Unidos fue, después de todo, el primer país de clase media. En contraste con Inglaterra,
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donde un pequeño porcentaje de la población —la alta burguesía— detentaba prácticamente toda la tierra y básicamente todo lo demás, millones de personas en los Estados Unidos eran dueños de granjas, de un lote en la ciudad o de una pequeña tienda en el pueblo. Estos millones de personas estaban en el mercado de los servicios legales: requerían ayuda para redactar testamentos e hipotecas, para cobrar créditos o para comprar y vender terrenos. En la medida que el país se industrializó, los negocios (grandes y pequeños) desarrollaron un apetito por los servicios de los abogados. En los Estados Unidos los abogados no eran principalmente eruditos o intelectuales; eran jóvenes ambiciosos y persistentes; eran ágiles y flexibles para resolver problemas; sabían como hacerse útiles y cómo colarse en cada grieta del mercado de la información. Esto era verdad en aquel entonces y lo es ahora. De hecho, en décadas recientes el número de abogados ha incrementado asombrosamente —creciendo casi tan rápido como el número de programadores de computadoras (o de delincuentes)—. En una sociedad donde el “derecho” está en todas partes, hay siempre una demanda de personas que sepan como usar y abusar de él. Hemos hablado lo suficiente de la demanda de abogados. En el lado de la oferta existían menos obstáculos para entrar a formar parte del gremio que en muchos otros países. Durante la mayor parte del siglo XX era fácil convertirse en abogado. Muchos abogados aprendieron su profesión como aprendices —eran mandaderos en las oficinas de abogados consumados—; allí recibían trozos de información, leían libros de derecho, copiaban documentos y, en general, se hacían útiles.139 Después de hacer este tipo de trabajo por uno o dos años, el aprendiz comúnmente acudiría ante un juez local, respondería algunas preguntas y listo. La tiranía del examen de admisión a la barra estaba aún en el futuro. En países con sistema de derecho continental la profesión era un 139 La historia estándar de la educación jurídica es la de Stevens, Robert B., Law School: Legal Education in America from the 1850s to the 1980s (1983).
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asunto mucho más serio académicamente hablando; se enseñaba en universidades con un contenido importante de teoría y lógica. Esta no era la tradición del common law. Existían escuelas de derecho en el siglo XIX en los Estados Unidos, pero eran todo menos centros intelectuales; eran básicamente cursos intensivos de derecho, impartidos a manera de cátedra y preparaban sólo a un pequeño porcentaje de los miembros del gremio. 1870 fue un año de revolución en la educación jurídica. Fue el año en que la Escuela de Derecho de Harvard recibió a un nuevo y arrojado decano, Christopher Columbus Langdell, quien cambió enormemente la educación jurídica. Su propósito era enseñar derecho como una “ciencia”; reemplazó las áridas cátedras con la interacción del método socrático y compiló los primeros “libros de casos” que serían utilizados como instrumentos en la enseñanza del derecho. En cierta forma, Langdell también inventó al profesor de derecho. Antes de Langdell las escuelas de derecho invitaban a abogados consumados y a jueces a dar conferencias como un trabajo de medio tiempo. Langdell contrató a jóvenes inteligentes con poca o ninguna experiencia en el mundo práctico, pero con habilidad para enseñar —al menos para enseñar conforme Langdell pensaba que las cosas debían enseñarse—. El método de Harvard de preguntas y respuestas y de análisis de casos era lento e impráctico; hasta en Harvard tenía opositores. No fue sino hasta principios del siglo XX cuando conquistó a todos sus rivales. El método de aprendices estaba en camino hacia su extinción; quizás lo que aniquiló a dicho método fue el surgimiento de los despachos de abogados y la revolución en la forma en que las oficinas estaban organizadas: con secretarias, dictado, máquinas de escribir, teléfonos, etcétera. Estas “modernas” oficinas hacían una clara distinción entre el personal profesional y el personal de apoyo; el aprendiz, que era un poco de ambos, se volvió obsoleto. El método Langdell, con su pretensión y rigor científicos, trajo también prestigio a la enseñanza del derecho. Si los alumnos aprendían mucho o poco (contenido) era casi irrelevante; aprendían a pensar —o eso se suponía—. En
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cualquier caso, la Escuela de Derecho de Harvard era mucho más dura que antes y lo mismo sucedía con las escuelas que adoptaron su método. Las escuelas tenían la función de filtrar a los aspirantes débiles. Esta era una valiosa ayuda para los despachos de Wall Street y otros abogados corporativos que querían contratar a los mejores y nada más que a los mejores. En comparación con las escuelas de medicina, la operación de las escuelas de derecho es barata, así que se multiplicaron durante el siglo XX. Existían escuelas de medio tiempo, escuelas nocturnas, escuelas privadas y prestigiosas como Harvard y Yale, así como escuelas estatales en casi todos los estados (para el 2000, Alaska era el único estado sin escuela de derecho.) Las escuelas de élite abastecieron a los grandes regimientos de trajes grises de Wall Street y sus equivalentes en otras ciudades. Las escuelas nocturnas y las escuelas locales suministraron los abogados de la localidad, los abogados de escaparate, los abogados que se encargaban de divorcios y de accidentes automovilísticos —y también produjeron élites de poder locales, jueces regidores y líderes étnicos—. Durante la mayor parte de la historia de los Estados Unidos los abogados fueron principalmente “profesionistas independientes”; ejercían su profesión en forma individual. Algunos abogados se reunieron en sociedades, que generalmente eran pequeñas en el siglo XIX. Apenas en 1950, un bufete de 150 abogados era considerado un verdadero gigante. Solo había unos cuantos despachos de este tamaño: la mayoría en la ciudad de Nueva York, en Chicago y en unas cuantas áreas metropolitanas. Actualmente el ejército de abogados estadounidenses tiende más y más a organizarse en despacho de abogados de enormes dimensiones. Hoy existen bufetes con más de mil abogados y aún en lugares relativamente pequeños hay despachos que hubieran sido grandes para la ciudad de Nueva York no hace mucho tiempo. De acuerdo con un directorio de abogados para 2001, un despacho en Providence, Rhode Island, tenía cincuenta y tres abogados; y Gough, Shanahan, Johnson & Waterman, ubicado en el número
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33 de South Last Chance Gulch en Helena, Montana, tenía no menos de dieciocho. Además, los despachos de abogados de las grandes ciudades habían empezado a abrir oficinas en otros sitios. En la década de 1950, muy pocos despachos tenían filiales: un bufete de Denver era un bufete de Denver, uno de Chicago era de Chicago y punto. Unos cuantos despachos de Nueva York tenían una o dos filiales fuera del país, o en Washington, D. C. Sin embargo, a principios del siglo XXI, Baker & McKenzie, uno de los bufetes más grandes, tenía sucursales o filiales en más de cincuenta ciudades, muchas de ellas fuera del país; Sullivan & Cromwell, un despacho de Nueva York, tenía filiales en Washington, D. C., y también en Londres, París, Melbourne y Frankfurt, entre otras ciudades. Los abogados estadounidenses hacen todo tipo de trabajo: defienden y persiguen criminales, ayudan a las personas a divorciarse, a vender sus casas, a hacer frente a una auditoría fiscal o a cobrar una reclamación a una aseguradora; demandan a los doctores por negligencia o los defienden, ayudan a las personas en la preparación de sus testamentos y en su planeación sucesoria. No obstante, por mayoría abrumadora los abogados se encargan de asuntos mercantiles. Los despachos pequeños asesoran a empresas pequeñas y los despachos grandes asesoran a empresas grandes. Algunos despachos manejan asuntos enormes, fusiones de empresas de miles de millones de dólares y mega-operaciones en las que un coloso engulle a otro. Una economía gigante —que se calcula en trillones de dólares, no en billones— es una economía que genera convenios, constituciones de sociedades, fusiones y adquisiciones; es una economía con gigantescas investigaciones por prácticas monopólicas, enormes demandas de indemnización por daños, acciones colectivas (class actions) que duran años y requieren de verdaderos ejércitos de abogados, asuntos de patentes y derechos de autor de los cuales depende el destino de cierta industria y más. Es una economía que flota en un mar de abogados.
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Todas las economías modernas requieren abogados. El caso de los Estados Unidos no es único; fue un pionero en el tema, pero otros países parecen estar poniéndose a la par. El número de abogados está creciendo rápidamente casi en todas partes: en Alemania, Francia y Gran Bretaña, en Italia, Argentina y Venezuela. La excepción son algunos países pequeños y pobres y, aunque parezca extraño, algunos de los dragones económicos del lejano oriente. Japón, Taiwán y Corea tienen muy pocos abogados en comparación con países de occidente y controlan rigurosamente su oferta de abogados. Los exámenes de admisión a la barra constituyen un enorme obstáculo: únicamente el 2% de los sustentantes son admitidos. No obstante, Japón se encuentra bajo presión para incrementar número de miembros de la barra —y hay en Japón, después de todo, miles de personas que estudiaron derecho y no pasaron el examen de admisión a la barra y que, por lo tanto, no pueden ejercer ante una corte, pero tienen ciertos conocimientos jurídicos que pueden utilizar en su trabajo—. Las economías modernas simplemente no pueden existir sin contratos, convenios y formalidades; las economías modernas no pueden apoyarse en la confianza ni en apretones de manos (cuando menos, no en forma exclusiva); deben contar con hombres y mujeres entrenados para estructurar operaciones y ejecutar sus términos y condiciones. El gobierno en todos sus niveles emplea miles de abogados; y miles de personas en el gobierno y en la industria privada laboran por, mediante o con motivo del derecho. La demografía de la profesión jurídica estadounidense ha sufrido cambios drásticos. Hasta 1870, todos los abogados eran hombres. En el último tercio del siglo XIX, unas cuantas mujeres valientes y poco tradicionales irrumpieron en el monopolio masculino. Sin embargo, las mujeres constituían solamente una pequeña porción de la población de abogados hasta la década de 1950: en el año de 1955, las mujeres eran un poco más del 1% del total de abogados. Harvard abrió sus puertas a las mujeres en 1950. En la década de 1960, un torrente de mujeres inundó las
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escuelas de derecho. Las mujeres representaban el 4 % de los estudiantes en 1965, el 16 % en 1973 y el 42 % en 1995.140 Las mujeres empezaron a aparecer en las cortes como jueces; en 1981, Sandra Day O’Connor se convirtió en la primera Ministra en la Suprema Corte de los Estados Unidos; Ruth Bader Ginsburg fue la segunda. Algunas mujeres han servido como ministro presidente en varias cortes estatales, incluyendo la de California, y el número de jueces y abogados afroamericanos, hispanos y asiáticos ha incrementado sustancialmente desde 1960. CENTRO Y PERIFERIA El cambio de dirección hacia el centro, hacia Washington, fue una de las tendencias más fuertes del siglo XX y continúa siéndolo. El gobierno federal fue una de las historias de crecimiento más grandes del siglo. ¿Cómo podría ser de otra manera? Cultural y económicamente Estados Unidos es más y más un solo país. Esta afirmación puede sonar extraña en estos días de igualdad plural. Ciertamente, cuando menos parece que el país estuviera más fragmentado que nunca; por todas partes hay vigorosos grupos de identidad reclamando sus derechos. Pudiéramos preguntarnos (y muchas personas lo hacen) si aún existe aquello que llamamos Estados Unidos o si simplemente existen docenas de Estados Unidos, uno afroamericano, uno gay, uno irlandés, uno judío, uno armenio, uno de mujeres, de gente mayor, de estudiantes, de jóvenes ejecutivos, de Mormones, de sordos y así sucesivamente. Irónicamente, podemos sentir la creciente unidad detrás del clamor de todas estas voces. Las personas en busca de sus “raíces” son, en su inmensa mayoría, personas que han perdido su identidad propia; que se ha vuelto parte del gran crisol (melting pot) estadounidense.
140 Friedman, Lawrence M., American Law in the Twentieth Century (2002), p. 458.
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Toda esta asimilación no es casualidad. La existencia de una economía única y fuertemente unida es una realidad. Las mercancías fluyen fácilmente por las fronteras de los estados. La economía se está volviendo cada vez más homogénea. El clima en Alaska y en Florida quizás sea completamente diferente, pero las mismas cadenas de tiendas llenan los centros comerciales, ya sea en Anchorage o en Tampa. Los gustos y la cultura están en todas partes de la nación. Evidentemente, existen variaciones regionales, pero se están haciendo cada vez más pequeñas. Ciertamente existen diferencias entre la picante California y el Cinturón Bíblico (Bible Belt),* entre la helada Alaska y el tropical Hawai; pero todos (más o menos) ven los mismos programas de televisión y las mismas películas, bailan la misma música ruidosa, visten el mismo estilo de ropa, cantan las mismas canciones, compran en centros comerciales que, más y más, parecen cortados con la misma tijera. De acuerdo con Tip O’Neill, quien fuera vocero de la Cámara de Representantes, toda la política es local. Pero ¿realmente tenía razón Tip O’Neill? En cierta forma, toda la política parece ser nacional. El estadounidense promedio ve al presidente en la televisión todos los días —al presidente, su esposa y su familia, sus colaboradores, la casa en la que vive, sus mascotas, sus hábitos y sus muertos en el armario—. El estadounidense promedio no sería capaz de mencionar el nombre del representante de su estado ni siquiera bajo amenaza de muerte, ni tampoco el nombre de su representante ante el consejo del condado. La política local se apretuja en canales de televisión recónditos y en programas de medianoche. Y, mientras la cultura gravita alrededor de un núcleo, también lo hace el derecho. Durante buena parte de nuestra * Nota del traductor. La expresión Cinturón Bíblico o Bible Belt se utiliza para hacer referencia al área de los Estados Unidos en que el protestantismo evangélico tiene una influencia importante en la cultura y se manifiesta en una sociedad conservadora, en general. Es decir, se considera que el Cinturón Bíblico abarca el territorio comprendido entre Texas al suroeste, Kansas al noroeste, Virginia al noreste y el norte de Florida al sureste.
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historia, los estados (y gran parte de la población) se oponían a cualquier forma de centralización y las “prerrogativas de los estados” eran un grito de guerra. Esto era cierto no sólo en el sur. El gobierno federal era débil; un Gulliver atado con múltiples cuerdas. Todo esto ha cambiado por completo. El gobierno federal puede hacer casi cualquier cosa —puede legislar cualquier materia— y las restricciones que le impone el federalismo no lo limitan en realidad. La costumbre de mirar hacia Washington está firmemente arraigada. La población exige soluciones nacionales a problemas nacionales. La Suprema Corte puede afinar los límites; algunas materias pueden ser conferidas a los estados; sin embargo, es prácticamente un hecho que el núcleo, el núcleo federal, permanecerá fuerte e intacto. En momentos de crisis —la Gran Depresión, las dos guerras mundiales, el brutal ataque al World Trade Center en septiembre de 2001— el país mira hacia su líder y su centro, hacia el gobierno nacional. Ni el Seguro Social, ni la bomba atómica, ni la guerra contra el terrorismo serán puestos en manos de Kentucky o de Vermont. Esto no ocurrió de la noche a la mañana ni sin resistencia. El Nuevo Acuerdo fue un parteaguas. El Congreso tiene facultades, conforme a la Constitución, para regular el “comercio interestatal”. Esta era una facultad trascendental pero, por buena parte del siglo XX, rara vez fue ejercida. Durante el siglo XX, cuando menos después de los primeros años del Nuevo Acuerdo, se convirtió en una facultad para regular casi todo. Un caso decisivo fue Wickard vs. Filburn (1942).141 La controversia se relacionaba con una ley del Nuevo Acuerdo, la Ley de Ajuste Agrícola (Agricultural Adjustment Act). En respuesta a los precios desastrosamente bajos de los productos agrícolas, esta ley se diseñó para controlar la producción y eliminar la sobreoferta en el mercado. Roscoe Filburn era un granjero de Ohio; vendía leche, huevo y pollo de su granja, también plantaba trigo para alimentar a su familia y a sus animales. No vendía ni un solo grano en el 141
317 U.S. 111 (1942).
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mercado; sin embargo, plantaba en su granja más trigo de lo permitido por la Ley de Ajuste Agrícola. ¿Qué podría ser más local y menos “interestatal” que el trigo de Filburn, el cual se destinaba por completo a alimentar a su familia, a sus pollos y a sus vacas? A pesar de ello, la Suprema Corte confirmó la ley, la cuota máxima y la multa a Filburn por producir en exceso de lo permitido. El país tenía miles de Filburns y el trigo de todos ellos, en conjunto, efectivamente afectaba el mercado interestatal. Ahora, si el Congreso podía controlar el trigo de Filburn, podía controlar prácticamente todo. En 1964, la gran Ley de los Derechos Civiles prohibió la discriminación en hoteles, restaurantes y otros establecimientos de servicio al público. En el caso Katzenbach vs. McClung (1964),142 por votación unánime la Corte reafirmó y aplicó la ley a Ollie’s Barbecue, un pequeño restaurante que compraba toda la comida que preparaba en el mercado local y atendía únicamente a clientela local. Sin embargo, algunos de los ingredientes que compraba venían de fuera del estado y eso era suficiente para la Corte. Casos como este parecían indicar era la cláusula de “comercio interestatal” difícilmente podía considerarse una restricción a las facultades del Congreso. El Congreso podía, esencialmente, legislar todo aquello que quisiera. Los conservadores generalmente piensan que todo gobierno es malo y que los gobiernos centrales son los peores de todos. Durante la última década del siglo XX, la Suprema Corte bajo el mando de Rehnquist mostró cierto interés en dar nueva vida a la relegada doctrina de las prerrogativas de los estados. En un caso que cimbró a la academia jurídica, la Suprema Corte invalidó una ley aduciendo que el Congreso no tenía facultades para legislar en cierta materia. La materia de la controversia fue la Ley de Zonas Escolares Libres de Armas (Gun-Free School Zones Act) de 1990. Esta ley convirtió en delito federal portar un arma dentro de una zona escolar. Alfonso Lopez, Jr., un alumno del 142
379 U.S. 294 (1964).
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último año de la escuela preparatoria llevó un pistola y cinco balas a la escuela, donde fue detenido y, posteriormente, procesado y condenado a seis meses en prisión. Una estrecha mayoría en la Suprema Corte revirtió la sentencia condenatoria. El Congreso tenía plenas facultades para legislar el comercio entre estados; sin embargo, la conexión entre armas, escuelas y comercio interestatal era demasiado tenue para que la validez de la ley fuera ratificada.143 Ésta fue la primera vez, desde los días de Nuevo Acuerdo, que la Corte restringió el poder del Congreso en el área del comercio interestatal. Éste y otros casos resueltos por la Corte de Rehnquist alarmaron a algunos académicos del derecho; no obstante, los casos no tienen gran alcance ya que realmente son “pequeños piquetes” y no “puñaladas al corazón”. Ciertamente, el federalismo clásico ha muerto. El gobierno federal otorga fondos a los estados —enormes cantidades de dinero para asistencia social, conservación del medio ambiente, etcétera— que éstos pueden emplear conforme a sus necesidades y políticas. Sin embargo, el Congreso puede decidir no otorgar dichos fondos; puede también decidir supervisar o no su aplicación; y el enorme y vasto cuerpo de normas federales subsiste —las miles de páginas del Código de Normatividad Federal, que ya mencionamos, no ha mostrado señal alguna de debilitamiento—. Por supuesto, esto no implica que Washington rija todo lo que ocurre en el país. Además de la asignación de fondos federales, algunos programas de carácter federal son, de hecho, fundamentalmente descentralizados. “Federal” no necesariamente implica un estricto control por parte del centro; simplemente implica que el centro puede ejercer dicha facultad si el Congreso así lo determina; en ocasiones lo hace, pero no siempre. Las dependencias de gobierno local y las administraciones regionales soportan gran parte de la carga que implica la normatividad federal.
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El caso fue United States vs. Lopez, 514 U.S. 549 (1995).
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Al final del día, los estados siguen siendo sumamente importantes y poderosos como entidades jurídicas. El gobierno se ha expandido de manera tal en el siglo XX que las facultades y el alcance de los gobiernos estatales (y de los gobiernos locales) ha incrementado radicalmente, aun cuando dichas facultades se redujeron en términos relativos (es decir, frente al gobierno federal). Los estados tienen gran ingerencia en la forma en que se gobierna el país. Si queremos divorciarnos, si queremos adoptar un niño, si queremos tramitar la sucesión de nuestra tía, si queremos demandar al vecino por invadir nuestra propiedad, hacemos todo ante una corte estatal. La educación es, principalmente, un programa estatal. La mayoría de las demandas en materia de daños y de contratos son de carácter estatal. Los estados controlan el uso de suelo y muchas áreas de salud y seguridad. Los delitos comunes son también materia estatal: es el estado (y no el gobierno federal) el que juzga a los ladrones, a los violadores, a los homicidas —o te impone una multa por exceso de velocidad—. Las prisiones estatales retienen a la mayoría de los delincuentes del país. Los estados y las ciudades expiden y ejecutan los reglamentos sobre zonificación; los reglamentos de construcción son de carácter local. Salvo por las grandes autopistas interestatales, las carreteras que surcan los estados son caminos a cargo del gobierno estatal o del condado; y las calles y avenidas de nuestras ciudades o pueblos son de jurisdicción local. El gobierno federal juega un papel en (y destina dinero a) todas estas áreas; no obstante, estas áreas permanecen, primordialmente, dentro del ámbito estatal. Las “prerrogativas de los estados” son aún causa y motivo de quejas por parte de los conservadores. En algún momento, en los estados sureños ésta era una expresión cifrada para aludir a la supremacía blanca —una excusa para decir al gobierno nacional: “saca las manos de las relaciones raciales y no interfieras con el «estilo de vida sureño»”—. A finales del siglo XX, la situación era distinta. Indudablemente, las administraciones conservadoras de Reagan y de los dos Bush estuvieron ansiosas por regresar algunas facultades a los estados; incluso la
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administración Clinton hizo su parte, permitiendo a los estados “reformar” la asistencia social tanto como quisieran. Pero el eje de atención se ha reubicado en el centro, en forma un tanto radical, particularmente debido a los medios de comunicación masiva. Lo que es más, el centro de atención del público es el presidente y la Presidencia. El presidente está investido de un poder extraordinario. Esta es una de las historias más importantes del siglo XX en materia jurídica y una de las historias más importantes de la sociedad en general. La “Presidencia imperial” es un hecho con el que coexistimos; el presidente es el hombre con el dedo en el botón. Puede ser un hombre pequeño, limitado, incluso estúpido, pero el cargo (en sí mismo) ya no puede ser pequeño. En asuntos exteriores, el presidente sostiene las riendas que pueden soltar a los perros de la guerra. Conforme a la Constitución, el Congreso tiene facultades exclusivas para declarar la guerra; pero, actualmente, estas son palabras vacías. De hecho, por cincuenta años ha sido el presidente quien declara la guerra —quien la declara, la dirige y la concluye— y el Congreso lo sigue dócilmente. La guerra de Corea, la guerra de Vietnam y la guerra del Golfo: éstas fueron guerras reales, con bajas reales y, en ninguno de estos casos, el Congreso dio el primer paso, ni el paso decisivo; lo que es más, en muchos casos el Congreso no dio paso alguno. Cuando menos desde los días de Franklin D. Roosevelt, el poder de la Presidencia en asuntos nacionales también ha crecido enormemente. El presidente expide “disposiciones administrativas” (conforme a la ley, por supuesto) que inciden sobre la vida de millones de personas. Puede convertir bosques en zonas naturales protegidas o en minas de carbón. Puede declarar áreas de desastre. Puede expedir reglamentos y reglas en una gran variedad de materias. Y mucho de este poder está literalmente centralizado en la Casa Blanca. El gabinete ya no es tan importante como lo era antes. Es cierto, los hombres y las mujeres que conforman el gabinete tienen autoridad, pero la comparten con el equipo de trabajo de la Casa Blanca. Los asesores en asuntos na-
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cionales son probablemente mucho más importantes en la formación de políticas públicas que los secretarios de vivienda o de transporte; los asesores en materia económica compiten con el secretario del tesoro; el asesor en materia de seguridad nacional en ocasiones minimiza el papel del secretario de estado. El presidente es también un personaje famoso, una celebridad —quizás la celebridad nacional—. Su cara está en todas partes; no pasa un sólo día sin que su imagen aparezca en la televisión. Todo el mundo sabe cómo se ve el presidente, cómo se oye, cómo camina, lo que come, lo que lee, cómo es su familia, etcétera. Todos conocen el sonido de su voz; saben o creen que saben algo sobre su vida sexual. Mucho de lo que saben puede ser propaganda o falsedad, pero al menos tienen la ilusión de estar asomándose por las ventanas de la Casa Blanca. La continua exposición en televisión desarrolla un sentido de familiaridad. En general, el gobierno es visible hoy en una forma que nunca antes lo había sido. Sin embargo, lo que nosotros vemos no es el “gobierno”, sino imágenes y personalidades. El público sabe menos y piensa que sabe más. El resultado es lo que podríamos llamar el estado de la opinión pública. Dado que las imágenes y la información (o seudo-información) fluyen tan rápidamente, que hay tantas y tantas conferencias de prensa, oportunidades para ser fotografiados y eventos que son verdaderas puestas en escena, la distancia entre los palacios de gobierno y la casita de Joe y Jane promedio parece haber desaparecido casi por completo. El gobierno y la política tienen hoy una inmediatez que nunca habían tenido. No obstante, el gobierno es aún, en todos los niveles, cautivo de las encuestas, grupos de enfoque y campañas postales; es constantemente sacudido por olas de indignación publica —indignación real, fomentada o fabricada—. En respuesta, el gobierno (en todos los niveles) pelea con sus propios trucos; manipula imágenes, contrata y utiliza encargados de comunicación social y de relaciones públicas; sus voceros explican, halagan, defienden, discuten, modifican, ofuscan y ordenan los mensajes. Existe una paradoja: el poder del presidente ha crecido
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enormemente, incluyendo el poder de controlar a los asesores de imagen; sin embargo, ha perdido algo de su privacidad —algo de capacidad para salirse con la suya—. Franklin D. Roosevelt era capaz de ocultar su silla de ruedas al público. John F. Kennedy era capaz de esconder su afición por las mujeres. No obstante, las intrigas y maquinaciones de Richard Nixon salieron a la luz durante el escándalo de Watergate; y William Jefferson Clinton aprendió que no podía ocultar nada —aun el sexo oral en la Oficina Oval, el más privado de los recintos, salió a la luz para vergüenza del presidente—. Dado que el derecho es un producto del “gobierno”, en su acepción más amplia, es profundamente influenciado por los acontecimientos de la vida diaria del estado moderno —el estado de las celebridades, el estado de los medios de comunicación, el estado de las relaciones públicas—. Las leyes se hacen y se rehacen en medio de una fuerte tormenta de escándalos, incidentes y periodismo creativo. Los candidatos ofrecen programas y propuestas como barras de jabón o refrigeradores nuevos. Los problemas y las políticas públicas se deciden, en buena medida, en el teatro de la opinión pública; pero crear esa opinión pública requiere dinero, publicidad, promoción y las políticas quedan reducidas a slogans, verdades a medias y fragmentos de entrevistas. Quizás el hecho cardinal de la vida estadounidense a principios del siglo XXI es la riqueza del país. La riqueza está dividida de manera muy dispareja; no obstante, todavía existe una vasta clase media —ciertamente, la mayoría de la población—. Es una clase media que tiene algo de dinero extra (y que trabaja duro, por supuesto) y algo de esparcimiento —domingos, vacaciones, noches y días festivos—. Es una clase media que tiene automóviles, televisiones y todo tipo de aparatos electrónicos; que constantemente busca más en el mercado. Principalmente, es una sociedad consumista, una sociedad en la cual el entretenimiento, la diversión, la forma de llenar esas horas libres, las noches, los fines de semana y las vacaciones, son de suma importancia.
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Es también una sociedad profundamente individualista, como consecuencia del tiempo libre, la riqueza y el consumo. El individualismo —el énfasis en uno mismo, en la realización personal, en los gustos y deseos personales— pudiera ser un aspecto inevitable del capitalismo. La sociedad está saturada de publicidad, y la publicidad está dirigida al individuo: compramos como individuos, como seres humanos únicos, con gustos y deseos (algunos fabricados) únicos. Por supuesto, también existen compras familiares, pero, de nuevo, con los gustos y deseos únicos de una familia en particular. El profundo individualismo de la vida estadounidense produce el profundo individualismo del derecho estadounidense y su énfasis en los derechos individuales. Asimismo, el individualismo es causa del declive en el sentido de pertenencia y de conciencia de clases. Como lo señaló un autor, el nivel social y el nacimiento “han dejado de ser relevantes en la actual democracia de gasto”.144 Parece innegable que existe un periodo de feroz individualismo en la sociedad estadounidense, al igual que una conciencia de los derechos. Es una sociedad con muchas personas que se rehúsan a esperar sentados; la gente demanda cuando considera que sus derechos han sido invadidos. ¿Cuántas personas? Quizás no muchas. ¿Pero qué tantas se necesitan?, ¿cuántos ladrones se necesitan en una ciudad para crear un problema de seguridad? La pregunta no es si la mayoría de las personas se aferran a sus derechos y demandan por cualquier cosa, sino si existen o no más personas de este tipo que las que existían antes o más que las que existen en Finlandia o en Japón, por ejemplo. Existe un énfasis en los derechos. Sin embargo, podríamos preguntarnos, ¿acaso no son estos derechos, especialmente los nuevos derechos, los generados en una era de igualdad plural, derechos que pertenecen (en gran medida) a grupos más que a individuos?, ¿no es esto lo que implica la igualdad plural —dere144 Cross, Gary, An All-Consuming Century: Why Commercialism Won in Modern America (2000), pp. 21 y 22.
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chos de grupos—? ¿Acaso no es éste el significado del surgimiento del poder y la influencia de los grupos de identidad que son figuras características de la vida política, social —y jurídica— estadounidenses: afroamericanos y homosexuales, discapacitados y feministas, nativos estadounidenses, etcétera? La respuesta es: sí y no; pero, en mayor medida, no. Al final del día, los derechos de grupos son, principalmente, derechos individuales. Los derechos de los discapacitados son derechos a igualdad de oportunidades, es decir, a disfrutar del mismo rango de alternativas que cualquier otra persona. Es el derecho a tomar el autobús, el derecho a trabajar en el tercer piso de un edificio de oficinas y el derecho a leer el periódico. Si para hacer todo eso es necesario contar con una rampa, un elevador o el sistema braille, pues adelante. Los derechos de las mujeres implican el derecho a volar un jet, a trabajar en una mina de carbón o a zurcir calcetines —tener la mismas alternativas que los hombres; en otras palabras, el derecho a elegir por sí mismas, como individuos—. Los derechos de los homosexuales, de los estudiantes, de las personas de raza asiática, hispana o negra, todos pueden ser analizados en forma similar. El grupo busca poder, el grupo busca derechos —pero ¿para qué?— Principalmente, para permitir a sus miembros tomar un amplio rango de decisiones individuales que les permitan alcanzar su realización personal. Las cortes forman parte de las instituciones encargadas de hacer cumplir estos derechos. Por supuesto, en primer lugar el trabajo pertenece a otras ramas del gobierno: la policía, las agencias, los consejos y sus empleados. Pero detrás de ellos está el poder de las cortes para inducirlos al cumplimiento de la ley. De hecho, el enorme poder de las cortes es un suceso cotidiano en los Estados Unidos. Esto es particularmente cierto por lo que respecta a la Suprema Corte de los Estados Unidos, que siempre ha sido una institución importante —siempre ha sido políticamente
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relevante—. El infame caso de Dred Scott145 contribuyó, cuando menos parcialmente, al inicio de la Guerra Civil. Algunos académicos opinan que la intransigencia de las cortes federales y estatales, a finales del siglo XIX y a principios del XX, tuvo un impacto decisivo en la forma en que se desarrolló el movimiento laboral estadounidense.146 La Suprema Corte intervino decisivamente en la reñida elección presidencial de 2000, en el famoso (o infame) caso de Bush vs. Gore. De hecho, la —muy controvertida— resolución de la Suprema Corte eligió al presidente de Estados Unidos (George W. Bush). En cierta medida, la Suprema Corte en este caso revirtió o modificó decisiones de la Suprema Corte de Florida. Después de todo, las cortes estatales son también actores políticos dentro de su propia esfera y, frecuentemente, de gran relevancia. Todas las áreas del derecho yacen desarropadas y expuestas a la opinión pública, pero unas mucho más que otras. El derecho penal —la justicia penal, en general— es especialmente vulnerable a las explosiones de la opinión pública. Los medios de comunicación están saturados de historias de delincuentes. El delito parece casi tan fascinante como el sexo. La televisión y las películas agonizarían sin policías, juicios, jueces, abogados y prisiones. Hay una conexión directa entre toda esta atención, la avalancha de leyes estrictas y el hecho que una enorme cantidad de personas se encuentren amontonadas en las prisiones a principios del siglo XXI. Un niño es secuestrado, violado y asesinado —y el dolor de millones de personas se convierte en una especie de nueva ley draconiana, que responde psicológicamente (si no lógicamente) a las demandas del público—. Por ejemplo, este fue el caso de la llamada “Ley Megan”, nombrada en honor de una 145 Dred Scott vs. Sandford, 19 How. (60 U.S.) 393 (1857); véase Fehrenbacher, Don E., The Dred Scott Case: Its Significance in American Law and Politics (1976). 146 Véase Forbath, William E., Law and the Shaping of the American Labor Movement (1991).
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niña llamada Megan Kanka.147 Un agresor sexual que salió de prisión y vivía en el vecindario asesinó a la pequeña niña. La “Ley Megan” (originalmente promulgada en Nueva Jersey) señala que, de ser necesario, los agresores sexuales deben ser registrados y conocidos por sus vecinos. Es una especie de campana de leproso al cuello de las personas que han sido sentenciadas por delitos sexuales. En poco tiempo, casi todos los estados adoptaron una especie de “Ley Megan”. El derecho penal es un caso extremo, pero el derecho fiscal, las leyes de asistencia social y el derecho familiar son también asuntos que potencialmente despiertan la atención del público. Un gran accidente de aviación o un catastrófico caso de contaminación llamarán igualmente la atención y exigirán acciones rápidas. También pueden utilizarse ciertas técnicas de miedo y propaganda para derribar o evitar la promulgación de nuevas leyes, o bien para mancillar la reputación de leyes existentes. Un torrente de anuncios sepultó el plan de salud del presidente Clinton. Las aseguradoras y otros negocios han lanzado campañas en contra lo que consideran excesiva responsabilidad por daños; los medios se les unieron con entusiasmo y publicaron historias horrendas, algunas de ellas totalmente fabricadas: la psíquica que obtuvo un millón de dólares por la pérdida sus poderes psíquicos; la anciana que obtuvo millones por tirarse encima café caliente de McDonald’s; el ladrón que se lastimó mientras robaba una casa y demandó a los dueños.148 Estas acciones probablemente tuvieron impacto en la opinión pública y llevaron al público a creer en la codicia de sus conciudadanos y en la insensatez de los jueces y los jurados. Las legislaturas limitaron —un poco— el alcance de dichas leyes. Impusieron límites máximos a los daños punitivos o a la 147 La Ley Megan se encuentra en New Jersey Stats. Ann. 2C:7-1 al 7-11 (1994). 148 Véase Hayden, Robert M., “The Cultural Logic of a Political Crisis: Common Sense, Hegemony and the Great American Liability Insurance Famine of 1986”, Studies in Law, Politics and Society, vol. 11 (1991), p. 95.
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indemnización por dolor y sufrimiento, en ciertos estados. Sin embargo, la explosión del derecho aún está en expansión. En el 2001, uno de los temas más importantes debatidos en el Congreso fue el derecho de los pacientes a demandar a las Organizaciones para la Conservación de la Salud (Health Management Organizations o HMOs, por sus siglas en inglés). La administración y muchos republicanos se resistieron a la idea, pero pudiera ser una causa perdida. Existe una gran exigencia para que se tomen acciones al respecto, demasiadas historias de mala conducta flotando por allí, demasiadas personas que se consideran víctimas de sus aseguradoras o HMOs. Mientras escribo estas líneas, la apuesta es que eventualmente nacerá una nueva causa de acción legal.* El dominio de la opinión publica, el escándalo y los acontecimientos en el proceso de formación de la ley, son testimonio mudo del inmenso poder de los medios —y especialmente de la televisión—. La televisión, entre otras cosas, nos enfrenta a la ilusión del ojo que todo lo ve. Nos permite entrar a ciertos mundos que fueron, en algún momento, totalmente ajenos a nosotros * Nota del traductor. La Ley de Seguridad de Ingresos de Retiro de los Trabajadores (Employee Retirement Income Security Act o ERISA, por sus siglas en inglés) promulgada en 1974, limita el monto que los pacientes que son empleados de empresas privadas (en oposición a entidades gubernamentales) pueden demandar y recibir de las HMOs por concepto de daños. Además, ERISA impone ciertos límites al derecho de los pacientes a demandar a sus HMOs ante los tribunales estatales. Sin embargo, varios estados han aprobado leyes que reconocen el derecho de los pacientes a demandar a sus HMOs cuando éstas hubieren actuado en forma negligente al tomar decisiones respecto a tratamientos médicos. Por ejemplo, Texas aprobó una ley que otorga tal derecho en 1997, California y Georgia en 1999, Washington y Arizona en 2000 y Nueva Jersey en 2001. No obstante lo anterior, en junio de 2004 la Suprema Corte de Justicia de los Estados Unidos rechazó, por votación unánime, demandas cuantiosas presentadas por dos pacientes en contra de sus HMOs alegando negligencia al emitir recomendaciones relacionadas con tratamientos médicos. A la fecha, el Congreso federal no ha aprobado ley alguna en materia de derechos de pacientes que establezca con claridad los alcances y los límites del derecho a demandar a las HMOs.
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—mundos privados—. La televisión creó la sociedad de celebridades. Llena nuestras vidas de cotilleos e imágenes de los ricos y poderosos, de políticos, de líderes religiosos, de estrellas de rock, de jugadores de béisbol, de estrellas de cine. Crea la ilusión de que dichas celebridades son parte de nuestras vidas, de manera tal que cuando la princesa Diana murió, millares de personas le lloraron como si la hubieran conocido. En cierta forma, la conocieron o, por lo menos, eso pensaban. La televisión moldea y remodela el significado mismo de la autoridad. Los líderes políticos se convierten en celebridades. La imagen lo es todo. George Washington tenía dientes de madera ¿Era un orador acartonado?, ¿tenía carisma?, ¿y Jefferson? Importaba muy poco. Hoy es esencial. Incluso líderes como el Papa y el Dalai Lama se han convertido en celebridades, caras familiares, voces familiares. Anteriormente, los papas y los lamas eran austeros, figuras distantes encerradas en sus palacios. Pero el carácter de celebridad ligado a la autoridad, al liderazgo, implica que la sociedad no es gobernada por la mano invisible, sino por la caja visible —la televisión—. El presidente, como hemos señalado, se ha convertido en una celebridad; de hecho, como lo indica Neal Gabler, es “el jefe del entretenimiento”. Después de todo, si la imagen es de tal importancia, entonces un presidente es juzgado por su imagen y la línea entre política y entretenimiento es tenue, si no es que desaparece por completo. La política —de nuevo en palabras de Neal Gabler— no es sino “la industria del entretenimiento para las personas poco atractivas”.149 La televisión altera también el significado de “privacidad”. Rompe barreras entre la realidad y el entretenimiento. Miles de personas están dispuestas a todo por quince minutos de fama. Millones de personas siguen los “programas de entrevistas basura”. o Big Brother o Survivor y alguna parte de estos millones 149 Gabler, Neal, Life the Movie: How Entertainment Conquered Reality (1998), p. 117.
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también quiere ser parte de uno de estos programas. Los “programas de realidad” (reality shows) son “realidad” únicamente en sentido limitado —los participantes no son actores (por lo menos, no debieran serlo), utilizan nombres verdaderos y expresan sus verdaderas personalidades—. De igual forma, el Internet hace posible que cualquiera sea una estrella. Vivimos en una sociedad de fisgones y esto tiene profundas implicaciones. La política se ha convertido en uno más de los programas de realidad, como Survivor o Big Brother, donde el electorado es el público y la campaña es el espectáculo. En un día de elecciones, el público elige cuál competidor va a Washington y cuál se va a casa. Dado que estos “programas” requieren grandes cantidades de dinero para publicidad, folletos, reuniones masivas, correo y para comprar tiempo aire en televisión (el cual es extraordinariamente caro), la política depende hoy más que nunca de la desquiciada competencia por el dinero. Todo el dinero implica ataduras y está demás decir que esto tiene un impacto en la estructura de la política y de las políticas públicas. Sin duda, el proceso de formación de leyes es influido; exactamente en qué medida, no es fácil decirlo. Nadie puede predecir el futuro. La “explosión del derecho” podría quizás alcanzar algún tipo de altiplanicie; que retroceda parece casi inconcebible. La sociedad está completamente “legalizada”. Demasiados aspectos del derecho son parte de la cultura; las raíces de la “legalización” están profundamente encarnadas en las entrañas del orden social. Una sociedad individualista, consumista y acaudalada, un mercado libre, una sociedad de libre comercio, una sociedad de igualdad plural, no puede existir nada sin la enorme sombrilla del derecho y del proceso legal. El derecho es el pegamento que adhiere las células del cuerpo del Leviatán y de la sociedad misma.
NOTAS PARA FUTURA LECTURA Existe una gran cantidad de literatura sobre la tradición jurídica estadounidense y parece acrecentarse de manera constante. Mucha de esta literatura es relativamente reciente. No obstante, a pesar de que el material esta acumulándose y que mucho es de gran calidad, existen aún muy pocas obras de carácter general —libros que aporten una visión amplia del panorama del derecho estadounidense, desde el punto de vista histórico—. Uno de los libros en esta pequeña categoría es el de Kermit Hall, The Magic Mirror: Law in American History (1989). El libro de mi autoría A History of American Law (2a. ed., 1985) es menos amplio de lo que su título sugiere; de hecho, mi exposición del siglo veinte es relativamente escueta. He intentado abordar dicho tema a mayor profundidad en mi reciente libro, American Law in the Twentieth Century (2002). La exposición general de historia constitucional que encuentro más interesante es la de Melvin I. Urofsky y Paul Finkelman, A March of Liberty: A Constitutional History of the United States (dos volúmenes, 2a. ed., 2001) —esta obra es mucho más que historia constitucional—. Las obras de historia del derecho en estados en particular son sumamente escasas; una excepción es la de Joseph A. Ranney’s, Trusting Nothing to Providence: A History of Wisconsin’s Legal System (1999). Mucho se ha escrito en torno al derecho en el periodo colonial. Una obra fundamental es la de George L. Haskins, Law and Authority in Early Massachusetts: A Study in Tradition and Design (1960); otras obras importantes del periodo colonial son las de: Konig David T., Law and Society in Puritan Massachusetts: 189
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Essex County, 1629-1692 (1972); Bruce H. Mann, Neighbors and Strangers: Law and Community in Early Connecticut (1987); y Peter C. Hoffer, Law and People in Colonial America (1992). La obra de Mary Salmon, Women and the Law of Property in Early America (1986), aborda un tema frecuentemente olvidado. Sobre la transición al periodo republicano, véase William E. Nelson, Americanization of the Common Law: The Impact of Legal Change on Massachusetts Society, 1760-1830 (1975). Existen muchos trabajos en torno a lo signos XIX y XX, pero tienden a enfocarse a campos o áreas específicas del derecho y yo haré lo mismo en este ensayo bibliográfico. Para comenzar, existe una cantidad considerable de literatura en derecho y justicia penales. Aquí puedo citar mi propio libro Crime and Punishment in American History (1993), que contiene una exposición general de la materia. Existen dos estudios del siglo XIX que son particularmente interesantes: Michael Hindu, Prison and Plantation: Crime, Justice, and Authority in Massachusetts and South Carolina, 1767-1878 (1980) y Edward Ayers, Vengeance and Justice: Crime and Punishment in the 19th Century American South (1984); véase también Lawrence Friedman y Robert V. Percival, The Roots of Justice: Crime and Punishment in Alameda County, California, 1870-1910 (1981). Los homicidios han tenido sus cronistas: véase Roger Lane, Violent Death in the City: Suicide, Accident, and Murder in Nineteenth-Century Philadelphia (1979) y Murder in America: A History (1997), así como Eric Monkkonen, Murder in New York City (2001); en torno a la regulación de la sexualidad: véase Mary E. Odem, Delinquent Daughters: Protecting and Policing Adolescent Female Sexuality in the United States, 1885-1920 (1995) y David J. Langum, Crossing Over the Line: Legislating Morality and the Mann Act (1994); en relación con la policía, tenemos la obra de Erik Monkkonen, Police in Urban America, 1860-1920 (1981), David R. Johnson, American Law Enforcement: A History (1981), y Robert M. Fogelson, Big City Police (1977); en torno a
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las prisiones (y otras instituciones), tenemos el interesante y controversial libro de David Rothman, The Discovery of the Asylum: Social Order and Disorder in the New Republic (1971); más recientemente, tenemos a Adam J. Hirsch, The Rise of the Penitentiary: Prisons and Punishment in Early America (1992). El libro de James B. Jacobs, Stateville: The Penitentiary in Mass Society (1977) es un buen estudio de una prisión en particular. En torno a la pena capital, encontramos la mejor exposición en la reciente obra de Stuart Banner, The Death Penalty: An American History (2002). En derecho familiar y temas relacionados encontramos ya los inicios de una literatura respetable. Quisiera mencionar los siguientes: Michael Grossberg, Governing the Heart: Law and the Family in Nineteenth-Century America (1985), Hendrik Hartog, Man and Wife in America: A History (2000), y Nancy Cott, Public Vows: A History of Marriage and the Nation (2000). El libro de Herbert Jacob, Silent Revolution: The Transformation of Divorce Law in the United States (1998) aborda el surgimiento del divorcio sin causa. Carole Shammas, Marylynn Salmon y Michel Dahlin, en Inheritance in America: From Colonial Times to the Present (1987), han ayudado a esclarecer un importante y oscuro aspecto del derecho que es relevante tanto para el derecho de familia como para la economía. Existe una inmensa cantidad de trabajos en torno a la esclavitud y, dado que la esclavitud era una condición jurídica (entre otras cosas), las obras generales de esclavitud necesariamente abordan el derecho de esclavitud, incluyendo la de Kenneth Stampp, The Peculiar Institution: Slavery in the Ante-Bellum South (1956). Existen muchas monografías en torno a la esclavitud en varios estados y regiones; un buen ejemplo reciente es la de Larry Eugene Rivers, Slavery in Florida: Territorial Days to Emancipation (2000). Específicamente en los aspectos jurídicos de la esclavitud, véase Thomas D. Morris, Southern Slavery and the Law, 1619-1860 (1996), Ariela Gross, Double Character: Slavery and Mastery in the Antebellum Southern Courtroom
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(2000), y Don Fehrenbacher, The Dred Scott Case: Its Significance in American Law and Politics (1978); una edición abreviada del extenso libro de Fehrenbacher fue publicada en 1981, bajo el título Slavery, Law, and Politics: The Dred Scott Case in Historical Perspective; en torno a esclavitud y derecho penal, véase Philip J. Schwarz, Twice Condemned: Slaves and the Criminal Laws of Virginia, 1705-1865 (1988). Después de la emancipación vino la Reconstrucción; posteriormente, una larga noche de supremacía blanca. Encontramos un brillante y perturbador retrato de este periodo en la obra de Leon Litwack, Trouble in Mind: Black Southerners in the Age of Jim Crow (1998). La regulación gubernamental y los temas económicos también han recibido atención. La obra de William J. Novak, The People’s Welfare: Law and Regulation in Nineteenth-Century America (1996) contiene una exposición detallada de aquello que el gobierno hizo en realidad durante el periodo frecuentemente desatendido bajo el pretexto del laissez-faire. También son importantes dos libros de Morton Keller, Regulating a New Economy: Public Policy and Economic Change in America, 1900-1933 (1990) y Regulating a New Society: Public Policy and Social Change in America 1900-1933 (1994); véase también Herbert Hovenkamp, Enterprise and American Law, 1836-1937 (1991). Existen estudios importantes sobre áreas específicas del derecho económico, comenzando quizás por la obra clásica y extensa de J. Willard Hurst, Law and Economic Growth: The Legal History of the Lumber Industry in Wisconsin, 1836-1915 (1964); véase también Tony A. Freyer, Forums of Order: The Federal Courts and Business in American History (1979); Robert S. Hunt, Law and Locomotives: The Impact of the Railroad on Wisconsin Law in the Nineteenth Century (1958); Harry N. Scheiber, Ohio Canal Era: A Case Study of Government and the Economy, 1820-1861 (1969); William Letwin, Law and Economic Policy in America: The Evolution of the Sherman Antitrust Act (1965) y James W. Ely, Jr., Railroads and American Law (2002). Sobre trabajo y regulación laboral, véase Christopher L.
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Tomlin, Law, Labor, and Ideology in the Early American Republic (1993), William Forbath, Law and the Shaping of the American Labor Movement (1991) y Melvyn Dubofsky, The State and Labor in Modern America (1994). La literatura en materia de derechos y libertades civiles es vastísima. Existen docenas de libros y artículos en torno a Brown vs. Board of Education, aquello que precedió y aquello que sobrevino a dicho caso. Una exposición fascinante del caso y su historia pueden encontrarse en la obra de Richard Kluger, Simple Justice: The History of Brown v. Board of Education and Black America’s Struggle for Equality (1976); para un trato reciente del tema, véase James T. Patterson, Brown vs. Board of Education: A Civil Rights Milestone and Its Troubled Legacy (2001); véase también Michal Belknap, Federal Law and Southern Order: Racial Violence and Constitutional Conflict in the PostBrown South (1995) y Mary L. Dudziak, Cold War Civil Rights: Race and the Image of American Democracy (2000). Encontramos un aspecto interesante del desarrollo de la doctrina moderna de los derechos civiles en el libro de Shawn Francis Peter, Judging Jehovah’s Witnesses: Religious Persecution and the Dawn of the Rights Revolution (2000). Existe también una creciente literatura en torno a Roe vs. Wade; la notable obra de David J. Garrow, Liberty and Sexuality: The Right to Privacy and the Making of Roe vs. Wade (1994); una versión mas corta y de fácil lectura de este caso, sus antecedentes y sus consecuencias es N.E.H. Hull y Peter Charles Hoffer, Roe vs. Wade: The Abortion Rights Controversy in American History (2001). El libro de Hull y Hoffer es parte de una serie de libros cortos publicados por University Press of Kansas y editados por Hoffer y Hull, bajo el título general Landmark Law Cases and American Society; otro ejemplo es el libro de William E. Nelson, Marbury vs. Madison: The Origins and Legacy of Judicial Review (2000). Roe vs. Wade, Brown v. Board of Education, Marbury vs. Madison y el caso Dred Scott no son las únicas resoluciones judiciales que han sido materia de libros. Cuando un libro de este
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tipo es bueno, no se limita exclusivamente a exponer el caso, sino que expone su contexto, es decir, el terreno en que el caso germinó y cómo afectó a la sociedad. Entre los libros que hacen esta clase de exposición respecto de un caso o un grupo de casos, tenemos los de Stanley I. Kutler, Privilege and Creative Destruction: The Charles River Bridge Case (1971), Richard Polenberg, Fighting Faiths: The Abrams Case, the Supreme Court, and Free Speech (1987) y Arthur Sabin, Red Scare in Court: New York Versus the International Workers Order (1993). No existe una obra de historia general de la profesión jurídica. No obstante, el material sobre el papel de la profesión en la obra de J. Willard Hurst, The Growth of American Law: The Law Makers (1950), es aún de gran valor; encontramos también una buena parte de historia en el libro de Richard L. Abel, American Lawyers (1989); otro trabajo importante es el de Jerold S. Auerbach, Unequal Justice: Lawyers and Social Change in Modern America (1976); en relación con las épocas tempranas de la profesión, véase Gerard W. Gawalt, The Promise of Power: The Emergence of the Legal Profession in Massachusetts, 1760-1840 (1979). Existen ciertos trabajos que se ocupan de ramas específicas de la profesión, véase, por ejemplo, William G. Thomas, Lawyering for the Railroad: Business, Law, and Power in the New South (1999) y Peter H. Iron, The New Deal Lawyers (1982). Las biografías (y autobiografías) de abogados son abundantes, pero sólo algunas de ellas merecen la pena. Me han gustado, en especial, Kevin Tierney, Darrow: A Biography (1979); William Harbaugh, Lawyer’s Lawyer: The Life of John W. Davis (1973) y David J. Langum, William M. Kunstler: The Most Hated Lawyer in America (1999). En materia de educación jurídica, véase Robert B. Stevens, Law School: Legal Education in America from the 1850s to the 1980s (1983); véase también William P. LaPiana, Logic and Experience: The Origin of Modern American Legal Education (1994). Los jueces y su labor son material de una inmensa cantidad de literatura. Probablemente cada Ministro de la Suprema Corte tie-
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ne un biógrafo y los Ministros famosos, como Oliver Wendell Homes, Jr. y Earl Warren, tienen estantes de libros sólo para ellos. Una vez más, la mayoría de las biografías son demasiado respetuosas y no muy buenas; sin embargo, algunas son extraordinarias. Recomiendo en particular las obras de Charles Fairman, Mr. Justice Miller and the Supreme Court, 1862-1890 (1939); G. Edgard White, Justice Oliver Wendell Holmes: Law and the Inner Self (1993) y el libro de White sobre Earl Warren, Earl Warren: A Public Life (1982); Richard Polenberg, The World of Benjamin Cardozo: Personal Values and the Judicial Process (1997); y Laura Kalman, Abe Fortas: A Biography (1990). Existe un proyecto (que ha estado en proceso por décadas) para compilar la historia de la Suprema Corte de los Estados Unidos en una obra enorme, con múltiples volúmenes. El título general es History of the Supreme Court of the United States. Muchos (pero no todos los) volúmenes han sido publicados. Cada uno tiene su propio autor y cada uno, debemos apuntar, es de enorme extensión. Tienen valor como obra de referencia, pero es poco probable que el lector común tenga el tiempo o la paciencia para dedicar a dichos volúmenes. Kermit L. Hall ha editado The Oxford Guide to the United States Supreme Court Decisions (1999), una colección de ensayos cortos, animados y bien construidos relativos a las decisiones más importantes de la Corte. Un libro original y fascinante es el de Peter Iron, The Courage of Their Convictions (1988); Irons narra la historia de dieciséis casos importantes ante la Suprema Corte, pero no a través de los ojos de los abogados o los jueces de la causa, sino a través de entrevistas con los hombres y las mujeres que fueron parte en dichos litigios. Sobre la naturaleza de la cultura jurídica estadounidense, la obra precursora de J. Willard Hurst, posiblemente el más grande entre los historiadores estadounidenses, es aún lectura indispensable. Ya hemos mencionado su estudio de la industria maderera y The Growth of American Law; de entre sus demás obras, posiblemente la más conocida y accesible es Law and Conditions of
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Freedom in the Nineteenth-Century United States (1956). El libro de Morton J. Horwitz, The Transformation of American Law, 1780-1860 (1977) propuso una importante y relativamente controversial tesis sobre la naturaleza del derecho estadounidense durante el periodo cubierto. El libro más reciente de Horwitz, The Transformation of American Law, 1870-1960: The Crisis of Legal Orthodoxy (1992) se enfoca con mayor precisión en el pensamiento jurídico. Yo también he intentado abordar la cultura jurídica estadounidense y las características de su pasado y presente en una serie de libros: Total Justice (1985), The Republic of Choice: Law, Authority and Culture (1990) y The Horizontal Society (1999). Una reciente e incisiva crítica en torno a la tradición legal es el libro de Robert A. Kagan, Adversarial Legalism: The American Way of Law (2001). El pasado, al igual que la memoria misma, es en muchos sentidos un artefacto del presente; cada generación la observa a través de su propio lente.
Breve historia del derecho estadounidense, editado por el Instituto de Investigaciones Jurídicas de la UNAM, se terminó de imprimir el 30 de mayo de 2007, en los talleres de Robles Hermanos S. A. de C. V., calzada Acueducto 402, local 4-B, colonia Huipulco, 14370 México, D. F. En esta edición se empleó papel cultural de 57 x 87 de 37 kilos para los interiores y cartulina couché para los forros; consta de 1000 ejemplares.