Crisis del populismo y alternativa socialista Horacio Tarcus
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Crisis del populismo y alternativa socialista Horacio Tarcus
utopías del sur Año II, Nº 3, Buenos Aires, primavera 1989
Los números entre corchetes corresponden a la paginación de la edición impresa.
[7]
para Alba
El perfil político que, en poco más de un mes, fue dibujándose cada vez más nítidamente en el gobierno presidido por Carlos Saúl Menem, sumió en el desconcierto no sólo a la mayor parte de los observadores políticos, sino también a quienes lo acompañaron con su voto o con su esfuerzo militante en su ingreso a la Casa Rosada. La contundencia de las decisiones tomadas en materia de designación de cargos públicos —el ministerio de Economía ofrecido al holding Bunge & Born, el de Trabajo al ala “modernizadora” del sindicalismo; la cartera de Obras y Servicios Públicos puesta en manos de un abanderado de la “reestructuración” del Estado...—; la magnitud del plan económico puesto en marcha (shock “antinflacionario”, dolar alto, tarifazos, caída salarial...), el alcance histórico de la ley de “reforma del Estado”, así como las pintorescas declaraciones del Presidente en la inauguración de la muestra rural en pos de una “economía popular de mercado”, hablan por sí solos. La enorme distancia que separan estos hechos del discurso y las prácticas populistas del peronismo clásico (y aún del de los primeros setenta), se han constituido en estos días en un hecho evidente. Dispares fueron, de lodos modos, las reacciones que sucedieron al estupor. Se intentó, desde diversos ángulos, salir de la perplejidad y dar cuenta de esta transformación histórica. Se ensayaron explicaciones a partir de la “traición”, o bien del “entorno”, del círculo áulico que 3
aconsejaría perversamente a un Presidente “con buenas intenciones”. Ninguna de ellas atiende en realidad a la complejidad de los procesos sociales en juego, sino que se pierden en el subjetivismo de la teoría de los “grandes hombres”, de cuyos rencores y pasiones dependerían los vaivenes de la Historia (la “grandeza” de Perón, la “traición” de Menem, las buenas o malas intenciones subjetivas de cada uno, las pérfidas influencias de la “eminencia gris” de su entorno, ayer El Brujo u hoy Rapanelli, etc.). Una versión algo más sofisticada de esta concepción conspirativa de la historia es la que explica la política económica y social en curso como resultado de las presiones, la “infiltración” o la corrupción a que inducen los poderosos lobbies empresarios. Aunque estas explicaciones atienden a mecanismos reales de influencia o presión, suelen circunscribir se a un reducido escenario donde funcionarios políticos y representantes de grandes grupos económicos se “reparten el poder”. Más allá de que el poder no es una “cosa” que se reparte sino una relación que se construye, esta versión oscurece la compleja trama de relaciones entre clase dominante y poder político, entre dominación y hegemonía. Interesan menos para el análisis crítico los secretos mecanismos de “penetración” de un grupo económico en la “clase política”, que las condiciones estructurales —económicas, sociales, políticas, ideológicas— que hoy hacen posible bajo un gobierno peronista que un ministerio clave como el de Economía sea otorgado al holding B&B, hecho que hasta hace poco años era estructuralmente imposible. No se trata de que los grandes grupos económicos hayan mejorado sus técnicas de “penetración”, ni siquiera simplemente de que haya crecido su poder económico–social, sino, fundamentalmente, 4
de que se han producido profundas transformaciones de la totalidad de la estructura económica, social y política del país, en la relación Estado/sociedad, en los vínculos entre la clase dominante y el Estado. A otro status explicativo aspiran quienes sostienen que la política de “shock liberal” y su secuela de crisis social son el resultado inevitable del “achicamiento del país”. Habiéndose reducido la “torta” —esto es, el producto nacional— sostiene que ya no hay, al menos por ahora, márgenes para las políticas redistributivas propias del populismo: la “porción” para cada uno debe reducirse inexorablemente. Esta interpretación se ubica en el extremo opuesto al subjetivismo de la teoría de los “grandes hombres” y es tributaria, en cambio, de un determinismo mecánico que reduce la totalidad social a dos determinaciones vinculadas entre sí por una relación causa/efecto: crecimiento del producto nacional = políticas redistributivas; reducción de la producción = porciones menores en la distribución. Existen, sin embargo, numerosos ejemplos históricos de políticas de distribución regresiva del ingreso en condiciones de expansión económica, así como otros de distribución progresiva en condiciones de crisis (y como salida a la crisis, como veremos luego). Pero además, esta interpretación no sólo legitima, a través de su seudodeterminismo, la política en curso de distribución de la renta nacional, sino que oculta la totalidad del proceso de producción, del cual la distribución es sólo uno de sus momentos. Como veremos luego, tanto la distribución regresiva operada desde 1976 a nuestros días, como la progresiva propia del populismo, responden a distintas estrategias dentro de dos ciclos históricos, claramente diferenciados. En el ciclo histórico populista, la ampliación del consumo popular, la distribución de ingresos, no son meros actos de “justicia 5
social” ni simples instrumentos de “demagogia” —como sostienen, respectivamente, peronistas y liberal–conservadores—, sino expresiones superestruturales de una modalidad de acumulación que pasa, necesariamente, como condición de su reproducción, por la ampliación del consumo personal (Vilas, 1981, 99). En el ciclo histórico abierto en 1976, en cambio, la distribución regresiva del ingreso, junto a otras determinaciones como la apertura externa de la economía, la promoción de exportaciones o el “achicamiento” del Estado, constituye el punto de partida de otro régimen social de acumulación del capitalismo argentino, de otra configuración social y política del país, de la búsqueda de un nuevo lugar en la división internacional del trabajo. En las páginas que siguen queremos esbozar los grandes rasgos de una investigación en curso, cuya hipótesis central consiste, precisamente, en que la sociedad populista —una totalidad social que implicó un régimen social de acumulación, de relación entre las clases, de formación estatal, de ideología hegemónica— tuvo su última experiencia histórica en 1973–74 bajo Perón–Gelbard y que, desde 1976 en adelante, en el contexto de crisis del capitalismo mundial, comenzó a configurarse una nueva totalidad social a medida que se desarticulaba la anterior, y que hasta hoy conoce tres etapas sucesivas: la de la dictadura militar, fundamentalmente bajo la gestión de José A. Martínez de Hoz; la de Alfonsín–Sourroulle y, finalmente, la de Menem–Bunge & Born. Queremos sostener que, entre la ley de reforma financiera impulsada por el equipo de Martínez de Hoz y la ley de “reforma del Estado” que está aplicando el gobierno menemista, existe —a pesar de las evidentes diferencias en el carácter de los gobiernos y de los regímenes políticos— una misma lógica, una estrategia común, que responde a 6
las necesidades actuales de reformulación de la acumulación del capital y de dominación política en la Argentina.
Los tres grandes ciclos históricos de la Argentina moderna La Argentina moderna ha cumplido ya más de un siglo. Desde 1880, año clave, en que terminan de configurarse a través de un largo e intrincado proceso un Estado, un mercado nacional y una estructura de clases moderna, hasta el presente, pueden diseñarse tres grandes ciclos históricos, tres configuraciones centrales, separados entre sí por grandes mutaciones del conjunto de la estructura social por otras tres “modernizaciones desde arriba” que les dieron origen1. (a) La primera “modernización” implementada por el naciente Estado argentino (que iba desde la construcción de obras de infraestrutura como la red ferroviaria o el sistema sanitario, hasta la laicización de la sociedad civil) dejaba definitivamente atrás a la “sociedad tradicional” para hacer ingresar a la Argentina en el mundo de las naciones modernas. Esta “modernización desde arriba”, que busca adecuar al país como proveedor de materias primas agrícolo– ganaderas dentro de la economía mundo–capitalista, configura el primer ciclo histórico de la Argentina moderna que culminará en 1930. Sus rasgos estructurales serán un capitalismo agrario basado en la explotación extensiva de la tierra, una economía abierta orientada a la exportación de materias primas, la renta diferencial de la tierra como forma central de apropiación del excedente económico, una clase dominante diversificada económicamente pero homogénea, una 7
económicamente pero homogénea, una estratificación social y cultural compleja, un proletariado y una pequeñoburguesía urbanos en sostenido crecimiento, especialmente vía inmigración europea, un sistema de dominación política oligárquico–liberal (Sábato, 1987; Rock, 1977). (b) El agotamiento intrínseco de este régimen social de acumulación, basado en la explotación extensiva de la tierra, la crisis política desatada cuando el control directo del Estado escapa de las manos de la clase dominante (emergencia del radicalismo) y la crisis capitalista mundial de 1929 ponen fin a la ilusión del progreso indefinido. Alrededor de una nueva fecha clave, 1930, se cierra un ciclo histórico y, a través de una nueva “modernización” impulsada desde el Estado (Justo–Pinedo) se configura otro modelo basado ya en una progresiva centralidad económica de la industria, que en un mercado protegido comienza a sustituir importaciones, un Estado que [8] regula la economía e interviene en el proceso mismo de acumulación del capital, un proletariado urbano que —vía migraciones internas— muestra un pujante crecimiento social y sindical. El pujante crecimiento social y sindical. El nuevo modelo termina de configurarse entre 1943–46, cuando el Estado interventor de Justo–Pinedo se transforma en el Estado benefactor de Perón, y las poderosas organizaciones sindicales pasan a integrar de modo irreversible el sistema de dominación política. Finalmente, al patrón de acumulación iniciado en los treinta alcanza su culminación con el patrón de distribución que incorpora el peronismo. Un nuevo ciclo histórico, basado en una industrialización sustitutiva que produce para un mercado interno semi–cerrado, un Estado benefactor asediado por reclamos corporativos y regulador de las relaciones entre el Capital y el Trabajo, una ideología populista, 8
había quedado constituido irreversiblemente. Desde 1955, tras el derrocamiento militar del gobierno peronista, se ensayaron distintas variantes dentro del mismo régimen de acumulación: se dio mayor peso a las inversiones de capital extranjeras, se pasó de una política de industrialización sustitutiva liviana a otras de carácter más complejo, se conocieron fases más “concentradoras” y otras más “distribu– cionistas”; fases más “integradoras” y otras más “excluyentes”, pero una nueva estrategia global no se conoció sino a partir de 1976. (c) El agotamiento de la segunda etapa del modelo mercadointernista de sustitución de importaciones, la crisis capitalista mundial de 1973–74 y el proyecto refundacional de la dictadura militar (vía el plan de Martínez de Hoz) van a marcar el cierre de aquel ciclo histórico de varias décadas para instalarnos en las puertas de otro. Un nuevo intento “refundacional”, una nueva “modernización” desde arriba, salvajemente autoritaria y excluyente, comenzó a implementarse desde 1976, comenzando a diseñar un nuevo ciclo histórico cuyos rasgos todavía no pueden percibirse nítidamente, pero cuyas líneas maestras lo van perfilando. Tres ciclos históricos, tres totalidades sociales separadas entre sí por procesos de crisis y recomposición, por rupturas que se piensan a sí mismas como “modernizaciones” en la medida en que consideran que dejan atrás modelos “tradicionales”, “obsoletos”, para trasponer el umbral de los tiempos modernos, para reubicar a la nación en el contexto internacional, para ponerla a la altura de las vertiginosas transformaciones que vive el capitalismo a nivel mundial. En efecto, los tres ciclos históricos del capitalismo argentino, así 9
como las crisis y recomposiciones que los separan entre sí, se articulan con los ciclos históricos del capitalismo mundial; sus crisis y sus recomposiciones. El primero de ellos se articuló con (y fue posible en) una prolongada fase expansiva del capitalismo mundial, caracterizada por el pasaje del capitalismo de libre competencia a la fase imperialista. Esta expansión, resultado sobredeterminado de una revolución tecnológica, la concertación monopolista del capital, la fusión del capital bancario con el capital industrial, la exportación de capitales, el reparto del mercado mundial por parte de un conjunto de naciones imperialistas; implicó una determinada división internacional del trabajo por la cual estas naciones industrializadas demandaban de las naciones periféricas materias primas necesarias para el consumo, productivo o improductivo, en sus propios mercados. Esta estructura provocó un desarrollo complementario —aunque desigual— entre naciones periféricas proveedoras de materias primas y naciones centrales industrializadas. La explotación de una elevadísima renta natural proveniente de la fertilidad de su suelo, colocó a la Argentina, “granero del mundo”, entre las primeras, configurándose así la estructura económica, social y política peculiar de todo este ciclo, tal como la describimos arriba. A este ciclo largo expansivo le sucede otro, caracterizado por una tasa de crecimiento más baja. El período que va de 1914 a 1940–45 fue un ciclo de estancamiento de la producción capitalista, en el que se sucedieron crisis económicas agudas (particularmente la de 1929), se desarrollaron dos guerras mundiales, estallaron revoluciones y contrarrevoluciones. Un nuevo ciclo largo expansivo el del llamado “capitalismo tardío”, caracterizado por un Estado “ampliado” a las funciones 10
de regulación e intervención directa en el proceso de acumulación capitalista, así como a una política de asignación de recursos orientada a la ampliación del consumo. Será el Estado benefactor que, a través de la “regulación keynesiana” se orientará a la solventización de la demanda y la ampliación del mercado, y que sentará las bases para una nueva relación entre el Capital y el Trabajo, creando las condiciones para una colaboración estrecha entre las burguesías en expansión y las capas más favorecidas de un movimiento obrero cada vez más fortalecido. La emergencia del capitalismo tardío en los países centrales estuvo acompañada por una nueva división internacional del trabajo en la que los países periféricos, tras el dislocamiento del mercado mundial durante las guerras mundiales y la crisis, comienzan a aparecer como productores masivos de ciertos productos de industria ligera que sustituyen a los importados. En el interior de la burguesía imperialista, los intereses de aquellos que conciben la industrialización de estos países como el refuerzo de un competidor potencial, chocan con los intereses de los que la conciben sobre todo como la aparición de clientes potenciales. Estos conflictos tienden a resolverse en beneficio del segundo grupo, el de los grandes monopolios orientados hacia la producción de bienes de equipo, e implican una redistribución de las ganancias en el seno de la burguesía imperialista a expensas de los antiguos sectores (Mandel, 1980, 98–99). El rubro dominante en la exportación de capitales deja de ser el de los empréstitos públicos para orientarse hacia las inversiones privadas de carácter productivo, al mismo tiempo que Estados Unidos termina de desplazar a Gran Bretaña del liderazgo imperialista. 11
Con la crisis de 1973–74, se inicia otra prolongada fase depresiva, a través de la cual se va produciendo un vasto proceso de reestructuración de gran relieve y alcance. No se trata de una mera crisis de desarrollo capitalista, sino una crisis en la forma de este desarrollo social, de las formas políticas y económicas de regulación de un modelo capitalista. “Se trata de la crisis de un modelo, la crisis del keynesianismo, (...) la crisis del viejo concepto de trabajo, crisis de las instituciones del mercado mundial, crisis del Welfare State” (Alvater, 1985). Del mismo modo que en los años 1930–40, en los 1970–80 nos encontramos ante el fin de un modelo histórico de acumulación basado en el crecimiento de la ocupación, las reformas sociales, la ampliación del Estado, las ideologías de la integración y el desarrollo... La crisis capitalista a nivel internacional significa en los países periféricos semi–industrializados el agotamiento del modelo basado en la industrialización sustitutiva, el pleno empleo, el Estado benefactor y el crecimiento (social, sindical, político) de la clase obrera, elementos que constituyeron las condiciones de posibilidad de emergencia del populismo en los años ‘30 y ‘40. La crisis y transfiguración de los partidos populistas en América Latina (Löwy, 1987) no es otra cosa que el correlato político de las transformaciones estructurales que vienen sufriendo estos países desde los años ’70.
¿Adónde va el capitalismo argentino? Si, como recuerda Alvater, “la crisis no es sino la agudización dramática de la normalidad burguesa” (1978, 5), ella comporta, en 12
consecuencia, una agudización del sustrato de esa normalidad, la lucha de clases, la contradicción Capital/Trabajo, y de la forma de esa normalidad, la competencia entre diversos capitales. Como señala Gilly, “la crisis comporta una renovada agresividad del capital contra la fuerza de trabajo y de cada capital contra los otros capitales para, a través de los procesos concomitantes de desvalorización de la fuerza de trabajo y desvalorización del capital, recuperar la tasa de ganancia y relanzar la acumulación capitalista” (1981, 16). Este proceso de agudización competitiva entre los distintos capitales y de masiva agresión del Capital sobre el Trabajo, analizado por Alvater, Mandel, Gilly y otros autores a nivel internacional, es el que permite comprender el profundo proceso de crisis y recomposición del capitalismo argentino iniciado a mediados de los años ‘70. Desde entonces comienza a estructurarse en nuestro país un nuevo régimen social de acumulación (sobre la decadencia del anterior), se inicia una recomposición de las clases sociales y de las relaciones entre ellas, se configura un nuevo poder económico a partir del predominio definitivo de grupos nacionales y empresas extranjeras diversificados y/o integrados, se vuelve “costoso” el antiguo Estado benefactor y comienzo el proceso de su “reestructuración” definitiva. Este nuevo modelo en vías de configuración, que aún no constituye un verdadero sistema hegemónico (esto es, que aún no ha logrado cerrar la prolongada crisis política, construyendo una nueva hegemonía), es el resultado de un triple proceso (Azpiazu, Basualdo, Khavisse, 1986): (a) el agotamiento de la segunda etapa del modelo de sustitución de importaciones; 13
(b) la crisis capitalista mundial de 1973–74; (c) el proyecto refundacional de la dictadura militar a través del plan Martínez de Hoz. El plan Perón–Gelbard (1973–74) constituyó el último proyecto populista que intentó ensayarse durante el último tramo de la etapa de sustitución de importaciones. El populismo tardío del plan mostró sus límites dentro de un modelo que, como resultado de su propio desarrollo, había llegado a un elevado grado de trasnacionalización de la economía (lo que entraba en contradicción con las condiciones de producción industrial dentro de un mercado semi–cerrado), una crisis fiscal permanente (que convertía al Estado benefactor en demasiado “costoso” para el Capital) y había generado un poderoso proletariado urbano, con un alto y complejo nivel de organización y contestación frente al Capital. Simultáneamente, la emergencia de la crisis capitalista internacional hace fracasar el proyecto de Perón–Gelbard de diversificación de las inversiones extranjeras de carácter productivo, con el fin de renegociar la dependencia sin romper con el modelo (Testa, 1975, De Riz, 1981), así como lleva a la súbita expansión de un mercado financiero internacional —dada la sobreacumulación de capitales propia de toda crisis capitalista— a [9] través del perverso mecanismo de las inversiones especulativas y del masivo endeudamiento externo (Schvarzer, 1983). Finalmente, señalemos la emergencia de la dictadura militar que, a través del llamada plan Martínez de Hoz, se propuso refundar estructuralmente la sociedad argentina, tanto en términos económico– sociales como políticos, consolidando un nuevo proyecto dominante 14
(Schvarzer, 1983; Azpiazu y otros, 1986). Semejante objetivo precisaba, en una primera etapa al menos, de un enorme poder represivo que estuviera en condiciones de agredir una estructura social constituida a lo largo de varias décadas. No se trató, simplemente, de pasar de una variante de industrialización “distribucionista” a otra “concentradora” de los ingresos —tal el caso de la denominada Revolución Argentina bajo el plan Krieger—, sino de remover las propias bases económicas y sociales de aquel modelo. No se buscó, simplemente, proscribir al peronismo o atacar salvajemente a la vanguardia obrera, sino privar tanto al populismo como al movimiento obrero organizado de la propia base material en que se asentaban (Villarreal, 1985). Aprovechando la situación de “tierra arrasada” que provoca toda crisis, así como una larga permanencia en el poder, esta alianza entre el nuevo poder económico y el poder militar apuntó a transformaciones estructurales de la sociedad argentina, que se convirtieran en un punto de partida irreversible para los próximos gobiernos constitucionales que accedieran a la Casa Rosada. No se trata, entonces, de la mera “traición” de la gestión de Alfonsín o de Menem con respecto a sus tradiciones históricas o sus plataformas electorales, sino de regímenes democráticos débiles, altamente condicionados, que se encuentran ante un curso de violenta recomposición de la sociedad argentina que no deja márgenes para “reformismos” de ninguna índole. Es así que desde mediados de los 70 hasta hoy vernos operarse un triple proceso: una reestructuración económica del capitalismo argentino (y el esbozo de una nueva integración al mercado mundial), una reestructuración política a través de la relación Estado/sociedad y, 15
finalmente, una reestructuración social en la relación Capital/Trabajo. A partir de la estrategia diseñada por el plan Martínez de Hoz se recurre a una apertura de la economía que termina por romper definitivamente con el modelo sustituista semi–cerrado, a través de la reducción de aranceles que gravaban los bienes importados, la manipulación del tipo de cambio y de las tasas de interés por medio de un sistema financiero que pasa a ser, junto al Estado y más allá del Estado, el principal reasignador de recursos externos e internos (Schvarzer, 1983; Azpiazu y otros, 1986). Tras la imagen de mera “decadencia de un régimen social de acumulación” (Nun, 1985) o aún de una “desindustrialización” de la economía (Ferrer y otros) sin alternativas viables, la emergencia a fines de la década del ochenta de un sector industrial exportador parece avanzar en la definición de un nuevo régimen social de acumulación. Se trata de grandes empresas, pertenecientes muchas de ellas a los grandes grupos económicos, que al enfrentarse en estos años a una demanda interna, fuertemente contraída por la crisis y el consiguiente achicamiento del mercado interno, disponían de una capacidad excedente que sólo podían canalizar en el mercado mundial. Fue así que comenzó un ensayo exportador de ciertos bienes industriales (agroindustrias, química, industrias metálicas básicas, etc.) que fue tomando fuerza a lo largo de los ochenta (Schvarzer, 1989). La reestructuración de las relaciones Estado/sociedad también comenzaron bajo el proceso militar, continuaron con la gestión alfonsinista y parecen terminar de configurarse con el menemismo. Se trata de la mentada “racionalización del Estado”, que no significa un 16
mero “achicamiento” del mismo, sino el desmantelamiento de las instituciones y funciones del Estado benefactor, cuya crisis fiscal permanente lo había vuelto “costoso” para las nuevas condiciones de acumulación y dominación del capital. En este proceso convergen las privatizaciones de empresas públicas, la colocación de las restantes bajo la égida de grandes grupos económicos (es decir, su subordinación a la racionalidad del capital privado por encima de la del capital estatal), la reducción del personal del Estado, el achicamiento de la protección y la seguridad social, así como el reforzamiento de sus funciones y aparatos de control y represión. Finalmente, el éxito de todas estas políticas reestructuradoras tienen una condición ineludible: reestructurar también las relaciones históricas entre Capital y Trabajo (Gilly, 1987, 3). La crisis y reestructuración capitalista provocaron un proceso de profunda recomposición en el mundo del trabajo (proletarización de sectores medios, disminución del peso específico de la clase obrera industrial dentro del conjunto de los asalariados, pauperización, marginalidad, etc.) (Iñigo Carrera–Fodestá, 1985). Las grandes líneas estratégicas impuestas por las nuevas condiciones de acumulación y dominación apuntan desde 1976 a desmantelar una compleja malla de instituciones conquistadas históricamente a lo largo de décadas por el proletariado argentino, aprovechando la debilidad y el desconcierto propios de toda etapa de recomposición profunda. Las fuerzas del Capital apuntan a disminuir el peso social de los trabajadores, asentado en una estrecha red de solidaridad interna, a la que se busca disolver por diversos medios: (a) favorecer la diferenciación salarial dentro de cada rama y entre ramas económicas y aumentar la dependencia del salario con relación al 17
rendimiento individual; (b) consolidar una tasa estable de desocupación estructural; (c) asociar, con una movilidad salarial ascendente, a un sector de los asalariados a la expansión del capital, a costa del estancamiento o la declinación del salario y la protección social del conjunto de los trabajadores; (d) asociar a través de leyes y los contratos a los trabajadores al “éxito” de su propia empresa, antes que a la solidaridad con su sector social (Gilly, 1987, 3). Se trata, por otra parte, de recuperar para el capital el pleno control del espacio fabril–productivo a través de: (a) la “flexibilización” del uso de la fuerza de trabajo (contratos temporarios, traslados desconocimiento de categorías, uso polivalente del trabajador, etc.); (b) intensi ficación de los ritmos de trabajo; (c) introducción de nuevas tecnologías que reorganizan la base del proceso de trabajo y dan “racionalidad objetiva” a los puntos precedentes; (d) descalificación de oficios (con pérdida de conquistas) y recalificación de otros (sin conquistas equivalentes, salvo eventualmente en el plano salarial) (Gilly, 1987, 3). Todas estas políticas parciales, sectoriales, relativas a distintas esferas de todo social, provenientes de gobierno; de muy distinto signo político, parecer configurar —con sus marchas y contra marchas, sus ofensivas y sus resistencias— un nuevo perfil de la sociedad argentina. Una economía abierta y orientada a la exportación de bienes tradicionales y no tradicionales, un poderoso mercado financiero, un Estado “achicado”, un mercado interno reducido, parecen ser algunos de los elementos constitutivos de un nuevo régimen social de acumulación. Una nueva alianza entre los grupos económicos y las empresa; extranjeras diversificadas y/o integrada; con el Estado parece corresponderse 18
cor un nuevo modelo de crecimiento económico que deja afuera a más de la mitad de la población. Como ha señalado recientemente Schvarzer, el sector agrario argentino puede producir 30 o 40% más de granos y oleaginosas que el año anterior cor una demanda mínima, si no nula, de mano de obra; el sector petrolero puede desarrollarse con una demanda ínfima de personal; hay grandes proyectos petroquímicas que requieren grandes inversiones de capital pero que sólo ocupan entre 100 y 200 personas... Por lo tanto, hay sectores que pueden dinamizar el crecimiento económico (agro–industria, alimentos, química, derivados del petróleo, etc.) pero que no garantizan de ninguna manera demanda de empleo ni proceso de redistribución del ingreso (Página/12, 6–7–89). La salida capitalista a la crisis parece ser la de una sociedad dual que buscaría dividir al proletariado actual en dos grupos antagónicos: los que continúan participando en el proceso de producción (con una tendencia a la reducción de salarios) y aquellos que estando excluidos de este proceso, sobreviven por medios que no son la venta de su fuerza de trabajo a los capitalistas o al Estado: asistencia social, cuentapropismo, vuelta al trabajo doméstico para las mujeres, marginalidad en ghettos urbanos que concentran a desocupados, bandas de jóvenes parados, becarios indefinidos para realizar estudios sin fin, etc.). Una forma transitoria de marginalización se encuentra en el trabajo “precario”, a “tiempo parcial”, el trabajo en “negro”, etc., que afecta especialmente a las mujeres, los jóvenes, los inmigrantes, etc., pero también a ex– ocupados en el proceso de producción (v Mandel, Gorz, etc.). Los grandes sindicatos de masas, una poderosa central única de 19
trabajadores, una ideología gremial conservadora pero fuertemente confrontativa e impugnadora, no tienen espacio dentro de la “modernización” en curso. La ofensiva comenzó bajo la dictadura militar con métodos represivos, continuó con métodos políticos bajo la gestión alfonsinista a través de diversos intentos (del proyecto Mucci al de Barrionuevo) y persiste hoy con el embate de Menem–Triaca sobre el ubaldinismo. Se hace evidente, entonces, el carácter excluyente y autoritario de esta tercera “modernización”: un virtual crecimiento económico implementado con enormes costos sociales, a través de la imple– mentación de un verdadero “apartheid socio–económico” a expensas de las conquistas históricas y de la solidaridad masiva de la clase trabajadora. Se trata, además, de una “modernización” restringida en el plano político a la “racionalización del Estado”. El reforzamiento creciente del poder corporativo a expensas del sistema de representación a través de los partidos políticos, parece señalar el fin de la “modernización política” pregonada por el Alfonsín de Parque Norte y sus intelectuales “orgánicos”. El proceso en curso no sólo sepultó los sueños revolucionarios de los ‘60 y 70; parece haber concluido también con las más módicas aspiraciones democráticas de los primeros ‘80.
Conclusión: crisis del populismo y alternativa socialista Las ideologías populistas y socialistas asisten estupefactas al renacimiento del neoliberalismo. La ideología liberal–conservadora que 20
sostenía el Individuo Posesivo frente a la Comunidad Organizada, la libre regulación del mercado frente a las políticas de regulación estatal, la economía privada ante las empresas del Estado, la reducción del gasto público contra el Estado benefactor, permaneció marginada durante el auge de la sociedad populista. Pero su eclipse no era más que una postergación: volvería, con la crisis de esta sociedad, a cobrar su revancha. El agotamiento a que había llegado el modelo populista proporcionó al neoliberalismo la ocasión para emprender la gran ofensiva ideológica que tiene por temas el fin del estatismo y la econo[10]mía capitalista de mercado como salida a la crisis. Ha sido la “modernización” capitalista en curso la que sentó las bases materiales para su renacimiento. Pero la ofensiva liberal —y esto es lo más grave— no sólo ha herido de muerte al populismo, sino a todas las tradiciones del socialismo comprometidas, de una u otra forma, con la ideología populista. La imagen recurrente que el neoliberalismo hizo del socialismo como versión extrema del populismo, se corresponde con la imagen que cierta izquierda propició de sí misma. Buscando afanosamente un atajo para su encuentro con las masas, la izquierda argentina intentó (con más audacia unas corrientes, con más demora otras) no sólo “popularizar” su discurso, sino articularse como ala izquierda de la sociedad populista. A partir de los años ‘40, sacudida por la súbita emergencia del peronismo, la propia izquierda comienza a repensar la estrategia socialista para entenderla como consumación final del nacionalismo, el estatismo y el obrerismo populistas. Así, muchas corrientes de la izquierda vernácula fueron abando21
nando y relegando el discurso y la práctica del internacionalismo proletario, entendiendo que la nueva táctica adecuada consistía en “correr por izquierda” el nacionalismo antimperialista del populismo. No había que enfrentarlo “abstractamente”, según modelos “foráneos”, sino apoyarlo y superarlo, la lucha antimperialista devendría, por su propia dinámica, anti–capitalista. Casi todas las corrientes de izquierda fueron abandonando la búsqueda de sus propios programas de transición al socialismo, entendiendo que la extensión progresiva del sector público de la economía que impulsaban las experiencias populistas sería el camino más adecuado para encaminar a la sociedad hacia el socialismo. No había más que “desbordar” los límites capitalistas del populismo. La estatización creciente devendría, por su propio peso, socialización. Finalmente, casi todas las corrientes de izquierda, tras un rechazo inicial, basaron sus políticas de “acumulación” en la perspectiva de que la amplísima “base obrera” del “movimiento nacional peronista” desbordaría y terminaría desplazando a la “cúpula burguesa” que lo contenía. Por la dinámica de clases propia del populismo, el peronismo devendría socialismo. Nada de esto sucedió, sino más bien todo lo contrario. El nacional– imperialismo devino alineamiento occidental con Menem–Cavallo. El nacional–estatismo derivó en liberal–privatismo, con Menem–Dromi– Rapanelli. La “dirección burguesa” del “movimiento nacional” no sólo no se debilitó, sino que se fortaleció en alianza con los grandes grupos económicos. El estado actual de la izquierda argentina, que combina altas dosis de incomprensión y de parálisis, puede entenderse como la quiebra de su modelo de análisis y praxis política. No son las ideas de izquierda las que están en crisis, no es el socialismo como tal el que está 22
en cuestión, sino aquella izquierda y aquel socialismo comprometidos con el pasado, con un paradigma populista en franca descomposición. El nuevo ciclo histórico que está transitando la sociedad argentina desde 1976 está lejos de consolidarse. Un nuevo régimen social de acumulación cuyo factor dinámico es el mercado externo encontrará serias dificultades en las condiciones de proteccionismo y crisis mundial y necesitará, además, de grandes inversiones productivas. Será imprescindible, por otra parte, terminar de vencer la resistencia de los trabajadores de conquistas históricas. Es difícil prever, a pesar de que Menem ofrezca todo su ascendiente político al servicio de ello, que un sistema incapaz de crear empleo, generar condiciones para mejorar sensiblemente los niveles de ingreso de la mayoría de población u ofrecer mayores canales de participación política, logre generar una verdadera hegemonía. No obstante, para que la izquierda haga algo más que resistir a la consolidación de este nuevo modelo, para que comience a generar su propia alternativa de sociedad socialista, necesita un verdadero rearme teórico frente a una realidad que se ha transformado estructuralmente y ya no se corresponde con sus esquemas. La crisis de la izquierda argentina no es sino una de las múltiples facetas de la crisis definitiva de la sociedad populista, así como una de las invitaciones más creativas para su superación.
NOTA 1. Estos tres ciclos históricos que, en el modelo que queremos proponer, jalonan la Argentina moderna, no se corresponden con una 23
sucesión de etapas de acumulación del capital ni tampoco con regímenes políticos sucesivos. Si entendemos a la sociedad como un conjunto complejo de relaciones sociales heterogéneas, con su propio dinamismo, no reductibles a meras relaciones sociales de producción o a sus condiciones ideológicas y políticas de reproducción, cada ciclo histórico constituiría un conjunto de formas sociales, relativamente estables, que configuran la materialización de cierto tipo de articulación instaurado entre diversas formas de relaciones sociales. Cada uno de ellos expresa una unidad contradictoria, está surcado por tendencias conflictivas —distintas políticas económicas, distintos gobiernos, aún distintos regímenes politices— que tienden a resolverse a través de la lucha política, y a constituir sistemas hegemónicos. Ch. Mouffe (1982, 76) apela a este concepto y J. Nun (1985, 36 y ss.) al de régimen social de acumulación para exorcizar la “tentación economicista” de aquel modelo que instituye un nivel objetivo de sucesivas etapas de acumulación del capital, dotado de lógica propia, sobre el que se erigen, a posteriori, formas de relación entre las clases que le son propias, así como el conjunto de la superestructura jurídico–política e ideológica correspondiente (M. de Peralta Ramos, 1973). Deseamos señalar, además, que el rescate que para un análisis marxista hacemos de conceptos propios de la sociología académica como modernización o populismo, forma parte de un esfuerzo de investigación en curso. Nos apoyamos, de todos modos, para el primer concepto, en Gilly (1987) y para el segundo, en los citados trabajos de Ianni, Löwy y Vilas, entre otros. Este trabajo es tributario de largas conversaciones y amistosas discusiones con Adolfo Gilly, aunque soy, desde luego, el único responsable de las ideas expuestas aquí (H. T.) 24
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