El problema de la señora Blynn, el problema del mundo PATRICIA HIGHSMITH La señora Palmer se estaba muriendo, ni a ella ...
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El problema de la señora Blynn, el problema del mundo PATRICIA HIGHSMITH La señora Palmer se estaba muriendo, ni a ella ni a ninguna otra persona de la casa le cabía la menor duda al respecto. Los habitantes de la casa habían pasado de ser dos, la señora Palmer y Elsie, la doncella, a ser cuatro en los diez últimos días. La hija de Elsie, Liza, que tenía 14 años, había acudido a ayudar a su madre y se había llevado a su peludo perro pastor, Princy, que para la señora Palmer era el cuarto habitante de la casa. Liza se pasaba la mayor parte del tiempo trabajando en la cocina y dormía en la pequeña habitación de techo bajo con dos literas situada tan sólo unos escalones más abajo de la habitación de la señora Palmer. La casa era pequeña: un saloncito, comedor y cocina en la planta baja, y arriba, el dormitorio de la señora Palmer, el cuarto de las literas y un cuartito donde dormía Elsie. Todos los techos eran bajos y las puertas y el techo de la escalera aún más bajos, de modo que uno tenía que agachar la cabeza constantemente. La señora Palmer pensó que ya no tendría que seguir agachando la cabeza mucho tiempo, ya que sólo se levantaba dos veces al día, con su bata color lavanda ceñida al cuerpo contra el frío, camino del cuarto de baño. Tenía leucemia. No sufría ningún dolor, pero estaba terriblemente débil. Tenía sesenta y un años. Su hijo Gregory, oficial de la RAF, estaba destacado en Oriente Próximo. Tal vez llegaría a tiempo y tal vez no. La señora Palmer, de forma deliberada, no le había mandado un telegrama urgente, pues no quería molestarle ni importunarle, y en su telegrama de respuesta, él había dicho simplemente que haría lo posible por conseguir un permiso e ir a verla, y que le comunicaría la fecha exacta de su llegada. Su propio telegrama había sido cobarde, pensó la señora Palmer. Por qué no había tenido el valor de decirle claramente: "Me estoy muriendo, no creo que dure más de una semana. ¿Puedes venir a verme?" ―¡Señora Palmer! ―Elsie asomó la cabeza por la puerta, con una mano enharinada apoyada en el quicio―. ¿A qué hora ha dicho hoy la señora Blynn, a las cuatro y media o a las cinco y media? La señora Palmer no lo sabía, y le parecía que no tenía ninguna importancia. ―Creo que a las cinco y media. Elsie asintió preocupada, pensando en qué serviría con el té si era a las cinco y media y no a las cuatro y media. El té de las cinco y media podía ser menos sustancioso, porque la señora Blynn ya habría tomado un té en otra parte. ―¿Quiere que le traiga algo, señora Palmer? ―preguntó en un tono dulce, con sincera preocupación. ― No, gracias, Elsie, estoy bien. ―La señora Palmer suspiró cuando Elsie volvió a cerrar la puerta. Elsie era voluntariosa, pero no inteligente. La señora Palmer no podía hablar con ella, y aunque no pretendía hablar de cosas íntimas con ella, sí le habría gustado tener la sensación de que podía hablar con alguien en la casa si lo deseaba. La señora Palmer no tenía amigos íntimos en el pueblo, porque sólo llevaba un mes allí. Se dirigía a escocia cuando la invadió otra vez aquella debilidad y se desmayó en el andén de la estación de Ipswich. Un largo viaje a Escocia en tren o incluso en avión pareció entonces totalmente fuera de lugar, de modo que, siguiendo las indicaciones de un médico desconocido, la señora Palmer había cogido un taxi y se había desplazado a un pueblo de la costa este llamado Eamington, donde, según el propio médico, había una enfermera que visitaba a domicilio, y donde el aire era espléndido y vigorizante. Obviamente, el médico había pensado que sólo necesitaba
descansar unas semanas y que luego se recuperaría, pero la señora Palmer tenía la premonición de que eso no era verdad. Los primeros días se había encontrado mejor en aquel pueblo pequeño y tranquilo, había visto la casita llamada Sea Maiden, doncella del mar, y la había alquilado enseguida, pero la racha de energía había durado poco. Ya en Sea Maiden había vuelto a desmayarse y tenía la sensación de que Elsie e incluso otras personas que habían conocido, como el señor Frowley, el agente inmobiliario, tomaban a mal su faiblesse. Ella no sólo era una extraña que había venido a molestarles, a pedirles cosas, sino que su recaída ponía en cuestión los poderes curativos del aire de Eamington, que, en aquel momento, consistía básicamente en vientos de tormenta que azotaban día y noche desde el noreste, arrancando los botones de los abrigos y cubriendo todas las ventanas de las casas costeras de una película opaca de sal y rociaduras del mar. La señora Palmer sentía convertirse en una carga, pero por lo menos podía pagarlo, pensó. Había alquilado una casa de campo bastante desvencijada que de lo contrario habría estado vacía todo el invierno, pues ya era principios de febrero. Había contratado a Elsie, ofreciéndole un salario por encima de lo habitual en Eamington, le pagaba a la señora Blynn una guinea por una visita de media hora (y la mayor parte de aquellamedia hora se consumía con el té) y pronto daría trabajo a la funeraria, al sacristán y tal vez también a la floristería. Además, había pagado por adelantado el alquiler de marzo. Al oír unos pasos rápidos en el pavimento, en un momento de calma del rugido del viento, la señora Palmer se incorporó un poco en la cama. Llegaba la señora Blynn. Un ansioso ceño transformó la fina piel de la frente de la señora Palmer, pero ella sonrió cortésmente, con una cortesía anticipada. Cogió el espejo de mango largo que había en la mesita de noche. Su cara grisácea había dejado de impresionarla o avergonzarla. La edad era la edad, la muerte era la muerte, y aunque no era guapa, seguía sintiendo el impulso de hacer lo que pudiera por parecer más agradable al mundo. Se arregló un poco el pelo, se humedeció los labios, esbozó una leve sonrisa, equilibró los hombros del camisón y se acercó más su rebeca rosa. Su palidez le volvía los ojos aún más azules. Ese era un pensamiento agradable. Elsie llamó a la puerta y la abrió al mismo tiempo. ― La señora Blynn, señora. ― Buenas tardes, señora Palmer ―dijo la señora Blynn, bajando los dos escalones desde el umbral a la habitación de la señora Palmer. Era una mujer corpulenta, con el pelo rubio oscuro y de altura mediana, de unos cuarenta y cinco años, y llevaba su habitual traje de dos piezas, grueso y negro, con un broche rosa en forma de flor sobre el pecho izquierdo, los labios pintados de rosa pálido y tacones bastante altos. Como muchas mujeres de Eamington, era viuda de marino, y había empezado a trabajar de enfermera después de los cuarenta. En el pueblo la consideraban una mujer enérgica que hacía su trabajo eficazmente―. ¿Cómo se encuentra esta tarde? ―Buenas tardes. Digamos que bien, dentro de lo que cabe ―dijo la señora Palmer, haciendo un esfuerzo para mostrarse animosa. Ya estaba soltando las sábanas remetidas, preparándose para apartarlas del todo y que la enfermera le pusiera su inyección diaria. Pero la señora Blynn permanecía de pie con una sonrisa ausente en medio de la habitación, con las manos puestas hacia atrás en las caderas, examinando las paredes y mirando por la ventana. La señora Blynn había vivido en aquella casa con su marido en otro tiempo, durante los seis primeros meses de matrimonio, y todos los días hacía algún comentario al respecto. Su marido había sido capitán de un barco mercante y había muerto diez años atrás al colisionar con un barco sueco sólo a cincuenta millas de Eamington. La señora Blynn nunca había vuelto a casarse. Elsie decía que su casa estaba llena de fotografías del capitán en uniforme y de su barco.
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― Sí, es una casita maravillosa ―dijo la señora Blynn―, aunque esté expuesta al viento. ―Miró a la señora Palmer con ojos brillantes, como diciendo: "Bueno, y ahora vamos a poner esa inyección a ver si se pone bien de una vez, ¿de acuerdo?" Pero su expresión cambió al instante. Hurgó en su bolso negro en busca de la jeringa y el frasco de claro fluido que no serviría de nada. Su boca perdió la sonrisa y se curvó hacia abajo y se acentuaron las arrugas en las comisuras. Cuando se concentraba en el descarnado cuerpo de la señora Palmer sus ojos verde grisáceo se volvían vidriosos, como si no viera nada ni necesitara ver nada: aquél era su oficio y ella sabía cómo hacerlo. La señora Palmer era un objeto, que pagaba una guinea por la visita. El objeto iba a morir. La señora Blynn se volvía apática, como si ni siquiera la pérdida de la guinea diaria en tres u ocho días le importara tampoco. A la señora Palmer no le importaban en absoluto las guineas, pero en vista del hecho de que pronto iba a dejar este mundo, le hubiera gustado que la señora Blynn mostrara algún rasgo humano, como el deseo de prolongar las guineas de sus visitas. Los ojos de la señora Blynn seguían vidriosos, incluso cuando miró hacia la puerta para ver si llegaba Elsie con el té. Ocasionalmente, el suelo de madera del vestíbulo crujía por el calor o por la ausencia del mismo, y también crujía cuando alguien andaba cerca de la puerta. Aquel día le dolió la inyección, pero la señora Palmer aguantó sin rechistar. En realidad, no era nada y sonrió ante su insignificancia. ―Hoy ha salido un poco el sol, ¿verdad? ―dijo. ― ¿Ah, sí? ―La señora Blynn extrajo la aguja. ―Hacia las once de la mañana, me he fijado. Débilmente hizo un gesto con el brazo señalando hacia la ventana que quedaba tras ella. ― Pues ya era hora ―respondió la señora Blynn, guardando su instrumental en el bolso―. Dios mío, y también viene bien un poco de fuego.―Había cerrado el bolso y se frotaba las manos, acercándose a la chimenea. Princy estaba echado ante el fuego cuan largo era, como si fuese una alfombra de pelo largo enrollada. La señora Palmer intentó pensar en algo agradable que decir sobre el marido de la señora Blynn, su época en aquella casa, el pueblo, lo que fuera. Pero sólo podía pensar en que la vida de la señora Blynn debía de haber sido muy solitaria desde la muerte de su marido. No habían tenido hijos. Según Elsie, la señora Blynn adoraba a su marido y estaba orgullosa de no haber vuelto a casarse. ― ¿Tiene muchos pacientes en esta época del año? ―preguntó. ― Oh, sí. Como siempre ―contestó la señora Blynn, todavía frente al fuego y frotándose las manos. Quién, se preguntó la señora Palmer. Háblame de ellos. Esperó, respirando suavemente. Elsie llamó una vez, golpeando con un canto de la bandeja en la puerta. ― Pase, Elsie ―dijeron las dos a la vez, la señora Blynn un poco más alto. ― Aquí tienen ―dijo Elsie, poniendo la bandeja sobre una banqueta, formada por dos sólidos almohadones color verde oliva, apilados uno sobre otro. Por el lado de uno de los bollitos chorreó mantequilla derretida, que cayó sobre el plato y empezó a solidificarse mientras Elsie servía el té. Elsie le tendió a la señora Palmer una taza de té con tres terrones de azúcar, pero sin bollo, porque la señora Blynn decía que eran demasiado indigestos para ella. A la señora Palmer no le importaba. De todas formas apreciaba la visión de los bollitos bien untados de mantequilla, y de gente sana como la señora Blynn comiéndoselos. Le ofrecieron una galleta de jengibre y la rechazó. La señora Blynn habló brevemente con Elsie de las cañerías de su casa, de alguna
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oferta que había aquella semana en la carnicería mientras Elsie permanecía de pie con los brazos cruzados, apoyada en el marco de la puerta, dejando pasar una corriente de aire frío hacia la señora Palmer. Elsie anotaba mentalmente toda la información de la señora Blynn sobre precios. Ahora era la salsa de tomate de la tienda de dietética, que estaba de oferta aquella semana. ― Llámeme si necesita algo ―dijo Elsie como de costumbre, agachando la cabeza para salir. La señora Blynn estaba absorta en sus bollos, inclinada para que la mantequilla que chorreaba cayera al suelo y no en su falda. La señora Palmer se estremeció y se tapó más. ― ¿Va a venir su hijo? ―preguntó la señora Blynn en voz alta y clara, mirando directamente a la señora Palmer. La señora Palmer no sabía lo que Elsie le habría contado a la señora Blynn. Ella le había dicho a Elsie que su hijo tal vez viniera, eso era todo. ― Aún no lo sé. Supongo que está esperando a decirme la fecha exacta... o para comprobar si puede o no. Ya sabe cómo son las cosas en las fuerzas aéreas. ― Humm ―dijo la señora Blynn a través de un bollo, como si por supuesto tuviera que saberlo, ya que su marido había sido militar―. Si no me equivoco, es su único hijo y heredero. ― El único ―contestó la señora Palmer. ― ¿Está casado? ― Sí. ―Y anticipándose a la siguiente pregunta―: Tiene una hija, pero aún es muy pequeña. Los ojos de la señora Blynn vagaron hacia la mesita de noche de la señora Palmer y, de pronto, ésta se dio cuenta de que estaba observando... su broche de amatista. La señora Palmer lo había llevado en su rebeca unos días, hasta que se había encontrado tan mal que el broche ya no la animaba, e incluso había empezado a verlo cursi, por lo que había acabado quitándoselo. ― Es un broche muy bonito ―dijo la señora Blynn. ― Sí. Me lo regaló mi marido hace años. La señora Blynn se acercó a mirarlo, pero no lo tocó. La amatista rectangular estaba engarzada en diminutos brillantes. Se quedó allí de pie, mirándolo con ojos atentos y saltones. ― Supongo que se lo dejará a su hijo... o a su mujer. La señora Palmer enrojeció, incómoda o disgustada. La verdad era que no había pensado a quién se lo iba a dejar. ― Supongo que mi hijo se lo quedará todo, como mi heredero. ― Espero que su mujer sepa apreciarlo ―dijo la señora Blynn con una sonrisa, dándose la vuelta para dejar la taza de té en el platillo. Luego, la señora Palmer cayó en cuenta de que la señora Blynn llevaba días mirando aquel broche, cada vez que sus ojos se desviaban hacia la mesilla de noche. Cuando se marchó la señora Blynn, la señora Palmer cogió el broche y lo guardó en la palma de su mano, con actitud protectora. Su joyero estaba en el otro extremo de la habitación. En aquel momento entró Elsie. ―Elsie, ¿le importaría pasarme esa caja azul de ahí? ―le dijo la señora Palmer. ― Claro, señora ―contestó Elsie, desviándose desde la bandeja del té hacia la caja que había sobre la estantería―. ¿Ésta? ― Sí, gracias. ―La señora Palmer la cogió, levantó la tapa y guardó el broche junto al collar de perlas. No tenía muchas joyas, tal vez diez u once piezas, pero cada una evocaba una ocasión especial de su vida, un periodo especial, y las apreciaba todas. Observó el perfil romo y sincero
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de Elsie, que se inclinaba sobre la bandeja, ordenándolo todo para poder llevárselo en un solo viaje. ― Esta señora Blynn ―dijo Elsie, negando con la cabeza y sin mirar a la señora Palmer―. Me ha preguntado si creía que su hijo vendría. ¿Y cómo voy a saberlo yo? Le dije que sí, que yo suponía que sí. ―Estaba de pie con la bandeja, mirando a la señora Palmer y sonriendo tímidamente, como si hubiera hablado demasiado―. El problema de la señora Blynn es que siempre está metiendo la nariz en todo, si me perdona la expresión. Siempre está haciendo preguntas, ¿sabe? La señora Palmer asintió, sintiéndose demasiado débil en aquel momento como para hacer un comentario. Tampoco tenía nada que decir. Pensó que Elsie había pasado junto al broche de amatista durante días y nunca lo había mencionado ni tocado, seguramente ni siquiera se había fijado en él. De pronto comprendió que prefería de largo a Elsie que a la señora Blynn. ― El problema de la señora Blynn... Tiene buenas intenciones, pero... ―Elsie hizo tambalearse y tintinear la bandeja en su esfuerzo por encogerse de hombros―. Es una lástima. Todo el mundo lo dice ―concluyó, como si aquello le resumiera todo, y se dirigió a la puerta ya abierta―. Con el té, por ejemplo. Siempre hay que comprarle esto y aquello, como si fuera una gran señora o algo así. Me lo dice un día antes. No entiendo por qué no trae ella misma lo que quiere de la panadería de vez en cuando. Ya sabe lo que quiero decir. La señora Palmer asintió. Supuso que sí lo sabía. La señora Blynn era como una de las antiguas niñeras de Gregory. Como una divorciada que su marido y ella habían conocido en Londres. En realidad, se parecía a mucha gente. La señora Palmer murió dos días más tarde. Fue un día en que la señora Blynn entró y salió de la casa seis u ocho veces. Por la mañana había llegado un telegrama de Gregory, diciendo que por fin había conseguido un permiso y que saldría en cuestión de horas y aterrizaría en un aeropuerto militar cerca de Eamington. La señora Palmer no sabía sí llegaría a verle o no, no podía valorar con tanta precisión hasta cuándo durarían sus fuerzas. La señora Blynn le tomaba la temperatura y el pulso con frecuencia, luego giraba sobre un pie en la habitación, mirando a su alrededor como si estuviera sola y sumida en sus pensamientos. Tenía una mirada inexpresivamente agradable y sus mejillas frescas y satinadas irradiaban salud. ― Su hijo vendrá hoy ―había dicho, medio preguntándolo, la señora Blynn en una de sus visitas. ― Sí ―contestó la señora Palmer. Ya empezaba a oscurecer, aunque sólo eran las cuatro de la tarde. Aquéllas fueron las últimas palabras claras que intercambió con alguien, porque después se sumió en una especie de ensoñación. Veía a la señora Blynn mirando la cajita azul de la estantería, mirándola fijamente incluso mientras sacudía el termómetro. La señora Palmer llamó a Elsie e hizo que le acercara la caja. La señora Blynn ya no estaba en la habitación. ― Esto es para mi hijo, cuando llegue ―dijo la señora Palmer―. Todo. Cada una de las piezas. ¿Entendido? Está todo escrito... ―Pero aunque estuviera todo detallado, una pieza suelta como el broche de amatista podía extraviarse y tal vez Gregory nunca hiciera nada al respecto, tal vez ni siquiera lo echaría en falta, o tal vez pensaría que ella lo había perdido en alguna parte durante las últimas semanas y no lo había comunicado. Gregory era así. Luego la señora Palmer sonrió para sí, y también se regañó un poco. No puedes llevártelo contigo. Aquello era una verdad como un templo, y la gente que lo intentaba era despreciable y bastante absurda―. ¡Elsie, esto es para usted! ―dijo la señora Palmer y le tendió a Elsie el broche de amatista. ― ¡Oh, señora Palmer! ¡Oh no, no puedo aceptar algo así! ―dijo Elsie, y no sólo no lo cogió sino que incluso retrocedió un paso.
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― Ha sido muy buena conmigo ―dijo la señora Palmer. Estaba muy cansada y su brazo cayó sobre la cama―. Está bien ―murmuró, al ver que era inútil. Su hijo llegó a las seis de aquella tarde, se sentó al borde de su cama, le cogió la mano y le beso la frente. Pero cuando se murió, la señora Blynn estaba más cerca, inclinándose sobre ella con su ancha cara lisa y aterciopelada y sus ojos verde grisáceo, tan inexpresivos como los de un fantástico reptil. La señora Blynn continuó hasta el final diciendo cosas animosas y concluyentes como "Ahora respira bien. Eso es..." o "No hace mucho frío, ¿verdad? Bien...". Un poco antes, alguien había mencionado la posibilidad de llamar a un sacerdote, pero Gregory y la señora Palmer lo habían rechazado. De modo que fueron los ojos de la señora Blynn lo último que vio cuando la vida la abandonaba. La señora Blynn tan autoritaria, fuerte y eficaz que uno podría haberla tomado por el propio Dios. Sobre todo porque cuando la señora Palmer miró a su hijo, realmente no lo vio, sólo distinguió una vaga y pálida figura en la esquina, alto y erguido, con una mancha oscura arriba que debía de ser su pelo. Él la estaba mirando, pero ella ya estaba demasiado débil como para llamarle. De todas formas, la señora Blynn había hecho que todos se apartaran. Elsie también estaba de pie apoyada en la puerta cerrada, dispuesta a salir corriendo por lo que hiciere falta, dispuesta a obedecer a cualquier petición. Cerca de ella estaba la pequeña figura de Liza, que ocasionalmente susurraba algo y era acallada por su madre. En un instante, la señora Palmer vio toda su vida ―su despreocupada niñez y su juventud, su matrimonio feliz, la sombra de la muerte de su otro hijo a los diez años, el impacto de la muerte de su marido ocho años atrás―, pero en conjunto había sido una vida feliz, pensó, aunque le hubiera gustado tener mejor carácter, más puro, no haber mostrado nunca mal genio o egoísmo, por ejemplo. Todo formaba ya parte del pasado, pero lo que quedaba era una sensación de que ella había sido imperfecta, inadecuada, como lo era ahora la presencia de la señora Blynn, como la débil sonrisa de la señora Blynn, inadecuada para el momento y la ocasión. La señora Blynn no lo entendía. Ni siquiera la conocía. En cierto modo, la señora Blynn no podía comprender la buena voluntad. Ese era el error, el error de la propia vida. La vida es un largo fracaso de comprensión, pensó la señora Palmer, una larga y falsa cerrazón del corazón. La señora Palmer tenía el broche de amatista en la mano izquierda cerrada. Horas atrás, en algún momento de la tarde, lo había cogido con la idea de preservarlo, pero ahora se daba cuenta de que había sido absurdo. También había querido dárselo a Gregory directamente y se le había olvidado. Su mano cerrada se levantó dos o tres centímetros, sus labios se movieron, pero no salió de ellos ningún sonido. Quería dárselo a la señora Blynn: un gesto positivo y generoso que todavía podía compensar aquella esencia de incomprensión, pensó, pero ya no tenía fuerzas para realizar su voluntad, y aquello también era como la vida, todo llegaba un poco demasiado tarde. Los párpados de la señora Palmer se cerraron ante la visión de los vidriosos y atentos ojos de la señora Blynn.
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La coartada perfecta Patricia Highsmith La multitud se arrastraba como un monstruo ciego y sin mente hacia la entrada del metro. Los pies se deslizaban hacia adelante unos pocos centímetros, se paraban, volvían a deslizarse. Howard odiaba las multitudes. Le hacían sentir pánico. Su dedo estaba en el gatillo, y durante unos segundos se concentró en no permitir que lo apretara, pese a que se había convertido en un impulso casi incontrolable. Había descosido el fondo del bolsillo de su sobretodo, y ahora sujetaba la pistola en ese bolsillo con su mano enguantada. Las bajas y anchas espaldas de George estaban a menos de medio metro frente a él, pero había un par de personas entre medio. Howard giró los hombros y se encajó en el espacio entre un hombre y una mujer, empujando ligeramente al hombre. Ahora estaba inmediatamente detrás de George, y la parte delantera de su sobretodo desabrochado rozaba la espalda del abrigo del otro. Howard niveló la pistola en su bolsillo. Una mujer golpeó su brazo derecho, pero mantuvo firme la puntería contra la espalda de George, con los ojos fijos en su sombrero de fieltro. Una voluta de¡ humo del cigarro del otro hombre se enroscó en las fosas nasales de Howard, familiar y nauseabunda. La entrada del metro estaba a tan sólo un par de metros. Dentro de los próximos cinco segundos, se dijo Howard, y al mismo tiempo su mano izquierda se movió para echar hacia atrás el lado derecho de su sobretodo, hizo un movimiento incompleto, y una décima de segundo más tarde la pistola disparó. Una mujer chilló. Howard dejó caer la pistola a través del abierto bolsillo. La multitud había retrocedido ante la explosión del arma, arrastrando a Howard consigo. Unas cuantas personas se agitaron ante él, pero por un instante vio a George en un pequeño espacio vacío en la acera, tendido de lado, con el delgado cigarro a medio fumar aún sujeto entre sus dientes, que Howard vio desnudos por un instante, luego cubiertos por el relajarse de su boca. -¡Le han disparado! -gritó alguien. -¿Quién? -¿Dónde? La multitud inició un movimiento hacia adelante con un rugir de curiosidad, y Howard fue arrastrado hasta casi donde estaba tendido George. -¡Échense atrás! ¡Van a pisotearle! -gritó una voz masculina. Howard fue hacia un lado para librarse de la multitud y bajó las escaleras del metro. El rugir de voces en la acera fue reemplazado de pronto por el zumbido de la llegada de un tren. Howard rebuscó mecánicamente algo de cambio y sacó una moneda. Nadie a su 7
alrededor parecía haberse dado cuenta de que había un hombre muerto tendido en la parte de arriba de las escaleras. ¿No podía usar otra salida para volver a la calle e ir en busca de su coche? Lo había aparcado apresuradamente en la Treinta y cinco, cerca de Broadway. No, podía tropezar con alguien que le hubiera visto cerca de George en la multitud. Howard era muy alto. Destacaba. Podía recoger el coche un poco más tarde. Miró su reloj. Exactamente las 5:54. Cruzó la estación y tomó un tren hacia el norte. Sus oídos eran muy sensibles al ruido, y normalmente el chirrido del acero sobre acero era una tortura intolerable para él; pero ahora, mientras permanecia de pie sujeto a una de las correas, apenas escuchaba el insoportable ruido y se sentía agradecido por la despreocupación de los pasajeros que leían el periódico a su alrededor. Su mano derecha, aún en el bolsillo de su sobretodo, tanteó automáticamente el descosido fondo. Esta noche tenía que volver a coserlo, se recordó. Bajó la vista a la parte delantera de la prenda y vio, con un repentino shock, casi con dolor, que la bala había abierto un agujero en el sobretodo. Sacó rapidamente su mano derecha y la colocó sobre el agujero, sin dejar de mirar el panel publicitario que tenía delante. Frunció intensamente el ceño mientras revisaba todo el asunto una vez más, intentando ver si había cometido algún error en alguna parte. Había abandonado el almacén un poco antes que de costumbre -a las 5:15- para poder estar en la calle Treinta y cuatro a las 5:30, cuando George abandonaba siempre su tienda. El señor Luther, el jefe de Howard, había dicho: «Hoy termina usted pronto, ¿eh, Howard?» Pero lo mismo había ocurrido algunas otras veces antes, y el señor Luther no pensaría en nada malo al respecto. Y había borrado todas las posibles huellas de la pistola, y también de las balas. Había comprado la pistola haría unas cinco semanas en Bennington, Vermont, y no había tenido que dar su nombre cuando lo hizo. No había vuelto a Bennington desde entonces. Creía que era realmente imposible que la policía pudiera llegar a encontrar el rastro del arma. Y nadie le había visto disparar aquel tiro, estaba seguro de ello. Había escrutado a su alrededor antes de meterse en el metro, y nadie miraba en su dirección. Howard tenía intención de ir hacia el norte unas cuantas estaciones, luego regresar y recoger su coche; pero ahora pensó que primero debía librarse del sobretodo. Demasiado peligroso intentar que cosieran un agujero como aquél. No tenía el as pecto de la quemadura de un cigarrillo, parecía exactamente lo que era. Debía apresurarse. Su coche estaba a menos de tres manzanas de donde había disparado a George. Probablemente sería interrogado esta noche acerca de George Frizell, porque la policía interrogaría con toda seguridad a Mary, y si ella no mencionaba su nombre, sus caseras la de ella y la de George- sí lo harían. George tenía tan pocos amigos. Pensó en meter el sobretodo en alguna papelera en una estación del metro. Pero demasiada gente se daría cuenta de ello. ¿ En una de la calle? Eso también parecía muy llamativo; después de todo, era un sobretodo casi nuevo. No, tenía que ir a casa y coger algo para envolverlo antes de poder tirarlo. Salió en la estación de la calle Setenta y dos. Vivía en un pequeño apartamento en la planta baja de un edificio de piedra marrón en la calle Setenta y cinco Oeste, cerca de la avenida West End. Howard no vio a nadie cuando entró, lo cual era estupendo porque podía decir, si era interrogado al respecto, que había vuelto a casa a las 5:30 en vez de casi a las 6:00. Tan pronto hubo entrado en su apartamento y encendido la luz, Howard supo lo que haría con el sobretodo: quemarlo en la chimenea. Era lo más seguro.
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Sacó algunas monedas y un aplastado paquete de cigarrillos del bolsillo izquierdo del sobretodo, se quitó la prenda y la tiro sobre el sofá. Entonces cogió el teléfono y marcó el número de Mary. Respondió al tercer timbrazo. -Hola, Mary -dijo-. Hola. Ya está hecho. Un segundo de vacilación, -¿Hecho? ¿De veras, Howard? No estarás... No, no estaba bromeando. No sabía qué otra cosa decirle, qué otra cosa se atrevía a decir por teléfono. -Te quiero. Cúidate, querida -dijo con voz ausente. -¡Oh, Howard! -Se echó a llorar. -Mary, probablemente la policía hablará contigo. Quizá dentro de unos pocos minutos. Crispó la mano en el auricular, deseoso de rodear a la mujer con sus brazos, de besar sus mejillas que ahora debían estar húmedas de lágrimas-. No me menciones, querida..., simplemente no lo hagas, te pregunten lo que te pregunten. Todavía tengo que hacer algunas cosas y he de apresurarme. Si tu casera me menciona, no te preocupes por ello, puedo arreglarlo..., pero tú no lo hagas primero. ¿Has entendido? -Se daba cuenta de que le estaba hablando de nuevo como si fuera una niña, y de que eso no era bueno para ella; pero éste no era el mejor momento para estar pensando en lo que era bueno para ella y lo que no-. ¿Has entendido, Mary? -Sí -dijo ella, con un hilo de voz. -No estés llorando cuando venga la policía, Mary. Lávate la cara. Tienes que tranquilizarte... -Se detuvo-. Ve a ver una película, amor, ¿quieres? ¡Sal antes de que llegue la policíal -Está bien. -¡Prométemelo! -De acuerdo. Colgó y se dirigió a la chimenea. Arrugó algunas hojas de periódico, puso un poco de leña encima y encendió una cerilla. Ahora se alegró de haber comprado algo de leña para Mary, se alegró de que a Mary le gustara el fuego de la chimenea, porque él llevaba meses viviendo allí antes de conocer a Mary y nunca había pensado en encender el fuego. Mary vivía directamente al otro lado de la calle frente a George, en la Dieciocho Oeste. Lo primero que haría la policía sería lógicamente ir a casa de George e interrogar a su casera, porque George vivía sólo y no había a nadie más a quien interrogar. La casera de George... Howard recordaba unos breves atisbos de ella inclinada fuera de su ventana el verano pasado, delgada, pelo gris, espiando con una horrible intensidad lo que hacía todo el mundo en la casa..., indudablemente le diría a la policía que había una chica al otro lado de la calle con la que el señor Frizell pasaba mucho tiempo. Howard sólo esperaba que la casera no le mencionara inmediatamente a él, porque era lógico que supusiera que el joven con el coche que acudía a ver a Mary tan a menudo era su novio, y era lógico que sospechara la existencia de un sentimiento de celos entre él y George. Pero quizá no le mencionara. Y quizá Mary estuviese fuera de la casa cuando llegara la policía. Hizo una momentánea pausa, tenso, en el acto de echar más madera al fuego. Intentó imaginar exactamente lo que Mary sentía ahora, tras saber que George Frizell estaba muerto. Intentó sentir lo mismo él, a fin de poder predecir su comportamiento, a fin de poder ser capaz de confortarla mejor. ¡Confortarla! ¡Lo había liberado de un monstruo! 9
Debería sentirse regocijada. Pero sabía que al principio se sentiría destrozada. Conocía a George desde que era una niña. George había sido el mejor amigo de su padre.... pero cuál hubiera sido el comportamiento de George con otro hombre era algo que Howard sólo podía suponer; cuando el padre de ella murió, George, soltero, se había hecho cargo de Mary como si fuera su padre. Pero con la diferencia de que controlaba todos sus movimientos, la convenció de que no podía hacer nada sin él, la convenció de que no debía casarse con nadie que él desaprobara. Lo cual era todo el mundo. Howard, por ejemplo. Mary le había dicho que había habido otros dos jóvenes antes a los que George había arrojado de su vida. Pero Howard no había sido arrojado. No había caído en las mentiras de George de que Mary estaba enferma, de que Mary estaba, demasiado cansada para salir o para ver a nadie. George había llegado a llamarle varias veces e intentado romper sus citas..., pero él había ido a su casa y la había sacado muchas tardes, pese al terror que ella sentía de la furia de George. Mary tenía veintitrés años, pero George había conseguido que siguiera siendo una niña. Mary tenía que Ir con George incluso para comprar un vestido nuevo. Howard no había visto nada como aquello en su vida. Era como un mal sueño, o algo en una historia fantástica que era demasiado inverosímil para creerlo. Howard había supuesto que George estaba enamorado de ella de alguna extraña manera, y se lo había preguntado a Mary poco después de conocerla, pero ella le había dicho: «¡Oh, no! ¡jamás me ha tocado, nunca!» Y era completamente cierto que George nunca la había tocado siquiera. En una ocasión, mientras se decían adiós, George había rozado sin querer su hombro, y había saltado hacia atrás como si acabara de quemarse y había dicho: « ¡Disculpa! » Era muy extraño. Sin embargo, era como si George hubiera encerrado la mente de Mary en alguna parte..., como una prisionera de su propia mente, como si no tuviera mente propia. Howard no podía expresarlo en palabras. Mary tenía unos ojos blandos y oscuros que miraban de una forma trágica e impotente, y esto hacía que a veces se sintiera como loco al respecto, lo bastante loco como para enfrentarse a la persona que le había hecho aquello a la muchacha. Y la persona era George Frizell. Howard nunca podría olvidar la mirada que le lanzó George cuando Mary los presentó, una mirada superior, sonriente, de suficiencia, que parecía decir: «Puedes intentarlo. Sé que vas a intentarlo. Pero no vas a llegar muy lejos. » George Frizell había sido un hombre bajo y fornido con una pesada mandíbula y densas cejas negras. Tenía una pequeña tienda en la calle Treinta y seis Oeste, donde se especializaba en reparar sillas, pero a Howard le parecía que no tenía otro interés en la vida más que Mary. Cuando estaba con ella se concentraba sólo en ella, como si estuviera ejerciendo algún poder hipnótico sobre ella, y Mary se comportaba como si estuviera hipnotizada. Estaba completamente dominada por George. ,Siempre estaba mirándole, observándole por encima del hombro para ver si aprobaba lo que estaba haciendo, aunque sólo estuviera sacando unas chuletas del horno. Mary amaba a George y le odiaba al mismo tiempo. Howard había sido capaz de conseguir que odiara a George, hasta cierto punto..., y luego ella se ponía de pronto a defenderle de nuevo. -Pero George fue tan bueno conmigo después de que mi padre muriera, cuando estaba completamente sola, Howard -protestaba. Y así habían derivado durante casi un año, con Howard intentando eludir a George y ver a Mary unas cuantas veces a la semana, con
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Mary vacilando entre continuar viéndole o romper con él porque tenía la sensación de que le estaba haciendo demasiado daño. -¡Quiero casarme contigo! -le había dicho Howard una docena de veces, cuando Mary se había sumido en sus agónicos accesos de autocondenacíón. Nunca había conseguido hacer e comprender que haría cualquier cosa por ella. -Yo también te quiero, Howard -le había dicho ella muchas veces, pero siempre con una tristeza trágica que era como la tristeza de un prisionero que, no puede hallar una forma de escapar. Pero había una forma de liberarla, una forma violenta y definitiva. Howard había decidido seguirla... Ahora estaba de rodillas delante de la chimenea, intentando romper el sobretodo en trozos lo bastante pequeños como para que ardieran bien. La tela resultaba extremadamente difícil de cortar, y las costuras casi igual de dificiles de desgarrar. Intentó quemarla sin cortarla, empezando con la esquina inferior, pero las llamas trepaban por el tejido hacia sus manos, mientras que el material en sí parecía tan resistente al fuego como el asbesto. Se dio cuenta de que tenía que cortarlo en trozos pequeños. Y el fuego debía ser más grande y más ardiente. Howard añadió más leña. Era una chimenea pequeña con una parrilla de hierro abombada y no mucho fondo, de modo que los trozos de madera que había puesto asomaban por delante más allá del borde de la parrilla. Atacó de nuevo el sobretodo con las tijeras. Pasó varios minutos tan sólo para desprender una manga. Abrió una ventana para conseguir que el olor de la tela quemada saliera de la habitación. El sobretodo completo le ocupó casi una hora porque no podía poner mucho a la vez sin ahogar el fuego. Contempló el último trozo empezar a humear en el centro, observó las llamas abrirse camino y lamer un círculo que se iba haciendo más grande. Estaba pensando en Mary, veía su blanco rostro dominado por el miedo cuando llegara la policía, cuando le comunicaran por segunda vez la muerte de George. Intentaba imaginar lo peor, que la policía había llegado justo después de que él hablara con ella, y que ella había cometido algún imperdonable error, había revelado a la policía lo que ya sabía de la muerte de George, pero era incapaz de decirles quién se lo había comunicado; imaginó que en su histeria pronunciaba su nombre, Howard Quinn, como el del hombre que podía haberlo hecho. Se humedeció los labios, aterrado de pronto por el convencimiento de que no podía confiar en Mary. La amaba -estaba seguro de ello-, pero no podía confiar en ella. Por un alocado y ciego momento, sintió deseos de correr a la calle Dieciocho Oeste para estar con ella cuando llegara la policía. Se vio a sí mismo enfrentarse desafiante a los agentes, con su brazo rodeando los hombros de Mary, respondiendo a todas las preguntas, parando cualquier sospecha. Pero eso era una locura. El simple hecho de que estuvieran allí, en el apartamento de ella, juntos... Oyó una llamada a su puerta. Un momento antes había visto con el rabillo del ojo a alguien entrar por la puerta delantera del edificio, pero no había pensado que pudieran acudir a verle a él. De pronto empezó a temblar. -¿Quién es? -preguntó. -La policía. Estamos buscando a Howard Quinn. ¿Es éste el apartamento Uno A? Howard miró al fuego. El sobretodo había ardido por completo, del último trozo no quedaban más que unas brillantes ascuas. Y ellos no estarían interesados en la prenda,
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pensó. Sólo habían venido para hacerle unas preguntas, como se las habían hecho a Mary. Abrió la puerta y dijo: -Yo soy Howard Quinn. Eran dos policías, uno bastante más alto que el otro. Entraron en la habitación. Howard vio que ambos miraban a la chimenea. El olor a tela quemada flotaba todavía en la habitación. -Supongo que sabe usted por qué estamos aquí -dijo el ,-agente más alto-. Quieren verle en comisaría. Será mejor que venga con nosotros. -Miró fijamente a Howard. No era una mirada amistosa. Por un momento Howard creyó que iba a desvanecerse. Mary debía de habérselo contado todo, pensó; todo. -Está bien -dijo. El agente más bajo tenía los ojos fijos en la chimenea. -¿Qué ha estado quemando aquí? ¿Tela? -Sólo un viejo..., unas viejas prendas -dijo Howard. Los policías intercambiaron una mirada, una especie de señal regocijada, y no dijeron nada. Parecían tan seguros de su culpabilidad, pensó Howard, que no necesitaban hacer preguntas. Habían supuesto que había quemado su sobretodo y por qué lo había quemado. Howard tomó su trinchera del armario y se la puso. Salieron de la casa y bajaron los escalones delanteros hacia un coche del Departamento de Policía aparcado junto al bordillo. Howard se preguntó qué le estaría ocurriendo a Mary ahora. No había tenido intención de traicionarle, estaba seguro de ello. Quizás había sido un desliz accidental después de que la policía la interrogara e interrogara hasta hacer que se derrumbase. 0 quizás ella se había mostrado tan trastornada cuando llegaron que se lo dijo todo antes de darse cuenta de que lo estaba haciendo. Howard se maldijo a sí mismo por no haber tomado más precauciones respecto a Mary, por no haberla enviado fuera de la ciudad. La noche anterior le había dicho a Mary que iba a hacerlo hoy, así que no debería haber resultado una impresión tan grande para ella. ¡Qué estúpido había sido! ¡Qué poco la comprendía realmente después de todos sus esfuerzos por conseguirlo' ¡Cuánto mejor habría sido si hubiera matado a George sin decirle a ella nada en absoluto! El coche se detuvo, y salieron. Howard no había prestado atención al lugar al que se dirigían, y no intentó verlo ahora. Había un gran edificio delante de él, y cruzó una puerta con los dos agentes y desembocó en una habitación parecida a una pequeña sala de tribunal donde un agente de policía estaba sentado tras un alto escritorio, como un juez. -Howard Quinn -anunció uno de los policías. El agente en el escritorio alto le miró desde arriba con interés. -Howard Quinn. El joven de la prisa terrible -dijo con una sonrisa sarcástica---. ¿Es usted el Howard Quinn que conoce a Mary Purvis? -Sí. -¿Y a George Frizell? -Sí -murmuró Howard. -Eso pensé. Su dirección coincide. He estado hablando con los chicos de homicidios. Desean formularle algunas preguntas. Parece que también tiene problemas allí. Para usted ha sido una tarde ajetreada, ¿eh?
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Howard no acababa de comprender. Miró a su alrededor en busca de Mary. Había otros dos policías sentados en un banco contra la pared, y un hombre con un traje raído dormitando en otro banco; pero Mary no estaba en la habitación. -¿Sabe por qué está usted aquí esta noche, señor Quinn? -preguntó el agente en tono hostil. -Sí. -Howard miró a la base del alto escritorio. Sentía como si algo en su interior se estuviera derrumbando, un armazón que lo había sostenido durante las últimas horas, pero que había sido imaginario todo el tiempo..., su sensación de que tenía un deber que cumplir matando a George Frizell, que así liberaba a la muchacha a la que amaba y que le amaba, que liberaba al mundo de un hombre malvado, horrible y monstruoso. Ahora, bajo los fríos ojos profesionales de los tres policías, Howard podía ver lo que había hecho tal como lo veían ellos..., como el arrebatar una vida humana, ni más ni menos. ¡Y la muchacha por quien lo había hecho le había traicionado! Lo deseara o no, Mary le había traicionado. Howard se cubrió los ojos con una mano. -Puedo que esté trastornado por el asesinato de alguien a quien conocía, señor Quinn, pero a las seis menos cuarto no sabía usted nada de eso.... ¿o sí lo sabía, por alguna casualidad? ¿Era por eso por lo que tenía tanta prisa para llegar a su casa o a donde fuera? Howard intentó imaginar lo que el agente quería decir. Su cerebro parecía paralizado. Sabía que había disparado a George casi exactamente a las 5:43. ¿Estaba siendo sarcástico el agente? Howard le miró. Era un hombre de unos cuarenta años, con un rostro rechoncho y alerta. Sus ojos eran desdeñosos. -Estaba quemando alguna ropa en su chimenea cuando entramos, capitán -dijo el policía más bajo que estaba de pie al lado de Howard. -¿Oh? -dijo el capitán-. ¿Por qué quemaba usted ropa? Lo sabía muy bien, pensó Howard. Sabía lo que había quemado y por qué, del mismo modo que lo sabían los dos agentes de policía. -¿Qué ropa estaba quemando? -preguntó el capitán. Howard siguió sin decir nada. La irónica pregunta le enfurecía y avergonzaba al mismo tiempo. -Señor Quinn -dijo el capitán en un tono más fuerte-, a las seis menos cuarto de esta tarde atropelló usted a un hombre con su coche en la esquina de la Octava Avenida y la calle Sesenta y ocho y se dio a la fuga. ¿Es eso correcto? Howard alzó la vista hacia él, sin comprender. -¿Se dio cuenta usted de que había atropellado a alguien, sí o no? -preguntó el capitán, con voz más fuerte aún. Estaba allí por otra cosa, se dio cuenta de pronto Howard. ¡Atropellar a alguien con el coche y salir huyendo! -Yo... no... -Su víctima no ha muerto, si eso le hace más fácil el hablar. Pero eso no es culpa suya. Ahora se halla en el hospital con una pierna rota..., un hombre viejo que no puede permitirse pagar un hospital. -El capitán le miró con el ceño fruncido- Creo que deberíamos llevarlo a verle. Supongo que sería bueno para usted. Ha cometido uno de los delitos más vergonzosos de los que puede culparse a un hombre..., atropellar a alguien y no detenerse a auxiliarle. De no ser por una mujer que se apresuró a tomar el número de su matrícula, tal vez no le hubiéramos atrapado nunca. Howard comprendió de pronto. 13
La mujer había cometido un error, quizá sólo un número en la matrícula.... pero le había proporcionado una coartada. Si no lo aceptaba, estaba perdido. Había demasiado contra él, aunque Mary no hubiera dicho nada.... el hecho de que hoy había abandonado el almacén antes de lo habitual, la maldita coincidencia de la llegada de la policía justo cuando estaba quemando el sobretodo. Howard alzó la vista al furioso rostro del capitán. -Estoy dispuesto a ir a ver a ese hombre -dijo con voz contrita. -Llévenlo al hospital -dijo el capitán a los dos policías- Cuando vuelva, los chicos de homicidios ya estarán aquí. E incidentalmente, señor Quinn, se le exigirá una fianza de cinco mil dólares. Si no quiere pasar aquí la noche, será mejor que los consiga. ¿Quiere intentar conseguirlos esta noche? El señor Luther, su jefe, podía conseguirlos para él aquella misma noche, pensó Howard. -¿Puedo hacer una llamada telefónica? El capitán hizo un gesto hacia un teléfono en una mesa contra la pared. Howard buscó el número del señor Luther en la guía que había sobre la mesa y lo marcó. Respondió la señora Luther. Howard la conocía un poco, pero no se entretuvo en educados intercambios de, banalidades y preguntó si podía hablar con el señor Luther. -Hola, señor Luther -dijo-. Querría pedirle un favor. He tenido un mal accidente con el coche. Necesito cinco mil dólares de fianza... No, no estoy herido, pero.... ¿podría extender para mi un cheque y enviarlo con un mensajero? -Traeré el cheque yo mismo -dijo el señor Luther-. Usted quédese tranquilo ahí. Pondré al abogado de la compañía en el asunto, Si necesita usted ayuda. No acepte ningún abogado que le ofrezcan, Howard. Tenemos a Lyles, ya sabe. Howard le dio las gracias. La lealtad del señor Luther lo azoraba. Le pidió al agente de policía que estaba a su lado cuál era dirección de la comisaría y se la dio a su jefe. Luego colgó y ,salió con los dos policías que le habían estado aguardando. Se dirigieron a un hospital en la Setenta Oeste. Uno de los policías preguntó en recepción dónde estaba Louis Rosasco, 1uego subieron en el ascensor. El hombre estaba en una habitación para él solo, con la cama ,,Ievantada y la pierna escayolada y suspendida por cuerdas del lecho. Era un hombre canoso de unos sesenta y cinco o setenta ,,años, con un rostro largo y curtido y oscuros y hundidos ojos que parecían extremadamente cansados. -Señor Rosasco -dijo el agente de policía más alto-, éste es Howard Quinn, el hombre que le atropelló. El señor Rosasco asintió sin mucho interés, aunque clavó sus ojos en Howard. -Lo siento mucho -dijo Howard torpemente-. Estoy dispuesto a pagar todas las facturas que le ocasione el accidente, puede estar seguro de ello. -El seguro de su coche se ocuparía de la factura del hospital, pensó. Luego estaba el asunto de la multa del tribunal.... al menos mil dólares cuando todo hubiera terminado, pero se las arreglaría con algunos préstamos. El hombre en la cama seguía sin decir nada. Parecía atontado por los sedantes. El agente que les había presentado se mostró insatisfecho de que no tuvieran nada que decirse el uno al otro. -¿Reconoce a este hombre, señor Rosasco? El señor Rosasco negó con la cabeza. -No vi al conductor. Todo lo que vi fue un gran coche negro que se lanzaba sobre mí -dijo lentamente-. Me golpeó un lado de la pierna...
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Howard encajó los dientes y aguardó. Su coche era verde, verde claro. Y no era particularmente grande. -Era un coche verde, señor Rosasco -dijo el policía más bajo con una sonrisa. Estaba comprobando una pequeña ficha amarilla que había sacado de su bolsillo- Un sedán Pontiac verde. Cometió usted un error. -No, era un coche negro -dijo positivamente el señor Rosasco. -No. Su coche es verde, ¿no es así, Quinn? Howard asintió una sola vez, rígido. -A las seis empezaba a ser oscuro. Probablemente no pudo verlo usted muy bien -dijo alegremente el policía al señor Rosasco. Howard miró al señor Rosasco y contuvo el aliento. Por un momento el señor Rosasco miró a los dos agentes, con el ceño fruncido, desconcertado, y luego su cabeza cayó hacia atrás sobre la almohada. Estaba dispuesto a dejarlo correr. Howard se relajó un poco. -Creo que será mejor que duerma un poco, señor Rosasco -dijo el agente más bajo-. No se preocupe por nada. Nosotros nos ocuparemos de todo. Lo último que vio Howard de la habitación fue el cansado y marchito perfil del señor Rosasco en la almohada, con los ojos cerrados. El recuerdo de su rostro permaneció con Howard mientras bajaban al vestíbulo. Su coartada... Cuando llegaron de vuelta a la comisaría el señor Luther ya había llegado, y también un par de hombres con ropas civiles..., los hombres de homicidios, supuso Howard. El señor Luther se dirigió hacia Howard, con su redondo y sonrosado rostro preocupado. -¿Qué es todo esto? -preguntó-. ¿Realmente atropelló usted a alguien y se dio a la fuga? Howard asintió, con rostro avergonzado. -No estaba seguro de haberle alcanzado. Hubiera podido pararme ... pero no lo hice. El señor Luther le miró con ojos llenos de reproche, pero iba permanecer leal, pensó Howard. -Bien, ya les he dado el cheque de su fianza -dijo. -Gracias, señor. 'Uno de los hombres con ropas civiles se dirigió hacia Howard. Era un hombre esbelto, con unos penetrantes ojos azules con un rostro delgado. -Tengo algunas preguntas que hacerle, señor Quinn. ¿Conoce usted a Mary Purvis y a George Frizell? -Sí. -¿Puedo preguntarle dónde estaba usted esta noche a las seis menos veinte? -Estaba..., iba en mi coche hacia el norte. Desde los almacenes donde trabajo en la Cincuenta y tres y la Séptima Avenida a mi apartamento en la calle Setenta y cinco. -¿Y atropelló a un hombre a las seis menos cuarto? -Lo hice -admitió Howard. El detective asintió con la cabeza. -¿Sabe que alguien disparó contra George Frizell esta tarde exactamente a las seis menos dieciocho minutos? El detective sospechaba de él, pensó Howard. ¿Qué les haría dicho Mary? Si tan sólo supiera... Pero el capitán de la policía no había dicho específicamente que Frizell hubiera sido tiroteado. Howard juntó las cejas. 15
-No -dijo. -Pues así fue. Hablamos con su novia. Ella dice que lo hizo usted. El corazón de Howard se detuvo por un momento. Miró los interrogantes ojos del detective. -Eso simplemente no es cierto. El detective se encogió de hombros. -Está muy histérica. Pero también está muy segura. -¡Eso no es cierto! Salí del almacén, allí es donde trabajo, alrededor de las cinco. Tomé el coche... -Su voz se quebró. Era Mary quien le estaba hundiendo... Mary. -Usted es el novio de Mary Purvis, ¿no? -Insistió el detective. -Sí -respondió Howard-. No puedo..., ella tiene que estar... -¿Quería usted apartar a Frizell del camino? -Yo no lo maté. ¡No tengo nada que ver con ello! ¡Ni siquiera sabía que hubiera muerto! balbuceó. -Prizell veía a Mary muy a menudo, ¿no? Eso es lo que me han dicho las dos caseras. ¿Pensó alguna vez que podían estar enamorados el uno del otro? -No. Por supuesto que no. -¿No estaba usted celoso de George Frizell? -En absoluto. Las arqueadas cejas del detective descendieron y se juntaron en el centro. Todo su rostro fue un signo de interrogación. -¿No? -preguntó, sarcástico. -Escuche, Shaw -dijo el capitán de la policía, al tiempo que se ponía en pie detrás de su escritorio-. Sabemos dónde estaba Quinn a las seis menos cuarto. Puede que sepa quién lo hizo, pero no lo hizo él. -¿Sabe usted quién lo hizo, señor Quinn? -preguntó el detective. -No, no lo sé. -El capitán McCaffery me dice que estaba quemando usted algunas ropas en su chimenea esta noche. ¿Estaba quemando un sobretodo? Howard agitó la cabeza en un desesperado signo de asentimiento. -Estaba quemando un gabán, y una chaqueta también. Estaban llenos de polillas. No los quería más tiempo en mi armario. El detective apoyó un pie en una silla de respaldo recto y se inclinó más hacia Howard. -Eran unos momentos más bien curiosos de quemar un gabán, ¿no cree? ¿Justo después de atropellar a un hombre con su coche y quizá matarlo? ¿Qué gabán estaba quemando.? ¿El del asesino? ¿Tal vez porque tenía un agujero de bala en él? -No -dijo Howard. -¿No arregló usted las cosas para que alguien matara a Frizell? ¿Alguien que le trajo ese gabán para que se desembarazara de él? -No. -Howard miró al señor Luther, que estaba escuchando atentamente. Se envaró. -¿No mató usted a Frizell, saltó a su coche y corrió a su casa, atropellando a un hombre por el camino? -Shaw, eso es imposible -intervino el capitán McCaffery-. Tenemos la hora exacta en que ocurrió. ¡No puedes ir de la Treinta y cuatro y la Séptima hasta la Sesenta y ocho y la Octava en tres minutos, no importa lo rápido que conduzcas! ¡Enfréntate a ello! El detective mantuvo sus ojos clavados en Howard.
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-¿Trabaja usted para ese hombre? -preguntó; hizo un gesto n la cabeza hacia el señor Luther. -Sí. -¿A qué se dedica? -Soy el vendedor para Long Island de Artículos Deportivos William Luther. Contacto con las escuelas en Long Island, y también coloco nuestros artículos en los almacenes de ahí fuera. Informo al almacén de Manhattan a las nueve y a la cinco. -Recitó aquello como un loro. Sentía débiles las rodillas. Pero su coartada se mantenía..., como un muro de piedra. -Muy bien -dijo el detective. Bajó su pie de la silla y se volvió capitán-. Todavía seguimos trabajando en el caso. La cosa aún á muy abierta para nuevas noticias, nuevos indicios. Le sonrió Howard, una fría sonrisa de despedida. Luego añadió-: Por cierto, ¿ha visto usted esto alguna vez antes? -Sacó su mano del bolsillo, con el pequeño revólver de Bennington en su palma. Howard lo miró con el ceño fruncido. -No, nunca lo había visto antes. El hombre volvió a guardarse el arma en el bolsillo. -Puede que deseemos hablar de nuevo con usted -dijo, con otra débil sonrisa. Howard sintió la mano del señor Luther sobre su brazo. Salieron a la calle. -¿Quién es George Frizell? -preguntó el señor Luther. Howard se humedeció los labios. Se sentía muy extraño, como si hubieran acabado de golpearle en la cabeza y su cerebro estuviera entumecido. -Un amigo de una amiga. Un amigo de una muchacha que conozco. -¿Y la muchacha? ¿Mary Purvis, dijo el policía? ¿Está usted enamorado de ella? Howard no respondió. Clavó la vista en el suelo mientras andában. -¿Es la que lo ha acusado? -Sí -dijo Howard. La mano del señor Luther se apretó más alrededor de su brazo. -Creo que le iría bien un trago. ¿Entramos? Howard se dio cuenta de que estaban de pie frente a un bar. Abrió la puerta. -Ella estará probablemente muy trastornada -dijo el senor Luther-. A las mujeres les ocurre eso. Fue un amigo suyo al que dispararon, ¿no es cierto? Ahora era la lengua de Howard la que estaba paralizada, mientras que su cerebro giraba a toda velocidad. Estaba pensando que no iba a poder volver a trabajar para el señor Luther después de esto, que no podía engañar a un hombre como el señor Luther... El señor Luther seguía hablando y hablando. Howard tomó el pequeño vaso de licor y bebió la mitad de su contenido. El señor Luther le estaba diciendo que Lyles le sacaría de aquello lo más rápidamente que fuera posible. -Tiene que ser más cuidadoso, Howard. Es usted impulsivo. Siempre he sabido eso. Tiene sus lados buenos y malos, por supuesto. Pero esta noche..., tuve la sensación de que usted sabía que podía haber disparado a ese hombre. -Tengo que llamar por teléfono -dijo Howard-. Discúlpeme un minuto. -Se apresuró a la cabina de la parte de atrás del bar. Tenía que saber de ella. Mary tenía que estar ya en casa. Si no estaba en casa, iba a morirse allí mismo, dentro de la cabina telefónica. Estallaría. -¿Diga? -Era la voz de Mary, apagada y carente de vida. -Hola, Mary. Soy yo. No es posible..., ¿qué le dijiste a la policía? 17
-Se lo conté todo -dijo Mary lentamente- Que tú mataste a mi amigo. -¡Mary! -Te odio. -¡Mary, no lo dirás en serio! -exclamó. Pero sí lo decía en serio, y él lo sabía. -Yo le quería y le necesitaba, y tú le mataste -dijo ella-. Te odio. Howard apretó los dientes y dejó que las palabras resonaran su cerebro. La policía no iba a cogerle. Ella no podría hacerle esto, al menos. Colgó. Luego permaneció de pie allí en la barra, mientras la tranquila voz del señor Luther seguía desgranando y desgranando palabras como si no se hubiera parado mientras Howard telefoneaba. -La gente tiene que pagar, eso es todo -estaba diciendo el señor Luther-. La gente tiene que pagar por sus errores y no cometerlos de nuevo... Ya sabe que pienso mucho en usted, Howard. Superará todo esto. -Hizo una pausa---. ¿Habló con la señorita Purvis? -No pude comunicarme con ella -dijo Howard. Diez minutos más tarde había dejado al señor Luther y se dirigía al centro de la ciudad en un taxi. Le había dicho al conductor que se detuviera en la Treinta y siete y la Séptima, para que en caso de ser seguido por la policía, pudiera simplemente caminar un poco desde allá hasta coger su coche. Bajó en la calle Treinta y siete, pagó al conductor y miró a su rededor. No vio ningún coche que pareciera estar siguiéndole. Caminó en dirección a la calle Treinta y cinco. Los dos whiskys de centeno que se había tomado con el señor Luther le habían dado fuerzas. Caminó rápidamente, con la cabeza alzada, y sin embargo de una forma curiosa y aterradora, se sentía completamente perdido. Su Pontiac verde estaba aparcado junto al bordillo allá donde lo había dejado. Sacó las llaves y abrió la puerta. Tenía una multa.... la vio tan pronto como se sentó detrás del volante. Sacó la mano y la cogió de debajo del limpiaparabrisas. Una multa de aparcamiento. Un asunto insignificante, pensó, tan insignificante que sonrió. Mientras conducía hacia casa, se le ocurrió que la policía había cometido un error muy estúpido no retirándole su permiso de conducir cuando lo tuvieron en la comisaría, y empezó a reírse de ello. La multa estaba en el asiento a su lado. Parecía tan trivial, tan inocua comparada con lo que había pasado, que se rió de la multa también. Luego, casi con la misma brusquedad, sus ojos se llenaron de lágrimas. La herida que le habían causado las palabras de Mary todavía estaba abierta, y sabía que aún no había empezado a dolerle. Y, antes de que empezara a doler, intentó fortalecerse. Si Mary se obstinaba en acusarle, él insistiría en que fuera examinada por un psiquiatra. No estaba cuerda del todo, siempre lo había sabido. Había intentado llevarla a un psiquiatra por lo de George, pero ella siempre se había negado. No tenía la menor posibilidad con sus acusaciones, porque él tenía una coartada, una coartada perfecta. Pero si ella insistía... Había sido Mary quien en realidad lo había animado a matar a George, ahora estaba seguro de ello. Había sido ella quien había metido la idea en su cabeza con un millar de cosas que había ido insinuando. No hay salida a esta situación, Howard, a menos que él muera. Así que él lo había matado -por ella-, y Mary se había vuelto contra él. Pero la policía no iba a cogerle. Había un espacio para aparcar de casi cinco metros cerca de su casa y Howard deslizó el coche junto al bordillo. Lo cerró y fue a su casa.
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El olor a tela quemada flotaba aún en su apartamento, y le sorprendió, porque tenía la sensación de que había pasado mucho tiempo. Estudió la multa de aparcamiento de nuevo, ahora bajo una mejor luz. Y supo de pronto que su coartada había desaparecido tan bruscamente como apareció. La multa le había sido impuesta exactamente a las 5:45.
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Círculo de Lectores 1987
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Título del original inglés: Plotting and Writing Suspense Fiction. Traducción: Jordi Beltrán. Diseño de la colección: Norbert Denkel. Fotografías de los capítulos 1, 2, 7, 8, 11 y de la sobrecubierta: © Peter Peitsch; fotografías de los capítulos 3,4, 6, 9 y 10: © Stern; fotografía del capítulo 5 y de la contracubierta: © Horst Tappe, 1987. Círculo de Lectores, S.A. Valencia, 344, 08009 Barcelona. 7806987654321. Edición no abreviada. Licencia editorial para Círculo de Lectores por cortesía de Editorial Anagrama. © Patricia Highsmith, 1966,1972,1981. © Editorial Anagrama, S. A. 1986. © Círculo de Lectores por lo que respecta a las características de la presente edición. Depósito legal: B. 17328-1987. Compuesto en Garamond. Fotocomposición, impresión y encuadernación, Printer industria gráfica, sa N. II, Cuatro caminos, s / n 08620 Sant Vicenç dels Horts Barcelona 1987. Printed in Spain. ISBN 84-226-2290-4
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Índice Índice ....................................................................................................................................................22 PREFACIO...............................................................................................................................................23 Capítulo 1 El germen de una idea ............................................................................................................25 Capítulo 2 Básicamente, sobre la utilización de experiencias .................................................................31 Capítulo 3 El relato breve de suspense ....................................................................................................38 Capítulo 4 Desarrollo...............................................................................................................................43 Capítulo 5 Idear argumentos....................................................................................................................51 Capítulo 6 El primer borrador .................................................................................................................55 Capítulo 7 Las dificultades.......................................................................................................................66 Capítulo 8 El segundo borrador...............................................................................................................74 Capítulo 9 Las revisiones .........................................................................................................................77 Capítulo 10 La historia de una novela: La celda de cristal .....................................................................80 Capítulo 11 Algunas notas sobre el suspense en general.........................................................................93 El hechizo de Miss Highsmith, por Javier Coma....................................................................................100 BIBLIOGRAFÍA .................................................................................................................................104
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PREFACIO El presente libro no es un manual de instrucciones. Es imposible explicar cómo se escribe un buen libro, es decir, un libro que sea ameno. Pero esto es lo que hace que la profesión de escritor sea animada y apasionante: la constante posibilidad de fracasar. Así pues, hablaré de mis fracasos tanto como de mis éxitos, porque puede aprenderse mucho de los primeros. Revelando las tremendas pérdidas de tiempo y esfuerzos que he experimentado a veces, así como sus causas, quizás evitaré que a otros escritores les ocurra lo mismo. Los primeros seis años de mi carrera no fueron precisamente afortunados; luego ocurrieron unas cuantas cosas que hicieron que la suerte me sonriera. Sin embargo, no creo que la suerte sea algo que se pueda cortejar o con lo que se pueda contar. Tal vez, para un escritor, la suerte consista en que se le haga una buena publicidad en el momento más indicado; de esto hablaré en el presente libro. «Suspense» empieza desde el principio y va dirigido a los escritores jóvenes y principiantes, aunque, por supuesto, un principiante de edad madura también es joven como escritor, y el trabajo preliminar es siempre el mismo. Doy por sentado que todos los principiantes son ya escritores desde el momento en que, para bien o para mal, quieren arriesgarse a exponer al escrutinio público sus emociones, sus peculiaridades y su actitud ante la vida. Por esta razón empiezo hablando de los acontecimientos cotidianos que pueden ser el germen de una narración. El escritor parte de ahí y luego el lector también. Nuestro arte consiste en captar la atención del lector contándole algo divertido o que merezca la pena que se le dediquen unos cuantos minutos o unas cuantas horas. En el presente libro hablo mucho de los acontecimientos extraños, de las coincidencias que me llevaron a escribir unas cuantas narraciones o libros con éxito. Son los acontecimientos inesperados y a menudo sin importancia los que pueden inspirar al escritor. Dado que La celda de cristal me causó más dificultades de las habituales, describo en qué me inspiré para escribirla, las dificultades que tuve para encontrar material de fondo, luego los problemas que surgieron con los editores, su rechazo y, finalmente, su aceptación, y después, a modo de propina, la película basada en esta novela y estrenada con el mismo título. Muchos escritores principiantes creen que sus colegas ya consagrados deben de tener alguna fórmula mágica para alcanzar el éxito. El presente libro conseguirá, sobre todo, que se desvanezca esta idea. No hay ningún secreto para alcanzar el éxito escribiendo, salvo la individualidad o, si se prefiere, la personalidad. Y como cada persona es distinta de las demás, sólo al individuo le corresponde expresar lo que le diferencia de los demás. Esto es lo que yo llamo «la apertura del espíritu». Pero no se trata de nada místico. Es solamente una especie de libertad, de libertad organizada. Este libro no conseguirá que nadie trabaje más. Pero espero que ayude a los que deseen escribir a percatarse de lo que ya llevan dentro de sí. 23
Patricia Highsmith
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Capítulo 1 El germen de una idea Al escribir un libro, a la primera persona a la que deberías complacer es a ti mismo. Si eres capaz de divertirte durante todo el tiempo que te lleve escribir el libro, más adelante también divertirás a los editores y a los lectores. Toda narración que conste de un principio, una mitad y un final tiene suspense; es de suponer que una narración de suspense se llama así porque tiene más. En el presente libro utilizaré la palabra suspense en el sentido en que se emplea en el mundo editorial: un relato en el que hay una amenaza de violencia y peligro, amenaza que a veces se hace realidad. Otra característica de la narración de suspense es que proporciona una distracción llena de vitalidad y normalmente superficial. En una narración de esta clase el lector no espera encontrar pensamientos profundos o páginas y más páginas sin acción. Pero lo bueno del género de suspense es que el escritor, si así lo desea, puede escribir pensamientos profundos y páginas sin ninguna acción física porque el marco es esencialmente un relato animado. Crimen y castigo es un espléndido ejemplo de ello. De hecho, creo que a la mayoría de los libros de Dostoievski se les llamaría libros de suspense si se publicaran ahora por primera vez. Pero, debido a los costos de producción, los editores le pedirían que los acortase.
Desarrollo del germen de una narración ¿En qué consiste el germen de una idea? Probablemente en todo hay el germen de una idea: en un niño que cae sobre la acera y derrama el helado que lleva en la mano; en un señor de aspecto respetable que está en una verdulería y, furtivamente, pero como si no pudiera evitarlo, se mete una pera en el bolsillo sin pagarla; o puede estar en una breve secuencia de acción que se nos ocurre inesperadamente, sin que hayamos visto u oído nada que nos la inspire. La mayoría de mis ideas germinales pertenecen al segundo tipo. Por ejemplo, el germen del argumento de Extraños en un tren fue: «Dos personas acuerdan asesinar a sus enemigos mutuos, lo que les proporcionará una coartada perfecta.» La idea germinal de otro libro, El cuchillo, fue menos prometedora, más difícil de desarrollar, pero la llevé metida en la cabeza durante más de un año y me estuvo importunando hasta que encontré la forma de escribirla. Era la siguiente: «Dos crímenes presentan un parecido sorprendente, aunque las personas que los han cometido no se conocen.» Creo que a muchos escritores no les interesaría esta idea. Es muy sencilla. Necesita que la adornen y la compliquen. En el libro que nació de ella hice que el primer crimen lo cometiera un asesino más o menos frío y que el segundo fuera obra de un aficionado que intenta copiar al primero, porque cree que éste ha quedado impune. De hecho, así habría sido si el segundo hombre no hubiese actuado chapuceramente al imitarle. Y el segundo hombre ni siquiera llega hasta el final, sólo hasta cierto punto, un punto en el que el parecido es lo bastante notable como para llamar la atención de un inspector de policía. Así pues, una idea sencilla puede tener sus variaciones.
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Algunas ideas no se desarrollan por sí solas, sino que necesitan la ayuda de una segunda idea. Así ocurrió con la idea original de Ese dulce mal. «Un hombre quiere beneficiarse con el viejo truco del seguro. Primero se hará un seguro de vida, luego aparentará morir o desaparecer y finalmente cobrará el seguro.» Me dije a mí misma que tenía que haber alguna manera de dar a esta idea un sesgo nuevo, haciendo que resultase original y fascinante en un relato poco corriente. Durante varias semanas estuve dándole vueltas. Quería que mi héroe-delincuente se instalase en una casa distinta, bajo un nombre diferente, una casa en la que pudiera vivir permanentemente después de la supuesta muerte de su verdadero ser. Pero la idea no cobraba vida. Un día apareció la segunda idea: en este caso, un móvil mucho mejor que el que yo había imaginado hasta entonces, un móvil amoroso. El hombre estaba creando su segunda casa para la muchacha a la que amaba pero que nunca sería suya. Al hombre no le interesaban el seguro y el dinero, porque dinero ya tenía. Era un hombre obsesionado por su emoción. En mi cuaderno de apuntes, después de todas las notas infructuosas, escribí: «Todo lo que he escrito hasta ahora es una porquería»; y me puse a trabajar de acuerdo con la nueva idea que se me había ocurrido. De pronto todo cobró vida. Fue una sensación espléndida.
La imaginación del escritor Otro relato que necesitó dos gérmenes para cobrar vida fue La tortuga de agua dulce, una narración breve que ganó un premio de los Mystery Writers of America y que posteriormente fue incluida en una antología. El primer germen nació de algo que me contó una amiga sobre un conocido suyo. Uno no espera que esta clase de relatos sean gérmenes fértiles, ya que no son propios. La historia más apasionante que te cuenta una amiga, con el fatal comentario de «Sé que tú puedes escribir un relato magnífico partiendo de esto», es casi seguro que no valdrá nada para el escritor. Si es un relato, ya lo es. No necesita la imaginación de un escritor, cuya imaginación y cerebro lo rechazan artísticamente, del mismo modo que su carne rechazaría un injerto de carne ajena. Una anécdota famosa sobre Henry James cuenta que cuando un amigo empezó a relatarle «una historia», James le hizo callar al cabo de unas cuantas palabras. James ya había oído bastante y prefería dejar el resto a su imaginación. Sin embargo, esta historia: «Una viuda que es dibujante comercial intimida y fastidia a su hijo de diez años, le hace llevar ropa demasiado infantil para su edad, le obliga a alabar y admirar sus dibujos y, en general, está convirtiendo al pequeño en un neurótico atormentado.» Bien, era una historia interesante, y mi madre es dibujante comercial (aunque no se parece a la madre del relato), y la tuve metida en el cerebro durante cosa de un año, aunque nunca sentí el impulso de escribirla. Luego, una tarde, estando en casa de otra persona, hojeando un libro de cocina, vi una receta horrible para preparar estofado de tortuga de agua dulce. La receta para la sopa de tortuga marina no era menos horripilante, pero al menos se empezaba por esperar a que la tortuga sacara la cabeza del caparazón y entonces 26
se le daba un tajo con un cuchillo afilado. Puede que los lectores que opinan que las novelas de misterio empiezan a perder emoción quieran pasar por alto los libros de cocina que tratan de nuestros amigos de plumas y caparazón; un ama de casa necesita tener el corazón de piedra para leer estas recetas, y no digamos para ponerlas en práctica. El método para matar una tortuga de agua dulce consistía en hervirla viva. La palabra «matar» no salía en el libro, ni necesitaba salir, pues, ¿qué podría sobrevivir al agua hirviendo? En cuanto terminé de leer la receta, me vino a la mente la historia del niño intimidado por su madre. Haría que el relato girase en torno a una tortuga de agua dulce: la madre llega a casa con una tortuga de agua dulce para preparar un estofado. Al principio el pequeño cree que el animalito es para él. Al día siguiente, en la escuela, para darse importancia, le cuenta lo de la tortuga a un compañero y promete enseñársela. Luego, el pequeño presencia la muerte del animalito en agua hirviente y todo el resentimiento reprimido y el odio que su madre le inspira salen a la superficie. La mata en plena noche con el cuchillo de cocina que ella ha utilizado para trinchar la tortuga. Durante meses, puede que durante más de un año, quise utilizar una alfombra como medio de ocultar un cadáver, una alfombra que quizás alguien lleva a cuestas, a plena luz del día, enrollada, después de salir de casa por la puerta principal. Aparentemente, lleva la alfombra a que la limpien, pero en realidad dentro de ella hay un cadáver. Estaba segura de que esto ya se había hecho. Alguien me había dicho, con razón o sin ella, que la Murder, Inc.1 se valía de este medio para transportar algunos cadáveres de un sitio a otro. Con todo, la idea me interesó y me puse a pensar qué podía hacer para que el tema del cadáver en la alfombra resultase nuevo y divertido. Una solución obvia era hacer que en la alfombra no hubiese ningún cadáver. En este caso, la persona que la transportase tendría que ser sospechosa de asesinato, alguien tendría que verla acarreando la alfombra (quizá de manera furtiva), en pocas palabras, tendría que ser una persona aficionada a gastar bromas. El germen empezaba a dar señales de vida. Lo combiné con otra incipiente idea que tenía sobre un héroe-escritor que se encuentra con que la línea que separa su vida real de los argumentos que imagina es muy tenue y transparente y que a veces confunde un poco ambas cosas. Esta clase de héroe-escritor, me dije, podía ser no sólo divertido —es decir, cómico—, sino también capaz de explorar la esquizofrenia cotidiana, más bien inofensiva, que abunda en todas partes... sí, incluso en ti y en mí. El libro resultante de ambas ideas se tituló Crímenes imaginarios.
Reconocer las ideas Así pues, los gérmenes de los que nace la idea para un relato pueden ser pequeños o grandes, sencillos o complejos, fragmentarios o bastante completos, quietos o móviles. Lo importante es reconocerlos cuando se presentan. Yo los 1«Asesinato,
S.A.», nombre de una banda de asesinos a sueldo que ejecutaba a las personas condenadas por la mafia. (N. del T.) 27
reconozco gracias a cierta excitación que siento en seguida, una excitación parecida a la que produce un buen poema o una sola línea de un poema. Algunas cosas que parecen ser ideas para un argumento no lo son; no crecen ni permanecen en la mente. Pero el mundo está lleno de ideas germinales. Es realmente imposible quedarse sin ideas, ya que éstas se encuentran en todas partes. Pero hay varias cosas que pueden crear la sensación de no tener ninguna idea. Una de ellas es la fatiga física y mental; debido a las presiones, a algunas personas les cuesta poner remedio a este problema, aunque saben cómo hacerlo y lo harían si pudieran. La mejor manera es dejar de trabajar y de pensar en el trabajo y hacer un viaje, incluso un viaje corto, barato, simplemente para cambiar de escenario. Si no puedes emprender un viaje, sal a dar un paseo. Algunos escritores jóvenes exigen demasiado de sí mismos y en la juventud esto da buenos resultados, hasta cierto punto. Al llegar a dicho punto, el inconsciente se rebela, las palabras se niegan a salir, las ideas se niegan a nacer: el cerebro está exigiendo unas vacaciones, al margen de si es o no es posible tomárselas. El escritor hará bien teniendo un empleo suplementario que le permita ganar algo de dinero, al menos hasta que ya haya escrito suficientes libros como para tener unos ingresos constantes. Otra causa de esta falta de ideas es que el escritor se vea rodeado de personas que no le convienen, o simplemente personas, sean del tipo que sean. La gente puede ser estimulante, desde luego, y una frase dicha al azar, una anécdota o algo parecido puede poner en marcha la imaginación del escritor. Pero, en la mayoría de los casos, el plano de las relaciones sociales no es el plano sobre el que vuelan las ideas creativas. Es difícil ser receptivo hacia el propio inconsciente cuando se está en un grupo, o incluso con una sola persona, aunque esto último resulta más fácil. Es curioso, pero a veces las personas que nos atraen o de las que estamos enamorados son como una especie de caucho que nos aísla de la chispa de la inspiración. Espero que se me perdonará que pase de las bacterias a la electricidad para describir el proceso creativo. Es difícil describirlo. Tampoco quiero que se me tome por una persona mística cuando hablo de la gente y del efecto que surte en el escritor, pero hay algunas personas, a menudo las más inesperadas — sosas, perezosas, mediocres en todos los sentidos—, que por alguna razón inexplicable estimulan la imaginación. Yo he conocido a muchas. Me gusta verlas y hablar con ellas de vez en cuando, si es posible. No me preocupa que otras personas me pregunten: «¿Se puede saber qué ves en Fulano o Mengano?»
Antenas invisibles Nunca he encontrado estimulantes a los otros escritores. A algunos de ellos les he oído decir lo mismo, y no creo que se deba a los celos o a la desconfianza. Tengo entendido que los escritores franceses no suelen opinar igual y que son aficionados a reunirse para hablar de su trabajo. No se me ocurre nada peor o más peligroso que comentar mi trabajo con otro escritor. Me produciría una sensación incómoda, como la de estar desnuda. Que un escritor guarde su trabajo para sí es más bien una actitud anglosajona y norteamericana y es evidente que no puedo librarme de ella. Pienso que el desasosiego mutuo que se producen los escritores 28
nace del hecho de que, de un modo u otro, todos ellos se encuentran en el mismo plano, si escriben obras de ficción. Sus antenas invisibles tratan de captar las mismas vibraciones en el aire o, para utilizar una metáfora más prosaica, nadan unos junto a otros en la misma profundidad, dispuestos a hincar los dientes en el mismo plancton que flota a la deriva. Me llevo mucho mejor con los pintores, y la pintura es el arte que está más íntimamente relacionado con el del escritor. Los pintores están acostumbrados a utilizar los ojos y es bueno que el escritor haga lo mismo. El germen de una idea, aunque sea leve, con frecuencia trae consigo un factor importantísimo para el producto final: el ambiente. Por ejemplo, en el germen de El cuchillo (la similitud de dos crímenes) ya se cernía un ambiente sobre ella, y era un ambiente de pesimismo y derrotismo. Tanto si la hubiera enmarcado en una sociedad rica como en una pobre, con protagonistas jóvenes o viejos, la idea en sí misma es de melancolía, de desespero, de falta de recursos, porque un hombre al que no se le ocurre nada mejor que imitar a otro, en el crimen, es en esencia un hombre sin recursos. Es también un argumento para un protagonista condenado al fracaso y a la tragedia. Un libro mío, Las dos caras de enero, nació de unas ideas germinales especialmente vagas. A pesar de ello, resultó una novela entretenida y logró salir en la lista de libros más vendidos en Inglaterra. El impulso que me llevó a escribirla fue fuerte, pero bastante borroso al principio. Quería escribir un libro sobre un norteamericano joven y andariego (le llamé Rydal) que va en busca de aventuras; no se trataba de un «beatnik», sino de un joven bastante civilizado e inteligente, y tampoco era un delincuente. Y quería escribir el efecto que surte en este personaje el encuentro con un desconocido que se parece mucho a su propio padre, que es un hombre muy dominante. Acababa de hacer un viaje a Grecia y Creta durante el invierno y, por supuesto, me sentía fuertemente impresionada por lo que había visto. Me acordaba de un hotel viejo y húmedo en el que me había alojado durante mi estancia en Atenas, un hotel cuyo servicio no era muy bueno, cuyas alfombras estaban gastadas, en cuyos pasillos se oía hablar una docena de idiomas cada día, y quería utilizar este hotel en mi libro. También quería utilizar el laberíntico palacio de Knossos, que yo había visitado. Durante el viaje me había visto ligeramente estafada por un hombre de mediana edad, un graduado de una de las universidades más estimadas de Norteamérica. Tenía un rostro muy aristocrático pero débil, un rostro que podía bien ser el rostro del estafador de la novela, Chester MacFarland, el hombre que se parecía al padre de Rydal, que era un hombre auténticamente respetable, un catedrático. Chester está casado con una muchacha muy bonita que tiene la edad del joven norteamericano. Equipada con estos pocos ingredientes, me zambullí de buena gana en un relato de aventuras. Los dos jóvenes se sienten atraídos mutuamente, pero no acaban de embarcarse en una aventura amorosa. La muchacha muere accidentalmente a manos de Chester cuando éste trata de dar muerte a Rydal. A partir de entonces, Chester y Rydal quedan atados el uno al otro por dos e incluso tres fuerzas: una, que Rydal sabe que Chester ha matado a su propia esposa; dos, que Rydal sabe que Chester ha matado a un agente de la policía en Atenas; y tres, que Rydal siente una mezcla de odio y cariño por Chester, porque éste se parece a 29
su padre y porque Rydal es incapaz de dar un paso tan poco deportivo como el de, sencillamente, entregar a Chester a la policía. Por supuesto, las cosas no son tan sencillas en el libro, ya que Chester logra huir y esconderse de Rydal durante un tiempo. Chester huye tanto de Rydal como de la ley. Lo que presenciamos es la desintegración del carácter de Chester y también vemos cómo Rydal aprende a aceptar los sentimientos que le inspira su padre, que le ha tratado con dureza. Recomiendo encarecidamente a los escritores que lleven una libreta para tomar apuntes, pequeña si durante el día tienen algún empleo, grande si pueden permitirse el lujo de quedarse en casa. Incluso vale la pena anotar tres o cuatro palabras si sirven para evocar un pensamiento, una idea o un estado de ánimo. Durante los períodos estériles conviene que el escritor hojee estas libretas. Puede que de pronto alguna idea empiece a moverse. Quizá dos ideas se combinarán la una con la otra porque ya estaban destinadas a hacerlo desde el principio.
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Capítulo 2 Básicamente, sobre la utilización de experiencias Tengo la impresión de que hasta aquí he estado dando consejos y haciendo sugerencias que no permiten hacerse una idea de cómo es en realidad escribir un libro. Quizá sea imposible dar tal idea. Además, cada escritor tiene su propia manera de trabajar, de inventar un relato y unos personajes. Sobre todo, lo que hace difícil escribir sobre el arte de escribir es la imposibilidad de establecer reglas. No es mi deseo establecerlas, de modo que lo único que puedo hacer es sugerir formas de abordar un libro. Puede que algunas de ellas sean útiles para algunas personas y puede que otras no ayuden a nadie. El dramaturgo Edward Albee dice que se imagina a sus personajes en una situación que no es la de la obra teatral que tiene en mente, y que si consigue que se comporten de modo apropiado o normal, entonces empieza a escribir la obra. Otro dramaturgo de éxito está furioso contra Aristóteles porque dijo que un relato necesitaba un principio, una parte central y un final. La idea de Albee no me interesa, pero podría interesar a otras personas. Sé lo que quiere decir el segundo dramaturgo: una obra de teatro debería empezar lo más cerca posible del final del argumento. Ésta es una antigua norma del teatro. Cuando escribo libros, me quedo con una solución intermedia, conscientemente, porque he estudiado dramaturgia, y porque me gustan los principios lentos.
Ímpetu y convicción Escribir un libro que tenga éxito significa adquirir cierto ímpetu, cierto impulso y cierta convicción que duren hasta que el libro quede terminado. También he oído decir que algunos escritores escriben primero una escena dramática, una escena que saldrá cuando ya estén escritas las tres partes del libro. ¿Quién soy yo para decir que hacen mal? Un libro no se escribe de un tirón, como un poema, sino que es algo más largo que requiere tiempo y energía y, como también exige habilidad, tal vez la primera obra o incluso la segunda no encuentren mercado. Si así ocurre, el escritor no debe pensar que es malo o que está acabado y, por supuesto, los escritores con auténtico ímpetu no lo harán. Cada fracaso enseña algo. Debes tener la impresión, como la tienen todos los escritores con experiencia, de que hay más ideas en el lugar de donde salió ésta, más energía en el lugar de donde salió la primera energía, de que eres inagotable mientras vivas. Para esto se necesita como mínimo ser optimista, y si no eres de naturaleza optimista, tienes que creártela artificialmente. A veces uno tiene que persuadirse a sí mismo. Psicológicamente, es bueno que durante un tiempo decente lleves luto por el manuscrito que te han rechazado —es decir, rechazado unas veinte veces, realmente rechazado, no sólo dos o tres veces—, pero el luto no debe durar más que unos cuantos días. Tampoco hay que tirar el manuscrito a la basura, porque puede que dentro de uno o dos años se te ocurra qué hacer exactamente con él para que se venda.
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Para tener el ímpetu necesario, esa corriente constante que te permitirá terminar el libro, debes esperar hasta que sientas cómo empieza a surgir la historia. Esto ocurre con lentitud durante el período que se dedica a desarrollar el argumento y no hay que precipitarse, toda vez que se trata de un proceso emocional, una sensación de realización emocional, como si un día le dieran a uno ganas de decirse a sí mismo: «¡Esta narración es realmente magnífica y ardo en deseos de contarla!» Entonces se puede empezar a escribir.
Registro de la experiencia emocional He hablado bastante de argumentos y trucos, pero no lo suficiente de emociones, que desempeñan un papel incluso cuando se escriben narraciones de suspense. Las buenas narraciones cortas se hacen solamente con las emociones del escritor y a menudo sus temas se expresarían igualmente bien en un poema. Aunque un libro de suspense esté totalmente calculado, sea fruto del intelecto, habrá escenas, descripciones de acontecimientos —un perro atropellado por un coche, la sensación de que alguien te sigue por una calle oscura— que probablemente el escritor habrá experimentado en persona. El libro es siempre mejor si contiene experiencias como éstas, de primera mano, realmente sentidas. La función de la libreta de notas consiste en parte en llevar un registro de cosas de este tipo, de experiencias emocionales, aunque en el momento de anotarlas uno no sepa en qué narración o novela saldrán. Podríamos decir que, por lo que hace al arte de escribir, ésta es la escuela personal en contraposición a la escuela de los trucos. Creo que los trucos proporcionan un entretenimiento endeble y el escritor no pretenderá que diviertan a los lectores inteligentes. Los trucos pueden inventarlos muchas personas que ni escriben ni desean escribir. Son sencillamente ideas ingeniosas que por sí mismas no tienen nada que ver con la literatura, ni siquiera con la buena prosa narrativa, como tampoco tienen nada que ver con ésta las bromas. Algunos trucos consisten en una sorpresa final; otros, en un detalle de medicina o química que el lector no iniciado desconoce y que traiciona o beneficia al protagonista. Otro tipo de truco consiste en ocultarle información al lector, de un modo arbitrario e injusto, hasta el final del relato o del libro. Hay personas que no escriben muy bien pero que son capaces de adornar estos trucos con un poco de prosa y venderlos como narraciones breves. Se publican en diversas revistas mensuales muchas narraciones de suspense de segunda o tercera categoría. No contribuyen demasiado al prestigio del género de suspense y misterio. Llevando a la práctica la teoría de que todos los relatos buenos tienen suspense, la Ellery Queen's Mystery Magazine publica cada vez más narraciones de calidad, es decir, relatos de misterio que tienen suspense y que son entretenidos. Hace poco me llevé una sorpresa cuando la citada revista adquirió un cuento mío titulado Otro puente por cruzar. Lo escribí un fin de semana en Roma, para romper la monotonía de escribir La celda de cristal, novela en la que trabajaba los días laborables. El cuento se basaba en: 1) la audición de una canción lenta interpretada a la guitarra en un gramófono en Positano, una canción con una línea melódica larga que yo no había oído antes ni he vuelto a oír después; 2) el 32
comentario de un amigo mío sociólogo, de Roma, a propósito de que muchos italianos pobres se suicidan porque, si mueren, el Estado concede una pequeña pensión a sus viudas y huérfanos. Ambas cosas me impresionaron y conmovieron. La canción se me quedó grabada, recordándome el sur de Italia y las playas mediterráneas. En todo caso, en mi piso de Roma, casi enloquecida por la falta de sueño, ya que las únicas horas razonablemente silenciosas en mi barrio eran las que van de las cinco a las siete de la mañana, empecé a escribir un relato por gusto, sin que me importara llegar a venderlo o no. El cuento trata de un norteamericano de mediana edad llamado Merrick que viaja solo por Europa para intentar sobreponerse al dolor que le ha ocasionado la muerte de su esposa. Empieza cuando el hombre viaja en un coche con chófer por la costa occidental de la Riviera. Un hombre, situado en un puente que cruza la carretera, se mata arrojándose al vacío momentos después de que por debajo pase el coche de Merrick. Más adelante, ya instalado en un hotel de Positano, Merrick lee la noticia del suicidio en un periódico y manda anónimamente un giro postal, por una elevada suma, a la viuda del suicida, ya que éste es uno de los pobres que se quitan la vida para proporcionar un poco de dinero a su hambrienta familia. Mientras tanto, Merrick traba conocimiento con un pillete callejero al que invita a cenar en su hotel y, durante la velada, el chiquillo roba el monedero de una acaudalada norteamericana. El giro postal le es devuelto a Merrick sin abrir porque la viuda italiana, impulsada por el dolor, se ha quitado la vida después de dar muerte a sus hijos. De esta manera, Merrick ve cómo se le devuelven y arrojan a la cara sus dos callados pero desesperados intentos de comunicarse de nuevo con la raza humana por medio de la amistad y la bondad. Lo ocurrido le sume aún más en el mundo melancólico, solitario, envuelto en brumas, que lleva dentro de sí, un mundo compuesto por los recuerdos de un pasado más feliz que Merrick es incapaz de poner en relación con el presente. Pasa horas y horas sentado en el jardín del hotel. De alguna parte le llega el son de una guitarra que interpreta una canción de larga línea melódica que recuerda a Merrick la canción que él y su esposa oyeron durante su luna de miel en Amalfi. Finalmente, el gerente del hotel avisa a un médico, pues se ha dado cuenta de que Merrick no está bien de la cabeza, y el norteamericano se obliga a sí mismo a desplazarse de una ciudad a otra para seguir el viaje hacia el norte, como tenía planeado. Merrick es un hombre envuelto por la niebla, una niebla que cada vez es más espesa. Este es un cuento trágico, no podríamos decir que es un relato de suspense, y en él no hay acción violenta, excepto el suicidio desde el puente al principio. Es una narración escrita a partir de mis propias emociones, y porque quería escribirla. Se la mandé a mi agente con una nota que decía: «No se me ocurre ningún mercado para esto, pero quizás a ti sí se te ocurra.» La Ellery Queen's Mystery Magazine la publicó. 2
El comienzo de una narración
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Se reeditó en el «Ellery Queen's 20th Anniversary Animal». 33
Durante parte del tiempo que empleé en escribir Mar de fondo viví en un modesto primer piso de la calle Cincuenta y seis Este de Manhattan, y en mi ventana de atrás había una salida de incendios con una escalera que bajaba hasta el suelo, unos tres metros más abajo. Un día, poco después de instalarme en el piso, al entrar en él, me encontré a cinco o seis chiquillos, de unos quince años y menos, inclinados ante mis libros y mis cajas de pintura, que aún no había guardado. Pasaron disparados por mi lado y salieron por la puerta. Había dejado la ventana ligeramente abierta y los chiquillos se habían colado por ella después de subir por la escalera de incendios. Limpié con aguarrás las manchas que habían dejado en una de mis maletas. Fue una experiencia inquietante. Otro día, me encontraba trabajando ante mi escritorio cuando oí chillidos y gritos y pies que corrían estrepitosamente sobre una superficie de hierro. Los chiquillos se habían enzarzado en una batalla campal en la salida de incendios, a dos metros escasos de donde yo estaba sentada. Distraídamente emprendí la retirada y al cabo de unos segundos me eché a reír al ver que me encontraba en el rincón más alejado de la habitación, como una rata asustada, y con el ceño todavía fruncido a causa de la concentración que me exigía redactar la segunda mitad de una frase que estaba en la máquina de escribir, al otro lado de la habitación. No entiendo a la gente que es aficionada a armar ruido; por consiguiente, me da miedo y, como me da miedo, la odio. En un círculo vicioso de índole emocional. En aquella ocasión el corazón me latía con fuerza, de una manera absurda, y esperé hasta que los críos decidieron marcharse, pues me sentía demasiado cobarde para decirles algo. Ciertamente, a esto podría llamarlo una «experiencia emocional». Varios meses después, el incidente me inspiró y escribí una historia corta titulada Los bárbaros. Un arquitecto joven y sobrecargado de trabajo se ve atormentado por el ruido de unos chicos que todos los sábados y domingos por la tarde juegan al fútbol en un descampado que hay bajo su ventana. Cada vez que el arquitecto les pide que hagan menos ruido, los jugadores le responden con burlas e insultos y el arquitecto llega a tal punto de desesperación que arroja una piedra de unos tres kilos a la cabeza de uno de los jugadores. El arquitecto se esconde. Los jugadores se llevan a su compañero herido, pero al día siguiente éste vuelve con la cabeza vendada y sigue jugando. Pero no se presenta la policía. A partir de aquel momento el arquitecto es víctima de la hostilidad de los jugadores: al volver del trabajo se encuentra los cristales rotos; alguien mete goma de mascar en su cerradura; y una noche dos de los jugadores le propinan una paliza, aunque no muy fuerte. El arquitecto teme pedir ayuda a la policía, debido a que lo que él hizo es más grave que las jugarretas de los jugadores. El relato terminaba sin que la situación quedase resuelta. Al principio no encontré a nadie que quisiera comprarlo. Decidí ampliarlo pensando en su adaptación al cine y haciendo que la acción transcurriese en Italia. También hice que el jugador herido muriese a causa de la fractura del cráneo. La versión oficial de lo ocurrido era que se había tratado de un accidente: el jugador había ido a dar de cabeza contra una pared. El grupo de deportistas quiere reservarse al arquitecto como presa especial, sin que intervenga la policía. El arquitecto sabe que el jugador herido ha muerto y teme meter a la policía en el asunto. Un vecino le ha visto tirar la piedra y empieza a chantajearle, 34
de un modo amable pero eficaz. El arquitecto no tiene más remedio que pagarle. Cuando el arquitecto se casa, su joven esposa también se ve acosada. Se da cuenta de que en casa falta dinero y el arquitecto se ve obligado a contarle la horrible verdad. Ella le aconseja que deje de pagar al chantajista, pues éste, según ella, jamás acudirá a la policía. Efectivamente, el arquitecto se niega a efectuar el siguiente pago y el chantajista echa a andar hacia la comisaría. La escena es observada por uno o dos de los jugadores, que siempre están al acecho, y se dan cuenta exactamente de lo que está sucediendo. Es su última oportunidad de vengarse del arquitecto antes de que la policía intervenga en el asunto, de modo que le rodean, le hacen entrar a empujones en un callejón y le asesinan Esta narración interesó a un director de cine italiano, aunque no acabó de decidirse a comprarla. Los bárbaros se publicó por primera vez en francés, en una antología de narraciones cortas de varios autores. Más adelante se incluyó en mi libro de relatos breves titulado El observador de caracoles. Lo he contado aquí como ejemplo de lo que puede hacerse con las pequeñas experiencias personales que implican emociones. Es divertido dejar que la imaginación juegue con incidentes como, por ejemplo, una canción que se oye a lo lejos, un piso invadido, etcétera, y ver qué sale de ellos. Otras experiencias son más apacibles. Mi abuela murió hace varios años. Yo la quería mucho y ella fue la principal encargada de mi educación hasta que cumplí seis años, ya que mi madre estaba atareada con su trabajo. Mi abuela y yo nos parecíamos poco o nada, aunque, por supuesto, ella me dio parte de mis huesos y mi sangre y nuestras manos se parecían un poco. No hace mucho me fijé casualmente en un zapato mío que estaba casi gastado y que había adquirido la forma de mi pie, y vi en él la forma o la expresión del pie de mi abuela, tal como lo recordaba por las zapatillas que llevaba en casa y los zapatos negros de tacón bajo que se ponía para salir. Me acordé de cuando visité a mi abuela en Texas a los dieciséis años, en el intervalo entre el instituto y la universidad, y fuimos a ver la película basada en «El sueño de una noche de verano». Mi abuela padeció cataratas durante sus últimos años (murió cuando yo tenía treinta y cuatro), pero ello jamás le privó de disfrutar de la vida ni de interesarse por los libros, el teatro y el cine, hacer bordados y colchas y cuidar el jardín y el huerto. Recuerdo lo contenta que me sentía aquella noche cuando cruzábamos la ciudad en un taxi para ir a ver El sueño de una noche de verano en un cine muy grande pero alejado, ya que la película no era lo bastante popular como para ser exhibida en los cines del centro de Fort Worth. Recuerdo que mi abuela se asió con fuerza a mi brazo mientras nos dirigíamos a nuestras localidades y que palpaba el suelo con los pies, aunque yo le avisaba cuando había algún escalón. Seguimos avanzando sin ningún problema, pese a que mi abuela ya concentraba su atención en lo que aparecía en la pantalla, ya fuera un noticiario o una película de dibujos animados. Aquella noche pensé: «Mendelssohn no era mayor que yo cuando escribió esa obertura. ¡Todo un genio!» Y mi corazón aquella noche estaba repleto de cosas buenas. Cuando vi el zapato viejo, veinte años después, derramé mis primeras lágrimas de verdad por mi abuela, por primera vez fui consciente de su muerte, de su larga vida, de su ausencia actual, y comprendí que algún día también yo moriría. 35
Emociones positivas o negativas De emociones como éstas nacen las buenas narraciones cortas, aunque nunca escribí ninguna sobre este asunto. Si alguna vez escribo algo sobre mi abuela, tendrá que ser muy bueno o no lo escribiré. Crear a partir de emociones positivas, afectuosas, me resulta mucho más fácil que hacerlo partiendo de emociones negativas y odiosas. Los celos, aunque son poderosos, no me sirven de nada y a lo que más se parecen es al cáncer, que va devorando sin dar nada. Por otra parte, ya veis lo que hizo Shakespeare con Otelo, o, mejor dicho, lo que hizo Giraldi Cinthio antes de Shakespeare, aunque fue éste quien dio cuerpo al argumento, ya que, según se dice, los personajes de Cinthio sólo estaban «débilmente indicados». La inmensa mayoría de las personas son capaces de vivir experiencias emocionales de esta clase, tanto grandes como pequeñas. El escritor aprovechará incluso las más insignificantes, si es posible. A estas experiencias también se las podría denominar golpes emocionales de uno u otro tipo, y sabe Dios que no siempre son agradables. Las vivimos desde la cuna hasta la sepultura. Algunas personas se construyen un caparazón para protegerse de los diversos golpes. En algunas personas esto podría considerarse decoro o corrección y a menudo va acompañado de la capacidad de desdeñar un insulto o infligirlo sin piedad, de la capacidad de ocultar, destruir u olvidar una emoción si se considera que no está bien sentirla. Con la práctica, estas personas pueden volverse casi inmunes a cualquier emoción. Para sentir una emoción no es necesario demostrarla, por supuesto, y, de hecho, si la demostramos puede que se pierda una pequeña parte de ella, desde el punto de vista creativo. Pero entre los que disimulan es frecuente que se emita un juicio moral automáticamente y el impacto de la emoción pasa de largo, por así decirlo. Las personas creativas no hacen juicios morales —al menos no los hacen en el acto— sobre lo que se presenta a sus ojos. Hay tiempo para ello después, en lo que crearán, si tienen esa inclinación, pero el arte en esencia no tiene nada que ver con la moral, los convencionalismos y los sermones. Otro tipo de protección es la ceguera o indiferencia adquirida que se encuentra, por ejemplo, en algunas personas que trabajan en granjas o en comunidades pobres donde la muerte es cosa de todos los días. Obviamente, la vida resulta más fácil si no se cobra afecto por un animal al que tendrás que matar tú mismo dentro de seis meses o no se piensa en ello, y si no se piensa en el dolor del hambre y el frío y la muerte, si estas cosas van a sacudirte durante todo el día.
Receptividad y conciencia La mayoría de las personas distan mucho de estos dos extremos de autoprotección. Los artistas que nacen en el seno de una familia de uno u otro de estos dos tipos pueden liberarse de estas pautas. Robert Burns nunca dejó de ser agricultor, pero era un agricultor que se disgustó tanto al destruir con el arado la madriguera de un ratón, que se sintió impulsado a escribir un poema sobre ello. Por su propia naturaleza, los escritores y los pintores tienen un caparazón protector muy pequeño y durante toda la vida tratan de desprenderse de él, ya que 36
los diversos golpes e impresiones que recibirán son el material que necesitan para crear sus obras. Esta receptividad, esta conciencia de la vida, es el ideal del artista y predomina sobre todas sus actividades y actitudes; por esto, desde el punto de vista sociológico, se dice que las personas creativas no pertenecen a ninguna clase determinada. Porque son iguales y se comprenden unos a otros en esta cuestión fundamental, se relacionan con facilidad, sin que importe su origen social.
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Capítulo 3 El relato breve de suspense El relato breve de suspense y la narración de misterio detectivesca han sido ávidamente leídos desde los tiempos de Edgar Allan Poe. Recientemente incluso se ha podido leer uno de ellos en una revista literaria, lo que viene a demostrar que si un relato es bueno y entretenido, cualquier persona puede disfrutar con él: tanto el intelectual como el aficionado al misterio y al suspense. Para los escritores de imaginación fértil escribir relatos cortos de suspense es un medio espléndido de ensanchar su campo e incrementar sus ingresos.
Comparado con la novela... Empezando por lo básico, ¿cuál es la diferencia entre un relato breve de suspense y una novela de suspense? Generalmente, aunque no siempre, la novela de suspense abarca un período de tiempo más largo: la naturaleza del germen de la idea lo hace necesario. Además, en la novela suele producirse un cambio drástico en el héroe o la heroína: su carácter evoluciona, cambia, mejora o se viene abajo. Probablemente hay más cambios de escenario. El argumento es más largo: el clímax o los clímax no pueden alcanzarse partiendo del trampolín de una única escena. Hay tiempo para cambiar el ambiente y el ritmo de la narración. Hay lugar para más de un punto de vista. Todas estas posibilidades de la novela de suspense no están necesariamente presentes en cada obra de este género, y, de hecho, sólo deben estarlo cuando viene al caso y cuando contribuyen al argumento y a lo que el autor quiere decir. No son ingredientes esenciales, sino sólo características. El germen del relato corto de suspense puede nacer del más tenue de los hechos, acontecimientos o posibilidades: por ejemplo, que la lluvia borre importantes huellas dactilares de una copa de cóctel que alguien ha dejado en la terraza. El relato breve de suspense puede tener sólo una escena y ocurrir en cinco minutos o menos. Puede basarse en una situación o incidente emocional —por ejemplo, la persecución (por un solo hombre) de un animal misterioso que tiene horrorizada a la región y que sólo un hombre, el héroe, tiene el valor de perseguir. El relato corto de suspense (al igual que muchos cuentos policiacos) puede basarse en un truco, una forma ingeniosa de escapar (de algún lugar), o en alguna información que sólo conocen los médicos, los abogados o los astronautas y que sorprenderá y divertirá al lector no iniciado. A menudo los detalles poco corrientes que el escritor encuentra al hojear un libro técnico pueden ser el núcleo de un relato que se venderá bien y proporcionará unos cuantos minutos de distracción al lector. Obviamente, esto es lo contrario de usar las emociones o la inspiración para crear un relato, ya que la información suelta, el detalle curioso, es percibido por los ojos y no tiene una relación inmediata con los personajes que van a utilizarla. Estos gérmenes están en potencia y no cobran vida hasta que los personajes se la dan. No tengo muy buena opinión de este tipo de narraciones (ni sé quién la tiene), pero de vez en cuando he escrito alguna porque se me ha ocurrido una idea divertida.
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Por ejemplo, las huellas dactilares que la lluvia borra de una copa de cóctel. En una novela larga esto podría ser una cuestión seria en alguna parte de la trama, pero yo no estaba escribiendo ninguna novela larga cuando se me ocurrió. Lo vi únicamente como una posible narración corta y como algo que un asesino nervioso no podía impedir, ya que no le era posible llegar a la terraza. Mi narración se tituló «You can´t depend on anybody» y se publicó en la Ellery Queen's Mystery Magazine. Un actor de mediana edad, celoso y fracasado, procura que el asesinato de su amante (cometido por él mismo) parezca obra del nuevo amor de la víctima. Las huellas dactilares del hombre que le ha quitado a su amante están en una de las copas que hay en la terraza. El actor de mediana edad espera con impaciencia el momento en que el portero del edificio, la policía, un amigo o quién sea abra el piso y encuentre el cadáver, pero transcurren tres días. El hombre no consigue alarmar al portero lo suficiente para que abra el piso. Cae un fuerte chaparrón y las huellas dactilares desaparecen. El actor está atrapado, ya que ha colocado cuidadosamente en el cadáver un brazalete de plata que su amante solía llevar y que él creyó que la haría parecer más natural. En el brazalete están sus huellas dactilares. Lo entretenido del relato son los esfuerzos que hace el actor por combatir la conocida renuencia de los neoyorquinos a invadir un piso ajeno, por muy silencioso que esté. «Uno puede llevar varios días muerto allí dentro sin que nadie se entere», etcétera. Una narración mejor, que también contiene una trampa para el héroe como sorpresa final es Man in hiding, de Vincent Starrett, publicada en la Ellery Queen's Mystery Magazine. Un médico ha matado a su esposa. Dos meses antes del asesinato, utilizando un nombre falso, ha alquilado una oficina desde donde se propone instalar un negocio de libros raros. Todo esto lo hace para ocultarse hasta el momento en que pueda reunirse con Gloria, su amante, en París. El médico está nerviosísimo, aunque todas las cosas le van saliendo bastante bien. En el edificio donde tiene la oficina hay una agencia de detectives y el médico empieza a mostrarse muy suspicaz. Tiene la sensación de que los detectives le están vigilando. El médico ha conocido a una muchacha que tiene un comercio de antigüedades en el edificio. En la sala de recepción de la muchacha hay una voluminosa arca española. Al médico se le ha ocurrido que el arca sería un buen escondite en el caso de que la policía penetrase en su oficina. El señor Starrett mejora el suspense haciendo que el médico escape por los pelos en dos ocasiones al cruzarse en la calle con antiguos pacientes suyos. Un día, la policía le hace una visita. El médico tiene el tiempo justo de meterse en la tienda de antigüedades y, sin que nadie le vea, ocultarse en el arca, que queda cerrada herméticamente. El lector sabe que la policía sólo pretende venderle entradas para una función benéfica. Y el lector sabe también que la chica de la tienda de antigüedades piensa abrir la vieja arca algún día, cuando se decida a hacerlo, pero que aún pasará mucho tiempo hasta que lo haga. Contado por un escritor incompetente, este relato podría ser muy malo. Vincent Starrett le ha sacado el máximo provecho, lo ha escrito bien, de modo convincente y también breve, en dos mil palabras más o menos. En el mismo número de la Ellery Queen's Mystery Magazine aparece una narración «con truco» bastante buena: Murder after death, de Cornell Woolrich. El 39
truco consiste en que una inyección que se aplica a un cadáver no se extiende, ya que el sistema circulatorio ya no funciona. Para este truco el señor Woolrich ha montado un andamiaje complejo pero bastante entretenido y creíble: un estudiante de medicina que ha sido expulsado de la facultad se enfurece porque su novia se ha casado con otro. Su amada muere a causa de un resfriado que se complica con una neumonía. El estudiante desea culpar de ello al joven marido de la difunta, de modo que se presenta en la funeraria e inyecta un veneno en el cadáver. Después se las arregla para introducir una ampolla del mismo veneno en la habitación del hotel donde se aloja el abatido viudo. Seguidamente, valiéndose de cartas anónimas, hace correr la noticia de que la muchacha ha sido asesinada. Está convencido de que se exhumará el cadáver y el viudo será acusado de asesinato, pero el viudo se suicida y frustra los deseos de venganza del estudiante. Además, un examen médico revela que el veneno fue inyectado después de producirse la muerte. La historia se ve reforzada por la introducción del joven viudo como personaje importante y atractivo. Hojeando una colección de relatos policiacos, me sorprendió y deprimió un poco ver qué pocos eran los que recordaba después de haberlos leído un año antes. Del que más me acordaba era de The cattywampus, de Borden Deal, que cuenta la historia de un cazador que acepta el desafío de perseguir con un rifle a una bestia extraña que está sembrando el terror en la comarca. El cazador descubre con asombro que la bestia es un oso enorme y viejo, marcado por las peleas y los incendios forestales, sin garras e incapaz hasta de atrapar peces para alimentarse. Empujado por la lástima, da muerte al animal. El relato es serio y conmovedor del principio al fin, pero es el final lo que le da valor y lo hace memorable: «...Volvería al valle y les diría, para que se les quitase el miedo, que había matado al animal extraño. Pero también les diría que su cuerpo había caído al río y que no había conseguido identificarlo. Porque ahora sabía algo. La humanidad necesita sus animales extraños, sus mitos y leyendas y cuentos antiguos, de modo que el hombre pueda exteriorizar sus temores y combatirlos con su valor y su esperanza. »Porque el hombre es el más extraño de todos los animales.» Podríamos decir que el fragmento que he citado es un comentario del escritor. No es necesario para la acción, pero es un pensamiento. Da al relato una dignidad y una importancia que no tendría sin él. Es la clase de pensamiento que podría tener un poeta que escribiese un poema basado en este relato, pero en este pensamiento no hay nada poético: es sencillamente inteligente. Y, para mí, esto es lo que hizo que este relato destacase de entre otros dieciséis que tan sólo eran entretenidos. A lo largo de los años, la Ellery Queen's Mystery Magazine ha sido un buen mercado para mí. Los relatos que publica no son exclusivamente de misterio y suspense, sino que con frecuencia no son más que relatos, buenos relatos. El hecho de que la citada revista siga publicándose es como un rayo de luz en un
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período en el que tantas revistas de calidad han desaparecido o se encuentran en una situación precaria.
La novela «rápida» La novela corta de suspense ocupa un lugar entre el relato breve y la novela, en lo que se refiere a las características de ambas antes mencionadas. En la novela corta hay espacio, tanto que cabría llamarla novela «rápida» o novela simplificada. Me refiero a las novelas de ochenta páginas o veinte mil palabras. Algunas revistas llaman «novela corta» a doce mil palabras, pero se trata de una categoría que, en lo que respecta al número de palabras, nunca ha sido definida estrictamente. Cuando uno se propone escribir algo para una revista, conviene que antes se asegure de la longitud exacta que debe tener el relato. Si se le coge el tranquillo, el mercado de las revistas es muy rentable. A menudo, el precio de una novela corta, de ochenta páginas, puede superar al adelanto que pagan por una novela de suspense de longitud normal. Pero, a mi modo de ver, una novela corta hay que pensarla tanto como una novela de extensión normal. Puede que en la novela corta no haya gran cantidad de prosa, pero el cambio de carácter y de personajes, los cambios de escenario y de punto de vista sí pueden aparecer en ella. La acción tiene que ser más rápida que la de una novela, lo que significa que la novela corta contendrá la misma cantidad de acción, pero narrada de una forma más breve. Una vez me pidieron que intentase escribir un original de ochenta páginas para Cosmopolitan. Nunca había tratado de crear algo de esta manera, por encargo, por así decirlo, pero decidí probar suerte, cogí lápiz y papel, me senté y empecé a estrujarme el cerebro en busca de una idea. Se me ocurrieron dos. 1) Un matrimonio pasa las vacaciones en México. La esposa quiere librarse del pasado de su marido, de modo que le dice que «dé otro paso hacia atrás» cuando él se encuentra al borde de un precipicio, disponiéndose a fotografiarla. Finalmente ella misma tiene que darle un empujoncito y en aquel mismo momento la cámara se dispara y cae junto con el marido a un precipicio tan profundo que sólo las «autoridades» pueden llegar al fondo. La cámara ha registrado la fechoría. Este relato, del que aquí hago una sinopsis, era mucho más complicado y no tan malo como parece aquí, pero, a pesar de ello, me lo rechazaron. 2) Una pareja de recién casados —ella es rica— pasa la luna de miel en una casa de campo propiedad de la familia de la esposa. El marido se entiende con otra chica y proyecta matar a su mujer para quedarse con su dinero y casarse con la amiguita. La esposa, que es del género asustadizo, cree que desaparecen alimentos de la cocina y oye voces en la bodega. Cuando el marido baja a investigar, encuentra escondido en ella a un fugitivo de la justicia. Inmediatamente comprende que puede aprovecharse del fugitivo; promete no delatarle y procurarle algo de comer. Luego sube y le dice a su mujer que en la bodega no hay nada, que los ruidos son cosa de su imaginación. La situación se prolonga unos días. El marido traza un plan con el fugitivo: éste simulará que roba en la casa de campo y el marido (fingiendo que ha perdido el conocimiento a causa de un golpe) le permitirá salir y fugarse en su coche. En realidad, el marido tiene el propósito de 41
matar a su mujer y echarle la culpa al fugitivo. La esposa descubre al hombre en la bodega y éste le revela el plan del marido. Entonces ella y el fugitivo traman un plan contra el marido, devolviéndole así la pelota. Esta sinopsis también fue recibida fríamente por Cosmopolitan y no llegó a convertirse en una novela corta, pero fue comprada para la televisión y realizada en los Estados Unidos. Más tarde, en Inglaterra, la BBC vio el viejo guión, le gustó y lo compró, pero tuve que reescribirlo por completo para que fuera más moderno y sutil. La moraleja de esta anécdota es: no tires nunca un relato que tenga un buen argumento, aunque sea en sinopsis. El relato pasa a ser de suspense en cuanto nos enteramos de que la pareja está sola en una casa de campo y que él se propone matar a su mujer. Pero la sorpresa de encontrar un delincuente en la bodega, un hombre violento al que el marido decide proteger, es lo que hace que el relato sea bueno, puesto que aumenta tremendamente el suspense. Sin ello, sería una narración de violencia en potencia, como tantas otras. Los novelistas —la mayoría de ellos— tienen muchas ideas que son breves e insignificantes, que no pueden ni deben convertirse en libros. Con ellas pueden escribirse relatos cortos buenos y hasta estupendos. Algunos son de índole fantástica, con intervención de máquinas del tiempo, fenómenos sobrenaturales, etcétera. Quizás un escritor no lograría distraerse o distraer al lector a lo largo de doscientas cuarenta páginas de fantasías parecidas, pero diez páginas agradan a todo el mundo. Sé de novelistas que tiran a la papelera, por así decirlo, ideas para relatos breves, sin molestarse siquiera en anotarlas. Creo que en este sentido los novelistas de suspense no son tan quisquillosos y suelen tener una imaginación más flexible que los demás novelistas. Toma nota de todas estas ideas. Es sorprendente ver cuán a menudo una frase anotada en una libreta conduce inmediatamente a otra frase. Puede ocurrir que se desarrolle un argumento a medida que vas tomando notas. Cierra la libreta y piensa en ello durante unos días y luego, ¡manos a la obra!: estarás preparado para escribir una narración corta.
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Capítulo 4 Desarrollo Al decir desarrollo me refiero al proceso que debe tener lugar entre el germen de una narración y la preparación detallada de su argumento. Y eso es mucho. En mi caso puede durar de seis semanas a tres años, no tres años de trabajo constante, sino de «cocción» lenta mientras trabajo en otras cosas. La idea tiene que ampliarse con personajes, con un marco, con un ambiente. Tienes que saber cómo son estos personajes, cómo visten y hablan, incluso debes conocer su infancia, aunque no siempre debe hablarse de ella en el libro. De lo que se trata es de vivir con los personajes y en su marco durante un tiempo antes de escribir la primera palabra. El marco y las personas deben verse tan claramente como una fotografía, sin puntos borrosos. Además de esta tarea formidable, hay que pensar en los temas y en las pautas de la acción, jugar con ellas, combinarlas para sacarles el máximo partido. Al escribir esto, recuerdo las vagas recetas de los alquimistas de antaño: «Remuévase la olla diez veces hacia la derecha, cinco veces hacia la izquierda, pero sólo si la Luna de primavera está en su máxima altitud, y sólo si una nube negra y tenue, con forma de cola de gato, cruza la cara de la Luna de derecha a izquierda», etcétera. ¿Cuál es la máxima altitud de la Luna? ¿En qué mes de la primavera? ¿Cómo se mejora un argumento?
Hay que «espesar» el argumento Mejorar o «espesar» un argumento consiste en crearle complicaciones al héroe o quizás a sus enemigos. Estas complicaciones surten un mayor efecto cuando cobran la forma de acontecimientos inesperados. Si el escritor es capaz de «espesar» el argumento y sorprender al lector, lógicamente la trama mejora. Pero no siempre se puede crear un buen libro mediante la pura lógica. Algunos argumentos excelentes son muy sencillos: por ejemplo, uno basado directamente en una huida y una persecución, u otro que consista meramente en la historia de una mujer que no acaba de sentirse capaz de asesinar a su marido, aunque lo desea; una historia de indecisión. Este esqueleto de «indecisión» es la encarnación de la sencillez. No ocurre literalmente nada y, pese a ello, en el curso del relato podrías —sólo podrías— amontonar una complicación sobre otra: llegan personas inesperadas que interrumpen a la asesina, la carta de un familiar despierta temores de castigo eterno si llega a cometer el asesinato. Hay aquí lugar para la tragedia y la comedia, como lo hay en casi todos los argumentos. No puedo dar ningún consejo, o no me atrevo a darlo, sobre el problema de si concentrarse en los personajes o en el argumento mientras se desarrolla la idea para un relato. Yo me he concentrado en una de las dos cosas, o en ambas. Lo más frecuente es que se me ocurra un poco de acción, sin personajes relacionados con ella, que constituirá el centro o el clímax, a veces el principio, de mi narración. Obviamente, a veces un personaje lleno de peculiaridades dará, debido precisamente a sus peculiaridades, acción inicial a la trama. En otras ocasiones es igualmente obvio que una situación poco corriente debe llevar a otras de la misma
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índole —esto es, a un avance en la acción— y luego el personaje o los personajes no son tan «importantes» para el avance del argumento. Al idear un argumento puede permitirse que éste o el personaje lleven la iniciativa y no veo motivo para considerar que uno de los dos métodos sea superior o inferior al otro. De vez en cuando utilizo un personaje «de la vida real», en el sentido de que empleo el aspecto físico de alguna persona a la que he conocido. Nunca he utilizado tanto el aspecto físico como la personalidad de un conocido, pero con frecuencia he empleado el aspecto con una personalidad diferente. Hay dos razones para ello: una, me daría mucha vergüenza utilizar tanto el aspecto como la personalidad de alguien o escribir su retrato literal; y dos, trato a muchas personas cuyos rostros se aprenden en seguida pero cuyo carácter no es fácil llegar a conocer profundamente. Y, naturalmente, el carácter interno que se necesita para un libro no suele encontrarse ya hecho en la vida real. Me imagino que la mayoría de los escritores de suspense empiezan con el germen de una idea consistente en un poco de acción y, generalmente, esto tiene un marco: el mundo financiero de Nueva York; un barco en alta mar; una ciudad provinciana en Norteamérica; un campamento de leñadores; el cuartel general del servicio de espionaje del gobierno. El marco gobierna en gran medida el tipo de personajes que utilizarás. Pero la narración podría mejorar si se utilizara un personaje que no fuera nada típico del marco en cuestión, que no fuera la clase de persona que uno esperaría encontrar en tal ambiente. Las incongruencias tienen un límite que debe respetarse, pero el resultado, si lo hay, es más interesante de lo normal. Echemos un vistazo al desarrollo de Crímenes imaginarios a partir de dos gérmenes arguméntales borrosos como son el cadáver en la alfombra y el héroeescritor que confunde sus argumentos con la vida real. Después de decidir que combinaría estas dos ideas, el libro tuvo un período de gestación de sólo cinco o seis semanas y lo escribí en cuatro meses, período que por su brevedad es todo un récord para mí. Como había vivido en Suffolk (Inglaterra), quería utilizar este paisaje y este ambiente nuevos para mí y hacer que la acción del libro transcurriese allí. Escribir sobre los ingleses no me resulta tan cómodo como escribir sobre los norteamericanos, de modo que decidí que el protagonista sería un joven norteamericano casado con una chica inglesa y que, al igual que yo, vivía en el campo. Y como me interesaba mostrar de una manera divertida la esquizofrenia cotidiana que padecía el norteamericano, hice que fuera un novelista que trata de escribir para la televisión, por lo que tiene la cabeza llena de episodios de una serie televisiva titulada «El Látigo», serie que él ha concebido y trata de vender.
Preguntas cruciales Al empezar a desarrollar un argumento, el escritor debe hacerse estas preguntas cruciales: ¿Cómo saldrá el héroe de esta peripecia: vencedor o vencido? ¿El ambiente será de comedia, de tragedia o una mezcla de ambas cosas? ¿O se trata de relatar los acontecimientos sin mostrar emoción alguna para que el lector saque de ello la conclusión que más le apetezca? La prosa debe tener un ambiente, como 44
también debe tenerlo un escenario físico. Mi protagonista, Sydney, no acabaría exactamente como vencedor, pero, ciertamente, tampoco como víctima o vencido. El tono sería ligero. Sydney no sería castigado ni atrapado y, de hecho, me pareció interesante que no cometiese ningún crimen, sólo que fuera sospechoso de uno o dos. El libro no acabó de resultar de esta manera. Sydney acaba cometiendo un curioso asesinato, que él considera como una «suspensión temporal de la misericordia» por su parte. Mata al amante de su esposa obligándole a ingerir una sobredosis de somníferos. Pero sobre Sydney sólo recaen leves sospechas sin que pueda demostrarse nada. En pocas palabras, el argumento es: Alicia, la esposa de Sydney, se traslada por segunda vez a Brighton con la intención de pasar unos días allí, «para cambiar de aires», y, al día siguiente de su partida, Sydney pone en práctica una idea que acaricia desde hace mucho tiempo. Finge que el día antes empujó a Alicia escaleras abajo y al amanecer saca una alfombra enrollada por la puerta de atrás, la mete en su coche y la entierra en el bosque. Piensa que algún día, cuando esté escribiendo una narración, tal vez podrá utilizar sus sentimientos imaginarios. Huelga decir que da por sentado que su mujer volverá a casa al cabo de unos días, pero no ocurre así, porque ella ha iniciado una aventura amorosa con un abogado londinense en Brighton. El lector está enterado de esto, pero Sydney lo ignora. Una simpática viejecita, que se llama Lilybanks y vive a unos doscientos metros del domicilio de Sydney y Alicia, ha visto a Sydney acarreando la alfombra y finalmente da cuenta de ello a la policía. Ésta no logra localizar a Alicia porque ella utiliza otro nombre en Brighton y, además, se ha teñido el pelo. Sydney es sometido a vigilancia. Creyendo que su esposa está sana y salva, dondequiera que se encuentre, a Sydney no le importa ser interrogado por la policía, sino que, de hecho, disfruta con ello, ya que imagina cuáles serían sus sentimientos si fuera culpable de haber asesinado a Alicia. Sydney incluso consigue obligarse a sí mismo a temblar y sudar mientras la policía le hace preguntas; y más adelante toma notas sobre sí mismo para utilizarlas. Al final, tras desplazarse a Brighton y registrar la región, descubre que su mujer está viva y comparte un chalet con un hombre. Esto le produce impresión y se imagina acertadamente que lo mismo le habrá ocurrido a Alicia; como ésta es básicamente una mujer convencional, no se siente capaz de presentarse a la policía, a sus padres o a Sydney, y se suicida arrojándose por un acantilado cerca de Brighton. El abogado que se entendía con Alicia huye rápidamente a Londres y se refugia en su piso, pero Sydney va a buscarle y le administra la dosis fatal de píldoras para dormir. He hecho un bosquejo del argumento para demostrar que no es mucho si no se «espesa» o se le saca punta. Son cuatro los factores que lo «espesan»: 1) La señora Lilybanks, la vecina, ha adquirido un par de prismáticos en una tienda de objetos usados, pues es aficionada a observar pájaros. Sydney descubre que la vecina tiene unos prismáticos y piensa acertadamente que tal vez lo haya visto sacar de la casa la alfombra en rollada y meterla en el coche. La «reacción» de Sydney al ver los prismáticos le hace más sospechoso a ojos de la señora Lilybanks.
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2) La señora Lilybanks padece del corazón. Es una simpática viejecita que sólo tras mucho vacilar comunica a la policía que su vecino sacó una alfombra de casa de madrugada, el día siguiente a la partida, al parecer hacia Brighton, de su mujer. La policía se pasa cerca de veinticuatro horas cavando en el bosque porque Sydney no recuerda con exactitud dónde enterró la alfombra, aunque procura cooperar con los agentes. Al final llega la noticia de que la policía ha encontrado la alfombra, pero sin nada dentro, y Sydney se dirige a casa de la señora Lilybanks para darle la noticia y tranquilizarla. Pero la vecina cree que Sydney va a mostrarse furioso y vengativo y, al oírle entrar en la casa, sufre un ataque cardiaco que le causa la muerte. Debido a ello, Sydney vuelve a ser sospechoso: esta vez de haber amenazado o expresado hostilidad hacia la señora Lilybanks por haber contado lo de la alfombra a la policía. 3) Sydney tiene una especie de socio que se llama Alex, está casado y vive en Londres. Cuando la televisión compra la serie El Látigo, Alex desea excluir a Sydney del contrato y quedarse él todas las ganancias; alberga cierta esperanza de conseguirlo debido a las sospechas que recaen sobre Sydney. Alex presenta a su amigo en los peores términos posibles al hablar con la policía. Y a esto se añade la suspensión, por parte de los editores de Sydney, del contrato de un libro «hasta que se aclare el misterio de la desaparición de su esposa». 4) Un día, al ir a comprar el periódico en el pueblo, Sydney pierde su libretita. El tendero la entrega a la policía. En la libreta Sydney apunta sus impresiones sobre qué se siente cuando se es un asesino y la narración del «asesinato» de su esposa parece formar parte de un diario. Así fue como acumulé presiones sobre Sydney.
Sensación de vida Cuando empecé a escribir este libro, mi argumento no pasaba del período en el que la señora Lilybanks está indecisa y no sabe si debe o no decir a la policía que ha visto a Sydney sacando una alfombra de su casa. Me encontraba atascada en la página ciento veinte más o menos. A menudo llego a un punto a partir del cual me es imposible pensar, hacer un bosquejo, y me impaciento por ver algo escrito en el papel, así que empiezo a escribir confiando en que mi buena suerte o la fuerza de la narración me ayudará a continuar. Tal vez esto dará la impresión de que soy muy indecisa, pero lo que espero es una sensación de vida, de actividad, de algo dinámico en los personajes y en el marco de la primera parte del libro, de una acción que yo pueda ver y sentir claramente. No se trata en absoluto de una sensación imprecisa. No me cabe la menor duda de si la experimento o no. No empiezo a escribir con la esperanza de que se presente. Tiene que estar ahí, llena de vida, inspirándome a comenzar a escribir. Después de todo, un argumento nunca ha de ser una cosa rígida que se encuentra en la mente del escritor cuando éste empieza a trabajar. Yo llevo esta idea un poco más lejos y creo que un argumento ni siquiera debe estar terminado. Tengo que pensar en mi propio entretenimiento y la verdad es que a mí me gustan las sorpresas. Si sé todo lo que va a pasar, entonces escribirlo no es tan divertido. Pero es más importante que los personajes se muevan y tomen decisiones como
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personas de carne y hueso, que les dé la oportunidad de deliberar, de elegir, de volverse atrás, de tomar otras decisiones, como hacen las personas en la vida real. Los argumentos rígidos, aunque sean perfectos, pueden hacer que los personajes de un libro parezcan autómatas. Cuando llegué a la página ciento veinte y pico, al período de indecisión de la señora Lilybanks, la narración avanzó fácilmente hasta la página doscientas treinta, y entonces yo misma me sentí indecisa. ¿Iba Sydney a cometer realmente un asesinato o volvería a fingir que lo había cometido? Puestos a dudar, ¿qué clase de persona era Sydney? Ciertamente, Sydney iba desarrollándose en el curso del libro, tanto para mí como para él mismo. Había llegado a la conclusión, en su libreta de notas, de que no era capaz de imaginarse del todo las sensaciones que experimentaba un asesino. Sydney comienza a notar una sensación de culpabilidad, de vergüenza, de verse aislado de la raza humana. Sydney, en pocas palabras, no es un asesino y sabe que ha fracasado (como escritor narrativo) en la tarea de imaginar el estado de ánimo de un asesino. Sin embargo, el esfuerzo que ha hecho su imaginación le ha acercado más a la realidad, al hecho de cometer un asesinato. Utilizando las píldoras para dormir, Sydney comete el extraño y lento asesinato de un hombre al que detesta y que, a su modo de ver, ha ocasionado la muerte de su esposa. Se trata de un crimen y del comienzo, en la mente de Sydney, de una confusión, posiblemente más seria, entre los argumentos de sus narraciones y la realidad. Cabría decir que los factores que «espesan» un argumento son como una especie de refuerzos. El escritor debe inventar los más lógicos (como son inventados, puede que sean un poco ilógicos per se, y esto es una ventaja), los que hagan la narración más creíble y más sólida. A veces es posible inventar veinte o treinta factores de esta clase, pero, de usarlos todos, conseguiríamos que el lector en lugar de quedar convencido se riese.
Criminales simpáticos Hay muchas clases de libros de suspense —por ejemplo, relatos protagonizados por espías del gobierno—que no dependen de héroes psicópatas o neuróticos como los míos. Los escritores que deseen escribir libros parecidos a los míos se encuentran con un problema extra: cómo hacer que el héroe sea simpático, o, al menos, que sea razonablemente simpático. A menudo resulta tremendamente difícil. Aunque pienso que todos mis héroes criminales son bastante simpáticos, o al menos no son repugnantes, debo reconocer que no he conseguido que todos mis lectores piensen lo mismo, si he de juzgar por los comentarios que me han hecho: «Encontré a Ripley (A pleno sol) interesante, supongo, pero en realidad me pareció odioso. ¡Uf!» «Walter (El cuchillo) es detestable. Es tan débil y se compadece tanto de sí mismo.» No obstante, parece ser que los lectores de Crímenes imaginarios simpatizaron bastante con Sydney, aunque, claro está, Sydney no es un psicópata y apenas puede calificársele de asesino. Lo único que puedo sugerir es que al héroe-asesino se le den tantas cualidades agradables como sea posible: generosidad, bondad para con algunas personas, afición a la pintura o a la
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música, o a cocinar, por ejemplo. Además, puede que estas cualidades sean divertidas en contraste con sus rasgos criminales u homicidas. Pienso que también es posible hacer que un héroe-psicópata sea totalmente repugnante y, pese a ello, resulte fascinante precisamente por su depravación. Estuve muy cerca de lograrlo con Bruno en Extraños en un tren, pues ni siquiera la generosidad de Bruno es constante ni oportuna, y nada más puede decirse en favor suyo. Pero en la citada novela la maldad de Bruno quedaba compensada con la «bondad» de Guy, lo cual simplificó considerablemente el problema de crear un héroe simpático, que en este caso era Guy. Todo depende de la habilidad del escritor, de si es capaz de divertirse con la maldad de su héroe-psicópata. En caso afirmativo, el libro es entretenido y entonces no hay razón por la cual el lector deba «simpatizar» con el héroe. Si tiene que haber «identificación del lector», término del que ya estoy bastante cansada, entonces conviene dar al lector uno o dos personajes secundarios (preferiblemente un personaje que no sea asesinado por el héroe-psicópata) con los que pueda identificarse.
Búsqueda y desarrollo Desarrollar la idea para un relato es tan creativo como encontrarla o recibirla inicialmente. El escritor puede emplear su capacidad de pensar para desarrollar el germen de la narración, pero en semejante proceso la función del cerebro consiste más en excluir (por ilógico) que en incluir o inventar algo. Con un truco, el germen de una idea o una breve secuencia de acción, el escritor puede inventar cinco o seis situaciones que puedan conducir a ello o resultar de ello (desarrollar la idea para una narración es un proceso de avance y retroceso, como tejer) y podría eliminar tres de estas situaciones por ilógicas o sencillamente por no ser tan buenas como las otras tres. Entonces puede experimentar la sensación deprimente de que las tres situaciones restantes no cobran vida, no inspiran, y quedarse paralizado. El escritor arroja el lápiz y se aleja de su mesa de trabajo con la sensación de no haber avanzado mucho, de que tal vez la idea esté muerta. Y más tarde, cuando no esté pensando en la narración, una de estas ideas inmóviles cobrará vida y empezará a moverse, a avanzar, y de pronto el escritor tendrá ante sí una larga extensión de buena narrativa. Arquímedes estaba en la bañera cuando gritó «¡Eureka!», y no devanándose los sesos ante su escritorio o dondequiera que trabajase. Pero estos momentos de gloria no llegan a menos que antes se le hayan dado vueltas y más vueltas al problema. Aunque esto representa un arduo trabajo, ya que parece inútil, en realidad prepara el terreno para que la imaginación haga el resto. Mis libretas de notas están llenas de páginas, quizá veinte o más por cada libro que he escrito, que son sencillamente tangenciales o constituyen divagaciones fantásticas alrededor del germen o de la principal acción o situación, que fue la única cosa que permaneció constante durante el proceso de desarrollo. Generalmente, estas divagaciones no se parecen en nada al libro definitivo. Pero son imprescindibles para las ideas, mucho mejores, que se me ocurren más adelante; en cuanto a éstas no suelo tomarme la molestia de anotarlas porque son obviamente acertadas o inolvidables.
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Edna O'Brien, la inteligente novelista irlandesa, dijo en una entrevista: «Los escritores siempre están trabajando. Nunca paran.» Esta es la naturaleza de la profesión de escritor, al menos del que escribe novelas o narraciones. Los escritores o están desarrollando una idea o buscando, aunque sea inconscientemente, el germen de una idea. Yo me dedico a crear debido al aburrimiento que me producen la realidad y la monotonía de la rutina y de los objetos que me rodean. Por tanto, no me disgusta este aburrimiento que me invade de vez en cuando, e incluso trato de crearlo mediante la rutina. Yo no «tengo que trabajar» en el sentido de que deba obligarme a hacerlo o a pensar en lo que he de hacer, ya que el trabajo viene a mí. Me produce el mismo placer hacer una mesa, un buen dibujo, algún cuadro esporádico, que escribir un libro o una narración corta. Este aburrimiento es una circunstancia afortunada y apenas me percato de él hasta que se me ocurre una idea para escribir un libro o un relato corto. Entonces me doy cuenta de que encontraré un mundo mucho más interesante cuando empiece a trabajar en dicha idea. Cuando me pongo a pensar en el desarrollo de la idea, ya estoy entrando en ese mundo. Quizá sientan lo mismo la mayoría de los escritores. Con frecuencia, el desarrollo de una idea no tiene ni pizca de lógica y hasta tal punto hay en él un elemento de juego que no puedo decir que este proceso sea una actividad seria, aunque pueda llevar aparejada la necesidad de pensar mucho. Esto sigue formando parte del juego. Escribir novelas o relatos es un juego y, para seguir jugando, es necesario que en ningún momento deje de divertirte. Las únicas veces en que no me divierte es cuando tengo que trabajar con dificultades, para cumplir un plazo de entrega. Cuando escribes un libro no es frecuente que debas sujetarte a un plazo de entrega, pero sí tienes que hacerlo cuando escribes para la televisión, cuando preparas versiones condensadas de tu propia obra, o cuando haces cambios en un libro que va a publicarse por entregas.
Distracciones y consejos para evitarlas En cuanto a las pequeñas dificultades de la vida, las hay a miles. ¿Qué escritor no ha tenido que trabajar con dolor de muelas, con facturas que hay que pagar, con un niño enfermo en la habitación de al lado o en la misma habitación, cuando te visitan los parientes políticos, cuando una relación amorosa acaba de terminar o cuando el Gobierno te exige que rellenes más y más formularios? Apenas transcurre una mañana sin que el cartero traiga algo que puede producir molestias psíquicas. Nunca me han demandado por difamación, tampoco tengo deudas, pero hay otras cosas que pueden complicarle la vida al escritor la insistencia del Gobierno en que calcules tus ingresos para el año próximo, lo cual es imposible; la noticia de la pérdida o apropiación de bienes causada por haberte mudado de domicilio o por haberte ido a otro país (los escritores viajan con frecuencia porque necesitan cambiar de escenario); o la dificultad de encontrar una vivienda. Una vez, cuando ya tenía resuelto todo lo relativo a un piso nuevo en Manhattan —ya había pagado el alquiler por anticipado, firmado el contrato y avisado a los de las mudanzas— me dijeron que no podía ocuparlo porque era un piso para profesionales. Los escritores no son profesionales, ya que «sus clientes no les 49
visitan». Estuve a punto de escribir al Departamento de la Vivienda o a quien hubiera redactado semejante ley y decirles: «No tienen ustedes idea de cuántos personajes llaman a mi puerta y vienen a verme cada día, y son absolutamente necesarios para mi existencia.» Pero no llegué a escribir, sólo me hice la reflexión de que las prostitutas probablemente tenían derecho a un piso como aquél, pero los escritores no. Luego, para acabar de turbar tu tranquilidad, están las eternas maniobras que tienes que hacer para vivir con unos ingresos irregulares y a menudo insuficientes, lo cual es un fastidio para las personas poco dadas a ahorrar y mucho menos a hacer economías. Esta inseguridad es como el aire que respiran los escritores, puesto que ejercen una profesión en la que no hay seguro de paro, ni vacaciones pagadas ni jubilaciones. Muchas mañanas, después de abrir el correo, me permito unos cuantos minutos de angustia y de gritos con sordina, luego dedico una hora, o más si hace falta, a poner orden. Cuando estoy convencida de que he hecho lo mejor que podía hacer por carta y por teléfono, me levanto y trato de fingir que yo no soy yo, que no tengo ningún problema, que la hora y pico anterior en realidad no ha tenido lugar. Y lo hago porque para trabajar tengo que encontrarme en un estado de inocencia, sin preocupaciones de ningún género. Supongo que la rapidez con que esto se consigue es una medida de la propia profesionalidad. Se trata de algo que mejora con la práctica. Pero a veces me siento tan tensa y cansada después de enfrentarme con la burocracia, que me dan ganas de descabezar un sueñecito. Esto despeja la cabeza de un modo maravilloso, además de proporcionar nuevas energías. Sé que cerca de la mitad de las personas que hay en el mundo no son capaces de dormir un ratito sin sentirse torpes después, pero se lo recomiendo a quienes no sufran este inconveniente: un sueñecito ahorra tiempo en lugar de malgastarlo. Cuando tenía veinte años y pico me veía obligada a escribir por la noche, ya que durante el día trabajaba en otras cosas. Me acostumbré a echar una siestecilla sobre las seis de la tarde, o a poder hacerlo si lo deseaba, y luego me bañaba y cambiaba de ropa. Esto me daba la ilusión de disponer de dos días en uno y, dadas las circunstancias, me dejaba lo más fresca posible para la noche. Los problemas que uno encuentra al escribir a veces se resuelven milagrosamente después de dormir un poco. Me duermo con el problema y me despierto con la respuesta.
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Capítulo 5 Idear argumentos Da la impresión de que idear argumentos y desarrollarlos son dos procesos que coinciden en parte, y en cierta medida es así. No se puede avanzar en el desarrollo de una novela o relato sin alguna forma de acción, que forma parte del argumento. Pero la tarea que comentaré en este capítulo es la que consiste en bosquejar un argumento y sus ramificaciones, es decir, el trabajo que hay que hacer después de desarrollar la idea, cuando ya se tienen decididos sus elementos. Por ejemplo, ¿dónde debe ir el clímax de un libro? No estoy segura de que en todo libro haya un acontecimiento especial que pueda denominarse «clímax». Algunos argumentos tienen un clímax obvio, una sorpresa o algo bouleversant. Si así es, conviene decidir dónde ha de ir: a la mitad, al final o cuando el libro ya haya avanzado en sus tres cuartas partes. Algunos libros pueden tener dos o tres clímax de igual importancia. Algunos clímax deberían ser lo último del libro porque después de ellos no queda nada que decir y el libro debería terminar allí, con una traca final, por así decirlo.
Expresar las cosas importantes Me parece de lo más aconsejable que el escritor principiante trace un bosquejo del libro capítulo por capítulo —aunque las anotaciones de cada uno pueden ser breves—, porque los escritores jóvenes son muy propensos a divagar. El punto de partida del bosquejo de un capítulo será una pregunta que el escritor se hará a sí mismo: «¿De qué modo este capítulo hará avanzar la narración?» Si para este capítulo tienes pensada una idea llena de divagaciones, ambiental, decorativa, ten mucho cuidado; tal vez sea mejor desecharla si no consigues expresar con ella una o dos cosas importantes. Pero si crees que la idea para el capítulo hará avanzar el argumento, entonces debes hacer una lista de las cosas que quieras demostrar en dicho capítulo. A veces es una sola cosa: que uno de los personajes quiere ocultar el hecho de que se está volviendo ciego; que una carta importante ha sido robada. A veces son tres cosas. Y si las apuntas en un papel y dejas éste junto a la máquina de escribir, tendrás la seguridad de que no se te olvidará ninguna. Incluso ahora, cuando llevo escritos casi veinte libros, a veces tomo nota de lo que quiero decir. Si hubiera hecho esto desde el principio, me habría ahorrado mucho trabajo al escribir Extraños en un tren. No hay nada malo en hacerlo siempre, por experto que uno sea, ya que proporciona una sensación sólida de la obra que se está escribiendo. El temperamento y el carácter del escritor se reflejan en el método que utiliza para idear argumentos: lógico, ilógico, pedestre, inspirado, imitativo, original. Un escritor tendrá asegurada la buena vida si imita las tendencias del momento y es lógico y pedestre, porque estas imitaciones se venden y, desde el punto de vista emocional, no le exigen demasiado. Por tanto, su producción puede ser dos o diez veces mayor que la de un escritor más original que no sólo trabaja mucho y pone el
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corazón en lo que escribe, sino que también corre el riesgo de que le rechacen el libro. Es aconsejable juzgarse a sí mismo antes de empezar a escribir. Como esto puede hacerse a solas y en silencio, no hay necesidad de falsos orgullos. Hago este comentario aquí porque tiene que ver con la tarea de idear el argumento. Al público en general no le gustan los delincuentes que se salen con la suya al final, aunque son más aceptables en los libros que en las adaptaciones televisivas y cinematográficas. Si bien la censura es menos severa que antes, en general un libro tendrá más probabilidades de ser adaptado a la televisión y al cine si el héroe-criminal resulta atrapado y castigado al final; es decir, si se las hacen pasar moradas. Es casi preferible matarlo durante el relato, si no es la ley quien se va a ocupar de ello. A mí esto me repugna, ya que más bien simpatizo con los delincuentes, y los encuentro interesantísimos, a menos que sean monótona y estúpidamente brutales. Desde el punto de vista dramático, los delincuentes son interesantes porque, al menos durante un tiempo, son activos, libres de espíritu, y no se doblegan ante nadie. Yo soy tan observante de la ley que me echo a temblar ante un aduanero aunque no lleve contrabando en las maletas. Tal vez lleve dentro de mí un impulso criminal grave y reprimido, pues de lo contrario no me interesarían tanto los delincuentes o no escribiría sobre ellos tan a menudo. Y pienso que muchos escritores de suspense —exceptuando quizás aquellos cuyos héroes o heroínas son las víctimas y cuyos criminales no aparecen en el libro, son repugnantes o están condenados—tienen que sentir alguna clase de simpatía o de identificación con los delincuentes, pues, de no sentirla, no se verían emocionalmente implicados en los libros que tratan de ellos. En este sentido, el libro de suspense es inmensamente distinto del relato de misterio. El escritor de suspense suele dedicar mucha más atención a la mente criminal, porque el criminal suele ser conocido durante todo el libro y el escritor tiene que describir lo que pasa por su cabeza. Y esto no es posible a menos que se simpatice con él. La pasión del público por la justicia me resulta aburrida y artificial, porque ni a la vida ni a la naturaleza les importa que se haga o no justicia. El público, al menos el público en general, quiere presenciar el triunfo de la ley, aunque al mismo tiempo le gusta la brutalidad. Sin embargo, la brutalidad debe estar en el bando bueno. Los héroes-detectives pueden ser brutales, sin escrúpulos sexuales, pueden pegar patadas a las mujeres, y seguir siendo héroes populares, porque se supone que andan persiguiendo algo peor que ellos mismos.
Lo casi increíble Me gusta mucho que en los argumentos haya coincidencias y situaciones casi (pero no del todo) increíbles, como, por ejemplo, el plan audaz que en el primer capítulo de Extraños en un tren un hombre propone a otro al que apenas conoce hace un par de horas; la elección fortuita de Tom Ripley, asesino potencial, por el padre de un joven para que le haga volver a casa desde Europa; el encuentro inverosímil y poco prometedor de Robert y Jennie en El grito de la lechuza cuando parece que Robert es un merodeador, cosa que Jennie, que se siente atraída hacia él, ignora. Soy propensa a escribir libros cuyo principio es lento, incluso tranquilo, y 52
en el cual el lector adquiere un conocimiento total del héroe-criminal y de la gente que le rodea. Pero no hay ninguna ley sobre esto, y en El cuchillo empecé con gran estruendo, con un capítulo breve y lleno de acción: Kimmel asesina a su esposa. No sabemos muchas cosas sobre Kimmel, todavía menos sobre su esposa, pero es un primer capítulo interesante por los acontecimientos que contiene. Luego pasé a Walter, el protagonista propiamente dicho, y su papel en la narración comienza muy despacio. Nos enteramos de todo lo referente a él, que no es feliz con su esposa, que se siente atraído por una chica llamada Ellie, más porque su carácter afable contrasta con el mal humor de su esposa que por sus otras cualidades.
Ritmo La decisión sobre el ritmo que debe tener el relato forma parte de la tarea de idear el argumento y del efecto que el escritor quiera causar. No siempre pienso en él, como hice en El cuchillo. En parte puede llamarse «estilo» y como tal es algo natural y espontáneo, y tiene que ver con el temperamento del escritor. No hay que dar al relato un ritmo muy rápido o lento si al escribir te sientes forzado, poco natural. Algunos libros son nerviosos desde el principio, otros son lentos de cabo a rabo y parece que quiten importancia a los acontecimientos, analizándolos y ampliándolos. Algunos empiezan despacio, cobran velocidad y luego corren hasta el final. ¿Eres capaz de imaginarte un relato de suspense escrito por Proust? Yo sí. La prosa sería lenta y complicada, la acción no sería necesariamente acción y las motivaciones serían analizadas minuciosamente. La mayoría de mis principios lentos, incluso tediosos, están escritos con una prosa bastante nerviosa. Es posible describir de manera febril una casa aburrida y soñolienta en una soleada playa extranjera, aunque no pase nada en ochenta páginas. El estilo de la prosa prepara al lector para las cosas violentas que ocurrirán. Quizá sería más divertido escribir pausadamente (si se puede hacer con naturalidad), sin preparar al lector para el derramamiento de sangre y el asesinato. Es absurdo tratar de dictar leyes sobre estas cuestiones. El escritor debe distribuir los acontecimientos del relato del modo más ameno y entretenido y el ritmo apropiado de la prosa, lento, rápido o mitad y mitad, probablemente surgirá por sí solo.
Sorprenderse a uno mismo y al lector Ya he hablado de la necesidad de ver un libro tan claramente como vernos una fotografía, pero yo casi nunca soy capaz de ver así todo el argumento. Veo mis personajes y el marco, el ambiente, y lo que sucede en el primer tercio o cuarta parte del libro, por ejemplo, y generalmente en la última cuarta parte, pero suele haber un espacio borroso al final de las tres cuartas partes, una niebla que no consigo disipar hasta que llego allí. Mi método de escribir tal vez volvería loca a una persona más lógica. Pero ocurre con frecuencia —incluso a escritores que han visto claramente su libro del principio al fin antes de empezarlo— que un libro experimenta un cambio cuando uno ya lleva escritas tres cuartas partes. Cabe que esto sea el resultado de que un 53
personaje no se comporte como se había previsto, situación que puede ser buena o mala. No estoy de acuerdo en que tener un personaje vigoroso que actúe por su cuenta sea siempre bueno. Después de todo, uno es el jefe y no desea que sus personajes corran de un lado para otro, o tal vez permanezcan inmóviles, por muy fuertes que éstos sean. Un personaje recalcitrante puede desviar el argumento en una dirección mejor que la que uno había pensado al principio. O tal vez es necesario recortarlo, cambiarlo o desecharlo para volver a escribirlo del todo. Este obstáculo merece que se le dediquen varios días de reflexión y suele exigirlo. Si el personaje es muy tozudo, además de interesante, puede que te salga un libro distinto del que uno se proponía escribir, quizá sea un libro mejor, o igual de bueno, pero distinto. Esta experiencia no debe desconcertarnos. Sucede con mucha frecuencia. Y ningún libro, y posiblemente ningún cuadro, es, cuando está terminado, exactamente igual a como lo soñamos al principio. En el caso de que haya un espacio borroso en tu pensamiento —o en el manuscrito— seguramente se presentará una solución obvia. Es la solución más fácil, pero no suele ser la mejor. A mí se me ocurrió una solución obvia cuando estaba cerca del final de Crímenes imaginarios. Sydney arroja a su esposa por un acantilado en la finca que los padres de ella tienen en Kent, porque Alicia amenaza con acusarle de intentar asesinarla (arrojándola por el precipicio) si él no sigue casado con ella, cosa que a Sydney no le apetece. De modo que Sydney la arroja por el precipicio y luego dice que ella misma se ha arrojado. Era una solución demasiado trillada y obvia que, además, presentaba con demasiada brusquedad el hecho de que Sydney era capaz de asesinar. Destruí esa versión después de escribirla. Limitarse a sorprender y conmocionar al lector, sobre todo a expensas de la lógica, es un truco barato. Además, una acción sensacional y una prosa inteligente no consiguen ocultar la falta de inventiva por parte del autor. También escribir lo obvio, que, en realidad, no entretiene, proviene de una especie de pereza. Lo ideal es que los acontecimientos den un giro inesperado, guardando cierta consonancia con el carácter de los protagonistas. Estirad al máximo la credulidad del lector, su sentido de la lógica —es muy elástico—, pero no la rompáis. De esta forma escribiréis algo nuevo, sorprendente y entretenido, tanto para vosotros mismos como para el lector.
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Capítulo 6 El primer borrador Antes de hablar del primer borrador, me gustaría hablar de la primera página. Es importante, porque puede surtir dos efectos: que el lector se introduzca en el relato o que cierre el libro y lo deje. Un escritor al que conozco me dijo que no le importaba dedicar diez días a la primera página. Yo me quedaría ciega si le dedicase tantos días, pero he llegado a escribir tres versiones en un día y si no quedo satisfecha paso a la segunda página con la idea de volver a mirarme la primera al día siguiente. No hay nada como volver a un problema después de una pausa.
La primera página Algunos escritores, suponiendo que al lector no le gusta cansarse los ojos o el cerebro con un párrafo de treinta líneas, prefieren que el primer párrafo sea corto, de una a seis líneas. Creo que hacen bien. Thomas Mann puede escribir un párrafo sólido y muy largo en el comienzo de La muerte en Venecia, por ejemplo, pero no todo el mundo es capaz de escribir una prosa dotada de tanta fascinación intelectual como la de Mann. Me gusta que la primera frase contenga algo que se mueva y dé impresión de acción, en vez de ser una frase como, por ejemplo: «La Luz de la luna yacía quieta y líquida, sobre la pálida playa.» A continuación transcribo algunas de mis primeras frases, que con frecuencia me han dado más trabajo de lo que parece.
Extraños en un tren «El tren avanzaba impetuosamente, con ritmo furioso y entrecortado. Tenía que detenerse, cada vez con mayor frecuencia, en estaciones de poca monta donde permanecía unos momentos esperando con impaciencia la señal para volver a embestir la pradera.» El párrafo tiene otras cinco líneas y le sigue otro de una línea que presenta al protagonista, Guy, que se siente tan impaciente como el tren: «Guy desvió la mirada de la ventanilla y se retrepó en el asiento.» El siguiente párrafo tiene tres líneas y expone una situación sencilla y familiar: Guy quiere divorciarse y teme que su esposa, Miriam, se niegue a ello. Luego volvemos a la escena en el tren con Guy en dos párrafos de mediana extensión que describen el aspecto físico de Guy, dicen algo más sobre sus problemas, pero no fatigan el cerebro.
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A pleno sol «Tom echó una mirada por encima del hombro y vio que el individuo salía del Green Cage y se dirigía hacia donde él estaba. Tom apretó el paso. No había ninguna duda de que el hombre le estaba siguiendo. Había reparado en él cinco minutos antes cuando el otro le estaba observando desde su mesa, con expresión de no estar completamente seguro, aunque sí lo suficiente para que Tom apurase su vaso rápidamente y saliera del local.» Vienen luego cinco o seis párrafos cortos, de extensión diversa, y al final de la primera página y principio de la segunda nos enteramos de que Tom Ripley corre peligro de ser detenido, aunque no sabemos por qué.
Ese dulce mal «Eran los celos los que impedían dormir a David, los que le hicieron levantarse de la cama revuelta y salir de la pensión oscura y silenciosa para recorrer las calles.» Esta frase forma la totalidad del primer párrafo y va seguida de un párrafo de ocho líneas, luego otro de diecisiete: una primera página bastante «clásica». No nos enteramos de nada relativo a los problemas de David, salvo que se siente oprimido por algo que él llama la «situación». La mayor parte de la página está dedicada a describir las lóbregas calles de la pequeña ciudad de la parte alta del estado de Nueva York por las que David pasea, y la visión melancólica que David tiene del panorama.
La celda de cristal «Eran las 3,35 de la tarde de un martes en la penitenciaría del estado y los reclusos volvían de los talleres.» Esta frase decididamente tranquila es el inicio de un párrafo de dieciocho líneas al que sigue otro de doble extensión. Sin duda yo contaba con que la curiosidad del lector por un marco tan poco frecuente como es una prisión le impulsaría a seguir leyendo. La monotonía del ritmo es también la del ambiente de la prisión; una desesperanza que impregna a Carter, al menos en ese momento, a causa de una desilusión que acaba de sufrir, no permite que haya acción, velocidad o ni siquiera nerviosismo. El primer párrafo describe la reacción de Carter al sonido cotidiano que producen centenares de hombres caminando por pasillos de piedra, y sus reacciones son las de una persona corriente, no acostumbrada a la vida en la cárcel: la clase de persona que cabe suponer que son la mayoría de los lectores. En todo caso, el lector se ve introducido en la escena carcelaria por medio de sentimientos y pensamientos que podrían ser los suyos si se encontrara en semejantes circunstancias, y no se ve confundido ni abrumado por ninguna 56
información sobre por qué Carter está en la cárcel. Esto vendrá más adelante cuando el lector ya esté interesado por Carter.
El cuchillo «El hombre de los pantalones azul marino y camisa deportiva de color verde esperaba con impaciencia en la fila.» Esto constituye la totalidad del primer párrafo. El segundo tiene nueve líneas y le sigue una conversación intrascendente entre el hombre y la chica que vende las entradas del cine, luego hay un párrafo de siete líneas. La primera frase no llama la atención, pero la llamaría aún menos sin las palabras «con impaciencia». El hombre sólo va a ver una película. ¿Por qué iba a estar impaciente? ¿En qué está pensando? En menos de treinta líneas el lector averigua, por medio de la acción y no porque se lo digan, que el hombre ha comprado una entrada para ver la película y ha saludado a los amigos sólo porque quiere tener una coartada. En menos de cincuenta líneas sale del cine y se dirige a cometer un asesinato. Este movimiento es entretenido. Después podremos averiguar más cosas sobre Kimmel, y ciertamente las averiguamos, pero lo que interesa al principio es verle en acción. En la primera frase de Ese dulce mal quise crear la sensación de tensión emocional, y también de tozuda perseverancia, de una fuerza reprimida que algún día estallará. Si una persona está tan inquieta que se levanta de la cama para dar un paseo solitario, es que esta persona tiene problemas de alguna clase, y eso es una «situación». Que yo sepa, no hay reglas sobre nada de esto y me imagino que se podría crear un personaje que hiciera algo a la vez sencillo e interesante —como, por ejemplo, tratar de sacar un anillo de boda del desagüe de un lavabo— y seguir hablando de ello durante cincuenta o sesenta líneas de un solo párrafo sin perder la atención del lector. Pero éste no quiere que de buenas a primeras le sumerjan en un mar de información, en hechos complejos con los que difícilmente pueda relacionar a las personas que se mencionan en el texto, porque no ha tenido oportunidad de conocerlas. Además, meter al lector en una escena emocional, una discusión, una escena de pasión del tipo que sea es malgastar la imaginación, ya que no es posible que el lector se meta en ella sin conocer a las personas que la protagonizan. Así pues, me parece acertado dar la sensación de movimiento sin presentar en seguida las razones de dicho movimiento. «No había ninguna duda de que el hombre le estaba siguiendo» (A pleno sol). Esto es lo único que sabemos, pero es una situación sencilla y primitiva. Pero esto lo está pensando Ripley. No sabemos si Ripley es un delincuente al que debería seguirse, si es paranoico y se lo está imaginando; pero un hombre que sigue a otro, o un hombre que se cree que le están siguiendo, es una situación, y el lector quiere saber si el «seguidor» va a alcanzarle, si quiere alcanzarle y, en el caso de hacerlo, qué sucederá. Julian Symons es un escritor de primera, ganador de muchos premios por sus libros de suspense y de misterio, así como frecuente colaborador de la Ellery Queen's Mystery Magazine. A todo escritor de misterio o suspense le resultará
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provechoso estudiar sus obras. La primera frase de su libro the progress of a crime dice: «Aquel día Hugh Bennett almorzó como de costumbre en Giuseppe's, que era el único restaurante bueno que había cerca de la oficina.» El párrafo tiene cinco líneas más, luego hay una conversación ligera en párrafos de extensión cada vez mayor que nos presenta a dos personas que trabajan con Hugh en el periódico de una ciudad provinciana de Inglaterra. Es una prosa despreocupada, en modo alguno emocionante, pero que, pese a ello, capta la atención del lector por su carácter cotidiano, con la excepción de que estas personas hablan de su trabajo. La jerga de los periodistas interesa a la mayoría de las personas y en este caso los personajes son absorbentes, lo cual es aún más interesante. The progress of a crime cuenta la historia del joven Hugh Bennett, que se encarga de informar de lo ocurrido en la ciudad el día de Guy Fawkes3, durante el cual un ciudadano bastante importante es asaltado y muerto a puñaladas por una pandilla de cinco adolescentes. Sigue el proceso de dos de ellos y el señor Symons describe de forma brillante la marcha del mismo, con su creciente emoción y la publicidad que le da la prensa. En esencia no hay aquí ningún misterio, ya que sabemos que son el jefe de la pandilla y otro chico los que debieron de empuñar los cuchillos que mataron al ciudadano importante. Pero hay suspense en la lucha que entablan el fiscal y el defensor para obtener o suprimir pruebas. Julián Symons, ensayista y crítico además de novelista, no deja que las categorías le estorben y sus novelas de suspense son ejemplo del alcance que puede tener este género. El tercer hombre, la célebre obra de Graham Greene, empieza de un modo tranquilo, narrativo: «Uno nunca sabe cuándo va a recibir el golpe. La primera vez que vi a Rollo Martins tomé las siguientes notas para mis archivos policiales: "En circunstancias normales, un tonto alegre. Bebe demasiado y puede que cause algunos problemas. Cada vez que pasa una mujer alza los ojos y hace algún comentario, pero tengo la impresión de que en realidad preferiría no hacer nada. Nunca se ha hecho realmente hombre y quizás eso explique la adoración que sentía por Lime." Escribí las palabras «en circunstancias normales» porque le vi por primera vez en el entierro de Harry Lime.» Seguidamente hay un párrafo bastante largo que termina así: «Si al menos hubiera venido a decírmelo entonces, cuántos problemas nos habríamos ahorrado.» Aquí un misterio, un interrogante y un personaje muerto se presentan en un párrafo que ocupa casi toda la página y al que sigue otro párrafo aún mayor, de una página y media. Los dos párrafos forman la totalidad del primer capítulo. El capítulo tiene solidez, además de una sencillez encantadora, y los hechos que presenta aparecen entremezclados con la debilidad humana, que en sí misma es 3
Fiesta popular británica. (N. del T.) 58
atractiva porque todos tenemos debilidades y a todos nos gusta leer sobre otras personas que también las tienen. Este relato fue escrito para el cine y en un prefacio a El tercer hombre el señor Greene habla de cómo este hecho le hizo sentirse cohibido. El relato de Graham Greene que lleva por título «The basement room» (publicado en 1935), en el que se basó la película El ídolo caído, no fue escrito expresamente para el cine y creo que el señor Greene se encuentra más a gusto y menos cohibido al empezarlo: «Cuando la puerta principal los hubo dejado fuera y Baines, el mayordomo, hubo vuelto al recibidor pesado y oscuro, Philip empezó a vivir. Se quedó de pie ante la puerta del cuarto de los niños, hasta que oyó cómo el motor del taxi se alejaba por la calle. Sus padres se habían ido a pasar quince días de vacaciones...» Y así continúa durante cuatro líneas, luego hay un párrafo de cinco líneas, después ocho, luego seis. Es notable la diferencia de estilo entre estas dos primeras páginas. No me refiero a su respectivo mérito literario, sino al clima que crean. Qué sensación de hostilidad y autodefensa transmiten las palabras «dejado fuera» en vez de, por ejemplo, decir simplemente «cerrado tras ellos». The basement room sigue la tradición del relato breve lírico, visto a través de los ojos de una persona (en este caso un chico) cuyas emociones intervienen desde el principio. El tercer hombre es más intelectual. Al igual que todos los escritores, el señor Greene intenta atraer a sus lectores, pero en El tercer hombre su esfuerzo en tal sentido resulta más visible. En la otra narración es más natural. He aquí un comentario sobre los primeros capítulos en general: Es una buena idea proporcionar líneas de acción en dicho capítulo. Puede que en él no «pase» nada, que sea una historia de esa clase. Tal vez el escritor querrá preparar el escenario, mostrar la estructura o pauta de relaciones entre dos o más personajes, introducir a algunos de ellos, y nada más. Al hablar de líneas de acción me refiero a líneas de acción en potencia, tales como: un personaje desea hacer un viaje a alguna parte; otro quiere abandonar el mundo y no es capaz de hacerlo; un tercer personaje desea algo (o a alguien) que todavía no tiene; o se menciona un peligro en potencia, que puede ser cualquier cosa, desde las termitas y un posible terremoto hasta una aberración mental en uno de los personajes. Así, el simple hecho de describir las relaciones de los personajes puede crear «una línea de acción», siempre y cuando la relación sea dinámica. También puedo imaginar una línea de acción tranquila: una chica joven y hermosa cuida fielmente a su abuelo, que se halla confinado a una silla de ruedas, y vive así aislada del mundo. En realidad esto no puede seguir indefinidamente. ¡Mucho menos si uno está escribiendo un libro sobre ello! En el libro la chica puede salir durante una temporada del mundo de la silla de ruedas y luego volver a él a terminar el libro, pero si se trata de un libro de suspense, lo más probable es que se quede fuera. En el primer capítulo de un libro de suspense tiene que haber acción o una promesa de acción. Hay una cosa u otra en todas las buenas novelas, 59
pero en los relatos de suspense la acción tenderá a ser más violenta. Esa es la única diferencia.
Extensión y proporción Hay escritores que en sus primeros borradores escriben con demasiada brevedad. Yo he conocido a uno. Pero por cada uno de este tipo hay cien que escriben demasiado. Hay una tendencia a exagerar las descripciones e incluso las explicaciones. Al describir una habitación, por ejemplo, no hace falta hablar de todo lo que hay en ella, a no ser que la habitación esté llena de incongruencias interesantes como, por ejemplo, telarañas y pasteles de boda. Normalmente bastan un par de cosas para presentar la habitación como rica o pobre, pulcra o descuidada, decorada, masculina o femenina. También en el diálogo el principiante es propenso a escribir cada una de las palabras que se dicen. Con frecuencia tres líneas de prosa son suficientes para transmitir lo esencial de una conversación de cuarenta líneas. El diálogo es dramático y debe utilizarse con moderación, porque entonces, cuando se emplee, su efecto será más dramático. Por ejemplo, en un libro una trifulca conyugal puede resumirse así: «Howard se mantuvo en sus trece pese a que ella discutió con él durante media hora. Finalmente, ella se dio por vencida.» Después de esto, podría añadirse un solo parlamento en un párrafo, como, por ejemplo: «Siempre te has salido con la tuya», dijo Jane. «Así que ya puedes apuntarte otra victoria.» Al escribir un primer borrador hay que tener presente el libro en su conjunto, es decir, hay que verlo en sus proporciones, tanto si se ven cada una de sus partes en detalle del principio al fin como si no. La mejor forma de ilustrar lo que quiero decir es describir mi primer intento de escribir un libro, que fue también mi primer fracaso. El libro no se publicó nunca, ni siquiera llegué a terminarlo. En aquellos momentos yo veía la totalidad del libro: el principio, la mitad y el final. Quería que su extensión fuese de unas trescientas páginas; luego suprimiría unas veinticinco. Un día me di cuenta de que andaba por la página trescientas sesenta y cinco y no había contado ni la mitad de la historia. Tanto había concentrado la atención en cada página que había perdido de vista el libro en su conjunto. Escribía prolijamente sobre cosas sin importancia y el libro había perdido su proporción. Si imaginamos que el argumento tiene forma de ficha de dominó, sin puntitos blancos pero con una línea divisoria en la mitad, entonces hagamos que la línea divisoria represente la mitad del relato, en lo que respecta al número de páginas y a la extensión del argumento. Puede haber clímax y acontecimientos de poca importancia en ambos lados de la divisoria, pero no apretujados unos contra otros después de ésta ni en el extremo derecho del dominó. Un concepto de este género ayudará a tener el libro controlado. Por supuesto, hay espacio para alguna variación en lo que se ha decidido que sea «la mitad», y una variación leve no es seria, pero cuando uno se pasa de la señal en setenta y cinco páginas en una u otra dirección es que algo va mal. Algunos escritores prefieren utilizar un diagrama sencillo a modo de bosquejo o además del bosquejo escrito. Una vez hice uno que parecía un gráfico, con una línea que subía, bajaba, subía y volvía a bajar. En los puntos de subida puse
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etiquetas que representaban ciertos acontecimientos de la narración. Este método obliga al escritor a ver la secuencia de acontecimientos en proporción con el relato en total. También pueden ponerse en los puntos etiquetas con el número provisional de las páginas, lo cual da una idea aproximada de las páginas escritas cuando se llega a determinado punto de la narración. Al terminar el trabajo de un día, tengo por costumbre pensar en el del día siguiente. Posiblemente estaré un poco cansada y contenta de haber terminado el fragmento de ocho páginas o las que sean. Pero es agradable y alentador pensar en los siguientes acontecimientos del relato, los que escribiré al día siguiente. Me produce una sensación de continuidad. Si por la noche vienen unos amigos y me distraen, no me siento tan alejada del trabajo (quiero decir peligrosamente alejada), aunque ni piense en él durante toda la velada. De hecho, es una buena idea no pensar en él y dejar que la mente se recree en la compañía de amigos o haciendo algo muy distinto de escribir. Si al terminar la jornada uno piensa en el trabajo del día siguiente, por la mañana se sienta ante la máquina de escribir con una idea definida de lo que va a hacer en lugar de preguntarse dónde estaba y cómo va a continuar. También ayuda consultar las ideas con la almohada; las escribirás con mayor rapidez y claridad al día siguiente. Un libro es en realidad un proceso largo y continuo que, idealmente, sólo el sueño debe interrumpir. Dado que no vivimos en una isla desierta y que incluso en una cabaña en el bosque tendríamos problemas como son el procurarnos comida y combustible, nos vemos obligados constantemente a trazar planes, a jugar y a inventarnos «muletas» de un tipo u otro. Desde luego, la mente necesita distraerse mientras escribes un libro, pero la distracción tiene que escogerse cuidadosamente y no ser de un tipo que trastorne o produzca cansancio físico. Raras veces leo la totalidad del trabajo del día anterior antes de ponerme a trabajar; sólo leo la última página, tal vez las dos últimas que llevo escritas. Si el día anterior no me paré al terminar un capítulo, compruebo qué extensión tiene ya éste, puesto que me gusta saberlo, pese a que no hay leyes sobre la extensión de los capítulos. Un capítulo es como un «acto» corto en una obra teatral y tiene un efecto dramático o emocional, efecto que puede ser menor o mayor. El escritor tiene que ser emocionalmente consciente de esto. Con frecuencia me han preguntado sobre esto —si leo el trabajo del día anterior (o incluso todo el manuscrito como, según creo, hacía Hemingway)—, de ahí que lo mencione ahora. Es una cuestión puramente individual y yo necesito leer como mínimo una página para reanudar el ritmo de la prosa y el estado de ánimo que describe o inspira.
Estado de ánimo y ritmo Cuando empecé a escribir A pleno sol creía que mi estado de ánimo era espléndido y que mi ritmo era perfecto. Había alquilado una casa de campo cerca de Lenox, en Massachussets, y pasé las tres primeras semanas leyendo libros de la excelente biblioteca de Lenox, que está mantenida por particulares pero recibe con agrado la visita de turistas. Leí una edición de 1835 de Democracy in America, de Tocqueville, y hojeé una gramática italiana, entre otras cosas. El propietario de la casa de campo vivía lejos de allí y era un empresario de pompas 61
fúnebres que hablaba mucho de su profesión, aunque no me permitió visitar su establecimiento y ver la incisión en forma de árbol que hacía en el pecho antes de embalsamar el cadáver. «¿Qué mete usted dentro del cadáver?», pregunté. «Serrín», contestó rápidamente, como sin darle importancia. Yo estaba acariciando la idea de hacer que Ripley participase en una operación de contrabando que le obligaría a viajar en tren de Triestre a Roma y Nápoles; durante el viaje Ripley acompañaría un cadáver que en realidad estaría relleno de opio. Ciertamente, no era una buena idea y nunca la escribí de esta manera, pero por esto estaba interesada en ver los cadáveres de mi casero. Me sentía bucólica y empecé a escribir el libro y al principio creí que me estaba saliendo muy bien. Pero allá por la página setenta y cinco empecé a tener la sensación de que mi prosa estaba tan relajada como yo, casi fláccida, y que un estado de ánimo relajado no era el más oportuno para mister Ripley. Decidí tirar las páginas y empezar de nuevo, sentada mentalmente, además de físicamente, en el borde de la silla, porque ésta es la clase de joven que es Ripley: un joven que se sienta en el borde de la silla, si es que alguna vez llega a sentarse. Pero durante estas divagaciones sobre cadáveres llenos de opio y la equivocación de escribir una prosa demasiado relajada, no perdí de vista mi idea principal, que consistía en dos jóvenes que se parecen un poco —no mucho— y uno de los cuales mata al otro y asume su identidad. Esto era lo esencial de la narración. Se pueden escribir muchas narraciones en torno a una idea como ésta. No hay nada espectacular en el argumento de A pleno sol, creo yo, pero el libro se hizo popular debido a su prosa frenética y a la insolencia y la audacia del propio Ripley. Me imaginé a mí misma dentro de la piel de su personaje y eso hizo que mi prosa cobrara una confianza que en otro caso no hubiese tenido. Se hizo más entretenida. Al lector le gusta tener la sensación de que el escritor domina su material y tiene fuerzas de sobra. A pleno sol ganó un premio de los Mystery Writers of America, el Grand Prix de Littérature Policière de Francia y fue llevada al cine con el mismo título. El premio de los Mystery Writers of America lo tengo colgado en el cuarto de baño, que es donde cuelgo todos los premios porque allí parecen menos pomposos. En Positano, el documento enmarcado y cubierto con un cristal resultó ligeramente perjudicado por la humedad. Cuando quité el cristal para limpiarlo y secarlo, escribí «Mister Ripley y» delante de mi propio nombre, pues creo que el premio deberían habérselo dado al propio Ripley. Ningún libro me ha resultado más fácil de escribir y a menudo tenía la sensación de que Ripley lo estaba escribiendo y que lo único que hacía yo era pasarlo a máquina.
En armonía con el libro Los buenos libros se escriben solos, ya se trate de un libro pequeño pero de éxito como A pleno sol o de obras literarias más extensas e importantes. Si el escritor piensa lo suficiente en su material, hasta que se convierte en parte de su mente y de su vida, y se acuesta y se levanta pensando en él, entonces cuando se ponga a trabajar por fin la narración saldrá con fluidez, como por impulso propio. El escritor debe sentirse integrado en el libro mientras lo esté escribiendo, tanto si tarda seis semanas como si tarda seis meses, o un año, o más. Es maravillosa la forma en 62
que fragmentos de información, rostros, nombres, anécdotas, impresiones de toda clase que proceden del mundo exterior durante la redacción del libro pueden utilizarse en éste si uno está en armonía con el libro y sus necesidades. ¿Se trata de que el escritor atrae las cosas más indicadas o es que hay algún proceso que aleja las que no lo son? Probablemente se trata de una mezcla de ambas cosas. Si uno intenta escribir y al mismo tiempo tiene un empleo, es importante que cada día o cada fin de semana se reserve cierto tiempo que deberá ser sagrado y sin interrupciones. En cierto modo, esto resulta más fácil si se vive con alguien, porque esta persona puede contestar a la puerta o al teléfono. Debe de haber centenares de escritores que intentan escribir una novela los fines de semana y por la noche. Cinco noches a la semana de dos o tres horas cada una, u ocho horas cada sábado, o cuatro noches por semana de tres horas cada una: el escritor debe hacerse su propio programa y atenerse a él. Sentir orgullo por el propio trabajo es esencial, y si uno permite interrupciones y acepta invitaciones, su orgullo se va empañando poco a poco. Puede que al escribir una novela se avance despacio, pero eso no tiene importancia. Lo importante es tener la sensación de que el libro está encarrilado, que hasta el momento sale bien, aunque solamente se hayan hecho cuarenta páginas en un mes. Si se tiene un empleo, hay que estar descansado antes de ponerse a trabajar en el libro y no hay que apresurarse, ya que entonces las cosas se embrollan. Los embrollos no son fáciles de afrontar, de modo que si se presenta una distracción uno se siente más inclinado a ceder ante ella que a afrontar el problema que le espera en su mesa de trabajo.
Oficio y talento Estos comentarios son perogrulladas, pero los escritores con cierta experiencia y, por supuesto, cierto talento ciertamente sufren presiones externas, pues, de no ser así, no habría instituciones como Yaddo, en Saratoga Springs. Ir a Yaddo no cuesta dinero, pero el escritor tiene que presentar el primer capítulo de un libro, varios relatos cortos, publicados o no, y tener tres recomendaciones para que lo admitan. En Yaddo no se le facilita nada, salvo una habitación propia y la garantía de que no habrá interrupciones desde las nueve de la mañana hasta las cuatro de la tarde; pero el escritor no necesita nada más, excepto un lápiz o una máquina de escribir y papel... y comida, claro, que también es gratis. La mayoría de los escritores dicen que en semejantes condiciones trabajan un treinta por ciento mejor que «en el mundo», prescindiendo de lo que ellos entienden por «el mundo». Lo que escriben es mejor y su producción es más rápida. Debido a la necesidad de trabajar en otra cosa, no todo el mundo tiene la suerte de ir a Yaddo. Lo cito como algo ideal, algo que uno puede pretender en pequeñas dosis, incluso en una casa donde haya niños. No hay que ser un monstruo, o tener la impresión de serlo, para exigir dos o tres horas de intimidad absoluta. Este programa debe convertirse en un hábito, y el hábito, como el escribir mismo, en una forma de vida. Debe convertirse en una necesidad; entonces uno puede trabajar y trabajará siempre. Es posible pensar como un escritor toda la vida, querer ser escritor, pero escribir poco, ya sea por 63
pereza o por falta de hábito. Una persona así puede escribir pasablemente bien cuando escribe —estas personas destacan como grandes escritores de cartas— e incluso pueden vender algunas cosas, pero esto es más dudoso. Escribir es un oficio y necesita una práctica constante. «Pintar no consiste en soñar o en estar inspirado. Es un oficio manual y se necesita un buen artesano para hacerlo bien», dijo Fierre Auguste Renoir; y, tratándose de un artista y de un maestro, creo que vale la pena recordarlo. Y Martha Graham dijo lo siguiente sobre el arte de la danza: «Es una curiosa combinación de habilidad, intuición y, debo decirlo, crueldad... y de un hermoso elemento intangible llamado "fe". Si no tenéis esta magia, podéis hacer una cosa hermosa, podéis hacer treinta y dos fouettés, y no pasa nada. Creo que esta cosa es algo innato. Es algo que puedes sacar de la gente pero no infundírselo, no se puede enseñar.» Renoir habla del oficio, Martha Graham del talento la gracia, el genio. Las dos cosas deben ir juntas. El oficio sin talento no tiene encanto ni sorpresas, nada original. El talento sin oficio... bueno, ¿cómo puede el mundo verlo en ninguna parte? Grandes músicos, escultores y actores han hecho comentarios como los que he citado, porque todas las artes son una sola, todos los artistas tienen un núcleo parecido y es sólo la casualidad la que determina que el artista se haga músico, pintor o escritor. Toda arte se basa en el deseo de comunicar, el amor a la belleza, la necesidad de crear orden del desorden. Éste fue mi «¡Eureka!» a los diecisiete años: que todas las artes eran una sola. Me di cuenta de ello y llegué a pensar que había descubierto algo nuevo, pero pronto averigüé que ya lo habían dicho miles de años antes, casi desde el mismo momento en que el hombre empezó a escribir. Y hace veinte mil o cuarenta mil años, cuando se estaban pintando los grandes murales con animales de las cuevas de Lascaux, me imagino que uno o dos hombres de una tribu observarían un parecido curioso entre el temperamento de los hombres que pintaban bisontes y renos y los hombres que siempre estaban contando historias inventadas por ellos mismos, tratando constantemente de reunir un grupo de oyentes a su alrededor. No tenemos datos sobre los esfuerzos del narrador de historias por perfeccionar su arte, pero en el suelo de las cuevas decoradas están desparramados los primeros esfuerzos, los bocetos que los que pintaron las paredes hicieron para practicar en fragmentos de arcilla que ahora están rotos. Tenían que practicar antes de poder dibujar el lomo de un reno con un simple movimiento de la mano y el brazo.
Una sensación de contacto Me asombra lo que he oído decir de ciertos pintores a los que no he conocido personalmente: que se dan por satisfechos pintando para ellos mismos, que no les importa montar una exposición y mucho menos vender un cuadro. No hay duda de que para esto hay que tener mucha confianza en uno mismo. Al parecer, sólo sienten placer perfeccionando su trabajo ante sus propios ojos, a solas. Esto parece extraño, mientras haya personas a su alrededor, y quizás algunos de ellos tengan un grupo de amigos selectos a quienes con gusto enseñan sus obras. Pero 64
no es imposible imaginar semejante actitud. Creo que la mayoría de los escritores, si llevasen una existencia como la de Robinson Crusoe, sin esperanza de volver a ver seres humanos, seguirían escribiendo poemas, relatos breves y libros con el material que tuviesen a mano. Escribir es una forma de organizar la experiencia y la vida misma, y la necesidad de hacerlo sigue estando presente aunque no se tenga público. Sin embargo, pienso que a la mayoría de los pintores y escritores, les gusta que su obra la vean y lean muchas personas y, desde el punto de vista emocional, esta sensación de contacto es de gran importancia para su moral. Creo que el primer impulso de escribir lo tuve cuando contaba nueve años de edad. Mi maestra de gramática me señaló una tarea típicamente penosa: una redacción sobre el tema «Cómo pasé las vacaciones de verano». La tarea resultaba aún más dolorosa por el hecho de tener que recitarla sin notas y de pie ante toda la clase. Generalmente, en las redacciones de este tipo hablábamos de excursiones en bicicleta, carreras sobre patines o de cómo alguien se fabricó un tirador y ganó un concurso consistente en derribar latas vacías. Pero el verano en que cumplí nueve años había hecho algo interesante. Mi familia había ido en coche de Nueva York a Texas y de vuelta a Nueva York y durante el viaje habíamos visitado las Endless Caverns.4 Describí estas cuevas, que me habían impresionado muchísimo: debido a su extensión, al hecho de que no se habían descubierto aún su final, y a las formas de flor que adquiría la piedra caliza en algunas partes con sus estambres, anteros, pétalos y tallos. Dos chiquillos que perseguían un conejo las habían descubierto. El animal se metió en una hendidura, los chiquillos le siguieron y se encontraron en un mundo subterráneo: inmenso, fresco, hermoso y lleno de color. Cuando llegué a esta parte el clima del aula cambió. Todo el mundo empezó a escuchar porque lo que yo decía les interesaba. De pronto me había vuelto «entretenida» y al mismo tiempo estaba compartiendo una emoción personal. Me olvidé de mi timidez y el discursito salió mucho mejor. Fue mi primera experiencia de divertir relatando. Era algo que tenía un aspecto mágico, pero podía hacerse, y yo lo había hecho. No pensé en nada de todo esto en aquel momento, sin embargo, y ya tenía quince años cuando intenté escribir algo por placer: un poema épico, fantástico y romántico, algo parecido a uno de los Idilios del rey de Tennyson.
4«Cavernas
interminables.» (N. del T.) 65
Capítulo 7 Las dificultades Tal vez sea absurdo ponerle a un capítulo el título de «Las dificultades» y tratar de indicarlas y resolverlas en unas pocas páginas. Hay dificultades potenciales en todas partes, incluso en la primera frase, si nos sale sosa, no nos satisface y hacemos una pausa. Las dificultades ocasionan pausas de diversas clases y duración. Las dificultades pequeñas, como la frase sosa, pueden corregirse en un par de minutos volviendo a escribir la frase, pero hay dificultades grandes que parecen acorralarle a uno en un rincón. Las grandes tienen lugar en la segunda mitad de los libros y pueden causar pausas terribles de días y semanas. Uno se siente atrapado, con las manos atadas, el cerebro amordazado, los personajes paralizados, la historia moribunda antes de quedar terminada. La cura puede consistir en volver a la idea original, a lo que uno pensaba antes de ponerse a escribir el libro. Incluso en preguntarse a sí mismo: «¿Qué quiero que suceda?»; y luego disponer las cosas de manera que esto pueda suceder. Esto puede obligar a cambiar el argumento o un personaje, poco o mucho. Y, por supuesto, ésta es la más larga de las operaciones. A veces, si te has atascado simplemente por un incidente, un acontecimiento que ponga punto final al libro, que aleje las sospechas del héroe o algo así, la operación es más corta. Al escribir A pleno sol me encontré con una dificultad de unas veinte páginas antes del final. Quería que ocurriese un incidente que fuera peligroso para Ripley pero que le liberase de toda sospecha a ojos de la policía. Sencillamente, la idea no se me ocurría, y no se me ocurrió durante cerca de tres semanas. Empecé a pensar que la inventiva me había abandonado. Probé suerte con todos los métodos que conocía, pensar en ello, no pensar en ello, leer las cincuenta páginas anteriores, pero nada daba resultado. Como tenía la impresión de que estaba perdiendo el tiempo, empecé a pasar en limpio la primera parte del libro. Esta actividad semimecánica, que al mismo tiempo tenía que ver con el libro (por supuesto, iba puliendo algunas cosas a medida que escribía), debió de dar en el clavo, ya que se me ocurrió la solución cuando llevaba tres o cuatro días escribiendo a máquina. Consistía en hacer que se desatara el bramante de los cuadros al óleo pintados y firmados por Greenleaf que Ripley había dejado en el almacén de la American Express en Venecia. Se supone que las huellas dactilares que hay en estos cuadros son de Greenleaf, ya que se supone también que éste dejó los cuadros en Venecia antes de su «suicidio». En realidad. Greenleaf llevaba muerto varios meses antes. Las huellas dactilares que hay en los cuadros concuerdan con las del piso «de Greenleaf» en Roma, y nadie sospecha que Ripley haya estado allí y, desde el punto de vista de la policía, todo concuerda, aunque todas las huellas dactilares son de Ripley. Ripley queda libre de toda sospecha y, para colmo, recibe las bendiciones del padre de Greenleaf, más la renta de Greenleaf para toda la vida. Fin de la historia. Lo que un escritor quiere que ocurra en un relato tiene mucho que ver con el efecto que desee causar: trágico, cómico, melancólico o lo que sea. Hay que tener bien claro dicho efecto antes de empezar a escribir el libro. Repito esto aquí porque 66
puede ser una ayuda en caso de dificultad. Vuelve al efecto que querías crear al principio y puede que el incidente o cambio en el argumento se te ocurra en seguida. Mientras escribo el presente libro me encuentro atascada en una serie de dificultades molestas pero previsibles. Son dificultades pequeñas. ¿Qué decir a continuación? Este o aquel comentario, ¿no debería ir en un capítulo anterior o en un capítulo futuro? Hay momentos en que me parece que tengo mucho que decir, y en otros momentos no se me ocurre nada. Esto se debe a que trato de utilizar el cerebro en lugar de una fuerza inconsciente y, sobre todo, porque en el presente libro no hay ningún hilo narrativo que me guíe a través de su pequeño laberinto. Si una dificultad de esta clase se presentara al escribir un relato o una novela, sabría que la causa sería la imposibilidad de ver los acontecimientos inmediatamente futuros (y en tal caso, dejaría de escribir y me pondría a imaginar las próximas treinta o cuarenta páginas), o porque estaría obligando a uno o más personajes a hacer algo en contra de sus deseos, o porque el argumento sería tan ilógico que ni a mí me convencería. Aunque parezca despreocupada al hablar del arte de idear argumentos y escribir, creo que es necesario ir pensando por adelantado el capítulo siguiente al que estás escribiendo, y escribir un capítulo suele exigir más de un día. Hay principiantes capaces de llenar doscientas páginas en un abrir y cerrar de ojos, pero muchas veces el editor hace el trabajo que ellos deberían haber hecho, señalando incongruencias y actos que no se ajustan al carácter de quien los realiza. Escribir así refleja tanto pereza como falta de sensibilidad. El escritor debe ser siempre sensible al efecto que está creando en el papel, a la verosimilitud de lo que está escribiendo. Debe darse cuenta de cuándo algo va mal, con la rapidez con que un mecánico capta un defecto al escuchar el ruido de un motor, y debe corregirlo antes de que vaya a peor.
Problemas abstractos y concretos Si un relato de suspense se planifica con la mayor lógica posible, escribirlo será más fácil que escribir una novela de otro tipo, debido a que tendrá un argumento sólido. Los novelistas que no cultivan el suspense tienen problemas bastante abstractos: un personaje que se niega a doblegarse al argumento del escritor, una solución a un problema moral que parecía buena en principio pero no queda bien al ser puesta por escrito. Los problemas de un escritor de suspense suelen ser concretos y estar relacionados con cosas como, por ejemplo, la velocidad de un tren, los procedimientos policiales, la fatalidad de las píldoras para dormir, los límites de la fuerza física, y la frontera aceptable entre la estupidez y la inteligencia de la policía. Puede que haya que cambiar de geografía, acortar o alargar distancias. Quizá habrá que dar al héroe un talento o una inferioridad especial, como, por ejemplo, una vista y oídos excelentes, o un miedo enfermizo a las polillas o a las mariposas; y tendrá que quedar bien claro en las primeras páginas del libro si se piensa utilizar más adelante. La dificultad más frecuente con que tropieza el principiante cabe expresarla con esta pregunta: «¿Qué sucederá a continuación?» Es una pregunta aterradora, que 67
puede hacer que el escritor tiemble de miedo al público y, además, que le dé la sensación de estar desnudo en un escenario ante una nutrida concurrencia sin saber qué hacer para entretenerla. De repente se ha visto obligado a pensar en algo que seguramente nunca se le ocurrió pensando, porque la inspiración o el germen de una idea nunca se presentan pensando. Muy a menudo el escritor conoce dos o tres cosas que deberían suceder a continuación o muy pronto; no se trata de que no sepa qué decir, sino de que no acaba de decidirse sobre qué escena o acontecimiento debe escribir a continuación. Esto es un problema de secuencia, sencillo en comparación con los demás problemas. Pero es un problema dramático y, por ende, creativo. Si pensando no acabas de decidirte, deja de pensar y ponte a hacer otra cosa —lavar el coche, por ejemplo— y deja que las tres ideas revoloteen libremente por tu cerebro. Él cerebro de un escritor posee la habilidad de disponer una cadena de acontecimientos de una forma naturalmente dramática y, por tanto, correcta. Desde los dramaturgos más grandes —Esquilo y Shakespeare— hasta los plumíferos de éxito, esta disposición dramática de los acontecimientos se manifiesta de un modo que con frecuencia se califica de instinto, pero que también es fruto de la práctica y la disciplina. Los escritores son personas que entretienen a las demás. Les encanta presentar cosas de un modo atractivo, entretenido, hacer que el público o el lector se sorprenda, preste atención y se lo pase bien.
¡Qué punto de vista! Pero si una narración realmente se niega a avanzar y tienes la sensación de encontrarte en un lío sin saber cómo salir de él, intenta volver a los métodos que empleaste para idear el argumento: inventa posibles soluciones a tu problema; inventa una acción que haga avanzar el relato, incluso soluciones y acciones descabelladas e ilógicas, porque tal vez sea posible volverlas lógicas. Si esto no da resultado, olvídate de todo el asunto durante un tiempo o finge incluso que te da lo mismo que el libro llegue a terminarse o no. Puede que esto signifique pasarte varios días vagando por la casa sin hacer nada, o trabajando en el jardín, tocando el piano o haciendo cualquier cosa que cambie tus pensamientos. Sin embargo, la dificultad que surge al escribir un libro es un problema que está al acecho y que debe resolverse, sin que sirva de nada tratar de olvidarlo. Desde luego, es muy fácil desecharlo si en realidad no estás muy metido en el libro. Pero si estás metido y el libro te importa, tu subconsciente aportará la solución al problema. Al llegar a la página veinte o veinte y pico el escritor puede encontrarse con que está narrando la historia desde un punto de vista equivocado. Creo que el punto de vista es el coco para muchos escritores principiantes, debido a que se han dicho muchas cosas aterradoras sobre él. Se trata únicamente de sentirse cómodo al escribir, de saber quién narra la historia. La única otra cosa que hay que tener en cuenta es de qué clase de historia se trata. ¿Cómo quedaría mejor contada, desde la barrera o a través de los ojos de un participante? Emplear la primera persona del singular es la forma más difícil de escribir una novela; sobre esto parece que los escritores están de acuerdo, aunque no lo estén en ningún otro aspecto relativo al punto de vista. Yo me he encallado dos veces en 68
libros escritos en primera persona del singular, tanto que abandoné la idea de escribirlos. No sé qué me pasó, sólo que me harté de escribir el pronombre «yo»5 y me fastidiaba la sensación estúpida de que la persona que contaba el relato estaba sentada ante la mesa escribiéndolo. ¡Fatal! Además, mis protagonistas son muy dados a la introspección y escribirlo todo en primera persona les hace parecer cochinos intrigantes, que es realmente lo que son, por supuesto, pero lo parecen menos si algún autor sabelotodo se encarga de narrar lo que les pasa por la cabeza. Quizá porque, en conjunto, me resulte más fácil, prefiero el punto de vista del personaje principal, escrito en tercera persona del singular y, podría añadir, en masculino, ya que tengo la sensación, que supongo del todo infundada, de que las mujeres no son tan activas como los hombres, y no tan atrevidas. Soy consciente de que sus actividades no tienen por qué ser físicas y que como fuerzas motivadoras pueden llevarles ventaja a los hombres, pero tiendo a pensar que las mujeres son empujadas por la gente y las circunstancias en lugar de ser ellas las que empujen, y más dadas a decir «no puedo» que «lo haré» o «voy a hacerlo». Casi no me atrevo a decirlo, pero el punto de vista más fácil podría ser el de una persona no criminal que protagonizara un relato en el que tuviera que vérselas con el criminal. Obviamente, el escritor tiene que identificarse con la persona a través de cuyos ojos se relata la narración, pues los sentimientos, pensamientos y reacciones de la citada persona son el fluido vital de la narración. Esto no quiere decir que este personaje constituya la acción de la narración. Me resulta fácil imaginar un relato de suspense contado a través de los ojos de un anciano o una anciana que debe guardar cama por enfermedad, simple observador de lo que ocurre. Pero, al igual que todas las novelas, hasta una de suspense es una cosa emocional; son los cinco sentidos, más la inteligencia, que juzga y toma decisiones, los que cuentan y constituyen el verdadero libro. Los novelistas de suspense tienden a escoger el punto de vista de una persona activa, de un hombre capaz de luchar, correr y, si hace falta, utilizar un arma de fuego. Si se repite constantemente, esto también puede hacerse aburrido, tanto para los lectores como para el escritor. Me ha pasado por la cabeza la idea de escribir un libro de suspense desde el punto de vista del cadáver. «Les habla el cadáver.» Y seguidamente el muerto o la muerta procede a contar la historia que precedió a su muerte, los detalles de ésta y lo que ocurre después. No hay que preguntar cómo el cadáver es capaz de hacer todo esto. En la ficción no siempre es necesario responder a preguntas lógicas. Pero no puede decirse que esta idea sea original. La han utilizado más de media docena de autores de novelas policiacas, según el crítico Anthony Boucher, que agrega: «Una y otra vez se le ocurre a alguien, y siempre como una idea nueva y sorprendente...» No deberíamos olvidar el punto de vista del espectador, ni la forma brillante en que Henry James lo utilizó en La vuelta de tuerca, por ejemplo. No puedo imaginarme al ama de llaves de dicho relato participando en una batalla de En inglés la corrección gramatical exige que se escriba el pronombre personal delante del verbo. (N. del T.) 5
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almohadas con los dos niños, pero sus reacciones frente a las cosas que vio o imaginó ponen los pelos de punta. Prefiero que en una novela haya dos puntos de vista, pero no siempre los empleo. De haber querido, en Mar de fondo hubiera podido pasar del punto de vista de Vic, el marido, al de la esposa, pero el relato nos permite conocer tan bien los pensamientos y deseos algo primitivos de ella, que ver las cosas a través de sus ojos hubiese aportado poca información o variación al libro. Sin embargo, atenerse a un solo punto de vista durante todo un libro, como hice en A pleno sol, aumenta la intensidad de una narración, y la intensidad puede y debe contrarrestar la posible monotonía del punto de vista de una única persona. Utilizar dos puntos de vista —como hice en Extraños en un tren, los de los dos jóvenes protagonistas, tan distintos uno del otro, y en El cuchillo, de Walter y Kimmel, que tampoco se parecen en nada— puede producir un cambio muy entretenido de ritmo y ambiente. Por esto prefiero que la novela describa el punto de vista de dos personas, si es posible. Recientemente, en una revista femenina leí un relato visto a través de los ojos de un padre: corre el riesgo de que su joven hija le sea arrebatada por un hombre mayor al que ella encuentra fascinante. Estos relatos suelen empezar así: «Soy sólo un hombre, así que no lo sé todo, pero...» Es de suponer que los lectores siguen leyendo ávidamente sólo porque el narrador es un hombre que sabe cosas que los lectores ignoran. La historia estaba bien a lo largo de mil palabras más o menos; luego había una escena romántica entre la hija y el hombre mayor en una terraza bañada por la luz de la luna, con diálogo directo, y era totalmente inverosímil que el padre estuviera allí. Tampoco el autor anunciaba que se iba a inventar la conversación, pero ya estaba a la mitad de la escena cuando me percaté de ello. Son cosas de la ficción popular. ¿Por qué hay que preocuparse por el punto de vista? Bien podríamos hacer que en el próximo relato el narrador fuera una escupidera colocada en un rincón. Con todo, como soy escritora, la solución del problema del punto de vista en este relato acabó por impresionarme y volví atrás para ver cómo se las había arreglado el autor. De ninguna manera: sencillamente había empezado a escribir la escena de la terraza bañada por la luz de la luna. El resultado es ameno —especialmente si tienes que interrumpir la lectura para remover la sopa—, pero, hablando emocionalmente, la ruptura, la inexplicable e imperdonable ruptura del punto de vista debilitaba la narración. Era una libertad que sobrepasaba lo que le está permitido a un escritor. Era, de hecho, una deformación horrible de un relato corto. Desde luego, la escena de la terraza fue escrita para vender el relato, porque lo que desea la mayoría de la gente es ver a los dos protagonistas románticos en acción, en lugar de leer el análisis que hace un padre de todo ello. Y el padre nos hubiera caído muy mal si hubiese reconocido francamente: «Suelo escuchar a escondidas y aquella noche me oculté en un jarrón grande que había en la terraza y...»
«Sentir» una historia emocionalmente Un serio estancamiento después de treinta o cuarenta páginas, y un auténtico hastío de todo el proyecto, puede ser el resultado de que el escritor no se 70
identifique con la persona a través de cuyos ojos y emociones intenta contar la narración. Los escritores con experiencia aprenden a reconocer el fenómeno en seguida, en la primera o la segunda página, y con frecuencia se percatan de ello mientras están pensando —es decir, tratando de sentir el relato emocionalmente—, antes de ponerse a escribir. Hace varios años tuve uno de estos problemas con un relato corto acerca de una mujer de cuarenta y cinco años, residente en Munich, que se hospeda en una estación de invierno en Austria con el propósito de suicidarse al cabo de unos días. Pero, lejos de estar melancólica, hay en ella una alegría, un aire de felicidad plácida, que la hace atractiva a los ojos de los demás huéspedes del hotel, hombres y mujeres, jóvenes y viejos. La mujer está en paz consigo misma, con los acontecimientos de su vida, y aunque siempre le ha gustado la gente, ya no la necesita: éste es el tema de la narración. Por esto la gente se siente atraída hacia ella, porque presiente que ella no les pide nada, emocionalmente hablando. Bien. Escribí dos principios para este cuento, uno de seis páginas y otro de doce. Ninguno de los dos daba sensación de autenticidad. La prosa resultaba forzada, estudiada, sin el menor soplo vital y, sobre todo, yo deseaba transmitir una sensación de vida y de amor a la vida, incluso en la mujer que se proponía abandonarla. Le dije a una amiga que estaba muy disgustada conmigo misma porque me sentía incapaz de escribir esta historia cuyo tema era tan prometedor. Me deprimía pensando que el tema, aunque se me hubiera ocurrido a mí, era demasiado bueno para una escritora como yo. Henry James y Thomas Mann lo hubieran escrito fácilmente, pero yo no. «Estoy pensando en escribirla desde el punto de vista de alguien que está en el hotel y que la observa», dije, aunque ello no me inspiró mucha esperanza. Entonces mi amiga, que no es escritora, me sugirió que probase a escribirla desde el punto de vista del autor omnisciente. Al menos era una idea. La palabra «omnisciente» me sugería objetividad. El autor sabelotodo observa el asunto como si estuviera algo distanciado. Probé a escribir la historia otra vez, imaginándome «a distancia» aunque, de hecho, seguía escribiendo a través de los ojos de mi heroína. La palabra «omnisciente» era lo único que me había ayudado. Ya no tenía que pensar que me encontraba dentro del personaje principal, una mujer que se encuentra al borde mismo del suicidio. Yo nunca he estado al borde del suicidio, ni siquiera en sus proximidades, y no me cabe la menor duda de que esto era un inconveniente. Imaginarme la renuncia al mundo, que es lo que significa el suicidio, iba a resultar una tarea colosal que requeriría mucho tiempo y muchos esfuerzos si quería que saliese bien. Así que opté por la salida fácil: no expliqué el estado de ánimo de la mujer. (Nunca pidas disculpas, nunca des explicaciones, dijo un diplomático inglés, y un escritor francés, Baudelaire, dijo que las únicas partes buenas de un libro son las explicaciones que se han omitido en él.) Me limité a decir que el marido y el hijo de la mujer estaban vivos, que eran muy distintos de ella y que llevaban unos cuantos años distanciados. Pero por otro lado, nunca he estado al borde de asesinar a nadie, pero, a pesar de ello, puedo escribirlo, quizá porque a menudo el asesinato es una extensión de la ira, una extensión que llega a la locura, temporal o permanente.
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El relato sobre la mujer que se suicida se titula Nothing tbat meets the eye. Siempre es agradable poder decir que una narración ha salido en tres antologías, pero lo cierto es que no logré venderla. Es inevitable que en las primeras obras de un escritor la elección del punto de vista esté dominada por su personalidad, por la clase de vida que ha llevado, por cómo y dónde se educó, por los detalles personales de su vida. Obviamente, es mejor que el escritor elija primero el punto de vista de personajes que emocionalmente se parezcan a él. Cuando haya practicado el arte de imaginar, el escritor puede atreverse a meterse en la personalidad de muchos tipos de personas distintas a él: agricultor, chica joven, niño, marino o casi cualquier persona totalmente distinta de él. Al igual que Paul Gallico en su libro The silent miaow, las confesiones personales de un gato, uno incluso puede llegar a introducirse en la personalidad de un animal. De un modo u otro, muchas dificultades están en la mente del escritor más que en el papel. Empieza a escribir más despacio o deja de hacerlo sin saber exactamente qué es lo que va mal. Con frecuencia tiene una sensación vaga de inseguridad, de estar perdiendo el tino, de que el relato ya no es bueno ni convincente. Esta sensación la tuve brevemente cuando escribía Crímenes imaginarios y llegó el momento en que la esposa, Alicia, se siente trastornada hasta el punto de arrojarse por el acantilado. El problema radica en que no había dejado bien sentado, con la suficiente antelación en el libro, que Alicia pertenecía al tipo de persona que puede derrumbarse a causa de las tensiones. Finalmente se arroja al vacío, pero tuve que trabajar en páginas anteriores para que esto fuese lógico. Éste es un ejemplo sencillo de este tipo de estancamiento, pero es también el que se sufre con más frecuencia, de una forma u otra: el escritor no ha puesto los cimientos para lo que debe suceder cuando el relato esté más avanzado.
Utilizar los sentidos Un ambiente poco cuidado difícilmente puede decirse que sea una dificultad, pero puede darle al escritor la sensación de caminar sobre hielo quebradizo a medida que va avanzando, sin que sepa por qué. No se me ocurre ninguna fórmula para crear ambiente, pero, dado que éste penetra en nosotros por uno de los cinco sentidos, o por todos ellos, o también por un sexto sentido, conviene utilizarlos todos. El olor de una casa, el color general de una habitación: verde oliva, marrón mustio o un alegre amarillo. Y los sonidos: el de una lata vacía que el viento hace rodar por la calle, el de un inválido que tose en otra habitación, el olor a una mezcla de medicamentos, a menudo dominado por el alcanfor, que se nota en muchas habitaciones de viejos. O, en una finca campestre donde nada parece estar mal o ser amenazador, a veces, sin saber por qué, se tiene la impresión de que los árboles caerán sobre la casa y la demolerán. Hace unos años visité a unos amigos que vivían en una casa de dos plantas cerca de Nueva Orleans. Era una casa muy nueva y, de hecho, la pareja que vivía en ella, unos recién casados, acababa de terminar de construirla. Y, pese a ello, recuerdo la sensación de que la escalera, la sala de estar, el descansillo que había en lo alto de la escalera estaban embrujados. No creo en fantasmas, a pesar de las 72
historias que se cuentan para confirmar su existencia, así que la sensación que experimenté era aún más extraña. No se la mencioné a nadie. No era la sensación de que hubiera una presencia que pudiese bajar aquellas escaleras sin alfombra, construidas con madera de pino; era más bien una sensación de tristeza, de tragedia futura. Nunca volví a ver a aquellas personas, ni oí hablar de ellas. Sería en verdad horripilante que ambas hubiesen muerto en un accidente de coche pocos meses después.
Otras profesiones Los escritores deberían aprovechar todas las oportunidades de aprender cosas sobre las profesiones de otras personas, ver cómo son sus cuartos de trabajo, oír de qué hablan. Variar la profesión de sus personajes es una de las tareas más difíciles con que se enfrenta un escritor cuando ya ha escrito tres o cuatro libros, cuando ya ha utilizado las pocas profesiones sobre las que sabe algo. No son muchos los escritores que, una vez se dedican de lleno a esta profesión, tienen la oportunidad de aprender cosas sobre otros tipos de trabajo. En una ciudad pequeña, de esas donde todo el mundo se conoce, la cosa puede resultar más fácil. Puede que el carpintero permita al escritor que le acompañe a hacer algún encargo. Un amigo abogado tal vez le dejará estar presente algún día en su despacho y tomar notas. Una vez tuve un empleo durante la temporada alta de Navidad en unos grandes almacenes de Manhattan. Era un escenario caótico, lleno de detalles, sonidos, gente, con un ritmo nuevo —bastante frenético— y un manantial inagotable de pequeños dramas que una podía observar en los clientes, los compañeros y los directivos, que eran muy engreídos. De este escenario nuevo para mí saqué gran provecho en mis obras. El escritor debe observar bien todos los nuevos escenarios que se le presenten, tomar notas y sacar partido de ellos. Lo mismo cabe decir de los pueblos, ciudades y países nuevos. O incluso de calles que nunca había visto antes: una calle miserable en alguna parte, llena de cubos de basura, chiquillos, perros vagabundos, es tan fértil para la imaginación como una puesta de sol en Sunion, donde Byron grabó su nombre en una de las columnas de mármol del templo de Apolo.
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Capítulo 8 El segundo borrador Yo solía hacer un segundo borrador completo, y luego un tercero, que pasaba a máquina con dos copias y era el borrador definitivo. Últimamente mi eficiencia ha aumentado un poco y no tengo necesidad de mecanografiar de nuevo todas las páginas del primer borrador para obtener el segundo, pero mantengo todavía esa fase que llamo «del segundo borrador», en la que el manuscrito corregido no tiene ninguna copia. Lo primero que hay que hacer antes de empezar el segundo borrador es leerse el primero de cabo a rabo, como si uno fuera un lector y nunca hubiese visto el libro. Esto no es del todo posible, pero hay que procurar hacerlo lo mejor que se pueda. Es preferible no entretenerse tratando de mejorar un adjetivo o un verbo y seguir leyendo rápidamente para hacerse una idea del ritmo del relato, para sentir dónde pierde fuerza, dónde hay una especie de vacío emocional en uno o varios personajes. Los defectos de este tipo, cuando los encuentras, te golpean con tanta fuerza —como una crítica pronunciada en voz alta que te hace estremecer—, que generalmente no es necesario tomar nota, aunque nada malo hay en ello, siempre y cuando las notas no sean demasiado largas y no entretengan demasiado. A veces basta con anotar el número de la página. Si durante esta primera lectura alguna frase parece innecesaria o redundante, hay que tacharla en seguida, ya que, de no hacerlo entonces, habrá que tacharla más adelante. Tachar una frase con un lápiz de color se hace en un momento y proporciona la apropiada actitud desdeñosa ante la propia prosa, que no debe considerarse sagrada. «Un poco más de detalle en retrospección merienda campestre página 66» es el tipo de nota que podría resultar útil, ya que ésta es la clase de cosa que podría olvidarse y pasarse por alto en una segunda lectura. Sobre todo, hay que ver la impresión general que causa el libro tal como está en ese momento. ¿Es el héroe demasiado gazmoño, duro, sin humor, egoísta? ¿Es admirable, si es que tiene que serlo? ¿El lector acaba preocupándose por él?
Simpatía y preocupación Debes ser sincero al responder a la última pregunta. Preocuparse no es lo mismo que simpatizar con el héroe. Preocuparse por si queda impune o es atrapado por la justicia es interesarse por él, a favor o en contra. Hace falta habilidad para conseguir que el lector se preocupe por los personajes. Para ello, es necesario que primero sea el escritor quien se preocupe. A eso se refiere esa palabra altisonante: «integridad». Puede que a los buenos plumíferos les importe un pepino, pero, pese a ello, gracias a sus hábiles métodos dan la impresión de que sí les importa y, además, convencen al lector de que lo mismo le ocurre a él. Preocuparse por un personaje, sea el héroe o el malo, requiere tiempo y también una especie de afecto o, mejor dicho, el afecto requiere tiempo y también conocimiento, para lo cual se necesita tiempo, cosa que los plumíferos no tienen.
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De vez en cuando es conveniente pensar en el arte del pintor. Si un pintor está haciendo un retrato, un retrato que debe ser bueno, no se limitará a dibujar rápidamente un óvalo para la cabeza, trazar luego dos puntos a guisa de ojos y así sucesivamente. Observará en qué se diferencian los ojos del modelo de los de otras personas y también se tomará la molestia de elegir cinco o seis colores de la paleta para pintar el cabello y la carne: blanco, verde, rojo, marrón y amarillo. El escritor debe poner el mismo cuidado al describir el rostro y el aspecto de sus principales personajes, pero debe hacerlo brevemente (lo cual es más difícil que detalladamente), tan brevemente como le sea posible y, pese a ello, de manera que el lector no lo olvide. Soy consciente de que algunos escritores opinan de otro modo y les trae sin cuidado el color del cabello de sus personajes, porque es un detalle que a ellos no les interesa. A algunos les basta con decir, por ejemplo, que un hombre es de estatura mediana y tiene el pelo negro. Lo único que hago es decir cómo prefiero escribir yo. De hecho, hace poco leí una crítica que se deshacía en elogios de un libro de suspense en el que no se decía nada sobre el aspecto y los antecedentes de los personajes. Lo que éstos eran quedaba totalmente de manifiesto por medio de la acción. A los pocos días leí otra crítica del mismo libro que no le dedicaba ningún elogio, sino que insistía en que la gente era distinta, la gente tenía antecedentes, y que no era posible escribir un buen libro si se omitían estos detalles. Así son estas cosas.
Pulir con provecho Cuando termino de leer el primer borrador de un manuscrito, puede que tenga una lista de cinco cosas que deben corregirse —una torpeza de estilo, una parte demasiado corta, una falta de énfasis en determinado lugar— y una lista mental de cosas como «aburridísimo cuando va a visitar a su anciana tía». Doy por sentado que ser aburrido en una parte del libro es una falta tan grave que no se me olvidará. A menos que me sienta emocionalmente agotada por ese día —y leer los propios manuscritos puede surtir este efecto—, tengo que encararme ante todo con el problema más grande. Una vez resuelto éste, empiezo a sentirme mejor. No obstante, a veces se tardan días en resolver los problemas grandes, especialmente si hay que buscar una idea nueva. Durante este período hay que volver a pasar a máquina muchas cosas. Si una página mía acaba llena de palabras cambiadas, frases añadidas, etcétera, la vuelvo a pasar a máquina para que quede pulcra. Aunque para mí siga siendo legible, probablemente soy la única persona en el mundo capaz de leerla, y eso no sin cierta dificultad. No me duele el tiempo que dedico a mecanografiar de nuevo las páginas llenas de correcciones. Mientras lo hago voy creando mi segundo borrador y al mismo tiempo voy puliendo constantemente, mejorando alguna palabra que dejé tal como estaba cuando corregí el primer borrador con la pluma. El escritor puede corregir con provecho hasta el último momento antes de entregar el manuscrito a la editorial. Y, si se lo aceptan, todavía puede corregir con provecho hasta que el manuscrito pasa a la imprenta. Los poetas siempre están puliendo —he oído que
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algunos pulen la página impresa— y son los escritores que más se preocupan por las palabras. Debes tener muy presente la claridad en todo momento. Además, es la mejor guía para conseguir un buen estilo. Es de vital importancia en un libro de suspense. Las frases poco claras deben corregirse cuando se lee el primer borrador, y si se tarda demasiado en hacerlo, conviene escribir «poco claro» en el margen y corregir más adelante. Con frecuencia compruebo que es posible cortar una o dos frases al final de un capítulo, frases que quizás escribí con gran esfuerzo porque me pareció que eran necesarias para redondear el capítulo. Un ejemplo de esto sería: «Y salió desconsoladamente de la casa. Ahora ya sabía lo que quería saber.» Si el lector ha leído el capítulo, ya sabe que el personaje ha averiguado lo que deseaba. Además, es de suponer que el personaje sabe salir de la casa y que saldrá, antes o después, suponiendo que no viva en ella y que tenga un hogar al que pueda ir. Si te ves obligado a cortar mucho en una o dos lecturas, tal vez quieras numerar nuevamente las páginas, calculando aproximadamente hasta qué punto han disminuido. Esto es importante si pretendes escribir un número dado de páginas, y ni una más porque determinada editorial así lo desea. A las editoriales les dan miedo los libros muy largos, ya que los costes de producción harán que el precio sea elevado y esto repercutirá en las ventas. Otras editoriales no quieren libros cortos. Así pues, es una buena idea procurar que el libro tenga una extensión definida si quieres presentarlo a una editorial que publique libros de bolsillo y posiblemente una extensión distinta si es para una editorial que publique ediciones en cartoné. La mayoría de los escritores prefieren expresar la extensión del libro basándose en el número de palabras: 60.000 palabras son doscientas cuarenta páginas, por ejemplo, ya que hay un promedio de mil palabras por cada cuatro páginas mecanografiadas y una página manuscrita tiene aproximadamente la extensión de una página impresa. Si se pretende que el libro encuentre un mercado determinado, lo mejor es contar la extensión correcta desde el principio.
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Capítulo 9 Las revisiones En el segundo manuscrito, el escritor introduce todos los cambios y mejoras que es capaz de hacer y probablemente, al pasar a máquina la versión definitiva, habrá pulido unas cuantas asperezas más. Éstas son las revisiones por definición, pero me estoy refiriendo a las revisiones solicitadas por otras personas: los editores o a veces un agente. Si un editor comenta que algo no queda claro —aunque sea algo que hayas escrito dos veces para que quede claro—, entonces no está de más que procures que quede aún más claro. Si no está claro para el editor, puede que tampoco lo esté para el lector.
El sino del policía Los editores se quejan con frecuencia del «descuidado comportamiento de la policía». O bien los agentes de la ley son demasiado estúpidos, o son inteligentes hasta cierto punto pero no siguen las pistas obvias, lo cual, por supuesto, les permitiría echarle el guante al héroe, cosa que quizás es precisamente lo que tú no quieres. Son problemitas mentales que tienes que resolver en casa, sobre el papel, trazando garabatos o anotando cosas que salen en el libro para ver cómo se pueden combinar para que encajen en el relato. Tal vez a la policía habrá que darle una pista menos obvia. Quizá sea necesario, si el problema es de otra clase, visitar una comisaría de policía de tu ciudad y preguntar qué procedimiento seguirían en determinadas circunstancias. A mí me pusieron reparos al brutal comportamiento de la policía en El cuchillo, y de la validez de lo que había descrito dependía que Cosmopolitan comprara la novela para publicarla en forma condensada. Ya había comentado el asunto con un inspector de la brigada criminal de Fort Worth, en Texas, donde había escrito la mayor parte del libro. Le pregunté si la policía recurría a la fuerza física — puñetazos y porras— y le expliqué exactamente hasta dónde llegaba la brutalidad policiaca en la novela. El inspector corroboró lo que yo había escrito y dijo, con una amplia sonrisa en la que pude advertir cierto entusiasmo, «Si cogemos a un tío y tenemos buenos motivos para pensar que es culpable, no dudamos en darle un buen repaso». Pese a ello, fui de Greenwich Village, donde vivía, a una comisaría de Lower Manhattan que me habían indicado y le hice la misma pregunta a un funcionario. También corroboró lo que le dije que había escrito en la novela, de modo que pude decirles a los de Cosmopolitan que el relato contaba con el visto bueno oficial. Tuve problemas «policiacos» cuando escribí Ese dulce mal. Alrededor de la página ciento ochenta, el héroe mete sus pertenencias en maletas y cajas de cartón que llevan una etiqueta con su propio nombre, Kelsey, aunque deben recogerlas a nombre de «Neumeister» en la casa donde ha vivido hasta entonces. «Neumeister» es casi un recluso en la casa de campo, por lo que la gente de la ciudad y los comerciantes no le conocen de nombre, pero la cosa sigue siendo peligrosa si no quieres que el público sepa que Neumeister y Kelsey son la misma 77
persona. Inmediatamente después la policía (aunque no a causa de la maleta) empieza a buscar a «Neumeister», con el que ha hablado una vez, pero al que no es posible localizar de nuevo. Kelsey ha dejado de utilizar el nombre de Neumeister y ahora vuelve a ser David Kelsey y vive en otra ciudad. Esta parte del manuscrito resultaba difícil y los editores me pidieron que volviese a escribirla. Así lo hice, a satisfacción suya y mía, aunque no a satisfacción de mis editores franceses, que rechazaron el libro diciendo que los policías que salen en él son demasiado tontos. Reescribí la parte de la maleta para que resultase más plausible y entonces los editores franceses lo aceptaron. La misma versión de la novela se publicó en los Estados Unidos. Hitchcock la compró para la serie de películas de una hora de duración que producía para la televisión y le puso por título Annabelle, que es el nombre de la chica de la que Kelsey está enamorado. En 1977 el director francés Claude Miller realizó una versión cinematográfica de Ese dulce mal con el título de Dites-lui que je l'aime (Dile que la quiero) y Gerard Depardieu en el papel de David Kelsey. La intensidad de Depardieu contribuyó en gran medida al éxito de la película, aunque es un hombre fuerte, con el físico de un luchador, y no cuadra con la idea que yo tenía de Kelsey. El diálogo de la película era más duro que el que yo escribí y las burlas que los conocidos de Kelsey le dedican por su vida eran más explícitamente sexuales. Los periodistas suelen preguntarme qué opinión me merecen las películas basadas en mis novelas. Es una pregunta importante, puesto que ya se han realizado media docena. Yo trato de contestar a la pregunta de si la película salió bien. Creo que las mejores son la ya venerable Extraños en un tren, de la que Hitchcock nunca permitió que se hiciera una segunda versión; A pleno sol, basada en la novela del mismo título, la primera de la serie de Ripley; y El amigo americano, que también se basa en la novela del mismo título. De todas las revisiones que se le piden que haga a un escritor de misterio y suspense, las relativas a los procedimientos policiales son las que dan más trabajo, pues llevan aparejados detalles técnicos, a veces la modificación del argumento, y siempre hacen sudar. Cuando escribí mi novela Crímenes imaginarios, el editor me hizo escribir de nuevo la escena en la que el héroe obliga al amante de su difunta esposa a tomar píldoras para dormir. Al principio Tilbury se tomaba las píldoras con demasiada facilidad; tenía que oponer más resistencia a pesar de que no le quedaba mucho apego a la vida. Una revisión típicamente difícil que el escritor principiante tiene que hacer a ruegos del editor, consiste en eliminar por completo uno de los personajes del manuscrito o, a veces, hasta dos de ellos. Se trata siempre de personajes secundarios, pero es muy probable que sean los preferidos del escritor, que ha puesto mucho esmero en descubrirlos y ha dedicado bastantes páginas a sus actos y reacciones. Lo malo de tales personajes puede estribar en que no permiten avanzar al argumento y las novelas de suspense no pueden permitirse el lujo de tener semejantes personajes aunque el escritor opine que dan variedad al ritmo del relato. Asimismo, eliminarlos significa suprimir todas las alusiones que se hacen a ellos en el libro.
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Aunque cortes muchas cosas, seguramente tendrás que cortar más todavía. Cortar se hace cada vez más doloroso, cada vez más difícil. Al final uno no ve ninguna frase que pueda cortarse y entonces es cuando hay que decir: «En este libro hay que suprimir otras cuatro páginas enteras.» Y entonces vuelves a empezar por la primera página, quizá con un lápiz de otro color para que volver a contar resulte más fácil, y hay que mostrarse tan implacable como uno se mostraría si estuviese tirando exceso de equipaje, incluso combustible, de un avión sobrecargado. Normalmente, el editor le pide al escritor que lea las galeradas de su libro. Las galeradas son unos papeles largos y estrechos, difíciles de manejar, y lo más fácil es leerlas en la cama. Al escritor se le permite hacer cierto número de cambios en las galeradas, un número bastante generoso. Si pasa de dicho número, el editor le presentará la correspondiente factura. No viene al caso incurrir en gastos a no ser que desees vivamente hacer determinado cambio o varios cambios de poca importancia. Una equivocación que suelen cometer los principiantes es la de no efectuar todos los cambios antes de la fase de las galeradas y desear hacerlos cuando reciben éstas, que impresionan por su aspecto de cosa permanente.
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Capítulo 10 La historia de una novela: La celda de cristal Puesto que he hablado bastante de las narraciones y novelas de suspense, de la naturaleza, el origen y el desarrollo de las ideas para un argumento, creo que sería útil comentar ahora La celda de cristal, una de mis novelas de suspense. La celda de cristal no fue inspirada por ninguna idea específica para su argumento, sino que nació sencillamente del deseo de escribir un libro de este tipo, lo que tal vez no es una mala razón para escribir un libro.
El germen de una idea En 1961 recibí una carta de un hombre que estaba en una cárcel del medio oeste de los Estados Unidos. Tenía treinta y seis años y cumplía condena por falsificación, robo con escalo y violación de la libertad bajo palabra. Era su tercer delito y le quedaban tres años de cárcel cuando me escribió. De estos detalles me enteré más adelante, pero él había leído uno de mis libros, Mar de fondo (creo que mis novelas no deberían figurar en las bibliotecas de las cárceles), y me escribió como admirador. Decía que le interesaba hacerse escritor. Así se inició una correspondencia entre nosotros. En una de mis cartas le pedí que escribiera una redacción con el título de «Un día» en la que contase todo lo que hacía desde el momento de despertarse, o de ser despertado, hasta que se apagaban las luces. Me mandó tres páginas interesantes, escritas a máquina, que conservo como tesoros. Hablaba de su relación cordial, aunque sin llegar al compañerismo, con su compañero de celda, de su trabajo en la fábrica de zapatos, donde cosía tacones a las suelas, de lo que comía para desayunar, almorzar y cenar, de los sonidos que se oían en el bloque de celdas desde que se apagaban las luces a las nueve y media. Es el tipo de información que no encuentras en un libro. Al cabo de unos meses, quizás impulsada por mi relación epistolar con el preso, leí un libro sobre presidiarios, un libro que hablaba de hechos reales y contaba la historia de un ingeniero encarcelado injustamente, un hombre al que los sádicos funcionarios colgaban de los pulgares y que, debido al dolor constante que le atormentaba, se convirtió en adicto a la morfina. La esposa del ingeniero le había sido fiel, lo cual resultaba bastante excepcional, pero a él le avergonzaba tanto su adicción que no se sintió capaz de reunirse con ella y su familia cuando fue puesto en libertad. En vez de ello, se fue a otra ciudad, buscó un empleo y empezó a mandar dinero a casa. Comprendí que tenía en las manos, ya hecha, parte de una narración. Pero sobre todo sentía deseos de escribir sobre el ambiente de una cárcel. Ante todo sería un desafío a mi imaginación, un trabajo difícil que debía hacerse bien, difícil incluso para un hombre, y eso que un hombre podía al menos entrar en una cárcel para estudiar el panorama, mientras que a las mujeres no se les permite ir más allá de los barrotes que cierran el bloque. Contaba con la ventaja de conocer a un abogado criminalista norteamericano que contaba con muchos
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presidiarios entre sus clientes. No conseguiría que me autorizasen a ir más allá de la verja, pero al menos podía esperarle en el vestíbulo y ver cómo los presos entraban y salían libremente de las celdas, cuyas puertas permanecían abiertas (era un período de libertad a primera hora de la tarde, entre el trabajo en el taller y la cena, que se servía temprano), y pasé unos cuarenta minutos observándolos. Otra fuente de información fue un excelente libro documental titulado Break down the walls, de John Bartlow Martin. Empecé a dar forma a un relato. Mi héroe, Philip Carter, llevaría en la cárcel noventa días al empezar el libro: encarcelado por culpa de un error de la justicia. Lo colgarían de los pulgares en la primera parte del libro, quizás en la página ocho, y el motivo de ello serían las leyes difíciles y no escritas que rigen la vida en la cárcel y que Carter, que las desconoce, infringe a cada momento. Hazel, su bonita esposa, le visita y escribe con regularidad y tira de todos los hilos posibles para que le pongan en libertad, pero sin conseguir nada. Me imaginé un libro cuya primera mitad transcurriría en la cárcel y la segunda fuera de ella. En ésta mostraría los efectos que en el carácter y el comportamiento de un hombre surte el hecho de haber pasado seis años en una penitenciaría, entre lo que solemos denominar «malas compañías». No quería que Carter viviese alejado de su esposa y de su hijo de corta edad al salir de la prisión. Veía vagamente la posibilidad de que alguien rivalizara con Carter por el amor de su esposa. Este alguien sería un amigo de la familia que, además, sería un abogado que, aparentemente, trataría de ayudar a Carter a salir de la cárcel. Hasta aquí los gérmenes de esta idea, ninguno de los cuales es espectacular. Todos son intelectuales más que emocionales, y la primera parte de la narración ni siquiera es original, sino que se inspira en la historia verdadera del ingeniero encarcelado injustamente.
Desarrollo Los elementos de esta novela serían: un error judicial; la amenaza de que el afecto de la esposa se desplace hacia otro hombre; la amenaza de una adicción a la morfina y, por ende, la posible pérdida de la esposa y del empleo encontrado al salir en libertad; el efecto nocivo de verse expuesto a la brutalidad de la prisión y cómo esto puede conducir a un comportamiento antisocial al recuperar la libertad. Así pues, el proceso de desarrollo consistía en disponer estos elementos de una forma dramática. Para estar en el lío en que se encuentra al comenzar el relato, Philip Carter tiene que ser una persona un tanto indolente, demasiado confiada. Ha firmado recibos de entregas de cemento, ladrillos y vigas para una obra en la que trabaja en calidad de ingeniero y los ha firmado porque no había nadie más que pudiera hacerlo y porque un contratista nada honrado se lo ha pedido. El contratista se ha embolsado la diferencia de precio entre los materiales buenos y los inferiores, siendo estos últimos los que se entregan en la obra. Cuando el contratista muere a causa de un accidente en la obra y se hace visible la baja calidad del edificio terminado, alguien tiene que cargar con la culpa y ese alguien es Carter, cuyo nombre aparece en numerosos recibos. 81
La esposa de Carter, Hazel, es muy bonita y también vanidosa, y es sensible a los halagos y atenciones de un abogado joven y atractivo que se llama David Sullivan, el amigo de la familia. Me dije que tendría que dar a Sullivan las cualidades que Hazel admira de modo especial —discreción, modales finos y buen gusto— para que la píldora de la traición fuese más fácil de tragar (para el lector), ya que Hazel tiene una aventura con él. Esto pone en marcha la maquinaria emocional que conducirá al asesinato de Sullivan por Carter, no un asesinato premeditado, sino cometido en un arrebato de cólera. Pero, a pesar de ello, es un asesinato y resalta otro de los elementos: que la vida carcelaria puede hacer que una persona se acostumbre a la brutalidad, posiblemente al homicidio y al crimen en general. Finalmente, sería necesario aclarar el misterio de quién es el responsable del fraude de los materiales para la construcción. Las autoridades no logran encontrar grandes sumas de dinero en las cuentas bancarias de Carter y tampoco en las del difunto contratista, pues éste ha borrado perfectamente todas las pistas. Pero esto no explicaría dónde está el dinero. Por tanto, en la segunda mitad del libro, cuando Carter vuelve a estar en libertad, tiene que salir una persona, o más de una, relacionada con la obra. Inventé a Gregory Gawill, un vicepresidente de baja categoría de la empresa contratista, un hombre que ha visitado un par de veces a Carter en la cárcel, pero en quien éste no confía. Gawill ha recibido una parte del dinero obtenido con malas artes, pero finalmente confiesa que el presidente de la empresa fue el que se quedó con la parte del león y que el resto se lo quedó el contratista nada honrado. Gawill, como personaje, cumplía tres funciones: portador de malas noticias para Carter; persona que se apropia de unos fondos y que sabe la verdad sobre éstos; e instigador de actos criminales en la última parte del libro. Es mejor combinar estos tres elementos esenciales en una persona, si es posible, que repartirlos entre tres personajes distintos. Gawill, desde la primera vez que visita a Carter en la cárcel, le mete en la cabeza la idea de que Hazel ve a Sullivan con demasiada frecuencia, y que Sullivan está enamorado de ella. Carter no sabe hasta qué punto debe creer en lo que dice Gawill, pero las noticias le preocupan en la prisión, durante seis años largos. ¿Y qué puede ser más natural que el hecho de que Hazel se canse de pasar calor en una pequeña ciudad del sur (cerca de la cárcel) y regrese a su Nueva York natal al cabo de dos años? Sullivan la sigue y encuentra un puesto en un bufete de abogados neoyorquinos. Cuando Carter sale de la prisión y se reúne con su esposa en Nueva York, Sullivan sigue siendo «sólo un buen amigo», pero Gawill ronda por allí para azuzar la imaginación de Carter y también para proporcionarle fotografías y notas sobre los encuentros de Hazel con Sullivan en horas en las que ella debería estar trabajando. Gawill detesta a Sullivan porque éste intenta sin éxito echarle la culpa del fraude de los materiales para la construcción. A Gawill le gustaría conseguir que Carter dé muerte a Sullivan. Carter conoce el móvil de Gawill y le divierte la idea, pero no tiene ninguna intención de darle gusto. Sin embargo, las maniobras de Gawill surten efecto. Pensaba hacer que Carter cometiese un delito grave, como el asesinato. Al mismo tiempo, quizá porque Carter lo ha pasado tan mal en la cárcel, quería que quedase impune del asesinato cometido después de salir de ella. Un error judicial por 82
partida doble, si se quiere. Quería que quedase en libertad por algún capricho de la suerte. Al hojear mi libreta de apuntes, me divierte ver páginas y páginas dedicadas a una llave flotante, tal vez la llave de toda la prisión, o, al menos, de alguna puerta de vital importancia. Al parecer, la llave ha circulado libremente entre los reclusos. Supongo que es una especie de símbolo kafkiano. Jamás llega a utilizarse, al menos no se emplea para una fuga en masa. No aludí para nada a dicha llave cuando escribí el libro. Quizá lo que ocupó su lugar fue un perrito llamado Keyhole.6 Keyhole es un perro mestizo con algo de foxterrier y es introducido de matute en la lavandería de la prisión por el conductor de una de las furgonetas. Durante meses el perro vive en la lavandería, alimentado por los reclusos, que lo adoran y le traen comida y lo esconden cuando se acerca un funcionario. La presencia del perro solamente la conocen los sesenta o setenta hombres que trabajan en la lavandería. Cierto día un recluso pisa al perro, al tratar de ocultarlo de un funcionario, el perro se queja, es descubierto y enviado a la perrera. El resentimiento nace en la prisión y la noticia de la existencia del perro circula de pronto entre los seis mil prisioneros. Dos días después estalla un motín, no exactamente a causa del perro, sino a causa de las malas condiciones en general: la confiscación del perro sólo ha servido para precipitar el estallido. Durante el motín, Max, el único compañero de Carter, es muerto estúpidamente. El hecho aumenta la amargura de Carter, que durante los cuatro años de condena que le quedan por cumplir no conoce a nadie más con quien desee trabar amistad. Este, pues, era el propósito del perro.
El argumento Una vez hube llegado hasta aquí en el desarrollo de la narración, es decir, una vez hube decidido los elementos y los acontecimientos básicos que quería incluir en ella, el primer problema que surgió al trazar el argumento era dónde colocarlos. ¿Qué extensión del libro dedicaría a la vida en la cárcel (en ningún momento vemos la vida que Hazel lleva fuera de ella, ya que se limita a hablar y escribir a Carter sobre ello)? ¿Cuándo debía Carter ver confirmadas sus sospechas en torno a la infidelidad de su esposa? ¿En qué momento asesinaría Carter a Sullivan? En segundo lugar, ¿qué debía hacer para embrollar a Gawill en todo el asunto y a través de él llegar a una situación que milagrosamente exculpase a Carter del asesinato de Sullivan? La prisión no debía ocupar más de la mitad del libro. Carter, transcurridas ya las tres quintas partes del mismo, se entera de que su esposa ha tenido y sigue teniendo un lío con Sullivan. Pero Carter no se altera y reprime su cólera. Gawill se impacienta al ver que Carter tarda en vengarse de Sullivan y contrata a un asesino con la esperanza de que se culpe a Carter de la muerte de Sullivan. El asesino se llama O'Brien y Carter le ha visto brevemente en el piso de Gawill. Da la casualidad de que Carter visita a Sullivan —con el propósito de pedirle que ponga 6«Ojo
de cerradura». (N. del T.) 83
fin a la aventura con su esposa— la misma noche en que O'Brien va a casa de Sullivan para matarlo. Son las seis de la tarde cuando Carter entra en la pequeña casa de pisos donde vive Sullivan, tras llamar al portero automático, y está a punto de ser derribado por un hombre que baja corriendo las escaleras. Sullivan queda muy turbado, le dice a Carter que él (Carter) le ha salvado la vida cuando un desconocido que había llamado a su puerta se disponía a atacarle. De pronto Carter siente asco al ver la cobardía y la hipocresía de Sullivan, coge el primer objeto que encuentra a mano —un fragmento de una estatua griega de mármol— y golpea a Sullivan con él. Carter sale del piso, llega a casa más o menos a la hora de costumbre y la velada transcurre con normalidad hasta que la policía telefonea a las diez de la noche. La policía quiere hablar con Hazel porque, según les han dicho, es muy amiga de Sullivan. En el transcurso del interrogatorio la policía averigua que Hazel y Sullivan eran más que amigos. Esto les hace sospechar de Carter, que, piensan ellos, debe de estar resentido con Sullivan. ¿Qué podía ocurrir a continuación, lógica o ilógicamente? O'Brien, el asesino contratado, ha visto frustrada su misión. ¿Ha cobrado O'Brien sus honorarios de Gawill? ¿Cree o teme O'Brien que Carter le haya reconocido en la escalera de Sullivan? Si O'Brien ha cobrado sus honorarios, es un hombre de suerte. Si quiere comportarse suciamente, y sabemos que suele hacerlo ya que de lo contrario no se dedicaría a esto, se embolsará sus honorarios y no le dirá nada a Gawill. Si O'Brien no ha cobrado, sencillamente puede pedir que se le pague y seguramente se le pagará. Le estuve dando vueltas a todo esto porque la narración está vista a través de los ojos de Carter solamente, y, por tanto, ni Carter ni el lector saben lo que está pasando entre Gawill y O'Brien. Es Carter quien ha sacado la conclusión de que O'Brien ha sido contratado por Gawill. Supongamos que O'Brien aún no ha recibido sus honorarios y que, antes de que pueda cobrarlos, la policía introduce a Carter en el asunto como sospechoso. Además, la misma noche en que la policía visita a Hazel y a Carter, también visita a Gawill, porque Hazel les ha dado su nombre diciendo que es «un enemigo» de Sullivan. A partir de ese momento Gawill y sus transacciones monetarias serán vigilados atentamente, y él lo sabe. La policía hace comparecer a Gawill, Carter y O'Brien —a este último porque es un amigote de Gawill y porque el fragmento de huella dactilar que hay en el mármol podría ser suyo tanto como de Carter— y los somete a una prueba con el detector de mentiras. Tanto Carter como O'Brien salen bien librados de la prueba y los resultados de la entrevista no proporcionan ninguna prueba concluyente a la policía. Carter recibe una llamada telefónica de O'Brien, que le pide fríamente que el viernes siguiente por la noche se presente en cierta esquina de West Side Manhattan con cinco mil dólares en efectivo. «De lo contrario, mister Carter... y ya sabe usted qué es lo contrario», y O'Brien cuelga el aparato. Carter ya se esperaba algo por el estilo. O'Brien le está amenazando con acudir a la policía y decirles que vio a Carter entrando en casa de Sullivan la noche del asesinato. O'Brien podría decir: «De acuerdo, me contrataron para que le diese una paliza a Sullivan, pero Carter se me adelantó y lo mató.» Tanto si ha cobrado de Gawill como si no, O'Brien pretende ganarse fácilmente cinco mil dólares a costa de Carter. 84
Carter decide en seguida no pagarle ni cinco centavos a O'Brien. Pero teme que, si no se presenta en el sitio convenido el viernes por la noche, O'Brien irá con el cuento a la policía y ésta se lo tomará en serio. Por ser ex presidiario, Carter es de por sí sospechoso. Se da cuenta de que si O'Brien acude a la policía, eso será el fin de su matrimonio, de su trabajo, de su vida. Pero, ¿y si pudiera matar a O'Brien y quedar impune? Carter saca la conclusión de que ésta es la única salida. En la cárcel ha aprendido un poco de judo-karate y decide aprovecharlo. Carter acude a la cita el viernes por la noche, persuade a O'Brien de que le acompañe hasta una calle un poco más oscura, le propina una tremenda paliza, lo deja allí, y coge dos taxis para ir al piso que tiene Gawill en Long Island. Gawill se sorprende al ver a Carter, pero le recibe bien. Gawill acaba de pasar la velada en un bar del barrio. Esta es como mínimo la cuarta visita que hace Carter al piso de Gawill. Distan mucho de ser amigos del alma; de hecho, son enemigos, pero sienten una curiosa simpatía el uno por el otro. Gawill bromea con Carter diciéndole que sabe que él, Carter, ha matado a Sullivan. Y Carter se ríe de buena gana al oírle. Pero por la forma en que Gawill lo ha dicho, y vuelve a decirlo al cabo de un rato, Carter adivina que el otro miente y que cree que el asesino es O'Brien. Carter se ha comportado «correctamente» al destruir al único hombre, aparte de él mismo, que conoce la verdad. De modo que esta noche, cuando Carter le hace una visita, principalmente para tener una coartada, sigue habiendo una paz incómoda entre los dos mientras se toman una copa. A media noche suena el teléfono: la policía ha encontrado el cuerpo de O'Brien y pregunta qué sabe Gawill del asunto. La policía va a venir para hablar con él. Esto ocurre cuando faltan unas veinte páginas para que termine la novela. Carter habla rápidamente con Gawill antes de que llegue la policía. Gawill ha adivinado que Carter ha matado a O'Brien y también por qué: chantaje, y sabe la razón del mismo. Carter contesta haciéndole una proposición: él y Gawill deben decirle a la policía que han pasado la velada juntos en el bar donde ha estado Gawill. Deben proporcionarse mutuamente una coartada, de lo contrario Carter dirá a la policía que Gawill contrató a O'Brien para que matase a Sullivan. Gawill accede a ello y cuando llega la policía ambos hombres dicen que han pasado la velada juntos. Se aferran a la misma historia en días sucesivos, al ser interrogados por separado, incluso cuando la policía adivina la verdad, aunque no puede probarla. Carter no está nada seguro de lo que creerá Hazel, pero cuando ella le visita en la cárcel y él es puesto en libertad, se hace evidente que ella ha adivinado la verdad y le ha perdonado lo que ha hecho. Hazel y Carter se quieren a pesar de los apuros que él ha pasado y le ha hecho pasar a ella, y a pesar de la infidelidad de Hazel. Desde el punto de vista de la duración de su matrimonio, la novela termina felizmente. Desde el punto de vista del carácter de Carter, es una narración deprimente, ya que deja bien claro que pasar una temporada en la cárcel es nocivo para la personalidad. Pido perdón por este aburrido resumen de la novela. No he mencionado para nada al hijo de Carter, Timmie, que tiene doce años de edad cuando su padre recupera la libertad. En una historia así puede conseguirse mucho mostrando el efecto de estos acontecimientos en un niño de corta edad, las reacciones del niño 85
ante su padre ex presidiario, la actitud que ante el pequeño adoptan sus compañeros de escuela. Es algo horrible y desconcertante para un niño, pero si éste logra simpatizar con su padre y aceptarle, como Timmie hace finalmente, entonces se ha ganado algo.
El primer borrador El primer borrador de este libro tenía un argumento algo distinto del que acabo de resumir, y fue rechazado por la editorial Harper & Row. En esta primera versión, al igual que en la segunda, cometí como mínimo una de las faltas de las que he hablado antes en el presente libro. Quería que la parte sobre la cárcel ocupase la mitad del libro y que la otra parte ocupase la segunda mitad. Hasta tal punto me dejé llevar por los detalles y acontecimientos de la cárcel, que pronto me encontré con que tenía cerca de doscientas páginas que hablaban sobre ella. Esta parte no debería haber pasado de las ciento veinte páginas. Un escritor más eficiente que yo se habría ahorrado el tiempo y el esfuerzo que dediqué a producir aquellas ochenta páginas de más. El principio, en la cárcel, salió muy bien y la totalidad de esta parte quedó muy parecida a como estaba cuando se publicó La celda de cristal. En la primera versión, sin embargo, traté de modo distinto lo relativo al asesinato de Sullivan por Carter y las secuelas del mismo. Al parecer, estaba empeñada (y era una mala idea) en hacer que Carter llamase a la puerta de Sullivan, no recibiera respuesta y encontrase que tanto la puerta de abajo como la del piso sólo estaban cerradas de golpe. Esto puede ocurrir en el caso de una puerta que dé a la calle, si alguien no la cierra como es debido; en el caso de la puerta de un piso, no puede suceder, como bien sabe todo neoyorquino, a menos que alguien haya dejado de cerrarla (cosa que no haría ningún asesino situado en el interior) o a menos que el botón de la cerradura haya sido manipulado para que no se cierre (cosa que tampoco haría un asesino). Carter entra en el piso y encuentra a Sullivan muerto en la cama, con una herida que todavía sangra. Carter tiene demasiado miedo a que le echen la culpa para llamar a la policía y se dispone a salir del piso cuando oye un ruidito, como el golpe de un zapato, en la puerta del ropero que hay en la sala de estar. Carter abre el ropero y ve a un hombre rubio, metido ahí dentro, con una expresión de temor en la cara y un vaso medio lleno de whisky en la mano. El hombre intenta salir del ropero y escaparse, pero Carter forcejea con él, el whisky se derrama... y, para finalizar este incidente, la policía no le cree cuando cuenta lo ocurrido. ¿Dónde está el hombre rubio? ¿Quién es? Puestos a mirar, ¿dónde está la mancha de whisky en la alfombra? (El hombre rubio puede haberla limpiado y ya habrá tenido tiempo de secarse.) Carter está acostumbrado a tomar drogas poco fuertes para calmar el dolor que todavía siente en los pulgares. En la cárcel estuvo a punto de volverse adicto a la morfina. La policía sospecha que Carter ha tenido una alucinación y que ha matado a Sullivan. Carter dice que salió corriendo del piso, presa de pánico. Hasta su esposa duda de él. El hombre rubio, huelga decirlo, es un asesino contratado por Gawill, pero Carter no le había visto nunca antes de la noche fatal. Carter empieza a pasar apuros, ya que pierde su empleo y 86
prácticamente también la confianza de su esposa; y la policía no logra dar con el hombre rubio. Gawill hace que asesinen al hombre rubio, pero nosotros no sabemos nada de ello hasta que su cuerpo aparece en un depósito de cadáveres de la policía de Pensilvania y Carter lo identifica. Carter celebra este giro de los acontecimientos porque el cadáver del hombre rubio desvía las sospechas de él. Un final más o menos feliz. Esto lo escribí no sólo en un primer borrador, sino también en un segundo borrador pulido que fue rechazado por Harper & Row, con bastante razón. Carter era un héroe pasivo, débil, bastante tonto y sentía lástima de sí mismo. Acerca del hombre rubio no sabíamos tantas cosas como sabemos del asesino contratado, O'Brien, en la segunda versión, y, aunque en realidad no son importantes como personajes, hablar un poco de su existencia, de su trabajo y de sus actitudes los hace mucho más interesantes para el lector. Me encontré con que me habían rechazado el manuscrito y tenía que cambiar el héroe, el relato, toda la segunda mitad del libro, o no me lo aceptaría Harper & Row o tal vez tampoco ninguna otra editorial. Yo opinaba que la novela no era mala, pero quizá podía ser mejor. Cuando uno piensa así, aunque sea vagamente, lo mejor es volver a escribir la novela desde el principio.
Las dificultades He comentado el primer borrador de La celda de cristal, que tropezó con bastantes dificultades y fue un desastre. Esto ocurrió porque me empeciné en conservar una escena que había imaginado y que creía que sería buena: Carter encuentra casualmente, escondido en el ropero del piso de Sullivan, al asesino de éste poco después de cometerse el asesinato. Me hubiera podido dar cuenta de que, a menos que Carter hiciera algo brillante y decidido a partir de aquel momento, su papel en el relato sería pasivo. Los héroes pasivos son aburridos, a no ser que deliberadamente los hagas ridículos y graciosos, y los acontecimientos y la gente chocan con ellos a cada momento, mientras ellos permanecen más o menos quietos. La acción más vigorosa que emprendía Carter era buscar al hombre rubio al que había visto; y no recorría las calles y los bosques tratando de encontrarlo, sino que se limitaba a estar en contacto con la policía. Esto no era suficiente y tuve que cambiar la historia haciendo que Carter fuese un héroe más activo. Hice que Carter matase a Sullivan, con lo que introduje algo terrible pero interesante en contra suya, sobre todo si se tiene en cuenta que deseaba que el lector estuviese «de su parte» al final del libro. A juzgar por las críticas, en general lo conseguí. Sólo un crítico (inglés) dijo rotundamente que le daba asco la forma de pensar de Carter, basada en el ojo por ojo, etcétera; el resto de los críticos se mostraron de acuerdo, al menos tácitamente, en que la estancia en la cárcel puede endurecer la sensibilidad y la conciencia de un hombre decente. Sufrí la inevitable dificultad cerca del final, al no ocurrírseme qué podía hacer para que Carter quedase impune del asesinato del chantajista O'Brien y tuviera garantizado que quedaría impune «permanentemente», aunque la policía siempre tendría a Carter en su lista de sospechosos. 87
En semejantes situaciones, a menudo se tienen que ajustar las dificultades con el fin de que todo encaje. Si es preciso, hay que inventar otro crimen, cometido por el héroe o por otro personaje. En el caso de La celda de cristal me valí del delito menos grave cometido por Gawill: contratar un asesino. Gawill no quiere que le echen la culpa por esto. Así pues, él y Carter, culpables ambos, acuerdan proporcionarse mutuamente una coartada. Una situación entrecruzada como esta aparece en Extraños en un tren. Gracias al intercambio de víctimas, Guy y Bruno se proporcionan mutuamente coartadas auténticas: cuando se cometen los asesinatos, cada uno de los dos asesinos está a muchos kilómetros del lugar donde al principio se proponía asesinar a su víctima. Y puede demostrarlo. En un caso así lo esencial es que los asesinos nunca vuelvan a verse, puesto que no debe saberse que se han visto o conocido alguna vez. Es extraño que esta idea tan sencilla no se utilice con mayor frecuencia en la vida real, aunque quizá se utiliza, ya que se dice que únicamente llegan a resolverse el once por ciento de los asesinatos cometidos.
El segundo borrador A efectos prácticos —vender un libro— comentaré ahora el segundo borrador de la segunda versión de La celda de cristal, que acabó publicándose. Tuve que suprimir muchas cosas de la primera mitad, que transcurría en la prisión, y muchas de las supresiones resultaron dolorosas, pues esta parte me parecía interesante. (En realidad, no corté lo suficiente a juicio del editor y más adelante tuve que cortar más, hasta que quedaron 105 páginas.) La mayoría de las cosas que corté eran sólidos párrafos de descripción en los que no salía gente. En el libro había una parte aburrida a partir del momento en que Carter salía de la cárcel y empezaba a acostumbrarse o a intentar acostumbrarse a la vida civil, así como a buscar empleo. El único factor activo en esta sección era la búsqueda de empleo. Tardé demasiado tiempo en describir el viaje en autobús desde la cárcel hasta la ciudad donde tomaba el avión de Nueva York, su llegada a esta ciudad y el recibimiento por parte de Hazel y Timmie en el aeropuerto, la cena de aquella noche en el agradable piso que Hazel ha montado y que Carter nunca había visto. En realidad, la única cosa importante de esta sección es que Sullivan también está en el aeropuerto para recibir a Carter y rechaza la invitación de Hazel a cenar con ellos aquella noche. Carter siente una punzada de celos, de suspicacia, que aumenta al encontrar dos libros de leyes de Sullivan en el dormitorio. Esto reviste importancia emocional y, después de todo, una novela es una cosa emocional. Todo esto lo reduje de doce páginas a cinco. Pero no conseguí que desapareciese la parte aburrida. Tuve que cortar más en las páginas siguientes, en las cuales Carter contesta a los anuncios que piden un ingeniero. Realmente no sucede nada hasta que Gawill se presenta «casualmente» en la calle, delante de casa de Carter, y se las arregla para llenar la cabeza de éste con historias sobre las relaciones entre Hazel y Sullivan. Ésta es la única acción, en toda esta parte que relata acontecimientos previsibles, que hace avanzar al argumento.
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En esta segunda versión Carter era un personaje mucho más vigoroso que en la primera y abordé de frente la cuestión sutil pero de vital importancia de su relación con Hazel. Carter la adora, pese a que sabe que tiene una aventura con otro. Hazel también quiere a Carter y por Sullivan no siente tanto pasión como auténtico amor. Sullivan y ella han estado unidos durante seis años, todo el tiempo que Carter ha pasado en la cárcel. Sullivan era amigo y consejero de Hazel, además de amante, y su presencia la ayudó a soportar los seis largos y deprimentes años. Sullivan y el chico, Timmie, simpatizan mucho. La relación de Hazel con Sullivan no es una aventura pasajera. Al mismo tiempo, Hazel no puede irle a Carter con un discurso sobre lo mucho que quiere a Sullivan, ya que quiere mantener su matrimonio con Carter. La vida la ha obligado a querer a dos personas, o le ha dado esa capacidad. Expresar esto con palabras es difícil; Hazel no lo intenta, sino que todo ha de quedar implícito. Carter y Hazel sostienen dos o tres conversaciones cruciales relacionadas más o menos directamente con este problema. Por desgracia, estas conversaciones no resuelven la situación, porque Hazel no promete realmente que «dejará» a Sullivan. Creo que estas conversaciones hay que escribirlas como es debido en el primer borrador, ya que son demasiado difíciles para tratar de modificarlas después. Al volver a leer conversaciones de este tipo, puede ser que uno las encuentre falsas, crudas, imprecisas, o posiblemente tan delicadas que el lector no acierte a adivinar de qué se le está hablando. En tales casos, lo mejor es romper las páginas y escribirlas de nuevo. No introduje ningún cambio en la historia en el segundo borrador de La celda de cristal, pero mecanografié otra vez gran parte de la segunda mitad, condensando conversaciones y acciones: por ejemplo, cuando Carter organiza una semana de vacaciones en Nueva Inglaterra, para él, Hazel y Timmie, poco después del asesinato de Sullivan, para sacarlos a ambos del ambiente de Nueva York, un ambiente de interrogatorios policiales y sospechas de los amigos. Durante esta semana de vacaciones no pasa nada, exceptuando que Hazel conserva su frialdad, su actitud expectante respecto a Carter, pues sospecha que es culpable. Esto no merece más de una página y ésa es la extensión que tiene. Y luego tuve que volver a leer todo el libro, con sus páginas mecanografiadas de nuevo, sus pasajes aclarados, sus supresiones, para ver qué tal quedaba. Puede que al hacer esta operación uno encuentre nuevos defectos. Y entonces el proceso de reescribir, clarificar, cortar y poner de relieve debe volver a comenzar desde el principio, con nuevas notas. Hay un consuelo: cada vez hay menos que hacer.
Revisiones Las revisiones de La celda de cristal no fueron de importancia, pero, después de todo, para entonces ya había escrito el libro tres o cuatro veces, si cuento la primera versión, la que me rechazaron. El editor me pidió que volviese a comprobar la dosis de morfina que suele administrarse en los hospitales para calmar el dolor, la cantidad que toman los toxicómanos, etcétera. Este detalle tenía que ser exacto, así que, si bien yo creía que ya lo era, volví a consultar los libros de medicina de la biblioteca. Para mayor 89
seguridad, acabé reduciendo a unos granos la dosis diaria que Carter toma en la prisión. También me pidieron que rebajase el sueldo que Carter cobra de la empresa contratista del sur, así como el sueldo que le pagan en Nueva York, y que redujera la renta que le produce el legado de una tía suya. No sé qué hice para que estas sumas resultaran demasiado elevadas, ya que suelen salirme demasiado bajas, y si las cito aquí es sólo como ejemplo de las cosas que a veces te piden los editores. No es prudente discutir, porque probablemente el editor está mejor enterado que uno y cuenta con la ventaja de haber comentado las cosas con otras varias personas de la editorial. Es sorprendente ver cuántos escritores principiantes se enfurecen por peticiones triviales como éstas o porque se les pide que eliminen un personaje de un libro. A veces se buscan otro agente o se llevan el manuscrito de la editorial. Muy a menudo tienen que volver con el rabo entre las piernas. La vida del escritor está absolutamente llena de ocasiones en que mostrar orgullo, ocasiones mucho más difíciles e importantes que éstas. No fue éste el primer libro con el que tuve problemas. También los tuve con Las dos caras de enero, que estaba hecho un lío en su primera versión (no la que describí antes) y que recibió, junto con la nota de rechazo, el siguiente comentario de Harper & Row: «Un libro puede soportar un neurótico como protagonista, e incluso dos, pero no tres.» Dejé pasar el tiempo y escribí otro libro, que fue aceptado, y luego volví a ocuparme de Las dos caras de enero. Lo escribí de nuevo, pero sin consultar el primer manuscrito, porque cambié por completo el argumento, la edad y el carácter de la esposa y hasta el carácter del joven héroe: lo cambié todo, excepto el trazado del palacio de Knossos. Del primer manuscrito sólo utilicé tres cuartos de una página. En cuanto al encanto del viejo y húmedo hotel de Atenas y la fascinación que siente el joven al conocer al hombre que se parece a su padre (y que es un delincuente), estas cosas seguían fascinándome y me inspiraron a escribir otras doscientas cincuenta o trescientas páginas con el objeto de utilizar estos personajes. Esta segunda versión, que es la actual, de Las dos caras de enero también fue rechazada en seguida por Harper & Row, y esta vez pensé que se equivocaban, aunque archivé el libro, al menos mentalmente, y no se me ocurrió nada que hacer, salvo escribir otro. Los escritores deben aprender a soportar con espíritu espartano estos pequeños reveses, que en ocasiones representan miles de dólares en tiempo desperdiciado. Se suelta una breve maldición, se aprieta uno el cinturón, y a otra cosa: con entusiasmo, por supuesto, y valor y optimismo, porque sin estos tres elementos no se puede producir nada bueno. La noticia sobre la segunda versión de Las dos caras de enero la recibí cuando estaba en Positano, en junio de 1962. Recuerdo que me dejó sorprendida y desconcertada, aunque no abatida. Después de todo, era el séptimo u octavo libro que escribía, ya me habían rechazado varias cosas, y los rechazos se hacen más fáciles de soportar a medida que pasa el tiempo. Y lo que es más importante: por una vez creía tener razón al gustarme el libro; no tenía la impresión de haber hecho una chapuza o de haber escrito un libro aburrido. Pero no hice nada en relación con él, sino que volví a casa y me puse a pensar en el libro sobre la cárcel. Unos meses más tarde, encontrándome de paso en Londres, llamé por teléfono a mis editores, Heinemann, y les mencioné el rechazo de La dos caras de enero, «Le 90
echaremos una ojeada», dijeron. Les enseñé el libro y lo publicaron tal como estaba. Pasaron unos meses y la Crime Writers Association de Inglaterra la eligió la mejor novela policiaca extranjera del año y me dieron como premio un «Daga» que todavía utilizo para abrir cartas. Éste fue el extraño destino de un libro dos veces rechazado. Y en el momento de escribir estas líneas, después de caducar dos opciones —una inglesa y la otra norteamericana—, una productora cinematográfica de Munich está a punto de adquirir los derechos. Harper & Row rechazó la segunda y definitiva versión de La celda de cristal a principios de 1964. Con ello quedaron en mi poder dos libros rechazados por dicha editorial, los cuales, a mi juicio, eran buenos y podían publicarse tal como estaban. De modo que a regañadientes —a ningún escritor le gusta cambiar de editorial y es mejor hacerlo tan pocas veces como sea posible—probé suerte con la editorial Doubleday, a la que presenté una maqueta de la edición Heinemann de Las dos caras de enero. La aceptaron, pero tuve que suprimir cuarenta páginas y escribir de nuevo otra, que pegué en la maqueta. Produce una sensación extraña cortar y alterar un manuscrito que ya parece un libro impreso, pero es mucho más fácil de manejar y es más fácil contar las líneas que hay que suprimir. Calculo que repasé la maqueta treinta veces antes de decidir qué líneas debía eliminar: mil trescientas veinte, lo que equivale a un total de cuarenta páginas. En aquel momento decidí mostrar el manuscrito rechazado de La celda de cristal al editor de Doubleday, que estaba trabajando en Londres. También me fue aceptado, pero tuve que suprimir cuarenta páginas. Después de todos los cortes, primero en negro y después, para la segunda ronda, en rojo, de algunas de las páginas sólo quedaron tres líneas.
El libro La crítica del New York Times Book Review empezaba así: «No sé muy bien cómo tomarme el libro de la señorita Highsmith.» Y terminaba diciendo: «Es mejor que lo lean y saquen sus propias conclusiones.» No había ninguna frase elogiosa aprovechable para la publicidad. Un periódico dijo que la novela era «...extraordinaria se mire como se mire». Kirkus Feviews dijo que era mi «mejor libro desde Extraños en un tren». Aunque en los Estados Unidos nadie mostró interés por reeditarla o llevarla al cine, siguieron vendiéndose miles de ejemplares año tras año, probablemente debido a mi reputación en general. En Inglaterra las críticas fueron mucho más favorables y salieron en todos los periódicos y semanarios importantes. También se hizo una edición en rústica un año después de que saliera la edición en cartoné. En Norteamérica nadie se mostró interesado en hacer una película basada en este libro más bien siniestro, pero en 1978 la novela fue llevada al cine en Alemania, bajo el mismo título y con Helmut Griem en el papel de Philip Carter. La acción transcurría principalmente en Frankfurt, donde Carter y su esposa, Hazel, tienen un piso en un edificio moderno y alto. La mitad del libro que transcurre en la cárcel —mejor dicho, las tres cuartas partes— fue eliminada casi por completo y vemos a Carter sólo unos minutos echado en el camastro de su celda, sin dormir y 91
sudando a causa de la tensión que le producen sus pensamientos y —por medio de un «flashback»—lo vemos también ante el tribunal, que aún no ha pronunciado sentencia, momento en que su esposa dice con firmeza que ni había ni hay sumas extras en las cuentas bancarias de ella y de su marido, y añade que éste es inocente. La película fue bien acogida por la crítica alemana y por la neoyorquina. El actor que interpretaba el papel de David Sullivan me pareció bastante duro, al igual que el diálogo que habían escrito para él. No era el personaje afable que Sullivan es en el libro, por lo que me resultó difícil imaginar que Hazel, que en la película es encarnada por una actriz tanto o más sensible que ella, tuviese una aventura amorosa con él. El escritor se lleva un sobresalto al ver estos cambios en sus personajes cuando una novela es vertida al cine. Lo más importante es: ¿Funciona la película? ¿Resulta creíble?
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Capítulo 11 Algunas notas sobre el suspense en general Ya me referí antes a la libertad de acción que existe dentro del género de suspense, sólo que la necesidad (que yo siento) de señalar esto es absurda e infortunada. Espero que haya algunos lectores del presente libro que no piensen ser escritores de suspense, sino sencillamente escritores, porque creo que gran parte de lo que he dicho es aplicable a la profesión de escritor en general, al menos al arte de escribir obras de imaginación. La etiqueta de suspense que tanto gusta a los libreros y críticos norteamericanos no es más que un obstáculo para la imaginación de los escritores jóvenes, como lo es también cualquier categoría, cualquier ley arbitraria. Establece límites donde no debería haber ninguno. Los escritores jóvenes deberían hacer algo nuevo, no por la novedad en sí, sino porque su imaginación es fresca y libre. Asesinos, psicópatas, merodeadores nocturnos, etcétera, están muy vistos, a menos que se escriba sobre ellos de un modo que sea nuevo.
La etiqueta de «suspense» En los Estados Unidos le pusieron la etiqueta de «novela de suspense» a El juego del escondite, aunque en ella no sale ningún asesinato, ningún delito importante y hay muy poca acción violenta. La novela trata de las personas que rodean al presunto asesino y de las actitudes que adoptan ante él. El personaje principal padece angustia, aunque elude el destino al que teme. Lo que me interesaba eran los juicios que el círculo de amigos del protagonista emitiría sobre los dos hombres, puesto que en un momento dado se sospecha que tanto el héroe como su suegro han asesinado a alguien. Como ejemplo de lo que quiero decir al hablar de categorías, citaré una vez más mi primer libro, Extraños en un tren, que era simplemente «una novela» cuando lo escribí y, pese a ello, al publicarlo le pusieron la etiqueta de «novela de suspense». A partir de entonces todo lo que escribía era incluido en la categoría de «suspense», lo cual significa que esas novelas están condenadas, al menos al principio de tu carrera, a recibir críticas de pocas líneas en los periódicos, apretujadas entre las novelas buenas y malas que reciben el mismo breve tratamiento. (Al hablar de «libros malos», me refiero a los que escriben los plumíferos descuidados.) Cuando estaba en la universidad y escribía relatos cortos, la mitad de éstos eran lo que ahora llaman «narraciones de suspense» y la otra mitad no lo eran, pero nadie utilizaba este término en la revista universitaria, y cuando una de las narraciones que escribí entonces —«La heroína»— fue adquirida por Harper's Bazaar y reeditada posteriormente en Prize Stories: The O. Henry Awards, nadie dijo que fuese un relato de suspense, aunque, de acuerdo con las pautas del negocio editorial, «La heroína» lo es. De mis narraciones cortas, más de la mitad de las cuales no se vendieron, sólo la mitad puede ser calificada de «cuentos de suspense», y estirando mucho el significado de esta etiqueta. Las que se venden no son necesariamente historias de «suspense». Otra excepción es El diario de Edith, 93
publicada en Norteamérica, Inglaterra y varios países europeos en 1977 y 1978, considerada una novela normal y, según los críticos, la mejor que había escrito hasta la fecha. El argumento no podría ser más corriente: una pareja de clase media con un hijo de diez años se trasladaba de Nueva York a una pequeña ciudad de Pensilvania con el propósito de vivir en ella una vida más feliz. El marido abandona a su esposa por su secretaria, que es más joven que ella, cuando el hijo tiene unos veinte años. El hijo es un fracaso y la madre tiene que cargar con él en casa. Quizá sean los cambios y lo inesperado de los personajes lo que hace que el libro sea mejor de lo que promete el argumento. Otro libro mío que se apartaba de la norma fue Crímenes bestiales, trece relatos cortos en los que los animales vencen a sus amos o propietarios porque éstos se lo merecen. Y mis Pequeños cuentos misóginos (que, al igual que Crímenes bestiales, no se publicó en los Estados Unidos) consiste en diecisiete relatos muy cortos que tratan de las manías del sexo femenino, unos cuentos amargos, siniestros, de humor negro. Estas desviaciones del género de misterio-suspense dan libertad al espíritu del escritor y, además, atraen a una variedad más amplia de lectores. En Francia, Inglaterra y Alemania no me tienen clasificada como novelista de suspense, sino simplemente como novelista, con mayor prestigio, críticas más largas y mayores ventas, en proporción, que en los Estados Unidos. En Inglaterra las reseñas de mis libros las hacen críticos o escritores muy conocidos y a menudo no se utilizan etiquetas como, por ejemplo, «novela policiaca» o «novela de suspense». En Francia no tiene nada de raro que una de mis novelas merezca una crítica de una página entera en una revista literaria o de media página en un periódico. Todos mis libros han sido reeditados en la distinguida colección «Livres de Poche» de la editorial Hachette, colección en la que se incluyen clásicos de la literatura mundial. Una vez un editor me dijo que la novela de suspense o de misterio suele tener, en lo que se refiere a las ventas, un «suelo» y un «techo», que de uno de estos libros se venderá cierto número de ejemplares, por malo que sea. Y estas cifras de ventas no son muy alentadoras. Algunos lectores ni en sueños comprarían una novela de misterio o de suspense, ya sea editada en cartoné o en rústica, por buena que pueda ser, sencillamente porque no les gustan «los libros de esa clase». Pero cada vez son más las novelas de este tipo que ocupan los primeros lugares de las listas de libros más vendidos y permanecen en ellas durante semanas y a menudo durante meses. Novelas de suspense escritas por Ken Follett, John le Carré, Helen Maclnnes, Robert Ludlum y otros se encuentran regularmente en dichas listas. En general, es verdad que los críticos norteamericanos consideran que la novela de misterio es superficial e inferior en relación con la novela normal, a la que automáticamente se supone más seria, más importante y más meritoria porque es simplemente una novela y porque se supone que su autor tenía algún propósito serio al escribirla.
Marcas de calidad
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El escritor de suspense puede mejorar su suerte y la reputación de este género utilizando en sus libros las cualidades que siempre han hecho que las novelas sean buenas: intuición, carácter, y apertura de nuevos horizontes para la imaginación del lector. Por ejemplo, si el escritor de suspense va a escribir sobre asesinos y víctimas, sobre gente que se encuentra en el vórtice de este terrible torbellino de acontecimientos, debe hacer algo más que describir la brutalidad y la sangre. Procurará iluminar un poco la mente de los personajes; debe mostrar interés por la justicia o su ausencia en el mundo, por el bien y el mal, y por la cobardía o el valor de los seres humanos, pero no como simples fuerzas que contribuyen a que el argumento se mueva en una u otra dirección. En pocas palabras, sus personajes inventados tiene que parecer reales. Esta seriedad tal vez parezca contradecir el elemento de juego que mencioné al hablar del arte de idear argumentos, pero no es así. El espíritu de juego es necesario al idear el argumento de una novela de suspense, y es necesario, porque permite libertad de imaginación. También es necesario al inventar personajes. Pero una vez tienes pensados los personajes, así como el argumento, hay que pensar muy seriamente en aquéllos y prestar atención a lo que hacen y a por qué lo hacen, y si no lo explicas —y puede que artísticamente sea malo dar demasiadas explicaciones—, entonces el escritor tiene que saber por qué sus personajes se comportan de tal o cual manera y ha de ser capaz de responder a esta pregunta que se hace a sí mismo. Es así como nace la intuición, es así como el libro adquiere valor. La intuición no es algo que se encuentra en los libros de psicología; la tienen todas las personas creativas. Y —véase Dostoievski— los escritores llevan decenios de ventaja a los libros de texto. Sucede con frecuencia que un escritor tiene un tema o una pauta que utiliza una y otra vez en sus novelas. Debe ser consciente de esto, no de un modo que represente un obstáculo, sino para aprovecharlo y para repetirlo sólo deliberadamente. Algunos escritores pueden emplear el tema de una búsqueda: la búsqueda de un padre al que nunca se ha conocido, la del caldero de oro que no existe a los pies del arco iris. Otros utilizarán con regularidad el tema de la muchacha en apuros, que es el que les impulsa a empezar a idear argumentos y sin el cual no se sienten realmente cómodos al escribir. Otros recurren con frecuencia al tema del amor o el matrimonio condenado al fracaso. El tema que yo he utilizado una vez y otra en mis novelas es el de la relación entre dos hombres, normalmente de carácter muy distinto, a veces un contraste obvio entre el bien y el mal, otras veces simplemente dos amigos cuyas respectivas maneras de ser son muy diferentes. Hubiera podido darme cuenta de ello yo misma al llegar a la mitad de Extraños en un tren, pero fue un amigo, un periodista, quien me llamó la atención sobre ello cuando yo tenía veintiséis años y acababa de empezar la citada novela, un hombre que había visto el manuscrito de mi primera obra, la que escribí a los veintidós años y a la que ya he hecho alusión, el libro que nunca terminé. Trataba de un muchacho rico y mal criado y de un muchacho pobre que quería ser pintor. Los dos tenían quince años en el libro. Por si no había bastante con esto, había dos personajes secundarios, un chico duro y atlético que raramente asistía a clase (y cuando lo hacía era sólo para trastornar a sus condiscípulos con cosas como el cadáver hinchado de un perro ahogado que 95
había encontrado en las márgenes del East River) y un chico inteligente y desmedrado que se reía mucho, adoraba al otro y le acompañaba siempre. El tema de los dos hombres salió también en El cuchillo, A pleno sol, Un juego para los vivos y Las dos caras de enero, y se insinúa un poco en La celda de cristal, en la curiosa actitud de camaradas que desafían a la sociedad que existe entre Carter y Gawill. Tras los pasos de Ripley (publicada en 1980) también gira en torno a la relación entre dos hombres, aunque en este caso se trata de un muchacho mucho más joven que Ripley, que se siente más paternal que antagónico. De manera que en siete de mis once novelas, entre ellas las que el público considera como las «mejores», ha salido este tema. Los temas no pueden buscarse ni forzarse: aparecen por sí solos. A menos que se corra el peligro de repetirse, hay que aprovecharlos al máximo, toda vez que el escritor escribirá mejor cuando utilice lo que, por alguna extraña razón, sea innato en él. Por ejemplo, el único libro realmente aburrido que he escrito fue el quinto Un juego para los vivos, en el cual el asesino (de la muchacha que es hallada muerta en el primer capítulo) es presentado vagamente en el comienzo de la novela. No debe sospecharse de él. Otro hombre, al que conocemos mucho mejor, confiesa, aunque su confesión no es creída del todo. El verdadero asesino está casi siempre fuera del escenario, de modo que Un juego para los vivos en cierto modo se convirtió en una novela policiaca «de corte clásico», lo que decididamente no es mi fuerte. Había tratado de hacer algo distinto de lo que había hecho hasta entonces, pero esto me hizo omitir ciertos elementos que para mí son vitales: la sorpresa, la velocidad de la acción, el forzar la credulidad del lector y, sobre todo, la intimidad con el propio asesino. No soy inventora de rompecabezas y tampoco me gustan los secretos. El resultado, después de reescribir el libro cuatro veces en un año de penoso trabajo, fue mediocre. A los editores extranjeros y a los que proyectan una reedición siempre les digo: «Éste es el peor de mis libros, así que, por favor, piénselo bien antes de comprarlo.» Sin embargo, creo que cualquier relato puede contarse de manera apropiada, utilizando algunos de los puntos más fuertes del escritor, pero antes es preciso que esta sepa cuáles son los citados puntos. En este aburrido libro desobedecí mis leyes naturales. He hablado poco de los libros de suspense de otros autores, principalmente porque raras veces los leo y, por tanto, no estoy capacitada para decir que ciertos libros de suspense son buenos o muy buenos y por qué. Los que más me gustan son los «entretenimientos» de Graham Greene, sobre todo porque son inteligentes y porque su prosa es muy hábil. Además, Greene es un moralista incluso en sus «entretenimientos» y a mí me interesa la moral, a condición de que no haya sermones. No cabe duda de que estudiar «lo mejor» de la literatura de suspense, sea lo que sea, puede tener utilidad profesional para un escritor de suspense, pero yo preferiría no hacer tal estudio. Después de todo, no me tomo a mí misma en serio como escritora de suspense, en lo que se refiere a categoría, y no me interesa ver cómo otro escritor resolvió con éxito un tema difícil, ya que no puedo tener presente su ejemplo cuando me enfrento a la máquina de escribir y a mis propios problemas. Las novelas de Graham Greene las leo por gusto, pero nunca se me ha ocurrido imitarlas o siquiera guiarme por ellas, exceptuando que me gustaría tener 96
su talento para le mot juste, don que también puede admirarse en Haubert. Y, dada la pereza que me da estudiar mi propio campo, me es fácil racionalizarla y excusarla diciéndome a mí misma que, si leo los libros de suspense de otros autores, corro el peligro de copiarles. En realidad no lo creo. Cuando se copia no hay entusiasmo y sin entusiasmo no se puede escribir un libro decente. Donde reside un valor perdurable es en la historia contada. La moral y el comportamiento social cambian con el paso de los decenios, pero los guionistas de cine y televisión siguen aprovechando las obras de Henry James porque James siempre contaba una buena historia. Hace poco vi Daisy Miller convertida en una obra para la televisión de una hora de duración. ¡Qué distintas eran las costumbres en 1910! Al principio los jóvenes de ahora podrían pensar: «¿La tercera vez que salen juntos? El está enamorado de ella, y ella flirtea con él, ¿y todavía no se han acostado juntos?» Pero el tema del libro, aparte de mostrar el nuevo mundo, con dinero y sin cultura, encarnado por Daisy, que se encuentra ante la vieja cultura europea, es la advertencia que una amiga hace al joven: «¡Deja a esa chica norteamericana! No te conviene. Nunca dejará de ser lo que es ahora. Te arruinará socialmente.» Y el lector o espectador moderno podría pensar: «¿Arruinarle? ¿Cómo? ¿Y qué si le arruina?» Sin embargo, a medida que la historia avanza, una empieza a estar pendiente del resultado de los acontecimientos, a comprender al joven y a su círculo social, si no a identificarse con él, y a percatarse de la importancia de la decisión que toma el joven. Ni pizca de sexualidad, sólo que la sexualidad está en el aire y, por ende, en todas partes, en Daisy Miller. Un entretenimiento absorbente. Henry James, que fracasó estrepitosamente como autor teatral, debería vivir ahora para ver el partido que otros dramaturgos sacan de sus obras. Se sentiría orgulloso. Otro escritor, un contemporáneo cuyo nombre no citaré, hace lo contrario. Primero escribe el guión cinematográfico, luego una novela que coincida con la película. Carácter ni pizca. Mirad: todo es aceptable. Todo es acción, sexualidad fugaz aquí y allá, tan fácil de olvidar como las naderías que constituyen argumentos literalmente explosivos, que a menudo se centran en un gran edificio o puente que saltará por los aires a menos que el héroe lo impida. El autor gana montones de dinero. Pero cabe preguntarse si dentro de cincuenta años sus libros serán tesoros que se emplearán para hacer nuevas versiones cinematográficas, o para la escena o la televisión. Tras los pasos de Ripley, el cuarto libro de la serie de Ripley, ha recibido críticas para todos los gustos. Al parecer, los críticos a quienes gusta lo adoran. Otros críticos opinan que está demasiado lleno de detalles y que, por consiguiente, es tedioso, demasiado lento como novela de suspense. Narra la historia de un chico que ha cometido parricidio y que busca a Ripley para confesarle lo que ha hecho, con el fin de tratar de vivir, si puede, con una carga de culpabilidad menos pesada. Ripley cree que ha logrado tranquilizar al chico, que tiene dieciséis años, y que le ha ayudado a aceptar el crimen que cometió en un arrebato de ira. El libro o tiene éxito o no lo tiene. Como siempre, el escritor vuelve a encontrarse con la cuestión de la moral o la ausencia de ella: en este mundo de gente colérica y asesinos contratados, que en el siglo XX no son distintos de la gente colérica y los asesinos contratados de siglos antes de Cristo, ¿le importa a alguien quién mata y quién es 97
muerto? Al lector le importa, si los personajes de la historia merecen que se preocupen por ellos.
La sensación de gozo Termino este libro con la sensación de que me he olvidado de algo, de algo de vital importancia. Así es. Es la individualidad, es el gozo de escribir, que en realidad no puede describirse, no puede captarse con palabras y transmitirse a otra persona para que lo comparta o utilice. Es el extraño poder que tiene el trabajo de transformar una habitación, cualquier habitación, en algo muy especial para un escritor que ha trabajado en ella, y que en ella ha sudado y maldecido y tal vez conocido unos pocos minutos de triunfo y satisfacción. Conservo en la memoria muchas habitaciones así: una diminuta en Ambach, cerca de Munich, con el techo tan bajo que no podía permanecer de pie en un extremo, habitación que había sido el cuarto de la doncella, en una posada; una habitación gélida y con goteras en una pequeña ciudad de la costa de Inglaterra, habitación cuyas grietas yo solía tapar tan desesperadamente como si me encontrase en un buque a punto de naufragar; una habitación en Florencia con una estufa de leña que estaba empeñada en no quemar nada; una habitación en Roma cuyo interior, cuando pienso en él, evoca el recuerdo de mucho trabajo y un gran desbarajuste curiosamente combinados. Debido a la naturaleza solitaria del oficio de escribir, estos recuerdos y emociones tan vivos no pueden compartirse con nadie. En la vertiente agradable está la sensación de encontrarse completa y felizmente absorto en un libro mientras uno lo está escribiendo, tanto si tardas seis semanas como seis meses o mucho más. Hay que proteger al libro mientras se escribe —es una equivocación grave, por ejemplo, enseñar parte de él a alguien que con toda seguridad lo criticará cruelmente y posiblemente te hará perder confianza en ti mismo—, pero, a su manera, la redacción del libro te protegerá de toda suerte de golpes emocionales, de índole destructiva, que, de no ser por el libro, podrían herirte y confundirte. La precariedad y el aislamiento de la existencia del escritor tienen su contrapartida cuando su fortuna aumenta un poco: uno puede tomar el avión e ir a pasar un par de semanas en Mallorca, fuera de temporada, mientras sus amistades no pueden abandonar la ciudad. O se puede uno asociar a un amigo que piensa viajar de Acapulco a Tahití en una embarcación desvencijada, sin que importe la duración del viaje, del que posiblemente saldrá material para un libro. La vida del escritor es muy desembarazada y libre, y si hay estrecheces, proporciona cierto consuelo el hecho de que no somos los únicos que las padecen y nunca lo seremos, mientras siga existiendo la raza humana. La economía suele ser un problema y los escritores siempre andan preocupados por su culpa, pero esto forma parte del juego. Y el juego tiene sus reglas: la mayoría de los escritores y artistas necesitan tener dos trabajos en sus años jóvenes, uno que les proporcione dinero y otro consistente en realizar su propia obra. Incluso es algo peor que eso. La Authors League informa de que el noventa y cinco por ciento de los escritores norteamericanos necesitan tener otro empleo durante toda la vida para que les cuadren los números. Si la naturaleza no te ha concedido esta fuerza extra, el 98
amor a la escritura y la necesidad de escribir te la darán. Al igual que los boxeadores, puede que empecemos a flaquear después de los treinta años, es decir, que no podamos seguir tirando con cuatro horas de sueño, y que empecemos a quejarnos de los impuestos y a tener la sensación de que el objetivo de la sociedad es dejarnos a todos sin trabajo. Recordemos que los artistas han existido y persistido, como el caracol y el celacanto y otras formas invariables de vida orgánica, desde mucho antes de que la humanidad soñara con gobiernos.
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El hechizo de Miss Highsmith, por Javier Coma Resulta fácil hallar justificaciones para el título de este texto. Una de ellas, con referencia al éxito de Patricia Highsmith en el ámbito de la literatura negra, quedaría sintetizada por el entusiasmo del novelista y teórico británico Julián Symons, quien considera a la creadora de Tom Ripley el autor más importante de la actualidad en el género criminal. Otra justificación, desde muy distinta perspectiva, pudiera radicar en la ya célebre frase de un crítico: «Leer una novela de Patricia Highsmith es como tomar el té con una peligrosa bruja.» De hecho, la escritora norteamericana ha fascinado en Europa a los círculos literarios y ha conseguido subyugar a un Peter Handke y a un Graham Greene de modo similar a como, décadas atrás, su gran antecesor en la novela negra Dashiell Hammett lograra la enfervorizada admiración de Gide y Malraux. Quizás el secreto del culto europeo a Patricia Highsmith se relacione con la forma de enfocar la temática criminal por la escritora, quien olvida espontáneamente usos y costumbres del género y manifiesta influencias más cercanas a Dostoievski o a Henry James que a los autores de novela negra. No cabe olvidar, por nuestra parte, la atracción que Europa ejerció pronto en Patricia Highsmith, hasta el punto de que la novelista decidiría vivir a este lado del Atlántico. Miss Highsmith hechizó a los europeos después de haber sido hechizada por el viejo continente. En España, prestigio y éxito le llegaron más tarde que en otros países. Durante el mismo año en que la autora de Extraños en un tren inauguró su paradero europeo, una editorial barcelonesa lanzaba al mercado sus primeras obras, pero posiblemente la inclusión de las mismas en una colección de novela popular frenó su repercusión. El hecho de que dos de los libros entonces publicados contaran ya con importantes adaptaciones cinematográficas (Extraños en un tren y A pleno sol) no fue suficiente para suscitar la atención hacia la escritora, mientras que, paradójicamente, quince años después un solo filme, El amigo americano, bastaría como triunfal promoción del repentino y clamoroso éxito de Patricia Highsmith en nuestros lares. Con respecto a tan tardío renombre, deviene asimismo significativa la circunstancia de que sus libros, editados ahora fuera de las colecciones de género, no hayan requerido en absoluto el apoyo de la moda hispánica de novela negra; al contrario, su reconocimiento se inscribe dentro de los amplios márgenes de la literatura sin etiqueta temática. Cuando, en 1963, las novelas de Patricia Highsmith irrumpieron por vez primera en el mercado español, la editorial utilizó como texto publicitario una frase debida al reputado crítico de The Observer Maurice Richardson: «La autora que escribe sobre los hombres como una araña escribiría sobre las moscas.» Esta analogía ha sido luego empleada hasta la saciedad y parece que proporciona el ángulo desde el que mejor se puede comprender la consolidación de la novelista en los gustos de nuestro público, aunque el concepto acuñado por Richardson pasase antaño desapercibido. La propia Highsmith se mostró próxima a tal perspectiva al difundir su creencia de que «a la mayoría de libros de Dostoievski se les llamaría libros de suspense si se publicaran ahora por primera vez». La fuerza de las novelas de miss Highsmith emana considerablemente de la conjunción entre un análisis
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psicológico llevado a cabo con diabólica serenidad y una acción soterrada bajo el apasionado afán de hacer explotar paulatinamente las mansas apariencias de la vida cotidiana. En realidad, la obra de Patricia Highsmith surge de un movimiento histórico de la novela negra que corresponde a los años cuarenta y que se nutrió de los avances del subgénero conocido como «psicología criminal». James Cain (El cartero siempre llama dos veces) y Horace McCoy (¿Acaso no matan a los caballos?), entre otros, habían dado pie durante la Depresión a una corriente introspectiva que prefería estudiar el hecho del delito a través de figurantes no profesionales, y que renunciaba por tanto a los habituales protagonismos de detectives y gángsters. El hombre y la mujer de la calle, en cuanto posibles sujetos del crimen, serían en consecuencia los personajes, con obvio acercamiento a la realidad del lector. Probablemente, los elementos de melodrama sentimental adjuntados por James Cain a tal postura, así como las abstracciones líricas que eran gratas a William Irish (Manhattan Love Song), contribuyeron a que el movimiento citado reclutara notables adalides de sexo femenino y a que del consecuente grupo de escritoras asomaran nuevas tendencias expresivas, más afines a la violencia interior que a la exterior y sintomáticamente influenciadas por el coetáneo auge del psicoanálisis. En los días últimos de aquel movimiento, encarnado al inicio por escritoras como Dorothy B. Hughes, Vera Caspary, Charlotte Armstrong y Margaret Millar, brotó Patricia Highsmith. Interesa constatar, de cara a una mirada precisa sobre la obra de esta última, que en la colectiva aproximación femenina al tema del crimen aparecían connotaciones de cierto horror ante lo narrado y que era característica determinante en orden a la actitud del grupo de autoras una peculiar asimilación de conceptos neogóticos, dotados del abundante romanticismo que tal adicción podía entrañar. Ahí se establece el primigenio punto de contacto de Patricia Highsmith con aquellas novelistas, aunque la creadora de Tom Ripley se distanció inmediatamente a través de una fría disección de los sentimientos individuales en una órbita exenta de tentaciones románticas. A los veinticuatro años, Patricia Highsmith debía estar ya vacunada contra el romanticismo, si se atiende a su relato «The Heroine» («La heroína», incluido en el volumen de narraciones Once) que fue publicado por la revista Harper's Bazaar en 1945. Entre las circunstancias que moldearon el talante de la joven Highsmith habría resultado cardinal la separación de sus padres cuatro meses antes de que ella llegara a este mundo. Nacida como Mary Patricia Plangman, abandonó el apellido de su progenitor y tomó el de su padrastro, Highsmith, así como prescindió de llamarse Mary. No conoció a su padre hasta que tuvo doce años. Mucho más tarde, en 1972, dedicó su novela Rescate por un perro al hombre que le dio vida, Jay Bernard Plangman. Patricia Highsmith nació un 19 de enero, el mismo día que Edgar Allan Poe, en 1921. Cuando tenía seis años, fue trasladada de su población natal, Fort Worth, Texas, a Nueva York por su padrastro y su madre. Estudió en el Barnard College de dicha ciudad. A los dieciséis años había descubierto que su meta era la de escritora profesional. Trabajó como guionista para los cuadernos de narrativa dibujada llamados «comic-books», especialmente con destino a fabulaciones de superhéroes. Después de publicar su primera novela, Extraños en un tren, al 101
finalizar la década de los cuarenta, vendió los derechos para su adaptación cinematográfica, que fue coescrita por Raymond Chandler, máxima figura de la literatura negra de la época, y dirigida en 1951 por el mítico Alfred Hitchcock. Hasta 1954 no se editó su segunda novela, El cuchillo, pero al año siguiente vio la luz la primera de las obras protagonizadas por Tom Ripley, conocida en España como A pleno sol en virtud del título del filme rodado en Francia por René Clement. El escenario italiano de A pleno sol prefigura el gradual interés de la autora por zonas geográficas distintas a las del país en que nació. Tras una cuarta novela, Mar de fondo, con acción en Estados Unidos, aprovecharía sus vivencias mexicanas en Un juego para los vivos. La pasión de viajar le condujo a residir en Europa y a emplear en la ambientación de sus obras los nuevos parajes que descubría. De esta forma, Las dos caras de enero reflejó su estancia en Grecia, y Crímenes imaginarios transcurría en Suffolk, área británica donde vivió durante un tiempo. El juego del escondite, en 1967, rendía tributo a su amor por Italia, lugar en que años atrás había escrito gran parte de La celda de cristal. En la segunda mitad de los años sesenta estableció su residencia en Montcourt, un pueblo a 75 kilómetros de París, cerca de Fontainebleau, y eligió la zona para situar el retiro de su personaje Tom Ripley, quien se había hecho rico en la ficción de A pleno sol. Obviamente, el retiro de Ripley estuvo sobresaltado por las vicisitudes que decidió depararle su creadora a lo largo de tres novelas esparcidas de principio a fin de la década de los setenta. Miss Highsmith hizo viajar una y otra vez a Ripley, con cierta preferencia por tierras germánicas, e incluso le transportó a Estados Unidos en la, por ahora, última novela de la serie, Tras los pasos de Ripley. Publicada en 1980, esta obra queda enmarcada cronológicamente por otras de escenario norteamericano, Rescate por un perro y El diario de Edith, con anterioridad, y Gente que llama a la puerta y El hechizo de Elsie, después. Pero ello no ha significado un retorno a Estados Unidos de la autora, quien cambió su vivienda francesa por otra en un pueblo del valle de Maggia, en la Suiza italiana. Es sabido que la existencia de Patricia Highsmith se ha vinculado progresivamente a un cierto deseo de soledad, el cual repercute en la atmósfera de «mundo cerrado» donde evoluciona la trama de muchas de sus novelas. Cabe recordar en este punto su curiosidad y su amor hacia los animales, primordialmente gatos y caracoles. Son múltiples los reflejos de tal afición en sus novelas. Baste el ejemplo del protagonista de Mar de fondo, quien tiene como hobby, al igual que ella, la cría de caracoles. La escritora llegó a dedicar La celda de cristal a su gato Spider, compañero de viaje de Estados Unidos a Italia; obsérvese, entre paréntesis, que el nombre de dicho minino significa «araña», y evóquese la frase de Richardson citada anteriormente con respecto a la mirada de Patricia Highsmith en torno al universo humano. De ahí que se haya hablado a menudo de una cualidad claustrofóbica de sus novelas, y que se haya relacionado su capacidad analítica con exámenes de tipo zoológico (sobre todo, a partir de los relatos contenidos en el libro Crímenes bestiales). El característico enfrentamiento de dos personajes masculinos y el seguimiento de las reacciones de ambos hasta sus culminaciones patológicas constituyen procedimientos clave de la fabulación de la autora, mucho menos 102
inclinada a la exploración del alma femenina. Desde esta perspectiva, puede sorprender que su obra maestra sea precisamente El diario de Edith, protagonizada por una mujer; la novela causa también asombro porque, siendo la más inspirada de la autora, rehuye más que ningún otro de sus libros toda catalogación en el género negro. Recientemente, El hechizo de Elsie, pese al regreso del esquema de dos hombres encarados, abordaba con inteligencia y sensibilidad el tema de la homosexualidad femenina; por otra parte, esta novela resulta ejemplar en lo relativo a una peculiar estrategia narrativa que pudiera quedar definida como suspense psicológico. En cierto sentido el hechizo que desprenden las obras de Patricia Highsmith arranca de la calculada parsimonia con que los dilatados planteamientos narrativos crean las expectativas de una situación límite y posiblemente criminal. El estilo de la autora se adhiere íntimamente a la táctica: una escritura de minuciosa elaboración consigue adjudicar a los comportamientos de los personajes la ambigüedad suficiente para que la progresión dramática segregue turbadora morbosidad. Deviene fundamental al respecto la pausada adjudicación de una tupida identidad a los principales caracteres; logrado tal objetivo la autora semeja aflojar las riendas de los personajes para que, irremisiblemente, se precipiten en su destino. Una excepción célebre estuvo constituida por la primera novela de Ripley, más aún en cuanto no parece que su creadora hubiera entonces programado la continuidad del protagonista. Ripley superaba las asechanzas de la fatalidad y emergía salvo y enriquecido de su crimen. A pleno sol fue, por su argumento, una especie de anomalía en la producción de Patricia Highsmith hasta que ésta empleó de nuevo a Ripley quince años después y le hizo protagonista, seguidamente, de un tercer y un cuarto libro. La serie resultante obtuvo, entonces, un grado anómalo en la propia historia de la novela negra. Se inscribía en ésta como una de las escasas producciones de protagonismo fijo cuyo principal carácter correspondía a un delincuente; pero, además, Ripley no era un profesional del delito como sus históricos colegas y entrañaba una complejidad moral muy superior a la de los mismos. Había alcanzado a través del asesinato un lugar en la clase económicamente asentada y sólo volvería al crimen cuando se le antojara necesario para la conservación de su nuevo status. De alguna manera, su continuada impunidad equivalía a la revancha de una época juvenil maniatada por la escasez. No hay duda de que Ripley comporta una abstracción de profundo contenido social al tiempo que la prueba tajante de que su creadora no limita la óptica a problemáticas individuales. La insistencia en dicho personaje durante la década de los setenta pudiera proceder de un consciente esfuerzo de Patricia Highsmith por arrojar específica luz sobre el resto de su producción. Desde la diferencia de clases hasta el fanatismo religioso, desde el racismo hasta las taras de la administración de justicia, numerosas cuestiones sociales de patente trascendencia surgen en la obra de la novelista y alimentan decisivamente sus discursos narrativos. No es de extrañar, por otra parte, tal circunstancia si se advierte que son los problemas éticos los que suscitan mayor interés en la autora y que la ética, como los personajes de las novelas de Patricia Highsmith, está presa 103
en el entramado social. Ahí reside, en gran medida, el sentido realista de la obra de la escritora, así como, quizás, la motivación última de su desarraigo. El carácter cosmopolita de la novelista y de su producción se ha proyectado en su filmografía. Tan sólo una de sus novelas ha sido adaptada por Hollywood, aunque dos veces: Extraños en un tren, cuya versión hitchcockiana con el mismo título estuvo seguida, en 1969, de un «remake», Once You Kiss a Stranger (No beses a un extraño), dirigido por Robert Sparr. El cine francés reparó pronto en Patricia Highsmith a través de A plein soleil (A pleno sol), rodada en 1960; luego, Claude Autant-Lara adaptó El cuchillo bajo la denominación fílmica Le meurtrier (1963, El asesino), Claude Miller llevó a cabo la versión de Ese dulce mal mediante Dites-lui que je l'aime (1977), y Michel Deville realizó en 1981 Eaux profondes, bautizada en España, al igual que la novela original, Mar de fondo. De los estudios germánicos provino Der Amerikanische Freund (l977, El amigo americano), dirigida por Wim Wenders a partir de la tercera novela de Ripley, y en aquel ámbito nacieron también las tentativas del realizador Hans W. Geissendörfer por dar forma cinematográfica a la obra de Patricia Highsmith: primero filmó La celda de cristal, en 1978, y luego, en 1983, abordó la difícil tarea de adaptar El diario de Edith. El repetido tránsito del mundo de Patricia Highsmith a la gran pantalla contribuye a la imagen subyugante de una escritora cuyo hechizo se ha ampliado poderosamente en tierras europeas.
BIBLIOGRAFÍA Extraños en un tren (Strangers on a Train, 1949). The Price of Salt (con el seudónimo Claire Morgan, 1952). El cuchillo (The Blunderer, 1954, reeditado en 1956 como Lament for a Lover). A pleno sol (El talento de Ripley) (The Talented Mr. Ripley, 1955). Mar de fondo (Deep Water, 1957). Miranda the Panda Is on the Veranda (obra para el público infantil, coescrita con Doris Sanders, 1958). Un juego para los vivos (A Game for the Living, 1958). Ese dulce mal (This Sweet Sickness, 1960). El grito de la lechuza (The Cry of the Owl, 1962). Las dos caras de enero (The Two Faces of January, 1964). La celda de cristal (The Glass Cell, 1964). Crímenes imaginarios (The StoryTeller, 1965, editado el mismo año en Gran Bretaña como A Suspension of Mercy). «Suspense». Cómo se escribe una novela de intriga (ensayo, Plotting and Writing Suspense Fiction, 1966, revisado y ampliado en 1981). El juego del escondite (Those Who Walk Away, 1967). El temblor de la falsificación (The Tremor of Forgery, 1969). Once (relatos, The Snail-Watcher and Other Stories, 1970, editado el mismo año en Gran Bretaña como Eleven). 104
La máscara de Ripley (Ripley Underground, 1970). Rescate por un perro (A Dog's Ransom, 1972). El amigo americano (El juego de Ripley) (Ripley's Game, 1974). Pequeños cuentos misóginos (relatos, editado por primera vez en alemán, 1974, Little Tales of Misogyny). Crímenes bestiales (relatos, The Animal-Lover's Book of Beastly Murder, 1975). El diario de Edith (Edith's Diary, 1977, también conocido como Edith's Journal). A merced del viento (relatos, Slowly, Slowly in the Wind, 1979). Tras los pasos de Ripley (The Boy Who Followed Ripley, 1980). La casa negra (relatos, The Black House, 1981). Gente que llama a la puerta (People Who Knock on the Door, 1983). Sirenas en el campo de golf (relatos, Mermaids on the Golf Course, 1985). El hechizo de Elsie (Found in the Street, 1986).
Javier Coma Abril de 1987
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Patricia Highsmith Dos palomas muy desagradales Humor, originalidad, ternura, crueldad y un sentido oscuro de la vida animan este relato de Una afición peligrosa (Anagrama). La admirable escritora de novelas policiales tan famosas como El talentoso Mr. Ripley se aparta de crímenes y misterios para contar la historia de una inquietante pareja de aves. Vivían en Trafalgar Square. Eran dos palomas que por razones de conveniencia llamaremos Maud y Claud, aunque ellas no utilizaran esos nombres para llamarse. Eran simplemente una pareja. Ya llevaban dos o tres años juntas y se eran fieles, aunque en el fondo de su pequeño corazón de palomas se odiaban. Pasaban los días picoteando grano y cacahuetes sembrados por el desfile interminable de turistas y londinenses que compraban esas cosas a los vendedores ambulantes, Pec, pec, todo el día en medio de otros cientos de palomas que, como Maud y Claud, casi habían perdido la capacidad de volar porque ya apenas les era necesaria. Muchas veces, Maud se veía separada de Claud en un campo de palomas que movían la cabeza de un modo constante, como si asintieran, pero, al caer la noche, de un modo u otro se encontraban y se dirigían a un hueco que había al dorso de un muro de piedra situado cerca de la National Gallery. ¡Uf! Y con esfuerzo conseguían subir sus abultadas pechugas hasta su domicilio, que quedaba entre setenta centímetros y un metro de altura. Maud hacía unos ruidos muy desagradables con la garganta que expresaban despecho y desdén. Tenía la misma edad que Claud; no eran jóvenes. Su primer novio había muerto en la flor de la vida, atropellado por un autobús cuando intentaba recuperar parte de un bocadillo del suelo. Los ruiditos despectivos de Maud podían interpretarse como un "¿Qué? ¿Otra vez igual, eh?" y similares provocaciones a la virilidad de Claud y a su infundada autoestima. Tal vez Claud no hubiera hecho nada aquel día, pero estaba claro que era un mujeriego. Muchas veces, Maud había tenido la satisfacción de ver a Claud vencido por un macho más joven que aparecía en el peor momento para Claud y su recién encontrada hembra. Claud montaba un número bravucón, fingía que estaba dispuesto a pelear, pero el macho más joven iba por él, directo a sus ojos, y Claud se retiraba. -Cállate -contestó por fin Claud, y se instaló cómodamente para dormir. De vez en cuando, para cambiar de escenario, Claud y Maud cogían el metro a Hampstead Heath. La verdad es que una vez tomaron el metro y se encontraron para su sorpresa, en Hampestead Heath. ¡Espacio! ¡Montones de migas para picotear! ¡Sin gente! O casi sin gente. A veces tomaban el metro por diversión, sin importarles adónde irían a parar al salir. Siempre podían encontrar el camino de vuelta a Trafalgar Square, aunque tuvieran que hacer algo de esfuerzo y volar unos metros aquí y allá. Los autobuses eran más seguros respecto a la dirección que seguían, pero tampoco había muchos sitios donde agarrarse en el techo de un autobús. Ciertamente recordaban la dirección de Hampstead Heath, y saltando a un autobús que arrancara en aquella dirección tenían bastantes posibilidades de llegar, y si el autobús se desviaba, simplemente volaban hasta otro que pareciera más prometedor. Dos veces habían ido en autobús. Pero el metro era más divertido, porque a Maud y Claud les gustaba hacer que la gente se apartara de su camino. La gente se reía señalándolos cuando ellos subían o bajaban 106
por las escaleras mecánicas. A veces la gente sacaba la cámara, como en Trafalgar Square, y les hacían fotos con flash. "¡Cuidado! ¡No pisen a las palomas! ¡Ja, ja, ja!" ya era una exclamación familiar. A Maud le obsesionaba el vago recuerdo de una hija que había muerto de un golpe de bastón, ante sus ojos, en una acera cerca de Trafalgar Square. Era una hija de su primera pareja. ¿O acaso se lo había imaginado? Desde entonces, Maud temía a la gente con bastón, incluso con paraguas, y los había a montones. Maud se estremecía y se apartaba unos centímetros. Pensaba que podría tener otra pareja si quisiera, pero algo no sabía decir qué- la mantenía junto a su aburrido Claud. Un sábado por la mañana, de mutuo acuerdo, decidieron dirigirse a Hampstead Heath. En Trafalgar Square estaba ocurriendo algo horrible. Había hordas de gente y tribunas, y estaban instalando altavoces. No era un buen día para los cacahuetes y las palomitas de maíz. Maud y Claud bajaron al metro en Whitehall. -¡Oh, mira, mami! -gritó una niña-. ¡Palomas! Maud y Claud la ignoraron y siguieron bajando a saltitos. Pasaron bajo la puerta mecánica, inadvertidas pero golpeadas por algún pie, y luego bajaron por la escalera mecánica. Claud iba delante, aunque no sabía adónde iba. Saltó al primer tren. -¡Mira eso! ¡Palomas! -dijo alguien. Algunas personas se echaron a reír. Maud y Claud se contaban entre los pocos pasajeros que nadie empujaba. Había un círculo vacío a su alrededor. Otra vez fue Claud quien se adelantó cuando salieron, asintiendo autoritariamente con la cabeza. No sabía dónde estaba, pero le gustaba dar la impresión de que no era así. -¡Están subiendo las escaleras! ¡Ja, ja, ja! Les abrieron camino como si fueran autoridades o personas famosas. En el tumulto de gente que subía las escaleras hasta el nivel de la acera, Maud y Claud tuvieron que hacer uso de sus alas. Eso las dejó exhaustas, cuando por fin llegaron a la luz del sol, cerca de un kiosco. Maud se adelantó esta vez abriendo camino. La acera describía una leve pendiente hacia arriba y Maud tomó aquella dirección. Cerca de Hampstead Heath, las aceras solían ser de subida, recordó. Claud la siguió. -Ah, el amor -dijo una voz masculina. La voz se equivocaba. Muchas veces era Claud el primero, cuando quería parecer superior a Maud, pues sabía que Maud le seguiría de todas maneras. Otras veces era al contrario y no tenía nada que ver con el deseo de aparearse. Al cabo de tres calles, saltando arriba y abajo por los bordillos de las aceras, Maud empezó a cansarse. Claud se había equivocado al bajar en aquella parada y Maud se acercó a él y se lo indicó con una mirada y un carraspeo significativo. Ella tampoco sabía dónde estaban, aunque sí sabía que Trafalgar Square estaba en algún sitio por detrás, a su derecha. Al final llegarían a casa sin problemas. Pero aquello no era Hampstead Heath. Luego, Maud intuyó o divisó una franja de verde a la izquierda, y con un movimiento de la cabeza que hizo brillar su pecho azul y verde a la luz del sol dirigió a Claud hacia la izquierda. Se detuvieron para dejar pasar un taxi y luego siguieron la marcha, bordillo arriba. Ahora Maud ya veía el verde y aceleró un poco el paso, aleteando mientras sus patas se movían a la vez sobre la acera. Hizo acopio de energías para sobrevolar la barandilla de casi un metro que rodeaba un pequeño parque. Había bancos con gente sentada tranquilamente, y una considerable extensión de césped sin recortar, con un estanque en el centro. Maud empezó a picotear. 107
Claud vio otras tres palomas, una hembra y dos machos, no muy lejos, en el césped. Seguramente no les recibirían con agrado, pero en aquel momento los dos machos estaban absortos. Maud dijo algo para que Claud probara suerte allí y Claud le replicó enseguida que probara ella. Maud se alejó, dándoles la espalda a todos, incluyendo a Claud. Claud estaba picoteando un gusano y pensando que prefería grano seco cuando uno de los machos se abalanzó volando sobre él. El pájaro que le atacó estaba en mejor forma física. Claud sólo se levantó unos centímetros del suelo y se lanzó sobre el otro, pero su gesto no tuvo mucho efecto. Se batió en retirada, andando, agitando las alas y haciendo ruidos para indicar que estaba disgustado pero en absoluto vencido, y que simplemente no se iba a molestar en luchar. Maud adoptó una expresión divertida e indiferente. De pronto empezó a llover. Claud y Maud avanzaron hacia el árbol más cercano. Tenía todo el aspecto de que la lluvia iba a persistir. ¿Debían tomar el metro para llegar a casa? Sólo era media tarde. La lluvia haría salir los gusanos, tal vez un caracol o dos. De pronto, Maud voló hacia Claud y le atacó en el cogote. Claud ya estaba de malhumor y se alejó hacia un camino. Cuando llegó a la acera, giró rápidamente a la izquierda. Aquél era el camino del metro, pensó, y también era la dirección de casa. Maud le siguió, odiándose a sí misma por seguirle, pero consolándose con el hecho de que tenía a Claud controlado y que aquélla era la dirección de Trafalgar Square. Ya le llegaría el día a Claud, pensó Maud. Si se esforzaba un poco, un macho más joven podía invadir su casa y expulsar a Claud. Aquello le enseñaría a... ¡Blam! ¿Qué era aquello? La oscuridad había caído sobre ella. Claud también estaba allí con ella, haciendo ruidos y aleteando. Maud oyó risas de niños. ¡Una caja! A Maud ya le había pasado antes y había escapado, recordó. La caja de cartón se arrastró por la acera, aprisionándole dolorosamente una de las patas. Ella y Claud se encontraron de pronto volcados, patas arriba, vieron un breve trozo de cielo y luego una desagradable cubierta que cayó sobre la caja y fueron empujados y sacudidos mientras los niños corrían. Bajaron unas escaleras. Los niños tiraron a Maud y Claud al suelo de una habitación fuertemente iluminada. Ahora estaban dentro de una casa. Una mujer gritó algo. Los dos niños se reían. Maud voló sobre una mesa. Era la cocina de uno de esos edificios que Claud y ella habían observado muchas veces por la ventana de un semisótano. -¿Qué vas a hacer con ellos? ¡Aaah! Claud se había ido a posar en el borde del fregadero. Un niño fue a buscarlo y Claud saltó a un rincón junto a una puerta que tenía una rendija abierta. Un niño esparció pan por el suelo, pero Claud lo ignoró. A Claud le interesaba la puerta, Maud se dio cuenta, pero pensó que tal vez el resto de la casa estuviera cerrado, entonces, ¿para qué serviría la puerta? En ese momento Maud defecó. Aquello provocó un grito de la mujer. ¡Dios mío! Maud sabía que su excremento podía tener consecuencias: significaba desprecio, por ejemplo. A Maud le habían dado una patada alguna vez -deliberada- cuando lo había hecho en su propio terreno, Trafalgar Square, sin pretender insultar a nadie. Pero aquella gente no era normal, la mayoría 108
estaba loca. No podía predecirse lo que iba a hacer la gente. Cacahuetes en un momento dado y al momento siguiente un palo. La mujer seguía parloteando. Hubo un chillido de los chicos y luego se abalanzaron sobre Claud con los brazos abiertos, intentando atraparlo. Claud levantó el vuelo y dejó caer su excremento, que aterrizó en la cara de uno de los chicos. Se oyeron risas. Claud se tambaleó sobre un tendedero de ropa que había cerca del techo, oscilando. Entró un hombre de voz estentórea. Maud le detestó nada más verlo. El hombre pronunció un largo y rugiente discurso y luego se acercó a Maud y le habló con más suavidad. Maud dio dos pasos atrás, chocó contra una tapa de porcelana de algo, sin quitarle ojo al hombre, dispuesta a unirse a Claud si el hombre se le acercaba más. Pero él salió de la cocina. La mujer estaba haciendo palomitas en el fogón. Maud y Claud reconocieron el olor. Mientras, los niños se reían estúpidamente junto al fregadero. El hombre volvió con una especie de trípode alto. Se encendieron unas luces muy brillantes. Entonces Maud y Claud lo entendieron. Habían visto lo mismo en Trafalgar Square, a gran escala: trípodes, plataformas móviles, luces terribles por todas partes que convertían la noche en día. Ahora la luz daba directamente en los ojos de Maud y ella empezó a dar vueltas. La cámara zumbaba. Maud quería volver a defecar, pero no pudo. -¡Palomitas! -gritó el hombre. -¡Ya van! -La mujer se acercó con la sartén justo a tiempo de chocar con Claud, que se dirigía a la ventana intentando escapar. Esperaba que la parte de arriba estuviera abierta, pero antes de poder comprobarlo ya estaba tumbado de lado en el suelo. Se levantó. La mujer echó palomitas en el suelo junto a él, y Claud las rechazó como si fueran venenosas. -¡Ja, ja! -se rió el hombre-. ¡Asústales otra vez, Simon! El más pequeño de aquellos dos odiosos niños agitó los brazos hacia Maud mientras el otro saltaba hacia Claud. Maud y Claud se levantaron batiendo las alas fuertemente. Claud cayó como una gruesa águila en la frente y el pelo del niño mayor, sacando las uñas. -¡Ay! -gritó el niño. Maud se contentó con darles dos fuertes picotazos a las mejillas del pequeño, además de clavar las uñas todo lo que pudo, antes de saltar justo a tiempo para escapar del puño del hombre. Maud comprendió que iba a ser una lucha por la vida, y que ella y Claud estaban atrapados. La mujer intentaba atizar a Claud con una escoba, pero fallaba cada vez. -¡Abrid la ventana! ¡Dejadlas salir! -¡Voy a torcerles el pescuezo! ¡Están locas! -gritó el hombre de cara colorada, dirigiéndose a la ventana. Maud se dio cuenta de que el hombre estaba furioso, pero ¿quién les había llevado allí sino aquellos repulsivos hijos suyos? Maud atacó al hombre justo cuando abría la ventana desde arriba. El apartó a Maud con un codo y agachó la cabeza. Claud salió volando por la ventana. -¡Usa la escoba! -gritó la mujer, ofreciéndosela al hombre. Maud esquivó la escoba, voló al escurridero de platos que había sobre la pila, intentó agarrarse a un platillo, y mientras volaba hacia la ventana, el platillo cayó en el fregadero y se hizo añicos.
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Otro grito de la mujer y un rugido del hombre que se desvanecieron mientras Maud se alejaba. Voló unos cuantos metros con la energía que le daba su ira, y luego descendió hasta la civilizada acera para poder andar normalmente y recuperar el aliento. ¡Qué alivio salir de aquella casa de locos! ¡Dios mío! ¡Alguien tendría que denunciar a aquella gente! Maud levantó la cabeza con orgullo, impulsando el pico a cada paso. Había grupos de gente que luchaba a favor de las palomas. Ella había visto a algunos en Trafalgar Square impidiendo que los niños usaran armas o incluso que les tiraran cosas a las palomas. Si alguna vez atrapaban a aquella familia, les harían pagar por aquello. ¿Dónde estaba Claud? Maud se detuvo y se volvió. No es que le importara mucho dónde estaba. Si iba directamente a casa, como pretendía, Claud aparecería aquella misma noche, no tenía ninguna duda. ¿Y acaso la había ayudado él hasta ahora en algo? No. Entonces oyó su voz. Claud apareció tras ella, acercándose sobre las patas y las alas, con aspecto de estar exhausto. Maud sacudió las alas y continuó adelante. Claud avanzaba junto a ella, protestando un poco, como hacía Maud, pero sus sonidos se fueron calmando gradualmente. Después de todo, eran libres otra vez y estaban andando en dirección a casa. De pronto, Maud se dirigió a un autobús. Claud la siguió, y se instalaron con dificultad en el techo del vehículo. Algunos autobuses daban unos bandazos terribles. Tuvieron que cambiar a otro, esperando que les llevara, pero su instinto era correcto y pronto se encontraron traqueteando por Haymarket. ¡Casa! Y aún no estaba oscuro. El cielo era de un azul grisáceo y el sol se estaba poniendo. Todavía tenían tiempo de picotear un poco en Trafalgar Square antes de retirarse, pensó Maud. Claud estaba pensando lo mismo, así que dejaron el autobús en Whitehall y se deslizaron al territorio familiar. No quedaban muchas palomas por allí. Las luces se encendían en los escaparates. Las migajas y restos eran pocos y estaban pisoteados. Y Maud se sintió cansada y débil. Claud impulsó la cabeza hacia ella y cogió un pedacito de cacahuete que Maud estaba a punto de alcanzar. Maud voló hacia él, agitando las alas. ¿Por qué seguía con él? Egoísta y avaricioso... ¡No podía contar con él para nada, ni siquiera para vigilar el nido cuando tenía un huevo! Claud quiso vengarse con un maligno picotazo en el ojo de Maud, pero falló y le dio en la cabeza. Entonces, de pronto -imposible decir quién de los dos se movió primero-, atacaron a un cochecito que pasaba. Fueron por el bebé, las mejillas, los ojos. La joven que empujaba el cochecito soltó un grito y empezó a golpear a las palomas. Maud quedó fuera de combate durante unos segundos, pero enseguida se unió a Claud en el cochecito. Dos personas corrieron hacia allí y las palomas salieron volando. Volaron sobre las cabezas de sus frustrados atacantes y se unieron a un grupo de más de veinte palomas que picoteaban en torno a una papelera. Cuando las dos personas y la mujer del cochecito se acercaron a las palomas, Maud y Claud no sentían ningún miedo, aunque algunas de las demás palomas levantaron la vista, asustadas por las voces iracundas. Uno de los humanos, un hombre, corrió entre las palomas, pateándolas, agitando los brazos y gritando. La mayoría de las palomas emprendieron un perezoso vuelo. Maud se dirigió a casa, al nicho situado tras el bajo muro de piedra, y cuando llegó, Claud ya estaba allí. Se prepararon para dormir, demasiado cansados incluso para intercambiar sonidos de protesta. Pero Maud no estaba tan cansada como para olvidar el medio 110
cacahuete que Claud le había arrebatado. ¿Por qué vivía con él? ¿Por qué vivía allí, por qué vivían los dos juntos allí, corriendo el riesgo de ser capturados a diario, como aquel día, o pateados por gente que se molestaba incluso si defecaban? ¿Por qué? Maud se quedó dormida, exhausta de tanto descontento. El incidente de las palomas de Trafalgar Square con el bebé picoteado, que se quedó ciego de un ojo, inspiró un par de cartas al Times. Pero nadie hizo nada al respecto.
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Cuentos Los policiales del verano Hoy, el segundo cuento. Un plato fuerte, obra de Patricia Highsmith, autora de aquel estremecedor Extraños en un tren que llevó al cine el genial Hitchcock. La ilustración es de Alicia Carletti. La tortuga de agua Víctor oyó la puerta del ascensor, los rápidos pasos de su madre en el hall y cerró el libro de un golpe. Lo escondió debajo del almohadón del sofá y maldijo por lo bajo cuando oyó que el libro se resbalaba entre el sofá y la pared y caía al piso con un ruido sordo. La llave ya giraba en la cerradura. -¡Viiiictor! -gritó su madre, agitando un brazo en el aire. Con el otro sostenía una bolsa grande de papel madera y de su mano colgaban una o dos bolsitas-. Fui a lo de mi editor y al mercado y a la pescadería -le dijo-. ¿Por qué no estás jugando? ¡Es un día lindísimo! -Salí -dijo él- un ratito. Me dio frío. -¡Uf! -la madre descargó la bolsa del almacén en la pequeña cocina detrás del vestíbulo-. Debes de estar enfermito. ¡Tener frío en el mes de octubre! He visto a todos los niños jugando en la vereda. Hasta ese nene que te gusta, creo, ¿cómo se llama? -No lo sé -dijo Víctor. De todos modos, su madre no estaba prestándole verdadera atención. Metió las manos en el bolsillo de sus pantalones cortos, que ya le ajustaban y empezó a caminar sin rumbo por el living, mirándose los zapatones gastados. Su madre podría haberle comprado zapatos que le quedaran bien por lo menos. A ella le gustaban ésos porque tenían las suelas más gruesas que jamás hubiera visto y la punta cuadrada, un poquito levantada, como botas de alpinista. Víctor se detuvo frente a la ventana y miró el edificio de enfrente, de color tostado. Vivía con su madre en el piso dieciocho, cerca de la azotea. El edificio al otro lado de la calle era aún más alto que el de ellos. A Víctor le gustaba más el departamento donde habían vivido en Riverside Drive. También le gustaba más la escuela de ahí. En la nueva se reían de la ropa que usaba. En la otra se había cansado de reírse de él. -¿No quieres salir? -preguntó su madre, entrando en el living, mientras se secaba las manos con energía con una bolsa de papel. Se olió las manos-. ¡Puaj! ¡Qué olor horrible! -No, mamá -dijo Víctor con paciencia. -Hoy es sábado. -Ya lo sé. -¿Ya sabes los días de la semana? -Por supuesto. -¿A ver? -No quiero decirlos. Los sé -los ojos se le pusieron vidriosos-. Hace años que los sé. Hasta nenes de cinco años saben los días de la semana. Pero su madre no estaba escuchando. Estaba inclinada sobre el tablero de dibujo en un rincón de la habitación. Había estado trabajando hasta tarde la noche anterior. Víctor estuvo en su sofá cama en el rincón opuesto de la habitación sin poder dormirse hasta las 2, cuando ella fue a acostarse en el sofá cama. -Ven acá, Viiiictor. ¿Ves esto?
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Víctor se acercó arrastrando los pies, con las manos aún en los bolsillos. No, ni siquiera había echado un vistazo al tablero esa mañana; no había querido. -Este es Pedro, el burrito. Lo inventé anoche. ¿Qué te parece? Y éste es Miguel, el nene mexicano que lo monta. Andan y andan por todo México y Miguel piensa que están perdidos, pero Pedro sabe cómo volver a casa todo el tiempo y... Víctor no escuchaba. Deliberadamente pensaba en otra cosa, acto que había aprendido al cabo de muchos años de práctica. Pero el aburrimiento y la frustración -sabía lo que quería decir la palabra frustración; había leído todo al respecto- le pesaban como una piedra sobre los hombros, sentía el odio y las lágrimas amontonadas en sus ojos, como un volcán a punto de estallar en su interior. Había tenido la esperanza de que su madre captara la alusión cuando le dijo que tenía frío en sus estúpidos pantaloncitos cortos. Había tenido la esperanza de que su madre recordara lo que le había contado días antes, que el chico que había querido jugar, que parecía tener su misma edad, once años, se había reído de sus pantalones cortos el lunes por la tarde. "¿Te hacen usar los pantalones de tu hermano o algo así?" Víctor se había alejado lleno de mortificación. ¿Qué habría pasado si el otro se hubiese enterado de que ni siquiera tenía un par de knickers y menos aún un par de pantalones largos, aunque fueran jeans? Su madre, por alguna razón disparatada, quería que pareciera como un francés y le hacía usar pantaloncitos cortos y medias tres cuartos y camisas tontas con cuellos redondos. Su madre quería que él siguiera teniendo seis años toda su vida. Le gustaba mostrarle sus dibujos a él. "Víctor es mi tabla de armonía -les decía a veces a sus amigos-. Le muestro mis dibujos y sé de inmediato si a los niños les gustarán o no." A veces Víctor simulaba que le gustaba algunos cuentos que en realidad no le gustaban o dibujos que sentía que le resultaban indiferentes, porque sentía lástima por su madre y porque ella se ponía de mejor humor si él le decía esas cosas. Ya estaba cansado de las ilustraciones de cuentos infantiles, si es que alguna vez le habían gustado -en realidad no podía acordarse- y ahora tenía dos preferidos: las ilustraciones de Howard Pyle en algunos de los libros de Robert Louis Stevenson y las de Cruikshan en los de Dickens. Víctor pensaba que era una desgracia para él que fuera la última persona a la que su madre pedía opinión, pues simplemente odiaba las ilustraciones infantiles. Y era un milagro que su madre no se diera cuenta de ello, porque hacía años y años que no había podido vender ninguna ilustración para libros; nada desde Wimple-Dimple. Un ejemplar de ese libro cuya sobrecubierta lucía agrietada y amarilla estaba ubicado en el estante central de la biblioteca en un espacio libre, para que todos pudieran verlo. Víctor tenía siete años cuando se publicó ese libro. Su madre siempre le contaba a la gente que él le había dicho lo que quería que ella dibujase, la había observado hacer cada dibujo, le había dado su opinión y, en fin, la había guiado totalmente. Víctor tenía sus serias dudas acerca de esto, primero porque el cuento era de otra persona y había sido escrito antes de que su madre hiciera los dibujos y, naturalmente, los dibujos debieron adaptarse a la historia. Desde entonces, su madre sólo había publicado unas pocas ilustraciones para revistas infantiles y preparado calabazas y gatos negros de papel para Halloween, la fiesta de las brujas, aunque siempre llevaba su carpeta de dibujos de editor en editor. Su padre les mandaba dinero. Era un rico hombre de negocios que vivía en Francia. un exportador de perfumes. Su madre decía que era muy rico y muy apuesto. Pero él se había vuelto a casar, nunca escribía y Víctor no tenía interés en él, ni siquiera le interesaba ver una foto de su padre. Su padre era un francés con algo de polaco y su madre era húngara francesa. La palabra húngara le hacía pensar a Víctor en gitanos, pero cuando una vez le preguntó a su 113
madre, ella replicó enfáticamente que no tenía nada de sangre gitana. Se había mostrado muy molesta con Víctor por esa pregunta. -¡Escucha! ¿Cuál te gusta más? "En todo México no había un burro más inteligente que Miguel, el burrito de Pedro." O si no: "Miguel, el burrito de Pedro, era el más inteligente de todo México." -Creo... que prefiero la primera. -¿Cómo era? -preguntó su madre, cubriendo con la palma de la mano la ilustración. Víctor trató de recordar las palabras, pero se dio cuenta de que sólo estaba mirando las marcas de lápiz en el borde del tablero de dibujo. El dibujo colorido del centro no le interesaba en absoluto. No estaba pensando. Esa era una sensación frecuente y familiar en él; había algo emocionante e importante en el no pensar. Víctor sentía que algún día iba a encontrar algo que hablara sobre eso -quizá con otro nombre- en la biblioteca pública o en los libros de psicología que había en su casa y que él hojeaba cuando su madre no estaba. -¡Viiiictor! ¿Qué estás haciendo? -Nada, mamá. -Eso justamente. ¡Nada! ¿No puedes pensar siquiera? Una ola caliente de vergüenza lo envolvió. Era como si su madre pudiera leerle los pensamientos, acerca del no pensar. -¡Pero estoy pensando! -protestó-. Estoy pensando acerca del no pensar -su tono era desafiante. ¿Qué podía hacer ella en cuanto a eso, después de todo? -¿Qué? -su madre inclinó la cabeza negra y enrulada y lo enfrentó con los ojos maquillados entrecerrados. -El no pensar. Su madre apoyó las manos llenas de anillos en las caderas. -¿Sabes, Viiictor, que tienes unas ideas medio raras? Estás enfermo. Enfermo mentalmente. Y eres un retardado. ¿Sabes lo que quiere decir eso? Que tienes la mentalidad de un nenito de cinco años -dijo con lentitud, acentuando las palabras-. Es mejor que pases las tardes de los sábados encerrado. Quien sabe, a lo mejor, si sales, puede pisarte un auto. Pero es por eso que te quiero, mi pequeñito Viiictor. -Le pasó el brazo sobre los hombros y lo atrajo hacia ella. Por un instante, la nariz de Víctor permaneció apretada contra su pecho grande y suave. Ella llevaba su vestido color piel, el que se transparentaba un poco a la altura del busto. Víctor alejó la cabeza con brusquedad, confundido por las emociones. No sabía si deseaba reír o llorar. Su madre reía alegremente, con la cabeza echada hacia atrás. -¡Estás enfermo! ¡Mírate! Mi neniiito, con pantalonciiitos. ¡Ja, ja! Entonces las lágrimas asomaron en los ojos de él, ¡y su madre se comportaba como si estuviera disfrutándolo! Víctor giró la cabeza para que ella no pudiera verle los ojos. Luego la miró repentinamente. -¿Te crees que me gustan estos pantalones? A ti te gustan, no a mí, entonces, ¿por qué tienes que burlarte? -Un neniiito que llora -continuó ella, riendo. Víctor salió corriendo hacia el cuarto de baño, pero se desvió en el camino y se arrojó de cabeza en el sofá, con la cara contra los almohadones. Cerró los ojos con fuerza y abrió la boca, llorando pero sin llorar, de una manera que había aprendido con la práctica también. Con la boca abierta, la garganta cerrada, sin respirar por casi un minuto, podía 114
en cierto modo sentir la satisfacción de llorar, hasta de gritar, sin que nadie se diera cuenta. Hundió la nariz, la boca abierta, los dientes en el almohadón rojo del sofá y, si bien siguió oyendo la voz de su madre, el tono burlón y la risa, imaginaba que esos sonidos se iban apagando y alejándose. Se imaginaba que estaba muriendo. Pero la muerte no era un escape; sólo un hecho concentrado y doloroso, el clímax de su no llorar. Luego, volvió a respirar y a oír la voz de su madre. -¿Me oíste? ¿Me oíste? La señora Badzerkian vendrá a tomar el té. Quiero que te laves la cara y que te pongas una camisa limpia. Y también que le recites algún versito. ¿Qué verso vas a recitarle? -Cuando me voy a la cama en el invierno -dijo Víctor. Ella le había hecho memorizar cada poema de A Child's Garden of Verses. Víctor dijo el primero que se le cruzó por la cabeza, pero eso le causó problemas porque ya lo había recitado en la última visita. -¡Dije ése porque no podía pensar otro en el momento! -gritó Víctor. -¡No me grites! -exclamó su madre, lanzándose hacia él. Víctor recibió una bofetada antes de que se diera cuenta de lo que estaba sucediendo. Quedó apoyado en un brazo del sofá, de espaldas, con las delgadas piernas de rodillas huesudas extendidas. "Está bien -pensó-, si así son las cosas, así son las cosas." La miró con odio. No iba a hacerle ver que la bofetada le había dolido, que aún le dolía. "Basta de lágrimas por hoy -juró-, basta de no llorar." Terminaría el día, soportaría el té como una piedra, como un soldado, sin pestañear siquiera. Su madre caminaba por el cuarto, toqueteándose los anillos sin cesar, mirándolo de vez en cuando, desviando la mirada rápidamente. La mirada de Víctor estaba fija en ella. El no tenía miedo. Ella podía golpearlo otra vez, pero a él no iba a importarle. Por fin ella anunció que se iría a lavar la cabeza y se escurrió al baño. Víctor se levantó del sofá y vagó por el cuarto. Hubiera querido tener un cuarto propio para poder estar solo. El departamento de Riverside Drive tenía tres ambientes: un living, su cuarto y el de su madre. Cuando ella estaba en el living, él podía estar en su dormitorio o viceversa, pero luego decidieron derrumbar el viejo edificio de Riverside Drive. No era algo en lo que le gustaba pensar. De pronto recordó donde había caído el libro, empujó el sofá y lo alcanzó. Era La mente humana, por Menninger, un libro lleno de historias clínicas fascinantes. Víctor no lo devolvió al estante donde estaba, entre un libro de astrología y otro de Cómo dibujar. A su madre no le gustaba que leyera libros de psicología, pero a Víctor le encantaban; sobre todo los que tenían historias clínicas. Los pacientes hacían lo que querían. Se comportaban con naturalidad. Nadie les daba órdenes. Víctor pasaba horas en la biblioteca del barrio, hojeando los libros de psicología. Estaban en la sección para adultos, pero al bibliotecario no le molestaba que se sentara allí porque se comportaba decentemente. Víctor fue a la cocina y se sirvió un vaso de agua. Mientras estaba de pie bebiendo, oyó un crujido en una de las bolsas de papel de su madre. Un ratón, pensó, pero cuando movió las bolsas no vio ningún ratón. El sonido provenía del interior de una de las bolsas. La abrió con cuidado y esperó que algo saltara. Miró el interior y vio una cajita de cartón blanco. La sacó con lentitud. El fondo estaba húmedo. Se abría como una caja de masitas. Al hacerlo, Víctor dio un salto de sorpresa. Se encontró con una tortuga, viva y volcada sobre su caparazón. Las patas se agitaban en el aire, el animal intentaba darse vuelta. Víctor se humedeció los labios y, frunciendo el ceño con concentración, tomó la 115
tortuga por los borde del caparazón con las dos manos, la dio vuelta y la volvió a colocar con suavidad en la caja. La tortuga encogió las patas, estiró la cabeza un poco y lo miró con fijeza. Víctor sonrió. ¿Por qué su madre no le había dicho que tenía un regalo para él? Los ojos de Víctor brillaron, mientras pensaba en sacar la tortuga a pasear, quizá con una correa alrededor del cuello, para mostrársela al que se había reído de sus pantalones cortos. Quizá cambiara de parecer acerca de ser su amigo si descubría que él tenía una tortuga. -¡Eh, mamá, mamá! -gritó Víctor, apoyado contra la puerta del baño-. ¿Me trajiste una tortuga? -¿Una qué? -había cesado el ruido de la ducha. -¡Una tortuga! ¡En la cocina! -Víctor saltaba mientras pronunció estas palabras. De pronto se detuvo. Su madre había dudado, también. La ducha volvió a oírse. Su madre gritó con voz chillona. -C'est une terrapène! Pour un ragoût! (*) Víctor comprendió y sintió un pequeño escalofrío. Cuando su madre le hablaba en francés era porque estaba dándole una orden que debía obedecer sin réplicas. De modo que la tortuga iría a parar a un guiso. Víctor regresó a la cocina, con perpleja resignación. Para un guiso. Bueno, ya que a la tortuga no le quedaba mucha vida, ¿qué le gustaría comer? ¿Lechuga? ¿Panceta cruda? ¿Papa hervida? Víctor abrió la heladera. Sostuvo un pedazo de lechuga cerca de la boca callosa de la tortuga. Esta no abrió la boca, sólo miró. Víctor sostenía la lechuga cerca de los dos agujeritos nasales pero, aunque la tortuga la olió, no mostró ningún interés. Víctor miró debajo de la pileta y sacó un fuentón grande. Lo llenó con dos dedos de agua y con suavidad puso a la tortuga adentro. La tortuga braceó por unos segundos; luego, descubriendo que el vientre se apoyaba en el fondo, se detuvo y encogió las patas. Víctor se puso de rodillas y estudió la cara del animal. El labio superior se encimaba al inferior, dándole una expresión algo testaruda y de pocos amigos, pero los ojos eran brillantes y vivaces. Víctor sonrió cuando los miró con fijeza. -Está bien, Monsieur terrapène -dijo-, dime qué te gustaría comer y te lo conseguiremos. ¿Quizá quieras un poco de atún? El día anterior habían cenado arroz con atún y había quedado un poco. Víctor tomó un pedacito con los dedos y se lo mostró a la tortuga. La tortuga no estaba interesada. Víctor miró a su alrededor, pensativo; luego, levantó el fuentón, lo llevó al living y lo colocó en el suelo de modo que el sol diera en el caparazón de la tortuga. "A todas las tortugas les gusta el sol", pensó Víctor. Se extendió en el piso a su lado, apoyado en un codo. La tortuga lo miró un momento, luego con mucha lentitud y con un aire de prudencia y cautela, estiró las patas y avanzó, se topó con el borde del fuentón y dobló a la derecha, con la mitad del cuerpo fuera del agua poco profunda. Quería salir. Víctor la tomó por el caparazón y dijo: -Puedes salir y dar un paseíto. Sonrió, mientras la tortuga comenzaba a andar rumbo al sofá. La agarró con facilidad, pues se movía lentamente. Cuando lo volvió a colocar en la alfombra, el animal permaneció inmóvil, como si se hubiera detenido un poco a pensar lo que iba a hacer después, adónde ir. Era de color verde amarronado. Víctor pensó en el fondo del río, y en los océanos. ¿De dónde venían las tortugas? Se puso de pie de un salto y fue a buscar 116
un diccionario a la biblioteca. El diccionario tenía un dibujo de una tortuga, pero era apagado, en blanco y negro, no se parecía en nada al ejemplar vivo. No aprendió nada nuevo, salvo que el nombre era de origen algonquino, que la tortuga de agua vivía en agua dulce o salobre, y que era comestible. Pero él no pensaba comer ninguna terrapène esa noche. Ese ragoût sería todo para su madre, y aunque ella lo golpeara y le hiciera aprender dos o tres poemas más, él no comería tortuga esa noche. Su madre salió del baño. -¿Qué estás haciendo ahí? Víctor guardó el diccionario en su lugar. Su madre había visto el fuentón. -Estoy mirando la tortuga -dijo, y enseguida se dio cuenta de que la tortuga había desaparecido. Se puso en cuatro patas y miró debajo del sofá. -No la pongas encima de los muebles. Deja marcas -dijo su madre. Estaba de pie en el vestíbulo, secándose el pelo enérgicamente con una toalla. Víctor encontró la tortuga entre el cesto de basura y la pared. La volvió a colocar en el fuentón. -¿Te cambiaste la camisa? -preguntó su madre. Víctor se cambió la camisa y luego, siguiendo las órdenes de su madre, se sentó en el sofá con el libro A Child's Garden of Verses a aprender otro poema para la señora Badzerkian. Leía en voz apenas alta, para sí; luego las repetía, dos, cuatro y seis líneas juntas hasta que sabía toda la poesía. Se la recitó a la tortuga. Después preguntó a su madre si podía jugar con la tortuga en la bañera. -¡No! ¿Para que te salpiques la camisa? -Puedo ponerme la otra camisa. -¡No! Ya son casi las 16. ¡Sacá ese fuentón del living! Víctor llevó el fuentón de regreso a la cocina. Su madre sacó la tortuga del fuentón sin temor y la volvió a poner en la caja de cartón blanco. Cerró la tapa y puso la caja en la heladera. Víctor se estremeció un poco cuando ella cerró la puerta de un golpe. Seguramente sería mucho frío para una tortuga ahí adentro. Pero pensó que el agua del río estaba fría de vez en cuando, también. -Viiictor, corta el limón -dijo su madre. Estaba preparando una bandeja grande con tazas y platillos. El agua estaba hirviendo en la pava. La señora Badzerkian fue puntual como siempre. Su madre sirvió el té tan pronto como se desembarazó del tapado y el libro de bolsillo de la visitante en la silla del vestíbulo. La señora Badzerkian olía a ajo. Tenía una boca recta y chica, y un fino bigote en el labio superior que causaba fascinación a Víctor, pues nunca antes había visto una mujer con bigote, nunca de tan cerca. Jamás había mencionado el bigote de la señora Badzerkian a su madre, sabiendo que ella lo consideraría una cosa fea, pero curiosamente era el bigote lo que más le gustaba de ella. El resto era aburrido, sin interés e inamistoso. Siempre pretendía escuchar con atención mientras él recitaba, pero él sentía que se movía inquieta, que pensaba en otras cosas mientras él hablaba y que se sentía aliviada cuando terminaba. Ese día, Víctor recitó muy bien y sin titubear, de pie en el medio del living y frente a las dos mujeres, que estaban tomando la segunda taza de té. -Très bien -dijo su madre-. Ahora puedes comer una masita. Víctor eligió una masita pequeña con un poco de dulce de naranja en el medio. Mantuvo las rodillas juntas cuando se sentó. Siempre tenía la sensación de que la señora Badzerkian le miraba las rodillas con disgusto. Muchas veces deseó que le hiciera algún comentario a su madre acerca de que él ya era lo suficientemente grande como para usar 117
pantalones largos, pero nunca había dicho nada, o al menos él no lo había oído. Víctor se enteró por la conversación entre su madre y la señora Badzerkian de que los Lorentz irían a cenar al día siguiente. Probablemente el guiso era para ellos. Víctor se alegró de tener la tortuga un día más para poder jugar. A la mañana siguiente le preguntaría a su madre si podría llevar la tortuga a la vereda un ratito, con correa o dentro de la caja de cartón, si su madre insistía. -... como un niiiño -decía su madre, riendo, echándole una mirada. La señora Badzerkian sonreía con astucia y la boquita apretada. Víctor recibió permiso para retirarse y fue a sentarse en el sofá en el otro extremo del cuarto con un libro. su madre le estaba contando a la señora Badzerkian que él había estado jugando con la tortuga. Víctor frunció las cejas y miró el libro, simulando que no oía. A su madre no le gustaba que él les hablara a los invitados una vez que le había dado permiso para retirarse. Pero lo que estaba oyendo lo hizo enrojecer de furia.Se incorporó, marcando la hoja que estaba leyendo con el dedo. -¡No veo qué tiene de infantil mirar a una tortuga! -dijo tartamudeando-. Son animales muy interesantes, son... Su madre lo interrumpió con una carcajada, pero una vez que la carcajada se desvaneció, dijo con severidad: -Viiictor, creí que te había dado permiso para retirarte. ¿Correcto? El dudó, viendo fugazmente la escena que tendría lugar cuando se fuera la señora Badzerkian. -Sí, mamá. Perdoname -dijo. Luego se sentó y se concentró en su libro otra vez. Veinte minutos más tarde, la señora Badzerkian se despidió. Su madre lo retó, pero no fue un reto de cinco o diez minutos como se había imaginado. Como ella se había olvidado de la crema le pidió a Víctor que bajara a comprarla. Víctor se puso el saco de lana gris y salió. Ese saco lo avergonzaba por llamar la atención, pues le llegaba un poco más abajo que los pantalones cortos y parecía que no tenía nada debajo del saco. Echó una mirada a su alrededor para ver si encontraba a Frank en la vereda, pero no lo vio. Cruzó la Third Avenue y entró en la rotisería del edificio grande que se veía desde la ventana del living. A su regreso, vio a Frank caminando por la vereda, haciendo rebotar una pelota. Víctor se dirigió directamente hacia él. -¡Eh! -dijo Víctor-. Tengo una tortuga de agua en mi casa. -¿Una qué? -Frank tomó la pelota y se detuvo. -Una tortuga de agua. Te la mostraré mañana por la mañana, si estás por aquí. Es bastante grande. -¿Sí? ¿Por qué no la traes ahora? -Porque debo ir a cenar ahora -dijo Víctor. Entró en su edificio. Sintió que había logrado algo. Frank se había mostrado muy interesado. A víctor le hubiera gustado poder bajar la tortuga en ese momento, pero su madre no quería que saliera de noche y ya estaba casi oscuro. Cuando Víctor entró, su madre estaba en la cocina. Vio una cacerola con huevos y una gran olla con agua en la hornalla de atrás. -¡La sacaste otra vez! -chilló Víctor, viendo la caja de la tortuga sobre la mesada. -Sí, voy a preparar el guiso esta noche -dijo su madre-. Por eso es que necesitaba la crema. Queda muy rico así. Víctor la miró. 118
-¿Vas... vas a matarla esta noche? -Sí, querido. Esta noche. -Su madre movió la cacerola con los huevos. -Mamá, ¿puedo llevarla abajo un minuto para mostrársela a Frank? -preguntó Víctor con rapidez-. Sólo un minuto, mamá. Frank está abajo ahora. -¿Quién es Frank? -Es el chico que me preguntaste hoy. El rubio que siempre vemos. Por favor, mamá. Las cejas negras de su madre se fruncieron. -¿Llevar la terrapèneabajo? De ningún modo. No seas absurdo, mi bebe. ¡La terrapène no es un juguete! Víctor trató de pensar en otra forma de persuadirla. Aún no se había sacado el abrigo. -Tú querías que me hiciera amigo de Frank. -Sí, ¿pero qué tiene eso que ver con la tortuga? El agua en la olla grande comenzó a hervir. -Verás, le prometí que... -Víctor observó que su madre sacaba la tortuga de la caja y, cuando la echó en el agua hirviendo, abrió la boca espantado-. ¡Mamá! -¿Qué pasa? ¿Qué es ese alborto? Boquiabierto, Víctor miró a la tortuga, cuyas patas se batían con desesperación contra las paredes de la olla. La tortuga abrió la boca y, por un instante, fijó la mirada en Víctor, arqueó la cabeza hacia atrás con infinito dolor, hundió la boca abierta en el agua hirviendo... y fue el fin. Víctor pestañeó. Estaba muerta. Se acercó más, vio cuatro patas y una cola y la cabeza extendida en el agua. Miró a su madre. Ella se estaba secando las manos con una toalla. Lo miró y exclamó: -Diablos. -Se olió las manos y colgó la toalla en su lugar. -¿tenías que matarla de ese modo? -¿De qué otro? Así es como se mata a las tortugas y las langostas. ¿No lo sabes? No sienten nada. El la miró con fijeza. Cuando se acercó para acariciarlo, Víctor retrocedió. Pensó en la boca abierta de la tortuga y, de repente, se le llenaron los ojos de lágrimas. La tortuga lo había mirado y no había podido oírla por el ruido de las burbujas. La tortuga lo había mirado, le había pedido que la sacara de allí, pero él no se movió para ayudarla. Su madre lo había engañado, lo había hecho tan rápido que no pudo salvarla. Retrocedió nuevamente. -¡No! ¡No me toques! Su madre le dio una bofetada, con fuerza y rapidez. Víctor se cubrió la mandíbula con la mano. Después dio media vuelta, se dirigió al ropero, se sacó el abrigo y lo colgó. Fue al living y se arrojó en el sofá. No estaba llorando, pero tenía la boca abierta contra el almohadón del sofá. Entonces recordó la boca de la tortuga y cerró los labios. La tortuga había sufrido. De no haberlo hecho, no hubiera movido las patas a tanta velocidad. Víctor empezó a llorar silenciosamente, como la tortuga, con la boca abierta. Se cubrió el rostro con las dos manos para no mojar el sofá. después de un largo rato, se puso de pie. Su madre tarareaba en la cocina, y de cuando en cuando él oía sus pasos rápidos y decididos mientras trabajaba. Víctor apretó los dientes otra vez. Caminó con lentitud hasta la puerta de la cocina. La tortuga estaba sobre la tabla de picar y su madre, luego de echarle un vistazo al niño, aún canturreando, tomó un cuchillo, apretó la hoja hacia abajo y le cortó las uñitas a la tortuga. Víctor entrecerró los ojos, pero siguió mirando con fijeza. Su madre separó las 119
uñas de las patas del animal muerto y las dejó caer en la bolsa de residuos. Después hizo girar el cuerpo exánime y, con el mismo cuchillo puntiagudo y filoso, empezó a quitar el pálido caparazón que le cubría el estómago. El pescuezo de la tortuga estaba inclinado hacia un lado. Víctor quería apartar la mirada, pero no pudo. Enseguida aparecieron las vísceras de la tortuga, rojas, blancas y verdosas. Víctor no prestó atención a lo que decía su madre acerca de que había cocinado tortugas en Europa antes de que él naciera. Su voz era suave y tranquilizadora, y de ningún modo se relacionaba con lo que estaba haciendo. -¡Bueno, no me mires así! -le gritó repentinamente, golpeando el piso con el pie-. ¿Qué te pasa? ¿Estás loco? Sí, creo que estás loco. Estás enfermo, ¿sabías eso? Víctor no pudo probar bocado de la cena, aunque el guiso de tortuga se serviría a la noche siguiente, y su madre no pudo obligarlo a comer, aunque lo sacudió por los hombros y lo amenazó con darle otra bofetada. No dijo una palabra. Se sentía muy distante de su madre, incluso cuando ella le gritaba en las narices. Se sentía muy raro, como esas veces cuando tenía ganas de vomitar, pero en ese momento no tenía ganas de vomitar. Cuando llegó la hora de acostarse, tuvo miedo de la oscuridad. Veía la cara de la tortuga en todas partes, con la boca abierta y los ojos desorbitados en una mirada de dolor. Víctor hubiera querido salir por la ventana y flotar, irse adonde quisiera, desaparecer y al mismo tiempo estar en todas partes. Imaginó las manos de su madre atenaceando sus hombros, si lo veía intentando salir por la ventana. Odiaba a su madre. Se levantó y fue en silencio a la cocina. La casa estaba completamente a oscuras, pero Víctor dirigió su mano con precisión a la hilera de cuchillas y tomó con suavidad la que buscaba. Pensó en la tortuga, convertida en pedacitos, mezclada en la salsa de crema y huevo y jerez en la cacerola dentro de la heladera. El grito de su madre pareció desgarrarle los oídos. La segunda puñalada penetró en su cuerpo y le perforó la garganta otra vez. Sólo el cansancio lo hizo detenerse y, para entonces, oyó gente afuera que trataba de abrir la puerta. Víctor se dirigió a la puerta, corrió la cadena del pasador y abrió. Lo llevaron a un edificio enorme, lleno de enfermeras y médicos. Víctor era muy callado y hacía todo lo que le pedían y contestaba las preguntas que le hacían, pero sólo eso. Como nadie preguntó nada de la tortuga, no mencionó el tema. (*)-¡Es una tortuga de agua! ¡Para un guiso!(N. de la T.) Notable novelista del género negro, Patricia Highsmith brilla también en los relatos breves. En muchos de ellos, los protagonistas de las siniestras intrigas no son seres humanos, sino animales. El que presentamos hoy es considerado uno de los mejores por su autora. Los cuentos breves de Highsmith están reunidos en cuatro volúmenes, entre los que se cuenta Crímenes bestiales. En la versión cinematográfica de su novela Extraños en un tren, de 1951, el guión había sido escrito por otro grande de los policiales, Raymond Chandler. La tortuga de agua está ilustrado con una obra de Alicia Carletti.
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La Perfecta Señorita Patricia Highsmith
Theodora, o Thea como la llamaban, era la perfecta señorita desde que nació. Lo decían todos los que la habían visto desde los primeros meses de su vida, cuando la llevaban en un cochecito forrado de raso blanco. Dormía cuando debía dormir. Al despertar, sonreía a los extraños. Casi nunca mojaba los pañales. Fue facilísimo enseñarle las buenas costumbres higiénicas y aprendió a hablar extraordinariamente pronto. A continuación, aprendió a leer cuando apenas tenía dos años. Y siempre hizo gala de buenos modales. A los tres años empezó a hacer reverencias al ser presentada a la gente. Se lo enseñó su madre, naturalmente, pero Thea se desenvolvía en la etiqueta como un pato en el agua. - Gracias, lo he pasado maravillosamente --decía con locuacidad, a los cuatro años, inclinándose en una reverencia de despedida al salir de una fiesta infantil. Volvía a su casa con su vestido almidonado tan impecable como cuando se lo puso. Cuidaba muchísimo su pelo y sus uñas. Nunca estaba sucia, y cuando veía a otros niños corriendo y jugando, haciendo flanes de barro, cayéndose y pelándose las rodillas, pensaba que eran completamente idiotas. Thea era hija única. Otras madres más ajetreadas, con dos o tres vástagos que cuidar, alababan la obediencia y la limpieza de Thea, y eso le encantaba. Thea se complacía también con las alabanzas de su propia madre. Ella y su madre se adoraban. Entre los contemporáneos de Thea, las pandillas empezaban a los ocho, nueve o diez años, si se puede usar la palabra pandilla para el grupo informal que recorría la urbanización en patines o bicicleta. Era una típica urbanización de clase media. Pero si un niño no participaba en las partidas de «póker loco» que tenían lugar en el garage de algunos de los padres, o en las correrías sin destino por las calles residenciales, ese niño no contaba. Thea no contaba, por lo que respecta a la pandilla. - No me importa nada, porque no quiero ser uno de ellos -les dijo a sus padres. - Thea hace trampas en los juegos. Por eso no queremos que venga con nosotros -dijo un niño de diez años en una de las clases de Historia del padre de Thea. El padre de Thea, Ted, enseñaba en una escuela de la zona. Hacía mucho tiempo que sospechaba la verdad, pero había mantenido la boca cerrada, confiando en que la cosa mejorara. Thea era un misterio para él. ¿Cómo era posible que él, un hombre tan normal y laborioso, hubiese engendrado una mujer hecha y derecha? - Las niñas nacen mujeres -dijo Margot, la madre de Thea-. Los niños no nacen hombres. Tienen que aprender a serlo. Pero las niñas ya tienen un carácter de mujer.
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- Pero eso no es tener carácter -dijo Ted-. Eso es ser intrigante. El carácter se forma con el tiempo. Como un árbol. Margot sonrió, tolerante, y Ted tuvo la impresión de que hablaba como un hombre de la edad de piedra, mientras que su mujer y su hija vivían en la era supersónica. Al parecer, el principal objetivo en la vida de Thea era hacer desgraciados a sus contemporáneos. Había contado una mentira sobre otra niña, en relación con un niño, y la chiquilla había llorado y casi tuvo una depresión nerviosa. Ted no podía recordar los detalles, aunque sí había comprendido la historia cuando la oyó por primera vez, resumida por Margot. Thea había logrado echarle toda la culpa a la otra niña. Maquiavelo no lo hubiera hecho mejor. - Lo que pasa es que ella no es una golfilla -dijo Margot-. Además, puede jugar con Craig, así que no está sola. Craig tenía diez años y vivía tres casas más allá. De lo que Ted no se dio cuenta al principio es de que Craig estaba aislado, y por la misma razón. Una tarde, Ted observó cómo uno de los chicos de la urbanización hacía un gesto grosero, en ominoso silencio, al cruzarse con Craig por la acera. - ¡Gusano! -respondió Craig inmediatamente. Luego echó a correr, por si el chico le perseguía, pero el otro se limitó a volverse y decir: - ¡Eres un mierda, igual que Thea! No era la primera vez que Ted oía tales palabras en boca de los chicos, pero tampoco las oía con frecuencia y quedó impresionado. - Pero, ¿qué hacen solos, Thea y Craig? -le preguntó a su mujer. - Oh, dan paseos. No sé -dijo Margot-. Supongo que Craig está enamorado de ella. Ted ya lo había pensado. Thea poseía una belleza de cromo que le garantizaría el éxito entre los muchachos cuando llegara a la adolescencia y, naturalmente, estaba empezando antes de tiempo. Ted no tenía ningún temor de que hiciera nada indecente, porque pertenecía al tipo de las provocativas y básicamente puritanas. A lo que se dedicaban Thea y Craig por entonces era a observar la excavación de un refugio subterráneo con túnel y dos chimeneas en un solar a una milla de distancia aproximadamente. Thea y Craig iban allí en bicicleta, se ocultaban detrás de unos arbustos cercanos y espiaban riéndose por lo bajo. Más o menos una docena de los miembros de la pandilla estaban trabajando como peones, sacando cubos de tierra, recogiendo leña y preparando patatas asadas con sal y mantequilla, punto culminante de todo esfuerzo, alrededor de las seis de la tarde. Thea y Craig tenían la intención de esperar hasta que la excavación y la decoración estuvieran terminadas y luego se proponían destruirlo todo.
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Mientras tanto a Thea y a Craig se les ocurrió lo que ellos llamaban «un nuevo juego de pelota», que era su clave para decir una mala pasada. Enviaron una nota mecanografiada a la mayor bocazas de la escuela, Verónica, diciendo que una niña llamada Jennifer iba a dar una fiesta sorpresa por su cumpleaños en determinada fecha, y por favor, díselo a todo el mundo, pero no se lo digas a Jennifer. Supuestamente la carta era de la madre de Jennifer. Entonces Thea y Craig se escondieron detrás de los setos y observaron a sus compañeros del colegio presentándose en casa de Jennifer, algunos vestidos con sus mejores galas, casi todos llevando regalos, mientras Jennifer se sentía cada vez más violenta, de pie en la puerta de su casa, diciendo que ella no sabía nada de la fiesta. Como la familia de Jennifer tenía dinero, todos los chicos habían pensado pasar una tarde estupenda. Cuando el túnel, la cueva, las chimeneas y las hornacinas para las velas estuvieron acabadas, Thea y Craig fingieron tener dolor de tripas un día, en sus respectivas casas, y no fueron al colegio. Por previo acuerdo se escaparon y se reunieron a las once de la mañana en sus bicicletas. Fueron al refugio y se pusieron a saltar al unísono sobre el techo del túnel hasta que se hundió. Entonces rompieron las chimeneas y esparcieron la leña tan cuidadosamente recogida. Incluso encontraron la reserva de patatas y sal y la tiraron en el bosque. Luego regresaron a casa en sus bicicletas. Dos días más tarde, un jueves que era día de clases, Craig fue encontrado a las cinco de la tarde detrás de unos olmos en el jardín de los Knobel, muerto a puñaladas que le atravesaban la garganta y el corazón. También tenía feas heridas en la cabeza, como si le hubiesen golpeado repetidamente con piedras ásperas. Las medidas de las puñaladas demostraron que se habían utilizado por lo menos siete cuchillos diferentes. Ted se quedó profundamente impresionado. Para entonces ya se había enterado de lo del túnel y las chimeneas destruidas. Todo el mundo sabía que Thea y Craig habían faltado al colegio el martes en que había sido destrozado el túnel. Todo el mundo sabía que Thea y Craig estaban constantemente juntos. Ted temía por la vida de su hija. La policía no pudo acusar de la muerte de Craig a ninguno de los miembros de la pandilla, y tampoco podían juzgar por asesinato u homicidio a todo un grupo. La investigación se cerró con una advertencia a todos los padres de los niños del colegio. - Sólo porque Craig y yo faltáramos al colegio ese mismo día no quiere decir que fuésemos juntos a romper ese estúpido túnel -le dijo Thea a una amiga de su madre, que era madre de uno de los miembros de la pandilla. Thea mentía como un consumado bribón. A un adulto le resultaba difícil desmentirla. Así que para Thea la edad de las pandillas -a su modo- terminó con la muerte de Craig. Luego vinieron los novios y el coqueteo, oportunidades de traiciones y de intrigas, y un constante río, siempre cambiante, de jóvenes entre dieciséis y veinte años, algunos de los cuales no le duraron más de cinco días. Dejemos a Thea a los quince años, sentada frente a un espejo, acicalándose. Se siente especialmente feliz esta noche porque su más próxima rival, una chica llamada Elizabeth, acaba de tener un accidente de coche y se ha roto la nariz y la mandíbula y sufre lesiones en un ojo, por lo que ya no volverá a ser la misma. Se acerca el verano, con todos esos bailes en las terrazas y fiestas en las piscinas. Incluso corre el rumor de que Elizabeth tendrá que ponerse la dentadura inferior 123
postiza, de tantos dientes como se rompió, pero la lesión del ojo debe ser lo más visible. En cambio Thea escapará a todas las catástrofes. Hay una divinidad que protege a las perfectas señoritas como Thea.
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