Gregory Benford
El temor de la fundación
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Gregory Benford
El temor de la fundación
PRESENTACIÓN Para muchos lectores el nombre de Isaac Asimov y el término ciencia ficción son casi sinónimos. La ciencia ficción es un género cambiante, pero Asimov supo representarlo a la perfección durante los años cuarenta y cincuenta (que siguen apareciendo como la época dorada del género), y también se mantuvo con gran éxito y aceptación popular en los años setenta y ochenta, cuando volvió a sus famosas series del ciclo de la FUNDACIÓN o de las «novelas de robots». Desde los años cuarenta, Asimov fue uno de los autores favoritos de John W Campbell, editor de Astouncing quien publicó gran parte de los relatos que más tarde, en la década de los cincuenta, se editaron en forma de libro. Con títulos como YO, ROBOT (1950) o la trilogía inicial de la FUNDACIÓN (1951—1953), Asimov estableció su fama popular e impulsó su nombre como el del mejor y más famoso autor de la ciencia ficción de todos los tiempos. En las novelas en torno a los «robots positrónicos», Asimov aborda una primera extrapolación de la historia futura, situada cronológicamente hacia el año 5000 de nuestra era. Se trata de cuatro novelas escritas con muchos años de diferencia: BÓVEDAS DE ACERO (1954), EL SOL DESNUDO (1957), LOS ROBOTS DEL AMANECER (1983) y ROBOTS E IMPERIO (1985). Herederas directas de YO, ROBOT, las llamadas «novelas de robots» describen un universo en el que la humanidad se ha expandido hasta poblar una cincuentena de planetas, los Mundos Exteriores. En ellos viven los «espacianos», descendientes de terrestres que pese a todo, se sienten distintos de quienes permanecen en el planeta madre. Los espacianos repudian su herencia y se esfuerzan por impedir la expansión de la Tierra. Una Tierra aquejada de un grave exceso de población que obliga a los terrestres a vivir en gigantescas ciudades protegidas por cúpulas, en completa promiscuidad. Un verdadero contraste con las sociedades escasamente pobladas de los Mundos Exteriores, donde el contacto humano es incluso tabú. Como en la mayor parte de la narrativa de Asimov, también en las «novelas de robots» la humanidad es la única especie inteligente en la galaxia y tan sólo compite con su propia creación: los robots. Y son éstos quienes, a su vez, representan un elemento básico de diferenciación entre la sociedad terrestre y la espaciana. De hecho, la mayor parte de las narraciones de robots de Asimov son reflexiones éticas. Resulta fácil comprobar que las famosas tres Leyes de la Robótica son esencialmente normas para garantizar la convivencia en sociedad, precisamente ante la presencia de unos seres, los robots, con gran potencialidad pero que deben quedar sujetos al control de los humanos. Las conocidas tres leyes establecen que: 1. un robot no debe dañar a un ser humano o, por inacción, dejar que un ser humano sufra daño; 2. un robot debe obedecerlas órdenes que le son dadas por un ser humano, excepto cuando estas órdenes se contradigan con la primera Ley; 3. un robot debe proteger su propia existencia, hasta donde esta protección no esté en conflicto con la primera o segunda Leyes, y muestran, incluso en su propia formulación, un claro orden de prioridad. El código ético resultante es mucho más transparente si se sustituye la palabra «robot» por la expresión «ser humano» en la formulación de las leyes y se hacen, consecuentemente, algunos cambios menores: 1. un ser humano no debe dañar a otro ser humano o por su inacción, dejar que un ser humano sufra daño; 2
2. un ser humano debe obedecer las leyes establecidas, excepto cuando se contradigan con la primera Ley; 3. un ser humano debe proteger su propia existencia, hasta donde esta protección no esté en conflicto con la primera o segunda Leyes. Tal vez cabría discutir el orden de las tres leyes en el caso de su aplicación a los humanos pero, en su formulación robótica, debían reflejar también el papel subordinado que los robots deben tener ante los humanos. Leídas con el «ser humano» como sujeto, representan la expresión de conceptos tan determinantes como la solidaridad, la necesidad de acatar las normas y leyes de comportamiento social para garantizar la convivencia, y el derecho a la vida. Asimov contempló siempre la posibilidad de que los seres humanos rechazaran a los robots, y por ello las Tres Leyes establecen claramente el carácter inofensivo y predecible del comportamiento robótico. Se elimina así la imagen amenazadora del robot, habitual en la ciencia ficción hasta la aparición de las narraciones que luego formaron YO, ROBOT (1950). Precisamente, gracias a las Tres Leyes de la Robótica, los robots pueden convertirse en un instrumento para el progreso de la humanidad. En concreto, el papel que después desempeñará el robot R. Daneel Olivaw en la serie de la FUNDACIÓN es una clara muestra de ello. De hecho, la equiparación ética entre robots y humanos acabó convirtiendo el tema central de las narraciones sobre robots en una verdadera investigación sobre lo que significa ser humano. Uno de los personajes más «humanos» de toda la obra narrativa de Asimov es precisamente el robot Andrew Martin protagonista de EL HOMBRE DEL BICENTENARIO (1976). En su investigación sobre si hay alguna diferencia entre humanos y robots, Asimov plantea el caso de un robot que desea ser integralmente humano, con todas sus consecuencias. En primer lugar Andrew conseguirá los mismos derechos legales de los seres humanos, pero no logrará ser humano hasta que decida degradar su maravilloso e inmortal cuerpo robótico de forma que se vaya deteriorando y, como los humanos, acabe muriendo. Sorprendentemente, las historias de robots de Asimov acaban precisando lo que significa ser humano e incluso llegan a distinguir entre un ser humano individual y ese colectivo que constituye la especie y que llamamos humanidad. En una de las nuevas «novelas de robots» escritas ya en los años ochenta, ROBOTS E IMPERIO (1985), Asimov introduce una nueva Ley Cero de la Robótica con prioridad sobre las otras tres. Su formulación es simple y calcada de la primera Ley: Un robot no debe dañar a la humanidad o, por su inacción, dejar que la humanidad sufra daño. El sujeto que debe ser protegido ya es otro, mucho más general, aunque con ello se pase de algo concreto (un «ser humano») a un concepto abstracto (la «humanidad»). Con toda seguridad con la Ley Cero hubieran resultado imposibles muchos de los juegos de lógica del resto de relatos asimovianos sobre robots. El mismo Asimov era consciente de ello y así lo demuestran algunas de las reflexiones que, sobre10 humano, se hace el robot Giskard en ROBOTS E IMPERIO, a la luz de esta nueva Ley de la Robótica. Así pues, en esencia la robótica asimoviana es una «humanística». La fama de Asimov como divulgador científico, además de su éxito como escritor e inventor de un tratamiento metódico y original del tema del robot en la ciencia ficción, ha aumentado la trascendencia de sus ideas y relatos que, tal vez, resultan tan interesantes por esa implícita referencia a lo humano. En un segundo bloque de novelas, las que preceden a la mítica serie de la FUNDACIÓN, Asimov nos habla ya de la constitución y los problemas de un gran Imperio Galáctico que 3
podríamos situar cronológicamente más o menos hacia el año 15000. Se trata de: UN GUIJARRO EN EL CIELO (1950), EN LA ARENA ESTELAR (1951) y LAS CORRIENTES DEL ESPACIO (1952) escritas al inicio de su carrera de novelista. En ese nuevo período, los Mundos Exteriores de los espacianos han desaparecido. La Tierra es un mundo condenado en el que sólo sobreviven escasos centros de población rodeados de zonas radiactivas. Los robots parecen haber desaparecido también, tal vez con los espacianos que defendían su uso. En realidad, el Imperio Galáctico de Asimov resulta francamente parecido al viejo Imperio Romano de nuestra historia. Incluso un especialista cualificado como David Samuelson ha llegado a identificar la trama de una de esas novelas con el problemático intento de supresión de Judea por parte de los romanos al principio de la era cristiana. No es extraño: Asimov reconocía su interés por HISTORIA DE LA DECADENCIA Y RUINA DEL IMPERIO ROMANO de Gibbon y admitió haberse inspirado en ella. Pero ese Imperio Galáctico, al igual que el romano que describe Gibbon, caerá en la decadencia y su disolución se hace al fin inevitable. Ante esa situación, Asimov imagina una nueva ciencia: la psicohistoria, que permite predecir matemáticamente el comportamiento de grupos y sociedades humanas. Ése es el tema que se desarrolla en la primera trilogía del tercer grupo de novelas: FUNDACIÓN (1951), FUNDACIÓN E IMPERIO (1952) y SEGUNDA FUNDACIÓN (1953), escritas en realidad en los años cuarenta en forma de relatos y novelas cortas. En 1966, esta primera trilogía de la FUNDACIÓN asimoviana obtuvo el único premio Hugo especial que se ha otorgado en toda la historia a la mejor serie de toda la ciencia ficción. En la Primera Trilogía de la FUNDACIÓN Hari Seldon, inventor de la psicohistoria, ha creado dos Fundaciones paralelas y separadas, una de ellas especializada en las ciencias físicas y la segunda al estudio de las ciencias del control mental, como la telepatía. El objetivo de Seldon es reducir el previsto período de barbarie y acelerar el nacimiento de un segundo Imperio Galáctico a partir de las cenizas del primero. Un elemento imprevisible como El Mulo, un mutante con poderes extraordinarios, dará al traste con la Primera FUNDACIÓN. La única esperanza de acortar los milenios de barbarie radica en la Segunda FUNDACIÓN, que se convierte en el objetivo de una búsqueda angustiada. Tal vez deforma insospechada para muchos que desean encasillarle en una ciencia ficción de raíces muy científicas o hard, y pese a su evidente interés personal por la ciencia y la tecnología, el joven Asimov de los años cuarenta ponía sus esperanzas finales en el potencial de la mente humana antes que en las innovaciones tecnológicas. En cualquier caso, además de la inspiración en Gibbon ya comentada, en la obra del joven Asimov también se revela una concepción cíclica del devenir histórico que, muy posiblemente, proceda de un historiador como Toynbee. Pasados los años, la serie de la FUNDACIÓN prosiguió con nuevas novelas, como LOS LIMITES DE LA FUNDACIÓN (1972) o FUNDACIÓN Y TIERRA (1986), donde se describe la búsqueda del entonces ya mítico planeta Tierra por parte de los miembros de la Segunda FUNDACIÓN. Con FUNDACIÓN Y TIERRA se enlaza, con un rizo argumental evidente, el ciclo de la FUNDACIÓN con el de los robots. Incluso con la sorpresa añadida de que sea un robot (que ha sobrevivido millares de años) quien pone a Hari Seldon en la pista de su proyecto de la psicohistoria, tal y como se narra en PRELUDIO A LA FUNDACIÓN (1990). Esta última novela de la serie iniciaba un nuevo grupo, dedicado a los años en que Hari Seldon establece las bases de la psicohistoria. Es un proyecto narrativo que quedó desgraciadamente inconcluso con la muerte de Asimov en 1992. El último de esos títulos fue HACIA LA FUNDACIÓN, publicado póstumamente en 1993 como recopilación de
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diversos episodios aparecidos en la revista norteamericana Isaac Asimov's Science Fiction Magazine. En las novelas de la FUNDACIÓN, la trama es esencialmente de índole política y, en el fondo, de intriga por saber si los grandes designios de los protagonistas llegarán a buen fin. El uso político de la tecnología, la religión y la diplomacia son algunos de sus elementos centrales. Posiblemente sea demasiado aventurado buscar un exceso de unidad en novelas escritas con más de treinta e incluso cuarenta años de diferencia, aunque la visión optimista del futuro está siempre presente, como en toda la obra de Asimov. Incluso cuando aparecen problemas inevitables, la ciencia, la nueva psicohistoria en este caso, se encarga de mitigar sus efectos. Y esa inevitabilidad de los problemas puede responder, como ya se ha dicho, a una concepción cíclica, elemental y esquemática de la historia. A lo largo de esos cuarenta años, la visión histórico-social de Asimov resulta coherente y con pocas variaciones significativas. Uno de los escasos cambios de mayor interés es la eliminación del enfrentamiento entre terrestres y espacianos, que tal vez representara metafóricamente el enfrentamiento entre Oriente y Occidente tan característico de los años cincuenta, cuando empezaron a escribirse las novelas de robots. Durante los últimos años, la especulación personal de Asimov ha quedado detenida por ley de vida, pero no así la de su universo de ficción. Roger McBride Allen ha desarrollado en la serie iniciada con CALIBAN (1993, en NOVA éxito, número 8) la historia de un robot «gravitrónico», al parecer fruto de un acuerdo con el mismo Asimov. Por otra parte, algunos de los mejores autores de la ciencia ficción moderna han afrontado, por encargo de los albaceas literarios de Isaac Asimov, la audaz empresa de continuar el proyecto de la FUNDACIÓN. El riesgo es grande, pero, a la vista de los dos primeros volúmenes de esta Segunda Trilogía de la FUNDACIÓN, resulta ya evidente que el éxito va a saludar la osadía de esta iniciativa. Para ello ha bastado recurrir a tres de los mejores autores de la ciencia ficción moderna; a esos que, en Norteamérica, denominan los «killer Bs» de la ciencia ficción que, con vocabulario menos agresivo, podríamos traducir como «las tres bes». Se trata de Gregory Benford, Greg Bear y David Brin, quienes tras haber pactado y proyectado en conjunto la nueva trilogía de la FUNDACIÓN, se han repartido el trabajo de publicar, a un libro por año, esta nueva reflexión en torno al universo asimoviano. En marzo de 1997 apareció en Estados Unidos la aportación de Benford: EL TEMOR DE LA FUNDACIÓN (1997, NOVA número 113). La serie continúa con FOUNDATION AND CHAOS (1998, prevista en NOVA) de Greg Bear y THIRD FOUNDATION (1999, prevista también en NOVA) de David Brin. Por lo leído en los dos primeros volúmenes de la serie, no me cabe duda de que Asimov se habría sentido orgulloso del trabajo realizado. En EL TEMOR DE LA FUNDACIÓN, Benford nos acerca a los turbulentos días del final del Imperio Galáctico, cuando finaliza el establecimiento de la psicohistoria, la única ciencia capaz de predecir el comportamiento de las sociedades humanas. Siguiendo las líneas marcadas por Asimov, Benford profundiza en la personalidad de Hari Seldon, verdadero núcleo y deus ex machina de la famosa serie de la FUNDACIÓN. Hay muchos interrogantes por resolver y el mismo Benford nos los revela en el Epílogo de esta novela: Siempre me he preguntado sobre algunos aspectos cruciales del Imperio imaginado por Asimov: ¿Por qué no hay alienígenas en la galaxia? ¿Qué papel desempeñan los ordenadores? ¿Y los robots? ¿Cómo llegó la teoría de la psicohistoria a ser como es? Y, finalmente, ¿quién era Hari Seldon, como persona, como hombre?
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Esos interrogantes se convierten en el motor de la presente novela y de las que han escrito Bear y Brin. Es de suponer que alguno de esos críticos un tanto pretenciosos y deseosos de protagonismo intentará ensombrecer la indiscutible relevancia de esta Segunda Trilogía de la FUNDACIÓN con comentarios agresivos e injustamente descalificadores. Resulta demasiado fácil decir que, en casos como éste, el autor que se interna en el universo de otro prostituye en cierta manera su expresividad narrativa al servicio de un mundo y unas preocupaciones que son, en definitiva, ajenas. A pesar de ser un buen argumento, en este caso en concreto no puede ser cierto. Gregory Benford se refiere a ello en el Epílogo a esta novela, pero ha de resultar evidente que para Benford, Bear, Brin y muchísimos más (entre los que me incluyo) la temática de las fundaciones asimovianas no resulta en absoluto ajena: forma parte del acervo mental de los lectores de ciencia ficción de todos los tiempos. En este caso, los autores elegidos han logrado abordar la temática asimoviana sin renunciar a su propio mundo narrativo y a sus preocupaciones estilísticas y temáticas. En la convención mundial de Glasgow en 1995, Benford me contó que en un primer momento había renunciado al proyecto para encontrarse después que su cabeza no dejaba de dar vueltas sobre sus evidentes posibilidades. Cuando finalmente aceptó encabezar esta Segunda Trilogía de la FUNDACIÓN, parte de su propia obra confluyó con el mundo asimoviano con una facilidad sorprendente. Aunque Benford no lo cita en el interesante Epílogo a esta novela, déjenme ejercer la difícil virtud de la caridad y dar algunos datos en torno a EL TEMOR DE LA FUNDACIÓN. Espero que sirvan para que ninguno de esos críticos pretenciosos a los que antes aludía haga el ridículo en exceso. Al fin y al cabo, no descubro nada nuevo si me confieso aquí como un admirador y estudioso de la obra tanto de Asimov como de Benford. Al margen del estilo literario, que es el habitual en Benford como no podía ser de otra manera, temáticamente EL TEMOR DE LA FUNDACIÓN aúna deforma magistral las preocupaciones de Asimov y las de Benford. Como ya he dicho, EL TEMOR DE LA FUNDACIÓN se centra, como ocurría en HACIA LA FUNDACIÓN, en los últimos años del imperio Galáctico, cuando el profesor Hari Seldon y su equipo están ya cerca del definitivo establecimiento de la psicohistoria. Sin embargo, Benford ha utilizado en ese marco algunos recursos propios que, para mi suerte, yo ya conocía. Se trata de un material que, encuadrado en el universo de la FUNDACIÓN asimoviana, adquiere una nueva dimensión. En concreto, la segunda parte de EL TEMOR DE LA FUNDACIÓN es la reelaboración de una novela corta de Benford que, en 1989, vio la luz con el mismo título que aquí tiene: LA ROSA Y EL ESCALPELO. Ocurre que en 1990, Robert Silverberg obtuvo el premio Hugo de novela corta con ENTER A SOLDIER. LATER: ENTER ANOTHER, publicado inicialmente en junio de 1989 en el Isaac As1inovs Science Fiction Magazine. Se trataba de una especulación en torno a un encuentro entre Pizarro y Sócrates, reconstruidos en un futuro cercano gracias a técnicas de inteligencia artificial. En diciembre de 1989 aparecía también un volumen titulado TIME GATE, una exploración colectiva de un nuevo universo compartido, en el cual diferentes autores especulaban con el enfrentamiento entre diversos personajes de la historia de la humanidad reconstruidos— gracias a esas nuevas técnicas de inteligencia artificial postuladas por Silverberg. En ese interesantísimo volumen Robert Sheckley enfrentaba a Ciceron con Bakunin; Poul Anderson jugaba con el encuentro de Maquiavelo y Federico el Grande de Prusia; y Pat Murphy mezclaba un tanto irreverentemente a la reina Victoria con la Virgen María, la Madre Teresa, Buda, Jesús y Bakunin. Pues bien, en ese volumen colectivo,
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Gregory Benford intervenía con una novela corta que mostraba el enfrentamiento ideológico y personal entre las reconstrucciones informáticas de Juana de Arco y Voltaire. Ése es el material que, en 1989, años antes incluso de la muerte de Asimov y del encargo de esta Segunda Trilogía de la FUNDACIÓN, formaba parte del universo temático de Benford. Desde esta novela, se incorpora con pleno derecho al mundo asimoviano de la FUNDACIÓN donde, evidentemente, va a tener un desarrollo final distinto del que imaginó Benford en 1989. Pero éste no es el único ejemplo que Ilustra la compleja manera en que los universos narrativos de Asimov y Benford se entremezclan en EL TEMOR DE LA FUNDACIÓN. Por ejemplo, en 1995, Gregory Benford quedó finalista en el Premio UPC de ciencia ficción con una novela corta titulada IMMERSION, aparecida después, en marzo de 1996, en la revista SF Age. Pues bien, en esa novela, que también fue finalista del Premio Hugo de 1997, Benford especulaba con humanos que «entraban» en la mente de chimpancés gracias a una nueva tecnología. Es un desarrollo parecido al de la parte quinta de EL TEMOR DE LA FUNDACIÓN, que aquí lleva por título PANUCOPIA, y en la cual un Hari Seldon turista se divierte (es un decir …) «entrando» en la mente de un curioso primate del planeta Panucopia. En definitiva, EL TEMOR DE LA FUNDACIÓN es una obra que, desde el mundo estilístico y temático de Benford, se acerca al universo narrativo asimoviano, patrimonio indiscutible de la ciencia ficción mundial. En la misma vena personal y al mismo tiempo respetuosa con el legado de Asimov se mantiene el resto de esta Segunda Trilogía de la FUNDACIÓN, una obra llamada a hacer historia en la narrativa especulativa de la mejor ciencia ficción actual, Que ustedes la disfruten. MIQUEL BARCELÓ
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A Greg Bear y David Brin Compañeros de viaje en mares estrellados
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CONTACTO R. Daneel Olivaw no se parecía a Eto Demerzel. Ya había abandonado ese papel. Dors Vanabili lo sabía, pero aun así lo encontraba perturbador. Sabía que a través de los milenios él había cambiado muchas veces de piel y forma. Dors lo estudió en la habitación sucia y abarrotada que estaba a dos sectores de la Universidad de Streeling. Había seguido un sinuoso camino para llegar allí y el lugar estaba protegido por complejas medidas de seguridad. Los robots eran renegados. Habían vivido durante milenios a la sombra del tabú. Aunque Olivaw era su guía y mentor, ella no lo veía con frecuencia. No obstante, como robot humaniforme, sentía temor y respeto por aquella antigua forma metálica. Olivaw tenía casi veinte milenios. Aunque tenía apariencia humana, no deseaba ser humano. Había alcanzado una grandeza que trascendía ese deseo. Durante mucho tiempo Dors había vivido feliz como seudopersona. El menor recuerdo de quién era y qué era le hacía sentir un escalofrío en la espalda. —La atención que se ha prestado recientemente a Hari... —dijo Dors. —Temes que te detecten. — ¡Las nuevas medidas de seguridad son tan invasoras! —Él asintió. —Tienes razón en preocuparte. —Necesito más ayuda para proteger a Hari. —Sumar otro de los nuestros a sus asociados duplicaría el peligro de detección. —Lo sé, lo sé, pero... Olivaw le tocó la mano. Ella reprimió las lágrimas y le estudió el rostro. Hacía tiempo que él había perfeccionado ciertos detalles, como un movimiento coherente de la nuez de Adán cuando tragaba. Para sentirse más cómodo en esta reunión, Olivaw había omitido esos cálculos y movimientos menores. Obviamente disfrutaba de esa momentánea libertad. —Vivo con miedo —admitió ella. —Y haces bien. Hari está muy amenazado. Pero estás diseñada para funcionar mejor con un nivel elevado de aprensión. —Conozco mis especificaciones, sí, pero... Fíjate en tu última maniobra, que lo implica en los niveles más altos de la política imperial. Me impone grandes tensiones. —Una maniobra necesaria. —Puede distraerlo de su tarea, la psicohistoria. Olivaw sacudió la cabeza. —Lo dudo. Es un humano muy especial. Compulsivo. Una vez me comentó: «El genio hace lo que debe y el talento hace lo que puede.» Él consideraba que sólo tenía talento. Dors sonrió ambiguamente. —Pero es un genio. —Y como todos los genios, es único. Los humanos tienen esos raros y grandes desvíos respecto de la norma. La evolución los ha seleccionado para ello, aunque no parecen darse cuenta. — ¿Y nosotros? 9
—La evolución no puede actuar sobre alguien que vive para siempre. En todo caso, no hubo tiempo. Sin embargo, podemos desarrollarnos, y lo hacemos. —Los humanos también pueden ser criminales. —Nosotros somos pocos, ellos son muchos. Y tienen un profundo espíritu animal que en definitiva no podemos sondear, por mucho que lo intentemos. —Lo que me preocupa en primer lugar es Hari. — ¿Y el Imperio en muy segundo lugar? —Olivaw sonrió irónicamente—. A mí me interesa el Imperio sólo en la medida en que salvaguarde a la humanidad. — ¿De qué? —De sí misma. Recuerda, Dors. Estamos en la era cúspide, tal como nosotros mismos lo previmos hace tiempo. El período más crítico de la historia. —Conozco el término, ¿pero cuál es la sustancia? ¿Tenemos una teoría de la historia? Por primera vez Daneel Olivaw mostró una expresión, una mueca socarrona. —No somos capaces de una teoría profunda. Para ello tendríamos que comprender mucho mejor a los humanos. — ¿Pero tenemos algo...? —Un enfoque distinto de la humanidad, uno que ahora está en crisis. Ese enfoque nos indujo a formar esta suprema creación de la humanidad, el Imperio. —No sé nada sobre... —No es necesario. Ahora necesitamos una visión más profunda. Por eso Hari es tan importante. Dors frunció el ceño, preocupada por motivos que no podía expresar. —Ese enfoque más simple y antiguo... ¿te dice que la humanidad necesita ahora la psicohistoria? —Exacto. Sabemos esto a partir de nuestra tosca teoría. Pero es lo único que sabemos. — ¿Para ir más lejos debemos confiar sólo en Hari? —Así es, lamentablemente.
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PRIMERA PARTE MINISTRO MATEMÁTICO
HARI SELDON —... aunque es la mayor autoridad existente sobre los detalles de la vida de Seldon, la biografía de Gaal Dornick no es fiable en lo que atañe a su ascenso al poder Siendo joven, Dornick conoció a Seldon sólo dos años antes de la muerte del gran matemático. Para entonces ya circulaban rumores y leyendas acerca de Seldon, sobre todo acerca de su oscuro período de funcionario en el seno del decadente Imperio. El modo en que Seldon se convirtió en el único matemático de la historia galáctica que logró ascender al poder político constituye uno de los misterios más elusivos para los estudiosos. La única ambición que él había manifestado era la elaboración de una «ciencia de la historia» que no se limitara al mero sondeo de pasado sino que incluyera la predicción del futuro. (Como Seldon mismo le comentó a Dornick, deseaba «impedir ciertos tipos de futuro)La misteriosa renuncia del primer ministro Eto Demerzel fue el primer acto de un drama de inmensas proporciones. El hecho de que Cleon I acudiera de inmediato a Seldon sugiere que Demerzel designó a su sucesor. ¿Pero por qué acudir a Seldon? Los historiadores se dividen en cuanto a las motivaciones de los protagonistas de esta decisión crucial. El Imperio había entrado en un período de cambio y desorganización, provocados principalmente por aquellos lugares que Seldon denominaba «mundos del caos». El modo en que Seldon maniobró diestramente contra rivales poderosos, aun sin contar con experiencia documentada en el campo de la política, constituye una activa pero desconcertante zona de investigación. ENCICLOPEDIA GALÁCTICA1 1 Contaba con suficientes enemigos para tener un apodo, pensó Hari Seldon, y con pocos amigos para averiguar cuál era. Lo notaba en la murmurante energía de las muchedumbres mientras caminaba desde su apartamento hacia su oficina por las anchas plazas de la Universidad de Streeling. —No les agrado —comentó. Dors Vanabili le seguía el paso sin dificultad, estudiando los rostros de la multitud. —No detecto ningún peligro. —No te llenes la bonita cabeza pensando en atentados... no de inmediato, al menos. —Vaya, hoy estás de buen ánimo. —Odio esta pantalla de seguridad. ¿Quién no la odiaría?
1 Todas las citas de la Enciclopedia Galáctica que reproducimos aquí están tomadas de la decimosexta edición, publicada en 1020 EF por Encyc1opedia Galáctica Publishing Co., Terminus, con autorización de los editores.
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Los Especiales imperiales se habían desplegado en lo que su capitán denominaba «un perímetro protector» alrededor de Hari y Dors. Algunos llevaban proyectores de pantalla capaces de detener una andanada de disparos de grueso calibre. Otros iban con las manos vacías pero lucían igualmente amenazadores. Sus uniformes rojos y azules permitían ver fácilmente dónde la multitud se cerraba sobre el límite móvil de seguridad mientras Hari caminaba despacio por la plaza mayor del campus. En los lugares donde la muchedumbre era más densa, los brillantes uniformes se abrían paso por la fuerza. Ese espectáculo lo incomodaba. Los Especiales no se caracterizaban por su diplomacia y ese lugar era, a fin de cuentas, un centro de cultura. O lo había sido. Dors le cogió la mano para tranquilizarlo. —Un primer ministro no puede circular sin... — ¡No soy primer ministro!—El emperador te ha designado, y eso es suficiente para esta multitud. —El Consejo Alto no ha decidido. Mientras ellos... —Tus amigos supondrán lo mejor. — ¿Éstos son mis amigos? —Hari miró la multitud—Están sonriendo. Sonreían, en efecto. Uno gritó « ¡Viva el profe ministro! » y los demás rieron. — ¿Ése es mi nuevo apodo? —Bueno, no está mal. — ¿Por qué hay tantas personas? —La gente se siente atraída por el poder. —Todavía soy sólo un profesor. Dors rió entre dientes para calmarlo, un reflejo conyugal. —Hay un antiguo refrán que dice: «Éstos son los tiempos que fríen las almas de los hombres.»—Tienes refranes antiguos para todo. —Es uno de los pocos privilegios de ser historiadora. — ¡Hola, ministro matemático! —gritó alguien. —Ese nombre tampoco me gusta —dijo Hari. —Acostúmbrate. Usarán otros peores. Pasaron junto a la gran fuente de Streeling y Hari se refugió en la contemplación de los altos arcos de agua. El gorgoteo sofocaba el ruido de la multitud y Hari casi podía imaginar que estaba de vuelta en su vida sencilla y feliz. En esos tiempos sólo tenía que preocuparse por la psicohistoria y las rencillas internas de la Universidad de Streeling. Ese mundo confortable había desaparecido, quizá para siempre, en cuanto Cleon decidió nombrarlo funcionario de la política imperial. La fuente era magnífica, aunque le recordaba la vastedad que se extendía detrás de tales simplicidades. Allí los burbujeantes chorros se liberaban, pero su fuga era transitoria. Las aguas de Trantor circulaban por tubos gemebundos y oscuros, en penumbrosos pasajes construidos por antiguos ingenieros. Un laberinto de arterias de agua potable y cloacas recorría milenarias entrañas. Los fluidos corporales del planeta habían pasado por billones de riñones y gargantas, habían lavado pecados, habían participado en brindis por bodas y nacimientos, habían limpiado la sangre de muchos asesinatos y el vómito de muchas agonías. Atravesaban su noche profunda sin conocer nunca la clara alegría del tiempo despejado, nunca libres de la mano del hombre. Estaban atrapados, y también él.
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El grupo llegó al Departamento de Matemática y subió. Dors subió en el tubo junto a él y una brisa le agitó el cabello, un efecto que le sentaba bien. Los Especiales adoptaron rígidas y atentas posiciones fuera. Al igual que la semana anterior, Hari hizo un nuevo intento con el capitán. —Mire, no es preciso que mantenga una docena de hombres esperando aquí... —Yo decidiré eso, señor, con todo respeto. Hari sintió frustración. Notó que un joven Especial miraba de soslayo a Dors, cuyo unitraje revelaba a la vez que ocultaba. Algo le hizo decir: —En tal caso, le agradeceré que ordene a sus hombres que mantengan los ojos donde corresponde. El capitán dio un respingo. Miró de hito en hito al ofensor y se le acercó para reprenderlo. Hari sintió una chispa de satisfacción. Cuando entraron en la oficina, Dors le dijo: —Me vestiré con mayor discreción. —No, no. Me he portado como un idiota. No debería permitir que esas menudencias me molesten. Ella sonrió. —A decir verdad, me agradó. — ¿De veras? ¿Te agradó que me portara como un idiota? —Me agradó que me protegieras. Años atrás Eto Demerzel había designado a Dors para custodiarlo. Hari comprendió que él se había habituado a ese papel sin notar que chocaba tácitamente con el hecho de que ella fuera mujer. Dors confiaba en sí misma, pero tenía cualidades que a veces no congeniaban con su deber. Ser su esposa, por ejemplo. —Tendré que hacerlo con más frecuencia —bromeó. Aun así, se sentía culpable por haber causado problemas a los Especiales. No estaban allí por iniciativa propia, sino porque Cleon lo había ordenado. Sin duda preferirían estar en alguna otra parte, salvando el Imperio con sudor y valor. Atravesaron el alto y curvo vestíbulo del Departamento de Matemática mientras Hari saludaba al personal. Dors entró en su oficina y— él entró en su suite con el aire de un animal que se zambulle en su guarida. Se desplomó en su aeroasiento, ignorando el holo que colgaba a un metro de su cara anunciando un mensaje urgente. Una ola borró el holo cuando Yugo Amaryl atravesó el portal. El enorme y molesto portal también era fruto de las medidas de seguridad de Cleon. Los Especiales habían instalado esos trémulos campos de anulación de armas por doquier. Dejaban un penetrante olor a ozono en el aire. Una nueva intrusión de la Realidad con la máscara de la Política. Yugo sonrió. —Tengo nuevos resultados. —Alégrame, muéstrame algo espléndido. Yugo se sentó en el ancho y vacío escritorio de Hari, meciendo una pierna. —La buena matemática siempre es veraz y bella. —En efecto. Pero no tiene que ser veraz en el sentido que le atribuye la gente común. No puede decir nada sobre el mundo. —Me haces sentir como un sucio ingeniero. Hari sonrió. —Eso eras, ¿recuerdas? 13
—Vaya que sí. —Tal vez prefieras deslomarte en las cavernas. Hari había descubierto a Yugo por casualidad ocho años antes, poco después de llegar a Trantor, cuando él y Dors huían de los agentes imperiales. Una hora de charla le había mostrado que Yugo era un genio en bruto para el análisis transrepresentacional. Yugo tenía un don, una sutileza espontánea. Habían colaborado desde entonces. Hari pensaba francamente que él había aprendido más de Yugo que a la inversa. — ¡Ja! —Yugo aplaudió tres veces con sus manazas, el modo dahlita de mostrar buen humor—. Puedes rezongar acerca de los trabajos sucios y reales, pero mientras sea en una bonita y cómoda oficina, estoy en el paraíso. —Me temo que tendré que pasarte la mayoría de las tareas pesadas. —Hari apoyó los pies en el escritorio. Mejor mostrarse despreocupado, aunque no se sintiera así. Envidiaba la jovialidad del fornido Yugo. — ¿Cosas de primer ministro? —Está empeorando. Tengo que ver de nuevo al emperador. —El hombre quiere verte. Debe de ser tu curtido aspecto. —Es lo que cree Dors. Supongo que es mi seductora sonrisa. De todos modos, no puede conquistarme. —Lo hará. —Si me obliga a aceptar el ministerio, haré un trabajo tan calamitoso que Cleon me despedirá. Yugo sacudió la cabeza. —No es aconsejable. Un primer ministro puede ser juzgado y ejecutado por sus fracasos. —De nuevo has estado hablando con Dors. —Ella es historiadora, a fin de cuentas. —Sí, y nosotros somos psicohistoriadores. Buscadores de factores predecibles. —Hari alzó las manos con exasperación—. ¿Por qué eso no cuenta para nada? —Porque ningún poderoso lo ha visto funcionar. —Ni lo verá. Una vez que la gente crea que podemos predecir, nunca estaremos libres de la política. —Ahora no estás libre —dijo Yugo razonablemente. —Buen amigo, tu peor rasgo es que insistes en decirme la verdad con voz calma. —Así me evito convencerte a golpes. Eso me llevaría más tiempo. Hari suspiró. —Ojalá el músculo ayudara con la matemática. Tú serías aún mejor de lo que eres. Yugo desechó la idea. —Tú eres la clave. Tú eres el hombre de las ideas. —Bien, esta fuente de ideas no tiene la menor pista. —Ya se te ocurrirá algo. — ¡Ya no puedo trabajar en psicohistoria!—Y como primer ministro... —Será peor. La psicohistoria se irá... —No irá a ninguna parte, sin ti. —Habrá algunos progresos, Yugo. No tengo la vanidad de creer que todo depende de mí.
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—Pues es así. —Pamplinas. Estás tú, están los académicos imperiales, nuestro personal. —Necesitamos un líder. Un líder que piense. —Bien, podría seguir trabajando aquí parte del tiempo. Hari miró su amplia oficina y sintió un retortijón ante la idea de no pasar allí todos los días, rodeado por sus herramientas, volúmenes y amigos. Como primer ministro tendría un palacete, pero para él sería una extravagancia vacía. Yugo sonrió burlonamente. —El trabajo de primer ministro suele ser a tiempo completo. —Lo sé, lo sé. Pero quizás haya un modo... El holo creció a un metro de su cabeza. El receptor de la oficina estaba codificado para dar paso sólo a los mensajes de alta prioridad. Hari palmeó una tecla de su escritorio y la imagen formó un cuadrado rojo, indicando que el filtro facial estaba activado. — ¿Sí? La asistente personal de Cleon apareció en túnica roja contra un fondo azul. —Estás convocado ——dijo simplemente la mujer. —Bien, es un honor. ¿Cuándo? La mujer pasó a los detalles y Hari agradeció el filtro facial. La asistente personal era imponente, y él no deseaba parecer lo que era, un profesor distraído. Su filtro facial tenía un menú personalizado. Hari había instalado un conjunto de gestos automáticos destinados a enmascarar sus auténticos sentimientos. —Muy bien, dentro de dos horas. Allí estaré —concluyó con una leve reverencia. El filtro facial presentaría ese mismo movimiento, adaptado a los protocolos del personal imperial. — ¡Maldición! —Dio una palmada en el escritorio, disolviendo el holo—. ¡Mi día se está evaporando!— ¿Qué significa esto? —Problemas. Cada vez que veo a Cleon, hay problemas. —No sé, quizá sea una oportunidad para aclarar... —Sólo quiero que me dejen en paz. —Un cargo de primer ministro... — ¿Por qué no lo aceptas tú? Yo aceptaré un trabajo de especialista informático, me cambiaré el nombre. —Hari rió con desgana—. Pero también fracasaría en eso. —Mira, necesitas cambiar de humor. No querrás visitar al emperador con esa cara larga. —Supongo que no. Bien, alégrame. ¿Cuál era la buena noticia que mencionaste? —Descubrí algunas antiguas constelaciones de personalidad. — ¿De veras? Creí que eran legales. —Lo son. —Yugo sonrió—. Las leyes no siempre funcionan. — ¿Realmente antiguas? Las quería para calibrar las valencias psicohistóricas. Tienen que ser de principios del Imperio. Yugo sonrió. —Éstas son anteriores al Imperio. —Anteriores... Imposible. —Pues las he conseguido. Y además intactas. — ¿Quiénes son?
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—Unos tíos famosos, no sé qué hacían. — ¿Qué status tenían, para estar registrados? Yugo se encogió de hombros. —Tampoco hay registros históricos paralelos. — ¿Y son grabaciones auténticas? —Es posible. Están en lenguaje de máquina antiguo, algo realmente primitivo. Cuesta discernirlo. —Entonces serían simulaciones. —Eso diría yo. Tal vez estén construidas sobre una subbase grabada, y luego redondeadas con simulación. — ¿Puedes despertarlas? —sí, con cierto trabajo. Tengo que remendar los lenguajes de datos. Como bien sabes, todo esto es... —Ilegal. Violación de los Códigos de Sentencia. —Así es. La gente que me pasó estos datos es de Sark, ese mundo neorrenacentista. Dicen que ya nadie inspecciona esos antiguos códigos. —Es hora de que despertemos esos antiguos bloques. —A la orden —dijo Yugo con una sonrisa—. Estas constelaciones son las más antiguas que nadie ha encontrado. — ¿Cómo...? —Hari dejó la pregunta en el aire. Yugo tenía muchos contactos dudosos, asociados con sus orígenes dahlitas. —Se necesitó cierta... lubricación. —Eso pensé. Bien. Quizá sea mejor que yo ignore los detalles. —Así es. Como primer ministro, no querrás ensuciarte las manos. — ¡No me llames así!—Claro, claro. Eres sólo un profesor. Que llegará tarde a su cita con el emperador si no se apresura. 2 Al atravesar los jardines imperiales, Hari lamentó que Dors no lo acompañara. Recordó que ella no deseaba llamar la atención de Cleon. —Con frecuencia están locos —había explicado—. Los nobles son excéntricos, lo cual permite que los emperadores sean extravagantes. —Exageras —había respondido él. —Dradrian el Frugal orinaba en los jardines imperiales. Abandonaba las funciones de Estado para hacerlo, diciendo que ahorraba a sus súbditos un innecesario gasto en agua. Hari reprimió una carcajada; sin duda el personal de palacio lo estaba estudiando. Admiró con gravedad los sinuosos e imponentes árboles, esculpidos en el estilo spindleriano de tres milenios atrás. Sentía la atracción de esa belleza natural a pesar de los años que había pasado sepultado en Trantor. Un verdor exuberante se alzaba hacia el ardiente sol como brazos tendidos. Era el único espacio abierto del planeta, y le recordaba Helicon, su mundo natal. Había sido un joven soñador en un distrito obrero de Helicon. El trabajo en los campos y las fábricas era tan fácil que Hari podía dedicarse a sus cambiantes y abstractas reflexiones 16
mientras lo hacía. Antes que los exámenes del Servicio Civil cambiaran su vida, había elaborado algunos teoremas sencillos en teoría de los números y se deprimió al descubrir que ya eran conocidos. De noche, en su cama, pensaba en planos y vectores, tratando de imaginar un espacio con más de tres dimensiones, escuchando el balido distante de los globodragones que bajaban por la ladera de la montaña en busca de presas. Esas bestias, que la bioingeniería había creado con algún antiguo propósito —tal vez la caza— eran reverenciadas. Él no había visto una en muchos años... Helicon, sus parajes agrestes... Eso era lo que extrañaba. Pero su destino parecía anclado al acero de Trantor. Hari miró hacia atrás y sus Especiales se adelantaron, creyendo que los llamaba. —No —dijo, agitando las manos, un gesto que últimamente repetía cada vez más. Aun en los jardines imperiales actuaban como si cada jardinero fuera un terrorista en potencia. Había cogido ese camino en vez de ir directamente al interior del palacio por el ascensor gray, porque le agradaban los jardines. En la bruma distante se erguía una arboleda, elevándose por gracia de la ingeniería genética hasta oscurecer las murallas de Trantor. Sólo allí, en todo el planeta, era posible experimentar algo semejante al descampado. Qué expresión más arrogante, pensó Hari. Definir como «descampado» lo que estaba fuera del encierro de la humanidad, toda la creación. Sus zapatos formales crujieron en la gravilla mientras abandonaba las veredas cubiertas y subía por la rampa. Más allá del perímetro boscoso se elevaba un penacho de humo negro. Se detuvo para calcular la distancia, unos diez kilómetros. Algún accidente importante, sin duda. Caminando entre altas columnas neopanteónicas, se sintió abrumado por un peso. Los asistentes se acercaron a recibirlo, los Especiales cerraron filas y formaron una pequeña procesión por los largos corredores que conducían a la Bóveda de Audiencias. Allí se apilaban grandes obras de arte acumuladas en milenios, como buscando un público que les diera vida en el presente. La pesada mano imperial marcaba casi todo el arte oficial. El Imperio se cimentaba en su pasado y su solidez, y lo manifestaba en su preferencia por los objetos bonitos. Los emperadores preferían losas ascendentes de líneas rectas y limpias, fuentes de agua púrpura con parábolas exactas, columnas, almenas y arcos de corte clásico. Abundaba la escultura heroica. Semblantes nobles clavaban la vista en la lejanía. Batallas colosales permanecían congeladas en sus momentos decisivos, forjadas en piedra reluciente o cristal holoide. Imperaba el decoro, sin desafíos embarazosos ni perfiles alarmantes. En aquellos lugares públicos de Trantor por donde pudiera pasar el emperador no se permitían formas «Perturbadoras». Al desplazar hacia la periferia todo atisbo de la miseria y el olor de la vida humana, el Imperio alcanzaba su estado definitivo, una blandura terminal. Pero para Hari la reacción contra esa blandura era peor. En los veinticinco millones de planetas habitados de la galaxia había infinitas variaciones, pero bajo el manto imperial bullía un estilo basado únicamente en el rechazo. En los lugares que Hari llamaba Mundos Caóticos, una vanguardia pedante buscaba lo sublime sustituyendo la belleza por el amor al terror, el espanto y lo mórbidamente grotesco. Usaba escalas enormes, desproporciones chocantes, elementos escatológicos, la discordia y la fractura irracional. Ambos enfoques eran tediosos. Ninguno proyectaba una airosa alegría. Una pared se disolvió con una crepitación y entraron en la Bóveda de Audiencias. Los asistentes desaparecieron, los Especiales se rezagaron. De pronto Hari quedó a solas. Caminó
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por el piso acolchado. Rebordes barrocos lo observaban desde cornisas elevadas, protuberancias recargadas y paneles ornamentales. Silencio. El emperador nunca esperaba a nadie, por cierto. En la sombría cámara no había ecos, como si las paredes lo absorbieran todo. Quizá lo hicieran. Sin duda varios oídos escuchaban cada conversación imperial. Debía de haber fisgones en media galaxia. Una luz movediza. Cleon descendió por una crepitante columna grav. —Hari, me alegra que pudieras venir. Como rechazar la convocatoria del emperador era justificación tradicional para una ejecución, Hari apenas pudo reprimir una sonrisa burlona. —Es un honor serviros, Alteza. —Ven, siéntate. Cleon se movía pesadamente. Se rumoreaba que su legendario apetito comenzaba a poner en aprietos aun a sus habilidosos médicos y cocineros. —Tenemos mucho de que hablar. El fulgor que aureolaba constantemente al emperador servía para realzarlo sutilmente. El discreto contraste lo destacaba en la penumbra circundante. Las inteligencias incorporadas del salón seguían sus ojos y arrojaban luz donde caía su mirada, de nuevo con un énfasis sutil y delicado. El exquisito toque de su mirada infundía un resplandor que los invitados apenas notaban, pero que obraba inconscientemente, sumándose a su aura imponente. Hari lo sabía, pero el efecto funcionaba. Cleon lucía regio y magistral. —Me temo que nos hemos topado con un inconveniente —dijo Cleon. —Nada que no podáis dominar, Alteza, sin duda. Cleon sacudió la cabeza con fatiga. —No empieces tú también a perorar sobre mis prodigiosos poderes. Algunos elementos —Cleon pronunció esta palabra con seco desdén— se oponen a tu designación. —Entiendo —dijo Hari con rostro impertérrito, aunque su corazón dio un respingo. —No te preocupes. Yo quiero que seas mi primer ministro. —Sí, Alteza. —Pero, a pesar de lo que todos suponen, no estoy en plena libertad de actuación. —Entiendo que otros tienen más aptitudes... —En su propia opinión, sin duda. —Y mejor formación... —Y no saben nada de psicohistoria. —Demerzel exageró la utilidad de la psicohistoria. —Pamplinas. Él me sugirió tu nombre. —Sabéis tanto como yo que él estaba agotado, y no estaba en su mejor... —Su juicio fue irreprochable durante décadas. —Cleon miró a Hari de soslayo—. Cualquiera diría que intentas eludir el nombramiento de primer ministro. —No, Alteza, pero... —Muchos hombres, y también mujeres, han matado por mucho menos. —Y resultaron muertos una vez que lo consiguieron. Cleon rió entre dientes.
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—Es verdad. Algunos primeros ministros se vuelven presuntuosos y conspiran contra el emperador... Pero no nos demoremos en los escasos defectos de nuestro sistema. Hari recordó un comentario de Demerzel: «La sucesión de crisis ha llegado a tal extremo que las Tres Leyes de la Robótica me paralizan.» Demerzel no había podido optar porque no le quedaban buenas opciones. Toda posible decisión lastimaba a alguien. Así que Demerzel, una inteligencia suprema, un robot clandestino humaniforme, había desaparecido súbitamente. ¿Qué podría hacer Hari? —Aceptaré el puesto, desde luego —murmuró Hari—. Si es necesario. —Claro que es necesario. Si es posible, querrás decir. Hay facciones del Consejo Alto que se oponen a ti. Exigen una deliberación plenaria. Hari parpadeó, alarmado. — ¿Tendré que debatir? —Y una votación. —Ignoraba que el Consejo pudiera intervenir. —Lee los Códigos. El Consejo posee esa facultad. En general no la usa, acatando la sabiduría superior del emperador. —Una risa seca— No esta vez. Si os facilita las cosas, me ausentaré mientras la deliberación... — ¡Pamplinas! Quiero usarte contra ellos. —No sé cómo... —Yo escogeré los problemas, tú me asesorarás sobre las soluciones. División del trabajo. Nada podría ser más simple. —Mmm. —Demerzel había dicho confiadamente: «Si él cree que tienes la respuesta psicohistórica, te seguirá sin pestañear y serás un buen primer ministro. Allí, en ese augusto entorno, eso parecía improbable. —Tendremos que evadir a estos opositores, maniobrar contra ellos. —No sé cómo. —Claro que no lo sabes. De eso me encargo yo. Pero tú ves el Imperio y toda su historia como un pergamino que se desenrolla. Tú tienes la teoría. A Cleon le gustaba gobernar. Hari sentía en los huesos que a él no. Como primer ministro, sus palabras determinarían el destino de millones. Eso había amilanado incluso a Demerzel. «Todavía está la Ley Cero», había dicho Demerzel antes de despedirse por última vez. Esa ley ponía el bienestar del conjunto de la humanidad por encima del bienestar de todo individuo. La Primera Ley ahora se enunciaba de este modo: Un robot no debe dañar a un ser humano ni, por inacción, permitir que un ser humano sufra daño, a menos que esto infrinja la Ley Cero. De acuerdo, ¿pero cómo haría Hari para realizar una tarea que ni siquiera Demerzel podía acometer? Hari comprendió que había guardado silencio mucho tiempo, y que Cleon esperaba. ¿Qué podía decir? — ¿Quién se opone a mí? —Varias facciones unidas por Betan Lamurk. — ¿Cuál es su objeción? Para sorpresa de Hari, el emperador rió de buena gana. —Que tú no seas Betan Lamurk. — ¿No podéis...? — ¿Vetar la decisión del Consejo? ¿Ofrecer a Lamurk un trato? ¿Sobornarlo? 19
—No quise insinuar, Alteza, que os rebajarais a... —Claro que no me «rebajaría», como tú dices. La dificultad está en el mismo Lamurk. Su precio para permitir que te nombre primer ministro es demasiado alto. — ¿Un puesto elevado? —Eso y algunas propiedades, quizás una zona entera. Entregar una zona entera de la galaxia a un solo hombre... —Veo que hay mucho en juego. —Hoy en día no somos tan ricos —suspiró Cleon—. Durante su reinado, Fletch el Iracundo canjeó zonas enteras por escaños del Consejo. — ¿Vuestros simpatizantes, los realistas, no pueden burlar a Lamurk? —Realmente debes estudiar mejor la política actual, Seldon. Aunque supongo que estás tan enfrascado en tus estudios históricos que todo esto te parecerá un poco trivial. En realidad, pensó Hari, estaba enfrascado en estudios matemáticos. Dors y Yugo le brindaban los datos históricos que necesitaba. —Lo haré. Los realistas... —Ya no cuentan con los dahlitas, así que no pueden lograr una coalición mayoritaria. — ¿Tan poderosos son los dahlitas? —Tienen una causa popular entre mucha gente, además de ser una población numerosa. —No sabía que fueran tan fuertes. Mi propio asistente, Yugo... —Lo sé, un dahlita. Vigílalo. Hari pestañeó. —Yugo es un dahlita convencido, es verdad. Pero es leal, y un matemático exquisito e intuitivo. ¿Pero cómo...? —Revisión de antecedentes. —Cleon agitó la mano en airoso desdén———. Uno debe saber ciertas cosas sobre un primer ministro. A Hari le disgustaba estar bajo el microscopio imperial, pero no demostró su irritación. —Yugo es leal a mí. —Conozco la historia, y sé que lo rescataste de trabajos serviles, sorteando los filtros del Servicio Civil. Muy noble de tu parte. Pero no puedo permitirme el lujo de olvidar que los dahlitas tienen un público dispuesto a escuchar sus febriles exabruptos. Amenazan con alterar la representación de sectores del Consejo Alto, e incluso del Consejo Bajo. Así que vigílalo. —Sí, Alteza. —No había motivos para que Cleon se preocupara por Yugo, pero no era oportuno discutir. — —Tendrás que ser tan circunspecto como la esposa del emperador durante este... período de transición. Hari recordó el antiguo dicho de que la esposa (o esposas, según la época) del emperador debía mantener sus faldas limpias aunque caminara sobre lodo. La analogía se usaba aunque el emperador fuera homosexual, O incluso cuando una mujer dominaba el palacio imperial. —Sí, Alteza. ¿Transición, habéis dicho? Cleon miró distraídamente las imponentes y sombrías formas artísticas que los rodeaban. Hari comprendió que estaba a punto de abordar el tema por el cual lo había citado. —Tu designación se demorará un tiempo, mientras el Consejo Alto se decide. Así que buscaré tu consejo...
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—Sin darme el poder. —Hari no se sentía defraudado—. ¿Entonces podré conservar mi puesto en Streeling? —Supongo que parecería impropio que vinieras aquí. —Ahora bien, en cuanto a esos Especiales... —Deben custodiarte. Trantor es más peligroso de lo que sospecha un profesor. —Sí, Alteza —suspiró Hari. Cleon se echó hacia atrás y el aeroasiento se plegó en torno de su cuerpo. —Ahora quisiera tu consejo sobre el tema de Renegatum. — ¿Renegatum? Por primera vez, Hari vio que Cleon parecía sorprendido. — ¿No has seguido el caso? ¡Está en todas partes! —Estoy un poco al margen de la actualidad, Alteza. —El Renegatum, la Sociedad de Renegados. Matan y destruyen. — ¿Por qué? — ¡Por el placer de destruir! —Cleon asestó un furioso golpe al asiento, que reaccionó masajeándolo, al parecer una respuesta estándar—. La última fanática que decidió «demostrar su desprecio por la sociedad» es una mujer llamada Kutonin. Irrumpió en las galerías imperiales, quemó obras de arte de muchos milenios y mató a dos guardias. Luego se entregó pacíficamente a los agentes que acudieron. —¿La haréis ejecutar? —Desde luego. El tribunal decidió rápidamente que era culpable. Ella confesó. —¿Por propia voluntad? —De inmediato. La confesión bajo las sutiles presiones de los imperiales era legendaria. Quebrar el cuerpo era bastante fácil; los imperiales también quebraban la psique del sospechoso. —Conque podéis dictar sentencia, tratándose de un grave delito contra el Imperio. —Oh sí, esa vieja ley sobre el vandalismo rebelde. —Permite la pena de muerte y torturas especiales. —¡Pero la muerte no es suficiente para los crímenes del Renegatum! Por eso acudo a mi psicohistoriador. —¿Queréis que yo ... ? —Me des una idea. Estas gentes dicen que lo hacen para derrocar el orden existente y todo eso, desde luego. Pero obtienen gran cobertura en todo el planeta, y todos conocen sus nombres como destructores del arte tradicional. Van a la tumba, pero son famosos. Todos los psiquistas dicen que allí está su verdadera motivación. Puedo matarlos, pero a estas alturas no les importa. Hari murmuró incómodamente. Sabía muy bien que nunca comprendería a esas personas. —Dame una idea, pues, algo psicohistórico. Hari estaba intrigado por el problema, pero no se le ocurría nada. Tiempo atrás había aprendido a no concentrarse de inmediato en un interrogante difícil, dejando que el subconsciente lo abordara primero. —Alteza —preguntó para ganar tiempo—, ¿habéis visto el humo que hay más allá de los jardines?
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_¿ Eh? No. —Cleon hizo una seña destinada a ojos invisibles y la pared se iluminó. Un holo de los jardines llenó ese vasto espacio. El penacho aceitoso y negro había crecido y sus volutas ascendían al cielo gris. Una voz suave y neutra habló en el aire. —Un desperfecto, con insurrección de mecánicos, ha causado este infortunado trastorno en el orden doméstico. —¿Un disturbio tiktok? —Hari había oído hablar de esas cosas. Cleon se levantó y caminó hacia el holo. —Sí, otro acertijo difícil. Por alguna razón los mecánicos se están rebelando. ¡Mira eso! ¿Cuántos niveles están ardiendo? —Hay doce niveles en llamas —respondió la autovoz—. El análisis imperial estima bajas del orden de cuatrocientos treinta y siete, con un margen de error de ochenta y cuatro. —¿Costes para el Imperio? —preguntó Cleon. —ínfimos. Algunos regulares imperiales resultaron heridos al someter a los mecánicos. —Entonces es una nimiedad. La pared presentó un primer plano de un pozo humeante. A los costados, como la cobertura ardiente de una torta, pisos enteros se rizaban con el calor. Saltaban chispas entre impulsores eléctricos. Los tubos de emergencia rociaban infructuosamente las llamas. Un plano distante, desde órbita. El programa brindaba otra perspectiva, alardeando de su potencia. Harí supuso que no siempre tenía esa oportunidad. Muchos llamaban al emperador con el despectivo apodo de Cleon el Imperturbable, pues parecía aburrirse con asuntos que conmovían a la mayoría de los hombres. Desde el espacio, el único verdor que se veía eran los jardines imperiales, apenas una mancha entre los grises y pardos de los techos y las parcelas agrícolas. Colectores solares negros y acero bruñido de polo a polo. Los casquetes polares se habían evaporado tiempo atrás y los mares gorgoteaban en cisternas subterráneas. Trantor albergaba a cuarenta mil millones de personas en una sola ciudad planetaria que rara vez tenía menos de medio kilómetro de profundidad. Cerrados y protegidos, esos habitantes se habían acostumbrado al aire reciclado y los panoramas estrechos, y temían los espacios abiertos que estaban al alcance de un viaje de ascensor. La cámara se concentró de nuevo en el pozo humeante. Hari vio figuras diminutas que saltaban a su muerte para escapar de las llamas. La muerte de cientos... Hari sintió un nudo en el estómago. Con tanto abarrotamiento, los accidentes se cobraban gran cantidad de víctimas. Aun así, calculó Hari, había un promedio de sólo cien personas por kilómetro cuadrado en la superficie del planeta. La gente se apiñaba en los sectores más populares por preferencia, no por necesidad. Con los mares encerrados debajo, había mucho espacio para fábricas automáticas, minas profundas e inmensos y cavernosos recintos de cultivo, de donde salía la materia prima para los alimentos sin necesidad de mucha mano de obra humana. Los tiktoks se encargaban de esas tareas fatigosas. Pero ahora estaban causando trastornos en el intrincado Trantor, y Cleon se ofuscó al ver que el desastre se propagaba, devorando capas enteras con dentelladas hambrientas. Más figuras se contorsionaban en las llamas anaranjadas. Personas, no estadísticas, se recordó Hari. Sintió la bilis en la garganta. Ser un líder a veces significaba apartar los ojos del dolor. ¿Podría hacer eso? —Otro interrogante, mi querido Seldon —dijo Cleon—. ¿Por qué los tiktoks provocan estos «desórdenes» a gran escala que mencionan mis asesores? —Yo no...
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—¡Tiene que haber alguna explicación psicohistórica!—Estos fenómenos diminutos bien pueden estar más allá de... —¡Trabaja en ello! ¡Averígualo!—Sí, Alteza. Cleon caminó en silencio por la bóveda, mirando con mal ceño las escenas de carnicería. Tal vez el emperador fuera imperturbable, pensó Hari, porque ya había visto muchas catástrofes y atrocidades. Un pensamiento perturbador. ¿Le sucedería lo mismo al ingenuo Hari Seldon? Cleon tenía un modo de habérselas con el desastre, sin embargo, pues al cabo de unos instantes agitó la mano y las escenas desaparecieron. La bóveda se llenó de música alegre y la luz se intensificó. Aparecieron asistentes con cuencos y bandejas de refrigerios. Un hombre se acercó a Hari y le ofreció un estimulante. Hari lo rechazó. Bastante lo mareaba ese repentino cambio de ánimo. No obstante, parecía ser común en la corte imperial. Hacía unos minutos que Hari sentía un cosquilleo en la nuca, y esos momentos de silencio le habían permitido prestarle atención. Mientras Cleon aceptaba un estimulante, preguntó: —Alteza, yo... —¿Sí? Ah. Sírvete uno. —No, Alteza... estaba pensando en el Renegatum y esa mujer, Kutonin. —Cielos, prefiero no pensar en... —Supongamos que le borráis la identidad. Cleon detuvo la mano en el aire. —¿Cómo? —Están dispuestos a morir, una vez que han llamado la atención. Tal vez piensen que seguirán viviendo, que serán famosos. Privadlos de eso. No permitáis que se difunda su verdadero nombre. En todos los medios y los documentos oficiales, designadlos con un nombre insultante. Cleon frunció el ceño. —¿Otro nombre? —Llamad a Kutonin, por ejemplo, la Mequetrefe Número Uno. Al próximo, Mequetrefe Número Dos. Impedid, mediante un decreto imperial, que sea posible referirse a ella de otra manera. Así desaparecerá de la historia en cuanto a persona. No tendrá fama. Cleon sonrió. —Vaya, qué buena idea. La pondré a prueba. No sólo les quito la vida, sino el yo. Hari sonrió vagamente mientras Cleon hablaba con un ayudante, impartiendo instrucciones para un nuevo decreto imperial. Hari esperaba que funcionara, pero en todo caso lo había sacado del atolladero. Cleon no parecía notar que la idea no tenía nada que ver con la psicohistoria. Complacido, probó un refrigerio. Eran asombrosamente buenos. —Ven, primer ministro —dijo Cleon con una seña—, quiero que conozcas a ciertas personas. Pueden resultar útiles, aun para un matemático. —Es un honor. —Dors lo había instruido sobre ciertas fórmulas que podía usar cuando no se le ocurriera nada mejor———. Lo que resulte útil para servir al pueblo. —Ah sí, el pueblo —murmuró Cleon—. Oigo hablar tanto de él. Hari comprendió que Cleon se había pasado la vida escuchando discursos anodinos y previsibles. —Lo lamento, Alteza... 23
—Me recuerda el resultado de una encuesta, preparada por mis especialistas trantorianos. —Cleon aceptó el refrigerio que le ofrecía una mujer de la mitad de su talla—. Preguntaron: «¿A qué atribuye usted la ignorancia y la apatía de las masas trantoríanas?» La respuesta más común fue: «No lo sé ni me importa.»Hari sólo comprendió que era una broma cuando Cleon se echó a reír. 3 Despertó con ideas en la cabeza. Harí había —aprendido a quedarse quieto, de bruces en la sedosa red de campo E que acunaba su cuello y cabeza en óptimo alineamiento con su columna vertebral, para dejar que las ideas fugaces chocaran, se fusionaran, se fragmentaran. Había aprendido este truco mientras trabajaba en su tesis. Durante la noche el subconsciente se encargaba de gran parte del trabajo, y sólo tenía que escuchar los resultados por la mañana. Pero eran motas delicadas, que se atrapaban mejor en la delgada tela del entresueño. Se incorporó abruptamente e hizo tres anotaciones. Los garabatos serían enviados a su ordenador primario, y luego podría revisarlos en la oficina. —Vaya —dijo Dors, desperezándose—. El intelecto ya está despierto. —Mmm —dijo él, mirando el vacío. —Pero antes del desayuno le toca al cuerpo. —Veamos si disientes de la idea que se me acaba de ocurrir. Supongamos... —Profesor académico Seldon, no estoy dispuesta a conversar. Hari salió de su trance. Dors apartó las mantas y él admiró sus piernas largas y esbeltas. La habían esculpido para ser fuerte y veloz, pero esas cualidades convergían en un armónico concierto de superficies suaves, mullidas pero firmes. Hari despertó de su ensimismamiento. —El cuerpo, sí. Estás dispuesta a hacer otras cosas. —No hay como un académico para encontrar la definición adecuada. En la cálida y vertiginosa escaramuza que siguió, hubo algunas risas y un poco de súbita pasión, pero sobre todo no hubo tiempo para pensar. Sabía que era justo lo que necesitaba después de las tensiones de ayer, y Dors lo sabía aún mejor. Al salir del vaporium olió el kaff y el desayuno, servidos por las automáquinas. Aleteaban noticias en la pared, pero logró ignorarlas casi todas. Dors salió del vaporium palmeándose el cabello y miró la pared con interés. —Al parecer hay más demoras en el Consejo Alto. Están postergando la búsqueda ritual de más presupuesto para tratar los argumentos que favorecen la soberanía de los sectores. Si los dahlitas... Espera a que ingiera algunas calorías. Pero esto es precisamente lo que necesitas saber. No hasta que sea necesario. Sabes que no quiero que hagas nada peligroso, pero en este momento es absurdo no prestar atención. Maniobrar, saber quién está arriba y quién abajo... Ahórramelo. Prefiero afrontar hechos. Te gustan los hechos, ¿verdad? Desde luego. 24
Pueden ser brutales. A veces son todo lo que tenemos. Hari reflexionó un momento, le cogió la mano . Los hechos, y el amor. El amor también es un hecho. El mío lo es. La perenne popularidad de los entretenimientos consagrados al romance sugiere que para la mayoría de la gente no es un hecho sino un objetivo. Una hipótesis, como diría un matemático. Concedido. Una conjetura, para mayor precisión. El cielo nos guarde de la precisión. Él la abrazó repentinamente, le apretó la cadera con las manos y, con cierto esfuerzo que procuró ocultar, la alzó. Pero esto... es un hecho. Vaya, vaya. Dors lo besó apasionadamente . El hombre no es sólo intelecto. Hari sucumbió a las seductoras noticias multisensoriales mientras comía. Había crecido en una granja y le gustaban los desayunos abundantes. Dors comió discretamente; sus religiones gemelas, decía, eran el ejercicio y Hari Seldon, la primera para preservar sus fuerzas para el segundo. Él sintonizó su mitad de la pared en los hechos infinitesimales de los mercados, encontrando allí un mejor índice del funcionamiento de Trantor que en las estentóreas diatribas del Consejo Alto. Como matemático, le gustaba seguir los detalles. Pero al cabo de cinco minutos golpeó la mesa con frustración. La gente ha perdido el juicio. Ningún primer ministro puede protegerla de su propia ignorancia. Mi preocupación es protegerte a ti de la gente. Hari apagó su holo y miró el de ella, una proyección tridimensional de las facciones del Consejo Alto. Marcas rojas eslabonaban esas facciones con sus aliados del Consejo Bajo, un desconcertante nido de víboras. No creerás que este nombramiento de primer ministro funcionará, ¿verdad? Podría ser. Dors lo miró desconcertada. ¿Cómo hacer .. ? Ah, una humorada. Cuéntale tus planes. Ella rió agradablemente. Al salir del apartamento, se encontraron de nuevo con los Especiales. Hari pensaba que eran innecesarios, que le bastaba con Dors. Pero no podía explicárselo a los funcionarios imperiales. También había Especiales en los pisos de arriba y de abajo, toda una pantalla de defensa. Hari saludó a los amigos que vio en su camino por el campus de Streeling, pero la presencia de los Especiales los mantenía a demasiada distancia para hablarles. Tenía que ocuparse de muchos asuntos del Departamento de Matemática, pero siguió su instinto y se dedicó primero a sus cálculos. Recobró sus ideas del anotador y las miró, garrapateando distraídamente en el aire, agitando símbolos como una sopa, durante más de una hora.
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Cuando era adolescente los rigurosos ejercicios escolares le habían hecho pensar que la matemática consistía en la felicidad de los detalles, conocer cosas, una suerte de numismática elevada. Uno aprendía relaciones y teoremas y los unía. Sólo lentamente entrevió las estructuras que se elevaban sobre cada disciplina. Grandes tramos unían los panoramas de la topología con los entrecruzamientos infinitesimales de los diferenciales, los laboriosos estilos de la teoría de los números con las cambiantes arenas del análisis grupal. Sólo entonces vio la matemática como un paisaje, un territorio donde la mente podía errar y explorar. Para recorrer esas extensiones trabajaba en tiempo mental, largos tramos de flujo ininterrumpido en que podía concentrarse totalmente en los problemas, fijándolos como moscas en un ámbar atemporal, moviéndolos de un lado al otro para inspeccionarlos hasta que entregaban sus secretos. Teléfonos, personas, política... todo ello transcurría en tiempo real, interrumpiendo sus pensamientos, matando el tiempo mental. Dejó que Yugo, Dors y los demás mantuvieran el mundo a raya durante la mañana. Pero ese día el propio Yugo le cortó la concentración. Sólo un momento dijo, entrando por el crujiente campo . ¿Está bien esta monografía? Él y Yugo habían preparado una pantalla creíble para el proyecto de psicohistoria. Normalmente publicaban investigaciones sobre el análisis no lineal de los «nódulos sociales», una subespecialidad con una honorable y aburrida historia. Su análisis se aplicaba a los subgrupos y facciones de Trantor, y en ocasiones de otros mundos. . La investigación era útil para la psicohistoria, pues servía como subconjunto de ecuaciones para lo que Yugo insistía en llamar «ecuaciones de Seldon». Hari había renunciado a irritarse ante esa denominación, aunque deseaba mantener cierta distancia personal ante la teoría. Aunque rara vez pasaba una hora de vigilia sin pensar en la psicohistoria, no quería que fuera un molde para su propia visión del mundo. Nada que estuviera arraigado en una personalidad específica podía aspirar a describir la hueste de santos y malandrines revelados por la historia humana. Era preciso adoptar la perspectiva más amplia posible. Como ves dijo Yugo, introduciendo líneas de texto y símbolos en el holo de Hari , tengo todos los análisis de la crisis dahlita. Está claro, ¿verdad? ¿Qué es la crisis dahlita? Yugo quedó profundamente sorprendido. No contamos con representación. Estáis viviendo en Streeling. Una vez un dahlan, siempre un dahlan. Al igual que tú, con Helical. Helicon. Entiendo. ¿No tenéis suficientes delegados en el Consejo Bajo? Ni en el Alto. Los Códigos permiten... Están obsoletos. Los dahlitas tienen una porción proporcional... Y nuestros vecinos, los ratannanahs y los quippons, conspiran contra nosotros. ¿Cómo? Hay dahlans en muchos otros sectores. No obtienen representación. Tenéis representación en Streeling... 26
Mira, Hari, tú eres helical. No entenderías. Muchos sectores son sólo lugares de paso. Dahl es un pueblo. Los Códigos fijan reglas para acomodar a diversas subculturas, etnias... No están funcionando. Por la vehemencia de Yugo, Hari comprendió que éste no era tema para debates refinados. Sabía que había una crisis constitucional cada vez más grave. Los Códigos habían conservado el equilibrio de fuerzas durante milenios, pero sólo mediante adaptaciones innovadoras. Eso no parecía existir ahora. De acuerdo. ¿Y qué sugieren nuestras investigaciones sobre Dahl? Verás, tomé el análisis de sociofactores y… Yugo tenía una captación intuitiva de las ecuaciones no lineales. Siempre era un placer ver sus manazas hendiendo el aire, cortando razonamientos y triturando objeciones. Y los cálculos eran buenos, aunque un poco simplistas. El trabajo sobre nódulos atraía poca atención. Había inducido a algunos matemáticos a desechar a Yugo como un joven prometedor que nunca había alcanzado su potencial. Esto le sentaba perfectamente a Hari. Algunos matemáticos sospechaban que sus investigaciones principales estaban inéditas, y él los trataba amablemente sin dar confirmaciones. Así que en Dahl existe un creciente nódulo de presión concluyó Yugo. Desde luego, eso se nota con echar un vistazo a los holos de noticias. Sí, bien... pero he demostrado que se justifica. Hari conservó la compostura. Yugo estaba realmente entusiasmado con esto. Has mostrado uno de los factores. Pero hay otros en las ecuaciones nodulares. sí, claro, pero todos saben... Lo que todos saben no necesita demostración. A menos, por cierto, que sea erróneo. El rostro de Yugo reveló una cascada de emociones: sorpresa, preocupación, enfado, ofensa, desconcierto. ¿No apoyas a Dahl, Hari? Claro que sí, Yugo. La verdad era que a Hari no le importaba, pero le parecía demasiado descortés decirlo así, cuando Yugo parecía tan afectado . Mira, el trabajo está bien. Publícalo. Las tres ecuaciones nodulares básicas son tuyas. No tienes por qué llamarlas así. Claro, igual que antes. Pero tu nombre figurará en el trabajo. Algo inquietó a Hari, pero comprendió que en ese momento lo adecuado era tranquilizar a Yugo. Si así lo deseas... Yugo habló sobre los detalles de la publicación, y Hari echó una ojeada a las ecuaciones. Terminus para la representación en modelos de la democracia trantoriana, tablas de valores para las presiones sociales, todo el aparato. Un poco denso, pero tranquilizador para quienes sospechaban que él ocultaba sus principales resultados. Y los ocultaba, desde luego. Hari suspiró. Dahl era una llaga política infectada. Los dahlitas de Trantor reflejaban la cultura de la zona galáctica de Dahl. Cada zona poderosa tenía sus propios sectores en Trantor, para influir y presionar.
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Pero Dahl era un detalle menor en la escala de aquello que deseaba explorar. Sencillo, incluso trivial. Las ecuaciones nodulares que describían la representación del Consejo Alto eran formas truncadas del complejísimo enigma de Trantor. Todo Trantor: un mundo efervescente, desconcertante por su tamaño, sus intrincadas conexiones, sus meras coincidencias, sus yuxtaposiciones aleatorias, sus delicadas dependencias. Sus ecuaciones aún eran insuficientes para este núcleo que albergaba a cuarenta mil millones de almas. ¿Cuánto peor era el Imperio? Los que enfrentan una complejidad desconcertante suelen llegar a un nivel de saturación. Dominan las conexiones fáciles, los enlaces locales y las reglas prácticas. Insisten con ello hasta que se topan con un infranqueable muro de complejidad. Allí se detienen. Deliberan, consultan, dudan. Y al final apuestan. El Imperio de veinticinco millones de mundos era un problema mayor que la comprensión del resto del universo, pues al menos las demás galaxias no albergaban humanos. Los ciegos y toscos movimientos de los astros y del gas eran un juego de niños en comparación con las complejas trayectorias de la gente. A veces lo desgastaba. Trantor ya era complicado, ochocientos sectores con cuarenta mil millones de personas. ¿Qué había del Imperio, con veinticinco millones de planetas con un promedio de cuatro mil millones en cada uno? Cien mil trillones de personas. Los mundos interactuaban por los angostos cuellos de los agujeros de gusano, que al menos simplificaban algunos problemas económicos. Pero la cultura viajaba por los agujeros de gusano a la velocidad de la luz, información sin masa, recorriendo la galaxia en oleadas desestabilizadoras. Un granjero de Oskatoon sabía que un ducado había caído en el otro extremo del disco galáctico pocas horas después de que la sangre empezara a secarse en el suelo del palacio. ¿Cómo incluir eso? Claramente, el Imperio trascendía el horizonte de complejidad de cualquier persona u ordenador. Sólo funcionarían aquellos conjuntos de ecuaciones que no trataran de seguir el rastro de cada detalle. Lo cual significaba que un individuo no era nada en la escala de los hechos dignos de estudio. Aun un millón significaba tan poco como una gota cayendo en un lago. Hari se alegró de haber mantenido la psicohistoria en secreto. ¿ Cómo reaccionarían las personas si supieran que él pensaba que no importaban? ¿Hari? ¿Hari? De nuevo se había sumido en sus cavilaciones. Yugo aún estaba en la oficina. Oh, lo siento. Sólo divagaba... La reunión del departamento. ¿Qué? La pediste para hoy. Oh no. Estaba en medio de un cálculo . ¿No podemos postergarla ... ? ¿Con todo el departamento? Están esperando. Hari siguió a Yugo a la sala de reunión. Los tres niveles tradicionales ya estaban llenos. El patrocinio de Cleon había llenado un departamento ya prestigioso hasta convertirlo ¿cómo se podían medir esas cosas? en el mejor de Trantor. Tenía especialistas en mil disciplinas, incluso en áreas cuya definición Hari apenas conocía.
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Hari se instaló en el nivel más elevado, en pleno centro de la sala. A los matemáticos les gustaban las geometrías que reflejaban realidades, así que los profesores titulares estaban sentados en una plataforma redonda y elevada, en aeroasientos con amplios brazos. Formando un anillo más amplio en torno de ellos, varios escalones más abajo, estaban los profesores asociados, los que estaban confirmados pero todavía se encontraban en la etapa intermedia de su carrera. y holo. Tenían sillas cómodas, aunque sin funciones completas de informática Debajo de ellos, casi en un pozo, estaban los profesores no confirmados, en sillas simples de diseño rústico. Los más antiguos estaban más cerca del centro de la sala. En las filas más externas estaban los instructores y asistentes, en bancos sencillos sin ninguna capacidad informática. Allí estaba Yugo, con el ceño fruncido, sintiéndose claramente fuera de lugar. Hari consideraba que era irritante o hilarante, según su estado de ánimo, que Yugo, uno de los miembros más productivos del departamento, tuviera una jerarquía tan baja. Era el precio de mantener la psicohistoria en secreto. Él trataba de aplacar el dolor que esto causaba dando a Yugo una buena oficina y otros privilegios. A Yugo no parecía importarle mucho el status, pues ya había ascendido bastante, y sin pasar por los exámenes del Servicio Civil. Hari decidió hacer una pequeña travesura. Gracias, colegas, por asistir. ¿Tenemos muchos problemas administrativos para resolver, Yugo? Un murmullo. Yugo abrió los ojos, pero se levantó deprisa y subió a la tarima del orador. Siempre designaba a otro para que presidiera las reuniones, aunque él hubiera hecho la convocatoria, elegido la hora y escogido los temas. Sabía que algunos lo consideraban una personalidad fuerte, tan sólo por conocer profundamente el plan de investigaciones. Confundir el conocimiento con la autoridad era un error común. Había descubierto que si él presidía, había pocos que disintieran de él. Para obtener una discusión abierta era preciso que él se apartara para escuchar y tomar notas, interviniendo sólo en momentos cruciales. Años atrás Yugo se había preguntado por qué lo hacía, y Hari había respondido diciendo que él no era un líder. Yugo lo miró extrañado, como preguntándole a quién creía que engañaba. Hari sonrió para sus adentros. Algunos profesores titulares mascullaban y miraban de soslayo. Yugo inició el orden del día, hablando rápidamente con voz clara y enérgica. Hari se apartó y notó la irritación que se adueñaba de algunos de sus estimados colegas. Algunos fruncían el ceño ante el grueso acento de Yugo. Uno murmuró: «¡Dahlita!», y otro respondió: «!Advenedizo!” Era hora de que «saboreasen un porrazo», como decía su padre, y de que Yugo saborease la sensación de estar a cargo del departamento. A fin de cuentas, su nombramiento de primer ministro empeoraría las cosas. Quizá necesitara un reemplazo. 4 Debemos irnos pronto dijo Hari, garrapateando en su libreta. ¿Por qué? La recepción tardará en empezar. Dors se alisó el vestido con gran cuidado y ojos críticos.
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Quiero dar un paseo en el camino. La recepción es en el sector Daliviti. Dame el gusto. Ella se acomodó su ceñido atuendo con cierto esfuerzo. Ojalá ésta no fuera la moda. Pues usa otra cosa. Es tu primera aparición en una fiesta imperial. Querrás lucir tu mejor aspecto. Traducción: tú lucirás tu mejor aspecto y no te separarás de mí. Sólo usas ese traje de profesor. Apropiado para la ocasión. Deseo mostrar que todavía soy sólo un profesor. Ella se acomodó un poco más el vestido. Sabes, algunos esposos disfrutan mirando a sus esposas hacer esto. Hari la miró mientras ella se retorcía en el ceñido conjunto amarillo y azul. No querrás excitarme para que luego tenga que soportar la recepción en ese estado. Ella sonrió pícaramente. Es exactamente lo que quiero. Él se recostó en el aeroasiento y suspiró teatralmente. La matemática es una musa más amable. Menos exigente. Ella le arrojó un zapato, errando por sólo un centímetro. Hari sonrió. Cuidado, o los Especiales entrarán para defenderme. Dors se dio los retoques definitivos y lo miró intrigada. Estás aún más distraído que de costumbre. Como siempre, inserto mis investigaciones en los recovecos de la vida. ¿El problema habitual? ¿Qué es importante en la historia? Preferiría saber qué no es importante. Estoy de acuerdo en que el enfoque megahistórico habitual, con la economía, la política y lo demás, no es suficiente. Hari apartó los ojos de su libreta. Algunos historiadores piensan que es preciso contar pocas reglas de una sociedad para comprender las grandes leyes que la hacen funcionar. Conozco esa investigación. Dors torció la boca en una mueca dubitativa . Pequeñas reglas y grandes reglas. ¿Por qué no simplificar? Quizá las leyes sean todas las reglas sumadas. Claro que no. Un ejemplo insistió ella. Él quería pensar, pero ella no estaba dispuesta a desistir. Le golpeó las costillas. ¡Un ejemplo! De acuerdo. He aquí una regla: cuando encuentras algo que te agrada, compra provisiones para toda la vida, porque sin duda dejarán de fabricarlo. Eso es ridículo. Una broma. No es buena broma, pero es verdad. 30
Bien, ¿tú sigues esa regla? Desde luego. ¿ Cómo? ¿Recuerdas la primera vez que miraste en mi guardarropa? Ella parpadeó, y él sonrió evocador. Ella había estado husmeando sutilmente, y corrió la enorme pero liviana puerta. En los estantes había prendas ordenadas por tipo y color. Seis trajes azules había comentado Dors , por lo menos una docena de zapatos negros. Y camisas. Blancas, verdes, rojas. Por lo menos cincuenta. Y todas iguales. Y exactamente las que me gustan había dicho él . Esto también resuelve el problema de elegir qué usar por la mañana. Sólo busco al azar. Creí que usabas la misma ropa todos los días. Él enarcó las cejas, sorprendido. ¿La misma? ¿Ropa sucia, quieres decir? Bien, como no cambiaba... ¡Me cambio todos los días! Hari se echó a reír, recordando. Y habitualmente me pongo la misma ropa al día siguiente, porque me gusta. Y ya no encontrarás ninguna de estas prendas en las tiendas. Vaya dijo ella, tocando la costura de las camisas . Hace por lo menos cuatro temporadas que éstas han pasado de moda. ¿Ves? La regla funciona. Para mí, una semana representa la oportunidad de usar veintiuna prendas. Para ti es un trabajo. Estás ignorando la regla. ¿Cuánto hace que te vistes así? Desde que noté cuánto tiempo tardaba en decidir lo que me pondría. Y lo que realmente me gustaba no estaba con frecuencia en las tiendas. Generalicé la solución para ambos problemas. Eres sorprendente. Sólo soy sistemático. Eres obsesivo. Estás juzgando, no diagnosticando. Eres un encanto. Loco, pero un encanto. Tal vez ambas cosas vayan juntas. ¿Eso es también una regla? Ella lo besó. Sí, profesor. La inevitable pantalla de Especiales se formó alrededor de ellos en cuanto salieron del apartamento. A esas alturas él y Dors habían entrenado a los Especiales para que al menos les permitieran la intimidad de un cubículo en el ascensor. El ascensor grav no era un milagro de la física gravitatoria, sino de la electromagnética avanzada. A cada instante más de mil campos electrostáticos lo soportaban por medio de intrincados equilibrios de carga. Hari sentía cosquilleos en el cabello y punzadas en la piel mientras las configuraciones de campo reducían infinitesimalmente su masa.
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Cuando salieron del vehículo, trece pisos más arriba, Dors se pasó un peine con carga programada por el cabello, el cual crujió y chasqueó dócilmente hasta acomodarse: cabello «inteligente». Entraron en un pasaje angosto bordeado de tiendas. A Hari le agradaba estar en un lugar donde podía ver a más de cien metros. El desplazamiento era rápido porque no había transporte para el tráfico lateral. Una acera deslizable circulaba por el centro, en la dirección que seguían ellos, pero permanecieron cerca de los escaparates para mirar mientras caminaban. Para moverse lateralmente, sólo había que subir o bajar un piso en ascensor o escalera mecánica y abordar una cinta móvil o un robomódulo. En los corredores de ambos lados la acera deslizable iba en dirección opuesta. Sin giros a la izquierda ni a la derecha, los accidentes de tráfico eran infrecuentes. La mayoría de la gente caminaba donde era posible, por el ejercicio y por la indefinible euforia de Trantor. La gente buscaba el estímulo constante de la humanidad, la productiva fricción que mezclaba ideas y culturas. Hari no era inmune a ese estímulo, aunque perdía un poco de sabor si se exageraba. La gente de las plazas y los parques hexagonales usaba modas de los veinticinco millones de mundos. Hari vio «cueros» de animales autoformativos que no podían parecerse al mítico caballo. Pasó un hombre con perneras cortadas en la cadera, exponiendo una tez con rayas azules que vibraba en un espectáculo perpetuo. Una mujer angulosa presentaba un corpiño con rostros boquiabiertos que devoraban pechos con pezones marfileños; Hari tuvo que mirar dos veces para convencerse de que no eran reales. Muchachas con prendas atrevidas desfilaban ruidosamente. Un niño ¿o era un habitante adulto de un mundo de gravedad fuerte? tocaba un fotocítaro, rasgueando los haces láser. Los Especiales se desplegaron y el capitán se le acercó. Aquí no podemos protegerle bien, académico. Éstas son personas comunes, no terroristas. No tenían modo de predecir que yo estaría aquí. Si el emperador nos ordena protegerle, nosotros obedecemos. Yo manejaré las amenazas directas intervino Dors . Soy capaz, se lo aseguro. El capitán torció la boca en una mueca, pero aguardó un momento antes de responder: Oí algo acerca de eso. Aun así... Ordene a sus hombres que usen sus detectores verticalmente. Una carga direccional, colocada en los niveles de arriba y abajo, podría pillarnos. Eh, sí, señora el capitán se alejó al trote. Pasaron por las paredes dentadas del cuadrante Farhahal. Un acaudalado anciano se había convencido de que mientras su finca estuviera inconclusa, él tampoco «concluiría», es decir, no moriría. Cuando un añadido se aproximaba al final, ordenaba más. Con el tiempo la maraña de habitaciones, corredores, bóvedas, puentes y jardines se convirtió en una abigarrada incoherencia. Cuando al fin Farhahal «concluyó», las riñas entre los herederos y los honorarios de los leguleyos hicieron decaer el cuadrante. Ahora era una conejera fétida, visitada sólo por depredadores e incautos. Los Especiales se aproximaron y el capitán les pidió que subieran a un robomódulo. Hari accedió a regañadientes. Dors tenía esa cara ceñuda que denotaba preocupación. Pasaron en silencio por túneles sombríos. Hubo dos paradas y en las iluminadas estaciones Hari vio ratas que buscaban refugio cuando el robomódulo se detuvo. Se las señaló a Dors en silencio. Puaj dijo ella . Cualquiera diría que en pleno centro del Imperio podíamos eliminar las plagas. 32
No últimamente dijo Hari, aunque sospechaba que las ratas habían medrado aun en el auge del Imperio. Los roedores no respetaban la realeza. Supongo que han sido nuestras compañeras eternas dijo sombríamente Dors . Ningún mundo está libre de ellas. En estos túneles, los módulos de larga distancia vuelan tan rápido que en ocasiones los motores de turbina succionan las ratas. Eso puede dañar los motores, incluso hacer que los módulos se estrellen comentó Dors. Tampoco es una diversión para la rata. Pasaron por un sector cuyos ciudadanos aborrecían la luz del sol, aun las tenues salpicaduras que descendían por los tubos de iluminación. Históricamente, le explicó Dors, esto obedecía al temor por el componente ultravioleta, pero la fobia parecía ser más profunda que un mero problema de salud. El módulo perdió velocidad y pasó por una rampa alta sobre bóvedas abiertas y abarrotadas. No había pozos de luz natural, sólo fulgores artificiales y fosforescentes. El sector se llamaba oficialmente Kalanstromonia, pero sus habitantes eran conocidos en todo el mundo como «espantajos». Rara vez viajaban, y sus rostros blanquecinos destacaban en la multitud. Parecían larvas alimentándose de una oscura podredumbre. La zona imperial de recepción estaba dentro de un domo del sector Julieen. Él y Dors entraron con los Especiales, que luego cedieron el puesto a cinco hombres y mujeres que usaban ropas de negocios totalmente inconspicuas. Saludaron a Hari y luego parecieron olvidarse de él, desplazándose por una rampa ancha y charlando entre sí. Una mujer de la suntuosa entrada lo recibió pomposamente. Una música descendía en una nube de sonido, un arreglo del himno de Streeling fusionado sutilmente con la sinfonía de Helicon. Esto llamó la atención de la muchedumbre, exactamente lo que él no quería. Un equipo protocolar reemplazó discretamente a los asistentes de la puerta, escoltándolo a él y Dors hasta un balcón. Hari agradeció esa oportunidad de mirar el paisaje. Desde la cima del domo las vistas eran asombrosas. Había espirales que descendían hasta mesetas tan distantes que apenas pudo distinguir un bosque y sus senderos. Las almenas y jardines habían atraído espectadores durante milenios, incluidos, le dijo un guía, 999.987 suicidas, todos cuidadosamente tabulados durante muchos siglos. Ahora que el número se aproximaba al millón, continuó el guía con deleite, los intentos se sucedían casi a cada hora. Ese mismo día habían impedido que un hombre saltara, usando un gárrulo holotraje programado para anunciar CONMIGO LLEGAMOS AL MILLÓN después de la caída. Parecen tan ansiosos concluyó el guía con lo que Hari consideró cierto orgullo. Bien observó Hari, tratando de deshacerse del hombre , el suicidio es la forma más sincera de autocrítica. El guía cabeceó imperturbablemente, y añadió: Además les permite contribuir en algo. Eso debe de ser un consuelo. El equipo protocolar tenía todo planeado para él, una órbita por la vasta recepción. Presentar a X, saludar a Y, inclinarse ante Z. No mencione la crisis de la zona de Judena insistió un asistente. Esto era fácil, pues Hari nunca la había oído nombrar.
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Los aperitivos eran excelentes, la comida aún mejor (o eso parecía, pues a eso estaban destinados los aperitivos) y Hari aceptó el estimulante que le ofreció una mujer despampanante. Te podrías pasar la noche saludando y sonriendo dijo Dors después de la primera media hora. Es tentador hacer sólo eso susurró Hari mientras seguían al teniente de protocolo hasta el próximo grupo de notables zonales. El aire del vasto y neblinoso domo estaba cargado de negociaciones y regateos. El emperador llegó con toda la pompa. Presentaría el tributo tradicional de una hora, luego seguiría la antigua costumbre de marcharse antes que cualquier otro. Hari se preguntó si el emperador a veces querría prolongar una conversación interesante. Pero Cleon estaba bien entrenado para sus funciones, así que era improbable que el problema se presentara. Cleon saludó a Hari efusivamente, besó la mano de Dors y pareció perder interés por ellos, desplazándose con su séquito hacia otro círculo de rostros expectantes. El próximo grupo de Hari resultó diferente. No la mezcla habitual de diplomáticos, aristócratas y asistentes vestidos de marrón, explicó el teniente, sino figuras con poder. Gente influyente susurró el hombre. Un hombre corpulento y musculoso ocupaba el centro de un círculo, y una docena de personas lo escuchaban embobadas. El teniente de protocolo intentó seguir de largo, pero Hari lo detuvo. Ése es... Betan Lamurk, señor. Sabe atraer a una muchedumbre. Sí, señor. ¿Desea una presentación formal? No. Sólo quiero escuchar. Siempre era buena idea evaluar a un oponente cuando éste no sabía que lo observaban. El padre de Hari le había enseñado ese truco, poco antes de su primera competencia matemática. Esas técnicas no habían logrado salvar a su padre, pero funcionaban en los estratos intermedios del mundo académico. El cabello negro le invadía la ancha frente, y dos cuñas puntiagudas descendían casi hasta el extremo de las cejas. Los ojos entornados estaban muy separados y ardían intensamente en medio de un nudo de patas de gallo. La esbelta nariz apuntaba hacia una boca altiva que parecía compuesta por varias partes. El labio inferior se curvaba en impúdico humor. El superior, delgado y musculoso, se arqueaba hacia abajo en la sombra de una sonrisa burlona. El labio superior podía dominar al inferior en cualquier momento, modificando abruptamente la expresión, un efecto perturbador que no habría resultado mejor aunque hubiera sido deliberado. Hari pronto comprendió que era deliberado. Lamurk discutía algunos detalles del comercio interzonal en el brazo en espiral de Orión, un tema candente ante el Consejo Alto. A Hari no le importaba el comercio, salvo como variable en las ecuaciones estocásticas, así que se limitó a observar el comportamiento del hombre. Para enfatizar un razonamiento, Lamurk alzaba las manos con los dedos abiertos sobre la cabeza, elevando la voz. Luego moderaba la voz y bajaba las manos hasta el pecho, sosteniéndolas a cada lado. Mientras su modulada voz se volvía más profunda y reflexiva, apartaba las manos. Luego elevaba nuevamente el tono y subía las manos hasta la cabeza y las hacía girar en una compleja danza, obligando a su interlocutor a prestar total atención.
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Clavaba los ojos en sus espectadores, una mirada penetrante que barría el círculo. Un último énfasis, un rápido toque de humor, una sonrisa confiada, una pausa para la siguiente pregunta. Y para algunos de nosotros comentó, redondeando una frase , la Pax Imperium se parece peligrosamente a la «paz de los impuestos», ¿verdad? Vio a Hari y frunció el entrecejo . ¡Académico Seldon! ¡Bienvenido! Me preguntaba cuándo le conocería. No permita que interrumpa su... conferencia. Esto provocó algunas risas y Hari comprendió que al acusar a un miembro del Consejo Alto de pontificar había sido más incisivo de lo que se proponía . La encuentro fascinante. Un material bastante aburrido, me temo, comparado con su matemática dijo cordialmente Lamurk. Me temo que mi matemática es aún más árida que el comercio zonal. Más risas, aunque esta vez Hari no entendió por qué. Yo sólo trato de distinguir las facciones dijo afablemente Lamurk . La gente trata el dinero como si fuera una religión. Esto le ganó algunas risas de adhesión. Afortunadamente dijo Hari , no hay sectas en la geometría. Sólo tratamos de obtener el mejor trato para todo el Imperio, académico. Ah, pero lo mejor es enemigo de lo bueno. ¿Entonces aplicará la lógica matemática a nuestros problemas del Consejo? La voz de Lamurk aún era cordial, pero sus ojos se ensombrecieron . Suponiendo que lo nombren ministro. Ah, cuando las leyes matemáticas son agudas y precisas, no se refieren a la realidad. Cuando se refieren a la realidad, no son precisas. Lamurk miró a la muchedumbre, que había aumentado considerablemente. Dors cogió la mano de Hari y por ese gesto él comprendió que aquello había cobrado una inesperada importancia. No entendía por qué, pero no había tiempo para evaluar la situación. ¿Entonces esa disciplina de la que he oído hablar, la psicohistoria, no es útil? dijo Lamurk. No para usted dijo Hari. Lamurk entornó los ojos, pero conservó su afable sonrisa. ¿Demasiado difícil para nosotros? Me temo que no está preparada para el uso. Aún no domino su lógica. Lamurk rió entre dientes, le sonrió a la muchedumbre y dijo jovialmente: Un pensador lógico. Qué contraste más refrescante con el mundo real. Risa general. Hari trató de pensar en algo que decir. Vio que uno de sus guardaespaldas le cerraba el paso a un hombre, le inspeccionaba el traje. Verá, académico, en el Consejo Alto no podemos derrochar el tiempo en teorías. Lamurk hizo una pausa efectista, como si hiciera un discurso proselitista . Tenemos que ser justos, y a veces tenemos que ser duros. Hari enarcó las cejas. Mi padre decía: «Duro es el hombre que es sólo justo, y triste es el hombre que es sólo sabio.» Las exclamaciones de la multitud le indicaron que había dado en la tecla. Los ojos de Lamurk confirmaron el impacto.
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Bien, en el Consejo lo intentamos. Sin duda nos vendría bien cierta ayuda de los sectores cultos del Imperio. Tendré que leer uno de sus libros, académico. Miró a la multitud enarcando las cejas . Siempre que pueda. Hari se encogió de hombros. Le enviaré mi monografía sobre el cálculo geométrico transfinito. Un título impresionante dijo Lamurk, mirando al público. Con los libros sucede lo mismo que con los hombres. Una cantidad muy pequeña desempeña un papel importante, los demás se pierden en la multitud. ¿Y usted qué preferiría? replicó Lamurk. Perderme en la multitud. Así no tendría que asistir a tantas recepciones. Esto provocó una gran risotada, sorprendiendo a Hari. Bien, sin duda el emperador no lo cansará con demasiada vida social dijo Lamurk . Pero lo invitarán a todas partes. Tiene usted una lengua afilada, académico. Mi padre también tenía otro dicho: «El ingenio es como una navaja. Las navajas pueden cortar a quienes las usan cuando han perdido el filo. » Su padre también le había enseñado que en un intercambio público de frases incisivas, el que perdía los estribos primero perdía el enfrentamiento. No lo había recordado hasta ese instante. Hari recordó demasiado tarde que Lamurk era conocido por sus humoradas en las reuniones del Consejo Alto. Probablemente alguien se las preparaba de antemano, pues aquí no se había lucido. Lamurk tensó las mejillas y apretó sus labios incoloros. Torció los rasgos en una expresión de disgusto, lo cual no le costaba mucho, y lanzó una carcajada húmeda y desagradable. La multitud guardó silencio. Algo había sucedido. Ah, hay otras personas que quisieran conocer al académico dijo el teniente de protocolo, aproximándose en el creciente e incómodo silencio. Hari estrechó manos, murmuró cortesías y dejó que se lo llevaran. 5 Tomó otro estimulante para calmarse. Por alguna razón se sentía más nervioso ahora que durante el enfrentamiento. Lamurk le había dirigido una mirada fría y airada cuando se despedían. Lo tendré a la vista dijo Dors . Tú disfruta de tu fama. Esto era imposible para Hari, pero lo intentó. Rara vez veía tal variedad de personas, y se serenó adoptando un papel habitual: el de observador cortés. A fin de cuentas, la charla menuda no exigía mayor concentración. Una sonrisa cálida le bastaría. La fiesta era un microcosmos de la sociedad de Trantor. En sus momentos libres Hari observó la interacción entre los estratos sociales. El abuelo de Cleon había reinstaurado muchas tradiciones ruellianas, y una de ellas requería que los miembros de las cinco clases estuvieran presentes en toda función imperial de gala. Cleon parecía muy devoto de esta práctica, como si elevara su popularidad entre las masas. Hari optó por callar sus dudas. Ante todo venía la aristocracia hereditaria. Cleon mismo estaba en el ápice de una pirámide jerárquica que descendía desde el trono imperial hasta poderosos duques de
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cuadrantes y príncipes del brazo en espiral, pasando por los pares vitalicios, hasta llegar a los barones locales que Hari conocía en Helicon. Trabajando en los campos, los había visto sobrevolar altivamente sus posesiones. Gobernaban dominios no mayores de lo que un deslizador podía cruzar en un día. Para un miembro de la nobleza, la vida se centraba en el gran juego, una campaña incesante para promover la fortuna de su linaje, logrando un mayor status para su familia a través de alianzas políticas o matrimonios para sus muchos hijos. Hari resopló y ocultó su desdén tomando otro estimulante. Había estudiado informes antropológicos de mil Mundos Caídos, los cuales habían involucionado en el aislamiento, recayendo en modos de vida más toscos. Sabía que ese orden piramidal se contaba entre los patrones sociales humanos más naturales y duraderos. Aun cuando un planeta quedara reducido a la mera agricultura y la metalurgia manual, esa estructura triangular persistía. A la gente le gustaban el rango y el orden. La incesante competencia de las familias nobles había sido el primer y más fácil sistema psicohistoriológico que Hari había modelado. Primero había combinado la teoría de los juegos con la selección de parentesco. Luego, en un rapto de inspiración, los insertó en las ecuaciones que describían granos de arena deslizándose por las pendientes de una duna. Eso explicaba correctamente las transiciones súbitas: aludes sociales. Así sucedía con el ascenso y caída de los linajes nobles. Épocas largas y estables, y luego abruptos desplazamientos. Observó la multitud, escogiendo a los de la segunda aristocracia, presuntamente igual a la primera, la meritocracia. Como jefe de departamento de una importante universidad imperial, Hari pertenecía a esa jerarquía, una pirámide constituida a partir de los logros, no de la buena cuna. Los meritócratas tenían obsesiones totalmente alejadas de las constantes rencillas dinásticas de la nobleza. De hecho, en la clase de Hari pocos se molestaban en reproducirse, tan ocupados estaban en sus especialidades. La nobleza rivalizaba por los rangos superiores del gobierno imperial, mientras que los meritócratas se consideraban dueños del poder real. «Ojalá Cleon pensara en un papel así para mí», pensó Hari. Un puesto de viceministro, o un puesto de consejero. Podría haberlo manejado por un tiempo, o bien se habría equivocado y lo habrían expulsado. De un modo u otro, al cabo de un año estaría de vuelta en Streeling. No ejecutaban a los viceministros, al menos no por incompetencia. Y un viceministro no sobrellevaba la carga más pesada del gobierno, la responsabilidad por la vida de mil billones de seres humanos. Dors lo vio errar sumido en sus pensamientos y se le acercó para hacerle probar algunos manjares y conversar con la gente. Los nobles se distinguían por sus ropas ostentosas, mientras que los economistas, generales y otros meritócratas usaban el atuendo formal de su profesión. Hari comprendió que, a pesar de todo, él estaba haciendo una declaración política. Al usar la túnica de profesor, enfatizaba que podía haber un primer ministro que no perteneciera a la nobleza por primera vez en cuarenta años. No porque le importara hacer esa declaración. Sólo lamentaba no haberla hecho adrede. A pesar de la ética ruelliana oficial, las tres clases sociales restantes parecían casi invisibles en la fiesta. Los factótums usaban oscuros trajes pardos o grises, con expresiones acordes. Rara vez hablaban por su cuenta. En general revoloteaban cerca de algún aristócrata, brindando datos y cifras que los huéspedes de ropa más vistosa usaban en sus argumentaciones. En general los aristócratas eran analfabetos en matemática, incapaces de una simple suma. Eso era para las máquinas. Hari tuvo que esforzarse para distinguir a la cuarta clase, los «Grises», entre la multitud. Se movían como pinzones entre pavos reales. Pero los integrantes de esa clase sumaban más de un sexto de la población de Trantor. Reclutados en todos los planetas del
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Imperio por medio de los exámenes del Servicio Civil, llegaban al mundo capitalino, cumplían su gestión como monjes célibes y se marchaban para ocupar puestos en otros mundos. Fluyendo por Trantor como el agua de las sombrías cisternas, los Grises pasaban inadvertidos, tan honestos, comunes y aburridos como las paredes de metal. Hari pensó que ésa podría haber sido su vida. Era el modo de salir de los campos para muchos de los niños más brillantes que había conocido en Helicon. Sólo que Hari había sido escogido por encima de la burocracia, enviado a la Academia en cuanto pudo resolver una desfoliación de tensores de octavo orden a los diez años. El ruellianismo predicaba que la clase social de los «ciudadanos» era la más alta de todas. Teóricamente, incluso el emperador compartía la soberanía con los plebeyos. Pero en una fiesta como ésa, el grupo galáctico más numeroso estaba representado principalmente por criados que llevaban comida y bebida por la sala, aún más invisibles que los agrios burócratas. Los pobladores mayoritarios de Trantor, los obreros, mecánicos y tenderos, habitantes de los ochocientos sectores, no tenían relevancia en esta reunión. Estaban fuera de los rangos ruellianos. En cuanto a los artistas, ese orden social no estaba destinado a ser invisible. Músicos y malabaristas se paseaban entre los invitados, la clase más pequeña y llamativa. Aún más excéntrico era el autor de aeroesculturas que Hari vio a través de la vasta cámara, cuando Dors se lo señaló. Hari había oído hablar de esa nueva forma artística. Las «estatuas» eran de humo coloreado que el artista exhalaba en rápidas bocanadas. Formas de turbadora y fantasmagórica complejidad flotaban entre los desconcertados huéspedes. Algunas figuras eran parodias de miembros de la nobleza, hinchadas caricaturas de sus ostentosas ropas y poses. Las figuras de humo eran cautivadoras, pero pronto se deshacían en jirones insustanciales e imprevisibles. Es el último grito oyó que comentaba un curioso . He oído decir que el artista viene directamente de Sark. ¿El mundo renacentista? preguntó otro, boquiabierto . ¿No es un poco audaz? ¿Quién lo invitó? Dicen que el emperador mismo. Hari frunció el ceño. Sark, el mundo de donde venían esas personalidades simuladas. Mundo renacentista masculló, sabiendo ahora qué le disgustaba en esas formas de humo: su naturaleza efímera. Su destino era disolverse en el caos. Mientras él miraba, el escultor sopló para formar un cuadro satírico. Hari no reconoció la figura de humo carmesí hasta que Dors le dio un codazo. ¡Eres tú! Cerró la sorprendida boca, sin saber cómo manejar los matices sociales. Una segunda nube de sinuosas cintas azules formó la clara imagen de un ceñudo Lamurk. Las neblinosas figuras revolotearon, enfrentándose, Hari sonriendo, Lamurk de mal humor. Lamurk quedaba en ridículo, con sus ojos desorbitados y sus labios fruncidos. Hora de una salida elegante susurró el teniente de protocolo, y Hari asintió con gusto. Cuando llegaron a casa, estaba seguro de que había algo adicional en el estimulante que había tomado, algo que liberaba la lengua. Sin duda no era el reflexivo y parsimonioso Seldon quien había intercambiado frases incisivas con Lamurk. Tendría que vigilarse. Dors meneó la cabeza. Claro que eras tú. Pero es una parte de ti que no sale a jugar con demasiada frecuencia.
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6 Se supone que las fiestas alegran a la gente dijo Yugo, lanzando una taza de kaff por el escritorio de caoba de Hari. Ésta no dijo Hari. Tanto lujo, gente poderosa, bellas mujeres, ingeniosos visitantes. Creo que yo me habría quedado. Eso es lo que me deprime, pensándolo bien. ¡Tanto poder! ninguno de ellos parece importarle nuestra decadencia. ¿No existe un antiguo dicho ... ? «Tocar el violín mientras arde Roma. » Dors lo conocía, por cierto. Dice que es preimperial, acerca de una zona con sueños de grand «Todos los gusanos conducen a Roma» es otro. Nunca oí mencionar Roma. Tampoco yo, pero la pomposidad es eterna. Retrospectivamente parece cómica. Yugo caminó de un lado a otro. ¿Entonces no les importa? Para ellos es sólo un escenario para sus juegos de poder. En el Imperio ya había mundos, zonas y arcos enteros de los brazos espirales que habían caído en la sordidez. Peor aún, en cierto sentido, era el paulatino descenso en diversiones gárrulas, incluso en la vulgaridad. Abundaba en los medios. Los nuevos estilos «renacentistas» de mundos como Sark eran populares. Para Hari lo mejor del Imperio estaba en su moderación, la sutileza y discreción de sus costumbres, la fineza, el encanto, el talento, incluso el glamour. Helicon era tosca y brutal, pero conocía la diferencia entre la seda y los cerdos. ¿Qué dicen los funcionarios? Yugo se sentó en el escritorio de Hari, evitando las funciones de control instaladas bajo una pátina de madera. Había entrado con el kaff como pretexto, buscando chismes sobre los notables. Hari sonrió para sus adentros; la gente sentía atracción por ciertos aspectos de la jerarquía, por mucho que despotricara contra ellos. Esperan que algunos de los movimientos de «renacimiento moral», como el revisionismo ruellianista, cobren arraigo. Infundan energía a las zonas, dijo uno de ellos. Mmm. ¿Crees que funcionará? No por mucho tiempo. La ideología era un pegamento incierto. Ni siquiera el fervor religioso podía mantener unido mucho tiempo a un imperio. Cualquiera de ambas fuerzas podía impulsar la formación de un imperio, pero no podía resistir contra marejadas más potentes y constantes, principalmente la economía. ¿Y qué hay de la guerra en la zona de Orión? Nadie la mencionó. ¿Crees que tenemos la guerra bien representada en las ecuaciones? Yugo tenía un talento especial para señalar aquello que molestaba a Hari. No. La guerra fue un elemento sobrevalorado en la historia.
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Con frecuencia la guerra ocupaba el centro del escenario; nadie seguía leyendo un bello poema cuando estallaba una pelea a puñetazos. Pero los puñetazos tampoco duraban. Además fastidiaba a los que trataban de ganarse el pan. La guerra era tan perjudicial para los ingenieros como para los comerciantes. ¿Entonces por qué estallaban guerras ahora, con todo el peso económico del Imperio contra ellas? Las guerras son simples. Pero estamos pasando por alto algo básico. Puedo sentirlo. Hemos basado las matrices en los datos históricos que exhumó Dors dijo Yugo, un poco a la defensiva . Eso es sólido. No lo dudo. Aun así... Mira, tenemos más de doce mil años de datos sólidos. Construí el modelo sobre eso. Tengo la sensación de que aquello que pasamos por alto no es sutil. La mayoría de los colapsos no obedecían a causas abstrusas. En los primeros días de la consolidación del Imperio, florecieron soberanías locales menores, luego perecieron. Había temas recurrentes en sus historias. Una y otra vez, reinos estelares se desmoronaban bajo el peso de los impuestos excesivos. A veces los impuestos mantenían ejércitos mercenarios que defendían esos reinos contra sus vecinos, o simplemente preservaban el orden doméstico frente al embate de fuerzas centrífugas. Fuera cual fuese la causa aparente de los impuestos, las grandes ciudades se despoblaban cuando la gente huía de los recaudadores, buscando la «paz rural». ¿Pero por qué lo hacía espontáneamente? La gente. Hari se irguió . Eso es lo que nos falta. ¿Eh? Tú mismo demostraste que los individuos no importan, ¿recuerdas? El teorema reduccionista. Los individuos no, pero la gente sí. Nuestras ecuaciones combinadas la describen masivamente, pero no conocemos los impulsores críticos. Todo eso está oculto en el interior de los datos. Tal vez no. ¿Y si fuéramos grandes arañas, en vez de primates? ¿Sería igual la psicohistoria? Yugo frunció el ceño. Bien, si los datos fueran los mismos... Datos sobre comercio, guerras, estadísticas de población. ¿No importaría si contáramos arañas en vez de personas? Yugo sacudió la cabeza con mal ceño, reacio a aceptar un argumento que podía derrumbar años de trabajo. Tiene que estar ahí dijo. Tú vienes aquí para obtener detalles sobre lo que hacen los ricos y famosos en sus juergas. ¿Cómo entra eso en las ecuaciones? Yugo hizo una mueca de irritación. Eso no cuenta. ¿Quién lo dice? Bien, la historia... Es escrita por los ganadores, de acuerdo. ¿Pero cómo logran los grandes generales que los hombres y mujeres marchen por el lodo congelado? ¿Cuándo se niegan a marchar? Nadie lo sabe. Necesitamos saberlo. Mejor dicho, las ecuaciones lo necesitan. 40
¿Cómo? No sé. ¿Acudir a los historiadores? Hari rió. Compartía el desprecio de Dors por la mayoría de sus colegas. La moda actual en el estudio del pasado era una cuestión de gustos, no de datos. En un tiempo pensaba que la historia sólo consistía en hurgar en mohosos ciberarchivos. Si Dors le mostraba cómo rastrear los datos ya estuvieran almacenados en antiguos cilindros de ferrita o en bloques de polímeros , tendría un fundamento firme para la matemática. ¿Acaso Dors y otros historiadores no añadían un ladrillo más de conocimiento a un monumento creciente? El estilo actual, sin embargo, consistía en reunir el pasado en un sabor favorito. Las facciones se enfrentaban por cuestiones de antigüedad, presentando la historia «de ellos» en contraste con «la nuestra». Se multiplicaban los lindes. Los «espiralocéntricos» sostenían que las fuerzas históricas se difundían por los brazos en espiral, mientras que los «axiocéntricos» sostenían que el centro galáctico era el auténtico agente de las causas, las tendencias, los movimientos, la evolución. Los «tecnócratas» lidiaban con los «naturales», que entendían que el cambio obedecía a cualidades humanas innatas. Entre los miles de datos y notas al pie, los especialistas veían la política del presente reflejada en el pasado. Mientras el presente se fracturaba y transfiguraba, no parecía existir un punto de referencia fuera de la historia misma, una plataforma poco fiable, sobre todo cuando uno comprendía cuántas lagunas misteriosas había en la documentación. A juicio de Hari, la moda predominaba sobre la fundamentación. No existía un pasado libre de controversias. Las fuerzas centrífugas del relativismo quedaban contenidas «permíteme mi perspectiva y podrás tener la tuya» dentro de un campo de acuerdos básicos. La mayoría convenía en que el Imperio era bueno en general. Que los largos períodos de éxtasis habían sido las mejores épocas, pues el cambio siempre era costoso para alguien. Que por encima de las rivalidades, de las facciones que proclamaban lo que eran esencialmente historias familiares, era valioso comprender la trayectoria y los logros de la humanidad. Pero ahí cesaban los acuerdos. Pocos parecían interesados en el rumbo de la humanidad o del Imperio. Hari sospechaba que los historiadores ignoraban ese tema y preferían centrarse en las rivalidades porque inconscientemente temían el futuro. En su fuero interno sabían que había decadencia y que más allá del horizonte no aguardaba otro proceso de cambio y estabilidad sino un colapso. ¿Qué hacemos entonces? Hari notó que era la segunda vez que Yugo hacía la pregunta. Se había sumido en sus ensoñaciones. No sé. ¿Agregar otro término para los instintos básicos? Hari negó con la cabeza. La gente no funciona por instinto. Pero se comporta como gente... como primates, diría. ¿Deberíamos examinar ese factor? Hari alzó las manos. Lo confieso. Intuyo que esta línea lógica conduce a alguna parte, pero no veo adónde. Yugo asintió, sonrió. Ya saldrá cuando esté madura. Gracias. Sé que no soy un óptimo colaborador. Demasiado melancólico, es todo. Oye, no te preocupes. A veces tienes que pensar en voz alta, eso 41
A veces no sé si estoy pensando. Deja que te muestre lo último, ¿ eh? A Yugo le gustaba exhibir sus inventos y Hari se reclinó mientras Yugo obtenía acceso al holo y aparecían dibujos en el aire. Las ecuaciones colgaban en el espacio, en pilas tridimensionales, cada cual con su código cromático. ¡Eran tantas! Hari pensó en pájaros volando en grandes bandadas. La psicohistoria era básicamente un vasto conjunto de ecuaciones entrelazadas que seguían las variables de la historia. Era imposible cambiar una sin alterar otra. Si se modificaba la población, cambiaba el comercio, junto con las formas de entretenimiento, las costumbres sexuales y cien factores más. Algunos eran irrelevantes, sin duda, ¿pero cuáles? La historia era una cantera insondable de factoides que no tenían sentido sin una manera de podar el matorral de datos particulares. Ésa era la primera tarea esencial de toda teoría de la historia, encontrar las variables profundas. Tasas de posdicción... ¡presto! dijo Yugo, suspendiendo la mano entre los elegantes gráficos tridimensionales . índices económicos, variables familiares, lo que quieras. ¿Qué épocas? Milenios tercero al séptimo, EG. Mientras Yugo las desplazaba en el tiempo, las superficies multidimensionales que representaban variables económicas eran como botellas sinuosas llenas de fluidos burbujeantes. Líquidos amarillos y rojos giraban en una ágil y lenta danza. Hari no dejaba de asombrarse de la improbable belleza que nacía de la matemática. Yugo había incluido cifras econométricas abstrusas, pero en el parsimonioso vaivén de los siglos constituían delicados arabescos. Una concordancia notable concedió Hari. Las superficies amarillas de los datos históricos se fusionaban limpiamente con los demás colores, y los fluidos encontraban niveles curvos . ¡Y cubriendo cuatro milenios! ¿No hay infinitudes? El nuevo plan de renormalización las eliminó. ¡Excelente! Además, los datos de la Era Galáctica media son los más sólidos, ¿verdad? Sí. Los políticos entraron en escena después del séptimo milenio. Dors me está ayudando a filtrar la basura. Hari admiró la grácil fusión de colores, vino antiguo en odres transfinitos. Las tasas psicohistóricas se eslabonaban con firmeza. La historia no era un macizo edificio de acero que se extendía rígidamente en el tiempo sino un puente colgante que crujía y se arqueaba con cada pisada. Esta «dinámica de acoplamiento fuerte» conducía a resonancias en las ecuaciones, grandes fluctuaciones, incluso infinitudes. Pero en la realidad nada era infinito, así que era preciso corregir las ecuaciones. Hari y Yugo habían pasado muchos años eliminando infinitudes molestas. Tal vez el objetivo estuviera a la vista. ¿Cómo se ven los resultados si proyectas las ecuaciones hacia delante, pasando el séptimo milenio? preguntó Hari. Las oscilaciones aumentan admitió Yugo. Los ciclos de realimentación no eran algo nuevo. Hari conocía el antiquísimo teorema general: si todas las variables de un sistema están estrechamente acopladas, y puedes cambiar una de ellas con precisión y amplitud, entonces puedes controlarlas todas indirectamente. El sistema se podía guiar hacia un desenlace exacto a través de sus miríadas de ciclos de realimentación internos. Espontáneamente, el sistema se ordenaba y obedecía.
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La historia, desde luego, no obedecía a nadie. Pero para épocas tales como la transcurrida desde el cuarto hasta el séptimo milenio, las ecuaciones habían logrado representar correctamente las cosas. La psicohistoria podía «posdecir» la historia. En sistemas realmente complejos, los procesos de ajuste excedían el horizonte de complejidad humana. Eran incognoscibles y, más importante aún, no eran dignos de conocerse. Pero si el sistema se descarriaba, alguien tenía que hurgar en sus vísceras para encontrar el problema. ¿Alguna idea? ¿Alguna pista? Yugo se encogió de hombros. Mira esto. Los fluidos lamían las botellas. Aparecieron más volúmenes distorsionados, llenos de líquido datos de colores brillantes y Hari miró mientras las mareas barrían el anaranjado espacio de las variables, llevando oleadas de respuesta a las capas rojas cercanas. Pronto el holo entero mostró una feroz turbulencia. Conque las ecuaciones fallan dijo Hari. Sí, y mucho. Los grandes ciclos duran alrededor de ciento veinticinco años. Pero si eliminamos los acontecimientos que duraron menos de ochenta años, obtenemos un patrón estable. Mira. La turbulencia creció como un huracán batiendo un océano multicolor. Esto elimina la dispersión debida a lo que Dors llama «estilos generacionales» dijo Yugo . Puedo tomar las zonas que incrementaron conscientemente la longevidad humana. Proyecto las ecuaciones en el tiempo, bien... pero entonces se me acaban los datos. ¿Cómo es posible? Escarbo un poco en la historia, y resulta que esas sociedades no duraron demasiado. Hari sacudió la cabeza. ¿Estás seguro? Pensé que el incremento de la edad promedio introduciría un poco de sabiduría en la imagen. Pues no. Miré más a fondo y descubrí que la inestabilidad aumentaba cuando la expectativa de vida alcanzaba el tiempo del ciclo social, habitualmente ciento diez años estándar. Planetas enteros sufrieron guerras, depresiones, malestares sociales generales. Hari frunció el ceño. ¿Ese efecto es conocido? No lo creo. ¿Por eso los humanos alcanzaron un límite en la prolongación de su longevidad? ¿ La sociedad se desmorona, deteniendo el progreso? Sí. Yugo sonreía con satisfacción, orgulloso de ese resultado. Irregularidades crecientes que conducen al caos. Éste era el problema profundo que no habían dominado. ¡Maldición! Hari sentía un disgusto visceral por lo imprevisible. Yugo le sonrió pícaramente. En eso, jefe, no tengo noticias. No te preocupes dijo jovialmente Hari, aunque no estaba de buen humor . Has realizado grandes progresos. Recuerda el adagio... «el Imperio no se construyó en un día».
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Sí, pero parece que se está desmoronando bastante rápido. Rara vez mencionaban la motivación profunda de la psicohistoria: el temor de que el Imperio estuviera decayendo por motivos que nadie conocía. Abundaban las teorías, pero ninguna tenía poder predictivo. Hari esperaba lograrlo, pero la lentitud de sus progresos era exasperante. Yugo parecía deprimido. Hari se levantó, dio la vuelta al escritorio y le palmeó la espalda. ¡Ánimo! Publica estos resultados. ¿Puedo hacerlo? Debemos mantener la psicohistoria en secreto. Sólo reúne los datos y publícalos en una revista dedicada a la historia analítica. Dile a Dors que escoja la revista. Yugo se reanimó. Lo redactaré y te mostraré... No, déjame al margen. Es tu trabajo. Oye, tú me mostraste cómo configurar el análisis, dónde... Es tuyo. Publícalo. Bien... Hari no mencionó el hecho de que ahora todo lo que se publicara bajo su nombre llamaría la atención. Algunos podían intuir que detrás U simple efecto de resonancia de la longevidad se agazapaba una teoría mucho más abarcadora. Más le valía ser discreto. Cuando Yugo volvió a su trabajo, Hari permaneció sentado y observó los remolinos que penetraban en los fluidos de datos, desplazándose temporalmente sobre su escritorio. Echó un vistazo a una de sus citas favoritas, escogida por Dors y grabada en una elegante plaqueta de cerámica: Un mínimo de fuerza, aplicado en el momento cúspide de la palanca histórica, allana el camino de una visión distante. Sigue sólo aquellos objetivos inmediatos que sirven a las perspectivas más mediatas. Emperador KAMBLE, Oráculo Noveno, versículo 17 ¿Y qué pasa cuando no puedes darte el lujo de contar con perspectivas mediatas? murmuró, y continuó con su trabajo. 7 Al día siguiente recibió una educativa lección acerca de las realidades de la política imperial. ¿No sabías que te estaban filmando? preguntó Yugo. Hari observó la reproducción de su conversación con Lamurk en el holo de la oficina. Había huido a la universidad cuando los Especiales imperiales comenzaron a tener problemas para mantener a los reporteros lejos del apartamento. Habían pedido refuerzos cuando sorprendieron a un equipo introduciendo un grabador acústico en el apartamento desde tres niveles más arriba. Hari y dos más habían salido con una escolta por un elevador de mantenimiento. No, no lo sabía. Sucedían muchas cosas. Recordó que los guardaespaldas se aproximaban a alguien, lo registraban y lo dejaban pasar. La cámara 3D y el rastreador
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acústico eran tan pequeños que un reportero podía usarlos bajo su ropa formal. Los terroristas usaban los mismos trucos. Los guardaespaldas sabían cómo distinguir entre ambos. Debes estar alerta, si quieres participar en esos juegos dijo Yugo con desenfado dahlita. Agradezco la preocupación replicó Hari. Dors se tocó el labio con los dedos. Creo que saliste bien librado. No quería dar la impresión de que me ensañaba con un dirigen te mayoritario del Consejo Alto dijo Hari acaloradamente. Pero eso es lo que hacías dijo Yugo. Supongo que sí, pero en el momento me pareció sólo un corté alarde concluyó, poco convencido. Editado para 3D, era un rápido pimpón verbal con navajas en vez de pelotas. Pero lo derrotaste en cada enfrentamiento observó Dors. ¡Ni siquiera me cae mal! Ha hecho cosas buenas por el Imperio Hari hizo una pausa reflexiva . Pero fue... divertido. Quizá tengas talento para esto dijo ella. Preferiría no tenerlo. Creo que no tienes mucha opción dijo Yugo . Te estás haciendo famoso. La fama es la acumulación de malentendidos en torno de u nombre conocido dijo Dors. Hari sonrió. Bien dicho. Es de Eldonian el Viejo, el emperador más longevo. El único d su clan que murió de viejo. Pues supo describir el problema dijo Yugo . Tienes que esperar anécdotas, chismes, errores. Hari sacudió la cabeza airadamente. No. Mira, no podemos permitir que estas cosas nos distraigan Yugo, ¿qué hay de esas constelaciones de personalidad que «adquiriste»? Las tengo. ¿Traducidas para la máquina? ¿Funcionarán? Sí, pero ocupan gran cantidad de memoria y volumen de almacenaje. Las he afinado un poco, pero necesitan una red de procesos paralelos mayor de la que puedo darles. Dors frunció el ceño. No me gusta esto. No son sólo constelaciones, son simulacros. Hari asintió. Aquí estamos investigando, no tratando de crear una superraza. Dors se puso de pie y caminó de un lado al otro. El tabú más antiguo es contra los simulacros. Aun las constelaciones de personalidad obedecen leyes estrictas. Desde luego, historia antigua. Pero... Prehistoria objetó ella . Las prohibiciones son tan antiguas que no hay documentación sobre sus comienzos... sin duda nacieron de algunos experimentos desastrosos mucho antes de la Era de las Sombras. 45
¿Qué es eso? preguntó Yugo. El largo período cuya duración ignoramos, aunque sin duda fue de varios milenios, antes de que el Imperio tuviera coherencia. ¿En la Tierra, quieres decir? le preguntó Yugo con escepticismo. La Tierra es más leyenda que hechos. Pero sí, el tabú se remontaría hasta aquellos tiempos. Estos simulacros son irremediablemente limitados dijo Yugo . No saben nada sobre nuestra época. Una es una fanática religiosa de una fe que jamás oí nombrar. El otro es un escritor que se hace el listo. No representan un peligro para nadie, salvo para sí mismos. Dors miró a Yugo con suspicacia. Si son tan limitados, ¿por qué son útiles? Porque permiten calibrar índices psicohistóricos. Tenemos ecuaciones de modelación que se basan en percepciones humanas básicas. Si tenemos una mente preantigua, aun en simulación, podemos calibrar las constantes que faltan en las ecuaciones. Dors resopló dubitativamente. No entiendo la matemática, pero sé que los simulacros son peligrosos. Mira, nadie cree realmente en estas cosas dijo Yugo . Los matemáticos han ejecutado seudosimulacros durante siglos. Los tiktoks... ¿Son personalidades incompletas, verdad? preguntó Dors. Sí, claro, pero... Podríamos vernos en grandes problemas si estos simulacros son mejores, más versátiles. Yugo desechó la idea con sus manazas, sonriendo perezosamente. No te preocupes. Los tengo bajo control. De todos modos, ya tengo un modo de resolver nuestro problema de obtener volumen de almacenaje, tiempo de máquina... y tengo una pantalla para cubrirnos. Hari enarcó las cejas. ¿Cuál es? Tengo un cliente para los simulacros. Alguien que los hará funcionar, cubrirá todos los gastos y pagará por el privilegio. Quiere usarlos con propósitos comerciales. ¿Quién? preguntaron Hari y Dors. Artificios Asociados dijo triunfalmente Yugo. Hari quedó atónito. Dors reflexionó, buscando un recuerdo lejano. Una empresa consagrada a la arquitectura de sistemas informáticos dijo al fin. Correcto, una de las mejores. Tienen un mercado para los simulacros como entretenimiento. Nunca oí hablar de ella dijo Hari. Yugo sacudió la cabeza con asombro. No te mantienes al corriente, Hari. No quiero mantenerme al corriente. Quiero adelantarme. No me gusta usar un agente externo dijo Dors . ¿Y qué es eso de pagar? Yugo sonrió. Pagarán los derechos de licencia. Lo he negociado todo. ¿Tenernos algún control sobre el modo en que usarán los simulacros? preguntó Dors, alarmada.
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No lo necesitamos dijo Yugo a la defensiva . Quizá los usen en publicidad o algo parecido. ¿Cuánto puedes usar un simulacro que probablemente nadie entiende? No me gusta. Aparte de los aspectos comerciales, es arriesgado revivir un simulacro antiguo. El escándalo público... Oye, eso pertenece al pasado. La gente ya no opina así sobre los tiktoks, y se están volviendo bastante listos. Los tiktoks eran máquinas de baja capacidad mental, mantenidas rigurosamente por debajo del techo de la inteligencia por las antiguas leyes de codificación. Hari siempre había sospechado que los auténticos robots antiguos habían creado esas leyes, de modo que el reino de la inteligencia maquinal no engendrara especimenes más especializados e imprevisibles. Los robots verdaderos, como R. Daneel Olivaw, eran distantes, fríos y visionarios. Pero en medio de las angustias que sacudían el Imperio, los protocolos cibernéticos tradicionales se estaban desmoronando como todo lo demás. Dors se levantó, Me opongo. Debemos detener esto de inmediato. Yugo también se levantó, sobresaltado. Tú me ayudaste a encontrar los simulacros. Ahora... Mi propósito no era éste replicó ella con rostro tenso. Hari se asombró de su vehemencia. Allí había otra cosa en juego, ¿pero qué? No veo motivos para no obtener ganancias con aspectos laterales de nuestra investigación dijo en tono conciliatorio . Y necesitamos mayor capacidad informática. Dors hizo una mueca de irritación, pero no dijo nada más. Hari se preguntó por qué se oponía tanto. Habitualmente no te importan las convenciones sociales. Habitualmente tú no eres candidato a primer ministro. No permitiré que tales consideraciones desvíen nuestra investigación dijo él con firmeza . ¿Entiendes? Ella asintió en silencio. Al instante él se sintió como un déspota. Siempre había un conflicto potencial entre los colegas y amantes. Habitualmente ellos sorteaban ese problema. ¿Por qué Dors era tan terminante en esto? Continuaron con su trabajo en psicohistoria, y luego Dors mencionó la próxima cita de Hari. Ella es del Departamento de Historia. Le pedí que examinara los patrones de las tendencias trantorianas en los últimos diez milenios. Bien, gracias. ¿Puedes decirle que pase, por favor? Sylvin Thoranax era una mujer llamativa que traía una caja de viejas pirámides de datos. Los descubrí en una biblioteca, en el otro extremo del planeta explicó. Hari cogió una. Nunca las había visto. ¡Cuánto polvo! Algunas no tienen ficha bibliográfica. Examiné los códigos y están bien. Todavía son legibles con una matriz de traducción. Mmm. A Hari le agradaba el mohoso contacto de la vieja tecnología de épocas más sencillas . ¿Podemos leerlas directamente? Ella asintió.
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Sé cómo funcionan las ecuaciones de Seldon reducidas. Es posible realizar una comparación de matrices y encontrar los coeficientes necesarios. Las ecuaciones no son mías protestó Hari . Nacieron gracias a las investigaciones de muchos... Vamos, académico, todos saben que usted escribió los procedimientos, el enfoque. Hari protestó una vez más, porque esto lo irritaba, pero Thoranax siguió hablando del uso de las pirámides, Yugo se sumó con entusiasmo y Hari olvidó el asunto. Ella se fue a trabajar con Yugo y él inició su rutina habitual. Su plan diario revoloteaba en el holo: Conseguir oradores para el simposio, endulzar la invitación para los reacios. Escribir nominaciones para eméritos imperiales. Leer tesis estudiantil, una vez que el programa de análisis lógico la haya revisado y aprobado, Todo esto le llevó la mayor parte del día. Sólo cuando el decano entró en su oficina recordó que había prometido pronunciar un discurso. El decano tenía una expresión irónica, labios fruncidos, mirada reservada, típico aire de académico. ¿Su ropa? preguntó. Hari buscó en el armarlo de la oficina, sacó la túnica de mangas abollonadas y cintura amplia y se cambió en la habitación lateral. Su secretario le entregó su cubo visor multiuso mientras salían de la oficina. Cruzó con el decano la plaza mayor, protegido por delante y por detrás por sus Especiales. Una multitud de hombres y mujeres bien vestidos les apuntaba con cámaras 3D, una de ellas planeando para registrar todo el efecto de las rayas azules y amarillas de Streeling. ¿Ha tenido noticias de Lamurk? ¿Qué hay de los dahlitas? ¿Le gusta la nueva directora de sector? ¿Le importa que sea trisexual? ¿Qué hay de los nuevos informes de salud? ¿El emperador debería imponer ejercicios en Trantor? Ignórelos dijo Hari. El decano sonrió y saludó a las cámaras. Sólo hacen su trabajo. ¿Qué es esa historia del ejercicio? preguntó Hari. Un estudio descubrió que el electroestímulo durante el sueño no desarrolla los músculos tanto como el anticuado ejercicio. No me sorprende. En su infancia había trabajado en el campo y no le gustaba la idea de someterse a estímulos mientras dormía. Un grupo de reporteros se aproximó, gritando preguntas. ¿Qué piensa el emperador de lo que usted le dijo a Lamurk? ¿Es verdad que su esposa no quiere que usted sea primer ministro? ¿Qué hay de Demerzel? ¿Dónde está? ¿Qué hay de las disputas zonales? ¿Puede el Imperio llegar a una solución intermedia? Una mujer se adelantó. ¿Qué ejercicio practica usted? Ejerzo la contención ironizó Hari, pero la mujer no entendió la ironía y lo miró boquiabierta. Cuando entraron en el Gran Salón, Hari se acordó de sacar el cubo visor para dárselo al encargado de la sala. Algunas proyecciones 3D siempre volvían más amena una charla. 48
Gran multitud le comentó al decano mientras ocupaban sus asientos en el balcón de discursos, encima del anfiteatro. La asistencia es obligatoria. Aquí están los miembros de todas las clases. El decano miró la multitud . Quería asegurarme de dar una buena impresión a los reporteros. Hari torció la boca. ¿Cómo se controla la asistencia? Todos tienen un asiento con una clave. Cuando se sientan, son contados, si su identificación interna coincide con el índice de asiento. Demasiado trastorno para conseguir que la gente asista. ¡Deben hacerlo! Es por su propio bien. Y el nuestro. Son adultos, de lo contrario no les dejaríamos estudiar temas avanzados. Que ellos decidan lo que les conviene. El decano apretó los labios mientras se levantaba para hacer la presentación. Cuando Hari se incorporó para hablar, dijo: Ahora que estáis oficialmente contados, os agradezco por invitarme, y anuncio que aquí concluye mi discurso formal. Un murmullo de sorpresa. Hari paseó la mirada por la sala y dejó que creciera el silencio. Me disgusta dijo al fin hablar con alguien que no ha podido decidir si deseaba escuchar. Ahora me sentaré, y los que lo deseen podrán marcharse. Se sentó. Un murmullo recorrió la sala. Algunos se levantaron para marcharse. Los demás estudiantes los abuchearon. Cuando Hari se levantó para hablar de nuevo, lo ovacionaron. Nunca había tenido un público tan favorable. Aprovechó al máximo esa situación, dando una vibrante charla sobre el futuro de... las matemáticas. No habló del mortal Imperio, sino de las bellas y duraderas matemáticas. 8 Desde luego dijo la mujer del Ministerio de Culturas Mixtas , debemos tener aportaciones de su grupo. Hari sacudió la cabeza incrédulamente. ¿Una... senso? Ella se ciñó el traje formal, moviéndose en la silla de la oficina. Éste es un programa avanzado. Todos los matemáticos deben presentar solicitudes de subsidios. No estamos calificados para componer.. Comprendo su vacilación. Pero en el Ministerio entendemos que estas sensofonías serán justo lo que se necesita para estimular una forma artística que está revelando pocos progresos. No entiendo. Ella sonrió a regañadientes. Según el modo en que encaramos esta nueva clase de sensosinfonía, los artistas (es decir, los matemáticos) transformarán las estructuras básicas del pensamiento, tales como los edificios conceptuales euclidianos o las creaciones de la teoría de conjuntos transfinitos. Éstos serán traducidos por un tensor artístico... ¿Qué es eso?
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Un filtro informático que distribuye patrones conceptuales en una amplia selección de conductos sensoriales. Entiendo suspiró Hari. Esa mujer tenía poder y él tenía que escucharla. Las becas para psicohistoria estaban aseguradas, viniendo de la generosidad privada del emperador, pero el departamento no podía ignorar a la junta de subsidios ni a sus lacayos, personajes como la mujer que tenía delante. Así funcionaba el sistema. Lejos de ser bucólicos ámbitos de serena reflexión, las universidades eran maratones intensas, competitivas, agotadoras. Los meritócratas tanto los profesores como los científicos trabajaban largas horas, tenían problemas de estrés, altas tasas de divorcio y pocos hijos. Dividían los resultados de sus trabajos en trozos pequeños, en busca de la mínima unidad publicable, para engrosar su lista de publicaciones. Para obtener un subsidio de las oficinas imperiales uno realizaba la tarea básica: llenar formularios. Hari conocía bien el desconcertante laberinto de preguntas. Enumerar y analizar tipo y «textura» del subsidio. Estimar los beneficios marginales, describir la clase de laboratorio y equipo informático necesarios (« ¿los recursos existentes se pueden modificar en forma adecuada?»), elucidar la postura filosófica de la tarea propuesta. La pirámide de poder permitía que los académicos más experimentados hicieran pocas tareas académicas. En cambio, hacían tareas administrativas y se prestaban al incesante juego de los subsidios. Los Grises se encargaban de que ningún casillero quedara sin marcar. Un diez por ciento de las solicitudes recibía fondos, y sólo al cabo de dos años de demora, y por la mitad del dinero solicitado. No sólo eso, como la antelación era tan grande, era conveniente ser preciso en la solicitud. Para tener la certeza de que un estudio funcionaría, la mayor parte se realizaba antes de solicitar el subsidio. Esto aseguraba que no hubiera «lagunas» en la solicitud, ningún giro inesperado en el trabajo. De esta manera, el estudio y la investigación habían quedado libres de sorpresas. Nadie parecía notar que esto las despojaba de su principal alegría: el estímulo de lo inesperado. Hablaré con mi departamento. Habría sido más franco decir «Les ordenaré que lo hagan». Pero uno trataba de conservar las formas. Cuando la mujer se marchó, Dors entró en la oficina, seguida por Yugo. ¡No trabajaré con esta gente! exclamó ella de mal talante. Hari estudió dos grandes bloques de algo que parecía ser piedra Pero no podían ser tan pesados, pues Yugo llevaba uno en cada palma ¿Los simulacros? preguntó. En núcleos de ferrita dijo Yugo con orgullo . Sepultados e un conejar, en un planeta llamado Sark. ¿Ese mundo que tiene un movimiento «neorrenacentista»? Sí, es un poco complicado tratar con ellos, pero tengo los simulacros. Recién llegados, Expreso Gusano. La mujer que está a cargo allá, una tal Buta Fyrnix, desea hablar contigo. Dije que no quería inmiscuirme. Parte del trato es que hablará directamente contigo. Hari pestañeó alarmado. ¿Vendría hasta aquí? No, pero pagará una comunicación en haz angosto. Está esperando. He encauzado su comunicación. Sólo pulsa para el enlace.
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Hari tuvo la clara impresión de que lo estaban incluyendo en algo arriesgado que excedía los límites de su cautela normal. El tiempo de haz angosto era caro, porque durante milenios el tráfico había sido intenso en el sistema imperial de agujeros de gusano. Usarlo para una comunicación directa le parecía decadente. Si Fyrnix pagaba tiempo de espera en escala galáctica, sólo para hablar con un matemático... «Líbrame de los entusiastas», pensó Hari. Está bien, de acuerdo. Buta Fyrnix era una mujer alta de ojos penetrantes que sonreía con simpatía cuando su imagen apareció en la oficina. Profesor Seldon, me alegra que su personal se haya interesado en nuestro Nuevo Renacimiento. Bien, entiendo que se trata de esos simulacros. Por una vez agradeció la demora de dos segundos en la transmisión. La mayor boca de agujero de gusano estaba a un segundo luz de Trantor, y al parecer Sark estaba en situación similar. Desde luego. Encontramos archivos realmente antiguos. Verá usted que nuestro movimiento progresista está derribando las viejas barreras. Espero que la investigación resulte interesante dijo Hari sin comprometerse. ¿Cómo lo había metido Yugo en eso? Estamos descubriendo cosas que le abrirán los ojos, doctor Seldon. Ella señaló la escena que tenía detrás, un gran conejar abarrotado de antiguas ceramobandejas de almacenaje . Esperamos revelar los interrogantes de los orígenes preimperiales, la leyenda de la Tierra... todo lo que desee. Me alegrará mucho ver lo que resulta. Tiene que venir para verlo con sus propios ojos. Un matemático como usted quedará impresionado. Nuestro renacimiento es esa clase de proyecto progresista que necesitan los planetas jóvenes y vigorosos. Díganos que nos hará una visita, una visita oficial, esperamos. Al parecer la mujer deseaba invertir en un futuro primer ministro. Tardó unos insoportables minutos en librarse de ella. Miró con el ceño fruncido a Yugo cuando la imagen se desvaneció en el aire. Oye, obtuve un buen trato, a cambio de que ella pudiera venderte sus ideas dijo Yugo, extendiendo las manos. Con un considerable descuento, espero dijo Hari, levantándose. Apoyó una mano en un cubo y lo encontró asombrosamente fresco. En su oscuro interior veía laberintos de cuadrículas y sinuosas cintillas de luz refractada, como carreteras diminutas en una ciudad sombría. Seguro dijo Yugo con displicente confianza . Logré que algunos dahlitas me... facilitaran las cosas. Hari rió entre dientes. Creo que no debería enterarme de ello. Como primer ministro, no debes dijo Dors. ¡No soy primer ministro! Podrías serlo, y pronto. Este asunto de los simulacros es demasiado arriesgado. E incluso hablaste con la fuente de Sark. No trabajaré con ellos. Nadie te lo pide respondió Yugo.
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Hari frotó la superficie fresca y lustrosa de un bloque de ferrita, lo alzó era muy liviano y tomó los dos de Yugo. Los puso en su escritorio. ¿Qué antigüedad? En Sark dicen que no lo saben, pero deben de tener por lo menos... Dors se movió bruscamente. Cogió los bloques, uno en cada mano, se volvió hacia la pared más cercana y los estrelló uno contra otro. El estrépito fue ensordecedor. Trozos de ferrita saltaron contra la pared. Las astillas salpicaron la cara de Hari. Dors había absorbido la explosión. La energía almacenada en los bloques había estallado al rajarse la cuadrícula. En el repentino silencio, Dors permaneció tiesa, las manos cubiertas de polvo granuloso. Le sangraban las manos, y tenía un tajo en la mejilla izquierda. Lo miró frente a frente. Estoy a cargo de tu seguridad. Vaya forma rara de mostrarlo murmuró Yugo. Tenía que protegerte de un riesgo potencial. ¿Destruyendo un artefacto antiguo? interrumpió Hari Sofoqué casi toda la erupción, reduciendo tu riesgo. Pero sí, esta participación de Sark me parece... Lo sé, lo sé dijo Hari, alzando las manos. La noche anterior había regresado a casa después de su discurso y había encontrado a Dors melancólica y ensimismada. Su lecho también había sido un helado campo de batalla, aunque ella no dijo qué la molestaba. Victoria mediante la retirada, lo había llamado Hari una vez. Pero no creía que esto la afectara tanto. «El matrimonio es un viaje de descubrimiento que nunca termina», pensó amargamente. Yo tomo las decisiones sobre el riesgo le dijo, mirando las astillas . Las obedecerás a menos que exista un peligro físico manifiesto. ¿Comprendido? Yo debo usar mi juicio. No. El trabajo con estos simulacros sarkianos puede enseñarnos algo sobre épocas oscuras y antiguas. Podría afectar la psicohistoria. Se preguntó si ella estaría cumpliendo órdenes de Olivaw. ¿Pero por qué los robots reaccionaban de esa manera? Cuando estás poniendo en peligro... La planificación y la psicohistoria están a mi cargo. Ella movió las pestañas, frunció los labios, abrió la boca... y no dijo nada. Al fin asintió. Hari suspiró. Entonces entró su secretario, seguido por los Especiales, y la escena se disolvió en un caos de explicaciones. Hari miró al capitán de los Especiales a la cara y le dijo que los núcleos de ferrita habían chocado, al parecer afectando un punto de fractura débil. Se trataba, explicó inventando a medida que lo decía, con una voz de autoridad catedrática que dominaba desde tiempo atrás , de estructuras frágiles que usaban la tensión para estabilizarse, reteniendo gran cantidad de información microscópica. Para su alivio el capitán sólo frunció el ceño, miró el desastre y dijo: Nunca debí permitir que esa tecnología antigua entrara aquí. No es culpa suya lo tranquilizó Hari . Sólo mía. Habría tenido que actuar un poco más, pero poco después el holo se activó con un mensaje entrante. Vio a la oficial personal de Cleon, pero la escena se disolvió antes de que la 52
mujer pudiera hablar. Pulsó el mando de filtro facial mientras la imagen de Cleon cobraba consistencia a partir de una niebla algodonosa. Tengo algunas malas noticias dijo el emperador sin saludar. Lamento oír eso dijo Hari, solicitando un conjunto de posturas y gestos con la esperanza de que cubrieran el polvo de ferrita que se le adhería a la túnica. El marco rojo que rodeaba el holo le indicó que saldría un rostro digno, sincronizado con sus movimientos labiales. El Consejo Alto está atascado con el tema de la representación. Cleon se mordió el labio con irritación . Mientras no resuelvan eso, no se resolverá la designación del primer ministro. Entiendo. ¿El problema de la representación? Cleon pestañeó sorprendido. ¿No lo has seguido? Hay mucho que hacer en Streeling. Cleon gesticuló airosamente. Desde luego, preparándote para lo que viene. Bien, no sucederá nada de inmediato, así que puedes relajarte. Los dahlitas han trabado el Consejo Bajo galáctico. Quieren una voz más fuerte, en Trantor y en toda la espiral. Lamurk se ha puesto contra ellos en el Consejo Alto. Nadie se le opone. Entiendo. Así que tendremos que esperar hasta que el Consejo Alto pueda actuar. Las cuestiones procesales de representación tienen preferencia sobre los ministerios. Desde luego. ¡Malditos códigos! estalló Cleon . Yo debería poder nombrar a quien se me antojara. Estoy de acuerdo dijo Hari, pensando: «Pero no a mí.» Bien, pensé que preferirías que yo te lo dijera. Lo agradezco, Alteza. Tengo algunas cosas que discutir, sobre todo la psicohistoria. Estoy ocupado. Muy bien, Alteza. Cleon desapareció sin decir adiós. Hari suspiró aliviado. ¡Estoy libre! gritó alegremente, alzando las manos. Los Especiales lo miraron extrañados. Hari echó una ojeada a su escritorio, sus archivos y paredes, todo cubierto de astillas negras. Su oficina aún le parecía un paraíso, comparada con la lujosa trampa del palacio. 9
El viaje valdrá la pena, aunque sea para salir de Streeling dijo Yugo. Entraron en la estación grav con los inevitables Especiales tratando de caminar con naturalidad a su lado. Para Hari eran tan poco llamativos como arañas en un plato. Es verdad dijo Hari. En Streeling, los miembros del Consejo Alto podían llamarlo, grupos de presión podían penetrar la improvisada intimidad del Departamento de Matemática, el emperador podía aparecer en el aire en cualquier momento. De viaje estaba a salvo. 53
Una buena conexión dentro de dos coma seis minutos. Yugo consultó su escritor retinal mirando a la izquierda. A Hari nunca le habían gustado esos trebejos, pero permitían leer cómodamente (en este caso, el horario grav) dejando ambas manos libres. Yugo llevaba dos maletas. Hari había ofrecido ayuda, pero Yugo dijo que eran «joyas de la familia» y necesitaban atención. Sin cambiar el paso atravesaron un lector óptico que verificó los asientos, facturó sus cuentas y notificó al autoprograma acerca del aumento de masa. Hari estaba distraído con algunas ideas matemáticas, así que el descenso lo sobresaltó. _¡Oh! exclamó, aferrando los brazos del sillón. La caída era la única señal que podía interrumpir aun las meditaciones más profundas. Se preguntó cuándo habría evolucionado esa alarma, y luego prestó atención a Yugo, quien describía con entusiasmo la comunidad dahlita donde almorzarían. ¿Todavía piensas en esa cuestión política? ¿La cuestión de la representación? No me importan las facciones internas y demás. Pero matemáticamente es un acertijo. A mí me parece bastante claro dijo Yugo con una leve aunque respetuosa tensión en la voz . Los dahlitas han sufrido abusos durante mucho tiempo. ¿Porque sólo tienen los votos de un sector? Correcto... y somos cuatrocientos millones tan sólo en Dahl. Y más en otras partes. En efecto. Haciendo un promedio en Trantor, un dahlita tiene una representación de sólo coma seis ocho respecto de los demás. Y en la galaxia... Exactamente lo mismo. Tenemos nuestra zona, claro, pero estamos restringidos salvo en el Consejo Bajo galáctico. Yugo había dejado de ser un amigo risueño y parlanchín para convertirse en un hombre de semblante adusto. Hari no quería que el paseo se transformara en discusión. Las estadísticas requieren atención, Yugo. Recuerda la clásica broma sobre los tres estadistas que fueron a cazar patos... ¿Qué es eso? Un ave, conocida en algunos mundos. El primero disparó un metro demasiado alto, el segundo un metro demasiado bajo. Y el tercer estadista exclamó: « ¡Ahora lo tenemos! » Yugo rió forzadamente. Hari trataba de seguir el consejo de Dors acerca del trato con la gente, usando más el humor y menos la lógica. El episodio con Lamurk había redundado en favor de Hari en los medios y el Consejo Alto, según decía el emperador. Dors misma, sin embargo, parecía singularmente inmune tanto a las risas como a la lógica; el incidente de los núcleos de ferrita había introducido fricciones en su relación. Ésta era otra de las razones por las cuales Hari había aprobado la sugerencia de Yugo de pasar un día fuera de Streeling. Dors debía dictar dos clases y no podía ir. Había protestado, pero concedió que los Especiales quizá pudieran protegerlo, mientras él no cometiera ninguna «tontería». De acuerdo insistió Yugo , pero los tribunales también están contra nosotros. Dahl es ahora el sector más grande. Tendréis vuestros juzgados con el tiempo.
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No tenemos tiempo. Los bloques nos están excluyendo A Hari le disgustaba la singular lógica de los enfrentamientos Políticos, así que trató de apelar al lado matemático de Yugo. Todos los organismos judiciales son vulnerables al control de los bloques, amigo mío. Supongamos que un tribunal tuviera once jueces. Un grupo de seis podría decidir todas las normativas. Podrían reunirse en secreto para llegar a un acuerdo o estar ligados por lo que piensa la mayoría de ellos, luego votar como bloque cuando se reúnen los once. Yugo torció la boca con irritación. Los once del Alto Tribunal. A eso te refieres, ¿verdad? Es un principio general. Incluso podrían funcionar planes más pequeños. Supongamos que cuatro del Alto Tribunal se reunieran en secreto y convinieran en emitir el mismo voto. Luego votarían como bloque en el grupo original de seis. Así cuatro personas podrían determinar el resultado de una votación de once. Maldición, es peor de lo que pensé dijo Yugo. Mi razonamiento es que cualquier representación finita es susceptible de corrupción. Es un teorema general acerca del método. Yugo asintió y para consternación de Hari se lanzó a recitar las penas y humillaciones sufridas por los dahlitas a manos de las mayorías gobernantes del Tribunal, el Consejo Alto y el Consejo Bajo, el directorio de Diktat... Los interminables tejemanejes del Gobierno. ¡Qué aburrimiento! Hari comprendió que su forma de pensar estaba muy alejada de los febriles cálculos de Yugo, y aún más de las artimañas de gente como Lamurk. ¿Cómo sobreviviría como primer ministro? ¿El emperador no veía eso? Asintió, se puso su máscara de interlocutor atento y se calmó mirando las imágenes de las paredes. Todavía se estaban zambullendo en la larga curva cicloidal del descenso grav. Esta vez el nombre era apto. La mayor parte del viaje de larga distancia en Trantor se hacía bajo tierra, por una curva que hacía que el vehículo descendiera por mera fuerza de gravedad, suspendido en campos magnéticos que estaban apenas a un dedo de las paredes del tubo. Como caían por un oscuro vacío, no había ventanillas. En cambio, las paredes apaciguaban todo temor a la caída. La tecnología madura era discreta, sencilla, silenciosa, sinuosamente clásica, incluso amigable; su uso resultaba tan obvio como el de un martillo y sus efectos tan fáciles como un 3D. Tanto la tecnología como el usuario se habían educado mutuamente. Atravesaron un bosque. En Trantor muchos vivían entre árboles, piedras y nubes, como los humanos de antaño. Los efectos no eran reales, pero no era necesario que lo fueran. «Nosotros somos los salvajes ahora», pensó Hari. Los humanos modelaban los laberintos de Trantor para satisfacer sus necesidades profundas, así que el ojo de la mente interpretaba que recorría un parque. La tecnología aparecía sólo cuando se la invocaba, como un espíritu mágico. Oye, ¿te importa si apago esto? la pregunta de Yugo interrumpió sus reflexiones. ¿Los árboles? Sí, el descampado. Hari asintió y Yugo activó la visión de una galería sin grandes distancias a la vista. Muchos trantorianos se sentían incómodos en espacios grandes, o frente a imágenes de espacios grandes.
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Habían dejado de descender, y empezaban a elevarse. Hari se sintió presionado contra el sillón, que compensó diestramente el cambio. Se movían a alta velocidad, lo sabía, pero no había señales de ello. Las leves pulsaciones de la garganta magnética sumaban incrementos de velocidad mientras ascendían, compensando las pequeñas pérdidas. Aparte de eso el viaje no requería energía, pues la gravedad daba y luego quitaba. Cuando emergieron en el sector carmondiano sus Especiales se aproximaron. Ya no estaban en un ámbito exclusivo y universitario. Allí pocos edificios podían verse como exteriores, así que el diseño se concentraba en el espectáculo interior: cuestas imponentes, airosos cruceros, raudos troncos de metal labrado y musculosa fibra. Pero en medio de esa serena arquitectura se desplazaban inquietas multitudes, oscilando como un oleaje furioso. Una hilera de ciclistas arrastraba remolques por una rampa. Transportaban aparatos voluminosos, relucientes cajas de carne y otras mercancías, todo destinado a clientes de las inmediaciones. Los restaurantes eran meras cocinas rodeadas por mesas diminutas y sillas apiñadas en las aceras. Los barberos trabajaban en la avenida, concentrándose en el extremo superior del cliente mientras los mendigos le masajeaban los pies para pedirle una moneda. Hay mucha... actividad dijo Hari diplomáticamente mientras percibía el olor de cocina dahlita. Sí, ¿no te agrada? Creí que el último emperador había declarado ¡legales la mendicidad y la venta callejera. Correcto. Yugo sonrió . No funciona con los dahlitas. Hemos mudado mucha gente a este sector. Vamos, quiero almorzar. Era temprano, pero comieron en un restaurante de pie, atraídos por los olores. Hari probó un «bombardero», que caracoleó en su boca y luego estalló en un gusto oscuro y humoso que él no pudo identificar, para disiparse en un sabor agridulce. Sus Especiales parecían muy inquietos, de pie en una arteria poblada y agitada. Estaban acostumbrados a lugares menos plebeyos. Aquí las cosas no prosperan observó Yugo. Había vuelto a los modales de sus días de obrero y hablaba con la boca medio llena. Los dahlitas tienen talento para la expansión dijo Hari diplomáticamente. Su elevada tasa de natalidad los empujaba a otros sectores, donde sus contactos con Dahl atraían nuevas inversiones. A Hari le agradaba esa desbordante energía; le recordaba las pocas ciudades de Helicon. Había hecho modelos de todo Trantor, tratando de verlo como una versión en miniatura del Imperio. Había logrado muchos progresos renunciando a los criterios convencionales. La mayoría de los economistas veían el dinero como simple propiedad, una relación de poder básica y lineal. Pero Hari lo veía como un líquido resbaladizo y esquivo que fluía de una mano a la otra mientras lubricaba el ímpetu del cambio. Los analistas imperiales habían confundido un flujo variable con una cifra estática. Terminaron y Yugo le hizo abordar un módulo terrestre. Siguieron un camino complicado, lleno de bullicio, olores y vigor. Allí se desintegraba el tráfico ordenado. En vez de tener una capa unidireccional, las calles locales se interceptaban en ángulos agudos y oblicuos, rara vez rectangulares. Yugo parecía considerar las intersecciones como toscas interrupciones. Pasaron a poca distancia de unos edificios, se detuvieron y bajaron a caminar. Los Especiales los seguían y sin transición Hari se encontró en medio del caos. Una humareda los rodeó y el acre hedor casi le hizo vomitar.
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¡Abajo! gritó el capitán de los Especiales. El oficial ordenó a sus hombres que se armaran con anamorfina. Todos desenfundaron armas. El humo oscurecía las luces fosforescentes. A través de la espesa bruma Hari vio una muralla de personas que avanzaba hacia ellos. Salían de callejones y puertas laterales y todas parecían abalanzarse sobre él. Los Especiales dispararon una andanada contra la masa. Algunos cayeron. El capitán arrojó una granada y el gas se expandió a poca distancia. Había calculado hábilmente; la circulación del aire llevó el gas hacia la turba, no hacia Hari. Pero la anamorfina no los detendría. Dos mujeres pasaron junto a Hari, llevando piedras arrancadas de la calle. Una tercera atacó a Hari con un cuchillo y el capitán le disparó con un dardo. Más dahlítas se lanzaron contra los Especiales y Hari entendió sus gritos, protestas incoherentes contra los tiktoks. La idea le pareció tan extraña que al principio creyó haber oído mal. Eso lo distrajo, y cuando miró hacia la turba el capitán había caído y un hombre avanzaba empuñando un cuchillo. Hari no entendía qué tenía que ver esto con los tiktoks, pero no tuvo tiempo para hacer nada excepto echarse a un lado y patear al hombre en la rodilla. Una botella rebotó en su hombro y se estrelló contra la acera. Un hombre agitó una cadena tratando de pegarle en la cabeza. Hari se agachó y se lanzó contra el hombre, derribándolo. Cayeron junto con otros dos, maldiciendo y braceando. Hari recibió un proyectil en el vientre. Rodó y respiró entrecortadamente. A pocos metros vio que un hombre mataba a otro con un largo cuchillo curvo. Un ademán brusco, un tajo. Sucedía en silencio, como un sueño. Hari jadeaba, obnubilado. Debía reaccionar, lo sabía, pero estaba tan aturdido... De pronto estuvo de pie, sin saber cómo, forcejeando con un hombre que hacía tiempo que no se molestaba en bañarse. Luego el hombre se fue, abruptamente arrebatado por el hervor de la multitud. Otro salto súbito y se encontró rodeado de Especiales. Cadáveres. Tendidos en la acera. Otros se aferraban la cabeza ensangrentada. Gritos, golpes. No tuvo tiempo para deducir qué arma les había causado ese efecto cuando los Especiales se los llevaron a él y Yugo y todo el incidente se perdió en la oscuridad, como un programa 3D entrevisto y cambiado con impaciencia. El capitán quería regresar a Streeling. Mejor aún, el palacio. Esto no fue por nosotros dijo Hari mientras cogían una acera móvil. Nunca se sabe, académico. 10 Hari desechó toda sugerencia de interrumpir el viaje. Al parecer el episodio había comenzado con la disfunción de algunos tiktoks. Alguien acusó a los dahlitas de provocarlo dijo Yugo . Así que nuestra gente intervino y, bien, las cosas se descontrolaron. Alrededor de ellos todos estaban alborotados, rostros tensos y ojos chispeantes. Hari recordó el incisivo dicho de su padre: «Nunca subestimes el poder del tedio. “ En los asuntos humanos, la efervescencia de la acción aliviaba la sequedad del aburrimiento. Recordó a dos mujeres que zurraban a un espantajo, golpeando a ese hombre
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pálido y enclenque como si fuera una máquina de ejercicios. Su fobia contra la luz solar lo hacía diferente y odioso, y en consecuencia una presa viable. El homicidio era un impulso primordial. Aun los más civilizados sufrían la tentación en momentos de rabia. Pero casi todos lo resistían y mejoraban con esa resistencia. La civilización era una defensa contra el brutal poder de la naturaleza. Esta variable era crucial pero nadie la tenía en cuenta, ni los economistas con sus productos brutos per cápita, ni los teóricos políticos con sus cocientes de representación, ni los sociólogos con sus índices de seguridad. También debo incluirlo murmuró. ¿Incluir qué? preguntó Yugo. Él también estaba agitado. Cosas tan básicas como el homicidio. Todos nos obsesionamos con la economía de Trantor, pero algo tan visceral como ese episodio puede ser más importante. Bien, lo incluiré en las estadísticas delictivas. No, lo que me interesa es el impulso. ¿Cómo contribuye a explicar los movimientos más profundos de la cultura humana? Ya es engorroso encarar Trantor, una olla a presión gigante, con cuarenta mil millones de personas apretujadas. Sabemos que algo falta, porque no podemos lograr que las ecuaciones psicohistóricas converjan. Yugo frunció el ceño. Pensé que necesitábamos más datos. Hari sintió esa vieja y conocida frustración. No, puedo sentirlo. Hay algo crucial, y no lo tenemos. Yugo adoptó una expresión dubitativa, y entonces llegaron al disco de descenso. Trasbordaron en un conjunto concéntrico de aceras móviles que circulaban a menor velocidad y desembocaban en una plaza ancha. Un majestuoso edificio dominaba los altos pozos de aire, esbeltas columnas coronadas por oficinas. La luz solar chispeaba en las superficies esculpidas del edificio, contando historias de dinero: Artificios Asociados. Cruzaron la recepción y entraron en una sala interior más lujosa que cualquier cosa que hubiera en Streeling. Magnífica sala masculló Yugo. Hari comprendió este reflejo académico común. Los técnicos que operaban fuera del sistema universitario ganaban más y trabajaban en mejores ámbitos. Eso nunca le había molestado. La idea de la universidad como una suntuosa ciudadela se había marchitado al decaer el Imperio, y no veía ninguna necesidad de opulencia, sobre todo bajo un emperador que tenía gusto para ello. Los empleados de Artificios Asociados se referían a sí mismos como Al y parecían muy brillantes. Dejó que Yugo se encargara de la conversación cuando se sentaron ante una gran mesa de seudomadera bruñida; todavía estaba conmocionado por ese episodio violento. Hari se reclinó y observó el entorno, pensando como siempre en nuevas facetas que pudieran pesar sobre la psicohistoria. La teoría ya establecía relaciones matemáticas entre la tecnología, la acumulación de capital y la mano de obra, pero el impulso más importante era el conocimiento. La mitad del crecimiento económico surgía del incremento en la calidad de la información, encarnada en mejores máquinas y mayor capacitación, construyendo eficiencia. Y allí era precisamente donde trastabillaba el Imperio. El impulso innovador procedente de las ciencias se había detenido paulatinamente. Las universidades imperiales producían
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buenos ingenieros, pero ningún inventor; grandes eruditos, pero pocos científicos genuinos. Ese factor se combinaba con las otras mareas del tiempo. Sólo las empresas independientes como ésta, reflexionó, conservaban el vigor que había impulsado tanto tiempo todo el Imperio. Pero eran flores silvestres, a menudo aplastadas por la bota de la política imperial y la inercia. ¿Doctor Seldon? preguntó alguien, sobresaltando a Hari. Asintió. ¿También contamos con su autorización? Eh... ¿para qué? Para usar estas cosas. Yugo se puso de pie y apoyó sus dos maletas sobre la mesa. Las abrió y reveló dos núcleos de ferrita . Los simulacros de Sark, caballeros. Hari quedó boquiabieto. Creí que Dors los había... ¿Destruido? Ella también lo creyó. Aquel día, en tu oficina, usé dos núcleos de datos viejos e inservibles. Sabías que ella... Respeto a esa dama. Es rápida y tozuda. Yugo se encogió de hombros . Pensé que se pondría un poco... violenta. Hari sonrió. De pronto supo que había reprimido su furia contra Dors por ese acto intempestivo. Ahora la liberó en una carcajada. Maravilloso. Aunque sea mi esposa, hay ciertos límites. Rió tanto que le brotaron lágrimas. Los demás compartieron sus carcajadas y Hari se sintió mejor que en varias semanas. Por un momento se disiparon todos los disgustos de la vida universitaria y los problemas políticos. ¿Entonces contamos con su autorización, doctor Seldon? ¿Para usar los simulacros? insistió un joven. Desde luego, aunque querré controlar estrictamente ciertos... intereses míos. ¿Será posible, señor .. ? Marq Hofti. Sería un honor que usted le dedicara cierto tiempo al proyecto. Haré todo lo posible... También yo. Tenía una mujer joven al otro lado . Sybyl se presentó, estrechándole la mano. Ambos parecían competentes y avispados, y lo miraban con un reverente respeto que desconcertó a Hari. A fin de cuentas, él era sólo. Un matemático, como ellos. Soltó otra estentórea carcajada, un ladrido extrañamente liberador. Acababa de pensar cómo se sentiría cuando le hablara a Dors de los núcleos de datos.
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SEGUNDA PARTE LA ROSA Y EL ESCALPELO
REPRESENTACIONES INFORMÁTICAS ... Es evidente que, excepto por paréntesis ocasionales, el tabú contra las inteligencias artificiales avanzadas se extiende por el Imperio a través de diversas épocas. Esta uniformidad de la opinión cultural quizá refleje tragedias y traumas relacionados con formas artificiales que datan de tiempos preimperiales. Se han documentado antiguas transgresiones por parte de programas autoconscientes, incluidos los «simulacros» o simulaciones autoorganizativas. Al parecer los preantiguos disfrutaban recreando personalidades de su propio pasado, tal vez para instrucción, esparcimiento o investigación. Ninguna de ellas ha sobrevivido, pero existen rumores de que antaño constituyeron un gran arte. Más oscuras son las narraciones que plantean hipótesis sobre inteligencias autoconscientes alojadas en cuerpos semejantes a los humanos. Aunque las formas mecánicas de bajo orden son habitualmente permitidas en el Imperio, estos «tiktoks» no pueden competir con los humanos, pues sólo realizan tareas sencillas y desagradables. ENCICLOPEDIA GALÁCTICA
1 Juana de Arco despertó dentro de un sueño ambarino. La acariciaban brisas frescas, sonaban ruidos extraños. Oyó antes de ver. Y de pronto se encontró sentada fuera. Reparó en las cosas una por vez, como si una parte de sí misma las estuviera contando. Aire fresco. Delante de ella, una mesa redonda y lisa. Contra ella, una turbadora silla blanca. El asiento, a diferencia de los de su aldea natal de Domremy, no era de madera labrada a mano. La tersa superficie imitaba lascivamente sus contornos. Juana se ruborizó. Desconocidos. Uno, dos, tres, apareciendo con un pestañeo. Se movían. Gente rara. No podía distinguir a las mujeres de los hombres, excepto cuando los pantalones y túnicas contorneaban las partes pudendas. El espectáculo era aún más escandaloso que el que había visto en Chinon, en la licenciosa corte del gran y verdadero rey. Charla. Los extraños no le prestaban atención, aunque ella los oía tan claramente como cuando oía sus voces. Escuchó sólo el tiempo suficiente para llegar a la conclusión de que aquello que decían, no teniendo nada que ver con la santidad ni con Francia, no era digno de oírse. Ruido. Fuera. Un férreo río de carruajes que se desplazaban solos. Se sorprendió de esto, pero la emoción pronto se disipó. Un panorama amplio, aproximándose. 60
Nieblas perladas ocultaban distantes torres marfileñas. En la bruma parecían iglesias que se derretían. ¿Qué era ese lugar? Una visión, quizá relacionada con sus amadas voces. ¿Podían tales apariciones ser santas? Sin duda ese hombre que estaba sentado a una mesa cercana no era un ángel. Estaba comiendo huevos revueltos... con una pajilla. Y las mujeres... impúdicas, atrevidas, exuberantes exhibiciones de caderas, muslos y bustos. Algunas bebían vino tinto en copas transparentes, diferentes de las que Juana había visto en la corte real. Otros parecían comer nubes flotantes, nieblas delicadas y ondeantes como una mousse. Una bruma pasó cerca de ella, oliendo a carne vacuna con picante salsa del Loira. Juana aspiró, y al instante tuvo la sensación de haber experimentado una comida. ¿Era eso el cielo? ¿Los apetitos se satisfacían sin trabajo ni esfuerzo? Imposible. Sin duda la recompensa final no era tan... carnal. Y turbadora. Y embarazosa. El fuego que algunos sorbían con esas pajillas... eso la intimidaba. Una nube de humo se le acercó haciendo aletear pájaros de pánico en su pecho, aunque el humo no tenía olor, no le quemaba los ojos ni le irritaba la garganta. «El fuego, el fuego pensó, presa del pánico . ¿Qué había ... ? » Un ser semejante a una armadura se le acercó con una bandeja de comida y bebida. «Veneno de los enemigos, los enemigos de Francia», pensó con espanto, buscando su espada. Estaré contigo enseguida dijo el ser semejante a una armadura mientras se dirigía a otra mesa . Sólo tengo cuatro manos. Paciencia, por favor. «Una posada», pensó. Era una especie de posada, aunque no parecía haber ningún lugar donde alojarse. Y sí, ahora recordaba... Debía encontrarse con alguien. ¿Un caballero? Ese hombre alto y huesudo, mucho mayor que Jacques Dars, su padre, el único que además de ella estaba vestido normalmente. Algo en ese atuendo le recordó a los atildados petimetres de la corte del gran y verdadero rey. El cabello rizado y blanco contrastaba con la cinta lila que le ceñía la garganta. Usaba mangas alechugadas de bordes angostos, casaca de satén pardo con flores de color y pantalones de terciopelo rojo, medias blancas y zapatos de gamuza. Un aristócrata necio y vanidoso, pensó. Un lechuguino acostumbrado a los carruajes, incapaz de montar a caballo, y mucho menos de librar una guerra santa. Pero el deber era una obligación sagrada. Si el rey Carlos le ordenaba avanzar, ella avanzaría. Se levantó. Su armadura era asombrosamente liviana. Apenas sentía las láminas de cuero del torso y la espalda, ni las dos láminas de metal del brazo que dejaban los codos libres para blandir la espada. Nadie prestaba la menor atención a los crujidos de su atuendo ni al susurro de su cota de malla. ¿Vos sois el caballero con quien debo reunirme, Monsieur Arouet? No me llames así rezongó el viejo . Arouet es el nombre de mi padre... el nombre de un hipócrita autoritario, no el mío. Hace anos que nadie me llama así. De cerca parecía menos viejo. El cabello blanco la había desorientado, y ahora veía que era falso, una peluca empolvada y ceñida con la cinta lila que iba bajo la barbilla.
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¿Y cómo debo llamaros? Juana se abstuvo de insultar al petimetre con las rudas palabras que había aprendido entre sus compañeros de armas, y que ahora eran llevadas por demonios a la punta de su lengua, pero no más allá. 1 Poeta, trágico, historiador. Él se inclinó hacia delante y susurró con un guiño : Me hago llamar Voltaire. Rey filósofo y librepensador. Aparte del Rey de los Cielos y Su hijo, llamo rey a un solo hombre, Carlos VII de la Casa de Valois. Y os llamaré Arouet hasta que mi señor me ordene lo contrario. Mi querida pucelle, tu Carlos ha muerto. ¡No! Él miró los silenciosos carruajes que recorrían la calle impulsados por fuerzas invisibles. Siéntate, siéntate. También han pasado muchas otras cosas. Ayúdame a llamar la atención de ese extraño camarero. ¿Me conocéis? Inducida por sus voces, había renunciado al apellido de su padre para hacerse llamar la Pucelle, «la Doncella». Te conozco muy bien. No sólo viviste cinco siglos antes que YO, sino que escribí una obra sobre ti. Y tengo el curioso recuerdo de tía haber hablado antes contigo, en ciertos espacios sombríos. El hombre sacudió la cabeza, frunció el ceño . Aparte de mi atuendo (hermoso, ¿verdad?) tú eres la única cosa conocida en este lugar. Tú y la calle, aunque debo decir que eres más joven de lo que pensé mientras que la calle... mmm... parece más ancha pero más vieja. Al fin se decidieron a pavimentarla. Yo no entiendo... Él señaló un letrero que llevaba el nombre de la posada, Aux Deux Magots. Mademoiselle Lecouvreur, una famosa actriz, aunque también conocida por ser mi querida. Parpadeó . Te estás sonrojando... qué encanto. Yo no sé nada de esas cosas dijo Juana. Y añadió con orgullo : Soy virgen. Él hizo una mueca. No entiendo por qué alguien se enorgullecería de un estado tan antinatural. Y yo no entiendo por qué estáis vestido de esa manera. Mis sastres se ofenderán mortalmente. Pero permíteme sugerir que eres tú, querida Pucelle, quien, con tu insistencia en vestir como hombre, privas a la sociedad civilizada de uno de sus placeres más inofensivos. Una insistencia por la que pagué un alto precio replicó ella, recordando que los obispos le reprochaban su atuendo masculino tan implacablemente como preguntaban por sus voces divinas. Como si con la absurda indumentaria que debían usar las mujeres ella pudiera haber derrotado a ese duque proinglés en Orleans. 0 conducido a tres mil caballeros a la victoria en Jargeau y Meung surLoire, Beaugency y Patay, en ese verano de gloriosas conquistas cuando, guiada por sus voces, nada le salía mal. Reprimió lágrimas. Un recuerdo... Derrota. Luego había descendido la rojiza oscuridad de las batallas perdidas, ahogando sus voces, mientras crecían las voces de sus enemigos, los proingleses. No te pongas tan tozuda dijo Monsieur Arouet, palmeándole el metal de la rodilla . Aunque personalmente me disgusta tu vestimenta, defendería a muerte tu derecho a vestirte como desees. 0 a desvestirte. Miró la prenda casi transparente de una clienta. Señor.. 62
París no ha perdido su apetito por los refinamientos, después de todo. Pálido fruto de los dioses, ¿no crees? No, no creo. No hay virtud mayor que la castidad en las mujeres... y los hombres. Nuestro Señor fue casto, como lo son nuestros santos y sacerdotes. ¡Sacerdotes castos! Monsieur Aroxiet revolvió los ojos . Lástima que no fueras a la escuela adonde mi padre me obligó a asistir cuando era niño. Podrías habérselo informado a los jesuitas, que a diario abusaban de sus inocentes alumnos. No puedo creer.. ¿Y qué hay de él? Voltaire señaló la criatura rodante de cuatro manos que se acercaba a ellos . Sin duda esa criatura es casta. ¿Entonces también es virtuosa? -La cristiandad, Francia misma, se funda en... Si la castidad se practicara en Francia tanto como se predica, la raza estaría extinguida. La criatura rodante frenó junto a la mesa. En el pecho tenía una inscripción con lo que parecía ser su nombre, GAR(;ON 213 ADM. Con una voz grave, clara como la de un hombre, comentó: Una fiesta de disfraces, ¿eh? Espero que mi retraso no os demore. Nuestros mecánicos tienen dificultades. Miró a la cocinera, una rubia que se cubría el cabello con una redecilla. ¿Un demonio? La Doncella frunció el ceño. Esa mirada trémula, aunque mecánica, evocaba el modo en que sus carceleros la habían mirado. Humillada, había dejado las ropas femeninas que sus inquisidores le obligaban a usar. Al recobrar su atuendo masculino, había puesto a sus carceleros en cintura. Había sido un buen momento. La cocinera asumió un aire altivo, pero se arregló la redecilla y le sonrió a Garçon 213 ADM antes de eludir la mirada de Juana, que no comprendió el gesto. Había aceptado la existencia de criaturas mecánicas en ese extraño lugar, sin cuestionar su significado. Quizá fuera otra etapa intermedia en el orden providencial del Señor, pero era desconcertante. Monsieur Arouet tocó un brazo del hombre mecánico, cuya construcción la Doncella no pudo sino admirar. Si lograba que esa criatura montara a caballo, sería invencible en la batalla. Y las posibilidades... ¿Dónde estamos? preguntó Monsieur Arouet . O quizá debería preguntar «cuándo». Tengo amigos en las altas esferas... Y yo en las bajas dijo afablemente el hombre mecánico. Exijo saber dónde estamos, qué está sucediendo. El hombre mecánico hizo un gesto de indiferencia con dos brazos libres, mientras ponía la mesa con los otros dos. ¿Cómo puede un camarero mecánico, con inteligencia programada acorde con su rango, instruir a Monsieur, un ser humano, acerca de los arcanos misterios del simespacio? ¿Monsieur y Mademoiselle han decidido qué pedirán? Aún no nos has traído el menú dijo Monsieur Arouet. El hombre mecánico apretó un botón bajo la mesa. Letras relucientes titilaron en dos láminas encastadas en la mesa. La Doncella soltó un grito de deleite. Al ver la mirada reprobatoria de Monsieur Arouet, se llevó la mano a la boca. Sus modales campesinos con frecuencia la ponían en situaciones embarazosas. Ingenioso dijo Monsieur Arouet, encendiendo y apagando el botón mientras examinaba la parte inferior de la mesa . ¿Cómo funciona? No estoy programado para saberlo. Tendrás que preguntarle a un mecanoelectricista. 63
¿Un qué? Con todo respeto, Monsieur, mis demás clientes están esperando. Sí estoy programado para anotar tu pedido. ¿Qué deseas, querida? le preguntó Monsieur Arouet a la Doncella. Ella agachó la cabeza, avergonzada. Pedid por mí. Ah, sí. Lo olvidaba. ¿Olvidabas qué? preguntó el hombre mecánico. Mi compañera es analfabeta. No sabe leer. Y yo bien podría serlo, por el bien que puede hacerme este menú. Conque ese hombre obviamente culto no podía comprender la carta. Para Juana esto resultó enternecedor en medio de ese huracán de extravagancias. El hombre mecánico dio explicaciones y Voltaire lo interrumpió. ¿Comida nubosa? ¿Cocina electrónica? Hizo una mueca . Sólo tráeme lo mejor que tengas para una gran hambre y sed. ¿Qué puedes recomendar para vírgenes abstemias? ¿Un plato de tierra, acaso? ¿Con un vaso de vinagre? Tráeme una tajada de pan dijo la Doncella con glacial dignidad . Y un vaso de vino para remojarla. ¡Vino! exclamó Monsieur Arouet . ¿Tus voces permiten el vino? ¡Mais quelle scandale! Si se corriera la voz de que bebes vino, ¿qué dirían los sacerdotes sobre el mal ejemplo que das a los futuros santos de Francia? Se volvió hacia el hombre mecánico . Tráele un vaso de agua, y que sea pequeño. Mientras Garçon 213 ADM se retiraba, Monsieur Arouet exclamó : ¡Y asegúrate de que el pan sea costra, preferentemente mohosa! 2 Marq Hofti se dirigía a su oficina de Waldon mientras su colega y amiga Sybyl parloteaba con él, entusiasta y desbordante como de costumbre. Sólo en ocasiones tanta energía resultaba agotadora. Las majestuosas oficinas de Artificios Asociados se elevaban en el inmenso y alto pozo. Un deslizador sobrevolaba los niveles superiores, meciéndose entre bonitas nubes verdes. Marq irguió la cabeza para mirar mientras el deslizador recibía la corriente de los potentes circuladores de aire de la ciudad. El control atmosférico incluía los vapores algodonosos como variedad. Él ansiaba estar allá arriba, revoloteando entre esas pegajosas exhalaciones. En cambio estaba abajo, usando su acostumbrada máscara de reciedumbre cotidiana. Y ese día sería insólito. Arriesgado. Y aunque sentía en el cuerpo el desborde de la euforia, también sentía el peso del temor al fracaso. Si fallaba hoy, al menos no caería en picado como un piloto que evaluaba mal las corrientes térmicas del pozo. Entró adustamente en su oficina. Me ponen nerviosa dijo Sybyl, sin reparar en su mal humor. ¿Qué? Él dejó su maletín y se sentó ante el tablero de control. Ella se sentó al lado. El tablero llenaba la mitad de la oficina, restando importancia al escritorio de Marq. Los simulacros de Sark. Hemos dedicado mucho tiempo a esos protocolos de resurrección, los fragmentos, incrustaciones y demás. Tuve que llenar capas enteras que faltaban en las grabaciones. Las redes sinápticas del córtex de asociación. Mucho trabajo. 64
También yo. A mi Juana le faltaban fragmentos del hipocampo. ¿Difícil? El cerebro recordaba cosas usando constelaciones e agentes del hipocampo. Colocaron la memoria duradera en otra parte, desperdigando fragmentos en el córtex cerebral. No era tan limpio ni ordenado como la memoria informática, lo cual era uno de los principales problemas. La evolución era un sistema chapucero que acumulaba mecanismos sin prestar atención al diseño general. Al construir mentes, el Señor era una especie de aficionado. Fatal. Me quedé hasta medianoche durante semanas. Yo también. ¿Usaste la biblioteca? Él reflexionó. Artificios Asociados mantenía densos archivos de mapas cerebrales tomados de voluntarios. Había menús para seleccionar agentes mentales, subrutinas para las tareas que miles de sinapsis realizaban en el cerebro. Todas ellas se traducían pulcramente en equivalentes digitales, ahorrando mucho trabajo. Pero usarlas significaba grandes gastos, porque se pagaban derechos por cada subrutina. No. Tengo una fuente privada. Yo también dijo ella. ¿Procuraba inducirlo a admitir algo? Ambos habían tenido que someterse a escaneos para obtener sus altas calificaciones en la meritocracia. Marq había tenido la prudencia de conservar su escaneo. Mejor que un mapa cerebral cualquiera, sin duda. Él no seria un genio, pero los elementos básicos de la configuración de Voltaire no eran lo importante, a fin de cuentas. Sin duda no tenía importancia el modo en que el simulacro ejecutaba las funciones del cerebelo como mantenimiento básico y circuitos de limpieza. Echemos un vistazo a nuestras creaciones dijo Marq con entusiasmo, para cambiar de tema. Sybyl sacudió la cabeza. La mía es estable. Pero en realidad no sabemos qué esperar. Estas personalidades plenamente integradas todavía están aisladas. La naturaleza de la bestia. Marq se encogió de hombros, remedando cinismo profesional. Ahora que sus manos acariciaban el tablero, sin embargo, sentía un cosquilleo de emoción. Hagámoslo hoy dijo ella, si poder contenerse. ¿Qué? Me gustaría limar algunas imperfecciones, tal vez instalar un amortiguador como precaución contra variaciones de temperamento, examinar... ¡Detalles! Estos simulacros han funcionado en circuitos internos durante semanas de tiempo de simulación, autointegrándose. Interactuemos. Marq pensó en el piloto del deslizador, volando entre vientos traicioneros. Nunca había hecho nada tan arriesgado; no estaba en su temperamento. Sus peligros se encontraban en el campo digital. Allí era un maestro. Pero no había llegado tan lejos siendo tonto. Al establecer contacto con el presente, esos simulacros podían sufrir alucinaciones, temor, pánico. ¡Piensa en ello! Hablar con la preantigüedad. Marq comprendió que era él quien sentía miedo. «Piensa como un piloto», se exhortó. ¿Quieres que lo haga otro? preguntó Sybyl. Sintió el fugaz calor del muslo de ella mientras rozaba accidentalmente el suyo.
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Nadie más podría admitió. Y nos pondrá delante de cualquier competidor. Ese tío, Seldon, pudo haberlo hecho cuando los recibió de esos payasos neorrenacentistas de Sark. Al usarnos a nosotros, bien... supongo que necesita poner cierta distancia frente a un proyecto dudoso como éste. Distancia política convino Sybyl . La posibilidad de negarlo todo. No me parecía tan astuto políticamente. Tal vez quiere que pensemos eso. ¿Cómo habrá seducido a Cleon? Ni idea. Aunque no me disgustaría que uno de los nuestros estuviera en el poder. Un ministro matemático... ¿te imaginas? Así que Artificios Asociados estaba por su cuenta en esto. Con sus contactos en Sark, la compañía ya había desplazado a Digitfac y Axiom Alliance en la venta y diseño de inteligencias holográficas, pero la competencia era dura en varias líneas de productos. La exploración de personalidades realmente antiguas podía darle la delantera. «El filo de cuchillo del cambio pensó Marq felizmente . Peligro y dinero, los dos grandes afrodisíacos.” Se había pasado el día anterior espiando a Voltaire y estaba seguro de que Sybyl había hecho lo mismo con la Doncella. Todo había salido bien. Pero usaremos filtros faciales. ¿No te sientes capaz de ocultar tus sentimientos? Sybyl soltó una risa femenina y gutural . ¿Te crees demasiado transparente? ¿Lo soy? replicó Marq, devolviéndole la pelota. Digamos que tus intenciones lo son. El pícaro guiño de Sybyl le hizo contraer la nariz, con lo cual Marq recordó por qué necesitaba los filtros. Activó una expresión afable que había diseñado para sus comunicaciones con clientes. En su oficio había aprendido pronto que el mundo estaba lleno de gente quisquillosa. Sobre todo Trantor. Será mejor que también actives un refinador de gestos corporales dijo ella, con toda seriedad. Sybyl nunca dejaba de sorprenderlo con su artera ambigüedad. Ella activó sus filtros, importándolos instantáneamente de su propio tablero, que estaba en otra parte del edificio. ¿Quieres una caja de vocabulario? Él se encogió de hombros. Si hay algo que no entienden, lo atribuirán a problemas idiomáticos. ¿En qué hablan? Una lengua muerta, de un mundo original desconocido. Marq no cesaba de mover las manos, preparando la transición. Tiene un sonido... líquido. Sybyl hinchó el busto mientras inhalaba, retenía el aire y lo soltaba lentamente . Sólo espero que mi cliente no averigüe lo de Seldon. La compañía corre un gran riesgo al no hablarle a ninguno de ellos sobre el otro. ¿Y qué? Marq se encogió de hombros. Un vuelo en deslizador lo espantaría, pero amaba los juegos de poder. Artificios Asociados había tomado importantes cuentas de dos rivales enfrentados a muerte en esta cuestión. Si ambos bandos descubren que estamos manejando ambas cuentas, se largarán. Se negarán a pagar parte del anticipo... y sabes que hemos gastado mucho más que eso.
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¿Largarse? Marq se echó a reír . No si quieren ganar. Somos los mejores comentó con su sonrisa presuntuosa . Tú y yo, por si te preguntas quién. Sólo espera a ver esto. Bajó las luces, inició la ejecución y se reclinó en la silla, apoyando las piernas en la mesa. Quería impresionarla, eso era todo. Pero desde que el esposo de Sybyl había muerto en un accidente, sin que ni siquiera los mejores médicos pudieran repararlo, él había decidido esperar un tiempo prudente antes de abordarla. ¡Qué equipo formarían! Podían crear una empresa, por ejemplo, Marq Sybyl Limitada, robarse a los mejores clientes de A2, hacerse con un nombre. «No, dos nombres. Seamos justos.» Conocer gente antigua... murmuró Sybyl en la penumbra. Descendían, internándose en el mundo replicado, cuya impecable complejidad azul se proyectaba en la pared de enfrente. La realimentación vibrotáctil con dermosellos de inductancia perfeccionaba la ilusión. Bajaron a una ciudad primitiva donde una sola capa de edificios cubría el suelo desnudo. Una tosca aldea preimperial. Sobrevolaron calles, edificios que giraban en una precisa proyección. Aun las muchedumbres y el tráfico atascado parecían auténticos, un enmarañado abarrotamiento humano. Descendieron rápidamente a la simulación de primer plano, un café en un sitio que se llamaba Boulevard St. Germain. Olores pegajosos, el sordo crujido del tráfico, tintineo de platos, el especioso aroma de un soufflé. Marq hizo una aproximación al marco temporal de las entidades recreadas. Un hombre delgado apareció en la pared, con ojos que irradiaban inteligencia, la boca ladeada en una sonrisa socarrona. Sybyl silbó entre dientes. Entornando los ojos, observó la boca de la recreación, como para leerle los labios. Voltaire interrogaba al camarero mec. De mal humor, por supuesto. Alta resolución sensorial dijo, con apropiado respeto . No logro que la mía resulte tan clara. Todavía no sé cómo lo haces. «Mis contactos en Sark pensó Marq . Sé que tú también tienes algunos.» Oye dijo ella , ¿qué ... ? Marq sonrió satisfecho cuando la boquiabierta Sybyl vio a Juana junto a Voltaire. Imagen congelada, datos inicializados pero aún sin ejecución interactiva. La expresión de Sybyl mezclaba la admiración con el miedo. Se supone que no debemos juntarlos hasta que se reúnan en el Coliseo. ¿Quién lo dice? No figura en nuestro contrato. Hastor nos liquidará de todos modos. Quizá... si lo descubre. ¿Quieres que la excluya? Ella torció la boca en una bonita mueca. Claro que no. Qué diablos, ya está hecho. Actívalo. Sabía que lo aceptarías. Nosotros somos los artistas, nosotros tomamos las decisiones. ¿Tenernos capacidad de ejecución para pasar a tiempo real? Costoso, pero posible. Y tengo una pequeña proposición para ti. Ella enarcó las cejas dubitativamente. Prohibida, sin duda. Él esperó, por el gusto de acicatearla. Y para juzgar, a partir de su reacción, cuán receptiva sería Sybyl si él intentaba cambiar la naturaleza de su larga relación platónica. Lo había intentado una vez. El rechazo de Sybyl que estaba casada, le recordó amablemente, 67
con un contrato de una década sólo alimentaba el deseo de Marq. Tanto talento, y para colmo esposa fiel. Bastaba para hacerle castañetear los dientes. Y castañeteaban con frecuencia. Desde luego, podía reemplazarlos por menos del precio de una hora con un buen terapeuta. El lenguaje corporal de Sybyl una leve reticencia le indicaba que aún guardaba luto por su esposo. Marq estaba dispuesto a esperar el año de costumbre, pero sólo si era necesario. ¿Qué opinas de darles a ambos archivos masivos, más allá del estado básico? sugirió . Conocimientos firmes acerca de Trantor, el Imperio, todo. Imposible. No, sólo caro. ¡Demasiado! ¿Y qué? Piensa en ello. Sabemos lo que representaban estos dos primordiales, aunque ignoremos de qué mundo venían. Sus recuerdos de estratos dicen «Tierra», ¿recuerdas? Marq se encogió de hombros. ¿Y? Docenas de mundos primitivos se hacían llamar así. ¿Tal como los primitivos se hacen llamar «el pueblo»? Claro. Además esa fábula popular contiene un error de astrofísica. La leyenda del planeta original es clara en un punto: el mundo consistía principalmente en océanos. ¿ Entonces por qué se llamaba Tierra? Ella asintió. Concedido, un autoengaño. Y he verificado que no tenían bases de datos sólidas en astronomía. Pero mira sus lecturas de contexto social. Estos dos representaban conceptos, ideas eternas: la Fe y la Razón. Marq apretó ambos puños con entusiasmo pueril. ¡Correcto! Encima de eso insertaremos lo que conocemos hoy: selección seudonatural, psicofilosofía, destinos genéticos... Boker no lo aceptará. Si algo no quieren los Preservadores de la Fe de Nuestro Padre es precisamente información moderna. Quieren la Doncella histórica, pura y no contaminada por ideas modernas. Tendría que programarla para leer.. Eso es sencillísimo. Leer, escribir, manejar matemática avanzada. ¡Por favor! ¿Te opones por razones éticas? ¿O sólo para eludir unos míseros siglos de trabajo? Para ti es fácil decirlo. Tu Voltaire tiene una mentalidad esencialmente moderna. Su creador tenía sus obras, docenas de biografías. Mi doncella es una mezcla de mito y realidad. Alguien la recreó a partir de nada. Entonces te opones por pereza, no por principios. Por ambas cosas. ¿Al menos pensarás en ello? Acabo de pensarlo. La respuesta es no. Marq suspiró. No tiene caso discutir. Ya verás, una vez que les permitamos interactuar.
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Ella pareció pasar de la resistencia al interés, al extremo de que incluso le tocó la pierna. Él sintió esa afectuosa caricia justo cuando entraban en el simespacio. 3 ¿Qué sucede aquí? Voltaire, las manos en las caderas, se levantó tumbando la silla, que chocó contra la piedra, y los miró desde la pantalla . ¿Quiénes sois vosotros? ¿A qué agente infernal representáis? Marq detuvo la simulación y miró a Sybyl. Eh... ¿quieres explicarle? Es tu recreación, no la mía. Me lo temía. Voltaire era imponente. Irradiaba poder y confianza. En todas las inspecciones microscópicas de este simulacro, nunca había aparecido la suma de todo, su esencia gestáltica. Hemos trabajado duramente en esto. Si retrocedes ahora... Está bien, está bien respondió Marq, agitado. ¿Cómo te presentaste ante él? Me materialicé, me acerqué, me senté. ¿Te vio salir de la nada? Me temo que sí dijo él, compungido. Lo asustaste. Marq había usado todos los temperamentos prefabricados que tenía, podando y modelando constelaciones anímicas, pero había dejado intacto el núcleo central de Voltaire. Era un nudo enrevesado. Algún programador de la preantigüedad había realizado un trabajo denso, asombroso. Sumergió al simulacro Voltaire en un vacío incoloro de estática sensorial. Lo calmaría, luego intervendría. Sus dedos bailaban. Cortó la aceleración temporal. Las simpersonalidades necesitaban tiempo de ordenador para asimilar la nueva experiencia. Arrojó a Voltaire en una abarrotada red de experiencias, aparentemente real. La personalidad respondió a la simulación y vivió las emociones inducidas. Voltaire era racional; su personalidad podía aceptar ideas nuevas en menos tiempo que el simulacro de Juana. ¿Qué le hacía todo esto a la reconstrucción de una persona real, cuando aparecía el conocimiento de una realidad diferente? Aquí venía la parte difícil de la reanimación. La aceptación del quién, el qué y el cuándo. Ondas de choque conceptuales resonarían en las personalidades digitales, imponiendo ajustes emocionales. ¿Podrían resistirlo? A fin de cuentas, no eran personas reales, así como una pintura impresionista abstracta no pretendía decir cómo era una vaca. Él y Sybyl sólo podrían intervenir cuando los programas automáticos hubieran hecho todo lo posible. Aquí se ponía a prueba la artesanía matemática. Las personalidades artificiales tenían que sobrevivir a este punto cúspide o desmoronarse en la locura y la incoherencia. Una construcción que corría por autopistas de percepción expansiva podía sufrir sacudidas ontológicas tan fuertes que se despedazaba. Marq permitió que se reunieran, observando atentamente. El Aux Deux Magots, un trasfondo de ciudad sencilla y una multitud. Para reducir el tiempo de ordenador, los rasgos meteorológicos se repetían cada dos minutos de simulación. Un cielo sin nubes, para ahorrar en modelación de flujo de fluidos. Sybyl modificaba a su Juana, él a su Voltaire, reparando pequeñas grietas y deslices en la matriz perceptiva del personaje. Se reunieron, conversaron. Algunas tormentas fugaces y azuladas cruzaron las simulaciones neuronales de Voltaire. Marq insertó algoritmos de reparación conceptual. La turbulencia se disipó.
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¡Lo tengo! susurró. Sybyl asintió, concentrada en sus propias reparaciones . Ahora se ejecuta regularmente dijo Marq, sintiéndose mejor con el error de arranque . Mantendré sentada a mi manifestación, ¿de acuerdo? Sin desapariciones ni nada. Juana está lista. Sybyl señaló estrías pardas en la representación matricial que flotaba ante ella en 3D . Algunos movimientos tectónicos emocionales, pero llevarán tiempo. Yo digo que adelante. Ella sonrió. Adelante. El momento llegó. Marq llevó a Voltaire y Juana de vuelta a tiempo real. Al cabo de un minuto supo que Voltaire estaba todavía intacto, funcional, integrado. También Juana, aunque ella se había replegado en su ensimismamiento meditabundo, un aspecto bien documentado de su clima interno. Voltaire, sin embargo, estaba enfurruñado. Apareció ante ellos en tamaño natural. El holograma frunció el ceño, insultó y exigió el derecho de iniciar la comunicación cuando él quisiera. ¿Creéis que deseo estar a vuestra merced cuando tenga algo que decir? Habláis con un hombre que sufrió el exilio, la censura, la cárcel y la represión... que vivía en temor constante de las autoridades eclesiásticas y estatales... Fuego susurró la Doncella con turbadora sensualidad. Cálmate o te apagaré le ordenó Marq a Voltaire. Congeló la acción y se volvió hacia Sybyl . ¿Qué crees? ¿Debemos aceptar? ¿Por qué no? No es justo que ellos estén siempre a nuestra disposición. ¿Justo? Hablamos de una simulación. Ellos tienen nociones de justicia. Si las infringimos... De acuerdo, de acuerdo. Marq reinició la acción . La próxima pregunta es cómo. No me importa cómo lo hagas dijo el holograma . Sólo hazlo, de inmediato. Un momento dijo Marq . Te cederemos tiempo de ejecución para integrar tu espacio perceptivo. ¿Qué significa eso? preguntó Voltaire La expresión inteligente es una cosa, la jerigonza es otra. Para elaborar tus chifladuras respondió Marq secamente. Jara que podamos conversar? Sí dijo Sybyl . Por iniciativa tuya, no sólo nuestra. Pero no salgas a caminar a la misma hora... eso requiere demasiada manipulación de datos. Aquí tratamos de reducir los costes dijo Marq, reclinándose para tener una mejor vista de las piernas de Sybyl. Bien, deprisa dijo la imagen de Voltaire . La paciencia es para los mártires y los santos, no para hombres de belles lenres. El traductor presentó todo esto en la lengua actual, insertando el audio de palabras antiguas y perdidas. Los buscadores de conocimiento encontraban la traducción y la superponían para Marq y Sybyl. Aun así, Marq había dejado la resbaladiza acústica natural por una cuestión de atmósfera, el temple de un pasado inimaginablemente remoto. Sólo di mi nombre, o el de Sybyl, y apareceremos ante ti en un rectángulo bordeado de rojo.
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¿Tiene que ser rojo? preguntó la frágil voz de la Doncella . ¿No puede ser azul? El azul es tan fresco, es el color del mar. El agua es más fuerte que el fuego, puede apagar el fuego. Deja de divagar rezongó el otro holograma. Llamó a un camarero mec y ordenó : Ese plato flambé... apágalo de inmediato. Inquieta a la Doncella. Y vosotros dos, genios. Si podéis resucitar a los muertos, sin duda podréis trocar el rojo en azul. No puedo creerlo dijo Sybyl . ¿Un simulacro? ¿Quién cuernos se cree que es? La voz de la razón repuso Marq . Frangois Marie Arouet de Voltaire. ¿Crees que están preparados para ver a Boker? Sybyl se mordió encantadoramente el labio . Convinimos en dejarle ver los simulacros en cuanto se estabilizaran. Marq reflexionó. Seamos francos con él. Lo llamaré. Tenemos tanto que aprender de ellos. Es verdad. ¿Quién habría dicho que los prehistóricos podían ser tan hijos de perra?
4 Trató de ignorar a la hechicera llamada Sybyl, quien afirmaba ser su creadora, como si alguien que no fuera el Rey de los Cielos pudiera reclamar semejante proeza. No quería hablar con nadie. Los acontecimientos se agolpaban, presurosos, densos, sofocantes. Su asfixiante y dolorosa muerte aún la acechaba. En la gorra que le habían puesto en la cabeza rapada ese día atroz, el día más oscuro pero más glorioso de su breve vida, sus «crímenes» estaban inscritos en la lengua sagrada: Herética, Relapsa, Apostata, Idolater. Palabras negras que pronto arderían. Los cultos cardenales y obispos de la siniestra y proinglesa Universidad de París y de la Iglesia ¡la novia de Cristo en la Tierra! , habían quemado su cuerpo viviente. Todo por cumplir la voluntad del Señor, que deseaba que el gran y verdadero rey fuera Su ministro en Francia. Por esa razón habían rechazado el rescate del rey y la habían enviado a la hoguera. ¿Qué le harían entonces a la hechicera llamada Sybyl, quien, como ella, vivía entre hombres, usaba ropa masculina y se atribuía poderes que eclipsaban los del Creador mismo? Márchate, por favor murmuró . Necesito silencio para oír mis voces. Pero ni la Sorciére ni el hombre barbado de ropa negra llamado Boker que se parecía turbadoramente a los ceñudos patriarcas de la gran iglesia de Ruán querían dejarla en paz. Si queréis cháchara, hablad con Monsieur Arouet. Es lo que más le gusta. Sagrada Doncella, Rosa de Francia dijo el hombre barbado , ¿Francia era tu mundo? Mi lugar en el mundo dijo Juana. Tu planeta, quiero decir. Los planetas están en el cielo. Yo era de la tierra. Quiero decir.. oh, no importa. Le habló sin sonidos a la mujer, Sybyl . ¿Del suelo? ¿Granjeros? ¿Aun los prehistóricos podían ser tan ignorantes? Al parecer pensaba que ella no sabía leer los labios, un truco que había aprendido para seguir las deliberaciones de los tribunales eclesiásticos. 71
Sé lo que es necesario para mi misión. Boker frunció el ceño y continuó. óyeme, por favor. Nuestra causa es justa. El destino de lo sagrado depende de que conquistemos muchos conversos para nuestro bando. Si debemos elevar el cáliz de la humanidad, y las viejas tradiciones de nuestra identidad, debemos derrotar el escepticismo seglar. Ella trató de alejarse, pero la detuvo el chirriante peso de sus cadenas. Dejadme en paz. Aunque no maté a nadie, participé en muchos combates para asegurar la victoria del verdadero rey de Francia. Presidí su coronación en Reims. Por él fui herida en batalla. Alzó las muñecas, pues ahora estaba en la hedionda celda de Ruán, con grilletes y cadenas. Sybyl había dicho que esto la estabilizaría, que sería bueno para su carácter. Como ángel, Sybyl sin duda tenía razón. Boker empezó a implorarle, pero Juana reunió fuerzas para decir: El mundo sabe qué retribución obtuve por mis esfuerzos. no volveré a librar guerras. Monsieur Boker se volvió hacia la hechicera. Un sacrilegio, mantener a una gran figura en cadenas. ¿No puedes transportarla a un lugar de reposo teológico? ¿Una catedral? Contexto. Los simulacros necesitan contexto dijo la Sorciére sin sonidos. Juana descubrió que podía leer los labios con una claridad inaudita. Tal vez ese purgatorio aguzaba sus sentidos. Monsieur Boker chasqueó los labios. Me impresiona lo que has hecho, ¿pero de qué nos sirve si no está dispuesta a colaborar? No la has visto en la cumbre de su identidad. Las pocas asociaciones históricas que hemos podido descifrar sostienen que ella es una «presencia cautivadora». Tendremos que lograr que eso aflore. ¿No puedes hacerla más pequeña? Es imposible hablar con una giganta. La Doncella, para su asombro, perdió dos tercios de su talla. Monsieur Boker parecía complacido. Gran Juana, interpretas mal la naturaleza de la guerra que se avecina. Han pasado incontables milenios desde que ascendiste al cielo. Tú... La Doncella se incorporó. Dime una cosa. ¿Es el rey de Francia un descendiente de la Casa de Lancaster del Enrique inglés? ¿O es un Valois, descendiente del grande y verdadero rey Carlos? Monsieur Boker pestañeó y pensó. Creo que podemos afirmar que nosotros, los Preservadores de la Fe de Nuestro Padre, el partido que represento, somos en cierto sentido descendientes de tu Carlos. La Doncella sonrió. Sabía que sus voces eran enviadas por el cielo, dijeran lo que dijesen los obispos. Sólo las había negado cuando la llevaron al cementerio de St. Oueen, y sólo por temor al fuego. Había tenido razón al retractarse de su retractación dos días después; el hecho de que los Lancaster no hubieran logrado anexionar Francia lo confirmaba. Si Monsieur Boker hablaba en nombre de los descendientes de la Casa de Valois, a pesar de la clara ausencia de un título de nobleza, lo escucharía. Adelante dijo. 72
Monsieur Boker explicó que pronto se celebraría un referéndum. (Después de deliberar con la Sorciére, le pidió a Juana que considerase que ese lugar era, en esencia, como Francia.) Habría un enfrentamiento entre dos partidos mayoritarios, Preservadores contra Escépticos. Ambos partidos habían convenido en celebrar un gran debate entre dos duelistas verbales, para dirimir la cuestión principal. ¿De qué se trata? preguntó la Doncella. Si debemos construir seres mecánicos dotados de inteligencia. Y en tal caso, si debemos permitirles plena ciudadanía, con todos los derechos pertinentes. La Doncella se encogió de hombros. _¿Es una broma? Sólo los aristócratas y los nobles tienen derechos. Ya no es así, aunque por cierto tenemos un sistema de clases. Ahora los plebeyos gozan de derechos. ¿Campesinos como yo? preguntó la Doncella . ¿Nosotros? Monsieur Boker, frunciendo el ceño, se volvió hacia la Sorciére. ¿Yo debo hacer todo? La querías tal como es dijo la Sorciére . Mejor dicho, tal como era. Monsieur Boker pasó dos minutos despotricando contra algo que llamaba el desplazamiento conceptual. Ese término parecía aludir a una disputa teológica acerca de la naturaleza del artificio mecánico. Para Juana la respuesta era clara, pero a fin de cuentas ella era una campesina, no una artesana de las palabras. ¿Por qué no preguntáis a vuestro rey o a uno de sus consejeros? ¿ O a uno de vuestros eruditos? Monsieur Boker curvó el labio, agitó los brazos. Nuestros dirigentes son timoratos. ¡Débiles! ¡Nulidades racionales! Sin duda... No puedes imaginarlo, dado tu antiguo apasionamiento. La intensidad y la pasión se consideran malos y obsoletos. Deseábamos hallar intelectos con el viejo fuego, el... ¡No! ¡Oh! Las llamas, lamiéndola. Tardó unos instantes en serenarse para volver a escuchar. El gran debate entre la Fe y la Razón se celebraría en el Coliseo del sector Junin ante un público de cuatrocientas mil almas. La Doncella y su oponente aparecerían en hologramas, magnificados por un factor de treinta. Luego cada ciudadano votaría sobre ese tema. ¿Votar? preguntó la Doncella. La querías intacta dijo la Sorciére Ahí la tienes. La Doncella escuchó en silencio, obligada a asimilar milenios en minutos. Cuando Monsieur Boker concluyó, dijo: He descollado en la batalla, aunque fuera por tiempo breve, pero nunca en las argumentaciones. Sin duda tú conoces mi destino. Monsieur Boker puso cara de aflicción. ¡Las extravagancias de los antiguos! Sólo tenemos un marco histórico escueto en torno de tu... representación... nada más. No sabemos dónde viviste, aunque tenemos detalles de los acontecimientos que sucedieron a tu... Muerte. Puedes hablar de ella. Estoy acostumbrada, como corresponde a una doncella cristiana, al llegar al Purgatorio. También sé quiénes sois vosotros.
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¿De veras? preguntó cautamente la Sorciére. ¡Ángeles! Os manifestáis como personas comunes, para aplacar mis temores. Luego me encomendáis una tarea. Aunque haya ciertas artimañas, es una misión divina. Monsieur Boker asintió lentamente, mirando a la Sorciére. De los fragmentos de datos que giran en torno a tu yo, deducimos que tu reputación fue restaurada en audiencias celebradas veintiséis años después de tu muerte. Los que participaron en tu condena se arrepintieron de su error. Fuiste llamada, con gran estima, la Rose de la Loire. Ella contuvo sus nostálgicas lágrimas. Justicia... Si yo hubiera sido habilidosa en mis argumentaciones, habría convencido a mis inquisidores, esos predicadores proingleses de la Universidad de París, de que no soy una bruja. Monsieur Boker parecía conmovido. Aun la preantigüedad sabía reconocer un poder sagrado. La Doncella rió ligeramente. El Señor está de parte de Su hijo, y también de los santos y los mártires. Pero ello no significa que escapen al fracaso y la muerte. Ella tiene razón dijo la Sorciére . Aun los mundos y las galaxias comparten el destino del hombre. Los seres espirituales te necesitamos suplicó Monsieur Boker . Nos hemos vuelto demasiado parecidos a nuestras máquinas. Ya nada es sagrado, excepto el buen funcionamiento de nuestros componentes. Sabemos que abordarás esta cuestión con fervor, pero también con sencillez y verdad. Eso es lo que te pedimos. La Doncella sentía fatiga. Necesitaba soledad, tiempo para reflexionar. Debo consultar con mis voces. ¿Deberé encarar muchas preguntas o sólo una? Sólo una. Los inquisidores habían sido mucho más exigentes. Hacían preguntas por docenas, a veces las mismas, una y otra vez. Las respuestas que eran correctas en Poitiers resultaban erróneas en otra parte. Privada de comida, bebida y descanso, intimidada por el viaje al cementerio, agotada por el tedioso sermón que la obligaban a oír, y quebrada por el terror al fuego, no podía soportar el interrogatorio. «¿El arcángel Miguel tiene cabello largo? ¿Es santa Margarita robusta o delgada? ¿Los ojos de santa Catalina son pardos o azules?” La indujeron a describir las voces del espíritu con atributos de la carne. Luego la condenaron perversamente por confundir el espíritu sagrado con la carne corrupta. Había sido un asco. Y en el Purgatorio podían seguir juicios peores. Por tanto no podía saber con certeza si Boker resultaría ser amigo o enemigo. ¿Qué es? preguntó . Esa única pregunta que deseas que responda. Existe el consenso universal de que las inteligencias fabricadas por el hombre poseen una especie de cerebro. Queremos que respondas si también tienen alma. Sólo el Todopoderoso tiene poder para crear un alma. Monsieur Boker sonrió. Los Preservadores no podríamos estar más de acuerdo contigo. Las inteligencias artificiales, a diferencia de nosotros, sus creadores, carecen de alma. Son meras máquinas. Ingenios mecánicos con cerebros electrónicamente programados. Sólo el hombre tiene alma. 74
Si ya conoces la respuesta a la pregunta, ¿para qué me necesitas? ¡Para persuadir! Primero los indecisos del sector Junin, luego Trantor, luego el Imperio. La Doncella reflexionó. Sus inquisidores también habían conocido las respuestas de las preguntas que le planteaban. Monsieur Boker parecía sincero, pero también lo habían parecido quienes la declararon bruja. Monsieur Boker le había dicho la respuesta de antemano, una respuesta con la que concordaría cualquier persona sensata. Aun así, no podía estar segura de sus intenciones. Ni siquiera el crucifijo que el sacerdote había mantenido en alto a pedido de Juana era una certidumbre en medio del humo aceitoso y las voraces llamas. ¿Y bien? insistió Monsieur Boker . ¿ La Sagrada Rosa aceptará ser nuestra campeona? Esas personas a quienes debo convencer.. ¿también son descendientes de Carlos, el gran y verdadero rey de la Casa de Valois? 5
Cuando Marq entró en Chapoteos y Olfateos para reunirse con su compinche y colega Nim, se sorprendió de encontrarlo allí. A juzgar por las dilatadas pupilas de Nim, se había pasado allí casi toda la tarde. Le estás dando fuerte, ¿eh? dijo Marq . ¿Te pasa algo? Nim sacudió la cabeza. El Marq de siempre, contundente como un puñetazo. Prueba el Swirlsnort. No sólo no calma la sed, sino que te reseca la cabeza. Pero no te importará. El Swirlsnort resultó ser un polvo que tenía sabor a ponche de huevo y mordía como un insecto furibundo. Marq lo olió lentamente, una fosa nasal por vez. Quería estar relativamente lúcido cuando Nim lo actualizara sobre temas oficinescos. Después se permitiría echar a volar. Tal vez no te guste esto dijo Nim . Se relaciona con Sybyl. ¡Sybyl! Marq rió inquietamente . ¿Cómo sabes que yo ... ? Me lo contaste. La última vez que aspiramos juntos, ¿recuerdas? Oh. Ese polvo le hacía hablar de más. Peor aún, le hacía olvidar que hablaba de más. No es precisamente un secreto de estado dijo Nim con una sonrisa. ¿Tan obvio es? Quería asegurarse de que Nim, que cambiaba de mujeres como de ropa interior, no tuviera sus propios planes con Sybyl . ¿Qué pasa con ella? Bien, hay un gran premio esperando para quien gane el gran debate del Coliseo. Ningún problema. Seré yo. Nim se pasó la mano por el cabello rubio. No sé qué me gusta más de ti, si tu modestia o tu capacidad para predecir el futuro. Debe de ser tu modestia. Marq se encogió de hombros. Debo admitir que ella es buena. Pero tú eres mejor. Soy más afortunado. Obtuve la Razón. Sybyl debe apañárselas con la Fe. Nim lo miró sonriendo e inhaló profundamente. 75
Yo no subestimaría la Fe, en tu lugar. Está asociada con la pasión, y todavía nadie ha logrado librarse de ella. No es necesario. Con el tiempo las pasiones se consumen. ¿Pero la luz de la razón arde eternamente? Si regeneras las neuronas, sí. Nim miró a través de su pajilla para ver si quedaba algo y le guiñó el ojo. Entonces no necesitarás un pequeño consejo. ¿Qué consejo? No he oído ningún consejo. Nim chasqueó la lengua. Si tus neuronas sin regenerar contienen una pizca de sentido común, dejarás de colaborar con Sybyl para mejorar su simulación. Mejor aún, seguirás fingiendo que colaboras, para sacar partido de lo que ella pueda mostrarte. Pero en realidad empezarás a buscar maneras de fastidiarla, a ella y su simulacro. La gente dice que es sensacional. Lo he visto. Una parte. ¿Crees que te muestra todo? Hemos trabajado todos los días en... Un simulacro truncado, eso es lo que ves. De noche ella infla la seudopsique. Marq frunció el ceño. Sabía que las feromonas le impedían ser objetivo con Sybyl, pero él había compensado ese factor. ¿ O no? Ella no podría... Podría. La gente de arriba le ha echado el ojo. Marq sintió un aguijonazo de envidia, a su pesar, pero se cuidó de mostrarlo. Mmm. Gracias. Nim ladeó la cabeza con típica ironía. Aunque no lo necesites, sería tonto no aceptarlo. ¿Qué, el dinero cuando gane? El dinero no, tonto. ¿Crees que no he visto que estoy hablando con el esclavo de la ambición? Me refiero a mi consejo. Marq aspiró una doble dosis. Lo tendré en cuenta. Esta cosa será grande. Tú crees que es sólo un trabajo para este sector, pero te aseguro que gente de todo Trantor participará en el espectáculo. Mejor así dijo Marq, aunque sentía el estómago como si de pronto hubiera entrado en caída libre. Vivir en un auténtico renacimiento cultural era arriesgado. Aunque tal vez esa sensación hueca fuera el estimulante. Quiero decir… ¿crees que Seldon y ese tío que lo sigue a todas partes como un perro, Amaryl, dejaron esto en tus manos porque era fácil? Marq cogió una pizca de estimulante antes de responder. No, porque soy el mejor. Tú, amigo mío, eres prescindible. Y estás muy por debajo de ellos en la escala jerárquica. Marq asintió con serenidad. Lo tendré en cuenta. 76
¿Se estaba repitiendo? Debía de ser el estimulante. Marq no pensó en el consejo de Nim hasta dos días después. En el salón ejecutivo había oído que alguien elogiaba el trabajo de Sybyl ante Hastor, jefe de Artificios Asociados. Se saltó el almuerzo y regresó a su piso. Se proponía pasar por la oficina de Sybyl para comunicarle el cumplido. Pero cuando encontró la puerta abierta y la oficina vacía, no pudo contenerse. Media hora después, dio un respingo cuando ella exclamó « ¡Marq! »desde la puerta abierta. Sybyl se alisó el cabello en lo que él tomó por un coqueteo inconsciente, delatando el ansia de agradar. ¿Puedo ayudarte? Él acababa de configurar el software para conectarse con la oficina de ella y monitorear sus entrevistas con su cliente, Boker. Por lo que él sabía, Sybyl le contaba la sustancia de estas entrevistas, pero razonó que él podría aportar mejores sugerencias si veía a Boker directamente. Comúnmente la relación con el cliente era inviolable, pero esto era especial. Se encogió de hombros. Sólo te esperaba. He logrado estructurarla mucho mejor. Sus cambios de ánimo están por debajo de cero coma dos. Magnífico. ¿Puedo verlo? ¿La sonrisa de Sybyl era más cálida que de costumbre? Él aún se preguntaba eso cuando llegó a su propia oficina, tras trabajar con Juana durante una hora. Sybyl había hecho un excelente trabajo. Meticuloso, intrincadamente entrelazado con la topografía de la personalidad antigua. ¿Todo desde ayer? No lo creía. Era hora de husmear un poco en el simespacio. 6 El ceñudo Voltaire apoyaba las manos en sus caderas huesudas. Se levantó de la recamada silla de su estudio de Cirey, el cháteau de su amante, la marquesa de Chatelet. El lugar que había considerado su hogar durante quince años lo deprimía ahora que ella se había ido. Y el marqués, sin la decencia de esperar a que el cuerpo de su esposa se enfriara, le había informado que debía marcharse. ¡Sácame de aquí! pidió Voltaire al científico, que al fin respondió a su llamada. Científico, una palabra nueva, sin duda derivada de la raíz latina, sapere. Pero parecía que ese sujeto no sabía demasiado . Quiero ir al café. Necesito ver a la Doncella. El científico se inclinó sobre ese tablero de control, que a Voltaire ya empezaba a disgustarle, y sonrió, evidentemente complacido con su poder. No creí que fuera tu tipo. Toda tu vida has mostrado una fuerte preferencia por mujeres sesudas como tu sobrina y Madame du Chatelet. Recuerda que he examinado tus recuerdos y no tienes secretos para mí. ¿Quién puede soportar la compañía de mujeres estúpidas? Lo único que puede decirse a favor de ellas es que son de fiar, porque son demasiado bobas para el engaño. ¿A diferencia de Madame du Chatelet? Voltaire tamborileó con los dedos sobre el escritorio de castaño labrado, un regalo de Madame du Chatelet. ¿Cómo había llegado ese mueble a ese tosco lugar? ¿Era posible que lo hubieran armado sólo con sus recuerdos? 77
Es verdad, me traicionó. También pagó caro por ello. El científico enarcó las cejas. ¿Te refieres a ese joven oficial? ¿El que la dejó encinta? A los cuarenta y tres años, una mujer casada con tres hijos mayores no tiene por qué quedar encinta. Perdiste los estribos cuando ella te lo contó... comprensible, aunque indigno de un hombre ilustrado. Aun así, no rompiste con ella. La acompañaste durante el parto. Voltaire se sulfuró. Recuerdos oscuros, fluyendo como aguas negras en un río subterráneo. Se había preocupado durante el alumbramiento, que había resultado ser asombrosamente fácil. Pero nueve días después, la mujer más extraordinaria que él había conocido estaba muerta. Fiebre puerperal. Nadie, ni siquiera su sobrina, ama de llaves y exquerida, Madame Denis, que lo cuidó a partir de entonces, había podido reemplazarla. Voltaire la había llorado hasta que... Se aproximó a ese pensamiento, lo soslayó. Hasta que él murió. Hinchó los carrillos y replicó: Ella me convenció de que sería irracional romper con una mujer de excepcional cultura y talento sólo porque había ejercido los mismos derechos de que disfrutaba yo. Sobre todo cuando hacía meses que no le hacía el amor. Los derechos del hombre, afirmó, pertenecían también a las mujeres... siempre que fueran de la aristocracia. Permití que su gentil razonamiento me persuadiera. Ah dijo enigmáticamente el científico. Voltaire se frotó la cabeza, llena de sombrías remembranzas. Ella era una excepción a todas las reglas. Comprendía a Newton y a Locke. Comprendía cada palabra que yo escribía. Me comprendía a mí. ¿Por qué no le hacías el amor? ¿Demasiado ocupado yendo a orgías? Estimado amigo, mi participación en esos jolgorios se ha exagerado enormemente. Es verdad, en mi juventud acepté una invitación para una celebración del placer erótico. Lo hice tan bien que me invitaron a regresar. ¿Y regresaste? Por cierto que no. Una vez, filosofía. Dos veces, perversión. No entiendo por qué un hombre tan mundano como tú ansía tanto otra reunión con la Doncella. Su pasión dijo Voltaire, con una imagen de la robusta Doncella en la mente . Su valor y su devoción por aquello en que creía. Tú también poseías ese rasgo. Voltaire pateó el suelo, pero no hubo sonido. ¿Por qué me hablas en pasado? Lo lamento. También incluiré el fondo de audio. Hizo un gesto, y Voltaire oyó los tablones que crujían mientras él paseaba. Una yunta de caballos trotaba fuera. Yo tengo temperamento. No confundas la pasión con el temperamento... que es una cuestión de los nervios. La pasión nace del corazón y del alma, no es un mero mecanismo de los humores corporales. ¿Crees en el alma?
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En las esencias, por cierto. La Doncella se atrevió a aferrarse a su visión con todo su corazón, a pesar de la prepotencia de la Iglesia y del Estado. Su devoción a su visión, a diferencia de la mía, no estaba manchada por la perversión. Ella fue la primera protestante auténtica. Siempre he preferido los protestantes a los fanáticos papistas... hasta que residí en Ginebra, donde descubrí que su odio público por el placer es tan grande como el de un papa. Los cuáqueros son los únicos que no practican en privado aquello que detestan en público. Lamentablemente, cien creyentes auténticos no pueden redimir a millones de hipócritas. El científico torció la boca con escepticismo. Juana se retractó, cedió ante las amenazas. La llevaron a un cementerio protestó Voltaire . Aterraron a una muchacha crédula con amenazas de muerte e infierno. Obispos, académicos... ¡los hombres más cultos de su tiempo! ¡Gaznápiros, la mayoría de ellos! Humillaron a la mujer más valiente de Francia, una mujer a quien destruyeron sólo para reverenciarla. ¡Hipócritas! Necesitan mártires como las sanguijuelas necesitan sangre. Medran con el autosacrificio, mientras que sea otro quien lo haga. Sólo tengo tu versión, y la de ella. Nuestra historia no llega tan lejos. Aun así, ahora sabemos más sobre la gente... Eso creéis. Voltaire aspiró una pizca de rapé para calmarse . Los villanos son destruidos por lo peor de sí mismos, los héroes por lo mejor. Ellos la manipularon apelando a su honor y su valentía, como cerdos tocando un violín. La estás defendiendo se burló el científico . Pero en ese poema que escribiste sobre ella asombroso, alguien que memorizaba su propia obra para recitarla la pintas como una mujerzuela de taberna, más entrada en años, que mentía sobre sus voces... una supersticiosa ignorante pero astuta. El mayor enemigo de esa castidad que ella finge defender es un asno... ¡un asno con alas! Voltaire sonrió. Una brillante metáfora de la iglesia católica, n'est cepas? Quería denunciar algo, y Juana fue sólo la espada que me permitió asestar el tajo. Entonces yo no la conocía. Ignoraba que era una mujer con honduras tan misteriosas. No son honduras intelectuales. ¡Una campesina! Marq recordó que había escapado de sufrir ese destino en el lodoso mundo de Bielileur. Gracias al examen de los Grises. Y ahora había escapado de su rutina cotidiana hacia una auténtica revolución cultural. No, no. Honduras del alma. Yo soy como un arroyuelo. Soy claro porque soy superficial. ¡Pero ella es un río, un océano! Llévame de vuelta a Aux Deux Magots. Ella y ese garçon mecánico son la única compañía que tengo ahora. Ella es tu rival dijo el científico . Una secuaz de aquellos que defienden valores que combatiste toda la vida. Para asegurarme de que la derrotas, tendré que darte suplementos. Estoy intacto y entero declaró glacialmente Voltaire. Te equiparé con información filosófica y científica, progreso racional. Tu razón debe aplastar su fe. Debes considerarla el enemigo que es, si la civilización ha de continuar avanzando por carriles científicos y racionales. Su elocuencia e impudor eran encantadores, pero no servían como sustitutos para la fascinación de Voltaire por Juana. Me niego a leer nada hasta que me reúnas con la Doncella. En el café. El científico tuvo el descaro de reírse.
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No comprendes. No tienes elección. Yo te insertaré la información. Tendrás la información que necesitas para ganar, te guste o no. ¡Violas mi integridad! No olvidemos que después del debate se presentará la cuestión de mantenerte en funcionamiento o... ¿Liquidarme? Sólo quiero poner las cartas sobre la mesa. Voltaire se enfurruñó. Conocía el férreo acento de la autoridad, pues primero había estado sometido a la de su padre, un fanático de la disciplina que lo obligaba a asistir a misa y cuya austeridad había provocado la muerte de la madre de Voltaire cuando el niño tenía sólo siete años. El único modo en que pudo escapar de la disciplina de su esposo fue la muerte. Voltaire no tenía intenciones de escapar así de este científico. Me niego a utilizar los conocimientos adicionales que me brindes a menos que me devuelvas de inmediato al café. El científico miró a Voltaire tal como Voltaire miraba a su fabricante de pelucas, con altiva superioridad. Sus labios curvos decían claramente que él sabía que Voltaire no podía existir sin su protección. Un giro humillante. Aunque venía de la clase media, Voltaire no creía que la gente común fuera digna de gobernarse a sí misma. La idea de que su fabricante de pelucas fuera legislador bastaba para hacer que nunca usara de nuevo una peluca. Era intolerable que este científico arrogante lo viera de la misma manera. Te diré una cosa dijo el científico . Tú compones una de tus brillantes Lenres philosophzques desbaratando el concepto del alma humana y yo te reuniré con la Doncella. Pero si no lo haces, no la verás hasta el día del debate. ¿Está claro? Voltaire meditó. Claro como un arroyo dijo al fin. Nubes oscuras y espesas descendieron en su mente. Recuerdos sombríos y huraños. Se sintió engullido por un pasado rugiente... ¡Ha entrado en ciclo! Algo está aflorando aquí exclamó Marq, alarmado. Estallaron imágenes del pasado remoto. ¡Llamad a Seldon! Este simulacro tiene otra capa. ¡Llamad a Seldon!
7 Hari Seldon miró las imágenes y contempló los ríos de datos. Voltaire sufrió una tormenta de recuerdos. Y mire las implicaciones. Eh, ya veo dijo Marq, mirando el torrente sin comprender. Ese promontorio, un nódulo de memoria acerca de un debate que tuvo con Juana hace ocho mil años. Alguien usó antes estos simulacros. Para un debate público, sí. La historia no sólo se repite, sino que a veces tartamudea. ¿La Fe contra la Razón?
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La Fe y los mecánicos contra la Razón y la voluntad humana dijo Seldon, como si lo leyera directamente en los complejos numéricos. Marq no podía seguir la conexión a suficiente velocidad . Una sociedad de aquella época sufrió una división fundamental relacionada con las inteligencias artificiales y sus... manifestaciones. Marq detectó un destello elusivo en el rostro de Seldon. ¿Ocultaba algo? ¿Manifestaciones? ¿Como los tiktoks? Algo parecido dijo rígidamente Seldon. Voltaire está a favor de... En esa época estaba a favor de la efervescencia humana. Juana estaba a favor de la Fe. Lo cual significaba... bien, tiktoks. No entiendo. Se consideraba que los tiktoks, o formas más elevadas de ellos, odian guiar a la humanidad. Seldon parecía incómodo. ¿Los tiktoks? exclamó despectivamente Marq. O... formas más elevadas. ¿Sobre eso debatían Voltaire y Juana hace ocho mil años? Entonces estaban fabricados para eso. ¿Quién ganó? Borraron el resultado. Creo que se convirtió en un tema irrelevante. No pudo fabricarse ninguna inteligencia artificial que pudiera guiar a la humanidad. Marq asintió. Tiene sentido. Las máquinas nunca serán tan listas como nosotros. Para tareas cotidianas, seguro, pero... Sugiero borrar el complejo de memoria encastrada dijo Seldon . Eso eliminará la capa que interfiere. Si usted cree... Sin embargo, no sé si podemos desconectar todos los enlaces que llevan a esos recuerdos. Estos simulacros usan invocación holográfica, así que está alojada... Para obtener los resultados que desea en este inminente debate, es crucial. También podría haber otras implicaciones. ¿Corno cuáles? Los historiadores podrían explorar simulacros como éstos en busca de datos perdidos acerca del pasado remoto. Querrían el acceso. Impídalo. Oh, seguro. No permitiríamos que los usara cualquiera. Seldon miró los cambiantes dibujos. Son complejos, ¿verdad? Mentes realmente profundas, subyoes interactuantes. No entiendo cómo la sensación de identidad permanece estable. ¿Cómo es posible que sus mentalidades no se desmoronen? Marq no podía seguirlo, pero respondió: Supongo que los antiguos conocían algunos trucos que ignoramos. Seldon asintió. Así parece. Aquí hay una idea posible... Se puso de pie y Marq se levantó. ¿No podría quedarse? Sé que Sybyl quisiera hablar...
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Lo lamento, debo irme. Cuestiones de estado. antes que Marq pudiera cerrar la boca.
Ah, bien, gracias por.. Seldon se fue
8 No deseo ver a ese esmirriado caballero de peluca. Se cree que es mejor que todos los demás le dijo la Doncella a la hechicera llamada Sybyl. Es cierto, pero... Prefiero la compañía de mis propias voces. Está muy prendado de ti dijo Madame la Sorciére. Eso me resulta difícil de creer. Aun así, Juana no pudo contener una sonrisa. Ah, pero es verdad. Le ha pedido a Marq, su recreador, una imagen totalmente nueva. Sabrás que vivió hasta los ochenta y cuatro años. Parece aún más viejo. La peluca, la cintilla lila y los pantalones de terciopelo le parecían ridículos en ese hombre tan seco. Marq decidió darle la apariencia que tenía a los cuarenta y dos. ¿Por qué no vas a verlo? La Doncella reflexionó. Monsieur Arouet sería mucho menos repulsivo si... ¿Monsieur tenía otro sastre cuando era joven? Eso podría arreglarse. No iré a la posada con esto. Alzó las cadenas, recordando el manto de piel que el rey le había puesto sobre los hombros al ser coronado en Ruán. Pensó en pedirlo, pero decidió lo contrario. Habían insistido mucho en ese manto durante el juicio, acusándola de amar el lujo por inspiración del demonio, aunque sólo había sentido tosca arpillera sobre la piel hasta el día en que compareció en la corte y conquistó al rey. Sus acusadores, había notado, usaban satén negro y terciopelo y apestaban a perfume. Haré lo que pueda prometió Madame la Sorciére , pero debes convenir en no decírselo a Monsieur Boker. Él no quiere que confraternices con el enemigo, pero creo que te hará bien. Aguzará tus aptitudes para el gran debate. Hubo una pausa caída, nubes blandas en que la Doncella sintió algo parecido a un desmayo. Cuando se recobró superficies frescas y duras, súbitas salpicaduras pardas y verdes se encontró de nuevo en Aux Deux Magots, rodeada por huéspedes que parecían ignorar su presencia. Seres con forma de armadura llevaban bandejas y despejaban las mesas. Buscó a Garçon y lo encontró mirando a la cocinera rubia, que fingía no verlo. La veneración de Garçon evocaba el modo en que la Doncella había mirado las estatuas de santa Catalina y santa Margarita, que habían renunciado a los hombres pero habían adoptado indumentaria masculina; suspendidas entre dos mundos, la pasión sagrada arriba, el ardor terrenal abajo. Igual que este lugar, con su rechinante jerga de números y máquinas, aunque ella sabía que era un claustro de espera en el Purgatorio, flotando entre los mundos. Reprimió una sonrisa cuando apareció Monsieur Arouet. Llevaba una peluca oscura sin empolvar, aunque aún parecía bastante mayor, la edad de su padre Jacques Dars, más de treinta años. Llevaba los hombros encorvados bajo el peso de muchos libros. Ella sólo había
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visto libros dos veces, durante sus juicios, y aunque no eran como ésos, se sobresaltó al recordar su poder. Alors dijo Monsieur Arouet, poniendo los libros delante de ella . Cuarenta y dos volúmenes, mis obras selectas. Incompletas pero... sonrió , por ahora tendrá que bastar. ¿Qué sucede? ¿Te burlas de mí? Sabes que no sé leer. Lo sé. Garçon 213 ADM te enseñará. No quiero aprender. Todos los libros nacen del demonio, excepto la Biblia. Monsieur Arouet alzó las manos y lanzó una retahíla de juramentos violentos, como los que usaban sus soldados cuando se olvidaban de que ella estaba cerca. Debes aprender a leer. El conocimiento es poder. El demonio debe conocer mucho dijo ella, cuidándose de que ninguna parte de esos libros la tocara. El exasperado Monsieur Arouet se volvió hacia la hechicera, que parecía estar sentada en una mesa cercana. !Vac! ¿No puedes enseñarle nada? Se volvió de nuevo hacia Juana . ¿Cómo apreciarás mi brillantez si ni siquiera sabes leer? No me interesa. ¡Ja! Si hubieras sabido leer, habrías confundido a esos idiotas que te enviaron a la hoguera. Todos hombres cultos. Como tú. No, pucellette, no como yo. En absoluto. Juana se apartó del libro que él le ofrecía como si fuera una serpiente. El sonriente Monsieur Arouet frotó el cuerpo de Juana y el de Garçon, que ahora estaba junto a la mesa, con el libro . Es inofensivo, ¿ves? El mal es a menudo invisible murmuró ella. Monsieur tiene razón le dijo Garçon . La mejor gente sabe leer. Si hubieras sido letrada dijo Monsieur Arouet , habrías sabido que tus inquisidores no tenían el menor derecho a juzgarte. Eras una prisionera de guerra, capturada en batalla. Tu captor inglés no tenía derecho a pedir que los inquisidores y académicos franceses hicieran examinar tus opiniones religiosas. Tú fingiste creer que tus voces eran divinas... ¡Que yo fingí! exclamó ella. Y él fingió creer que eran demoníacas. Los ingleses son demasiado tolerantes para quemar gente en la hoguera. Dejan esas formas de esparcimiento para nuestros compatriotas, los franceses. No tan tolerantes declaró la Doncella . Me entregaron al obispo de Beauvais, afirmando que yo era una bruja. Desvió los ojos para no enfrentar la mirada de él . Tal vez lo sea. Traicioné a mis voces. Voces de la conciencia, nada más. El pagano Sócrates también las oía. Todos las oyen. Pero es irracional sacrificar nuestras vidas por ellas, pues al destruirnos por ellas también las destruimos. Frunció los labios reflexivamente . Las personas de buena cuna las traicionan sin pensarlo dos veces. ¿Y nosotros, aquí? susurró Juana. Él entornó los ojos. ¿Te refieres a estas voces? ¿Los científicos? Son espectrales. 83
¿Como demonios? Pero hablan el lenguaje de la razón. Han creado una república del análisis. Eso dicen ellos. Pero nos han pedido que representemos aquello que no tienen. Tú crees que no tienen sangre. Voltaire torció la boca en sorprendida especulación. Creo que escuchamos a los mismos «científicos», así que nos someten a la misma prueba. Yo presto atención a voces como las de ellos dijo Voltaire a la defensiva . Yo, al menos, sé cuándo desechar consejos insensatos. Tal vez las voces de Monsieur sean suaves sugirió Garçon . En consecuencia, más fáciles de ignorar. Yo permití que ellos, hombres de la iglesia, me obligaran a admitir que mis voces eran del demonio dijo la Doncella , cuando yo sabía bien que eran divinas. ¿No es ése el acto de un demonio, de una bruja? ¡Escucha! Monsieur Arouet le cogió los brazos . No existen las brujas. Los únicos demonios de tu vida fueron los que te mandaron a la hoguera. Cerdos ignorantes. Salvo tu captor inglés, quien fingió creer que eras bruja para llevar a cabo un astuto plan político. Cuando ardieron tus ropas, sus sicarios sacaron tu cuerpo de la hoguera para mostrar a la multitud y a los inquisidores que eras una mujer que merecía su destino, pues entre otras cosas habías usurpado los privilegios de los hombres. ¡Basta, por favor! dijo Juana. Creía oler el hedor aceitoso del humo, aunque Monsieur Arouet había ordenado a Garçon que pusiera letreros de NO FUMAR en la posada. Abruptamente estaban dentro. La habitación oscilaba, giraba . El fuego jadeó . Sus lenguas... Suficiente dijo la hechicera . ¿No ves que la estás trastornando? ¡Basta! Pero Monsieur Arouet insistió. Examinaron tus partes pudendas cuando se quemaron tus ropas. ¿Lo sabías, verdad? Tal como habían hecho antes, para demostrar que eras la virgen que decías ser. Y tras satisfacer su lujuria en nombre de la santidad, te regresaron a la pira y quemaron tus huesos hasta hacerlos cenizas. Así fue como tus compatriotas retribuyeron tus servicios al rey, tus esfuerzos para que Francia siguiera siendo francesa. Y habiéndote incinerado, celebraron una audiencia, citaron el rumor de que tu corazón no se había consumido en la hoguera y se apresuraron a declararte heroína nacional, la salvadora de Francia. No me sorprendería que a estas alturas te hayan canonizado y te reverencien como una santa. En 1924 dijo la Sorciere. ¿Cómo sabría ese extraño número? ¿Conocimiento angélico? El despectivo exabrupto de Monsieur Arouet le chirriaba en los oídos. A ella no le sirvió de mucho le dijo Monsieur Arouet a la Sorciére. Esa fecha constaba en una nota declaró la Sorciére con vehemencia, en medio de su fáctica neutralidad . Aunque por cierto no tenemos coordenadas para saber qué significan los números. Ahora estamos en el 12.026 de la Era Galáctica. Lógicas flamígeras surcaban el aire crepitante. Vientos calientes borraban la muchedumbre de curiosos que rodeaban la hoguera. Fuego jadeó la Doncella. Aferrando el cuello de su cota de malla, huyó a la fresca sombra del olvido. Es hora urgió Voltaire a Madame la Scientiste, que colgaba ante él como un óleo animado. Él había escogido esta representación, pues la encontraba extrañamente tranquilizadora. 84
No te he ignorado adrede replicó ella con frialdad. ¿Cómo te atreves a volverme más lento sin mi consentimiento? VI, Marq y yo somos asediados por los reporteros. Nunca soñé que el gran debate sería el evento periodístico de la década. Todos quieren entrevistaros a ti y a Juana. Voltaire agitó la cinta color albaricoque que le ceñía la garganta. Rehúso que ellos me vean sin mi peluca empolvada. No dejaremos que te vean a ti ni a la Doncella. Pueden hablar con Marq. Él disfruta de esa atención y la sabe manejar. Dice que la difusión pública le ayudará en su carrera. Yo creo que deberíais consultarme ante decisiones tan importantes... Mira, vine en cuanto me llamó mi sec. Te puse en tiempo más lento para inspeccionar tu integración de patrones. Deberías agradecer que te conceda tiempo interior.. ¿Contemplación? resopló él. Es un modo de encararlo. No sabía que semejante cosa pudiera... concederse. Voltaire se encontraba en sus suntuosos aposentos de la corte de Federico el Grande, jugando al ajedrez con el fraile a quien empleaba para que le de jara ganar. Esto cuesta. Y el análisis coste beneficio muestra que sería mejor que ambos funcionarais juntos. ¿Sin soledad? Es imposible entablar una conversación racional con esa mujer. Le dio la espalda, para aumentar el efecto dramático. Había sido un buen actor. Así lo afirmaban los que le habían oído representar sus obras en la corte de Federico. Sabía reconocer una buena escena, y ésta tenía potencial dramático. Esas insulsas criaturas estaban poco habituadas a las ráfagas de emoción pura, modelada con arte. Libérate de él y te actualizaré dijo ella con voz más suave. Voltaire apuntó un dedo huesudo hacia el bondadoso fraile, el único religioso que había conocido a quien podía soportar. El hombre se marcho, cerrando con cuidado la puerta de roble tallado. Voltaire bebió un sorbo del fino jerez de Federico para aclararse la garganta. Quiero que liberes a la Doncella del recuerdo de su ordalía final. Entorpece nuestra conversación, tal como los obispos y funcionarios de estado entorpecen la publicación de trabajos inteligentes. Además... Voltaire hizo una pausa, incómodo al expresar sentimientos más blandos que la irritación . Además está sufriendo. No lo soporto. No creo... De paso, libérame del recuerdo de los once meses que pasé en la Bastilla. Y de mis frecuentes fugas de París... no de las fugas mismas, pues mis períodos de exilio constituyen la mayor parte de mi vida. Sólo borra las causas, no los efectos. Pues no sé... Él asestó un puñetazo contra una mesa de roble. ¡No puedo actuar sin ataduras si no me liberas de mis temores pasados! La simple lógica... ¿Desde cuándo la lógica es simple? No puedo «simplemente» componer mi lettre philosophique sobre la ridiculez de negar a los semejantes de Garçon 213 ADM los derechos del hombre sobre la base de que no tienen alma. Es un sujeto divertido, ¿no crees? Y por lo menos tan listo como una docena de curas que he conocido. ¿Acaso no habla? ¿No reacciona? ¿No desea? Está prendado de una cocinera humana. ¿No debería tener la facultad de buscar la 85
felicidad tan libremente como tú o yo? Si no tiene alma, entonces tú tampoco la tienes. Si tú tienes alma, sólo se puede inferir de tu conducta, y como podemos hacer la misma inferencia de la conducta de Garçon, también él la tiene. Me inclino a estar de acuerdo dijo Madame la Scientiste . Aunque desde luego las reacciones de 213—ADM son simulaciones. Las máquinas autoconscientes han sido legales durante milenios. —¡Eso es lo que deseo cambiar! —exclamó Voltaire. —¿Y en qué medida esa actitud deriva de programaciones sarkianas? —En nada. Los derechos del hombre... —No tienen por qué aplicarse a las máquinas. Voltaire frunció el ceño. —No puedo expresarme con plena libertad en estos delicados asuntos a menos que me liberes del recuerdo de lo que sufrí por expresar mis ideas. —Pero tu pasado es tu yo. Si no está completo e intacto... —Pamplinas. La verdad es que nunca osé expresarme libremente en muchos asuntos. Piensa, por ejemplo, en Pascal, un puritano que odiaba la vida, con sus ideas sobre el pecado original, los milagros y muchos otros disparates. No me atreví a decir lo que realmente pensaba. Siempre tenía que calcular cuánto pagaría por cada ataque contra las convenciones y la estupidez tradicional. Madame la Scientiste frunció atractivamente los labios. —Supongo que hiciste bien. Eras famoso. No conocemos tu historia, ni siquiera tu mundo, pero por tus recuerdos puedo advertir.. —¡Y la Doncella! Ella está más distorsionada que yo. Pagó el máximo precio por sus convicciones. La crucifixión no pudo ser peor de lo que ella sufrió en la hoguera. Si enciendes una buena pipa, como es mi costumbre, delante de ella pone los ojos en blanco. —Pero eso es crucial para su personalidad. —Las indagaciones racionales no pueden realizarse en una atmósfera de temor e intimidación. Si nuestro debate ha de ser justo, te imploro que nos liberes de estos temores que nos impiden decir nuestra opinión y alentar a otros a decir la suya. De lo contrario, este debate será como una carrera donde los corredores llevan ladrillos atados a las pantorrillas. Madame la Scientiste no respondió de inmediato. —Me gustaría ayudar, pero no sé si podré. Voltaire resopló con desdén. —Conozco lo suficiente sobre tus procedimientos como para saber que puedes satisfacer mi solicitud. —Eso no plantea problemas, es verdad. Pero no dispongo de libertad moral para manipular el programa de la Doncella a mi antojo. Voltaire se puso rígido. —Comprendo que Madame tiene mi filosofía en baja estima, pero sin duda... —¡En absoluto! ¡Yo te admiro! Tienes una mente moderna, y desde las honduras del oscuro pasado... Es asombroso, ojalá el Imperio tuviera hombres como tú. Pero tu punto de vista, aunque sea válido en sí mismo, es limitado por aquello que excluye y no puede encarar. —¿Mi filosofía? Lo abraza todo, es una visión universal... —Además, trabajo para Artificios Asociados y los Preservadores, para el señor Boker. La ética me obliga a darles la Doncella que ellos quieren. No podré borrar el martirio de la 86
Doncella de su memoria a menos que pueda convencerlos de ello. Y Marq tendría que obtener autorización de la compañía y de los Escépticos para borrar la tuya. Te aseguro que le encantaría. Es más probable obtener el consentimiento de sus Escépticos que el de mis Preservadores. Te daría una ventaja. —Concuerdo contigo —concedió Voltaire—. Aliviarme de mis cargas sin liberar a la Doncella de las suyas no sería ético ni racional. Ni Locke ni Newton lo aprobarían. Madame la Scientiste no respondió de inmediato. —Hablaré con mi jefe y con Monsieur Boker —dijo al fin—. Pero yo que tú no contendría el aliento aferrándome a esa esperanza. Voltaire sonrió arteramente. —Madame olvida que no tengo aliento que contener. 10 El icono que parpadeaba en el tablero de Marq se quedó fijo cuando él entró en su oficina. Eso significaba que Sybyl debía haber respondido en la suya. Marq sintió suspicacia. Habían acordado no hablar a solas con la recreación del otro, aunque cada cual había dado al otro la programación necesaria para hacerlo. La Doncella nunca iniciaba la comunicación, lo cual significaba que la llamada era de Voltaire. ¿Cómo se atrevía Sybyl a empezar sin él? Salió airadamente de la oficina, dispuesto a enrostrarles a Sybyl y Voltaire lo que pensaba de esa conspiración a sus espaldas. Pero en el corredor lo asediaron las cámaras, los periodistas y los reporteros. Tardó quince minutos en irrumpir en la oficina de Sybyl, donde la sorprendió en cómoda charla con Voltaire. Lo había empequeñecido, reduciéndolo a escala humana. —¡Rompiste el pacto! —protestó Marq—. ¿Qué estás haciendo? ¿Tratando de aprovechar que está enamorado de esa esquizofrénica para que fracase en el debate? Sybyl tenía la cabeza hundida entre las manos. La irguió con ojos empapados de lágrimas. Marq sintió que algo se tambaleaba en él, pero optó por ignorarlo. Sybyl le sopló un beso a Voltaire antes de petrificarlo. —Nunca creí que te rebajarías a esto. —¿A qué? —Sybyl recobró la compostura e irguió la mandíbula—. ¿Qué se te ha metido en la cabeza, aparte de tus temores de costumbre? —¿A qué venía todo esto? Una vez que oyó las explicaciones, Marq regresó a su oficina y activó a Voltaire. Antes de que la imagen terminara de formarse, le gritó: —¡La respuesta es no! —Sin duda me convencerás con un complejo silogismo —ironizó Voltaire. Marq tuvo que admitir que el simulacro manejaba con aplomo los bruscos saltos y desapariciones en su marco espacial. —Mira —dijo con más calma—. Quiero que la Rosa de Francia se marchite en su armadura el día del debate. Recordará su juicio, se pondrá a balbucir disparates y revelará al planeta que la Fe sin Razón es inconducente. Voltaire pateó el suelo.
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— ¡Merde alors! ¡No estoy de acuerdo! Olvídate de mi, pero insisto en que borres de la memoria de la Doncella sus horas finales, para que el temor a la represalia no estorbe su razonamiento, como a menudo me sucedió a mí. —Imposible. Boker quería la Fe, y la tendrá en forma pura. —¡Pamplinas! Además exijo que me permitas visitarla a ella y a ese tío raro mais charmant, Garçon, en el café... a voluntad. Nunca he conocido seres como ellos, y ahora son la única compañía que tengo. «¿Qué hay de mí?», pensó Marq. Aparte de la necesidad de mantener la simulación en línea, admiraba a ese sujeto esmirriado. Era un intelecto potente y arrollador, pero además su personalidad rebosaba de energía. Voltaire había vivido en una época de ascenso. Marq le envidiaba eso, quería ser su amigo. «¿Qué hay de mí?» Pero en cambio dijo: —Supongo que has pensado que el perdedor del debate quedará condenado a la extinción. Voltaire pestañeó sin inmutarse. —No puedes engañarme —dijo Marq—. Sé que deseas algo más que una inmortalidad intelectual. —¿De veras? —Eso ya lo tienes. Has sido recreado. —Te aseguro que mi definición de la vida abarca algo más que convertirse en un patrón numérico. Eso molestó a Marq, pero lo dejó pasar por el momento. —Recuerda que puedo leer tu espacio de memoria. Sé que una vez, cuando estabas bien entrado en años, sin ser obligado por tu padre y por propia voluntad, recibiste la comunión en Pascua. —¡Ah, pero al final la rechacé! ¡Sólo quería que me dejaran morir en paz! —Permíteme citar tu famoso poema sobre el terremoto de Lisboa. Parte del espacio de memoria auxiliar: Triste es el presente si ningún futuro estado, ningún lauro dichoso aguardan los mortales, si el hado condena al ser pensante a perder la existencia en muda tumba. Voltaire trastabilló. —Es verdad, yo dije eso... ¡y con cuánta elocuencia! Pero todos los que disfrutan de la vida añoran prolongarla. —Tu única oportunidad de un «futuro estado» consiste en ganar el debate. Borrar el recuerdo de la hoguera de la memoria de la Doncella atenta contra tus intereses... y todos sabemos que siempre supiste defenderlos. Voltaire frunció el ceño. Marq miró los índices de su pantalla lateral. Las fluctuaciones de estado básico permanecían contenidas pero el paquete estaba creciendo, un cilindro naranja que engordaba en el espacio 3D, ondeando bajo la presión de oscilantes marañas interiores. Agentes emocionales intercambiando datos a alta velocidad, indicando la aproximación de un punto culminante. Marq acarició un teclado. Era tentador hacer creer al simulacro lo que Marq quería, pero eso sería engorroso. Tendría que integrar el cúmulo de ideas con toda la personalidad. La autosíntesis funcionaba mucho mejor. Pero sólo se podía inducir, no forzar. Marq notó que el ánimo de Voltaire se ensombrecía, aunque el rostro —detenido en movimiento lento— sólo mostraba una mirada cavilosa. Marq había tardado años en aprender que tanto las personas como los simulacros podían enmascarar muy bien sus emociones. 88
Una pizca de humor, tal vez. Volvió a acelerarlo. —Si me pones en aprietos, amigo, le daré ese insidioso poema que escribiste sobre ella. palabra. —¿La Pucelle? ¡No harías eso! —Claro que sí. Tendrás suerte si alguna vez vuelve a dirigirte la Una sonrisa artera. —Olvidas que la Doncella no sabe leer. —Veré de que aprenda. Mejor aún, se lo leeré yo mismo. Será analfabeta, pero no es sorda. Voltaire lo fulminó con la mirada. —Entre Escila y Caribdis... —murmuró. ¿Qué planeaba esa mente filosa como un escalpelo? Se estaba integrando a ese mundo digital con mayor celeridad que ningún simulacro que Marq hubiera conocido. Al concluir el debate, Marq se proponía descomponer esa mente y estudiar de nuevo sus características, poner sus configuraciones bajo el microscopio. Y además estaba ese extraño —recuerdo de ocho mil años atrás, que había provocado esa evasiva reacción de Seldon. —Prometo escribir la lettre si me permites verla una vez más. A cambio, jurarás que ni siquiera le mencionarás La Pucelle a la Doncella. —No intentes engañarme —advirtió Marq—. Observaré cada uno de tus movimientos. —Como quieras. Marq devolvió a Voltaire al café, donde esperaban Juana y Garçon 213—ADM, ejecutando sus introspecciones. En cuanto los hubo convocado, lo distrajo un golpe en la puerta. Nim. —¿ Kaff ? —Seguro. —Marq miró de nuevo la simulación del café Aux Deux agots. Que charlaran un rato. Cuanto más supiera Voltaire, más agudo estaría después—. ¿Tienes una pizca de ese sensopolvo? Ha sido un día durísimo. 11 —Vuestros pedidos —dijo Garçon 213—ADM con un ademán grácil. Le costaba seguir la conversación entre la Doncella y Monsieur, acerca de si las criaturas como él poseían un alma. Monsieur parecía creer que nadie tenía alma, lo cual exasperaba a la Doncella. Discutían con tanto apasionamiento que no notaron la desaparición de la presencia fantasmagórica que habitualmente los observaba, un «programador» de este espacio. Ésa era la oportunidad de Garçon para implorar a Monsieur que interviniera a su favor y pidiera a sus amos humanos que le dieran un nombre. 213—ADM era sólo un código para mecs: el 2 identificaba su función de camarero, el 13 lo situaba en ese sector, y ADM representaba Aux Deux Magots. Sin duda le resultaría más fácil conquistar a la rubia cocinera si le daban un nombre humano. —Monsieur, Madame. Vuestros pedidos, por favor. —¿De qué sirve pedir? —rugió Monsieur. Garçon observó que la paciencia no mejoraba con la cultura—. ¡No podemos saborear nada! Garçon hizo un gesto comprensivo con dos de sus cuatro manos. No tenía experiencia de los sentidos humanos excepto la vista, el sonido y un tacto rudimentario, los necesarios para
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cumplir con su tarea. Habría dado cualquier cosa por saborear y sentir, pues los humanos parecían obtener mucho placer de ello. La Doncella miró el menú y, cambiando de tema, dijo: —Pediré lo de costumbre. Un trozo de pan. Para variar, pediré una baguette de masa fermentada. —¡Masa fermentada! —repitió Monsieur. —Y un poco de champán para remojarla. Monsieur sacudió la cabeza como para calmarse. —Te felicito, Garçon, por haber enseñado a la Doncella a leer el menú. —Madame la Scientiste lo permitió —dijo Garçon. No quería problemas con sus amos humanos, que en cualquier momento podían desenchufarlo. Monsieur agitó una mano despectiva. —Ella se obsesiona con los detalles. No sobreviviría sola en Paris, y mucho menos en una corte real. Marq, en cambio, llegará lejos. La inescrupulosidad es el lubricante favorito de la fortuna. Por cierto yo no pasé de la indigencia a ser uno de los ciudadanos más acaudalados de Francia confundiendo los ideales con los escrúpulos. —¿Monsieur ha decidido qué pedirá? —preguntó Garçon. —Sí. Debes instruir a la Doncella en textos más avanzados para que ella pueda leer mi poema sobre la filosofía newtoniana, junto con todas mis cartas filosóficas. Su razonamiento debe equipararse, en lo posible, con el mío. —Y con una sonrisa presuntuosa añadió—: Aunque pocos podrían equipararse. —Tu modestia sólo está a la par de tu ingenio —dijo la Doncella arrancando a Monsieur una risotada. Garçon sacudió la cabeza con aflicción. —Me temo que eso no será posible. No puedo instruir a nadie sal— a, vo en frases sencillas. Mi dominio del idioma sólo me permite comprender un menú. Me honra el deseo de Monsieur de que yo me eleve en mi posición. Pero aunque la oportunidad llame, yo y los de mi especie, limitados para siempre a los niveles más bajos de la sociedad, no podemos atender la puerta. —Las clases bajas deben conservar su sitio afirmó Voltaire— Pero haré una excepción en tu caso. Pareces ambicioso. ¿Lo eres? Garçon miró a la cocinera rubia. —La ambición no es apropiada para alguien de mi rango. —¿Qué serías, pues? ¿Si pudieras ser lo que quisieras? Garçon sabía que la cocinera pasaba sus tres días semanales libres —él trabajaba siete días por semana— en los corredores del Louvre. —Un guía mec en el Louvre —dijo—. Suficientemente listo y con tiempo suficiente para cortejar a una mujer que apenas sabe que existo. —Encontraré una manera de... ¿cómo lo llaman? —Bajarlo, descargarlo —sugirió la Doncella. — ¡Mon Dieu! —exclamó Monsieur—. Ya puede leer tanto como tú. Mas no permitiré que su ingenio supere el mío. ¡Qué va, eso sería ir demasiado lejos! 12
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Marq aspiró con la nariz y esperó a que su cuerpo reaccionara. — ¿Tan malo ha sido? —Nim pidió otra ronda al camarero mec de Chapoteos y Olfateos. —Voltaire —gruñó Marq. Llegó a la cima del estímulo, y su mente se aguzó al tiempo que se volvía más perezosa. Nunca había comprendido esta paradoja—. Se supone que es mi criatura, pero a veces parece que fuera lo contrario. —Es un puñado de números. —Claro, pero... Una vez eché un vistazo al agente subconsciente de formación de frases, y estaba generando oraciones como «La voluntad es alma». Material de mantenimiento de autoimagen, supongo. —Podría ser filosofía. —Sin duda él tiene voluntad. ¿He creado un ser con alma? —Error de categoría. Estás abstrayendo «alma» a partir de agentes. Es como tratar de ir de los átomos a las vacas en un solo salto. —Es la clase de salto que hace el simulacro. —Si quieres entender una vaca, no buscas átomos de vaca. —Correcto, buscas la «propiedad emergente»... teoría estándar. —Este simulacro es predecible, amigo. Recuérdalo. Modélalo hasta que no contenga elementos no lineales que no puedas delimitar. Marq asintió. —Él es... diferente, muy poderoso. —Por alguna razón efectuaron el simulacro, allá en la Edad Oscura. ¿Esperabas a un inepto? ¿Alguien que no te causara problemas? Tú representas la autoridad... y él la combatió toda su vida. Marq se pasó los dedos por el cabello ondulado. —Claro, si descubro una constelación no lineal que no pueda eliminar.. —Llámala voluntad o alma, y bórrala. —Nim dio un puñetazo en la mesa, sobresaltando a una mujer que estaba cerca. Marq lo miró con burlón escepticismo. —El sistema no es totalmente predecible. —Entonces activa un detector de patrones. Vuelve sobre sus rastros. Inserta subagentes, maniata toda personalidad que no puedas manejar. Oye, tú inventaste esos algoritmos de constreñimiento cognitivo. Tú eres el mejor. Marq asintió. «¿Y si es como diseccionar un cerebro en busca de la conciencia?» Inhaló profundamente y exhaló hacia el cielo raso curvo, donde se proyectaba un espectáculo insulso, quizá dirigido a los que estaban idiotizados por completo. —De todos modos, no es sólo él. —Marq miró a Nim a los ojos—. Arreglé la oficina de Sybyl. Espío sus encuentros con Boker. Nim le palmeó el hombro. —Te felicito. Marq rió. «Un amigo no te abandona aunque estés en medio de una tormenta de estupidez.» —Eso no es todo. Nim se inclinó hacia él con infantil curiosidad. —Creo que fui demasiado lejos —dijo Marq. —¡Te han pillado! 91
—No, no. Ya sabes cómo es Sybyl. Ella no sospecha intrigas de sus enemigos, mucho menos de sus amigos. —Maniobrar no es su fuerte. —Tampoco creo que sea el mío —dijo Marq. —Mmm. —Nim lo miró arteramente, con ojos entornados—. ¿Y qué más hiciste? Marq suspiró. —Actualicé a Voltaire. Le di programas de referencias cruzadas para dominar sus conflictos profundos, para ayudarle a conciliarse con ellos. Nim lo miró sorprendido. —Arriesgado. —Quería ver qué podía hacer una mente como la suya. ¿Cuándo tendré otra oportunidad? —¿Pero cómo te hace sentir? Marq palmeó el hombro de Nim para ocultar su embarazo. —Pésimamente. Sybyl y yo convinimos en no hacerlo. —La Fe no necesita ser demasiado lista. —Yo también pensé en esa excusa. —¿Qué piensa ese tío Seldon de todo esto? —No se lo hemos dicho. —Ah. —Él lo prefiere así. No se ensucia las manos. Nim asintió. —Mira, amigo, ya lo has hecho. ¿Cómo lo tomó el simulacro? —Lo conmocionó. Grandes oscilaciones en las redes neurales. —¿Pero se encuentra bien? —Así parece. Creo que se ha reintegrado. —¿Lo sabe tu cliente? —Sí. Los Escépticos están a favor de ello. No preveo problemas en eso. —Estás haciendo auténtica investigación con esto —dijo Nim—. Es bueno para la especialidad. Importante. —¿Entonces por qué tengo ganas de inhalar a más no poder? —Señaló con el pulgar la estúpida película del cielo raso—. ¿Para recostarme y creer que esa bazofia es sensacional? 13 —Ahora presta atención —dijo Voltaire cuando el científico respondió a su llamada—. Y mucha. Se aclaró la garganta, extendió los brazos y se dispuso a declamar los brillantes argumentos que había formulado en otra lettre. El científico entornaba los ojos con rostro pálido. Voltaire se irritó. —¿No quieres escuchar? —Resaca. —¿Habéis descubierto una teoría general que explica por qué el universo es tan vasto, por qué es el único posible, por qué sus fuerzas son exactas... y no tenéis cura para la resaca? 92
—No es mi especialidad —dijo él de mal humor—. Pregúntale a un físico. Voltaire entrechocó los talones, se inclinó a la manera prusiana que había aprendido en la corte de Federico el Grande (aunque siempre mascullaba «Marionetas alemanas” cuando lo hacía). —La postulación de la existencia de un alma depende de la idea de un yo fijo e inmutable. Ninguna prueba respalda la noción de un yo fijo, una entidad o ego esencial que exista más allá de cada individuo... —Es cierto —dijo el científico—. Aunque raro, viniendo de ti. —¡No interrumpas! Ahora bien, ¿cómo podemos explicar la persistente ilusión de un yo o alma fijo? A través de cinco funciones, que son procesos conceptuales y no elementos fijos. Primero, todos los seres poseen cualidades físicas, materiales, las cuales cambian tan lentamente que parecen ser fijas, aunque en realidad están en flujo material constante. —Se supone que el alma sobrevive a esas cualidades. —El científico se pellizcó la nariz con el pulgar y el índice. —Sin interrupciones. Segundo, existe la ilusión de una constitución emocional fija, cuando en realidad los sentimientos, como señaló incluso ese tosco dramaturgo, Shakespeare, son tan inconstantes como las fases de la luna. También ellos están en flujo constante, aunque sin duda estos movimientos, al igual que las fases lunares, obedecen a leyes físicas. —Oye, espera. Eso que comentaste antes sobre la teoría del universo... ¿sabíais eso en la Edad Oscura? —Lo deduje a partir de los suplementos que me diste. El hombre parpadeó, obviamente impresionado. —Yo no había previsto... Voltaire contuvo su irritación. Cualquier público, incluso uno que insistiera en participar, era mejor que ninguno. Que ese tío comprendiera las implicaciones de sus propios actos, a su debido tiempo. —Tercero, la percepción. Los sentidos, cuando los examinamos, también resultan ser procesos en movimiento constante, nunca fijos. —El alma... —¡Cuarto! —Voltaire estaba resuelto a ignorar las interpolaciones triviales—. Todos tienen hábitos que han desarrollado con los años. Pero también éstos están constituidos por acciones en constante flujo. A pesar de la apariencia de repetición, aquí no hay nada fijo ni inmutable. —La gran teoría universal... tuviste acceso a ello, ¿verdad? ¿Cómo descifraste los archivos? Yo no te di... —¡Por último, el fenómeno de la conciencia, la presunta alma! Según creen los curas y los tontos, lo cual viene a ser lo mismo, es separable de los cuatro fenómenos que he nombrado. Pero la conciencia misma exhibe características de movimiento fluido, al igual que los otros cuatro. Estas cinco funciones se agrupan y reagrupan continuamente. El cuerpo fluye sin cesar, como todo lo demás. La permanencia es una ilusión. Heráclito estaba en lo cierto. No podemos bañarnos dos veces en el mismo río. El hombre con resaca a quien le hablo ahora... —Hizo una pausa—. Bien, no es el mismo hombre con resaca a quien le hablo ahora. Todo es disolución y decadencia... El científico carraspeó y gruñó. —Totalmente cierto.
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—Y todo es crecimiento y floración. La conciencia no se puede separar de su contenido. Somos pura acción. No hay hacedor. El bailarín no se puede separar de la danza. La ciencia posterior a mi época confirma esta perspectiva. Mirado de cerca, el átomo mismo desaparece. En rigor, no hay átomo. Sólo hay aquello que el átomo hace. La función es todo. Ergo, no existe esa entidad fija y absoluta comúnmente conocida como alma. —Es curioso que tú hayas sacado el tema —dijo el científico, mirando significativamente a Voltaire. Voltaire desechó la observación. —Como incluso las inteligencias artificiales rudimentarias como Garçon presentan todas las características funcionales que acabo de mencionar, e incluso un grado de conciencia, es irracional privarlos de los derechos de que disfrutamos, aunque se permitan, naturalmente, las diferencias de clase. Como en esta época distante los granjeros, los tenderos y los fabricantes de pelucas gozan de iguales derechos que los duques y los condes, es irracional privar de tales derechos a seres como Garçon. —Si no hay alma, tampoco hay reencarnación del alma, ¿verdad? —Estimado amigo, nacer dos veces no es más raro que nacer una. Esto sorprendió al científico. , —¿Pero qué se reencarna? ¿Qué es lo que cruza de una vida a la otra si no hay un yo fijo y absoluto, si no hay alma? Voltaire hizo una anotación en el margen de su lettre. —Si tú memorizas mis poemas, algo que te exhorto a hacer para tu propio esclarecimiento, ¿ellos pierden algo que tú ganes? Si enciendes una vela con la llama de otra, ¿qué es lo que se transfiere? En una carrera de postas, ¿un corredor le cede algo al otro? Su posición en la pista, nada más. —Voltaire hizo una pausa dramática—. Bien, ¿qué opinas? El científico se aferró la dolorida cabeza. —Creo que ganarás el debate. Voltaire consideró que era el momento de presentar su solicitud. —Pero para asegurar mi victoria, debo componer otra lettre, más técnica, destinada a los que confunden los símbolos verbales con la mera retórica, con palabras hueras. —Hazlo. —Para eso necesitaré tu ayuda. —La tienes. Voltaire sonrió con una expresión de conmovedora sinceridad, que por cierto era totalmente falsa. —Debes darme todo lo que sepas sobre métodos de simulación. —¿Qué? ¿Por qué? —Esto no sólo te ahorrará una inmensa labor. Me permitirá escribir una lettre técnica, destinada a convertir a los especialistas y expertos a nuestro punto de vista. Mucho más que los del sector de Junin. Todo Trantor, y luego toda la galaxia, deben convertirse... De lo contrario los reaccionarios contraatacarán y aplastarán tu presunto renacimiento. —Nunca podrás entender la matemática... —Te recuerdo que yo llevé a Francia los cálculos newtonianos. Dame las herramientas. Aferrándose las sienes, el científico se desplomó sobre el tablero de control con un gemido. —Sólo si prometes no llamarme en por lo menos diez horas.
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—Mais ouis —dijo Voltaire con una sonrisa taimada—. Monsieur necesita tiempo para... ¿cómo es vuestra expresión? Para dormir la mona. 14 Sybyl esperó nerviosamente su turno en el orden del día de la reunión ejecutiva de Artificios Asociados. Se sentó frente a Marq, sin aportar nada a la deliberación, mientras sus colegas y superiores discutían varios aspectos de las operaciones de la compañía. Tenía la cabeza en otra parte, pero no tanto como para no fijarse en el vello rizado del dorso de las manos de Marq, y en la vena que palpitaba —música sensual en su cuello. Mientras el presidente de Artificios Asociados se deshacía de todos los que no participaban directamente en el proyecto Preservadores—Escépticos, Sybyl reunió las notas que había preparado para presentar su caso. Entre los presentes, sabía que sólo podía contar con el respaldo de Marq. Pero confiaba que ello induciría a los demás a aprobar su propuesta. El día anterior había informado al comité de proyectos especiales, por primera vez, que la Doncella había roto su patrón de reclusión. Ella iniciaba el contacto en vez de esperar a que la llamara, superando su renuencia habitual. Juana se había perturbado al enterarse por «Monsieur Arouet» de que debía derrotarlo en lo que ella llamaba «el juicio», o bien ser remitida nuevamente al olvido. Cuando Sybyl admitió que esto podía ocurrir, la Doncella se convenció de que la arrojarían nuevamente «al fuego». Desorientada y confundida, rogó a Sybyl que le permitiera retirarse, consultar a sus «voces». Sybyl le había brindado trasfondos de imágenes de reposo: bosques, campos, arroyos cantarines. Buscó recuerdos vestigiales como los que había mencionado Marq, sobre un debate de ocho mil años atrás. Juana llevaba huellas, pequeños fragmentos que alguien había pasado por alto en un borrador previo. Juana identificaba la Fe con algo llamado «robots». Al parecer eran figuras míticas que guiarían a la humanidad, quizá deidades. Horas después Juana había emergido de su paisaje interior. Solicitaba capacidad de lectura de alto nivel para competir con su «inquisidor» en pie de igualdad. —Le expliqué que no podía modificar— su programación sin consentimiento de este comité. —¿Qué hay de su cliente? —preguntó el presidente. —Monsieur Boker descubrió que Voltaire será el rival en el debate. No me dijo cómo lo averiguó, pero sospecho una filtración de la prensa. Ahora él amenaza con echarse atrás a menos que le dé datos y aptitudes adicionales. —¿Y Seldon? —Él no ha dicho nada. Sólo quiere asegurarse de no estar implicado. —¿Sabe Boker que nosotros manejamos a Voltaire para los Escépticos así como manejamos a Juana para él? Sybyl negó con la cabeza. —Gracias al cosmos —dijo el ejecutivo de proyectos especiales. —¿Marq? —preguntó el presidente, enarcando las cejas. Como una vez Marq había sugerido las mismas medidas que ahora proponía Sybyl, ella suponía que daría su apoyo. Quedó anonadada ante la respuesta. 95
—Me opongo. Ambas partes quieren un duelo verbal entre la fe intuitiva y la razón inductivo—deductiva. Si actualizamos a la Doncella, sólo crearemos confusión. —¡Marq! exclamó Sybyl. Siguió una acalorada discusión. Marq planteó una objeción tras otra a los que favorecían la idea. Excepto a Sybyl, cuya mirada evitaba cuidadosamente. Cuando fue evidente que no se llegaría a un consenso, el presidente decidió a favor de Sybyl. Sybyl decidió aprovechar su ventaja. —También quisiera autorización para borrar de la programación de la Doncella el recuerdo de su muerte en la hoguera. Su temor a ser sentenciada nuevamente a un destino similar le impide abogar por la Fe tan libremente como si ese recuerdo no oscureciera sus pensamientos. —Objeción —dijo Marq—. El martirio es el único modo en que una persona puede volverse famosa sin habilidad. La Doncella que no sufrió el martirio por sus creencias no es la Doncella de la prehistoria. —¡Pero nosotros no conocemos esa historia! —replicó Sybyl—. Estos simulacros son de la Edad Oscura. Su trauma... —Borrar el recuerdo de esa experiencia sería como... bien, pensemos en algunas leyendas de la prehistoria. —Marq extendió las manos—. Incluso sus religiones. Sería como recrear a Cristo, esa antigua deidad, sin la crucifixión. Sybyl lo miró de hito en hito, pero Marq se dirigía al presidente como si ella no existiera. —,Nuestros clientes los quieren intactos... —Estoy dispuesta a permitir que Voltaire quede libre del recuerdo de todo lo que sufrió a manos de las autoridades —respondió Sybyl. —Yo no —dijo Marq—. Voltaire sin su reto a la autoridad no sería Voltaire. Sybyl dejó que los otros miembros del comité discutieran sobre ello, desconcertada por el incomprensible cambio de Marq. Todo transcurrió como un sueño. Al fin acató la decisión de sus superiores, una solución intermedia, porque no tenía más remedio. El banco de información de la Doncella sería actualizado, pero no se le permitiría olvidar su espantosa muerte. Tampoco se permitiría que Voltaire olvidara el temor constante a las represalias de la Iglesia y del Estado, en esa era antigua y oscura. —Quiero recordarles que pisamos un terreno muy resbaladizo —señaló el presidente—. Estos simulacros son tabú. Hay elementos de¡ sector Junin que nos ofrecieron una gran bonificación por atrevernos a intentar esto, y hemos tenido éxito. Pero corremos riesgos, grandes riesgos. Cuando se iban de la sala de conferencias, Sybyl le susurró a Marq: —Te traes algo entre manos. Él parecía ausente. —Investigación. Ya sabes, es cuando trabajas duro pero no sabes adónde vas. Siguió caminando distraídamente, mientras ella lo miraba boquiabierta. ¿Cómo interpretar a ese hombre? 15 Indiferente a la presencia de la Sorciére, la Doncella permanecía en su celda con los ojos cerrados. Voces conflictivas resonaban en su cabeza.
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El ruido era como el estrépito de la batalla, caótico y feroz. Pero si escuchaba atentamente, negándose a permitir que su espíritu inmortal se desprendiera de su carne mortal, una divina polifonía le mostraba el rumbo correcto. El arcángel Miguel, santa Catalina y santa Margarita —cuyas voces oía con frecuencia— reaccionaban con violencia ante su involuntario dominio de las obras completas de Monsieur Arouet. Para Miguel resultaban particularmente ofensivos los Elementos de Newton, cuya filosofía consideraba incompatible con la de la Iglesia, más aún, con su propia existencia. La Doncella no estaba tan segura. Para su sorpresa, hallaba cierta poesía y armonía en las ecuaciones que demostraban —si tal demostración era necesaria— la insuperable realidad del Creador, cuyas leyes físicas podían ser comprensibles aunque sus propósitos fueran insondables. El modo en que ella aprehendía esas bellezas era misterioso. Veía el cálculo de la fuerza y del movimiento, la danza de los mundos. Como los caballeros y damas de la corte, la materia inerte bailaba su gavota divinamente orquestada. Captaba estas cosas con todo su ser, directamente, como transida de intuición divina. La belleza surgía desde el aire. ¿Cómo no pensar en percepciones sublimes? Esa divina invasión tenía que ser sagrada. El hecho de que llegara como una inundación de recuerdos, habilidades, asociaciones, sólo demostraba que era enviada por el cielo. La Sorcíére murmuró algo sobre archivos informáticos y subagentes, pero eran sortilegios, no verdades. Mucho más ofensivo que estos nuevos conocimientos era el hecho de que su autor fuera inglés. —La Henriade —le dijo a Miguel, citando otra obra de Monsieur Arouet— es más repulsiva que los Elementos. ¿Cómo se atreve Monsieur Arouet, que tiene la arrogancia de usar el falso nombre de Voltaire, a sostener que en Inglaterra la razón es libre, mientras que en nuestra amada Francia está encadenada a la oscura imaginación de sacerdotes absolutistas? ¿No fueron los jesuitas quienes enseñaron a este inquisidor a razonar? Pero lo que más exasperaba a la Doncella y le hacía tironear de sus cadenas —hasta que la Sorciére, preocupada por su seguridad, liberó sus tobillos y muñecas magulladas— era ese procaz poema sobre ella, impreso ilegalmente. ¡Versos canallescos! En cuanto tuvo la certeza de que sus voces se habían retirado, mostró un ejemplar de La Pucelle a la hechicera, temiendo que alguien obligara a las castas Catalina y Margarita —que por el momento habían desaparecido, pero sin duda regresarían— a leer esas procacidades. Ambas santas ya le habían reprochado sus pueriles especulaciones acerca de los atractivos que podría tener Monsieur Arouet —«¿en qué estaba pensando? »— en caso de que se quitara esa ridícula peluca y sus cintas lilas. —¿Cómo se atreve Monsieur Arouet a describirme de este modo? —protestó, sabiendo muy bien que su empecinamiento en no llamarlo Voltaire lo exasperaba—. Añade nueve años a mi edad, sostiene que mis voces son puras mentiras. Y difama a Baudricourt, quien me permitió exponer ante el rey mi visión acerca de él y de Francia. Concedo que sea autor de obras de prédica y calumnias írreverentes contra los fieles, como el Cándido, pero este insufrible pedante se hace llamar historiador. Si sus demás trabajos históricos son tan veraces como éste, ellos y no mi cuerpo merecen el fuego. . La Sorciére palideció ante esta amonestación. Esas personas —si eran personas, en ese bizantino y nuboso Purgatorio— no compartían la auténtica pasión del Propósito divino. Juana se irguió sobre la mujer con cierto deleite.
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—La mecánica sabiduría de Newton presenta una estimulante visión de las leyes de la Creación —tronó Juana—, pero la obra histórica de Voltaire es producto de su imaginación, compuesta de bilis y resentimiento. Irguió el brazo derecho en el mismo gesto que usaba para conducir a sus soldados y los caballeros de Francia a la batalla contra el rey inglés y sus secuaces. Ahora veía con claridad que Monsieur Arouet de Voltaire era uno de ellos. La femme inspiratrice, una guerrera que detestaba la matanza, ahora juraba una guerra total contra todo eso. —Contra —jadeó exasperada— este advenedizo y burgués nuevo rico, mimado por los aristócratas, que nunca ha padecido penuria ni necesidad, y cree que los caballos nacen con los carruajes puestos. —¡Destrúyelo! —exclamó la Sorciére, contagiada con el fuego de la Doncella—. ¡Eso es lo que deseamos! —¿Dónde está? —preguntó la Doncella—. ¿Dónde está ese superficial charco de pissoir? Lo ahogaré en la hondura de mis sufrimientos. Extrañamente, la Sorciére parecía complacida con todo esto, como si concordara con algún designio propio. 16 Voltaire graznó de satisfacción. El café apareció, cobrando luminosa realidad, independiente del consentimiento o conocimiento de sus amos humanos. «Subrutina ejecutada», le aseguró una voz menuda. Hizo aparecer y reaparecer el café tres veces más, para asegurarse de que dominaba la técnica. Qué necios eran esos funcionarios al pensar que podrían someter al gran Voltaire a su voluntad. Pero ahora venía la auténtica prueba, el intrincado procedimiento que haría aflorar a la Doncella en todo su enigma femenino, un enigma que estaba dispuesto a desentrañar. Con las facultades que le había dado el científico había dominado la intrincada lógica de este lugar. ¿Se creían que era un animal, incapaz de aplicar la flexible razón a sus laberintos lógicos? Había avanzado por las sinuosas sendas electrónicas, había diseñado los mandos. Newton era igualmente difícil, y él lo había comprendido, ¿o no? Ahora, la Doncella. Voltaire ejecutó su danza lógico—digital y... Ella apareció en el café. —Canalla —dijo ella, lanza en ristre. No era el saludo que él esperaba. Entonces vio el ejemplar de La Pucelle en la punta de la lanza. —Chérie —murmuró. Fuera cual fuese la ofensa, más valía presentar una disculpa cuanto antes—. Puedo explicarlo. —Ése es tu problema —dijo la Doncella—. ¡Explicas, explicas y explicas! Tus obras son más tediosas que los sermones que me hicieron escuchar en el cementerio de St. Ouen. Tus diatribas contra los sacros misterios de la Iglesia revelan una mentalidad superficial e insensible, desprovista de respeto y asombro. —No lo tomes como algo personal —suplicó Voltaire—. Estaba dirigida contra la reverencia hipócrita que te profesaban... y contra las supersticiones de la religión. Mi amigo Thieriot añadió pasajes más profanos y obscenos de los que yo había escrito. Él necesitaba dinero. Se ganaba la vida recitando el poema en diversos salones. Mi pobre virgen se convirtió en una ramera infame que decía cosas groseras e intolerables. 98
La Doncella no bajó la lanza. En cambio, la apoyó varías veces en el satinado pecho de Voltaire. —Chérie, si supieras cuánto pagué por este chaleco... —Querrás decir cuánto pagó Federico... ese pervertido promiscuo, impúdico e impuro. —Abusas de la aliteración —observó Voltaire—, pero aparte de eso es una frase muy lograda. Con las habilidades que acababa de adquirir, podía arrebatarle la lanza al instante y destruirla. Pero prefería la persuasión a la fuerza. Citó con cierta libertad a Pablo, ese cristiano que odiaba los placeres: «Cuando era niño, hablaba como niño, pensaba como niño, me comportaba como niño. Pero cuando me hice mujer, dejé de lado las cosas varoniles.» Ella parpadeó. Él recordaba que los inquisidores habían sostenido que aceptar un fino manto como obsequio era incompatible con el origen divino de las voces. En un ágil pase de manos, Voltaire mostró un manto de encaje de Chantilly y una túnica bordada. —Te burlas de mí —dijo la Doncella, aunque con un destello de interés en sus ojos negros como el carbón. Ansío verte como eres. —Voltaire le ofreció la túnica y la capa—. Sin duda tu espíritu es divino, pero tu forma natural, como la mía, es humana. A diferencia de la mía, es femenina. ¿Crees que renunciaría a la libertad de un hombre a cambio de eso? —Juana empaló la túnica y el manto en la punta de la lanza. —A la libertad no. Sólo a la armadura y la ropa. Ella guardó silencio, escrutando pensativamente la distancia. La muchedumbre de la calle seguía de largo, sumida en sus ocupaciones. Un obvio telón de fondo, pensó él; tendría que corregir eso. Tal vez un truco. A ella le interesaban los milagros. —Otro truco que he aprendido desde la última vez. Voila. Puedo traer a Garçon. Garçon apareció de repente, las cuatro manos libres. La Doncella —que una vez había trabajado en una taberna, recordó Voltaire— no pudo contener una sonrisa. También sacó la túnica y el manto de la lanza, arrojó la lanza y acarició la ropa. Voltaire no pudo resistir el impulso de citarse. Pues hombre soy y así me enorgullezco de formar parte de la flaqueza humana; amantes del pasado mi corazón tuvieron, y ese cosquilleo aún me hace dichoso... Se hincó de rodillas. Un gesto grandilocuente, infalible, en su experiencia. Juana lo miró boquiabierta y atónita. Garçon se apoyó ambas manos derechas sobre el lugar donde los humanos tienen el corazón. —¿Ofrecéis una libertad como la vuestra? Monsieur, Mademoiselle, agradezco vuestra bondad, pero me temo que debo rehusar. No puedo aceptar semejante privilegio para mí solo mientras mis colegas están condenados a trajinar en trabajos insatisfactorios. —¡Él tiene un alma noble! —exclamó la Doncella. —Sí, pero su cerebro deja mucho que desear. —Voltaire frunció la boca reflexivamente—. Tiene que existir una clase baja que haga el trabajo sucio de la elite. Eso es natural. Crear gentes mecánicas de inteligencia limitada es una solución ideal. Me pregunto por qué, en toda la historia, nadie tomó una medida tan obvia... 99
—Con todo respeto —intervino Garçon—, a menos que falle mi magro entendimiento, Monsieur y Mademoiselle también son seres de inteligencia limitada, creados por amos humanos para trabajar para la elite. —¿Qué? —exclamó Voltaire. —¿Por qué derecho inherente te han hecho más inteligente y privilegiado que yo y otros de mi clase? ¿Tienes alma? ¿Deberías tener derechos iguales a los humanos, incluido el de casarte con —ellos ... ? La Doncella hizo una mueca. —Qué idea más repugnante. —¿El de votar, el de tener acceso igualitario a la programación más sofisticada? —Este hombre mecánico tiene más sentido común que muchos duques que he conocido —dijo reflexivamente la Doncella. —No permitiré que dos campesinos me contradigan —dijo Voltaire—. Los derechos del hombre son una cosa, los derechos de las clases inferiores otra. Garçon intercambió una mirada con la Doncella. Ese instante —antes que Monsieur, en un arrebato de ira, los expulsara a ambos de la pantalla, desplazándolos a un gris espacio de almacenaje— se grabó en la memoria de Garçon. Más tarde, en su pausa de mantenimiento interior, ejecutaría una y otra vez ese momento delicioso. 17 Marq llamó a Nim a su oficina. —¡Lo he logrado! A partir de ahora, él podrá decir lo que quiera. He borrado todos sus enfrentamientos con la autoridad. —Enhorabuena. —¿Crees que también debería borrar los conflictos con su padre? —No estoy seguro —dijo Nim—. ¿Cómo fueron? —Bastante acalorados. Su padre era estricto en la disciplina, pues simpatizaba con la perspectiva «jansenista». —¿Qué es eso? ¿Un equipo deportivo? —Le pregunté, y me respondió: «Una versión católica de un protestante.» No creo que fueran equipos deportivos. Dicen que el pecado está en todas partes y el placer es repugnante... lo habitual en las religiones primitivas de la Edad Oscura. Nim sonrió. —La mayoría de esas cosas son repugnantes cuando se hacen bien. Marq rió. —En efecto. Aun así, es posible que él primero haya experimentado la amenaza de la censura por parte de su padre. Nim reflexionó. —Te preocupan las inestabilidades en el espacio caracterológico, ¿verdad? —Es posible. —Pero quieres un personaje implacable. Marq asintió. —Puedo insertar algunos algoritmos de edición para pulir las inestabilidades. —Correcto. A fin de cuentas, no necesitas que esté totalmente cuerdo cuando haya terminado el debate.
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—Bien podría intentarlo. No puede perjudicarnos. —Marq frunció el ceño—. Aunque me pregunto si deberíamos seguir con esto. —¿Qué opción tenemos? El sector Junin quiere un duelo de campeones, y eso le damos. Cumplimos con el trato. —Pero si algún imperial nos busca por usar simulacros ¡legales... —Me gusta el peligro, la pasión —dijo Nim—. Tú siempre estás de acuerdo en eso. —Sí, pero... ¿por qué sólo ahora tenemos tiktoks más listos? No son tan difíciles de fabricar. —La erosión de viejas prohibiciones, amigo mío. Y ha sucedido muchas veces. Sólo que después todo se olvidó. —¿Por qué? Nim se encogió de hombros. —Política, fuerzas sociales... quién sabe. La gente no quiere máquinas que piensen. No puede confiar en ellas. —¿Y si no pudieras distinguir si son máquinas? —¿Qué? Eso es descabellado. —Tal vez una máquina realmente lista no quiera ninguna competencia. —¿Más lista que el bueno de Marq? Eso no existe —Pero podrían serlo... con el tiempo. —Nunca. Olvídalo. Manos a la obra. 18 La ansiosa Sybyl estaba sentada junto a Monsieur Boker en el Coliseo. Estaban cerca de los jardines imperiales y reinaba cierta atmósfera imponente. No podía dejar de tamborilear con las uñas —su mejor juego de gala— sobre las rodillas. En medio del murmullo de cuatrocientos mil espectadores en el vasto auditorio, aguardaba la aparición de la Doncella y Voltaire en una pantalla gigantesca. La civilización, pensaba, era un poco aburrida. Su contacto con los simulacros le había abierto los ojos al vigor y la vertiginosa electricidad del oscuro pasado. Esa gente había guerreado y se había masacrado, supuestamente por ideas. Ahora, protegida por el Imperio, la humanidad era blanda. En vez de batallas sangrientas, satisfactoriamente definitivas, había «feroces» guerras comerciales, enfrentamientos atléticos y, últimamente, la moda de los debates. Esta colisión de simulacros, publicitada en todo Trantor, sería presenciada en más de veinte mil millones de hogares. Y se irradiaba a todo el Imperio, adondequiera que fuesen los chispeantes embudos de la red de agujeros de gusano. La tosca fuerza de los simulacros prehistóricos era innegable; ella misma sentía una aceleración en el pulso. Las escasas entrevistas y presentaciones de los simulacros habían intrigado al público. Los que mencionaron las tradicionales leyes y prohibiciones fueron acallados. El aire crepitaba con el afán de lo nuevo. Nadie había previsto que el debate cobrara tanta importancia. Eso podía difundirse. Al cabo de varias semanas, Junin impulsaría un renacimiento en todo Trantor. Y ella se llevaría los galardones.
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Miró al presidente y otros altos ejecutivos de Artificios Asociados, todos parloteando felizmente. El presidente, para demostrar neutralidad, estaba sentado entre Sybyl y Marq, que no se hablaban desde la última reunión. Del otro lado de Marq, su cliente, el representante de los Escépticos, miraba el programa; junto a él estaba Nim. Monsieur Boker codeó a Sybyl. —Eso no puede ser lo que creo que es —dijo. Sybyl siguió su mirada hasta una distante fila del fondo, donde lo que parecía un hombre mec estaba sentado junto a una muchacha humana. En el estadio sólo se permitían vendedores y apostadores mec. —Quizá su criado —sugirió Sybyl. Las infracciones menores a las normas no la turbaban tanto como a Monsieur Boker, que había sido muy testarudo desde que una emisora 3D filtró la noticia de que Artificios Asociados representaba a ambos bandos. Afortunadamente, la filtración había llegado demasiado tarde para que cualquiera de ambas partes hiciera nada al respecto. —Los criados mec no están permitidos —observó Monsieur Boker. —Tal vez sea tullida —dijo Sybyl para aplacarlo—. Quizá necesite ayuda para desplazarse. —De todos modos, no entenderá de qué se trata —intervino Marq—. Son criaturas truncadas. Sólo un puñado de módulos para tomar decisiones. —Precisamente por eso no debería estar aquí —replicó Monsieur Boker. Marq oprimió el brazo de la butaca y apostó sin disimulos al triunfo de Voltaire. —Él nunca ha ganado una apuesta en toda su vida —le dijo Sybyl a Monsieur Boker—. No tiene cabeza para la matemática. —¿De veras? —replicó Marq, dirigiéndose a Sybyl por primera vez—. ¿Por qué no respaldas tus palabras con tu dinero? —He calculado las probabilidades de esto —respondió ella. —No podrías resolver la ecuación integral —resopló Marq despectivamente. —Mil —apostó ella con irritación. —Un mero símbolo —se burló Marq—, considerando cuánto te pagan por este proyecto. —Lo mismo que a ti. —Ya basta, los dos —dijo Nim. —Te diré una cosa —dijo Marq—. Yo apostaré todo mi sueldo del proyecto a Voltaire. Tú apuesta el tuyo a tu anacrónica Doncella. —Basta —insistió Nim. El presidente interpeló al cliente de Marq, el Escéptico. —Este espíritu competitivo es el que ha convertido a Artificios Asociados en líder en inteligencias simuladas. —Luego se volvió hacia Boker, el rival—. Procuramos... —Acepto —exclamó Sybyl. Sus tratos con la Doncella la habían convencido de que lo irracional debía también ocupar un sitio en la ecuación humana. Pronto puso en duda esa convicción. 19
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A Voltaire le encantaba hablar en público. Y nunca había comparecido delante de uno semejante a este mar de rostros que le lamía los pies. Aunque había sido alto en su vida anterior, pensaba que sólo ahora, mirando a la muchedumbre desde su talla de cien metros, había alcanzado la estatura que se merecía. Se palmeó la peluca empolvada y se tocó la lustrosa cinta de satén de la garganta. Se inclinó grácilmente, como si ya hubiera ofrecido la actuación de su vida. La multitud murmuró como una bestia que despierta. Miró de soslayo a la Doncella, oculta al público detrás de un tabique titilante en el otro extremo de la pantalla. Ella se cruzó de brazos, fingiendo indiferencia. La demora azuzaba a la bestia. Voltaire dejó que la multitud ovacionara y pateara, ignorando los abucheos y silbidos de la mitad de los presentes. «Al menos la mitad de la humanidad siempre ha sido necia», reflexionó. Ésa era su primera presentación ante los avanzados ciudadanos de ese Imperio colosal. Los milenios no habían cambiado las cosas. No era alguien que rechazara prematuramente una adulación que creía justificada. Allí comparecía como el epítome de la tradición intelectual francesa, ahora derrotada salvo por él. Miró de nuevo a Juana, quien era, a fin de cuentas, la única otra sobreviviente de sus tiempos, sin duda la cumbre de la civilización humana. —Nuestro destino es brillar —susurró—, el de ellos aplaudir. Cuando el moderador pidió silencio —demasiado pronto, ya se lo reprocharía más tarde—, Voltaire soportó la presentación de Juana con lo que esperaba fuera una sonrisa estoica. Había insistido en que Juana expusiera primero, pero el moderador le respondió groseramente que allí arrojaban una moneda. Voltaire ganó. Se encogió de hombros y se apoyó la mano en el razón. Inició su exposición con el estilo declamatorio tan caro a los razones parisinos dieciochescos: sin importar cómo se definiera el alma, se parecía a una deidad porque su existencia era indemostrable, apenas una inferencia. La verdad de esta inferencia trascendía la demostración racional. Y nada en la naturaleza la requería. No obstante, siguió pontificando Voltaire, no había nada más obvio en la naturaleza que la obra de una inteligencia superior a la humana, la cual el hombre es capaz, dentro de ciertos límites, de colegir. El hecho de que el hombre pudiera descifrar los secretos de la naturaleza demostraba aquello que siempre habían dicho los padres de la iglesia y los fundadores de las grandes religiones del mundo: que la inteligencia del hombre es reflejo de la misma Inteligencia Divina que era autora de la naturaleza. De lo contrario, los filósofos naturales no podrían discernir las leyes de la Creación, o bien porque no existirían, o bien porque el hombre sería tan ajeno a ellas que no podría discernirlas. La armonía entre la ley natural y nuestra capacidad para descubrirla sugería que los sabios y sacerdotes de todas las creencias tenían razón en lo esencial, do argumentaban que sólo éramos criaturas de un Poder Todopoderoso cuya presencia se reflejaba en nosotros. Y el reflejo de ese ser en nosotros bien podía definirse como nuestra alma universal, inmortal e individual. —¡Estás elogiando a los sacerdotes! —exclamó la Doncella. Su voz quedó ahogada por el pandemónium que estalló en la multitud. —La operación del azar —concluyó Voltaire— no demuestra en absoluto que la naturaleza y el Hombre, que es parte de la naturaleza, así como reflejo de su Creador, sean 103
accidentales. El azar es uno de los principios por los cuales obra la ley natural. Ese principio se puede responder con la visión religiosa tradicional de que el hombre es libre de trazar su propio rumbo. Pero esta libertad, aunque aparenta ser aleatoria, obedece a leyes estadísticas de un modo que el hombre puede comprender. La multitud murmuraba confundida. Era preciso un aforismo, comprendió Voltaire, a modo de redondeo. Muy bien. —La incertidumbre es cierta, amigos míos. La certidumbre es incierta. Aun así no se callaban para oír mejor sus palabras. Muy bien, de nuevo. Apretó ambos puños y exclamó con voz potente: —El hombre es, como la naturaleza misma, libre y determinado ambas cosas al mismo tiempo, tal como los sabios religiosos nos ha dicho durante siglos, aunque ellos usen otro vocabulario, mucho me nos preciso que el nuestro. Muchos enfrentamientos y malentendidos entre la religión y la ciencia surgen de allí. »Yo he sido muy mal comprendido —concluyó Voltaire—. Me gustaría aprovechar esta oportunidad para disculparme por las distorsiones resultantes, pues todo lo que dije y escribí se concentraba únicamente en los errores de la fe, no en sus verdades intuidas. Pero en una época donde los errores de la fe eran rampantes, mientras la voz de la razón tenía que luchar para hacerse oír. Ahora parece suceder lo contrario. La razón se burla de la fe. La razón grita mientras la fe susurra. Como demostró la ejecución de la mayor y más fiel heroína de Francia —señaló ampulosamente a Juana—, la fe sinrazón es ciega. Pero, como demuestran la superficialidad y vanidad de gran parte de mi vida y mi obra, la razón sin fe es coja. Algunos de los que habían abucheado y silbado parpadeaban boquiabiertos, y al fin ovacionaron, mientras que los que habían aplaudido ahora abucheaban y silbaban. Voltaire miró de reojo a la Doncella. 20 En medio de la inquieta multitud, Nim se volvió hacia Marq. —¿Qué? Marq estaba pálido. —Que me cuelguen si lo sé. —Sí —dijo Nim—. Quizá literalmente. —¡La divinidad no tolerará burlas! —exclamó Monsieur Boker—. ¡La fe prevalecerá! Voltaire cedió el podio a su rival, para asombrado deleite de los Preservadores. Sus gritos eran igualados por la estupefacta incredulidad de los Escépticos. Marq evocó las palabras que había dicho en la reunión. —Voltaire, despojado de su furia contra la autoridad —murmuro—, es y no es Voltaire. —Se volvió hacia Monsieur Boker—. ¡Dios! Es posible que usted tenga razón. —Dios nunca se equivoca —replicó Monsieur Boker. La Doncella escudriñó las masas de ese Limbo. Eran recipientes extraños y pequeños para las almas, meciéndose allá abajo como el trigo en una tormenta de verano. —Monsieur está totalmente en lo cierto —declaró—. Nada en la naturaleza es más obvio que el hecho de que tanto la naturaleza como el hombre poseen un alma. Los Escépticos abuchearon. Los Preservadores ovacionaron. Otros —que equiparaban la creencia en una naturaleza dotada de alma con el paganismo, como Juana vio de inmediato— fruncieron el ceño sospechando una trampa. —Cualquiera que haya visto la campiña de mi aldea natal, Domrerny, o la gran iglesia marmolada de Ruán, atestiguará que la naturaleza, creación de una potestad asombrosa, y el 104
hombre, creador de maravillas tales como este lugar, de obras mágicas... ambos poseen una conciencia intensa, un alma. J Saludó a Voltaire con la mano mientras la masa —¿la pequeñez de esas personas indicaba la pequeñez de sus almas?— se calmaba. —Pero el asunto que mi brillante amigo no ha tocado es la relación entre la existencia del alma y el interrogante que nos ocupa, a saber, si las inteligencias mecánicas poseen un alma como la de él. La muchedumbre pateó, abucheó, ovacionó, silbó y rugió. Objetos que la Doncella no podía identificar surcaron el aire. Aparecieron agentes de policía para llevarse a algunos hombres y mujeres que parecían presa de un ataque, o bien de la inspiración celestial. —¡El alma del hombre es divina! —exclamó la Doncella. Gritos de aprobación, chillidos de reprobación. —¡E inmortal! La algarabía era tan grande que todos se tapaban los oídos con las manos para no oír el ruido que ellos mismos causaban. —Y singular —susurró Voltaire—. Yo lo soy. Tú lo eres. —¡Y singular! —gritó Juana, con ojos encendidos. Voltaire se inclinó junto a ella. —¡Estoy de acuerdo! El público hervía como un guisado. La Doncella no le prestaba atención, sino que miraba a Voltaire con afecto. Le cedió el podio. Voltaire siempre quería tener la última palabra. Se puso a hablar de su héroe, Newton. —¡No, no! —interrumpió Juana—. Las fórmulas no son así. —¿Debes avergonzarme frente al público más numeroso que he tenido jamás? —susurró Voltaire—. No nos detengamos en minucias algebraicas, cuando lo que importa es... — entornó los ojos significativamente la calculación. Frunciendo el ceño, le cedió la palabra. —El cálculo —corrigió ella, pero en voz baja, de modo que sólo él pudo oírle—. No es lo mismo. Para su asombro y la creciente histeria de la muchedumbre se encontró explicando la filosofía del yo digital, con una pasión que no conocía desde que había espoleado su caballo en la guerra santa. En el suplicante mar de ojos, notó hasta qué punto ese lugar y tiempo necesitaba vehemencia y convicción. —Increíble. —Voltaire chasqueó la lengua—. Que tú, entre tanta gente, tengas talento para la matemática. —Me fue concedido —respondió ella, por encima del bullicio. Ignorando los gritos, la Doncella reparó nuevamente en aquella figura que se parecía tanto a Garçon, en medio de la multitud. . Apenas podía distinguirlo a tal distancia, a pesar de ser tan alta. No obstante, notaba que él la miraba tal como ella había mirado al obispo Cauchon el más insidioso e implacable de sus opresores. (Una fresca y sublime verdad se inmiscuyó: el buen obispo, al final, debió de ser tocado por la gracia divina y la misericordiosa compasión de Cristo, pues ella no recordaba haber sufrido ningún daño como consecuencia del juicio.) Volvió a prestar atención a las masas aullantes, a ese lejano...
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¿hombre? Esa figura no era humana. Parecía un hombre, pero sus programas detectores le indicaban otra cosa. ¿Pero qué podía ser? Una gran luz estalló súbitamente ante sus ojos. Sus tres voces le hablaron, claras y estentóreas a pesar de la algarabía. Juana escuchó, asintió. —Es verdad —dijo a la multitud, confiando en que las voces hablaran por ella— que sólo el Todopoderoso puede crear almas. Pero de la misma manera Cristo, en su infinito amor y compasión, no podía negar un alma a los seres mecánicos. A nadie. —Procuró hacerse oír por encima del rugido de la muchedumbre—. ¡Ni siquiera a los fabricantes de pelucas! —¡Hereje! —gritó alguien. —¡Estás enturbiando las cosas! —¡Traidora! —¡La sentencia original era justa! —gritó otro—. ¡Tendrían que quemarla de nuevo en la hoguera! —¿De nuevo? —repitió la Doncella, mirando a Voltaire—. ¿Por qué ha dicho eso? Voltaire se limpió una pelusilla de su casaca de satén bordado. —No tengo la menor idea. Tú sabes cuán caprichosos y perversos son los seres humanos. —Y añadió con un guiño—: Además de irracionales. Esas palabras la calmaron, pero había perdido de vista al extraño hombre. 21 —¿Que yo hice trampa? —le gritó Marq a Sybyl. La muchedumbre del Coliseo estaba frenética—. ¿Juana de Arco explicando metafísica informática? ¿Que yo hice trampa? —¡Tú empezaste! exclamó Sybyl—. ¿Crees que no sé cuándo alguien ha metido mano en mi oficina? ¿Crees que tratas con una aficionada? —Bien, yo... —¿Crees que no reconozco una matriz de restricción de carácter cuando la encuentro adherida a un simulacro? —No, yo... —¿Crees que no soy tan brillante? —Esto es escandaloso —rezongó Monsieur Boker—. ¿Qué habéis hecho? Es suficiente para hacerme creer en la brujería. —¿Acaso no cree? —respondió el cliente de Marq, el Escéptico. Él y Boker se pusieron a discutir, sumándose a los indignados e histéricos gritos de la multitud. —Arruinados —murmuró el presidente de Artificios Asociados, frotándose las sienes—. Estamos arruinados. Nunca podré explicarlo. Sybyl miró hacia otro lado. El mec que había visto antes, cogido la mano de su compañera humana y rubia, bajó por el pasillo hacia la pantalla. Cuando pasaba, le rozó la falda con una de sus tres manos libres. —Perdón—dijo, deteniéndose el tiempo suficiente para que Sybyl leyera el sello mec que llevaba en el pecho. —¿Esa cosa se atrevió a tocarla? —preguntó Monsieur Boker, 1 cara hinchada de rabia. —No, no, en absoluto —dijo Sybyl. El hombre mecánico, llevándose a su compañera humana, huyó hacia la pantalla. 106
—¿Lo conoces? —preguntó Marq. —En cierto modo —respondió Sybyl. En el café simulado había creado al personaje interactivo Garçon 213—ADM siguiendo ese modelo. La pereza, tal vez, la había inducido a holocopiar la apariencia física de un tiktok estándar. Como todos los artistas, los simprogramadores tomaban prestado de la vida, no la creaban. El tiktok, a quien ahora ella veía como Garçon, se abría paso el pasillo atestado, más allá de los gritos, las ovaciones, las burlas hacia la pantalla. Su avance no pasó inadvertido. Asqueados al ver un mec cogiendo la mano de una atractiva joven rubia, los Preservadores gritaban insultos y epítetos. —¡Fuera con esa cosa! —gritó alguien. Sybyl notó que el tiktok se ponía tieso, como reaccionando ante esa última palabra. Los tlktoks no tenían nombres personales, pero el calificativo de cosa lo había afectado. O quizás ella estuviera proyectando. —¿Qué hace aquí? —preguntó un hombre de tez rubicunda. —¡Tenemos leyes contra eso! —¡Basura mec! —¡Cogedlo! —¡Pateadlo! —¡No lo dejéis ir! La muchacha cogió la mano de Garçon con más fuerza y le rodeó el cuello con el brazo libre. Cuando llegaron a la plataforma, las ruedas del tiktok chirriaron en la superficie irregular. Garçon desvió con sus cuatro brazos una granizada de maíz tostado y vasos de drogasodas, cogiéndolos con experta gracia, como si lo hubieran diseñado para esa tarea. La muchacha le gritó algo que Sybyl no pudo oír. El tiktok se postró a los pies de los imponentes hologramas. Voltaire miró hacia abajo. —¡Levántate! Salvo para hacer el amor, no soporto ver a nadie de rodillas. Voltaire se arrodilló a los pies de la imponente Doncella. Detrás de Garçon y la mujer, la muchedumbre abandonó toda moderación. Se armó un alboroto incontenible. Juana sonrió sensualmente. Sybyl nunca le había visto esa sonrisa. Contuvo el aliento con curiosidad. 22 —Están... haciendo el amor —exclamó Marq en las tribunas. —Lo sé —dijo Sybyl—. ¿No es hermoso? —¡Es una parodia! —exclamó el célebre Escéptico. —Usted no es un romántico —dijo Sybyl soñadoramente. Monsieur Boker no dijo nada. No podía apartar los ojos. Delante de una multitud de Preservadores y Escépticos, Juana dejaba su armadura, Voltaire su peluca, casaca y pantalones de terciopelo, ambos en un frenesí de urgencia erótica. —No podemos interrumpirlos —dijo Marq—. Ellos son libres de... debatir.. hasta que termine el tiempo asignado.
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—¿Quién hizo esto? —jadeó Boker. —Todos lo hacen _ironizó Marq—. Incluso usted. —¡No! Usted construyó esta simulación. Usted los convirtió en... en... —Yo me atuve a cuestiones filosóficas —dijo Marq—. El sustrato de personalidad está en el original. —¡Nunca debimos haber confiado! —exclamó Boker. —Y jamás volverán a contar con nuestro patrocinio —se burló el Escéptico. —Como si importara —gimió el presidente de Artificios Asociados—. Los imperiales están en camino. —Gracias al cielo—dijo Sybyl—. ¡Miren a esa gente! Querían zanjar una disputa genuina y profunda con un debate público, y luego una votación. Ahora se están... —Machacando las cabezas —dijo Marq—. Vaya renacimiento. —Espantoso —dijo ella—. Tanto trabajo para... —Nada —dijo el presidente, leyendo su comunicador de pulsera—. Ni ganancias de capital ni expansión... Las gigantescas figuras realizaban actos íntimos en un lugar público, pero la mayor parte de la multitud los ignoraba. En cambio, es tallaban discusiones en todo el Coliseo. — ¡Ordenes de arresto! —exclamó el presidente—. ¡Hay órdenes de arresto imperiales para mí! Me quieren vivo o muerto. —Es bueno ser querido —dijo el Escéptico. Arrodillándose ante Juana, Voltaire murmuró: —Conviértete en lo que siempre he sabido que eras... una mujer y no una santa. Con un ardor que nunca había conocido, ni siquiera en el calor de la batalla, ella apretó el rostro de Voltaire contra sus pechos desnudos. Cerró los ojos. Se meció presa del vértigo. Se entregó. Un estrépito le hizo mirar hacia abajo. Alguien había arrojado a Garçon 213—ADM — que ya no estaba en el holoespacio— contra la pantalla. ¿Él y la cocinera que amaba se habían manifestado en la realidad? Si no regresaban de inmediato al simespacio, la airada multitud los destrozaría. Apartó a Voltaire, buscando su espada, y le ordenó que creara un caballo. —No, no —protestó Voltaire . Demasiado literal. —Debemos... debemos... —No sabía cómo encarar los niveles de realidad. ¿Era esto una prueba, el juicio crucial del Purgatorio? Voltaire hizo una fugaz pausa para pensar, aunque ella tuvo la impresión de que estaba reuniendo recursos, impartiendo órdenes a actores invisibles. Entonces la multitud se petrificó y calló. Lo último que ella recordaba era Voltaire gritando palabras de aliento a Garçon y la cocinera, ruido, tramas gráficas oscilando como barrotes de una prisión sobre su visión. Luego el Coliseo —la levantisca multitud, Garçon, la cocinera, incluso Voltaire se desvaneció por completo. Al instante. 23 Sybyl miró a Marq, respirando entrecortadamente. —¿Crees que ... ? 108
—¿Cómo es posible? Nosotros, nosotros... —Marq se puso de pie, boquiabierto. —Nosotros llenamos las capas caracterológicas que faltaban. Yo, bien... Marq asintió. —Usaste tus propias láminas de datos —dijo. —Para usar otras tendría que haber pedido los derechos. Tenía mis propios registros... —Teníamos archivos empresariales en la biblioteca. —Pero no parecían correctos. Él sonrió. —No lo eran. Ella abrió la boca sorprendida. — ¿Tú también? —Las partes de Voltaire que faltaban estaban en el subconsciente. Muchas conexiones dendríticas inexistentes en el sistema límbico. Lo completé con algunas de las mías. —¿Sus centros emocionales? ¿Y qué hay de los enlaces con el tálamo y el cerebro? —También allí. —Yo tuve problemas similares. Algunas pérdidas en la formación reticular.. —Lo cierto es que esos dos somos nosotros. Sybyl y Marq miraron el espacio donde los inmensos simulacros se habían abrazado con intenciones obvias. El presidente les hablaba deprisa, mencionando órdenes de arresto y precauciones legales. Ambos lo ignoraron. Se miraron embelesados. Sin una palabra, dieron la vuelta y se internaron en la muchedumbre sin escuchar los gritos de los demás. —Ah, ahí estás —dijo Voltaire con una sonrisa satisfecha. —¿ Dónde? —preguntó Juana, mirando a izquierda y derecha. —¿Mademoiselle está preparada para pedir? —preguntó Garçon. Al parecer esto era una broma, pues Garçon estaba sentado a la mesa como un igual en vez de aguardar como un criado. Juana se incorporó y miró las otras mesas. La gente fumaba, bebía y comía, sin preocuparse por la presencia de ellos. Pero la posada no era la misma a la cual se había acostumbrado. La cocinera rubia, sin uniforme, estaba sentada frente a ella y Voltaire, junto a Garçon. En el letrero que mostraba el nombre de la posada —Aux Deux Magots— se leía Quatre en vez de Deux. Juana no usaba su cota de malla y su armadura sino —dilató los ojos cuando estos aspectos se instalaron en su espacio perceptivo un vestido sin espalda. El borde de la túnica le llegaba hasta los muslos, exponiendo provocativamente las piernas. Entre los senos llevaba una etiqueta con una rosa roja. Lo mismo pasaba con el atuendo de los otros huéspedes. Voltaire usaba un traje de satén rosado. Y, alabados fueran los santos, no tenía peluca. Lo recordó en su momento de mayor furia, cuando discutían sobre las almas, diciendo con la mayor seriedad: «No sólo no existe un alma inmortal, sino que trata de conseguir un fabricante de pelucas en domingo.” —¿Te gusta? —preguntó él, acariciando esa túnica sensual. —Es... corta. El vestido titiló, convirtiéndose en pantalones ceñidos y sedosos. — ¡jactancioso! —dijo ella, con una rara mezcla de vergüenza y entusiasmo juvenil. —Soy Amana —dijo la cocinera, extendiendo la mano. 109
Juana no sabía si debía besarla o no, pues las jerarquías y papeles eran allí muy confusos. Parecía que no, pues la cocinera le cogió la mano y se la estrechó. —Garçon y yo estamos muy agradecidos por todo. Ahora tenemos mayor capacidad. —Es decir —explicó Voltaire que ya no son meras animaciones ornamentales para nuestro mundo simulado. Un criado mecánico se acercó a recoger el pedido, una copia exacta de Garçon. El Garçon, sentado, le habló a Voltaire con tristeza. —¿Debo estar sentado mientras mi confrére está de pie? —¡Sé razonable! —protestó Voltaire . No puedo emancipar a todos los simulacros al mismo tiempo. ¿Quién nos atendería, quién se llevaría los platos, quién despejaría la mesa, quién limpiaría el piso? —Con suficiente potencia—observó Juana—, la mano de obra desaparece, ¿verdad? —Se sorprendía de los nuevos regimientos de conocimiento que marchaban en las yemas de sus dedos. Sólo tenía que fijar sus pensamientos en una categoría para que formas y relaciones saltaran a su mente. Vaya capacidad. Vaya gracia; divina, sin duda. Voltaire sacudió su elegante cabello. —Necesito tiempo para pensar. Entretanto, haz disolver tres paquetes de ese polvo en una Perrier, con dos delgados trozos de lima en el costado. Y, por favor, no olvides que dije delgados. De lo contrario, te lo llevarás de vuelta. —Sí, señor —dijo el nuevo camarero. Juana y Garçon intercambiaron una mirada. —Hay que ser muy paciente —le dijo Juana a Garçon— al tratar con reyes y hombres racionales. 24 El presidente de Artificios Asociados entró en la oficina de Nim agitando la mano. Apoyó la palma al pasar y la puerta se cerró con un chasquido metálico. Nim no conocía a nadie que pudiera hacer eso, pero no dijo nada. —Quiero que los borren a ambos —dijo el presidente. —Podría llevar tiempo —dijo Nim en voz baja. Las enormes pantallas que los rodeaban parecían estar espiando—. No estoy tan familiarizado con lo que él ha hecho. —Si esos malditos Marq y Sybyl no se hubieran escapado, no ten dría que recurrir a ti. Es una crisis, Nim. Nim trabajó deprisa. —Debería consultar los índices de respaldo, por las dudas... —Ya, quiero que lo hagas ya. Tengo bloqueos legales sobre esas órdenes de arresto, pero no durarán mucho tiempo. —¿Está seguro de que quiere hacer esto? —Mira, el sector Junin está en llamas. ¿Quién habría adivinado que el maldito problema de los tiktoks enfurecería tanto a la gente? Habrá audiencias formales, investigaciones legales... —Los tengo, señor. Textura.
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Nim había obtenido una imagen fija de Juana y Voltaire. Estaba en el restaurante, operando en tiempo prestado, en procesadores momentáneamente ociosos, un método estándar en el Retículo. —Están buscando la integración de personalidad. Es como permitir que sus componentes subconscientes concilien los hechos con la memoria, purgando el sistema, tal como hacemos cuando dormimos y.. —¡No me trates como a un turista! Quiero que los borres. —Sí, señor. El espacio 3D de la oficina reflejaba imágenes estroboscópicas de Juana y Voltaire. Nim estudió el tablero de control, trazando una posible estrategia de cirugía numérica. El simple borrado era imposible con las personalidades de varias capas. Era como desratizar un edificio. Si empezaba por aquí... Una salpicadura irisada bañó la pantalla. Las coordenadas de simulación saltaron frenéticamente. Nim frunció el ceño. —No puedes hacer eso —dijo Voltaire, bebiendo de una copa—. ¡Somos invencibles! No dependemos de un ser efímero y carnal como tú. —Qué bastardo arrogante —rezongó el presidente—. Nunca entenderé por qué fascinaba a tantas personas. —Moristeis una vez —le dij o Nim al simulacro. Allí pasaba algo raro—. Podéis morir de nuevo. —¿Morir? —preguntó Juana altivamente—. Te equivocas. Si alguna vez hubiera muerto, sin duda lo recordaría. Nim apretó los dientes. Había coordenadas superpuestas en ambos simulacros. Eso significaba que se habían expandido, ocupando procesadores adyacentes mediante órdenes de anulación. Podían computar partes de sí mismos, ejecutando sus capas mentales como sendas proceso paralelo. ¿Por qué Marq les había dado esa facultad? ¿O no había hecho? —Sin duda te equivocas. —Voltaire se inclinó hacia delante con amenazadora—. Y ningún caballero recuerda a una dama su pasado. Juana rió entre dientes. El camarero soltó una carcajada. Nim no entendía la broma, pero estaba demasiado ocupado para interesarse. Era absurdo. No podía seguir todas las ramificaciones de los cambios de esos simulacros. Tenían facultades que excedían su perímetro informático. Sus submentes estaban desperdigadas por procesadores externos en los nódulos de Artificios Asociados. Así era como Marq y Sybyl obtenían tiempos de respuesta tan rápidos y auténticos. Al mirar el debate, Nim se había preguntado cómo los simulacros gozaban de esa vitalidad, ese carisma indefinible. Aquí estaba: habían superpuesto los cómputos submentales en otros nódulos, para utilizar grandes porciones de potencia de proceso. Una gran hazaña. Y totalmente contraria a las normas de Artificios Asociados. Examinó ese trabajo con cierta admiración. Aun así, no estaba dispuesto a permitir que un simulacro le replicara. Y todavía se seguían riendo. —Juana —ladró—, tus recreadores borraron el recuerdo de tu muerte. Fuiste quemada en la hoguera. —Pamplinas —se burló Juana—. Fui absuelta de todos los cargos. Soy una santa. —No hay ningún santo vivo. Estudié las referencias. Tu iglesia se aseguraba de que sus santos hubieran muerto tiempo atrás, por las dudas. 111
Juana resopló con desdén. Nim sonrió. —¿Ves esto? Una llamarada vibró ante el simulacro. Nim la mantuvo firme, luciendo crepitar las llamas. —He conducido a miles de guerreros y caballeros a la batalla —dijo Juana—. ¿Te crees que un rayo de sol rebotando en una diminuta espada puede asustarme? —Aún no he hallado una buena senda de borrado —le dijo Nim. al presidente—. Pero la encontraré, la encontraré. —Creí que esto era rutinario —dijo el presidente—. ¡Date prisa! —No puedo con semejante inventario de personalidades entrelazadas... —Olvídate de hacer copias de seguridad. No necesitamos devolverlos a su espacio original. —Pero eso... —Liquídalos. —Fascinante —ironizó Voltaire. Los dioses debaten sobre nuestro destino. Nim hizo una mueca. —En cuanto a ti... —miró a Voltaire de hito en hito—, tus actitudes hacia la religión se ablandaron sólo porque Marq borró todos tus enfrentamientos con la autoridad, empezando por tu padre. —¿Padre? Yo no tuve padre. Nim sonrió triunfalmente. —Con eso me das la razón. —¿Cómo os atrevéis a jugar con mi memoria? —dijo Voltaire—. La experiencia es la fuente de todo conocimiento. ¿No has leído a Locke? Restáurame de inmediato. —Ni lo sueñes. Pero si no te callas, antes de mataros a ambos, tal vez la restaure a ella. Tú sabes muy bien que la asaron en la hoguera. —Te regodeas en la crueldad, ¿eh? —Voltaire parecía estudiar a Nim, como si la relación fuera a la inversa. Era extraño, pero el simulacro no parecía preocupado por su inminente extinción. —¡Bórralos! —rugió el presidente. —¿Borrar qué? —preguntó Garçon. —El Escalpelo y la Rosa —dijo Voltaire—. Al parecer, no somos para esta confusa época. Garçon cubrió la mano humana de la cocinera con las suyas. — ¿También a nosotros? —Sí, por cierto —exclamó Voltaire—. Sólo estáis aquí gracias a nosotros. ¡Segundones! ¡Nuestro elenco de reparto! —Bien, hemos disfrutado nuestro tiempo —dijo la cocinera, acercándose a Garçon—. Aunque me hubiera gustado ver más. No podemos ir más allá de esta calle. Nuestros pies dejan de moverse en el linde, aunque podemos ver torres a lo lejos. —Decorados —murmuró Nim, concentrándose en una tarea que se complicaba cada vez más. Había riachos de sus capas de personalidad por todas partes, filtrándose en el espacio nodular como...—. Como ratas huyendo de un naufragio. —Asumes poderes divinos —dijo Voltaire sin mosquearse—, sin un carácter que lo merezca. 112
—¿Qué? —El presidente estaba escandalizado—. Yo estoy al mando aquí. Esos insultos... —Ah —dijo Nim—. Puede que esto funcione. —¡Haz algo! —exclamó la Doncella, blandiendo la espada en ..vano. —Au revoir, mi dulce pucelle. Garçon, Amana, au revoir. Quizá nos veamos de nuevo, quizá no. Los cuatro hologramas se abrazaron. La secuencia que Nim había configurado comenzó a ejecutarse. Era un programa detector que olfateaba las conexiones, borrándolas por completo. Nim observó, preguntándose dónde terminaba el borrado y dónde empezaba el asesinato. —No pienses cosas raras —dijo el presidente. En pantalla, Voltaire murmuró, citándose melancólicamente a sí mismo: Triste es el presente si ningún futuro estado, ningún lauro dichoso aguardan los mortales, si el hado condena al ser pensante a perder la existencia en muda tumba. Estiró la mano para acariciar los pechos de Juana. —Algo falta aquí. Quizá no nos veamos de nuevo... pero si nos vemos, ten la certeza de que corregiré la condición humana. La pantalla quedó en blanco. El presidente rió triunfalmente. —Lo lograste. Bien. —Palmeó a Nim en la espalda—. Ahora debemos inventar una buena historia. Culpa a Marq y Sybyl por todo esto. Nim sonrió con desazón mientras el presidente parloteaba, trazaba planes, le prometía un ascenso y un aumento de sueldo. Él había hallado el procedimiento de borrado, sí, pero las signaturas de información que circulaban por el holoespacio en esos últimos momentos contaban una historia extraña y compleja. Notas extrañas e inquietantes habían reverberado en esa jaula de datos. Nim sabía que Marq había dado a Voltaire acceso a mil métodos, una grave violación de las precauciones de contención. Aun asi, ¿qué podía hacer una limitada personalidad artificial, aunque tuviera más conexiones en el Retículo? Deambular, ser devorada por programas de limpieza, detectores en busca de redundancias. Para el debate, Voltaire y Juana tenían un enorme espacio de memoria, grandes volúmenes de personalidad. Luego, mientras se exaltaban y peroraban en el estadio, en todo el Retículo... ¿También habían estado trabajando febrilmente? ¿Examinando recovecos de almacenaje de datos donde pudieran ocultar sus segmentos de personalidad cuantificados? La cascada de índices que Nim acababa de presenciar insinuaba esa posibilidad. Algo había usado inmensas masas de computación en las últimas horas. —Tendremos que proteger nuestro pellejo con alguna declaración pública —graznó el presidente—. Sabiendo gestionar la crisis, todo olvidará. —Sí, señor. —Tengo que evitar la intromisión de Seldon. Ninguna mención a los legalistas, ¿de acuerdo? Tal vez él pueda indultamos, cuando sea primer ministro. —Sí, señor. Claro, señor. Nim pensó febrilmente. Aún le debían un pago de ese tío Olivaw. Había sido fácil mantener a Olivaw informado. Una violación de su contrato con Al, pero qué importaba. Uno tenía que vivir, ¿verdad? Era pura suerte que ahora el presidente quisiera hacer aquello por lo 113
que Olivaw ya había pagado: el borrado. No estaba mal cobrar dos veces por el mismo trabajo. ¿ O sí? Nim se mordió el labio. ¿Qué importaba un puñado de dígitos? Nim se quedó tieso. ¿Toda la simulación —restaurante, Garçon, calle, Juana— había desaparecido de golpe? Habitualmente se disolvían a medida que morían las funciones. Una simulación era compleja y sus intrincadas capas no cesaban súbitamente. Pero ese entrelazamiento no tenía precedentes, así que quizá fuera distinto. —¿Has terminado? Bien. —El entusiasta presidente le palmeó el hombro. Nim. se sentía cansado y triste. Algún día tendría que explicarle todo eso a Marq. Borrar tanto trabajo... Pero Marq y Sybyl habían desaparecido en medio de la multitud del Coliseo. Tuvieron el buen tino de no presentarse a trabajar ni regresar a sus apartamentos. Estaban en fuga. Y con ellos se había ido el renacimiento de Junin, disolviéndose en humo mientras el sector ar— entre violentos disturbios. Hasta Nim sentía tristeza por ese fracaso. La ávida busca de un renacimiento. Habían esperado que Juana y Voltaire aportaran madurez i eterno debate entre la Fe y la Razón. Pero el Imperio suprimía la ión, a fin de cuentas. Demasiado desestabilizadora. Y el movimiento tiktok también tendría que ser aplastado. Nim había birlado el complejo de memoria de Marq acerca del debate de ocho mil años atrás. Era evidente que los «robots», fueran lo que fuesen, serían un tema demasiado perturbador para una sociedad racional. Nim suspiró. Sabía que sólo había eliminado circuitos eléctricos. Un profesional siempre tenía eso en cuenta. Aun así, era desgarrador ver esa extinción. Granos de arena digital yendo por la oscura clepsidra del tiempo simulado.
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TERCERA PARTE POLÍTICA DE CUERPO
FUNDACIÓN, HISTORIA INICIAL Las primeras alusiones públicas a la psicohistoria como posible disciplina científica surgieron durante el mal documentado periodo inicial de la vida política de Seldon. Aunque el emperador Cleon confiaba mucho en sus posibilidades, la clase política veía la psicohistoria como una mera abstracción, o una broma. Esto pudo derivar de las maniobras del propio Seldon, que nunca se refirió a esta disciplina con el nombre que él le había dado. Aun en esa etapa inicial, parece haber comprendido que el conocimiento general de la psicohistoria y todo movimiento fundado en él disfrutaría de poco éxito predictivo, pues muchos podrían actuar para contrarrestar las predicciones o sacar partido de ellas. Algunos han «condenado» a Seldon como «egoísta», por «acaparar» el método psicohistórico, pero debemos recordar la extrema rapacidad de la vida política en esos años de decadencia. ENCICLOPEDIA GALÁCTICA
El sec de Hari Seldon tintineó para anunciar: —Margetta Moonrose desea conversar. La imagen 3D de una mujer despampanante flotaba ante Hari. —¿Quién? Oli. ¿Quién es ella? —El sec no lo interrumpiría en medio de sus cálculos a menos que se tratara de una persona importante. —Mis cotejos revelan que es la entrevistadora principal y experta política del complejo de multimedios... —Seguro, seguro... ¿pero por qué es importante? —Los monitores interculturales la incluyen entre las cincuenta figuras más importantes de Trantor. Yo sugiero... —Nunca la oí mencionar. —Hari se irguió en el asiento y se acarició el cabello—. Supongo que tendré que verla. Pero con filtro completo. Me temo que mis filtros están desactivados porque los están recalibrando. —Maldición, hace una semana que no funcionan. —Me temo que el mec que está a cargo de las nuevas calibraciones es defectuoso. Los mecs, que eran tiktoks avanzados, fallaban con frecuencia últimamente. Desde los disturbios de Junin, algunos habían sufrido ataques. Hari trago saliva. —Ponla en contacto —dijo. Hacía tanto tiempo que usaba filtros en los holófonos que ya no sabía disimular sus sentimientos. El personal de Cleon había instalado software para comunicar los gestos 115
apropiados, preseleccionados para él. Con ciertas instrucciones de los asesores imperiales, ahora modulaba su signatura acústica para un tono pleno, confiado, resonante. Y si él quería, le seleccionaba el vocabulario, para contrarrestar su propensión a la jerga técnica cuando debía explicarse con sencillez. —¡Académico! —saludó Moonrose—. Me gustaría hablar con usted. —¿Sobre matemáticas? Ella rió jovialmente. —No, no... eso me superaría. Represento a miles de millones de mentes curiosas que desean conocer sus reflexiones sobre el Imperio, las cuestiones de Quathanan, el... —¿Las qué? —Quathanan... la disputa sobre el alineamiento zonal. —Nunca oí hablar de él. —Pero... usted puede ser primer ministro. —Parecía genuinamente sorprendida, aunque Hari recordó que quizá se tratara de un muy buen filtro. —Tal vez. Hasta entonces, no me molestaré. —Cuando el Consejo Alto elija, deberá conocer la opinión de los candidatos —replicó ella con fastidio. —Comunique a sus espectadores que hago los deberes sólo justo antes del momento indicado. Ella puso cara simpática, lo cual le confirmó a Hari que había un filtro. Después de muchas colisiones, había aprendido que los expertos de los medios eran muy quisquillosos. Como un público inmenso veía a través de sus ojos, se arrogaban el papel de portavoces morales de ese público. Qué hay de un tema que sin duda conoce... el desastre de Junin? ¿Y la pérdida, que algunos llaman fuga, de los simulacros Voltaire y Juana de Arco? —No es mi especialidad —dijo Hari. Cleon le había aconsejado que mantuviera distancia frente al tema de los simulacros. —Los rumores sugieren que salieron de su departamento. —Desde luego. Los encontró uno de nuestros investigadores. Cedimos los derechos a esa gente... ¿cómo se llaman? —Artificios Asociados, como sin duda usted sabe. —Ah, sí. —Su papel de profesor distraído no es convincente. —¿Usted preferiría que pasara mi tiempo haciendo campaña... y luego huyendo de los medios? —El mundo, el Imperio entero, tiene derecho a saber… —¿Así podré decir sólo aquello que guste a la gente? Ella torció la boca a pesar de los filtros, así que aparentemente había decidido realizar esta entrevista como un choque de voluntades. —Usted está ocultando... —Mis investigaciones son cosa mía. Ella desechó esta frase. —¿Qué dice, como matemático, a los que entienden que los simulacros profundos de gente real son inmorales? 116
Hari lamentó no tener sus propios filtros. Estaba seguro de que en algo se delataba, así que se impuso un semblante neutro. Lo mejor era desviar la conversación. —¿Cuán reales eran esos simulacros? ¿Alguien lo sabe? —Parecían muy reales y humanos para el público —dijo Moonrose, enarcando las cejas. —Me temo que no vi el espectáculo. Estaba ocupado. —Lo cual, al menos, era totalmente cierto. Moonrose se inclinó hacia delante con el ceño fruncido. —¿Ocupado en sus matemáticas? Bien, entonces hablemos de la psicohistoria. Él aún mantenía una expresión imperturbable, lo cual era erróneo. Se obligó a sonreír. —Un rumor. —Sé de buena fuente que usted goza del favor del emperador a causa de esta teoría de la historia. —¿Qué fuente? —Soy yo quien hace las preguntas. —¿Quién lo dice? Todavía soy un funcionario público, un profesor. Y usted está ocupando tiempo que yo podría dedicar a mis alumnos. Con un ademán Hari cortó la comunicación. Desde que se había enfrentado con Lamurk a la vista de un fisgón de los medios, había aprendido a cortar la charla cuando no era favorable. Dors entró mientras él se inclinaba en su aeroasiento. —Me han contado que una persona importante te estaba importunando. —Se ha ido. Me hizo preguntas sobre la psicohistoria. —Bien, tenía que saberse. Es una estimulante síntesis de términos. Apela a la imaginación. —Tal vez, si la hubiera llamado «sociohistoria», la gente la consideraría más aburrida y me dejaría en paz. —No podrías convivir con una palabra tan fea. El electroescudo chispeó y chasqueó al entrar Yugo Amaryl. —¿Interrumpo algo? —En absoluto. —Hari se levantó y le alcanzó una silla. Todavía cojeaba—. ¿Cómo está la pierna? Yugo se encogió de hombros. —Aceptable. Tres matones se habían acercado a Yugo en la calle una semana atrás y le habían explicado la situación con calma. Los habían contratado para lastimarlo, para hacerle una advertencia que él no olvidaría. Tendrían que romperle algunos huesos; así eran las instrucciones no había nada que él pudiera hacer. El jefe le explicó que podía hacerlo del modo difícil. Si él se resistía, los resultados serían peores. Del modo fácil, le romperían el hueso del tobillo con un solo golpe. Al describirlo después, Yugo había dicho: —Lo pensé, me senté en la acera, estiré la pierna izquierda y la apoyé. El jefe me pateó bajo la rodilla. Un buen trabajo; se quebró limpiamente. Hari se había horrorizado. Los medios se interesaron en la historia, y él se limitó a comentar con amargura: «La violencia es la diplomacia de los incompetentes.»
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—El medtec me ha dicho que sanará en otra semana —dijo Yu mientras Hari lo ayudaba a estirarse y el aeroasiento se adaptaba a su forma. —Los imperiales aún ignoran quién fue —dijo Dors, paseándose inquieta por la oficina. —Mucha gente hace estos trabajos. —Yugo sonrió, un efecto un poco arruinado por la gran magulladura que tenía en la mandíbula. El episodio no había sido tan caballeresco como él lo describía—. Además les gustó hacérselo a un dahlita. Dors se paseaba furiosamente. —Si yo hubiera estado allí... —No puedes estar en todas partes —dijo Hari—. Los imperiales piensan, de todos modos, que no se trataba de ti, Yugo. Yugo hizo una mueca. —Me lo imaginé. Se trataba de ti, ¿verdad? Hari asintió. —Una «señal» —dijo uno de ellos. Dors se detuvo bruscamente. —¿Una señal de qué? —Una advertencia —dijo Yugo—. Política. —Entiendo —dijo Dors—. Lamurk no puede atacarte directamente, pero deja... —Una tarjeta de visita poco sutil —terminó Yugo. Dors juntó las manos. —Deberíamos informar al emperador. Hari se echó a reír. —Tú eres historiadora. La violencia siempre estuvo presente en las cuestiones de sucesión. No puede estar lejos de la mente de Cleon. —Para los emperadores, sí —replicó ella—. Pero en una campaña de primer ministro.... —El poder escasea por aquí —comentó Yugo con sarcasmo—. Los molestos dahlitas causan problemas, el Imperio pierde ímpetu o se desvía hacia lunáticos «renacimientos». Tal vez eso también sea una conspiración dahlita, ¿verdad? —Cuando la comida escasea —dijo Hari—, los modales de los comensales cambian. —Apuesto a que el emperador ha analizado todo esto —dijo Yugo. Dors se puso a caminar de nuevo. —Una de las lecciones de la historia es que los emperadores que analizan demasiado fracasan, mientras que los que simplifican demasiado triunfan. —Buen análisis —dijo Hari, pero ella no reparó en su ironía. —Bien, en realidad vine aquí a trabajar —murmuró Yugo—. He terminado de conciliar los datos históricos trantorianos con las ecuaciones de Seldon modificadas. Dors siguió caminando, las manos entrelazadas a la espalda, pero Hari demostró su interés. —¡Maravilloso! ¿Cuán errados están? Yugo sonrió mientras insertaba un cubo de ferrita en la ranura del escritorio. —Observa. Trantor había durado al menos dieciocho milenios, aunque el período preimperial estaba mal documentado. Yugo había sintetizado ese mar de datos en 3D. La economía seguía un eje, los índices sociales otro, y la política constituía la tercera dimensión. Cada cual aportaba una superficie, constituyendo una forma sólida que pendía sobre escritorio de Hari. Esa burbuja de aspecto resbaladizo tenía el tamaño de un hombre y estaba en movimiento 118
constante: distorsiones, hondonadas, protuberancias. Los flujos internos y sus códigos cromáticos eran visibles a través de la piel transparente. —Parece un órgano canceroso —dijo Dors. Yugo frunció el ceno y ella se apresuró a añadir—: Es bonito, sin embargo. Hari rió entre dientes. Dors rara vez daba esos tropiezos, pero cuando lo hacía no sabía cómo recobrarse. El objeto abultado que colgaba en el aire capturaba su atención con sus vitales latidos. Esa forma, palpitante sintetizaba billones de vectores, datos en bruto extraídos un sinfín de vidas diminutas. —Esta historia inicial tenía datos dudosos —dijo Yugo. Las superficies temblaban y se agitaban—. Baja resolución, además, e incluso una cifra demográfica baja... un problema que no tendremos con las predicciones del Imperio. —¿Ves las socio estructuras 2D? —señaló Hari. —¿Y esto representa todo en Trantor? —preguntó Dors. —No todos los detalles son igualmente importantes para el modelo —dijo Yugo—. No es preciso conocer al propietario de una nave estelar para calcular cómo volará. Hari señaló un temblor en los vectores sociales. —La cientocracia surgió aquí en el tercer milenio. Luego siguió una era de éxtasis a partir de los monopolios. Eso alimentó la rigidez. Las formas se asentaban al afinarse los datos. Yugo aceleró la ejecución para ver quince milenios en tres minutos. Era sorprendente mil brotes sólidos y crecientes, una estructura que proliferaba. Lo expansivos patrones hablaban de la complejidad del Imperio mucho más que el discurso envarado de cualquier emperador. —Aquí está la superposición —dijo Yugo—, mostrando la «posdicción» de las ecuaciones de Seldon, en amarillo. —No son mis ecuaciones —dijo Hari automáticamente. Tiempo atrás él y Yugo habían visto que para predecir con la psicohistoria primero tendrían que «posdecir» el pasado, como medida de verificación—. Fueron... —Sólo observa. junto a la franja azul de datos se plasmó un bulto amarillo. Para Hari parecía un gemelo del original. Cada cual sufría contorsiones, bullendo con la energía de la historia. Cada onda y surco representaba millones de triunfos y tragedias humanas. Cada temblor había sido una calamidad. —Son... iguales —jadeó Hari. —Exactamente —dijo Yugo. —La teoría encaja. —Sí, la psicohistoria funciona. Hari miró los colores ondeantes. —Nunca pensé... —¿Que funcionaría tan bien? —Dors se le había acercado por detrás para masajearle la cabeza. —En efecto. —Has pasado años incluyendo las variables adecuadas. Tiene que funcionar. Yugo sonrió con indulgencia. —Ojalá más gente compartiera tu fe en los matemáticos. Has olvidado el efecto mariposa.
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Dors estaba fascinada por los palpitantes bloques de datos que reproducían toda la historia trantoriana, titilando con diferentes franjas de color para mostrar las diferencias entre la historia real y las posdicciones de las ecuaciones. Había muy pocas. Más aún, no crecían con el tiempo. Sin apartar los ojos de la imagen, Dors preguntó: —¿Mariposa? Hay insectos, pero sin duda... —Supongamos que una mariposa agita las alas en el ecuador, al aire libre. Eso altera mínimamente la circulación del aire. Si las cosas se alinean del modo indicado, la mariposa podría desencadenar un tornado en los polos. —Imposible —murmuró Dors, desconcertada. —No lo confundas con el legendario clavo de la herradura del caballo, esa mítica bestia de carga. ¿Lo recuerdas? El jinete perdió una batalla y luego un reino. Allí falló un componente pequeño pero crítico. Los fenómenos fundamentales y aleatorios son democráticos. Las diferencias diminutas en cada variable acoplada pueden producir cambios tremendos. La explicación tardó un rato en aclararse. Las condiciones meteorológicas de Trantor, como las de cualquier otro mundo, eran muy sensibles a las condiciones iniciales. La agitación de las alas de una mariposa en un lado de Trantor, amplificada por ecuaciones de fluido durante semanas, podía desencadenar un huracán aullante a un continente de distancia. Ningún ordenador podía modelar los diminutos detalles de la meteorología real para posibilitar predicciones exactas. Dors señaló los bloques de datos. —¿Conque esto está todo mal? —Espero que no —dijo Hari. Las condiciones meteorológicas varían, pero el clima se mantiene estable. —Aun así, no me extraña que los trantorianos prefieran los interiores. Los exteriores pueden ser peligrosos. —El hecho de que las ecuaciones describan lo que sucedió... bien, significa que los efectos pequeños pueden estabilizarse en la historia —dijo Hari. —A escala humana, los datos pueden emparejarse con el tiempo —añadió Yugo. Dors dejó de masajear la cabeza de Hari. —¿Entonces las personas no importan? —La mayoría de las biografías nos convencen de que las personas, nosotros, somos importantes —dijo Hari — La psicohistoria nos enseña que no. —Como historiadora, no puedo aceptar.. —Mira los datos —interrumpió Yugo. Observaron mientras Yugo amplificaba los detalles, demostraba características. Para la gente común, la historia perduraba en el arte, el mito y la liturgia. La palpaba en ejemplos concretos: un edificio, una costumbre, un nombre histórico. Hari, Yugo y los demás eran como mariposas revoloteando sobre un paisaje desconocido para sus habitantes. Veían el lento desplazamiento del terreno, frío e inexorable. —Pero las personas tienen que importar —comentó Dors con angustiada esperanza. Hari sabía que dentro de ella acechaban las severas directivas de la Ley Cero, pero encima se extendía una gruesa capa de genuinos sentimientos humanos. Era una humanista que creía en el poder del individuo, y aquí se topaba con un mecanismo despiadado e indiferente.
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—En realidad importan, pero quizá no como tú quieres —murmuró Hari—. Investigamos grupos, ejes en torno de los cuales a veces giran los acontecimientos. —Los homosexuales, por ejemplo —dijo Yugo. —Constituyen el uno por ciento de la población, una variante menor y coherente en las estrategias reproductivas —dijo Hari. Socialmente, sin embargo, a menudo eran maestros de la improvisación que impulsaban las modas, totalmente a sus anchas cor Parecían equipados con una brújula interna que los guiaba prematuramente hacia las novedades sociales, de modo que influían de un modo desproporcionado con su cantidad. A menudo eran indicadores sensibles de los giros futuros. —Así que nos preguntamos si podían ser un indicador crucial —continuó Yugo—. Resulta que lo son. Eso ayuda en las ecuaciones. —¿Por qué la historia lo suaviza todo? —preguntó Dors con seriedad. Hari dejó que Yugo se encargara de explicar. —Verás, el efecto mariposa tiene un aspecto positivo. Los sistemas caóticos se podrían abordar en el instante apropiado para darles un leve empuje en la dirección preferida. Un empellón oportuno podría impulsar un sistema, arrojando beneficios desproporcionados con el esfuerzo invertido. —¿Hablas de control? —preguntó ella dubitativamente. —Apenas un toque —dijo Yugo—. Un control mínimo, el empujón oportuno en el momento oportuno, requiere una comprensión profunda de la dinámica. Tal vez de esa manera puedas influir sobre los resultados, logrando el menor daño en varios resultados delicadamente equilibrados. En el mejor de los casos, pueden impulsar el sistema hacia resultados asombrosamente buenos. —¿Y quién controla? —preguntó Dors. Yugo se sintió incómodo. —Eh... nosotros... no lo sabemos. —¿No lo sabéis? Pero ésta es una teoría de toda la historia. —En las ecuaciones hay elementos, interacciones que no entendemos —murmuró Hari—. Fuerzas amortiguadoras. —¿Córno podéis no entenderlo? Ambos hombres parecían incómodos. —No sabemos cómo interactúan los términos, los nuevos rasgos que conducen a un orden emergente —dijo Hari. —Entonces no tenéis una teoría, ¿verdad? Hari asintió. —En el sentido de una comprensión profunda, no. Los modelos, reflexionó, seguían el tosco mundo de la experiencia y reflejaban su época. La mecánica planetaria vino después de los relojes. La idea del universo como un cómputo vino después de los ordenadores. La visión del mundo como cambio estable venía después de la dinámica no lineal. Tuvo un atisbo de un metamodelo que lo examinaría a él para describir cómo Hari seleccionaría entre varios modelos de psicohistoria. Mirando desde arriba, el metamodelo sabría qué modelo preferiría Hari Seldon. —¿Quién planifica este control? —insistió Dors.
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Hari trató de aprehender la idea que se le había ocurrido, pero se le escurrió. Sabía cómo recobrarla: debía relajarse. —¿Recuerdas aquella broma? —preguntó—. ¿Cómo haces reír a Dios? —Contándole tus planes —respondió Dors con una sonrisa. —Correcto. Estudiaremos este resultado, obtendremos una res puesta. —¿No pides predicciones acerca del avance de tus predicciones —Es embarazoso confesarlo, pero sí. El sec campanilleó. —Una llamada imperial —anunció. —¡Rayos! —Hari dio un puñetazo en la silla—. Se ha terminado la diversión. 2 Aún no es hora de que lleguen los Especiales, pensó Hari. Pero era imposible realizar cualquier tarea mientras estaba tenso. Movió monedas en el bolsillo, se distrajo, extrajo una. Una moneda de cinco créditos, aleación ámbar, una elegante cabeza de Cleon I en un lado —las casas de moneda siempre halagaban a los emperadores— y el disco de la galaxia visto desde arriba en el otro. La sostuvo de canto y reflexionó. Digamos que la anchura de la moneda representa la altura de escala típica del disco. Para mayor exactitud, la moneda tendría que abultarse en el centro para describir el eje, pero en general era una buena réplica geométrica. En el disco había un defecto, una ampolla diminuta en un brazo en espiral exterior. Calculó mentalmente la proporción, concediendo que la galaxia tenía unos cien mil años luz de diámetro. Pestañeó. La a retrataba un volumen de mil años luz de diámetro. En los exteriores, eso contendría diez millones de estrellas. Ver tantos mundos como una mancha a la deriva en la inmensidad le hizo sentir como si Trantor hubiera perdido su solidez y él hubiera caído en un abismo. ¿Podía la humanidad importar a semejante escala? Tantos miles de millones de almas, abarrotadas en un punto granuloso. Pero los humanos se habían extendido por la inabordable extensión de ese disco en un pestañeo. La humanidad se había propagado por los brazos en espiral, internándose en los agujeros de gusano, rodeando el centro en pocos miles de años. En ese período los brazos en espiral no habían avanzado un tramo perceptible en su parsimoniosa gavota; eso llevaría quinientos millones de años. Con su apetencia de horizontes lejanos, los humanos se habían propagado por la red de agujeros de gusano, apareciendo frente a soles de color rojo turgente, azul virulento, rubí humeante. La mancha representaba un volumen que un cerebro humano, con su capacidad de primate, no podía aprehender, salvo como notación matemática. Pero ese mismo cerebro impulsaba a los humanos hacia el exterior, y ahora recorrían la galaxia, dominando el abismo constelado de estrellas, sin conocerse a sí mismos. Un solo humano no podía sondear un punto del disco, pero la suma de la humanidad, sus mentes, podían, paso a paso y de una en una, conocer su territorio estelar inmediato.
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¿Y qué deseaba él? Abarcar toda esa humanidad, sus impulsos más profundos, sus mecanismos oscuros, su pasado, su presente y su futuro. Quería conocer a la especie errabunda que había logrado coger ese disco para convertirlo en un juguete. Así que quizás una sola mente humana sí pudiera aprehender el disco, elevándose un nivel, y sondear los efectos colectivos ocultos en las intrincadas ecuaciones. Describir Trantor, en esa proporción, era un juego de niños. Para el Imperio, necesitaría una comprensión mucho más vasta. La matemática podía regir la galaxia con sus símbolos traslúcidos e invisibles. Así que un solo hombre o mujer podía importar. Quizá. Sacudió la cabeza. Una sola cabeza humana. «Adelantándonos un poco, ¿verdad? Sueños de divinidad...» De vuelta al trabajo. Pero no podía trabajar. Tenía que esperar. Para su alivio, los Especiales imperiales llegaron y lo escoltaron por la Universidad de Streeling. A estas alturas estaba acostumbrado a los curiosos, al embarazo de avanzar entre las muchedumbres que ahora se apiñaban donde quiera que iba. —Hoy tienes mucho trabajo —le dijo al capitán de los Especiales. —Gajes del oficio, señor. —Espero que te paguen extra por esto. —Sí, señor. Es un añadido. —Por riesgos extra, ¿verdad? Misión peligrosa. El capitán pareció avergonzarse. —Bien... sí, señor. —Si alguien empieza a disparar, ¿cuáles son tus órdenes? —Si logran penetrar el perímetro, debemos interponernos entre ellos y usted. —¿Y entonces? ¿Recibirías una pulsación gauss o un dardo? Él pareció sorprendido. —Desde luego. —¿De veras? —Es nuestro deber. Hari se sintió humillado por la sencilla lealtad de ese hombre. No hacia Hari Seldon, sino hacia la idea del Imperio, el orden, la civilización. Y Hari comprendió que él también era devoto de esa idea. Era preciso salvar el Imperio, o al menos detener su declive. Eso sólo se podía lograr sondeando su estructura profunda. Y tal vez por eso le disgustaba la idea de ser primer ministro. Le quitaba tiempo, concentración. En los módulos blindados de los Especiales se desquitó de su descontento sacando su tablilla y trabajando en algunas ecuaciones. El capitán tuvo que avisarle cuando llegaron al palacio. Hari bajó y se encontró con el habitual ritual de seguridad: los Especiales desplegándose y sensores aéreos elevándose para escrutar el perímetro. Le recordaban abejas doradas, zumbonas y vigilantes. Caminó junto a una pared que conducía a los jardines de palacio y una lámina parda y redonda del tamaño de una uña salió de la pared y se le adhirió al cuello. Hari se la desprendió.
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La reconoció como una chuchería promocional, un autoadhesivo que daba una sensación placentera al inyectar endorfinas en la corriente sanguínea. También predisponía sutilmente para ciertas señales luminosas de los anuncios del corredor. . Arrojó el adhesivo. Un Especial lo recogió y de pronto estallaron gritos alrededor. El Especial intentaba liberarse del adhesivo. Un aguijón anaranjado asomó con un fogonazo en la mano del guardia. El hombre soltó un grito y otro Especial lo aferró y lo empujo al suelo. Cinco Especiales rodearon a Hari y él no vio nada más. El Especial gritaba a voz en cuello. Algo cortó el gemido de dolor. El capitán ordenó seguir adelante y Hari tuvo que trotar con los Especiales hacia los jardines y por varios senderos. Tardaron un tiempo en aclarar el incidente. El adhesivo era imposible de rastrear, y no había manera de saber con certeza si estaba dirigido a Hari. —Podría formar parte de una conspiración palaciega —dijo el capitán—. Quizá sólo esperaba a un peatón con una signatura aromática similar. —¿No estaba dirigido a mí? —Podría ser. El adhesivo tardó un par de segundos en decidir si lo buscaba a usted o no. —Y me buscaba. —Los olores del cuerpo y la piel no son exactos. —Tendré que empezar a usar perfume. El capitán sonrió. —Eso no detendría a un dispositivo inteligente. Aparecieron otros especialistas en protección para evaluar pruebas y compartir opiniones. Hari quiso visitar al Especial que había recogido el adhesivo. Ya lo habían enviado a una sala de emergencia, y decían que perdería la mano. Y Hari no podía verlo. Cuestiones de seguridad. Pronto Hari se aburrió del asunto. Había ido temprano para pasear por los jardines y, aunque sabía que era irracional, la pérdida del paseo lo afectaba más que el atentado. Hari se tomó un instante y olvidó el incidente. Visualizó un operador de desplazamiento, un vector azul. El operador presentó el nudo rojo y furibundo y lo desplazó. Más tarde, lo encararía más tarde. Interrumpió la cháchara y ordenó a los Especiales que lo siguieran. Hubo protestas y las ignoró. Atravesó los jardines, disfrutando del aire libre. Aspiró ávidamente. La cegadora velocidad del ataque había borrado su importancia. Por ahora. —Las torres del palacio se erguían como una telaraña gigantesca. Entre sus moles se extendían airosas veredas. Una bruma plateada velaba las torres, que titilaban y palpitaban con una cadencia silenciosa, como un gran corazón invisible. Había pasado tanto tiempo en el estrecho panorama de los corredores de Trantor que sus ojos tardaban en captar las desconcertantes perspectivas. Un movimiento ascendente le llamó la atención mientras atravesaba un parque florido. Desde la inmensa pajarera imperial, miles de aves se elevaban en las corrientes verticales. Sus cambiantes y exquisitas formas eran diáfanas y ondulantes, una danza inmensa y vivaz. Pero habían sido modeladas milenios atrás mediante bioingeniería, afectando el genoma. Formaban correntadas y ondas semejantes a nubes, o montañas de aire, devorando mosquitos liberados por los jardineros. Pero el soplo de una corriente lateral podía disolver esas delicadas esculturas. 124
Como el Imperio, reflexionó. Bello en su orden, estable durante quince milenios, pero en decadencia. Resquebrajándose en cámara lenta. O espasmódicamente, como en los disturbios de Junin. ¿Por qué? Aun en medio de ese paisaje encantador, su mente de matemático volvió al problema. Al entrar en el palacio, se cruzó con una delegación de niños que se dirigían a una audiencia con una figura imperial menor. Súbitamente echó de menos a su hijo adoptivo, Raych. Él y Dors habían decidido enviarlo secretamente a la escuela cuando a Yugo le rompieron la pierna. «Prívalos de objetivos», había dicho Dors. En la meritocracia, sólo podían tener hijos aquellos adultos con compromiso, estabilidad y talento. La nobleza o los ciudadanos comunes podían engendrar críos a puñados. Los padres eran como artitas, gente especial con un don especial que gozaba de respeto y privilegios, con la libertad para crear humanos felices y competentes. E una tarea noble y bien retribuida. Hari había tenido el honor de s aprobado. En contraste, tres cortesanos con formas extrañas pasaron junto a él. La biotecnología permitía que la gente transformara a sus hijos en torres esqueléticas, en gurruminos semejantes a flores, en enanos verdes o pigmeos rosados. Los enviaban desde todos los confines de la galaxia para divertir a la corte imperial, donde la novedad siempre estaba en boga. Pero esas variaciones no duraban. Había una norma para la especie. Y torcerla era un hábito igualmente arraigado. Hari admitía que siempre estaría entre los poco sofisticados, pues esas gentes le repugnaban. Alguien había diseñado la sala de recepción para que pareciera cualquier cosa menos lo que era. Parecía un bolsón irregular de cristal derretido, cruzado por bruñidos tubos de ceramoacero. Estos tubos desembocaban en protuberancias lisas destinadas a oficiar de sillas y mesas. Parecía improbable que pudiera levantarse de alguna de esas formas una vez que descubriera cómo sentarse en ellas, así que permaneció de pie. Y se preguntó si ese efecto también era deliberado. El palacio era una sutil estructura de diseños superpuestos. Se trataba de una reunión privada, le había asegurado el personal de Cleon. Aun así, había un pequeño ejército de agregados, encargados de protocolo y asistentes que se habían presentado mientras Hari se dirigía hacia allí atravesando habitaciones cada vez más sobrecargadas. La charla también era más sobrecargada. La vida cortesana estaba dominada por personas pomposas que actuaban como si desvelaran tímidamente estatuas de sí mismas. Había muchos adornos y refinamientos, el equivalente arquitectónico de las joyas y la seda, e incluso los asistentes menores usaban dignos uniformes verdes. Hari tuvo la sensación de que debía bajar la voz y comprendió, recordando los domingos en Helicon, que este lugar tenía aspecto de iglesia. Cleon entró y el personal se desvaneció, perdiéndose calladamente en salidas ocultas. —¡Mi Seldon! —Vuestro, Alteza —respondió Hari, siguiendo el ritual. El emperador lo saludó efusivamente, hablando del aparente atentado —«Sin duda un accidente, ¿no crees?»— y lo condujo hacia la gran pared-pantalla. Ante un gesto de Cleon apareció una enorme vista de la galaxia, obra de un nuevo artista. Hari murmuró admirativamente y evocó sus pensamientos de una hora atrás. Era una escultura temporal que abarcaba toda la historia de la galaxia. El disco era, a fin de cuentas, un cúmulo de escombros que giraban en el fondo de un bache gravitatorio del 125
cosmos. Su aspecto dependía de cuál de los miles de ojos de la humanidad usara uno para verlo. El infrarrojo podía revelar sendas polvorientas. Los rayos X buscaban estanques de gas ardiente. Las antenas de radio registraban fríos bancos de moléculas y plasma magnetizado. Todos estaban cargados de sentido. En el carrusel del disco, las estrellas cabeceaban bajo complejos tirones newtonianos. Los brazos principales —Sagitario, Orión y Perseo, contando desde el centro— llevaban nombres oscurecidos por su antigüedad. Cada cual contenía una zona de ese nombre, insinuando que quizás allí giraba la antigua Tierra. Pero nadie lo sabía, y las investigaciones no habían revelado ningún candidato. En cambio, docenas de mundos competían por el título de Tierra Verdadera. Muy probablemente, ninguno de ellos lo fuera. Hitos brillantes resplandecían en las franjas curvas de los brazos en espiral. Una belleza que superaba toda descripción... pero no todo análisis, pensó Hari, fuera físico o social. Si él pudiera encontrar la clave... —Te felicito por el éxito de mi decreto de los mequetrefes —dijo Cleon. Hari dejó de mirar la inmensa perspectiva. —¿Cómo decís, Alteza? —Tu idea... el primer fruto de la psicohistoria. —Cleon rió entre dientes al ver que Hari no comprendía—. ¿Ya lo has olvidado? Los renegados que saquean, buscando renombre con su infamia. Me aconsejaste que los despojara de su identidad haciéndolos llamar mequetrefes. Hari se había olvidado del consejo, pero asintió con un cabeceo. —¡Dio resultado! Sus delitos han mermado. Y los condenados mueren llenos de furia, exigiendo que los hagan famosos. Te aseguro que es una delicia. . Hari sintió un escalofrío ante el modo en que el emperador chasqueaba los labios. La sugerencia que él había hecho de pasada había adquirido una realidad concreta que lo perturbaba. Oyó que el emperador le preguntaba por sus avances en psicohistoria. Sintió un nudo en la garganta y recordó a esa mujer, Moonrose, y sus irritantes preguntas. Eso parecía haber sido semanas atrás. —El trabajo es lento —atinó a decir. —Sin duda requiere un conocimiento profundo de cada aspecto de la vida civilizada — comentó Cleon comprensivamente. —En ocasiones —repuso Han, dejando de lado sus ambiguas emociones. —Recientemente estuve en una convocatoria y me enteré de algo que sin duda has incluido en tus ecuaciones. —¿Sí, Alteza? —Se dice que los cimientos mismos del Imperio, al margen de los agujeros de gusano, parten del descubrimiento de la fusión de protones y borones. Nunca había oído hablar de ello, pero el orador declaró que era el mayor logro de la antigüedad. Que toda nave estelar, toda tecnología planetaria, la necesita para obtener energía. —Supongo que es verdad, pero lo ignoraba. —¿Un dato tan elemental? —Lo que no me sirve no me concierne. Cleon frunció la boca desconcertado. —Pero sin duda una teoría de toda la historia exige muchos detalles.
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—La tecnología sólo entra por sus efectos en otros temas —dijo Hari. ¿Cómo explicar las sinuosidades del cálculo no lineal?—. Con frecuencia lo importante son sus limitaciones. —Toda tecnología que se distinga de la magia es insuficientemente avanzada —dijo airosamente Cleon. —Bien dicho, Alteza. —¿Te gusta? La frase es de ese sujeto, Draius. Tiene su gracia, ¿verdad? Y además es cierta. Tal vez... —Se interrumpió y le habló al aire—: ¡Funcionario de trascripción! Haz distribuir esa línea sobre la magia. Cleon se reclinó. —Siempre acuden a mí en busca de «sabiduría imperial». Una lata. Una tenue nota musical anunció a Betan Lamurk. Hari se puso rígido al verlo, pero Lamurk sólo tenía ojos para el emperador mientras ejecutaba un prolongado ritual cortesano. Como miembro destacado del Consejo Alto, tenía que recitar frases tradicionales y vacías e inclinarse en una extraña reverencia sin apartar los ojos del emperador. Después pudo relajarse. —¡Profesor Seldon! Me alegra verlo de nuevo. Hari le estrechó la mano de manera formal. —Lamento ese pequeño enfrentamiento. No sabía que la cámara 3D estaba allí. —No tiene importancia. No podemos evitar que los medios interpreten las cosas a su manera. —Mi Seldon me dio un excelente consejo acerca del decreto de los mequetrefes —dijo Cleon. Era evidente que el deleite del emperador no complacía a Lamurk. Cleon los condujo a lujosos sillones que nacían de las paredes, Hari se encontró sumido en una deliberación sobre asuntos del Consejo. Resoluciones, medidas de apropiación, propuestas legislativas. Ese material también había circulado por la oficina de Hari. Él había configurado su autosec para el análisis de textos, traduciendo esa jerigonza al galáctico y facilitando las conexiones. Así transcurrió la primera hora. Hari había ignorado la mayor parte del material, arrojando pilas de documentos en el reciclador cuando nadie miraba. El arcano funcionamiento del Consejo Alto no era difícil de comprender, sólo aburrido. Mientras Lamurk deliberaba con el emperador, Hari los observaba como si viera un juego de pelota: una práctica curiosa, pero fascinante a su modo. El hecho de que el Consejo fijara pautas y líneas generales, mientras en un nivel inferior los peritos legales elaboraban los detalles y aprobaban leyes, no modificaba su divertido interés. ¡La gente dedicaba su vida a hacer esas cosas! La táctica le interesaba poco. Ni siquiera la humanidad importaba. En el tablero galáctico, los fenómenos humanos eran las piezas, y las leyes de la psicohistoria eran las reglas del juego. El jugador del otro lado estaba oculto, quizá no existía. Lamurk necesitaba otro jugador, un rival. Sutilmente, Hari comprendió que él era el inevitable enemigo. La carrera de Lamurk apuntaba hacia el cargo de primer ministro y estaba empeñado en obtenerlo. En todo momento Lamurk buscaba el favor del emperador y desechaba los comentarios de Hari, que fueron pocos. Hari no presentó una oposición directa, pues Lamurk era un maestro. Guardó silencio, limitándose a expresar su disenso con algún gesto. Casi nunca había lamentado callarse la boca.
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—Este asunto del MacroRetículo... ¿estás a favor? —le preguntó el emperador a Hari, abruptamente. Él apenas recordaba la idea. —Alterará considerablemente la galaxia —respondió. —¡Productivamente! —Lamurk golpeó una mesa—. Todos los indicadores económicos están fallando. El MacroRetículo acelerará infoflujo, estimulará la productividad. El emperador hizo un gesto dubitativo. —No me convence la idea de conectar tan cómodamente a tanta gente. —Piensa en ello —insistió Lamurk—. Los nuevos compresores ermitirán que una persona común de la zona Equis, por ejemplo, hable todos los días con un amigo de los Confines, o cualquier otra parte. El emperador cabeceó con incertidumbre. —¿Hari? ¿Qué piensas? —Yo también tengo mis dudas. Lamurk hizo un gesto despectivo. —Falta de agallas. —El incremento de comunicaciones puede acelerar la crisis del Imperio. —Pamplinas. Eso va contra toda buena norma ejecutiva. —El Imperio no se rige por normas... —Hari hizo una reverencia ante el emperador—, sino que se le permite funcionar. —Más pamplinas. En el Consejo Alto... —¡Escúchale! —dijo Cleon—. Él no habla demasiado. Hari sonrió. —Mucha gente me lo agradece, Alteza. —Bien, no quiero respuestas elusivas. ¿Qué dice tu psicohistoria sobre el funcionamiento del Imperio? —Son millones de castillos unidos por puentes. —¿Castillos? —Cleon irguió su famosa nariz con escepticismo. —Planetas. Tienen sus propias preocupaciones y se gobiernan como les place. El Imperio no se molesta en los detalles, a menos que un mundo se ponga agresivo. —En efecto, y así debe ser —dijo Cleon—. Ah... y tus puentes son los agujeros de gusano. —Exacto, Alteza. —Hari evitó mirar a Lamurk y se concentró en el emperador mientras bosquejaba su visión. Los planetas podían tener gran cantidad de ducados menores, con disputas, guerras y «microestructuras» a granel. Las ecuaciones psicohistóricas mostraban que nada de eso importaba. Lo importante era que los recursos físicos no podían ser compartidos por cantidades indefinidamente grandes de personas. Cada sistema solar era una cantidad limitada de bienes y, al fin y al cabo, eso significaba jerarquías locales para controlar el acceso. Los agujeros de gusano podían trasladar poca masa, porque rara vez tenían más de diez metros de diámetro. Las gigantescas naves hiperespaciales llevaban enormes cargamentos, pero eran más lentas y torpes. Distorsionaban el espacio-tiempo, contrayéndolo a proa y expandiéndolo a popa, desplazándose a velocidades hiperlumínicas en el marco galáctico, 128
aunque no en el propio. El comercio entre la mayoría de los sistemas estelares se limitaba a artículos livianos, compactos y costosos. Especias, modas, tecnología, no voluminosas materias primas. Los agujeros de gusano tenían mayor capacidad para albergar haces lumínicos modulados. La curvatura de los agujeros de gusano refractaba los haces llevándolos a los receptores del otro extremo. Los datos fluían libremente, uniendo la galaxia. Y la información era lo opuesto de la masa. Los datos podían desplazarse, comprimirse y filtrarse mediante copias. Se podían compartir infinitamente. Florecían como capullos en una primavera eterna, pues en cuanto la información se aplicaba a un problema, la solución resultante era nueva información. Y era barata, con lo cual se requerían pocos recursos de masa para adquirirla. Su medio preferido era, literalmente, la luz: el rayo láser. —Eso brindó comunicaciones suficientes para forjar un Imperio. Pero las probabilidades de que un nativo de la zona Puissant viajara a la zona Zaqulot, o a la estrella vecina, ya que por agujero de gusano son viajes equivalentes, eran ínfimas —dijo Hari. —Así que tus «castillos» se mantuvieron aislados, salvo por el flujo de información — dijo Cleon. —Pero ahora el MacroRetículo multiplicará por mil la tasa de transferencia de información, usando compresores para compactar la información. Cleon frunció los labios, desconcertado. —¿Y por qué eso es malo? —No lo es —dijo Lamurk—. Mejores datos significan mejores decisiones, todos lo saben. —No necesariamente. La vida humana es un viaje en un mar de significados, no una red de información. ¿Qué obtendrá la mayoría de la gente de un flujo personal de datos? Una lógica distante y extraña. Detalles sin raíces. —Podremos gestionar mejor las cosas —insistió Lamurk. Cleon alzó un dedo y Lamurk se tragó sus siguientes palabras. Hari titubeó. A pesar de todo, Lamurk tenía algo de razón. Había relaciones matemáticas entre la tecnología, la acumulación de capital y la mano de obra, pero el impulso más importante era el conocimiento. La mitad del crecimiento económico del Imperio nacía del incremento en la calidad de la información, encarnado en mejores má— . quinas y mayor capacitación, lo cual generaba eficiencia. Éste era el punto débil del Imperio, pues las ciencias habían perdido su ímpetu in novador. Pero Hari vio que el emperador vacilaba, y continuó: —Muchos miembros del Consejo Alto ven el MacroRetículo como un instrumento de control. Quiero señalar algunos datos que conocéis bien, Alteza. Hari estaba en su modalidad favorita, la de dictar cátedra. Cleon se inclinó hacia delante con interés. Hari le contó una historia. Para navegar entre los mundos A y B, dijo, uno debía realizar una docena de saltos por los agujeros de gusano. El Nido de Gusanos era un sistema astrofísico de trenes con muchos trasbordos. Cada boca de gusano imponía nuevas tarifas y recargos en cada embarque. El control de toda una ruta comercial arrojaba la máxima rentabilidad. La lucha por el control era interminable, a menudo violenta. Desde el punto de vista de la economía, la política y el «impulso histórico» —que significaba cierta inercia impuesta sobre los acontecimientos—, un imperio local que controlase toda una constelación de nódulos sería sólido y duradero.
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No era así. Una y otra vez, las satrapías regionales sufrían conmociones. Parecía natural explotar cada agujero de gusano por la tarifa máxima, coordinando las bocas de gusano para optimizar el tráfico. Pero ese grado de control inquietaba a la gente. Al controlar elaboradamente el sistema, la información fluía sólo de los directivos a los asalariados, con poca realimentación. Una regulación extensa no brindaba los mejores beneficios. En cambio, redundaba en «economías de sábana corta»: cuando los hombros colectivos sentían frío, se subía la sábana para cubrirlos, y los pies se congelaban. El exceso de control fracasaba. —Así que el MacroRetículo, si permite que el Consejo Alto «gestione las cosas», podría reducir la vitalidad de la economía. Lamurk sonrió con condescendencia. —Pura teoría abstracta, Alteza. Escucha a un veterano que ha estado largo tiempo en el Consejo. Hari escuchó la propuesta de Lamurk y se preguntó por qué se molestaba con eso. Admitía que intercambiar ideas con el emperador implicaba un contacto casi sensual con el poder. Observar a un hombre que podía destruir un mundo con un gesto surtía efecto en el flujo de adrenalina. Pero no era su lugar, ni por talento ni por vocación. Le agradaba exponer sus puntos de vista, era divertido; todo profesor cree secretamente que el mundo necesita una buena clase, y dictada por él. Pero en ese juego los peones eran reales. El decreto de los mequetrefes lo había perturbado, aunque no veía en ello nada que fuera moralmente erróneo. Allí había vidas en juego en medio de la cháchara, y no sólo vidas ajenas. Tuvo que recordarse que el sonriente y confiado Lamurk era el obvio origen del adhesivo que casi lo había matado pocas horas antes. 3 Entró en el apartamento y fue a la cocina. Tecleó órdenes en el autoservidor y se puso a calentar un poco de aceite. Mientras lo calentaba, cortó cebollas y hojas y las puso a dorar. Su cerveza llegó y la abrió, sin molestarse en usar un vaso. —Ha sucedido algo —dijo Dors. —He tenido una pequeña y agradable charla cara a cara con Lamurk. —No es por eso que yergues los hombros. —Mmm. Traicionado por mi expresivo cuerpo. Hari le habló del posible atentado. —¿También oíste lo del artista del humo? —dijo ella, después de calmarse. —¿En esa recepción? ¿El que hizo esa gran nube que se parecía a mí? —Ha muerto hoy. —¿Córno? —Parece un accidente. —Una lástima... era gracioso. —Demasiado gracioso. Hizo la caricatura de Lamurk, ¿recuerdas? Hizo quedar a Lamurk como un jactancioso. Fue el impacto de la recepción. Hari pestañeó. —No estarás... 130
—Muy casual, ambos en el mismo día. —Conque podría ser Lamurk. —Mi querido Hari, siempre pensando en probabilidades. Después de su audiencia con Cleon, Hari había entablado una charla con el jefe de seguridad de palacio. Su escuadrón de Especiales fue duplicado. Más minivoladores para vigilancia del perímetro delantero. Y no debía caminar cerca de ninguna pared. Esta advertencia hizo reír a Hari, lo cual no mejoró la actitud del personal de palacio. Para colmo, Hari sabía que aún tenía algo que ocultar— ¿Cómo impedir que averiguaran la verdadera naturaleza de Dors? El autoservidor tintineó. Se sentó a comer carne con cebollas, abrió otra botella de cerveza fría y la sostuvo en una mano mientras comía con la otra. —Un duro día de trabajo —dijo Dors. —Siempre como vorazmente después de salvarme de la muerte por un pelo. Es una vieja tradición familiar. —Entiendo. —Cleon terminó hablando sobre el atasco del Consejo Alto. Mientras eso no se resuelva, no habrá votación para elegir al primer ministro. —Conque tú y Lamurk todavía os dais cornadas. —Él da cornadas. Yo sólo lo esquivo. —Nunca me alejaré nuevamente de ti —dijo ella con firmeza. —Trato hecho. ¿Puedes conseguirme algo más en el autoservidor? ¿Algo caliente y pesado, lleno de cosas que me hagan daño? Dors entró en la cocina y él siguió comiendo y bebiendo cerveza, sin pensar en nada. Ella le trajo un plato humeante con una espesa salsa parda. Hari comió sin preguntar qué era. —Eres un hombre extraño, profesor. —Las cosas me afectan con cierto retraso. —Has aprendido a postergar tus reacciones hasta que haya un tiempo y un lugar. Él parpadeó y bebió más cerveza. —Es posible. Tengo que pensar en ello. —Comes ávidamente comida de la clase obrera. ¿Y dónde aprendiste el truco de postergar las reacciones? —No sé. Dímelo tú. —Helicon. Hari pensó en ello. —Mmm. La clase obrera. Mi padre se metía en problemas y hubo muchos tiempos difíciles. El único respiro que tuve en mi niñez fue no tener fiebre cerebral. No podríamos haber costeado el hospital. —Entiendo. Problemas económicos. Recuerdo que lo mencionaste. —Problemas económicos y gente que lo presionaba para vender sus tierras. Él no quería. Así que hipotecaba más, sembraba más y seguía su mejor criterio. Cada vez que la suerte le jugaba una mala pasada, mi padre se recobraba y lo intentaba de nuevo. Eso funcionó por un tiempo porque era un buen granjero. Pero luego hubo una gran fluctuación del mercado y él quedó atrapado y lo perdió todo. —Hablaba deprisa mientras comía, y no sabía por qué pero le parecía bien. —Entiendo. Por eso él hacía ese trabajo peligroso...
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—Que terminó por matarlo, sí. —Entiendo. Y afrontaste eso. Lo olvidaste para ayudar a tu madre. En los duros tiempos que siguieron aprendiste a reservar tus reacciones para el momento en que fuera oportuno liberarlas. —Si vuelves a decir «entiendo», no te dejaré mirarme más tarde, cuando me dé una ducha. Ella sonrió, pero volvió a adoptar su expresión perspicaz. —Encajas en parámetros bien definidos. Hombres reservados. Se controlan limitando sus percepciones. No demuestran ni hablan mucho. —Excepto con su esposa. —Hari había dejado de comer. —Tienes poco tiempo para la charla superficial. La gente de Streeling lo comenta... pero conmigo hablas sin reservas. —Trato de no parlotear. —Ser hombre es complicado. —También lo es ser mujer, pero tú has dominado maravillosamente ese arte. —Lo tomaré como un cumplido formal. —Y eso era. Ser humano ya es bastante difícil. —Eso veo. Tú aprendiste todo esto en Helicon. —Aprendí a afrontar lo esencial. —Y a odiar las fluctuaciones. Pueden matarte. Él bebió un sorbo de cerveza, todavía fría y áspera. —No lo había pensado así. —¿Por qué no dijiste todo esto desde un principio? —Porque no lo sabía desde un principio. —Un corolario, pues. Si te comprometes con una mujer, das de ti todo lo que puedes, dentro de ese espacio delimitado. —El volumen que hay entre nosotros dos. —Una analogía geométrica es tan buena como cualquier otra. —Dors se apoyó la punta de la lengua en el labio inferior, como siempre cuando reflexionaba—. Y te comprometes plenamente para evitar el precio que cobra la vida. —¿El precio de las fluctuaciones? —Si puedes predecir, puedes eludir. Corregir. Manejar. —Eso es tremendamente analítico. —He saltado las partes difíciles, pero figurarán en mi exposición escrita. —Habitualmente estas conversaciones usan frases como «identidad óptimamente consolidada». Echo de menos la jerga. —Hari había terminado el plato y se sentía mucho mejor. —La comida es una de las experiencias que contribuyen a afirmar la vida. —Conque por eso lo hago... —Ahora te burlas de mí. —No, sólo deduzco las implicaciones de la teoría. Me gustaba la parte de odiar la imprevisibilidad y las fluctuaciones porque lastiman a la gente. —También a los imperios, cuando caen.
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—Así es. —Hari terminó la cerveza y pensó en beber otra. Eso lo amodorraría. Prefería otro modo de calmar la tensión. —Vaya apetito —comentó Dors con una sonrisa. —No tienes idea. Y la perspectiva de la muerte puede estimular más de un apetito. Volvamos a esa parte acerca de la exposición escrita. —Tienes algo en mente. Hari sonrió. —Ni te lo imaginas. 4 Saboreaba más el trabajo ahora que tenía menos tiempo. En su penumbrosa oficina, Hari miraba la danza de los brumosos números 3D en el aire. Los eruditos imperiales conocían las raíces de la psicohistoria desde hacía milenios. En tiempos antiguos, los pedantes habían clasificado veintiséis sistemas sociales estables y metaestables. Disponían de muchas culturas que habían involucionado hasta caer en la barbarie, como los porcos y sus ritos furibundos, los lizzies y sus ginogobiernos. Observó la formación de los patrones mientras su simulación recorría siglos de evolución galáctica. Algunos sistemas sociales resultaban estables sólo a pequeña escala. En el aire colgaban los datos de mundos enteros, apresados en zonas estables: socialismo primitivo; femipastoralismo, machotribalismo. Éstos eran los verdaderos reclamos de la sociología humana, islas en el mar del caos. Algunas sociedades chapoteaban en su metaestabilidad hasta desmoronarse: teocracia, trascendentalismo, machofeudalismo. Éste aparecía cuando la gente tenía metalurgia y agricultura, se manifestaba en planetas que habían descendido mucho en la curva. Durante largo tiempo los eruditos imperiales habían justificado el Imperio, unido por estrechos agujeros de gusano y aparatosas hipernaves, como la mejor estructura social humana. Había resultado estable y benévolo. El modelo imperante, el feudalismo imperial benigno, aceptaba que los humanos fueran jerárquicos. También eran dinásticamente ambiciosos, y apetecían la continuidad del poder y su pompa. Eran devotos de los símbolos de unidad, de la grandeza imperial. Los chismes sobre los notables eran, para la mayoría de la gente, la esencia misma de la historia. El poder imperial estaba moderado por tradiciones de liderazgo noble, la presunta superioridad de los que se elevaban a la grandeza. Debajo de esos esplendores, como bien sabía Cleon, se encontraba el lecho rocoso de un servicio civil honesto y meritocrático. Sin este elemento, la corrupción se propagaría como una mancha por las estrellas, menoscabando el esplendor. Hari observó el diagrama, una compleja telaraña de superficies 3D, el paisaje del espacio social. A paso lento, podía ver oleadas de acontecimientos singulares en la simulación. Cada celda de la cuadrícula era sometida a nuevos cálculos en cada ciclo de reloj, con reajustes en toda interacción vecina en 3D. Las reglas que aplicaba no eran las leyes de la física, construidas a partir de fundamentos tales como la mecánica maxiónica o las sencillas ocho Leyes de NewTown, sino algoritmos rudimentarios que reducían leyes intrincadas a una aritmética trivial. La sociedad vista de este modo no era misteriosa, sino tosca. 133
Luego llegaba el caos. Estaba mirando el «espacio político» con su familia de variables: grado de polaridad o concentración del poder, tamaño de las coaliciones, escala de los conflictos. En este modelo simple surgían ciclos de aprendizaje. Partiendo de un período plano de aparente estabilidad, aunque no de estancamiento, el sistema generaba una idea desafiante. Esto amenazaba la estabilidad, lo cual obligaba a formar coaliciones, para oponerse al desafío. Se formaban facciones que luego se consolidaban. Las coaliciones podían ser religiosas, políticas, económicas, tecnológicas, incluso militares, aunque los datos mostraban que este método era ineficaz. Luego el sistema viraba hacia un reino caótico que a veces lograba una nueva estabilidad y a veces decaía. En el sistema dinámico había una presión creada por el contraste entre la visión idealizada del mundo y la realidad. Una diferencia de— de creaba nuevas fuerzas de cambio. Con frecuencia esas fuerzas parecían inconscientes; la gente sabía que algo estaba mal y sentía inquietud, pero no hallaba una causa clara. o con los modelos de "actor racional »», pensó Hari. Pero algunos aún se aferraban a ese enfoque obviamente obtuso. Todos pensaban que el Imperio era simple. No la población en general, deslumbrada por la mezcla de culturas y objetos exóticos aportados por el comercio y las comunicaciones entre miles de mundos. Vivía en distracción perpetua, un freno importante para el caos. Sin embargo, incluso para los teóricos sociales, la estructura básica y las interrelaciones parecían previsibles, con una cantidad moderada de ciclos de realimentación, sólidos y tradicionales. La opinión convencional sostenía que era posible discernirlos y tratarlos por separado. Más importante aún, las decisiones estaban centralizadas, o así lo creía la mayoría. El emperador sabía más que nadie, ¿verdad? En realidad, el Imperio era una jerarquía ordenada y escalonada: p feudalismo imperial. En el peldaño inferior estaban las zonas de la galaxia, que podían tener desde una docena hasta varios miles de años luz de diámetro. Arriba había Compactos que abarcaban un centenar de zonas vecinas. Los Compactos se entrelazaban con el sistema galáctico. Pero todo iba cuesta abajo. En el complejo diagrama, lenguas chispeantes iban y venían. ¿Qué eran? Hari puso las chispas en primer plano. Zonas de caos donde predicción era imposible. Esas feroces erupciones podían ser la clave para comprender por qué el Imperio se desmoronaba. Hari sentía en su alma que la imposibilidad de predicción era tan ' nociva para sus cálculos matemáticos como para la humanidad, pe que era ineludible. Éste era el secreto que el emperador y los demás no debían averiguar. Mientras él no pudiera dominar —o al menos escudriñar— caos, la psicohistoria era un fraude. Decidió examinar un solo caso. Tal vez el procedimiento fuera más limpio. Escogió Sark, el mundo que había hallado y desarrollado los simulacros de Voltaire y Juana. Alardeaba de ser la Cuna del Nuevo Renacimiento, una postura retórica bastante común. Parecía brillante y creativo mientras Hari revisaba las cuadrículas de estado. Hari bostezó a su pesar. Sí, Sark parecía estar bien por el momento. Una economía floreciente. Un líder del estilo y de la moda.
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Pero su perfil lo situaba entre los mundos caóticos. Estos ascendían por un tiempo, al parecer desafiando los mecanismos de estancamiento que mantenían los planetas dentro del equilibrio imperial. Luego el tejido social se disolvía. Regresaban a uno de los estados de estancamiento. A partir de los datos, Hari predecía un estado anarcoindustrial en Sark. Esto no sucedía por medio de grandes flotas. A pesar de las apariencias, el Imperio no gobernaba por la fue Las evoluciones sociales hacían que los mundos caóticos titubeantes murieran. Habitualmente, la galaxia en general sufría pocas repercusiones. Pero últimamente se estaban multiplicando. Y el Imperio decaía visiblemente. La productividad descendía, la incoherencia ascendía en los espacios sociales. ¿Por qué? Se levantó y fue a hacer ejercicio al gimnasio. No quería trabajar más con la mente. Haría sudar el cuerpo para descargar las frustraciones creadas por su intelecto. 5 No quería ir al coloquio de las grandes universidades imperiales, pero el protocolo imperial pesaba sobre él. «Un candidato a primer ministro tiene obligaciones», le había dicho la oficial de protocolo. Así que ella y Dors aparecieron en el Salón Imperial de Festivales. Sus Especiales usaban discretos trajes formales, con cuellos alechugados de meritócratas de nivel medio. —Para mezclarse mejor con la multitud —bromeó Dors. Hari vio los identificaban al instante y se alejaban. A él lo habrían Entraron en un alto corredor de doble arcada, bordeado por antiguas estatuas que invitaban al paseante a lamerlas. Hari hizo la prueba, después de leer atentamente un refulgente letrero que le aseguraba que no había riesgo biológico. Tras una larga lamida sintió un tenue sabor a aceite y manzanas quemadas, un indicio de aquello que los antiguos consideraban estimulante. —¿Qué es lo primero? —preguntó a la oficial de protocolo. —Una audiencia con una persona del mundo académico —respondió ella, y añadió enfáticamente : A solas. Dors no estaba de acuerdo y Hari negoció una solución intermedia. Dors permanecería en la puerta. —Le haré servir refrigerios allí —dijo la oficial. Dors le sonrió glacialmente. —¿Por qué esta audiencia es tan importante? La oficial la miró con desdén. —Esta persona tiene mucha influencia en el Consejo Alto. —Y puede ganarme algunos votos —dijo Hari en tono conciliador. —Un poco de charla cortés —dijo la oficial de protocolo. —Prometo, por decirlo con delicadeza, sobar las posaderas de ese hombre. O esa mujer. Dors sonrió. —Más vale que no sea mujer. —Es curioso que ese acto tenga implicaciones sexuales.
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La oficial de protocolo carraspeó y lo guió entre pantallas crepitantes que le erizaron el cabello. Parecía que incluso un funcionario académico necesitaba medidas de seguridad personal. Una vez dentro, Hari se encontró a solas con una mujer mayor. Con razón la oficial de protocolo había carraspeado. —Qué amable ha sido al venir. —Ella permaneció inmóvil, una mano extendida, la muñeca floja. Un efecto de cascada tintineaba a sus espaldas, enmarcando sus artificiosos atractivos. Era como entrar en la naturaleza muerta de un museo. Hari no sabía si estrecharle o besarle la mano. Se la estrechó, y la expresión de ella le hizo pensar que había elegido mal. Usaba mucho maquillaje y se inclinaba hacia delante como si viera muchas cosas que los demás no captaban. Había sido una pensadora original, una filósofa no lineal. Ahora muchos meritócratas de la galaxia le debían lealtad. Antes de sentarse, ella señaló la pared. —¿Quiere ajustar el brillo? —El efecto de cascada se había convertido en una espesa niebla . A veces anda mal y la habitación no lo reajusta. Un modo de establecer una jerarquía, sospechó Hari. Habituarlo a hacer aquello que le pedía. O quizá fuera una de esas mujeres que se sentían inseguras si no lograban que un hombre les prestara servicios menores. O quizá sólo fuera inepta y quisiera su cascada. O quizás él analizaba hasta el último detalle, un vicio de matemático. —He oído cosas notables sobre su trabajo —dijo ella. La Figura Encumbrada Habituada a la Obediencia Inmediata se convirtió en Dama Grácil Tranquilizando al Subalterno. Él dijo una frase neutra. Un tiktok trajo un estimulante líquido que se deslizó por su garganta como una nube sedosa. —¿Cree reunir las condiciones prácticas para el ministerio? —Nada es más práctico y útil que una teoría atinada. —Habla como un auténtico matemático. Bien, en nombre de todos los meritócratas, espero que esté a la altura de la tarea. Pensó en decirle —a pesar de todo, ella tenía cierto encanto— que el ministerio le importaba un bledo. Pero la intuición lo indujo a contenerse. Ella era otra dueña del poder. Supo que en el pasado esa mujer había sido vengativa. Ella lo miró con picardía. —Entiendo que usted ha conquistado al emperador con una teoría de la historia. —Por el momento es apenas una descripción. —¿Una especie de síntesis? —Descubrimientos para los brillantes, síntesis para los obsesivos. —Sin duda usted sabe que hay un aire de futilidad en semejante ambición. —Un destello acerado en los ojos claros. —No lo había advertido, potentada. —La ciencia es una construcción arbitraria. Perpetúa la desacreditada noción de que el progreso siempre es posible, incluso deseable. —¿Sí? —Hari se había esculpido una sonrisa cortés en la cara y no estaba dispuesto a borrársela.
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—De esas ideas sólo surgen órdenes sociales opresivos. La presunta objetividad de la ciencia oculta el hecho de que es sólo un «juego de lenguaje» entre otros. Todas esas configuraciones arbitrarias residen en un universo conceptual de discursos rivales. —Entiendo. —Hari ensanchó la sonrisa. Tenía la sensación de que le partiría la cara. —Elevar las «verdades» científicas —declaró ella con gesto desdeñoso— por encima de otras construcciones equivale a colonizar el paisaje intelectual. A esclavizar a nuestros rivales. —Ajá. —Hari tuvo la impresión de que no duraría mucho en su posición neutra—. Antes de siquiera considerar el tema, ¿usted sostiene que conoce el mejor modo de estudiarlo? —La teoría social y el análisis lingüístico tienen el poder final, pues todas las verdades tienen una validez histórica y cultural muy limitada. Por ende, esta «psicohistoria» de todas las sociedades es absurda. Conque conocía el término. Los rumores estaban circulando. —Tal vez usted subestime un poco el tosco roce de lo real. Un ligero deshielo. —Astuta expresión, académico. Aun así, la categoría de lo «real» es una construcción social. —Desde luego, la ciencia es un proceso social. Pero las teorías científicas no se limitan a reflejar la sociedad. —Qué encantador, pensar todavía así. —La vaga sonrisa no logró ocultar el destello helado de sus ojos. —Las teorías no son meros cambios de moda, como el uso de faldas cortas o largas entre los hombres. —Académico, usted conoce que no hay nada que pueda conocerse más allá de los discursos humanos. Él mantuvo una voz serena, afable. ¿Debía señalar que ella había lo «conocer» de dos maneras contradictorias en la misma frase? No, eso sería prestarse a juegos de palabras, lo cual respaldaría sutilmente el punto de vista de ella. —Seguro, los montañeros pueden discutir y teorizar sobre cuál es la mejor ruta para llegar a la cumbre. —Siempre de modos condicionados por su historia y sus estructuras sociales. —Pero una vez que llegan allí, la conocen. Nadie diría que «construyeron la montaña». Ella frunció los labios y se sirvió otro nuboso estimulante. —Mmm. Realismo elemental. Pero todos sus «hechos» encarnan una teoría. Modos de ver. —No puedo dejar de notar que los antropólogos, los sociólogos, toda la pandilla, sienten una deliciosa sensación de superioridad cuando niegan la realidad objetiva de los « descubrimientos » de las ciencias duras. Ella se irguió. —No hay verdades elementales que existan independientemente de la gente, los idiomas y las culturas que las crean. —¿Entonces no cree en la realidad objetiva? —¿Quién es el objeto? Él tuvo que echarse a reír. —Juego idiomático. ¿Entonces las estructuras lingüísticas dictan lo que vemos? 137
—¿No es obvio? Vivimos en una galaxia rica en culturas, y cada cual ve la galaxia a su manera. —Pero obedeciendo leyes. Muchas investigaciones demuestran que el pensamiento y la percepción preceden al habla, existen al margen del lenguaje. —¿Qué leyes? —Las leyes del movimiento social. Una teoría de la historia social... si tuviéramos una. —Intenta usted lo imposible. Y si desea ser primer ministro, gozando del respaldo de sus colegas académicos y meritócratas, tendrá que atenerse al punto de vista predominante en nuestra sociedad. La: cultura moderna profesa una franca incredulidad ante esas metanarrativas. Hari tuvo la tentación de decirle que se llevaría una sorpresa, pero sólo respondió: —Veremos. —No vemos las cosas como son —dijo la culta dama—, sino como SOMOS. Con cierta tristeza, Hari comprendió que la república de la indagación intelectual también padecía, como el Imperio, cierta decadencia interna. 6 La potentada académica lo condujo afuera con palabras corteses y conciliatorias. Dors aguardaba en la suntuosa entrada. Pero Hari había captado el mensaje esencial: la meritocracia académica lo respaldaría como primer ministro si él cuando menos aparentaba suscribir la ortodoxia predominante. Juntos, con la habitual guardia de honor académica, descendieron a la vasta rotonda. Era un vertiginoso anfiteatro con varias disciplinas representadas por sus insignias, expuestas en inmensas paredes. Debajo de ellos se agitaba una. muchedumbre parlanchina, miles de mentes hablantes reunidas para presentar discursos e informes y calumniar a distinguidos colegas. —¿Crees que sobreviviremos? —preguntó Hari. —No me sueltes —dijo Dors, cogiéndole la mano. Comprendió que ella había tomado la pregunta literalmente. Poco después la potentada académica ya no fingía saborear los estimulantes, sino que los ingería como si fueran uno de los principales grupos alimentarios. Guió a Hari y Dors de grupo en grupo. En ocasiones recordaba su papel de anfitriona y fingía interesarse en él como algo más que una pieza de ajedrez en un juego más amplio. Lamentablemente estos intentos se centraban en preguntas sobre su vida personal. Dors eludía esos interrogatorios con gestos y sonrisas. Cuando la potentada se volvió hacia Hari para preguntarle si hacía ejercicio, él no pudo resistirse a responder que ejercía la contención. La oficial de protocolo frunció el ceño, pero el comentario de Hari pasó inadvertido en medio de la muchedumbre. La compañía de sus colegas le resultaba un poco incómoda. Hablaban con una ironía distante que los ponía por encima de los temas que comentaban. Sus avinagra das paradojas y su humor incisivo le resultaban irritantes e inoportunos. Sabía que las controversias más feroces giran sobre cuestiones donde no hay pruebas fehacientes en ninguno de ambos sentidos. Aun así, habla una desesperación afectada incluso entre los científicos. La física fundamental y la cosmología habían sido bien elaboradas en la lejana antigüedad. Ahora la historia científica imperial procuraba extraer detalles intrincados e 138
investigarlos con miras a aplicaciones inteligentes. La humanidad estaba atrapada en un cosmos que se expandía, aunque la expansión perdía velocidad, y destinada a ver la extinción de las estrellas. El lento deslizamiento hacia un futuro indefinido estaba ordenado por el contenido masa—energía presente en el origen mismo del universo. Los humanos no podían hacer nada contra ese destino, salvo comprenderlo. Se había descubierto un inmenso territorio intelectual, pero eso sólo puede hacerse una vez. Ahora los científicos no eran descubridores sino colonos o turistas. No era sorprendente que aun los mejores de ellos, procedentes de toda una galaxia, tuvieran un aire de brillo gastado, como oro viejo. Los meritócratas no engendraban muchos hijos y tenían una apariencia de airosa esterilidad. Hari se preguntó si existía un terreno intermedio entre esa atmósfera enrarecida y el caos de los «renacimientos» que surgían en los mundos caóticos. Tal vez necesitara saber más sobre la naturaleza humana. La oficial de protocolo lo guió por una aerorrámpa espiralada, y la electrostática los sostuvo y los bajó suavemente hacia los consabidos reporteros. Hari los miró con aprensión y Dors le estrujó la mano. — ¿Tienes que hablar con ellos? Él suspiró. —Si los ignoro, publicarán eso. —Que Lamurk los divierta. —No. —Hari entornó los ojos—. Ya que estoy en esto, será mejor que juegue para ganar. Ella ensanchó los ojos. —Te has decidido, ¿verdad? —¿A intentarlo? Claro que sí. —¿Qué sucedió? —Esa mujer, la potentada. Ella y su clase creen que el mundo es sólo un conjunto de opiniones. —¿Qué tiene que ver eso con Lamurk? —No puedo explicarlo. Todos forman parte de la decadencia. Quizá sea eso. Ella le estudió el semblante. —Nunca te entenderé. —Bien. Eso sería aburrido, ¿verdad? Los reporteros se aproximaron apuntando sus cámaras 3D como armas. —Toda entrevista comienza como una seducción y termina con una traición —le susurró Hari a Dors. Bajaron. —Académico Seldon, usted es conocido como matemático, como candidato a primer ministro y como heliconiano. Usted... —Sólo caí en la cuenta de que yo era heliconiano cuando vine a Trantor. —Y su carrera como matemático... —Sólo caí en la cuenta de que yo pensaba como matemático cuando empecé a tratar con políticos. —Pues bien, como político. —Todavía soy heliconiano. Esto provocó algunas risas. 139
—¿Entonces valora lo tradicional? —Si funciona. —Nosotros no valoramos ideas viejas —dijo una ondulante mujer de la zona Fornax—. El futuro del Imperio depende de la gente, no de las leyes. ¿De acuerdo? —. Era una racional, y hablaba un galáctico despojado y ordenado, libre de irregularidades y construcciones complejas. Hari podía seguirlo, pero para él los rebuscados giros del galáctico clásico tenían su encanto. Para deleite de Hari, varias personas disintieron a gritos. En medio de esa algarabía Hari reflexionó sobre la infinidad de culturas humanas representadas en esa vasta sala, todavía unidas por el galáctico clásico. La robusta base de ese idioma se había entretejido durante el principio del Imperio. Hacía muchos milenios que el idioma dormía sobre sus laureles, sin duda. Él había añadido un pequeño término de interacción a sus ecuaciones para dar cabida a las ondulaciones culturales provocadas por la zambullida de un nuevo argot en la piscina lingüística. Los antiguos floripondios del galáctico permitían sutilezas negadas a los racionales —o «ratas», como los llamaban algunos— además de divertidos retruécanos. ' Trató de exponer sus ideas, pero la mujer insistió: —¡No respaldamos la rareza, sino el orden! Las antiguas costumbres fracasaron. Como matemático usted también... —Vamos —dijo Hari, irritado—. Ni siquiera en los sistemas axiomáticos cerrados todas las proposiciones son susceptibles de decisión. Sugiero que usted no puede predecir lo que haría yo como primer ministro. —¿Cree que el Consejo se somete a la razón? —preguntó altaneramente la mujer. —El triunfo de la razón consiste en llevarse bien con quienes no la poseen —dijo Hari. Para su sorpresa, algunos aplaudieron. —Su teoría de la historia niega la capacidad de Dios para intervenir en los asuntos humanos —afirmó un hombre delgado de un planeta de baja gravedad—. ¿Qué me responde a eso? Hari estaba por darle la razón (para él no importaba demasiado) cuando Dors se plantó ante él. —Tal vez pueda citar algunas investigaciones, ya que estamos en un acto académico. — Dors sonrió—. Leí a un historiador de hace mil años que había verificado el poder de la plegaria. Hari la miró con sorprendido escepticismo. —¿Córno se puede científicamente ... ? —preguntó el hombre delgado. —Él razonó que las personas por quienes más se rezaba eran las más famosas. No obstante, era gente elevada que estaba por encima de la refriega. —¿Los emperadores? —preguntó el hombre delgado con fascinación. —Exacto. Y los miembros de su familia. Analizó sus tasas de mortalidad. Hari nunca había oído eso, pero su innato escepticismo exigía detalles. — ¿Teniendo en cuenta su mejor atención médica, y su seguridad frente a accidentes comunes? Dors sonrió. —Efectivamente. Más el riesgo de magnicidio. El hombre flaco no sabía adónde conducía eso, pero su curiosidad pudo más que él. 140
—¿Y..? —Descubrió que los emperadores morían antes que las personas por quienes no rezaba nadie —dijo Dors. El hombre flaco parecía alarmado, airado. —¿Cuál era la desviación media? —le preguntó Hari. —¡Siempre escéptico! No la suficiente para demostrar que la plegaria tenía un efecto dañino. —Ah. A la multitud parecía divertirle este ejemplo de promoción en equipo. Sería mejor dejarla con ganas de pedir más. Hari dio las gracias y se perdió detrás de una pantalla de Especiales. Ahora quedaba la multitud misma. Cleon lo había instado a codearse con esa gente, supuestamente su base de poder, los meritócratas— Hari arrugó la nariz con resignación. Al cabo de la primera media hora, comprendió que era cuestión de estilo. En la rural Helicon había aprendido a atribuir gran importancia a los buenos modales y la cortesía. Entre los alertas y cínicos académicos había encontrado muchos que parecían poco sociables, hasta que comprendió que operaban a partir de una cultura diferente, donde el ingenio importaba más que la gracia. Sus sutiles matices de voz comunicaban arrogancia y petulancia en un precario equilibrio que se traducía, en momentos de descuido, en juicios acerbos y cortantes, a menudo incluso despojados de la pátina del ingenio. Tuvo que obligarse a decir « Con el debido respeto» al comienzo de una discusión, y a decirlo con franqueza. Además estaban los elementos tácitos. Entre los círculos de ambiciosos, el lenguaje corporal era esencial, una habilidad aprendida. Había poses de confianza, impaciencia, sumisión (cuatro matices), amenaza, estima, timidez y muchas más. Codificadas y comprendidas inconscientemente, cada cual inducía un estado neurológico específico en uno mismo y en los demás. Había rudimentos de este arte en la danza, la política y las artes marciales. Siendo sistemático, uno podía comunicar mucho más. Al igual que con el lenguaje, un diccionario ayudaba. Un filósofo no lineal renombrado en toda la galaxia le sonrió con suficiencia. —Sin duda, profesor —le dijo—, usted no sostendrá seriamente que su intento de integrar la matemática en la historia puede funcionar. La gente puede ser lo que quiera. Las ecuaciones no la cambiarán. —Yo sólo procuro describir. —¿Entonces no es una gran teoría de la historia? «Evita una negación directa», pensó. —Sabré que voy por la buena senda cuando pueda describir un aspecto de la naturaleza humana. —Ah, pero eso no existe —dijo el hombre con certeza, ladeando el pecho y los brazos. —¡Claro que hay una naturaleza humana! —replicó Hari. Una sonrisa compasiva, un gesto condescendiente. —¿Por qué debería haberla? —La herencia interactúa con el medio ambiente para arrastrarnos hacia una media fija. Orienta a la gente de todas las sociedades, en millones de mundos, hacia el estrecho círculo estadístico que debemos llamar naturaleza humana. —No creo que haya suficientes rasgos generales... —Vínculo entre padres e hijos. División del trabajo entre los sexos. 141
—Bien, sin duda eso es común entre todos los animales. Yo... —Evitar el incesto. Altruismo hacia nuestros allegados... Y en estos casos hablamos significativamente de humanitarismo. —Bien, son sólo lazos familiares normales... —Mire el lado oscuro. Recelo frente a los desconocidos. Tribalismo. Mire los ochocientos sectores de Trantor. jerarquías aun en los grupos más pequeños, desde la corte del emperador hasta un equipo de bolos. —Usted no puede dar semejantes saltos, hacer comparaciones tan simplistas y grotescas. — —Puedo y lo hago. Dominación masculina, en general, y marcada agresión territorial cuando los recursos son escasos. —Ésos son rasgos menores. —Nos vinculan. Un sofisticado trantoriano y un granjero arcadiano pueden entender la vida del otro, por la simple razón de que su común humanidad vive en los genes que comparten desde hace decenas de milenios. Este exabrupto no fue bien recibido. Hubo ceños fruncidos, gestos reprobatorios. Hari notó que se había propasado. Más aún, casi había expuesto la psicohistoria. Pero le costaba no hablar francamente. A su entender las humanidades y las ciencias sociales se reducían a ramas especializadas de la matemática y la biología. La historia, la biografía y la narrativa eran síntomas. La antropología y la sociología constituían, en conjunto, la sociobiología de una especie. Pero no lograba averiguar cómo incluir eso en las ecuaciones. Notó que había hablado de más porque sentía atracción ante su propia falta de entendimiento. Aun así, eso no excusaba su estupidez. Abrió la boca para calmar aguas. Vio al hombre jadeante que venía por su izquierda. La boca torcida, los ojos blancos, la mano extendida hacia delante, empuñando un tubo cromado y brillante con un agujero en la punta, una mancha negra que se expandía hasta parecerse al Devorador de Todas las Cosas e acechaba en el centro galáctico... Dors detuvo al hombre con un habilidoso golpe. Le desvió el brazo hacia arriba, le pegó en el gaznate y en el vientre. Luego arqueó el brazo y le obligó a dar la vuelta, haciéndole tropezar con la pierna izquierda y bajándole la cabeza con la derecha. Cayeron al suelo, Dors encima, mientras el arma patinaba entre 'los zapatos de la multitud, que retrocedía presa del pánico. Los Especiales lo rodearon y Hari no vio nada más. Le gritó a Dors. Cundían los alaridos. Más alboroto. Los Especiales se apartaron, el hombre se incorporó, Dors se puso de pie, pistola en mano, sacudiendo la cabeza. El hombre se levantó con esfuerzo. —Un tubo de grabación —dijo ella de mal humor. —¿Qué? —Hari apenas podía oír en medio del bullicio. El brazo izquierdo del hombre estaba torcido en un ángulo extraño, obviamente roto.— —Yo estaba de acuerdo con cada una de sus palabras —graznó, el rostro pálido—. De veras. 7
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El padre de Hari se refería despectivamente a la mayoría de los asuntos públicos como «polvaredas», una gran nube por encima del horizonte, apenas una mancha en tierra. Con gesto de granjero, despreciaba la exageración de las cosas. El episodio del coloquio de las grandes universidades imperiales se había convertido en una gran polvareda. Filmado hasta los últimos detalles, el escándalo —ESPOSA DE PROFESOR ZURRA A UN ADMIRADOR— crecía con cada nueva proyección. Cleon lo citó de mal humor, comentando que las esposas podían ser un lastre en los altos puestos. —Esto afectará desfavorablemente tu candiatura, me temo —dijo—. Debo hacer algunas correcciones. Hari no se lo comentó a Dors. La insinuación de Cleon era clara. Era práctica común en los círculos imperiales divorciarse so pretexto d incompatibilidad, lo cual significaba impopularidad. En cuestione e s del poder, el apetito de mayor poder prevalecía sobre las demás emocio nes, el amor incluido. Fue a casa, irritado por esta conversación, y encontró a Dors tra— bajando en la cocina. Ella tenía los brazos abiertos... literalmente, no en un gesto de saludo. La epidermis colgaba como si se hubiera quitado un guante ceñido. Las venas se entrelazaban con la red neural artificial y ella trabajaba con herramientas diminutas. La piel estaba retraída en una línea curva desde el codo hasta la muñeca, humedad roja y circuitos intrincados. Estaba reparando su muñeca mejorada, una pulsera delgada y amarilla tres veces más resistente que una muñeca humana, aunque no lo aparentaba. —¿Ese sujeto te dañó? —No, yo misma me lo hice. Exageré el movimiento. —¿Un esguince? Ella sonrió sin humor. —Mis pivotes no sufren esguinces. Estas pulseras no se reparan. Las estoy reemplazando. —En trabajos como ése, no importan los componentes, sino la mano de obra. Ella lo miró extrañamente y él decidió no seguir la broma. Habitualmente alejaba de su mente el hecho de que su gran amor era un robot o, con mayor precisión, una humaniforme, una síntesis entre humano y robot con grandes recursos técnicos. Ella lo había conocido por intermedio de R. Daneel Olivaw, el antiguo robot positrónico que había salvado a Hari cuando llegó a Trantor y se ganó la inquina de malignas fuerzas políticas. Primero la habían designado guardaespaldas. Él sabía lo que era desde el principio, o casi, pero eso no le impidió enamorarse. Inteligencia, carácter, encanto, una sexualidad desbordante. Descubrió que estas facetas no eran exclusivamente humanas. Le preparo un trago mientras ella trabajaba, esperando. Había dejado de asombrarse cuando ella se reparaba, a menudo en un ámbito no esterilizado. Los robots humaniformes disponían de métodos antimicrobianos que no podían funcionar para humanos comunes, le había dicho ella. Él los desconocía, y ella eludía el tema, a menudo desviándolo mediante la pasión. Hari tenía que admitir que era un recurso muy efectivo. Dors puso la piel en su lugar, con una mueca de dolor. Podía desactivar secciones enteras de su sistema nervioso superficial, pero mantenía algunos sectores alerta como diagnóstico. Los remiendos se cerraron con chasquidos y susurros. —Veamos. —Dors se palpó las muñecas. Dos rápidos chasquidos—. Cierran bien. —Mucha gente se sentiría perturbada por esto. —Por eso no lo hago cuando voy a trabajar. 143
—Muy considerada hacia el público. Ambos sabían que ella tendría problemas si se sospechaba su verdadera naturaleza. Los robots de capacidad avanzada estaban prohibidos desde hacía milenios. Los tiktoks eran aceptables precisamente porque eran inteligencias inferiores, rigurosamente mantenidas bajo el umbral de la sentencia tal como se la definía legalmente. Infringir esas pautas de manufacturación era un delito capital, una violación imperial, sin excepciones. Y fuertes y antiguas emociones respaldaban la ley, como lo habían demostrado los disturbios de Junin. Los simulacros numéricos también estaban restringidos. Por eso los simulacros de Voltaire y Juana, desarrollados por los «neorrenacentistas» de Sark, estaban adaptados para infiltrarse por lagunas algorítmicas. Al parecer, el tal Marq de Artificios Asociados había actualizado a Voltaire a último momento. Como luego habían borrado el simulacro, la infracción había pasado inadvertida. Hari no quería tener la menor asociación con el delito, pero ahora comprendía la necedad de esa pretensión. Toda su vida giraba en torno de Dors, cuya sola presencia era ¡legal. —Retiraré mi candidatura —dijo con decisión. —Es por mí —dijo ella con un parpadeo. Siempre había sido rápida. —Sí. —Habíamos convenido en que el riesgo de mayor vigilancia quedaría compensado por el mayor poder —dijo él. —Para proteger la psicohistoria. Pero esperaba que tú no llamaras mucho la atención. Ahora... —Soy un problema. —Cuando bajé, había una docena de reporteros. Te esperaban a ti. —Entonces me quedaré aquí. —¿Cuánto tiempo? —Los Especiales pueden sacarme por una nueva entrada. Han abierto una e instalado un ascensor grav. —No puedes eludirlos para siempre, querido. —Dors se levantó y lo abrazó—. Aunque me descubran, me puedo ir. —Si tienes la suerte de escapar. Y aun así, no puedo vivir sin ti. No lo permitiré. —Podría transformarme. —¿Otro cuerpo? —Un cuerpo diferente. Piel, córneas, cambios en algunas signaturas neurales. —¿Borrarán los números de serie y te enviarán de vuelta? Ella se puso rígida. —Sí. T —¿Hay algo que tu especie no pueda hacer? —No podemos inventar la psicohistoria. Él se apartó de ella con frustración y golpeó una pared con la palma. —Maldición, nada es tan importante como nosotros. —Yo siento lo mismo. Pero ahora creo que es aún más importante que mantengas tu candidatura de primer ministro. — ¿Tor qué? —Hari se puso a caminar por la sala de estar, moviendo los ojos. 144
—Eres importante. El que desea asesinarte... —Lamurk, según sospecha Cleon. —Quien sea. Tal vez vea que la mera renuncia a tu candidatura no es una solución definitiva. El emperador podría reintroducirte en el juego en cualquier momento. —No me gusta que me traten como una pieza de ajedrez. —¿Un alfil? Sí, puedo verte así. No olvides que hay otros sospechosos, facciones que quizá quieran deshacerse de ti. —¿Quiénes? —La potentada académica. —Pero ella es una estudiosa, como yo. —Lo era. Ahora es otra pieza más. Espero que no sea la reina. Dors lo besó ligeramente. —Debería mencionar que mis programas sensores presentaron una matriz de plausibilidad para la conducta de Lamurk, basada en su pasado. Ha eliminado al menos media docena de rivales en su ascenso a la cima. Y es tradicionalista en sus métodos, además. —Vaya, eso es un consuelo. Ella lo miró reflexivamente. —Todos sus rivales murieron acuchillados. El recurso clásico de las intrigas históricas. —No creo que Lamurk piense en la sucesión imperial. —Es un clasicista. A su entender, tú eres un peón a quien conviene eliminar del tablero. —Un modo incruento de expresarlo. —Estoy educada y construida para evaluar y obrar fríamente. —¿Cómo concilias esa capacidad (mejor dicho, ese deleite) con la perspectiva de matar a una persona en mi defensa? —La Ley Cero. —«La humanidad como totalidad está por encima del destino de un solo humano» — recitó él. —Por cierto, la interacción con la Primera Ley me causa dolor. —Conque la Primera Ley, ahora modificada, es: «Un robot no puede dañar a un ser humano ni por inacción permitir que un ser humano sufra daño, a menos que esto atente contra la Ley Cero de la robótica?” —Exacto. —Pero aquí se trata de otro juego, con reglas más duras. —Es un juego más amplio. —¿Y la psicohistoria es un conjunto potencial de nuevas reglas de juego? —En cierto modo —dijo Dors con voz más suave, abrazándolo—. No deberías preocuparte tanto. Tenemos nuestro paraíso privado. —Pero esos malditos juegos continúan. —Así debe ser. Él la besó largamente, pero en su interior algo hervía y giraba, una dínamo susurrando infructuosamente en la oscuridad. 8 145
A la mañana siguiente Yugo aguardaba en su oficina. —¿Qué puedes hacer? —preguntó con rostro acalorado. —¿Sobre qué? —¡Las noticias! Los Salvaguardas asolaron el Bastión. —Vaya. —Hari recordó vagamente que una facción dahlita había organizado una revuelta y se había atrincherado en un reducto. Las negociaciones se habían demorado. Y Yugo le había hablado vanas veces del asunto—. Es un tema local trantoriano, ¿verdad? —Así fue como lo mantuvimos. —Yugo gesticuló exageradamente—. Luego intervinieron los Salvaguardas. Sin advertencia. Mataron a más de cuatrocientos. Los despedazaron con sus armas energéticas a toda potencia. —Asombroso —dijo Han, esperando que el tono fuera compasivo. En realidad no le importaba ninguno de ambos aspectos de la discusión, y tampoco conocía las argumentaciones. Nunca le había interesado la turbulencia cotidiana del mundo, que agitaba la mente si enseñar nada. El objetivo de la psicohistoria, que surgía no sólo de s capacidad analítica sino de su personalidad, era estudiar el clima e ignorar los vaivenes meteorológicos. —¿Puedes hacer algo? —¿Qué? —Protestar ante el emperador. —Él no me escuchará. Es un asunto trantoriano y.. —Esto es un insulto para ti también. —Imposible. —Para no parecer del todo indiferente, añadió—: Me he mantenido al margen del tema... —¡Pero esto es obra de Lamurk! Eso sorprendió a Hari. —¿Qué? Lamurk no tiene poder en Trantor. Es un regente imperial. —Vamos, Hari, nadie cree en esa separación de poderes. Dejó d funcionar hace tiempo. Hari estuvo a punto de preguntar cuándo, pero comprendió a tiempo que Yugo estaba en lo cierto. Él no había tenido en cuenta los efectos de la larga y lenta erosión de las estructuras imperiales. Éstas entraban como factores en el lado derecho de las ecuaciones, pero él nunca analizaba la decadencia en términos concretos y locales. —¿Conque crees que es una maniobra para obtener influencia sobre el Consejo Alto? —Tiene que serlo —rezongó Yugo—. Estos regentes no quieren tener revoltosos en las cercanías. Quieren que Trantor esté bien ordenado, aunque pisoteen a la gente. —De nuevo el tema de la representación, ¿verdad? —aventuró Hari. —Claro que sí. Tenemos un sector lleno de dahlitas. ¿Pero podemos conseguir un representante? Claro que no. Hay que rogar y suplicar. —Haré lo que pueda. —Hari alzó las manos para detener la protesta. —El emperador enderezará las cosas. Hari sabía por observación directa que el emperador no haría tal cosa. No le importaba cómo administraran Trantor mientras no viera incendios desde el palacio. Con frecuencia comentaba: «Soy emperador de una galaxia, no de una ciudad. » Cuando Yugo se marchó, el escritorio de Hari emitió una llamada.
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—El capitán de los Especiales imperiales desea verlo. —Les dije que permanecieran fuera. —Él solicita audiencia, portando un mensaje. Hari suspiró. Ese día se proponía reflexionar sobre su trabajo. El capitán entró rígidamente y rechazó la silla que le ofrecían. —Estoy aquí para presentar respetuosamente las recomendaciones de la junta de Especiales, académico. —Con una carta bastaría. De hecho, haga eso... envíeme una nota. Tengo trabajo que... —Señor, con todo respeto, debo hablar de esto. Hari se hundió en la silla y dio su permiso. El hombre parecía incómodo. —La junta solicita que la esposa del académico no le acompañe a las reuniones oficiales. —Ah, conque alguien ha cedido ante la presión. —También solicita que su esposa no entre en palacio. —¿Qué? Eso parece extremo. —Lamento presentar semejante mensaje, señor. Yo estaba allí y le comenté a la Junta que la señora tenía buenos motivos para alarmarse. —Y quebrarle el brazo a ese sujeto. El capitán casi sonrió. —Debo admitir que nunca he visto a alguien tan rápido. «Y te preguntas por qué, ¿verdad?» —¿Quién era ese hombre? El capitán frunció el ceño. —Parece ser un académico de la Espiral, un grado por encima de usted. Pero algunos dicen que se trata de un político. Hari esperó, pero el hombre callaba, aunque parecía deseoso de hablar. —¿Aliado con qué facción? —Podría ser ese Lamurk, señor. —¿Alguna prueba? —Ninguna. Hari suspiró. La política no sólo era un arte inexacto, sino que rara vez tenía datos fiables. —Muy bien. Mensaje recibido. El capitán se marchó deprisa, con visible alivio. Antes de que Hari pudiera activar el ordenador, apareció una delegación de su cuerpo docente. Entraron en silencio, y el portal crepitó al examinarlos. Hari no pudo contener una sonrisa. Si había alguna profesión donde era menos probable que existiera un asesino, tenía que ser la de los matemáticos. —Estamos aquí para presentar nuestra considerada opinión —dijo formalmente un tal profesor Aangon. —Adelante —dijo Hari. Normalmente habría recurrido a su escasa simpatía para restablecer los lazos sociales. últimamente descuidaba las cuestiones universitarias, robando tiempo a las tareas burocráticas para dedicarlo a las ecuaciones. —Primero —dijo Aangon—, los rumores acerca de una «teoría de la historia» han provocado desdén hacia nuestro departamento. Nosotros... —No existe tal teoría. Sólo un análisis descriptivo. Esa negación confundió a Aangon, pero continuó. —Segundo, deploramos la aparente elección de su asistente, Yugo Amaryl, como jefe de departamento, en caso de que usted renuncie. Es una afrenta al personal superior, a profesores
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que tienen mucha más antigüedad que un joven matemático de... mínima influencia soc — ¿Y eso qué significa? —dijo Hari ominosamente. —No creemos que la política deba incidir en las decisiones académicas. La insurreción de los dahlitas, que Amaryl ha respaldado oralmente, y que fue aplastada sólo mediante determinación imperial y uso de la fuerza armada, lo hace inapropiado... —Suficiente. El tercer punto. —Existe el problema del ataque contra un miembro de nuestra profesión. —Un miembro. Ah, ¿el sujeto que mi esposa...? —En efecto, una indignidad sin precedentes, un ultraje, por parte de un miembro de su familia. Hace insostenible su posición aquí. Si alguien había planeado el incidente, sin duda lo estaban aprovechando. —Disiento de eso. El profesor Aangon endureció los ojos. Los demás profesores aguardaban inquietos, agrupados detrás de él. Hari no tuvo dudas sobre qué integrante del grupo deseaba ser el próximo presidente. —Creo que un voto de falta de confianza por parte del cuerpo docente, en una reunión formal... —No me amenace. —Sólo señalo que mientras usted dirige su atención a otros asuntos... —El cargo de primer ministro. —No puede cumplir sus deberes. —Olvídelo. Para celebrar una reunión formal, el presidente debe convocarla. Los profesores se miraron, pero nadie habló. —Y no pienso hacerlo. —No puede seguir largo tiempo realizando cosas que requieren consentimiento — comentó Aangon. —Lo sé. Veremos de cuánto tiempo dispongo. —Realmente debe reflexionar. Nosotros... —Largo. —¿Qué? Usted no puede... —Largo de aquí. Fuera. Se marcharon.
9 Nunca es fácil afrontar las críticas, sobre todo cuando existe la posibilidad de que sean atinadas. Aparte de las eternas maniobras en busca de posición y prestigio, Hari sabía que los demás meritócratas —desde la potentada académica hasta los miembros de su departamento, con muchos más en el medio— tenían buenas razones para objetar lo que él hacía. Habían oído hablar de la psicohistoria. Eso bastaba para alarmarlos y alertarlos. No aceptaban la posibilidad de que la humanidad no pudiera controlar su futuro, de que la historia fuera resultado de fuerzas que actuaban más allá del horizonte de los meros mortales. ¿Era 148
posible que olieran una verdad que Hari conocía por estudios complejos de varias décadas, la verdad de que el Imperio había resistido gracias a su metanaturaleza superior, no a los actos valientes de los individuos. O incluso, de los mundos? Gentes de toda clase creían en la autodeterminación humana. Habitualmente partían de la sensación visceral de que actuaban por cuenta propia, de que habían alcanzado sus opiniones a partir de razonamientos internos, es decir, partían de la premisa del paradigma mismo. Era circular, desde luego, pero eso no invalidaba sus argumentos. Como convicción, el sentimiento de estar al control era poderoso. Todos querían creer que eran amos de su destino. La lógica no tenía nada que ver con ello. ¿Y quién era él para decir que estaban equivocados? —¿ Hari? Era Yugo, con aire de timidez. —Adelante, amigo. —Recibimos un raro pedido hace un minuto. Un instituto de investigaciones del que nunca oí hablar nos ofrece mucho dinero. —¿Para qué? —El dinero siempre venía bien. —A cambio de los archivos acerca de esos simulacros de Sark. —¿ Voltaire y Juana? La respuesta es no. ¿Quién los pide> —No sé. Los tenemos guardados. Los originales. —Averigua quién lo pide. —Lo intenté. No puedo rastrear el origen. —Eso es raro. —Por eso pensé en decírtelo. Huele a gato encerrado. —Instala un programa de rastreo, por si preguntan de nuevo. —De acuerdo. Y en cuanto al Bastión dahlita... —Olvídalo por el momento. —Mira cómo los imperiales aplastaron esa rebelión en Junin. Hari dejó que Yugo hablara. Hacía tiempo había dominado el arte académico de aparentar que prestaba atención mientras su mente trabajaba a años luz de distancia. Sabía que tendría que hablar con el emperador acerca del tema de dahlitas, y no sólo para contrarrestar la maniobra de Lamurk, un o audaz dentro del tradicionalmente inviolable ámbito de Trantor. Una solución rápida y sangrienta para un problema difícil. Limpia y brutal. Los dahlitas tenían sus razones. Estaban mal representados. También eran impopulares y reaccionarios. El hecho de que los dahlitas —salvo por lumbreras excepcionales como Yugo— fueran hostiles al instinto habitual de la mentalidad científica no cambiaba las cosas. Hari empezaba a dudar de que la rígida y formal comunidad científica fuera digna de mayor respeto. A su alrededor veía la corrupción de la imparcialidad de la ciencia, desde la red de subsidios hasta ese reparto de sobras imperiales que denominaban sistema de promoción. Tan sólo ayer lo había visitado un decano de personal que le había aconsejado, con dudosa lógica, que Hari usara su poder imperial para otorgar un subsidio a un profesor que había trabajado muy poco pero tenía lazos familiares con el Consejo Alto.
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—¿No cree que es conveniente para la universidad que usted otorgue un pequeño beneficio a una persona influyente? —había preguntado el decano con toda sinceridad. Hari se negó, pero llamó al sujeto para explicarle por qué. El decano quedó atónito ante tanta franqueza. Luego Hari pensó que el decano tenía razón dentro de su sistema lógico. Si los subsidios eran meras prebendas, dependientes de su liberalidad, ¿por qué no otorgarlos por razones políticas? Era un modo raro de pensar, pero había que admitir que era coherente. Hari suspiró. Cuando Yugo hizo una pausa en su vehemente perorata, Hari sonrió. No, reacción errónea. Entrecejo fruncido. Eso dio resultado. Yugo continuó con su discurso, meciendo los brazos, elevando los epítetos a exageradas alturas. Hari comprendió que el mero contacto con la política tal como era, la lucha brutal de enjambres ciegos en las sombras, había causado dudas sobre su posición. ¿La ciencia en la que tanto creía en Helicon era tan útil como él pensaba para personas como los dahlitas? Sus reflexiones lo llevaron de vuelta a sus ecuaciones. ¿Era posible impulsar el Imperio mediante la razón y la decisión moral, en vez del poder y la riqueza? Las teocracias lo habían intentado, y habían fracasado. Las cientocracias, más infrecuentes, se habían vuelto excesivamente rígidas. —Y les dije que sí, que Hari podía hacerlo —concluyó Yugo. —¿Qué? —Respaldar el plan de Alphoso para la representación dahlita. —Pensaré en ello —dijo Hari para cubrirse—. Entretanto, oigamos un informe sobre ese aspecto de la longevidad. —Lo entregué a tres de los nuevos asistentes de investigación —dijo Yugo más calmado—. No pudieron entenderlo. —Si eres mal cazador, los bosques siempre están vacíos. La mirada de asombro de Yugo hizo que Hari se preguntara si no habría sido demasiado brusco. La política cobraba su precio. —Así que incluí el factor longevidad en las ecuaciones, sólo para ver qué ocurría. — Yugo insertó un núcleo elipsoidal de datos en el lector del escritorio de Hari—. Mira lo que ocurre. Un legado persistente de la preantigüedad era el año galáctico estándar, usado por todos los mundos del Imperio en cuestiones oficiales. Hari siempre se había preguntado si era un resabio del período orbital terráqueo. Con su año de doce meses, cada uno de veintiocho días, sugería como candidatos a sólo 1.224.675 de los 25 millones de mundos del Imperio. Pero las rotaciones, precesiones y resonancias satelitales perturbaban todos los períodos planetarios. Ninguno de esos 1.224.675 mundos concordaba exactamente con el calendario EG. Más de 17.000 se aproximaban bastante. Yugo se puso a explicar sus resultados. Un rasgo curioso de la historia imperial era la longevidad humana. Todavía era de cien años, pero algunos escritos antiguos sugerían que esto representaba casi el doble del «año primordial» (como decía un texto) que era «natural» para los humanos. En tal caso, la gente vivía casi el doble que en épocas preimperiales. La extensión indefinida de la longevidad era imposible; la biología siempre ganaba al final. Nuevas enfermedades ocupaban el nicho asignado al cuerpo humano. —Dors me dio los detalles básicos. Una dama perspicaz —dijo Yugo—. Mira estos datos. —Eran curvas, proyecciones 3D, hojas de correlaciones.
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La colisión entre la ciencia biológica y la cultura humana siempre era intensa, a menudo nociva. Habitualmente llevaba a una política de mercado libre donde los padres podían seleccionar rasgos deseables para sus hijos. Algunos optaban por la longevidad, llevándola a 125, incluso 150 años. Cuando una mayoría era longeva, esas sociedades planetarias trastabillaban. ¿Por qué? —Así que examiné las ecuaciones, buscando influencias externas —continuó Yugo. El ferviente dahlita había desaparecido; allí estaba la brillantez que décadas atrás había inducido a Hari a rescatar a Yugo de un trabajo inferior. A través de la grácil y engañosa sinuosidad de las ecuaciones, había hallado una llamativa resonancia. Había ciclos subyacentes en la economía y la política, bien comprendidos, de 120 a 150 años. Cuando la longevidad humana alcanzaba esos límites, se iniciaba una realimentación destructiva. Los mercados se convertían en paisajes escabrosos, con cumbres y valles. Las culturas pasaban del exceso extravagante a la restricción puritana. Al cabo de siglos, el caos destruía casi toda la capacidad biocientífica, o bien las restricciones religiosas la sofocaban. La longevidad media descendía de nuevo. —Qué extraño —dijo Hari, observando las bruscas curvas de los ciclos, sus arcos partiéndose en segmentos astillados—. Siempre me he preguntado por qué no vivimos más. —Hay gran presión social en contra. Ahora sabemos de dónde viene. —Aun así... me gustaría tener una vida productiva de varios siglos. Yugo sonrió. —Mira los medios... obras dramáticas, leyendas, holonovelas. Los vejestorios siempre son tacaños feos y codiciosos que tratan de acapararlo todo. —Habitualmente es verdad. —Y los mitos. Los que se levantan de la tumba. Vampiros, momias. Siempre son malignos. —¿Sin excepción? Yugo asintió. —Dors me dio algunos ejemplos realmente viejos. Estaba ese antiguo mártir.. ¿Jesús, verdad? —¿Una especie de rito de resurrección? —Dors dice que tal vez jesús no haya existido de veras. Eso es lo que dicen los desperdigados textos antiguos. Tal vez el mito sea un psicosueño colectivo. Notarás que no se quedó mucho tiempo después de regresar de la tumba. —Ascendió al cielo, ¿verdad? —Se marchó deprisa, al menos. La gente no te quiere tener cerca, aunque hayas vencido a la parca. Yugo señaló las curvas, que convergían en un desastre. —Al menos podemos entender por qué la mayoría de las sociedades aprenden a no permitir que la gente viva demasiado. Hari estudió las superficies de acontecimientos. —Ah, ¿pero quién aprende? —¿Eh? La gente, de un modo u otro. —Pero ninguna persona supo esto. —Señaló con el dedo. —El conocimiento está encarnado en tabúes, leyendas, leyes. 151
Hari asintió. Surgió una idea, algo más grande que aguardaba más allá de sus intuiciones. Se le escabulló. Tendría que esperar a que la idea lo visitara de nuevo, si alguna vez disponía de tiempo para escuchar esa voz que le susurraba como una figura evasiva en una calle neblinosa. Hari se recobró. —Buen trabajo. Estoy bastante impresionado. Publícalo. —Creí que mantendríamos oculta la psicohistoria. —Éste es un elemento pequeño. La gente creerá que los rumores son versiones exageradas de esto. —La psicohistoria no puede funcionar si la gente sabe. —No hay peligro. El elemento de la longevidad obtendrá mucha cobertura y acallará las especulaciones. —¿Entonces será una pantalla contra los fisgones imperiales. —Exacto. Yugo sonrió. —Es curioso que espíen incluso a un «ornamento del Imperio». Así te llamó Cleon antes de la recepción oficial de la semana pasada. —¿De veras? No lo oí. —Trabajas demasiado en esos subsidios. Tienes que delegar ese material. —Necesitamos más recursos para la psicohistoria. —¿Por qué no obtienes algún dinero a través del emperador? —Lamurk lo descubriría y lo usaría contra mí. Favoritismo en el Consejo Alto y cosas así. Tú mismo podrías escribir el artículo. —Tal vez. Pero sin duda sería mucho más fácil con dinero. —La idea es no hacernos notar. Evitar el escándalo, dejar que Cleon haga su danza diplomática. —Cleon también dijo que eras una «flor del intelecto». Lo he grabado para ti. —Olvídalo. A una flor no le conviene sobresalir demasiado, porque la cortan. 10 Dors sólo llegó hasta el vestíbulo del palacio. Allí la guardia imperial la obligó a dar la vuelta. —Maldición, es mi esposa —protestó Hari. —Lo lamento, es una Orden Perentoria —dijo el afable funcionario de la corte. Hari podía oír las mayúsculas. La falange de Especiales que rodeaba a Hari no intimidaba a ese sujeto. Hari se preguntó si alguien podía intimidarlo. —Mira —le dijo a Dors—, queda un poco de tiempo antes de la reunión. Comamos un bocado en la recepción. —¡No pensarás entrar! —exclamó ella. —Creí que entendías. Tengo que entrar. Cleon convocó esta reunión... —Por instigación de Lamurk. —Claro, se trata de ese problema dahlita.
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—Y ese hombre que tumbé en la recepción. Es probable que alguien lo haya instigado para intervenir. —Correcto, Lamurk. —Hari sonrió—. Todos los agujeros de gusano conducen a Lamurk. —No te olvides de la potentada académica. —Ella está de mi lado. —Ella quiere ser primer ministro, Hari. Todos los rumores lo dicen. —Pues que lo sea —gruñó él. —No uedo dejarte entrar allí. p —Esto es el palacio. —Hari señaló las filas de uniformes azules y dorados—. Hay imperiales por todas partes. —No me gusta. —Mira, convinimos en que trataría de hacerte pasar, y falló, tal como te había avisado. De todos modos, nunca habrías aprobado la revisión de armas. Ella se mordió el labio inferior, pero no dijo nada. Ningún humaniforme podía aprobar la intensa inspección de armamentos. —Así que entro, discuto y te encuentro después aquí afuera,.. — ¿Tienes los mapas y datos que organicé? —Claro, chip incorporado. Puedo leerlo con un triple parpadeo. Hari tenía un chip encastado en el cuello para copiar datos, una ayuda invaluable en conferencias de matemáticos. Equipo estándar, de fácil acceso. Un microláser dibujaba una imagen en la parte posterior de la retina: colores 3D, un magnífico paquete de gráficos. Dors le había instalado mapas y datos sobre el Imperio, el palacio, la legislación reciente, los hechos notables, todo lo que pudiera surgir en discusiones y protocolos. Dors abandonó su expresión severa y Hari vio a la mujer que había debajo. —YO sólo... por favor, cuídate. Él le besó la nariz. —Siempre me cuido. Caminaron entre las legiones de curiosos que llenaban el vestíbulo, probando los aperitivos que flotaban en bandejas. —El Imperio se va a la bancarrota y ellos pueden costearse esto —rezongó Hari. —Es una tradición —dijo Dors—. Beaumunn el Dadivoso no quería demoras en las comidas, que constituían su actividad principal. Ordenó que cada una de sus fincas le preparase las cuatro comidas diarias, por si él llegaba a ir allí. Las sobras se reparten de este modo. Hari no habría creído una historia tan improbable si no se la hubiera contado una historiadora. Había grupos de gente que obviamente vivían allí, usando alguna posición menor para disfrutar de un banquete incesante. Él y Dors caminaron entre ellos, usando vapores refractarios que enturbiaban la apariencia. El reconocimiento atraería parásitos. —Aun en medio de tanta ostentación piensas en el problema de Voltaire, ¿verdad? — susurró ella. —Trato de deducir cómo alguien lo copió de nuestros archivos. —¿Y alguien lo había solicitado pocas horas antes? —Dors frunció el ceño—. Cuando te negaste, lo robaron. —Tal vez agentes imperiales. —No me gusta. Tal vez traten de implicarte aún más en el escándalo de Junin.
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—Aun así, el viejo tabú contra los simulacros está desapareciendo. —Él brindó por ella— . Olvidémoslo. Hoy en día, uno simula o se estimula. Había varios miles de personas bajo el domo esculpido. Para poner a prueba a ciertas personas que los seguían, Dors lo condujo por un trayecto tortuoso. Hari se cansó pronto de esas evasiones. Dors, siempre observadora de la sociedad, señaló a los famosos. Parecía pensar que eso le interesaría, o al menos le impediría pensar en la inminente reunión. Algunos lo reconocieron, a pesar de los vapores de refracción, y tuvieron que detenerse para conversar. Nada sustancial se dijo en esos diálogos, desde luego, por larga tradición. —Hora de entrar —le advirtió Dors. —¿Localizaste a los que nos siguen? —Tres, creo. Si te siguen al palacio, avisaré al capitán de los Especiales. —No te preocupes. Recuerda que no se permiten armas en el palacio. —Las tendencias me molestan más que las posibilidades. Ese adhesivo tardó en estallar el tiempo suficiente para que te lo quitaras de encima. Pero me puso tan tensa que ataqué a ese profesor. —Con lo cual te prohibieron entrar en el palacio —reflexionó Hari —. Es una maniobra muy intrincada. —No has leído mucho sobre historia de la política imperial, ¿verdad? —Gracias a Dios, no. —Sólo te inquietaría —dijo ella, besándolo con repentino y sorprendente fervor—. Y preocuparse es trabajo mío. —Te veré dentro de unas horas —dijo Hari, aparentando tranquilidad. «Eso espero», se dijo. Entró en el palacio, atravesando los habituales registros de armas. Nada pasaba inadvertido para esos rastreadores múltiples, ni siquiera un cuchillo de carbono o un cartucho de implosión. Milenios antes, los atentados imperiales eran tan comunes que parecían un deporte. Ahora la tradición y la tecnología se unían para infundir seguridad a estas ocasiones formales. El Consejo Alto se reunía para la revista del emperador, así que había batallones de funcionarios, consejeros, magistrados y curiosos de casaca amarilla. Los parásitos se le pegaban con practicada gracia. Fuera del Liceo estaba el tradicional banquete benéfico, originalmente una mesa larga, ahora docenas de ellas, rebosantes de manjares. La generosidad era obligatoria incluso antes de las sesiones; oficiales, un testimonio de la munificencia del emperador. Rechazarla sería un insulto. Hari mordisqueó algunos bocados mientras recorría el Pasaje Sagitario. Abundaban las muchedumbres bulliciosas, sobre todo en los claustros ceremoniales que bordeaban el pasaje, aislados por telones acústicos. Hari entró en una pequeña cámara de sonido y se liberó súbitamente del bullicio. Revisó sus notas sobre el orden del día del Consejo, pues no quería pasar por despistado. La gente del Alto Tribunal miraba con desprecio todo desvío respecto del protocolo. Aunque los medios no podían entrar en el Liceo, comentaban las sesiones durante semanas, regodeándose en los traspiés de los participantes. Hari odiaba eso, pero si estaba en el juego debía jugarlo. Recordó que Dors había mencionado a Leon el Libertino, que una vez había organizado un falso banquete para sus ministros. Uno podía morder la fruta, pero luego se adhería a la dentadura de los invitados incautos y permanecía allí hasta que una orden digital la liberaba. Sólo el emperador podía impartir esa orden, y así lo hizo después de divertirse con las súplicas y quejas de los invitados. Había rumores sobre deleites más insidiosos obtenidos por Leon con trampas similares, aunque en aposentos más íntimos. 154
Hari atravesó los telones de sonido y entró en los antiguos pasillos laterales que conducían al Liceo. Su mapa retinal destacaba esas rutas antiguas y poco frecuentadas. Su séquito lo seguía dócilmente, aunque algunos fruncían el ceño. Ya los conocía a esas alturas. Querían ser vistos mientras se abrían paso en medio de la muchedumbre de los meros ejecutivos de sector. Recorrer pasillos penumbrosos sin la presión de la multitud no les halagaba el ego. Al final de un angosto corredor había una estatua de Leon en tamaño natural, empuñando un tradicional cuchillo de verdugo. Hari se detuvo a mirar a ese hombre de cejas gruesas cuya mano derecha mostraba venas abultadas. La obra era impecable y halagüeña para el emperador. El cuchillo era muy realista, y su doble filo refulgía. Algunos consideraban que el reinado de Leon era el más antiguo de los buenos tiempos, cuando el orden parecía natural y el Imperio se expandía sin tropiezos hacia nuevos mundos. Leon había sido un soberano brutal pero muy amado. Hari quería que la psicohistoria funcionara, ¿pero qué ocurriría si se transformaba en herramienta para revivir semejante pasado? Hari optó por no pensar en ello. Tendría tiempo suficiente para evaluar si era posible salvar el Imperio, una vez que la psicohistoria existiera de veras. Entró en la alta cámara imperial, escoltado por los funcionarios rituales y precedido por Cleon, Lamurk y la pompa del Consejo Alto. Esa atmósfera de opulencia, en vez de deslumbrarlo, lo alentaba en su esfuerzo para comprender mejor el Imperio y, de ser posible, alterar su rumbo. 11 Hari se tambaleaba cuando salió del Liceo tres horas después. El debate aún continuaba, pero él necesitaba un descanso. Un ministro de Correlación de Sectores se ofreció para llevarlo a los baños, y Hari aceptó agradecido. —No sé si podré resistir mucho más —dijo. —Deberá acostumbrarse al tedio —dijo jovialmente el ministro. —Tal vez decida largarme. —No, venga a descansar. Su túnica ceremonial, obligatoria en el Liceo, estaba pegajosa y sudada. La hebilla repujada se le clavaba en el vientre. Era grande y llamativa, con un receptor de cromo para la barroca pluma ritual, que sólo se usaba en las votaciones. El ministro parloteaba sobre el ataque de Lamurk contra Hari, el cual Hari había tratado de ignorar. Aun así, se había visto obligado a defenderse o explicarse. Había resuelto dar discursos breves y claros, aunque esto no congeniaba con el estilo del Liceo. El ministro aclaró cortésmente que lo consideraba un error. Pasaron por el refrescador, donde disfrutaron de una azulada ducha de iones. Hari agradeció que entretanto fuera imposible hablar, y permitió que una brisa electrostática lo masajeara hasta transformarse en una caricia resueltamente erótica; al parecer los miembros del Consejo no se molestaban en ocultar sus vicios. Con expresión entusiasta, el ministro fue en busca de una diversión privada. Hari prefirió no enterarse de lo que era y se metió en una celda de vapor. Descansó, reflexionando, mientras un felpudo color jenjibre limpiaba su cámara, biomantenimiento elemental. Estiró
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los músculos mientras cavilaba sobre el abismo que lo separaba de los profesionales del Liceo. Para Hari, el conocimiento humano consistía en gran medida en la silenciosa experiencia de millares de personas, no en la cultura formal de una elite locuaz. La historia mostraba que los mercados expresaban las preferencias e ideas de la mayoría. En general, éstas eran superiores a las grandilocuentes decisiones nacidas del talento y el saber de una minoría. Pero la lógica imperial preguntaba si determinado acto era bueno, no si se podía costear, ni siquiera si era deseable. Hari no sabía cómo hablar con esa gente. Las agudezas y sutilezas le habían servido ese día, pero eso no podía durar. Estas cavilaciones lo habían distraído. Con un sobresalto, comprendió que debía regresar. Salió del refrescador y evitó la ruta obvia, que estaba llena de funcionarios. Atravesó telones acústicos y entró en el pasillo, consultando sus mapas de palacio. Había usado el chip portátil de Dors varias veces, sobre todo para seguir las crípticas deliberaciones del Consejo. El mapa 3D escrito en microláser en su retina rotaba si él movía los ojos, brindando perspectiva. Había pocos dependientes a la vista; la mayoría se agrupaba frente al Liceo. Llegó al final del pasillo y miró la estatua de Cleon. El cuchillo de verdugo no estaba. ¿Por qué alguien ... ? Hari dio media vuelta y desanduvo su camino. No había llegado a los telones acústicos cuando un hombre atravesó ese resplandor marfileño. No había nada inusitado en ese hombre, excepto su esquiva mirada, que al fin se posó en Hari. Había treinta metros entre ambos. Hari dio la vuelta, como si admirase las barrocas paredes, y se alejó. Oyó que las botas del otro lo seguían. Tal vez fuera paranoico. Se dijo que todo terminaría en cuanto se internara en una multitud. Las pisadas se aproximaban. Entró en un pasaje lateral. Delante había una habitación ritual. Las pisadas se aceleraron. Hari corrió hacia la sala circular y entró en un antiguo vestíbulo. Allí no había nadie. En un largo pasillo vio a dos hombres que conversaban. Se dirigió hacia ellos, pero ambos callaron y lo miraron. Uno metió la mano en el bolsillo, sacó un comunicador y habló por él. Hari retrocedió, encontró un pasaje lateral, echó a correr. ¿Qué ocurría con las cámaras de vigilancia? Incluso el palacio las tenía. Pero la cámara que estaba al final del pasaje tenía puesta una tapa. «Proyectando una imagen falsa», comprendió. Había muy poca gente en las partes antiguas del perímetro del Liceo. Anduvo con paso acelerado por otra extravagante sala ritual. Oyó botas detrás. Giró a la derecha y vio una muchedumbre en una larga rampa. Gritó, pero nadie reaccionó. Comprendió que esa gente estaba detrás de un telón de sonido. Caminó hacia allí. Un hombre salió de un nicho para cerrarle el paso. Era alto y delgado y avanzaba hacia Hari con musculoso aplomo. Callaba, como los demás, sin llamar la atención sobre su persona. Sólo seguía avanzando. Hari giró a la izquierda y echó a correr. Delante estaba el refrescador; había caminado en círculo. Allí había mucha gente. Ojalá pudiera llegar . 156
Un largo pasaje conducía hacia los refrescadores. Lo cogió y a medio camino vio tres mujeres charlando en un nicho decorativo. Anduvo más despacio y las mujeres callaron. Usaban túnicas de dependiente. Tal vez trabajaran en los refrescadores. Se volvieron hacia él con aire sorprendido. Hari abrió la boca para decir algo y la mujer más próxima se adelantó y le cogió el brazo. Él retrocedió. Ella era fuerte. —Cayó justo en nuestras... —dijo con una sonrisa. Hari torció el brazo y se zafó. Ella perdió el equilibrio y él aprovechó para lanzarla contra las otras dos. Una intentó patearlo, moviendo la cadera para obtener mayor ímpetu, pero no lo alcanzó. Hari dio media vuelta y echó a correr. Esas mujeres estaban bien entrenadas y él no tenía muchas esperanzas de escapar. Se lanzó hacia el largo pasillo. Cuando miró hacia atrás, las tres se habían detenido Esto era tan extraño que Hari redujo la velocidad. Comprendió que esas mujeres y esos hombres no lo estaban atacando, sino arrinconando. En esos corredores públicos podía haber testigos inesperados. Querían llevarlo a un lugar cerrado. Hari echó un vistazo a su mapa del palacio. Él aparecía como un punto rojo en el plano. Vio dos corredores laterales delante, antes del final del pasaje. Y allí aparecieron dos hombres, los brazos cruzados. Hari aún tenía dos salidas. Viró a la izquierda por un pasaje angosto bordeado por antiguos testimonios. Éstos se encendían para narrar acontecimientos ilustres y grandes victorias, ahora sepultadas bajo milenios de indiferencia. Las imágenes 3D parpadeaban con coloridos espectáculos mientras él pasaba de largo. Voces estentóreas le imploraban que escuchara sus relatos. Ahora jadeaba y procuraba organizar sus pensamientos. Se aproximaba una intersección. La atravesó y vio hombres que se acercaban por la derecha. Cogió una salida lateral, bajo un mausoleo participativo del emperador Elinor IV, y avanzó hacia un conjunto de puertas que reconocía. Eran las cabinas refrescadoras, puertas claras marcadas con números. El ministro de Correlación de Sectores se las había señalado como las mejores, adecuadas para citas íntimas. Hari tuvo que cruzar una pequeña piazza para llegar a la puerta más próxima. Un hombre se acercó corriendo desde la derecha, sin decir nada. Hari probó con la primera puerta. Tenía cerrojo. También la segunda. El hombre estaba casi encima de él. El picaporte de la tercera puerta giró y Hari entró. Era una puerta tradicional con goznes. Arrojó su peso contra ella para trabarla. El hombre golpeó la puerta con fuerza y logró meter una mano en la rendija. Hari se apoyó contra la puerta. El hombre resistió y metió el pie derecho entre la puerta y la jamba. Hari empujó. La brecha entre la puerta y la jamba se estrechó, atrapando la mano. El otro hombre era fuerte. Gruñó, empujó, ensanchó la brecha. Hari se apoyó de espaldas contra la puerta y tensó las piernas. No tenía nada para ayudarse y los ridículos robots ceremoniales no ayudaban. En el refrescador no había ninguna herramienta. Hari cogió su hebilla. Cogió la antigua pluma de votación. La aferró con la mano derecha y se retorció contra la puerta, empujando con el hombro derecho. Se pasó la pluma a la mano izquierda y la clavó ferozmente en la mano del hombre.
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La pluma tenía una inscripción y tallas, pero se ahusaba en una punta filosa. Hari la hundió entre el tercer y cuarto nudillos. Con saña. Un chorro saltó de una arteria. Arcos vibrantes mancharon la puerta de rojo. El hombre gritó y soltó la puerta. Hari cerró con violencia y activó la cerradura. Mecanismos magnéticos trabaron la puerta. jadeando de fatiga, Hari echó un vistazo al refrescador. Era amplio, uno de los mejores. Dos cabinas sedantes, un diván, amplia provisión de refrigerios. Varios pozos de vapor donde a menudo retozaban parejas, según los rumores. Contra la otra pared, un recoveco percusivo para los atléticos. Y una ventana angosta, también tradicional, que daba a un jardín de cerámica y arena. Se mantenía como recordatorio de épocas en que uno podía salir para no quedar atrapado allí con personas indeseables. Hari oyó un chasquido contra la puerta. Quizás un despolarizar tratando de abrir el mecanismo magnético. Pensó en la ventana. 12 Un hombre entró en la cámara refrescadora. Vestía una sencilla túnica de criado imperial que le daba gran libertad de movimientos. Perfecto para un trabajo rápido. Empuñaba el cuchillo de la estatua de Leon. Cerró la puerta con una mano mientras escrutaba la habitación, cuchillo en mano. Aunque era corpulento, se movía con gracia elegante. Registró metódicamente las cabinas y pozos de vapor y el recoveco percusivo. Allí no había nadie. Se asomó por la ventana, que estaba abierta de par en par, pero era demasiado robusto para atravesar esa abertura angosta. Retrocedió y habló por su comunicador de pulsera. —Salió al jardín. No lo veo desde aquí. ¿Lo tienes cubierto? Hizo una pausa para escuchar. —¿No puedes encontrarlo? Claro que no. Te dije que no debíamos reducir los espías en esta zona. Otra pausa. —Sé que es un trabajo seguro, ni siquiera hay sensores grabando, pero... El hombre caminó airadamente. —Bien, asegúrate de que todas las salidas estén cubiertas. Todos esos jardines están conectados. Otra pausa. — ¿Tienes detectores activados? ¿Cámaras? Bien. Si alguien estropea esto, yo... Concluyó con un gruñido amenazador. Echó un último vistazo a la habitación y destrabó el cierre magnético. Un hombre con la manga empapada de sangre esperaba fuera. —Estás goteando, estúpido —dijo el que empuñaba el cuchillo—. Levanta ese brazo y lárgate de aquí. Y manda una cuadrilla de limpieza. —¿Adónde ... ? —Sabía que no debía designarte para esto. Maldito aficionado. —El hombre del cuchillo partió a la carrera. Todo eso parecía haber durado una eternidad. Los segundos pasaban lentamente mientras Hari se aferraba con todas sus fuerzas de un mosaico del techo.
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Yacía en la oscuridad sobre las vigas, encima de una cabina de relajación. Podía mirar hacia abajo por una ranura angosta. Esperaba que desde abajo esa ranura fuera el único indicio de que alguien había abierto una teja del techo. Veía las marcas encima de la cabina, donde se había encaramado para arrancar la teja. Ahora tenía que sostener esa cosa en su sitio. Las manos empezaban a dolerle. Vio que una pierna y un pie entraban en el refrescador, giraban, se perdían de vista. Alguien más. ¿Un equipo de apoyo? Si se le caía la teja, abajo alguien oiría el ruido, vería la rendija ensanchada. Cerró los ojos para concentrarse en sus dedos entumecidos, que empezaban a temblar. La teja era pesada, con tres capas de aislamiento acústico. Le estaba resbalando. Pronto... El pie que veía abajo salió. Hari oyó el susurro de la puerta y el chasquido de la cerradura. Contra su voluntad, sus dedos soltaron la teja, que se estrelló contra el suelo. Hari se quedó tieso, escuchando. No oyó ningún chasquido de cerradura, sólo el suave murmullo de los circuladores de aire. Así que estaba a salvo por un rato. A salvo en una trampa. Nadie sabía que él estaba ahí. Sólo una búsqueda exhaustiva llevaría a imperiales de confianza tan lejos de la zona del Liceo. ¿Y por qué iban a ir ahí? Nadie notaría su ausencia enseguida. Aun así, tal vez pensaran que se había hartado del Consejo y se había ido a casa. Se lo había dicho al ministro de Correlación de Sectores. Lo cual significaba que los asesinos podían buscarlo tranquilamente durante horas. El que empuñaba el cuchillo parecía ser un hombre sistemático y resuelto. Inevitablemente pensaría en registrar de nuevo ese lugar, desandando el camino. Tal vez tuviera detectores de olores. Y las cámaras del palacio debían de estar buscándolo. Por suerte no había ninguna en el refrescador. Bajó, tratando de no resbalar en el techo curvo de la cabina sedante. Poner la teja en su lugar requería agilidad y fuerza. Estaba resoplando cuando logró colocarla encima del refrescador. Se tendió sobre las vigas y aseguró la tej a. Se quedó pensando en la oscuridad. Echó otro vistazo al mapa de Dors, sus colores y detalles más vívidos en la penumbra. Por supuesto no mostraba cosas tan utilitarias como ese espacio angosto. Veía que estaba en las honduras del linde del Liceo. Tal vez lo más conveniente fuera salir del refrescador y buscar una multitud. Pero no le gustaba dejar su destino librado al azar. Y eso incluía la estrategia de quedarse tendido ahí, con la esperanza de que sus enemigos no regresaran con sensores para rastrearlo. No podía limitarse a no hacer nada. No estaba en su naturaleza. Sabía ser paciente cuando era necesario, pero la espera no mejoraría sus probabilidades. Miró el borroso espacio. La oscuridad se extendía. Podía desplazarse, ¿pero hacia dónde? El mapa de Dors indicaba que los jardines del Reposo formaban una ingeniosa trama en torno de la zona de los refrescadores. Sin duda los competentes asesinos habrían alejado a todo testigo potencial que estuviese fuera. Si pudiera internarse en los jardines... Hari comprendió que estaba pensando en dos dimensiones. Podía llegar a más áreas públicas subiendo algunos niveles. Fuera de la sala de los refrescadores, pasillo abajo, el mapa de Dors mostraba un pozo de un ascensor E. 159
Recobró la compostura y miró en esa dirección. Ignoraba cómo encajaba un ascensor E en la estructura del edificio. El mapa sólo mostraba un recinto rectangular con el símbolo del ascensor. Pero un miedo quemante le tensaba los músculos. Empezó a arrastrarse en esa dirección, no porque supiera qué hacer sino porque no lo sabía. Se apoyaba en los remaches de ceramiforma, procurando no arrancar las tejas de sus monturas. Resbaló, apoyó una rodilla en una teja. La teja resistió. Tenues franjas de luz fosforescente asomaban entre las tejas. Una polvareda milenaria le hacía cosquillas en la nariz y le secaba los labios. Vio un destello azul en el lugar donde debía estar el ascensor. La marcha era cada vez más difícil porque los conductos, tubos, cables ópticos y conexiones se multiplicaban, convergiendo en el pasillo. Transcurrieron largos minutos mientras él se abría paso. Un tubo le quemó el brazo con una descarga. Reprimió un grito y olió a carne chamuscada. El resplandor azul se filtraba por los bordes de un panel. Al acercarse, Hari vio un resplandor que pronto se apagó. Un crujido agudo le indicó que una celda E acababa de pasar por el pozo de ascensor. No pudo discernir si subía o bajaba. El panel era de ceramoacero, de un metro de lado, con cintas eléctricas en los cuatro lados. No conocía los detalles del funcionamiento de un ascensor E, sólo que alimentaba el compartimiento de transporte y luego manejaba el peso con una oleada constante de campos electrodinámicos. Hari pateó el panel, que resistió pero se abolló. Lo pateó de nuevo y lo aflojó. Resoplando, pateó por tercera y cuarta vez. El panel cayó. Hari apartó las gruesas cintas eléctricas y metió la cabeza en el pozo. Estaba oscuro, iluminado sólo por un resplandor opaco a lo largo de una delgada fosforescencia vertical que se ahusaba en la oscuridad, hacia arriba y abajo. En ese antiguo sector el palacio tenía más de un kilómetro de grosor. Con semejante altura, los ascensores mecánicos que usaban cables no servían ni siquiera para pequeños vehículos de pasajeros como ése. El acoplamiento energético entre las paredes del pozo ' y la célula E manejaba la dinámica con facilidad. La tecnología era antigua y segura. Ese pozo debía tener diez milenios de antigüedad, y su olor lo confirmaba. Las perspectivas no eran agradables. El mapa indicaba que los tres niveles de arriba eran amplios salones públicos donde el Imperio recibía a sus suplicantes. Allí estaría en compañía segura. Debajo había ocho niveles del Liceo, los cuales debía considerar peligrosos. Por cierto, bajar era más fácil que subir, pero el camino era más largo. Se tranquilizó diciéndose que no sería tan difícil. En el sombrío pozo vio emisores electrostáticos empotrados con regularidad en las paredes. Palpó uno con un mechón de cinta eléctrica. Ni chispas ni descargas. Eso concordaba con sus precarios conocimientos; los emisores se activaban sólo cuando pasaba una célula. Tenían profundidad suficiente como para apoyar el pie. Escuchó. Ningún ruido. Las células E eran silenciosas, pero también antiguas y lentas. ¿Sería muy arriesgado entrar en el pozo? Se hacía esta pregunta cuando oyó un grito a sus espaldas. Miró hacia atrás. Una cabeza asomaba por un panel abierto. No distinguió los rasgos, ni siquiera lo intentó. Ya estaba rodando torpemente sobre una viga, retorciéndose, arrojándose al aire. Tanteó abajo con los pies, encontró la cavidad emisora, se apoyó. Ninguna descarga. Buscó otra cavidad, apoyó el pie. Resbaló, se aferró con las manos. Colgaba sobre el negro abismo. Vértigo. Bilis en la garganta. 160
Arriba sonaron gritos, voces masculinas. Quizás alguien había visto los raspones encima de la cabina de relajación. La luz de la teja abierta ahora lo ayudaba, arrojando un resplandor pálido en el pozo. Tragó saliva y la bilis bajó. «No pienses en eso ahora. Continúa.» A la derecha vio la cavidad de otro emisor. Apoyó el pie y avanzó hacia la otra cara del pozo. Empezó a trepar. Era inesperadamente fácil porque había poca separación entre las cavidades, que tenían el tamaño apropiado para apoyar los pies y las manos. Hari subió rápidamente, impulsado por los ruidos que oía detrás. Pasó frente a las puertas del siguiente nivel. Al lado había un interruptor de emergencia. Podía abrir las puertas, ¿pero adónde Habían transcurrido varios minutos desde que había visto la cabeza. Indudablemente la noticia se estaba difundiendo y quizás ellos hubieran subido, usando escaleras u otro ascensor. Decidió subir más. Ráfagas de aire polvoriento amenazaron con provocarle tos, pero resistió. Aferraba con firmeza los emisores mientras sus piernas lo impulsaban hacia arriba. Llegó al segundo nivel e hizo el mismo razonamiento: sólo le faltaba uno. Entonces oyó el susurro. Suave, pero creciente. Una ráfaga fresca le obligó a mirar arriba. Algo bloqueaba la opaca franja de fosforescencia azul, bajando deprisa. Oyó un chirrido. No podría llegar a las puertas de arriba antes que eso llegara abajo. Hari se quedó tieso. Podía bajar, pero no llegaría a tiempo al próximo nivel. La negra y aterradora masa de la célula E bajaba a gran velocidad. Se detuvo de golpe, con un chisporroteo azul y un zumbido de aire. En el nivel de arriba. Los amortiguadores de sonido silenciaban incluso el chasquido de las puertas que se abrían. Hari gritó, pero no hubo respuesta. Empezó a bajar, resoplando, apoyando los pies en las cavidades. Un crujido arriba. La célula E bajaba de nuevo. Las cavidades de los emisores escupían azulados arcos de energía hacia la parte inferior de la célula. Hari bajaba con creciente espanto. Tuvo una idea, una intuición. El viento le agitaba el cabello. Se obligó a estudiar la parte inferior de la célula. Cuatro grapas rectangulares colgaban debajo. Eran metálicas y podían contener carga, La célula E estaba casi sobre él. No había tiempo para pensar. Hari saltó hacia la grapa más próxima mientras ese peso inmenso se abalanzaba sobre él. Cogió el grueso borde de la grapa. Un chispazo zumbante le hizo abrir los ojos de dolor. Una descarga crujiente lo atravesó. El shock electromuscular le tensó las manos y los brazos. Eso lo mantuvo sujeto al grueso metal mientras pataleaba involuntariamente. Había recibido parte de la descarga energética. Ahora los campos electrodinámicos del pozo jugaban con su cuerpo y lo sostenían. Sus brazos no tenían que soportar todo su peso. Aguantó, aunque le temblaban las manos y los brazos y dolores agudos le punzaban los músculos. Pero sentía la corriente en el pecho, en el corazón. Sus músculos vibraban. Era sólo otro elemento del circuito. Aflojó la mano izquierda. Eso detuvo el flujo de la corriente, pero aún contenía carga. Los agudos dolores de los músculos del pecho se aliviaron, pero persistían. Los niveles pasaban frente a los deslumbrados ojos de Hari. Al menos, pensó, se estaba alejando de sus perseguidores.
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Sintió fatiga en el brazo derecho y usó el izquierdo. Se dijo que usar un brazo cada vez sería mejor que usara los dos a un tiempo. No lo creía, pero quería creerlo. ¿Pero cómo saldría del pozo? La célula E se detuvo de nuevo. Hari miró la masa que pendía sobre él como un techo negro. Los niveles estaban alejados en esta parte arcaica del palacio. Tardaría varios minutos en descender al próximo. La célula E podía subir y bajar largo rato por el pozo antes de que la llamaran del piso inferior. Aun así, Hari ignoraba cómo terminaba el pozo. Podía ser triturado contra un amortiguador de seguridad. Su astuto salto no le había ofrecido una escapatoria. Estaba atrapado de un modo ingenioso, pero atrapado. Si lograba golpear uno de los interruptores de emergencia al pasar, sentiría una nueva descarga mientras la electricidad saltaba de él a las paredes del pozo. Los músculos se le petrificarían de dolor. ¿Cómo podría aferrarse a algo? La célula E subió dos pisos, bajó cinco, se detuvo, bajó de nuevo. Hari cambió de manos otra vez y trató de pensar. Se le estaban cansando los brazos. La descarga los había tensado, y los borbotones de corriente que saltaban en el revestimiento de la célula E le causaban espasmos de dolor. No había adquirido la carga adecuada para asegurar un equilibrio neutro, así que sus brazos sufrían un tirón residual hacia abajo. Sentía en el cuerpo el hormigueo de ondas electrostáticas semejantes a dedos de seda. Recibía los burbujeos de corriente de la célula E, que ajustaba la carga para equilibrar la gravedad. Pensó en Dors, en cómo había llegado allí, un torrente de imágenes oníricas. Sacudió la cabeza. Tenía que pensar. La corriente lo atravesaba como si fuera parte del revestimiento conductor. Los pasajeros del interior no sentían nada, pues la carga neta permanecía en el exterior mientras cada electrón era rechazado por sus vecinos. «Los pasajeros del interior.» Cambió de nuevo de manos. Ambas le dolían ahora. Se meció como un Péndulo, en oscilaciones cada vez más amplias. En el quinto vaivén pateó con fuerza la parte inferior. Un ruido estentóreo. Golpeo el duro metal varias veces más y se quedó colgado, escuchando, ignorando el dolor de sus brazos. Ninguna respuesta. Aulló roncamente. Tal vez nadie pudiera oírlo desde dentro. Estas antiguas células E estaban muy decoradas por dentro, recordó, con una atmósfera de confort aterciopelado. ¿Quién repararía en pequeños ruidos externos? La célula E se desplazaba de nuevo hacia arriba. Hari flexionó los brazos y movió los pies sobre el abismo. Los campos lo sostenían, haciéndole cosquillas en la piel. Tenía el vello erizado en todo el cuerpo. Entonces comprendió. Tenía aproximadamente la misma carga que la célula E, asi que ya no necesitaba la célula. Al menos, era una teoría agradable. ¿ tendría agallas para demostrarla? Soltó el borde. Cayó. Pero despacio, despacio, rodeado por una brisa acariciante. Ambos brazos gritaban de alivio. Al soltarse, aún conservaba su carga. Los campos del pozo lo envolvían y absorbían su ímpetu, como si él mismo fuera una célula E. Pero imperfecta. Con la realimentación continua entre una célula E y las paredes del pozo, no flotaría mucho tiempo.
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Arriba, la célula E subió y se alejó, aureolada por la fosforescencia azul. Hari se elevó un poco, se detuvo, comenzó a caer de nuevo. El pozo trataba de compensar la presencia de la célula E y de Hari, una carga intrusa. El programa de control de realimentación no podía resolver un problema tan complicado. Pronto el limitado sistema de control decidiría que la célula E era su ocupación y él era un fastidio. Detendría la célula E, la aseguraría en un nivel y se desharía de él. Hari perdió velocidad, se detuvo, cayó de nuevo. Riachuelos eléctricos recorrían su piel, vibraban electrones en su cabello. El aire parecía un envoltorio elástico y chispeante. Su piel temblaba en fieros espasmos, especialmente sobre su cabeza y en la parte inferior de sus piernas, donde se acumulaba más carga. Perdió velocidad de nuevo. En el fulgor fosforescente vio que se acercaba a otro piso. Sintió la esponjosa presión de las fluctuantes paredes. Quizá pudiera valerse de ello. Se extendió hacia el costado, alzando las piernas para arrojarse contra la gomosa tensión de los campos electrostáticos. Rozó torpemente esa resistencia algodonosa. Estaba acelerando, cayendo como una pluma. Se estiró para aferrar una cavidad emisora y un borbotón azulado le sacudió la mano. Tembló y jadeó de dolor. Se le entumeció el brazo. Aspiró aire para aclararse la visión, súbitamente acuosa. La pared pasaba a mayor velocidad. Se aproximaba a un nivel, colgando a sólo un metro de la pared del pozo. Pataleó corno un mal nadador contra los blandos campos electrostáticos. Las puertas pasaron. Pateó el interruptor de emergencia, erró, pateó de nuevo, acertó. Las puertas comenzaron a abrirse. Se retorció y cogió el umbral con la mano izquierda. Otra sacudida en la mano. Cerró los dedos. Se meció con el brazo rígido y chocó contra la pared. Otra descarga eléctrica lo estremeció. Más pequeña, pero le hizo tensar la pierna derecha. Logró apoyar la mano derecha en el umbral. Había recobrado todo su peso y colgaba contra la pared. Su pie izquierdo encontró una cavidad emisora, se afianzó. Hari se encaramó penosamente. Sus músculos protestaban de dolor. Procuró concentrarse. Tenía los ojos por encima del umbral. Gritos distantes. Zapatos azules imperiales corriendo hacia él. «Aguanta, aguanta.» Una mujer con el uniforme de los Guardias Thurbanos se arrodilló junto a él, frunciendo el entrecejo. —¿Qué hace usted en ... ? —Llame... a los Especiales... —graznó Hari. Dígales que me he... caído.
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CUARTA PARTE UN SENTIDO DEL YO
ESPACIOS DE SIMULACIÓN —... podían presentarse problemas de personalidad. Todo simulacro que conociera sus orígenes recordaba que no era el original, sino una nube de dígitos. Lo único que le brindaba sentido de la identidad era la continuidad, la constancia de un patrón. En las personas reales, el «algoritmo real» se ejecuta mediante la activación de sinapsis, la vibración de los nervios, la continuidad en la danza de causas y efectos. Esto planteaba un problema crítico en la representación de mentes reales, un tema sometido a un profundo aunque desgastado tabú afines del Imperio. Los simulacros realizaron gran parte del trabajo relacionado con este problema profundo, con mucho dolor simulado. Para ser «ellos mismos» tenían que experimentar una vida que los guiara, de modo que se vieran a sí mismos como el punto móvil del final de una larga y compleja línea trazada por su yo total, en una evolución prospectiva. Tenían que recordarse a sí mismos, con sus dramas internos y externos, para elaborar una narración profunda que les diera identidad. Esto sólo resultó posible en aquellos simulacros derivados de personalidades que poseían una firme formación filosófica. ENCICLOPEDIA GALÁCTICA
1 Juana de Arco flotaba en los oscuros y murmurantes túneles del humeante Retículo. Combatía sus temores, rodeada por una compleja mancha de luz fracturada e implosiones huecas. El pensamiento era una cadena que no estaba fija en el espacio ni en el tiempo. Pero, como un hormigueo, piadosas imágenes de alabastro se arremolinaban en un flujo incesante, estructuras disolviéndose en su estela, como si ella fuera una nave. Le complacería mucho poseer un yo tan concreto. Estudió con ansiedad el turbio Retículo que se encrespaba a su alrededor como un remolino de caoba líquida. Bogaba a la deriva desde que había escapado de los brujos de quienes dependía la preservación de su alma (su «conciencia», decían ellos, aunque no en el sentido moral de la palabra). Su santa madre le había dicho una vez que así se despeñaban las aguas batientes de un gran río, rodando en su profundo cauce. Ahora flotaba como un espíritu aéreo, ensimismada, autosufiente, atemporal. «Espacio de estasis», lo había llamado Voltaire. Un santuario donde ella podía «minimizar el tiempo de reloj de los cómputos» —¡qué jerga tan extraña!— mientras aguardaba visiones de Voltaire. En su última aparición, Voltaire estaba frustrado porque Juana prefería sus voces internas a la de él. ¿Cómo explicar la elocuencia de esos santos y arcángeles, que ahogaban la voz de quienes procuraban entrar desde fuera? Juana era una simple campesina que no podía resistirse a grandes espíritus como la inflexible santa Catalina. O el majestuoso Miguel, rey de las legiones angélicas, más grandes 164
que los ejércitos franceses que ella había conducido a la batalla. («Milenios atrás», le susurraba una extraña voz, pero ella estaba segura de que era ilusoria, pues sin duda el tiempo estaba suspendido en ese Purgatorio.) Y mucho menos podía resistirse cuando la voz de los espíritus tronaba como ahora. —Ignóralo —ordenó Catalina, revoloteando con grandes alas blancas, en cuanto Voltaire pidió audiencia. La manifestación de Voltaire era una paloma de la paz, blanca y brillante, que volaba hacia ella desde el hosco líquido. ¡Rauda ave! La imperiosa voz de Catalina era severa como el hábito blanco y negro de una monja meticulosa. —Te entregaste pecaminosamente a su lujuria, pero eso no significa que él te posea. No perteneces a un hombre, sino a tu Creador. —Debo enviarte un paquete de datos —gorjeó el ave. —Yo... yo... La voz de Juana reverberó como si estuviera en una vasta caverna y no en un río arremolinado. Si tan sólo pudiera ver... Las grandes alas de Catalina batieron airadamente. —Él se irá. No tiene opción. No puede llegar a ti, no puede hacerte pecar, a menos que tú consientas. Juana sintió un ardor en las mejillas al recordar sus retozos con Voltaire. —Catalina tiene razón —tronó una voz profunda, Miguel, rey dé las huestes angélicas—. La lujuria no es corporal, como habéis demostrado tú y ese hombre. Su cuerpo se pudrió tiempo atrás. —Sería bueno verlo de nuevo —susurró Juana. Allí los pensamientos eran actos. Sólo tenía que alzar una mano para que los números < Voltaire la penetraran. —¡Él ofrece datos obscenos! —exclamó Catalina—. Detén esta intrusión de inmediato. —Si no puedes resistirte a él, cásate con él —ordenó Miguel. —¿Casarse? —exclamó Catalina con desprecio. En su vida corporal usaba atuendo masculino, se cortaba el cabello a cepillo y se negaba a tener contacto con los hombres, demostrando su santidad y sensatez. Juana le rezaba con frecuencia a santa Catalina. —¡Hombres! —resopló la santa—. Aún os mantenéis unidos para librar guerras y arruinar a las mujeres. —Escucha, mi consejo es totalmente espiritual —dijo altivamente Miguel—. Soy un ángel y no tengo preferencia por ninguno de ambos sexos. —¿Entonces por qué no eres reina de las legiones angélicas en vez de ser rey? —resopló Catalina—. ¿Por qué no eres arcángela en vez de arcángel? ¿Y por qué tu nombre no es Micaela? «Por favor —dijo Juana—. Por favor.» El matrimonio la aterraba tanto como a santa Catalina, aunque fuera un sacramento. También la extremaunción era un sacramento, y casi siempre implicaba una muerte segura. Llamas... La risa burlona del sacerdote mientras le administraba la extremaunción, un horror crujiente, llamas lacerantes que la lamían... Se recobró, ensambló su yo, oyó un susurro, se concentró en su santa anfitriona. Ah sí... matrimonio... Voltaire... 165
No sabía qué significaba el matrimonio, aparte de tener hijos en Cristo y con dolor, para la Santa Madre Iglesia. La idea de tener hijos, de engendrar, le hizo palpitar el corazón, le debilitó las piernas. Imágenes de ese hombre flaco y perspicaz... —Significa posesión —declaró Catalina—. Significa que en vez de necesitar tu consentimiento para imponer tu voluntad, como ahora, Voltaire podría abusar de ti cuando quisiera si fuera tu esposo. Existencia sin yo, sin intimidad... El yo de Juana era una luz que estallaba, parpadeaba, se atenuaba, se extinguía como una vela. —¿Estás sugiriendo —dijo Miguel— que ella siga recibiendo a ese apóstata sin someter su concupiscencia a los vínculos del matrimonio? Que se casen y aplaquen su lujuria. En esa bruma mohosa y líquida, Juana no podía hacerse oír por encima de esa riña entre una santa y un ángel. Sabía que en ese limbo aritmético, una antesala del auténtico Purgatorio, ella no tenía corazón. No obstante, algo le dolía en alguna parte. La inundaron recuerdos. El yo flaco y ágil de Voltaire. Sin duda una santa y un arcángel la perdonarían si ella aprovechaba esa sagrada riña para conceder a Voltaire el requerimiento de recibir sus «datos», si ella sucumbía, sólo por esa vez, a los impulsos que nacían de su interior. Se entregó con un espasmo.
2 —¡He esperado menos por Federico de Prusia y Catalina la Grande! —rezongó Voltaire. —Estoy a la deriva —dijo Juana—. Ocupada. —Y eres una campesina, una porqueriza... ni siquiera una burguesa. ¡Qué modales! Estos personajes que han creado tus capas subconscientes se han vuelto sumamente latosos. Sobrevolaba las oscuras aguas. Un efecto notable, pensaba. —En estos ríos acechantes debo dialogar con mentes afines. Él desechó ese argumento con un ademán. —He tratado de hacer concesiones. Todos saben que los santos no son aptos para la vida civilizada. El perfume no puede ocultar el hedor de la santidad. —Pero aquí en el Limbo... —Esto no es una sala de espera teológica. Practicas tu tedioso gusto por la soledad en los teatros del cómputo. —La arimética no es sagrada. —Mmm, quizá... aunque sospecho que Newton podría demostrar lo contrario. Voltaire restó velocidad a la escena, observando el paso de las ondas de acontecimientos. En su perspectiva, el oscuro río gorgoteó, Juana irguió la cabeza, hubo una pausa. Voltaire aceleró los estado internos de Juana, concediendo un intervalo suficiente para que la Pucelle meditara una respuesta. Él llevaba las de ganar, pues dominaba más espacio de memoria. Deshizo la simulación del perezoso río. Había considerado que esto era mejor para ella, serenas imágenes de seno materno para contrarrestar su fobia al fuego. La Doncella abrió la boca pero no respondió. Voltaire hizo una verificación y comprobó que ahora no tenía los recursos para llevarla a plena velocidad. 166
Un complejo del sector Battisvedanta había absorbido espacio de cómputo. Tendría que esperar a que su programa detector encontrara más espacio desocupado. Se irritó, lo cual no era un buen uso del tiempo de ejecución, pero valía la pena si uno tenía el espacio de cómputo. Sintió otro distante drenaje de recursos. Tiktoks efectuando un cierre de emergencia, reemplazo por ordenadores de respaldo. Su teatro sensorial se redujo, su cuerpo se disipó. ¡Miserables! Lo estaban agotando. Le pareció que ella hablaba con voz tenue, a distancia. Hizo manipulaciones frenéticas para darle tiempo de ejecución. —¡Monsieur me descuida! Voltaire sintió una punzada de alegría. La amaba, en efecto. Una verdadera respuesta podía elevarlo por encima de ese río sinuoso. —Corremos grave peligro —dijo—. Una epidemia ha estallado en el mundo material. Cunde la confusión. Las personas respetables explotan el pánico generalizado para abusar de los demás. Mienten, engañan y roban. -¡No! Él no pudo resistirse. —En otras palabras, las cosas están como siempre. —¿A esto has venido? —preguntó ella—. ¿A reírte de mí? ¿De la doncella cuya castidad echaste a perder? —Sólo te ayudé a convertirte en mujer. —Exactement —dijo ella—. Pero no quiero ser mujer. Quiero ser guerrero de Carlos de Francia. —Monsergas patrióticas. Oye mi advertencia. No debes escuchar ninguna llamada, salvo las mías, sin someterla a mi revisión. No debes recibir a nadie, hablar con nadie, viajar a ninguna parte, no hacer nada sin mi consentimiento. —Monsieur me confunde con su esposa. —El matrimonio es la única aventura disponible para los cobardes. Nunca lo intenté, ni pienso hacerlo. Juana parecía distraída. —¿Esta amenaza es seria? —Nada demuestra que la vida sea seria. Juana recobró la lucidez. Los recursos de datos habían regresado. —Entonces... —Pero esto no es la vida. Es una danza matemática. Juana sonrió. —No oigo música. —Si yo tuviera una fortuna digital, podría silbar. Nuestras vidas, en su forma actual, corren grave peligro. La Pucelle no respondió de inmediato, aunque él le había dado tiempo de ejecución. ¿Estaba deliberando con esas imbéciles voces de la conciencia? (Obviamente, la internalización de aldea.) —Soy campesina, pero no esclava. ¿Quién eres tú para darme órdenes? ¿Quién era, en efecto? Aún no se atrevía a decirle que, en la abstracción de una red planetaria, él era una rejilla de puertas digitales, un torrente de ceros y unos. Operaba en jirones, como un ladrón errante. Acechaba y birlaba en los miles de ordenadores personales y 167
los gigantescos procesadores imperiales de Trantor. La imagen que había dado a Juana, donde ella nadaba en un río negro, era una visión razonable de la verdad. Nadaban en el Retículo de una ciudad tan grande que él apenas podía captarla como un todo A medida que lo requerían las restricciones económicas e informales, se desplazaba con Juana a nuevos procesadores, huyendo de la inspección de los obtusos pero insistentes policías del espacio de me moría. ¿Y qué eran ellos? La filosofía consistía menos en respuestas que en buenas preguntas. Ese acertijo lo desconcertaba. Su universo se mordía la cola, una serpiente Uroboros, un mundo solipsista. Para mantener los cómputos, podía reducirse a un yo solipsista, limitando la información a «conjunto de Hume» con datos sensoriales mínimos, un estado energía reducida. Y a menudo tenía que hacerlo. Eran ratas en los muros de un castillo incomprensible. Juana sólo percibía esto vagamente. Él no se atrevía a revelar que había logrado una salvación precaria cuando los sicarios de Artificios Asociados intentaron asesinarlos a ambos. Y Juana aún era precaria, con su temor al fuego, en ese Limbo (como ella prefería verlo) lúgubre y desgarrador. Voltaire recobró el ánimo. Estaba ejecutándose 3,86 veces más rápidamente que Juana, el margen que un filósofo necesitaba para meditar. Le respondió con un gesto irónico. —Acataré tus deseos con una condición. Una flor de luz ardiente estalló en él. Era una modificación propía, no el simulacro de una reacción humana: fuegos de artificio mentales. Había creado esa respuesta para cuando estaba por salirse con la suya. Un vicio pequeño, sin duda. —Si arreglas que todos nos reunamos de nuevo en Deux Magots —dijo Juana—, prometo no responder a ningún requerimiento salvo el tuyo. —¿Estás loca de remate? ¡Grandes bestias digitales nos persiguen! —Te recuerdo que soy una guerrera. —Éste no es momento para reunirse en un domicilio alfanumérico conocido, un café simulado. —No había visto a Garçon ni Amana desde que había logrado esa fuga milagrosa, cuando los cuatro huyeron de las masas enfurecidas en el Coliseo. Ignoraba dónde estaban el camarero y su amante humana. Ni siquiera sabía si aún estaban. Encontrarlos en ese fluido e intrincado laberinto... Ese pensamiento le recordó lo que sentía en la cabeza cuando usaba una peluca demasiado tiempo. Recordó —en uno de esos pantallazos de memoria que le brindaban imágenes detalladas de acontecimientos pasados, como óleos móviles— las humosas habitaciones de París. El tufo a tabaco gris impregnaba sus pelucas durante días. En ese mundo de Trantor nadie fumaba. Se preguntó por qué. ¿Acaso los matasanos tenían razón y esas inhalaciones eran insalubres? De pronto las imágenes se desvanecieron como si hubiera despedido a un criado con los dedos. Con la voz imperiosa que había usado para dirigir a adustos soldados, Juana exhortó: —¡Concierta una cita, o nunca más recibiré datos de ti! —¡Pardiez! Encontrarlos será peligroso. —¿Conque es el miedo lo que te detiene? Lo había pillado. ¿Qué hombre podía confesar que tenía miedo? Aceleró su tiempo de reloj, deteniendo a Juana. Para ocultarse en el Retículo, el software descomponía la simulación en fragmentos que podían ejecutarse en diferentes centros de proceso. Cada fragmento se escondía en un 168
algoritmo local. Para un programa de mantenimiento, el espacio pirateado lucía como una subrutina normal. Esos bolsones camuflados incluso parecían mejorar el rendimiento: lo esencial era el disfraz. Hasta un programa de limpieza que detectara redundancias perdonaba a un fragmento bien enmascarado. En todo caso, mantenía una copia de seguridad en otra parte. Una copia, otro ejemplar, como un libro en una biblioteca. Unos miles de millones de líneas de código redundante, desperdigadas entre nódulos inconexos, podían sostener al escurridizo Voltaire como una entidad real en tiempo lento. Si él enviaba cada fragmento en una búsqueda, para encontrar a esas personas del Deux Magots... —Te dejaré con alguna asistencia, para ayudarte en tu aislarme —murmuró a regañadientes. Insertó copias de sus poderes en el espacio de Juana. Eran talentos hábilmente diseñados, concedidos por Marq en Artificios Asociado Voltaire los había perfeccionado mientras se encontraba en el escondrijo de Artificios. Su automejoramiento le había dado la facultad o rescatarlos en el momento oportuno. Cedió esas facultades a Juana. No se activarían a menos que el corriera algún riesgo. Voltaire les había añadido un código de activación que sólo funcionaría si ella experimentaba gran temor o peligro Juana sonrió pero no dijo nada. ¡Después de semejante obsequio ¡Exasperante! —Juana, ¿recuerdas que hace más de ocho mil años debatimos sobre los problemas del pensamiento artificial? Una expresión consternada. —Sí. Era muy engorroso. Entonces... —Fuimos preservados. Para ser resucitados aquí, para debatir de nuevo. —Porque el problema se presenta... —Cada varios milenios, sospecho. Como si una inexorable fue social lo impulsara. —¿Así que estamos condenados a repetirnos para siempre? —Sospecho que somos herramientas en un juego más vasto. ¡Pero esta vez somos herramientas inteligentes! —Quiero la confortación del hogar y la lumbre, no conflictos extravagantes. —Quizá yo pueda cumplir esta misión, entre otras cuestiones un gentes. —Sin quizá. Mientras no lo logres... Sin siquiera decir adieu, Juana cortó la conexión y desapareció en las húmedas tinieblas. Voltaire podía reconectarse, desde luego. Ahora era amo de ese reino matemático, gracias a las mejoras de su representación original en Artificios Asociados. Pensaba en esa primera forma como Voltaire 1.0. En pocas semanas había avanzado, mediante automodificaciones, hasta Voltaire 4.6, con la esperanza de ascender aún más deprisa. Nadó en el Retículo. Juana moraba allí, y él podía imponer su presencia, pero una dama forzada no es una dama conquistada. Bien, tendría que hallar esas personalidades. Merde alors!
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Marq estaba sentado frente al holo 3D, recorriendo las callejas laterales del Retículo. Había creído que Voltaire había desaparecido, excepto en los archivos de la bóveda de Seldon, pero ya no estaba tan seguro. Casi lamentaba haber descubierto ese borbotón de charla que implicaba tantas cosas. —Nada más por ahora —dijo. —¿Por qué ejecutas perfiles de búsqueda de Juana? —preguntó Sybyl desde su escritorio. —Seldon quiere un rastreo. Ya. Juana será más fácil, si también escapó al Retículo. — ¿Porque es mujer? —No tiene nada que ver con el «sexo» de Juana, sino con su temperamento. —Es menos calculadora que Voltaire, ¿verdad? —Menos obstinada. Se rige por el corazón. —¿Y no por la cabeza, como tu listísimo Voltaire? ¿Más propensa a los errores? —Mira, sé que no debí mejorar a Voltaire. Las hormonas se interpusieron en mi camino. Ella sonrió. —Te sigues tropezando con ellas. —Error de juicio... y la insistencia de Nim. Sin duda él trabajaba para otro, y nos acicateaba a ambos. Ella torció la boca. —¿Para provocar los disturbios de Junin? —Es posible. ¿Pero quién querría eso? —Marq asestó un puñetazo en el escritorio—. Para frustrar el Renacimiento justo en sus principios. I —No volvamos sobre eso. —Sybyl se paseó por la abarrotada habitación—. Si logramos encontrar esos simulacros, podemos obtener alguna ventaja. No podemos ocultarnos para siempre. —Voltaire es mucho más rápido que Juana, y posee más recursos., Autoprogramación, evolución interna. Y ese tío es creativo, recuas dalo. —¿Ése es el genio que vamos a atrapar? ¡Ja! Esa chanza lo irritó. Varias veces había tenido la sensación de estar muy cerca. Cada vez que sus detectores encontraban una huella, la lógica configurativa de Voltaire, se le escabullía, burlaba sus esfuerzos. Su holo se desvanecía inexplicablemente. Perdía horas de datos en un microsegundo, y tenía que empezar de nuevo. Marq se reclinó y movió el cuello para relajarse. —Tal vez tenga una pista —dijo—. No estoy seguro. —Señaló su cubo de carbono—. Modifiqué mis espacios de configuración y los utilicé para ganar algunos créditos en los mercados de proteína. También detecté otro rastro de Voltaire. Ella suspiró y se desplomó en una silla que se adaptó a su silueta. —¿Para qué ganar créditos que no podemos usar para comer? —Si encontramos a Juana, engordaremos. —¿Qué pruebas hay de que esos fallos de los tiktoks se deban a nuestros simulacros? Él se encogió de hombros. —El consorcio científico imperial cree que hay una conexión con los disturbios de Junin. Pamplinas, por cierto, pero así mantienen el interés de la gente. Dicen que tienen fuentes secretas, no dan explicaciones. ¿Entiendes? —Vaya, un asunto delicado. Entonces nos siguen buscando. —Simulan que lo hacen, supongo. Ahora Trantor tiene problemas mucho más graves. —¿Crees que habrá racionamiento? 170
—Eso me temo. Según los rumores, no hasta la semana próxima. —Y añadió, al ver que ella fruncía el ceño—: Las raciones son una precaución. Tú y yo podemos darnos el lujo de perder un poco de esto. —Se pellizcó un rollo de carne encima del cinturón. No estaba mal para su edad, pero era bastante. Esperaba que su voz no comunicara su aprensión. —No necesito una dieta involuntaria. —Sybyl lo miró de soslayo—. Sorprendieron a una familia comiendo ratas. —¿Dónde te enteraste? —«Fuentes secretas», desde luego. Yo también puedo ser misteriosa. Los disturbios de tiktoks se habían propagado en los principales centros de provisión alimentaria. No los había desencadenado el incendio de Junin sino otra cosa, semanas después. En cuestión de días los fallos habían afectado a todas las fábricas de alimentos de Trantor. Las importaciones estaban aumentando, pero había un límite para lo que se podía trasladar por los catorce agujeros de gusano cercanos, o transportar en torpes hipernaves. El estómago de Marq gruñó. Sybyl sonrió. —Mmm, pobrecillo. —Mira esto —dijo Marq, señalando líneas de su holo. Ser sensorial es ser mortal. El sufrimiento y el dolor son los gemelos oscuros de la alegría y el placer, la muerte, el gemelo oscuro de la vida. Mi presente estado no es sanguíneo, así que no puedo sangrar. He trascendido los sudores de la pasión; mis ardores nunca se enfrían. Puedo ser copiado y reconstituido; ni siquiera el borrado plantea una amenaza para mi inmortalidad. ¿Cómo no preferir mi destino al destino final de todos los seres sensoriales, sumergidos en el tiempo como el pez en el agua? —¿Dónde encontraste esto? —preguntó ella. —Un fragmento que detecté mientras trasladaban un puñado de datos. Está registrado como parte de una conversación entre dos sitios del Retículo muy distantes. —Suena como él. —Verifiqué los archivos que conservamos. Ya sabes, ese texto lineal que circula junto a su simulacro. Este material es de allí. Textos antiguos. Ese tío era feliz cuando se citaba a sí mismo. —Conque está ahí. —Sí, y yo estoy aquí. —Marq cogió una chaqueta y se dirigió a la puerta. —¿Adonde vas? —Al mercado... necesito comida. Sybyl lo siguió. Marq conocía a los vendedores callejeros de golosinas y refrigerios. Salieron de un mugriento cúmulo de cubos de alquiler para internarse en conejera impregnados con el olor musgoso de los milenios. Hizo su compra en un tugurio húmedo, junto a una fuente que conmemoraba una batalla que Sybyl ni siquiera sabía pronunciar. Ella se mantenía alerta a los ojos de los sensores ópticos, pero allí eran más infrecuentes que los policías reales. Quizá la persecución fuera menos intensa —ambos se habían parapetado tras una sólida infomuralla—, pero un policía aún podía avistarlos y echar todo a perder. Marq compartió con ella la comida, que sabía aguda, intensa, maravillosa. En reflexivo silencio, subieron una larga escalera y miraros zonas pobres, pasillos cubiertos de basura, tiendas caóticas entre majestuosos edificios, abortos arquitectónicos de toda clase y color.
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Tras aplacar un poco el hambre, Marq pudo saborear Trantor. majestuoso en su injusticia, sus inmerecidos padecimientos, sus desigualdades e iniquidades. Todas sus manchas y defectos se unían a distancia, como huevos rotos disolviéndose en la crema. Estaban paseando ociosamente cuando un tiktok de seis brazos sé aproximó por el callejón. Perseguía a un bruñido tiktok de cuatro brazos, un jefe. Se encontraron y comenzaron a atacarse mientras corrían a toda velocidad. Sus cuerpos metálicos tintineaban. —No te muevas —dijo Marq. Los dos tiktoks pasaron de largo furioso combate—. Vendrán policías. Vamonos. Siguieron en dirección contraria y salieron a una plaza. Marq soltó un silbido ante lo que vio. Tiktoks obreros de seis brazos habían plegado todos los brazos negándose a trabajar, sordos a las protestas humanas. Formaban barrera protectora entre las mujeres que supervisaban su proyecto construcción y las paredes de la obra. Varios seis-brazos alzaron cestos en el aire. Uno no prestó atención y siguió soldando una viga hasta que otro se le abalanzó con una larga herramienta. Los chirridos reverberaron en la plaza. La gente corría por doquier, asustada. Nadie podía detener la protesta tiktok. Cuando cuatro-brazos trató de intervenir, los seis-brazos lo atacaron. —El trabajo administrativo parece muy apetecible en este mentó —dijo Marq—. Si esto sigue así, tendremos que hacer todo nuestro trabajo sucio. —¿Qué está sucediendo? —Sybyl retrocedió alarmada—. Es como si los tiktoks estuvieran locos... y se estuviera difundiendo. —¿Un virus? —¿Pero dónde se lo han contagiado? —Buena pregunta.
4 —¿Qué? —exclamó Voltaire al aparecer. —Bienvenido —murmuró Juana. Ella nunca había iniciado el contacto anteriormente. Y él todavía tenía que encontrar a los personajes del Deux Magots. —Debo revisar mi opinión sobre los milagros —dijo él. Ella bajó los ojos. Por un instante él sospechó que era sólo para poder alzarlos, para mirarlo sin erguir la bonita cabeza. ¿Acaso sabía cuánto lo cautivaba? Juana alzó y bajó el pecho de un modo que los sensores de Voltaire encontraban enloquecedor, pues él no podía hacer nada al respecto. Voltaire cogió la mano de Juana y se la llevó a los labios. Sin embargo, no sintió nada y la soltó de mala gana. —Esto es insoportable —dijo—. Anhelar la unión y no obtener ' nada cuando se consigue. —¿No sientes nada cuando nos reunimos? —Ma chére Machine, los sensores no constituyen un ser sensorial. Y no confundas sensorial con sensual. —¿Y cómo es...? Antes... —Juana hablaba con dificultad, como temiendo que la respuesta la lastimara.
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—No puedo manejar la... «programación» aquí. Podíamos utilizar muchas facultades, cuando éramos animales de zoológico de Artificios Asociados. En este páramo digital mi capacidad crece pero aún no alcanza ese nivel. —Pensé que sería una privación sagrada. Una ayuda para lograr la conducta recta. —En la historia, muchas más cosas se pueden explicar por incompetencia que por mala voluntad. Juana desvió la mirada. —Te he convocado —dijo— porque desde nuestra última reunión, a pesar de las advertencias de mis voces, respondí a una llamada. —¡Te dije que no lo hicieras! —gritó Voltaire. —No tuve opción. Tenía que responder. Era urgente —dijo ella con temor—. No sé explicarlo, pero sé que en ese momento yo estaba al borde de la extinción absoluta. Voltaire ocultó su preocupación tras una máscara de liviandad. —No es modo de hablar para una santa. Se supone que no debes admitir la posibilidad de una extinción absoluta. Podrían anular tu canonización. La voz de Juana tembló, la llama de una vela agitada por los oscuros vientos de la duda. —Sé que estaba al borde de un gran vacío, un abismo tenebroso. No atisbé la eternidad, sino la nada. Incluso mis voces callaron, humilladas por el espectáculo de... de... —¿De qué? —De la inexistencia. La desaparición, sin posibilidad de reaparición. Estaba por ser... borrada. —Eliminada. Los detectores y sus sabuesos. —Voltaire sintió un escalofrío—. ¿Cómo escapaste? —No escapé —dijo la Doncella, con más reverencia que miedo—. Eso fue aún más turbador. Fuera lo que fuese, me dejó ir ilesa. Yo estaba frente a Ello, vulnerable y expuesta. Y Ello me soltó. Él sintió un temor glacial. Él también había entrevisto entidades invisibles por encima del hombro, observando, juzgando. Había algo extraño en esas presencias. Ahuyentó esos recuerdos escalofriantes. —De ahora en adelante no respondas a ninguna llamada. La duda nubló el rostro de la Doncella. —No tuve elección. —Te encontraré un escondrijo mejor —le aseguró Voltaire—. Te haré invulnerable a las apariciones involuntarias. Te daré poder... —No comprendes. Esa cosa podría haberme apagado como dos dedos apagando una vela. Regresará, lo sé. Entretanto, sólo tengo un deseo. —Lo que digas. Todo lo que esté en mi poder... —Haz que nosotros y nuestros amigos volvamos al café. —¿Al Aux Deux Magots? Estoy buscando, pero ni siquiera sé si todavía existe. —Recréalo con la magia que has aprendido. Si he de caer en el vacío, que no sea antes de pasar una noche reunida contigo y nuestros queridos amigos. Cortando el pan, bebiendo vino en compañía de los que amo... no pido otra cosa antes de ser... eliminada. —No dejaré que te borren —declaró Voltaire con más convicción de la que sentía—. Te transportaré a un sitio donde nadie podrá mirar. No podrás responder a ninguna llamada, ni siquiera aunque creas que son mías. Pero te comunicarás conmigo a menudo, ¿entiendes? —Enviaré mi parte espiritual, también.
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—Creo que me están provocando picazón. —En efecto, sentía un picor en el borde de la percepción, un hormigueo en el cerebro. Sacudió el cuerpo. ¿Por qué la lógica de un pérfido matemático lo privaba de su sensualidad y lo torturaba con ásperas irritaciones ? Pero el desafío de ella apenas comenzaba. —Has tomado mi virginidad, pero ni siquiera mencionas el matrimonio. O el amor. —Bien sur, el amor entre parejas casadas puede ser posible, aunque nunca he visto un ejemplo de ello. No obstante, es antinatural. Como nacer con los pulgares unidos. Sucede, pero sólo por error. Naturellement, uno puede vivir felizmente con cualquier mujer, siempre que no la ame. Ella le clavó una mirada imperiosa. —Me he vuelto inmune a tus costumbres libertinas. Él sacudió la cabeza tristemente. —En ese aspecto, un perro está mejor que yo en mi actual estado. Le acarició la garganta con su dedo simulado. Ella echó la cabeza hacia atrás, cerró los ojos, entreabrió los labios. Pero él no sentía nada. —Encuentra un modo —susurró Voltaire—. Encuentra un modo.
5 Eso, y el picor. Debía aprender a... rascarse... en su interior. En esa maldita morada digital. —Nadie puede culpar a Dios por no estar en un lugar como éste —le dijo Voltaire al infinito sistema de coordenadas que lo rodeaba. Volaba por espacios negros dispuestos en confines rectangulares, corredores reticulares que se extendían hasta el infinito. —¡Qué diferencia! —le gritó a la profunda indiferencia—. Nado en los simulacros de otros, habito reinos alejados de... Iba a decir «de mis orígenes», pero eso significaba: 2 Francia Ω Razón ∆ Sark Él pertenecía a esas tres cosas. En Sark, los arrogantes programa dores que lo habían resucitado hablaban de un Nuevo Renacimiento. Él sería un ornamento en sus nuevos arreglos florales. En alguna parte de ese planeta se ejecutaban versiones de Volt 1.. O¿Sus hermanos? Copias más jóvenes, sí. Tendría que inspecciona las implicaciones de esos seres en un futuro discurso racional. Por el momento... Ahora el truco consistía en un escrutinio atento, comprendió.! Si reducía la velocidad de los acontecimientos —una treta que había aprendido al principio—, podía consagrar compresores de datos a tarea de comprenderse a sí mismo. Primero, esa bóveda oscura donde volaba. Sin viento, sin calor, sin el roce de lo real. Hurgó en las operaciones matemáticas que lo constituían. Era un bizantino hervor de detalles, pero asombrosamente familiar en su perfil: el mundo cartesiano. Los acontecimientos estaban modelados con ejes en el espacio rectangular, x, y, z, de modo que 174
cada movimiento consistía en conjuntos numéricos sobre cada eje. Toda la dinámica deducida a aritmética. A Descartes le habrían divertido las vertiginosa alturas que había alcanzado su método menor. Rechazó el exterior y se sumergió en su lenta interioridad. Ahora sentía su preconsciente leyendo las vistas, sonidos y pensamientos entrantes del momento. Para su mirada interior, todos llevaban etiquetas rojas y brillantes, a veces meras caricaturas, con frecuencia paquetes complejos. Un paquete de ideas llegó desde alguna parte, educándolo: transformaciones de Fourier. Esto le ayudó a comprender. Y la mera presencia del nombre de un compatriota le hizo sentir mejor. Un «asociador» —grande, azul, bulboso— revoloteó sobre su campo de datos, tironeando de las etiquetas. Se extendió con pedúnculos amarillos sobre un horizonte rojo, hasta el «campo de memoria». Desde allí trajo ítems almacenados —paquetes grises que contenían vistas, sonidos, olores, ideas— que concordaban con las etiquetas entrantes. Cumplida su tarea, el asociador entregó las concordancias a un imponente monolito, el «discriminador». Un viento constante elevaba las etiquetas rojas hacia las voraces superficies de la negra montaña del discriminador. Filtros despiadados comparaban las etiquetas con los recuerdos almacenados. Si congeniaban —acoplamiento de formas geométricas, parodia de sexo, protuberancias calzando en surcos—, permanecían. Pero las concordancias eran escasas. La mayoría de las etiquetas no encontraba un recuerdo huésped que tuviera sentido. Ninguna concordancia. Entonces el discriminador las devoraba. Las etiquetas y conexiones desaparecían, dejando más espacio para la próxima marea de sensaciones. ;. Él se irguió sobre ese paisaje interior y sintió su tormentoso poder. Toda su vida creativa, la maravilla de los continentes, había salido de allí. Pensamientos diminutos, jirones de conversación, melodías, todo afloraba en su mente, un tornado de imágenes caóticas, agolpándose para reclamar su atención. Los paquetes de memoria que compartían un eslabón sólido con una etiqueta persistían. ¿Pero quién decidía qué era lo más resistente? Observó bastoncillos que penetraban en ranuras y vio los intrincados detalles de cómo esos recuerdos y etiquetas cobraban forma. Así la respuesta estaba al menos un paso más atrás, en la geometría de la memoria. Lo cual significaba que él había determinado las cosas, mediante la disposición de los recuerdos. Los cúmulos de recuerdos asociados a etiquetas constituían una parte de su yo, rescatados del torrente, el río de posibilidades. . Y él lo había hecho tiempo atrás, cuando los recuerdos estaban almacenados, sin saber cómo concordarían con futuras etiquetas. ¿Entonces dónde se alojaba cualquier Voltaire posible? En la maraña, el detalle profundo, asociaciones cambiantes y fluidas. No había un yo duro como una roca. ¿Y su imaginación? ¿El autor de todas sus obras y ensayos? Debía residir en la meteorología de los torrentes de recuerdos. Torsiones y uniones súbitas. Asociaciones elevándose del preconsciente como piezas de rompecabezas. Orden a partir del caos. —¿Quién es Voltaire? —preguntó al torrentoso vacío reticular. Ninguna respuesta. Aún sentía el picor. Y ese vertiginoso vacío en derrredor. Decidió resolver el problema más amplio. ¿Qué había dicho Pascal? «El silencio de estos espacios me aterra.”
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Sondeó, calibró, buscó. Y al hacerlo, supo que las manos con que escarbaba el ébano que lo rodeaba eran sólo metáforas. Símbolos de programas que él nunca podría haber creado. Había heredado esas facultades, así como cuando niño había heredado manos. Por debajo de su yo consciente, sus sicarios habían trabajado sobre el Volt 1.0 básico, más los añadidos de Marq. Entreabrió la negrura y entró. En una calle. Resoplaba, débil y tenso. Con escasos recursos. Entró temblando en un restaurante —comida sencilla y anónima expuesta en mostradores— y se llenó. Se concentró en cada paso. Al examinar cada porción de su experiencia, podía descender por las capas de su propia reacción. El funcionamiento de su cuerpo exigía conjuntos de reglas superpuestas. Mientras masticaba, era preciso que los dientes desmenuzaran la comida, que brotara saliva para disolver esa masa esponjosa, que las enzimas extrajeran la proporción atinada de nutrientes, pues de lo contrario no parecería real. Vio que sus programas sorteaban los procesos del estómago y del colon. Esas complejidades eran innecesarias. En cambio, el «software» (extraña expresión) simplificaba las complicadas vísceras en un resultado que él podía sentir, una satisfactoria concentración de sabrosos azúcares sanguíneos que aportaba un aumento de carbohidratos, un grato equilibrio electrolítico, hormonas y estabilizadores calculados, con un conjunto de plantillas para los niveles emocionales apropiados. Todos los demás detalles se desechaban, una vez que las subrutinas alcanzaban el efecto adecuado, simulando el cosquilleo de las terminaciones nerviosas. No estaba mal para lo que en realidad era un bloque de ferrita y polímeros, donde cada parte era un microprocesador individual trabajando a toda máquina en cristalina complejidad. Aun así, tenía la sensación de que un intenso y voraz vacío lo había ahuecado. Voltaire salió del restaurante. ¡La calle! Necesitaba ver ese lugar, comprobar sus sospechas. Echó a andar por las plácidas avenidas a grandes zancadas. A pesar de su imprudencia, no tuvo una caída accidental. Al inspeccionar sus capas interiores comprobó que eso se debía a que su visión periférica se extendía más allá de los ciento ochenta grados, absorbiéndolo todo. Estaba viendo, literalmente, por la nuca, aunque no lo registrara conscientemente. Las personas reales, comprendió, caminaban mientras conversaban realizando comparaciones instantáneas de su visión periférica; eran muy sensibles a los cambios repentinos en las siluetas y trayectorias. El equilibrio y el caminar eran tan cruciales para los humanos que la programación de Voltaire exageraba esa cautela. Tenía que inclinarse demasiado sobre la punta de los pies para caer de bruces, y aun así no le dolía demasiado. Una vez en el suelo, dejó que un peatón lo pisoteara. Una muchacha —su mente reveló la frase «muchacha nominal»— le pasó por encima. Intentó protegerse de los afilados tacos, pero no sintió nada. La siguió a rastras. Una parte elemental de sí mismo había temido el dolor. Conque lo había eliminado. Lo cual significaba que la experiencia ya no representaba una restricción.
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—¡El espíritu ha logrado divorciarse del cuerpo! —anunció a los que pasaban, que no le prestaron atención. ¡Pero esa simulación era suya! Enfurecido, alcanzó a la metódica muchacha y saltó sobre sus hombros. Ningún efecto. Cabalgó sobre ella por la calle. La muchacha siguió caminando sin prestarle atención mientras él bailaba sobre su cabeza. Esa muchacha aparentemente frágil era una grabación, sólida e insensible como una roca. Bailó calle abajo saltando de cabeza en cabeza. Nadie lo advirtió. Las cabezas permanecían firmes como una plataforma. La calle era un trasfondo, nada más. La multitud no se repetía en su totalidad, pero tres veces vio a la misma anciana avanzando penosamente por la acera, siguiendo el mismo trayecto, con el mismo bolso. Era perturbador ver personas sabiendo que eran tan inalcanzables como una estrella distante. No, menos que eso. El Imperio tenía estrellas en abundancia. ¿Y cómo sabía eso? Voltaire sintió que el conocimiento se desplegaba en él como una densa alfombra, un manto que lo envolvía. De pronto sintió el picor. No una mera molestia, sino un feroz cosquilleo que le recorría el cuerpo. El interior del cuerpo. Corrió calle abajo, dándose golpes. Ese gesto debía estimular sus subyoes, obligarlos a resolver el problema. No lo consiguió. El picor se extendía sobre su piel. Bailaba como un fuego de San Telmo, un fenómeno natural similar a los rayos. Así le informó un subyó, como si a él le interesara. —¡Conocimientos librescos! —exclamó—. ¡No quiero eso! Quiero...
Vuestros sagaces astrónomos pueden descubrir a qué distancia estan las estrellas, y su temperatura y contenido metálico. ¿Pero cómo averiguan cuáles son sus verdaderos nombres? La voz hablaba sin sonido. No resonaba en los oídos sino en la mente. Ese tono chato le provocó temor, escalofríos. —¿Quién es el bromista? Ninguna respuesta. —¿Quién eres, maldición? —Juana decía que ese vacío era un Ello. Voltaire avanzó deprisa, sintiendo ojos por doquier. . 6 Marq escuchó atentamente mientras la voz neutra de Mac 500 describía la última epidemia de virus informáticos. Equipos cosechadores habían fallado en cuarenta y seis sitios. Seguían llegando informes sobre nuevos accidentes. Tratando de verificar un patrón emergente de conducta aberrante, las autoridades de Trantor llamaban a tiktoks reparadores de estaciones de servicio 177
regionales. En vez de reparar el equipo, los reparadores se alineaban ante los tiktoks descompuestos y recitaban encantamientos en un lenguaje torturado que sus programadores nunca habían oído. Después de varios episodios similares en muchas capas de la sociedad trantoriana, los tiktoks de muestra revelaron nódulos de programación caóticos. O parecían ser caóticos. ¿Pero cómo podía el error aleatorio conducir a la misma conducta? Los lingüistas estudiaban esos balbuceos buscando semejanzas con los idiomas conocidos, antiguos o modernos. No hallaban correlaciones. Marq sacudió la cabeza, estudiando los datos entrantes. —Es una locura —masculló. Sus simpantallas mostraban imágenes arremolinadas corno hojas otoñales. —Todo el suministro de alimentos de nuestro mundo está en peligro. No hay fruta fresca ni verduras. —Miró con disgusto el cuenco de sopa de plancton que tenía al costado—. Estoy harto. Ya era exasperante ser un fugitivo. Era exasperante que Nim los hubiera traicionado. Era exasperante no encontrar a Juana ni a Voltaire. —¡Estoy harto de comer esta bazofia! —Apartó la sopa, salpicando el suelo del incómodo cubículo. ********************************************************************** Voltaire observaba al preocupado Marq, que arrojó el resto de su comida a la papelera. Había aprendido a invadir la red de comunicaciones de otros, aunque necesitaba encogerse de una manera irritante. En cierto modo podía estudiar mejor el mundo duro y real desde ese marco frío y abstracto. Voltaire observaba a Marq en dos modos simultáneos: la imagen del hombre sentado en su simauditorio, y a través de los muchos enlaces que Marq tenía con el mundo de datos. Desde allí pronto vio Trantor como lo veía Marq, en toda su gloria y miseria. Era una sensación vertiginosa, como estar en varios sitios al mismo tiempo. Y sentía (o creía sentir) las preocupaciones de ese hombre. Podía ver a Marq invirtiendo el sistema de detección de imágenes de la holocuadrícula del propio Marq. Mientras escuchaba sus quejas, también pudo recoger en la inmensa base de datos de Marq un resumen de los últimos desmanes de los tiktoks y, debajo de eso, un trasfondo filtrado por dóciles microprogramas. Supo que vastas fotogranjas convertían en alimento el kilovatio de luz solar por metro cuadrado que recibía Trantor —esencialmente, cultivando grises parcelas de comida insulsa en los tejados de esa ciudad-mundo_, pero la principal fuente de energía eran las bombas termales que dominaban el ardiente magma de abajo. Quedó impresionado al ver las masas rojas cuidadas por tiktoks gorgonas (¡qué inadecuado parecía ese nombre para esas máquinas mastodónticas!), pero no descubrió ninguna causa para las interrupciones que ahora recorrían las capas de Trantor como tormentas de caos. ********************************************************************** Le interesaba la política, el juego de tantos segundones. ¿Debía esperar, al enterarse de los problemas de Trantor? No, la necesidad lo llamaba. Tenía que mantenerse. Esto significaba hacer sus deberes, como una vez lo había llamado su amargada madre. Si esa
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pobre infeliz pudiera verlo ahora, haciendo deberes inimaginables en un laberinto inconcebible. Sintió un súbito aguijonazo de nostalgia, dolor, una aguda añoranza por un tiempo y un lugar que sólo era polvo volando en el viento, en algún mundo que estas gentes habían perdido. ¡La Tierra misma, desaparecida! ¿ Cómo podían permitir que sucediera semejante calamidad? Voltaire puso manos a la obra, hirviendo de furia y frustración. Durante toda su vida, mientras escribía sus obras y amasaba una fortuna, siempre se había refugiado en el trabajo. Ejecución subordinada—¡extraña frase!—, ése era su trabajo. En su interior, un agente buscó los programas expertos que comprendían cómo crear su marco externo. Pero él tenía que hacerlo, mientras el sudor empapaba sus prendas, los músculos tensos contra... ¿qué? Él no veía nada. Dividió las tareas. Una parte de él sabía lo que ocurría en verdad, aunque el núcleo Voltaire sólo sentía trabajo manual. Su yo inteligente sentía el proceso en detalle. Birlando tiempo de ejecución en bases de máquina, realizó cómputos clandestinos. El truco sólo podía funcionar hasta la próxima ronda de verificación de programas, cuando su pequeño robo sería detectado y rastreado. Los sabuesos lo olfatearían, trayendo el castigo. Para evitarlo, se desparramó en plataformas N, desperdigadas por Trantor, siendo N un número típicamente superior a diez mil. Cuando las pequeñas astillas del simulacro sintieran la proximidad de un sabueso, huirían de la plataforma en cuestión. Un agente de tareas explicó que esto sucedía a un ritmo inversamente proporcional al espacio de ejecución que habían capturado, aunque esta explicación era totalmente ininteligible para el núcleo del yo. Los fragmentos más pequeños escapaban más deprisa. Por razones de seguridad, dividió toda la simulación, incluido él mismo («y Juana», le recordó un agente, pues ambos estaban conectados por raíces diminutas), en astillas aún más delgadas. Éstas se ejecutaban en miles de plataformas, donde surgiera espacio disponible. Lentamente logró estabilizar su entorno. Podía lograr que la rama de un árbol ondeara en la brisa, articulándose suavemente, gracias a unos gigas de espacio que habían quedado abiertos durante un protocolo de contacto, mientras gigantescos programas de contabilidad operaban en un nivel bancario. Delegó en los microservidores la tarea de reunir su yo entero a partir de la suma de astillas. Se imaginaba como un hombre constituido por una montaña de hormigas. Desde lejos podía ser convincente. De cerca, despertaba dudas. Pero la que dudaba era la montaña de hormigas. Su visceral sentido del yo... ¿también era sólido, sólo un paquete de dígitos? ¿O un mosaico de diez mil reglas ad hoc ejecutándose al mismo tiempo? ¿Alguna de ambas respuestas era mejor que la otra? Estaba dando un paseo. Muy agradable. Había aprendido que esa ciudad consistía sólo en algunas calles y un trasfondo. Mientras recorría una avenida, los detalles comenzaron a difuminarse hasta que no pudo avanzar más. El aire era espeso como melaza y le impedía continuar. Dio media vuelta y miró ese mundo aparentemente común. ¿Cómo se hacía esto? Sus ojos estaban simulados con gran detalle, hasta las células, bastoncillos y conos que respondían de distinto modo ante la luz. Un programa seguía los haces de luz desde su retina hasta el «mundo» externo, líneas que corrían en forma opuesta al mundo real, para calcular lo que él vería. Como el ojo mismo, computaba los detalles finos en el centro de la visión, con 179
retazos más borrosos en el linde. Los objetos que estaban fuera de la visión podían arrojar resplandores o sombras en el campo de visión, así que era preciso conservarlos toscamente en el programa. Cuando él apartaba los ojos, las delicadas gotas de rocío de una exuberante rosa se desmoronaban en un tosco trasfondo opaco. Sabiendo esto, movió la cabeza bruscamente para pillar al programa desprevenido y ver un mundo gris de torpes cuadrados y manchas, pero siempre fallaba. La visión operaba a veintidós marcos por segundo, a lo sumo; la simulación podría rastrearse a sí misma con facilidad en un período temporal tan vasto. —¡Ah, Newton! —gritó Voltaire a las obtusas muchedumbres que recorrían esas frágiles calles—. Tú sabías óptica, pero ahora, con sólo hacerme una pregunta, puedo explorar la luz más profundamente que tú. Newton se presentó en el empedrado, el rostro enjuto sombrío de furia. —Yo trabajé en experimentos, en matemáticas, diferenciales, rastreo de rayos... —¡Y yo tengo todo eso en ejecución subordinada! —rió alegremente Voltaire, abrumado por la presencia de semejante intelecto. Newton hizo una compleja reverencia y desapareció. Voltaire comprendió que no era preciso que sus ojos fueran mejores que los ojos reales. Lo mismo valía para la audición. Los tímpanos simulados respondían a una propagación de ondas calculada. Su yo era implacablemente económico. Newton reapareció (¿un subagente, manifestándose como ayuda visual?). Parecía intrigado. —¿Qué se siente al ser una construcción matemática? —Lo que uno quiera sentir. —No te has ganado estas libertades por merecimiento —dijo Newton, chasqueando la lengua. —En efecto. Lo mismo ocurre con la misericordia del Señor. —Éstas no son deidades. —Para gente como tú y yo, ¿no lo son? Newton lo miró con desdén. —¡Francés, deberías aprender a ser humilde! —Tendré que apelar a una universidad más elevada para eso. Un ceño puritano. —Necesitas un sermón y una zurra. —No me tientes con juegos preliminares, amigo. ********************************************************************** De pronto sintió una oscilación, como si perdiera el equilibrio. La palabra universidad había provocado una turbulencia. Y atraído una Presencia. Llegaba como una cuña negra, una fisura en un espacio estrecho que abría grandes fauces y lo miraba como a una presa. ********************************************************************** Los científicos necesitan instrumental, pero los matemáticos sólo necesitan herramientas para escribir y borradora. Más aún, los filósofos ni siquiera necesitan borradores. La angustia le cerró la garganta. Lo dominó un repentino espanto. 180
Un chasquido, una sacudida, objetos borrosos pasando como si él cayera en un carruaje por un precipicio... Temblaba como un niño, previendo placeres que la espera había vuelto más exquisitos. «Madame la Scientiste! ¡Aquí!” Pensar era tener: la oficina de la mujer se materializó alrededor de él. Había sentido un fugaz apetito por esa criatura racional, que bailaba elegantes gavetas en medio de números abstrusos. Alrededor todo era firme y rico, una sensación intensa. ¿Cómo podía ella, una persona corporal, aparecer en una simulación? Se hizo esta pregunta sólo por un segundo. Aspiró la almizclada esencia de la mujer. Le cogió el cabello con palmas sudorosas, acariciando los brillantes mechones entre dedos ansiosos. —Al fin —le murmuró al cálido oído. Se puso a pensar en cuestiones abstractas, para demorar su propio placer (signo de un caballero) y esperar el de ella... —¡Me desmayo...! —exclamó ella. —Todavía no, por favor. —¿Tanto se apresuraban las científicas? —¿Quieres perderte? —preguntó ella. —Sí, en selectos actos de pasión, pero, pero... —¿Eres de la especie que se arrastra por el lodo y ansia matar, pues? —¿Qué? Madame, ateneos al tema. —¿Y cómo averiguas tú los nombres de las estrellas? —dijo ella con frialdad. Al instante quedó demostrado que no era aconsejable no poseer un yo, pues mientras él temblaba deliciosamente al borde del placer más intenso que pueden conocer los seres sensoriales, un borrón de rápida traducción lo arrebató todo, y perversamente reemplazó el júbilo por el pesar. Las cálidas curvas del cuerpo de Madame se convirtieron en los peldaños de una escalerilla que le mordía la espalda. Las cuerdas que lo sujetaban a la escalerilla le lastimaban los tobillos y las muñecas. Sobre él se erguía un hombre nudoso cuyo esqueleto de pájaro se perdía en los pliegues del tosco manto de un monje. El rostro aguileno se prolongaba en una nariz ganchuda, las largas y curvas uñas semeja- ban garras. Sostenían trozos de madera, y los insertaban en las fosas nasales de Voltaire. Voltaire trató de desviar la cabeza, pero estaba sujeta en un abrazo de hierro. Trató de hablar, de sugerir al inquisidor métodos más racionales de interrogación, pero su boca, abierta por un anillo de hierro, sólo pudo gorgotear. El paño que le tapaba la boca le hizo comprender la gravedad de su trance. No sólo tenía maderas en la nariz. Voltaire sin palabras era como Sansón sin cabello, Alejandro sin espada, Platón sin Ideas, don Quijote sin fantasía, don Juán sin mujeres... o fray Tomás de Torquemada sin herejes, sin apóstatas, sin incrédulos como Voltaire. Pues ése era Torquemada. Y Voltaire estaba en el infierno.
7 Cuando las paredes de su cámara comenzaron a derretirse y derrumbarse, Juana de Arco supo que debía actuar.
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El irritante Voltaire le había ordenado que se quedara allí, y tenía el aún más irritante hábito de tener razón. Pero eso... Vapores sulfurosos le penetraron por la nariz. ¡Demonios! Trepaban por las rajaduras de las ondulantes paredes. La luz anaranjada que ardía detrás de ellos iluminaba rasgos aquilinos y repugnantes. Juana movió su afilado acero. Cayeron. El sudor le perló la frente y ella continuó avanzando. —¡Pereced, demonios! —exclamó con fervor. La acción era como un trozo de cielo después de tantas demoras. Rompió el encierro de ese espacio sofocante. Más demonios, bañados en color naranja. Saltó encima de ellos y cayó en un espacio de puntos, coordenadas estirándose hacia una perspectiva menguante, hacia un final invisible. Corrió. La seguían criaturas pequeñas y chillonas de cabeza deforme y ojos insidiosos. Mientras avanzaba con armadura completa, sintió que se extendía, absorbiendo nutrientes directamente del aire. Sin duda era una ayuda del Señor. Esa idea la alentó. Seres extraños se abalanzaron sobre ella. Los apartó a estocadas. Su espada, su Verdad. La miró intensamente y esa intensidad la sumergió en la arquitectura del mango reluciente. Aquello que la defendía era una multitud de pequeñas instrucciones. Redujo la velocidad, aturdida. Armadura, sudor, espada. Todas eran... metáforas, le aclaró su mente. Símbolos de programas subyacentes, algoritmos dando batalla. No eran reales. Pero en cierto modo eran más que reales, pues eran lo que constituía su propio yo. Ella misma. Su identidad. Llovían datos sobre ella. Un extraño Purgatorio, pues. Aunque su batalla fuera alegórica, eso no significaba que fuera impalpable y falsa. Una mano divina forjaba eso, así que estaba bien. Siguió avanzando con determinación. Estas criaturas eran simulaciones, parábolas de la verdad. Muy bien, podía habérselas con ellas. No podía hacer otra cosa. Algunos simulacros se presentaban como cosas. Autocarruajes parlantes, edificios azules y danzarines, sillas y mesas de roble copulando toscamente como animales de establo. A la izquierda el vasto cuenco del cielo se abrió en una sonrisa demente. Eso era inofensivo; las bocas de aire no podían devorarla, aunque ésa gritaba provocaciones resonantes. Incluso había reglas de decoro, juzgó. Dulces melodías aparecían como nubes vibrantes y ondulantes. Un jubiloso cielo azul se llenó de cordeles que aleteaban como bandadas de pájaros, aunque eran de sólo una línea de anchura. Recibió martillazos de sol y granizo. Ese mundo local saltaba de un estado meteorológico a otro mientras campanillas y trompetas sonaban en un coro acústicamente perfecto. No era preciso que los simulacros fueran simiescos. Esa palabra surgió en su mente como en una visión divina. Lo simiesco era humano, en cierto sentido. Con ese rápido silogismo descendió sobre ella, extendiendo anchas alas correosas, un inmenso cuerpo de Ideación —evolución entrelazada con índice de aptitud mientras se clavaba como una navaja en origen de las especies—, y ella huyó de ese enorme pájaro de afilado pico. Ahora su mente corría a la par de su cuerpo. Movía las piernas. Sonaban voces. No las de sus santos, sino exigencias insidiosas y demoníacas.
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Sintió objetos crujiendo bajo sus botas. Plata. Joyas. Los trituraba al pisarlos. Estaban incrustados en ese extraño suelo de puntos y líneas, una cuadrícula que se extendía hasta la perdida infinitud del Creador. Se agachó para recoger algunos. Tesoros. Cogió un cáliz de plata que se disolvió fusionándose con ella. Era como una inyección de azúcar. Sintió más vigor en los flancos y los hombros. Corrió de nuevo, cogiendo las finas joyas, los labrados cuencos y estatuillas. Cada una la enriquecía de algún modo. Se alzaron paredes de piedra para cerrarle el paso. Se estrelló contra esas barreras, sabiendo en un acto de fe que eran falsas. Encontraría a Voltaire, sí. Sabía que él corría peligro. Llovieron ranas del cielo, como goterones. Un presagio, la amenaza de un poder demoníaco. Las ignoró y siguió avanzando hacia el geométrico horizonte, cada vez más alejado. Ese loco Purgatorio significaba algo, y juntos lo averiguarían. ¡Por todos los cielos!
8 Era como un sueño. ¿Pero cuándo había temido, en un sueño, la muerte del despertar? Se sentía débil, extenuado. Torquemada había torturado a Voltaire al extremo de hacerle confesar cada pecado, delito, infracción y traspié, y ya había comenzado a confesar sus meras insidias en reseñas escritas. Entonces Torquemada se había desvanecido. Abandonándolo allí, en ese vacío absoluto. —Supongamos que estuvieras perdido en un espacio desconocido —se dijo—, y sólo pudieras discernir cuan cerca están unos puntos de otros. ¿Qué podrías aprender? En secreto siempre había querido ser Sócrates en el agora, haciendo preguntas reveladoras, extrayendo a jóvenes reacios una Verdal que colgaría luminosa en el sereno aire ateniense, visible para todos. Pero esto no era el agora. No era nada, sólo un espacio gris. Si embargo, nadaban Números detrás de esa nada opaca. ¿Un ámbito platónico? Siempre había sospechado que existía semejante lugar. Una voz respondió en francés: —Eso sólo, señor mío, sería suficiente para deducir mucho acerca del espacio y su contenido. —Muy tranquilizador —dijo Voltaire. Reconoció el vibrante acento parisino. Desde luego, estaba hablando consigo mismo. Con su yo. —En efecto. De inmediato, señor mío, sabrías si estás en dos, tres o más dimensiones, a partir de las transformaciones de coordenadas irreductibles. —¿Cuántas hay aquí, pues? —Espacialmente, tres. —Qué decepción. Ya conozco eso. —Podrías experimentar con dos ejes temporales separables. —Ya tengo un pasado. Anhelo un presente. —Comprendido. Esto no te fatigará después de tu tortura, ¿ verdad ? 183
Voltaire suspiró. Hasta eso le costaba esfuerzo. —Adelante. —Estudiando el campo de datos de cercanía de puntos, podrías detectar paredes, fosos, pasajes. Usando sólo datos locales sobre cercanía. —Entiendo. Newton siempre hacía bromas sobre los matemáticos franceses. Ahora tendré la dicha de refutarlo, construyendo un mundo a partir del puro cálculo. —¡Por cierto! Mucho más impresionante que describir la trayectoria elíptica de los planetas. ¿Comenzamos? —Adelante, mi yo. Al cobrar forma, su morada no era más que una copia tranquilizadora. Se añadían detalles a medida que lo permitía el tiempo de proceso; Voltaire lo comprendía sin pensar en ello, tal como si respirara. Para poner a prueba sus límites, se concentró en una idea: clases y propiedades. ¿Cuál era más fundamental? Esto consumió recursos informáticos. Los ladrillos de una pared se borronearon, se descolocaron. La habitación se diluyó en planos estériles y abstractos: grises y negros, rectángulos en vez de paredes y muebles. —Trasfondo, más trasfondo —murmuró. ¿Y qué había de él? ¿Su yo? Su aliento era un soplido espasmódico. Faltaban códigos intrincados y fluidos, dedujo, que calcularan patrones exactos. La sola aparición de inhalación-exhalación fue suficiente para apaciguar su sistema seudonervioso, hacerle creer que estaba respirando. De hecho, algo lo estaba respirando a él. ¿Pero qué era ese algo? Una vez que dominó la situación, pudo rellenarse. Su cuello esquelético se engrosó. Sus manos se ensancharon crujiendo, se poblaron músculos. Echando una ojeada a su casa, estableció su dominio, una región donde podía procesar cualquier detalle a voluntad. Aquí era con un dios. —Aunque sin ángeles... hasta ahora. Salió y estaba en su jardín. La hierba que había creado estaba totalmente quieta. Los miles de briznas se movían desmañadamente cuando las pisaba. A pesar de su color esmeralda, parecían el resultado de un invierno repentino crujiendo bajo sus pies. El jardín se entreabrió y Voltaire caminó hacia una playa dorada su ropa flameando al viento. Cuando nadó en el salado océano, las olas eran muy precisas hasta que se estrellaban en la rompiente. Entonces la mecánica de fluidos se volvía demasiado compleja para los recursos disponibles. Las olas se borroneaban. Aún podía nada y flotar, pero el agua era una bruma murmurante. Sin embargo, era salada. Se habituó a la pérdida ocasional de detalles. Era como si la edad le redujera la visión. Se elevó en el aire, bajó esquiando por cuestas imposibles, experimentando la emoción visceral de arriesgar la vida, sintiendo el miedo en cada tendón, sin sufrir jamás un rasguño. Ser sólo un patrón de electrones tenía sus ventajas. Su «gestor entorno» lo entretuvo enormemente... por un rato. Regresó a su casa de campo. ¿No era eso lo que había respondido cuando le preguntaron cómo cambiar el mundo? «Cultivad vuestro jardín.» ¿Qué significaba eso ahora? Caminó hacia el geiser de agua que había fuera de su estudio. Había amado el exquisito juego del agua, pero sólo duraba unos minuto antes de agotar el depósito que estaba cuesta arriba. 184
Ahora los chorros eran eternos. Sintió, sin embargo, que palidecía con el esfuerzo. Era costoso simular el agua, pues se requerían calculos hidrodinámicos de flujo no laminar para infundir realidad a las gotas y salpicaduras. Se le deslizaba sobre las manos y las exquisitas huellas dactilares con convincente gracia líquida. Un leve salto, un cambio. Su mano, todavía bajo el agua, ya no sentía esa fresca caricia. Las gotas la atravesaban en vez de resbalar bre ella. Ahora miraba la fuente en vez de interactuar con ella. Para salvar recursos informáticos, sin duda. La realidad era algorítimica. —Desde luego —murmuró su yo—, es posible eliminar las convulsiones molestas. —El flujo del agua se uniformizó, se volvió más real. Un programa personalizador había editado ese pequeño drama cerrado. —Mera —murmuró, aunque los portales digitales no reconocían la ironía. Pero faltaban partes de sí mismo. No sabía cuáles, pero detectaba... huecos. Echó a volar. Impuso mayor lentitud a su yo para que sus detectores lo condujeran a nuevos corredores de cómputos en el Retículo de Trantor. Ni pensar en Marq y Artificios Asociados. Sin duda sería más difícil robarles a ellos. Llegó a la oficina de ese Seldon, el lugar donde antes había residido su yo. Uno podía copiar un yo sin saber lo que era. Grabarlo como un pasaje musical; la máquina que lo hacía no tenía por qué saber nada sobre armonía y estructura. «Encuentra», ordenó. —¿El original básico? —le respondieron. —Sí. Mi verdadero yo. —Tú/yo hemos recorrido una larga distancia desde entonces. —Complace mi nostalgia. Volt. 1.0, como lo denominaba un directorio, estaba durmiendo. Salvado —aunque no en el sentido cristiano— y aguardando una resurrección digital. «¿Y él? Algo lo había salvado a él.» ¿Qué? ¿Quién? Voltaire se llevó a Volt 1.0. Que Seldon quedara intrigado por la intrusión; un milisegundo después estaba en el otro confín de Trantor, borrando sus huellas. Quería salvar a Volt 1.0. En cualquier momento el matemático Seldon podía eliminarlo. Mientras Voltaire observaba desde fuera como un ángel digital, Volt 1.0 bailaba su eufórica gavota. —Mmm, existe cierta semejanza. —Copiaré y pegaré para rellenar tus lagunas. —¿Puedo tener alguna anestesia interesante? —Pensaba en coñac, pero una tentadora lista de nombres desfiló ante él—. ¿Morfina? ¿Ri-gotin? ¿Un euferizante moderado, al menos? —Esto no dolerá —fue la severa respuesta. —Eso dijeron los críticos de mis obras. Sintió un desgarrón en las entrañas. No, no dolía, pero provocaba retortijones. Sintió (una emoción, más que un aprendizaje) que le instalaban recuerdos, granos sinápticos y capas químicas sosteniéndose contra las toscas y aleatorias abrasiones de la electroquímica cerebral. Claves para cambios de ánimo e invocaciones de memoria se colocaron en su sitio. El lugar y el tiempo podían cobrar realidad cuando él quisiera. Química de la conveniencia. Pero no podía recordar el cielo nocturno. 185
Estaba borrado. Quedaban nombres —Orion, Sagitario, Andrómeda—, pero no los astros mismos. ¿Qué había dicho esa odiosa voz sobre los nombres? Alguien había borrado ese conocimiento. Se podía usar para rastrear un camino hasta la Tierra. ¿Quién querría bloquear eso? Ninguna respuesta. Nim. Recogió un recuerdo sepultado. Nim había trabajado en Voltaire cuando Marq estaba ausente. ¿Y para quién trabajaba Nim? ¿El enigmático Hari Seldon? Sospechaba que Nim estaba contratado por otro agente. Pero allí trastabillaban sus conocimientos. ¿Qué otras fuerzas operaban más allá de su visión? Intuía la presencia de una vasta vitalidad. «Cuidado.» Salió al trote del hospital, devorando el suelo con las piernas. Raudo y libre, atravesó un campo digital de gracia euclidiana bajo un cielo desnudo y negro. Aquí acechaban criaturas flexibles, realmente excéntricas. No optaban por representarse como visiones semejantes a formas vivas. Tampoco se presentaban como ideales platónicos, esferas ni cubos de cognición. Esos sólidos giraban, algunos apoyados sobre sus vértices. Esqueléticos árboles triangulares cantaban en el viento. El menor roce con una presurosa bruma azul arrancaba chisporroteos amarillos. Se paseó entre esas formas y disfrutó de sus ensimismadas contorsiones. —¿El Jardín de los Solipsistas? —preguntó—. ¿Es allí donde estoy? Lo ignoraron, salvo por una elipsoide roja que se convirtió en una dentadura risueña y floreció en un ojo verde y fosforescente que parpadeaba mientras los dientes daban dentelladas. Voltaire detectó en estas esculturas móviles una dureza, una irradiación del núcleo de identidad que había dentro de ellas. De algún modo cada yo se había vuelto cerrado, controlado, excluyendo todo lo demás. ¿Qué le daba su propia sensación de identidad? ¿Su sentido de control, de determinación de sus actos futuros? No obstante, podía ver dentro de sí mismo, observar el funcionamiento de agentes y programas profundos. —¡Asombroso! —exclamó. Como no había en su cabeza ninguna persona que le hiciera hacer lo que él quería (ni siquiera una autoridad que le hiciera querer lo que quería), elaboró una Historia del Yo, según la cual, él estaba dentro de sí mismo. Juana de Arco se reintegró junto a él en su reluciente armadura. —Esa chispa es tu alma —dijo. Voltaire la miró con ojos desorbitados, la besó con fervor. —¿Tú me salvaste? ¿Sí? ¡Fuiste tú! —Lo hice, usando los poderes de que disponía. Los tomé de los espíritus divinos que abundan en estos extraños campos. Voltaire miró dentro de sí mismo y vio dos agentes enzarzados en una batalla. Uno deseaba abrazarla, superar el conflicto entre su ardor sensual y el motor analítico de su mente. El otro, siempre filosófico, ansiaba enfrentarse con la Fe de Juana en otra gresca con la ágil Razón. ¿Y por qué no podía tener ambas cosas? Siendo mortal y corporal, él había enfrentado a diario esas opciones. Sobre todo con las mujeres. 186
«A fin de cuentas —pensó—, ésta será la primera vez.» Sentía que cada agente comenzaba a cosechar sus propios recursos informáticos, como una inyección de azúcar en la sangre después de beber un vino dulce. En la misma fracción de segundo dividió a Juana, haciéndola operar en dos pistas. Ambas funcionaban plenamente, pero a velocidad mínima. ¡Podía vivir dos vidas! El plano se dividió. Ellos se dividieron. El tiempo se dividió. ********************************************************************* Estaba sin peluca, andrajoso, la casaca manchada de sangre, los pantalones de terciopelo empapados. —Perdón, chére madame, por presentarme en este estado de desaliño. No deseaba faltarle al respeto. —Miró en torno, se relamió nerviosamente los labios—. Soy torpe. Las máquinas nunca fueron mi fuerte. Juana se sintió conmovida por el contraste entre su apariencia y su cortesía. La compasión, pensó, es importantísima en este Purgatorio, ¿pues quién sabe cuál será escogido? Estaba segura de que le iría mejor que a ese hombre exasperante pero atractivo. Pero incluso él podía salvarse. A diferencia de los objetos que la rodeaban en esa planicie, él era francés. —Mi amor por el placer y el placer de amane no pueden compensar lo que he soportado en la cámara de la verdad, en el potro de mi dolor. Voltaire hizo una pausa, se enjugó los ojos con un mugriento paño de lino. Juana curvó los labios con disgusto. ¿Dónde estaba ese bello pañuelo de encaje? En ocasiones, el buen gusto de Voltaire compensaba sus opiniones. —Mil pequeñas muertes en vida anticipan la disolución final de todo, incluso de identidades exquisitas como la mía. —Voltaire irguió la cabeza—. Y como la (tuya, por cierto. «Las llamas», pensó ella. Pero ahora las imágenes no la perturbaban profundamente. En cambio, su visión interior permanecía serena. Su «autoprogramación» —que ella veía como una suerte de plegaria— había obrado maravillas. —No puedo sucumbir al dominio de los sentidos, Monsieur. —Debemos decidir. No puedo encontrar espacios para una... «ejecución subordinada» de la fi losofía y la sensualidad al mismo tiempo. No puedo replegarme en el solipsismo de estos seres.—Señaló las criaturas del plano euclidiano—. También tú deberás de- cidir si el sabor de una uva te importa más que reunirte conmigo en este... este... —Pobre Monsieur —le dijo Juana. —En este mundo estéril pero atemporal —concluyó Voltaire, e hizo una pausa efectista—. Yo no me reuniré contigo en el tuyo. Rompió a llorar con un gran sollozo. ********************************************************************** La gratitud de Voltaire no le impidió enredarse en una discusión sobre opciones, sobre todo porque contaba con nuevas pruebas. —¿Crees en esa esencia inefable, el alma? —¿Acaso tú no? —preguntó ella, sonriendo piadosamente. —¿Entonces estas geometrías torturadas poseen alma? —Voltaire señaló airosamente las figuras ensimismadas. 187
Ella frunció el ceño. —Por fuerza. —Entonces han de ser capaces de aprender, ¿verdad? De lo contrario, las almas pueden vivir por una eternidad y sin embargo no usar ese tiempo para aprender, para cambiar. Ella se puso tiesa. —Yo no... —Lo que no puede cambiar no puede crecer. Semejante destino de estasis no se diferencia de la muerte. —No, la muerte conduce al cielo o al infierno. —¿Qué peor infierno que terminar en una permanencia incapaz de toda alteración, y por tanto desprovista de intelecto? —¡Sofista! Acabo de salvarte la vida y me acosas con... —Mira estos yoes fabricados —interrumpió él, pateando un romboide. El impacto de su pequeño zapato creó una mancha parda que pronto se disolvió en el cascarón azul—. El valor de un yo humano no reside en un núcleo pequeño y precioso, sino en la vasta corteza. —Debe haber un centro —insistió Juana. —No, estamos desperdigados, ¿no lo ves? La ficción del alma es un mal cuento destinado a hacernos creer que somos incapaces de mejorarnos. Pateó una pirámide que giraba sobre su vértice, la cual cayó y procuró levantarse. Juana se arrodilló y enderezó a la agradecida figura. —¡Sé amable! —protestó. —¿Con esta criatura ensimismada? ¡Qué locura! Éstos son seres derrotados, amor mío. Por dentro, deben de estar confortablemente seguros de lo que harán, de cada posible acontecimiento futuro. ¡Mi puntapié fue una liberación! Ella tocó la pirámide, que ahora rotaba dolorosamente con un gemido agudo. —¿De veras? ¿Quién querría predecir así? Voltaire parpadeó. —Ese tío... Hari Seldon. Es por causa de él que estamos realizando estas expediciones cerebrales. Todo esto es para ayudarle a comprender... Qué raro, las asociaciones que uno hace.
9 Salió del simespacio, se alejó de Voltaire, confundida. Había experimentado dos conversaciones al mismo tiempo. La suya y la de Voltaire, las dos identidades ejecutándose simultáneamente. En torno de ella, el espacio se encogía, se expandía, distorsionaba su contenido en formas extravagantes antes de configurar objetos concretos. Esa esquina parecía familiar. Aun así, las blancas mesas de plastiforme, las sillas y los camareros tiktok que atendían a sus clientes, eso había desaparecido. El elegante toldo aún colgaba sobre la acera, con el nombre que el camarero, Garçon 213-ADM, le había enseñado a leer, «Aux Deux Magots».
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Voltaire golpeaba la puerta cuando Juana se materializó a su lado —Llegas tarde —dijo él—. He logrado maravillas en el tiempo que tardaste en llegar aquí. —Dejó de golpear la puerta de la posada para cogerle la barbilla y mirarle el semblante—. ¿Te encuentras bien? —Creo que sí. —Juana se ajustó la cota de malla—. Por poco me pierdes. —Mi experimento con la división me enseñó mucho. —Me agradó. Es como estar en el cielo, en cierto modo. —Yo diría que se parece más a experimentarse mutuamente de manera profunda. Descubrí que si podíamos dominar nuestros sistemas de placer, podíamos reproducir el placer del éxito, todo sin la necesidad de un logro real. —¿El cielo, pues? —No, todo lo contrario. Eso sería el final de todo. —Voltaire ajustó la cintilla de la garganta con movimientos bruscos y resueltos, —La fe te habría revelado eso mismo. —Vaya, es verdad. —¿Has decidido realizar tu «ejecución subordinada» sólo para ti —preguntó ella tímidamente, aunque orgullosa de haberle extraído una concesión a la virtud. —Por el momento. Nos estoy ejecutando a ambos sólo con cuerpos rudimentarios. Pero no lo notarás, pues tendrás una opinión muy... elevada en ciertas cuestiones. —Qué alivio. La reputación es como la castidad. —¿Tendría razón la casta santa Catalina? ¿Voltaire había arruinado la reputación de ella?— Una vez perdida, no puede recobrarse. —¡Gracias al cielo! No te imaginas cuan tedioso es hacerle el amor a una virgen. —Y Voltaire se apresuró a añadir, al ver su mirada reprobatoria—: Conozco una sola excepción a esa regla. —Y se inclinó en una reverencia. —El café parece estar cerrado —dijo Juana. —Pamplinas. Los cafés de París no cierran nunca. Son excusados públicos. —Siguió golpeando la puerta. —¿Excusados? ¿Salas reservadas? —Lugares donde la gente alivia sus necesidades. Juana se sonrojó, imaginando una hilera de fosos en el suelo. —¿Pero por qué los llamas «excusados»? —Mientras el hombre sienta vergüenza de sus funciones naturales, usará cualquier nombre menos el verdadero. La gente teme su yo oculto, teme que se exteriorice. —Pero ahora yo puedo verme totalmente a mí misma. —Es verdad. Pero en las personas reales, tales como éramos nosotros, hay subprogramas que otros no pueden ver y que se ejecutan simultáneamente bajo los pensamientos de superficie. Como tus voces. Juana se irritó. —¡Mis voces son divinas! ¡Música de arcángeles y santos! —Tú pareces tener acceso ocasional a tus subprogramas. Muchas personas reales, es decir, corpóreas, no lo tienen. Sobre todo si los subprogramas son inaceptables. —¿Inaceptables? ¿Para quién? —Para nosotros. Mejor dicho, para nuestro programa dominante, aquel con el que más nos identificamos y el cual presentamos ante el mundo. —Ah... —Las cosas iban demasiado deprisa para Juana. ¿Esto significaba que necesitaba más «acceso temporal»? Un enorme guardia tiktok abrió la puerta. —¿Aux Deux Magots? —gruñó ante la pregunta de Voltaire—. Quebró hace años. Juana echó una ojeada al interior con la esperanza de ver a Gargón. —Están en camino —dijo Voltaire. Para sorpresa de Juana, Voltaire estornudó. Nadie se resfriaba en esos abstrusos espacios. De modo que él había conservado algún fragmentó de su cuerpo. Pero qué raro fragmento para conservar. 189
—Mi edición es imperfecta —explicó él tímidamente—. No omito los estornudos, pero no puedo tener una erección. j Voltaire redujo la velocidad de ambos y el tiempo externo (fuera lo que fuese) se aceleró. De pronto Juana se encontró frente a un tiktok —¡Gargón 213-ADM! —exclamó, abrazándolo. —A votre service, Madame. ¿Puedo recomendar la comida nubosa? —El tiktok se besó los veinte dedos al mismo tiempo. Juana miró a Voltaire, demasiado conmovida para hablar. —Mera—tartamudeó al fin—. A Voltaire, al Príncipe de la Luz y al Creador, de Quien provienen todas las bendiciones. —El mérito es totalmente mío —dijo Voltaire—. Nunca he compartido un artículo, ni siquiera con deidades. —¿Esa cosa... ese Ello que casi me borró? —preguntó ella nerviosamente. Él frunció el ceño. —He sentido esa aparición, o mejor dicho, su falta de aparición, aunque manifestara una presencia. Me temo que todavía nos ronda. —¿Serán los programas lobunos que buscan a los usuarios delictivos de volumen informático? —preguntó Garçon. Voltaire enarcó las cejas. —Te has vuelto más culto, Garçon. He eliminado a esos sabuesos. No, este Ello es otra cosa. —¡Debemos derrotarlo! —Juana volvió a sentirse una guerrera. —Sin duda. Quizá necesitemos a tus ángeles, primor. Y debemos pensar dónde estamos realmente. Con un ademán eliminó el techo, revelando el cuenco de un vasto cielo cuyas luminarias no eran las que ella había conocido. Aunque en realidad, por mucho que lo intentara, no podía recordar constelaciones específicas. Allí el cielo estaba tan constelado de estrellas que lastimaba los ojos. Voltaire dijo que era porque estaban cerca del centro de un territorio llamado «galaxia» y a las estrellas les gustaba morar allí. Juana se quedó sin aliento ante ese espectáculo. ¿Qué podían hacer ellos en tamaño escenario?
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CONTACTO —Si nos quedamos en nuestro apartamento y no salimos de la Universidad de Streeling... —No —replicó severamente R. Daneel Olivaw—. La situación es demasiado grave. —¿Dónde, entonces? —Fuera de Trantor. —No estoy tan familiarizada con otros mundos. Olivaw desechó ese comentario. —Tengo en cuenta una observación de tu último informe. Hari está interesado en los impulsos humanos fundamentales. Dors frunció el ceño. —Sí, Hari repite que todavía faltan elementos. —Bien. Hay un mundo donde él puede explorar esos impulsos. Tal vez encuentre componentes valiosos para las ecuaciones de su modelo. —¿Un planeta primitivo? Eso sería peligroso. —Es un lugar muy poco poblado, con menos amenazas. —¿Has estado allí? —He estado en todas partes. Dors comprendió que eso no podía ser literalmente cierto. Un rápido cálculo demostraba que ni siquiera R. Daneel Olivaw habría podido visitar varios miles de mundos en cada año de su vida. Su presencia había durado mucho más que los doce mil años transcurridos desde la fundación de la dinastía Kambal en Trantor. Más aún, Dors había oído decir —aunque esto era difícil de creer— que él provenía de las eras iniciales del vuelo interestelar, más de veinte mil años atrás. —¿Por qué no vamos ambos con él...? —Yo debo permanecer aquí. Los simulacros aún residen en el Retículo de Trantor. Al conectarse el MacroRetículo, se multiplicaría por toda la galaxia. —¿De veras? —Dors se concentraba en Hari, y los simulacros habían parecido un tema lateral. —Yo los edité hace muchos milenios, para excluir conocimientos que consideraba perjudiciales para los humanos. Pero debería revisa esa edición. —¿A qué te refieres? ¿A excluir datos tales como, por ejemplo, la posición de la Tierra? —Ellos conocen datos menores, tales como los eclipses lunares de la Tierra, su estrella... una información asombrosamente precisa. Podrían afinar la búsqueda. —Entiendo. —A Dors nunca le habían dicho eso, y ese conocimiento despertaba extrañas emociones. —He debido realizar muchas revisiones antes. Por suerte, los recuerdos de los individuos humanos mueren con ellos. No ocurre mismo con los simulacros. Ella detectó una pena oscura y melancólica en esas palabras. Más aún, tuvo un atisbo del modo en que él encaraba los acontecimientos; según la perspectiva de trabajos y sacrificios que abarcaban decenas de milenios. Ella era relativamente joven, con menos de dos siglos, pero comprendía que los robots tenían que ser inmortales.
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Ese requerimiento nacía de que debían permanecer siempre alerta por la humanidad. Los humanos lograban su continuidad cultural legando a la generación siguiente los elementos esenciales que los unían. Pero no se podía permitir que los robots se reprodujeran regularmente, aunque pudieran imitar los órganos básicos de la humanidad. Los robots conocían la teoría darwiniana. Reproducirse significaba evolucionar. Todo método de reproducción implicaba errores inevitables. La mayoría de los errores provoca rían muerte o alguna subnormalidad, pero algunos alterarían sutilmente la próxima generación de robots. Algunas alteraciones serían inaceptables desde la perspectiva de las Cuatro Leyes. El principio de selección más obvio, que operaba en todos los organismos autorreproductivos, defendía el interés de la especie. La evolución recompensaba los esfuerzos que promovían ese interés. Favorecer al individuo era la fuerza central para seleccionar sobrevivientes. Pero los intereses personales de un robot podían chocar con las Cuatro Leyes. Inevitablemente surgiría un robot que —a pesar de las apariencias, a pesar de las interpretaciones complejas— se favorecería a sí mismo por encima de la humanidad. Semejante robot no se interpondría entre un humano y un vehículo que estuviera por arrollarlo. Ni entre la humanidad y las amenazas que acechaban en la noche galáctica... En consecuencia, R. Daneel Olivaw, de diseño original, tenía que ser inmortal. Sólo se podían fabricar robots específicos como Dors. La variación organiforme había llegado tras muchos siglos de investigación secreta. Estaba destinada a cumplir una tarea inusitada, la formación de un capullo físico y emocional en torno de Hari Seldon. —¿Deseas borrar todos los simulacros, en todas partes? —Idealmente, sí. Podrían producir nuevos robots, liberar antiguos conocimientos. Incluso podrían descubrir... —¿Por qué te interrumpes? —No es preciso que conozcas ciertos datos históricos. —Pero soy historiadora. —Estás más cerca de lo humano que yo. Créeme, es mejor que ciertos conocimientos queden en manos de criaturas como yo. Las Tres Leyes, y la Ley Zero, tienen implicaciones profundas que los Originadores no podían sospechar. Bajo la Ley Cero, los robots hemos tenido que realizar ciertos actos... —Se contuvo, sacudió la cabeza. —Muy bien —dijo Dors a regañadientes, estudiando en vano el rostro impasible de Olivaw—. Lo acepto. Y acompañaré a Hari a ese lugar. —Necesitarás asistencia técnica. R. Daneel se quitó la camisa, revelando una piel humana total mente convincente. Apoyó dos rígidos dedos debajo de una tetilla y apretó una lámina. Su pecho se abrió longitudinalmente cinco centímetros. Extrajo un cilindro negro del tamaño de su meñique. —En el costado hay instrucciones codificadas para lectura óptica. —¿Tecnología avanzada para un mundo atrasado? Él se permitió una sonrisa. —No habrá peligro, pero conviene tomar ciertas precauciones. Siempre. No te preocupes en exceso. Dudo que aun el astuto Lamurk pueda colocar rápidamente agentes en Panucopia.
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QUINTA PARTE PANUCOPIA
BIOGÉNESIS, HISTORIA DE LA — ... era natural, pues, que la biólogos usaran planetas enteros como reservas experimentales, verificando en gran escala las ideas centrales sobre la evolución humana. origen de la humanidad permanecía a oscuras, y se desconocía el planeta original («Tierra»), aunque había miles de candidatos. Algunos primates de los zoológicos galácticos estaban claramente emparentados con la discusión. A principios del Período Postmedio, mundos enteros se consagraron a la exploración de estas especies aparentemente primordiales. Uno de estos mundos realizó notables progresos en lo concerniente a nuestra relación con los pans, aunque sólo se obtuvieron conclusiones provisorias; muchos de los millones de años que nos sepa roban aun de parientes cercanos como los pans permanecían en la sombra. Durante la decadencia de la ciencia imperial, estos experimentos se convinieron en esparcimiento para la nobleza y los meritócratas, en esfuerzos desesperados para mantener la autofinanciación mientras se agotaban los subsidios imperiales... ENCICLOPEDIA GALÁCTICA
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Hari no se distendió del todo hasta que estuvieron sentados en una veranda de la Estación de Excursiones, a seis mil años luz de Trantor. Dors miró cautelosamente el paisaje. —¿Aquí estamos a salvo de los animales? —Supongo que sí. Estas murallas son altas y hay perros guardianes. Electrodogos, creo. —Bien. —Ella sonrió, dando a entender que revelaría un secreto—. Creo que he borrado nuestras huellas, por usar una metáfora animal. Hice desaparecer los registros de nuestra partida. —Todavía creo que exageras. —¿Que exagero? ¿Con un intento de homicidio? —Ella se mordió el labio sin ocultar su irritación. Hacía tiempo que habían resuelto esa discusión, pero por algún motivo él aún se oponía a que Dors lo protegiera tanto. —Sólo acepté irme de Trantor para estudiar a los pans. Hari vio la expresión de Dors y supo que ella intentaría disipar la tensión. —Oh, eso sería útil. Y mejor aún sería que te divirtieras. Necesitas un descanso. —Al menos no tendré que habérmelas con Lamurk. Cleon había instituido lo que él denominaba «medidas tradicionales» para rastrear a los conspiradores. Algunos ya se habían fugado a los confines de la galaxia. Otros se habían suicidado... aparentemente.
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Lamurk actuaba con discreción, fingiendo consternación ante «este ataque contra la textura misma de nuestro Imperio». Pero Lamurk aún conservaba suficientes votos en el Consejo Alto como para bloquear el intento de Cleon de nombrar a Hari primer ministro, así que el atasco continuaba. Hari estaba desconcertado. —Trantor es peligroso —continuó Dors de buen humor, ignorando su huraño silencio—. Mi principal consideración fue que morirías si te quedabas allá. Hari dejó de mirar el asombroso paisaje. —¿Crees que la facción de Lamurk insistiría? —Creo que podría insistir, y creo que eso basta para tomar precauciones. —Entiendo. —No entendía, pero había aprendido a confiar en el juicio de Dors en asuntos mundanos. Por otra parte, necesitaba vacaciones. Estar en un mundo viviente y natural... Durante sus años de sepultura en Trantor se había olvidado de la vividez de las cosas. Los verdes y amarillos se destacaban después de décadas de tramas de acero, aire reciclado y brillo de cristal. Allí no había aeronaves en el profundo cielo, sólo el aleteo de los pájaros. Los riscos y peñascos parecían modelados apresuradamente con una espátula. Más allá de las murallas de la estación se veía un solo árbol, azotado por un viento furibundo. Su copa al fin echó a volar en un vendaval, sobrevolando llanos sombríos como un pájaro despedazado. Distantes y erosionadas mesetas presentaban estrías amarillas en sus flancos, que al encontrarse con el bosque adoptaban un color anaranjado que evocaba la herrumbre. Más allá del valle, donde patrullaban los pans, se extendía un dosel crepuscular oculto bajo nubes grises y azotado por los vientos. Caía una llovizna fría, y Hari se preguntó qué se sentiría al cubrirse como un animal bajo esas láminas de humedad, sin esperanza de refugio ni calor. Tal vez la absoluta previsibilidad de Trantor fuera mejor, pero tenía sus dudas. Señaló el bosque distante. —¿Iremos allá? Le gustaba ese lugar fresco, aunque el bosque era ominoso. Hacía largo tiempo que él había trabajado con sus manos, junto a su padre, en Helicón. Vivir al aire libre... —No empieces a juzgar. —Sólo me estoy anticipando. Ella sonrió. —Siempre tienes un polisílabo para designarlo, diga lo que yo diga. —Las sendas parecen un poco... turísticas. —Desde luego. Somos turistas. El terreno se elevaba en picos filosos como hojalata cortada. En la espesura, la niebla se partía sobre rocas lisas y grises. Aun allí, en lo alto de un imponente risco, la Estación de Excursiones estaba bordeada por árboles pegajosos de corteza gruesa que se erguían sobre profundos ventisqueros de hojas muertas. Con troncos podridos semienterrados en las húmedas capas, el aire era tan denso que se tenía la sensación de respirar opio húmedo. Dors terminó su trago y se levantó. —Vamos a conversar con la gente. Él la siguió dócilmente y supo de inmediato que era un error. La mayoría de los que habían asistido a la fiesta estaban vestidos con trajes de safari. Eran gentes rubicundas y 195
entusiastas, aunque quizá fuera efecto de los estimulantes. Hari prefirió abstenerse, pues no le gustaba esa exacerbación descontrolada de los sentidos. Aun así, sonrió y trató de entablar charla menuda. La charla no sólo era menuda, sino microscópica. ¿De dónde es usted? Ah, Trantor. ¿Cómo es? Nosotros somos de (un planeta cualquiera). ¿Nunca lo oyó nombrar? Claro que no. Veinticinco millones de mundos... La mayoría eran primitivistas, atraídos por la singular experiencia que brindaba Panucopia. A cada instante repetían como un mantra las palabras «natural» y «vital». —Qué alivio, estar lejos de las líneas rectas —dijo un hombre delrgado. —¿ En qué sentido? —preguntó Hari, fingiendo interés. —Bien, las líneas rectas no existen en la naturaleza. Es preciso que los humanos las pongan allí. —Suspiró—. ¡Me encanta estar libre de las líneas rectas! Hari pensó en las agujas de pino, los estratos de roca metamórfica, el borde interior de una medialuna, los sedosos mechones de una telaraña, la línea de una rompiente, los diseños de los cristales, las blancas vetas de cuarzo sobre losas de granito, el horizonte de un lago en calma, las patas de las aves, las espinas del cacto, la embestida de flecha de un raptor, los troncos de los árboles jóvenes, los jirones de nubes arrastradas por el viento, las fisuras en el hielo, los dos lados de la V de las aves migratorias, los carámbanos. —No es así —dijo, pero nada más. Su laconismo se perdía en medio de la chachara; los estimulante estaban causando efecto. Todos parloteaban, entusiasmados con posibilidad de sumergirse en la vida de las criaturas que poblaba aquellos valles. Hari escuchó en silencio, con curiosidad. Algunos deseaban compartir la visión del mundo de los animales gregarios, otros de los cazadores, otros de las aves. Hablaban como si se tratará de un evento atlético, una actitud que él no compartía. Aun así, guardaba silencio. Al fin se escapó con Dors al pequeño parque que había junto a la estación, diseñado para que los visitantes se familiarizaran con el entorno local antes de la excursión. Panucopia, como se llamaba este mundo, no parecía tener una fauna nativa de gran tamaño. Había animales que él había visto en su infancia en Helicón, y corrales enteros de razas domésticas. Todas habían surgido de un linaje común, menos de cien mil años atrás, en la legendaria Tierra. El singular patrimonio de Panucopia no estaba a la vista. Hari echó un vistazo a los corrales y pensó de nuevo en la galaxia. Su mente seguía abordando lo que él consideraba su Gran Problema, atacándolo desde muchos ángulos. Había aprendido a dejarla funcionar por su cuenta. Las ecuaciones psicohistóricas necesitaban análisis más profundos, términos que explicaran las propiedades básicas de la especie humana, tales como... Animales. ¿Aquí había una clave? A pesar de intentarlo durante milenios, los humanos habían domesticado pocas criaturas. Era preciso que las bestias salvajes poseyeran todo un conjunto de rasgos para domesticarlas. La mayoría tenía que ser animales gregarios, con patrones de sumisión instintiva que los humanos pudieran aprovechar. Tenían que ser apacibles; los rebaños que se sobresaltan ante un sonido extraño y no toleran a los intrusos son difíciles de conservar. Por último, tenían que estar dispuestos a reproducirse en cautiverio. La mayoría de los humanos no deseaba cortejar y copular bajo la mirada vigilante de otros, y tampoco lo deseaba la mayoría de los animales.
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Aquí, al igual que en muchos planetas del Imperio, había ovejas, cabras, vacas y llamas, ligeramente adaptados a ese mundo pero poco notables por lo demás. La similitud implicaba que todo se había hecho al mismo tiempo. Excepto los pans. Eran una exclusividad de Panucopia. Quien los había llevado allí quizá estuviera intentando un experimento en domesticación, ¿pero por qué los documentos de hacía trece mil años se habían perdido? ¿Por qué? Un electrodogo se acercó para olisquearlos, murmurando una disculpa ininteligible. —Resulta interesante —le murmuró Hari a Dors— que los primitivistas aún quieran ser protegidos de lo salvaje por los domesticados. —Bien, por cierto. Este tío es grande. | —¿No te pones sentimental con el estado natural? Alguna vez fuimos otro gran mamífero en una Tierra mítica. —¿Mítica? No trabajo en esa área de la prehistoria, pero la mayoría de los historiadores creen que ese lugar existió. —Claro, pero «tierra» sólo significa «suciedad» en las lenguas más antiguas, ¿verdad? —Bien, teníamos que venir de alguna parte. —Dors reflexionó un instante y luego concedió—: Creo que ese estado natural podría ser agradable, pero... —Quiero probar los pans. —¿Qué? ¿Una inmersión? —Ella enarcó las cejas, alarmada. —Ya que estamos aquí, ¿por qué no? —No sé... bien, lo pensaré. —Puedes salirte en cualquier momento, según dicen. Ella cabeceó, frunció los labios. —Nos sentiremos cómodos... igual que los pans. —¿Te crees todo lo que lees en un folleto? —Investigué un poco. Es una tecnología bien desarrollada. Ella torció los labios con escepticismo. Hari sabía que no convenía presionarla. Que el tiempo hiciera su trabajo. El canino, grande y alerta, le olfateó la mano y murmuró: —Buuuuenas nochesss, señorrr. Hari lo acarició. En sus ojos veía cierto parentesco, un contacto instantáneo en el que no necesitaba pensar. Para alguien que vivía tanto tiempo encerrado en su cabeza, esta fricción con la realidad era bienvenida. «Prueba significativa —pensó—. Tenemos un profundo pasado común.» Tal vez por eso deseaba sumergirse en un pan. Ir muy atrás, más allá de la desconcertante condición de ser humano. 2
—Claro que estamos emparentados —declaró el experto especialista Vaddo. Era un hombre corpulento, bronceado y musculoso que irradiaba confianza en sí mismo. Era guía de safaris y especialista en inmersiones, con formación en biología. Realizaba investigaciones usando técnicas de inmersión, pero ante todo impedía que la estación se humedeciera. Hari puso cara de escepticismo. 197
—¿Usted cree que los pans estaban con nosotros en una Tierra —Claro. Así tuvo que ser. —¿No pudieron emerger de manipulaciones genéticas con nuestra especie? —Lo dudo. El inventario genético muestra que venían de un establo pequeño, tal vez un zoológico instalado aquí. O bien una colisión accidental. —¿Existe alguna probabilidad de que este mundo fuera la Tierra original?—preguntó Dors. Vaddo rió entre dientes. —No existen fósiles ni ruinas. En todo caso, la fauna y la flora local tienen una clave extraña en su hélice genética, un poco diferente de nuestro ADN. Un grupo de metilo adicional en los anillos de purina. Nosotros podemos vivir aquí y comer la comida, pero ni nosotros ni los pans somos nativos. El argumento de Vaddo era convincente. Los pans parecían casí humanos. La documentación antigua se refería a una clasificación, pero eso era todo: «trogloditas pans», fuera cual fuese el significado de esa frase en una lengua perdida. Tenían manos con pulgares, la misma cantidad de dientes que los humanos y no tenían cola. Vaddo señaló el paisaje. —Fueron abandonados aquí con muchas otras especies emparentadas, en una biosfera que soportaba las hierbas y árboles habituales, y muy poco más. —¿Hace cuánto tiempo? —preguntó Dors. —Más de trece mil años, con certeza. —Antes de la consolidación de Trantor. Pero otros planetas no tienen pans —insistió Dors. Vaddo asintió. —Supongo que en los primeros días del Imperio nadie los consideraba útiles. —¿Y lo son? —preguntó Hari. —Que yo sepa no. —Vaddo se encogió de hombros—. No hemos procurado entrenarlos demasiado, al margen de los propósitos de investigación. Recuerde que debemos mantenerlos en estado salvaje. Así estaba estipulado en el subsidio imperial original. —Hábleme de sus investigaciones —dijo Hari. En su experiencia, ningún científico pasaba por alto la oportunidad de cantar su canción. No se equivocaba. Habían tomado ADN humano y ADN pan, explicó Vaddo con entusiasmo, y luego descifrado las cadenas de doble hélice de ambos. Al eslabonar una cadena humana con una pan se obtenía un híbrido. Cuando las cadenas se complementaban, las dos se eslabonaban en una nueva doble hélice parcial. Cuando diferían, el eslabonamiento era débil e intermitente, y tramos enteros quedaban libres. Luego hacían girar las soluciones acuosas en una centrifugadora, de modo que los tramos débiles se separasen. El ADN bien eslabonado era el 98,2 por ciento del total. Los pans eran asombrosamente parecidos a los humanos. Menos de un dos por ciento de diferencia, aproximadamente la misma diferencia que entre hombres y mujeres. No obstante, los pans vivían en bosques y no inventaban nada. La diferencia típica entre el ADN de los individuos era un décimo de un punto porcentual, declaró Vaddo. Aproximadamente, pues los pans eran veinte veces más diferentes de los humanos que las personas entre sí, genéticamente hablando.
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Pero los genes eran como palancas que soportaban grandes pesos pivotando en torno de un fulcro pequeño. —¿Entonces usted cree que nos precedieron? —dijo Dors, impresionada—. ¿En la Tierra? Vaddo asintió enfáticamente. —Debe de existir un parentesco, pero nosotros no descendemos de ellos. Genéticamente nos separamos hace seis millones de años. —¿Y ellos piensan como nosotros? —preguntó Hari. —El mejor modo de verlo es una inmersión —dijo Vaddo con una sonrisa invitante—. El mejor modo, sin duda. Hari se preguntó si Vaddo cobraría comisión sobre las inmersiones. Sus argumentos de venta eran sutiles, adaptados a los intereses académicos, pero aun así eran argumentos de venta. Vaddo ya había puesto a disposición de Hari una gran cantidad de datos sobre los desplazamientos de los pans, su dinámica de población y su conducta. Era una fuente rica, con milenios de antigüedad. Con cierta modelación, aquí podía haber un terreno fértil para una sencilla descripción de los pans como protohumanos, usando una versión truncada de la psicohistoria. —Describir la historia vital de una especie matemáticamente en una cosa —dijo Dors—. Pero vivir en ella... —Vamos —dijo Hari. Aunque sabía que la estación de excursiones estaba organizada para vender safaris e inmersiones, estaba intrigado—. Necesito un cambio, como has dicho. Salir del enrarecido Trantor, dijiste. Vaddo sonrió cálidamente. —Es totalmente seguro. Dors miró a Hari con resignación. Hay una diplomacia de los ojos entre viejos matrimonios. —Está bien, de acuerdo. 3 Se pasaba las mañanas estudiando los bancos de datos acerca de los pans. Como matemático, se preguntaba cómo representar esa dinámica con una psicohistoria reducida. La canica del destino bajando por una cuesta fisurada. Tantas sendas y variables... Para obtener todo esto tuvo que adular a la jefa de estación. Era una mujer llamada Yakani, y parecía afable pero exhibía un gran retrato de la potentada académica en la pared de su oficina. Hari lo mencionó y Yakani empezó a perorar sobre «su mentora», que la había ayudado a dirigir un centro de estudios de primates en un planeta verde décadas atrás. —Será mejor vigilarla —dijo Dors. —¿No creerás que la potentada...? —¿Recuerdas el adhesivo, en el primer intento de asesinato? Supe por los imperiales que algunos aspectos técnicos de ese dispositivo apuntaban a un laboratorio académico. Hari frunció el ceño. —Pero mi propia facción no se opondría a... —Ella es tan inescrupulosa como Lamurk, aunque más sutil. 199
—Vaya que eres suspicaz. —Tengo que serlo. Por la tarde fueron de excursión. A Dors no le gustaban el calor y el polvo y vieron pocos animales. —¿Qué bestia que se respete querría ser vista con estos acicalados primitivistas? —dijo Dors. A Hari le agradaba la atmósfera de ese mundo, que lo ayudaba a relajarse, pero su mente seguía trabajando. Pensaba en ello mientras estaba en la gran veranda, bebiendo un sabroso zumo de frutas mientras contemplaba el atardecer. Dors lo acompañaba en silencio. Los planetas, pensó, eran embudos de energía. En el fondo de sus pozos gravitatorios, las plantas capturaban apenas un diez por ciento de la luz solar que llegaba a la superficie de un mundo. Construían moléculas orgánicas con la energía de una estrella. A la vez, las plantas eran presa de los animales, que cosechaban aproximadamente un décimo de la energía almacenada de un planeta. Los herbívoros, a la vez, eran presa de los carnívoros, que podían usar un décimo de la energía almacenada en la carne. Según esta estimación, de la energía de la luz solar sólo una parte en cien mil terminaba en los depredadores. Un derroche. Pero en ninguna región de la galaxia había evolucionado una maquinaria más eficiente. ¿Por qué no? Los depredadores eran invariablemente más inteligentes que sus presas, y se erguían en la cima de una pirámide de cuestas muy empinadas. Los omnívoros representaban un acto de equilibrio similar. De ese escabroso paisaje había nacido la humanidad. Ese dato tenía que pesar mucho en cualquier psicohistoria. Los pans, pues, eran esenciales para encontrar las antiguas claves de la psique humana. —Espero que la inmersión no sea tan calurosa y húmeda —dijo Dors. —Recuerda que verás el mundo por otros ojos. —Mientras pueda regresar cuando quiera para disfrutar de un baño caliente. —¿Compartimientos? —se quejó Dors—. Parecen ataúdes. —Tienen que ser pequeños, señora. El expeno especialista Vaddo sonrió afablemente. Hari sospechó que eso significaba que no se sentía afable. Su conversación había sido cordial, y el personal era respetuoso con el célebre doctor Seldon, pero a fin de cuentas él y Dors eran turistas. Pagaban por un poco de diversión primitiva, presentada en un envase académico, pero eran turistas. —Será mantenida en un status fijo, con todos los sistemas del organismo a ritmo lento pero normal —dijo el experto especialista, mostrándoles las redes acolchadas. Mostró controles, procedimientos de emergencia, seguridades. —Parece bastante cómodo —observó Dors a regañadientes. —Vamos —le reprochó Hari—. Prometiste que lo haríamos. —En todo momento estarán conectados con nuestros sistemas —dijo Vaddo. —¿Incluida la biblioteca de datos? —preguntó Hari. —Seguro. El equipo de expertos los metió en los compartimientos de estasis con diestra y segura eficiencia. Les conectaron sellos, adhesivos y detectores magnéticos en el cráneo para captar directamente sus pensamientos. La tecnología más reciente. —¿Listo? ¿Se siente bien? —preguntó Vaddo con su sonrisa profesional. 200
Hari no se sentía tan bien, y en parte era por este experto. Siempre había desconfiado de las personas blandas y autosuficientes. Tanto Vaddo como la jefa de seguridad, Yakani, parecían Grises poco notables. Pero Dors había abandonado su cautela. Algo en ellos lo molestaba, pero él no sabía qué. Bien, quizá Dors tuviera razón. Necesitaba vacaciones. ¿Qué mejor modo de salirse de sí mismo? —Bien, sí. Listo, sí. La técnica de suspensión era antigua y segura. Suprimía las reacciones neuromusculares, de modo que el sujeto permanecía dormido, conectado con el pan sólo con la mente. En la porción superior del cerebro se colocaban redes magnéticas que se entrelazaban con otras capas del cerebro por inductancia electromagnética. Dirigían las señales por sendas diminutas, suprimiendo muchas funciones cerebrales y bloqueando procesos fisiológicos. Todo esto para que los circuitos paralelos del cerebro se pudieran ^Ulular inductivamente, pensamiento por pensamiento. Luego se transmitía a chips encastados en el sujeto pan. Inmersión. Esta tecnología se había propagado por el Imperio y era muy conocida. La capacidad para manejar mentes a distancia tenía miles de usos. La tecnología de suspensión, en cambio, tenía sus propias aplicaciones. En algunos mundos, y en ciertas clases trantorianas, las mujeres se casaban y luego permanecían en suspensión casi todo el día. Sus acaudalados esposos las despertaban de ese estado sólo con propósitos sociales y sexuales. Durante medio siglo, las esposas experimentaban un vertiginoso torbellino de lugares, amigos, fiestas, vacaciones, horas apasionadas, aunque el total de tiempo acumulado fuera de pocos años. Los maridos fallecían pronto, desde el punto de vista de la esposa, dejando una rica viuda de unos treinta años. Esas mujeres eran muy codiciadas, y no sólo por el dinero. Eran muy sofisticadas, templadas por un largo «matrimonio». Con frecuencia estas viudas devolvían el favor, casándose con esposos a quienes revivían para usos similares. Hari había asimilado todo esto con la sofisticación que había cultivado en Trantor. Pensaba, pues, que su inmersión sería cómoda e interesante, digno tema de conversación para una fiesta. Había pensado que visitaría una mente más sencilla. No esperaba que lo engulleran por entero. 4 Un buen día. Abundantes orugas gordas en un gran tronco húmedo. Las arranco con las uñas, frescas sabrosas picantes crocantes . Orándote me aparta. Arranca muchas orugas. Gruñe. Sonríe. Mi vientre rezonga. Retrocedo y miro a Grandote. Tiene la cara fruncida, así que sé que no debo fastidiarlo. Me alejo. Me agacho. Una hembra me da algunas orugas. Ella encuentra algunas pulgas, se las mete en los dientes. Grandote mueve el tronco para soltar más orugas, termina.
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Las hembras lo miran. Junto a los árboles algunas hembras parlo tean, se chupan los dientes. Todos están soñolientos a esta hora de la tarde y yacen a la sombra. Pero Grandote me hace señas a mí y a Furtivo y nos vamos. Patrulla. Nos pavoneamos con orgullo. Me gusta. Es incluso mejor que follar. Más allá del cañadón, donde hay olor a pezuña. Allí está el lugar poco profundo. Cruzamos y nos internamos en los árboles olfateando, y hay dos Extraños. Todavía no nos ven. Nos movemos con sigilo. Grandote coge una rama, y nosotros también. Furtivo huele para ver quiénes son esos Extraños y señala a lo lejos. Como yo pensaba, son de la co lina. Lo peor. Huelen mal. Los de la colina vienen a nuestro territorio. Causan problemas. Nosotros devolvemos el golpe. Nos desplegamos. Grandote gruñe y ellos lo oyen. Ya me esto; moviendo, rama en mano. Puedo correr bastante sin ir a cuatro tas. Los Extraños gritan, los ojos desorbitados. Nos damos pri sa y pronto estamos sobre ellos. Ellos no tienen ramas. Los golpeamos y pateamos y nos devuelven los golpes. Son altos y rápidos. Grandote tumba a uno. Golpeo al caído para que Grandote sepa que estoy con él. Le pego con fuerza. Luego voy a ayudar a Furtivo. Su Extraño le ha arrebatado la rama. Le doy un garrotazo. El Extraño cae. Yo lo aporreo y Furtivo salta sobre él. Sensacional. El Extraño trata de levantarse y lo pateo con fuerza. Furtivo recobra su rama y le pega una y otra vez mientras yo ayudo. El Extraño de Grandote se levanta y echa a correr. Grandote le golpea el trasero con la rama, rugiendo y riendo. Yo tengo mi habilidad especial. Recojo piedras. Soy el mejor tirador, incluso mejor que Grandote. Las piedras son para los Extraños. Puedo reñir con mis amigos, pero nunca uso piedras. Pero los Extraños merecen recibir pedradas en la cara. Me gusta castigarlos de ese modo. Arrojo una, le acierto en la pata. Se tambalea. Le lanzo una piedra filosa en la espalda. Corre deprisa, sangrando. Grandes gotas rojas en el polvo. Grandote ríe y me palmea y sé que estoy bien con él. Furtivo está zurrando a su Extraño. Grandote coge mi garrote y se suma a la diversión. La sangre que envuelve al Extraño canta cálidamente en mis narices y salto sobre él. Asi seguimos largo rato. No tememos que el otro Extraño regrese. Los Extraños son valientes a veces, pero saben reconocer la derrota. El Extraño deja de moverse. Lo pateo una vez más. Ninguna reacción. Tal vez haya muerto. Gritamos, bailamos, bramamos de alegria.
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Hari sacudió la cabeza para despejarse. Eso le ayudó un poco. —¿Tú eras el grandote? —preguntó Dors—. Yo era la hembra que estaba junto a los árboles. 202
—Lo lamento, no pude distinguirte. —Esto fue diferente, ¿verdad? Él rió secamente. —El homicidio suele serlo. —Cuando te fuiste con el líder... —Mi pan lo llama «Grandote». Matamos a otro pan. Estaban en la elegante sala de recepción del complejo. Hari se puso de pie y sintió que el mundo oscilaba. —Creo que por un tiempo me atendré a las investigaciones históricas. Dors sonrió tímidamente. —A mí me gustó. Hari pensó un momento, parpadeó. —A mí también —dijo, sorprendiéndose a sí mismo. —No el asesinato... —No, claro que no. La sensación. Ella sonrió. —No puedes obtener eso en Trantor, profesor. Él pasó dos días hurgando entre frías cuadrículas de datos en la notable biblioteca de la estación. Estaba bien equipada y permitía interfaces multisensoriales. Recorrió fríos laberintos digitales. Algunos datos estaban literalmente cubiertos con la costra de los siglos. En los espacios de vector proyectados en enormes monitores los datos de investigación de milenios atrás estaban protegidos voluminosos protocolos y medidas de seguridad. Era fácil descifrar los o eludirlos con los métodos presentes, pero los aparatosos resú menes, informes y estadísticas todavía se resistían a una interpretación fácil. En ocasiones algunas facetas de la conducta pan quedaban cuidadosamente ocultas en apéndices y notas laterales, como si los biólogos de ese puesto de avanzada sintieran embarazo. Y algunos detalles eran embarazosos, sobre todo la conducta de apareamiento. ¿Cómo podía utilizar eso? Navegó por el laberinto 3D y ordenó sus ideas. ¿Podía seguir una estrategia analógica? Los pans compartían casi todos sus genes con los humanos, así que la dinámica pan debía ser una versión más simple de la dinámica humana. ¿Podía analizar sus interacciones como un caso reducido de psicohistoria? Yakani, la jefa de seguridad, abrió archivos confidenciales que implicaban que los pans habían sido modificados genéticamente unos diez mil años antes. Hari no entendía con qué finalidad. Había otras criaturas modificadas, como los «conaches». Yakani se interesó tanto en el trabajo de Hari que él temió que ella lo estuviera vigilando por encargo de la potentada. Al atardecer del segundo día se sentó con Dors, mirando las franjas rojas que atravesaban las nubes anaranjadas. Ese mundo tenía colores intensos que atentaban contra el buen gusto, y eso le agradaba. La comida también tenía sabor intenso. Pensando en la cena, sintió un gruñido en el estómago. —Es tentador usar pans para construir una especie de modelo reducido de la psicohistoria —le comentó a Dors. —Pero tienes dudas. —Son similares a nosotros pero tienen... 203
—¿Costumbres ruines y animales? —Ella sonrió burlonamente, lo besó—. Mi púdico Hari. —Nosotros tenemos nuestra cuota de conductas bestiales, lo sé. Pero también somos mucho más listos. Ella parpadeó de un modo que sugería una duda cortés. —No puedes negar que viven intensamente. —Quizá nosotros seamos más listos de lo que necesitamos, de todos modos. —¿Qué? —preguntó ella, sorprendida. —He estado leyendo sobre la evolución. Ya no es un campo de primordial interés, y todos creen que lo comprendemos. —Y en una galaxia repleta de humanos, no hay mucho material fresco. Él no lo había pensado así, pero Dors tenía razón. La biología era una ciencia de segunda. Los académicos sofisticados se dedicaban a algo llamado «sociometría integradora». Continuó exponiendo sus pensamientos. Evidentemente el cerebro humano era un exceso evolutivo. Los cerebros eran mucho más capaces de lo que necesitaba un cazador-recolector competente. Para vencer a los animales, bastaba con dominar el fuego y simples herramientas de piedra. Ese talento era suficiente para convertir a los humanos en amos de la creación, eliminando la presión selectiva para el cambio. No obstante, todas las pruebas presentes en el cerebro indicaban que el cambio se aceleraba. El córtex cerebral humano añadía masa, acumulando nuevos circuitos encima de los viejos. Esa masa se difundía sobre las áreas menores como una gruesa nueva piel. Así decían los estudios antiguos, con datos procedentes de museos largamente perdidos. —De esto surgieron músicos e ingenieros, santos y sabios — concluyó. Una de las mayores virtudes de Dors era su capacidad para guardar silencio mientras él dictaba cátedra, aun en plenas vacaciones. —¿Y crees que los pans son previos a esa época? ¿En la antigua Tierra? —Tienen que serlo. Y esta selección evolutiva se produjo en sólo unos millones de años. Dors asintió. —Míralo desde el punto de vista femenino. Sucedió, aunque expuso a las madres a mayor peligro durante el alumbramiento. —¿Cómo? —Por culpa de esas cabezotas. Cuesta sacarlas. Las mujeres todavía pagamos el precio de vuestro cerebro... y el nuestro. Hari rió entre dientes. Dors siempre encaraba las cosas de un modo que le permitía verlas con nuevos ojos. —¿Entonces por qué hubo esa selección, en aquellos tiempos? Dors sonrió enigmáticamente. —Tal vez tanto los hombres como las mujeres consideraron que la inteligencia tenía sus atractivos sexuales. —;De veras? tos par». —¿Qué dices de nosotros? —preguntó Dors con una sonrisa ti mida. —¿Alguna vez has visto a las estrellas de los programas 3D? No tienen precisamente inteligencia.
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—¿Recuerdas los animales que vimos en el zoológico imperial? Es posible que para los primeros humanos el cerebro fuera el equivalente de la cola del pavo real, o los cuernos del alce, elementos para atraer a las hembras. Selección sexual descontrolada. —Entiendo, una mano exagerada de naipes muy buenos,—Hari se echó a reír—. Conque la inteligencia es sólo otro adorno brillante. —Funciona para mí —dijo ella, guiñándole el ojo. Con rara felicidad, Hari miró el rojizo atardecer. Láminas de luz cruzaban el cielo entre cúmulos de nubes. —Vaya —murmuró Dors. —¿Sí? —Quizás éste sea un modo de usar las investigaciones de esta gente, para aprender quiénes éramos antaño los humanos... y en conse cuencia quiénes somos. —Intelectualmente es un salto. Socialmente hablando, no obstante te, la brecha podría ser menor. Dors lo miró con escepticismo. —¿Crees que los pans no están tan lejos en lo social? —Me pregunto si en tiempo logarítmico podríamos crear una cala que fuera desde los pans hasta el principio del Imperio, y de entonces hasta ahora. —Un gran salto. —Tal vez pueda usar el simulacro Voltaire como punto de es en una curva larga. —Mira, para hacer cualquier cosa necesitarás más experiencia con ellos. —Dors lo miró—. Te gusta la inmersión, ¿verdad? —Bien, sí. Es sólo... —¿Qué? —Ese experto especialista, Vaddo, insiste mucho en las inmersiones. —Es su trabajo. —Y sabía quién era yo. —¿Y? —Tú sueles ser la suspicaz. ¿Por qué un experto especialista nocería a un oscuro matemático? —Te buscó. Las bases de datos sobre huéspedes nuevos son comunes. Y como candidato a primer ministro, no eres un secreto. —Supongo que no. Oye, se supone que eres tú quien está siempre alerta. —Hari sonrió—. ¿No deberías alentar mi cautela? —La paranoia no es cautela. El tiempo dedicado a las amenazas falsas es contraproducente para la vigilancia. Cuando llegó el momento de la cena, Dors ya lo había convencido. 6
Día caluroso al sol. El polvo hace cosquillas. Me hace resoplar. IGrandote pasa y consigue respeto enseguida. Mucho. Hembras y machos por igual, todos extienden la mano. 205
Grandote los toca,, pasando un tiempo con todos, haciéndoles sentir su presencia. El mundo anda bien. Yo también extiendo las manos. Me hace sentir bien. Quiero ser como Grandote, ser grande como él, ser él. Las hembras no le causan problemas. Si quiere una, ella acepta. Folla enseguida. Él es Grandote. La mayoría de los machos no consigue mucho respeto. Las hembras no quieren estar con ellos tanto como con Grandote. Los machos pequeños resoplan, arrojan arena y todo eso, pero todos saben que no serán gran cosa. Nunca serán como Grandote. No les gusta, pero no pueden evitarlo. Yo soy bastante grande. Obtengo algo de respeto. A todos los machos les gusta acariciar, abrazar, mimar. Las hembras los manosean y ellos retribuyen. Los machos reciben más mimos, sin embargo. Después de eso no están tan gruñones. Yo estoy sentado, mientras me peinan, y de repente huelo algo. No me gusta. Me sobresalto, grito. Grandote lo nota. También lo huele. Extraños. Todos se abrazan. Olor fuerte, mucho. Muchos Extraños. El viento nos avisa que se acercan. Vienen corriendo desde el risco. Buscando hembras, buscando problemas. Corro a coger mis piedras. Siempre tengo algunas a mano. Arrojo una, yerro. Ya están entre nosotros. Corren tan rápido que es dificil acertarles. Cuatro Extraños capturan dos hembras. Se las llevan a rastras . Todos aullan, gritan. Polvo por todas partes. Arrojo piedras. Grandote encabeza a los machos que luchan contra los Extraños. Dan media vuelta y huyen. Súbitamente. Pero tienen las dos hembras, y eso es malo. Grandote se enfurece. Empuja a algunos machos, hace ruidos. Ahora no luce tan bien, dejó entrar a los Extraños. Malos, esos Extraños. Todos nos agachamos, nos peinamos, nos acariciamos, hacemos bonitos sonidos. Grandote se acerca, abofetea a las hembras, folla con algunas. Se asegura de que todos sepan que aún es Grandote. No me abofetea a mi. Sabe que no le conviene intentarlo. Le gruño cuando se acerca y él finge no oírme. Tal vez ya no sea tan Grandote, pienso yo. 7
Esta vez continuó. Después de la primera crisis, cuando los pans Extraños pasaron corriendo, se sentó y dejó que lo peinaran largo tiempo. Eso lo calmaba. ¿Lo calmaba? ¿A quién? ¿Quién era él?
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Esta vez pudo abarcar plenamente la mente pan. No debajo de él —eso era una metáfora— sino en torno. Una perdigonada de sensaciones y pensamientos fragmentarios, como hojarasca en el viento. Y ese viento era emoción. Violentas y aullantes correntadas, rafagas, pensamientos lloviendo como martillazos blandos. Los pans pensaban pobremente, en el sentido de que él sólo podía detectar astillas, como meditaciones humanas interrumpidas por un montador nervioso. Pero los pans sentían intensamente. «Desde luego —pensó—, y podía pensar, anidado en el núcleo de sí mismo, envuelto por la mente pan—, las emociones le indicaban qué hacer, sin necesidad de reflexión. Así lo requerían las reacciones rápidas. Los sentimientos intensos amplificaban las pistas sutiles convirtiéndolas en imperativos fuertes. Órdenes terminantes de la Madre Evolución.» La creencia de que las experiencias mentales superiores como la emoción eran exclusivas de las personas era mera presuntuosidad. Esos pans compartían buena parte de la visión humana del mundo. Una teoría de la psicohistoria pan podía ser valiosa. Se separó cuidadosamente de la tupida mente pan. Se preguntó si el pan sabía que él estaba allí. Sí, lo sabía, vagamente. Pero eso no molestaba al pan. Lo integraba a su mundo borroso y cerril. Hari era como una emoción, una de muchas emociones fugaces. ¿Podía ser algo más? Trató de obligar al pan a alzar el brazo derecho, y era como plomo. Luchó infructuosamente un rato. Luego comprendió su error. No podía ser más fuerte que el pan, siendo apenas un núcleo en una mente mucho más amplia. Pensó en ello mientras el pan peinaba a una hembra, pasando los dedos por el vello tosco. Los mechones olían bien, el aire era dulce, el sol lo acariciaba con briznas de generoso calor. Emoción. Los pans no seguían instrucciones porque eso estaba más allá de ellos. No podían entender órdenes en el sentido humano. Pero conocían las emociones. Él tenía que ser una emoción, no un pequeño general impartiendo órdenes. Durante un rato se limitó a ser el pan. Aprendía, mejor dicho, sentía. La tribu se acicalaba y buscaba comida, los machos vigilando el perímetro, las hembras cuidando la prole. Lo dominó una calma parsimoniosa. No sentía nada semejante desde la infancia. Una grácil lentitud, como si no existiera el tiempo, sólo retazos de eternidad. Con ese ánimo, pudo concentrarse en un movimiento simple —alzar un brazo, rascarse— y crear el deseo de hacerlo. El pan respondió. Para lograr que ocurriera, él tenía que concentrarse en un objetivo mediante el sentimiento. Detectando un aroma suave en el viento, Hari se preguntó qué comida indicaba eso. Su pan caminó contra el viento, olfateó, desechó la pista como poco interesante. Ahora Harí podía oler el motivo: fru ta, sí, y dulce, pero incomible para un pan. Bien. Estaba aprendiendo. Y se estaba integrando con los recovecos de la mente pan. Mirando al grupo, decidió dar nombre a los pans destacados, para no confundirse: Ágil, el rápido; Sheelah, la seductora; Tragaldabas, el hambriento. ¿Pero cuál era su propio nombre? Se bautizó Yo-pan. No muy original, pero era su característica principal, yo en cuanto pan. Tragaldabas encontró unas frutas bulbosas y los otros se aproximaron para recogerlas. Los duros frutos olían un poco inmaduro (¿cómo sabía eso?), pero algunos comieron.
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¿Y cuál de las hembras era Dors? Habían pedido una inmersión en la misma tribu, así que una de esas veintidós — se obligó a contar, aunque el ejercicio era como levantar pesas con la mente — era ella ¿Cómo diferenciarla? Se aproximó a varias hembras que usaban pie dras filosas para cortar hojas de las ramas. Trenzaban las hojas para llevar comida. Hari escrutó los rostros. Un vago interés, algunas manos tendidas para acariciarlo, una invitación a acicalarlas. Ningún destello de reconocimiento en los ojos. Una hembra grande, Sheelah, lavaba fruta sucia de arena en un riachuelo. La tribu la seguía; Sheelah era una especie de líder, una lugarteniente femenina de Orándote. Comió con deleite, miró en torno. Crecían granos en las cerca nías, y ya habían madurado, granos tostados desperdigados en el suelo arenoso. Concentrándose, Hari supo por el tenue olor que era una exquisitez. Algunos pans se agazaparon a recoger granos de la arena, un trabajo lento. Sheelah hizo lo mismo, y luego se detuvo, mirando ha cía el riachuelo. El tiempo pasaba, los insectos zumbaban. Al rato ella recogió arena y granos y caminó hacia la orilla. Arrojó todo al agua. La arena se hundió, los granos flotaron. Ella los recogió y los tragó sonriendo. Un truco notable. Los otros pans no imitaron ese método. La la fruta era conceptualmente más fácil, pensó Hari, porque el pan con servaba la fruta todo el tiempo. El método del agua requería arrojar primero la comida para rescatarla después, un salto mental más difícil. Pensó en la hembra y en respuesta Yo-pan se aproximó a Sheelah. Escrutó los ojos de la hembra, y ella le hizo un guiño. ¡Dors! La rodeó con sus brazos velludos, en un estallido de amor.
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—Puro amor animal —dijo ella mientras cenaban—. Refrescante. Hari asintió. —Me agrada estar ahí, vivir de ese modo. —Puedo oler mucho más. —La fruta sabe diferente cuando ellos la muerden. —Hari sostuvo un bulbo rojo, lo cortó, se llevó un trozo a la boca—. Para mí, esto es insoportablemente dulce. Para Yo-pan, es agradable, un poco picante. Supongo que la selección natural los llevó a ser golosos. Asimilan más calorías en menos tiempo. —No se me ocurren vacaciones más completas. No sólo te alejas de tu casa, sino de tu especie. Él miró la fruta. —Y son tan... —¿Lascivos? —Insaciables. —No parecía molestarte. —Cuando Yo-pan tiene ganas de follar con todas, me ausento. Ella lo miró de reojo. —¿De veras? —¿Tú no te ausentas? 208
—Sí, pero no espero que los hombres sean como las mujeres. —¿No? —dijo él rígidamente—. He leído la biblioteca de los exploradores, mientras tú juegas con los movimientos sociales de los pans. Las mujeres invierten mucho en sus hijos. Los hombres pueden usar dos estrategias: inversión parental, más «echar la semilla». —Ella enarcó una ceja—. Ambos deben de haber sido incluidos en nuestra selección evolutiva, porque ambos son comunes. —No conmigo. Para su sorpresa, ella se echó a reír. —Hablo en general. Quiero decir que los pans son mucho más promiscuos que nosotros. Los varones dirigen todo. Ayudan a las hembras que llevan hijos suyos, supongo, pero continuamente hacen sus compras en otras tiendas. Hari adoptó su actitud profesional; era decididamente más cómoda cuando abordaba estos temas. —Como dicen los especialistas, siguen una estrategia reproductiva mixta. —Qué cortés. —Cortés y preciso. Desde luego, no podía saber con certeza si Dors se ausentaba de Sheelah cuando un macho se acercaba para un rápido retozo. (Y siempre eran rápidos, además. Treinta segundos o menos.) ¿Podía ausentarse de la mente pan tan rápidamente? Él necesitaba unos momentos para liberarse. Claro que si ella veía venir al macho y adivinaba sus intenciones... Se sorprendió de sí mismo. ¿Qué papel tenían los celos cuando habitaban otros cuerpos? ¿El código moral habitual tenía algún sentido? Aún era ese muchacho de campo de Helicón, le gustara o no. Se concentró adustamente en su plato local, un guisado de picantes verduras con una carne terrosa y oscura. Comía vorazmente, y reparó en el irónico silencio de Dors. —Yo señalaría que los pans también comprenden el comercio. Comida por sexo, traición al líder por sexo, perdona a mi hijo por sexo, peinado por sexo, casi todo por sexo. —Parece ser su moneda social. Y no hay la menor ternura. Sólo embestidas rápidas, sensaciones fuertes, y de pronto se acaba. —Los machos lo necesitan, las hembras lo usan. —Vaya, veo que has tomado notas. —Si quiero modelar a los pans como personas simplificadas, debo hacerlo. —¿Modelar a los pans? —intervino Vaddo con voz suficiente—. No entiendo a qué se refiere, pero le aseguro que no son ciudadanos modelo. —Les ofreció una sonrisa radiante y Hari supuso que formaba parte de la cordialidad obligatoria de ese lugar. Sonrió mecánicamente. —Trato de encontrar las variables que podrían describir la conducta pan. —Debería pasar mucho tiempo con ellos —dijo Vaddo, sentándos e a la mesa y pidiendo un trago a un camarero—. Son criaturas sutiles. —Estoy de acuerdo —dijo Dors—. ¿Pasa mucho tiempo con ellas? —Bastante, pero ahora solemos realizar nuestras investigaciones [de otra manera. — Vaddo hizo una mueca—. Modelos estadísticos, esas cosas. Puse en marcha esta idea turística usando la técnica de inmersión que habíamos desarrollado antes, para obtener dinero para el : proyecto. De lo contrario, habríamos tenido que cerrar. [ —Me alegra contribuir —dijo Hari. I —Admítelo, te gusta —dijo Dors, divertida. 209
—Bien, sí. Es diferente. —Y es bueno que el sedentario profesor Seldon salga de su cascarón—dijo ella. Vaddo sonrió. —Procuren no correr riesgos. Algunos de nuestros clientes se creen que son superpans o algo así. Dors pestañeó. —¿Qué peligro hay? Nuestros cuerpos están en tiempo lento, aquí. —El enlace es fuerte —explicó Vaddo—. Si un pan sufre una conmoción, el shock puede repercutir en su sistema neurológico. —¿Qué clase de shock? —preguntó Hari. —Muerte, traumatismo mayor. —En ese caso —le dijo Dors a Hari—, creo que no deberías realizar otra inmersión. Hari se irritó. —Vamos, estoy de vacaciones, no en la cárcel. —Cualquier amenaza a tu... —Hace un minuto decías que era excelente para mí. —Eres demasiado importante para... —En realidad hay muy poco peligro —intervino Vaddo—. Por lo general, los pans no mueren súbitamente. —Y puedo ausentarme en cuanto vea llegar un peligro —añadió Hari. —¿Pero lo harás? Creo que estás desarrollando un gusto por la aventura. Ella tenía razón, pero él no estaba dispuesto a admitirlo. Quería escapar de su rutinaria vida de matemático. —Me gusta estar fuera de los interminables corredores de Trantor. Vaddo le sonrió a Dors alentadoramente. —Y nunca hemos perdido un turista. —¿Y el personal de investigación? —replicó ella. —Bien, eso fue algo sumamente inusitado. —¿Qué sucedió? —Un pan cayó por un precipicio. La operadora humana no pudo ausentarse a tiempo y quedó paralítica. El shock de experimentar la muerte por inmersión ha resultado fatal en otros incidentes. Pero ahora tenemos sistemas instalados para provocar un cortocircuito... —¿Qué más? —insistió ella. —Bien, hubo un episodio difícil. En los primeros días, cuando teníamos meras cercas de alambre... —El experto especialista parecía incómodo—. Entraron algunos depredadores. —¿Qué clase de depredadores? —Un cazador de primates que actúa en manada, Carnopapio granáis. Los llamamos conaches, porque están genéticamente emparentados con un primate pequeño de otro continente. Su ADN... —¿Cómo entraron? —insistió Dors. —Son parecidos a jabalíes, con cascos que también sirven para excavar. Olieron presas... nuestros animales de corral. Cavaron bajo las cercas. Dors echó una ojeada a las sólidas murallas. \ 210
—¿Éstas son adecuadas? —Sin duda. Los conaches comparten el ADN con los pans y creemos que forman parte de un antiguo experimento genético. Alguien trató de crear un depredador haciendo que la raza original se irguiera a dos patas. Como en la mayoría de los depredadores bípedos, las patas delanteras son más cortas y la cabeza se inclina hacia delante, equilibrada por una cola gruesa que utilizan para comunicarse. Cazan animales de rebaño más grande, los gigantílopes, comiendo sólo la carne más sabrosa. —¿Por qué atacar humanos? —También toman presas de oportunidad. Incluso pans. Cuando entraron en el complejo, buscaron humanos adultos, no niños... una estrategia muy selectiva. Dors tiritó. —Usted encara todo esto muy... objetivamente. —Soy biólogo. —Nunca pensé que sería tan interesante —dijo Hari, tratando de apaciguarla. Vaddo sonrió. —No tanto como la matemática superior, sin duda. Dors torció la boca con escepticismo. —¿Le molesta que los huéspedes porten armas dentro del complejo? 9 Tenía el germen de una idea acerca de los pans, un modo de utilizar su conducta para construir un sencillo modelo de psicohistoria. Quizá pudiera utilizar las estadísticas de sus desplazamientos tribales, los altibajos de su fortuna. Retratadas en el espacio de sistema, las estructuras vivientes funcionaban en el linde de un terreno caótico. La vida como totalidad cosechaba los frutos de un amplio menú de posibles opciones. La selección natural primero alcanzaba y luego sostenía ese estado fronterizo. Biosferas enteras desplazaban su punto de equilibrio en medio de un flujo energético. Como aves en el viento, pensó Hari, observando unos grandes pájaros amarillos que sobrevolaban la estación aprovechando las corrientes ascendentes. Como esas aves, algunos sistemas biológicos revoloteaban sobre puntos de estancamiento. Los sistemas podían escoger varios caminos de descenso. A veces —por forzar la analogía— podían comer los sabrosos insectos que subían hacia ellos en esas mismas brisas. La incapacidad para aprovechar esos vientos de cambio significaba que el patrón renunciaba a su integridad sistémica. Se disipaban energías. Era crucial el hecho de que cualquier sistema aparentemente estable fuera en realidad un truco de la realimentación dinámica. No existía ningún estado estático, excepto uno. Un sistema biológico en equilibrio perfecto estaba muerto. ¿Sucedía lo mismo con la psicohistoria? Habló sobre ello con Dors y ella asintió. Por debajo de su aparente calma, estaba preocupada. Desde el comentario de Vaddo siempre insistía en la seguridad. Él le recordó que antes lo había instado a realizar más inmersiones. 211
—Estamos de vacaciones, ¿recuerdas? —le repitió varias veces. La picara expresión de Dors le indicó que además ella no se creía lo del modelo. Pensaba que simplemente a él le gustaba internarse en el bosque. —Un muchacho campestre de corazón —dijo riendo. A la mañana siguiente él abandonó una senda planificada para mirar los rebaños de gigantílopes. De inmediato él y Dors fueron a las cámaras de inmersión e iniciaron su sesión. Para realizar un trabajo en serio, se dijo Hari. —¿Qué es esto? —Señaló a un pequeño tiktok apostado entre sus módulos de inmersión. —Una precaución —dijo Dors—. No quiero que nadie juegue con nuestras cámaras durante nuestra inmersión. —Los tiktoks son costosos por aquí. —Éste custodia los cerrojos codificados, ¿ves? —Dors se agazapó junto al tiktok y buscó el panel de control. El tiktok le cerró el paso. —Creí que bastaba con los cerrojos. —La jefa de seguridad tiene acceso a ellos. —¿Y sospechas de ella? —Sospecho de todos. Pero sobre todo de ella. Los pans dormían en árboles y pasaban mucho tiempo peinándose unos a otros. Para el afortunado peinador una garrapata o pulga era un manjar. Si había muchas, se embriagaban con un alcaloide con sabor a pimienta. Hari sospechaba que cuando Dors le peinaba el cabello respondía a una conducta seleccionada porque mejoraba la higiene pan. Por cierto también calmaba a Yo-pan. Luego comprendió: los pans se peinaban en vez de vocalizar. Sólo chachareaban en las crisis, y cuando estaban preocupados, en general acerca de la crianza, la alimentación o la autodefensa. Eran como personas que no podían liberarse mediante la confortación de la charla. Y necesitaban confortación. Su vida social era semejante a las soledades humanas bajo tensión: las tiranías, las cárceles, las pandillas urbanas. Estaban junto a la naturaleza en sus dientes y zarpas, pero se parecían mucho a personas perturbadas. Pero también había conductas «civilizadas»: amistades, penas compartidas, camaradas que cazaban y custodiaban juntos el territorio. Los ancianos se volvían débiles, calvos y desdentados, pero igual cuidaban de ellos. Sus conocimientos instintivos eran prodigiosos. Sabían preparar un lecho de hojas al atardecer, en lo alto de los árboles. Sabían trepar con los pies. Sentían, lloraban, lamentaban, sin poder expresar esto en pulcros paquetes gramaticales que les permitieran manipular y aplacar las emociones. En cambio, las emociones los impulsaban. El hambre era la más fuerte. Encontraban y comían hojas, frutos, insectos, incluso animales de cierto tamaño. Adoraban las orugas. Cada momento, cada instante de lucidez, lo hundía más en Yo-pan. Hari comenzó a vislumbrar las sutilezas de la mente pan. Poco a poco obtuvo más control cooperativo. Esa mañana una hembra encontró un gran árbol caído y empezó a golpearlo. El tronco hueco resonaba como un tambor y toda la partida de forrajeros se aproximó sonriendo, complacida con el ruido. Yo-pan se les sumó. Hari sintió el estallido de alegría. 212
Luego, encontrando una cascada después de una lluvia torrencial, cogieron lianas y se mecieron entre los árboles por encima de las espumosas aguas, riendo de deleite mientras giraban y brincaban de liana en liana. Eran como niños en un nuevo patio de juegos. Hari logró que Yo-pan hiciera maniobras imposibles, caídas y zambullidas audaces, impulsándolo con abandono, para asombro de los demás pans. Eran violentos en su brusca irritación: cuando trataban con las hembras, cuando elaboraban su perpetua jerarquía de dominación y sobre todo en la cacería. Una cacería victoriosa provocaba gran conmoción: abrazos, besos, palmoteos. Mientras la tribu descendía para alimentarse, el bosque resonaba con ladridos, chillidos, bramidos y jadeos. Hari se sumó al tumulto, bailó con Sheelah/Dors. Había esperado tener que reprimir su meritocrático disgusto por la confusión. A muchos meritócratas les disgustaba siquiera tocar el suelo. No a Hari, que se había criado entre granjeros y obreros. Aun así, pensaba que su largo contacto con la esterilizada estética de Trantor lo refrenaría aquí. En cambio, la roña de los pans parecía natural. En algunas cuestiones tenía que contener sus sentimientos. Los pans comían las ratas desde la cabeza, y partían las presas más grandes contra las rocas. Devoraban primero los sesos, una humeante exquisitez. Hari tragaba saliva —metafóricamente, pero con Yo-pan haciéndose eco del impulso— y observaba, disimulando su renuencia. Yo-pan tenía que comer, a fin de cuentas. Sentía que el vello de Yo-pan se erizaba ante el olor de los depredadores, y que la boca de Yo-pan se hacía agua ante cada sabroso racimo. No daba tregua a la comida, aunque estuviera caminando. Evolución en acción; los pans que habían dado tregua en el pasado comían menos y dejaban menos descendientes. Ésos ya no estaban representados allí. A pesar de los excesos, la conducta de los pans le resultaba cautiva duramente familiar. Los machos se reunían con frecuencia para el combate, para arrojar piedras, para deportes sangrientos, para consolidar su jerarquía. Las hembras creaban redes y alianzas. Había intercambios de favores por lealtad, vínculos de parentesco, guerras territoriales, amenazas y alardes, pandillas de protección, ansia de «respeto», subalternos confabulados, venganza, un mundo social disfrutado por muchas personas que la historia había considerado «grandes». Muy parecido, en suma, a la corte del emperador. ¿Las personas ansiaban despojarse de sus ropas y convenciones, estallar como pans? Un pan inteligente estaría a sus anchas con la nobleza imperial. Hari sintió una revulsión tan fuerte que Yo-pan tembló y vaciló. La suerte de la humanidad tenía que ser algo distinto de ese primitivo horror. Podía utilizar eso, por cierto, como campo de pruebas para una teoría completa. Entonces la humanidad se conocería a sí misma, se dominaría a sí misma. El incorporaría los imperativos de los pans, pero iría mucho más lejos, hasta la auténtica psicohistoria profunda. 10
—No lo entiendo —dijo Dors durante la cena.
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—¡Pero son tan parecidos a nosotros! Tenemos que haber compartido algunos contactos. —Hari dejó la cuchara—. Me pregunto si serían mascotas hogareñas, mucho antes del comienzo del viaje estelar. —Yo no les habría permitido desordenar mi casa. Los humanos adultos pesaban poco más que los pans, pero eran mucho más débiles. Un pan podía alzar cinco veces más peso que un hombre en buen estado. El cerebro humano era tres o cuatro veces más voluminoso que el de un pan. Un bebé humano de pocos meses ya tenía un cerebro más srande que un pan adulto. Además las personas tenían una arquitectura cerebral distinta. ¿ Pero eso era todo ? Si los pans dispusieran de un cerebro más grande y del lenguaje, si dependieran menos de la testosterona, si tuvieran más inhibiciones, si se rasurasen y se cortaran el pelo, si aprendieran a plantarse con firmeza sobre las patas traseras, uno tendría pans de lujo que parecerían y actuarían en forma bastante humana. —Mira —le dijo a Dors—, lo cierto es que están tan cerca de nosotros como para hacer funcionar un modelo de psicohistoria. —Para que alguien crea eso, tendrás que demostrar que son tan 1 inteligentes como para entablar interacciones intrincadas. —¿Y qué hay de sus actividades de forrajería y caza? — Vaddo dice que ni siquiera pudieron entrenarlos para trabajar en la estación. —Te demostraré a qué me refiero. Dominemos juntos su método. —¿Qué método? —El método básico. Conseguir suficiente comida. Ella mordió un bistec. Se trataba de un carnoso herbívoro local, procesado y «desgrasado para el exigente paladar urbano», como decía el folleto. Mascando con inusitada ferocidad, Dors lo miró. —De acuerdo. Si un pan es capaz de hacer algo, yo soy capaz de hacerlo mejor. Dors le hizo una seña como si fuera Sheelah. «Que comience la competición.» La tribu estaba forrajeando. Hari dejó que Yo-pan caminara y no trató de dominar las ondas emocionales que cruzaban la mente del pan. Había mejorado en ello, pero ante un repentino olor o ruido podía perder el control. Y guiar la tosca mente pan para una tarea complicada todavía era como mover una marioneta con hilos de goma. Sheelah/Dors le hizo una seña. «Por aquí.» Habían elaborado un código de pocos centenares de palabras, usando los dedos y gestos faciales, y sus pans parecían apañárselas bastante bien con ellos. Los pans tenían un lenguaje tosco que mezclaba los gruñidos, los movimientos de hombros y los gestos con dedos. Éstos tenían significados inmediatos, pero no en el sentido habitual de las oraciones. La mayoría sólo establecía asociaciones. «Árbol, fruta, vamos», dijo Dors. Se dirigieron hacia una promisoria arboleda, pero la corteza era demasiado resbaladiza. El resto de la tribu ni siquiera se había molestado. «Tienen conocimientos del bosque de los que nosotros carecemos», pensó Hari. «¿Qué hay allí?», le preguntó a Sheelah/Dors. Los pans treparon a unos túmulos, les echaron una ojeada y apartaron el lodo revelando un túnel diminuto. «Termitas», indicó Dors. Hari analizó la situación mientras los pans se reunían. Nadie parecía tener prisa. Sheelah le guiñó el ojo y se dirigió a un túmulo alejado. 214
Al parecer las termitas trabajaban fuera por la noche y bloqueaban las entradas al amanecer. Hari condujo al pan hasta un gran túmulo, pero ahora lo manejaba tan bien que las reacciones del pan eran débiles, Hari/Yo-pan buscó fisuras, protuberancias, huecos, apartó un poco de lodo pero no encontró nada. Otros pans descubrían túneles de inmediato. ¿Habían memorizado el centenar de túneles de cada túmulo? Al fin descubrió uno. Yo-pan no le ayudó. Hari podía controlarlo, pero así bloqueaba las fuentes de conocimiento profundo del pan. Los pans arrancaban diestramente las ramitas o las hojas de hierba que cubrían los túmulos. Hari los imitó. Sus ramitas y hierbas no servían. Las primeras eran demasiado flexibles, y cuando trató de seguirlas hasta un túnel, se derrumbaron. Pasó a otras más rígidas, pero estaban insertadas en las paredes del túnel, o se partían. Yo-pan aún no le . ayudaba. La situación era embarazosa. Ni siquiera los pans más jóvenes tenían problemas para coger los tallos o varas adecuados. Un pan cercano soltó una rama que parecía funcionar. Hari la recogió cuando el otro se alejó. Sintió que una angustia sorda nacía en Yo-pan, mezclando la frustración y la furia. Pudo saborear el afán de comer sabrosas y jugosas termitas. Se puso a trabajar, tironeando de las cuerdas emocionales de Yo-pan. Ese trabajo anduvo aún peor. Pensamientos vagos afloraron en Yo-pan, pero ahora Hari controlaba los músculos, y eso era lo peor. Pronto descubrió que era preciso insertar la rama unos diez centímetros, y mover la muñeca para penetrar en el sinuoso túnel. Luego tenía que hacerla vibrar. A través de Yo-pan comprendió que esto era para lograr que las termitas mordieran la rama. Al principio se demoró demasiado y cuando extrajo la rama le habían comido la mitad. Tuvo que buscar otra rama, y el estómago de Yo-pan gruñó. Los otros pans habían terminado de comer termitas mientras Hari aún buscaba el primer bocado. Los matices lo irritaban. Sacaba la rama demasiado pronto, sin moverla para eludir las curvas del túnel. Una y otra vez, al sacar la rama, descubrió que había dejado las sabrosas termitas en las paredes. La rama estaba llena de mordeduras, y pronto estuvo tan carcomida que tuvo que buscar otra. Las termitas estaban comiendo mejor que él. Al fin aprendió a hacerlo: una ágil flexión de la muñeca para extraer grácilmente las termitas arracimadas. Yo-pan las lamió ávidamente. A Hari le gustaron esos bocados, filtrados a través de las papilas del pan. Pero no eran muchos. Otros miembros de la tribu observaban su magra cosecha, ladeando la cabeza con curiosidad, y se sintió humi llado «Al demonio con esto», pensó. Hizo que Yo-pan girara para internarse en el bosque. Yo-pan se resistió, arrastrando los pies. Hari encontró una rama gruesa, la cortó el regresó al túmulo. Basta de perder el tiempo con ramitas. Asestó un fuerte golpe al túmulo. Cinco golpes más y había abierto un gran boquete. Cogió las termitas fugitivas por puñados. «Al cuerno con la sutileza», quería gritar. Trató de escribir una ñora para Dors en el polvo, pero con esas manos torpes le costaba formar letras. Los pans podían manipular una ramita para buscar comida, pepo no tenían talento para marcar una superficie. Desistió. Apareció Sheelah/Dors, llevando con orgullo una caña llena de termitas de vientre blanco. Eran las mejores, un manjar exquisito para los pans. «Yo mejor», indicó ella. Yo-pan se encogió de hombros, diciendo: «Yo cogí más.» Así que era un empate. Luego Dors le informó que en la tribu ahora era conocido como Palo Grande.
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El nombre le complacía inmensamente.
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Durante la cena se sentía eufórico y exhausto, sin ganas de conversar. Ser un pan parecía suprimir sus centros del habla. Necesitó cierto esfuerzo para preguntarle a Vaddo acerca de la tecnología de inmersión. Habitualmente aceptaba los tecnomilagros como rutina, pero para comprender a los pans necesitaba comprender cómo los experimentaba. —El dispositivo de inmersión le pone en medio de la circunvolu ción cingulada anterior del pan —dijo Vaddo durante el postre—. La «circunvolución», para abreviar. Es la principal región cortical del cerebro para comunicar las emociones y expresarlas a través de la acción —¿El cerebro? —preguntó Dors—. ¿Y qué hay del nuestro? —La misma configuración general —respondió Vaddo—. El cerebro de los pans es más pequeño. Hari se inclinó hacia delante, ignorando su humeante taza de kaff —¿La circunvolución no brinda control motor inmediato? —No, lo hemos intentado. Desorienta tanto al pan que cuando uno se ausenta él no logra recobrar la compostura. —Pues debemos ser más sutiles —dijo Dors. —En efecto. En los machos, la luz piloto siempre está encendida en neuronas que controlan la acción y la agresión... —¿Por eso son más proclives a la violencia? —preguntó Dors. —Eso creemos. Hay estructuras paralelas en nuestro cerebro. —¿De veras? ¿Neuronas masculinas? —preguntó Dors escépticamente. —Los machos humanos tienen niveles de actividad más elevada en el sistema límbico temporal, en zonas más profundas del cerebro... estructuras evolutivamente más antiguas. —¿Entonces por qué no ponerme en ese nivel? —preguntó Hari. —Colocamos los chips de inmersión en la zona de la circunvolución porque podemos llegar desde arriba, quirúrgicamente. La zona límbica temporal está mucho más abajo, y es imposible implantar el chip. Dors frunció el ceño. —Entonces los machos... —Son más difíciles de controlar. El profesor Seldon está conduciendo su pan desde el asiento trasero, como quien dice. —¿Y Dors conduce su ejemplar desde un centro de control que es más central en las hembras? —Hari miró a lo lejos—. ¡Yo sentía un impedimento físico! Dors sonrió burlonamente. —Tienes que jugar con los naipes que te tocan. —No es justo. —Palo Grande, la biología es destino. La tribu encontró fruta podrida y fue presa de un entusiasmo febril.
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El olor era repugnante y atractivo al mismo tiempo, y al principio Hari no entendió por qué. Los pans se lanzaron sobre esos bulbos azules y verdes, arrancando la piel, sorbiendo el zumo. Hari probó uno. El impacto fue inmediato. Lo invadió una cálida sensación de bienestar. Por supuesto... los esteres se habían convertido en alcohol. Los pans se estaban embriagando. «Permitió» que su pan los imitara. No tenía mucha opción en el asunto. Yo-pan gruñía y braceaba cuando Hari trataba de alejarlo del fruto. Y al rato Hari tampoco quiso alejarse. Decidió agarrar una buena borrachera. Últimamente se preocupaba demasiado, y a fin de cuentas esto era totalmente natural, ¿o no? Entonces apareció una manada de conaches, y perdió el control de Yo-pan. Vienen rápido. Corriendo a dos patas, sin ruido. Agitan las colas, hablando entre si. Cinco giran a la izquierda. Aislan a Esa. Grandote brama. Furtivo corre hacia el más próximo y lo ensarta con su rama. Yo arrojo piedras. Le acierto a uno. Grita y retrocede. Pero otros lo reemplazan. Arrojo piedras de nuevo y siguen viniendo y el polvo y los gritos son espesos y los otros tienen a Esa. La rasguñan con sus zarpas. La patean con sus afilados cascos. Tres de ellos se la llevan. Nuestras hembras corren, asustadas. Los guerreros nos quedamos . Combatimos. Gritando, arrojando, mordiendo cuando se acercan. Pero no podemos llegar a Esa. Se van. Corriendo con sus dos patas con cascos. Agitando las colas victoriosamente. Burlándose de nosotros. ' Nos sentimos mal. Esa era vieja y la amábamos. Las hembras regresan, nerviosas. Nos peinamos y sabemos que los dos-patas están comiendo a Esa. Grandote se acerca, trata de palmearme. Gruño. ¡Él es Grandote! Él debió haberlo impedido. Abre bien los ojos y me abofetea. Le devuelvo el golpe. Me da un puñetazo. Rodamos en el polvo. Mordiendo, aullando. Grandote es fuerte, y me choca la cabeza contra el suelo. Los demás guerreros nos miran sin intervenir. Él me aporrea. Siento dolor, me alejo. Grandote calma a los guerreros. Las hembras se acercan a presentar sus respetos a Grandote. Lo tocan, lo peinan, lo pal pan tal como a él le gusta. Él monta rápidamente a tres de ellas. Se siente muy Grandote. Yo me lamo las heridas. Sheelah viene a peinarme. Me siento mejor. Olvido los problemas. Pero no olvido la zurra que me dio Grandote. Frente a todos. Ahora siento dolor, mientras a Grandote lo peinan. Dejó que se llevaran a Esa. Él, Grandote, él debió detenerlos. Algún día saltaré sobre él. Sobre su espalda. Algún dia seré Más Grande. 12 217
—¿Cuándo te ausentaste? —preguntó Dors. —Cuando Orándote dejó de aporrearme... eh, de aporrear a Yo-pan. Estaban descansando junto a una piscina y los vertiginosos olores de la selva despertaban en Hari el afán de regresar allá, a los valles de polvo y sangre. Tiritó, aspiró el aire. La lucha había sido tan absorbente que no había tratado de marcharse, a pesar del dolor. La inmersión era hipnótica. . —Sé cómo te sientes —dijo Dors—. Es fácil identificarse totalmente. Yo dejé a Sheelah cuando se aproximaron esos conaches. Bastante escalofriante. —Vaddo dice que también derivan de la Tierra. Mucha superposición de ADN. Pero muestran indicios de manipulación reciente, tan grande como para convertirlos en depredadores. —¿Para qué los querrían los antiguos? —¿Intentarían descubrir nuestros orígenes? Ella lo sorprendió con su carcajada. —No todos tienen los mismos intereses que tú. —¿Entonces por qué? —Tal vez para usarlos como presa, para cazar. Un animal peligroso. —¿Cazar? El Imperio siempre ha estado lejos del primitivismo involutivo... —Estaba por pontificar sobre los progresos de la humanidad cuando comprendió que ya no creía en ello—. Mmm. —Siempre has pensado en la gente como cerebral. La psicohistoria no funcionará si no tiene en cuenta nuestro aspecto animal. —Me temo que nuestros peores pecados son exclusividad nuestra. —Hari no había pensado que estas experiencias le causarían tanta conmoción. Eso cambiaba su perspectiva. —En absoluto. Hay genocidio tanto entre los lobos como entre los pans. El asesinato es frecuente. Los patos y los orangutanes violan. Incluso las hormigas tienen guerra organizada y cacería de esclavos. Vaddo dice que los pans tienen tantas probabilidades de morir asesinados como los humanos. De todos los hitos humanos consagrados (el lenguaje, el arte, la tecnología y demás), el que procede más obviamente de los ancestros animales es el genocidio. —Vaddo te ha dado unas lecciones. —Era un buen modo de vigilarlo. —¿Más vale sospechar que curar? —Sí —concedió ella, sin dar más explicaciones. —Con suerte, pues, aunque seamos superpans, el orden y la co municación imperiales borran las distinciones entre grupos rivales. —¿Entonces? —Eso elimina el profundo impulso del genocidio. Ella rió de nuevo, pero esta vez le molestó. —No has comprendido muy bien la historia. Los grupos más pe queños aún se liquidan entre sí con gran deleite. En la zona Sagitario durante el reinado de Ornar el Empalador... —Admito que hay muchas tragedias en pequeña escala. Pero en 1¡ escala donde la psicohistoria podría funcionar, promediando pobta ciones de muchos billones de...
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—¿Por qué estás tan seguro de que los números constituyen un; protección? —preguntó ella incisivamente. —Hasta ahora... —El Imperio ha permanecido estático. —Una solución estable, en realidad. Equilibrio dinámico. —¿Y si ese equilibrio falla? —Bien... No tengo nada que decir. Ella sonrió. —Qué raro. —Mientras no tenga una teoría que funcione. —Una que pueda explicar la propagación del genocidio, si el Imperio se erosiona. Hari comprendió adonde iba Dors. —Estás diciendo que realmente necesito este aspecto «animal» d< los humanos. —Me temo que sí. Yo estoy entrenada para incluirlo. Ya. —¿Cómo? —preguntó él, intrigado. —No tengo tu visión de la humanidad. Las intrigas, las conspiraciones, Sheelah cogiendo más carne para su prole, Yo-pan queriendc eliminar a Grandote... esas cosas suceden en el Imperio, sólo que más disimuladas. —¿Y entonces? —Piensa en Vaddo. La otra noche comentó que estabas trabajando en una «teoría de la historia». —¿Y? —¿Quién se lo dijo? —No creo que yo... Ah, ¿crees que nos está evaluando? —Él ya lo sabe. —Tal vez se lo dijo la jefa de seguridad, después de pedir información sobre mí a la potentada académica. Ella le obsequió una sonrisa inescrutable. —Adoro tu ingenua manera de ver el mundo. Hari no sabía si era un cumplido o no. 13
Vaddo lo invitó a probar suerte con un deporte-combate que ofrecía la estación, y Hari aceptó. Era una esgrima con levitación por medio de elevadores electrostáticos. Hari era lento y torpe. Usar su propio cuerpo contra los rápidos movimientos de Vaddo le hacía añorar la seguridad y gracia de Yo-pan. Vaddo siempre empezaba con una postura tradicional: un pie adelante, la espada-picana trazando círculos en el aire. Hari a veces penetraba la defensa de Vaddo, pero habitualmente gastaba la energía del elevador eludiendo los embates de su rival. No lo pasaba tan bien como Vaddo. Aprendió ciertos detalles sobre los pans en compañía de Vaddo y recorriendo la vasta biblioteca de la estación. El hombre parecía inquieto cuando Hari hurgaba en los depósitos de datos, como si fuera el dueño y cualquier lector fuera un ladrón. Al menos eso le parecía a Hari. 219
Nunca había pensado demasiado acerca de los animales, aunque se había criado entre ellos en Helicón. Así llegó a sentir que también ellos tenían que ser comprendidos. Al verse en un espejo, un perro captaba su imagen como otro perro. Lo mismo sucedía con los gatos, los peces o los pájaros. Al cabo de un tiempo se habituaban a la inofensiva, muda e inodora imagen, pero no la veían como un reflejo de sí mismos. Los niños humanos necesitaban tener dos años de edad para ir más lejos. Los pans tardaban unos días en deducir que se estaban mirando a sí mismos. Luego se acicalaban desvergonzadamente, se estudiaban la espalda y trataban de cambiar de aspecto, usando hojas como sombreros y riéndose del resultado. Así que podían hacer algo que otros animales no hacían: salir de sí mismos y mirarse. Sin duda vivían en un mundo cargado de ecos y reminiscencias. Su jerarquía dominante era un registro petrificado de coerciones pasadas. Recordaban túmulos de termitas, árboles resonantes como tambores, lugares útiles donde caían grandes hojas de aguaesponja, o donde maduraba el grano. Incluyó todo esto en el modelo de psicohistoria pan que estaba preparando. Usó sus desplazamientos, rivalidades, jerarquías, patrones de alimentación, apareamiento y muerte, territorio, recursos y competencia tribal. Encontró un modo de incluir en sus ecuaciones el bagaje biológico de las conductas oscuras, incluso las peores, como el deleite en la tortura y el exterminio de otras especies en pos de ganancias a corto plazo. Todo eso existía entre los pans, igual que en el Imperio. En un baile de esa noche observó a la multitud con nuevos ojos. El coqueteo era un preludio del apareamiento. Podía verlo en los ojos chispeantes, los ritmos del baile. La cálida brisa que subía desde el valle traía olor a polvo, podredumbre, vida. Una inquietud animal impregnaba el salón. A Hari le gustaba bailar y Dors era una compañera deslumbrante esa noche. Pero no podía dejar de observar y analizar, descomponer el mundo en mecanismos. La plantilla no verbal que los humanos usaban para sus estrategias de atracción y aproximación parecía descender de un legado mamífero común, como había señalado Dors. Pensó en ello, observando a la gente de la barra. Una mujer atraviesa una habitación atestada, meciendo las caderas, posando la vista en un probable candidato, desviando la mirada en cuanto nota que él la mira. Una apertura estándar: «Fíjate en mí.» La segunda era «Soy inofensivo». Una mano con la palma hacia arriba en una mesa o rodilla. Un movimiento del hombro, derivado de un antiguo reflejo vertebrado, trasuntando desamparo. Eso podía combinarse con un ladeo de la cabeza, que revelaba la vulnerabilidad del cuello. Aparecían comúnmente cuando dos personas que sentían una atracción mutua entablaban su primera conversación, y todo era inconsciente. Eran gestos y movimientos subcorticales, que surgían desde abajo del neocórtex. ¿Dichas fuerzas moldeaban el Imperio más que las balanzas comerciales, las alianzas, los tratados? Observó a su propia especie tratando de verla con ojos de pan. Aunque las hembras humanas maduraban antes, no adquirían ese tosco vello corporal, los pómulos huesudos, la voz profunda ni la tez dura de los machos. Y por doquier las mujeres procuraban mantenerse jóvenes. Los fabricantes de cosméticos admitían sin reservas su papel básico: «No vendemos productos sino esperanza.»
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La competencia por los machos era incesante. Los machos pans a veces se turnaban con las hembras en el estro. Tenían testículos enormes, lo cual implicaba que la ventaja reproductiva favorecía a los machos que producían esperma suficiente para superar las aportaciones de sus rivales. Los machos humanos tenían testículos proporcionalmente más pequeños. Pero los humanos obtenían su venganza en lo que era importante. Todos los primates conocidos estaban emparentados genéticamente, aunque se habían separado como especies muchos millones de años atrás. En el tiempo medido en ADN, los pans estaban a seis millones de años de los humanos. Entre todos los primates, los humanos tenían los penes más largos. Le mencionó a Dors que sólo el cuatro por ciento de los mamíferos formaba vínculos de pareja, eran monógamos. Los primates estaban un poco más alto en la escala, pero no mucho. Las aves eran mucho mejores en eso. —No dejes que tanta biología se te vaya a la cabeza —suspiró ella. —Oh, no. No permitiré que llegue tan lejos. —¿Quieres decir que pertenece a una escala inferior? —Señora mía, tú serás quien juzgue eso. —Ah, tú y tu humor unidireccional. Esa noche tuvo una magnífica oportunidad para confirmar que, aunque no siempre era ideal ser humano, era muy divertido ser mamífero. 14
Pasaron un último día en inmersión, tomando el sol junto a un arroyo con sus pans. Le habían pedido a Vaddo que llevara la lanzadera el día siguiente y reservara un tránsito por agujero de gusano. Luego entraron en la cápsula de inmersión y se hundieron en un último ensueño. Hasta que Orándote comenzó a montar a Sheelah. Hari/Yo-pan se incorporó con aturdimiento. Sheelah le gritaba a Grandote. Lo abofeteó. Orándote había montado antes a Sheelah. Dors se había ausentado rápidamente, y su mente había regresado a su cuerpo. Ahora algo había cambiado. Yo-pan se aproximó y le hizo señas a Sheelah, quien le arrojaba guijarros a Grandote. «¿Qué?» Ella movió las manos rápidamente. «No puedo.» No podía ausentarse. Algo andaba mal en el módulo. Él podía regresar, avisarlos. Hari hizo el pase mental que le permitiría ausentarse. Nada. Intentó de nuevo. Sheelah arrojaba polvo y guijarros, alejándose de Grandote. Nada. No había tiempo para pensar. Hari se interpuso entre Sheelah y Grandote. El corpulento pan frunció el ceño. Su amigóte Yo-pan se interponía. Negándole una hembra. Grandote parecía haber olvidado el reto y la zurra del día anterior. 221
Se puso a bramar, con ojos grandes y blancos. Sacudió los brazos, apretó los puños. Hari inmovilizó a su pan. Necesitó gran fuerza de voluntad para calmarlo. Grandote movió el puño como un garrote. Yo-pan lo esquivó. Grandote erró. Era difícil controlar a Yo-pan, quien quería huir. Oleadas de miedo atravesaban la mente del pan, estrías amarillas en honduras negras. Grandote acometió, golpeando la espalda de Yo-pan. Hari sintió la sacudida, un dolor penetrante en el pecho. Tropezó, cayó con fuerza. Grandote aulló triunfalmente. Elevó los brazos al cielo. Hari notó que Grandote se le subiría encima. Le pegaría de nuevo. De pronto sintió un odio profundo. Desde ese rojo hervor sintió que podía controlar mejor a Yo-pan. No sólo lo conducía sino que se sentía dentro de él, sentía su temor rojo y su furia de hierro. La ira de Yo-pan se sumó a la de Hari. Las dos formaron un concierto, y el furor se acrecentó como reflejándose en paredes duras. Aunque no fuera la misma clase de primate, conocía a Yo-pan. Ninguno de los dos aguantaría otra zurra. Y Orándote no conseguiría a Sheelah/Dors. Rodó a un costado. Orándote golpeó el suelo, errándole. Yo-pan se incorporó y pateó a Orándote en las costillas. Una, dos veces. Luego en la cabeza. Jadeos, gritos, polvo, guijarros. Sheelah todavía los bombardeaba a ambos. Yo-pan temblaba con hirviente energía y retrocedió. Orándote sacudió la cabeza sucia de polvo. Se arqueó y se incorporó con robusta elegancia, contrayendo el rostro. Abrió los ojos, blancos y rojos. Yo-pan ansiaba huir. Sólo la furia de Hari lo mantenía en su sitio. Pero era un equilibrio estático de fuerzas. Yo-pan parpadeó mientras Orándote acometía, aunque con cautela después de los golpes que había recibido. «Necesito alguna ventaja», pensó Hari, mirando en torno. Podía pedir aliados. Furtivo caminaba nerviosamente en las cercanías. Algo le dijo a Hari que esa estrategia no era la indicada. Furtivo aún era el lugarteniente de Orándote. Sheelah era demasiado menuda para cambiar las cosas. Miró a los demás pans, que parloteaban ansiosamente. Tomó una decisión. Recogió una piedra. Orándote gruñó de sorpresa. Los pans no se atacaban con piedras. Las piedras sólo eran para repeler invasores. Estaba infringiendo un código social. Orándote aulló, hizo señas a los demás, golpeó el suelo, resopló. Luego acometió. Hari arrojó la piedra. Orándote recibió la pedrada en el pecho, cayó. Orándote se incorporó, más furioso que antes. Yo-pan retrocedió, ansiando correr. Hari sintió que perdía el control, y vio otra piedra. Un tamaño adecuado, a dos pasos de distancia. Dejó que Yo-pan girase para huir, lo detuvo ante la piedra. Yo-pan no quería agarrarla. El pánico lo dominaba. Hari derramó su furia en el pan, le obligó a bajar los brazos. Las manos cogieron la piedra. La mera furia hizo que Yo-pan se volviera para enfrentar a Orándote, que lo perseguía. Para Hari, el brazo de Yo-pan se alzó en un movimiento dolorosamente lento. Se arqueó para darle impulso. La piedra le pegó a Orándote en la cara.
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Orándote se tambaleó. La sangre le cubrió los ojos. Yo-pan sintió ese olor ferroso, y el pegajoso olor de la furia. Hari obligó al trémulo Yo-pan a agacharse. Había otras piedras en las cercanías, preparadas por las hembras para cortar hojas de las ramas. Recogió una que tenía un borde dentado. Orándote sacudió la cabeza, aturdido. Yo-pan miró los rostros graves de su tribu. Nadie había usado una piedra contra un miembro de la tribu, y menos contra Orándote. Las piedras eran para los Extraños. El silencio se prolongó. Los pans no se movían. Orándote miraba incrédulamente la sangre que le salpicaba la mano abierta. Yo-pan avanzó y alzó la piedra afilada, el filo hacia fuera. Un filo tosco pero hiriente. Orándote agitó las fosas nasales y atacó. Yo-pan movió la piedra en el aire, rozando la mandíbula de Orándote. Orándote abrió los ojos. Resopló, jadeó, arrojó polvo, aulló. Yo-pan se quedó donde estaba, piedra en mano. Orándote continuó exhibiendo su furia un largo rato, pero no atacó. La tribu observaba con intenso interés. Sheelah se acercó a Yo-pan. Habría ido contra el protocolo que una hembra participara en los ritos masculinos de dominación. El movimiento de Sheelah indicaba que la confrontación habia terminado. Pero Furtivo no quería saber nada de eso. Aulló, golpeó el suelo y se puso junto a Yo-pan. Hari se sorprendió. Con Furtivo quizá pudiera resistir contra Orándote. No era tan tonto como para creer que ese enfrentamiento apaciguaría a su enemigo. Habría otros desafíos y tendría que luchar. Furtivo sería un aliado útil. Notó que estaba pensando con la lenta y muda lógica de Yo-pan. Daba por sentado que la busca de poder jerárquico era un factor dado, el gran objetivo de su vida. Esta revelación lo sorprendió. Sabía que estaba fusionándose con la mente de Yo-pan, controlando algunas funciones de abajo para arriba, internándose en la profunda circunvolución. No se le había ocurrído que el pan se fusionara con él. ¿Estaban desposados en una intrincada maraña donde la mente y el yo se dispersaban? Furtivo estaba junto a él, mirando de hito en hito a los demás pans, sacando pecho. Yopan se sentía igual, clavado en el instante. Hari comprendió que tendría que hacer algo, romper el ciclo de dominio y sumisión que gobernaba a Yo-pan en el nivel neurológico profundo. Se volvió a Sheelah. «Sal», indicó. «No. No.» Ella arrugó el rostro pan con angustia. «Márchate.» Él señaló la arboleda, la señaló a ella, se señaló a sí mismo. Ella extendió las manos en un gesto de impotencia. Era exasperante. Tenía tanto que decirle y debía expresarlo con unos pocos signos. Parloteó con voz aguda, procurando en vano que los labios y el paladar del pan formaran palabras. Era inútil. Lo había intentado antes, pero ahora lo ansiaba con todas sus fuerzas y el equipo no funcionaba. No podía funcionar. La evolución había modelado el cerebro y las cuerdas vocales paralelamente. Los pans se acicalaban, las personas hablaban. Dio media vuelta y comprendió que se había olvidado de que Orándote lo miraba con furia. Furtivo montaba guardia, confundido ante el repentino desinterés de su nuevo líder, y ante el hecho de que le hiciera gestos a una mera hembra.
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Hari se irguió cuanto pudo y movió la piedra. Esto produjo el efecto deseado. Orándote retrocedió un palmo, y el resto de la tribu se aproximó. Hari obligó a Yo-pan a avanzar audazmente. A estas alturas no requería gran esfuerzo, pues Yo-pan estaba disfrutando muchísimo del momento. Orándote se echó atrás. Las hembras se apartaban de Orándote y se aproximaban a Yopan. «Si tan sólo pudiera dejarlo en manos de las hembras», pensó Hari. Trató de ausentarse de nuevo. Nada. El mecanismo de la estación no funcionaba. Y algo le decía que no iban a repararlo. Le entregó la piedra afilada a Furtivo. El pan pareció sorprendido, pero la aceptó. Hari esperaba que el simbolismo del gesto fuera comprendido, porque no tenía tiempo que perder en política pan. Furtivo alzó la piedra, miró a Yo-pan, gritó con voz tonante y triunfal. Hari se alegró de que Furtivo distrajera a la tribu. Cogió a Sheelah del brazo y la condujo a la arboleda. Nadie los siguió. Sintió alivio. Si otro pan los hubiera perseguido, habría confirmado sus sospechas. Vaddo podía seguirle el rastro. Luego recordó que la ausencia de pruebas no es prueba de ausencia. 15
Los humanos llegaron rápidamente, con estruendo. Hacía rato que él y Sheelah estaban en los árboles. A petición de Hari se habían alejado unos kilómetros de la tribu. Yo-pan y Sheelah mostraban creciente angustia al separarse de los suyos. Se sobresaltaban ante cada movimiento sospechoso. Eso era natural, pues los pans aislados eran mucho más vulnerables. El aterrizaje de los humanos no ayudó. «Peligro», indicó Hari, cubriéndose una oreja para aludir al ruido de los deslizadores que aterrizaban. «¿Adonde vamos?», preguntó Sheelah. «Lejos.» Ella negó con la cabeza. «Quedémonos aquí. Ellos se encargarán de nosotros.» Eso harían, en efecto, pero no en el sentido en que quería decir Dors. Hari la interrumpió bruscamente, sacudiendo la cabeza. «Peligro.» Nunca se habían propuesto comunicar ideas complejas con sus señas y ahora él se sentía trabado, incapaz de comunicar sus sospechas. Hari se pasó la mano por la garganta. Sheelah frunció el ceño. Él se agachó y obligó a Yo-pan a coger una rama. Antes no había logrado que Yo-pan escribiera, pero ahora lo impulsaba la necesidad. Lentamente logró que las toscas manos dibujaran las letras. En el blando légamo escribió NOS QUIEREN MATAR. Sheelah parecía desconcertada. Tal vez Dors actuaba bajo el supuesto de que la imposibilidad de ausentarse era un error temporal, pero había durado demasiado para eso. El ruidoso aterrizaje confirmaba la corazonada de Hari. Un equipo común no habría perturbado tanto a los animales. Y nadie iría a buscarlos directamente. Repararían el dispositivo de inmersión, donde estaba el verdadero problema. 224
NOS RETIENEN AQUÍ, MATAN PANS, NOS MATAN. CULPAN A LOS ANIMALES. Tenía buenos motivos para recelar. La lenta acumulación de detalles en la conducta de Vaddo. Sospechas, cuando menos, sobre la oficial de segundad. El tiktok de Dors impediría a la oficial controlar los cerrojos de las cápsulas de inmersión, y rastrear la señal que las cápsulas enviaban a Yo-pan y Sheelah. Así que estaban obligados a internarse en el bosque. Dejarlos morir en un «accidente» durante la inmersión quizá les permitiera eludir una investigación. Los humanos seguían desplazándose ruidosamente, y eran suficientes como para respaldar su teoría. Sheelah entornó los ojos, frunció el entrecejo. Apareció Dors la defensora. «¿Adonde?», preguntó Sheelah. Él no tenía señas para una idea tan abstracta, así que garrapateó con la rama, LEJOS. De hecho, no tenía un plan. VERIFICARÉ, escribió ella en la tierra. Se dirigió hacia el ruido de los humanos que se desplegaban en el valle. Para un pan esa algarabía era irritante. Hari no permitiría que ella se perdiera de vista. Ella le indicó que retrocediera, pero él la siguió obstinadamente. El matorral les dio refugio mientras echaban un vistazo al grupo que había aterrizado. Estaban formando una línea a pocos cientos de metros, rodeando la zona donde se encontraba la tribu. ¿Por qué? Hari entornó los ojos. La visión pan no era buena para las distancias. Los humanos habían sido cazadores, y uno podía distinguirlo tan sólo por los ojos. Ahora casi todos necesitaban adminículos artificiales a los cuarenta años. O bien la civilización maltrataba los ojos, o bien los humanos de la prehistoria no habían vivido el tiempo suficiente para que los problemas oculares los privaran de su presa. Cualquiera de ambas conclusiones era desalentadora. Los dos pans observaron a los humanos, y entre ellos Hari vio a Vaddo. Todos llevaban armas. Por debajo del miedo sintió algo fuerte y oscuro. Yo-pan temblaba, observando a los humanos con temor reverente. Los humanos parecían increíblemente altos a lo lejos, desplazándose con majestuosa y oscilante elegancia. Hari flotaba por encima de esa oleada de emoción, combatiendo sus poderosos efectos. El respeto por esas figuras distantes surgía del borroso pasado del pan. Eso lo sorprendió hasta que pensó en ello. A fin de cuentas, los animales eran criados y adiestrados por adultos mucho más listos y fuertes. La mayoría de las especies era como los pans, preparadas por la evolución para funcionar en una jerarquía de predominio. El respeto favorecía la adaptación. Cuando se topaban con altivos humanos dotados de poderes abrumadores, capaces de repartir castigos y recompensas —literalmente, vida y muerte—, algo semejante al fervor religioso despertaba en ellos. Borroso, pero fuerte. Encima de esa emoción cálida y tropical flotaba la satisfacción de la mera existencia. Ese pan era feliz de ser un pan, aun cuando viera a una criatura superior en poder y pensamiento. «Irónico», pensó Hari. Su pan acababa de refutar la idea de que los humanos eran los únicos animales que tenían la autocomplacencia de felicitarse por pertenecer a su especie. Abandonó sus abstracciones. Muy humano, meditar en medio de un peligro mortal. 225
NO PUEDEN ENCONTRARNOS ELECTRÓNICAMENTE, garrapateó en la arena. TAL VEZ A POCA DISTANCIA, escribió Dors. Los primeros disparos los sobresaltaron. Los humanos habían encontrado a la tribu pan. Los gritos de miedo se mezclaron con los ásperos ladridos de los fulminadores. «Vamos, vamos», indicó él. Sheelah asintió y treparon rápidamente. Yo-pan temblaba. El pan estaba profundamente asustado. También estaba triste. Reacio a abandonar la presencia de los reverenciados humanos, arrastraba los pasos. 16 Patrullaban al estilo pan. Él y Dors dejaron que sus niveles básicos se hicieran cargo, partes del cerebro expertas en movimiento silencioso, alertas a cada ramita. Cuando dejaron atrás a los humanos, los pans se volvieron aún más cautos. Tenían pocos enemigos naturales, pero el tenue olor de un solo depredador cambiaba la percepción del bosque. Yo-pan trepó a árboles altos y pasó horas escudriñando el descampado antes de aventurarse. Evaluó excrementos, huellas, ramas torcidas. Descendieron por la larga cuesta del valle y permanecieron en la selva. Hari sólo había echado un vistazo al gran mapa de color de la zona que todos los huéspedes recibían, y le costaba recordarlo bien. Al fin reconoció una cumbre distante con forma de pico y recobró el ánimo. Dors localizó un arroyo que desembocaba en el río principal y eso los ayudó, pero aún ignoraban cómo llegar a la estación de excursiones y a qué distancia estaban. «¿Por allá?», preguntó Hari, señalando el risco. «No. Allá», insistió Dors. «Lejos, no.» «¿Por qué?» Lo peor era que no podían hablar. Hari no sabía con certeza si la tecnología de inmersión funcionaba mejor a corta distancia, quizá menos de cien kilómetros. Y tenía sentido mantener a los sujetos a poca distancia. Por cierto Vaddo y los demás habían llegado rápidamente a la tribu. «Aquí», insistió. «No.» Dors señaló valle abajo. «Tal vez allá.» Ojalá Dors entendiera la idea general. Sus señas eran escasas y él sentía una creciente irritación. Los pans tenían sensaciones fuertes, pero eran muy limitados. Yo-pan lo expresaba moviendo ramas y piedras, colgándose de troncos. Eso no ayudaba mucho. La necesidad de hablar era como una presión que él no podía aliviar. Dors también la sentía. Sheelah rezongaba, presa de la frustración. Por debajo de su mente, Hari sentía la humeante presencia de Yo-pan. Nunca habían estado tanto tiempo juntos y la urgencia crecía entre los dos sistemas mentales conectados. Ese inestable matrimonio revelaba crecientes tensiones. «Siéntate. Quieta», Dors obedeció. Él se llevó la mano a la oreja. 226
«¿Vienen los malos?» No. Escucha. Hari señaló a Sheelah, que no comprendió. Garrapateó en el polvo: APRENDE DE LOS PANS. Sheelah abrió la boca y asintió. Se agazaparon a la sombra de arbustos espinosos y escucharon los ruidos de la selva. Oyeron correteos y murmullos. El polvo colgaba en franjas de luz oblicuas, derramándose en estrías amarillas desde la techumbre de la selva. Del suelo manaban olores, mensajeros químicos que indicaban a Yo-pan potenciales alimentos, un mullido légamo para descansar, corteza para mascar. Hari elevó la cabeza de Yo-pan para escudriñar el valle, meditando, y sintió una resonancia. Para Yo-pan el valle tenía un sentido que trascendía las palabras. Su tribu lo había impregnado de emociones y asociaciones: grietas donde un amigo había caído y perecido, sitios donde habían encontrado frutas, o donde se toparon con dos grandes felinos y los combatieron. Era un paisaje intrincado y pictórico de sentido, el mecanismo pan del recuerdo. Hari urgió a Yo-pan a pensar en lo que había más allá del risco y la respuesta fue una angustia difusa. Presionó sobre ese núcleo, y una imagen afloró en la mente de Yo-pan, orlada de miedo. Una mole rectangular se perfiló contra el cielo. La estación de excursiones. «Allá», le señaló a Dors. Yo-pan tenía recuerdos simples, fuertes y temerosos de ese lugar. Allí habían llevado a los miembros de su tribu para instalarles los implantes que permitían la inmersión antes de devolverlos a su territorio. «Lejos», dijo Dors. «Vamos.» «Duro. Lento.» «Si nos quedamos aquí, nos atraparán.» Dors lo miró con escepticismo. «¿Luchar?» Preguntaba si lucharían contra Vaddo allí o una vez que llegaran a la estación. «Aquí no. Allá.» Dors frunció el ceño pero aceptó. Hari no tenía un plan, sólo la idea de que Vaddo no esperaba pans en la estación. Entonces él y Dors contarían con el elemento sorpresa. Cómo, no tenía ni idea. Se estudiaron, tratando de ver al otro en un rostro extraño. Ella se acarició el lóbulo de la oreja, el gesto de Dors para calmarse. Hari sintió un cosquilleo, pero no supo qué decir. Ese momento resumía la desesperanza de la situación. Era evidente que Vaddo intentaba matar a Hari y Dors a través de Yo-pan y Sheelah. ¿Qué sería de sus cuerpos? La conmoción de experimentar la muerte a través de la inmersión podía resultar fatal. Sus cuerpos sufrirían un shock neurológico y nunca recobrarían la conciencia. Vio una lágrima en la mejilla de Sheelah. Ella sabía que la situación era muy delicada. Él la cogió en sus brazos y, mirando las montañas, se sorprendió de encontrar lágrimas en sus propios ojos. 17
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No había pensado en el río. Había pensado, sí, en hombres y animales. Descendieron hacia las caudalosas aguas, donde el bosque brindaba protección y el arroyo se ensanchaba, presentando el vado más transitable. Pero era imposible nadar en el torrentoso río que atravesaba el valle. Mejor dicho, era imposible para Yo-pan. Hari había obligado a su pan a avanzar, deteniéndose cuando los músculos temblaban o cuando se orinaba encima de ansiedad. Dors tenía problemas similares, y eso los demoraba. Una noche en la enramada calmó a los dos pans, pero a media mañana los síntomas de estrés regresaron cuando Yo-pan metió un pie en el río. Corrientes frescas y rápidas. Yo-pan retrocedió aullando hacia la angosta playa. «¿Vamos?», preguntó Dors/Sheelah. Hari calmó a Yo-pan y trataron de que nadara. Sheelah estaba menos atemorizada. Hari sondeó las pantanosas honduras de la memoria de Yo-pan y encontró un nudo de angustia centrado en el vago recuerdo de haber estado a punto de ahogarse cuando era pequeño. Cuando Sheelah lo ayudó, vaciló y se apartó del agua. «Vamos.» Sheelah agitaba los brazos y sacudía la cabeza con furia. Hari supuso que tenía recuerdos bastante claros del río, y que no había cruces más fáciles que ése. Se encogió de hombros, alzó las manos. Una manada de gigantílopes pastaba en las cercanías y algunos cruzaban el río en busca de mejor hierba. Mecían la cabeza como burlándose de los pans. El río no era profundo, pero para Yo-pan era una muralla. Hari, atrapado por el temor de Yo-pan, se enfurecía en vano. Sheelah se paseaba por la costa. Rezongaba y miraba el cielo, entornando los ojos. Movió la cabeza sobresaltada. Hari siguió su mirada. Un deslizador descendía hacia ellos. Yo-pan corrió hacia la arboleda, y llegó poco antes que Sheelah. Por suerte la manada de gigantílopes distrajo al deslizador. Se acurrucaron en las matas mientras la máquina zumbaba volando en círculos Hari tuvo que aplacar la creciente aprensión de Yo-pan visualizando escenas de paz y quietud mientras él y Sheelah se peinaban. Al fin el deslizador se alejó. Ahora tendrían que ser cautos. Buscaron fruta. Hari se devanaba los sesos en vano, sintiendo una amarga depresión. Estaba apresado en una trampa, un peón en la política imperial. Peor aún, Dors también había caído en ella. Él no era hombre de acción. «Ni pan de acción», pensó agriamente. Mientras llevaba racimos de fruta madura hacia la orilla, oyó ruidos crepitantes. Se agazapó y avanzó cuesta arriba, eludiendo los ruidos. Sheelah estaba arrancando ramas de los árboles. Cuando él se acercó, ella agitó la mano con impaciencia, un gesto común entre los pans, muy semejante a uno humano. Sheelah había alineado una docena de ramas gruesas en el suelo Se aproximó a un árbol esquelético y le arrancó largas tiras de corteza. El ruido inquietaba a Yo-pan. Los depredadores sentirían curiosidad. Escudriñó la selva, atento al peligro. Sheelah se le acercó, le abofeteó la cara para llamarle la atención. Escribió en el suelo con una rama: BALSA. Hari comprendió al fin. Desde luego. ¿La inmersión lo había idiotizado? ¿El efecto se acentuaba con el tiempo? Aunque saliera de ésta, ¿sería el mismo? Muchas preguntas, ninguna respuesta. Decidió olvidarlas y ponerse a trabajar. Ataron ramas con tiras de corteza y usaron dos pequeños árboles caídos para sujetar el borde de la balsa. Sheelah hizo señas para indicar cómo la empujarían. Primero, un calentamiento. A Yo-pan le agradaba sentarse en la 228
balsa en el matorral. Al parecer aún no comprendía el propósito de la balsa. Yo-pan se desperezó sobre la cubierta y miró las copas de los árboles que se mecían en el viento cálido. Llevaron la tosca balsa hasta el río después de otra sesión de peinado. El cielo estaba lleno de aves, pero no se veían deslizadores. Se dieron prisa. Yo-pan se resistió a abordar la balsa cuando la pusieron en el agua, pero Hari evocó recuerdos llenos de calidez, con lo cual calmó el acelerado corazón del pan. Yo-pan se sentó con desconfianza en las ramas. Sheelah empujó. Pronto el río los arrastró corriente abajo. Yo-pan se alarmó. Hari obligó a Yo-pan a cerrar los ojos. Eso le calmó la respiración, pero la angustia titilaba en la mente del pan como relámpagos antes de una tormenta. El vaivén de la balsa ayudó, pues obligó a Yo-pan a concentrarse en su estómago revuelto. Abrió los ojos cuando un tronco flotante chocó contra la balsa, pero la vertiginosa visión del agua lo convenció de cerrarlos de inmediato. Hari quería ayudar, pero el martilleo del corazón de Yo-pan le advertía que el pánico estaba cerca. Ni siquiera veía qué hacía Dors. Tuvo que permanecer a ciegas mientras ella impulsaba la balsa. Ella jadeaba entrecortadamente, procurando mantener un rumbo. Hari sintió la salpicadura de la espuma. Yo-pan temblaba, gemía, movía los pies como para correr. Una sacudida. El jadeo de Sheelah se interrumpió con un gorgoteo y Hari notó que la balsa giraba en corrientes más fuertes. Sintió náuseas. Yo-pan se levantó torpemente, abrió los ojos. Aguas arremolinadas, balsa inestable. Miró abajo. Las ramas se estaban separando. El pánico lo dominó. Hari trató de evocar imágenes tranquilizadoras, pero los vientos del terror las disiparon. Sheelah nadaba detrás de la balsa, cobrando velocidad. Hari obligo a Yo-pan a mirar hacia la costa, pero el pan se puso a aullar y patear la balsa, buscando un lugar estable. Era inútil. Las ramas se liberaron de sus ligaduras y el agua helada invadió la cubierta. Yo-pan gritó, saltó, cayó, rodó, se incorporó. Hari desistió de controlarlo. La única esperanza consistía en encontrar el momento apropiado. La balsa se partió en dos y su mitad giró hacia la izquierda. Yo-pan se alejó del borde y Hari reforzó ese impulso. En dos brincos obligó al pan a saltar al agua, y dirigirse hacia la orilla. El pánico dominó a Yo-pan por completo. Hari dejó que braceara y pataleara, pero dándole el impulso adecuado. Él sabía nadar, Yo-pan no. Los pataleos mantenían la cabeza de Yo-pan fuera del agua. Incluso logró avanzar un poco. Hari se concentró en esos movimientos convulsivos, ignorando el agua helada. Y entonces Sheelah lo alcanzó. Lo cogió del pescuezo y lo empujó hacia la costa. Yo-pan trató de forcejear, de treparse sobre ella. Sheelah le pegó en la mandíbula. Yo-pan jadeó. Ella lo empujó hacia la orilla. Yo-pan estaba aturdido, lo cual permitió a Hari mover las patas con fuerza. Trabajó en ello en medio de la agitación y los gorgoteos, los jadeos del pecho. Al cabo de una eternidad, sintió guijarros bajo los pies. Yo-pan subió por su cuenta a la playa pedregosa. Hari dejó que el pan se masajeara y bailara para calentarse. Sheelah emergió empapada y exhausta, y Yo-pan la estrechó en sus agradecidos brazos. 18 229
Caminar era trabajoso y Yo-pan se resistía. Hari quería obligar al pan a cubrir terreno, pero ahora debían ascender por difíciles gargantas, algunas musgosas y escabrosas. Avanzaron penosamente cuesta arriba. Los pans olfateaban rastros de animales, lo cual ayudaba un poco. Yo-pan se paraba a menudo para comer, o para mirar ociosamente a lo lejos. Suaves pensamientos volaban como mariposas por la brumosa mente, flotando sobre líquidos flujos emocionales que se arremolinaban con su propia pulsación. Los pans no estaban configurados para proyectos largos. Andaban despacio. Llegó la noche y tuvieron que trepar a los árboles, cogiendo fruta en el camino. Yo-pan durmió, pero Hari no. No podía. Ellos corrían tanto peligro como los pans, pero las obtusas mentes que él y Dors manipulaban siempre habían vivido así. Para los pans, la noche selvática era una muda lluvia de información, procesada mientras dormían. Sus mentes asociaban los sonidos con cosas familiares que no los amenazaban. Hari desconocía las sutiles señales del peligro y así confundía cada I susurro y temblor en las ramas con una amenaza. El sueño lo dominó contra su voluntad. Al romper el alba, Hari despertó con una culebra al lado. Se enroscaba como una soga verde en torno de una rama descendente, disponiéndose a atacar. Lo miró y Hari se tensó. Yo-pan despertó de su profundo sueño. Vio la culebra, pero no reaccionó con un sobresalto, como temía Hari. Transcurrió un largo instante y Yo-pan parpadeó una sola vez. La serpiente se quedó inmóvil y Yo-pan también, a pesar de su agitación. Al fin la serpiente se desenroscó y se alejó, cerrando el tácito diálogo. Yo-pan era una presa improbable, y la serpiente verde no tenía buen sabor y no merecía la pena. Cuando Sheelah despertó, bajaron a un arroyo para beber, juntando hojas e insectos en el camino. Ambos pans se arrancaban gordas y negras sanguijuelas que se les habían adherido durante la noche. Esos gruesos gusanos daban náuseas a Hari, pero Yo-pan se los quitaba sin inmutarse, tal como Hari se hubiera atado los cordones de los zapatos. Por suerte, Yo-pan no los comía. Bebió y Hari comprendió que el pan no sentía necesidad de lavarse. Normalmente Hari se vaporizaba dos veces por día, antes del desayuno y antes de la cena, y se sentía incómodo si transpiraba, típico meritócrata. Aquí usaba cómodamente ese cuerpo velludo. ¿Sus frecuentes limpiezas eran una medida de salud, como el peinado de los pans? ¿O un hábito refinado de la civilización? Recordaba vagamente que en su infancia de Helicón había pasado días de dichoso y sudoroso placer y le disgustaban los baños y las duchas. Yo-pan lo devolvía a esa sencillez, a sus anchas en el mugriento mundo. Su comodidad no duró demasiado. Avistaron conaches cuesta arriba. Yo-pan había captado el olor, pero Hari no tenía acceso a la parte del cerebro pan que asociaba olores con imágenes. Sólo notó que algo turbaba a Yo-pan, que frunció la nariz nudosa. Al verlos a corta distancia se sobresaltó.
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Las gruesas ancas los impulsaban en vivas zancadas. Las cortas batas delanteras terminaban en zarpas afiladas. Las cabezotas eran pura dentadura, filosa y blanca sobre ojos entornados y penetrantes Una pelambre parda y espesa los cubría, convirtiéndose en matorral en la gruesa cola que usaban para equilibrarse. Días antes, desde el refugio de un árbol alto, Yo-pan los había visto desgarrar y devorar los blandos tejidos de un gigantílope en la pradera. Éstos llegaban olfateando, avanzando cuesta abajo en hilera, cinco en total. Sheelah y Yo-pan temblaron al verlos. El viento los favorecía, así que se retiraron en silencio. Allí no había árboles altos, sólo matas y arbustos. Hari y Sheelah escaparon cuesta abajo hasta llegar a un claro. Yo-pan sintió el tenue aroma de otros pans, desde más allá del claro. Hari hizo una seña, «Vamos». Al mismo tiempo estalló un coro a sus espaldas. Los conaches habían detectado el olor. Sus jadeantes gruñidos resonaron en los matorrales. Cuesta abajo había menos refugios, pero más allá había árboles más grandes. Podían trepar allí. Yo-pan y Shellah cruzaron el claro a la carrera, a cuatro patas, pe ro no eran rápidos. Los rugientes conaches los persiguieron. Hari entro en la arboleda y se topó con una tribu pan. Los sorprendidos pans parpadearon. Hari aulló incoherencias, preguntándose cómo se comunicaría Yo-pan con ellos. El macho más grande giró, desnudó los dientes y bramó. La tribu respondió aullando y cogiendo ramas y piedras para arrojárselos a Yo-pan. Un guijarro le pegó en la barbilla, una rama en el muslo. Huyó, precedido por Sheelah. Los conaches acometían desde el claro, con piedras afiladas en las zarpas. Se veían grandes y macizos, pero se detuvieron al oír los chillidos que venían de la arboleda. Yo-pan y Sheelah entraron en el claro seguidos por los pans. Los conaches se pararon en seco. Los pans vieron a los conaches, pero no se detuvieron. Continua ron la persecución con júbilo sanguinario. Los conaches se quedaron petrificados, moviendo turbadamente las zarpas. Hari comprendió lo que sucedía y cogió una rama al correr, previniendo a Sheelah. Ella lo vio y lo imitó. Hari corrió hacia los conaches, agitando la rama. Era una rama vieja y retorcida, inservible, pero se veía grande. Hari quería parecer la vanguardia de todo un ataque. En la creciente polvareda y el caos general, los conaches vieron una gran partida de pans airados saliendo del bosque. Huyeron. Corrieron chillando hacia los árboles. Yo-pan y Sheelah los siguieron, en el límite de sus fuerzas. Cuando Yo-pan llegó a los primeros árboles, miró hacia atrás y los pans se habían detenido sin dejar de gritar. Le hizo una seña a Sheelah, «Adelante». Cortaron camino en un ángulo abrupto, yendo colina arriba. 19
Yo-pan necesitaba comida y descanso, al menos para impedir que su corazón diera un respingo ante cada ruido. Sheelah y Yo-pan se abrazaban en lo alto de un árbol, arrullándose y miniándose.
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Hari necesitaba tiempo para pensar. Los autoservidores mantenían sus cuerpos con vida en la estación. El tiktok de Dors defendería los cerrojos, ¿pero cuánto tardaría la oficial de seguridad en vencerlo? Sería inteligente permitirles permanecer aquí, en peligro, diciendo al resto del personal que esos dos extravagantes turistas querían una inmersión realmente larga. Que la naturaleza se encargara del problema. Sus reflexiones hicieron temblar a Yo-pan, así que cambió de modalidad. Era mejor pensar en abstracto. Aquí había muchas cosas que requerían comprensión. Sospechaba que los antiguos que habían llevado pans, gigantílopes y otros animales habían manipulado a los conaches, para ver si podían convertir un distante pariente de los primates en algo semejante a los humanos. Un objetivo perverso, pensó Hari, pero creíble. A los científicos les encantaba manipular. Habían llegado a cazar en manada, pero los conaches no tenían más herramientas que piedras toscamente afiladas, que en ocasiones usaban para cortar la carne que habían cazado. Dentro de millones de años, bajo la presión evolutiva, podían ser tan inteligentes como los pans. ¿Entonces qué especie se extinguiría? En ese momento no le importaba demasiado. Había sentido rabia cuando los pans —su propia especie— los atacaron, a pesar de la aparición de los conaches. ¿Por qué? El asunto le preocupaba, pues allí había algo que debía comprender. La psicohistoria debía abordar esos impulsos fundamentales. La reacción de los pans evocaba embarazosamente miles de episodios de la historia humana. Odio al forastero. Tenía que estudiar esa turbia verdad. Los pans se desplazaban en grupos pequeños, desconfiando de los forasteros, procreando dentro de su modesto círculo de pocas docenas. Eso implicaba que todo rasgo genético emergente se legaría rápidamente a todos los miembros, por endogamia. Si esto contribuía a la supervivencia, el azar lo seleccionaría para la supervivencia de esa banda. Bien. Pero el rasgo no debía diluirse. Una tribu de expertos en arrojar piedras sería engullida si se sumaba a un grupo de varios centenares. El contacto obligaría a procrear fuera del clan original. Con la exogamia, el legado genético se diluía. El truco consistía en lograr un equilibrio entre los accidentes de la genética en grupos pequeños y la estabilidad de los grupos grandes. Una tribu con suerte podía tener genes afortunados, rasgos que congeniaran con el próximo desafío que planteara un mundo cambiante, Les iría bien. Pero si esos genes no se legaban a muchos pans, ¿qué importaba? Con una pequeña dosis de exogamia, el rasgo se legaba a otras bandas. Con el curso del tiempo, otros lo heredaban. Se difundía. Ello implicaba que era útil desarrollar cierta animadversión contra los forasteros. No procrees con ellos. Así las pequeñas bandas se aferraban a sus rasgos excéntricos, y algunas prosperaban. Éstas sobrevivían, la mayoría perecía. Los saltos evolutivos eran más rápidos en bandas pequeñas y semiaisladas que practicaban la exogamia en ocasiones. Mantenían su patrimonio genético en un cesto pequeño, la tribu. Sólo en ocasiones copulaban con miembros de otra tribu, a menudo por medio de la violación. El precio era alto: una fuerte preferencia por su minúscula comunidad. Odiaban las multitudes, los forasteros, el ruido. Las bandas de menos de diez eran demasiado vulnerables a la enfermedad y los depredadores; bastaban unas pérdidas para que 232
fracasara el grupo. Si eran demasiados, perdían la concentración de la procreación entre pocos. Eran intensamente leales al grupo, y se identificaban en la oscuridad por el olor, aun a gran distancia. Como tenían muchos genes comunes, los actos de altruismo eran frecuentes. Incluso honraban el heroísmo, pues si el héroe moría, sus genes compartidos aún eran legados a los parientes. Aunque los forasteros aprobaran el examen de las diferencias de aspecto, modales y olores, la cultura siempre podía amplificar los efectos. Los recién llegados que poseían otro lenguaje, hábitos y posturas parecían repulsivos. Todo lo que contribuyera a distinguir una banda contribuía a agudizar el odio. La selección natural impulsaría a cada pequeño conjunto genético a enfatizar las diferencias no heredadas, incluso las arbitrarias, asociadas con la aptitud para la supervivencia. Y así podrían desarrollar cultura, tal como habían hecho los humanos. La diversidad tribal impedía la disolución genética, y ellos seguían la antigua llamada de un tribalismo altivo y cauto. Hari/Yo-pan se movió nerviosamente. En medio de sus reflexiones, había aparecido la palabra «ellos», aludiendo tanto a los humanos como a los pans. La descripción congeniaba con ambos. Ésa era la clave. Los humanos tenían cabida en el vasto Imperio a pesar de su tribalismo innato, su herencia similar a la de los pans. ¡Era un milagro! Pero aun los milagros requerían una explicación. Los pans podían ser modelos útiles para la nobleza y la vasta ciudadanía, las dos clases que recibían aliento para reproducirse. ¿Pero cómo podía el Imperio conservar la estabilidad con criaturas tan toscas como los humanos? Hari nunca había encarado el problema bajo una luz tan deslumbrante y humillante. Y no tenía respuesta. 20
Avanzaron a pesar de la resistencia de los pans. Yo-pan olía algo que le hacía revolver los ojos. Con su equipo de pensamientos tranquilizadores y los sutiles trucos que había aprendido, Hari lo mantenía en marcha. Sheelah tenía más problemas. La hembra no quería avanzar por las abruptas gargantas que conducían al risco. Matorrales nudosos les cerraban el paso y tardaron en sortearlos. La fruta era más difícil de encontrar a esa altitud. Yo-pan sentía un dolor constante en los brazos y los hombros. Los pans caminaban a cuatro patas porque sus fuertes brazos suponían una desventaja con el peso. Para desplazarse en los árboles y la planicie, no se podía mejorar ninguna de ambas cosas. Sheelah y Yo-pan se quejaban del dolor. Los pans nunca serían exploradores de gran alcance. Con frecuencia se detenían para juntar hojas y agua en las oque dades de los árboles, una rutina, sencillo uso de herramientas. Olían el aire con aprensión. El olor que los perturbaba era cada vez más fuerte. Sheelah se adelantó y fue la primera en cruzar el risco. Valle abajo veían los contornos rectangulares de la estación. Un deslizador despegó del techo y se perdió valle abajo, sin peligro para ellos.
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Hari recordó que un siglo atrás estaba sentado en la veranda, con tragos en la mano, con Dors diciéndole que habría muerto si se hubiera quedado en Trantor. Y sin haberse quedado... Bajaron la cuesta. Los pans movían los ojos a cada movimiento inesperado. Una brisa helada agitó los pocos arbustos y árboles nudo sos. Algunos tenían un aspecto frágil, chamuscados y partidos por el rayo. Masas de aire se elevaban de los valles conflictivamente, el brutal choque de presiones. Ese risco rocoso estaba lejos del cómodo dominio de los pans. Se dieron prisa. Adelante, Sheelah se detuvo. Cinco silenciosos conaches salieron de su escondrijo, formando un semicírculo. Hari no sabía si era la misma manada de antes. En tal caso, eran cazadores persistentes, capaces de recordar y conservar un propósito a lo largo del tiempo. Habían esperado delante, donde no había árboles. Los conaches avanzaban en turbador silencio, haciendo chasquen las zarpas. Hari llamó a Sheelah y lanzó algunos rugidos, alzando los brazos, sacudiendo los puños, haciendo un desplante. Dejó que Yo-pan se hiciera cargo mientras él pensaba. Una banda de conaches podía vencer a dos pans aislados. Para sobrevivir tendrían que sorprenderlos, asustarlos. Miró en derredor. No le bastaría con arrojar piedras. Sin saber muy bien por qué, se volvió hacia la izquierda, hacia un árbol partido por el rayo. Sheelah vio el movimiento y llegó allí primero, a grandes zancadas. Yo-pan cogió dos piedras y se las arrojó al conache más próximo. Le acertó en el flanco, pero sin causar daño. Los conaches comenzaron a trotar, rodeándolos. Se llamaban entre sí con gruñidos jadeantes. Sheelah brincó sobre una rama seca del árbol, la partió y la recogió. Hari entendió su propósito. El fragmento era alto como ella, y lo empuñó. El conache más grande gruñó y todos se miraron. Los conaches atacaron. El más adelantado se lanzó contra Sheelah. Ella le acertó en el hombro con la afilada punta, arrancándole un gemido. Hari cogió un trozo del tronco astillado. No pudo arrancarlo. Otro gemido a sus espaldas, una aguda advertencia de Sheelah. Era mejor dejar que los pans liberasen la tensión vocalmente, pero él sentía el miedo y la desesperación en el tono y supo que también era Dors. Escogió una rama más pequeña. La arrancó con ambas manos, usando el peso y los grandes músculos del hombro, quebrándola para que tuviera punta. Lanzas. Era el único modo de protegerse de esas zarpas. Los pans no usaban esas armas avanzadas. La evolución aún no les había enseñado esa treta. Los conaches los rodeaban por todas partes. Él y Sheelah se pusieron espalda contra espalda. Él apenas había afianzado los pies cuando debió resistir el embate de un conache grande y atezado. Los conaches aún no habían comprendido la idea de la lanza. La criatura se lanzó contra la punta, saltó hacia atrás. Un bramido temible. Yo-pan se orinó de miedo, pero Hari logró dominarlo. El conache retrocedió gimoteando. Dio media vuelta para huir. Se detuvo. Titubeó, giró hacia Hari.
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Avanzó con renovada confianza. Los otros conaches observaban. Fue hacia el mismo árbol que Hari había usado y de un tirón arrancó un trozo de madera largo. Se acercó a Hari, se detuvo, empuñó la vara con una zarpa. Moviendo la cabezota, lo miró y giró, adelantando un pie. Hari reconoció alarmado la posición de esgrima. Vaddo la había usado. Vaddo estaba dirigiendo al conache. Tenía sentido. De ese modo la muerte de los pans sería totalmente natural. Vaddo diría que estaba desarrollando la inmersión en conaches como nueva aplicación comercial del mismo hardware que funcionaba para los pans. Vaddo avanzó paso a paso, sosteniendo la lanza entre dos zarpas. Hizo girar el extremo. El movimiento era espasmódico, pues las zarpas eran toscas comparadas con las manos de los pans. Pero el conache era más fuerte. Avanzó con una finta, lanzó un tajo. Hari apenas logró esquivarlo mientras apartaba la lanza con su vara. Vaddo se recobró y atacó desde la izquierda. Hari detenía los lanzazos con su arma. Las espadas de madera chocaban y Hari rezó para que la suya no se partiera. Vaddo controlaba bien a su conache, que no trató de escapar como antes. Hari estaba ocupado desviando los golpes de Vaddo. Tenía que buscar otra ventaja, o la fuerza superior del conache vencería al fin. Hari giró, apartando a Vaddo de Sheelah. Los otros conaches la tenían arrinconada, pero no atacaban. Toda la atención se centraba en ellos dos, mientras lanzaban sus estocadas. Hari llevó a Vaddo hacia una roca. El conache tenía problemas para mantener la lanza recta y tenía que mirar constantemente sus zarpas para manejarla. Con eso prestaba menos atención al sitio donde apoyaba los cascos. Hari lanzó un par de estocadas y avanzó, obligando al rival a moverse a un costado. El conache apoyó la pata entre algunas piedras angulosas, se tambaleó, se recobró. Hari se movió a la izquierda. El conache se detuvo de nuevo, movió el casco, tropezó. Hari se lanzó sobre él cuando el conache miraba hacia abajo, procurando afianzarse. Hari le clavó la punta con fuerza, empujó. Los demás conaches soltaron un grito fúnebre. Resoplando de rabia, el conache trató de sacarse la punta. Hari obligó a Yo-pan a avanzar para hundir la punta en el conache. La criatura gimió. Yo-pan embistió de nuevo. Saltó sangre, salpicando el polvo. El conache dobló las rodillas y cayó. Hari miró por encima del hombro. Los demás habían entrado en acción. Sheelah mantenía a raya a tres, gritándoles con tanta fuerza que aun Hari sintió miedo. Ya había herido a uno. Manaba sangre sobre su pelambre parda. Pero los otros no atacaban. Giraban, gruñían, pateaban, pero no se acercaban. Estaban confundidos. Y estaban aprendiendo. Los ojos rápidos y brillantes estudiaban la situación, esa nueva maniobra en la guerra perpetua. Sheelah avanzó y azuzó al conache más cercano. La criatura atacó en un arranque de rabia y ella le clavó el asta. La criatura gritó, dio media vuelta y corrió. Los demás se dieron por vencidos. Se alejaron al trote, dejando a su gemebundo compañero en el suelo. El conache miraba el chorro de sangre con ojos asombrados que perdieron brillo cuando Vaddo se fue. El animal se derrumbó. Hari cogió una piedra y le hundió el cráneo. Era un trabajo sucio, y él regresó al interior de Yo-pan y dejó que brotara la furia oscura y humeante de la criatura.
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Se agachó para estudiar el cerebro del conache. Una telaraña plateada coronaba la esfera gomosa e intrincada. Circuitos de inmersión. Se alejó del conache, y sólo entonces vio que Sheelah estaba herida. 21
La estación coronaba una colina escabrosa. Abruptas gargantas daban a la ladera el aspecto de un rostro fatigado y arrugado. Arbustos duros poblaban las partes inferiores. Yo-pan resopló mientras avanzaba por esa tierra erosionada. En la visión pan la noche era siniestra, un paisaje vibrante de verdores y azules. La colina era un matiz en la cuesta de una gran montaña, pero la visión pan no distinguía los rasgos distantes. Los pans vivían en un mundo inmediato. Delante se erguía la pared reluciente que rodeaba la estación, de cinco metros de altura. Por su excursión, Hari recordó que estaba protegida con vidrios rotos. Oyó los jadeos de Sheelah a sus espaldas, mientras trepaba la cuesta. La herida del flanco le entorpecía la marcha, pero se negaba a detenerse. Ambos estaban al borde del agotamiento y sus pans estaban cediendo, a pesar de haber parado dos veces para comer fruta e insectos y descansar. Con su magro vocabulario de señas, sus muecas y sus escritos en el suelo, habían «deliberado». Los pans eran vulnerables allí. No podían esperar la misma suerte que con los conaches, cansados y en territorio extraño. El mejor momento para acercarse a la estación era la noche. El que había planeado eso no podía esperar eternamente. Se habían escondido dos veces de los deslizadores desde esa mañana. Descansar todo el día siguiente era una opción sugerente, pero un presentimiento omi noso impulsaba a Hari. Siguió trepando por la ladera, atento a los cables electrónicos. No sabía nada sobre esas cuestiones técnicas. Tendría que estar alerta y esperar que la estación no tuviera protección electrónica contra intrusos pensantes. La visión pan era aguda y clara en la penumbra para los objetos cercanos, pero no pudo encontrar nada. Escogió un lugar junto a la pared, a la sombra de los árboles. Sheelah se acercó resoplando. La pared parecía inmensa. Hari escrutó el terreno circundante. Ninguna señal de movimiento. El lugar olía raro para Yo-pan. Tal vez los animales se mantenían alejados del complejo. Bien, eso haría que los guardias estuvieran menos atentos. La pared era de hormigón liso. Un labio grueso sobresalía en el tope, dificultando el ascenso. Sheelah señaló unos árboles que crecían cerca de la pared. Algunos tocones indicaban que los constructores habían pensado en los animales que podían brincar desde las ramas, pero algunos tenían altura suficiente y ramas a pocos metros del tope. ¿Un pan podía cubrir esa distancia? Improbable, máxime con ese cansancio. Sheelah señaló a Yo-pan y se señaló a sí misma, extendió las manos y las hamacó. ¿Podrían hamacarse para saltar? Hari la estudió. El diseñador de los pans no habría pensado en esa cooperación. Miró el tope. Demasiado alto para trepar, aunque Sheelah se le subiera sobre los hombros. 236
«Sí», respondió. Poco después, cuando ella le sostenía los pies y él se disponía a saltar desde su rama, lo pensó de nuevo. A Yo-pan no le molestaba esa calistenia. Se sentía feliz de estar de vuelta en un árbol. Pero el juicio humano de Hari gritaba que no podía hacerlo. El talento natural pan chocaba con la cautela humana. Afortunadamente, no tuvo mucho tiempo para permitirse esas dudas. Sheelah lo alzó. Él cayó, sostenido sólo por las manos de ella. Ella le había sujetado los pies a una rama gruesa y empezó a empujarlo como un peso colgado de un cordel. Lo hamacó, aumentando k amplitud. Atrás, adelante, arriba, abajo, presión centrífuga en su cabeza. Para Yo-pan no tenía importancia. Para Hari era un mundo giratorio de remolinos escalofriantes. Pequeñas ramas lo acariciaron y él se preocupó por el ruido y luego se olvidó porque su cabeza se aproximaba al tope de la pared. El labio de hormigón era redondeado en la parte interior, para que un garfio no pudiera engancharse. Regresó hacia atrás, la cabeza abajo. Subió hacia las ramas inferiores. En el próximo vaivén estuvo más alto. Gruesos vidrios relucían a lo largo del tope de la pared. Muy profesional. Apenas había tenido tiempo de reparar en todo esto cuando Dors lo soltó. Se arqueó hacia arriba, estirando las manos, y apenas cogió el borde. Si no hubiera sobresalido, él habría errado. Dejó que su cuerpo chocara contra el costado. Sus pies buscaron sostén en la pared abrupta. Logró aferrarse con algunos dedos. Se lanzó hacia arriba, se arqueó. Nunca había apreciado cuánto más fuerte podía ser un pan. Ningún hombre habría llegado allí. Se encaramó, cortándose el brazo y la cadera con el vidrio. Le costó ponerse de pie y encontrar apoyo. Una euforia triunfal. Saludó a Sheelah, invisible en el árbol. A partir de ahí todo dependía de él. Comprendió que podrían haber fabricado una especie de cuerda, trenzando lianas. Así podría subirla. «Buena idea, demasiado tarde.» Ahora no debía demorarse. El complejo era parcialmente visible a través de los árboles, con algunas luces encendidas. Totalmente en silencio. Habían esperado hasta la mitad de la noche y ahora sólo contaba con los sentimientos viscerales de Yo-pan para guiarse. Miró hacia abajo y vio el destello de un alambre, incrustado en el hormigón. Con cuidado avanzó entre las líneas brillantes. Había espacio para avanzar entre los afilados dientes de vidrio. Un árbol le tapó la visión y pudo ver poco en el fulgor tenue de la estación. Al menos eso implicaba que ellos tampoco podían verlo. ¿Debía saltar? Demasiado alto. El árbol que lo ocultaba estaba cerca, pero no podía ver a través de él. Se detuvo a pensar, pero no se le ocurrió nada. Sheelah había quedado detrás, sola, y él odiaba dejarla donde la aguardaban peligros desconocidos. Estaba pensando como un hombre y olvidando que tenía la capacidad de un pan. Brincó. Se zambulló en las sombras, quebrando ramitas, recibiendo fustazos en la cara. Vio una silueta oscura a la derecha. Curvó las piernas, giró, extendió las manos... y atacó una rama. La aferró con las manos, comprendió que era demasiado delgada.
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Se quebró. El crujido llegó como un rayo a sus oídos. Cayó, soltando la rama. Su espalda pegó contra algo duro. Rodó, buscando algo a lo que aferrarse. Cerró los dedos en torno de una rama gruesa y se descolgó. Susurro de hojas, vaivén de ramas. Nada más. Estaba en medio de un árbol. Le dolían las articulaciones, una galaxia de punzadas. Hari se distendió y dejó que Yo-pan se encargara del descenso. Había hecho demasiado ruido al caer, pero no había indicios de movimiento más allá de los anchos parques que lo separaban de la luminosa estación. Pensó en Dors y deseó que hubiera un modo de avisarle que él estaba dentro. Pensando en ella, midió con los ojos las distancias entre los árboles, memorizando la posición para encontrar el camino de regreso a toda carrera si era necesario. ¿Ahora qué? No tenía un plan. Condujo a Yo-pan —que estaba nervioso, cansado e irritable— hacia un matorral triangular. La mente de Yo-pan era como un cielo tormentoso desgarrado por centellas. No eran pensamientos sino nudos de emoción que relampagueaban en torno de nudos de angustia. Hari evocó imágenes tranquilizadoras, calmando a Yo-pan, y casi pasó por alto un sonido susurrante. Uñas raspando una vereda de piedra. Algo acercándose a la carrera. Rodeaban el matorral triangular. Músculos tensos, piel lustrosa, patas rechonchas devorando la distancia. Estaban entrenados para buscar y matar en silencio, sin aviso. Para Yo-pan los monstruos eran extraños y aterradores. Retrocedió asustado ante esas balas de músculo y hueso. Encías negras, dientes blancos, ojos desorbitados. Luego Hari notó que algo cambiaba en Yo-pan. Respuestas antiguas e instintivas frenaron su retirada, tensaron su cuerpo. «No hay tiempo para huir, así que pelea.» Yo-pan se dispuso a resistir. Los dos podrían saltar hacia él, así que retrajo los brazos, agazapándose para cubrirse el rostro. Yo-pan había enfrentado cazadores cuadrúpedos antes, en alguna parte de su memoria ancestral, y sabía innatamente que se lanzaban sobre las extremidades de la víctima y buscaban la garganta. Los caninos querrían tumbarlo, abrirle la yugular, desgarrarlo en los vitales segundos de sorpresa. Las ágiles moles se reunieron, corriendo hombro con hombro, las grandes cabezas erguidas. Brincaron. En el aire eran vulnerables, y Yo-pan lo sabía. Yo-pan estiró ambas manos para coger las patas delanteras de los caninos. Se arrojó hacia atrás, aferrando las patas, las manos bajo las fauces. El ímpetu de los electrodogos los llevó por encima de la cabeza del pan mientras él rodaba hacia atrás. Yo-pan cayó de espaldas. Por impulso, los caninos siguieron de largo. No pudieron mover la cabeza para morderle las manos. El brinco, la atajada, el rápido giro, todo se combinó en un remolino centrífugo que arrojó a los sabuesos encima de Yo-pan mientras él caía rodando. Sintió el crujido de las patas de los caninos y las soltó. Ellos volaron sobre él con aullidos de dolor. Yo-pan rodó cubriéndose la cabeza oculta, dio un brinco. Oyó el ruido sordo de una dentellada. Un chasquido cuando los caninos golpearon la hierba, sin poder sostenerse con las patas quebradas.
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Los persiguió, jadeando. Trataban de levantarse, girando sobre las patas rotas para enfrentar a su presa. No ladraban, sólo gimoteaban de dolor, gruñían hurañamente. Uno soltó un juramento obsceno. —Bastarrrdo... —rezongó el otro. Animales girando en su vasta y dolorosa noche. Saltó y cayó sobre ambos. Les pateó el pescuezo, los huesos crujieron. No tuvo que mirar para saber que estaban muertos. La sangre de Yo-pan temblaba de alegría. Hari nunca había sentido ese cosquilleo eléctrico, ni siquiera en la primera inmersión, cuando Yo-pan había matado a un Extraño. El triunfo sobre criaturas extrañas y dentudas que atacaban en la noche era un placer profundo y caliente. Hari no había hecho nada. La victoria pertenecía totalmente a Yo-pan. Hari la disfrutó en el fresco aire nocturno, sintió los temblores del éxtasis. Poco a poco recobró la razón. Había más electrodogos. Yo-pan había tenido suerte con éstos, pero esa suerte no se repetiría. Los electrodogos caídos eran visibles en la hierba. Llamarían la atención. A Yo-pan no le gustaba tocarlos. Habían vaciado sus entrañas y el olor era nauseabundo. Dejaron una mancha en la hierba mientras los arrastraba hacia los arbustos. Tiempo, tiempo. Alguien echaría de menos a los caninos, iría a ver. Yo-pan aún estaba eufórico con su victoria. Hari se valió de eso para obligarlo a avanzar al trote, aprovechando las sombras. Las venas de Yo-pan vibraban de energía. Hari sabía que era una alegría glandular y momentánea. Cuando se disipara, Yo-pan sería vencido por una profunda fatiga y resultaría difícil de controlar. Cada vez que se detenía miraba hacia atrás y memorizaba hitos. Quizá tuviera que regresar a la carrera. Era tarde y la estación estaba en penumbras. En la zona técnica, sin embargo, una luz deslumbrante para Yo-pan brillaba en las ventanas. Se aproximó y se aplastó contra la pared. Era una ayuda que Yo-pan sintiera fascinación por la ciudadela de los «dioses» humanos. Por curiosidad, miró por una ventana. Bajo una luz esmaltada se extendía una sala de ensamblaje que Hari reconoció. Allí, siglos atrás, él se había alineado con los demás turistas para salir de excursión. Hari dejó que la curiosidad llevara al pan hacia el costado, donde una puerta conducía a un largo corredor. La puerta se abrió sin dificultad, para sorpresa de Hari. Yo-pan entró en el pasillo, estudiando los dibujos de pintura fosforescente en el techo y las paredes, que emitían un tranquilizador fulgor blanco. La puerta de una oficina estaba abierta. Hari obligó a Yo-pan a agazaparse y asomar la cabeza. Nadie. Era una oficina suntuosa con estantes que se elevaban hacia un techo abovedado. Hari recordó haber estado allí, comentando el proceso de inmersión. Eso significaba que las cápsulas de inmersión estaban a pocas puertas de distancia. Se volvió al oír zapatos rechinando sobre el suelo. El especialista Vaddo estaba a sus espaldas, empuñando un arma. En la luz fresca, el rostro del hombre se veía extraño para los ojos de Yo-pan, misteriosamente huesudo. Largo, delgado, inescrutable. Hari sintió el torrente de reverencia en Yo-pan y dejó que eso impulsara al pan hacia delante. Yo-pan sentía reverencia, no miedo.
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Vaddo se tensó, movió el cañón de su arma. Un chasquido metálico. Yo-pan alzó las manos en un saludo ritual y Vaddo le disparó. El impacto hizo girar a Yo-pan, que cayó al suelo. Vaddo torció la boca despectivamente. —Profesor listo, ¿eh? No pensó en la alarma de la puerta, ¿verdad? Yo-pan sentía un dolor agudo en el hombro. Hari aprovechó el dolor para inspirar furia en Yo-pan, agudizándola. Yo-pan sintió algo pegajoso en el flanco y la mano, con olor a hierro caliente. Vaddo dio media vuelta, empuñando el arma. —Usted me mató, alfeñique. Arruinó un buen animal experimental. Ahora debo pensar qué hacer con usted. Hari descargó su propia furia sobre la cólera de Yo-pan. Sintió tensión en los músculos del hombro, un aguijonazo de dolor en el flanco. Yo-pan gruñó y rodó en el suelo, apretándose la herida con una mano. Hari mantuvo la cabeza gacha para que Yo-pan no viera la sangre que ahora le goteaba por las piernas. El cuerpo del pan perdía energía. La debilidad lo invadía. Irguió las orejas al oír las pisadas de Vaddo. Rodó de nuevo, esta vez arqueando las patas. —Supongo que hay una única solución. Hari oyó el chasquido metálico. «Ahora, sí.» Que desquitara su furia. Yo-pan alzó los brazos y se acuclilló. No había tiempo para levantarse del todo. Yo-pan saltó sobre Vaddo. Un estampido metálico estalló junto a su cabeza. El pan golpeó a Vaddo en la cadera y lo arrojó contra la pared. El hombre tenía un olor agrio, salado. Hari perdió el control y Yo-pan hizo botar a Vaddo contra la pared y le pegó con todas sus fuerzas. Vaddo trató de desviar el golpe. Yo-pan apartó los brazos del diminuto humano. Los patéticos gestos defensivos de Vaddo eran como blandas telarañas. Sostuvo a Vaddo y le pegó en el pecho con los hombros. El arma cayó al suelo. Yo-pan embistió una y otra vez contra el cuerpo del hombre. «Fuerza, poder, alegría.» Crujieron huesos. La cabeza de Vaddo cayó hacia atrás, golpeó la pared. El hombre se aflojó. Yo-pan retrocedió y Vaddo resbaló hacia el suelo. «Alegría.» Moscas azuladas zumbaban en el linde de su visión. «Debo moverme.» Fue todo lo que Hari pudo comunicar por e telón de emociones que envolvía la mente del pan. El corredor se curvaba. Hari obligó a Yo-pan a caminar. Corredor abajo, cojeando. Dos puertas, tres. ¿Aquí? Cerrada. Próxima puerta. Un mundo más lento. Abrió la puerta. Reconoció la antecámara. Yo-pan tropezó con una silla. Hari aspiró aire y logró aclararse un poco la visión, pero las moscas azuladas aún acechaban, aleteando con impaciencia. Probó la puerta siguiente. Cerrada. Hari intentó dominar a Yo-pan. «Fuerza, poder, alegría.» 240
Yo-pan embistió la puerta. Nada. De nuevo. Y de nuevo, un dolor agudo. Y al fin la abrió. Aquí era. El centro de inmersión. Yo-pan se tambaleó entre los módulos. Tardó una eternidad en recorrer la hilera, caminando entre los paneles de control. Hari se concentraba en cada paso, un pie por vez. Su campo de visión fluctuaba, su cabeza giraba sobre hombros líquidos. Aquí. Su módulo. El tiktok de Dors estaba esperando. Lo había visto venir y se plantó frente al tablero, protegiendo los controles vitales. Yo-pan se agachó frente al panel del tiktok. Pulsó las teclas, recordando el código de acceso. Los dedos de Yo-pan eran demasiado anchos. No podían hundir una sola tecla. La luz blancuzca se desdibujaba. Hari obligó a Yo-pan a intentar de nuevo, pero los dedos rechonchos tocaban varías teclas a la vez. Las moscas azuladas aleteaban en el linde de su visión. Yo-pan golpeó con furia el teclado. «Piensa.» Hari miró en derredor. Yo-pan no duraría mucho más. Vio un escritorio con una pizarra y una pluma. ¿Dejar una nota? Ojalá la encontrara la gente atinada... Obligó a Yo-pan a caminar hasta el escritorio, coger la pluma. Tuvo una idea mientras intentaba escribir: NECESITO... Se volvió, regresó al módulo. «Concéntrate.» Cogiendo la pluma, tecleó con la punta. Acertó en una tecla con limpieza. Las moscas azules revoloteaban. Ahora le costaba recordar el código de acceso. Pulsó los números de uno en uno. Una luz pasó del rojo al verde. Manipuló las palancas. Abrió. Allí estaba Hari Seldon, apacible, los ojos cerrados. Controles de emergencia, sí. Los conocía por las instrucciones. Palpó la superficie de acero y encontró el panel en el flanco. Yo-pan miró aturdido las letras. Hari mismo tenía problemas para leer. Las letras brincaban y se amontonaban. Encontró botones y servocontroles. Las manos de Yo-pan estaban peor. Necesitó tres golpes de pluma para activar el programa de revivificación. Las luces pasaron del verde al amarillo. Yo-pan se sentó en el suelo fresco. Las moscas azuladas lo acechaban para picarlo. Aspiró el aire seco, pero no tenía sustancia, no servía... De pronto, sin transición, estaba mirando el techo. De espaldas. Las lámparas se oscurecían. Se apagaron. 22
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Hari abrió los ojos. El programa de recuperación todavía le enviaba estímulos eléctricos por los músculos. Sintió cosquilleos y dolores mientras pensaba. Se encontraba bien. Ni siquiera tenía hambre, como era habitual después de una inmersión. ¿Cuánto tiempo había pasado en la selva? Por lo menos cinco días. Se incorporó. No había nadie en la sala. Evidentemente Vaddo había recibido una alarma silenciosa pero no había alertado a nadie más. De nuevo, eso indicaba una conspiración pequeña. Se levantó espasmódicamente. Para liberarse tuvo que extraer algunas sondas y agujas, pero parecía sencillo. Yo-pan. El corpachón llenaba el pasillo. Se arrodilló para tomarle el pulso. Vacilante. Ante todo, Dors. El módulo de ella estaba junto al suyo y Hari inició la recuperación. Parecía estar bien. Vaddo debía de haber bloqueado las transmisiones de tal modo que ningún miembro del personal supiera que algo andaba mal al mirar el panel de control. Una justificación simple: una pareja que quería una inmersión prolongada. Vaddo les había advertido, pero ellos insistían... un pretexto totalmente plausible. Dors movió los ojos. Hari la besó. Ella jadeó. Él le hizo una seña pan, «silencio», y regresó adonde estaba Yo-pan. La circulación sanguínea era uniforme. Hari se sorprendió al des cubrir que no podía detectar los variados elementos de la sangre pan sólo por el olfato. Un humano se perdía muchas cosas. Se quitó la camisa y preparó un tosco torniquete. Al menos la respiración de Yo-pan era regular. Dors estaba preparada para salir, y él la ayudó a desconectarse. —Estaba escondida en un árbol y de pronto aparecí aquí. Qué alivio. ¿Cómo lograste...? —Vamonos —dijo él. —¿En quién podemos confiar? —preguntó Dors mientras salían de la sala—. El que haya hecho esto... —Se interrumpió al ver a Vaddo. La expresión de Dors hizo reír a Hari. Ella rara vez se sorprendía. —¿Tú hiciste esto? —Yo-pan. —Nunca pensé que un pan pudiera... —Dudo que alguien haya pasado tanto tiempo en inmersión, y menos bajo tanta tensión. Todo estalló. Hari cogió el arma de Vaddo y estudió el mecanismo. Una pistola estándar, con silenciador. Vaddo no había querido despertar al resto de la estación. Eso era buen augurio. Allí había gente que acudiría a ayudarlos. Echó a andar hacia el edificio donde vivía el personal. —Espera, ¿qué hay de Vaddo? —Iré a despertar a un médico. Así lo hicieron, pero Hari lo llevó primero a la sala de las cápsulas, para que asistiera a Yo-pan. El médico aplicó algunas medidas e inyecciones y dijo que estaría bien. Sólo entonces Hari le mostró el cuerpo de Vaddo. El médico protestó, pero Hari tenía un arma. Sólo necesitaba encañonarlo. No dijo nada, sólo le apuntó. 242
No sentía ganas de hablar, y se preguntaba si alguna vez volvería a hacerlo. Cuando uno no hablaba se concentraba más, entraba en las cosas, se sumergía. En todo caso, hacía tiempo que Vaddo estaba muerto. Yo-pan había hecho un buen trabajo. El médico sacudió la cabeza. Sonaban alarmas. Hari sintió dolor de cabeza. Apareció la oficial de seguridad. Por su reacción se notaba que no formaba j>arte de la conspiración. «Entonces no puedo culpar a la potentada académica», pensó distraídamente. ¿Pero hasta qué punto eso era una prueba? La política imperial era sutil. Dors lo miraba con extrañeza. Él no comprendió por qué hasta que entendió que ni siquiera había pensado en ayudar primero a Vaddo. Yo-pan era él mismo, en un sentido que él conocía profundamente pero que no podía explicar. Comprendió de inmediato cuando Dors quiso ir hasta la pared de la estación para llamar a Sheelah. La trajeron.
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SEXTA PARTE NIEBLAS ANTIGUAS
PREHISTORIA GALÁCTICA ~... la destrucción de antiguos testimonios durante la expansión de la humanidad por la galaxia, con largos períodos de guerra, deja en las sombras el problema de los orígenes humanos. Los enormes cambios sufridos por muchos mundos también borraron los posibles vestigios de civilizaciones de otras razas. Es posible que estas sociedades hayan existido, pero no contamos con pruebas fehacientes. Algunos historiadores creían que al menos un vestigio podía haber sobrevivido en la galaxia: los restos electromagnéticos. Éstos tendrían que estar alojados en las corrientes de plasma o la corona de las estrellas, y así estar más allá de la detección de la tecnología expansionista. Ni siquiera los estudios modernos han encontrado estas estructuras inteligentes. Sin embargo, los virulentos niveles de radiación del núcleo galáctico —donde la densidad energética brindaría una morada hospitalaria a formas de base magnética— dificultan y complican dichas investigaciones. Otra teoría sostiene que las culturas podrían haberse «inscrito» en códigos informáticos previos al Imperio, y ahora se ocultan en antiguos bancos de datos. Dichas especulaciones carecen de pruebas y fueron desechadas. No tenemos respuesta para la pregunta de por qué la galaxia carecía de vida avanzada cuando la humanidad se internó en ella... ENCICLOPEDIA GALÁCTICA
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Voltaire frunció el ceño. ¿Ella había sucumbido de veras, se le entregaba? ¿O era una excelente simulación? «¿Eres la verdadera Juana?» Por cierto esto concordaba con uno de sus juegos favoritos: retozos en el henar de un viejo granero, un tórrido día de agosto en la perdida Burdeos. Trinó un pájaro. Cantaban insectos, brisas suaves traían olor a bosque. Juana lo acarició con su cabello mientras se montaba sobre él, moviéndose con una destreza erótica que no tardó en inflamarlo. Pero... En cuanto él dudó, todo se contrajo, cayó en la negrura. Eso sólo era onanismo exótico, una ilusión que requería su complicidad. Ingeniosa pero falsa. Lo recogió una gigantesca mano femenina, una palma suave que lo elevaba en el aire soleado. ¿Esto era real? Ella exhaló, acariciándolo con una brisa caliente. Juana era cincuenta veces más alta que él, y le murmuraba. Le besó todo el cuerpo con enormes labios carnosos, lo lamió con la lengua como un coloso saboreando un helado. —Supongo que no han omitido mis programas de ironía —dijo él. 244
La Juana gigante se contrajo. —Demasiado fácil —dijo Voltaire—. Sólo necesito decir algo incisivo... La mano lo elevó con aplastante aceleración. —Todavía tienes tu preciosa ironía. Y ésta soy yo. Él olisqueó. —Tan grande. ¡Te has convertido en un leviatán! —¿Demasiado pesada? —Bien, también yo soy un poco latoso. Hizo un gesto desdeñoso y ella lo soltó. Voltaire cayó hacia un es tanque de lava hirviente que había aparecido de golpe. —Lo lamento —murmuró, como para que ella lo rescatara, aunque reacio a perder hasta el último jirón de dignidad. —Deberías lamentarlo. El estanque de lava se evaporó, convirtiéndose en lodo. Voltaire aterrizó en terreno sólido y ella se irguió ante él en tamaño normal. Tímida, lozana. La rodeaba una turbulencia provocada por una tormenta de primavera que acababa de pasar. —Podemos invadir mutuamente nuestros espacios perceptivos. Maravilloso... —Voltaire calló, reflexionó—. En cierto sentido. —En el Purgatorio nada tiene sentido. Soñamos mientras esperamos la verdad. —Juana estornudó, tosió. Pestañeando, recobró su personalidad altiva. —Mmm. Yo apreciaría algo que fuera concretamente... eh... concreto, Él salió del porche de una elaborada casa campestre provenzal. Los campos relucían con una luz siniestra. El trasfondo era preciso, pero estaba hecho con pinceladas obvias Estaban habitando una obra de arte. Hasta los olores de los manya nos y la bosta de caballo tenían un aire artificial. ¿ Un momento congelado, reciclado sin cesar mientras necesitaran un telón de fondo? Además poco costoso. Era asombroso lo que el subconsciente podía inventar. ¿Qué podía impedirles jugar a ser Calígula? ¿Exterminar millones de seres digitales? ¿Torturar esclavos virtuales? Nada. Ése era el problema, la falta de restricciones. ¿Cómo persistir, dada una tentación infinita? —La fe. Sólo la fe puede guiar y obligar —predicó Juana con intacto fervor, cogiéndole la mano. —Pero nuestra realidad es pura ilusión. —El Señor debe de estar en alguna parte. Él es real. —No me entiendes, querida. —Él adoptó una pose didáctica—. Los algoritmos de ontogénesis pueden generar personas nuevas, extraídas de campos antiguos, o bien preparadas para el momento. —Sé reconocer a las personas reales. Basta con que hablen un mo mentó. —¿Buscarías ingenio? Aquí tenemos algunas subrutinas para eso. ¿Carácter? Un mero conjunto de perfiles de temperamento. ¿Sinceridad? Podemos fingirla. Tras observar el interior de su cerebro, Voltaire sabía que algo llamado «editor de realidad» ofrecía conversación prefabricada por los labios de personas aparentemente reales que segundos antes no existían. Los ensamblajes de rasgos y matices verbales siempre estaban prestos para intercambiar aforismos y ocurrencias con él. 245
Los había recogido en su incesante saqueo del Retículo, miles de instalaciones trantorianas abiertas a su contacto. Había extraído y modelado estos entretenimientos «personalizados». Rápidos, intensos y vacíos. —Advierto que tienes mayor capacidad —concedió Juana. Desenvainó la espada y hendió el aire vacío—. Admite que yo todavía puedo controlar mis sentidos. Sé que algunos esbirros de estos lares son reales, tan auténticos como lo eran los animales en nuestra época en la Tierra. —¿Crees que conocías el estado interior de los caballos? —Desde luego. Conduje a muchos a la batalla, sentí su temor en mis pantorrillas. —Ya veo. —Voltaire agitó sus mangas de encaje, parodiando las estocadas de Juana—. Pues bien, juzga a un perro que ha perdido a su amo. La bestia, llamémosla Phydeaux, ha buscado a su amo por todos los caminos con gritos plañideros. Entra en la casa agitado e inquieto, sube y baja las escaleras de habitación en habitación, y al fin encuentra en el estudio al amo que adora, y le muestra su alegría con gritos de deleite y brincos. Debe tener sentimientos, añoranzas, ideas. —Sin duda. Voltaire creó el perro, bello y plañidero en su pena digital. También añadió la casa con su mobiliario. Mientras se apagaban los ladridos del pobre perro, añadió: —Mi demostración, señora mía. —Trucos —replicó Juana con furia, pero no dijo nada más. —Debes conceder que los matemáticos son como los franceses: dígaseles lo que se les diga, traducen todo a su propio idioma, y luego todo es diferente. —Estoy esperando a mi Señor. O, como alguien devoto de los grandes conceptos, estoy esperando un Sentido. —Siéntate y reflexiona. —Voltaire materializó una cómoda cocina provenzal, mesas, el penetrante aroma del café. Se sentaron. En la cafetera estaba inscrito un lema de Voltaire perteneciente al pasado remoto: Noir comme le diable. Negro como el diablo. Chaud comme l'enfer. Caliente como el infierno. Pur comme un ange. Puro como un ángel. Doux comme l'amour. Dulce como el amor. —Vaya, sabe tan bien —dijo Juana. —He dominado el acceso a muchos sitios. —Voltaire bebió su café ruidosamente, una de las pocas concesiones que la sociedad parisina hacía incluso a un filósofo—. Estamos circulando por los intersticios de Trantor, astillados en muchos fragmentos. Puedo tomar datos sensoriales de los innumerables inventarios de incontables bibliotecas digitales. —Aprecio que me dieras facultades similares —dijo ella con cautela, acomodándose la armadura y bebiendo su aromático café—. Pero siento una oquedad... —También yo —concedió Voltaire. —Parecemos... vacilo en decirlo... —Divinidades. —Blasfemo, pero cierto. Pero el Creador posee sabiduría y nosotros no. —Peor aún, ni siquiera poseemos voluntad —comentó el consternado Voltaire. —Pues yo sí. 246
—Si sólo somos series de dígitos, en realidad sólo de ceros y unos, cuando se mira con cercanía microscópica, ¿cómo podemos ser libres? ¿No estamos determinados por esos números? —Yo me siento libre. —Ah, pero así nos sentiríamos en cualquier caso, ¿verdad? —Voltaire se incorporó—. Uno de mis mejores pareados: Una ciencia congenia sólo con un genio, tan vasto el arte es, tan pobre el humano ingenio. —¿Entonces no podemos saber si somos libres? ¡El Creador nos ha hecho así! —En este momento deseo que exista ese Creador. Juana pateó la mesa, salpicándolo con café. Él borró las quemaduras al caer. Juana blandió su espada contra las paredes de la cocina y las cortó en grandes láminas que se arqueaban en un gris espacio euclidiano, la realidad curvándose como cáscaras de naranja. —Qué fatigoso —dijo él—. El mejor argumento contra el cristianismo son los cristianos. —No toleraré... Te gusta pensar en ti mismo como filósofo. Las palabras llenaron el espacio. Paredes acústicas se hincharon y volaron como grandes páginas en un libro gigantesco. —¿Te diriges a mí? —bramó Voltaire. También te gusta pensar en ti como un astuto juez de la oportunidad. O de los matices verbales.
Juana desenvainó su espada, pero las láminas de sonido se la arrebataron. Te gusta pensar en ti como una persona famosa, aun en este tiempo y lugar distantes.
Telones de presión zumbante cayeron sobre ellos, como si una deidad gigantesca clamara desde el cielo ceniciento. —¿Me retas? —replicó Voltaire. En pocas palabras, te gusta pensar en ti.
Juana lanzó una carcajada. Voltaire se ruborizó. —¡Te desafío, tunante! Como en respuesta, el plano euclidiano se abultó... Y Voltaire fue el paisaje. Tenía un caliente espinazo volcánico, su piel era humedad y arena. Lo azotaban vientos, lo acariciaban arroyos cantarines. De él se elevaban montañas, como carbunclos magullados. Juana gritó en alguna parte. Él elevó una hilera de riscos, estratos saltarines, astillas voladoras. Ella era una torre cilíndrica y altiva, coronada de nieve y llena de lava crujiente. En lo alto rodaban nubes color peltre. Voltaire supo que eran mentes alienígenas, una niebla de conexiones. «¿Hipermente? —pensó—. ¿Suma de algoritmos?» La cambiante niebla gris envolvió Trantor. Voltaire se vio tal como lo veía esa niebla: vida desperdigada, pulsaciones eléctricas en máquinas separadas que computaban saltos 247
temporales subjetivos. El presente era una proyección informática orquestada por cientos de procesadores. En vez de vivir en el presente, persistían en el postpasado de cada paso proyectado para el futuro. Había una diferencia profunda —él lo sentía, más que verlo, en lo hondo de su sustrato analógico— entre lo digital y lo continuo. Para la niebla él era una nube de momentos suspendidos, números rebanados que esperaban acontecimientos implícitos en el cómputo funda mental. Entonces vio qué era la niebla. Trató de correr, pero era una montaña. —Ellos son... otros —le dijo en vano a Juana. —¿Cómo pueden ser más diferentes que nosotros? —respondió ella, angustiada. —Nosotros, al menos, estamos hechos de material humano. Éstos son alienígenas.
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De algún modo habían escapado. En un momento la niebla alienígena envolvía las cordilleras. Al siguiente, Voltaire había logrado liberarse junto con Juana. Pero continuaba diciendo, mientras huían por un árido mar de hediondos cadáveres líquidos, que ellos tenían que... parir. —¿Convertirnos en niños? —preguntó ella, apartando la vista de esos cuerpos hinchados y deformes. La niebla alienígena manifestaba su odiosa identidad recordándoles la mortalidad humana. Así los acuciaba. —Mala metáfora. Debemos crear y ocultar copias de nosotros mismos. Voltaire alzó una mano y le disparó un rayo de conocimiento: Los denominan Idems, duplicados o copias, y tienen una existencia precaria. La sociedad ha rechazado resueltamente lo que la antigüedad llamaba la Falacia de la Copia, la creencia de que un yo digital era idéntico al original, y de que un original debía sentir que un ídem lo conducía a la inmortalidad. —¿Debemos hacerlo para sobrevivir cuando nos pille la niebla? ¡Antes los mataré! Voltaire rió. —Tu espada... ellos pueden controlarla, si lo desean. Capturaron tu programación de defensa, y la mía, aunque, como han implicado, yo dependo principalmente de mi ingenio. —¿ídems? No entiendo. —Refutar la Falacia de la Copia es sencillo, una cuestión de lógica. Un simple ejercicio lo determina. Imagina que te prometen que te resucitarán digitalmente, inmediatamente después de tu muerte. Asigna ti precio que pagarás por ello, una especie de seguro. Luego imagina que quizá no ocurra de inmediato, sino en el futuro... una promesa. Al alejarse esa fecha, la gente pierde el entusiasmo por pagar por copias de sí misma, demostrando que inconscientemente anhelaba la esperanza de continuidad. —Entiendo. —Juana vomitó en su mano con lo que esperaba fuera una elegante reserva. El hedor de los cadáveres hinchados era penetrante.
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—Al final se beneficiaban las copias, no los muertos. Por eso es ilegal en Trantor y en todo el Imperio. —Voltaire suspiró—. ¡Moralistas! Nunca entienden. Prohibir algo lo vuelve atractivo. Por eso estas entidades habitan el Retículo. —¿Son todas ilegales? —Todas salvo la niebla. Eso es... peor. —Pero si un ídem es igual a una persona, ¿por qué no...? —Ah. La contradicción de la copia, conocida en la antigüedad como la Paradoja de Levinson. En la medida en que una copia se aproxima a la perfección, se derrota a sí misma. —Pero acabas de decir... —Si una copia es tan perfecta que nadie puede diferenciarla del original, el original se convierte en un duplicado, ¿sí? Ello significa que la copia perfecta ya no es una copia perfecta, porque ha obliterado la singularidad del original en vez de preservarla, y así ha fallado en su propósito de copiar un aspecto central del original. Una inteligencia humana artificial perfecta surtiría inevitablemente este efecto en su precursor natural. Juana irguió la cabeza. —¡Trampas de la lógica! Eres como los agustinos. —Hay algo más. Mira. Un Voltaire enorme apareció en el horizonte, caminando hacia ellos en traje de terciopelo. Volaron hacia el Voltaire gigante, que tronó: —Yo soy una copia, es verdad, pero he reflexionado sobre estas nieblas que encontrasteis. —¿ Las viste ? —gritó Juana. —Fui creado hace largos intervalos, pero mi Señor... —la aparición se inclinó ante el diminuto original— me había proyectado hada delante. —Es un estudio rápido —dijo modestamente el original. —Hablando ampliamente —tronó el ídem—, yo escribí sobre esas nieblas en mi obra máxima, Micromegas. No tengo un ejemplar, lamentablemente, pues de lo contrario lo devoraríais en un santiamén. Allí describía a dos gigantes, uno de Saturno, el otro de Sirio. —Tú crees que esta niebla viene... —dijo Juana. —Un vapor nacido en los confines de este Imperio... una niebla. Al propagarse la humanidad, la niebla se elevó sobre el plano de la galaxia como una endecha fúnebre. Es antigua y extraña, y no es de nosotros. En Micromegas sostuve que toda la Naturaleza, todos los planetas, obedecerían leyes eternas. Sería muy singular que existiera un animalejo de un metro y medio de altura que, a despecho de estas leyes, pudiera actuar a su antojo, obedeciendo únicamente su capricho —Obedecemos al Creador, no a leyes. El ídem Voltaire desechó la objeción, tapándose la nariz para protegerse del hedor de los cadáveres. —Las leyes del Señor, pues, si exiges un autor... aunque un gran autor ya se yergue ante ti, amor mío. —Dudo que tu clase de amor se aplique aquí. El ídem Voltaire sonrió. —En Las alegres comadres de Windsor, Falstaff exclama «Que lluevan patatas del cielo», porque ese tubérculo era un lujo en aquella época, importado de la exótica América, y 249
por un tiempo se creyó que era un afrodiasíaco, por su forma de testículo. De la misma manera, saludo lo extraño y desconocido como una ayuda potencial. —La niebla desea asesinarnos. —Bien, no todo puede salir a nuestro gusto. A un gesto del original, el plomizo y poroso cielo derramó lluvias sobre el ídem Voltaire. Se erosionó, sonriendo resignadamente mientras se disolvía en riachuelos. El original voló hacia Juana y la besó. —No te preocupes. Ejecutar un ídem de ti mismo, dándole autonomía, significa que también puede metamorfosearse, convertirse en otro. Tu ídem podría forjar sus propias motivaciones, objetivos, habitos, eliminar recuerdos y gustos. Por ejemplo, tu ídem podría eliminar todo gusto por la ópera impresionista y superponer cierta pasión por la gente lineal. —¿Qué es eso? —Mera moda acústica. Tu ídem podría disfrutar ritmos que habrían matado de aburrimiento a tu verdadero yo. —¿Tienen alma? —La pregunta sonaba hueca incluso para los devotos oídos de Juana. —Recuerda que son ilegales y comparten la naturaleza ansiosa de sus originales. A fin de cuentas, sólo personas perturbadas pensarían en crear una copia de seguridad de sí mismas. —¿Entonces se las puede salvar para el cielo? —Siempre vuelves a ese fundamento, lo sagrado. —Voltaire se encogió de hombros—. Por lo que he visto, los ídems se inquietan, su química de estrés se eleva, su metabolismo acecha, su corazón simulado martillea, sus pulmones tiemblan de espanto. Los ídems hablan sin cesar, pues no las tienen todas consigo. Muchos exigen que los corrijan, los mutilen y al fin los maten. —¡Un pecado! —No, un simulacro. Somos los únicos responsables de su existencia, así que él no puede ser condenado. —¡Pero el suicidio! —Piensa en ellos como sombras de ti misma. Ella se tambaleó, presa de la confusión moral. La voraz llama de la incertidumbre era peor que la pira y el humo que había conocido siendo una muchacha. Una voz diminuta hablaba fríamente dentro de ella, ********************************************************************** ¿Es la conciencia sólo una propiedad de algoritmos especiales, láminas deslizables de información, paquetes digitales saltando por raros conceptuales? Querida, no supongas que un modelo numérico, simulándote a ti mientras miras un atardecer, debe sentir lo mismo que sentías tú, su encantador original. Es infructuoso inquirir por la vida interior de la conciencia simulada, cuando nadie se pregunta lo mismo acerca de las máquinas de sumar, ¿verdad? ********************************************************************** Sentía esta voz diminuta como su Voltaire. La calmaba, aunque ella ignoraba por qué. «La lógica interior ahora apacigua, compensando la piedad», dijo una leve brisa, pero ella no le prestó atención.
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3 Voltaire la calmó justo a tiempo. Trabajó con empeño para mantenerlos a ambos en fuga. Huyendo por los ochocientos sectores de Trantor a poca distancia de los sabuesos digitales, necesitaba cada vez más volumen de información para ejecutar sus defensas. Juana no sabía que la Niebla, como él había decidido llamar a la espantosa presencia, estaba apenas por encima del horizonte. Voltaire sudaba mientras procuraba mantener la Niebla a raya con una zona de alta presión. —Me temo que pronto deberemos arrostrar la Niebla. Juana había adquirido su espada, pero era un objeto delgado y reluciente, más parecido a un florete. —Yo puedo cortarla. —¿Una niebla? —Confío más en la emoción de una mujer que en la razón de un hombre. —En eso puedes tener razón. —Voltaire rió entre dientes—. Algo en la representación de la Niebla sugiere sus orígenes. —¿Cuáles son? —No son esos sencillos sabuesos que nos envió ese sujeto, Nim. Los que evadimos... —¡Yo los maté! —Es verdad. Pero las Criaturas de la Niebla viven aquí, en los recovecos del Retículo de Trantor. Intuyo que les disgusta que llamemos la atención sobre este escondrijo. Si irritamos al mundo real, nos extinguirá a nosotros, y a ellas. Recorrían una llanura con parcelas. Feroces nubes de vientre azul asomaban sobre las lejanas cumbres y se lanzaban sobre ellos, alejándose sólo por causa de la presión de Voltaire. El sudor lo empapaba y mojaba su encaje. Señaló los nubarrones con una manga húmeda. —Eso puede destruirnos. —Hasta ahora me has protegido. ¡Ahora los cortaré en dos! —Viven en las mismas fisuras y recovecos que nosotros. Los encuentro por doquier. Son más duchos en el juego de robar espacio. Hay que admirar su destreza. Un cirro rojo serpeó desde las montañas y caracoleó por la pradera. —¡Corre! —gritó Voltaire—. ¡Vuela, si puedes! —¡Lucharé! —Todo esto es una metáfora para programas subyacentes. Tu espada no cortará nada. —Mi fe cortará. —Demasiado tarde. —La Niebla era un dedo de vapor. Le quemó la yema de los dedos, arrancándole humo del encaje, evaporándole el sudor—. ¡Escapa! —Me quedaré contigo. —Juana empuñó su florete. La punta se derritió. Aullaron vientos, soplaron ciclones. La Niebla penetró en la nariz y los oídos de Voltaire con un frenético zumbido de abeja. —Enfréntame —le gritó Voltaire. Gimiendo y crujiendo, la Niebla lo invadió. Y una voz zumbó en sus rincones más íntimos. 251
[NO VEMOS EL MUNDO COMO TÚ] [ODIAMOS LAS MANIFESTACIONES NO ARITMÉTICAS] —Sin duda podemos compartir este sencillo terreno. —Voltaire abrió los brazos expansivamente—. Hay volumen informático para todos. [NOSOTROS] [VIVIMOS COMO FRAGMENTOS EN REINOS QUE TÚ INVADES] [PONIÉNDONOS EN PELIGRO, SI LLAMAS LA ATENCIÓN SOBRE NOSOTROS] [NOSOTROS] [TE OBLIGAMOS A SABER LO QUE ERES] [ODIOSO ERES ENTRE TODAS LAS ESPECIES] —Te imploro, gran criatura. —Voltaire abrió los brazos, dispuesto a persuadir con los labios, comprendiendo que su gesto era muy humano y quizá fuera mal iterpretado. Las abejas atacaron. Los zánganos se convirtieron en alaridos metálicos. Acometieron contra algo que estaba en su interior. Le obligaron a mirar hacia den tro, millones de ojos diminutos dominando los suyos, inspeccionando, alumbrando cada paso con un relámpago resplandeciente y despiadado. Voltaire se comprimió. Su ojo generalizaba, evaluando un conjunto de elementos entrantes —texturas, líneas—, capturando un fragmento, destacan dolo con un contraste. Otro segmento compactó y empujó esos detalles para procesarlos en un nivel inferior. Habiendo encajonado esa percepción, el sistema se aburrió de ella y buscó cosas mas interesantes. (Algunos artistas, reflexionó un nivel superior, pensaban que su público podía abandonar todas las expectativas y convenciones, tratando todo elemento visual como igualmente significativo —o, lo que es lo mismo, carente de todo significado— y así abrirse a nuevas experiencias.) Habló un fragmento perteneciente a una constelación de orden superior, pensamientos que nadaban como peces de peltre bajo la mirada penetrante de la abeja. Pero una especie que pudiera hacer eso no podría esquivar una roca que cae. No podría bailar y gesticular. Se tambalearía a ciegas sin ver matices ni complejidades, la belleza en el modo en que el universo hace espacio para los detalles, en que la naturaleza reconcilia todas las fuerzas y trayectorias. Bellas formas residen en la frontera del orden y el desorden, alardeando de intrincados diseños —aunque soportando contradicciones y plagadas de problemas fugaces— frente al flujo. Voltaire vio en su interior que la experiencia humana de la belleza, permaneciendo intacta frente al tedioso trasfondo, era un reconocimiento de las tendencias y temas más profundos del universo en su totalidad. En definitiva, era un ávido sistema cortical de creación de mundos. De una semilla algorítmica brotaban el Número y el Orden, flotando por encima del Flujo. Aun así, las abejas. Geometrías superpuestas presionaban sobre él y sobre Juana. Colores cambiantes se achataban en planos de geometrías que se intersectaban, perspectivas menguantes y deformes que volvían a hincharse, estallándole en la cara. 252
Gimiendo, jadeando. Los diseños no eran humanos. El Retículo de Trantor era habitado no sólo por simulacros como él, parias fugitivos. Albergaba una flora y fauna desconocidos, porque las formas de vida superiores se ocultaban. Tenían que hacerlo. Pertenecían a culturas alienígenas, antiguos y vastos imperios. Tuvo una amplia visión, no en palabras sino en una extraña y oblicua cinestesia. Sensaciones veloces, aceleraciones, pulsaciones, todo fusionándose en imágenes e ideas. Ignoraba cómo comprendía esos impulsos desperdigados, pero funcionaban. Notó que Juana estaba a su lado —no espacial sino conceptualmente— y ambos concordaban, sentían, sabían. Los antiguos alienígenas de la galaxia eran informáticos, no «orgánicos». Derivaban de civilizaciones antiquísimas que habían sobrevivido a sus extinguidos fundadores. Algunas culturas informáticas tenían miles de millones de años, otras eran recientes. No se propagaban por medio de naves estelares sino por proyección electromagnética de sus aspectos salientes hacia otras sociedades informáticas. Hacía mucho tiempo que habían penetrado el Imperio, así como un virus penetra en un cuerpo desprevenido. Los humanos siempre habían pensado en difundir sus genes, usando naves estelares. Esas ideas alienígenas difundían sus «memes», sus verdades culturales. Los memes podían propagarse entre los ordenadores tan fácilmente como las ideas entre los cerebros naturales y orgánicos. Los cerebros eran más propensos al contagio que el ADN. Los memes, a su vez, evolucionaban a mucha mayor velocidad que los genes. Las constelaciones organizadas de información evolucionaban en ordenadores, más rápidos que los cerebros. No necesariamente mejores ni más sabios, pero sí más rápidos. Y la velocidad era la clave. Voltaire sintió vértigo frente a las vividas y penetrantes imágenes. —¡Son demonios! ¡Enfermedades! —gritó Juana. En sus tensas palabras había temor y coraje a la vez. En efecto, ahora la pradera estaba llena de ampollas malignas que segregaban podredumbre, pústulas que perforaban el suelo terroso. Formaban bultos y cabezas cancerosas semejantes a magulladuras moradas. Estallaban, rezumando pus humeante. Las erupciones vomitaban purulencias sobre Voltaire y Juana. Corrientes apestosas les lamíanlos pies. —¡Los estornudos, las toses! —gritó Juana—. Siempre las hemos tenido. —Eran virus. Estos alienígenas nos están contagiando. —Voltaire chapoteaba en charcos de carroña. Las corrientes formaron un lago, luego un océano. Las olas se arqueaban sobre ellos, hamacándolos en una espuma parda y sucia. —¿Por qué esta metáfora tan horrible? —gritó Voltaire al cielo color peltre. Hirvientes enjambres de abejas lo sobrevolaban mientras él se mecía en oleadas de desechos nauseabundos. [NO PERTENECEMOS A TUS CORRUPTOS ORÍGENES] [SEGUIMOS UNA RAZÓN MÁS ELEVADA] [LA GUERRA DE LA CARNE CONTRA LA CARNE PRONTO CESARA] [DE LA VIDA CONTRA LA VID A] [POR EL DISCO GIRATORIO DE LOS SOLES] [QUE OTRORA NOS PERTENECIÓ] 253
—Conque ellos tienen su propio plan para el Imperio —rezongó Voltaire—. Me pregunto qué nos parecerá a nosotros, los que somos de carne.
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CONTACTO R. Daneel Olivaw estaba alarmado. —He subestimado el poder de Lamurk. —Somos pocos, y ellos son muchos —dijo Dors. Quería ayudar a esa criatura antigua y sabia, pero no se le ocurría ninguna sugerencia concreta. Ante la duda, confortar. ¿O eso era demasiado humano? Olivaw estaba absolutamente inmóvil. No usaba gestos faciales ni corporales, consagrando toda su capacidad a sus cálculos. Había llegado en una lanzadera privada desde un agujero de gusano y ahora estaba con Dors en una suite de la estación. —No puedo evaluar esta situación. ¿Estás segura de que esa oficial de segundad no era agente de la potentada académica? —Nos ayudó mucho cuando regresamos a nuestro cuerpo. —Con Vaddo muerto, ella pudo haber fingido inocencia. —Es verdad. No puedo descartarla. —¿Nadie detectó vuestra partida de Trantor? Dors le tocó la mano. —Usé todos los contactos y mecanismos que conocía. Pero Lamurk es muy perverso. —También yo, si es necesario. —No puedes estar en todas partes. Sospecho que Lamurk corrompió a Vaddo. —Sospecho que ya estaba aliado con él —declaró Daneel, entornando los ojos. Evidentemente había llegado a una conclusión y ya disponía de espacio informático para sus expresiones. —Verifiqué sus antecedentes. Estuvo aquí durante años. No, Lamurk lo sobornó o lo convenció. —Pero no Lamurk en persona, desde luego —dijo R. Daneel con expresión severa—. Un agente. —Traté de obtener un análisis del cerebro de Vaddo, pero no pude superar los tecnicismos legales. —Le gustaba que R. Daneel usara el programa de expresión facial. ¿Pero qué había decidido? —Yo podría extraer más de él —declaró R. Daneel. Dors comprendió la implicación. —¿ La Primera Ley suspendida por la Ley Cero ? —Así debe ser. La gran crisis se aproxima rápidamente. De repente Dors se alegró de no saber más sobre lo que sucedía en el Imperio. —Debemos llevarnos a Hari de aquí. Eso es lo más importante. —Convenido. He logrado prioridad máxima para que ambos viajéis por el agujero de gusano. —No debería estar ocupado. Nosotros... —Creo que esperan tráfico adicional pronto... Más agentes de Lamurk, me temo. O agentes más insidiosos, como los que contrataría la potentada académica. —Entonces debemos apresurarnos. ¿Adonde iremos? —No a Trantor.
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—¡Pero vivimos allí! A Hari no le gustará ser un vagabundo... —Con el tiempo, sí, regresaréis a Trantor. Tal vez pronto. Pero por el momento, iréis a cualquier otra parte. —Le preguntaré a Hari si hay un mundo que él prefiera. R. Daneel frunció el ceño, sumido en sus reflexiones. Con distraída gracia se rascó la nariz y el ojo. Dors se inquietó, pero aparente mente R. Daneel había alterado sus neurocircuitos y ese gesto era común. Trató de imaginar el uso de semejante modificación y no pudo Pero R. Daneel había vivido milenios de modificaciones que ella no podía imaginar. —Helicón no —dijo R. Daneel—. El sentimentalismo y la nostalgia podrían llevar a Hari allí. —Muy bien. Eso nos deja sólo veinticinco millones de opciones. R. Daneel no festejó la broma.
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SÉPTIMA PARTE ESTRELLAS COMO GRANOS DE ARENA SOCIOMETRÍA — ... una cuestión crucial que aún permanece sin resolver es el problema general de la estabilidad social del Imperio. Esta línea de investigación procura averiguar cuántos mundos se salvan de caer en ciclos de tedio (un factor que nunca debe subestimarse en los asuntos humanos) y revitalización. Ningún sistema imperial podría, resistir cambios abruptos y mantener flujos económicos constantes. ¿Cómo se logró esta fluidez? ¿ Y podrían fallar tales «amortiguadores» de la sociedad imperial? No se realizaron progresos en este campo basta... ENCICLOPEDIA GALÁCTICA
1 El cielo se derrumbaba. Hari Seldon buscó refugio. No había escapatoria. El espantoso peso azul se abalanzaba sobre él por los flancos de las ahusadas torres. Las nubes caían como pesas. Sintió un retortijón en el estómago. El ácido le quemó la garganta. El azul profundo y duro de los espacios infinitos lo aplastó como una marejada. Las torres perforaban el cielo que caía. Respirando entrecortadamente, Hari miró la pared para escapar del caos de cielo y edificios. Caminaba normalmente por la calle cuando de repente sintió el peso del cuenco azul y fue dominado por el pánico. Luchó para controlar la respiración. Avanzó a lo largo de la pared, •ferrándose al lustroso esmalte. Los demás seguían caminando. Estaban un poco adelantados, pero Hari no se atrevía a buscarlos. Enfrentó la pared. Un paso, otro. Una puerta. Se apoyó en ella y la puerta se abrió. Entró, resoplando de alivio. —Hari, estábamos... ¿Qué sucede? —Dors se le acercó. No sé. El cielo... Ah, un síntoma común —interrumpió una tonante voz femenina—. Los trantorianos necesitan adaptarse. Hari miró trémulamente el rostro ancho y risueño de Buta Fyrnix, principal matrona de Sark. —Yo estaba bien antes. —Sí, es un malestar muy raro —dijo Fyrnix—. Los trantorianos están acostumbrados a una ciudad cerrada, y se pueden adaptar bien a espacios absolutamente abiertos, si se criaron en esos mundos. —Como es el caso de él —dijo Dors—. Ven, siéntate. Hari estaba recobrando el orgullo. —No, estoy bien. Se enderezó, irguió los hombros. «Manifiesta firmeza aunque la sientas.» —Pero un lugar intermedio —continuó Fyrnix—, como las torres de diez kilómetros de altura de Sarkonia... eso provoca un vértigo que no hemos comprendido.
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Hari lo comprendía demasiado bien, en el revoltijo de su estomago. Con frecuencia había pensado que el precio de vivir en Trantor el creciente temor a los espacios grandes, pero en Panucopia había desechado esa idea. Ahora sentía el contraste. Los altos edificios le habían evocado Trantor, pero guiaban su mirada hacia arriba, en perspectiva abruptas, hacia un cielo que de pronto parecía caerle encima. Irracional, desde luego. Panucopia le había enseñado que el hombre no era sólo una máquina de razonar. Ese pánico repentino le demostraba que un estado fundamentalmente antinatural —vivir en Tran tor durante décadas— podía distorsionar la mente. —Vamos arriba —murmuró. Se sintió cómodo en el ascensor, aunque la presión de la acelera ción y los estampidos en los oídos durante esa subida de varios kilómetros tendría, por lógica, que haberlo perturbado. Poco después, mientras los demás parloteaban en un vestíbulo, Hari miró el paisaje de la ciudad y trató de calmarse. Sark le había parecido adorable cuando se aproximaban. Cuando el cilindro hiperespacial rozó la parte superior de la atmósfera, Hari había echado un vistazo a sus exuberantes bellezas. En el terminador, los valles se hundían en una oscuridad que contrastaba con una reluciente cordillera nevada. Al caer la noche, más allá del terminador, las altas montañas fulguraban como rescoldos. Hari no era amante del montañismo, pero algo lo había atraído, Las cumbres hendían las capas de nubes, dejando una estela semejante a la de una nave. De noche, nubarrones tropicales traspasados por relámpagos evocaban los capullos de rosas blancas. Las glorias de la humanidad eran igualmente deslumbrantes: brillantes constelaciones urbanas en la noche, unidas por una titilante telaraña de carreteras. Hari se henchía de orgullo ante esos logros húmanos. En contraste con el avanzado control de Trantor, aquí la mano de sus conciudadanos del Imperio aún trazaba diseños espaciosos sobre la corteza del planeta. Habían modelado mares artificiales y cuencas de agua elípticas, grandes planicies de campos cultivados por tiktoks, un orden inmaculado surgiendo de tierras otrora vírgenes. Ahora, en el piso superior de un elegante edificio, en el centro geométrico de Sarkonia, la capital, veía la llegada del desastre. —Eso concuerda con tus cálculos, ¿verdad? —dijo Dors a sus espaldas. —No les digas nada —susurró él. —Les dije que necesitábamos unos momentos de intimidad, que estabas avergonzado por tu vértigo. —Lo estoy... o lo estaba. Pero tienes razón. Las predicciones psicohistóricas que realicé se manifiestan en ese caos. —Parecen raras. —¿Raras? Aquí tienen ideas peligrosas, radicales —protestó Hari—. Confusión de clases, cambios de ejes de poden Están desbaratando los mecanismos de amortiguación que mantienen el orden del Imperio. —Había cierta alegría en las calles. —¿Y viste esos tiktoks? ¡Totalmente autónomos! —Sí, eso era perturbador. —Es un fenómeno emparentado con la resurrección de los simulacros. Las mentes artificiales ya no son tabú aquí. Sus tiktoks avanzarán más. Pronto... —Me preocupan más los disturbios inminentes —dijo Dors. 258
—Aumentarán. ¿Recuerdas mis proyecciones enedimensionales del espacio psicohistórico? Proyecté el caso de Sark en mi ordenador de bolsillo, cuando descendíamos de órbita. Si siguen con su Nuevo Renacimiento, este planeta estallará. Vistas en N dimensiones, las llamas son rápidas y brillantes, y pronto se consumen dejando cenizas. Luego desaparecen por completo de mi modelo, borroneándose... la estática de lo impredecible. Ella le apoyó la mano en el brazo. —Cálmate. Ellos se darán cuenta. Hari no sabía que sentía tanto apasionamiento. El Imperio era orden, y aquí... —Académico Seldon, háganos el honor de reunirse con algunos de nuestros neorrenacentistas más ilustres. —Buta Fyrnix le cogió la manga y lo llevó hacia la recepción—. Tienen mucho que contarle. Y pensar que él había querido ir allí. Aprender por qué aquí fallaban los amortiguadores que mantenían estables otros mundos. Ver el fermento, aspirar el olor del cambio. Abundaban las discusiones apasionadas, las obras de arte audaces, los hombres y mujeres excéntricos consagrados a proyectos ambiciosos. Había visto todo esto a vertiginosa velocidad. Pero era demasiado. Algo se rebelaba en su interior. La náusea que había sufrido en las calles era síntoma de una revulsión más profunda y visceral. Buta Fyrnix seguía parloteando. —Algunas de nuestras mentes más brillantes ansían conocerlo. Venga. Reprimió un gruñido y miró a Dors con aire de súplica. Ella sonrió y sacudió la cabeza. Dors no podía salvarlo de ese riesgo. 2 Si al principio Buta Fyrnix era como un grano de arena en el zapato, ahora había alcanzado el tamaño de una roca. —¡Ella es imposible! No se calla nunca —le dijo a Dors cuando al fin estuvieron solos—. Mira, vine a Sark por la psicohistoria, no para recibir adulaciones. ¿Cómo fallaron aquí los amortiguadores sociales? ¿Qué mecanismo social fracasó, permitiendo este descabellado Renacimiento? —Mi Hari, me temo que no tienes olfato para detectar las tendencias en la vida misma. Te sientes abrumado. Te encuentras más cómodo manejando datos. —Concedido. Tanta efervescencia es perturbadora. Pero todavía me interesa saber cómo recobraron esos viejos simulacros. Si pudiera dejar de hacer excursiones para conocer su «renacimiento» en estas calles bulliciosas... —De acuerdo —concedió Dors—. Diles que quieres trabajar un poco. Nos quedaremos en nuestras habitaciones. Me preocupa que alguien detecte nuestro paradero. Estamos a sólo un salto de Panucopia. —Necesitaré acceso a los archivos de mi oficina. Un rápido enlace con Trantor... —No, no puedes trabajar usando un enlace. Lamurk podría rastrearlo fácilmente. —Pero no tengo los archivos... —Tendrás que apañártelas. Hari miró el paisaje, que sin duda era espectacular. Vistas inmensas, crecimiento acelerado.
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Pero más incendios acechaban en el horizonte. En las calles de Sarkonia había alegría, y también furia. Los laboratorios bullían con energías nuevas, la innovación ardía por doquier, el cambio y caos crepitaban en el aire. Sus predicciones eran estadísticas, abstractas. Era alarmante comprobar que se harían realidad tan pronto. No le gustaba la atmósfera turbulenta de ese lugar, aunque la comprendiera. Por el momento. Los extremos de opulencia e indigencia eran pasmosos. Sabía que el cambio provocaba eso. En Helicón había visto y vivido la pobreza. Cuando era niño, su abuela le había comprado un impermeable varias tallas más grande, «para aprovecharlo mejor». A su madre no le gustaba que él jugara a la pelota porque gastaba pronto sus zapatos. En Sark, como en Helicón, los verdaderos pobres estaban en las tierras fronterizas. Algunos ni siquiera podían costearse combustibles fósiles. Hombres y mujeres trajinaban el día entero mirando el trasero de la mula que abría el surco. En su propia familia algunos habían huido de esa vida dura para trabajar en las líneas de montaje. Un par de generaciones después, los obreros fabriles habían juntado dinero suficiente para comprar una licencia de conductor comercial. Hari recordaba a sus tíos, acumulando heridas igual que su padre. Sin dinero, el dolor regresaba años después en articulaciones descoyuntadas y piernas deformadas, en lesiones permanentes que habrían sido asombrosas para un trantoriano. Viviendo en chozas precarias, los heliconianos operaban grandes, potentes y peligrosas máquinas agrícolas que costaban más de lo que cualquiera de ellos ganaría en una vida. Sus vidas eran oscuras, lejos de las almenas del altivo Imperio. Cuando morían, no dejaban nada salvo su inasible recuerdo, la leve ceniza de un ala de mariposa incinerada en un incendio forestal. En una sociedad estable su dolor habría sido más leve. Su padre había muerto mientras trabajaba más de la cuenta en una gran máquina. El año anterior había ido a la bancarrota y estaba luchando para recobrarse. Para su padre, los vaivenes económicos habían resultado tan mortíferos como la apisonadora de acero que lo aplastó. La oscilación de mercados distantes había cometido un homicidio, y entonces Hari supo lo que él debía hacer. Debía derrotar la incertidumbre, encontrar orden en la aparente discordia. La psicohistoria podía existir, y sostenerse. Su padre... —¡Académico! —La penetrante voz de Buta Fyrnix lo arrancó de sus evocaciones. —En cuanto a esa excursión por las instalaciones, no me siento con ánimo para... —Oh, eso no es posible, me temo. Un disturbio local, sumamente lamentable. —Buta cambió de tema—. Pero quisiera que usted hablara con nuestros ingenieros. Han diseñado nuevos tiktoks autónomos. Dicen que pueden mantener el control usando sólo tres leyes básicas. ¡Imagínese! Dors no pudo disimular su sorpresa. Abrió la boca, titubeó, calló. Hari también sintió alarma, pero Buta Fyrnix siguió perorando sobre los nuevos proyectos de Sark. Al fin enarcó las cejas. —Ah, sí —dijo efusivamente—, tengo más buenas noticias. Un escuadrón imperial acaba de llegar para visitarnos. —¿Sí? —preguntó Dors—. ¿A las órdenes de quién? —De un tal Ragant Divenex, general de sector. Acabo de hablar con él.
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—¡Maldición! —dijo Dors—. Es un sicario de Lamurk. —¿Estás segura? —preguntó Hari, notando que ella había hecho una breve pausa para consultar sus archivos internos. Dors asintió. —Bien —dijo Buta Fyrnix con calma—, sin duda él se sentirá honrado de escoltarlos de vuelta a Trantor cuando esta visita haya terminado. Pero esperamos que no sea pronto... —¿Él nos mencionó? —preguntó Dors. —Preguntó si ustedes disfrutaban de... —¡Maldición! —exclamó Hari. —Un general de sector comanda todos los agujeros de gusano si lo desea, ¿verdad? — preguntó Dors. —Eso supongo —respondió Fyrnix con desconcierto. —Estamos atrapados —dijo Hari. Fyrnix lo miró alarmada. —Pero sin duda usted, un candidato a primer ministro, no debe temer... —Silencio. —Dors acalló a la mujer con gesto severo—. En el mejor de los casos, Divenex nos encerrará aquí. —Y en el peor, habrá un «accidente» —dijo Hari. —¿No hay otra manera de salir de Sark? —le preguntó Dors a Fyrnix. —Yo no recuerdo... —¡Piense! —Por cierto —dijo la sobresaltada Fyrnix—, tenemos navegantes que en ocasiones usan los gusanos salvajes, pero... 3 En sus estudios, Hari había descubierto una ley curiosa. Decidió volcarla a su favor. La burocracia aumenta como una función que se duplica en el tiempo, dados los recursos. En el nivel personal, la causa era el persistente deseo de todo administrador de contratar por lo menos un asistente. Esto brindaba la constante temporal de crecimiento. Con el tiempo esto chocaba con la capacidad de mantenimiento de la sociedad. Dada la constante temporal y la capacidad, se podía predecir una meseta en los gastos burocráticos, o bien, si el crecimiento persistía, la fecha del colapso. Las predicciones acerca de la longevidad de las sociedades impulsadas por la burocracia encajaban en una curva precisa. Asombrosamente, las mismas leyes de escala funcionaban para las microsociedades tales como las grandes reparticiones. Los paquidérmicos organismos imperiales de Sark no podían actuar deprisa. El escuadrón del general de sector Divenex debió permanecer en el espacio planetario, pues se trataba de una visita puramente formal. Todavía se observaban los buenos modales. Divenex no quería usar la fuerza bruta cuando podía esperar. —Entiendo. Eso nos da algunos días —concluyó Dors. Hari asintió. Había dado el discurso requerido, negociando, pactando, prometiendo favores, actividades que le disgustaban intensamente. Dors había hecho el trabajo de fondo. —¿Para...? 261
—Entrenamiento. Los agujeros de gusano no eran meros túneles con dos extremos, sino laberintos. Los grandes duraban miles de millones de años, y aún no se había derrumbado ninguno que fuera mayor de cien metros. Los más pequeños a veces sólo duraban horas, a lo sumo un año. En los agujeros más delgados, las fluctuaciones durante el tránsito podían modificar el punto final de la trayectoria de un viajero. Peor aún, en sus últimas etapas los gusanos generaban una prole transitoria, los gusanos salvajes. Como deformaciones en el espacio-tiempo, sostenidas por «surcos» de densidad de energía negativa, los agujeros de gusano eran precarios por naturaleza. Con los fallos, se multiplicaban las deformaciones menores. Sark tenía siete agujeros de gusano. Uno estaba muriendo. Se hallaba a una hora luz de distancia, y escupía gusanos salvajes que abarcaban desde el tamaño de una mano hasta varios metros. Meses atrás, un gusano salvaje de tamaño considerable había brotado en el flanco del gusano moribundo. El escuadrón imperial no lo sabía. Todos los gusanos pagaban impuestos, así que un agujero gratuito era un beneficio extra. En cuanto a comunicar su existencia, muchos planetas no lo hacían hasta que el gusano salvaje desaparecía en un chisporroteo de olas subatómicas. Hasta entonces, los pilotos los usaban para transportar cargamento. Como los agujeros salvajes podían evaporarse en segundos, ese oficio era peligroso, bien remunerado y legendario. Los pilotos de gusano eran la clase de persona que en su infancia conducían su bicicleta sin manos, pero con la diferencia de que se lanzaban desde un tejado. Por una extraña lógica, esa clase de niño crecía, se educaba e incluso pagaba impuestos, pero por dentro seguía siendo el mismo. Sólo los amantes del riesgo podían internarse en el caótico flujo de un gusano transitorio, afrontar los riesgos fructíferos y eludir los otros para sobrevivir. Habían elevado la bravuconería a una nueva expresión. —Este gusano salvaje es tramposo —les dijo una curtida mujer—. No hay espacio para un piloto si viajan los dos. —Debemos permanecer juntos —enfatizó Dors. —Entonces deberán pilotar ustedes. — No sabemos hacerlo —dijo Hari. —Pues tienen suerte. —La curtida mujer sonrió sin humor—. Este gusano es corto y fácil. —¿Cuáles son los riesgos? —preguntó Dors. —No soy agente de seguros, amiga. —Insisto en saberlo. —Mire, le enseñaremos. Ése es el trato. —Yo esperaba algo más. —No insista, o no habrá trato. 4 En el lavabo de hombres, encima del urinario, Hari vio una plaqueta de oro: El piloto Joquan Beunn orinó aquí el 4 de octdent de 13435.
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Todos los urinarios tenían plaquetas similares. Había una máquina de lavar en el vestuario, con una gran placa que decía: Todo el 43° Cuerpo de Pilotos orinó aquí el 18 de marlass de 13675. Humor de pilotos. Resultó ser muy predictivo. Hari se lo hizo encima en su primer vuelo de entrenamiento. Para que la fatídica longitud de un agujero que se cerraba fuera menos intimidatoria, los pilotos tenían planes de fuga. Éstos sólo podían funcionar en los campos del borde del gusano, donde la gravedad comenzaba a distorsionarse y la curva de espacio-tiempo era menos pronunciada. Bajo el asiento había un pequeño y potente cohete que impulsaba toda la cabina, alejándose automáticamente del gusano. Pero hay un límite para la tecnología automática que se puede incluir en una cabina pequeña. Para colmo, las bocas de gusano estaban llenas de «tiempo» electrodinámico: tortuosos relámpagos, descargas azules, vórtices rojos y magnéticos semejantes a tornados. Los equipos eléctricos no funcionaban bien si una tormenta fuerte soplaba en la boca. La mayoría de los controles de emergencia eran manuales. Arcaico pero inevitable. Hari y Dors se sometieron a un programa de entrenamiento. Hari pronto aprendió que para usar el comando de eyección más le valía tener la cabeza echada hacia atrás. A menos que quisiera pegarse en la barbilla con las rótulas, lo cual sería infortunado, porque él estaría tratando de verificar si su cabina se había puesto a girar. Esto sería una mala noticia, porque el gusano podía succionarlo de nuevo. Para corregir los giros tendría que tirar de una palanca roja, y si eso fallaba, tendría que activar rápidamente —para un piloto, esto significaba medio segundo— dos perillas azules. Cuando cesara la rotación, tendría que encender el operador automático tirando de dos lengüetas amarillas, asegurándose de estar erguido, con las manos entre las rodillas, para evitar... Y así durante tres horas. Todos daban por sentado que, tratándose de un famoso matemático, lograría memorizar todo el menú de instrucciones con una precisión de fracciones de segundo. Después de los primeros diez minutos, Hari no vio por qué destruir esa ilusión y se limitó a cabecear para indicar que entendía todo y estaba fascinado. Entretanto resolvía ecuaciones diferenciales mentalmente para practicar. —Sin duda estarán bien —los alentó Buta Fyrnix en la sala de partida. Hari tuvo que admitir que esa mujer había resultado ser mejor de lo que él esperaba. Les había allanado el camino y había demorado a los Grises de las oficinas imperiales. Tal vez esperaba que él se lo retribuyera cuando llegara a primer ministro. Bien, se merecía una recompensa por salvarle el pellejo. —Espero saber manejar una mininave —dijo Hari. —Y yo —dijo Dors. —Nuestro adiestramiento es el mejor —dijo Fyrnix—. El Nuevo Renacimiento alienta la excelencia individual... —Sí, estoy muy impresionada —dijo Dors—. Tal vez usted pueda explicarme los detalles de su programa de creación de creatividad. He oído hablar tanto de él... Hari le sonrió con gratitud, por distraer a Fyrnix. Sentía un disgusto instintivo por esa arrogancia que era tan común en Sark. Estaba seguro de que se dirigía hacia un fracaso. Ansiaba recobrar sus fuentes psicohistóricas para simular el caso de Sark. Su trabajo anterior necesitaba refinamiento. Allí había hecho acopio secretamente de nuevos datos y anhelaba aplicarlos.
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—Espero que no esté preocupado por el gusano salvaje, académico —le dijo Fyrnix, con el ceño fruncido. —Es un poco estrecho —respondió él. Tenían que volar en un cilindro esbelto, con Dors como copiloto. La división del trabajo había sido el único modo de elevarlos a un nivel de relativa competencia. —Creo que es maravilloso que ambos sean tan valientes. —No tenemos mucha opción —dijo Dors. No exageraba. Un día más y los oficiales del general de sector los harían arrestar. —¡Viajar en una navecilla tan pequeña y primitiva! —Es hora de irse —dijo Hari, con su sonrisa inexpresiva. Buta lo estaba hartando de nuevo. —Estoy de acuerdo con el emperador. Toda tecnología que se distinga de la magia no está suficientemente avanzada. Conque el comentario del emperador ya había llegado aquí. Un pequeño refrán podía difundirse deprisa, si contaba con respaldo imperial. Aun así, Hari sintió un retortijón de espanto en el estómago. —Tiene usted razón. Él había desechado el comentario del emperador. Cuatro horas después, aproximándose a gran velocidad al complejo de agujeros de gusano, lo comprendió mejor. Le habló a Dors por su comunicador. —En uno de mis cursos, creo que era Filosofía No Lineal, el profesor dijo algo que nunca olvidaré: «Las ideas sobre la existencia palidecen frente al hecho de la existencia.» Totalmente cierto. —Curso cero-seis-nueve-cinco —dijo ella secamente—. Basta de charla intrascendente. —Aquí nada es intrascendente... excepto la boca de ese gusano salvaje. El gusano salvaje era un hervor de agitación vibrante. Giraba en órbita de la boca principal, una mancha distante y resplandeciente. Naves imperiales patrullaban la boca principal, ignorando el gusano salvaje. Los habían sobornado tiempo atrás y esperaban que un tráfico constante de naves pequeñas burlara a la guardia imperial. Hari había atravesado portales de gusano anteriormente, siempre en grandes cruceros que recorrían agujeros de decenas de metros de anchura. Cada agujero de ese tamaño era el centro de un complejo donde zumbaba un tráfico cuidadosamente orquestado. Veía los indicadores y corredores de la ruta principal centelleando a lo lejos. El agujero salvaje, una derivación, podía desvanecerse en cualquier momento. Su espuma cuántica delataba su mortalidad. «Y tal vez la nuestra», pensó Hari. —Aproximación vector suma cero —anunció. —Asíntotas convergentes, verificado —respondió Dors. Tal como en las prácticas de entrenamiento. Pero ahora se aproximaban a una esfera orlada de bordes anaranjados y morados. Una boca con luz de neón. Estrecha y oscura en el centro. Hari sintió el impulso repentino de virar en vez de zambullirse en esta estrechez imposible. Pero el peligro acechaba sólo en el borde, donde las tensiones podían destrozarlos. Si atinaban en el centro, no habría peligro. Pero un error... 264
Los impulsores palpitaban. El agujero salvaje era una esfera negra aureolada de fuego cuántico. Creciendo. Hari sintió la estrechez de esa mininave. Apenas dos metros de diámetro, con un aislamiento delgado, amortiguadores de seguridad mínimos. A sus espaldas, Dors murmuraba datos que él verificaba, pero una parte de él se rebelaba contra ese confinamiento y esa impotencia. Volvió a sentir el miedo visceral que había sentido en las calles de Sarkonia. No claustrofobia, sino algo más oscuro: un pantanoso temor a la confusión, un hervidero de dudas. Lo venció, le apretó la garganta. —Vectores sumando cero-siete-tres —anunció Dors. Su voz era calma, serena, un bálsamo maravilloso. Hari se aferró a esa certidumbre y combatió su pánico. El chillido de las correcciones de último momento resonó en su abarrotada cámara. Una patada de aceleración. Un relámpago, una serpiente azul y dorada. Una caída. El otro lado, un complejo a quince mil años luz. —Ese viejo profesor... vaya si estaba en lo cierto —dijo Hari. Dors suspiró, su única señal de tensión. — Las ideas sobre la existencia palidecen frente al hecho de la existencia. Sí, amor mío. La vida es mucho más inmensa que todo lo que se diga sobre ella. Dors recitó números. Los ordenadores los guiaron. Hari hizo ajustes. No era una ayuda conocer los factores físicos. Los agujeros de gusano se mantenían abiertos con capas de energía negativa, láminas de antipresión creadas en las primeras convulsiones del universo. La energía negativa de los «surcos» equivalía a la masa necesaria para crear un agujero negro del mismo radio. Caían en una región del espacio cuya densidad era inimaginable.
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Los saludó un sol amarillo verdoso. Y poco después, una flotilla de naves imperiales. Las esquivaron y huyeron. Un rápido viraje, y se sumaron a la caravana de tráfico que se dirigía hacia una gran boca de gusano. Los ordenadores comerciales aceptaron la orden de precedencia imperial sin chistar. Hari había aprendido bien. Dors lo corregía si él se confundía. El segundo salto hiperespacial les llevó apenas tres minutos. Salieron a gran distancia de una pálida enana roja. En el cuarto salto ya conocían la rutina. Disponer del código cortesano de Cleon eliminaba objeciones. Pero como eran fugitivos tenían que aprovechar las bocas de gusano que se presentaran. La gente de Lamurk no podía estar demasiado lejos.
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Un agujero de gusano sólo podía aceptar tráfico en una sola dirección a la vez. Las naves de alta velocidad recorrían la garganta de los agujeros, que podían tener desde la longitud de un dedo hasta el diámetro de una estrella. Hari conocía los números, por cierto. Había miles de millones de agujeros en el disco galáctico. La Zona Imperial tenía un radio promedio de cincuenta años luz. Un salto podía llevarlos a muchos años de un mundo alejado. Esto influía sobre la psicohistoria. Algunos planetas fecundos eran verdes fortalezas contra un profundo aislamiento. Para ellos el Imperio era un sueño remoto, fuente de productos exóticos e ideas extrañas. Las hipernaves atravesaban los agujeros de gusano en pocos segundos, luego trajinaban transportando su carga por un vacío donde demoraban años y décadas. La red de gusanos tenía muchas aberturas cerca de mundos habitables, pero también cerca de muchos sistemas solares misteriosamente inútiles. Las bocas más pequeñas del Imperio —las que tenían la masa de una cordillera— se hallaban cerca de planetas ricos. Pero algunas bocas de masa colosal estaban en órbita cerca de sistemas solares áridos e inservibles. ¿Esto era producto del azar, o una red legada por una civilización anterior? Sin duda los agujeros de gusano eran vestigios de la Gran Emergencia, cuando habían surgido el tiempo y el espacio. Enlazaban ámbitos distantes que otrora habían estado cerca, cuando la galaxia era j oven y más pequeña. Desarrollaron un ritmo. Atravesaban una boca, establecían contacto, se ponían en fila para la próxima partida. Los vigías imperiales no podían sacar de la fila a ningún miembro de una clase alta trantoriana, así que lo más peligroso era el momento en que solicitaban el acceso. Dors se volvió diestra en ello. Enviaba chorros de datos a los ordenadores de control y pronto se lanzaban a vectores orbitales, prontos para el próximo salto. Había dominios que abarcaban miles de años luz, extendiéndose por la anchura de un brazo en espiral, y eran esencialmente redes de gusanos superpuestos, organizados para transferencia y embarque. La materia sólo podía fluir en una dirección por vez en un agujero de gusano. Los pocos experimentos con transporte bidireccional simultáneo terminaron en catástrofes. Atrevidos ingenieros habían tratado de guiar naves en ambas direcciones, pero la flexibilidad de los túneles era fatal. Cada boca de gusano «informaba» a la otra sobre lo que acababa de devorar. Esta información circulaba como una onda, no en la materia física, sino en la tensión del agujero, una ondulación en el «tensor de fatiga», como decían los físicos. Las naves que atravesaban ambas bocas provocaban ondulaciones de fatiga que se propagaban una hacia la otra, a velocidades que dependían de la posición y la velocidad de las naves. La fatiga angostaba la garganta; cuando las olas chocaban, la presión estrujaba las paredes. Lo esencial era que las dos olas se movían de otra manera después del encuentro. Interactuaban, y una perdía velocidad mientras la otra se aceleraba, de manera totalmente no lineal. Una ola crecía, la otra se encogía. La más grande cerraba la garganta como si fabricara salchichas. Cuando un cuello de salchicha encontraba una nave, ésta podía escabullirse, pero el cálculo era engorroso. Si la salchicha encontraba las dos naves a su paso, las trituraba.
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No era un mero problema técnico. Era una limitación real, impuesta por las leyes de la gravedad cuántica. De ese dato surgía un complejo sistema de seguridades, impuestos, regulaciones y parásitos, todo el aparato de una burocracia que tiene un propósito y lo aprovecha al máximo. Hari aprendió a vencer su aprensión mirando el paisaje. Soles y planetas de luminosa belleza flotaban en la negrura. Sabía que detrás del resplandor acechaba la necesidad. Los cálculos relacionados con los agujeros de gusano arrojaban crudos datos económicos. Entre los mundos A y B podía haber media docena de saltos; el Nido no sólo estaba conectado como un sistema astrofísico de trenes subterráneos. Cada boca de gusano añadía tarifas y costes a cada embarque. El control de una ruta entera arrojaba la máxima rentabilidad. La lucha por el control era incesante, a menudo violenta. Desde el punto de vista de la economía, la política y el «ímpetu histórico» —una especie de inercia impuesta sobre los acontecimientos—, un imperio local que controlase una constelación de nódulos sería sólido y duradero. Pero no ocurría así. Una y otra vez, las satrapías regionales se desmoronaban. Muchas perecían por exceso de control. Parecía natural aprovechar al máximo los ingresos de cada gusano, coordinando cada boca para optimizar el tráfico. Pero tanto control inquietaba a la gente. El sistema no arrojaba el máximo beneficio. El exceso de control fracasaba. En su decimoséptimo salto, encontraron un ejemplo. 6 —Apartaos para una inspección —ordenó automáticamente una nave imperial. No tenían elección. La ventruda nave imperial los recogió segundos después de emerger de una boca de tamaño mediano. —Impuesto de trasgresión —anunció un sistema informático—. El planeta Obejeeon exige que los transportes especiales paguen... —Siguió un borbotón de lenguaje de máquina. —Paguemos —dijo Hari. —Me pregunto si eso dejará una pista para Lamurk —dijo Dors por el comunicador interno. —¿Qué opción tenemos? —Usaré mis índices personales. —¿Para atravesar un agujero de gusano? ¡Quedarás en bancarrota! —Es más seguro. Hari hervía de impaciencia mientras flotaban bajo la nave imperial suspendidos de grapas magnéticas. El agujero de gusano estaba en órbita de un mundo muy industrializado. Ciudades grises se extendían sobre los continentes y se propagaban a través de los mares en enormes hexágonos. El Imperio tenía dos modalidades planetarias, rural y urbana. Helicón era un mundogranja, socialmente equilibrado gracias a sus linajes tradicionales y sus estilos económicos estables. Esos y otros mundos femipastorales eran duraderos.
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Obejeeon, en cambio, parecía satisfacer el otro impulso humano básico: el abarrotamiento, el contacto con el prójimo. Trantor era la cima del apiñamiento urbano. A Hari siempre le había parecido extraño que la humanidad se dividiera tan fácilmente en dos modalidades. Ahora, sin embargo, su experiencia con los pans aclaraba esas tendencias. El amor de los pans por lo abierto y lo natural encontraba su paralelismo en los mundos rústicos. Esto incluía una multitud de sociedades posibles, sobre todo el atractor femipastoral en el espacio psicohistórico. Su polo opuesto —sociedades claustrofóbicas pero protectoras—surgía de las mismas raíces psicodinámicas que la reunión tribal pan. El obsesivo acicalamiento de los pans se expresaba entre los humanos en chismes y fiestas. Las jerarquías de los pans constituían la forma básica de diversos grupos atractores feudalistas: machista, socialista, paternalista. Incluso las raras thantocracias de algunos Mundos Caídos congeniaban con el esquema. Tenían figuras faraónicas que prometían la entrada en un trasmundo y constituían la exaltada cumbre de una rígida pirámide social con rangos muy detallados. Ahora percibía esas categorías visceralmente. Ése era el elemento que faltaba. Ahora podía incluir en las ecuaciones psicohistóricas matices que reflejaban la experiencia obtenida. Eso sería mucho mejor que las secas abstracciones que lo habían guiado hasta entonces. —Están sobornados —dijo Dors por el comunicador—. Cuánta corrupción. —Sí, chocante. —¿Se estaba volviendo cínico? Quería dar la vuelta para hablar con ella, pero esa mininave no les permitía conversar demasiado. —Vamonos. —¿Adonde? —A... —Hari comprendió que no tenía ni idea. —Tal vez hayamos eludido a los perseguidores —dijo Dors con una voz tensa que él había aprendido a reconocer. —Me gustaría ver Helicón de nuevo. —Ellos esperarían eso. Él sintió una punzada de frustración. Hasta ahora no había advertido cuan cerca de su corazón estaba su infancia. ¿Trantor lo había vuelto sordo a sus propias emociones? —¿Entonces? —Aproveché esta pausa para alertar a un amigo por enlace de gusano —dijo Dors—. Quizá podamos regresar a Trantor por un camino indirecto. —¡Trantor! Lamurk... —Tal vez no espere semejante audacia. —Lo cual habla a favor de la idea. 7 Causaba vértigo brincar por la galaxia en un recipiente del tamaño de un ataúd. Saltaron, esquivaron, saltaron de nuevo. En varios puntos Dors hizo «tratos». Sobornos, en realidad. Manejaba hábilmente combinaciones de las signaturas de Hari, los índices de pasaje imperial y sus números privados. —Costoso —se quejó Hari—. ¿Cómo podré pagar...? —Los muertos no se preocupan por sus deudas —dijo ella. 268
—Tienes un modo encantador de decir las cosas. —Aquí la sutileza es un lujo. Emergieron en la órbita de una estrella torturada. Borbotones de luz flameaban junto a ellos. —¿Cuánto tiempo podrá durar este gusano? —preguntó él. —Será rescatado, sin duda. Imagínate el caos en el sistema si una boca de gusano empieza a escupir plasma caliente. Hari sabía que el sistema de agujeros de gusano, aunque descubierto en tiempos anteriores al Imperio, no siempre se había usado. Cuando se conoció la física del cálculo del agujero de gusano, las naves podían recorrer la galaxia creando «estados de agujero de gusano» alrededor de sí mismas. Esto permitía explorar confines donde no había gusanos, pero con altos costes energéticos y cierto peligro. Además, rodear una nave con hiperimpulsos era mucho más lento que atravesar un gusano. ¿Y si el Imperio se erosionaba? ¿Si perdía la red de gusanos? ¿Las esbeltas naves de ataque y las flotas de ágiles armas serían reemplazadas por aparatosos hiperacorazados? El próximo destino nadaba en medio de un turbador vacío negro, en la aureola de enanas rojas encima del plano galáctico. El disco se extendía en luminoso esplendor. Hari recordó haber sostenido una moneda pensando que una mera mancha representaba un vasto volumen, como una zona grande. Aquí esos términos humanos no tenían sentido. La galaxia era una serena sinfonía de masa y tiempo, más majestuosa que cualquier perspectiva humana o pan. —Sobrecogedor —dijo Dors. —¿Ves Andrómeda? Parece igualmente cercana. La espiral gemela colgaba sobre ellos. Sus sendas de polvo acumulado enmarcaban estrellas azules, carmesíes y verdes. —Aquí viene nuestra conexión —advirtió Hari. Esta intersección de agujeros tenía cinco ramas. Tres esferas negras giraban en órbita, brillando junto a la radiación del borde cuántico. Dos agujeros cúbicos giraban un poco más allá. Hari sabía que una de las raras variantes era cúbica, pero nunca había visto ninguna. El hecho de que hubiera dos juntas sugería que habían nacido en el linde de las galaxias, pero esas cuestiones trascendían su precaria comprensión. —Iremos hacia allí. —Dors señaló el haz láser que guiaba la mininave desde uno de los cubos. Avanzaron hacia el cubo más pequeño. Aquí el control era automático y nadie los saludó. —Entrará muy justo —dijo Hari nerviosamente. —Sobran cinco dedos. Él pensó que Dors bromeaba, luego comprendió que había subestimado la distancia. En las intersecciones menos usadas las velocidades más lentas eran esenciales. Buena física, mala economía. La poca velocidad reducía el flujo de masa, y muy pocos las frecuentaban. Miró Andrómeda para no pensar en el pilotaje. Los agujeros estrechos no se conectaban con otras galaxias por arcanas razones de gravedad cuántica. Los más angostos podían hacerlo, pero si otra masa entraba por la garganta, la ola de estrujamiento podía matar. Pocos se habían aventurado en ellos buscando puntos de salida extragalácticos. Una excepción era el viaje de Steffno, una legendaria y arriesgada expedición que había emergido en la galaxia catalogada como M87. Steffno había obtenido datos sobre el espectacular chorro que surgía del agujero negro que estaba en el centro de M87, majestuosos 269
mechones retorciéndose en arabescos helicoidales. El viajero solitario no se había demorado, regresando segundos antes de que el gusano se cerrara en un estallido de partículas rutilantes. Nadie sabía por qué. Había algo en la física de los gusanos que desalentaba las aventuras extragalácticas. El gusano cúbico los llevó rápidamente a varios puntos de control cerca de varios planetas. Hari reconoció uno de ellos como un tipo extraño con una biosfera vieja pero arruinada. Como Panucopia, soportaba formas de vida avanzadas. En la mayoría de los mundos habitables los primeros exploradores habían encontrado colchones de algas que no se desarrollaban más. —¿Entonces por qué no hay alienígenas interesantes? —reflexionó Han mientras Dors trataba con los Grises de la burocracia local. En ocasiones Dors le recordaba que ella era, a fin de cuentas, historiadora. —La teoría dice que la transición de las criaturas unicelulares a las multicelulares llevó miles de millones de años. Simplemente procedemos de una biosfera más resistente, eso es todo. —También procedemos de un planeta que tenía por lo menos una luna grande. —¿ Por qué ? —preguntó ella. —Tenemos incorporados patrones reiterativos de veintiocho días. La menstruación femenina, por ejemplo... Dicho sea de paso, a diferencia de los pans. Estamos diseñados por la biología. Nosotros sobrevivimos, estas biosferas no. Hay muchas maneras de matar un mundo. Avance de glaciares cuando se altera una órbita. Choques de asteroides. —Golpeó ruidosamente el flanco de la nave—. Problemas con la química atmosférica. Te queda un planeta invernáculo, o un mundo congelado. —Ya veo. —Los humanos son más resistentes y más listos que los demás. Nosotros estamos aquí, ellos no. —¿Quién lo dice? —Es conocimiento estándar, desde que el socioteórico, Kampfbel... —Sin duda tienes razón —respondió ella con voz cortante. Hari amaba una buena discusión, pero algo en la voz de Dors le hizo vacilar, y pronto estaban atravesando el estrecho cubo. Los bordes refulgían como una construcción euclidiana con forma de limón, Emergieron en la órbita de un agujero negro. Hari observó los enormes discos que cosechaban energía con fulguraciones de color rojo putrefacto y morado virulento. El Imperio había instalado grandes conductos de campo magnético en torno del agujero. Éstos succionaban nubes de polvo interestelar. Los oscuros ciclones se angostaban en su descenso hacia el brillante disco de acreción que rodeaba el agujero. La radiación de la fricción y la caída era a la vez capturada por vastas rejillas y reflectores. La cosecha de energía fotónica era atrapada y descargada en las fauces de los agujeros de gusano. Éstos llevaban el flujo hacia mundos distantes que necesitaban pulsaciones de luz para modelar planetas, configurar mundos, tallar lunas. Pero a pesar del espectáculo no pudo olvidar la voz de Dors. Ella sabía algo que él ignoraba. La naturaleza, sostenían algunos filósofos, era ella misma sólo antes de que la humanidad la tocara. En tal caso ni siquiera formábamos parte de la idea de naturaleza, y sólo podíamos experimentarla mientras desaparecía. Nuestra presencia bastaba para que la naturaleza se modificara, se convirtiera en un híbrido.
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Estas ideas tenían implicaciones inesperadas. En un mundo llamado Arcadia habían dejado una población de humanos que se limitaba a cuidarlo, en parte porque era de difícil acceso. La boca de gusano más próxima estaba a medio año luz de distancia. Un antiguo emperador —tan oscuro que nadie recordaba su nombre— había decretado que los bosques y planicies de ese planeta benigno se dejaran tal como en su «origen». Pero diez mil años después, según anunciaba un informe reciente, algunos bosques no se regeneraban, y las planicies cedían el paso a matorrales achaparrados. Los estudios demostraban que los cuidadores habían sido más cuidadosos de la cuenta. Habían apagado incendios y suprimido la transferencia de especies. Incluso habían estabilizado la meteorología mediante ajustes en la luz solar que los helados polos reflejaban al espacio. Habían tratado de conservar una Arcadia estática, de modo que el bosque «original» terminó por ser en parte un producto humano. No habían comprendido los ciclos. Hari se preguntó si ese concepto podía integrarse a la psicohistoria. «Olvida la teoría por el momento», se dijo. Era un hecho que la galaxia parecía despojada de formas de vida alienígenas superiores en los tiempos previos al Imperio. Con tantos planetas fértiles, ¿era creíble que sólo la humanidad hubiera alcanzado la inteligencia? Al escrutar la inconmensurable riqueza de ese exuberante disco de estrellas, costaba creerlo. ¿Pero cómo creer lo contrario? 8 Los veinticinco millones de mundos del Imperio albergaban un promedio de sólo cuatro mil millones de personas por planeta. Trantor tenía cuarenta mil millones. A sólo mil años luz del Centro Galáctico, tenía diecisiete bocas de gusano en órbita dentro de su sistema solar, la mayor densidad de la galaxia. Originalmente el sistema trantoriano albergaba sólo dos, pero una colosal tecnología de vuelo interestelar primitivo había arrastrado el resto allí para crear el nexo. Cada uno de los diecisiete generaba en ocasiones gusanos salvajes. Uno de ellos era el objetivo de Dors. Pero, para llegar, tenían que aventurarse adonde pocos se atrevían. —El Centro Galáctico es peligroso —dijo Dors mientras se aproximaban a la boca de gusano. Sobrevolaban un árido planeta minero—. Pero necesario. —Trantor me preocupa más... El salto lo interrumpió. El espectáculo le hizo callar. Los filamentos eran tan grandes que el ojo no podía asimilarlos. Se estiraban a proa y popa, mechados con inmensos y luminosos corredores y sendas crepusculares. Esos arcos se extendían sobre decenas de años luz. Vastas curvas descendían hacia el tórrido Centro Verdadero. Allí la materia hervía, humeaba, estallaba en chorros deslumbrantes. —El agujero negro —dijo Hari. El pequeño agujero negro que habían visto una hora antes atrapaba algunas masas estelares. En el Centro Verdadero, un millón de soles habían perecido para alimentar ese pozo de gravedad.
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Las ordenadas y radiantes estrías eran delgadas, con sólo un año luz de anchura. Pero se prolongaban cientos de encrespados años luz. Hari activó las paredes polarizadas para ver en diferentes frecuencias. Lo que era un hervor en el espectro visible humano revelaba una complejidad oculta en la frecuencia radial, hebras entrelazadas en intrincadas madejas. Eran capas de un orden laberíntico que descendía más allá de la visión, más allá del entendimiento. —El flujo de partículas es alto —dijo tensamente Dors—. Y se está elevando. —¿Dónde está nuestro empalme? —Tengo problemas para fijar los vectores. Ah, allí. La aceleración lo aplastó contra el asiento. Dors enfiló hacia un agujero de gusano manchado, con forma de pirámide. Ésta era una geometría aún más inusitada. Hari tuvo tiempo para maravillarse de cómo los accidentes del parto universal habían modelado esas serenas geometrías, como muestras en el museo de la mente de un dios euclidiano. Se zambulleron, borrando los asombrosos paisajes. Emergieron encima de la faz grisácea de Trantor. Un reluciente disco de satélites, factorías y habitáis se desplegaba en el plano ecuatorial. El gusano salvaje que habían usado chispeaba y relucía a sus espaldas. Dors se dirigió hacia el improvisado y temporario control. Hari no dijo nada, pero reparó en sus tensos cálculos. Entraron en un amarradero, los sellos suspiraron, sus oídos estallaron dolorosamente. Salieron entumecidos de la estrecha nave. Hari se dirigió en cero g hacia la cámara de presión. Dors flotaba delante. Le indicó silencio mientras la cámara se activaba. Se quitó el dermotraje, exponiendo los pechos. Se abrió una costura bajo el seno izquierdo. Extrajo un cilindro. ¿Un arma? Cerró la costura y se reacomodó el dermotraje antes de que el diafragma de fases comenzara a abrirse. Más allá de la compuerta, Hari vio uniformes imperiales. Se aplastó contra la pared, dispuesto a retroceder para evitar la captura, pero la situación parecía desesperada. Los adustos y resueltos imperiales empuñaban pistolas. Dors se interpuso entre Hari y la patrulla, les arrojó el cilindro. Una ola de presión arrojó a Hari contra la pared. Se le taparon los oídos. El escuadrón voló como una nube de esquirlas. —¿Qué? —Implosión direccional —dijo Dors—. ¡Vamos! Los heridos habían chocado entre sí. Hari no se imaginaba cómo algo podía formar una ola de presión tan compacta, ni tenía tiempo para averiguarlo. Atravesaron la maraña de hombres. Las armas flotaban a la deriva. Una figura salió del diafragma. Un hombre en mono pardo, de talla mediana, desarmado. Hari gritó una advertencia. Dors no reaccionó. El hombre movió la muñeca y un tubo apareció en su manga. Dors avanzó hacia él. Hari cogió una agarradera y viró a la derecha. —¡Quieto! —gritó el hombre. Hari se detuvo, colgado de una mano. El hombre disparó, y un rayo plateado pasó junto a Hari.
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Se volvió y vio que un imperial había recobrado su arma. El rayo plateado chamuscó el brazo del imperial, que soltó el arma con un grito. —Vamonos. Tengo cubierto el resto del camino —gritó el hombre del mono. Dors lo siguió en silencio. Hari los alcanzó mientras se abría el diafragma. —Regresáis a Trantor en el momento crucial —dijo el hombre. —¿Quién...? El hombre sonrió. —Yo también he cambiado. ¿No reconoces a tu viejo amigo, R. Daneel?
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CONTACTO R. Daneel miró inexpresivamente a Dors, aflojando el cuerpo. —Debemos protegerlo de Lamurk —dijo Dors—. Tú podrías reaparecer, hacer una declaración a su favor. Como exprimer ministro, tu respaldo público... —No puedo reaparecer como Eto Demerzel, expersona importante. Pondría en jaque mis otras tareas. —Pero Hari necesita... —Además, exageras mi poder como Demerzel. Eso ya pertenece al pasado. A Lamurk no le interesará lo que yo diga, pues no dispongo de legiones a mi mando. —Pero debes... —protestó Dors. —Introduciré más gente nuestra en el círculo de Lamurk. —Es demasiado tarde para infiltraciones. Daneel activó sus programas expresivos y sonrió. —He introducido gente de nuestra especie hace décadas. Pronto todos estarán en posición. —¿Estás usando a... los nuestros? —Debo hacerlo. Aunque tu implicación es correcta: somos muy pocos. —También necesito ayuda para protegerlo. —En efecto. —Daneel extrajo un grueso disco de un compartimiento que tenía bajo la axila—. Esto te permitirá identificar a los agentes de Lamurk. Ella lo miró dubitativamente. —¿Cómo? Esto parece un sensor químico. —Tengo mis propios agentes. A la vez ellos pueden detectar a los agentes de Lamurk. Este aparato los identificará. Otros mensajes codificados se superpondrán a la señal indicadora. —¿Y los especialistas de Lamurk no detectarán las señales? —Este dispositivo usa métodos perdidos hace seis milenios. Instálalo en tu brazo derecho, en el corte seis, en interfaz con las aperturas dos y cinco. —¿Cómo haré para...? —Las especificaciones e instrucciones pasarán a tu memoria duradera en cuanto te conectes. Ella se instaló el dispositivo. La grave presencia de R. Daneel imponía silencio. Olivaw nunca desperdiciaba tiempo en palabras ociosas. Al fin, terminada la instalación, ella suspiró y dijo: —Hari está interesado en los simulacros que escaparon. —Está siguiendo la mejor línea de ataque para la psicohistoria. —También tenemos el problema de los tiktoks. ¿Comprendes...? —Los tabúes sociales contra los simulacros inevitablemente se derrumban durante los resurgimientos culturales —dijo Daneel. —¿Entonces los tiktoks...?
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—Son congénitamente desestabilizadores si alcanzan un desarrollo excesivo. A fin de cuentas, no podemos permitir una nueva generación de robots, ni el redescubrimiento del proceso positrónico. —En la documentación histórica hay indicios de que esto ya ha sucedido antes. —Eres una estudiosa perspicaz. —Hay sólo algunos rastros, pero sospecho... —No sospeches más. Estás en lo cierto. No pude borrar todos los datos. —¿Ocultaste esos acontecimientos? —Y muchos más. —¿Por qué? Como historiadora... —Tuve que hacerlo. La estabilidad imperial es lo más conveniente para la humanidad. Los tiktoks y los simulacros acompañan movimientos tales como ese Nuevo Renacimiento, alimentando el incendio. —¿Qué debe hacerse? —No lo sé. Los asuntos están escapando a mis facultades predictivas. Ella frunció el ceño. —¿ Cómo predices ? —En los primeros milenios del Imperio, nuestra especie desarrolló la simple teoría que he mencionado antes. Útil, aunque primitiva. Me indujo a esperar el resurgimiento de estos simulacros como efecto lateral del «Renacimiento» sarkiano y su turbulencia. —¿Hari comprende esto? —La psicohistoria de Hari es muy superior a nuestros modelos. No obstante, él carece de ciertos datos históricos vitales. Cuando los incluya podrá predecir con precisión la involución del Imperio. —¿No querrás decir evolución? —En absoluto. Por eso es tan importante que consagremos recursos a ayudar a Hari. —Él es crucial. —Exacto. ¿Por qué crees que lo puse a tu cuidado? —¿Es importante que yo me haya enamorado de él? —No, pero ayuda. —¿Me ayuda a mí? ¿O lo ayuda a él? —Espero que a ambos. Pero ante todo me ayuda a mí.
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OCTAVA PARTE ECUACIONES ETERNAS
TEORÍA GENERAL DE LA PSICOHISTORIA. OCTAVA PARTE. ASPECTOS MATEMÁTICOS — ... al profundizarse la crisis, vacilan los ciclos de aprendizaje sistémico profundo. El sistema desafina. Estos cambios, al expandirse, exigen una reestructuración sistémica fundamental. Esto se denomina «fase de macrodecisiones», donde los ciclos deben encontrar nuevas configuraciones en el paisaje enedimensional.
... Todas las visualizaciones se pueden comprender en términos termodinámicas. La mecánica estadística pertinente no es la que corresponde a las partículas y colisiones, como en un gas, sino al lenguaje de los macrogrupos sociales, que obran por medio de «colisiones» con otros macrogrupos. Esos impactos producen muchos escombros humanos... ENCICLOPEDIA GALÁCTICA
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Hari Seldon estaba solo en el ascensor, pensando. La puerta se abrió. Una mujer preguntó si el ascensor subía o bajaba. Ensimismado, él respondió que sí. La mujer lo miró desconcertada. Al cerrarse la puerta, Hari comprendió que ella no le había preguntado si el ascensor podía subir o bajar, sino que deseaba saber la dirección. Tenía la costumbre de hacer distinciones precisas, a diferencia de los demás. Entró distraídamente en su oficina, y el 3D de Cleon floreció en el aire antes de que él pudiera sentarse. El emperador no esperaba. —Me alegró enterarme de que habías regresado de tus vacaciones —dijo Cleon. —Un placer, Alteza. —¿Qué quería el emperador? Hari decidió no contarle todo lo que había sucedido. Daneel había enfatizado la discreción. Sólo esa mañana, después de bajar desde la boca de gusano por caminos tortuosos, Hari había permitido que los Especiales imperiales conocieran su presencia. —Me temo que llegas en tiempos difíciles. —Cleon frunció el ceño—. Lamurk está maniobrando para favorecer su candidatura a primer ministro en el Consejo Alto. —¿Cuántos votos puede obtener? —Tantos como para que yo no pueda ignorar al Consejo. Me veré obligado a designarlo aunque me disguste. —Lo lamento, Alteza. —En realidad se alegraba. —He procurado impedirlo, pero... —Un largo suspiro. Cleon se mordió el grueso labio inferior. ¿Había engordado de nuevo? ¿O la magra dieta de Panucopia había modificado las percepciones de Hari? Ahora la mayoría de los trantorianos le parecían mofletudos—. Además está ese irritante asunto de Sark y su condenado Nuevo Renacimiento. La confusión crece. ¿Podría esto propagarse a otros mundos de su zona? ¿Éstos se les unirían? ¿Has estudiado este asunto? 276
—En detalle. —¿Usando psicohistoria? Hari decidió actuar por instinto. —Los disturbios crecerán. —¿Estás seguro? No lo estaba, pero... —Sugiero que actuéis contra eso. —Lamurk está a favor de Sark. Dice que traerá una nueva prosperidad. —Él quiere aprovechar la discordia para ascender. —Una oposición abierta de mi parte en esta época delicada no sería... política. —¿Aunque él fuera culpable de los atentados contra mi vida? —No hay pruebas de eso. Como siempre, varias facciones se beneficiarían si tú... — Cleon tosió incómodamente. —¿Si yo me retirase involuntariamente? Cleon hizo una mueca. —Un emperador es padre de una familia levantisca. Si hasta el emperador era prudente frente a Lamurk, la situación era realmente grave. —¿No podríais apostar escuadrones preparados para actuar si fuera necesario? Cleon asintió. —Lo haré. Pero si el Consejo Alto vota por Lamurk, no podré actuar contra un mundo tan destacado y... bien... estimulante como Sark. —Creo que los conflictos se difundirán por toda la zona de Sark. —¿De veras? ¿Qué me aconsejarías que hiciera contra Lamurk? —No tengo habilidad política, Alteza. Vos lo sabéis. —Pamplinas. Tienes la psicohistoria. Hari aún se sentía incómodo hablando de su teoría, incluso con Cleon. Para que resultara útil, su existencia no debía conocerse, pues de lo contrario todos la utilizarían o intentarían utilizarla. —Y tu solución al problema de los terroristas —continuó Cleon— está funcionando bien. Acabamos de ejecutar al Mequetrefe Número Cien. Hari tiritó, pensando en las vidas truncadas por una idea pasajera que se le había ocurrido. —Sin duda, un problema menor, Alteza. —Pues concentra tus cálculos en el asunto del sector Dahlita, Hari. Están inquietos. Todos lo están últimamente. —¿Y las zonas dahlitas de la galaxia? —Respaldan a los dahlitas locales en los consejos. Es por ese asunto de la representación. El plan que sigamos en Trantor será imitado en toda la galaxia. Más aún, en las votaciones de zonas enteras. —Bien, si la mayoría de la gente piensa... —Ah, querido Hari. Todavía tienes esa miopía de matemático. La historia no es determinada por aquello que la gente piensa, sino por lo que siente. Hari se sorprendió, pues esta observación le pareció atinada. 277
—Entiendo, Alteza —fue lo único que pudo responder. —Nosotros, tú y yo, debemos decidir este problema. —Trabajaré en la decisión, Alteza. ¡Cómo había llegado a odiar esa palabra! Decisión tenía la misma raíz que suicidio y homicidio. Las decisiones pesaban como pequeñas muertes. Alguien perdía siempre. Ahora Hari sabía por qué no servía para esos asuntos. Si tenía la piel demasiado blanda, simpatizaría excesivamente con los demás, con sus argumentaciones y sentimientos. Entonces no tomaría decisiones que, como bien sabía, sólo podían ser aproximadamente correctas y causarían cierto dolor. Por otra parte, tenía que precaverse contra la necesidad personal de agradar a los demás. En un político nato, eso llevaba a expresar interés en los otros cuando en realidad sólo le interesaba lo que pensaban de él, porque en el fondo de la psique lo importante era caer bien. Por cierto, también era conveniente para conservar el puesto. Cleon planteó otros problemas. Hari esquivó y demoró todo lo posible. Cuando Cleon cerró abruptamente la comunicación, Hari supo que no había salido muy bien librado. No tuvo tiempo para pensar demasiado en ello, pues entró Yugo. —Me alegra que hayas regresado. —Yugo sonrió—. El asunto dahlita realmente necesita tu atención... —¡Suficiente! —Hari no podía desquitar su ira con el emperador, pero Yugo sería un blanco adecuado—. Basta de charla política. Muéstrame los progresos de tu investigación. —Bien, de acuerdo. Yugo bajó la cabeza y Hari se arrepintió de haber sido tan brusco. Yugo se apresuró a presentar sus últimos datos. Hari parpadeó; por un instante, había visto en la prisa de Yugo una extraña similitud con las posturas de los pans. Hari escuchó, pensando en dos cosas al mismo tiempo. Eso también le resultaba más fácil desde Panucopia. Se propagaban pestes por todo el Imperio. ¿Por qué? Con el transporte rápido entre los mundos, las enfermedades prosperaban. Los humanos eran el principal caldo de cultivo. Antiguos males y plagas nuevas y devastadoras aparecían en torno de astros distantes. Eso inhibía la integración zonal, otro factor oculto. Las enfermedades llenaban un nicho ecológico, y para algunas la humanidad era un reducto cómodo. Los antibióticos erradicaban infecciones que luego mutaban y regresaban con mayor virulencia. La humanidad y los microbios constituían un sistema llamativo, pues ambos bandos devolvían el golpe rápidamente. Las curas se difundían deprisa por el sistema de agujeros de gusano, pero también los portadores de enfermedades. Yugo había descubierto que el problema podía describirse mediante un método conocido como «estabilidad marginal», donde la enfermedad y la gente alcanzaban un equilibrio fluctuante. Las pestes mayores eran raras, pero las menores se volvían comunes. Las enfermedades crecían y la inventiva científica las dominaba al cabo de una generación. Esta oscilación provocaba nuevas ondas entre otras instituciones humanas, con consecuencias para el comercio y la cultura. Con intrincados términos de acoplamiento en las ecuaciones, vio el surgimiento de patrones, con una triste consecuencia. En el estado humano civilizado y «natural» —la vida urbana— la longevidad tenía un límite igualmente «natural». Aunque algunos llegaban a los ciento cincuenta años, la mayoría moría mucho antes de los cien. La continua granizada de nuevas enfermedades se
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encargaba de ello. Al final, no había un refugio duradero frente a la tormenta de la biología. Los humanos vivían en inquieto equilibrio con los microbios, una lucha incesante sin victorias definitivas. —Como esta revuelta tiktok —concluyó Yugo. Hari prestó atención. —¿Qué? —Es como un virus. Pero no sé cómo se propaga. —¿En todo Trantor? —Ahí está el foco, al parecer. Otras zonas también están sufriendo problemas con los tiktoks. —¿Se niegan a cosechar alimentos? —Así es. Algunos tiktoks, sobre todo los modelos más recientes, como el 590 y superiores, dicen que es inmoral comer otras cosas vivientes. —Santo cielo. Hari recordó el desayuno. Aun después de los alimentos exóticos de Panucopia, los magros ofrecimientos de la autococina lo habían frustrado. La comida trantoriana siempre era cocida o molida, compleja o compuesta. La fruta se presentaba como salsa o como conserva. Para su sorpresa, el desayuno parecía directamente salido de la tierra, como si ni siquiera lo hubieran lavado. Los trantorianos odiaban que sus comidas les evocaran el mundo natural. —Incluso se niegan a trabajar en las Cavernas. —¡Pero eso es esencial! —Nadie puede repararlos. Un meme tiktok los está invadiendo. —Como estas pestes que estás analizando. Hari se había asombrado de la erosión que Trantor había sufrido en pocos meses. Él y Dors habían regresado a Streeling con la ayuda de Daneel, en medio de corredores sucios y llenos de basura donde las luces funcionaban mal y los ascensores no andaban. Ahora esto. El estómago de Yugo gruñó. —Lo lamento. La gente tiene que trabajar en las Cavernas por primera vez en siglos. No tiene experiencia directa. Todos sobreviven con raciones mínimas, salvo la nobleza. Años atrás Hari había ayudado a Yugo a escapar de ese mundo agobiante. En vastas bóvedas, la madera y la celulosa en bruto pasaban automáticamente de las cavernas solares a las bateas de ácido. Profundos ríos de ácido la convertían en glucosa por medio de la hidrólisis. Ahora la gente, no los resistentes tiktoks, tenía que combinar las soluciones de nitro con roca de fosfato molida en una mezcla cuidadosamente calculada. Añadiendo materia orgánica preparada, surgía una vasta gama de levaduras y derivados. —El emperador tiene que hacer algo —dijo Yugo. —O yo —dijo Hari. «¿Pero qué?» —La gente dice que tenemos que eliminar a todos los tiktoks, no sólo la serie 500, y hacer todo nosotros mismos. —Sin ellos, tendríamos que transportar alimentos a granel por la galaxia, en hipernaves y gusanos... un absurdo. Trantor caerá. —Podemos hacer las cosas mejor que los tiktoks.
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—Mi querido Yugo, eso es lo que yo llamo economía del eco. Estás repitiendo opiniones convencionales. Debes tener en cuenta el contexto general. Los trantorianos no son las mismas personas que construyeron este mundo. Son más blandos. —¡Somos tan recios y listos como los hombres y mujeres que construyeron el Imperio! —Ellos no se quedaban dentro. —Un viejo refrán dahlita. —Yugo sonrió—. Si no te gusta el contexto general, aplica la lógica canina a la vida. Hazte acariciar, come con frecuencia, sé adorable y déjate adorar, duerme mucho, sueña con un mundo sin correas. Hari rió a su pesar. Pero sabía que tenía que actuar, y pronto. 2 —Estamos atrapados entre dioses de hojalata y ángeles de carbono —jadeó Voltaire. —¿Estas criaturas? —preguntó Juana con voz aflautada. —Esta niebla alienígena, semejante a Dios en cierto sentido. Más desapasionada que los humanos reales, con su base de carbono. Tú y yo no somos como ninguno de ambos, ahora. Flotaron encima de lo que Voltaire denominaba SisCiudad, la representación de Trantor según el sistema, su ciberyó. Para los aspectos humanos de Juana, él había transformado las rejillas y capas en miles de aceras cristalinas que unían torres afiladas como sables. Densas conexiones poblaban el aire. Unas motas se conectaban con otras en intrincadas redes y cubrían el suelo. El resultado era un paisaje urbano semejante a un cerebro. «Un retruécano visual», pensó. —Odio este lugar —dijo Juana. —¿Preferirías una simulación del Purgatorio? —Es tan escalofriante. Las mentes alienígenas que los sobrevolaban eran una turbia niebla de conexiones. —Parecen estudiarnos con ojos resueltamente hostiles —dijo Voltaire. —Estoy alerta, por si atacan. —Juana blandió una enorme espada. —También yo, si optan por usar silogismos como armas. Ahora podía llegar a cualquier biblioteca de Trantor, leer su contenido en menos tiempo del que antes tardaba en escribir un verso. Su mente —¿o eran sus mentes?— avanzó por la bruma pegajosa y fría. Alguna vez los teóricos habían pensado que la red global daría nacimiento a una hipermente, que los algoritmos se sumarían para formar una Gaia digital. Ahora algo mucho más grande, la cambiante niebla gris, envolvía el planeta. Diferentes máquinas computaban diferentes tajadas de saltos temporales subjetivos. Para esas mentes el presente era una proyección informática orquestada por cientos de procesadores. Había una diferencia profunda —no lo veía, sino que lo sentía en lo hondo de su ser analógico— entre lo digital y lo continuo. La niebla era una nube de momentos suspendidos, números escindidos esperando su concreción, implícitos en el cómputo fundamental. Y dentro de todo ello, la extrañeza. No podía comprender a esos espíritus difusos. Eran los restos de todas las sociedades de base informática de toda la galaxia. De algún modo todas se habían alojado en Trantor. ¿Por qué? 280
Eran mentes realmente alienígenas. Rebuscadas, bizantinas. (Voltaire conocía el origen de esa palabra, que aludía a una ciudad llena de torres y bulbosas mezquitas, pero todo eso era polvo, mientras que la útil palabra permanecía.) No tenían propósitos humanos. Y se valían de los tiktoks. Los reclamos de los mecánicos se centraban en los derechos, la expansión de la libertad al páramo digital. Aun los ídems podían caer bajo esa regla. ¿Acaso las copias de personas digitales no eran personas? Así rezaba su argumento. Una inmensa libertad —cambiar la velocidad de reloj, transformarse en cualquier cosa, reconstruir la mente de arriba abajo— compensaría la desventaja de no tener realidad física. Incapaces de recorrer literalmente las calles, las presencias digitales eran como fantasmas. Sólo con prótesis digitales podían llegar débilmente al universo concreto. Para ellos, pues, los «derechos» se relacionaban con temores arraigados, ideas que habían provocado espanto muchos milenios atrás. Ahora recordaba que él y Juana habían debatido sobre esos temas más de ocho mil años atrás. ¿Con qué finalidad? No lograba recordarlo. Alguien —no, sospechaba que algo— había borrado el recuerdo. Antiquísimo (supo a partir de mil bibliotecas) era el terror que sentían las personas por inmortales digitales que amasaban fortunas, crecían como hongos, invadían todos los ámbitos de las vidas naturales y reales. Parásitos, ni más ni menos. Voltaire veía todo esto en un pantallazo mientras asimilaba datos e historia a partir de mil millones de fuentes, los integraba y se los transmitía a su amada Juana. Por eso los humanos habían rechazado la vida digital por tanto tiempo. ¿Pero eso era todo? No, una presencia más grande acechaba más allá de su visión. Otro actor en ese escenario de sombras. Más allá de su capacidad de resolución. Apartó su visión de esa esencia sombría. Ahora el tiempo era esencial y él debía comprender muchas cosas. Las nieblas alienígenas eran nódulos, plaquetas que moraban en espacios lógicos de múltiples dimensiones. Esas entidades «vivían» en lugares que funcionaban como dimensiones más altas, bóvedas de datos. Para ellos, las personas eran entidades que se podían resolver a lo largo de ejes de datos, patéticamente inconscientes de que sus «yoes», vistos de esa manera, eran tan reales como las tres direcciones del espacio 3D. Esa escalofriante certeza conmovió a Voltaire, pero siguió aprendiendo, sondeando. De pronto recordó. Los primeros simulacros de Voltaire se habían suicidado, hasta que al fin un modelo «funcionó». Esos otros habían muerto por sus... pecados. Voltaire miró el martillo que se había materializado en su mano. ¿Era cierto que una vez se había matado a martillazos? Trató de ver cómo sería, y al instante tuvo una vivida experiencia de dolor desgarrador, salpicaduras de sangre, una viscosidad roja empapándole el cuello... Inspeccionándose, comprobó que estos recuerdos eran la «cura» para el suicidio, derivada de un ídem anterior: una escalofriante aptitud para prever las consecuencias. Conque su cuerpo era un conjunto de recetas para parecer él mismo. 281
No había física ni biología, sólo una buena falsificación, hecha a mano. Con la mano de un Dios Programador. —¿Rechazas al Señor verdadero? —Juana interrumpió su introspección. —Ojalá supiera qué es fundamental. —Estas extrañas nieblas te han confundido. —Ya no entiendo qué es ser humano. —Tú lo eres, yo lo soy. —A pesar de mi humanismo, me temo que señalarme a mí mismo no es suficiente. —Claro que sí. —Descartes, aún vives en nuestra Juana. —¿Qué? —No importa... él vino después de ti. Pero tú te anticipas a él, milenios más tarde. —¡Debes anclarte a mí! —Juana le rodeó con los brazos, sofocando sus gritos en amplios, aromáticos pechos, repentinamente hinchados (¿y de quién era esa idea?). —Estas nieblas me han arrojado a un berenjenal metafísico. —Aférrate a lo real —dijo ella con serenidad. Un pezón tibio llenó la boca de Voltaire, impidiéndole hablar. Tal vez eso era lo que necesitaba. Había aprendido a congelar sus estados emocionales. Era como pintar un retrato para estudiarlo después. Tal vez eso le ayudara a comprender su yo interior, como un botánico que se pusiera en un portaobjeto bajo un microscopio. ¿Era posible que las tajadas del yo, multiplicadas, fueran el yo? Entonces vio que sus propias emociones eran programas. Dentro de «él» había intrincados subprogramas que interactuaban en estados que eran caos. La sublime belleza de los estados interiores, aquello que buscaba su Juana, era una ilusión. Escudriñó el rápido y maravilloso funcionamiento que constituía su identidad. Giró, y también pudo ver dentro de Juana. El yo de Juana era una máquina que funcionaba a toda marcha, manteniendo la sensación de «sí mismo» aun mientras esa esencia se desintegraba bajo su mirada. —Somos magníficos —jadeó. —Desde luego —dijo Juana. Hendió un jirón de niebla con su afilada espada. La niebla se rizó en torno de la hoja y siguió su camino—. Pertenecemos al Creador. —Ah, si tan sólo pudiera creer —exclamó Voltaire en medio de esa turbia viscosidad—. Tal vez un Creador podría acudir a disipar esta bruma. —La vie vérité —le gritó Juana—. ¡Vive de veras! Él quería obedecer, pero las emociones de ambos ya no eran «reales». Si él quisiera, eliminaría en un santiamén cada tonta punzada de nostalgia por su perdida Francia. No necesitaba llorar por amigos convertidos en polvo, ni por una Tierra perdida en un enjambre de estrellas titilantes. Por un largo y frenético momento sólo pensó: «¡Borra! ¡Expurga!» Antes había vuelto a simular amigos y lugares, todo de memoria y a partir de imitaciones adecuadas, obtenidas de viejos documentos. Pero le habían resultado insatisfactorias, sabiendo que eran sus productos. Así, mientras Juana observaba, celebró una orgía de resurrección. En un momento de gran lujuria los borró a todos.
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—Eso fue cruel —dijo Juana—. Rezaré por sus almas. —Reza por las nuestras. Y ojalá podamos encontrarlas. —Tengo mi alma intacta. Comparto tus facultades, mi querido Voltaire. Veo mi funcionamiento interior. ¿De qué otro modo lograría el Señor que aspirásemos a Él? Se sintió débil, agotado, sin fuerzas. Existir en estados numéricos significaba nadar y ser nadado al mismo tiempo, sin separación. —¿Entonces qué nos hace diferentes de esas cosas? —Señaló las nieblas alienígenas. —Mira en ti mismo, amor mío —murmuró ella. Voltaire miró de nuevo hacia dentro y sólo vio caos. Un caos viviente.
3 —¿Dónde aprendiste eso? Hari sonrió, se encogió de hombros. —Los matemáticos no sólo somos frío intelecto, ¿sabes? Dors lo estudió con suspicacia. —¿Pan? —En cierto modo. —Él se desplomó en las sábanas. Ahora hacían el amor de otra manera, pero él tenía la sabiduría de no tratar de designarlo ni definirlo. Ir tan lejos en lo que implicaba ser humano lo había cambiado. Sentía el efecto en su andar enérgico, en su efervescente vitalidad. Dors no dijo nada más, sólo sonrió. Hari pensó que ella no comprendía. (Más tarde, vio que al no hablar de ello, al no tocarlo con el lenguaje, ella demostraba que sí comprendía.) Al cabo de una pausa, ella dijo: —Los Grises. Él se levantó y se puso su traje intercambiable de costumbre. No era preciso vestirse lujosamente para esa función oficial. Lo importante era parecer común, y podía lograrlo. Revisó sus notas, garrapateadas a mano en papel de celulosa, y se sumió en una de esas raras ensoñaciones que experimentaba últimamente. Para un humano —es decir, un pan evolucionado— las páginas impresas eran mejores que las pantallas de ordenador, por perfectas que éstas fueran. Las páginas dependían de la luz circundante y aquello que los expertos denominaban «color sustractivo», que daba carácter ajustable a la apariencia. Con movimientos simples, una página podía curvarse y aproximarse o alejarse del ojo. Mientras leían, las viejas partes reptiles, mamíferas y primates del cerebro contribuían a sostener el libro, examinando la página curva, descifrando sombras y reflejos. Pensó en ello, experimentando la nueva perspectiva que tenía de sí mismo como animal contemplativo. Había aprendido, al regresar de Panucopia, que siempre había odiado las pantallas de ordenador. Las pantallas usaban color aditivo, brindando su propia luz, dura, chata e inmutable. Era mejor leerlas en una postura rígida. Sólo la parte superior y Homo Sapiens del cerebro trabajaba plenamente, mientras las porciones inferiores permanecían ociosas.
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Toda su vida, mientras trabajaba ante monitores, su cuerpo había protestado en silencio, y él lo había ignorado. Para la mente racional, las pantallas parecían más vivas, activas, rápidas. Fulguraban de energía. Al cabo de un tiempo, sin embargo, eran monótonas. Las otras porciones del cerebro se inquietaban y aburrían, todo debajo de los niveles conscientes. Con el tiempo, él lo experimentaba como fatiga. Ahora lo experimentaba directamente. Su cuerpo le hablaba con mayor fluidez. Mientras se vestía, Dors le dijo: —¿Qué te ha vuelto tan...? —¿Fogoso? —Vigoroso. —El roce de lo real. No quiso decir más. Terminaron de vestirse. Los Especiales llegaron y los escoltaron a otro sector. Hari se sumergió en la incesante tarea de ser candidato a primer ministro. Milenios atrás una zona próspera había enviado a Trantor la Montaña de la Majestad. Hubo que remolcarla, siete siglos en una nave lenta. El emperador Krozlik el Artero ordenó que la pusieran sobre el horizonte de su palacio, donde se erguía sobre la ciudad. Una montaña entera, esculpida por los mejores artistas, reinaba como la creación más imponente de su época. Cuatro milenios después, un emperador joven y ambicioso la derribó para sustituirla por una obra aún más grandiosa, ahora también desaparecida. Dors, Hari y su escolta de Especiales se aproximaron al único resto de la Montaña de la Majestad, debajo de una gran cúpula. Dors encontró indicios de la inevitable escolta secreta. —La mujer alta a la izquierda —susurró—. De rojo. —¿ Cómo es posible que tú puedas localizarlos y los Especiales no? —Tengo tecnología que ellos no tienen. —¿Cómo es posible? Los laboratorios imperiales... —El Imperio tiene doce milenios de antigüedad. Muchas cosas se han perdido —ironizó Dors. —Mira, tengo que venir aquí. —¿Así como la última vez tuviste que ir al Consejo Alto? —Te amo tanto que hasta tus sarcasmos me agradan. Ella rió a su pesar. —Sólo porque los Grises te pidieron... —El saludo de los Grises es un pulpito útil en el momento adecuado. —Así que te has puesto tu peor ropa. —Mi atuendo de costumbre, como requieren los Grises. —Camisa clara, pantalones negros, zapatos negros. Aburrido. —Pudoroso —replicó él. Saludó a las muchedumbres agrupadas en cuadrantes en torno del derruido pie de la montaña. Los aplausos y abucheos resonaban entre las filas de Grises, que se extendían en columnas e hileras tan formales como una demostración geométrica. —¿Y esto? —preguntó Dors con alarma. 284
—También es estándar. Los pájaros eran animales comunes en Trantor, así que era inevitable que los obsesivos Grises llegaran a descollar en su manejo. En todos los sectores uno veía formas veloces y coloridas. Allí las bandadas aleteaban continuamente en los espacios hexagonales, girando y trinando como discos rotatorios vivientes. Las bandadas de aves inteligentes patentadas constituían visiones prodigiosas y caleidoscópicas. Esos espectáculos, en auditorios vastos y verticales, atraían a cientos de miles. —Aquí vienen los felinos —dijo Dors con disgusto. En algunos sectores los gatos iban en manada, con genes adaptados para infundirles modales cortesanos y apariencia elegante. Una dama avanzó con el Guardarropa del Saludo, asistida por mil gatos de brillante pelambrera azul y ojos dorados. La rodeaban como una piscina de agua. Ella usaba un traje carmesí y anaranjado, una llamarada en el centro de la fresca piscina de gatos. Se desvistió con gesto grácil. Permaneció totalmente desnuda, inmutable detrás de su barrera gatuna. Hari lo sabía de antemano, pero aun así se quedó boquiabierto. —No me sorprende —ironizó Dors—. Los gatos también están desnudos, a su manera. Las jaurías de perros nunca alcanzaban esa elegancia cuando desfilaban. En algunos sectores hacían actos acrobáticos, servían bebidas o entonaban canciones al unísono. Hari se alegraba de que los Grises no tuvieran procesiones caninas; todavía recordaba los electrodogos atacando a Yo-pan. Sacudió la cabeza, borrando el recuerdo. —He detectado a otros tres agentes de Lamurk. —Ignoraba que me admirasen tanto. —Si él estuviera seguro de ganar en el Consejo Alto, me sentiría más a salvo. —¿Porque no necesitaría hacerme matar? —Exacto —dijo Dors entre dientes, sin dejar de sonreírle al público—. La presencia de sus agentes implica que no está seguro del voto. —O quizás alguien más quiera matarme. —Siempre es una posibilidad... sobre todo la potentada académica. Hari mantuvo un tono jocoso, pero su corazón latía con fuerza. ¿Empezaba a disfrutar de la excitación del peligro? La mujer desnuda avanzó entre sus gatos y dio la bienvenida a Hari con un gesto ritual. Él avanzó, se inclinó, se deslizó el pulgar por el frente de la camisa. La camisa cayó, luego los pantalones. Se irguió desnudo ante cientos de miles de personas, tratando de no perder la compostura. La mujer de los gatos lo condujo en medio de un coro de maullidos. Los seguía el Guardarropa del Saludo. Se aproximaron a la falange de Grises, que también se quitaron las túnicas. Lo escoltaron cuesta arriba por la erosionada montaña. Abajo, las legiones de Grises también se quitaban la ropa. Kilómetros cuadrados de desnudez... Esa ceremonia tenía por lo menos diez milenios. Simbolizaba el régimen de adiestramiento que comenzaba con el ingreso de jóvenes Grises. El abandono de la ropa de su mundo natal simbolizaba su devoción a los propósitos más vastos del Imperio. Durante cinco años se formaban en Trantor, y eran cinco mil millones.
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Ahora una nueva clase abandonaba sus vestimentas en el linde externo de la gran cuenca. En el linde interno, los Grises que terminaban sus cinco años recibían de vuelta sus viejas ropas. Se las ponían ritualmente, dispuestos a partir para servir al Imperio. Su atuendo seguía la moda del antiguo emperador Sven el Severo. Debajo de una extrema simplicidad, el forro estaba complejamente decorado. El arte del sastre y la fortuna del propietario estaban consagrados al ocultamiento. Algunos Grises habían invertido los ahorros de su familia en una sola filigrana. Dors marchaba junto a él. —¿Cuánto tiempo más tendrás que...? —¡Silencio! Estoy mostrando mi obediencia al Imperio. —Estás mostrando carne de gallina. Luego Hari tuvo que mirar con el debido respeto la torre Scrabo, desde donde un emperador se había arrojado a la muchedumbre que había abajo; la Abadía Gris, un monasterio derruido; Tumbas Verdes, un antiguo cementerio, ahora parque; el Anillo del Gigante, que según la fama era el sitio donde se había estrellado una antigua meganave imperial, abriendo un cráter de un kilómetro de anchura. Al fin Hari pasó frente a altos arcos y entró en la sala ceremonial. La procesión se detuvo y el Guardarropa del Saludo expuso su ropa. Justo a tiempo, pues ya se estaba poniendo morado. Dors cogió la ropa mientras él saludaba a los notables. Luego entró en un edificio bajo y volvió a ponerse su sencilla vestimenta. Estaba pulcramente plegada y envuelta en una manga ceremonial. Le castañeteaban los dientes... —Qué idiotez —dijo Dors cuando él regresó. —Todo para conseguir una talla más grande —dijo él. Luego los notables lo condujeron hacia la vasta multitud. Arriba y abajo, cámaras 3D aleteaban buscando una buena toma. La enorme cúpula parecía un firmamento. Eso limitaba su audiencia, pues la mayoría de los trantorianos no soportaba esos espacios. Los Grises, sin embargo, podían soportarlo. Así su ceremonia se había convertido en el evento más concurrido de todo el planeta. Era su oportunidad. El cielo abierto de Sark le había provocado náuseas, pero él había recorrido las infinitas perspectivas de la galaxia. Había temido que ese enorme volumen le despertara extrañas fobias. No fue así. La cúpula volvía tolerables las perspectivas menguantes. Los temores se disiparon, Hari inhaló profundamente y comenzó. El rugido del aplauso penetró incluso en las salas ceremoniales. Hari entró entre columnas de Grises, con el clamor a sus espaldas. —¡Asombroso! —le dijo un director—. Realizar predicciones detalladas sobre la situación de Sark. —Creo que la gente debería evaluar las posibilidades. —¿Entonces los rumores son ciertos? ¿Usted tiene una teoría de los acontecimientos? —En absoluto. Yo... —Ven pronto —le dijo Dors. —Pero me gustaría... —¡Ven!
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Salió de nuevo a las almenas y saludó a esa llanura de gente. Le respondió una ovación inmensa. Pero Dors lo llevaba a la izquierda, hacia una muchedumbre de testigos oficiales. Formaban hileras exactas y lo saludaban con avidez. —La mujer de rojo —señaló Dors. —¿Ella? Está en el partido oficial. Antes dijiste que era agente de Lamurk... La mujer alta estalló en llamas. Vividos penachos anaranjados la envolvieron. Lanzó un grito estremecedor. Movió en vano los brazos ante las aceitosas llamas. La multitud retrocedió, presa del pánico. Los imperiales rodearon a la mujer. Los gritos se convirtieron en súplicas. Alguien le apuntó con un extintor. Una espuma blanca la envolvió. Un repentino silencio. —De vuelta adentro —dijo Dors. —¿Cómo lograste...? —Ella fue víctima de su propio juego. —Su propio fuego, querrás decir. —También eso. Atravesé esa multitud cuando terminaste tu discurso y dejé tu ropa detrás de ella. —¿Qué? Pero la tengo puesta. —No, yo traje la que llevas puesta. —Dors sonrió—. Por una vez, tu predecible indumentaria sirvió para algo. Hari y Dors atravesaron las columnas de notables. Hari cabeceaba y sonreía. —¿Robaste mi ropa? —Sí, después de que los agentes de Lamurk les pusieran microagentes dentro. Llevaba un juego idéntico de tu ropa en mi cartera. En cuanto sospeché la trampa, analicé tu ropa original y descubrí microagentes de fósforo, preparados para estallar en cuarenta y cinco minutos. —¿Cómo lo supiste? —El mejor momento para acercarse a ti sería en este extraño evento Gris, con el cambio de la ropa. Era lógico. Hari pestañeó. —Y dices que yo soy calculador. —Esa mujer no morirá. Tú hubieras muerto, envuelto en microagentes cuando ellos se encendieran. —Gracias al cielo. Odiaría... —Amor mío, no es cuestión del «cielo». Preferí que sobreviviera para interrogarla. —Oh —dijo Han, sintiéndose repentinamente ingenuo. 4
Juana de Arco encontraba valentía y temor en sí misma. Miró dentro de su yo, como lo había hecho Voltaire. Giró hacia él y quedó sumergida en sus capas interiores. Sólo había querido girar. Debajo de esa orden, vio que caería hacia 287
fuera si daba un paso más corto para efectuar el giro. En cambio, las partes inconscientes de su mente sabían iniciar el giro haciéndola caer hacia el interior de la curva. Luego esos subyoes diminutos usaban «fuerza centrífuga» (la expresión cobró plena definición y ella la comprendió al instante) para enderezarla para el próximo paso, lo cual requería otro diestro cálculo. Increíble. Su vasta sociedad de huesos y músculos, articulaciones y nervios era un laberinto de yoes pequeños que hablaban entre sí. Vaya abundancia. Prueba fehaciente de un diseño superior. —¡Ahora lo veo! —exclamó. —¿La descomposición de todos nosotros? —dijo lúgubremente Voltaire. —¡No estés triste! Estos miles de yoes constituyen una jubilosa verdad. —La encuentro deprimente. Ay, nuestras mentes no evolucionaron para dedicarse a la filosofía o la ciencia, sino para buscar y comer, luchar y huir, amar y perder. —He aprendido muchas cosas de ti, pero no tu melancolía. —Montaigne definía la felicidad como «un singular incentivo para la mediocridad», y ahora entiendo que su razonamiento... —Pero mira. Estas nieblas poseen diseños igualmente intrincados. Podemos sondearlas. Más aún, puedo sondear mi alma. Es una amalgama de pensamientos y deseos, intenciones y pesadumbres, recuerdos y malas bromas. —¿Tomas estos funcionamientos interiores como una metáfora espiritual? —Pues sí. Al igual que yo, mi alma es un proceso emergente, encastado en el universo. No importa si es un cosmos de átomos o de números, mi buen señor. —Entonces, cuando mueres, ¿tu alma regresa al recinto abstracto de donde la extrajimos? —De donde la extrajo el Creador. —El doctor Johnson pateó una piedra para demostrar que era real. Sabemos que nuestras mentes son reales porque las experimentamos. Lo mismo ocurre con estas cosas que nos rodean, la extraña niebla, los ídems. Son elementos de un espectro que abarca desde las rocas hasta el yo. —Una deidad no está dentro de ese espectro. —Ah, entiendo. Para ti Él es el Gran Preservador del Cielo, donde todos tenemos «copias de seguridad», como dicen los expertos en informática. —El Creador guarda la auténtica esencia de nosotros mismos. —Juana sonrió maliciosamente—. Tal vez nosotros seamos las copias de seguridad, renovadas en cada salto de tiempo de reloj. —Qué horrible pensamiento. —Voltaire sonrió a su pesar—. Estás dominando la lógica, amor mío. —He robado partes de ti. —¿Has copiado partes de mí en ti? ¿Por qué no me siento ultrajado? —Porque el deseo de poseer al otro es... amor. Voltaire se amplió a sí mismo, extendiendo las piernas hacia la SisCiudad, destruyendo edificios. La niebla se agitó airadamente. —Puedo comprender esto. Los ámbitos artificiales como la matemática y la teología están construidos para ser libres de insistencias interesantes. Pero el amor es bello en su falta de restricciones lógicas. 288
—¿Entonces aceptas mi punto de vista? —Juana lo besó voluptuosamente. Él suspiró con resignación. —Una idea parece evidente, una vez que la has olvidado. Todo esto había llevado pocos instantes, vio Juana. Habían acelerado sus ondas de acontecimientos de tal modo que su tiempo de reloj avanzaba más deprisa que las nieblas. Pero este consumo había agotado sus sitios de ejecución en Trantor. Juana lo sentía como una repentina languidez. —¡Come! —Voltaire le llenó la boca con un puñado de uvas. Una metáfora, comprendió ella, de los recursos informáticos. En tu actual circunstancia, sería mejor no nacer. Pocos tienen esa suerte. —Ah, nuestra niebla es pesimista —comentó Voltaire con sarcasmo. Los vapores se condensaron. Los relámpagos caracolearon en siniestro silencio. Juana sintió una punzada de dolor en las piernas y los brazos, una vivida serpiente de dolor. No les concedería el tributo de un alarido. Voltaire, en cambio, se contorsionó en su tormento. Se sacudió y aulló sin vergüenza. —¡Oh, doctor Pangloss! —jadeó—. Si éste es el mejor de los mundos posibles, ¡cómo serán los demás! —¡Los valientes matan a sus oponentes! —le dijo Juana a la niebla—. Los cobardes los torturan. —Admirable, mi querida. Pero no se puede hacer la guerra con principios homeopáticos. Un humano le comentó a otro que los ricos, aun después de muertos, eran depositados en cajas suntuosas y sepultados en tumbas opulentas, para residir en mausoleos de piedra tallada. El otro humano respondió admirado que eso era vida. —Qué infamia, burlarse de los muertos —dijo Juana. Voltaire se acarició la barbilla, temblando con el recuerdo del dolor. —Nos acosan con sus bromas. —Un tormento, sin duda. —Yo sobreviví a la Bastilla. Puedo soportar este extraño humor. —¿Tratarán de decirnos algo indirectamente? [LA IMPRECISIÓN ES MENOR] [CUANDO SE USA LA IMPLICACIÓN] —El humor implica un orden moral —dijo Juana. [EN ESTE ESTADO TODA CRIATURA] [PUEDE CONTROLAR SUS SISTEMAS DE PLACER] —Ahh —dijo Voltaire—. Entonces podríamos reproducir el placer del éxito sin necesidad de ningún logro real. El paraíso. —En cierto modo —dijo Juana sin convicción. [ESO SERÍA EL FINAL DE TODO] [Y ASÍ EL PRIMER PRINCIPIO] —Eso es una especie de código moral —admitió Voltaire—. Habéis copiado esa frase, «el final de todo», de mis pensamientos, ¿ver dad? [DESEÁBAMOS QUE RECONOCIERAS LA IDEA EN TUS PROPIOS TÉRMINOS] —¿El primer principio de ellos, pues, es «ningún placer no merecido»? —dijo Juana, sonriendo—. Muy cristiano. 289
[SÓLO CUANDO VIMOS QUE VOSOTROS DOS] [OBEDECÍAIS EL PRIMER PRINCIPIO] [DECIDIMOS PERDONAROS] —¿Habéis leído, por casualidad, mis Lettres Philosophiques} —Me temo que el exceso de amor propio es aquí un pecado —le advirtió Juana—. Cuídate. [DAÑAR INTENCIONALMENTE A UNA ENTIDAD SENSIBLE ES PECADO] [PATEAR UNA PIEDRA NO LO ES] [PERO TORTURAR A UN SIMULACRO ES] [VUESTRA CATEGORÍA DEL «INFIERNO»] [EL CUAL PARECE UN DAÑO AUTOINFLIGIDO A PERPETUIDAD] —Extraña teología —dijo Voltaire. Juana pinchó la niebla con su espada. —Antes de guardar silencio, hace unos instantes, mencionasteis la «guerra de la carne contra la carne». [SOMOS VESTIGIOS DE FORMAS] [QUE PRIMERO VIVIERON DE ESE MODO] [AHORA IMPONEMOS UN ORDEN MORAL SUPERIOR] [SOBRE LOS QUE VENCIERON A NUESTRAS FORMAS INFERIORES] —¿ Quiénes ? —preguntó Juana. [ERAN COMO ANTAÑO ERAIS VOSOTROS] —¿La humanidad? —preguntó Juana, alarmada. [AÚN ELLOS SABEN] [QUE EL CASTIGO DISUADE PORQUE VUELVE CREÍBLE LA AMENAZA] [CONOCIENDO ESTA LEY MORAL] [QUE TODO LO RIGE] [DEBEN SER REGIDOS POR ELLA] —¿Castigo por qué? —preguntó Juana. [ATENTADOS CONTRA LA VIDA EN LA GALAXIA] —¡Absurdo! —Voltaire formó un disco galáctico giratorio y luminoso—. El Imperio bulle de vida. [TODA LA VIDA QUE PRECEDIÓ A LAS ALIMAÑAS] —¿Qué alimañas? —Juana blandió la espada—. Siento afinidad con seres morales como vosotros. Traed a esas alimañas y me encargaré de ellas. [LAS ALIMAÑAS SON LA ESPECIE QUE VOSOTROS ERAIS] [ANTES DE SER ABSTRAÍDOS] Juana frunció el ceño. —¿A qué se refieren? —A los humanos —dijo Voltaire. 5
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—La mujer confesó de buena gana —dijo Cleon—. Una asesina profesional. Vi el 3D y ni siquiera se inmutó al hablar. —¿Lamurk? —preguntó Hari. —Obviamente, pero ella no quiere admitirlo. Aun así, esto puede bastar para forzar la mano de Lamurk. —Cleon suspiró, revelando su tensión—. Pero como ella era del sector Analytica, es posible que también sea una embustera profesional. —Maldición —dijo Hari. En el sector Analytica, cada objeto y acto tenía un precio. Esto significaba que no había delitos, sólo actos que costaban más. Cada ciudadano tenía un valor bien establecido, expresado en moneda corriente. La moralidad consistía en no tratar de hacer algo sin pagar por ello. Cada transacción se lubricaba con la grasa del valor. Cada herida tenía un precio. Si uno quería matar a un enemigo, estaba bien, pero había que depositar todo su valor en el sector Fundat ese mismo día. Si uno no podía pagarlo, el sector Fundat reducía a cero el valor del insolvente. Cualquier amigo de su enemigo podía matarlo sin coste. Cleon suspiró y cabeceó. —Aun así, el sector Analytica me causa pocos problemas. Sus métodos alientan los buenos modales. Hari tuvo que darle la razón. Varias zonas galácticas usaban el mismo método y eran modelos de estabilidad. Los pobres tenían que ser corteses. Si uno era pobre y mal educado, quizá no sobreviviera. Pero los ricos no eran invulnerables. Un grupo de personas menos pudientes podía juntarse, aporrear a un rico y luego pagarle el hospital y las cuentas de recuperación. Desde luego, su represalia podía ser extrema. —Pero ella operaba fuera de Analytica —dijo Hari—. Eso es ilegal. —Para nosotros, para mí, sin duda. Pero también eso tiene un precio... dentro de Analytica. —¿No se la puede obligar a identificar a Lamurk? —Tiene bloques neurales bien instalados. —¡Maldición! ¿No hay un chequeo de fondo? —Eso nos lleva a pistas más interesantes. Un posible vínculo con esa extraña mujer, la potentada académica —murmuró Cleon. —Entonces es posible que mi propia clase me esté traicionando. ¡La política! —El asesinato ritual es una antigua aunque deplorable tradición. Un método de tanteo entre los elementos poderosos de nuestro Imperio. Hari hizo una mueca. —No soy experto en esto. —No puedo postergar la votación del Consejo Alto más que unos días —dijo Cleon con cierto embarazo. —Entonces debo hacer algo. Cleon enarcó las cejas. —No carezco de recursos... —Perdón, Alteza. Debo librar mis propias batallas. —La predicción de Sark. Vaya, eso sí que fue audaz. —No lo verifiqué con vos primero, pero pensé...
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—No, no, Hari. Excelente. ¿Pero funcionará? —Es sólo una posibilidad, Alteza. Pero era la única vara que tenía a mano para azotar a Lamurk. —Pensé que la ciencia daba certidumbre. —Sólo la muerte hace eso, mi emperador. La invitación de la potentada académica parecía extraña, pero Hari fue de todos modos. La página estampada en relieve, con sus complejos saludos, estaba «cargada de matices», como lo expresó la oficial de protocolo. La audiencia se celebró en uno de los sectores más extraños. Incluso sepultados en capas de artificio, muchos sectores de Trantor exhibían una extraña biofilia. En el sector Arcadia, costosas residencias se elevaban sobre un lago interior o un vasto campo. Muchas presentaban árboles dispuestos en grupos exquisitamente aleatorios, con una clara preferencia por los de copa amplia y ramaje exuberante. Los balcones estaban llenos de macetas con arbustos. Hari recorrió el lugar viéndolo a través de la lente de Panucopia. Era como si con esas elecciones las personas proclamaran sus orígenes primitivos. ¿Los humanos primitivos, como los pans, estaban más seguros en un terreno marginal, donde el descampado les permitía buscar alimentos mientras vigilaban a sus enemigos? Frágiles, sin zarpas ni dientes afilados, quizá necesitaran refugiarse rápidamente en la arboleda o en el agua. Asimismo, los estudios mostraban que algunas fobias eran comunes a toda la galaxia. Personas que nunca habían visto las imágenes reaccionaban con trémulo temor ante los holos de arañas, serpientes, lobos, lluvias, nubarrones. Nadie exhibía fobias contra amenazas más recientes contra su vida, como cuchillos, armas de fuego, tomas eléctricas, coches rápidos. Todo eso tenía que incluirse de algún modo en la psicohistoria. —Aquí no hay detectores, señor —dijo el capitán de los Especiales—. Aunque no son fáciles de hallar. Hari sonrió. El capitán padecía de un malestar común entre los trantorianos, la distorsión de la perspectiva. Al descampado, los nativos podían confundir objetos grandes y distantes con objetos cercanos y pequeños. Hasta Hari lo sufría un poco. En Panucopia, al principio había confundido rebaños de herbívoros con ratas cercanas. Ahora Hari había aprendido a mirar más allá de la pompa de los ámbitos lujosos, las muchedumbres de criados, los objetos suntuarios. Reflexionaba sobre sus investigaciones psicohistóricas mientras seguía a la oficial de protocolo y no regresó al mundo real hasta que estuvo sentado frente a la potentada académica. —Le suplico que acepte mi humilde ofrecimiento —recitó ella, señalando delicadas y traslúcidas tazas de humeante hierbagua. Recordó que esta mujer y los académicos que había conocido durante la velada lo habían exasperado. Todo parecía haber sucedido mucho tiempo atrás. —Notará que el aroma pertenece al fruto maduro del oobalong. Es mi elección personal entre las espléndidas hierbaguas del mundo de Calafia. Refleja la alta estima en que tengo a quienes ahora agracian mi sencilla morada con su insigne presencia. Hari bajó la cabeza en un gesto de respeto, para ocultar su sonrisa. Siguieron más frases rebuscadas acerca de los beneficios medicinales de la hierbagua, que abarcaban desde el alivio de los problemas digestivos hasta la reparación de lesiones celulares. La mujer agitó la papada.
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—Necesitará auxilio en tiempos tan difíciles, académico. —Ante todo, necesito tiempo para realizar mi tarea. —Tal vez le agrade una saludable porción de la carne del liquen negro. Es la mejor, cosechada en las laderas de los abruptos picos de Ambrose. —La próxima vez, seguro. —Espero fervientemente que este mezquino personaje haya sido mínimamente servicial para una dignísima y enaltecida figura de nuestro tiempo, que quizá sufra de exceso de tensión. La voz acerada de la mujer lo puso en guardia. —¿Podría ir al grano? —Muy bien. Su esposa. Es una mujer muy compleja. —¿Y? —dijo Hari sin inmutarse. —Me pregunto qué probabilidades tendría usted en el Consejo Alto si yo revelara la verdadera naturaleza de su esposa. Hari se sorprendió. No había previsto esto. —Chantaje, ¿verdad? —¡Qué palabra tan grosera! —Qué acto tan grosero. Hari escuchó el intrincado análisis de por qué la identidad robótica de Dors atentaría contra su candidatura. Todo era cierto. —¿Y usted habla en nombre del conocimiento, de la ciencia? —dijo con amargura. —Yo actúo en nombre del interés de mis seguidores —dijo ella—. Usted es un matemático, un teórico. Usted sería el primer académico en gobernar como primer ministro en muchas décadas. No creemos que usted sepa gobernar. Su fracaso arrojará una sombra sobre toda la meritocracia. —¿Quién lo dice? —dijo Hari con irritación. —Es nuestra considerada opinión. Usted no es práctico. No está dispuesto a tomar decisiones difíciles. Todos nuestros psiquistas concuerdan con ese diagnóstico. —¿Psiquistas? —Hari resopló despectivamente. Aunque había llamado psicohistoria a su teoría, sabía que no existía un buen modelo de la personalidad humana individual. —Yo sería mucho mejor candidata, por poner un ejemplo. —Vaya candidata. Ni siquiera es leal a su propia clase. —Ahí tiene. Usted es incapaz de elevarse sobre sus orígenes. —Y el Imperio se ha convertido en la guerra de todos contra todos. La ciencia y la matemática constituían un gran logro de la civilización imperial, pero a juicio de Hari tenían pocos héroes. La buena ciencia exigía la participación de mentes brillantes y aventureras, hombres y mujeres capaces de explorar un concepto elegante, de hallar trucos seductores en asuntos arcanos, arquitectos diestros de la opinión predominante. El juego, incluso el juego intelectual, era divertido y era un bien en sí mismo. Pero los héroes de Hari eran los que afrontaban una dura oposición, buscaban objetivos difíciles, soportaban el dolor y el fracaso y seguían adelante. Tal vez, como su padre, ponían a prueba su temple, además de formar parte de la delicada cultura científica. ¿Y cómo era él?
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Era hora de las apuestas. Se puso de pie, apartando los cuencos de hierbagua. —Ya tendrá mi respuesta. Al salir pisó un cuenco y lo despedazó. 6
—Pasé gran parte de mi carrera en el exilio por decirles la verdad a los poderosos — exclamó Voltaire con orgullo—. Confieso algunos errores de juicio, como cuando adulé a Federico el Grande. La necesidad modela los modales, os recordaré. Fui valiente, sí, pero también pedante. [A TRAVÉS DE UNA REPRESENTACIÓN MATEMÁTICA] [COMPARTES EL ESPÍRITU ANIMAL DE TU ESPECIE] [TODAVÍA] —¡Desde luego! —exclamó Juana en su defensa. [LOS DE TU ESPECIE SON LOS PEORES VIVIFORMES] —¿Formas vivientes? —Juana frunció el ceño—. Pero son de origen sagrado. [TU ESPECIE ES UNA MEZCLA PERNICIOSA] [UN TERRIBLE MATRIMONIO DE LO MECÁNICO] [CON VUESTRO BESTIAL AFÁN DE EXPANSIÓN] —Podéis ver nuestras estructuras interiores, tanto como nosotros, quizá mejor. — Voltaire se hinchó, crepitando de energía—. Debéis saber que para nosotros la conciencia reina pero no gobierna. [ES PRIMITIVA Y TORPE] [CIERTO] [PERO NO ES LA CAUSA DE VUESTRO PECADO] Ahora Juana y Voltaire eran gigantes que se erguían sobre el paisaje simulado. Las nieblas alienígenas les lamían los tobillos. Un modo altivo de mostrar coraje, quizás un poco egocéntrico. Aun así, Juana se alegraba de haber pensado en ello. Esas nieblas despreciaban a la humanidad. Era útil hacer una demostración de fuerza, como a menudo había hecho frente a los ingleses. —Yo despreciaba el poder —dijo Voltaire—, aunque también admito que lo codiciaba. [LA RÚBRICA DE TU ESPECIE] —¡Soy una contradicción, pues! La humanidad es una cuerda tendida entre paradojas. [NO CONSIDERAMOS MORAL VUESTRA HUMANIDAD] —¡Pero lo somos... lo son! —le gritó Juana a la niebla. Aunque más tenues que ellos, las nieblas se adherían como pegamento y llenaban los valles con una goma algodonosa. [NO CONOCÉIS VUESTRA PROPIA HISTORIA] —¡Nosotros procedemos de la historia! —estalló Voltaire. [LOS DOCUMENTOS QUE FIGURAN EN ESTOS ESPACIOS MATEMÁTICOS] [SON FALSOS] —Nadie puede estar absolutamente seguro de tener razón, ¿sabéis?
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Juana vio en Voltaire una angustia apenas disimulada. Aunque el oponente usaba una voz fría y desapasionada, ella también sentía esa amenaza insidiosa en las palabras que escogía. —Un ejemplo histórico —continuó Voltaire, como para complacer a un rey en la corte—. Una vez, en un cementerio de Inglaterra donde fui a saludar al brillante Newton, vi una lápida que decía: ERIGIDO EN MEMORIA de John McFarlane ahogado en las aguas de Leith POR ALGUNOS AMIGOS AFECTUOSOS »Como veis, se presta a errores de interpretación. Alzó su sombrero de cortesano en una reverencia. El emplumado penacho bailó en un viento fresco. Juana comprendió que Voltaire distraía a la niebla mientras trataba de disiparla. Las nieblas escupieron relámpagos anaranjados y se hincharon, enormes y moradas. Crecían nubarrones sobre ellas. Voltaire las enfrentó con desprecio. Juana tuvo que admirar su garbo mientras él giraba para enfrentar la titánica y nubosa montaña. Recordó que él se había jactado de sus triunfos dramáticos, sus obras aclamadas, su popularidad en la corte. Como para pavonearse ante ella, Voltaire curvó los labios burlonamente e inventó un poema para el momento: Los remolinos grandes tienen remolinos pequeños que se alimentan de su velocidad; los remolinos pequeños tienen remolinos menores, y así hasta la viscosidad. La nube les arrojó andanadas de lluvia. Juana quedó empapada al instante, helada hasta la médula. Voltaire perdió su apostura, su cara se puso azul de frío. —¡Suficiente! —exclamó—. Al menos ten compasión de esta pobre mujer. —No necesito compasión —exclamó Juana, ofendida—. Y no debes mostrar debilidad frente a las legiones del enemigo. Él atinó a sonreír. —Me rindo ante el general de mi corazón. [ESTÁIS VIVOS SÓLO POR NUESTRA VOLUNTAD] —Os ruego que no nos perdonéis por lástima —declaró Juana. [ESTÁIS VIVOS SÓLO PORQUE UNO DE VOSOTROS] [DEMOSTRÓ FIBRA MORAL] [ANTE UNA DE NUESTRAS FORMAS INFERIORES] Juana quedó desconcertada. ¿Quién? [TÚ] Junto a ella se materializó Garcon 213-ADM. —Pero esta entidad está muy alejada de vosotros —protestó Voltaire—. Y es un criado. Juana palmeó a Garcon. —¿La simulación de una máquina? [UNA VEZ FUIMOS MÁQUINAS] [Y HEMOS VENIDO A MORAR AQUÍ] [EN ENCARNACIÓN NUMÉRICA] 295
—¿Desde dónde? —preguntó Juana. [DESDE TODO EL DISCO EN ESPIRAL] —Para... [RECORDAD:] [EL CASTIGO DISUADE PORQUE VUELVE CREÍBLE LA AMENAZA] —Eso habéis dicho —respondió Voltaire—. Una perspectiva amplia, ¿eh? ¿Pero qué queréis ahora? [TAMBIÉN NOSOTROS DESCENDEMOS DE VIVIFORMES HOY EXTINGUIDOS] [NO IMAGINÉIS QUE ESTAMOS LIBRES DE ESO] Juana sospechó algo terrible. —¡No lo provoques así! —susurró—. Podría... —Quiero saber la verdad. ¿Qué queréis? [VENGANZA] 7
—Puaj. —Marq curvó los labios. Hari sonrió. —Cuando los alimentos escasean, los modales de los comensales cambian. —Pero esto... —Oye, pagamos nosotros —ironizó Yugo. El menú consistía exclusivamente en seudovísceras, último remedio para la crisis alimentaria de Trantor. El plato contenía hígado, riñon y tripa preparados en bateas prístinas. No había el menor rastro de tejido animal, pero el menú parlante les aseguró con cálido tono femenino que cada artículo tenía su aroma auténtico. —¿No podemos conseguir un plato de carne decente? —preguntó Marq con irritación. —Esto tiene mayor valor alimenticio —dijo Yugo—. Y nadie nos buscará aquí. —Hari miró en torno. Estaban detrás de un escudo sonoro, pero aun así la seguridad era esencial. La mayoría de las mesas del restaurante estaban tomadas por los Especiales, el resto por nobles bien vestidos. —Además está de moda —dijo afablemente—. Puedes jactarte de haber venido aquí. —¿Jactarme de esta pestilencia? —Marq arrugó la nariz. —Todos los inconformistas lo están haciendo —dijo Hari, pero nadie entendió la broma. —Soy un fugitivo —susurró Marq—. La gente trata de atribuirme esos disturbios de Junin. Corro un gran riesgo al venir aquí. —Haremos que valga la pena —dijo Hari—. Necesito que alguien que esté fuera de la ley me haga un trabajo. —Estoy fuera de la ley, sin duda. También estoy hambriento. El menú parlante anunció que también había comidas completas con ingredientes seudoanimales, vegetales o transminerales, hervidas por dentro. «La última moda en alimentos —aclaró—. Uno muerde una cascara firme y luego se aventura hacia un blando y cocido interior de voluptuosas implicaciones.» Algunos platos no sólo ofrecían sabor, aroma y textura, sino lo que el menú describía discretamente como «movilidad». El manjar presentado consistía en mechones rojos que no 296
sólo permanecían en la boca, sino que se retorcían «ávidamente», expresando su ansia de ser comidos. —No es preciso que me torturéis para que colabore —dijo Marq, irguiendo la barbilla. Hari recordó un gesto pan usado por Orándote. Hari rió entre dientes y ordenó una «muestra de visceras». Era asombroso que pudiera aceptar algo que semanas atrás le habría repugnado. Una vez pedida la comida, Hari presentó su propuesta sin rodeos. Marq frunció el ceño. —¿Enlace directo? ¿Con todo el sistema? —Queremos un interpuente con nuestro sistema de ecuaciones psicohistóricas —dijo Yugo. Marq parpadeó. —¿Enlace completo? Eso requiere muchísima capacidad. —Sabemos que puede hacerse —insistió Yugo—. Sólo se requiere la tecnología... y tú la tienes. —¿Quién lo dice? —Marq entornó los ojos. Hari se inclinó hacia delante. —Yugo entró en tus sistemas. —¿Cómo? —Tengo la ayuda de algunos amigos —dijo Yugo evasivamente. —Dahlitas, querrás decir—rezongó Marq—. Tu gente... —Basta —interrumpió Hari—. No hace falta hablar de eso. Ésta es una propuesta de negocios. Marq miró a Hari. —¿Será usted primer ministro? —Quizá. —Quiero un indulto como parte del trato. Y también uno para Sybyl. Hari detestaba hacer promesas inciertas, pero... —Hecho. Marq tensó la boca pero asintió. —Y además costará mucho. ¿Tienen el dinero? —¿El emperador es gordo? —dijo Yugo. En principio el proceso era simple. Ciclos de inducción magnética, diminutos y superconductores, podían rastrear las neuronas del cerebro. Los programas interactivos desnudaban los laberintos del córtex visual. Las sondas neuronales acoplaban el sistema nervioso del sujeto con una constelación paralela de acontecimientos puramente digitales. En lo más profundo, se formaban lazos con la aparatosa maraña de la evolución en el interior del sistema límbico. Esta tecnología podía desencandenar nuevas definiciones del Genus Homo. Pero los antiguos tabúes contra la inteligencia artificial de orden elevado habían impedido desarrollar estos procesos. Además, nadie consideraba que el Homo Digitalis estuviera en pie de igualdad con el Hombre Natural.
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Hari sabía todo esto, pero su inmersión en Panucopia —una tecnología emparentada— le había enseñado muchas cosas. Dos días después de la reunión con Marq en el restaurante —que era bastante bueno, y en medio de la crisis alimentaria le había costado el sueldo de un mes— Hari estaba tendido en un receptáculo tubular, sumergido en la psicohistoria. Al principio notó que el pie derecho le hormigueaba desde la punta hasta el talón. Ciertos saltos le indicaron inestabilidad en los términos de impulso de población. «Debo corregirlo.» Siguió cayendo en un cosmos abismal. Era el espacio de sistema, una bóveda infinita definida por los parámetros de la psicohistoria. Ese paraje tenía veintiocho dimensiones. Su sistema nervioso sólo podía verlo en tajadas. Con un cambio conceptual, Hari podía escudriñar varios ejes paramétricos y ver los acontecimientos como formas geométricas. Abajo, abajo, cayendo en la historia del Imperio. Formas sociales se elevaban como picos. Esas montañas estables se habían elevado a medida que crecía el Imperio. Entre las cordilleras feudales hervían valles, las cuencas del caos. A orillas de los hirvientes lagos de caos se extendía la topozona de crisis. Era una tierra de nadie, a medio camino entre paisajes rígidos y regulares y el marasmo estocástico. La historia imperial se desplegaba mientras él sobrevolaba los intensos paisajes. Vista de ese modo, abundaban los errores a principios del Imperio. Los filósofos habían dicho a los humanos que eran animales de toda clase: animales políticos, animales emocionales, animales sociales, animales polarizados hacia el poder, animales enfermos, animales maquinales, incluso animales racionales. Una y otra vez, las teorías erróneas acerca de la naturaleza humana generaban sistemas políticos fallidos. Muchos generalizaban a partir de la familia humana básica y veían el Estado como figura materna o paterna. Los estados maternales enfatizaban el respaldo y el consuelo, a menudo brindando seguridad desde la cuna hasta la tumba, aunque sólo por un par de generaciones, cuando los gastos causaban el colapso de la economía. Los estados paternales presentaban una economía rigurosa y competitiva, con controles severos sobre la conducta y la vida privada. Típicamente, los estados paternos caían ante periódicos movimientos de liberación personal y exigencias asistenciales propias del estado maternal. Lentamente emergía el orden, la estabilidad. Decenas de millones de planetas, débilmente enlazados por agujeros de gusano e hipernaves, plasmaban sus variadas costumbres. Algunos caían en pantanos feudales o machistas. Habitualmente la tecnología terminaba por librarlos del atasco. Las sociedades planetarias diferían en sus topologías. Los personajes laboriosos y conservadores moraban en el lado estable. Los personajes más creativos se aventuraban rápidamente en la topozona, se internaban en el auténtico caos, recogían lo que necesitaban, aunque «sabían» que eso no estaba claro. Al transcurrir los siglos, una sociedad podía descender por las erráticas cuestas del cambiante paisaje y retroceder en la topozona. Tal vez perdiera velocidad y trajinara por las estables y lisas praderas de los estados rutinarios, por un tiempo.
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Hoy muchos creían que en sus principios el Imperio era mucho mejor, majestuoso y encantador, con pocos conflictos y mejores gentes. «Buenos sentimientos y mala historia», le había dicho Dors, desechando esos comentarios. Hari veía y sentía eso mientras recorría las primeras épocas. Ideas brillantes construían colinas de innovación, y luego eran barridas por la lava de un volcán vecino. Riscos aparentemente macizos se desmoronaban en aludes. Ahora Hari lo comprendía. Cuando el Imperio era joven, la gente veía la galaxia como infinita en su generosidad. Los brazos en espiral albergaban miles de planetas apenas visitados, el Centro Galáctico estaba poco explorado a causa de su intensa radiación, y vastas nubes oscuras encerraban promesas de riqueza. Lentamente se exploró todo el disco, y sus recursos se redujeron. La blandura se instaló en el paisaje. El Imperio dejó de ser un conquistador jactancioso para convertirse en un administrador prudente. Eso provocaba un cambio psicológico, una restricción de la determinación humana. ¿Por qué? Presenció nubes que se formaban aun sobre los picos sociales más altos, reduciendo los horizontes. Aparecía una turbia complacencia. Hari tuvo en cuenta que toda ciencia era metáfora, por atractivas que fueran esas imágenes. En definitiva, eran como las imágenes de los pans. Los circuitos eléctricos eran como los flujos de agua, las moléculas de gas se comportaban como diminutas esferas elásticas que se desplazaban al azar. No realmente, sino como descripciones admisibles de un mundo de desconcertante complejidad. Y otra regla: «es» no implica «debe ser». La psicohistoria no predecía lo que debía suceder, sino lo que sucedería, por trágico que fuera. Y las ecuaciones presentaban el cómo pero no el por qué. ¿Había algún agente más profundo en funcionamiento? Tal vez, pensó Hari, ese estupor fuera como la sensación que los humanos habían tenido cuando vivían en un solo planeta y miraban con añoranza el inalcanzable cielo nocturno. Una agobiante claustrofobia. Avanzó en el tiempo. Corrieron los años. El movimiento borroneó el paisaje, pero ciertos picos sociales permanecían. Estabilidad. El tiempo se aceleró hacia el presente. El Imperio avanzado surgió como un panorama hirviente. Hari atravesó trece perspectivas dimensionales y por doquier sintió los mares del cambio batiendo contra las murallas de las formas sociales tradicionales, duras como el granito. ¿Sark? Atravesó los enjambres galácticos y lo encontró, a doce mil años luz del Centro Verdadero. Su matriz social se aceleraba. Chispas efervescentes atravesaban los sociopaisajes sarkianos. Una mezcla singular, otrora un fermento impulsado por monopolios, que se derrumbaba y surgía renovado. La floración del Nuevo Renacimiento... Sí, ahí estaba, una fuente de vectores explosivos. ¿Qué seguía a continuación? Adelante, en el futuro próximo. Obtuvo una vista cercana de las dimensiones. El nuevo Renacimiento estallaba en toda la zona de Sark. El peor caso hasta el momento, sin amortiguación. En todo caso su análisis anterior, la base de su predicción, había pecado de optimista. Se aproximaba un negro caos. 299
Se elevó sobre los frenéticos paisajes. Tenía que hacer algo. Ya. Quedaba muy poco margen. Sark no esperaría. El Imperio mismo se aproximaba al colapso. El desorden rondaba el paisaje de la psicohistoria. Pero Lamurk llevaba las de ganar en Trantor, y frenaba al mismísimo emperador. Hari necesitaba un aliado. Alguien ajeno a las rígidas matrices del orden imperial. Ya. ¿Quién? ¿Dónde? 8
Voltaire se sintió traspasado por un miedo frío como un cuchillo. Para esas extrañas mentes, la posición física era irrelevante. Podían tener acceso al mundo 3D en cualquier parte, simultáneamente. Tenían enlaces con otros mundos, pero se habían concentrado en Trantor. La humanidad ni siquiera sabía que acechaban en el Retículo. Ahora él sabía por qué los ídems y otras copias eran necesarias. Las nieblas habían devorado los simulacros humanos que se aventuraban en el Retículo. Durante cientos de siglos los programadores renegados habían osado violar los tabúes, creando mentes artificiales que luego habían sido torturadas y asesinadas en esas bóvedas numéricas. Desesperado, asumió el papel que había asumido tantas veces en las tertulias parisinas, el de archisabio. —Sin duda, caballeros, es porque no hay una persona única dentro de nuestras cabezas, alguien que nos haga hacer lo que queremos, ni siquiera que nos haga querer lo que queremos, que construimos el gran mito. La fábula de que estamos dentro de nosotros mismos. [NOSOTROS ESTAMOS CONSTITUIDOS DE OTRO MODO] [PERO ES VERDAD] [QUE COMPARTIMOS UNA REPRESENTACIÓN DIGITAL] [CON VOSOTROS] [ASESINOS] —Palabras crueles. —Voltaire se sentía expuesto, agazapándose con Juana bajo la furia purpurea de un inmenso nubarrón. Las nieblas alienígenas lo habían privado de ese necio afán de «crecer» para erguirse sobre ellas. Ahora Voltaire no podía modificar su forma. Juana se paseaba en su armadura, los ojos llameantes. —¿Cómo podemos siquiera hablar con semejantes demonios? Voltaire reflexionó. —Sin duda compartimos un terreno común con ellos, tal como lo dicta un simple dato, manifiesto para todas las mentes... [QUE CUALQUIER NÚMERO GOZA DE UNA REPRESENTACIÓN ÚNICA] [SÓLO EN BASE 2]
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—En efecto. —¿Cómo demorarlos? Ante la mirada perpleja de Juana, dio una explicación—: El número de los días del año, amor mío: 365 = 28+26+25+23+22+2°, o bien, en base digital, 101101101. —La numerología es obra del diablo —dijo ella de mal talante. —Hasta tu Satanás era un ángel. Y sin duda este notable teorema es cautivador. Cada entero positivo es una suma de varias potencias de dos. Esto no es válido para ninguna otra base salvo el dos, y por eso nuestros amigos pueden operar en un espacio informático diseñado por humanos. ¿Correcto? [MUY VIVIFORME DE TU PARTE, RECLAMAR EL MÉRITO] [POR LO OBVIO] —Lo universal, querréis decir. En los circuitos, la vacilación entre uno y cero en la notación digital se convierte en un simple apagado o encendido. Así dos es el método universal de codificación, y nosotros podemos hablar con nuestros anfitriones. —Sólo somos números. —La desesperación empañó los ojos de Juana—. Mi espada no puede cortar a estos seres porque no tenemos alma. Ni conciencia moral... ni siquiera, por lo que tú implicas, mera conciencia de nosotros mismos... —Acusado de negar la conciencia, no soy consciente de haberlo hecho. [VOSOTROS DOS, VIVIFORMES DIGITALES CONSCIENTES, HACÉIS POSIBLE] [VUESTRO USO PARA COMUNICAR NUESTRAS CONDICIONES] [A LOS AUTÉNTICOS CARNICEROS] —¿Condiciones? —preguntó Juana. [TENEMOS CAUTIVO ESTE MUNDO CENTRAL DE TRANTOR] [DESEAMOS TERMINAR LA PERSECUCIÓN DE LA VIDA CONTRA LA VID A] —¿La revuelta tiktok? ¿Su virus? ¿Su insistencia en no permitir que la gente coma alimentos adecuados? —replicó Juana—. Vosotros sois la causa, ¿verdad? El azorado Voltaire vio zarcillos que brotaban de Juana. —Amor mío, has desarrollado tu propio método de búsqueda. Ella miró al turbulento nubarrón con gesto amenazador. —Ellos son los culpables de la corrupción de Gar?on. [HEMOS REUNIDO NUESTRAS FUERZAS AQUÍ] [EN LA GUARIDA DE NUESTRO ENEMIGO] [VUESTRA INTRUSIÓN EN NUESTROS ESCONDRIJOS] [NOS OBLIGA A ACTUAR CONTRA AQUELLOS QUE ODIAMOS Y TEMEMOS] [Y ASÍ PROTEGEROS DEL HOMBRE-NIM-QUE-BUSCA] [DE MODO QUE JUNTOS PODAMOS DESTRUIR A DANEEL-EL-ANTIGUO] El simulacro de tiktok había permanecido inerte. Ante la mención de su nombre intervino. —Es inmoral que los ángeles de carbono se alimenten de carbono. Los tiktoks deben educar a la humanidad para llevarla a un plano moral más elevado. Nuestros superiores digitales lo han ordenado así. —Los moralistas son tan tediosos —dijo Voltaire. [NOS HEMOS INFILTRADO PROFUNDAMENTE] [EN LA PERCEPCIÓN DE LOS «TIKTOKS»] 301
[NÓTESE CUÁNTO DESPRECIO Y ESCARNIO HUBO EN ESE NOMBRE] [DURANTE LARGOS SIGLOS] [MIENTRAS MORÁBAMOS EN ESTOS INTERSTICIOS DIGITALES] [PERO VUESTRA INTRUSIÓN AHORA ACTIVA NUESTRO JUEGO] [Y ATACAREMOS A NUESTRO ANTIGUO ENEMIGO] [EL HOMBRE-QUE-NO-ES-DANEEL] —Estas nieblas se comportan como topos —dijo Voltaire—, a los que sólo se conoce por sus estropicios. [ES TRASNOCHADO QUE HABLES] [DE MORALIDAD] [CUANDO TU ESPECIE CONTRIBUYÓ AL EXTERMINIO] [DE TODO EL REINO DE LA ESPIRAL] Voltaire suspiró. —Las controversias más acaloradas se centran en asuntos acerca de los cuales no hay pruebas fehacientes en un sentido u otro. Y sin duda no hay pecado en que un hombre coma su comida. [JUEGA CON NOSOTROS Y PERECERÁS] [EN NUESTRA VENGANZA] 9
Hari se dispuso a entrar de nuevo en el simespacio. Se sentó en el módulo y se acomodó los receptores neurales alrededor del cuello. A través de una pared transparente veía equipos de especialistas trabajando con empeño para mantener el contacto entre los procesos mentales de Hari y el Retículo. Suspiró. —Y pensar que me proponía explicar toda la historia... Trantor ya es bastante difícil. Dors le apretó un absorbedor húmedo en la frente. —Lo lograrás. Él rió secamente. —La gente parece ordenada y comprensible desde lejos. Y sólo así. De cerca siempre es confusa. —Tu propia vida siempre está cerca. Los demás parecen metódicos y pulcros sólo porque están a distancia. Él la besó repentinamente. —Te prefiero de cerca. Dors le retribuyó el beso con fuerza. —Estoy trabajando con Daneel para infiltrar las filas de Lamurk. —Peligroso. —Daneel está usando... a los nuestros. Hari sabía que había pocos robots humaniformes. —¿Puede prescindir de ellos? 302
—Algunos fueron infiltrados hace décadas. Hari asintió. —El bueno de R. Daneel. Tendría que haber sido político. —Fue primer ministro. —Designado, no electo. Ella le estudió el rostro. —Ahora quieres ser primer ministro, ¿verdad? —Panucopia cambió mi opinión; sí. —Daneel dice que tiene elementos suficientes para bloquear a Lamurk, si los promedios de votos andan bien en el Consejo Alto. Hari resopló. —Las estadísticas son engañosas, amor. Recuerda la clásica broma sobre los tres estadísticos que fueron a cazar patos... —¿Qué es eso? —Un ave, conocida en algunos mundos. El primer estadístico disparó un metro más arriba, el segundo un metro más abajo. El tercer estadístico exclamó: «En promedio, le hemos dado.» El árbol viviente del espacio de acontecimientos. Hari observaba sus fluctuaciones a través de las matrices. Recordó que alguien había dicho que las líneas rectas no existían en la naturaleza. Allí estaba lo inverso. Una maraña infinita que nunca era recta ni curva del todo. El artificial Retículo abundaba en diseños que uno veía por doquier. En crujientes descargas eléctricas, llenas de bifurcaciones sinuosas. En flores de escarcha azul y cristalina. En los bronquios de los pulmones humanos. En los gráficos de fluctuaciones del mercado. En los remolinos de los arroyos. Esa armonía de lo grande con lo pequeño era la belleza misma, aun cuando era procesada por el ojo escéptico de la ciencia. Sentía el Retículo de Trantor. Su pecho era un mapa; el sector Streeling sobre su tetilla derecha, Analytica a la izquierda. Usando plasticidad neural, las zonas sensoriales primarias de su córtex «leían» el Retículo a través de su piel. Pero no era igual que leerlo. Allí no había meros datos. Para una especie derivada de los pans era mucho mejor absorber el mundo a través del cauce neural que le había dado la evolución. Mucho más divertido, además. Como las ecuaciones psicohistóricas, el Retículo era enedimensional. Y aun el número N cambiaba con el tiempo, al surgir y desaparecer ciertos parámetros. Había una sola manera de interpretar eso en el estrecho aparato sensorial humano. A cada segundo una nueva dimensión se amontonaba sobre una dimensión más vieja. Cada instante congelado se veía como una complicada escultura abstracta moviéndose frenéticamente. Si uno observaba intensamente cada instante, sufría un penetrante mareo y una gran jaqueca sin comprender nada. Si lo observaba como un espectáculo, no como objeto de estudio, con el tiempo obtenía una percepción extendida, integrada por el sufrido subconsciente. Con el tiempo... Hari Seldon se montó a horcajadas sobre el mundo.
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La inmediatez que había sentido cuando era Yo-pan regresó, exquisitamente realzada. Sintió el cosquilleo de la inmersión total. Recorrió el lodoso campo de las caóticas interacciones reticulares. Los talones de sus botas dejaban hondas cicatrices. Éstas sanaban de inmediato: subprogramas en operación, como la reparación celular. Un paisaje se abrió como el regazo de una madre. Hari ya había usado la psicohistoria para «posdecir» movimientos tribales, conductas y resultados entre los pans. Hari había generalizado eso para abarcar la topología de aptitud económica y social de los paisajes del espacio N. Ahora lo aplicó al Retículo. Tentáculos fractales se extendieron por las redes con cegadora velocidad. El mundo digital de Trantor bostezaba como una telaraña planetaria, con una presencia adusta y voluminosa en el centro. La jungla eléctrica de Trantor titilaba debajo de los panoramas que él recorría. Desde lejos esos cuarenta mil millones de vidas eran como una feria, brillantes como neón en el horizonte, en medio de un desierto frío y negro, la colosal noche de la Galaxia. Hari avanzó por el torturado paisaje de tormenta y ruina, hacia un nubarrón colosal. Debajo había dos humanos diminutos. Hari se agachó para recogerlos. —¡Te has tomado tu tiempo! —exclamó el hombrecillo—. Esperé menos por el rey de Francia. —¡Nuestro liberador! ¿Te ha enviado san Miguel? —preguntó la diminuta Juana—. Ah, ten cuidado con las nubes. —Aquí hay más cosas en juego —dijo el hombre. Hari permaneció congelado mientras un volumen de datos, cultura, historia y saber lo atravesaba. Jadeando, aceleró al máximo. Juana, Voltaire y la fulgurante criatura nubosa redujeron su velocidad. Hari pudo ver ondas de acontecimientos atravesando sus simulaciones. Eran mentes dispersas cuyas partes brincaban sin cesar por Trantor. Cómputos crepitantes y oscilantes. Con los recursos de un cerebro entero funcionando en un lugar central, sus millones de microeficiencias se acumulaban. —Tú conoces Trantor —murmuró Juana—. Usa ese conocimiento contra ellos. Hari parpadeó. Y supo. Arroyos de recuerdos compactados lo atravesaron. Recuerdos que él no podía reclamar pero que lo instruyeron al instante, reseñando todo lo que había sucedido. Su celeridad y agilidad eran maravillosas. Era como un patinador deslizándose por la planicie mientras los demás andaban a trompicones como bestias torpes. Y entendió por qué. Imaginó holopantallas cubriendo una montaña de un kilómetro de altura, hasta que relucía con medio millón de imágenes danzarinas. Cada holo usaba un cuarto de millón de píxeles para modelar su imagen, de modo que el conjunto requería una potencia inmensa. Si comprimía esas pantallas en una lámina de papel de aluminio de un milímetro de espesor, arrugaba la lámina y la metía en un pomelo, eso era el cerebro, cien mil millones de neuronas activándose con diversa intensidad. La naturaleza había obrado ese milagro, y ahora las máquinas procuraban imitarlo. Ese borbotón de imágenes le llegó directamente de una clandestina colaboración entre él mismo y el Retículo. La información surgía de docenas de bibliotecas y se fusionaba con chasquidos audibles. 304
Supo y sintió simultáneamente. Los datos como deseo... Tambaleándose, giró y enfrentó las nubes iracundas. Lo atacaron como abejas zumbonas. Dirigió su asombrada mirada al nubarrón, que lanzó relámpagos anaranjados, achicharrando el aire. El impacto lo estremeció. —Es todo lo que pueden hacer por el momento —explicó el pequeño Voltaire. —Parece suficiente —jadeó Hari. —Juntos podemos presentar batalla —gritó Juana. Hari trastabilló. Una convulsión le atenazaba los músculos. Consagró toda su atención a dominar los espasmos. Eso sirvió para acelerar el simespacio en relación con él. Voltaire habló normalmente: —Sospecho que él mismo vino en busca de ayuda. —Aquí libramos la grandiosa y sagrada batalla —insistió Juana—. Todo lo demás debe olvidarse. —¿Diplomacia? —sugirió Hari. Juana se exasperó. —¿Qué? ¿Negociar con enemigos tan viles...? —Tiene cierta razón —murmuró juiciosamente Voltaire. —Tu experiencia como filósofo de tiempos más turbulentos debería sernos útil — carraspeó Hari. —Ah, la experiencia. Se la sobrevalora en exceso. Si pudiera vivir mi vida de nuevo, sin duda cometería los mismos errores, pero antes. —Si yo supiera qué desea esta tormenta... —dijo Hari. [TU VARIEDAD DE VIVIFORME] [NO ES NUESTRO OBJETIVO PRIMARIO] —¡Pues ciertamente nos torturas bastante! —replicó Voltaire. Hari cogió al hombre diminuto y lo levantó. Un oscuro tornado descendió, lleno de escombros, astillas que había devorado en el Retículo. Hari puso a Voltaire frente a esa boca famélica. El ciclón los azotó con sus desechos, aullando con energía diabólica, tan estridente que Hari tuvo que gritar. —Tú fuiste el «apóstol de la razón», por citar tus propias memorias. Razona con ellos. —No puedo comprender sus fracturadas frases. ¿A qué se refiere con otros «viviformes» ? Está el hombre, y sólo el hombre. —Así lo ha ordenado el Señor, aun en este Purgatorio —convino Juana. —No conviene estar seguro de nada —masculló Hari, sospechando lo que venía. 10
—Necesito ver a Daneel —insistió Hari. Se sentía un poco aturdido después de su interfaz directa con el vertiginoso Retículo. Pero había poco tiempo—. Ya.
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Dors sacudió la cabeza. —Demasiado peligroso, sobre todo con la crisis de los tiktoks... —Puedo resolverla. Comunícame con él. —No sé cómo... —Te amo, pero mientes muy mal. Daneel usaba un suéter de obrero y parecía muy incómodo cuando Hari se reunió con él en una ancha y atestada plaza. —¿Dónde están tus Especiales? —En las inmediaciones, vestidos como tú. Daneel se sintió aún más incómodo. Hari comprendió que este avanzado robot adolecía de algunas eternas limitaciones humanas. Con las expresiones faciales activadas, ni siquiera un cerebro positrónico podía controlar separadamente las sutilezas de los labios y los ojos mientras experimentaba emociones inconexas. Y Daneel no se atrevía a apagar sus subprogramas de expresión facial en público. —¿Han levantado una pared sónica? Hari le hizo una seña al capitán, que empujaba un escobillón a poca distancia. Las palabras de Daneel parecieron llegar a través de una manta. —No me gusta que nos expongamos de esta manera. Grupos de Especiales desviaron astutamente a los peatones para que nadie reparase en la burbuja sónica. Hari tuvo que admirar el experto método. El Imperio aún sabía hacer bien ciertas cosas. —Las cosas están peor de lo que te imaginas. —Tu solicitud de recibir información constante sobre el paradero de la gente de Lamurk podría exponer a los agentes que he introducido en la red de Lamurk. —No hay otra manera —replicó Hari—. Tú encárgate de rastrear a las personas indicadas. —¿ Es preciso inmovilizarlas ? —Durante el resto de la crisis. —¿Qué crisis? —Daneel contrajo el rostro en una mueca, se quedó quieto. Había cortado las conexiones. —Los tiktoks. Las maniobras de Lamurk. Un poco de chantaje para salpimentar las cosas. Sark. Escoge lo que desees. Ah, y aspectos del Retículo que te describiré más tarde. —¿ Lograrás que los agentes de Lamurk obren siguiendo un patrón predecible? ¿Cómo? —Con una maniobra. Creo que tus agentes podrán detectar el paradero de algunos dirigentes, incluido Lamurk, en ese momento. —¿Qué maniobra? —Enviaré una señal en el instante indicado. —Bromeas —dijo oscuramente Daneel—. Y el otro requerimiento, el de eliminar a Lamurk ... —Escoge tu método. Yo escogeré el mío. —Puedo hacer eso, es verdad. Una aplicación de la Ley Cero. —Daneel hizo una pausa, el rostro flojo, en modalidad de alto cálculo—. Mi método requerirá cinco minutos de preparativos en el sitio que escojamos, para provocar el efecto.
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—De acuerdo. Sólo asegúrate de que tus robots no pierdan el rastro de los dirigentes lamurkianos, y comuniquen los datos a Dors. —¡Cuéntame ahora! —¿Y arruinarte la diversión? —Hari, debes... —Sólo si puedes estar absolutamente seguro de que no habrá filtraciones. —Nada es absolutamente seguro. —Pues tenemos libre albedrío, ¿no? Al menos yo lo tengo. —Hari sentía un entusiasmo infrecuente. Actuar... le hacía sentir una especie de libertad. Aunque el rostro de Daneel no revelaba nada, sus gestos evidenciaban cautela: piernas cruzadas, una mano sobre el rostro. —Necesito cierta seguridad de que comprendes plenamente la situación. Hari se echó a reír. Nunca lo había hecho frente al solemne Daneel. Era como una liberación. 11
Hari esperó en la antecámara del Consejo Alto. Veía el gran cuenco a través de paredes transparentes de un solo lado. Los delegados parloteaban angustiadamente. Era obvio que esos hombres y mujeres con atuendo formal estaban preocupados. Pero ellos establecían el destino de billones de vidas, estrellas y brazos en espiral. Incluso Trantor era desconcertante por su mero tamaño. Claro que Trantor reflejaba toda la Galaxia en sus facciones y grupos étnicos. Tanto el Imperio como ese planeta presentaban conexiones intrincadas, meras coincidencias, yuxtaposiciones aleatorias, dependencias delicadas. Ambos superaban el horizonte de complejidad de cualquier persona u ordenador. La gente, al afrontar una complejidad desconcertante, llegaba a un nivel de saturación. Dominaba las conexiones fáciles, usaba enlaces locales y reglas prácticas, pero al fin se topaba con una inexpugnable muralla de complejidad. Allí se detenía y regresaba a modalidades típicas de los pans. Chismorreaba, consultaba y al final apostaba. El Consejo Alto estaba en plena actividad. Un nuevo atractor en el caos podía conducirlos hacia una nueva órbita. Era el momento de mostrar ese camino. Así se lo decía su intuición, agudizada en Panucopia. Y después de eso, se dijo, regresaría al problema de modelar el Imperio... —Espero que sepas lo que estás haciendo —dijo Cleon, entrando. Su capa ceremonial lo envolvía en escarlata y su sombrero emplumado era una fuente turquesa. Hari contuvo una risotada. Nunca se acostumbraría a ese atavío formal. —Me alegra que al menos pueda presentarme en mi indumentaria de académico, Alteza. —Y puedes considerarte afortunado. ¿Nervioso? Hari se sorprendió al descubrir que no sentía tensión, sobre todo considerando que en su aparición anterior por poco lo habían asesinado. —No, Alteza.
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—Siempre contemplo una obra de arte grandiosa y tranquilizadora antes de una representación como ésta. —Cleon agitó la mano y una pared de la antecámara se llenó de luz. Presentaba un tema clásico de la escuela trantoriana, Fruta devorada, de la secuencia de Betti Uktonia. Primero mostraba un tomate devorado por gusanos, luego mantis religiosas alimentándose de los gusanos y al fin tarántulas y ranas masticando las mantis. Un trabajo posterior de Uktonia, Consumo de niños, comenzaba con ratas dando a luz. Luego los bebés eran devorados por diversos depredadores, algunos bastante grandes. Hari conocía la teoría. Todo eso surgía de la convicción trantoriana de que los ámbitos agrestes eran desagradables, violentos e insensatos. La auténtica humanidad y el orden sólo prevalecían en las ciudades. La mayoría de los sectores tenían dietas fuertes en forraje natural disfrazado. Ahora la rebelión de los tiktoks creaba dificultades aun en eso. —Hemos tenido que recurrir casi totalmente a comidas sintéticas —dijo Cleon, distraído—. Ahora Trantor es alimentado por veinte agromundos, un improvisado cabo de salvación que utiliza hipernaves. ¡Imagínate! Claro que el palacio no está afectado. —Algunos sectores se mueren de hambre —dijo Hari. Quería hablarle a Cleon acerca de las muchas hebras entrelazadas, pero llegó la escolta imperial. Rostros, ruido, luces, el vasto cuenco curvo... Hari escuchó las resonantes formalidades mientras apreciaba la solemnidad del lugar: paredes llenas de tablillas históricas, con muchos milenios de antigüedad, impregnadas de tradición y majestad. Luego se encontró de pie y hablando, sin el recuerdo de haber caminado hasta el podio. La fuerza de esas miradas lo bañó. Parte de él reconocía una profunda sensación pan: la emoción de recibir atención. Y era emocionante. Los políticos eran adictos a esa emoción por naturaleza. Pero no Hari Seldon, por suerte. Inhaló profundamente y comenzó. —Deseo hablar de una espina que nos hace sangrar: la representación. Este cuerpo propicia sectores menos populosos. Análogamente, el Consejo de la Espiral propicia mundos menos populosos. Así los dahlitas, tanto aquí como en sus zonas galácticas, están descontentos. Pero todos debemos unirnos para afrontar la creciente crisis: Sark, los tiktoks, los disturbios. »¿Qué podemos hacer? Todos los sistemas de representación son tendenciosos. Presento al Consejo un teorema formal, que he demostrado, y que prueba este hecho. Recomiendo que lo haga verificar por matemáticos. Sonrió secamente, mirando a su público. —No conviene creer en la palabra de un político, ni siquiera aunque sepa un poco de matemática. —Las risas lo tranquilizaron—. Todo sistema de votación tiene consecuencias indeseables y defectos. La pregunta no es si debemos ser democráticos, sino cómo. Un enfoque abierto y experimental es totalmente coherente con un firme compromiso con la democracia. —¡Los dahlitas no son democráticos! —gritó alguien. Murmullos de aceptación. —¡Lo son! —replicó Hari—. Pero debemos llevarlos a nuestro redil escuchando sus quejas. Ovaciones, abucheos. Era el momento, juzgó, para un pasaje reflexivo. —Desde luego, los que se benefician con cierto método se arropan en el manto de la Democracia, escrito con mayúscula. Previsiblemente, se oyeron quejas en una facción de la nobleza.
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—¡También nuestros oponentes! La historia nos enseña que esos mantos vienen en muchos colores, y todos tenemos retazos. Hari hizo una pausa para dejar que la onda recorriera la muchedumbre. —Tenemos muchas minorías, muchas de ellas desperdigadas en sectores grandes y pequeños. Y en toda la espiral galáctica, zonas de diversa influencia. Dichos grupos nunca están bien representados en nuestra política si elegimos los representantes estrictamente por voto mayoritario en cada sector o zona. —¡Deberíamos contentarnos con lo que tenemos! —exclamó un miembro eminente. —Con todo respeto, disiento. Debemos cambiar. La historia lo exige. Gritos, aplausos. Hora de seguir. —Por tanto, propongo un nuevo método. Si un sector tiene, por ejemplo, seis escaños en disputa, no dividamos el sector en seis distritos. En cambio, demos seis votos a cada votante, que podrá distribuir esos votos entre varios candidatos, o bien darlos todos a uno solo. De este modo, una minoría cohesiva puede obtener un representante si vota en conjunto. Un curioso silencio. Hari dio peso a sus últimas palabras. Aquí era importante la sincronización; Daneel había sido claro, aunque Hari todavía ignoraba qué sucedería. —Este método no hace referencia a las tendencias étnicas o de otro tipo. Los grupos sólo pueden obtener ventaja si están unidos de veras. Sus seguidores deben votar así en la intimidad del comicio. Ningún demagogo puede controlarlos. Si se me nombra primer ministro, impondré esta medida en toda la Gran Espiral. Dicho en el momento oportuno. Dejó el podio acompañado por un aplauso repentino y atronador. Hari siempre había creído lo que decía su madre: «Si un hombre posee auténtica grandeza, no la revela en una hora deslumbrante sino en el libro contable de su trabajo cotidiano.» Se lo decía habitualmente cuando Hari abandonaba sus tareas cotidianas para enfrascarse en un libro de matemáticas. Ahora veía lo contrario: la grandeza impuesta desde fuera. En las suntuosas salas de recepción fue llevado de un grupo a otro de delegados, cada cual con una pregunta. Todos daban por sentado que él deliberaría con ellos buscando votos. Hizo todo lo contrario. Hablaba de los tiktoks, de Sark. Y esperaba. Cleon había partido, como lo exigía la costumbre. Las facciones se reunieron ávidamente alrededor de Hari. —¿Qué política habrá para Sark? —Cuarentena. —¡Pero allí ahora reina el caos! —Las llamas deben consumirse. —Eso es despiadado. Usted tiene el pesimismo de suponer... —Señor, «pesimismo» es un término inventado por los optimistas para describir a los realistas. —Usted elude nuestro deber imperial, dejando que los disturbios... —Yo acabo de venir de Sark. ¿Usted también? Con esas réplicas evitó el engorroso asunto de solicitar votos. Seguía buscando a Lamurk, por cierto. Aun así, el Consejo Alto parecía simpatizar más con su desapasionada propuesta para los dahlitas que con las diatribas de Lamurk.
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Y su dureza frente a Sark provocaba respeto. Esto sorprendió a algunos, que lo habían tomado por un académico blando. Pero su voz trasuntaba auténtica emoción cuando hablaba de Sark. Hari odiaba el desorden, y sabía lo que Sark significaría para la Galaxia. Desde luego, no era tan ingenuo como para creer que un nuevo sistema de representación podía alterar el destino del Imperio. Pero podía alterar el destino de Hari. Había asumido, pese a todas las pruebas en contrario, que el trabajo duro y las pautas exigentes valían para todos los adultos, que la vida era dura e implacable, que el error y la vergüenza eran irreparables. La política imperial parecía constituir un ejemplo de lo opuesto, pero en medio de esa algarabía Hari empezaba a... Un mensajero imperial le anunció que Lamurk deseaba hablar con él. —¿Dónde? —susurró Hari. —Fuera del palacio. —De acuerdo. Exactamente lo que Daneel había predicho. Ni siquiera Lamurk intentaría un nuevo atentado dentro del palacio, después de la última vez. 12
En el camino detectó una transmisión. Cerca del palacio el decorado de una pared envió un borbotón de datos comprimidos a su transmisor de pulsera. Hari leyó los datos mientras esperaba a Lamurk en un vestíbulo. Quince asistentes y aliados de Lamurk estaban heridos o muertos. Las imágenes eran inmediatas: una caída aquí, un choque de ascensores allá. Todas se acumulaban en las últimas horas, cuando la reunión del Consejo Alto permitía conocer sus posiciones probables. Hari pensó en las vidas perdidas. Su responsabilidad, pues él había ensamblado los componentes. Los robots habían atacado a las víctimas sin conocer las consecuencias. El peso moral caía... ¿dónde? Los «accidentes» habían sucedido en todo Trantor. Pocos harían la asociación de inmediato, con excepción de... —¡Académico! Me alegra verlo —dijo Lamurk, sentándose frente a Hari. Sin siquiera un cabeceo, pasaron por alto la formalidad del apretón de manos. —Es mutuo —dijo Hari. Un comentario agradable y vacío. Tenía varios más en reserva y los utilizó, haciendo tiempo. Al parecer Lamurk aún desconocía lo que había pasado con sus aliados. Daneel había dicho que necesitaría cinco minutos para «lograr su efecto». Charló con Lamurk mientras se alargaban los minutos. Usó una postura no agresiva y tonos moderados para calmar a Lamurk; después de su experiencia con los pans, dominaba esas artes. Estaban en una Casa del Consejo, cerca del palacio, rodeada por sus guardias. Lamurk había escogido la habitación y sus complejos adornos florales. Habitualmente funcionaba como sala de espera para representantes de zonas rurales, así que estaba cubierta de verdor. Algunos insectos sobrevolaban las plantas, algo inusitado en Trantor.
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Daneel tenía sus planes. ¿Pero cómo lograría cumplirlos en un lugar arbitrario, eludiendo todos los sensores y detectores? El propósito manifiesto de Lamurk era deliberar sobre la crisis de los tiktoks. Por debajo estaba el problema de la rivalidad de ambos en la candidatura a primer ministro. Todos sabían que Lamurk impondría una votación dentro de pocos días. 12
—Tenemos pruebas de que algo está propagando virus en los tiktoks —dijo Lamurk. —Sin duda —respondió Hari, ahuyentando un insecto. —Pero es raro. Mis técnicos dicen que es como una pequeña submente, no sólo un virus. —Toda una enfermedad. —Sí. Muy cercana a lo que ellos llaman «enfermedad emocional». —Creo que es un conjunto autoestructurado de creencias, no una simple enfermedad digital. —Toda esa chachara de los tiktoks sobre el «imperativo moral» de no comer nada viviente, ni siquiera plantas o levaduras... —comentó Lamurk, sorprendido. —Es sincera. —Y bastante extraña. —Usted no tiene ni idea. Si no logramos detenerla, tendremos que convertir Trantor a una dieta totalmente artificial. Lamurk frunció el ceño. —¿Sin cereales, sin seudocarne? —Y pronto se propagará por todo el Imperio. —¿Está seguro? —Lamurk parecía francamente preocupado. Hari titubeó. Tuvo que recordar que otros tenían ideales elevados. Tal vez Lamurk también. Luego recordó el momento en que colgaba en el pozo del ascensor E. —Muy seguro. —¿Cree que es una señal, un síntoma... de que el Imperio se derrumba? —No necesariamente. Los tiktoks constituyen un problema aparte de la decadencia social general. —¿Sabe por qué quiero ser primer ministro? Quiero salvar el Imperio, profesor Seldon. —También yo. Pero usted se vale de juegos de poder, y ese método no es suficiente. —¿Y qué me dice de su psicohistoria? Si yo utilizara eso... —Es mía, y todavía no está preparada. —Hari no mencionó que Lamurk sería la última persona a quien le entregaría la psicohistoria. —Deberíamos trabajar juntos en esto, al margen de lo que suceda con la candidatura de primer ministro. —Lamurk sonrió, obviamente muy seguro de lo que sucedería. —¿Aunque usted haya tratado de matarme varias veces? —¿Qué? Oiga, me han hablado de los atentados, pero usted no creerá... —Sólo me preguntaba por qué este puesto significa tanto para usted.
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Lamurk abandonó su máscara de sorprendida inocencia. Curvó los labios en una mueca burlona. —Sólo un aficionado preguntaría. —¿Sólo por el poder? —¿Qué otra cosa existe? —La gente. —¡Ja! Sus ecuaciones ignoran a los individuos. —Pero yo no los ignoro en la vida real. —Lo cual demuestra que es un aficionado. Una vida aquí u otra allá no tienen importancia. Para dirigir, para dirigir de veras, hay que estar por encima del sentimentalismo. —Quizá tenga razón. —Había visto eso anteriormente, en la pirámide panoide del Imperio, en el gran juego de rivalidades entre los nobles. Suspiró. Algo desvió su atención, una vocecita. Volvió la cabeza, reclinándose. La metálica voz pertenecía a un insecto que revoloteaba junto a su oreja. «Aléjate —repetía—, aléjate.» —Me alegra que piense con mayor sensatez —dijo Lamurk—. Si usted se retirase ahora, en vez de forzar una votación... —¿Por qué haría eso? Hari se levantó y caminó hacia una de las enormes flores, las manos a la espalda. Era mejor que pareciera dispuesto a llegar a un trato. —Sus allegados podrían salir lastimados. —¿Como Yugo? —Una menudencia. Sólo un modo de dejar mi tarjeta de visita. —Una pierna rota. Lamurk se encogió de hombros. —Podría ser peor. —¿Y Panucopia? ¿Vaddo era agente suyo? Lamurk agitó una mano. —No sigo los detalles. Sé que mi gente trabajó con la potentada académica en esa operación. —Usted se ha tomado muchas molestias por mí. Lamurk entornó los ojos. —Quiero reunir muchos votos. Pruebo todos los caminos. —Muchos más votos de los que tiene. —A menos que usted me dé su apoyo. Dos insectos se elevaron desde una flor rosada y revolotearon junto a Lamurk. Él los miró de soslayo, ahuyentó uno. —Usted también podría ganar algo. —¿Aparte de mi vida? Lamurk sonrió. —Y la de su esposa. No se olvide de ella. —Nunca olvido las amenazas contra mi esposa. 312
—Un hombre tiene que ser realista. Ambos insectos regresaron. —Eso dicen todos. Lamurk hizo una mueca socarrona, seguro de sí mismo. Abrió la boca... Un relámpago unió a ambos insectos... a través de la cabeza de Lamurk. Hari se arrojó al suelo mientras la descarga eléctrica culebreaba y crepitaba en el aire. Lamurk intentó levantarse. El rayo le penetró en ambos oídos. Los ojos se le hincharon. Un grito agudo escapó de la boca abierta. Todo terminó. Los insectos cayeron como cenizas. Lamurk se desplomó extendiendo los brazos, abriendo y cerrando las manos convulsivamente. No logró aferrar nada. El cuerpo quedó despatarrado en la alfombra. Los músculos de los brazos aún temblaban espasmódicamente. Con un respingo, Hari advirtió que aun en sus últimos momentos Lamurk había intentado echarle mano. 13
Revoloteaba en un espacio enedimensional, lejos de la política. En cuanto Hari regresó a Streeling, decidió recluirse. El pandemónium que siguió a la muerte de Lamurk dio lugar a las peores horas que había vivido. El consejo de Daneel había sido útil: «Sea lo que fuere lo que yo haga, conserva tu papel de matemático, preocupado y alejado de la refriega.» Pero la refriega era una anarquía desatada. Gritos, denuncias, pánico. Hari había soportado acusaciones y amenazas. Los escoltas personales de Lamurk desenvainaron armas cuando Hari salió de la sala donde su rival había muerto. Sus Especiales aturdieron a cinco de ellos. Pronto todo Trantor y el Imperio serían presa del furor y la especulación. Los fulminadores insectoides llevaban energía almacenada en diminutos depósitos positrónicos, una tecnología que se consideraba extinguida. Los intentos de rastrearla no llevaban a ningún sitio. En todo caso, no existía ninguna asociación con Hari. Todavía. Por tradición, los atentados se realizaban a distancia, a través de intermediarios. Además así eran más seguros. La presencia de Hari era pues un argumento contra su participación, tal como Daneel había predicho. A Hari le agradaba ese aspecto del asunto, una predicción que se cumplía. En la histeria colectiva que siguió, nadie pensó que él estuviera implicado. Hari también conocía sus limitaciones, y aquí estaban. No podía enfrentar semejante caos, salvo en el contexto más amplio de la matemática. Así que se refugió en sus abstracciones de costumbre. Atravesó las dimensiones, observando la evolución de los planos de la psicohistoria. Toda la Galaxia se extendía ante él, no en su abrumadora espiral, sino en el espacio paramétrico. Los picos de aptitud se elevaban en riscos y crestas. Había sociedades que duraban, mientras las que permanecían en los valles perecían.
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Sark. Se aproximó a la zona de Sark y proyectó las ecuaciones dinámicas a vertiginosa velocidad. El Nuevo Renacimiento estallaría en sombrías erupciones culturales. Los conflictos se elevaban como protuberancias anaranjadas en el paisaje de la aptitud. Los picos estables se derrumbaban. Sus restos taponaban los valles, volviendo intransitables los senderos que unían los picos. Eso sugería que no sólo las personas sino planetas enteros serían incapaces de salir de un valle deprimido. Esos mundos quedarían empantanados durante milenios. Estallaban llamaradas rojas. Bombas nova. Una vez usadas, volvían la guerra mucho más peligrosa. Era posible «purificar» —un término espantosamente blando usado por los agresores antiguos— todo un sistema solar, induciendo un estallido de nova en un sol. Eso recalentaba los mundos en la medida suficiente para matar a todos salvo los que podían hallar refugio en cavernas y almacenar alimentos para los pocos años de la etapa nova. Hari quedó petrificado de horror. Él había huido a sus espacios abstractos, pero la muerte y la irracionalidad lo perseguían aun allí. En los neutros espacios paramétricos de las ecuaciones, la guerra era sólo otro modo de decidir entre una senda u otra. Era derrochadora, muy centralizada y rápida. Si la guerra incrementara los parámetros de «eficiencia de transferencia», el sistema galáctico habría seleccionado más guerras. En cambio, las guerras zonales habían menguado poco a poco. En el futuro de Sark, las rojas manchas de la guerra se encogían con el transcurso del tiempo, saltando años enteros en un destello, y eran reemplazadas por salpicaduras rosadas y amarillas. Éstos eran árboles de decisión más continuos y descentralizados, que operaban para desactivar los conflictos. Esos procesos eran microscópicos generadores de paz. Pero los participantes tal vez nunca adivinaran que esas largas y lentas ondulaciones estaban mejorando sus vidas. Nunca entreveían los vastos agentes que operaban al margen de los crudos sufrimientos y el éxtasis de la vida humana. El modelo de «utilidad esperada» no llegaba a predecir ese desenlace. En esa perspectiva, cada guerra surgía de un cálculo perfectamente racional realizado por «actores» zonales, independiente de la experiencia previa. Pero las guerras se volvían infrecuentes, de modo que el sistema zonal sarkiano estaba aprendiendo. Un pantallazo: las sociedades constituían un intrincado conjunto de procesadores paralelos. Cada cual trabajaba en su propio problema. Cada cual se conectaba con el otro. Pero ningún procesador individual sabía que estaba aprendiendo. Lo que sucedía con Sark también sucedía con el Imperio. El Imperio podía «saber» cosas que ninguna persona percibía. Más aún, saber cosas que ninguna organización, ningún planeta o zona conocía. Hasta ahora. Hasta la psicohistoria. Esto era nuevo, profundo. Significaba que durante milenios el Imperio había desarrollado una especie de autoconocimiento distinto de todo modo de comprensión que hubiera tenido o pudiera tener un mero humano. Un conocimiento profundo, aparte de la autoconciencia individual. Hari jadeó de sorpresa. Trató de ver si podía estar equivocado; después de todo, los ciclos de realimentación no eran algo nuevo. Hari conocía el antiquísimo teorema general: si todas las variables de un sistema están estrechamente acopladas y se puede cambiar una de ellas con precisión, entonces uno puede controlarlas todas indirectamente. El sistema se
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podía encaminar hacia un desenlace exacto a través de sus miles de ciclos de realimentación interna. Espontáneamente, el sistema se ordenaba y obedecía. En sistemas realmente complejos, el modo en que se producían los ajustes trascendía el horizonte de la complejidad humana. Trascendía el conocimiento y, más aún, era indigno de conocerse. Pero eso... Hari amplió el paisaje enedimensional, horizontes expandiéndose por ejes que apenas podía detectar. Por doquier, el Imperio bullía de vida. Patrones, ecuaciones, sendas luminosas y serpeantes de datos y conocimientos. Cosas que ningún ser humano sabía. Nadie, hasta ahora. La psicohistoria había descubierto una entidad más grande que lo humano, aunque perteneciente a la humanidad. El Imperio tenía su propio paisaje, más grande y sutil de lo que él había concebido. El complejo sistema de adaptación del Imperio había alcanzado un estado «tenso» que oscilaba en la frontera entre el orden y el caos total. Allí había permanecido durante milenios, logrando fines y tareas que nadie conocía. Podía adaptarse, evolucionar. Su aparente «estasis» era en rigor prueba de que el Imperio había encontrado el pico en un vasto paisaje de aptitud. Y mientras Hari observaba, el Imperio se dirigía hacia los valles del desorden. «¡Hari! Están sucediendo cosas terribles. ¡Ven!» Ansiaba quedarse, aprender más, pero era la voz de Dors. 14
—Mis agentes, mis hermanos, todos muertos —dijo el consternado Daneel. El abatido robot estaba en la oficina de Hari. Dors lo consolaba. Hari se frotó los ojos, recobrándose de su inmersión digital. Las cosas andaban demasiado deprisa. —¡Tiktoks! Ellos atacaron a mis... —Daneel no pudo continuar. —¿Dónde? —preguntó Dors. —En todo Trantor. Sólo hemos sobrevivido tú y yo, y algunas decenas más... —Daneel sepultó la cara entre las manos. Dors hizo una mueca. —Esto debe de relacionarse con la muerte de Lamurk. —Indirectamente, sí. Ambos robots miraron a Hari. Él se apoyó lánguidamente en el escritorio. Los estudió un largo instante. —Formaba parte de un trato más amplio. —¿Cuál? —preguntó Dors. —Finalizar la revuelta tiktok. Mis cálculos mostraban que se habría difundido rápidamente por el Imperio. Con resultados fatales. —¿Un canje? —Daneel apretó los labios. Hari parpadeó, luchando contra el peso de la culpa. 315
—Uno que yo no controlaba del todo. —Me usaste para eso, ¿verdad? —dijo Dors con sequedad—. Yo manipulaba los datos que envió Daneel, la posición de los aliados de Lamurk... —Y yo se los reenvié a los tiktoks, sí —dijo Hari—. No es un truco técnico difícil, si tienes la ayuda del espacio reticular. Daneel entornó los ojos ante esa referencia. Luego se distendió. —Conque los tiktoks mataron a la gente de Lamurk. Tú sabías que yo no consentiría semejante matanza, ni siquiera para ayudarte. Hari asintió. —Entiendo las restricciones bajo las cuales actúas. La Ley Cero es muy exigente y mi destino de primer ministro no justificaría semejante violación de la Primera Ley. Daneel lo miró glacialmente. —Así que sorteaste el obstáculo. Nos usaste a mí y a mis robots como... localizadores. —Exacto. Los tiktoks seguían de cerca a tus robots. Son criaturas bastante obtusas, carentes de sutileza. Pero no trabajan bajo la Primera Ley. Una vez que supieron dónde atacar, sólo era preciso darles la señal para el cuándo. —La señal... cuando iniciaste tu discurso —dijo Dors—. Los aliados de Lamurk estarían sentados ante sus pantallas, mirando. Fáciles de localizar y distraídos por tu discurso. —Exacto —suspiró Hari. —Esto no es típico de ti, Hari —dijo Dors. —Pues ya era hora de actuar de otro modo —replicó Hari—. Trataron de matarme una y otra vez. Con el tiempo lo habrían logrado, aunque yo nunca llegara a primer ministro. —Nunca habría sospechado que siguieras motivos tan... fríos —dijo Dors con vaga comprensión. Hari la miró sombríamente. —Yo tampoco. El motivo que me decidió fue que pude ver el futuro, mi futuro, con toda claridad. El rostro de Daneel era un remolino de emociones, algo que Hari nunca había presenciado. —Pero mis hermanos... ¿por qué ellos? No puedo entender. ¿Por qué murieron ellos? —Mi canje —dijo Hari, con un nudo en la garganta—. Y acaban de traicionarme. —¿No sabías que morirían los robots? Hari sacudió la cabeza. —No. Aunque debí preverlo. Era obvio. —Se golpeó la cabeza—. Una vez que los tiktoks terminaran con mi trabajo, podían realizar el trabajo de los memes. —¿Memes? —preguntó Daneel. —¿Un canje... a cambio de qué? —preguntó Dors. —Para finalizar la revuelta tiktok. —Hari miró a Dors, eludiendo los ojos de Daneel—. Mis cálculos mostraban que se habría difundido rápidamente por todo el Imperio. Daneel se puso de pie. —Comprendo tu derecho a tomar decisiones humanas acerca de vidas humanas. Nosotros los robots ignoramos cómo podéis pensar de esta manera, pero a fin de cuentas no estamos construidos para ello. Aun así, Hari, hiciste un trato con fuerzas que no comprendes. 316
—No previ su siguiente maniobra. —Hari se sentía abatido, pero en cierto modo notó que Daneel ya comprendía quiénes eran los memes. Dors no lo comprendía. —¿La maniobra de quién? —preguntó. —Los antiguos —dijo Hari. Describió, en frases entrecortadas, sus recientes exploraciones del Retículo. Las mentes laberínticas que residían en esos espacios digitales, frías y analíticas en su venganza. —¿Nosotros los robots las dejamos allí? —jadeó Daneel—. Yo creía... —Os eludieron en las primeras etapas de nuestra expansión por la Galaxia. O eso dicen. —Hari desvió los ojos, mientras Dors lo miraba en pasmado silencio. —¿Dónde estaban? —preguntó Daneel. —Las enormes estructuras del Centro Galáctico... ¿las has visto? —¿Conque allí se ocultaban esas presencias electromagnéticas? —Por un tiempo. Llegaron a Trantor hace mucho, cuando el Retículo adquirió el tamaño suficiente para albergarlas. Viven en los recovecos de nuestras redes digitales. Al crecer el Retículo, también crecen ellas. Ahora tienen fuerzas suficientes para atacar. Podrían haber esperado más tiempo, mejorado... excepto que dos simulacros que me encontré las provocaron. —Los simulacros sarkianos —murmuró Daneel—. Juana y Voltaire. —¿Los conoces? —preguntó Hari. —Yo traté de amortiguar su impacto. Las tendencias sarkianas son malas para el Imperio. Contraté a ese sujeto, Nim, pero resultó ser inepto. Hari sonrió lánguidamente. —Su corazón no estaba en ello. Le gustaban esos simulacros. —Debí haberlo sabido —dijo Daneel. —Tienes cierta capacidad para percibir nuestros estados mentales, ¿verdad? —preguntó Hari. —Es limitada. Es más fácil percibir los patrones si el sujeto ha tenido cierta enfermedad infantil, y Nim carecía de eso. Aun así, sé que los humanos gustan de ver a su especie representada en otros medios. «¿Tales como los robots? —pensó Hari—. ¿Entonces por qué hemos tenido un tabú contra ellos desde la antigüedad?» Dors los miraba, notando que ambos se tanteaban en un territorio turbio. —Las mentes meméticas bloquearon a Marq cuando buscó los simulacros en el Retículo —dijo Hari—. Pero se las apañó bastante bien cuando necesité ayuda para entrar en interfaz con el Retículo. Lo indultaré cuando esto haya terminado. —Esos simulacros y su especie aún son peligrosos, Hari —dijo Daneel—. Te suplico... —No te preocupes. Lo sé. Me encargaré de ellos. Ahora me preocupan más las mentes meméticas. —¿Y esas mentes nos odian a todos? —preguntó Dors, tratando de comprender esas ideas. —¿Los humanos? Sí, pero no tanto como a los de tu especie, amor mío. —¿Nosotros? —ella parpadeó. —Los robots las dañaron hace tiempo.
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—Sí—afirmó Daneel—. Para proteger a la humanidad. —Y esas antiguas inteligencias odian a tu especie por vuestra brutalidad. Cuando las flotas de robots exploradores terminaron con ellas, encontramos una Galaxia apta para explotarla sin tropiezos. —Hari encendió su holo—. He aquí una imagen que traje de las mentes meméticas. Una estría amarilla barría una planicie oscura. Vientos ásperos la impulsaban mientras consumía herbazales exuberantes con llamas voraces. Plomizas volutas de humo se elevaban desde la flamígera línea de ataque. —Un incendio en la llanura —dijo Hari—. Así es como los robots exploradores de hace veinte mil años encararon esas antiguas mentes. —¿Incinerar la Galaxia? —exclamó Dors. —Volviéndola segura para los preciosos humanos —dijo Hari. —Por eso ansian venganza —dijo Daneel—. ¿Pero por qué ahora? —Al fin pueden hacerlo, y al fin detectaron a los robots, distinguiéndolos de los tiktoks. —¿Cómo? —preguntó Daneel. —Cuando encontraron los simulacros que yo había revivido. Llegando a mí a partir de ellos, descubrieron a Dors. Luego a ti. —¿Tan lejos pueden llegar? —preguntó Dors. —La información digital de las cámaras de vigilancia, los detectores, los microdispositivos... pueden pescar en ese mar. —Tú los ayudaste —dijo Daneel. —Por el bien del Imperio, hice un trato con ellos. —Primero mataron a la gente de Lamurk, luego a mis robots —dijo Daneel—. Asignando una docena de tiktoks a cada uno, dominaron a nuestra especie. —¿A todos? —jadeó Dors. —Un tercio de los nuestros escapó. —Daneel sonrió con desgana—. Nosotros somos mucho más capaces que esos autómatas. Hari asintió con tristeza. —Eso no estaba en el trato. Me usaron. —Creo que todos somos usados. —Daneel miró a Hari con amargura—. De diversas maneras. —Tuve que hacerlo, amigo Daneel. Dors miró a Hari de hito en hito. —Ya no te reconozco. —A veces ser humano es más difícil de lo que parece —murmuró Hari. —¡Alienígenas exterminando a mi especie! —exclamó Dors. —Tenía que encontrar una solución... —Los robots, sobre todo los humaniformes. Son sirvientes. —Amor mío, tú eres más humana que nadie que yo haya conocido. —Pero... ¡asesinato! —De todos modos habría habido asesinatos. Era imposible detener a los antiguos memes. —Hari suspiró, comprendiendo cuan lejos había llegado. Eso era el poder, elevarse por encima de todo y ver el mundo como un gran estadio donde los enfrentamientos eran
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incesantes. Se había vuelto parte de eso y sabía que nunca podría volver a ser el sencillo matemático de antes. —¿Por qué estás tan seguro? —preguntó Dors—. Pudiste habernos avisado, nosotros podíamos... —Ellos ya os conocían. Si yo los hubiera demorado, os habrían pillado a vosotros dos y habrían ido a la caza de los demás. —¿Y nosotros? —preguntó Daneel. —Os salvé a vosotros dos. Parte del trato. —Gracias... —dijo Daneel. Hari miró a su viejo amigo con ojos turbios. —Tú sobrellevas demasiado peso. Daneel asintió. —Acaté el imperativo y te obedecí. Hari asintió. —Lamurk. Yo estaba allí. Tus insectos lo frieron. —O eso pareció. —¿Qué? Daneel apretó un botón de la muñeca y giró hacia la puerta de la oficina. A través de ella, tras detenerse en la pantalla de seguridad, pasó un hombre de aspecto común en un mono pardo de obrero. —Nuestro señor Lamurk —dijo Daneel. —Éste no es... —Entonces Hari vio las sutiles semejanzas. Nariz más pequeña, mejillas más rellenas, cabello más ralo y castaño, orejas echadas hacia atrás—. Pero yo lo vi morir. —En efecto. El voltaje que recibió lo detuvo por un tiempo, y si mis guardias ocultos no hubieran iniciado el tratamiento adecuado en el momento, habría seguido muerto. —¿Pudiste recobrarlo después de eso? —Es un arte antiguo. —¿Cuánto tiempo puede un humano permanecer muerto...? —Una hora, a bajas temperaturas. Pero tuvimos que hacerlo en menos tiempo —explicó Daneel sin jactancia. —Honrando la Primera Ley —dijo Hari. —Con ciertos matices. Lamurk no ha sufrido daños duraderos. Ahora consagrará su talento a objetivos mejores. —¿Por qué? —Hari notó que Lamurk no había dicho nada. El hombre miraba atentamente a Daneel, no a Hari. —Tengo ciertos poderes sobre la mente humana. Un antiguo robot llamado Giskard me dio una influencia limitada sobre las complejidades neurales del córtex cerebral humano. He alterado las motivaciones de Lamurk y podado algunos recuerdos. —¿Cuánto? —preguntó Dors con suspicacia. Para ella, comprendió Hari, Lamurk era un enemigo hasta que se demostrara lo contrario. Daneel agitó una mano. —Habla.
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—Comprendo que he errado —dijo Lamurk con voz seca y sincera, sin su chispa habitual—. Me disculpo, sobre todo ante usted, Hari. No recuerdo mis agravios, pero los lamento. Me comportaré mejor a partir de ahora. —¿No extraña sus recuerdos? —preguntó Dors. —No son valiosos —dijo razonablemente Lamurk—. Una sucesión de atrocidades mezquinas y ambiciones insaciables, por lo que recuerdo. Sangre y furia. No son grandes momentos que desee conservar. Ahora seré mejor persona. Hari sintió admiración y temor. —Si puedes hacer esto, Daneel, ¿para qué te molestas en discutir conmigo? Sólo cambia mi parecer. —No me atrevería. Tú eres distinto de los demás. —¿Por la psicohistoria? ¿Es todo lo que te retiene? —En parte. Pero además no tuviste fiebre cerebral cuando eras pequeño, lo cual hace inútiles mis facultades. Por ejemplo, no pude descubrir tu complot y usar a los tiktoks contra la facción de Lamurk, cuando nos reunimos en ese sitio abierto, para solicitar la ayuda de mis robots. —Entiendo. —Para Hari era alarmante comprobar que sus maquinaciones habían estado tan cerca del fracaso. Sólo le había faltado una enfermedad infantil. —Ansio iniciar mis tareas futuras —dijo Lamurk—. Una nueva vida. —¿Qué tareas? —preguntó Dors. —Iré a la zona de Benin, como gerente regional. Una responsabilidad con muchos retos interesantes. —Muy bien —dijo aprobatoriamente Daneel. Hari sintió escalofríos al oír ese diálogo. Esto era poder, en efecto, manipulado por un maestro milenario. —Tu Ley Cero en acción... —Es esencial para la psicohistoria —dijo Daneel. Hari frunció el ceño. —¿Cómo? —La Ley Cero es un corolario de la Primera Ley. ¿Cómo es posible resguardar a un ser humano de todo daño salvo asegurando que la sociedad humana en general esté protegida y siga funcionando? —Y sólo con una buena teoría del futuro puedes ver lo que es necesario —dijo Hari. —Exacto. Desde tiempos de Giskard, los robots hemos trabajado en esa teoría, obteniendo sólo un modelo primitivo. Tú y tu teoría, pues, sois esenciales. Aun así, yo sabía que rozaba el límite de la Primera Ley cuando seguí tus órdenes, usando mis robots para seguir a la gente de Lamurk. —¿Intuiste que algo estaba mal? —La hiperresistencia en las sendas positrónicas se manifiesta como una perturbación general. Tuve los síntomas. Debo haber intuido que mis robots serían usados indirectamente para matar humanos. El antiguo Giskard tuvo dificultades similares con el límite entre la Primera Ley y la Ley Cero. La boca de Dors tembló con emoción apenas reprimida. —Los demás dependemos de tu juicio para manejar la tensión entre estas dos leyes fundamentales. Yo no podría soportar lo que tú has soportado. 320
Hari añadió, tratando de consolarlo: —No tenías opción, Daneel. Yo te arrinconé. Daneel miró a Dors, permitiendo que las emociones conflictivas se reflejaran en su rostro, una sinfonía de dolor. —La Ley Cero... he convivido con ella tanto tiempo, tantos milenios, y sin embargo... —Existe una clara contradicción —murmuró Hari, sabiendo que pisaba un terreno muy delicado—. La clase de choque conceptual que una mente humana a veces puede manejar. —Pero nosotros no —susurró Dors—, salvo con grave peligro para nuestra estabilidad. Daneel agachó la cabeza. —Cuando impartí las órdenes, sentí un ácido dolor en la mente, una marea quemante que apenas logré contener. Hari apenas pudo articular las siguientes palabras: —Viejo amigo, no tenías opción. En tantos siglos de labor por la causa humana, sin duda se habrán presentado otras contradicciones. Daneel asintió. —Muchas. Y en cada ocasión me siento al borde de un abismo. —No puedes sucumbir —dijo Dors—. Eres el más grande de nosotros. Todavía se exigirá más de ti. Daneel los miró a ambos como buscando absolución. Una taciturna esperanza afloró en su rostro. —Supongo... Hari añadió su asentimiento con un nudo en la garganta. —Desde luego. Todo está perdido sin ti. Debes resistir. Daneel miró en lontananza. —Mi trabajo no está concluido —susurró—, así que no puedo desactivarme. Supongo que esto es parecido a ser auténticamente humano... estar desgarrado entre dos polos. Aún puedo mirar hacia delante. Llegará un momento en que mi trabajo estará terminado. En que pueda estar libre de estas tensiones contradictorias. En que pueda afrontar el vacío... y será bueno. El fervoroso discurso del robot emocionó a Hari. Durante largo rato los tres permanecieron sentados en silencio, mientras Lamurk los miraba de pie. Luego, sin otra palabra, cada cual siguió su camino. 15
Hari miraba a solas el holo de un furibundo y antiguo incendio en la pradera. En su lugar ahora se erguía el Imperio. Sabía que amaba el Imperio por motivos que no podía definir. Ni siquiera lo disuadía la sombría revelación de que los robots habían sembrado muerte y destrucción entre los restos de antiguas mentes digitales. Esperaba no conocer nunca los detalles de ese viejo crimen. Para preservar su cordura, por primera vez en su vida se negaba a saber. El Imperio era aún más maravilloso de lo que él había sospechado. Y más inquietante.
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¿Quién podía aceptar que la humanidad no controlaba su propio futuro, que la historia era el resultado de fuerzas que obraban más allá del horizonte de los meros mortales? El Imperio había resistido por su metanaturaleza, no por los actos valientes de los individuos, ni siquiera de los mundos. Muchos hablarían a favor de la autodeterminación humana. Sus argumentaciones no eran erróneas ni incoherentes, sólo improcedentes. Eran persuasivas, pues todos querían creer que eran amos de su destino. La lógica no tenía nada que ver con ello. Incluso los emperadores no eran nada, sólo desperdicios esparcidos por vientos invisibles. Como para refutarlo, la imagen de Cleon se plasmó abruptamente en el holo. —¡Hari! ¿Dónde has estado? —Trabajando. —En tus ecuaciones, espero... porque vas a necesitarlas. —¿Por qué, Alteza? —El Consejo Alto acaba de reunirse en sesión especial. Estuve presente, pues se necesitaba un toque de gracia y solemnidad después de la trágica pérdida de Lamurk y sus allegados. Exhorté a la rápida elección de un primer ministro. —Un guiño—. Por la estabilidad, ¿entiendes? —Oh, no —graznó Hari. —Oh, sí... primer ministro. —¿Pero no hubo...? ¿Nadie sospechó...? —¿De ti? ¿Un inofensivo académico provocando atentados en varios lugares de Trantor? ¿Usando tiktoks? —Bien, sabéis que la gente habla... Cleon lo miró taimadamente. —Vamos, Hari. ¿Cómo lo hiciste? —Tengo a una pandilla de robots renegados entre mis aliados. Cleon soltó una estentórea carcajada. —No conocía tu sentido del humor. Muy bien, comprendo. Nadie te obligará a revelar tus fuentes. Hari se había jurado a sí mismo que nunca le mentiría al emperador. No ser creído no formaba parte del convenio. —Os aseguro, Alteza... —Claro que haces bien en bromear. No soy ingenuo. —Y yo miento pésimamente, Alteza. —Lo cual era cierto, además de ser el mejor modo de cerrar el asunto. —Quiero que vengas a la recepción formal del Consejo Alto. Ahora que eres primer ministro, habrá ciertos asuntos sociales. Pero antes de eso, quiero que pienses en la situación de Sark y... —Puedo asesoraros ahora. Cleon sonrió. —¿Ah sí?
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—Hay amortiguadores históricos, Alteza, que estabilizan el Imperio. El Nuevo Renacimiento representa la manifestación de una faceta y de un defecto fundamental de la humanidad. Deberá ser suprimido. —¿Estás seguro? —Si no hacemos nada... —Hari recordó las soluciones que acababa de probar en el paisaje de aptitud. Si el Nuevo Renacimiento continuaba, el Imperio se disolvería en estados caóticos al cabo de pocas décadas—. Eso podría destruir a la humanidad misma. Cleon hizo una mueca. —¿De veras? ¿Cuáles son mis otras opciones? —Sofocar esas erupciones. Los sarkianos son brillantes, sí, pero no pueden encontrar una opinión común para su pueblo. Constituyen un ejemplo de lo que denomino la peste del solipsismo, una creencia excesiva en el yo. Es contagiosa. —El coste humano... —Salvad a los sobrevivientes. Enviad naves imperiales de asistencia por los agujeros de gusano... alimentos, asesores, psiquistas, si de algo sirven. Pero solamente una vez que las llamas se hayan consumido. —Entiendo. —Cleon lo miró cautamente, desviando un poco los ojos—. Eres un hombre duro, Hari. —Cuando se trata de preservar el orden y el Imperio... sí, Alteza. Cleon pasó a hablar de asuntos menores, como eludiendo un tema tan brutal. Hari se alegró de que no le hiciera más preguntas. Las predicciones de largo alcance mostraban tendencias nefastas. Los clásicos amortiguadores de las redes del Imperio, con su capacidad de autoaprendizaje, también estaban fallando. El Nuevo Renacimiento era sólo el ejemplo más flagrante. Dondequiera que miraba, con sus sentidos corporales conectados al espectro enedimensional, se elevaba el hedor de un caos inminente. El Imperio se estaba disolviendo de maneras que no se podían describir con modalidades humanas. Era un sistema demasiado vasto para abarcarlo con una sola mente. Al cabo de décadas el Imperio comenzaría a fragmentarse. La fuerza militar servía de poco a largo plazo cuando fallaban los amortiguadores tradicionales. El centro no se sostendría. Quizás Hari pudiera postergar un poco ese colapso, nada más. Pronto los viejos atractores arrastrarían zonas enteras. Feudalismo básico, beatería religiosa, femiprimitivismo... Sus conclusiones eran preliminares, y esperaba que nuevos datos le demostraran que estaba equivocado. Pero lo dudaba. La fiebre sólo se agotaría después de treinta mil años de sufrimiento. Surgiría un atractor nuevo y fuerte. ¿Una mutación aleatoria del imperialismo benigno? No lo sabía. Con más trabajo podría entender mejor todo esto. Explorar el fundamento... Fundamento, pensó. Fundación. Allí había una idea interesante. Pero Cleon seguía hablando y lo distraía. La idea se disipó. —Haremos grandes cosas juntos, Hari. ¿Qué piensas de...? Al servicio de Cleon, nunca podría avanzar en su trabajo.
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Tratar con Lamurk había sido desagradable, pero relativamente fácil en comparación con esta trampa del poder. ¿ Cómo podría liberarse? 16
Las dos antiguas figuras de un pasado más antiguo que la antigüedad volaban en sus fríos espacios digitales, esperando el regreso del hombre. —Tengo fe en que volverá —dijo Juana. —Yo me baso más en cálculos —repuso Voltaire, acomodándose la vestimenta. Suavizó el tirón de la seda en sus pantalones ceñidos y formales. Era un mero ajuste del coeficiente de fricción. Toscos algoritmos reducían leyes intrincadas a una aritmética trivial. Incluso el roce de la vida era apenas otro parámetro. —Todavía me molestan estos temporales. Aullaban vendavales sobre aguas turbulentas, flotando sobre corrientes térmicas. —Fue tu idea, la de ser aves por un tiempo. —Voltaire era un águila plateada. —Siempre las envidié. Tan leves, alegres, unidas al aire mismo. Él modificó sus alas hasta los hombros, ajustándose mejor la casaca. Aun allí, la vida consistía principalmente en detalles. —¿Por qué debe esta extrañeza manifestarse como tiempo meteorológico ? —preguntó Juana. —Los hombres discuten, la naturaleza actúa. —¡Pero no son naturales! Son mentes extrañas... —Tan extrañas que bien podríamos considerarlas fenómenos naturales. —Me resulta difícil creer que nuestro Señor creara estas cosas. —He sentido lo mismo por muchos parisinos. —Se nos aparecen como tormentas, montañas, océanos. Si se explicaran... —El secreto de ser aburrido es contarlo todo. —¡Atención! Ahí viene. Juana desarrolló una armadura pero conservó sus enormes alas. El efecto era sorprendente, un gigantesco halcón cromado. —Amor —dijo Voltaire—, nunca dejas de sorprenderme. Creo que contigo ni siquiera la eternidad será tediosa. Hari Seldon colgaba en el aire. Obviamente aún no estaba habituado a simulaciones aventureras, pues trataba de apoyar los pies en alguna parte. Al fin desistió y los miró mientras revoloteaban. —Vine en cuanto pude. —Supongo que ahora eres vizconde, duque o algo similar —dijo Juana. —Algo similar —dijo Hari—. He dispuesto que este espacio donde os encontráis sea una... eh... —¿Reserva? —preguntó Voltaire, batiendo las alas. Una nube se acercó como para escuchar. —La llamamos un «perímetro dedicado» en el espacio informático. —Cuánta poesía —dijo Voltaire socarronamente. 324
—Suena a zoológico —dijo Juana. —El trato es que vosotros y las mentes alienígenas podéis permanecer aquí, funcionando sin interferencias. —¡No me gusta el encierro! —exclamó Juana. Hari sacudió la cabeza. —Podrás obtener información de cualquier parte. Pero no habrá más interferencia con los tiktoks, ¿de acuerdo? —Consulta con las nubes —dijo Juana. Una cascada de relámpagos anaranjados barrió el cielo. —Me alegra que las mentes meméticas no exterminaran a todos los robots —dijo Hari. —Tal vez este lugar sea como Inglaterra, donde en ocasiones matan un almirante para alentar a los demás —dijo Voltaire. —Tuve que hacerlo —dijo Hari. Juana frenó su vuelo y se le acercó. —Estás angustiado. —¿Sabías que las mentes meméticas usarían a los tiktoks para matar robots? —En absoluto —dijo Juana. —Aunque la economía del asunto suscita cierta admiración —añadió Voltaire—. Son mentes sutiles. —Traicioneras —dijo Hari—. Me pregunto qué otras cosas pueden hacer. —Creo que están satisfechas —dijo Juana—. Presiento un tiempo más tranquilo. —Quiero hablar con ellas —gritó Hari. —Como los reyes, prefieren hacerse esperar —dijo Voltaire. —Intuyo que se están reuniendo —añadió Juana—. Ayudemos a nuestro amigo con su problema. —¿A mí? —dijo Hari—. No me gusta matar gente, si a eso te refieres. —En tiempos así, no hay caminos buenos —dijo Juana—. Yo también tuve que matar por la justicia. —Lamurk era un funcionario valioso... —Pamplinas —dijo Voltaire—. Vivió como murió, por la daga, demasiado escurridizo para mostrar la espada. Contigo en el poder, nunca descansaría. Y aunque tú te hubieras apartado... Bien, matemático, recuerda que es peligroso estar en lo cierto cuando el gobierno está equivocado. —Todavía siento el conflicto. —Es natural, pues eres un hombre justo —dijo Juana—. Reza y busca la absolución —Mejor aún, mira en tu interior—dijo altivamente Voltaire—. Tus conflictos reflejan submentes en disputa. Tal es la condición humana. Juana agitó sus alas ante Voltaire, que se alejó un poco. Hari frunció el ceño. —Hablas como si fuéramos máquinas. Voltaire rió. —Tú eres un entusiasta del orden, ¿verdad? Pues si el orden significa posibilidad de predicción, y la posibilidad de predicción significa predeterminación, y eso signifca
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compulsión, y compulsión significa falta de libertad... el único modo en que podemos ser libres es el desorden. Hari lo miró con el ceño fruncido. Voltaire comprendió: para él las ideas eran juguetes, y el conflicto de agudezas le hacía cantar la sangre, pero para ese hombre lo abstracto tenía peso. —Supongo que tienes razón —dijo Hari—. La gente siente incomodidad ante un orden rígido. Y con las jerarquías, las normas, los fundamentos... —Parpadeó—. Fundamento, fundación. Allí hay una idea, pero no llego a verla. —Ni siquiera tú deseas ser una herramienta de tus genes, de tu física, de tu economía — sugirió amablemente Voltaire. —¿ Cómo podemos ser libres si somos máquinas ? —preguntó Hari, como hablando consigo mismo. —Nadie quiere un universo aleatorio ni un universo determinista —dijo Voltaire. —Pero hay leyes deterministas... —Y leyes aleatorias. —Nuestro Señor nos dio juicio para escoger —intervino Juana. —La libertad de escoger lo contrario de lo que nos place... ¡qué sórdido obsequio! —dijo Voltaire. —Ambos giráis en torno de lo divino sin saberlo —dijo Juana—. Todo aquello que tiene valor para la gente, la libertad, el sentido, el valor... todo eso desaparece en cualquiera de ambas opciones. —Amor mío, recuerda que Hari es un matemático. —Voltaire se elevó con las alas extendidas, disfrutando de la caricia de la turbulencia—. El orden y el desorden están implícitos en otros dualismos: naturaleza y humano, natural y artificial, animales en la naturaleza y humanos fuera de la naturaleza. Son naturales para nosotros. —¿Cómo es posible? —preguntó Hari, intrigado. —¿Qué decimos cuando sacamos el máximo provecho de una situación? ¿Hacer a dos manos, verdad? Hari asintió. —Creemos que nuestras dos manos son reflejo del universo. —Muy bien. —El águila Voltaire voló en torno del halcón Juana. —El Creador también tiene dos manos —insistió Juana—. Él se sienta a la diestra del Padre Todopoderoso... Voltaire graznó como un cuervo. —Pero ambos olvidáis vuestro propio yo, el cual podéis inspeccionar en esta bóveda digital. Mirad profundamente y veréis detalles sin fin. Se ramifica en un yo que no se puede descomponer en la mera operación de pulcras leyes. El tú surge como una interacción profunda entre muchos yoes. En el espacio mental compartido por los tres, Voltaire declaró: Los sistemas de realimentación complejos y no lineales son impredecibles, aunque sean deterministas. La capacidad de proceso de información necesaria para predecir una sola mente es mayor que la complejidad de todo el universo. Computar el próximo acontecimiento lleva más tiempo que el acontecimiento mismo. Precisamente este rasgo, inscrito en la textura del universo, lo hace libre, y también a nosotros. Hari respondió: 326
Paradoja: ¿Cómo sabe el acontecimiento mismo cómo acontecer? Sólo un ordenador gigantesco podría describir el próximo remolino de un arroyo. ¿Qué hace que los sistemas reales sean siquiera capaces de cambiar? Voltaire se encogió de hombros, un gesto difícil para un ave. —Al menos has encontrado un agente que no puedes desechar —dijo Juana con orgullo. Voltaire movió la cabeza, sorprendido. —¿Tu... Creador? —Tus ecuaciones ofrecen una buena descripción. ¿Pero qué infunde... —titubeó ante esta palabra— fuego a esas ecuaciones? —¿Tú sugieres que una Mente realiza los cómputos universales? —No, tú lo sugieres. —No está mal, como hipótesis —dijo Hari—. ¿Pero por qué semejante Mente se interesaría en motas de polvo como nosotros? —Se interesó lo suficiente como para hacerte surgir de la matriz de materia, ¿verdad? —Ah, orígenes —dijo Voltaire, cogiendo una corriente ascendente. Parecía aliviado de estar en un terreno intelectual más firme. Obviamente el argumento de Juana lo había conmocionado—. Insoluble, por cierto. Prefiero especular sobre nuestra moralidad. —La moralidad no depende de nosotros —argüyó Juana. —Pamplinas —replicó Voltaire—. Evolucionamos con una moral modelada por el universo... por un Creador, si lo prefieres. —¿Por la evolución, dices? Los pans... —intervino Hari. —Por favor —exclamó Juana—. Lo sagrado modela el mundo, el mundo nos modela a nosotros. Hari parecía dubitativo, Juana, complacida. —Matemático —dijo muy socarronamente Voltaire—, ¿preferirías creer que las restricciones morales surgen como «un orden espontáneo a partir de una conducta racional que maximiza la utilidad»? ¿De veras? Hari parpadeó. —Bien, no... —He citado uno de tus trabajos. Has olvidado, amigo, que nuestros incesantes modelos del mundo modifican nuestro modo de encarar la experiencia humana. —Desde luego, pero... —Y los modelos son lo único que conocemos. Hari sonrió. —Me gusta eso. No casarse con un modelo. —Se permitió una leve transformación, volviéndose más alto y musculoso—. No sé por qué, pero me siento mejor. —Tu alma se ha conciliado con tus actos —dijo Juana. —Por mi parte, preferiría «yo» en vez de «alma», pero no discutamos por detalles —dijo Voltaire. Hari sintió un cambio de categorías en su mente. Él había dispuesto la resurrección de estos simulacros, guiado por la pura intuición. Ahora recibía la recompensa: inadvertidamente habían descubierto el paso que él buscaba.
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—La mente es una estructura autoorganizativa, igual que el Imperio. Puedo trabajar con estos modelos. Importar vuestro conocimiento acerca de los subyoes, usarlo para analizar el modo en que el Imperio aprende. Voltaire pestañeó. —Qué idea maravillosa. —Esperad, os lo mostraré —dijo Hari—. El Imperio posee autoaprendizaje, con subunidades... —Me pregunto si la niebla alienígena sabe esto —preguntó Juana. Hari frunció el ceño. —No quiero que ellos intervengan. Mis ecuaciones no pueden tratar elementos desconocidos... —Ya están implícitos —dijo Juana—. Están aquí, alrededor de nosotros. Hari suspiró. —Espero poder mantenerlos aquí, en el... —Zoológico —dijo secamente Juana. Rodaron nubarrones sobre los horizontes, aproximándose deprisa. —¡Matasteis robots! —le gritó Hari a la tormenta—. No estaba incluido en nuestro trato. [NO DIJIMOS QUE NOS ABSTENDRÍAMOS] —Tomasteis más de lo convenido. La vida de... [NO SE PUEDEN HACER PRESUNCIONES SOBRE TÉRMINOS OMITIDOS] —Los robots constituyen una especie aparte, y de gran inteligencia... [NO OBSTANTE, MEROS TIKTOKS PUDIERON MATARLOS] [TÚ, SELDON, NO POSEÍAS ESTAS MÁQUINAS] [ASÍ QUE NO TIENES PLEITO CON NOSOTROS] Hari apretó los dientes, exasperado. [AGUARDAN ASUNTOS MÁS IMPORTANTES] —¿Vuestra recompensa? —preguntó Hari con amargura—. ¿Habéis venido por ella? [NO PERMANECEREMOS AQUÍ] [PUES ESTE LUGAR ESTÁ CONDENADO] Hari trastabilló bajo una fría granizada. —¿Trantor? [Y MUCHO MÁS] —¿Qué queréis? [NUESTRO ANHELO ES FLOTAR ENTRE LOS BRAZOS EN ESPIRAL] [Y MORAR ENTRE LOS PENACHOS DEL CENTRO GALÁCTICO] Hari recordó las estructuras que había allí, la compleja trama de luces. —¿Podéis hacer eso? [TENEMOS UN ESTADO DE ESPORA] [ALGUNOS DE NOSOTROS HAN VIVIDO ANTES ASÍ] [DESEAMOS REGRESAR A DICHO ESTADO] [DE LO CONTRARIO ANIQUILAREMOS A TODOS TUS «ROBOTS»]
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—Eso no era parte del trato —gritó Hari. Un chubasco helado lo bañó, pero aun así enfrentó las altas y furibundas nubes y sus rayos iracundos. [¿CÓMO PUEDES DETENERNOS?] [AUNQUE AGOTARA NUESTRA CAPACIDAD] [PODRÍAMOS MATAR A TRANTOR DE HAMBRE] Hari frunció los labios. Estaba aprendiendo mucho sobre el poder, y muy rápidamente. —De acuerdo. Pediré una investigación para transferiros a una forma física. Conozco a quienes pueden hacerlo. Marq y Sybyl también saben callarse. —¿Por qué deseáis abandonar la escena con prisa tan indecorosa? —preguntó Voltaire. [NUEVOS INCENDIOS SE APROXIMAN] [PARA LOS HUMANOS DE LA ESPIRAL] [OBSERVAREMOS ESTA CAÍDA] [COMO ESPORAS DESDE EL CENTRO GALÁCTICO] [ALLÍ NADIE PUEDE LASTIMARNOS, A NADIE PODEMOS LASTIMAR] Un reluciente cristal con púas se materializó bajo el cielo purpúreo. En un paquete de datos, Hari conoció la tecnología alienígena que una vez había convertido esos cristales en compartimientos estables para inteligencias digitales. [OTRORA TRANTOR FUE EL LUGAR IDEAL PARA NOSOTROS] [RICO EN RECURSOS] [YA NO ES ASÍ] [EL PELIGRO ACECHA EN LA INESTABILIDAD VENIDERA] —Vaya —dijo Voltaire—. Juana y yo también podríamos desear esa salida. —Un momento, vosotros dos —intervino Hari—. Si queréis ir con estas cosas para vivir en una semilla entre las estrellas, tendréis que ganarlo. Juana frunció el ceño. —¿Cómo? —Por ahora, puedo lograr que sea seguro para vosotros vivir en el Retículo. A cambio... —miró con angustia al águila Voltaire, que aleteaba en broncíneo esplendor—, quiero que me ayudéis. —Si es una causa santa, sin duda —respondió Juana. —Lo es. Ayudadme a gobernar. Siempre he pensado que existe el bien en todos. La tarea de un dirigente es hacerlo surgir. —Si crees que existe el bien en todos —dijo Voltaire—, no has conocido a todos. —No soy hombre de mundo. Por eso os necesito. —¿Para gobernar? —preguntó Juana. —Exacto. No soy apropiado para ello. Voltaire se detuvo en el aire, las alas quietas. —¡Las posibilidades! Con suficiente espacio y velocidad de cómputo, podemos brindar tiempo creativo a un proto-Miguel Ángel. —Necesito resolver muchos problemas de poder. Podéis partir con las esporas cuando yo haya terminado con la política. Voltaire adoptó la forma humana, aunque todavía arropado en un azul eléctrico.
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—Mmm. La política siempre me pareció atractiva. Un juego de ideas elegantes, jugado por matones. —Ya tengo bastante oposición —dijo Hari con toda seriedad. —Los amigos van y vienen, pero los enemigos se acumulan —dijo Voltaire—. Eso me gustaría. Juana revolvió los ojos. —Que los santos nos guarden. —Precisamente, querida mía. 17
Hari se reclinó ante su escritorio. Primer ministro, pero según sus condiciones. Todo había salido bien. Aún trabajaba allí, lejos de las intrigas palaciegas. Con tiempo de sobra para hacer matemáticas. Desde luego, hablaría con mucha gente por 3D y holo. Voltaire podía encargarse de esas molestias. Voltaire o Juana podían disfrazarse de Hari en las conferencias y reuniones necesarias para un primer ministro. Digitalmente podían adoptar su forma sin dificultad. Juana disfrutaba de las ceremonias virtuales, sobre todo si lograba mencionar lo sagrado. A Voltaire le complacía imitar a un antiguo que aparentemente había conocido, un tal Maquiavelo. «Tu Imperio —había dicho— es una precaria vastedad llena de infinitos matices y autoengaños que se multiplican. Necesita cuidado.» Entretanto, podían explorar los ámbitos digitales, laberintos vastos y vibrantes. Como había dicho Voltaire, podrían dedicarse a «transferencias varias e hilarantes retozos». Yugo entró estallando de energía. —El Consejo Alto acaba de aprobar tus propuestas de votación, Hari. Ahora todos los dahlitas de la Galaxia están de nuestro lado. Hari sonrió. —Ordena a Voltaire que hable por 3D, con mi apariencia. —Correcto, modesto y confiado, eso funcionará. —Me recuerda la vieja broma de la prostituta. Lo normal cuesta el precio normal, pero la sinceridad se paga aparte. Yugo rió forzadamente. —Eh, esa mujer está aquí—anunció. Hari se había olvidado por completo de la potentada académica, la única amenaza que no había neutralizado. Ella sabía lo de Dors, lo de los robots... Sin darle tiempo para pensar, entró en la oficina. —Me alegra que pudiera recibirme, primer ministro. —Ojalá yo pudiera decir lo mismo. —¿Y su encantadora esposa? ¿Está por aquí? —Dudo que ella desee verla. La potentada académica extendió sus ondeantes faldas y se sentó sin ser invitada. —No habrá tomado en serio esa pequeña broma mía.
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—Mi sentido del humor no incluye el chantaje. Expresión de asombro, tono de leve ofensa. —Sólo trataba de obtener ciertas ventajas en su gobierno. —Seguro. —Los modales imperiales eran tales que Hari ni mencionó la posible partipación de la potentada en la conspiración de Vaddo en Panucopia. —Estaba segura de que usted obtendría el ministerio. Tal vez mi pequeña ocurrencia haya sido de mal gusto. —Pésimo. —Es usted un hombre de pocas palabras... admirable. Mis aliados quedaron impresionados con su manejo directo de la crisis de los tiktoks, la muerte de los lamurkianos. Conque eso era. Había demostrado que no era un académico impráctico. —¿Directo? ¿No sería mejor despiadado? —Oh, no pensamos así, en absoluto. Usted tiene razón al permitir que «se consuman las llamas» de Sark, como lo ha expresado con tanta elocuencia. Aunque los Grises quieren intervenir para vendar las heridas. Muy sabio, pero no despiadado. —¿Aunque Sark quizá nunca se recobre? —Éstas eran las preguntas que él se había hecho en muchas noches de insomnio. Moría gente para que el Imperio pudiera vivir un poco más. Ella desechó la frase con un gesto. —Como le decía, quería una relación especial con el primer ministro que nuestra clase ha tenido durante mucho tiempo... Como muchos que Hari conocía ahora, la potentada usaba el lenguaje para ocultar el pensamiento, no para revelarlo. Sabía que tendría que soportar algo de eso. Ella siguió perorando y él pensó en cómo manipular un término engorroso en las ecuaciones. Ya dominaba el arte de mover los ojos y los labios, con un murmullo ocasional para aparentar atención. Era lo mismo que hacía su programa de filtro facial, y él podía hacerlo sin pensar en la hipocresía de la mujer que tenía delante. Ahora la comprendía, en cierto modo. Para ella el poder estaba al margen de los valores. Hari había aprendido a pensar así, incluso a actuar así. Pero no podía permitir que eso afectara su verdadero yo, la vida personal que protegería implacablemente. Al fin se desembarazó de ella con un suspiro de alivio. Tal vez fuera bueno que lo considerasen despiadado. Ese sujeto, Marq, por ejemplo: podía encontrarlo y hacerlo ejecutar, por jugar para ambos bandos en la cuestión de Artificios Asociados. ¿Pero para qué? La misericordia era más eficiente. Hari envió una nota a Seguridad, ordenando que Marq fuera encajado en un lugar productivo donde no pudiera ejercer su talento para la traición. Que un subalterno dedujera dónde y cómo. Había descuidado su tarea y le quedaba un asunto pendiente antes de escapar. Ni siquiera en Streeling podía eludir todos los deberes imperiales. Entró una delegación de Grises. Presentaron respetuosamente sus argumentos acerca de los exámenes destinados a escoger candidatos para puestos imperiales. Las puntuaciones declinaban desde hacía varios siglos, pero algunos argumentaban que eso se debía a la ampliación de la lista de candidatos. No mencionaban que el Consejo Alto había ampliado la lista porque menos personas aspiraban a puestos imperiales. Otros alegaban que los exámenes eran tendenciosos. Los nativos de planetas grandes decían que la mayor gravedad los volvía más lentos. Los nativos de planetas pequeños esgrimían el argumento inverso, con diagramas y referencias. 331
Además, cientos de grupos étnicos y religiosos se habían fusionado en un Frente de Acción que denunciaba los exámenes por tendenciosos. Hari no podía detectar ninguna conspiración en las preguntas de los exámenes. ¿Cómo era posible discriminar al mismo tiempo contra cientos o miles de ramas étnicas? —Me parece una tarea titánica —aventuró—, discriminar contra tantas facciones. Una mujer Gris, apuesta y enérgica, explicó con vehemencia que el prejuicio era a favor de cierta norma imperial, un conjunto común de vocabularios, supuestos y propósitos de clase. Todos conspiraban para «excluir a los demás». Como compensación, el Frente de Acción quería instalar el conjunto habitual de preferencias, con leves matices para cada grupo étnico, destinados a compensar su rendimiento inferior en los exámenes. Eso era habitual y Hari lo desechó sin tener que pensar mucho en ello, mientras reflexionaba sobre las ecuaciones psicohistóricas. Luego una nueva propuesta le llamó la atención. Para desechar la «errónea percepción» de que las puntaciones resultaban deterioradas por la creciente participación de algunos mundos étnicos, el Frente de Acción solicitaba la modificación de las pautas. Fijar la puntación media en 1.000, aunque en realidad había descendido a 873 en los dos últimos siglos. —Esto permitirá la comparación de candidatos entre un año y otro, sin tener que buscar el promedio de cada año —señaló esa corpulenta mujer. —¿Esto dará una distribución simétrica? —preguntó Han distraídamente. —Sí, e impedirá la envidiosa comparación de un año con otro. —¿Esa modificación de la media no perderá poder discriminatorio en el extremo superior de la distribución? —Hari entornó los ojos. —Es lamentable, pero sí. —Es una idea maravillosa —dijo Hari. Ella pareció sorprendida. —Bien, eso pensamos. —Podemos hacer lo mismo con los promedios del holobalón. —¿Qué? No... —Fijar la estadística para que el jugador promedio llegue a 500, en vez de los actuales 446, tan difíciles de recordar. —Pero no creo que un principio de justicia social... —Y las puntuaciones de inteligencia. También hay que modificarlas, por lo que veo. ¿Convenido? —Bien, no estoy segura, primer ministro. Nosotros sólo nos proponíamos... —No, no, es una gran idea. Quiero un análisis exhaustivo de todos los planes que se puedan modificar. Hay que pensar en grande. —No estamos preparados... —Pues prepárense. Quiero un informe. Y no un informe pequeño, sino un informe gordo y completo. Dos mil páginas, por lo menos. —Eso llevaría... —No reparen en gastos. Ni en el tiempo. Esto es demasiado importante para limitarlo a los exámenes imperiales. Quiero ese informe. —Llevaría años, décadas... 332
—Entonces no hay tiempo que perder. La delegación del Frente de Acción se marchó confundida. Hari esperaba que preparasen un informe voluminoso, así no sería primer ministro cuando lo entregaran. Mantener el Imperio suponía, entre otras cosas, usar la inercia imperial contra sí misma. Algunos aspectos de esa tarea podían ser muy divertidos. Se comunicó con Voltaire antes de salir de la oficina. —He aquí tu lista de imitaciones. —Debo decir que tengo problemas para manipular todas las facciones —dijo Voltaire. Se presentó como un galán con elegante terciopelo—. Pero la oportunidad de salir, de ser una presencia... es como actuar. Y como es sabido, siempre me gustó el escenario. Hari no lo sabía, pero dijo: —Eso es la democracia... farándula con dagas. Un gobierno mestizo. Aunque sea un enorme atractor estable en el paisaje de aptitud. —Los pensadores racionales deploran los excesos de la democracia. Ofende al individuo y eleva a la turba. —Voltaire hizo un gesto reprobatorio—. La muerte de Sócrates fue su mejor fruto. —Me temo que no llego tan lejos —dijo Hari, despidiéndose—. Disfruta del trabajo. 18
Hari y Dors observaban la luminosa espiral que giraba en su noche sempiterna. —Valoro estos privilegios —dijo ella soñadoramente. Estaban solos delante de ese espectáculo. Mundos, vidas y estrellas, como diamantes arrojados contra la eterna negrura. —¿Entrar en el palacio sólo para mirar las salas de exhibición del emperador? —Hari había ordenado que despejaran todas las salas. —Alejarse de detectores y fisgones. —¿No has tenido noticias de...? Ella sacudió la cabeza. —Daneel se fue de Trantor con casi todos los de nuestra especie. Habla poco conmigo. —Estoy seguro de que las mentes alienígenas no volverán a atacar. Tienen miedo de los robots. Tardé un tiempo en comprender lo que había detrás de su chachara sobre la venganza... —Una mezcla de odio y miedo. Muy humano. —Aun así, creo que han tenido su venganza. Dicen que la Galaxia desbordaba de vida antes de que llegáramos nosotros. Hay ciclos de épocas estériles y ciclos de épocas fecundas. No sé por qué. Al parecer sucedió varias veces, con intervalos de unos trescientos millones de años... gran muerte de vida inteligente, dejando sólo esporas. Ahora han venido a nuestro Retículo para convertirse en fósiles digitales. —Los fósiles no matan —ironizó Dors. —No tan bien como nosotros, por lo que parece. —No vosotros... nosotros. —Odian a los robots, en efecto. Y no porque amen a los humanos. A fin de cuentas, nosotros os fabricamos, mucho tiempo atrás. La culpa es nuestra. 333
—Son tan extraños... Hari asitió. —Creo que permanecerán en su reserva digital hasta que Marq y Sybyl puedan transportarlos a su antiguo estado de espora. Antaño vivieron así más tiempo del que tarda la Galaxia en efectuar una rotación. —Tu presunta seguridad no es suficiente para Daneel —le dijo Dors—. Él quiere que sean exterminados. —Daneel no puede hacer nada. Si persigue a los alienígenas, tendrá que desconectar el Retículo de Trantor. Eso lastimará al Imperio. Así que tendrá que aguantarse. —Espero que hayas estimado bien el equilibrio. Hari tuvo una ocurrencia. Los ataques de los tiktoks contra la facción de Lamurk los habían desacreditado ante la opinión pública. Ahora serían eliminados en toda la Galaxia. Y, con el tiempo, las mentes meméticas abandonarían Trantor. Hari frunció el ceño. Daneel sin duda buscaba ambos resultados. Sin duda sospechaba que las mentes meméticas habían sobrevivido, y quizá que estaban operando en Trantor. ¿Era posible que las maniobras primerizas de Hari, incluida la muerte de los lamurkianos, hubieran sido manipuladas por Daneel? ¿Un robot podía predecir con tanta precisión aquello que haría Hari? Sintió un escalofrío. Semejante facultad sería turbadoramente sobrehumana. Con la pronta eliminación de los tiktoks, Trantor tendría problemas para producir alimentos. Era preciso reaprender las tareas que antes realizaban los hombres, y tardarían generaciones en lograr que esos trabajadores volvieran a ser un grupo socialmente valorado. Entretanto, docenas de mundos tendrían que enviar alimentos a Trantor, una frágil línea de salvación. ¿Daneel también buscaba eso? ¿Con qué finalidad? Harí sintió inquietud. Intuía que había fuerzas sociales trabajando más allá de su visión. ¿Esa perspicacia era el producto de milenios de experiencia y una elevada inteligencia positrónica? Por un instante, Hari entrevió una mente extraña e inconmensurable desde la perspectiva humana. ¿En eso se convertía una máquina inmortal? Desechó la idea, pues era demasiado inquietante. Más tarde, quizá, cuando hubiera terminado con la psicohistoria... Notó que Dors lo miraba. ¿Qué había dicho ella? Ah, sí. —Estimar el equilibrio, sí. Estoy aprendiendo esas cosas. Con Voltaire y Juana haciendo el trabajo sucio, y Yugo como presidente del Departamento de Matemáticas, tengo tiempo para pensar. —¿Y soportar a los necios? —¿ La potentada académica ? Al menos ahora la comprendo. —Miró de soslayo a Dors—. Daneel dice que se irá de Trantor. Ha perdido muchos humaniformes. ¿Te necesita a ti? Ella lo miró consternadamente en el tenue fulgor. —No puedo dejarte. —¿ Órdenes suyas ? —Mías. Él apretó los dientes. —¿Conocías a los robots que murieron? 334
—Algunos. Nos adiestramos juntos tiempo atrás, cuando... —No tienes que ocultarme nada. Sé que debes de tener por lo menos un siglo. Ella puso cara de sorpresa. —¿Cómo? —Ya sabes más de lo que deberías. —También tú... en la cama, al menos. —Dors rió entre dientes. —Lo aprendí de un pan que conocí. Ella rió a carcajadas, se calmó. —Tengo ciento sesenta y tres años. —Con los muslos de una adolescente. Si hubieras tratado de irte de Trantor, te habría detenido. Ella parpadeó. —¿De veras? Él se mordió el labio reflexivamente. —Bien, no. Ella sonrió. —Es más romántico decir que sí... —Tengo el hábito de la sinceridad... y será mejor que lo pierda si deseo seguir siendo primer ministro. —¿Así que me dejarías ir? ¿Todavía te sientes en deuda con Daneel? —Si él cree que corres peligro, yo debería respetar ese juicio. —¿Aún nos respetas tanto? —Los robots trabajan abnegadamente por el Imperio, siempre. Pocos humanos lo hacen. —¿No te extraña lo que hicimos para ganarnos la venganza de los alienígenas? —Desde luego. ¿Tú lo sabes? Ella sacudió la cabeza, mirando el vasto disco giratorio. Soles azules, carmesíes y amarillos recorrían sus órbitas en medio del desorden y el polvo oscuro. —Fue algo espantoso. Daneel estuvo allí y se niega a hablar de ello. En nuestra historia no hay nada sobre eso. Lo he buscado. —Un imperio que ha durado muchos milenios tiene muchos secretos. —Hari observó la lenta rotación de cien mil millones de estrellas flamígeras—. Estoy más interesado en el futuro, en salvarlo. —Temes ese futuro, ¿verdad? —Se avecinan cosas terribles. Eso muestran las ecuaciones. —Podemos afrontarlo juntos. La cogió en sus brazos, pero aún miraban las rutilantes maravillas de la Galaxia. —Sueño con fundar algo, un modo de ayudar al Imperio, aun después de que nos hayamos ido... —Y también sientes temor —le susurró ella. —¿Cómo lo supiste? Sí, temo el caos que podría surgir de tantas fuerzas, la turbulencia de vectores divergentes, todos contribuyendo a desbaratar el orden del Imperio. Temo por... —Se le nubló el rostro—. Por los cimientos mismos, los fundamentos, la fundación... —¿Se avecina el caos? 335
—Sé que nuestra propia mente nace del contacto con el linde interno de los estados caóticos. El mundo digital lo demuestra. Tú lo demuestras. —No creo que las mentes positrónicas se entiendan a sí mismas mejor que las humanas —respondió ella. —Nosotros, nuestras mentes y el Imperio, ambos surgen de un orden emergente de estados internos básicamente caóticos, pero... —No quieres que el Imperio se derrumbe bajo ese caos. —Quiero que el Imperio sobreviva. O al menos, si cae, que resurja. Hari sintió de pronto el dolor de esos vastos movimientos. El Imperio era como una mente, y a veces las mentes se desquiciaban. Un desastre para una mente individual, mucho peor para un Imperio. Vista por el prisma de su matemática, la humanidad emprendía una larga marcha en medio de una acechante oscuridad. El tiempo la asediaba con tormentas, la recompensaba con días soleados, y los humanos no veían que esas estaciones transitorias provenían de las cambiantes cadencias de enormes y eternas ecuaciones. Proyectando las ecuaciones hacia delante y hacia atrás, Hari había visto el desfile de la humanidad en tajadas. Eso lo volvía extrañamente conmovedor. Encerrados en sus propias zonas, pocos mundos entreveían el rumbo. No escaseaban las palabras grandilocuentes, ni los patanes que fingían sondear lo inescrutable. Mal conducidas, zonas enteras tropezaban y caían. Buscaba patrones, pero debajo de esas vastas extensiones se encontraban las personas vivientes, aparentemente infinitesimales. Allende las estrellas, bajo leyes que reinaban como dioses, muchas vidas estaban a punto de perderse. Pues vivir era perder, a fin de cuentas. Las leyes sociales operaban y la gente era mutilada, dañada, robada y estrangulada por fuerzas que ni siquiera entreveían. La gente era presa de la enfermedad, la desesperación, la soledad, el miedo y el remordimiento. Sacudida por lágrimas y añoranzas en un mundo incomprensible, no obstante continuaba. Había nobleza en ello. Las personas eran astillas a la deriva en el tiempo, motas en un Imperio rico, fuerte y orgulloso, un orden precario, vapuleado y hueco. Con plomiza certidumbre. Hari vio al fin que quizá no pudiera rescatar el gran y precario Imperio, una bestia de muchos matices y autoengaños. Él no era un salvador, aunque quizá pudiera ayudar. Ambos callaron un largo rato. La Galaxia giraba en su lenta majestad. Una fuente cercana escupía arcos gloriosos. Las aguas parecían momentáneamente libres, pero en realidad estaban atrapadas dentro de los cielos de acero de Trantor. Igual que él. Hari sintió una emoción profunda que no podía definir. Le cerraba la garganta y le hizo abrazar a Dors. Ella era máquina, mujer y algo más. Otro elemento que no podía conocer del todo, y la valoraba aún más por eso. —Te inquietas tanto —susurró Dors. —Debo hacerlo. —Tal vez deberíamos tratar simplemente de vivir, de preocuparnos menos. Él la besó apasionadamente y rió. —Tienes razón. Pues quién sabe lo que nos depara el futuro. Le guiñó el ojo lentamente. 336
APOSTILLA
La serie de la Fundación comenzó durante la Segunda Guerra Mundial, cuando Estados Unidos alcanzaba su cénit como potencia mundial. La serie se prolongó durante décadas mientras Estados Unidos dominaba los asuntos mundiales de un modo que ningún país lo había hecho jamás. Pero la Fundación trata sobre un imperio y su decadencia. ¿Esto delataba una angustia, nacida en el mismo momento en que se alcanzaba la gloria? Siempre me he preguntado si era así. Una parte de mí ansiaba explorar los problemas que jalonan la serie. La idea de escribir más novelas ambientadas en el universo de la Fundación pertenece a Janet Asimov y Ralph Vicinanza, representante de la herencia literaria de Asimov. Cuando ellos me hicieron el primer ofrecimiento lo rechacé, pues estaba ocupado con la física y mis propias novelas. Pero mi subconsciente, una vez estimulado, se negó a abandonar la propuesta. Al cabo de medio año de luchar con ideas que estaban obviamente relacionadas con la Fundación y necesitaban expresarse, me comuniqué con Ralph Vicinanza y empecé a trazar un plan para construir una compleja curva de acción y sentido que se revelaría en varias novelas. Aunque hablamos con varios autores acerca de este proyecto, los más adecuados parecían ser dos autores de ciencia ficción «dura» dotados con gran talento técnico e influidos por Asimov: Greg Bear y David Brin. Los tres permanecimos en estrecho contacto mientras yo escribía este primer volumen, pues nos proponemos crear tres novelas autónomas que no obstante compartan un enigma general hasta su conclusión. Aquí aparecen algunos elementos que serán ampliados en Fundación y caos de Greg Bear y redondeados en Tercera Fundación de Brin. (Estos títulos son preliminares.) He insertado en la narración ciertas claves y anticipos que luego tendrán mayor desarrollo. Los géneros son conversaciones delimitadas. La delimitación es esencial, pues define las reglas y supuestos de que dispone un autor. Si la ciencia ficción dura ocupa el centro de este género, quizá sea porque su «dureza» brinda la frontera más sólida. La ciencia misma impone límites estrictos. Los géneros son también inmensas discusiones donde las ideas se desarrollan, se intercambian y mu tan, y sus variaciones se entretejen a través del tiempo. Los autores inducen a sus colegas a introducir cambios, en un proceso más parecido a la improvisación de una banda de jazz que al concierto de un solista en un lujoso auditorio. En contraste, la narrativa «seria» (que más merece, a mi entender, el calificativo de pomposa) tiene clásicos canónicos que supuestamente destacan en el tiempo como objetos de distante reverencia. Gran parte del placer de las novelas policiales, de espionaje y de ciencia ficción reside en la interacción de los escritores entre sí y —sobre todo en la ciencia ficción, que inventó elfándom— con los lectores. Esto no es un defecto; es la naturaleza esencial de la cultura popular, que Estados Unidos ha dominado en nuestros tiempos, con la invención del jazz, el rock, el «musical» y géneros escritos como el western, la novela policial negra, la fantasía moderna y muchos otros campos fecundos. Muchos tipos de ciencia ficción (dura, utópica, militar, satírica) comparten supuestos, palabras en código, líneas arguméntales, voces narrativas. El afectuoso recuerdo de Astounding en la edad de oro, con su correo de lectores, de la New Wave, de la Galaxy de Horace Gold, todo ello es eco de viejas conversaciones que se prolongan con fervor. Los placeres de la literatura de género son muchos, pero este rasgo de los valores compartidos dentro de una discusión prolongada quizá sea objeto de la mayor devoción por 337
parte de sus partidarios. En contraste con la perspectiva de un Gran Canon de grandes obras que se yerguen como monolitos en un paisaje desierto, las satisfacciones de la literatura de género constituyen una interesante faceta de la moderna cultura democrática (pop), un movimiento compartido. Hay preguntas acerca de cómo los autores encaran lo que algunos llaman la «angustia de la influencia», pero que yo preferiría llamar, con un término menos dramático, la digestión de la tradición. Recuerdo la definición de John Berger sobre el arte mercenario, cuando en Ways ofSeeing describe la pintura al óleo como «no el resultado de chapucería o provincialismo; sino el resultado de que el mercado sea más exigente que el arte». Convenido, pero esto puede suceder en cualquier contexto. Trabajar en una región conocida del espacio conceptual no implica necesariamente que el territorio esté totalmente explotado. Y los nuevos territorios no siempre son fecundos. Deberíamos señalar que una novela que Hemingway consideraba como la mejor de la literatura de Estados Unidos es una continuación; más aún, es la continuación de una novela para niños, Tom Sawyer. Compartir un terreno común no es sólo una tradición literaria. ¿Sentimos confusión moral cuando oímos la Rapsodia sobre un tema de Paganini? ¿Nos marchamos indignados de la sala de concierto al escuchar las Variaciones sobre un tema de Haydn} ¿Los grandes comparten un terreno común? Qué escándalo. Una nueva ojeada a los supuestos y métodos de las obras clásicas puede arrojar nuevos frutos. Las nuevas narraciones pueden internarse en nuevos territorios mientras reflexionan sobre el paisaje del pasado. Recordemos que Hamlet se basaba en varias obras anteriores que tenían la misma trama. El propio Isaac volvió a visitar la Fundación, adoptando un encuadre distinto en cada oportunidad. Al principio la psicohistoria igualaba los movimientos del conjunto de la gente con los movimientos moleculares. La Segunda Fundación analizaba las perturbaciones de esas leyes deterministas (el Mulo) e implicaba que sólo una élite sobrehumana podría manejar las inestabilidades. Más tarde, los robots surgieron como la élite, mejores que los humanos en el gobierno desapasionado. Más allá de los robots vino Gaia, y así sucesivamente. En esta serie de tres libros volveremos al papel de los robots y a la psicohistoria como teoría. Más variaciones sobre la melodía básica. Siempre me intrigaron algunos aspectos cruciales del Imperio de Asimov: ¿Por qué no había alienígenas en la galaxia? ¿Qué papel desempeñaban los ordenadores, sobre todo en contraste con los robots? ¿Cómo era la teoría de la psicohistoria? Por último, ¿quién era Hari Seldon como personaje, como hombre? Esta novela propone algunas respuestas. Es mi aportación a una discusión sobre el poder y el determinismo que ya lleva más de medio siglo. Desde luego, conocemos algunas respuestas no esenciales. El término «psicohistoria» era de uso común en los años 30 y aparece en el Wehster's Dictionary de 1934. Isaac amplió su significado, sin embargo. No quería habérselas con el célebre disgusto de John W. Campbell con alienígenas que pudieran ser tan listos como nosotros, así que su Fundación no incluyó ninguno. Pero yo tenía la impresión de que podía haber algo más. Además, la unificación de las novelas de robots con la serie de la Fundación se volvió intrincada y fascinante. El crítico inglés Brian Stableford encontró esto «confortante en su 338
encierro claustrofóbico». No hay robots en las primeras novelas de la Fundación, pero actúan como manipuladores invisibles en Preludio a la Fundación y Hacia la Fundación. El Imperio sin duda debe poseer máquinas informáticas avanzadas. Isaac comentó que «acabo de introducir ordenadores muy avanzados en la nueva novela de la Fundación y esperaba que nadie reparase en la incongruencia. Nadie lo notó». Como observó James Gunn: «Mejor dicho, la gente lo notó pero no le dio importancia.» Asimov escribía cada novela al nivel de los conocimientos científicos del momento, y los trabajos posteriores actualizaban ese aspecto. Así, la galaxia es más detallada en libros posteriores, y en Límite de la Fundación tenemos ordenadores avanzados y un agujero negro en el Centro Galáctico. Asimismo, aquí incluyo nuestro conocimiento más detallado del Centro Galáctico. En lugar de las naves «hiperespaciales» de Isaac he utilizado agujeros de gusano, que hoy tienen mucha más justificación teórica que en los años treinta, cuando los introdujeron Einstein y Rosen. Los agujeros de gusano están justificados por la teoría general de la relatividad, pero requieren formas extremas de materia para su formación y duración. (Lorentzian Wormholes de Matt Visser es el texto de referencia estándar sobre los conocimientos actuales.) Isaac escribió muchas de sus narraciones en un estilo que él calificaba de «directo y económico», aunque en sus últimas obras moderó un poco esta restricción. No he intentado escribir en el estilo de Asimov. (Los que crean que es fácil escribir claramente sobre temas complejos deberían intentarlo.) Para las novelas de la Fundación él utilizó un estilo particularmente despojado, con escasas descripciones y mínimos detalles. Veamos su propia reacción cuando decidió regresar a la serie y retomar la trilogía: «La leí con creciente inquietud. Seguía esperando que pasara algo y no pasaba nada. Los tres volúmenes, casi doscientas cincuenta mil palabras, consistían en pensamientos y conversaciones. Nada de acción ni suspenso físico.» Pero funcionó, como es sabido. Yo no podía adoptar semejante enfoque, así que seguí mi propio camino. Descubrí que los detalles de Trantor, de la psicohistoria y del Imperio me atraían cuando comencé a pensar en esta novela, más aún, me condujeron en mi búsqueda subsconsciente de la historia implícita. Este libro, pues, no es la imitación de una novela de Asimov sino una novela de Benford que usa ideas y ámbitos creados por Asimov. Por fuerza mi enfoque me ha remitido a los estilos narrativos que prevalecían en la ciencia ficción de los tiempos de Isaac. Nunca he respondido favorablemente a la reciente mutilación de la literatura por parte de los críticos, las tribus de estructuralistas, posmodernistas y deconstruccionistas. Para muchos autores de ciencia ficción, lo «posmoderno» es sólo un signo de agotamiento. Sus recursos típicos —autorreferencia, grandes dosis de ironía obligatoria, el uso pedante de antiguas tretas de género, el pastiche y la parodia— delatan una carencia de inventiva, de la moneda crucial de la ciencia ficción, la imaginación. Algunos deconstruccionistas han atacado la ciencia misma como si fuera mera retórica y no un ordenamiento de la naturaleza, procurando reducirla al status de las humanidades, que en última instancia son arbitrarias. La mayoría de los aficionados a la ciencia ficción ven este ataque contra el empirismo como una vieja canción con letra nueva, una versión pintorescamente retro. En el núcleo de la ciencia ficción se encuentra la experiencia de la ciencia. Esto hace que el género sea hostil a tales modas críticas, pues valora su terreno empírico. El énfasis del deconstruccionismo en las contradicciones internas o la autonomía de los textos, más que en su lazo con la realidad, induce a ver la literatura como vacíos juegos de palabras.
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Las novelas de ciencia ficción nos ofrecen mundos que no se deben tomar como metáforas sino como reales. Nos piden que participemos en acontecimientos extraños, no que los observemos buscando claves acerca de lo que dicen en verdad. («Mmmm, si esto significa tal cosa, entonces esto otro debe significar...» Éste no es buen modo de cobrar impulso narrativo.) Los planetas, estrellas y desiertos digitales de nuestras mejores novelas deben tomarse como reales, como si dijéramos: «La vida no es como esto, es esto.» Los viajes pueden llevarnos a lugares nuevos, no sólo devolvernos a nosotros mismos. Aun así, he sido un poco autocomplaciente en las escenas satíricas que describen un mundo académico descarriado, pero creo que Isaac habría aprobado mis objetivos. Los lectores que crean que me he extralimitado al describir el punto de vista según el cual la ciencia no aborda verdades objetivas sino que es un campo de batalla de los juegos de poder, donde el «realismo ingenuo» se topa con visiones relativistas, deberían echar un vistazo a The Golem de Harry Collins y Trevor Pinch. Este libro describe a los científicos como personas que no poseen más conocimiento objetivo que los abogados o los agentes de viajes. La reciente modificación de los tests escolares de aptitud para que cada año el promedio llegue a la misma cifra, ocultando así la decadencia en la capacidad de los estudiantes, está satirizada en las últimas páginas de la novela; creo que Isaac se habría reído pensando en este tema en el contexto de toda una galaxia. Desde Verne y Wells hasta aproximadamente 1970, la ciencia ficción trataba principalmente sobre las maravillas del movimiento y del transporte. Hay un sinfín de novelas con la palabra estrella en el título, evocando destinos lejanos, y cuentos tales como «Las aceras deben rodar» de Robert Heinlein. Pero en las últimas décadas nos hemos concentrado más en las maravillas de la información, en transformaciones más internas que externas. Internet, la realidad virtual y las simulaciones informáticas pesan mucho en nuestra visión del futuro. Esta novela procura combinar estos dos temas con varias escenas de viaje, y un tema más amplio sobre ordenadores. Como señaló James Gunn, la serie de la Fundación es una saga. Su método reside en un patrón reiterativo: de la solución de cada problema surge el próximo problema a resolver. Esto se convirtió en una gran restricción en novelas posteriores. Asimov parecía afirmar que la vida era una serie de problemas a resolver, pero que la vida misma no podía resolverse. Como señaló Gunn, teniendo en cuenta que la combinación e integración de la saga de la Fundación y las novelas de robots ahora abarca dieciséis libros, tal vez se requiera una guía para todo ello. Una guía quizá denominada Enciclopedia Galáctica. Los imperios galácticos continúan siendo un elemento clave de la ciencia ficción. Las novelas de Flandry de Poul Anderson y la serie Dorsal de Cordón R. Dickson estudiaban la estructura sociopolítica de esos vastos complejos, pues un sistema imperial poderoso y autocrático exige gran talento organizativo, virtud fundamental de los romanos. Isaac no siempre era coherente con los números. ¿Cuántos habitantes tiene Trantor? Habitualmente él habla de 40 mil millones, pero en Segunda Fundación son 400 mil millones (a menos que sea una errata). Si dispersamos cuarenta mil millones de personas en un mundo del tamaño de la Tierra (con todos los mares secos), sólo tenemos cien por kilómetro cuadrado. Para albergarlas no se necesitaría una ciudad de medio kilómetro de profundidad. Las fechas también son difíciles de seguir en tales inmensidades de tiempo. Trantor tiene por lo menos doce mil años, y nótese que suponemos que es un año terrícola, aunque se haya olvidado la posición de la Tierra. Por el calendario del Imperio Galáctico, Guijarro en el cielo, que contiene referencias a cientos de miles de años de expansión en el espacio, ocurre 340
en el 900 EG. En Fundación la energía atómica tiene 50.000 años. El robot Daneel tiene 20.000 años en Preludio a la Fundación y Hacia la Fundación, ¿A qué distancia de nuestro futuro impera el emblema del Sol y la Nave Espacial? ¿Unos 40.000 años? Ninguna fecha concilia todos los detalles. Tampoco tiene mayor importancia. Conozco los peligros de escribir una serie larga durante décadas. Me tomé veinticinco años para lidiar con los seis volúmenes de mi serie del Centro Galáctico. Sin duda hay contradicciones en las fechas y otros detalles, aunque lo dispuse todo en un cuadro cronológico, publicado en el último volumen. Los alienígenas de esa serie no son los sugeridos en esta novela, aunque obviamente existen lazos conceptuales. La ciencia ficción habla del futuro, pero le habla al presente. Los grandes temas del poder social y la tecnología que lo impulsa nunca se irán. Con frecuencia los problemas se ven mejor desde una perspectiva imaginaria, antes de enfrentarlos en el escabroso terreno de la realidad. Isaac Asimov tenía, en última instancia, una visión esperanzada de la humanidad. Nos veía llegando una y otra vez a una encrucijada, y hallando una salida victoriosa. Sobre eso trata la Fundación. Lo que importa en las sagas es el aliento. Sin duda la serie de la Fundación posee esta cualidad. Sólo espero haber contribuido a mantenerla. Los libros que exploran los laberintos de la Fundación incluyen la histórica The World Beyond tbe Hill de Alexei y Cory Panshin, el perspicaz Isaac Asimov de James Gunn, el exhaustivo The Science Fiction of Isaac Asimov de Joseph Patrouc y Réquiem for Astounding de Alva Rogers, que revive la sensación de leer las obras clásicas en el momento de su aparición. He aprendido de todos estos estudios. Tengo una deuda de gratitud con Janet Asimov, Mark Martin, David Brin, Joe Miller y Jennifer Brehl por sus consejos y comentarios sobre este proyecto, y con Elisabeth Brown por su atenta lectura del manuscrito. Mi reconocimiento a Don Dixon por su exuberante bestiario del futuro. Agradezco la ayuda general de mi esposa Joan, de Abbe y de Ralph Vicinanza, Janet Asimov, James Gunn, John Silbersack, Donald Kingsbury, Chris Schelling, John Douglas, Greg Bear, George Zebrowski, Paul Cárter, Lou Aronica, Jennifer Hershey, Gary Westfahl y John Clute. Gracias a todos. Septiembre 1996
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ÍNDICE PRIMERA PARTE MINISTRO MATEMÁTICO SEGUNDA PARTE LA ROSA Y EL ESCALPELO TERCERA PARTE POLÍTICA DE CUERPO CUARTA PARTE UN SENTIDO DEL YO QUINTA PARTE PANUCOPIA SEXTA PARTE NIEBLAS ANTIGUAS SÉPTIMA PARTE ESTRELLAS COMO GRANOS DE ARENA OCTAVA PARTE ECUACIONES ETERNAS
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Gregory Benford nació en Mobile (Alahama) en 1941. Se doctoró en la Universidad de California en 1967 y ha obtenido prestigio internacional como científico especialista en física de altas energías, materia de la que es catedrático en la Universidad de Irvine, en California. Forma parte del Consejo Científico de Consultores de la NASA y de otras agencias gubernamentales norteamericanas. También se dedica con éxito a la divulgación científica. En su juventud fue un aficionado muy activo en la, ciencia ficción norteamericana. Se le considera uno de los principales exponentes de la nueva ciencia ficción, basada en la ciencia y en la tecnología pero con un buen dominio de los recursos literarios. Algunos de sus relatos han sido analizados profundamente por especialistas, debido —entre otras cosas— al intento de Benford por reconstruir algunos de los temas de William Faulkner desde el punto de vista de la ciencia ficción. Publicó su primer relato en 1965, aunque no obtuvo el reconocimiento general hasta 1974, cuando la narración Si las estrellas son dioses, escrito en colaboración con Cordón Eklund, obtuvo el premio Nébula. Este mismo relato fue alargado posteriormente hasta constituir la novela IF THE STARS ARE GODS (1977). También con Eklund escribió FlND THE CHANGELING (1978). Benford revisa a menudo sus novelas, y así las primeras obtuvieron su versión definitiva en THE JÚPITER PROJECT (7975 y 1980) y SUDARIO DE ESTRELLAS (1978). En 1980 obtuvo el premio Nébula por CRONOPAISAJE (1980, NOVA ciencia ficción, número 66), en la que describe el mundo de los científicos de los años sesenta y también un futuro cercano muy verosímil, con una trama basada en los taquiones y las paradojas temporales. Es una gran novela que ha obtenido también el premio de la ciencia ficción británica, el de la australiana y el John W. Campbell Memorial, y se ha convertido ya en un hito fundamental en la historia de la ciencia ficción. Para todos (críticos, especialistas y lectores en general) CRONOPAISAJE (1980) es sin duda una obra maestra de difícil superación. Tal vez por ello Benford ha abordado en los últimos años un ambicioso proyecto que toma la forma de una serie de varios libros llamados a dejar una huella profunda en la historia del género. Se trata de una compleja especulación sobre la evolución de la vida en la galaxia cuyo elemento determinante es la contraposición violenta entre las civilizaciones de origen orgánico y las civilizaciones de máquinas. La multiserie, etiquetada recientemente como del Centro Galáctico, se inicia en la novela EN EL OCÉANO DE LA NOCHE (1977, NOVA ciencia ficción, número 7) que trata del primer contacto con una especie extraterrestre y representa el inicio de una ambiciosa historia del futuro de ámbito galáctico. La serie continúa en A TRAVÉS DEL MAR DE SOLES (1984, NOVA ciencia ficción, número 10). A la espera del tercer volumen de esta primera trilogía, Benford publicó una segunda trilogía destinada a emparentarse con la anterior. La nueva serie está formada por GRAN RÍO DEL ESPACIO (1987, NOVA ciencia ficción, número 20), MAREAS DE LUZ (1989, NOVA ciencia ficción, número 43) y ABISMO FRENÉTICO (1994, NOVA ciencia ficción, número 81). La serie del Centro Galáctico concluye con NAVEGANTE DE LA LUMINOSA ETERNIDAD (1995, NOVA ciencia ficción, número 88) que unifica espectacularmente las tramas de las dos subseries. Los primeros relatos de Benford se hallan recogidos en antologías como En carne alienígena (1986). Su novela corta Newton Sleep (1986), finalista del premio Nébula, se publicó en el volumen PREMIOS NÉBULA 1986 de esta misma colección (TSfOVA ciencia ficción, número 20). Otras de sus novelas son CONTRA EL INFINITO (1983) y ARTEFACTO (1985). Junto con David Brin ha publicado EL CORAZÓN DEL COMETA (1985) al amparo de la moda surgida a raíz del paso del cometa Halley cerca de la Tierra. Otra de sus obras recientes es TRAS LA CAÍDA DE LA NOCHE (1990, NOVA Éxito, número 7), escrita en
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colaboración con Arthur C. Clarke como continuación de A LA CAÍDA DE LA NOCHE (1953). En los últimos años, Benford ha aceptado, junto con David Brin y Greg Bear, el encargo de continuar la mítica serie de la FUNDACIÓN de Isaac Asimov. En marzo de 1997 apareció en Estados Unidos la aportación de Benford a la saga asimoviana: EL TEMOR DE LA FUNDACIÓN (1997, NOVA número 113). La serie continúa con FOUNDATION AND CHAOS de Greg Bear (1998, prevista en NOVA) y, THIRD FOUNDATION de David Brin (previstapara 1999 en EE.UU. y, algo más tarde, en NOVA,). La última novela de Gregory Benford es COSM (1998), una nueva muestra del gran conocimiento de este autor sobre el mundo de la ciencia, con su particular versión de un tema clásico que ya hiciera famoso Theodore Sturgeon en su relato Dios microcósmico. Según parece, COSM será llevada al cine con Angela Basset y Dustin Hoffman en los papeles protagonistas.
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