El Toque de un Highlander Karen Marie Moning Traducción: Gillean K.
Yo soy ese vagabundo alegre de la noche Bromeo con ...
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El Toque de un Highlander Karen Marie Moning Traducción: Gillean K.
Yo soy ese vagabundo alegre de la noche Bromeo con Oberon y lo hago sonreír… Sueño de una Noche de Verano William Shakespeare
PRÓLOGO Highlands de Escocia Castillo Brodie — 1308 Adam Black se materializó en el gran hall. Silenciosamente, observó al alto guerrero que descansaba ante el fuego. Circenn Brodie, laird y thane de Brodie, exudaba el magnetismo de un hombre nacido no simplemente para existir en el mundo, sino para conquistarlo. El poder nunca ha sido tan seductor, pensó Adam, excepto, quizás, en mí. El objeto de su estudio se volvió del fuego, erizado por la presencia silenciosa de Adam. —¿Qué quieres?— dijo Circenn. Adam no se sorprendió por su tono. Había aprendido a no esperar cortesía de ese laird de las Highlands en particular desde hacía tiempo. Adam Black, el mortífero Bromista en la corte de la Reina de las Hadas, era una irritación que Circenn sufría de
mala gana. Dando un puntapié a una silla cerca del fuego, Adam la dio vuelta y descansó los brazos encima del respaldo. —¿Esa es la manera de saludarme después de meses de ausencia? —Sabes que me molesta cuando apareces sin advertencia. Y acerca de tu ausencia, estaba saboreando mi buena fortuna—. Circenn se volvió hacia el fuego. —Me extrañarías si me hubiera marchado mucho tiempo —aseguró Adam y estudió su perfil. El pecador que miraba era una bestia poderosa, aunque se comportara con él con ese decoro, pensó Adam. Si Circenn Brodie quería parecerse a un salvaje guerrero picto, entonces por Dagda que debería actuar como uno. —De la misma manera que yo podría extrañar un agujero en mi escudo, un jabalí en mi cama, o fuego en mis establos— dijo Circenn—. Vuélvete en tu silla y siéntate apropiadamente, como una persona normal. —Ah, pero yo no soy ni apropiado ni una persona normal, así que no esperes que me atenga a tus requisitos. Me estremezco sólo de pensar lo que harías sin todas tus reglas de una ‘existencia normal’, Circenn. Cuando Circenn se envaró, Adam sonrió abiertamente y extendió una mano elegante a una sirvienta que se había detenido en las sombras del perímetro del gran hall. Él echó su cabeza hacia atrás, lanzando su pelo de oscura seda encima de su hombro. —Ven. La sirvienta se acercó, lanzando miradas a Circenn y Adam, como si no pudiera decidir qué hombre proponía la mayor amenaza. O el mayor atractivo. —¿Puedo servirlos, milords?— dijo ella jadeando. —No, Gillendria— Circenn la despidió—. Fuera de acompañarte hasta la cama; es bien pasada la hora de los duendes— dirigió una mirada oscura a Adam— y mi invitado no tiene necesidades que yo pueda satisfacer. —Sí, Gillendria— ronroneó Adam—. Hay muchas maneras en que puedes servirme esta noche. Y tendré el placer de enseñarte todas ellas. Ve a tu cuarto mientras tenemos una charla de hombres. Me reuniré allí contigo. Los ojos de la joven sirvienta se ensancharon mientas se apresuraba a obedecerlo. —Deja a mis sirvientas en paz —pidió Circenn. —No las dejaré embarazadas—. Adam le dedicó su mueca más insolente. —Esa no es mi preocupación; es el hecho de que se vuelven más estúpidas una vez que has terminado con ellas. —¿Estúpidas? ¿Quién era esta noche el estúpido? Circenn se tensó pero no dijo nada. —¿Dónde están las santas reliquias, Circenn?— un brillo de diversión se encendió en los ojos remotos de Adam. Circenn le volvió la espalda totalmente al hada. —Las proteges para nosotros, ¿o no lo haces? —preguntó Adam—. ¿No me digas que las perdiste? —lo reprendió cuando Circenn no contestó. Circenn se volvió para enfrentarlo, las piernas abiertas, la cabeza erguida, los brazos
cruzados; su posición usual cuando estaba sordamente furioso. —¿Por qué pierdes mi tiempo y el tuyo haciéndome preguntas cuando ya sabes las respuestas? Adam se encogió de hombros elegantemente. —Porque los que escuchan detrás de las puertas serán incapaces de seguir esta espléndida saga si nosotros no hablamos en alto de ella. —Nadie escucha detrás de las puertas en mi castillo. —Lo había olvidado— ronroneó Adam—; nadie se porta mal en el Castillo Brodie. En el siempre limpio, en el siempre disciplinado, el perfecto Castillo Brodie. Me aburres, Circenn. Este parangón de restricciones que pretendes ser es un desperdicio de la grandiosa semilla que te engendró. —Dejemos esta conversación, ¿está bien? Adam cruzó los brazos por la parte de atrás de la silla. —Está bien. ¿Qué pasó esta noche? Los Templarios iban a encontrarte en Ballyhock. Iban a confiar las santas reliquias a tu cuidado. Oí que fueron emboscados. —Oíste correctamente— contestó Circenn llanamente. —¿Entiendes cuán importante es que los Templarios hagan su santuario en Escocia, ahora que se han disuelto? —Por supuesto que lo entiendo— gruñó Circenn. —¿Y cuán indispensable es que las santas reliquias no caigan en malas manos? Circenn desdeñó la pregunta de Adam con una mano impaciente. —Las cuatro reliquias están seguras. En el momento que sospechamos que los Templarios iban a estar bajo sitio, la lanza, el caldero, la espada y la piedra rápidamente fueron devueltos a Escocia, a pesar de que la guerra sigue. Los objetos están mejor en un campo arrasado que con los Templarios perseguidos, cuya Orden está desmembrándose. Las santas reliquias están seguras. —Excepto por la botella, Circenn— dijo Adam—. ¿Qué fue de ella? ¿Dónde está? —La botella no es una reliquia— replicó Circenn. —Lo sé— dijo Adam secamente—, pero la botella es una sagrada reliquia de nuestra raza, y podemos estar en peligro si cae en malas manos. Repito, ¿dónde está la botella? Circenn hundió una mano en su pelo y lo apartó de su cara. Adam fue golpeado por la majestad sensual del hombre. El sedoso pelo negro se enredó entre los dedos elegantes y reveló una cara compuesta de planos fuertes, una mandíbula cincelada, y cejas oscuras. Tenía la piel aceitunada, los intensos ojos y el agresivo, dominante temperamento de sus antepasados Brude1. 1
Los anales pictos, aunque registran poco más que nombres y fechas, sugieren que su reino estaba en desarraigo en la época de Gabhrán, rey escoto. Pero rápidamente recuperaron su poderío y hacia el año 556, tomaron la decisión de escoger a un rey extranjero, aunque su madre era de una de las siete casas reales pictas. Este rey era Brude mac Maelchon, siendo su padre supuestamente el poderoso rey de Gwynedd Maelgwun. Brude derrotó y mató a Gabhrán en el 560, y recuperó algunos territorios de los escotos; quizá por eso, cuando Colum Cille llegó a Britania, la isla de Iona le fue dada por el rey Brude, en
—No lo sé— dijo Circenn finalmente. —¿No lo sabes? —Adam imitó su acento irlandés, consciente de que semejante admisión debía de haber tenido un sucio sabor en la lengua de Circenn Brodie. Nada estaba fuera del control del laird de Brodie: reglas y más reglas gobernaban todo y a todos en el mundo de Circenn—. ¿Una botella que contiene un sagrado elixir creado por mi raza, desaparece de tu vista y no sabes dónde está? —La situación no es tan horrible, Adam. No está permanentemente perdida. Piensa en ella como… temporalmente cambiada de sitio, y pronta a ser recobrada. Adam arqueó una ceja. —Te cortas el cabello con un hacha de batalla. Los hábiles juegos de palabras son las artes de una mujer, Brodie. ¿Qué pasó? —Ian estaba llevando el cofre que guardaba la botella. Cuando el ataque llegó, yo estaba en el lado sur del puente, esperando a Ian para atravesarlo por el norte. Él recibió un golpe en la cabeza y cayó del puente, en el río de abajo. El cofre fue arrastrado lejos por la corriente. —¿Y dices que eso no es tan terrible? Cualquiera podría tenerlo ahora. ¿Te gustaría ver al rey inglés poner sus manos en esa botella? ¿Entiendes el peligro que representa? —Por supuesto que lo hago. No llegaremos a eso, Adam— dijo Circenn—. Impuse un geas sobre la botella. No caerá en otras manos, porque en el momento en que sea descubierta volverá a mí. —¿Un geas?— Adam resopló—. Magia endeble. Un hada medianamente decente simplemente la habría encantado de nuevo para sacarla fuera del río. —Yo no soy ningún hada. Yo soy un Brude escocés y orgulloso de serlo. Considérate afortunado de que no los maldijera a todos. Sabes que no tengo afición por la magia druida. Las maldiciones son imprevisibles. —¿Qué sabia invocación escogiste, Circenn?— preguntó Adam sedosamente—. ¿Escogiste bien tus palabras, o no lo hiciste? —Por supuesto que lo hice. ¿Piensas que no he aprendido nada de los errores del pasado? En el momento en el que el cofre se abra y la botella sea tocada por una mano humana, volverá a mí. Yo la hechicé muy específicamente. —¿Especificaste si solamente vendría la botella?— preguntó Adam con súbita diversión. —¿Qué?— Circenn lo consideró inexpresivamente. —La botella. ¿Consideraste que el mortal que la tocara podría transportarse con la botella, si usaste un hechizo de ligamiento? Circenn cerró sus ojos y frotó su frente. —Usaste un hechizo de ligamiento— Adam suspiró. —Usé un hechizo de ligamiento— admitió Circenn—. Era el único que sabía— vez de por el rey Conall de los escotos. (N. de la T.)
agregó defensivamente. —¿Y de quién es la culpa? ¿Cuántas veces te has negado al honor de entrenarte con mi gente? Y la respuesta es sí, Circenn, el hombre será traído por el hechizo de ligamiento. Ambos, hombre y botella, vendrán hacia ti. Circenn gruñó su frustración. —¿Qué harás con ese hombre cuando llegue?— espetó Adam. —Atraparlo; entonces lo devolveré a su casa a toda prisa. —Lo matarás. —Sabía que dirías eso. Adam, él ni siquiera puede entender lo que es. ¿Qué, si un hombre inocente encuentra un cofre mojado en alguna parte del cauce del río? —Matarás al hombre inocente, entonces— dijo Adam sencillamente. —No haré tal cosa. Adam se irguió con la seguridad elegante de una serpiente que se desenrolla para herir de muerte. Cruzó el espacio entre ellos y se detuvo a una pulgada de Circenn. —Pero lo harás —dijo suavemente—, porque lo hechizaste sin reflexionar lo suficiente acerca del resultado, alocadamente. Quienquiera que venga con la botella llegará en medio de un santuario de Templarios. Tu maldición lo traerá, inocente o no, a un lugar donde ninguno de tus guerreros fugitivos puede ser visto. ¿Piensas que simplemente puedes enviarlo lejos con un todo—está—bien y nunca—hables—de— esto, extraño? ¿Y un adiós, por favor no menciones que los Templarios perdidos se encuentran dentro de mis paredes, y no te tientes por el precio en sus cabezas?—. Adam hizo rodar sus ojos—. Así que lo matarás, porque comprometiste tu vida al poner a Robert Bruce firmemente en el trono, y para no tomar ningún riesgo innecesario. —No mataré a un hombre inocente. —Lo haces tú o lo hago yo. Y sabes que tengo el hábito de jugar con mi presa. —Torturarías a un hombre inocente hasta la muerte— no era una pregunta. —Ah, me entiendes. Tus opciones son simples: o lo haces tú, o lo hago yo. Escoge. Circenn escrutó los ojos del hombre—hada. No busques compasión, porque no la tengo, era el mensaje que leyó allí. Después de un prolongado momento, Circenn inclinó su cabeza. —Yo cuidaré del portador de la botella. —Matarás al portador de la botella— Adam insistió—. O lo haré yo. La voz de Circenn era llana y furiosa. —Mataré al hombre que trae la botella. Pero se hará a mi manera. Sin dolor y rápidamente, y tú no interferirás. —Bueno, eso me basta—. Adam dio un paso hacia atrás—. Júralo sobre mi raza. Júralo por el Tuatha de Danaan. —Con una condición. A cambio del voto que yo te daré ahora, tú no cruzarás mi puerta de nuevo sin invitación, Adam Black. —¿Estás seguro de que eso es lo que quieres?— los labios de Adam se adelgazaron con disgusto. Circenn se había descruzado de brazos, en una posición furiosa. Semejante
a un guerrero glorioso, a un ángel oscuro. Podrías ser mi aliado más poderoso. —Eso es lo que quiero. Adam inclinó su cabeza oscura; una sonrisa burlona jugaba en las comisuras de sus labios. —Será como quieres, Brodie, hijo de los reyes de Brude. Ahora júralo. Para salvar a un hombre de una muerte dolorosa a manos del hada, Circenn Brodie hincó sus rodillas y juró por la raza más vieja en Escocia, el Tuatha de Danaan, que él honraría su voto de matar al hombre que llegara con la botella. Entonces suspiró con alivio cuando Adam Black, el pecador du siriche, el duende más negro, desapareció, para nunca oscurecer la puerta de Circenn de nuevo, porque Circenn ciertamente no extendería una invitación, aun cuando viviera mil años.
CAYENDO De arriba abajo, de arriba abajo, Los llevaré de arriba abajo Me temo que por el campo y el pueblo El duende los llevará de arriba abajo. —Sueño de una Noche de Verano William Shakespeare
CAPÍTULO 1 En el Presente Día —¡Eh! ¡Mire por dónde va!— gritó Lisa cuando el Mercedes aceleró, rodeando un taxi ocioso, y pasó peligrosamente cerca del bordillo donde ella estaba de pie, salpicando con gotas de agua sucia las perneras de sus pantalones vaqueros. —¡Bueno, salga de la calle usted, idiota!— gritó el conductor del Mercedes en su teléfono celular. Lisa estaba lo bastante cerca para oír que él decía en el teléfono—; no, no te lo decía a ti. Se lo decía a una vagabunda. Cualquiera pensaría que con todo lo que pagamos en impuestos… — Su voz se apagó mientras se alejaba.
—¡Yo no estaba en la calle!— gritó Lisa detrás de él y bajando su gorra del béisbol sobre su cabeza. Entonces sus palabras penetraron en su mente. ¿Vagabunda? Santo Dios, ¿eso es lo que parezco? Echó una mirada a sus viejos pantalones vaqueros, con los dobladillos ajados y raídos. Su camiseta blanca, aunque limpia, estaba suave y desgastada por centenares de lavados. Quizá su impermeable había visto días mejores, unos años antes de que ella lo comprara de segunda mano en Sadie's, pero era durable y la mantenía seca. Su bota tenía un agujero, pero él no podría haberlo visto ya que estaba en la planta del pie. Los fríos charcos de la reciente lluvia se colaban en su bota y empapaban su calcetín. Retorció los dedos de los pies, incómoda, e hizo una nota mental de nuevo sobre poner un parche en su bota. ¿Pero de veras parecía una vagabunda? Estaba escrupulosamente limpia, o por lo menos lo había estado antes de que él pasara zumbando y la salpicara. —No pareces una vagabunda, Lisa— la voz indignada de Ruby interrumpió sus pensamientos—. Él es un asno pomposo que piensa que cualquiera que no maneje un Mercedes no merece vivir. Lisa dedicó a Ruby una sonrisa agradecida. Ruby era la mejor amiga de Lisa. Todas las tardes charlaban mientras esperaban juntas el autobús expreso a la ciudad, donde Lisa iba a su trabajo de limpieza y Ruby cantaba en un club nocturno del centro. Lisa miró el traje de Ruby anhelantemente. Bajo un impermeable color gris paloma de líneas clásicas, llevaba un estupendo vestido negro adornado con un hilo de perlas. Brillantes, los sexys zapatos enseñaban las uñas de los pies hechas por una manicura francesa; zapatos que alimentarían a Lisa y su madre durante un mes. Ningún hombre vivo permitiría a su automóvil salpicar a Ruby Lanoue. En una ocasión, Lisa podría haberse parecido a ella también. Pero no ahora, cuando estaba tan profundamente hundida por las deudas que no sabía cómo salir. —Y yo sé que él no echó ni una mirada a tu cara—. Ruby arrugó su nariz, irritada con el conductor que ya se había ido—. Si lo hubiera hecho, ciertamente se habría detenido y se habría disculpado. —¿Porque parezco muy deprimida? —preguntó Lisa irónicamente. —Porque eres muy bonita, cariño. —Sí, claro— dijo Lisa, y si había un rastro de amargura, Ruby lo ignoró diplomáticamente—. No importa. No estoy intentando impresionar a nadie. —Pero podrías. No tienes ni la menor idea de cómo te ves, Lisa. Él debe ser gay. Ésa es la única razón por la que un hombre podría ignorar a una mujer tan llamativa como tú. Lisa sonrió débilmente. —Nunca te das por vencida, ¿verdad, Ruby? —Lisa, eres bonita. Permite salir a la muñeca que hay en ti y presúmela. Quítate esa gorra y libera tu pelo. ¿Por qué piensas que Dios te dio un pelo tan magnífico? —Me gusta mi gorra—. Lisa tiró protectoramente de su vieja gorra de los Cincinnati Reds, como si temiera que Ruby pudiera sacársela—. Papá la compró para mí.
Ruby se mordió el labio, vacilante, y entonces se encogió de hombros. —No puedes esconderte para siempre bajo ese sombrero. Sabes cuánto me preocupo por ti, y sí —ella desdeñó la protesta de Lisa antes de que hubiera alcanzado sus labios— , sé que tu madre está muriendo, pero eso no significa que también lo hagas tú, Lisa. No puedes permitir que eso te derrote. La expresión de Lisa se cerró. —¿Qué cantarás para abrir tu número esta noche, Ruby? —No intentes cambiar de tema. No permitiré que pierdas el interés en la vida —dijo Ruby suavemente—. Lisa, hay tantas cosas que te esperan. Sobrevivirás a esto, lo prometo. Lisa apartó su mirada. —Pero, ¿querré hacerlo?— murmuró, echando a un lado sus dudas. A su madre, Catherine, se le había diagnosticado cáncer hacía unos meses. El diagnóstico había llegado demasiado tarde, y ahora poco podía hacerse con la excepción de hacer sus últimos días tan cómodos como fuera posible. Seis meses, quizá un año, que los doctores habían diagnosticado cautamente: podríamos probar procedimientos experimentales, pero… El mensaje estaba claro: Catherine moriría, sin embargo. Su madre se había negado, con firme determinación, a ser el blanco de procedimientos experimentales. Pasar los últimos meses de su vida en un hospital no era lo que Lisa o Catherine hubieran querido para el final. Lisa se las había arreglado para cuidar su salud en casa, y ahora el dinero que siempre había sido escaso para ellas era aún más escaso. Desde el accidente de automóvil que había dejado inválida a su madre y matado a su padre, cinco años atrás, Lisa había estado trabajando en dos empleos. Su vida había cambiado drásticamente desde la noche de la muerte de su padre. A los dieciocho, ella había sido la hija mimada de unos padres adinerados y había vivido en la élite de Cincinnati, en un barrio privado, con un futuro brillante y seguro frente a ella. Veinticuatro horas después, la noche de su graduación, su vida se había vuelto una pesadilla en la que no había habido ningún despertar. En lugar de ir a la universidad, Lisa había tenido que trabajar como camarera, para poder después tomar un empleo nocturno. Sabía que después de que su madre se hubiera ido, ella continuaría trabajando en los dos empleos e intentaría pagar las astronómicas facturas médicas que habían ido aumentando. Hizo una mueca de dolor y evocó las recientes instrucciones de su madre para ser incinerada, porque era menos caro que un funeral. Si seguía pensando mucho tiempo en ese comentario, podría enfermarse allí mismo, en la parada del autobús. Entendía que su madre estaba intentando ser práctica, buscando minimizar gastos para que Lisa tuviera alguna pequeña oportunidad en la vida cuando se hubiera ido, pero francamente, la perspectiva de una vida solitaria, sin su madre, no tenía el menor atractivo para ella. Esa semana Catherine había tomado un giro irrevocable para peor, y Lisa se había dado de bruces con el hecho ineludible de que no podía hacer nada para aliviar el dolor
de su madre. Sólo se detendría con la muerte. La gama de emociones que experimentaba últimamente la desconcertaba. Algunos días, sentía un enojo en general con el mundo; otros días, habría ofrecido su alma a cambio de la salud de su madre. Pero los peores días eran aquellos cuando sentía una punzada de resentimiento bajo todo su dolor. Esos días eran los peores porque con el resentimiento, una carga aplastante de culpa la hacía consciente de cuán ingrata era. Muchas personas no habían tenido la oportunidad para amar a sus madres todo el tiempo que ella había tenido con la suya. Algunas personas tenían muchísimo menos que Lisa: por lo menos, a través de Lisa, Catherine sería recordada. Cuando abordaron el autobús, Ruby se dejó caer en el asiento junto a Lisa y mantuvo un manantial de luminosa charla destinada a levantar sus espíritus. No funcionó. Lisa intentó seguirle la corriente, tratando de no pensar en sus problemas, especialmente en el después. Por el momento la pena que sentía era suficiente. ¿Cómo hemos llegado a esto? ¿Dios, qué ha pasado con mi vida?, se preguntó, dando un masaje a sus sienes. Más allá del vidrio y las hojas de acero del expreso al centro de Cincinnati, la helada lluvia de marzo empezó a caer de nuevo sobre las uniformes hojas grises.
Lisa respiró profundamente cuando entró al museo. En su silencio de ultratumba, ella sentía un capullo de paz instalarse a su alrededor. Los paneles de vidrio exhibían cofres que se reflejaban en los suelos pulidos hasta la perfección y refractaban la tenue luz de las espaciadas lámparas de las paredes. Hizo una pausa para limpiar sus húmedas botas cuidadosamente en la estera antes de internarse en su santuario. Ningún paso empapado estropearía esos suelos benditos. La mente de Lisa había sentido un hambre de estímulos desde su último día de escuela secundaria, hacía cinco años, e imaginaba que el museo le hablaba y susurraba seductoramente de cosas que nunca experimentaría: climas lujuriosos, exóticos, misterio, aventura. Esperaba con ansia ir a trabajar cada noche, a pesar de haber pasado un día agotador en las mesas mientras aguardaba los pedidos. Amaba los techos abovedados con sus mosaicos brillantemente pintados que describían sagas famosas. Podría describir con vívidos detalles los matices más diminutos de las últimas adquisiciones. Podría recitar los carteles de memoria: cada batalla, cada conquista, cada héroe o heroína de vida grandiosa. Cuando sus botas estuvieron secas, Lisa colgó su impermeable en la puerta y anduvo rápidamente más allá de las exhibiciones introductorias, dándose prisa hacia el ala medieval. Acarició con los dedos la placa de la entrada, trazando los contornos de las letras doradas:
PERMITE A LA HISTORIA SER TU PUERTA MÁGICA AL PASADO; EXCITANTES NUEVOS MUNDOS TE ESPERAN.
Una sonrisa torcida curvó sus labios. Ella podría usar una puerta mágica a un nuevo mundo: un mundo en el que habría podido asistir a la universidad, como todos sus amigos de la secundaria, que habían corrido precipitadamente con nuevos equipajes hacia nuevos amigos, dejando atrás, en el polvo, las esperanzas y sueños rotos. ¿Universidad? ¡Vamos! ¿Fiestas, amigos? ¡Por favor! ¿Padres que vivirían para verla crecer, quizás casarse? ¡Despierta! Ella echó una mirada a su reloj y enterró su miseria en un estallido de actividad. Trabajando rápidamente, barrió y trapeó el ala hasta que estuvo limpia. Desempolvar las exposiciones era un placer que saboreaba, pasando sus manos sobre los tesoros como ciertamente ningún guardia diurno habría permitido. Como era su costumbre, dejó la oficina del Director Steinmann para lo último. No sólo era el más escrupuloso con la limpieza, sino que tenía a menudo nuevas adquisiciones interesantes en su oficina, esperando a ser catalogadas para poder exhibirse. Ella podía estarse horas vagando en el museo silencioso y podía estudiar las armas, las armaduras, las leyendas y batallas, pero Steinmann tenía una política estricta para que dejara el museo antes de las cinco de la mañana. Lisa rodó sus ojos cuando devolvió los libros a sus hendeduras en los estantes de la biblioteca de caoba que se alineaban en su oficina. Steinmann era un hombre pomposo y condescendiente. Cuando había concluido su entrevista, ella se había levantado y le había ofrecido la mano, y Steinmann la había mirado fijamente, con hastío. Entonces, con su tono impregnado de disgusto, le había informado que la única evidencia que quería de su presencia nocturna era ver las oficinas inmaculadamente limpias. Había continuado para recordarle que las cinco eran su toque de queda tan vigorosamente, que ella se había sentido como Cenicienta; y ciertamente Steinmann la convertiría en algo peor que una calabaza si no dejaba el museo a tiempo. A pesar de su trato rudo, se había sentido exaltada por haber conseguido el trabajo, así que había permitido a su madre convencerla de salir con Ruby para una cena tardía de cumpleaños. Recordando ese fiasco, Lisa cerró los ojos y suspiró. Después de la cena, Lisa había esperado en la barra por cambio para que ella y Ruby pudieran jugar un partido de pool. Un hombre guapo, bien vestido, se le había acercado. Había coqueteado con ella y Lisa se había sentido especial por unos momentos. Cuando él había preguntado lo que hacía para vivir, ella había contestado, orgullosamente, que trabajaba en un museo. Él la había presionado y había continuado preguntando: ¿Directora?
¿Ventas? ¿Guía de turismo? Sirvienta nocturna, ella le había dicho. Y durante el día, camarera en First Watch. Él había presentado un momento después sus excusas y se había marchado. Un rubor de humillación había manchado sus mejillas cuando esperaba en la barra por Ruby para que la rescatara. Recordando el desaire, Lisa aporreó su trapo de limpiar el polvo encima de los estantes y dio unos golpecitos enojados por el gran globo terráqueo en la esquina de la oficina, consciente de que el incidente todavía la molestaba. No tenía nada de qué
avergonzarse; era una persona responsable, dedicada, y no era tonta. Su vida había sido destrozada por las responsabilidades que se habían impuesto, y en el análisis final, sentía que había manejado las cosas bastante bien. Eventualmente, su enojo fue apagándose por una ola del siempre presente agotamiento que seguía a su estallido de energía nerviosa. Dejándose caer en una silla frente al escritorio de Steinmann, acarició el suave cuero mantecoso y se relajó en él. Notó un cofre de apariencia exótica en la esquina del escritorio de Steinmann. No lo había visto antes. Era aproximadamente de dos pies y diez pulgadas de ancho. Formado de ébano africano, dando brillo a un lustre profundo, los bordes estaban tallados con un trabajo exquisitamente detallado. Era obviamente una nueva adquisición. Contrariamente a la vigilancia de costumbre de Steinmann, no lo había cerrado con llave en el panel de vidrio donde guardaba los nuevos tesoros que aún debían ser catalogados. ¿Por qué dejaría él semejante reliquia sobre su escritorio?, se preguntó Lisa cerrando los ojos: sólo descansaría un minuto o dos. Cuando lo hizo, se condujo a sí misma a un momento de fantasía, donde era una mujer financieramente independiente con una casa bonita, y su madre estaba sana. Tenía encantadores muebles tallados a mano y sillas confortables. Quizá un novio… Imaginando el lugar perfecto para el encantador cofre de ébano en su casa de ensueño, Lisa flotó hacia el descanso.
—Debería haberme llamado desde el momento en que llegó— reprendió el profesor Taylor. Steinmann introdujo al profesor más allá de las vitrinas de exhibición hacia su oficina. —Llegó ayer, Taylor. Nos la enviaron inmediatamente desde la excavación. El hombre que lo desenterró se negó a tocarlo, no estaba dispuesto a sacarla ni siquiera de la tierra—. Steinmann hizo una pausa—. Había una maldición grabada en la tapa del cofre. Aunque está en gaélico antiguo, entendía bastante del idioma como para comprender su significado. ¿Trajo usted los guantes? Taylor asintió con la cabeza. —Y pinzas para manejar el contenido. ¿No lo ha abierto usted? —No he podido encontrar el mecanismo que suelta la tapa— dijo Steinmann secamente—. Inicialmente, no estaba seguro de poder abrirla. Parece estar formado de una sola pieza de madera. —Nosotros acostumbramos manejar todo con las pinzas, hasta que el laboratorio tenga la oportunidad de examinarlo. ¿Dónde dijo usted que fue encontrado? —Enterrado cerca de una ribera en las Highlands de Escocia. El granjero que lo desenterró estaba dragando piedras de la cala para construir una pared.
—¿Cómo lo sacó usted fuera del país?— exclamó Taylor. —El granjero llamó al procurador de una pequeña empresa de antigüedades en Edimburgo que por coincidencia me debía un favor. Taylor no presionó para obtener más información. El tráfico de reliquias que no tenían precio a las colecciones privadas lo enfurecía, pero no serviría a ningún propósito molestar a Steinmann antes de que tuviera su oportunidad para estudiar el cofre. Taylor estaba obsesionado con todas las cosas célticas, y cuando Steinmann lo había llamado para discutir sobre una rara pieza medieval, Taylor apenas había podido ocultar su interés. Revelarlo sólo daría a Steinmann medios para manipularlo, y cualquier clase de poder en manos del director era una cosa peligrosa. —Muchacha idiota— murmuró Steinmann cuando entraron al ala—. ¿Puede ver eso? Dejó las luces encendidas de nuevo—. Una delgada línea de luz brillaba bajo su puerta de la oficina. Lisa despertó abruptamente, desconcertada por no saber dónde estaba o lo que la había despertado. Entonces oyó las voces de hombres en el vestíbulo, fuera de la oficina. Inmediatamente, Lisa se irguió sobre sus pies y lanzó una mirada de pánico a su reloj. ¡Eran las 5:20 de la mañana! ¡Perdería su trabajo! Instintivamente se dejó caer al suelo y se golpeó la sien con la esquina del escritorio en el proceso. Haciendo una mueca de dolor, se arrastró bajo el escritorio cuando oyó una llave en la cerradura, seguida por la voz de Steinmann: —Es imposible conseguir ayuda decente. Esa inútil muchacha ni siquiera cerró con llave. Todo lo que tenía que hacer era apretar el botón. Incluso un niño podría hacerlo. Lisa se acurrucó en una pelota silenciosa cuando los hombres entraron a la oficina. Aunque las pisadas sonaron apagadas por la espesa alfombra Berber, les oyó acercarse al escritorio. —Aquí está— los zapatos pulcramente brillantes de Steinmann se detuvieron a pulgadas de sus rodillas. Lisa se controló para respirar cauta, diminutamente, y llevó sus rodillas más atrás. A los zapatos de Steinmann se le unieron un par de mocasines adornados con borlas de barro de la reciente lluvia. Le costó cada onza de su fuerza de voluntad no extender la mano y retirar los ofensivos pedazos de césped de la alfombra. —Qué detalle asombroso. Es bonito—. La segunda voz era apagada. —¿A que lo es? —Steinmann estaba de acuerdo. —Espere un minuto, Steinmann. ¿Dónde dijo usted que este cofre fue encontrado? —Bajo una compresión de piedras cerca de una ribera en Escocia. —Eso no tiene ningún sentido. ¿Cómo permanecería intacto por los elementos? El ébano es una madera resistente, pero tarde o temprano se deteriora. Este cofre está como nuevo. ¿No ha sido datado todavía? —No, pero mi fuente en Edimburgo puede responder por él. ¿Puede abrirlo, Taylor? —dijo Steinmann. Había un susurro más que un ruido. Un suave murmullo. —Permítame ver… ¿Cómo trabajaría usted con su encantador pequeño misterio?
Bajo el escritorio, Lisa se atrevió a respirar cuando se sucedió un silencio prolongado. —¿Quizás aquí? —dijo Taylor finalmente—. Quizá levantando este pequeño cuadrado… Ah, ¡lo tengo! He visto esto antes. Es un pestillo de presión—. El cofre hizo un débil sonido de estallido—. Fue sellado herméticamente— observó—. Mire esto, Steinmann. ¿No es este un inteligente mecanismo de pestillos? ¿Y ve usted la resina gomosa que sella las ranuras internas de la madera, donde tendrían que ir los clavos? ¿No se pregunta usted cómo nuestros antepasados pudieron crear esta clase de diestros dispositivos? Algunas de las cosas que he visto desafían... —Mueva la tela y veamos lo que está bajo ella, Taylor— lo cortó Steinmann con impaciencia. —Pero la tela se puede desintegrar si la tocamos— protestó Taylor. —No hemos llegado tan lejos para irnos sin descubrir lo que está en el cofre— Steinmann sacó una foto—. Mueva la tela. Lisa dominó el impulso de salir de debajo el escritorio, la curiosidad tratando de vencer su sentido común y casi al mismísimo instinto de conservación. Hubo una larga pausa. —¿Y bien? ¿Qué es?— preguntó Steinmann. —No tengo ni idea— dijo Taylor despacio—. No he traducido historias de esto ni he visto bocetos en mis investigaciones. No parece lo bastante medieval, ¿no es cierto? Casi parece… por qué será… del futuro— dijo él inquieto—. Francamente, estoy confundido. El cofre es original, y el tejido es antiguo, y esto —él gesticuló señalando la botella— es condenadamente único. —Quizás no es tan experto como me hizo creer, Taylor. —Nadie sabe más de los Galos y Pictos que yo— contestó él tiesamente—. Pero algunos artefactos simplemente no se mencionan en ciertos archivos. Se lo aseguro, encontraré las respuestas. —¿Y tendrá que examinarlo?— dijo Steinmann. —Lo llevaré ahora conmigo. —No. Lo llamaré cuando estemos listos para cederlo. Hubo una pausa entonces. —¿Planea invitar a alguien más para examinarlo?— dijo Taylor—. Usted cuestiona mi habilidad. —Simplemente necesito catalogarlo, fotografiarlo y anotarlo en nuestros archivos. —¿Y lo anotó en la colección de alguien más?— dijo Taylor inescrutablemente. —Déjelo, Taylor—. Steinmann cerró sus dedos alrededor de la muñeca de Taylor que sostenía las pinzas y guardó la botella bajo la tela. Soltó la mano de Taylor, cerró el cofre, y puso las pinzas un lado—. Yo lo traje aquí. Yo le diré lo que necesito de usted y cuándo. Y le aconsejaría que se marchara ahora mismo. —Está bien— Taylor sacó una foto—, pero cuando descubra que nadie más sabe lo que es, volverá a llamarme. Usted no puede vender un artefacto que no puede identificarse. Soy el único que puede datar esta cosa y usted lo sabe.
Steinmann se rió. —Lo acompañaré a la salida. —Puedo encontrar mi propio camino. —Pero estaré más tranquilo sabiendo que yo lo he escoltado— dijo Steinmann suavemente—. No dejaría a semejante adorador de antigüedades, apasionado como usted, vagando en el museo a su gusto. Los zapatos se retiraron con pasos apagados por la alfombra. El click de una llave en la cerradura produjo un efecto desagradable en Lisa. ¡Maldición y doblemente maldición! Normalmente cuando ella salía, oprimía el pestillo del botón en la puerta que, como una humilde sirvienta que era, cerraba con llave. Steinmann había desviado el pestillo y realmente había usado una llave para cerrar. Salió de un tirón y se golpeó la cabeza contra la parte inferior del escritorio. —¡Ow!— exclamó suavemente. Cuando se asió del borde y se paró derecha, hizo una pausa para mirar el cofre. Fascinada, tocó la fría madera. Bellamente grabada, la madera negra brilló bajo la suave luz. Letras oscuras se alineaban ennegrecidas en lo alto, en furiosos y sesgados rasgos. ¿Qué era lo que contenía el cofre para dejar perplejos a dos sofisticados procuradores de antigüedades? A pesar de que estaba encerrada con llave en la oficina de Steinmann y no tenía ninguna duda de que él volvería en algunos momentos, fue consumida otra vez por la curiosidad. ¿Del futuro? Cautelosamente, ella pasó los dedos encima del cofre y buscó el cuadrado, el pestillo de presión que ellos habían mencionado, y entonces hizo una pausa. Las letras extrañas en la tapa casi parecían… palpitó. Un escalofrío de presentimiento recorrió su espina.
¡Gallina tonta, ábrelo! No puede herirte. Ellos lo tocaron. Resuelta, encontró el cuadrado y lo oprimió con su dedo pulgar. La tapa giró hacia arriba con el débil sonido de estallido que había oído antes. Una botella descansaba dentro, rodeada por jirones polvorientos de tela antigua. La botella estaba hecha de un metal color de plata y parecía brillar débilmente, como si su contenido estuviera lleno de energía. Lanzó una mirada nerviosa hacia la puerta. Sabía que tenía que salir de la oficina antes de que Steinmann regresara, pero se sentía extrañamente atraída por la botella. Sus ojos fueron de la puerta a la botella e hicieron el mismo camino de nuevo, pero la botella la llamaba. Decía: Tócame, en el mismo tono que todos los artefactos en el museo hablaban a Lisa. Tócame mientras ningún guardia esté presente, y yo te
contaré mi historia y mis leyendas. Yo soy el conocimiento… Las yemas de los dedos de Lisa se deslizaron alrededor de la botella. El mundo cambió de eje bajo sus pies. Ella tropezó, y de repente ella… No podía… Detenerse… Caía…
CAPÍTULO 2 Dunnottar, Escocia, 1314. El agua salpicó las piernas del pantalón vaquero de Lisa por segunda vez ese día cuando el hombre salió de la tina. Él se irguió por encima de ella, sus labios estirados sobre sus dientes en un gruñido. Lisa parpadeó incrédulamente. Una vez. Dos veces. Y una tercera vez muy despacio, dando tiempo a la aparición para evaporarse. No lo hizo. El gigante desnudo permanecía allí, su expresión feroz y firme, sus ojos entrecerrados. ¿Qué demonios le había pasado a la oficina de Steinmann? Él no la despediría, ya que si la encontrara con un hombre desnudo ¡directamente iban a arrestarla! Lisa cerró los ojos y movió sus pies, determinando cautamente que el mundo era de nuevo sólido bajo sus botas. Sólo cuando se convenció firmemente de que estaba de pie en la oficina de Steinmann sosteniendo una botella medieval, volvió a abrirlos. No estaba en la oficina de Steinmann. Contuvo la respiración tras una gran exhalación de asombro cuando miró — realmente miró— al hombre. Las gotas de agua brillaban en su piel. Las llamas brincaban en el hogar tras él, bronceando y ensombreciendo las ondulaciones de sus músculos. Era el hombre más alto que ella hubiera visto nunca, pero su tamaño no se limitaba a su altura impresionante. Sus hombros eran macizos, y su pecho ancho se adelgazaba hacia la cintura, el abdomen musculoso, las caderas firmes y las piernas largas y poderosas. Y estaba desnudo. Ella expelió un suspiro de protesta. No podía ser real. Y porque no podía ser real, no hacía daño dejando vagar su mirada para dar rápida cuenta de su perfección. Un hombre enteramente proporcionado, que realmente no existía, estaba de pie, desnudo ante ella. ¿No miraría cualquier saludable mujer de veintitrés años? Y ella miró. Eso lo confirmó definitivamente. Él no podría ser real. Con las mejillas ardiendo, apartó la mirada y vaciló, dando un paso hacia atrás. Él rugió algo en un idioma que ella no entendió. Dirigiendo una mirada a su cara, la muchacha se encogió de hombros desvalidamente, incapaz de comprender y dar sentido a esa situación. Él bramó de nuevo y gesticuló enojadamente. Habló en un arroyo de palabras durante varios minutos, agitando sus brazos y mirándola ceñudo. Ella lo miró, boquiabierta, su confusión ahondándose. No ayudaba que el hombre
pareciera haber olvidado el desconcertante hecho de estar gloriosamente desnudo. La joven encontró su lengua y, con algunas dificultades, pudo empezar a moverla. —Lo siento, pero no lo entiendo. No tengo ni la menor idea de lo que está diciendo. Él retrocedió como si ella lo hubiera golpeado; sus ojos oscuros se entrecerraron aún más y frunció el ceño. Si ella pensaba que él estaba enfadado antes, era sólo porque no lo había visto aún verdaderamente furioso. —¡Eres inglesa!— le espetó él, cambiando rápidamente al inglés, aunque con un acento espeso, cerrado. Lisa extendió las manos como diciendo ¿Y con eso qué? ¿Cuál era su punto, y por qué estaba tan enfadado con ella? —¡No te muevas!— rugió él. Ella permaneció inmóvil, catalogándolo como si fuera una de las recientes adquisiciones del museo, absorbiendo la increíble longitud y anchura de su cuerpo. El hombre desprendía tal intensa sexualidad que las fantasías de un guerrero salvaje, no reconocidas jamás como propias, se estremecieron a través de su memoria. El peligro que emanaba de él era temible y seductor a la vez. Estás soñando, ¿recuerdas? Te
dormiste y sólo soñaste que despertabas y Steinmann llegaba. Pero todavía estás dormida y nada de esto realmente está pasando. Apenas lo notó cuando el hombre alcanzó el arma apoyada contra la tina. Su mente registró con oscura diversión que la invención de su imaginación se completaba con una espada vengadora. Hasta que, con un movimiento elegante de su muñeca, él apuntó el arma mortal hacia ella. Era su sueño, se recordó la muchacha. Simplemente ignoraría la espada. Los sueños eran zonas sin restricciones. Si no podía tener un novio en la vida real, por lo menos podría saborear esa experiencia virtual. Sonriendo, la joven extendió una mano para tocar su abdomen —ciertamente esculpido por entero del material con que se hacen los sueños— y la punta de la espada rozó su mandíbula y obligó a sus ojos a encontrarse con los de él. Una muchacha debería usar un cuello ortopédico después de mirar esa altura mucho tiempo, decidió. —No pienses en distraerme de mi propósito— gruñó él. —¿Qué propósito?— preguntó ella y se sintió contener la respiración. En ese momento, la puerta se abrió con estrépito. Un segundo hombre, de cabello oscuro y vestido con una envoltura extraña de tela, entró abruptamente en el cuarto. —¡Cualquier cosa que sea, no tengo tiempo ahora para eso, Galan!— dijo al hombre que sostenía la hoja en su cuello. El otro hombre parecía pasmado ante la visión de Lisa. —Te oímos rugir desde la cocina, Cin. —¿Pecado?2 — Lisa hizo eco de su nombre con incredulidad. Oh sí, él era 2
Juego de palabras. Cin se pronunciaría igual que Sin, que significa “pecado” en inglés. (N. de la T.)
definitivamente un pecado. Cualquier hombre como ese debía ser puro pecado. —¡Sal de aquí!— tronó Circenn. Galan dudó un momento; entonces, con renuencia, se retiró del cuarto y cerró la puerta. Cuando la mirada de Lisa se volvió hacia Pecado, ella miraba de nuevo hacia abajo, hacia su tan improbable dotación. —¡Deja de mirar allí, mujer! Sus ojos se alzaron hacia los suyos. —Nadie puede ser como tú. Y nadie habla como tú, excepto quizá Sean Connery en "Highlander". ¿Ves? Es la prueba definitiva de que estoy soñando. Eres una invención de mi stress, de mi insomnio, de mi mente traumatizada—. Ella asintió firmemente con la cabeza. —Te lo aseguro, ciertamente no soy un sueño. —Oh, por favor—. Ella rodó sus ojos. Los cerró. Los abrió. Él todavía seguía allí—. ¿Estaba yo en el museo y ahora estoy en una alcoba con un hombre desnudo llamado Pecado? ¿Cuán tonta piensas que soy? —Circenn. Cir-cin— él repitió—. Sólo mis guerreros más cercanos me llaman Cin. —No puedes ser real. Él tenía unos perezosos, borrascosos ojos, tan oscuros que parecían realzados por kohl. Su nariz era fuerte, arrogante. Sus dientes —y Dios sabía que ella les estaba echando una buena mirada con todos los gruñidos que él estaba dando— eran rectos y lo bastante blancos como para hacer a su dentista llorar de envidia. Su frente era alta, y una melena de pelo del color de la medianoche caía sobre sus hombros. Aunque ninguno de sus rasgos era material para los modelos actuales, salvo sus labios sensuales, el efecto global era de un rostro salvajemente bello. Un Señor de la Guerra eran las palabras que acudían a su lengua. La punta de la espada raspó la suave la parte inferior de su barbilla. Cuando sintió una gota de humedad en el cuello, se asombró por la verosimilitud de su sueño. Pasó los dedos encima de la mancha, y entonces miró fijamente y con asombro la gota de sangre. —¿Sangra uno en un sueño? Yo nunca he sangrado en un sueño antes— murmuró. Él dio un pequeño golpe a la gorra de béisbol, sacándola tan rápidamente de su cabeza que la asustó. Ella no había vislumbrado el movimiento de su mano siquiera. El pelo le cayó encima de los hombros, y ella trató de atrapar la gorra, sólo para encontrarse con que era demasiado baja para alcanzar la punta de la espada. Su cabeza alcanzaba apenas su pecho. —Dame mi gorra— exigió—. Mi padre me la dio. Él lo consideró en silencio. —¡Es todo lo que tengo de él, y él está muerto!— dijo ella acaloradamente. ¿Había habido un parpadeo de compasión en sus ojos oscuros? Él le devolvió la gorra sin una palabra. —Gracias— dijo ella sobriamente, doblándola y guardándola en el bolsillo de la parte
de atrás de sus pantalones vaqueros. Su mirada bajó al suelo mientras ponderaba la espada en su garganta. Si fuera un sueño, ella podía hacer que las cosas pasaran. O no pasaran. Apretando sus ojos cerrados, deseó que la espada desapareciera, pero al tragar apretadamente sintió cómo el metal frío mordía su cuello. Luego, deseó que el hombre desapareciera; se concedió cortésmente que no lo hicieran ni la tina ni el fuego. Abriendo los ojos, la joven encontró al hombre todavía alzándose por encima de ella. —Dame la botella, chica. Las cejas de Lisa se alzaron. —¿La botella? ¿Esto es parte del sueño? ¿Ves eso? —¡Por supuesto que lo hago! ¡Estoy deslumbrado por tu belleza, pero sin embargo no soy estúpido! ¿Deslumbrado por mi belleza? Asombrada, ella le entregó la botella. —¿Quién eres?— demandó él. Lisa buscó refugio en la formalidad; le había servido bien en el pasado, como una brújula a través de territorio desconocido, y ese sueño ciertamente podría ser calificado como territorio desconocido. Nunca antes había soñado tan lúcidamente que los elementos de su sueño estaban fuera de su control, ni su subconsciente había conjurado antes a un hombre como ese. Hubiera querido saber de qué esquina prehistórica de su alma había llegado ese leviatán. —¿Te molestaría vestirte? Tu… er… estado de, uh… desnudez no conduce a una discusión seria. Si te pusieras un poco de ropa y soltaras tu espada, estoy segura de que podríamos poner las cosas en orden—. Deseó que él encontrara persuasiva la nota de optimismo en su voz. Él frunció el ceño cuando se miró a sí mismo. Lisa podría jurar que el color en su cara se acentuaba cuando comprobó su estado de excitación. —¿Qué esperas de mí cuando estás vestida de esa manera?— respondió él—. Soy un hombre. Como si yo tuviera alguna duda de eso, pensó la joven irónicamente. Un sueño de hombre, nada menos. Tomando una manta tejida de rojo y negro, él se la echó por encima de los hombros para cubrir con ropa el frente de su cuerpo. Agarró una bolsa pequeña, guardó en ella la botella, y finalmente bajó su espada. Lisa se relajó y avanzó unos pasos, pero al hacerlo la gorra cayó del bolsillo; se dio la vuelta y se inclinó para recuperarla. Volviéndose para enfrentarlo, encontró su mirada fija en el lugar donde su trasero, ajustado firmemente dentro del pantalón vaquero, había estado sólo un momento antes. Enmudecida por la prueba de que había estado mirando su derrière, ella echó una mirada a la tela con la que él se había envuelto, y entonces cautamente a su cara. Sus ojos oscuros ardían sin llama. Ella tuvo el súbito presentimiento de que dondequiera que estuviera, las mujeres normalmente no llevaban pantalones vaqueros. Quizás incluso ni siquiera llevaran pantalones. Su mandíbula se tensó y su respiración se agitó notoriamente. Él miró cada pulgada
de ella, como un ave rapaz que se balanceara en la vigilancia que precede a la muerte desde las alturas. —¡Es todo lo que tengo!— dijo ella defensivamente. Él levantó sus manos en un gesto conciliatorio. —No deseo discutirlo, chica. No ahora. Quizás nunca. Se miraron, midiéndose en silencio. Entonces, por alguna razón que ella no podría definir, atraída por una fuerza más allá de su posibilidad de resistirse, se encontró acercándose a él. Fue él quien caminó esta vez hacia atrás. Con un veloz movimiento de músculos, salió del cuarto. En el momento que la puerta se cerró, las piernas de Lisa cedieron y ella se derrumbó sobre sus rodillas, su corazón golpeando dolorosamente en el pecho. El sonido familiar de metal que venía de la puerta le dijo que se encontraba encerrada con llave una vez más. Santo Dios, ella tenía que despertarse. Pero en alguna parte de su corazón había empezado a sospechar que no estaba soñando.
CAPÍTULO 3 —¿Retiramos el cuerpo, Circenn?— preguntó Galan cuando Circenn entró en la cocina. Circenn hizo una rápida aspiración. —¿El cuerpo?—. Frotó su mandíbula ocultando una mueca de enojo tras su mano. Nada estaba saliendo como había pensado. Había salido de su recámara planeando encontrar un poco de sidra en la cocina, aclarar su cabeza en privado y tomar algunas decisiones, específicamente las que tenían que ver con la encantadora mujer que estaba obligado por honor a matar. Pero no le serían concedidos ninguno de esos beneficios. Galan y Duncan Douglas, sus fieles amigos y consejeros, ocupaban una pequeña mesa en la cocina del torreón y lo miraban intensamente. Puesto que tanto los ingleses como los escoceses habían destruido e incendiado Dunnottar cada vez que ésta cambiaba de manos, las ruinas apresuradamente remendadas del torreón estaban llenas de corrientes de aire, frías e inacabadas. Sólo acampaban en Dunnottar hasta que los hombres de Bruce los relevaran, algo que se esperaba sucediera cualquier día, para que las reparaciones empezaran a hacerse de manera continua. El gran hall se abría al cielo nocturno donde debería estar el tejado, por lo que la cocina había sido sustituida por el comedor. Esa noche, desgraciadamente, era también el lugar donde estaban reunidos.
—El portador de la botella— aclaró servicialmente Galan. Circenn frunció el ceño. Él había escondido la botella en su sporran y había esperado disponer de algún tiempo para convencerse a sí mismo de cumplir su juramento. Hacía varios años, había informado a los hermanos Douglas sobre la maldición de ligamiento que había impuesto en el cofre y del voto que había hecho a Adam Black. Se había sentido más cómodo sabiendo que cuando apareciera, si por alguna razón fuera incapaz de cumplir su juramento, lo haría su confiable par de amigos. ¿Pero qué hacer cuando un juramento estaba en directa oposición a otro? Le había jurado a Adam matar al portador de la botella. Hacía tiempo, en las rodillas de su madre, había jurado nunca dañar a una mujer por ningún motivo. Galan se encogió de hombros ante el ceño de Circenn y dijo: —Le conté a Duncan que ella había llegado. Vi la botella en su mano. Hemos estado esperando a que volvieras. ¿Nos deshacemos del cuerpo? —Eso podría ser un poco embarazoso; el cuerpo todavía está respirando— dijo Circenn irritado. —¿Por qué?—. Duncan frunció el entrecejo. —Porque no la he matado todavía. Galan lo estudió un momento. —Ella es encantadora, ¿no? Circenn no se inmutó por la acusación. —¿He permitido yo alguna vez que el encanto corrompiera mi honor? —No, y estoy seguro de que no empezarás ahora. Nunca has roto un juramento— el desafío de Galan era inequívoco. Circenn se hundió en una silla. A los treinta, Galan era el segundo mayor de los cinco hermanos Douglas. Alto y moreno, era un guerrero disciplinado que, como Circenn, creía en el cumplimiento estricto de las reglas. Su idea de una buena batalla incluía meses de preparación cuidadosa, intenso estudio del enemigo y una estrategia detallada en la que no se vacilaría en el ataque una vez que éste empezara. Duncan, el más joven de la familia, mantenía una actitud más indiferente. De seis pies de alto, era indecentemente guapo, siempre tenía la sombra de la barba de un día tan negra que hacía que su mandíbula pareciera azul, y su plaid normalmente estaba arrugado, apresuradamente anudado, como si estuviera a punto de resbalarse de él. Atraía a las mujeres como la miel a las moscas y correspondía sinceramente a la atracción que el bello sexo sentía por él. La idea de Duncan de una buena batalla dependía de la última joven con la que estuviera, y al último minuto saltaba de la cama, tomaba su plaid3 y una espada y se zambullía en la refriega riendo todo el tiempo. Duncan era un poco raro, pero todos los Douglas estaban destinados a destacarse de una 3
Tela escocesa con colores que correspondían a un determinado clan. (N. de la T.)
manera u otra. El hermano mayor, James, era el lugarteniente en jefe de Bruce y un estratega inteligente. Galan y Duncan habían sido los leales consejeros de Circenn durante años. Luchaban juntos, llevaban a cabo los ataques y contraataques bajo el estandarte de Robert Bruce, y entrenaban vigorosamente para la batalla final que esperaban liberaría a Escocia pronto del yugo inglés. —No estoy seguro de qué daño esta mujer podría hacer a nuestra causa— Circenn habló con sigilo y calibrando cautamente la reacción a sus palabras. Silenciosamente, estaba calibrando su propia reacción también. Normalmente sus amigos lo confortaban, le daban un sentido de propósito y una dirección, pero cada onza de su conciencia se rebelaba ante el pensamiento de matar a esa mujer deliciosa. Empezó a considerar las posibles repercusiones de permitirle vivir, además de la de destruir su propio honor. Galan entrelazó los dedos y estudió sus callos mientras hablaba. —Pienso que eso importa poco. Hiciste el juramento a Adam Black de que ibas a eliminar al portador de la botella. Aunque puedo comprender que una mujer podría provocar simpatía, no sabes quién es ella realmente. Está vestida de manera extraña. ¿Podría ser descendiente de Druidas? —No lo creo. No percibí magia en ella. —¿Es inglesa? Me sorprendió oírle hablar esa lengua. Hemos estado hablando inglés desde que los Templarios llegaron, pero ¿por qué lo hace ella? —Hablar inglés no es un crimen— dijo Circenn secamente. Era verdad que desde que llegaran los Templarios, habían estado conversando más a menudo en inglés que en cualquier otra lengua. La mayoría de los hombres de Circenn no hablaba francés, y la mayoría de los Templarios no hablaban gaélico, pero casi todos ellos habían aprendido algo de inglés, debido a las fronteras de largo alcance de Inglaterra. Circenn encontraba frustrante el no poder usar el gaélico, un idioma que sentía era bello más allá de toda comparación, pero aceptaba que los tiempos estaban cambiando y que cuando hombres de muchos países diferentes estaban juntos, el inglés era la lengua normalmente más conocida. Lo mortificaba hablar el idioma de su enemigo. —La mayoría de nuestros Templarios no habla gaélico. Eso no los hace espías. —¿Ella no habla nada de gaélico?— presionó Galan. Circenn suspiró. —No —dijo—. No entendió nuestra lengua, pero eso no es suficiente para condenarla. Quizás creció en Inglaterra; sabes que muchos de nuestros clanes se asientan a ambos lados de la frontera. Además, es el inglés más extraño que he oído alguna vez. —Mientras más razones para ser sospechosa, más razones para disponer rápidamente de ella— dijo Galan. —Como con cualquier otra amenaza potencial, uno debe estudiarla primero y evaluar la magnitud de la amenaza— razonó Circenn. —Tu juramento, Circenn, reemplaza todo el resto. Tu mente debe preocuparse en
sostener Dunnottar y abrir el camino de Bruce a un trono seguro y una Escocia libre, no en alguna mujer que debería estar muerta mientras nosotros hablamos— le recordó Galan. —¿He faltado a mis deberes alguna vez en mi vida?— Circenn sostuvo la mirada de Galan. —No— admitió Galan—. Todavía— agregó. —No— dijo Duncan rápidamente. —¿Entonces por qué me cuestionan ahora? ¿No tengo mucha más experiencia con la gente, con las guerras, y privilegios que cualquiera de ustedes? Galan asintió con la cabeza irónicamente. —Pero si rompes tu juramento, ¿cómo se lo explicarías a Adam? Circenn se quedó rígido. Las palabras rompes tu juramento rondaron incómodamente en su mente y tejieron una promesa de fracaso, de derrota, y potencialmente de corrupción. Era vital que él se adhiriera a sus reglas. —Deja que yo maneje a Adam como siempre lo hago— dijo él fríamente. Galan agitó su cabeza. —A los hombres no les gustará esto, si lo averiguan. Sabes que los Templarios son una casta feroz y particularmente cautos con las mujeres. —Porque no pueden tener ninguna— interrumpió Duncan—. Buscan cualquier razón para desconfiar de las mujeres en su esfuerzo de resistir sus pensamientos lujuriosos. Un voto de celibato no es natural para los hombres; los hace bastardos fríos e irritables. Yo, por otro lado, siempre estoy relajado, simpático y hasta amable— dedicó una sonrisa agradable a ambos, como para demostrar la validez de su teoría. A pesar de sus problemas, la boca de Circenn se estiró. Duncan tenía tendencia a comportarse provocativamente, y mientras más irreverente era, más se irritaba Galan. Galan nunca parecía comprender que su hermano más joven lo hacía a propósito, y que todo el tiempo que actuaba como un joven irresponsable, su astuta mente no se perdía de nada que sucediera a su alrededor. —La falta de disciplina no hace a un guerrero, hermano pequeño— dijo Galan rígidamente—. Tú eres un extremo y los Templarios son el otro. —Retozar con las muchachas no disminuye ni una pizca de mis proezas en las batallas y lo sabes— dijo Duncan y se sentó más recto en su silla, sus ojos chispeando en anticipación del argumento que vendría. —Ya es bastante— interrumpió Circenn—. Estábamos discutiendo mi juramento y el hecho que no me inclino por matar a una mujer inocente. —No sabes si ella es inocente— protestó Galan. —No sé si no lo es— dijo Circenn—. Hasta que no tenga alguna indicación de culpa o inocencia, yo...—. Se interrumpió y suspiró pesadamente. Encontró casi imposible decir las siguientes palabras. —¿Tú qué?— preguntó Duncan y lo miró con fascinación. Cuando Circenn no contestó, él presionó—. ¿Te niegas a matarla? ¿Romperás un juramento sagrado?— la
incredulidad de Duncan se grabó en su apuesto rostro. —Yo no dije eso— espetó Circenn. —No lo dijiste— dijo Galan cautelosamente—. Pero apreciaría que aclararas tus intenciones. ¿Planeas matarla o no? Circenn frotó su mandíbula de nuevo. Se aclaró la garganta e intentó formar las palabras que su conciencia exigía que dijera, pero el guerrero en él se resistía. Los ojos de Duncan se entrecerraron cuando vio a Circenn tan pensativo. Después de un momento, echó una mirada a su hermano. —Sabemos cómo es Adam, Galan. Su estilo es la devastación veloz, innecesaria, y se han tomado bastantes vidas inocentes en la lucha por afianzar el trono. Propongo que Circenn se tome un tiempo para descubrir quién es la mujer y de dónde viene antes de dar el siguiente paso. No puedo hablar por ti, Galan, pero yo no deseo la sangre de otro inocente en mis manos, y si lo instamos a que la mate, el hecho se volverá nuestro también. Además, recuerda que aunque Circenn juró matar al portador de la botella, nada en su juramento hablaba de un límite de tiempo. Él podría esperar veinte años para matarla sin romper su juramento. Circenn escuchó las últimas palabras de Duncan, sorprendido. No había considerado esa posibilidad. En verdad, su juramento no había contenido una palabra que especificara qué tan rápidamente debía matar al portador de la botella, no era ilícito ni una violación de su voto tomarse un tiempo para estudiar a la persona. Uno incluso podría sostener que eso era sabio, decidió. Te cortas el pelo con un hacha de batalla. Las palabras de Adam, de hacía seis años, aparecieron en la mente de Circenn para burlarse de él. —Pero tienes que ser consciente— advirtió Galan— de que si no la matas y cualquiera de los Templarios descubre quién es y la naturaleza del juramento que hiciste, los caballeros perderán la fe en tu habilidad de mando. Verán un juramento roto como una debilidad imperdonable. La única razón por la que estaban de acuerdo en luchar para nuestro país es debido a ti: a veces pienso que ellos te seguirían hasta el infierno. Sabes que son fanáticos de sus creencias; para ellos, no hay ninguna justificación para romper un juramento. Ninguna. —Entonces no les diremos quién es o lo que yo juré— dijo Circenn suavemente y sabía que los hermanos apoyarían su decisión, estuvieran de acuerdo con ella o no. Los Douglas siempre estaban junto al laird y thane de Brodie, desde que un antiguo juramento de sangre había unido los dos clanes hacía muchísimo tiempo. Los hermanos lo estudiaron, y después asintieron con la cabeza. —Permanecerá entre nosotros hasta que tomes una decisión.
Respirando profundamente del aire erizado y fresco, Circenn recorría el patio
mientras la mujer esperaba en sus cámaras por una misericordia que no estaba en sus manos conceder. Se esforzaba en endurecerse contra ella. Había vivido tan largo tiempo con las reglas, que casi no había oído su conciencia gritar cuando había llevado la espada a su cuello. Mientras las reglas de un guerrero habrían insistido en que honrara el juramento, algo que había creído muerto en él había minado su resolución. Compasión. Simpatía. Y una pequeña voz insidiosa dentro de él, suave pero implacablemente, cuestionó la sagacidad de sus reglas. Había reconocido esa voz; sin duda algo que no había sufrido hacía una eternidad. Juro matar al portador de la botella, había prometido hacía años. Los juramentos de un guerrero eran su sangre vital, un código irrompible por el que vivía y moría. Las reglas de Circenn Brodie eran las únicas cosas que lo separaban de un descenso veloz al caos y la corrupción. ¿Cuál era la solución?
Ella debía morir. Ella. Por Dagda, ¿por qué debía ser una mujer? A Circenn le gustaban las mujeres; había adorado a su madre y había tratado a todas las mujeres con la misma deferencia y cortesía. Sentía que las mujeres exhibían algunas de las características más buenas de la humanidad. Circenn era Brude, cuya línea de sucesión real era matrilineal. Hacía años, cuando había hecho su juramento a Adam Black, no había considerado ni una vez que la botella podría ser encontrada por una mujer, y Adam seguramente se divertiría con eso. Cuando él había quitado el extraño sombrero de su cabeza, el espeso cabello de la joven había caído en forma de cascada casi hasta su cintura, como un otoño de cobre y destellos de oro. Sus ojos verdes, rasgados en las comisuras, se habían ensanchado con miedo, y entonces rápidamente se habían entrecerrado con irritación cuando había dicho que era un regalo de su padre. Exigía solamente que devolviera la herencia familiar, no importaba cuán fea fuera. Extraordinariamente alta para ser una mujer, y elástica, sus pechos eran llenos y firmes, y él había vislumbrado la presión de sus pezones contra el tejido delgado de su extraña vestimenta. Sus piernas eran generosamente largas, lo bastante para envolverlas alrededor de su cintura y permitirle cruzar los tobillos cómodamente mientras él se enterraba entre ellas. Cuando se había inclinado para recuperar su gorra, casi había alargado un brazo alrededor de su cintura para apretarla contra él y permitir que su naturaleza exigente fuera liberada. ¿Y entonces cortarle la garganta cuando su deseo estuviera saciado? Ella. ¿Sospechaba Adam que el portador de la botella podría ser una hembra? ¿Podría haberlo visto en el futuro, con su visión de hada, y aún ahora podría estar riéndose de su dilema? Más aún, si él no hubiera usado una maldición de ligamiento en primer lugar, la vida de la mujer no estaría en ese momento en peligro. Era su torpe maldición la que la había llevado allí, y ahora se suponía que él debía matar a un alma incauta. A menos que encontrara alguna prueba de duplicidad de su parte, su muerte sería sangre inocente en sus manos, que lo perseguiría por el resto de su vida.
Circenn se endureció y admitió que la mejor solución era matarla. Él cumpliría su juramento; entonces, al llegar la mañana, la vida sería de nuevo normal. Aseguraría la botella en el lugar secreto con las otras reliquias y continuaría su guerra. Volvería a su régimen ordenado y encontraría solaz sabiendo que nunca se convertiría en la abominación que temía podía llegar a ser. La primer meta de Circenn Brodie era ver a Bruce afianzado en el trono de Escocia. Después de la muerte del rey inglés Longshanks, su hijo Edward II había continuado la guerra de su padre y había cercenado implacablemente la herencia de Escocia. Pronto, nada de su cultura única sobreviviría. Serían britanos: débiles y obedientes, contribuyendo a la inanición y la sumisión. Su mayor esperanza contra el cruel rey de Inglaterra eran los renegados Templarios, que habían buscado santuario en el Castillo Brodie. Circenn apagó un suspiro de frustración. La persecución de los Templarios lo afligía y enfurecía. Él había considerado unirse a la renombrada Orden de monjes-guerreros una vez, pero algunas de sus reglas realmente no habían sido de su agrado. Se había conformado en cambio con trabajar estrechamente con los caballeros religiosos, por lo que ambos, él y la Orden, protegían benditas reliquias de inmenso valor y poder. Circenn respetaba la Orden en muchas causas, y conocía su historia como cualquier otro Templario. La Orden se había fundado en 1118 cuando un grupo de nueve caballeros, predominantemente franceses, había ido a Jerusalén y había solicitado al Rey Baudouin permitirles vivir en las antiguas ruinas del Templo de Salomón. A cambio, los nueve caballeros habían ofrecido sus servicios para proteger a los peregrinos que viajaban a Tierra Santa de los ladrones y asesinos a lo largo de las carreteras públicas que llevaban a Jerusalén. En 1128, el Papa había dado su aprobación oficial a la Orden. Los caballeros habían sido pagados generosamente por sus servicios, y la Orden había aumentado dramáticamente en número y riqueza, y se había fortalecido a través de los siglos XII y XIII. Hacia el siglo XIV, la Orden poseía más de nueve mil feudos y castillos por Europa. Independientes del control real o episcopal, las ganancias de la Orden estaban libres de impuestos y contribuciones. La Orden cultivaba muchas propiedades, produciendo réditos que habían servido como base para el sistema de financiación más grande de Europa. En los siglos XIII y XIV, la Orden Parisiense de Templarios funcionaba virtualmente como la Tesorería Real francesa y prestaba grandes sumas a la realeza europea y a nobles particulares. Sin embargo, a medida que la riqueza de los Templarios y su poder aumentaban, despertaron la sospecha y los celos entre algunos miembros de la nobleza. Circenn no se había sorprendido cuando el éxito de la Orden se había vuelto la misma razón de su caída. Él lo había anticipado, aunque no había podido prevenirlos; la política del Papa y el rey era demasiado poderosa incluso para un hombre de sus influencias. Recordaba bien cómo, casi doce años atrás, las riquezas de los Templarios habían
incitado la atención mortal del rey francés, Philippe the Fair, que estaba desesperado por llenar sus cofres. En 1305, Philippe difamó a la Orden y convenció al Papa Clemente V de que los Templarios no eran santos defensores de la fe católica, sino que buscaban destruirla. Philippe hizo una exhaustiva campaña contra los caballeros, y acusó a los Templarios de actos odiosos de herejía y sacrilegio. En 1307, el Papa dio la orden que había estado esperando el rey: el derecho para arrestar a todos los Templarios en Francia, confiscar sus propiedades, y dirigir una inquisición. Tal infame, sangriento, y retorcido juicio a los Templarios había empezado. Circenn se pasó una mano a través del pelo y frunció el ceño. Se había arrestado a los caballeros, se los había encarcelado y se habían valido de la tortura para que confesaran los pecados que Philippe había escogido. Más aún habían sido quemados en la hoguera. En el juicio, no se les había permitido a los caballeros ningún abogado defensor; no les habían permitido siquiera saber los nombres de sus acusadores y se había dado testimonio contra ellos. El llamado "juicio" había sido una caza de brujas, tortuosamente orquestada para despojar a los Templarios de sus fabulosas riquezas. Agregando un insulto a tales injurias, el Papa había emitido un edicto papal que había suprimido la Orden y negaba su reconocimiento. Los pocos caballeros que habían intentado escapar del encarcelamiento o la muerte se habían vuelto proscritos, sin país ni hogar. Cuando Circenn había comprendido que la caída de los caballeros era inevitable, se había apresurado a encontrarse con Robert Bruce y, con la aprobación de éste, había enviado su palabra a la Orden de que se les daría la bienvenida a Escocia. Robert les había ofrecido protección, y a cambio, los poderosos monjes-guerreros habían vuelto sus habilidades combativas contra Inglaterra. Los Templarios eran guerreros formidables, entrenados en armamento y estrategia, y eran esenciales en la causa de Escocia. Durante los últimos años, Circenn había estado introduciéndolos furtivamente en las tropas de Bruce como comandantes, con el consentimiento de éste. Ya los escoceses guerreaban mejor y llevaban a cabo estrategias más hábiles, ganando batallas menores. Circenn sabía que si vacilaba en ese momento, si empezaba a romper juramentos o hacía algo que arriesgara la lealtad de los Templarios, habría desperdiciado los últimos diez años de su vida, junto con su amor por su tierra natal también.
Lisa no tenía ninguna idea de cuánto tiempo había pasado desde que se había sentado en el suelo. Pero había sido el suficiente para comprender que el tiempo no pasaba de semejante manera en los sueños. Si uno se sentaba en un sueño y no hacía nada, el sueño acababa o continuaba con alguna nueva e increíble aventura coloreada por las sombras
del absurdo. Absurdo como las proporciones del cuerpo de ese hombre, pensó irritada. Levantándose del suelo con sus manos, hizo una pausa al agacharse y observó las piedras anchas y llanas bajo sus palmas. Frescas. Duras. Secas, con el desprendimiento de polvo normal de las piedras. Completamente tangible. Demasiado. Erguida sobre sus pies, empezó a examinar lo que la rodeaba. La cámara era grande, iluminada por grasosas y gordas velas. En las paredes, formadas de macizos bloques de piedra, colgaban tapices puestos al azar. Una cama grande ocupaba el centro del cuarto, y varios cofres estaban esparcidos, con telas pulcramente plegadas amontonadas encima de ellos. El cuarto era espartano, ordenado. El hogar era la única concesión a la atmósfera; no había ni un solo toque femenino en él. Haciendo una pausa junto a la bañera, metió la mano en el agua; tibia. Otra sensación demasiado tangible para negarla. Se acercó al hogar y retrocedió ante la inconfundible sensación de calor. Estudió las llamas un momento y se maravilló de que el resto del cuarto fuera tan frío cuando el hogar despedía semejantes llamas. Como si el fuego fuera la única fuente de calor, pensó. Golpeada por esa noción, paseó por el perímetro del cuarto rápidamente. Su sospecha fue inmediatamente confirmada: no había una sola estufa en la cámara entera. Ningún radiador en las esquinas juntando polvo. Ningún pequeño metal sobresaliendo en los suelos. Ninguna cañería o, ya que estaba en esa línea, una sola toma de corriente eléctrica. Ningún teléfono. Ningún armario. La puerta estaba hecha de lo que parecía roble sólido; ninguna chapa. Hizo una respiración profunda, tranquilizándose, y se aseguró que debía de haber pasado por alto algo, por lo menos en términos de calefacción. Rodeando el cuarto una segunda vez, inspeccionó cada rincón y grieta arrastrando su mano a lo largo de las paredes; otra manera de comprobar la solidez de su prisión. Las yemas de sus dedos acariciaron un tapiz espeso que encontró bajo ellos y parecía más frío que las piedras. El tejido áspero se estremeció bajo su palma como si el viento lo estuviera moviendo del otro lado. Atraída por ese enigma, lo corrió hacia un lado. Perdió la respiración ante un súbito golpe de aire. La vista de la ventana la sacudió tan intensamente como un martillazo inesperado en el estómago. Ella miró fijamente hacia afuera, hacia una noche neblinosa de la antigua historia. Lisa, a cincuenta pies de altura, se hallaba en un castillo de piedra sobre un promontorio, en una isla rodeada por un mar de trueno. Las olas se lanzaban sobre los riscos rocosos, rompiéndose en espuma y envolviéndose con la neblina que se arremolinaba sobre la superficie negra del océano. En un camino empedrado con guijarros, hombres que llevan antorchas se movían silenciosamente entre el castillo y las dependencias pequeñas. El lamento distante de un lobo competía con los sonidos débiles de las gaitas. El cielo nocturno era de un purpúreo negriazul, teñido donde se encontraba con el agua y bailando con miles de estrellas y la guadaña delgada de la luna. Nunca había visto tantas constelaciones en Cincinnati; el humo y el halo de smog de la ciudad brillantemente iluminada oscurecían tal belleza. La vista desde la ventana era
impresionantemente severa, majestuosa. Un viento amargo aullaba sobre el mar y el promontorio, ondeando el tapiz en su mano. Ella lo dejó caer como si la hubiera quemado y éste cayó sobre la ventana, sellando benditamente la inexplicable vista del exterior. Desgraciadamente, cuando sus ojos enfocaron el tapiz, descubrió un nuevo horror. Estaba brillantemente tejido y también extraordinariamente detallado: un guerrero que montaba un caballo en la batalla mientras un ejército de hombres vestidos con telas escocesas ensangrentadas lo seguía. Al fondo del tapiz, bordado en rojo, había cuatro números que le robaron el buen juicio: 1314. Lisa anduvo hasta la cama y se hundió blandamente en ella, su energía vital agotada por los sustos sucesivos. Miró la cama fija e inexpresivamente por un momento; entonces su mano se movió y golpeó frenéticamente el colchón al comprobar otra parte de su ambiente. No hay un solo resorte aquí, Lisa. Llevada por una sensación creciente de pánico, tiró de las mantas apretadamente envueltas y se distrajo momentáneamente por la fragancia aferrada al lino. Tenían su olor: especies picantes, peligro... y hombre. Ignorando el deseo de enterrar su nariz en las sábanas, arrastró el colchón, que era poco más que unas delgadas placas acomodadas entre sí y hechas en un tejido cerdoso. Una plancha de cerdas secas como de cepillo… el siguiente parecía lleno de un material lanudo aterronado, y tenía la impresión de que encima había suaves plumas. Durante los siguientes veinte minutos, Lisa escrutó la habitación, sintiendo aumentar su desesperación. Las piedras se sentían frescas, el fuego se sentía caliente. El líquido en la taza cerca de la cama tenía un gusto horrible. Oía las gaitas. Cada sentido que poseía estaba alertado por esas pruebas. Distraídamente, alzó la mano para masajearse la nuca, y cuando lo hizo, una única gota de roja sangre brilló en su piel. Comprendió con certeza súbita que nunca debía de haber tocado esa botella. Aunque desafiaba cualquier explicación racional, no estaba en Cincinnati ni en el siglo XXI. Sintió que su última esperanza de estar soñando pendía de un tenue hilo. Conocía bien los sueños. Pero eso era demasiado real para ser un sueño, detallado más allá de lo que la habilidad de su mente podía lograr. Dame la botella, había exigido él. ¿Ve usted esto? ¿Esto es parte del sueño? Ella había estado sorprendida. Pero ahora, reflexionando en ello, comprendió que él la había visto porque no era parte de un sueño. Era parte de la realidad, su realidad, una realidad que ella compartía ahora. Que esa era la botella que ella simplemente había tocado, antes de que hubiera empezado a sentirse como si cayera, y la misma botella que él había exigido, parecía ser una conexión demasiado lógica para existir dentro de un sueño. ¿La había llevado la botella de algún modo hacia un hombre que tenía derechos de propiedad directos o indirectos sobre ella? ¿Y estaba ella de verdad, en ese caso, en el siglo XIV? Con horror creciente, vio otros signos aterradores: su extraña manera de vestir, la mirada hacia su ropa, como si nunca hubiera visto algo así antes, la tina de madera primitiva situada ante el fuego, el idioma extraño en que él había hablado, el tapiz en la
pared. Todo indicaba lo imposible. Desesperada, echó una mirada alrededor del cuarto, revisándolo desde una perspectiva diferente. Comprendió que su empleo en el museo la había llevado creer que parecía una cámara medieval. Y todas las rarezas tuvieron su perfecto sentido. La lógica insistía en que estaba en un castillo medieval de piedra, y según el tapiz colgado de la pared, en algún punto del siglo XIV, a pesar de lo improbable que fuera. Lisa contuvo la respiración en un esfuerzo frenético por tranquilizarse. No podía estar en alguna otra parte del tiempo, porque si ésta fuera Escocia medieval, Catherine estaría sola, unos setecientos años en el futuro. Su madre la necesitaba desesperadamente y no tenía a nadie más en quién confiar. Eso era inaceptable. Cuando se trataba de un sueño extraño, lo había relegado como un problema menor, pero ahora era verdad. Un sueño habría sido fácil manejar; en el futuro ella habría despertado, sin importar las cosas horribles que hubieran sucedido mientras dormía. Si ella realmente estuviera en el pasado, como insistían todos sus sentidos, tenía que volver casa. ¿Pero cómo? ¿Debería tocar la botella de nuevo? Mientras ponderaba esa posibilidad, oyó pasos en el corredor, fuera de la habitación. Fue rápidamente hacia la puerta, debatiéndose sobre si debía esconderse detrás, pero en cambio presionó su oreja contra ella. Sería inteligente descubrir todo lo que pudiera sobre su ambiente. —¿Piensas que lo hará?— una voz hizo eco en el vestíbulo. Hubo un silencio largo; después un suspiro tan ruidoso que atravesó la gruesa madera. —Eso creo. Él no toma sus juramentos a la ligera y sabe que la mujer debe morir. Nada debe interferir en nuestra causa, Duncan. Dunnottar debe sostenerse, el bastardo de Edward debe ser derrotado, y deben honrarse los juramentos sagrados. Él la matará. Cuando los pasos se alejaron por el corredor, Lisa se apoyó blandamente contra la puerta. No había ninguna duda en su mente sobre a qué mujer se referían. ¿Dunnottar? ¿Edward? ¡Santo Dios! ¡Ella no había viajado simplemente a través del tiempo; había caído de lleno en la continuación de Braveheart!
CAPÍTULO 4 Era tarde en la noche cuando Circenn abrió la puerta de la recámara quedamente, apenas unas pulgadas. Asomándose a través de la estrecha abertura, vio que el cuarto estaba a oscuras. Sólo una débil línea de luz de luna caía desde detrás del tapiz. Ella debe estar durmiendo, decidió, lo que le daría la ventaja de la sorpresa. Podría terminar con eso rápidamente.
Abrió la puerta, caminó a través del cuarto con veloz serenidad, y rápidamente perdió el equilibrio. Cuando cayó al suelo de su recámara, maldijo; el piso estaba hábilmente cubierto con afilados pedazos de algunos objetos de barro rotos. Apenas tuvo tiempo para comprender que había tropezado con un cordón, tenso y diestramente atado, cuando fue golpeado en la nuca por una vasija de barro. —¡Por Dagda, chica!— rugió, rodando hacia un lado y sosteniéndose la cabeza—. ¿Estás intentando matarme? —¡Por supuesto que sí!— siseó ella. Circenn no podía distinguir nada más que un movimiento borroso en la oscuridad cuando, para su asombro y dolor, ella le dio un puntapié en la parte más sensible de su cuerpo, una parte que la mayoría de las mujeres tocaba con reverencia. Cuando se dobló por el sufrimiento, sus manos rozaron más de los fragmentos dentados en el suelo, e hizo una mueca de dolor. Ella brincó por encima de su cuerpo como una gama asustada, dirigiéndose a la puerta abierta. Aunque atontado por el dolor, él se movió rápidamente. Su mano saltó y la apresó por el tobillo. —Deja este cuarto y estarás muerta— dijo rotundamente—. Mis hombres te matarán en el momento en que te vean. —¿Y cuál es la diferencia? ¡También tú quieres hacerlo!— gritó la joven—. ¡Déjame marchar!— dio inútiles puntapiés a la mano atenazada alrededor de su tobillo. Él gruñó y golpeó la puerta, cerrándola con su pie. Entonces, tirando de su tobillo, la hizo perder el equilibrio y la atrajo, haciendo que cayera encima de él. Había intentado volverla hacia él cuando cayera para impedir que se golpeara con cualquiera de los objetos de barro que ella misma tan tortuosamente había esparcido, pero la muchacha se resistió y lo golpeó, escapándose de su lado. Se sucedió un forcejeo y ella luchó con una cantidad sorprendente de valor y fuerza. Consciente de su fuerza muscular superior, él enfocó sus esfuerzos en dominarla sin herirla o permitirle que se dañara a sí misma. Si alguien iba a dañarla, ese sería él. Lucharon en silencio, salvo sus gruñidos cuando ella lanzó un golpe particularmente doloroso y sus resuellos cuando él finalmente capturó sus manos y las sostuvo sobre su cabeza, estirándola sobre su espalda en el suelo. Su apretón casi perdió fuerza cuando su mano se cerró alrededor de una banda de metal en su muñeca. Cuando él contuvo sus brazos enérgicamente, le quitó el objeto y lo puso en su sporran para inspeccionarlo más tarde, ya que podría aportar pistas sobre su identidad. Él permitió deliberadamente que el peso total de su cuerpo le cayera encima, sabiendo que ella no podría respirar. Sométete, pidió silenciosamente cuando la muchacha se opuso a él e intentó liberarse. —Soy más fuerte que tú, chica. Ríndete. No seas tonta. —¿Y permitir que me mates? ¡Nunca! Oí a tus hombres—. Ella jadeó e intentó llevar aire a sus pulmones mientras se sentía aplastada bajo su peso. Circenn frunció el ceño. Así que por eso ella había puesto una trampa para él. Debía de haber oído por casualidad a Galan y Duncan cuando se habían retirado a sus cuartos;
obviamente habrían dicho algo sobre matarla. Tendría que hablar con esos dos sobre lo que era la discreción, quizás ordenarles que hablaran en gaélico mientras estuvieran dentro de las paredes del torreón. Se distrajo momentáneamente en su concentración mientras admiraba sus recursos, y ella lo aprovechó aplastando de golpe su frente en su barbilla, y lastimándolo. Él la sacudió enérgicamente y se sorprendió cuando la mujer no solamente no se rindió, sino que intentó golpearlo con la cabeza de nuevo. Ella no mostró ninguna señal de dejar la lucha, y él comprendió que lo seguiría golpeando hasta que se desmayara por la falta de respiración. Como la única parte de sus cuerpos que tenían libres eran sus cabezas, hizo la única cosa que pudo pensar: la besó. Sería imposible para ella cabecear con sus labios presionados contra los suyos, y él había aprendido hacía tiempo que la mejor manera de controlar una lucha era entrar en el espacio de su enemigo tan lejos como fuera posible. Usó los nervios de acero que necesitaba para controlar los seis pies y siete pulgadas de duro Brodie en apenas un latido de corazón. Pero mientras se felicitaba por la estrategia inventada que había empleado para impedirle que siguiera pegándole con la única parte de su cuerpo que podría mover, él reconoció su propio autoengaño. Había querido besarla desde el momento en que ella se había materializado frente a su baño: otra violación de sus cuidadosas reglas. Sabía que la intimidad física con esa mujer podría sesgar su imparcialidad. Pero su escaramuza lo había puesto en contacto con cada pulgada de su cuerpo, sus curvas se apretaban contra toda su dura longitud como si estuvieran desnudos, y con su emboscada feroz e inteligente lo había atraído aún más que con su belleza. Él tenía el olor de ella en sus orificios nasales: miedo y mujer y furia. Lo hizo endurecer como una roca. Circenn buscó dominarla con su beso, hacerle entender su supremacía completa, pero la compresión de sus senos bajo su pecho lo incitó, y él se encontró zambullendo su lengua entre sus labios con la intención de seducir en lugar de conquistar. Se dio cuenta del momento en que sus besos dejaron de ser una manera de controlarla y se volvieron un deseo salvaje de complacer su apetito por esa mujer. Todo él necesitaba hacer a un lado su plaid, sacarle sus extraños pantalones, y empujarse dentro de ella. La tentación era exquisita. Su respiración se agitó, sonando áspera en sus propios oídos. Había pasado demasiado tiempo desde que había estado con una mujer, y su cuerpo se sentía rígidamente confinado. Doblándose sobre sí mismo, se retiró lo suficiente como para detener la dolorosa presión de su excitación contra la cuna de sus caderas. Cuando ella se quedó inmóvil bajo él, obtuvo lo que quería. Renuente a perderse la plenitud de su labio inferior, lo chupó antes de apartarse. La miró fijamente, tendida bajo él; sus ojos cerrados, sus onduladas pestañas oscuras contra sus mejillas. —¿Vas a matarme ahora?— susurró la muchacha. Circenn la miró estupefacto, debatiéndose en conflictivos pensamientos que
batallaban dentro de él. Durante el forcejeo, él había sacado su dirk4, y ahora lo había puesto contra su garganta. Un hundimiento veloz y todo habría terminado. Conciso, misericordioso, simple. Su juramento se cumpliría, y no sería necesario nada más para sacarse a la chica de encima, silenciar su corazón para siempre y poder volver a su mundo cuidadosamente orquestado. Los ojos de la joven se ensancharon con alarma cuando sintió la fría hoja de metal contra su piel. Él cometió el error de mirarlos fijamente. Cerró los ojos y endureció su mandíbula. Hazlo, se ordenó a sí mismo, pero sus dedos no obedecieron, tensándose alrededor del asa del cuchillo corto. ¡Hazlo!, se regañó. Perversamente, su cuerpo se endureció contra ella, y sintió una súbita ola de deseo, de dejar caer el cuchillo y besarla de nuevo. ¡Mátala ahora!, se exigió a sí mismo. Ni uno solo de sus dedos se movió. El cuchillo parecía inútil contra su piel. —No puedo morir ahora— susurró ella—. Ni siquiera he vivido todavía. Los músculos de su brazo reconocieron la derrota antes de que lo hiciera su mente. Ninguna otra palabra que ella hubiera dicho podría haberlo desanimado más. Ni siquiera he vivido todavía. Una súplica elocuente para saborear lo que vida tenía para ofrecerle, y, si ella lo comprendía o no, revelaba mucho. Le decía mucho sobre ella. Su brazo se relajó, y él quitó el cuchillo de su garganta con mucha más facilidad de lo que lo había puesto. Murmuró una maldición cuando echó una mirada por el cuarto y hundió el dirk en la puerta con un sonido satisfecho. —No, chica, no te mataré—. No esta noche, añadió silenciosamente. La interrogaría, la estudiaría, determinaría su conducta. La juzgaría: culpable o inocente. Si encontrara evidencias de algún subterfugio o de una personalidad poco profunda o ambiciosa, su cuchillo encontraría fácilmente el camino, se aseguró a sí mismo—. Necesito hacerte algunas preguntas. Si te libero, ¿te sentarás quedamente en la cama y me contestarás? —Sí. Ya no puedo respirar— agregó ella—. De prisa. Circenn cambió el peso de su cuerpo para que no descansara totalmente sobre ella. Él le permitió recobrar su libertad lentamente, para que ella entendiera que era él quien se lo permitía. No era una libertad que hubiera ganado ni que podría esperar siempre. Él concedía sus movimientos, permitía sus acciones. Era imperativo que entendiera que su dominio sobre ella era absoluto. La obligó a mantener un contacto íntimo a pesar de su incómodo estado de excitación, cuando ella deslizó su cuerpo de debajo del suyo. Era una muestra completamente masculina de dominación. Le dio poco espacio para que ella se arrodillara; se echó hacia atrás lentamente para forzarla a vacilar sobre sus pies y asirse a sus hombros, lo que puso sus labios apenas a un suspiro de los suyos. Él estaría encima de ella hasta que obedeciera sus órdenes. Ella mantuvo su mirada desafiantemente apartada y se negó a mirarlo mientras se apoyaba en él para levantarse. Si hubieras encontrado mi mirada, chica, te habría 4
empujado más lejos, pensó él, pero si ella hubiera tenido el suficiente atrevimiento para hacerlo, él habría provocado su sumisión de alguna otra manera. Se levantó junto con ella para que sus cuerpos se tocaran en muchos puntos de contacto, y no le extrañó oírla contener súbitamente la respiración cuando él se movió deliberadamente para que sus pechos acariciaran su abdomen. La condujo hacia la cama y, con un blando empujón la sentó en ella. Entonces le dio la espalda como si ella no fuera nada, no constituyera ninguna amenaza, insignificante. Otra lección que debía aprender era que él no tenía nada que temer de ella: podía darle la espalda con impunidad. Su movimiento tenía como segunda intención la de darse tiempo para sofocar su deseo. El hombre hizo varias respiraciones profundas, echó el cerrojo a la puerta desde el interior, sacó su dirk5 de la madera y lo limpió en su bota. Se dedicó a afilarlo antes de volver a enfrentarla. Para entonces ya respiraba uniformemente y su plaid estaba cuidadosamente cerrado al frente. Ella no necesitaba saber que su forzoso abrazo había tenido su efecto en él. La joven había enterrado la cara entre sus manos y su pelo cobrizo resbalaba como un otoño luminoso hasta sus rodillas. Circenn se recordó no mirar las largas piernas que esos pantalones revelaban. Escasamente ocultas por el tejido azul pálido, un hombre podría seguir la línea delgada de sus tobillos bajo las torneadas pantorrillas y los muslos bien formados hasta la femenina y privada V entre ellos. Esos pantalones podrían seducir hasta a un Gran Maestro Templario. —¿Quién eres?— empezó él quedamente. Utilizaría una voz afable hasta que ella demostrara algún tipo de resistencia. Entonces podría gritarle. Con cierta diversión, concedió la probabilidad de que la muchacha le gritaría a su vez. —Mi nombre es Lisa— murmuró la joven detrás de sus palmas. Una buena respuesta, obediente y veloz. —Lisa, yo soy Circenn Brodie. Habría deseado que nos hubiéramos encontrado bajo circunstancias diferentes, pero no lo hemos hecho, y debemos hacer lo mejor que podamos. ¿Dónde encontraste mi botella? —En el museo donde trabajo— dijo ella monótonamente. —¿Qué es un museo? —Un lugar donde se exhiben tesoros y artefactos. —¿Estaba mi botella en una exhibición? ¿Para que las personas la vieran?— preguntó él indignado. ¿No había funcionado la maldición? —No. Sólo había sido hallada y todavía estaba en el cofre. No había sido puesta todavía en exhibición—. Ella no levantó su cabeza de entre sus manos. —Ah, porque el cofre no había sido abierto. Fuiste la primera en tocarla. —No, dos hombres la tocaron antes de que yo lo hiciera. 5
Pequeño cuchillo afilado, generalmente con empuñadura de piedras preciosas, que usaban los escoceses guardándolos en un compartimiento en sus botas (N. de la T.)
—¿Los viste tocar de verdad la botella?—. Ella permaneció callada un largo momento. —¡Oh, mi Dios, las pinzas!— exclamó después. Levantó la cabeza y lo miró fijamente con una expresión de horror—. No. No los vi tocarlo realmente. Pero había un par de pinzas que quedaron al lado del cofre. ¡Podría apostar que Steinmann y su compañero no tocaron el cofre o la botella en absoluto! ¿Qué fue lo que me hizo tocar la botella? Sabía que no debía haberme metido en asuntos que no fueran los míos. —Esto es muy importante, muchacha. Debes contestarme con la verdad. ¿Sabes lo que contiene la botella? Ella le devolvió una mirada de inocencia absoluta. O era una actriz consumada o estaba diciendo la verdad. —No. ¿Qué? ¿Actriz o inocente? Se frotó la mandíbula mientras la estudiaba. —¿De dónde eres, muchacha? ¿De Inglaterra? —No. De Cincinnati. —¿Dónde queda eso? —En los Estados Unidos. —Pero hablas inglés. —Nuestros antepasados huyeron hace varios cientos de años de Inglaterra. Una vez, mis compatriotas fueron ingleses. Ahora nosotros nos llamamos americanos. Circenn lo meditó inexpresivamente. Una mirada de súbita revelación cruzó por el rostro femenino, y él se preguntó a qué se debería. —Tonta de mí. Por supuesto, posiblemente no puedes entenderlo. Los Estados Unidos están lejos, atravesando el mar de Escocia— dijo ella—. No nos gustaba Inglaterra, por lo que puedo simpatizar contigo— dijo tranquilamente—. Probablemente nunca hayas oído de mi país, pero estoy muy lejos de él y es indispensable que regrese. Pronto. Cuando él agitó su cabeza, negando, la mandíbula de la muchacha se contrajo, y Circenn sintió una llamarada de admiración; era una luchadora hasta el final. Sospechaba que si hubiera intentado matarla, no habría habido ninguna súplica de sus labios, pero sí juramentos de venganza en el amargo final. —Temo que no puedo enviarte de nuevo justamente ahora. —¿Pero puedes regresarme en algún momento? ¿Sabes cómo?—. Ella contuvo la respiración y esperó la respuesta. —Estoy seguro de que podremos disponerlo— dijo él evasivamente. Si ella fuera de una tierra al otro lado del mar, y si él pudiera encontrar una manera de aceptar que no debía asesinarla, podría encontrar un barco donde instalarla, si decidía soltarla. El hecho de que ella estuviera lejos podría hacer más fácil para él el liberarla, porque era dudoso que su patria tuviera algún interés en Escocia; y una vez que se hubiera ido, quizás podría obligarse a sí mismo a olvidar que había roto una regla. Fuera de la vista, fuera de su mente. Su aparición en el torreón podría ser de verdad un inmenso error. ¿Pero cómo
habría llegado el cofre hasta una tierra tan lejana? —¿Cómo obtuvo su museo mi cofre? —Ellos envían personas para buscar raros tesoros. —¿Quiénes son "ellos"?— preguntó él rápidamente. Tal vez ella era inocente, pero quizás los hombres que había mencionado no lo fueran. —Mis patrones—. Su mirada fluctuó hacia la suya, entonces la apartó. Él estrechó sus ojos y la estudió pensativamente. ¿Por qué había apartado ella su mirada? Parecía estar haciendo un genuino esfuerzo para comunicarse con él. Aunque no vio ningún signo sinceramente decepcionante, se dio cuenta de sus fuertes emociones; había cosas que ella no estaba diciéndole. Mientras ponderaba la dirección de sus preguntas, ella lo desconcertó al preguntarle a su vez: —¿Así es como me enviaste a través del tiempo? ¿Es magia? Circenn soltó un suave silbido. Por Dagda, ¿de cuán lejos había venido esa muchacha?
CAPÍTULO 5 Lisa estaba sentada en la cama esperando ansiosamente su contestación. Encontraba difícil mirarlo, en parte porque la asustaba y en parte porque era condenadamente hermoso. ¿Cómo se suponía que ella pensara en él como en el enemigo cuando su cuerpo, sin consultar a su mente ni un instante, ya había decidido que le gustaba? Nunca había sentido semejante atracción visceral, instantánea. Aplastada debajo de su cuerpo, se había inundado de un frenético deseo sexual que había atribuido al temor de morir; había leído en alguna parte que eso a veces sucedía. Se obligó a permanecer inmóvil para no traicionar el pánico que sentía ni su inaceptable fascinación hacia él. En los últimos minutos, se había transportado desde el miedo y la rabia porque su vida podría acabar tan miserablemente, hasta el asombro cuando él la había besado. Ahora ella permanecía en cauta quietud. Comprendió que el hombre tenía un intimidante idioma corporal, asegurando que estaba completamente al mando, y a menos que pudiera tomarlo desprevenido no tenía ninguna oportunidad de escapar. Ya había desperdiciado su mejor ocasión de tomarlo con la guardia baja cuando lo había emboscado en la puerta. Él estaba muy por encima de los seis pies y medio de alto, más macizo que cualquier jugador de fútbol profesional que alguna vez hubiera visto, y no se habría sorprendido de que pesara más de trescientas libras de músculo sólido. Este hombre no podía negar algo; era un predador natural y un guerrero, y estudiaba cada movimiento y expresión. Imaginó que podría oler sus emociones. ¿No atacaban los animales cuando olfateaban el miedo?
—Ya veo que debo acercarme a esto desde un ángulo diferente, muchacha. ¿De cuándo eres tú? Ella se obligó a mirarlo. Él se había sentado en el suelo y se apoyaba contra la puerta, sus piernas desnudas y poderosas extendidas delante de él. El mango enjoyado de su cuchillo se destacaba en su bota. Había una gota de sangre descendiendo de su sien y su labio inferior estaba hinchado. Cuando se lo limpió ausentemente con el reverso de la mano, los tendones y músculos ondearon en su antebrazo. —Estás sangrando. El comentario trivial salió de su boca. Y llevaba un tartán, se maravilló ella. Un plaid de verdad, tejido en rojo y negro, descansaba sobre su cuerpo y revelaba descuidadamente mucho más de lo que ocultaba. La esquina de su labio se curvó. —Imagínate— se mofó él—. Fui emboscado por una rencorosa banshee y ahora estoy sangrando. Me tropecé, me aplastaron la cabeza a golpes, rodé encima de objetos rotos, me dieron cabezazos, me patearon en el... —Lo siento. —Deberías hacerlo. —Estabas intentando matarme— se defendió Lisa—. ¿Cómo te atreves a enfadarte conmigo cuando yo debería estar enfadada primero? Tú empezaste. Él pasó una mano impaciente a través de su pelo. —Sí, y ahora lo estoy terminando. Te dije que he decidido no matarte por el momento, pero quiero información de ti. Tengo cincuenta hombres fuera de esta puerta— él señaló por encima de su hombro con el dedo pulgar— que necesitarán razones para confiar en ti y permitirte vivir. Aunque soy el laird aquí, no puedo guardarte en una caja fuerte todo el tiempo si no les das razones creíbles a mis hombres de que no eres una amenaza. —¿Por qué alguien querría matarme en primer lugar? ¿Qué he hecho? —Yo estoy a cargo de las preguntas, muchacha. Con deliberada calma, él cruzó los brazos sobre el pecho. Lisa no tenía ninguna duda de que él había ensayado esa pose para marcarse un punto. Hacía que todos los músculos de sus brazos se juntaran y le recordaran cuán pequeña era ella en comparación, incluso con sus cinco pies y diez pulgadas. También aprendió otra lección: él podría ser amable, incluso demostrar sentido del humor, pero siempre era mortífero, siempre estaba al mando. —Claro— dijo ella secamente—, pero podría ayudar que yo entendiera por qué me consideras una amenaza, para empezar. —Por lo que está en la botella. —¿Qué hay en ella?— preguntó; entonces se reprendió por su incesante curiosidad. Su descarriada curiosidad la había metido en esa situación. —Si no lo sabes, tu inocencia te protegerá. No me preguntes de nuevo. Lisa contuvo un suspiro nervioso.
—¿De cuándo eres tú?— preguntó el hombre suavemente, volviendo a su pregunta inicial. —Del siglo XXI. Él pestañeó y sacudió la cabeza. —¿Esperas que crea que eres de un tiempo setecientos años en el futuro? —¿Esperas que yo crea que estoy en el siglo XIV?— replicó ella, incapaz de ocultar una nota de terquedad en su voz. ¿Por qué esperaría él que esa locura fuera más fácil de comprender para ella? Una rápida sonrisa se encendió en la cara del hombre, y ella respiró más fácilmente, pero entonces la sonrisa desapareció y él de nuevo se convirtió en el remoto salvaje de antes. —Esta conversación no es sobre ti, muchacha, lo que piensas o lo que crees. Es sobre mí, y si puedo encontrar una razón para confiar en ti y permitirte vivir. Tu llegada del futuro y tus sentimientos sobre estar aquí no me dicen nada. Es irrelevante de dónde o cuándo eres tú. El hecho es que estás ahora aquí y te has vuelto mi problema. Y no me gustan los problemas. —Entonces envíame a casa— dijo ella con una voz pequeña—; eso debería resolver la cuestión. La joven retrocedió cuando su intensa mirada se fijó en su cara. Sus ojos oscuros miraron a través de los suyos y por un inconmensurable espacio de tiempo, no pudo apartar la mirada. —Si eres del futuro, ¿quién es el rey de Escocia?— preguntó él sedosamente. Ella lanzó un suspiro cauto. —Lo siento pero no lo sé; nunca he seguido la política— mintió. Ciertamente no iba a decirle a un guerrero que estaba luchando contra reyes y países que setecientos años después, Escocia todavía no tenía un rey reconocido. Podría no tener un título universitario, pero no era una completa estúpida. Sus ojos se entrecerraron y ella tuvo la misteriosa sensación de que él estaba calibrando mucho más que sus expresiones faciales. Finalmente el hombre dijo: —Acepto eso. Pocas mujeres siguen la política. ¿Pero quizás sabes su historia?— la animó suavemente. —¿Sabes tú cosas de hace setecientos años?— Lisa se evadió e intuyó rápidamente hacia dónde se dirigía. Él querría saber quién ganó qué batalla y quién luchó dónde, y lo siguiente que comprendió era que todo se enredaría y modificaría el futuro. Si realmente estaba en el pasado, no iba a participar instigando caos mundiales. —Muchas— dijo él arrogantemente. —Bien, yo no. Soy simplemente una mujer— respondió ella con tanta candidez como pudo. Él lo consideró, y la esquina de su labio se alzó en una semisonrisa. —Ah, muchacha, decididamente, tú no eres "simplemente" una mujer. Sospecho que sería un inmenso error juzgarte tan superfluamente. ¿Tienes un clan?
—¿Qué? —¿A qué clan perteneces?—. Cuando ella no contestó, él dijo—; ¿Tienen clanes en Cincinnati? —No— dijo Lisa sucintamente. Él no tenía que preocuparse porque alguien intentara rescatarla; apenas tenía familia. El suyo era un clan de dos, y uno estaba muriendo. Él hizo un gesto impaciente con sus manos. —El nombre de tu clan, muchacha. Eso es todos que pregunto. ¿Lisa que más? —¡Oh, quieres saber mi apellido! Stone. Lisa Stone. Sus ojos se ensancharon con incredulidad. —¿Como piedra? ¿O canto rodado?6— Ninguna semisonrisa esta vez: una mueca completa encorvó sus labios, y el impacto fue devastador. Sus dedos ardían por tocarlo. Es el enemigo, se recordó. —¡No! Como Sharon Stone. La famosa actriz— agregó ella ante su mirada desconcertada. Sus ojos se entrecerraron. —¿Desciendes de una línea de actrices?— demandó él. ¿Qué demonios habría dicho de equivocado? —No—. Suspiró—. Era un intento de chiste, pero no es cómico porque no sabes qué quise decir. Mi apellido es Stone, aunque... —¿Cuán tonto piensas que soy?— él hizo eco de las palabras exactas que ella le había dicho hacía sólo unas horas sobre su nombre—. ¿Lisa Rock? Eso no es posible. Apenas podría presentarte a mis hombres, si es que lo decido, como Lisa Stone. Lo mismo podría decirles que eres Lisa Mud o Lisa Straw7. ¿Por qué tomarían tus ancestros el nombre de una piedra? —Es un nombre absolutamente respetable— dijo ella rígidamente—. Siempre lo he pensado como un nombre fuerte, como yo: capaz de resistir las calamidades, enérgico y diestro. Las piedras tienen una cierta majestad y misterio. Tú debes saberlo, siendo de Escocia. ¿No son tus piedras sagradas? Él ponderó sus palabras un momento y asintió con la cabeza. —Es cierto. No lo había considerado de esa manera, pero sí, nuestras piedras son hermosas y valorizan los monumentos de nuestra herencia. Así que es Lisa Stone. ¿Dijo tu museo dónde encontraron mi cofre?— él reasumió su inquisición fríamente. Lisa reflexionó e intentó recordar la discusión que había oído por casualidad cuando se había escondido bajo el escritorio de Steinmann. —Enterrado bajo algunas piedras cerca de una ribera en Escocia. —Ah, empieza a tener sentido— murmuró él—. No se me ocurrió al maldecirlo que 6
Otro juego de palabras: Stone significa Piedra en inglés. (N. de la T.)
7
Lisa Lodo o Lisa Paja. (N. de la T.)
si mi cofre no fuera descubierto durante siglos, la persona que lo tocara tendría que viajar a través del tiempo y el espacio—. Él agitó su cabeza—. Tengo poca paciencia para este asunto de las maldiciones. —También parece que tienes pocas aptitudes para él—. Las palabras salieron de su boca antes de que ella pudiera detenerlas. —Funcionó, ¿o no?— replicó él rígidamente.
Cállate, Lisa, se advirtió a sí misma, pero su lengua no le prestó atención. —Bueno, sí, pero no puedes juzgar algo simplemente por su resultado. El fin no necesariamente justifica los medios. Él sonrió débilmente. —Mi madre solía decir eso.
Madre. Lisa cerró los ojos. Dios, cómo deseaba mantenerlos cerrados y quizá haría que todo se desvaneciera. No importaba cuán fascinante, cuán magnífico era él, tenía que salir de allí. Mientras hablaban, en alguna parte en el futuro, la enfermera nocturna estaba siendo relevada por la enfermera de día, y su madre la estaría esperando desde hacía horas en casa. ¿Quién verificaría que sus medicinas eran correctamente suministradas por las enfermeras, que fuera la dosis correcta? ¿Quién sostendría su mano mientras dormía para que, si se marchaba, no muriera sola? ¿Quién cocinaría sus comidas favoritas para tentar su apetito? —Maldíceme de nuevo— rogó ella. Él consideró la intensidad con que había hablado y ella tuvo de nuevo la sensación de ser examinada en un nivel aún más profundo. Su mirada tenía una presión casi tangible. Después de un largo silencio, él dijo: —Muchacha, no puedo enviarte de regreso. No sé cómo hacerlo. —¿Quiere decir que tú... que no sabes cómo?— exclamó ella—. ¿No tendría que tocar la botella? Él sacudió su cabeza en un gesto cortante de negación. —Ese no es el poder de la botella. Viajaste a través del tiempo porque era una parte incidental de la maldición. No sé enviarte de regreso a casa. Cuando dijiste que eras del otro lado del mar, pensé que podría ponerte en un barco y navegar hasta casa, pero tu casa está a setecientos años. —¡Maldice algo más para enviarme de regreso!— sollozó ella. —Chica, no funciona así. Las maldiciones son unas pequeñas criaturas taimadas y nadie puede dominar el tiempo. —¿Entonces qué vas a hacer conmigo?— preguntó ella débilmente. Él se levantó, su cara desprovista de expresión, y fue una vez más el señor guerrero,
helado y remoto. —Te lo diré cuando lo decida, muchacha. Ella dejó caer su cabeza entre sus manos y no necesitó mirar para saber que él había dejado el cuarto y estaba encerrándola de nuevo con llave. La ofendió que tuviera tanto control sobre ella, y sintió una necesidad aplastante de tener la última palabra, aunque fuera un impulso infantil. Decidió que haciendo pequeñas demandas desde el principio podría fortalecer su posición. —Bien, ¿vas a matarme de hambre?— gritó a la puerta cerrada. También había aprendido hacía años que mostrarse desafiante impedía que las lágrimas cayeran. A veces el enojo era la única defensa que uno tenía. Ella no estaba segura si había oído el retumbar de una risa o si lo había imaginado.
CAPÍTULO 6 Lisa se despertó dolorida, con los músculos agarrotados y una contractura en el cuello por dormir sin almohada; sensaciones tan tangibles que parecían gritarle: bienvenida a la realidad. Estaba sorprendida de haber podido dormir siquiera, pero el agotamiento había superado finalmente su paranoia. Había dormido con la ropa puesta y sus pantalones vaqueros se sentían rígidos e incómodos. Estaba helada, la camiseta retorcida alrededor del cuello, el sostén desabrochado, y le dolía la parte más baja de la espalda por los colchones aterronados. Suspiró y rodó sobre su espalda, estirándose cautelosamente. Mientras dormía, había tenido sueños ansiosos, siniestros, pero había despertado en la misma cámara de piedra. Eso lo confirmó: no había sido un sueño. Si le quedaban algunas dudas, se desintegraron a la luz pálida de alba que delineaba los bordes de los tapices suavemente estremecidos. Ninguna pesadilla podría conjurar la comida nauseabunda con la que se había ahogado la noche anterior; en ningún sueño se habría rodeado subconscientemente con detalles tan primitivos. Fecunda como era su imaginación, no era sádica. Aunque, reflexionó, Circenn Brodie era indiscutiblemente el material con que se construye los sueños. Él la había besado. Había bajado su boca hasta la suya y el contacto de su lengua había enviado una ola de calor a través de su cuerpo, a pesar de su miedo. Ella había temblado, realmente estremecida desde la cabeza hasta los dedos de los pies, cuando sus labios habían aplastado los suyos. Había leído sobre cosas como esas pero nunca las había experimentado. Antes de dormirse la noche anterior, había archivado cada detalle
del beso en su memoria, un tesoro sin precio en el museo yermo de su vida. ¿Por qué la había besado él? Había sido intencionado y controlado; había imaginado que si él tocaba así a una mujer en una caricia disciplinada, no podía imaginar el beso que le habría dado siendo más fiero, caliente y desinhibido. Orillando en lo salvaje, infinitamente seductor, hacía a una mujer querer echar la cabeza hacia atrás y gemir de placer mientras él la embriagaba. Era muy experimentado, y ella sabía que estaba fuera de la liga de Circenn Brodie. Debe haber sido una estrategia, decidió; el hombre exhalaba estrategias. Quizás había pensado seducirla para obtener su consentimiento. Uniendo su apariencia con la sexualidad oscura que exudaba, controlaba probablemente a todas las mujeres de su vida de semejante manera. —Alguien que por favor me ayude— susurró suavemente—. No puedo quitármelo de la cabeza. Empujando el recuerdo del beso lejos de su mente, estiró sus brazos sobre su cabeza, comprobando los cardenales de su escaramuza de la noche anterior. Cuando de pronto oyó un escarbar en la puerta y un suave sonido de deslizamiento, mantuvo los ojos cerrados y pretendió estar dormida. No estaba lista para enfrentarlo esa mañana. —¡Bueno, venga ya, muchachita! Quieres escapar fingiendo dormir para estar en cama todo el día— dijo una voz traviesa. Los ojos de Lisa se abrieron enseguida. Un muchacho estaba de pie a su lado y se asomaba hacia ella. —¡Och, es una muchachita muy hermosa!— exclamó él. El chico tenía el pelo castaño rojizo, una mueca graciosa, y los ojos y la piel extraordinariamente oscuros. Su barbilla era puntiaguda, sus pómulos altos. Un niño bastante real, pensó ella. —¡Ven! ¡Sígueme!— gritó él. Cuando salió del cuarto, Lisa echó las mantas hacia atrás y salió por la puerta tras él sin pensarlo dos veces. ¡Cielos, el muchacho era rápido! Tenía que estirar sus largas piernas para mantenerle el paso cuando él se deslizó rápidamente por encima de las piedras hacia una puerta al final del oscuro corredor. —¡Aquí, rápido!— gritó el chico, mientras atravesaba la puerta. Si no hubiera sido un niño, ella nunca lo habría seguido ciegamente, pero al despertar y tener la oportunidad de escapar por medio de un crío inocente, hizo a un lado su sentido común, y se encontró siguiéndolo hacia un pequeño torreón. Cuando ella entró también, él cerró la puerta rápidamente. Se encontraron de pie en un cuarto redondo de piedra, con escaleras que se desplegaban hacia arriba y hacia abajo. Cuando él agarró su mano y empezó a tirar de ella hacia abajo por los escalones, los ojos de Lisa se entrecerraron sospechosamente. ¿Quién era ese niño y por qué intentaba ayudarla a huir? Ella se resistió a su apretón tan repentinamente que él tropezó hacia atrás. —Espera un minuto—. Ella lo sostuvo por los hombros—. ¿Quién eres tú? El muchacho se encogió de hombros inocentemente y se deshizo de sus manos. —¿Yo? Simplemente un pequeño muchacho que anda por el torreón. Dinna fash yerself, muchachita, nadie me nota. He venido a ayudarte a escapar.
—¿Por qué? El muchacho se encogió de hombros de nuevo, un apresurado arriba y abajo de sus hombros delgados. —¿Importa? ¿Deseas huir? —Pero ¿dónde iría?— Lisa hizo varias respiraciones profundas e intentó despejarse. Necesitaba pensarlo bien. ¿Qué lograría escapando del torreón? —Lejos de aquí— dijo el chico, irritado por su torpeza. —¿Y a dónde?— repitió Lisa, cuando su mente soñolienta finalmente empezó a funcionar con algo de inteligencia—. ¿Para seguir los campamentos de Bruce? ¿Ir a charlar con el hijo de Longshank?— dijo secamente. —¿Crees que soy un espía?— exclamó él indignado. —¡No! ¿Pero dónde podría ir? Escapar del torreón es sólo el primero de mis problemas. —¿No tienes casa, muchachita? — él preguntó, perplejo. —No en este siglo— dijo Lisa dejándose caer al suelo con un suspiro. La adrenalina había inundado su cuerpo con la perspectiva del escape; vencida finalmente por la lógica, huyó de sus venas tan rápidamente como había llegado, y su súbita ausencia la hizo sentir débil. Juzgando la frialdad de la pared detrás de su espalda y el aire helado que circulaba a través de la torre, hacía frío afuera. Si escapara, ¿qué comería? ¿Dónde iría? ¿Por qué escapar cuando no tenía ningún lugar donde refugiarse? Miró al muchacho, que parecía cabizbajo. —No sé lo que quieres decir, sólo pensé en ayudarte. Sé lo que esos hombres hacen a las muchachitas. No es agradable. —Gracias por la seguridad que me das— dijo Lisa secamente. Estudió al chico por un momento. Su mirada era luminosa y directa, y sus ojos parecían viejos para una cara tan joven. Él se hundió en el suelo al lado de ella. —Así que, ¿qué puedo hacer yo por ti, muchachita— preguntó abatidamente— si no tienes casa y yo podría liberarte? Había una cosa en que él podría ayudarla, comprendió la joven, porque ciertamente no le haría esa pregunta al ilustre Circenn Brodie. —Yo necesito un… um… Bebí demasiada agua— informó cuidadosamente. Una mueca de mercurio se encendió por su cara. —Espera aquí—. Él bajó los escalones. Al regresar, llevaba una cubeta, un objeto de barro que parecía idéntico al que ella había estrellado en la cabeza de Circenn la noche anterior. Ella lo consideró, incierta. —Y entonces, ¿eso qué es? —Lo usas, y después lo descargas fuera de la ventana— dijo él como si ella fuera tonta. Lisa hizo una mueca de dolor.
—No hay ninguna ventana en esta torre. —Yo lo descargaré para ti— dijo él simplemente, y ella comprendió que esa era la manera en que se hacían las cosas allí. El niño habría descargado centenares de ellos probablemente en su corta vida. —Och, pero te daré ahora un momento a solas— agregó, y bajó de nuevo los escalones. Acorde a su palabra, él volvió en unos minutos y salió una tercera vez con la cubeta. Lisa se sentó en los escalones y esperó el regreso del muchacho. Sus opciones eran limitadas: podría escapar del castillo tontamente y probablemente morir allí afuera, o volver a su cuarto y estar tan cerca de su enemigo como fuera posible, esperando encontrar la botella, que, quería creer, podría ser un boleto de ida y vuelta. O era eso o aceptar que estaba condenada para siempre a vivir en el siglo XIV, y con su madre agonizante en casa, moriría antes que aceptar ese destino. —Háblame sobre Circenn Brodie— dijo cuando el muchacho volvió. Él se sentó en el escalón a su lado. —¿Qué deseas saber?
¿Besa él a todas las chicas? —¿Es un hombre justo? —No hay ninguno más hermoso— le aseguró el muchacho8. —Como en “honorable”, no como en “atractivo”— aclaró Lisa. Él sonrió abiertamente. —Sé lo que quisiste decir. El laird es un hombre justo, no es de los que hacen juicios apresurados. —Entonces, ¿por qué estabas intentando ayudarme a escapar? Otro encogimiento de hombros. —Oí a sus hombres hablar anoche de matarte. Pensé que si todavía respirabas esta mañana, te ayudaría a liberarte—. Su cara delgada se calmó y sus ojos se hicieron distantes—. Mi ma fue asesinada cuando yo tenía cinco años. No me gusta ver a una muchachita sufrir. Podría ser la ma de alguien— los inocentes ojos castaños buscaron los suyos. El corazón de Lisa sangró por el muchacho huérfano de madre. Ella entendía demasiado bien todo el dolor de perder a una madre. Ella esperaba que su "ma" no sufriera mucho tiempo, que encontrara una muerte veloz y misericordiosa. Llevó suavemente hacia atrás el pelo enredado de su frente. Él se apoyó en su mano como si estuviera hambriento de esas caricias. —¿Cuál es tu nombre, muchacho? —Puedes llamarme Eirren, si quieres algo de mí— dijo él con una mueca coqueta. 8
Otro juego de palabras. La pregunta original es “Is he a fair man?”; y el adjetivo Fair es tanto “justo” como “bello”. (N. de la T.)
Ella agitó su cabeza en reproche simulado. —¿Cuántos años tienes? Él arqueó una ceja y sonrió abiertamente. —Los bastantes para saber cuándo una muchacha es bonita. Puedo no ser todavía un hombre, pero un día lo seré, por lo que estoy practicando todo lo que puedo. —Incorregible— murmuró ella. —No, simplemente tengo trece años— él dijo fácilmente—. De la manera en que lo veo, un muchacho puede ir más lejos que un hombre, por lo que soy mejor que todos ahora. ¿Qué más deseas saber, muchacha?
¿Está casado? —¿Qué tipo de esposa podría gustarle a un hombre como él? Ella podría haberse dado de puntapiés en el momento que lo dijo, pero decidió que Eirren no entendería su interés. —¿Quieres hacerlo con él?— preguntó Eirren curiosamente. ¿Hacerlo? Lisa se confundió por un momento. —¡Oh! — dijo, cuando comprendió lo que él había querido decir—. ¡Detente!— exclamó—. ¡No puedes pensar en esas cosas! Eres demasiado joven. Él sonrió abiertamente. —Crecí rodeado de hombres, ¿cómo podría no hacerlo? No he tenido una ma en mucho tiempo. —Bien, necesitas una— Lisa dijo suavemente—. Nadie debe estar sin una madre. —¿Te ha besado? —¡No!— mintió apresuradamente. Inclinó la cabeza y dejó que su cabello del color del otoño escondiera el rubor ante ese muchacho demasiado perceptivo. —Es un tonto, entonces— dijo Eirren con su mueca traviesa—. Bien, muchachita, no hay nadie mejor que tú para decidir qué deseas hacer. Si no te vas, es que te quedas, y si te quedas, lo mejor es que regreses al cuarto antes de que él descubra que te has ido. A él no le gusta que se rompan las reglas, y si te escapas de su cuarto lo más probable es que le de un ataque—. Él se levantó y desempolvó sus sucias rodillas. —Necesitas un baño— dijo Lisa y decidió que si ella tuviera algo que decir sobre eso mientras estuviera allí, él tendría una especie de madre. —Sí, y hay algunas cosas que no extraño de mi ma en absoluto— dijo Eirren alegremente—. Anda, vete. Ya veo que has decidido quedarte en la cueva del oso, aunque no es del todo malo; su gruñido es peor que su mordida, una vez que consigas que se relaje. Lisa sonrió cuando lo siguió afuera. El joven Eirren iba demasiado lejos con su consuelo, pero podría ser un aliado útil por esa misma razón. Corriendo precipitadamente como un ratón ocupado, el muchacho inquisitivo probablemente conocía cada rincón y grieta del castillo. Ella haría bien en cultivar su compañía, clandestinamente, por supuesto. Como si él leyera sus pensamientos, Eirren comentó, cuando la empujó suavemente de nuevo en el cuarto:
—No le hables al laird sobre mí, muchachita. No le gustará que hable contigo. Debe ser un secreto entre nosotros. Sé que tú no desearías meterme en problemas, ¿verdad?—. Él sostuvo su mirada. —Será nuestro secreto— Lisa estaba de acuerdo.
CAPÍTULO 7 Circenn golpeó el muslo de Duncan con la punta de su espada. —Presta atención, Douglas— gruñó—. La distracción puede matar a un hombre en una batalla. Duncan agitó la cabeza y frunció el entrecejo al alejarse unos cinco pasos y enfrentarse a Circenn. —Lo siento, pero creí ver a un niño lanzar un cubo detrás del torreón. —Lo más probable es que sea esa sirvienta joven, Floria, que está tendiendo la ropa— dijo Circenn—. Sabes que no se permite ningún niño en Dunnottar. —Si es así, es una pequeña muchacha sanguinaria—. Duncan elevó su espada con un suave golpecito de su musculoso antebrazo—. Y aunque Galan y tú piensan que me gustan todas, no me gusta esa joven. Sus espadas se encontraron en un ruido de acero que envió una lluvia de chispas en la niebla matutina que cubría Dunnottar. Apenas visible más allá de las oscuras nubes húmedas, el sol brilló débilmente sobre el horizonte del océano, y la niebla que había nacido con la marea nocturna empezó a evaporarse despacio. —Vamos, Douglas, lucha— lo estimuló Circenn. Duncan había entrenado con Circenn desde la juventud y era uno de los pocos hombres que podían sostenerse en una batalla contra él durante un tiempo corto, por lo menos; hasta que la fuerza superior de Circenn y su paciencia se terminaran. Parada y empujón, ficción y giro. Los dos realizaron el baile de los antiguos guerreros alrededor del patio, hasta que de repente Duncan penetró la posición de protección de Circenn, la punta de su hoja descansando en la garganta del laird. El círculo de caballeros retrocedió colectivamente cuando Circenn se quedó inmóvil, su mirada fija no en la espada de Duncan sino en lo alto de la cara oriental del torreón. —Va a causar una desgracia. La chica no tiene ni pizca de sentido común, lo juro— dijo Circenn. Soltó una retahíla de maldiciones que causaron que Duncan también levantara la mirada. Todos los ojos se volvieron al este, donde una mujer delgada se aferraba a la pared de piedra, cincuenta pies sobre la tierra. Las sábanas de lino anudadas se batieron en la brisa y la hicieron balancear en el aire a unos cincuenta pies de altura. Era obvio lo que
ella estaba haciendo, tratando de dejarse caer hacia la ventana doce pies abajo de la suya, preparándose para entrar en ella. —¿Por qué no usa la puerta simplemente, milord?— preguntó uno de los Templarios. —La cerré con llave— murmuró Circenn. Duncan bajó su espada y maldijo. —Debí haber sabido que no te vencí justamente. —¿Quién es ella?— preguntó otro caballero—. ¿Y por qué está vestida de esa manera? Es como si no llevara nada encima. Puedes ver las curvas separadas de su… er… —Sí, ¿quién es ella, milord?— una media docena de caballeros se hicieron eco. Los ojos de Circenn nunca se desviaron de la figura delgada que descendía por la pared sin el menor grado de sutileza. Vestida con esos pantalones extraños, uno podría ver cada pulgada de su derrière bien formado, tanto como sus piernas largas estiradas para encontrar un lugar donde apoyar los pies. Él había estado conteniendo la respiración desde el momento en que el parpadeo del lino había atrapado su mirada. Ahora lo expelió en un suspiro borrascoso. —No se suponía que fuera a revelarlo— mintió rápidamente y se encontró con la mirada de Duncan en una advertencia silenciosa. Se espantó momentáneamente de la facilidad con que la mentira había saltado a sus labios. ¿Ves?, se riñó, rompes una regla y todas las demás se van al infierno—. Ella es prima de Bruce y me han confiado su custodia. Debemos protegerla como lo haríamos con el propio Robert. Al parecer ella desea muy poco estar segura. Supongo que podríamos ayudarla en su salida del torreón. Con esas palabras, él metió la espada en su vaina y se acercó rápidamente a las ruinas. En la puerta, Circenn lanzó por encima de su hombro a Duncan otra mirada de advertencia que amenazó con graves repercusiones si no apoyaba su historia y protegía a la chica. La mirada en la cara de Duncan lo hizo sentir como si midiera dos pulgadas de alto. Su fiel amigo y consejero lo estaba mirando con asombro, como si un extraño hubiera tomado el cuerpo del laird de Brodie. Duncan agitó su cabeza y su expresión dijo claramente, ¿Qué demonios estás haciendo? ¿Has perdido el juicio? Cuando Circenn entró en la torre y subió los escalones de a dos en un momento, decidió que muy posiblemente así era.
Lisa impulsó los pies y suavemente se giró en la ventana, exhalando un suspiro de alivio. Ella había tomado clases extracurriculares de escalada, o rappelling, con el estímulo de su padre en la escuela primaria y secundaria. Aunque esta escalada no había parecido demasiado difícil, había sentido miedo al balancearse en el aire, justamente sobre el patio, orando porque los nudos la sostuvieran. Había esperado que la niebla tardara mucho más tiempo en evaporarse, y cuando el sol había empezado a despejar las
nieblas espesas se había dado prisa, consciente de que los luchadores de abajo tendrían una vista clara en cualquier momento si observaban con atención. Pero Lisa contaba con el hecho de que las personas raramente observaban de verdad; la inmensa mayoría mantenía la mirada fija en el suelo o en algún punto inexistente en el mar de personas que se movían en las aceras de la ciudad. Sólo Lisa y algunos vagabundos examinaban el cielo y miraban las nubes abrirse y despejarse. Soñadora, le había dicho su padre. Sólo los soñadores miran el cielo. Eres una romántica, Lisa. ¿Estás
esperando por un caballo alado que atraviese las nubes llevando a tu príncipe encantado en la espalda? Después de que Eirren había salido, había esperado en su cuarto la llegada de Circenn Brodie, pero cuando él no había aparecido su inquietud había ido en aumento. Necesitaba encontrar la botella, y con el cerrojo echado en la puerta no tenía muchas opciones. Se había asomado fuera de la ventana y había descubierto otra a unos doce pies debajo de ella, y decidió echar un rápido vistazo mientras fuera posible. ¿Y si él la descubriera? No importaba. El señor del castillo debía saber que ella no era el tipo de mujer que se sentaría a esperar sus decisiones y se sometería a su control. Había considerado su situación completamente, y sí, parecía que estaba de verdad en el siglo XIV. Y sí, tenía una madre que estaba agonizando en el siglo XXI. Tal vez no pudiera escapar del castillo, pero necesitaba afirmarse como una mujer inocente a la que se le debía un mínimo de respeto, y a quien Circenn debía ayudar a retornar a su tiempo. No hacer nada simplemente no era una opción. La única manera en que vencía las dificultades de su vida era encontrárselas de frente, los ojos abiertos, la mente trabajando para lograr una solución. Empujó el tapiz a un lado y brincó hacia el alféizar. Sus botas se pegaron al suelo con un golpe suave justo cuando él estalló a través de la puerta. —¡Qué cosa idiota, obtusa y tonta has hecho! —No es tonta— espetó ella, albergando un odio especial por esa palabra—. Era una perfectamente calculada y sólida idea. Ni siquiera he empezado. Si no me hubieras encerrado con llave, no me habrías obligado a hacerlo. Él cruzó el cuarto rápidamente y la agarró. —¿Comprendes que podrías haber caído?— rugió. Ella se irguió todo lo que podía, su espalda perfectamente recta. —Por supuesto que sí. Es por eso que anudé las sábanas de lino. Por todos los cielos, eran sólo una docena de pies. —Y el viento podría haberte empujado en cualquier momento. Mientras que puede ser sólo una docena de pies de ventana a ventana, es una caída de cincuenta pies hasta la tierra. Ni siquiera mis hombres harían algo tan tonto. —No es tonto— repitió ella rígidamente—. Era un inteligente ejercicio de mis habilidades. En donde yo vengo lo había hecho antes, y además, no tenía ninguna manera de saber si planeabas alimentarme hoy o hablar conmigo o escuchar el hecho de que necesito volver a casa desesperadamente. Y ya que hablamos del asunto de la
idiotez, ¿estar arremetiendo unos contra otros con espadas afiladas es menos tonto? Vi lo que hacías allí abajo. —Nosotros entrenamos— dijo él, y bajó su voz con obvio esfuerzo—. Nos preparamos para la guerra—. Si el hombre apretara sus dientes un poco más, su mandíbula iba a romperse, decidió ella. —Y la guerra es una ventura particularmente inteligente, ¿verdad? Yo simplemente estoy luchando por mis derechos y estoy intentando volver a casa. Tengo una vida, ¿sabes? Tengo responsabilidades en casa. Él abrió la boca, entonces la cerró y lo consideró por un momento. —¿Cuáles exactamente son esas responsabilidades?— preguntó al final, muy suavemente. El muy suavemente de ese hombre la ponía nerviosa, como lo hacían sus manos en su cintura, como lo hacía su cara tan cerca que su respiración abanicaba su rostro cuando ella lo miraba fijamente. Se sentía atontada de repente. Condenado hombre por tener semejante impacto. Ella no iba a estrellar su corazón contra ese guerrero de piedra. Respiró profundamente y se ordenó tranquilizarse. —Sé que ésta no es la mejor situación para ti, pero no lo es para mí tampoco. ¿Cómo te sentirías si te arrebataran de repente de tu tiempo, te arrojaran en alguna otra parte y te mantuvieran cautivo? ¿No harías tú todo lo que estuviera en tu poder para volver a tu mundo? ¿Volver a tu patria y ganar tu batalla por la libertad? Su mandíbula se relajó cuando él ponderó sus palabras. —Te comportas como un guerrero—dijo él de mala gana—. Sí, haría todo lo que estuviera en mi poder para volver. —Entonces no puedes culparme por haberlo intentado. O por estar aquí, o por complicar tu vida. Yo soy a quien desarreglaron la vida. Por lo menos tú todavía sabes de dónde eres. Todavía tienes a tus amigos y tu familia. Todavía tienes seguridad. Todo lo que yo sé es que debo volver casa. Él estuvo callado por lo que pareció un tiempo interminable mirándola a los ojos. Ella podía sentir la tensión que emanaba de su cuerpo mientras la estudiaba, y comprendió que ese guerrero del sigo XIV estaba esforzándose tan duro como ella para deducir qué hacer luego. —Me asustaste, muchacha. Pensé que ibas a caerte. No subas de nuevo mis paredes, ¿eh? Encontraré una manera de darte un poco de libertad dentro del torreón. Confío en que no estabas intentando escapar de aquí; eres evidentemente lo bastante inteligente para ver que no tienes ningún lugar donde ir. Pero no subas por mis paredes— repitió. Entonces frotó su mandíbula y pareció repentinamente cansado—. No soy capaz de enviarte de nuevo a casa, muchacha, anoche te dije la verdad sobre eso. Hay algo más que también deberías saber. La conversación que oíste por casualidad antes de que me atacaras anoche era correcta: juré matar a quienquiera llegara con mi botella. Lisa tragó, su boca repentinamente seca. Él había ido a matarla la noche anterior. ¿Se habría deslizado furtivamente en la habitación y le habría cortado la garganta si ella no
hubiera estado despierta y lo hubiera emboscado primero? Él miraba directamente sus ojos. —Pero he tomado la decisión de abstenerme temporalmente de cumplir mi juramento. Ésa no es una cosa fácil de hacer para un guerrero. Nuestros juramentos son sagrados. —Oh, qué cortés eres— dijo ella secamente—. Así que no planeas matarme hoy, pero simplemente podrías decidir hacerlo mañana. ¿Se supone que encontraré eso tranquilizante? —Hay razones válidas por las que hice mi juramento. Y sí, debes agradecer que esté permitiéndote vivir por ahora. Ella tomaría lo que pudiera conseguir. No era tampoco que tuviera mucho con qué negociar. —¿Qué posible amenaza podría ser para ti? ¿Por qué harías un juramento de matar a una persona que ni siquiera conoces?—. Pero mientras preguntaba, supo la respuesta a su pregunta: que cualquiera fuera la cosa que estaba en el frasco, era inmensamente valiosa. Quizás era una herramienta para viajar a través de tiempo; eso explicaría ciertamente por qué las personas lanzaban maldiciones sobre él y mataban por él. ¿No se lo había quitado a ella desde el momento en que había llegado? —Mis razones no te conciernen. —Pienso que me involucran, cuando tus razones determinan si vivo o muero—. Ella suponía que los juramentos eran sagrados para los caballeros como él. Circenn no tenía nada que perder matándola. Ella era una mujer perdida en el tiempo; nadie la extrañaría. Mantenerla viva creaba una obligación para él, ¿y qué le impediría cambiar de idea de repente y honrar su juramento? Ella no podría resistir vivir día tras día preguntándose que si ése era el día en que la mataría. Necesitaba comprender cómo pensaba ese guerrero, para que pudiera planear a una defensa—. ¿Por qué decidiste romper tu juramento? —Temporalmente— corrigió él rígidamente—. No rompí el juramento, simplemente no lo he cumplido. Todavía. —Temporalmente— concedió ella. Un asesino cruel no se habría molestado en tener esa conversación con ella, lo que quería decir que él tenía reservas sobre matarla. Una vez ella supiera cuáles eran, los aprovecharía en su ventaja—. Aún así, ¿por qué? ¿Es porque soy una mujer?—. Si ese era el caso, resolvió, sería tan femenina como fuera posible a partir de ese momento. Destilaría vulnerabilidad, movería sus pestañas, y rezumaría impotencia mientras hacía todo lo que estuviera en su poder para robar la botella y usarla. —Eso es lo que pensé al principio, pero no, es porque no sé si eres o no culpable de algo. No tengo ningún problema en matar a un traidor, pero aún no he segado una vida inocente y no deseo empezar ahora. Pero, Lisa, si descubro que eres culpable de algo, no importa cuán pequeña sea la trasgresión…— Él no terminó, pero su punto estaba absolutamente claro.
Lisa cerró los ojos. Entonces, él pensaba observarla, estudiarla, antes de decidir si la mataría o no. Pero ella no tenía tiempo para ser estudiada y evaluada. Su madre la necesitaba ahora. El tiempo era esencial, y si no encontraba pronto una manera de regresar, podría perder a Catherine sin poder decirle adiós, y había mucho que necesitaba todavía decir a su madre. Se había obsesionado tanto con ganar bastante dinero para pagar las cuentas, y en mantener una sonrisa alegre en su cara para sostener el espíritu de su madre, que de algún modo habían dejado de hablar. Madre e hija se habían refugiado en las bromas cautas porque la realidad era demasiado dolorosa. Pero Lisa siempre había pensado que habría tiempo, unas horas especiales, quizá una semana en la que ella dejara de ir a trabajar aunque cayera en más deudas, y estar en casa con Catherine cuando más la necesitara, sosteniendo su mano y hablando hasta el mismo fin. Agitó su cabeza, turbada y un poco más enfadada con lo que la vida le había deparado. ¿Cómo se atrevía su vida a empeorar? Enderezó la espalda y sus ojos se abrieron enormes. —Debo volver a casa— insistió. —Es imposible, muchacha. Regresarte no está en mi poder. —¿Sabes de alguien que pueda?— apremió ella—. Debes reconocer que sería la mejor solución. Todos nuestros problemas se resolverían si simplemente me enviaras de regreso. —No. No sé de nadie que tenga tal poder. ¿Dudó él brevemente? ¿O su necesidad desesperada de aferrarse a una esperanza la hacía ilusionar en vano? —¿Y la botella?— dijo Lisa rápidamente—. ¿Y si yo la tocara...? —Olvídate de la botella— gritó él, enderezándose en toda su altura—. Me pertenece a mí, y ya te he dicho que no puede devolverte a tu tiempo. La botella es de mi propiedad. Harías bien en olvidar todo pensamiento sobre ella y nunca volver a mencionármelo. —Me niego a creer que no haya ninguna manera de volver. —Pero ése es el primer hecho que debes aceptar. Hasta que reconozcas que no puedes volver a casa, no tendrás ninguna esperanza de sobrevivir aquí. Una de las primeras lecciones que aprende un guerrero es que rechazar las propias circunstancias sólo lo hace fracasar en reconocer el peligro real. Y te aseguro, Lisa Stone, que hay peligro infinito en tu situación presente. —No me asustas— dijo ella insolentemente. Él se acercó tanto que su cuerpo acarició el suyo, pero ella se negó a retroceder ni una pulgada. Para todos los propósitos, él podría tener poder sobre ella, pero Lisa no cedería terreno; tenía el presentimiento de que ceder terreno no era algo que una persona inteligente hiciera frente a Circenn Brodie. Le devolvió su intensa mirada. —Debes tener miedo de mí, chica. Eres una estúpida si no me temes. —Entonces soy una estúpida. Si me sucedió una vez, puede pasar de nuevo.
—Ojalá pudiera, porque haría mi vida ciertamente más fácil. Entonces no me encontraría en este dilema. Pero no sé hacer que suceda. Cree eso, por lo menos. Lisa se encontró estudiando su rostro de la misma manera en que él había escrutado su mirada hacía unos momentos, buscando alguna forma de calibrar si estaba diciéndole la verdad. Pero era lo bastante inteligente para reconocer que estaba en una posición defensiva y él en una ofensiva maciza e invencible. Sería sabio no empujarlo demasiado lejos. —¿Tregua temporal?— ofreció ella por fin, no confiando en la palabra de él, pero resolviendo encontrar la botella a la menor oportunidad y luchar contra él de cualquier manera posible. —¿Te abstendrás de subir mis paredes? —¿Prometes que no intentarás matarme sin decírmelo primero, para que pueda tener algo de tiempo para aceptarlo? Unos días, por lo menos— replicó la joven, posponiendo la posibilidad de la muerte de cualquier manera que pudiera. —¿Fingirás ser prima de Bruce, como les dije a mis hombres?— dijo él gravemente. —¿Prometerás que si hay una manera de volver casa, me permitirás irme? Viva— agregó y enfatizó la palabra. —Di sí primero, chica— exigió él. Lisa contuvo la respiración por un momento y lo miró. Tenía una pequeña posibilidad para pactar esa bizarra tregua con él. Si ella intentara echarse atrás ahora, sospechaba que empezarían a luchar de nuevo en unos momentos. —Sí— ella imitó su acento. Él la estudió, como si midiera la profundidad de la honestidad y compromiso de sus palabras. —Entonces sí, chica. Si puede encontrarse una manera para regresarte, te ayudaré a hacerlo—. La esquina de su boca se estiró bruscamente en una sonrisa extrañamente amarga—. Te llevarás al infierno mi vida y también mi integridad— agregó suavemente, más para sí mismo que para ella. —Tregua— ella aceptó. Integridad, apuntó en su archivo mental de hechos significativos sobre Circenn Brodie. Era importante para él. Experimentó una llamarada de esperanza: las precisas características caballerescas que podrían llevarlo a cumplir su juramento incluían la integridad, honor, protección de los más débiles y el respeto; la misma caballerosidad hacia las mujeres también podría prevalecer para impedirle hacerlo. Matar a una mujer desvalida no sería ciertamente fácil para él. Supo que sellar un acuerdo no era de importancia menor para un caballero, por lo que ella extendió su mano para un apretón y no comprendió lo completamente moderno que era el gesto. Él la miró por un momento, y le tomó la mano; entonces la apretó contra sus labios y la besó. Lisa retiró la mano con un ceño. El calor quemaba donde sus labios habían acariciado su piel. —Tú la ofreciste— espetó él.
—Eso no era lo que yo... oh, olvídate de eso— Lisa se debatió, entonces explicó—: Nosotros no besamos las manos en mi tiempo. —Pero no estamos en tu tiempo. Estás ahora en mi tiempo, chica. No puedo enfatizar lo bastante cuán importante es para ti recordarlo en todo momento—. Su voz era baja, sus palabras medidas, como si estuviera irritado por su contestación—. Y para que no haya ningún malentendido entre nosotros, lo explicaré: si me ofreces alguna parte de tu cuerpo, chica, yo lo besaré. Eso es lo que los hombres de mi siglo hacen—. Su sonrisa era burlona, implicando un desafío no demasiado sutil. Lisa escondió sus manos detrás de la espalda. —Entiendo— dijo y bajó su mirada al suelo de una manera ilusoriamente sumisa. Él esperó un momento, como si realmente no confiara en su aquiescencia, pero cuando ella no levantó sus ojos de nuevo, se volvió hacia la puerta. —Bueno. Ahora necesitamos encontrarte ropa decente y enseñarte cómo ser una chica apropiada del siglo XIV. Mientras mejor te desenvuelvas, menos riesgos enfrentarás, y harás menos arriesgada tu presencia para mí. —Yo no vaciaré las vasijas de las recámaras— dijo ella firmemente. Él la miró como si hubiera perdido el juicio.
Circenn devolvió a Lisa a sus cámaras, mandando a buscar agua caliente para que se lavara, y entonces fue en busca de vestidos para ella. Vasijas de las recámaras, había dicho. ¿Pensaba ella que eran tan bárbaros que no tenían garderobes? Sólo se usaban las vasijas para las emergencias nocturnas, principalmente para los niños y los enfermos, y en su opinión no había ninguna razón por la que alguien no pudiera guiarla y bajar al vestíbulo, a menos que estuvieran poseídos de pereza y extrema falta de disciplina. Él resopló y enfocó su mente en la tarea que tenía entre manos. No podía salir del torreón hasta que hubiera encontrado la manera de esconder algunas de esas curvas y largas piernas bajo el vestido más feo que pudiera encontrar. Sus hombres no necesitaban distracciones. Juntó a las sirvientas y les dijo que procuraran un vestido, todo el rato pensando en lo que tenía que ver con ella. Cuando había interrogado a Lisa la noche anterior, casi había empezado a creer que era inocente. Tenía un aire desamparado, una actitud de sinceridad. Él se había relajado un poco, incluso vislumbró un humor retorcido en su conversación. Entonces ella había admitido que era del futuro, y él había comprendido que su maldición la había llevado inadvertidamente a través de tiempo. Aunque lo había aturdido, tenía sentido: su inglés extraño, su ropa singular, su mención de países de los que él nunca había oído hablar, todo se explicaba por venir del futuro. Ciertamente él podía entender a sus antepasados que habían huido de Inglaterra, pensó irónicamente ¿quién no querría hacerlo? No lo sorprendía que en el futuro,
Inglaterra estuviera intentando todavía controlar a todos. Se rió suavemente y pensó que ella no sabía cuán afortunada era de que la hubiera traído a él y no a algún otro señor medieval. Circenn aceptaba su viaje por el tiempo, pero él era una excepción extrema. Cualquier otro laird la habría quemado por bruja. Pero entonces de nuevo, pensó secamente, ningún otro laird habría tenido poder para maldecir la condenada botella, para empezar. Era debido a Adam Black que él estaba familiarizado con el arte de viajar en el tiempo. Adam frecuentemente lo hacía, había hablado a menudo de otros siglos, y le había traído regalos extraordinarios a Circenn en algunos de sus esfuerzos por comprar la lealtad del laird y su obediencia. Eran regalos que Circenn se había negado a aceptar, pero como Adam no los quería de regreso, los había cerrado firmemente con llave en un cuarto privado fuera de sus cámaras, no confiando en sus poderes. Suponía que Adam estaba intentando tentarlo, esperando lograr hacerlo como él, aunque Circenn se destruiría a sí mismo antes de permitir que una cosa así pasara. La chica había estado llevando uno de esos regalos extraños atados sobre su muñeca, antes de que Circenn se la hubiera quitado la noche anterior de su brazo en el forcejeo. Él lo había inspeccionado después; era lo que Adam había llamado un "reloj" una vez. Adam lo había encontrado persistentemente divertido y le había dicho cómo los mortales contaban sus patéticos instantes de vida. Su reloj parecía confirmar la historia. Si él creyera su versión de los eventos, su cofre había arrastrado río abajo y había aparecido en alguna área remota. No había sido encontrado, y, con el tiempo, la naturaleza lo había enterrado. Cientos de años habían pasado antes de que se hubiera excavado, y cuando ella lo había tocado, había sido traída hasta él. ¿Era posible que en el futuro los hombres buscaran todavía las sagradas reliquias y el secreto de la botella tan ambiciosamente como lo hacían en su siglo? ¿Era posible que ella hubiera ido para descubrir los tesoros del Tuatha de Danaan y los Templarios allí? Podría haber sospechado de la mano de Adam en eso, si no fuera por dos razones: no había en las intenciones de Adam alguna razón para traerle una mujer a la que él estaba obligado a matar, y además Adam no manipulaba los eventos a menos que hubiera una cosa muy específica que deseara obtener con sus retorcidas maquinaciones. Circenn no podía ver en ese enredo alguna posible cosa que Adam deseara. La botella y las santas reliquias habían pertenecido a la raza de Adam; Circenn era simplemente su guardián. Adam ya había adiestrado a Circenn cuanto deseaba, así que no había nada más que podría esperar cambiar —posiblemente— sobre el laird de Brodie. No, meditó Circenn, no había nada de Adam en eso. Pero la chica podría estar en complot con los "patrones" que había mencionado; bien podría venir de un futuro traicionero para buscar sus secretos. Él tendría que observarla, estudiarla, mantenerla cerca. Se tomaría su tiempo, y tiempo era un lujo que apenas podía permitirse en el transcurso de una guerra continua. Además, reflexionó, cualquier tiempo invertido en la presencia de la chica era una lenta tortura. Aunque renuente a admitirlo, era susceptible a todo lo que a ella concernía.
Estupenda, orgullosa, sensual e inteligente, la muchacha sería una enemiga formidable o una valiosa aliada. No había encontrado a una mujer como ella en siglos. Maldíceme para volver a casa, había dicho ella. Circenn resopló, recordando su súplica. La única persona que podría enviarla a casa era la persona que la mataría al instante si supiera que estaba allí: Adam. Él no podría llamar justamente a Adam y pedirle que enviara a casa a la mujer, ni podía arriesgarse a encontrárselo al recabar pistas acerca de si él estaba de algún modo envuelto. El duende más negro era de lejos demasiado diestro para ser sondeado, incluso por Circenn. El laird estaba actuando contra todo por lo que había vivido, todas sus reglas cuidadosamente diseñadas para mantenerlo humano; estaba quebrando un juramento, defendiendo a una persona que podría ser una espía y mintiendo a sus hombres. Estaba tomando un gran riesgo permitiéndole vivir, y si estuviera equivocado… Suspirando, terminó de dar órdenes y se dirigió hacia la cocina para preparar a sus hombres para la presentación de Lisa MacRobertson, prima de Robert the Bruce.
Adam Black no se molestó en materializarse. Permanecía invisible: como un rastro de aire bochornoso ligeramente oliendo a jazmín y sándalo, seguía los pasos de Circenn, consumido por la curiosidad. Ese parangón perfecto de hombre, Circenn Brodie, que nunca había roto una regla, que nunca había sido traicionado por la debilidad, que ni una vez vacilara en los duros dilemas de la moralidad, estaba rompiendo un juramento sagrado y engañando a sus hombres deliberadamente. Fascinado, Adam se maravilló. Él había pensado que los deseos del laird de Brodie no tenían ninguna fisura, y había desesperado casi de encontrar el catalizador apropiado de su vida. Se dio cuenta de que Circenn no creía que Adam estuviera envuelto en su presente problema, porque no había encontrado ni una punta de alfiler que pudiera traicionar su presencia. Adam sonrió débilmente. Circenn odiaba ser manipulado. Era mejor que el laird de Brodie permaneciera felizmente ignorante de que Adam había orquestado cuidadosamente cada movimiento en ese juego, y estaba jugando con los palillos más altos de todos.
CAPÍTULO 8 Lisa caminó por el goqn y se volvió para enfrentar el metal pulido sostenido contra la pared. Se había sorprendido cuando habían traído a su cámara un espejo. Examinando
cuidadosamente sus estudios de historia, recordó que los espejos estaban datados como muy antiguos, de los tiempos egipcios, quizás antes. Ella sabía que los romanos habían construido miles de sofisticados sistemas de alcantarillado hacía centenares de años, así que, ¿por qué debería sorprenderla un espejo nada más? Era una pena que no pudiera ayudarlos a redescubrir las tuberías, meditó. Frotó al hollín en el metal cortado hasta que le revelara su oscurecida imagen. El vestido suave se aferró a sus caderas, tan lleno de estática que crujió. Se esforzó por un momento e intentó estirarlo encima de sus hombros, pero el vestido se había hecho para alguien considerablemente más pequeña que ella. Aunque estaba delgada, era alta y tenía pechos llenos; la mitad de ella no encajaba en el vestido. Suspirando, lo hizo resbalar por sus caderas y salió de él. Estaba acercándose a la cama para recuperar sus pantalones vaqueros cuando la puerta se abrió. —Te traje... Las palabras terminaron abruptamente. La joven se volvió para encontrarse a Circenn helado en la puerta, su mirada fija en ella, una capa doblada encima de su brazo. La prenda resbaló al suelo, abandonada. Entonces caminó por el cuarto y dio un puntapié a la puerta para cerrarla detrás de él. —¿Qué tipo de vestido te has puesto?— tronó. Sus ojos oscuros relucieron cuando se arrastraron por su cuerpo de la cabeza hasta los dedos de los pies. Él inspiró ásperamente. Lisa se estremeció. Él tenía que ver justamente la única cosa frívola que poseía, un par de bragas de bikini de color lavanda y un sostén del mismo color con un lazo diminuto, que Ruby le había dado para su cumpleaños. Y piel. Y un nerviosismo húmedo que ella atribuyó al temor. Él se acercó silenciosamente a su lado y resbaló un dedo bajo el cordón delicado que perfilaba uno de los lados de su sostén. —¿Qué es esto? —Es… es… ¡Oh!—. Ella no podía formar una frase coherente. Sus dedos contra su piel pálida, y ella se magnetizó por el contraste de colores y texturas. Él tenía manos grandes, callosas y muy buenas en el uso de la espada, con dedos elegantes, uno de los cuales ahora descansaba contra la hinchazón del pecho de Lisa. Ella cerró sus ojos. —Sostén— consiguió decir. Asiéndose a la formalidad, pretendió estar dando una lección de historia al revés, enseñándole lo que el futuro depararía—: Es una vestimenta diseñada p-para proteger a una mujer... tú sabes, y los g-guarda de... bien, tú sabes… —No, pienso que no sé nada en absoluto— dijo él suavemente, sus labios a un suspiro de encontrarse con los suyos—. ¿Por qué no me iluminas, chica? Su respiración se bloqueó en su garganta con una bocanada pequeña, un sonido puramente femenino, y ella lo maldijo silenciosamente. Simplemente un jadeo, ¿por qué no hacerlo?, se riñó. Estaban a unas pulgadas escasas, peligrosas, del contacto completo de sus cuerpos, su dedo arrastrándose suavemente por el reborde de su sostén. Ella era
agudamente consciente de su casi desnudez, de sus pezones, bajo el tejido delgado, en una proximidad peligrosa de sus manos, y el hecho de que él no llevaba nada más de un plaid que podía fácilmente ser desechado. Sentía chispas de electricidad en todas las partes de su cuerpo donde su mirada se detenía. ¿Si él se sacaba el plaid y cubría su cuerpo con el suyo, tendría ella la fuerza para protestar? ¿Habría incluso querido hacerlo? ¿Cómo podría traicionarla su cuerpo ante un hombre que era su enemigo? —El vestido era demasiado pequeño— consiguió decir. —Ya lo veo. ¿Y tú concluiste astutamente que esto te cubriría más? —Estaba a punto de volver a ponerme mis p-pantalones vaqueros— ella informó a su pecho. —No creo. No hasta que me digas para qué sirve esto— él tocó ligeramente la correa— que cubre tu 'tú sabes'. ¿Estaba fastidiándola a propósito? Ella se obligó a encontrar su mirada y al instante deseó no haberlo hecho. Sus ojos oscuros eran intensamente sexuales, sus labios entreabiertos en una sonrisa débil. —Se caen cuando envejeces—. Las palabras se le escaparon en un susurro rápido. Él echó su cabeza hacia atrás y rió. Cuando bajó su cabeza ella vio la intensidad enervante de sus ojos, y comprendió que estaba excitado. Por ella. El conocimiento la pasmó. Ya había decidido que su beso de la noche anterior y sus indirectas de ese día simplemente habían sido parte de su estrategia, pero ahora, mirándolo, entendió que él sentía una feroz reacción física hacia ella, posiblemente tan dolorosa como su atracción hacia él. Era, simultáneamente, un sentimiento temerario y aterrador. Tuvo la premonición súbita de que si le diera la indicación más ligera de su interés, él descendería sobre ella con la fuerza de un siroco sahariano, caliente y devastador. Hambrienta de él, dolorida por su inexperiencia y curiosidad, hubiera querido descubrir desesperadamente lo que un hombre como Circenn Brodie podría hacer a una mujer. Pero se no se atrevió a explorar ese deseo. Sería como un cordero de sacrificio. Nunca había estado enamorada, y el laird de Brodie podría seducir a un santo, pensó. Aunque había querido que él fuera consciente de ella como mujer y había pensado que podría hacerlo sentir más protector, tenía un terrible presentimiento de que se extraviaría completamente si la besaba de nuevo. Él simplemente estaba agobiado también. Ella tenía que acabar con la difusa química sexual entre ellos, y la manera mejor de hacer eso era volver a ponerse su ropa. Se dejó caer de rodillas buscando el vestido amontonado a sus pies, pero él había quizá tenido la misma idea, y ella terminó arrodillándose nariz a nariz con él, que estaba sosteniendo su vestido. Se miraron fijamente mientras ella contaba sus latidos de corazón; había alcanzado el número veinte antes de que él le dedicara una lenta sonrisa. La tensión crujió en el aire entre ellos. —Eres una belleza, chica—. Él ahuecó la mano sobre su mejilla y depositó un beso ligero en sus labios antes de que ella pudiera protestar—. Piernas largas, hermoso
cabello— él resbaló su mano en ellos y permitió que los hilos de seda resbalaran a través de sus dedos— y fuego en tus ojos. He visto muchas chicas bonitas en mi vida, pero no creo haber encontrado realmente una como tú. Me haces pensar que podría descubrir partes de mí mismo que no sabía que existían. ¿Qué haré contigo?— Él esperó, sus labios a pulgadas de los suyos. —Permite que me vista— suspiró ella. Él observó intensamente su rostro. Contuvo la respiración entonces, aterrada de que si abría la boca gritara: ¡Sí! ¡Tócame, siénteme, ámame, condenado, porque no sé que
más hacer para olvidar que me siento herida y que mi madre está muriendo! A menudo, durante la enfermedad de su madre, Lisa se había encontrado anhelando un novio, un amante, alguien que pudiera tomar su corazón y protegerlo, aún cuando sólo fuera una hora, con la ilusión de seguridad, de calidez y amor. Ahora, medio aterrada, en vez de preocuparse solamente por su madre agonizante, tenía un impulso perverso de buscar resguardo en los brazos del mismo hombre que había jurado matarla. No intentes calmar tu corazón solamente con vendas, Lisa, le habría recordado Catherine si hubiera estado allí. Cualquier sentido de seguridad o intimidad con él sería nada más que una ilusión. Necesitaba mantenerlo claro en su mente, no llenarse de imaginaciones románticas sobre un laird de las Highlands medievales que podría decidir matarla al día siguiente. Él dejó caer su mano de su pelo, delineó su clavícula y encorvó los dedos encima del festón de encaje de su sostén. Estudió el tejido con fascinación, su mirada acariciando las curvas rotundas de sus pechos, la sombra más profunda de su hendidura. —Mírame, muchacha— susurró. Lisa levantó sus ojos y se preguntó lo que él veía en ellos. ¿Vacilación? ¿Curiosidad? ¿Deseos que ella no podía esconder? Cualquier cosa que él viera en sus ojos, no era un Sí, y ese hombre era orgulloso. Él deslizó un dedo en la hondonada entre sus pechos y la sonrisa que le dedicó contenía una tristeza que no podía comprender. —Enviaré a alguien a traerte otro vestido, muchacha— dijo. Entonces dejó el cuarto. Lisa se hundió en el suelo y asió el vestido. Santo Cielo, pensó, ¿qué voy a hacer?
Circenn salió de su cuarto, su humor empeorando a cada momento. El cuerpo le dolía desde la cabeza a los pies por el esfuerzo de ser gentil con la muchacha. Su rostro se sentía tieso de sonreír suavemente; sus dedos abriéndose y cerrándose por tocar la suave plenitud de sus pechos. ¡Su cuerpo se rebelaba contra su retirada cortés, honorable, gentil de su cuarto, y el hombre dentro de él que había nacido hacía quinientos años rugió que la mujer era suya, por Dagda! ¡Condenada gentileza! En el siglo IX, un hombre no habría preguntado: ¡un hombre habría tomado! En el siglo IX una mujer habría sido dócil, agradecida de poder encontrar semejante protector feroz y un proveedor capaz.
Circenn se rió suave, amargamente. Había estado demasiado tiempo sin una mujer para soportar tal tormento. Cuando había caminado en el cuarto y había llevado una capa lo suficientemente grande como para ahogarla en sus pliegues, su mente se había enfocado solamente en cubrirla tanto como fuera posible, para encontrarla vestida con nada más que dos brumosos, tenues pedazos de tejido. ¡Con pequeños lazos! Por Dagda, una cinta de raso diminuta había juntado gallardamente sus pechos, y había otra al frente del tejido sedoso que había entre sus piernas. Como un regalo, pensó. Desata mis
lazos y mira lo que tengo para darte… Él hubiera deseado permanecer lejos. Poder volverse sobre sus talones y dejar el cuarto y negarse al placer de ver ese cuerpo encantador. Se recordó severamente la regla número cuatro: ninguna intimidad física. Pero no le hacía ningún bien. La regla número cuatro parecía no ponerse nunca de acuerdo con la regla número uno: nunca romper un juramento, y estaba muy ligada a la número dos: no mentir. Sus reglas rotas estaban volviéndose interminables. Verla vestida de semejante manera había sido peor que si la hubiera encontrado desnuda por completo. Desnuda, sus ojos hambrientos podrían haberse regocijado en cada hendidura y hondonada de su cuerpo; pero se habían diseñado esos pedazos de tejido hábilmente para torturar a un hombre con la promesa de las hendiduras y declives privados, mientras no concedía ninguno de ellos. Los secretos estaban bajo ese tejido. ¿Eran sus pezones redondas monedas oscuras o brotes de coral arrugados? ¿Era su vello dorado y cobrizo allí también? Si se hubiera dejado caer en el suelo a sus pies, cerrado las manos alrededor de sus tobillos y besado el camino de sus piernas largas, encantadoras, ¿habría gemido ella suavemente, o estaría callada cuando le hiciera el amor? No, decidió abruptamente, Lisa Stone parecería una leona apareándose cuando él la tomara. Bueno. Le gustaba eso en una mujer. Lo había hecho sentirse como un animal hambriento, enjaulado por sus propias reglas y todo lo que era más peligroso para él. Por unos momentos, la lujuria había surgido tan furiosamente que había temido arrastrarla bajo su cuerpo, sin preocuparse de si ella lo deseaba. En cambio, había llevado sus manos temblorosas detrás de su espalda, había dejado caer la capa al suelo y había pensado en su madre, Morganna, que lo habría repudiado incluso por pensar en tomar por la fuerza lo que debía ser un regalo. Nunca se había sentido tan cercano a la violencia a causa del deseo. Ella había despertado sentimientos profundos, primitivos en él: posesividad, celos de que otro hombre pudiera verla así, una necesidad de oírla decir su nombre y mirarlo con aprobación y deseo. Circenn hizo una respiración profunda, la sostuvo en su pecho un momento, y después la soltó. Ahora que él sabía lo que había bajo su ropa, no importaba qué vestido la hiciera llevar, ¿cómo podría mirarla de nuevo sin ver en su mente la extensión interminable de piel de seda? Las curvas suaves de sus pechos, el elevamiento de los pezones firmes contra la gasa, el montecillo ligero entre sus muslos... El deseo frustrado se tradujo en rabia. Bajó los escalones hacia la cocina, determinado a encontrar a Alesone o Floria y asegurarse de que la muchacha fuera ataviada con
propiedad. Entonces enviaría a uno de los hermanos Douglas a enseñarle algo acerca de su tiempo, algo que él debía haber hecho, pero sencillamente no podía confiar en sí mismo estando cerca de ella por el momento. Iría de nuevo con sus hombres y soltaría algo de su frustración en la pura, limpia alegría del balanceo de una espada pesada, gruñendo y maldiciendo. Y no tendría un pensamiento erótico el resto del día. Agitando la cabeza, entró en la cocina. Le tomó sólo un momento comprender que ninguno de sus planes durante el día iba a salir bien. De hecho, el día parecía haberse convertido en una persona diabólica, determinada a burlarse de él. Él se detuvo abruptamente y apartó apresurado la mirada de la vista del redondeado y desnudo trasero sostenido en las manos de Duncan Douglas. Alesone tenía una larga pierna envuelta alrededor de la cintura de Duncan, sus brazos aferrados alrededor de su cuello y sus faldas echadas sobre sus hombros. El pie que permanecía en el suelo estaba arqueado sobre las puntas de los dedos, mientras las manos de Duncan la guiaban contra él en un ritmo firme e intenso. Los sonidos bajos, sensuales de pasión llenaban el cuarto: suaves aspiraciones de aire, murmullos roncos de placer, y demonios si Duncan no estaba emitiendo un profundamente satisfecho murmullo con cada empujón. —¡Oh, por Cristo!— rugió Circenn, mirando al techo, a las paredes, al suelo; en cualquier parte menos al derrière bien formado de Alesone—. ¡Duncan! ¡Alesone! ¡Salgan de la cocina! ¡Suban a alguno de los cuartos! Saben que tengo reglas. —Ah, sí, las reglas del legendario Brodie— dijo Duncan secamente. Dejó de mecer a la sirvienta contra él con más lentitud de la que Circenn apreciaría—. Que incluye entre ellos: Cuando los caballeros están en la residencia, nada de hacerlo en la cocina. Alesone hizo un sonido suave de protesta al interrumpirse. —¡Yo como aquí!— tronó Circenn, sintiéndose completamente fuera de lugar. —Así se hace Duncan— ronroneó Alesone sugestivamente. Resbaló su pierna despacio desde la cintura de Duncan, echándole una buena, larga mirada a Circenn. Con una sonrisa modesta, ella dejó caer la tapa de la olla de miel en la mesa cerca de Duncan. Circenn no quería saber lo que ellos habían estado haciendo con la miel, y su expresión debía haberlo dicho claramente, porque Duncan estalló en risas. —Excúsanos, Cin—. Él sonrió abiertamente cuando dejó caer las faldas de Alesone con una mano, la giró en sus brazos, y la sacó de la cocina. Las imágenes del trasero desnudo, redondeado, de una persona en particular lo asaltaron. Circenn dio un puntapié a una silla, dejó caer su cabeza en la mesa, y evaluó matar a la muchacha sólo para salir de su miseria.
CAPÍTULO 9 Ruby subió los escalones al apartamento de las Stone en un momento, pero enlenteció su paso largo cuando alcanzó el tercer piso y caminó por el corredor oscuramente iluminado. La vívida estera de bienvenida de Lisa daba un toque optimista y aclaraba rotundamente la apariencia de la triste puerta con sus astillas arañadas de pintura castaña sobre el gris metálico de abajo. Apartamento 3-G. Las letras se balanceaban en el aire con la desequilibrada inclinación de un solo tornillo. Ruby sacó su mano para golpear, pero en cambio se encontró enderezando la señal; entonces dejó caer su puño a un lado. Temía esa visita. Retorciendo un mechón de pelo alrededor de un dedo nervioso, se recordó que Lisa siempre enfrentaba las cosas con valentía; lo menos que ella podía hacer era emularla. Cuando levantó su mano de nuevo, golpeó firmemente. Elizabeth, la enfermera del día, abrió y la dejó pasar. —¿Lisa? ¿Eres tú, querida?— llamó Catherine, con una nota de esperanza en su voz. —No, señora Stone. Soy simplemente yo, Ruby— contestó ella cuando cruzó la sala pequeña y bajó del vestíbulo estrecho a la alcoba. Entrando en el cómodo cuarto, se hundió en una silla junto a la cama de Catherine y se preguntó por dónde empezar. Tironeó ociosamente de la colcha de patchwork medio terminada que descansaba en el brazo de la silla. ¿Cómo iba a comunicar las últimas noticias a la madre de Lisa? Catherine estaba extremadamente enferma, su hija había desaparecido, y ahora Ruby tenía noticias aun peores para ella. —¿Qué dijo el hombre en el museo?— preguntó Catherine ansiosamente. Ruby acomodó su pelo y se movió en su silla. —¿Le gustaría un poco de té, querida?— evadió. Los ojos verdes de Catherine, apagados y una vez tan luminosos como los de su hija, hicieron recordar a Ruby que no estaba todavía muerta y no era tonta. —¿Qué averiguaste, Ruby? No intentes distraerme con té. ¿Ha visto alguien a mi hija? Ruby frotó sus ojos con las yemas de los dedos suavemente, cuidando de no mancharse de rimel. Había estado levantada la mayor parte de la noche y se preguntó por décima vez cómo Lisa había podido sobrevivir trabajando en dos empleos durante tanto tiempo. Estaba cerrando el club cuando había recibido un mensaje urgente de la señora Stone que decía que Lisa había desaparecido desde la noche anterior. Había telefoneado a la policía inmediatamente, y luego había ido al museo para ver si Lisa había llegado la noche anterior al trabajo, para luego ir directamente a la estación de policía después de hablar con ese cara de trasero de caballo, Steinmann. El funcionario había archivado el informe de una persona perdida, pero lo había reemplazado en cuestión de horas por una orden de arresto para Lisa Stone. —Nadie la ha visto desde anteanoche— informó Ruby a Catherine—. Las cámaras de seguridad del museo la tienen en las cintas. La última imagen grabada de ella es de
cuando estaba fuera de la oficina de Steinmann. —Por lo menos sabemos que llegó a trabajar la noche que la viste en la parada del autobús— dijo Catherine—. ¿La muestran las cámaras saliendo esa noche? —No. Eso es lo extraño. Su impermeable todavía está colgando de la puerta, y ninguna de las cámaras la registra saliendo. No hay ninguna cámara en la oficina de Steinnman, pero él fue rápido en señalar que hay una ventana por la que ella podría haber salido—. Y más rápido para hacer imputaciones odiosas que Ruby sabía no eran verdad. ¿Pero cómo haría para demostrarlo, y dónde demonios estaba Lisa? No mencionó a Catherine que había ido a la policía una segunda vez, que había llamado a cada hospital dentro de un radio de sesenta millas orando que no hubiera ninguna Jane Doe; afortunadamente, no había sido así. —¿No está la oficina de Steinmann en el tercer piso?— preguntó Catherine perpleja. —Sí. Pero él señaló las clases de rappelling que Lisa tomaba cuando era más joven. Supongo que ella lo puso en su entrevista como una de sus aficiones. Sé que estaba bastante orgullosa de esa habilidad—. Ruby se removió en su silla y tomó aliento—. Señora Stone, hay un artefacto que falta del museo, y… —Ellos han acusado a mi hija de hurto— dijo Catherine hieráticamente—. ¿Es lo que estás diciéndome? —Su… er… desaparición hace que cosas parezcan peor. Según Steinmann y sus queridas cintas, él y un colega entraron en su oficina varias horas después de que Lisa tendría que haberse ido. La puerta no estaba cerrada con llave e inicialmente él pensó que ella simplemente no la había cerrado. Ahora piensa que se estaba escondiendo en la oficina, tomó el artefacto después de que ellos salieron, y se escapó por la ventana. —¿Qué es ese artefacto? —No me lo dijeron. Parece que no están completamente seguros de lo que era. —Mi hija no es una ladrona— dijo Catherine rígidamente—. Iré a hablar con ellos. —Catherine, permítame manejar esto por usted. No puede levantarse. —¡Tengo una silla de ruedas!—. Ella agarró los lados de su cama de hospital con sus manos delgadas e intentó levantarse. —Catherine, cariño— dijo Ruby, con el corazón roto—. La encontraremos, se lo prometo. Y limpiaremos su nombre—. Puso su mano encima de la de Catherine y soltó suavemente su asimiento a las barras—. Las dos sabemos que Lisa nunca haría algo así. Encontraremos una manera de demostrarlo. —Mi hija nunca robaría ¡y tampoco me dejaría!— espetó Catherine—. Ella debería dejarme, pero no lo haría—. El estallido súbito de enojo la agotó, y descansó por un momento. Hizo una aspiración estremecida, entonces dijo débilmente—: Steinnman presentó cargos, ¿verdad? Hay una… una orden… de arresto para ella, ¿verdad? Ruby asintió. —Sí. Catherine inclinó su cabeza rígidamente, entonces se hundió contra las almohadas y cerró sus ojos. Estuvo callada tanto tiempo que Ruby se preguntó si se habría dormido.
Cuando habló de nuevo, había acero en su voz: —Mi hija no robó nada, y está en un gran problema. Lisa es demasiado responsable para no venir a casa a menos que algo horrible le pasara—. Catherine abrió sus ojos—. Ruby, odio pedirte más de lo que has hecho, pero por Lisa… Ruby no dudó. —No hay ninguna necesidad de disculparse, querida; sabe que amo a Lisa como a una hermana. Hasta que ella venga casa y se aclare todo, yo estaré la mayor parte del tiempo aquí. Ella puede llamar o puede intentar enviarle un mensaje, y alguien que pueda moverse de inmediato necesita estar aquí en caso de que lo haga. —Pero tú tienes tu propia vida…— dijo Catherine suavemente. Los ojos de Ruby se llenaron de lágrimas. La salud de Catherine se había deteriorado rápidamente desde la última vez que la había visto, la noche que habían salido a celebrar el cumpleaños de Lisa. Encerró la mano de Catherine en la suya y dijo firmemente: —Vamos a encontrarla, Catherine, y yo estaré esperando hasta que lo hagamos. No oiré hablar de ningún argumento contra eso. Nosotras la encontraremos. Si todavía está viva, pensó Ruby, con una oración silenciosa.
CAPÍTULO 10 Duncan silbó una melodía vivaz cuando caminó hacia las cámaras de Circenn. Las cosas se habían puesto bastante interesantes desde que la muchacha del futuro había llegado. Circenn había roto un juramento intencionalmente y había mentido, lo que, en la mente de Duncan, era casi causa de celebración. Incluso Galan había concedido en el desayuno esa mañana algo sobre un avance. Aunque Galan había empujado a Circenn a cumplir su juramento la noche anterior, esa mañana había admitido ante Duncan que no había visto a Circenn Brodie tan desequilibrado en años. Ni había visto semejante mirada de fascinación en su rostro como cuando entrara intempestivamente la noche anterior en las cámaras de Circenn. Galan había estado de acuerdo con Duncan en que la muchacha podría ser la mejor cosa que podría pasarle a Circenn, podría apartarlo de sus rígidas reglas y obligarlo a cuestionárselas. Dieciocho generaciones de Douglas habían servido al inmortal laird de Brodie, y en las generaciones pasadas había habido muchas reflexiones y profunda preocupación por su retiro creciente. Los Douglas estaban angustiados por él. En el pasado no tan distante, el laird de Brodie había presidido en las cortes de sus once feudos. Pero no lo había hecho durante un siglo, dejándoselo a los caballeros que había designado en su lugar para resolver las disputas de su gente. Había sido usual que el laird de Brodie cabalgara
activamente entre sus villas, hablando y tratando con las personas. Ahora Duncan no estaba seguro de que Circenn pudiera identificar a uno de sus propios lugareños si estaba de pie ante él. Durante los últimos cien años, Circenn había estado la mayor parte del tiempo viajando de país en país, luchando las guerras de otras personas, y nunca había batallado por ninguna propia. Sólo había vuelto a Escocia para unirse en el conflicto por su tierra natal cuando Robert Bruce había sido coronado rey por Isabel, la Condesa de Buchan, en Scone. El tío de Duncan, Tomas, opinaba que el laird de Brodie necesitaba casarse, lo que lo devolvería a las alegrías de la vida. Pero Circenn se negaba a casarse de nuevo, y ellos no podían forzarlo. El padre de Duncan se había conformado con intentar conseguir que intimara con una mujer, pero parecía que Circenn Brodie había hecho otro de sus juramentos absurdos y había prometido obviar la intimidad. Los orígenes de Circenn estaban perdidos en las nieblas del tiempo, y en algunas ocasiones Duncan le había preguntado sobre cómo se había hecho inmortal, pero el laird había permanecido taciturno y se había negado a discutirlo. Pero mientras compartía cantidades excesivas de whisky con Circenn una noche, Duncan había podido entender un poco de por qué Circenn había decidido no involucrarse con otra mujer. Hacía doscientos veintiocho años, la segunda esposa de Circenn había muerto a la edad de cuarenta y ocho años, y Circenn había admitido, en una confidencia inducida por el whisky, que simplemente se negaba ver morir a otra esposa. —Si es así, sólo hacerlo de vez en cuando— había ofrecido Duncan. Circenn había suspirado. —No puedo. No puedo, al parecer, impedir a mi corazón seguir donde mi cuerpo va. Si estoy lo bastante interesado en una mujer para llevarla a mi cama, quiero más de ella. La quiero fuera de mi cama también. Duncan había sido sacudido por ese comentario. —Entonces pasa el tiempo con ella hasta que te aburras— había respondido fácilmente. Circenn lo había obsequiado con una mirada oscura. —¿No has encontrado nunca a una mujer con quien no te aburrieras? ¿Una mujer con quien fueras a dormir por las noches, con el olor de ella en tus fosas nasales, y despertaras en la mañana necesitándola tanto como necesitas respirar? —No— había asegurado Duncan—. Las muchachas son simplemente muchachas. Atribuyes demasiada importancia a eso. Simplemente es hacerlo. Pero no era simplemente hacerlo para el laird de Brodie, y Duncan lo supo entonces. Últimamente, el "simplemente hacerlo" no estaba apagando la comezón interminable de Duncan tampoco. Se preguntó si podría relacionarse con que cuando un hombre crecía y se hacía más viejo, la intimidad indiscriminada empezaba a hartar en lugar de aliviar. Recientemente, Duncan se había sorprendido demorándose con una jovencita más allá de la duración de su intimidad física y había prolongado el "después", incluso
haciendo preguntas además de"¿Cuándo esperas que regrese tu marido?". Una maldita incomodidad, eso era. Se encogió de hombros y sacó el pensamiento de su mente con un meditar más agradable sobre Circenn. Él había apostado a Galan su mejor caballo a que Circenn no podría matar a la mujer del futuro, y era una apuesta que planeaba cobrar. El laird de Brodie necesitaba regresar a la vida, y quizás la extraña muchacha fuera a ayudarle a hacerlo.
Lisa estaba sentada en la ventana de su cuarto en las cámaras de Circenn y miraba fijamente la tarde. Detrás de un banco espeso de nubes, el sol había pasado su punto medio y había empezado su descenso lento hacia el océano. Instintivamente echó una mirada a su muñeca para ver qué hora era y comprobó que no tenía su reloj. Intentó recordar si lo había llevado puesto en el museo, pero no estaba segura. Se lo quitaba a menudo y lo ponía en el bolsillo de la chaqueta cuando limpiaba, para que no se mojara o ensuciara. Imaginó lo que debía estar haciendo sólo dos noches atrás, y que tratando de acostumbrarse a su situación actual, simplemente no había pensado desde entonces en ello. Inhaló profundamente y disfrutó el aire crespo, salado. Estoy en Dunnottar, pensó, su asombro de ninguna manera disminuido por veinticuatro horas consecutivas en el torreón. Había visto cuadros de Dunnottar, y se había grabado uno en particular en su memoria, una postal negra y blanca en el que un acantilado enorme sobresalía del mar neblinoso. Lo había visto como un lugar romántico, gótico, y más de una vez Lisa había soñado con ir algún día a Escocia para verlo. Sabía por la fotografía que el acantilado estaba rodeado por el océano en tres lados, conectado al continente por un puente de tierra que, conjeturó, estaba detrás del torreón. También sabía que Dunnottar había sido tomado repetidamente por los ingleses y rescatado por los escoceses, y que Bruce había desarrollado el hábito de quemar cada castillo escocés que rescataba para impedirle a los ingleses tomarlo de nuevo. Lisa había estudiado ese período de la historia y había encontrado tiempo para seguir leyendo en el autobús, y había lamentado la pérdida de tantos castillos gloriosos; pero concedía que Bruce había sido inteligente al hacer lo que había hecho. El escocés había construido castillos inteligentemente defendibles; cuando el inglés los tomaba, sus hombres se hacían casi invencibles. Destruyendo los torreones de piedra, Bruce forzaba las batallas y obligaba a Edward II a construir sus propias fortalezas que no eran tan invulnerables. Mientras los ingleses gastaban una inmensa cantidad de tiempo y recursos para construir sus propias fortalezas en Escocia, Bruce ganaba tiempo para completar sus fuerzas y despertar el país. ¡Ésta es la Escocia de 1314!, se maravilló Lisa. Habría una batalla decisiva en
Bannockburn sólo unos meses más tarde, en la que Bruce derrotaría a Inglaterra rotundamente y la guerra se volvería finalmente en favor de Escocia. Un golpe firme en la puerta interrumpió sus pensamientos. Levantándose rápidamente, tropezó con el dobladillo de su vestido. Por lo menos este le encajaba, pensó, pero era ciertamente incómodo. Sospechaba que parte del deseo de Circenn de verla propiamente ataviada era para que ella no pudiera subir paredes con esa ropa. —Adelante— dijo, recogiendo un poco del tejido en su mano. Lo levantó del suelo, cruzó el cuarto y abrió la puerta. Un hombre vestido con un plaid gris y cobalto estaba de pie en la puerta. Sus brazos musculosos eran morenos y estaban desnudos, y tenía la desarrollada musculatura de un bailarín. No había una onza de carne en su cuerpo que no fuera necesaria. Su pelo oscuro estaba suelto alrededor de su rostro y acariciaba sus hombros. Llevaba una trenza en cada sien, y cuando sonrió abiertamente mostró unos perfectos dientes blancos, aunque su nariz parecía haber sido rota una vez o dos. Sus alarmantes, traviesos ojos oscuros la estudiaron, y su boca sensual se encorvó apreciativamente. —Soy Duncan Douglas, muchacha. Circenn me pidió que te enseñara un poco de nuestro tiempo para que encajaras en él—. Su mirada viajó por toda la longitud de su cuerpo—. Veo que han encontrado un vestido que te va bien. Estás encantadora, chica. —¡Oh, vamos!— dijo Lisa, sintiendo la respiración entrecortada. Aunque Duncan no podía compararse con Circenn Brodie, sabía que en su tiempo una docena de mujeres se habrían vuelto completamente chifladas por él. Duncan entró y echó una mirada al cuarto. —Por Dagda, es tan ordenada como todas sus habitaciones— resopló—. ¿No deseas desordenar un poco las cosas por aquí? ¿Quizá tocar con el codo el tapiz para que cuelgue algo torcido? ¿Arañas seductoras tejiendo grandes telarañas en las esquinas y coleccionando polvo? Asumiendo, por supuesto, que el polvo poseyera el descaro de amontonarse en las cámaras del laird de Brodie. Hay momentos en que incluso sospecho que los elementos no se atreven a cruzarse con él—. Caminó hacia la cama perfectamente cubierta con las mantas pulcramente plegadas. Zambullendo sus brazos bajo ellas, las empujó en una pelota—. ¿No le gustaría arrugar simplemente un poco la cama y desafiar su sentido del orden? Lisa dibujó una sonrisa. Estaba tranquilizándose al oír a alguien divertirse con el disciplinado laird de Brodie. La limpieza del cuarto la había incomodado. La cama había sido envuelta tan herméticamente que ella había tenido que pelear con las mantas de abajo para dormir la noche anterior. Las había dejado en un enredo, pero cuando había vuelto de descender por la pared, ya estaba rehecha perfectamente y no había osado dormir tan perversamente de nuevo. —Sí— ella estaba de acuerdo. —Sí— él corrigió, con su hermoso acento—. Sí y no y hacerlo y no hacerlo. —No pienso que vaya a usar mucho la palabra hacerlo— dijo ella, avergonzada. Él la miró de arriba abajo.
—Bien, deberías. Eres una muchacha encantadora, y si alguna vez me encontré a un hombre que necesite hacerlo, es Circenn Brodie. Lisa enmascaró su sorpresa rápidamente. Ella había percibido al laird como un hombre que lo hacía con gran frecuencia. —Casi parece como si estuvieras animándome. ¿No deseas matarme también? Duncan resopló, y juntando las mantas en una cómoda almohada, se dejó caer en la cama. —A diferencia de Circenn y mis hermanos, yo no veo todo en términos de blanco y negro. A veces las cosas malas les pasan a las personas buenas. Considero inocentes a las personas, a menos que sea probada su culpabilidad. Tu aparición con la botella no necesariamente significa culpa. Además, él dijo que le entregaste la botella cuando la pidió—. La miró pensativamente—. Dijo que la encontraste en un lugar que exhibe artefactos. Realmente debes estar asustada por todo esto. —Gracias— exclamó Lisa—. Eres la única persona que se ha detenido a pensar acerca de cómo me siento. —Siempre considero cómo se siente una mujer— contestó él blandamente. Lisa no tenía ninguna duda de eso, pero se dio cuenta de que flirtear con Duncan Douglas podría ser un callejón sin salida. Por lo que guió la conversación de nuevo a Circenn. —Él comprendería que soy una víctima inocente si alguna vez dejara de gruñirme e intimidarme. Todo lo que quiero es volver a casa. No escogí venir aquí. Necesito regresar a casa. —¿Por qué? ¿Tienes allí un amante a quien tu corazón extraña? —No es eso. Pero tengo responsabilidades. —¡Och!— Duncan se interrumpió y ondeó una mano—. No digas esa palabra ante mí. Aborrezco esa palabra, detesto esa palabra. Es una palabra sin sabor. —Y una palabra muy importante— dijo Lisa—. Hay cosas que debo cuidar en mi tiempo. Duncan, debes persuadirlo de enviarme de regreso. —Muchacha, Circenn no puede enviarte de regreso. Él no puede manejar el tiempo. Puede tener cualidades un poco extrañas, pero enviar a las personas a través del tiempo no está entre ellas. —¿Me podría enviar la botella?— preguntó ella rápidamente y estudió a Duncan cuidadosamente para calibrar su reacción. El rostro del hombre se ensombreció como el de Circenn cuando ella se lo había mencionado. —No— dijo él sucintamente—. Y no recomendaría planteárselo a Circenn. Es condenadamente quisquilloso sobre esa botella y sólo incitarás sus sospechas si sigues inquiriendo sobre ella. Una gran parte de lo que apoya tu inocencia es que tú la cediste tan fácilmente. Lisa suspiró interiormente. Grandioso; porque si ella fuera y la buscara, si la atrapaban sólo la haría parecer culpable. —¿No conoces ninguna manera de que pueda volver casa?— presionó ella.
Duncan la miró curiosamente. —¿Por qué deseas tanto regresar? ¿Es tan desagradable aquí? Cuando te vi mirar fijamente fuera de la ventana más temprano, estabas mirando el mar con una expresión de placer. Parecía que encontrabas este país bonito. ¿Estaba equivocado? —No, no estabas equivocado, pero ése no es el punto. —Si no me dices por qué estás tan desesperada por volver, tengo miedo de no poder sentir mucha simpatía por ti— dijo Duncan. Lisa suspiró y echó una mirada lejos. Ella podría ponerse a llorar si empezaba a hablar sobre Catherine. —Alguien que me ama muchísimo me necesita, Duncan, ahora mismo. No puedo fallarle a ella. —Ella— repitió él, y pareció contento—. ¿Quién? Lisa lo miró. —¿No es más que bastante? Alguien depende de mí. ¡Y no puedo decepcionarla! Duncan la estudió, evaluándola. Finalmente extendió sus manos en el aire. —Lo siento, muchacha, pero no puedo ayudarte. No conozco ninguna manera de que vuelvas a tu tiempo. Sugiero que confíes cualquiera de tus predicamentos a Circenn. —Pero dijiste que él no puede regresarme— dijo Lisa rápidamente. —No, pero es un gran oyente. —¡Ja! Un nabo escucharía mejor— dijo ella, y rodó los ojos. —No juzgues al hombre que ves en la superficie, muchacha. Hay profundidades y profundidades en Circenn Brodie. ¿Crees que te matará? Lisa vio en sus ojos oscuros la convicción de que Circenn Brodie no lo haría. —¿No puede obligarse a sí mismo a hacerlo? —¿Qué piensas tú? —Pienso que aborrece pensar en ello. Aunque gruñe y me lanza miradas furiosas, creo que está más enfadado consigo mismo que conmigo la mayor parte del tiempo. —Muchacha lista— dijo Duncan—. Él está de hecho enfadado porque se debate entre dos juramentos. No creo que piense de verdad que eres una espía, o culpable de algo. Si por algo está enfadado, es por haber hecho el juramento en primer lugar. Circenn nunca ha roto su palabra antes, y no se siente bien con eso. Le tomará tiempo aceptar lo que percibe como un fracaso. Una vez que lo haga, no mantendrá ningún juramento sobre tu vida, aunque en consecuencia sea condenado. —Bien, es un alivio— dijo Lisa. Se le ocurrió que quizás Circenn y su amigo estaban simplemente jugando al policía bueno-policía malo, pero no sabía para qué. Observó a Duncan con curiosidad. —¿No tienes preguntas sobre cómo es mi tiempo? Yo las tendría si fuera tú. La expresión de Duncan se puso seria. —Soy un hombre que está satisfecho con su lugar en la vida, muchacha. No tengo ningún deseo de conocer el futuro, ningún deseo de entrometerme. Una fracción pequeña de una vida pequeña es lo bastante buena para mí. Tales cosas están mejor
ignorándolas. Mientras menos sepa sobre tu tiempo, podremos trabajar mejor para ayudarte a adaptarte a mi tiempo. Hablar de tu siglo sólo lo mantendría vivo para ti, y, muchacha, como no conozco ninguna manera de regresarte, me manifestaría en contra de aferrarse a cualquier recuerdo. Lisa hizo una respiración profunda y la exhaló despacio. —Entonces enséñame, Duncan— dijo ella tristemente—, pero seré honrada contigo: no tengo ninguna intención de rendirme. Si hay un camino a casa para mí, lo encontraré.
Circenn paseaba por el patio, dando irritados puntapiés a las piedras sueltas. La terraza necesitaba ser reparada, notó, como el torreón mismo. Estaba cansado de vivir en castillos a medio quemar, no debido a la falta de comodidades, lo que escasamente lo molestaba, sino porque el caos general y abandono de Dunnottar reflejaban su propio estado con demasiada precisión. Miró la piedra angular del torreón. Durante el último sitio, la gran piedra que sostenía la torre había sido empujada fuera del centro, causando que la pared sobre ella se debilitara peligrosamente. Y él se sentía justo así, como si su piedra angular estuviera desequilibrada y su fortaleza entera pendiera de manera amenazadora. No más, pensó. Él había proferido su última mentira, había roto su última regla. Había considerado seriamente el asunto y había decidido que la escapatoria de Duncan lo protegía de hecho de romper realmente su juramento. Aceptaría ese desaire como una interpretación de sus reglas. Si Adam se presentara, simplemente le señalaría que él no la había matado todavía. Pero mentir sobre quién era, y tomar en consideración intimar físicamente con ella… ah, aquello era inaceptable. No proferiría ni una mentira más, ni se permitiría ser tentado por ella. Suspirando, se dirigió hacia el patio exterior, resuelto a sacar uno de los sementales del establo para un duro paseo. Cuando galopaba hacia abajo de la cuesta rocosa, notó una nube de polvo que se movía en espiral más allá del puente de tierra detrás del torreón, en el mismo momento en que su guardia gritó una advertencia. Entrecerrando los ojos, estudió la nube de polvo que se acercaba. Su cuerpo se tensó, ávido de batalla. Sería bueno luchar ahora mismo, conquistar, reafirmar su identidad como guerrero. Cuando los primeros jinetes coronaron el promontorio, la adrenalina que inundaba su cuerpo se alteró para desanimarse rápidamente, y entonces la reemplazó algo semejante a la desesperación. El estandarte de Robert Bruce se extendió entre sus portadores anunciando su llegada para relevar a los hombres de Circenn y enviarlos a casa de Brodie. Y eso en cuanto a haber dicho su última mentira, pensó sardónicamente, ¡ja! Ahí
venía el "primo" de la muchacha.
CAPÍTULO 11 Circenn montó como un hombre poseído o quizás, pensó, afligido, o —con más precisión— obsesionado con una imprevisible y alta mujer, para interceptar a Bruce antes de que él pudiera alcanzar el torreón. Mientras cabalgaba, se maravilló de cómo su pequeña decisión de no matarla todavía había creado a su vez docenas de problemas. Cada vez que intentaba arreglar uno de esos inconvenientes, sólo creaba un nuevo juego de complicaciones. Ya comprometido así, no podía retroceder. No se atrevió a dejar de perpetuar las mentiras que él mismo había empezado sin arriesgarse a exponerla. Robert levantó su mano saludando y rápidamente se apartó de sus tropas, sus guardias personales unos pasos atrás, pero no alejados de su lado. Dirigiendo el volumen de sus hombres hacia el torreón, azuzó a su caballo a iniciar un galope. La mirada de Circenn se detuvo en la guardia del rey. Instintivamente, dejó caer su barbilla, mirando por debajo de sus cejas. Ni un asomo de sonrisa tocó su rostro. En el idioma de los guerreros, la cabeza baja, la mirada fija eran un desafío. Circenn asumió la postura inconscientemente, su sangre respondiendo a los dos hombres que flanqueaban a su rey. Era el instinto simple y eterno de un lobo cuando se confrontaba con otro lobo poderoso que se acercaba furtivamente al mismo territorio. Nada personal, sólo una necesidad de reafirmar su masculinidad y superioridad, pensó con una mueca interior. Cuando Circenn había visto a Robert por última vez, el rey no había tenido a esos dos hombres con él. Su presencia significaba que los clanes más profundos de las Highlands tomaban ahora la vanguardia de la guerra. Circenn estaba contento de que su rey mereciera que dos de los guerreros más legendarios lo protegieran. Eran hombres macizos con ojos sobrenaturalmente azules que los identificaban como Berserkers. —Circenn—. Robert lo saludó con una sonrisa—. Ha pasado demasiado tiempo desde la última vez que nos vimos. Veo que Dunnottar todavía es la ruina de la que salí el otoño pasado—. Su mirada vagó por el paisaje anormalmente crecido, los montones de piedras, las rocas teñidas de negro del torreón. —Bienvenido, milord. Espero que hayas venido a decirnos que es tiempo de juntar fuerzas con tus hombres— dijo Circenn significativamente—. Desde que Jacques de Molay fue quemado en la hoguera hace quince días, mis Templarios están hirviendo por la necesidad de batallar. No sé cuánto tiempo más podré aplacarlos con misiones menores. Robert agitó su cabeza, una sonrisa torcida encorvando su boca. —Eres tan impaciente como siempre, Circenn. Estoy seguro de que sabrás guiar a tus
Templarios, como siempre lo haces. Me sirven mejor en sus misiones furtivas que en el frente por ahora. La docena que he introducido en mis tropas ha hecho cosas notables. Confío en que mantendrás el resto listo para mi comando—. Él gesticuló a su guardia—. Creo que conoces a Niall y Lulach McIllioch. Circenn inclinó su cabeza. Cuando su mirada se movió sobre los hermanos McIllioch, sonrió con anticipación. Un movimiento de cualquiera de ellos y él estaría pegado a sus cabalgaduras y a sus gargantas. Admitía que la reyerta acabaría en risa, pero cada vez que veía a esos dos hombres reaccionaba de la misma manera. Eran los guerreros más fuertes con los que él entrenara en la vida, y luchar con ellos era tan estimulante como fútil: él no podía vencer a un Berserker más de lo que un Berserker podía vencerlo a él. Sus luchas acababan en empate cada vez. Por supuesto, combatían de uno en uno; Circenn no tenía ninguna duda de que si alguna vez los dos combinaran fuerzas, lo derrumbarían con un pequeño esfuerzo a menos que usara magia. —Brodie— dijo Lulach con una inclinación. —Quizás tengamos tiempo para un juego de espadas antes de que vuelvas a Brodie— ofreció Niall—. Creo que podrías aprender otra lección— provocó. —¿Y piensas que puedes enseñarme alguna?— nada le gustaría más que encauzar su frustración en el desafío de una lucha, pero su mente estaba consumida por el problema que tenía entre manos—. Quizás después—. Los sacó de sus pensamientos y se volvió hacia Robert—. ¿Podríamos hablar en privado, milord? Bruce asintió con la cabeza a Niall y Lulach. —Vayan adelante. Estaré bien custodiado con Brodie. Me uniré a ustedes enseguida. Circenn lo rodeó con su caballo y Robert y él montaron en silencio hasta el borde del precipicio. Robert observó el mar y respiró profundamente el frío, salado aire. Las olas chocaban contra las piedras debajo y levantaban espuma color de plata que rociaba los precipicios. —Amo este lugar. Es salvaje y lleno de poder. Cada vez que visito Dunnottar lo siento colarse en mis venas, renovándome. —Este acantilado tiene ese efecto—. Circenn estaba de acuerdo. —Pero quizás lo que percibo no es nada más que los fantasmas de los muchos hombres valientes que han muerto y defendido esta codiciada roca—. Robert permaneció callado un momento, y Circenn supo que estaba reflexionando sobre el número de escoceses que habían caído y continuarían cayendo antes de ver a su país libre. Esperó hasta que Robert se despegara de sus pensamientos. —Aún así no se compara con el Castillo Brodie, ¿verdad? Debes estar ansioso por volver. —Más ansioso por unirme en la batalla— dijo Circenn rápidamente. Cansado de defender los sitios críticos, cansado de proteger y de mantenerse sólo en medio de la corriente de mensajes; necesitaba enterrar su frustración en el calor de la batalla, que todo lo consumía.
—Sabes que te necesito en otros lugares, Circenn. También sabes que los Templarios son cazados por el precio de sus cabezas. Aunque les he dado santuario, manteniéndolos fuera de la fuerza, eso invitaría a un ataque antes de que esté listo. Los míos han afeitado sus barbas y dejado sus túnicas y se han hecho pasar por escoceses. ¿Se aferran los tuyos todavía a sus costumbres? —Sí, hace mucho tiempo que rompieron algunas de sus reglas. Pero yo podría persuadirlos, si pensaran que con eso se les permitiría emprender la guerra. Podríamos ayudar a recuperar algunos de los castillos— señaló Circenn irritado. —Me ayudas mejor precisamente donde estás. Convocaré tus fuerzas privadas a batallar cuando esté listo y ni un momento antes. Pero no deseo discutir, Circenn. Dime lo que está pesando tan gravemente en tu mente que has salido a caballo para saludarme con un semblante extraordinariamente austero, incluso para ti. —Necesito pedirle un favor, milord. Robert arqueó las cejas. —¿Formalidad entre nosotros en privado, Circenn? ¿Con nuestro pasado? Circenn sonrió débilmente. —Robert, necesito preguntarte si puedes concederme un don, y que no me cuestiones, sino que simplemente lo concedas. Robert anguló su caballo más cerca de Circenn y puso una mano en su hombro. —¿Quieres decir otorgar mi confianza como cuando tú confiaste en mí hace tantos años, aún cuando yo había luchado para Longshanks contra mi propia patria? ¿Quieres decir depositar mi fe tan firmemente como tú me concediste la tuya cuando no tenías ninguna razón para creer que yo no cruzaría las líneas y regresaría de nuevo a Inglaterra?— la boca de Robert se encorvó en una sonrisa amarga—. Circenn, no hace demasiado tiempo me diste una razón para creer en mí mismo. Cuando viniste a mis convocatorias no sabía nada de ti, pero se rumoreaba que eras el guerrero más feroz de todas las Highlands. Creí que contigo apoyándome, podría recobrar la libertad de Escocia. Viniste a mí, y me diste tu lealtad cuando no lo merecía. No tenías ninguna razón para confiar en mí todavía, y en la fuerza de tu fe yo redescubrí la mía propia. Desde ese día creo que he ganado un lugar de nuevo en esta tierra. Pregunta. Pregunta y será tuyo. Las palabras de Robert tenían el impacto de un puño en los intestinos de Circenn. Su rey le daba su fe y su confianza, y estaba esperando que Circenn le pidiera que lo ayudara a romper un juramento y perpetuar una mentira. ¿Qué diría Robert si averiguaba la verdad? Circenn suspiró. —Es una mujer— dijo finalmente—. Necesito que la presentes como tu prima, y cuando te la encuentres, pretender que es la renovación de un viejo conocimiento mutuo. Primo de sangre de Lisa MacRobertson. Robert rió. Sus ojos chispearon y silbó. —Con placer. Hace mucho tiempo que deberías haber tomado una esposa y tenido
hijos para continuar tu estirpe. Esta tierra necesita tu sangre para luchar por nuestra libertad. —No es ese tipo de... —¡Por favor!— Robert levantó sus manos—. Veo en tus ojos qué tipo de situación es. Veo la pasión que sólo he visto en la batalla. También veo incomodidad, lo que me dice que tienes sentimientos profundos en este asunto. Y ya que no he visto esos sentimientos en ti por demasiado tiempo, estoy satisfecho. Está hecho. Estoy ansioso por reencontrarme con mi 'prima'. Sentimientos profundos, de hecho, pensó Circenn de mal humor, profundamente disgustado conmigo mismo. Pero si Robert necesitaba creer que había un interés matrimonial en el pedido de reconocerla, que así fuera. El resultado final era lo que importaba. En unas horas, él, sus hombres y Lisa estarían en camino a Brodie, y Robert no se vería envuelto en el problema. La mujer nunca necesitaría saber que él había asegurado la cooperación del rey llevándolo a creer que la quería. Circenn permanecía callado, atormentándose en su culpa, avergonzado de que su rey hubiera confiado en él tan prontamente. —¿Recuerdas cuando estábamos en las cuevas del valle de North Esk?— preguntó Robert, su mirada en el horizonte. —Sí. —Era la hora más negra de mi vida. Yo había guerreado contra mi propia tierra natal para obtener riqueza, tierras y la promesa de Longshanks de que protegería a mi clan. No sé si por compartir demasiado whisky contigo, o inspirado por un momento de claridad divina, me vi a mí mismo como un traidor ante mis propios antepasados. ¿Recuerdas la araña? Circenn sonrió. ¿Recordaba la araña? Él la había obligado, compelido a realizar su labor ante los ojos de Robert mientras sanaba de las heridas de una batalla, y mirando a la araña tejer su tela palmo a palmo a pesar de que se rompía una y otra vez; así, Robert había recordado su propia fuerza y determinación. Cuando la araña había tenido éxito en la séptima prueba, Robert Bruce había arrastrado su cuerpo y su alma golpeados de la tierra húmeda de la cueva y había agitado su puño hacia el cielo, y la batalla para liberar a Escocia había empezado en serio. Robert lo consideró intencionadamente. —Nunca he visto una araña de ese tipo, antes o después de eso. Uno casi se preguntaría si fue un hecho natural. Pero yo no cuestiono algunas cosas, Circenn. Ahora tráeme a tu mujer.
Después de que Duncan dejara su cámara, Lisa esperó tres minutos y golpeteó con su pie, impaciente; entonces se aventuró en el vestíbulo, decidida a encontrar la botella. No
había hecho más de medio camino por el corredor, cuando Duncan regresó y la llevó de nuevo hacia los escalones. —Pensé que te habías ido— exclamó ella. —Y lo hice. Entonces miré fuera de la ventana. Tenemos un problema y sugiero que empaques. —¿Empacar qué? ¡No tengo nada! —Las cosas de Circenn. Ponlas en los cofres y los hombres los cargarán. Nos iremos a caballo muy pronto. Posiblemente tan pronto como podamos. En cuanto yo pueda sacarte furtivamente del castillo— murmuró él, respirando nerviosamente. —¿A dónde?— exclamó ella—. ¿Qué sucede? Duncan se acercó discretamente a su lado, la tomó con no demasiada suavidad del brazo, y la dirigió hacia el vestíbulo y las cámaras de Circenn. —No voy a preguntarte lo que estabas haciendo fuera de tu cuarto. Presiento que lo mejor es no saberlo. Pero, muchacha, cuando eché una mirada fuera de la ventana vi a tu 'primo' que llegaba para relevarnos en Dunnottar. A menos que desees encontrártelo y hablar de cosas pasadas y de viejos tiempos que nunca sucedieron, sugiero que te quedes fuera de la vista y hagas cuanto yo te diga. ¿Me complacerías por favor ahora y me brindarías obediencia ciega? Puede mantenerte viva. —¿Intentaría alguien realmente dañarme si supieran que soy del futuro? La expresión de Duncan era malhumorada. —Los Templarios no confían en las mujeres, no quieren magia druida, y sienten que nunca hay una razón valedera para romper un juramento. Si descubren que Circenn mintió sobre ti, perderán su fe en él, y si lo hacen, no estará en posición de protegerte. Para no mencionar el hecho que Bruce también se preguntará quién eres. Entonces sabrá que eres del futuro, y och, que no deseo pensar siquiera en eso. Debemos esconderte. —Empacaré— ofreció ella apresuradamente. —Buena chica—. Duncan giró y corrió abajo hacia el corredor.
Lisa terminó de empacar en quince minutos, después de haber simplemente tirado todo lo que no era demasiado pesado en los muchos cofres esparcidos en el cuarto. Después, caminó entre la puerta y la ventana durante otros diez minutos, intentando convencerse de que no debía, bajo ninguna circunstancia, dejar el cuarto. No estaba funcionando. En el torreón justo debajo de su cuarto, había leyendas caminando y hablando, planeando... Incapaz de resistirse al señuelo de las voces de la historia, se deslizó fuera de la cámara y siguió el ruido al balcón que rodeaba el gran hall. Sin el tejado, el vestíbulo estaba helado, pero los hombres no parecían notarlo, y ninguno de ellos miró hacia arriba, mientras se ponían al día en los planes de batalla.
Ella acechó desde la cima de las escaleras mirando ocultamente desde detrás de la balaustrada y preparada para agacharse y esconderse en cualquier momento. Sabía que Duncan la estrangularía si tuviera la más mínima idea del riesgo que estaba tomando, pero el señuelo era irresistible: ¿cuántas mujeres del siglo XXI podrían declarar haber visto a Robert Bruce planeando la derrota de Inglaterra, batalla por batalla? No era que fueran a creerla, pero allí estaba él, de pie debajo de ella, caminando, inclinándose sobre mapas y gesticulando enojadamente, orando, respirando, inspirando. Su voz, rica y fuerte, era persuasiva y llena de pasión. ¡Dios del cielo, estaba mirando a Robert Bruce planeando vencer a Inglaterra! Los escalofríos recorrieron su columna vertebral. —Milady, ¿le gustaría reencontrarse con su primo?— dijo un hombre detrás de ella. Lisa hizo una mueca de fastidio. No había considerado que alguien podría aventurarse arriba, o estuviera arriba antes de que ella saliera. Había estado tan angustiada pensando que alguien abajo podría buscarla que no había prestado atención a los escalones. Ese hombre debía haberse deslizado mientras su mirada fascinada se había enfocado en el rey. Con el corazón martilleando, se volvió despacio para ver quién la había descubierto espiando y esperando que quienquiera que fuera pudiera ser persuadido de no decirle nada a Duncan o a alguien más. Era uno de los caballeros que ella había vislumbrado en el patio más temprano, cuando los había visto entrenar. Él hundió rápidamente una rodilla. —Milady— murmuró—. Soy Armand Berard, un caballero al servicio de su protector. ¿Puedo escoltarla escaleras abajo? El caballero se levantó y ella notó que aunque eran idénticos en altura, su cuello y hombros eran tan gruesos como los de un jugador de fútbol. Su pelo castaño era muy corto; sus ojos grises eran serios e inteligentes. Una barba espesa cubría su mandíbula, y ella vislumbró la llamarada de una cruz carmesí bajo sus múltiples túnicas. —No… er… no, tengo la certeza de que él está demasiado ocupado para mí. —Robert Bruce nunca está demasiado ocupado para el clan— dijo él—. Es una de las muchas cosas que admiro de él. Venga—. Él extendió su mano—. Yo la llevaré a él. —¡No!— exclamó ella, y entonces agregó más suavemente—. Circenn me aconsejó que me quedara en mi cuarto y se perturbará si descubre que lo he desobedecido. Él dijo que vería si yo tenía tiempo para hablar después con mi primo. —Él no se perturbará con usted. Nunca tema, milady. Venga. Bruce estará ansioso por verla de nuevo, y alegre por el placer del rey, el laird de Brodie perdonará su trasgresión. Es natural que estuviera alborozada por ver a su primo de nuevo. Venga. Él apoyó una mano alrededor de su muñeca y se apoyó en la balaustrada. —¡Milord!— gritó hacia abajo, al gran hall—. ¡Le traigo a su prima! Robert Bruce los miraba, con una expresión curiosa en su rostro.
CAPÍTULO 12 Lisa se heló. Era su culpa, se lamentó. Circenn Brodie le podría haber permitido vivir, pero su curiosidad la había entregado simplemente al golpe fatal. Primero, su curiosidad la había llevado a intentar conseguir un trabajo en el museo, para que pudiera aprender cosas. Entonces la había compelido a abrir el cofre y tocar la botella; y finalmente, la había sacado de su cuarto, en medio de una situación mortal. Estaba condenada. Retrocedió cuando Armand Berard tomó su mano y la dobló sobre su codo. Sus hombros cayeron derrotados, su barbilla resbaló hasta la nuez. Nunca permitas a nadie quitarte tu dignidad, Lisa, susurró Catherine en su mente. A veces es todo lo que uno
tiene. Su barbilla se levantó. Si iba hacia su muerte, por Dios que lo haría orgullosamente. Durante todo su sufrimiento, su madre nunca había abandonado su dignidad, y Lisa no haría menos. Inclinando su cabeza, acomodó su vestido y enderezó la espalda. Parecía eterno descender las pocas docenas de escalones. El vestíbulo estaba lleno de Templarios y los cansados hombres de Bruce, y casi cien guerreros la miraron curiosamente, incluyendo la intensa furia de cierto señor de la guerra que definitivamente parecía quererla muerta, y la mirada inquisitiva del rey de Escocia. Pegó una sonrisa desafiante en sus labios. Cuando alcanzaron el fondo, el moreno rey se separó de la muchedumbre. Se acercó a ella, y sus brazos se extendieron. —Lisa— exclamó él—. Qué encantador es verte de nuevo. Has florecido bajo el cuidado de Circenn, como sospeché que lo harías. Él la envolvió en un abrazo feroz, y su rostro se enterró en una barba espesa que olía a humo de madera, a país libre. Ella devolvió el abrazo y ocultó la aturdida expresión en su mejilla. Circenn debe haberlo encontrado primero, comprendió. La apretó tan estrechamente, que ella casi rechinó. Pero cuando dio tiernos golpecitos a su trasero, Lisa gimió e intentó retroceder. Él le estaba sonriendo abiertamente. Cerca de su oreja, susurró: —No temas, muchachita. Circenn me dijo todo. Estoy contento de que él haya escogido una esposa. ¿Esposa? Ella gimió de nuevo, con las rodillas debilitadas. Ciertamente ese sobrecrecido, ceñudo bárbaro no pensaría que ella se casaría con él sólo para permanecer viva, ¿verdad? Echó una mirada por encima del hombro de Bruce y vio a Circenn unos cinco pasos detrás, mirándola con una luz intensa que le decía sin palabras: Obedece. Compórtate. Pensándolo dos veces… —¿Le dijo eso? Me prometió que no lo anunciaría todavía— mintió ahogadamente. Si eso era lo que Circenn había dicho y la mantenía viva, ella estaría de acuerdo por el momento. Habría mucho tiempo para enmendar las cosas después.
—No, muchacha, él no lo dijo. Sus ojos lo hicieron. ¿Los ojos de quién había mirado?, se preguntó, porque los únicos ojos que ella había visto llevaban la intención de asesinato en sus profundidades. Bruce sonrió ampliamente. —Espero que seas tan fecunda como una liebre. Necesitamos docenas de sus hijos en esta tierra. Él se rió y dio golpecitos a su abdomen. Lisa se ruborizó, interesada en que pudiera dar golpecitos a sus pechos e inquirir sobre sus habilidades para la lactancia. Había recibido golpecitos más que familiares del rey de Escocia, lo que la había emocionado más que el contacto de cualquier otro hombre, excepto Circenn. —¿No tiene tu clan buena semilla? —Uh… sí— dijo ella brillantemente, con otro rubor. Bruce alargó un brazo por detrás de él e hizo acercarse a Circenn, abrazándolos juntos. Por un momento, su pómulo se quebró contra el pecho de Circenn. Después de unos instantes del más incómodo abrazo en grupo, fue alejada de nuevo y Bruce echó su cabeza hacia atrás y gritó: —¡Les presento a mi prima, Lisa MacRobertson! Bruce caminó hacia atrás y los tocó con el codo para acercarlos más: tomó la mano de Lisa y curvó sus dedos sobre la palma, convirtiéndola un puño. Ignorando su mirada de confusión, puso el puño en la mano grande de Circenn. La mirada de Lisa voló al rostro del guerrero y ella vio furia allí, aunque el rey parecía haberlo olvidado. —Con gran placer doy a esta muchacha, mi querida prima, mano en puño, a mi laird favorito y caballero en nuestra causa bendita, Circenn Brodie, junto con cuatro feudos adicionales vecinos a su demesne. La boda será en Brodie cuando nos encontremos allí dentro de tres meses. ¡Aclamen a la futura señora de Brodie!— rugió Robert y sonrió a ambos. La mano de Circenn se cerró alrededor de su puño. Cuando el vestíbulo explotó en un alboroto, la mirada que él le dedicó era mortífera. —¡No te atrevas a mirarme así! Yo no le dije que... —siseó ella—. Tú eres quien le dijo que... Circenn aprovechó el caos momentáneo y la estrechó en sus brazos. Con la boca enterrada en su pelo, él gruñó en un tono ronco por el enojo: —Yo no le dije eso. El rey lo decidió, totalmente independiente de mí, por lo que, muchacha, si puedes salir de este siglo de verdad, sugiero que te pongas a imaginar cómo hacerlo antes de la tercera luna. O te encontrarás a ti misma casándote conmigo, y yo te prometo, muchacha, que no es algo que desees hacer. —¡Un beso para sellarlo, Brodie!— gritó Bruce. Sólo Lisa vio la mirada feroz en su rostro antes de que él la besara castigadoramente.
Galan encontró a Duncan tirado en el piso de las cocinas, sosteniéndose sus costados. Cada pocos segundos hacía una profunda, jadeante respiración, tartamudeaba, y entonces se perdía de nuevo en olas de risa. Galan lo miró repetir la sucesión ridícula varias veces más antes de tocarlo en el codo con la punta de su bota. —Podrías detenerte— dijo irritado. Duncan abrió la boca y golpeteó su pecho con el puño, entonces se derrumbó de nuevo en estrepitosas carcajadas. —¿Ha-has jajajajaja visto su c-cara?— rugió Duncan sosteniendo su estómago. Los labios de Galan se estiraron bruscamente, y se mordió uno para permanecer serio. —Este es un problema, Duncan— regañó Galan—. Ahora él está casi comprometido con la jovencita. Duncan sólo contestó con otro rugido de risa. —¿C-casi? ¡Él lo es-está! —No sé que encuentras divertido en esto. Circenn va a estar furioso. —¡Pero él es-está a-atrapado!— hipó Duncan entre sollozos de risa. Entonces se levantó, tomó varias grandes bocanadas de aire, y finalmente intentó dominar su risa por el momento, las esquinas de su boca estiradas brusca, furiosamente. —¿No ves lo que debe haber pasado, Galan? Circenn debe haber pedido a Bruce que la reconociera, y el rey, conociendo a Circenn como un descendiente Brude, asumió por supuesto que Circenn deseaba que fuera de linaje real para que pudiera casarse con ella. Entonces, Robert fue un poco más allá, con el amable pensamiento de que estaba allanando el camino para que la mujer pudiera ser aceptada como su esposa. Pensaba que estaba dándole exactamente lo que quería a Circenn. —Oh, ¿realmente?— dijo una voz suave. Duncan y Galan se serenaron inmediatamente. —Milord— Ellos inclinaron la cabeza respetuosamente. —Me infravaloras— dijo suavemente Robert Bruce. —¿Dónde está Circenn?— preguntó Galan, mirando cautelosamente detrás del rey. —Dejé a Circenn en el gran hall aceptando felicitaciones con su nueva señora del brazo— dijo Robert llanamente—. ¿Piensas que no sé que el hombre ha tomado uno de sus ridículos juramentos de no casarse? Duncan miró admirado al rey. —Eres un bastardo listo. —¡Duncan!— rugió Galan—. ¡No te dirijas así al rey! Robert levantó su mano y sonrió abiertamente. —Tu hermano me ha llamado peores cosas cuando lo tengo aturdido con whisky y jovencitas. Él y yo nos entendemos bien, Galan. De hecho, fue mientras estábamos en una situación parecida en Edimburgo que discutimos esta misma preocupación. Pero ya
no será ninguna larga preocupación, ¿verdad? Arreglé lo que la mayor parte de tu clan no ha podido arreglar durante años—. Robert parecía enormemente satisfecho de sí mismo. Galan observó a Duncan. —¿Ahí era donde fuiste cuando dijiste que estabas consiguiendo suministros? ¿Con mujeres y bebiendo con el rey? ¿No tienes ningún sentido de responsabilidad? Duncan sonrió inocentemente. —Robert necesitaba aliviar un poco de tensión, y no conozco ninguna manera mejor. Y mientras nos entreteníamos grandiosamente con unas muchachas, discutimos el hecho de que Circenn no estaba muy dispuesto a hacer hijos para Escocia. Como Robert señaló, ha podido arreglar lo que ninguno de nosotros pudo. Yo, por mi parte, estoy agradecido. Galan agitó su cabeza. —Circenn nos matarían a todos si sospechara que ésta no es una inmensa equivocación. —Pero nunca lo sabrá, ¿no es cierto?— replicó Robert serenamente. Duncan estalló en risas de nuevo, y después de una perpleja, sobresaltada mirada, Galan se le unió. —No me casaré contigo— retumbó Circenn detrás de una enorme sonrisa. —Yo no te lo pedí— siseó Lisa a su vez, con una sonrisa vitrificada arqueando sus labios. Con un despliegue brillante de dientes, se sonrieron uno al otro, mientras aceptaban felicitaciones de varios hombres que estaban de pie en el vestíbulo. Cada vez que tenían un momento apartados, o apretaban sus bocas, uno de ellos siseaba al otro. En el enorme cuarto, parecían una pareja susurrando alegremente. —No pienses que esto cambia las cosas— espetó él, los labios estirados tensamente encima de sus dientes. —No fui yo la que le dijo una mentira— replicó Lisa, casi gruñendo. Sonrió con esfuerzo. —Felicitaciones, milord—. Armand Berard palmeó el hombro de Circenn. —Gracias— dijo Circenn y lo imitó, golpeando a Armand enérgicamente en el hombro. Las cejas de Armand se juntaron. —¿Por qué no nos lo dijo esta mañana, Circenn, cuando nos dijo quién era ella? Circenn ni siquiera hizo una pausa antes de contar otra mentira. Och, le llegaban rápida y furiosamente, con facilidad chocante. Intentó esbozar una medio sonrisa. —No estaba seguro de que el rey deseara anunciarlo, pero parece que estaba ansioso. —Milady—. Armand se inclinó encima de su mano y la besó—. Estamos contentos de que Circenn haya escogido establecerse y empezar una familia. Aunque los de nuestra orden no se casan, creemos que si un hombre no va a tomar un juramento de
celibato, debe tomar una esposa. Lo mantiene humilde y lo inclina hacia la sobriedad. Lisa sonrió brillantemente a Armand. Lo mantiene humilde, pensó. No había un solo hueso humilde en el cuerpo de Circenn Brodie. Aunque, detestaba admitirlo, no se había molestado en buscar uno. —¿Dónde fue él?— gruñó Circenn en el momento en que Armand se fundió en la muchedumbre. —¿Armand?— preguntó Lisa inexpresivamente—. Está allí—. Ella apuntó hacia atrás. —¡Rrroberrrt! Ese traidor bastardo—. Su gruñido era tan grave al pronunciar el nombre que las erres eran al final un gruñido débil convertido en t. —¿Cómo podría saber dónde está el rey?— Lisa rodó sus ojos—. Soy la última persona que sabe qué está pasando aquí. —¡Esta complicación entera es por desobedecer y dejar tu cámara! ¿No te dije que permanecieras en la cámara? ¿Cuántas veces te dije que debías permanecer en tu cámara? ¿No te dije por lo menos una docena de veces en los últimos dos días que no dejaras tu cámara? —Repetir la misma pregunta tres veces, de maneras ligeramente diferentes, no me hace inclinarme más a contestarte. No me hables como si fuera una niña. Y ni siquiera pienses en culparme de esto a mí— Lisa levantó la nariz y apartó su rostro—. Ciertamente nunca le dije a nadie que quería casarme contigo. Dejar mi cámara no nos convirtió en novios. Tú lo hiciste por ti mismo. Circenn la estudió a través de los ojos contraídos, entonces bajó su cabeza amenazadoramente cerca de la suya. —Quizás me casaré contigo, muchacha. ¿Sabes que una esposa debe obedecer a su marido en todas las cosas?— ronroneó contra su oreja. Dejó de fruncir el ceño abruptamente—. ¡Renaud!— palmeó a otro Templario en el hombro y sonrió dolorosamente. —Estamos contentos, milord— dijo Renaud de Vichiers formalmente. —Gracias— contestó Circenn—. Si me excusas, Renaud, mi novia se siente un poco extenuada. Está muy nerviosa—. Con una inclinación a Renaud, llevó a Lisa lejos de la muchedumbre y la empujó hacia una esquina del vestíbulo, sin preocuparse de lo que los demás pensaran. De momento, estaban tan solos como podían estar en un cuarto atestado. —No estoy nerviosa. Soy la imagen de la calma, considerando todo lo que he pasado. Y no quiero casarme contigo— dijo ella insolentemente. Su contestación enfrió su sangre: —En el lapso de tres meses, muchacha, ninguno de nosotros tendrá ninguna opción. Ahora te escoltaré a tu cuarto, y permanecerás en él esta vez. Informando desahogadamente hacia el vestíbulo que su futura esposa estaba sobreexcitada por la emoción, una mentirijilla que Lisa resintió porque la hizo parecer frágil, Circenn la guió escaleras arriba, su mano como una acerada tenaza apresando su
brazo. Él se detuvo en su puerta y le informó que si dejaba el cuarto, se aseguraría de que ella tuviera una buena razón para lamentarlo. Lisa abrió la puerta, y empezó a entrar, cuando él la haló de repente hacia sus brazos. Sin una palabra, cerró su boca brutalmente encima de la suya. Demasiado sorprendida como para resistirse, Lisa permaneció inmóvil, sus labios abriéndose ante la insistencia de su lengua. Él se lanzó entre sus labios en una imitación escandalosa del acto sexual, sondeando firmemente, retrocediendo, sólo para empujar de nuevo. Ella inclinó su cabeza hacia atrás, su cuerpo chispeando de vida. Él estaba enfadado, podía sentirlo en la violencia con que magullaba sus labios, y eso alimentó su propio enojo. Entonces se le ocurrió que besar era una manera útil y fascinante de expresar el enfado, por lo que se concentró en derramar toda su irritación y disgusto en su respuesta. Mordió, pellizcó, luchó contra su lengua con la suya. Cuando su lengua se retiró, ella la siguió y la chupó de nuevo en su boca, orgullosa de sí misma por haber ganado esa batalla. Cuando la besó tan profundamente que no podía respirar, dejó caer sus manos a su cintura, entonces las bajó aún más, sólo para demostrarle que ella estaba completamente al mando. Era un firme, musculoso trasero; el pensamiento fue acompañado por una ola de excitación cuando imaginó sus caderas poderosas que se tensaban en un ritmo eterno. Cuando sus dientes tocaron los suyos, un gemido floreció en su garganta. Ella levantó sus manos, las sumergió en su pelo y resbaló sus dedos a través de la seda negra. Sus dedos bajaron hasta la nuca, entonces envolvió sus brazos alrededor de él y lo besó de nuevo tan desinhibidamente que él se paralizó abruptamente, caminó hacia atrás, y la miró con fijeza, con una expresión sobresaltada. Por un instante, pareció complacido, entonces sus ojos se entrecerraron rápidamente. —No me gustas, y no toleraré que compliques mi vida. —Puedes decirlo de nuevo— dijo ella a través de los labios hinchados. —Entonces nos entendemos— dijo él. —Mm-hmm— respondió ella—. Perfectamente. —Bien. Se miraron fijamente. Ella notó que los labios de él estaban ligeramente más llenos. Ella había hecho eso. Sus propios labios se sentían hormigueantes, calientes, y ciertamente no terminaron de expresar su enojo. —No te olvides de quién está al mando en este castillo, chica— gruñó él antes de irse silenciosamente hacia el vestíbulo. Si así era como él afirmaba su mando, ella podría tener que desafiar más a menudo su autoridad.
SUBIENDO… ¿Cuál es tu sustancia, dónde te hiciste, qué millones de sombras extrañas existen en ti? Shakespeare, Soneto 53
CAPÍTULO 13 El viaje desde Dunnottar a Inverness y de allí al Castillo Brodie viviría mucho tiempo en la memoria de Lisa. Con desmayo, contó cada día de su jornada, sabiendo que cada día que permanecía allí lo estaba perdiendo en el futuro, y el pensamiento la hacía sentir miserable. Temía que mientras más lejos cabalgaran de Dunnottar, se hacían menores sus oportunidades de volver a casa. Sabía que probablemente no era verdad, porque si algo tenía el poder para regresarla era la botella, y sospechaba que Circenn no permitiría que saliera de su vigilancia. Más aún, cada paso que daba internándose más profundamente en la tierra vigorosa, salvaje, la hacía sentir como si estuviera un paso más lejos de su propia vida, más dentro de un reino en el que ella no tenía ningún dominio y en el que podría perderse completamente. Poco después de que Circenn la hubiera dejado en su cuarto, o con más precisión la había dejado abandonada en el vestíbulo, había enviado a Duncan y a Galan para que la escoltaran fuera del torreón, y los tres habían salido cabalgando. Circenn y el resto de su grupo se les habían unido horas después. Ella era agudamente consciente de que los caballeros la estudiaban de lejos, demasiado intensamente para su comodidad. No eran hombres que deseara tener alrededor, por lo que habló tan poco como fue posible y escogió sus palabras con gran cautela. La primera noche que viajaron por Escocia, una luna casi llena colgaba sobre los oscuros riscos y valles, y el trueno de más de cien caballos que llevaban cofres y equipaje y hombres pesadamente musculosos era ensordecedor. La tierra temblaba cuando galopaban sobre las colinas. Congelada a pesar del grueso plaid que cubría su vestido, estaba apabullada por las millas de país intacto, abierto. Aunque el cuerpo le dolió después de montar sólo unas horas, habría montado toda la noche para saborear la salvaje visión. Pensaba por completo distinto la siguiente mañana, sin embargo, y no habría montado en absoluto si hubiera podido decidir. Había pensado arrogantemente que estaba en buenas condiciones físicas, pero montar un caballo era bastante diferente del rappelling o las acrobacias, y comprendió rápidamente que sus habilidades atléticas la habían entrenado mejor para caerse del caballo que para permanecer sobre él con cierto grado de soltura.
La segunda cosa que permaneció en su mente fue Circenn Brodie, que montó a su lado todo el camino y sin hablar, pero mirando cada movimiento que ella hacía, cada expresión. Ella escondió bien su incomodidad, decidida a no revelar ninguna debilidad ante el guerrero infatigable. Desde que habían dejado Dunnottar, el hombre apenas le había dirigido dos palabras, y sólo la había tocado para ayudarla a apearse; ella podía imaginar que él estaba hirviendo en una sorda rabia. Sólo se marchaba de vez en cuando de su lado para hablar con sus hombres en voz baja. En cada pueblo que atravesaron, notó que las personas trataban a Circenn como si perteneciera a la realeza, y él se comportaba con reserva regia. Si parecía un poco apartado, a ninguno de los lugareños parecía importarle. Los niños lo miraban fijamente, con temor; los hombres viejos lo palmeaban en el hombro y sonreían orgullosamente; las miradas de guerreros jóvenes lo seguían con admiración. Estaba claro que el hombre era una leyenda en su propio tiempo. Pero con cada embelesada, coqueta mirada dedicada por una mujer bajo los párpados caídos, Lisa sentía una ola de irritación. En más de un pueblo, las mujeres encontraban siempre una razón para acercársele e intentar atraerlo para discutir "un asunto más en privado, milord". Se sintió satisfecha al ver que ninguna de ellas había tenido éxito. Sin embargo, no estaba segura si era porque él no estaba auténticamente interesado o porque estaban montando tan duro. Raramente dormían más de unas horas cada noche, pero ella estaba acostumbrada a un sueño inadecuado por trabajar en dos empleos. La tercera cosa que pesaba en su mente era la botella que, sabía ahora, Circenn tenía consigo, porque había alcanzado a vislumbrarla una noche cuando él buscaba algo en su baúl. Desgraciadamente el hombre tenía el sueño tan ligero que intentar conseguir la botella mientras estaba dormido sería un riesgo estúpido. Mejor esperar el momento correcto. Sería la última noche de su viaje, sin embargo, la que viviría mucho tiempo en su memoria; la noche que se acercaron al perímetro del Castillo Brodie. A lo largo de la jornada físicamente agotadora, Lisa se había preocupado por Catherine y se había preguntado quién cuidaba de ella, llorando silenciosamente bajo el amparo de la oscuridad. Todo el tiempo Escocia invadía sus venas sutilmente, y a pesar de su miedo y sentimiento de impotencia, sabía que estaba enamorándose. De un país. Era demasiado temprano para la primavera en las Highlands, pero podía darse cuenta de la tierra dormida que esperaba estallar en flor. Aunque sabía que debía encontrar un camino a casa, parte de ella lamentaba no permanecer mucho tiempo en el pasado, lo bastante para vislumbrar los valles llenos de brezos, mirar las águilas doradas volando sobre las montañas, ver la alfombra de helechos y espinos lujuriosos brotar con la primavera. La noche final de su jornada, el clima se caldeó ligeramente. Debido al agotamiento, sus emociones burbujeaban gravemente cerca de la superficie, y en las últimas horas ella había pasado de la euforia por la belleza de la noche de las Highlands al terror por lo que
su futuro podría deparar. Lisa no sabía lo que había esperado del Castillo Brodie, pero ciertamente no era la estructura elegante de piedra que había vislumbrado en la cima de las colinas distantes, cuando se había levantado en su silla de montar para ver tanto como fuera posible. Descendieron a un valle, y el castillo estuvo de nuevo oculto a la vista. El silencio sólo era roto por el golpe de los cascos contra el césped y los suspiros ocasionales de hombres alegres por regresar a casa. El cielo era profundamente azul, a minutos de ponerse negro-anochecer, la palabra que describía para ella el crepúsculo. El camino que seguían subía por un desfiladero estirado hacia el horizonte, y más allá de él, la casa de Circenn. Cuando subieron la cuesta, su mirada la encontró y ella suspiró a la vista que la saludaba. El Castillo Brodie era tan magnífico como el magnífico hombre que lo poseía. Brillantemente iluminado por antorchas, parecía de ensueño. Más allá de una verja arqueada que brillaba pálidamente a la luz de la luna, se alzaba una estructura de torres cuadradas y torreones, espirales altas y andadores bajos que se conectaban con las diversas alas. Una gran muralla abrazaba la propiedad, y con la verja cerrada, sería una fortaleza insuperable. Los guardias se acercaron furtivamente a los parapetos y rodearon el perímetro. Ella podía imaginar simplemente a docenas de sirvientes y sus familias dentro, andando de un lado para otro, la risa de sus niños llenando el aire. Seguros. A salvo y rodeados por su clan, gobernados por un guerrero que había comprometido su vida para protegerlos. Lisa sintió una punzada de anhelo imposible. Qué vida era esa... Algún día él se casaría de verdad y llevaría a su casa a una esposa en ese lugar mágico. Éste era su mundo: ese castillo magnífico que brillaba pálidamente gris a la luz de la luna, estos hombres que lo rodeaban luchando bajo sus órdenes y entregando sus vidas por él. Era un mundo demasiado increíble para ser parte de él, pensó. Se sentía dividida. Su necesidad de volver a casa batallaba con un deseo aplastante de pertenecer a un lugar así, estar rodeada por una familia. Agotada más allá de la posibilidad de poder autoengañarse, Lisa confrontó una verdad que había estado intentando evitar desesperadamente. Supo que no tenía ningún futuro parecido allí, ni en ningún otro lugar o tiempo.
Circenn siguió a Duncan y Galan a los establos del Castillo Brodie. Los acorraló contra una pared con la pura fuerza de su voz. —Te oí reír, Duncan— acusó, un músculo palpitando bruscamente en su mandíbula. Circenn parecía haber estado cociéndose a fuego lento durante la última semana, viendo la luz divertida en los ojos de Duncan, oyendo su risa, e incapaz de regañarlo delante de los Templarios. Ya sus Templarios habían dirigido miradas curiosas en su dirección,
confundidos por su genio malhumorado en el viaje. Duncan era la imagen de la inocencia. —Si te refieres al viaje hasta aquí, Galan y yo simplemente estábamos recitando poemas obscenos, nada más. —¿Galan?— resopló Circenn, incrédulo—. Galan no podría recitar un poema obsceno aunque el resultado de una batalla dependiera de eso. —Claro que puedo— protestó Galan—. Realmente no soy tan malo como piensas. —¿Comprendes que estoy absolutamente comprometido? ¿Comprendes que hice un juramento a Adam para matarla y a Robert para casarme con ella?— exclamó Circenn irritado. La diversión de Duncan no disminuyó ni una pizca. —Considerando que a Adam no se le permite visitarte sin invitación como parte del trato, si me preguntas, lo mejor que puedes hacer es casarte con la muchacha. Ella podría llevar mucho tiempo muerta para cuando Adam regresara a molestarte de nuevo. Dijiste que a veces pasan cincuenta años sin que te preocupes por él. Circenn se quedó rígido. Ella podría llevar muerta… no le gustó pensarla muerta, por su mano o por causas naturales. Aun cuando nunca cumpliera su juramento, ella moriría mucho tiempo antes que él. Como todos los demás, muriendo ante sus ojos. Habría un día en que enterraría a Duncan, cuyo pelo encanecería, sus huesos se volverían débiles, y sus ojos se nublarían por el tiempo. Él lloraría la pérdida de tal irreverente y apasionada vida, por un corazón tan lleno de alegría. Y enterraría a Galan, y a Robert y a sus sirvientes y sirvientas. Y a sus caballos, y a cualquier animal doméstico que fuera lo bastante tonto como para amar. Por esa razón, habían pasado siglos desde que se había permitido dormir con un sabueso favorito al pie de su cama. Al contrario del tiempo mortal que la mayoría de los hombres vivían, Circenn no encontrarían la muerte en una docena de veces, ni en mil, convirtiéndolo en el mayor estúpido si se preocupara por algo. Quizás por eso era por lo que Adam Black estaba tan aislado; después de mil muertes, él dejaba simplemente de preocuparse. Circenn se volvió sin otra palabra y dejó a sus fieles consejeros boquiabiertos tras de sí.
Lisa estaba de pie en el medio del patio, embelesada con la vista. Después de un gruñón "no te muevas", Circenn se había ido y había salido tras Duncan y Galan en el momento que pasaron por la verja. Ella había estado absolutamente satisfecha de no moverse, porque significaba que podría dirigir toda su admirada atención al castillo. Los caballeros surgieron alrededor de ella en olas, atendiendo los caballos y desempaquetando los cofres, mientras ella examinaba las líneas elegantes del castillo medieval.
La propiedad rectangular estaba rodeada por una poderosa pared de piedra. En la esquina nordeste, una capilla se situaba en medio de un bosquecillo pequeño de árboles. En la esquina noroeste, cerca de la pared principal en la que se alzaba la verja, había una serie de dependencias bajas que ella asumió eran las barracas de los soldados. No podía ver más allá del castillo, que se alzaba en casi toda la anchura de la propiedad amurallada. La pared del perímetro seguía las contorsiones de las cuestas y valles y se extendía hasta donde ella podía ver, intermitentemente flanqueada con torreones cada cincuenta yardas o algo así. Cuando Circenn la tomó por el codo, unos momentos después, ella se sobresaltó. —Ven— dijo él quedamente. Ella lo miró asombrada. En lugar de parecer enfadado, como había estado durante toda la semana de viaje, ahora él parecía triste. Y la molestó que él pareciera triste. Podía enfrentarse al enfado con el suyo propio, pero la tristeza sacaba sus instintos maternales y la tentaba a atraerlo a su lado, acunar su rostro suavemente, y preguntarle lo que estaba mal. Lograr conocerlo. Aliviarlo. Ella agitó su cabeza ante su propia idiotez. Ése era un hombre que claramente no necesitaba su ternura y compasión. Entraron en la puerta principal del castillo y él se marchó de su lado de nuevo, en medio de los sirvientes, dando órdenes quedamente. Lisa estaba de pie en el gran hall dando vueltas sobre sí misma despacio, boquiabierta. Wow. Durante la última semana, había empezado a asimilar algunas de sus expresiones arcaicas, pero en algunas circunstancias, sólo un "wow" completamente moderno podía interpretar sus emociones. Dunnottar había sido una ruina; el Castillo Brodie era el más fino castillo medieval. El gran hall era inmenso, con un techo alto y cinco hogares en cada una de las dos paredes, este y oeste, del cuarto, y un hogar central que parecía haber estado mucho tiempo inactivo. De las paredes colgaban tapices enormes, y una mesa larga, ornamentalmente tallada con docenas de sillas, ocupaba el frente de uno de los hogares. Ella miró hacia abajo, ansiosa de ver un suelo cubierto de paja de primera mano, pero se sintió defraudada al descubrir que el suelo era de fregada piedra gris pálida. Había abundancia de luz en el cuarto, y reconoció los "rushlights", velas de cera y sebo empalados en púas verticales, en un candelero de hierro con una base en forma de trípode. En el Museo de Cincinnati, habían tenido dos rushlights auténticos. Aquí, muchos se apoyaban en los anaqueles de la pared, mientras otros descansaban en las mesas esparcidas a través del vestíbulo. Había otros más, fijos en lazadas de hierro, llevadas sobre los brazos de los sirvientes. —Tu boca está abierta— dijo Circenn en su oreja. Ella pestañeó. —La tuya también lo estaría si te encontraras de repente en mi casa—. Él habría estado pasmado ciertamente con la televisión, la radio e Internet. —¿Está a tu gusto?— preguntó él rígidamente. —Es encantador— suspiró ella.
Circenn se permitió una pequeña sonrisa. —Vamos, han preparado una cámara para ti. —¿Durante los últimos dos minutos?— ¿Qué tan eficaz era su personal? —Envié una tropa exploradora primero, muchacha, y desde que esperan que tú seas mi esposa— él hizo una mueca— deben haber hecho un soberano alboroto. No te equivoques con mis actos. Difícilmente podría negar a mis sirvientes su… entusiasmo. La tropa les debe haber informado con placer que estoy comprometido en handfasted— murmuró secamente. Sin pensar, ella puso una mano en su antebrazo, llena de curiosidad, su animosidad temporalmente olvidada. —¿Por qué no te casaste antes de ahora? Él echó una mirada a la mano femenina en su brazo. Su contemplación se demoró largamente en sus dedos. —¿Qué? ¿Te has interesado de repente en mí?— preguntó, con el movimiento burlón de una ceja oscura. —Supongo que cuando te vi en Dunnottar, vi simplemente a un guerrero, pero aquí te veo... —¿Como a un hombre?— él terminó por ella, en un tono peligroso—. Qué intrigante— murmuró—. Tonto, pero intrigante. —¿Por qué es tonto? Eres un hombre. Ésta es tu casa— dijo ella—. Tus hombres te dan su confianza y lealtad, tus sirvientes están contentos de verte volver. Éste es un enorme castillo, y debes tener por lo menos treinta o treinta y cinco años. ¿Cuántos años tienes?—. Su frente se arrugó cuando comprendió que ella sabía muy poco de ese hombre. Circenn la observó indiferente. Con impaciencia, ella siguió acorralándolo. —¿No has estado nunca casado? ¿Piensas hacerlo algún día, o no? ¿No quieres niños? ¿Tienes hermanos y hermanas, o eres tan solitario como pareces ser? Sus ojos se entrecerraron. —Muchacha, estoy cansado del viaje. Imagina tus propias respuestas para que te agraden. Por ahora, permíteme llevarte a tu cámara, para que pueda seguir con mis otros deberes. Si te gusta concentrar tu mente en un enigma, piensa una manera de evitar una boda formal en menos de tres lunas. —Supongo que eso significa que no puedes matarme, ¿no es verdad?— dijo ella, medio en broma. Él frunció el ceño. —Correcto—. Entonces, cerca de su oreja para que nadie pudiera oírlo por casualidad, él dijo—: ¿Cómo podría matar a una prima del rey? ¿Cómo podría disponer de ti cuando me has sido dada en handfasted por Bruce? Estamos comprometidos ahora. Es una situación tan seria como estar casados. Matarte ahora me causaría más problemas que no cumplir mi juramento. —Así que tu juramento...
—Está completa y verdaderamente roto— él terminó amargamente. —¿Es por eso que has estado tan enfadado? —¡Deja de hacer preguntas!— tronó él. —Lo siento— dijo Lisa defensivamente. Él la guió hacia la escalera tomándola por el codo y la depositó a la entrada a su cámara, en el ala oeste. —Te enviaré agua caliente para que puedas refrescarte. Quédate en tu cuarto mientras dure la noche, muchacha, o puedo tener que matarte de todas maneras. Lisa agitó su cabeza y empezó a volverse hacia la puerta. —Dame tus manos, chica. Ella se volvió hacia él. —¿Qué? Él extendió sus manos. —Pon tus manos en las mías— no era un pedido. Lisa ofreció sus manos cautelosamente. Circenn las rodeó con las suyas y entrelazó su mirada con la de ella. Usó su cuerpo, con una inclinación sutil, con un ligero cambio y una dominación tácita, para apretar su espalda contra la pared de piedra al lado de la puerta, sosteniendo su mirada. Fascinada, ella no podía apartar sus ojos de él. Cuando él estiró sus manos sobre su cabeza, ella aspiró en un jadeo atormentado. Él se movió tan despacio que, apaciguada por un sentido falso de seguridad, Lisa no profirió una palabra. Suavemente, le acarició los labios con los suyos. Era increíblemente íntimo, besarse tan despacio y tiernamente. Si él la hubiera besado con ardor, no habría sido tan devastador. Con lentitud insoportable, la besó tan despacio que ella pudo oír una docena de sus propios latidos entre cada alteración ligera en la caricia de sus labios. Lisa dejó caer su cabeza atrás contra la pared y cerró los ojos, perdida en la fricción de los labios que acariciaban los suyos como si tuviera todo el tiempo del mundo. El castillo parecía de repente engañosamente callado, su respiración excepcionalmente ruidosa. Si fue durante cinco minutos o quince que él la besó de esa manera, ella no podría saberlo. Habría sostenido que había sido para siempre. Él capturó sus muñecas con una mano y, con la otra, delineó el contorno de su pómulo. Su corazón se hundió cuando comprendió cuán cerca estaba ella de ser seducida absolutamente por su tentador, lento y delicioso toque. Sus dedos apretaron una esquina de su boca y de sus labios partió un suspiro de placer. Él continuó besándola, pero no ofreció su lengua, controlando su impaciencia. Despacio. Suavemente. Con intimidad prolongada que la hizo consciente de cada matiz de lo que él estaba haciendo. Circenn se retiró hacia atrás, su mirada oscura, y paseó su dedo por su labio inferior. Instintivamente, ella tocó el dedo con la lengua. Con un grave gemido, él acunó su cabeza en sus manos, cerrado su boca encima de sus labios, y deslizó una caricia aterciopeladamente larga de su lengua contra la suya. En
el momento en que la joven se fundió contra él, Circenn se retiró atrás nuevamente, giró sobre sus talones, y se alejó en silencio. Sus labios ardían, y ella tocó su boca con la punta de sus dedos cuando él se dirigió al corredor. Al final del vestíbulo, Circenn echó una mirada por encima de su hombro, y cuando la vio de pie allí, con sus dedos presionando su boca, le dedicó una sonrisa de satisfacción masculina. Él sabía el efecto que había causado en ella. La joven caminó a su cámara y cerró de golpe la puerta.
Algo había cambiado entre ellos, comprendió Lisa, durante el viaje desde Dunnottar a Brodie. O quizás poco después de que hubieran llegado, cuando él se había marchado de su lado pareciendo tan enfadado, y al regresar tan triste. Él parecía más… humano, menos salvaje. ¿O estaba empezando a confiar en él, inducida por la noción de que no tenía a nadie más a quién acudir? Bostezando y ansiosa de recostarse en algo además que la tierra dura, echó una mirada a la cámara. Era bonita: de las paredes colgaban paños de seda y tapices que parecían haber sido robados de Inglaterra. El pensamiento la divirtió mucho; que Circenn decorara su castillo con géneros ingleses robados. Su cama, adoselada con cortinas de puro color marfil y cubierta con docenas de almohadas, era tan ancha que podría acostarse atravesada sin que sus piernas salieran del borde. La cabecera de la cama era una maravilla de dibujos y altorrelieves, y las sirvientas habían salpicado los rincones y grietas con hierbas y habían secado flores. Por supuesto, lo habían hecho para hacerla sentir bienvenida en su cámara, y porque pensaban que ella iba a ser la señora de ese castillo, pero Lisa sabía mejor que nadie que no sería así. No había ninguna manera de que ella todavía estuviera en el siglo XIV dentro de tres meses. Simplemente no era una opción. Lo veremos mañana, resolvió soñolientamente, calmada por el vino que había bebido y el fuego ardiendo suavemente; encontraría la botella y volvería a su propio tiempo. Flotó hacia el sueño y se durmió.
Lisa estaba corriendo tan rápido como podía, buscando a su madre a través de los pasillos del hospital. ¡Podría alcanzarla si los doctores dejaran de empujar tan rápidamente su cama! ¿No entendían que Catherine la necesitaba? Pero si lo sabían, los tenía sin cuidado. Ellos recorrieron un vestíbulo y el siguiente, doblaron a la derecha y después al revés, casi como si estuvieran intentando eludirla deliberadamente. Todas las veces que parecía alcanzarlos, su madre se esforzaba en sentarse, ofreciendo su mano implorantemente. Varias veces Lisa estuvo a punto de asir
esa mano frágil, sólo para perderla cuando los doctores se alejaban en un estallido súbito de velocidad. Finalmente los alcanzó cerca del escritorio de recepción. El escritorio estaba situado en una esquina, con un pasillo alrededor de él, pero había sólo un pasillo abierto a la izquierda. No había ninguna manera de que pudieran escaparse. Ella los interceptaría yendo por la izquierda, y tomaría a Catherine (¡pesaba tan poco ahora!) y la llevaría a casa, donde ella quería estar. Pero cuando corrió hacia allí y bloqueó el vestíbulo, un ascensor apareció en la pared previamente sólida, y los doctores se apresuraron a entrar allí a su madre, ante la reprobatoria mirada de Lisa. —¡Lisa!— gritó Catherine cuando las puertas empezaron a cerrarse. Lisa corrió hacia ella, luchando contra el aire de repente espeso que le impedía moverse. Miró con horror cómo la puerta del ascensor se cerraba y su madre se perdía para siempre.
CAPÍTULO 14 Armand montó rápidamente a través del bosque cuando rompió el alba sobre las tierras altas, escrutando frecuentemente encima de su hombro para comprobar que no lo hubieran seguido. Renaud había parecido demasiado curioso sobre su intención de dar una vuelta más allá de las paredes, pero Armand le había dicho que necesitaba meditar, que su fe se veía renovada a menudo por el amanecer y se encontraba recitando sus oraciones más fácilmente en el esplendor natural de Dios. Armand había rodado sus ojos y maldecido. El templo natural de Dios no era, ni sería en la vida, lo bastante para él. Ciertamente no ahora, viviendo en la pobreza abyecta y la humillación que había soportado desde el derrocamiento de su Orden. Anhelaba un tejado fino encima de su cabeza, ambientes lujosos, riqueza y respeto. Había perdido todas esas cosas cuando se habían escapado de Francia, echados por el Rey Philippe, que había deseado la riqueza de los Templarios. Muchos habían codiciado esa riqueza, y temido el poder creciente de los Templarios, pero sólo Philippe había sido lo bastante ambicioso e inteligente y se había valido de bastantes favores políticos para poner de rodillas a la poderosa Orden. Y ponerse de rodillas no era una posición que Armand pudiera aceptar. Su vida precisamente había sido como él la había querido, y cada día se acercaba a los verdaderos secretos de la Orden; se volvía más confiable y se enteraría de confidencias mayores. Como Comandante de Caballeros, casi había podido degustar el privilegio y el poder del círculo interno, que había estado trabajando para penetrar. Entonces habían empezado
los falsos arrestos y los caballeros se habían exiliado de su patria. Sólo un rey bárbaro, excomulgado, había estado deseoso de concederles clemencia. Cuando la Orden de Templarios había sido disuelto por decreto papal en 1307, ninguna orden de supresión había sido emitida en Escocia; y bajo Robert Bruce, los Templarios habían buscado asilo y se habían vuelto los Militi Templi Scotia. Ja, pensó malhumoradamente, más bien los Títeres de la Minucia de Escocia, porque bailaban ahora bajo la melodía de un nuevo rey, un rey que, aunque no deseaba dominarlos, no tenía riqueza para conferirles, ningún respeto y ninguna tierra. Ellos eran fugitivos, cazados y ultrajados. Pero Armand Berard no lo sería por mucho tiempo. Los recientes años de escaparse y esconderse, de pretender guardar la fe cuando la Orden había sido destruida absolutamente, habían afianzado su resolución. Su hermanos caballeros podrían esperar absurdamente reconstruir su Orden en Escocia y en el futuro recobrar su prominencia, pero Armand tenía mejor criterio. La hora luminosa de los Caballeros Templarios había pasado. Tuvo lástima de sus hermanos píos que creían que el poder nunca debía ser usado para ganancia personal. ¿Lo usaría uno alguna vez por otra razón? Maldijo y juró furiosamente. Había estado tan cerca del conocimiento prohibido del verdadero poder de los Templarios... Armand apretó los labios, se agachó al pasar bajo una rama baja y lanzó a su caballo en un trote cuando entró en el claro. Asintió con la cabeza al saludo del jinete cubierto que lo esperaba allí. —¿Qué tienes para nosotros, Berard? Armand sonrió. Había sido imposible comunicarse con su conspirador, James Comyn, mientras acampaban en Dunnottar, pero no había tenido nada que decirle en ese momento. Sin embargo, en la última semana, había descubierto información importante y había sabido que era un augurio de cosas buenas por venir. Armand Berard vendería sus servicios por riquezas y títulos en Inglaterra, y planeaba recuperar el tiempo perdido con vino y mujeres, y haciendo su camino en los círculos internos de la corte de Edward, por cualquier medio que fuera necesario. Era un hombre musculoso, atractivo, y los rumores decían que Edward tenía una afición especial por los servicios personales de los hombres bien parecidos. Armand sonrió mientras ponderaba cómo hacer que el rey inglés se inclinara a su favor en su testamento. —¿Has podido averiguar más sobre Brodie?— presionó Comyn con impaciencia. Armand contempló el rostro delgado y sádico de su compañero. Las blancas cejas canosas se arqueaban encima de unos pálidos ojos azules que eran más fríos que el lago más helado. —Poco. Es un hombre reservado y los más cercanos a él no hablan demasiado. Armand sostuvo las riendas e hizo una mueca. —Edward está decidido a poner sitio a su castillo. Quiere las santas reliquias, Berard, y se está impacientando. ¿Has podido confirmar que están allí?
—Todavía es un rumor. Pero ahora que estoy finalmente en su torreón, podré investigarlo mejor. ¿Eso es lo que Edward quiere, no un espía dentro de sus paredes? Debe estar satisfecho de que alguien haya podido penetrar Brodie finalmente, y debe concederme tiempo para investigar. Sería mejor que yo encontrara la lanza y la espada a que ataque sus paredes e intente tomarlas— advirtió Armand. Él los encontraría y entonces los vendería al mejor postor. Las cuatro reliquias habían estado bajo la protección de los Templarios hasta la caída de la Orden. Si pudiera poner sus manos en la Lanza que había herido el costado de Cristo, según la leyenda, no habría ningún límite a la riqueza y poder que podría obtener. Si también encontrara la Espada de Luz, que se rumoreaba ardía con fuego santo cuando se sostenía, su futuro estaría asegurado. Según se contaba, el Caldero y la Piedra del Destino también estaban en alguna parte del torreón de Brodie. Ahora que estaba alojándose en ese torreón, Armand aprovecharía la oportunidad. Para disuadir a los hombres de Edward de atacar el Castillo Brodie antes de que él localizara las santas reliquias, advirtió: —Brodie tiene cincuenta Templarios en su residencia, además de sus tropas, y si él posee los sagrados objetos, de hecho posee la habilidad de aplastarte tan pronto como abras su verja. Comyn respondió irritado. —Ya sabemos eso. Es lo único que ha refrenado la mano de Edward. —Además— agregó Armand pensativamente— me pregunto si él los tiene de verdad. Si lo hiciera, uno pensaría que los habría vuelto hace tiempo en favor de Escocia. —Quizás él se protege a sí mismo, como tú, y los guarda por el poder que ellos le dan. O quizás es un devoto, y cree que sólo pueden usarse por voluntad de Dios. —Escasamente, porque tengo los medios para atraerlo ahora— contestó Armand. Comyn se enderezó abruptamente y chasqueó sus dedos. —Información. Ahora. —Le costará— dijo Armand fríamente—. Gentilmente. —Edward pagará gentilmente si nos entregas el Castillo Brodie y a su notable amo. ¿Asumo que ya tienes un precio en mente? —Nada menos que mi peso en oro puro. —¿Y qué nos ofreces tú por semejante extravagancia? —Circenn se comprometió, recientemente, con una tal Lisa MacRobertson, prima de sangre de Robert Bruce— dijo Armand—. Yo la entregaré en tus manos. Cómo destruir Brodie con eso, es tu tarea. La excitación de James Comyn era palpable, y se trasladó a su montura, que se encabritó dibujando caprichosos círculos. Calmándolo con una blanca mano delgada, Comyn guió al caballo cerca de Armand. —¿Es hermosa?— preguntó él, los ojos relucientes. —Extraordinariamente— aseguró Armand y conociendo a la mujer, rogaría morir a manos de ese hombre mucho antes de que le fuera concedido—. Tiene buenas y
lujuriosas curvas. Una mujer ardiente, demasiado orgullosa para su propio bien. Comyn frotó sus manos. —Una vez que la tengamos, Brodie la seguirá. Edward se deleitará enjaulando y descuartizando a otro pariente de Bruce. —Te la traeré por el oro, un título y tierras en Inglaterra. —Ambiciosos, ¿verdad?— se mofó James. —Si yo trajera la Espada y la Lanza, podría pedir la corona— dijo Armand, con una sonrisa helada. —Por la espada y la lanza, podría ayudarte a conseguirla— ronroneó su compañero. Armand levantó su mano en un saludo simulado. —Por Inglaterra. Comyn sonrió. —Por Inglaterra. Armand montó para regresar al Castillo Brodie, complacido. Sólo necesitaba atraer a la mujer fuera de las paredes del castillo, y su nueva vida empezaría.
Lisa suspiró cuando buscó intensamente dentro del baúl. Cuatro días habían pasado desde que habían llegado al Castillo Brodie, y su búsqueda de la botella no había tenido éxito: estaba empezando a desesperar. El hombre podría tener mil lugares para ocultarla en un castillo tan grande. Por lo que sabía, la podría haber enterrado en los calabozos, un lugar que ella no tenía prisa en conocer. Entendió entonces la expresión "una aguja en un pajar". El Castillo Brodie tenía dos plantas, con docenas de otros pisos en los torreones y torres que parecían aparecer a intervalos inesperados, y si bien las alas circulares no tenían ninguno, sí tenían cuatro patios adjuntos. Más sencillamente, el castillo era tan grande que podría tomarle un año investigar completamente cada cuarto. Había intentado pensar como Circenn, ponerse dentro de su mente, pero había demostrado ser imposible; el hombre era un enigma para ella. La había evitado cuidadosamente desde su llegada y las comidas eran enviadas a su cuarto. Lo había visto caminar sobre la muralla exterior con sus hombres. Una vez, él había echado una mirada cuando ella lo había visto a través de una ventana, como si hubiera sentido sus ojos observarlo. La sonrisa que le había prodigado había sido apenas una visión de sus dientes y no mucho más; sus ojos habían estado distantes, preocupados. Insolentemente, ella le había soplado un beso para agitarlo. Había funcionado. Él había girado sobre sus talones rápidamente, envuelto en su capa, y se había alejado en silencio. Lisa frotó sus sienes y devolvió su atención al cofre en el que había estado investigando. Era mejor no pensar en él. —Aquí estás, muchachita. Estaba preguntándome dónde estabas en este ventoso
castillo viejo. Lisa dejó de revolver el baúl abruptamente y se dio la vuelta. Sus ojos se sentían arenosos y pesados; se había levantado de nuevo con la almohada mojada de lágrimas esa mañana. Recordó el sueño horriblemente oscuro que había tenido durante días, y se sintió ahogada por él. Pero sus pesadillas la habían compelido a actuar. Tenía que encontrar la botella. Sus manos cayeron a los lados. Eirren estaba a unos pasos, apoyado contra una silla, y la miraba con sus ojos luminosos de diversión. —¿Has encontrado lo que buscas?— preguntó. —No estaba buscando nada— mintió Lisa apresuradamente—. Estaba admirando el cuarto simplemente y preguntándome qué tesoros podría contener este cofre. No puedo evitarlo, soy una muchacha curiosa— agregó ella ominosamente. —Mi ma me decía que la curiosidad era uno de los ocho pecados mortales. —Hay sólo siete pecados— dijo Lisa defensivamente—, y la curiosidad puede ser una cosa buena. Lo anima a uno a aprender. —Nunca he querido aprender demasiado— dijo Eirren con un encogimiento de hombros—. Hacer es mucho más divertido que aprender. —Has hablado como un verdadero hombre— respondió Lisa secamente—. Tienes una necesidad horrible de una ma. Y hablando de eso, tú y yo tenemos una cita con agua caliente y jabón más tarde. Eirren se rió y se sentó en la silla. Sus piernas delgadas se destacaban bajo su plaid sucio y él las hizo balancear en el aire, sus pies girando desnudos. —No es un mal castillo, ¿verdad, chica? ¿Has visto la despensa? El laird está abastecido con una despensa fina, y organizaba las más grandes fiestas cuando no estaba planeando guerras o batallando. Aunque no han habido muchas fiestas en este castillo durante años. Triste— agregó, abatido—. Un muchacho podría morirse de hambre por la necesidad de jamones condimentados con especias y ciruelas azucaradas. Lisa tenía el presentimiento de que Eirren no necesitaba nada sin que su pequeña mente lista pudiera deducir un método para obtenerlo. —¿Cómo conseguiste llegar al Castillo Brodie, Eirren? No recuerdo haberte visto con los hombres cuando estábamos saliendo de Dunnottar. —Mi da y yo salimos más tarde esa misma noche. Nosotros no viajamos con las tropas. Mi da es de la gente del servicio; no está bien mezclarse con los guerreros. —¿Quién es tu da?— preguntó ella. —No lo conoces— él contestó y brincó de la silla—. Oí que el laird les dijo a sus hombres que eras prima de Bruce— dijo Eirren, cambiando de tema rápidamente—. ¿Es verdad? —No— dijo Lisa y se preguntó por qué confiaba tanto en él como para compartir confidencias. Posiblemente porque no tenía a nadie más en quien confiar, y si no podía confiar en un niño, ¿en quién podría hacerlo entonces?—. Te dije que no soy de este tiempo.
—¿Tienes que ver con los fae? —¿Qué?— preguntó Lisa inexpresivamente. —Las hadas que nosotros tenemos en Escocia. Son una gente pequeña y taimada y pueden manejar el tiempo. —En realidad, el laird es responsable de que esté aquí. Él maldijo algo y me trajo cuando yo lo toqué. Eirren agitó su cabeza despectivamente. —Ese hombre nunca pudo maldecir bien nada. Pensé que dejaría de intentarlo. —¿Maldijo otras cosas antes?— preguntó Lisa. Eirren agitó su cabeza. —No me preguntes, muchachita. Debes hacerle a él esas preguntas. Sólo sé las pocas cosas que oigo, y no siempre es la verdad. Oí decir que estás comprometida en handfasted con el laird. —No lo estoy realmente. Eso, sin embargo, ¿qué significa? —Es algo tan serio como casarse, y si dentro de un año y un día llevas su niño, estás casada sin que sea necesaria una boda. ¿Estás llevando su niño? —¡No!— Lisa en verdad parecía tan espantada como se sentía. Entonces consideró brevemente cómo sería un niño de él, y cómo tendría que hacer ella para conseguir uno. Expulsó el seductor pensamiento de su mente. Eirren sonrió juguetón. —¿Puedes perdonar la curiosidad? Soy culpable de eso también. ¿Te gustaría explorar? Puedo guiarte en una pequeña recorrida antes de que mi pa me necesite. —Gracias, Eirren, pero estoy contenta aquí—. Ella tenía que volver a su búsqueda y necesitaba soledad para hacerlo—. Pensaba mirar algunos de estos manuscritos y pasar la tarde lluviosa en el… er… estudio. ¿Ese cuarto podría ser llamado así? Era una versión medieval de un cubil moderno. Un redondel de madera servía como escritorio, a falta de una palabra mejor. Parecía como si se hubiera tajado del tronco macizo de un árbol que habría tenido casi cinco pies de diámetro. Centrado frente al hogar, tenía cajones redondeados que habrían sido ciertamente la pesadilla de un carpintero. A ambos lados del hogar habían sido colocados estantes para libros en los que los manuscritos de cuero y pergaminos enrollados se apilaban pulcramente en los estantes. Sillas talladas con brazos acolchados y cojines que revelaban a alguna diestra costurera del torreón, se apilaban en arreglos cómodos. Los tapices vívidos adornaban las paredes, y el suelo estaba cubierto con alfombras tejidas. Era obviamente el cuarto donde Circenn hacía las cuentas, repasaba la correspondencia y preparaba mapas y planes de batalla. La pared oeste estaba surcada con ventanas altas, con un vidrio verdoso a través del cual el césped verde era visible. Circenn Brodie era adinerado, esa era una certeza, porque en algunos de los cuartos del castillo ella había visto ventanas claras. —Eres agradable, chica. Te veré pronto, estoy seguro—. Eirren le dedicó una mueca y salió tan rápida y silenciosamente como había llegado.
—¡Espera Eirren!— llamó ella, esperando pasar un tiempo después con él. El muchacho necesitaba un baño, y ella tenía una docena de preguntas que hacerle. Sospechaba que su conducta alegre era una fachada que escudaba un corazón solitario y creía que él daría la bienvenida a su instinto maternal una vez que se acostumbrara. Lo buscaría abajo en unas horas, decidió, pero por ahora regresaría a sus asuntos: ¿dónde escondería Circenn la botella? No tenía ninguna duda que lo había escondido en cuanto habían llegado. Había intentado mirar lo que hacía con sus pertenencias cuando habían entrado al castillo, y las había visto por última vez al lado de la puerta, pero ya no estaban la siguiente mañana, cuando ella había salido furtivamente para empezar su búsqueda. Cualquier cosa que estuviera en el recipiente plateado debía ser extremadamente valioso para que tuviera tanto cuidado con él. ¿Era quizá una poción para manipular el tiempo? ¿Estaba él mintiéndole descaradamente sobre poder regresarla? Podía considerar beberse cualquier cosa que contuviera una vez que la encontrara; quizás el contenido fuera mágico. Buscó intensamente dentro del cofre, y ordenó viejos libros de contabilidad. Unos cojines amontonados, arcos y espesas pelotas de hilo se habían mezclado por accidente. Acercándose al fondo, encontró un haz de papeles llenos de sesgados garabatos. Las palabras parecían impacientes, como las palabras talladas encima del cofre en el museo. —¿Has encontrado lo que buscas, Lisa?— preguntó Circenn Brodie quedadamente. Lisa dejó caer los papeles de nuevo en el baúl, cerró los ojos y suspiró. Con millones de cuartos como había en ese castillo, todos parecían infernalmente inclinados a encontrarla justo en ese. —Estaba sacando una manta del baúl— ella recogió un plaid que había plegado cerca de la cima— cuando uno de mis pendientes cayó dentro— mintió espléndidamente. —Tú no llevas pendientes en las orejas, muchacha— dijo él, observando sus orejas—. En ninguna de las dos— dijo indolentemente. Lisa asió sus orejas, entonces asaltó el cofre en una búsqueda frenética. —Oh, cielos, los dos se cayeron— gritó—. ¿Puedes creerlo? Ella retrocedió cuando unas manos fuertes sostuvieron su cintura al agacharse sobre el baúl. —No— dijo él quedadamente—. No puedo creerlo. ¿Por qué no me dices simplemente lo que estás haciendo, chica? Quizás pueda ayudarte. Conozco bien el castillo. Es mío, después de todo. Lisa se enderezó despacio; no lo había engañado ni por un momento. Era insoportablemente consciente de su presencia detrás de ella, podía sentir la caricia de su pecho contra su espalda. Sus manos se sentían calientes a través de la tela del vestido. Miró hacia abajo, y la vista de sus dedos elegantes encorvados alrededor de su cintura alteró su respiración. —No necesitas tocarme para hablar conmigo— dijo suavemente ella. No estaba en completo dominio de sus facultades mentales cuando Circenn la tocaba, y necesitaba cada onza de su ingenio para tratar con él.
Él quitó sus manos, y ella exhaló un suspiro de alivio que también sirvió para calmar el latido de su corazón errático, pero entonces el hombre la agarró por los hombros y la volvió para enfrentarlo. Lisa inclinó su cabeza hacia atrás para mirarlo. Circenn la contempló en silencio hasta que ella estuvo demasiado nerviosa para contener su lengua. —Simplemente estaba curioseando. Estoy intrigada sobre este lugar. Es historia para mí. —Si te hubiera encontrado paseándote por el castillo estudiando retratos, examinando las armas o mirando el mobiliario, me podrías haber convencido, pero buscar intensamente en mis baúles me parece algo raro. Mis sirvientes me dijeron que te han visto en cada ala de mi castillo. Lisa tragó, acobardada por la expresión serena de su rostro. Un músculo saltó en su mandíbula y ella comprendió que lo había perturbado más de lo que él se permitía demostrarle. Peligro, avisó su mente. Este hombre es un guerrero, Lisa. —¿Estabas buscando los planes de batalla, muchacha?— preguntó él herméticamente. —¡No!— aseguró ella de prisa—. No me interesa en qué... Circenn caminó más allá de ella, se agachó sobre el baúl, y revolvió dentro de él. Al parecer encontró poco que justificara su preocupación, pero quitó el haz de papeles que ella había descubierto, los plegó, y los puso en su sporran. Él volvió detrás de ella y anguló su cuerpo para que su pecho acariciara el hombro femenino. Ella podía oler ese débil olor picante que la atraía, perturbaba y seducía. Estaba demasiado cerca para su comodidad. Lisa se negó a moverse una pulgada, impasible; no se volvería para encontrar su mirada de nuevo. Le permitiré hablar con mi mejilla, pensó insolentemente; no iba a permitir que usara su cuerpo para intimidarla, aunque no tenía ninguna duda de que él lo había usado eficazmente con ese propósito la mayor parte de su vida. Con su respiración acariciándole la oreja, él dijo: —Vine a decirte que Duncan te espera en el oriel, que es el cuarto sobre el gran hall. Te acompañará a dar un paseo, y tiene más para enseñarte antes de que te mezcles con mi gente. Te espero para la cena esta tarde. —No hemos cenado juntos antes. No veo ninguna razón para empezar ahora— interrumpió ella apresuradamente. Él continuó como si ella no hubiera hablado. —Y he enviado algunos vestidos a tu cuarto. Sugiero que te pases la primer parte de la tarde con Gillendria, que arreglará todo para que te des un baño y peinará tu pelo. —No necesito preocuparme por pequeñeces— protestó Lisa rápidamente, sus ojos fijos en la pared. —Mi futura esposa se preocuparía por pequeñeces tales como su apariencia en beneficio de su situación. Circenn dejó caer su mano de donde había estado suspendida junto a su nuca y se dijo que no cedería a la tentación de acariciar su pelo; quizás pondría un dedo bajo su
barbilla, y volvería su rostro hacia el suyo. Durante los últimos días, sabiendo ella descansaba en su cama, dormía en su castillo, se había sentido profundamente turbado con el pensamiento de estar comprometido en handfasted con ella. Su deseo por Lisa no respondía de ninguna manera a sus esfuerzos de disciplina; más bien, parecía estar creciendo insolentemente, en proporción inversa a sus esfuerzos por contenerlo. El compromiso parecía estar adquiriendo las características de una amable ley, al nuevo y decididamente no ímprobo Circenn Brodie. Si ella se volviera a mirarlo, vería claramente su hambre por ella, y quería que lo viera; dentro de él había un volcán caliente, lejos de estar inactivo, y lindante con lo peligroso. Quería ver cómo reaccionaría ella, si sus ojos se ensancharían, si sus pupilas parecerían dilatadas, si sus labios se abrirían. La miró fijamente por un momento, pidiéndole volverse y enfrentarlo, pero ella permaneció inmóvil.
Circenn entró en sus cámaras y se deslizó silenciosamente por el suelo. Hizo una respiración profunda y se permitió sentir el poder crudo que surgía en sus venas. ¿Por qué combatirlo ahora?, pensó sardónicamente. Los últimos cuatro días habían sido infernales. Desde que habían vuelto a su castillo, había intentado mantenerse ocupado con el entrenamiento y agotarse físicamente para poder dormir por la noche, sin resultado. A cada momento estaba exquisitamente consciente de la mujer en su torreón. Y exquisitamente tentado. Había roto dos de las condenadas reglas en su lista, y ahora volvía a esa cámara para romper otra más. Iba a escrutar su futuro en el scry. Hizo una pausa ante el brillante fuego ardiente. Quizás, si se hubiera asomado en su futuro desde el momento en que ella había aparecido, podría haber vislumbrado los desastres que vendrían y hubiera podido apartarlos. Quizás debía haber roto esa regla primero. O quizás debía haber practicado hacía años con el scry y haber previsto su llegada. No lo había hecho por dos razones: detestaba usar magia, y el scry no era un arte exacto. A veces podía ver claramente, y en otros momentos, sus visiones eran imposibles de descifrar, más confusas que útiles. Circenn miró fijamente las llamas por un largo momento y meditó sobre cosas tales como el destino y el libre albedrío. Nunca había podido sacar una conclusión sólida sobre la predestinación. Cuando Adam le había mostrado por primera vez en el arte de scry sus días futuros, Circenn se había mofado y sostenido que el hecho de poder ver el futuro no significaba que éste era invariable, porque aniquilaba el concepto de control personal, algo que no podía aceptar. Adam se había reído simplemente y había respondido a Circenn que si se negaba a aprender todas las artes, no podía esperar entender nada de lo que podía ver. El ojo de un pájaro ve el terreno entero sobre el que vuela, un ratón ve sólo polvo. ¿Serás el águila o serás el ratón?, había preguntado Adam,
su boca encorvada en su perpetuamente burlona sonrisa. Suspirando, Circenn se arrodilló frente al hogar y movió su mano bajo la grieta donde el hogar se encontraba con el suelo. Una porción de la pared que contenía el hogar silenciosamente giró noventa grados y reveló una inclinada cámara negra detrás de él. Él recogió una vela y caminó hacia la habitación oculta. Con un movimiento ligero de su pie, pisó la palanca que cerró la pared. Tomó unos momentos que sus ojos se ajustaran al cuarto sin ventanas. Era un lugar incómodo para él, un lugar que sólo buscaba en sus horas más oscuras. Él pasó entre las mesas pequeñas y jugó ociosamente con varios "regalos" que el duende más negro le había traído. Algunos que él entendía, algunos que nunca había querido entender. Adam les había dado nombres extraños: baterías, rifles automáticos, encendedores, tampones. Circenn había explorado uno de ellos, y sería uno por el que se sentiría atraído muchas veces durante siglos. Adam lo llamó "CD portátil". Su favorito era el Requiem de Mozart, pero ese día, sin embargo, estaba más en sintonía con el humor del "Paseo de las Valkyrias", de Richard Wagner. Colocándose el dispositivo sobre sus orejas, manejó el botón para regular el volumen y se hundió en una silla de la esquina, mirando fijamente la llama de la vela. Los papeles crujieron en su sporran y él los quitó con una sonrisa torcida. Se había olvidado esos haces en el baúl de su estudio hacía tiempo, pero había escapado por poco de una situación desastrosa recuperándolos. La última cosa que ella necesitaba encontrar eran sus garrapatos y llorosas introspecciones. Ella lo creería de verdad trastornado. Él miró el primer haz de memoria:
~4 Dic. 858 ~ He vivido cuarenta y un años, y hoy he descubierto que viviré para siempre, por cortesía de Adam Black. Apenas puedo mojar mi pluma en la tinta; mi mano tiembla con rabia. ¿Me dio alguna opción, entre los deseos de meros mortales para pasar a ser una raza inmortal que ha perdido la habilidad de sentir? Él no me lo dijo hasta después de mi boda hoy, e incluso entonces no me dijo todo; reconoció simplemente que había puesto la poción en mi vino un día de los últimos diez años. Ahora veré a mi esposa envejecer y morir, mientras yo continúo adelante, solo. ¿Me volveré un monstruo como Adam? ¿Perderé mi capacidad de sentir? ¿Me harán mil años cansar más allá de lo soportable y teñirán mi mente con esa locura de los duendes encantados en sus aviesas manipulaciones? ¿Me harán dos mil años volverme como ellos, enamorado de los mortales sentimientos que ellos ya no pueden sentir? No es una maldición que yo desearía para mi amor; es mejor que ella viva y muera como es la intención de la naturaleza. Ah… ¿era sólo el verano pasado que soñé con mis niños, jugando alrededor del estanque? Ahora hago una pausa y pienso... ¿para qué darle a ese estúpido más posibilidades? ¿Qué atrocidades podría imponer él en mis hijos e hijas? Och, Naya, perdóname, amor. Me encontrarás estéril como la uva en vino.
Y el segundo que había puesto en el curso de su vida:
~31 Dic. 858 ~ Mi mente se consume con esta inmortalidad. No he ponderado nada, pero ante estas preguntas durante el creciente y el menguante de la luna, y ahora en esta víspera de año nuevo, amanece el primero de mis años de eternidad y tengo ya una resolución largamente pensada. No permitiré a la locura inmortal conquistarme, y yo la conquistaré así: he inventado un juego de reglas. Yo, Circenn Brodie, Laird y Thane de Brodie, juro adherirme fielmente a estos principios, nunca romperlos, porque si lo hiciera, podría caer precipitadamente en la irreverencia destructiva de Adam y volverme como él, una criatura sacrílega. No mentiré. No derramaré sangre inocente. No romperé un juramento. No usaré la magia para ganancia personal o gloria. Nunca traicionaré mi honor. Y el tercero, cuando la comprensión brutal había llegado finalmente, y había gustado las heces amargas escondidas en la copa de la vida inmortal, camuflada por el néctar dulce de la salud perfecta y la longevidad:
~1 de abril de 947~ Hoy enterré a mi hijo adoptivo, Jamie, sabiendo que es únicamente la primera de una sucesión eterna de entierros. Está anocheciendo y mi mente vuelve, como siempre, a Naya. Han pasado años desde que yací con una mujer. ¿Me atreveré a amar de nuevo? ¿A cuántas personas bajaré a sus tumbas, y permaneceré austero hasta que la locura empiece? Ah, fie. Esta es una vida solitaria. Una solitaria vida en verdad. Con la música salvaje tronando en sus oídos, él miró profundamente las llamas, y deliberadamente abrió esa parte de su mente que normalmente permanecía fieramente cerrada. Diferente al Druidismo, que era un arte ritual que incluía maldiciones y hechizos, la verdadera magia no requería ceremonias ni rimas. El tipo de magia de Adam era un proceso de apertura de la propia mente usando un foco una vez que el poder era convocado. Circenn había encontrado que la superficie vítrea del estanque en los jardines traseros, o un disco de metal pulido, eran a menudo los mejores enfoques. Se internó en su mente, concentrándose en el llamativo escudo sostenido contra la pared. Él lo había construido por sí mismo hacía cientos de años, y aunque hubiera sido hecho también para llevar en la batalla, le servía bien como punto focal. La última vez que él había probado el scry en su vida, había intentando verse quinientos años en el
futuro, determinando en qué podría volverse. La visión que había fluctuado dentro de ese mismo escudo había sido, de hecho, amarga. Su visión le había dicho que hacia el siglo XVII, él estaría poseído por una locura depravada. ¿Destino? ¿Predestinación? Sus visiones le habían dicho la verdad de cuándo y cómo Naya moriría; aún así, había sido incapaz de salvarla. Causas naturales, vejez; algo contra lo que él no poseía ningún arma. Impotente a pesar de todo su poder, la había perdido. Y ella se había enfurecido contra él y había muerto y lo había maldecido como a un demonio, porque su pelo nunca había encanecido, su rostro nunca se había arrugado. Él se deshizo de los recuerdos e intensificó su enfoque. Las imágenes aparecieron borrosas y despacio fueron uniéndose. Al principio sólo podría definir manchas de color: rosa, bronce, rosa oscuro, y un telón de marfil. Él estrechó su control y se enfocó en lo que los próximos meses le traerían. Cuando las imágenes se hicieron claras, sus manos se cerraron como las garras en los brazos de su silla. Él miró fijamente, primero con sorpresa, luego con fascinación y finalmente con aquiescencia, una sonrisa débil jugando en sus labios. ¿Quién era él para pelear con el destino? Si eso lo que era lo que su futuro le deparaba, ¿quién era él para ser tan arrogante de pensar que podría cambiarlo? Había jurado eso no pasaría, aunque todos los eventos habían cincelado el camino de forma consistente, desde el primer día que ella había llegado. Sería el peor tipo de mentiroso si intentaba convencerse de que había esperado ver algo diferente. Aspiró en un jadeo poco profundo cuando miró a la mujer desnuda reflejada en el escudo a horcajadas sobre su cuerpo desnudo. Su abdomen se tensó y su miembro se endureció dolorosamente cuando ella lo montó y bajó su caliente, húmeda vaina hacia él pulgada a pulgada. En el escudo, él tenía una vista clara de ella, como si estuviera junto a su propia espalda, mirando cómo lo montaba. Sus pechos llenos se estremecieron tentadoramente sobre él, sus pezones endurecidos. Sus manos subieron bruscamente para acariciarlos con las palmas, rozando las cimas arrugadas. Ella arqueó su espalda, echando su cabeza atrás y desnudando la columna de su cuello. Los músculos en su garganta estaban tensos de pasión cuando ella buscó su propio placer, y lo excitó inmensamente. Su mirada caliente pasó encima de sus pechos, siguió las hondonadas y planos de su estómago, los rizos suaves entre sus muslos, y él miró fijamente, fascinado, cuando ella se empaló sobre su miembro; veía como la columna gruesa de su pene se revelaba, para enterrarse de nuevo en ella. Ella tenía un diminuto lunar oscuro dentro de su muslo izquierdo, y en su visión, sus dedos se extendieron encima de él. Anheló besarlo, pasar su lengua encima. Casi podía sentir su cuerpo alrededor de él: firme, caliente y ágil, con la humedad de una mujer que hacía a un hombre sentirse invencible, la medida en que eran posibles las proezas: más húmeda la mujer, más deseado el hombre.
Cuando el escudo se oscureció finalmente, se encontró a sí mismo con su mano en su miembro. Estaba hinchado y dolorido por la descarga. —Entonces, esto es lo que debe ser— meditó en alto—. El destino. No podría negar que lo había querido desde el primer día que la había visto; había tenido que refrenarse fuertemente de tomarla en varias ocasiones. La visión simplemente había confirmado que él la tendría, de hecho, y que ella estaría, también, deseosa. ¿Por qué lo combates?, le había preguntado Adam enojadamente en más de una ocasión. ¿Por qué no puedes vanagloriarte de lo que eres y disfrutar el poder de ser
Circenn Brodie? Posees la habilidad para dar y tomar más placer que la mayoría de los mortales nunca conocerán. Remóntate, Circenn. Bebe de la vida de mi raza. Te la ofrezco libremente. No libremente, Circenn se mofó. Había un precio. Mantuvo sus ojos cerrados cuando la música siguió tronando en sus oídos. Era su destino que ella lo montaría como una poderosa, exigente Valkyria sobre su cuerpo. Ya cantaba como una sirena a su corazón, esa mujer de desafío y temor, de curiosidad y contradicción. Naya había sido suave y pasiva en su lugar en la vida, hasta el final, cuando se había tornado amargada. Nunca antes se había encontrado a una mujer como Lisa, una mujer con necesidades y deseos y una mente propia: profundas emociones se arremolinaban en su pecho, la inteligencia brillaba en sus ojos, y una fiereza que rivalizaba con la de las legendarias Valkyrias respiraba en sus venas. Las reglas fueran condenadas. ¿Cómo podría discutir él con el futuro? Estaba escrito. Él sólo podía tomarlo, podía disfrutarlo, y podía hacer lo mejor con él, orando por sobrevivir cuando perdiera su corazón por ella, para después, inevitablemente, perderla en un corto plazo de años. Si debía sufrir en el futuro, podía saborear el presente también. Circenn Brodie se levantó de su silla, quitó la máquina del futuro fuera de su cabeza, e hizo lo que nunca se había atrevido a hacer antes: aplacó su control un poco y animó a la magia a latir dentro de él. Ángel oscuro, decía Adam dentro de él, elévate en mi mundo y no temas nada. Él echó su cabeza atrás y disfrutó el poder que atravesaba su cuerpo formidable. Era una criatura muy diferente la que dejó esa oscuridad, ese cuarto oculto para encontrar a su mujer.
Adam Black sonrió cuando quitó el tampón del cañón del rifle. Aunque Circenn se había negado a usar cualquiera de las armas que Adam le había traído, el guerrero dentro de él no podía permitir que el tiempo los empañara. Él resopló e hizo balancear
en el aire el tampón tomándolo por el cordón. Sólo su gruñón Circenn Brodie decidiría que las suaves compresas blancas eran usadas para limpiar armas. Observando el rifle, Adam sonrió abiertamente. Eran casi del tamaño perfecto para deslizarlos dentro de los cañones: parecía sensato. Pero él no había llevado tampones a la Escocia medieval para que Circenn jugara con ellos; los había traído especialmente, y cada regalo que había escogido tenía su razón. Aunque si fuera a su modo, habría muchos intervalos de nueve meses durante los que serían inútiles para ella.
CAPÍTULO 15 —Eres una belleza, muchacha— dijo Gillendria, y palmeó las manos—. Sabía que yo podía reformarlo bien, pero es la mujer que luce este vestido. Lisa estaba de pie ante el espejo, mirándose fijamente no sin un pequeño sobresalto. Gillendria había reformado un vestido que dijo había pertenecido a la madre de Circenn, Morganna. Ahora ella lo llevaba encima de sus hombros, sobre una muda de lino más suave. La seda azul medianoche se aferraba a sus pechos, y el cuello ahuecado descubría sus hombros y acentuaba la piel translúcida y las clavículas finas. Abrazaba sus caderas y caía al suelo en un susurro de azul bordado en oro. En su cintura, Gillendria había atado un cinto de oro anudado abajo y del que pendían cientos de lunas y estrellas diminutas. Zapatillas del mismo color en sus pies, y un torque encantador de oro anterior a los tiempos medievales abrazaba su garganta. Un pañuelo bordado fue atado debajo de sus pechos. Gillendria había rizado su pelo, había escogido cuidadosamente los más dorados y los había rizado un poco más firmes que para ponerlos encima de la masa ondulada, ahuecándolos suavemente. Un toque de alguna combinación de raíz, hierbas y flores coloreó de rubí sus labios. ¿Quién era esa mujer en el espejo, luciendo como el pecado?, se preguntó ella. Como Sin, enmendó caprichosamente, para incluso admitir que la mujer en el espejo era ahora una compañera adecuada para el laird del castillo. Por una vez, no se maldijo por ser alta, porque en ese vestido su altura agregaba un toque inequívoco de elegancia. —Eres increíble, Gillendria— suspiró Lisa. —¿Verdad que lo soy?— contestó Gillendria sin un rastro de arrogancia—. Aunque no he tenido una mujer con su figura perfecta para vestir durante algún tiempo, no he olvidado cómo hacerlo. El laird se sentirá muy complacido. Lisa estaba muy complacida. No sabía que pudiera lucir así. A los diecisiete, había esperado algún día tener, como Catherine, una belleza dorada, llamativa, pero el trabajo había ido consumiéndolo todo, mientras se esforzaba en mantener a su madre, y no había dedicado otro pensamiento sobre su propia apariencia en cinco largos años. ¡Su
madre estaría encantada! ¡Oh! ¡Mamá! Se estremeció. ¿Cómo podría olvidarla incluso por un momento? —¿Tiene frío, milady?— preguntó Gillendria—. Puedo sacar una capa. —No— dijo Lisa suavemente—. Sólo un escalofrío momentáneo, nada más. Puedes irte ahora, Gillendria. Yo encontraré el camino al gran hall. Después de que Gillendria saliera, Lisa se hundió en la cama. El Castillo Brodie era el lugar más adorable que nunca había conocido, y allí estaba ella, con un vestido digno de una princesa, para tomar la cena con un hombre que estaba hecho a la medida de cada uno de sus sueños románticos. Durante unos minutos se había olvidado de Catherine. Había estado demasiado ocupada experimentando toda la anticipación y la excitación de una mujer que se prepara para una cita especial. Pero esa no era ninguna cita, y no habría ningún "y vivieron felices...". Su madre la necesitaba desesperadamente, y Lisa estaba haciendo algo que nunca antes se había permitido hacer: no llevaba a cabo sus responsabilidades hacia Catherine. El fracaso no era una cosa a la que ella estuviera acostumbrada. Siempre podía trabajar más duro, o durante más horas para asegurar, si no el éxito, por lo menos seguridad, comida, y un techo encima de sus cabezas. No tenía ningún derecho de sentir un momento breve de felicidad incluso, se amonestó, hasta que encontrara la botella y estableciera su camino a casa. ¿Y entonces te sentirás feliz, Lisa?, preguntó su corazón suavemente. ¿Cuando lo
dejes y vuelvas a casa para sentarte al lado de la cama de tu madre? ¿Cuando ella se haya ido y te quedes sola en el siglo XXI? ¿Serás entonces feliz?
Su resolución para no sentir ningún placer duró toda una hora. Lisa terminó su postre y suspiró satisfecha. Si bien no sabía muchas cosas, había aprendido a apreciar las cosas buenas que se encontraban sembradas entre las malas, y la cena había sido de lo mejor. El hall de las cenas formales era bonito, iluminado por docenas de velas. Estaba caliente, limpia y llena. Por primera vez desde que había llegado al siglo XIV, había comido una comida espléndida. Reconocía que sus comidas en su siglo nunca habían sido de los siete campos del paraíso, pero incluso las grasosas hamburguesas de "Castillo Blanco" se lucían contra la carne dura y el pan pétreo a los que se había acostumbrado allí. Durante las últimas semanas, había desesperado por comer de nuevo una comida decente. Veinte pies de mesa los separaba, como en las viejas películas, pensó. Y necesitaba los veinte pies entre ella y el señor del Castillo Brodie. Habían cenado prácticamente en silencio, y él había sido el epítome de un cortés anfitrión. Incluso no le había fruncido el ceño ni una sola vez. De hecho, en varias oportunidades ella lo había atrapado observándola con una mirada de admiración. Su mal genio anterior parecía haberse esfumado sin dejar rastro, y parecía más relajado de lo que alguna vez ella lo viera. Se
preguntó qué habría cambiado su humor; quizás iba a guerrear pronto, decidió, lo que los satisfaría a los dos al mismo tiempo. Él conseguiría mantener su descarada imagen de macho dominante, y ella sería libre de revisar el castillo del sótano al techo en busca de la botella, sin miedo de su mirada sagaz. Seguramente él no llevaría semejante valiosa reliquia a la batalla: tendría que dejarla allí, en alguna parte. La idea la hizo sentir positivamente magnánima. Ella le echó una mirada, sintiéndose segura con la distancia entre ellos, y sonrió. —Gracias— murmuró. —¿Por qué, muchacha?—. Él lamió ociosamente un remolino de espuma de su cuchara. —Por alimentarme— contestó ella, y se aseguró que nada más el destello de su lengua dando un golpecito en una cuchara no era causa suficiente para que subiera su presión sanguínea. —Te he alimentado todos los días desde que estás aquí y no me lo has agradecido antes— observó él burlonamente. —Era porque nunca me alimentaste de esta manera antes— lo observó mientras él lamía un poquito de crema de la punta de su cuchara—. Creo que lo haces a propósito— ella dijo, inquieta. De repente el cuarto cavernoso pareció encogerse y ella se sentía como si estuviera sentada a pulgadas de él, no a más de veinte pies. ¿Y quién había atizado el fuego? Abanicó su rostro con una mano que no traicionó ni el más ligero temblor que estaba sintiendo. —¿Haciendo qué a propósito?— preguntó él, ausente, y llenó su cuchara con un montón de frambuesas y crema. —¿Cómo está hecha esta cubierta?— preguntó Lisa, y cambió de tema rápidamente. —Algo derivado de la manteca. Lo bates con unas paletas o lo agitas en un jarro. Es simplemente crema desnatada de la cima de la leche, mezclada con azúcar y un toque de canela. La espesas cuando la bates y agregas algo dulce. Yo los miraba hacerlo cuando era un muchacho, distrayendo al cocinero y con nadie más en la cocina para poner mis manos en ella. Crema batida en el siglo XIV, se maravilló Lisa. Se preguntó sobre cuántas cosas de esos "bárbaros" los estudiosos modernos nunca habían discutido. ¿Pero por qué no tendrían ellos tales condimentos? En los pocos días que había estado en el Castillo Brodie había notado muchas cosas que la sorprendieron. Todo parecía demasiado civilizado. Ella fijó su mirada en su plato, intentando impedirse a sí misma levantarse de la silla, quitarle a él su cuchara, y darle alguna otra cosa más para lamer. Su dedo. Su labio inferior. El hueco de su columna. Aunque había tenido poca experiencia con los hombres, era por naturaleza sensual y fantaseaba a menudo. Quizás más que la mayoría, porque había disfrutado muy poco de la sexualidad. Esa noche, con ese guerrero magnífico que cenaba suntuosamente al final de la mesa, su imaginación tomó vuelo.
En su fantasía él caminaba a su extremo de la mesa, capturaba y retenía su mirada con ese magnetismo sutil que poseía. Sus ojos pesadamente entrecerrados implicaban un desafío: ¿Quieres ser una mujer, Lisa? Él tomaba su mano, la levantaba y la besaba, una caricia suave de sus labios, un golpe aterciopelado y rápido de su lengua prometiendo más, que se resbalarían profundamente en su boca cuando sus labios se abrieran en un suspiro. Su fantasía tomó velocidad, para llegar abruptamente a sus manos apoyándola de espaldas en la mesa, quitando el vestido de su cuerpo, dejando caer crema batida en sus pechos y lamiendo la piel húmeda, caliente, con la misma deliberación cuidadosa que él había dedicado a su cuchara. Quizás un golpecito de crema tibia, rica, caería inadvertidamente donde ella se había tocado antes, y con sus labios él habría… Tragando en seco, ella lo miró. Él levantó sus ojos de la invención espumosa en su cuchara en el momento preciso en el que ella lo miraba, y sus miradas se entrelazaron por encima de la longitud de la mesa de madera pulida. ¿En dónde dejarías caer crema batida sobre él, Lisa? La respuesta vino con rapidez y convicción aterradoras: por todas partes. Quería explorar su cuerpo, las ondulaciones duras, la piel lisa. Las luces de los candelabros bañaban su piel aceitunada con un color dorado, y su mirada tan oscura parecía combinar perfectamente con su camisa de lino y la tela entretejida de negro y rojo que cubría su pecho. Él estaba hipnotizante. —¿Estás hambrienta, muchacha?—. Él lamió su cuchara lánguidamente. Ella no podía apartar su mirada. —No. Realmente he comido bastante— respondió. —Pareces estar mirando mi postre demasiado intensamente. ¿Estás segura de no hay algo más con que desees saciar tu apetito?
¿Además de quitarte la ropa, echarte en la mesa y permitirme pintarte con crema batida, quieres decir? —No— ella dijo todo lo casualmente que pudo—. Ninguna cosa—. Lo miró por un momento; él todavía tenía mucho postre. ¿Cómo podría ella usar eso?— Realmente— dijo, y se levantó de un salto— estoy agotada y me gustaría retirarme. Él dejó caer su cuchara y se desplazó rápidamente a su lado. —Te escoltaré a tus cámaras— murmuró, tomando su brazo y envolviéndolo en el suyo. Lisa se estremeció. El hombre despedía el calor de una pequeña fragua. Su olor la envolvió, débil pero picante. Era una fragancia que ella nunca podría usar: estaba segura de que lo había olido antes, pero no podía deducir dónde. Era definitivamente un aroma único, un perfume por el que los laboratorios modernos habrían matado. —Puedo caminar absolutamente bien yo sola— dijo ella, y quitó el brazo del suyo. —Como desees, Lisa— contestó él afablemente. Sus ojos se entrecerraron. —¿Por qué estás siendo de repente tan agradable conmigo? Pensé que estabas enfadado, que no querías que nos casáramos. Que pensabas que yo era una espía. Él se encogió de hombros.
—Primero, siempre he sido bastante agradable contigo. Segundo, no tengo ninguna opción más que casarnos, y tercero, casándonos se acabará la desconfianza. Soy un hombre lógico, muchacha. Cuando un guerrero comprende que tiene sólo un curso de acción, hace lo mejor con él. Hacer otra cosa sería tonto. Eso no significa que no tengo todavía muchas preguntas. Planeo aprender todo sobre ti, Lisa— dijo él significativamente—. Pero ya no voy a luchar contra mi situación—. No con una parte de ella, agregó silenciosamente. No con mi magia, no con mi lado oscuro, no con mi fidelidad a las reglas. Soy un nuevo hombre, Lisa Stone, le dijo dentro de su cabeza, en silencio. Y se sentía bien. Nunca antes había aceptado cualquier vestigio de lo que él consideraba su lado oscuro, pero nunca antes había sido tentado así por una mujer para hacerlo. Tenía el presentimiento de que un hombre podría necesitar un poco de magia para cortejar y ganar a Lisa Stone. Ascendieron los escalones en silencio. Él sonrió, pensando que finalmente intentaría calmar su lengua acre simplemente siendo tan tierno con ella como habría querido ser desde el principio, pero, reprimido por su juramento y sus reglas, se había resistido. Ella ya no encontraría más resistencia en él. En la puerta de su cámara, ella se detuvo y se volvió, con la cara levantada. A él le agradó su acción, porque le dijo claramente que ella deseaba su beso. Y él planeaba darle mucho más que un beso antes de que la noche hubiera terminado.
CAPÍTULO 16 Lisa esperó, maldiciéndose silenciosamente. Durante el corto paseo hasta su habitación, había pensado en una docena de excusas para escapar de él y huir a su cuarto sola, pero una cosa la había detenido: quería un beso de buenas noches. La cena había sido perfecta, y quería acabarla como en una cita real. Con un beso real. Por lo que ella lo enfrentó y levantó la boca a la expectativa. Pero él ni la besó ni la dejó allí. Más bien, la rodeó, alcanzó la puerta, la empujó para abrirla y fácilmente la hizo entrar en el cuarto. —¿Qué estás haciendo?— preguntó ella inquieta. —Pensé simplemente visitarte un rato, muchacha. —Creo que no es una buena idea— dijo ella—. Puedes desearme las buenas noches ahora—. Su fantasía estaba demasiado fresca en su mente. Ella quería un simple beso para soñar después, no el hombre entero. No podría manejar al hombre entero. —¿Por qué? ¿Te hago sentir incómoda, muchacha? Caminó más lejos en el cuarto y cerró la puerta detrás de él.
—Por supuesto que no— mintió y se alejó rápidamente de él—. ¿Pero me enfureces? Frecuentemente—. Ella comprendió de repente que estaba paseándose y obligó a sus pies a calmarse—. No veo ninguna razón para que estés en mis cámaras. Vete—. Ella ondeó su mano ante él. Circenn rió, un retumbar grave. —Creo que encontrarte en un cuarto conmigo y una cama parece perturbarte. Lisa fue rápidamente hasta los gordos colchones y se apoyó en ellos, desafiante. —No, no lo hace. No me molesta en lo más mínimo. Simplemente estoy cansada y me gustaría dormir—. Ella bostezó muy elocuentemente. —Realmente un buen bostezo. Una lengua rosa encantadora, a propósito. ¿Recuerdas cómo se siente cuando está contra la mía? Yo no lo he olvidado. Y quiero más. A pesar de su resolución, ella lo miró, fascinada. —Quiero tu lengua en mi boca. Ella apartó su mirada con esfuerzo. —Y quiero la mía sobre tu cuerpo. Lisa tragó. —No estoy interesada— dijo ella débilmente. —No te mientas a ti misma, Lisa. No me mientas a mí. Me deseas. Puedo sentirlo en el aire entre nosotros. Puedo olerlo. Lisa no se atrevió a respirar. Albergaba una absurda esperanza que él simplemente se marchara después de declarar esa verdad y no la obligara a confrontar la enormidad de lo que significaba. Ella lo deseaba. Desesperadamente. Las fantasías se atropellaban en su mente, desafiándola a abandonar la inocencia y abrazar su feminidad. Él se acercó despacio a ella y se sentó en el borde de su cama. Lisa se echó atrás apresuradamente, su espalda apoyada contra la cabecera de la cama, y abrazó una almohada contra su pecho. —Disfrutas mirándome, ¿no es verdad, Lisa? Ella disfrutaba haciendo más que mirarlo. Le gustaba sitiarlo con sus besos. Saborear la miel y la sal de su piel. Con dedos ágiles, él desató los cordones de su camisa de lino y se la sacó por encima de la cabeza. Los músculos en su abdomen se tensaron, las curvas de sus bíceps se flexionaron. —Entonces mira— dijo él, su voz áspera—. Mira hasta hartarte. ¿Crees que no recuerdo cómo me miraste fijamente en mi baño?—. Cuando sus hombros anchos fueron revelados, ella agitó su cabeza y sorbió en una respiración. —¡D-detente! ¿Qué estás haciendo?— exclamó Lisa. Posando al pie de su cama, eran seis pies y siete pulgadas de oscuro, seductor hombre, con músculos ondeados bajo la piel bronceada; un guerrero en todo sentido de la palabra. El fino pelo negro salpicaba su pecho poderoso y los gruesos antebrazos. Un sendero más fino de vello bajaba por su abdomen y se perdía bajo el tartán rojo y negro anudado a su cintura. Único en todo, Circenn Brodie era el hombre más deseable que Lisa hubiera visto alguna vez.
—Úsame, Lisa— animó él suavemente—. Toma lo que quieras—. Cuando ella no respondió, él dijo—: Nunca has estado con un hombre, ¿verdad? Lisa alisó la manta, su boca seca. No tenía ninguna intención de discutir eso con él. Mojó sus labios traidores y se espantó cuando ellos se abrieron y dijeron: —¿Es tan evidente? —Para mí. Quizás no para otros hombres. ¿Por qué? Eres lo bastante mayor para haber estado con muchos hombres. Eres demasiado bonita para que muchos no lo hayan intentado. ¿No encontraste ninguno que te gustara? Lisa abrazó la almohada más firmemente. En la escuela secundaria había tenido varios novios, pero siempre le parecían muy inmaduros. Catherine había dicho que era porque era una hija única acostumbrada a estar rodeada de adultos. Había sospechado que su madre tenía razón. —¿Te estoy apartando de alguien? ¿Un amante quizás?—. Un músculo tiró bruscamente en su mandíbula. —No. No hay nadie. —Encuentro difícil ese “no”, es imposible de creer. —Confía en mí— dijo Lisa con una risa humilde—. Los hombres no estaban golpeando exactamente a mi puerta—. Si así hubiera sido, habrían huido poco después de cruzar entrada y descubrir los aprietos financieros y su papel de sirvienta. —Ah, ¿quizás te tengan miedo, porque eres demasiado mujer? —No estoy gorda— Lisa se erizó—. Estoy… saludable— replicó defensivamente. Circenn sonrió. —Así eres tú, pero no es lo que quise decir. —Bien, tampoco soy demasiado alta. Una giganta no sería demasiado alta para ti— Con cinco pies diez, ella había sobrepasado a muchos de los muchachos de su clase hasta los últimos dos años de escuela secundaria. —No quise decir eso. —Entonces, ¿qué quisiste decir?— preguntó ella, herida. —Eres inteligente. —No, no lo soy— replicó. Algo lista, pero inteligente... —Sí, lo eres. Fuiste lo bastante inteligente para comprender que sería tonto escapar de mí en Dunnottar, y lo bastante lista para deducir una manera de salir de mis cámaras. Sí, incluso lo bastante intrépida para atreverte a hacerlo. Dime, ¿lees y escribes? —Sí—. Interiormente, Lisa estaba ilusionada. Ella era inteligente para el siglo XIV. —Eres persistente. Tenaz. Determinada. Muy bien. No necesitas a nadie, ¿verdad? —No he tenido la oportunidad de necesitar a alguien. Todos siempre estaban ocupados necesitándome...— murmuró ella, y entonces se sintió culpable por expresar su más secreto resentimiento. —Necesítame, Lisa. Ella escrutó su rostro. ¿Qué lo había cambiado? ¿Por qué estaba actuando de esa manera? Era como si él auténticamente se preocupara y la deseara con sinceridad.
—Necesítame— él repitió firmemente—. Úsame para explorar a la mujer a la que nunca le ha sido dada la oportunidad de vivir. Tómame, necesítame, y satisface toda esa curiosidad que siento arder en ti. Y por Dagda, deja ir a la doncella. ¿Deseas vivir y morir, sin nunca haber conocido la pasión? ¿No habiendo probado lo que te ofrezco? Se valiente. Tómalo—. Él profirió la última palabra en un tono bajo, masculino. Tómalo. La palabra permaneció suspendida en su mente. Casi era como si surgiera más allá de su lengua, imbuida en algún tipo de hechicería. ¿Qué se sentiría tomarlo, como él había dicho, consumida absolutamente, sin culpa o miedo? Tomar porque su sangre lo exigía, porque su cuerpo lo necesitaba. Los labios de Lisa se abrieron cuando meditó sus palabras. Su torso era una inmensa extensión de piel aceitunada que sería aterciopelada al tacto. Sus dedos le dolieron por arrastrarse encima de las duras ondulaciones de su pecho, detenerse encima de sus hombros, curvarse alrededor de su cuello poderoso y arrastrarlo a un beso que la haría olvidarse de dónde empezaba él y acababa ella. —Pensé que los hombres medievales apreciaban la virginidad. ¿No piensas que es incorrecto que una mujer tenga sus propios deseos y actúe en consecuencia? —La virginidad es un poco de piel, una membrana, Lisa. Mi primera vez fue hace mucho tiempo y no ha cambiado quién soy en cualquier aspecto. Piensa, no estoy diciendo que debes dar el regalo de hacer el amor a cualquiera. Pero una obsesión con la virginidad es absurda y no sirve a ningún propósito más que para hacer a una mujer rechazar una parte exquisita de su naturaleza. Las mujeres y los hombres tienen los mismos deseos, por lo menos hasta que los sacerdotes llegan y los convencen de que es vergonzoso. Lo que los sacerdotes deberían decir es 'escoge bien'. —¿Cuántas?— ella lo interrumpió rápidamente. Era una pregunta tonta para hacer. Parecería una adolescente infantil, posesiva. Pero quería saber. Diría algo sobre el hombre. Un hombre que hubiera estado con centenares de mujeres tenía un problema real, en lo que a ella concernía. —Siete—. Sus dientes lucieron muy blancos contra su rostro. —Eso no es mucho. Quiero decir para un hombre, tú sabes— ella agregó apresuradamente. ¿Qué pensaría ella si supiera que él había estado sólo con siete en quinientos años? Miles de veces con esas siete, lo bastante para saber bien cómo agradar a cualquier mujer, pero sólo siete en todo ese tiempo. —Cada mujer era como un país, rica y exuberante como Escocia, y yo las amé con la misma dedicación y la atención completa que presto a mi patria. Confieso, las primeras no significaron mucho, pero el hombre en mí celebraba así la vida cuando era muy joven. Pero las últimas dos eran mujeres maravillosas, amigas y amantes. —Entonces, ¿por qué las dejaste? Una sombra cruzó su hermoso rostro. —Ellas me dejaron— dijo él suavemente. Muertas. Demasiado jóvenes, en una tierra demasiado áspera.
—¿Por qué? —Lisa, tócame—. Él se movió más cerca, lo bastante para que ella pudiera oler el aroma a especias de su piel. Lo bastante para que pudiera sentir el calor que irradiaba su cuerpo y pudiera mezclarse con el calor del suyo. Lo suficiente para que sus labios estuvieran a un suspiro y un "sí" saliera de los de ella. Tentándola, impulsando su necesidad del instinto básico de supervivencia. Los dedos se extendieron, ella trató de alcanzarlo, pero en el último instante dejó caer su mano y formó un puño en su regazo. Él estuvo callado por un largo momento. —No estás lista todavía. Muy bien. Puedo esperar—. Él se levantó con un movimiento fluido. Cuando se puso de pie, el nudo en su tartán resbaló y el tejido cayó más abajo de sus caderas y le dio un centelleo pecador de lo que ella estaba negándose. Su mirada siguió el sendero negro de pelo que descendía de su ombligo, entonces la dejó caer hasta el vello más espeso que atisbó bajo el tartán. La mirada de él le hizo sentir una pesadez en el estómago, una presión vacía horrible. Si él se movió o el plaid se resbaló, ella nunca lo supo, pero de repente cayó y reveló la gruesa base de su miembro en medio de los oscuros rizos de seda. Ella no podía ver toda la longitud de él, pero eso no fue lo que hizo batir su corazón. Era el grosor de él. Ella nunca podría envolver su mano alrededor... ¿Qué se sentiría al empujarse dentro de ella? Su boca se secó. Los ojos de Circenn brillaron tan apreciativamente como la mirada de ella fija allí. —Yo podría levantarte y envolver esas largas y encantadoras piernas tuyas alrededor de mi cintura. Resbalarme en lo más profundo, mecerte contra mí y amarte mientras descansas en mis brazos y duermes como un bebé. Pasaré cada noche echado a tu lado y te enseñaré lo que quieras que te enseñe. Puedo sentir lo que quieres de mí. Pero será a tu ritmo, cuando tú escojas. Esperaré tanto como deba. Pero debes saber esto, Lisa: cuando estés al otro lado de la mesa, en la cena la mañana siguiente, en mi mente yo estaré empujándote de espaldas en una cama. En mi fantasía— él se rió, como si lo sorprendiera su propio atrevimiento— estarás descubriéndote con mi cuerpo deseoso. Quién sabe, quizás incluso sitiando al corazón que late dentro de este pecho—. Él golpeó su pecho con un puño y silenciosamente admitió que ella ya había empezado a hacerlo, aunque él no se habría ofrecido voluntariamente. Pero no necesitaba saber eso. Él anudó el tartán despacio y nunca despegó sus ojos de los de ella. —Buenas noches, Lisa. Que duermas con los ángeles. Los ojos le picaron de lágrimas rápidas. Había sido la bendición nocturna de su madre: duerme con los ángeles. Pero entonces él agregó palabras que su madre nunca habría dicho: —Entonces regresa a la tierra y duerme con tu demonio, que se quemaría en el infierno por una noche en tus brazos. ¡Wow!, era todo lo que su desmadejada mente podría pensar cuando él salió del cuarto.
CAPÍTULO 17 Tres días habían pasado desde su primera cena en el comedor formal. Habían sido setenta y dos horas. Cuatro mil trescientos veinte minutos, y Lisa había sentido cada uno de ellos perdidos para siempre. Nueve cambios de enfermeras se habrían sucedido en la casa. Nueve comidas habían sido servidas a su madre con comida blanda, estaba segura. Ninguna ciruela madura o albaricoques seleccionados cuidadosamente del mercado en su hora del almuerzo. La enfermedad había cambiado el apetito de Catherine, y había desarrollado deseo por las frutas. Lisa se había pasado los días curioseando tan furtivamente como le fue posible, pero había empezado a sospechar que era inútil. No tenía la menor idea dónde buscar la botella. Ella había probado entrar en las cámaras de Circenn varias veces durante el día, pero la puerta siempre estaba cerrada con llave. De todas maneras, ella había ido al torreón a la izquierda de esas habitaciones para ver si había alguna manera en que pudiera escalar la pared externa para llegar allí, porque estaba desesperada. Pero sus cámaras estaban en la segunda planta del ala oriental, y había guardias en todo momento en las almenas. Había pasado las tardes complaciéndose en comidas ofensivamente suntuosas. La noche anterior, el primer plato había sido una mezcla de ciruelas, membrillos, manzanas y peras con romero, albahaca y ruda en una tarta dulce. El segundo plato había sido un pan de carne cortado, el tercero una tortilla de huevos con almendras, pasas de Corinto, miel y azafrán; el cuarto, salmón asado en cebolla y salsa de vino, el quinto, alcachofas llenas con arroz. Hacia el pollo glaseado en miel y bañado en mostaza, romero y piñones, ella había estado revolcándose en la culpa. A la altura de los pasteles de frambuesas con crema batida, se había despreciado a sí misma. Y cada noche, él había saboreado su postre con la misma sensualidad perezosa que la hacía desear ser una frambuesa o una esponjosa crema. No pudo encontrar ninguna falta en su conducta: había sido un encantador compañero de cena y un anfitrión impecable. Habían charlado; él le había contado sobre los Templarios y su condición, descrito su entrenamiento y exaltado el poder y la fortaleza de las Highlands. Ella había preguntado por sus campesinos, de quienes él parecía saber sorprendentemente poco. Él había preguntado por su siglo y ella, a cambio, le había hecho hablar sobre el suyo. Cuando ella había preguntado por su familia, él había devuelto las preguntas y había preguntado por la suya. Después de unos momentos de evidentes evasiones, se concedieron mutuamente dejar ese tema de lado. Él parecía dejar aflorar su manera de ser cortés, paciente y agradable. A su vez, ella había sido cuidadosamente reservada y había encontrado una excusa cada noche para
levantarse de la mesa después del último plato y refugiarse en su cuarto. Él permitía el escape, pero al precio de un beso atormentador cada noche en su puerta. No había intentado entrar en sus cámaras de nuevo; ella supo que estaba esperando su invitación, y también que ella estaba peligrosamente cerca de extenderla. Cada noche era más difícil encontrar una razón para no tomar lo que deseaba tan desesperadamente. Después de todo, no era tampoco como si permitiéndole pasar una noche en su cama tuviera el mismo efecto de Persephone comiendo seis semillas en el Averno. Su problema era doble: no sólo estaba perdiendo un tiempo precioso y sin conseguir ningún resultado en su búsqueda de la botella, sino que estaba empezando a adaptarse de insidiosas pequeñas maneras. Su presencia permanente en el siglo XIV de Escocia parecía estar extrayendo la savia de su resolución. Nunca en su vida había experimentado momentos tan pacíficos, tan llenos de ocio, tan seguros. Nadie dependía de ella, la vida de nadie se derrumbaría si ella se resfriaba y era incapaz de trabajar durante unos pocos días. Ninguna factura estaba pendiendo amenazadora, ninguna manta profunda de oscuridad la abarcaba. Se sentía como una traidora. Las facturas la estaban acosando; alguien confiaba en ella. Y ella estaba desvalida de hacer algo al respecto de la maldición hasta que encontrara esa botella. Suspiró y deseó fervorosamente tener algo que hacer. El trabajo sería catártico; sumergirse en labores físicas era la única manera que ella conocía de alejar los persistentes demonios de su vida. Quizás podría ayudar a una de las sirvientas, entrar en confianza y aprender más sobre el laird y sus costumbres, como tal vez cuáles eran sus cuartos favoritos, donde guardaba sus tesoros. Brincando de asiento en el alféizar de la ventana del estudio, se marchó determinada a buscar abajo un trabajo para ella.
—¡Gillendria, espera!— Lisa llamó a la apresurada sirvienta en el corredor. —¿Milady?— Gillendria hizo una pausa y se volvió, sus brazos llenos de sábanas de lino de las camas. —¿A dónde vas?— preguntó Lisa, interceptándola. Ella extendió sus manos para liberar una porción de la carga de Gillendria—. Aquí, permíteme ayudarte a llevar algunos de estos. El rostro de la sirvienta estaba medio oculto detrás de la montaña de sábanas, pero lo que Lisa podía ver de él fue transformándose rápidamente en una expresión de horror: sus ojos azules se ensancharon, sus cejas oscuras se elevaron, y su boca se partió en un jadeo. —¡Milady! Éstos están sucios— exclamó Gillendria.
—Está bien, estás haciendo la colada hoy. Yo puedo ayudar— dijo ella alegremente. Gillendria saltó hacia atrás. —¡No! ¡El laird me desterraría! Ella se volvió y echó a correr por el vestíbulo tan rápidamente como pudo bajo el alto montón de sábanas. Cielos, pensó Lisa, yo sólo estaba intentando ayudar.
Después de buscar una media hora, Lisa encontró la cocina. Era tan espléndida como el resto del castillo, limpia, eficazmente diseñada, y actualmente ocupada por una docena de sirvientes que preparan la comida de la tarde. Zumbando con sus conversaciones, y de vez en cuando interrumpidos por una risa melódica, la cocina se hacía más cómoda por un fuego brillantemente brincando bajo las ollas donde las salsas se cocían a fuego lento y las carnes se asaban. El siseo de las llamas y su fluctuar suave se hilvanaba como jugos rociados sobre los leños. Ella sonrió y saludó con un alegre hola. Todas las manos se inmovilizaron: los cuchillos se detuvieron, las escobas dejaron de barrer, los dedos dejaron de amasar, incluso el perro rizado en el suelo cerca del hogar dejó caer su cabeza entre sus patas y lloriqueó. Como uno, los sirvientes se inclinaron en deferencia a su posición. —Milady— murmuraron nerviosamente. Lisa estudió la imagen congelada por un momento, golpeada por la insensatez de la situación. ¿Por qué no había anticipado esto? Ella sabía de historia. Nadie en el castillo le permitiría trabajar: ni el personal de la cocina, ni la lavandera, incluso ni las sirvientas que desempolvaban los tapices. Ella era una señora y una señora debía ser cuidada, pero no cuidar. Pero ella no sabía cómo ser cuidada. Deprimida, masculló una despedida atenta y huyó de la cocina. Lisa se hundió en una silla frente al hogar en el gran hall y se arrellanó como una niña. Tenía dos cosas con que ocupar a su mente: su madre y Circenn, y los dos eran peligrosos, aunque por razones inmensamente diferentes. Estaba considerando limpiar por fuera el hogar y fregar las piedras cuando Circenn entró. Él le echó una mirada. —Muchacha— la saludó—. ¿Has desayunado? —Sí— contestó ella con un suspiro abatido. —¿Qué anda mal?— preguntó él—. Y me refiero a otra cosa que la que es usual que siempre esté mal contigo. Quizás prologaré cada conversación que mantengamos asegurándote que todavía no sé cómo regresarte. Ahora, ¿que te tiene malhumorada tan temprano, en una mañana hermosa de las Highlands?
—El sarcasmo no te sienta— murmuró Lisa. Él desnudó sus dientes en una sonrisa, y aunque mantuvo su rostro inescrutable, interiormente ella suspiró de placer. Alto, poderoso y absolutamente atractivo, era una visión que una mujer podría acostumbrarse fácilmente a ver por las mañanas. Él llevaba su tartán y una camisa de lino blanca. Su sporran estaba abrochado alrededor de él y acentuaba su cintura esbelta y las musculosas piernas largas. Acababa de afeitarse y un poco de agua brillaba en su mandíbula. Y parecía lo que era: una montaña de masculinidad. —¿Qué esperas de mí, Circenn Brodie?— preguntó ella irritada. Él estaba muy inmóvil. —¿Cómo me llamaste? Lisa dudó y se preguntó si ese hombre arrogante realmente esperaba que ella lo llamara "milord" aun después de lo que él había ofrecido hacía unas noches. Muy bien. Mantendría las cosas impersonales. Lisa se levantó del sillón y se inclinó reverentemente. —Mi señor— ronroneó. —El sarcasmo tampoco te sienta a ti. Es la primera vez que oigo mi nombre en tus labios. Como vamos a casarnos, debes usarlo de aquí en adelante. Puedes llamarme Cin. Lisa pestañeó ante su humilde disposición. Pecado. Lo que él era. Y ésa era la magnitud de su problema. Si no fuera tan irresistible, ella no se sentiría tan viva junto a él, y en consecuencia no se sentiría constantemente tan culpable por su madre. Si él hubiera sido un hombre poco atractivo, apagado, tonto, ella se habría sentido miserable todos los minutos del día y habría sido más aceptable. Ella debía ser miserable. Había abandonado a su propia madre, por todos los Cielos. Su espalda se atiesó y se enderezó. —Quizás debo prologar también cada una de nuestras conversaciones, recordándote que no me casaré contigo. Mi señor. Una esquina de su boca se tensó. —Eres de verdad muy posesiva con tu cuota de desafío, ¿no es verdad? ¿Qué harían los hombres en tu tiempo con eso? Antes de que pudiera contestar, llegó Duncan, entrando en el vestíbulo seguido por Galan. —Buenos días a todos, y es un día hermoso, ¿eh?— saludó Duncan brillantemente. Lisa resopló. ¿No podría ser ese guapo Highlander pesimista sólo una vez? —Circenn, Galan estuvo en el pueblo temprano esta mañana, oyendo algunas de las disputas que han tenido lugar en las cortes del feudo. —¿No se supone que el señor decide eso?— preguntó Lisa acerbamente. La mirada de Circenn cayó sobre ella. —¿Cómo sabes eso? ¿Y por qué es asunto tuyo? Lisa pestañeó inocentemente. —Debo haberlo oído por casualidad en alguna parte. Y simplemente era curiosidad. —Uno pensaría que podrías aprender a domar esa curiosidad, viendo hasta donde te
ha llevado. —Y mientras Galan estaba en el pueblo— continuó Duncan—, comprendió que los lugareños están esperando tener una celebración. —No entiendo por qué tú no oyes los casos. ¿No eres el laird?— presionó Lisa—. ¿O estás demasiado ocupado controlando la vida de todos los demás y reflexionando todo el tiempo?— agregó dulcemente. La inactividad estaba destrozando sus nervios, y si no empezaba a ser desagradable con él, terminaría siendo demasiado amable. Su resolución no podría resistir otro postre con él. La risa de Duncan sacudió las vigas. —No es asunto tuyo por qué no los oigo— gruñó Circenn. —Está bien. Nada de aquí es asunto mío, ¿no es cierto? ¿Qué esperas que haga? ¿Simplemente sentarme alrededor, no hacer ninguna pregunta, no tener deseos, y ser un trozo de feminidad frágil? —No podrías ser frágil ni aunque lo intentaras— dijo Circenn con un suspiro de resignación. —Una celebración— dijo Duncan ruidosamente—. Los lugareños están planeando una fiesta. —¿Sobre qué estás murmurando?— Circenn de mala gana retornó su atención a Duncan. —Si me permitieras completar una frase entera, podrías saberlo— dijo Duncan aburridamente. —¿Bien?— lo animó Circenn—. Tienes mi completa atención. —Los lugareños desean celebrar tu retorno y la siguiente boda. —Ninguna celebración— dijo Lisa inmediatamente. —La idea es muy buena— opuso Circenn. Lisa lo miró como si hubiera perdido el juicio. —No voy a casarme contigo, ¿recuerdas? No voy a estar aquí. Los tres guerreros se volvieron para considerarla como que si ella acabara de informarles que le crecerían alas y volaría de regreso a casa. —No tomaré parte en esto— espetó ella. —Una celebración podría ser justo lo que necesitas, muchacha— dijo Duncan—. Y tendrás la oportunidad de encontrarte con tu gente. —Ellos no son mi gente, ni lo serán nunca— dijo Lisa rígidamente—. Yo no estaré aquí—. Con eso ella se volvió y huyó hacia los escalones.
Pero se encontró con que no podía apartarse mucho tiempo. Furtivamente, se arrastró hasta la cima de las escaleras, fascinada por los eventos que se desarrollaban debajo.
Estaban planeando su boda, lo que era bastante para hacer vacilar su resolución. Allí estaban ellos, reunidos alrededor de la mesa en el gran hall, y el dominante pero irresistiblemente sexy pedazo de laird de las Highlands tenía sus manos enterradas en una tela. —No. No es lo bastante suave. Gillendria, ve y saca las sedas guardadas en el cuarto de los tapices. Adam me dio algo que debe lucir mejor. Tráeme el rollo de seda y oro. Duncan se apoyó atrás en su silla, sus brazos flexionados detrás de la cabeza y las botas en la mesa. Las patas delanteras de su silla subieron unas pulgadas precariamente sobre el suelo, antes de caer con un golpe cuando Galan dio un puntapié a la espalda de la silla. —¿Qué anda mal contigo, Galan?— se quejó Duncan. —Saca tus pies de la mesa— lo reprendió Galan—. Están sucios. —Déjalo, Galan. La mesa puede limpiarse— dijo Circenn ausente, tocando una lana azul pálida y desechándola con una sacudida de su cabeza. Duncan y Galan miraban a Circenn como si hubiera perdido el juicio. —¿A dónde hemos llegado? ¿Barro en la mesa? ¿Tú eligiendo telas? ¿Significa esto que hacerlo en la cocina es ahora aceptable, también?— preguntó Duncan, incrédulo. —Lejos de mí regular tu actividad— dijo Circenn ligeramente y alzó un pliegue de terciopelo carmesí. Galan selló la boca de Duncan, cerrándola con un dedo bajo su barbilla. —Pensé que odiabas los regalos que Adam te trajo, Circenn— recordó Galan al laird. Circenn echó un lino rosa pálido a un lado. —Sólo colores vibrantes para la muchacha— les dijo a las sirvientas—. Excepto quizás el lavanda— Él echó una mirada a la costurera que permanecía cerca de su silla— . ¿Tienes cualquier cosa lavanda? En la cima de los escalones, Lisa se ruborizó. Él estaba recordando su sostén y sus bragas, obviamente. El pensamiento envió una ola de calor a través de ella. Pero entonces sus cejas se unieron: ¿Quién era Adam y por qué traía regalos, y por qué los odiaba Circenn? Agitó la cabeza y lo miró escoger entre las telas extendidas en la mesa. Una media docena de mujeres se amontonaron alrededor de Circenn y recogieron los tejidos que él había aprobado. —Una capa de terciopelo— dijo él—, con piel negra al borde de la capucha y los puños. Mis colores— agregó limpiamente. Lisa se heló, desequilibrada por la nota posesiva en su voz. Mis colores, él había dicho, pero ella le oyó claramente decir, mi mujer. Y la había estremecido. Retrocedió rápidamente y se agachó en una esquina apoyándose contra la pared, su corazón golpeando. ¿Qué estaba haciendo? ¡Había estado de pie a la cima de unas escaleras en el siglo XIV, mirándolo elegir telas para su vestido de bodas!
Santo Dios, estaba perdiéndose completamente. Su presencia en ese presente la incitaba, tan rico y excitante, a que sus lazos con su vida real se corroyeran, minando su determinación para volver con su madre. Se hundió en el suelo, cerró los ojos y se obligó a pensar en Catherine, imaginar lo que ella estaba haciendo, cuán gravemente enferma estaba, cuán sola. Lisa permaneció acurrucada en el suelo, forzándose a sí misma brutalmente a regresar a la realidad hasta que sintió las lágrimas arder en sus ojos. Y entonces se levantó, determinada a tomar el control de las cosas de una vez por todas.
CAPÍTULO 18 Lisa presionó su espalda contra el profundo arco de piedra de la puerta y apenas se atrevió a respirar. Sus pies estaban dormidos y tenía calambres por acurrucarse en el suelo helado. Presionó sus dedos alrededor de la empuñadura del cuchillo que había hurtado de la cocina. Era una hoja letal, afilada como una navaja de afeitar, tan ancha como su palma y por lo menos de doce pulgadas de largo. Serviría para demostrar su punto muy bien. Había terminado el asunto de esperar el momento y de intentar encontrar la botella pacientemente. Ella iba a volver al futuro ahora. Verlo planear su vestido de bodas había sido la gota que había derramado el vaso: Circenn aceptaba que ella iba a estar para siempre allí, y lo que era peor, ella había empezado a aceptarlo también. Ocultando el cuchillo en los pliegues de su vestido, Lisa se había deslizado al segundo piso y se había escondido en las sombras de una diagonal de la puerta de las cámaras de Circenn, esperando que entrara a cambiarse para la cena, como lo hacía todas las noches. La joven concedió que si no hubiera tenido una madre enferma, podría haber disfrutado muchísimo esa experiencia. En su siglo, no había ningún hombre que podría siquiera empezar a compararse al esplendor masculino de Circenn Brodie. Pero Catherine la necesitaba y siempre estaría en primer lugar. La escalera crujió débilmente y ella se tensó. Atisbando a la vuelta de la esquina de la puerta, vislumbró a Circenn caminando silenciosamente desde el vestíbulo. Para ser un hombre tan grande, se movía por cierto quedamente. En un instante, su espalda estaba frente a ella. Él insertó la llave en la cerradura y ella comprendió que ese era el momento. Obtendría la botella, no importaba la manera de conseguirla. No más la Lisa pasiva, turbada, susceptible a la seducción. Ella surgió de su escondite, presionó la punta de la hoja en la espalda de Circenn, directamente a la altura de su corazón, y ordenó: —Muévete. Hacia la puerta. Ahora.
Poniendo la otra mano en su espalda, ella lo empujó hacia adelante. Su columna estaba rígida bajo su palma. —He dicho ahora. Entra al cuarto. Circenn abrió la puerta con un puntapié y entró en la cámara. —Detente— pidió ella—. No te vuelvas. —Te vi espiarnos en el gran hall, muchacha— dijo él suavemente—. Si no te gusta la seda dorada, no necesitas ponerte tan melindrosa sobre eso. Puedes seleccionar tu propio vestido. No era mi intención ofenderte con mi elección. —No seas obtuso. Sabes que no es sobre eso que estoy disgustada— siseó ella—. La botella, Brodie. Ahora. Búscala—. Ella presionó la punta de la hoja más duro contra su espalda para ilustrar su resolución, y se mordió un poco su labio cuando una gota de sangre floreció debajo de su paletilla y se extendió en el lino blanco de su camisa. Deseó desesperadamente poder ver su rostro. ¿Estaba oscuro de furia? ¿Se divertía él con su tenacidad, o infravaloraba su alocada resolución? Él suspiró pesadamente. —¿Para qué propósito deseas mi frasco? ¿Eres tú en verdad la traidora que temíamos? —¡No! Yo quiero ir a casa. No quiero tu botella, sólo la necesito para regresar. —¿Crees todavía que la botella te regresará? —Me trajo aquí. —Ya te he explicado que... —Todo lo que me has dicho es que ese no es el poder de la botella, pero no me dices lo que puede hacer. ¿Esperas que confíe en tu palabra? ¿Por qué debería hacerlo? —Yo no te mentiría, Lisa. Pero veo que no me creerás. Si hubiera sabido que todavía albergabas esa esperanza tonta, te habría desengañado antes—. Él se volvió tan rápidamente que ella trastabilló, pero se recuperó y lo pinchó con la punta del cuchillo en el pecho. Más sangre floreció cuando la hoja letalmente afilada traspasó su camisa como si fuera manteca. —Cuidado con esa cosa, muchacha. A menos que te agrade estropear mis camisas. —No te muevas y no tendré que cortarte— espetó ella. Él dejó caer sus manos a los lados. —Debo moverme para traer la botella. —Te seguiré. —No, no lo harás. No irás hasta mi refugio. —Yo soy quien tiene el cuchillo— le recordó Lisa—. Y ahora mismo está sobre tu corazón. Si él se había movido, ella no lo vio. Todo lo que ella supo fue que en un momento tenía el cuchillo contra su pecho, y al siguiente ya no estaba. Ella pestañeó e intentó volver a enfocar el cuarto. La hoja estaba apoyada contra su propia garganta. Sus ojos brillaron con asombro y jadeó. —¿Cómo hiciste eso?
—Tú no puedes controlarme, muchacha. Nadie puede— dijo él fatigadamente—. Lo que te doy, es porque escojo dártelo. Y, Lisa, yo escogería darte todo, si me lo permitieras. —Entonces dame la botella— exigió la muchacha, ignorando el metal frío en su cuello. —¿Por qué la buscas? ¿Por qué deseas volver? Ya te he dicho que me casaré contigo y cuidaré de ti. Estoy ofreciéndote mi casa. Un gemido de frustración se escapó de su garganta. Nada estaba funcionando como ella lo había planeado. Él la había desarmado tan fácilmente, despojándola del control. Estoy ofreciéndote mi casa, había dicho, y una parte traicionera de ella estaba profundamente tentada por esa oferta. Estaba haciéndolo de nuevo, estaba vacilando. Lo miró, un brillo de lágrimas nublando su visión. A la vista de sus lágrimas, él echó el cuchillo a la cama, donde aterrizó con un porrazo suave. Atrayéndola a sus brazos, él acarició su pelo tiernamente. —Dime, muchacha, ¿qué sucede? ¿Qué es lo que te hace llorar? Lisa se zafó de su abrazo. Gruñendo de frustración, empezó a caminar entre él y la puerta. —¿Dónde está mi gorra del béisbol, de todas maneras? ¿Tenías que llevarte eso también? Él ladeó la cabeza. —¿Tu gorra de pelota base?— repitió torpemente. —Mi..—. ¿cómo la había llamado él?— el gorro. Él se movió a un baúl bajo una ventana, alzó la tapa, y recuperó su ropa. Se habían plegado sus pantalones vaqueros y su camiseta pulcramente, y encima de ellos estaba su gorra. Ella brincó hacia él y lo cogió avariciosamente de su mano y lo asió contra su pecho. Parecía haber pasado una vida entera desde que ella y su padre se habían sentado en la tercera fila, en los asientos azules, directamente detrás de la base del home. Se habían reído y habían gritado a los jugadores de béisbol, bebiendo refrescos y comiendo perritos calientes con mostaza picante. Ella había decidido ese mismo día que se casaría sólo con un hombre como su padre. Encantador, inteligente, con un sentido fabuloso del humor, tierno, y que siempre tenía tiempo para su familia. Y después había encontrado a este guerrero capaz, poderoso, y en su sombra el real Jack Stone había entrado en el enfoque que le correspondía. Y ella tenía sentimientos reales hacia él. Estaba enfadada con su padre. Enfadada con su irresponsabilidad: su fracaso para tener el automóvil reparado, no sacar un seguro de vida, no llevar una adecuada cobertura para el automóvil, no planear un futuro más allá de su presente. De tantas maneras su padre había sido un niño anormalmente crecido, no importaba cuán encantador había sido. Pero Circenn Brodie siempre planearía el futuro de su familia. Si él se casara, mantendría a salvo a su esposa y los niños, no importaba el costo. Circenn
Brodie tomaba precauciones, controlaba su ambiente, y construía una fortaleza impenetrable para aquéllos que él llamaba suyos. —Habla conmigo, muchacha. Lisa se arrastró fuera de sus pensamientos amargos. —Si me dices que por qué buscas volver tan desesperadamente, yo te traeré la botella. ¿Es un hombre?— preguntó él cautelosamente—. Creí que me dijiste que no ha habido ningún otro. La tensión que había burbujeado en las venas de Lisa mientras se había sentado en la puerta, había asido el cuchillo y había esperado por él, se disipó de repente. Se reprendió por su tontería: debía haber previsto que la fuerza no resultaría con ese hombre. La primera razón por la que se había negado a discutir de Catherine con él, era que no había querido parecer una estúpida, empezar a hablar y terminar llorando abiertamente ante el impasible guerrero. Pero sus emociones ya no estaban bajo control, y la necesidad de hablar la consumía, la necesidad de tener alguien en quien confiar, confiar en él... Sus defensas la abandonaron y la dejaron desnuda y expuesta. Ella se hundió en el suelo. —No. No es nada así. Es mi madre— susurró. —¿Tu madre qué?— presionó él suavemente y se sentó a su lado. —Ella aaagoniza— dijo Lisa. Dejó caer su cabeza y creó una cortina con su pelo. —¿Está muriendo? —Sí—. Ella hizo una respiración profunda—. Yo soy todo lo que le queda, Circenn. Está enferma y no vivirá mucho más tiempo. Yo estaba cuidando de ella, alimentándola, trabajando para apoyarnos. Ahora ella está completamente sola—. Una vez las palabras habían empezado a salir, empezaron a hilarse más fácilmente. Quizá él se preocupara lo bastante para ayudarla. Quizá si ella le dijera todo, él encontraría una manera de regresarla. —Sufrió hace cinco años un choque de automóviles. Todos nosotros estábamos. Mi papá murió en él—. Ella acarició la gorra del béisbol amorosamente—. Él me compró esto una semana antes del choque—. Una sonrisa agridulce cruzó su rostro al recordar—. Los Reds ganaron ese día, y después fuimos a cenar con mi madre, y es la última vez que recuerdo haber estado todos juntos salvo el día del choque. Es mi último recuerdo bueno. Después de eso, todo lo que veo es el choque, trozos aplastados, piezas de un Mercedes azul cubiertas con sangre y… Circenn hizo una mueca de dolor. Poniendo un dedo bajo su barbilla, la obligó a que lo mirara. —Och, muchacha— susurró. Siguió el rastro de sus lágrimas con su dedo pulgar, sus ojos reflejando su pesar. Lisa se sentía aliviada por su compasión. Nunca había hablado en alto de eso, ni siquiera con Ruby, aunque su mejor amiga había intentado muchas veces conseguir que le hablara. Estaba descubriendo que no era tan difícil confiar en él como había temido. —Mamá quedó lisiada en el choque de automóvil.
—¿Choque de automóvil?— preguntó él suavemente. Ella se esforzó en explicarle. —Máquinas. El Mercedes era un automóvil. En mi tiempo nosotros no montamos caballos, tenemos metal— ella buscó una palabra con la que él pudiera relacionarlos— carruajes que nos llevan. Rápido, a veces demasiado rápidamente. El neumático… er... la rueda del carruaje explotó y nosotros chocamos contra otras máquinas. Papá quedó aplastado detrás de la rueda que lo dirigía y murió al instante—. Lisa apagó una respiración e hizo una pausa por un momento—. Cuando me dejaron salir del hospital, encontré un trabajo tan rápidamente como pude, y después un segundo empleo para cuidar de mi madre y de mí y pagar las facturas. Nosotros perdimos todo— susurró—. Era horrible. No pudimos pagar los juicios, por lo que tomaron nuestra casa y todo lo que teníamos. Y yo lo acepté como había aceptado que así sería mi vida, hasta que me trajiste aquí, sacándome del medio de algo que tengo que terminar. Mi madre tiene cáncer y sólo un corto tiempo de vida. Nadie está allí a alimentándola, pagando las facturas, o sosteniendo su mano. Circenn tragó. Él no podía interpretar mucho de lo que Lisa había dicho, pero entendió que su madre estaba muriendo y ella había estado intentando cuidar de todo por mucho tiempo. —¿Está completamente sola? ¿No hay ningún otro de tu clan vivo? Lisa agitó su cabeza. —Las familias en mi tiempo no son como las de aquí. Los padres de mi padre murieron hace tiempo, y mi madre fue adoptada. Ahora sólo está mamá, y yo estoy atrapada aquí. —Och, muchacha—. Él la atrajo a sus brazos. —No intentes confortarme— gritó ella y empujó su pecho—. Es culpa mía. Yo soy la que tenía que trabajar en un museo. Yo soy la que tenía que tocar esa condenada botella. Yo soy la egoísta. Circenn dejó caer sus manos y expelió una respiración frustrada. No había un solo hueso egoísta en su cuerpo, pero ella todavía estaba censurándose, reprochándose por todo. Él la miró desvalidamente cuando ella se meció de un lado a otro, envolviéndose con sus propios brazos en una postura profundamente afligida que él había visto demasiadas veces en su vida. —¿No has tenido allí a nadie alguna vez para confortarte como tú a ellos?— preguntó severamente él—. Llevaste el peso de todo tú sola. Eso es insostenible. Eso es para lo que sirve un marido— murmuró. —Yo no tengo uno. —Bien, lo tienes ahora—dijo él—. Permíteme ser lo bastante fuerte para los dos. Puedo hacerlo, lo sabes. Ella limpió enojadamente sus lágrimas con el revés de su mano. —No puedo. ¿Ahora ves por qué debo volver? ¿Me darás por favor la botella, por el amor de Dios? Cuando estábamos en Dunnottar me prometiste que si había una manera
para mí de volver, me ayudarías. ¿Fue algo que dijiste para aplacarme simplemente? ¿Debo rogarte? ¿Eso es lo que quieres? —No, muchacha— dijo él violentamente—. Nunca necesitaré eso de ti. Te daré la botella, pero debo recogerla. Está en un lugar seguro. ¿Confiarás en mí? ¿Irás a tus cámaras y me esperarás allí? Lisa contempló su rostro frenéticamente. —¿La traerás realmente?— susurró. —Sí. Lisa, yo te traería las estrellas si con eso cesaran tus lágrimas. Yo no sabía. No conocía nada de esto. Tú no me lo dijiste. —Nunca preguntaste. Circenn frunció el ceño cuando se dio de puntapiés mentalmente. Ella tenía razón. No lo había hecho. Ni una vez había dicho, Perdóname, muchacha, ¿pero estabas
haciendo algo cuando yo te saqué fuera de tu tiempo con mi maldición? ¿Estabas casada? ¿Tenías niños? ¿Una madre agonizante que contaba contigo, quizás? Él la ayudó a levantarse, pero en el momento que ella recuperó el equilibrio, Lisa se deshizo de la mano que la sujetaba. —¿Cuánto tiempo te llevará recuperarla? —Un tiempo corto, un cuarto de hora, no más. —Si no vienes a mí, volveré con un cuchillo más grande. —No necesitarás un cuchillo, muchacha— le aseguró—. Yo te la traeré. Ella salió silenciosamente y se llevó con ella una parte de su corazón al franquear la puerta.
Circenn abrió su cámara secreta y rígidamente recuperó la botella del compartimiento oculto en el suelo de piedra. Nunca se le había ocurrido que ella había tenido una vida completa en su tiempo; él había sido tan egoísta que no le había preguntado nunca de dónde él se la había llevado. La había visto únicamente como a Lisa, orgullosa, tenaz, sensual, como si ella no hubiera vivido en ninguna parte ante de llegar a él, pero ahora entendía claramente. Ella había sacrificado la mayor parte de sus años de adulta en cuidar de su madre y había llevado cargas bajo las que un laird se tambalearía, y protegía el único clan que le había quedado. Eso explicaba mucho: su resistencia a la adaptación, sus continuos intentos de investigar su castillo, su renuencia ilógica a perder el interés en la botella como una manera de regresar a casa. Sabía que Lisa era una mujer inteligente, y sospechaba que en lo más profundo de ella, comprendía que la botella no la regresaría, pero que si perdiera el interés formalmente en la botella, no tendría esperanza. Las personas a menudo se asían a la esperanza irracional para evitar la desesperación. Su corazón sangraba por ella, porque sabía que el único hombre que podría regresarla
querría verla muerta primero. Por primera vez en su vida, estaba furioso consigo mismo por negarse a aprender las cosas que Adam tan a menudo se había ofrecido a enseñarle. Ven a entrenarte con mi gente, lo había tentado Adam en numerosas ocasiones.
Permíteme enseñarte las artes de las hadas. Permíteme mostrarte los mundos que podrías explorar. Nunca, había contestado Circenn con desdén. Yo nunca me volveré como tú. Pero la magia está dentro de ti Nunca lo aceptaré. Sin embargo, ahora él habría dado cualquier cosa por el arte de manejar el tiempo. Algo que Adam quería por sobre todo. Él enderezó sus hombros, cerró la cámara oculta, y fue a la puerta. ¿Cómo podía haber estado tan deslumbrado como para no comprender que ella había tenido una vida y la había perdido? ¿Cómo podía haber pensado alguna vez que era mentirosa? La imagen de ella con los grandes ojos verdes brillando débilmente con lágrimas cuando lo había mirado fijamente y se había negado a su consuelo, porque evidentemente nunca se lo habían dado y no sabía cómo aceptarlo, ardería para siempre en su mente. Él tenía un camino difícil para caminar ahora con ella. Se presionó los ojos cerrados por un momento, sabiendo que al descubrir la verdad, ella sabría que estaba atrapada para siempre. Con un suspiro profundo, dejó sus habitaciones. —Muchacha— dijo él suavemente. Miró a Lisa cuando entró en el cuarto. Estaba acurrucada en el centro de su cama, su rostro pálido manchado de lágrimas. Él buscó en su sporran y se acercó despacio a su lado, haciendo un camino que estaba renuente a completar. —Levántate, querida— dijo quedamente. Lisa se levantó rápidamente. Él le ofreció la botella. —La trajiste— susurró la joven. —Te dije que lo haría. Debí hacerlo antes. Sabía que lo querías; vi la mirada de tu rostro cuando estábamos alejándonos de Dunnottar y lo vislumbraste entre mis cosas. —¿Puedes leerme tan fácilmente? —No siempre. A veces no puedo leerte en absoluto, pero esa noche pude. Habías estado llorando. —Yo no estaba llorando... Yo casi nunca lloro. Sólo lloré ahora porque estoy tan frustrada... —Mis disculpas si había estado lloviendo— se corrigió él rápidamente, protegiendo su orgullo. Su corazón estaba enternecido: ella se avergonzaba por sus lágrimas. No había vergüenza en llorar. Él había visto sus mejillas mojadas varias noches durante el viaje, pero habían sido lágrimas calladas, y él había asumido que eran parte de su aceptación y nunca sospechó que estaba afligida por su madre. Estaba asombrado de que ella no hubiera llorado abiertamente antes de ese día. Pero era fuerte y resistente, y eso le dio esperanzas de que se recuperara con el tiempo.
—Esa noche estaba lloviendo— ella estuvo de acuerdo—. Sigue. —Vislumbraste la botella cuando saqué un plaid extra. Para protegerte de la lluvia— bromeó, esperando distraerla de su humor sombrío. Ella arqueó una ceja, pero sus ojos estaban tristes, llenos de lágrimas no derramadas. Él suspiró y continuó. —Y vi la esperanza en tus ojos, una esperanza que estaba centrada en mi botella. Yo sabía que no podría regresarte, por lo que olvidé el pensamiento, pero debí haber comprendido que tú necesitarías demostrarte por ti misma que no funcionaría— él dijo suavemente. —Dámelo— exigió ella. A él le aterraba eso, temía el momento en que vería en los encantadores ojos verdes la certeza inexorable de que nunca podría regresar. Él observó la botella color de plata brillando débilmente en silencio. Ella se acercó. —¿Cómo funciona?— susurró. —No lo hace— susurró él a su vez—. Tú sólo piensas que lo hace. Sus dedos cerraron alrededor de la botella. Él la contempló cuando ella envolvió su mano reverentemente alrededor del objeto. Envolvió ambas manos alrededor de él, hizo algo cómico con sus pies, y cerró sus ojos. Ella murmuró suavemente. —¿Qué estás diciendo? —No hay ningún lugar como el hogar—. Las palabras eran mitad masculladas pero dolorosamente claras en sus oídos. Él hizo una mueca de dolor. No había ningún lugar así, como el hogar; estuvo de acuerdo silenciosamente, y él haría su mejor esfuerzo para hacer que ella se sintiera como en su hogar, ya que él había sido quien la había desterrado involuntariamente con su maldición irreflexiva. —Lo siento muchísimo, muchacha— dijo suavemente, su tono ronco por la emoción. Ella no abrió sus ojos, negándose a moverse. Finalmente fue hasta la cama y se sentó en ella sosteniendo fuertemente la botella. Parecía estar recitando mentalmente cada oración o rima que alguna vez aprendiera. Después de un largo tiempo, se levantó y se detuvo ante el fuego. Estuvo de pie así, inmóvil, asiendo la botella, tanto tiempo que él finalmente se hundió en una silla a su lado. Cuánto tiempo pasaría entonces, él no tuvo ni idea, pero no se movería una pulgada hasta que ella lo aceptara, y entonces él estaría allí para arroparla con el abrigo de su cuerpo. La noche había descendido plenamente cuando ella se volvió finalmente, mucho después de la hora de la cena. Su pelo brillaba débilmente a la luz del fuego, su rostro estaba ceniciento, y sus pestañas lucían oscuras contra su piel pálida. Él maldijo cuando una lágrima resbaló por su mejilla. Cuando abrió sus ojos por fin, él vio dolor en las brillantes profundidades verdes. El rechazo y la aceptación batallaban en sus expresivas facciones, y la aceptación fue la vencedora brutal. Ella había sostenido la botella, había realizado cualquier ritual en el
que creyera, y había experimentado la derrota indiscutible. —No funcionó— dijo con una voz pequeña. —Och, muchacha— respondió él con un suspiro, desvalido para aliviar su sufrimiento. Ella empezó a tocar nerviosamente el tapón de la botella. —¿Qué estás haciendo?— tronó Circenn, medio levantándose de la silla, preparado para arrebatar la botella de su mano. —¿Quizás si bebo esto?— dijo ella vacilantemente. —Nunca, muchacha— replicó él, su cutis aceitunado palideciendo—. Confía en mí, no deseas hacer algo tan tonto. —¿Qué hay en él?— ella abrió la boca, claramente herida por su reacción. —Lisa, lo que está en esa botella no sólo no te regresará a casa, sino que sería la más pura visión del infierno para ti. Yo no te mentiría. Es un veneno del origen más vil. Él no necesitó decir más para convencerla. Podía ver su aceptación de que no sólo no la haría retornar a casa, sino que podría matarla o hacerla desear estar muerta. Comprendió que Lisa, tan sensata como era, había reconocido ahora que había estado aferrándose a una esperanza imposible y no lo haría de nuevo. Si él dijera que no funcionaría, eso era bastante. Confiando en ella, él había ganado su confianza. Ella sorbió y, para su evidente mortificación, otra lágrima se deslizó por su rostro. Dejó caer su cabeza adelante para esconderse tras su pelo, de la manera que él había notado que hacía cuando estaba incómoda o avergonzada. Circenn se acercó rápidamente, pensando recoger la lágrima en su dedo y besarla, como la besaría hasta alejar toda su pena y su miedo, y asegurarle que no permitiría que ningún dolor volviera a tocarla y dedicaría su vida en hacer cosas para ella; pero Lisa dejó caer la botella en la mesa y se volvió rápidamente. —Por favor, déjame sola— dijo, rechazándolo. —Permíteme consolarte, Lisa— rogó él. —Déjame sola. Por primera vez en su vida, Circenn se sentía absolutamente desvalido. Permítele lamentarse, decía su corazón. Ella necesitaría hacer su duelo, llorar, al descubrir que el hecho de que la botella no funcionara era equivalente a bajar a su madre a una tumba solitaria. Ella lloraría a su madre como si en verdad hubiera muerto ese mismo día. Dios me perdone, él oró. No sabía lo que estaba haciendo cuando maldije esa botella. Él recogió la botella de la mesa, la envolvió en su sporran, y dejó el cuarto.
Y eso era todo, admitió Lisa, acurrucándose en la cama y tirando firmemente las cortinas. En su nido cómodo todo que le faltaba eran Tigger y el hombro de su madre para llorar, pero esos consuelos nunca serían de nuevo suyos. Mientras no había probado
la botella, había podido fijar todas sus esperanzas en ella. Se había sorprendido por la reacción de Circenn a su confesión; había vislumbrado una humedad parecida en sus ojos. Te estás enamorando, Lisa, su corazón dijo suavemente, y no sólo de un país. Está bien, ella dijo a su corazón acerbamente, porque por lo que parece es todo lo que
tengo, ahora y para siempre. Echó una mirada alrededor de la cama encortinada y se acurrucó más profundamente en las mantas. El fuego calentaba la habitación, y había una botella de sidra en la cabecera de la cama. Cuando tomó un profundo trago y saboreó el sabor picante de fruta, cedió ante su pesar. Su madre se moriría sola y no había nada que Lisa pudiera hacer para prevenirla. Bebió y lloró hasta que estuvo demasiado exhausta para hacer más que acurrucarse sobre sí misma y resbalar en el manso, narcótico olvido del sueño también. Todo lo que quería era sostener su mano cuando muriera, fue su último pensamiento antes de soñar.
Circenn Brodie estaba de pie al lado de la cama, vigilando el sueño de Lisa. Abrió las cortinas de la cama y se acercó, dejando caer su mano para tocar su cabello ligeramente. Acurrucada de lado, ella había plegado ambas manos bajo una mejilla, como una niña. La roja mancha de su gorra de baseball, que él recordaba haber aplastado entre sus manos, y un plaid con el que había hecho una pila eran una suerte de almohada. Había llorado hasta dormirse, y parecía como si hubiera luchado una batalla perdedora con sus mantas. Suavemente, él desanudó el plaid lejos de su cuello que para que no se estrangulara con él, y enderezó el tejido torcido sobre sus piernas. Ella suspiró y se acurrucó más profundamente en el colchón suave. Quitando el odre anidado cerca, hizo una mueca de dolor cuando descubrió que estaba vacío, aunque entendía lo que la había llevado a beberlo. Ella había estado buscando olvido, una búsqueda que él mismo había emprendido una vez o dos. Estaba perdida. Lejos de su casa. Abandonada en medio de un siglo que posiblemente no podía entender. Y era su culpa. Él se casaría con ella, la ayudaría a adaptarse, protegiéndola del descubrimiento y de todo, protegiéndola de Adam Black. De una manera u otra, se prometió firmemente, la haría sonreír de nuevo y ganaría su corazón. Ella era toda Brude y más. Su madre habría amado a esa mujer. —Duerme con los ángeles, mi reina Brude— él dijo suavemente—. Pero regresa. Este demonio te necesita como nunca necesitó algo antes.
Cuando él se volvió para salir, le dirigió una última mirada encima de su hombro. Una sonrisa débil encorvó sus labios cuando recordó su fascinación con la crema batida. Esperaba que un día ella confiara en él, deseándolo lo bastante para permitirle tomar su cucharada de crema batida, arrastrarlo por su cuerpo encantador, y quitarle la confección dulce con su lengua. Él la sanaría. Con su amor. Y él nunca dejaría morir una promesa ante ella.
—¿Qué sucede?— preguntó Galan, dirigiendo una mirada a la expresión austera de Circenn cuando él entró en el gran hall. El laird se dejó caer pesadamente en una silla, recogió una botella de sidra y la dio vueltas ausentemente en sus manos. —¿Es Lisa?— preguntó Duncan rápidamente—. ¿Qué pasó? Pensaba que ustedes dos estaban… acercándose. —Le di la botella— gruñó Circenn, escasamente inteligible. —¿Que tú qué?— rugió Galan y brincó de la silla—. ¿La hiciste como tú? —No—. Circenn ondeó una mano impaciente—. Nunca haría eso. Se la di simplemente para que pudiera ver que no la regresaría a su casa—. Él hizo una pausa, entonces levantó sus ojos del suelo—. Averigüé por qué ella quiere volver tan desesperadamente— dijo. Entonces, lentamente, les dijo lo que Lisa le había confiado. —Och, Cristo— dijo Duncan cuando él terminó—. Esto es un embrollo. ¿No puedes regresarla? Es su madre. Galan murmuró su acuerdo. Circenn se encogió de hombros y extendió sus manos en un gesto desvalido. —No sé cómo. La única criatura que sabe cómo es Adam. —Y Adam la mataría— terminó Duncan amargamente. —Sí. Duncan agitó la cabeza. —Nunca lo supe. Ella me dijo que una mujer dependía de ella, pero no me dijo más. —¿Ella te lo dijo?— espetó Circenn. —Sí. Los labios de Circenn se estiraron amargamente. —Bien, aquí estoy yo ofreciéndome a ser su marido y ella no me dijo tanto. —¿Preguntas alguna vez?— dijo Galan suavemente. Circenn murmuró una maldición, destapó el vino, y empezó a beber.
CAPÍTULO 19 Armand rechinó sus dientes y permitió a James Comyn dar salida a su enojo, asegurándose de que pronto las cartas se voltearían, y entonces él se divertiría aplastando al escocés traidor. Él entendía bien las motivaciones de Comyn. Hacía diez años, cuando Robert Bruce había matado a Red John Comyn en la Iglesia de Greyfriars en Dumfries, eliminando al único otro real contrincante por la corona escocesa, el resto del clan de Comyn se había aliado ansiosamente con los ingleses. Estaban deseosos de asesinar a cualquier pariente de Bruce que cayera en sus manos. —¡Han pasado semanas, Berard! Y tú no me traes nada. Ninguna mujer, ninguna sagrada reliquia. Armand se encogió de hombros. —He hecho todo lo que he podido. La mujer no ha dejado sus cámaras en semanas. Está encerrada allí, aunque no puedo averiguar por qué. —Entonces entra y tómala— riñó Comyn—. La guerra crece más feroz, y el hermano de Bruce, Edward, ha hecho una apuesta tonta. —¿Qué dices?— Armand no había oído hablar nada de eso. —Apenas anoche hizo una apuesta acerca de quién puede ganar o perder esta guerra. El Rey Edward está muy desconforme. —¿Qué apuesta?— presionó Armand. —No es mi lugar hablar de eso. Incluso Bruce no ha recibido una palabra de esto todavía, y estará furioso cuando sepa lo que su hermano ha hecho. Es indispensable que capturemos a la mujer. Por lo menos entonces tendremos algo con qué aplacar su cólera. Debes conseguirla— demandó Comyn. —Hay guardias fuera de sus cámaras día y noche, James. Debo esperar hasta que salga—. Él levantó una mano cuando Comyn empezó a discutir—. Tendrá que salir pronto—. Y mientras esperaba, él continuaría buscando en el castillo las sagradas reliquias. Hasta entonces sólo había logrado investigar el ala norte; de algún modo, tenía que entrar en las cámaras del laird y su señora. —Quince días, Berard. No puedo asegurarte que pueda impedirle al Rey Edward que sus hombres ataquen. —Se hará antes de una quincena.
Lisa se volvió y estiró cautelosamente. Sabía que tendría que dejar su cama en algún momento, pero no había podido enfrentarlo. Sentándose despacio, se sorprendió al descubrir que el nudo doloroso en su pecho parecía haberse aflojado. Echó una mirada
alrededor de su cuarto como si lo viera por primera vez. Había estado durmiendo más de dieciséis horas por día, y se preguntó si quizás los últimos cinco años hubieran exigido su precio finalmente. Había dormido y no se había afligido sólo por su madre, sino también por el accidente de automóvil, la muerte de su padre y la pérdida de su niñez. No se había permitido sentir nada de eso durante cinco años, y cuando se permitió caer en una raja diminuta de dolor finalmente, todo había regresado, estrellándose, y ella se había perdido durante un tiempo. Nunca había comprendido cuánto enojo había enterrado en ella. Y sospechaba que sólo un poco de él había sido soltado. Pero ahora tenía que enfrentar los hechos: la botella no la regresaría, Circenn no podía maldecirla de nuevo, y esa iba a ser su vida para siempre. Bajó de la cama y frotó su cuello para aliviar el entumecimiento. No tenía idea de cuánto tiempo había pasado desde que se había bañado. Hastiada consigo misma por su prolongada inercia, fue hacia la puerta. Mientras estaba encerrada en su cuarto, había sido oscuramente consciente de que los hombres se anunciaban fuera del corredor. Ella nunca les hablaba, había aceptado simplemente la comida que le habían presentado a través de la puerta y escogido indiferentemente algunas. Ella chapuceó con el asa y tiró para abrir la puerta. Circenn estaba apoyado contra ella y cayó al suelo. Rodó fácilmente sobre su espalda y saltó sobre sus pies, sacando su espada y al parecer un poco aturdido. Ella comprendió que él debía haber estado sentándose en el suelo, apoyando la espalda contra la puerta, y que cuando había abierto lo había tomado por sorpresa. Él pestañeó varias veces, como si se hubiera dormido en esa posición y hubiera despertado abruptamente. Ella se sobresaltó y conmovió: ¿Habría estado él fuera de su cuarto todo ese tiempo? Él la miró fijamente y ambos se contemplaron silenciosamente. Había círculos oscuros bajo sus ojos negros, su rostro estaba delineado por la fatiga y la preocupación, y la mirada que él le dirigió era al mismo tiempo tan tierna y arrepentida que la hizo contener la respiración. —Un baño— dijo ella suavemente—. ¿Podría tomar un baño? Su sonrisa tardó en formarse, pero la deslumbró cuando lo hizo. —Absolutamente, muchacha. Espera aquí. No te muevas. Ordenaré la preparación yo mismo—. Él se apresuró a cumplir su demanda.
—Ella quiere un baño— bramó Circenn, irrumpiendo en el gran hall. Había estado esperando por semanas por alguna chispa de vida. Que ella fuera de nuevo consciente de su cuerpo significaba que estaba saliendo del espacio oscuro dentro de ella, donde había languidecido tanto tiempo. Él rugió para que las sirvientas vinieran a la carrera. —Tengan agua caliente lista inmediatamente. Y comida. Envíenle toda la comida
tentadora que puedan encontrar. Y vino. ¡Vestidos! Ella debe tener ropa limpia también. Vayan a mi señora. ¡Ella quiere un baño! Él sonrió. Por Dagda, el día estaba pareciendo ya más luminoso.
La última persona que Lisa habría imaginado podría deslizarse en sus cámaras mientras se estaba bañando era Eirren. Se había complacido en una fantasía de dos segundos en que Circenn pudiera entrar sin ser invitado, con la seducción en mente, pero había aplastado ese pensamiento rápidamente, obviamente un sobrante de los romances históricos que había devorado en lugar de tener vida social. Cosas que no pasaban en la vida real. Lo que realmente pasaba era que niños pequeños, traviesos, aparecieran. —¿Qué estás haciendo aquí, Eirren?—. Ella hizo chasquear sus manos en el agua e intentó hacer más burbujas para cubrir sus pechos. Cuando eso falló, puso su tela de baño encima de ellos. El bribón sonrió ampliamente y meneó sus cejas en una cómica expresión lujuriosa. —Ni siquiera te oí abrir la puerta—. Ella se hundió más en la tina. —Estabas demasiado entretenida en tu baño, muchachita. Hasta he golpeado— mintió él. Se acercó rápidamente al hogar cerca de Lisa. —Creo que esto no es apropiado— dijo ella. Entonces lo consideró pensativamente— . Pensándolo mejor, es absolutamente apropiado. Puedes usar mi tina cuando salga, y conseguiremos limpiarte finalmente. Eirren sonrió abiertamente, pícaro. —En verdad, tendría que irme. Pero por mi primera mirada a una muchacha desnuda, yo podría consentir en bañarme. Por mirarte a ti, me lavaría dos veces. Detrás de las orejas, incluso. Su mueca se apagó cuando tomó un asiento en la base de piedra del hogar. —¿Te sientes mejor, muchachita? Has estado aquí un tiempo largo. Yo no podía ayudar, pero oía noticias tristes. Lisa estaba emocionada. —Estabas angustiado por mí, ¿no es verdad? Por eso viniste hoy. —Sí, lo estaba— murmuró Eirren—. Y no poco. Oí por casualidad decir a los hombres que realmente eres de otro tiempo y descubriste que nunca puedes volver—. Él la miraba interrogante. —Es verdad— dijo Lisa tristemente. —¿Perdiste el interés en la vida, muchachita? Lisa lo miró intensamente. —A veces pareces más viejo que tus trece años, Eirren. Él encogió sus huesudos hombros.
—Así es este mundo. Los niños no se quedan niños mucho tiempo. Vemos demasiado. Lisa sentía una llamarada de anhelo ascender a sus ojos, para asegurarle que nunca volvería a vislumbrar algo que un niño no debía ver. Entonces lo pescó intentando atisbar bajo la línea del agua. —¡Detente!—. Ella lo salpicó de agua. Él se rió y limpió su rostro juguetón. —Es natural. Soy un muchacho. Pero te miraré desde fuera de la ventana si te hace sentir mejor. Ella sonrió y lo miró alzar su barbilla y dirigir su rostro hacia la ventana y hacer una representación de ello. Era un muchacho melodramático. —¿Te casarás con el laird?— preguntó él después de un momento. Las cejas de Lisa se alzaron cuando ponderó eso. Un escalofrío recorrió su espina. Ella no podría regresar casa. Ésta era su vida. ¿Qué querría Catherine que hiciera? Lisa supo la respuesta a eso. Catherine se habría preocupado por pequeñeces y fruslerías, y vestiría a Lisa con el vestido de bodas más elegante, la empujaría en la cama con el Highlander musculoso, y esperaría fuera de la puerta para determinar que Lisa hiciera sonidos apropiadamente satisfechos en la luna de miel. —Creo que lo haré— dijo ella despacio, intentando acostumbrarse al pensamiento. Eirren aplaudió con sus manos y se dirigió a ella. —No lo sentirás. Los ojos de Lisa se estrecharon astutamente. —¿Tienes un interés especial en esto, Eirren? —Yo deseo verte como una muchachita feliz simplemente. —Eso no es todo— dijo Lisa—. Confiesa. Te gusta el laird, ¿no es cierto? Lo admiras y piensas que él necesita casarse, ¿no es verdad? Eirren asintió con la cabeza, sus ojos luminosos. —Supongo que siento afecto por él. Probablemente porque su propio padre no tenía mucho tiempo para él, pensó Lisa. Sería fácil para un muchachito rendirle culto a Circenn Brodie. —Dame mi toalla, Eirren— pidió Lisa. Ella conseguiría meter al cochino niño en el baño aunque tuviera que desfilar desnuda para lograrlo. Alguien necesitaba tomarlo bajo su responsabilidad, tratarlo con brazos tiernos y una disciplina amorosa. Con una mirada desafiante, él recogió su toalla y, con un balanceo exagerado de su brazo, la echó lejos por el cuarto hasta aterrizar en la cama. —Hazlo por ti misma. Ella le echó su más perversa mirada de tú-me-obedecerás-pequeño-muchacho-omorirás. Emprendieron una batalla de miradas desafiantes, la suya prometiendo retribución divina, hasta que con una mueca traviesa él se levantó, se deslizó detrás de ella, y se marchó. Ella no oyó la puerta ni siquiera abrir y cerrarse. Suspiró y apoyó su cabeza contra la tina y admitió que realmente no había querido
dejar el agua caliente y jabonosa, de todas maneras. —Te ganaré en esto, Eirren— juró ella—. Te bañarás antes de que termine la semana. No estaba segura, pero creyó oír un tintineo suave de risa fuera de la puerta.
El sol estaba brillando, observó Lisa con placer. Después de bañarse, se había enfundado en un vestido limpio, pero había abandonado las zapatillas. Mientras las sirvientas quitaban su agua de baño, había abierto la ventana y comprendido que la primavera había bendecido los campos mientras había estado afligida. Había sentido una necesidad feroz de aventurarse afuera, sentir el sol, saborear el canto de los pájaros, conectarse con lo que debería ser su mundo. Dios, necesitaba salir de su cuarto. Estaba sofocándose después de tanto tiempo. Paseó por el patio con paso lento y arqueó los desnudos dedos de los pies en el verde césped lozano. Siguiendo la pared del perímetro del castillo, era agudamente consciente de las miradas curiosas de los guardias en las torres altas. La miraron intensamente, y ella sospechó que Circenn les había dicho que no le permitieran apartarse de su vista. En lugar de sentirse vigilada o atrapada, lo encontró reconfortante. Mientras terminaba su baño había comprendido que había tenido suerte; las cosas podrían haber sido mucho peores. Se podría haber trasladado a través del tiempo al torreón de un verdadero bárbaro que habría abusado de ella, o simplemente matado. Bordeó un bosquecillo pequeño de árboles e hizo una pausa, cautivada por el claro reflejo de un estanque abrazado por lisas piedras blancas y flanqueado por cuatro piedras macizas con inscripciones pictas. Atraída por la historia, arrastró las yemas de los dedos sobre los grabados. Un banco de piedra encantador descansaba en un pequeño bosquecillo ante un extraño montón de tierra que era aproximadamente de veinte pies y una docena de pies de ancho. Era casi tan alto como ella, y el césped en él era de un luminoso verde, más espeso y lujurioso que el resto. Los dedos de los pies le dolieron por tocarlo. Estaba de pie, considerándolo, preguntándose qué sería. ¿Un montón de tierra de entierros medievales? —Es un túmulo de las hadas. Un shian— dijo Circenn, acercándose por detrás de ella. Él puso su mano en su cintura e inhaló la fresca fragancia a limpio de su pelo recién lavado. Lisa ladeó atrás su cabeza y sonrió. —Se dice que si rodeas el túmulo siete veces y viertes tu sangre en la cima, la Reina de las Hadas puede aparecer y concederte un deseo. No puedo suponer siquiera cuántos muchachos y muchachas jóvenes han pinchado sus dedos aquí. Cuentos viejos, esta tierra está llena de ellos. Probablemente algún antepasado vació las ollas de las cámaras alguna vez aquí. Explicaría por qué el césped es tan espeso y verde—. Él dejó caer un beso en su pelo y envolvió sus brazos alrededor de ella desde atrás—. Te vi desde la
ventana y pensé que podría intercambiar unas palabras contigo. ¿Cómo estás, muchacha?— preguntó suavemente. —Mejor— dijo quedamente—. Lo siento. No planeé quedarme tanto tiempo allí. Necesitaba tiempo para pensar. Hasta que me diste la botella, todavía creía que podría volver. Necesitaba tiempo para adaptarme a la realidad de mi situación. —No necesitas ofrecerme ninguna disculpa. Soy yo quien debe ofrecerte una—. Él la volvió para enfrentarla—. Lisa, siento que hayas sido atrapada por mi maldición. Me gustaría decir que siento que vinieras aquí, pero debo confesarte que yo… Lisa lo observó escrutadoramente. Él hizo una respiración profunda. —Que consagraré mi vida a hacerte feliz. Que deseo casarme contigo y cuidar bien de ti. Lisa apartó su mirada, mortificada por sentir amenazantes lágrimas. Él retrocedió y se dio cuenta de que ella estaba luchando por mantener el control. —Eso era todo lo que deseaba decir, muchacha. Te dejaré ahora con tu paseo. Simplemente deseaba que supieras cómo me siento. —Gracias— dijo ella. Cuando lo vio marcharse, una parte de ella anheló llamarlo, para charlar y disfrutar la tarde soleada, pero las lágrimas todavía llegaban demasiado fácilmente. Después de que él se hubo ido, continuó paseándose, explorando su nuevo hogar. Se empapó de rayos calientes y se detuvo para examinar los brotes pequeños y el follaje raro constantemente. Se le ocurrió que como debía quedarse allí, podría finalmente hacer algo que había anhelado hacer durante años: tener un cachorro. Siempre había querido un perro, pero su apartamento había sido demasiado pequeño. Cuando regresara al castillo, le preguntaría a Circenn si conocía de cualquier reciente camada en el pueblo. Cuando se acercó al bothy, comprendió que iba a sobrevivir. Sus sentimientos normales estaban volviendo, su optimismo de costumbre, su deseo de estar involucrada con el mundo y explorarlo. Se preguntó lo que realmente era un bothy. ¿Un almacén? ¿Un taller? Girando el picaporte, abrió la puerta y quedamente caminó hacia el interior. Duncan Douglas estaba de pie allí, desnudo, de espaldas a ella. Mi Dios, pensó Lisa. No era Circenn, pero ciertamente era notable. Abrumadoramente curiosa sobre todas las cosas de naturaleza sensual, fue incapaz de marcharse. Una sirvienta igualmente desnuda se presionaba entre su cuerpo y la pared. La mejilla de la sirvienta se apoyaba en la pared de madera y sus palmas estaban alzadas sobre su cabeza, con las manos fuertes de Duncan sujetándolas. Sus caderas se encajaban contra ella y la empujaban del trasero. Lisa mojó sus labios y respiró suavemente. Supo que debía salir quedamente antes de que adivinaran que habían sido observados. Sólo un minuto, se dijo ella, las mejillas ardiendo. Su mirada se dejó caer de los
hombros anchos a su cintura, encima de un musculoso, firme trasero que se encorvaba cuando él pujaba contra ella. Lisa no se podía mover, asaltada por imágenes eróticas de Circenn haciéndole lo mismo. —Oh, cielos—. Fascinada así, las palabras se escaparon antes de que ella pudiera pensar en prevenirlos. Se volvieron a mirarla en el mismo momento. La sirvienta chilló. El descarado Duncan sólo sonrió abiertamente. —Oops— dijo, indiferente. Lisa huyó del bothy. Por lo menos ahora sabía para qué los antepasados habían usado la dependencia. Privacidad.
Los días pasaron rápidamente, en una nube de mañanas soleadas y calurosas y tardes pasadas con Duncan, que la llevaba de paseo por el castillo y la propiedad, y callados atardeceres con Circenn, en las deliciosas cenas. Circenn había estado notoriamente ausente durante las tardes; ni siquiera entrenaba con sus hombres ni se presentaba alrededor del castillo, y cuando terminaron el postre una noche ella inquirió sobre eso. —Ven—. Él se levantó de la mesa y la compelió a seguirlo—. Tengo algo para ti, Lisa. Espero que te agrade. Ella le permitió tomarla del brazo y guiarla hacia un corredor que no había explorado todavía. La llevó al extremo del ala oriental, hacia vestíbulos de piedra estrechos y laberínticos, a través de arqueadas puertas altas, y una escalera de piedra redonda. Él hizo una pausa fuera de la puerta de una torre y sacó una llave de su sporran. —Espero que no pienses que tengo… — Él apagó un suspiro y pareció incómodo—. Muchacha, ésta parecía una idea excelente cuando la tuve, pero ahora tengo algunas dudas… —¿Qué?— preguntó ella, perpleja. —¿Has tenido alguna vez una idea que piensas hará a alguien feliz, entonces cuando es tiempo de dárselo te preocupas por si quizás estuvieras equivocado? —¿Has hecho algo para mí?— preguntó ella, y recordó las manchas de aserrín que había visto sacudiendo de su tartán el día anterior. —Sí— él murmuró y se pasó una mano a través del pelo—. Pero se me ocurrió de repente que si no te conozco como pienso que lo hago, puede hacerte sentir triste. —Bien, entonces tendré que verlo— dijo ella, y quitó la llave de su mano. Cualquier cosa que él hubiera hecho, le había agradado simplemente por cuidarla y pensar en ella, por no mencionar invertir su tiempo en trabajar en un intento de agradarla. Aparte de sus padres y Ruby, había recibido pocos regalos impulsivos en su
vida, y nunca uno que alguien había creado a mano. Curiosa, insertó la llave en la puerta, la abrió y caminó dentro. Docenas de velas fluctuaban y llenaban el cuarto de una luz cálida. El techo era alto y se encontraba con un arco de madera elevado, y había un pequeño exhibidor. En el cuarto, ante cuatro ventanas hermosamente coloreadas, había una tabla llana montada en una base gruesa de piedra: un altar. Ella comprendió que la había traído a su lugar privado de culto. —Mira hacia abajo, muchacha— él dijo quedamente. Su mirada se dejó caer al suelo. —Cielos, ¿hiciste tú esto?— miró a Circenn, turbada. —Tenía mucho tiempo libre hace unos años— dijo con un encogimiento de hombros. Aproximadamente treinta años, pero él no lo agregó. Años durante los que había pensado se volvería loco de soledad, y en los que había enterrado su angustia creando. La mirada de Lisa volvió al suelo. Estaba formado por unas piezas exquisitas formadas de madera, con una estrella tallada igual a la del centro de la capilla. El pino ligero, el nogal oscuro, y el cerezo profundo se entretejían para crear los modelos. Algunas de las maderas no tenían más de una pulgada de diámetro. Debe haber tardado años, pensó ella, asombrada. Un hombre, diseñando ese suelo, había tallado cuidadosamente y colocado las piezas, colocándolas en un modelo geométrico fabuloso, que habría hecho jadear de envidia a M. C. Escher. —Acércate al altar— él animó—. Ahí está lo que cambié. Lisa caminó suavemente por el suelo, renuente a estropearlo con sus pasos. Frente al altar, él había quitado el antiguo modelo y había puesto uno nuevo. El área frente al altar había sido dividido en dos secciones: a la derecha, cuidadosamente embutido en el modelo en ébano profundo decía MORGANNA, AMADA MADRE DE CIRCENN. A su izquierda, en la misma madera negra, estaban las letras que formaban CATHERINE, AMADA MADRE DE LISA. No había ninguna fecha, una omisión que ella entendió, porque no querrían que nadie ciertamente viera fechas del siglo XXI en una capilla medieval. Ella podría imaginar simplemente la fiesta que los estudiosos modernos habrían tenido con eso. Los nombres estaban enlazados a través de un trabajo de detallados nudos celtas. Dejándose caer de rodillas, ella pasó los dedos encima de la madera recientemente puesta, su corazón henchido de emoción. Él había puesto a su madre a la derecha de la suya, y había mostrado claramente que ella era la mitad de su vida. Ahora ella podría ir allí cuando extrañara a su madre y sentir que tenía un lugar para estar cerca de ella. La sobresaltó su visión perspicaz. Cuando a Catherine se le había diagnosticado el cáncer, Lisa había devorado —cómo no—, libros que trataban acerca de la pérdida de alguien amado, esperando encontrar alguna manera mágica de manejar la pérdida inminente de su madre. Una de las cosas que cada libro había sugerido era que el duelo era una parte crítica del proceso curativo. Haciendo ese recordatorio para su madre, Circenn había creado un tangible y, por una costumbre social antigua, confortador
símbolo de su ausencia, para que esa ausencia se volviera una presencia consoladora. Lisa tragó un nudo en su garganta y lo miró. Él estaba observándola como si fuera la cosa más infinitamente preciosa para él en el mundo. —¿He sido un estúpido?— se preocupó él. —No. Circenn, pienso que nunca podrías serlo— dijo ella quedamente—. Gracias. Nosotros hacemos esto en mi tiempo, también. Y yo vendré a menudo aquí a… a… — Ella se detuvo, agitada por la profundidad de su emoción. Cuando él dijo: —Ven— ella fue fácilmente a sus brazos.
CAPÍTULO 20
Circenn se acercó furtivamente al espejo y se estudió por quinta vez en la misma cantidad de minutos. Volvió su rostro de lado y miró su perfil. Pasó la mano pensativamente encima de la sombra oscura de barba. La piel de Lisa era muy sensible; quizás debía afeitarse más frecuentemente. Pero ése no era el problema, meditó. Aunque ella se había abierto considerablemente en los últimos días, mantenía la distancia entre ellos. Estaba sanando, y era tiempo de completar el proceso. Él necesitaba cortejarla en una intimidad más esencial, para ayudarle totalmente a aceptar su posición como su futura esposa. ¿A quién estaba intentando engañar? Él la necesitaba en su cama antes de que se convirtiera en una bestia salvaje. Ni por un momento había olvidado la visión que había espiado en su escudo. Y quería, estaba ansioso de abrazar su futuro. Había ido insoportablemente despacio con ella, permitiendo su tiempo para sanar. Pero ella estaba cambiando de nuevo, poniéndose más fuerte. Él resopló y reflexionó que no era la única que había sufrido cambios desde su llegada. Hacía unos meses, él había sido un hombre de rígidas disciplinas que despreciaba muchas cosas sobre sí mismo. Ahora era un hombre de pasiones profundas que daba la bienvenida a lo que él podría convertirse con ella. Hacía unos meses, habría evitado la intimidad física y enunciado docenas de razones por las que era lógico rechazarla. Ahora anhelaba la intimidad física, armado con docenas de razones por las que era lógico, incluso necesario, que él lo hiciera. Después de lo que le había dado en la capilla, la había escoltado a su cuarto y había esperado borrar su pasado con un beso de buenas noches, pero ella había sido reservada. Su beso había sido tormentoso, y él sintió el deseo en su cuerpo, pero ella había detenido el beso y le había deseado que durmiera bien antes de dejarlo en la puerta. Él sospechaba
que mientras no se permitiera ser un poco feliz, ella todavía no estaría lo bastante lista para creer que no debía continuar sufriendo por pecados que no había cometido. Por su bien, él necesitaba ser cruel. Necesitaba penetrar su coraza y aliviarla totalmente. La necesitaba a ella, a esa mujer fascinante con sus emociones profundas, su corazón apasionado, su mente ingeniosa y curiosa. Necesitaba el cómico sentido del humor que había estado los últimos días notoriamente ausente. Necesitaba que ella aceptara la atadura física más profunda con él, porque sabía que una vez que lo hiciera, no le ocultaría ninguna parte de su corazón. Y quería explorar cada rincón privado y cada grieta de su alma. Cruelmente seductor, eso era lo que sería. Recogió su pelo en una correa y consideró afeitarse, pero estaba demasiado impaciente. Se habían retirado de la cena hacía una media hora, y si tenía suerte, ella estaría en la cama. Y él se le uniría. Era tiempo. Esa noche él la haría suya.
Lisa bebió a sorbos su sidra y miró el fuego, sintiéndose notablemente descontenta después de terminar una comida deliciosa con un compañero delicioso y haber recibido el regalo encantador de la capilla. Su cuerpo temblaba de frustración y había estado discutiendo un argumento absolutamente perverso consigo misma. Una vez que había surgido de sus cámaras después del tiempo de duelo, Circenn le había dado repetidamente indicaciones de que deseaba tener una relación sexual con ella, pero algo estaba reteniéndola y no tenía ni la menor idea de lo que era. Había estudiado cada ángulo del problema, pero todavía no estaba más cerca de entender por qué se apartaba cada vez que él intentaba hacer más que besarla. Había estado al borde de preguntarle si él sabía por qué lo hacía, pero no podía convencerse de ser tan brutalmente sincera. Una parte de ella deseaba que él intentara derribar sus murallas, para que pudiera deducir por fin lo que eran esas condenadas murallas. Pensaba que había decidido estar contenta allí, pero entonces, ¿por qué se resistía a su seducción? Un golpe en la puerta puso a galopar su corazón. —Adelante— dijo ella suavemente, esperando desesperadamente que no fuera Gillendria quien entrara, llevando otro vestido de descanso o algún delantal. —Chica— murmuró Circenn cuando cerró la puerta tras él. Lisa se sentó recta y puso su copa de vino en la mesa. No digas nada, sólo bésame, pensó. Bésame duro y rápido y no me des tiempo para pensar. —Hay algo que quiero discutir contigo, muchacha— dijo él. Cruzó el cuarto y la levantó de la silla.
—¿Sí? Él se detuvo y la miró fijamente por un momento largo. —Och, a veces hago un lío con las palabras— dijo finalmente—. He sido un guerrero toda mi vida, no un bardo aturdido—. Acunando su cabeza en sus manos, él tomó su boca con la suya. Enterró los dedos en su pelo, deslizando su lengua entre sus labios con un golpe aterciopelado, besándola despacio y completamente. Le dio un largo, deliciosamente romántico beso que la dejó aferrándose jadeantemente a él. Mordisqueó su labio inferior, chupándolo y arrastrándolo; entonces se deslizó nuevo dentro y poseyó su boca. Sus manos resbalaron abajo por su espalda y encima de su trasero, y él gimió. La necesitaba desesperadamente, pero también necesitaba que ella buscara su afecto. Su lengua se retiró, y él hizo una pausa, esperando que ella buscara que regresara. No lo hizo. Él suspiró y se movió una pulgada hacia atrás para mirarla. —Al menos peléame, muchacha, como hiciste cuando Bruce nos declaró en handfasted. ¿Piensas que me he olvidado de eso? Cuando yo quité mi lengua entonces, tú no querías saber nada. Lisa apartó su mirada. Cruel, se recordó Circenn, o ella se alejará de ti. No puedes dejarla entramparse en el
pesar y la culpa. Cuando ella se movió para sentarse en la cama, él exhaló un suspiro pequeño de alivio. El hecho de que se sintiera cómoda en medio de su seducción le dijo que no era completamente adversa a ella. —¿Qué estás esperando, Lisa?—. Él se hundió a su lado en la cama, alentado porque ella no se apartara al estar sentados juntos, hombro a hombro—. ¿Recuerdas lo que me dijiste la noche que llegaste aquí, cuando temías que pudiera matarte? Ella le echó una mirada cautelosa, indicando que estaba escuchándolo. —Incluso no he vivido todavía. Ésas fueron las palabras que me dijiste, y oí muchas cosas en esa declaración. Oí frustración y pesar. Oí curiosidad y tengo hambre de experiencias, y un terrible temor de que nunca consiguieras tenerlos. No puedo morir. ¡Incluso no he vivido todavía!, me dijiste. Yo pensé en lo que quisiste decir. Y te daré la oportunidad de vivir audazmente. Lisa retrocedió. Podía sentir el eco de sus palabras dentro de ella. Era verdad, pensó insolentemente, ni siquiera había vivido todavía. Sintió una llamarada súbita de furia. Había desperdiciado años negándose el lujo de sentir, y con unas frases simples, Circenn los había dejado desnudos ante ella. Resintió su intento de psicoanalizarla. La hizo enfadar que él se atreviera a ser tan audaz con sus sentimientos. Sus ojos se estrecharon. Con los labios curvados en una sonrisa débil y comprensiva, él dijo: —Vamos, enfádate conmigo, muchacha, por dar voz a las cosas que intentas no sentir. Enfádate conmigo por decir en alto lo que apenas te permites pensar, que una parte de ti sabe que tu madre está enferma y no puedes darte permiso para vivir
mientras ella está muriendo. Enfádate conmigo por decir lo que te desgarra por dentro, y que sientes que debes sufrir, porque ¿cómo puedes hacer otra cosa cuando tu propia madre está muriendo? Enfádate conmigo por exigir que vivas ahora. Vive conmigo. Totalmente. Sus manos se hincaron entre los pliegues de la manta. Ella no podía negar nada de lo que él había dicho. Sentía que debía sufrir, porque su madre estaba sufriendo. Sentía que cada sonrisa pequeña que ella se permitía era de algún modo una traición a Catherine. ¿Cómo se atrevía Lisa a sonreír cuando su madre estaba muriendo? ¿Qué tipo de monstruo podría estar contento incluso por un momento? Aún más, cuando había sonreído de vez en cuando, e incluso reído, se había odiado por ello. Él tenía razón en que eso era lo que la retenía. Una creencia pequeña e insidiosa de que ella no tenía ningún derecho a estar contenta. —¿Continuarás castigándote por los pecados que no cometiste? ¿Cuánto debes sufrir antes de que sientas que has pagado por completo? ¿Sería tu vida bastante? Sus pestañas bajaron y escudaron sus ojos. —¿Estaría tan equivocado sucumbir arrebatadamente al amor que yo te ofrezco? Tomar cada trazo de vida, imbuirlo en tu cuerpo, gustarlo con una venganza. —Maldito seas— susurró ella. —¿Por decir lo que piensas? Muchacha, soy el único a quien puedes decir algo. Te lo aseguro, te entenderé. No me preocupa cuán innobles piensas que son tus pensamientos o sentimientos. Sentimientos, emociones, ellos son, sin que esté bien o mal. No puedes asignarles un valor. Los sentimientos son. Te obligas a ignorar esos sentimientos etiquetándolos como malos. Y lo que necesitas es sentirlos, permitirles arder en ti, y entonces seguir viviendo. No eres responsable de nada de lo que le pasó a tus padres. Pero castigarte por un tener un sentimiento, och, muchacha, eso sí está equivocado. Si sientes un poco de resentimiento, no hay vergüenza en eso. Eres joven y llena de vida, no hay vergüenza en eso, Lisa. Parecía como si ella deseara creerlo desesperadamente. —No fue tu culpa el choque, ni que tu madre se pusiera enferma, ni que fueras traída hasta aquí, hasta mí. Permíteles salir. Ponte de pie, Lisa. Toma lo que quieres de mí. Vive ahora. —Maldito seas— repitió ella y agitó su cabeza. Los sentimientos largamente negados la inundaban ahora. Todavía sentada, sus palabras hicieron eco en su mente. Entonces otra voz la sobresaltó, porque se parecía a la de Catherine, resonando en su cabeza: Ningún castigo
más. Él tiene razón, lo sabes. ¿Piensas que no vi lo que te estabas haciendo a ti misma? Vive, Lisa. Sus manos estaban temblando. ¿Podía? ¿Y sabría cómo? Después de años de negarse a creer que algo bueno podría pasarle, ¿podría salvar los sueños que había tenido de ser una mujer sin miedo al amor? Su mirada se vertió sobre él. Un Highlander magnífico, medio salvaje, y sin embargo
más civilizado que la mayoría de los hombres modernos. Tierno, y lo bastante preocupado para penetrar sus defensas en un esfuerzo valiente de derribarlas. Ella nunca encontraría a un hombre mejor. Vivir, estaba de acuerdo. Sin una palabra, se levantó, y tuvo la sensación de estar rasgándose en dos personas diferentes. Como si en el acto de levantarse ella se hubiera despojado de su cuerpo del siglo XXI y dejado a la vieja Lisa acurrucada en la cama, con sus brazos envolviendo una almohada y negándose a sus propias necesidades vehementemente. Esta nueva Lisa estaba de pie, alta y compuesta, esperando su siguiente demanda. Preparada para hacer demandas ella misma. —Quítate el vestido, Lisa. Su respiración se atascó en el camino a sus pulmones. —Dije que te quitaras el vestido. —¿Y qué hay de ti? —Esto no es para mí. Es para ti. Permíteme amarte, muchacha. Prometo que no te arrepentirás. Lisa hizo una respiración poco profunda. Él había visto su corazón como realmente era, lleno todavía de emociones complicadas y no tan nobles, y aún así la deseaba. Y quitándose el vestido dejaría caer sus barreras, extendiendo sus brazos para darle la bienvenida. Dando la bienvenida a lo que ellos podrían ser juntos. Sus dedos se sentían rígidos y torpes cuando se movieron encima de su ropa, pero aumentando la sinceridad consigo misma. —Te necesito. Estoy aquí para ti. Te adoro—. Te adoro… Sus palabras se demoraron dentro de ella. Y reconoció que lo quería por ser justo así. Desvestirse para ese hombre, ofrecerle su cuerpo, encontrar la aprobación y el deseo que sabía él sentía por ella. Para extender la mano y saborear lo que él ofrecía, volver su cuerpo deseoso hacia él para ser enseñado, iniciado, saboreado. Para vivir. Su vestido cayó al suelo. —¡Detente!—. Él estaba sentado, inmóvil, mirándola fijamente mientras la joven permanecía de pie, pálida a la luz de las velas, con su sostén y bragas color lavanda. Él hizo un sonido ronco en su garganta. Lisa nunca había oído a un hombre hacer semejante sonido antes, pero comprendió que quería oírlo hacerlo muchas veces más, mirándola justo de la misma manera. —Sigue— dijo finalmente él—. Muy despacio, muchacha. Mátame con eso. Sabes que te deseo; usa ese conocimiento. Es uno de tus muchos poderes. Lisa pestañeó, estremecida al comprender que tenía ese poder como mujer. Su plaid se levantaba sobre su pecho, cayendo y subiendo rápidamente, y sus ojos estaban oscuros de deseo. Él estaba invitándola a emplear su fuerza femenina, y ella quería hacerlo. En sus fantasías había soñado sólo con eso: estar con un hombre cuya atracción por ella fuera algo de lo que estuviera tan segura, que pudiera incitarlo, revelarse en su
feminidad, provocar e invitar las consecuencias. Despacio empezó a despojarse de su ropa interior y resbaló los breteles de su sostén sobre sus hombros, arrastrándolas juguetona, provocativamente hacia la inclinación de sus pechos. Cuando los ojos de él se iluminaron, ella se deslizó de sus zapatillas suaves y le lanzó una a él. El movimiento hizo oscilar sus senos suavemente. Cuando la zapatilla le pegó ligeramente en el pecho, él tragó y se tensó para levantarse de la cama. —No. Me gusta esto. Tú me animaste. Permíteme descubrir quién soy. Circenn se hundió de nuevo en la cama, pero parecía listo para lanzarse hacia ella en cualquier momento. Un puñado de encaje tembló hasta el suelo, entonces otro, y Lisa estuvo de pie ante él conteniendo la respiración. Se vio a sí misma reflejada en el espejo pulido detrás de él y se movió un poco a la derecha. Perfecto, pensó ella: podía verlo ahora totalmente vestido, sus hombros anchos y musculosos, sentado en la cama, y ella desnuda ante él. Se estaba excitando furiosa, eróticamente, su deseo extrañamente enardecido por el hecho de que él todavía estaba completamente vestido. —Vuélvete. —¿Qué?— ella abrió la boca y casi perdió la calma. Su risa era un ronroneo bajo. —Eres perfecta, muchacha. Pero date la vuelta y muéstrame todo tu cuerpo encantador. He estado soñando contigo durante semanas. Lisa tragó, insegura de poder hacerlo. Ella no podría verlo. ¿Qué, si pensaba que su trasero era gordo? Los hombres nunca piensan que un trasero es gordo, le había dicho Ruby una vez. Ellos están contentos sólo por verlo. —Vamos, muchacha. Muéstrame si tu espalda se arquea como pienso que lo hace, suave como marfil, con tu cabello rizándose bajo él. Muéstrame ese hermoso trasero. Muéstrame esas encantadoras piernas largas. Muéstrame cada pulgada de lo que voy a besar y saborear. Sus palabras eran más que persuasivas; ¿qué mujer podría negarse a semejante promesa? Lisa hizo una profunda inspiración y se volvió. Después de unos momentos de silencio insoportable, echó una mirada nerviosamente encima de su hombro, buscando su reflejo en el espejo. Él se había dejado caer de rodillas de la cama y se había agachado detrás de ella y la estaba mirando de arriba abajo, y de arriba abajo de nuevo. Los ojos negros se alzaron para encontrarse con su mirada. La expresión en su rostro era salvaje, posesiva, y la hizo sentir la mujer más bonita que hubiera llegado a su mundo del siglo XIV. Él se apoyó sobre sus pies y la arrastró contra él, rudo. El tejido híspido de su plaid se sentía áspero contra su piel sensible y ella se fundió contra su cuerpo. Con una firme presión, él empujó su trasero desnudo contra sus caderas, y ella se perdió en la sensación del tejido y la longitud dura de la masculinidad que había debajo. Se presionó hacia atrás y sintió la columna de él apretarse en la hendidura de su trasero. Tembló contra ella y la joven jadeó de anticipación. Sus manos resbalaron a su cintura, sobre sus costillas, al principio sosteniendo
reverentemente sus pechos, y después con excitación inclemente. Sus pezones ya estaban duros y doloridos por el aire frío del cuarto, y cuando sus dedos los acariciaron ella casi gritó. Sus caderas se ondularon hacia atrás, y una llamarada de placer partió desde sus pezones hasta el lugar donde ella lo tomaría en su cuerpo. Él los pellizcó, y ella se sintió aislada del mundo y rodeada nada más que por él abajo y alrededor de ella, y el deseo de hacer con él todo lo que era posible entre un hombre y una mujer. —Eso es. Empuja contra mí. Muéstrame cómo me deseas—. Él se meció contra ella e imitó el vaivén del amor, y ella sintió humedad entre sus muslos. Sus movimientos la apretaban contra el alivio que ella rogaba para su cuerpo. Él envolvió un brazo alrededor de su cintura, y besó su nuca, cogiendo el tendón entre sus dientes. Se sentía… dominante. Su otra mano buscó sus labios, y él resbaló su dedo entre ellos. Ella lo acarició con su lengua, cerrando sus labios alrededor de él y atrayéndolo a su boca. Suavemente, él la movió poco a poco hacia el baúl al pie de la cama. —Siéntate. Ella se sentó jadeantemente, excitada, porque incluso el baúl se sentía bien contra su trasero dolorido. Duro, eso era lo que ella quería; algo duro, y sólido, y… a él. Él estaba de pie ante ella, las piernas extendidas, los ojos oscuros. Él acarició sus pezones con sus palmas, sus callos deliciosamente abrasivos contra sus cimas sensibles. Ella los miró apretarse, fascinada por las respuestas de su cuerpo a él. Con su rodilla él tocó sus piernas ligeramente para apartarlas, aparentemente transfigurado por el pequeño lunar oscuro en el interior de su muslo izquierdo. Él mojó sus labios, y ella supo que la besaría muchas veces allí. Sosteniendo su mirada, él se desnudó para ella, con indolencia insoportable, nunca apartando la vista. Ninguna moderna mujer que hiciera strip-tease podría competir con la actuación que él le dio. Tenía un efecto gracioso en sus emociones, porque aunque ella estaba desnuda, aunque él pudiera tomarla rápidamente, estaba haciendo cuanto había prometido: todo para ella. Él estaba progresando despacio, alimentando cada fantasía. Todavía estaba intentando cortejarla, a pesar del hecho de que él claramente ya la había ganado. Cuando quedó desnudo ante ella, cerró sus ojos, abrumada. Forzó una respiración profunda y los abrió, sólo para descubrirlo palpitando ante ella de nuevo. Es hermoso, pensó. Nunca había imaginado que un hombre pudiera ser tan hermoso. Las protuberancias duras en su abdomen se convertían en músculos delgados que se ondulaban en sus muslos y creaban una V de curvaturas tensas que llamaban la atención sobre la rotunda masculinidad que duramente se erguía entre sus piernas. Solamente verlo le hizo sentir el estómago tenso y vacío. Era grueso y largo y se levantaba ansiosamente. Aceitunado y rosa, terso y de apariencia aterciopelada, encapotado, con una fuerte vena recorriendo su longitud. Fuera o no cálido, se sentiría caliente y sedoso bajo su mano. Apoyándose más cerca para verlo mejor, se sobresaltó cuando latió de nuevo y
acarició su mejilla. Riéndose, ella lo miró, y perdió su respiración. Él la miraba fijamente, transfigurado, su expresión tan posesiva que ella abrió la boca. Nunca sería la misma después de esa noche. Sé intrépida, se dijo. Sé valiente y lasciva y
todo lo que siempre has fantaseado ser. Toma la vida, Lisa. Ella envolvió su mano alrededor de él, y, como lo había sospechado, sus dedos no pudieron cerrarse. Un escalofrío pasó a través de ella, imaginando su cuerpo rendirse para tomar todo lo que pudiera de él. Él latió dentro de su encierro. Una sonrisa curvó los labios de Lisa: ella podía hacerle eso, hacerlo dar tirones hambrientamente en respuesta a su tacto. Presionó y resbaló su mano de arriba abajo. Esa parte de él era una contradicción: tan duro, y sin embargo con la piel muy suave y sensible, tan fuerte, y aún así tan delicada ante una mujer, tan fácilmente manejado por un hombre como una arma, y tan fácilmente usado como una arma contra él. Lisa lamió sus labios y se preguntó cómo sabría. ¿Salado? ¿Dulce? ¿Dónde pondría ella crema batida? Dejó caer su cabeza y acarició con sus labios la punta de su pene. Simplemente una vez, una succión firme de sus labios, un golpecito rápido de su lengua, sólo lo bastante para saborearlo y aplacar su curiosidad. Un poco salado, y con intenso olor de hombre, pensó, ponderando el sabor en su lengua, su mano momentáneamente quieta. El olor picante que entorpecía su cerebro era más evidente allí, cerca del centro de su masculinidad. Hizo cosas alarmantes en ella: al mismo tiempo la relajó y la estimuló. Ella le echó una mirada, preguntándose por qué él estaba tan inmóvil, y se sobresaltó con la mirada aturdida, salvaje en su rostro. Él la levantó en sus brazos, la apoyó de espaldas en la cama, y se estiró encima de ella. —Muchacha, voy a amarte hasta que no puedas salir de mi cama— susurró él antes de besarla. Ella respondió ansiosa, furiosamente, amoldando su boca a la suya. —Lentamente primero—. Él se retiró hacia atrás ligeramente. Con serenidad insoportable acarició sus labios contra ella, una vez, dos veces, una docena de veces. Ella abrió sus labios contra su fricción gentil, demostrando su deseo de más. Él se rió suavemente y ejecutó con la punta de su lengua un círculo juguetón sobre su boca. La provocó hasta que ella se movió frenéticamente, intentando encontrar su lengua con la suya. —Pon tus manos sobre tu cabeza, muchacha, y si tienes problemas para mantenerlas allí, estaré feliz de usar algo para afianzarlas— murmuró él. —¿Qué? ¿Quieres atarme?— exclamó ella, ligeramente asustada. Sintió los labios masculinos curvarse en una sonrisa contra los suyos; estaba divertido por su reacción. —No sería adverso a la idea—. Su risa era ronca, oscuramente erótica—. Pero por ahora, deseo simplemente que no pongas tus manos en mi cuerpo. No necesitas dar nada, hacer nada; te lo aseguro, obtendré mi placer dándotelo a ti. Quédate quieta y permíteme complacerte, estaba diciendo él. ¿Me he muerto y he ido al cielo?, se preguntó Lisa. ¿Y él prefiere hacer esto? Sus amantes de fantasía siempre habían sido ilusiones dominantes y exigentes que se agotaban en la cama obteniendo su
placer de una mujer. Obedientemente, ella levantó sus manos sobre su cabeza. El movimiento alzó sus pechos, y él apresó uno bruscamente con su boca. Entonces ella se estaba quemando, sus pezones envueltos en fuego. Él pellizcó y chupó, lamió y succionó hasta que sus senos se sintieron hinchados y calientes. Él los levantó juntos y arrastró su lengua en la hendidura suave, después los separó y besó cada pezón. Pellizcó su estómago y besó sus caderas, en la parte tan sensible donde su pierna se encontraba con la parte superior de su cuerpo, a sólo pulgadas del vello suave entre sus muslos. La piel era allí más delgada, más delicada. Él presionó besos calientes en el lunar diminuto dentro de su muslo, arrastró su lengua aterciopelada encima de él, y ella se arqueó contra él y lo guió instintivamente más cerca de su centro. Su lengua dio un golpecito para saborearla y las manos de la muchacha volaron abajo para acunar su cabeza entre sus piernas cuando se arqueó contra él. La saboreó con caricias largas contra el sensible nudo, alternadamente rápido, después perezosamente, y rápido de nuevo. —¡Oh, Dios! Ella abrazó el placer. Voló, se movió en espiral, se estremeció, y cuando cayó, él estaba para capturarla allí, con la promesa en sus ojos. Él resbaló un dedo dentro de ella, que se contrajo desvalidamente a su alrededor. Lisa comprendió que había una sensación completamente diferente que todavía no había experimentado. Había oído que los orgasmos podían ser muy diferentes cuando un hombre estaba dentro de una mujer, en oposición al orgasmo causado por sensaciones externas. Ella podía sentir la promesa de la llenura que ofrecería. —Apretada. Demasiado apretada, muchacha. Necesitas relajarte más, y sólo conozco una manera de lograrlo—. Sus labios quemaron contra su piel cuando besó su lunar, lo lamió, y entonces acarició con sus besos aterciopelados sus tobillos, los dedos de los pies, y de nuevo subir con lentitud deliciosa. Y cuando volvió al punto de partida, bajó su cabeza y se aseguró de que ella estaba completamente relajada enviándola de nuevo al borde del abismo. Dos dedos. ¡La llenaba! Tres. —Relájate, muchacha. No deseo herirte demasiado. Yo soy muy... —Lo sé— jadeó ella—. Cómo eres. Te vi—. Ella estaba intimidada y un poco asustada. Sus manos eran mágicas, su cuerpo más abierto, sólo para contraerse rápidamente cuando él quitó sus dedos. El dolor, oh, el dolor insufrible. —Por favor— gimió ella. Él se levantó y se posicionó entre sus piernas. Pero no entró, no; tomó sus labios con los suyos y la besó: luz y provocación, la besó profundamente; la besó tan duro que sus dientes golpearon contra los suyos, y ella que siempre había pensado que podría parecer torpe, no lo era, haciéndose casi salvaje bajo él. Arqueó la parte inferior de su cuerpo y
se apretó contra esa parte masculina y caliente de él, y él se presionó a su vez contra ella, duro. —En mí— sollozó ella. Él se rió contra sus labios. —Muchacha impaciente. —Sí, lo soy. En mí. —Sí, sí, señora— susurró él. Él la obedeció lentamente. La primera pulgada fue la sensación más rara y ella dudó que pudiera tomarlo. La segunda pulgada prometió dolor. La tercera y la cuarta fueron dolorosas, pero la séptima y octava prometieron el cielo. Lisa cerró sus ojos y consagró su completa atención al hombre duro dentro de ella. Nunca había sentido semejante presión, semejante sensación de completitud en su vida. Podría quedarse así para siempre. Y entonces él se meció despacio dentro de ella. —Apriétame— susurró él. —¿Qué? —Con tus músculos—. Cuando ella lo miró fijamente sin comprender, él le hizo cosquillas de repente, causando su risa. Sus músculos internos se contrajeron y ella entendió. —¿Apretarte así, quieres decir? Él estaba aún completamente dentro de ella. —Apriétame. Era la sensación más increíble. Ella podía usar sus músculos de mujer para contraerse alrededor de él y soltarlo, y cada vez que se contraía la enviaba peligrosamente cerca del borde. Él estaba inmóvil encima de ella y le permitía sentirlo, acostumbrarse a él, desarrollar una hambre insaciable por el placer de sentirlo enterrado dentro de ella. —¿Te excita?— preguntó Circenn. —Oh, sí— murmuró ella. Él se retiró despacio y saboreó cada contracción dulce de sus músculos, entonces la llenó hasta la boca de su útero. La noche era joven, y durante el curso de ella, él hizo un pequeño progreso en su lista interminable de cosas que quería hacer con ella. La curiosidad insaciable de Lisa se extendía hasta el dormitorio, como él había esperado que fuera. Fue una conspiradora más que deseosa a lo largo de la larga noche de cuerpos entrelazados de pasión y corazones satisfechos. Cuando él se levantó y apoyó sus anchas manos para sostenerse a cada lado de ella, echó su cabeza hacia atrás, y perdiendo una parte de sí mismo profundamente dentro de ella, casi se dobló encima de la mujer en agonía. Sus músculos tiraron herméticamente en su abdomen, su corazón golpeando temiblemente, y sintiendo su cabeza fragmentarse. En toda su vida, él nunca se había permitido derramarse dentro de una mujer y se había negado a tener niños. Primero, porque no había estado listo, después,
debido a lo que Adam le había hecho. Pero él había puesto sus miedos a un lado, y esa vez se permitió hacerlo. Y en el momento preciso en que la llenó, Circenn sintió que una atadura señalaba luminosamente la vida entre los dos, como si un cauce hubiera estado cortado entre sus almas y de pronto hubiera permitido que un poco de ella se filtrara en él, y un poco de él en ella. Ardió a través de su cuerpo y socavó la parte de su mente que celebraba la magia. Era como un calor blanco deslumbrante que rugía dentro de él y explotó en una llamarada de sublime conciencia. Era la sensación más increíble que él había experimentado alguna vez. De repente podía sentir el placer de Lisa, incluso podía darse cuenta de que ella se sentía agradecida por ayudarla a olvidarse de su dolor y hacerla sentir por primera vez esa experiencia increíble. Hmm, él pensó, gustando de esa nueva atadura. Él había excedido sus expectativas para hacer el amor. Su mirada voló a la suya y vio que había sido lo mismo en cuanto a ella. Pero no lo sabía, porque esa era la primera vez para ella y sólo el tiempo de intimidad física, la haría comprender que el conocimiento del otro no era un resultado normal de hacer el amor. Sus ojos parecían enormes y llenos de maravilla. Él no entendió lo que había producido la creación de su conexión extraña, y se preguntó qué efectos duraderos podría tener en ella. Se preguntó si quizás la poción de inmortalidad lo hubiera cambiado, para que si él derramara su semilla en el cuerpo de una mujer, ellos se unieran. Había mucho que él no entendía sobre sí mismo. Y entonces no se preguntó nada más, pero la acunó en sus brazos y disfrutó la paz por primera vez en siglos.
Más tarde, Lisa apoyaba su mejilla contra el pecho de Circenn, uno de sus brazos fuertes encorvado alrededor de su cintura, y preguntándose si Dios había considerado compensarla por haber tomado tanto de ella, para darle a ese hombre increíble. No sabía que hacer el amor la haría más consciente de sus sentimientos. Era como si alguien hubiera apretado un interruptor dentro de ella: un calor blanco deslumbrante la llenó, y de repente pudo darse cuenta de las emociones de su amante; aun ahora, él estaba preocupado por ella, preguntándose si la habría agradado. Era una conciencia extraña, una sensación de que él estaba cerca y la rodeaba; nunca antes se había sentido tan unida a alguien, incluso con su madre, que la había llevado dentro de su cuerpo. Juró disfrutar completamente de todo el placer que podía encontrar con Circenn, porque nunca se sabía cuánto tiempo podría durar. Él podría morir aplastado bajo una piedra mientras estuviera construyendo una adición en su castillo; podría dañarse de muchas maneras; ¡podría ser herido en batalla, oh! Era junio, comprendió ella, y la batalla poderosa de Bannockburn estaba sólo a semanas de producirse.
Él no podría ir; eso era todo lo que sabía. No podría permitirle ir a guerrear. De la manera en que su suerte trabajaba, conseguiría unas semanas dichosas con él, y entonces él se mataría en la batalla y ella estaría allí, en el siglo XIV, librada a su suerte. Sus dedos se apretaron alrededor de su mano. —No moriré, muchacha— susurró él contra su pelo. —¿Puedes leer también las mentes, además de maldecir cosas?— preguntó ella, sobresaltada. —No. Pero tú estabas sintiéndolo casi audiblemente. Sé lo que temes. Temes ser abandonada. Cuando tu mano se tensó en la mía conjeturé a dónde apuntaban tus miedos. Que yo podría morirme demasiado joven, como lo hizo tu padre—. Él actuó como si su nueva atadura no fuera nada excepcional. Sería más fácil para ella aceptarla porque, siendo inexperta, no sabría que no era el resultado normal de hacer el amor. —Pero podrías morir— dijo ella—. Allí afuera hay una guerra y... —Shh—. Él la silenció y rodó de espaldas a su lado, para que pudieran enfrentarse, sus cabezas compartiendo una almohada, su narices tocándose—. Te juro que no moriré. ¿Confías en mí, muchacha? —Sí. Pero no entiendo. ¿Cómo podría jurar alguien con certeza que no morirá? Ni siquiera tú puedes controlarlo. —Confía en mí. No temas por mí, Lisa. Desperdiciarías tu miedo. Simplemente digamos que mis raras habilidades incluyen el conocimiento de cuándo moriré, y no será durante un tiempo muy, muy largo. Ella permaneció callada, y él sintió que un escalofrío la atravesaba. Supo que ella estaba oyendo más allá de sus palabras, que comprendía lo que conllevaban. Ambos tenían un nuevo conocimiento del otro que transcendía las palabras, como si sus almas se hubieran enlazado. A través de esa atadura, ella se consoló y percibió la verdad, aunque no entendiera cómo o por qué. Él la sostuvo, disfrutando de su lazo extraño. Se dio cuenta del momento en que ella abandonó sus miedos y se relajó, no solamente porque se mojó los labios y lo miró provocativamente. Y lo que él sentía desde luego no necesitaba de ninguna palabra.
CAPÍTULO 21 Adam cernió los granos del tiempo y se lanzó a través de ellos a la isla de Morar. Se relajaría allí durante un día o algo así, ponderando los progresos, estudiando los potenciales, y determinando dónde sus gentiles empujones podrían ser requeridos. Las cosas estaban progresando bien, y no tenía ninguna intención de que se echara a perder habiendo llegado tan lejos. Había experimentado un poco de preocupación durante el
tiempo que ella había permanecido en sus cámaras y había sufrido, pero la muchacha había demostrado ser tan fuerte como había sospechado y había surgido lista para el amor. Y cuán encantadora había estado en su baño, reflexionó con una sonrisa. Cuando sus pies tocaron la playa, sintió su ropa desvanecerse, y entonces empezó a pasear lánguidamente y enterrar sus dedos profundamente en la arena húmeda, de cálida seda. Una vez, él había caminado en una playa de California, desnudo en la plena gloria de su verdadera forma. Miles de californianos habían quedado enfermos con altas fiebres que habían hecho erupción en despliegues públicos de erotismo. Adoraba ser Adam. El sol se desplegó en su pecho musculoso, una brisa tropical lamió su pelo oscuro. Era un dios pagano y saboreaba su mundo: no había ningún lugar mejor donde estar. La mayor parte del tiempo. En la bahía, navegaba una nave. Adam sonrió abiertamente y saludó. Los lastimosos ocupantes de la nave no podían ver la isla más de lo que podían volar a las estrellas. La isla exótica simplemente no existía, en el sentido usual de la palabra. Pero las islas de las hadas estaban en el mundo mortal, sin pertenecer a él. De vez en cuando, nacía un mortal que podía ver ambos mundos, pero esas criaturas eran raras, y normalmente eran robados rápidamente después de su nacimiento por los Tuatha de Danaan, para minimizar el riesgo. Desde que Manannan había dado a su gente la bebida de la inmortalidad y el Pacto había sido negociado, los Tuatha de Danaan habían sido sumamente cautos al pisar el mundo de los hombres. Aún así, pensó Adam, había tiempos a los que ni siquiera un semidiós como él podía resistirse. Había algo en el mundo de los hombres que lo fascinaba, le hacía pensar que había sido quizás alguna vez más parecido a ellos de que podía recordar claramente, sus recuerdos oscurecidos por el paso del tiempo. —¿En qué travesura te has estado entreteniendo?— Aoibheal, Reina de las Hadas, ronroneó detrás de él. Ella se le unió, sus piernas largas, bonitas, que acomodaron sus pasos con los suyos, y lo guió hacia un chaise-longe carmesí que convenientemente apareció ante ellos. Ella se hundió en él y dio golpecitos a los cojines, indicándole que él debía unírsele. Brilló, rociando polvo de oro como era su costumbre. Obligado a obedecer, Adam reluciría después desde lejos con el polvo de oro fino. Había sospechado hacía mucho tiempo que el polvo contenía un afrodisíaco que penetraba la piel de aquéllos que lo tocaran y los hacía impotentes para negársele. Cuando ella lo llamó íntimamente cerca, ocultó su asombro. Había pasado una eternidad desde que su reina lo había invitado a compartir su paraíso de almohadas. ¿Qué desearía? Cuando se hundió a su lado, ella amoldó su cuerpo contra el suyo. Él exhaló una respiración rápida, el equivalente de un escalofrío humano. Era la Reina del Tuatha de Danaan por una razón: su poder era enorme, su tentación inmensa. Era tan erótica, y muchos la encontraban aterradora; un mero mortal podría perder la vida en
sus brazos, agotado por sus apetitos. Incluso entre la clase de Adam, los varones se habían alejado de su habitación muchas veces. —Nada de qué preocuparse, mi Reina; he estado pasando tiempo ocioso con Circenn—. Incapaz resistirse, él besó un pezón dorado y arrastró su lengua por la cima. Aoibheal lo miró, sus inusuales ojos luminosos, su cabeza sostenida en un puño delicado. Pasó el puño de la otra mano en el pelo de él y alzó la cabeza de Adam de su pecho. Sus ojos exóticamente sesgados eran antiguos en su rostro sin edad. —¿Piensas que no sé de la mujer?— dijo ella—. Lo has hecho de nuevo. ¿Cuán lejos piensas que puedes empujar nuestros límites? —Yo no la traje a través del tiempo. No fue obra mía. Circenn maldijo algo, y, como resultado, la mujer fue llevada a su siglo. —Ya lo veo—. Ella estiró su cuerpo largo y delgado lánguidamente, y lo acarició con la curva de sus pechos—. Por favor recuérdame, ¿parezco estar olvidando quién le enseñó a Circenn Brodie cómo maldecir cosas en primer lugar? Adam reconoció su culpa en silencio. —Asegúrame, Bromista mío, que no tenías nada que hacer precisamente cuando y donde ese objeto maldito fue encontrado. ¿No lo tocaste un poco quizás para empujarlo en cierta dirección? —No he tocado el objeto desde que lo coloqué en la batalla donde se perdió. Ella se rió suavemente. —Ah, otro "Adamismo" que no confiesa nada mientras arrogantemente parece no ocultar nada. He visto a la joven. Fui a Brodie y la inspeccioné. La encuentro realmente… interesante. —Déjala en paz— espetó Adam. —Así que tienes un interés en esto, aunque convenientemente le reproches a ese laird escocés—. Ella irguió su cabeza y lo consideró fríamente—. No interferirás de nuevo. Sé que has estado visitándola en otra forma. Eirren no volverá a cortejarla. No—. Ella levantó una mano cuando él había empezado a protestar—. Amadan Dubh, te lo ordeno de este modo: no dejarás mi lado ni la isla de Morar a menos que yo te conceda permiso. Adam siseó. —¡Cómo te atreves! —Yo me atrevo a todo. Soy tu Reina, aunque pareces olvidarlo de vez en cuando. Tú pagas diezmos astutos a mi supremacía con tus labios, pero me desafías una y otra vez. Has ido demasiado lejos. Rompiste uno de nuestros convenios más serios con Circenn Brodie, y ahora te atreves a corregirlo. No lo toleraré. —Tienes celos— dijo Adam cruelmente—. Resientes mis lazos. —¡Es antinatural!— siseó Aoibheal—. ¡No debes tener ningún lazo! ¡No es nuestra costumbre! —Fue hecho hace tiempo y no puede deshacerse. No pienso reprimirme. Encontraré una manera para no cumplir la orden.
Aoibheal arqueó una ceja dorada. —No lo creo, Amadan, porque estarás a mi lado hasta que te libere. Mi orden es clara. Piénsalo. No hay ninguna debilidad para que te aproveches de ella. En su mente, Adam clasificó sus palabras. Su orden había sido simple, directa y completa. Sus ojos se ensancharon cuando comprendió cuán completamente lo había cazado con la trampa de usar pocas palabras. La mayoría de los que intentaban ordenarle, componían largos cánones escritos, como ese rudo Sidheach Douglas de Dalkeith-Upon-the-Sea, que había escrito un verdadero libro. Pero a veces, menos era verdaderamente más, y ella había escogido bien sus palabras. No podría salir de la isla a menos que, y hasta que, ella dijera que lo hiciera. —Pero arruinarán mi creación. —No me importa. Desde este momento, tú eres impotente en sus vidas. Amadan Dubh: yo tomo de ti el don de manejar el tiempo. —¡Detente! —Obedéceme y cesa tus fastidiosas protestas. —Perra... —Y por lo que acabas de decir, tomaré de ti tu habilidad de tejer mundos. Adam se quedó callado, su rostro ceniciento. La Reina podría despojarlo de todo, si lo deseaba. —¿Has terminado?— preguntó ella sedosamente. Adam asintió con la cabeza, no confiando en sí mismo ni para hablar. —Bien. Cuando esté hecho, yo te soltaré. Cuando ellos hayan tomado sus propias decisiones. Ahora ven, encantador Bromista: muéstrame cómo todavía sabes agradar a una Reina, y haz tu esfuerzo más fino, porque me has ofendido despreciablemente y yo requeriré de mucha... mmm...
Robert Bruce estaba furioso. El polvoriento, cansado mensajero que estaba de pie ante él se revolvió miserablemente y esperó el golpe fatal. Miró la espada de Bruce, sabiendo que en el momento en que su rey la sacara de su vaina, él perdería probablemente el valor y la dignidad y empezaría a rogarle o, peor, echar a correr. —¿En qué estaba pensando mi hermano? —No lo sé— contestó el mensajero abatidamente—. Estaban perdidos de whisky. —¿Había estado bebiendo de nuevo con el inglés?— los labios de Robert se curvaron en una sonrisa de desprecio. El mensajero asintió con la cabeza, asustado de hablar. —¿Cómo se atreve él a determinar el tiempo y lugar de mis batallas?— tronó Robert. No podía creer lo que el mensajero había contado: su hermano Edward, que estaba a cargo del sitio contra Stirling Castle, que había estado sostenido por los ingleses, había
hecho una "apuesta" con el inglés que lo sitiaba. ¡Una apuesta! Un desafío inducido por la bebida, y un botín, más valioso que el propio Stirling, era el premio. Una admisión de derrota era el premio, una plena retirada de la batalla por la corona. Robert casi podía sentir su reino resbalar de su tenue apretón. Sus hombres no estaban todavía listos para esa batalla. Necesitaba más tiempo. —Puede estar infravalorando a sus hombres— dijo Niall McIllioch—. Sé que a menudo el presente no parece el momento correcto, pero quizás lo es. Robert lo disparó una mirada furiosa. —Exactamente, ¿qué palabras se intercambiaron?— exigió al mensajero ceniciento. El mensajero hizo una mueca de dolor y echó una mirada alrededor del interior oscuro de la tienda de Bruce, buscando ayuda. Nadie vino en su ayuda. ¡Dos Berserkers de mirada azul observaban cada movimiento desde las sombras, como si eso no fuera bastante para hacer a un hombre derrumbarse en un charco de miedo! Suspiró, resignado a llegar más allá enfureciendo a su rey. —Sir Philip de Mowbray, comandante actual de las fuerzas inglesas en Stirling, apostó con su hermano de esta manera: si un ejército inglés de relevo no se acerca a un perímetro de tres millas del Castillo de Stirling el Día de San Juan, él rendirá el castillo a vos y vuestro hermano y abandonando Escocia, nunca volverá. Si el ejército de relevo logra llegar a Stirling con éxito, vos dejaréis vuestra lucha por la independencia de Escocia. —¿Y mi poco inteligente hermano Edward aceptó eso?— rugió Robert. —Sí. Robert agitó su cabeza. —¿No comprende él lo que esto significa? ¿No comprende él que el Rey Edward recogerá cada tropa que tenga: ingleses, galeses, irlandeses, franceses, apoyado por cada mercenario que pueda contratar y conducirlos a mis tierras en menos de dos semanas? Nadie respiró en la tienda. —¿No comprende mi hermano idiota que Inglaterra tiene el triple de nuestros hombres montados, cuadruplicando a nuestros lanceros y arqueros? —Pero estarán en nuestras colinas y valles— recordó Niall suavemente—. Nosotros conocemos esta tierra. Sabemos las ventajas para aprovecharse de ella, y no lo olvide, nosotros tenemos a Brodie y sus Templarios. Tenemos las neblinas mansas y los pantanos. Podemos hacer esto, Robert. Hemos estado luchando durante años por nuestra libertad y no hemos logrado ninguna victoria importante todavía. Es tiempo. No infravalore a los hombres que lo siguen. Tenemos dos semanas para reunir las fuerzas. Crea en nosotros como nosotros hemos creído en usted. Robert hizo una respiración profunda, ponderando las palabras de Niall. ¿Había sido demasiado cauto? ¿Había estado deseoso de luchar batallas pequeñas sólo porque no sería una pérdida terrible si fallara? ¿Había refrenado imprudentemente a sus hombres absteniéndolos de una guerra mayor porque temía la posibilidad de la derrota? Circenn había estado impaciente por guerrear. Sus Berserkers estaban impacientes por guerrear,
sí, y su propio hermano impaciente había apostado su futuro. Quizás estaban impacientes porque era el momento. —Permítanos convocar a Brodie. Esto es por lo que ha estado esperando— dijo Niall firmemente. —Sí, milord— dijo Lulach, el hermano de Niall—. Si impedimos al ejército de Edward conquistar Stirling, habremos vuelto al punto de partida. Seremos imparables, y si alguna vez el tiempo debía ser ahora, el tiempo es ahora. Plantagenet se hace cada vez más débil en su propio país; muchos de sus propios señores no lo seguirían a nuestra tierra. Propongo que enfrentemos esta apuesta audazmente, como un regalo del destino. Robert asintió con la cabeza finalmente. Al mensajero le dijo: —Ve al Castillo Brodie a toda prisa. Ordénale a Circenn que traiga a sus hombres para alcanzarnos en la Iglesia de St. Ninian por el camino romano. Dile que el tiempo es esencial y que traiga cada arma que posea. El mensajero expelió una respiración aliviada y huyó de la tienda hacia Inverness.
Lisa y Circenn se descubrieron el uno al otro con desinhibida alegría y se retiraron completamente en un mundo de su propia fabricación. Circenn se rió más de lo que lo había hecho en siglos. Lisa habló más y expresó pensamientos y sentimientos que no había sospechado tener ni siquiera inactivos dentro de ella. De esa manera, se redescubrieron a sí mismos, abriendo compartimientos cerrados que necesitaban la luz del día. Los dos vagaron por la propiedad, disfrutando del fresco aire primaveral, utilizando el bothy por un momento privado. Estando allí, Lisa confió a Circenn lo que había visto a Duncan hacer con Alesone. —¿Lo viste?— Él frunció el ceño posesivamente—. ¿Lo viste completamente en plena… faena? —Sí— las mejillas de Lisa se calentaron. —No quiero ese pensamiento. No verás a otro hombre desnudo el resto de tu vida. Lisa se rió. Él parecía tan completamente medieval. —No parecía tan bueno como tú. —No me importa. Me hace enfadar con Duncan simplemente por ser un hombre. Entonces él borró de su memoria al joven y viril Douglas contra la pared del bothy. Dos veces. Pasaron largas noches en la cama de él, en la cama de ella, en los escalones tarde una noche cuando el gran hall estaba solitario. Ella le habló sobre su vida, y despacio, lentamente, él empezó a contarle la suya. Pero ella se dio cuenta de que él estaba reteniendo algo. Debido a su conexión singular, podía sentir una oscuridad en él, que crecía fuertemente y sin explicación. A veces, cuando él miraba a los niños que jugaban
en el patio, parecía demasiado callado, y ella podía sentir una mezcla peculiar de angustia y enojo que simplemente no entendía. El personal del castillo estaba encantado con la risa de recién encontrada del laird, y Duncan y Galan lo comentaron cuando cenaron juntos. Ya no había privadas cenas de seducción, salvo las que Circenn reservaba para después, en la privacidad de sus cámaras. No se sirvieron más comidas en el comedor formal, pero sí en el gran hall, con un surtido de caballeros y ocasionales Templarios. Lisa se sentía lenta pero irresistiblemente atraída al siglo XIV. Aprendió a amar los vestidos fluidos y tartanes e incluso se sentaba con algunas de las mujeres, mirándolas teñir las fibras y formar el tejido de Brodie. Amaba la costumbre de que las personas se sentaran frente al hogar y hablaran por las tardes, en lugar de retirarse a sus solitarios mundos electrónicos de televisión, teléfonos y juegos de computadora. Poseían historias orales ricamente detalladas y estaban ansiosos de compartirlas. Duncan y Galan conocían siglos de historia pasadas de su clan y le relataron grandiosos historias sobre los muchos héroes Douglas. Lisa escuchó y ordenó a través de su propia genealogía, buscando un Stone para hablar de él, pero ¿qué decir si el tío de uno era abogado? ¿Podría cortar él madera y encauzar el agua? Felizmente los días y las noches se desplegaron, y Lisa comprendió ahora por qué su madre había perdido la voluntad de vivir cuando Jack había muerto. Si su madre hubiera sentido una décima parte de lo que Lisa sentía por Circenn, habría sido devastador para Catherine perder a su marido. Y su madre había perdido tanto en un día: a su amor, su habilidad para caminar, su estilo de vida entero. Lisa sintió un nuevo respeto por la fuerza de su madre y sólo entendía ahora la magnitud de su pérdida y el dolor que debía haberle causado continuar viviendo sin Jack. La fuerza de Circenn y su amor la rodeaban como una capa protectora. No podía imaginar cómo había vivido antes sin él. El eslabón entre ellos la mantenía constantemente consciente de él, no importaba dónde estuviera. Nunca era invasiva, pero se había descubierto sintiendo una necesidad de completa privacidad mientras estaba usando la olla de cámara, y que el lazo podía oscurecerse si ella lo deseaba. Nunca estaría de nuevo sola. A veces, cuando él estaba lejos y montaba con sus hombres, algo lo divertía y ella se daba cuenta de su risa rica rodando dentro de ella, aunque no tuviera ninguna idea de lo que lo había hecho reír. En otros momentos, sentía su frustración mientras estaba fuera con sus caballeros, y sin incluso saber por qué estaba enfadado, se sentía inundada por su masculinidad cruda que rugía por manejar un hacha de batalla y proteger su patria activamente. A través de su atadura, experimentó las emociones masculinas y conductas que nunca había entendido antes, y estaba fascinada por el conocimiento de que él estaba sintiendo su más femenino y tierno carácter de mujer. No fue que hasta que ella le preguntó si conocía un cachorro que pudiera adoptar que chocó con el profundo y amargo abismo de oscuridad que habitaba dentro de él. Estaban sentados en el banco de piedra junto al estanque transparente que se había
vuelto su lugar favorito, mirando a algunos niños jugando con una pelota en el patio. Un perrillo pequeño se había zambullido en la refriega y había agarrado la pelota entre sus dientes afilados, y cuando había estallado contra sus bigotes, él había saltado en el aire, ladrando frenéticamente, intentando raspar los restos de la piel fuera de su nariz de una manera muy cómica. Mientras los niños habían reído tontamente, Lisa se había reído hasta que las lágrimas chispearon en sus ojos. —Quiero un cachorro— dijo, cuando su diversión menguó—. Siempre he querido uno, pero nuestro apartamento era demasiado pequeño y... —No. Perpleja, su sonrisa se marchitó. Una ola de dolor la envolvió, irradiando de él. La cubrió un sentido profundo de nulidad. —¿Por qué? Él reflexionó y miró fijamente al perro callejero que ladraba. —¿Por qué querrías un cachorro? No viven mucho tiempo, sabes. —Sí, lo hacen. Pueden vivir diez o quince años, dependiendo de la casta. —Diez o quince años. Y entonces mueren. —Sí— Lisa estaba de acuerdo, incapaz de sondear su resistencia. Otra ola de oscuridad y enojo surgía alrededor de ella—. ¿Has tenido alguna vez un cachorro? —No. Ven. Vamos a caminar—. Él se levantó y extendió su mano. Guiándola lejos de los niños que jugaban, la llevó al espeso bosquecillo. —Pero, Circenn, no me importa que el cachorro muera. Por lo menos podré amarlo durante el tiempo que esté con él. Él empujó su espalda contra un árbol y cubrió su boca con la suya, salvajemente. Su respiración salió en un "humph" suave, cuando él la aplastó entre su cuerpo y el árbol. Lisa se sofocó en sus emociones: dolor, desesperación, y hambre teñida por una necesidad salvaje de poseerla completamente, marcarla a hierro con su cuerpo. Y algo más, algo que bailaba tentadoramente fuera de su alcance. —Mía— él susurró contra sus labios. —Qué totalmente bárbaro— ella hizo una respiración profunda bajo el asalto de sus labios— medieval, arrogante… señorial cosa para decir. —Y verdadera. Eres mía—. Él arrastró su lengua por su labio inferior y lo saboreó, succionándolo. Sus dedos se hundieron en la carne suave de sus caderas. La aplastó contra el árbol y la apretó contra él. Su oscuridad cobró vida en el aire entre ellos y la infiltró y la mojó con su tensión. Él levantó sus faldas, resbaló su mano entre sus muslos y enterró su dedo abruptamente dentro de ella—. Estás húmeda, muchacha— dijo él bruscamente—. Goteando para mí cuando apenas te he besado. Me gusta saberlo. Date la vuelta, prepárate para mí. Él la dio la vuelta para enfrentar el árbol. Empujó su tartán a un lado y quitó los pliegues de su vestido fuera de su camino, entrampando el tejido entre su cuerpo y la corteza. Ahuecó las manos sobre sus curvas expuestas, masajeándolas y al mismo tiempo abriéndola para él. Su respiración era áspera, y ella abrió la boca cuando lo sintió fuerte
e inflamado entre sus nalgas. Entonces, de repente, él empujó en ella. Era demasiado grande para entrar de esa manera. Lisa intentó apartarlo con sus caderas, pero él empujó de nuevo implacablemente. Ella agarró el árbol con sus manos, confundida por la intensidad de sus emociones, doblemente desconcertada porque fue atrapada en la vorágine de su furia. La imbuyó con una rabia inidentificable, que no tenía ningún objeto que pudiera discernir y podía traducirse en una necesidad feroz de poseer, de dominar, de incluso tomar lo que se habría, bajo otras circunstancias, dado de buena gana. El único descargo para el enojo estaba en la posesión. Su rabia la consumió, y ella se volvió contra él, forzándolo con su cuerpo. Presionó sus palmas contra el pecho de Circenn. —No te entiendo— espetó ella, sus ojos encendidos. Aún así, la intensa oscuridad se expandió dentro de ella y la atrapó, estimulándola a liberarla de algún modo. Sus ojos eran piscinas oscuras, insondables, y el peligro irradiaba de él. Él empujó su espalda contra el árbol. Lisa golpeó las manos de Circenn de sus hombros con un empujón veloz de ambos brazos. —Oh, no. Me dijiste que podía tener el control también. No pienses que lo he olvidado. Harás lo que yo quiera esta vez. —¿Y qué quieres tú, Lisa?— él preguntó, su voz gravemente suave. Ella agarró su plaid y lo apartó de su cuerpo. Lo dejó caer sobre la tierra y lo extendió con la punta de su zapatilla. —Tiéndete— exigió, su oscuridad extraña llenándola. Él cumplió, con ojos relucientes. Aunque había honrado su demanda, no estaba por ningún medio dominado. Era peligroso y letal, pero ella no se preocupó ni un poco, porque sus emociones la hicieron sentir también peligrosa. Se dejó caer encima de él y lo besó con toda su rabia frustrada. Se volvió salvaje, sin preocuparse al llenar el aire de sonidos de pasión. Rodeó su rostro con las manos y lo besó profundamente, invadiendo su boca, mordisqueando sus labios, cabalgando las caderas masculinas para estar a horcajadas sobre él. El movimiento con el que ella lo exigió dentro de su cuerpo no fue tierno. Sus ojos se encontraron y enlazaron, y ella imaginó chispas que volaban del puro calor de él. Se sentía como una Valkyria, exigiendo satisfacción de su compañero. Las manos de él se deslizaron y cerraron sobre sus pechos, su mirada fija en el lunar en su muslo izquierdo. Ella se meció contra él, levantando y bajando sus caderas una y otra vez, sus palmas apoyadas en su pecho para no perder el equilibrio, mirando el área donde sus cuerpos se unían sobre el grueso miembro. Él se movió hambrientamente y succionó sus pezones cuando sus pechos oscilaron sobre él, sus caderas empujando urgentemente. Cuando él explotó dentro de ella, la satisfacción salvaje la inundó y ella casi se desmayó por la intensidad de las emociones de ambos. Estaba agobiado, y la empujó rápidamente más allá del borde. Ella arqueó su cuello y gritó.
Después, Lisa se apoyó sobre su pecho, preguntándose qué había pasado. ¿Lo había tomado ella con su deseo, o la había tomado él con el suyo? Estaba confundida, la mente paralizada, por su atadura extraña. Cuando sus pasiones bullían y sus cuerpos sudorosos se unían, no podía ver de verdad dónde empezaba él y acababa ella, porque lo sentía todo. Elevaba su placer al infinito. —¿Qué ha sucedido?— susurró ella. —Creo que demostramos la verdadera magnitud de nuestra necesidad, muchacha— dijo él suavemente y acarició su pelo—. A veces la necesidad puede ser una cosa violenta. —¿Pero qué fue toda la oscuridad que estaba recibiendo de ti?— presionó ella. —¿Cómo... qué se sentía, muchacha?— preguntó Circenn cuidadosamente. —Como si estuvieras furioso con algo o alguien, y casi como si pensaras que yo no estaría aquí mañana. Él suspiró contra su pelo. Sus brazos se apretaron alrededor de ella y ella sintió que su garganta se movía cuando tragó. —El tiempo es demasiado corto, amor. Eso es todo lo que tú sentías. Que no importa cuánto tiempo podría tener contigo, nunca sería bastante. —Tenemos una vida entera, Circenn— ella lo tranquilizó y lo besó—. Tú tienes toda mi vida. —Lo sé— dijo él tristemente—. Lo sé. Toda la tuya. —Hay algo que no me estás diciendo, Circenn. —Y aún así no es bastante— contestó—. Empiezo a temer que sólo para siempre me satisfará. —Entonces seré tuya para siempre— dijo ella sencillamente. —Ten cuidado con lo que prometes, muchacha—. Sus ojos eran oscuros—. Podría obligarte a cumplirlo. Lisa presionó su mejilla contra su pecho, cansada por el arranque de emoción y confundida por sus palabras extrañas. Se dio cuenta de alguna amenaza oscura allí que no estaba segura siquiera de desear entender.
—Dime todo sobre tu vida, chica— exigió él después, cuando descansaban en su cama. Él cambió de posición dentro de ella y se movió. —¿Todo?— Su respiración era rápida y poco profunda. Dios, pero él sabía cómo tocarla; nunca había entendido lo que significaba ser tocada de verdad, hasta que ese Highlander había puesto sus manos en su cuerpo. —Todo. ¿Conocías el placer de una mujer antes de que yo te hiciera mía? —¿Quieres decir si he tenido alguna vez un orgasmo? Así es como lo llamamos en mi tiempo. Un clímax o un orgasmo.
—Sí. ¿Lo has hecho? Lisa se ruborizó. —Sí— dijo suavemente. Sus dedos se tensaron en sus caderas, y él enterró su rostro entre sus muslos, lamiéndola suavemente. —¿Cuándo?— gruñó. La vibración era exquisita. —Eso es bastante personal— protestó ella débilmente y se arqueó contra él. —Sí, 'eso es bastante personal'— se mofó él—. ¿Y piensas no pronunciar simples palabras cuando te estoy haciendo esto? —Yo tenía curiosidad. Yo… me toqué una vez o dos. —¿Y? —Y encontré la sensación más rara. Entonces compré un libro que lo explicó todo. —¿Y? —¿Y qué?— dijo ella, sintiéndose avergonzada. —¿Se siente así?—. Él resbaló un dedo dentro de ella. —Nada se siente como tú— susurró Lisa y se arqueó contra su mano. —¿Te tocabas así?—. Él se retiró atrás para que ella pudiera verlo. La palma de la mano del hombre sobre su monte de Venus, la parte inferior de su mano ejerciendo una fricción mansa; la otra sosteniendo su propio miembro. Ella perdió su respiración, magnetizada por la vista de su mano sosteniendo su grueso órgano. Celosa de su mano, que estaba donde la suya anhelaba estar, extendió las suyas y golpeó la de él, y Circenn rió. —Mío— dijo ella bruscamente. —Ah, sí.
Después él empezó de nuevo. —Dime todo sobre tu vida. Háblame del choque y lo que está mal con tu madre, y lo que extrañas y lo que anhelas—. Él intentó enmascarar sus sentimientos rápidamente, avergonzado de lo que estaba pensando. Debía haber tenido éxito en esconder sus emociones, porque ella confió prontamente y le enseñó muchas nuevas palabras mientras charlaban. Un pensamiento peligroso se había formado en el fondo de su mente, y él luchaba contra ello intentando vencerlo. Pero conocía bien el peligro de las semillas de la tentación una vez plantadas.
CAPÍTULO 22 —Galan, lo hemos hecho— dijo Duncan sencillamente. Los dos hermanos estaban apoyándose contra una columna de piedra cerca de la entrada del gran hall, observando la juerga. Circenn estaba enseñando a Lisa uno de sus bailes de la Highlands menos complicados. Absorta mirando sus pies, cada pocos momentos echaba su cabeza atrás y reía. Era adorable, decidió Duncan. Los lugareños habían conseguido su fiesta finalmente, gracias a Galan, Duncan, y el entusiasta personal del castillo, que lo habían planeado sin esperar permiso. Mientras Circenn y Lisa habían vivido en su mundo aparte, distraídos e infatuados, los residentes del Castillo Brodie habían finalizado los planes e informado a la pareja simplemente cuándo sería la celebración. El laird, floreciendo en el romance con su señora, había contagiado la propiedad con su buen humor. Duncan concedió que habían hecho un trabajo asombroso; el personal había consagrado un cuidado amoroso en transformar el Castillo Brodie para las festividades. Brillantemente encendido por centenares de rushlights, el vestíbulo estaba cálido, la atmósfera más conducente al romance. Los estandartes ondeando con el tartán rojo y negro de Brodie engalanaban las paredes. Treinta mesas largas formaban un rectángulo alrededor del cuarto, cada uno lleno de suntuosos manjares. Los músicos estaban detrás de la mesa del laird, a la cabeza del vestíbulo, mientras en el centro del rectángulo, en el suelo aclarado por bailar, las parejas, niños, e incluso un perro ocasional complacía la feroz propensión de los escoceses por celebrar. En semejante tierra devastada por la guerra, cualquier causa era razón para festejar como si no hubiera ningún mañana, porque podría realmente no haberlo. Los músicos estaban tocando una melodía viva, afilada, y los bailarines enfrentaron el desafío con alegría. Cuando los pies volaron, el tempo aumentó, y ondas de risa se estremecían al mantener el paso con golpes frenéticos. —Míralos— dijo Galan suavemente. Duncan no tenía que preguntar a quiénes debía mirar; los ojos de Galan estaban fijos en Lisa y Circenn, como muchos otros ojos en el cuarto. El laird y su señora estaban claramente en su propio universo, absortos en ellos mismos. Duncan había oído una nota extraña en la voz de Galan, y lo miró gravemente, viendo a su hermano mayor bajo una nueva luz. —Están tan enamorados—. Galan parecía cansado, y el anhelo palpitaba en su voz. Duncan frunció el entrecejo, confundido por una nueva e incómoda sensación; como si él fuera el hermano mayor y debiera cuidar de Galan. Se le ocurrió que Galan tenía treinta años y había consagrado los últimos diez años de su vida a la independencia de Escocia. Eso no dejaba mucho tiempo para que un guerrero disciplinado disfrutara los consuelos de la familia y una vida hogareña. ¿Cómo no había visto que Galan, en medio de todos los guerreros y las batallas y el espléndido aspecto que tenía, estaba solo?
—¿No había una muchacha en Edimburgo a la que visitaste la última vez que estuvimos allí?— preguntó Duncan. Galan lo miró ceñudo. —No intentes arreglar un encuentro para mí, hermano pequeño. Yo estoy bien. Duncan alzó una ceja. ¿Qué tan a menudo Galan le había asegurado que estaba bien, y Duncan había seguido su camino alegremente y lo había dejado solo? Desconcertado por su nueva visión, él archivó inquietamente el asunto para consideración futura. Su hermano necesitaba una mujer, pero no de la manera que Duncan necesitaba una mujer; Galan necesitaba una esposa. —¿Piensas que tendrán niños?— Duncan cambió de tema y notó que Galan se relajaba visiblemente cuando lo hizo. —¡Bah! Si no han concebido ya uno. He oído que han utilizado más de una vez uno de tus sitios favoritos para hacerlo. —¿Mi bothy?— exclamó Duncan indignado—. Un hombre no puede tener ninguna privacidad. Ningún hermano habló durante un tiempo, cada uno absorto en sus propios pensamientos. Los músicos comenzaron una balada lenta y persistente y los bailarines pasaron a los abrazos más íntimos. De repente Galan dijo: —Och, por Dagda, mira eso, Duncan. ¿Quién es esa muchacha estupenda?—. Él apuntó hacia el vestíbulo—. Demasiado encantadora para mí, eso con toda seguridad. Duncan observó rápidamente donde Galan apuntaba, su cuerpo tenso de anticipación. Demasiado encantadora para mí, era la irresistible palmada de un guantelete para Duncan. Él adoraba esas palabras, su innata masculinidad se elevaba agresivamente ante ellas; anhelaba esa inquietud y lo preparaba para algo diferente. —¿Dónde? Yo no veo nada notable. Duncan levantó su cuello para asomarse a través de la muchedumbre. Cuando los bailarines se apartaron por un momento, vislumbró débilmente una melena de brillante pelo rojo. Contuvo la respiración. —La pelirroja. ¿Es la que quisiste decir? Sabes lo que dicen de ellos: fuego en la cabeza, ardor al hacerlo. Galan lo picó en el brazo. —¿Es todo lo que piensas en la vida? Allí está de nuevo—. Los bailarines se separaron de nuevo, y en ese momento la mujer se dirigió ligeramente hacia ellos. Las cejas de Duncan se alzaron del mismo modo que el calor lanceaba su ingle. Ella era exquisita. Masas de pelo rojo, con rayos de rubio y miel, caían encima de sus hombros. Su rostro era delicado: una barbilla afilada, pómulos altos y ojos oscuros. Sus labios eran llenos. Ridículamente llenos. Eróticamente llenos. Ven a chupármelos de lleno, él pensó irritado. Ninguna mujer debía tener labios tan lujuriosos y gordos. Su piel era enteramente translúcida, sus labios una rosa perfecta. Y llenos. Compuesta y elegante, ella exhibía una confianza que él estrellaría pronto con su
encanto seductor. Intocable se podría haber marcado con hierro en su frente, más sutil tal vez por la manera en que ella se conducía. Pero él era lo bastante hombre para semejante reto; penetraría su reserva, entrando donde sospechaba que pocos hombres habían llegado alguna vez, y sólo se sentiría satisfecho cuando ella se volviera un animal lascivo en su cama. Su mirada recorrió la longitud de ella. Vestida en un simple traje blanco bajo un delantal verde, su cuerpo en él era el único adorno que necesitaba. —¿Bien?— exigió Galan—. ¿A qué estás esperando? ¿No necesitas hacerlo para conquistarla? —Och, y sí— dijo Duncan, y se fundió en la muchedumbre. Galan agitó la cabeza, y si su sonrisa era un poco melancólica, había aprendido a no sentirlo.
Duncan apareció detrás de ella. Contuvo la respiración cuando su mirada se deslizó admirativamente encima de su melena sensual. Suave, de seda, y de una docena de colores de fuego, anheló envolver sus puños en él. Albergaba una pasión especial por las pelirrojas. Deseó echarle la cabeza atrás y tomar su garganta con sus labios. Ardió por extender su pelo en su propia almohada. Por ella, la reclamaría en una cama. Su cuerpo fino requeriría colchones suaves bajo ella, controlar su intensidad. —¿Bailamos?— murmuró él en su oreja. Ella se volvió tan rápidamente que lo sobresaltó, y él trastabilló al dar un paso atrás. Sus labios eran aun más deliciosos de cerca, y cuando ella los humedeció con su lengua, él casi gimió en alto. Sus ojos se entrecerraron, y sus labios se abrieron en una risa brillante. —Oh. Eres tú. —¿Perdón?—. Él fue tomado por sorpresa—. ¿Nos conocemos, muchacha?—. Él estaba bastante seguro de que no era así; nunca podría haberse olvidado de esa mujer. La manera incitante en que sus labios se fruncían ahora se habría abrasado en su memoria. —La respuesta es no. No te conozco. Pero todas las demás mujeres en este cuarto sí. Duncan Douglas, ¿no es cierto?— dijo ella secamente. Duncan estudió su rostro. Aunque ella quizás no era mayor de veinte años, tenía una expresión regia más allá de su edad. —Tengo alguna reputación con las muchachas— concedió él, menospreciando sus proezas, confiando en su inminente desmayo de doncella. La mirada que ella le dio estaba lejos de ser de admiración. Él recibió un doble golpe cuando comprendió que su mirada era francamente despectiva. —No es algo que yo requiera en un hombre— dijo ella fríamente—. Gracias por tu oferta, pero antes bailaría con los perros. Estarían menos usados. ¿Quién quiere lo que
todos los demás ya han tenido?—. Las palabras se entregaron en un tono fresco, modulado, formado por un acento impar que él no podía identificar. Habiendo realmente terminado con él, le presentó la espalda y reasumió la charla con su compañero. Duncan estaba inmovilizado por el shock. ¿Quién quiere lo que todos los demás ya han tenido? Ella lo hizo parecer como si estuviera más que agotado por el uso. ¡En verdad! Él tenía ciertamente mucho más para dar, y ella lo aprendería pronto. Su mano se cerró en los huesos finos de su hombro, y la volvió hacia él. —Eso significa que tengo más experiencia con el placer que tú. Y tu placer es lo que yo quiero— prometió Duncan. Esperó verla derretirse. Las mujeres que había seducido en el pasado se habían estremecido ante sus promesas posesivas. Había aprendido a ofrecerlas con una nota ronca en su voz, aprendido qué decir para afectar con precisión a una muchacha. —Significa— ella corrigió con una sonrisa burlona—, que eres un Lotario. Significa que no puedes mantener tu tartán sobre tus rodillas. Significa que yo no soy diferente a nadie más, y que tú no tienes especial consideración por un amoroso acto de intimidad. No me intriga. No me gustan los sobrantes. Esa mujer exasperante le dio la espalda de nuevo. Él miró el arco suave de su trasero, las caderas encantadoras, las largas piernas inquietas siguiendo la música bajo el vestido blanco. Ella echó su cabeza hacia atrás y rió de algo que su compañero dijo. Desconcertado, él estudió a su acompañante. Un pie más alto que ella, el hombre era delgado y muy musculoso. Evidentemente compartían una relación íntima, inclinando sus cabezas cerca uno del otro y riendo. Las manos de Duncan se convirtieron en puños a sus lados. ¿Qué podría decir un hombre ahora? ¿Sí, pero ahora que te he visto, no deseo a nadie más? ¿Todas eran simplemente práctica y me preparaban para ti? Él dudó que eso fuera eficaz con esa mujer. Sólo se reiría de él de nuevo. Hirviendo, él tocó a su compañero en el hombro. —Perdóname, ¿pero eres su amante? —¿¡Quién infiernos eres tú!? La pelirroja puso una mano consoladora en el brazo de su compañero e ignoró la mirada de furia que Duncan dirigió a sus dedos. —Este es Duncan Douglas, Tally. —Ah—. Su compañero sonrió afectadamente—. Y como cualquier sinvergüenza confrontado con el desafío insuperable de tu belleza, debe conquistarte, ¿eh, Beth? Ellos compartieron una mirada íntima. —Estoy tan asustada... —¿Quiénes son ustedes dos?— exigió Duncan. Nunca se habían mofado así de él, nunca se había sentido tan… tan… insignificante. Sin importancia.
—Somos amigos de Renaud de Vichiers, uno de tus Templarios— contestó ella sencillamente—. Estábamos camino a Edimburgo cuando oímos que Renaud estaba en el Castillo Brodie. Yo soy Elizabeth… MacBreide—. Ella gesticuló con una mano elegante, delgada—. Y éste es mi hermano, Tally. —¿MacBreide de Shallotan? —Cerca de allí— contestó evasivamente Tally. —Su hermano— Duncan observó en voz alta, con el significado de su relación empezando a revelarse. Él no era su amante. No tendría que matarlo. —Y protector— Tally agregó secamente—. No pienses intentar seducir a mi hermana, Duncan Douglas. Oímos hablar brevemente de sus hazañas después de llegar, y Beth dijo que te vio jugar con una de las sirvientas. Duncan se encogió interiormente. Era cierto que él lo había hecho privadamente temprano esa mañana. Entonces, ¿ella lo había notado y cuánto tiempo habría mirado? —Cazándola sobre la muralla, después hacia el parapeto— agregó Elizabeth, sin el rubor más ligero—. Las sirvientas aquí no pueden decir bastante sobre ti. En lugares lejanos como las tabernas de Inverness hemos oído hablar del hermano Douglas salvaje e irreverente. Dicen que no hay una sola sirvienta que no hayas tumbado. Palabras que le habrían hecho presumir con placer masculino en cualquier otra lengua le hicieron hacer una mueca de dolor al venir de ella, de sus labios absurdamente llenos. Era demasiado obvio lo que ella pensaba de él. No había nada que pudiera decir en su propia defensa; ella no quería un amante casual simplemente, y él nunca ocultaba el hecho de que lo disfrutaba. Había muchos cuartos en los que había entrado en su vida, en donde había tenido una docena de mujeres diferentes. Nunca antes ese hecho lo había molestado. Retirada y reforma en un nuevo ataque, él se aconsejó, entonces retomar de nuevo cuando ella menos lo espere. Por Dios, ésta era la batalla, y si en la línea delantera no pudiera abrirse brecha, él encontraría una manera para engañar a los guardias periféricos y penetrar sus flancos. Que hubiera perdido el primer ataque no significaba que hubiera perdido la guerra. Él levantó su mano y besó el aire sobre ella. —Elizabeth, Tally, les doy la bienvenida a Brodie— dijo fríamente antes de marcharse. Cuando él salió fuera de la muchedumbre, caminó erguido, ocultando la sensación incómoda de andar furtivamente lejos de una resonante derrota. Cuando caminó a través de los bailarines, Duncan murmuró oscuramente para sí mismo. ¿Cómo se atrevía ella a criticarlo por ser un buen amante, un hombre entusiasta? Era considerado con sus mujeres, era paciente y siempre se aseguraba de su placer. ¿Cómo se atrevía ella a empequeñecerlo por su… frecuencia? ¡Sobrantes, había dicho! Frunciendo el ceño, se dirigió hacia el patio, la noche gloriosa ahora fracturada por su desdén.
Armand miró al laird y su señora con frustración creciente. Había estado siguiéndola con impaciencia durante días, y ni una vez la había podido encontrar sola. El laird constantemente estaba a su lado. Él debía capturarla esa noche, o nunca lo haría a tiempo, antes de encontrarse en el lugar señalado con James Comyn. Había investigado el castillo por completo, menos las cámaras de los laird en que no había ninguna puerta sin llave. Igualmente había subido hasta el tejado, sólo para encontrar una docena de guardias inaccesibles ante los que había pretendido haber buscado el anochecer para meditar más cerca de Dios. No había ningún lugar donde escalar la pared hasta cuarto del laird, aunque el castillo también estaba cuidadosamente vigilado. Pero ciertamente ella tenía una llave, y una vez la cazara en su trampa, no desperdiciaría el tiempo para investigar sus dormitorios privados antes de salir. Él necesitaba esas armas. Rechinó los dientes y observó a Circenn servirse de nuevo más vino. El hombre había consumido tales cantidades que cualquier otro hombre habría buscado el garderobe mucho antes. Sus ojos se entrecerraron cuando vio que Lisa susurraba algo en la oreja de Circenn. Él notó que ella presionaba su mano brevemente sobre su abdomen. Ah, aunque él podía soportar bien la bebida, ella no. Armand se deslizó a través de la muchedumbre, manteniendo una distancia inocua y preparado para correr a toda velocidad a su lado en el momento que ella dejara los brazos protectores del inaccesible laird de Brodie.
Lisa estaba deslumbrada por su primera fiesta medieval. Nunca se olvidaría de la noche en que llegara por primera vez al Castillo Brodie y mirara fijamente la alta estructura, pensando cuán increíble sería pertenecer a sus paredes, ser parte de la risa, de un grupo cálido de miembros de un clan. Pertenecer. Y ahora lo hacía. Circenn la había presentado orgullosamente a su gente, y aunque ella había notado que tropezó con muchos de sus nombres, no se preocupó demasiado. Ella podría cambiar eso. Lo ayudaría a conseguir reencontrarse con su clan y lo integraría a la alegría de sus vidas. —¿Por qué sonríes, muchacha? Lisa inclinó su cabeza hacia atrás. La felicidad emanaba de él y aumentaba doblemente la suya. Vistiendo por completo la regalía del clan, parecía un salvaje señor de la guerra escocés, pero ella sabía qué tipo de hombre era realmente. Intenso y profundamente emocional. Implacablemente sexual. Tierno. Una aturdidora ola de
sentimientos creció y se extendió dentro de ella. —Así que esto es lo que se siente— susurró. Lo miró fijamente, sus ojos abiertos por el descubrimiento. —¿Como se siente qué? —Circenn—. Una riqueza de emociones se infundió en su nombre. Él la miró, interrogante. —Te amo. Circenn hizo una respiración súbita, profunda. Allí estaba. No había timidez en ella, ningún juego, ningún esfuerzo por esconder la verdad o manipularla para obligarlo a declararlo primero. Audazmente ella daba su corazón. ¿Por qué habría esperado él algo menos? Él la atrajo a sus brazos y cerró los ojos, absorbiendo los sentimientos menguando y fluyendo entre ellos. —¿Significa esto que no eres adverso al hecho de que he perdido mi corazón por ti?— lo provocó ella. —¿Puede ser un hombre adverso al sol que calienta su piel? ¿Una lluvia de primavera que apaga su sed o una noche como esta, cuando cualquier maravilla parece posible? Gracias—. Su sonrisa era devastadora—. Había empezado a temer que nunca pudieras decirme esas palabras. —¿Y?— ella animó. Él no dijo nada, pero de repente un escalofrío de placer bailó bajo su piel. La penetró completamente y la dejó jadeante—. ¿Qué fue eso? —He estado practicando intentar decirlo sin palabras. ¿Funcionó? Ella apagó una respiración tranquilizadora. —Oh, sí— dijo ella—. Quiero que hagas eso esta noche cuando nosotros estemos… tú sabes. —Sí, sí, señora— provocó él—. ¿Y qué me dices sobre esto? Los pezones de Lisa se endurecieron como si una ola de oscuro erotismo cayera sobre ella. —Oh, Dios. Eso es asombroso de verdad. —Este lazo puede ser maravilloso, ¿no es verdad? Sonriendo su acuerdo, Lisa se levantó en puntas de pie y lo besó. Cuando él se movió para ahondar el beso, ella retrocedió. Él parecía sobresaltado, por lo que ella se apresuró a tranquilizarlo. —He bebido demasiado vino, Circenn. Tengo miedo de no llegar a tiempo a una de esas ollas de cámara—. Ella suspiró malhumoradamente—. Hay algunas cosas que realmente extraño de mi siglo. —¿Una olla de cámara? ¿Por qué no usas el garderobe? —¿Qué cosa? —El garderobe. —¿Tienes garderobes aquí?— dijo ella rígidamente. Él la miraba como si ella hubiera perdido el juicio.
—No es que yo desee espiar, muchacha, pero ¿dónde has estado yendo? —Ollas de cámara— murmuró. —Y lo que has estado haciendo con ellas es… er… —Descargándolas fuera de la ventana— dijo ella, espinosa como un puerco espín. Tantos problemas para lograr privacidad... Si había un garderobe, ¿por qué demonios tenía Eirren que decirle que usara la olla de cámara? Entonces comprendió cuán travieso podía ser el muchacho. Era propio de Eirren ser tan tremendo—. ¿Había un garderobe en Dunnottar también? —¿Eras tú quien había estado descargándolos fuera de las ventanas? He estado culpando a mis hombres, haciéndoles lavar las piedras de abajo. Había uno sí, en Dunnottar. Tengo garderobes puestos en cada torreón que poseo o visito. —Nunca me lo dijiste. —Nunca me preguntaste. ¿Cómo podría saberlo? Cuando llegaste aquí por primera vez, yo no estaba en posición de hablar de tales problemas privados. Asumí que habías encontrado nuestro garderobe por tu cuenta. Lisa resopló. Eirren la había engañado de verdad, y su orgullo la había mantenido perfectamente atrapada en su broma. —¡No puedo creer que todo este tiempo yo he...! ¡Oh! ¿Dónde está el maldito garderobe? Él se lo dijo, mordiéndose un labio para impedirse sonreír. Él miró sus caderas oscilando suavemente en su vestido esmeralda cuando subió los escalones. Ella había dicho que lo amaba. Eso era prometedor. Quizás se acercaba el momento para hablar con ella sobre amarlo para siempre.
CAPÍTULO 23 Lisa agitó la cabeza cuando salió del garderobe. Muy civilizado. Ahora que sabía donde estaba, no podía creer que lo había esquivado cuando había investigado el castillo buscando la botella, pero la entrada daba la impresión de ser la puerta de los sirvientes, por lo que no lo había tenido en cuenta. El garderobe no era lo que había esperado; era más grande que la mayoría de los baños modernos, y muy limpio. Era obvio que el laird de Brodie priorizaba los garderobes ordenados. Hierbas frescas y los pétalos secos en medio del heno amontonado dentro de la cámara, era el papel higiénico medieval. Ella no sólo resolvió bañar a Eirren la siguiente vez que lo viera, sino mojarlo una vez o dos también por todos esos momentos miserables con la olla de cámara. Saliendo del pequeño cuarto, le sorprendió encontrar a Armand Berard rezagado en el corredor. —Milady, ¿está disfrutando las festividades?
—Sí—. Sus pies todavía estaban acompasándose con la música alegre y estaba ansiosa de retornar y perfeccionar sus pasos. Pero no había visto a Armand durante un mes y había extrañado la oportunidad de conocer mejor a un Caballero Templario realmente vivo. Frunció el entrecejo, observando su atavío oscuro. Circenn le había dicho que los Templarios se quedarían en su guarnición y no se unirían a la fiesta. —Pensé que su Orden no estaba de acuerdo en festejos como estos. Él se encogió de hombros. —Algunos de mis hermanos son más rígidos que otros. Algunos de nosotros hemos aceptado que la Orden está destruyéndose, aunque es amargo admitir que has empeñado tu vida en algo que ya no existe. —Lo siento— dijo Lisa, sintiéndose torpe. Ante ella se erguía uno de los legendarios caballeros Templarios y no podía pensar en nada que decir para hacerlo sentir mejor—. ¿Se arresta a sus hombres, igual aquí en Escocia?— preguntó Lisa. Estaba intensamente intrigada sobre los Templarios, sus poderes legendarios y mitos. —Depende de quién nos encuentra. Si es un inglés, podría intentar tomarnos por la frontera. Un escocés es menos inclinado a hacerlo. La mayoría de las personas se preocupa poco por los decretos de Francia, Inglaterra, o incluso del Papa—. Él profirió una risa áspera—. Su propio rey fue excomulgado por el Papa por el asesinato de Red Comyn en la iglesia de Dumfries. Su tierra es salvaje. Cuando un país está luchando simplemente por el derecho a sobrevivir, está menos inclinado a ser sensato. Venga. Él ofreció su brazo, y ella enlazó el suyo en de él. En esos momentos, estaba tan compenetrada en su conversación que no prestó atención a dónde él estaba llevándola. Escuchó, fascinada, mientras él hablaba de la Orden, de su residencia fuera de París, del compromiso a sus juramentos mientras viviera. Su expresión se hizo amarga cuando recordó cómo la bula papal Pastoralis praeeminentiae, emitida el 22 de noviembre de 1307, había ordenado a todos los monarcas de la Cristiandad arrestar a los Templarios y embargar sus tierras en nombre del papado. Él habló sobre la persecución, las interrogaciones y la tortura, sin darle demasiados detalles a una mujer, lo que ella agradecía. Había algunos límites para su curiosidad. Él explicó cómo, en 1310, seiscientos de sus hermanos habían estado de acuerdo en montar una defensa contra la persecución injusta, y el Papa Clemente finalmente había estado de acuerdo en posponer el Concilio de Viena durante un año mientras ellos se preparaban. Entonces, Philippe the Fair, desesperado por aplastar la Orden y llenar sus cofres antes de que fuera demasiado tarde, engañó al Papa, volviendo a abrir la Inquisición episcopal, y logrando que cincuenta y cuatro Templarios fueran quemados en estacas en las afueras de París e imponiendo silencio a las protestas de los Templarios restantes. En 1312, la bula papal Vox in excelso se emitió y suprimió la Orden para siempre. Había muchas preguntas que ella quiso hacerle, y ésa era una oportunidad rara de explorar la historia desde la perspectiva de un Templario, pero la primera pregunta fue
patentemente del siglo XXI, teñida por un momento de romanticismo. —¿Cuál es el secreto de los Templarios, Armand?— abundaban tantos rumores: que ellos habían protegido el Santo Grial, que el Grial realmente era la línea de sangre genética de Cristo, que los Templarios habían desarrollado una alquimia personal para la transformación del alma, que esa alquimia podía manipular el tiempo y el espacio. Ella realmente no esperaba que él contestara, pero desde que había pasado su brazo a través del brazo de un Templario, no creía que hiciera daño preguntar. La sonrisa de Armand la hizo estremecer. —¿Quiere decir aquello que podríamos poseer nosotros, eso que posiblemente haría que un rey y un Papa nos temiera tan grandemente que usarían cada arma que tuvieran para destruirnos? ¿Es usted una mujer religiosa, Lisa MacRobertson? —Un poco— concedió. —¿Qué podrían querer el Papa y el rey de nosotros? —¿Oro?— supuso Lisa—. ¿Artefactos religiosos? Su risa envió un escalofrío a su columna vertebral. —Considere esto: ¿qué tal si los Templarios hubieran descubierto algo que destruiría creencias que se hubieran sostenido durante siglos por casi cada país del mundo? Ahora él realmente había atrapado su curiosidad. —Debe decírmelo— respiró Lisa. —No dije que lo tuviéramos— musitó Armand—. Simplemente postulé la posibilidad. —Entonces, ¿es verdad?— preguntó ella, fascinada—. ¿Posee su Orden tal conocimiento? Él no contestó. Apartó el rostro para que ella no lo viera torcerse con rabia, por lo que la tomó completamente desprevenida cuando agarró su brazo y lo torció detrás de su espalda, formando un arco entre sus omóplatos, obligándola a doblarse sobre sí misma en un esfuerzo por escapar del dolor. Él la empujó contra la pared y presionó un cuchillo contra su costado. Lisa estaba tan aturdida que no hizo ningún sonido. En un momento estaba paseándose con un Templario absolutamente sociable, complaciéndola en su curiosidad incesante, balanceándose al borde de revelaciones estupendas, y al siguiente su vida estaba amenazada. Había pasado demasiado rápidamente para comprenderlo, y, en el susto, había desperdiciado segundos preciosos en los que podría haber luchado para liberarse. —Déme la llave— gruñó Armand en su oreja—. Y si hace aunque sea un gemido, la mataré. —¿La llave de qué? —Las cámaras de Circenn. —¡No tengo ninguna! —Pequeña mentirosa—. Enganchando el grueso antebrazo alrededor de su garganta, dio golpecitos a su cuerpo, buscando alguna llave importante—. Entonces está en su
cuarto— acusó él. —¡Él nunca me ha dado una! Armand presionó su brazo alrededor de su garganta, cortándole la respiración. Su brazo era una banda tenaz de acero, y Lisa sentía que estaba perdiendo el aliento. Su mejilla golpeó contra la pared de piedra, y sintió un peligroso destello de desmayo. —Podemos jugar tan áspero como le guste, muchacha— murmuró Armand en su pelo—. ¿Dónde está la llave? Lisa cerró los ojos y trató de alcanzar a Circenn.
Circenn aplastó su copa de metal en su mano y roció a media docena de campesinos. Echó una mirada alrededor, sus ojos salvajes. Lisa.
Peligro. Miedo. No puedo respirar. ¿Pero dónde? Él corrió a los escalones hacia el garderobe, sintiendo para ella con su corazón, tranquilizándola porque él estaba llegando. Dolor. Maldijo la atadura emocional por la que él podía compartir sus sentimientos, pero no podía obtener palabras o un indicio de su ubicación. ¿Dónde habría ido? ¿Cómo podría estar en peligro? ¿Quién podría desear lastimarla? Fue por los corredores como una bestia enloquecida, luchando contra el impulso de bramar por ella, consciente de que sólo alertaría a quienquiera estuviera amenazándola. Corrió al corredor sur, entonces regresó. Cada onza de su intelecto estaba absorbiendo su miedo, esponjándose en él, dejándolo enloquecido. Se zambulló hacia un vestíbulo, entonces se detuvo abruptamente. La furia excesiva no serviría. Debía ser lógico. Debía verificar su cuarto y el de ella, y luego otras áreas a donde a ella le gustaba ir. Quizás la capilla. Se volvió rápidamente y corrió de nuevo al vestíbulo. Voló a través del castillo hacia el ala oriental. Cuando se acercó a sus propias cámaras caminó despacio, alertado por un murmullo suave y un sonido estrangulado. Deteniéndose, se deslizó furtivamente a la vuelta de la esquina. Armand tenía a Lisa presionada contra la pared fuera de sus cámaras, su grueso antebrazo estrangulándola hasta la inconsciencia. Circenn intentó hacer respiraciones lentas, silenciosas, aún cuando sus labios rogaron por rugir. Ella estaba quedando flácida en los brazos del Templario, dejando de luchar mientras perdía su preciosa respiración. Un parpadeo de plata brilló a la luz oscura de los rushlights montados en las paredes. El Templario tenía un cuchillo. Circenn no esperó a ver más. Utilizó sus habilidades sobrenaturales para moverse como el viento y detenerse detrás del Templario, que no
tenía ninguna advertencia de que Circenn contenía la respiración detrás de su corazón. —La llave, perra estúpida— murmuró Armand—. No te desmayes sobre mí—. Él la agitó—. ¿Dónde guarda él las reliquias? La boca de Circenn se torció. Así que de eso se trataba. Un Templario traidor, volviéndose contra su propia Orden. Armand no era el único caballero que había perdido la fe. Circenn había oído hablar de otros que, creyendo que Dios los había abandonado, se habían hecho mercenarios e infieles. En un momento de tiempo nebuloso, Circenn desarmó al caballero y lo empujó por el corredor, donde golpeó la pared de piedra con un crujido afilado de su cabeza y cayó al suelo. Circenn ni siquiera se preocupó porque el ataque hubiera sido injusto. Mientras en el pasado había sentido culpa por usar sus habilidades, sentía una satisfacción austera ahora. Se alzó por encima del caballero caído y levantó su espada para el golpe fatal. —¡Detente!— gritó Lisa. La mandíbula de Circenn se endureció, su rostro contorsionado de furia. Su brazo suspendido al nivel de los ojos, la punta angulosa hacia abajo, preparado para un empujón veloz en el corazón de Armand. Cuando él terminara el movimiento, sería con tal enojo que probablemente la fuerza estrellaría su espada contra la piedra bajo el caballero caído. Él le dirigió una mirada a Lisa, y por su expresión, comprendió horrorizado que ella estaba sintiendo su emoción interior: la sensación estéril, fría y homicida. Caliente. Infernalmente caliente. Él no entendería nunca, incluso si viviera cinco mil años, por qué las mujeres protegían constantemente a los villanos. Era simple en la mente de un hombre: matar al hombre que intentara dañar lo que era suyo. Pero las mujeres lo hacían mucho más complejo. Ellas esperaban que el mal pudiera redimirse. Una esperanza tonta, a su manera de pensar. —No lo mates, Circenn. Él no me dañó—. Ella tocó su garganta con las suaves yemas de los dedos—. Estaré bien. Unos cardenales, nada más. Nos encontraste a tiempo. —Él te tocó— gruñó Circenn—. Intentaba herirte. —Pero no tuvo éxito—. Ella apeló a su lógica—: Interrógalo, determina lo que persigue y después destiérralo, pero por favor… Ella calló y él la miró fija, desvalidamente. Maldita sea, pensó. Ella estaba inundándolo deliberadamente con la misericordia, el perdón, y el viento fresco de la lógica. Todas esas cosas femeninas dieron volteretas como copos de nieve en su calor masculino. Enfriándolo. Aunque renuente a admitirlo, ella tenía razón. Matando a Armand rápidamente, nunca sabría sus motivos. Necesitaba descubrir el propósito del Templario, determinar con quién estaba en colusión y si había otros caballeros corruptos en esa tarea. Necesitaba información primero. Entonces lo mataría. Bajó la espada con un ronco gruñido de rabia insatisfecha.
Lisa se arrastró escaleras abajo. Había intentado esperar en la cama el regreso de Circenn, pero había sido incapaz de resistirlo ya. Habían pasado horas desde el ataque de Armand, y aunque Circenn había prometido no matar al Templario y jurado enojadamente que lo devolvería a sus propios hermanos, Lisa todavía sentía su furia asesina. Su atadura le destrozaba los nervios. No tenía ninguna idea de por qué el caballero la había secuestrado. Quizás no debía haberlo cuestionado. Quizás simplemente estaba demasiado perturbado por hablar de las atrocidades que había soportado. La fiesta todavía estaba en marcha en el gran hall, los lugareños desconociendo los eventos amargos de la tarde. Circenn mantendría el problema en silencio, lo resolvería, y nadie sufriría por él. Ella admiraba sus métodos. Él era un laird que no preocuparía a su clan con problemas que podría resolver solo. Moviéndose furtivamente, se deslizó desde el corredor al estudio. La puerta estaba entreabierta y se asomó cautamente. Él estaba allí, como había sospechado, con Duncan y Galan. Una docena de cejijuntos Templarios permanecía ante él, y por el brillo ligero de la lluvia en sus túnicas, ella dedujo que se había perdido su entrada por minutos no más. —Está hecho, milord. Hemos terminado nuestro interrogatorio— dijo Renaud de Vichiers fatigadamente. —¿Y?— gruñó Circenn. —Era peor de lo que temíamos. Él era doblemente traidor, al mismo tiempo a sus propios hermanos y a Escocia. Su plan era raptar a su señora y vendérsela al rey inglés a cambio de su peso en oro, además de títulos y tierras en Inglaterra—. Renaud agitó su cabeza—. No sé qué decir. Lo siento. Armand era Comandante de Caballeros en nuestra Orden, y favorablemente considerado. No teníamos idea. Le juro que en nuestra Orden actuó completamente solo—. Renaud dirigió su mirada al suelo—. Esperamos su decisión con respecto al resto de nosotros. Entenderemos si decide que debe enviarnos lejos de aquí. Circenn agitó su cabeza. —No haré al resto de ustedes responsables por sus acciones. Tú me has sido fiel desde hace muchos años. Los Templarios susurraron con murmullos de gratitud y repeticiones de juramentos de lealtad. —Ha sido bueno con nosotros, milord— dijo Renaud. Hizo una respiración profunda, y cuando habló de nuevo, lo hizo con tal fervor que sus palabras parecían elevarse—. No deseamos arriesgar su buena voluntad de forma alguna. Esperamos tener un futuro en Escocia. ¿Qué podemos hacer para restaurar su fe en nosotros? —Nunca estuvo perdida— dijo Circenn, frotando su mandíbula—. Si Armand no hubiera estado actuando solo, probablemente habría tenido éxito secuestrándola. No
infravaloro los poderes de tu Orden, Renaud. Sé lo que puedes hacer cuando descubres que algunos Templarios provocan un problema. Un múltiple complot de hermanos la hubiera llevado sin violencia a donde desearan que fuera. No usan la violencia. Usan… una persuasión poderosa. Renaud parecía desconcertado. —No lo había considerado, pero es verdad. Nosotros podríamos haberla atrapado como grupo. Olvido que sabe tanto de nosotros—. Él se inclinó, en una postura de disculpa abyecta—. Milord, nunca dañaríamos a su señora. La protegeremos como nuestra propia... Circenn inclinó su cabeza. —¿Qué hay de Armand? —Como muestra de nuestra obediencia, nos resolvimos en esa materia. Él no lo preocupará más. Lisa se apoyó un poco más cerca de la puerta. ¿Qué le habrían hecho? ¿Lo habrían desterrado? ¿Lo conducirían por la frontera para que el inglés lo atrapara? —Explícate— pidió Circenn. —Determinamos su crimen y distribuimos un castigo acorde. —¿Está muerto?— preguntó Circenn fatigadamente. —Murió recibiendo el precio que había nombrado por su corrupción. Le concedimos su peso en oro. Lisa hizo un sonido estrangulado que fue enmascarado afortunadamente por el propio Circenn. Sus ojos volaron hasta los suyos, pero él no la había notado todavía. Parecía asustado. —No tema, actuamos generosamente— se apresuró a asegurar Renaud—. Sabemos que necesitaremos el oro para reconstruir nuestra Orden una vez que haya terminado la guerra en Escocia. Lo recuperaremos cuando descuarticemos a Armand. Lisa tuvo náuseas instintivamente, incapaz de contenerlas. Una docena de ojos volaron a la puerta, donde ella estaba de pie asiendo su estómago. —Lisa— exclamó Circenn, medio levantándose. Sus ojos eran anchos y apologéticos—. Te pedí que esperaras en tu cuarto. —Sabes que nunca lo hago— dijo ella irritada—. ¿Por qué esperarías que lo hiciera esta vez?—. Miró directamente los ojos de Renaud—. ¿Qué quiere decir que usted... que le concedió su peso en oro y lo recuperará?— Ella supo que no debía preguntar, pero sus sospechas eran tan horribles que no podía detenerse. Si ellos no se lo dijeran, imaginaría simplemente atrocidades. Había comprendido hacía tiempo que era más fácil tratar con la realidad que imaginar los miedos. Renaud no respondió, claramente renuente a discutir el asunto con una mujer. —Dígamelo— repitió ella, a través de los dientes apretados. Echó una mirada a Circenn, que estaba mirándola con dolor y comprensión. Apreció que él no intentara escudarla; entendía que necesitaba sus propias respuestas a algunas cosas. Renaud aclaró su garganta inquietamente.
—Fundido. Vertido por su garganta. Se enfriará y quitará sin dificultad. —¡Lisa!— Circenn se levantó del escritorio, pero era demasiado tarde. Ella ya estaba corriendo por el vestíbulo.
CAPÍTULO 24 Pasaron varios días antes de que Lisa volviera a su carácter normal. Circenn se pasó el tiempo ocupándose de la propiedad y esperando pacientemente que ella encontrara el camino a través de sus sentimientos. Él nunca estaba solo, siempre acompañado por la presión de su corazón. Un día, casi habría jurado que había oído claro al lado de su oreja murmurar obstinados cerdos, primates sanguinarios, pero la frase no había tenido ningún sentido para él. Cualquier cosa que significara, ella debía haber estado sintiéndolo muy fuertemente para que él lo recogiera. Se preguntó si su atadura continuaría creciendo más fuerte con el tiempo y les permitiría el lujo de una comunicación más profunda. Respetó la paz de su retiro y aceptó que era una parte necesaria de su ajuste a su nueva vida. Su tiempo debería parecerle extraño a ella, y las costumbres de los Templarios parecerían extremas probablemente en cualquier siglo. Lamentó profundamente que hubiera averiguado sobre Armand, pero si no había aprendido nada más sobre Lisa Stone, sí sabía cuán grande era su curiosidad. Ella deseaba no ser escudada de nada; deseaba ser tratada con respeto y obtener todo el conocimiento disponible para que pudiera llegar a sus propias conclusiones desde una posición bien informada. Él no habría deseado la muerte repugnante de Armand a ningún hombre, pero los Templarios tenían su propia justicia y la distribuían con la misma disciplina inflexible con la que realizaban todos sus deberes. En su corazón él reconoció que sentía que el hombre estuviera muerto. Armand casi había matado a su mujer, casi había terminado con esa vida frágil, diminuta, delicada. Y eso lo aterraba. La brutalidad de Armand había elevado la mortalidad de Lisa a una obsesión para él. Él lo aborrecía, notando que su mortalidad se había vuelto su enemiga. ¿Estaba volviéndose como Adam? ¿Había sido así que semejante monstruo había sido creado? ¿Haciendo excepciones a las reglas una y otra vez, hasta que finalmente podía justificar tomar algo que quisiera? ¿Dónde estaba la línea que no debía cruzar antes de que fuera demasiado tarde?
Podrías hacerla inmortal. Sabes que lo quieres. Ni siquiera tendrías que decírselo. Sí, lo deseaba. Y lo confundía. Había estado casado dos veces y nunca había
considerado intentar hacer a su esposa inmortal. Pero ninguna otra mujer era Lisa. Además, hasta entonces, había visto lo que Adam le había hecho como una maldición, una corrupción vil del orden natural de las cosas. Pero ahora que había encontrado a Lisa, las cosas nunca habían estado tan claras. Puesto que ella había llegado a su vida, él había estado revalorizando sus creencias, sus objeciones y sus prejuicios. Anhelaba entrar como un huracán en su castillo, desenterrar la botella de su compartimiento en la piedra, y forzarlo entre sus labios, pero nunca podría justificar quitarle la oportunidad de elegir. De algún modo, él tenía que tratar de decírselo. ¡Argh! él pensó y cerró los ojos. ¿Cómo? Aunque aceptaba su inmortalidad de mala gana, en quinientos años había mucho sobre sí mismo que todavía despreciaba. ¡Por Dagda, si había nacido en el siglo IX! Había una parte de él que era desesperadamente anticuada. Aunque el pasaje del tiempo lo había sacado del siglo IX, nada podría quitar los sentimientos del noveno siglo de su corazón. Una parte de él era un guerrero simple y un hombre supersticioso que creía que las magias nacían del mal; en consecuencia, él era una abominación que se balanceaba en el borde de la corrupción. Sospechaba que ese nacimiento en el siglo IX lo había hecho más que un poco bárbaro, pero eso era preferible a lo que se podría haber vuelto. Sin embargo, tenía que tomar una decisión, y pronto. Necesitaba decirle lo que él era y ofrecerle a Lisa lo mismo, antes de que su mortalidad lo destrozara completamente. Impotente, había empezado a obsesionarse sobre su ambiente. Ella parecía increíblemente vulnerable de repente. Él había empezado a apagar rushlights compulsivamente, asustado de que pudieran chispear y coger los tapices y ella morir por algo tan insensato como un fuego en el castillo. Había empezado a estudiar a cada hombre que encontraba y buscar indicios de cualquier posible amenaza a su existencia. El intento de Armand por raptarla había aumentado sus miedos. Ella era delicada, y un resbalón de un cuchillo podría robarla para siempre de él. Una vez, él había pensado que para siempre eran palabras amargas, pero ahora, habiéndola amado, si la perdiera, para siempre sería un frío, yermo infierno. Quizás, a través de su atadura especial, ella entendería y aceptaría. Quizás el pensamiento de vivir para siempre la atraería. Nunca lo sabría hasta que lo intentara. Lo peor que podría pasar era que ella se horrorizara, que lo rechazara e intentara escapar. Si eso ocurriera, temía él, podría volverse de verdad a su carácter del noveno siglo, y encerrarla con llave hasta que estuviera de acuerdo en beber de la botella. O peor, hacerle a ella lo que Adam le había hecho a él.
Lisa se acurrucó en una silla ante el fuego cuando él entró en el estudio. Le sonrió
cálidamente. Ellos compartieron un saludo sin palabras con los ojos, y Lisa señaló la silla a su lado. Él se acercó y descansó una porción de su peso en el brazo de la silla, y se inclinó para besarla profundamente. Dios, no podía soportar el pensamiento de perderla jamás. Cuando él se obligó finalmente a romper el beso, porque era eso, o hacerlo allí en la silla con la puerta del estudio abierta, ella lo miró con curiosidad y dijo: —Estás frustrado hoy. Como muchas veces. ¿Qué te preocupa, Circenn? Él suspiró. A veces su atadura era una cosa molesta; no había mucho que pudiera esconder de ella, y el esfuerzo de detener sus emociones estaba agotándolo. —Estabas invadida por el ennui, melancólica— replicó él, todavía sin estar listo para enzarzarse en esa conversación difícil. Mejor saborear unos momentos de paz e intimidad—. Pero pareces estar a menudo de esa manera cuando no estás en mi cama— la provocó. En la cama precisamente era donde la quería ahora. Quizás calmada por la satisfacción sensual, sería más receptiva. Una táctica mercenaria, pero desplegada con amor. Él acarició su pelo y saboreó la percepción de seda entre sus dedos. Lisa se rió, un bajo, invitante sonido. —Circenn, necesito algo que hacer. Necesito sentirme… involucrada. Él había estado pensando la misma cosa, cuando su frustración realmente había llegado hasta él algunas veces, desde que su atadura había florecido en su existencia. Sabía que en su propio siglo Lisa había trabajado constantemente, y era una mujer que necesitaba sentir que había logrado algo que valiera la pena al final del día. —Haré que Duncan te traiga la lista de las disputas pendientes de ser oídas en la corte del feudo en Ballyhock. ¿Te gustaría eso? Galan ha estado oyendo los casos durante los últimos años y le agradaría alejarse del compromiso. —¿Realmente?—. Lisa estaba encantada. Adoraría sumergirse en las vidas de los lugareños, quizás hacer amigas entre las mujeres jóvenes. Algún día, tendría niños con Circenn, y necesitaría tener una amiga. Quería que sus niños tuvieran compañeros de juegos. No entendía por qué Circenn se había mantenido tan distante de su gente en el pasado, pero planeaba acercarlo de nuevo. Oyendo los casos y mezclarse con los miembros del clan sería la manera perfecta de poner sus planes en movimiento. —Ciertamente. Ellos estarán muy complacidos. —¿Estás seguro de que admitirán que una simple muchacha decida sus disputas?— preguntó ella angustiada. —Tú no eres una simple muchacha. Y te adoraron cuando te conocieron en la fiesta. Además, yo soy Brude, Lisa. —Debo haber salteado esa parte de la historia en la escuela. ¿Quién era Brude? —Ah, simplemente los guerreros más valientes que han existido— dijo él y arqueó una ceja arrogante—. Somos los Pictos originales; muchos de nuestros reyes se llamaron Brude, hasta que nosotros lo asumimos como nuestro nombre. Es Brodie simplemente otra forma de nombrarlo—. ¿Es ahora el momento para decirle más de mi historia? ¿Que mi medio hermano Drust el Cuarto fue asesinado por Kenneth McAlpin en 838? —.
Siendo Brude, la ascendencia real de mi casta fue matrilineal durante siglos, pasados a través de las reinas, no de nuestros reyes. La corona fue transferida a hermanos o sobrinos o primos por una serie complicada de matrimonios mixtos a través de siete casas reales. Mi gente aceptará las decisiones de la Señora de Brodie prontamente. —Parece que los Pictos eran más civilizados que los escoceses— dijo Lisa secamente. —'Esta legión que refrena a los escoceses salvajes' es como el Emperador Claudius se refirió a mi gente, y durante un tiempo nosotros lo hicimos. Hasta que Kenneth McAlpin asesinó a la mayoría de los miembros de nuestra casa real en un esfuerzo por borrarnos para siempre de Escocia. —Pero como tú todavía vives, al parecer no tuvo demasiado éxito. —Ah, sí. Yo todavía vivo. —Así que, ¿por qué estás frustrado hoy?— preguntó ella, volviendo a su observación inicial—. Puedo sentirlo todo el tiempo, ¿sabes? Puedo sentir la impaciencia y el enojo. Circenn estaba de pie y la levantó de la silla. Él se dejó caer en ella y la instaló sobre su regazo. —Así está mejor. Me gusta estar debajo de ti. —Me gusta que estés debajo de mí. Pero no intentes distraerme. ¿Por qué? Circenn suspiró, aceptando su cercanía. Tenía miedo. Él, el guerrero intrépido, temía su reacción a lo que estaba a punto de decirle. Cuando él hizo una respiración para empezar, oyó tanto la puerta del gran hall abrirse, mientras los guardias por el castillo lanzaban gritos resonantes. Los dos se tensaron al instante. —¿Está atacando alguien?— se preocupó Lisa. Circenn se levantó rápidamente y la depositó en el suelo con un beso. —No lo sé— dijo y fue hacia el gran hall a la carrera. Lisa corrió detrás de él, cuando el ruido de fuera aumentó a un inmenso rugido. Cuando entraron al gran hall, vio docenas de caballeros que clamaban agitadamente, reunidos alrededor de un único extraño. Vieron a Duncan al entrar, y su sonrisa era deslumbrante. —¡A Stirling, Circenn! El mensajero de Bruce ha llegado. ¡Vamos a guerrear finalmente!
CAPÍTULO 25 —¿Qué dicen?— exigió Circenn, sus ojos relucientes de anticipación. El mensajero habló rápidamente. —El hermano de Bruce ha hecho una apuesta, y debemos impedirle a los ingleses
tomar Stirling Castle el Día de San Juan. Bruce ha pedido que usted presente sus tropas con todas las armas en St. Ninian por el camino romano... Circenn lo interrumpió con un bramido ensordecedor de alegría del que se hicieron eco todos los hombres en el vestíbulo. Lisa se movió más cerca de su lado y él la cogió en sus brazos y giró abrazándola en el aire. —¡Vamos a guerrear!— gritó, exaltado. Hombres, pensó ella, asombrada. Nunca los entenderé. Entonces un pensamiento peor lo siguió: ¿Y qué si lo pierdo? —Pero debe darse prisa— gritó el mensajero en el fragor—. Si cabalgamos sin pausa apenas llegaremos a tiempo. Cada momento es crítico. Circenn la abrazó más estrechamente. —Yo no moriré. Lo prometo— dijo fervorosamente. La besó profundamente, entonces la soltó de sus brazos. No había tiempo para decirle más. Él iría a guerrear, y a su vuelta tendrían su charla largamente retrasada. Entretanto, él le enviaría constantemente seguridad a través de su lazo. ¡Guerra! ¡Ya era tiempo, condenación!, pensó exaltado. —Debo recoger mis armas— murmuró y se echó a correr por el vestíbulo. Determinada a aprovechar cada posible momento con él antes de que se marchara, Lisa dejó el vestíbulo poco después que él. La propiedad era un alboroto de actividad mientras los hombres se preparaban para irse a caballo inmediatamente. Ella debía haber recordado que Circenn tendría que salir pronto. Sabía que la batalla de Bannockburn había ocurrido el 24 de junio; los archivos de historia habían puesto al thane de Brodie y sus Templarios en medio de la batalla legendaria. Pero en el placer de su amor recién descubierto, y después en el miedo del intento de rapto de Armand, ella había pensado poco en las fechas o en la guerra inminente. Se dirigió hacia las cámaras de Circenn y entró quedamente en su cuarto, preguntándose si habría bastante tiempo para robar un momento de pasión. Lo dudaba; se daba cuenta de que la mente del hombre ya estaba lejos. Se había vuelto ahora mismo todo un guerrero masculino, consumido por la inminente batalla. Cuando entró más profundamente en su cuarto, se asustó al ver un gran buche abierto en la pared donde estaba normalmente el hogar. Un cuarto oculto. Qué fantástico, pensó Lisa, y cuán apropiado para un castillo medieval. Curiosa por ver lo que él guardaba allí, guió sus pasos más allá del hogar y entró. La tela de su vestido se enganchó en las piedras ásperas del hogar rodante y se rasgó audiblemente. Demasiado ocupada intentando desasir el tejido del borde afilado de la piedra, no vio a Circenn encontrarla. Ni vio su expresión. —Sal de allí, muchacha— tronó él, dando un golpe con sus pies. Cuando Lisa lo miró, Circenn se heló en medio del movimiento de sacarla de allí. Vio con horror creciente cómo la mirada de ella se derramó en el interior de su cuarto oculto. Él permaneció de pie, inmóvil, rodeado de evidencia incriminadora. Estando ella de pie en medio de artículos de su propio tiempo, él supo que Lisa nunca lo creería, y lo
que era peor, que él debía salir inmediatamente para impedir a las tropas inglesas tomar Stirling el Día de San Juan. Lisa estaba inmóvil, pero su mirada vagó incrédulamente sobre los artículos en el cuarto. Sus ojos se ensancharon, estrecharon, y se ensancharon de nuevo cuando comprendió lo que estaba viendo. Armas, sí. Armas y escudos, sí. Inexplicablemente, ¿artículos de su propio siglo?
Sí. La primera ola de emoción la abofeteó con fuerza: un sentimiento sofocante de dolor, desconcierto y humillación, porque había confiado su corazón como una tonta. La segunda ola provenía de él: una capa envolvente de miedo. ¿Cómo podía poseer él tales cosas? ¿Cómo podía tener artículos de su tiempo, y aún así no poder enviarla a su casa? Simple. Él había mentido. Era la única explicación posible. —Mentiste— susurró ella. Ella podía ir a casa con Catherine, pero él había mentido. ¿Sobre qué más lo habría hecho? Sus manos se cerraron sobre un reproductor de CD. ¡Un reproductor de CD! Lo levantó con manos temblorosas y se acercó estrechamente a él, como si no pudiera creer lo que estaba viendo realmente. SONY, decía el blasonado de color cromo. Con los ojos entrecerrados, caminó por el cuarto, donde tropezó con objetos de plástico, tratando de no sentir lo que llegaba de él. Sin detenerse, alcanzó otro proyectil y cerró los dedos alrededor de una caja de cartón extrañamente familiar. Ella le dirigió una mirada, y su labio se curvó con incredulidad. —¿Tampones?— gritó ella—. ¿Tenías tampones? ¿Todo este tiempo? ¡Cómo te atreves! Circenn gesticuló desvalidamente. —No sabía que tenías algo que limpiar. Ella gruñó, un sonido feral de dolor y cólera, cuando le tiró la caja de Playtex con aplicador de fácil deslizamiento a él. Erró, también, pegando en la pared detrás de él, lloviendo en el cuarto con pequeños proyectiles blancos. —¡No!—. Ella levantó una mano temblorosa cuando él se movió para acercársele—. Quédate allí. ¿Cuánto más me has mentido? ¿A cuántas otras mujeres has traído aquí para necesitar tantos tampones? ¿No clasifiqué para los tampones? ¿Fui ganada tan fácilmente que no tuviste que sobornarme con conveniencias? ¿Era todo una mentira? ¿Es éste algún juego enfermo que yo no puedo comprender? ¿No hizo el hecho de que mi madre está muriendo conmover en absoluto tu corazón? ¿De qué estás hecho tú? ¿Piedra? ¿Hielo? ¿Eres incluso humano? ¿Todo este tiempo podías regresarme, pero no lo hiciste? —No—. Él avanzó de nuevo, pero se detuvo cuando ella se encogió. Su expresión dolida se ahondó. —Ni siquiera pienses en tocarme. ¡Cómo debiste de haber estado divirtiéndote conmigo! Yo y mis lágrimas patéticas, yo llorando por mi madre, y todo este tiempo tú
podrías regresarme en cualquier instante. Tú... Él se permitió soltar un bramido de dolor y frustración. Tuvo el efecto deseado de terminar sus imputaciones al imponer silencio con su puro volumen. Mientras ella permanecía de pie, boquiabierta, él dijo: —¡Me escucharás porque no tengo mucho tiempo! —Estoy escuchando— siseó ella—. Como una estúpida, estoy esperando que me des una explicación decente para todo esto. Sigue diciéndome más mentiras. Él pasó una mano encima de su rostro y agitó su cabeza. —Muchacha, nunca te he mentido. Te adoro y no ha habido nunca ninguna otra mujer del futuro aquí. Y éstos —él echó un tampón en el aire— estropajos de limpieza, no puedo comprender por qué te perturbaron tanto, pero te aseguro que nunca he permitido a las sirvientas usarlos. La frente de Lisa se arrugó. Ningún hombre podría ser tan tonto. —¿Estropajos de limpieza? Él cogió un arma y dio tirones al barril en su dirección, y un tampón desenvuelto se disparó hacia afuera. Estaba cubierto de negro por la corrosión lenta del acero. Ella lo miró por un momento, inclinada, y lo levantó del suelo. —¿Limpias tus armas con esto? Él bajó el arma. —¿No es el propósito para el que fueron diseñados? Juro que no podía concebir otro motivo. —¿No leíste la caja? —¡Había demasiadas palabras que no entendí! Los ojos de Lisa se ensancharon y ella lo alcanzó internamente, preguntándose por qué no había hecho eso primero. Allí, en su lazo, donde estaban unidos, él no podía esconder nada de ella. Pero había estado tan aturdida que no había estado pensando claramente. Ella lo alcanzó y sintió… Temor de que ella no lo creyera. Dolor. Y honestidad. Él de verdad no sabía qué eran los tampones. Pero había algo más, algo que él estaba ocultando intencionalmente. Una cosa oscura y monstruosa, cubierta de desesperación. La hizo estremecer. Él levantó sus manos en un gesto de súplica. —Lisa, nunca te mentí sobre el hecho de que no puedo regresarte. Éstos son regalos que un hombre llamado Adam me trajo. Nunca he ido a tu tiempo, ni puedo llegar allí, ni envié a nadie más. Ella ponderó sus palabras, sopesando la verdad en ellas. Lo recordó escogiendo las telas y oyendo por casualidad la mención de ese Adam: el Adam cuyos regalos Circenn tenía apartados, salvo el tejido de oro que había escogido para su vestido de bodas. Un piso debajo de ellos, los hombres rugieron llamando a Circenn. Ignorando las exclamaciones, él dijo:
—No habría querido que sucediera así, cuando no tengo ninguna opción más que correr para ir a batallar. Debes creer que yo nunca te he mentido, Lisa. Cree en mí y espera mi retorno. Prometo que hablaremos entonces de todo. Contestaré cualquier pregunta que tengas, explicaré todo—. Él suspiró y frotó su mandíbula. Sus ojos estaban oscuros de emoción—. Te amo, muchacha. —Lo sé. Puedo sentirlo—. Ella inclinó su cabeza rígidamente—. Me amas. Si yo no hubiera estallado tan rápidamente, me habría dado cuenta de tus sentimientos y habría comprendido que dejando esto de lado, no albergas ninguna intención de dañarme. Él contuvo con esfuerzo un suspiro de alivio. —Agradezco a Dagda por nuestra atadura. —Continúa— dijo ella, animándolo a que él revelara el secreto oscuro todavía no podía calibrar. Cuando Circenn se acercó a la entrada, ella comprendió que él había entendido mal sus palabras. Él la miró de soslayo cuando ella no caminó a su lado. —Debo sellar la cámara, muchacha, antes de que pueda irme. Prometo permitirte examinarlo hasta que te hartes cuando regrese—. Él se acercó a ella, guiándola fuera de su cámara. —No— dijo Lisa rápidamente—. Quise decir que continuaras y me dijeras el resto. Él dejó de moverse renuentemente. —Pensé que quisiste decir que podía unirme a mis hombres y hablar de esto a mi retorno—. Él notó su mandíbula tensa, su mirada inflexible—. ¿De qué resto hablas?— evadió. —De algo que me aterra, porque te asusta, y sospecho que algo que causa tu temor a mí me aplastaría. Hay algo que no estás diciéndome por miedo. Debes decírmelo, Circenn. Ahora. Mientras más rápidamente me lo digas, más rápidamente puedes irte. ¿Qué estás escondiendo de mí? Él hizo una respiración profunda. —Adam, el que me dio estas rarezas— él gesticuló aplastantemente— puede devolverte a tu tiempo. No te lo dije que porque era en vano. ¿Recuerdas que juré matar al portador de la botella? Ella asintió con la cabeza. —Adam es a quien se lo juré. Lisa cerró los ojos. —En otras palabras, la única persona que podría devolverme me mataría primero. Bien. ¿Cuál es la otra cosa? Él la miraba con una expresión de inocencia que ella no creyó ni por un momento. —Todavía puedo sentirlo, Circenn. No me has dicho la cosa más grande. —Lisa, yo te lo diré todo, pero ahora debo ir a Stirling. Debía ser parte de una cronometrada conspiración masculina, pensó Lisa, cuando Duncan, convenientemente, bramó el nombre de Circenn con obvia frustración. —¿Ves?— dijo Circenn—. Los hombres me esperan. Será una zona cercana, Lisa.
Debo ir. —Dime— repitió ella uniformemente. —No me hagas hacer esto ahora. —Circenn, ¿piensas realmente que podría quedarme aquí sentada durante semanas preguntándome qué otro hecho fantástico me has estado ocultando? Sería una tortura para mí. Las manos de Circenn se fijaron alrededor del arma. —Te seguiré a caballo, si debo hacerlo, hasta la misma batalla. Un silencio embarazoso, tenso, llenó el espacio entre ellos. Los bramidos continuos de los hombres abajo elevaba la tensión de Lisa. ¿A quién consideraría primero? ¿Sus hombres o ella? Lisa sentía retumbar su corazón. Él se lamió los labios y empezó a hablar varias veces, pero se detuvo y apartó la mirada. Cuando habló finalmente, su voz era firme y cansada. —Mi madre fue una reina Brude que nació hace quinientos setenta años atrás. Yo soy inmortal. Lisa sintió como si las paredes de piedra la sofocaran. Pestañeó rápidamente y decidió que debía haber entendido mal. —Dilo de nuevo. Él supo qué palabra necesitaba que repitiera. —Inmortal. Yo soy inmortal. Lisa retrocedió. —¿Como en vivir para siempre, como Duncan McLeod el Highlander? —No conozco a ese Duncan McLeod, chica. No sabía que había otro como yo. Los McLeod nunca han hablado de ese hombre. Lisa no pudo hablar por un momento. —¿In-inmortal?— consiguió decir en un murmullo seco. Él asintió con la cabeza. Golpeó la culata del arma en el suelo en contestación a unos citatorios particularmente furiosos. Rechazando la posibilidad absurda, Lisa lo alcanzó emocionalmente. Su incredulidad se aplastó contra la sinceridad de su atadura. Él estaba diciendo la verdad. Era inmortal. O por lo menos creía que lo era. ¿Podría engañarse él? Después de un momento de reflexión, Lisa desechó esa posibilidad. Una persona sabría si hubiera vivido quinientos años; no era precisamente algo que uno podría pasar por alto. Sin mirarla, él continuó: —Descubrí que era inmortal cuando tenía cuarenta y un años. —Pero no aparentas cuarenta y uno— protestó ella, ansiosa de objetar cualquier pequeña parte de tal locura. —No los tenía cuando Adam me cambió. Yo estaba, según he podido calcular, más cerca de los treinta que de los cuarenta. Él nunca admitió exactamente cuándo me dio la
poción. Pero cuando lo enfrenté, confesó que había envenenado mi vino. —¿Por qué? ¿Y quién es ese hombre que posee el poder para hacerte vivir para siempre? ¿Quién es ese Adam que podría enviarme casa? ¿Quién es él? Circenn suspiró. No habían llegado a ese punto para intentar apresurarse ahora. Él le daría algunas respuestas para que las considerara mientras estaba fuera. Cuando volviera, le diría todo, y le ofrecería la botella de nuevo, esta vez para beber de ella. —Él es de la vieja raza llamada Tuatha de Danaan. Él es eso que algunos llaman hada. —¿Hada?— Lisa estaba incrédula—. ¿Esperas que yo crea en hadas? Circenn sonrió amargamente. —Aceptas que has viajado setecientos años en el tiempo, ¿y todavía dudas de la existencia de criaturas que nos predatan por milenios y poseen extraños poderes? Tú no puedes seleccionar y escoger su locura, muchacha. —Un hada— repitió Lisa y se apoyó contra el borde del hogar rodante—. Ninguna maravilla de mi viaje a través del tiempo te parecía tan extraña. Pensé que lo habías aceptado extraordinariamente bien. —No pienses en las hadas como criaturas espigadas, etéreas, volando sobre alas, pues no lo son. Pertenecen a una civilización avanzada que habitó algún mundo lejano antes de que vinieran al nuestro en una nube de niebla, hace miles de años. Nadie sabe de dónde vinieron. Nadie sabe quién o qué son realmente, pero son poderosos más allá de toda comparación. Son inmortales, y capaces de manejar el tiempo. —Pero, ¿por qué te hizo él inmortal? Circenn exhaló un suspiro amargo. —Dijo que lo hizo porque su raza me había seleccionado como guardián de sus tesoros, uno de los cuales es esa condenada botella. Por eso me hizo jurar matar a quienquiera lo encontrara. Dijo que su raza había estado buscando a alguien que pudiera guardar mucho tiempo sus reliquias seguras; necesitaban a alguien que nunca muriera y no pudiera ser derrotado en batalla. —Así tú vivirás de verdad… ¿para siempre? Circenn no dijo nada, sus ojos oscurecidos de emoción. Asintió con la cabeza. Lisa agitó su cabeza, más allá del pensamiento coherente. Su mirada cayó sobre él, incrédula. —Lisa... —No—. Ella levantó sus manos como para protegerse—. Nada más. Es todo. Ya he oído bastante por hoy. Es todo lo que puedo oír. Mis oídos están llenos. —¿Es una cosa tan terrible de aceptar? Yo acepté que tú eras del futuro— dijo él—. Haud your wheesht!— rugió, golpeando de nuevo el suelo, dirigiéndose a quienes lo llamaban. —Simplemente permíteme tener tiempo para pensar. ¿Por favor? Vete. Vete a tu guerra— dijo ella, y apuntó hacia la puerta. Entonces una risa pequeña, medio histérica, se le escapó. —Lisa, no te dejaré así.
—Oh, sí lo harás— dijo la muchacha firmemente—, porque según mis recuerdos de los eventos, tú y tus Templarios son necesarios en Bannockburn—. Ella necesitaba estar sola, pensar, desesperadamente. No era tan duro para ella empujarlo a guerrear, ahora que sabía que no podía morir—. Pero sangraste cuando yo te aticé con el cuchillo— agregó, como un pensamiento posterior. —Bajo mi camisa la herida se cerró al instante, muchacha. Puedo sangrar, brevemente. Los pasos tronaron bajo el corredor; sus hombres habían llegado al límite de su paciencia. Circenn tocó con el codo un escalón tras ella y rápidamente selló la cámara. —Dijiste que mis Templarios serán necesarios en Bannockburn. ¿Conoces esa batalla?— dijo él, su mirada reflexiva. —Sí. —Así que parece que quizás los dos hemos estado reteniendo información— señaló quedamente— ¿Hay algo más que debo saber? —¿Hay algo más que yo debo saber?— replicó Lisa. De repente él parecía cansado. —Sólo que te amo con todo mi corazón, muchacha. Él la besó rápidamente y se marchó.
CAPÍTULO 26 Inmortal. Circenn Brodie era inmortal. Qué irónico, pensó. En el siglo XXI, ella luchaba contra la mortalidad de su madre. Ahora, en el XIV, estaba rabiosa contra la inmortalidad de Circenn. Su vida no podía haber sido una simple estadía en la universidad y coleccionar besos de hombres jóvenes y guapos, y principalmente inofensivos. Eso simplemente no le pasaría a Lisa Stone. Ella entendió de repente cuán turbada se debía haber sentido Buffy al descubrir su condición de cazavampiros. Se sentía muy herida. Él se marchaba a millas de ella, pero su atadura no disminuía. Era golpeada por sus sentimientos, por su enojo y dolor y culpa. Ella se encontró empujándolo lejos y relegándolo al fondo. No podía permitirse el lujo de sentir lo que él estaba sintiendo ahora mismo. Necesitaba sentir sólo sus propias emociones, ordenarse a través de ellas sin distraerse por su pulsante intensidad. El hombre era francamente agobiante a veces, y no era de extrañar. Tenía más de quinientos años de vivir, amando y perdiendo esos amores, y siendo invencible. Sintió una ola de preocupación que emanaba de él porque ella estaba intentando dejarlo fuera. Demasiado agotada para hacer más, le envió una onda de seguridad, y firmemente acorraló sus emociones en una esquina de su mente.
Eso era mejor. Quizás un paseo aclararía sus pensamientos, decidió, y se levantó de la cama de Circenn, donde había estado sentándose desde que él había salido. Se paseó a través del castillo silencioso y se aventuró en la noche. Estaba extrañamente callada: no había ningún caballero en el patio, ningún niño jugando a la guerra, que era de hecho un asunto serio. Ella no tenía que preocuparse por la muerte de Circenn, pero la mayoría de las familias de Brodie tenía a alguien amado que podía ser herido mortalmente en la batalla. Un aire de sobriedad cubría con oscuros mantos la propiedad. Absorta en sus pensamientos, vagó hasta el estanque y se dejó caer en el banco de piedra. Inclinando su cabeza, miró fijamente el cielo negro aterciopelado. ¿Por qué no podía enamorarse de un hombre normal, mortal? Había sido tan feliz con Circenn... pero era realista, aunque más no fuera. Tenía alguna idea de cómo sería envejecer. Sabía cómo se sentiría cuando tuviera cuarenta años y él todavía tuviera treinta. Sólo podía imaginar con horror cómo se sentiría cuando tuviera cincuenta años, y él todavía pareciera de treinta. Podría degustar el miedo de tener sesenta, siendo lo bastante vieja como para que la mayoría pensara que ella era su madre, o peor, en esa tierra donde las mujeres tenían niños a los catorce, su abuela. Oh, Dios. Su cuerpo envejecería y arrugaría, pero el de él nunca lo haría. Lisa no pensaba que fuera una persona poco profunda, pero sólo la vanidad de una mujer podía detenerse en esos pensamientos. ¿Le haría el amor todavía? ¿Podría ella permitirle verla cuando su cuerpo fuera tan viejo? No era simplemente una pregunta de vanidad; el contraste físico entre ellos sería un recordatorio diario de que ella estaba muriendo, pero él no. Toma los años que dure y no pienses más allá, ofreció una parte de ella esperanzadamente. Pero se conocía demasiado bien. No sería capaz. Estaría viviendo en el miedo, mirando su espejo, esperando lo inevitable. Y había algo aun más grande a ser considerado. No sólo ella envejecería mientras él no lo hacía, sino que ella moriría finalmente, mientras que él continuaría viviendo. Él se quedaría sin ella, y ella supo que tendría que animarlo a amar de nuevo cuando ella se hubiera ido y, Dios la perdonara, no pensaba que poseyera semejante alma noble. ¿Animar a Circenn a compartir semejante atadura preciosa, íntima, de nuevo con alguna otra mujer? Se estremeció por el odio por su sucesora anónima, sin rostro. Pero sabía que tendría que hacerlo, porque lo conocía lo bastante bien para saber que él compartía su tendencia hacia la autoculpabilidad. Él se negaría. Podría desperdiciar miles de años solo y negarse a la intimidad, y esa soledad severa conduciría a cualquier persona a la locura. Él debía amar de nuevo después de que ella se hubiera ido, por el bien de su propia alma.
Debía considerar también, entonces, lo que el conocimiento íntimo de su muerte, gracias a su lazo, le haría a él; debido a esa atadura, él sentiría cada innoble emoción que ella sintiera y todo su dolor. Ella sabía lo que se sentía ver morir a alguien amado. Estaba más allá del infierno. ¿Qué hubiera pasado si Lisa hubiera podido sentir el dolor físico de su madre durante los últimos meses? ¿Su desesperación y su miedo? Circenn sentiría todo el suyo, a menos que ella pudiera esconderlo de algún modo.
¡No puedo! ¡No soy lo bastante buena! Frenética, ordenó a sus pies moverse, esperando distraerse con el movimiento. Caminó rápidamente y bordeó el estanque, mirando fijamente los cielos como si pudieran oírla y concederle un ruego. Enfocados sus ojos en el cielo, tropezó y cayó a tierra. Era la gota final. Llorando, envolvió con los brazos sus rodillas y empezó a mecerse. Después de unos momentos, comprendió que había caído al lado del túmulo de tierra y había estado llorando probablemente sobre los restos de las ollas de cámara de otros tiempos. Se quedó muy inmóvil.
Se dice que si rodeas el túmulo siete veces y derramas tu sangre en la cima, la Reina de las Hadas puede aparecer y concederte un deseo. Recordando las palabras de Circenn, abrió sus ojos despacio. ¿Pero qué podría desear ella?
No puedo suponer siquiera cuántos muchachos y muchachas jóvenes han pinchado sus dedos aquí. Cuentos viejos, esta tierra está llena de ellos. Probablemente algún antepasado vació las ollas de cámara alguna vez aquí. Explicaría por qué el césped es tan espeso y verde. Pero ella no sabía lo que podría pasar luego en su vida. ¿Por qué no probar? Podría elegir un deseo después, si funcionaba. Aturdidamente, se puso de pie y empezó a rodear el shian. Lentamente al principio, cogiendo velocidad y determinación después, corrió alrededor del túmulo. Una vez, tres veces, cinco, después siete. Se detuvo. Comprendió que no tenía nada con qué cortarse. Con un desapego peculiar, agujereó el talón de su palma con sus dientes e hizo brotar sangre. Ascendió a la cima del shian y, aplicando presión con sus dedos, obligó a las gotas caer en el centro del túmulo. Esperó. No tenía ninguna idea de lo que esperaba, si algo sucedía. Pero considerando cuán extraña su vida había sido durante los últimos meses, no le sorprendería demasiado si un hada saltaba de la tierra y ondeara una vara mágica. Contuvo la respiración. La noche todavía estaba rara, incluso las criaturas nocturnas extrañamente mudas. Nada pasó.
Oh, Lisa, ninguna Reina de las Hada saltará de este túmulo, y tendrás que tratar con el hecho de que simplemente estás enamorada de un hombre inmortal. Ella cerró los ojos y sacudió la cabeza, divertida por su tonta imaginación. Pero después de un momento, descendió del extraordinariamente simétrico montón de césped. Esa tierra le había hecho algo definitivamente a su sangre. Casi había creído que una criatura mítica aparecería. La magia saturaba el aire de Escocia como la espesa y frecuente niebla, y ella había descubierto lo cercano que parecía estar todo, más allá del reino de la posibilidad. Circenn era inmortal. Ella había viajado a través de tiempo. Pedir un deseo parecía muy razonable en comparación. Retrocedió en el túmulo, inclinó su cabeza, y miró fijamente la luna, admitiendo que a pesar de su dolor y temor, se sentía un poco más aliviada. Demasiadas opciones podrían ser agobiantes. Ahora no tenía ninguna; no tenía ninguna opción más que quedarse allí y amar a Circenn Brodie. Quizás aprendería a verse envejeciendo, mientras él permanecía sin edad, como un pequeño precio por la clase de amor que ellos compartían. Sentiría para él con sus sentidos internos y quitaría las barricadas más tempranas lentamente. A través de su atadura, ella sabía que en ese momento él estaba herido, enfadado, y profundamente angustiado. Y que también lo consumía el temor de que ella intentara dejarlo de algún modo. Bien, él no necesitaba preocuparse sobre eso. No podía. —¿Qué desearás, humano?—. Una voz que sostenía mil sombras frescas de nieve estrelló su ensueño y enfrió su sangre. Lisa se heló.
CAPÍTULO 27 La voz había venido desde detrás de ella, donde estaba el túmulo de las hadas. —Estabas mirando la luna, como extasiada. ¿Deseas volar a ella? ¿Para contar las estrellas o tocarlas? ¿O algo más… terrenal? Lisa hizo una respiración profunda cuando la voz se estremeció a través de ella. No una voz mortal. Ella nunca podría confundir semejante sonido con una voz mortal. Resonaba con melodía y con observación desapasionada. La asustaba. Se volvió despacio. La visión que la saludó sólo era temible por la magnitud de su belleza. El aire se paralizó en su tráquea y la obligó a hacer respiraciones rápidas y poco profundas. —Encantadora— ella susurró—. Oh, Dios—. Ella entendió el señuelo de los cuentos de hadas de repente, de criaturas que eran tan deslumbrantemente bonitas que casi
hería mirarlas. Esta criatura agobiaba sus sentidos. La visión inclinó su cabeza suntuosamente. —Lo somos. Encantadores, eso es. Pero no dioses. La mayoría nos llama los niños de la Diosa Danu. Lisa la miró fijamente, los labios se partieron en un suspiro, magnetizada. La mujer tenía rayos de luna en el pelo color plata rodeando la cabeza delicada, renuentes a partir. El aire nocturno brillaba débilmente alrededor de ella, como encendido por mil soles diminutos. Sus cejas se arqueaban sobre los exóticos ojos almendrados en un rostro pálido. Y los ojos no eran de ningún color conocido por el hombre, pero conjuraba imágenes de los colores iridiscentes de la cola húmeda de una sirena que brilla en el sol. Sus pómulos eran tan altos que prestaban un encanto felino a su cara, y sus labios eran llenos, del color de la sangre, y levantados las esquinas como recogidos en una sonrisa perpetua. Su piel estaba empolvada con oro; un puro vestido blanco la vestía sin cubrir nada, y el cuerpo, que era claramente visible bajo el tejido brillando débilmente, chispeó como perlas doradas y rosas, e hizo a Lisa sentirse como si tuviera doce años. Perfección. —¿Qué desearás, humano?— los ojos remotos sostuvieron los suyos, ensanchados por la más desnuda curiosidad—. Abriste esta puerta con tu propia sangre, ahora desea antes de que me canse de ti. Lisa tragó. Ahí estaba su oportunidad. Todo lo que ella tenía que decir era: quiero ir a casa con mi madre. ¿Pero podría dejar a Circenn? ¿Y cómo podría saber si su madre todavía estaba viva? —Sí— dijo la Reina de las Hadas, envolviendo una cuerda de rayo de luna detrás de su oreja. —¿Qué?— jadeó Lisa. —Tu madre vive. Si tú lo llamas vivir—. Sus labios formaron una mueca de hastío—. Una perdición mortal, el cuerpo. Ella está muriendo. —¿Cómo sabías lo que yo estaba pensando?— susurró Lisa. El hada rió y el sonido se deslizó alrededor de Lisa. Por un momento, se perdió en él: olvidó quién era, que tenía una madre, que amaba a un hombre, que era humana. Por un momento ella no quiso nada más que estar tan cerca de esa criatura como ella se lo permitiera. Para besar el dobladillo de su madeja de hada, respirar sus exhalaciones, para bailar descalza en un túmulo verde. Reconoció por fin que era una locura encantada, cuando la compulsión se alivió al marchitarse la risa. —Soy del Tuatha de Danaan. Nosotros vemos todo. Así que, ¿qué será, humana? ¿Te enviaré a casa a morir con tu madre? ¿Es ella tan importante? ¿Dejarás a este laird que te ama? —Necesito tiempo para pensar— protestó Lisa débilmente. —Tú me convocaste ahora. —Realmente no pensé que funcionaría. No he preparado mi deseo. —Si necesitas tiempo para pensar, no debiste haberme perturbado—. El rostro de la
Reina de las Hadas se tornó tormentoso. Una brisa se agitó alrededor del shian, echando hojas en el aire. Lisa se sobresaltó y se volvió, absorbiendo la noche de repente vibrante. Vibrante por el disgusto de la Reina de las Hadas. —Nosotros somos Escocia— declaró la Reina, observando la perturbación—. La tierra una vez lloró cuando nosotros lloramos, y la primavera llega cuando bailamos. Ahora las estaciones ruedan de forma consistente, y aparte de las travesuras del Bromista, esta tierra está principalmente domada. —Porque estás consistentemente aislada, remota— dijo Lisa, antes de pensar—. ¿Te ha hecho el tiempo eso? La Reina de las Hadas pestañeó. Simplemente un parpadeo, pero dijo, No pises allí, mortal, en una mirada prohibitiva que prometió a Lisa que nunca desearía experimentar esa ira. Lisa se recuperó rápidamente de su error. —Quise decir... ¿estará mi madre viva si vuelvo? —Por un tiempo. Lisa presionó los ojos cerrados. Realmente no había creído que la Reina de las Hadas apareciera y concediera su deseo. Pero ahora estaba allí con su poder, y al parecer estaba ofreciendo regresarla con su madre. ¿Cómo podría escoger ella? ¿Quedarse en Escocia y ver su cuerpo envejecer y arrugarse mientras su amado nunca envejecería, o volver a su tiempo y ver a su madre morir? Ninguna opción era absolutamente atrayente. —¿Supongo que no podrías traer a mi madre aquí? ¿Quizás mejorarla?— sugirió Lisa esperanzadamente—. ¿Quizás podrías hacerme inmortal? —Dos opciones, humano. Quedarse o irse. No estoy sintiéndome generosa, ni me inclino a reestructurar la gran balanza. Requiere mucha dedicación. Un deseo es una piedra, y mi concesión es echarla en un lago. Hay ondas. ¿Leeré en tu corazón para encontrar tu verdadera opción? Los mortales como tú piensan que vivir es una guerra: ¿Corazón o mente? Niña tonta, la culpa no es ninguna mente. El deber no es ningún corazón. Oír que tu raza nos exige lo que ya no poseemos. ¿Leeré yo tu deseo? La mano de Lisa voló instintivamente a su pecho como si pudiera escudar su corazón de esa criatura. —No, yo escogeré, si me das apenas unos momentos. —Me canso de esperar. ¿Te gustaría verla?—. El hada desplegó una delgada mano blanca hacia el estanque, que creció vítreo e inmóvil. Dentro del agua, como en un portal plateado, la alcoba de su madre tomó forma. Estaba amaneciendo en el siglo XXI y Catherine estaba despierta, un rosario enredado entre sus manos nudosas. Lisa exclamó cuando la vio, aunque la enfermedad había tomado tanto de su vida que era duro creer que todavía respirara. Ella estaba rezando en voz alta. ¡Estaba viva! Durante las últimas semanas, convencida de que no la vería nunca de nuevo, Lisa la había puesto casi a descansar en su corazón, pero su madre todavía vivía y respiraba y
estaba extrañándola desesperadamente, angustiada y enferma. Lisa agitó su cabeza, amargamente confundida por sus opciones. La visión de su madre era un golpe fatal. Catherine estaba viva en el siglo XXI, y después de todos esos meses, ella debía haber dado a Lisa ciertamente por muerta. Pero Lisa tenía la oportunidad para regresar y sostener su mano, y tranquilizarla porque su única hija estaba bien. Para sostener su mano mientras moría. Confortarla y amarla, e impedir que muriera sola. Las emociones la agobiaron, y oscuramente ella sentía el pánico de Circenn, en alguna parte fuera de la noche, leyendo sus sentimientos. Firmemente, ella se cerró a él. Mirando de nuevo en el estanque, Lisa tuvo una devastadora visión de sí misma con Catherine; debilitada por la vida que se le escapaba, marchita, apenas con un rastro quebradizo de deseo de vivir, mientras que Circenn estaría intacto por el tiempo. Circenn había dado su amor. Catherine había dado su amor. Circenn viviría para siempre. Lisa sabía cómo la muerte de Catherine estaba destruyéndola, rompiendo su corazón. Cuando ella muriera, Circenn sufriría ese mismo dolor. Si ella se quedara, ¿qué tendría? Envejecer mientras Circenn nunca envejeciera, morir mientras un guerrero magnífico estuviera junto a su cama sosteniendo su mano, rompiéndole el corazón. Él, que habría perdido tantos amores en más de quinientos años. ¿No sería más amable irse ahora, que hacerle sufrir su muerte en diez o treinta o cincuenta años? Ella sabía íntimamente el dolor de perder a alguien tan profundamente amado. La cabeza y el fondo de la garganta la quemaban con el esfuerzo de suprimir las lágrimas. Lisa se volvió en un círculo lento y echó una mirada larga al Castillo Brodie, la noche encantada, la belleza de las Highlands escocesas. Te amo con todo mi corazón, Circenn, susurró en la noche. Pero temo que soy una cobarde y tengo poco valor. Los años me
destruirían. —¿Y bien?— exigió la Reina de las Hadas. —Oh— ella abrió la boca para tomar aire, sintiendo el efecto desagradable de sus pensamientos. —Ahora— presionó la Reina. —Yo… oh… c-casa— dijo tan suavemente que el viento lo cogió de sus labios y casi no se oyó. Pero la Reina de las Hadas sí lo hizo. —¿Y qué del laird? ¿No deseas decirle adiós? —Él se ha ido— dijo Lisa, las lágrimas resbalando por sus mejillas—. Está en camino a Bannockburn —¡Bannockburn!—. El hada se tensó, y pareció casi alarmada, aunque era difícil de decir en semejante rostro. Golpeó sus manos, habló en un idioma que Lisa no pudo entender, y de repente la noche se agitó alrededor de ella. El shian resplandeció, la luz brilló dentro de él, y Lisa se encontró ante a una vista que pocos humanos habían vislumbrado, o vivido para contarlo. Hadas por docenas, vertidas desde el shian, estallaron en la noche, montadas en
caballos poderosos. Una tempestad explotó alrededor de ella, arremolinando hojas y ramas, y la misma tierra parecía latir cuando soltó su carga extraña de salvajes cazadores. —A Bannockburn— gritaron. Ella no tuvo ninguna idea de cuánto tiempo duró la furiosa ola de criaturas exóticas que se apresuraron a volar. La tierra tembló, incluso la luna se escondió nerviosamente tras una nube, y hasta los árboles parecieron apartarse del shian. Lisa no podía soportar cerrar los ojos. Por fin la noche quedó de nuevo callada y ella cautamente atisbó el shian. Un hombre estaba de pie allí, alto, poderoso, con pelo oscuro de seda, observándola. —Se olvidaron del tiempo— dijo secamente—. Edward tiene más del triple de tropas que los escoceses, y mi gente tiene interés en esta batalla. Circenn y sus hombres llegarán a tiempo para salvar el día. Mi gente ama observar los triunfos mortales y sus accidentes. —¿Quién eres tú?— jadeó Lisa, orando porque él no se riera. La sensualidad goteaba del hombre, una sensualidad que casi competía con el efecto que Circenn tenía en ella. Si él se riera como la Reina de las Hadas lo había hecho, temió que pudiera perderse en su locura seductora. —Envíala— ordenó la Reina de las Hadas—. Y entonces serás libre de dejar mi lado. —¿Y qué con mi habilidad de cernir el tiempo y tejer mundos?— exigió él. —Aún los retendré. Si no me obedeces, tendré que ordenar otro decreto, Adam. Adam hizo un gesto furioso, y regresó su atención a Lisa. —Parece que tu deseo se ha concedido—. La esquina de su boca se encorvó en una expresión burlona de disgusto—. Y ellos me llaman estúpido. ¿Qué derecho tienes para mirarme con tal desilusión?, pensó ella, turbada. Casi como si a él le importara. Como si él sintiera que ella había tomado una decisión terrible. Entonces las palabras de la Reina de las Hadas la penetraron: —Adam... ¡Pero espera...!— Lisa empezó. Ella nunca consiguió terminar su frase. —¿Eres tú Adam Black?— gritó Lisa, inundada con rabia asesina. Pero era demasiado tarde. Ella estaba… Cayéndose… De nuevo.
Cerca de Ferh Bog, Circenn se dobló encima de su silla de montar y asió su estómago. Profundamente, respiraciones raspantes explotaron en sus pulmones y él miró fijamente la noche con horror creciente. Galan y Duncan dieron tirones a sus caballos para detenerse inmediatamente a su lado.
—¿Qué es? ¿Qué sucede, Circenn? ¡Habla conmigo!— gritó Duncan. Él nunca había visto el rostro de Circenn Brodie tan angustiado. —Ella se ha ido— susurró él—. No puedo sentir a Lisa. —¿Qué significa eso?— preguntó Duncan rápidamente—. ¿Ha vuelto ella de algún modo a su tiempo? La mirada de Circenn era salvaje. —Eso, o que Adam la encontró. —¿Por qué no le diste la botella?— exigió Duncan—. ¡Entonces esto no podría haber pasado! Circenn casi arremetió con su montura contra Duncan. —Estabas en desacuerdo con eso la última vez que hablamos. —Pero eso fue antes de lo de Armand. —¡No tenía tiempo!— rugió Circenn. —Debes regresar. —Ella se ha ido— dijo Circenn a través de los dientes herméticamente apretados—. Si ella ha salido de este siglo, es demasiado tarde para buscarla. Si Adam la encontró, es demasiado tarde para buscarla. ¿No entiendes que de una manera o de otra, ya es demasiado tarde porque ella se ha ido? Él levantó su mano y palmoteó el caballo de Duncan en la anca. —¡Ahora a galope!— ordenó a sus tropas—. Galope y venganza— juró suavemente y sabía que cada inglés que cayera bajo su hacha o su espada llevaría el rostro de Adam.
CAPÍTULO 28 La batalla cerca del arroyo del que tomó nombre Bannock Burn duró sólo dos días, pero fueron dos días gloriosos que resonaron a lo largo del país, de un extremo al otro. Las tropas de Edward Plantagenet se congregaron cerca del curso de agua. Eran bulliciosos, multiplicando cinco a uno las fuerzas escocesas, y arrogantemente seguros de que la victoria estaba a escasas horas de producirse. A pocas millas de Stirling, tenían una ventaja suprema en número, y todavía tenían dos días para derrotar a los salvajes escoceses. Edward se mofó y habló en broma con sus hombres. No tomaría más de dos horas, dijo solazándose. Las tropas contrarias no fueron tan fáciles de vencer, y para gran desmayo de Edward, en el curso de las siguientes dos horas un gran número de ingleses cayeron en las trampas inteligentemente escondidas de Bruce y muchos se clavaron en estacas de hierro alevosamente escondidas en la maleza.
Su confianza mermada por las trampas, se reagruparon después de haber descubierto tardíamente que el frente escocés era casi impenetrable. Para rodearlos y atacar un flanco sería necesario bordear el pantanoso Carse, mientras los arqueros escoceses se asentaban en tierras altas, esperando recibirlos con sus flechas. Edward estaba mortificado por qué bien el Bruce había escogido su sitio de batalla, y qué alocadamente sus tropas habían desestimado las habilidades de los escoceses. El final del primer día vio a los pesados jinetes de Edward vendidos dos veces, y un gran número de ingleses muertos. El campamento de Bruce se retiró a las franjas del bosque del New Park esa noche, exaltado por su éxito rechazando las tropas inglesas. El campamento inglés cometió el segundo error mortal tomando refugio en la tierra pantanosa entre Burn y el Río Forth, un error táctico que cobraría su precio por la mañana. Cuando Sir Alexander Seton, un caballero escocés en el ejército inglés de Edward, desertó la primera noche y previno a todos los que lo escucharon que los escoceses ganarían el día siguiente, y si ellos no lo hacían se arrancaría su propia cabeza de buena gana, las tropas inglesas se encontraron aún más desmoralizadas. El segundo día los ingleses comprendieron el error que habían cometido escogiendo su lugar de campamento. Los escoceses descendieron sobre ellos y entramparon al ejército inglés inmediatamente después de su primera carga, acorralándolos entre Bannock Burn y el Río Forth, en un espacio demasiado estrecho para maniobrar en la formación para otra carga. Los escoceses habían escogido su posición hábilmente, y habían obligado a los ingleses a emprender la batalla de a pie, una táctica para la que no estaban preparados. Los escoceses eran superiores a los ingleses en tierra, acostumbrados a luchar en los cenagales pantanosos y ciénagas, y libres para moverse fácilmente sin el peso de la armadura. Los ingleses empezaron a irrumpir en formaciones desorganizadas, y en ese momento de debilidad, el laird de Brodie llegó con sus Templarios. En la riña galoparon como uno, los caballeros santos camuflados tras sus mantas escocesas, revelando las severas túnicas blancas y las cruces rojo sangre de su Orden. Por el campo de barro y los cuerpos destrozados, la ola de caballeros blancos cortó como una guadaña de muerte. Muchos de los ingleses, agotados por la batalla y descorazonados, simplemente se volvieron y huyeron al vislumbrar las túnicas. Los Templarios eran legendarios por su invencibilidad en la batalla. Ninguno había enfrentado a un guerrero Templario y vivido para contarlo. Los ingleses, lo bastante astutos para notar que montaban en la batalla bajo el estandarte del famoso laird de Brodie, volvieron sus monturas y corrieron lejos de una certera muerte. A lo largo de Bannock Burn, Circenn Brodie era un animal implacable y veloz. Después los hombres dirían de él que había rivalizado con los Berserkers en su rabia mortal, y se compondrían epopeyas en su honor. Fue frío, certero y feroz, concentrado
nada más que en la matanza. Se perdió en una oscuridad tan completa que no se preocupó de matar legiones: simplemente hería, esperando agotarse y ganar la tregua de la inconsciencia, un tipo temporal de muerte. Cuando por fin uno de sus lugartenientes tomó la montura del rey inglés por la brida y sacó a prisa a Edward del campo de batalla en una admisión ruidosa de derrota, un bramido de triunfo hizo eco por los pantanos. Los ingleses huyeron rápidamente al ver el estandarte de Edward dejar el campo, mientras los escoceses rugían su alegría. En medio de la celebración, Circenn sentía sólo un dolor salvaje que terminó demasiado rápidamente. Solamente un día de batalla, y ya no tenía ninguna opción para enfrentar su dolor y su antiguo enemigo. Una guerra de un mes lo habría hecho más feliz. Mientras los hombres celebraban y desfilaban a través del campo para proclamar la derrota inglesa, Circenn Brodie se volvió en su montura y, sin detenerse a comer o descansar, montó de regreso hacia el Castillo Brodie para destruir su Némesis.
Circenn percibió a Adam desde el momento que entró en el Castillo Brodie. Mientras montaba, había concedido la posibilidad de que un desastre natural o un accidente hubieran ocurrido a su amada. Pero la presencia de Adam podía significar sólo una cosa: el hada había encontrado a Lisa y había descubierto que había traído la botella. O lo haces tú, o lo hago yo, había insistido el duende más negro. La sangre rugió en sus oídos y aulló por la venganza. No se satisfaría con nada menos que la muerte del inmortal. Circenn comprendió tardíamente que nunca debía haberla dejado sola, incluso ni por un momento, no importaba cuán segura había pensado que ella estaba en Brodie. Aunque Adam había jurado no regresar nunca allí sin una invitación, al parecer lo tenía sin cuidado romper juramentos como había hecho Circenn. Quizás eran en verdad parecidos, pensó amargamente. Se había reñido a sí mismo una y otra vez en la carrera hacia Brodie. Debía haberse quedado para confortarla, y entonces eso nunca habría pasado. Debía haber deslizado la poción de inmortalidad hacía meses en su vino, y eso nunca habría pasado. Debía haberle explicado que podía hacerla inmortal. Nunca debía haber dejado su lado, incluso por un momento. Luchar ahora en una batalla parecía tan trivial como era en verdad, comparado con la pérdida de su amor. Debía haber enviado a sus Templarios sin él, porque ellos habrían ganado de todos modos. Dejó caer de golpe sus bultos al suelo y se acercó furtivamente al gran hall. Moriría por dentro más tarde, después de que se hubiera asegurado de que el pecador du siriche nunca manipularía de nuevo a otro mortal.
Ahora entendió por qué su visión lo había mostrado enloquecido siglos después, porque una vez que terminara con Adam, su rabia se disiparía y él sería consumido por un pesar sin fin. Se hundiría y abrazaría la locura. Cuando Adam se volvió a saludarlo, Circenn levantó una mano. —Quédate allí. No te muevas. Ni siquiera me hables— rechinó a través de los dientes apretados, y se dirigió a los escalones. Resopló cuando cruzó el corredor. Adam era tan arrogante que no preveía lo que Circenn estaba a punto de hacer. Tirando la puerta de sus cámaras, pateó para abrir el cuarto oculto y rápidamente desenterró la Espada de Luz. Cuando regresó al gran hall, la espada giraba en su puño, y Adam retrocedió. —¿Qué planeas hacer con eso, Circenn Brodie?— preguntó el hada rígidamente. La mirada de Circenn no mostró misericordia. — ¿Recuerdas el juramento que hice hace más de quinientos años? —Por supuesto que lo hago— dijo Adam irritado—. Ahora suelta esa cosa. Circenn continuó como si Adam no hubiera hablado. — Yo dije: ' Protegeré las santas reliquias. Nunca permitiré que sean usadas para beneficio mortal. Nunca los usaré para mi o el beneficio de Escocia'. Pero lo más importante para ti, es que juré que nunca permitiría usar las armas benditas para destruir a un Tuatha de Danaan inmortal—. Él hizo silbar la espada brillando débilmente en un golpe veloz—. Ya no creo en juramentos, Adam. Y tengo los medios para destruirte. Un hombre sin juramentos podría destruir tu raza entera, uno por uno. —¿Y entonces qué ganarías?— replicó Adam—. Te quedarías solo. Además, no sabes encontrar el resto de mi gente. —Los encontraré. Y una vez los haya matado a todos, me clavaré en tu condenada espada. —No funcionará. Un inmortal no puede matarse, ni siquiera con la espada sagrada. —¿Cómo lo sabes? ¿Ha intentado hacerlo alguna vez? —Ella no está muerta— espetó Adam—. Deja de ser tan melodramático. Circenn se quedó muy inmóvil. —No puedo sentirla. Ella está muerta para mí. —Te aseguro que está viva. Te doy mi palabra sobre mí mismo, ya que tú piensas que eso es todo lo que tengo por sagrado. Está segura. Deseó algo en el túmulo, y divirtió lo suficiente a Aoibheal para aparecer y conferirle un don. —¿Dónde está?— exigió él. Ella estaba viva. El alivio se descargó través de su cuerpo tan fuertemente que se estremeció con su intensidad. —¿Y qué deseó? —Deseó ir a casa— dijo Adam, más suavemente—. Pero realmente no quiso decirlo, yo estaba allí. Estuve cautivo al lado de Aoibheal por algún tiempo, ya que ella me quitó mis poderes. —¿Por qué te quitó tus poderes?— Circenn estaba tan aturdido porque Adam hubiera
sido tan severamente castigado, que se distrajo brevemente. Adam parecía desconcertado. — Por interferir contigo. —Ah, hay un poco de justicia en su mundo, después de todo— dijo Circenn secamente—. ¿Así es que Lisa ha vuelto al siglo XXI?—. Él podría soportar setecientos años de soledad para estar de nuevo con ella. —No. —¿Qué quieres decir con "no"? Dijiste que ella deseó regresar. —Lo hizo. O algo así. Ella era muy irresoluta en ese punto. Podía sentir su indecisión. Por lo que yo ni cumplí ni no cumplí. Aoibheal me dio la orden de 'envíala', y yo obedecí la esencia de su orden enviándola a un lugar seguro, fuera del tiempo, hasta que volvieras. Por eso es que no puedes sentirla. Ella no está… realmente en este mundo. —¿Dónde está?— dijo Circenn entre dientes. Adam le lanzó una mirada burlona. —Hice algo mejor que enviarla a su casa. Si yo la hubiera devuelto al futuro, tú te habrías sentado pacientemente sobre tu trasero de guerrero disciplinado y habrías esperado setecientos años para verla de nuevo. Tan pasivo, tan detestable humano. Y entonces yo no habría conseguido lo que quería. —¿Dónde está?— rugió Circenn y giró la espada. Adam sonrió abiertamente.
Lisa dio de puntapiés a la arena con incredulidad. Estaba en una isla tropical. —In-cre-í-ble— murmuró. Pero realmente no lo era, enmendó. Estaba en perfecta consonancia con el estado lamentable de su existencia. En alguna parte, Dios estaba convulsionado de risa, cada vez que ella subía verticalmente alrededor de otra curva ciega a lo largo del curso enloquecido que él había propuesto para su vida. Miró fijamente el océano y respiró profundamente. A pesar de su irritación, adoraba la playa; nunca había conseguido pasar mucho tiempo en ella, y aunque no podía evitarlo, inhaló avariciosamente el aire de sal. Las olas barrieron la arena suavemente. El mar era tan bonito que era difícil de considerar para cualquiera no prolongar su estancia en ese tiempo. El agua era impresionante, de esas exóticas que uno sólo vislumbraba dentro de las páginas de los engañosos folletos de viajes con fotografías retocadas con Photoshop. Seguía en la playa blanca perfecta con pámpanos espumantes. Chispeante espuma blanca, reluciente arena blanca, y una extensión interminable de agua cristalina.
Estrechó sus ojos. Era demasiado perfecto. Algo era raro allí. Incluso el aire se sentía extraño. Olía… olfateó cautamente. Como Circenn. ¿Cómo podría una isla oler como Circenn? Sentía un dolor en lo más profundo al pensar en él. Primero había tenido a su madre, pero no vida. Después había tenido a Circenn, pero ninguna madre. Ahora no tenía a ninguno, y los extrañaba a ambos con todo su corazón. —¿Qué hice para merecer esto?— exigió al cielo sin nubes. —Como si hubiera alguien allí a quien le preocupara— oyó que alguien decía secamente—. ¿Por qué miran siempre hacia arriba cuando usan la retórica? Sería mejor que la criatura nos rogara a nosotros. Ella se volvió en la arena. Dos hombres absolutamente bellos estaban de pie en la playa, vestidos con simples túnicas blancas. Uno era tan moreno como el otro era blanco, y los dos estaban contemplándola con desdén. El Adonis rubio gesticuló a su compañero. —Qué extraño, por un momento casi pensé que me oyó. Ahora parece estar mirándonos. —No es posible. No puede vernos ni oírnos a menos que nosotros lo permitamos. —Odio estallar su burbuja pagada de sí misma, pero los veo y soy mortal. ¿Eres tú uno más de esos perniciosos hadas no-se-qué?— ella preguntó irritada. Al infierno con ellos. No iban a manipularla. ¿Además, cuán peor podría ser su vida? —¿Hadas no-se-qué?— los ojos del rubio se ensancharon—. Nos llamó hadas no-sequé— informó a su compañero—. Nos ve. ¿Piensas que puede ser uno de esos mortales entrometidos que ve ambos mundos y que nuestra Reina y el Rey secuestran al nacer? El hombre moreno arqueó una ceja. —¿Entonces dónde ha estado esta? Porque me parece totalmente crecido. —Yo no soy un 'esta', estoy totalmente crecida, no me secuestraron al nacer y apreciaría que no hablaras de mí como si no existiera. —¿Entonces cómo viniste aquí? —¿Dónde es aquí?— Lisa preguntó rápidamente. Iba a asumir el mando de eventos de momento en ese lugar extraño. —Morar. Es donde los Tuatha de Danaan se retiraron después del Pacto— dijo el Adonis. —Llévame a tu Reina— ordenó Lisa imperiosamente. Ellos intercambiaron miradas, y luego simplemente desaparecieron. Los hombros de Lisa cayeron. Bravo con su conducta imperial. Había pensado que había parecido bastante regia. Apagó un suspiro y empezó a caminar playa abajo, decidida a enfrentar con aplomo el nuevo fenómeno que el destino escogiera sacar de los dientes del océano. Una piraña grande como una ballena en bikini sobre la playa no la habría sorprendido en ese
momento.
—Morar— repitió Circenn, su mandíbula apretándose—. ¿Y por qué la enviaste a la isla de tu gente? —Para dejarla fuera del tiempo un poco, mientras esperaba tu retorno. Comprar tiempo para tomar una decisión. —¿Una decisión sobre qué?— preguntó Circenn fríamente. —Sobre lo que deseas hacer con ella. —No necesito tiempo para decidir eso: quiero casarme con ella, la quiero aquí, y la quiero inmortal. Pero no entiendo tus motivos. Pensé que la querías muerta, Adam. No forzarás otro juramento de mí. —Nunca tomes algo de lo que digo o hago literalmente, Circenn. Nunca se trató de eso. Necesitabas romper algunas de tus reglas ridículas. Yo te puse simplemente en una posición donde te obligarías a cuestionarlas. Si la hubieras matado, me habría sentido inmensamente defraudado. Nunca entendiste lo que yo realmente perseguía. Circenn agitó su cabeza, y murmurando, tranquilizó su respiración. Toda su angustia sobre romper el juramento había sido para nada, porque Adam nunca había deseado que lo cumpliera, para empezar. —Y tampoco lo entiendo ahora, ¿por qué no me lo explicas? Adam lo rodeó, estudiándolo. —¿Por qué no sueltas esa espada?—. Él se estremeció—. Te la dimos para que nosotros no nos tentáramos para luchar entre nuestra propia gente. Confiamos en ti. —Me coaccionaste para ser el guardián, y tú lo sabes bien— dijo él amargamente. Aun así, permitió que la punta bajara hacia el suelo, aunque mantuvo su mano firmemente en la empuñadura. Adam se relajó. —De la manera en que yo lo veo, tienes varias opciones. Puedes ir a unirte a ella donde está. En mi mundo— él agregó limpiamente—. O puedes traerla de regreso aquí. O puedes ir a su futuro y entonces enviarla de regreso. Ella está segura, fuera del tiempo, mientras decides. —¿Por qué te burlas de mí, Adam? Sabes que yo no sé hacer ninguna de esas cosas. ¿Estás ofreciéndote a realizar tal magia por mí? Adam parecía dolido. —No puedo. Aoibheal ha sujetado mis alas, por así decirlo. —¿Entonces exactamente cómo esperas que yo me lance a través del tiempo? Morar no es accesible por medios mortales. Has atrapado a mi mujer en una isla de hadas a la que yo no tengo ningún medio de viajar— dijo él, sintiendo crecer su enfado de nuevo. Adán miró desafiante a Circenn.
—Sí, puedes. Circenn agitó una mano en el aire. —No puedo cernir el tiempo; si pudiera, me habría ofrecido a regresarla cuando descubrí lo que ella había perdido y cuánto le dolía. —Puedes cernir el tiempo. Lo sabes. También sabes que hace muy poco hubo un momento en que habrías dado cualquier cosa por haber aceptado mis lecciones. Te negaste a permitirme enseñarte, pero sabes que tienes el poder que hierve dentro de ti. Ruega ser librado. Aprenderías rápidamente. Me tomaría días solamente enseñarte cómo cernir el tiempo. Podríamos practicar con paseos cortos. Circenn lo consideró y no dijo nada. Un músculo en su mandíbula tiraba bruscamente. —Circenn, he estado diciéndote durante quinientos años que puedo enseñarte cómo moverte a través del tiempo y el espacio. Siempre has sonreído con desprecio y te has alejado. Ahora te lo ofrezco de nuevo: puedo enseñarte cómo cernir el tiempo, tejer mundos, cómo cambiar el futuro de Lisa para que sus padres no mueran. Puedo enseñarte lo bastante para que puedas prevenir el choque de automóvil, quizás incluso prevenir el cáncer, y devolverla a su futuro con su recuerdo de ti intacto. Cuando lo hagas, puedes unirte con ella allí, o traerla de regreso. O compartir sus vidas entre los dos lugares. Puedes hacer todo lo que quieras, Circenn Brodie. Siempre te he dicho eso. —¿Y cuál es el precio de ese conocimiento, Adam? ¿Cuál es el precio para regresar a mi mujer? —Oh, es tan simple— dijo Adam suavemente—. Es todo lo que he querido alguna vez, desde el principio—. Él asintió con la cabeza alentadoramente—. Tú sabes lo que quiero. Te ofrezco un trato. Permíteme enseñarte. Permíteme llevarte a donde perteneces. Permíteme mostrarte mi mundo. No es tan malo. Circenn gruñó y frotó sus ojos. Hacía quinientos años había jurado evitar ese momento a toda costa. A lo largo de los siglos, Adam lo había tentado repetidamente con algo que él pudiera desear, y falló en cada oportunidad. Al parecer, Adam había comprendido que la trampa tendría que ser puesta más hábilmente, y esta vez había tenido un éxito brillante. Lo que Circenn se había negado durante cinco siglos se había hecho inevitable ahora. El hombre del siglo IX dentro de él se encogió de hombros, inclinó la cabeza, y cedió en su derrota. ¿Era malo? ¿Eran Adam y su raza malas? ¿O había perdonado Circenn a Adam por los pecados cometidos hacía tiempo? Sus opciones eran dolorosamente simples: estar con Lisa, o no estar con Lisa. Lo último era inaceptable, y Adam sabía eso. Circenn se sentía manipulado por Adam amargamente, y el enojo lo quemó por dentro. Esa situación había sido diseñada y orquestada por Adam Black desde el principio. Pero entonces pensó en Lisa. Lo que existía entre ellos no tenía nada que ver con Adam. Adam podía haber manipulado los eventos diestramente, pero sólo Circenn se había enamorado de Lisa. Él la habría amado no importaba dónde la hubiera conocido. Su enojo se esfumó.
Si él aceptara lo que Adam estaba ofreciendo, podría cambiar la vida de Lisa: podría deslizarse al futuro y salvar a sus padres: podría devolverle todo lo que ella quería de la vida, y estar de nuevo a su lado. ¿Y no había estado jugando él mismo con esa idea durante algún tiempo? Cuando le había pedido que le dijera todo sobre su vida, cuando había escuchado y había tomado apuntes mentales... sí, incluso entonces, él había estado analizando posibilidades en el fondo de su mente. Su amargura por lo que Adam le había hecho hacía quinientos años al convertirlo en inmortal, lo había hecho rechazar violentamente todo lo que tenía que ver con los Tuatha de Danaan. Pero quizás no sería tan malo después de todo. Él sabía que ella lo amaba. Y si tenía que aceptar las lecciones de Adam, sólo para rescatarla de la isla de las hadas, ¿por qué no recorrer todo el camino? ¿Por qué no perfeccionar su mundo y darle todos los deseos de su corazón? Como un regalo, para ser tan poderoso que pudiera convertir en realidad sus sueños más salvajes. ¿Qué más podría darle a ella? Todo, dijo Adam sin palabras. Circenn miró a Adam. ¿Tendría el valor de ir al tiempo de Lisa? ¿Atreverse a ir y amarla allí? Él la amaría en cualquier parte. ¿Atreverse a darle lo que quería a Adam? Circenn Brodie hizo una respiración profunda y contempló al duende más negro. Vio ante sí el potencial para la corrupción, el poder ilimitado, la libertad espantosa. Quizás vio un poco de sí mismo en esos ojos oscuros. —Es tan fácil— le aseguró Adam—. No te dolerá, una vez que lo hagas por primera vez. Encontrarás que se siente bastante natural después de un tiempo. Circenn asintió con la cabeza. —Entonces enséñame. Enséñame todo lo que sabes… padre.
VOLANDO…
CAPÍTULO 29
—No pienses que esto significa que te perdono por seducir a mi madre— dijo Circenn después. —No te lo he preguntado— dijo Adam reprendiéndolo, con una expresión paternal que hizo a sentir Circenn incómodo—. Ella era irresistible, tú lo sabes. Raramente tiene
alguien de nuestra raza éxito engendrando con un mortal, y especialmente que el niño sobreviva hasta la madurez. Pero tus Brudes tienen tanta fuerza vital que entonces era posible, como había sospechado cuando la seduje. —Destruiste a mi padre. —Sus propios celos lo destruyeron. Yo no levanté una mano contra él. Y ese hombre no tenía nada que ver con un siring como tú. Tú eres mi hijo, y sólo mío. Ninguna semilla suya te hizo. Cuando Morganna murió, me negué a perderte también. —Así que me hiciste inmortal. Te odié por eso. —Lo sé. Los dos hombres permanecieron callados un tiempo. —¿Es verdaderamente posible alterar el futuro de Lisa y devolverla a uno mejor?— preguntó Circenn. —Sí. Iremos a su futuro y lo cambiaremos dos veces. Realmente— enmendó— necesitaremos muchos viajes probablemente a su tiempo para tenerlo claro. Entonces iremos a Morar, y la enviaremos al nuevo futuro. —Pero, ¿no habrá vivido ella dos veces las partes de él? —Ella tendrá el equivalente de cinco años de memoria dual. —¿Dañará su mente? —¿A Lisa? ¿Necesitas preguntar eso? La mujer es casi Brude. Circenn sintió una llamarada de orgullo. —Sí, lo es—. Permaneció callado un momento—. Pero no entiendo cómo hacerlo. —Paciencia. Has hecho un rápido estudio de tu propio futuro, sabes. Te he visto. Sé que usaste demasiada velocidad, conozco tu scry, y sé que has alterado el espacio alrededor de ti sin incluso ser consciente de ello. Procederemos despacio. —Despacio está bien— dijo Circenn—. Mi cabeza está aporreada con demasiados conceptos extraños. —Nos moveremos al paso de un caracol— aseguró Adam—. Hay mucho para aprender sobre nuestra raza, Circenn, pero debes aprenderlo en fases. La locura no es el resultado de la inmortalidad. Es un molesto y temporal efecto residual de nuestra visión del más allá. Vemos cómo todo se interconecta, y si buscas ese conocimiento demasiado rápidamente, puede hacerte perder perspectiva, incluso causar la locura. —¿Algún día podré ver esas cosas también? —Sí. Yo aprendí demasiado rápidamente, arrogantemente seguro de que nada podía dañarme nunca. Cuando la comprensión llegó, me agobió tal como Aoibheal había advertido que lo haría. Pero te llevaré despacio al conocimiento de nuestra raza, lo bastante para que puedas absorberlo mientras vas aprendiéndolo. —Adam... la lanza— Circenn dijo vacilantemente. —¿Qué hay de ella?— contestó Adam, una mueca de diversión curvando sus labios. —La lanza y la espada son las únicas armas que pueden matar inmortales. La lanza fue usada para herir a Cristo. —Estás empezando a ver las conexiones. Sigue mirando.
—Pero eso es lo que... —Encontrarás tu propia manera. Éstas son las cosas que deben venir despacio. No puedes esperar derrocar demasiado rápidamente todo lo que has pensado era verdad. Eres todavía un hombre del siglo IX de muchas maneras. Habrá tiempo suficiente para hablar después de estas cosas. Por ahora, concentrémonos en Lisa, y descubrirás quién y qué eres tú. Esto es todo lo que yo quería desde el principio para ti, Circenn; aceptar que soy tu padre y que estoy deseoso de enseñarte sobre tu herencia. Yo soy el único Tuatha de Danaan que tiene un hijo maduro— agregó con orgullo—. Algunos de ellos están resentidos conmigo por eso. Circenn rodó sus ojos, y Adam, puesto al día adorándose, lo ignoró. —Puedo enseñarte a cernir el tiempo, pero una comprensión más llena de tus habilidades no vendrá sino hasta dentro de muchos años. ¿Estás seguro de que deseas empezar? No quiero más tarde lamentos ni que estés de nuevo enfadado conmigo. Quinientos años de tu mal genio es todo lo que puedo soportar. —Estoy seguro. Enséñame. —Ven— Adam extendió su mano—. Empecemos y recobremos a tu compañera. Dale la bienvenida a mi mundo, hijo.
La instrucción de Circenn a manos de Adam comenzó la siguiente mañana, y el laird de Brodie empezó a entender lentamente lo que siempre había percibido dentro de él, y temía: el potencial para el poder ilimitado. Empezó a ver por qué lo había asustado, a él, un guerrero que no temía a nada. Ese poder era aterrador porque la habilidad de usarlo conllevaba inmensas responsabilidades. Lo que había parecido un inmenso desierto inexplorado una vez, su país, Escocia, se ponía ahora en una perspectiva asombrosa. Había otros mundos, más allá del que ellos habitaban. Comprendió por qué los Tuatha de Danaan parecía aislados de los mortales. El trozo diminuto de tierra llamada Escocia y su guerra diminuta por la independencia era uno de millones en el universo. Durante los siguientes días de aprendizaje sobre sí mismo, empezó a desarrollar (aunque renuente a admitirlo) algún respeto por el hombre que tenía ante sí. Adam era dado a los entretenimientos extraños, pronto a entrometerse y ser demasiado franco. Sin embargo, considerando la magnitud de lo que su duende más negro realmente podría hacer, Circenn comprendió que Adam generalmente ejercía un refrenamiento admirable. También empezó a comprender cómo los mortales, que no tenían tal magia, podían malinterpretar gravemente a aquéllos que lo manejaban. Él miró a su padre, que estaba inclinado sobre un tomo antiguo del que había estado leyendo en alto, instruyendo a Circenn sobre su raza. Era difícil de concebir a ese hombre exótico como su padre, porque Adam llevaba su glamour de costumbre que lo hacía parecer aun más joven que Circenn.
—Adam, ¿qué es esta atadura que tengo con ella? Lo que pasó esa noche cuando ella y yo… —¿Hicieron el amor? Ah, hacerlo, como diría Duncan—. Adam levantó su cabeza del libro—. ¿Qué te dijo Morganna cuando eras un muchacho? —¿Sobre que? Ella me dijo muchas cosas—. Circenn se encogió de hombros. —¿Qué dijo sobre derramar tu semilla en una mujer?— preguntó Adam, intentando no reírse. —Oh, eso. Me dijo que si lo hacía, se me caería— murmuró Circenn oscuramente. Adam echó su cabeza atrás y rió con alegría. —Eso es exactamente algo que Morganna habría dicho. Ella sabía mejor cómo razonar con el muchacho terco que eras. ¿Y te derramaste alguna vez en una mujer? —No. Al principio yo la creí y temí que se caería de verdad. Entonces, cuando ya era lo bastante mayor para comprender que ella había estado bromeando conmigo, no lo hice porque no deseaba esparcir mis bastardos por la tierra. Finalmente, cuando me casé con Naya y estaba listo para tener una familia, descubrí lo que habías hecho. —Te lo dije el mismo día, ¿o no lo hice? Sabía que planeabas tener niños. —¿Me lo dijiste para prevenirme?— dijo Circenn, sobresaltado. —Por supuesto. Yo sabía lo que pasaría si lo hicieras. Te habrías ligado a una mujer que no amabas, y ése es el más puro infierno para nosotros. —¿Derramar mi semilla en una mujer nos une así? —Parece ser un efecto colateral de nuestra inmortalidad. Nuestra fuerza de vida es tan fuerte, tan potente, que cuando encontramos nuestro descargo dentro de una mujer mortal, la unión que se forja nos conecta. Y ese eslabón incluirá a su niño pronto. —Lisa no está embarazada— dijo Circenn rápidamente. Adam le echó una mirada burlona. —Por supuesto que lo está. Tú, medio-hada y medio-mortal, eres mucho más viril de lo que nosotros somos. Podrías ser nuestra esperanza para el futuro. —¿Está llevando Lisa a mi niño?— rugió Circenn. —Sí, desde el momento que derramaste tu semilla, la primera vez que le hiciste el amor. Circenn permaneció silencioso. —Los primeros siete meses son espléndidos. Es asombroso cuando la fuerza del niño empieza a mezclarse con la tuya y la de ella. Sientes que el bebé está despertando, su excitación, y la vida que surge. Te maravillas de lo que has creado, tienes hambre por verlo llegar. Entonces los últimos dos meses son infernales. Tú, Circenn, eras un dolor en el culo. Querías salir, diste de puntapiés y peleaste y pediste, y de repente desarrollé deseos por comidas ridículas que nunca quise antes, y ah, ¡el nacimiento, dulce Dagda! Yo sufrí su labor. Sentía el dolor, y la creación, la maravilla. Como en tu nacimiento, cuando nazca su primer niño, se ligarán tan profundamente con él, que tú y Lisa no podrán imaginarse respirando sin él. Circenn permaneció callado, intimidado por el pensamiento del embarazo de Lisa y
quien habría de llegar. Entonces la enormidad de lo que Adam simplemente había admitido lo golpeó. —¿Tenías tú semejante atadura con mi madre? —Yo no estoy exento de emociones, Circenn— contestó Adam rígidamente—. Me esfuerzo por guardar la calma. —Pero ella murió. —Sí— dijo Adam—. Y yo corrí a los extremos más lejanos de la tierra para intentar no sentir su muerte. Pero no podía escapar de ella. Incluso en Morar, incluso en otros mundos, yo la sentía morir. —¿Por qué lo permitiste? Adam le dirigió una oscura mirada. —A lo mejor ahora que entiendes que lo que yo tenía con Morganna es lo que tú tienes con Lisa, imagines lo que soporté permitiendo que muriera. Quizás puede servir para hacer menos áspero tu juicio sobre mí. —¿Pero por qué lo permitiste?— repitió Circenn. Adam sacudió la cabeza. —Mi vida con Morganna es otra historia y no tenemos tiempo ahora para ella. Circenn estudió al hombre exótico que ya no encontraba su mirada. ¿Permitir que Lisa muriese? Nunca. —Pero, ¿tú podrías haberla hecho inmortal?— presionó, con un sentimiento de desesperación. La mandíbula de Adam estaba rígida. Él disparó a Circenn una mirada furiosa. —Ella no lo hubiera aceptado. Ahora déjalo. Circenn cerró los ojos. ¿Por qué se habría negado su madre a la poción si Adam se la hubiera ofrecido? ¿Se negaría Lisa? Él no se lo permitiría, resolvió. Nunca le permitiría morir. Ya no existían los sentimientos vagos de culpa en sus pensamientos para hacerla inmortal. Después de lo que Adam le había dicho, él sabía que no podría soportar nunca perder la unión que ellos compartían. ¡Un niño! Ella llevaba a su bebé, y la atadura se expandiría para incluir a su hijo o hija. ¿Vivir después de la muerte de Lisa? No. Pero en recompensa por tomar su mortalidad, él le daría el futuro perfecto con su familia. Sería su manera de reparar lo que haría.
Circenn se materializó al alba en el día de la graduación de Lisa. Rápidamente escaló la pared que rodeaba la propiedad de los Stone y pinchó las ruedas de la máquina pequeña para impedir que se moviera. Entonces consideró la máquina más grande, irritado. ¿Cuál es un Mercedes?, se preguntó con un ceño. Moviéndose rápidamente,
pinchó esas ruedas también. ¿Pero qué sucedería si ellos cambiaban las ruedas? ¿Qué, si tuvieran nuevas ruedas en alguna parte en su torreón? Observó el torreón; después miró ceñudo las máquinas por un momento largo, considerándolos personalmente responsables por herir a su mujer. Se esforzó contra un intenso deseo de arrastrarse a la casa y asomarse para ver a la durmiente Lisa de dieciocho años que no había conocido todavía. —Todavía están allí. A veces eres tan denso, Circenn— se mofó la voz sin cuerpo de Adam—. Todavía no entiendes el poder que tienes. ¿Por qué estás intentando dañar las máquinas, cuando puedes hacerlas simplemente desaparecer? Y ya que estamos hablando de ello, ¿por qué apareces fuera de la verja y subes la pared, cuando podrías haber aparecido dentro de las verjas? Circenn frunció el entrecejo. —No estoy acostumbrado a este poder. ¿Y dónde los enviaría? —Envíalos a Morar. Eso podría ser interesante—. Adam se rió. Circenn se encogió de hombros y enfocó sus recientemente descubiertos poderes. Cerró los ojos y visualizó las arenas de sílice de Morar. Con un pequeño y ligero movimiento, las máquinas desaparecieron. Si aterrizaran en la isla de Morar con un woosh suave en la arena de sílice blanca, sólo un mortal podría verlos allí, y realmente no se habría sorprendido por nada en algún tiempo.
—¡Nuestros automóviles han sido robados!— exclamó Catherine. Jack se asomó encima de su periódico. —¿Los has buscado?— preguntó ausente, como si pudieran pasarse por alto un Mercedes y un Jeep. —Por supuesto que lo hice, Jack— dijo Catherine—. ¿Cómo iremos a la graduación de Lisa? ¡No podemos perdernos su gran día!
Circenn bajó la gorra sobre la frente de Adam, caminó atrás y sonrió abiertamente. —Perfecto. —No veo por qué tengo que hacer esto. —No deseo arriesgarme a que me vean, ni me atrevo a confiar en mí mismo al verla. No sé si podría refrenarme, por eso debes hacerlo. —Este uniforme es ridículo—. Adam sacudió la corbata—. Es demasiado pequeño. —Entonces hazlo más grande, O poderoso— dijo Circenn secamente—. Deja de
demorarte y llama a su número. Diles que el taxi está en camino. —Pero ellos no pidieron uno. —Cuento con que quienquiera conteste piense que a alguien más se le habría ocurrido. Adam arqueó una ceja. —Eres bueno en esto. —Llama. Efectivamente, Catherine asumió que Jack había llamado y había pedido un taxi para llegar precisamente a las nueve de la mañana. Cuando apareció, Jack asumió que Catherine lo había llamado. En el alboroto producido por archivar informes de robo de automóviles con la policía y la compañía de seguro, ninguno pensó en preguntar al otro.
—¿Qué es lo siguiente?— preguntó Adam, frotando sus manos. Circenn le disparó una mirada oscura. —Pareces estar disfrutando esto. Adam se encogió de hombros. —Nunca antes manipulé detalles tan finos. Es bastante fascinante. —Cáncer. Ella dijo que su madre estaba muriendo de cáncer— dijo Circenn—. Ni siquiera sabemos de qué tipo. Sospecho que esto no va a ser tan simple como hacer desaparecer dos máquinas. Debemos encontrar una manera de impedirle contraer esta enfermedad, y por lo que he leído, no parece saberse qué la causa. He estado hojeando estos libros toda la noche—. Él gesticuló a los libros médicos esparcidos por su escritorio en el estudio del Castillo Brodie. Adam recogió varios y los examinó. BIBLIOTECA PÚBLICA DE CINCINNATI era el sello que tenían en el lomo. —¿Hurtaste esto de la biblioteca?— dijo Adam con desmayo simulado. —Tuve que hacerlo. Intenté pedirlos prestados, pero quisieron papeles que yo no tenía. Por lo que regresé cuando estaba cerrado, y un guardia de seguridad que protege sus libros casi me atacó antes de que hubiera terminado de encontrar lo que quería—. Él suspiró—. Pero no estoy más cerca de descubrir cómo prevenir la enfermedad. Debo saber qué tipo de cáncer tenía ella. Adam pensó por un momento. —¿Qué me dices de hacer otro raid nocturno? No creo que haya más de media docena de hospitales en su ciudad. —¿Hospitales?— la frente de Circenn se arrugó. —Realmente eres un bruto medieval. Los hospitales son donde ellos tratan a los enfermos. Iremos a su tiempo y robaremos sus archivos. Ven. Cierne el tiempo, y yo seré tu guía fiel.
—Tiene cáncer de útero— dijo Circenn suavemente, mirando por encima de su hombro a Adam, que estaba reclinado en el escritorio de una oficina privada en el Hospital Buen Samaritano—. Escucha esto: el diagnóstico es displasia severa. Con el tiempo avanzó a un cáncer invasivo. Ellos se refieren a algo llamado neoplasia del intraepitelio cervical—. Su lengua se sentía espesa al pronunciar las palabras extrañas, y las dijo muy despacio—. Las notas indican se podría haber diagnosticado a Catherine a tiempo para prevenir el cáncer si se hubiera hecho algo llamado prueba de Pap. Las notas indican que Catherine dijo al doctor que su última prueba de Pap había sido hecha ocho años antes de que le diagnosticaran el cáncer. Parece que el cáncer cervical es causado por un tipo de virus que se trata fácilmente en las fases tempranas. Adam abanicó rápidamente a través del libro de texto que había tirado sobre el escritorio. Localizando una entrada aplicable, él leyó en alto: —'Prueba de PAP: una prueba preventiva del cáncer desarrollada en 1943 por el Dr.
George Papanicolaou. La prueba de PAP examina células de la cerviz, o la boca del útero, localizada en el extremo de la vagina.' —. Adam permaneció callado un largo momento—. Dice que una mujer debe tener una prueba de PAP anualmente. ¿Por qué no lo hizo ella? Circenn se encogió de hombros. —No sé. Pero parece que si nosotros regresamos unos años, deberíamos poder prevenirlo. Adam arqueó una ceja. —¿Cómo podemos arreglar eso? Simplemente, ¿cómo piensas conseguir que una mujer que obviamente odia ir al doctor vaya a ver al doctor? Circenn sonrió abiertamente. —Una pequeña y gentil persuasión.
Catherine hojeó el correo, a la caza de una carta de su amiga Sarah, que estaba pasando el verano en Inglaterra. Echó dos volantes a un lado y resopló sin delicadeza. Recientemente había estado recibiendo una explosión de correo basura que trataba de ginecólogos y cáncer cervical. ¿Te has hecho la prueba de PAP este año?, gritaba un volante. ¡El cáncer cervical es evitable!, exclamaba un volante rosa luminoso. Eran todos de una organización sin fines de lucro de la que nunca había oído hablar. Al parecer algunos donantes no tenían en qué gastar el dinero. Los echó en el canasto y
siguió revisando el correo. Pero algo reverberó en ella, y recuperó el último volante. Debía haber recibido cincuenta de esas cosas durante el último mes, y cada vez que tiraba uno, experimentaba un sentido peculiar de deja vu. También había recibido una llamada de la oficina de un doctor esa semana, ofreciéndole un examen libre. Nunca había oído hablar de algún doctor que ofreciera pruebas de PAP gratis antes. ¿Cuándo fue mi última comprobación?, se preguntó y tocó el volante. Casi en sus dieciséis, Lisa estaba lista para empezar a tener sus comprobaciones anuales. Podría ser un poco difícil persuadir a su hija tener que visitar primero al doctor cuando Catherine no era demasiado fiel sobre hacer y mantener sus propias citas. Consideró el folleto pensativamente. Decía que el cáncer de la cerviz era evitable, que una prueba de PAP rutinaria podía descubrir muchas anormalidades. Y que las mujeres en todos los grupos de edad estaban en riesgo. Decididamente, dobló el folleto y llamó a su ginecólogo para fijar citas para ella y Lisa. A veces ella y Jack tendían a ser irresponsables sobre cosas como las comprobaciones, seguros de vida y el mantenimiento de los automóviles. Ella no visitaba a su ginecólogo porque se sentía absolutamente bien. Pero eso era como decir que el automóvil no necesitaba servicio porque estaba funcionando perfectamente. El mantenimiento era diferente de las reparaciones. La medicina preventiva puede salvar su vida, decía el folleto. La vida era buena, y Catherine no quería perderse un momento del crecimiento de Lisa. Quería ver a sus nietos algún día. Quizás debía hacer que Jack encontrara algún seguro de vida para ellos, mientras estaba en ese tema.
CAPÍTULO 30 —¿Estás seguro de que esto funcionará?— se preocupó Circenn. —Sí. Nos la llevaremos de Morar mientras duerme y la devolveremos a su nuevo futuro. He hecho esto antes; sin embargo, ésta es la única vez que he permitido a una persona retener recuerdos duales. ¿Estás seguro de que deseas que recuerde la otra realidad? ¿Esa donde su padre murió y su madre está enferma? —Sí. Si se lo quitamos, ella no me conocerá. No tendrá ninguna memoria de nuestro tiempo juntos. Sin esos recuerdos ella sería una persona diferente, y yo la amo precisamente de la manera que es. —Entonces hagámoslo— dijo Adam—. Estará al principio muy confundida.
Necesitarás llegar rápidamente a ella, ayudarle a entender. Una vez que haya vuelto, corre a su lado. Ella te necesitará.
Lisa estaba flotando cuando oyó las voces. —Debes hacerlo ahora, Circenn. Circenn, mi amor, ronroneó su mente, soñando. —Estoy llegando, Lisa.
Lisa se despertó de un sueño que parecía narcotizado. Su almohada olía cómica. Ella la olfateó: jazmín y sándalo. El olor trajo lágrimas a sus ojos; le recordó a Circenn, el olor débil que siempre había parecido parte de su piel. Otro olor predominó rápidamente: tocino frito. Mantuvo los ojos cerrados y meditó sobre ese pensamiento. ¿Dónde estaba? ¿Había tropezado en la playa y en su delirio se encontraba en una casa y una cama? Abrió los ojos cautamente. Miró alrededor del cuarto, buscando rastros del siglo XIV, mientras su primer pensamiento decía que había regresado benditamente a Circenn. Pero cuando su mirada se desgajó de nuevo sobre las pálidas paredes azules, su corazón hizo un ruido sordo; reconoció dolorosamente ese cuarto, que había pensado nunca volvería a ver. Se dejó caer incrédulamente, mirando la cama en la que descansaba. Cuatro postes de madera clara con un dosel blanco espumoso, que ella había adorado... su cama en la casa en Indian Hill, hacía toda una vida. Se levantó rápidamente de la cama, temblando violentamente. ¿Había al final, irrevocablemente, perdido el juicio? —¿M-madre?— llamó, sabiendo demasiado bien que nadie iba a contestarle. Y porque nadie le contestaría, ella echó atrás su cabeza, lamentándolo. —¡Mamá! Ella oyó la prisa de pies en los escalones, y contuvo la respiración cuando se abrió la puerta. Parecía moverse poco a poco hacia el centro, en un movimiento lento, como si estuviera mirando una película y la puerta se abriera cuadro por cuadro. Su corazón se presionó dolorosamente cuando Catherine caminó dentro, una espátula en su mano, sus cejas juntas en una expresión de preocupación. —¿Qué es, Lisa? ¿Tenías una pesadilla, cariño? Lisa tragó, incapaz de hablar. Su madre parecía precisamente como habría parecido si nunca hubiera tenido el accidente, nunca hubiera tenido cáncer. Con los ojos abiertos al máximo, Lisa se recreó en la visión imposible.
—Mamá— graznó. Catherine la miraba a la expectativa. —¿Es... um… está p-papá aquí?— preguntó débilmente, esforzándose en comprender esa nueva realidad. —Por supuesto que no, dormilona. Sabes que va a trabajar a las siete. ¿Estás hambrienta? Lisa la miró fijamente. Por supuesto que no, dormilona. Tan normal, tan rutinario, como si Catherine y Lisa nunca hubieran estado separadas. Como si papá siempre hubiera estado vivo y el pasado trágico que había destrozado su familia nunca hubiera pasado. —¿Qué año es?— se las ingenió para decir. Su madre se rió. —¡Lisa!— Extendió una mano y despeinó su pelo—. Debe de haber sido un sueño muy real. Lisa estrechó sus ojos y trató de pensar. En el piso inferior sonó el timbre, y Catherine se volvió hacia el sonido. —¿Quién podría ser tan temprano?—. Echó una mirada a Lisa—. Ven abajo para desayunar, querida. Hice tu desayuno favorito. Huevos escalfados, tocino y tostadas. Lisa miró a su madre salir el cuarto, aturdida. Luchó contra el impulso de brincar de su cama, envolver en sus brazos las rodillas sanas, y proteger su amada vida. Las rodillas de su madre parecían intactas. La alegría la inundó. Ella debía haber muerto, decidió, en esa playa extraña en la tierra más extraña. ¿Era este el cielo? Ella lo tomaría, cualquier cosa que fuera. Fragmentos de conversación flotaron desde el foyer. Ella los ignoró y estudió su cuarto. Había guardado un calendario en su escritorio y ardía de impaciencia por saber "cuándo" estaba ahora, pero antes de que pudiera moverse, su madre la llamó. —Lisa, querida, baja. Tienes un invitado. Dice que es un amigo tuyo de la universidad— la voz de su madre parecía excitada, y oh-tan-aprobadora. ¿Universidad? ¿Estaba ella en la universidad? Oh, ése era cielo. Ahora todo lo que necesitaba era a Circenn para estar completa. Lisa brincó de la cama, se envolvió en su bata favorita cubierta de pelusa blanca (¡asombrada de que estuviera colgando justo en el poste de la cama, donde ella siempre la colgaba!) y se dio prisa en bajar los escalones, preguntándose quién podría estar buscándola. Cuando bajó la escalera caracol, su corazón golpeó duro en su pecho. Circenn Brodie arqueó una ceja y sonrió. Simultáneamente, una ola de amor la inundó, enviada a lo largo de su atadura especial. Lisa casi sollozó, agobiada de placer, escepticismo y confusión. Él llevaba unos pantalones color carbón y una camisa polo de seda negra que ondearon por su pecho musculoso, del que estaba desempolvando unas gotas ligeras de lluvia. Su pelo estaba peinado y tirado hacia atrás, sujeto en una correa de cuero. Las caras botas italianas la hicieron pestañear y agitar su cabeza. Ella nunca lo había visto vistiendo ropas tan
ajustadas y podía imaginar la sensación que debía haber causado paseándose en el siglo XXI. La ropa no hacía a ese hombre, él hacía la ropa y la amoldaba con su cuerpo poderoso; seis pies siete pulgadas de fuerza muscular. Lo imaginó brevemente en un par de pantalones vaqueros gastados y casi se desmayó. —Señora Stone, ¿le importaría terriblemente si yo sacara a su hija para desayunar? Tenemos algunas cosas que poner al día. Catherine miró al hombre magnífico que estaba de pie en la puerta. —No, en absoluto. ¿Por qué no entra y toma un poco de café mientras Lisa se viste?— ella invitó cortésmente. —Ponte pantalones vaqueros, muchacha— dijo Circenn, su mirada intensa—. Y tu 'tú sabes'— agregó en una voz áspera por el deseo. Catherine los contempló, tasando la tierna, apasionada mirada del hombre alto y elegante en la puerta, y aún así la sobresaltó la expresión soñadora en el rostro de Lisa. Se preguntó por qué Lisa había escondido el hecho de que estaba enamorada, y a su propia madre. Ni una vez le había mencionado a un novio, pero Catherine decidió que quizás no había hablado de él porque era el "verdadero". Cuando Catherine había conocido a Jack, no había dicho nada sobre él; había sentido que hablar sobre eso podría rebajar la santidad privada de su unión de algún modo. Lisa todavía no se había movido del pie de las escaleras. No podía respirar; agobiada por él. ¿Cómo había sucedido esto? ¿Cómo estaba hablando con Circenn Brodie en la puerta de su casa de Indian Hill, y con su madre viva y saludable, mientras su padre vivo y saludable estaba en el trabajo cuando ella lo había dejado setecientos años en el pasado? El sueño la inundó de nuevo: Nosotros debemos hacerlo ahora. —¿Qué hiciste?— preguntó ella débilmente. —¿Qué hizo él sobre qué, Lisa?— preguntó Catherine intrigada. —Tenemos mucho que discutir, muchacha— dijo él tiernamente. —¿De dónde es ese acento que detecto?— exclamó Catherine—. Siempre he pensado que Escocia es un país tan romántico. Jack y yo hemos estado discutiendo sobre ir en las vacaciones de verano de este año. Circenn se movió hasta Catherine, levantó su mano a sus labios, y acarició sus nudillos con un beso. —Quizás podrían visitar mi casa cuando vinieran— dijo él—. Me agradaría darle la bienvenida a los padres de Lisa en mi torreón. Lisa nunca había visto a Catherine tan agitada. —¿Torreón?— exclamó ella—. No me diga que tiene un castillo. ¡Oh! Traeré enseguida ese café— dijo con una risa jadeante. Cuando se volvió hacia la cocina, echó una mirada a su hija que estaba aún helada al pie de los escalones. —Lisa, ¿lo has oído? Él quiere llevarte a desayunar, aunque por la manera que está vestido, no creo que unos pantalones vaqueros sean apropiados, querida. Quizás el vestido crema con esas sandalias que me gusta tanto...
Lisa asintió con la cabeza estúpidamente, sólo para sacar a su madre del cuarto. Entonces comprendió que estaba animando a su madre saludable a que dejara el cuarto. Echó una mirada sobresaltada a Circenn y habló con voz hueca: —Sólo un minuto, no te muevas. Entonces voló por el foyer y alcanzó a su madre cuando entraba al vestíbulo. —¡Espera!— gritó. Catherine se dio la vuelta y la miró extrañada. —Estás actuando muy raro hoy, Lisa—. Ella sonrió, se apoyó cerca de la oreja de Lisa, y susurró—. Me gusta él. ¡Oh, Dios mío...! ¿Por qué no me hablaste de él? Lisa estiró sus brazos alrededor de Catherine. —Te amo, mamá— dijo ella furiosamente. Catherine soltó una pequeña risa sobresaltada y le agradó simplemente el sonido medio jadeante de alegría que Lisa recordaba de antes de que Jack muriera, en la otra realidad. —No sé de qué se trata todo esto, Lisa, pero yo te amo también, querida. Sólo dime que tus siguientes palabras no van a ser 'y lo siento pero estoy embarazada y corriendo para casarme' — bromeó—. No estoy preparada para ver el nido vacío. La mano de Lisa voló a su abdomen y los ojos se ensancharon. —¡Uh… Oh! Yo... debo vestirme. Dejando a su madre con las cejas levantadas y la misma expresión intrigada en su cara, Lisa huyó del vestíbulo antes de que pudiera pensar muy más detenidamente sobre la posibilidad que su madre había despertado.
CAPÍTULO 31 Lisa observó la suite, asombrada. Después de que se hubiera puesto un tú-sabes de encaje, pantalón vaquero y una blusa, Circenn había conducido a través del tráfico eficazmente y habían ido al centro de la ciudad de Cincinnati, donde había reservado una suite. Estaba aturdida por lo capaz que era él, cuán rápidamente se había adaptado y había tomado el control de su mundo moderno. Pero entonces ella recordó que el hombre era un conquistador y un guerrero, y el siglo XXI, aunque agobiante, era un desafío más para él, y lo dominaría con el mismo aplomo con que había dominado su propio siglo. Él había explicado un poco durante el viaje, y gravemente le informó que la había perdonado por dejarlo, aunque su labio inferior había estado fijo en tal ángulo que ella había sabido que sus sentimientos habían sido heridos. También le había explicado que la habían mantenido en la isla de Morar mientras él
y Adam habían cambiado su futuro, y le relató cómo ellos habían prevenido el choque y el cáncer. —Pero yo pensé que odiabas a Adam. Circenn suspiró cuando hizo estallar una botella de champán y lo sirvió en dos copas. Dejándose caer en la cama, él le dirigió una mirada culpable y dio golpecitos en la cama junto a él. Él abrió sus brazos. —Ven. Te necesito, muchacha— susurró antes de cerrar su boca encima de la suya. Entonces procedió a demostrarle lo muchísimo que la necesitaba. Las ropas fueron rápidamente descartadas cuando se desnudaron uno al otro urgentemente. Cuando ella estaba vestida con nada más que un sostén rosa pálido de encaje y las bragas, él la alzó alto en sus brazos y se retiró hacia la cama. Lisa se sentó a horcajadas sobre él y paseó sus manos encima de su pecho musculoso y siguió el sendero de pelo oscuro de seda con un dedo ligero como una pluma. Resbalando la correa de su sostén, él gimió suavemente. —Amo estas cosas de encaje. Lisa se rió y dejó caer su cabeza hacia adelante para que su pelo encortinara su cara. —Te amo. —Lo sé— le dijo suavemente. Y en unos momentos ella estuvo perdida en una ola de pasión, ternura y amor que surgieron silenciosamente a lo largo de su singular lazo.
Nunca me dejes, muchacha, eres la única, para siempre. —¿Qué?— exclamó ella. —¿Me has oído?— Con sensualidad perezosa, él arrastró su lengua sobre la cima de su pezón a través de la seda delgada de su sostén. Se endureció ansiosamente. —¡Palabras! ¡Yo te oí en palabras! —Mmm— él murmuró y pellizcó suavemente los brotes que había provocado bajo la seda. Con un chasquido rápido su sostén estaba abierto, y él rodeó sus pechos en sus manos, acariciando con las yemas de sus pulgares sus pezones. ¿Me amarás para siempre? Él cogió un pezón entre su dedo pulgar y el dedo índice, halándolo suavemente. Lisa sacudió la cabeza, intentando aclararla. Aun después de todas las veces que había hecho el amor con él, aún no podía pensar claramente cuando él estaba tocándola. —¿Qué dices?
Que te necesito, Lisa Brodie, para siempre. Casémonos, ten bebés conmigo y tómame para siempre. —¿Lisa Brodie?— ella susurró.
¿No creerás que te dejaría en vergüenza, verdad? Sé mi esposa. Prometo que no desearás nada más. Él resbaló sus manos dentro de sus bragas y rodeó sus nalgas. Su mirada estaba fija en su abdomen, como si estuviera intentando ver dentro de ella. La mano de Lisa voló a su estómago. —¿Sabes algo que yo no sé?— preguntó ella sospechosamente.
Simplemente que ya has hecho una de las tres cosas que estoy pidiéndote que hagas. —¿Estoy embarazada? ¿Voy a tener tu bebé?— exclamó, un escalofrío de deleite recorriendo su columna vertebral.
Nuestro bebé. Sí, muchacha, él ya crece dentro de ti y será muy… especial. Cásate conmigo, amor. —Sí— ella dijo—. ¡Oh sí, sí, sí, Circenn! Soy el hombre más afortunado del mundo. —Sí— estuvo de acuerdo Lisa, pero no pensó en nada más durante mucho tiempo.
Después se ducharon juntos, rodando y resbalando en la gran ducha de mármol que tenía seis expendedores, tres en cada pared. Circenn disfrutó con el placer desherrado de un bárbaro del siglo XIV que nunca antes había visto una ducha, permaneciendo de pie en los arroyos de agua, agitando su cabeza y rociándola por todas partes. Hicieron el amor en el suelo jaspeado, en la esquina contra la pared, y en el jacuzzi. Lisa, envuelta en una esponjosa bata blanca, desenredaba su pelo ya seco cuando oyó a Circenn que gritaba en la alcoba. Sobresaltada, ella sólo salió del baño para descubrir a Circenn desnudo delante de la televisión, rugiendo. —¡William Wallace no se parecía a ese!—. Gesticuló irritado a la televisión. Lisa se rió cuando comprendió que él estaba apuntando a un Mel Gibson pintado de azul, atacando en la batalla en "Braveheart". —¡Y Robert no parece a ese tampoco!— se quejó. —Quizás deberías probar escribiendo un sript tú mismo— lo provocó ella. —Nunca lo creerían. Es obvio que tu tiempo no tiene ninguna idea de lo que mi tiempo era realmente. —Hablando de tu tiempo y mi tiempo, ¿dónde... o debo decir cuándo viviremos nosotros, Circenn? Circenn presionó el botón de apagado del control remoto como un profesional, y se volvió hacia ella. —Cualquier lugar que tú desees, Lisa. Podemos pasarnos seis meses en mi tiempo y seis meses aquí, o ir semana a semana. Sé que deseas estar cerca de tu familia. Nosotros podríamos llevarlos también. Los ojos de Lisa se agrandaron. —¿Podemos... nosotros? ¿Podríamos llevar a mi mamá y mi papá a tu tiempo? —¿Cómo si no podrías casarte en una ceremonia del siglo XIV con la asistencia de tu madre y tu padre? Tu padre debe entregarte, y yo le concederé a su vez un hermoso feudo, si tus padres escogen retirarse allí. Por supuesto Robert, Duncan y Galan insisten también en estar presentes, por lo que temo puede convertirse en un espectáculo real.
Lisa no podía dejar de sonreír. —¡Me encantaría eso! Una boda de cuento de hadas. —Con tal de que nosotros seamos cautos para no cambiar demasiadas cosas, no veo ningún problema. Estoy empezando a entender lo que Adam quiso decir cuando dijo que si uno mira hacia abajo la línea del tiempo, puede discernir qué cosas son irrevocables y no deben manipularse, y qué cosas representarán una pequeña diferencia. —Adam— dijo Lisa vacilante. No había olvidado por un momento que Circenn no le había contestado la pregunta más temprano. —Sí— dijo una voz detrás de ella, cuando Adam se materializó en la suite. Él sonrió abiertamente a Circenn. —Así que conseguiste finalmente pedirle que se casara contigo. Estaba empezando a desesperar. Cada vez que yo intentaba hablar contigo, ustedes estaban… Ella giró sobre sí misma. —¡Tú! Adam sonrió abierta, pícaramente, se convirtió en Eirren, y entonces volvió a ser Adam. Lisa se quedó muda. Pero sólo por un momento. Ella se adelantó hacia él. —¡Tú me viste en mi baño! —¿Qué?— tronó Circenn. —Él me visitó todo el tiempo que estuve en tu siglo— aclaró ella. Circenn miró a su padre. —¿Lo has hecho? Adam se encogió de hombros, el camafeo de la inocencia. —Me preocupaba que no pudieras tratarla lo bastante bien y de vez en cuando iba a comprobarlo. Debes agradecer que eligiera hacer la gran revelación, puesto que había considerado decirle simplemente que Eirren había escapado, si ella preguntaba por él. Pero he decidido intentar ser de aquí en adelante una nueva persona, por lo menos cerca de ti y de Lisa. —¿Por qué lo aguantas?— dijo Lisa, agitando la cabeza. —Lisa, está bien— dijo Circenn yendo rápidamente a su lado—. Él no es lo que piensas—. Frunció el ceño a Adam—. No pienses que he olvidado que la viste mientras se bañaba. Hablaremos después de eso, los tres, y discutiremos la historia entera. ¿Pero cómo viniste aquí por ti mismo? ¿Te ha perdonado Aoibheal? Adam se acicaló, lanzando su sedoso pelo oscuro encima de su hombro. —Por supuesto. Soy una vez más todopoderoso. —¿Por qué estás siendo tan bueno con él?— espetó Lisa. —Muchacha, él me ayudó a hacer todo lo que he hecho. —¡Él te hizo inmortal! —Y sin él, yo nunca te habría encontrado, porque habría muerto más de mil años antes de que tú nacieras. Él ayudó a salvar a tus padres. Y… Adam es… mi padre. —¡Tu padre!—. Ella se quedó boquiabierta por un momento, mientras la información
era asimilada. Cielos, pero había mucho que todavía no sabía de Circenn Brodie, obviamente. Pero iba a aprender. Circenn la guió a una silla y la sentó, entonces los dos hombres alternativamente rellenaron sus huecos de conocimiento con respecto al hombre que sería su marido. Y una vez que supo todo, tuvo un sentido perfecto, y a la vez lo explicó todo: sus poderes raros, su resentimiento hacia Adam, la renuencia de Adam para permitir que su hijo muriese. Unos momentos de silencio pasaron mientras ponderó todo lo que le habían dicho, entonces comprendió que la estaban mirando intensamente, y parecía que estaban esperando algo. Adam se movió a su lado y buscó en su bolsillo, y Lisa lo miró curiosamente, preguntándose qué nueva cosa iban a ver. —Sabes ahora que soy medio-hada, Lisa— dijo Circenn suavemente—. ¿Puedes aceptarlo? Lisa se levantó en las puntas de los pies y lo besó de lleno en los labios. Sí, aseguró.
¿Ningún pesar? Ningún pesar. Cuando Adam retiró un botella brillando débilmente y un par de copas, y dejó caer tres gotas del líquido resplandeciente en uno de los vasos, Lisa respiró apenas. Ella miró en silencio cómo Adam le pasó las copas de champán a Circenn, que con gran deliberación, ofreció a Lisa la copa que contenía la poción. Él la contempló gravemente, y después le dedicó una sonrisa tierna.
Ámame, muchacha, para siempre. Lisa miró profundamente en sus ojos.
Vive para siempre conmigo. Cesa mi soledad interminable. Te amaré. Te mostraré mundos con los que tú sólo has soñado. Caminaré a tu lado, de la mano, hasta el fin de los días. Lisa alcanzó la copa. El champán nunca había sabido tan dulce.
FIN
Nota de la traductora: ¡Quiero la historia de Duncan! ¡Quiero la historia de Galan! (y podrían presentarle a Ruby…) Ahhh, y quiero un relato de Circenn Brodie durante el parto ☺
No dejes de leer el siguiente libro: “Kiss of the Highlander”. Espero que hayas disfrutado de la lectura.