LAS COLINAS HUECAS Trilogía de Merlín/2
Mary Stewart
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Título original: The Hollow Hills Traducción: María Antonia O...
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LAS COLINAS HUECAS Trilogía de Merlín/2
Mary Stewart
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Título original: The Hollow Hills Traducción: María Antonia Oliver © 1973 by Mary Stewart © 1994 Ediciones B. S.A. Rocafort 104 - Barcelona ISBN: 84-406-4659-3 Edición digital: Elfowar Revisión: Melusina R6 06/03
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A la memoria de mi padre Una vez nació un niño, un rey, en invierno. Antes del mes negro nació y huyó en el mes oscuro para hallar refugio entre los pobres. Vendrá de nuevo con la primavera en el mes verde, y el mes dorado y luminoso verá el incendio de su estrella. Mary Stewart.
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LIBRO PRIMERO - LA ESPERA Capítulo I En las alturas se oía el canto de una alondra. La luz se posó, deslumbrante, sobre mis párpados cerrados, y con ella la melodía, que parecía una distante danza de agua. Abrí los ojos. Sobre mí el cielo se arqueaba y su invisible cantor se perdía en el luminoso y flotante azul de un día de primavera. Por todas partes se esparcía un dulce olor a nueces que me hizo pensar en el oro, en las llamas de las velas, en jóvenes amantes. Algo que no olía tan bien se movía a mi lado. Una ruda voz joven dijo: —¿Señor? Volví la cabeza. Estaba tendido en el césped, en una hondonada, rodeado de tojos llenos de flores doradas, de olor dulzón que, como llamas, brillaban a la luz del sol primaveral. Junto a mí había un muchacho arrodillado. Tenía unos doce años, iba sucio, con el pelo enmarañado, vestido con telas bastas, de un indefinido color marrón; su capa, hecha de harapos que apenas se mantenían juntos, mostraba innumerables rotos. Llevaba un cayado en la mano. Incluso sin haber notado su olor podría haber adivinado su oficio pues, a nuestro alrededor, su rebaño de cabras pacía entre los arbustos, comiendo las espinas tiernas. Al moverme yo, el muchacho se puso rápidamente en pie y se echó hacia atrás. Me observaba, entre atemorizado y esperanzado, a través de su maraña de pelo. Todavía no me había robado. Miré el pesado bastón que tenía en la mano y, vagamente, a través de la bruma del dolor, me pregunté si podría defenderme contra aquel jovenzuelo. Pero al parecer, su esperanza se centraba únicamente en una recompensa. Señalaba hacia algo fuera del alcance de mi vista, al otro lado de los arbustos. —He atrapado vuestro caballo. Lo tengo atado allí. Creía que habíais muerto. Me incorporé y me apoyé sobre un codo. A mi alrededor, el día parecía oscilar y reverberar. Las flores de los arbustos, a contraluz, humeaban como incienso. El dolor se iba adormeciendo lentamente y la memoria, en cambio, volvía a fluir. —¿Estáis herido? —No tiene importancia... Es sólo la mano. Dentro de poco estaré perfectamente bien. ¿Has dicho que atrapaste mi caballo? ¿Me has visto caer? —Sí. Estaba por allí.— De nuevo señaló hacia los arbustos; más allá de las flores amarillas, la tierra se elevaba suave y desnuda hasta un altozano de superficie redondeada, rota por una roca gris, llena de grietas y espinos; detrás de la colina, el cielo parecía ilimitado y mostraba una distancia vacía que hablaba del mar. Os he visto venir por el valle desde la costa, cabalgando despacio. Pensé que estabais enfermo, o que quizá dormíais sobre el caballo. Entonces el animal ha dado un paso en falso, por un agujero seguramente, y os habéis caído. Ha sido ahora mismo; acabo de llegar a vuestro lado. Calló, pero mantuvo la boca abierta. Noté el asombro en su rostro. Mientras hablaba, yo me había ido incorporando hasta quedarme sentado. Me apoyé en el brazo izquierdo y con todo cuidado deposité la mano derecha herida en mi regazo. Estaba tumefacta, llena de sangre coagulada a través de cuya masa corría, roja, más sangre fresca. Supuse que había caído sobre ella al tropezar el caballo. El desmayo había sido como un bálsamo piadoso. Ahora el dolor crecía de nuevo, en oleadas palpitantes, con los impulsos de una marea; sin embargo, el desfallecimiento había desaparecido, y aunque todavía dolorida por el golpe, tenía la cabeza serena. —¡Madre de Dios! —El muchacho parecía enfermo de la impresión—. ¿Os lo hicisteis al caer del caballo? —No, ha sido en una pelea.
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—Pero no tenéis espada. —La he perdido. No tiene importancia; me queda mi daga y una mano para usarla. No, no te asustes, ya ha terminado todo. Nadie te hará nada. Ahora, si me ayudas montar, seguiré mi camino. Me ofreció el brazo y me puse en pie. Estábamos al borde de una verdeante colina llena de tojos, con árboles solitarios que se elevaban aquí y allí y adoptaban extrañas formas a causa del fuerte y salado viento. Al otro lado de la espesura donde había caído, el suelo descendía en una abrupta pendiente mancillada por las huellas de ovejas y cabras. La pendiente terminaba en un valle estrecho y ventoso, a cuyo fondo corría un sonoro riachuelo sobre un lecho rocoso. No podía ver qué había al fondo del valle, pero a una milla de distancia, más allá del herbaje todavía invernal, se extendía el mar. Desde la altura en que me hallaba se podían adivinar los enormes acantilados a lo largo de la costa, y al final del más lejano borde de tierra, empequeñecidas por la distancia, pude ver las torres. El castillo de Tintagel, fortaleza de los duques de Cornualles. La inexpugnable fortaleza de roca que sólo podía ser tomada con engaño o por la traición de alguien del interior. La noche anterior yo había utilizado ambas estratagemas. Un estremecimiento me recorrió el cuerpo. La noche pasada, en la salvaje oscuridad de la tormenta, el castillo había sido un lugar de dioses y de destino, de un poder dirigido hacia un lejano fin, de un poder del cual yo, de vez en cuando, poseía destellos. Y yo, Merlín, hijo de Ambrosio, a quien los hombres temían como profeta y visionario, había sido aquella noche tan sólo un instrumento del dios. Por eso me había dado el don de la Visión, el poder que los hombres consideraban mágico. Desde esta remota y marina fortaleza vendría el único rey que podría limpiar de enemigos la Gran Bretaña y le daría tiempo para encontrarse a sí misma; el único que, siguiendo los pasos de Ambrosio, el último de los romanos, haría retroceder las frescas oleadas del Terror Sajón y, por último, mantendría íntegra la Gran Bretaña por largo tiempo. Eso era lo que yo había visto en las estrellas y oído en el viento: era yo, mis dioses me lo habían dicho, quien conseguiría que todo eso se produjera. Había nacido para ello. En aquel momento si todavía podía confiar en mis dioses, el niño prometido había sido concebido. Pero por su causa —por mi causa— habían muerto cuatro hombres. En aquella noche flagelada por la tormenta y cobijada por la estrella del dragón, la muerte había sido cosa corriente; y los dioses esperaban, visibles, en cada esquina. Pero ahora, al amanecer, tras la tormenta, ¿qué quedaba de todo aquello? Un joven con una mano herida, un rey con su lujuria satisfecha y una mujer para la cual empezaba la penitencia. Y para todos nosotros, tiempo para recordar la muerte. El muchacho me trajo el caballo. Me miraba con curiosidad, y la cautela se leía de nuevo en su rostro. —¿Cuánto tiempo hace que estás aquí con tus cabras? —le pregunté. —Un amanecer, y luego otro amanecer. —¿Has visto u oído algo esta noche? De súbito, la cautela se volvió temor. Bajó los párpados y permaneció con la vista fija en el suelo. Mostraba una cara ilegible, sin expresión, estúpida. —Lo he olvidado, señor. Me apoyé en el caballo y lo observé. En innumerables ocasiones me había encontrado con aquella clase de estupidez, con aquella tartamudez sin expresión: es la única armadura útil contra el miedo. Entonces dije amablemente: —Sea lo que fuere que haya ocurrido esta noche, es algo que quiero que recuerdes, no que olvides. Nadie te hará daño. Dime lo que has visto. Me miró en silencio, quizá durante más de diez segundos. No pude adivinar lo que estaría pensando. Lo que él veía no era muy estimulante: un hombre joven, alto, con una
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mano aplastada y ensangrentada, un hombre que iba sin capa, con la ropa manchada y desgarrada, con el rostro (no tenía la menor duda) agrisado por el cansancio, el dolor y la amargura de las heces de una noche de triunfo. En aquel momento, el muchacho asintió súbitamente y empezó a hablar. —Esta noche, en la oscuridad he oído caballos cerca mí. Cuatro, creo. Pero no he visto ninguno. Luego, a las primeras luces del alba, ha habido dos más que los seguían. Iban muy rápidos. He pensado que se dirigían al castillo, pero desde donde estaba, allí en aquellas rocas, no he visto antorchas en la atalaya del acantilado ni en el puente que lleva a la puerta principal. Deben de haberse encaminado al valle de abajo. Después del amanecer he visto a dos jinetes que volvían; venían de la costa que queda bajo la roca del castillo. —Vaciló un momento—. Y luego, vos. Lentamente, manteniendo mi mirada fija en la suya, dije: —Escucha con atención y te diré quiénes eran los dos jinetes. Esta noche, en la oscuridad, el rey Úter Pendragón hizo esta ruta conmigo y dos más. Ha ido a Tintagel, pero no ha entrado por la puerta principal ni por el puente. Ha cabalgado valle abajo hasta la orilla y luego ha escalado el sendero secreto que hay en la roca. Ha entrado en el castillo por el postigo. ¿Por qué sacudes la cabeza? ¿No me crees? —Señor, todo el mundo sabe que el rey se peleó con el duque. Nadie puede entrar en el castillo, mucho menos el rey. Aun si hubiera encontrado la puerta oculta, nadie se hubiera atrevido a abrirle. —Esta noche pasada han abierto. La duquesa Ygerne en persona ha recibido al rey en Tintagel. —Pero... —Espera —dije—. Te contaré cómo ha sucedido. Por arte de magia, el rey había cambiado su apariencia por la del duque, y sus acompañantes por la de los amigos del duque. La gente que les ha dejado entrar en el castillo creía que habían dado entrada al propio duque Gorlois, con Bretel y Jordán. Bajo la suciedad, el rostro del muchacho palidecía. Comprendí que para él, como para la mayoría de la gente de esta tierra salvaje e ignorante, mis palabras de magia y encantamientos se entenderían tan fácilmente como las historias de amores y violencia entre reyes en otros lugares más elevados. El muchacho balbució: —El rey..., ¿el rey ha estado en el castillo con la duquesa? —Sí. Y el niño que nacerá será el hijo del rey. Una larga pausa. El muchacho se humedeció los labios. —Pe-pero... cuando el duque se entere... —No lo sabrá nunca —le aseguré—. Ha muerto. Se cubrió la boca con una mano temblorosa. Se apretó el puño contra los dientes. Sus desorbitados ojos iban de mi mano herida a las manchas de sangre de mis ropas y luego a la vaina vacía. Parecía con ganas de echar a correr, pero ni siquiera a eso se atrevía. Sin aliento, preguntó: —¿Lo habéis matado vos? ¿Habéis matado vos al duque? —Por supuesto que no. Ni yo ni el rey lo queríamos muerto. Murió en la batalla. Esta misma noche, sin tener noticias de que el rey había cabalgado en secreto hasta Tintagel, tu duque acometió al ejército del rey desde su fortaleza de Dimilioc y murió en el transcurso de la lucha. El muchacho apenas parecía escuchar. Musitaba entre dientes: —Pero... Los dos jinetes que he visto esta mañana... Era el duque en persona que venía de Tintagel. Lo he visto. ¿Creéis que no lo conozco? Era el duque con Jordán, su lugarteniente. —No. Era el rey con su sirviente Ulfino. Ya te he dicho que el rey tomó la apariencia del duque. La magia también te ha engañado a ti. Empezó a alejarse de mí.
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—¿Cómo sabéis esas cosas? Vos..., vos habéis dicho que ibais con ellos. Esta magia... ¿Quién sois? —Soy Merlín, el sobrino del rey. Me llaman Merlín el encantador. Siguió retrocediendo hasta que chocó con un tojo. Mientras miraba a su alrededor para elegir mejor su escapatoria, levanté una mano. —No tengas miedo, no te haré ningún daño. Anda, coge esto. Ven, cógelo. Ningún hombre de verdad teme al oro. Tómalo corno recompensa por haber recuperado mi caballo. Y ahora, si quieres ayudarme a montarlo, seguiré mi camino. Inició un movimiento hacia mí dispuesto a coger la moneda y huir, pero se detuvo y volvió rápidamente la cabeza. Vi que las cabras también habían cesado de comer hierba y miraban hacia el este con las orejas tiesas. Entonces oí ruido de caballos. Cogí las riendas del caballo con la mano sana y busqué la ayuda del muchacho. Pero ya corría y azuzaba a las cabras ante sí. Lo llamé y cuando se volvió para mirarme le lancé la moneda. La atrapó al vuelo y se alejó corriendo declive arriba, con las cabras saltando a su alrededor. El dolor me asaltó de nuevo, sacudió todos los huesos de mi mano herida. Las costillas magulladas crujían y me ardían en los costados. Noté que empezaba a sudar y, a mi alrededor, el día primaveral oscilaba y se cubría de nuevo de bruma. El ruido de los caballos que se acercaban parecían dolorosos martillazos que se ensañaban con mis huesos. Me apoyé en la silla del caballo y esperé. Era el rey que cabalgaba de nuevo hacia Tintagel, esta vez por el camino principal, a pleno día y en compañía de sus hombres. Venían a medio galope por el camino de Dimilioc, los cuatro de frente. Encima de la cabeza de Úter, el estandarte del Dragón mostraba su rojo sobre oro a la luz del sol. El rey volvía a ser él mismo; el gris de su disfraz había desaparecido de su cabello y barba; la corona real relampagueaba en el escudo. La capa, de escarlata real, se extendía a su espalda sobre los flancos de su brillante montura. Su rostro se veía sereno, calmado y dispuesto; la mirada era fría, cansada, pero por encima de todo brillaba una especie de satisfacción. Cabalgaba hacia Tintagel. Tintagel era finalmente suyo con todo lo que encerraba dentro de sus muros. Para él, aquello era una meta conseguida. Era imposible que Úter no me viera, pero ni siquiera me miró. En los ojos de la tropa que le seguía descubrí curiosas miradas de reconocimiento. Ninguno de aquellos hombres había estado antes allí, pero ya debía de haber corrido el rumor de lo que había sucedido aquella noche en Tintagel y del papel que yo había representado para realizar el deseo del rey. Quizá las almas más sencillas de los seguidores del rey esperaran que éste fuera agradecido; que me recompensara; por lo menos que me reconociera. Pero yo, que había pasado toda mi vida entre reyes, sabía que donde había a la vez reproche y gratitud, el reproche debía demostrarse antes que la gratitud o, de lo contrario, quedaría en entredicho el honor del rey. Úter sólo veía que, debido a lo que él consideraba un fallo de mi pronóstico, el duque de Cornualles había muerto mientras él estaba con la duquesa. No había podido presenciar la muerte del duque porque los dioses, bajo la irónica máscara de su sonrisa, habían demostrado que querían que los hombres hicieran su voluntad. Pero Úter, que tenía poca confianza en los dioses, pensaba que, de haber esperado un día, habría podido hacer el camino de la noche pasada con todos los honores y a la vista de los hombres. Su furor contra mí era auténtico, pero aunque no hubiera tenido razón de ser, comprendí que habría encontrado algo que reprocharme: sintiera lo que sintiese por la muerte del duque —y no podía menos que pensar que era una puerta milagrosamente abierta para su matrimonio con Ygerne— tenía que demostrar compunción en público. Y yo era la víctima propiciatoria. Uno de los oficiales —se trataba de Cayo Valerio, que cabalgaba al lado del rey— se inclinó hacia él y le dijo algo, pero Úter pareció no haber oído nada. Vi que Valerio se volvía, vacilante, para mirarme. Luego, con un gruñido que era una especie de saludo,
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continuó cabalgando. Sin sorprenderme, los vi alejarse. El sonido de los cascos disminuyó pronto. Encima de mi cabeza, entre batir de alas, el canto de la alondra dejó de oírse, y el silencio descendió sobre la pradera. No muy lejos de mí, una roca sobresalía entre las hierbas. Llevé el caballo hacia allí y, como pude, encaramándome sobre la roca, monté en la silla. Dirigí el animal hacia el norte, hacia el norte, hacia Dimilioc, donde estaba el ejército del rey. Capítulo II Las lagunas en la memoria pueden ser beneficiosas. No recuerdo haber llegado al campamento, pero cuando horas más tarde salí de las brumas de fatiga y dolor, estaba puertas adentro y en la cama. Me desperté en la oscuridad; sólo vislumbraba una débil y vacilante luz que sería de una antorcha o una vela; era una luz nebulosa, con colores y sombras, mezclada con el olor a humo de leña y, en la distancia, con el gorgoteo del agua. Pero incluso aquella cálida y amable conciencia fue demasiado para mis esforzados sentidos. Pronto cerré los ojos y me sumergí de nuevo en la oscuridad. Creo que por unos momentos pensé que estaba otra vez al borde del otro mundo, donde la visión se agita y las voces hablan desde las sombras, donde la verdad viene con la luz y con el fuego. Pero el dolor de mis ardientes músculos y el fiero mordisco de mi mano me convencieron de que todavía me hallaba en el mundo de la luz y que las voces que murmuraban cerca de mí en la oscuridad eran tan humanas como la mía. —Bueno, eso es todo por el momento. Las costillas son lo que está peor, aparte de la mano, y se curarán pronto. Sólo están resentidas. Experimenté la vaga sensación de que aquella voz me era conocida. En cualquier caso, sabía de quién se trataba; el fresco vendaje era diestro y firme, hecho por un maestro. Intenté de nuevo abrir los ojos, pero tenía los párpados fuertemente pegados con sudor y sangre seca. El calor me envolvió en oleadas soñolientas y dio peso a mis músculos. Había un olor dulce y denso. «Deben de haberme dado adormidera —pensé—, o me han aturdido con humo antes de curarme la mano.» Me dejé llevar de nuevo hacia la orilla del sueño. A través de la oscuridad, las voces se oían suavemente. —Deja de mirarlo y acércame el cuenco. En este estado está a salvo, no temas. —Era el doctor quien hablaba. —Bueno, bueno, pero es que uno oye contar tantas cosas... Hablaban en latín, pero los acentos eran diferentes. La segunda voz era extranjera; no era germana, ni tampoco de ninguna parte del mar Medio. Siempre había sido muy apto para las lenguas y ya desde niño hablaba varios dialectos célticos, además del sajón, y también sabía griego. Pero no podía situar aquel acento. ¿Asia Menor, quizá? ¿Arabia? Unos hábiles dedos movieron mi cabeza sobre la almohada. Luego me retiraron el cabello para limpiar los rasguños. —¿No lo habías visto nunca? —No. No lo imaginaba tan joven. —No es tan joven. Debe de tener unos veintidós años. —Pero ha hecho tantas cosas. Dicen que su padre, el Gran Rey Ambrosio, en los últimos tiempos nunca daba un paso sin consultárselo. Dicen que ve el futuro en la llama de una vela y que puede ganar una batalla desde la cima de una colina, a una milla de distancia. —De él se diría cualquier cosa. —La voz del doctor era prosaica y tranquila. «En la Pequeña Bretaña —pensé—, debo de haberlo conocido en la Pequeña Bretaña.» Su suave latín tenía una especie de deje que yo recordaba, sin saber exactamente de qué—. Pero la verdad es que Ambrosio valoraba sus consejos.
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—¿Es cierto que reconstruyó la Danza de los Gigantes, que ahora llaman las Piedras Colgantes, cerca de Amesbury? —Completamente cierto. Cuando era niño y vivía en la Pequeña Bretaña con su padre y su ejército estudió ingeniería. Lo recuerdo hablando con Tremorino, que era el jefe de ingenieros del ejército, sobre el proyecto de levantar las Piedras Colgantes. Pero no sólo aprendió ingeniería. Aun siendo tan joven, sabía más de medicina que muchos hombres que he conocido y que la practican como medio de vida. Era la última persona que esperaba encontrar en un hospital de campaña. Quién sabe por qué ha decidido venir a este rincón de Gales olvidado de Dios... Por lo menos yo no sé qué pensar. Él y el rey Úter nunca se llevaron bien. Dicen que Úter estaba celoso de la atención que su hermano, el rey, prestaba a Merlín. En cualquier caso, después de la muerte de Ambrosio, Merlín se retiró no se sabe a dónde y nadie lo volvió a ver hasta ese asunto de Úter y la duquesa de Gorlois. Y al parecer eso no le ha traído más que problemas... Trae el cuenco aquí, más cerca, mientras le lavo la cara. No, aquí. Está bien. —Por lo que parece, es una herida de espada, ¿no? —Un profundo rasguño con la punta, diría yo. Parece más grave de lo que es, con toda esa sangre. Ha tenido suerte, un par de dedos más y le habría alcanzado el ojo. Bien, ya está limpio. No dejará cicatriz. —Parece muerto, Gandar ¿Se recobrará? —Naturalmente. ¿Por qué no? —Incluso a través de la calma producida por el nepente reconocí aquella seguridad profesional—. Excepto las costillas y la mano, sólo tiene cortes y rasguños. Me atrevería a esperar una fuerte reacción por parte de lo que le ha impulsado estos últimos días. Sólo necesita dormir. Acércame un bálsamo, por favor. Está en el jarro verde. El ungüento se sentía frío sobre mi mejilla magullada. Olía a valeriana; a nardo, en el jarro verde... Yo lo preparaba en casa. Valeriana, melisa, aceite de nardo... Aquel aroma me transportó a los musgos de la orilla del río donde el agua corre cantarina, donde yo recogía los fríos berros, el bálsamo y el dorado musgo... No, lo que oía era el agua que vertían al otro extremo de la estancia. Él había terminado y se había ido a lavar las manos. Las voces me llegaban desde más lejos. —El hijo bastardo de Ambrosio, ¿eh? —El extranjero era curioso—. ¿Quién fue su madre, entonces? —Era la hija de un rey de Gales del Sur, de Maridunum, en Dyfed. Dicen que heredó de ella la Visión. Pero no el aspecto exterior: es el espejo del último rey, mucho más de lo que se le parecía Úter. El mismo color de la tez, los ojos negros y el cabello también negro. Recuerdo la primera vez que lo vi en la Pequeña Bretaña, cuando era niño; parecía salido de las colinas huecas. Y a veces hablaba como si viniera de aquellas profundidades; es decir, siempre que hablaba lo parecía. No dejes que sus maneras tranquilas te engañen; en él hay algo más que erudición, suerte y astucia: hay poder, un poder real. —Entonces, ¿las historias que se cuentan sobre él son ciertas? —Son ciertas —dijo Candar llanamente—. Vamos, ahora se las puede arreglar solo. No es necesario que estemos a su lado. Puedes dormir un poco, yo haré las rondas y vendré a echar un vistazo antes de ir a dormir. Buenas noches. Las voces se desvanecieron. Vinieron otras que también se apagaron en la oscuridad, pero eran voces sin sangre, pertenecientes al aire. Quizá debería haber esperado, tenía que haberme mantenido despierto para escuchar, pero me faltó valor. Me sumergí en el sueño, que me envolvió como una sábana, adormeciendo el dolor y sumergiéndome en una benigna oscuridad. Cuando abrí los ojos de nuevo lo hice en la penumbra iluminada sólo por una quieta luz de vela. Me hallaba en una pequeña habitación de techo de piedra abovedado y paredes burdas en donde las pinturas, en otro tiempo brillantes, se habían oscurecido y difuminado
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con la oscuridad y el descuido. Pero la estancia era limpia. El suelo de pizarra estaba bien barrido y las mantas que me cubrían olían a limpio, eran gruesas y estaban ricamente trabajadas con dibujos brillantes. La puerta se abrió suavemente y entró un hombre. Al principio, a causa del fuerte contraluz sólo pude distinguir que se trataba de alguien de mediana estatura, anchos hombros y complexión maciza. Vestía una túnica larga y sencilla e iba tocado con un gorro. Cuando se acercó a la luz de la vela descubrí que era Candar, el jefe de los médicos que trabajaban en el ejército del rey. Se quedó de pie a mi lado, sonriendo. —Ya nos volvemos a encontrar. —¡Gandar! Qué alegría verte. ¿Cuánto tiempo he dormido? —Desde ayer al anochecer y es pasada ya la medianoche. Era lo que necesitabas. Cuando te trajeron aquí parecías muerto, pero hay que decir que al estar desmayado me facilitaste el trabajo. Eché una ojeada a la mano que descansaba, vendada con pulcritud, sobre el cobertor. Sentía el cuerpo envarado y dolorido debajo de las mantas, pero el fiero dolor se había convertido en una soportable molestia. Tenía la boca hinchada, todavía con gusto a sangre mezclado con el sabor dulzón de las drogas medicinales, pero el dolor de cabeza había desaparecido y la herida de la cara ya no me dolía. —Me alegra que estuvieras aquí para curarme —dije; intenté mover la mano pero no pude—. ¿Se curará? —Con la ayuda de la juventud y de la carne sana, sí. Había tres huesos rotos, pero creo que ahora ya está arreglado. —Me miró con curiosidad—. ¿Cómo fue? Parecía como si un caballo te hubiera pateado hasta hundirte las costillas, pero el corte de la cara era una herida de espada, ¿verdad? —Sí, fue en una pelea. Levantó las cejas con incredulidad. —Si se trató de una pelea, debió de llevarse a cabo según unas reglas de las que nunca he oído hablar. Cuéntame... No, espera, todavía no. Estoy sobre ascuas, todos lo estamos, por saber qué ocurrió, pero antes debes comer. Fue hacia la puerta y llamó. De inmediato acudió un criado con un cazo de caldo y un trozo de pan. Al principio no podía masticar el pan, pero lo mojé en el caldo y pude comérmelo. Gandar acercó un taburete junto a la cama y esperó en silencio hasta que hube terminado. Finalmente, dejé el cazo a un lado. El lo cogió y lo depositó en el suelo. —¿Te sientes con fuerzas para hablar, ahora? Los rumores vuelan como mosquitos. ¿Sabías que Gorlois ha muerto? —Sí. —Miré a mi alrededor—. Estamos en Dimilioc, ¿verdad? ¿Se rindió la fortaleza cuando el duque murió? —Abrieron las puertas tan pronto como el rey regresó de Tintagel. Úter ya conocía la noticia de la refriega y de la muerte del duque. Al parecer, los hombres del duque, Bretel y Jordán, cabalgaron hasta Tintagel tan pronto como el duque cayó, para dar la noticia a la duquesa. Pero tú debes saberlo: estabas allí. —Se calló bruscamente al comprender las implicaciones—. ¡Eso es! ¿Bretel y Jordán os atacaron, a ti y a Úter? —A Úter no. Ni siquiera lo vieron; todavía estaba con la duquesa. Yo estaba fuera con mi criado Cadal..., ¿te acuerdas de Cadal? Guardábamos las puertas. Cadal mató a Jordán y yo a Bretel. —Con mi boca entumecida esbocé la mueca de una sonrisa—. Sí, puedes mirarme. Era mucho más fuerte que yo, como puedes ver. ¿Te extraña que peleara sucio? —¿Y Cadal? —Muerto. ¿Crees, de lo contrario, que Bretel me hubiera atacado? —Ya comprendo. —Contempló de nuevo brevemente la envergadura de mis heridas; cuando volvió a hablar su voz era seca—. Cuatro hombres. Contigo, cinco. Es de esperar que el rey se dé cuenta del alto precio pagado.
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—Sí —contesté—. Y si no lo ha hecho, no tardará mucho. —Oh, claro, todo el mundo lo sabe. Dale tiempo para explicar al mundo que él no tiene culpa alguna en la muerte de Gorlois, dale tiempo para cubrirse de honores, para que pueda casarse con la duquesa... ¿Sabes que volvió a Tintagel? Os debisteis cruzar en el camino. —Sí —dije secamente—. Nos cruzamos a unos pasos de distancia. —¿Y no te vio? O quizá... Pero de todas formas tenía que saber que estabas herido. — Entonces comprendió el tono de mi voz—. ¿Quieres decir que te vio y dejó que cabalgaras solo hasta aquí? Vi perfectamente que estaba más horrorizado que sorprendido. Candar y yo éramos viejos conocidos y no necesité decirle cómo eran mis relaciones con Úter, aun cuando Úter fuera el hermano de mi padre. Desde el principio Úter se había resentido por el amor que su hermano demostraba hacia su hijo bastardo, y medio temía, medio despreciaba, mis poderes de visión y profecía. Con todo, Candar dijo calurosamente: —Pero dado que lo habías hecho por él... —Por él, no. Lo que he hecho ha sido cumplir una promesa que le hice a Ambrosio. Fue la confianza que dejó depositada en mí para el bien de su reino. No dije nada más. No tenía sentido hablar con Candar de dioses y visiones. Como Úter, sólo creía en las cosas de la carne. —Dime —pregunté—. Esos rumores de los que has hablado, ¿qué dicen? ¿Qué cree el pueblo que sucedió en Tintagel? Echó una mirada por encima de su hombro. La puerta estaba cerrada pero, no obstante, bajó la voz. —Lo que cuentan es que Úter ya había estado en Tintagel con la duquesa Ygerne y que fuiste tú quien lo llevó allí y le mostró la manera de entrar. Dicen que, por arte de magia, diste al rey la apariencia del duque para que, de esta manera, pasara entre los guardias y entrara en el dormitorio de la duquesa. Y dicen más que eso: comentan que ella se lo llevó a la cama, la pobre dama, pensando que era su esposo, y que cuando Bretel y Jordán le trajeron la noticia de la muerte de Gorlois, tenía a «Gorlois» junto a ella, sano y salvo, tomando el desayuno. Por todos los diablos, Merlín, ¿de qué te ríes? —Dos días y dos noches —dije—, y la leyenda ya ha tomado cuerpo sola. Bueno, supongo que eso es lo que los hombres creen y seguirán creyendo siempre. Y quizás es mejor eso que la verdad. —¿Y cuál es la verdad? —Que no hubo magia alguna en la entrada a Tintagel; sólo disfraz y traición humana. Entonces le conté los hechos exactamente como habían sucedido y tal como se los relaté al pastor de cabras. —Ya ves, Gandar, yo mismo esparcí la semilla. Los nobles y los consejeros del rey tienen que saber la verdad, pero la gente del pueblo se encontrará con una historia de magia, y Dios sabe que una duquesa intachable es preferible, y es más fácil de creer que la verdad. Gandar permaneció un rato en silencio. —Así pues, la duquesa lo sabía —dijo finalmente. —Sí, de lo contrario no habríamos podido entrar. No puede decir que se tratara de una violación, Gandar. No, la duquesa lo sabía. De nuevo permaneció largo rato en silencio. Luego dijo sentenciosamente: —«Traición» es una dura palabra. —Es la palabra apropiada. El duque era amigo de mi padre y confiaba en mí. Nunca hubiera pensado que ayudaría a Úter en su contra. Sabía lo poco que me preocupaban los caprichos de Úter y nunca habría imaginado que los dioses querrían que yo lo ayudara a satisfacer éste precisamente. Incluso a pesar de que no le hubiera ayudado directamente seguiría siendo traición, y tendremos que sufrir por ello..., todos nosotros.
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—No el rey —dijo enérgicamente Gandar—. Lo conozco y dudo que experimente siquiera un sentimiento de culpa pasajero. Tú eres el único que sufres por ello, Merlín, puesto que eres el único que llamas a las cosas por su nombre. —Ante ti —dije—. Para los demás hombres debe seguir siendo una leyenda de magia, como los dragones que lucharon a mis órdenes en Dinas Emrys y como la Danza de los Gigantes que llegó a Amesbury flotando por el aire y el agua. Pero tú viste lo que hizo aquella noche Merlín, el mago del rey. —Hice una pausa, cambié la mano de posición, pero sacudí la cabeza al ver la pregunta que había en su rostro—. No, no, déjalo. Ya está mejor. Gandar, hay otra verdad que se debe saber sobre esta noche. Nacerá un niño. Tómalo como una esperanza o como una profecía, como quieras, pero por Navidad nacerá un niño. ¿Ha dicho Úter cuándo se casará con la duquesa? —Tan pronto como lo permita la decencia. ¡Decencia! —repitió la palabra entre estremecimientos de risa; luego se aclaró la garganta—. El cuerpo del duque está aquí, pero dentro de un día o dos lo trasladarán a Tintagel para enterrarlo. Luego, después de los ocho días de luto, Úter se casará con la duquesa. Reflexioné unos momentos. —Gorlois tiene un hijo de su primera esposa. Se llama Cador y ahora debe de tener unos quince años. ¿Has oído decir qué ha sido de él? —Está aquí. Estuvo en la batalla, al lado de su padre. Nadie sabe qué ocurrió entre él y el rey, pero el rey ha concedido la libertad a todas las tropas que lucharon contra él en la acción de Dimilioc y, además, ha dicho que Cador será confirmado como duque de Cornualles. —Sí —dije—. Y el hijo de Ygerne y Úter será rey. —¿Con Cornualles como enemigo? —Si lo es —dije con fatiga—, ¿quién puede reprochárselo? El pago puede ser demasiado largo y demasiado duro, incluso el de una traición. —Bien —dijo Candar súbitamente animado y recogiendo su túnica—, tiempo al tiempo. Y ahora, joven, será mejor que descanses un poco. ¿Quieres beber algo para dormir? —No, gracias. —¿Cómo está la mano? —Mejor. No es nada grave, lo noto con claridad. No te daré más trabajo, Candar, así que deja de tratarme como a un enfermo. Me siento bien ahora que he dormido. Vete a la cama. Buenas noches. Cuando salió, permanecí tendido escuchando el sonido del mar e intentando reunir en la oscuridad el valor que necesitaba para visitar al difunto. Con valor o sin él, pasó otro día antes de encontrarme con fuerzas suficientes para salir de la habitación. Luego, a oscuras, me encaminé al salón en donde habían colocado el cadáver del viejo duque. Al día siguiente se lo llevarían a Tintagel para enterrarlo junto a sus antepasados. Ahora yacía solo, rodeado por los guardias, en la gran sala llena de ecos en donde había celebrado banquetes con sus pares, en donde había dada las órdenes para su última batalla. La estancia era fría y silenciosa. Sólo se oía el rumor del viento y del mar. La dirección del viento había cambiado y ahora soplaba desde el noroeste, trayendo consigo el frío y una promesa de lluvia; en las ventanas no había cristales ni cortinas y la brisa hacía vacilar las llamas de las antorchas colocadas en sus argollas de hierro, las inclinaba, las oscurecía y echaba humo que ennegrecía las paredes. Era un lugar inhóspito, desnudo de pintura, de muebles y de madera tallada; te recordaba que Dimilioc era simplemente una fortaleza para soldados en guerra y era dudoso que Ygerne hubiera estado nunca allí. Las cenizas del hogar tenían muchos días y la leña medio quemada verdeaba de humedad. El cuerpo del duque yacía en un alto féretro situado en el centro de la estancia, cubierto con su capa de guerra. El color escarlata con el doble borde plateado y la divisa blanca
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del Jabalí eran los mismos que yo había visto al lado de mi padre en la batalla. También había visto aquellos colores sobre Úter cuando lo guiaba hacia el castillo de Gorlois y hacia su cama. Ahora los pesados pliegues colgaban hasta el suelo y, debajo de ellos, el cuerpo se había encogido y aplastado, no era más que la vaina de aquel alto anciano que recordaba. Habían dejado su rostro al descubierto. La carne se había encogido, era gris como el sebo reutilizado, y el rostro era solamente una calavera moldeada que parecía el fantasma del Gorlois que yo había conocido. Las monedas depositadas sobre sus ojos ya se habían hundido en la carne y el cabello le quedaba oculto por el yelmo, pero la familiar barba gris sobresalía por encima de la divisa del Jabalí, sobre el pecho. Mientras caminaba con suavidad sobre el suelo de piedra me preguntaba bajo qué dios había vivido Gorlois y hacia qué dios había encaminado sus pasos al morir. No había nada que lo mostrara. Los cristianos, al igual que otros hombres, ponen monedas sobre los ojos de los muertos. Recordaba otros féretros con una muchedumbre de espíritus esperando por los alrededores; allí no había nada. Pero puesto que hacía tres días que había muerto, quizá su espíritu ya se había ido a través de aquel desnudo y ventoso hueco del muro. Quizá ya estaba demasiado lejos para permitirme hacer las paces con él. Permanecí al pie del féretro del hombre a quien había traicionado, el amigo de mi padre Ambrosio, el gran rey. Recordé la noche en que había ido a pedirme ayuda para su joven esposa. Me había dicho: «En estos momentos no hay muchos hombres en quienes confíe, pero confío en ti. Eres el hijo de tu padre.» No le respondí; sólo contemplé a la luz de las antorchas su rostro rojo como la sangre y esperé mi oportunidad de guiar al rey hasta la cama de su esposa. Es un gran don poder ver los espíritus y oír a los dioses que se mueven a nuestro alrededor; pero este don es, a la par, luz y sombra. Las formas de la muerte se ven tan claras como las de la vida. Uno no puede ser visitado por el futuro sin ser herido por el pasado; no se puede gozar del bienestar y de la gloria sin probar el amargo tormento y la furia de los propios hechos pasados. Fuera lo que fuese lo que esperaba encontrar cerca del cuerpo muerto del duque de Cornualles, no me proporcionaría bienestar ni paz. Un hombre como Úter Pendragón, un hombre que mata en batalla abiertamente y a la vista de todos, no pensaría en él más que como hombre muerto. Pero yo, que obedeciendo a los dioses había confiado en ellos al igual que el duque había confiado en mí, sabía que tenía que pagar, tenía que pagar íntegramente. Para eso había venido, pero sin atisbo de esperanza. En la estancia había luz, la luz de las antorchas, y fuego. Yo era Merlín. Sería capaz de alcanzarlo. En otras ocasiones había hablado con la muerte. Seguí de pie contemplando las vacilantes antorchas. Esperaba. Lentamente, por toda la fortaleza oí cómo los ruidos menguaban hasta convertirse en silencio cuando, por fin, los hombres iban a descansar. El mar rugía y golpeaba la tierra debajo de la ventana, el viento sacudía el muro, y los helechos que crecían entre las grietas susurraban y daban suaves golpecitos. Una rata se deslizó sigilosamente en algún lugar de la estancia. La resina burbujeaba en las antorchas. Dulzón y pestilente a través del denso humo, olí el hedor de la muerte. La luz de las antorchas parpadeaba plana e inexpresiva desde las monedas colocadas sobre los ojos muertos. El tiempo pasaba. La llama me dañaba los ojos y el dolor de la mano, como si fuera un salvaje grillete, me mantenía acorralado en mi cuerpo. Mi espíritu se perdía en la nada, ciego como la muerte. Capté susurros, fragmentos de pensamientos de los guardias dormidos, pensamientos que significaban tan poca cosa como el rumor de su respiración. También oía el crujido del cuero y del metal cuando se movía involuntariamente, de vez en cuando. Y nada más. El poder que se me había dado había desaparecido de mí aquella noche en Tintagel, con el esfuerzo realizado para matar a Bretel. Se había alejado de mí y actuaba, pensé, en el cuerpo de una mujer, en Ygerne, tendida ahora junto al rey en aquella formidable península de Tintagel, a diez millas al sur. No tenía nada que hacer
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allí. El aire, sólido como la piedra, no se dejaría atravesar por mí. Uno de los guardias, el que tenía más cerca, se movió inquieto y la punta de su lanza rascó sobre la piedra del suelo. El sonido atravesó el silencio. Sin darme cuenta, miré hacia él y vi que me observaba. Era joven, rígido como su propia lanza. Tenía los puños blancos de tanto apretar el arma. Los fieros ojos azules bajo sus pobladas cejas me observaban sin fulgor. Con un sacudida que atravesó mi cuerpo como el golpe de una lanza, lo reconocí. Eran los ojos de Gorlois. Era el hijo de Gorlois, Cador de Cornualles, que estaba entre mí y la muerte, vigilándome, con odio. Por la mañana se llevaron el cadáver de Gorlois hacia el sur. Gandar me contó que, tan pronto como lo enterraran, Úter planeaba regresar a Dimilioc para unirse a sus tropas hasta el momento de desposar a la duquesa. Yo no tenía intención de esperar hasta su regreso. Pedí provisiones, cogí el caballo y, a pesar de las protestas de Gandar de que no me encontraba suficientemente fuerte como para hacer el viaje, me dirigí sin compañía hacia mi valle de Maridunum, hacia la cueva de la colina que el rey me había prometido que sería siempre mía, pasara lo que pasase. Capítulo III Durante mi ausencia nadie había entrado en la cueva. No era de extrañar, puesto que el pueblo me tenía miedo como mago que era, y, además, era comúnmente sabido que el propio rey me había garantizado la colina de Bryn Myrddin. Al dejar el camino principal, junto al molino de agua, y adentrarme en el húmedo valle que conducía a la cueva que se había convertido en mi hogar, no vi a nadie, ni siquiera al pastor que generalmente guardaba las ovejas que pacían en los declives pedregosos. En la parte baja del valle los troncos de árboles y arbustos eran gruesos; las encinas todavía mecían sus hojas marchitas; los castaños y los sicómoros crecían muy juntos luchando por la luz, y los acebos eran negros y brillantes, entre las hayas. Luego los árboles se volvían más delgados y el sendero escalaba a lo largo de la pared del valle, con la corriente que serpenteaba al fondo, a la izquierda. A la derecha subía la pendiente llena de hierba, manchada de pedregales; se elevaba bruscamente hacia las rocas que coronaban la colina. La hierba todavía blanqueaba a causa de la temperatura, pero entre los enmohecidos zarzales del año anterior las hojas de las campanillas se veían verdes y brillantes, y los majuelos ya echaban brotes. En algún lugar balaban los corderos. Estos balidos y el graznido de un halcón en lo alto de los riscos, el crujido de las ramas muertas que mi caballo pisaba al trotar, eran todos los sonidos del valle. Estaba en mi hogar, para confortarme con la sencillez y la tranquilidad. El pueblo no me había olvidado y la noticia de mi vuelta ya debía haber corrido. Cuando desmonté en el espinar que crecía bajo el acantilado, al ir a atar el caballo en el establo me encontré con que la cama había sido renovada con ramas frescas de helecho y que un manojo de forraje colgaba del gancho junto a la puerta; y cuando subí al pequeño terraplén de césped que se extendía frente a mi cueva, encontré queso y pan tierno envuelto en paños limpios, así como una bota de piel de cabra llena del vino del país, aquel vino áspero y amargo. Lo habían dejado todo para mí junto a la fuente. Era una fuente pequeña, un chorro de agua pura que manaba de una hendidura de la roca junto a la entrada de la cueva. El agua manaba a veces en abundante flujo, a veces sólo como un débil resplandor sobre el musgo, y caía dentro de un pequeño cuenco de piedra. Sobre la fuente estaba la pequeña estatua del dios Myrddin, el dios de los espacios aéreos encontrado entre los helechos. Debajo de sus pies de madera carcomidos, el agua burbujeaba y se deslizaba hasta el cuenco, para derramarse luego sobre la hierba de los alrededores. En el fondo del
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recipiente brillaba el metal: entonces comprendí que el vino y el pan, al igual que las monedas, habían sido dejadas allí como una ofrenda al dios y a mí. En las mentes de la gente sencilla yo formaba ya parte de la leyenda de la colina, era como su dios hecho carne que iba y venía tan quedamente como el aire y traía consigo los dones de la salud. Descolgué el cuerno que pendía encima de la fuente, lo llené de vino de la bota de piel de cabra, vertí parte de él para el dios y bebí el resto. El dios sabría que aquel gesto no tenía nada de homenaje ritual. Estaba más cansado de lo que pensaba y no tenía plegarias para ofrecerle: la bebida fue para darme fuerzas, nada más. Al otro lado de la entrada de la cueva, en la parte opuesta a la fuente, había un montón de piedras cubiertas de hierba entre las cuales crecían vástagos de roble y de fresno que habían brotado espontáneamente y crecían en espesa maraña contra la pared rocosa. En verano, sus ramas ofrecían un buen espacio sombreado, pero ahora, a pesar de cubrir la entrada de la cueva, no la ocultaban en absoluto. La entrada era en forma de arco, regularmente redondeado, como hecho por la mano del hombre. Retiré las ramas que la obstruían y entré. Justo al lado de la entrada los restos del fuego seguían, cubiertos de blanca ceniza, en el hogar. Todo estaba cubierto de hojas secas y mohosas. El lugar olía a deshabitado. Resultaba extraño que sólo hiciera un mes que me había marchado de allí para acudir a la urgente llamada del rey, que deseaba mi ayuda en el asunto de Ygerne de Cornualles. Junto al hogar descansaban los platos sucios de la última y frugal comida que mi criado había preparado antes de partir. Bien, ahora yo tendría que ser mi propio criado. Dejé el pellejo de vino, el pan y el queso sobre la mesa y me dispuse a encender fuego. El pedernal y la yesca estaban al alcance de la mano, en su sitio de siempre, pero me arrodillé junto a la fría leña y tendí las manos hacia ella para hacer magia. Era la primera magia que me habían enseñado, y la más sencilla: hacer fuego del aire. Lo había aprendido en esta misma cueva, en donde, como un niño, aprendí todo lo que sé de la sabiduría natural de Galapas, el viejo eremita de la colina. También aquí, en la cueva de cristal que se encuentra en las profundidades de la colina, tuve mis primeras visiones y descubrí mis dotes de vate. Galapas había dicho: «Algún día irás tan lejos con tu Visión que yo ya no podré seguirte.» Había tenido razón. Lo había dejado para ir donde mi dios me guiaba; donde nadie sino yo, Merlín, podía haber ido. Pero ahora que la voluntad del dios se había cumplido, éste me había abandonado. Allá en Dimilioc, junto al féretro de Gorlois, había descubierto que ya no era más que una cáscara vacía, ciego y sordo como ciegos y sordos son los hombres. El gran poder me había abandonado. Entonces, a pesar de la fatiga, supe que no podría descansar hasta ver si, aquí en mi mágico lugar de nacimiento, también había perdido el primero y más pequeño de mis poderes. Pronto obtuve respuesta, pero fue una respuesta que no podía aceptar. El sol poniente lanzaba sus rayos rojos a través de la boca de la cueva y los leños seguían sin encenderse. Finalmente me levanté. Todo mi cuerpo sudaba bajo la ropa, y mis manos, extendidas para la magia, temblaban como las de un viejo. Me senté junto al frío hogar y comí mi cena de pan y queso. Mezclé agua de la fuente con el vino antes de poder reunir fuerzas para coger el pedernal y la yesca para encender fuego. Incluso esta tarea, que cualquier esposa hace diariamente y sin pensar, me costó un gran esfuerzo del que salí con la mano herida sangrando. Pero al final vino el fuego. Una delgada chispa salió de la yesca y empezó a crecer hasta convertirse en llama. Prendí la antorcha y, acto seguido, llevándola en alto, me dirigí al interior de la cueva. Todavía había una cosa que tenía que hacer. La gran cueva de alto techo se adentraba en la colina. Me detuve con la antorcha levantada y miré hacia arriba. En el fondo de la cueva había un desnivel en la roca que llevaba a un ancho saliente, tras el cual reinaba la oscuridad. Invisible entre esas sombras
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estaba la oculta grieta más allá de la cual se abría la otra cueva, la cavidad esférica forrada de cristales en donde, con luz y fuego, había tenido mis primeras visiones. Si el poder perdido estaba en alguna parte tenía que ser allí. Lentamente, envarado de cansancio, escalé hasta el saliente y luego me arrodillé para pasar a la cueva interior a través de la estrecha grieta. Las llamas de mi antorcha reverberaron en los cristales y la luz recorrió toda la concavidad. Mi arpa seguí allí donde la había dejado, en el centro del suelo acristalado. Su sombra subió como una torre y se extendió por las relucientes paredes, y la llama se reflejó, centelleante, en el cobre de sus cuerdas, pero ningún estremecimiento del aire las hizo susurrar, y sus propias sombras arqueadas ahogaron la luz. Permanecí allí, arrodillado, durante mucho tiempo, con los ojos abiertos y atentos mientras a mi alrededor la luz y la sombra jugueteaban y se entrelazaban. Pero los ojos me dolían, vacíos de visión, y el arpa permanecía silenciosa. Finalmente me levanté y rehice el camino hacia la cueva mayor. Recuerdo que lo hice lentamente, con todo cuidado, como quien no hubiera estado nunca allí. Coloqué la antorcha bajo la leña seca que había amontonado para hacer fuego hasta que los leños prendieron, entre chasquidos; luego salí a recoger las alforjas. Las metí en la cueva y, al humano bienestar del fuego, empecé a desempaquetar. La mano tardó mucho en curarse. Los primeros días me dolía constantemente, hasta el punto de que temí se hubiera infectado. Durante el día el dolor no tenía mucha importancia, pues estaba sumamente ocupado: todos los trabajos que mi criado había hecho hasta entonces yo apenas sabía cómo empezarlos; limpiar, preparar la comida, alimentar al caballo. Aquel año la primavera llegó lentamente al sur de Gales y en la colina ya no había pastos. Esto me obligaba a ir a buscar forraje y a caminar más de lo que hubiera deseado para encontrar las plantas medicinales que necesitaba. Afortunadamente, los alimentos para mí nunca faltaron; casi diariamente encontraba ofrendas al pie del pequeño risco que bajaba junto al terraplén. Seguramente se debía a que la gente del lugar todavía no se había enterado de que había perdido el favor del rey o, más sencillamente, a que lo que yo había hecho por la salud de ellos sobrepasaba al desfavor del rey. Yo era Merlín, hijo de Ambrosio, o, como dicen los galeses, Myrddin Emrys, el mago de la colina de Myrddin. Y supongo que, en cierto sentido, era también el sacerdote del viejo dios de la colina hueca, el mismo Myrddin y, por lo tanto, las ofrendas hechas al dios eran también para mí y yo las aceptaba en su nombre. Pero si durante el día me encontraba ocupado, las noches eran difíciles de pasar. Estaba casi siempre despierto, quizá menos a causa del dolor de la mano que a causa del dolor de mis recuerdos: la cámara mortuoria de Gorlois había estado vacía de espíritus, pero mi cueva se hallaba repleta de fantasmas, y no eran los espíritus de la amada muerte a quienes hubiera dado la bienvenida sino los espíritus de los hombres a quienes había matado y que venían a mí en la oscuridad lanzando tenues sonidos como el llanto del murciélago. Por lo menos eso era lo que creía. Ahora creo que a menudo ardía de fiebre; la cueva todavía albergaba los murciélagos que Galapas y yo habíamos estudiado y debían de ser sus chillidos los que llegaban a mis oídos al entrar y salir de la cueva durante la noche. Pero en mi recuerdo hay las voces de aquellos hombres muertos que no alcanzan el descanso en las sombras. Llego abril, húmedo y frío, con vientos que penetraban hasta los huesos. Fue la época peor de todas, unos días vacíos que sólo llenaba el dolor, unos días sin sentido excepto por los esfuerzos para seguir con vida. Creo que comí muy poco; mi frugal dieta se componía de agua, fruta y pan negro. Mis ropas, nunca suntuosas, se volvieron harapos, pues nadie cuidaba de ellas. Un extraño que me hubiera visto caminando por la colina me habría tomado por un pordiosero. Los días pasaban sin que yo hiciera poco más que acurrucarme junto al fuego. Todavía no había abierto mi cofre de libros; el arpa seguía donde la había dejado. Aun cuando mi mano hubiera estado sana, habría sido incapaz de hacer música. En cuanto a la magia, ni siquiera me atrevía a probarlo de nuevo.
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Pero gradualmente, al igual que Ygerne, que esperaba en su frío castillo del sur, me deslicé hacia una especie de tranquila aceptación. A medida que pasaban las semanas mi mano mejoraba ostensiblemente. Tenía dos dedos sin flexión y una cicatriz a lo largo del lado exterior de la palma, pero la rigidez pasó con el tiempo y la cicatriz nunca me preocupó. Y con el tiempo sanaron las restantes heridas. Me acostumbré al retraimiento al igual que me había acostumbrado a la soledad, y las pesadillas cesaron. Al llegar mayo cesaron los vientos, la atmósfera se caldeó y la hierba y las flores empezaron a crecer. Las nubes grises se alejaron y el valle se llenó de luz solar. Permanecía durante horas sentado al sol, junto a la entrada de la cueva. Leía, preparaba las plantas que había recogido y, de vez en cuando, esperaba —sin demasiado interés— algún jinete portador de un mensaje. (Pienso que mi viejo maestro Galapas debió sentarse muchas veces aquí, al sol, observando el valle por donde, un día, un muchacho llegó a caballo.) De nuevo organicé mi almacén de plantas y hierbas, alejándome de la cueva para buscarlas a medida que recuperaba las fuerzas. Nunca iba al pueblo, pero cada vez que los pobres aldeanos venían a buscar medicinas o para que les curara, traían rumores y noticias. El rey había desposado a Ygerne con toda la pompa y ceremonia que tan rápida unión habían permitido. Parecía bastante feliz desde la boda, si bien montaba en cólera con extrema facilidad y acostumbraba a tener accesos de malhumor cuando la gente intentaba aconsejarle. En cuanto a la reina, guardaba silencio, accedía a todos los deseos del rey, pero se rumoreaba que su mirada era huidiza, como si sufriera en secreto... Aquí mi informante me miró de reojo y yo vi que con los dedos hacía el signo contra encantamientos. Le dejé marchar sin hacerle más preguntas. Ya tendría noticias cuando llegara el momento. Las noticias llegaron tres meses después de mi regreso a Bryn Myrddin. Un día de junio, cuando el caliente sol apenas empezaba a levantar la niebla de la hierba, subí a la cima de la colina a recoger el caballo, al que había atado para que paciera en el prado que se extendía por encima de la cueva. El aire era fresco y el cielo estaba cuajado de alondras cantarinas. Alrededor del túmulo en donde estaba enterrado Galapas, los espinos mostraban hojas verdes que brotaban entre marchitas flores de nieve y las campánulas crecían con fuerza entre los helechos. Dudo que a aquellas alturas fuera necesario atar al caballo. Generalmente le llevaba los restos del pan que mis benefactores habían dejado para mí y el animal, al verme llegar, intentaba avanzar hacia mí hasta que su atadura se lo impedía y, entonces, me esperaba, expectante. Pero no fue así aquel día. El animal estaba al borde de la colina, mantenía la cuerda tensa, la cabeza levantada y las orejas erguidas. Aparentemente observaba algo en el valle. Me acerqué a él y, mientras husmeaba en mi mano en busca del pan, no dejaba de mirar hacia el valle. Desde aquella altura se veía el pueblo de Maridunum, pequeño en la distancia, apiñado a la orilla norte del plácido Tywy, que parecía resquebrajar la tierra del verde valle en su camino hacia el mar. El pueblo, con su puente de piedra en arco y su puerto, está situado en donde el río se ensancha para convertirse en estuario. Había la habitual confusión de mástiles al otro lado del puente y, más cerca, en el sendero que bordea las plateadas curvas del río, un lento caballo rucio tiraba de una enorme barcaza hacia el molino. El molino, enclavado donde el arroyo de mi valle se junta con el río, quedaba oculto por un bosque; más allá de aquellos árboles estaba la vieja calzada militar que mi padre hizo reparar, recta como una flecha a lo largo de cinco millas y que daba directamente a los cuarteles de la puerta este de Maridunum. En este camino, quizás a una milla y media detrás del molino, se distinguía una nube de polvo producida por una escaramuza de jinetes. Estaban luchando; pude distinguir el relampagueo del metal. Luego el grupo se desplegó, alejándose de la nube de polvo. Eran cuatro jinetes que luchaban tres contra uno. El que iba solo parecía que intentaba
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escapar, los otros lo rodearon y le impedían la huida. Finalmente consiguió deshacerse de los tres en lo que parecía un desesperado intento de alejarse. Su caballo, que al tirarle bruscamente de la brida se dio la vuelta en redondo, golpeó a uno de los tres en el hombro y su jinete cayó a causa de la fuerte colisión. Luego el hombre solo se agachó y picó espuelas con fuerza, dirigió el caballo fuera del camino y se adentró por la hierba cabalgando desesperadamente hacia el cobijo del bosque. Pero no logró llegar a él. Los otros dos se lanzaron tras él y, después de un corto y salvaje galope, lo alcanzaron, se situaron uno a cada lado, lo desmontaron y le hicieron caer de rodillas. El hombre todavía intentó escurrirse, pero no pudo. Los dos jinetes lo rodearon con las espadas centelleantes, mientras el tercero, aparentemente herido, había vuelto a montar y galopaba para unirse a los otros. Súbitamente frenó el caballo, tan bruscamente que éste se encabritó. Lo vi levantar un brazo. Debió de avisar a los otros dos que, de pronto, abandonaron a su víctima, espolearon a sus caballos y los tres se alejaron a todo galope con el caballo sin jinete tras ellos, hasta perderse de vista tras los árboles. De inmediato vi lo que los había alertado. Otro grupo de jinetes se acercaba desde el pueblo. Debían haber visto al trío que se alejaba, pero pronto comprendí que no habían presenciado nada del ataque, puesto que iban trotando suavemente. Los observé cuando llegaron adonde el hombre yacía, herido o muerto. Pasaron de largo sin aminorar el paso. Y también ellos se perdieron más allá del bosque. Mi caballo, al no encontrar más pan, me mordisqueó. Luego sacudió la cabeza con las orejas gachas. Lo cogí por el cabestro, tiré de la atadura y le hice volver la cabeza hacia abajo. —Me encontraba en este mismo sitio —murmuré, como hablándole a mi caballo— cuando un mensajero del rey vino cabalgando para pedirme que fuera con él a ayudar al soberano. Aquel día tenía poder: soñé que sostenía el mundo en mis manos, brillante y pequeño. Bueno, quizás hoy no tenga más que la colina en que estamos, pero ese jinete que yace allí podría ser un mensajero de la reina, con un mensaje en su bolsillo. Con mensaje o sin él, necesita ayuda si es que todavía vive. Tú y yo, amigo mío, hemos estado demasiado tiempo sin hacer nada. Es hora de que volvamos a empezar. En poco menos del doble del tiempo que mi criado hubiera necesitado para hacerlo, ensillé el caballo y me encaminé hacia el valle. Al llegar al molino, giré a la derecha y espoleé al animal. El lugar en donde había visto caer al jinete estaba cerca del lindero del bosque, lugar en que los arbustos crecían espesos, un lugar de altos helechos, maleza y árboles dispersos. El olor de los caballos todavía flotaba en el aire, se mezclaba con el de los helechos y el dulzón del escaramujo; pero por encima de todos esos olores, se percibía la fetidez del vómito. Desmonté y até el caballo. Luego me abrí paso a través de la tupida vegetación. El hombre yacía de bruces, curvado como si hubiera intentado reptar y hubiera desfallecido. Una mano le había quedado atrapada bajo el cuerpo, la otra se agarraba a un manojo de helechos. Un muchacho, delgado pero bien conformado, de unos quince años o quizá más. Sus ropas, desgarradas, sucias y manchadas de sangre a causa de la lucha eran buenas. En una muñeca había un destello de plata y en el hombro se veía un broche también de plata. Por consiguiente, no habían conseguido robarle, si es que el robo había sido el motivo del ataque. Su zurrón, atado, seguía en el cinturón. No hizo ningún movimiento cuando me acerqué a él, por lo que supuse que estaba desmayado o muerto. Pero al arrodillarme junto a él le noté un ligero movimiento en la mano, como si quisiera agarrarse con más fuerza a los helechos. Entonces comprendí que estaba exhausto o herido sin salvación posible. Si yo hubiera sido uno de los asesinos que me acercaba para acabar con él, me habría dejado actuar sin reaccionar. Le hablé suavemente: —Estate tranquilo; no te haré ningún daño. Quédate como estás, sin moverte.
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No obtuve respuesta. Le palpé el cuerpo en busca de heridas o huesos rotos. Al rozarle se estremeció pero no emitió sonido alguno. Pronto vi que no había huesos rotos. Tenía una herida ensangrentada en la nuca y un hombro amoratado, pero lo peor de todo era un trozo de carne magullada y sangrienta en la cadera que parecía —y más tarde pude cerciorarme— producida por el casco de un caballo. —Anda —dije finalmente—, vuélvete y bebe esto. Se movió y dio un respingo al notar mi brazo alrededor de sus hombros. Luego se dio lentamente la vuelta. Le limpié el polvo y el vómito de la boca y le mantuve el frasco en los labios; bebió vorazmente, tosió y, entonces, perdiendo de nuevo las fuerzas, se apoyó pesadamente contra mí y su cabeza cayó sobre mi pecho. Cuando volví a llevarle el frasco a la boca lo rechazó. Noté que usaba todas sus fuerzas para no echarse a gritar de dolor. Tapé el frasco y lo dejé a un lado. —Tengo un caballo aquí. Debes intentar montarlo y te llevaré a mi casa, en donde podré curarte las heridas —dije. Luego, al no obtener respuesta, insistí—: Anda, vámonos antes de que decidan volver y terminar lo que han empezado. Entonces se movió bruscamente, como si aquellas palabras fueran las primeras que hubieran llegado realmente a sus oídos. Vi que con la mano palpaba el zurrón de su cinturón y al descubrir que seguía allí, se dejó caer nuevamente. El peso de su cuerpo contra mi pecho flojeó súbitamente. Se había desvanecido. Tanto mejor, pensé mientras le tendía suavemente en el suelo e iba en busca del caballo. Así se ahorraría el doloroso traqueteo de la cabalgada y, con la ayuda de los dioses, yo podría ponerlo en la cama con las heridas vendadas antes de que volviera a despertarse. Luego, en el momento de levantarlo, me detuve. Su rostro estaba sucio, la mugre se mezclaba con la sangre de los rasguños y del corte que tenía bajo la oreja. Tras la máscara de suciedad, la piel estaba resquebrajada y gris. Sólo distinguía su cabello negro, sus ojos cerrados y su boca desfallecida. Pero lo reconocí. Era Ralf, el paje de Ygerne, el que nos había introducido en Tintagel aquella noche, quien había guardado, junto a Ulfino y conmigo, la habitación de la duquesa hasta que el rey hubo satisfecho su deseo. Me incliné, recogí el cuerpo del mensajero de la reina y lo coloqué, afortunadamente inconsciente, sobre mi caballo. Capítulo IV Ralf no recobró el sentido durante el viaje hasta la cueva, y sólo después de haberle lavado y vendado las heridas abrió los ojos. Lo había colocado en la cama. Me miró durante unos momentos sin reconocerme. —¿No me conoces? —pregunté—. Soy Merlinus Ambrosius. Has traído tu mensaje a buenas manos. Mira. —Levanté el zurrón, todavía cerrado; pero sus ojos, nebulosos y oscuros, apenas se fijaron en él; volvió la cabeza contra la almohada y se estremeció como si la herida de la nuca le doliera—. Bueno —le dije—, ahora debes dormir. Estás en buenas manos. Esperé a su lado hasta que se sumergió en el sueño. Luego, cogí el zurrón y salí a la luz del sol. El sello, tal como había supuesto, era de la reina, y el mensaje iba dirigido a mí. Rompí el lacre y leí la carta. No era de la propia reina sino de Marcia, la abuela de Ralf y la más íntima confidente de la reina. La carta era breve, pero decía todo cuanto yo deseaba saber. La reina estaba encinta y el niño nacería en diciembre. La reina —decía Marcia— parecía contenta de llevar en su seno a un hijo del rey, pero cuando hablaba de mí lo hacía con amargura, echándome la culpa de la muerte de su esposo Gorlois. «Habla poco, pero creo que sufre en secreto y que en su gran amor por el rey siempre planeará la sombra de la
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culpabilidad. Rogad a Dios para que el sentimiento hacia su hijo no se manche con esa sombra. En cuanto al rey, se ve que está enojado, si bien siempre es amable y amoroso con mi señora. No hay un solo hombre que dude de que el hijo es suyo. ¡Ay de mí! Podría temer por el niño en manos del rey, si no fuera impensable la posibilidad de que el rey fuera a afligir de este modo a la reina. Por consiguiente, príncipe Merlín, os, ruego con esta carta que toméis como criado a mi nieto Ralf. También temo por él en manos del rey; y creo que, si queréis aceptarlo, servir fuera a un príncipe verdadero es mejor que servir aquí a un rey que considera que le sirvió con traición. No hay lugar seguro para mi nieto en Cornualles. Por eso os suplico, señor, que dejéis que Ralf os sirva ahora para que luego pueda servir al niño. Creo que comprendí vuestras palabras cuando le dijisteis a mi señora: "He visto arder un brillante fuego y en él una corona, y una espada que, como una cruz, descansaba sobre un altar". Ralf durmió hasta el anochecer. Yo había encendido el fuego y preparado caldo. Cuando fui al interior de la cueva, en donde él se hallaba, vi que tenía los ojos abiertos y me observaba. Ahora me reconocía, pero en sus ojos había un temor que no podía comprender. —¿Cómo te encuentras ahora? —Bastante bien. Yo... ¿Es ésta vuestra cueva? ¿Cómo he llegado hasta aquí? ¿Cómo me habéis encontrado? —He ido a la cima de la colina y desde allí he visto cómo te atacaban. Los hombres se han asustado y se han ido, dejándote herido. He bajado y te he traído hasta aquí con el caballo. Así pues, ¿me reconoces ahora? —Os habéis dejado crecer la barba, pero os he reconocido. ¿He hablado antes? No recuerdo nada. Creo que me han golpeado en la cabeza. —Sí, en la cabeza. ¿Te duele? —Un poco, pero es soportable. El costado es lo que más me duele. —Uno de los caballos te ha golpeado, pero no es nada grave. Estarás bien dentro de pocos días. ¿Sabes quiénes eran? —No. —Frunció el entrecejo, reflexionó, pero noté que el esfuerzo le causaba dolor. —Bueno, ya hablaremos más tarde. Ahora come. —El mensaje... —Lo tengo yo. Después... Cuando volví a su lado ya se había terminado el caldo y el pan. Ahora volvía a parecerse un poco a sí mismo. No quiso comer nada más, pero le hice beber un poco de vino y vi que el color volvía a su rostro. Luego acerqué una silla y me senté junto a la cama. —¿Va mejor? —Sí. —Hablaba sin mirarme; observaba sus manos, que jugueteaban nerviosamente con el cobertor; tragó saliva—. Todavía... no os he dado las gracias, mi señor. —¿Por qué? ¿Por haberte recogido y traído hasta aquí? Era la única manera de conocer tus noticias. Al oír eso levantó los ojos y por un instante me di cuenta de que creía que le había dicho la pura verdad. Entonces comprendí qué había en aquella mirada: me tenía miedo. Pensé en aquella noche en Tintagel, en el alegre muchacho que había luchado tan bravamente junto a mí por el rey. Pero, por el momento, alejé aquellos pensamientos de mi mente y dije: —Me has traído las noticias que necesitaba. He leído la carta de tu abuela. ¿Sabes lo que me dice acerca de la reina? —Sí. —¿Y acerca de ti? —Sí.
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Cerró la boca y desvió la mirada. Se le veía hosco, como si lo hubieran atrapado y lo sometieran a un interrogatorio que había decidido no contestar. Parecía que, fueran cuales fuesen los motivos de Marcia al enviarlo hasta mí, él estaba muy lejos de desear ofrecerme sus servicios, por lo que deduje que Marcia no le había dicho nada sobre sus esperanzas para el futuro. —Muy bien, dejemos esto por el momento. Pero parece que alguien, sea quien fuere, quiere hacerte daño. Si los hombres de esta mañana eran algo más que salteadores de caminos, nos ayudaría mucho saber quiénes eran y quién les pagaba. ¿Tienes idea de quiénes pueden ser? —No —balbució con testarudez. —Es algo que me interesa de veras —insistí suavemente—. Es posible que también intenten matarme a mí. Esto le sobresaltó y lo sacó de su mutismo. —¿Por qué? —Si has sido atacado por tu intervención en lo de Tintagel, es presumible que también me ataquen a mí. Si te han atacado por el mensaje que me has traído, quiero saber por qué. Si eran simples ladrones, lo que me parece más probable, deben esconderse por los alrededores y, por lo tanto, debo llevar un mensaje a los soldados de los cuarteles. —Oh, sí, comprendo. —Parecía desconcertado y un poco avergonzado—. Pero es cierto. No sé quiénes eran. Yo... También a mí me interesa saberlo. He intentado pensar durante todo este tiempo, pero no tengo ni idea. No puedo recordar ninguna pista. No llevaban divisas..., por lo menos así me pareció... —Frunció las cejas en un mohín de dolor—. Si las hubieran llevado, las habría visto. —¿Cómo iban vestidos? —Apenas... he podido verlo. Túnicas de cuero, creo, y la cabeza protegida por malla metálica. No llevaban escudos, pero sí espadas y dagas. —Y buenas monturas, por lo que he visto. ¿Los has oído hablar? —No lo recuerdo... Apenas han hablado, sólo un grito o dos. Parecía acento británico, pero no podría decir de qué parte... No sé distinguir los acentos. —¿Recuerdas algo que pueda hacer pensar en hombres del rey? Mis palabras calaron en la herida. El muchacho se puso colorado, pero dijo simplemente: —Nada. Pero ¿sería eso posible? —No me gusta pensarlo, pero los reyes son gente extravagante, mucho más si tienen mala conciencia. Bueno, ¿eran de Cornualles? La sangre había desaparecido de su rostro, que se había vuelto más pálido si cabía, que antes. Su mirada era triste e infeliz. Había dado en la llaga: había adivinado su pensamiento. —¿Queréis decir hombres del duque? —Antes de irme de Dimilioc me dijeron que el rey iba a confirmar al joven Cador como duque de Cornualles. Este hombre, Ralf, no puede albergar buenos sentimientos hacia ti. No se detendrá a considerar que eras el paje de la duquesa y que la servías como te habían ordenado. Este hombre está lleno de odio; podría incluirte en su venganza, y nada podemos reprocharle si lo hace. Parecía algo sorprendido, pero luego, extrañamente, se sintió a gusto ante mi enfoque desapasionado. Al cabo de un rato, intentando no variar de tono, dijo: —Supongo que puede tratarse de hombres de Cador, pero no había nada que lo demostrara. Quizá podré recordar algo. —Hizo una pausa—. Pero si Cador quiere matarme, podría haberlo hecho en Cornualles. —¿Por qué hacerlo aquí? ¿Para seguirme hasta dar con vos? Eso demostraría que también os odia. —Me odia mucho más —le confirmé—. Pero si quería matarme, sabía perfectamente
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dónde encontrarme; todo el mundo lo sabe, y habría venido antes. Me miró vacilante y luego pareció encontrar una explicación para mi aparente ausencia de temor. —Supongo que nadie se atreve a venir hasta aquí por temor a vuestra magia. —Me gustaría que así fuera —convine... No tenía sentido explicarle lo débiles que eran mis defensas—. Bueno, ya basta por ahora. Descansa y mañana te sentirás mucho mejor. ¿Crees que podrás dormir? ¿Te duele mucho? —No —dijo sin mucho convencimiento. El dolor era una debilidad que no quería admitir ante mí. Me levanté y le tomé el pulso. Era fuerte y uniforme. Le solté la muñeca y le aseguré: —Vivirás. Llámame si deseas algo durante la noche. Que descanses. A la mañana siguiente Ralf no recordó nada que pudiera darnos una pista de la identidad de sus atacantes y yo dejé para unos días más tarde las preguntas sobre el contenido de la carta de Marcia. Una tarde, cuando consideré que se encontraba mejor, lo llamé. Había sido un día húmedo y el atardecer había traído consigo una brisa fresca, por lo que encendí el fuego y me senté junto al hogar con mi cena. —Ralf, trae tu plato y ven a comer a mi lado, junto al fuego. Quiero hablar contigo. Vino sumisamente. Había intentado remendar y limpiar sus ropas y ahora, con los cortes y rasguños curados, con el color que había vuelto a su rostro, volvía a parecer el mismo de antes, excepto por la leve cojera provocada por la herida de la cadera que todavía no había sanado del todo. También seguía guardando silencio, y aún se leía en su cara una hosca sombra de cautela. Se acercó cojeando y se sentó donde le señalaba. —Dijiste que sabías lo que me decía tu abuela en la carta, además de las noticias de la reina, ¿verdad? —le pregunté. —Sí. —Entonces, sabes que te envió para que te tomara a mi servicio porque teme el desfavor del rey. ¿Te ha dado el rey motivos para temerlo? Una ligera negación con un movimiento de cabeza. Evitaba mi mirada. —Para temerlo, no. Pero cuando llegó la alarma de que los sajones desembarcaban en la costa sur y yo le pedí que me dejara ir con sus hombres, no quiso llevarme. —Su voz era hosca y furiosa—. Y, sin embargo, se llevó a todos los cornualleses que habían luchado contra él en Dimilioc. Pero a mí, que le había ayudado, me despreció. Miré pensativamente su cabeza gacha, sus mejillas violentamente enrojecidas. Éste, naturalmente, era el motivo de su actitud hacia mí, la razón de su resentimiento y de su rabia. Sólo sabía ver, y era bastante comprensible, que con el servicio que nos prestó a mí y al rey había perdido su lugar al lado de la reina; peor aún, se había ganado el odio de su duque, había sido desdeñado como súbdito cornuallés, alejado de su hogar y obligado a prestar unos servicios que detestaba. Le dije: —Tu abuela me dice pocas cosas; sólo que cree que será mejor para ti que estés fuera de Cornuallés. Acéptalo por el momento: de todas formas, poca cosa puedes hacer mientras tengas la pierna herida. Pero cuéntame, ¿te ha dicho el rey algo relacionado directamente con la noche en que murió Gorlois? Una pausa, tan larga que creí que no me contestaría. Finalmente habló: —Sí. Me dijo que le había servido bien y que..., que me lo agradecía. Me preguntó si quería una recompensa. Yo le dije que no, que el servicio ya era una recompensa en sí. Eso no le gustó. Creo que lo que quería era darme dinero, corresponderme y olvidarse de mí. Entonces me dijo que ya no podía servir más ni a él ni a la reina; que al prestarle mis servicios había traicionado a mi amo, el duque, y que un hombre que traiciona a un amo puede, sin ningún reparo, traicionar a otro. —¿Así que eso es todo? —pregunté. —¿Todo? —Levantó la cabeza con brusquedad; parecía sorprendido y altanero—. ¿Todo? ¿Un insulto como ése? Y además, era mentira, ¡vos lo sabéis! ¡Yo era el paje de
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mi señora, no un hombre del duque Gorlois! ¡Yo no traicioné al duque! —Oh, claro que fue un insulto. No puedes esperar que el rey actúe con la cabeza erguida cuando se siente tan culpable como Judas. Quería descargar la responsabilidad de la traición sobre otros hombros que no fueran los suyos y nos a elegido a ti y a mí. Pero dudo que estuvieras en verdadero peligro a su lado. Ni siquiera una abuela que chochea puede creer realmente que eso sea una amenaza. —¿Quién habla de amenazas? —exclamó Ralf con ardor—. ¡No me he ido porque tuviera miedo! Alguien tenía que traeros el mensaje y ya habéis visto que os lo he entregado. Su tono no era el propio de un criado. Oculté mi diversión y dije apaciblemente: —No agites tus plumas contra mí, gallito, que no pongo en duda tu valor. Y estoy seguro de que el rey tampoco. Y ahora, explícame este desembarco de los sajones. (Dónde fue? ¿Qué ocurrió? Hace más de un mes que no tengo noticias del sur. A continuación habló civilizadamente: —Fue en mayo. Desembarcaron al sur de Vindocladia. Hay allí una bahía profunda a la que llaman Bahía de los Alfareros. He olvidado su verdadero nombre. Bien, está fuera del territorio federado, en Dumnonia, y esto iba contra todos los acuerdos con los federados. Vos debéis conocerlos. Asentí. Es duro tener que recordar ahora, es duro tener que volver los ojos hacia atrás, hasta la época sobre la cual escribo, la época de Úter, porque ahora los hombres apenas recuerdan siquiera la palabra «federados». Los primeros sajones federados fueron los seguidores de Henguist y Horsa, que habían sido llamados por el rey Vortiger como mercenarios para que le ayudaran a establecerse en el trono del que se había apoderado. Cuando terminó la lucha y los verdaderos príncipes Ambrosio y Úter tuvieron que refugiarse en la Pequeña Bretaña, el usurpador Vortiger quiso despedir a sus sajones mercenarios, pero ellos se negaron a marcharse, pidieron un territorio donde establecerse y prometieron, como moradores federados, luchar como aliados de Vortiger. Este, en parte porque les temía y en parte porque veía que podría volver a necesitarlos, les dio las tierras costeras del sur, desde Rutupiae hasta Vindocladia: el territorio llamado la Costa Sajona. En tiempos de los romanos también se había llamado así, porque la mayor parte de los desembarcos sajones se había registrado allí: en tiempo de Úter, el nombre adquirió un significado más real y espantoso. En días claros desde las murallas de Londres se podía ver el humo de los campamentos sajones. Desde aquellas seguras bases y desde similares enclaves del noreste, se sucedieron los ataques cuando mi padre era rey. Mi padre mató a Henguist y a su hermano e hizo retroceder a los invasores hacia el norte, a unos hasta las tierras salvajes más allá de la Muralla de Adriano, y a otros hasta sus antiguas fronteras en donde, de nuevo —pero esta vez a la fuerza—, fueron confinados por un tratado. Pero un tratado con los sajones es como escribir en el agua: Ambrosio, no confiando en que las fronteras prescritas fueran respetadas, hizo construir una muralla para proteger las ricas tierras contiguas a la Costa Sajona. Hasta su muerte, el tratado —o la muralla— las guardó, y durante los primeros tiempos del reinado de Úter tampoco llegaron a ellas abiertamente, a pesar de los ataques dirigidos por Octa, el hijo de Henguist, y Eosa, su pariente. Pero eran unos vecinos poco agradables: proporcionaban una cabeza de playa a cualquier navío errante, y la Costa Sajona fue aumentando más y. más su población, hasta que incluso la Muralla de Ambrosio parecía una débil protección. Y, además, a todo lo largo de las costas del este llegaron invasores procedentes del mar Germánico; algunos devastaban el territorio, se dedicaban al pillaje y volvían a marcharse; otros incendiaban, violaban y se quedaban, después de comprar o arrebatar territorios a los reyes locales. Uno de estos ataques era el que me describía Ralf. —Naturalmente, los federados rompieron el acuerdo. Una nueva flota de guerra, compuesta de treinta barcos, desembarcó en la bahía de los Alfareros, muy al oeste de
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las fronteras, y los federados les dieron la bienvenida y los ayudaron. Establecieron una cabeza de playa cerca de la desembocadura del río y empezaron a avanzar hacia Vindocladia. Creo que llegaron hasta el monte Badón... ¿Qué pasa? Se interrumpió y me miró fijamente. Había sorpresa en su cara, y una sombra de miedo. —Nada —dije—. Creía haber oído algo fuera, pero sólo es el viento. —Por un momento —dijo lentamente— habéis tenido la expresión de aquella noche en Tintagel, cuando dijisteis que el aire estaba lleno de magia. Vuestros ojos se han vuelto extraños, negros y borrosos, como si vierais algo entre el fuego. —Vaciló—. ¿Era una profecía? —No, no he visto nada. Sólo he oído algo que parecía el galope de unos caballos, pero eran los patos salvajes que planean en el viento. Y si era una profecía, ya volverá. Sigamos: me hablabas del monte Badón. —Bien, los sajones no sabían que el rey Úter estaba en Cornualles con todas las fuerzas que había traído para luchar contra el duque Gorlois. Reunió a su ejército y llamó a los dumnonianos para que lo ayudaran. Entonces se lanzaron en pos de los sajones. — Hizo una pausa durante la cual mantuvo los labios fuertemente apretados—. Cador se fue con él. —¿Es cierto? —Yo estaba pensativo—. ¿No te enteraste de lo que ocurrió entre ellos? —Sólo oí que Cador había oído decir que, puesto que no podía defender su parte de Dumnonia él solo, poco le importaba aliarse con el propio diablo mientras consiguiera limpiar la costa de sajones. —Parece un joven muy inteligente. Ralf, enfurecido por el agravio del rey, no me escuchaba. Seguía diciendo: —En realidad, no es que hiciera las paces con Úter... —Sí, es comprensible. —... ¡pero se marchó con él! ¡Y yo no pude! ¡Se lo pedí, y también a mi señora; les supliqué que me dejaran ir, pero él no quiso llevarme! —Bien —dije razonablemente—, es lógico. Se calló súbitamente. Me miró dispuesto a montar de nuevo en cólera. —¿Qué queréis decir? Si me consideráis un traidor... —Tienes la misma edad de Cador, ¿no? Entonces intenta tener su mismo sentido común. Piensa. Si Cador iba a la batalla junto al rey, entonces el rey, por tu bien, no podía llevarte consigo. Úter puede sentir remordimientos de conciencia cuando te tiene delante, pero Cador debe verte como una de las causas de la muerte de su padre. ¿Crees que habría soportado llevarte a su lado, por mucho que necesitara al rey y a sus legiones? ¿Comprendes ahora por qué te han alejado de tu hogar y te han mandado hacia el norte, hasta mí? Permanecía en silencio. Seguí hablándole suavemente: —Lo hecho, hecho está, Ralf. Sólo un niño espera que la vida sea justa; un hombre debe saber cargar con las consecuencias de sus actos. Como nosotros dos, créeme. Así pues, olvida todo esto y acepta la voluntad de los dioses. Tu vida no se ha terminado porque hayas tenido que dejar la corte, ni siquiera porque hayas tenido que irte de Cornualles. Se hizo un largo silencio. Luego el muchacho recogió mi plato y el suyo y se puso en pie. —Sí, ya comprendo. Bien, puesto que por ahora no puedo hacer otra cosa, me quedaré aquí para serviros. Pero no es porque tenga miedo del rey ni porque mi abuela quiera alejarme del camino del duque de Cornualles. Es porque quiero. Y, además —tragó saliva—, tengo en cuenta que os lo debo a vos. Su tono no era ni agradecido ni conciliatorio. Estaba erguido como un soldado, envarado, con los platos fuertemente apretados contra sus costillas.
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—Entonces empieza a pagar tu deuda lavando los platos de la cena —dije en el mismo tono, y cogí un libro. Por un momento se balanceó sobre sus talones, pero yo no dije nada ni lo miré. Entonces, sin más palabras, salió a buscar agua a la fuente. Capítulo V Las heridas y los rasguños curaron rápidamente y el muchacho recuperó de nuevo su actividad, insistiendo en que no necesitaba de mis cuidados. La herida de la cadera, sin embargo, le daba algunas molestias y le hizo cojear durante unas dos semanas. Al «elegir» quedarse conmigo, Ralf había elegido lo mejor de un mal oficio puesto que, en parte debido a sus heridas y en parte a la pérdida de su caballo, se hallaba atado a la cueva. No obstante, me servía bien y empezaba a dominar el resentimiento que todavía experimentaba contra mí y su nueva situación. Seguía silencioso, pero esto me gustaba, pues me permitía dedicarme tranquilamente a mis asuntos; entretanto, poco a poco Ralf se fue acostumbrando a mis maneras y nos llevábamos bastante bien. Pensara lo que pensase de mi alojamiento y mis pertenencias, sea cual fuere su opinión acerca de las tareas domésticas que hacíamos entre los dos, siempre dejaba claro que era un paje al servicio de un príncipe. Sin darme cuenta, a medida que pasaban los días, me sentía aliviado de los molestos trabajos que había empezado a considerar obligados. De nuevo tenía tiempo libre para estudiar, para ampliar mi almacén de medicinas e incluso para tocar un poco de música. Al principio me parecía extraño despertarme por la noche y oír la respiración pausada del muchacho al otro lado de la cueva, pero luego empezó a parecerme reconfortante. Al cabo de un tiempo noté que dormía mejor: a medida que desaparecieron las pesadillas, la fuerza y la serenidad volvieron a mi espíritu; y si el poder todavía se negaba a volver, ya no me desesperaba por su regreso. En cuanto a Ralf, si bien yo notaba que seguía odiando su exilio —al cual, naturalmente, no veía un final claro—, no abandonaba nunca su cortesía, y a medida que el tiempo pasaba parecía aceptar su destierro con más gracia, e incluso perder u ocultar su infelicidad tras una especie de alegría. Fueron pasando las semanas y los campos del valle amarillearon preparando la cosecha. Finalmente, llegó el mensaje desde Tintagel. Un atardecer de agosto, cuando empezaba a oscurecer, un mensajero subió cabalgando desde el valle. Ralf no estaba conmigo; lo había mandado al otro lado de la colina, hasta la cabaña en donde Abba, el pastor, vivía durante el verano. Había estado tratando a Bann, el hijo de Abba, que era retrasado y había ingerido alimento envenenado; el niño ya estaba casi curado, pero todavía necesitaba medicinas. Salí al encuentro del mensajero. Había desmontado al pie de la ladera y estaba trepando hasta el terraplén. Era un hombre joven, apuesto y vivaz, y su caballo iba fresco. De ello deduje que el mensaje no era urgente. El mensajero se había tomado su tiempo para venir. Vi que de una sola y rápida mirada calibraba mi andrajoso vestido y mi manto raído, pero se quitó el gorro y puso una rodilla en tierra. Me pregunté si aquel saludo iba dirigido al encantador o al hijo del rey. —Príncipe Merlín. —Bienvenido seas —dije—. ¿De Tintagel? —Sí, de parte de la reina. —Me lanzó una rápida mirada—. Mi viaje es privado, sin el conocimiento del rey. —Así lo he supuesto, pues de lo contrario llevarías su divisa. Levántate, hombre. La hierba está húmeda. ¿Ya has cenado? Pareció sorprendido. No era así como los príncipes reciben a sus mensajeros.
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—No, pero he encargado la cena en la posada. —Entonces no te retendré. No dudo de que la posada será un lugar mejor para ti que esta cueva. Bueno, ¿qué noticia traes? ¿Te ha dado una carta la reina? —No, sólo el mensaje de que desea veros. —¿Ahora? —pregunté sorprendido—. ¿Se encuentra mal la reina o el hijo que lleva en su seno? —No. Los doctores y las comadronas dicen que todo va bien. Pero... —prosiguió con la vista baja—, parece que la reina tiene algo en mente que la hace desear hablar con vos. Tan pronto como sea posible, ha dicho. —Comprendo —dije, y luego, con una voz tan cuidadosamente neutral como la suya, pregunté—: ¿Dónde está el rey? —El rey proyecta dejar Tintagel en la segunda semana de septiembre. —Ah, pues en cualquier momento a partir de entonces me será «posible» ver a la reina. Esto fue mucho más franco de lo que él esperaba. Me lanzó una mirada y luego volvió a bajar la vista. —La reina tendrá el placer de recibiros entonces. Me ha encargado que haga los arreglos que consideréis necesarios. Comprenderéis que no es posible que os reciba abiertamente en el castillo de Tintagel. Debéis saber —agregó en un rapto de franqueza— que en Cornualles no hay una sola mano que no esté contra vos. Será mejor que acudáis disfrazado. —Por lo que puedes ver —dije, señalando mi barba—, ya voy medio disfrazado. No te preocupes, hombre, lo comprendo: seré discreto. Pero debes decirme más. ¿No ha dado la reina razones para esta cita? —Ninguna, príncipe Merlín. —¿Y tú no has oído nada, ninguna habladuría de las mujeres o algo por el estilo? Sacudió la cabeza y luego, mirándome directamente, añadió con rapidez: —Mi señor, la reina tenía prisa. No es que ella lo dijera, pero creo que debe tratarse del hijo; ¿qué otra cosa puede ser, si no? —Entonces iré. —Creo que se asombró de mi actitud; cuando levantó los ojos, proseguí secamente—: Bueno, ¿qué esperabas? No soy un hombre de la reina, ni tampoco del rey; por lo tanto, no debes extrañarte. —¿De quién sois, entonces? —De mí mismo y de Dios. Pero tú puedes regresar y decir a la reina que iré. ¿Qué arreglos has hecho para mí? Ahora el hombre volvía a encontrarse en su propio terreno. —Hay una pequeña posada en un vado del río Camel, en el valle que está a cinco millas aproximadamente de Tintagel. Esta posada es de un hombre llamado Caw. Es cornuallés, pero su esposa Maeve era una de las damas de la reina, y él es hombre de confianza. Podéis ir allí sin temor: os esperarán. Podéis mandar mensajes a Tintagel, si queréis, por mediación de uno de los hijos de Maeve... No es recomendable que os acerquéis al castillo hasta que la reina os mande llamar. En cuanto al viaje, el tiempo suele ser bueno hasta mediados de septiembre y el mar está generalmente tranquilo... —Si piensas aconsejarme que es mejor ir por mar, gastas en vano tu aliento —dije—. ¿No te han dicho nunca que los magos no pueden cruzar el mar? Por lo menos, no pueden hacerlo cómodamente. Deberías haberte sentido alguna vez mareado como yo cuando crucé el río Severn con la balsa... No, iré por tierra. —Pero la carretera principal pasa por delante de los cuarteles de Carlión y os podrían reconocer. Y, además, el puente de Glevum está guardado por las tropas del rey. —Muy bien, tendré que cruzar el río, pero lo haré por un lugar estrecho. Sabía que el mensajero tenía razón. Ir por carretera principal pasando por Carlión y luego cruzar el puente de Glevum, incluso sin el peligro de ser descubierto por las tropas
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de Úter, retrasaría mi viaje durante varios días. —Evitaré el camino militar —dije—. Hay un buen sendero a lo largo de la costa, a través de Nidum. Iré por allí, si es que puedes dejarme una barca en la desembocadura del río Ely. —Muy bien. Así se arregló todo. Cruzaría el Ely y llegaría a la desembocadura del Uxella, en el territorio de Dumnonia, y desde allí seguiría la ruta suroeste por caminos secundarios y evitando los principales, en los que correría el peligro de caer en manos de las tropas de Úter o de Cador. —¿Conocéis el camino? —me preguntó—. En la última etapa, naturalmente, Ralf puede guiaros. —Ralf no vendrá conmigo, pero sabré encontrarlo, He estado anteriormente en ese territorio y lo recuerdo bastante bien. —Puedo prepararos caballos... —Es mejor que no. Hemos quedado en que será preferible que vaya disfrazado, ¿no? Utilizaré un disfraz que otras veces me ha servido. Seré un doctor ambulante. Un individuo tan humilde no suele repostar caballos en sus viajes. No tengas cuidado, sabré cuidarme y, cuando la reina desee verme, estaré allí. Quedó satisfecho y permaneció un rato más conmigo, contestando mis preguntas y dándome las últimas noticias. La breve expedición del rey contra los invasores costeros había sido coronada por el éxito y los recién llegados habían tenido que retroceder hasta más allá de las fronteras de los sajones federados del oeste. Por el momento, las cosas permanecían tranquilas en el sur. Desde el norte habían llegado rumores de duras luchas, en donde los invasores anglos, procedentes de Germania, habían cruzado la costa cerca del río Alaunus, en el territorio de Votadini. Este territorio es el que nosotros, los de Dyfed, llamamos Manau Guotodin y de allí vino el gran rey Cunedda hace un siglo, invitado por el emperador Máximo, para expulsar a los irlandeses del norte de Gales, y se instaló como aliado de las águilas imperiales. Éstos fueron, supongo, los primeros «federados»; una vez expulsados los irlandeses, permanecieron en el norte de Gales, territorio que denominaron Gwynedd y que ahora estaba en poder de un descendiente de Cunedda, Maelgon, un rey duro y buen guerrero que cuidaría del legado del gran Máximo. Otro descendiente de Cunedda reinaba en Votadini; un joven rey, Lot, tan fiero y buen luchador como Maelgon. Su fortaleza se encontraba cerca de la costa sur de Caer Eidyn, en el centro de su reino de Lothian, o Leonís. Fue él quien se enfrentó a los anglos en su último ataque y los venció. Ambrosio le había dado el mando con la esperanza de que los reyes del norte —Gwalawg de Elmet, Urién de Gorre, los jefes de Strathclyde y el rey Coel de Rheged— formaran una poderosa muralla en el norte y en el este. Pero Lot, según se decía, era ambicioso y pendenciero; y Strathclyde ya había engendrado nueve hijos (que luchaban como toros jóvenes, cada uno por su parte de territorio) y seguramente vendrían otros más. Urién de Gorre se había casado con la hermana de Lot y era un individuo templado, pero estaba, según se decía, demasiado; la sombra de Lot. El más fuerte de todos ellos seguí; siendo (como en tiempos de mi padre) Coel de Rheged, que dominaba despóticamente a todos los jefes y condes de su reino, los cuales se mantenían fieles contra la menor traición a su alta soberanía. Ahora, me dijo el mensajero de la reina, el rey de Rheged, junto con Antor de Galava y Ban de Benoic se había unido a Lot y a Urién para pacificar el norte, y por el momento lo conseguían. En conjunto, las noticias eran alentadoras. La cosecha había sido buena en todas partes, por lo que el hambre no impulsaría a lo; sajones antes de que el invierno cerrara las rutas marítimas. Tendríamos paz por una temporada, el tiempo suficiente para que Úter apaciguara cualquier intranquilidad causada por la pelea con los cornualleses y por su reciente desposorio, para ratificar las alianzas come había hecho Ambrosio y para fortalecer y aumentar si sistema de defensa.
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Al final el mensajero se dispuso a partir. No escribí ninguna carta, pero mandé noticias de Ralf a su abuela y un mensaje de obediencia a la reina, con el agradecimiento por el dinero que me había mandado por mediación del mensajero para hacer frente a los gastos de mi viaje. Luego el joven cabalgó rápidamente por el valle hacia la buena compañía y mejor cena que le aguardaba; en la posada. A mí me quedaba la tarea de explicar a Ralf aquella visita. Fue más difícil de lo que había esperado. Su rostro se iluminó cuando le dije que había venido un mensajero y pareció muy decepcionado al ver que ya se había ido. Recibió con impaciencia los mensajes de si abuela, pero me abrumó a preguntas acerca de la lucha al sur de Vindocladia. Escuchaba con tal ardor todo cuanto le expliqué, así como las últimas noticias, que era obvio que su forzada inacción en Maridunum lo irritaba mucho más de lo que demostraba. Cuando llegué al encargo que me mandaba la reina, se mostró más animado de lo que le había visto desde que llegó a mi lado. —¿Cuánto tardaremos en marchar? —Yo no he dicho que nos iremos. Partiré solo. —¿Solo? —Fue como si le hubiera golpeado; la sangre se agolpó bajo la fina piel de su rostro y permaneció mirándome fijamente con la boca abierta—. No podéis hacerme esto. No podéis —insistió, con voz sofocada. —No soy arbitrario, créeme. Me gustaría llevarte conmigo, pero debes comprender que es imposible. —¿Por qué? Sabéis que todas vuestras cosas estarán perfectamente a salvo aquí; en cualquier caso, habéis abandonado el lugar en otra ocasión. Y no podéis viajar solo. ¿Cómo os las arreglaréis? —Mi querido Ralf, lo he hecho otras veces. —Quizá sí, pero no podéis negar que os he servido bien desde que estoy aquí. Entonces, ¿por qué no me lleváis con vos? ¡No podéis iros a Tintagel, con la de cosas que están ocurriendo, y dejarme aquí! Os advierto... —Tomó aliento; sus ojos centelleaban y toda su cortesía se había derrumbado—. ¡Os advierto, amo, que no me encontraréis aquí cuando regreséis! Esperé a que bajara la vista y luego dije con calma: —Ten más sentido, muchacho. Estoy seguro de que comprendes que no puedes venir conmigo. La situación no ha cambiado mucho desde que te fuiste de Cornualles. ¿Sabes que ocurriría si algún hombre de Cador te reconociera? ¡Y todo el mundo te conoce en los alrededores de Tintagel! Te verían y la noticia correría como el viento. —Ya lo sé. ¿Creéis todavía que tengo miedo de Cador? ¿O del rey? —No, pero sería estúpido correr hacia el peligro cuando no es necesario. Y, ciertamente, el mensajero creía que todavía hay peligro. —¿Y qué pasará con vos? ¿Acaso no hay también peligro para vos? —Es posible. Tendré que disfrazarme. ¿Por qué crees que me he dejado crecer la barba durante todo este tiempo? —No lo sé. Nunca se me ocurrió pensarlo. ¿Queréis decir que esperabais que la reina os mandara llamar? —No esperaba la llamada de la reina, lo admito —dije—. Pero sabía que, por Navidad, cuando nazca el niño, tendría que estar allí. Me miró fijamente y preguntó: —¿Porqué? Lo contemplé durante unos instantes. Estaba de pie junto a la entrada de la cueva, a contraluz, tal como había llegado de su paseo por la colina hasta la cabaña del pastor. Todavía tenía en las manos la cesta de mimbre, en la que había llevado los emplastos, que ahora contenía un atado de tela limpia. La esposa del pastor, que vivía en el otro valle, le mandaba pan semanalmente, parte del cual Abba me enviaba a mí. Observé que los dedos del muchacho blanqueaban en el asa del cesto, tan fuertemente la asía. Estaba
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tenso, tan furioso y desencajado como un perro atado. Estoy seguro de que en aquella actitud había algo más que añoranza del hogar o contrariedad por perderse una aventura. —Deja el cesto en el suelo, por Dios —le dije—, y entra. Así está mejor. Ahora siéntate. Es hora de que tú y yo hablemos. Cuando acepté tus servicios no lo hice porque deseara que alguien se encargara de la comida y trajera los presentes de la esposa de Abba. Incluso estando contento con la vida que llevo aquí, en Bryn Myrddin, no soy tan tonto como para pensar que puede gustarte también a ti... Ni siquiera pienso que pudiera llegar a gustarte con el tiempo. Estamos esperando, Ralf, nada más. Estamos lejos del peligro, hemos curado nuestras heridas y ahora sólo nos queda esperar. —¿El alumbramiento de la reina? ¿Por qué? —Porque tan pronto como nazca el hijo de la reina me será entregado para que lo cuide. Permaneció en silencio durante todo un minuto antes de decir, con voz entrecortada: —¿Lo sabe mi abuela? —Creo que sospecha que el futuro del niño está vinculado a mí. Cuando hablé con el rey por última vez, aquella noche en Tintagel, me dijo que no quería saber nada del hijo que nacería. Creo que por eso es por lo que la reina me manda llamar. —Pero... no querer saber nada de su primogénito... ¿Queréis decir que lo alejará de sí? ¿Estará de acuerdo la reina? Un bebé... Seguramente nunca os lo dejarán. ¿Cómo podéis cuidar de él? ¿Y cómo sabéis que será un niño? —Porque aquella noche en Tintagel tuve una visión, Ralf. Después de que nos dejaste pasar por el cuarto de al lado del postigo, mientras el rey estaba con Ygerne y Ulfino montaba guardia fuera de la habitación, tú te fuiste con el portero a jugar a los dados en el postigo. ¿Te acuerdas? —¿Cómo podría olvidarlo? Pensé que aquella noche no iba a terminar nunca. No le dije que todavía no había terminado. Sonreí. —Creo que yo también sentí lo mismo mientras esperaba solo en la sala de guardia. Entonces fue cuando vi con toda claridad por qué Dios me había empujado a actuar como lo había hecho; vi con toda seguridad que mis profecías habían sido ciertas. Oí un ruido en la escalera y salí de la sala de guardia. Desde el rellano vi a Marcia, tu abuela, que bajaba los peldaños hacia mí desde la habitación de la reina. Llevaba un niño en brazos. Y aunque estábamos en marzo, sentí el frío del invierno. Luego vi los escalones y las sombras a través de su cuerpo: entonces comprendí que se trataba de una visión. Puso al niño en mis brazos y dijo: «Cuida de él.» Lloraba. Entonces se desvaneció y el frío invernal se fue con ella. Pero era una imagen real, Ralf. Por Navidad tengo que estar allí, esperando, y Marcia me entregará al hijo de la reina para que lo cuide. El muchacho permaneció silencioso durante largo rato. Parecía impresionado por la visión. Luego, prosaicamente, preguntó: —¿Y yo? ¿Qué tengo que ver yo con todo eso? ¿Por eso me dijo mi abuela que permaneciera a vuestro servicio? —Sí. No veía futuro para ti cerca del rey. Por lo tanto, se aseguró de que estuvieras cerca de su hijo. —¿Un bebé? —Su voz sonaba a desconcierto, a miedo y no parecía en absoluto halagado—. ¿Queréis decir que si el rey no acepta al niño vos os haréis cargo de él? No lo entiendo... Oh, comprendo por qué mi abuela se preocupa por eso, y también por qué lo hacéis vos, ¡pero no veo por qué también tenéis que mezclarme a mí! ¿Qué clase de futuro cree mi abuela que puedo encontrar corriendo tras el bastardo de un rey al que no quieren reconocer? —No será el bastardo de un rey —repliqué—, sino un rey. Se hizo el silencio en el cual sólo se oía el chisporroteo del fuego. No había hablado con poder, sino con la completa certeza del saber. Ralf me miraba con la boca abierta, completamente turbado.
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—Ralf —dije—, viniste a mí a regañadientes y te quedaste por deber. Me has servido tan bien y tan fielmente como has sabido. Tú no formabas parte de mi visión, y no sé si tu llegada aquí o las heridas que te han traído hasta mí forman parte de los planes divinos. No he recibido mensajes de los dioses desde que Gorlois murió. Pero después de estas últimas semanas, sé perfectamente que no elegiría a otro para que me ayudara. Y no con la clase de servicios que me has prestado hasta ahora: cuando llegue el invierno no necesitaré a un paje, sino a un guerrero que sea leal, no a mí ni a la reina, sino al próximo gran rey. Estaba pálido y parpadeaba. —No sabía... Pensaba... Yo creía... —¿Que sufrías una especie de exilio? En cierto sentido, ambos lo sufrimos. Ya te he dicho que era un tiempo de espera. —Miré mis manos; fuera de la cueva había oscurecido; el sol se había puesto y las sombras se apoderaban de todo—. Tampoco sé lo que nos espera, excepto peligro, pérdidas y traiciones. Y al final de todo un poco de gloria. Permanecía sentado sin moverse. Entonces alejé mis pensamientos y le sonreí. —¿Aceptarás ahora que no dudo de tu valor? —Sí. Siento haber hablado así. No lo comprendía. —Vaciló, se mordió los labios y después tomó una decisión—. ¿De verdad no sabéis por qué os llama la reina? —No. Se inclinó hacia delante y rodeó sus rodillas con las manos. —Pero puesto que sabéis que la visión del nacimiento es una realidad, ¿también sabéis que esta vez iréis a Cornualles y volveréis sano y salvo? —Supongo que sí. —Entonces, si vuestra magia es siempre cierta, ¿no puede ser que hagáis el viaje a salvo porque yo os acompañe? Reí. —Supongo que no admitir la derrota es una buena cualidad en un luchador. Pero debes comprender que si te llevo conmigo será correr dos riesgos en lugar de uno. El hecho de que mis huesos me digan que no me pasará nada no quiere decir que a ti te ocurra lo mismo. —Si vos os disfrazáis, también puedo disfrazarme yo. Si decís que debemos ir como pordioseros y dormir en las cuevas... Si el peligro... —Tragó saliva y entonces pareció mucho más joven de lo que era—. ¿Qué os importa si corro un riesgo? Vos estaréis a salvo, ya lo habéis dicho. Por lo tanto, si me lleváis, eso no puede haceros ningún mal... Y eso es todo. ¿No me dejaréis que elija mis propios riesgos? Por favor. Su voz fue enmudeciendo. De nuevo reinó el silencio; sólo se oía el chisporroteo del fuego. Tiempo atrás, pensé no sin amargura, me bastaba con mirar las llamas para encontrar en ellas una respuesta. ¿Estaría Ralf a salvo? ¿O tendría que cargar yo con el peso de otra muerte? Pero lo único que el fuego me mostró fue a un muchacho que necesitaba ganar la virilidad. Úter se la había negado. Yo no podía cargar mi conciencia con el mismo peso. Finalmente, dije como una sentencia: —En una ocasión te dije que los hombres deben aceptar la responsabilidad de sus propios actos. Supongo que eso quiere decir que no tengo derecho a detenerte. Muy bien, puedes venir... No, no me des las gracias. Espera a que estemos de regreso: será un duro viaje y antes de partir tendrás que hacer muchas cosas que no te gustarán. —Estoy dispuesto —dijo con fuerza y riendo; estaba radiante, excitado, y en su rostro había la alegría que yo recordaba—. Pero no me habíais dicho que me enseñaríais magia. —Y no lo haré. Pero tendré que enseñarte un poco de medicina, tanto si quieres como si no. Yo seré un médico ambulante, que es un buen pasaporte por doquier y, además, podré hacer el viaje sin gastar el oro de la reina y sin que se me hagan preguntas al
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respecto. Así pues, tú serás mi asistente y esto quiere decir que debes mezclar como es debido ungüentos y bálsamos. —Bueno, si es necesario... ¡Pero Dios asista a los pacientes! No sé distinguir una hierba de otra. —No temas, no te dejaré tocarlas. Yo seleccionaré las hierbas; tú las prepararás. —Y si alguno de los hombres de Cador da señales de reconocernos, probaremos mis propios ungüentos en él —dijo jubiloso—. Será fácil hablar de encantamientos: el asistente del doctor ambulante los dejará ciegos de un golpe. Capítulo VI Llegamos a la posada de Camelford dos días antes de la mitad de septiembre. El valle del Camel es tortuoso, con declives escalonados cubiertos de árboles. Durante la última etapa del viaje, seguimos el sendero que corre a la orilla del agua. Los árboles crecían muy juntos y eran abundantes; el sendero por donde cabalgábamos estaba tan alfombrado de musgo y pequeños helechos que los cascos de nuestros caballos no hacían ruido alguno. Junto a nosotros, el río se abría paso, serpenteante, a través de rocas graníticas que centelleaban al sol. A nuestro alrededor y sobre nuestras cabezas, las densas ramas de robles y hayas amarilleaban, las bellotas crujían entre las hojas muertas, al paso de nuestros caballos. Las nueces maduraban entre las frondas; los sauces arrastraban sus hojas ambarinas en los vados y por doquier que el sol consiguiera pasar a través de la vegetación, centelleaba en las telarañas de otoño cubiertas de polvo y resplandecientes, combadas por el rocío. Nuestro viaje transcurrió sin novedad. Una vez al sur del Severn y fuera del peligro de ser reconocidos, habíamos cabalgado con toda tranquilidad por agradables parajes. El tiempo, como sucede a menudo en septiembre, era cálido y luminoso, con un aire vigorizante que hacía placentero el cabalgar. Ralf había estado de muy buen humor durante todo el camino, a pesar de sus pobres ropas, de su poco vistoso caballo (comprado con parte del oro de la reina) y del trabajo que había tenido para preparar los lavados y ungüentos, con los cuales habíamos pagado de sobras nuestro viaje. Sólo una vez fuimos interrogados por una tropa de soldados del rey, que nos encontró junto a la Punta de Hércules. Úter conservaba allí el viejo campamento romano con fuerte guarnición. Por desgracia nos cruzamos con un grupo de exploradores que se dirigían a su hogar por el sendero pantanoso que nosotros seguíamos. Nos llevaron al campamento, donde nos interrogaron, si bien parecía simplemente una cuestión de forma. En efecto, después de un somero vistazo a mi equipaje, dieron por buena mi historia. Seguimos nuestro camino con nuestras botas llenas de vino y con una moneda de cobre que uno de los soldados me dio: nos siguió fuera del campamento y me pidió un tarro de ungüento. La vigilancia de aquellos hombres me pareció interesante y me habría gustado saber más sobre el estado de las cosas en el norte, pero tendría que esperar. Hacer preguntas en aquel lugar hubiera atraído una atención que yo no deseaba. Sin duda, me enteraría de lo que quería saber por la propia reina. —¿Has visto a alguien conocido? —pregunté a Ralf cuando nos alejábamos de las murallas del campamento. —No, ¿y vos? —El oficial. Me lo encontré en otra ocasión, hace unos pocos años. Se llama Piscus. Pero no me ha reconocido. —Ni yo mismo os reconocería —dijo Ralf—. Y no es sólo la barba. Es la manera de caminar, la voz, todo. Es como aquella noche en Tintagel, cuando ibais disfrazado corno si fuerais el capitán del duque. Lo conocía de toda mi vida y hubiera jurado que se trataba
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de él. No es de extrañar que la gente hable de magia. Incluso pienso que también yo soy mago. —Esto es más fácil que la magia. Si demuestras saber un oficio o tener una habilidad, los hombres están más pendientes de ello que de fijarse en ti. En efecto, me había preocupado muy poco con mi disfraz. Había comprado una capa nueva, marrón, con una capucha para cubrirme la cabeza. Y hablaba céltico con acento de la Pequeña Bretaña. Es una lengua muy similar al cornuallés y la comprendían por todos los lugares que teníamos que cruzar. Esto, unido a la barba y a mi indumentaria de humilde artesano, me evitaba ser reconocido por nadie que no me conociera ya íntimamente. Nada me habría separado del broche que mi padre me había dado, con su real emblema del Dragón Rojo sobre oro, pero lo llevaba en la parte interior de mi túnica. Además, había amenazado a Ralf con todos los maleficios de los Nueve Libros de Magia si me llamaba «príncipe» o «mi señor», incluso en privado. Llegamos a Camelford hacia el anochecer. La posada era un pequeño local de adobe construido en donde la carretera de la costa baja hacia el vado. Se levantaba en lo alto de la ribera a salvo de las crecidas. Ralf y yo, acercándonos por el sendero que bordeaba el río, llegamos por la parte de atrás. Parecía un lugar agradable y limpio. Las piedras tenían una capa de color ocre, el color de las ricas tierras de los alrededores, y un buen montón de aves de corral bien cebadas picoteaban entre las pajas al borde de un patio bien barrido. Un perro atado dormitaba a la sombra de un moral cargado de frutos. Había también un montón de leños para el fuego cuidadosamente apilados contra la cuadra, y el estercolero estaba a rebosar. Afortunadamente, la esposa del posadero se hallaba en el patio con una sirvienta recogiendo la colada que había tendido a secar sobre los arbustos. Cuando nos acercamos el perro se levantó y se puso a ladrar, tirando de la cadena con toda sus fuerzas. La mujer se enderezó, se protegió los ojos de la luz y nos contempló. Era una mujer joven, robusta y de apariencia agradable. Tenía los ojos frescos de un brillante color azul. Sus dientes cariados y su figura regordeta hacían pensar en el gusto por la buenas comidas, y sus vivaces ojos azules hablaban, todavía más claramente, de otros placeres. Se fijaron primero en Ralf que se me había adelantado y lo valoraron como buen mozo, pero todavía demasiado joven. Luego, más esperanzadamente, me contemplaron a mí, para desdeñarme como menos apto aún y, con seguridad, como demasiado pobre para pagar mis propios placeres. Luego, al volver la mirada de nuevo hacia Ralf comprendí que lo reconocía. La mujer se puso rígida y desvió rápidamente la vista hacia mí. Su boca seguía abierta y, en un momento de ansiedad, pensé que me iba a hacer una reverencia. Afortunadamente, recobró el dominio de sí misma. Con una palabra mandó a la sirvienta dentro de la casa con los brazos llenos de ropa; un agudo silbido hizo callar al perro, que se retiró, con las orejas gachas y gruñendo, a la sombra del moral. Luego nos dio la bienvenida. Sonreía ampliamente y sus ojos parecían excitados y curiosos. —Vos sois el doctor, ¿verdad? Detuvimos nuestros caballos entre el polvo del patio. —En efecto, señora. Mi nombre es Emrys y éste es mi ayudante Ban. —Os esperábamos. Tenéis las camas preparadas. —Luego añadió, bajando la voz al tiempo que se acercaba a mi caballo—: Sed bienvenido, mi señor, y Ralf también. Ha crecido mucho desde la última vez que lo vi. ¿Entráis, mi señor? Desmonté y le di las riendas a Ralf. —Gracias. Es agradable estar aquí; los dos estamos rendidos. Ralf cuidará de los caballos. Ahora, antes de entrar, Maeve, dame noticias de Tintagel. ¿Está bien la reina? —Sí, señor, benditos sean todos los santos. Estoy segura de que no tendréis ningún problema. —¿Y el rey? ¿Sigue en Tintagel?
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—Sí, pero dicen que un día de estos emprenderá la salida. No tendréis que esperar mucho tiempo, pero estáis más a salvo aquí que en cualquier otro lugar de Cornualles. Hay mucho movimiento de tropas; podréis oírlas en esta carretera a una milla de distancia. Y no os preocupéis por Caw... Es mi marido. Es un hombre del duque, pero no haría nada que pudiera herir a mi señora y, además, siempre hace lo que yo le digo. A veces, no siempre; hay algunas cosas que no hace tan a menudo como yo desearía — añadió, lanzando una cantarina carcajada. Ralf hacía muecas mientras se alejaba con los caballos. Y Maeve, hablando sin parar sobre camas y cena, jugueteando con su mirada joven, me guió al interior de la posada a través de la puerta trasera. Cuando más tarde vi a su marido, comprendí que no había por qué temer por su discreción. Era un hombre seco y envarado, mudo como una ostra. Entró cuando nos disponíamos a cenar, miró a Ralf, me saludó con la cabeza y luego empezó a servir vino sin decir una palabra. Su esposa —y todos los clientes— lo trataban con la misma amabilidad ruda y franca. Él servía sin bullicio y nos hospedaba cómodamente. Era la mejor casa de su clase que había visto en mi vida y la comida era excelente. Incomprensiblemente, la posada estaba siempre llena, pero había poco peligro de que nos reconocieran. Mi caracterización de curandero ambulante era no sólo mi pasaporte para ser aceptado entre la gente, sino que nos daba a Ralf y a mí la posibilidad de pasearnos por los alrededores. Cada día, por la mañana, cogíamos comida y vino, nos encaminábamos por las tierras profundas y densamente pobladas de vegetación que constituían el valle del Camel y subíamos a un altozano que se elevaba entre Camelford y el mar. Ralf conocía todos los caminos. Generalmente, nos separábamos y cada uno elegíamos un lugar oculto desde el cual vigilar los dos caminos que Úter y sus hombres tendrían que tomar al salir de Tintagel. Tendría que girar al noreste por la costa para ir a Dimilioc y al campamento cercano a la Punta de Hércules, o —si es que iba directamente a Winchester o a los lugares en lucha de la Costa Sajona— tendría que seguir los senderos del valle a través de Camelford y, desde allí, ir noreste arriba por la vía militar que corre a lo largo de la cordillera de Dumnonia. Aquí, en las alturas barridas por el viento, el bosque se aclara, y más allá hay grandes trechos pantanosos, traidores a causa del barro y presididos por extrañas colinas de piedra. La antigua calzada romana, en pésimo estado en este salvaje territorio, pero todavía practicable, pasa por Isca y se adentra en las tierras más amables que se extienden detrás de la Muralla de Ambrosio. Suponía que Úter tomaría este último camino y deseaba ver quién iba con él. Ralf y yo habíamos convenido en que yo buscaba plantas medicinales y, en efecto, cada noche regresaba con él a la posada cargado con un cesto lleno de raíces y bayas, de las que no crecían en mi colina y que me alegraba de haber encontrado. Afortunadamente, el tiempo seguía siendo bueno y nadie se extrañaba al vernos marchar cada día. Bastante contentos estaban con tener a un doctor entre ellos que cada noche trataba a quien se le acercaba y no solicitaba más de lo que cada uno podía pagar. Los días pasaban, serenos y tranquilos, mientras esperábamos que el rey se fuera y la reina nos mandara llamar. Pasó una semana antes de que el rey se fuera de Tintagel. Tomó el camino que yo suponía y allí estaba yo, vigilando. Es un lugar en donde el sendero que va de Tintagel a Camelford corre recto a lo largo de un cuarto de milla a los pies de una pendiente llena de vegetación. En su mayor parte, la vegetación es demasiado densa para penetrarla, pero en la linde del bosque hay lugares abiertos al sol en donde las grietas del suelo se llenan de helechos y cardos, y los zarzales crecen por encima de las piedras. Los endrinos son altos, centelleantes de frutas, algunas todavía verdes, pero la mayoría ya maduras, negras con matices azulados de madurez. Con estas endrinas se puede hacer un extracto que resulta milagroso para el flujo de los intestinos: uno de los hijos de Maeve padecía esta enfermedad y yo le había
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prometido un brebaje para esa noche. No se necesitaba más que un puñado, pero estaban en su punto de madurez y resultaban tentadoras a la vista. Si las endrinas se aplastan y se mezclan con una especie de vino de enebro, resulta una bebida buena, rica, astringente y poderosa. Se lo había contado a Maeve y deseaba probar dicha bebida. Tenía el zurrón ya casi lleno cuando oí, como un trueno sordo en la distancia, caballos que venían con trote regular por el sendero que corría por debajo de donde yo me hallaba. Rápidamente me oculté entre la maleza y observé desde mi escondite. Pronto la cabeza de la columna estuvo a la vista. Luego, en medio del polvo levantado por la comitiva, se oyó el golpeteo de los caballos y el crujido de las mallas, y vi el colorido destello de los penachos cuando pasaron a los pies del declive. Un millar de hombres, quizá más. Yo permanecí quieto como la roca a la sombra de los árboles, mientras los veía pasar. Una larga fila de jinetes seguía al rey y detrás de éste, a su izquierda, el portador de su estandarte llevaba el Dragón Rojo. Se distinguían otros colores entre el polvo, pero no había viento y las banderas no se movían; a pesar de forzar la vista hasta el máximo, no podía estar seguro de lo que había visto. Tampoco vi al que esperaba, a pesar de que probablemente debía de estar allí. Esperé hasta que el último jinete desapareció, a trote lento, en un recodo del camino. Entonces me dirigí al lugar en donde nos teníamos que reunir Ralf y yo. Le encontré a medio camino, jadeante: —¿Los habéis visto? —Sí. ¿Dónde estabas? Te había mandado que vigilaras el otro camino. —Y lo hacía. No había nada que vigilar allí, nada se movía. Cuando me dirigía a vuestro encuentro los he oído y me he puesto a correr. Casi me los pierdo... Sólo he podido ver el final de la columna. Era el rey, ¿verdad? —Lo era. Ralf, ¿has podido reconocer las divisas? ¿Has visto a alguien que conocieras? —He visto a Brychan y a Cynfelin, pero no he reconocido a nadie más de Dyfnaint. Los hombres de Garlot también estaban, y Cernyw, creo. He creído reconocer a otros, pero había demasiado polvo para estar seguro. Ya habían doblado por aquel recodo antes de que los hubiera podido ver bien. —¿Y Cador? —Lo siento, príncipe, no lo he visto. —No importa. Si los otros eran cornualleses, puedes esta seguro de que él también estaba. Sin duda, en la posada lo sabrán. Ah, ¿ya has olvidado que no debes llamarme «príncipe», aun cuando estemos a solas? —Lo siento..., Emrys; ¿y vos? —añadió con más confianza y con simulada humildad—, ¿ya habéis olvidado que mi nombre es Ban? —Se puso a reír mientras evitaba mi manotazo en su cabeza—. ¿Me habéis puesto este nombre en honor del retrasado? —Es el primer nombre que se me ocurrió. Es también el nombre de un rey, el rey de Benoic, así que puedes elegir quien quieres que sea tu padrino. —¿Benoic? ¿Dónde está eso? —En el norte. Anda, vamos, debemos regresar a la posada. Dudo que la reina me mande llamar antes de mañana, pero esta noche tengo que hacer una poción y la cocción lleva mucho tiempo. Anda, coge esto. No me equivoqué. El mensajero vino a la mañana siguiente. Ralf había ido al camino a vigilar su llegada y ambos regresaron juntos con la noticia de que debía ir inmediatamente a Tintagel para mi audiencia con la reina. No se lo había confesado a Ralf y ni siquiera yo quería admitirlo, pero sentía aprensión acerca de la próxima entrevista con la reina. Aquella noche en Tintagel, cuando el niño fue concebido, tuve la seguridad, en la forma en que puede estar seguro un profeta, de que la criatura que nacería me sería entregada para que la criara y de que yo me convertiría en el guardián del futuro gran rey. El propio
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Úter, en su amargura y rabia por la muerte de Gorlois, había jurado despreciar al «bastardo» que había engendrado y, por la carta que Marcia me había mandado, sabía que esta idea seguía todavía en su mente. Pero durante los seis largos meses que habían pasado desde aquella noche de marzo, yo no había recibido ningún mensaje directo de Ygerne y no tenía medios para saber si tenía intención de obedecer a su esposo o si, a medida que el momento se acercaba, le parecería imposible enfrentarse a la separación de su hijo. Más de cien veces había reflexionado todos los argumentos que debía presentarle, recordando medio incrédulamente la seguridad con que había hablado con ella antes, y también con el rey. De hecho, en aquella ocasión había tenido a mi dios conmigo. Y la amarga realidad era que ahora mi dios se había alejado de mí. Hubo un tiempo en que, despierto durante la noche, veía mis seguras visiones del pasado como posibilidades, ilusiones, sueños alimentados por el deseo. Recordaba las amargas palabras que el rey me había dirigido: Ahora comprendo qué es tu magia, este «poder» del que hablas... No es nada más que una estratagema, unos trucos que mi hermano te enseñó para que jugaras y te divirtieras, una estratagema política para que la gente creyera que poseías un misterio. Incluso utilizas a Dios para conseguir tus fines. «Es Dios quien me dice que haga eso, es Dios quien pone el precio exacto, es Dios quien dice que los otros deben pagar...» ¿Pagar por qué, Merlín? ¿Por tu ambición? ¿Y quién va a pagar a Dios la deuda por haber llevado a cabo tus planes? Tú no. Los hombres que juegan por ti y pagan por ti. Pero tú nunca pagas nada. Cuando oía estas palabras, cuando las distinguía claramente en las noches en que nadie más me hablaba, me preguntaba si había tenido de verdad mi visión del futuro, o si era que había hecho algo o soñado alguna cosa falsa. Luego, pensando en los que habían pagado mi sueño con la muerte, me preguntaba si aquellas muertes no eran mejores que aquel desierto de dudas en que yo me hallaba, esperando en vano que el más insignificante de mis dioses me hablara. ¡Oh, sí, también yo había pagado! Había pagado cada noche de aquellos nueve largos meses. Pero ahora era de día y pronto sabría qué quería la reina de mí. Recuerdo cuan intranquilo daba vueltas por la posada mientras Ralf ensillaba mi caballo y lo preparaba todo. Maeve estaba en la cocina con las sirvientas, lavando endrinas para hacer vino. Había una cacerola sobre el horno, a punto de hervir. El olor del vino de endrina era un extraño recuerdo para llevarme a mi entrevista con la reina. Súbitamente encontré intolerable aquel aroma punzante y dulzón y salí a tomar el aire. Pero entonces una de las muchachas vino corriendo para preguntarme algo acerca de la mezcla y, al contestarle, olvidé mi mareo. De inmediato me encontré con que Ralf me tocaba el codo para avisarme y los tres —Ralf, el mensajero y yo— nos encaminamos hacia Tintagel a galope corto, bajo el suave y brillante mediodía de septiembre. Capítulo VII Hacía pocos meses desde la última vez que vi a Ygerne, pero parecía muy cambiada. Al principio pensé que se trataba solamente de su gravidez; su cuerpo antaño delicado había engordado visiblemente y a pesar de que su rostro estaba floreciente de salud, tenía aquella expresión dolorida y sombría que rodea los ojos y la boca de las mujeres. Pero el cambio era más profundo: estaba en la expresión de sus ojos, en sus gestos, en la manera de sentarse. Lo que antes parecía joven y ardiente en aquella mujer, que era como un ave silvestre que batiese las alas contra los alambres de su jaula, ahora hacía recordar a una clueca con las alas cercenadas, una criatura de la tierra. Me recibió en su propia habitación, una espaciosa estancia con una profunda alcoba circular formada por el torreón del noroeste. Había ventanas en el largo muro que daba al
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suroeste a través de las cuales entraba libremente la luz del sol, pero la reina estaba sentada junto a una de las aberturas de la torre, por la que entraba la brisa del suave atardecer de septiembre y el eterno ruido del mar, que golpeaba las rocas de abajo. En aquello todavía había mucho de la Ygerne que yo recordaba. Era muy suyo, pensé, preferir el viento y el sonido del mar a la luz del sol. Pero incluso allí, a pesar de la luz y del aire, se tenía la sensación de estar en una jaula: aquélla era la estancia en la que la joven esposa de Gorlois, el viejo duque, había pasado años encerrada antes del fatídico viaje a Londres, donde había conocido al rey. Ahora, después de aquel breve vuelo, estaba de nuevo enjaulada por el amor del rey y por el peso de su hijo. En mi vida sólo he amado a una mujer, pero las he compadecido a todas. En aquel momento, mirando a la reina, joven, hermosa, con el corazón lleno de deseos, la compadecí, igual que la temí por lo que podría decirme. Estaba sola. Un chambelán me había acompañado hasta la antesala en donde las mujeres cosían, tejían y cuchicheaban. Sus ojos brillantes se fijaron en mí, con momentánea curiosidad. Los susurros cesaron para volver a empezar tan pronto como hube pasado. En sus rostros no había habido señal alguna de reconocimiento, sólo quizá cierta sorpresa al ver a un individuo tan ordinario y humilde que no les proporcionaría ninguna diversión. Para ellas yo era un mensajero al que la reina recibía en ausencia del rey: eso era todo. El chambelán llamó a la puerta de la estancia y luego se retiró. Marcia, la abuela de Ralf, abrió la puerta. Era una mujer de cabello gris, con los mismos ojos de Ralf en un rostro seco y ansioso, pero, a pesar de su edad, se movía con la agilidad de una muchacha. Si bien me estaba esperando, sus ojos se posaron en mí durante un instante sin reconocerme. Luego, parpadearon sorprendidos. Incluso Ygerne se sobresaltó al principio, pero luego sonrió y me tendió la mano. —Príncipe Merlín, bienvenido. Marcia hizo una reverencia entre mí y la reina y luego se retiró. Me arrodillé y besé la mano de la reina. —Majestad. Amablemente, ella me hizo levantar. —Habéis sido muy amable al venir tan rápidamente a tan extraña convocatoria. Espero que el viaje no haya sido complicado. —Nada complicado. Estamos bien hospedados con Maeve y Caw. Hasta el momento nadie me ha reconocido, ni tampoco a Ralf. El secreto está a salvo. —Tengo que agradeceros que lo hayáis guardado tan bien. Os aseguro que no os hubiera reconocido mientras no me hubierais hablado. Me acaricié la barbilla sonriendo. —Es que llevo mucho tiempo preparándome. —¿No es cosa de magia, esta vez? —Es la misma magia de antes. Entonces me miró fijamente; los bellos ojos azules se clavaron en los míos de la misma manera que recordaba, y en ese momento comprendí que era la Ygerne de siempre, directa como un hombre y con el mismo orgullo de un hombre. El pesado silencio era sólo un velo, la suave calma que parece envolver a las mujeres grávidas. Debajo de la calma y de la placidez seguía el antiguo fuego. Extendió las manos y dijo: —Viéndome ahora, ¿todavía diréis que cuando me hablasteis aquella noche en Londres y me prometisteis el amor del rey no había magia en vuestras palabras? —No en el ardid que trajo al rey hasta vos. En lo que sucedió después, quizá sí. —¿Quizá? El tono de su voz se elevó ligeramente y me puso en guardia. Ygerne podía ser una reina con el temple tan bravo como un hombre, pero también era una mujer que se acercaba a su séptimo mes. Los temores eran míos y debían seguir siendo sólo míos.
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Vacilé en busca de palabras, pero ella prosiguió rápida y ardorosamente, como si quisiera convencerse a sí misma en medio de mi silencio. —Cuando me hablasteis por primera vez y me dijisteis que me traeríais al rey, había magia, supe que había magia. Lo sentí y lo vi en vuestro rostro. Me dijisteis que vuestro poder venía de Dios y que al obedeceros era un instrumento de Dios, como lo erais vos mismo. Dijisteis que por medio de la magia que conduciría a Úter hasta mí el reino tendría paz. Hablasteis de coronas y altares... Y ahora, mirad, soy reina con la bendición de Dios y llevo en mi seno a un hijo del rey. ¿Os atreveríais a decirme ahora que me engañasteis? —No os engañé. Aquél era un tiempo lleno de visiones, de pasión, de sueños y de deseos. Ahora son otros tiempos, estamos sobrios y es de día. Pero la magia está aquí, creciendo en vos y esta vez es un hecho, no una visión. Me han dicho que el niño nacerá en Navidad. —¿El niño? Parecéis muy seguro. —Estoy seguro. Apretó los labios como si la hubiera asaltado un súbito espasmo de dolor, luego desvió su mirada de mí y la dirigió a sus manos, que descansaban en su regazo. Cuando volvió a hablar lo hizo con calma, con los ojos fijos en las manos, o en lo que éstas cubrían. —Marcia me ha explicado los mensajes que os envió en verano. Pero debéis saber, sin necesidad de que ella os lo contara, la actitud del rey respecto a este asunto. Yo esperaba, pero ella parecía aguardar mi respuesta. —Él mismo me lo dijo. Si todavía piensa igual que entonces, no querrá reconocer a la criatura como hijo suyo. —Aún piensa igual. —Sus ojos se posaron vivamente en los míos—. No me comprendáis mal, él no tiene la más ligera duda respecto a mí, nunca la ha tenido. Sabe que fui suya desde el primer momento en que lo vi y que, a partir de entonces, con una excusa u otra, nunca me uní al duque. No, no duda de mí. Sabe que el hijo es suyo. Y, a pesar de sus palabras —en sus labios nació la sombra de una sonrisa y, a continuación, su voz se volvió indulgente, la voz de una mujer que habla de sus hijos o de su amado esposo—, a pesar de todas sus rudas negativas, conoce vuestro poder y lo teme. Vos le dijisteis que de aquella noche nacería un niño y, aun cuando no creyera en mí, creería en vuestras palabras. Pero nada de esto altera sus sentimientos. Se reprocha a sí mismo, y a vos e incluso al hijo, la muerte del duque. —Ya lo sé. —Dice que si hubiera esperado, Gorlois habría muerto aquella noche, yo habría sido igualmente reina y habríamos concebido al hijo en matrimonio, por lo que nadie pondría en duda la cuestión de su paternidad ni llamaría bastardo a nuestro hijo. —¿Y vos, Ygerne? Permaneció en silencio durante largo rato. Volvió su encantadora cabeza y miró a través de la ventana, en donde los pájaros marinos planeaban y chillaban en el viento. No estoy seguro de cómo, pero vi que su calma era la de un soldado que había ganado una batalla y descansa antes de ir a la próxima. Sentí que se me tensaban los nervios. No podía tomar a Ygerne a la ligera, pues su batalla podía ser conmigo. Respondió con toda calma: —Lo que el rey dice puede ser verdad. No lo sé. Pero lo hecho, hecho está, y ahora debo preocuparme por mi hijo. Por eso os he mandado llamar. —Hizo una pausa; yo esperé; ella me miró de nuevo—. Príncipe Merlín, temo por mi hijo. —¿En manos del rey? —pregunté. Era demasiado directo, incluso para Ygerne. Sus ojos eran fríos, su voz también. —Esto es insolencia, y también insensatez. Olvidáis quién sois. —¿Yo? —También hablé fríamente—. Sois vos quien lo olvidáis, Ygerne. Si mi madre se hubiera desposado con Ambrosio al engendrarme, ahora Úter no sería rey. Y yo no le hubiera ayudado a llegar hasta vuestra cama para engendrar al hijo que esperáis. Entre
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vos y yo no deberíamos hablar de insolencia ni de insensatez. Sé mejor que nadie la suerte que, en la Gran Bretaña, espera a un príncipe concebido fuera del matrimonio y cuyo padre no ha querido reconocer. Si antes estaba pálida, ahora se había ruborizado intensamente. Desvió sus ojos de los míos y su furor desapareció. Habló sencillamente, como una muchacha: —Tenéis razón, lo había olvidado. Os ruego que me perdonéis. También había olvidado qué es hablar libremente. Junto a mí no tengo a nadie más que a Marcia y a mi esposo, y con Úter no puedo hablar del niño. Había permanecido de pie durante todo el tiempo. Entonces me volví para coger una silla, que coloqué cerca de la reina, junto al alféizar del torreón. Me senté. Súbitamente las cosas habían cambiado entre nosotros dos, como cuando cambia el viento. Entonces comprendí que la batalla no era conmigo sino consigo misma, con su propia debilidad femenina. Me miraba como una mujer doliente mira al doctor. Dije amablemente: —Bien, estoy aquí. Os escucho. ¿Para qué me habéis llamado? Después de recuperar su dominio habló con voz calmada, pero tan baja como un susurro. —Porque si la criatura es un niño, el rey no me permitirá criarlo. Si es niña podré conservarla conmigo, pero un niño concebido así no puede ser reconocido como príncipe ni como heredero. Por lo tanto, no debe permanecer aquí, ni siquiera como bastardo. — Hacía visibles esfuerzos para mantener su firmeza—. Ya os he dicho que Úter no duda de mí, pero dado todo lo que sucedió aquella noche, la muerte de mi esposo y todas esas habladurías de magia, jura que el pueblo puede creer que fue el duque y no él quien engendró esta criatura. Dice que vendrán otros hijos de cuya paternidad no podrá dudar nadie y que, entre ellos, encontrará al heredero de su reino. —Ygerne —empecé—. Comprendo lo duro que debe ser para una mujer perder a su hijo. Quizá no existe dolor mayor. Pero creo que el rey tiene razón. El niño no debe permanecer aquí para ser menospreciado como un bastardo en tiempos tan inciertos. Si vienen otros herederos, declarados y reconocidos por el rey, pueden considerarlo como un peligro y, evidentemente, también serán un peligro para él. Sé de lo que estoy hablando: eso es lo que me ocurrió en mi infancia. Y yo, como bastardo real, tuve una suerte que este príncipe quizá no encontraría nunca: yo hallé la protección de mi padre. Se hizo un silencio. La reina asintió sin hablar. De nuevo sus ojos reposaban en las manos que tenía en el regazo. —Y si el niño tiene que ser alejado de aquí —proseguí—, es mejor que se lo lleven inmediatamente después de nacer, incluso antes de que vos tengáis tiempo de tenerlo en vuestros brazos. Creedme —hablé rápidamente, aun cuando ella no había demostrado intención de interrumpirme—, es la verdad. Ahora hablo como doctor. Se humedeció los labios. —Marcia dice lo mismo. Esperé un momento, pero no dijo nada más. Empecé a hablar; noté que la voz me salía ronca y me aclaré la garganta. A mi pesar, mis manos se aferraban a los brazos de la silla. Pero mi voz volvió a ser tranquila y firme, como cuando empezó la conversación. —¿Os ha dicho el rey en dónde será criado vuestro hijo? —No. Ya os he dicho que no es fácil hablar de esto con él. Pero la última vez que lo hicimos dijo que tomaría consejo, y luego habló de la Pequeña Bretaña. —¿La Pequeña Bretaña? A pesar de todo mi cuidado, las palabras salieron con un filo cortante. Luché por recobrar la calma. Mis manos se habían clavado en la silla, pero conseguí relajarme y mantenerlas quietas. Así pues, mis dudas eran reales. Extrañamente, aquella noticia me dio fuerzas: si tenía que luchar con el rey igual que con Ygerne —sí, y también con mis dioses deíficos—, lo haría. Lo haría mientras tuviera fuerzas para ello... —Así pues, ¿Úter lo mandará al rey Budec?
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—Eso creo. —No parecía haber notado nada extraño en mi actitud—. Hace un mes mandó allí a un mensajero. Fue poco antes de que yo os mandara llamar. Después de todo, Budec es la elección más lógica. Era cierto. El rey Budec de la Pequeña Bretaña era primo del rey. El fue quien, hacía unos treinta años, había tomado a mi padre y a Úter bajo su protección cuando el usurpador Vortiger mató a su hermano mayor, el rey Constante. En la capital de su reino, Kerrec, mi padre y Úter habían reunido y entrenado un ejército que había recuperado el reino de las manos de Vortiger. Pero denegué con la cabeza: —Demasiado lógico. Si alguien busca al niño para hacerle daño, le será fácil imaginar dónde está. Budec no puede protegerlo todo el tiempo. Además... —¡Budec no puede cuidarlo como mi hijo necesita! Las palabras habían salido con fuerza, interrumpiéndome, pero aquella interrupción no fue descortés. Salió casi como un grito. Era evidente que ella no había oído ni una sola de mis palabras. Luchaba por encontrar las suyas. —Es viejo y, además, la Pequeña Bretaña está muy lejos y es menos segura aún que estas tierras, en donde desembarcan los sajones. Príncipe Merlín, yo..., Marcia y yo... hemos pensado que vos... —Sus manos se movieron nerviosamente en su regazo—. No podemos confiar en nadie más. Y Úter... Diga lo que diga, Úter... sabe que su reino, o una parte de él, estaría a salvo en vuestras manos. Sois el hijo de Ambrosio y el pariente más cercano del niño. Todo el mundo conoce vuestro poder y lo teme... El niño estaría a salvo si vos lo protegierais. ¡Vos sois quien debe llevárselo, Merlín! —Su voz era suplicante—. Lleváoslo a cualquier lugar, lejos de esta costa cruel, y educadlo por mí. Enseñadle como os enseñaron a vos y educadlo como corresponde a un hijo del rey, y, cuando haya crecido, traedlo de nuevo aquí y dejadle que ocupe su lugar, como hicisteis vos, al lado del próximo rey. Balbucía. Yo debía de mirarla como si estuviera loca. Entonces se tranquilizó, pero siguió restregándose las manos. Se hizo un largo silencio, lleno del olor salobre del viento y los gritos de las gaviotas. No recuerdo haberme levantado, pero me encontré de pie junto a la ventana, de espaldas a la reina, mirando al cielo. Debajo del muro del torreón las gaviotas planeaban en el viento y, mucho más abajo, a los pies del negro acantilado, el mar golpeaba y blanqueaba de espuma. Pero yo no oía ni veía nada. Apoyaba las manos con fuerza sobre la piedra del alféizar y, cuando por fin las levanté y las extendí, estaban llenas de puntos blancos dejados por la presión contra la piedra. Empecé a restregármelas y sólo entonces noté las pequeñas punzadas de dolor. Me volví y encontré los ojos de la reina. También ella se había serenado, pero el esfuerzo realizado se le notaba en el rostro. Se estiró la túnica con una mano. —¿Creéis que podréis convencer al rey para que me deje llevarme al niño conmigo? —No, no lo creo. No lo sé. —Tragó saliva—. Naturalmente, puedo hablarle, pero... —Entonces, ¿por qué me habéis hecho venir para pedírmelo, si no tenéis poder para convencer al rey? Estaba pálida, con los labios temblorosos, pero mantuvo la cabeza alta, mirándome. —He pensado que si vos estabais de acuerdo, podríais... —Ahora no puedo hacer nada con Úter. Deberíais saberlo —dije, pero entonces lo comprendí con amargura—. ¿O es que me habéis mandado llamar, como hicisteis la otra vez, confiando en mi magia como si yo fuera una vieja bruja o un druida local? Debí haberlo imaginado... —Callé; había visto la vacilación en sus ojos, la palidez de su boca, y recordé lo que llevaba en su seno; mi furia desapareció; levanté una mano y hablé amablemente—. Muy bien. Si puede hacerse, Ygerne, se hará, aun cuando tenga que hablar yo mismo con Úter para recordarle su promesa. —¿Su promesa? ¿Qué os prometió, y cuándo? —La primera vez que me mandó llamar, me explicó su amor por vos y juró obedecerme
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en todo si podía conseguir su propósito. —Le sonreí—. Fue más un soborno que una promesa, pero no importa; lo consideraremos como un juramento real. Empezó a darme las gracias, pero la detuve. —No, no, guardad vuestro agradecimiento. Puede que fracase con el rey; ya sabéis lo poco que me aprecia. Habéis sido prudente al hacerme venir en secreto, y lo seréis mucho más si el rey no sabe que hemos hablado de esto. —Por mí no lo sabrá. Asentí y añadí: —Ahora, por vuestro bien y el del niño, debéis olvidar vuestros temores. Dejadme este asunto a mí. Aun si no puedo convencer al rey, os prometo que, sea donde fuere que se críe vuestro hijo, yo haré todo lo posible para cuidarlo. Será mantenido a salvo y educado como corresponde a un hijo de un rey. ¿Estáis contenta? —Si ha de ser así, sí. Lanzó un profundo suspiro y finalmente se levantó de su silla. Sin perder del todo la gracia a pesar de su gravidez, cruzó la larga estancia y se dirigió a una de las ventanas del otro extremo. Yo no hice ningún movimiento para seguirla. Ella permaneció un rato junto a la ventana, de espaldas a mí, en silencio. Cuando se volvió sonreía. Levantó una mano para llamarme y yo me acerqué. —¿Queréis aclararme una cosa, Merlín? —Si puedo, sí. —Aquella noche en Londres, antes de que trajerais al rey hasta mí, hablasteis de una corona y de una espada que estaba sobre un altar como una cruz. He pensado mucho en eso... Decidme la verdad: la corona que visteis, ¿era la mía? ¿O significa que este hijo..., este hijo que tan caro ha costado, será rey? Tendría que haber contestado: «Ygerne, no lo sé. Si mi visión era cierta, si yo soy un profeta verdadero, entonces será rey. Pero la Visión me ha abandonado y nada me habla en la noche y en el fuego. Soy estéril. Sólo puedo hacer como vos: esperar que el tiempo pase. Pero el tiempo no puede volverse atrás y Dios no va a desperdiciar todos aquellos muertos.» Pero ella me miraba con los ojos de una mujer llena de dolor, así que le dije: —Será rey. Inclinó la cabeza y permaneció en silencio durante unos momentos, contemplando la luz del sol en el suelo. No parecía pensar sino escuchar lo que se movía en su seno. Luego levantó de nuevo la cabeza y me miró. —¿Y la espada sobre el altar? Negué con la cabeza. —No lo sé. Todavía no lo sé. Si tengo que saberlo, me será enseñado. Levantó una mano. —Una cosa más... —Por el tono de su voz comprendí que lo que iba a preguntarme era lo que más le importaba; sin saber lo que vendría, me dispuse a mentir—. Si tengo que perder a este hijo... ¿Tendré otros, Merlín? —Ésta es la tercera pregunta, Ygerne. —¿No queréis responder? Había contestado sólo para ganar tiempo, pero al ver el destello de miedo y de duda en sus ojos, me alegré de poder decirle la verdad. —Me gustaría contestaros, pero no lo sé. —¿Cómo es posible? —preguntó secamente. Me encogí de hombros. —Tampoco puedo responderos. Más allá del niño que lleváis en vuestro seno no he visto nada. Pero parece probable que, puesto que él será rey, no tengáis más niños. Quizá niñas, para que os consuelen.
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—Rogaré para que así sea —dijo sencillamente, y se dirigió a la alcoba; me hizo un gesto para que me sentara—. ¿No queréis beber una copa de vino conmigo antes de marcharos? Os he recibido pobremente, temo que demasiado, después de tan largo viaje, pero sufría tanto que no podía esperar. ¿No queréis sentaros a mi lado durante un rato y contarme cómo os va? Me quedé un rato más y, después de darle unas cuantas noticias sobre mí, pregunté adonde se dirigía Úter con sus tropas. Me dijo que iba no a Winchester como yo había supuesto sino hacia el norte, a Viroconium, en donde había reunido un consejo de jefes y reyes del norte y del noreste. Viroconium es la antigua ciudad romana situada en la frontera de Gales, con las montañas de Gwyneddf separándola de la amenaza de la Costa Irlandesa. En aquella época era todavía un centro mercantil y los caminos que llevaban a ella estaban bien cuidados. Una vez fuera de la península de Dumnonia, Úter podría subir hacia el norte con rapidez por el puente de Glevum. Incluso podría, si el tiempo lo permitía y el territorio estaba tranquilo, estar de vuelta para el parto de la reina. Ygerne me dijo que, por el momento, la Costa Sajona estaba tranquila; después de la victoria de Úter en Vindocladia, los invasores se habían retirado hacia la hospitalidad de las tribus federadas. Las noticias del norte eran confusas, y el rey, según me dijo Ygerne, temía para la primavera una especie de acción concertada entre los pictos de Strathclyde y los anglos invasores: la reunión de reyes y jefes en Viroconium había sido preparada para intentar trazar un plan común de defensa. —¿Y el duque Cador? —le pregunté—. ¿Se ha quedado aquí, en Cornualles, o está en Vindocladia para vigilar la Costa Sajona? Su respuesta me sorprendió. —Va hacia el norte con el rey, al consejo. —¿De veras? Entonces será mejor que tenga cuidado. —Asentí ante su rápida mirada—. Sí, iré inmediatamente a hablar con el rey. El tiempo apremia y tengo suerte de que se dirija al norte. Tendrá que pasar por el puente de Glevum con sus tropas, de manera que Ralf y yo podemos cruzar la balsa y llegar allí antes que él. Si consigo interceptarlo al norte del Severn, nada le hará sospechar que hubiera salido de Gales. Al cabo de un rato me levanté. Cuando la dejé estaba de nuevo junto a la ventana. Tenía la cabeza erguida y la brisa alborotaba su cabello oscuro. Entonces supe que, cuando llegara el momento, el niño no sería alumbrado por una mujer llorona y débil, sino por una reina que estaba satisfecha de dejarlo ir hacia su destino. No fue así con Marcia. Me esperaba en la antesala, me apabulló a preguntas, se lamentó y se enfureció contra el rey sin el menor asomo de discreción. La tranquilicé lo mejor que pude, le juré varias veces por los dioses de todos los altares y cuevas de Bretaña que haría lo imposible por conseguir llevarme al niño y tenerlo a salvo, pero cuando empezó a preguntarme sobre hechizos de protección para la cuna y sobre nodrizas, la dejé hablando y me dirigí a la puerta. Olvidándose de sí misma en su agitación, me siguió y me agarró de la manga. —¿Y no os lo he contado? El rey dice que la reina debe tener su propio médico, un hombre en quien confía y que no dirá a dónde han mandado a criar a la pobre criatura. ¡Como si no fuera más importante que mi pobre señora estuviera bien cuidada! Dad suficiente oro a cualquier doctor y venderá el alma de su propia madre; eso todo el mundo lo sabe. —En efecto —dije gravemente—. Pero conozco bien a Gandar y no hay nadie mejor que él. La reina estará en buenas manos. —¡Pero es un doctor del ejército! ¿Qué puede saber de alumbramientos? —Sirvió durante mucho tiempo en el ejército de mi padre, en la Pequeña Bretaña. — Reí—. Donde hay soldados están también sus mujeres. En la Pequeña Bretaña, mi padre tenía un ejército estable de quince mil hombres. Créeme, Gandar tiene mucha experiencia.
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Con esto la tranquilicé. Volvía a hablar de nodrizas cuando la dejé. Aquella noche vino a la posada envuelta en una capa y cubierta con una capucha. Cabalgaba tan firme como un hombre. Maeve la condujo a la habitación que la familia compartía, hizo salir a todo el mundo —incluso a Caw, que estaba todavía despierto— y luego acompañó a Ralf para que hablara con su abuela. Yo ya me había acostado cuando ella se fue. A la mañana siguiente Ralf y yo emprendimos camino hacia Bryn Myrddin. Llevábamos unos frascos de vino de endrina para el viaje. Para mi sorpresa, Ralf parecía más satisfecho que en el viaje de ida. Me pregunté si después de su breve período de reencuentro con su infancia, el estar a mi servicio empezaba a parecerle la libertad. Se había enterado de todas las noticias por su abuela, según me dijo mientras cabalgábamos. La mayor parte yo ya lo sabía por la reina, sólo que su versión estaba animada por algunas habladurías, muy entretenidas pero poco informativas, excepto en el caso del rechazo del niño por parte de Úter. —Y si el rey se niega, ¿qué haréis? —Iré a la Pequeña Bretaña para hablar con el rey Budec. —¿Creéis que os dejará tener al príncipe? —Recuerda que Budec también es pariente mío. —Bueno, pero ¿querrá arriesgarse a ofender al rey Úter? ¿Mantendrá el secreto? —Eso no puedo decírtelo. Si se tratara de Hoel, el hijo de Budec, sería diferente. Él y Úter siempre se peleaban como perros tras una misma zorra. No dije que la descripción era, en realidad, más precisa que honesta. Ralf se limitó a asentir. Siguió masticando (nos habíamos detenido en la soleada ladera de una colina para comer) y cogió el frasco. —¿Queréis un poco? —Me ofrecía licor de endrina. —¡Por el dios de la uva, muchacho, no! No estará a punto para beber hasta dentro de un año. Espera a que la nueva cosecha madure, y entonces ábrelo. Pero él insistió y destapó el frasco. Tuvo que admitir que, efectivamente, olía mal y sabía peor. Cuando sugerí sin malicia que quizá Maeve se había equivocado y le había dado la medicina para el flujo, escupió sobre la hierba y me preguntó, algo molesto, de qué me reía. —No de ti. Anda, déjame probarlo... Bueno, no hay nada que no sea como debe ser, pero tenía que habérmelo imaginado cuando me preguntaron acerca de la mezcla. No, reía de mí mismo. Todos estos meses..., todos estos años incluso, golpeando a la puerta del cielo y ¿para obtener qué? Un niño y una nodriza. Si insistes en quedarte conmigo, Ralf, los próximos años estarán llenos de nuevas experiencias para los dos. Apenas asintió; estaba ocupado persiguiendo ansiedades presentes. —Y si vamos a la Pequeña Bretaña, ¿también tendremos que ir disfrazados como ahora? ¿Durante años? —Sacudió, con un gesto desdeñoso, la punta de su basta capa. —Depende, pero espero que no será con este disfraz. Mantente firme hasta que hayas pasado tus puentes, Ralf. La expresión de su rostro me demostró que no es así como se espera que hable un encantador. Los magos construyen sus propios puentes o cruzan los ríos sin ellos. —¿Queréis decir que depende del rey? ¿Y es necesario que recurráis a él? Mi abuela asegura que si se dice que el niño ha nacido muerto lo pueden entregar en secreto y el rey nunca sabrá nada. —Olvídalo: los hombres deben saber cuándo nace un príncipe. De lo contrario, cuando muera Úter, ¿quién querrá aceptarle como tal? —Entonces, ¿qué haréis, mi amo? Sacudí la cabeza con gesto negativo y no respondí. Ralf tomó mi silencio como una negativa a contestarle y la aceptó sin más preguntas. Por mi parte, tendría que seguir mi propio consejo para encontrar una salida. Con la reina ganada, la mitad más dura de la
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partida se había jugado con éxito; ahora era necesario planear la mejor manera de luchar con el rey: pedir abiertamente su consentimiento o ir antes a ver a Budec. Pero mientras estaba sentado terminando la comida, no pensaba mucho en la Pequeña Bretaña ni en el rey, ni siquiera en el niño. Me sentía a gusto descansando al sol y dejando pasar el tiempo. Todo cuanto había pasado en Tintagel había ocurrido sin mi participación. Algo se movía: en el aire había una especie de brillante aliento, el viento de Dios que soplaba, invisible a la luz del sol. Incluso para los hombres que no pueden verlos ni oírlos, los dioses siguen estando presentes, y yo no era más que un hombre. No tuve la arrogancia —o el valor— de probar de nuevo mi poder, pero recuperé la esperanza, al igual que un hombre desnudo agradece los harapos en medio de una tormenta de invierno. Capítulo VIII El tiempo continuó siendo bueno y pudimos viajar con comodidad, tratando de no acercarnos demasiado a la tropa de Úter. Si nos hubieran atrapado al oeste de los pantanos del Uxella —o incluso al sur del Severn— habría resultado demasiado obvia nuestra procedencia. Generalmente, Úter viajaba rápido y, además, no había nada que le pudiera hacer demorar en territorio pacificado. Por lo tanto, nosotros viajamos con precaución, esperando hasta que su ejército se hubiera alejado suficientemente del punto de la orilla meridional del embarcadero del Severn. Si teníamos suerte con la balsa, una vez cruzado el Severn podríamos cabalgar con rapidez hacia el norte y, como si inocentemente acabáramos de salir de Maridunum con este fin, conseguiríamos encontrarnos con las tropas camino de las fronteras galesas. Entonces intentaría hablar con el rey. Mientras viajábamos por el sur evitamos la carretera principal y utilizamos los senderos que corren cerca de la costa, serpenteando los valles. Ahora, puesto que temíamos alejarnos demasiado de Úter, nos manteníamos tan cerca como osábamos de la ruta principal que corría paralela a la cadena montañosa, pero evitábamos la calzada pavimentada en donde las postas debían estar guardadas por el ejército. Teníamos más cuidado que antes. Después de dejar el cobijo del techo de Maeve no intentamos encontrar ninguna posada. En efecto, los caminos que seguíamos no estaban bien provistos de ellas, aunque las hubiéramos buscado; descansábamos donde podíamos —en cabañas de madera, en establos, en chozas, incluso algunas veces al abrigo de un montón de helechos cortados para disponer una yacija— y bendecíamos el tiempo bonancible. Cruzábamos tierras muy salvajes. Altas lomas con extensiones de brezales, en donde las matas crecen entre tornos graníticos y en donde la tierra no sirve más que para pasto de ovejas y ciervos; pero justo debajo de las rocas empieza el bosque. En las alturas los árboles crecen diseminados, atormentados por el viento, casi sin hojas ya desde el principio del otoño. Pero más abajo, en cada valle y en cada hondonada, el bosque es denso, tupido de árboles de gran tamaño, impenetrable de maleza tan espesa como las redes de un pescador. Aquí y allá, invisibles hasta que tropiezas con ellos, hay despeñaderos y pedregales cubiertos de espinos y enredaderas, tan traicioneros como una trampa de lobo. Aún más peligrosos son los tramos pantanosos, negros y suaves algunos, inocentes y verdes como una pradera otros, en donde un hombre con su caballo desaparece de la vista tan fácilmente y casi con tanta rapidez como una cuchara se hunde en una taza de caldo. A través de estos lugares hay caminos secretos, caminos conocidos por los animales y por los leñadores, pero la mayoría de hombres se pierden en ellos. Por la noche, la blanda tierra centellea con extrañas llamas y fulgores que, según dicen, son las almas errabundas de los muertos. Ralf conocía los caminos de su tierra, pero cuando nos adentramos en los bosques pantanosos a través de los cuales el Uxella y sus afluentes fluyen hacia el Severn,
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tuvimos que cabalgar con más cautela, basándonos en la información de los habitantes del bosque, carboneros, leñadores y, a veces, de las señas de algún solitario eremita o santón que nos ofrecía cobijo por una noche en una cueva o en una cabaña. A Ralf parecía gustarle aquel penoso viaje y aquellos hospedajes aún más penosos, e incluso el peligro que parecía cernirse sobre nosotros en los bosques y en los senderos, además del que suponía el ejército que iba unas millas más adelante. Cada día parecía más verdadero el disfraz que habíamos elegido. Hay que decir que dicho disfraz nos era más necesario aquí que en Tintagel: pobre del mensajero del rey o del negociante que cabalga lejos de las rutas vigiladas; pero, por el contrario, los pobres son recibidos amablemente, los pobres vagabundos o santones que no tienen nada que les pueda ser robado; y Ralf y yo, como pobres curanderos ambulantes, hallábamos la bienvenida en todas partes. No había lugar en donde no pudiéramos comprar comida y cobijo con una moneda de cobre y unas medicinas. La gente de los pantanos siempre necesita medicinas, pues vive al borde de los fétidos lodazales con el constante peligro de fiebres y enfermedades. Construyen sus cabañas junto a los lagos espumosos, a poca distancia del lodo negro y profundo, o incluso las colocan encima de palos sobre el agua estancada. Las cabañas crujen, se pudren y caen a piezas cada año; cada primavera han de ser reparadas, pero en primavera y en otoño las bandadas de pájaros migratorios bajan al pantano a beber, en verano las aguas están llenas de peces y en los bosques abunda la caza, y en invierno las gentes rompen el hielo y esperan a que los ciervos se acerquen a beber. Y el lugar está siempre lleno de ranas. En la Pequeña Bretaña comí muchas veces estos animales y es cierto que son un buen alimento. Así pues, las gentes del pantano se aferran a sus cabañas, comen bien, beben agua estancada, y mueren de fiebre y de diarrea. No temen a los fuegos fatuos que por la noche llenan los pantanos, pues son las almas de hombres que conocieron. Estábamos todavía a doce millas del embarcadero. Empezaba a oscurecer cuando tuvimos el primer contratiempo. Los bosques de robles se habían transformado en bosquecillos de abedules y alisos; los árboles se apiñaban tanto en los bordes del camino que teníamos que inclinarnos sobre el cuello de los caballos para evitar las ramas. A pesar de que no había llovido, la tierra estaba muy blanda y, de cuando en cuando, los cascos de los caballos resbalaban en el fango negro. De repente, desde algún lugar cercano, me llegó el olor del pantano y no muy lejos, a través de los delgados árboles, descubrimos el apagado brillo del lodazal, que reflejaba las últimas luces del cielo. Mi caballo tropezó, vacilante, y Ralf, que cabalgaba delante de mí, se detuvo y puso rápidamente una mano en mis riendas. Luego señaló hacia delante. Frente a nosotros, una luz diferente atravesó la oscuridad: era el firme y apagado fulgor de una vela o una lámpara de sebo. La cabaña de un morador del pantano. Nos encaminamos hacia allí. La casa no se levantaba sobre el agua, pero el suelo estaba muy húmedo y sin duda se había inundado por el mal tiempo, pues estaba apuntalada y rodeada por una estrecha pasarela de leños muy juntos colocados sobre un foso de lodo de unos quince palmos. Un perro ladró. Vi a un hombre, una sombra contra la mortecina luz del interior de la cabaña, que nos miraba. Le saludé. Los habitantes del pantano hablan su propia lengua, pero entienden el céltico de Dumnonia. —Me llamo Emrys. Soy médico ambulante y éste es mi criado. Nos dirigimos al transbordador del Uxella. Venimos por el bosque porque el ejército del rey va por la carretera principal. Buscamos cobijo y podemos pagar por él. Si hay una cosa que la pobre gente de estas tierras comprende es la necesidad que tiene uno de mantenerse lejos del camino de las tropas. En poco rato llegamos a un acuerdo. El perro volvió dentro de la cabaña, donde fue atado, y yo me adelanté vacilante a través de los maderos resbaladizos, dejando que Ralf atara los caballos en el lugar más seco que pudiera encontrar.
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Nuestro hostalero se llamaba Nidd; era un individuo bajo, de apariencia ágil, cabello negro y una negra maraña de barba. Sus hombros y brazos parecían enormemente fuertes, pero cojeaba de una pierna que se había roto y mal curado. Su mujer, de poco más de treinta años, tenía el cabello cano y caminaba encorvada a causa del reuma; parecía y se movía como una anciana, tenía el rostro cubierto de gruesas arrugas, que aumentaban alrededor de su boca sin dientes. La cabaña olía a humedad y a suciedad. Yo hubiera preferido dormir al aire libre, pero la noche era fría y ni Ralf ni yo deseábamos pasar la noche en el empapado bosque. Así pues, cuando hubimos comido nuestra ración de pan negro y caldo, aceptamos el espacio de suelo que nos ofrecían y nos dispusimos a acostarnos envueltos en nuestras capas y descansar cuanto nos fuera posible. Yo había preparado una poción para la mujer, que ya dormía apretada contra la otra pared bajo un montón de pieles. Pero Nidd no parecía dispuesto a reunirse con ella. Se dirigió a la puerta y volvió a escudriñar la noche como si esperara a alguien. Los ojos de Ralf buscaron los míos; levantó las cejas y su mano fue en busca de la daga. Negué con la cabeza: había oído pasos ligeros y rápidos en la pasarela. El perro no emitió sonido alguno pero golpeó el suelo con la cola. La cortina de piel de ciervo se abrió para dar paso a un muchacho con el rostro sucio y una amplia sonrisa en la boca. Se detuvo asombrado al vernos, pero su padre dijo algo en su lengua y el muchacho, sin dejar de mirarnos con curiosidad, depositó sobre la mesa el manojo de hierbas que llevaba y desató la correa que las unía. Luego, con una rápida y cautelosa mirada, sacó de entre las hierbas un pollo muerto, unos cuantos trozos de tocino salado, otro manojo de hierbas que sacudió y que envolvía un par de calzones de cuero y un cuchillo bien hecho, de los que usan los soldados de los ejércitos del rey. Me acerqué a la mesa con la mano tendida. El hombre permaneció vigilante, pero no hizo ningún movimiento. Al cabo de un momento el muchacho me dejó el cuchillo en la palma. Lo sopesé reflexionando. Luego reí y lo lancé de punta sobre la mesa. Se clavó junto al pollo, trémulo. —Has ido a cazar esta noche, ¿verdad? Es más fácil que esperar los patos salvajes de madrugada. ¿Así que el ejército del rey está por los alrededores? ¿A qué distancia? El muchacho apenas me miraba; se sentía demasiado avergonzado para contestar, pero poco a poco, y con la ayuda de su padre, conseguí la información. Las noticias no eran tranquilizadoras. El ejército había acampado a apenas cinco millas. El muchacho había subido a un árbol del lindero del bosque esperando la oportunidad para robar comida y había oído retazos de conversación entre los hombres que se habían acercado al bosque para hacer sus necesidades. Si lo había entendido bien, parecía que el mayor contingente del ejército seguiría el viaje al día siguiente por la mañana: se destacaría una tropa que iría directamente a Carlión con un mensaje para el capitán. Evidentemente, tomarían el camino más rápido: cruzarían el río y, como era lógico, utilizarían todas las balsas disponibles. Miré a Ralf. Ya se había puesto la capa. Yo asentí y me volví hacia Nidd. —Debemos irnos, lo siento. Tenemos que llegar al transbordador antes que las tropas del rey y no hay duda de que partirán a las primeras luces. Debemos irnos ahora mismo. ¿Puede guiarnos el muchacho? El muchacho habría hecho cualquier cosa por la moneda de cobre que le daba y, además, conocía todos los caminos que cruzaban el pantano. Dimos las gracias a nuestro huésped, dejamos el dinero y las medicinas que habíamos prometido y pronto estuvimos en camino, con el muchacho —que se llamaba Ger— delante de mi caballo. Había estrellas y el cuarto de luna se transparentaba entre tenues nubes. Apenas veía el sendero, pero el muchacho no vacilaba. Incluso parecía capaz de ver en la oscuridad más completa, bajo los árboles. Los animales trotaban mansamente sobre el suelo del bosque, pero el muchacho no hacía ruido alguno. Con la oscuridad y el mal camino sería difícil decir la distancia que cubríamos. Pareció
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que pasaba mucho tiempo antes de divisar los árboles delgados y consumidos. Entonces el camino se ensanchó ante nosotros. Cuando la Luna iluminó más intensamente, a pesar de que las nubes difuminaban su pálida luz, pude ver con más claridad. Estábamos todavía en el pantano; el agua brillaba por todos lados, rodeada de oscuridad. El suelo aspiraba y succionaba bajo los cascos de los caballos. Los juncos crecían hasta la altura de los hombros y crujían. En todas partes se oía croar a las ranas y de cuando en cuando el chapoteo de alguna cosa en el agua. En una ocasión, un golpe seco, un chillido y un destello: una cría de pájaro había caído a unos pocos palmos de los cascos de mi caballo y, de no haber sido porque el muchacho le cogió rápidamente las riendas, se habría encabritado y me habría lanzado al agua. Después de este incidente, el animal caminaba nerviosamente, se detenía incluso ante los débiles sonido de succión de los charcos, en donde los fuegos fatuos centelleaban y las burbujas estallaban con susurros de vapor que quedaban flotando sobre el agua. Aquí y allí, sobresalía entre el fango el desnudo esqueleto de un árbol. Era una tierra extraña, parecía muerta y olía a muerte. Por el silencio de Ralf deduje que tenía miedo. Pero nuestro guía seguía delante de mi caballo, caminaba a través de la bruma y de los fuegos fatuos que eran las almas de sus antepasados. Su única señal fue cuando, en un cruce de senderos, pasamos junto a un árbol hueco, un grueso tronco dos veces más alto que un hombre, con un boquete en la corteza. En su interior, una llama verdosa que, con la ayuda de la luz de la luna, alumbraba débilmente una forma parecida a unos ojos, boca y busto rudimentariamente tallados. La antigua diosa de las encrucijadas, la diosa Sin Nombre, que permanece sentada y vigilante en su tronco hueco como la lechuza, que es su criatura; frente a ella, deteriorada por la luz verdosa que la gente llama la luz del mago, una ofrenda de pescado colocada en una concha de ostra. Oí el aliento entrecortado de Ralf y su mano que se movía en un gesto defensivo. Ger, sin mirar siquiera, musitó unas palabras a la diosa y siguió adelante. Media hora más tarde, desde una elevación del terreno, divisamos el amplio e iluminado estuario y olimos el aire limpio y salobre. Abajo, en la orilla donde la balsa cruzaba el río había un resplandor rojo: la llama del farol del embarcadero. El camino que llevaba hacia allí, visible a la luz de la luna, cruzaba la loma no lejos de donde nosotros bajamos hasta la orilla. Cuando me volví para dar las gracias al muchacho, éste ya se había desvanecido en la oscuridad, tan silenciosamente como un fuego fatuo que se apaga. Dirigimos nuestros fatigados animales hacia el distante brillo. Cuando llegamos al embarcadero nos encontramos con que nuestra suerte nos había dejado, tan decisivamente como nuestro guía. El farol alumbraba en su lugar junto al embarcadero de la balsa, pero allí no había ninguna balsa. Aguzando el oído me pareció oír, por encima del murmullo del agua, el golpeteo de unos remos en algún lugar del estuario. Lancé una llamada, pero no obtuve respuesta. —Parece que no tardará en volver a esta orilla —dijo Ralf, que había estado explorando—. Hay fuego en la cabaña y han dejado la puerta abierta. —Pues esperaremos dentro. No es probable que las tropas del rey se pongan en camino antes de que cante el gallo. No creo que el mensaje a Carlión sea tan urgente como eso; de lo contrario, habrían mandado a un jinete la noche pasada. Ata los caballos y luego ven a descansar. La cabaña del barquero estaba vacía, pero los restos del fuego todavía ardían en el círculo de piedras que servía de hogar. A su lado había un montón de astillas secas y muy pronto una confortante llama se elevó por encima de la leña e iluminó el césped. Ralf enseguida estuvo dormitando al calor del fuego mientras yo permanecí sentado, contemplando las llamas y prestando atención al regreso del barquero. Pero el ruido que me hizo levantar no fue el de una balsa surcando el agua; fue el blando y distante trueno de una tropa de caballos que se acercaban al galope.
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Antes de que mi mano alcanzara el hombro de Ralf para despertarlo, ya se había puesto en pie. —Rápido; si cabalgamos rápido por los lugares poco profundos no nos verán... La marea no ha subido del todo aún... Vamos, deprisa. —No, nos oirían, y en cualquier caso los caballos están demasiado cansados. ¿A qué distancia calculas que se encuentran? En dos zancadas llegó a la puerta. Levantó la cabeza y escuchó. —A una media milla. Menos. Estarán aquí dentro de unos minutos. ¿Qué vamos a hacer? No podemos escondernos. Verán los caballos y el terreno es llano como un mapa en la arena. Era cierto. El camino por donde venían los jinetes llegaba directamente de la cima de la loma hasta la orilla. A su derecha y a su izquierda se extendían los pantanos, brillantes de agua y blancos de bruma. Detrás de nosotros, el estuario se abría reflejando la luz de la luna. —Cuando no se puede huir hay que enfrentarse —dije—. No, así no. —La mano del muchacho había cogido la espada—. No contra los hombres del rey, pues no tendríamos ninguna posibilidad. Hay una solución mejor. Alcánzame el equipaje, ¿quieres?. Me quité la túnica manchada y rota. Ralf me lanzó una mirada de duda, pero obedeció rápidamente. —Ya no podréis volver a utilizar este disfraz de doctor. —Ni lo intentaré. Cuando el destino fuerza tu mano, Ralf, no intentes ir en contra. Quizá podré ver al rey antes de lo que esperaba. —¿Aquí? Pero vos,... Él... La reina... —El secreto de la reina estará a salvo. He pensado en cómo actuar en esta situación. Les haremos creer que venimos de Maridunum con la esperanza de ver al rey. —¿Y el barquero? ¿Y si lo interrogan? —Puede resultar embarazoso, pero lo intentaremos. ¿Por qué tendrían que hacerlo, después de todo? E incluso aunque lo hagan, encontraré una solución. Los hombres creerán cualquier cosa del mago del rey, Ralf; incluso que ha cruzado el estuario en una nube o vadeando la marea. Mientras hablábamos, Ralf había desatado una de las alforjas y había sacado la decente túnica oscura y las botas de piel que había llevado en mi entrevista con la reina. Al mismo tiempo, yo había cogido el cubo de agua de la puerta y me había limpiado el polvo y la suciedad del viaje, así como el hedor de la cabaña del pantano. «Cuando el destino fuerza tu mano», había dicho a Ralf. Sentí que mi sangre corría rápida, con la esperanza de que esta fuerza —mala suerte, habíamos pensado— fuera el primer roce, frío y peligroso, de la mano del dios. Cuando llegó la tropa, deteniéndose con un fuerte ruido de guijarros frente a la cabaña del barquero, yo estaba de pie en la puerta esperándolos, con la luz del fuego a mis espaldas y la brillante luz de la luna reflejándose en el dragón real que relucía en mi hombro. Tras de mí, oí que Ralf murmuraba, tranquilizado: —No son cornualleses; no me reconocerán. —Pero a mí sí. Es la divisa de Ynyr. Son galeses de Guent. El oficial era un hombre alto con cara de halcón y con una cicatriz blanca en la comisura de los labios. No le recordaba, pero él me miró, saludó y dijo: —¡Por el propio Cuervo(*)! ¿Cómo habéis llegado hasta aquí, mi señor? —Tengo que hablar con el rey. ¿A qué distancia está su campamento? Mientras hablaba, un movimiento ondulante cruzó la tropa. Los caballos se agitaron y uno de ellos se encabritó como si le hubieran espoleado nerviosamente. El oficial gritó algo a sus espaldas, luego se volvió hacia mí. Oí que tragaba saliva antes de *
Alusión a Mitra, dios de los soldados. (N. del T.)
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contestarme. —A unas ocho millas, señor. Pensé que allí había algo más que sorpresa por encontrarme en aquel desierto lugar, algo más que el temor habitual que provocaba entre las gentes sencillas. Sentí que Ralf se movía muy cerca de mí, a mis espaldas. Una mirada de reojo me descubrió el destello de sus ojos: estaba a punto de saltar si veía el menor peligro. Entonces el oficial dijo bruscamente: —Bueno, nos hemos ahorrado parte del camino. Nos dirigíamos a Carlión. Tenemos orden del rey de encontraros y llevaros a su presencia. Noté un agudo cambio en la respiración de Ralf. Yo pensaba con rapidez a pesar de un súbito aumento de los latidos del corazón. Aquello explicaba la reacción de los soldados: pensaban que el encantador del rey había tenido un mágico conocimiento de los deseos reales. Más aliviado, me olvidé del asunto del barquero. Si aquella tropa era una escolta para mí, no necesitaría cruzar el río y Ralf podía comprar el silencio del hombre cuando yo me hubiera marchado con la tropa. No podía arriesgarme a llevármelo conmigo sin provocar el descontento de Úter. No corría ningún peligro si se dirigía a casa solo. Entonces, dije complacido: —¿Así que te he ahorrado el viaje hasta Bryn Myrddin? Me alegro mucho. ¿Dónde quiere recibirme el rey? ¿En Viroconium? No creo que quiera pernoctar en Carlión. —No, príncipe —dijo el hombre; noté que se esforzaba en dominarse, pero su voz era ronca y se aclaró la garganta—. Vos... ¿sabíais que el rey viaja en dirección a Viroconium? —¿Cómo no? —repliqué; por el rabillo del ojo vi que los hombres asentían, que también preguntaban «¿cómo no?»—. Pero deseaba hablar con él antes de llegar allí. ¿Te ha dado alguna carta para mí? —No, tengo instrucciones de llevaros conmigo, eso es todo. —Se inclinó hacia delante.— Pienso que se trata de un mensaje que recibió ayer de Cornualles. Malas noticias, creo, si bien no ha dicho a nadie de qué se trataba. Parecía irritado. Entonces dio la orden de venir a buscarte. Esperaba, mirándome fijamente, como si estuviera seguro de que yo conocía el contenido del mensaje. Pero yo estaba asustado. Alguien nos había reconocido o había sospechado de nosotros y había avisado al rey. El mensajero podía habernos adelantado en el camino. Sin embargo, pasara lo que pasase entre Úter y yo, primero tenía que poner a Ralf a salvo. Y si bien no temía por la reina, estaban los otros, Maeve, Caw, Marcia, incluso el niño... La piel de la nuca se me había erizado como la de un perro que huele peligro. Respiré hondamente y miré a mi alrededor. —¿Tienes un caballo fresco? El mío está cansado y debo dejarlo. Mi criado se quedará aquí y al amanecer cruzará el río con la balsa para preparar mi hogar para mi regreso. No hay duda de que el rey me dará una escolta cuando haya terminado mis asuntos con él. La voz del oficial, amable pero definitiva, cortó el furioso susurro de desacuerdo de Ralf. —Por favor, príncipe, debéis venir los dos. Éstas son las órdenes. Tenemos caballos. ¿Vamos? A su izquierda los hombres ya se movían para rodearnos. No se podía evitar. El mensajero tenía órdenes y yo arriesgaba más discutiéndolas que obedeciendo. Además, cada minuto de demora posibilitaba el regreso del barquero. Yo no había oído nada, pero el individuo debía de haber visto las antorchas de los soldados y ahora seguramente se dirigía hacia la orilla en que nos hallábamos. Un jinete se acercó con los caballos frescos y cogió los nuestros por la brida. Montamos. El oficial gritó una orden, la tropa giró en redondo y se situó detrás de nosotros.
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Estábamos a apenas doscientos pasos de la orilla cuando oí con toda claridad el ruido del fondo de la balsa que rascaba. Nadie más prestó atención. El oficial estaba ocupado explicándome la asamblea que iba a efectuarse en el norte y a mis espaldas oí que Ralf prometía a los soldados, con voz alegre y divertida, «una bota de vino de endrina, el mejor licor que jamás hayáis probado. Una receta de mi amo. Es lo que os darán ahora en Carlión con las raciones; ya veréis lo que os habéis perdido. Esto es lo que ocurre al llevar mensajes a un adivino que sabe todas las cosas incluso antes de que sucedan...» El rey descansaba cuando llegamos al campamento. Nos instalaron —y nos vigilaron— en una tienda no lejos de la suya. No hablamos de nada que no pudiera ser oído y, con peligro o sin él, fue el más cómodo alojamiento que tuvimos desde que dejamos la posada de Camelford. Ralf se durmió pronto, pero yo permanecí despierto, contemplando la oscuridad vacía, escuchando el vientecillo que se había levantado y lanzaba gotas de lluvia contra las paredes de la tienda. Me decía a mí mismo: «Tiene que ocurrir. Tiene que ocurrir. El dios me envió la visión. El niño me era entregado.» Pero la oscuridad permanecía vacía, el viento golpeaba las paredes de la tienda y se retiraba en silencio. No pasó nada. Volví la cabeza sobre la incómoda almohada y vi el brillo de los ojos de Ralf, que me contemplaban. Pero se volvió sin hablar y pronto se durmió de nuevo. Capítulo IX El rey me recibió a solas poco después del amanecer. Iba armado y listo para emprender la marcha, pero llevaba la cabeza descubierta. Su yelmo, con el círculo de oro, estaba sobre un taburete junto a su silla; su espada y su escudo, apoyados contra la urna que contenía el altar portátil de Mitra, que siempre llevaba consigo. La tienda estaba cubierta de pieles y cortinas ricamente labradas, pero hacía frío y el viento se colaba por todas partes. Fuera se oían los sonidos de un campamento que se levantaba y el ondear del estandarte del Dragón junto a la entrada. Me saludó brevemente. Su rostro conservaba aún la poco afable expresión que yo recordaba, vacía de amistad, pero no descubrí en ella ni rabia ni enemistad. Su mirada era fría y directa, su voz despierta. —Tú y tu Visión me habéis evitado un pequeño contratiempo, Merlín. Incliné la cabeza. Si no hacía preguntas no tendría que contestar. Así pues, fui directamente al asunto. —¿Qué deseáis de mí? —La última vez que hablamos estaba furioso contra ti. Incluso llegué a pensar que era indigno de un rey aceptar tus servicios. —Estabais amargado por la muerte del duque. —De todos modos, se había levantado contra su rey. Al margen de las circunstancias, había levantado su espada contra mí y había muerto. Ya está hecho, eso pertenece al pasado. Nosotros, tú y yo, quedamos para el futuro y esto es lo que ahora me importa. —El niño —dije asintiendo. Sus ojos azules empequeñecieron. —¿Quién te ha enviado noticias? ¿O se trata todavía de la Visión? —Ralf me las trajo. Al dejar vuestra corte vino a vivir conmigo. Ahora es mi criado. Consideró mi respuesta por unos momentos con el ceño fruncido. Luego se ablandó como si no viera peligro en ello. Yo lo observaba. Era un hombre alto, de pelo y barba rojizos, y de piel rosada que le hacía parecer más joven de lo que era. Hacía sólo un año, pensé, que mi padre había muerto y Úter había levantado el estandarte del Pandragón. El reinado lo había apaciguado. Descubrí disciplina en su rostro al lado de las marcas de pasión y temperamento. El reinado y las victorias obtenidas lo envolvían como una capa.
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Movió una mano con indiferencia y comprendí que Ralf no tenía nada que temer. —He dicho que lo pasado pasado está, pero hay una cosa que quiero preguntarte. Aquella noche en Tintagel, cuando fue engendrado el niño, te advertí que te mantuvieras lejos de mí y no volvieras a molestarme, ¿te acuerdas? —Me acuerdo. —Y tú replicaste que no volverías a molestarme, que no volvería a necesitar tus servicios. ¿Era profecía, o sólo enojo? —Cuando hablé —expliqué tranquilamente—, decía las palabras que me eran dictadas. Eran profecías. Todas las palabras que dije y todas las cosas que hice durante aquella noche las tomé como si vinieran directamente de los dioses. ¿Por qué me lo preguntáis? —¿Me habéis hecho llamar para algún servicio? —Para preguntarte esto, simplemente. —¿Como profeta? —No. Como pariente. —Entonces, como pariente os diré que aquella noche no había profecía, ni tampoco irritación. Sólo dolor. Me lamentaba por la muerte de mi criado y por las muertes de Gorlois y sus compañeros. Pero ahora, como habéis dicho, el pasado pertenece al pasado. Si puedo serviros en algo no tenéis más que ordenármelo. Mientras aguardaba a que hablara pensé que, si aquella noche no hubo profecía, entonces nada de lo que ocurrió aquella noche provino de Dios y Él nunca me habló. No, yo había dicho la verdad al afirmar que Úter no volvería a necesitar mis servicios: aquella noche yo no había servido a Úter y no sería a él a quien serviría ahora. Recordé las palabras del otro rey, mi padre: «Tú y yo, Merlín, haremos un rey como nunca ha conocido el mundo.» Era el rey muerto y el que todavía no había nacido quienes me guiaban. Si hubo alguna vacilación en mi actitud, Úter no la había notado. Asintió, luego puso el codo sobre la rodilla y la mano sobre el puño y reflexionó durante unos instantes con el ceño fruncido. —Aquella noche te dije otra cosa. Te dije que no reconocería al niño que habíamos engendrado. Hablaba lleno de furia, pero ahora lo hago fríamente después de haber reflexionado y tomado consejo. Merlín, sigo pensando lo mismo que aquella noche. Parecía esperar una respuesta, pero yo permanecí en silencio. Él siguió hablando, un tanto irritado. —No me entiendas mal, no dudo de la reina. La creo cuando me dice que no volvió a estar con Gorlois después de que el duque la llevara a Londres. La criatura es mía, sí, pero no puede ser mi heredero ni puede ser educado en mi casa. Si es una niña no ocurrirá nada, pero si es niño sería estúpido educarlo como heredero del reino cuando la gente sólo tiene que contar con los dedos para decir que Gorlois lo engendró medio mes antes de que el rey la desposara. —Me miró—. Lo sabes tan bien como yo, Merlín. Has vivido en moradas de reyes. Siempre habrá quien dude de mi paternidad y, por consiguiente, siempre habrá quienes intenten alejarlo del trono en favor de hombres con «más derechos». Y Dios sabe que siempre hay montones de derechos. Y los mejores serán los de mis otros hijos. Aun si lo criáramos en mi corte como bastardo, sería peligroso. Podría intentar alcanzar el trono mediante la muerte de mis otros hijos. No sería cosa nueva y no quiero que mi hogar se convierta en un campo de batalla. Debo engendrar otro hijo, un heredero indudable, concebido en matrimonio para satisfacción de todos los hombres, y educarlo a mi lado cuando el reino esté pacificado y los sajones hayan sido expulsados. ¿Lo aceptas? —Sois el rey, Úter, y el padre de la criatura. Aquello no era una respuesta, pero él asintió como si estuviera de acuerdo. —Aún hay más. Esta criatura no sólo es peligrosa, sino que puede ser víctima de otros peligros. Si los hombres dicen que no es mío es que se supone que fue engendrado por
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Gorlois y su esposa Ygerne. Por consiguiente, es el verdadero hijo del duque de Cornualles con derechos sobre las tierras que tiene Cador, a quien he confirmado como duque en el lugar de su padre. ¿Comprendes? Hijo de rey o de duque, tendrá a Cador como enemigo, y hay muchos que siguen a Cador. —¿Os es leal Cador? —Confío en él. —Lanzó una breve risa—. Por el momento. Es joven, pero testarudo. Quiere Cornualles y no se arriesgará a perderlo... todavía. Pero más adelante, ¿quién sabe? Y cuando yo haya muerto... No, Cador no es mi enemigo, pero hay otros que lo son. —¿Quiénes? —Dios sabe, pero, ¿qué rey no los tiene? Incluso Ambrosio... Todavía se dice que murió envenenado. Sé que me dijiste que eso no era cierto, pero aun así hago que Ulfino pruebe mi comida. Desde que hice prisioneros a Octa y a Eosa, han sido el motivo de levantamientos de jefes desafectos, que piensan poder obtener una corona como Vortiger..., respaldados por las fuerzas sajonas y pagados con vidas y tierras británicas. Pero ¿qué puedo hacer? ¿Permitírselo, para que levanten a los federados contra mí? ¿O matarlos y causar a sus hijos de Germania una ofensa que sólo puede lavarse con sangre? No, Octa y su primo son mis rehenes. Sin ellos, Colgrim y Badulf ya estarían aquí hace tiempo y la Costa Sajona habría roto sus fronteras hasta llegar a la Muralla de Ambrosio. Tal como están las cosas, intento ganar tiempo. ¿No puedes decirme nada, Merlín? ¿No has visto ni oído nada? No me pedía una profecía. Úter miraba con recelo e incredulidad las cosas del otro mundo, como un perro que huele el viento. Negué con la cabeza. —¿De vuestros enemigos? Nada, excepto cuando Ralf vino hasta mí después de dejar vuestra corte: fue atacado y por poco lo matan. Los hombres no llevaban divisa. Debieron de pensar que era tu mensajero, o quizá de la reina. Soldados de los cuarteles batieron los bosques, pero no encontraron rastro de ellos. No he oído nada más que eso, pero podéis tener la seguridad de que si alguna vez sé algo os lo diré. Asintió brevemente y se dispuso a seguir hablando. Elegía las palabras. Sus maneras eran bruscas, casi desganadas. En cuanto a mí, tenía la mente alterada y me costaba mucho mantenerme tranquilo y firme. Nos dirigíamos al campo de batalla, pero aquélla sería una batalla muy diferente de la que yo había imaginado. «Tú y yo», había dicho. No me habría mandado llamar a menos que yo tuviera algo que ver con el futuro de su hijo. Seguía el mismo camino que Ygerne y yo habíamos recorrido ya. —... Como puedes comprender, si la criatura es niño no puede permanecer a mi lado, y si lo separo de mí no tengo poder para protegerlo. Pero necesita protección. Bastardo o no, es mi hijo y el de la reina, y si no tenemos más hijos algún día debe ser declarado heredero del reino. —Movió una mano—. Comprenderás que esto me importa mucho. Debo dejarlo en manos de alguien que lo mantenga a salvo durante los primeros años de su vida... Al menos hasta que este atormentado reino esté pacificado y sea seguro en manos de aliados fuertes y leales, y de mis herederos declarados. Esperó de nuevo mi conformidad. Yo asentí y luego, cuidadosamente neutral, dije: —¿Ya habéis elegido a esta persona? —Sí, Budec. La reina había estado en lo cierto. La decisión estaba tomada. Sin embargo, me había mandado a llamar. Me mantuve sereno y dije, tan llanamente que sonó indiferente: —Era la elección obvia. Se removió en su silla y se aclaró la garganta. Con cierta sorpresa, me di cuenta de que estaba incómodo, incluso nervioso. Parecía satisfecho de mi conformidad. Aquella impresión me tranquilizó. Me di cuenta de que había sido tan ingenuo —me había obsesionado tanto con la idea de lo que yo creía el destino del niño y mío— que había visto a Úter como a mi enemigo. Él no estaba tan interesado en el asunto: el hecho real
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era que Úter era un guerrero perpetuamente atormentado por la lucha en sus fronteras, que trabajaba desesperadamente contra el tiempo para colocar un muro de contención aquí, un dique allí para contener la marea. Y, para él, el asunto del niño, a pesar de que un día podía ser vitalmente importante, era sólo un pequeño contratiempo en un camino de mayores obstáculos, algo que deseaba quitarse de encima y delegar en otro. Había hablado sin emoción y, de hecho, había planteado la cuestión con bastante claridad. Era posible que sólo me hubiera llamado para pedirme consejo, tal como acostumbraba hacer su hermano. En este caso..., me humedecí los labios resecos y me dispuse a escuchar como hace un consejero ante un hombre acosado por los problemas. Úter hablaba de nuevo, decía algo de una carta. El mensaje que había llegado ayer. Señaló el taburete que tenía a su lado, sobre el cual había un pergamino, estampado como si en un acceso de cólera lo hubiera arrojado al suelo. —¿Sabías eso? Cogí la carta y la alisé. Era breve; un mensaje desde la Pequeña Bretaña que habían enviado al rey a Tintagel, y luego, remitido de nuevo hasta aquí. Decía que el rey Budec había caído enfermo de unas fiebres durante el verano. Parecía que se estaba recuperando, pero luego, hacia finales de agosto, había muerto casi de repente. La carta terminaba con formales declaraciones de amistad del nuevo rey, Hoel, «su devoto primo y aliado...». Alcé la mirada. Úter se había vuelto a sentar en su silla, mientras se colocaba un pliegue del manto escarlata sobre el brazo. Todo parecía completamente inmóvil. Fuera, el viento había amainado. Los ruidos del campamento llegaban débiles, desde muy lejos. Úter había hundido la barbilla en el pecho, y me miraba con una mezcla de preocupación e impaciencia. Yo no soltaba prenda. —Es una mala noticia. Budec era un buen hombre y un buen amigo. —Muy mala, incluso aunque no destruyera mis planes. Me disponía a enviar un mensaje cuando llegó esta carta. Ahora no sé qué hacer. ¿Te han dicho que voy a una asamblea de reyes a Viroconium? —Audago me lo dijo. —Audago era el oficial que nos había escoltado desde el embarcadero. —Entonces debes imaginarte cuánto desearía dejar el asunto de lado, pero tengo que tratarlo ahora. Por eso te he mandado llamar. Di unos golpecitos al sello real con el índice. —Entonces, ¿no mandaréis el niño a Hoel? Os jura que es vuestro devoto primo y aliado. —Puede ser mi devoto primo y aliado, pero es también un... —Úter usó una palabra más propia de un soldado que de un rey reunido en consejo—. Nunca me ha gustado, ni yo a él. Oh, Mitra sabe que nunca intentaría hacer daño a un hijo mío, pero no es un hombre como su padre y no sería capaz de proteger al muchacho de sus enemigos. No, no lo mandaré con Hoel, pero, ¿a qué otra corte puedo mandarlo? Calcúlalo tú mismo. Dijo unos cuantos nombres, todos de hombres pobres, todos ellos reyes cuyas tierras se encontraban al sur del territorio, detrás de la Muralla de Ambrosio. —Bien, ¿ves el problema? Si va con uno de esos nobles o reyes, a pesar de estar en territorios pacíficos, puede verse en peligro a causa de algún hombre ambicioso; o peor aún, convertirse en un instrumento de traición y rebelión. —Y entonces, ¿qué? —Pues que acudo a ti. Tú eres el único hombre que puede guiarme entre estos fragorosos riscos. Por una parte, puedo jurar y reconocer al niño como mío en caso de que no haya otro heredero. Por otra, puedo enviarlo lejos del peligro que le acecha y que él supone para el reino, manteniéndolo en la ignorancia de su nacimiento hasta que llegue el momento de llamarlo. —Giró la palma de la mano hacia mí y me hizo la pregunta con la misma
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sencillez que la otra vez—. ¿Puedes ayudarme? Y con la misma sencillez le contesté yo. El aturdimiento, el confuso tumulto de pensamientos se aquietaron súbitamente como las hojas que caen formando una alfombra sobre la hierba cuando el viento amaina: —Naturalmente, no hace falta que perdáis ninguna parte de vuestro reino entre esos riscos de que hablabais. Escuchad y os diré cómo: me habéis dicho que habíais «tomado consejo». Así pues, otros hombres conocen vuestros planes de enviar al niño a Budec. —Sí. —¿Habéis hablado con alguien más de esta carta y de vuestras dudas respecto a Hoel? —No. —Bien. Tenéis que dar a entender que seguís con vuestro proyecto y que el niño irá a la corte de Hoel, en Kerrec. Escribiréis a Hoel para consultarlo. Ordenad que alguien haga todos los arreglos para mandar al niño con su niñera y servidumbre tan pronto como el tiempo lo permita. Que se divulgue que yo también los acompañaré. Fruncía las cejas y descubrí una expresión de protesta en su rostro, pero no dijo nada. —¿Y qué más? —Debo estar en Tintagel cuando nazca. ¿Quién es el médico de la reina? —Gandar. —Pareció que iba a decir algo más, pero cambió de idea y esperó. —Bien. No sugiero que deba atenderla yo. —Sonreí—. En vista de lo que voy a proponer, esto podría provocar peligrosos rumores. Bien, ¿estaréis allí para el parto? —Estaría, pero dudo que pueda. —Entonces tendré que estar yo para atestiguar el nacimiento del niño, al igual que Gandar, las damas de la reina y quienquiera que tú ordenes. Si es un niño, la noticia se os mandará por señales luminosas y vos lo reconoceréis como hijo vuestro y de la reina y, a falta de un hijo concebido en matrimonio, lo declararéis heredero hasta que nazca otro príncipe. Reflexionó sobre lo que acababa de decirle. Fruncía el ceño y, evidentemente, temía comprometerse. Pero aquello era sólo la conclusión de lo que él mismo me había dicho. Finalmente, asintió y habló pesadamente: —Muy bien. Es cierto; bastardo o no, es mi heredero hasta que nazca otro. Sigue. —Mientras tanto, la reina permanecerá en su habitación y, cuando el niño haya sido visto y reconocido bajo juramento, volverán a llevarlo a sus aposentos, en los que sólo permanecerán Gandar y las mujeres. Gandar puede encargarse de eso. Yo mismo me iré abiertamente por la puerta principal y por el puente. Luego, después de anochecido, volveré en secreto por el postigo del acantilado para recoger al niño. —¿Y a dónde lo llevarás? —A la Pequeña Bretaña. No, esperad. No con Hoel, no en un barco que cualquiera pueda ver. Dejadme esto a mí. Lo llevaré con una persona que conozco en la Pequeña Bretaña, cerca del reino de Hoel. Estará a salvo y bien cuidado. Tenéis mi palabra, Úter. Movió la mano para indicar que no era necesario que lo dijera. Ya parecía más aliviado, contento por haberse quitado de encima un problema que, al lado de las pesadas obligaciones del reino, debía parecer trivial, y, siendo la criatura tan sólo el peso en el vientre de una mujer, incluso irreal. —Tengo que saber adonde vas a llevarlo. —Con mi nodriza, la que me crió a mí y a otros hijos de reyes, bastardos o legítimos, en los aposentos de Maridunum dedicados a los niños. Se llama Moravik y es bretona. Después del saqueo de Vortiger volvió a su tierra, en donde se casó. Hasta el destete no creo que el niño pueda estar en mejores manos. Nadie irá a buscarlo en tan humilde hogar. Estará bien guardado. Mejor aún, estará oculto y nadie lo conocerá. —¿Y Hoel? —Lo sabrá. Es necesario. Dejadme a Hoel a mí.
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Fuera sonó una trompeta. El sol aumentaba su fuerza y la tienda estaba cálida. Úter se desperezó y flexionó los hombros como hace un hombre cuando se quita la armadura. —¿Y cuando los hombres sepan que el niño no va en el barco real, y que se ha esfumado? ¿Qué les diremos? —Que por miedo a los sajones del Estrecho el príncipe fue enviado a la Pequeña Bretaña con Merlín, no en el barco real, sino en otro. —¿Y cuando se sepa que no está en la corte de Hoel? —Gandar y Marcia jurarán que yo tengo el niño a salvo. No puedo anticipar qué se dirá, pero nadie dudará de mí. Todos creerán que el niño estará a salvo mientras siga bajo mi protección. Y vos sabéis qué significa mi protección. Me imagino que las gentes hablarán de hechizos y desapariciones, y esperarán que el niño reaparezca cuando mi hechizo se levante. Úter dijo prosaicamente: —Muchos dirán que el barco naufragó y que el niño ha muerto. —Yo estaré allí para negarlo. —¿Quieres decir que no te quedarás con el chico? —No, todavía no. Hasta que se me diga. —Entonces, ¿quién estará con él? Has dicho que estaría bien guardado. Por primera vez vacilé durante unos segundos. Luego lo miré a los ojos. —Ralf. Pareció sorprendido, luego furioso y, finalmente, se dominó y dijo lentamente: —Sí, también en eso estaba equivocado. Será leal. —No hay otro más leal. —Muy bien, me satisface. Haz todos los arreglos que sean necesarios, por favor. Está todo en tus manos. Tú eres el único hombre de Bretaña que sabrá cómo protegerlo. — Dejó caer las manos pesadamente en los brazos de la silla—. Ya está solucionado. Antes de partir tengo que mandar un mensaje a la reina explicándole lo que he decidido. Me pareció prudente preguntar: —¿Lo aceptará? Es algo muy duro para una mujer, aunque sea reina. —Conoce mi decisión y hará lo que yo diga. Hay una cosa, sin embargo, que se hará como ella quiere: desea que el niño sea bautizado como cristiano. Lancé una mirada al altar de Mitra apoyado contra la pared de la tienda. —¿Y vos? Se encogió de hombros. —¿Qué importa eso? Nunca será rey y, si lo fuera, entonces rendirá servicio donde deba, a la vista del pueblo. —Una mirada dura, directa—. Como hizo mi hermano. Si aquello era una provocación, la eludí y pregunté simplemente: —¿Y el nombre? —Arturo. Me sonó extraño, pero era como un eco de algo que ya había oído antes. Quizás en la familia de Ygerne había sangre romana... Los Artorii; eso debía ser. Pero no era de ahí de donde me sonaba el nombre... —De acuerdo —dije—. Y ahora, si me lo permitís, también yo mandaré una carta a la reina. Estará más tranquila si le aseguro mi lealtad. Asintió, se levantó y recogió su yelmo. Sonreía: un frío fantasma de la antigua sonrisa maliciosa con la que me hostigaba cuando yo era niño. —Es extraño, ¿verdad, Merlín, el bastardo? Es extraño que hable tan cómodamente de confiar mi hijo al único hombre del reino cuyos derechos al trono son mayores que los de este hijo. ¿No te sientes halagado? —Nada en absoluto. Seríais un loco si todavía no comprendierais que no tengo ambición alguna hacia vuestra corona. —Entonces no la despiertes en mi hijo, ¿quieres? —Llamó a un criado. Luego siguió
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diciéndome—: Ni le enseñes nada de tu maldita magia tampoco. —Si es hijo vuestro —dije secamente—, no tendrá grandes aptitudes para la magia. No le enseñaré nada que no tenga necesidad y derecho de saber. Tenéis mi palabra. Nos separamos. Úter nunca me querría, ni yo a él, pero había entre nosotros una especie de frío respeto mutuo, nacido de nuestra sangre compartida y del diferente amor y servicio que habíamos ofrecido a Ambrosio. Tendría que haber comprendido que él y yo estábamos unidos como las dos caras de una misma tabla y que nos moveríamos juntos quisiéramos o no. Los dioses están sentados sobre esta tabla, pero son los hombres quienes se mueven bajo sus manos para aparejarse y para matar. Tendría que haberlo comprendido; pero estaba tan acostumbrado a la voz de Dios oída en el fuego y en las estrellas, que había olvidado escucharla en los avisos de los hombres. Ralf esperaba solo en la tienda vigilada. Cuando le expliqué los resultados de mi charla con el rey, permaneció en silencio durante largo rato. Luego dijo: —Entonces, sucederá tal y como dijisteis. ¿Esperabais que ocurriera esto? Cuando anoche nos trajeron aquí, pensé que teníais miedo. —Y lo tenía, pero no de la forma que crees. Esperaba que me preguntaría qué clase de miedo era, pero, extrañamente, pareció haberme comprendido. Se ruborizó y se ocupó en algunos detalles del equipaje. —Mi amo, tengo que deciros... —Su voz salía ahogada—. Estaba muy equivocado respecto a vos. Al principio, yo..., porque no sois un hombre de guerra, pensé... —Pensaste que era un cobarde, ¿verdad? Ya lo sé. Levantó los ojos bruscamente. —¿Lo sabíais? ¿No os importaba? Evidentemente, mi indiferencia era casi tan condenable como la cobardía. Sonreí. —Cuando era niño y vivía entre rudos guerreros me acostumbré a esto. Además, nunca he estado muy seguro de mí valor. Se sorprendió al oírme y lanzó: —¡Pero si no os asustáis por nada! Todas las cosas que nos han ocurrido..., este viaje..., parecía que cabalgábamos durante una soleada mañana en lugar de ir por senderos cuajados de bestias salvajes y forajidos. Y cuando los hombres del rey nos atraparon..., aunque sea vuestro tío, no me diréis que nunca habéis corrido peligro por su culpa. Todo el mundo sabe que no se le puede contrariar. Pero vos permanecíais frío como el hielo, como si esperarais que él hiciera vuestra voluntad. ¿Miedo? Lo cierto es que no tenéis miedo de nada. —Esto es lo que he querido decir. No estoy seguro del valor que se necesita para enfrentarse a enemigos humanos..., los que tú llamas «reales»..., si sabes que no te matarán. Pero conocer el futuro supone otra clase de terrores, Ralf. La muerte no te espera detrás del próximo recodo, pero cuando uno sabe exactamente cuándo llegará y cómo... no es un pensamiento agradable. —¿Queréis decir que lo sabéis? —Sí. Por lo menos creo que es mi muerte lo que veo. En cualquier caso, se trata de oscuridad y de una tumba cerrada. Se estremeció. —Sí, ya comprendo. Prefiero luchar a la luz del día, aun sabiendo que quizá puedo morir mañana. Por lo menos siempre es «quizá mañana», nunca «ahora». ¿Queréis seguir con las botas de piel, o preferís cambiároslas? —Me las cambiaré. Gracias. —Me senté en un taburete y estiré una pierna; se arrodilló para sacarme la bota—. Ralf, hay algo más que debo decirte. Le he contado al rey que estabas conmigo y que irías a la Pequeña Bretaña a guardar al niño. Levantó la mirada, aturdido. —¿Le habéis dicho eso? ¿Y él qué ha respondido?
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—Que eras un hombre de verdad. Está de acuerdo y te aprueba. Se sentó sobre los talones con mis botas en las manos. Me miraba interrogante. —Ha tenido tiempo para reflexionar, Ralf, como debe hacerlo un rey. También ha tenido tiempo de tranquilizar su conciencia, como hacen los reyes. Ahora ve a Gorlois como un rebelde que pertenece al pasado. Si deseas volver a su servicio te recibirá amablemente y te asignará un lugar entre sus soldados. No respondió. Se incorporó de nuevo y se entretuvo atándome las botas. Luego se puso en pie, levantó la cortina de la tienda y ordenó a un hombre que trajera los caballos. —Rápido, el príncipe y yo nos vamos al transbordador. —¿Has visto? —le dije—. Esta vez has tomado libremente tu propia decisión. Y, sin embargo, ¿quién dice que no forma parte del azar, como la «casualidad» de la muerte de Budec? —Me levanté, me desperecé y reí—. Por todos los dioses, me alegro de que las cosas empiecen a moverse. Y en este momento hay una cosa que me satisface más que ninguna otra. —¿El haber conseguido al niño tan fácilmente? —Oh, esto naturalmente. No, lo que quiero decir es que por fin podré afeitarme esta horrible barba. Capítulo X Cuando Ralf y yo llegamos a Maridunum, mis planes, por lo menos hasta el momento, se habían cumplido. Lo mandé a la Pequeña Bretaña en el siguiente barco con cartas de condolencia para Hoel y con mensajes para corroborar los del rey. Una carta, que Ralf llevaba sin disimulo, se limitaba a repetir la petición del rey de que Hoel diera cobijo a la criatura durante su infancia; la otra, que Ralf debía entregar secretamente, aseguraba a Hoel que no sería agobiado con la carga del niño y que no llegaríamos con el barco real ni en la fecha ostensiblemente fijada. Le suplicaba que prestara apoyo a Ralf en todos los arreglos para el viaje secreto, que,yo planeaba hacer por Navidad. Hoel, indolente y perezoso por naturaleza, además de que sentía poco aprecio por su primo Úter, se sentiría tan aliviado que ayudaría a Ralf y a mí mismo en todo cuanto estuviera a su alcance. Cuando Ralf hubo partido, me puse en camino hacia el norte. Era obvio que no podría dejar por mucho tiempo al niño en la Pequeña Bretaña; el refugio junto a Moravik serviría para una temporada, hasta que decayera el interés de las gentes, pero después podría resultar peligroso. Tal como le había dicho a la reina, la Pequeña Bretaña es el lugar donde los enemigos del rey buscarían al niño; el hecho de que el niño no estuviera —no hubiera estado nunca— en el refugio, declarado públicamente, de la corte de Hoel podría hacerles creer que la Pequeña Bretaña no había sido más que una pista falsa. Había que asegurarse de no dejar ninguna huella que pudiera llevarles al perdido pueblo de Moravik. Pero el pueblo sólo era seguro mientras la criatura no fuese más que un niño. Tan pronto como creciera y empezara a salir, podía extenderse algún rumor o sospecha. Sabía cuan fácilmente podía ocurrir una cosa así. Un niño de un hogar pobre a quien se cuidara tanto y a quien se vigilara a todas horas podría despertar algún rumor, rumor que crecería y se extendería rápidamente hasta convertirse en una sospecha de la verdad. Más que eso. Cuando el niño fuera separado de la nodriza, tendría que empezar su educación, la educación que corresponde, si no a un príncipe, sí a un noble y a un guerrero. Era obvio que Bryn Myrddin no podía ser su hogar: debía tener la comodidad y la seguridad de una casa noble. Al final pensé en un hombre que había sido amigo de mi padre y a quien conocía bien. Se llamaba Antor, nombrado conde de Galava, uno de los nobles que había luchado bajo el mando del rey Coel de Rheged, el más considerable aliado de Úter.
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Rheged es un gran reino que se extiende desde la cadena montañosa británica hasta la costa oeste, y desde la Muralla de Adriano, en el norte, hasta la llanura de Deva. Galava, que Antor gobernaba bajo Coel, está a unas treinta millas del mar, al noroeste del reino. Es una tierra montañosa, todo colinas, agua y bosques salvajes; de hecho, uno de los nombres por la que es conocida es el de Bosque Salvaje. El castillo de Antor se encuentra en una llanura, al extremo de uno de los grandes lagos que llenan los valles. En tiempos pasados había sido una fortaleza romana, una de las muchas que se levantaban en la vía militar que iba desde Glannaventa por la costa, hasta el camino principal que enlazaba Luguvallium y York. Entre Galava y el puerto de Glannaventa había colinas escalonadas y cañones impenetrables, por lo que era fácil de defender y convertía el interior en el territorio mejor guardado de todo Rheged. Cuando Úter habló de educar al niño en algún castillo seguro sólo había pensado en las tierras ricas y tranquilas que se encontraban dentro de la Muralla de Ambrosio, pero incluso sin el temor de la falta de lealtad de los nobles, yo habría considerado peligrosas aquellas tierras; eran las tierras que los sajones, establecidos fuertemente a lo largo de la Costa, codiciaban cada vez más. Eran las tierras que, a mi entender, invadirían primero y con más saña. En el norte, en el corazón de Rheged, en donde nadie lo buscaría y en donde el mismo Bosque Salvaje lo protegería, el muchacho podría crecer tan a salvo como Dios permitiera, y tan libre como un gamo. Antor se había casado hacía unos pocos años. Su esposa se llamaba Drusila, y procedía de una familia romano-británica de York. Su padre, Fausto, había sido uno de los magistrados públicos que había defendido la ciudad contra Octa, el hijo de Henguist, y se había apresurado a aconsejar al jefe de los sajones que se rindiera a Ambrosio. El propio Antor había luchado en el ejército de mi padre. Cuando se encontraban en York, conoció a Drusila y la desposó. Ambos eran cristianos, y esto era posible porque sus caminos y el de Úter no se habían cruzado a menudo. Pero yo, junto con mi padre, había estado en la casa de Fausto, en York, en donde Ambrosio había tomado parte en muchas largas discusiones acerca de la pacificación de las provincias del norte. El castillo de Galava estaba bien protegido, construido en el solar del antiguo fuerte romano, con el lago frente a él, un profundo río a un lado y las salvajes montañas muy cerca. Sólo se podía acceder a él desde el agua o por uno de los valles, fácilmente vigilables y defendibles. Pero no tenía el aspecto de una fortaleza. Los árboles crecían cerca, ahora llenos de hojas a pesar del otoño, y había barcas con pescadores, en donde el río corría profundo y tranquilo entre sus orillas llenas de juncias. Los verdes prados que se extendían alrededor de los lagos estaban llenos de ganado y junto a los muros del castillo se apiñaba un pueblo, al igual que durante la paz romana. A dos millas del castillo se levantaba un monasterio. Los valles eran recluidos y en las alturas, por encima de la línea de árboles, donde la tierra aparecía desnuda de todo excepto de hierba rala y piedras, se veían los pequeños y extraños corderos azulados que se criaban en Rheged, con algunos pastorcillos que se enfrentaban valerosamente a los lobos y a las feroces zorras con la mera protección de un palo y un perro. Viajé solo, tranquilamente. Si bien la odiada barba había desaparecido, y con ella el pesado disfraz, conseguí realizar el viaje sin ser reconocido. Llegué a Galava hacia el atardecer de un día de octubre, brillante y frío. Las grandes puertas estaban abiertas de par en par. Daban a un patio pavimentado, en donde hombres y muchachos cargaban un carro de paja. Los bueyes esperaban pacientemente, rumiando; cerca, un mozo abrevaba a un par de sudorosos caballos. Los perros ladraban y jugueteaban, las gallinas se afanaban entre la paja caída. Había árboles en el corral, y a ambos lados de la escalera que subía hasta la puerta de la casa alguien había plantado caléndulas, que esparcían brillantes colores amarillos y naranjas al sol poniente. Parecía una granja próspera más que una fortaleza, pero a través de una puerta
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abierta distinguí hileras de lanzas recientemente pulidas y de detrás de uno de los altos muros llegaron órdenes dadas a gritos y el ruido de hombres que hacían instrucción. Apenas me había detenido entre los pilares del arco de entrada cuando el portero me impidió el paso y me preguntó cuál era el objeto de mi visita. Le entregué mi broche con el Dragón dentro de una pequeña bolsa y le pedí que lo llevara a su amo. Al cabo de unos minutos volvió corriendo, y jadeando tras él el chambelán, quien me llevó directamente hasta el conde Antor. Antor no había cambiado mucho. Era un hombre de mediana estatura que empezaba a adentrarse en el camino de la madurez. Si mi padre viviera habría tenido su misma edad, lo cual indicaba, calculé, que había pasado de los cuarenta. Su barba oscura empezaba a encanecer, su piel también oscura rebosaba salud y vitalidad. Su esposa era unos diez años más joven; era alta, una mujer escultural que aún no había cumplido los treinta, reservada y un poco tímida, pero de ojos azules y difuminados que ablandaban sus maneras frías y su hablar distante. Antor daba la impresión de un hombre satisfecho. Me recibió a solas en una pequeña estancia cuyas paredes estaban cubiertas de flechas y arcos. Junto al hogar había tres galgos y el fuego subía tan alto como una pira funeraria, con leños de pino ardiendo. Pero las pequeñas ventanas no estaban cubiertas y la brisa de octubre gemía como otro perro entre las cuerdas de los arcos que cubrían las paredes. Me cogió por los brazos en una calurosa bienvenida. —¡Merlinus Ambrosius! ¡Es un verdadero placer! ¿Cuánto tiempo hace? ¿Dos años? ¿Tres? Ha pasado mucha agua bajo el puente, sí, y han caído muchas estrellas desde la última vez que nos vimos, ¿verdad? Bien, bienvenido seas. ¡No hay otro hombre que más deseara ver bajo mi techo! Has estado criando fama, ¿verdad? Las historias que he oído... Bien, bien, pero ahora me podrás contar la verdad de todo. Por el amor de Dios, muchacho, cada día estás más delgado. Parece como si no hubieras visto carne roja desde hace un año. Ven, siéntate junto al fuego y deja que te encargue la cena antes de que hablemos. La cena fue abundante y excelente; podría haberme servido diez veces más. Antor comía por tres y me insistía para que terminara el resto. Mientras comíamos intercambiamos noticias. Se había enterado del embarazo de la reina. Hablamos de ello, pero, por el momento, no entré en la cuestión. Por mi parte, le pregunté qué había pasado en Viroconium. Antor había asistido al consejo del rey y acababa de regresar a casa. —¿Éxito? —preguntó, en respuesta a mi pregunta—. Es difícil de decir. Ha sido muy concurrido. Coel de Rheged, naturalmente, y todos los de estas tierras. —Nombró a media docena de vecinos—. Excepto Riocatus de Verterae, que mandó decir que estaba enfermo. —Presumo que no lo creíste. —Cuando crea algo de lo que dice ese chacal —dijo Antor con ímpetu— será que me he vuelto tan cobarde como él. Pero los lobos estaban allí, todos ellos, y en estos casos la carroña importa poco. —¿Y Strathclyde? —Oh, sí, Caw también estaba. ¿Sabes que los pictos del oeste han estado molestando...? Pero, en realidad, ¿cuándo no han creado problemas? Sin embargo, Caw, que es picto, cooperará con cualquier plan que pueda servirle para dominar ese territorio tan salvaje que es el suyo, por lo que estaba bien dispuesto a la idea de la asamblea. Ayudará, estoy seguro. Otra cuestión es que pueda dominar a esa reata de hijos que ha engendrado. ¿Sabes que uno de ellos, Heuil, un tempestuoso joven, pillo y que apenas puede levantar una espada, tomó por la fuerza esta pasada primavera a una de las muchachas de Morien, cuando se dirigía al monasterio al que su padre la había consagrado desde su nacimiento? Levantó su «espada» contra ella con toda facilidad; cuando el padre se enteró ambos habían cruzado ya la frontera y ella no estaba en
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condiciones de entrar en ningún monasterio, como es fácil suponer —sonrió burlonamente—. Morien se enfureció y habló de violación, naturalmente, pero todo el mundo se rió de él, y él intentó sacar algún provecho de la situación. Strathclyde tuvo que pagar, evidentemente. Él y Morien estaban en bandos opuestos en Viroconium, y Heuil brillaba por su ausencia. Ah, bueno, pero estuvieron de acuerdo en zanjar sus diferencias. El rey Úter lo supo manejar muy bien, así que entre Rheged y Strathclyde, hay medio norte solidario con el rey. —¿Y el otro medio? ¿Qué hay de Lot? —¿Lot? —Antor refunfuñó—. ¡Ese bravucón! Se habría aliado con el diablo y con Hécate a la vez si esto le hubiera supuesto unos cuantos trozos de tierra para él. Se preocupa menos por la Gran Bretaña que este perro que está junto al hogar. Menos. Él y su indomable traílla de hermanos sentados en su fría roca. Lucharán cuando les resulte beneficioso, eso es todo. —Permaneció en silencio atizando el fuego y acariciando con el pie al galgo que tenía más cerca; el animal bostezó con placer y aplanó sus orejas—. Pero habla bien y quizás es que lo veo con mal ojo. Los tiempos cambian e incluso los bárbaros como Lot deberían saber ver que a menos que nos unamos fuertemente y mantengamos la unión, volverá a venir el Año de la Invasión. No se refería a una invasión reciente, sino al año de la gran invasión, hacía un siglo, en que los pictos y los sajones, unidos a los celtas de Irlanda, cruzaron la Muralla de Adriano a hierro y fuego. Máximo los detuvo en Segontium. Los hizo retroceder y los derrotó, ganando para Britania una época de paz, y para él, un imperio y una leyenda. —Lothian, Leonís, es la clave para la defensa que planea Úter —intervine—, incluso más que Rheged o Strathclyde. He oído decir, no sé si es verdad, que hay anglos instalados en el Alaunus, y que el territorio de los federados anglos, al sur de York, a lo largo del Abus, se ha doblado desde la muerte de mi padre. —Es cierto —habló pesadamente—. Y al sur de Leonís sólo está Urién en la costa, y es otro gallo podrido que se alimenta de lo que tira Lot. Está casado con una hermana de Lot y está obligado a cantar su misma canción. Hablando de esto... —¿Hablando de qué? —pregunté al ver que hacía una pausa. —De matrimonio. —Se enfurruñó y luego empezó a sonreír maliciosamente—. Si no fuera tan peligroso, resultaría gracioso. ¿Sabías que Úter tiene una hija bastarda, he olvidado su nombre...? Debe de tener unos siete u ocho años. —Morcadés. Sí, la recuerdo. Nació en la Pequeña Bretaña. Morcadés era un desliz de Úter con una muchacha de la Pequeña Bretaña que le había seguido hasta la Gran Bretaña, supongo que con esperanzas de matrimonio. Era de buena familia, y la única mujer conocida de la que todos sabían que había dado un hijo a Úter. (Siempre había sido motivo de diversión entre las tropas de Úter la manera como éste se las arreglaba para dejar un séquito de bastardos en su camino, como semillas detrás del sembrador dentro de un surco.) Pero esta muchacha era la única que había llegado a conocimiento público. Y creo que también al de Úter. Por aquel entonces, Úter era un hombre amable y generoso, y ninguna muchacha había sufrido pérdida mayor que la virginidad por su culpa, Úter había reconocido a la criatura, había albergado a la madre y a la hija en una de sus casas y, después de casar a la madre con un gentilhombre de su séquito, se había llevado a la hija consigo. Yo la había visto una vez en la Pequeña Bretaña, una delgada muchachita de pelo rubio, con grandes ojos y boca pequeña. —¿Qué le ocurre a Morcadés? —pregunté. —Úter lanzaba sus tentáculos para casarla con Lot cuando ella llegara a la edad necesaria. Le guiñé un ojo. —¿Y qué dijo Lot? —Te habrías reído si lo hubieras visto. Negro como un lobo ante la idea de que la bastarda de Úter era bastante buena, pero cuidando sus palabras para el caso de que nazca otra hija en la cama real del rey. Los bastardos y sus cónyuges heredaban reinos
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antes de ahora. Excepto tú, naturalmente. —Naturalmente. Entonces, ¿tan alto ha apuntado su vista Lot? Lanzó un breve resoplido. —Tan alto como el Gran Reino mismo, puedes estar seguro. Reflexioné con el ceño fruncido. No había visto nunca a Lot; era poco más viejo que yo —debía tener veintitantos años— y, a pesar de haber luchado a las órdenes de mi padre, su camino y el mío no se habían cruzado nunca. —Así pues, ¿Úter quiere atar el territorio de Leonís al suyo y Lot desea ser atado? Sea o no por ambición, ¿quiere esto decir que Lot luchará a favor del Gran Rey cuando llegue el momento? Y Leonís es nuestro mayor baluarte contra los anglos y los demás invasores por el norte. —Oh, sí, luchará —dijo Antor—. A menos que los anglos le ofrezcan un soborno mejor que Úter. —¿Estás seguro? Me había alarmado. Antor, con sus maneras francas, era un agudo observador y pocos hombres sabían más que él acerca de los cambios de poder a lo largo de nuestras costas. —Quizá le doy demasiada importancia, pero creo que Lot es ambicioso y sin escrúpulos y que esta combinación significa peligro para cualquier soberano que no pueda aplacarlo. —¿Cómo van sus relaciones con Rheged? —pregunté, pensando en el niño que quizá se alojaría aquí, en Galava, con Lot al otro lado de los montes Peninos. —Oh, amigos, amigos. Tan buenos amigos como dos grandes perros con un plato lleno de comida para cada uno. No, no es un asunto por el que debamos preocuparnos por el momento, y quizá nunca lo será. Así que olvídalo y bebe. —También él bebió, luego dejó su copa y se secó los labios; entonces me miró con ojos agudos y curiosos—. ¿Y bien? Será mejor que lo sueltes, muchacho. No habrás hecho este viaje por una buena cena y una charla con un viejo granjero. Dime ahora en qué puedo servir al hijo de Ambrosio. —Será al sobrino de Ambrosio a quien servirás —dije, y le expliqué el resto. Me escuchó en silencio. A pesar de toda su vitalidad y su temperamento, Antor no era un hombre impulsivo. Había sido un oficial frío y calculador, un hombre valioso en cualquier circunstancia, desde un ataque rápido a un cuidadoso asedio. Después de una aguda mirada de sorpresa y de un levantamiento de cejas cuando yo hablaba de la decisión del rey y mi tutoría, escuchó sin moverse y sin quitarme los ojos de encima. Cuando terminé se desperezó. —Bueno... Para empezar diré una cosa, Merlín: estoy contento y orgulloso de que hayas venido a mí. Ya conoces mis sentimientos hacia tu padre. Y, a decir verdad, muchacho —se aclaró la garganta, vaciló y luego fijó la vista en el fuego mientras hablaba—, siempre me ha dolido de corazón que tú fueras un bastardo. Ahora, entre estas cuatro paredes, puedo decírtelo. No es que Úter no tenga cualidades para ser el Gran Rey... —Muchas más de las que yo he tenido nunca —sonreí—. Mi padre solía decir que Úter y yo, entre los dos, nos repartíamos las cualidades para ser un buen rey. Su sueño era que algún día, entre los dos, pudiéramos modelar uno. Y es éste. —Levantó la cabeza al oír esto, y yo proseguí—: Oh, ya sé, una criatura que aún ha de nacer. Pero toda la primera parte ha ocurrido como tenía que ocurrir; un hijo engendrado por Úter y entregado a mí para que lo eduque. Sé que éste es el rey. Creo que será un rey como no ha tenido nunca antes esta pobre tierra, y quizá como no lo tendrá nunca más. —¿Te lo han dicho tus estrellas? —Estaba escrito en ellas, ciertamente, ¿y quién escribe en las estrellas sino Dios? —Bien, Dios dirá. Se está acercando otra época, Merlín, quizá no el próximo año, ni dentro de cinco; tal vez hasta dentro de diez, pero se acerca... Cuando vuelva de nuevo el Año de la Invasión ruega a Dios para que entonces haya un rey que levante la espada de
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Máximo contra ella. —Volvió la cabeza bruscamente—. ¿Qué es eso? ¿Ese ruido? —Es sólo el viento en las cuerdas de los arcos. —Me ha parecido el son de un arpa. Es extraño. ¿Qué ocurre, muchacho? ¿Por qué miras así? —No es nada. Me observó dubitativamente durante unos instantes más, luego gruñó y permaneció silencioso. Detrás de nosotros el zumbido se prolongó; una música fría, algo proveniente del mismo aire. Recordé que, siendo niño, me tumbaba y contemplaba las estrellas, escuchando la música que, como me habían dicho, producían al moverse. Pensé que la música de las estrellas debía sonar así. Entró un criado con más leña y el sonido murió. Cuando la puerta se cerró tras él, Antor volvió a hablar con tono indiferente. —Bien, lo haré, naturalmente, y muy orgulloso. Tienes razón, no creo que en los próximos años Úter pueda dedicar mucho tiempo a su hijo y hace bien en ponerle a salvo. Tintagel podría servir, pero, tal como dices, está Cador... ¿Ya sabe el rey que has venido a verme? —No, ni se lo diré todavía. —¿De veras? —Quedó pensativo unos instantes, frunciendo las cejas—. ¿Crees que estará satisfecho con esto? —Es posible, no lo sé. No insistió demasiado sobre la Pequeña Bretaña. Creo que, de momento, sólo desea hacer lo que sea estrictamente necesario. La otra cosa es que — sonreí a medias— el rey y yo nos hemos declarado una tregua, pero no quisiera hacerla imposible quedándome en su camino. Ojos que no ven, corazón que no siente. Si tengo que enseñar y educar al niño, mejor será hacerlo a cierta distancia del rey. —Sí, también lo creo así. No es prudente ayudar a los reyes a conseguir los deseos de su corazón. ¿Será cristiano el niño? —La reina así lo desea; por lo tanto, será bautizado en la Pequeña Bretaña, si puedo arreglarlo. Se llamará Arturo. —¿Lo bautizarás tú mismo? —Creo que el hecho de que nunca me bautizaran me pone fuera de juego —respondí riendo. —Olvidaba que eres pagano. —También rió—. Bueno, me alegra saber que la criatura no lo será. De lo contrario nos traería muchas complicaciones. —¿Tu mujer? ¿Tan devota es? —Pobre muchacha, no tiene nada más desde que nuestro segundo hijo murió. Dicen que no tendremos más. De hecho, será un regalo de Dios traer a este niño a nuestra casa. Mi hijo Ken es un pequeño rufián testarudo, aunque sólo tiene tres años, y las mujeres lo malcrían. Nos irá bien tener un segundo hijo. ¿Cómo has dicho que se llamaría? ¿Arturo? ¿Me dejarás que se lo diga a Drusila? Pero no habrá ningún problema; ella estará tan contenta como yo de tenerlo. Y te aseguro que es absolutamente discreta, a pesar de ser mujer. Estará a salvo con nosotros. —Estoy seguro. No es necesario que me lo digan las estrellas. Pero cuando iba a agradecérselo, me interrumpió. —Bien, ya está decidido. Más tarde podremos concretar los detalles. Esta noche hablaré con Drusila. ¿Te quedarás unos días, naturalmente? —Gracias, pero no puedo... Sólo me quedaré para descansar y para que descanse mi caballo. Tengo que estar en Tintagel para diciembre y antes tengo que pasar por casa, para cuando Ralf regrese de la Pequeña Bretaña. —Lástima. Pero volverás; ya me ocuparé yo de ello. —Hizo una mueca y volvió a acariciar a los perros—. Me divertiré viéndote convertido en tutor de la casa, o en lo que creas que pueda darte algún derecho sobre mi muchacho. Y también me gustaría ver a Ken puesto en vereda. Quizá contigo enmendará su actitud si cree que puedes convertirle
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en sapo cuando te desobedezca. —Mi especialidad son los murciélagos —dije sonriendo—. Eres muy bueno y nunca olvidaré tu oferta, pero ya me buscaré yo mismo mi lugar. —Mira, muchacho, el hijo de Ambrosio no debe vagabundear por el país en busca de un hogar mientras yo tenga cuatro paredes y una chimenea para ofrecerle. ¿Por qué no te quedas aquí? —Porque pueden reconocerme, y donde esté Merlín durante los próximos años, los hombres buscarán a Arturo junto a él. No, debo pasar inadvertido. Una casa tan grande como ésta es demasiado arriesgada y, con todo mi agradecimiento, cuatro paredes no son siempre el mejor cobijo para una persona como yo. —Ah, sí, es mejor una cueva, ¿verdad? Bien, me han dicho que por los alrededores hay unas cuantas..., si primero expulsas a los lobos. Bueno, tú sabes mejor que yo lo que te conviene. Pero dime, ¿qué hay de la reina? No me has dicho qué papel representa en todo esto. ¿Qué mujer dejaría que se llevaran a su primer hijo y no intentaría nunca verlo de nuevo o darse a conocer? —La propia reina me hizo llamar en secreto y me pidió que me llevara a la criatura conmigo. Sé que sufrirá, pero ésta es la voluntad del rey y sabe que se trata de algo más que de un capricho nacido de la furia. Ve los peligros tan bien como él. Y antes que mujer es reina. Creo —añadí cuidadosamente— que la reina no es una mujer para llevar una familia, de la misma manera que Úter no es un hombre de familia. Son el uno para el otro y, fuera de su lecho, son rey y reina. Quizás en el futuro Ygerne se preguntará y querrá saber, pero esto será en el futuro. Por el momento, se conforma con que se lleven al niño. Después de esto seguimos charlando hasta muy entrada la noche. Arreglamos, hasta donde pudimos, los detalles para los tiempos que vendrían. Arturo permanecería en la Pequeña Bretaña hasta que tuviera tres o cuatro años y luego, en una buena época del año, Ralf lo llevaría hasta la casa de Antor. —¿Y tú? —preguntó Antor—. ¿Dónde estarás? —No en la Pequeña Bretaña, por la misma razón que me impide vivir aquí. Tengo que desaparecer, Antor. Es un talento que tenemos los magos. Y cuando reaparezca, será en un lugar que desvíe los ojos de los hombres de la Pequeña Bretaña y de Galava. Cuando insistió en preguntar, me puse a reír y me negué a aclararle más cosas. —A decir verdad, todavía no he fijado mis planes. Y ahora ya te he entretenido demasiado. Tu esposa debe de preguntarse con qué clase de misterioso hombre te has encerrado durante todas estas horas. Le daré mis excusas cuando me la presentes, mañana por la mañana. —Y yo se las presentaré ahora —dijo levantándose—. Pero será una disculpa que me gusta ofrecer. Sabes, Merlín, te pierdes muchas cosas buenas..., pero, si te las pierdes, no lo puedes saber. —Lo sé —dije. —¿Lo sabes? Entonces debes opinar que la vida es mejor sin mujeres. —Para mí, sí. —Bien, entonces sigue así, con tu cama fría —dijo, y me abrió la puerta. Capítulo XI El niño nació la víspera de Navidad, una hora antes de medianoche. Justo antes del parto, los dos nobles asignados como testigos y yo fuimos llamados a la habitación de la reina, donde la atendían Gandar, Marcia y otras mujeres de la corte. Una de ellas era una muchacha llamada Branwen, que hacía poco había dado a luz a una criatura muerta; ella sería la nodriza del niño. Cuando todo hubo pasado, una vez el niño lavado y fajado, y la reina durmiendo, yo salí del castillo y me dirigí al camino que llevaba
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a Dimilioc. Tan pronto como las luces de la puerta de entrada hubieron desaparecido de mi vista, desvié el caballo hacia el sendero del despeñadero del valle, que corre desde los altos prados hasta la costa. El castillo de Tintagel está construido en un promontorio de roca, una especie de península cortada en riscos sobre el mar turbulento, unida a los acantilados de la costa por un estrecho paso. A cada lado de este paso los acantilados forman en su base unas diminutas ensenadas de roca bastante resguardadas. Desde una de ellas, un sendero estrecho y precario, que sólo se puede pasar cuando la marea está baja, conduce, encaramándose por el acantilado, a un postigo, una pequeña puerta practicada en los cimientos de las murallas. Es la entrada secreta al castillo. En su interior hay una estrecha escalera de piedra que conduce a la puerta privada de los aposentos reales. A media escalera hay un rellano y una sala de guardia. Allí tenía que esperar hasta que el niño estuviera arreglado para sacarlo afuera, al frío del invierno. No había guardias; hacía unos meses que el rey había ordenado sellar la puerta de entrada, y la sala de guardia que daba al interior del castillo había sido tapada. Aquella noche el postigo había sido abierto, pero no había portero alguno; sólo Ulfino, el hombre del rey, y Valerio, su amigo y oficial de confianza, me esperaban para conducirme al interior. Valerio me llevó a la sala de guardia mientras que Ulfino bajó a la ensenada a coger mi caballo. Ralf no estaba conmigo. Había ido a asegurarse de que el barco bretón esperaba tal como había prometido, y, además, estaba encargado de traer caballos y montar guardia cada noche en la bahía, bajo el sendero secreto. Esperé dos días y dos noches. En la sala de guardia había un jergón y el propio Ulfino había preparado un hogar para contrarrestar la humedad que, a causa del desuso, se había apoderado de la estancia. De vez en cuando traía alimentos y leña, así como las noticias del interior. Habría esperado conmigo si yo se lo hubiera permitido; todavía estaba agradecido por algunas amabilidades que yo le había demostrado en el pasado, y creo que le angustiaba el desfavor del rey. Pero yo lo envié a su puesto, ante la puerta de la reina, y pasé solo el tiempo de espera. Al otro lado del rellano, en la muralla posterior del castillo y frente a la puerta de la sala de guardia, había otra puerta que daba paso a una estrecha plataforma de tablas rodeada de almenas. Esta plataforma no se veía desde ninguna de las ventanas del castillo, y debajo de ella, entre la muralla y el mar, había un declive cubierto de hierba que llegaba hasta el borde del acantilado cortado a pico. En verano el lugar estaba poblado de pájaros marinos, pero ahora, en pleno invierno, estaba desnudo y crujía de hielo. Desde abajo, incesantemente, llegaba el ruido atronador del viento marino. Cada día, al amanecer y a la puesta del sol, me encaminaba a esta plataforma para ver si algo había cambiado. Pero en tres días no se produjo ningún cambio. El aire era frío y, a mis pies, la hierba, gris de escarcha, apenas se distinguía entre la espesa niebla que amortajaba el lugar, desde el invisible mar al fondo del invisible acantilado, hasta el pálido resplandor, en donde el sol invernal intentaba atravesarlo. Debajo de la sábana de niebla, el mar estaba tranquilo, más quieto que nunca en aquella costa furiosa. Y cada medianoche, antes de dormir, salía al helado exterior y miraba a las estrellas. Pero sólo había el reflejo turbio de la bruma. A la tercera noche volvió el viento. Una suave brisa del oeste se deslizaba entre las almenas, por debajo de las puertas, y sacudía las llamas azuladas por entre los leños ardientes. Me levanté y escuché. Tenía una mano en el pomo de la puerta cuando, en medio del silencio, oí un ruido que provenía de la parte superior de la escalera. La puerta de los aposentos de la reina se había abierto y cerrado suavemente. Abrí la puerta y miré hacia arriba. Alguien bajaba blandamente por la escalera. Una mujer envuelta en una capa y con algo en los brazos. Salí al rellano y la luz de la sala de guardia, de fuego y sombras, me siguió.
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Era Marcia. Vi que las lágrimas corrían por sus mejillas cuando inclinó la cabeza sobre lo que tenía en brazos: una criatura cálidamente envuelta para contrarrestar la noche invernal. Me vio y me alargó el bulto. —Cuidadlo —dijo—. Queredlo como Dios os quiere a vos y a él. Tomé al niño. Dentro de la envoltura de lana entreví el brillo de ropa dorada. —¿Y la señal? —pregunté. Me entregó un anillo. Lo había visto a menudo en la mano de Úter. Era de oro con una piedra de jaspe rojo con un dragón grabado. Me lo puse en un dedo y vi el instintivo movimiento de protesta de Marcia, reprimido cuando recordó quién era yo. Sonreí. —Sólo es para guardarlo mejor. Me lo quitaré para ponérselo a él. —Príncipe, mi señor... Inclinó la cabeza. Luego lanzó una rápida mirada por encima del hombro. Branwen, la nodriza, con capa y capucha, bajaba por la escalera. Ulfino, tras ella, llevaba una bolsa con sus efectos. Marcia se volvió hacia mí y me puso una mano en el brazo. —¿No me decís adonde os lo lleváis? —Era una súplica apenas susurrada. —Lo siento. —Denegué con la cabeza—. Es mejor que nadie lo sepa. Quedó silenciosa, pero sus labios se movían. Luego se recobró. —Muy bien, pero ¿me prometéis que estará a salvo? No se lo pregunto al hombre, ni tampoco al príncipe. Lo pregunto pensando en vuestro poder. ¿Estará a salvo? Así pues, Ygerne no había dicho nada, ni siquiera a Marcia. Las suposiciones de Marcia sobre el futuro no eran más que eso, suposiciones. Pero en los días que seguirían aquellas dos mujeres sentirían la más amarga necesidad de confidencias. Sería cruel dejar a la reina sola con su conocimiento y su esperanza. No es cierto que las mujeres no sepan guardar un secreto. Cuando aman, se puede confiar en ellas hasta la muerte, más allá de la muerte, contra todo sentimiento y razón. Es su debilidad y su gran fuerza. Mantuve la mirada de Marcia durante unos instantes. —Será rey —le confié—. La reina lo sabe. Pero, por el amor del niño, no se lo digas a nadie más. De nuevo inclinó la cabeza sin replicar. Ulfino y Branwen estaban junto a nosotros. Marcia se inclinó suavemente y retiró un pliegue de ropa del rostro del niño. El bebé dormía. Los párpados, curiosamente combados, cubrían los ojos como cálidas conchas. Tenía la cabeza cubierta de una gruesa y suave capa de pelo. Seguía durmiendo tranquilamente. Marcia volvió a colocar la tela para cubrirlo y, con manos expertas, arregló a la criatura entre mis brazos. —Así. Sostenedle así la cabeza. Tened cuidado al bajar por el sendero. —Tendré cuidado. Abrió la boca para decir algo más, luego meneó la cabeza y vi que una lágrima se deslizaba por su mejilla hasta caer sobre el manto del niño. Luego se volvió de repente y empezó a subir la escalera. Bajé por el sendero secreto con el niño en brazos. Valerio iba delante con la espada desenvainada. Detrás de mí, ayudada por Ulfino venía Branwen. Cuando llegamos abajo y los guijarros crujieron a nuestros pies, la sombra de Ralf se destacó de la inmensa oscuridad del acantilado. Oímos su aliviada bienvenida y el golpeteo de los cascos en los guijarros. Había traído una mula para la muchacha, un animal macizo y de patas seguras. La instaló en la silla, luego yo le entregué al niño y ella lo envolvió con su capa. Ralf saltó sobre la grupa de su caballo y cogió la brida de la muía con una mano. Yo conduciría la muía del equipaje. Esta vez planeaba viajar como un juglar itinerante —un arpista tiene entrada en la corte de los reyes, mientras que un buhonero no— y mi arpa, envuelta en ropa, iba en una alforja de la muía. Ulfino me dio la brida del animal y luego aguantó mi caballo para que yo lo montara; estaba frío y ansioso por moverse y calentarse. Di las gracias y me despedí de ellos. Entonces Valerio volvió a subir por el sendero del
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acantilado: sellaría de nuevo el postigo tras ellos. Dirigí mi caballo hacia el viento. Ralf y la muchacha ya encaminaban sus monturas hacia la costa. Vi las borrosas formas que se detenían, me esperaban, y el pálido óvalo del rostro de Ralf cuando se volvió hacia mí. Entonces levantó un brazo y señaló. —¡Mirad! Me volví. La bruma se levantaba y dejaba entrever el cielo estrellado. Débilmente, por encima del promontorio del castillo, surgió una luz caliginosa. Entonces la última nube se retiró impulsada por el viento del oeste, como una vela dirigida hacia la Pequeña Bretaña, y dejó ver, reluciente entre el brillo de otras estrellas menores, la gran estrella que había brillado la noche de la muerte de Ambrosio. Ahora centelleaba al este en honor del nacimiento del Rey de la Navidad. Espoleamos nuestros caballos y fuimos en busca del barco. Capítulo XII El viento nos llevó fácilmente hacia la Pequeña Bretaña y vimos la Costa Borrascosa al amanecer del quinto día de viaje. Allí el mar nunca está en calma; los acantilados, altos y peligrosos, se elevaban como torres negras contra la pálida luz que crecía tras ellos, y los dientes del mar espumeaban en su base; pero una vez rodeada la Punta de Vindanis, el mar se movía más plácidamente; entonces incluso pude salir de mi cabina para contemplar nuestra llegada al muelle sur de Kerrec, que mi padre y Budec habían construido años atrás cuando las fuerzas invasoras se reunían aquí. La mañana era tranquila, con el aire helado y una clara neblina perlando los campos. El territorio es llano, los prados y los pantanos se extienden tierra adentro, donde el viento llena la hierba de sal y donde, durante millas, sólo crecen pinos y majuelos doblados por el viento. Diminutas corrientes de agua se ensortijan entre orillas de fango escalonado y van a parar a ensenadas y caletas que mordisquean la costa por todas partes. Con marea baja, las llanuras se llenan de conchas y de gritos de las aves zancudas. A pesar de su apariencia hosca, se trata de una tierra rica, y no sólo dio cobijo a Ambrosio y a Úter cuando Vortiger mató a su hermano, el rey, sino a cientos de otros exiliados que huyeron de Vortiger y de la amenaza del terror sajón. E incluso estos exiliados encontraron partes del territorio ya pobladas por celtas procedentes de Britania. Cuando el emperador Máximo, un siglo antes, había marchado sobre Roma, las tropas británicas que sobrevivieron a la derrota volvieron a refugiarse en su tierra amiga. Algunos habían acabado por regresar a su hogar, pero la gran mayoría se había quedado para casarse e instalarse definitivamente. Mi pariente, el rey Hoel, provenía de una de estas familias. En efecto, los bótanos se habían instalado en número tan elevado que los hombres denominaron a la península también Britania, y más adelante Pequeña Bretaña, en recuerdo de su tierra de origen, que llamaban ya la Gran Bretaña. La lengua que hablaban todavía se parecía a la suya natal y los hombres adoraban a los mismos dioses, pero el recuerdo de dioses más antiguos era todavía visible en el territorio, y el lugar resultaba extraño. Me fijé en que Branwen miraba por encima de la baranda del barco con ojos muy abiertos y rostro preocupado. Y también Ralf, que ya había estado allí como mensajero, tenía una expresión de temor cuando nos acercamos al muelle y vimos, más allá de las cabañas y de los montones de barriles y fardos, las primeras filas de las piedras erguidas. Estas piedras se alineaban en los campos de la Pequeña Bretaña, una tras otra, como viejos y grises guerreros en actitud de espera, o como ejércitos de la muerte. Nadie sabe por qué ni cómo llegaron hasta allí. Pero yo hacía tiempo que sabía que no habían sido
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levantadas por gigantes, ni por dioses, ni siquiera por encantadores, sino por ingenieros humanos cuyo ingenio vive solamente en las canciones. Estas habilidades yo las aprendí siendo muchacho, cuando vivía entre los bretones, y los hombres las llamaron magia. Sin embargo, sé que quizá tenían razón. Una cosa es cierta: si bien fueron rudas manos de hombre las que levantaron las piedras, hombres que desde hace mucho tiempo ya son polvo debajo de sus raíces, los dioses a quienes servían todavía caminan entre ellas. Cuando de noche iba entre las piedras, llegué a sentir ojos a mi espalda. Pero ahora brillaba el sol y se reflejaba en las superficies de granito. Sus sombras azuleaban sobre la escarcha del suelo. En el muelle ya había mucho trajín; los carros estaban preparados para cargar; hombres y muchachos se dedicaban a toda prisa a la tarea de amarrar y descargar el barco. Nosotros éramos los únicos pasajeros, pero nadie nos prestó más atención que una simple ojeada, como viajeros que éramos, vestidos sobria y decentemente. El músico con el arpa en su equipaje, su esposa y su hijo junto a él, y su criado que los atendía. Ralf había tomado al niño de los brazos de Branwen y la ayudaba a cruzar la pasarela. Ella estaba silenciosa y pálida, apoyándose pesadamente en Ralf. Cuando se inclinó hacia ella, descubrí que súbitamente había dejado de ser un muchacho para convertirse en un hombre. Debía de tener dieciséis años y, si bien Branwen quizá fuera un año mayor, Ralf podía ser tomado por su esposo, más que yo. Parecía ligero y radiante, zalamero como un pollo en primavera con sus nuevas plumas. De todos nosotros, pensé agriamente mientras sentía que a mis pies el muelle todavía se balanceaba como si fuera la insegura cubierta del barco, era el único que había aguantado bien el viaje. La escolta que había arreglado en su primer viaje nos esperaba. No la escolta de soldados que el rey Hoel hubiera deseado ofrecernos, sino simplemente una muía con litera para Branwen y el niño, con un mulero y otro hombre que había traído caballos para nosotros dos. Este hombre se acercó para saludarme. Imaginé que era un oficial, pero no llevaba uniforme y nada hacía sospechar que la escolta provenía del rey. Ni aparentemente el oficial sabía nada de nosotros, excepto que debíamos instalarnos en la ciudad y esperar allí hasta que el rey nos hiciera llamar. Me saludó cortésmente, pero con la cortesía debida a mi rango. —Sed bienvenido. El rey os envía sus saludos y yo estoy aquí para escoltaros a la ciudad. Espero que hayáis tenido un buen viaje. —Eso nos han dicho —dije—, pero ni la señora ni yo nos inclinamos a creerlo. —Me ha parecido que ella estaba un poco pálida. Me imagino cómo se siente. A mí tampoco me sienta muy bien el mar. Y vos, ¿podéis cabalgar hasta la ciudad? Está a poco más de una milla. —Lo intentaré —dije. Intercambiamos atenciones mientras Ralf ayudaba a Branwen a subir a la litera y cerraba las cortinas para preservarla del frío matinal. Cuando estuvo instalada, el niño se despertó y empezó a llorar. Tenía buenos pulmones este Arturo. Supongo que di un respingo. Noté un destello de diversión en el rostro del oficial y dije secamente: —¿Estás casado? —Sí, en efecto. —Solía pensar a veces qué podría perder casándome. Ahora empiezo a saberlo. —Siempre se puede uno escapar —dijo riendo—. Es la mejor razón que conozco para ser soldado. ¿Queréis montar? Él y yo cabalgamos uno al lado del otro en el camino hacia la ciudad. Kerrec era una población bastante grande, medio civil, medio militar, amurallada y rodeada de fosos, apiñada alrededor de una colina en cuya cima se levantaba la fortaleza del rey. Cerca de la rampa que llevaba a la puerta del castillo estaba la casa en donde mi padre había vivido durante sus años de exilio, mientras él y el rey Budec reunían y entrenaban al
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ejército que había invadido la Gran Bretaña para recuperarla para él, el verdadero rey. Y ahora, quizá su próximo y más grande rey estaba aquí, a mi lado, todavía aullando con todas sus fuerzas, instalado en una litera, cruzando el puente de madera que se extendía sobre el foso y entrando por la puerta de la ciudad. Mi compañero continuaba a mi lado en silencio. A nuestras espaldas, los otros nos seguían a buen trote; charlaban entre ellos; el ruido de sus voces, el brusco golpeteo de los cascos y el ruido de los arneses, se elevaban en el amanecer tranquilo y brumoso. La ciudad empezaba a despertarse. Los gallos cantaban en los corrales y en los gallineros; aquí y allá se abrían las puertas y algunas mujeres, envueltas para protegerse del frío, se movían con cubos o brazadas de leña y se disponían a empezar el trabajo del día. Me alegraba por el silencio de mi compañero mientras yo miraba a mi alrededor. En los cinco años que hacía que había dejado el lugar, éste parecía haber cambiado completamente. Supongo que no se puede sacar a un ejército estable de una ciudad en donde se ha formado y entrenado durante años sin dejar dicha ciudad como una concha vacía, llena solamente de ecos. El ejército, de hecho, había estado acuartelado en su mayoría fuera de las murallas y los campamentos hacía mucho que se habían desmantelado y convertido de nuevo en prados. Pero en la ciudad, a pesar de que quedaron las tropas del rey Budec, el bullicio, la animación y la expectación que caracterizaba al lugar en tiempos de mi padre habían desaparecido. En la calle de los Ingenieros, en donde yo había seguido mi aprendizaje con Tremorino, había unos cuantos talleres abiertos en los que ya se trabajaba de buena mañana, pero el aire de ocupación constante había desaparecido con la multitud y el clamor; algo parecido a la desolación había tomado su lugar. Me alegré de que para llegar a nuestro alojamiento no tuviéramos que pasar por la casa de mi padre. Nos instalamos en el hogar de un honesto matrimonio que nos dio la bienvenida. Branwen y el niño bajaron y se acomodaron ayudados por la mujer, mientras que a mí me condujeron a una habitación espaciosa en donde ardía un buen fuego, con el desayuno preparado junto a él. Un criado trajo el equipaje y se hubiera quedado esperando mis órdenes, pero Ralf le despidió y me sirvió él mismo. Le dije que comiera conmigo y así lo hizo, cuidadoso y rápido como si la última semana la hubiera pasado descansando. Cuando me preguntó si deseaba ir a dar una vuelta por la ciudad, lo dejé marchar, y dije que yo me quedaría en la casa. Soy un hombre fuerte y no me canso fácilmente, pero necesito más que una milla a caballo y un buen desayuno para despejar el angustioso mareo y el cansancio de un viaje invernal. Así pues, dije simplemente a Ralf que fuera a ver si Branwen y el niño estaban cómodamente instalados y, cuando hubo salido, me dispuse a descansar y a esperar la llamada del rey. La llamada llegó a la hora en que se encienden las antorchas. Ralf, con los ojos muy abiertos y una túnica sobre el brazo, de suave lana peinada color azul oscuro y bordeada de oro y plata, entró y me dijo: —El rey os espera. ¿Os pondréis esto? —Ciertamente. Sería un insulto no hacerlo. —Pero es una túnica de príncipe. La gente se preguntará quién sois. —No es ropa de príncipe, no. Es una simple túnica honorífica. Ésta es una tierra civilizada, Ralf, como la mía. No sólo los príncipes y los soldados están bien considerados. ¿Cuándo quiere recibirme el rey Hoel? —Dentro de una hora, ha dicho. Os recibirá a solas antes de que cantéis en el salón. ¿De qué os reís? —El rey Hoel se vuelve astuto por necesidad. Pero es una lástima ir a la corte de Hoel como cantor: no tiene oído. Aunque incluso un rey sin buen oído recibe a un cantor ambulante para escuchar sus noticias. Por eso me recibe a solas. Luego, si los barones de su corte desean oírme, no tiene necesidad de sentarse entre ellos. —Sin embargo, ha enviado esta arpa. —Ralf señaló el instrumento que permanecía
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envuelto cerca de la lámpara. —La ha enviado, sí, pero nunca fue suya. Es mía. Me miró sorprendido. Había hablado más bruscamente de lo que hubiera deseado. Durante todo el día el arpa había permanecido allí, silenciosa, sin ser tocada, pero hablándome de recuerdos, de una felicidad que, de hecho, yo nunca había vuelto a disfrutar. Cuando era muchacho y vivía aquí, en Kerrec, en la casa de mi padre, la había tocado casi cada noche. Añadí: —Era la que yo solía tocar hace años. El padre de Hoel debía guardarla para mí. No creo que nadie la haya tocado desde la última vez que lo hice yo. Será mejor que la pruebe antes de ir. ¿Quieres destaparla? Unos golpes en la puerta anunciaron a un esclavo con un jarro de agua hirviente. Mientras me lavaba y peinaba, mientras el esclavo me ayudaba a ponerme la suntuosa túnica azul, Ralf destapó el arpa y la puso a punto. Era más grande que la que me había traído conmigo. Aquélla era un arpa de rodilla, fácil de transportar; ésta era un arpa de pie, con una escala mayor y con un temple que alcanzaría todos los rincones del salón del rey. Recordar el amor después de un largo sueño; volver de nuevo a la poesía después de un año en el mercado, o a la juventud después de la resignación, la modorra y el envaramiento; recordar que una vez pensaste que podrías conservar tu vida después de la que te había sido ofrecida con dedos enlodados y calculadores; esto es la música, tocada después de un largo silencio. El alma se eleva, alada, y, desmañada como un pájaro novel, intenta volar de nuevo. Acaricié sin mirar, volviendo a buscar a tientas entre las cuerdas la pasión que dormía en el arpa, explorando, palpando, como se hace en un terreno oscuro que una vez se vio a la luz del día. Susurros, pequeñas chispas de sonido, racimos de notas se sucedieron con nitidez. Los alambres centelleaban a la luz de la antorcha y las largas cuerdas murmuradoras se deslizaron hasta la canción: Había un cazador a la sombra de la luna que se esforzaba echando una red de oro en las marismas. Una red de oro, una red tan pesada como el oro. Y vino la marea y se llevó la red, la mantuvo invisible, hundida, y el cazador esperó, acuclillado junto al agua a la sombra de la luna. Llegaron los pájaros volando en la oscuridad, cientos y cientos, un ejército real. Se posaron sobre el agua como una flota de barcos, De barcos del rey, arrogantes de plata, plateados sus mástiles, barcos veloces, fieros en batalla, en tropel sobre el agua a la sombra de la luna. Debajo de ellos estaba la pesada red, oculta, esperando atraparlos. Pero el joven cazador permanecía quieto, con manos ociosas. Cazador, retira tu red. Tus hijos comerán esta noche. Y tu esposa te alabará, astuto cazador.
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Retiró su red el joven cazador, la retiró rápido y ágil. Pesaba mucho y la arrastró hasta la orilla, entre los juncos. Pesaba como el oro, pero no había más que No había más que agua, pesada como el oro, y una pluma gris, del ala de un pato salvaje. Se habían ido, los barcos, los ejércitos, a la sombra de la luna. Y los hijos del cazador estaban hambrientos, y su esposa se lamentaba. Pero él se durmió soñando, con la pluma entre las manos. El rey Hoel era un hombre alto, corpulento, de unos treinta y cinco años. Durante el tiempo que yo había vivido en Kerrec —desde los doce a los diecisiete años— le había visto muy poco. Había sido un vehemente luchador, mientras que yo era solamente un muchacho ocupado con mis estudios en el hospital y en el taller. Más tarde había luchado con las tropas de mi padre en la Gran Bretaña, donde nos habíamos conocido más y nos habíamos apreciado. Era un hombre de grandes apetitos y, tal como son los hombres a menudo, de buena naturaleza y tendente a la indolencia. Desde la última vez que nos vimos había aumentado de carnes y su rostro tenía el color de la buena vida, pero no dudé de que siguiera siendo tan fuerte como siempre en el campo de batalla. Empecé hablando de su padre, el rey Budec, y de los cambios que se habían sucedido. Charlamos un rato de tiempos pasados. —Ah, sí, aquellos fueron buenos tiempos. Con la barbilla apoyada en el puño, miraba al fuego. Me había recibido en sus habitaciones privadas y había despedido a los criados después de que nos sirvieran vino. Sus galgos estaban tumbados sobre las pieles, a sus pies, soñando todavía en la caza del día. Sus lanzas de caza, recién limpiadas, descansaban en la pared detrás de su silla y las hojas refulgían a la luz del fuego. El rey desperezó sus macizos hombros y habló con melancolía. —Muchas veces me pregunto cuándo volverán años como aquellos. —¿Te refieres a los años de lucha? —Me refiero a los años de Ambrosio, Merlín. —Con tu ayuda, volverán pronto. Pareció desconcertado, luego asustado, finalmente incómodo. Yo había hablado llanamente, pero él había captado las implicaciones. Al igual que Úter, era un hombre a quien le gustaban las cosas normales, al descubierto, ordinarias. —¿Te refieres al niño? ¿Al bastardo? Después de todo lo que hemos oído decir, ¿será él quien suceda a Úter? —Sí, te lo aseguro. Jugueteó con la copa y desvió sus ojos de los míos. —Ah, sí. Bueno, debemos cuidarlo. Pero dime, ¿por qué tanto secreto? Tengo una carta de Úter en la que me pide bastante abiertamente que cuide al niño. Ralf no supo decirme mucho más de lo que decían las cartas que trajo. Ayudaré, naturalmente, en todo cuanto pueda, pero no quiero pelearme con Úter. Su carta me aclaraba rotundamente que este muchacho sólo sería su heredero a falta de otro que tuviera más derechos. —Es cierto. No tengas miedo, yo tampoco quiero que tú y Úter os enemistéis. No se puede lanzar un preciado bocado entre dos perros y esperar sobrevivir. Hasta que haya un muchacho con lo que Úter llama mejores derechos, él desea tanto como yo que éste
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siga a salvo. Sabe lo que hago, hasta cierto punto. —Ah. —Me guiñó un ojo, intrigado; no me había equivocado respecto a él; estaba bien dispuesto hacia la Gran Bretaña, pero no haría nada en favor del rey de la Gran Bretaña—. ¿Hasta qué punto? —Hasta el momento en que el niño sea destetado y haya crecido lo suficiente para necesitar la compañía de los hombres y deba saber las artes de los hombres. Cuatro años, quizás, o menos. Entonces me lo llevaré de aquí y volveremos a la Gran Bretaña. Si Úter pregunta dónde está, se lo tendré que decir, pero mientras no lo haga..., bueno, no hay necesidad de decírselo, ¿no crees? Por mi parte, dudo que Úter te pregunte en ninguna ocasión. Creo que, si pudiera, se olvidaría de esta criatura. En todo caso, toda la responsabilidad es mía. Puso al niño en mis manos para que lo educara como yo creyera conveniente. —Pero ¿será prudente volvérselo a llevar? Si Úter lo envía aquí ahora porque en su tierra tiene enemigos, ¿estás seguro de que no los tendrá entonces? —Es un riesgo que tenemos que correr. Deseo estar cerca del niño cuando crezca. Y debe ser en la Gran Bretaña; por consiguiente, debe hacerse en secreto. Se acercan malos tiempos, Hoel, para todos nosotros. Todavía no sé qué ocurrirá, pero sé que este muchacho, este bastardo si tú quieres, tendrá enemigos, incluso más de los que tiene Úter. Tú le llamas bastardo; así lo llamarán los hombres ambiciosos. Sus secretos enemigos serán más mortales que los mismos sajones. Por lo tanto, tiene que permanecer oculto hasta que le llegue el momento de heredar la corona; entonces la tomará sin ninguna clase de dudas y será proclamado rey a la vista de toda la Gran Bretaña. —¿Lo será? Así pues, ¿has visto cosas? —preguntó, pero antes de que yo pudiera contestar se apartó rápidamente de aquel terreno y se aclaró la garganta—. Bueno, te lo mantendré a salvo lo mejor que pueda. Dime sólo lo que deseas. Tú conoces tus propios asuntos, como siempre, y confío en que me mantendrás en buenas relaciones con Úter. —Lanzó una carcajada—. Recuerdo que Ambrosio solía decir que tus juicios en materia de política, incluso cuando eras sólo un jovenzuelo, eran diez veces mejores que cualquier alcoba de emperador. —Mi padre, naturalmente, no había dicha tal cosa; y, en cualquier caso, no creo que se lo hubiera dicho a Hoel, que tenía una próspera reputación de amante, pero lo tomé como cierto y se lo agradecí; él siguió hablando—. Bien, dime qué deseas. Te confieso que estoy desconcertado... Estos enemigos de los que hablas, ¿no sospecharán que está en la Pequeña Bretaña? Dices que Úter no ocultó en absoluto sus planes y, llegado el momento, el barco real zarpó sin ti ni el niño. ¿No creerán, sencillamente, que vinisteis antes y será aquí donde lo vendrán a buscar en primer lugar? —Probablemente. Pero para entonces ya estará instalado en el lugar que he arreglado para él, y no es un lugar adonde los nobles de Úter piensen en ir a buscarlo. Y yo también estaré allí. —¿Qué lugar es ése? ¿Puedo saberlo? —Naturalmente. Es un pequeño pueblo cerca de tus fronteras del norte, hacia Lanascol. —¿Qué? —Estaba asombrado y no lo ocultaba. Uno de los perros se estremeció y abrió un ojo—. ¿En el norte? ¿Al borde de la tierra de Corlan? Corlan no es amigo del Dragón. —Ni mío —dije—. Es un hombre orgulloso y hay una antigua enemistad entre su casa y la de mi madre. Pero no es enemigo tuyo. —No, en efecto —dijo Hoel con fervor, con el respeto de un luchador hacia otro. —Así lo creía. Por consiguiente, no es probable que Corlan irrumpa en los límites de tu territorio. Y lo que es más, ¿quién imaginaría que yo oculto al niño tan cerca de él? ¿Que, con todo el territorio de la Pequeña Bretaña para elegir, lo he dejado a un tiro de arco de un enemigo de Úter? No, estará a salvo. Cuando lo deje allí lo haré con la mente
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tranquila. Pero esto no quiere decir que no te quede profundamente agradecido —le sonreí—. Incluso las estrellas necesitan ayuda a veces. —Me alegra que lo digas —dijo Hoel bruscamente—. A los que no somos más que reyes nos gusta pensar que también tenemos un papel importante en el mundo. Pero me imagino que tú y tus estrellas nos lo facilitáis, ¿verdad? Seguramente en los bosques del norte debe de haber lugares mucho más seguros que en los mismos linderos de mi tierra, ¿no? —Es posible, pero ocurre que yo tengo una casa segura allí, con la única persona de las dos Bretañas que sabe exactamente lo que hay que hacer con el niño en los próximos cuatro años; y cuidará de él como lo haría ella misma con uno suyo. —¿Ella? —Sí, mi propia niñera, Moravik. Es bretona y después del saqueo de Maridunum, durante la guerra de Camlach, abandonó el sur de Gales y volvió a su hogar. Su padre tenía una taberna al norte de aquí, en un lugar llamado Coll. Puesto que ya era demasiado viejo para trabajar, un individuo llamado Brand se encargó de llevarla por él. La mujer de Brand murió poco después de que Moravik regresara a la Pequeña Bretaña, y entonces ella y Brand se casaron para mantener bien las cosas a la vista de Dios... y, conociendo a Moravik, no me refiero solamente a la propiedad de la posada... que todavía conservan. Debes de haber pasado por allí, pero dudo que te hayas detenido nunca... Está justo donde dos arroyos se juntan y un puente los cruza.. Brand es un soldado retirado de tus ejércitos, un buen hombre que, en todo caso, hará lo que le ordene Moravik —sonreí—. Nunca he conocido a un hombre que no lo hiciera, excepto, quizá, mi abuelo. —Sí. —Todavía parecía dubitativo—. Conozco el pueblo, un puñado de cabañas junto al puente, eso es todo... Como tú dices, un lugar difícilmente pensable para albergar al heredero del Gran Rey. Pero, ¿una posada? ¿No supone un riesgo en sí misma? ¿Con hombres, incluso los de Corlan, puesto que es tiempo de tregua, que van y vienen de camino? —Y, por lo tanto, nadie interrogará ni tus mensajeros ni los míos. Mi criado Ralf estará allí para guardar al muchacho y necesitará estar al corriente de las últimas noticias, así como mandarte y mandarme mensajes de vez en cuando. —Sí, sí, ya comprendo. Y cuando lleves allí al niño, ¿qué vas a contar? —Nadie pensará dos veces en un arpista ambulante que aprovecha un viaje para ejercer su oficio. Y Moravik ya ha preparado una historia que explicará la súbita aparición de Ralf, el niño y su nodriza. La historia, si alguien se lo pregunta, será que la muchacha, Branwen, es sobrina de Moravik, que tuvo un hijo de su señor en la Gran Bretaña. Su señora la expulsó de la casa y ella no tenía otro lugar a donde ir. El hombre le dio dinero para el viaje hasta la casa de su tía, en la Pequeña Bretaña, y pagó al cantor ambulante y a su criado para que la escoltaran. Y el criado del cantor, por su parte, decidió dejar a su amo y quedarse con la muchacha. —¿Y el cantor? ¿Durante cuánto tiempo permanecerás allí? —Sólo el tiempo que suele hacerlo un cantor ambulante. Luego me iré y me olvidarán. Y cuando alguien piense en buscar al hijo de Úter, ¿cómo podrán encontrarlo? Nadie conoce a la muchacha, y el niño es sólo un niño. Cada casa tiene uno o más. Asintió, reflexionó y luego hizo unas cuantas preguntas más. Finalmente admitió: —Dará resultado, supongo. ¿Qué quieres que haga yo? —¿Tienes vigilantes en los reinos vecinos? —¿Espías? —Rió brevemente—. ¿Quién no los tiene? —Entonces te enterarás rápidamente de si hay algún peligro de complicaciones por parte de Corlan o de cualquier otro. Y si puedes arreglar algún tipo de contacto rápido y secreto con Ralf, por si fuera necesario... —Claro, confía en mí. Cualquier cosa que pueda hacer, excepto la guerra con Corlan...
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—Volvió a reír estrepitosamente—. ¡Oh, Merlín, es agradable verte! ¿Cuánto tiempo te quedarás? —Me llevaré al niño hacia el norte mañana y, con tu permiso, iré sin escolta. Me iré tan pronto como vea que está a salvo. Pero no volveré por aquí. Cabe dentro de lo posible que recibas una vez a un músico ambulante, pero de eso a que lo alientes... —¡No, por Dios! Hice una mueca. —Si el tiempo sigue bueno, ¿puede quedarse aquí el barco durante unos pocos días, hasta mi regreso? —Tanto como quieras. ¿Adonde piensas ir? —Primero a Massilia, luego a Roma por tierra. Y después, hacia el este. Pareció sorprendido. —¿Tú? ¡Bien, aquí tenemos a una estrella! Siempre te había imaginado fijo en tus brumosas colinas. ¿Quién te ha metido esa idea en la cabeza? —No lo sé. ¿De dónde vienen las ideas? Tengo que desaparecer durante unos años, hasta que el niño me necesite, y ésta parece ser la mejor manera. Además, he oído algo. —No le dije que sólo había sido el viento en las cuerdas de los arcos—. Últimamente se me ha ocurrido ir a conocer algunas de las tierras sobre las que aprendí cosas siendo muchacho. Seguimos charlando durante un rato. Le prometí que le enviaría cartas con noticias de las capitales del este y, hasta donde pude, le di puntos de referencia sobre las personas a quienes debía mandar sus propias noticias y las de Ralf acerca de Arturo. El fuego se apagaba y llamó a un criado. Cuando el hombre se hubo ido, dijo Hoel: —Tendrás que ir pronto a cantar al salón. Así pues, si ya lo hemos aclarado todo, lo dejaremos por ahora, ¿te parece? —Se arrellanó en su silla; uno de los perros se levantó y se apretó contra su rodilla pidiendo una caricia; por encima de la suave cabeza, los ojos del rey brillaron divertidos—. Bueno, y ahora todavía tienes que darme nuevas de la Gran Bretaña. Y lo primero que puedes contarme es la verdadera historia de lo que ocurrió hace nueve meses. —Si tú, a tu vez, me cuentas cuál es la que se explica públicamente. Rió. —Oh, los cuentos de siempre, que te siguen tan de cerca como tu capa flotando al viento. Hechizos, dragones voladores, hombres que vuelan por el aire y que atraviesan muros. Estoy sorprendido, Merlín, de que te hayas tomado la molestia de venir en barco como un hombre cualquiera cuando tu estómago soporta tan mal el mar. Anda, empieza. Era muy tarde cuando volví a nuestro alojamiento. Ralf me esperaba medio dormido, sentado en una silla junto al fuego, en mi habitación. Se levantó de un salto al verme y me quitó el arpa de las manos. —¿Ha ido todo bien? —Sí. Mañana nos vamos hacia el norte. No, gracias, vino no. Ya he bebido con el rey y me han hecho beber de nuevo en el salón. —Dejadme que os quite la capa. Parecéis cansado. ¿Habéis tenido que cantar? —Evidentemente. —Le enseñé un puñado de monedas de oro y de plata, así como un broche adornado con piedras preciosas—. ¿Verdad que es hermoso pensar que uno se puede ganar la vida tan alegremente? La joya me la ha dado el rey, un soborno para que dejara de cantar; de lo contrario me tendrían todavía allí. Ya te he dicho que éste era un país muy civilizado. Sí, cubre el arpa. Me llevaré la otra con nosotros mañana. —Y añadí—: ¿Cómo están Branwen y el niño? —Hace tres horas que se han acostado. Ella duerme con las mujeres. Parecen muy satisfechas de tener a una criatura que cuidar —terminó con un tono de sorpresa que me hizo reír. —¿Ha parado de llorar?
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—No, durante una hora o dos. Sin embargo, eso no parecía importarles. —Bien, sin duda volverá a empezar cuando cante el gallo. Entonces nos levantaremos. Ahora vete a dormir y descansa todo lo que puedas. Partiremos con las primeras luces. Capítulo XIII Cerca de la ciudad de Kerrec hay una carretera que lleva casi directamente al norte, la vieja calzada romana que corre recta como una lanza a través de la tierra desnuda y salobre. A una milla de la ciudad, más allá de la posta en ruinas, se ve el bosque que se extiende ante los ojos como una inclinada ola de marea que se aproxima para engullir las llanuras saladas. Es un vasto territorio boscoso, profundo y salvaje. La carretera se adentra en línea recta a través de él, apuntando hacia el gran río que cruza el territorio de este a oeste. Cuando los romanos tenían la Galia había un fuerte y un campamento más allá del río, y la calzada fue construida para llegar a él; pero ahora el río marca la frontera del reino de Hoel y el fuerte es una de las fortalezas de Corlan. Ninguna autoridad real alcanza al interior del bosque que se extiende durante incontables millas de colinas y cubre el abrupto centro de la península bretona. Todo el tránsito normal se efectúa por la carretera; las tierras salvajes sólo están cruzadas por senderos al servicio de carboneros, leñadores y hombres que viajan secretamente fuera de la ley. En la época sobre la cual escribo, el lugar era denominado Bosque Peligroso y tenía fama de estar embrujado y cuajado de magia. Si dejáis la carretera y os adentráis por los senderos que serpentean entre los enmarañados árboles, podréis viajar durante días sin apenas ver el sol. Cuando mi padre había mandado tropas en la Pequeña Bretaña bajo el reinado de Budec, sus soldados habían puesto orden incluso en el bosque, hasta donde llegaban las tierras del rey Budec y empezaban las del rey Corlan. Habían cortado los árboles a ambos lados de la carretera y habían abierto algunos de los senderos secundarios, pero luego habían sido descuidados y ahora los vástagos y los arbustos habían vuelto a ganar terreno. La superficie pavimentada de la carretera hacía mucho tiempo que estaba desgastada por las inclemencias del tiempo y, aquí y allá, se convertía en charcos de barro reseco y duro que, en épocas menos benignas, no eran más que ciénagas. Partimos un día gris y frío, con una brisa que sabía débilmente a sal. Pero si bien el viento venía húmedo del mar, no trajo lluvia y la marcha era bastante agradable. Los enormes árboles se levantaban a cada lado como columnas de metal, soportando el peso de un cielo bajo y gris. Cabalgábamos en silencio y, al cabo de unas cuantas millas, la espesa vegetación de maleza y matorrales nos obligó, incluso yendo por la carretera, a cabalgar en fila de a uno. Yo iba a la cabeza con Branwen detrás de mí y Ralf tras ella, guiando la muía del equipaje. Durante la primera hora me había dado cuenta de la tensión de Ralf. Todo el tiempo miraba de un lado a otro, vigilaba y escuchaba; pero no vimos ni oímos nada excepto la tranquila vida invernal del bosque: una zorra, un par de corzos, y una vez una forma borrosa que quizá fuera un lobo deslizándose entre los árboles. Nada más, ni ruido de caballos ni huella de hombres. Branwen no demostraba el menor asomo de miedo. Cuando miraba hacia atrás la veía siempre serena, sentada impasiblemente sobre la muía, con una calma inamovible que no demostraba ningún signo de malestar. Digo muy poco sobre Branwen porque, tengo que confesarlo, la recuerdo muy poco. Retrocediendo a través de los años, sólo veo una cabeza morena inclinada sobre el niño que llevaba en brazos, unas mejillas redondeadas, una voz asustadiza y unos ojos bajos. Era una muchacha tranquila que —si bien hablaba fácilmente con Ralf— raramente se dirigía a mí por propia iniciativa. Me temía terriblemente como príncipe y como encantador. No parecía preocuparse demasiado por los riesgos y peligros de nuestro viaje, ni se estremecía de excitación —como muchas muchachas hubieran hecho— al viajar a un país desconocido. Su calma imperturbable no
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se debía a su confianza en mí o en Ralf; llegué a darme cuenta de que era humilde y dócil hasta extremos de estupidez, y su devoción por la criatura era tal que la cegaba para todo lo demás. Era la clase de mujer cuyo único sentido de la vida estriba en criar y criar niños; estoy seguro de que sin Arturo habría sufrido amargamente la pérdida de su propio hijo. En cambio, con él parecía haber olvidado aquella muerte y pasaba las horas en una especie de satisfacción ensoñada que era exactamente lo que Arturo necesitaba para que las incomodidades del viaje le resultaran tolerables. Hacia el mediodía ya nos habíamos adentrado profundamente en el bosque. Las ramas se enlazaban tupidamente sobre nuestras cabezas, y en verano nos hubieran impedido ver el cielo, como si fueran un escudo. Pero por encima de las desnudas ramas invernales veíamos un pálido y brumoso punto de luz en donde el sol se esforzaba por abrirse paso. Busqué un lugar resguardado en donde pudiéramos salir de la carretera sin dejar demasiadas huellas y, en el momento en que el niño se despertaba y empezaba a impacientarse, vi un claro entre la maleza y desvié mi caballo a un lado. Había un sendero, estrecho y sinuoso, pero, con la rala vegetación del invierno era practicable. Se adentraba en el bosque unos cien pasos antes de dividirse en dos; uno se adentraba más entre los árboles y el otro subía, tortuoso, por la falda de un peñasco. Seguimos éste, que no era más que un sendero de gamos. Se abría paso entre pedruscos caídos cubiertos de helechos muertos y mohosos, luego se elevaba, rodeaba un bosquecillo de pinos y se perdía entre la hierba descolorida de un minúsculo claro, encima de las rocas. Aquí, en una cueva, el sol llegaba con una débil luminosidad. Desmontamos y yo extendí la manta de viaje para la muchacha en el lugar más resguardado, mientras Ralf ataba a los caballos debajo de los pinos y les echaba forraje de las sarrias de heno. Luego nos sentamos nosotros para comer. Apoyé la espalda en un árbol, junto a la boca de la cueva, desde donde podía ver el sendero mayor que corría debajo de la roca. Ralf se quedó con Branwen. Hacía mucho tiempo que habíamos partido y todos estábamos hambrientos. El bebé, naturalmente, había empezado a llorar desesperadamente mientras la muía escalaba el sendero. Ahora sus gritos se habían ahogado en los pezones de la muchacha y permanecía en silencio, muy ocupado mamando. El bosque estaba muy tranquilo. La mayoría de los animales salvajes todavía duerme al mediodía. Lo único que se movía era una corneja negra que se agitaba pesadamente en un pino y había empezado a graznar. Los caballos terminaron su forraje y se adormilaban recostados y con las cabezas gachas. El niño aún mamaba, pero más despacio, amodorrándose en un sueño lechoso. Me apoyé en el tronco del árbol. Oí que Branwen hablaba con Ralf en susurros. El le respondió algo y la oí reír; luego, entre el murmullo de las dos voces jóvenes distinguí otro, más distante. Caballos al trote. A mi señal los dos jóvenes callaron de repente. Ralf se puso en pie en un abrir y cerrar de ojos, se arrodilló a mi lado y observó el sendero que teníamos a nuestros pies. Hice señas a Branwen para que permaneciera donde estaba. No tenía por qué preocuparme: nos había lanzado una mirada interrogadora, pero luego el niño cogió hipo y ella lo apoyó en su hombro dándole golpecitos en la espalda. El niño volvía a atraer toda su atención. Ralf y yo permanecimos arrodillados al borde del claro, observando el sendero. Los caballos —por el ruido debían de ser dos— no podían ser de leñadores ni de lentos arrastres de carbón. Caballos trotando en el Bosque Peligroso sólo podían significar una cosa: contratiempo. Y los viajeros que llevaran oro, como lo llevábamos nosotros para la manutención del niño, eran una presa para forajidos y descontentos. Con la carga de Branwen y Arturo era imposible huir o luchar. Y tampoco era fácil, con el niño, mantenerse en silencio y dejar que se alejara un peligro que pasaba tan cerca. Le di a entender a Ralf que, sucediera lo que sucediera, tenía que permanecer con la muchacha y, al menor asomo de peligro, dejar que yo intentara alejarlo de algún modo. Ralf protestó, pero luego, viendo la necesidad de mi orden, juró obedecer. Así pues,
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susurré: —Sólo son dos, creo. Si no suben hasta aquí no nos verán. Ve a los caballos y, por el amor de Dios, di a la muchacha que mantenga callado al niño. Él se limitó a asentir y se alejó de mi lado. Se detuvo a susurrar algo a Branwen; vi que ella asentía plácidamente y daba el otro pecho a la criatura. Ralf se deslizó como una sombra entre los pinos hasta donde estaban los caballos. Los jinetes se acercaban. No se oía nada más que la corneja que todavía graznaba en la copa del pino. Entonces los vi. Dos caballos, uno detrás del otro; pobres animales, mal nacidos y peor alimentados a juzgar por su apariencia, sin cuidar dónde ponían los pies y azotados por sus maldicientes jinetes a cada agujero o raíz que encontraban en el sendero. Era fácil adivinar que los dos hombres eran forajidos. Tenían tan mal aspecto como sus animales y parecían medio salvajes, y peligrosos. Iban vestidos con lo que parecían viejos uniformes y uno de ellos llevaba en el brazo una sucia insignia, medio rota. Parecía que era de Corlan. El individuo que le seguía cabalgaba sin cuidado, balanceándose en su silla como si estuviera borracho, pero el primero le llamó la atención como suelen hacerlo los hombres del bosque, moviendo la cabeza de un lado a otro como un perro de caza. Llevaba un arco preparado. A través del cuero viejo y rasgado de la vaina que le colgaba del muslo, vi un largo cuchillo peligrosamente bruñido. Estaban casi debajo de mí. Pasaban. No se había producido ruido alguno, ni del niño ni de los caballos, ocultos entre los pinos. Sólo la negra corneja, balanceándose en lo alto a la luz del sol, graznaba ruidosamente. Vi que el individuo del arco levantaba la cabeza. Dijo algo por encima del hombro en un tosco acento que no reconocí. Hizo una mueca mostrando una hilera de muelas podridas, levantó el arco, lo disparó y mandó una flecha silbante hacia el pino. Dio en el blanco. La corneja detuvo su graznido con un grito y luego cayó, traspasada. Fue a parar a dos pasos de Branwen y el niño, aleteó durante unos segundos y luego se quedó inmóvil. Cuando me arrastraba hacia atrás y corría hacia los pinos, oí que ambos hombres reían. Ahora el cazador subiría a recuperar la flecha. Ya le oía que forzaba a su caballo por entre los arbustos. Cogí la flecha con la corneja y la arrojé lejos de la boca de la cueva. Fue a parar entre las rocas. Desde el sendero el hombre no habría visto dónde caía el pájaro, cabía la posibilidad de que creyera que, efectivamente, había llegado hasta allí y no siguiera adelante. Al pasar vi los ojos de Branwen, asustados e interrogantes. Le hice una señal que significaba aliento, aprobación y atención al mismo tiempo, y corrí hacia mi caballo. Ralf mantenía quietos a los animales, las cabezas juntas, los ojos y los ollares cubiertos con su capa. Me detuve a su lado, escuchando. Los forajidos se acercaban. No debían de haber encontrado la corneja; pasaron sin detenerse camino de los pinos. Arranqué la brida de mi caballo de las manos de Ralf y me dispuse a montar. El caballo dio la vuelta e hizo crujir las ramas secas y la hierba. Oí el súbito chasquido de los forajidos que detenían sus animales. Uno de ellos dijo: —¡Escucha! Era bretón. A continuación hubo un siseo de metal, como de espadas desenvainadas. Yo estaba en la silla. Mi espada también estaba desenvainada. Hice girar al caballo y, cuando abría la boca para gritar, oí otro grito procedente del sendero. Entonces la misma voz aulló: —¡Mira! ¡Mira por ahí! Mi caballo retrocedió bruscamente mientras algo rompía los matorrales junto a mí y se me acercaba tanto que casi rozó mi pierna. Era una cierva, que destacaba su blancura contra el bosque invernal. Se deslizó entre los pinos como un fantasma, saltó por encima de la cueva en donde habíamos estado nosotros, permaneció quieta por unos momentos al ver el risco y luego se desvaneció por la ladera llena de piedras y matorrales hacia el sendero de los dos forajidos. Desde allí me
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llegaron gritos de triunfo, el restallar de un látigo, el súbito tronar de los cascos. Los dos hombres desviaban sus caballos de nuevo hacia el sendero y se lanzaban al galope. Daban gritos de caza. Salté de la silla, devolví la brida a Ralf y corrí hacia mi puesto de observación. Llegué a tiempo para ver a los dos hombres que se iban a toda prisa por el camino por el que habían venido. Ante ellos, apenas entrevista por un momento, como la niebla entre los árboles desnudos, la blanca cierva huía. Luego las risas, los gritos de caza, el repiqueteo de los cascos de los caballos duramente espoleados se fueron amortiguando hasta desaparecer en el bosque. Capítulo XIV El río que marca la frontera del reino de Hoel fluye a través del bosque. En algunos lugares forma una profunda garganta entre altas orillas de árboles colgantes, y en todo el bosque la tierra es surcada por pequeños y ariscos valles en cuyo seno se deslizan o serpentean corrientes tributarias. Pero hay un lugar, casi en el corazón del bosque, en donde el valle del río se ensancha y se amansa, formando una gran vega en la que los hombres cultivan sus campos y, con el paso de los años, han ganado terreno al bosque para transformarlo en prados alrededor del pequeño pueblo llamado Coll, que en bretón significa Lugar Oculto. En tiempos pasados allí se había levantado un campamento de tránsito romano, instalado en la ruta de Kerrec a Lanascol. Todo lo que ahora quedaba de él es la señal cuadrada en donde se había practicado la acequia, junto a uno de los afluentes. Allí se encuentra el pueblo. A ambos lados, el río constituye una defensa natural o foso. En cuanto al resto, las acequias romanas fueron ampliadas para llenarlas de agua y sobre ellas se construyeron terraplenes defensivos rodeados de empalizadas. En tiempos de los romanos el puente había sido de piedra; los pilares todavía se conservaban y habían sido cubiertos con planchas de madera. Si bien el pueblo queda muy cerca de la frontera de Corlan, sólo se podía acceder a él a través del estrecho paso cortado por el río, lugar en donde la carretera se había convertido casi en el rocoso sendero original que usaban lobos y hombres mucho tiempo antes de la llegada de los romanos. La taberna de Brand se hallaba justo a la entrada del pueblo. La calle mayor del pueblo era poco más que una sucia calleja desigualmente pavimentada con guijarros. La posada estaba allí cerca, a la derecha. Era un edificio bajo, construido con piedra basta, con los huecos recubiertos de argamasa; las casas que rodeaban el corral no eran más que cabañas de zarzos cubiertos de barro. El techo era reciente, con un buen trabajo de cañas, que mantenían su inclinación gracias a una red de cuerdas atadas a pesadas piedras. La puerta estaba abierta, como corresponde a una posada, y una pesada cortina de pieles colgaba ante la abertura para evitar las inclemencias del tiempo. Por el hueco de la chimenea brotaba una espesa columna de humo que olía a turba. Llegamos al anochecer, cuando las puertas del pueblo ya se cerraban. Por todas partes, mezclado con el olor de turba, se sentía el olor de los alimentos que se preparaban para la cena. Había muy poca gente; hacía rato que habían hecho entrar a los niños, y los hombres estaban en sus hogares para cenar. Sólo unos cuantos perros hambrientos remoloneaban aquí y allá; una anciana pasó rápidamente con un manto que le cubría el rostro y un gallo cacareando debajo de un brazo; un hombre guiaba un par de pesadas vacas a lo largo de la calle. No muy, lejos de allí oí el martillo de un herrero y olí el penetrante humo de los cascos quemados. Ralf miró la posada con aprensión. —Tenía mejor aspecto en octubre; era un día soleado. No es un gran lugar, ¿verdad? —Tanto mejor —dije—. Nadie vendrá a buscar al hijo del rey de la Gran Bretaña en un lugar como éste. Entra y representa tu papel mientras yo aguanto los caballos.
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Retiró la cortina y entró. Ayudé a Branwen a desmontar y la instalé en uno de los bancos junto a la puerta. El niño se despertó y empezó a lloriquear, pero casi inmediatamente volvió Ralf, seguido de un hombre alto y rudo y de un muchacho. El hombre debía de ser el propio Brand; había sido soldado y todavía se movía como tal. Me fijé en la arrugada cicatriz de una antigua herida que le cruzaba la mano. Vacilaba sin saber cómo saludarme. Yo dije rápidamente: —¿Eres tú el posadero? Yo soy Emrys, el cantor, que tenía que acompañar a la sobrina de tu esposa y al niño. ¿Nos esperabais, supongo? Se aclaró la garganta. —En efecto, en efecto. Sed bienvenidos. Mi mujer ya os esperaba la semana pasada. —Vio que el muchacho miraba distraído y le habló secamente—. ¿A qué esperas? Llévate los caballos al corral. El muchacho se dispuso a obedecer. Brand, inclinando la cabeza y señalando la puerta con un gesto que era medio invitación, medio saludo, dijo: —Entrad, entrad. La cena está en el fuego. Las compañías que solemos tener aquí— agregó, vacilante—son bastante rudas, pero quizá... —Estoy acostumbrado a las compañías rudas —dije tranquilamente y le precedí a través de la puerta. No era una época del año de mucho tránsito en la ruta, por lo que el lugar no estaba muy lleno de gente. Había alrededor de media docena de hombres, apenas entrevistos en una habitación alumbrada sólo por una vela de sebo y por la luz del fogón de turba. Las charlas enmudecieron cuando entramos y las miradas se fijaron en el arpa que llevaba. Casi inmediatamente los cuchicheos llenaron la habitación. Nadie dedicó ni una mirada a la muchacha con el niño. Brand dijo, un poco demasiado rápido: —Por aquí, por aquella puerta detrás del fuego. Luego la puerta se cerró a nuestras espaldas y ahí, en la habitación trasera, nos encontramos a Moravik, que nos esperaba, brazos en jarras, para darnos la bienvenida. Como a todas las personas a quienes no había visto desde la niñez, me pareció que se había encogido. La ultima vez que la vi yo era un muchacho de doce años, muy alto para mi edad; incluso entonces ella parecía mucho más alta que yo, una criatura con voz fuerte y dominante, rodeada por una aureola de autoridad y de decisiones infalibles. Ahora apenas me llegaba a la clavícula, pero todavía conservaba la potencia de la voz y —como iba a descubrir— la autoridad. Si bien yo me había convertido en el hijo favorecido del Gran Rey de toda la Gran Bretaña, para ella seguía siendo, obviamente, el díscolo muchachito que ella había cuidado. Sus primeras palabras fueron características: —Buenas horas son éstas para llegar, con las puertas a punto de cerrarse. Ya os podríais haber quedado a pasar la noche en el bosque, y por la mañana hubiéramos encontrado un precioso despojo de los lobos, y cosas peores, que viven allí. Y la humedad también... ¡Que todos los santos y las estrellas te guarden, mira tu capa! Quítatela inmediatamente y acércate al fuego. Se está cociendo una buena cena, especial para ti. Recuerdo todas las cosas que te gustan y nunca hubiera creído que te volverías a sentar a mi mesa, joven Merlín, después de aquella noche en que el incendio te envolvió y a la mañana siguiente no se supo de ti y se encontraron nada más que unos cuantos huesos en tu habitación. —Entonces vino súbitamente hacia mí y me abrazó; había lágrimas en sus ojos—. ¡Eh, Merlín, pequeño Merlín, qué alegría volver a verte! —Y yo a ti, Moravik. —La abracé—. Juro que te has vuelto joven desde que dejaste Maridunum. Y ahora vuelvo a estar en deuda contigo y con tu buen marido. No lo olvidaré, ni tampoco lo olvidará el rey. Éste es Ralf, mi compañero, y ésta —empujé suavemente a la muchacha— es Branwen, con el niño. —¡Ah, el niño! ¡Qué el buen Dios nos proteja a todos! Viéndote a ti, Merlín, me he
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olvidado de todo lo demás. Acércate al fuego, muchacha, no te quedes ahí, en medio de la corriente. Acércate al fuego y déjame que lo vea... Ah, el angelito, pequeño angelito... Brand me tocó el brazo, sonriendo abiertamente. —Y ahora, viendo al niño se ha vuelto a olvidar de todo lo demás. Suerte que os ha preparado la cena antes de haberlo descubierto. Sentaos todos aquí; yo mismo os serviré. Moravik había preparado un rico guisado de cordero, abundante y muy caliente. El cordero bretón criado en los prados salobres es tan apetitoso como cualquier comida de Gales. Con el cordero había pasta y buen pan, recién sacado del horno. Brand trajo una jarra de vino negro, mucho mejor que el que hacemos en nuestra tierra. Esperó a nuestro lado mientras Moravik se entretenía con Branwen y la criatura, cuyos gemidos se habían convertido en llanto, sólo calmado por el pecho de Branwen. El fuego alumbraba y chisporroteaba, la habitación estaba caliente y olía a comida y a buen vino, la luz del fuego destacaba la silueta de la mejilla de la muchacha y de la cabeza del niño. Tomé conciencia de que alguien me miraba y al volver la cabeza descubrí los ojos de Ralf fijos en mi rostro. Abrió la boca como si fuera a hablar, pero en aquel momento unas voces de la otra habitación obligaron a Brand a dejar la jarra de vino sobre la mesa. Se disculpó rápidamente y se precipitó hacia la puerta, que mantuvo entreabierta. A través de ella oí voces que parecían de persuasión o de discusión. Brand contestó tranquilamente, pero las voces persistieron. Se acercó de nuevo y cerró la puerta tras él. Parecía preocupado. —Esos de ahí fuera te han visto entrar y dicen que llevas un arpa. Y ahora, bueno, es natural, quieren una canción. He intentado convencerlos, les he dicho que estás cansado, que has hecho un largo viaje, pero ellos insisten. Dicen que entre todos pagarán tu cena si la canción es buena. —Bien —dije—, ¿por qué no? Abrió la boca, asombrado. —Pero..., ¿cantar ante ellos...? —¿No te habías enterado, en la Pequeña Bretaña? —le repliqué— Soy cantor de verdad. Y no será la primera vez que me gano así la comida. Desde donde estaba sentada, junto a Branwen, al lado del fuego, Moravik levantó rápidamente la mirada. —¡Ésta es nueva! Lo de las pociones y cosas por el estilo ya lo sabía, todo lo que aprendiste de aquel eremita que vivía más allá del molino... Incluso magia. —Se santiguó—. ¿Pero música? ¿Quién te ha enseñado? —La reina Olwen me enseñó las notas; era —añadí para Brand— la esposa de mi abuelo, una muchacha galesa que cantaba como una alondra. Luego, cuando estuve aquí en la Pequeña Bretaña con Ambrosio, un maestro me enseñó. Tenéis que haber oído hablar de él: un viejo cantor ciego que viajaba y hacía música por todos los países del mundo. Brand asintió como si conociera al hombre del que yo hablaba, pero Moravik me miraba, dubitativa, sacudiendo la cabeza y frunciendo los labios. Supongo que nadie que haya criado a un muchacho desde su más tierna infancia y no le haya vuelto a ver desde que tenía doce años, crea nunca que pueda llegar a ser maestro de algo. Le sonreí ampliamente. —¿Qué crees? He tocado ante el rey Hoel, en Kerrec. No es que sea un juez entendido en la materia, pero Ralf también me ha oído. Pregúntaselo a él, si crees que no puedo ganarme la cena. Brand dijo lleno de dudas: —Pero no desearás tocar ante esta gente, príncipe. —¿Por qué no? Un cantor ambulante debe cantar donde le pagan para que cante. Y eso es lo que soy mientras esté en la Pequeña Bretaña. —Me puse de pie—. Ralf, dame el arpa. Termínate el vino y luego vete a la cama; no me esperes.
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Me dirigí a la sala pública de la taberna. Ahora estaba llena de gente. Había unos veinte hombres, apretados y envueltos en humo. Cuando salí se oyeron gritos de «el cantor, el cantor», y «una canción, una canción». —Hacedme sitio, pues, buena gente —dije. Me dejaron una silla libre cerca del fuego y alguien me sirvió una copa de vino. Me senté y empecé a afinar el arpa. Permanecieron quietos, observándome. Eran gente sencilla y esta gente gusta de historias de maravillas. Cuando les pregunté qué querían que cantara pidieron historias de dioses, batallas y encantamientos, por lo que les ofrecí la leyenda del Sueño de Macsen, supongo que con la mente puesta en el niño que dormía en la habitación contigua. Era un relato de magia como cualquier otro, si bien el héroe era Máximo, o sea el comandante romano Magnus Maximus, que había existido de verdad. Los celtas le llaman Macsen Wledig y la leyenda del Sueño de Macsen nació en los valles de Dyfed y Powys, en donde cada hombre reclama al Príncipe Macsen como propio. El relato ha circulado de boca en boca hasta el punto de que si el propio Máximo apareciera y contara la verdad, nadie lo creería. Es una larga historia, el Sueño, y cada juglar tiene su propia versión. Ésta es la que canté aquella noche: «Macsen, emperador de Roma, había ido a cazar y, sintiéndose cansado por el calor del día, se tumbó a dormir a las orillas del gran río que fluye hacia Roma y tuvo un sueño. »Soñó que viajaba por el río hacia su nacimiento y llegó a la montaña más alta del mundo; desde allí siguió otro hermoso río que cruzaba ricos campos y extensos bosques hasta que llegó al manantial del río; junto a la boca había una ciudad de torreones y castillos que se apiñaban en torno a un hermoso puerto. Y en este puerto había un barco de oro y plata sin ningún hombre a bordo, pero con todas las velas desplegadas y ondeando al viento, que venía del este. Cruzó una pasarela hecha con los huesos blancos de una ballena, y el barco zarpó. »Y pronto, después de una puesta de sol y otra puesta de sol, llegó a la isla más hermosa del mundo y, dejando el barco, cruzó la isla de mar a mar. Y en la costa del oeste vio otra isla separada por un pequeño estrecho. Y en la orilla en que él se hallaba había un hermoso castillo con una puerta abierta. Entonces, Macsen entró en el castillo y se encontró en un gran salón con columnas de oro, con paredes deslumbrantes de oro, plata y piedras preciosas. En este salón dos jóvenes jugaban al ajedrez en un tablero de plata y, cerca de ellos, un anciano sentado en una silla de marfil tallaba piezas de cristal para ellos. Pero Macsen no tenía ojos para todo aquel esplendor. Más bella que la plata, el marfil y las piedras preciosas era una doncella, sentada como una reina en una silla de oro. Cuando el emperador la vio quedó prendado de ella y, levantándose ella, la besó y le suplicó que fuera su esposa. Pero, en el preciso momento del beso, se despertó y se encontró en el valle de las afueras de Roma, con sus compañeros que lo contemplaban. »Entonces, Macsen se puso inmediatamente en pie y explicó su sueño. Se mandaron mensajeros a todo lo ancho y largo del mundo para encontrar la tierra que había cruzado y el castillo con la hermosa doncella. Y al cabo de mucho meses y un número incontable de viajes fallidos, un hombre los encontró y volvió a contárselo a su señor. La isla, la más hermosa del mundo, era Britania, y el castillo junto al mar del oeste era Caer Seint, junto a Segontium, y la isla al otro lado del brillante estrecho era Mona, la isla de los druidas. Entonces Macsen viajó a Britania y lo halló todo tal como había soñado, y pidió la mano de la doncella a su padre y a sus hermanos, y la hizo su emperatriz. Su nombre era Elen y dio a Macsen dos hijos y una hija, y él construyó en su honor tres castillos, uno en Segontium, otro en Carlión y otro en Maridunum, que se llamó Caer Myrddin en honor del dios de las alturas. »Entonces, puesto que Macsen se había quedado en Britania y había olvidado a Roma, coronaron a un nuevo emperador en Roma que levantó su estandarte en las murallas y desafió a Macsen. Entonces, Macsen levantó el ejército de los britanos y, con Elen y sus hermanos a su lado, se dirigió a Roma y la conquistó. A partir de entonces vivió en Roma
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y Britania no volvió a verlo, pero los dos hermanos de Elen llevaron las fuerzas britanas de nuevo a sus hogares y desde entonces la semilla de Macsen Wledig reina en Bretaña.» Cuando hube terminado y la última nota se desvaneció en el humo, se escuchó un estruendoso aplauso, copas que golpeaban la mesa y rudas voces que pedían más música y más vino. Me presentaron otra copa llena y, mientras bebía y descansaba antes de volver a cantar, los hombres se pusieron a charlar entre ellos, pero esta vez en voz baja para no estorbar los pensamientos del cantor. Tenían más razón de la que podían sospechar. Me preguntaba qué harían si supieran que el último vástago de Máximo dormía en otro lado del muro. Pues esta parte de la leyenda era cierta: la familia de mi padre descendía directamente del matrimonio del emperador Máximo con la princesa galesa Elen. El resto de la leyenda, al igual que otras historias similares, era una especie de ensoñadora distorsión de la realidad, como si un artista, reuniendo los trozos dispersos y perdidos de un mosaico roto, reconstruyera la escena con su propia imaginación, añadiendo colores en donde los fragmentos de la pintura original faltaban. Los hechos eran éstos: Máximo, nacido en Hispania, había mandado los ejércitos en Britania bajo su general Teodosio en la época en que los sajones y los pictos asolaban constantemente las costas, con el riesgo de que la provincia romana de Britania cayera en sus manos. Los comandantes repararon la Muralla de Adriano, la mantuvieron, y el propio Máximo reconstruyó y guarnicionó las gran fortaleza de Segontium, en Gales, donde instaló su cuartel general. Éste es el lugar que los britanos llaman Caer Seint; éste es el «hermoso castillo» del Sueño y allí debió ser donde Máximo conoció a Elen y la desposó. Luego, en el año que Antor había llamado el Año de la Invasión, fue Máximo (aunque sus enemigos le negaran el crédito) quien, después de amargas batallas, hizo retroceder a los sajones y construyó las provincias de Strathclyde y Manau Guotodin, estados amortiguadores, en cuyo interior el pueblo de Britania —su gente— podría vivir en paz. Cuando ya era el «príncipe Macsen» para la gente de Gales, fue declarado emperador por sus tropas, y lo hubiera seguido siendo de no ser por los acontecimientos que todo el mundo conoce y que lo llevaron a vengar el asesinato de su antiguo general y, finalmente, a marchar sobre Roma. No regresó nunca; aquí también el Sueño es cierto. Pero no porque conquistara Roma y se quedara en ella, sino porque allí fue derrotado, más tarde ejecutado y, si bien algunas de las fuerzas británicas que habían ido con él regresaron a su hogar y prestaron fidelidad a su viuda y a sus hijos, el corto período de paz había terminado. Con Máximo muerto llegó de nuevo la Invasión y esta vez no hubo ninguna espada que la detuviera. No es de extrañar que, durante los negros años que siguieron, el corto período de la victoriosa paz de Máximo apareciera a los ojos de los hombres como una época dorada, tan dorada como cantaban los poetas. No es de extrañar que la leyenda de Macsen el Protector creciera y creciera hasta que su poder envolviera la tierra, y los hombres hablaran de él, en su época de tinieblas, como de un salvador enviado por Dios... Mis pensamientos volvieron al niño dormido en la paja. Levanté de nuevo el arpa y cuando todos hubieron callado les canté otra canción: Una vez nació un niño, un rey, en invierno. Antes del mes negro nació, y huyo en el mes oscuro para hallar refugio entre los pobres. Vendrá de nuevo con la primavera
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en el mes verde, y el mes dorado y luminoso verá el incendio de su estrella. —¿Y has conseguido ganarte la cena? —preguntó Moravik. —Gran cantidad de vino y tres monedas de cobre. —La dejé sobre la mesa junto a la bolsa de cuero que contenía el oro del rey—. Esto es para que cuides del niño. Se te mandará más cuando lo necesites. No lo ahorres, ni tú ni Brand. Ya has cuidado de otros reyes, Moravik, pero nunca de un rey como será éste. —¿Que yo he cuidado de otros reyes? Éste no es más que un precioso niño que no debería haber hecho semejante viaje en esta época. ¡Estaría mejor en su propio hogar, ya puedes decírselo al rey Úter de mi parte! ¡Dios de los cielos! —Pero la bolsa de cuero había desaparecido ya entre los más recónditos pliegues de su falda, y también las monedas. —¿No habrá cogido ningún mal durante el viaje? —pregunté rápidamente. —Nada que yo haya visto. Es un niño sano y fuerte, y crecerá rápidamente, tan bien como cualquiera de mis hijos. Ahora está en la cama con esos dos jóvenes, el pobre niño. Habla bajo y déjalos dormir. Branwen y el niño dormían en un jergón del extremo de la habitación, lejos del fuego. La cama estaba colocada debajo de una escalera de madera basta que subía hasta una plataforma parecida a un pequeño pajar como los que suele haber en los establos reales. Y también aquí se almacenaba el heno; a nuestros animales los habían traído ahí dentro desde el patio trasero, y ahora estaban atados debajo del pajar. Un asno, que supuse era de Brand, estaba junto a ellos en la paja. —Brand ha guardado ahí dentro vuestros caballos —dijo Moravik—. No hay mucho sitio, pero no quería dejarlos fuera, en el establo. Este alazán tuyo con la señal blanca podría ser reconocido como caballo del rey Hoel y entonces se harían preguntas difíciles de contestar. A ti y al muchacho os he instalado arriba. Quizá no es la clase de cama a la que estás acostumbrado, pero es blanda y limpia. —Irá bien. Pero no me mandes a la cama todavía, Moravik, por favor. ¿Puedo quedarme y charlar contigo? —Hummm. ¡Te mandaría a la cama, sí! Siempre has parecido humilde y obediente, pero haces exactamente lo que quieres y cuando quieres... —Se sentó junto al fuego extendiendo su falda y señaló un taburete—. Bien, ahora siéntate y deja que te vea. ¡Dios mío, cuánto has cambiado! Quién lo hubiera pensado, allá en Maridunum, sin un decente vestido que fuera realmente tuyo, que te convertirías en el propio hijo del Gran Rey, en doctor y en cantor... ¡y sólo los dulces santos saben qué otras cosas más! —¿Un mago, quieres decir? —Bueno, esto nunca me ha sorprendido... Sabía que te escapabas para ir a ver a aquel anciano de Bryn Myrddin. Se santiguó y su mano se cerró sobre un amuleto que colgaba de su cuello. Lo había visto brillar a la luz del fuego; difícilmente sería un símbolo cristiano. Moravik seguía poniéndose cualquier talismán que encontrara. En esto era como la mayoría de la gente criada en el Bosque Peligroso, con sus cuentos de antiguos aparecidos, de cosas vistas en el crepúsculo y oídas en el viento. Asintió y prosiguió: —Sí, siempre fuiste un niño extraño, con tus paseos solitarios y las cosas que decías. Siempre sabías demasiado. Yo pensaba que era de escuchar tras las puertas, pero al parecer estaba equivocada. Me han dicho que ahora te llaman «el profeta del rey». Y las cosas que he oído contar de ti, si es que se puede creer en la mitad de ellas, cosa que dudo... Bueno, bueno, cuéntame, cuéntamelo todo.
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El fuego se había ido apagando y ahora era casi cenizas. Al otro lado de la puerta todo era silencio, los bebedores se habían ido a sus casas o se habían acomodado para dormir. Brand había subido la escalera hacía una hora y roncaba suavemente junto a Ralf. En el rincón, junto a los animales adormilados, Branwen y el niño dormían plácidamente. —Y ahora has venido con esta nueva —dijo Moravik en voz baja—. Este niño, que me dices que es hijo del Gran Rey, Úter, y que él no quiere tener en su casa. ¿Por qué te encargas de cuidar de él? Hubiera dicho que, de haberlo pedido a otras personas, hubieran podido hacerlo con más facilidad. —No puedo responder por el rey Úter —dije—, pero por mí deberías saber que el niño era una promesa que hice a mi padre y a los dioses. —¿Los dioses? —preguntó vivamente—. ¿Qué palabras son ésas en boca de un cristiano? —Olvidas que nunca fui bautizado. —¿Ni siquiera ahora? Sí, recuerdo que el viejo rey no quería oír hablar de eso. Bien, ahora ya no me concierne, es cosa tuya. Pero ¿y el niño? ¿Está bautizado? —No, no ha habido tiempo. Pero si lo deseas, hazlo bautizar. —¿Si lo deseas? ¿Qué maneras son ésas de hablar? ¿Qué clase de «dioses» te hablan en este instante? —Apenas lo sé. Ellos..., él... se dará a conocer cuando llegue el momento. Mientras tanto, el muchacho ha de ser bautizado, Moravik. Cuando se vaya de la Pequeña Bretaña irá a educarse en una casa cristiana. —Tan pronto como sea posible. —Estaba satisfecha—. Estaré más tranquila si lo veo entre el buen Señor y todos sus santos. Ya he colgado el amuleto de verbena sobre su cuna y he dicho las nueve plegarias. La muchacha dice que su nombre es Arturo. ¿Qué clase de nombre es ése? —Tú dirías Artos —le expliqué—. Este nombre significa «oso» en céltico. Pero no lo llames por su nombre aquí. Dale algún otro nombre y olvida éste. —¿Emrys, entonces? Ah, ya sabía que te haría sonreír. Siempre he tenido la esperanza de que algún día habría un chiquillo a quien podría llamar como tú. —No, como mi padre Ambrosio, del cual heredé el nombre. —Dije para mí mismo los nombres en latín y luego en céltico. «Artorius Ambrosius, el último de los romanos... Artos Emrys, el primero de los británicos.» Luego, en voz alta y sonriendo a Moravik, añadí—: Sí, llámale así. Una vez, hace mucho tiempo, predije la llegada del Oso, un rey llamado Arturo que uniría el pasado y el futuro. Hasta ahora no he recordado dónde había oído antes este nombre. Así, pues, bautízalo. Permaneció en silencio durante unos minutos. Noté que sus ojos vivaces interrogaban mi rostro. —Una promesa, has dicho. Un rey como no ha habido ningún otro. ¿Entonces será rey? ¿Juras que será rey? —Y luego, súbitamente—. ¿Por qué tienes esa expresión, Merlín? También la tenías hace unas horas cuando la muchacha daba el pecho al niño. ¿Qué ocurre? —No lo sé... —Hablé lentamente, con los ojos fijos en el último rescoldo de fuego que los leños quemados cubrían como una cueva—. Moravik, he hecho lo que he hecho porque Dios, sea el dios que fuere, me ha impulsado a ello. Entre las sombras me dijo que el hijo que Úter engendraría en Ygerne aquella noche en Tintagel, sería rey de toda la Gran Bretaña, sería grande, expulsaría a los sajones de nuestras costas y convertiría nuestra pobre tierra en una totalidad fuerte. No hice nada por propia voluntad; lo hice para que la Gran Bretaña no se hundiera en la oscuridad. Todas estas cosas vinieron a mí del silencio y del fuego, como una certeza. Luego, durante un tiempo no vi ni oí nada y me preguntaba si, impulsado por el amor a mi padre y a mi tierra, no me habría sugestionado y, habría visto visiones en donde no había más que esperanza y deseo. Pero ahora está aquí, como me dijo el dios. —La miré—. No sé si puedes comprenderme, Moravik.
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Visiones y profecías, dioses, estrellas y voces que hablan en la noche... Cosas vistas nebulosamente en las llamas y en las estrellas, pero reales como el dolor en el cuerpo y que penetran en el cerebro como si fueran hielo. Pero ahora... —hice una pausa—, ahora ya no es una voz del dios ni una visión, es una pequeña criatura humana con poderosos pulmones, un niño como otro cualquiera, que llora, mama y moja sus pañales. Mis visiones no llegaron a tanto. Ahora es una realidad. —Los hombres son los que tienen visiones —dijo Moravik—. Las mujeres somos quienes tenemos hijos para que estas visiones se hagan realidad. Ésta es la diferencia. Y, por esta vez —señaló hacia el rincón con la cabeza—, ya veremos lo que haya que ver. Si vive... ¿Y por qué no ha de vivir si es fuerte...? Si vive tiene muchas posibilidades de ser rey. Todo lo que ahora podemos hacer es convertirlo en hombre. Yo pondré lo que me toca de mi parte como tú has puesto de la tuya. El resto está en las manos del buen Dios. Le sonreí. Su firme sentido común parecía haberme quitado un gran peso de encima. —Tienes razón. He sido un estúpido al dudar. Lo que tenga que venir, vendrá. —Y ahora, a dormir. —Sí. Ahora me acostaré. Tienes un buen marido, Moravik, y me alegro mucho de que sea así. —Entre los dos, muchacho, te guardaremos a tu pequeño rey sano y salvo. —Estoy seguro —dije, y, después de charlar un rato más, subí la escalera para acostarme. Aquella noche soñé. Estaba de pie en un prado que conocía, cerca de la ciudad de Kerrec. Era un antiguo lugar sagrado en donde una vez un dios había caminado y yo lo había visto. En mi sueño supe que se había cumplido mi deseo de volverlo a ver. Pero la noche estaba vacía. Lo único que se movía era el viento. El cielo se abovedaba en las alturas, cuajado de indiferentes estrellas. A través de la negra cúpula, suave entre el destello de estrellas más brillantes, estaba el largo camino de luz llamado la Vía Láctea. No había nubes. A mi alrededor se extendía el prado, tal como lo recordaba, batido por el viento salobre del mar, con espinos desnudos que lo bordeaban y, en el centro, solitaria, una piedra gigante. Me dirigí hacia ella. A la titilante luz de las estrellas no descubrí ninguna sombra, ni siquiera la de la piedra. Sólo el viento que rizaba la hierba y, detrás de la piedra, el suave impulso de las estrellas que no es movimiento, sino el aliento de los cielos. La noche seguía vacía. Mis pensamientos se elevaron hacia la concha de silencio y se disiparon. Intentaba, con cada grano de las habilidades y el poder con que había sido herido y por el que sufría, llamar al dios cuya mano se había posado sobre mí y cuya luz me había dejado. Rogué en voz alta, pero no oí sonido alguno. Invoqué la magia, mi don de mirada y mente que los hombres denominaban Visión, pero nada sucedió. La noche estaba vacía y yo desfallecía. Incluso mi visión humana se debilitaba; la noche y la luz de las estrellas se mezclaban, empañadas, como algo entrevisto a través de agua corriente... El propio cielo se movía. La tierra se mantenía firme, pero el cielo se estaba moviendo. La Vía Láctea se encogía y se estrechaba, convirtiéndose en una flecha luminosa, luego se helaba como una corriente en el frío del invierno. Una flecha de hielo... no, una espada cruzaba el cielo como la espada de un rey, con grandes joyas incrustadas en la empuñadura. Vi esmeraldas, topacios, zafiros, que en la lengua de las espadas significan poder, alegría, justicia y muerte limpia. La espada permaneció allí durante largo tiempo, quieta, como una lanza recién pulida, esperando la mano que la cogiera y la blandiera. Luego se movió por sí misma. No como una lanza en una batalla, en una ceremonia o en un deporte, sino como una espada que entra en su vaina suave, lentamente. Bajó hasta la piedra gigante y se introdujo en ella como una espada se desliza dentro de su vaina. Luego nada, excepto el prado vacío, el viento silbante y una piedra gris hincada. Me desperté en la oscuridad de la habitación de la posada y una estrella solitaria,
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pequeña y brillante, se dejaba ver a través de un resquicio del tejado. Debajo de mí los animales respiraban tranquilamente y a mi alrededor se oían los ronquidos y los movimientos de los durmientes. El lugar exhalaba un cálido olor a caballos, a humo de turba, a heno y a guisado de cordero. Permanecí inmóvil, tendido de espaldas, contemplando la estrella. Apenas pensé en el sueño. Vagamente, recordé que se había hablado de una espada, y ahora este sueño... Pero lo dejé. Ya vendría. Ya lo sabría. Dios había vuelto a mí. El tiempo no había mentido. Y dentro de una hora o dos amanecería. LIBRO SEGUNDO - LA BÚSQUEDA Capítulo I Los dioses, todos ellos, deben estar acostumbrados a las blasfemias. Es una blasfemia poner en duda sus propósitos y preguntarse, como hice yo, quiénes son o si han existido nunca. Ahora yo sabía que mi dios había vuelto a mí, que su propósito seguía adelante y, si bien no veía nada demasiado claro todavía, sabía que su mano estaría sobre mí cuando llegara el momento; que me guiaría, que me haría ver... no importaba cómo ni qué. También me enseñaría esto. Pero aún no. Hoy había sido un sueño exclusivamente mío que se había desvanecido con las estrellas que lo habían provocado. Aquella mañana el viento era sólo el viento y la luz del sol nada más que luz. Creo que ni siquiera miré hacia atrás. No temía por Ralf ni por el niño. La Visión podía ser una posesión incómoda, pero conocer de antemano las catástrofes evita al poseedor los pequeños temores cotidianos. Un hombre que ha visto su vejez y su amargo final no teme lo que le puede pasar a los veintidós años. No tenía dudas sobre mi propia seguridad ni sobre la del niño cuya espada había visto —ahora por dos veces—, desenvainada y brillante. Por consiguiente, estaba libre para no temer nada peor que el próximo viaje por mar que me llevaría, sufriente pero vivo, al puerto de Massilia, del mar Interior, en donde desembarqué un luminoso día de febrero que en Bretaña hubiéramos dicho que era de verano. Una vez allí no importaba si me veían y avisaban que me habían visto. Si corría la voz de que el príncipe Merlín había sido visto al sur de la Galia, o en Italia, entonces quizá los enemigos de Úter me vigilarían durante algún tiempo con la esperanza de encontrar una pista del príncipe que se había esfumado. A la larga podían rendirse o bien buscar en cualquier otra parte, pero para entonces el rastro estaría frío. En Kerrec se olvidaría la visita del poco eminente cantor, y Ralf, tranquilamente anónimo en la taberna del bosque, podría ir y venir sin miedo entre el Lugar Oculto y el castillo de Kerrec, con noticias de los progresos del niño, que luego Hoel me transmitiría. Así pues, una vez desembarcado en Massilia y recuperado de mi viaje, empecé abiertamente los preparativos para mi viaje hacia el este. Esta vez, sin necesidad de disfraz, viajé cómodamente, si bien no al estilo principesco. Las apariencias nunca me han preocupado. Me comportaba como quería, pero tenía amigos a los que visitar y, si bien no podía hacerles honores, por lo menos no debía avergonzarlos. Por consiguiente, alquilé un criado y compré caballos, equipaje y esclavo para cuidarlo todo. Entonces emprendí viaje hacia mi primer destino, que era Roma. La carretera que sale de Massilia es recta, una cinta blanca batida por el sol a lo largo de la costa, en donde los pueblos construidos por los guerreros de César se acurrucan entre sus campos bien cuidados de olivos y viñas. Partimos al amanecer; las sombras de nuestros caballos se alargaban detrás de nosotros. La calzada estaba todavía cubierta de rocío, el aire olía a estiércol, a ciprés y a humo de las hogueras matutinas. Las gallinas cacareaban y refunfuñaban al apartarse corriendo ante los cascos de nuestros caballos. A
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mis espaldas, los dos criados charlaban en voz baja para no molestarme. Parecían hombres decentes; el hombre libre, Gayo, ya había servido anteriormente y vino a mí muy bien recomendado. El otro, Estilicón, era hijo de un traficante de caballos siciliano que, embargado de deudas, había vendido a su hijo para pagarlas. Estilicón era un joven delgado, ligero, de ojo avispado y humor inagotable. Gayo era solemne y eficiente, más consciente de mi dignidad de lo que yo nunca había sido. Cuando descubrió mi posición real adquirió un aura de pompa que me divirtió, e impresionó tanto a Estilicón que permaneció en silencio, por lo menos durante veinte minutos. Creo que, a partir de entonces, aquella posición fue utilizada continuamente como una amenaza o un soborno para servirme mejor. En efecto, al margen de lo que pensaran ambos, yo iba a tener un viaje que sería casi un milagro de tranquilidad y bienestar. Ahora, mientras mi caballo sacudía las orejas al sol de la mañana, sentí que mi ánimo se elevaba hasta encontrarse con aquel brillo creciente. Era como si los pesares y las dudas del último año fueran quedando atrás como la sombra de mi caballo. Mientras me dirigía hacia el este con mi pequeño grupo me sentí libre por primera vez en la vida: libre del mundo que tenía ante mí y libre de obligaciones a mi espalda. Hasta aquel momento siempre había vivido detrás de algún fin; lo había conseguido y luego había servido a mi padre; después de la muerte de mi padre había esperado con desconsuelo hasta que, con Arturo, mi servidumbre debía comenzar de nuevo. Ahora la primera parte de mi trabajo estaba hecha; el niño estaba seguro y podía confiar en mis dioses y mis estrellas. Yo era todavía joven, caminaba de cara al sol y, llámese soledad o libertad, tenía un nuevo mundo frente a mí y tiempo por delante para viajar por las tierras de las que tanto me habían hablado siendo niño y que tanto deseaba conocer. Así pues, llegué a Roma, caminé por las verdes colinas entre los cipreses, hablé con un hombre que había conocido a mi padre cuando tenía la edad que yo tenía ahora. Me instalé en su casa. Me preguntaba cómo podía haber considerado un palacio la casa de mi padre, en Kerrec, o cómo podía haber creído que Londres era una gran ciudad, o incluso una ciudad. Luego, desde Roma pasé a Connto: un viaje por tierra a través de los valles de la Argólida, donde las cabras pacían en las desnudas colinas veraniegas y donde la gente vivía, más salvaje que las mismas cabras, entre las ruinas de ciudades construidas por gigantes. Allí vi piedras más grandes incluso que las de la Danza de los Gigantes, levantadas y colocadas como me habían enseñado las canciones. A medida que viajaba más al este vi tierras todavía más vacías, con piedras gigantescas erigidas en desiertos llenos de luz, y hombres que vivían tan sencillamente como lobos vagabundos, pero que cantaban canciones con la misma facilidad que los pájaros y tan maravillosamente como las estrellas que se mueven siguiendo su curso. Y de hecho, aquellos hombres sabían más sobre los movimientos de las estrellas que cualquier otro hombre; su mundo estaba hecho de los espacios vacíos del desierto y del cielo. Pasé ocho meses con un hombre, cerca de Sardes, que podía calcular el grosor de un cabello; con su ayuda hubiera podido levantar la Danza de los Gigantes en la mitad de tiempo, aunque hubieran sido el doble de grandes. Pasé otros seis meses en la costa de Misia, cerca de Pérgamo, en un gran hospital en donde los enfermos se congregaban, ricos y pobres juntos, para recibir tratamiento. Descubrí muchas cosas que me eran desconocidas en el arte de curar; en Pérgamo utilizan música y drogas para curar la mente de los hombres mediante sueños y, a partir de ahí, curan el cuerpo. Realmente el dios debió guiarme cuando aprendí música siendo niño. Durante todo el tiempo, en todos mis viajes, aprendí nociones de extrañas lenguas, oí nuevas canciones y nuevas músicas, vi extraños dioses que eran adorados, algunos en lugares sagrados, otros de manera que podríamos llamar poco limpias. No es prudente volver la espalda a los conocimientos, vengan éstos de donde vengan. Durante todo este tiempo descansé, tranquilo y seguro, con la certidumbre de que en el Bosque Peligroso de la Pequeña Bretaña el niño crecía y prosperaba sano y salvo.
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Ocasionalmente me llegaban mensajes de Ralf mandados por el rey Hoel, mensajes que ya me esperaban en algún lugar determinado de antemano. De esta manera me enteré de que, tan pronto como fue posible, Ygerne había quedado de nuevo encinta. A su debido tiempo había dado a luz una hija, que fue llamada Morgana. Cuando las leí, las cartas ya databan de mucho tiempo atrás; pero, por lo que concernía a Arturo, tuve mi propia e inmediata fuente de tranquilidad. Busqué en el fuego, de la manera que solía. Fue en un brasero, una fría noche romana, donde vi por primera vez a Ralf que hacía el viaje a través del bosque en dirección a la corte de Hoel. Viajaba solo y sin hacerse notar; cuando partió de nuevo hacia casa, en medio de la brumosa oscuridad, nadie lo seguía. En las profundidades del bosque lo perdí, pero más tarde el humo se retiró para mostrarme su caballo en el establo y a Branwen sonriendo en el patio soleado con el niño en sus brazos. Posteriormente vi otros viajes de Ralf, pero siempre el humo o la oscuridad parecían unirse como la bruma a lo largo del río, de manera que no pude ver la taberna ni seguirlo puertas adentro. Era como si el lugar permaneciera oculto y guardado incluso para mí. Había oído decir que el Bosque Peligroso de la Pequeña Bretaña era una tierra hechizada; puedo afirmar que era cierto. Dudo que una magia menos poderosa que la mía pudiera espiar a través del muro de niebla que ocultaba la posada. De cuando en cuando vislumbraba cosas, pero nada más que eso. En una ocasión, vi fugazmente al niño que jugaba con una carnada de cachorros en el corral, mientras la cabra le lamía la cara y Brand los contemplaba sonriente; entonces Moravik salió refunfuñando de la cocina, recogió el niño, le secó la cara con el delantal y los dos desaparecieron puertas adentro. En otra ocasión lo vi subido sobre el caballo de Ralf; el animal bebía en el abrevadero. De nuevo lo vi con Ralf, a horcajadas sobre el caballo, agarrado a las crines del animal con ambas manos mientras éste trotaba a lo largo de la orilla del río. Nunca lo vi de cerca ni con claridad, pero sí lo suficiente para saber que crecía sano y fuerte. Luego, cuando tuvo cuatro años, llegó el momento en que Ralf tenía que alejarlo de la protección del bosque para llevarlo al conde Antor. La noche en que su barco zarpó desde el mar Pequeño de Morbihan yo estaba tumbado bajo el negro cielo de Siria, en donde las estrellas parecían brillar con más fulgor que las de mi país. El fuego que contemplaba era una hoguera de pastores, encendida para alejar a los lobos y los leones de las montañas. El pastor me había ofrecido su hospitalidad cuando mis criados y yo cruzábamos al anochecer las alturas que se levantaban encima de Berytus. Las llamas se elevaban gracias a la leña seca y centelleaban vorazmente contra la noche. Cerca de allí oía la charla de Estilicón y el ronco murmullo del pastor; luego la risa de Gayo, de tono grave, hasta que el crepitar del fuego ahogó todos los sonidos. Entonces llegaron las imágenes, al principio fragmentarias, pero tan claras y vividas como las visiones que, de muchacho, había tenido en la cueva de cristal. Contemplé el viaje entero, escena por escena. Fue una noche de visión, como el sueño de toda una vida soñado entre un anochecer y un amanecer... Aquélla fue mi primera visión clara de Ralf desde que me había separado de él en la Pequeña Bretaña. Apenas lo reconocí. Era un joven alto, con la mirada de un luchador, de aspecto decidido y responsable. Había dejado a la discreción de Hoel y suya la decisión de si sería necesaria o no una escolta armada para acompañar a su «esposa e hijo» en el barco: en aquella ocasión actuaron sobre seguro, si bien era obvio que el secreto aún nos pertenecía. Hoel había proyectado que una carga de alimentos sería trasladada por el bosque bajo la escolta de media docena de soldados; cuando la tropa volviera hacia Kerrec para descargar en el muelle en donde esperaba el barco, ¿qué cosa más natural que el hombre y su familia viajaran con los soldados y la carga —nunca supe qué había en el interior de aquellos fardos— para aprovechar su protección? Branwen viajaba en el carro de carga con Arturo. Me pareció que ya no necesitaba los cuidados de la mujer; por su gusto, habría pasado todo el tiempo con los soldados y fue necesaria la autoridad de
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Ralf para hacerlo viajar oculto en el carro con Branwen en vez de en la silla del que iba a la cabeza de la tropa. Cuando el pequeño grupo hubo llegado al barco y subido a bordo sin contratiempos, cuatro de los soldados también embarcaron, aparentemente para llevar los preciosos fardos a su destino. Así pues, el barco zarpó. La luz rutilaba en el mar y el pequeño barco extendía sus velas rojas a la brisa del atardecer. Finalmente, vi que se alejaba hasta desvanecerse en los rescoldos de la hoguera. Entre el resplandor del amanecer, quizá producido sólo por las llamas de aquella hoguera siria, vi el barco amarrado en Glannaventa. Vi las cuerdas tensas y el grupo que cruzaba la pasarela para ir al encuentro del propio Antor, moreno y sonriente, con un grupo de hombres armados hasta los dientes. No llevaban divisa alguna. Habían traído un carro para el cargamento que, tan pronto como se alejaron del pueblo, prosiguió su camino después de que ellos sacaran una litera para Branwen y el niño. Entonces el grupo cabalgó tan rápidamente como les fue posible en dirección a Galava, siguiendo la carretera militar a través de las montañas que separaban el castillo de Antor y el mar. El camino se adentra por dos pasos escarpados entre los cuales surge un profundo valle pantanoso, lleno de agua hasta muy entrada la primavera. El camino es malo, deteriorado por las tormentas, los torrentes y las heladas invernales; en los lugares en donde las laderas se han derrubiado a causa de las aguas, la calzada ha desaparecido y todo lo que queda de ella son las huellas de antiguos senderos que ya existían antes de la llegada de los romanos. País agreste y ruta poco hospitalaria, pero de buen pasar para un grupo de hombres bien armados en un día de mayo. Los contemplé mientras seguían adelante; la litera se balanceaba entre sus vigorosas muías, desde la llameante claridad del amanecer y durante la ardiente luz del día hasta la caída de la tarde, cuando súbitamente bajó una niebla oscura por la entrada del paso y entre la bruma divisé un resplandor de espadas que auguraba peligro. El grupo de Antor cabalgaba cuesta abajo desde la segunda cima, aminorando el paso por donde el suelo escalonado estaba bordeado de riscos. Desde aquel lugar sólo les quedaba un corto descenso para alcanzar el ancho valle y el camino llano y en buen estado que los llevaría directamente hasta el lago del castillo. A lo lejos, todavía iluminados por la luz del atardecer, se veían los grandes árboles, los huertos floridos y el amable verde de los prados de las granjas. Pero en el paso entre los grises riscos cubiertos de bruma, todo era oscuridad; los caballos resbalaban y tropezaban en un pedregal en declive por donde corría un torrente y en donde la calzada se había hundido en el lecho de la corriente. El ímpetu del agua debía de confundir todos los otros ruidos y nadie vio, borrosos tras la niebla, a los hombres que esperaban, montados y armados. El conde Antor iba a la cabeza de la tropa que rodeaba la litera, que se balanceaba y daba bandazos en medio de las mulas. Ralf cabalgaba al lado de la litera. Se acercaban a los emboscados cuando Antor volvió bruscamente la cabeza. El conde frenó el caballo tan de súbito que, en lugar de echarse hacia atrás, corcoveó, resbalando en el pedregal al tiempo que la espada de Antor relampagueaba al desenvainarse. Los soldados, rodeando la litera como mejor les permitía el resbaladizo declive, se prepararon para luchar. En aquel momento vi lo que ninguno de los hombres parecía haber visto todavía: otras sombras que surgían de la bruma, al otro lado del despeñadero. Creo que grité. No había emitido sonido alguno, pero vi que la cabeza de Ralf se levantaba como la de un perro ante el silbido de su amo. Aulló y espoleó al caballo. Los soldados también picaron espuelas y chocaron con los atacantes; el estruendo y los chasquidos del metal se mezclaron con las chispas de las espadas, como el martillo de un herrero sobre el yunque. Esforcé los ojos sobre el fuego que me proporcionaba la visión para tratar de distinguir quiénes eran los atacantes, pero no conseguí descubrir nada. La oscuridad violenta y ruidosa, las espadas centelleantes, el vocerío, los caballos espoleados... Luego los atacantes se desvanecieron en la niebla tan súbitamente como habían aparecido, dejando
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a uno de los suyos muerto en el pedregal y cargando a otro, que sangraba, cruzado sobre una silla. No se habría ganado nada persiguiéndolos a través de las montañas en aquella luz borrosa del anochecer. Uno de los soldados levantó al muerto y lo colocó sobre un caballo. Amor dio una orden y el soldado examinó el cuerpo como si buscara alguna identificación, pero no encontró nada. Luego la guardia volvió a formar alrededor de la litera y el grupo siguió adelante. Vi que Ralf, medio a escondidas, se vendaba con un trozo de tela el brazo izquierdo, en donde una espada lo había herido, atravesando el escudo. Un momento más tarde se acercó a la litera y, retirando las cortinas, dijo riendo: —Bien, pero todavía tienes que crecer más. Dentro de un año o dos te prometo que te encontraré una espada adecuada a tu talla. Luego volvió a cerrar las cortinas de la litera, pero cuando agucé la vista para ver a Arturo, el humo aumentó y ocultó la escena. El pastor gritó algo a su perro y yo me encontré de nuevo en la ladera de la colina con la Luna que iluminaba las ruinas del templo, en el que ya no queda nada de la divinidad, excepto sus lechuzas nocturnas empollando sus crías. Los años pasaban y yo utilizaba mi libertad en viajes, de los cuales he hablado en otros lugares: aquí no hay espacio para ellos. Para mí fueron años fructíferos, bien aprovechados, durante los cuales la mano del dios permaneció suavemente sobre mí y me permitió ver cuanto pedía. Pero durante todo este tiempo no hubo ningún mensaje, ninguna estrella móvil, nada que me llamara a mi hogar. Un día, cuando Arturo tenía seis años, el mensaje me llegó a Pérgamo, en cuyo hospital yo trabajaba y enseñaba. Era a principios de primavera, y durante todo el día la lluvia había azotado las rocas, oscureciendo la blanca piedra caliza y produciendo surcos en el sendero que conducía a las celdas del hospital, instaladas cerca del mar. No tenía fuego que me trajera una visión, pero en su lugar los dioses me esperaban en cada columna y el aire estaba cuajado de sueños. Fue sólo un sueño, como el de un hombre cualquiera, y vino en un momento de ensoñación. Muy entrada la noche habían traído a un hombre con una pierna gravemente herida por la que se le empezaba a escapar la vida. Otro doctor de guardia y yo habíamos estado luchando para curar a aquel enfermo por espacio de más de tres horas y, al finalizar, me había acercado al mar para limpiarme la sangre coagulada que me ensuciaba. Era posible que el paciente viviera: era joven y ahora dormía con la sangre restañada y la herida cuidadosamente vendada. Me quité la ropa empapada —el clima permitía trabajar casi desnudo—, nadé hasta que estuve limpio y luego me tendí en la arena todavía caliente para descansar. La lluvia había cesado al anochecer; la noche era cálida y tranquila, llena de estrellas. No fue una visión lo que tuve sino una especie de sueño de vigilia. Estaba tumbado (así lo creí) con los ojos abiertos, contemplando y siendo contemplado por el brillante enjambre. Entre todas aquellas distantes estrellas había una de luz débil, nebulosa, como un candil en un remolino de nieve. Se iba acercando más y más hasta que su luz nebulosa ocultó a las otras estrellas más brillantes: entonces vi montañas y costas, ríos que corrían como las venas de una hoja a través de los valles de mi propio país. Ahora la nieve se arremolinaba más densamente, ocultaba los valles; detrás de la nieve se adivinaban el retumbar de trueno y el griterío de los ejércitos; el mar subía hasta disolver la costa y la sal subía por los ríos, blanqueaba la verde hierba hasta convertirla en gris, hasta que parecía un desierto con sus vetas parecidas a huesos de hombres muertos. Me desperté con la idea de que debía regresar. Todavía no había llegado la invasión, pero se acercaba. En la próxima temporada de nieve, o quizás en la siguiente, oiríamos el estruendo; para entonces yo debía estar allí, entre el rey y su hijo.
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Capítulo II Había planeado regresar pasando por Constantinopla, para lo cual ya había enviado cartas. Ahora hubiera preferido tomar un camino más rápido, pero el único barco que pude coger fue uno que se dirigía al norte, recorriendo la costa hasta Calcedonia, al otro lado del estrecho de Constantinopla. Una vez llegado allí, con retraso a causa de vientos caprichosos y tiempo incierto, la suerte parecía seguir contra mí; había perdido el barco que se dirigía hacia el oeste y, según me dijeron, no saldría otro hasta dentro de una semana o más. Desde Calcedonia el tráfico se efectúa mayormente a base de pequeñas embarcaciones costeras y los barcos más grandes utilizan el gran puerto de Constantinopla. Por consiguiente, tomé una embarcación de aquéllas y, a pesar de la prisa que tenía, me dispuse a ver la ciudad de la que tanto había oído hablar. Esperaba que la nueva Roma sobrepasaría a la antigua Roma en magnificencia, pero me encontré con una ciudad de contrastes más acusados, con la miseria junto al esplendor y con aquel aire de excitación y riesgo que se respira en una ciudad joven que camina hacia la prosperidad; una ciudad todavía en construcción, que se ensanchaba, que asimilaba, que estaba ávida de enriquecerse. No es que su fundación fuera reciente; había sido capital de Bizancio desde que Bizas había instalado allí a su gente mil años antes; pero hacía casi un siglo y medio que el emperador Constantino había desplazado el corazón del imperio hacia Oriente, empezando a construir y fortificar a la antigua Bizancio, denominándola como él. Constantinopla es una ciudad maravillosamente situada en una lengua de tierra que tiene un puerto natural llamado el Cuerno de Oro; y con toda propiedad: nunca había imaginado un tráfago tal de barcos ricamente cargados como el que vi en el breve crucero desde Calcedonia. Había palacios y ricas mansiones, edificios del gobierno con corredores laberínticos por los que iban y venían los innumerables funcionarios allí empleados; parecían abejas en una colmena. Había jardines por todas partes, con pabellones y estanques, con fuentes que manaban constantemente; la ciudad tenía agua dulce en abundancia. Por la parte de tierra, la Muralla de Constantino defiende a la ciudad, y por la parte de la Puerta Áurea corre la gran vía pública de Mesé, magníficamente porticada, para terminar en el gran arco triunfal de Constantino. La inmensa iglesia que el emperador consagró a santa Sofía, la Sabiduría divina, sobresale por encima de las murallas que bordean al mar. Es una ciudad magnífica, una espléndida capital, pero no tiene el aire de Roma como mi padre había dicho, o como habíamos creído desde Bretaña. Era una ciudad enclavada en el Oriente, y tenía el aire de una ciudad oriental. Incluso los vestidos tenían un aire asiático, si bien los hombres llevaban túnicas y capas romanas; y, aunque se hablaba latín en todas partes, en los mercados se oía el griego, el sino y el armenio, y una vez que se pasaban los soportales de Mesé uno se imaginaba encontrarse en Antioquia. No era un lugar fácil de describir, sobre todo para una persona que nunca había salido de las costas británicas. Por encima de todo, era un lugar excitante, con el aire lleno de promesas. Era una ciudad que miraba hacia delante, cuando Roma, Atenas e incluso Antioquia parecían mirar hacia el pasado; y Londres, con sus templos ruinosos y sus torres remendadas, con sus hombres siempre vigilantes y con una mano en la espada, parecía tan remota y salvaje como las tierras heladas del norte. Mi anfitrión en Constantinopla era un pariente lejano de mi padre, pero no tan lejano como para que no me recibiera como a un primo. Era descendiente de un tal Adean, cuñado de Máximo, del cual había sido uno de sus oficiales y le había seguido en la expedición a Roma. Adean había sido herido en las afueras de Roma, donde le dieron por muerto y lo abandonaron, pero fue rescatado y cuidado por una familia cristiana. Más tarde se había casado con la hija de la casa, se había convertido al cristianismo y, si bien
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nunca se puso al servicio del emperador de Oriente (se contentó con el perdón que éste le otorgó gracias a la intercesión de su suegro), su hijo entró al servicio de Teodosio II, hizo fortuna y fue recompensado con una esposa emparentada con la corte y con una espléndida casa cerca del Cuerno de Oro. Su biznieto llevaba el mismo nombre, pero lo pronunciaba con acento bizantino: Adjan. Todavía se le notaba la ascendencia céltica, pero hubiera podido decirse que parecía un galés descolorido por falta de sol. Era alto y delgado, de rostro ovalado y piel pálida; sus ojos negros miraban fijamente, como si fueran un dibujo. Tenía los labios delgados, también descoloridos; la boca de un criado de la corte, de labios prietos para guardar secretos. Pero no le faltaba humor y hablaba con vivacidad, una rareza en una tierra en donde los hombres —y las mujeres— discuten perpetuamente sobre temas espirituales en términos de la más estúpida carnalidad. No hacía medio día que me encontraba en Constantinopla cuando recordé algo que había leído en un libro de Galapas: «Si preguntas a alguien cuántos óbolos cuesta una cosa determinada, te responderá con dogmatismos sobre la vida y la muerte. Si preguntas el precio del pan, te contestarán que el Padre es más grande que el Hijo y que el Hijo está subordinado a Él. Si preguntas si está a punto tu baño, te responderán que el Hijo fue hecho de la nada.» Adjan me recibió amablemente en una espléndida habitación con mosaicos en las paredes y el suelo de mármol dorado. En Bretaña para luchar contra el frío ponemos las pinturas en el suelo, y en paredes y puertas colgamos gruesos tapices; pero en Oriente las cosas se hacen de manera diferente. La habitación relucía de color; utilizaban mucho oro en los mosaicos, y con la superficie suavemente desigual se obtenían efectos de deslumbrante movimiento, como si las pinturas de los muros fueran tapices de seda. Las figuras eran vivas, llenas de color, algunas de ellas realmente hermosas. Recordé el mosaico resquebrajado de Maridunum que, siendo niño, había considerado la imagen más maravillosa del mundo; representaba a Dioniso con uvas y delfines, pero ninguna de las figuras estaba entera; los ojos del dios habían sido desmañadamente retocados y miraban desviados. A partir de entonces yo creí que Dioniso era un dios bizco. Un extremo de la habitación de Adjan se abría a una terraza en donde una fuente alimentaba un amplio estanque de mármol; los cipreses y el laurel crecían a lo largo de la balaustrada. Más abajo se extendía el jardín, oloroso a la luz del sol, con rosas, iris y jazmines (si bien apenas había empezado el mes de abril) que competían con el aroma de cientos de arbustos, y, en todas partes, los oscuros dedos de los cipreses, dorados con minúsculos conos, apuntaban directamente hacia el brillante cielo. Y más abajo destellaban las aguas del Cuerno de Oro, más pobladas de barcos que los estanques de las granjas de mi país lo estaban de arañas de agua. Allí me esperaba una carta de Antor. Después de que Adjan y yo intercambiáramos saludos, le pedí que me dejara solo; entonces la desenrollé y la leí. El escriba de Antor se expresaba bien, pero con ciertos circunloquios que ya sabía yo que eran glosas de lo que en realidad había dicho aquel caballero tan directo. Pero las noticias, extraídas de la poesía y las peroratas, confirmaban lo que yo ya conocía o sospechaba. Con frases más que cautelosas me comunicaba que Arturo (el escriba había escrito «la familia, Drusila y los dos muchachos») estaba bien. Pero Antor decía que no sabía por cuánto tiempo «el lugar» sería seguro, y pasaba a darme las noticias que sus informadores le habían facilitado. El peligro de invasión, siempre presente pero esporádico en los últimos años, había empezado a aumentar hasta convertirse en algo más serio. Octa y Eosa, los jefes sajones vencidos por Úter en el primer año de su reinado, y mantenidos prisioneros desde entonces en Londres, continuaban fuertemente vigilados; pero últimamente el rey Úter había recibido muchas presiones —no sólo de los federados sino también de algunos jefes británicos que estaban asustados ante el creciente descontento a lo largo de la Costa Sajona— para que libertara a los príncipes sajones mediante algún tratado. El rey
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Úter se había negado y ya se habían producido dos intentos armados para liberarlos de la prisión. Estos intentos habían sido castigados con brutal severidad y en la actualidad otras facciones presionaban a Úter para que matara a los jefes sajones, decisión que aparentemente no se atrevía a tomar por temor a los federados. Éstos, firmemente establecidos a lo largo de la costa y demasiado numerosos incluso para la tranquilidad de Londres, de nuevo mostraban signos amenazadores de pedir refuerzos al exterior y de penetrar en las ricas tierras que se extendían cerca de la Muralla de Ambrosio. Mientras tanto, corrían rumores aún peores: un mensajero capturado había confesado, bajo tortura, que llevaba muestras de amistad de los anglos situados junto al Abus, en el este, para los reyes pictos de las selváticas tierras al oeste de Strathclyde. Pero nada más, añadía Antor, que muestras; él no creía que por el momento vinieran turbaciones del norte. Entre Strathclyde y el Abus, los reinos de Rheged y Leonís todavía se mantenían firmes. Leí superficialmente el resto de la carta y luego la enrollé. —Tengo que ir directamente a casa —dije a Adjan. —¿Tan pronto? Ya me lo temía. Hizo señas a un criado y éste sacó un frasco de plata de un cubo lleno de nieve, y sirvió vino en copas de cristal. De dónde venía aquella nieve es algo que no llegué a saber; debían de haberla traído de noche desde la cima de las montañas y guardado en los sótanos, bajo la paja. —Siento que te vayas, pero cuando llegó la carta ya temí que fueran malas noticias. —Todavía no son malas, pero pueden llegar a serlo. Le conté lo que pude de la situación y él escuchó con actitud grave. En Constantinopla entienden estas cosas. Desde que Alarico el Godo tomó Roma, los oídos de los hombres están acostumbrados a oír el trueno en el norte. Proseguí: —Úter es un rey fuerte y un buen general, pero no puede estar en todas partes y esta división de poder vuelve miedosos e intranquilos a los hombres. Es hora de que se asegure la sucesión. —Señalé la carta—. Antor me dice que la reina espera un nuevo hijo. —Eso había oído. Si es un niño será declarado heredero, ¿verdad? Malos tiempos para que un niño herede un reino, a menos que tenga un Estilicen para vigilar sus intereses. —Se refería al general que había protegido al imperio del joven emperador Honorio—. ¿Cuenta Úter con alguien entre sus generales que pudiera ser dejado como regente si él muere? —Por lo que sé, tan buenos serían para matar como para proteger. —Bien, será mejor que Úter siga vivo, o bien que permita que el hijo que ya tiene sea su legítimo heredero. Debe tener... ¿cuántos? ¿Siete u ocho años? ¿Por qué Úter no se comporta con inteligencia y lo reconoce, nombrándote a ti regente en caso de que él muera durante la minoría del muchacho? —Me miró de reojo por encima de su copa—. Vamos, Merlín, no arquees las cejas de ese modo. Todo el mundo sabe que te llevaste al niño de Tintagel y lo tienes oculto en algún lugar. —¿Eso dicen? —Oh, sí. El mundo produce soluciones de la misma manera que los estanques producen ranas. La opinión general es que el niño está a salvo en la isla de Hy-Brasil, criado por los blancos pechos de nueve reinas, nada menos. No hay duda de que crece con extraordinaria salud. Y también se dice que está contigo, pero es invisible. Tal vez disfrazado de muía de carga. —No, nunca me hubiera atrevido a una cosa así. —Reí—. ¿Cómo le habría sentado a Úter? —Creo que te atreverías a cualquier cosa; tenía la esperanza de que te atrevieras a decirme dónde está el niño y a explicarme cosas de él..., ¿no? —Perdóname, pero todavía no —y sonreí mientras movía a uno y otro lado la cabeza. Hizo con la mano un gesto de condescendencia. También entendían los secretos en
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Constantinopla. —Bien, ¿al menos me dirás si está bien y a salvo? —Te aseguro que sí. —¿Y sucederá a Úter, contigo de regente? Reí, negué con la cabeza y terminé el vino. El hizo una señal al esclavo que estaba de pie a una cierta distancia y el hombre se apresuró a llenarme el vaso. Adjan lo hizo retirar con un gesto de la mano. —Yo también he recibido una carta de Antor. Me dice que el rey Úter ha enviado hombres a buscarte y que no habla de ti con mucha amabilidad, si bien todo el mundo sabe lo mucho que te debe. También corren rumores de que el propio rey no sabe dónde está escondido su hijo y ha mandado espías a investigar. Algunos dicen que el niño ha muerto. También los hay que dicen que tú guardas al niño para utilizarlo para tus ambiciosos fines. —Sí —asentí apaciblemente—, puede que algunos lo digan. —¿Lo ves? —Extendió una mano—. Intento pincharte para que hables y tú ni siquiera te enfadas. Otro hombre habría protestado, incluso temería regresar, pero tú no dices nada y, según me temo, decides coger el barco y volver inmediatamente a casa. —Yo conozco el futuro, Adjan; ésta es la diferencia. —Bien, yo no conozco el futuro y es obvio que tú no me lo dirás, pero puedo hacer mis propias suposiciones. Lo que los hombres dicen es la pura verdad, pero deformada: tú guardas al niño porque sabes que un día será rey. Sin embargo, hay una cosa que sí puedes decirme. ¿Qué harás cuando regreses? ¿Lo sacarás del escondite? —Cuando esté de regreso el hijo de la reina ya habrá nacido —le respondí—. Lo que yo haga depende de esto. Veré a Úter, naturalmente, y hablaré con él. Pero lo más importante, a mi entender, es que el pueblo de la Gran Bretaña, tanto los amigos como los enemigos, sepan que el príncipe Arturo vive y crece, y que estará listo para dejarse ver junto a su padre cuando llegue el momento. —¿Y todavía no ha llegado el momento? —Creo que no. Espero que lo veré más claro cuando llegue a casa. Con tu permiso, Adjan, tengo que irme pronto, he de tomar el barco. —Como quieras, naturalmente. Siento tener que perder tu compañía. —Yo también lo siento. Después de todo, ha sido una feliz casualidad que haya venido a Constantinopla. Seguramente no te habría visto, pero me retrasé a causa del mal tiempo y perdí el barco que debía tomar en Calcedonia. Dijo algo amable, luego pareció sorprendido al comprender las implicaciones. —¿Retrasado? ¿Quieres decir que ya te dirigías a tu país? ¿Antes de ver la carta? ¿Ya lo sabías? —Sin detalles. Sólo que ya era hora de regresar. —¡Por la Trinidad! Por un momento descubrí al celta en sus ojos, si bien había jurado por un dios cristiano; en Constantinopla sólo tienen otro juramento, que es «Por el Único», y juran hasta la muerte sobre ellos. Entonces se echó a reír. —¡Por la Trinidad! ¡Desearía haberte tenido a mi lado la pasada semana en el hipódromo! Perdí varios miles con los novatos... Una apuesta segura, lo hubiera jurado, y resultó que corrían como vacas de tres patas. Bien, parece que, sea cual fuere el príncipe a quien has de guiar, es un príncipe afortunado. Si él te hubiera tenido a su lado, ahora yo poseería un imperio en lugar de un respetable puesto en el gobierno..., y aún gracias que lo poseo sin tener que ser, además, un eunuco. Asentía con la cabeza mientras hablaba de cara al gran mosaico. Yo ya lo había visto y me preguntaba vagamente acerca del aire de melancolía con que se decoraba una habitación, a base de tales escenas en lugar de los dibujos más vitales que se ven en Grecia y en Italia. En el salón de la entrada ya había observado un crucifijo de tamaño
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natural, con figuras luctuosas y símbolos cristianos a su alrededor. También esto era una ejecución, pero una ejecución noble, en el campo de batalla. El cielo era oscuro, hecho con pedacitos de pizarra y trozos de lapislázuli incrustados en las nubes, entre las cuales surgían las vigilantes cabezas de los dioses. En el horizonte se delineaba una hilera de torres y templos con un sol purpúreo que se ponía tras ellos. Al parecer, significaba Roma. La extensa llanura frente a las murallas representaba la escena del final de una batalla: a la izquierda las huestes derrotadas, hombres y caballos muertos o moribundos en el campo cuajado de lanzas rotas; a la derecha los vencedores, apiñados detrás del jefe coronado y bañado en un chorro de luz que descendía de un Cristo en actitud de repartir bendiciones, colocado encima de otros dioses. A los pies del jefe victorioso, el jefe derrotado estaba de rodillas con el cuello desnudo y presentado a la espada del ejecutor. Levantaba los brazos hacia su conquistador, no en señal de pedir clemencia, sino rindiendo la espada que tenía en sus manos. Más abajo, en un ángulo de la escena, estaba escrito «Max». A la derecha, debajo del vencedor, se leían las palabras «Teod. Imp.» —¡Por el Único! —dije, y vi que Adjan sonreía. Pero no podía haber adivinado lo que me había hecho saltar tan rápidamente sobre mis pies. Se levantó tranquilamente y me siguió hasta la pared, obviamente complacido por mi interés. —Sí, la derrota de Máximo por el emperador. Bueno, ¿verdad? —Pasó suavemente una mano sobre el sedoso mosaico—. El hombre que hizo esto no debía saber mucho sobre las ironías de la guerra. A pesar de ello, podríamos decir que resulta bastante fiel, al fin y al cabo. Este individuo patibulario de la izquierda, detrás de Máximo, es el antepasado de Hoel, el que se llevó los restos del contingente británico a su hogar. Este caballero con apariencia de santo que vierte sangre a los pies del emperador es mi tatarabuelo, a cuya conciencia y buenos oficios debo mi fortuna y la salvación de mi alma. Yo apenas escuchaba. Tenía los ojos fijos en la espada de Máximo. La había visto antes. Brillando en el muro, detrás de Ygerne. Introduciéndose suavemente en su vaina, en la Pequeña Bretaña. Y ahora aquí, por tercera vez, en manos de Máximo, fuera de las murallas de Roma. Adjan me miraba con curiosidad. —¿Qué miras? —La espada. Así que era su espada. —¿Que era? ¿Ya la habías visto, entonces? —No. Sólo en sueños. La he visto dos veces en sueños. Y ahora aquí, por tercera vez, en un mosaico... Hablaba casi para mí mismo, musitando. La luz del sol, reflejándose en el estanque de la terraza, mandó su rayos hacia el muro: la espada centelleó en las manos de Macsen y las joyas de su empuñadura lanzaron destellos verdes, amarillos y azules. —Por eso perdí el barco en Calcedonia —comenté en voz baja. —¿Qué quieres decir? —Discúlpame, apenas lo sé. Pensaba en un sueño. Dime, Adjan, este mosaico... ¿Son las murallas de Roma? ¿Acaso Máximo no fue asesinado en Roma? —¿Asesinado? En nuestra familia se utiliza la palabra «ejecutado». No, no fue en Roma. Creo que el artista quería ser simbólico. Sucedió en Aquilea. Tú debes conocer ese lugar; está situado cerca de la boca del río Turrus, en el extremo norte del Adriático. —¿Hay barcos que llegan hasta allí? Abrió los ojos desmesuradamente. —¿Pretendes ir? —Me gustaría ver el lugar en donde murió Macsen. Me gustaría saber qué ha sido de su espada.
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—No la encontrarías en Aquilea —dijo—. Kynan se la llevó. —¿Quién? Indicó un lugar en el mosaico. —El hombre de la izquierda. El antepasado de Hoel, el que guió a los británicos hasta la Pequeña Bretaña. Hoel podría habértelo dicho. —Rió al ver mi expresión—. ¿Has hecho todo este viaje en busca de este fragmento de información? —Así parece —dije—, aunque hasta este momento no lo sabía. ¿Quieres decir que Hoel tiene esa espada? Así pues, está en la Pequeña Bretaña. —No. Hace mucho tiempo que se perdió. Algunos de los hombres que volvieron a la Gran Bretaña se llevaron sus cosas con ellos. Supongo que también se llevarían la espada para entregarla a su hijo. —¿Y? —Eso es todo lo que sé. Hace mucho tiempo de eso y todo lo que se sabe es una historia de familia, y la mitad probablemente no sea cierta. ¿Te importa mucho? —¿Si me importa? No lo sé con certeza. Pero he aprendido a mirar de cerca a la mayoría de las cosas que se cruzan en mi camino. Me miraba con desconcierto. Pensé que a continuación me haría más preguntas pero, después de un momento de vacilación, dijo simplemente: —Lo supongo. ¿Quieres que salgamos al jardín? Se está más fresco. Parece como si te doliera la cabeza. —¿Qué? No, no es nada. Alguien toca una lira en la terraza, ¿verdad? No está afinada. —Es mi hija. Vayamos a decírselo. Mientras bajábamos me informó de un barco que zarparía del Cuerno de Oro dentro de dos días. Él conocía al capitán y podía conseguirme un pasaje. Era un barco rápido. Hacía escala en Ostia, en donde podría encontrar fácilmente un bajel que se dirigiera hacia el oeste. —¿Y tus criados? —me preguntó. —Gayo es un buen hombre. No te arrepentirás de tomarlo a tu servicio. En cuanto a Estilicón, lo dejo libre. Es para ti, si quiere quedarse. Es un brujo con los caballos. Sería cruel por mi parte llevármelo a la Gran Bretaña: su sangre es tan ligera como la de una gacela arábiga. Pero a la mañana siguiente, Estilicón estaba en el muelle, obstinado como las mulas que había manejado con tanta habilitad, con sus pertenencias dentro de un saco bien cosido y una capa de piel de oveja que lo envolvía a la luz del sol bizantino. Discutí con él, le expliqué las inclemencias del clima británico, le dije que mi sencilla manera de vivir podía parecerle tolerable en una tierra en donde brilla el sol, pero que le resultaría de una dureza insoportable en aquella tierra de vientos helados y de humedad. Pero al ver que, de cualquier forma, se saldría con la suya, aunque tuviera que pagarse el pasaje con el dinero que yo le había dado como regalo de despedida, lo acepté. A decir verdad, me sentía emocionado. También estaba contento de tener su compañía en el largo viaje de regreso. Aunque el muchacho no tenía el entrenamiento de Gayo como criado personal, era rápido e inteligente, y ya había demostrado su habilidad ayudándome con las plantas y las medicinas. Me resultaría útil y, además, después de todos aquellos años por el mundo, la vida en Bryn Myrddin se me antojaba un poco más solitaria de lo que antes me parecía. Y sabía muy bien que Ralf no volvería nunca a mi lado. Capítulo III Llegué a la Gran Bretaña ya bien entrado el verano. En el muelle me esperaban noticias frescas en la persona de uno de los chambelanes del rey, que me saludó con
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apasionado alivio y sin demostrar sorpresa alguna cuando le dije: —Si estuvieras en mi piel... Se rió. Era Lucano, a quien conocí cuando mi padre era rey y ambos mantuvimos alguna relación. De inmediato empezamos a hablar. —¿Adivino? —dijo—. Más bien no. Éste es el quinto barco que he visto llegar. Me ordenaron que te esperara, pero no creía que regresaras tan pronto. Nos enteramos de que volvías de Oriente, y te enviamos mensajeros con la esperanza de que te encontraran. ¿Lo lograron? —No, pero ya venía hacia aquí. Asintió como si le hubiera confirmado sus pensamientos. Había estado demasiado cerca de mi padre, Ambrosio, para dudar del poder que me guiaba. —¿Sabías, pues, que el rey está enfermo? —No, eso no. Sólo que los tiempos eran peligrosos y que debía volver a casa. ¿Úter enfermo? Son graves noticias. ¿Qué enfermedad lo aqueja? —Una herida que ha ido mal. ¿Sabías que intentaba reconstruir las defensas de la Costa Sajona y que él mismo entrenaba allí a las tropas? Bueno, corrió una alarma en los barcos del Támesis: los habían visto a la altura de Vagniacae, demasiado cerca de Londres para estar tranquilos. Un pequeño pillaje, nada serio, pero como de costumbre puso mano a las armas y fue herido, un corte que no se curó. De esto hace dos meses y todavía sufre... Ha adelgazado mucho. —¿Dos meses? ¿No lo ha atendido su médico? —Sí, naturalmente. Gandar ha estado con él desde el principio. —¿Y no ha podido hacer nada? —Bien —dijo Lucano—, según él, el rey mejoraba y, de acuerdo con los otros doctores que consultó, dijo que no había nada que temer. Pero yo los he visto hablando por los rincones y Gandar parece preocupado. —Me miró de reojo—. Hay una especie de incomodidad, incluso se podría decir aprensión, que afecta a toda la corte, y creo que será difícil conseguir que no se difunda. No hace falta que te diga que es un mal momento para que el país dude si su jefe seguirá guiándolo. De hecho, ya han empezado a circular los rumores. Ya sabes que el rey no puede tener dolor de vientre sin pensar en el veneno; y ahora se habla de maleficios y hechizos. Y no sin motivos: a veces el rey parece un hombre que ande entre fantasmas. Ya era hora de que volvieras. Cabalgábamos ya por la carretera que nos alejaba del puerto. Los caballos habían sido ensillados en el mismo muelle y una escolta nos esperaba; más por ceremonia que por seguridad, pues el camino hacia Londres estaba en buenas condiciones y bien vigilado. Se me ocurrió pensar que quizá los hombres armados que cabalgaban con nosotros tenían la función, no de procurar que llegara hasta el rey sano y salvo, sino simplemente de que llegara. Le dije en broma a Lucano: —Parece que el rey quiere asegurarse de que llegaré hasta él. Parecía divertido, pero sólo comentó, con su suavidad cortesana: —Quizá teme que no te preocupes por atenderlo. Digamos que un médico que no consigue curar a un rey no suele aumentar su reputación. —No suele sobrevivir, diría yo. Confío en que el pobre Candar viva todavía. —Por el momento, sí. —Hizo una pausa. Luego dijo con naturalidad—: No es que yo sea un juez, pero diría que no es el cuerpo del rey lo que hay que curar, sino su mente. —Entonces, ¿es mi magia lo que desea? —Permaneció en silencio. Yo añadí—: ¿O su hijo? Bajó los párpados. —También corren rumores sobre ese particular. —Estoy seguro. —Mi voz era tan suave como la suya—. Entre las noticias que me llegaron durante mis viajes, había la de que la reina estaba de nuevo encinta. Calculo que
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debió dar a luz hace aproximadamente un mes. ¿Qué es la criatura? —Era un niño, pero nació muerto. Dicen que fue eso lo que hizo enloquecer al rey y le ha enfebrecido de nuevo la herida. Y ahora corren rumores de que su hijo mayor también ha muerto. De hecho, algunos dicen que murió hace tiempo y que no existe ningún hijo. Hizo una pausa. Su mirada estaba fija en las orejas de su caballo, pero en su voz había un tono de interrogación. —No es cierto, Lucano —le tranquilicé—. Vive, es un hermoso muchacho y sigue creciendo. No tengas miedo, estará aquí cuando se le necesite. —¡Ah! —Era una exclamación de alivio—. ¡Entonces es cierto que está contigo! Éstas son las noticias que sanarán al reino, si es que no sanan también al rey. ¿Lo llevarás a Londres, ahora? —Antes debo ver al rey. Después, ¿quién sabe? Un cortesano sabe cuándo se agota un tema y Lucano no hizo más preguntas. Empezó a hablar de noticias en general. Me explicó cosas con más detalles de los que yo sabía por las cartas de Antor, el cual, ciertamente, no había exagerado la situación. Tuve cuidado en no hacer demasiadas preguntas sobre el posible peligro en el norte, pero Lucano habló de ello sin que le preguntara; habló de las penetraciones al norte de Rheged, a lo largo de la vieja línea de la Muralla de Adriano, y luego de la contribución de Lot en la defensa del nordeste. —Está luchando con todas sus fuerzas para conseguirlo, no porque las incursiones sean frecuentes —de hecho, el lugar ha estado muy tranquilo últimamente—, sino porque los reyes no confían en él; dicen que es un hombre duro que se ha enriquecido expoliando y que se preocupa poco por intereses que no sean los suyos propios. Cuando vean que allí no hay nada que hacer ni nada que ganar, lo dejarán solo y se llevarán sus hombres a sus hogares para cultivar los campos. —Emitió un sonido de desprecio, tan parecido a un resoplido como podía permitirse un cortesano—. Estúpidos, no saben ver que, les guste o no su comandante, no tendrán campos que labrar ni familias que los labren a menos que participen en la lucha. —Pero todo el interés de Lot reside en sus alianzas, especialmente las del sur. Supongo que está en buenas relaciones con Rheged. ¿Por qué desconfían de él sus aliados? ¿Sospechan que está haciendo su propio nido a sus expensas? ¿O quizás algo peor? —Eso no puedo decírtelo —respondió, con cierta inseguridad. —¿Y Úter no puede asignar otro comandante en el norte? —No, a menos que vaya él mismo. No puede desarmar a Lot. La hija del rey es su prometida. —¿Su hija? —dije sorprendido—. ¿Quieres decir que Lot ha aceptado finalmente a Morcadés? —No, a Morcadés, no —dijo Lucano—. Dudo que ese matrimonio fuera tentador para Lot, si bien la muchacha es toda una belleza. Lot es un hombre ambicioso; no se conformaría con una bastarda cuando puede tener a una princesa nacida en matrimonio. Me refiero a la hija de la reina, a Morgana. —¿Morgana? ¡Pero si apenas debe tener cinco años! —No importa; es su prometida, y ya sabes la obligación que esto supone entre reyes. —¿Quién mejor que yo? —dije guasón. Lucano adivinó en qué pensaba yo: mi propia madre, que me había engendrado de Ambrosio sin otro compromiso que una promesa hecha en secreto; y mi padre, que había dejado que la promesa lo atara como un juramento ceremonial. Llegamos a la vista de las murallas de Londres. El tráfico del mercado matutino llegó a nuestros oídos. Lucano me había proporcionado muchas cosas sobre las que pensar y me alegré cuando la escolta se acercó a nosotros y él permaneció en silencio, dejándome con mis pensamientos.
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Esperaba encontrar a Úter acompañado, enfrascado en alguno de sus asuntos, pero todavía estaba en sus habitaciones, solo. Cuando me condujeron a través de las antecámaras hacia su habitación, vi nobles, oficiales y criados esperando; en las estancias llenas de gente había una quietud aprensiva que hablaba por sí sola. Los hombres cuchicheaban en pequeños grupos, en voz baja y con semblantes preocupados; los criados parecían nerviosos e irritables; en los corredores exteriores, en donde esperaban comerciantes y peticionarios, reinaba el paciente desaliento de unos hombres que ya habían sobrepasado la línea de la esperanza. Las cabezas se volvieron a mi paso. Oí los murmullos que circulaban a mi alrededor como el viento en un vasto campo; un obispo cristiano, olvidando los buenos modales, dijo audiblemente: —¡Dios sea loado! Ahora se levantará el hechizo. Uno o dos hombres que ya conocía se me acercaron con cálidos saludos y una sarta de preguntas a punto, pero yo sonreí, sacudí negativamente la cabeza y pasé junto a ellos con unas rápidas palabras. Y puesto que con los reyes no se puede estar nunca al margen de pensamientos maliciosos o asesinos, escudriñé las caras que conocía: alguien de entre aquellos señores armados y enjoyados no estaría satisfecho de mi regreso al lado del rey; alguien que esperaba que Úter falleciera antes de que su hijo hubiera crecido; alguien que era enemigo de Arturo y, por consiguiente, mío. A algunos los conocía bien, pero incluso a ellos los estudié mientras los saludaba. Los caudillos de Gales, Ynyr de Guent, Mador y Gwilim de mi propio país de Dyfed. No Maelgon de Gwynned en persona, pero sí uno de sus hijos, Cunneda. Junto a ellos, con un puñado de sus hombres, Brychan y Cynfelin de Dyfnaint, y Nentres de Garlot, a quien había visto alejarse de Tintagel con Úter. Luego los hombres del norte; Ban de Benoic, un hombre voluminoso, apuesto, de piel oscura como la noche, como Ambrosio y yo mismo, un descendiente del hispano Máximo. Junto a Ban estaba su primo de la Pequeña Bretaña, cuyo nombre no pude recordar. Luego, Cadwy y Bors, dos de los reyezuelos de Rheged, vecinos de Antor; y otro vecino, Arrak, uno de los numerosos hijos de Caw de Strathclyde. Me fijé cuidadosamente en todos, recordando lo que sabía de ellos. No es que de momento tuviera importancia, pero yo recordaría y vigilaría. No vi a nadie del propio Rheged, ni a Lot; era de imaginar que sus asuntos en el norte eran más urgentes incluso que la enfermedad del rey. Pero allí estaba Urién, el cuñado de Lot, un hombre delgado, pelirrojo, de ojos azules y tez rubicunda, propia de temperamentales; y Tudwal de Dunpelydr, que iba con él; y su hermanastro Aguisel, sobre cuya vida privada en su fría fortaleza cerca de Bremenium había oído extrañas historias. Había otros a los que no conocía; a éstos les eché una rápida ojeada al pasar por su lado. Más tarde podría enterarme de quiénes eran. Lucano o Cayo Valerio, que estaban cerca de la puerta del rey, me lo dirían. Junto a Valerio había un hombre joven que creí reconocer; un hombre de fuerte complexión, tostado por el sol, de unos veinte años, con un rostro que me pareció vagamente familiar. No pude establecer de dónde le recordaba. Me miró desde su sitio, junto a la puerta de Úter, pero no dijo nada ni dio señales de saludarme. Dije a Lucano en un susurro: —¿Quién es el joven que está al lado de Valerio, junto a la puerta? —Cador de Cornualles. Entonces lo recordé: el rostro que había visto cuando contemplaba el cuerpo de Gorlois en el salón de Dimilioc. Tenía la misma mirada de entonces; los ojos azules punzantes, las cejas fruncidas, la cara de guerrero que se había endurecido con los años y que, más que nunca, se parecía a la de su padre, pero mucho más terrible. Quizá no necesitaba buscar más. De todos los presentes, él era quien más motivos tenía para odiarme. Y estaba allí, si bien Lucano me había dicho que era comandante de la Costa Irlandesa. En ausencia de Rheged y Lot, supuse que era el más allegado a Úter,
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a excepción de mí. Tuve que pasar a cinco palmos de él para llegar a la puerta de la habitación del rey. Sostuve su mirada deliberadamente y él me la devolvió, pero no me saludó ni inclinó la cabeza. Los ojos azules eran fríos e impasibles. «Bien —pensé mientras saludaba a Valerio—, ya veremos.» No dudaba de que Úter me diría por qué estaba allí. Y también lo que ganaría el joven duque si el rey no llegaba a recobrarse. Lucano había entrado para avisar al rey de mi llegada. Volvió a salir y me hizo señas de que entrara. Tras él salió Candar. Hubiera querido hablar con él, pero rápidamente negó con la cabeza. —No. El rey quiere que entres. ¡Por la Serpiente, Merlín, me alegro de verte! Pero ten cuidado... Entra, te está llamando. ¿Hablaremos más tarde? —Naturalmente, me alegrará mucho. Desde dentro llegó otra llamada perentoria. Los ojos de Gandar, llenos de preocupación, se encontraron con los míos mientras se retiraba para dejarme paso. El criado cerró la puerta y me dejó con el rey. Capítulo IV Estaba levantado. Vestía una túnica abierta debajo de la cual llevaba otra, ceñida con un cinturón de joyas, de donde pendía una larga daga. Su espada, la espada Falar, colgaba debajo del dragón dorado que trepaba por el muro, detrás de la cama. Aunque era todavía verano, durante toda la noche había soplado la brisa del norte. Me alegré — supongo que mi sangre se había debilitado con los viajes— de ver un brasero con fulgores rojos en el hogar vacío. Había unas sillas colocadas cerca. Cruzó rápidamente la habitación para saludarme y vi que cojeaba. Mientras contestaba a su saludo estudié su rostro en busca de señales de la enfermedad que esperaba encontrar. Estaba más delgado que antes, con nuevas arrugas en el rostro que le hacían parecer más cerca de los cincuenta que de los cuarenta (que era su edad). Descubrí ojeras en su cara, que es uno de los signos de dolor contumaz o insomnio. Pero aparte de la ligera cojera, se movía con bastante facilidad y conservaba la inextinguible energía que yo recordaba. Su voz era la misma de siempre, fuerte y rápida, con arrogante decisión. —Allí hay vino. Nos serviremos nosotros mismos. Quiero hablar contigo a solas. Siéntate. Le obedecí. Serví vino y le ofrecí un vaso. Lo tomó, pero lo dejó sin probarlo. Se sentó frente a mí, colocándose la túnica sobre las rodillas con un gesto brusco, casi de enojo. Me di cuenta de que no me miraba a mí, sino al brasero, al suelo, al vaso, a cualquier sitio para no encontrarse con mis ojos. Habló con brusquedad, sin perder tiempo en amables preguntas acerca de mis viajes. —Te deben de haber contado que he estado enfermo. —Creía que lo estabais aún —aseguré—. Me alegro de veros levantado y tan activo. Lucano me explicó la escaramuza de Vagniacae; me han dicho que hace dos meses os hirieron. —Sí. No fue nada grave, un rasguño de espada poco profundo. Pero se ulceró y tardó mucho en curar. —¿Está ya curado? —Sí. —¿Ya no os duele? —No. Casi escupió la palabra. Se apoyó súbitamente en el respaldo del asiento para luego erguirse. Con las manos clavadas en los brazos de la silla, finalmente me miró a los ojos.
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Era la dura mirada azul que yo recordaba y que sólo demostraba furia y disgusto. Pero en aquel momento era también la de un hombre impulsado a actuar contra su voluntad, a pedir una ayuda que había jurado no volver a pedir. Esperé. —¿Cómo está el muchacho? Si la súbita pregunta me sorprendió, lo oculté. Aunque había dicho a Hoel y a Antor que el rey sólo sabría sobre el paradero del niño si lo pedía, me pareció prudente enviarle noticias de cuando en cuando —ocultas en frases que sólo el rey pudiera entender—, sobre su salud y sus progresos. Desde que Arturo estaba en Galava las noticias habían ido a Hoel y de éste a Úter; nada tenía que pasar directamente entre Galava y el rey. Hoel me había escrito diciendo que, en todos aquellos años, el rey no había hecho investigaciones directas acerca del niño. De esto se podía deducir que no tenía idea del paradero de su hijo. —Deberían haber llegado noticias. —Pues todavía no han llegado. Escribí a Hoel hace un mes para preguntarle dónde está el muchacho, pero no ha contestado. —Quizá su respuesta fue enviada a Tintagel o a Winchester. —Quizás. O, tal vez no está preparado para responder. Levanté las cejas. —¿Por qué no? Quedó perfectamente claro que el secreto no os incluiría a vos. ¿Se ha negado a contestaros en otras ocasiones? —No había hecho ninguna pregunta antes de ahora —dijo fríamente, desconcertado e intentando ocultarlo—. No había hecho falta. Aquello me explicó algo que yo ya sabía. El rey sólo había sentido la necesidad de localizar a Arturo a partir del alumbramiento fallido de la reina. No me había equivocado, al pensar que, si podía darle otros hijos, él preferiría olvidar al «bastardo» en la Pequeña Bretaña. Y también me descubrió algo que no me gustó: si ahora necesitaba a Arturo, me había llamado para decirme que mi tutoría había terminado incluso antes de haber empezado. Para ganar tiempo, ignoré lo que acababa de decir. —Pues es de suponer que la respuesta de Hoel está en camino. En cualquier caso, no importa si llega o no, pues yo estoy aquí para contestaros. Su mirada seguía siendo pétrea y no permitía hacer suposiciones. —Me han dicho que has estado fuera todos estos años. ¿Te has llevado al niño contigo? —No. Pensé que era mejor que estuviera alejado de él hasta el momento en que pudiera serle útil. Me aseguré de que estaba a salvo, entonces dejé la Pequeña Bretaña, pero estuve siempre muy cerca. —Sonreí ligeramente—. ¡Oh, no creáis que vuestros espías se hayan enterado de nada..., ni tampoco cualquier otro hombre! Ya sabéis que yo hago las cosas a mi manera. No corro riesgos. Si por ahora vos no tenéis idea de su paradero, podéis estar seguro de que nadie más lo sabe. Por el rápido centelleo de sus ojos antes de que se velaran con los párpados, descubrí que era cierto lo que había imaginado: había tenido constante noticia de mis movimientos durante todo el tiempo. No había duda de que me había hecho vigilar siempre que había podido. No era sino lo que yo esperaba: los reyes viven de información. También era probable que los enemigos de Úter me hubieran vigilado, y quizá los informadores del rey les habían tomado la delantera. Pero cuando se lo pregunté, Úter negó con la cabeza. Permaneció en silencio durante un rato, como si siguiera algún oculto camino de su pensamiento. No había vuelto a mirarme; cogió el vaso que tenía junto al codo, pero no bebió: jugueteó con él, haciendo que diera vueltas sobre su base. —Ya debe tener siete años. —Cumplirá los ocho esta próxima Navidad. Es un muchacho fuerte para su edad y crece muy bien. No debéis temer por él, Úter.
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—¿Crees que no? Otro relámpago en su mirada, más de amargura que de furor. A pesar de mi aparente calma, tuve un violento momento de aprensión: si, contrariamente a las apariencias, la enfermedad del rey era efectivamente moral, ¿qué posibilidad tendría el muchacho al frente de aquel reino, con la mitad de los reyes menores (recordé el rostro de Cador) a punto de saltarle al cuello? ¿Y cómo podría saber lo que significaba la sonrisa del dios a través de la luz y del humo? —¿Crees que no? —preguntó de nuevo el rey. Vi que los nudillos de la mano que rodeaba el vaso blanqueaban bajo la piel y me pregunté cómo era posible que la delgada plata no crujiera—. La última vez que hablamos, Merlín, te pedí que me hicieras un servicio, y no dudo que lo has realizado fielmente. Creo que este servicio ya ha llegado a su fin. ¡No, escúchame! Pero yo no había hablado, ni siquiera había tomado aliento para hacerlo. Hablaba como un hombre acorralado, atacaba incluso antes de encontrarse en peligro. Prosiguió: —No tengo que recordarte lo que ya te dije anteriormente ni tengo que preguntarte si me obedeciste. Dondequiera que hayas guardado al muchacho y cualquiera que sea la manera en que le has educado, supongo que ignora su origen y su posición. Sin embargo, también creo que está preparado para venir y presentarse ante todo el mundo como príncipe y heredero mío. La sangre corrió ardientemente bajo mi piel en una oleada que pude sentir perfectamente. —¿Intentáis decirme que creéis que ya ha llegado el momento? Había olvidado disciplinar mi voz. Úter dejó bruscamente el vaso de plata sobre la mesa y sus ojos azules, ahora furiosos, se fijaron en mí. —Un rey no «intenta decir» a sus servidores lo que tienen que hacer, Merlín. Bajé los ojos con esfuerzo; lenta y deliberadamente, me deshice de la aprensión que me oprimía como una palanca abre las mandíbulas de un perro de pelea. Sentí que su furia se posaba en mí y oí el silbido de su aliento a través de su tensa nariz. Si Úter se enfurecía realmente, podía significar para mí años enteros de lucha alejado del muchacho. En el silencio, me daba cuenta de que el rey se sentía súbitamente incómodo. Retuve la respiración hasta que me sentí capaz de decir: —Entonces, supongamos, rey, que me decís si me habéis mandado llamar para tratar sobre vuestra salud o sobre la de vuestro hijo. Sea como fuere, soy vuestro servidor. Me miró en rígido silencio, luego su ceño se distendió y su boca se relajó hasta adquirir una expresión casi divertida. —Seas lo que fueres, Merlín, no te comportas como tal. Y tenías razón: intentaba decirte algo, algo que concierne a mi salud y a mi hijo. Por Escorpio, ¿por qué no puedo encontrar las palabras? Te he mandado llamar no para alejar de ti a mi hijo, sino para decirte que si tus dotes curativas fallan en mí, él tendrá que ser rey. —Acabáis de decirme que no estabais enfermo. —He dicho que la herida estaba curada. La infección ha desaparecido, también el dolor, pero ha dejado una enfermedad que Candar no puede curar. Él mismo me dijo que te buscara. Recordé que Lucano me había dicho algo acerca de que el rey andaba entre fantasmas y pensé en algunas de las cosas que había visto en Pérgamo. —No parecéis un hombre mortalmente enfermo, Úter. ¿Os referís a una enfermedad de la mente? No contestó, pero cuando habló no lo hizo con tono de quien cambia de tema. —Desde que te fuiste de viaje, la reina me ha dado otros dos hijos. ¿Lo sabías? —Oí hablar de la niña, Morgana, pero apenas ahora me he enterado del último aborto. Lo siento. —¿Y no te ha dicho tu famosa Visión que no habrá más hijos?
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Súbitamente, dejó el vaso en la mesa, junto a su silla. Me di cuenta de que la presión de sus dedos había quedado efectivamente marcada en la plata. Se levantó con la violencia de una espada desenvainada. Entonces descubrí que lo que yo había tomado por energía era, en realidad, una especie de peligrosa y retenida tirantez: los nervios y los músculos estaban tensos como cuerdas de arco. Debajo de los pómulos, las mejillas se hundían como si alguien o algo las hubiera vaciado bruscamente. —¿Cómo puede ser rey alguien que es menos que un hombre? Me espetó la pregunta, luego dio grandes zancadas por la habitación hacia la ventana, donde apoyó la cabeza contra la piedra y miró al exterior. Finalmente, comprendí lo que intentaba decirme. En otra ocasión me había mandado llamar, en esta misma habitación, para decirme que su amor por Ygerne, la esposa de Gorlois, lo consumía vivo. Entonces, como ahora, se había resentido por haber pedido ayuda a mi arte. Entonces, como ahora, había demostrado la misma fiebre y la misma fuerza, como una cuerda de arco a punto de romperse. Y la causa había sido la misma. En una ocasión Ambrosio me había dicho: «Si pensara con el cerebro en lugar de hacerlo con el cuerpo, sería mucho mejor para él.» Hasta el asunto de Ygerne, las violentas necesidades sexuales de Úter le habían servido para sus propósitos; no sólo de placer y de satisfacción corporal, sino porque sus hombres, soldados como él, admiraban las proezas que, si bien no exhibía, por lo menos no ocultaba. Para sus hombres era un motivo de envidia, diversión y admiración. Para Úter era más que una simple satisfacción física: era una afirmación de sí mismo, un orgullo que formaba parte de la imagen que como jefe se había formado de sí mismo. No se movía ni hablaba. Le dije: —Si os cuesta mucho hablarme de esto, ¿queréis que primero consulte con vuestros otros doctores? —No lo saben. Sólo Gandar. —Entonces, ¿con Gandar? Pero al final me lo explicó él mismo, sin dejar de pasear por la habitación con su paso rápido y nervioso. Yo me había levantado al hacerlo él, pero me hizo volver a sentar con impaciencia. Así pues, permanecí donde estaba, de espaldas a él, reclinado en mi silla junto al brasero. Sabía que Úter caminaba por la habitación solamente para no tener que mirarme a la cara mientras hablaba. Me habló de la incursión en Vagniacae, de la defensa que él había dirigido y de la dura escaramuza que se había registrado en el mismo río. La espada le había herido en la ingle, una herida poco profunda pero dentada, con una hoja que no debía estar limpia. Se la había vendado y, puesto que no le molestaba en demasía, la había descuidado; en una nueva alarma sobre el desembarco de los sajones en el sur, se había lanzado inmediatamente al ataque sin permitirse un descanso, hasta que la amenaza hubo desaparecido. Cabalgar había resultado incómodo, pero no doloroso, y no le había prestado ninguna atención hasta que resultó demasiado tarde, cuando la herida ya estaba ulcerada. Al final incluso tuvo que admitir que no podía montar a caballo y fue trasladado en una litera hasta Londres. Gandar, que no estaba con las tropas, fue mandado llamar y, bajo sus cuidados, la infección empezó a secarse lentamente y las cicatrices ulcerosas a sanar. El rey todavía cojeaba ligeramente a causa de los músculos contraídos, pero no sentía dolor y todo parecía predecir un restablecimiento total. Durante todo aquel tiempo la reina había estado en Tintagel, preparándose para el alumbramiento y, tan pronto como Úter se sintió mejor, se dispuso a reunirse con ella. Aparentemente recobrado, cabalgó hasta Winchester, en donde detuvo a su tropa para asistir a un consejo. Aquella noche, hubo una muchacha... Úter se detuvo abruptamente y dio otra vuelta por la habitación hasta llegar de nuevo a
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la ventana. Me pregunté si él pensaría que yo lo creía infiel a la reina, pero eso era algo que no se me había ocurrido nunca. Donde estaba Úter, siempre había habido una muchacha. —¿Sí? Y, finalmente, llegó la verdad. Había habido una muchacha y Úter se la había llevado a la cama, como había hecho con muchas otras por todas partes por donde pasaba. Y había descubierto que era impotente. —Oh, sí —continuó antes de que yo pudiera hablar—, son cosas que suelen ocurrir; incluso a mi me había ocurrido antes. Ocurre siempre, pero esta vez no era como las otras. La deseaba, y ella era muy hábil, pero te aseguro que no hubo nada..., nada... Pensé que quizá se debía al cansancio del viaje o a que la incomodidad de la silla... no había sido nada más que incomodidad..., me había irritado... Por consiguiente, decidí quedarme en Winchester a descansar. Me acosté de nuevo con la muchacha, con ella y con otras. Pero fue inútil, inútil con todas ellas. —Se alejó de la ventana y volvió hasta donde yo estaba sentado—. Y entonces llegó un mensajero de Tintagel para decirme que la reina había tenido un alumbramiento prematuro, un príncipe muerto antes de nacer. —Me miraba casi con odio—. Ese bastardo que me guardas, siempre has tenido la seguridad de que sería rey después de mí, ¿verdad? Al parecer, tenías razón, tú y tu maldita Visión: ya no volveré a engendrar hijos. En mis gestos no hubo conmiseración, que, de todas maneras, él no hubiera aceptado. Dije simplemente: —La habilidad médica de Gandar es mayor que la mía. No tenéis motivo alguno para dudarlo. Os miraré si así lo deseáis y haré por vos todo lo que pueda, pero antes quisiera hablar con Gandar. —Pero él no tiene tu sistema de drogas. No hay hombre viviente que sepa más de medicina que tú. Quiero que me prepares algo que devuelva la vida a mis ingles. Estoy seguro de que puedes hacerlo. Todas las viejas juran que pueden hacer pociones amorosas... —¿Las habéis probado? —¿Cómo podría hacerlo sin que todos los hombres de mi ejército, y todas las mujeres de Londres, supieran que su rey es impotente? ¿Y te imaginas las canciones y las leyendas que correrían sobre mí si llegaran a enterarse? —Sois un buen rey, Úter. El pueblo no se burlará de esto. Y los soldados no se burlan de los hombres que los llevan a la victoria. —¿Y cuánto tiempo podré seguir haciéndolo, tal como estoy? Te digo que estoy enfermo y no solamente de cuerpo. Esto me consume... No puedo vivir como medio hombre. Y en cuanto a mis soldados, ¿te gustaría que un castrado te dirigiera en una batalla? —Os seguirían aun si fuerais en una litera, como una mujer. Si siguierais siendo vos mismo, lo reconocerían. Decidme, ¿lo sabe la reina? —De Winchester fui a Tintagel. Pensé que con ella..., pero... —Comprendo. —Era evidente que el rey me había dicho ya demasiado y sufría—. Bien, si existe una droga que pueda ayudaros, seguro que la encontraré. En Oriente he aprendido más sobre este asunto. Quizás es sólo una cuestión de tiempo y tratamiento. Hemos visto que ocurrían cosas así demasiado a menudo para pensar en ello como en un final. Todavía podréis engendrar otro hijo para suplantar al «bastardo» que guardo para vos. —No lo crees —dijo secamente. —No. Creo lo que me dijeron las estrellas, si es que las leí correctamente. Pero podéis confiar en que os ayudaré en todo cuanto pueda: ocurra lo que ocurra, será la voluntad de los dioses. A veces sus caminos parecen crueles; ¿quién lo sabe mejor que vos y yo? Pero hay algo más que he visto en las estrellas, Úter: sea quien fuere el que vaya a
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sucederos, no será por ahora. Seguiréis luchando y ganando vuestras propias batallas durante unos cuantos años más. Por la expresión de su rostro comprendí que había temido cosas peores que su impotencia. Por el brillo de su mirada comprendí que la cura de cuerpo y mente quizá ya había empezado. Se sentó en su silla, cogió el vaso, bebió lo que quedaba y lo dejó. —Bien —dijo, y sonrió por primera vez—, ahora seré el primero en creer a la gente que dice que el profeta del rey nunca miente. Me alegrará tomarte la palabra... Anda, llena los vasos, Merlín, y hablemos. Supongo que tienes muchas cosas que contarme, y ahora ya puedo escuchar. Charlamos durante un rato. Cuando empecé a contarle lo que sabía de Arturo escuchó con calma y profunda atención; por su manera de hablar me di cuenta de que ahora tenía que poner sus esperanzas, conscientes o no, en su hijo mayor. Le dije dónde se encontraba el muchacho y, para alivio mío, no puso objeciones; en efecto, después de unas cuantas preguntas y una pausa para reflexionar, asintió en señal de aprobación. —Antor es un buen hombre. Tendría que haber pensado en él, pero, como sabes, imaginaba que estaría en la corte de algún rey y nunca caí en alguien como él. Sí, irá bien... Galava es un buen lugar, y seguro... Y por la Luz, si los tratados que he hecho en el norte salen bien, ya me encargaré de que sigan así. Y por lo que me dices de la posición y educación del muchacho..., creo que también irá bien. Si la sangre y la educación dan resultado, será un buen luchador y un hombre a quien los hombres podrán seguir y en quien podrán confiar. Hemos de cuidar de que Antor consiga al mejor maestro de armas del país. Debí insinuar algún gesto de protesta, porque de nuevo sonrió: —Oh, no temas, también se mantendrá en secreto. Después de todo, si ha de ser el más ilustre maestro del país, el rey puede intentar equipararlo. Y tú, Merlín, ¿cómo te las arreglarás para estar en Galava sin que la mitad de la Gran Bretaña no te siga en busca de magia y medicinas? Di una respuesta vaga. Mi pública llegada a Londres había dado resultado; ya debían correr los rumores de que el príncipe Arturo estaba vivo y crecía sano y salvo. En cuanto a mi próxima desaparición, todavía no sabía cómo y cuándo la llevaría a cabo; apenas podía pensar más allá de la idea de que el rey había aceptado todos mis planes y que nada se oponía a que Arturo siguiera a mi cuidado. Sospeché que, como en ocasiones anteriores, aquella decisión había sido tomada con alivio: cuando estuviera en mi lugar secreto de Galava, el rey me olvidaría más rápidamente que la buena gente de Maridunum. De esto estaba hablando entonces. A menos que la necesidad se presentara más pronto, dijo, sólo haría llamar al muchacho cuando hubiera crecido —a los catorce años aproximadamente, cuando estuviera preparado para dirigir una tropa—, y lo presentaría públicamente, ratificando al joven príncipe como su heredero. —Suponiendo que todavía no haya otro —añadió, con un destello de su antigua dura mirada. Se despidió de mí y yo fui a hablar con Gandar. Capítulo V Gandar me esperaba en la habitación que se me había asignado. Mientras yo hablaba con el rey habían trasladado mi equipaje del barco y mi criado Estilicón lo había deshecho. Enseñé a Gandar las drogas que había traído conmigo y, cuando hubimos hablado del caso del rey, sugirió que me mandaría un asistente para estudiar su uso y preparación durante los días siguientes, antes de que me marchara de Londres. Si no encontraba ninguno en quien pudiera confiar para que cuidara al rey y
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guardara silencio, yo le prestaría a Estilicón. Ante su mirada de sorpresa, se lo expliqué. Tal como ya he dicho, Estilicón había demostrado su talento en preparar las plantas secas y las raíces que yo había traído de Pérgamo. Naturalmente, no sabía leer, pero yo había puesto señales en los tarros y cajas, permitiéndole manejar solamente las menos peligrosas. El muchacho había resultado formal y extrañamente cuidadoso para su edad. Me había enterado de que los hombres de su raza tienen por naturaleza esta facilidad con las plantas y drogas, y que los reyezuelos de su país no se atreven a comer ni una manzana sin que antes la pruebe un catador. Estaba satisfecho de haber encontrado un criado que me sería útil en este aspecto y le había enseñado muchas cosas. Me habría dolido tener que dejarlo en Londres, por lo que me sentí aliviado cuando Gandar me aseguró que tenía a un asistente de confianza, que me mandaría tan pronto como yo estuviera dispuesto. Empecé a trabajar inmediatamente. A mi petición, se había asignado una pequeña habitación para Estilicón. En ella había una estufa de carbón, una mesa, así como los cuencos e instrumentos que necesitaba. Era una habitación que estaba junto a la mía, sin puerta de separación, pero con una doble cortina en la abertura. Estilicón no tenía en cuenta para nada la temperatura del verano británico y mantenía su habitación caldeada como un horno. Pasaron casi tres días antes de encontrar la fórmula que pudiera ser de alguna ayuda para el rey. Envié un mensaje a Gandar. Apenas hubo entrado empezó a jadear a causa del calor. Con él venía, en lugar del asistente que esperaba, una muchacha, una joven doncella que, al cabo de un momento, reconocí como Morcadés, la hija bastarda del rey. No debía tener más de trece o catorce años, pero era alta para su edad, y era ciertamente hermosa. A esta edad muchas muchachas sólo muestran una promesa de belleza; Morcadés la tenía, pero no en promesa, y a pesar de que yo no era entendido en mujeres, comprendí que aquélla podría ser una belleza que volviera locos a los hombres. Su cuerpo era ligero, con una gracia infantil, pero sus senos se mostraban llenos y erguidos, y su cuello era suave como el tallo de un lirio. Tenía el cabello dorado, largo y ondulado, que le caía suelto encima de la túnica verde. Los grandes ojos también eran verdes, con reflejos dorados, líquidos y claros como una corriente entre musgos; la boca pequeña se abría en una sonrisa sobre unos dientes gatunos cuando se inclinó en una profunda reverencia para saludarme. —Príncipe Merlín... Era una voz grave e infantil, algo más que un susurro. Vi que Estilicón desviaba los ojos de su trabajo y permanecía boquiabierto. Tendí la mano a la chica. —Ya me habían dicho que crecías muy hermosa, Morcadés. Algún hombre será afortunado. ¿Todavía no estás prometida? Sí que son lentos los hombres de Londres... Su sonrisa se hizo más profunda y en las comisuras de los labios se formaron dos hoyuelos. No habló. Estilicón volvió a su trabajo, obligado por la mirada que le eché, pero no lo hizo con la concentración requerida. —¡Uf! —dijo Gandar, abanicándose; el sudor ya le perlaba el ancho rostro—. Parece que trabajáis en un horno. —Mi criado viene de una tierra más benigna que ésta. En Sicilia se crían las salamandras. —¿Más benigna? Yo me moriría en una hora. —Le haré sacar las cosas a mi habitación —ofrecí. —Por mí, no es necesario. No me quedaré. Sólo he venido para presentarte a mi asistente, que cuidará al rey. Sí, puedes sorprenderte cuanto quieras. Quizá no me creerás, pero esta niña también es hábil con las drogas. Al parecer tuvo una niñera en la Pequeña Bretaña, una sabia mujer que le enseñó a coger, secar y preparar hierbas, y desde que vino aquí está deseosa de aprender más. Pero la unidad médica de un ejército
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no es un lugar adecuado para ella. —Me sorprendes —dije guasón. La muchacha se había acercado a la mesa en donde Estilicón trabajaba e inclinaba su graciosa cabeza hacia él. Un rizo de sus dorados cabellos rozaba la mano del muchacho. Estilicón marcó dos tarros al azar, ambos equivocadamente, antes de conseguir dominarse y coger un cuchillo para volver a sellarlos. —Así pues —decía Gandar—, cuando ha oído que el rey necesitaba drogas, me ha pedido que le dejara encargarse de ello. Ha practicado bastante, no hay que preocuparse por eso, y el rey ha dado su consentimiento. A pesar de ser tan joven, sabe lo que hay que hacer, ¿y quién mejor que ella para cuidar y guardar el secreto del rey? Era una buena idea y así se lo dije a Gandar, que, si bien nominalmente era el jefe de los médicos del rey, en realidad estaba encargado del ejército. Hasta aquella reciente herida, el rey apenas había necesitado sus cuidados personales; además, en cualquier acción o amenaza, el lugar de Gandar estaba en el ejército. En el estado presente de Úter, los cuidados de su propia hija, afortunadamente tan hábil, darían buenos resultados. —Es más que bienvenida aquí para que aprenda todo lo que pueda —dije, y me volví hacia ella—. Morcadés, he destilado una droga que creo que ayudará al rey. He copiado la fórmula para ti..., ¿podrás prepararla? Bien. Estilicón tiene los ingredientes, si es que consigue marcarlos correctamente... Ahora dejaré que él te enseñe cómo mezclar la medicina; sólo que debemos darle media hora para que saque sus cosas de este baño de calor... —Por mí no es necesario —dijo ella como un eco de Gandar—. Me gusta el calor. —Entonces os dejaré —dijo Gandar con alivio—. Merlín, ¿querrás cenar conmigo esta noche o estás comprometido con el rey? Lo seguí hasta mi refrescada habitación. Del otro lado de la cortina llegaron los murmullos, vacilantes de timidez, de mi criado, y alguna ocasional pregunta de la muchacha. —Todo saldrá bien, ya lo verás —dijo Gandar—. No tienes por qué preocuparte. —¿Acaso lo estoy? En cualquier caso, no por la medicina. Confío en tu palabra sobre la habilidad de la muchacha. —De todas maneras, seguramente te quedarás un tiempo para ver cómo lo hace. —Ciertamente. No deseo quedarme mucho en Londres, pero puedo esperar unos cuantos días. ¿Estarás tú también aquí? —Sí. Pero ha habido un cambio tan marcado en el rey desde que llegaste, que no creo que me necesite por mucho tiempo más. —Esperemos que continúe así —manifesté—. A decir verdad, no estoy demasiado preocupado... Al menos no por su salud en general. En cuanto a su impotencia..., si se tranquiliza y consigue dormir, su mente dejará de atormentar a su cuerpo y su condición hará todo lo demás. Parece que ya empieza a suceder... Ya sabes cómo van estas cosas. —Oh, sí, se curará... —miró hacia la cortina y bajó la voz— del todo. En cuanto a la posibilidad de que volvamos útil al semental, la verdad es que no le veo la importancia, dado que tenemos a un príncipe a salvo, un príncipe que crece y que se prepara para la corona. Le haremos desaparecer la perturbación y si, con la gracia de Dios y las drogas, consigues que se sienta con ánimos de luchar, tendremos rey para rato... —Así será. —Bien... —empezó, pero no prosiguió. Debo decir aquí que, en efecto, el rey sanó rápidamente. La cojera desapareció, pudo dormir bien y volvió a engordar. Algún tiempo después supe por uno de sus camareros que, si bien el rey no había vuelto a ser el Toro de Mitra que tanto había divertido y admirado a sus soldados, y aunque no volvió a engendrar más hijos, consiguió ciertas satisfacciones en la cama y la imprevisible violencia de su temperamento declinó. Como
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soldado, pronto volvió a ser el guerrero sin doblez que había animado a sus tropas y las había conducido a la victoria. Cuando Gandar se hubo ido, volví a la habitación del muchacho y encontré a Morcadés que inspeccionaba lentamente el papel que yo le había dado mientras Estilicón le enseñaba, uno a uno, los elementos para la destilación, los polvos para las drogas somníferas, los aceites para el masaje de los músculos rasgados. Ninguno de los dos me había visto entrar, por lo que los observé en silencio durante unos minutos. Me di cuenta de que Morcadés no se olvidaba de nada y que, si bien el muchacho la miraba de reojo y enrojecía ante su belleza como un potro ante el fuego, ella parecía tan olvidada de su sexo como una princesa debe estarlo ante un esclavo. El calor de la habitación me producía dolor de cabeza. La crucé rápidamente hasta la mesa. El monólogo de Estilicón se interrumpió; la muchacha me miró y sonrió. —¿Lo entiendes todo? —pregunté—. Bien. Ahora te dejaré con Estilicón. Si deseas saber algo que él no pueda explicarte, llámame. Entonces me dirigí al muchacho para darle instrucciones, pero, para mi sorpresa, Morcadés hizo un rápido movimiento y me puso una mano en el brazo. —Príncipe... —¿Sí, Morcadés? —¿De veras es necesario que os vayáis? Yo..., yo pensaba que me enseñaríais vos en persona. Desearía tanto aprender de vos... —Estilicón puede enseñarte todo cuanto necesitas saber acerca de las drogas que el rey necesitará. Si lo deseas, te enseñaré también cómo dar masajes en los músculos tensos, pero había pensado que lo haría mejor su esclavo del baño. —Oh, sí, ya sé. No pensaba en eso: es bastante fácil aprender lo necesario para el cuidado del rey. Era..., yo esperaba aprender más cosas. Cuando pedí a Gandar que me trajera, pensaba..., tenía la esperanza... La frase quedó inacabada y ella bajó la cabeza. Los dorados rizos cayeron en brillante cortina y ocultaron su rostro. A través del cabello, como si fuera a través de la lluvia, vi que sus ojos me observaban pensativos, humildes, infantiles. —¿Tenías la esperanza...? Dudo que ni siquiera Estilicón, que se hallaba a unos cuatro pasos, oyera el susurro: —... de que me enseñaríais un poco de vuestro arte, príncipe. Sus ojos apelaron a mí, medio esperanzados medio temerosos, como un animal que espera ser apaleado. Le sonreí, pero comprendí que mis maneras eran envaradas y mi voz demasiado formal. Puedo enfrentarme a un enemigo armado con más facilidad que a una joven suplicando de aquella manera, con una hermosa mano en mi brazo y su dulce aroma flotando en el aire caliente como la fruta en un jardín soleado. ¿Eran fresas o albaricoques...? Dije rápidamente: —Morcadés, no tengo ningún arte que enseñarte que no puedas aprender fácilmente en los libros. Sabes leer, ¿verdad? Y naturalmente que sí, leías la fórmula. Entonces lee libros de Hipócrates y Galeno, deja que ellos sean tus maestros. También fueron los míos. —Príncipe Merlín, las artes de las que hablo no tienen más maestro que vos. El calor de la habitación era abrumador. Me dolía la cabeza. Debí fruncir el entrecejo, porque ella se me acercó más, como un pájaro en busca de cobijo, y dijo con rapidez y voz suplicante: —No os enfadéis conmigo. He esperado tanto tiempo... Estaba segura de que había llegado la posibilidad. Príncipe, toda mi vida he oído hablar de vos. Mi niñera bretona me explicaba que os veía caminar por el bosque, por la orilla del mar, en busca de berros, raíces, bayas, y que a veces andabais haciendo menos ruido que un fantasma y sin que se os viera la sombra, incluso en un día de sol. —Te contaba historias para asustarte. Soy un hombre como cualquier otro.
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—¿Acaso los otros hombres hablan con las estrellas como si fueran amigos en una habitación familiar? ¿Acaso mueven piedras gigantes? ¿O siguen a los druidas hasta Nemet y no mueren bajo el cuchillo? —No morí bajo el cuchillo de los druidas porque el archidruida tenía miedo de mi padre —dije rudamente—. Y cuando vivía en la Pequeña Bretaña apenas era un hombre, y en absoluto un mago. Era solamente un muchacho que aprendía mi oficio como ahora lo aprendes tú. Apenas tenía diecisiete años cuando me fui de allí. Parecía no escucharme. Me di cuenta de que estaba sumamente quieta con los grandes ojos ensombrecidos por la cortina de su cabello, las blancas manos cruzadas bajo el pecho, sobre el verde de su túnica. —Pero ahora sois un hombre, príncipe —dijo—, y no podéis negar que habéis hecho magia aquí, en la Gran Bretaña. Desde que estoy aquí con mi padre, el rey, he oído hablar de vos como el más grande de los magos del mundo. He visto las Piedras Colgantes que levantasteis y colocasteis en su lugar, y he oído contar que predijisteis las victorias del Pandragón, que llevasteis la estrella a Tintagel y que hicisteis desaparecer al hijo del rey en la isla de Hy-Brasil... —¿Todo eso has oído? —Intentaba que mi tono de voz fuera ligero—. Será mejor que no sigas, Morcadas, porque asustas a mi criado y no quisiera que se me escapara... Me es demasiado útil. —No os riáis de mí, príncipe. ¿Negáis que tenéis las artes? —No, no lo niego. Pero no puedo enseñarte las cosas que deseas saber. Hay cierta clase de magia que puedes aprender de cualquier adepto, pero mis artes no son del todo mías para poder enseñarlas. No podría, Morcadas, aunque fueras lo suficientemente mayor para comprenderlas. —Puedo comprenderlas ahora. Yo también he hecho magia..., la clase de magia que las doncellas pueden aprender, nada más. Deseo seguiros y aprender de vos. Príncipe Merlín, enseñadme a encontrar un poder como el vuestro. —Ya te he dicho que es imposible. Tendrás que creer en mi palabra. Eres demasiado joven, lo siento, niña. Y creo que siempre serás demasiado joven para un poder como el mío. Dudo que ninguna mujer pueda ir adonde yo he ido y ver lo que yo he visto. No es un arte fácil. El dios al que yo sirvo es un duro señor. —¿Qué dios? Yo sólo conozco hombres. —Entonces aprende de ellos. No puedo enseñarte el poder que yo tengo. Ya te he dicho que es un don propio. Me miró sin entenderme. Era demasiado joven para comprender. La luz de la estufa se reflejó en sus encantadores cabellos, en su frente ancha y clara, en su pecho, en sus manos pequeñas e infantiles. Recordé que Úter la había ofrecido a Lot y que Lot la había despreciado en favor de su joven media hermana. Me pregunté si Morcadés lo sabía y, compasivamente, qué sería de ella. Dije con amabilidad: —Es cierto, Morcadés. El dios sólo da el poder para sus propósitos. Cuando se hayan cumplido, ¿quién sabe? Si te desea, te tomará, pero no te acerques demasiado al fuego, muchacha. Conténtate con la magia que las doncellas pueden utilizar. Empezó a hablar, pero fuimos interrumpidos. Estilicón hervía algo en un tarro y, sin duda, estaba tan enfrascado intentando oír lo que decíamos que dejó desparramar el contenido y parte del líquido cayó en las llamas. Se produjo un silbido y un chisporroteo; una nube aromática se extendió espesamente entre la muchacha y yo, ocultándola de mi vista. A través del vapor vi que sus manos, aquellas manos quietas, se movían rápidamente para alejar la punzante niebla de sus ojos. Los míos estaban llenos de lágrimas. La visión se empañó y rutiló. El dolor de cabeza me cegó. El movimiento de las manos blancas a través del humo formaba una imagen hechicera. Los murciélagos pasaron junto
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a mí como una nube. En algún lugar cerca de mí las cuerdas de mi arpa susurraron. La habitación se desmoronó a mi alrededor y se convirtió en una cueva de cristal, en una tumba... —Lo siento, amo. Amo, ¿estáis enfermo? ¿Amo? Sacudí la cabeza para despertarme. La visión se aclaró. El humo había desaparecido y los últimos soplos salían por la ventana. Las manos de la muchacha estaban de nuevo quietas, cruzadas como antes; se había retirado el pelo del rostro y me miraba con curiosidad. Estilicón había retirado el tarro del fuego y me contemplaba, ansioso y asustado. —Amo, es una de vuestras mezclas. Me habíais dicho que no ofrecía ningún peligro... —Y no lo ofrece. Pero otra vez será mejor que atiendas a lo que haces. —Miré a la muchacha—. Lo siento, ¿te he asustado? No es nada, sólo dolor de cabeza... Me ocurre a menudo. Un dolor súbito que desaparece pronto. Ahora debo irme. Me marcho de Londres a finales de semana. Si necesitas mi ayuda, entretanto, mándame llamar y vendré con gusto. —Sonreí y alargué la mano para acariciarle el pelo—. No, no estés abatida, muchacha. Es un don muy difícil de llevar, no apto para doncellas. Me hizo una reverencia mientras me alejaba; su delicioso rostro quedó de nuevo oculto tras la cortina de su cabello. Capítulo VI Creo que fue la primera vez en mi vida que consideré Bryn Myrddin no como el hogar al que estaba ansioso por llegar, sino como un simple lugar de parada en un largo viaje. Y cuando llegué a Maridunum, en lugar de hallar satisfacción por la familiar quietud del valle, la compañía de mis libros, tiempo para pensar y trabajar en mi música y en mis medicinas, descubrí que tenía prisa por volver a marchar, que todo mi ser tendía hacia el norte, en donde vivía el muchacho que, desde aquel momento, sería toda mi vida. Todo lo que sabía de él, además de las crípticas noticias que me habían ido mandando Hoel y Antor, era que gozaba de buena salud y de fuerza, si bien era más pequeño de lo que había sido a su edad el hijo de Antor, Keu. Keu tenía ahora once años, Arturo, ocho, y ambos me resultaban igualmente familiares. Había visto a Arturo pelearse con el muchacho, lo había visto montar un caballo que, a mis ojos cobardes, me parecía demasiado grande para él; también lo había visto jugar al espadachín con palos y luego con espadas: supongo que debían ser espadas romas, pero todo lo que vi fue el peligroso centelleo del metal; y también que, si bien Keu tenía más fuerza y más largo alcance, Arturo era más rápido. Los había visto pescar, escalar, cabalgar por el borde del Bosque Salvaje con la vana intención de escaparse de Ralf (con la ayuda de los dos hombres de mayor confianza de Antor), que no perdía de vista a Arturo ni de día ni de noche. Todo esto lo había visto en el fuego, en el humo o en las estrellas; y una vez que no había ninguna de estas tres cosas y el mensaje se retrasaba, lo vi en un precioso vaso de cristal con el que Adjan me agasajaba en su palacio del Cuerno de Oro. Adjan debió de preguntarse el motivo de mi súbita distracción, pero probablemente la achacó a la indigestión de uno de sus pródigos manjares, lo cual para un anfitrión de Oriente supone más un cumplido que una descortesía. No estaba seguro de reconocer a Arturo cuando lo viera, ni podía decir qué clase de muchacho estaría hecho. Me figuraba que debía de ser alegre, testarudo, pero no podía ser juez de su verdadera naturaleza; las visiones pueden llenar los ojos de la mente, pero se necesita sangre para atraer el corazón. Ni siquiera lo había oído hablar. Todavía no tenía una idea clara de la forma en que entraría en su vida al llegar al país del norte; cada noche durante mi viaje desde Londres a Bryn Myrddin cabalgué bajo las estrellas buscando que me dijeran algo y siempre la Osa brillaba frente a mí, parpadeaba, me
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hablaba del oscuro norte, del cielo frío, del aroma de los pinos y de las montañas de agua. La reacción de Estilicón al ver la cueva donde yo vivía no fue la que esperaba. Al dejar mi hogar para emprender los viajes, puesto que estaría fuera durante mucho tiempo, decidí pedir ayuda para que alguien cuidara del lugar en mi ausencia. Había dejado dinero al molinero del Tywy para que mandara a uno de sus criados a limpiar el lugar de cuando en cuando; era evidente que mi encargo se había cumplido: el lugar estaba limpio, seco y bien provisto. Incluso había hierba fresca para los caballos y apenas habíamos desmontado cuando la muchacha del molino subió el sendero jadeando, cargada con leche de cabra, pan tierno y cinco o seis truchas recién pescadas. Le di las gracias y, puesto que no quería que Estilicón limpiara el pescado en la fuente sagrada, pedí a la muchacha que enseñara al criado el lugar por donde se deslizaba el agua debajo del despeñadero. Mientras inspeccionaba los tarros sellados y las botellas y me aseguraba de que la cerradura del cofre no había sido tocada y los libros e instrumentos no habían sufrido daño alguno, oí las voces jóvenes que revoloteaban con la misma rapidez que las astas del molino, con gran cantidad de risas cuando uno intentaba hacer comprender al otro la lengua extranjera. Cuando, finalmente, la muchacha se fue y Estilicón regresó con el pescado limpio y a punto de asar, el chico parecía felizmente preparado para que el lugar le pareciera tan conveniente y cómodo como cualquiera de las casas en las que nos habíamos hospedado hasta entonces. Al principio lo atribuí a la compensación que acababa de descubrir, pero más tarde descubrí que, de hecho, había nacido y se había criado en una cueva como la mía; procedía de un país en donde la gente de clase baja es tan pobre que los propietarios de una caverna bien situada y seca se consideran afortunados, y a menudo han de luchar como zorros para conservarla. El padre de Estilicón, que lo había vendido sin pensarlo más que si regalara un cachorro molesto, había sido capaz de prescindir de él en una familia de trece miembros: su lugar en la cueva sería más apreciado que su presencia. Como esclavo, sus dormitorios habían sido los establos o, más generalmente, los corrales, e incluso estando a mi servicio, me daba cuenta de que me instalaba en lugares donde los criados están peor atendidos que los caballos. La habitación que Estilicón había ocupado en Londres era la primera que había tenido para él. Según él, mi cueva de Bryn Myrddin era espaciosa, incluso lujosa, y ahora le ofrecía más placeres que los que nunca un joven esclavo podía conseguir en competición con los otros criados de un alojamiento. Así pues, se instaló alegremente. Pronto corrió la voz de que el mago había vuelto a la colina y la gente acudió en busca de drogas, pagando como siempre con alimentos y comodidades. La muchacha del molino, cuyo nombre era Mai, aprovechaba todas las oportunidades para subir por el valle con alimentos, y a veces con las ofrendas de la gente. Estilicón, por su parte, adquirió la costumbre de pararse en el molino cada vez que yo le enviaba al pueblo. Al cabo de poco tiempo, parecía que Mai le daba la bienvenida en todas las formas que sabía. Una noche que no podía dormir, salí al terraplén que se extendía junto a la fuente sagrada para mirar las estrellas y oí, en la quietud de las sombras, que los caballos se movían y pateaban intranquilos en su cobijo, debajo del despeñadero. Era una noche brillante, llena de estrellas, y lucía el blanco círculo de la luna; no necesitaba antorcha, pero llamé suavemente a Estilicón para que me siguiera y bajé rápidamente al espinar en busca de lo que inquietaba a los animales. Entonces fue cuando vi, a través de la puerta entreabierta, los dos jóvenes cuerpos enlazados sobre la paja, y me di cuenta de que el que tenía allí enfrente era Estilicón. Me retiré sin ser visto y regresé a mi cama para reflexionar. Unos días más tarde hablé con el muchacho y le dije que planeaba irme hacia el norte; deseaba que nadie lo supiera y, por consiguiente, lo dejaría en la cueva para cubrir mi retirada. Aceptó la noticia con entusiasmo y con fervientes aseveraciones de fidelidad y secreto. Estaba seguro de que podía confiar en él; además de su facilidad con las drogas,
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era un extraordinario mentiroso. Me habían dicho que esta facultad también era natural en los de su raza. Mi único temor era que pudiera mentir demasiado bien, como su padre tratante de caballos, y que los dos nos viéramos envueltos en complicaciones. Pero era un riesgo que tenía que correr; juzgué que me era demasiado leal y que estaba demasiado satisfecho con su vida en Bryn Myrddin para arriesgarse. Cuando preguntó (intentando no parecer demasiado ansioso) cuándo me iría, sólo pude decirle que esperaba el momento oportuno y una señal. Como siempre, aceptó lo que le dije con sencillez y sin hacer preguntas. Las preguntas las haría a la sacerdotisa en su lugar sagrado —en Sicilia conservaban la religión antigua— o al propio Hefaistos cuando respirara llamas de la montaña. Sabía que creería cualquier historia que contara la gente acerca de mí y no mostraría sorpresa alguna si yo me desvaneciera en una nube de humo o si conjurara oro del aire diáfano. Sospeché que, al igual que Gayo, su mejor posición consistía en ser mi criado; por otra parte, Mai estaba aterrorizada y no sería capaz de dar un paso más allá del espinar. Todo ello era perfecto para los planes que yo tenía en mente. No esperaba ninguna señal mágica. Si hubiera tenido la seguridad de no correr ningún riesgo, ya habría partido hacia el norte inmediatamente después de mi llegada de Londres. Pero sabía que me debían vigilar. Era casi seguro que Úter continuaría espiándome, lo cual no significaba ningún peligro; es decir ninguno por parte del rey; pero si un hombre puede comprar la lealtad de un espía, también puede comprarla otro, y debía de haber muchos otros que, incluso aunque sólo fuera por curiosidad, debían vigilarme. Por lo tanto, moderé mi impaciencia, permanecí donde estaba y me dediqué a mis cosas, a la espera de que los vigilantes se descubrieran. Un día mandé a Estilicón con los caballos a la forja del pueblo. Ambos animales habían sido herrados para el viaje desde Londres y, si bien normalmente las herraduras debían cambiarse antes del invierno, deseaba que mi yegua estuviera preparada para mi próximo viaje. Las cinchas también necesitaban reparación, por lo que Estilicón había bajado al pueblo, con la intención de pasearse mientras el herrero se hacía cargo de los animales. Era un día de helada, seco y tranquilo, pero con la atmósfera densa que cortaba los rayos del sol y los dejaba colgando, rojos, fríos y bajos. Me dirigí a la cabaña de Abba, el pastor, en la cima de la colina. Su hijo Ban, el simplón, se había cortado una mano con una estaca días atrás y la herida se había llagado. Interrumpí la tumefacción y vendé la herida con bálsamo, pero sabía que Ban no aguantaría el vendaje más de lo que lo soportaría un perro, y temía una nueva infección. No había por qué preocuparse; el vendaje seguía en su sitio y la herida sanaba rápidamente. Ban, lo mismo que la gente sencilla, se curaba como un niño o como un animal, lo cual era una suerte puesto que era uno de esos hombres que no pasan una semana sin hacerse daño de algún modo. Tras examinarle la mano, permanecí un rato con ellos. La cabaña se levantaba en la parte más resguardada del valle, las ovejas de Abba estaban todas en el redil. Como ocurre algunas veces, había corderillos nacidos tempranamente, si bien sólo estábamos en diciembre. Ayudé a Abba en un parto difícil, en el que su hijo no le habría sido útil para nada. Cuando las dos crías estuvieron acurrucadas, secas y dormidas junto a las rodillas de Ban, al lado del fuego, con la oveja vigilando por los alrededores, el corto día invernal había caído en un atardecer rojizo. Me despedí y caminé hacia mi casa, al otro lado de la cima. El camino me llevó a mi propio valle y ya había oscurecido cuando llegué al pinar que crecía encima de mi cueva. El cielo estaba claro, la noche era tranquila y brillante, con una Luna que lanzaba sombras azules sobre la escarcha. Y vi otras sombras que se movían. Me detuve de inmediato y permanecí vigilante. Eran cuatro hombres en el terraplén de delante de la cueva. Desde los matorrales de espinos de abajo me llegaron los movimientos y el ruido de sus caballos atados. Oí el
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murmullo de las voces de los hombres como si conferenciaran. Dos de ellos tenían las espadas en la mano. A cada momento la Luna brillaba más y las estrellas fulguraban en el cielo helado. A lo lejos, al pie del valle, oí el ladrido de un perro. Luego, débilmente, cascos de caballos que se acercaban a paso lento. Los intrusos también lo oyeron. Uno de ellos dio una orden en voz baja y el grupo se dirigió rápidamente al sendero que bajaba al bosquecillo. Apenas habían llegado al principio del camino cuando hablé directamente desde encima de sus cabezas. —¿Caballeros? Fue como si hubiera caído directamente del cielo en un carro de fuego. Supongo que debía resultar alarmante que les llamara el hombre que, precisamente, creían que se acercaba por el valle, a media milla de distancia. Además, un hombre que espía a un mago ya está, por principio, medio aterrorizado, y dispuesto a creer cualquier maravilla. Uno de ellos dio un grito de miedo y oí el ronco juramento procedente del jefe. A la luz de las estrellas, sus rostros parecían tan grises como la escarcha. —Soy Merlín —dije—. ¿Qué deseáis de mí? Se hizo el silencio, en el cual los cascos de los caballos se acercaron, acelerándose a medida que los animales olían su casa y su cena. A mis pies, capté un movimiento como si los hombres fueran a dar la vuelta y huir. Entonces el jefe se aclaró la garganta. —Venimos de parte del rey. —Entonces envainad vuestras estúpidas espadas. Voy a bajar. Cuando estuve junto a ellos vi que me habían obedecido, pero sus manos no se alejaban de la empuñadura mientras se mantenían apiñados. —¿Cuál de vosotros es el jefe? El más voluminoso se adelantó. Parecía educado, pero tras su máscara cortés se adivinaba el malhumor. No le había gustado aquel momento de miedo. —Os esperábamos, príncipe. Traemos mensajes del rey. —¿Con las espadas desenvainadas? Bien, después de todo, sois cuatro contra uno. —Contra los hechizos —contestó claramente el hombre. Sonreí. —Deberíais saber que mi magia nunca irá contra los hombres del rey. Podríais haber estado seguros de que seríais bienvenidos. —Hice una pausa; sus pies se arrastraban en la escarcha; uno de ellos musitó algo, medio juramento medio invocación, en su propio dialecto—. Bien, no es éste un buen lugar para hablar. Mi casa está abierta para todos cuantos llegan hasta aquí, como podéis ver. ¿Por qué no habéis hecho fuego y encendido las lámparas para esperarme con toda comodidad? Intercambiaron miradas y removieron los pies en la escarcha. Nadie contestó. A poca distancia de donde nos encontrábamos, la escarcha pisoteada mostraba sus huellas hasta la boca de la cueva. Aquello demostraba que habían entrado. —Bien —dije—, sed bienvenidos. Me dirigí a la fuente sagrada, donde se hallaba la imagen tallada del dios, apenas visible en el oscuro nicho. Levanté el cuenco, vertí líquido para el dios y luego bebí. Invité al jefe con un gesto. El hombre vaciló, luego negó con la cabeza. —Soy cristiano. ¿Qué dios es éste? —Myrddin, el dios de los lugares altos. Ésta era su colina antes de que fuera mía. Me la ha prestado, pero todavía la vigila. Vi el movimiento que esperaba entre los hombres. Las manos se ocultaban a sus espaldas mientras hacían el signo contra encantamientos. Uno de ellos, luego otro, se acercaron para coger el cuenco, bebieron y luego vertieron agua para el dios. Hice un gesto de aprobación con la cabeza. —No se debe olvidar que los antiguos dioses todavía vigilan desde el aire y esperan en
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los huecos de las colinas. ¿Cómo, si no, hubiera sabido que estabais aquí? —¿Lo sabíais? —Claro. Entrad. —Me dirigí a la boca de la cueva y aparté los arbustos que casi ocultaban la entrada; ninguno de los hombres se movió; sólo el jefe dio un paso adelante, luego vaciló—. ¿Qué ocurre? —pregunté—. La cueva está vacía, ¿no? ¿O no lo está? ¿Habéis encontrado algo fuera de lugar al entrar, algo que teméis decirme? —No había nada fuera de lugar —dijo el jefe—. Y no hemos entrado... Es decir... —Se aclaró la garganta y probó de nuevo—. Sí, hemos entrado, pero sólo a un paso del umbral, y... Se calló. Los otros murmuraron, se miraron, y uno de ellos dijo: —Anda, díselo, Crinas. Crinas empezó de nuevo. —La verdad es, señor... La historia tardó largo rato en tomar forma, con muchas vacilaciones y sacudidas, pero al final lo entendí, cuando todavía no nos habíamos movido de la entrada de la cueva. Los soldados formaban un semicírculo como reses atemorizadas. Al parecer hacía un día o dos que habían llegado a Maridunum y esperaban la posibilidad de llegar a la cueva sin ser observados. Tenían órdenes de no acercarse a mí abiertamente por temor a que otros vigilantes (cuya presencia sospechaba el rey) pudieran seguirlos y robarles cualquier mensaje que yo pusiera en sus manos. —¿Sí? El hombre se aclaró la garganta. Aquella mañana, dijo, habían visto mi yegua atada en casa del herrero, ensillada y herrada. Al preguntar al herrero dónde estaba yo, el hombre no les dijo nada, dejándoles creer que me hallaba en el pueblo dedicado a asuntos que me entretendrían hasta que la yegua estuviera lista. Pensando que si alguien me vigilaba estaría cerca de mí en el pueblo, habían aprovechado la oportunidad para cabalgar hasta la cueva.. Otra pausa. En aquella oscuridad no se veía nada, pero adiviné que se esforzaban por descubrir mis reacciones ante su historia. Yo seguía callado; el hombre tragó saliva y prosiguió. La siguiente parte de la historia tenía, finalmente, visos de realidad. Durante su espera en el pueblo habían preguntado, entre otras cosas sin interés, por el camino de la cueva. Seguramente les habían contestado con toda clase de detalles acerca de la santidad del lugar y del poder de su propietario. La gente del valle estaba muy orgullosa de su mago y mis proezas no habrían perdido nada con sus explicaciones. Por consiguiente, los hombres habían cabalgado por el valle ya medio atemorizados. Tal como esperaban, habían encontrado una cueva desierta. La escarcha del exterior mantenía la hierba blanquecina y sin huellas. Todo lo que habían encontrado era el silencio de las colinas, sólo roto por el canto de la fuente. Habían encendido una antorcha y mirado a través de la entrada; la cueva estaba ordenada pero vacía, las cenizas estaban frías... —¿Y que más? —pregunté cuando Crinas calló. —Sabíamos que no estabais aquí, príncipe, pero todo el lugar estaba impregnado de una sensación extraña... Al llamar no hemos obtenido respuesta, pero hemos oído un susurro en la oscuridad. Parecía venir del interior de la cueva, en donde está la cama y la lámpara junto a ella... —¿Habéis entrado? —No, señor. —¿Habéis tocado algo? —No, señor —dijo rápidamente—. No... no nos hemos atrevido. —Muy bien. ¿Y entonces? —Hemos mirado por los alrededores, pero no había nadie. Sólo este ruido durante todo
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el tiempo. Hemos empezado a asustarnos. Hemos oído historias... Uno de los hombres ha dicho que quizá vos nos vigilabais, invisible. Yo le he dicho que no fuera estúpido, pero la verdad es que se notaba algo... —¿Como unos ojos fijos en la espalda? Naturalmente que sí. Vamos, entrad. Tragó saliva y prosiguió: —Hemos vuelto a llamar. Y entonces..., han venido del techo. Los murciélagos, como una nube. En aquel momento fuimos interrumpidos. Estilicón al llegar al bosquecillo de espinos había visto a los caballos de los soldados atados allí. Oí que la puerta del cobijo se cerraba violentamente y que el muchacho subía corriendo el tortuoso sendero hasta llegar a la entrada, cuchillo en mano. Gritaba algo. La luz de la luna se reflejó en el filo del largo cuchillo, que mantenía bajo y ligero, dispuesto a atacar. El metal sonó con estridencia cuando los hombres se volvieron para defenderse. Di dos pasos hacia delante, me abrí camino y me abalancé hacia la mano del muchacho para detener su cuchillo. —No es necesario. Son hombres del rey. Retira eso —dije. Luego, mientras los otros envainaban sus espadas, pregunté: —¿Te ha seguido alguien, Estilicón? Sacudió negativamente la cabeza. Temblaba. Un esclavo no está entrenado en el uso de armas como el hijo de un hombre libre. De hecho, sólo desde que estábamos en Bryn Myrddin le permitía llevar cuchillo. Lo dejé y me volví hacia Crinas. —Me hablabas de los murciélagos. Me parece, Crinas, que os habéis dejado impresionar demasiado por las cosas que se cuentan. Si molestas a los murciélagos, evidentemente te alarmarán por unos momentos, pero sólo son murciélagos. —Es que eso no es todo, príncipe. Los murciélagos han salido, sí, han bajado del techo, de algún lugar de la oscuridad, y se han alejado en el aire. Era como una nube de humo y de aire estancado. Pero cuando han desaparecido hemos oído otro sonido. Era música. Estilicón se mantenía muy cerca de mí, mirando a los hombres y luego a mí, con los ojos muy abiertos en la oscuridad del crepúsculo. Vi que los soldados hacían de nuevo el signo. —Música a nuestro alrededor —dijo el hombre—. Suave, como un susurro, recorriendo una y otra vez el muro de la cueva, como un eco. No me avergüenza decir que salimos de ahí y que no nos atrevimos a volver a entrar. Os hemos esperado fuera. —Con las espadas dispuestas a luchar contra el encantamiento. Ya veo. Bien, no hay necesidad de que sigamos esperando en medio del frío. ¿No queréis entrar ahora? Os aseguro que no os pasará nada, a no ser que levantéis una mano contra mí o contra mi criado. Estilicón, ve a encender el fuego. ¿Caballeros? No, no intentéis marcharos; recordad que todavía no me habéis dado el mensaje del rey. Finalmente, en actitud entre amenazadora y confiada, entraron. Pisaban con suavidad y no levantaban la voz por encima del susurro. El jefe consintió en sentarse dentro, pero los otros no quisieron llegar a tanto; prefirieron mantenerse entre el fuego y la boca de la cueva. Estilicen se apresuró a calentar vino y especias, que luego repartió. Ahora que estaban en la luz, vi que no llevaban el uniforme de las tropas regulares del rey; tampoco se veía divisa ni blasón; podían ser tomados por tropas armadas de cualquier jefecillo. Sin embargo, se comportaban como soldados y, si bien no ofrecían ningún trato de deferencia a Crinas, era evidente que entre ellos había alguna diferencia de rango. Los contemplé detenidamente. El jefe estaba sentado impasiblemente, pero los otros evitaban mi mirada y vi que uno de ellos, un hombre pequeño, delgado, de cabello negro
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y cara pálida, hacía subrepticiamente la señal. Finalmente, dije: —Me habéis dicho que traíais mensajes del rey. ¿Os ha dado alguna carta? Crinas me contestó. Era un hombre corpulento, rubicundo, de ojos brillantes. Quizá tenía sangre sajona; sin embargo, hay celtas tan rubios como él. —No, príncipe. Sólo os manda sus saludos y pregunta por la salud de su hijo. —¿Porqué? El hombre repitió mi pregunta aparentemente sorprendido. —¿Por qué, príncipe? —Sí, ¿por qué? Hace sólo cuatro meses que estuve en la corte y durante este tiempo el rey no ha dejado de tener noticias. ¿Por qué os mandaría ahora a mí? Sabe que el niño no está aquí. Parece obvio... —me detuve y miré, uno por uno, a los hombres armados— que aquí no estaría a salvo. El rey también sabe que permaneceré en Bryn Myrddin durante una temporada antes de reunirme con el príncipe Arturo. Esperaba que mandara vigilarme, pero me parece difícil de creer que os haya enviado con tal mensaje. Los tres soldados se miraron entre sí. Uno de ellos, un individuo macizo con la cara llena de granos, desató nerviosamente la correa de su espada; sus manos jugaron inconscientemente con la empuñadura. Vi que Estilicón no le quitaba la vista de encima y, luego, daba unos pasos con la jarra de vino hasta colocarse a su lado. Crinas mantuvo mi mirada en silencio durante unos momentos, luego asintió. —Bien, de acuerdo. Nos habéis descubierto. No esperaba salir de ésta con una historia semejante, y menos con vos. Ha sido todo lo que se me ha ocurrido de repente, cuando nos sorprendisteis. —Muy bien, comprendo, sois espías. Pero quiero saber por qué. Se encogió de hombros. —Sabéis, príncipe, mejor que nadie, cómo son los reyes. Cuando nos dijeron que viniéramos aquí a ver el lugar sin que vos nos descubrierais, no hicimos preguntas. Detrás de él, los otros asentían ansiosamente. —Y no hemos hecho ningún mal. Ni siquiera hemos entrado en la cueva. Es cierto. —No, no lo es, y me dirás por qué. Crinas levantó una mano. —Bien, sólo puedo decir que tenéis razón al enojaros. Lo siento. Este no es nuestro trabajo normal, como podéis comprender, pero órdenes son órdenes. —¿Qué os han ordenado que buscarais? —Nada en especial; solamente preguntar por los alrededores y echar un vistazo al lugar..., y enterarnos de cuándo os marcháis. —Me miró de reojo para ver cómo lo tomaba—. A lo que parece, hay muchas cosas que no dijisteis al rey, y él desea saberlas. ¿Sabéis que os han seguido desde que salisteis de Londres? Otro grano de verdad. —Lo suponía. —Bueno, pues es eso. —Intentó decir esas palabras como si fueran la explicación de todo—. Así son los reyes, no confían en nadie y desean saberlo todo. Yo creo..., si me disculpáis por decirlo, que... —Sigue. —Creo que el rey no cree lo que le dijisteis sobre el paradero del joven príncipe. Quizá piensa que lo habéis cambiado de lugar, que lo habéis ocultado, como antes. Por lo tanto, nos ha enviado a nosotros con la esperanza de que encontremos alguna pista. —Quizás. El ansia de saber es la enfermedad de reyes. Y hablando de esto, ¿ha empeorado la salud del rey? ¿Algo que pueda haberle hecho desear noticias frescas? Comprendí, tan claramente como si me lo hubiera confiado, que él también había pensado en ello. Vaciló, luego decidió que, de todo lo que podía decir, lo mejor era la verdad. —Sobre esto, no tenemos ninguna información. Y últimamente no le he visto. Pero
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dicen que la enfermedad ha pasado y que ha vuelto al campamento. Aquello encajaba con lo que me habían contado. Permanecí en silencio durante un rato, pero luego lo miré dubitativamente. Crinas bebió con un gesto de tranquilidad, pero sus ojos me miraban con temor. Finalmente, dije: —Bueno, habéis cumplido lo que se os ha mandado y habéis encontrado lo que el rey deseaba saber. Yo estoy todavía aquí y el niño no. El rey tiene que confiar en mí en todo lo demás. En cuanto a mi partida, ya se lo diré a mi manera y en el momento oportuno. Crinas se aclaró la garganta. —Es una respuesta que no podemos aceptar tan pronto. Su voz salió pesada, como una bravuconada, pero el hombre no fanfarroneaba. Los otros compartían su miedo, pero no tenían su mesura ni su valor. Aquella situación no me resultaba cómoda: sabía que los nombres asustados son peligrosos. Uno de los soldados —el individuo pequeño de ojos negros inquietos en un rostro pálido y nervioso— se adelantó y tiró de la manga de su jefe. Capté algunas palabras de su susurro: —Vámonos. No olvidéis quién es... Ya es suficiente por ahora... Lo haremos enfadar... —No estoy enfadado —dije con energía—. Vosotros cumplís con vuestro deber y no es culpa mía si el rey no confía en mí, pero es necesario que cada historia ratifique la otra. Podéis decirle que —hice una pausa como si buscara las palabras, y vi que se desmoronaban—, que su hijo está donde le dije, a salvo y creciendo, y que yo sólo espero el buen tiempo para emprender el viaje. —¿Viaje? —preguntó bruscamente Crinas. —Vamos —levanté las cejas—. Creía que todo el mundo sabía dónde está Arturo. En cualquier caso, el rey lo entenderá. Uno de los hombres dijo roncamente: —Sí, lo sabemos, pero sólo es un rumor. ¿Es cierto, entonces, lo de la isla? —Completamente cierto. —¿Hy-Brasil? —preguntó Crinas—. Eso es un mito, príncipe, salvando vuestra presencia. —¿Acaso le he dado yo el nombre? No soy responsable de los rumores. El lugar tiene varios nombres y hay muchas leyendas sobre él, capaces de llenar los Nueve Libros de Magia... Y cada hombre que lo ve, ve algo diferente. Cuando llevé a Arturo allí... Hice una pausa para beber, como un cantor refresca su garganta antes de pulsar las cuerdas. Los tres hombres prestaban toda su atención. Yo no miraba a Crinas, sino que hablaba con la vista perdida tras él, dando a mi voz el tono y la resonancia de un narrador de historias. —Todos sabéis que el niño me fue entregado tres noches después de nacer. Lo llevé a un lugar seguro y, cuando el tiempo mejoró y el mundo estuvo tranquilo, lo llevé al oeste, a una costa que conozco. Allí, bajo los acantilados, hay una bahía en donde las rocas parecen colmillos de lobos y no hay barca ni nadador que siga con vida cuando la marea sube y las envuelve. A derecha e izquierda de la bahía el mar ha abierto túneles en el acantilado. Las rocas son de color púrpura y rosa, pálidas como turquesas a la luz del sol; en las tardes de verano, cuando la marea está baja y el sol se pone, en el horizonte se ve la tierra que viene y va con la luz. Es la Isla del Verano que, según dicen, flota y se hunde a voluntad del cielo, la Isla de Cristal a través de la cual se pueden ver las nubes y las estrellas; pero para los que habitan en ella, hay árboles y hierba, y fuentes de agua dulce... El hombre de cara pálida estaba inclinado hacia delante, con la boca abierta; los hombros de otro de los hombres se estremecieron bajo su capa de lana como si le sacudiera una ola de frío. Los ojos de Estilicón eran como clavos de acero. —... Es la Isla de las Doncellas, adonde se lleva a los reyes como su última morada. Y
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vendrá un día... —¡Mi señor! ¡Yo he visto esa isla! —Que el hombre pálido interrumpiera a un profeta en el momento de su aparente profecía demostraba unos nervios sin dominio alguno—. ¡La he visto! ¡La vi cuando era muchacho! Clara, tan clara como las Casitérides en un día despejado, después de la lluvia. Pero parecía una tierra vacía. —No está vacía. Y no es sólo en un día así cuando los hombres como tú pueden verla. Puede encontrarse incluso en invierno, la pueden encontrar aquellos que saben cómo hacerlo. Pero hay muy pocos que puedan ir allí y regresar. Crinas escuchaba sin moverse, con el rostro sin expresión. —Entonces, ¿está en tierra de Cornualles? —¿También sabes eso? No había sombra de burla en mi voz, pero el hombre dijo con un chasquido: —No lo sé. —Y dejó la copa vacía; se dispuso a levantarse; vi que su mano se posaba en la correa de la espada—. ¿Es éste el mensaje que tenemos que llevar al rey? A un movimiento de su cabeza los otros se pusieron en pie. Estilicón dejó bruscamente la jarra de vino pero yo sacudí negativamente la cabeza y me reí. —Creo que no os iría muy bien si esto fuera todo. Y a mí tampoco, pues tendría nuevos espías de inmediato. Por el bien de todos nosotros, tranquilizaré la mente del rey. ¿Querréis llevar una carta a Londres de mi parte? Crinas permaneció un momento quieto, con sus ojos fijos en los míos. Luego se relajó y sus dedos juguetearon inocentemente con el cinturón. Cuando oí su respiración aliviada, me di cuenta de que había estado a punto de preguntarme más cosas de la única manera que sabía, pero dijo: —Con placer, príncipe. —Entonces espera un poco. Siéntate de nuevo. Llena las copas, Estilicón. La carta para Úter era breve. Empezaba preguntando por su salud; luego escribí que, según mis fuentes de información, el príncipe estaba bien. Tan pronto como llegara la primavera, le decía, tenía el proyecto de ir a ver al muchacho personalmente. Mientras tanto, lo vigilaría a mi manera y enviaría al rey todas las noticias que hubiera. Después de sellar aquel mensaje volví junto a los hombres, que hablaban rápidamente entre ellos, en voz baja, mientras Estilicen rondaba con la jarra de vino. Al acercarme se interrumpieron, y se levantaron. Entregué la carta a Crinas. —Todo lo que tengo que decir está en esta carta. El rey quedará satisfecho. Aun cuando vuestra misión no haya resultado tal y como os habían ordenado —añadí—, no tenéis nada qué temer por parte del rey. Y ahora dejadme; que el dios de los viajes os proteja en vuestro camino. Salieron, quizá no tan agradecidos como debieran por mi invocación. Mientras se apresuraban entre la escarcha, vi las miradas de reojo hacia las sombras, el revoloteo de las capas alrededor de los hombros como si la noche respirara sobre sus espaldas. Al pasar por la fuente sagrada cada uno de ellos hizo una señal, y yo no pensé que la del último —Crinas— era la señal de la cruz. Capítulo VII El repiqueteo de los cascos de sus caballos se perdió por el sendero del valle. Estilicón regresó corriendo del despeñadero que subía por encima del bosquecillo. —Ya se han ido. —Tenía los ojos muy abiertos, dilatados no sólo a causa de la helada oscuridad—. Príncipe, he creído que os matarían. —Era posible. Eran hombres bravos y estaban asustados. Es una combinación peligrosa, sobre todo si uno de ellos es cristiano. Estilicón saltó como un perro sobre una rata.
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—¿Queréis decir que no os ha creído? —Exacto. Estaba seguro de que no me creería, pero no quería arriesgar nada por una mentira. Ahora prepara un poco de comida, Estilicón, ¿quieres? No importa qué, pero date prisa, y prepara todo lo que puedas para un viaje. Yo ya me cuidaré de mi ropa. ¿Está a punto la yegua? —¿Qué? Sí, mi amo, pero... ¿os marcháis esta misma noche? —Tan pronto como pueda. Era una oportunidad que esperaba. Se han dejado ver y, cuando se den cuenta de que la pista que les he dado es falsa, volverán y yo ya debo estar fuera... Debo haber desaparecido en la isla más allá del oeste... Ya sabes lo que tienes que hacer; hemos hablado de ello varias veces. Era cierto. Habíamos planeado que, cuando yo me fuera, Estilicón se quedaría en Bryn Myrddin, recogiendo provisiones como de costumbre, manteniendo mientras fuera posible la apariencia de que yo todavía estaba en la cueva. Por mi parte, había preparado gran cantidad de medicinas y le había enseñado a preparar las más sencillas para que las administrara entre la pobre gente que venía al valle; así no sufrirían por mi ausencia y pasaría cierto tiempo antes de que nadie hiciera preguntas. No es que de esta manera ganáramos mucho tiempo, pero sí el suficiente. Una vez que hubiera cruzado las colinas más próximas y alcanzado los senderos del bosque, sería muy difícil seguirme. Estilicón apenas asintió y corrió a hacer lo que le mandaba. La comida estuvo preparada enseguida y, mientras comía, él empaquetaba lo que necesitaría para el viaje. Comprendí que estallaba a preguntas y lo dejé hablar. Yo podía conversar con él en su propia lengua, pero con vacilaciones, por lo cual habló en su fluido latín, de acento duro. Desde que habíamos dejado Constantinopla la mayor parte de su vitalidad se había centrado en mí; el muchacho necesitaba hablar con alguien y hubiera sido cruel insistir en el silencioso respeto que Gayo intentaba inculcarle. Y tampoco era mi sistema. Así pues, mientras hacía su trabajo a toda prisa, las preguntas cayeron ansiosamente. —Amo, si ese Crinas no ha creído realmente en la Isla de Cristal y tenía que conseguir información acerca del príncipe, ¿por qué se ha ido? —Para leer mi carta. Cree que la verdad está escrita en ella. Abrió los ojos desmesuradamente. —¡Pero nunca se atreverá a abrir una carta del rey! ¿Habéis escrito la verdad? Levanté las cejas. —¿La verdad? ¿Acaso tú tampoco crees en la Isla de Cristal? —Oh, sí, todo el mundo ha oído hablar de ella. —Se puso solemne—. Incluso en Sicilia sabemos de la isla invisible más allá del oeste. Pero no es allí adonde vais ahora, ¡apostaría cualquier cosa! —¿Por qué estás tan seguro? Me lanzó una límpida mirada. —¿Vos, señor? ¿Cruzar el mar del Occidente? ¿En invierno? ¡Creeré cualquier cosa, pero eso no! Si pudierais usar la magia en lugar de un barco, habríamos viajado más fácilmente por el mar Medio. ¿No recordáis la tormenta a la salida de Pilos? —Sin otra magia que la mandrágora... —Reí—. Demasiado bien la recuerdo. No, Estilicón, no he dicho nada en la carta. Esta carta nunca llegará al rey. Puedes estar seguro de que no eran hombres del rey. —¿No eran hombres del rey? —Permaneció boquiabierto, mirándome; luego se recobró y continuó haciendo el equipaje—. ¿Cómo lo sabéis? ¿Los habéis reconocido? —No, pero Úter no utilizaría soldados para espiar. ¿Cómo puede esperar de ellos que guarden un secreto? Son soldados enviados, tal como ha dicho Crinas, a hacer preguntas en el mercado y en las tabernas de Maridunum, para luego venir a husmear aquí mientras nosotros estamos fuera y encontrar, si no al príncipe, al menos alguna pista que los lleve a él. Ni siquiera eran espías. ¿Qué espía se atrevería a volver donde su amo y decirle que lo han descubierto, pero que le han dado una carta de parte de su víctima, con toda la
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información escrita? He intentado que el asunto les resultara fácil y es posible que crean que me han engañado, pero, en cualquier caso, tienen que probarlo y echarán mano a la carta. Crinas no lo hubiera hecho, es rápido de pensamiento. Cuando los he atrapado, el hombre ha reaccionado bien. No ha sido su culpa si el otro se ha descubierto. —¿Qué queréis decir, señor? —El hombre pequeño de cara pálida. Le he oído decir algo en su propia lengua. Dudo que Crinas lo haya oído. Hablaba en cornuallés. Por eso luego he hablado de la Isla de Cristal, he descrito la bahía: el hombre conocía el lugar y también las Casitérides. Son islas de la costa cornuallesa, unas islas en las que el mismo Crinas debe creer. —¿Cornuallesa? —preguntó el muchacho intentando descifrar la palabra. —De Cornuallés, al suroeste. —¿Hombres de la reina, entonces? Estilicón no había pasado todo el tiempo en la tranquila habitación con Morcadas, durante nuestra estancia en Londres. Escuchaba tanto como hablaba y, desde que habíamos dejado la corte de Úter, me regalaba con rumores acerca de cualquier tema bajo la luz del sol. Prosiguió: —Dicen que después del parto seguía en el suroeste. —Es cierto. Y podría ser que utilizara gente de Cornuallés para trabajos secretos, pero creo que no. Ni el rey ni la reina mantienen a las tropas cornuallesas cerca de ellos estos días. —En Carlión hay tropas de Cornuallés. Lo he oído en el pueblo. Levanté bruscamente la vista. —¿Es cierto? ¿Quién las manda? —No lo he oído. Puedo enterarme. —Me miraba con ansia, pero yo negué con la cabeza. —No, cuanto menos sepas mejor para ti. No me vigilarán mientras intenten leer la carta... y hasta que encuentren a alguien que sepa leer griego... —¿Griego? —El rey tiene un secretario griego —dije suavemente—. No he visto por qué tenía que facilitarles las cosas. Y no creo que sepan que sospecho de ellos. No se apresurarán. Además, en la carta he puesto algo que les liará pensar que estaré aquí hasta la primavera. —¿Volverán? —Lo dudo. ¿Qué harían? ¿Decirme que han leído la carta dirigida al rey y que no son sus hombres? Mientras crean que estoy aquí no se atreverán a venir por miedo a que informe al rey. No se atreverán a matarme y no dejarán que encuentre su paradero. Se mantendrán alejados. Por lo tanto, la próxima vez que vayas a Maridunum, procura llevar un mensaje al comandante de la guarnición para que vigile a esos cornualleses y que informe al rey de lo ocurrido. Yo también enviaré un mensaje al rey directamente. Y podemos utilizar a estos espías para que nos guarden de los otros... Bien, ya he terminado. ¿Has empaquetado la comida? Llena el frasco, ahora, ¿quieres? Mientras tanto, si alguien sube, ¿qué explicaciones vas a dar? —Que habéis estado todo el día en la cima de la colina y que luego pensabais ir al valle de Abba, en donde creo que os quedaréis para ayudarle con las ovejas. —Me miró, lleno de dudas—. No me creerán. —¿Por qué no? Eres un perfecto mentiroso. Ten cuidado, derramas el vino. —¿Un príncipe que ayuda a parir a las ovejas? No parece muy verosímil. —He hecho cosas más extrañas —dije—. Te creerán. En cualquier caso, es la verdad. ¿Cómo crees que me he manchado la capa de sangre, hoy? —Pensaba que habíais matado a alguien. Estaba muy serio. Yo me reí. —Eso es algo que no me ocurre a menudo, y cuando sucede es por equivocación.
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Sacudió la cabeza con incredulidad y tapó el vino. —Si estos hombres hubieran levantado la espada contra vos, amo, ¿los habríais detenido con magia? —No creo que la hubiera necesitado, con tu cuchillo tan dispuesto. Todavía no te he dado las gracias por tu valor, Estilicón. Lo has hecho muy bien. —Sois mi amo —dijo sorprendido. —Te compré con dinero y te devolví la libertad que tenías al nacer. ¿Qué clase de deuda es ésta? Me miró sin comprender y dijo simplemente: —Ya está todo a punto, amo. Os llevaréis las botas gruesas y la capa de piel de oveja. Prepararé la yegua mientras os vestís. —Espera un momento —dije—. Ven aquí, mírame. Te he prometido que aquí estarías a salvo. Es cierto: no he visto ningún peligro en el futuro para ti. Pero cuando yo me haya ido, si tienes miedo baja al molino y quédate allí. —Sí, amo. —¿No me crees? —Sí. —Entonces, ¿por qué tienes miedo? Vaciló y tragó saliva. Luego dijo: —La música de que han hablado, amo, ¿qué era? ¿Era realmente de los dioses? —En cierto sentido, sí. Mi arpa a veces habla sola, cuando el aire la mueve. Creo que ha sido esto lo que han oído y, como eran culpables, han tenido miedo. Miró hacia el rincón donde descansaba la gran arpa. La había hecho traer de la Pequeña Bretaña y desde que había vuelto la había tocado constantemente, dejando la otra en su lugar. —¿Ésta? ¿Cómo es posible, amo, si está cubierta y protegida del aire? —No, ésta no. Ésta permanece silenciosa hasta que la toco yo. Me refiero a la pequeña, la que llevaba en el viaje. La hice yo mismo, en esta cueva, y Galapas el mago me ayudó. Se humedeció los labios. Se notaba que apenas se había tranquilizado. —No la he vuelto a ver desde que vinimos aquí. ¿Dónde la guardáis? —Te la iba a enseñar antes de irme. Ven, muchacho, no hay motivo para que la temas. La has llevado tú mismo cientos de veces. Ahora, dame una antorcha y ven a verla. Lo conduje hacia la parte posterior de la estancia mayor. No le había enseñado nunca la cueva de cristal y, puesto que el cofre de libros y la mesa obstruían la ruda inclinación de roca que llevaba al saliente, el muchacho no se había encaramado a él y no la había descubierto. Le pedí que me ayudara a retirar la mesa y, levantando la antorcha, subí al saliente entre sombras en donde se abría la otra cueva, oculta. Me puse de rodillas para entrar y le dije que me siguiera. La antorcha que llevaba en la mano reflejó infinidad de luces, centelleó a través del humo móvil en las paredes de cristal. Allí era donde, siendo muchacho, había tenido mis primeras visiones en los destellos de las llamas parpadeantes. Allí había visto cómo me engendraban, había visto morir al viejo rey, había visto la torre de Vortiger construida sobre el agua y el dragón de Ambrosio que surgía hacia la victoria. Ahora estaba vacía; solamente el arpa permanecía en el centro, extendiendo su sombra clara sobre las paredes rutilantes. Lancé una mirada al rostro del muchacho. El miedo lo contraía, incluso ante las sombras vacías. —Escucha —dije. Lo dije en voz alta y el sonido cruzó el aire hasta que el arpa susurró: la música revoloteó zumbando a lo largo y a lo ancho de las paredes de cristal. —Hace tiempo que pensaba enseñarte esta cueva —dije—. Si alguna vez tienes que
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esconderte, ocúltate aquí. Yo lo hacía cuando era muchacho. Ten por seguro que los dioses te protegerán y estarás a salvo. ¿En dónde podrías estar más seguro que en las manos del dios, en su colina hueca? Ahora ve a preparar la yegua. Yo mismo sacaré el arpa. Ya es hora de que me marche. Cuando amaneció yo ya estaba a quince millas de distancia, cabalgando hacia el norte por el robledal que se extendía en el valle del Cothi. No había carretera alguna, sólo senderos que yo conocía bien, así como la cabaña de los vidrieros del interior del bosque, que en aquella época del año estaría vacía. Mi yegua y yo compartimos a medias ese refugio aquel día de diciembre. La abrevé en el riachuelo y en un rincón de la cabaña le eché parte del forraje que llevaba. Yo no tenía hambre. Había algo más importante para mí que comer: aquel profundo sentimiento de ligereza y poder que había reconocido. El tiempo había tenido razón y algo se presentaba ante mí. Estaba en el buen camino. Bebí un sorbo de vino, me envolví en las pieles de Abba y me dormí tan tranquila y profundamente como un niño. Volví a soñar en la espada y supe, incluso en sueños, que venía directamente del dios. Los sueños ordinarios no son nunca tan claros; hay sacudidas de deseos y de temores, cosas vistas y oídas, sentidas aun sin saberlas. Pero aquel sueño fue claro, tanto como un recuerdo. Por primera vez vi la espada, no inmensa y deslumbrante como la espada de estrellas encima de Bretaña, ni borrosa y fiera como había relucido contra la oscura pared de la habitación de Ygerne. Era sencillamente una espada, bellamente forjada, con las piedras preciosas de la empuñadura engastadas en oro a su alrededor en forma de espiral; la hoja brillando como luz trémula, e impaciente como si luchara consigo misma. Las armas sirven para eso: algunas son luchadoras indomables, otras sumisas, otras reacias pero todas están vivas. Aquella espada estaba viva: desenvainada y en la mano de un hombre armado. El hombre estaba de pie junto al fuego, y había una hoguera de campamento en el centro de una oscura planicie. El hombre era la única persona que se veía en aquel lugar. A lo lejos, a su espalda, distinguí nebulosamente la silueta de unas murallas y una torre. Pensé en el mosaico que había visto en la casa de Adjan, pero esta vez no era Roma. La silueta de la torre me resultaba familiar, pero no pude recordar dónde la había visto; ni siquiera estoy seguro de que la hubiera visto más allá de los sueños. Él era un hombre alto, con una capa oscura que le caía en pesados pliegues de los hombros hasta los talones. El yelmo ocultaba su rostro. Tenía la cabeza inclinada y tenía la espada desnuda en sus manos. Le daba vueltas y vueltas, como si sopesara su balance o como si estudiara los secretos de su hoja. La luz del fuego relampagueaba y se oscurecía, relampagueaba y se oscurecía al ritmo del voltear de la hoja. Capté una palabra, REY, y de nuevo REY, y las gemas chispearon mientras la espada daba vueltas en las manos del hombre. Entonces vi que el hombre llevaba un círculo rojo en el yelmo y que su capa era púrpura. Cuando se movió, la luz del fuego brilló en el anillo que llevaba en un dedo. Era un anillo de oro grabado con un dragón. Dije: —¿Padre? ¿Señor? Pero como suele ocurrir en los sueños, no pude emitir sonido alguno. El hombre levantó la cara, pero tras la abertura del yelmo no había ojos. Nada. Las manos que habían sostenido la espada eran las manos de un esqueleto. El anillo brillaba sobre el hueso. Me tendió la espada con sus manos esqueléticas. Una voz que no era la de mi padre dijo: —Tómala. No era la voz de un fantasma, ni la voz autoritaria que se oía con la visión: era una voz que ya había oído, sin sombra de sangre en ella; era como si el viento respirara a través
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de un cuerno vacío. Era la voz de un hombre, profunda y brusca acostumbrada a mandar, con un ligero acento de furor, o tal vez de embriaguez; o quizá., como ahora, con tono fatigado. Intenté moverme, pero no lo conseguí, igual que no había podido hablar. Nunca había temido a un espíritu, pero temía a aquel hombre. Del vacío interior del yelmo surgió de nuevo la voz, con tono burlón, ligeramente divertido, una voz que se deslizó por mi piel como el roce de la piel de un lobo sentido en la oscuridad. Contuve el aliento y me estremecí. Decía, y ahora tan claramente que noté el cansancio de su voz: —No tienes por qué temerme. Ni tampoco debes temer la espada. No soy tu padre, pero tú eres mi semilla. Tómala, Merlín Ambrosio. No encontrarás descanso hasta que lo hagas. Me acerqué a él. El fuego se había apagado y todo estaba casi a oscuras. Tendí las manos hacia la espada y él la colocó de través. Me mantuve erguido a pesar de haber sentido que toda mi carne rehusaba el contacto de sus dedos de hueso; pero no hubo contacto alguno. Cuando la espada dejó su garra, cayó al suelo a través de sus manos y de las mías. Me arrodillé, buscando a tientas, pero no encontré nada. Sentí su respiración sobre mi cabeza cálida como la de un hombre vivo, y su capa rozó mi mejilla. Le oí decir: —Búscala. Nadie más que tú puede encontrarla. Entonces abrí los ojos. Ya era pleno día y la yegua husmeaba junto a mí: sus crines rozaban mi mejilla. Capítulo VIII Diciembre no es un buen mes para viajar, especialmente para aquellos cuyos asuntos no les permiten utilizar las carreteras. En invierno los bosques son claros, abiertos y sin maleza, pero en los valles remotos hay lugares por donde no se puede pasar con seguridad: las orillas de las corrientes, tortuosas y montaraces, con el suelo a punto de desmoronarse a causa de las mareas y el agua estancada. No tuve nieve, por suerte, pero al segundo día de mi partida de Bryn Myrddin el tiempo empeoró; un viento frío preñado de granizo, que llenaba de hielo todos los caminos. La marcha era lenta. Al tercer día, hacia el anochecer, oí el aullido de los lobos en algún lugar cerca de la línea nevada de las cimas. Solía ir por los valles, atravesaba los profundos bosques quietos, pero de cuando en cuando el bosque se hacía más claro y me dejaba ver las cimas, blancas de nieve reciente. Aquella nieve significaba algo más que aire oloroso y suaves punzadas de frío en las mejillas: la nieve haría bajar a los lobos. De hecho, cuando la oscuridad se cerró y los árboles aumentaron su espesura, creí ver una sombra que se deslizaba entre los troncos y oír ruidos entre los arbustos que podían ser producidos por criaturas inofensivas como ciervos y zorros; pero me di cuenta de que la yegua estaba inquieta, sus orejas se aplastaban constantemente y la piel de sus patas se estremecía como si las moscas le picaran. Cabalgaba atento, con la espada suelta en la vaina. —Mevysen —le decía a mi yegua galesa en su propia lengua—, cuando encontremos la gran espada que Macsen Wledig guarda para mí, no dudes que tú y yo seremos invencibles. Y al parecer la encontraremos. Pero de momento estoy tan asustado como tú por esos lobos; por consiguiente, seguiremos adelante hasta encontrar un lugar fácilmente defendible con esta pobre arma mía y mi destreza aún más pobre, y pasaremos la noche juntos, tú y yo, e intentaremos descansar olvidándonos del miedo que tenemos. El lugar defendible era el ruinoso caparazón de un edificio en el interior del bosque. Literalmente, era una concha todo lo que quedaba de una diminuta construcción en forma
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de horno o de colmena. La mitad se había derrumbado y la parte que continuaba en pie parecía un huevo roto por la punta, con la concavidad de media cúpula situada contra el viento, por lo que ofrecía cierta protección contra la intermitente aguanieve. La mayoría de los ladrillos había desaparecido —probablemente robados para otras construcciones—, pero todavía quedaba un muro resquebrajado de mortero tras el cual era posible cobijarse y ocultarnos. Desmonté y conduje la yegua hacia dentro. El animal se abrió paso entre las piedras amontonadas, sacudió su cuello húmedo y pronto se instaló tranquilamente con su morral bajo la seca curvatura de la cúpula. Coloqué una piedra pesada sobre el extremo de la cuerda con que la ataba, luego cogí un puñado de helechos que se amontonaban bajo el muro, le sequé el cuerpo con ellos y, finalmente, la cubrí. Parecía haber perdido sus temores y masticaba quietamente. Yo me instalé tan cómodamente como me fue posible en una alforja a modo de silla y di cuenta de lo que quedaba de alimento y vino. Me hubiera gustado encender un fuego, tanto para protegerme de los lobos como del frío, pero posiblemente había otros enemigos más peligrosos que los lobos al acecho; así pues, con mi espada al alcance de la mano, me envolví en las pieles de oveja y comí; finalmente, caí en una especie de sopor, la sensación más cercana al sueño que permitían el peligro y la incomodidad. Y soñé de nuevo. Esta vez no sueños de reyes, espadas y estrellas, sino un sueño de duermevela, desconectado e inquieto, sobre los pequeños dioses de los lugares pequeños; dioses de las colinas, de los bosques, de los riachuelos y de los cruces de caminos; los dioses que todavía rondan por sus derruidos santuarios que esperan en la oscuridad, tras las luces de las activas iglesias cristianas, tras los rituales de los dioses más grandes de Roma. En las ciudades y en los lugares muy habitados los hombres se han olvidado de ellos, pero en los bosques y en las alturas salvajes la gente todavía les ofrece comida y bebida, y reza a los guardianes locales que habitan ahí desde tiempos inmemoriales. Los romanos les dieron nombres romanos y los aceptaron, pero los cristianos se negaron a creer en ellos y sus sacerdotes regañaban a la pobre gente que se aferraba a las prácticas antiguas (y sin duda por malgastar ofrendas que mejor aprovecharían en la celda de algún ermitaño que en cualquier lugar antiguo y sagrado del bosque). Sin embargo, la gente sencilla seguía dejando sus ofrendas y cuando a la mañana siguiente se habían desvanecido, ¿quién podía asegurar que un dios no se las había llevado? En sueños pensé que aquél debía de ser uno de esos lugares. Estaba en el interior del bosque y el ábside de piedra donde estaba sentado era el mismo; incluso el muro de mortero que tenía frente a mí. Estaba oscuro y tenía los oídos llenos del rugido del viento nocturno a través de las copas de los árboles. No oí nada, pero a mi lado la yegua se estremeció y husmeó ansiosamente dentro del morral; levantó la cabeza y yo miré hacia arriba, para encontrarme con unos ojos que me contemplaban desde la oscuridad del otro lado del muro. Atrapado por el sueño, no pude moverme. Con igual silencio y ligereza, llegaron otros. Sólo los distinguía como sombras que se destacaban en la fría oscuridad; no eran lobos, eran sombras humanas; pequeñas figuras que se aparecían una a una, como fantasmas, silenciosamente, hasta que me rodearon en número de ocho, colocados hombro contra hombro en la entrada de mi refugio. Permanecían allí sin moverse ni hablar, ocho pequeñas sombras como las del bosque, como las tenebrosas sombras de los árboles. No vi nada más que el brillo de sus ojos vigilantes cuando por encima de los árboles desnudos una nube dejó pasar momentáneamente la luz de las estrellas invernales. Ningún movimiento, ninguna palabra. Pero súbitamente, sin ningún cambio consciente, me di cuenta de que estaba despierto. Y ellos seguían allí. No cogí la espada. Ocho contra uno es una lucha sin sentido; además, primero había que probar otros caminos. Pero tampoco tuve posibilidad de intentar estos otros sistemas.
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Al moverme y tomar aliento para hablar, uno de ellos dijo algo, una palabra que se llevó el viento, y a continuación me vi lanzado contra el muro mientras unas manos rudas me amordazaban y me ataban fuertemente las manos en la espalda. Me sacaron medio a rastras del refugio y me lanzaron de espaldas contra el contundente material que formaba el muro. Uno de ellos rascó pedernal y hierro y al cabo de un largo rato consiguió encender una luz en el extremo de un palo colocado en un cuerno de vaca, que hizo las veces de antorcha; el palo ardía tétricamente y lanzaba una luz débil y parpadeante, pero con su ayuda empezaron a trabajar: vaciaron las alforjas y examinaron la yegua con cuidadosa curiosidad. Luego acercaron la antorcha a donde yo me hallaba. Dos hombres permanecían de pie a mi lado y con el fuego casi me quemaban el rostro al examinarme con tanto ahínco como habían hecho con la yegua. Me pareció evidente, dado que todavía estaba vivo, que aquellas gentes no eran simples ladrones; de hecho, no se quedaron nada de las alforjas y, si bien me quitaron la espada y la daga, no intentaron nada más contra mí. Al ver que me miraban tan detenidamente y lanzaban gruñidos y comentarios de satisfacción, empecé a temer que me estuvieran buscando. Pero de ser así, pensé, si lo que deseaban saber era mi destino o bien si les habían pagado para descubrirlo, les habría sido más conveniente permanecer al acecho sin ser vistos y seguirme. Sin duda, les habría conducido hasta la casa del conde Antor. Sus comentarios no me descubrieron nada acerca de lo que querían de mí, pero me dijeron algo de igual importancia: aquellos hombres hablaban en una lengua que yo no había oído nunca pero que, sin embargo, conocía: la lengua antigua de los britanos, que mi maestro Galapas me había enseñado. La lengua antigua tenía todavía algunas formas parecidas a nuestro lenguaje britano, pero la gente que la hablaba había vivido durante tanto tiempo aislada de los otros hombres que su habla se había alterado, añadiendo palabras nuevas y cambiando su acento hasta el punto de que, en la actualidad, se necesitaban conocimientos y esfuerzos para seguirla por completo. Distinguí inflexiones familiares y, de cuando en cuando, alguna palabra reconocible como el galés de Gwynedd, pero el acento había cambiado, se había hecho pastoso a lo largo de quinientos años de aislamiento, con palabras que en otros dialectos ya habían desaparecido del uso y sonidos añadidos como los ecos de las colinas, de los dioses y de las criaturas salvajes que moraban en ellas. Esto me dio una idea sobre quiénes podían ser aquellos hombres: los descendientes de las tribus que, mucho tiempo atrás, se habían retirado a las colinas más remotas, dejando las ciudades y las tierras cultivables a los romanos, y luego a los federados de Cunedda procedentes de Guotodin; hombres que dormían en los árboles como pájaros sin hogar, en las zonas altas del bosque en donde la vida era escasa y ningún hombre se las disputaría. Aquí y allí habían fortificado una cima y la habían mantenido, pero en la mayoría de casos cualquier colina que pudiera fortificarse de aquel modo era deseable a los ojos de los conquistadores, y finalmente era arrasada y tomada. De esta manera, de cima en cima, los supervivientes inconquistados se habían ido retirando hasta que sólo les quedaron los despeñaderos, las cuevas y las tierras desnudas que la nieve aislaba durante el invierno. Y allí vivían, vistos sólo por casualidad o cuando ellos deseaban ser vistos. Eran ellos, imaginé, quienes se arrastraban de noche para recoger las ofrendas de los lugares sagrados rurales. Mi sueño de duermevela había sido real. Quizás aquellos eran los únicos moradores visibles entre todos los habitantes de las colinas huecas. —Hablaban libremente —tan libremente como suele la gente como ellos—, sin saber que yo podía comprenderlos. Mantuve los ojos bajos y escuché. —Te digo que es él. ¿Quién más se atrevería a viajar por el bosque en una noche como ésta? ¿Y con una yegua ruana? —Tienes razón. Han dicho que iba solo y con una yegua ruana. —Quizás ha matado al otro y le ha robado la yegua.
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Lo cierto es que se esconde. ¿Quién se cobijaría aquí, en invierno, sin fuego y con los lobos que rondan por los alrededores? —No es de los lobos de lo que se esconde. Sin duda éste es el hombre que buscan. —Y por el que pagan. —Han dicho que era peligroso, pero a mí no me lo parece. —Tenía la espada desenvainada y a punto. —Pero ni siquiera la ha cogido. —Hemos sido demasiado rápidos para que lo hiciera. —Nos ha visto. Tenía tiempo. No deberíamos haberle atacado así, Cwyll. No nos han dicho que lo cogiéramos. Nos han dicho: «Encontradlo y seguidlo.» —Bien, ahora ya está hecho, ya le hemos cogido, ¿Qué hacemos? ¿Lo matamos? —Llyd lo sabrá. —Sí, Llyd lo sabrá. En realidad, no hablaron como lo explico, sino a sacudidas, con breves frases que daban saltos en aquel lenguaje extraño, roto. Entonces me dejaron donde estaba, entre los dos guardias, y se retiraron a corta distancia. Supuse que esperaban a Llyd. Al cabo de unos veinte minutos llegó el hombre con dos más: otras tres sombras que surgieron súbitamente de la oscuridad del bosque. Los otros se apiñaron a su alrededor, hablando y señalando; el hombre cogió la antorcha —que ya no era mucho más que un palo chamuscado que olía a resina— y caminó hacia mí. Los otros se arremolinaron tras él. Se colocaron formando semicírculo a mi alrededor, igual que antes. Llyd levantó la antorcha, que me iluminó, no con toda claridad pero sí con la suficiente para que yo pudiera verlos. Eran hombres pequeños, de cabello oscuro y caras ariscas, maltratadas por el tiempo y la vida dura, caras que habían adquirido la textura de la leña retorcida. Vestían pieles bastamente curtidas y unos pantalones de tela gruesa, rústica, teñidos con los marrones, verdes y morados que se podían conseguir con las plantas de las montañas. Iban armados de garrotes, cuchillos, hachas de piedra cincelada y dentada... y mi espada, que guardaba el que había dado las órdenes hasta la llegada de Llyd. —Se han ido hacia el norte —dijo Llyd—. En el bosque no hay nadie que pueda ver ni oír. Quitadle la mordaza. —¿Para qué? —El que había hecho la pregunta era el individuo que tenía mi espada— . No conoce la lengua antigua. Míralo. No nos entiende. Cuando hemos hablado de matarlo no ha parecido asustarse. —¿Y qué significa eso excepto que es valiente, como ya sabemos? Un hombre atacado y atado como él no puede esperar más que la muerte y, sin embargo, no hay miedo en sus ojos. Haz lo que te he dicho. Conozco su lengua lo suficiente como para preguntarle su nombre y adonde va. Quítale la mordaza. Y vosotros, Pwul y Areth, buscad leña seca para encender fuego. Así tendremos buena luz para verlo. Uno de los dos hombres que estaba a mi lado deshizo el nudo y me quitó la mordaza, que me había cortado la comisura de la boca. Estaba llena de sangre y saliva, pero la guardó en su zurrón. Su pobreza era tanta que no podían desperdiciar nada. Me preguntaba cuánto les habían ofrecido para capturarme. Si Crinas y sus hombres me habían seguido hasta aquí y habían convencido a los moradores de las colinas para que vigilaran y descubrieran a dónde me dirigía, la rápida acción de Cwyll había desbaratado su plan. Pero también el mío. Aun cuando decidieran dejarme ir para seguirme en secreto, mi viaje ya no tenía sentido. A pesar de estar advertido de su presencia, nunca podría eludir a aquellos hombres, que veían cualquier movimiento que se produjera en el bosque y podían enviar mensajes con la rapidez de las abejas. Yo sabía de antemano que el bosque estaría lleno de vigilantes, pero normalmente solían permanecer ocultos y se ocupaban de sus propios asuntos. Ahora comprendía que mi única esperanza de llegar a Galava sin ser descubierto era consiguiendo su ayuda. Esperé a oír lo que su jefe tenía
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que decir. Habló lentamente, en un mal galés. —¿Quién eres? —Un viajero. Voy al norte, a casa de un viejo amigo. —¿En invierno? —Era necesario. —¿Dónde...? —Buscó las palabras—. ¿... De dónde vienes? —De Maridunum. Al parecer, aquello concordaba con lo que «ellos» les habían dicho. Asintió. —¿Eres un mensajero? —No. Tus hombres han visto lo que llevo. Uno de ellos dijo rápidamente en la lengua antigua: —Lleva oro. Lo hemos visto. Oro en su cinturón y también un poco en la cincha de la yegua. El jefe me miró. No podía leer en su rostro, era casi tan insensible como la corteza de un roble. Sin quitarme los ojos de encima, dijo por encima del hombro: —¿Lo habéis registrado? —Hablaba su propia lengua. —No. Hemos visto lo que llevaba en el zurrón cuando le hemos quitado las armas. —Registradlo ahora. Obedecieron con pocos miramientos. Luego volvieron a ponerse en pie y le enseñaron lo que habían encontrado; todos se arremolinaron para mirar a la luz de la débil antorcha. —Oro. Mira cuánto. Un broche con el Dragón de la casa del rey. No es una insignia, a juzgar por el peso; es de oro. Un sello con el Cuervo de Mitra. Y cabalga de Maridunum hacia el norte en secreto. —Cwyll volvió a colocar mi capa sobre el sello y se levantó—. Tiene que ser el hombre que nos han dicho los soldados. Está mintiendo. Es un mensajero. Debemos dejarlo ir y seguirlo. Pero Llyd habló lentamente, sin dejar de mirarme. —¿Un mensajero que lleva un arpa, el signo del Dragón y el sello del Cuervo? ¿Y viaja solo desde Maridunum? No. Sólo puede ser un hombre: el mago de Bryn Myrddin. —¿El? —Había hablado el hombre que tenía mi espada; aflojó la garra súbitamente, vi que tragaba saliva y que volvía a asir el arma—. ¿Él, el mago? Es demasiado joven. Además, he oído hablar de ese mago y dicen que es un gigante, con unos ojos que hielan la médula. Déjalo ir, Llyd, y lo seguiremos como nos han pedido los soldados. Cwyll dijo con inquietud: —Sí, déjalo marchar. Los reyes no nos importan nada y, además, trae mala suerte maltratar a un mago. Los otros se acercaron, curiosos e incómodos. —¿Un mago? No nos han dicho nada de eso; de haberlo sabido no lo habríamos tocado. —No es un mago; mirad cómo va vestido. Además, si fuera mago nos habría detenido. —Dormía. Incluso los magos tienen que dormir. —Estaba despierto. Nos ha visto y no ha hecho nada. —Primero lo hemos amordazado. —Ahora no está amordazado y, mirad, no dice nada. —Sí, déjalo ir, Llyd, y tendremos el dinero que los soldados nos han ofrecido. Han dicho que nos pagarían bien. Más susurros y gestos de asentimiento. Entonces uno de ellos dijo pensativamente: —Lleva más él encima que lo que nos han ofrecido. Llyd no había hablado durante un rato, pero ahora interrumpió la charla con furia: —¿Acaso somos ladrones? ¿O mercenarios que damos información a cambio de oro? Ya os lo he dicho antes, no haré ciegamente lo que nos han dicho los soldados, ni por
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todo su dinero. ¿Quiénes son ellos para que nosotros, los viejos soldados, tengamos que hacer su trabajo? Haremos el nuestro. Hay unas cuantas cosas que me gustaría saber. Los soldados no nos han dicho nada. Quizás este hombre lo hará. Me parece que hay muchas cosas importantes en juego. Miradlo: no es el mensajero de nadie, es un hombre que cuenta entre los hombres. Lo desataremos y hablaremos. Enciende el fuego, Areth. Mientras hablaba, los dos a los que había enviado a buscar leña habían traído un montón de troncos y de maleza muerta, que habían dispuesto en una pira lista para encender. Pero aquella noche no debía haber en todo el bosque ni una sola rama seca. Si bien el aguanieve había dejado de caer desde hacía un rato, todo rezumaba humedad y el suelo parecía esponjoso como si estuviera empapado hasta el centro de la Tierra. Llyd hizo una señal a los dos hombres que me custodiaban. —Desatadle las manos. Y que uno de vosotros traiga comida y bebida. Uno de ellos se alejó a toda prisa, pero el otro vaciló jugueteando con el cuchillo. Los otros se apiñaron, discutiendo. Al parecer, la autoridad de Llyd no era como la de un rey, sino la de un jefe aceptado por unos compañeros que tenían derecho a discutir y a aconsejar. Capté fragmentos de lo que decían y luego la voz clara de Llyd: —Son cosas que debemos saber. El conocimiento es el único poder que tenemos. Si no nos lo dice por propia voluntad, entonces tendremos que hacerle... Areth había conseguido encender la leña húmeda, pero aquel fuego no daba ni luz ni calor, sólo intermitentes nubes de humo, de olor acre y sucio, que se esparcían por todas partes al impulso del viento, produciendo escozor en los ojos y cortando la respiración. Era el momento de entrar en acción, pensé. Ya sabía lo suficiente. Con voz clara y en la lengua antigua exclamé: —Aléjate del fuego, Areth. Se hizo un súbito y completo silencio. No los miré. Fijé la vista en los leños humeantes. Me olvidé de las magulladuras de las muñecas atadas, del dolor de mis contusiones, de la incomodidad de mis ropas empapadas. Con la misma facilidad con que se respira y aspira, el poder recorrió mi cuerpo, frío y libre. Algo había caído a través de las sombras, algo como una flecha de fuego o una estrella fugaz. Como un relámpago, un chorro de chispas blancas que parecían aguanieve ardiente se enzarzaron en los leños, que centellearon. El fuego prendió a pesar de la humedad, prendió y gorgoteó, volvió a prender dorado y rojo, gloriosamente cálido. La humedad silbó entre el fuego y, como si fuera aceite, las llamas se elevaron, rugientes. El ruido del fuego llenó el bosque y produjo ecos como de caballos galopantes. Finalmente, separé los ojos de las llamas y miré a mi alrededor. Se habían desvanecido como si de verdad fueran espíritus de las colinas. Estaba solo en el bosque, apoyado en las rocas desmoronadas; el vapor se elevaba de mis ropas que empezaban a secarse y las ataduras me escocían dolorosamente en las muñecas. Algo me rozó por la espalda. Era la hoja de un cuchillo de piedra. Se deslizó entre la carne de mis muñecas y la cuerda, serrando la atadura. Finalmente, cedió. Entumecido, flexioné los hombros y empecé a frotarme las doloridas muñecas. Tenía un agudo corte, que sangraba, en donde el cuchillo me había rozado. No hablé ni miré hacia atrás; permanecí sentado sin moverme, restregándome las muñecas y las manos. Detrás de mí una voz habló. Era la de Llyd. Habló en su lengua antigua. —¿Eres Myrddin, llamado Emrys o Ambrosius, hijo de Ambrosius, que era hijo de Constantius, el cual surgió de la semilla de Macsen Wledig? —Soy Myrddin Emrys. —Mis hombres te han apresado por error. No lo sabían. —Ahora lo saben. ¿Qué haréis conmigo? —Dejarte seguir tu viaje cuando tú lo decidas. —¿Y, mientras tanto, me interrogaréis y me obligaréis a deciros las cosas que sólo a mí me conciernen?
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—Sabemos que no podemos obligarte a nada. Ni queremos. Nos dirás lo que quieras decirnos y te irás cuando lo desees. Pero podemos vigilar mientras tú duermes, y tenemos comida y bebida. Te ofrecemos todo cuanto tenemos. —Entonces lo acepto. Gracias. Ahora, tú sabes mi nombre y yo he oído los vuestros, pero debes decírmelo tú mismo. —Soy Llyd. Mi antepasado era Llyd, también llamado Llud de los Bosques. Aquí no hay ningún hombre que no sea descendiente de los dioses. —Entonces ningún hombre debe temer a uno que desciende de un rey. Me alegrará compartir vuestra cena y hablar con vosotros. Venid y compartid el calor de mi fuego. La comida era un trozo de liebre asada y una rebanada de pan negro. Tenían carne recién cazada, resultado de las correrías de aquella noche, que guardaron para la tribu, pero lanzaron las pieles al fuego, así como la carroña de una gallina negra y algunas pastas poco cocidas que parecían, y olían, como si las hubieran mezclado con sangre. Era fácil imaginar dónde habían conseguido todo aquello; son alimentos que se ven en todos los cruces de los caminos de aquel territorio. Para aquella gente no era una blasfemia coger las ofrendas dejadas al borde del camino: como me había dicho Llyd, se consideraban descendientes de los dioses y aprovechaban las ofrendas. De hecho, yo no veía ningún mal en ello. Acepté el pan y un trozo de corazón, así como un cuerno de la bebida, fuerte y dulce, que hacían ellos mismos con hierbas y miel. Los diez hombres estaban sentados alrededor del fuego mientras Llyd y yo, un poco apartados de los demás, charlábamos. —Esos soldados que querían que me siguierais —dije—, ¿qué clase de hombres eran? —Eran cinco hombres, soldados armados hasta los dientes, pero no llevaban blasón. —¿Cinco? ¿Uno de ellos tenía el pelo rojo, era robusto, con un justillo marrón y una capa azul? ¿Y otro con un caballo pinto? Era el único caballo que Estilicón había podido reconocer porque había entrevisto sus manchas blancas en la oscuridad del bosquecillo. Debían de haber dejado a un quinto hombre de vigilancia al pie del valle. Proseguí: —¿Qué te han dicho? Pero Llyd negaba con la cabeza. —No había ningún hombre como el que describes, ni tampoco un caballo como el que dices. El jefe era un hombre rubio, delgado como una horquilla, con barba. Nos han pedido que vigiláramos a un hombre con una yegua ruana que cabalgaba solo para hacer algo que ellos no sabían. Pero han dicho que su amo pagaría bien por saber adonde se dirigía. Lanzó por encima del hombro el hueso que había estado mordisqueando, se secó la boca y me miró directamente. —He dicho que no te preguntaría por tus asuntos, Myrddin Emrys, pero dime una cosa: ¿por qué el hijo del Gran Rey Ambrosio y pariente de Úter Pandragón se oculta en el bosque mientras los hombres de Urién lo persiguen con la intención de hacerle algún daño? —¿Hombres de Urién? —¡Ah!, hay cosas que tu magia no te dirá. —Había satisfacción en su voz—. Pero en estos valles, nadie se mueve sin que nosotros lo sepamos. Nadie viene aquí sin que nosotros le descubramos y lo sigamos hasta saber qué hace. Conocemos a Urién de Gorre. Estos hombres eran suyos y hablaban la lengua de su país. —Entonces me podrás decir algo sobre Urién —le animé—. Yo lo conozco: un reyezuelo de un pequeño país, hermano por matrimonio de Lot de Leonís. No sé ningún motivo por el que quieran atraparme. Me encargo de asuntos del rey y Urién no tiene nada contra mí ni contra el rey. Él y su hermano de Leonís son aliados de Rheged y del
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rey. ¿Acaso Urién actúa a las órdenes de algún otro hombre? ¿Del duque Cador? —No, sólo a las órdenes del rey Lot. Permanecí callado. El fuego rugía y a nuestro alrededor el bosque se estremecía y se agitaba. El viento moría. Mis pensamientos corrían desaforadamente. No dudaba de que Crinas y los suyos eran hombres de Cador. Ahora parecía que había otros espías del norte, vigilando y esperando, y que de alguna manera habían dado conmigo. Urién, el chacal de Lot. Y Cador. Dos de los más poderosos aliados de Úter, su mano derecha y su mano izquierda: en el momento en que el rey empezaba a fallar, habían mandado a buscar al príncipe... La imagen se rompía y volvía a formarse al igual que se recompone de nuevo un reflejo en un charco después que se le haya arrojado una piedra; pero no era la misma imagen: la piedra estaba allí, en el centro, cambiándolo todo. El rey Lot, el prometido de Morgana, la hija del Gran Rey. El rey Lot. Finalmente, dije: —He oído que decías que estos hombres se han ido hacia el norte. ¿Iban directamente a informar a Urién, o abrigaban la intención de encontrarme y seguirme? —Pensaban seguirte. Han dicho que irían al norte para ver si encontraban tus huellas. Si no las encuentran, volverán para reunirse con nosotros en un lugar convenido. —¿Iréis a su encuentro? Escupió hacia un lado sin molestarse en contestar. Sonreí y dije: —Me iré mañana. ¿Querréis guiarme por algún camino que los soldados no conozcan? —Con placer, pero para hacerlo tengo que saber qué pretendes. —Sigo un sueño que tuve —le dije. El asintió. La gente de las colinas considera razonables estas cosas. Actúa por instinto, como los animales; lee en el cielo y espera portentos. Reflexioné unos minutos y luego le pregunté: —Has hablado de Macsen Wledig. Cuando dejó estas islas para ir a Roma, ¿fueron con él algunos de los tuyos? —Sí, mi propio bisabuelo los capitaneaba bajo las órdenes de Macsen. —¿Y volvió? —En efecto. —Te he dicho que había tenido un sueño. Soñé que un rey muerto me hablaba y me decía que antes de poder elevar al trono al que está vivo tenía que completar una búsqueda. ¿Oíste hablar alguna vez sobre qué se hizo de la espada de Macsen? Levantó una mano e hizo un gesto que nunca había visto antes, pero comprendí que se trataba de un poderoso signo contra la magia más poderosa. Masculló entre dientes: alguna frase rúnica pronunciada con palabras que yo no conocía. Luego, en voz alta, me dijo: —Ahora lo comprendo. Que Arawn sea bendito, y Bilis, y Myrddin de las alturas. Ya me imaginaba que se trataba de algo importante. Lo he notado en mi piel como se nota la lluvia que cae. Entonces, ¿es eso lo que buscas, Myrddin Emrys? —Eso es lo que busco. He estado en Oriente y allí me han dicho que la espada, junto con los mejores objetos del tesoro del emperador, había vuelto a Occidente. Creo que he sido conducido hasta aquí. ¿No puedes ayudarme a seguir avanzando? Negó lentamente con la cabeza. —No, de este asunto no sé nada. Pero en el bosque hay gente que puede ayudarte. La palabra se ha transmitido, eso es todo lo que puedo decirte. —¿No dijo nada tu bisabuelo? —Yo no he dicho tal cosa. Te contaré lo que dijo. Adoptó el tono cantarín de los narradores. Comprendí que me transmitiría las palabras exactas; esta gente guarda las palabras de generación en generación, tan exactas y precisas como el cincelado de una copa. —«La espada fue entregada por un emperador muerto y debe ser levantada por un
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emperador vivo. Fue sacada de casa por tierra y por mar, con sangre y con fuego, y por tierra y por mar volverá a casa, y permanecerá oculta en la piedra flotante hasta que sea levantada de nuevo con fuego. No será levantada más que por un hombre nacido directamente de la semilla de Britania.» La canción cesó. Los que estaban alrededor del fuego habían dejado de charlar para escuchar. Vi que sus ojos brillaban y que sus manos hacían un antiguo signo. Llyd se aclaró la garganta, escupió de nuevo y dijo con aspereza: —Eso es todo. Ya te he dicho que no te serviría de nada. —Si tengo que encontrar la espada, ya llegará la ayuda, no temas. Y ahora sé que la tengo muy cerca. Donde esté la canción, la espada no puede estar muy lejos. Y cuando la haya encontrado..., parece que sabes adonde voy. —¿Adonde podría ir Myrddin Emrys, en un viaje secreto a través del invierno, sino adonde esté el príncipe? Asentí. —El príncipe está al otro lado de tu territorio, Llyd, pero no más allá de los ojos de tu gente. ¿Sabes dónde está? —No, pero lo sabremos. —Me alegraría. Vigiladme si lo deseáis, y cuando sepáis adonde voy, vigiladlo a él por mí. Este será un rey, Llyd, que pactará con los antepasados de las colinas más que con los reyes y obispos que pueda. encontrar en Winchester. —Lo vigilaremos por ti. —Entonces me iré al norte, como tenía proyectado. —Estarás a salvo —dijo Llyd—. Al amanecer te veremos marchar. Capítulo IX El camino que me enseñaron era un sendero ni mejor ni peor que el que había seguido hasta entonces, pero era más fácil gracias a los signos secretos que me indicaron, y más corto incluso que la carretera principal. Había súbitas vueltas y ascensos a pasos estrechos que, sin las señales, no habría sospechado que prosiguieran el camino. Cabalgaba por alguna garganta estrecha, bordeada de árboles, con una aparente y sólida muralla de montañas al frente y el sonido de un torrente que se deslizaba entre las rocas, produciendo ecos; pero siempre, cuando llegaba a la muralla, descubría el paso, estrecho y a veces peligroso, siempre despejado, que corría a través de un barranco (hasta entonces invisible) y conducía al declive escalonado del otro lado. Viajé así durante dos días más sin ver a nadie, descansando poco y manteniendo las energías, mías y de la yegua, con lo que los Antepasados me habían dado. En la mañana del tercer día la yegua perdió una herradura. Tuvimos suerte de encontrarnos en un suelo cómodo, una loma entre valle y valle cubierta de blando césped, desierta en aquella época del año. Desmonté y guié al animal a lo largo de la loma mientras escudriñaba los valles en busca de un camino o del humo de algún caserío. Sabía dónde me encontraba; aunque la bruma y las tempestades de nieve ocultaban las elevadas crestas, cuando se disiparon divisé la blanca cima de la gran Colina de Nieve que se destacaba sobre el cielo invernal. En otra ocasión ya había pasado por allí, siguiendo la carretera, y reconocí la forma de algunas colinas cercanas. Estaba seguro de que no tendría que ir muy lejos para encontrar un camino, y también un herrero. Había pensado en la posibilidad de quitar las otras tres herraduras a la yegua, pero la marcha había sido dura y, de no haberlas conservado, el animal se habría dañado. Además, ya no nos quedaba comida y en invierno era imposible encontrar nada por los caminos. Tenía que correr el riesgo de ser visto y reconocido.
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Era un día helado, tranquilo y despejado. Alrededor del mediodía vi el humo de un caserío y, cinco minutos más tarde, el brillo del agua al pie del valle. Dirigí la yegua cuesta abajo. Descendimos suavemente al amparo de grupos pocos densos de robles cuyas copas todavía conservaban un buen puñado de hojas muertas. Pronto pude ver, hacia abajo y a través de los troncos desnudos, el gris centelleo de un río que se deslizaba entre sus ribazos. Detuve la yegua en el lindero de un robledal. Ningún movimiento, ningún sonido, sólo el ruidoso río que incluso ahogaba el distante ladrido de los perros que señalaba la existencia del pueblo. Tenía la seguridad de no hallarme lejos del camino. Mi mayor esperanza de encontrar una forja era el lugar en donde se reúnen la carretera y el río. Estos lugares suelen estar cerca de un vado o de un puente. Manteniendo la ruana en el interior del robledal, la conduje suavemente en dirección norte. Viajamos así durante más o menos una hora; entonces, el valle daba una súbita vuelta hacia el noroeste y, frente a mí, procedente de un valle vecino, se extendía la despejada cinta verde que señalaba la carretera. Oí claramente, en la quietud del invierno, el metálico chasquido de un martillo. No se veían casas por ningún lado, pero en el lugar en que el camino se juntaba con el río la vegetación era muy espesa, y deduje que el pueblo debía de encontrarse en algún otero o en algún lugar elevado que sus habitantes pudieran defender. El herrero, en su solitaria forja junto al agua, no tenía nada que temer. Estos hombres son demasiado útiles y no tenía sentido atacarlos; además, todavía persistía el antiguo temor que se cernía sobre los lugares en donde se juntan un río y un camino. El propio herrero podría haber sido uno de los Antepasados. Era un hombre pequeño, encorvado a causa de su trabajo pero inmensamente ancho de espaldas, con los brazos nudosos de músculos y cubiertos por una capa de pelo tan espesa como la de un oso. Sus manos, anchas y agrietadas, eran casi tan negras como su cabello. Levantó la vista de su trabajo cuando mi sombra cruzó el umbral. Lo saludé, luego até la yegua en un arco de la puerta y me senté a esperar, satisfecho del calor del fuego, mantenido en llamas por un muchacho con un delantal de cuero. El herrero contestó a mi saludo con una mirada penetrante; luego, sin hacer pausa en el ritmo de su trabajo, continuó martilleando. Hacía una reja de arado. Con el silbido del vapor y la gradual moderación de los martillazos, la reja se agrisaba lentamente y se enfriaba en el borde cortante. El herrero susurró algo al muchacho del fuelle; éste dejó de dar aire, y luego, cogiendo el cubo del agua, abandonó la forja. El herrero dejó el martillo, se enderezó y se desentumeció. Descolgó una bota de vino de la pared y bebió. Luego se secó la boca. Sus ojos expertos examinaron la yegua. —¿Traes la herradura? —Casi esperaba que utilizaría la lengua antigua, pero habló en galés—. De lo contrario tardaré más tiempo del que te gustaría perder. ¿O prefieres que le quite las otras tres? —¿Y me pagarás por ellas? —Sonreí ampliamente. —Lo haría sin cobrar—dijo el herrero, mostrando unos clientes ennegrecidos. Le entregué la herradura desprendida. —Colócala de nuevo y aquí tienes una moneda para ti. Cogió la herradura y la examinó lentamente con sus manos callosas. Luego asintió y levantó la pata de la yegua. —¿Vas muy lejos? Parte del pago a un herrero era, naturalmente, las noticias que sus clientes le podían dar. También esperaba esto y ya tenía una historia a punto. Raspaba y escuchaba mientras la yegua permanecía quieta entre nosotros, con la cabeza gacha y las orejas blandas. Al cabo de un rato vino el muchacho con un cubo lleno y volcó el agua dentro de
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la tina. Había tardado mucho y jadeaba como si hubiera venido corriendo. Pensando en ello, me imaginé que había aprovechado la oportunidad entreteniéndose, como suelen hacer los muchachos, y que había tenido que volver a toda prisa. El herrero no hizo comentario alguno; sólo le gruñó que volviera al fuelle y pronto el fuego rugió; la herradura empezó a ponerse al rojo vivo. Supongo que debería haber estado más alerta, si bien aquél era un riesgo que no tenía más remedio que correr. Había la posibilidad de que los soldados en busca de un jinete con una yegua ruana no hubieran pasado por allí. Pero, al parecer, sí que habían pasado. Con el rugido del horno y del martilleo no oí nada, pero de súbito vi las sombras entre la puerta y donde yo me hallaba; había cuatro hombres allí, de pie. Iban todos armados, y las armas parecían dispuestas, como si estuvieran a punto de utilizarlas. Dos de ellos llevaban lanzas, y no eran menos mortíferas por estar hechas en casa; uno blandía un hacha de leñador con la hoja afilada, capaz de cortar el tronco de un roble vivo; el cuarto sostenía con cierta destreza una espada corta romana. El último fue quien habló. Me saludó con bastante cortesía mientras el herrero dejaba de martillear y el muchacho miraba. —¿Quién eres y adonde te diriges? Le contesté en su propio dialecto y sin moverme de donde estaba sentado. —Me llamo Emrys y viajo hacia el norte. He tenido que desviarme del camino porque, como ves, mi yegua había perdido una herradura. —¿De dónde vienes? —Del sur, en donde no mandamos hombres armados contra un forastero que cruce por nuestro pueblo. ¿De qué tenéis miedo para venir cuatro contra uno? Refunfuñó algo y los dos de las lanzas se pusieron tensos, apuntalando los pies en el suelo. Pero el de la espada se mantuvo sereno. —Hablas demasiado bien nuestra lengua para ser un forastero. Creo que eres el hombre que nos han dicho que buscáramos. ¿Quién eres? —No soy un desconocido para ti, Brychan —dije con calma—. ¿Conseguiste esa espada en Kaerconan o la tomaste cuando detuvimos las tropas de Vortiger y las destruimos en el cruce de Bremia? —¿Kaerconan? —La punta de la espada vaciló y descendió—. ¿Estuviste allí con Ambrosio? —Estaba allí, sí. —¿Y en Bremia? ¿Con el duque Gorlois? —La espada adquirió una completa verticalidad—. Espera, has dicho que te llamas Emrys, ¿no serás Myrddin Emrys, el profeta que ganó la batalla por nosotros y luego curó nuestras heridas? ¿El hijo de Ambrosio? —El mismo. Los hombres de mi raza no doblan la rodilla con facilidad, pero el efecto fue el mismo cuando envainó su espada y enseñó sus dientes ennegrecidos en una ancha sonrisa de satisfacción. —¡Por todos los dioses, es él! No os conocía, príncipe. Retirad las armas, estúpidos, ¿no veis que es un príncipe y no nos comerá? —No podemos culparlos si no lo ven —dije riendo—. Ahora no soy ni un príncipe ni un profeta, Brychan. Viajo en secreto y necesito ayuda... y silencio. —Tendréis todo lo que os podamos dar, príncipe. —Había captado la mirada que yo había dirigido involuntariamente hacia el herrero y el muchacho—. Ningún hombre de los que hay aquí dirá una palabra. Ni tampoco el muchacho. El chico asintió tragando saliva. El herrero dijo, vacilante: —Si hubiera sabido quién erais... —¿... no habrías mandado al muchacho a llevar la noticia al pueblo? —terminé por él— . No importa. Si eres un hombre del rey como lo es Brychan, puedo confiar en ti.
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—Aquí todos somos hombres del rey —le dijo Brychan, con severidad—, pero aunque fuerais el peor enemigo de Úter en lugar del hijo de su hermano y el ganador de sus batallas, ayudaría, así como os ayudarían mis parientes y todos los hombres de este territorio. ¿Quién me curó este brazo después de Kaerconan? Gracias a vuestros cuidados he podido empuñar la espada hoy contra vos. Señaló la empuñadura. Yo recordé el brazo; una de las hachas sajonas se había hundido profundamente en la carne, arrancando un trozo de músculo y dejando el hueso desnudo. Le cosí el brazo y le cuidé. Ya fuera por la virtud de la medicina o por la fe de Brychan en el «profeta del rey», el brazo había sanado. Había perdido para siempre gran parte de su fuerza, pero le servía. —En cuanto a nosotros —prosiguió—, somos sus hombres, príncipe. Estáis a salvo aquí, y también vuestros secretos. Todos sabemos dónde reside el futuro de estas tierras: en vuestras manos, Myrddin Emrys. Si hubiéramos sabido que erais vos el «viajero» que buscan esos soldados, los hubiéramos retenido aquí hasta vuestra llegada... Sí, y los habríamos matado a una sola señal vuestra. Lanzó una orgullosa mirada a su alrededor y los otros asintieron, musitando su conformidad. Incluso el herrero gruñó una especie de asentimiento y empezó a martillear como si se tratara de un hacha contra el cuello de un enemigo. Les dije unas palabras de agradecimiento y me di cuenta de que había estado demasiado tiempo fuera del país; había dedicado demasiado tiempo hablando con gobernantes, señores y príncipes, y había empezado a pensar como ellos. Y no sólo los reyes, nobles y guerreros ayudarían a Arturo a subir al trono y a mantenerse en él; era el pueblo de Bretaña, arraigado en la tierra, la gente que la alimentaba y le sacaba vida como los mismos árboles, quien lo colocaría en el trono y lucharía por él. Era la fe del pueblo, de la gente que vivía en las montañas y en las llanuras, la que lo convertiría en Gran Rey de todos los reinos e islas, en el sentido completo que mi padre había soñado pero que no pudo conseguir en el corto espacio de tiempo que le fue dado. También había sido el sueño de Máximo, el frustrado emperador que había visto en Britania la punta de lanza de un grupo de naciones que empujaban, en un mismo sentido contra el frío viento del norte. Miré a Brychan con su brazo casi imposibilitado, a sus hombres, pobres hombres de un pobre pueblo por el cual morirían en caso necesario; al herrero y a su muchacho harapiento, y pensé en los Antepasados que mantenían la fe en el pasado y en el futuro en el interior de sus frías cuevas... Pensé que esta vez sería diferente. Macsen y Ambrosio lo habían intentado con la fuerza de las armas y yacían bajo las piedras. Ahora, por la voluntad de Dios y del pueblo, Arturo levantaría el palacio. Y entonces llegaría mi hora de dejar cortes y castillos, llegaría el momento de volver a las colinas: de las colinas vendría la ayuda que necesitaba. Brychan hablaba de nuevo: —¿No queréis venir al pueblo con nosotros, príncipe? Dejad que el herrero termine su trabajo y venid a mi casa a descansar. Allí podréis comer y darnos noticias. Todos estamos ansiosos por saber por qué os buscan los soldados, ofreciendo dinero y exigiendo rapidez, como si algún reino, estuviera en gran peligro. —Y así es. Pero no lo hacen por el Gran Rey. —Ah. Querían hacernos creer que eran tropas del rey, pero yo ya he imaginado que no. ¿De quién son, entonces? —Sirven a Urién de Gorre. Los hombres intercambiaron miradas. Los ojos de Brychan brillaban con penetración. —Urién, ¿eh? ¿Y por qué pagaría Urién para tener noticias vuestras? ¿O quizá paga por tenerlas del príncipe Arturo? —Los dos somos lo mismo —dije asintiendo—. O pronto lo seremos. Quiere saber a dónde me dirijo. —Para poder seguiros hasta el escondite del muchacho. Sí. Pero ¿qué provecho sacará con saberlo Urién de Gorre? Es un hombre poco importante, con pocas
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posibilidades de ser más poderoso. O..., esperad, ya lo tengo. Naturalmente. ¿Se beneficiaría su pariente, Lot de Leonís? —Eso creo. Me han dicho que Urién es vasallo de Lot. Podéis estar seguros de que trabaja para él. Brychan asintió y dijo lentamente: —Y el rey Lot está prometido a una dama que seguramente será reina si Arturo muere... Por consiguiente, paga a sus soldados para que descubran dónde está Arturo. Príncipe, esto huele a algo que no me gusta nada. —Ni a mí. Podemos equivocarnos, Brychan, pero algo me dice que tenemos razón. Y puede que haya otros además de Lot y Urién. —¿Han sido los únicos que han pasado por aquí? ¿No has visto a ningún cornuallés? —No, príncipe. Descansad tranquilo; si vienen otros no conseguirán ninguna ayuda. — Lanzó una breve carcajada—. Confiaría más en vuestros huesos que en la palabra de honor de muchos hombres. Ningún peligro os perseguirá en vuestro camino hasta el pequeño príncipe... Si algún perseguidor pasa por Gwynedd ya procuraremos que pierda vuestra pista con tanta seguridad como se desvanece el rastro del venado cuando se mete en el agua. Confiad en nosotros, príncipe. Somos vuestros hombres, como fuimos los de vuestro padre. No sabemos nada de ese príncipe que vos cuidáis para nosotros, pero si nos decís que lo sigamos y le sirvamos, entonces, Myrddin Emrys, seremos sus hombres mientras podamos aguantar una espada. Ésta es la promesa que os hacemos. —Y yo la acepto por él y os lo agradezco. —Me levanté—. Brychan, será mejor que no vaya al pueblo contigo, pero hay algo que puedes hacer por mí ahora, si quieres. Necesito comida para los próximos días, vino en mi frasco y forraje para la yegua. Tengo dinero. ¿Puedes conseguírmelo? —Nada más fácil. Y podéis guardar vuestro dinero. ¿Acaso os pagué cuando curasteis mi brazo? Dadme una hora y traeremos lo que deseéis sin decir ni una palabra a nadie. El muchacho puede venir con nosotros... La gente está acostumbrada a verlo transportar alimentos a la forja. Él os traerá lo que necesitéis. Le di de nuevo las gracias y charlamos un rato más. Le di las últimas noticias del sur y luego se marcharon. La verdad es que, ni entonces ni en ninguna otra ocasión, dijeron una palabra a nadie acerca de mi visita. El muchacho todavía no había vuelto del pueblo cuando el herrero terminó su trabajo. Le pagué a éste sus servicios y le recomendé que continuara con su trabajo. Lo hizo tan sólo por complacerme y, a pesar de que había oído todo lo que Brychan y yo habíamos hablado, no demostró tenerme ningún miedo, De hecho, nunca he comprendido por qué un hombre habilidoso en su trabajo y rodeado de herramientas propias de su oficio tendría que temer a los príncipes. Son oficios diferentes, eso es todo. —¿Qué camino tomaréis? —me preguntó. Y luego, al verme vacilar, añadió—: No tenéis por qué temer. Si esa cotorra de Brychan y sus hermanos pueden guardar silencio, también puedo yo. Estoy al servicio de la carretera y de todos los hombres que pasan por ella, y soy tan hombre del rey como puede serlo un herrero que se dedica a servir a los viajeros; pero una vez hablé con Ambrosio. Y el abuelo de mi abuelo herró los caballos del mismísimo emperador Máximo. —No comprendió el significado real de mi mirada—. Sí, ya podéis mirarme. Eso fue hace mucho tiempo, ya lo sé, pero mi abuelo me contó que este yunque trabaja desde tiempos inmemoriales, de padres a hijos hasta llegar al hombre más viejo que el pueblo pueda recordar. Por los alrededores se dice que el primer herrero que trabajó aquí sus hierros había aprendido el oficio del propio Weland el Herrero. Así pues, ¿a quién más podía acudir el emperador? Mirad. Señaló la puerta, abierta de par en par contra el muro. Era de roble, suavemente pulida como plata bruñida; el tiempo y los años la habían desgastado tanto que su superficie tenía la palidez del hueso, dentada y ondulada como el agua. De un gancho próximo colgaba una bolsa con clavos de hierro y tenía un bastidor de hierros de marcar. Por toda
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la superficie de la sedosa madera se veían las huellas de las marcas que generaciones de herreros habían probado a medida que las forjaban. Una A atrajo mi atención, pero la marca era nueva, todavía chamuscada y negra. Debajo de esta marca y a su alrededor había unos signos que parecían pájaros en vuelo; luego una flecha, un ojo, varias marcas toscas producidas por hierro al rojo vivo en manos de zafios clientes a la espera de que el herrero terminara su trabajo. Pero a un lado, libres de otras señales, desvaídas como si fueran de plata oscurecida por el fuego, se veían las letras M. I. Debajo de ellas había una marca profunda en la madera, una media luna dentada con huellas de clavos. Eso era lo que el herrero señalaba. —Dicen que fue aquí donde el semental del emperador dio una coz, pero yo no lo creo. Cuando yo y los míos herramos un caballo, aunque sea el más salvaje de todas las colinas, nunca cocea. Pero eso, lo de debajo, eso es cierto. Esta marca fue hecha aquí para los caballos que Macsen Wledig se llevó al este, cuando mató al rey de Roma. —Herrero —dije—, sólo hay una cosa de tu leyenda que es falsa. El rey de Roma fue quien mató a Máximo y le quitó la espada. Pero los hombres de Gales la volvieron a traer a Britania. ¿También fue forjada aquí esa espada? Tardó un rato en replicar y mientras esperaba sentí que el corazón se me aceleraba. Pero al final, el herrero dijo a regañadientes: —Si lo fue, nunca lo he oído decir. Era obvio que le había costado un esfuerzo reconocer que la espada no podía añadirse al prestigio de su forja, pero, sin embargo, me había dicho la verdad. —Me han dicho que en algún lugar del bosque hay un hombre que sabe donde está escondida la espada del emperador. ¿Has oído hablar de eso? ¿Sabes dónde puedo encontrarla? —No, ¿cómo podría saberlo? Dicen que hacia el norte vive un santón que lo sabe todo. Pero vive al norte de Deva, en otro país. —Éste es el camino que llevo. Lo buscaré. —Pues si no queréis encontraros con soldados, no vayáis por la carretera. A seis millas de aquí hay un cruce de caminos en donde la carretera hacia Segontium gira hacia el oeste. Bordead el río a partir de ahí y os llevará hacia el norte hasta que la carretera del oeste lo cruce. —Pero yo no voy a Segontium. Si me desvío demasiado hacia el oeste... —Debéis dejar el río en donde vuelve a encontrarse con la carretera. Directamente a partir del vado el sendero se interna en el bosque, a través de un soto de acebos, y después es bastante fácil de seguir. Os llevará hacia el norte y no veréis la carretera hasta llegar a Deva. Si preguntáis al herrero de allí por el santón del Bosque Salvaje, él os mostrará el camino. Seguid el río. Es un buen camino, imposible de perder. Había descubierto que la gente nunca dice eso, a menos de que, en realidad, sea un camino muy fácil de perder. Sin embargo, no dije nada, y cuando el muchacho llegó con las provisiones le ayudé a colocarlas. Mientras lo hacíamos, el chico susurró: —He oído lo que os ha dicho, príncipe. No le hagáis caso. Es un sendero difícil de seguir y el río está muy crecido. Seguid la carretera. Se lo agradecí y le di una moneda por sus servicios. Volvió a su fuelle y yo fui a despedirme del herrero, que se había desvanecido en la oscuridad, en el interior de la herrería. Oí el chasquido del metal y el silbido de su respiración a través de sus dientes rotos. Lo llamé: —Me marcho. Gracias por todo. Entonces me quedé sin aliento. Súbitamente, entre el oscuro desorden al otro lado de la chimenea, las llamas habían iluminado la silueta de un rostro. Un rostro de piedra; un rostro familiar que antiguamente se veía en todos los cruces de caminos. Uno de los primeros Antepasados, el dios de la marcha, el otro Myrddin cuyo nombre era Mercurio, o Hermes, señor de los caminos en la alturas y portador de la
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culebra sagrada. Puesto que nací en septiembre, era mi dios. Ahora estaba retirado: el viejo Hermes, que antes estaba al aire libre custodiando a los viajeros, ahora tenía la cabeza apoyada en la pared; el musgo y el liquen que lo cubrieron se secaron hacía ya tanto tiempo que se habían convertido en polvo gris. Bajo las borrosas y desgastadas líneas talladas, reconocí claramente el rostro plano bordeado por la barba, los ojos vacíos en forma de óvalo y combados como uvas, las manos cruzadas sobre el vientre y los genitales, en otro tiempo protuberantes, aplastados y mutilados. —Si hubiera sabido que estabas aquí, Antepasado, habría vertido el vino para ti —le dije. El herrero apareció a mi lado: —Ya tiene sus raciones, no temáis. Nadie que esté al servicio de los caminos se atrevería a descuidarlo. —¿Por qué lo has traído aquí? —Estaba en el vado del que os he hablado, en donde el viejo sendero llamado el Camino de Elen se cruza con el río Seint. Cuando los romanos construyeron su nueva calzada hasta Segontium, emplazaron su posta directamente frente a él. Por eso lo trajeron aquí, pero nunca he sabido cómo. —¿En el vado del que me has hablado? —dije lentamente. Entonces creo que, después de todo, debo ir por ese camino. —Saludé al herrero con una inclinación de cabeza y levanté una mano para saludar al dios—: Ven conmigo ahora —le dije—, y ayúdame a encontrar ese camino... que es imposible de perder. El dios me acompañó durante la primera parte del camino; de hecho, mientras el sendero seguía la orilla del río resultaba difícil perderlo. Pero hacia el atardecer, cuando el difuso sol de invierno bajaba hacia su puesta, alrededor del agua se empezó a formar una bruma que con la oscuridad se hacía espesa y enceguecedora. Habría sido posible seguir el ruido del agua, a pesar de que a través de la niebla resultaba engañador, a veces fuerte y al alcance de la mano, a veces bajo y distante; pero cuando el río se curvaba el sendero seguía recto, y por dos veces me desvié hacia el interior del bosque, por un camino desde el cual no se divisaba ni señal ni ruido del río. Al final, perdido por tercera vez, solté la brida de la yegua sobre su cuello y la dejé que eligiera su propio camino; comprendí que, irónicamente, si me hubiera arriesgado a ir por la carretera, habría ido bastante seguro. Habría oído a los soldados si se acercaban y los habría evitado con sólo adentrarme unos cuantos pasos en el bosque cuajado de niebla... Por encima de la bruma baja debía brillar la Luna. La niebla se amontonaba como nubes brillantes, no sólidas sino como corrientes de vapor separadas por franjas de oscuridad, porciones de materia blanca que se encaramaba por los árboles como si fuera nieve. A través de ella, ocultándose y dejándose ver, los flacos árboles enlazaban sus negras copas por encima de mi cabeza. El suelo del bosque era suave y silencioso como el terciopelo. La ruana caminaba tranquilamente, sin vacilaciones; seguía algún sendero invisible para mí o se guiaba por su propio instinto. De vez en cuando erguía las orejas hacia algo que yo no podía oír ni ver, y en una ocasión se detuvo bruscamente y echó la cabeza atrás y a un lado; estuvo más a punto que nunca de asustarse, pero antes de que yo pudiera coger la brida dejó caer las orejas, bajó la cabeza y se apresuró por el sendero invisible que había elegido. La dejé seguir. Fuera como fuese lo que se había cruzado en nuestro camino en medio del brumoso silencio, no nos haría ningún daño. Si éste era el camino —y ahora estaba seguro de que sí—, estábamos protegidos. Una hora después de oscurecer, la yegua me llevó suavemente fuera de los árboles; cruzó unos cien pasos de suelo llano y se detuvo ante un espacio negro que sólo podía ser una construcción. Había un abrevadero con agua y la yegua bajó la cabeza, resopló y empezó a beber.
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Desmonté y empujé la puerta del edificio. Era la posta de la que me había hablado el herrero, ahora vacía y medio derrumbada, pero al parecer todavía útil a los viajeros como yo. En un rincón, un montón de leños medio chamuscados evidenciaban que no hacía mucho que se había encendido fuego allí; en otro rincón había una cama hecha con algunas tablas, tolerablemente limpias, colocadas sobre piedras para aislarlas de la humedad y del aire. Era una rústica comodidad pero mejor que algunas de las que habíamos disfrutado. Me quedé dormido casi inmediatamente, arrullado por el ruido de la yegua que comía; dormí profundamente y sin sueños hasta la mañana siguiente. Al despertar todavía no había amanecido del todo. La yegua dormitaba en su rincón, echada sobre sus flancos. Salí al exterior en busca de agua para lavarme. La niebla había desaparecido, y con ella el aire templado. El suelo estaba cubierto de escarcha. Miré a mi alrededor. La posta se levantaba a unos pocos pasos de la carretera que corría, recta como una espada, de este a oeste a través del bosque. A lo largo de esta línea, los romanos habían aclarado la vegetación al construir el camino; los árboles estaban talados y la maleza rastrillada por un espacio de unos cien pasos a cada lado de la calzada enarenada. Ahora los vástagos habían vuelto a crecer y la maleza baja era espesa y enmarañada, pero creí ver, cerca de donde yo me hallaba y por debajo de la vegetación, la silueta del antiguo sendero que corría por allí antes de que llegaran los romanos. El río, en aquel lugar suave y tranquilo, se deslizaba por encima de las ruinas del puente que enlazaba el camino. Al otro lado, en el extremo más alejado de la tierra despejada, divisé, negro contra los robles grises por el invierno, el bosquecillo de acebos que marcaban mi ruta hacia el norte. Satisfecho, resquebrajé la capa de hielo que cubría el agua del abrevadero y me lavé. Al terminar, el sol se dejó ver entre los árboles, a mi espalda, entre los tonos rojizos del frío amanecer. Las sombras crecieron y se hicieron más delimitadas encima de la hierba rígida. La escarcha reverberó. La luz aumentó como las llamas del horno del herrero bajo el fuelle. Al volverme, el sol, bajo y deslumbrante, se reflejó en mis ojos y me cegó. Los árboles invernales, negros e incorpóreos, se elevaban contra un cielo que parecía un incendio forestal. El río empezaba a deshelarse. Entre el río y yo había algo, una forma alta, maciza y, sin embargo, insustancial, a contraluz; se levantaba por encima de la maleza enredada, al borde de la carretera. Algo familiar, pero familiar en otros lugares, lugares oscuros y extraños, de dioses lejanos. Una piedra erguida. Por un instante me pregunté si todavía estaba dormido y aquello no era más que un nuevo sueño. Levanté un brazo para protegerme de la luz y fruncí los ojos para escudriñar mejor. El sol iluminaba las copas de los árboles. La sombra del bosque se retiraba. La piedra se alzaba claramente por encima de la escarcha reverberante. Después de todo, no era realmente una piedra erguida. No era nada extraño, nada fuera de su lugar. Era un simple mojón, quizá dos codos más alto de lo normal, con una inscripción corriente dedicada a un emperador; debajo de la inscripción, este mensaje: A. SEGONTIO. M. P. XXII. Al acercarme descubrí la razón de su altura; en lugar de estar hundida en la hierba, se apoyaba sobre una plataforma cuadrada de piedra. Una piedra diferente. ¿La plataforma donde había estado el dios Hermes? Retiré la hierba helada. La roja luz del sol iluminó la piedra y dejó ver una marca que podía hacer pensar en una flecha. Entonces me di cuenta de qué se trataba: eran los restos de una antigua escritura, los caracteres del antiguo alfabeto ogámico, borrosos y gastados hasta el punto de parecer la punta de una saeta que señalaba hacia el oeste. Bien, pensé, ¿por qué no? Los signos eran simples, pero los mensajes de los dioses no siempre venían del otro lado de las estrellas. En otras ocasiones mi dios me había hablado de manera más sencilla que ésta, y ayer mismo había decidido buscar las cosas
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del poder tanto a ras de suelo como en las alturas. Y ahí estaban estas cosas —una herradura perdida, una palabra de un herrero y unos rasguños sobre una piedra—, todas ellas conspirando para apartarme de mi dirección norte y llevarme hacia el oeste, a Segontium. Pensé de nuevo: ¿por qué no? ¿Quién iba a saber si la espada había sido hecha en aquella forja, enfriada en el río Seint, y que después de la muerte del emperador hubiera sido devuelta a casa, al país de la esposa del rey, donde ella vivía con su hijo? La espada del rey de Britania debía yacer en Segontium, el Caer Seint de Macsen Wledig, esperando ser alzada de nuevo entre el fuego. Capítulo X La posada de Segontium en donde me instalé era cómoda, situada a un extremo del pueblo pero no en la carretera principal. Había unos pocos viajeros, aunque la mayoría de los clientes eran hombres del pueblo que trabajaban en el mercado y que iban allí a comer y a beber, o bien gente que se dirigía al puerto con mercancías. El lugar había conocido mejores épocas; el mesón había sido construido para servir a los soldados acampados en los vastos barrancos al pie del pueblo. Por lo menos debía de tener unos doscientos años; originariamente había sido de piedra, con una sala espaciosa, casi un salón, con una vasta chimenea y el techo formado por vigas de roble tan sólidas como el hierro. Todavía quedaban los restos de los bancos y de las mesas, manchadas y chamuscadas, grabadas en algunos lugares por las dagas de legionarios borrachos que habían escrito sus nombres y otras cosas menos respetables. Era un milagro que todavía quedara algo: algunas piedras habían sido saqueadas y, finalmente, la posada había ardido a manos de invasores procedentes de Irlanda; lo único que quedaba era la piedra rectangular de la entrada y las vigas ennegrecidas que sostenían un techo de bálago en lugar de tejas. La cocina no era más que un cobertizo con techo de zarzo embadurnado detrás del amplio hogar. Había un gran fuego de leños ardiendo y olía a buena cerveza; el pan se cocía en el horno de fuera y un cobijo con paja y forraje esperaba a la yegua. Antes de entrar en la posada para encargar un lugar para dormir y comida para mí, dejé al animal bien instalado. En aquella época había poco tráfico en el puerto. Tampoco había muchos pasajeros en los caminos y los hombres del lugar no se quedaban hasta muy tarde; se iban a casa a dormir antes de que oscureciera. Nadie me miró con curiosidad ni me hicieron preguntas. La posada quedó tranquila muy temprano, yo me fui a la cama y dormí profundamente. Amaneció con buen tiempo, uno de esos días esplendorosos que diciembre a veces nos depara, como una moneda de oro brillante entre un montón de plomo invernal. Desayuné temprano, eché un vistazo a la yegua, la dejé descansar y me fui a pie. Me dirigí hacia el este; dejé el pueblo y el puerto y seguí la orilla del río en donde, en una cuesta a una media milla del pueblo, se levantaban los restos de la fortaleza romana de Segontium. Allí estaba la Torre de Macsen, a poca distancia, en un declive de la loma. Allí el Gran Rey Vortiger había alojado a sus hombres cuando mi abuelo, el rey de Gales del Sur, cabalgó con su séquito desde Maridunum para hablar con él. Yo, entonces un muchacho de trece años, había ido con ellos, y en aquel viaje había descubierto por primera vez que los sueños de la cueva de cristal eran reales. Allí en aquel tranquilo y salvaje rincón del mundo, había sentido el poder por vez primera y había descubierto que era un profeta. También había sido un viaje invernal. Mientras caminaba por el camino cubierto de hierba que conducía a la puerta principal, situada entre las torres derrumbadas, intentaba evocar de nuevo los colores de las capas, de los estandartes y de las brillantes armas;
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pero ahora, entre las sombras azuladas de la mañana, sólo había escarcha aún no hallada. El vasto complejo de edificios había desaparecido. Aquí y allá, sobre las ruinas desnudas, las negras marcas del fuego contaban su historia. En algunas partes se notaba que la gente se había llevado las grandes piedras que formaban el pavimento de las avenidas para utilizarlas en sus propias construcciones. En los huecos de las ventanas crecían cardos secos y árboles jóvenes arraigaban en los muros. El boquete de un pozo quedaba obstruido por los cascotes. Las cisternas estaban llenas a rebosar de agua de lluvia, que se deslizaba por las estrías del borde, producidas por los hombres que habían afilado sus espadas en la piedra. No, no había nada que ver. El lugar estaba vacío; ni siquiera había fantasmas. El sol de invierno brillaba en una tierra despejada y llena de ruinas. El silencio era completo. Recuerdo que mientras caminaba entre los armazones de los edificios no pensaba en el pasado, ni tampoco en el presente; mis pensamientos eran prácticos, dignos de un ingeniero de Ambrosio: pensaba en el futuro. Examinaba el lugar como solíamos hacer Tremorino, el jefe de ingenieros, y yo; cambiar eso, reparar aquello, volver a levantar las torres, abandonar los bloques del noroeste y mejorar los del oeste y del sur... Sí, si alguna vez Arturo necesitaba Segontium... Había llegado a la parte más alta de la loma, el centro de la fortaleza que había sido la casa del general, la casa de Máximo. Estaba tan desmoronada como lo demás. La gran puerta era tan sólo unas cuantas tablas carcomidas, el dintel estaba roto y el lugar resultaba peligroso. Entré con cautela. En la estancia principal el sol entraba por las rendijas del techo; montones de escombros medio ocultaban los muros en los que todavía quedaban huellas de pintura, borradas y ennegrecidas por la humedad. En la penumbra pude ver los restos de una mesa — demasiado maciza para transportarla y de madera no suficientemente buena para quemar— y los restos desgarrados del cuero que cubría la pared. En una ocasión, allí había estado sentado un general planeando conquistar Roma, como antaño Roma había conquistado Britania. Había fracasado y muerto, pero su fracaso había descubierto el germen de una idea que otro rey después de él había recogido: «Será un solo país, un reino con sus propios derechos —había dicho mi padre—, y no únicamente una provincia de Roma. Roma se acaba, pero nosotros, al menos por el momento, seguimos.» Y a través de estas palabras vino el recuerdo de otra voz, la voz del profeta que a veces hablaba a través de mí: «Y los reinos serán un solo reino, y los dioses un solo dios.» Cuando un general se sentara allí otra vez sería el momento de volver a oír aquellas voces fantasmales. Regresé hasta la quietud de la luminosa mañana. ¿En qué lugar de aquella vasta tierra hallaría el final de mi búsqueda? Desde allí se veía el mar, con las casitas apiñadas del puerto, y más allá la isla de los druidas llamada Mona, o Von, por lo que el pueblo denominaba Caer-y-n'ar Von a aquel lugar. A mis espaldas se levantaba la Snow Hill la Colina de Nieve, y Wyddfa, en donde si un hombre pudiera escalar y vivir entre las nieves se encontraría con los dioses paseando. Contra la distante blancura se destacaba, oscura y arruinada, la Torre de Macsen. Súbitamente, desde aquel nuevo ángulo, la vi de nuevo: la torre de mi sueño, la torre del mosaico de la casa de Adjan... Dejé la casa del general y, saliendo rápidamente de la fortaleza, me dirigí hacia ella. Me hallaba en un desierto de piedras desmoronadas pero sabía que, cerca de allí, oculto en un declive del pequeño valle que se extendía al otro lado de la puerta, situado casi debajo de la torre, estaba el templo de Mitra; y supe que mis pies me habían conducido, sin que mi voluntad estuviera en juego, por el sendero que llevaba a la puerta del mithraeum. Había allí unos peldaños, resquebrajados y resbaladizos. A medio camino, uno de ellos estaba colocado casi verticalmente, obstruyendo a medias la escalera, al pie de la cual se
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acumulaba un montón de barro y tejas, sucias de excrementos de ratas y perros vagabundos. El lugar olía a humedad y suciedad, a una especie de fetidez antigua que podía ser sangre derramada. En el arruinado muro de encima de los peldaños, los pájaros habían blanqueado las piedras; el estiércol verdeaba, cubierto de fango. ¿Una percha de grajilla, quizá? ¿O del cuervo de Mitra? ¿O de un esmerejón, o merlín? Caminé con cautela sobre aquel suelo resbaladizo y me detuve en la entrada del templo. Estaba oscuro, pero la luz del sol me había seguido; además, por un agujero del techo se filtraba la claridad, por lo que podía ver confusamente. El templo estaba tan lleno de inmundicias y tan abandonado como la escalera que conducía a él. Sólo la fuerza de la bóveda había impedido que el peso de la falda de la colina la derrumbara. Los muebles habían desaparecido hacía mucho tiempo, así como los braseros, los bancos, la madera tallada; aquella estancia, al igual que las ruinas del exterior, era una cáscara vacía. Los cuatro altares menores estaban rotos, sin forma, pero el altar central todavía estaba allí, fijo y macizo, con su dedicatoria tallada: MITHRAE INVICTO; sin embargo, encima del altar, en el ábside, las hachas, los martillos y el fuego habían borrado la historia del toro y del dios conquistador. Todo lo que quedaba de la escena del toro muerto era una espiga de trigo en una esquina, con su grabado todavía nítido, nuevo y milagrosamente intacto. El aire, amargo por el olor de algunos hongos, se pegaba a los pulmones. Parecía adecuado decir una oración al dios desaparecido. Mientras rezaba en voz alta, el eco de mi voz me devolvió algo que no era propiamente un eco, sino una respuesta. Me había equivocado: el lugar no estaba vacío. Había sido sagrado y despojado de su santidad; pero en aquel frío altar todavía quedaba algo. El olor amargo no era olor de hongos. Era incienso sin quemar, cenizas frías y plegarías nunca dichas. Una vez yo había sido su sirviente. No había nadie más que yo. Lentamente, me dirigí al centro del templo y alcé mis manos abiertas. Luz, color y fuego. Túnicas blancas y cantos. Llamas que se elevaban como soplos de luz. En algún lugar del exterior el sol brillaba y una ciudad se regocijaba dando la bienvenida a su nuevo rey; ruidos de risas y de pisadas. A mi alrededor, el incienso se elevaba, pesado y dulzón; a través de él, una voz dijo, suave y tranquila: «Derriba mi altar. Es hora de que lo derribes.» Volví en mí tosiendo; el aire que me envolvía era espeso, polvoriento, y el ruido de un estallido todavía producía ecos en la cúpula de la estancia. El aire temblaba y resonaba. A mis pies yacía el altar, volcado sobre su parte posterior y dentro de la curva del ábside. Escudriñé, deslumbrado y con la vista nublada, el agujero del suelo, justo en el lugar en donde había estado el altar. Mi cabeza retumbaba con el eco; las manos que tenía extendidas ante mí estaban sucias, una de ellas con un hilo de sangre. El altar era pesado, de piedra maciza, y en mi sano juicio nunca se me habría ocurrido empujarlo; pero allí estaba, tumbado a mis pies, con el eco de su caída que resonaba en la cúpula, seguido por el susurro de escombros, producido por el pavimento resquebrajado que empezaba a deslizarse por el agujero que el altar había descubierto. En las profundidades del agujero se distinguía algo; un borde muy rectilíneo y una esquina demasiado viva para ser de piedra. Una caja. Me arrodillé y la alcancé. Era de metal, muy pesada, pero la tapa se levantó fácilmente. Quien la había sepultado allí había confiado más en la protección del dios que en un cerrojo. En el interior, mis manos encontraron una tela de lino, podrida y hecha jirones; debajo de la tela, envolturas de cuero untado con aceite. Luego, algo largo, delgado y flexible. Suavemente, retiré la envoltura de la espada y la sostuve, desnuda, entre mis manos. La habían dejado allí un centenar de años antes aquellos hombres que regresaron de Roma. Relucía en mis manos, tan brillante y peligrosa, tan hermosa como había sido en otros tiempos. No era extraño, pensé, que en aquellos cien años se hubiera convertido en objeto de leyenda. Era fácil creer que el viejo herrero, el propio Weland, que había vivido antes de la llegada de los romanos, hubiera hecho aquel artefacto antes de
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desvanecerse, con los otros pequeños dioses de los bosques y de los ríos, en las colinas brumosas, dejando los valles habitados a los brillantes dioses del mar Medio. Sentí que el poder de la espada corría por mis palmas, como si la sostuviera en el agua, en donde estalla el relámpago. «Quien tome esta espada de debajo de esta piedra es el rey legítimo de toda la Bretaña...» Las palabras eran tan claras como si fueran pronunciadas, brillantes como si estuvieran grabadas en el metal. Yo, Merlín, el único hijo de Ambrosio el rey, había tomado la espada de la piedra. Yo, que nunca había dado una orden en batalla, ni nunca había guiado una tropa; que era incapaz de manejar un caballo semental de guerra y que cabalgaba un caballo capón o una tranquila yegua. Yo, que nunca había estado con una mujer. Yo, que no era un hombre sino sólo ojos y voz. Un espíritu, había dicho una vez, una palabra. Nada más. La espada no era para mí. Esperaría. Envolví de nuevo el precioso objeto y me arrodillé para dejarlo en su lugar. Vi que la caja era más profunda de lo que había creído; había en ella otros objetos. La tela consumida dejaba entrever la forma, brillante en la semioscuridad, de un plato cóncavo y ancho, una crátera semejante a las que había visto en mis viajes por países al este de Roma; parecía de oro rojo, tachonada de esmeraldas. A su lado, todavía medio envuelto en harapos, destellaba el brillante filo de una punta de lanza; también se veía el canto de una fuente, con incrustaciones de zafiros y amatistas. Me incliné para devolver la espada a su lugar. Pero antes de hacerlo, sin previo aviso, la pesada tapa de la caja se cerró con un chasquido. El ruido despertó ecos otra vez y provocó la caída de una cascada de piedras y yeso del ábside y de los muros. Ocurrió tan rápidamente que en el momento de mi rápido retroceso, la caja, el agujero y todo lo demás desaparecieron de mi vista bajo los escombros. Quedé arrodillado, envuelto en la sofocante nube de polvo y con la espada en mis manos sucias y ensangrentadas. En el ábside, los restos del grabado habían desaparecido. Sólo quedaba una pared curva, negra, como el muro de una cueva. Capítulo XI El barquero del Deva conocía al santón del que me había hablado el herrero. Al parecer vivía en las colinas que se elevaban encima de la fortaleza de Antor, al borde de la gran región montañosa llamada el Bosque Salvaje. Si bien yo ya no necesitaba la ayuda del ermitaño, no me haría ningún daño hablar con él y, además, su ermita —una capilla, había dicho el barquero— caía en mi camino y podría darme cobijo hasta que considerara que había llegado el momento de presentarme en el castillo del conde Antor. Fuera o no cierto que la posesión de la espada me daba poder, la verdad es que a partir de entonces viajé rápida y fácilmente, sin más alarmas. Una semana después de salir de Segontium, la yegua y yo trotábamos tranquilamente por el margen de un ancho y pacífico lago hacia una luz que brillaba, pálida, en el atardecer, alta como una estrella entre los árboles de la otra orilla. Quedaba un largo trecho por bordear y ya había caído la noche cuando la cansada yegua entró en un claro y vi, contra la suave y vivida oscuridad del bosque, la sólida silueta del techo de una capilla. Era un diminuto edificio oblongo, construido junto a los árboles en un extremo del ancho calvero. Alrededor del espacio abierto los pinos se elevaban formando una oscura muralla, pero encima de las torres de sus copas había un techo de estrellas y detrás, por todos lados, el resplandor de las cimas nevadas. A un extremo del calvero, en una represa de rocas musgosas, habla un estanque quieto y oscuro, formado por una de aquellas fuentes que manan silenciosamente desde el interior de la tierra, renovándose continuamente sin ruido. El aire era frío, punzante, y olía a pino.
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Había unos peldaños, rotos y musgosos, que subían hasta la puerta de la capilla, que estaba abierta; en su interior, una luz uniforme ardía. Desmonté y conduje la yegua hacia delante. Tropezó con una piedra y su casco produjo un ruido seco. Se habría podido pensar que cualquier ser viviente en aquel lugar solitario saldría a investigar, pero no hubo sonido ni movimiento alguno. El bosque estaba quieto. Solamente las estrellas, lejanas encima de mi cabeza, parecieron moverse y respirar como suelen hacerlo en el aire invernal. Deslicé la brida de la yegua por encima de sus orejas y la dejé beber en la fuente. Envolviéndome con la capa, subí los peldaños musgosos y entré en la capilla. Era pequeña, de forma alargada, con el techo alto, abovedado; una construcción extraña en el corazón del bosque, en donde lo máximo que uno espera encontrar es una cabaña de construcción tosca, una cueva o, quizás, un refugio de piedra. Pero aquel edificio había sido levantado como santuario, un lugar sagrado para que los dioses moraran en él. El suelo era de losas, limpias y bien conservadas. En el centro, opuesto a la entrada, estaba el altar, con una gruesa cortina de tela trabajada detrás de él. El altar estaba cubierto con una tela, basta y limpia, sobre la cual reposaba la lámpara encendida, un objeto sencillo, hecho por alguien de la región y que, no obstante, daba una luz potente y regular. Hacía poco que la habían llenado de aceite; la mecha era nueva y no producía humo. A un lado del altar, sobre un peldaño, había un cuenco de piedra del tipo que yo había visto usar para los sacrificios; era impecablemente blanco y contenía agua dulce. Al otro lado había un tarro tapado de metal oscuro, con agujeros, como los que los cristianos utilizaban para quemar incienso. El ambiente de la capilla todavía conservaba débilmente el olor dulce y pegajoso del incienso. Tres lámparas de bronce, de tres brazos cada una, colgaban de la pared, apagadas. El resto de la capilla estaba vacío. Quienquiera que la cuidara, quienquiera que fuera el que había encendido la lámpara y quemado el incienso, dormía en otro lugar. Llamé en voz alta: —¿Hay alguien aquí? Esperé a que el eco subiera hasta el techo y muriera. No obtuve respuesta. Tenía la daga en la mano; la había sacado sin pensamiento consciente por mi parte. En otras ocasiones me había encontrado en situaciones semejantes y sólo podía significar una cosa; pero había sido en tiempos de Vortiger, la época del Lobo. Un hombre como aquel ermitaño, que vivía solo en aquel lugar solitario, confiaba en el dios y en la santidad del lugar para protegerlo. Aquello hubiera sido suficiente y, de hecho, en la época de mi padre lo era. Pero los tiempos habían cambiado, incluso en los pocos años transcurridos después de su muerte. Úter no era Vortiger, pero a veces parecía que retrocedíamos a la época del Lobo. Los tiempos eran salvajes y violentos, llenos de alarmas de guerra; y aún más que eso, las fidelidades y las lealtades cambiaban con más rapidez de lo que la mente de los hombres podía apresurarse a descubrir. Había hombres capaces de matar incluso al pie de los altares. Pero cuando elegí Rheged como santuario de Arturo, no había pensado que allí pudiera haber hombres de esa clase. Impulsado por una idea, caminé cuidadosamente hacia el otro lado del altar y retiré el borde de la cortina. No me había equivocado en mis suposiciones: detrás de la cortina había un espacio semicircular que, aparentemente, servía de almacén. La luz de la lámpara iluminaba débilmente una confusión de banquillos, tarros de aceite y vasos sagrados. A un lado había una estrecha abertura practicada en la pared. La crucé. Allí era, obviamente, donde vivía quien cuidaba del lugar. Al final de la capilla había una pequeña estancia cuadrada, con una ventana baja en forma de nicho y una puerta que, al parecer, daba directamente al bosque. Crucé la habitación a oscuras y empujé la puerta. Fuera, la luz de las estrellas me dejó ver el muro de pinos cercanos y, a un lado, un cobijo inclinado cuyo techo colgante resguardaba un montón de leña. Nada más. Dejando la puerta abierta, inspeccioné lo que podía distinguir de la habitación. Una
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cama de madera con pieles y mantas amontonadas encima, una silla, una mesa pequeña con un vaso, un plato y los restos de una comida dejada a medias. Cogí el vaso: estaba lleno de vino hasta la mitad. Encima de la mesa, una vela de sebo quemada. El olor del sebo todavía flotaba en el aire, mezclado con el aroma del vino y de unas ascuas apagadas en el hogar. Acerqué un dedo al sebo; todavía estaba blando. Volví a la capilla. Me detuve junto al altar y llamé de nuevo. En la parte alta del muro había dos ventanas, una a cada lado; estaban descubiertas, abiertas al bosque. Si el hombre no estaba lejos, seguramente me oiría. Pero tampoco obtuve respuesta. Entonces, inmensa y silenciosa como un fantasma, una lechuza blanca entró a través de una de las ventanas y flotó por el espacio alumbrado. Capté su pico cruel, las suaves alas, los grandes ojos, ciegos y sabios, y luego se fue sin hacer más ruido del que hacen los espíritus. Era sólo la dillyan wen, la lechuza blanca que ronda las torres y las ruinas del país, pero mi carne se estremeció sobre mis huesos. De fuera me llegó el prolongado grito de la lechuza, enloquecido y terrible, y luego, como un eco, el lamento de un hombre. De no haber oído su lamento, no lo habría encontrado sino hasta la mañana siguiente. Iba vestido y encapuchado de negro. Estaba tumbado boca abajo, debajo de los oscuros árboles del lindero del claro, al otro lado de la fuente. Un jarro caído de su mano demostraba cuál había sido su misión. Me detuve y lo coloqué suavemente de espaldas. Era un hombre viejo, delgado y frágil, cuyos huesos se notaban tan débiles como los de un pájaro. Cuando me hube asegurado de que no tenía nada roto, lo levanté en brazos y lo llevé al interior. Tenía los ojos entreabiertos, pero todavía estaba inconsciente; a la luz de la lámpara vi que un lado de la cara estaba rastrillado, como si un escultor hubiera pasado súbitamente la mano sobre la arcilla y hubiera borrado las formas. Lo puse en la cama y lo arropé. Junto al hogar había leña menuda y, entre las cenizas, lo que parecía una piedra para calentar la cama. Traje más combustible, hice fuego y, cuando la piedra estuvo caliente, la saqué, la envolví con ropa y la puse a los pies del hombre. Por el momento no podía hacer nada más por él, por lo que, después de echar un vistazo a la yegua, me preparé comida y me instalé junto al fuego moribundo para velar el resto de la noche. Lo atendí durante cuatro días; mientras, nadie se.acercó, excepto las criaturas del bosque, los ciervos salvajes y, por la noche, la lechuza blanca que rondaba el lugar como si esperara acompañar al espíritu del hombre a su hogar. No creía que se recobrara. Su rostro se encogía, se había vuelto gris, y había visto el mismo halo azulado de su boca en la boca de los moribundos. De vez en cuándo parecía volver débilmente en sí para ver si yo seguía junto a él. En aquellos momentos se mostraba intranquilo, temiendo, como comprendí, por el cuidado del santuario. Cuando intentaba hablarle y tranquilizarlo, parecía no entenderme, por lo que finalmente corrí la cortina que separaba la habitación de la capilla para que pudiera ver la lámpara, que todavía ardía.en su sitio, sobre el altar. Fueron unos días extraños para mí; durante el día atendía a la capilla y a su guardián, por la noche dormitaba mientras vigilaba al hombre enfermo y esperaba captar el sentido de sus intranquilos susurros. En el lugar había unas cuantas provisiones de comida y bebida que, con la carne seca y las uvas pasas de mi equipaje, me suponían alimento suficiente. El anciano apenas podía tragar saliva. Lo mantenía vivo con vino caliente mezclado con agua y con un cordial que preparé con las medicinas que llevaba conmigo. Cada mañana me sorprendía de que hubiera podido superar la noche. Y así seguía, cuidando el lugar durante el día y, por la noche, pasando las horas a su lado o en la capilla, en donde el olor de incienso desaparecía lentamente y era sustituido por el dulce aroma de los pinos, y en donde el aire inclinaba la llama de la lámpara, prendida en su fuente de aceite. Ahora, cuando retrocedo hasta aquellos días, me parece como una isla rodeada de
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aguas tempestuosas. O como una noche llena de sueños que proporciona descanso e ímpetu en medio de días duros. Debería haber estado impaciente por reemprender mi viaje, por reunirme con Arturo y hablar de nuevo con Ralf, por decidir con el conde Antor la mejor manera de que yo entrara en la vida de Arturo, sin traicionarnos a ninguno de nosotros. Pero no me preocupaba por esas cosas. El bosque que me rodeaba, la fuente tranquila y brillante, la espada oculta donde la había dejado, debajo de la leña del cobertizo..., esas cosas me mantenían allí, sereno y a la espera. Uno no sabe nunca cuándo llamarán o vendrán los dioses, pero hay veces en que sus siervos los sienten cercanos, y aquélla era una de esas veces. En la quinta noche, cuando cargaba leña para encender el fuego, el eremita me habló desde su cama. Me observaba, apoyado en sus almohadas y, si bien no tenía fuerzas para levantar la cabeza, su mirada era directa y clara. —¿Quién eres? Dejé la leña y me acerqué a la cama. —Me llamo Emrys. Pasaba por el bosque y llegué hasta la capilla. Os encontré junto a la fuente y os traje a la cama. —Ya..., ya recuerdo. Iba a buscar agua. Noté que el esfuerzo de la memoria le costaba, pero la inteligencia había vuelto a sus ojos y su voz, un tanto borrosa, era suficientemente clara. —Estabais enfermo —le dije—. No os preocupéis ahora. Os daré algo para beber y podréis volver a descansar. Tengo un brebaje que os dará fuerzas. Soy médico, no temáis. Bebió, y al cabo de un rato parecía haber mejorado el color, y tenía una respiración más tranquila. Al preguntarle si le dolía algo, sus labios dijeron «no» sin sonido; permaneció sin moverse durante un rato, contemplando la lámpara que ardía al otro lado de la cortina. Encendí el fuego y le alcé las almohadas para facilitarle la respiración; luego me senté y esperé con él. La noche era tranquila; desde el exterior llegaba el siseo de la lechuza blanca. Pensé: «No tendrás que esperar demasiado tiempo, amiga mía.» Hacia medianoche, el anciano volvió la cabeza hacia mí y me preguntó súbitamente: —¿Eres cristiano? —Sirvo a Dios. —¿Querrás encargarte del santuario cuando yo me haya ido? —El santuario será cuidado, confía en mí. Asintió satisfecho y permaneció inmóvil durante un rato. Pero pensé que todavía había algo que le preocupaba; notaba que sus ojos estaban inquietos. Calenté más vino, lo mezclé con el cordial y se lo llevé a los labios. Me dio las gracias con cortesía, pero como si pensara en otra cosa; sus ojos se dirigieron de nuevo hacia la abertura de la capilla. —Si lo deseáis —le dije—, iré a buscar un sacerdote cristiano. Pero tendréis que decirme dónde puedo encontrarlo. Negó con la cabeza y volvió a cerrar los ojos. Al cabo de unos instantes, dijo débilmente: —¿Los oyes? —Sólo oigo la lechuza. —No, eso no. Los otros. —¿Qué otros? —Se amontonan en las puertas. A veces, en las noches de verano, se les oye gritar como pájaros jóvenes, o como rebaños en las lejanas colinas. —Movió la cabeza sobre la almohada—. Me pregunto si hice mal al echarlos del santuario. Entonces lo comprendí. Pensé en el cuenco de los sacrificios, en la fuente de fuera, en las lámparas apagadas con el sagrado número nueve de la religión más antigua de todas. Y pensé que alguna parte de mi mente estaba con la blanca sombra que flotaba entre los arbustos del bosque. El lugar, si mi sangre no me engañaba, había sido sagrado desde
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tiempos inmemoriales. Le pregunté suavemente: —¿De quién era el santuario, padre? —Se llamaba el Lugar de los Árboles. Luego el Lugar de la Piedra. Luego, durante un tiempo tuvo otro nombre... Pero ahora, en el pueblo lo llaman la Capilla del Prado Verde. —¿Cuál era el otro nombre? Vaciló y finalmente dijo: —El Lugar de la Espada. Sentí que los pelos de la nuca se me erizaban, como si una espada me hubiera rozado. —¿Por qué, padre? ¿Lo sabéis? Guardó silencio durante un momento y sus ojos me observaron fijamente. Luego insinuó un gesto de asentimiento, como si hubiera llegado a alguna conclusión satisfactoria. —Ve a la capilla y quita la tela que cubre el altar. Le obedecí. Coloqué la lámpara sobre el peldaño y retiré el lienzo que colgaba hasta el suelo. Era posible ver, incluso con la tela que lo cubría, que el altar no era una mesa como la que utilizan generalmente los cristianos, sino que era tan alto como la cintura de un hombre y al estilo romano. Entonces lo comprobé. Era el gemelo de uno que había en Segontium, un altar de Mitra, con su frontal cuadrado y los bordes a modo de marco de la inscripción. Y había habido una, aunque hubiera desaparecido. Distinguí las palabras INVICTO y MITHRAE en la parte superior, pero en la parte frontal había habido otras letras, y se destacaba claramente la forma de una espada, y su empuñadura, como una cruz, marcaba el centro del altar. Los restos de las otras letras habían sido vaciados y, entre ellas, la hoja de la espada estaba grabada en fuerte relieve. Era un grabado basto pero claro, tan familiar a mis ojos como la empuñadura era familiar a mi mano. Entonces me di cuenta de que la espada en la piedra era la única cruz que había en la capilla. Y encima de ella, sólo quedaba la dedicatoria a Mitra Inconquistado. El resto del altar estaba desnudo. Volví al lado del anciano. Sus ojos me esperaban interrogantes. Le pregunté: —¿Qué hace aquí la espada de Macsen, grabada en el altar como una cruz? Cerró los ojos, volvió a abrirlos vivazmente. Lanzó un profundo suspiro de alivio. —Así es. Eres tú. Has sido enviado. Ya era hora. Siéntate y te lo explicaré. —Mientras le obedecía, empezó a hablar con voz clara, pero delgada como un hilo—: Tengo el tiempo justo para decírtelo. Sí, es la espada de Macsen, al que los romanos llamaban Máximus, que fue emperador de Britania antes de que vinieran los sajones y que se casó con una princesa británica. La espada fue forjada al sur de aquí, dicen, con hierro sacado de la Colina de Nieve, a la vista del mar, y templada con el agua que corre desde esta colina hasta el mar. Es una espada para el Gran Rey de Bretaña y fue hecha para defender a la Gran Bretaña de sus enemigos. —Entonces, cuando se la llevó a Roma, ¿no le sirvió de nada? —Es un milagro que no se rompiera en sus manos, Pero después de que lo asesinaran, sus hombres trajeron la espada a Bretaña y está a la espera del rey que pueda encontrarla y, al encontrarla, la levante. —¿Y sabéis dónde la ocultaron? —Nunca lo he sabido, pero cuando era un muchacho y vine aquí para servir a los dioses, el sacerdote del santuario me dijo que la habían llevado al mismo lugar en donde la hicieron, a Segontium. Me contó la historia como si hubiera sucedido aquí mismo, años antes de nacer él. Era..., fue después de que el emperador Macsen hubiera muerto en Aquilea y que los britanos que quedaron volvieran a su hogar. Vinieron de la Pequeña Bretaña, desembarcaron aquí, en el oeste, y siguieron el camino que cruza las colinas, pasando por aquí. Algunos de ellos eran siervos de Mitra y, cuando vieron que este lugar era
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sagrado, esperaron la medianoche del verano y rezaron. Pero la mayoría eran cristianos, uno de ellos era sacerdote y los otros le pidieron que dijera una misa. No tenían cruz ni copón, sólo el altar tal como lo ves ahora. Hablaron, luego fueron a donde descansaban sus caballos y de las alforjas sacaron tesoros incontables. Entre el tesoro estaba la espada y una gran copa, una crátera de estilo griego, un grial ancho y profundo. Colocaron la espada sobre el altar a modo de cruz y bebieron del grial, y más tarde se dijo que entre aquellos hombres no hubo ninguno que no dejara su espíritu satisfecho. Dejaron oro para el santuario, pero no quisieron dejar la espada ni el grial. Uno de ellos cogió un cincel y un martillo y dejó el altar como lo ves ahora. Luego se fueron con el tesoro y no volvieron nunca más por este camino. —Es una historia extraña; nunca la había oído. —Ningún hombre la ha oído nunca. El guardián del santuario juró por los dioses antiguos y nuevos que no diría nada a nadie, excepto al sacerdote que viniera a sustituirlo. Y yo, a mi vez, me enteré de este modo. —Hizo una pausa—. Se dice que un día la espada volverá al santuario en representación de la cruz. Por eso siempre me he esforzado en mantener la capilla con lo único que ves. Quité las luces y los cuencos de ofrendas, y tiré el cuchillo curvo al lago. Ahora la hierba ha crecido sobre la piedra. También saqué la lechuza que anidaba en el techo y cogí las monedas de plata y de cobre que había en la fuente y las di a los pobres. —Se hizo una larga pausa, tan larga que pensé que había muerto; pero luego volvió a abrir los ojos—. ¿Hice bien? —¿Cómo puedo saberlo? Hicisteis lo que creíais que era justo. Otra cosa no se podía. —¿Y tú que vas a hacer? —Lo mismo. —¿Y no dirás a nadie lo que te he contado, excepto a quien tenga que saberlo? —Os lo prometo. Quedó inmóvil, con la preocupación todavía en su rostro y los ojos fijos en algo distante, lejano desde hacía mucho tiempo. Luego, imperceptiblemente pero de manera tan definitiva como un hombre que se adentra en una fría corriente para cruzarla, tomó una decisión. —¿Todavía está descubierto el altar? —Sí. —Entonces, enciende las nueve lámparas y llena el cuenco con vino y aceite. Abre las puertas que dan al bosque y llévame adonde pueda ver de nuevo la espada. Sabía que si lo levantaba moriría en mis brazos. Su respiración se hacía difícil en el flaco pecho y el cuerpo frágil se estremecía a su ritmo. Movió la cabeza, esta vez débilmente. —Date prisa. —Al ver que yo vacilaba, el temor veló su rostro—. Te digo que tengo que verla. Haz lo que te digo. Pensé en la capilla de la cual había hecho desaparecer todo rastro de su antigua santidad; luego pensé en la espada, oculta junto al oro del rey en el cobertizo exterior. Pero incluso para eso era demasiado tarde. —No puedo levantaros, padre —le dije—, pero podéis estar tranquilo. Os traeré el altar aquí. —¿Cómo podrás...? —empezó; luego se interrumpió con un interrogante en su rostro— . Entonces tráelo rápidamente y déjame marchar. Me arrodillé junto a la cama, de espaldas a él, con la mirada fija en el rojo corazón del fuego. Los leños ya no tenían llamas sino que formaban una cueva reluciente, los cristales reverberaban en un globo de fuego. Junto a mí, la dificultosa respiración iba y venía como el doloroso latido de mi propia sangre. El pulso me vibraba en las sienes, hiriéndome. En las profundidades de mi vientre, el dolor crecía y quemaba. El sudor me resbalaba por el rostro y mis huesos se estremecían en su funda de carne mientras yo, grano a grano y
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pulgada a pulgada construía el altar de piedra para el anciano contra la negra pared. El altar se levantó lentamente, sólido, e hizo empalidecer el fuego. La superficie de piedra brillaba en la oscuridad; ondas de claridad lo bañaban, como si descansara sobre el agua iluminada por el sol. Luego, lámpara por lámpara, alumbré las nueve llamas que flotaron con la piedra como fuegos fatuos. El vino llenó el cuenco hasta rebosar y el incienso humeó. invicto, escribí, y busqué a tientas, sudoroso, el nombre del dios. Pero lo único que surgió fue la palabra INVICTO. Luego la espada se desprendió de la piedra como una hoja de su vaina; la hoja era de hierro blanco con caracteres rúnicos hundiéndose en la ondulada luz acuosa bajo la deslumbrante empuñadura y el mensaje en la piedra AL INCONQUISTADO... Ya había amanecido y los pájaros cantaban. En el interior, el lugar estaba tranquilo. El anciano había muerto, se había ido tan ligeramente como la visión que yo había hecho surgir de las sombras para él. Era yo quien, envarado y dolorido, me movía como un fantasma para cubrir el altar y alimentar la lámpara. LIBRO TERCERO - LA ESPADA Capítulo I Cuando prometí al anciano moribundo que me encargaría de que la capilla siguiera cuidada, no pensaba en hacerlo yo mismo. No lejos del castillo del conde Antor había un monasterio, enclavado en uno de los pequeños valles, y allí no sería difícil encontrar a alguien que accediera a vivir en el santuario y cuidarlo. Eso no quería decir que tuviera que transmitirle el secreto de la espada; aquel secreto ahora era mío y el final de la historia estaba en mis manos. Pero a medida que los días pasaban, reflexioné sobre mi decisión respecto a los frailes. Para empezar, me vi forzado a la inactividad y con mucho tiempo para pensar. Sepulté el cuerpo del anciano justo a tiempo. Al día siguiente llegó la nieve; caía espesa, blanda, silenciosa; amortajaba el bosque, aislaba la capilla y bloqueaba los caminos. A decir verdad, me alegraba de quedarme; había suficiente combustible y alimentos, y la yegua y yo necesitábamos un buen descanso. La nieve cuajó durante dos semanas o más; perdí la cuenta de los días, pero la Navidad vino y se fue, y empezó el nuevo año. Arturo había cumplido nueve. Así pues, cuidé del santuario a la fuerza. Suponía que el próximo guardián, al igual que el anciano, se esforzaría por mantener el lugar dedicado exclusivamente a su propio dios, pero, entretanto, yo me alegraba de dejar la capilla para el dios que quisiera tomarla. La volvería a abrir a quien quisiera utilizarla. Por consiguiente, quité el lienzo del altar y limpié las tres lámparas de bronce; luego las coloqué en el altar y encendí las nueve llamas. En cuanto a la piedra y la fuente, no podía hacer nada hasta que la nieve se derritiera. Tampoco encontraría el cuchillo curvo, de lo cual me alegraba; aquélla era una diosa a la que no abriría la puerta de buena gana. Guardé el agua dulce en su cuenco de sacrificios; cada mañana y cada tarde quemé un poco de incienso. La lechuza blanca entraba y salía a voluntad. Por la noche cerraba la capilla para dejar fuera el frío y el viento, pero nunca la cerraba con llave y, durante el día, permanecía abierta, con las luces que resplandecían sobre la nieve. Algún tiempo después del cambio de año la nieve empezó a derretirse; los senderos del bosque eran negros, con una gruesa capa de fango. Sin embargo, todavía no emprendí mi camino. Había tenido tiempo para pensar y comprendía que sería alejado de la capilla por la misma mano que me había guiado a Segontium. ¿Dónde mejor podía permanecer para estar cerca de Arturo sin llamar la atención? La capilla me proporcionaba el escondite perfecto. Sabía de sobra que el lugar despertaba temor, así
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como su guardián. El «hombre santo del bosque» sería aceptado sin una pregunta. Correría la voz de que había un nuevo santón, más joven, pero dado que en el campo tenían buena memoria la gente recordaría que cada ermitaño al morir era sucedido por su ayudante, y antes de mucho tiempo yo sería simplemente «el ermitaño del Bosque Salvaje» con todos los derechos. Y, con la capilla como mi hogar y a mi cuidado, podría visitar el pueblo en busca de alimentos, charlar con la gente y, de esta manera, tener noticias y asegurarme de que el conde Antor se enterara de mi instalación en el Bosque Salvaje. Una semana después de que empezara el deshielo, antes de que tuviera tiempo de arriesgarme con la ruana por el fango de los senderos, tuve visitas. Dos habitantes del bosque: un hombre pequeño, recio, vestido con pieles de ciervo apenas curtidas, y una muchacha, su hija, envuelta con ropa de lana áspera. Tenían los mismos ojos oscuros de los hombres de las colinas de Gwvynedd, pero debajo de la piel oscura, batida por el tiempo, el rostro de la muchacha estaba contraído y grisáceo. Sufría silenciosamente como un animal. No se movió ni emitió sonido alguno cuando su padre retiró los harapos de su muñeca y antebrazo, carcomidos y ennegrecidos por la ponzoña. —Le había prometido que tú la curarías —dijo simplemente. No hice ningún comentario. Cogí la mano de la muchacha y le hablé dulcemente en la lengua antigua. Ella dio un respingo, asustada, hasta que expliqué al hombre —cuyo nombre era Mab— que tenía que calentar agua y limpiar mi cuchillo en el fuego; luego la muchacha se dejó conducir dentro del santuario. Corté la tumefacción, le limpié el brazo y se lo vendé. La tarea me llevó mucho tiempo y la muchacha, mientras tanto, no emitió ningún sonido, pero su palidez aumentó debajo de la suciedad, por lo que, cuando hube terminado de vendarle el brazo con telas limpias, calenté vino para los dos visitantes, saqué las últimas pasas que me quedaban y les di unas pastas... que había hecho yo mismo intentando imitar lo que tantas veces había visto hacer a mi criado, en casa. Al principio me salían poco comestibles, aun cuando las mojara con vino, pero al final había adquirido práctica; me alegró ver que Mab y la muchacha las comían ansiosamente y luego se servían más. De la magia y de las voces de los dioses a la elaboración de tortas de harina: y aquella habilidad, quizá la más humilde de todas, no fue la que me hizo sentir menos orgulloso. —Bien —dije finalmente a Mab—, al parecer sabías que yo estaba aquí. —La voz corre por el bosque. No, no me mires así, Myrddin Emrys, no se lo diremos a nadie. Pero nosotros seguimos a todo cuanto se mueve en el bosque y conocemos a todos los que pasan por él. —Sí, vuestro poder. Ya me han hablado de eso. Quizá necesitaré la ayuda de ese poder mientras permanezca aquí cuidando la de capilla. —Es tuya. Has vuelto a encender las lámparas. —Entonces dame las últimas noticias. Bebió y se secó la boca. —El invierno ha sido tranquilo. Las costas han sido impracticables a causa de las tormentas. Había lucha en el sur, pero ya ha terminado y las fronteras están intactas. Cissa ha tomado el barco hacia Germania. Aelle se ha quedado, con sus hijos. En el norte no hay nada. Gwarthegydd se ha peleado con su padre Caw, pero, ¿alguna vez mantuvo la calma este engendro? Se ha escapado a Irlanda, pero eso no significa nada. También dicen que Riagath está con Niall en Irlanda, Niall ha festejado a Gilomán y hay paz entre ellos. Fue un simple recital de hechos, explicados sin expresión y sin una comprensión real, como aprendidos maquinalmente. Pero yo podía atar cabos y sacar mis conclusiones. Los sajones, Irlanda, los pictos del norte; amenazas por todos lados, pero tan sólo amenazas: por el momento. —¿Y el rey? —pregunté.
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—Es él, pero no el mismo que era. Si antes era valiente, ahora está furioso. Sus seguidores lo temen. —¿Y el hijo del rey? —Esperaba una respuesta. ¿Hasta qué punto lo sabía todo aquella gente? Los ojos negros eran impenetrables. —Dicen que se encuentra en la Isla de Cristal, pero entonces, ¿qué haces tú en el Bosque Salvaje, Myrddin Emrys? —Me encargo del santuario. Tú y todos los tuyos seréis bien venidos aquí. Guardó silencio durante un rato. La muchacha estaba acurrucada junto al fuego, observándome, aparentemente sin miedo. Había terminado de comer, pero yo la había visto esconderse dos bizcochos entre los pliegues de su vestido y sonreí para mí. —Si quisiera mandar un mensaje —dije a Mab—, ¿lo llevaría tu gente? —Gustosamente. —¿Incluso al rey? —Ya nos las arreglaríamos para que le llegara. —En cuanto al hijo del rey —dije—, has dicho que tú y tu gente veis todo lo que pasa en el bosque. Si mi magia consiguiera llegar hasta el hijo del rey en su lugar oculto y traerlo hasta mí a través del bosque, ¿estaría a salvo? Hizo el extraño signo que había visto hacer a los hombres de Llyd y asintió. —Estaría a salvo. Nosotros le vigilaríamos por ti. ¿No prometiste a Llyd que sería tanto nuestro rey como el de los que viven en las ciudades del sur? —Es el rey de todos —dije. El brazo de la muchacha debió sanar limpiamente porque el hombre no volvió a traerla. Dos días más tarde, un faisán recién cazado apareció en la puerta trasera, con un pellejo lleno de aguamiel. Por mi parte, quité la nieve amontonada de la piedra y coloqué un vaso en su lugar, encima de la fuente. No volví a ver a nadie por los alrededores, pero reconocí algunas señales y, cuando dejaba una hornada de tortas en la puerta trasera, desaparecían durante la noche y, en su lugar, aparecían algunas ofrendas: un trozo de venado, quizás, o una pierna de liebre. Tan pronto como los senderos del bosque estuvieron despejados, ensillé la yegua y me dirigí a Galava. El camino corría por la orilla del río y a lo largo del borde norte del lago. Era éste un lago más pequeño que la gran extensión de agua que había frente a Galava; no medía mucho más de una milla de longitud, y quizás el tercio de una milla de anchura; el bosque se apiñaba a su alrededor. A poco más de medio camino, ya más cerca de la orilla norte, había una isla no muy grande, pero densamente cubierta de árboles, un trozo del bosque circundante separado y lanzado en medio de las quietas aguas. Era una isla rocosa; los árboles se escalonaban hacia los altos despeñaderos que se elevaban en su centro. Los riscos eran de piedra gris, todavía cubiertos con rastros de nieve y daban la impresión de las torres de un castillo. En aquel día de quietud plomiza, había en ellos una especie de resplandor ardiente. La isla se reflejaba en el agua y las torres parecían hundirse profundamente en el tranquilo centro del lago. Al otro extremo del lago la corriente se deslizaba de nuevo, esta vez como un río joven, lleno hasta rebosar de nieve derretida, apresurándose, profundo y rápido, por un lecho de pálidos juncos, y negros marjales sembrados de chopos y sauces, hacia Galava. Aproximadamente a una milla, el valle se ensanchaba y los marjales abrían paso a los campos cultivados y a los muros de pequeñas granjas, y las casas del villorrio se amontonaban bajo la protección de las murallas del castillo. Al otro lado de las torres de Antor, destacándose gris entre los árboles negros del invierno, estaba el gran lago, que se extendía más allá de la vista, confundiéndose con el cielo plomizo. El primer lugar adonde llegué era una granja situada a poca distancia de la orilla del río. No era la clase de granjas que tenemos en el sur y en el suroeste, construidas según el plan romano, sino un lugar como los que estaba acostumbrado a ver aquí, en el norte. Era
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una agrupación de edificios circulares, la casa de la granja y los establos para los anímales, todo ello en el interior de un gran anillo irregular, protegido por una empalizada de madera y piedras. Cuando crucé la verja un perro ladró y se lanzó hasta donde le permitió su cadena. Un hombre, el propietario a juzgar por sus ropas, apareció en la puerta de un granero y me escudriñó. En una mano llevaba un pico curvado. Me adelanté y grité un saludo. El hombre se me acercó con una mirada de curiosidad, pero también con la cautela que demuestran siempre los campesinos ante un forastero. —¿Adonde te diriges, forastero? ¿Al castillo de Galava, del conde Antor? —No, solamente al lugar más cercano en donde pueda comprar comida... Carne y quizás un poco de vino. Vengo de la capilla del bosque, ¿la conoces? —¿Quién no? ¿Cómo está el viejo Prosper, el anciano que vive allí? No lo hemos visto desde antes de la nieve. —Murió por Navidad. El hombre se santiguó. —¿Estabas con él? —Sí, y ahora me encargo de la capilla. No le di detalles. Si el hombre creía que estaba en la capilla desde hacía tiempo, ayudando al guardián, tanto mejor para mí. —Mi nombre es Myrddin —le dije. Había decidido usar mi propio nombre, más que el de Emrys. Myrddin era un nombre bastante común en el oeste y no lo vincularían necesariamente con el desaparecido Merlín; por otra parte, si Arturo era todavía conocido como Emrys, podría resultar sospechoso que un forastero con el mismo nombre apareciera súbitamente en la región y empezara a pasar el tiempo en compañía del muchacho. —Myrddin, ¿eh? ¿De dónde vienes? —Durante un tiempo he cuidado un santuario en una colina de Dyfed. —Ya entiendo. —Sus ojos me examinaron. Me consideró inofensivo y prosiguió, asintiendo—: Bien, cada cual con su trabajo. No dudo de que tus rezos nos son útiles, a su modo, como la espada del conde cuando la necesitamos. ¿Sabe él del cambio de guardián? —No he visto a nadie desde que llegué. La nieve empezó a caer inmediatamente después de la muerte de Prosper. ¿Qué clase de hombre es el conde Antor? —Un buen señor y un buen hombre. Y su señora es tan buena como él. No te faltará nada mientras ellos conserven el bosque. —¿Tiene hijos? —Dos, ambos varones. Ya los verás, supongo, cuando el tiempo mejore. Cabalgan por el bosque casi todos los días. Sin duda el conde te mandará llamar cuando vuelva a casa; ahora está fuera con su hijo mayor. Se espera que regresen en primavera. —Se volvió y llamó; una mujer apareció en la puerta de la casa—. Catra, aquí está el nuevo guardián de la capilla. El viejo Prosper murió a mediados de invierno: tenías razón al decir que no llegaría al nuevo año. ¿Puedes retirar un poco de pan de la hornada y un pellejo de vino? Bien, amigo, espero que querrás compartir nuestra comida mientras esperamos que la hornada esté lista. Acepté. Me prepararon todo cuanto necesitaba: pan, comida, vino, sebo de oveja para hacer velas, aceite para las lámparas y forraje para la yegua. Pagué y Fedor —ése era el nombre del campesino— me ayudó a colocarlo todo en las alforjas. No hice más preguntas, pero escuché con atención todas las noticias locales que me dio; finalmente, regresé al santuario satisfecho. Las noticias y mi nombre llegarían hasta Antor; él sería la única persona que conectaría inmediatamente al nuevo ermitaño del Bosque Salvaje con el Myrddin que había desaparecido con el invierno de su fría colina de Gales. A principios de febrero me alejé de nuevo de la capilla, esta vez directamente hacia el pueblo, en donde descubrí que la gente lo sabía todo acerca de mi llegada y, tal como
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había imaginado, ya me aceptaban como parte integrante del lugar. Sabía que, de haber intentado encontrar un templete en el pueblo o en el castillo, habría sido el «extranjero», constantemente objeto de chismorrees; pero los santones eran una clase aparte, a menudo hombres errantes, y las buenas gentes los aceptaban tal y como llegaban. Me sentí aliviado al comprender que los habitantes del lugar nunca iban a la capilla, que todavía conservaba el poder de inspirarles temor. La mayoría eran cristianos y, para mayor comodidad, recurrían a la comunidad de frailes cercana, pero las antiguas creencias todavía no habían desaparecido y me miraban con más respeto que al propio abad. Descubrí que sobre la isla del lago pesaba el mismo sentimiento de antigua santidad. Lo pregunté a uno de los hombres de las colinas, el cual me dijo que era conocida como Caer Bannog, que significa Castillo en las Montañas, y se decía que por ella rondaba el enano Bilis, rey del Otro Mundo. La isla tenía la reputación de aparecer y desaparecer a voluntad; a veces flotaba invisible, como si fuera de cristal. Nadie se acercaba al lugar y, si bien la gente pescaba en el lago durante el verano y los animales pacían en los prados del extremo oeste, en donde el río se adentraba en el valle, nadie se aventuraba cerca de la isla. En una ocasión, un pescador atrapado por una tormenta había desviado su barca hacia la isla y había pasado una noche en ella. Cuando a la mañana siguiente volvió a su casa, estaba loco y hablaba de un año pasado en un gran castillo hecho de oro y cristal, en donde criaturas extrañas y terribles guardaban un tesoro de riquezas incontables. Nadie estuvo tentado de ir a buscar el tesoro, pues el pescador murió, delirando, aquella misma semana. Así pues, ahora nadie frecuentaba la isla y aunque, según decían, en alguna hermosa puesta de sol a veces podías ver el castillo con toda claridad, cuando una barca se aproximaba remando se desvanecía por completo, y era bien sabido que si llegabas a poner el pie en la orilla, la isla se hundiría bajo tus pies. Estas leyendas no siempre tienen que ser despreciadas como cuentos de pastores. A menudo había pensado en aquella otra «isla de cristal» que ahora encontraba casi junto a mi puerta, y me preguntaba si su reputación la convertiría en un escondite seguro para la espada de Macsen. Pasarían todavía algunos años antes de que Arturo pudiera coger y levantar la espada de Britania y, mientras tanto, no era seguro ni adecuado que permaneciera oculta en el techo de un establo de animales, en medio del bosque. A veces había pensado que era un milagro que su resplandor no traspasara el techo de bálago. Si era, en efecto, la espada del rey de Britania, y Arturo iba a ser el rey que la levantara, debía estar en un lugar tan sagrado y tan guardado como la capilla donde yo la había encontrado. Y cuando llegara el día, el muchacho sería conducido hasta ella, como había sido conducido yo. Yo era el instrumento del dios, pero no la mano del dios. Por eso pensaba en la isla. Y un día, estuve seguro. En marzo volví al pueblo en busca de mis vituallas mensuales. Cuando regresaba por la orilla del lago el sol se ponía y la bruma luminosa flotaba sobre la superficie del agua. La isla parecía estar muy lejos, como si flotara, y era fácil creer que era fantasmal y que iba a desaparecer debajo de quien casualmente pusiera un pie allí. El sol se ocultaba y su luz iluminaba los peñascos, que parecían llamear contra los negros colgajos de los árboles. En aquella luz, las extrañas formaciones de la roca parecían altas torres almenadas, la cima de un castillo iluminado por el sol que se elevaba entre los árboles. Contemplé aquella visión pensando en las leyendas; miré de nuevo y frené bruscamente la yegua ruana para observar mejor. Allí, a través de la llana superficie del agua, encima de la bruma flotante, estaba la torre de mi sueño: la Torre de Macsen, de nuevo completa, se elevaba al sol poniente. La torre de la espada. Al día siguiente cogí la espada. La niebla era más espesa que nunca y me ocultaba de cualquier mirada. La isla se hallaba a menos de doscientos pasos de la orilla sur del lago. Quería cruzar la distancia con la yegua, a nado, pero descubrí que el agua sólo le llegaba hasta el
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pecho. El lago estaba quieto como el cristal, silencioso. Cruzamos sin más ruido que el que haría un ciervo salvaje y no vimos ser viviente alguno, excepto un par de patos y una garza real que cruzaba lentamente por la niebla. Dejé la yegua paciendo y me llevé la espada hacia arriba, entre los bosques, hasta que llegué al pie de los peñascos. Creo que sabía lo que iba a encontrar. Arbustos y árboles jóvenes crecían apiñados en los pedregales de la base de los riscos, pero las ramas apenas tenían brotes y a través de ellas divisé una abertura que daba a un estrecho paso, el cual conducía a las profundidades de los acantilados. Había traído una antorcha. La encendí y me adentré rápidamente por aquel paso para encontrarme en una profunda caverna interior, donde no llegaba la luz. Frente a mí había una extensión de agua, negra y tranquila, que llenaba la mitad del suelo de la cueva. Al otro lado, contra el muro interior de la caverna, había un bloque bajo de piedra. No podría decir si era un saliente natural o si lo había formado la mano del hombre, pero estaba allí como un altar, a uno de cuyos lados se había practicado una concavidad, que ahora estaba llena de agua y, a la luz humeante de la antorcha, parecía tan roja como la sangre. Desde el techo el agua goteaba aquí y allá, lentamente. Cuando las gotas caían en la superficie del charco, el agua se rompía con ruidos de cuerdas de arpa, y sus ecos se replegaban a lo lejos, con las crecientes ondas circulares de la luz de la antorcha. Pero en los lugares en que caía sobre la piedra no había producido en ella, como era de esperar, agujeros y cavidades, sino que había construido columnas que iban a juntarse con los carámbanos de piedra sólida que colgaban del techo. La cueva era un templo con columnas de mármol pálido y suelo de cristal. Incluso yo, que había llegado allí por mi propia voluntad y estaba protegido por el poder, me sentí estremecer. «Por tierra y mar volverá a casa, y permanecerá oculta en la piedra flotante hasta que sea levantada de nuevo con fuego.» Eso habían dicho los Antepasados, que habrían reconocido este lugar como lo reconocía yo y como lo debió de reconocer el viejo pescador que volvió del Otro Mundo delirando acerca de los salones del Rey de la Oscuridad. Allí, en la antecámara de Bilis, la espada estaría segura hasta que llegara el joven que tenía el derecho de empuñarla. Vadeé el estanque. El suelo se inclinaba y el agua aumentaba en profundidad. Vi que el negro pasaje seguía por detrás de la mesa de piedra hasta que el techo se unía con la superficie del agua y el paso se desvanecía bajo el nivel del lago. Las ondas golpeaban suavemente la roca y los ecos revoloteaban por los muros, se rompían al chocar con las columnas. El agua estaba helada. Dejé la espada, todavía envuelta tal como la había encontrado, sobre la piedra. Retrocedí a través del estanque. La cueva estaba llena de ecos. Permanecí quieto mientras se convertían en un murmullo y morían. Incluso mi respiración sonaba demasiado fuerte, como una intrusión. Dejé la espada en su silenciosa espera y regresé rápidamente a la luz del día. Las sombras se apartaron y me dejaron pasar. Capítulo II Llegó abril, el mes del regreso de Antor a su hogar. Durante la primera semana del mes, llovió y el tiempo fue ventoso, como en invierno; el bosque rugía como el mar y las corrientes que cruzaban la capilla hacían vacilar y humear las nueve llamas. La lechuza blanca observaba desde el lugar en que había puesto sus huevos, en el techo. Una noche me desperté en medio del silencio. El viento se había calmado, los pinos estaban quietos. Me levanté, me envolví en la capa y salí al exterior. La Luna estaba alta y, al norte, la Osa giraba, tan baja y brillante que parecía posible alcanzarla y tocarla, si su roce no hubiera de quemar. Mi sangre corría ligera y libre; sentí mi cuerpo limpio y despejado como el bosque. Durante el resto de la noche no dormí más de lo que duerme
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un amante; a las primeras luces me levanté y me apresuré a ensillar la yegua. El Sol se elevó, brillante en el cielo claro, y su luz temprana iluminó el claro del bosque. La lluvia del día anterior yacía, espesa y reverberante, en la hierba y en los jóvenes brotes de helechos. Goteaba y humeaba de los pinos, cuyo aroma llenaba el aire. Más allá de sus copas lozanas, las colinas circundantes se elevaban, blancas, hacia el cielo. Saqué la yegua de su cobijo y le estaba colocando la silla cuando, súbitamente, levantó la cabeza de la hierba que mordisqueaba y tensó las orejas. Segundos después oí lo que ella había oído: el golpeteo de unos cascos que venían a todo galope, demasiado rápidos para ser seguros en un sendero tortuoso, sembrado de raíces y obstruido por ramas colgantes. Dejé la silla y esperé. Un caballo completamente negro, que galopaba duramente a causa de una brida tirante, surgió del bosque y se detuvo a tres pasos de mí. Con el mismo movimiento, el muchacho que había estado echado en su lomo como una sanguijuela se deslizó hacia el suelo. El caballo estaba sudoroso y tenía la boca llena de espuma. El interior de los ollares era rojo. Así pues, el galope y la súbita parada había sido una cuestión de dominio del jinete. ¿Nueve años? A sus años yo cabalgaba una jaca gorda que sólo cogía el trote a fuerza de puntapiés. Cogió expertamente la brida con una mano y mantuvo el caballo quieto cuando el animal intentó adelantársele para ir al agua. Lo hizo sin darse cuenta, porque toda su atención estaba fija en mí. —¿Eres el nuevo ermitaño? —Sí. —Prosper era amigo mío. —Lo siento. —No pareces un ermitaño. ¿Es cierto que ahora cuidas de la capilla? —Sí. Se humedeció los labios pensativamente, sin dejar de mirarme. Era una mirada apreciativa, de consideración. Ante aquella mirada sentí, como nunca me había ocurrido ante ninguna otra mirada, que mis músculos se envaraban para mantener firmes los nervios y los latidos del corazón. Esperé. Sabía que, como siempre, mi rostro no demostraba nada. Lo que el muchacho debió ver fue, simplemente, un hombre de apariencia inofensiva, desarmado, que ensillaba un caballo de raza más bien mediocre para emprender su rutinario camino hacia el valle, en busca de provisiones. Al parecer, tomó una decisión. —No digas a nadie que me has visto. —¿Por qué? ¿Quién te busca? Sus labios se abrieron por la sorpresa. Tuve la impresión de que esperaba que hubiera dicho: «Muy bien, mi señor.» Luego volvió bruscamente la cabeza y yo también lo oí: caballos que se acercaban blandamente por el suelo musgoso. Iban rápidos, pero no tanto como el veloz caballo negro. —No me has visto, recuérdalo. Vi que dirigía la mano hacia la bolsa, pero se detuvo a medio camino. Hizo una mueca amistosa y el súbito destello me sorprendió: hasta aquel momento se había comportado como Úter, pero aquella súbita iluminación del rostro era de Ambrosio; los ojos oscuros también eran de Ambrosio. O míos. —Lo siento —dijo correctamente, pero con rapidez—. Te aseguro que no he hecho nada malo. Por lo menos no muy malo. Le dejaré que me atrape pronto. Pero no me deja cabalgar como a mí me gusta. Se agarró a la silla, dispuesto a montar. —Si cabalgas así por estos senderos —le dije—, no me extraña que no te deje. ¿Es necesario que te vayas? Espera dentro mientras lo desvío de tu ruta y llevo tu caballo a algún lugar para que se refresque.
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—Sabía que no eras un ermitaño —dijo con tono que quería ser halagador. Me entregó la brida y se desvaneció por la puerta de entrada. Yo llevé el caballo al establo y cerré la puerta tras él. Estuve allí unos momentos, respirando profundamente como si acabara de evitar ahogarme, y me tranquilicé. Diez años esperando esto. Había roto las defensas de Tintagel para Úter, había matado a Bretel, su capitán, con el pulso más firme que ahora. Bien, aquí estaba; ya veríamos. Me dirigí al lindero del bosque a reunirme con Ralf. Estaba solo y furioso. Su gran caballo castaño llegaba por el sendero a un medio galope forzado, con Ralf agarrado a su cuello. Tenía un pequeño rasguño en una mejilla, producido por una rama que le había rozado la cara. El sol daba de lleno en el claro y le debía deslumbrar. Por un momento pensé que pasaría de largo, pero entonces me vio y frenó al caballo bruscamente. —¡Eh, tú! ¿Has visto pasar a un muchacho hace unos momentos? —Sí. —Hablé suavemente y puse una mano sobre la brida—. Pero espera un momento... —¡Apártate, estúpido! El caballo, sintiendo las espuelas, retrocedió violentamente, arrancando la brida de mi mano. En el mismo momento, Ralf dijo fulminado: —¡Príncipe! —y desvió el caballo hacia un lado. Los cascos no me golpearon de milagro. Ralf saltó de la silla con tanta ligereza como Arturo y se arrodilló para besarme la mano. Yo la retiré rápidamente. —No. Y levántate, hombre. Él está aquí, así que mira lo que haces. —¡Por Cristo, príncipe, por poco os atropello! El sol me deslumbraba... No veía quién erais... —Eso he imaginado. Sin embargo, no ha sido una bienvenida demasiado amable para el nuevo ermitaño, ¿no te parece, Ralf? ¿Son éstas las maneras usuales en el norte? —Mi señor, mi príncipe, lo siento. Estaba furioso... Sucede —añadió honestamente— que me vuelve loco. Y aunque descubra a ese joven diablo, no puedo alcanzarle nunca. Así es que... —Entonces recordó lo que le había dicho; su voz vaciló, se echó hacia atrás para mirarme de frente como si no pudiera creer lo que veía—. ¿El nuevo ermitaño? ¿Vos? ¿Queréis decir que sois el Myrddin del santuario...? ¡Naturalmente! Qué estúpido soy; no se me había ocurrido relacionarlo... Y estoy seguro de que nadie lo ha hecho... No he oído ni un rumor de que pudiera tratarse del propio Merlín... —Y espero que nunca lo oigas. Ahora no soy más que el guardián de la capilla y así debo seguir todo el tiempo que sea necesario. —¿Lo sabe el conde Antor? —Todavía no. ¿Para cuándo se espera su regreso? —Para la semana que viene. —Díselo entonces. Asintió y luego se rió. La sorpresa se convertía en excitación y en algo que parecía satisfacción. —¡Por la Cruz, es agradable volver a veros príncipe! ¿Estáis bien? ¿Habéis viajado muy lejos? ¿Cómo habéis llegado hasta aquí? Y ahora..., ¿qué ocurrirá ahora? Las preguntas salían a borbotones. Levanté una mano para detenerlo, sonriendo. —Mira —dije rápidamente—, hablaremos más tarde. Arreglaremos una cita. Pero ahora te irás y te perderás durante una hora aproximadamente, para que yo mismo trabe conocimiento con el muchacho. —Naturalmente. ¿Irá bien dos horas? Necesitaréis una buena dosis de confianza para que crea que lo he perdido de vista... No me separo de él tan fácilmente. —Echó una ojeada a su alrededor sin mover la cabeza; el lugar estaba tranquilo al sol de la mañana; el silencio sólo era roto por el cacareo de un gallo—. ¿Dónde está? ¿En la capilla? En
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este caso, nos debe observar. Será mejor que me indiquéis alguna dirección equivocada. —Con gusto. —Me volví y señalé uno de los senderos que partían del claro—. ¿Irá bien éste? No sé adonde lleva, pero será suficiente para perderte. —Si no me mata —dijo con resignación—. Naturalmente, tiene que ser ése, ¿verdad? En otra ocasión hubiera dicho que era una mala proposición, pero viniendo de vos... —Te aseguro que ha sido una elección al azar. Lo siento. ¿Tan peligroso es? —Bien, si se supone que tengo que buscar a Arturo por aquí, es evidente que tengo que mantenerme alejado del camino durante algún tiempo. —Cogió la brida y simuló un rápido agradecimiento para engañar al invisible observador—. No, en serio, príncipe... —Myrddin. Ahora no soy tu príncipe, ni el de ningún hombre... —Myrddin, entonces. Es un sendero difícil, pero pasable. Y lo que es más, es precisamente el camino que habría elegido el diablo para ir a su cubil... Os lo aseguro... Te lo aseguro, nada de lo que haces puede ser totalmente al azar. —Rió—. Sí, es el dios que tienes tras de ti. Siento como si me hubieran quitado el mundo que pesaba sobre mis hombros. ¡Los últimos años han sido trabajosos, créeme! —Te creo. Montó, me saludó y se alejó. Cruzó el claro a medio galope y luego el ruido de los cascos se perdió entre los helechos del sendero que había tomado. El muchacho estaba sentado al borde de la mesa, comiendo pan y miel. La miel se le deslizaba por la barbilla. Se puso en pie al verme entrar, se limpió la miel con el dorso de la mano, la lamió y tragó saliva. —¿Te molesta? Parecía esperarme y yo estaba hambriento. —Sírvete más. En aquel tarro del anaquel hay higos secos. —No, ahora no, gracias. Ya tengo suficiente. Es mejor que ahora abreve a Estrella. He oído que Ralf se iba. Cuando llevábamos el caballo a la fuente, me dijo: —Lo llamo Estrella por la mancha blanca que tiene en la frente. ¿Por qué sonríes? —Porque cuando yo tenía tu edad, tenía una jaca llamada Áster, que significa estrella en griego. Y, como tú, un día me escapé de casa y me fui a las colinas, donde encontré a un ermitaño que vivía solo... Vivía en una cueva, no en una capilla, pero era igualmente solitario... Y me dio pasteles de miel y fruta. —¿Quieres decir que no volviste a casa? —No, iba solamente de día. Deseaba estar solo. La gente a veces lo necesita. —Entonces, ¿me comprendes? ¿Por eso has dejado marchar a Ralf sin decirle que yo estaba aquí? Mucha gente se lo habría dicho directamente. Creen que necesito vigilancia —dijo Arturo con tono agraviado. El caballo levantó el morro humeante del agua y resopló. Nosotros empezamos a hablar mientras cruzábamos el claro. El muchacho me miró: —Todavía no te he dado las gracias. Te debo un favor. A Ralf no le pasará nada, ¿sabes? Nunca se lo digo a nadie cuando me escapo, pues mi tutor se enfadaría y no es culpa suya. Ralf volverá por aquí y luego yo me iré con él. Y no te preocupes: no le dejaré que te haga ningún daño. Dé todas maneras, siempre me culpa a mí. —Volvió a sonreír súbitamente—. De hecho, siempre es culpa mía. Keu es mayor que yo, pero soy yo quien siempre tiene las ideas. Habíamos llegado al cobertizo. Hizo el gesto de entregarme la brida pero, como la otra vez, se detuvo a medio camino. Entró él mismo el caballo y lo ató. Yo observaba desde la puerta. —¿Cómo te llamas? —pregunté. —Emrys. ¿Y tú? —Myrddin. Y, es extraño, también Emrys. Es un nombre muy común en el país de donde vengo. ¿Quién es tu tutor? —El conde Antor. Es el señor de Galava.
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Se volvió, con las mejillas ruborizadas. Comprendí que esperaba la próxima pregunta, la inevitable pregunta, pero no se la formulé. Durante doce años yo había tenido que explicar a todos los que hablaban conmigo que era el hijo bastardo de un padre desconocido: no quería obligar a aquel muchacho a hacer la misma confesión. Sin embargo, había diferencias. Dado que yo no era ningún juez, él tenía mejores defensas que yo a su edad. Y, como hijo adoptivo y bien considerado del conde Antor de Galava, no tenía que vivir, como yo, con la vergüenza de la bastardía. Entonces, mientras lo contemplaba, pensé que las diferencias entre él y yo eran aún más profundas: yo me conformaba con muy poco, sin imaginar mi poder; este muchacho nunca se conformaría con menos que todo. —¿Cuántos años tienes? —le pregunté—. ¿Diez? Pareció complacido. —En realidad, acabo de cumplir los nueve. —Y ya sabes montar mucho mejor que yo. —Bueno, tú sólo eres... —Se interrumpió y se ruborizó. —Empecé mi trabajo de ermitaño en Navidad —dije con suavidad—. En realidad he cabalgado mucho antes. —¿Y qué hacías? —Viajaba. Incluso luchaba, si era necesario. —¿Luchar? ¿En dónde? Mientras hablábamos, le conduje hacia la puerta delantera de la capilla. Subimos los peldaños. Con los años se habían cubierto de musgo y estaban húmedos. Me sorprendí ante la ligereza de pies del muchacho que subía a mi lado. Era alto, robusto, con huesos que prometían fortaleza. También había en él otra promesa, como en Úter: sería un hombre bien plantado. Pero la primera impresión que daba Arturo era la de una dominada vivacidad de movimientos, casi como la de un bailarín o la de un hábil espadachín. Había en él algo de la impaciencia de Úter, pero no era lo mismo; la suya surgía del interior de algún núcleo de armonía. Un atleta habría hablado de coordinación, un arquero de vista directa, un escultor de mano firme. En aquel muchacho, todo daba la impresión de una vitalidad arrolladora, pero bien dirigida. —¿En qué batallas has luchado? Debías de ser joven cuando hubo las batallas de las Grandes Guerras. Mi tutor dice que tendré que esperar a los catorce años para ir a la guerra. Y no es agradable, porque Keu tiene trece años y yo puedo vencerlo tres veces de cada cuatro. Bien, quizá dos... ¡Oh! Al entrar en la capilla, la brillante luz del sol a nuestras espaldas proyectó nuestras sombras hacia delante, con lo que el altar al principio quedó oculto. Ahora, al movernos, la luz lo había iluminado, la poderosa luz de la mañana, y un rayo había caído directamente sobre la espada grabada; la hoja parecía destacarse, clara y brillante, de sus sombras en la piedra. Antes de poder decir nada, el muchacho se había adelantado y había alargado la mano para coger la empuñadura. Vi que su mano chocaba contra la piedra y el golpe le inmovilizaba el cuerpo. Permaneció quieto durante unos segundos, como si estuviera en trance, luego dejó caer la mano y retrocedió sin desviar la mirada del altar. Habló sin mirarme: —¡Qué extraño! He creído que era real. He pensado: «Es la espada más hermosa y fulminante del mundo, y es para mí.» Y resulta que en ningún momento ha sido de verdad. Ha sido como una ilusión. —Sí que es de verdad —dije. A través de las motas de polvo que danzaban en el rayo de sol, vi al muchacho ofuscado por el brillo. Se volvió hacia mí y me miró fijamente. A su espalda, el altar fulguraba de blancura con el fuego helado.
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—Es de verdad. Algún día estará en este mismo altar, a la vista de todos los hombres. Y entonces, quien se atreva a tocarla y a levantarla de donde esté, será... —¿Qué será? ¿Qué hará ese hombre, Myrddin? Parpadeé, sacudí el sol de mis ojos y me tranquilicé. Una cosa es observar lo que ocurre en cualquier lugar del orbe; y otra, muy diferente, es ver lo que todavía no ha venido de los cielos. Esto último, que los hombres llaman profecía y por la cual ellos me honran, es como si te golpeara las entrañas con el látigo de Dios, que nosotros llamamos luz. Aun cuando mi carne retrocedía ante él, yo le daba la bienvenida como una mujer recibe los últimos dolores de parto. En aquel relámpago de visión había visto qué ocurriría en aquel mismo lugar: la espada, el fuego, el joven rey. Así, mi propia búsqueda por el mar Medio, el trabajoso viaje a Segontium, el cargar con las tareas de Prosper, la ocultación de la espada en Caer Bannog... Ahora sabía con seguridad que había leído rectamente los deseos del dios. A partir de ahora solamente me quedaba la espera. —¿Qué haré? —preguntaba la voz con insistencia. No pensé que el muchacho fuera consciente del cambio de persona en la pregunta. Estaba inmóvil, serio, ardiente. La punta del látigo también le había alcanzado. Pero todavía no había llegado el momento. Lentamente, dejando de lado las otras palabras, le expliqué todo lo que él podía comprender. —Un hombre transmite la espada a su hijo. Tú tendrás que encontrarla por ti mismo. Pero cuando llegue el momento, estará aquí para que la tomes, a la vista de todos los hombres. Entonces el Otro Mundo desapareció y yo volví a la clara mañana de abril. Me sequé el sudor del rostro y respiré una bocanada de aire puro. Pareció el primer aliento. Rechacé el aire húmedo y sacudí la cabeza. —Se me arremolinan —dije. —¿Quiénes? —Oh, los que siempre velan por aquí. Sus ojos me miraron fijamente, llenos de preguntas. Bajó lentamente los peldaños del altar. La mesa de piedra tras él era solamente una mesa, con una espada bastamente grabada. Le sonreí. —Tengo un don, Emrys, que puede ser útil y muy poderoso, pero que a veces es inconveniente y siempre terriblemente incómodo. —¿Quieres decir que puedes ver cosas que no están aquí? —A veces. —Entonces, ¿eres un mago? ¿O un profeta? —Un poco las dos cosas, podríamos decir. Pero éste es mi secreto, Emrys. Y espero que también sea el tuyo. —No lo diré a nadie. —Eso fue todo, sin promesas, sin juramentos, pero sabía que guardaría el secreto—. ¿Estabas diciendo el futuro, entonces? ¿Qué significaba? —No podemos estar seguros. Ni siquiera yo estoy siempre seguro. Pero una cosa es cierta: algún día, cuando llegue el momento, encontrarás tu espada, y será la espada más hermosa y fulminante del mundo. Pero ahora, por el momento, ¿quieres ir a buscarme un vaso de agua? Junto a la fuente hay uno. Me lo trajo a toda prisa. Se lo agradecí y bebí; luego se lo devolví. —¿Qué te parecen ahora los higos secos? ¿Todavía tienes hambre? —Siempre tengo hambre. —Entonces, la próxima vez que vengas, tráete tu comida. Podrías encontrarme sin provisiones. —También traeré para ti, si quieres. ¿Eres muy pobre? No lo pareces. —Me consideró de nuevo con la cabeza erguida—. Por lo menos no hablas como si lo fueras. Si hay algo que desees, intentaré traértelo. —No te preocupes, por ahora tengo todo cuanto necesito.
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Capítulo III Ralf regresó puntualmente, con preguntas en los ojos pero no en sus labios, excepto las que podía hacer a un desconocido. Para mi gusto, volvió demasiado pronto. Eran nueve años los que había que recuperar y muchos juicios que hacer al respecto. Y por lo que pude ver, también fue demasiado pronto para el muchacho, si bien recibió a Ralf con cortesía y permaneció firme bajo el látigo de la lengua de aquel hombre elocuente. Encontré en la expresión de Arturo la convicción de que, si no hubiera sido por mi presencia, le habrían sacudido con algo más que con palabras. Comprendí que vivía bajo una dura disciplina: que los reyes deben ser educados más duramente que los demás hombres, pero no que a él se le aplicaran estas reglas. Me pregunté qué reglas se aplicarían a Keu y qué pensaba Arturo de esa discriminación. Aceptó la regañina y cuando, al terminar, ofrecí a Ralf un vaso de vino, el muchacho se lo sirvió con bastante mansedumbre. Cuando finalmente le mandó que fuera a buscar los caballos, dije rápidamente a Ralf: —Di al conde Antor que será mejor que yo no vaya al castillo. Él lo entenderá. Hay demasiados riesgos. Él ya sabrá dónde podemos vernos sin peligro, por lo que le dejo que sugiera el lugar. ¿Venía normalmente por aquí o su visita haría sospechar a la gente? —Cuando Prosper vivía aquí no había venido nunca. —Entonces bajaré yo cuando me envíe un mensaje. Ahora, Ralf, no tenemos mucho tiempo, pero dime una cosa: ¿no hay motivos para suponer que alguien pueda imaginar quién es el muchacho? ¿No ha habido ningún sospechoso rondando por ahí? —No, nadie. Dije lentamente: —En una ocasión vi algo, cuando le traías de la Pequeña Bretaña. Al ir a cruzar un paso, vuestro grupo fue atacado. ¿Quiénes eran? ¿Los reconociste? Se quedó sorprendido. —¿Te refieres al paso por las rocas, entre Mediobogdum y Galava? Lo recuerdo muy bien. Pero ¿cómo lo sabes? —Lo vi en el fuego. Por aquel entonces lo observaba constantemente. ¿Qué ocurre, Ralf? ¿Por qué miras así? —Fue una cosa muy extraña —dijo lentamente—. No lo he olvidado nunca. Aquella noche, cuando nos atacaron, me pareció oír que me llamabas. Un aviso, claro como una trompeta o como el ladrido de un perro. Y ahora me dices que nos observabas. —Sus hombros se estremecieron como a causa de una súbita corriente; luego sonrió—. Me había olvidado de tus poderes, príncipe. Tendré que acostumbrarme de nuevo a ellos, supongo. ¿Todavía nos observas? A veces puede resultar un pensamiento incómodo. —No, hombre. —Reí—. Y si hubiera peligro, creo que pasaría por mí. De todas maneras, creo que puedo estar tranquilo. Pero vamos, dime, ¿supiste quién os atacó aquella noche? —No. No llevaban blasón. Matamos a dos de ellos pero no llevaban nada encima que pudiera indicarnos de quién eran hombres. El conde Antor pensó que debían de ser ladrones o forajidos. Yo también lo creo. De cualquier modo, desde entonces no ha ocurrido nada, nada en absoluto. —Me lo imagino. Y ahora no debe haber nada que indique la vinculación de Myrddin el ermitaño con Merlín, el encantador. ¿Qué se dice acerca del nuevo santón de la capilla? —Sólo que Prosper murió y que Dios ha mandado a otro hombre en el momento del cambio, como hace siempre. Que el nuevo hombre es joven, que parece tranquilo, pero que no lo es tanto como parece. —¿Y qué quieren decir con eso?
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—Exactamente lo que dicen. No siempre te comportas precisamente como un humilde ermitaño, príncipe. —¿Ah, no? No veo por qué; es como soy normalmente. ¿Debo tener más cuidado? —Creo que no se trata de eso. —Sonreía divertido—. Yo no me preocuparía, pues sencillamente piensan que debes de ser más santo que los otros. Este lugar siempre ha sido muy embrujado y, al parecer, ahora más que nunca. Se cuentan historias de un espíritu en forma de enorme pájaro blanco que vuela ante los hombres si se aventuran demasiado por los senderos de los alrededores y... Oh, son las historias usuales de hechizos que siempre se cuentan de ti, historias estúpidas de la gente, cosas que no se pueden creer. Pero hace dos semanas... ¿Sabías que una tropa cabalgaba por aquí, procedente de algún lugar cerca de Alauna, y cayó un árbol en medio del camino sin previo aviso y sin que hiciera viento? —No me había enterado. ¿Se hirió alguien? —No. Hay otro camino y se fueron por él. —Ya veo. Me miraba con curiosidad. —¿Fueron tus dioses, príncipe? —Puedes llamarlo así. No me había dado cuenta de que me guardarían tan bien. —Así pues, ¿sabías que algo así podía suceder? —No hasta que me lo has dicho. Pero sé quiénes lo hicieron y por qué. Frunció el entrecejo pensativamente. —Pero si lo hicieron deliberadamente... Si tengo que acompañar a Emrys de nuevo por ese camino... Si tengo dificultades... —Emrys está a salvo y, además, es tu salvoconducto, Ralf. No les temas. Vi que sus cejas se fruncían ante la palabra «temas», pero luego asintió. Me pareció que estaba ansioso, incluso tenso. Me preguntó: —¿Cuánto tiempo crees que estarás aquí? —Es difícil decirlo. Depende de la salud del Gran Rey. Si Úter se recobra totalmente, es posible que el muchacho se quede hasta los catorce años, hasta que esté preparado para ir con su padre. ¿Por qué, Ralf? ¿No puedes resignarte a la oscuridad durante unos pocos años más? ¿O te parece demasiado pesado tener que cabalgar constantemente detrás de este joven caballero? —No..., es decir, sí. Pero..., no es eso —balbució y se ruborizó. —Entonces, ¿quién es ella? —dije divertido. No había comprendido su mirada ceñuda hasta que, después de una pausa, preguntó: —¿Qué más viste cuando observabas a Arturo en el fuego? —¡Mi querido Ralf! Pero no era el momento de explicarle que las estrellas sirven para reflejar sólo el destino de los reyes y la voluntad de los dioses. Dije suavemente: —La Visión no tiene por objeto llevarme al otro lado de las puertas de los dormitorios. Pero me lo imagino. Tu rostro es tan poco impenetrable como una cortina de gasa. Y recuerda que debes llamarle siempre Emrys, incluso cuando estés enfadado. —Lo siento. No pretendía decir... No es que sea nada que no puedas ver... Quiero decir que nunca he estado en su dormitorio... Quiero decir que ella es... ¡Oh, diablos y maldiciones, debía haber imaginado que lo sabrías todo! No quería ser insolente. Olvidaba que nunca te entrometes en las cosas de los otros hombres. Nunca sé cómo actuar contigo. Has estado lejos demasiado tiempo... Bien, ahí están los caballos. Parece que también ha ensillado el tuyo. Creía que no bajarías hoy, por lo que has dicho. —No era ésa mi intención. Debe de haber sido idea de Emrys. Lo era. Cuando nos vio en la puerta, Arturo gritó: —También he traído tu caballo. ¿No quieres hacer parte del camino con nosotros? —Si vamos a mi paso y no al tuyo, sí.
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—Caminaremos todo el camino si así lo quieres. —Oh, no quiero obligarte a tanto, pero dejaremos que Ralf lleve el paso, ¿de acuerdo? La primera parte del sendero estaba en pendiente. Ralf iba al frente y Arturo tras él; el caballo negro debía ser de pie muy seguro, efectivamente, pues Arturo cabalgó todo el tiempo con la cabeza vuelta hacia mí, charlando conmigo. Para alguien que no lo supiera, podría haber parecido que era el muchacho quien tenía que recuperar los nueve años; apenas tuve que hacerle preguntas; todos los detalles, pequeños y grandes, de su vida salieron en cascada, hasta que supe tanto acerca de la mansión del conde Amor y del papel del muchacho en ella, como él mismo... y más aún. Finalmente, pasamos del bosque de pinos a un bosque de robles y castaños, en donde la marcha era fácil; al cabo de media milla, llegamos al sendero que bordeaba el lago. Caer Bannog flotaba, iluminada por el sol, ocultando su secreto. El valle se ensanchaba frente a nosotros y en aquella ocasión, la línea de sauces que marcaba el río mostraba, borrosa, su verde curva. Detuve mi caballo donde el río deja el lago. Cuando me despedía de ellos el muchacho preguntó con viveza: —¿Puedo volver pronto? —Ven cuando gustes... Cuando puedas. Pero tienes que prometerme una cosa. Me miró con cautela, lo que significaba que si prometía algo lo cumpliría. —¿De qué se trata? —No vengas sin Ralf o sin alguien que te escolte. No te escapes la próxima vez. Este bosque no se llama el Bosque Salvaje sin razón. —Oh, ya sé que dicen que está encantado, pero yo no tengo miedo de lo que vive en las colinas, y menos ahora que lo he visto... —Frenó y cambió de dirección sin una vacilación—, y que tú estás aquí. Y si son lobos, tengo mi daga... Además, los lobos no atacan de día. Y no hay lobo que pueda atrapar a Estrella.. —Me refiero a otra clase de bestias salvajes. —¿Osos? ¿Jabalíes? —No, hombres. —Oh. Se encogió de hombros. Naturalmente, era valentía: en aquel bosque había forajidos como en cualquier otro lugar, y Arturo debía haber oído contar historias sobre ellos; pero también era inocencia. Tal había sido el cuidado que el conde Antor le había dedicado. La cabeza más vulnerable y más buscada de todo el reino, y para él el peligro no era más que historias. —De acuerdo —dijo—, lo prometo. Me sentí satisfecho. Los guardianes de las colinas huecas lo vigilarían por mí, pero guardarlo era otra cuestión. Para ello se necesitaban el poder de Antor y el mío. —Mis saludos al conde Antor —le dije a Ralf, y vi que había comprendido mis pensamientos. Nos separamos. Los observé marchar a lo largo del río; el caballo negro luchaba por apresurarse y tiraba de la brida; el enorme zaino de Ralf trotaba a paso lento; el muchacho hablaba excitadamente y con grandes gestos. Al final debió conseguir lo que se proponía pues, súbitamente, las espuelas de Ralf se clavaron y el zaino dio un salto hacia delante y se lanzó al galope. El caballo negro, espoleado una fracción de segundo más tarde, se lanzó tras el otro. Cuando las dos figuras se desvanecían entre una fronda de abedules, la más pequeña se volvió en la silla y saludó con la mano. Volvió al día siguiente; trotando decorosamente entró en el claro, con Ralf detrás de él. Arturo llevaba un presente de huevos y pasteles de miel, así como la información de que el conde Antor todavía no había vuelto, pero que la condesa pensaba que el contacto con el ermitaño podía ser útil al muchacho y se alegraba de que Arturo viniera a verme. El conde, por su parte, se pondría en relación conmigo tan pronto como regresara.
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Arturo me dio el mensaje, no Ralf, y era obvio que no descubrió en éste más que las estrictas precauciones de un tutor al que, desde hacía tiempo, el muchacho consideraba extremadamente celoso, hasta grados incómodos. Cuatro de los huevos se habían roto. —Sólo Emrys podía imaginar que podría traer huevos con un caballo como el suyo — bramó Ralf. —Tienes que admitir que lo ha hecho muy bien: sólo ha roto cuatro. —Oh, sí, sólo Emrys podría hacerlo así. No había cabalgado de modo tan mesurado desde que te escoltaba a ti. Entonces salió afuera con una excusa. Arturo limpiaba las crines de su caballo, sucias de huevo; luego lo dejó para ayudarme a comer los pasteles de miel y me llenó de preguntas sobre el mundo que se extendía al otro lado del Bosque Salvaje. Unos cuantos días más tarde, Antor regresó a Galava y, por medio de Ralf, arregló un encuentro conmigo. Por aquel entonces debía haber corrido la voz de que el joven Emrys ya había subido tres veces a la capilla del bosque, y la gente debía esperar que el conde Antor o la condesa hicieran llamar al nuevo guardián para conocerlo. Convenimos en que Antor y yo nos encontraríamos como por casualidad en la granja de Fedor y su esposa eran gente de confianza, según me dijeron, y la otra gente sólo vería en aquel encuentro al ermitaño que bajaba por provisiones, como era habitual, y al conde que pasaba por allí y aprovechaba la oportunidad de hablar con él. Fuimos conducidos a una habitación pequeña, llena de humo, y nuestro anfitrión nos sirvió vino y nos dejó solos. Antor apenas había cambiado, excepto unas cuantas canas en el cabello y la barba. Cuando se lo dije, después de los primeros saludos, se puso a reír. —No es nada sorprendente —dijo—. Dejas el huevo dorado de un cuclillo en mi nido tranquilo y esperas encontrarme sin preocupaciones. No, no, hombre, era una broma. Ni Drusila ni yo sabríamos qué hacer sin el muchacho. Lo que venga de él al final no quitará que éstos hayan sido unos buenos años. Y si hemos hecho un buen trabajo, es que hemos trabajado sobre la mejor materia del mundo. Entonces hizo un recuento de su mayordomía. Cinco años son mucho tiempo y hay muchas cosas que decir al respecto. Yo apenas hablé, sino que escuché atentamente. Algunas de las cosas que me contó ya las sabía, las había visto en el fuego o el muchacho ya me las había explicado. Pero si la vida de Arturo ya me era familiar y podía juzgar los resultados por mí mismo, lo que descubrí en las palabras de Antor era el profundo afecto que él y su esposa sentían por el muchacho; y no sólo ellos dos sino todos los habitantes de la mansión, que no sabían quién era Arturo y sentían el mismo afecto por él. Mis impresiones acerca de él no habían sido equivocadas; en el muchacho había valentía, rápido ingenio y un ardiente deseo de sobresalir. Quizá le faltaban frialdad y precaución, defectos que también ostentaba su padre. —Pero ¿quién diablos desea que un muchacho sea precavido? Ya lo aprenderá la primera vez que le hieran o, peor aún, cuando encuentre a un hombre en quien no se pueda confiar —dijo Antor malhumorado, obviamente dividido entre su orgullo por el muchacho y por el éxito de su tutela. Cuando empecé a hablar de eso y le agradecí todo cuanto había hecho, me interrumpió bruscamente: —Bien, parece que estás bien instalado por lo que me han contado. Fue una buena casualidad, ¿verdad?, que llegaras a la Capilla Verde a tiempo para suplir el lugar del anciano Prosper. —¿Casualidad? —Ah, sí, había olvidado con quién estoy hablando. Hace mucho tiempo que por aquí no hemos visto a un encantador. Bien, para un simple mortal como yo, habría sido una
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casualidad. Sea lo que fuere, ha sido la mejor de las cosas, porque no podrías haberte instalado en el castillo. Tenemos a un hombre que te conoce muy bien: Marcelo, el que se casó con la hermana de Valerio. Es mi maestro de armas. Quizá no debería haberle tomado a mi servicio sabiendo que, tarde o temprano, tú volverías, pero es uno de los mejores oficiales del país y sabe Dios que necesitaremos todo lo que tenemos, aquí en el norte. También es el mejor espadachín de la región. Por el bien del muchacho, no podía dejar escapar la oportunidad. —Me lanzó una brusca mirada con el ceño fruncido—. ¿De qué te ríes? ¿Acaso no lo crees así? —Pensaba en Úter. —Le expliqué la charla que había tenido con el rey a propósito del entrenamiento de Arturo—. Es muy propio de Úter mandar a un hombre que me conoce... Nunca puede pensar dos cosas al mismo tiempo. Bien, me mantendré alejado. ¿Podrás encontrar una buena razón para permitir que el muchacho venga a verme? Asintió. —Ya he dicho que te conocía y que eres un hombre culto que ha viajado mucho. Sabes muchas cosas que puedes enseñar a los muchachos, cosas que no pueden aprender del abad Martín ni de los padres. Dejaré que se sepa que pueden venir a verte cuando lo deseen. —¿Pueden? ¿Acaso Keu no es demasiado crecido para tener un tutor, aunque sea un tutor tan poco ortodoxo? —Oh, no irá para aprender. —Su voz tenía un tono de triste orgullo—. Keu es como yo, no tiene un pensamiento en la cabeza como no sea lo que llamarías las artes del campo de batalla. Pero ni aun así llegará a ser la clase de espadachín que se entrevé en Arturo, aunque es tozudo y se toma todos los trabajos del mundo. No vendrá dos veces si ha de aprender en los libros, pero ya sabes cómo son los chicos, lo que tiene uno el otro lo desea; y me sería muy difícil mantenerlo alejado después de todo lo que Arturo ha estado contando. No ha hablado de otra cosa desde que he vuelto; incluso ha dicho a Drusila que tiene el deber sagrado de venir cada día para ver si tienes suficiente comida. Sí, puedes reír. ¿Acaso lo has hechizado? —No que yo sepa. Y me alegrará ver de nuevo a Keu. Era un hermoso muchacho. —No le resulta fácil ver que el más joven es casi tan hábil como él, a pesar de los tres años de diferencia, y que es muy posible que lo aventaje cuando ambos se conviertan en hombres. Y cuando eran más pequeños, siempre se le decía: «Recuerda que Emrys debe tener lo mismo que tú... Es nuestro hijo adoptivo y nuestro huésped.» Habría sido mucho más sencillo si hubiera habido más chicos. Drusila ha sido quien se ha llevado la parte más difícil: no podía favorecer a uno más que al otro, pero al mismo tiempo tenía que dejar que Keu comprendiera que él era el hijo verdadero sin que Arturo se sintiera postergado. Keu aprecia bastante al otro muchacho, aun cuando tiene tendencia a los celos, pero no hay nada que temer en el futuro, te lo aseguro. Enséñale el objeto de su lealtad, y nada lo desviará. Como su padre: es como un perro lento que, sin embargo, cuando muerde, no retrocede. Siguió hablando durante un rato. Yo escuchaba y recordaba mi propia infancia de bastardo e intruso en un hogar que no era el mío. Para Arturo había sido diferente. Yo había sido un muchacho tranquilo que no había demostrado talentos que pudieran despertar celos en otros chiquillos u hombres. Arturo, por su propia naturaleza, sobresalía por encima de los otros muchachos del castillo, como un joven dragón empollado en una nidada de lagartijas acuáticas. Finalmente, Antor suspiró, bebió y dejó su copa. —Pero eso ya son cosas pasadas. Keu ahora está conmigo, entre los hombres, y Beduier es quien lo acompaña. Cuando he dicho «pueden» no me refería a Keu. Ahora tenemos a otro muchacho con nosotros. Lo traje de York. Se llama Beduier y es hijo de Ban de Benoic. ¿Le conoces? —Lo vi en una ocasión.
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—Me pidió que cuidara a Beduier durante un año o dos. Había oído que Marcelo estaba aquí conmigo y desea que Beduier aprenda con él. Tiene aproximadamente la misma edad que Arturo, por eso no me preocupé cuando Ban me lo pidió. Te gustará. Un muchacho tranquilo; no es muy inteligente, por lo que me dice el abad Martín, pero un buen chico, y parece que aprecia a Emrys. Incluso Keu lo piensa dos veces antes de enredarse con ellos. Bien, eso es todo. Esperemos que el abad Martín no ponga objeciones. —¿Crees que lo haría? —Bien, el muchacho fue bautizado como cristiano. Es sabido que Prosper servía a Dios durante sus últimos años, pero también se sabe que la Capilla Verde había albergado otros dioses que no eran el Cristo verdadero. ¿Qué haces tú, en la capilla del bosque? —Creo que hay que rendir honores a cualquier dios que se presente —dije—. En estos días, es cuestión de sentido común y de cortesía. A veces pienso que ni los mismos dioses se aclaran. La capilla está abierta al aire y al bosque, y en ella entra quien quiere. —¿Y Arturo? —En un hogar cristiano, Arturo honrará al Dios de Cristo. Lo que haga en el campo de batalla es otra cuestión. Todavía no sé qué dios entregará al muchacho la espada, si bien dudo que Cristo fuera un hombre hábil con la espada. Pero ya veremos. ¿Quieres más vino? —¿Qué? Ah, gracias. —Antor parpadeó, se humedeció los labios y cambió de tema—. Ralf ha dicho que le preguntaste acerca de la emboscada de Mediobogdum, de hace cinco años. Eran ladrones, nada más. ¿Por qué lo preguntas? ¿Tienes motivos para pensar que por ahora hay alguien interesado en el muchacho? —Tuve algunos problemas durante mi viaje hacia aquí. Ralf me ha dicho que aquí no ha pasado nada. —Nada. Yo he ido dos veces a Winchester y una vez a Londres, y ni un alma me hizo preguntas, cosa que me habrían hecho rápidamente si alguien creyera que el muchacho podía estar en algún lugar del norte. —¿Y Lot? ¿No se ha acercado nunca ni ha demostrado interés? Otra rápida mirada. —Conque Lot, ¿eh? Bien, nada me sorprendería ya de él. Algunos de los problemas que hemos tenido por aquí podrían haberse evitado fácilmente si ese caballero se hubiera preocupado de los asuntos de su reino en lugar de aspirar al trono. —¿Eso dicen, entonces? ¿Va detrás del lugar del rey y no sólo de un lugar junto al rey? —Sea lo que fuere lo que pretende, él y Morgana ya están prometidos: se casarán tan pronto como la muchacha cumpla los doce años. Ya no hay posibilidad de deshacer esa unión, aun cuando Úter lo deseara. —¿Y a ti no te gusta? —No le gusta a nadie en esta parte del país. Dicen que Lot extiende sus fronteras constantemente, y no siempre con la espada. Eso se dice en la reuniones. Si tiene demasiado poder cuando el rey muera, es muy posible que volvamos a retroceder a los tiempos del Lobo. Los sajones viniendo cada primavera, saqueos y pillajes hasta los montes Peninos, sí, y los irlandeses que les salen al encuentro; y la mayoría de nuestros hombres que se refugian en las colinas para encontrar allí nada más que frío. —¿Cuánto tiempo hace que has visto al rey? —Tres semanas. Cuando estaba en York me mandó llamar y, en privado, me preguntó por el muchacho. —¿Cómo estaba? —Bastante bien, pero su parte cortante ha desaparecido. ¿Me comprendes? —Perfectamente. ¿Estaba con él Cador de Cornualles?.
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—No, todavía estaba en Carlión. Oí decir que... —¿En Carlión? —pregunté vivamente—. ¿El propio Cador estaba allí? —Sí—dijo Antor sorprendido—. Estaba allí desde poco antes de que tú te marcharas de Maridunum, ¿no lo sabías? —Debí de haberlo imaginado —dije—. Mandó un grupo de hombres armados a mi casa de Bryn Myrddin para que vigilaran mis movimientos. Los esquivé, creo, pero no me imaginaba que me vigilaran dos grupos al mismo tiempo. Urién de Gorre también tenía hombres en Maridunum, y me siguieron hasta Gwynedd. Le hablé de Crinas y del grupo de Urién. Antor escuchaba con el ceño fruncido. Le pregunté: —¿No has tenido noticias de ellos por aquí? No hacen preguntas abiertamente, pero esperan, vigilan y escuchan. —No, si hubiera forasteros por los alrededores me habrían informado. Debiste despistarlos. Puedes estar tranquilo, los hombres de Cador no vendrán por aquí. Está en Segontium ahora, ¿no lo sabías? —Cuando pasé por allí oí decir que lo esperaban. ¿Sabes si piensa instalar su cuartel general en Segontium, ahora que Úter le ha encargado la defensa de la Costa Irlandesa? ¿Se habla de reconstruir la muralla? —Se habló de eso, sí, pero dudo que se llegue a hacer. Es una tarea que supondría más tiempo y dinero del que Úter está dispuesto a gastar; o quizá no lo tiene, sencillamente. Si puedo hacer conjeturas, creo que Cador guarnicionará Segontium y las fortalezas de la frontera; se instalará en el interior, desde donde podrá mover sus fuerzas hacia los puntos de ataque. Quizás en Deva. Rheged está en Luguvallium. Nosotros haremos todo cuanto podamos. —¿Y Urién? Creo que se quedará en el este, donde le corresponde. —Sí, bien pegado a su roca —dijo Antor con satisfacción—. Y una cosa es segura. Hasta que Lot se case con Morgana, servido por todos los obispos del reino y con pruebas positivas de consumación, no moverá una mano para derrocar a Úter, ni Urién tampoco. Ni encontrarán a Arturo. Si no han olido al muchacho en estos nueve años, no lo olerán ahora. Puedes estar tranquilo. Cuando Morgana cumpla los doce años y esté preparada para casarse, Arturo tendrá catorce y habrá llegado el momento en que el rey prometió instalarlo al frente de su reino. Entonces será tiempo de discutir con Lot y con Urién, y si el momento llega antes, Dios dirá. Nos separamos y yo volví solo al santuario. Capítulo IV A partir de entonces, Arturo, a veces con los otros dos muchachos pero generalmente sólo con Beduier, venía a verme a la capilla dos o tres veces por semana. Keu era un muchacho pelirrojo, corpulento, con la misma mirada de su padre. Sus maneras con Arturo eran un compuesto de paternalismo y fanfarronería afectuosa que a veces debía fastidiar al muchacho. Pero Arturo parecía apreciar mucho a su hermano adoptivo y disfrutaba al compartir con él el placer (eso era para él) de visitarme. Keu se divertía con las cosas que yo contaba de tierras extranjeras, con las historias de luchas, conquistas y batallas, pero pronto se cansaba de tratar sobre las maneras de vida de la gente y de las formas de gobierno de las naciones, así como de sus leyendas y creencias, cosas que, por el contrario, encantaban a Arturo. Con el paso del tiempo, Keu se quedaba más a menudo en su casa, dedicado (según me explicaron los otros dos) a deportes o a asuntos con su padre; a veces cazaba, patrullaba o acompañaba al conde Antor en sus ocasionales visitas a sus vecinos. Pasado el primer año, apenas vi a Keu. Beduier era completamente diferente, un muchacho tranquilo de la edad de Arturo,
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amable y soñador como un poeta, perfecto acompañante. Beduier y Arturo eran como las dos partes de una misma manzana. Beduier seguía con devoción perruna al otro muchacho; no intentaba ocultar su cariño por Arturo, pero en él no había nada de blando, a pesar de su amabilidad y de sus ojos de poeta. Era un muchacho sencillo, con la nariz aplastada en alguna pelea, mal colocada y con la cicatriz de una quemadura infantil en la mejilla. Pero tenía carácter y gentileza, y Arturo lo quería. Como hijo de Ban, un rey menor, Beduier estaba por encima incluso de Keu y, por lo que podían comprender los muchachos, de Arturo. Pero esto nunca se les ocurrió a ninguno de los dos. Uno ofrecía devoción y el otro la aceptaba. Un día les dije: —¿Conocéis la historia de Bisclavaret, el hombre que se convirtió en lobo? Beduier, sin molestarse en contestar, sacó el arpa de su envoltura y me la acercó suavemente. Arturo, tumbado boca abajo sobre la cama, con la barbilla apoyada en un puño y los ojos brillantes a la luz del fuego —era una fría tarde del final de primavera—, dijo impacientemente: —Oh, déjalo. No importa la música. La historia. Entonces Beduier se acurrucó junto a él sobre las mantas, yo afiné las cuerdas y empecé. Era una historia aterradora, que Arturo escuchaba con cara centelleante; pero Beduier estaba más quieto que nunca, todo ojos. Oscurecía cuando se marcharon, aquel día con un severo criado como escolta. Arturo, que el día siguiente vino solo, me contó que Beduier se había despertado durante la noche, presa de una pesadilla. —Y, ¿sabes, Myrddin?, cuando ayer íbamos a casa con la historia todavía en nuestros oídos, vimos algo que se escabullía entre los árboles y pensamos que era un lobo. Entonces Beduier me hizo cabalgar entre él y Leo. Sabía que estaba asustado, pero él dijo que su deber era protegerme, y yo supongo que sí, porque él es hijo de un rey y yo... Se detuvo. Estaba más cerca que nunca del terreno movedizo. No dije nada, esperé. —... Y yo soy su amigo. Entonces le hablé de la naturaleza del valor, y el tiempo pasó. Recuerdo lo que dijo después sobre Beduier. Lo recordaría muchas veces en años venideros, cuando, en situaciones más inciertas, la confianza entre él y Beduier se mantuvo. Aquel día dijo, muy serio, como si a sus nueve años lo supiera con certeza: —Es el compañero más valiente y el amigo más fiel que hay en el mundo. Naturalmente, Antor y Drusila se habían encargado de que Arturo supiera todo lo conveniente acerca de su padre y la reina. También sabía, como cualquier otro de la región, cosas acerca del joven heredero que esperaba —en la Pequeña Bretaña, en la Isla de Cristal, o en la Torre de Merlín— la sucesión del reino. En una ocasión, él mismo me contó la historia que se explicaba acerca del «rapto de Tintagel». La leyenda no había perdido nada a medida que se contaba. Al parecer, por el momento la gente creía que Merlín había hecho invisibles al rey y a sus acompañantes, caballos incluidos, y que habían entrado a través de las murallas de la fortaleza, para salir de nuevo, a la mañana siguiente. —Y dicen —terminó Arturo— que un dragón se enroscó en los torreones durante toda la noche, y que a la mañana siguiente, Merlín se fue volando en él, envuelto en una nube de fuego. —¿Eso dicen? Es la primera vez que lo oigo. —¿No conoces la historia? —preguntó Beduier. —Conozco una canción —dije— que está más cerca de la realidad que cualquier historia que hayáis oído por aquí. La aprendí de un hombre que una vez estuvo en Cornualles. Aquel día Ralf estaba con nosotros, escuchando en silencio, divertido. Lo miré y enarqué las cejas; él sacudió la cabeza ligeramente. Ya me imaginaba que no habría
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dejado que Arturo supiera que él venía de Tintagel y, de hecho, dudo que nadie lo hubiera imaginado. Ralf imitaba el acento del norte tanto como podía. Así pues, expliqué la historia a los muchachos, la verdad tal como yo la conocía —¿y quién la conocía mejor?—, sin los excesos de la fantasía que el tiempo y la ignorancia le habían añadido. Dios sabe que, ya de por sí, era una historia bastante mágica; la voluntad de Dios y el amor humano juntos en la negra noche, bajo la luz de la gran estrella, y la semilla sembrada de la cual nacería un rey. —Así, Dios se salió con la suya y el rey también, y los hombres cometieron errores y murieron por ellos. Por la mañana, el mago no fue solamente a curarse su mano rota. —¿No hubo dragón? —preguntó Beduier. —No hubo dragón —respondí. —Prefiero al dragón —dijo Beduier con firmeza—. Seguiré creyendo en el dragón. Marcharse solo, eso es una humillación. Un encantador de verdad no lo haría nunca, ¿verdad, Ralf? —Claro que no —dijo Ralf, poniéndose en pie—. Pero nosotros sí. Mira, ya ha oscurecido. Los muchachos lo ignoraron. —Hay una cosa que no entiendo —dijo Beduier—, y es que un rey arriesgara la tranquilidad de todo su reino por el amor de una mujer. Conservar la fidelidad de los pajes es más importante que tener una mujer. Nunca me arriesgaría a perder algo que me importara realmente por algo así. —Ni yo tampoco —dijo Arturo lentamente. Había pensado mucho sobre la historia, según pude ver—. Pero creo que lo entiendo. Hay que contar con el amor. —Pero no arriesgar la amistad por el amor —dijo Beduier rápidamente. —Claro que no —aseguró Arturo. Comprendí que Arturo hablaba en términos generales, pero Beduier se refería a una amistad, a un amor. Ralf empezó a hablar de nuevo, pero en aquel momento, algo, una sombra, se deslizó silenciosamente ante la lámpara. Los muchachos apenas lo notaron. Era la lechuza blanca que había entrado sigilosamente por la ventana abierta y se dirigía a su percha, en las vigas. Pero su sombra cruzó mi piel como una mano de hielo. Me estremecí. Arturo levantó la vista con rapidez. —¿Qué ocurre, Myrddin? Es sólo la lechuza. Parece como si hubieras visto un fantasma. —No es nada —dije—. No lo sé. Entonces no lo sabía, pero ahora lo sé. Habíamos hablado en latín, como solíamos, pero la palabra que utilizó para denominar la sombra que había cruzado la luz era céltica: guenhwyvar. Naturalmente, también les hablé de su país, de los tiempos pasados más recientes, de Ambrosio y de la guerra que había hecho contra Vortiger; les expliqué cómo había reunido todos los reinos en uno y se había proclamado a sí mismo Gran Rey, llevando la justicia a lo ancho y a lo largo de aquella tierra con su espada; y cómo, durante un corto período de años, los hombres pudieron ir y venir en paz por todas partes del país, sin ser molestados; y si lo eran, la justicia del rey era igual para ricos y pobres. Otros habían contado la historia a su manera, pero yo había estado allí, mucho más cerca de las cosas que la mayoría de los hombres, al lado del rey y, en algunos casos, había sido el artífice de lo que había ocurrido. Esto, naturalmente, no podían ni siquiera imaginarlo: les conté simplemente que había estado con Ambrosio en la Pequeña Bretaña, después en la batalla de Kaerconan, y había vivido los años de la reconstrucción. Nunca me preguntaron cómo ni por qué estuve allí. Creo que fue por delicadeza, para que no me viera obligado a confesar que había servido en alguna humilde tarea, como asistente de los ingenieros, o incluso como escriba. Pero todavía recuerdo la cantidad de preguntas que me hizo Arturo
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sobre cómo el conde de Bretaña —como Ambrosio se llamaba a sí mismo por aquel entonces— había reunido, entrenado y equipado a su ejército, cómo había navegado por el mar Estrecho hasta la tierra de los Dumnonios, en donde había levantado su estandarte de Gran Rey antes de dirigirse al norte a echar a Vortiger fuera de Donward, para finalmente diezmar el vasto ejército de los sajones en Kaerconan. Cada detalle de organización, entrenamiento y estrategia, tenía que recordarlo para él lo mejor que podía, y cada escaramuza que pude explicarles fue repetida una y otra vez por dos muchachos en mapas dibujados sobre el polvo. —Dicen que pronto volverá a haber guerra —dijo Arturo—, y yo soy demasiado joven para ir. Se lamentaba abiertamente, como un perro al que se obliga a quedarse en casa un día de caza. Eso ocurría tres meses antes de su décimo aniversario. No todo eran charlas sobre guerras y temas elevados, naturalmente. Había días en que los muchachos jugaban como cachorros, corrían y luchaban, hacían carreras con sus caballos por la orilla del río nadaban desnudos en el lago, asustaban a los peces a muchas millas a la redonda, o se iban a la cima de las colinas con Ralf, a cazar liebres o palomas con el arco. A veces yo iba con ellos, pero la caza no era un deporte que me gustara. Era diferente cuando se trataba de coger la caña de pescar del viejo ermitaño y probar las aguas del lago. Allí pasábamos el tiempo agradablemente: Arturo pescaba con más furia que éxito, yo lo miraba y charlábamos. A Beduier no le gustaba pescar y, en esas ocasiones se iba con Ralf; pero Arturo, incluso cuando el viento o el tiempo hacía imposible la pesca, prefería quedarse conmigo más que ir con Ralf, o incluso con Beduier, a hacer ejercicio en el bosque. Sin duda quería quedarse conmigo. Recordando aquellos tiempos, no creo que nunca dejara de hacerme preguntas a mí mismo. El muchacho era toda mi vida, mi amor por él aumentaba cada día y yo estaba satisfecho de ver que los dioses me concedían el don de que el muchacho prefiriera estar conmigo más que cualquier otra cosa. Me decía que, sencillamente, Arturo necesitaba escapar de la mansión llena de gente, evitar el paternalismo de un hermano mayor que se preparaba para conseguir una posición que él no podía ni soñar, y que era una suerte que estuviera con Beduier en un mundo de imaginación y valientes hazañas, al cual se sentía pertenecer. No me atrevía a considerar aquello como aprecio, y si hubiera imaginado la naturaleza del amor, entonces no me habría sentido muy a gusto. Beduier estuvo en Galava durante más de un año. Se marchó hacia su tierra en otoño, antes del décimo-primer cumpleaños de Arturo. Volvería el siguiente verano. Cuando se marchó, Arturo estuvo como desconcertado durante una semana, sin ganas de hacer nada; luego recobró los ánimos bruscamente y vino a verme, desafiando el clima, con más asiduidad que antes. No tenía idea de las razones que daba Antor para dejarle venir tan a menudo. Probablemente no necesitaba ninguna razón: como una obligación, el muchacho venía diariamente, excepto cuando el tiempo lo impedía de verdad. Como era de esperar, se supo que iba muy a menudo a la Capilla Verde, donde vivía el hombre sabio, pero si la gente pensaba en ello, veía solamente a un muchacho que iba en busca de conocimientos, y lo olvidaban. Nunca intenté enseñar a Arturo de la manera en que Galapas, mi maestro, me había enseñado a mí. No estaba interesado en leer o en dibujar, y no intenté presionarlo; cuando fuera rey, emplearía a otros hombres en esas artes. Las enseñanzas formales que necesitaba las recibía del abad Martín o de otros de la comunidad. Noté en él mi misma facultad para las lenguas y descubrí que, además del céltico de la comarca donde vivía, había retenido algo del bretón de su infancia; Antor, pensando en el futuro, había luchado para corregir su acento norteño y convertirlo en algo que los británicos de todas partes pudieran entender. Decidí enseñarle la lengua antigua pero me sorprendí al comprobar que ya la conocía lo suficiente como para comprender una frase pronunciada
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lentamente. Cuando le pregunté dónde la había aprendido, pareció sorprenderse y dijo: —De la gente de las colinas, naturalmente. Son los únicos que la hablan. —¿Y has hablado con ellos? —Oh, sí. Cuando era pequeño una vez fui con uno de los soldados. Se cayó y se hirió, y dos de las colinas vinieron a ayudarme. Parecían saber quién era yo. —¿Ah, sí? —Sí. Después los he visto bastante a menudo, aquí y allí, y he aprendido a hablar un poco con ellos. Pero me gustaría aprender más. De mis otros conocimientos, música y medicina, y todo cuanto sabía acerca de los animales, pájaros y seres salvajes, no le enseñé nada. No lo necesitaría. Sólo le interesaban los animales para cazarlos y, sobre caza, ya sabía casi tanto como yo acerca de las costumbres y comportamiento de ciervos, lobos y jabalíes. Tampoco compartí con él todos mis conocimientos sobre ingeniería; también tendría a su servicio a otros hombres que hicieran máquinas y las cuidaran; sólo necesitaba aprender su funcionamiento y su utilidad, cosa que ya había aprendido bastante junto con el arte de la guerra que le habían enseñado los soldados de Antor. Pero al igual que Galapas había hecho conmigo, le enseñé a hacer mapas y a leerlos; le enseñé el mapa del cielo. Un día me dijo: —¿Por qué a veces me miras como si te recordara a alguien? —¿Lo hago? —Sabes que sí. ¿Quién es? —Yo, un poco. Levantó la cabeza del mapa que estudiábamos. —¿Qué quieres decir? —Ya te lo dije: cuando tenía tu edad solía ir a las colinas a ver a mi amigo Galapas. Recordaba la primera vez que me enseñó a leer un mapa. Me hacía trabajar mucho más duro de lo que yo te hago trabajar a ti. —Ya comprendo. No dijo nada más, pero me dio la impresión de que estaba abatido. Me pregunté por qué imaginaría él que le podría decir algo acerca de su origen; luego se me ocurrió que quizás el muchacho pensaba que yo podía «ver» esas cosas a voluntad. Pero nunca me lo pidió. Capítulo V Aquel año no hubo guerra, ni el siguiente. En la primavera después del décimo-primer aniversario de Arturo, Octa y Eosa, finalmente, se escaparon de la prisión y huyeron hacia el sur a refugiarse tras las fronteras de los sajones federados. Corrió el rumor de que habían sido ayudados por señores que también profesaban lealtad a Úter. Lot no pudo ser culpado directamente, ni Cador tampoco; nadie sabía quién había sido el traidor, pero los rumores eran abundantes y colaboraban en aumentar la intranquilidad por todo el país. Parecía como si la fuerza vinculatoria de Ambrosio no hubiera servido de nada: cada reyezuelo, siguiendo el ejemplo de Lot, reforzaba y vigilaba sus fronteras. Y Úter, que ya no era el deslumbrante guerrero que los hombres habían temido y admirado, dependía demasiado de la fuerza de sus aliados y cerraba los ojos ante el poder que reunían. El resto del año pasó con bastante tranquilidad, pero con las acostumbradas noticias de pillajes al norte y al sur de las tierras salvajes, a cada lado de la Muralla de Adriano, y de los desembarcos de verano en la costa del este, en donde (se decía) no habían sido totalmente repelidos por los defensores allí instalados. Las tormentas del mar de Irlanda mantuvieron al oeste en paz y Cador, según me dijeron, había empezado las fortificaciones en Segontium. El rey Úter, desatento a los
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consejeros que le decían que los problemas vendrían del norte en primer lugar, pasaba temporadas en Londres y en Winchester, dedicando sus energías a guardar la Costa Sajona y fortificar la Muralla de Ambrosio y con el mayor contingente de sus fuerzas dispuesto a moverse y a luchar en donde los invasores rompieran las fronteras. De hecho, no era probable que volviera sus ojos al norte: las noticias sobre la gran alianza de invasores eran todavía un rumor; las pequeñas incursiones continuaron a lo largo de la costa sur durante todo el año, obligando al rey a quedarse allí para combatirlas. En aquella época la reina marchó de Cornualles y se trasladó a Winchester con toda su corte. Siempre que podía, el rey se reunía allí con ella. Naturalmente, se había observado que ya no frecuentaba a otras mujeres como solía hacer, pero no había corrido ningún rumor sobre su impotencia: parecía como si las muchachas que lo sabían lo hubieran considerado, sencillamente, como una fase pasajera de su enfermedad, y no habían dicho nada. Al ver que ahora pasaba todo su tiempo con la reina, corrió la voz de que había hecho votos de fidelidad. Así, si bien las muchachas podían lamentar la pérdida de un amante, los ciudadanos que tenían que encerrar a sus hijas cuando se decía que el rey iba a pasar por allí, se alegraron y lo alabaron por añadir virtud a sus poderes de luchador. Ciertamente, parecía haber recobrado esos últimos, aun cuando se hablaba de su temperamento inestable y de la súbita ferocidad en el trato de enemigos vencidos. Pero, en conjunto, aquello era saludado como un signo de fuerza, en una época en la que fuerza era lo que se necesitaba. En cuanto a mí, al parecer había conseguido que me perdieran de vista. Si la gente se preguntaba de cuando en cuando dónde me había ido, algunos decían que había cruzado de nuevo el mar Estrecho y había reemprendido mis viajes; otros, que me había vuelto a retirar a una nueva soledad para continuar mis estudios. Por Ralf y Antor —y a veces por Arturo— me enteré de que por todo el país corrían rumores sobre mí. Se decía que cuando el rey enfermó por primera vez Merlín había aparecido inmediatamente en un barco dorado con una vela escarlata, había ido al palacio a curarlo y luego se había desvanecido en el aire. Había sido visto a continuación en Bryn Myrddin, pero nadie lo había visto cabalgar hacia allí. (Esto a pesar de que había cambiado los caballos en los lugares usuales y que cada noche me había albergado en mesones públicos.) Y desde entonces, continuaban los rumores. Merlín el encantador había aparecido y se había desvanecido en diferentes lugares del país. Había curado a una mujer enferma cerca de Aquae Sulis y, una semana más tarde, había sido visto en el bosque de Caledonia, a cuatrocientas millas de distancia. La hueste de historias crecía ayudada por gente estúpida, ansiosa por la importancia que tales «noticias» les otorgaría. A veces, como había ocurrido antes, curanderos ambulantes y falsos profetas intentaban convertirse en «otro Merlín», o incluso utilizar mi nombre, lo cual hacía inspirar confianza en los curanderos y, si los pacientes sanaban, no se hacía ningún mal. Si el paciente moría, la gente solía decir simplemente: «Después de todo no podía ser Merlín; su magia habría triunfado.» Y puesto que con el tiempo el falso Merlín desaparecía por completo, mi reputación sobrevivía a la impostura. Así pues, yo guardaba mi secreto y no perdía nada. En verdad no surgió ninguna sospecha sobre el guardián de la Capilla Verde. Me las arreglaba para enviar mensajes tranquilizadores al rey de cuando en cuando. Mi mayor temor era que se impacientara, que llamara a su hijo demasiado pronto o que, a causa de alguna apresurada inadvertencia, nos descubriera a Amor y a mí ante la gente que lo vigilaba. Pero se mantuvo silencioso. Antor me habló de ello; se preguntaba si el rey todavía pensaba que el peligro de traición era demasiado grande para llevarse al muchacho con él a Londres, o si todavía tenía la esperanza de engendrar otro hijo. Yo creía que no se trataba de ninguna de las dos cosas. Úter se veía acosado por traiciones y problemas; su salud era una sombra de lo que había sido y, además, aquel
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invierno la reina había empezado a sufrir algún achaque. No tenía ni tiempo ni pensamientos que dedicar al joven extraño que esperaba tomar lo que a él le parecía cada vez más difícil de mantener. En cuanto a la reina, muchas veces durante aquellos años me había extrañado su silencio. Ralf, con sistemas de su invención, se había puesto secretamente en contacto con su abuela, que servía a Ygerne; la anciana había tranquilizado a la reina sobre el bienestar de su hijo. Con todo, Ygerne era capaz, aun cuando amaba a su hija Morgana y hubiera amado también a su hijo, de contemplar —y al parecer con bastante indiferencia— cómo su hija era utilizada como un instrumento de la política real. Para ella, Arturo y Morgana eran solamente prendas de su amor por el rey y, habiéndolos alumbrado, volvía al lado de su esposo. Apenas había visto a Arturo y estaba satisfecha con saber que un día emergería seguro y fuerte, cuando el rey lo necesitara. Morgana, a la que había dado todo el amor de madre de que era capaz, iba a ser mandada (sin mirar hacia atrás, decía Marcia en una carta a Ralf) a la cama matrimonial que serviría de vínculo entre el frío reino del norte, con su ceñudo señor, y Úter, en la próxima contienda. Cuando intenté explicar a Arturo algo sobre el devorador amor sexual que había obsesionado a Úter y a Ygerne, sólo le dije media verdad. Ygerne primero fue de Úter, luego fue la reina; y si bien era portadora de príncipes, no los cuidaba más de lo que un halcón cuida a sus hijos cuando éstos empiezan a volar. Tal como estaban las cosas, era mejor así para ella; y también para Arturo, pensé. Todo cuanto necesitaba lo tenía con Antor y su gentil esposa. No mantuve contactos con Bryn Myrddin, pero Antor me trajo noticias de allí. Estilicón se había casado con Mai, la muchacha del molinero, y su hijo era varón. Les mandé mis felicitaciones y un regalo en dinero, así como una amenaza de varios terribles hechizos si su nueva familia tocaba los libros y los instrumentos que quedaban en la cueva. Luego los olvidé. Ralf también se casó durante mi segundo verano en el Bosque Salvaje. Su razón no era la misma que la de Estilicón, había cortejado a la muchacha durante mucho tiempo y sólo encontró la felicidad en su cama después de una boda cristiana. Aun cuando no hubiera sabido que la muchacha era virtuosa y que Ralf se había consumido tras ella durante más de un año como un potro frenado, lo habría adivinado por el relajamiento de su fuerza y el destello de sus ojos durante las semanas que siguieron a la boda. Ella era una hermosa muchacha, buena y alegre, y con su virginidad había entregado a Ralf toda su devoción. En cuanto a Ralf, era un hombre joven y normal que, como todos, había tenido sus amores aquí y allá, pero después de su matrimonio no se volvió a desviar, si bien era un hombre agradable y, años más tarde, gozó de un alto y lógico favor del rey y encontró a muchos hombres que intentaron utilizarlo como peldaño para conseguir poder o placer. Pero nunca lo consiguieron. Creo que en Galava había gente que se preguntaba por qué un joven caballero como él era el guardián del hijo adoptivo de Antor, cuando el joven Keu iba con su padre y los soldados donde hubiera una alarma; pero Ralf tenía un gran temperamento y seguridad en sí mismo, además de las órdenes precisas del conde. Las cosas podrían haberse puesto difíciles si su esposa le hubiera malaconsejado, pero pronto estuvo embarazada y se alegró de tenerlo en casa, cerca de ella, sin ni siquiera haber de pedirlo. Ralf estaba un poco impaciente, pero una vez que nos encontrábamos solos me confesó que si podía ver a Arturo instalado y reconocido en el lugar que le correspondía junto al rey, consideraría que su vida había sido altamente útil. —Me dijiste que los dioses nos guiaban aquella noche en Tintagel —dijo—. Yo no tengo familiaridad con los dioses como tú, pero no he conocido a ningún joven más adecuado para levantar la espada del Gran Rey. Todo el mundo lo confirmaba. Cuando bajaba al pueblo en busca de provisiones, o cuando iba a la taberna en busca de habladurías, oía hablar mucho de Emrys, el hijo
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adoptivo de Antor. Incluso entonces era una personalidad que inspiraba leyenda, al igual que una piedra húmeda produce limo. En una ocasión, en la taberna llena de gente, oí que un hombre decía: —Os lo aseguro, si me decís que es una de las crías del Dragón, un bastardo del Gran Rey que se fue, os creeré. Hubo asentimientos y alguien dijo: —Bien, ¿y por qué no? Podría ser un bastardo de Úter, ¿no? Siempre me ha sorprendido que no hubiera más por esos alrededores. Era único con las mujeres antes de que su enfermedad lo llenara de miedo al infierno. Otro dijo: —Si hubiera más bastardos, puedes estar seguro de que los habría reconocido. —Sí, en efecto —aseguró el individuo que había hablado primero—, eso es cierto. Nunca demostró más vergüenza que el toro de la granja, ¿y por qué habría de avergonzarse? Dicen que la muchacha que trajo de la Pequeña Bretaña..., Morcadés se llama, ¿verdad...?, pues dicen que goza de un gran favor en la corte y que va con él a todas partes. Esos son los hijos que le conocemos, las dos muchachas y el príncipe que se educa en alguna corte extranjera. Luego el tema pasó, como ocurría a menudo en aquellos días, a la sucesión y al joven príncipe Arturo que crecía en algún reino extranjero en donde Merlín el encantador le había mandado secretamente, convertido en espíritu. No podía conjeturar por cuánto tiempo debería permanecer oculto Arturo. Al verlo venir cabalgando por el sendero del bosque, nadar o luchar con Beduier en las aguas del lago, al verlo absorto en las cosas que yo le enseñaba, me maravillaba de que nadie hubiera visto, como veía yo, la majestad que emanaba de él como el brillo que había emanado de la espada en la visión fulgurante de aquel momento en el altar de piedra. Capítulo VI Entonces llegó el año que, incluso ahora, llaman el Año Negro. Fue el año después de que Arturo cumpliera los trece. El jefe sajón Octa murió en Rutupiae, de alguna infección cogida durante su largo tiempo en prisión; su primo Eosa se fue a Germania y allí se encontró con Colgrim, hijo de Octa: no era difícil imaginar sus decisiones. El rey de Irlanda cruzó el mar, pero no hacia la Costa Irlandesa, en donde Cador le esperaba, instalado en Deva, así como Maelgon de Gwynedd, detrás de las fortificaciones de Segontium. Sus velas eran vigiladas desde la costa de Rheged, pero desembarcó en Strathclyde, en donde fue amistosamente recibido por los reyes pictos de allí. Éstos tenían un tratado con Bretaña desde los tiempos de Macsen, renovado con Ambrosio, pero nadie podía conjeturar la respuesta que darían ahora a las proposiciones de Irlanda. Otros trastornos surgieron más cerca de casa y más inmediatamente. Era un año de miseria. La primavera había sido larga, fría y húmeda, los campos estaban inundados mucho tiempo después de la época en que el trigo debía nacer y crecer. Las reses morían de epidemia en todo el sur, e incluso en Galava morían las fuertes ovejas azuladas de las colinas: sus patas se clavaban en el suelo y no podían moverse para ir en busca de alimento. Heladas tardías quemaron las yemas de los frutales, y el trigo que había conseguido crecer se volvió oscuro y se pudrió en los campos anegados. Del norte llegaban extrañas noticias. Un druida se había vuelto loco y había atacado a Úter por alejar al pueblo de la antigua religión; un obispo cristiano predicó en una iglesia y lo maldijo por ser pagano. Se hablaba de un atentado contra la vida del rey y del terrible castigo que éste había infligido a los hombres responsables. Pasó la primavera y el verano; al principio del otoño el país yacía como una tierra
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devastada. La gente moría de inanición. Hablaban de una maldición que pesaba sobre el país, pero nadie estaba seguro de si Dios estaba furioso porque los santuarios todavía clamaban por sus sacrificios o si los viejos dioses de las colinas y los bosques exigían venganza por haber sido descuidados. Lo cierto era que una nube se extendía sobre la tierra y que el rey estaba enfermo. En Londres hubo una reunión de nobles que pidieron que Úter nombrara a su heredero. Antor me dijo que, al parecer, Úter todavía tenía miedo porque no podía distinguir amigos de enemigos; sólo confirmó que su hijo vivía y crecía, y que sería presentado a los nobles en la próxima fiesta de Pascua: Mientras tanto, su hija Morgana cumpliría trece años y la llevarían al norte para que se desposara en Navidad. Con el otoño el tiempo cambió y empezó una estación bonancible y seca. Era demasiado tarde para favorecer los pastos del ganado moribundo, pero los hombres privados del sol lo recibieron agradecidos, y la mejoría del clima llegó a punto para que todavía pudieran madurar algunos frutos que las tempestades de la primavera y el verano habían dejado en los árboles. En el Bosque Salvaje, las brumas se abrazaban a los pinos al amanecer y el rocío de septiembre relucía en las telarañas. Antor marchó de Galava para reunirse con Rheged y sus aliados en Luguvallium. El rey de Irlanda había embarcado hacia su país y en Strathclyde había paz, pero la línea de defensa a lo largo del estuario del Ituna, desde Alauna hasta Luguvallium, tenía que ser equipada y se hablaba de Antor como posible comandante. Keu se fue con su padre. Arturo, a unos tres meses de sus catorce años, alto como si tuviera dieciséis y ya un notable espadachín (según Ralf), se impacientaba visiblemente y cada día se mostraba más taciturno. Pasaba todo el tiempo en el bosque, en ocasiones conmigo (si bien no tanto como antes), pero la mayoría de las veces, según me dijo Ralf, cazando o cabalgando alocadamente por aquella región tan montaraz. —Si el rey se decidiera a hacer algo... —me decía Ralf—. El muchacho acabará matándose. Es como si supiera que en el futuro le espera algo, algo insospechado, pero esto no lo tranquiliza. Temo que se rompa el cuello antes de que eso ocurra. A ese nuevo caballo —Canrith se llama—, ni yo me atrevería a montarlo, ésta es la verdad. No comprendo cómo a Antor se le ocurrió regalárselo. Un regalo de desagravio, quizá. Pensé que tenía razón. El blanco semental había sido entregado a Arturo cuando Antor se llevó a Keu a Luguvallium. Beduier también se había ido, si bien tenía la misma edad de Arturo. Antor tuvo dificultades para explicar a Arturo por qué no podía ir con ellos. Pero hasta que Úter hablara no podíamos hacer nada. Llegó la luna llena, la luna de septiembre llamada cosechera. Brilló una noche seca y apacible sobre los campos putrefactos; no hizo nada bueno que nadie pudiera ver, excepto iluminar a los forajidos que habían salido de sus escondites y se arrastraban por los campos para robar en las granjas, o a las tropas que estaban en constante movimiento de un punto a otro. No podía dormir. Me dolía la cabeza y los fantasmas se arremolinaban junto a mí, como hacen cuando traen visiones. Pero nada salió a la luz ni a la sombra, nada habló. Era como sufrir la amenaza del trueno tan cerca como las mantas que me cubrían, pero sin el relámpago que los rompía y sin la lluvia que prometía un cielo claro. Cuando finalmente el día amaneció, gris y brumoso, me levanté, cogí un trozo de pan y un puñado de aceitunas de la vasija de barro, y crucé el bosque en dirección al lago para lavar el dolor de la noche pasada. Era una mañana tranquila, tan tranquila que no se podía decir dónde terminaba la bruma y empezaba la superficie del lago. El agua se encontraba con la playa de guijarros sin movimiento y sin ruido. Tras de mí, el bosque permanecía envuelto en la niebla, con sus aromas todavía dormidos. Parecía una profanación romper el silencio y adentrarse en las aguas virginales, pero su frescor hizo desaparecer los restos de la noche; después de salir, secarme y vestirme, tomé mi desayuno con placer; luego me instalé con mi caña de
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pescar a la espera de que el sol saliera y moviera la brisa que rizaría el agua cristalina. Finalmente salió el sol, pálido a través de la bruma, pero no trajo brisa alguna con él. Las copas de los árboles perdían su color gris y, al otro extremo del lago, se levantaba el bosque oscuro, nebuloso, hacia las humeantes colinas. El agua florecía con la bruma, como una perla. Ni un rizo ni una agitación rompió el agua acristalada; no llegó ningún signo de brisa. Había decidido irme cuando oí algo que venía rápidamente del bosque que tenía tras de mí. No era un jinete; demasiado ligero para serlo y demasiado rápido por entre los helechos. Permanecí donde estaba, medio vuelto, esperando. Un aguijón me recorrió la espalda y recordé la dolorosa noche de insomnio. El hormigueo me llegó a los dedos; noté que agarraba la caña hasta que la carne me dolió. Era eso, toda la noche en camino. Toda la noche esperando que ocurriera. ¿Toda la noche? Si no me equivocaba, había esperado durante catorce años. Un ciervo saltó a cincuenta pasos de donde me hallaba. Me vio inmediatamente, se detuvo con brusquedad, con la cabeza erguida y cambió de rumbo. Era blanco. En contraste, sus anchas astas parecían de bronce pulido y sus ojos eran rojos como el granate. Pero era real; tenía manchas de sudor en su piel blanca y el grueso pelaje de su cuello estaba empapado de humedad. Un brote de lisimaquia amarilla se le había enredado en el cuello y colgaba como un collar. Miró hacia atrás, y luego, con las patas tensas brincó desde la orilla hasta el agua y en dos saltos más le llegaba a las espaldas, y ya estaba el ciervo nadando hacia el centro del lago. El agua bruñida se rompió y se arremolinó. El ruido de la zambullida despertó ecos en las profundidades del bosque. Otro animal se acercaba precipitadamente. Me había equivocado al pensar que nada podía venir por el bosque con tanta rapidez como un ciervo alado. El perro blanco de Arturo, Cabal, surgió de los árboles exactamente como había surgido el ciervo y se precipitó hacia el agua. Segundos más tarde, el propio Arturo, sobre su semental Canrith, irrumpió tras él. Frenó su caballo en la orilla, de modo que alzó sus patas delanteras y hundió las traseras hasta los espolones. Llevaba el arco tensado en una mano. Hizo girar al caballo y levantó el arco, apuntando desde sus ancas. Pero el ciervo se zambulló; sólo su cabeza sobresalía del agua, una cuña que se alejaba rápidamente con sus astas bajas, echadas hacia atrás, como ramas a la deriva. El perro, nadando a toda prisa, había llegado a su lado. Arturo bajó el arco e hizo girar al caballo para ir a acometerlo de frente. Gritó algo y vino galopando por la playa de guijarros. Su cara brillaba de excitación. —¿Lo has visto? ¡Blanco como la nieve, y una cabeza como un emperador! ¡En mi vida he visto algo parecido! Voy a dar la vuelta. Cabal lo acosa, lo mantendrá allí hasta que yo llegue. Lo siento, te he estropeado la pesca. —Emrys... Se detuvo con impaciencia. —Mira, se va hacia la isla. Se volvió para mirar donde yo señalaba. El ciervo se había desvanecido entre la bruma y el perro con él. Las únicas señales que quedaban de los animales eran las ondas líquidas que se aplastaban hacia la orilla. —¿La isla? ¿Estás seguro? —Seguro. —¡Por todos los diablos del infierno! —dijo furioso—. ¡Esta maldita pieza perdida! Creía que ya la tenía cuando Cabal lo ha acosado de tan cerca. Se inclinó sobre la brida, vacilando, escudriñando el brumoso lago mientras el caballo se impacientaba, ladeándose. Supongo que a Arturo le aterrorizaba tanto el lugar como a cualquier persona de la región. Entonces apretó los labios y refrenó bruscamente al
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caballo. —Voy a la isla. Supongo que puedo despedirme del ciervo... Era demasiado hermoso para ser cierto, pero me maldeciré si pierdo a Cabal. Beduier me lo regaló y no estoy dispuesto a dejarlo en manos de Bilis o de quien sea, en este mundo o en el otro. —Se puso dos dedos en la boca y silbó agudamente—. ¡Cabal! ¡Cabal! ¡Aquí, muchacho, aquí! —No creo que ahora lo hagas volver. —No. —Respiró—. Bien, no hay nada que hacer, tendré que ir a la isla. Si tu magia puede llegar tan lejos, Myrddin, envíala conmigo ahora. —Siempre está contigo, ya lo sabes. Supongo que no pensarás cruzar a nado, ¿verdad? —Con el caballo —dijo Arturo, un poco jadeante, mientras obligaba al caballo, que no quería entrar en el agua—. Se tarda demasiado en dar la vuelta. —¿Por qué no coges la barca? Es más rápida y así podrás traer a Cabal en ella. —Sí, pero el problema es que necesita achicar, como siempre, —La he achicado yo esta mañana, está a punto. —¿Ah, sí? ¡Es el primer golpe de suerte que tengo hoy! ¿La ibas a utilizar? ¿Quieres venir conmigo? —No, me quedaré aquí. Anda, ve y encuentra a tu perro. Por un momento, muchacho y caballo siguieron inmóviles. Arturo me miraba fijamente, y en su rostro había una expresión que era mitad especulación, mitad temor, pero que desapareció rápidamente tras la impaciencia. Se deslizó por la grupa del semental y me entregó las riendas. Destensó la cuerda del arco y se lo colgó al hombro; corrió hacia la barca. Era una primitiva embarcación de quilla plana que generalmente estaba encallada en una caleta de la orilla. La lanzó al agua con un ligero empujón y saltó en ella. Yo estaba en la orilla de guijarros, aguantando el caballo y contemplándolo. Arturo empujó la embarcación fuera del vado, quitó las amarras y empezó a remar. Saqué la manta enrollada de la parte trasera de la silla y la extendí sobre la grupa humeante del animal, lo até donde pudiera pacer y volví a mi asiento, a la orilla del lago. El sol ya estaba alto y aumentaba el calor. Un martín pescador centelleó en el aire. Moscas de alas transparentes danzaban en la superficie del agua. Llegaba un aroma de menta silvestre y un colimbo surgió de una maraña de nomeolvides acuáticos. Una libélula, minúscula, de cuerpo escarlata, se posó en una caña. Bajo el sol, la bruma se movía suavemente alejándose del agua cristalina, variante e inquieta como los fantasmas de la noche, como el humo de un fuego encantado. La orilla, la libélula escarlata, el caballo blanco que pacía, el bosque nebuloso a mi espalda, todo se diluía, se volvía fantasmal. Yo miraba, mis ojos abiertos y fijos en aquella silenciosa e invisible nube de perla. Arturo remaba con ahínco, con la cara vuelta hacia la isla al acercarse a ella. La isla aparecía primero como una forma borrosa, para convertirse luego en una playa en la que sobresalían las ramas bajas de los árboles. Detrás de ellos, brumosas e irreales, las formas de las rocas se elevaban como un gran castillo suspendido sobre acantilados. Donde la ribera se juntaba con el agua había una línea de plata reluciente, dibujada con fuerza entre la isla y su reflejo. Los árboles sombríos y las altas torres de los despeñaderos flotaban sin peso sobre el agua, como fantasmas en la bruma fantasmal. La barca seguía avanzando. Arturo miraba por encima del hombro, llamando al perro. —¡Cabal! ¡Cabal! La llamada despertó pesados ecos en el agua, se encaramó por los riscos y se desvaneció. No había rastro ni del perro ni del ciervo. Volvió a inclinarse sobre los remos y la ligera barca se deslizó sobre el agua. La quilla rozó los guijarros. Arturo saltó. Arrastró la embarcación hasta un estrecho margen de hierba. La luz era más fuerte ahora, pues el sol se había elevado y sus rayos se reflejaban en la niebla blanca y en el agua. En la orilla de la isla, las ramas de abedules
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y serbales se inclinaban hasta el suelo, todavía pesados de humedad. Las bayas de los serbales eran rojas como una llama, brillantes. El césped estaba cuajado de margaritas, verónicas y pamplinas amarillas. Dedaleras tardías llenaban los remansos y sus briznas se enredaban en las zarzas. La reina de los prados, enmohecida por el otoño, llenaba el aire con su aroma recio y pesado. El muchacho se abrió paso entre las ramas colgantes, saltó sobre los zarzales y se detuvo en el florido césped escudriñando los riscos que se elevaban encima de su cabeza. Llamó de nuevo, y otra vez el sonido despertó ecos en el vacío hasta morir. Ahora la niebla desaparecía rápidamente, se enroscaba en las cimas y dejaba al descubierto las partes bajas de la roca bañadas con una luz clara y ondulante. Súbitamente, el muchacho se envaró, escudriñando las alturas. A medio camino de los acantilados, perdido en la distancia hasta parecer sólo una resquebrajadura de la roca, el ciervo blanco trotaba ágilmente, como una hilacha de niebla arrastrada por el viento. Arturo se apresuró declive arriba. Sus pasos en el blando césped no producían ningún ruido. Se abrió camino entre los helechos amarilleantes que esparcieron sus gotas y llegó al pie del despeñadero. Se detuvo de nuevo y miró a su alrededor. Parecía preso del mismo temor que había sentido antes. No parecía asustado sino que actuaba como un hombre que sabe que, con un movimiento, puede desencadenar algo cuyo final no es capaz de ver. Levantó la cabeza y escudriñó los riscos que se elevaban ante él. No había señales del ciervo blanco, pero las rocas parecían, más que nunca, un castillo coronado por el sol. Respiró hondo y sacudió la cabeza como si acabara de salir del agua. Luego llamó de nuevo, esta vez quedamente. —¿Cabal? ¿Cabal? En algún lugar cercano se rompió el temeroso silencio y llegó el aullido del perro. Un aullido excitado, atemorizado. Venía del despeñadero. El muchacho miró a su alrededor con brusquedad. Luego, tras la verde cortina de los árboles, descubrió la cueva. Cuando Arturo empezó a caminar, Cabal aulló de nuevo, no de dolor ni de miedo, sino como un animal en busca de algo. Sin más vacilación, Arturo se introdujo en la cueva. Más tarde no supo decir cómo había encontrado el camino. Pensé que debía de haber cogido la antorcha y el pedernal que yo había dejado allí y la había encendido, pero él no recordaba nada de eso. Quizá lo que recordaba era la realidad: dijo que por todas partes parecía brillar una luz débil y difusa, como si se reflejara de la bruñida superficie del profundo lago, en la cueva columnada. Al otro lado del brillante lago, la espada yacía sobre la piedra. Desde la roca de encima, el agua goteaba y se deslizaba hasta las envolturas de cuero embadurnado, que, no obstante, habían conservado el brillo del metal. El bulto se había endurecido bajo las gotas constantes hasta parecer de piedra. El limo lo cubría todo; sólo dejaba entrever la forma del arma y la empuñadura en forma de cruz. Seguía pareciendo una espada, pero una espada de piedra, formada por un accidente casual del agua sobre la roca. Quizá recordaba la otra empuñadura que había intentado asir en la Capilla Verde, o, quizá, por un momento, también él vio el futuro abierto ante él. Con un gesto demasiado rápido para provenir del pensamiento y demasiado instintivo para ser prevenido, colocó la mano sobre la empuñadura. Me hablaba como si yo estuviera a su lado. De hecho, supongo que en aquel momento yo estaba junto a él, tan real como el blanco perro que gemía, acurrucado al borde del charco. —He tirado de ella y se ha desprendido de la piedra. Es la espada más hermosa del mundo. La llamaré Escalibor. Ahora la niebla había desaparecido del bosque, tragada por el sol. Pero todavía cubría
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la isla, que era invisible y flotaba en su mar de perla. No sé cuánto tiempo pasó. El sol calentaba y se reflejaba en el lago rodeado de colinas. Me dolían los ojos a causa del resplandor del agua. Los cerré, me moví y estiré mis miembros entumecidos. Tras de mí algo se movía; un súbito torbellino de cascos, como si el semental se hubiera desatado. Me volví rápidamente. A treinta pasos, lentamente, como una nube, Cador de Cornualles surgía del bosque montado en un caballo gris, seguido de una tropa. Capítulo VII Creo que la idea predominante de mi pensamiento era furor por no haber sido avisado. No pensaba solamente en los guardianes de Arturo entre la gente de las colinas; incluso para mí, Merlín, no había habido sombra de peligro en el cielo y la visión que había velado el acercamiento de la tropa ante mis ojos y mis oídos sólo llevaba luz y promesa de realización. El único alivio a mi furia era que no habían encontrado a Arturo a mi lado y que la única esperanza de seguridad estribaba en mantener mi carácter de ermitaño y confiar en que Cador no me reconociera y siguiera su camino antes de que el muchacho regresara de la isla. Todo eso cruzó mi mente en el espacio de tiempo que empleó Cador en levantar una mano para detener a los hombres que le seguían y que necesité yo para recoger la caña del suelo y levantarme. Con alguna mentira ya formándose en mis labios, me volví humildemente para encararme con Cador mientras él se adelantaba y detenía su caballo rucio a diez pasos de mí. Entonces toda mi esperanza de no ser reconocido desapareció, pues, tras él y entre los soldados, vi a Ralf amordazado, con un soldado a cada lado. Me erguí. Cador inclinó la cabeza y me saludó como hubiera hecho ante el rey. —Bien hallado, príncipe Merlín. —¿Cómo que bien hallado? —Estaba salvajemente furioso—. ¿Por qué habéis cogido a mi criado? No es ninguno de los vuestros. Dejadlo libre. Hizo una señal y los soldados dejaron los brazos de Ralf. El se rasgó la mordaza de la boca. —¿Estás herido? —le pregunté. —No. —También estaba enfadado y amargado—. Lo siento, señor. Han caído sobre mí cuando cruzaba el bosque. Al reconocerme, han pensado que estarías cerca. Me han amordazado para que no te pudiera avisar; querían agarrarte sin previo aviso. —No te preocupes; no ha sido culpa tuya. Ya había recuperado mi dominio, buscando a tientas los fragmentos de mi visión, que había desaparecido. ¿Dónde estaba Arturo en aquel momento? ¿Seguía en la isla, con Cabal y la espada maravillosa? ¿O ya regresaba por entre la bruma? Pero no podía ver nada más que lo que estaba allí, a plena luz del sol, y comprendí que el hechizo se había roto y que no lo alcanzaría. Me volví hacia Cador. —¡Hacéis las cosas de extraña manera, duque! ¿Por qué habéis atado a Ralf? Me habríais encontrado aquí siempre que tomarais este camino. El bosque es de paso libre para todo el mundo y la Capilla Verde está abierta día y noche. No me habría escapado de vos. —¿Así que sois el ermitaño de la Capilla Verde? —Sí. —¿Y Ralf es vuestro criado? —Es mi criado. Hizo seña a sus hombres para que se quedaran donde estaban y él se me acercó más. El semental blanco relinchó y saltó cuando el caballo gris pasó junto a él. Cador se detuvo
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junto a mí, me miró con las cejas levantadas. —¿Y este caballo? ¿Es vuestro? Extraña elección para un ermitaño. —Sabéis muy bien que no es mío —dije con acidez—. Si habéis cogido a Ralf en el bosque no hay duda de que habréis visto también a uno de los hijos del conde Antor. Cabalgaban juntos. El muchacho venía aquí a pescar. No sé cuánto tiempo estará, a veces se queda medio día. —Me alejé con decisión unos pasos del agua—. Ralf, espéralo aquí. Y vos duque, puesto que tenéis tanta urgencia por verme que habéis maltratado a mi criado, ¿querréis venir conmigo a la capilla y decirme a solas lo que tengáis que decirme? También podréis decirme, además de esta persecución privada, qué es lo que os trae a vos y a vuestros hombres de Cornualles tan hacia el norte. —La guerra me trae; la guerra y la orden del rey. No creo que hayáis estado tan aislado, ni siquiera aquí, como para no enteraros de las traiciones de Colgrim, pero se podría decir que ha sido una feliz casualidad lo que me ha hecho tomar este camino. — Sonrió alegremente—. Y tampoco se trata de una persecución privada. ¿No sabéis, príncipe Merlín, que los hombres han buscado a todo lo largo y ancho de esta tierra para encontraros? —Lo sabía. No me interesaba ser encontrado. Y ahora, duque, ¿queréis venir conmigo? Dejemos que Ralf espere al muchacho... —El hijo del conde Antor, ¿eh? No había hecho ningún gesto para seguirme. Seguía montado en su gran caballo, todavía sonriente. Sus maneras denotaban confianza y seguridad. —¿Realmente —preguntó— esperáis que vaya con vos y deje que Ralf espere a este... hijo del conde Antor? Sin duda, lo haríais desaparecer durante unos cuantos años más. Creedme príncipe... Desde el agua, nítidamente, llegó el ladrido de Cabal, el aviso de un perro que advierte el peligro. Luego una palabra de Arturo, que silenció al perro. El ruido de los remos se acercaba, unos remos que súbitamente se movían con fuerza dentro del agua. Cador movió su caballo para encararse al ruido y, aun sin quererlo, yo hice lo mismo. Mi mirada debía ser ceñuda, pues dos de sus oficiales se adelantaron. —Mantenedlos atrás —dije con sequedad. Cador me lanzó una mirada furiosa y luego levantó una mano. Los hombres se detuvieron con la lanza suelta. Hablé entonces calmadamente: —Si no queréis encontraros con la espada de Antor en el cuello, con todo Rheged tras él..., sí, y Colgrim a continuación para recoger los restos, dejad que Ralf y el muchacho se vayan ahora. Cualquier cosa que tengáis que decir, me la podéis decir a mí. No intentaré escaparme. Pero por mi vida, duque Cador, el propio rey responderá. Vaciló, mirando desde el brumoso lago a sus soldados. Se habían avivado con la alerta. No creía que me hubieran reconocido ni que se dieran cuenta de la lucha que su duque sostenía aquel día; pero habían visto el interés de Cador por el sonido procedente de la niebla y, si bien permanecían cerca del lindero del bosque, tenían las lanzas preparadas, que se movían como juncos al viento. —En cuanto a eso... —empezó, pero fue interrumpido. La barca surgió de la niebla y se dirigió al vado. Segundos antes de que la embarcación tocara el suelo, Cabal, con un gruñido en su garganta, saltó por la borda y se dirigió a la orilla. Uno de los oficiales lo rodeó con su caballo y desenvainó la espada. Cador lo oyó y gritó algo. El hombre vaciló y el perro, brincando por encima del remanso, ahora en silencio, se precipitó hacia el mismo Cador. El caballo rucio se encabritó. El perro falló su presa, pero se agarró al borde de la tela que cubría la silla. La tela se desgarró y le quedó un trozo entre los dientes. Tras de mí, Arturo gritó al perro y se apresuró a varar la barca. Ralf saltó hacia delante con la intención de coger a Cabal, pero los soldados que tenía a su lado se adelantaron y cruzaron sus lanzas, echándolo hacia atrás. Cabal lanzó la tela desgarrada por encima
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del lomo y se volvió rápidamente para atacar a los hombres que retenían a Ralf. Uno de ellos preparó la lanza y las espadas relampaguearon. Cador aulló una orden. Las espadas se alzaron y el duque levantó no la espada sino el látigo y espoleó al caballo, que dio la vuelta alrededor del perro que ya se disponía a saltar de nuevo. Di unas zancadas debajo del látigo y agarré al perro por el collar. Apenas podía sujetarlo. La voz de Arturo llegó furiosa: —¡Cabal! ¡Atrás! Y mientras el perro retrocedía, el muchacho saltó de la barca y, en dos zancadas, se colocó entre Cador y yo. Llevaba la nueva espada desenvainada, brillante en su mano. —Tú —jadeó—, tú, señor, quienquiera que seas... —La punta de la espada se inclinó sobre el tórax del duque—. ¡Atrás! Si lo tocas, te juro que te mataré, aunque tengas mil hombres tras de ti. Lentamente, Cador bajó el látigo. Solté al perro, que se precipitó al lado de Arturo, gruñendo. Arturo estaba erguido frente a mí, furioso e indudablemente peligroso. Pero el duque pareció no haberse dado cuenta de la espada ni de la amenaza. Sus ojos estaban fijos en el rostro del muchacho. Parpadearon hacia mí por un momento y luego volvieron a posarse en el muchacho. Todo eso había pasado en unos pocos segundos. Los hombres del duque todavía se adelantaban, con los oficiales a ambos lados. Al oír que alguien gritaba una orden, levanté una mano y agarré a Arturo por el brazo, de manera que le hice darse la vuelta y lo coloqué de cara a mí y de espaldas a los cornualleses. —¡Emrys! —grité—. ¿Qué locura es ésta? Aquí no hay ningún peligro, excepto por tu perro. Deberías dominarlo mejor. Cógelo ahora y vete directamente a Galava con Ralf. Nunca le había hablado de aquella manera en todos los años que lo conocía. Permaneció quieto, con la boca abierta por la sorpresa, como alguien a quien han golpeado sin motivo. Mientras todavía me miraba desconcertado, añadí brevemente: —Este caballero y yo nos conocemos. ¿Qué te ha hecho pensar que quería hacerme daño? —Yo..., yo pensaba—balbuceó—. Creía..., tenían a Ralf... y la espada sobre ti... —Te has equivocado. Te estoy agradecido, pero, como ves, no necesito ayuda. Guarda tu espada ahora y vete. Sus ojos buscaron de nuevo mi rostro y luego bajaron hacia su espada. La luz del sol reverberó en ella y las piedras preciosas de la empuñadura lanzaron destellos. Su mano era joven y tensa sobre la empuñadura. Recordé la sensación y el ajuste de aquella empuñadura y la vida que la hoja transmitía, a los tendones y a la sangre. Arturo había desafiado las verdaderas antesalas del Otro Mundo por ella y la había llevado, brillante, de las sombras a la luz que le pertenecía, para encontrarse con el primer peligro que le aguardaba, y a sí mismo, con su maravillosa espada, a mi altura. Y yo le había hablado de aquella manera. Le apreté en el brazo y relajé mi tono: —Anda, ve. Nadie te detendrá. Se restregó donde yo le había apretado. El color empezaba a volverle al rostro, y con él una llama de furor. En aquel momento se parecía tanto a Úter que dije brutalmente, impulsado por la aprensión: —Vete y déjanos, ¿lo oyes? Mañana tendré tiempo para dedicarte. —¿Emrys? Era Cador, hablando con suavidad. Antes de poder evitarlo, el muchacho se había vuelto y vi que era demasiado tarde para fingir. Cador miraba el rostro de Arturo y el mío con unos ojos llenos de excitación. —Ése es mi nombre —dijo Arturo. Su voz era hosca y fruncía el ceño al mirar al duque. Entonces se fijó en la insignia que Cador llevaba en el hombro.
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—¿Cornuallés? ¿Qué haces tan al norte de tu territorio y con qué autoridad conduces a tus tropas a través de nuestra tierra? —¿Vuestra tierra? La del conde Antor. —Yo soy su hijo adoptivo. Pero quizá —dijo Arturo con fría cortesía—, quizá ya has pasado por Galava y has hablado con su esposa. Naturalmente, sabía que Cador no había ido al castillo; no hacía mucho que él mismo había salido de Galava. Pero Cador le había dado la oportunidad de recobrar el orgullo que yo le había lesionado. Estaba muy erguido, dándome firmemente la espalda y con los ojos fijos en los del duque. Cador dijo: —¿Así que eres un protegido del conde Antor? Entonces, ¿quién es tu padre, Emrys? Arturo no se inmutó por la pregunta. Dijo fríamente: —Esto, señor, no tengo la libertad de decírtelo. Pero mi origen no es nada de lo que tenga que avergonzarme. Aquella respuesta obligó a Cador a hacer una pausa. Su rostro mostraba una curiosa expresión. Lo sabía, naturalmente. ¿Cómo podía no saberlo desde el momento en que el muchacho había surgido de la bruma y se había precipitado en mi defensa? Incluso antes ya lo había adivinado, pero todavía había la posibilidad de que los otros no lo sospecharan. El caballo gris de Cador estaba entre Arturo y la tropa; mientras un pensamiento cruzaba mi mente, el duque se volvió e hizo una señal, ante la cual los oficiales y los hombres retrocedieron hasta donde no podían oírnos. Me sentía tranquilo, sabiendo lo que tenía que hacer. Lo primero era salvar el honor de Arturo y el amor que todavía no hubiera destruido al echar a perder aquel momento tan importante para él. Le toqué amablemente el hombro. —Emrys, ¿quieres dejarnos ahora? El duque de Cornualles no me hará ningún daño y tenemos que hablar. ¿Quieres ir hasta la capilla con Ralf y esperarme allí? Esperaba que Cador intervendría, pero no hizo ningún movimiento. Ahora no miraba el rostro del muchacho, sino su espada, todavía desnuda y reluciente en la mano de Arturo. Luego pareció volver en sí con un sobresalto. Hizo una señal a sus hombres y Ralf, libre, trajo a Canrith hacia Arturo y montó su propio caballo. Parecía preocupado y probablemente se preguntaba si tenía que hacer lo que yo le había dicho o si tenía que intentar escaparse con Arturo por el bosque. —Hacia el santuario, Ralf —le dije asintiendo—. Esperadme allí, si queréis. No temáis por mí: iré más tarde. Arturo todavía vacilaba, con la mano en la brida de Canrith. Cador dijo: —Es verdad, Emrys, no le haré ningún daño. No temas dejarlo. Sé cómo habérmelas con los encantadores. Volverá sano y salvo, puedes estar seguro. El muchacho me lanzó una extraña mirada. Todavía parecía dudar, casi desconcertado. Sin preocuparme de quién me oyera, le dije con suavidad: —Emrys... —Sí. —Tengo que darte las gracias. Es cierto que creía que corría un peligro. Estaba asustado. La mirada ceñuda se aclaró. No sonrió, pero el furor desapareció de su rostro y la vitalidad volvió a él, tan brillante como la reluciente espada en el momento de salir de la vaina. Comprendí que nada de lo que había hecho había borrado su amor por mí. Con un tono que quería ser exasperado, dijo: —¿Cuánto tiempo pasará antes de que te des cuenta de que daría mi vida por evitar que te hicieran daño? Miró de nuevo la espada que tenía en la mano, casi como preguntándose cómo había llegado hasta allí. Luego levantó los ojos y los dirigió a Cador. —Si le haces algún daño, de la clase que sea, los reinos no serán suficientemente amplios para albergarnos a los dos. Lo juro.
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—Señor —dijo Cador, hablando de guerrero a guerrero, con grave cortesía—, lo creo de veras. Te juro que no le haré daño, ni a él ni a nadie, excepto a los enemigos del rey. El muchacho mantuvo su mirada unos instantes y luego asintió. Tragó saliva y la tensión desapareció de su cuerpo. Entonces montó en su caballo, saludó formalmente a Cador y, sin más palabras, se alejó por el sendero del lago. Cabal corría a su lado y Ralf lo seguía. Vi que el muchacho lanzaba una última mirada antes de girar por el sendero que lo alejaría de mi vista. Cuando desaparecieron me quedé solo con Cador y los hombres de Cornualles. Capítulo VIII —Vos diréis, duque —empecé. No me contestó inmediatamente. Apretó los labios, con los ojos fijos en el arzón. Luego, sin volverse, hizo una señal a uno de los oficiales, que se acercó y cogió la brida de su caballo mientras él desmontaba. —Lleva a los hombres a la orilla, a cien pasos de aquí. Abrevad los caballos y esperadme allí. El hombre se alejó y la tropa dio la vuelta; se apartaron de la vista, tras un saliente del bosque. Cador recogió la capa y se la colocó sobre el brazo, mirando a su alrededor. —¿Podemos hablar aquí? Nos sentamos sobre una roca plana, junto al agua. Sacó su daga sin más propósito que hacer dibujos. Cuando hubo dibujado un círculo con un triángulo dentro, habló con los ojos fijos en el suelo. —Es un muchacho agradable. —Lo es. —Se parece a su padre. No dije nada. La daga se clavó en el suelo y se quedó allí. Cador levantó la cabeza. —Merlín, ¿por qué creéis que soy su enemigo? —¿No sois su enemigo? —¡No, por todos los dioses! No diré a nadie donde está a menos que me lo permitáis. ¿Veis? Parecéis asombrado. Pensabais que era enemigo vuestro y de él, ¿por qué? —Si hay alguien que tenga motivos para la enemistad, sois vos. Por culpa de mi acción y la de Úter, vuestro padre murió. —Eso no es completamente cierto. Vosotros planeasteis traicionar la cama de mi padre, pero no a él mismo. Fue su propia temeridad, o valentía si queréis, lo que causó su muerte. Creo que vos no la habíais previsto. Además, si tengo que odiaros por aquella noche, ¿acaso no odiaría mucho más a Úter Pandragón? —¿Y no lo odiáis? —Por Dios, ¿no habéis oído decir que cabalgo a su lado y le sirvo como su capitán? —Lo he oído. Y me preguntaba por qué. Debéis saber lo mucho que he dudado de vos. Rió, una risa áspera, como el ronco ladrido de su padre. —Habláis claro. No os culpo. No, no odio a Úter Pandragón ni, lo confieso, lo quiero tampoco. Pero cuando era un muchacho vi muchos reinos divididos; Cornualles es mío, pero no puede ir solo. Ahora sólo hay un futuro para Cornualles, y es el mismo futuro que el de toda la Gran Bretaña. Estoy atado a Úter, me guste o no. No volveré a provocar divisiones, no volveré a ver sufrir al pueblo. Por eso soy un hombre de Úter... o, lo que está más cerca de la verdad, un hombre del Gran Rey. Contemplaba al martín pescador, ahora más tranquilo porque la tropa se había ido, que se zambullía formando remolinos ante nosotros. Salió con un pez, sacudió sus plumas y se alejó volando.
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—¿Mandasteis hombres a espiarme a Maridunum, hace años, antes de que viniera al norte? —le pregunté. Sus labios se adelgazaron. —Aquellos. Sí, eran hombres míos... ¡Bonito trabajo hicieron! Lo adivinasteis enseguida, ¿verdad? —Era una conclusión obvia. Eran cornualleses y vuestras tropas estaban en Carlión. Más tarde supe que vos mismo estabais allí. ¿Tengo que culparme por haber pensado que intentabas encontrar a Arturo? —En absoluto. Es exactamente lo que intentaba hacer. Pero no para hacerle daño. — Frunció las cejas y miró la daga—. Recordad aquellos años, príncipe Merlín, y pensad en mi situación. El rey enfermó y, por lo que podía ver, dejaba cada vez más poder en manos de Lot y los suyos. Ofreció a Morcadés en matrimonio antes de que Morgana naciera, ¿lo sabíais? Incluso ahora dudo si ve realmente que la ambición de Lot es apartarlo... He intentado decírselo yo mismo, pero de mí sale un eco de la misma ambición. Temía lo que pudiera ocurrir a los reinos si Úter moría..., o si moría su hijo. Y aunque no dudaba de vuestro poder para protegerlo a vuestra manera, también yo tengo derecho a hacerlo a la mía. —La daga volvió a hacer dibujos en la hierba—. Por eso quería encontrarlo y vigilarlo. De la misma manera que, por diferentes razones, he vigilado a Lot. —Comprendo. ¿Nunca pensasteis en acercaros a mí personalmente y decirme todo eso? Me miró de reojo con las comisuras de los labios dibujando una sonrisa. —¿Me habríais creído, de hacerlo? —Es probable. No soy fácil de engañar. —¿Y me habríais dicho dónde se encontraba el muchacho? —No, eso no —sonreí. Se encogió de hombros. —Bien, ésa es vuestra respuesta. Mandé a mis estúpidos espías, que no encontraron nada. Incluso os perdí de vista. Pero nunca he pensado en haceros daño, os lo juro. Y si bien en una ocasión pude haber sido vuestro enemigo, nunca lo he sido de Arturo. ¿Me creéis ahora? Miré a mi alrededor, al tranquilo lago, a los árboles iluminados por el sol, a la ligera bruma que desaparecía del lago. —Debería haberlo sabido hace mucho tiempo. Todo este tiempo me he preguntado por qué no he recibido ningún aviso de peligro. —Si fuera enemigo de Arturo —dijo sonriendo—, sabría mejor cómo arrebatarlo de los brazos y de la vista de Merlín. Y si hoy hubiera habido peligro en el aire, ¿lo habríais sabido? Respiré profundamente. Me sentí más ligero cuando el aire del verano me envolvió. —Estoy seguro. Me preocupaba el hecho de haber dejado que vos y vuestra tropa os acercarais tanto sin haber sentido el frío en mi piel. Y ahora tampoco lo siento. Duque Cador, tengo que pediros disculpas, si es que me las concedéis. —Con gusto. —Empezó a limpiar la daga en la hierba—. Pero si yo no soy enemigo de Arturo, Merlín, hay muchos que sí lo son. No es necesario que os hable del peligro que supone este matrimonio que se consumará en Navidad, y no sólo para los derechos de Arturo al trono, sino también para el reino. —División, guerra, un negro final para un año negro. Sí. ¿Hay algo más que podáis decirme sobre el rey Lot, que los otros hombres todavía no sepan? —Nada definido, nada más que antes. Apenas si sé de los consejos privados de Lot. Pero puedo deciros esto: si Úter demora por más tiempo la proclamación de su hijo, los nobles pueden decidir elegir un sucesor entre ellos. Y la elección está ahí, a punto: Lot, que es un probado y conocido guerrero, que ha luchado al lado del rey y que es, será pronto, el yerno del rey.
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—¿Sucesor? —dije—. ¿O suplantador? —Abiertamente, no. Morgana no dejaría que Lot subiera al trono pasando por encima del cuerpo de su padre. Pero puesto que se habrá casado con ella y será el aparente heredero del rey hasta que Arturo aparezca, entonces el propio Arturo, cuando aparezca, tendrá que demostrar tener más derechos y más apoyo que él. —Tiene las dos cosas. —Derechos, sí. Pero ¿y apoyo? Lot tiene más hombres que yo mismo —admitió; yo no dije nada, y Cador, al cabo de unos instantes prosiguió—: Sí, ya comprendo. Le apoyáis vos, vos en persona... ¿Podéis imponer sus derechos? —Puedo intentarlo. Tendré ayuda. La vuestra también, espero. —La tenéis. —Me avergonzáis, Cador. —No tenéis por qué. Teníais razón, era cierto que os odiaba. Entonces era muy joven, pero ahora veo las cosas de otra manera, quizá con más claridad. Por mi propio bien, si no es por otra cosa, no puedo permanecer con los brazos cruzados al ver a Úter tan atado a Lot y a Lot triunfando en su ambición. El derecho de Arturo es el único que no puede ser negado y él es la única persona que puede mantener los reinos unidos..., si es que alguien puede hacerlo ahora. Oh, sí, lo apoyaré. Recordaba que, incluso a los quince años, Cador había sido realista; ahora, su vigoroso sentido común era como una corriente de aire frío en una enmohecida estancia de consejos. —¿Lo sabe Lot? —le pregunté. —Creo que se lo he demostrado. Lot sabe que me opondría a él, así como se opondrían los señores de Rheged, en el norte, y los reyes de Gales. Pero hay otros de los que no estoy seguro, y muchos que se inclinarían hacia cualquier lado si sus tierras se vieran amenazadas. Los tiempos son peligrosos, Merlín. ¿Sabéis que Eosa fue a Germania y se asoció con Colgrim y Badulf? ¿Sí? Bien, hace poco han llegado noticias de que una flota se ha reunido en el mar Germano y que los pictos les han abierto sus puertos. —Eso no lo sabía. Entonces, ¿habrá guerra antes del invierno? Asintió. —Antes de terminar este mes. Por eso estoy aquí. Maelgon está en la Costa Irlandesa, pero el peligro no está en el oeste. Todavía no.. El ataque vendrá del este y del norte. —Ah —sonreí—. Entonces creo que pronto se aclararán ciertas cosas. Me había estado observando atentamente. Ahora su boca se relajó y asintió de nuevo. —¿Lo veis? Naturalmente que lo veis. Sí, de este choque puede surgir algo bueno... Lot tendrá que tomar partido. Sí, como asegura el rumor, ha hecho promesas a los sajones, tendrá que declararse a favor de Colgrim. Si desea a Morgana, y con ella el Gran Reino, entonces tendrá que luchar al lado de Úter. —Rió, divertido—. Ha sido la muerte de Octa lo que ha impulsado a Colgrim a cruzar el mar Germano y ha forzado la mano de Lot. Si hubiera esperado a la primavera, Lot ya tendría a Morgana, recibiría a Colgrim y utilizaría a los sajones para convertirse en Gran Rey, como hizo Vortiger. Sea como fuere, ya lo veremos. —¿Dónde está el rey? —pregunté. —Camino del norte. Llegará a Luguvallium esta semana. —¿Mandará él mismo las tropas? —Así lo pretende, aunque ya sabéis que está enfermo. Parece que Colgrim también ha forzado la mano de Úter. Creo que ahora mandará buscar a Arturo. Creo que lo hará. —Tanto si lo hace como si no —dije—, Arturo estará allí. Vi que la excitación se apoderaba de nuevo de Cador y le pregunté: —¿Querréis darle escolta, duque? —¡Con mucho gusto, por Dios! ¿Iréis con él?
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—Después de esto, donde él esté estaré yo. —Os necesitaremos —dijo significativamente—. Rogad a Dios que Úter no se haya decidido demasiado tarde. Incluso con la evidencia del parentesco de Arturo y la espada del rey dispuesta a luchar, no será fácil persuadir a los nobles para que se declaren por un muchacho sin experiencia... Y la facción de Lot pondrá todos los obstáculos que pueda en el camino. Será mejor cogerlos por sorpresa. El muchacho necesitará toda la leña que podáis echar en la hoguera para él. —Él puede echar mucha por sí mismo —sonreí—. Hay que contar con él, Cador, no lo olvidéis. No es un rey de juguete. —No es necesario que me lo digáis. ¿Sabíais que se parece más a vos que al propio rey? Hablé con los ojos fijos en la brillante superficie del agua: —Creo que será mi espada y no la de Úter la que lo llevará al trono. Se irguió bruscamente. —Sí. Esa espada. ¿Dónde diablos la ha encontrado? —En Caer Bannog. —¿Ha ido allí? —Abrió los ojos desmesuradamente—. Entonces, ¡por Dios!, que sea bienvenido y con él todo lo que traiga. ¡Yo no me hubiera atrevido nunca! ¿Por qué ha ido a la isla? —Ha ido para salvar al perro. Se lo regaló su amigo. Puedes decir que ha sido una casualidad la que lo ha llevado allí. —Oh, sí. ¿La misma clase de casualidad que me ha traído al lago hoy, para encontrarme a un pobre ermitaño y a un muchacho llamado Emrys, que tiene una espada digna de un rey? —O de un emperador. Es la espada de Macsen Wledig. —¿Cómo? Contuvo la respiración. En sus ojos vi la misma mirada de los cornualleses cuando hablé de la isla encantada. —¿Éste era el derecho del que hablabais? ¿Habéis encontrado esa espada para él? Echáis las redes a gran distancia, Merlín. —No echo ninguna red. Voy con el tiempo. —Sí, ya comprendo. Respiró profundamente y miró a su alrededor como si viera el día por primera vez, con la luz del sol, la brisa y la isla flotante sobre el agua. —Y ahora, ¿ha llegado el tiempo para vos, para él y para todos nosotros? —Eso creo. Ha encontrado la espada donde yo la dejé y vos venís inmediatamente a su encuentro. Durante todo el año el rey ha sido presionado para que hiciera su proclamación, y no ha hecho nada. Así pues, ahora lo haremos nosotros. ¿Os quedáis en Galava esta noche? —Sí. —Se enderezó y guardó la daga en su vaina—. ¿Nos reuniremos allí? Nosotros nos iremos al amanecer. —Estaré allí esta noche —dije— y Arturo irá conmigo. Hoy se quedará conmigo en el bosque. Tenemos muchas cosas que decirnos el uno al otro. Me miró con curiosidad. —¿Todavía no sabe nada? —Nada. Lo prometí al rey. —Entonces, hasta que el rey hable públicamente procuraré que no sepa nada. Algunos de mis hombres pueden sospechar, pero todos son leales. No tenéis que preocuparos por ellos. Me puse en pie y me siguió. Levantó una mano a su oficial que vigilaba a lo lejos. Oí las voces de mando y el ruido de la tropa que montaba. Cabalgaron hacia nosotros por la orilla del lago.
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—¿Tenéis un caballo? —preguntó Cador—. ¿O queréis que os deje uno? —No, gracias, tengo uno. Volveré a la capilla cuando esté listo. Antes tengo algo que hacer. Miró de nuevo al bosque iluminado por el sol, al tranquilo lago, a las colinas irreales, como si el poder de la magia estuviera a punto de caer sobre mí desde su luz. —¿Todavía algo que hacer? ¿Aquí? —En efecto. —Recogí la caña de pescar—. Todavía tengo que pescar mi comida, y ahora para dos en lugar de para uno solo. Y ved, ese día especial incluso ha producido brisas para mí. Si Arturo puede recuperar del lago la espada de Máximo, ¿no podré yo conseguir por lo menos un par de peces decentes? Capítulo IX Ralf me esperaba al borde del claro, pero no pudimos hablar mucho porque Arturo estaba cerca, sentado al sol en los peldaños de la capilla, con Cabal a sus pies. Expliqué rápidamente a Ralf lo que tenía que hacer. Cabalgaría inmediatamente hacia el castillo y contaría a Drusila lo que había ocurrido, le diría que Arturo estaba seguro conmigo y que nos uniríamos al duque Cador, que mañana marchaba hacia el norte. Se tenía que mandar un mensaje al conde Antor y otro al rey. Mientras tanto, Ralf pediría a la condesa que arreglara con el abad Martín el cuidado de la capilla durante mi ausencia. —¿Se lo vas a decir ahora? —preguntó Ralf. —No. Le corresponde a Úter decírselo. —¿No crees que ya lo sospecha, después de lo que ha ocurrido allá abajo? Ha permanecido en silencio desde entonces, pero con una mirada como si le hubieran dado algo más que una espada. ¿Qué es esa espada, Merlín? —Dicen que el propio herrero Weland la hizo hace mucho tiempo. Lo que es seguro es que el emperador Máximo la utilizó y que sus hombres la devolvieron aquí para el rey de Gran Bretaña. —¿Ésta? Me ha dicho que la había encontrado en Caer Bannog... Ahora empiezo a comprender... Y ahora llevarás a Arturo ante el rey. ¿Intentas forzar la mano de Úter? ¿Crees que el rey lo aceptará? —Estoy seguro. Úter debe reclamarlo ahora. Es posible que ya lo haya mandado buscar. Será mejor que te vayas, Ralf. Más tarde tendremos tiempo para hablar. Naturalmente, vendrás con nosotros. —¿Crees que permitiría que me dejaras? Hablaba alegremente, pero comprendí que luchaba entre el alivio y la pena; por una parte, la convicción de que ya había terminado el plazo de espera; por otra, la seguridad de que Arturo ya no estaría más tiempo a su cuidado, pues el rey lo encomendaría al mío. Pero también había felicidad, porque pronto volvería a actuar en abierta posición de confianza y podría levantar su espada contra los enemigos del reino. Me saludó sonriente y luego se encaminó hacia Galava. Los cascos de los caballos se desvanecieron en el bosque. La luz del sol iluminaba el claro. El resto de las gotas de agua había desaparecido de los pinos y el aroma de la resma llenaba el aire. Un tordo cantaba. Campanillas tardías se apretujaban entre la hierba y pequeñas mariposas azules revoloteaban alrededor de las flores blancas de las zarzamoras. Debajo del alero de la capilla había una colmena de abejas silvestres; su zumbido llenaba el aire, el sonido del final del verano. En la vida de un hombre hay hitos, cosas que recuerda incluso en el momento de su muerte. Dios sabe que tengo más recuerdos preciosos que cualquier otro hombre: vidas y muertes de reyes, idas y venidas de dioses, fundaciones y destrucciones de reinos. Pero no son siempre estos grandes acontecimientos los que se graban en la mente: aquí,
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ahora, en esta oscuridad final, son los pequeños momentos los que recuerdo más vividamente, los tranquilos momentos humanos que me gustaría volver a vivir, más que los deslumbrantes tiempos de poder. Todavía puedo ver con toda claridad la dorada luz del sol de aquella tranquila tarde. El sonido de la fuente, la líquida catarata de la canción del tordo, el zumbido de las abejas, la súbita agitación del perro blanco que se rascaba las pulgas y el sonido sibilante de la cocina, cuando Arturo, arrodillado, daba la vuelta a la trucha en un asador de avellano, con su rostro solemne, exaltado y tranquilo a la vez, iluminado desde dentro por lo que ilumina a esa clase de hombres. Era su principio y él lo sabía. No me hizo muchas preguntas, aunque más de mil se debían acumular en sus labios. Creo que sabía, sin saber cómo, que estábamos en el umbral de acontecimientos demasiado importantes para charlar. Hay algunas cosas que la gente vacila en convertir en palabras. Las palabras cambian una idea por definiciones demasiado precisas, por significados demasiado vinculados a las referencias cotidianas. Comimos en silencio. Me preguntaba cómo podía decirle, sin romper mi promesa hecha a Úter, que me proponía llevarlo conmigo hasta el rey. Creía que Ralf estaba equivocado; el muchacho no había empezado a sospechar la verdad, pero se debía de hacer preguntas sobre los acontecimientos del día, no solamente sobre la espada, sino sobre lo que había entre Cador y yo, y por qué Ralf había sido maltratado. Pero no dijo nada, ni siquiera preguntó por qué Ralf se había ido y lo había dejado solo conmigo. Parecía satisfecho con el momento presente. Era como si la molesta escaramuza junto al lago nunca se hubiera producido. Comimos al aire libre y, cuando hubimos terminado, Arturo, sin una palabra, recogió los platos y trajo un cubo de agua para que los laváramos juntos. Luego se instaló a mi lado en los peldaños de la capilla, con las manos alrededor de las rodillas. El tordo todavía cantaba. Azules y sombreadas, brumosas, las colinas cabeceaban alrededor del valle. Me sentí lleno de las fuerzas que me esperaban allí. —La espada—dijo—; naturalmente, sabías que estaba allí. —Sí, lo sabía. —El duque ha dicho..., ¿te ha llamado encantador? En su voz había un ligero tono inquisitorio. No me miraba. Estaba sentado en un peldaño más abajo que yo, con la cabeza inclinada, contemplándose los dedos con que rodeaba sus rodillas. —Tú ya lo sabías. Me has visto hacer magia. —Sí. La primera vez que vine aquí, cuando me enseñaste la espada del altar de piedra creí que era de verdad... —Se interrumpió bruscamente y levantó la cabeza; su voz era aguda por el descubrimiento—. ¡Era real! Era esta espada, ¿verdad? La espada que estaba grabada en la piedra, ¿verdad? ¿No es así? —Sí. —¿Qué espada es ésta, Myrddin? —¿No recuerdas que te conté, que os conté a ti y a Beduia, la historia de Macsen Wledig? —Sí, la recuerdo muy bien. Dijiste que era la espada grabada en este altar. —De nuevo el tono de descubrimiento—. ¿Es la misma? ¿Su espada de verdad? —Sí. —¿Cómo ha llegado hasta la isla? —Yo la puse allí hace años. La traje del lugar donde estaba escondida. Se volvió completamente y me miró. Una larga mirada. —¿Quieres decir que la encontraste tú? Entonces es tu espada. —Yo no he dicho eso. —¿La encontraste con magia? ¿Dónde? —No puedo decírtelo, Emrys. Algún día tú mismo tendrás que buscar el lugar.
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—¿Porqué? —No lo sé. Pero la primera necesidad de un hombre es una espada para utilizarla contra la vida y conquistarla. Cuando la ha conquistado y es más viejo, necesita otro alimento, un alimento para el espíritu... Al cabo de unos instantes le oí decir: —¿Qué es lo que ves, Myrddin? —Estaba viendo una tierra pacificada y luminosa, con trigo que crecía en los valles y granjeros que trabajaban sus campos en paz, como lo hacían en tiempos de los romanos. Veía una espada que se levantaba, hosca y descontenta, y los días de paz se convertían en lucha y división; era necesario buscar las espadas descontentas y a los espíritus insatisfechos. Quizá fue por eso por lo que el dios me quitó el grial y la lanza, y lo ocultó todo bajo la tierra para que un día tú pudieras encontrar el resto del tesoro de Macsen. No, no tú, sino Beduier... Es su espíritu y no el tuyo el que estará hambriento y sediento, y beberá en todas las fuentes. Como si viniera de muy lejos, oí mi propia voz que se desvanecía y el silencio que volvía. El tordo había volado, las abejas parecían haberse aquietado. El muchacho estaba de pie, mirándome. Con toda la fuerza de la sencillez, me preguntó: —¿Quién eres? —Mi nombre es Myrddin Emrys, pero me conocen como Merlín el encantador. —¿Merlín? Pero entonces..., pero eso significa que eres..., que eras... —se interrumpió y tragó saliva. —¿Merlinus Ambrosius, hijo de Ambrosio, el Gran Rey? Sí. Permaneció silencioso durante largo rato. Comprendí que reflexionaba sobre el pasado, que recordaba, que hacía apreciaciones. No pensaba en sí mismo, estaba enraizado demasiado profundamente y desde hacía mucho tiempo en la persona del bastardo hijo adoptivo de Antor. Y, como cualquier otra persona en el reino, creía que el príncipe era educado como rey en alguna corte al otro lado del mar. Finalmente habló con serenidad pero con una fuerza y una alegría interiores que era difícil comprender cómo podía retener. Lo que dijo me sorprendió. —Entonces la espada es tuya. Tú la encontraste, no yo. Yo sólo he sido mandado para que te la trajera. Es tuya. Ahora mismo te la traeré. —No, espera, Emrys... Pero ya se había ido. Trajo la espada corriendo y me la tendió. —Toma, es tuya —jadeaba—. Debía haber imaginado quién eras... No estabas en la Pequeña Bretaña con el príncipe como dice la gente, sino aquí, en tu propio país, esperando que llegara el momento de ayudar al Gran Rey. Tú eres la semilla de Ambrosio. Sólo tú podías encontrar la espada; yo la he encontrado hoy sólo porque tú me has mandado a la isla. Es para ti; tómala. —No, no es para mí. No es para una semilla bastarda. —¿Acaso hay alguna diferencia? ¿La hay? —Sí —dije amablemente. Quedó silencioso. La espada se balanceó a su lado y quedó oculta por su sombra. No interpreté bien su silencio y recuerdo que en aquel momento me sentí aliviado de que no dijera nada más. Me levanté. —Llévala a la capilla. La dejaremos aquí, adonde pertenece, sobre el altar del dios. El dios que reina en este lugar la guardará por nosotros. Tiene que esperar aquí hasta que llegue el momento de ser aclamada a. la vista de todos los hombres por el legítimo heredero del reino. —¿Por eso me has enviado a buscarla? ¿Para traérsela a él? —Sí, a su debido tiempo será suya. Para mi sorpresa, sonrió, aparentemente satisfecho. Asintió con calma. Llevamos la espada al interior de la capilla. La colocamos sobre el altar, encima de su réplica grabada.
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Eran la misma. La mano de Arturo se retiró de la empuñadura lentamente; luego bajó los peldaños y vino a mi lado. —Y ahora tengo que decirte algo. El duque de Cornualles ha traído noticias... No pude seguir. El ruido de cascos que se acercaban rápidamente por el bosque hizo levantar a Cabal, que gruñó. Arturo se volvió bruscamente. Su voz era aguda. —¡Escucha! ¿Es la tropa de Cornualles otra vez? Algo debe ocurrir... ¿Estás seguro de que te quieren bien? Le puse una mano en el brazo y se detuvo; luego, mirándome, preguntó: —¿Qué es, entonces? ¿Los esperabas? —No. Sí. No lo sé. Espera, Emrys. Sí, tenía que ocurrir. Ya lo pensaba. Todavía no ha terminado el día. —¿Qué quieres decir? Sacudía la cabeza. —Ven conmigo y les saldremos al encuentro. No era la tropa de Cornualles la que venía por el claro. El Dragón reverberó, rojo sobre oro. Los hombres del rey. El oficial detuvo a la tropa y se adelantó. Vi que miraba al claro salvaje, a la capilla, mis ropas sencillas. Echó una mirada al muchacho que estaba a mi lado, tan sólo una ojeada, y volvió a mirarme a mí. Me saludó con una profunda inclinación. El saludo era solemne, en nombre del rey. Siguieron las noticias que yo ya sabía por Cador: el rey marchaba hacia el norte con su ejército y se instalaría en Luguvallium para hacer frente a la amenaza de las fuerzas de Colgrim. El hombre siguió explicándome, preocupado, que últimamente la enfermedad del rey parecía aquejarle de nuevo y que había días en que no tenía ni fuerzas para montar, pero había decidido que, si era necesario, iría al campo de batalla en una litera. —Y éste es el mensaje que me ha encargado que os diera, príncipe. El Gran Rey, recordando la fuerza y la ayuda que prestasteis al ejército de su hermano Aurelio Ambrosio, os pide que vayáis a toda prisa al lugar donde espera encontrarse con sus enemigos. —Naturalmente, el oficial repitió el mensaje maquinalmente. Terminó diciendo—: Príncipe, tengo que deciros que éste es el requerimiento que esperabais. Incliné la cabeza. —Lo esperaba. Ya he mandado decir al rey que me dirigía a su encuentro con Emrys de Galava. ¿Tienes que escoltarnos? Entonces no dudo de que tendrás la amabilidad de esperar hasta que estemos listos. Emrys... —me volví hacia Arturo, que estaba pálido de excitación a mi lado—, ven conmigo. Me siguió al interior de la capilla. Tan pronto como estuvimos fuera de la vista de la tropa me cogió por el brazo. —¿Me llevas contigo? ¿De verdad que me llevas contigo? ¿Y si nos encontramos con que hay una batalla...? —Entonces tendrás que luchar. —Pero mi padre, el conde Antor... Puede prohibírmelo. —No lucharás al lado del conde Antor. Éstas son tropas del rey y tú vienes conmigo. Lucharás con el rey. —¡Ya sabía que hoy era un día de maravillas! —exclamó jubiloso—. Primero he pensado que el ciervo blanco me había llevado hasta la espada, que era para mí. Pero ahora veo que era sólo una señal de que hoy cabalgaré hacia mi primera batalla... ¿Qué haces? —Ahora mira. Te he dicho que dejaría la espada. bajo la protección del dios. Ya ha permanecido demasiado tiempo en la oscuridad; ahora nosotros la llevaremos a la luz. Tendí mis manos. El pálido fuego vino desde el aire, envolvió la hoja, de manera que el misterio —palpitante e ilegible— rieló allí. Luego el fuego se extendió, hasta que, como un tizón intensamente brillante, las llamas murieron; cuando hubieron desaparecido, sólo
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quedó el altar: pálida piedra sin otra cosa más que la espada de piedra. Arturo no me había visto utilizar aquella clase de poder en ninguna otra ocasión. Miraba con la boca abierta mientras las llamas surgían del aire y se centraban en la piedra. Retrocedió, asustado y estremecido; en su rostro sólo había el color producido por la evanescente luz de las llamas. Cuando hubo terminado todo, permaneció muy quieto. Se humedeció los labios resecos. Yo le sonreí. —Anda, ponte cómodo. Me habías visto utilizar la magia en otras ocasiones. —Sí, pero al ver eso..., esas cosas... Todo este tiempo, cuando Beduier y yo estábamos contigo, nunca nos dejaste descubrir qué clase de hombre eras... Este poder..., no tenía ni idea. No nos dijiste nada de todo esto. —No había nada que decir. No tenía necesidad de usarlo y era algo que no podías aprender de mí. Tú y Beduier tendréis diferentes habilidades y no necesitaréis ésta. Además, si la necesitáis, yo estaré allí para dárosla. —¿Estarás? ¿Siempre? Desearía poderlo creer. —Es cierto. —¿Cómo lo sabes? —Lo sé. Me miró fijamente durante unos instantes y en su rostro descubrí todo un mundo de incertidumbre, aturdimiento y deseos. Era una mirada de niño, inmadura y perdida, que desapareció al instante reemplazada por su normal armadura de valor. Entonces sonrió y la vitalidad volvió a su rostro. —¡Quizá lo lamentarás! Beduier es la única persona capaz de soportarme durante mucho tiempo. —Haré todo lo que pueda. —Reí—. Ahora, si quieres, diles que traigan nuestros caballos. Cuando estuve a punto, salí a reunirme con los hombres que esperaban. Arturo todavía no había montado y se moría de impaciencia por partir, tal como había imaginado yo. Aguantaba mi caballo como un mozo de establo. Noté sorpresa en sus ojos cuando me vio salir. Me había puesto mis mejores ropas: mi capa negra estaba bordeada de escarlata y recogida en el hombro con el broche del Dragón de la casa real. Vio que me divertía y que había adivinado su pensamiento; me sonrió y saltó sobre su semental blanco. Tuve cuidado de que no adivinara entonces lo que yo pensaba: que el joven con la capa sencilla y la mirada brillante no necesitaba ningún broche para declararse Pandragón y real. Pero él condujo soberbiamente su semental detrás de mi yegua ruana mientras los hombres me contemplaban. Así, pues, dejamos la capilla del Bosque Salvaje al cuidado del dios que quisiera poseerla y cabalgamos hacia Galava. LIBRO CUARTO - EL REY Capítulo I El peligro de los sajones había sido más inmediato incluso que lo que Cador había supuesto. Colgrim se había movido con rapidez. Cuando Arturo y yo nos acercábamos a Luguvallium con nuestra escolta nos encontramos, al sureste del pueblo, con las fuerzas del rey y de Cador que tomaban posiciones con los hombres de Rheged para enfrentarse a un enemigo que ya se había reunido en gran número, dispuesto para el ataque. Los jefes británicos estaban reunidos con el rey en su tienda, levantada en la cima de una pequeña colina que se elevaba detrás del campo de batalla. En tiempos pasados, allí había habido una especie de fortaleza, de la cual quedaban todavía unas cuantas
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paredes desmoronadas, con los restos de una torre; al pie del declive se amontonaban las piedras derrumbadas y las siluetas de los patios de un pueblo abandonado. El lugar era un desorden de zarzas y ortigas con enormes manzanos viejos todavía en pie entre las piedras caídas; los árboles estaban cargados de frutos dorados. Debajo de la colina, los convoyes del bagaje retumbaban al instalarse: los árboles y las paredes medio arruinadas les proporcionarían cobijo para las necesidades de la estación que empezaba. Pronto el aparente caos se resolvería por sí mismo; los ejércitos del rey todavía actuaban con el patrón de la disciplina romana impuesta por Ambrosio. Al mirar la inmensa extensión de las huestes enemigas, el campo de lanzas y hachas, las crines de los caballos que se agitaban en la brisa como la espuma de un mar que avanzaba, pensé que necesitaríamos toda la fuerza y el valor del que pudiéramos disponer. Y me interrogué acerca del rey. La tienda de Úter había sido instalada en un pequeño terraplén, ante una torre desmoronada. Cuando nuestro grupo se encaminaba hacia ella entre el ruido y el alboroto de los batallones que se ponían en orden de ataque, vi que los hombres se volvían a mirarme, entre los gritos de órdenes y el fragor de las armas, oí el mensaje que iba de boca en boca: —Es Merlín. Merlín. Merlín el profeta está aquí. Merlín está con nosotros. Los hombres se volvían, miraban, gritaban y el júbilo parecía extenderse como un zumbido por todo el campo. Un individuo con la divisa de Dyfed, gritó en mi propia lengua cuando yo pasaba: —¿Estás con nosotros, Myrddin Emrys, braud, y has visto la estrella fugaz para nosotros, hoy? En voz alta, y con claridad para que pudiera oírse, grité: —Hoy hay una nueva estrella. Contempladla y venced. Cuando desmonté con Arturo y Ralf al pie de la colina y mientras nos encaminábamos a la tienda de Úter, oí que la noticia se extendía por todo el campo como el viento que sopla sobre un trigal maduro. Era un brillante día de septiembre, lleno de sol. Fuera de la tienda del rey, el Dragón ondeaba, escarlata sobre amarillo. Entré directamente, con Arturo pisándome los talones. El muchacho se había armado en Galava y parecía un joven guerrero. Me imaginaba que llevaría el blasón de Antor, pero no llevaba ninguna divisa; su capa y su túnica eran blancas. —Es mi color —había dicho al ver que lo contemplaba—. El caballo blanco, el perro blanco, y llevaré un escudo blanco. Puesto que no tengo nombre, escribiré el mío en él. Mi divisa será la mía propia cuando la tenga. Yo no había dicho nada, pero ahora, mientras el muchacho caminaba a mi lado en la tienda del rey, pensaba que si se hubiera querido ganar deliberadamente las simpatías de todos los ojos en el campo de batalla, no podía haberlo hecho mejor. El blanco sin marca, su expresión juvenil, ansiosa y vivaz, sobresalían entre todos los brillos y coloridos de aquella resplandeciente mañana, como si las trompetas ya lo hubieran proclamado príncipe. Y cuando Úter nos saludó, descubrí el mismo pensamiento en la ansiosa mirada que el rey fijó en el rostro del muchacho. Por mi parte, estaba sorprendido del aspecto de Úter. Confirmaba todas las noticias que había tenido de él. Era un hombre visiblemente acabado, «como si la gangrena se hubiera apoderado de sus vísceras, no con dolor sino con un deterioro cotidiano». Estaba delgado, pálido, y me di cuenta de que a menudo se llevaba la mano al pecho, como si tuviera que hacer un esfuerzo para respirar. Iba espléndidamente vestido, con oro y piedras preciosas que relucían en su armadura; su gran capa era de color dorado, con dragones rojos entrelazados. Se mantenía erguido, majestuoso en la gran silla. En su cabello rojizo y en su barba había canas, pero tenía los ojos tan vivaces como siempre, profundos y ardientes. La delgadez de su cara la hacía parecer más halconada y, si era
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posible, más majestuosa que antes. El oro centelleante, las joyas y la gran capa ocultaban la delgadez de su cuerpo. Sólo las muñecas y las huesudas manos descubrían que la larga y extenuante enfermedad le había roído las carnes. Arturo esperó con Ralf mientras yo me adelantaba. El conde Amor estaba allí, cerca del rey, con Coel de Rheged, Cador y una docena más de jefes de Úter que yo ya conocía. Vi que Antor miraba a Arturo con una especie de sorpresa. No vi a Lot por ninguna parte. Úter me saludó con una cortesía que apenas ocultaba el ansia que sentía. Era posible que intentara, allí y en aquel mismo momento, presentar a su hijo a los comandantes, pero no hubo tiempo. Fuera, las trompetas sonaban. Úter vaciló, pareció indeciso; luego hizo una señal a Antor, quien se adelantó y presentó a Arturo al rey como su hijo adoptivo, Emrys de Galava. Arturo, con su nueva madurez, tranquila y contenida, se arrodilló para besar la mano del rey. Vi que la mano de Úter se cerraba sobre la del muchacho y pensé que hablaría entonces, pero en aquel momento las trompetas resonaron de nuevo, más cerca, y la puerta de la tienda se abrió de par en par. Arturo se levantó. Úter —con visible esfuerzo— separó los ojos del rostro del muchacho y dio la orden. Los comandantes le saludaron precipitadamente y se separaron para montar y galopar hacia sus puestos respectivos. El suelo retumbó bajo los cascos de los caballos y el aire se llenó de gritos y chasquidos metálicos. Entraron cuatro hombres con pértigas y entonces descubrí que la silla de Úter era una especie de litera, una gran silla transportable en la cual sería llevado hasta el campo de batalla. Un hombre se acercó corriendo con su espada y se la puso en la mano al tiempo que le susurraba algo; los cuatro hombres se inclinaron sobre las pértigas esperando la palabra del rey. Me quedé atrás. Si algún recuerdo me quedaba del joven y fuerte comandante que había luchado tan hábilmente al lado de su hermano a lo largo de todos aquellos años de guerra, no me produjo ningún sentimiento de piedad o de dolor, pues el rey volvió la cabeza y sonrió: la misma sonrisa orgullosa e impaciente que yo conocía. Los años no le habían cambiado. De no haber sido por la litera habría jurado que era un hombre entero. Incluso había color en sus mejillas y toda su persona exultaba. —Mi criado me dice que ya has predicho nuestra victoria. —Rió. Era una risa de hombre joven, llena y sonora—. Realmente, nos has traído todo lo que podíamos desear. ¡Muchacho! Arturo, que hablaba con Antor en la entrada de la tienda, se interrumpió y miró hacia atrás. El rey le hizo señas de que se acercara. —Aquí. Quédate a mi lado. Arturo lanzó una mirada interrogante a su padre adoptivo y luego a mí. Yo asentí. Cuando el muchacho se adelantaba para obedecer al rey, Antor hizo una señal a Ralf y éste se situó en silencio con Arturo a la izquierda de la litera del rey. Antor vaciló un momento en la puerta de la tienda, pero Úter decía algo a su hijo y éste se inclinaba hacia él para escucharle. El conde se recogió la capa sobre el hombro, me miró, me hizo un brusco gesto de asentimiento y se fue. Las trompetas sonaron de nuevo. La luz del sol y el griterío nos envolvió cuando la silla del rey avanzaba hacia las tropas que aguardaban. No los seguí al pie de la colina sino que me quedé donde estaba, en el elevado terraplén donde se hallaba la tienda, mientras que a mis pies los ejércitos formaban en el amplio campo de batalla. Dejaron la silla del rey en el suelo y el propio Úter se levantó para hablar a los hombres. Desde donde me hallaba no podía oír nada de lo que dijo, pero cuando se volvió y señaló hacia mí, que estaba a la vista de todo el ejército, oí de nuevo el grito de «¡Merlín!» y los vítores. Desde el enemigo llegó un grito de respuesta, un aullido de burla y desafío; luego el clamor de las trompetas y el trueno de los caballos lo inundaron todo y sacudieron el día. Junto al muro de la torre se alzaba un viejo manzano de corteza nudosa y gruesa, con
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líquenes y moho, pero con ramas cargadas de frutos amarillos. Frente a él se amontonaban unas piedras junto a un zócalo en donde quizás había habido un altar o una estatua. Me subí allá y, con la espalda apoyada en el árbol, contemplé el curso de la batalla. Todavía no se veían señales del estandarte de Lot. Llamé con un gesto a un individuo que pasaba apresuradamente —era un médico que se dirigía a su puesto, en la enfermería instalada en la parte baja de la colina— y le pregunté: —¿Y Lot de Leonís? ¿Todavía no han llegado sus tropas? —Todavía no las hemos visto, señor. No sé por qué. Quizá las hayan dejado como reservas a la derecha. Miré hacia donde el hombre señalaba. A la derecha del campo se divisaba el suave brillo de una corriente, flanqueada por unas franjas de juncos, de unos cincuenta pasos de anchura a cada lado. Más allá, el campo se elevaba entre alisos, sauces y robles enanos hasta llegar a un espeso bosque. Entre los árboles, el declive era áspero y resquebrajado, pero no demasiado escalonado para los caballos, y el arbolado podía ocultar perfectamente a medio ejército. Creí ver el reflejo de puntas de lanzas entre la espesura. Lot, procedente del noroeste, debía de haber tenido noticias del avance de los sajones y no habría llegado tarde a la batalla. Tenía que estar allí, esperando y vigilando, como una reserva instalada allí, aunque estaba seguro de que no era por orden del rey. El dilema del cual Cador y yo habíamos hablado podía resolverse aquel mismo día para Lot: si Úter parecía acercarse a la victoria, entonces Lot lanzaría su ejército al campo y compartiría el triunfo, así como la posterior recompensa y poder; pero si Colgrim aguantaba todo el día, entonces Lot tendría la posibilidad de hacer sus componendas con los sajones vencedores, y tiempo, además, de rechazar su matrimonio con Morgana y aceptar el poder que el nuevo papel de los sajones le depararía. Con amargura, pensé que quizás era injusto con Lot, pero mi corazón me decía que no. Deseaba haber tenido tiempo de enterarme de las disposiciones de Úter antes de la batalla. Si Lot estaba por los alrededores, no se perdería aquel combate, dadas las posibilidades que éste le ofrecía. Me pregunté cuánto tiempo tardaría en verme o en enterarse de que yo estaba presente. Y cuando lo supiera, ya no le quedarían dudas respecto a la identidad del joven de la capa blanca montado en el caballo blanco, que luchaba tan cerca del rey, a su izquierda. Era evidente que la presencia del Gran Rey, aunque fuera en una litera, había alegrado y fortalecido a los británicos. Sin embargo, impedido en su silla no podía dirigir la carga; estaba allí, justo en el centro del campo, con el Dragón ondeando sobre su cabeza. El apiñamiento de sus seguidores le rodeaba, de manera que era imposible que el enemigo lo alcanzara. La lucha era más fiera alrededor del Dragón y, de vez en cuando, distinguía la agitación de su capa dorada y el relampagueo de su propia espada. A la derecha cabalgaba el rey de Rheged, flanqueado por Caw y por lo menos tres de sus hijos. Antor también estaba a la derecha, luchando con tozuda ferocidad, mientras que Cador, a la izquierda, demostraba todo el arranque y la fuerza de los celtas en su día de suerte. Sabía que Arturo estaba dotado con las cualidades de ambos, pero sin duda hoy estaría más que satisfecho con su posición de guardián del rey. A su vez, Ralf se dedicaba a guardar a Arturo. Contemplé el caballo zaino que retrocedía, se adelantaba, ladeaba, siempre a unos pocos pasos del flanco del semental blanco. La batalla siguió su curso. Allí un estandarte caía, tragado por la salvaje marea del ataque; luego se producía una avanzada, los británicos se apresuraban blandiendo las hachas y hacían retroceder las aullantes olas de sajones. De vez en cuando, un jinete solitario —se podía suponer que era un mensajero— se alejaba hacia el este por las tierras pantanosas que flanqueaban la corriente y desaparecía entre los árboles. Era
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seguro que Lot y sus fuerzas estaban allí, ocultas en el bosque, esperando. Y, con tanta seguridad como si lo hubiera leído en su mente, supe que estaba allí no por orden del rey. Cualquier llamada de ayuda que le trajeran aquellos mensajeros, él se demoraría en contestar hasta ver cómo iba la batalla. Así, durante dos terribles horas que se prolongaron desde el mediodía hasta las tres, las fuerzas británicas lucharon y fueron despojadas de lo que tendría que haber sido su flanco derecho de choque. El rey de Rheged cayó herido y fue retirado de la lucha: sus fuerzas mantuvieron su posición pero se veía que fluctuaban. Y los hombres de Leonís todavía no aparecían. Si se demoraban demasiado, podría ser irremediablemente tarde. De repente, ocurrió algo. En el centro se produjo un gran griterío, un alarido de furor y desesperación. Entre la multitud que rodeaba la silla del rey, vi que el estandarte del Dragón se tambaleaba violentamente y luego caía. Súbitamente, a pesar de la distancia, fue como si yo estuviera allí, junto a la silla del rey, viéndolo todo con claridad. Un cuerpo de sajones, enormes gigantes rubios, algunos de ellos cubiertos de heridas, se había abalanzado contra el grupo que rodeaba al rey y al parecer lo había deshecho con fuerza y ferocidad. Algunos cayeron, otros se vieron obligados a retroceder ante la desesperada lucha, pero dos de ellos consiguieron cruzar. Se abrieron camino con las hachas y llegaron a la izquierda del rey. Un hacha golpeó el asta del estandarte, que se tambaleó y empezó a caer. El hombre que lo llevaba fue derribado, muñeca chorreando sangre, y desapareció bajo los cascos de los caballos. Sin apenas pausa, el hacha revoloteó formando un arco en dirección al rey. Úter estaba de pie con la espada dispuesta a hacer frente al hachero, pero la espada de Ralf se adelantó y el sajón cayó sobre la silla del rey, manchando de sangre la capa dorada. El rey cayó hacia atrás a causa del peso del hombre abatido. El otro sajón se abalanzó aullando. Ralf, soltando maldiciones, intentó colocar a su caballo entre el imposibilitado rey y el nuevo atacante, pero el sajón, sobresaliendo por encima de los británicos, barrió sus lanzas como un toro enloquecido barre la hierba alta y cargó. Parecía que nadie podría impedir que llegara hasta el rey. Vi que Arturo adelantaba su caballo en el momento en que el estandarte caía y golpeaba en el pecho al blanco semental. El caballo retrocedió gimiendo. Arturo aguantando el animal con las rodillas, cogió el estandarte que caía y, gritando, lo lanzó al otro lado de la silla del rey, a las manos de un soldado que lo esperaba; a continuación lanzó el caballo al encuentro del gigante sajón. La enorme hacha formó un brillante círculo y descendió. El semental se desvió y brincó, el golpe del hacha cayó en el vacío, pero golpeó oblicuamente la espada del muchacho, arrancándosela de las manos. El semental se encabritó y sacudió sus mortíferos cascos, bajo los cuales el hachero desapareció en un charco de brillante sangre. El blanco semental volvió al lado del rey y Arturo se llevó la mano a la daga. Entonces el rey, lanzando su espada al aire, con la empuñadura por delante gritó: —¡Aquí! Arturo levantó la mano y la cogió al vuelo por la empuñadura, que relampagueó. El caballo blanco volvió a alzar sus patas delanteras. El estandarte volvía a estar levantado, ondeando al viento, escarlata sobre oro. Entonces un gran alarido se extendió desde el centro del campo en donde el blanco semental, pisoteando sangre, saltó hacia delante bajo el estandarte del Dragón. Los hombres gritaron y se embravecieron. Vi que el portador del estandarte vacilaba, se volvía hacia el rey, pero el rey le hacía señales de que siguiera adelante y luego se apoyaba sonriente en su silla. Entonces, demasiado tarde para cualquier pretendida intervención espectacular, las tropas de Lot surgieron del bosque y se mezclaron con las filas de los británicos. Pero el día ya estaba ganado. No había en el campo hombre que no hubiera visto lo sucedido. Allí, blanco sobre un caballo blanco, el espíritu luchador del rey parecía haberse elevado de su cuerpo desfallecido y, como el centelleo de la punta de una lanza, se había arrojado directamente al corazón de las fuerzas sajonas.
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Muy pronto, mientras los sajones se veían obligados a retroceder hacia los límites del campo y los británicos les seguían empujando con firme ferocidad y creciente triunfo, los hombres empezaron a correr tras las tropas de choque para recoger a los muertos y a los heridos. La silla de Úter, que hubiera debido ser transportada hacia atrás, al mismo tiempo se veía forzada hacia delante en pos de Arturo. Pero ya no la rodeaba el grupo principal de las fuerzas, que se habían desplazado en el lugar del campo en donde todo el mundo podía ver, bajo el Dragón, el blanco semental, la blanca capa y la hoja relampagueante de la espada del rey. Mi presencia visible en lo alto de la colina ya no era ni atendida ni necesaria. Me dirigí al puesto de curas de emergencia que se había instalado más abajo del manzanar. Las tiendas ya estaban casi llenas y los heridos se movían con dificultad. Mandé a un muchacho que fuera a buscar corriendo mi caja de instrumentos y, quitándome la capa, empecé a construir un cobijo con las ramas bajas de un manzano; cuando llegó la primera camilla, grité a los portadores que dejaran al herido en su improvisada sombra. Uno de los portadores era un encorvado y canoso veterano que reconocí. Había trabajado como ayudante mío en Kaerconan. Le dije: —Un momento, Paulo, no te vayas. Hay muchos hombres que pueden cargar los heridos; es mejor que tú me ayudes aquí. Se le veía satisfecho de que lo hubiera reconocido. —Ya imaginaba que me necesitaríais, príncipe, y he traído mi equipo. Se arrodilló al otro lado del herido, que estaba desmayado, y juntos empezamos a rasgar la túnica de cuero en donde había un agujero ensangrentado. —¿Cómo está el rey? —le pregunté. —Es difícil decirlo, señor. Pensé que habría muerto, y muchos más con él, pero ahora está ahí con Gandar, sentado tranquilamente, sonriendo como un niño. Tanto mejor. —En efecto... Esto es grave, creo. Déjame mirar... Era una herida de hacha; el cuero y el metal de la túnica se habían hundido profundamente en la carne y habían astillado el hueso. —Dudo que podamos hacer gran cosa —proseguí—, pero lo intentaremos. Hoy Dios está de nuestra parte y espero que sea benévolo con este pobre hombre. Aguanta eso, ¿quieres? Como decías, tanto mejor: nuestra suerte ahora ya no cambiará. —¿Suerte, decís? Suerte sobre un caballo blanco, deberíais decir. Ha sido un verdadero deleite ver a ese jovenzuelo que se lanzaba al ataque en el momento preciso. Se necesitaba algo así, con el rey postrado como si hubiera muerto y el Dragón tambaleándose. Entonces tratábamos de encontrar al rey Lot, pero ni rastro de él. Creedme, príncipe, medio minuto más y nuestra suerte estaba echada. Las batallas son así. Es algo que te hace reflexionar y que sorprende cuando piensas lo que puede cambiar en pocos segundos y con un poco de suerte. Una oportunidad como ésa y la persona que sepa aprovecharla... Eso es todo lo que se necesita para ganar o perder un reino. Trabajamos un rato en silencio, rápidamente, porque el hombre empezaba a estremecerse al contacto de mis manos,y debía terminar de curarlo antes de que se despertara a la cruel vida. Cuando hube hecho todo cuanto podía, mientras le vendábamos, Paulo dijo pensativamente. —Es curioso. —¿Qué? —¿Os acordáis de Kaerconan, príncipe? —¿Crees que podré olvidarlo nunca? —Bien, ese joven se le parece..., a Ambrosio me refiero, que entonces era conde de Bretaña. El caballo blanco y el Dragón que ondeaba sobre su cabeza. Los hombres lo decían... Y el nombre es el mismo, ¿verdad, señor? ¿Emrys? ¿Está relacionado con vos, quizá?
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—Quizá. Paulo no hizo más preguntas. No le hacía falta decir más; yo ya sabía que los rumores debían haberse extendido por todo el campo desde el momento en que Arturo y yo habíamos llegado con una escolta. Dejémoslo correr, pensé. Úter se había descubierto. Además, entre el valor del muchacho y la suerte de la batalla, junto con su propia equivocación, Lot tendría mucho trabajo para cambiar la opinión del rey o para persuadir a los otros nobles de que el hijo de Úter no era un buen caudillo. El hombre herido se despertó y empezó a gemir. Ya no teníamos tiempo para hablar. Capítulo II Al anochecer ya no quedaban caídos en el campo de batalla. El rey se había retirado al comprobar que la victoria era segura y que no había peligro de ninguna acción tardía por parte de los sajones. Terminada la batalla, la mayor parte de las fuerzas de los británicos se retiró al pueblo, situado a dos millas al noroeste, dejando a Cador y a Caw de Strathclyde al cuidado del campo. Lot no se había quedado a comprobar su posición con los otros jefes, sino que se había retirado al pueblo tan pronto como la lucha terminó, dirigiéndose a sus cuarteles como Ajax, y a partir de entonces no había sido visto. Ya corrían rumores de su furor por la acción del rey, que había favorecido al joven desconocido en el campo de batalla, y sobre su sombrío silencio cuando se enteró de que Emrys estaba invitado conmigo a la fiesta de la victoria, en donde sin duda recibiría honores. También corrían rumores acerca de los motivos que habían demorado su entrada en el campo de batalla. Nadie llegaba a hablar de traición, pero se decía abiertamente que si hubiera tardado más tiempo y Arturo no hubiera representado su pequeño milagro, la falta de participación de Lot le habría costado la victoria a Úter. Los hombres también se preguntaban en voz alta si Lot saldría de su sombrío mutismo para asistir a la fiesta decretada para la noche siguiente. Yo sabía que no se mantendría alejado. No se atrevería. Si bien no había dicho nada, seguramente debía saber quién era Emrys, y si pretendía desacreditarlo y conseguir el poder tal como había planeado, tendría que hacerlo ahora. Cuando se hubieron tratado en la enfermería del huerto los casos de urgencia, las unidades médicas también regresaron al pueblo, en donde se había instalado un hospital. Yo fui con ellas, y me enfrenté a un número incesante de casos durante toda la tarde y noche. Nuestras pérdidas no habían sido muy duras, teniendo en cuenta cómo van generalmente estas cosas, pero, con todo, los grupos de enterradores tendrían que trabajar duro toda la noche, vigilados por lobos y cuervos. Desde los pantanos, en donde quemaban a los sajones muertos, llegaban las llamas lejanas y parpadeantes. Terminé mi labor en el hospital alrededor de medianoche. Estaba en una habitación externa mirando a Paulo, que recogía mis instrumentos, cuando oí que alguien se acercaba rápidamente por el patio; noté que se movía detrás de mí, acerca de la puerta. Llamadme estúpido si queréis, recordando a través de los años lo que nunca sucedió, y no os equivocaréis más que la mitad; pero no fue sólo el amor lo que me hizo reconocer su llegada antes de volver la cabeza. Una corriente de aire dulce llegó con él, atravesando los olores de las drogas y el ambiente de enfermedad y temor. Las lámparas alumbraron con más fuerza. —¿Merlín? Hablaba suavemente, como se suele hacer en una habitación de enfermos, pero en su voz todavía quedaba la excitación del día. Lo miré sonriente, luego me puse serio. —¿Estás herido? Joven estúpido, ¿por qué no has venido antes? Déjame ver. Retiró el brazo cuya manga estaba cubierta de sangre seca. —¿No sabes reconocer la negra sangre sajona? No he sufrido ni un rasguño. ¡Oh,
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Merlín, qué día! ¡Y qué rey! Ir al campo de batalla imposibilitado y en una litera... Eso es valor de verdad, mucho más del que se necesita para ir a la lucha con un buen caballo y una buena espada. Juro que nunca hubiera creído... Era demasiado fácil... Merlín, ¡ha sido espléndido! Yo he nacido para esto, lo sé, lo sé. ¿Has visto lo que ha ocurrido? ¿Lo que ha hecho el rey? ¿Su espada? Juraría que ha sido su voluntad lo que me ha impulsado, no la mía... Y luego el griterío y la forma en que los soldados avanzaban, como el mar. Ni siquiera he tenido que espolear a Canrith... Todo era tan rápido y, sin embargo, tan lento y tan claro... Cada momento parecía eterno. No sabía que se puede estar ardiente y helado al mismo momento, ¿y tú? No esperaba respuestas; seguía hablando rápidamente, con ardor, con los ojos todavía brillantes por la emoción de la batalla y la abrumadora experiencia del día. Yo apenas escuchaba: sólo le miraba y miraba los rostros de los enfermeros y de los criados, los rostros de los hombres que todavía estaban despiertos y lo suficientemente cerca para oírnos. Lo comprendí: después de la batalla, la presencia de Ambrosio daba fuerza a los heridos y consuelo a los moribundos. Cualquiera que fuera el poder que Ambrosio tuvo, también lo tenía Arturo y en el futuro yo lo vería a menudo; parecía que sembraba luz y fuerza por donde pasaba, aun cuando ni siquiera había recuperado sus propias fuerzas todavía. A medida que creciera le costaría más, pero ahora era muy joven, todavía no había llegado a la flor de la hombría. «Después de lo de hoy —pensé—, ¿quién podría sostener que este joven no estaba hecho para reinar?» Desde luego, no sería Lot, envarado en su ambición, intentando inexorablemente conseguir el trono de un rey muerto. Era la juventud de Arturo lo que había hecho surgir lo mejor de los hombres, como un cazador levanta la caza o un encantador conjura al viento con un silbido. En una de las camas reconoció a un hombre que había luchado a su lado; cruzó la habitación para ir a hablar con él y luego con los otros. Oí que llamaba por su nombre por lo menos a dos de ellos. «Dale la espada —había dicho mi sueño—, y su propia naturaleza hará el resto. Los reyes no se crean con sueños y profecías: antes de que empezaras a trabajar para él, ya era lo que ahora ves. Lo único que tú has hecho ha sido guardarlo mientras crece. Tú, Merlín, eres un herrero como Weland, de la forja negra; has hecho la espada y le has dado un filo cortante, pero ella corta a su manera.» —Te he visto en la cima de la colina, bajo el manzano —dijo Arturo alegremente. Me había seguido fuera de la habitación, en cuya antesala me había detenido para dar instrucciones al enfermero de guardia. —Los hombres decían que era un presagio, que cuando estabas allí, sobre nosotros, en la colina, la lucha nos llevaría al triunfo. Y es cierto porque, a pesar de todo, incluso cuando no pensaba en ti, sentía que me mirabas, que estabas muy cerca de mí. Era como si tuviera un escudo a mi espalda. Incluso me ha parecido oír... Se interrumpió a media frase. Vi que abría los ojos y los fijaba en algo detrás de mí. Me volví para ver lo que lo había hecho enmudecer. En aquella época Morcadés debía tener unos veintidós años y era incluso más encantadora que la última vez que la vi. Llevaba una larga túnica gris que tendría que haberla hecho parecer una monja, pero por alguna razón no era así. No llevaba joyas ni las necesitaba. Su piel era pálida como el mármol y sus grandes ojos, que yo recordaba, eran verde-dorados bajo unas pestañas espesas. Su cabello, como correspondía a una mujer soltera, le caía suelto y sedoso sobre los hombros y se lo recogía en la espalda con una ancha cinta blanca. —¡Morcadés! —exclamé sorprendido—. ¡No deberías estar aquí! Pero entonces recordé sus habilidades y tras ella vi a dos mujeres y a un paje que llevaban cajas y vendajes. Debía de haber trabajado como yo entre los heridos; o posiblemente todavía cuidaba del rey y había estado con él. Añadí rápidamente:
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—No, ya comprendo, discúlpame y perdona mi desagradable saludo. Tus conocimientos son necesarios aquí. Dime, ¿cómo está el rey? —Se ha recobrado, príncipe, y está descansando. Parece que está bastante bien y tiene buen ánimo. Al parecer ha sido una notable batalla. Me habría gustado verla. Entonces miró a Arturo, una mirada interesada y calculadora. Era obvio que reconocía al joven que aquel día se había ganado todas las alabanzas, pero al parecer el rey todavía no le había dicho quién era. Ni en su rostro ni en su voz había sombra de conocimiento cuando le hizo una reverencia y le dijo: —Señor. El color había vuelto al rostro de Arturo, brillante como un estandarte. Balbuceó una especie de saludo; súbitamente no era nada más que un muchacho asustadizo, él, que nunca había sabido lo que era el miedo. La muchacha recibió el saludo con frialdad y dirigió su atención hacia mí, despreciando a Arturo como una mujer de veinte años desprecia a un niño. Pensé: «No, todavía no sabe nada.» Morcadés habló con voz ligera y dulce: —Príncipe Merlín, traigo un mensaje del rey para vos. Más tarde, cuando hayáis descansado, el rey querría hablar con vos. —Es muy tarde —dije, lleno de dudas—. ¿No sería mejor que el rey durmiera? —Creo que dormiría mejor si primero hablase con vos. Estaba impaciente por veros desde que ha venido del campo de batalla, pero necesitaba descansar y le he dado una droga. Entonces se ha dormido y no ha despertado hasta ahora. ¿Podréis venir dentro de una hora? —Muy bien. Volvió a saludarme con los ojos bajos y se alejó tan quedamente como había venido. Capítulo III Cené solo con Arturo. Me habían designado una habitación cuya ventana daba a un trozo de jardín en la orilla del río; el jardín era un bancal cerrado por altas paredes y verjas. La habitación de Arturo era la contigua a la mía; a ellas se llegaba a través de una antecámara en la que había guardias armados. Úter no quería sorpresas. Mi habitación era amplia y bien amueblada; un criado esperaba con comida y vino. Hablamos poco mientras cenábamos. Yo estaba cansado y hambriento; Arturo tenía su apetito habitual, pero después de su oleada de exaltación había caído en una extraña quietud, probablemente por deferencia hacia mí. Por mi parte, podía pensar en pocas cosas que no fueran mi próxima entrevista con Úter y en lo que podría traer el día siguiente; en aquel momento no podía predecirme nada como no fuera una especie de lasitud de espíritu que, según me dije a mí mismo, era la reacción lógica después de un largo viaje y de un día duro. Pero pensaba que se trataba de algo más que eso y me sentía como quien sale de una llanura soleada para entrar en un terreno brumoso en donde la niebla cuelga, pesada y espesa. Ulfino, el criado personal de Úter, vino a buscarme para llevarme hasta el rey. Por la manera como su mirada se detuvo en Arturo comprendí que sabía la verdad, pero no me dijo nada de ello mientras me conducía a la cámara real a través de los corredores. De hecho, en su mente parecía haber poco lugar para algo que no fuera la ansiedad por la salud del rey. Cuando fui introducido a la presencia de Úter, pude ver por qué. De la mañana a la noche, el cambio era sobrecogedor. Estaba en la cama, envuelto en una bata forrada de piel, recostado entre almohadas y, despojado de los aderezos de la armadura y las telas escarlata y oro, cualquiera podía ver cuan mortalmente gastado estaba su cuerpo. Podía ver claramente la muerte en su rostro. No sería aquella noche, ni
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a la mañana siguiente, pero llegaría pronto; y aquello, me dije, debía ser la causa de aquel desconocido temor que pesaba sobre mí. Pero, aunque débil y fatigado, el rey pareció complacido al verme, y ansioso por hablar, por lo que deseché mi presentimiento. Aquella noche y al día siguiente, Úter, yo y todos los que trabajaban para nosotros, tendríamos tiempo de ver nuestra estrella que se elevaría con toda seguridad hasta su brillante cenit. Primero hablamos de la batalla y de los acontecimientos del día. Era evidente que todas sus dudas habían desaparecido y que (aunque no lo admitiera) lamentaba los años perdidos desde que Arturo había empezado a acercarse a la hombría. Me atosigó a preguntas y, si bien temía abrumarlo, comprendí que descansaría mejor cuando supiera todo lo que tenía que decirle. Así pues, con toda la rapidez y claridad de que fui capaz, le conté la historia de los años pasados, todos los detalles de la vida del muchacho en el Bosque Salvaje que no había podido explicarle en los mensajes que le había enviado. También le expliqué las sospechas y las certezas que tenía acerca de los enemigos de Arturo; cuando hablé de Lot se mantuvo inexpresivo pero me escuchó sin interrumpirme. Sobre la espada de Máximo no le conté nada. El propio rey había puesto hoy su espada en manos de su hijo de manera pública: no habría podido declarar más abiertamente que el muchacho era su heredero. La espada de Macsen le sería entregada por el dios cuando la necesitara. Entre los dos dones había todavía un hueco oscuro del destino a través del cual yo no podía ver nada, y no había necesidad de que preocupara al rey con ello. Cuando hube terminado, permaneció tumbado sobre las almohadas durante un rato; estaba silencioso, con los ojos fijos en el otro extremo de la habitación, llenos de profundos pensamientos. Luego habló: —Tenías razón, Merlín. Incluso cuando era difícil de entender y cuando, sin comprenderlo, te condenaba, tenías razón. El dios nos tiene a todos en su mano. Y sin duda fue el mismo dios quien puso en mi mente la idea de desdeñar a mi hijo y dejarlo a tu cuidado, para que llegara a la virilidad, a salvo y en secreto, y luego fuera traído, como ahora. Por lo menos se me ha concedido ver qué clase de hombre engendré aquella terrible noche en Tintagel y qué clase de rey vendrá después de mí. Tendría que haber confiado más en ti, bastardo, tal como confió mi hermano. No es necesario que te diga que me estoy muriendo, ¿verdad? Gandar elude el tema, pero tú admitirás que es así, ¿no, profeta del rey? La pregunta era perentoria, exigía una respuesta. Cuando dije que sí, Úter sonrió brevemente con una mirada casi de satisfacción. Descubrí que apreciaba más a Úter en aquel momento que en ninguna otra ocasión, al verlo hacer acopio de aquel frío valor ante su próxima muerte. Era lo que Arturo había descubierto en él, la cualidad real que había adquirido tarde, aunque no demasiado. Era posible que entonces, casi en el momento de realización de los años pasados, él y yo nos uniéramos en la persona del muchacho. Asintió. El esfuerzo del día y de la noche empezaba a mostrar sus efectos, pero su mirada era amistosa y sus gestos seguían siendo decididos. —Bien, hemos aclarado el pasado. El futuro está en él y en ti. Pero todavía no he muerto, todavía soy el Gran Rey. El presente está en mí. Te he mandado llamar para decirte que proclamaré heredero a Arturo mañana, en la fiesta de la victoria. No habrá un momento mejor. Después de lo que ha ocurrido hoy, nadie puede poner en duda su idoneidad; ya se ha probado en público y, es más, a la vista del ejército. Aun cuando lo deseara, dudo que pudiera guardar por mucho tiempo el secreto, pues el rumor ha corrido por el campo tan rápido como el fuego por la paja. ¿No sabe nada, él? —Parece que no. Había creído que empezaría a sospechar, pero parece que no. ¿Se
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lo diréis vos mismo mañana? —Sí. Le mandaré llamar por la mañana. El resto del tiempo, Merlín, quédate a su lado y guárdalo. Entonces habló de sus planes para el día siguiente. Hablaría con Arturo, y por la noche, cuando todos se hubieran recobrado de la batalla y las huellas de la lucha se hubieran borrado, Arturo sería presentado con gloria y aclamación ante los nobles en la fiesta de la victoria. En cuanto a Lot... —Habló llanamente y sin buscar excusas—. No era seguro lo que haría Lot, pero había perdido demasiado crédito público con su retraso en la batalla e, incluso como prometido de la hija del rey, no se atrevería (insistió Úter) a presentar dudas en público contra la elección del propio rey. No dijo nada de la posibilidad, más peligrosa, de que Lot se hubiera inclinado a favor de los sajones; consideraba el retraso solamente como una intención de ganar prestigio: que la intervención de Lot hubiera significado aparentemente la victoria para los británicos. Yo escuché y no dije nada. Fuera cual fuese la verdad, el problema pronto sería, sin duda alguna, para otros hombres, no para el rey. Luego habló de Morgana, su hija. El matrimonio, ya que estaba firmemente contratado, debía llevarse a cabo. Ahora no podía romperse sin inferir un insulto peligroso y mortal a Lot y a los reyes del norte que eran sus aliados. Tal como habían ido las cosas, era más seguro así. Por el mismo motivo, Lot aceptaría públicamente a Arturo que, meses antes del matrimonio, ya sería proclamado, aceptado y establecido. Úter casi había dicho «coronado», pero dejó la frase sin terminar. Parecía cansado y yo hice el gesto de dejarlo, pero él levantó una delgada mano y esperé. Durante unos momentos no habló. Estaba tendido con los ojos cerrados. Una corriente de aire sopló en la habitación y las velas y oscilaron. Las sombras se movieron, lanzando oscuridad sobre su rostro. Luego la luz se estabilizó y vi sus ojos, todavía brillantes en sus profundas órbitas, que me observaban. Oí su voz, aguda por el esfuerzo, que me pedía algo. No, no pedía. Úter el Gran Rey me suplicaba que permaneciera junto a Arturo para terminar el trabajo que había empezado, para vigilarlo, aconsejarlo, guardarlo... Su voz se desvaneció pero sus ojos me miraban con intensidad y supe que me decían: «Dime el futuro, Merlín, profeta de reyes. Profetiza para mí.» —Estaré con él y se cumplirá todo lo que os he dicho antes. Llevará una espada de rey y con esa espada hará todo y más de lo que los hombres pueden esperar. Bajo su reinado los países serán uno solo, habrá paz y la luz surgirá de las tinieblas. Y cuando haya llegado la paz yo volveré a mi soledad; pero estaré allí, esperando siempre a que me llame para acudir tan rápidamente como el silbido de un hombre en el viento. No hablaba con visión; aquello era algo que nunca había acudido a mí cuando lo había pedido y, además, las visiones no vivían fácilmente en la misma habitación de Úter. Pero, para confortarle, hablé de profecías recordadas y del conocimiento que tenía de los hombres y del tiempo, cosas que a veces se convierten en una sola. Aquello le satisfizo, pues era todo lo que necesitaba. —Era cuanto deseaba saber —manifestó—. Que estarás cerca de él y le servirás siempre... Quizá, si hubiera escuchado a mi hermano y te hubiera mantenido cerca de mí... Lo has prometido, Merlín. No hay hombre que tenga más poder que tú, ni siquiera el Gran Rey. Lo dijo sin rencor, con el tono de quien hace una comprobación. Su voz sonó súbitamente cansada, la voz de un hombre enfermo. Me puse de pie. —Os dejo ahora, Úter. Será mejor que durmáis. ¿Qué droga os ha dado Morcadés? —No lo sé. Algo que olía a amapola; lo ha mezclado con vino caliente. —¿Duerme aquí, junto a vos? —No, duerme en el corredor, en la primera habitación de las mujeres. Pero no la molestes ahora. Todavía queda algo de droga en aquel tarro.
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Crucé la habitación, cogí el tarro y lo olí. La poción, fuera cual fuese, estaba mezclada con vino. El aroma era dulce y fuerte; había amapola y otras cosas que reconocí, pero no me era del todo familiar. Mojé un dedo en el líquido y lo lamí. —¿Ha tocado alguien esto desde que ella lo ha mezclado? —¿Eh? —Se había hundido en el sopor, como suele ocurrir con los hombres enfermos—. ¿Tocado? Nadie que yo haya visto, pero nadie intentaría envenenarme. Todo el mundo sabe que toda mi comida es probada antes. Llama al muchacho, si quieres. —No es necesario —dije—. Dejadlo dormir. Vertí un poco en un vaso y cuando me lo llevaba a la boca Úter gritó, con súbito vigor: —¡No seas loco! ¡Déjalo! —Creía que habíais dicho que no podía estar envenenado. —Eso no importa, no corramos el riesgo. —¿No confiáis en Morcadés? —¿Morcadés? —Levantó las cejas como si hubiera dicho un desatino—. Naturalmente. ¿Por qué no? Cuando ha cuidado, de mí todos esos años, negándose a casarse, incluso cuando... Pero eso no importa. Dice que su destino está «en el humo» y está satisfecha esperándolo. A veces habla tan enigmáticamente como tú y, como sabes, tengo poca paciencia con los acertijos. No, ¿cómo podría desconfiar de mi hija? Pero esta noche debo tener más cuidado que cualquier otra y debo desconfiar de todo el mundo, excepto de mi hijo. —Sonrió y, por un momento, fue el Úter que yo recordaba, duro y alegre, ligeramente malicioso—. Al menos hasta que sea proclamado, y entonces no hay duda de que tú y yo podremos tenernos mutua confianza. Sonreí. —Mientras tanto, probaré vuestro vino. Calmaos. No huelo nada peligroso y, además, os aseguro que aún no ha llegado la hora de mi muerte. No añadí: «Por lo tanto, deja que me asegure de que viviréis para proclamar a vuestro hijo mañana.» Aquella extraña sombra que se cernía todavía a mi espalda no podía ser mi propia muerte ni la de Arturo (lo sabía), pero podía ser, contra todas las probabilidades, la del rey. Tomé un sorbo y dejé el vino un momento sobre la lengua; luego lo tragué. El rey yacía en sus almohadas y me observaba, tranquilo de nuevo. Volví a sorber, luego crucé la habitación y fui a sentarme en la gran cama; y volvimos a charlar, ahora más libremente: del pasado sembrado de recuerdos; del futuro, todavía con sombras en la gloria. Al final, Úter y yo nos entendíamos tolerablemente bien. Cuando comprobé que el vino no era peligroso, llené un cazo para él, lo observé mientras lo bebía, luego llamé a su criado Ulfino y lo dejé para que durmiera. Capítulo IV Por el momento todo iba bien. Incluso en el caso de que Úter muriese aquella noche — y nada en sus ojos ni en mis huesos me decía que fuera a ocurrir— todo estaba fijado con seguridad. Yo, con el respaldo de Cador y el apoyo de Antor, podría proclamar a Arturo ante los nobles igual que lo haría el rey y, con el prestigio del poder, tenía todas las posibilidades de éxito. El gesto del rey de lanzar su espada al muchacho en medio de la batalla era, para la mayoría de los soldados, una prueba suficiente del derecho de Arturo a sucederle, y los guerreros que lo habían seguido tan satisfechos seguirían con él. Seguramente sólo los disidentes del norte no se alegrarían de ver terminados los días de incertidumbre y que la sucesión pasase, clara y sin sombra de duda, a manos de Arturo. Entonces, ¿por qué? —me preguntaba mientras caminaba tranquilamente a lo largo de los corredores en dirección a mi habitación—. ¿Por qué mi corazón me pesaba tanto? ¿Por qué un presentimiento tan sombrío por una muerte? ¿Por qué, si se trataba de un
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asunto importante que mi sangre profetizaba, no podía verlo? ¿Qué clase de sombra se cernía, quieta y a la espera, sobre aquel brillante día de triunfo? Un momento más tarde, cuando saludaba al guardia de mi puerta y entraba en mi habitación, vi el borde de la sombra. Al otro lado de la puerta que unía la habitación de Arturo con la mía, vi su cama: estaba vacía. Volví rápidamente a la antecámara y, cuando me detuve para despertar al criado dormido, capté el aroma familiar de la droga que había en el vino del rey. Solté el hombro del criado y lo dejé roncando mientras, con tres zancadas, llegaba al corredor. Antes de poder decir una palabra, el guardia se apretó contra la pared como si temiera lo que había visto en mi rostro. Pero le hable, con suavidad. —¿Dónde está? —Príncipe, está a salvo. No hay por qué alarmarse... Tenemos órdenes y no le ocurrirá nada malo. El otro guardia lo ha visto a través de la puerta y se ha quedado allí... —¿Dónde está? —En los aposentos de las mujeres, mi señor. Cuando ha venido la muchacha... —¿La muchacha? —pregunté bruscamente. —En efecto, mi señor. Ha venido aquí. Nosotros la hemos detenido, naturalmente; no queríamos dejarla entrar, pero entonces ha aparecido él en la puerta... —Tranquilizado por mi silencio, el hombre se relajaba—. De veras, príncipe, todo está bien. Era una de las doncellas de la princesa Morcadés, la de pelo oscuro; debéis haberos fijado en ella, fresca como un rubí, la mejor para mi joven señor esta noche... Me había fijado en ella. Pequeña y regordeta, de piel coloreada y ojos negros, brillantes como los de un pájaro. Una hermosa criatura, muy joven, y saludable como un día de verano. Pero me mordí los labios. —¿Cuánto tiempo hace? —Aproximadamente dos horas —sonrió ampliamente—. Tiempo suficiente, príncipe, ¿qué mal hay en ello? Aunque lo hubiéramos intentado, ¿cómo habríamos podido detenerlo? No la dejamos entrar; tenemos órdenes y él lo sabía; pero cuando ha dicho que se iba con ella, ¿qué podíamos hacer? Después de todo, es un hermoso final para el día de la primera batalla de un hombre. Le dije algo y volví a mi habitación. El individuo tenía razón, los guardias habían cumplido con su deber tal como creían y, además, aquélla era una situación en la que ningún guardia hubiera intervenido. Y, de hecho, ¿dónde estaba el peligro? El muchacho había ganado la mitad de su hombría aquel mismo día, bajo el sol; era inevitable que adquiriera la otra mitad aquella noche. De la misma manera que su espada había saciado su lujuria en la sangre, el muchacho ardería hasta que no saciara la suya en el cuerpo de una muchacha. Cualquiera —pensé amargamente—, excepto un profeta atado por Dios lo habría previsto. Cualquier guardián normal le habría dejado seguir su curso normal aquella noche. Pero yo era Merlín; la habitación estaba llena de sombras y tenía miedo. Permanecí allí solo, con las sombras que se apretujaban a mi alrededor, dominándome a mí mismo para mantener la frialdad; enfrentándome al miedo. La oscuridad vino de mi mente; muy bien, ¿era meramente humana, eran negros celos de que Arturo, a los catorce años, pudiera tener tan fácilmente un placer que a mí a los veinte años me había quemado tanto como a él y me había manoseado torpemente, provocando un fracaso? ¿O era un temor peor que los celos?: el temor de perder o incluso de tener que compartir un amor tan querido y tan recientemente hallado; o era temor sólo por él, sabiendo lo que una muchacha es capaz de hacer para robar a un hombre con poder. Y cuando este pensamiento me golpeó supe que me había liberado; las sombras no provenían de eso. Aquel día, a mis veinte años, cuando escapé de la furiosa y burlona risa de la muchacha, descubrí que yo había elegido fríamente entre virilidad y poder: había elegido el poder. Pero el poder de Arturo sería diferente, el poder de una virilidad plena y orgullosa, el poder de un rey. Me había demostrado a menudo que por mucho que pudiera aprender
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de mí, en su carne era hijo de Úter; deseaba todo lo que la virilidad pudiera darle. Era normal que se acostara con su primera muchacha aquella noche. Debería haber sonreído como el centinela e irme a la cama a dormir, dejándolo con su placer. Pero el frío de mis entrañas y el sudor de mi rostro se debía a algo. Permanecí quieto mientras la lámpara vacilaba, se ensombrecía, volvía a alumbrar... Pensaba. Morcadés, pensé, una de las doncellas de Morcadés. Había drogado a mi criado, que debería haberme avisado de que Arturo se había ido dos horas antes a su habitación... Morcadés era hermanastra de Morgana y debía servir a Lot con la promesa de algún espléndido futuro en el caso de que Lot se convirtiera en rey. Cierto, no había intentado nada contra el rey, pero sabía que siempre probaban su comida y no habría servido de nada desembarazarse de él hasta que Lot hubiera desposado a Morgana y tuviera la posibilidad de declararse a sí mismo legítimo heredero del Gran Reino. Pero ahora Úter se moría y había aparecido Arturo con unos derechos que eclipsaban los de Lot. Si Morcadés era realmente una enemiga y deseaba poner al muchacho fuera de su camino antes de la fiesta del día siguiente, entonces Arturo debía estar drogado, cautivo en manos de Lot o muriendo... Aquello era una locura. No era para morir que el dios le había dado la espada y me lo había presentado como Gran Rey. Morcadas no tenía motivos para desearle ningún mal. Como hermanastra, podía esperar más de Arturo que de Lot, el marido de su hermana. Pensé fríamente que la muerte de Arturo no le sería de ningún provecho. Pero la muerte estaba allí, en una forma y con un olor que yo no conocía. Olor como de traición, algo vagamente recordado de los tiempos de mi niñez, cuando mi tío planeaba conseguir el reino de su padre y asesinarme a mí. No era una cuestión de razón, sino de conocimiento. El peligro estaba allí y yo tenía que encontrarlo. No podía pasearme por la casa preguntando dónde estaba Arturo. Si estaba felizmente acostado con una muchacha, era algo que nunca me perdonaría. Tendría que encontrarlo por otros medios y, puesto que yo era Merlín, disponía de estos medios. De pie, rígido en medio de la habitación, con las manos apretadas a los costados, escudriñé la lámpara... Sé que no me moví de donde estaba ni dejé la habitación, pero en mi recuerdo ahora parece como si hubiera salido, silencioso e invisible como un fantasma, cruzado la antecámara, pasado ante el centinela y caminado por el corredor hacia la puerta de Morcadés. El otro centinela estaba allí; estaba despierto y vigilando, pero no me vio. No se oía ruido dentro. Entré. En la habitación exterior el aire era pesado y cálido, olía a perfumes y lociones de los que usan las mujeres. Había dos camas y personas durmiendo en ellas. En el umbral de la habitación interior, el paje de Morcadés estaba acurrucado en el suelo, durmiendo. Dos camas, cada una con un durmiente. Una anciana de pelo cano, con la boca abierta, roncaba ligeramente. La otra dormía en silencio y su largo cabello negro descansaba pesadamente sobre la almohada, trenzado para dormir. La muchachita morena dormía sola. Entonces comprendí el horror que me oprimía; la única cosa en que no había pensado mientras reflexionaba sobre muerte, traición y pérdida. He dicho otras veces que los hombres con visión divina son a menudo ciegos humanamente: cuando cambié mi virilidad por poder me hice ciego a los sistemas de las mujeres. Si en lugar de ser un adivino hubiera sido un simple hombre, me habría dado cuenta de las miradas en el hospital, del silencio posterior de Arturo; habría sabido qué significaba la larga mirada de la mujer. Morcadés debía de tener alguna magia para haberme dejado tan ciego. Quizás ahora, sabiendo que yo no podía hacer nada, había dejado flaquear su magia sobre mí, o bien vacilaba mientras se estaba durmiendo. También podía ser que mi poder sobrepasara el suyo y ella no tuviera escudo contra mí. Dios sabe que no deseaba mirar, pero estaba clavado allí por mi propio poder y, puesto que no hay poder sin conocimiento ni
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conocimiento sin sufrimiento, las paredes y la puerta del dormitorio de Morcadés se disolvieron frente a mí y lo pude ver. Tiempo suficiente, había dicho el centinela. Realmente había tenido mucho tiempo. La mujer yacía, desnuda y con las piernas separadas, sobre los cobertores de la cama. El muchacho, moreno contra la blancura de la muchacha, yacía sobre ella con el pesado abandono del poder. Su cabeza descansaba entre los senos de ella, medio vuelta hacia mí. No dormía, sólo estaba adormecido; su rostro estaba tranquilo, su boca ciega buscaba la carne de la muchacha como un cachorro busca el pezón de su madre. Vi claramente el rostro de Morcadés. Movía la cabeza y en su cuerpo había la misma pesada languidez, pero su rostro no expresaba la ternura que el gesto parecía demostrar. Ni tampoco el placer. Tenía una secreta exultación, tan fiera como la que siempre había visto en el rostro de los guerreros durante una batalla; los ojos verde-dorados estaban abiertos y fijos en algo invisible más allá de la oscuridad; y la pequeña boca sonreía, una sonrisa que expresaba un sentimiento mitad triunfo, mitad satisfacción. Capítulo V Volvió a su habitación antes del amanecer. El primer pájaro había cantado y pocos momentos después la súbita algarabía del temprano coro casi ocultó el sonido de las armas en la puerta y su suave saludo al guardián. Entró con los ojos llenos de sueño y se detuvo junto a la puerta cuando me vio sentado en la silla de alto respaldo, junto a la ventana. —¡Merlín! ¿Levantado a estas horas? ¿No has podido dormir? —Todavía no me he acostado. De repente se despertó por completo, sorprendido y alerta. —¿Qué sucede? ¿Ocurre algo malo? ¿Se trata del rey? Por lo menos, pensé, no llegaba a la conclusión de que yo no había dormido para preguntarle sobre sus andanzas nocturnas. Había una cosa que no debía saber nunca: que le había seguido a través de aquella puerta. Le dije: —No, no es el rey. Pero tú y yo debemos hablar antes de que se haga de día. —Oh, por los dioses, ahora no, si me quieres —dijo medio riendo y bostezando—. Merlín, me voy a dormir. ¿Has adivinado adonde he ido? ¿Te lo ha dicho el guardia? Cuando cruzó la habitación sentí el aroma de ella en él. Me sentí mareado y supongo que me estremecí. Dije secamente: —Sí, ahora. Lávate y desperézate. Tengo que hablarte. Había apagado todas las lámparas menos una, y ésta daba una luz pálida que casi no competía con la luz del amanecer. Vi que su rostro se volvía rígido. —¿Con qué derecho...? —se interrumpió y vi que dominaba rápidamente su furor—. Muy bien. Supongo que tienes derecho a hacerme preguntas, pero no me gusta el momento que has elegido. Algo había cambiado en aquel muchacho furioso que había visto no hacía mucho tiempo junto al lago. Ahora la espada y la mujer lo habían transformado. —No tengo derecho a preguntarte —dije— y no voy a hacerlo. Cálmate y escucha. Es cierto que quiero hablarte, entre otras cosas, de lo que ha ocurrido esta noche, pero no por las razones que pareces imputarme. ¿Quién te crees que soy? ¿El abad Martín? No discuto tu derecho a procurarte placer como y cuando quieras. —Seguía hostil, entre la rabia y el orgullo; para relajarle y pasar el mal momento, añadí suavemente—: Quizá no era prudente aventurarse por esta casa de noche cuando hay hombres que te odian por lo que hiciste ayer. Pero ¿cómo puedo culparte por hacerlo? Has demostrado
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que eras un hombre en la batalla, ¿por qué no demostrarlo en la cama? —Sonreí—. Si bien nunca he estado con una mujer, he sabido lo que es desear a una. Me alegro por el placer que has gozado. Callé. Su rostro había palidecido de furor, pero ahora, en aquella semioscuridad, pude ver que el furor había desaparecido y con él los últimos vestigios de color. Era como si la sangre y la respiración se hubieran detenido. Sus ojos eran negros y los fruncía como si no pudiera verme con claridad o como si me viera por primera vez y no pudiera enfocarme. Era una mirada incómoda y yo soy muy difícil de incomodar. —¿No has dormido nunca con una mujer? Entre todas las cosas que hervían en mi mente, la pregunta me pareció una tontería. Dije sorprendido: —Así es. Creo que lo sabe todo el mundo. Y también creo que es algo que algunos hombres consideran como un ultraje. Pero esos... —Entonces, ¿eres un eunuco? La pregunta era cruel; sus maneras, duras y bruscas, la hicieron parecer así. Tuve que esperar un momento antes de contestar. —No. Iba a decir que esos que consideran la castidad como un insulto son hombres cuyas opiniones no me preocupan en absoluto. ¿Opinas eso tú? —¿Qué? Obviamente, no había oído ni una palabra de lo que le había dicho. Se sacudió la fuerte emoción que lo embargaba y se dirigió a su habitación como un hombre al que la sorpresa le hace necesitar aire puro. Mientras se iba, dijo a media voz: —Voy a lavarme. La puerta se cerró tras él. Me levanté rápidamente y apoyé las manos en el antepecho de la ventana, inclinándome hacia el frío amanecer de septiembre. Un gallo cantaba; desde otros lugares, otros gallos le contestaron. Noté que estaba temblando; yo, Merlín, que había contemplado cómo reyes, sacerdotes y príncipes planeaban mi muerte ante mis ojos; que había hablado con la muerte; que podía provocar una tempestad, hacer fuego y convocar al viento... Bien, yo había convocado este viento; ahora tenía que hacerle frente. Pero había contado con su amor por mí para introducirnos en lo que tenía que decirle y no había pensado en perder su respeto —y mucho menos por una razón así— en aquel momento. Me dije que Arturo era joven; que era el hijo de Úter, que acababa de tener a su primera mujer y estaba orgulloso por su reciente triunfo sexual. Me dije que había sido un estúpido al esperar que me devolviera el mismo amor que yo le ofrecía, cuando lo que el muchacho me ofrecía no era más que lo que yo había dado a mi tutor Galapas, afecto mezclado con temor. Me dije estas y otras cosas y, cuando Arturo volvió, yo ya me había tranquilizado, me había sentado a esperarle con dos vasos de vino dispuestos sobre la mesa, al alcance de mi mano. El muchacho cogió uno sin decir palabra y luego se sentó sobre mi cama, al otro lado de la habitación. Se había lavado incluso el pelo, que estaba húmedo y le caía sobre la frente. Se había quitado la ropa de cama y se había vestido para el día; con su túnica corta, sin capa ni espada, volvía a parecer un muchacho, el Arturo de aquel verano en el Bosque Salvaje. Había reflexionado cuidadosamente sobre lo que iba a decirle, pero ahora no encontraba las palabras. Fue Arturo quien rompió el silencio sin mirarme, jugueteando con el vaso entre las manos, contemplando el movimiento del vino como si toda su vida dependiera de él. Llanamente, como si con aquello quedara todo explicado (y supongo que así era), dijo: —Creía que tú eras mi padre. Era como enfrentarse a una espada enemiga para encontrarse con que la espada y el enemigo eran, de hecho, sólo ilusiones, pero en el mismo momento sentí que el suelo
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sobre el cual me había asentado era un pantano tembloroso. Luché por poner en orden mis pensamientos. Respeto y amor, sí, tenía las dos cosas de él, pero me habían sido dadas por la clase de hombre que yo era. De hecho, un muchacho sólo las entrega de aquella manera a su padre. Entonces muchas otras cosas se aclararon; por encima de todo, la deferencia que no había ofrecido a ningún otro hombre, excepto a Antor; su obediencia, su confianza en mi total aceptación y, más que nada —lo vi como la súbita rajadura de un cielo nublado que se abre camino entre las sombras grises a través de la ventana—, la radiante alegría con que había venido conmigo a Luguvallium. Recordé mi propia infatigable niñez en busca de mi padre, y cómo lo buscaba y lo veía en todas partes, en todos los hombres que cruzaban el camino de mi madre. Arturo sólo sabía la historia de su noble bastardía por sus padres adoptivos, además de una vaga promesa de reconocimiento «cuando hayas crecido lo suficiente para llevar armas». Como suelen hacer los niños —como hice yo mismo—, había dicho poco pero había esperado y reflexionado incesantemente. Y en su perpetua búsqueda y expectación había llegado yo, rodeado de un halo de misterio y ya supongo el tono con que Ralf le había hablado de ello y de mí, como de un hombre acostumbrado a las deferencias y movido por firmes propósitos. El muchacho había visto que yo lo apreciaba; posiblemente otras personas, quizá Beduier, lo habían comentado. Por consiguiente, él esperó, sacó sus propias conclusiones, se preparó a ofrecer amor, aceptar autoridad y confiar en mí para su futuro. Luego vino la espada, un don al parecer procedente de mí; de padre a hijo. Y el descubrimiento que llegó a continuación: yo era el hijo de Ambrosio, el Merlín de las mil leyendas contadas en cada hogar. Bastardo o no, se había encontrado a sí mismo y era real. De modo que me siguió hasta el rey, en Luguvallium, viéndose a sí mismo como el nieto de Ambrosio y el sobrino-nieto de Úter Pandragón. De aquella convicción había surgido la relampagueante confianza en la batalla. Debía pensar que aquél era el motivo por el cual Úter le había lanzado su espada; en defecto del príncipe ausente, él, bastardo o no, era su pariente más próximo. Por eso había dirigido la carga y después había aceptado los deberes y los favores debidos a un príncipe. También me expliqué por qué nunca había parecido sospechar que él podía ser el príncipe «perdido». Las miradas, los susurros y las deferencias las había recibido como hijo mío. Había aceptado, más que la mayoría de los hombres, que el heredero del Gran Rey estaba en alguna corte extranjera y no había vuelto a pensar en ello. Una vez convencido de que había encontrado el lugar que le pertenecía, ¿por qué tenía que volver a pensar en ello? Era mío, era real y por mi mediación tenía un lugar en el centro del reino. Y ahora, súbitamente, con toda crueldad, se había visto privado no solamente de la ambición y del lugar con el que había soñado, sino también del lugar de hijo reconocido. Yo, que había vivido mi juventud como un bastardo y un hijo de nadie, sabía cuan doloroso era: Antor había intentado ahorrar este dolor a Arturo diciéndole que algún día se le reconocería su nobleza; nunca me había sorprendido que demostrara amor y confianza en el reconocimiento que yo le había ofrecido. —Incluso mi nombre, ¿comprendes? —La tímida disculpa de su tono era peor que la crueldad que me había sacudido antes. Por lo menos, si no podía curar nada más, curaría su orgullo. Tenía que decírselo ahora, costara lo que costase. Muchas veces había pensado en la manera de hacerlo si se me presentara la ocasión, pero entonces hablé directamente; dije la simple verdad: —Llevamos el mismo nombre porque, de hecho, somos parientes. No eres mi hijo, sino que somos primos. Tú, como yo, eres nieto de Constante y descendiente del emperador Máximo. Tu verdadero nombre es Arturo y eres hijo legítimo del Gran Rey y de Ygerne, la reina. Aquella vez pensé que el silencio nunca iba a romperse. Al oír mis palabras había
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levantado los ojos del vino y los había fijado en mí. Tenía las cejas fruncidas como las de un sordo que se esfuerza por oír. El rubor corría por su rostro como la sangre que mancha una tela blanca, y tenía la boca abierta. Luego dejó el vaso con todo cuidado y, poniéndose en pie, se acercó a la ventana donde yo estaba y, como yo había hecho antes, apoyó las manos en el antepecho y se asomó al aire. Un pájaro se posó en la rama que colgaba junto a él y empezó a cantar. El color del cielo se debilitó, se volvió verdoso y luego adquirió el frío tono del jacinto en donde flotaban delgadas hilachas de nubes. Arturo permanecía quieto, esperaba sin hacer ningún movimiento ni hablar. Finalmente, sin volverse, habló a la rama en donde cantaba el pájaro. —¿Por qué de esta manera? Catorce años. ¿Por qué no los he vivido en donde me pertenecía? Al final le expliqué toda la historia. Empecé con la visión que Ambrosio había compartido conmigo, la visión de los reinos unidos bajo un solo rey, de Dumnonia a Leonís, de Dyfed a Rutupiae; romano-britanos, celtas y foederatus leales luchando como uno solo para mantener a la Gran Bretaña libre de la negra invasión que ahogaba al resto del Imperio; una versión más humilde y más factible del imperial sueño de Máximo, adaptada y transmitida por mi abuelo a mi padre y que me había sido dejada a mí en función de mi tutoría por el dios que me había designado para su servicio. Le hablé de la muerte sin descendencia de Ambrosio y de la enmarañada pista que el dios había puesto en mis manos con el mandato de seguirla. Le expliqué la súbita pasión del nuevo rey Úter por Ygerne, esposa del duque de Cornualles, y mi consentimiento en su unión porque el dios me había mostrado que de aquella unión nacería el próximo rey de la Gran Bretaña. Le hablé de la muerte de Gorlois y de los remordimientos de Úter, mezclados con su alivio porque era una muerte que había deseado pero que públicamente quería negar y repudiar; a continuación, mi consiguiente relegación y la de Ralf, así como las amenazas de Úter de repudiar al hijo así engendrado. Finalmente, le expliqué que el orgullo y el sentido común habían prevalecido por encima de aquellos sentimientos y que el niño me había sido encomendado para que lo cuidara durante los peligrosos primeros años del reinado de Úter; y que la enfermedad del rey y el creciente poder de sus enemigos lo habían obligado a mantener oculto a su hijo. No dije nada sobre algunas otras cosas: no le expliqué qué esperaba de él, no le hablé de grandeza, de dolor ni de gloria; y tampoco dije una palabra de la impotencia de Úter. No hablé del desesperado deseo del rey de tener otro hijo que suplantara al «bastardo» de Tintagel; todo aquello eran secretos de Úter que no tendría que guardar por mucho tiempo. Arturo escuchó en silencio, sin interrumpirme. Al principio no se movió, de manera que podía parecer que toda su atención se centraba en el cielo que se iluminaba lentamente y en el canto del pájaro en la rama; pero al cabo de un rato se volvió y, si bien yo no lo miraba, sentí finalmente sus ojos en mí. Cuando llegué al relato de la fiesta de la coronación y a la petición del rey para que lo llevara a la cama de Ygerne, se movió de nuevo y se dirigió suavemente a su anterior lugar, sobre la cama. Le expliqué llanamente la historia de aquella salvaje noche en que él fue engendrado, exactamente cómo había ocurrido. Pero él escuchaba como si se tratara de la misma historia encantada que les había contado a él y a Beduier en el Bosque Salvaje, medio sentado, medio tumbado en mi cama, la barbilla apoyada en el puño, los oscuros ojos tranquilos y fijos en mi rostro. A medida que mi historia llegaba a su fin, se veía que todo concordaba con lo que le había enseñado en el pasado y que ahora sólo le entregaba los últimos eslabones de la dorada cadena, diciéndole simplemente: —Todo lo que te he enseñado o te he contado se resume en ti. Callé y tomé un sorbo de vino. Lentamente se levantó de la cama y, cogiendo la jarra, me sirvió más vino. Cuando le di las gracias, se detuvo y me besó.
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—Tú —dijo tranquilamente—, tú desde el principio. Después de todo, no me había equivocado tanto, ¿verdad? Soy tan tuyo como del rey... Más aún; y también de Antor... Y Ralf, me alegro de saber eso de Ralf. Ahora comprendo... Oh, sí, ahora empiezo a comprender muchas cosas. —Se paseó por la habitación; hablaba a sacudidas, como si discutiera consigo mismo, tan inquieto como Úter—. Tantas cosas... Son demasiadas para acostumbrarme; necesitaré tiempo... Me alegro de que me lo hayas dicho tú. ¿Quería el rey decírmelo él mismo? —Sí. Te lo habría dicho antes si hubiera habido tiempo. Espero que todavía podrá. —¿Qué quieres decir? —Se está muriendo, Arturo. ¿Estás preparado para ser rey? Se detuvo con la jarra de vino en las manos, los ojos hundidos por la falta de sueño y los pensamientos que se agolpaban con demasiada rapidez para discernirlos en su expresión. —¿Hoy? —Así creo. No lo sé. Pronto. —¿Estarás conmigo? —Naturalmente. Ya te lo he dicho antes. Fue entonces cuando recordó lo otro. Había dejado la jarra de vino, sonreía y se había vuelto para apagar la lámpara. Vi cuándo se le cortó el aliento; luego lo expulsó con cautela, como un hombre que prueba su respiración después de un golpe mortal. Me daba la espalda y tenía un brazo tendido para apagar la lámpara. Vi que su mano quedaba quieta y con la otra, que intentaba ocultarme, hacía la señal contra el diablo. Entonces se volvió hacia mí. —Ahora soy yo quien tengo que decirte algo. —¿Sí? Las palabras surgieron como algo sacado de las profundidades. —La mujer con la que he pasado la noche era Morcadés —dijo; luego, al ver que yo no respondía, preguntó bruscamente—: ¿Lo sabías? —Lo he sabido cuando ya era demasiado tarde. Pero debería haberlo imaginado. Incluso antes de ir a ver al rey sabía que algo no iba bien. Oh, no nada en concreto, sólo que las sombras me presionaban. —Si me hubiera quedado en mi habitación, como tú me habías dicho... —Arturo, lo hecho, hecho está. No tiene sentido decir «si esto, si aquello». ¿No comprendes que eres inocente? Has obedecido a tu naturaleza y eso es algo que los jóvenes tienen que hacer. Yo, yo soy el culpable. Podrías culparme, si lo desearas, por todos estos secretos. Si te hubiera hablado antes sobre tu origen... —Tú me dijiste que me quedara aquí. Aun cuando no sabías qué mal había en el aire, sí que sabías que si te obedecía estaría a salvo. Si te hubiera obedecido, estaría más que seguro, estaría limpio —escupió una palabra que no oí completamente y luego terminó— de eso. ¿Culparte? La culpa es mía, Dios lo sabe y me juzgará a mí entre todos. —Dios nos juzgará a todos. Dio tres zancadas inquietas por la habitación y volvió a acercarse. —De entre todas las mujeres, mi hermana, la hija de mi padre... Las palabras salieron duras, como un bocado nauseabundo. Vi que el horror se pegaba a él como una babosa en una planta verde. Su mano izquierda todavía hacía el signo contra el diablo: un signo pagano; el pecado era mortal antes de que empezara el tiempo de los dioses. Súbitamente se detuvo, se plantó ante mí, y en aquel momento todavía fue capaz de pensar más allá de él mismo. —¿Y Morcadés? —preguntó—. Cuando sepa lo que me has dicho, ¿qué pensará al saber el pecado que hemos cometido? ¿Qué hará? Si cae en la desesperación... —No se desesperará. —¿Cómo lo sabes? Has dicho que no conoces a las mujeres y yo creo que para las
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mujeres esas cosas son peores. —El horror lo sacudió de nuevo al pensar el porqué—. Merlín, ¿y si hemos engendrado un hijo? Creo que en toda mi vida no ha habido un momento en el cual haya tenido que ejercer un dominio tan poderoso sobre mí mismo. Arturo me miraba con espanto; si hubiera dejado que mis pensamientos se pintaran en mi rostro, sólo Dios sabe lo que el muchacho hubiera hecho. Cuando dijo la última frase fue como si las sombras sin forma que me habían atormentado toda la noche súbitamente adquirieran forma y peso. Las sombras estaban allí, colgaban sobre mis hombros como buitres de pesadas plumas que olían la carroña. Yo, que había planeado la concepción de Arturo, había esperado ciego y ocioso mientras también se concebía su muerte. —Tendré que decírselo. —Su voz era afilada, desesperada—. Ahora mismo, antes de que el Gran Rey me declare su heredero. Puede haber gente que sospeche algo y ella puede oír... Hablaba sin pensar, un tanto alocadamente, pero yo estaba demasiado ocupado con mis propios pensamientos para escuchar. Pensaba: si le digo que Morcadés ya lo sabía, que está corrompida y que su poder, tal como es, también está corrompido; si le digo que lo ha utilizado deliberadamente para conseguir más poder; si ahora le digo estas cosas, ahora precisamente que está fuera de sí por todo lo que ha ocurrido este último día y esta noche, cogerá su espada y la matará. Cuando ella muera también morirá la semilla que, de lo contrario, crecerá corrupta como ella y destruirá toda la gloria de Arturo como este horror de ahora destruye su juventud. Pero si ahora la mata nunca volverá a usar una espada al servicio de Dios, y la corrupción de la semilla y de la mujer lo reclamarán incluso antes de que haya empezado su tarea. —Arturo —dije con calma—. Tranquilízate y escucha: ya te he dicho que lo hecho hecho está y los hombres deben aprender a responsabilizarse de sus actos. Escucha. Dentro de poco serás rey y, como sabes, yo soy el profeta del rey. Así pues, escucha la primera profecía que haré para ti. Lo que has hecho, lo has hecho inocentemente. Tú eres la única semilla limpia de Úter. ¿No te ha dicho nunca nadie que los dioses son celosos? Aseguran contra la gloria desmesurada. Cada hombre lleva consigo la semilla de su propia muerte y tú no eres más que un hombre. Lo tendrás todo; no puedes tener más; y para cada vida hay un término. Todo lo que ha ocurrido esta noche es que tú has señalado este término. ¿Qué más puede desear un hombre que determinar su propia muerte? Cada vida tiene una muerte y cada luz una sombra. Conténtate con estar en la luz y deja que la sombra caiga donde quiera. Su tranquilidad aumentó a medida que me escuchaba; al final, perfectamente calmado, me preguntó: —Merlín, ¿qué tengo que hacer? —Déjame esto a mí. En cuanto a ti, olvídalo, olvida esta noche y piensa en la mañana. Oye, son las trompetas. Ahora ve a dormir un poco antes de que empiece el día. Imperceptiblemente, se había formado el primer eslabón de la nueva cadena que nos ataría. Arturo durmió para estar preparado para los grandes acontecimientos de la jornada y yo me senté, vigilante, reflexionando mientras la luz crecía y el día llegaba. Capítulo VI Ulfino, el criado del rey, vino finalmente a buscar a Arturo para llevarlo en presencia de Úter. Desperté al muchacho y más tarde lo vi marchar, silencioso y contenido, y su calma era como el hielo pulido en un remolino. Pensé que, aun siendo tan joven, ya había empezado a poner tras él la sombra de la noche; ahora el trabajo era mío. Aquello era una muestra de los años por venir.
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Tan pronto como Arturo se marchó, acompañado con un ceremonial por el cual descubrí que Ulfino recordaba aquella noche tan lejana de la concepción del muchacho, ceremonial que Arturo aceptó como si lo hubiera conocido de toda su vida, llamé a un criado y le pedí que me trajera a la princesa Morcadés. El hombre pareció sorprendido, luego vaciló; era fácil comprender que Morcadés estaba acostumbrada a ser ella quien mandaba llamar a la gente, pero aquella mañana yo no tenía tiempo ni paciencia para tales cosas. Dije brevemente: —Haz lo que te he dicho. Y el individuo se fue con paso acelerado. Morcadés me hizo esperar, naturalmente, pero vino. Aquella mañana iba vestida de rojo, el color de las cerezas, y sobre los hombros del vestido su cabello aparecía rubio rosado, el color de los albaricoques. Su aroma era cálido y dulce: albaricoques y madreselva; sentí que el estómago se me encogía con el recuerdo. Pero no había ningún otro parecido con la muchacha que yo había amado —había intentado amar— hacía tanto tiempo: en los grandes ojos verdes de Morcadés no había ni siquiera la pretensión de inocencia. Entró sonriente, una sonrisa con los labios cerrados, con el pliegue de sus comisuras que le marcaba unos encantadores hoyuelos; me hizo una reverencia y cruzó graciosamente la habitación para ir a sentarse en la silla de alto respaldo. Dispuso su vestido en graciosos pliegues y con un gesto despidió a las damas que la acompañaban; levantó la barbilla y me miró interrogativamente. Sus manos descansaban juntas sobre la suave ondulación de su vientre y en su gesto no había recato, sino posesión. Fríamente, un recuerdo vino a mi memoria. Mi madre, de pie con las manos cruzadas de la misma manera, se enfrentaba al hombre que había querido asesinarme. «Tengo un bastardo que proteger.» Creo que Morcadés leyó mis pensamientos. Los hoyuelos se hicieron más profundos y bajó los párpados bordeados de oro. Yo no me senté; permanecí de pie junto a la ventana, frente a ella. Con más aspereza de la que pretendía, le dije: —Debes de saber por qué te he mandado llamar. —Y vos debéis saber, príncipe Merlín, que no estoy acostumbrada a que me manden llamar. —No perdamos tiempo. Has venido y eso es lo que importa. Deseo hablar contigo mientras Arturo está con el rey. Abrió los ojos con sorpresa. —¿Arturo? —No me mires con esos ojos inocentes, muchacha. Sabías su nombre cuando esta noche lo has llevado a tu cama. —¿Es que el pobre muchacho no puede evitar que sepáis incluso sus secretos de lecho? —Su voz suave y agradable era despreciativa, con intención mortificante—. ¿Ha venido corriendo a contároslo, como todas las demás cosas? Me sorprende que dejéis la cadena tan larga para que incluso pueda buscar su placer. Deseo que gocéis de él, Merlín creador de reyes. ¿Qué clase de rey será este muñeco a medio entrenar? —Un rey que no se dejará gobernar en su cama —dije—. Tú has tenido tu noche y ya ha sido demasiado. Ahora viene el ajuste de cuentas. Movió ligeramente las manos en su regazo. —No podéis hacerme ningún daño. —No, no pienso hacerte ningún daño. —El parpadeo de sus ojos demostró que se había dado cuenta del cambio de la frase—. Pero yo también estoy aquí para evitar que hagas ningún daño a Arturo. Te marcharás hoy mismo de Luguvallium y no volverás a la corte. —¿Que deje la corte? ¿Qué tontería es ésa? Sabéis que cuido al rey; depende de mis medicinas, soy su enfermera. Yo y su criado lo cuidamos en todos los aspectos. No iréis a creer que el rey estará de acuerdo en dejarme marchar.
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—Después de hoy —dije—, el rey no querrá volver a verte nunca más. Me escudriñó. Estaba muy colorada. Por lo que pude comprobar, aquello era algo que le importaba mucho. —¿Cómo podéis decir eso? Ni siquiera vos, Merlín, podéis impedir que vea a mi padre, y os aseguro que él no me dejará marchar. ¿Supongo que no pretendéis decirle lo que ha ocurrido esta noche? Es un hombre enfermo; una impresión así podría matarlo. —No se lo diré. —Entonces, ¿qué le diréis? ¿Cómo conseguiréis que me deje marchar? —Yo no he dicho nada de eso, Morcadés. —Habéis dicho que a partir de hoy el rey no querrá volver a verme jamás. —Yo no hablaba de tu padre. —No comprendo... —Respiró entrecortadamente y sus ojos verde-dorados se dilataron—. Pero vos os referís... ¿al rey? —Su respiración se hizo más breve—. ¿Os referís a ese muchacho? —A tu hermano, sí. ¿Dónde están tus conocimientos? Úter está marcado por la muerte. Se restregaba nerviosamente las manos en el regazo. —Ya lo sé. Pero... ¿queréis decir que morirá hoy? Repetí mi pregunta: —¿Dónde está tu magia? Será hoy. Por eso es mejor que te vayas, ¿no crees? Cuando Úter haya desaparecido, ¿quién te protegerá aquí? Reflexionó unos instantes. Los encantadores ojos verde-dorados se habían fruncido y eran astutos. —¿De quién? ¿De Arturo? ¿Tan seguro estáis de que será aceptado como rey? Incluso si lo estáis, ¿intentáis decirme que necesitaré protección contra él? —Sabes tan bien como yo que será rey. Tienes suficientes habilidades para saberlo y, a pesar de lo que has dicho para hacerme enfadar, suficientes conocimientos para saber qué clase de rey será. Puede que no necesites protección contra él, Morcadés, pero lo cierto es que la necesitarás contra mí. —Nos miramos a los ojos; yo asentí—. Sí, donde esté él estaré yo. Sé sensata y vete mientras aún es posible. Puedo proteger a Arturo de la clase de magia que has utilizado esta noche. Se había calmado de nuevo y ahora parecía ensimismada. Su boca estaba herméticamente cerrada con su sonrisa encubierta. Sí, ella tenía una clase de poder. —¿Estáis seguro de que sois impenetrable ante la magia de las mujeres? Al final caeréis en su trampa, príncipe Merlín. —Lo sé —dije con calma—. No creas que no he visto mi propio fin. Y todos nuestros fines, Morcadés. He visto poder para ti y para lo que llevas en ti, pero no alegría. Ni ahora ni nunca. Tras la ventana había un albaricoquero junto al muro. El sol calentaba los frutos, globo de oro sobre globo de oro, olorosos y pesados. El calor se reflejaba en la pared de piedra y las avispas zumbaban entre las hojas brillantes, adormecidas por el aroma. En otra ocasión, en un huerto de dulce aroma, me había encontrado frente a frente con la traición y la muerte. Morcadés estaba muy quieta con las manos cruzadas en el regazo. Su mirada sostenía la mía, parecía beber en mis ojos. El aroma de la madreselva aumentaba, se elevaba en haces verde-dorados hacia la ventana iluminada, mezclándose con la luz del sol y el aroma de los albaricoques... —¡Detente! —dije con desdén—. ¿Realmente crees que tu magia de muchacha puede tocarme? No más ahora que antes. ¿Qué pretendes? Esto no es cosa de magia. Ahora Arturo sabe quién es y sabe lo que ha hecho contigo esta noche. ¿Acaso crees que querrá tenerte cerca de él? ¿Crees que querrá ver diariamente, mes a mes, cómo crece un hijo en tus entrañas? No es un hombre frío ni paciente. Y tiene conciencia. Cree que
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has pecado inocentemente, como ha pecado él. Si imaginara otra cosa, actuaría de inmediato. —¿Queréis decir que me mataría? —¿Acaso no mereces la muerte? —El ha pecado, si a eso lo llamáis pecar, tanto como yo. —No sabía que estaba pecando, y tú sí. No, no malgastes tu aliento conmigo. ¿Para qué? Incluso sin tu magia deberías saber que la mitad de la corte lo ha rumoreado desde que él y yo llegamos juntos ayer. Tú sabías que era el hijo de Úter. Por primera vez vi una sombra de miedo en su rostro. Sin embargo, dijo con obstinación: —No lo sabía. No podéis probar que lo sabía. ¿Por qué habría hecho una cosa así? Me crucé lentamente de brazos y apoyé un hombro en la pared. —Yo te diré por qué: primero, porque eres la hija de Úter y, como él, buscas placeres momentáneos. Porque llevas la sangre del Pandragón en tus venas que te hace ambicionar poder y lo consigues de la manera que generalmente se les ofrece a las mujeres: en la cama de los hombres. Sabías que tu padre el rey se moría y temías que no hubiera lugar ni poder para ti como media hermana del joven rey, cuya reina acabaría desposeyéndote. Creo que no habrías dudado en matar a Arturo, pero habrías tenido menos peor posición en la corte de Lot, con tu propia hermana como reina. Quienquiera que fuera el Gran Rey no te necesitaría como te necesita Úter. Te casarías con algún reyezuelo de algún rincón del territorio en donde pasarías el tiempo criando a sus hijos y tejiendo sus capas de guerra, con nada en tus manos excepto el escaso poder de una familia y la magia de mujeres que has aprendido y podrías practicar en tu pequeño reino. Por eso has hecho lo que has hecho, Morcadas. Porque a toda costa deseas tener algún derecho sobre el joven rey, aunque sea un derecho de horror y odio. Lo que has hecho esta noche lo has hecho fríamente, en busca de poder. —¿Quién sois para hablarme así? Vos también habéis obtenido poder de donde habéis podido. —No de donde he podido, sino cuando se me ha dado. Y lo que tú has obtenido ha sido contra todas las leyes de Dios y de los hombres. Si hubieras actuado sin conocimiento, por simple lujuria, no habría más que hablar. Te lo he dicho, tienes tiempo mientras él crea que no tienes culpa alguna. Esta mañana, cuando ha sabido lo que había hecho, su primer sentimiento ha sido de angustia por ti —expliqué. Vi un relámpago de triunfo en sus ojos y, con toda amabilidad, terminé—: Pero no luchas con él, sino conmigo. Y yo te digo que te irás. Se puso bruscamente de pie. —¿Por qué no se lo decís, entonces, y dejáis que me mate? ¿No lo habéis deseado? —¿Para añadir otro pecado peor? Hablas como una loca. —¡Hablaré con el rey! —Hoy no te dedicará ni un pensamiento. —Siempre estoy a su lado. Necesita sus drogas. —Ahora me tiene a mí y a Gandar. No te necesitará. —¡Me recibirá si digo que voy para despedirme! ¡Os lo advierto, iré a ver al rey! —Entonces ve. No te detendré. Si piensas decirle la verdad, piénsalo de nuevo. Si la conmoción lo mata, Arturo será rey antes. —¡No será aceptado! ¡No lo aceptarán! ¿Creéis que Lot se quedará con los brazos cruzados escuchándoos? ¿Y si les cuento lo que Arturo ha hecho esta noche? —Entonces Lot sería Gran Rey —dije con ecuanimidad—. Pero ¿cuánto tiempo te dejaría vivir con el hijo de Arturo en tu seno? Sí, será mejor que lo pienses de nuevo, ¿no crees? Sea como fuere, no puedes hacer nada excepto marcharte mientras tengas tiempo. Cuando tu hermana se haya casado por Navidad, que Lot te encuentre un marido. De
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esta manera estarás a salvo. Al oír aquello se enfureció súbitamente, el furor de un gato acorralado en un rincón. —¡Me condenáis vos! ¡Tú! Tú también eres un bastardo... Toda mi vida he visto cómo Morgana lo conseguía todo. ¡Morgana! Esa niña será reina mientras que yo... ¡Ella también aprende magia, pero no tiene más idea de cómo utilizarla para sus propios fines que la que tiene una gata! Estaría mejor en la habitación de los niños que en un trono de reina, y yo…, yo... —Se interrumpió con un jadeo y se mordió el labio inferior. Pensé que cambiaría lo que iba a decir—. Yo, que poseo algo del poder que te ha hecho grande a ti, Merlín, mi primo, ¿crees que me conformaré con no ser nada? —Su voz enronqueció entonces, la voz de una bruja que echaba una maldición—. Eso es lo que serás tú, que no eres amigo de hombre alguno ni amante de ninguna mujer. No eres nada, Merlín; no eres nada y al final sólo serás una sombra y un nombre. Le sonreí. —¿Crees que puedes asustarme? Me parece que veo más lejos que tú. No soy nada, sí. Soy aire y oscuridad, una palabra, una promesa. Miro en el cristal y espero en las colinas huecas. Pero en la luz tengo a un joven rey y una brillante espada que harán mi trabajo por mí y construirán lo que todavía permanecerá cuando mi nombre sea sólo una palabra en canciones perdidas y en sabidurías olvidadas; y cuando tu nombre, Morcadas, sea sólo un silbido en las tinieblas... —Me volví y llamé al criado—. Y, ahora, basta de esto, tú y yo no tenemos nada más que decirnos. Vete y prepárate para dejar la corte. El hombre había entrado y esperaba junto a la puerta. Me pareció que miraba con aprensión, primero a uno y luego a otra. Por su aspecto, parecía un celta moreno procedente de las montañas del oeste; era una raza que todavía tenía devoción a los antiguos dioses, por lo que quizá podía sentir, si bien sólo parcialmente, alguna de las atormentadoras presencias que todavía rondaban en la habitación. Para mí, la muchacha era ya solamente una muchacha que inclinaba una hermosa cabeza, un rostro preocupado, hacia mí; su cabello dorado y rosado caía en cascadas sobre su pálida frente y sobre el vestido color cereza. Para el criado que esperaba junto a la puerta, aquella imagen le debió parecer una despedida ordinaria, de no haber sido por las punzantes sombras. Morcadés no le miró ni se preocupó de lo que podía ver. Cuando habló, su voz había recuperado la compostura, sonaba baja y tranquila. —Me iré con mi hermana. Estará en York hasta la boda. —Haré que te preparen una escolta. No dudo que la boda será por Navidad, de acuerdo con lo planeado. El rey Lot te recibirá pronto y te dará un lugar en la corte de tu hermana. Al oírme me lanzó una mirada, que veló discretamente. Podía haber imaginado lo que planeaba entonces —que, incluso en aquella fecha tan adelantada, esperaba ocupar el lugar de su hermana junto a Lot—, pero ya me sentía cansado de ella. —Entonces, adiós, que tengas buen viaje. Me hizo una reverencia y me dijo en voz muy baja: —Volveremos a encontrarnos, primo. —Procuraré que sea pronto —le dije formalmente. Entonces se marchó, ligera, erguida, con las manos cruzadas. El criado cerró la puerta tras ella. Yo permanecí junto a la ventana, repasando mis pensamientos. Me sentía cansado y los ojos me dolían por falta de sueño; pero mi mente estaba despejada y ligera, libre ya de la presencia de la muchacha. El aire fresco de la mañana entró en la habitación y dispersó los diablos que rondaban todavía, hasta que el último tenue aroma de madreselva hubo desaparecido. Cuando el criado volvió, me lavé las manos y la cara con agua fría; luego, diciéndole que me siguiera, me dirigí al dormitorio del hospital. Allí el aire era más limpio y los ojos de los moribundos eran más fáciles de mantener
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que la presencia de la mujer que llevaba en su seno a Mordred, sobrino e hijo bastardo de Arturo. Capítulo VII El rey Lot, rumiando sobre el cariz que iban tomando sus asuntos, no había permanecido ocioso. Ciertos caballeros muy ocupados, amigos suyos, habían sido vistos aquí y allí arguyendo ante quien quisiera oírles que habría sido mucho más apropiado que Úter declarara a su heredero en uno de sus grandes palacios, en Londres o en Winchester. Aquella prisa, decían, era incomprensible: las cosas debían hacerse según la tradición, con las debidas notificaciones y ceremonias, respaldadas por la bendición de la Iglesia. Pero criticaban en vano. La gente sencilla de Luguvallium y los soldados que en el presente la superaban en número, pensaban de otro modo. Era evidente que Úter se acercaba a su fin y que no sólo parecía necesario sino correcto que declarara directamente a su sucesor, cerca del campo en donde Arturo se había proclamado a sí mismo en cierta manera. Y si no había ningún obispo presente, ¿qué importaba? Era una fiesta de la victoria y se celebraba, por así decirlo, en el mismo campo. La casa de Luguvallium en que el rey había instalado su corte estaba llena a rebosar. Fuera, en el pueblo y por los alrededores en donde las tropas celebraban su fiesta, el aire era azul por el humo de las hogueras y denso por el olor de la carne asada. Los oficiales que se dirigían a la fiesta del rey tenían que hacer esfuerzos para no ver a los soldados borrachos en el campo y en las calles, y hacían oídos sordos a los chillidos y a las risas procedentes de los cuarteles en donde, por lo general, las mujeres no tenían entrada. Apenas vi a Arturo en todo el día. Estuvo encerrado con el rey hasta la tarde y sólo lo dejó para permitirle descansar antes de la fiesta. Yo pasé la mayor parte del día en el hospital. Allí había tranquilidad, comparado con el ajetreo que se oía cerca de los apartamentos reales. Al parecer, durante todo el día los pasillos que llevaban a las habitaciones de Arturo y mías fueron asediadas por hombres que deseaban obtener favores del nuevo príncipe o simplemente verlo; por hombres que deseaban hablar conmigo u obtener mi favor con regalos; o, simplemente, por curiosos. Dejé que se supiera que Arturo estaba con el rey y que no hablaría con nadie antes de la fiesta. Di órdenes privadas a los guardias de que si Lot me buscaba me avisaran de inmediato. Pero no se acercó por allí ni, según los criados a quienes pregunté, fue visto en el pueblo. Pero no quise correr riesgos y, aquella misma mañana, ordené a Cayo Valerio, un oficial del rey y antiguo conocido mío, que pusiera más guardia en mis habitaciones y en las de Arturo para reforzar los centinelas de la puerta principal, de la antecámara e incluso de las ventanas. Y antes de ir al hospital me dirigí a las habitaciones del rey para hablar con Ulfino. Puede parecer extraño que un profeta que había visto tan claramente la coronación de Arturo tomara tantas precauciones para guardarlo de sus enemigos. Pero los que tenemos que ver con los dioses sabemos que cuando estos dioses hacen promesas las ocultan en la luz, y que una sonrisa en los labios de un dios no siempre es señal de que se pueda tomar su favor como concedido. Los hombres tienen el deber de asegurarse. A los dioses les agrada el sabor de la sal; el sudor de los esfuerzos humanos es la sazón de sus sacrificios. Los centinelas de guardia en la puerta del rey levantaron sus lanzas sin requerimiento y me dejaron pasar directamente a la habitación anterior. Allí esperaban pajes y criados mientras que, en una segunda estancia, estaban las mujeres que ayudaban a cuidar al rey. Ulfino, como siempre, estaba junto a la puerta de la habitación del rey. Se levantó al verme y charlamos unos momentos de la salud del rey, de Arturo, de los acontecimientos del día anterior y de los proyectos de aquella noche; luego —hablábamos en voz baja,
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separados de las mujeres—, le pregunté: —¿Sabes si Morcadés ha dejado la corte? —Eso he oído, sí. Nadie sabe por qué. —Su hermana Morgana está en York aguardando el momento de la boda, y está ansiosa por tenerla a su lado. —Oh, sí, lo hemos oído. —Por su expresión deduje que nadie se lo había creído. —¿Ha venido a ver al rey? —pregunté. —Tres veces. —Ulfino sonrió. Era evidente que no sentía ningún aprecio por Morcadés—. Y cada vez ha tenido que irse porque el príncipe todavía seguía con él. Una hija favorecida durante veinte años y olvidada en horas por un hijo bien nacido. «Tú también eres un bastardo», me había recordado. Recuerdo que años antes me había preguntado qué sería de ella. Junto al rey había tenido posición y autoridad, y era posible incluso que lo quisiera. El rey me lo había dicho ayer: se había negado a casarse para estar junto a él. Quizás había sido demasiado duro con ella, impulsado por el horror del descubrimiento y por mi amor obsesivo por el muchacho. Vacilé y luego pregunté a Ulfino: —¿Parecía muy apenada? —¿Apenada? —dijo Ulfino con tono resuelto—. No, parecía furiosa. Es difícil de aguantar, esa dama. Siempre ha sido así, desde que era una niña. Una de sus doncellas lloraba; creo que la había azotado. —Señaló a uno de los pajes, un muchacho rubio, muy joven, de puntillas para asomarse a la ventana—. Éste ha sido el encargado de decirle por tercera vez que el rey no la recibía y le ha abierto la mejilla con las uñas. —Entonces dile que tenga cuidado de que la herida no se infecte. —Lo dije en un tono tal que Ulfino me miró sorprendido, levantando una ceja; asentí—. Sí, he sido yo quien le he dicho que se fuera. No se ha ido por su propia voluntad. Algún día sabrás por qué. Mientras tanto, te pido que de cuando en cuando entres a ver cómo se encuentra el rey. ¿No le cansará demasiado la entrevista? —Al contrario, está mejor de lo que le he visto últimamente. Pensaríais que el muchacho es una fuente en la que el rey bebe; no le quita los ojos de encima y su fuerza aumenta hora a hora. Comerán juntos este mediodía. —Ah. Entonces la comida será probada. Era eso lo que venía a preguntar. —Naturalmente, podéis estar tranquilo, mi señor. El príncipe estará a salvo. —El rey debería descansar un poco antes de la fiesta. —Le he convencido para que esta tarde duerma un rato. —Entonces también deberás convencer al príncipe para que haga lo mismo, lo cual te resultará más difícil. O, si no quiere descansar, por lo menos que vaya directamente a sus habitaciones y se quede allí hasta la hora de los festejos. —¿Consentirá en hacerlo? —Ulfino no parecía estar muy seguro. —Dile que la orden... Mejor, dile que la petición viene de mí. —Así lo haré, príncipe. —Yo estaré en el hospital. Naturalmente, hazme llamar si el rey me necesita. Y, en cualquier caso, avísame cuando el príncipe lo deje. A media tarde, el paje rubio trajo el mensaje. El rey descansaba, me dijo, y el príncipe se había retirado a sus habitaciones. Cuando Ulfino le dio mi mensaje al príncipe, éste se había impacientado y había dicho bruscamente (aquella parte del mensaje fue dicha con gravedad, palabra por palabra) que maldita la gracia si tenía que estar remoloneando todo el día dentro de la casa. Pero cuando Ulfino le informó de que el mensaje provenía del príncipe Merlín, el príncipe había callado, se había encogido de hombros y se había ido a su habitación sin más palabras. —Entonces también iré yo —dije—, pero antes, muchacho, déjame ver esos rasguños de tu mejilla. Cuando le hube puesto un ungüento y lo hube mandado de nuevo junto a Ulfino, crucé
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los corredores llenos de gente en dirección a mi habitación. Arturo estaba junto a la ventana. Se volvió cuando me oyó entrar. —Beduier está aquí, ¿no lo sabías? Lo he visto, pero no he podido acercarme a él. Le he mandado un mensaje para decirle que cabalgaríamos juntos esta tarde y ahora dices que no puedo. —Lo siento. Ya tendrás tiempo de hablar con Beduier; habrá momentos mejores que éstos. —¡Cielos y tierra, no pueden ser peores! Este lugar me sofoca. ¿Qué quiere de mí toda esa gente que se agolpa en los corredores? —Lo que la mayoría de los hombres desea de su príncipe y futuro rey. Tendrás que acostumbrarte a ello. —Así parece. Incluso en la ventana hay un soldado. —Ya lo sé. Los he mandado poner yo mismo —aclaré, contestando a su interrogativa mirada—. Tienes enemigos, Arturo. ¿No te lo he demostrado claramente? —¿Y siempre tendré que vivir sitiado así? Es como si estuviera prisionero. —Cuando seas rey sin sombra de duda podrás ordenar tus propias disposiciones. Pero hasta entonces, debes permanecer custodiado. Recuerda que este lugar no es más que un campamento de emergencia: cuando estés en la capital del reino o en una de sus fortalezas, tendrás tu propio hogar, que habrás elegido tú mismo. Podrás ver siempre que quieras a Beduier, a Keu o a quienquiera que cites. En cierto modo tendrás libertad, mucha más de la que has tenido hasta ahora. Pero ni tú ni yo podremos volver al Bosque Salvaje, Emrys. Eso ya ha pasado. —Estaba mejor allí —dijo; luego me miró dulcemente y sonrió—. Merlín. —¿Qué ocurre? Empezó a decir algo, luego cambió de idea, sacudió la cabeza y dijo bruscamente: —¿Te tendré cerca en la fiesta de esta noche? —Seguro. —El rey me ha dicho que quiere presentarme a los nobles. —¿Sabes qué ocurrirá luego? Esos enemigos de los que has hablado... —Intentarán convencer a la asamblea para que no te acepten como heredero de Úter. Consideró brevemente mi respuesta. —¿Pueden llevar armas en el salón? —No, lo intentarán por otros medios. —¿Sabes cómo? —No pueden negar tu nacimiento ante el rey, y ante mi presencia y la del conde Antor no pueden poner en duda tu identidad. Sólo pueden intentar desacreditarte, sacudir la fe de los indecisos e intentar cambiar el voto del ejército. Ha sido mala suerte para tus enemigos que te proclamen en un campo de batalla en donde el número de soldados sobrepasa al consejo de nobles en un tres por uno. Y después de lo de ayer, el ejército será difícil de convencer de que no eres la persona idónea para dirigirlo. Pero tengo el presentimiento de que algo entrará en escena, algo que cogerá a los hombres por sorpresa y debilitará su confianza en ti, incluso en Úter. —¿Y en ti, Merlín? —Es lo mismo. —Sonreí—. Lo siento, no puedo ver más allá. Puedo ver muerte y sombras, pero no para ti. —¿Para el rey? —preguntó bruscamente. No contesté. Arturo permaneció en silencio durante unos momentos sin dejar de mirarme. Luego, como si le hubiera contestado, asintió y preguntó: —¿Quiénes son esos enemigos? —Los dirige el rey de Leonís. —Ah —dijo, y yo comprendí que sus sentidos no se habían ahogado durante las breves
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horas de aquel día tan denso en acontecimientos. Había visto y oído, vigilado y escuchado—. Y Urién, que es su aliado, y Tudwal de Dunpeldyr, y... ¿aquellos de la divisa verde con la loba? —Los de Aguisel. ¿Te ha dicho algo el rey acerca de estos hombres? Negó con la cabeza. —Casi siempre hemos hablado del pasado. Naturalmente, lo sabía casi todo de ti y de Antor sobre estos pasados años y... —rió— dudo que ningún hijo supiera más sobre su padre y sobre el padre de su padre que yo, con todo lo que tú me habías contado; pero contar no lo es todo. Todavía había muchas cosas por descubrir y conocer. Hablamos un rato más de la entrevista con el rey, charlamos de los años perdidos sin lamentarnos, y con el frío sentido común que yo ya había descubierto como un rasgo de su carácter. Rasgo que —pensé— no provenía de Úter; lo había descubierto en Ambrosio y en mí mismo. Era lo que los hombres llaman frialdad. Arturo había sido capaz de separarse de los acontecimientos de su juventud; había pensado en el pasado y, con la clara visión que haría de él un rey, había dejado de lado los sentimientos y había llegado a la verdad. Incluso cuando habló de su madre era evidente que comprendía la actuación de Ygerne y la aprobaba con la misma aptitud de previsión. —Si hubiera sabido que mi madre todavía vivía y que se había separado de mí voluntariamente, podría haberme parecido muy duro cuando era un niño. Pero Antor y tú me lo ahorrasteis diciéndome que había muerto; ahora, sin embargo, lo veo como tú decías que lo veía ella: que para ser príncipe hay que atenerse siempre a las necesidades. No se hubiera separado de mí sin motivo. —Sonrió, pero su voz era seria—. Es verdad lo que te he dicho. Estaba mejor en el Bosque Salvaje creyéndome huérfano de madre e hijo bastardo tuyo que en el castillo de mi padre esperando año tras año a que la reina diera a luz a otro hijo que me suplantara. Durante todos aquellos años yo no lo había visto nunca de aquella manera. Había estado cegado por mis propósitos, pensando todo el tiempo en su seguridad, en el futuro del reino, en la voluntad del dios. Hasta que Emrys había entrado bruscamente en mi vida aquella mañana en el Bosque Salvaje, apenas había sido una persona para mí; solo un símbolo, otra vida para mi padre, un trabajo para mí. Cuando lo conocí y empecé a quererlo, sólo veía las privaciones a que le habíamos obligado, con su elevado temperamento y su creciente ambición de ser el primero y el mejor, con su rápida generosidad y su afecto. No tenía sentido decirme a mí mismo que Arturo nunca hubiera conseguido su herencia sin mi ayuda; había vivido culpándome constantemente por todo lo que le había sido robado. Era evidente que también él había sentido las privaciones, la mordedura de la desposesión. Pero incluso en aquel momento de encontrarse a sí mismo, veía claramente lo que habría significado una niñez principesca. Sabía que Arturo tenía razón. Incluso sin contar los peligros diarios, habría sido difícil convivir al lado de Úter durante aquellos duros años, y sus altas cualidades, gastadas con el tiempo y con la esperanza perdida, podrían haberse corrompido. Pero la decisión de absolverme tenía que venir de él. Y ahora me quitaba el peso de mi culpa como el aire frío levanta la bruma de los pantanos. Arturo todavía hablaba de su padre. —Lo quiero —decía—. Ha sido un buen rey mientras ha podido. Viviendo separado de él he podido escuchar a los hombres y juzgarlo. Pero como padre, y cómo nos hubiéramos llevado él y yo, eso es otra cuestión. Todavía tengo tiempo de conocer a mi madre. Creo que pronto necesitará consuelo. Sólo en una ocasión se refirió brevemente a Morcadés. —Dicen que ha dejado el pueblo. —Se ha marchado esta mañana mientras tú estabas con el rey. —¿Has hablado con ella? ¿Cómo lo ha tomado?
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—Sin desesperación —dije sin mentir—. No tienes por qué temerla. —¿Le has ordenado que se fuera? —Se lo he aconsejado. Y te aconsejo a ti que lo olvides todo. En cualquier caso, ahora no podemos hacer nada. Excepto —sugerí— dormir. Hoy ha sido un día duro y lo será más todavía para los dos antes de que termine. Así pues, si puedes olvidar a la gente de ahí fuera y a los guardias de la ventana, sugiero que nos vayamos a dormir hasta que el sol se haya puesto. De repente bostezó abiertamente, como un gato joven. Luego rió. —¿Me has hechizado para asegurarte? De repente he sentido que podría dormir durante una semana... De acuerdo, haré lo que dices, pero, ¿puedo enviar un mensaje a Beduier? No volvió a hablar de Morcadés y pensé que pronto la olvidaría con el ajetreo de los preparativos finales para la fiesta de la noche. Ciertamente, la encantada mirada de la mañana había desaparecido de sus ojos y me parecía que en ellos no había ahora ninguna sombra; la duda y la aprensión habían resbalado sobre su juventud llena y brillante, como resbalan las gotas de agua sobre el metal. Aun cuando hubiera sospechado como yo lo que el futuro le depararía —un futuro que sería más grande de lo que podía imaginar y, al final, más terrible—, dudo que la sospecha empañara su vitalidad. Cuando se tienen catorce años, la muerte parece estar todavía muchas vidas lejos. Una hora después de la puesta del sol vinieron a buscarnos y nos llevaron al salón de festejos. Capítulo VIII El salón estaba a rebosar. Si el lugar había parecido lleno de gente durante el día, cuando las trompetas anunciaron la fiesta, por los corredores apenas quedaba sitio para respirar; parecía que aquellas robustas paredes romanas fueran a vacilar y a derrumbarse bajo la presión de aquella humanidad excitada. El rumor había corrido como un incendio en el bosque: aquélla no sería una fiesta ordinaria de victoria, y de todas partes de la provincia llegaban miles de personas a Luguvallium para estar presentes en la gran ocasión. Habría sido imposible tamizar y seleccionar a los seguidores de aquellos privilegiados nobles a los que les era permitido entrar en el salón magno, en donde estaba sentado el rey. En una fiesta como aquélla, los hombres dejaban sus armas fuera, cosa obligada hasta que la antecámara, hacinada con montones de espadas y lanzas, parecía un soto del Bosque Salvaje. Los guardias no podían hacer más de lo que hacían, excepto lanzar una rápida mirada sobre cada persona que entraba en el salón para cerciorarse de que sólo llevara el cuchillo o la daga que necesitaba para comer. Cuando la compañía estuvo reunida, el cielo palidecía con el anochecer y se encendieron las antorchas. Pronto, con las humeantes antorchas y la noche apacible, el vino y la comida, la charla y las risas, el lugar resultó incómodamente caldeado; yo vigilaba al rey ansiosamente. Parecía de bastante buen humor, pero el color de su rostro era demasiado subido y su piel tenía el mismo aspecto satinado y transparente que yo había visto en hombres que estaban al límite de sus fuerzas. No obstante, se dominaba perfectamente; hablaba cariñosa y cortésmente con Arturo, que estaba a su derecha, y con los demás que lo rodeaban, si bien a veces enmudecía y parecía alejarse pensativamente a algún lugar lejano, del que volvía con un respingo. En una ocasión me preguntó —yo estaba sentado a su izquierda— si sabía por qué Morcadés no había ido a verlo durante todo el día. Lo preguntó distraídamente, incluso sin demasiado interés; era obvio que no se había enterado de que la muchacha había dejado la corte. Le dije que
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deseaba reunirse con su hermana en York y, puesto que el rey no había podido recibirla, yo mismo le había dado el permiso y le había proporcionado una escolta. Añadí rápidamente que el rey no tenía que temer por su salud, puesto que yo estaba allí y lo atendería personalmente. Él asintió y me dio las gracias como si mi ofrecimiento fuera algo que ya no necesitaba. —Estos días he tenido los mejores doctores del mundo: la victoria y este muchacho a mi lado. —Apoyó una mano en el brazo de Arturo y rió—. ¿Oíste cómo me llamaban aquellos perros sajones? El rey moribundo. Oí que lo gritaban cuando me transportaban en mi litera... Y en verdad creo que lo estaba, pero ahora tengo la victoria y la vida. Había hablado claramente y los hombres se habían inclinado hacia él para escuchar; luego siguieron murmullos de aprobación y el rey volvió a prestar atención a su comida. Ulfino y yo le habíamos advertido que debía comer y beber con mesura, pero no había necesidad de tal consejo; el rey tenía poco apetito y Ulfino se había encargado de que su vino fuera mezclado con agua. Y también el de Arturo. Estaba sentado al lado de su padre, con la espalda rígida como una lanza; la tensión y la excitación del momento le habían robado un poco del color de sus mejillas. Por primera vez parecía no fijarse en lo que comía. Hablaba poco, sólo cuando le preguntaban, y contestaba con brevedad y, obviamente, sólo por cortesía. La mayor parte del tiempo permanecía silencioso; recorría con la mirada la multitud del salón que se apiñaba a los pies del trono. Yo, que lo conocía, sabía a qué se dedicaba: escudriñaba uno a uno, blasón por blasón, a los hombres que estaban allí reunidos, y escuchaba lo que decían. Se fijaba también en su aspecto. Aquel rostro era hostil, éste era amistoso, aquél indeciso y dispuesto a creer en promesas de poder y riquezas, aquel otro era estúpido o meramente curioso. Yo también podía leer en aquellos rostros tan claramente como si fueran piezas rojas y blancas dispuestas para el juego sobre el tablero, pero para un joven que todavía no había cumplido los quince años, y en una ocasión tan sumamente importante, era maravilloso que pudiera reunirlos así para contemplarlos. En años posteriores todavía sería capaz de calcular exactamente las fuerzas que se reunían en su favor y en su contra en aquella primera noche de su poder. Sólo en dos ocasiones aquella fría mirada se ablandó: sobre Antor, situado no lejos de donde nosotros estábamos sentados; el sólido y tranquilizador Antor, cuya mirada se había enturbiado un poco a causa del vino y que contemplaba a su hijo adoptivo lleno de joyas, resplandeciente en blanco y plata, sentado al lado del Gran Rey. (Me pareció que la mirada de Keu, que estaba a su lado, era mucho menos entusiástica, pero Keu tenía unas cejas espesas y un rostro angosto que daba a su entusiasmo una apariencia gruñona.) Al otro lado del salón, junto a su padre Ban de Benoic, estaba Beduier, con el rostro ruborizado y el alma en los ojos, como decían. Las miradas de los dos muchachos se encontraron a menudo. En la fiesta se cernía ya la próxima amenaza para el nuevo reino. La fiesta seguía. Yo vigilaba a Úter con todo cuidado y me preguntaba si duraría hasta culminar la proclamación o si perdería las fuerzas antes de llevarla a cabo. En este caso, yo tendría que elegir el momento de intervenir, o la proclamación tendría que hacerse con lucha. Pero sus fuerzas duraron. Por fin, miró a su alrededor y levantó una mano; las trompetas sonaron para imponer silencio. El clamor se diluyó y todas las miradas convergieron en la mesa real, que había sido colocada deliberadamente más alta, porque el rey no podía estar de pie. Aun así, erguido en su gran silla, con el fulgor de las luces y los estandartes a su espalda, se le veía alerta y espléndido, imponiendo silencio. Descansó las manos en los brazos tallados de su silla y empezó a hablar. Sonreía. —Señores, todos sabéis por qué nos hemos reunido aquí esta noche. Colgrim y su hermano Badulf han sido derrotados y ya nos han llegado noticias de que el enemigo ha huido en bandada hacia la costa, más allá de las tierras salvajes del norte. —Siguió hablando de la victoria del día anterior, tan decisiva, dijo, como la victoria de su hermano en Kaerconan y tan poderosa como un buen augurio para el futuro—. El poder que
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nuestros enemigos habían reunido, y que nos ha amenazado durante tantos años, ha sido destruido y rechazado por un tiempo. Ahora tendremos un respiro. Pero más importante que eso, mis nobles, es la manera cómo ha sido ganado este respiro; hemos visto lo que puede la unión y lo que nos puede costar la desunión. ¿Qué podemos hacer, solos, los reyes del norte, los reyes del sur y los del oeste? Pero juntos, manteniéndonos y luchando juntos, con un jefe y un plan, podemos clavar de nuevo la espada de Macsen en el corazón del enemigo. Naturalmente, había hablado de modo simbólico, pero capté el sobresalto de Arturo y la mirada que me lanzó antes de que volviera a su firme escrutinio del salón. El rey hizo una pausa. Ulfino detrás de él, se adelantó con un vaso de vino, pero el rey lo rechazó y volvió a hablar. Su voz era más potente, casi con su mismo antiguo vigor. —Ha sido una lección que estos últimos años nos han enseñado. Tiene que haber un jefe, un poderoso Gran Rey cuya autoridad reconozcan todos los reinos. Sin esto, volveremos a encontrarnos en la situación de antes de que vinieran los romanos. Nos dividimos y perdimos, como divididas y perdidas fueron Galia y Germania; nos astillamos en pequeños pueblos que lucharon entre sí como lobos por un poco de alimento y espacio, y nunca nos volvimos contra el enemigo común; nos convertimos en una provincia de Roma y nos hundimos con ella en su caída en lugar de emerger como una unidad con su propio pueblo y sus propios dioses. Con el rey adecuado, seguido fielmente, creo que podremos conseguirlo. ¿Quién sabe? El Dragón de Britania puede levantarse, si no tan alto como las Águilas de Roma, al menos con el orgullo y una visión que puede incluso llegar más lejos. El silencio era absoluto. Podía haber sido el propio Ambrosio el que hablaba. O incluso Máximo, pensé. Los dioses hablan cuando se espera que hablen. Aquella vez la pausa fue más larga. El rey quería dar la impresión de un orador, una pausa para mirar a los ojos, pero yo veía que sus manos palidecían sobre los brazos de la silla y que, en realidad, utilizaba cuidadosamente la pausa para recobrar fuerzas. Pensé que era el único que lo notaba; apenas nadie miraba a Úter, todos los ojos estaba fijos en el muchacho sentado a su derecha. Todos excepto los del rey de Leonís; él observaba al Gran Rey con una especie de ansiedad en el rostro. Cuando el rey calló, Ulfino se le acercó de nuevo con el vaso de vino; captando mi mirada, se lo acercó a los labios, lo probó y lo entregó al rey, que bebió. No había manera de disfrazar el temblor de la mano con la que levantó el vaso hasta su boca, pero antes de que se evidenciara más su debilidad, Ulfino se lo quitó de la mano y lo colocó en la mesa. Vi que Lot no se había perdido ningún gesto y seguía con la misma concentrada ansiedad. Adivinaba cuan enfermo estaba Úter y, minuto a minuto, debía esperar que las fuerzas le fallaran. O bien se lo había dicho Morcadés o lo había adivinado él mismo; lo cierto era que Úter no viviría lo suficiente para establecer a Arturo en el trono y Lot sabía que los enemigos de Arturo encontrarían su oportunidad en la confusión que se crearía alrededor de una persona tan joven para desempeñar el cargo. Cuando Úter volvió a hablar, su voz había perdido mucho vigor, pero el silencio era tan completo que apenas necesitaba alzarla. Incluso los hombres que habían bebido demasiado guardaban una solemne compostura cuando el rey volvió a hablar de la batalla, de aquellos que se habían distinguido en ella y de los hombres que habían caído; finalmente, habló de la parte que le correspondía a Arturo en la victoria del día y, luego, del propio Arturo. —Todos vosotros sabéis que durante estos años mi hijo de Ygerne, la reina, era educado y entrenado para ser rey en tierras lejanas y en manos más fuertes que las mías desde que la enfermedad me abrumó. Sabíais que cuando llegara el momento, cuando él hubiera crecido, sería declarado por su nombre, Arturo, como mi heredero y vuestro nuevo rey. Ahora todos los hombres sabrán dónde ha pasado los años de su juventud el príncipe legítimo; primero bajo la protección de mi primo Hoel de la Pequeña Bretaña,
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luego en la casa de mi fiel servidor y compañero de guerra, el conde Antor de Galava. Y todo el tiempo ha sido custodiado y educado por mi pariente Merlín, llamado Ambrosio, en cuyas manos fue encomendado desde su nacimiento y cuya aptitud para tal tutoría no puede poner en duda hombre alguno. Ni tampoco pondréis en tela de juicio las razones que me obligaron a mandar al príncipe lejos hasta el momento en que pudiera seros presentado públicamente. Es una costumbre común entre los grandes educar a sus hijos en otras cortes, en donde pueden permanecer alejados de la arrogancia, incorruptos ante los halagos y a salvo de la traición y de la ambición. Hizo otra pausa para recuperar el aliento. Mientras hablaba tenía la vista baja y no miraba a nadie, pero aquí y allí alguien se removía en su silla o lanzaba una mirada a otro; y la fría mirada de Arturo tomaba nota de todo. El rey prosiguió: —Y aquellos de vosotros que os habéis preguntado qué clase de recursos se pueden utilizar para entrenar a un príncipe como no sea lanzarlo en medio de la batalla y asistiendo a los consejos junto a su padre, ayer visteis con qué soltura recibió la espada del rey de la mano del rey, y cómo guió las tropas a la victoria con la misma seguridad con que lo hubiera hecho el Gran Rey, y como un guerrero experimentado. La respiración de Úter era entrecortada y su rostro tenía mal color. Noté la intensa mirada de Lot y la expresión preocupada de Ulfino. Cador fruncía las cejas. Recordé brevemente y con agradecimiento la charla que había mantenido con él junto al lago. Cador y Lot: si Cador hubiera sido menos hijo de su padre, con cuánta facilidad los dos hombres habrían rasgado el país en dos partes, norte y sur, repartiéndoselo entre ellos como un par de perros en lucha, mientras los cachorros gemían de hambre. —Así pues —dijo el Gran Rey, cuya respiración entrecortada sonó horriblemente en el silencio—, os presento a mi único hijo nacido legítimamente, Arturo, llamado Pandragón, que será Gran Rey después de mi muerte y que, de ahora en adelante, llevará mi espada en las batallas. Tendió la mano al muchacho y Arturo se levantó, rígido y sin sonreír, mientras los gritos y las aclamaciones se mezclaban con el humo y subían hasta el techo. El vocerío debía de oírse por todo el pueblo. Cuando los hombres hicieron una pausa para tomar aliento, los ecos de las aclamaciones se oyeron por las calles como un fuego que corre por los rastrojos en un día seco. En los gritos había aprobación, alivio de que por fin se viera claramente un heredero; también había alegría. Vi a Arturo, frío como una nube, que se imponía a todos los presentes. Pero desde donde me hallaba también pude ver el pulso que latía debajo de su rígida mandíbula. Estaba erguido como un soldado: descansaba después de la victoria pero se mantenía alerta para el próximo desafío. Y llegó. Con toda claridad por encima de los gritos y del choque de los vasos sobre las mesas, la voz de Lot se elevó dura y sostenida. —¡Desafío la elección, rey Úter! Fue como lanzar una roca en una rápida corriente. El ruido se detuvo; los hombres se miraron, murmuraron, se removieron, volvieron a mirarse. Entonces, de repente, se vio que la corriente se dividía. Siguieron las aclamaciones en favor de Arturo y la elección del rey, pero aquí y allí se oyeron gritos de «¡Leonís! ¡Leonís!» y, por encima de las voces, Lot dijo con fuerza: —¿Un muchacho sin experiencia? ¿Un muchacho que sólo ha visto una batalla? Os digo que Colgrim volverá pronto. ¿Y tendremos que dejarnos guiar por un muchacho? ¡Si habéis de transmitir vuestra espada, rey Úter, entregadla a un jefe experimentado y templado para que la guarde para este muchacho cuando sea mayor! Terminó el desafío con un puñetazo sobre la mesa y a su alrededor el clamor volvió a elevarse: «¡Leonís! ¡Leonís!», y luego se extendió por todo el salón, en donde, confusamente, se gritaron otros desafíos a favor de «¡Pandragón!» y «¡Cornualles!», e, incluso, a «¡Arturo!». Era fácil comprender, a medida que el clamor crecía, que sólo el hecho de que los hombres iban desarmados evitaba cosas peores que insultos, aullados
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de un lugar a otro del salón. Los criados habían retrocedido hacia la pared y los camareros se movían de un lado a otro, con los rostros pálidos, intentando aplacar los ánimos. El rey, ahora de color ceniciento, levantó una mano pero su gesto no fue notado. Arturo no se movía ni hablaba, pero se había puesto más pálido. —¡Señores! ¡Señores! ¡Mis nobles!—Úter temblaba de rabia. Yo sabía que la rabia era tan peligrosa para él como la acometida de una lanza. Y vi que Lot también lo sabía. Puse una mano en el brazo de Úter. —Todo se arreglará —le dije con mucha suavidad—. Descansad y dejadlos gritar. ¡Mirad, Antor toma la palabra! —¡Mi rey! —La voz de Antor era animada, amistosa, de circunstancia; enfriaba la atmósfera de la estancia. Habló como si sólo se dirigiera al rey. El efecto fue notable; el salón se aquietó a medida que los hombres se esforzaban por oírlo—. Mi rey, el rey de Leonís ha desafiado vuestra elección. Tiene derecho a hablar, como todos vuestros súbditos tienen derecho a hacerlo ante vos, pero no tiene derecho a desafiaros, ni siquiera a poner en tela de juicio lo que habéis dicho esta noche. —Levantando la voz se volvió hacia los demás—: Señores, éste no es asunto de elección; el heredero de un rey se engendra, no se elige, y cuando el azar nos proporciona una procreación como ésa, ¿qué hay que poner en duda? Ahora, miradlo, mirad al príncipe que os ha sido presentado. Ha vivido en mi casa durante diez años y yo, señores, conociéndolo como lo conozco, os digo que es un príncipe digno de ser seguido... desde ahora; no «cuando haya crecido», sino ahora. Aun cuando ya no pudiera estar ante vosotros para atestiguar su origen, sólo tenéis que mirarlo y pensar en ayer, en el campo de batalla, para saber que aquí, con toda fortuna y con la bendición de Dios, tenemos a nuestro verdadero y legítimo rey. Esto es algo que no se puede desafiar ni poner en duda. ¡Miradlo, señores, y recordad el día de ayer! ¿Quién más apto para unir los reinos de todos los rincones de la Gran Bretaña? ¿Quién más apto para usar con plena autoridad la espada de su padre? Se oyeron gritos de «¡Cierto! ¡Cierto!» y «¿Qué duda puede haber? ¡Es Pandragón y, por consiguiente, nuestro rey!», y un murmullo de voces que se elevó y se confundió aún más que antes. Brevemente, recordé las asambleas encabezadas por mi padre, su autoridad y su orden; luego vi cómo temblaba Úter, hundido en su gran silla. Los tiempos eran diferentes; había tenido que hacerlo así, no podía imponerlo más que por aclamación pública. Antes de que Úter pudiera hablar, Lot se había puesto nuevamente de pie con suavidad. Ya no gritaba; habló pesadamente, con aire razonable y con una cortés inclinación hacia Antor. —No desafiaba la procreación del príncipe, sino la aptitud de un joven sin experiencia para guiarnos. Sabemos que la batalla de ayer fue sólo el principio, el primer movimiento de una lucha más larga y más mortal incluso que las que Ambrosio combatió, una contienda que no se había visto desde los tiempos de Máximo. Necesitamos una jefatura mejor que la que se nos ha demostrado en una afortunada escaramuza de un día. Necesitamos no un delegado de un rey enfermo sino un hombre investido con toda la autoridad y con la bendición que Dios da a un gobernante ungido. Si este joven príncipe fuera realmente apto para usar la espada de su padre, ¿se avendría el rey a cedérsela ahora, ante todos nosotros? De nuevo reinó el silencio durante tres latidos del corazón. Todos los presentes sabían que si el rey entregaba su real espada, significaba su abdicación. Sólo yo entre todos los hombres del salón, y quizá también Ulfino, sabíamos que la abdicación de Úter no tenía ninguna importancia; fuera como fuese, Arturo sería rey antes de la noche. Pero Úter no lo sabía y lo que yo tampoco sabía era si Úter, aun conociendo su debilidad, sería lo suficientemente grande como para renunciar públicamente al poder que había sido el aliento de su vida. El rey estaba rígidamente sentado, aparentemente impasible, y sólo
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alguien que estuviera tan cerca de él como yo podía ver que de cuando en cuando la parálisis envaraba su cuerpo de la misma manera que la luz se reflejaba en el aro de oro rojo que rodeaba sus sienes y, a su vez, volvía a reflejarse en las joyas de sus dedos. Me levanté tranquilamente de mi silla y me coloqué junto a él, a su izquierda. Arturo, con el ceño fruncido, me miró interrogativamente. Yo le hice señas de que no se moviera. El rey se humedeció los labios, vacilante. El cambio de tono de Lot le había sorprendido y, como podía verse, había sorprendido a otros. Pero también había aliviado a los indecisos, aquellos que estaban amedrentados ante la idea de una rebelión, pero encontraban alivio para su miedo al futuro en el tono razonable de Lot y en su deferencia con el Gran Rey. Se oyeron murmullos de acuerdo y de aprobación. Lot extendió las manos, como si con ellas quisiera abarcar a todos los que estaban en el salón, y dijo, sin dejar el tono razonable: —Señores míos, si vemos que el rey entrega con su propia mano la espada real a su heredero elegido, ¿qué podemos hacer sino reconocerlo? Más adelante tendremos tiempo suficiente para discutir la mejor manera de enfrentarnos a las guerras que se avecinan. Arturo volvió ligeramente la cabeza como un perro que capta un olor poco familiar. Antor también miró a los otros hombres, quizá sorprendido y desconfiado ante aquella aparente capitulación. Cador, silencioso al otro extremo de la estancia, miró fijamente a Lot como si quisiera sacarle el alma por los ojos. Úter inclinó la cabeza ligeramente; era un gesto de abnegación que no le había visto hacer en ninguna otra ocasión. —Estoy dispuesto —dijo. Un chambelán vino corriendo. Úter se echó hacia atrás en su gran silla, haciendo un gesto negativo con la cabeza al ver que Ulfino le servía más vino. Con toda discreción, posé una mano en su muñeca; su pulso latía a saltos en una muñeca envarada y frágil, una muñeca que antes había sido fina, nervuda y vigorosa. Tenía los labios secos y se los humedeció con la lengua. Dijo blandamente: —Hay alguna estratagema que no sé ver. ¿Puedes tú? —Todavía no. —No tiene seguidores de verdad, ni siquiera entre el ejército después de lo de ayer. Pero ahora..., ahora tendrás que luchar tú. No quieren hechos ni promesas. Tú los conoces; lo que quieren es una señal. ¿No puedes darles una? —No lo sé. Todavía no. Los dioses vienen cuando quieren. Arturo había captado el murmullo. Estaba tenso como la cuerda de un arco. Entonces miró al otro lado del salón y vi que su boca se relajaba ligeramente. Seguí su mirada. Era Beduier, rojo de furia, que permanecía sentado a la fuerza, aguantado por la dura mano de su padre. De lo contrario, creo que se hubiera lanzado contra el cuello de Lot con las manos desnudas. El chambelán vino corriendo con la espada de Úter en las manos. Los rubíes de la empuñadura brillaban funestamente. La vaina era de plata dorada, con incrustaciones de oro y gemas. No había allí ningún hombre que no hubiera visto cien veces la espada colgada de la cintura de Úter. El hombre la dejó sobre la mesa, frente al rey. La débil mano de Úter se acercó a la empuñadura, sus dedos la rodearon sin pensar, se acoplaron a ella como si la acariciara, tal como hace un buen luchador. Arturo lo observaba y descubrí en sus ojos un parpadeo de desconcierto. Pensaba en la espada que yacía en la piedra, escondida en el Bosque Salvaje, y sin duda se preguntaba qué papel tenía en aquella solemne escena de abdicación. Pero yo, cuando el fuego de los grandes rubíes ardió ante mis ojos, supe por fin lo que hacían los dioses. Fue claro desde el principio: fuego, la estrella del Dragón y la espada sobre la piedra. El mensaje no llegó a través del humo, procedente del dios ambiguo y sonriente; era claro como la llama en el rubí. La espada de Úter caería, como había caído
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el propio Úter. Pero la otra no. Había venido por agua y por mar y ahora esperaba para entregar a Arturo su reino, para guardarlo y mantenerlo; y luego, desaparecer de la vista de los hombres para siempre... El rey aguantaba firmemente la empuñadura y levantó la espada. —Yo, Úter Pandragón, por medio de este símbolo, declaro a mi hijo Arturo... Se oyeron sonidos entrecortados, luego un tumulto. Los nombres gritaron atemorizados: —¡Una señal! ¡Una señal! Y alguien gritó. —¡Muerte! ¡Significa muerte! Los susurros que habían sido calmados por la victoria se despertaron de nuevo: —¿Qué esperanza nos queda con una tierra devastada, un rey lisiado y un muchacho sin espada? Cuando la espada salió visiblemente de la vaina, Úter se tambaleó. La sostuvo torcidamente, medio incorporado, mirándola con cara cenicienta y con la boca entreabierta, anonadado como un hombre que hubiera perdido la razón. La espada estaba rota. Un trozo de su punta se había roto dejando muescas, y la rotura brillaba y refulgía a la luz de las antorchas. El rey emitió sonidos; era como si intentara hablar, pero las palabras se le atragantaron en la garganta. La espada cayó al suelo con un chasquido. Cuando las piernas le fallaron, Ulfino y yo le cogimos suavemente por los brazos y le ayudamos a sentarse en su silla. Arturo se movió, rápido como un gato montes, y se inclinó sobre él. —¿Señor? ¡Mi señor! Luego se irguió lentamente, con los ojos fijos en mí. No me hizo falta decirle lo que todos los hombres del salón habían visto. Úter había muerto. Capítulo IX Úter muerto hizo más de lo que Úter moribundo hubiera podido hacer para dominar el pánico que se había cernido sobre el salón. Todos los hombres se habían puesto de pie, silenciosos y aplacados, mirando al Gran Rey que nosotros incorporábamos suavemente y apoyábamos en el respaldo del sillón. En el silencio, las llamas de las antorchas susurraban como seda, y el vaso que Ulfino había dejado caer rodaba tintineando por el suelo formando medio círculo. Me incliné sobre el rey y le cerré los ojos. Entonces la voz de Lot sonó, recuperada y llena de fuerza: —¡Una señal, en efecto! ¡Un rey muerto y una espada rota! ¿Todavía sostienes, Antor, que Dios ha señalado a este muchacho para guiarnos contra los invasores sajones? ¡Una tierra mutilada, ciertamente, con nada entre nosotros y el terror, excepto un muchacho con una espada rota! De nuevo hubo confusión. Los hombres gritaban, se miraban unos a otros con miedo y desconcierto. Parte de mi mente notó fríamente que Lot no se había sorprendido. Arturo, con los ojos ardientes en su rostro más pálido que nunca a causa de la emoción, se irguió junto al cuerpo de su padre y se volvió bruscamente para enfrentarse al griterío del salón, pero yo le dije suavemente: —No. Espera. Y me obedeció. Pero se había llevado la mano a la daga y la agarraba con fuerza. Dudo que él mismo se diera cuenta, o que, sabiéndolo, hubiera podido dominarse. El torbellino de miedo y asombro se agitaba de pared a pared como las olas movidas por el viento.
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Entre la conmoción se elevó nuevamente la voz de Antor, una voz dura y sacudida, pero tan de acuerdo con las circunstancias como antes, y barriendo las olas de miedo supersticioso como la escoba barre las telarañas. —¡Señores! ¿Será posible? Nuestro Gran Rey ha muerto aquí, ante nuestros ojos. ¿Nos atreveremos a oponernos a su clara voluntad cuando apenas se han cerrado sus ojos? Todos hemos visto lo que ha causado su muerte: la visión de la espada real que ayer estaba entera y hoy ha encontrado rota en su vaina. ¿Dejaremos que este... accidente —dejó caer pesadamente la palabra en el silencio— nos asuste como a niños y nos impida hacer lo que es evidente que debemos hacer? Si queréis una señal, allí está. —Señaló a Arturo, rígido como un pino, junto a la silla del rey muerto—. Cuando un rey cae, otro está preparado para ocupar su lugar. Dios nos lo ha enviado hoy para eso. Tenemos que reconocerlo. Una pausa, llena de murmullos, mientras los hombres se miraban unos a otros. Hubo asentimientos y gritos de acuerdo, pero aquí y allá todavía había miradas de duda y voces que gritaban: —Pero ¿y la espada? ¿La espada rota? Antor dijo con firmeza: —El rey Lot lo ha llamado una señal. ¿Una señal de qué? Yo digo, señores, ¡una señal de traición! Esa espada no se ha roto en las manos del rey ni en las de su hijo. —Eso es cierto —clamó con fuerza otra voz; el padre de Beduier, el rey de Benoic, se había puesto en pie—. Todos la vimos entera en la batalla. ¡Y, por Dios, vimos cómo la utilizaba! —Pero ¿y después? —Las preguntas vinieron de todos los rincones del salón. —¿Después? ¿La habría mandado traer el rey de haber sabido que estaba rota? Entonces, una voz del fondo de la estancia, preguntó: —Pero ¿se la habría entregado el Gran Rey si todavía hubiera estado entera? Y otra voz, que me pareció de Urién: —El rey sabía que se estaba muriendo. Renunciaba a la tierra dividida con la espada rota. Debe ser el más fuerte quien tome el reino en sus manos. Antor, con la cara roja de furor, interrumpió de nuevo: —¡He dicho la verdad al hablar de traición! En buenos tiempos, ¿nos habría presentado el rey a su hijo? ¿Estaría la Gran Bretaña dividida, rasgada por perros desleales como tú, Urién de Gorre! Urién aulló furioso y se llevó la mano a la daga. Lot le habló bruscamente bajo el ruido del tumulto y Urién capituló. Lot sonreía, tenía los ojos fruncidos y vigilantes. Su voz salió con suavidad: —Todos nosotros sabemos el interés que tiene el conde Antor en declarar Gran Rey a su protegido. Se produjo una súbita y silenciosa pausa. Vi que Antor miraba a su alrededor como si quisiera conjurar un arma del aire. La mano de Arturo se agarró con más fuerza a la empuñadura de su daga. De repente, se produjo una agitación en la derecha del salón, en donde Cador se adelantó entre sus hombres. El blanco Jabalí de Cornualles se dilataba y se doblaba en su manga cuando movía el brazo. Miró a su alrededor para imponer silencio y lo consiguió. Lot se volvió rápidamente; era evidente que no sabía qué esperar. Antor se dominó y volvió a sentarse, ruidosamente. A mi alrededor vi a los hombres asustados, a los indecisos, a los oportunistas; todos miraban a Cador como miran los hombres a su jefe en peligro. La voz de Cador era clara y totalmente exenta de emoción. —Lo que Antor dice es cierto. Yo mismo vi la espada del Gran Rey después de la batalla, cuando su hijo se la devolvió. Estaba entera, sin marca alguna excepto la sangre del enemigo. —Entonces, ¿cómo se ha roto? ¿Es una traición? ¿Quién la ha roto?
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—En efecto, ¿quién? —inquirió Cador—. No han sido los dioses, piense lo que piense el rey Lot. Los dioses no rompen la espada del rey a quien favorecen con la victoria. Se la dan, y se la dan entera. —Entonces, si Arturo es nuestro rey —gritó alguien—, ¿qué espada le darán los dioses? Cador miró a su alrededor: era evidente que esperaba que yo hablase. Pero yo no dije nada. Me había movido para colocarme detrás de Arturo, a la sombra del trono del rey. Aquél era mi lugar y ya era hora de que me vieran en él. Se produjo una pausa de espera mientras todas las cabezas se volvían hacia donde yo me hallaba, una sombra oscura tras el muchacho de blanco y plata. Los hombres se removieron y murmuraron. Había muchos que habían comprobado mi poder y ninguno de los presentes lo ponía en duda. Ni siquiera Lot: el blanco de sus ojos brilló cuando me miraba de soslayo. Pero como yo todavía no hablaba, se dibujaron algunas sonrisas. Noté la tensión en los hombros de Arturo y, con mi voluntad le hablé sin palabras: «Todavía no, Arturo, todavía no. Espera.» El muchacho permanecía silencioso. Había cogido la espada rota y la colocaba suavemente en su vaina. Al entrar, lanzó un brusco reflejo y luego desapareció. —¿Lo veis? —dijo Cador dirigiéndose a todos—. La espada de Úter se ha ido como él. Pero Arturo tiene una espada, su propia espada, más grande que ésta que los hombres han podido romper. Los dioses se la dieron. Yo mismo la vi en su mano. —¿Cuándo? —preguntaron—. ¿En dónde? ¿Qué dioses? ¿Qué espada es ésa? Cador, sonriente, esperó que amainara el zumbido de las preguntas. Estaba tranquilo, un hombre voluminoso, de poder relajado pero dispuesto. Lot se mordía los labios y fruncía el entrecejo. Tenía la frente perlada de sudor y sus ojos observaban la sala haciendo recuento de los que todavía lo apoyaban. Por su mirada, parecía que aún tenía la esperanza de que Cador se alineara contra Arturo. Cador no le había dirigido la mirada. Habló para todos los presentes: —Lo vi una vez con Merlín, en el Bosque Salvaje. Llevaba una espada más espléndida que todas las que he visto en mi vida, llena de piedras preciosas, como la de un emperador, y con una hoja tan brillante que me quemó los ojos. Lot se aclaró la garganta. —Una ilusión. Estaba hecha de magia. Has dicho que Merlín se encontraba allí y todos sabemos lo que esto significa. Si Merlín es el maestro de Arturo... Un hombre pequeño, de cabello negro y rostro coloreado, le interrumpió. Reconocí a Gwyl, de la Costa Oeste, en cuyas colinas todavía se encuentran los druidas. —Y si era magia, ¿qué importancia tiene? Un rey que tiene la magia en sus manos es un rey digno de ser seguido. Aquellas palabras provocaron un aullido de aprobación. Los puños martillearon sobre las mesas. Muchos de los hombres del salón eran celtas montañeses y aquéllas eran palabras que ellos entendían. —¡Es cierto, es cierto! La fuerza es buena, pero ¿de qué sirve sin suerte? Y nuestro nuevo rey, a pesar de ser joven, tiene las dos cosas. Es cierto lo que ha dicho Úter: buen entrenamiento y buen consejo. ¿Qué mejor consejo podría tener que Merlín a su lado? —¡Ciertamente —gritó la voz de un muchacho—, es un buen entrenamiento no entrar en batalla hasta que es casi demasiado tarde! Era Beduier, olvidando los buenos modales. Su padre le hizo sentar de un manotazo en la cabeza, pero el grito se había oído bien y la mano amonestadora acarició el pelo del muchacho. Hubo sonrisas. El ambiente se enfriaba. La fermentación provocada por la superstición y el miedo había pasado, los hombres se calmaban y se disponían a escuchar y reflexionar. Uno o dos que parecían favorecer a Lot y su acción se retiraron un poco de él. Entonces alguien gritó: —¿Por qué no hablas, Merlín? Merlín sabe lo que debemos hacer. ¡Que nos lo diga!
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Entonces empezó de nuevo el griterío. —¡Merlín! ¡Merlín! ¡Que hable Merlín! Los dejé gritar durante unos minutos. Después, cuando parecían dispuestos a derrumbar las paredes piedra a piedra para oírme, hablé. No me moví ni levanté la voz; permanecí entre el rey muerto y el vivo, y los hombres enmudecieron para escucharme. —Tengo que deciros dos cosas. Primero, que el rey de Leonís se equivoca. Yo no soy el maestro de Arturo. Soy su súbdito. Y segundo, es lo que ya os ha dicho el duque de Cornualles: que entre nosotros y el terror sajón hay un rey, joven y entero, con una espada que Dios ha puesto en sus manos. Lot comprendió que empezaba a perder. Miró a su alrededor y gritó: —¡Una hermosa espada, ciertamente, que aparece en sus manos como una ilusión y se desvanece en la batalla! —No seas estúpido —dijo Antor hoscamente—. Aquella espada que le cayó en la batalla se la había dado yo. Mi mejor segunda espada, sin embargo no me quejo. Algunos rieron. Hubo sonrisas, y cuando Lot volvió a hablar había fracaso bajo la rabia de su voz: —Entonces, ¿dónde encontró su espada maravillosa y dónde la tiene ahora? —Fue él solo a Caer Bannog y la cogió de su lugar, debajo del lago —dije. Silencio. No había nadie que ignorara lo que aquello significaba. Algunas manos se movieron para hacer el signo contra los hechizos. Cador se animó: —Es cierto. Yo mismo vi que Arturo regresaba de Caer Bannog con la espada en la mano, envuelta en una vieja vaina como si hubiera estado oculta durante cientos de años. —Y así es —dije en medio del silencio—. Escuchad, señores, y os diré qué clase de espada es. Es la espada con que Macsen Wledig se enfrentó a Roma y que fue devuelta a Britania por su gente y escondida hasta que los dioses tuvieran a bien guiar al hijo de un rey para que la encontrara. ¿Es necesario que os recuerde la profecía? No es mi profecía, es una profecía hecha antes de que yo naciera: la espada vendría por agua y por tierra, atesorada en las sombras y oculta en la piedra hasta que llegara el rey legítimo de toda la Gran Bretaña y la recogiera de su escondite. Y allí ha permanecido, señores, oculta en Caer Bannog, en el castillo de Bilis, hasta que, mediante indicaciones mágicas enviadas por los dioses, Arturo la encontró y la levantó fácilmente con sus manos. —¡Enséñala! —gritaron—. ¡Enséñala! —Os la enseñaré. Ahora la espada yace en el altar de la capilla del Bosque Salvaje, donde yo la dejé. Estará allí hasta que Arturo la levante a la vista de todos vosotros. Lot empezaba a sentirse asustado; ahora estaban contra él, y sus acciones lo habían confirmado como enemigo de Arturo. Pero hasta el momento yo había hablado tranquilamente, sin poder, y él todavía veía una posibilidad. La obstinación que lo había impulsado y la estupidez de su esperanza en el poder todavía lo sostenían. —Yo he visto esa espada, la espada del altar de la Capilla Verde. ¡Muchos de vosotros la habéis visto! Es la espada de Macsen, sí, ¡pero es de piedra! Entonces me moví. Levanté los brazos. Desde algún lugar, vino la brisa a través de las ventanas abiertas y agitó los pendones; detrás de Arturo el Dragón escarlata reptó por el estandarte dorado y mi sombra se elevó como la sombra del Dragón, con mis brazos extendidos como alas. El poder estaba allí, lo oí en mi voz. —Y de la piedra la levantó y la levantará de nuevo a la vista de todos vosotros. Y a partir de hoy, la capilla se llamará la Capilla Peligrosa, pues si cualquier hombre que no sea el legítimo rey toca la espada, ésta arderá en sus manos como un relámpago. Alguien entre la multitud gritó con fuerza: —Si es cierto que ha conseguido la espada de Macsen, si se la ha entregado Dios, si tiene a Merlín junto a él y, por lo tanto, a todos los dioses que Merlín sigue, ¡entonces yo
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le sigo a él! —Y yo —dijo Cador. —¡Y yo! ¡Y yo! —gritaron por todo el salón—. ¡Déjanos ver su espada mágica y ese peligroso altar! Todos se habían puesto en pie. El griterío se elevaba y producía ecos en el techo. —¡Arturo! ¡Arturo! Dejé caer los brazos: «Ahora, Arturo, ahora.» Arturo no me había mirado ni una sola vez, pero oyó mi pensamiento; yo sentí que mi poder se alejaba de mí para ir hacia él. Vi cómo crecía y lo envolvía, como lo vieron todos los hombres presentes. Levantó una mano y esperó el poder. Su voz salió clara y firme: no era la voz de un muchacho sino la de un hombre que había luchado su primera batalla decisiva en el campo y en el salón. —Señores. Habéis visto que el destino me ha enviado hasta mi padre sin una espada, como correspondía. Ahora la traición ha roto el arma que él tenía que darme y la traición ha intentado quitarme con ella mi legitimidad, probada ante todos vosotros y atestiguada por mi padre, el Gran Rey, públicamente. Pero como os ha dicho Merlín, Dios ya había puesto otra arma en mis manos, una espada más grande que, en efecto, empuñaré ante todos vosotros tan pronto como pueda ir con toda esta compañía a la Capilla Peligrosa. Hizo una pausa. No es fácil hablar cuando han hablado los dioses. Terminó con sencillez, como el agua fría después de las llamas. Las antorchas estaban rojas y mi sombra había desaparecido del muro. El estandarte del Dragón todavía pendía allí. —Señores —continuó—, cabalgaremos hacia allí mañana por la mañana. Pero ahora debemos atender al Gran Rey y procurar que su cuerpo descanse como corresponde a su realeza, con una guardia instalada hasta que lo llevemos a su lugar de descanso definitivo. Luego, los que quieran pueden coger sus lanzas y sus espadas y cabalgar conmigo. Terminó. Cador, cruzó el salón a grandes zancadas, junto a Antor, Gwyl, el rey Ban, padre de Beduier, y unos cuantos más. Yo retrocedí lentamente, dejando a Arturo solo, con la guardia del rey a su lado. Hice una señal y los criados se detuvieron para levantar la silla en que, durante todo aquel tiempo, el rey muerto se había ido envarando sin que nadie lo mirase, excepto Ulfino, que lloraba. Capítulo X Inmediatamente después de salir del salón mandé a un criado con un mensaje para que me prepararan a toda prisa un caballo veloz. Otro criado me trajo la espada y la capa; muy pronto, sin atraer la atención, pude deslizarme por los corredores atestados y salir al patio. El caballo ya estaba preparado. Me pareció reconocerlo; luego, por sus arreos, vi que se trataba del gran caballo zaino de Ralf. El propio Ralf esperaba junto a él con el rostro tenso y ansioso. Al otro lado de los altos muros del patio, el pueblo zumbaba como un hervidero de avispas y por todas partes se veían luces. —¿Qué significa eso? —le pregunté—. ¿No han comprendido mi mensaje? Me voy solo. —Eso han dicho. El caballo es para ti. Es más rápido que el tuyo y muy seguro; además, conoce los senderos del bosque. Si encuentras dificultades... —dejó la frase sin terminar pero yo lo comprendí. El caballo estaba entrenado para la lucha y me serviría como un brazo adicional. —Gracias. —Cogí la brida de su mano y monté—. ¿Me esperan en la puerta? —Sí. Merlín. —Todavía tenía una mano en la brida—. Déjame ir contigo. No debes
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cabalgar solo. Tienes malos enemigos que no se detendrán ante nada. —Ya lo sé. Pero me servirás mejor quedándote aquí y procurando que ninguno me siga. ¿Están cerradas las puertas? —Sí, ya me he encargado de eso. Ningún jinete excepto tú dejará este lugar hasta que Arturo y los otros hayan salido. Pero me han dicho que dos hombres se han deslizado al exterior antes de que la gente saliera del salón. Fruncí el entrecejo. —¿Hombres de Lot? —Nadie lo sabe a ciencia cierta. Han dicho que eran mensajeros que llevaban hacia el sur la noticia de la muerte del rey. —No se ha enviado ningún mensajero —dije secamente. Lo había ordenado yo mismo. La noticia de la muerte del Gran Rey, con el temor y la incertidumbre que engendraría, no debía salir de aquellos muros hasta que pudieran ir unidas a la noticia de un nuevo rey y una nueva coronación. Ralf asintió. —Lo sé. Esos dos han salido un momento antes de que llegara la orden. Quizá se trate solamente de alguien que desea una recompensa... Uno de los chambelanes, quizá, que ha enviado la noticia tan pronto como ha sucedido. Pero también pueden ser hombres de Lot, ya lo sabes. ¿Qué deben planear? ¿Romper la espada de Macsen como han roto la de Úter? —¿Crees que podrían? —No... Pero si Lot no puede hacer nada, ¿por qué te diriges allí a toda prisa? ¿Por qué no esperas y cabalgas con el príncipe? —Porque lo cierto es que Lot no se detendrá ante nada para destruir el derecho de Arturo. Ahora es peor que un hombre ambicioso: está asustado. Hará todo lo que pueda por desacreditarme y para que los hombres pierdan la fe en la espada como don de Dios. Por eso debo ir. Dios no se defiende a sí mismo. ¿Por qué estamos nosotros aquí sino para luchar por él? —¿Quieres decir...? Ya comprendo. Podrían profanar el santuario o destruir el altar... Sí, incluso tratarán de evitar que tú vayas allí para recibir al rey... Y matarán al criado que dejaste para que cuidara de la capilla, ¿verdad? —Sí. Agarró el caballo por el bocado con tanta brusquedad que el animal retrocedió y relinchó. —Entonces, ¿supones que Lot vacilará en matarte a ti? —No, pero no creo que lo consiga. Ahora déjame ir, Ralf. Estaré a salvo, no te preocupes. —Ah. —En su voz había un tono de alivio—. ¿Quieres decir que en las estrellas no hay más muertes para esta noche? —Hay la muerte para alguien. No es para mí pero no quiero arriesgarme a que nadie venga conmigo. Por eso no vienes, Ralf. —Oh, Dios, si es por eso... Dejé las bridas sobre el cuello del zaino, que se deslizaron a su sitio. —En otra ocasión discutimos por lo mismo, Ralf, y cedí. Pero esta noche no. No puedo obligarte a obedecerme; ahora ya no estás a mi servicio. Pero estás al de Arturo y tu deber es quedarte aquí con él y llevarlo sano y salvo a la capilla. Ahora déjame marchar. ¿Por qué puerta? Se hizo una dilatada pausa, luego Ralf retrocedió. —Por el sur. Ve con Dios, mi querido señor. Se volvió y gritó una orden al guardia. La puerta del patio se abrió y volvió a cerrarse con un chasquido tras el caballo galopante. Había media luna, bordeada de sombra y brillante como la plata. Alumbraba el familiar sendero que corría por el valle. Los sauces del río proyectaban sombras azules. El río
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corría rápido, lleno a causa de la lluvia. El cielo refulgía de estrellas y, más brillante que todas, ardía la Osa. La Luna, las estrellas y el río se borraban ante la vista mientras el caballo, sintiendo mis talones, galopaba a toda prisa y me introducía entre las sombras del Bosque Salvaje. Durante la primera parte del camino el sendero era recto y liso; aquí y allí, a través de claros en el follaje, la pálida Luna se asomaba y esparcía una débil luz gris por el suelo del bosque. Las raíces que surcaban el sendero crujían bajo los cascos del caballo. Yo me inclinaba sobre su cuello para evitar las ramas colgantes. Entonces el sendero empezó a empinarse, suavemente al principio, después escalonándose y serpenteando a medida que el bosque se encaramaba por las colinas. De vez en cuando, giraba bruscamente para evitar despeñaderos que se ocultaban entre la maraña de los árboles. En algún profundo lugar de la izquierda se oía el ruido de una torrentera, llena como el río por las lluvias de otoño. Excepto el repiqueteo sordo del caballo, no se oía otro ruido. Los árboles pendían inmóviles. Ninguna brisa penetraba en aquella densa oscuridad. Nada se agitaba. Si aquella noche hubo ciervos, lobos o zorros, yo no los vi. El camino se escarpaba más y más. El caballo zaino, de firmes cascos, avanzaba por el rudo sendero con fuerza vigorosa y con unas zancadas que pronto se convirtieron en pesado galope. Ya no estábamos lejos. Un boquete entre las ramas dejaba pasar la luz de las estrellas y frente a mí divisé una vuelta del sendero que, como dentro de un túnel, se introducía en oscuridades todavía más densas. Una lechuza chilló a mi izquierda, a lo lejos. Desde la derecha otra le respondió. Los ruidos sacudieron mi cerebro como un grito de guerra mientras el caballo tomaba la vuelta y yo tiraba de la brida, echando todo mi cuerpo hacia atrás. Un jinete más experimentado le habría detenido a tiempo, pero yo no. Ya era demasiado tarde. El caballo fue forzado a una parada precipitada, atropellada, pero del impulso que llevaba sus cascos surcaron el húmedo sendero y chocó de lado contra el árbol tumbado en medio del camino. Un pino, seco y muerto desde hacía tiempo, con sus ramas puntiagudas y rígidas como las púas de una trampa. Demasiado alto y demasiado denso para saltarlo, aun cuando estuviera en un claro a la luz de la luna y no en el oscuro recodo del sendero. Habían elegido bien el lugar. A un lado del camino había un despeñadero rocoso, a unos cuarenta pies de la rápida corriente; al otro, una maraña de espinos y acebo, demasiado densa para que un jinete pudiera cruzarla. Ni siquiera quedaba espacio para desviarse. Si hubiéramos dado la vuelta por el ángulo a todo galope, el caballo se habría lanzado contra las ramas y yo habría sido despedido
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se adelantó hacia el hoyo. No habían tenido tiempo de cavarlo muy profundamente, sólo lo suficiente para hacer tropezar el caballo y lanzarme a mí por los aires. Ahora, en la negra oscuridad, servía de protección y evitaba que los dos se lanzaran sobre mí a la vez. El que estaba junto a mí llamó a su compañero, pero el ruido del agua que corría debajo de nosotros ahogó las palabras. Vi el débil destello del arma que llevaba en la mano. Rodé por el suelo, lo agarré por el tobillo y lo lancé al suelo. El hombre aulló, cayó dentro del hoyo y luego se liberó; se hizo a un lado con su daga y se levantó rápidamente. El otro lanzó un cuchillo, que golpeó el árbol que tenía tras de mí y fue a caer en algún lugar. Un arma menos. Pero ahora sabían dónde estaba. Se alejaron del agujero y se colocaron uno a cada lado del sendero. En la mano de uno de ellos vi el destello de una espada, pero no distinguí nada en las manos del otro. No se oía más ruido que el del agua. Por lo menos, la estrechez del sendero, si bien ofrecía un buen lugar para una emboscada, les había impedido llegar con los caballos. El mío estaba terriblemente cojo. Sus animales debían estar atados en algún lugar entre los árboles. Era imposible trepar por el pino que yacía tras de mí; lo verían y me atraparían en pocos segundos. Tampoco podía pasar a través de la pared de la barrera de espinos. Lo único que me quedaba era el despeñadero; si podía llegar hasta el borde sin ser visto, de alguna manera podría adentrarme en el bosque un poco más lejos y quizás incluso encontraría sus caballos... Me moví, con toda precaución, de un lado hacia el borde del risco. Con la mano libre palpaba el camino. Había arbustos y, de vez en cuando, vástagos y árboles jóvenes enraizados en las rocas. Mi mano encontró una suave corteza; la agarré y la probé. Me arrastré como un cangrejo en dirección al borde. Tenía todavía los ojos fijos en el destello del metal, la espada que estaba al otro lado del hoyo. El hombre seguía en el mismo lugar. A tientas, deslicé los pies por un brusco y húmedo escalón: el borde del despeñadero. Una zarza se movía. La arrastraba la mano de un hombre, que había seguido mi mismo truco. Se había deslizado sigilosamente por el declive rocoso y se había quedado allí, aplastado, esperando. Entonces lanzó todo su peso sobre mis pies con gesto brusco y yo, perdiendo el equilibrio, me caí. Su cuchillo me erró y se hundió en el suelo, a poca distancia de mi rostro, mientras yo seguía cayendo. El hombre había intentado precipitarme por el pedregal para que chocara contra las rocas de la base, en donde podría seguirme y terminar conmigo. Si se hubiera conformado con eso podría haberlo conseguido. Pero su embestida con el cuchillo le hizo perder el equilibrio y, además, al agarrarse a mí, en lugar de resistirme, le golpeé duramente con los pies la mano en que llevaba el arma. Mi bota chocó contra algo blando; el hombre gruñó de dolor, luego aulló cuando mi peso cayó sobre su mano y, dejando lo que llevaba en ella, rodó conmigo pedregal abajo. Yo había caído más rápido que él y aterricé primero a medio camino, bloqueado por el tronco de un pino joven. Mi atacante llegó inmediatamente con un crujido de ramas rotas y una lluvia de piedras. Cuando chocó contra mí hecho un ovillo de miembros, abrí los brazos para recibirle. Me lancé sobre él y cubrí su cuerpo con el mío, le agarré los brazos y le clavé contra el suelo con todo mi peso. Le oí gritar de dolor: tenía una pierna doblada bajo su propio cuerpo. Movió la otra y sentí que una espuela me rasgaba la piel a través del suave cuero de mi bota. El hombre luchaba furiosamente, agitándose debajo de mí como un pez fuera del agua. Si conseguía apartarme del pino que me servía de apoyo, rodaríamos los dos otra vez por el pedregal. Forcejeé para aguantarlo y para liberar la mano en que tenía mi daga. El otro asesino nos había oído caer. Gritó algo desde arriba y luego le oí que se deslizaba por el declive en dirección a nosotros. Llegó cautelosamente pero a toda prisa. Demasiado deprisa. Quité mi garra de la mano del hombre que tenía debajo y apreté con
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todo mi peso para mantener sus brazos quietos. Oí que algo crujía; parecía una rama muerta, pero el individuo chilló. Intenté sacar mi mano derecha de debajo de su cuerpo. Con el puño sujetaba la daga y la empuñadura se había clavado en su carne. La levanté. Un rayo de luna se reflejó en sus ojos, a poca distancia de los míos; noté su miedo, su dolor y su odio. Dio un fuerte respingo que casi me derribó y retiró la cabeza para evitar el siguiente golpe. Con la daga, le asesté un golpe corto con todas mis fuerzas en el cuello, justo detrás de la oreja. El golpe no lo alcanzó. Algo —una roca, un duro pedazo de madera lanzado desde arriba— me golpeó en el hombro. Mi brazo vibró sin fuerza, paralizado. La daga cayó rodando en la oscuridad. El otro asesino avanzó unos pasos entre los arbustos y rocas. Oí que su espada desenvainada rozaba la roca. La Luna se reflejó en ella cuando la levantaba dispuesto a abatirme. Intenté esquivar a mi oponente pero él se aferró a mí, incluso con los dientes, mordiendo como un perro, manteniéndome inmóvil para que terminaran conmigo con la espada. Aquello fue su fin. Su compañero saltó hacia el lugar donde, un segundo antes, había estado mi espalda, visible a la luz de la luna. Pero yo ya me había medio librado: mis ropas se rasgaron entre la garra de mi oponente y mi puño sangró al arrancarlo de sus dientes. Fue su espalda la que recibió la espada. Se hundió en ella. Oí que el metal rompía el hueso, luego el ruido del metal; yo me había librado de él y, medio deslizándome, medio cayendo, me acercaba al ruido del agua. Un arbusto me detuvo, me rasguñó, me dejó seguir hacia abajo. Una rama me flageló el cuello. Unas zarzas desgarraron lo que quedaba de mi ropa. Luego mi cuerpo dolorido chocó contra una roca; me detuve, yací sin aliento y medio aturdido durante un largo instante, el tiempo que necesité para oír al segundo asesino que venía tras de mí. Entonces, sin previo aviso y con un suave movimiento de tierra, la roca vaciló y yo caí directamente sobre una losa de piedra sobre la cual se deslizaba el agua helada hacia el borde de un profundo estanque. Si hubiera caído dentro del estanque quizá no me habría herido. Si me hubiera golpeado contra una de las grandes rocas sobre las cuales el agua corría, probablemente me habría matado. Pero caí en un vado, un ancho espacio rocoso, llano, sobre el cual el agua se deslizaba a poca profundidad antes de precipitarse en el siguiente estanque del bosque. Caí sobre un costado, medio aturdido y hecho un ovillo. La helada corriente me llenó la boca, la nariz, los ojos, empapó mi ropa y lavó mis miembros doloridos. Yo me deslizaba con ella a lo largo de la resbaladiza roca. Mis manos buscaban un agarradero pero resbalaban y con las uñas rascaba la piedra. Junto a mí llegó el otro asesino con un chapoteo. Resbaló, recuperó la firmeza en medio de la corriente y por segunda vez levantó la espada en alto. La luz de la luna se reflejó en su hoja. Detrás de ella brillaban las estrellas. Una espada que se destacaba claramente en el cielo nocturno, entre el fulgor de las estrellas. Dejé que la corriente me arrastrara hasta la espada. El agua me cegó. El ruido de la cascada sacudió mis huesos. Se produjo un relámpago como de una cometa y la espada descendió. Era como un sueño que se repetía a sí mismo. En una ocasión, estando sentado junto al fuego en el bosque con los hombrecillos morenos de las colinas que me rodeaban en semicírculo y me observaban, sus ojos refulgían como los ojos de las criaturas del bosque. Pero éste era un fuego que habían encendido ellos mismos. Frente a la hoguera, mis ropas desgarradas humeaban al secarse. A mí me habían envuelto con sus propias capas; pieles de oveja que olían demasiado a sus primeros propietarios pero que eran cálidas y secas. Los rasguños me dolían y algún dolor más agudo me hablaba de una herida que no había notado durante la lucha. Pero tenía los huesos enteros. No había estado mucho tiempo desvanecido. Al otro lado del círculo de luz yacían los
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dos hombres muertos y, cerca de ellos, una afilada estaca y un pesado garrote de los cuales todavía no habían limpiado la sangre. Uno de los hombres todavía limpiaba su largo cuchillo en la hierba. Mab me trajo una taza de vino caliente con algo cuyo aroma se confundía con el del mosto. Bebí, estornudé y me incorporé rápidamente. —¿Habéis encontrado sus caballos? Asintió. —A poca distancia. El tuyo está cojo. —Sí. ¿Querrás atenderlo? Cuando llegue al santuario mandaré al criado a buscarlo; él podrá llevarse el caballo a algún lugar. Ahora dejadme uno de vuestros caballos y dadme mis ropas. —Todavía están mojadas. Hace apenas diez minutos que te hemos sacado del estanque. —No importa. Tengo que irme. Mab, un poco más arriba, en el sendero, hay un árbol caído y un agujero. ¿Querrás decir a tu gente que lo arregle antes de amanecer? —Ya están allí. Escucha. Lo oí. Por encima del ruido de la corriente y del chisporroteo del fuego, el ruido de las hachas y de los azadones se extendía por el bosque. Mab me miró. —¿Pasará por aquí el nuevo rey? —Quizá. —Sonreí—. ¿Cómo lo sabes? —Uno de los nuestros ha venido del pueblo para avisarnos. —Enseñó sus dientes agujereados—. No nos hemos enterado mirando por las puertas que tú abres, maestro... Pero lo sabemos con la misma rapidez. ¿No has visto el cometa? Ha cruzado el cielo de parte a parte, coronado como un dragón y dejando una estela de humo. Por eso hemos sabido que vendrías. Pero cuando la estrella del dragón ha pasado nosotros estábamos al otro lado de la Ruta de los Lobos y casi hemos llegado demasiado tarde. Lo siento. —Habéis llegado a tiempo. Os debo la vida; no lo olvidaré nunca. —Yo te debía la mía —dijo Mab—. ¿Por qué cabalgas solo? Deberías saber que corrías peligro. —Sabía que había muerte, pero no deseaba más muertes en mis manos. El dolor es otra cosa; desaparece pronto. —Me levanté con cierto envaramiento—. Si tengo que moverme de nuevo, Mab, es preciso que lo haga ahora. ¿Mis ropas? La ropa estaba todavía húmeda, una masa de barro y desgarraduras. Pero no tenía nada más, aparte de las pieles de oveja; los hombres de las colinas eran pequeños y ninguna de sus ropas me hubiera ido bien. Me puse lo que quedaba de mi túnica cortesana y cogí la brida de un manso caballo marrón que uno de los hombres me tendía. La herida del muslo sangraba de nuevo y noté que la tenía llena de astillas. A continuación coloqué una de las pieles sobre la silla y monté con cuidado. —¿Vamos contigo? —me preguntó Mab. Sacudí la cabeza negativamente. —No, quedaos aquí y mantened el camino despejado. Por la mañana, si lo deseáis, venid a la capilla. Allí habrá sitio para todos vosotros. El espacio del centro del bosque iluminado por la Luna estaba tan quieto como una imagen pintada; era tan irreal como un sueño de medianoche. La luz de la Luna marcaba la silueta del techo de la capilla y plateaba las copas de los pinos circundantes. La puerta era una abertura dorada a través de la cual se veían brillar de modo regular las nueve lámparas que rodeaban el altar. Mientras me dirigía a la parte trasera del edificio, se abrió la puerta de atrás y el criado escudriñó temeroso el exterior. Me dijo que todo estaba bien; no había llegado nadie. Pero abrió mucho los ojos al ver el estado en que me hallaba y estuvo obviamente contento cuando le entregué la brida y le pedí que me dejara solo. Entonces me acerqué agradecido al fuego para curar mis heridas y cambiarme de ropa.
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Lentamente volvió a filtrarse el silencio. Una suave brisa sopló por encima de las copas de los árboles y trajo el sonido de unos cascos que se alejaban. El viento entró en la capilla e hizo vacilar las llamas de las lámparas, que dejaron escapar delgadas hilachas de humo; olían a dulce goma quemada. En el claro, la Luna y las estrellas vertían su extraña luz. El dios estaba allí. Me arrodillé ante el altar, me vacié de mente y voluntad hasta que en mi interior sentí la marea de la voluntad de Dios que me llenaba y me poseía. La noche seguía tranquila y plateada, esperando las antorchas y las trompetas. Capítulo XI Por fin llegaron. Luces, clamor y el cascabeleo de los caballos se extendieron por el bosque hasta que el claro se llenó de humeantes antorchas y de voces excitadas. Los oí en el duermevela de mi visión: empañados, llenos de ecos, remotos, como se oyen las campanas en el fondo del mar. Los jefes habían llegado los primeros. Se detuvieron ante la puerta. Voces apaciguadas, pies arrastrados. Todos querían ver la capilla limpia y vacía, desierta si no fuera por un hombre que los miraba de frente ante el altar de piedra. Alrededor del altar, las nueve lámparas todavía esparcían su quieta luz, iluminaban la espada de piedra y la leyenda MITHRAE INVICTO; sobre el altar, la espada de verdad, desenvainada, desnuda sobre la desnuda piedra. —Apagad las antorchas —les dije—. No las necesitaremos. Me obedecieron y, a mi señal, se apresuraron a entrar en la capilla. El lugar era pequeño, la multitud abundante. Pero el temor de la ocasión prevalecía. Se daban órdenes con tono sumiso; suaves encargos que parecían comunicados por sacerdotes de ritual más que por guerreros que recientemente habían estado en el campo de batalla. No había ritos que seguir; pero de alguna manera todos se colocaron en sus lugares; reyes, nobles y guardias de reyes en el interior de la capilla, la multitud de subalternos y siervos en el exterior, en el silencioso claro, confundiéndose con el resplandor del mismo bosque. Allí todavía había claridad; el calvero estaba cuajado de luz y ruidos en donde aguardaban los caballos y los hombres esperaban con las antorchas dispuestas; pero bajo el cielo abierto los hombres apagaron sus luces y dejaron sus armas en honor de la presencia de Dios y de su rey. Y sin embargo, aquella noche, única entre todas las grandes noches, no había ningún sacerdote presente; el único intermediario era yo mismo, que había sido utilizado por el dios que me guiaba durante treinta años y había sido conducido finalmente a aquel lugar. Por fin estuvimos todos reunidos, de acuerdo con la orden de prioridad. Era como si se hubieran dividido según la disposición acordada de antemano, o más bien guiados por el instinto. Fuera, apiñándose en la escalera, esperaban los hombrecillos de las colinas; no hubieran entrado gustosos bajo un techo. Dentro de la capilla, a mi derecha, estaba Lot, rey de Leonís, con su grupo de amigos y seguidores; a la izquierda estaba Cador y los que iban con él. Había unos cien más, apiñados en el pequeño espacio lleno de ecos, pero aquellos dos, el blanco Jabalí de Cornualles y el rojo Leopardo de Leonís, parecían enfrentarse mutuamente desde ambos lados del altar, con el voluminoso Amor entre ellos, vigilando desde la puerta. Entonces Antor, con Keu detrás de él, acompañó a Arturo y, a partir de entonces, no vi a nadie más que al muchacho. La capilla refulgía con el color y el brillo de las piedras preciosas y del oro. El aire era frío y fragante, olía a pino, a agua y a humo aromático. La agitación y los murmullos de la multitud llenaban el aire y sonaban como el chisporroteo de las llamas que se elevaban entre un montón de leña.
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Las llamas de las nueve lámparas refulgían y luego vacilaban. Las llamas se elevaban ahora de la piedra del altar; llamas que corrían por la hoja de la espada hasta que se ponía al rojo blanco. Tendía las manos sobre ella, con las palmas hacia abajo. El fuego lamió mi ropa, blanco a través de los dedos y de las mangas, pero sin quemar lo que tocaba. Era un fuego helado, el fuego convocado mediante una palabra procedente de las sombras, con el calor cauterizante en su corazón, donde yacía la espada. La espada yacía en sus llamas como una joya yace envuelta en lana blanca. «Quien tome esta espada...» Los caracteres rúnicos danzaban a lo largo del metal, las esmeraldas ardían. La capilla era un oscuro globo con un centro de fuego. La llama del altar lanzó mi sombra hacia arriba, gigantesca, hasta el techo abovedado. Oí mi propia voz que recorría la bóveda como la voz de un sueño. —Quien se atreva que coja la espada. Agitación, voces llenas de temor. Luego la voz de Cador: —Ésta es la espada. La conocería en cualquier parte. La vi en su mano, llena de luz. Es suya, Dios lo atestigua. Yo no la tocaría ni si me lo ordenara Merlín. Hubo gritos de: —Ni yo, ni yo... Y luego: —Que la coja el rey, que el Gran Rey nos enseñe la espada de Macsen. Finalmente, sola, la voz de Lot surgió hoscamente: —Sí. Que la coja él. Ahora lo he visto, por Dios, ahora lo he visto. Si es ciertamente suya, entonces es que Dios está con él y no conmigo. Arturo se adelantó lentamente. A sus espaldas el lugar estaba empañado, la multitud había retrocedido hacia las sombras, los murmullos y la agitación de su presencia no eran más que una brisa en los árboles del bosque. Allí, entre nosotros, la blanca luz refulgió y la hoja tembló. La oscuridad se llenó de relámpagos y chispas, una cueva de cristal de visión, llena de brillantes imágenes. Un ciervo blanco con un collar de oro. Una estrella fugaz en forma de dragón, arrastrando fuego. Un rey, intranquilo y deseoso, con un dragón de oro rojo que brillaba en el muro, detrás de él. Una mujer, vestida de blanco y ungida de realeza y, detrás de ella, entre las sombras, una espada erguida sobre un altar como una cruz. Un vasto círculo de piedras hincadas y enlazadas en una llanura batida por el viento, con la tumba de un rey en su centro. Un niño en mis manos una noche de invierno. Un grial, envuelto en telas, escondido en una oscura bóveda. Un joven rey coronado. Arturo me miró a través del latido y del relámpago de la visión. Para él sólo eran llamas, llamas que podían quemar o no; llamas que eran para mí. Esperó. No dudaba, no había perdido la confianza: tan sólo esperaba. —Ven —le dije suavemente—. Es tuya. Avanzó su mano entre la blanca llama y la empuñadura se deslizó en su puño, un puño para el cual había sido hecha hacía cientos y cientos de años. Lot fue el primero en arrodillarse. Supongo que era quien más lo necesitaba. Arturo lo levantó y le habló sin rencor ni cordialidad; eran las palabras de un soberano señor que es capaz de olvidar un pasado equivocado para ver un futuro recto. —Estos días, Lot de Leonís, no sería capaz de disputar con ningún hombre, y mucho menos con el señor de mi hermana. Comprenderás que tus dudas respecto a mí no tenían fundamento y tú y tus hijos me ayudaréis a guardar y a mantener la Gran Bretaña como debe ser. A Cador le dijo sencillamente: —Hasta que yo mismo tenga un heredero, Cador de Cornualles, lo eres tú. Con Antor habló largo rato; nadie oyó lo que dijeron y, al levantarlo, Arturo lo besó. Durante largo tiempo permaneció junto al altar, mientras los hombres se arrodillaban ante él y le juraban lealtad sobre la empuñadura de la espada. Habló con todos, con la
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sencillez de un muchacho y con la majestad de un rey. Entre sus manos, colocada como una cruz, Escalibor brillaba con su propia luz: el altar con sus nueve lámparas muertas estaba sumido en la oscuridad. Cuando todos hicieron su juramento, Arturo se retiró y la capilla se vació lentamente. A medida que el interior se aquietaba, el bosque circundante se llenaba de vida, de expectación y de ruido. Los hombres se reunían clamorosamente excitados, esperando a su rey. Traían los caballos del bosque y el claro se llenaba de antorchas, de pisadas y de agitación. Los últimos en retirarse fueron Mab y los hombres de las colinas; entonces el rey y yo quedamos solos, salvo por los guardias alineados contra el muro lleno de sombras. Lentamente, pues el dolor todavía envaraba mis huesos, rodeé el altar hasta llegar junto a Arturo. Era casi tan alto como yo. Los ojos que me miraban podían ser muy bien los míos. Me arrodillé frente a él y le entregué las manos. Pero él protestó y me hizo levantar. Me besó. —Tú no tienes que arrodillarte. Tú no. —Tú eres el Gran Rey y yo soy tu súbdito. —¿Y eso qué importa? La espada era tuya y los dos lo sabemos. No importa si tú te dices mi siervo, mi primo, mi padre, lo que quieras... Tú eres Merlín y yo no soy nada sin ti a mi lado —dijo, y entonces rió con toda naturalidad; la grandeza de la ocasión se acoplaba a él como la empuñadura de la espada en su mano—. ¿Qué has hecho con tu ropa de corte? Sólo tú eres capaz de llevar esa ropa tan vieja en una ocasión así. Te regalaré una túnica de tela de oro bordada con estrellas, como corresponde a tu posición. ¿La llevarás por mí? —Ni siquiera por ti. Sonrió. —Entonces ven así. Cabalgarás conmigo ahora, ¿verdad? —Más tarde. Cuando tengas tiempo para mirar a tu alrededor y buscarme, me encontrarás a tu lado. Escucha, ya están listos para llevarte al lugar que te corresponde. Es hora de marchar. Fui con él hasta la puerta. Las antorchas todavía ardían, si bien la Luna hacía tiempo que se había puesto y la última de las estrellas había muerto en el cielo matinal. La luz aumentaba, dorada y tranquila. Habían traído al semental blanco junto a la puerta. Cuando Arturo hizo el gesto de montar, no le dejaron: Cador, Lot y media docena de reyes menores le levantaron hasta la silla y por fin la esperanza de los hombres y su alegría se elevó entre los pinos con un gran grito. Así proclamaron rey a Arturo el joven. Saqué las nueve lámparas de la capilla. Cuando llegara la luz del día las llevaría adonde pertenecían, a las cuevas de las colinas huecas donde se habían retirado sus dioses. Todas habían sido volcadas y el aceite se extendía por el suelo. Con ellas iría el cuenco de piedra hecho añicos, y un montón de polvo y fragmentos procedentes del lugar en donde había surgido el fuego. Cuando retiré los fragmentos y el aceite derramado, vi que el tallado de la piedra había desaparecido. Eran los fragmentos que tenía yo, manchados de aceite. Lo único que había quedado era la empuñadura de la espada y una palabra. Barrí y limpié el lugar; lo dejé de nuevo arreglado. Me movía lentamente, como un hombre viejo. Todavía recuerdo cómo me dolía todo el cuerpo y cómo, al final, cuando volví a arrodillarme, mi vista se empañó y se oscureció como si todavía estuviera cegado por la visión o por las lágrimas. Las lágrimas, me mostraban el altar desnudo, sin las nueve luces que habían honrado a los dioses antiguos; sin la espada del soldado y sin el nombre del dios de los soldados. Lo único que quedaba era la empuñadura de la espada tallada, colocada en la piedra
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como una cruz, y las letras profundas y claras debajo de ella: AL INCONQUISTADO. FIN LA LEYENDA Cuando Aurelio Ambrosio era Gran Rey de la Gran Bretaña, Merlín, también llamado Ambrosio, trajo la Danza de los Gigantes de Irlanda y la instaló cerca de Amesbury, en Stonehenge. Poco después apareció una gran estrella en forma de dragón y Merlín, sabiendo que predecía la muerte de Ambrosio, lloró amargamente y profetizó que Úter sería rey bajo el signo del dragón y que de él nacería un hijo «de poderoso dominio, cuyo poder llegaría a todos los reyes que se extendían bajo el rayo (de la estrella)». A la Pascua siguiente, en la fiesta de la coronación, el rey Úter se enamoró de Ygerne, esposa de Gorlois, duque de Cornualles. Le dedicó extraordinarias atenciones, con gran escándalo de la corte; ella no se las devolvió pero su esposo, lleno de furor, se retiró de la corte sin previo aviso y regresó con su esposa y sus soldados a Cornualles. Úter, enfurecido, le mandó regresar, pero Gorlois se negó a obedecerlo. Entonces el rey, rabioso sin medida, reunió un ejército y marchó sobre Cornualles, quemando ciudades y castillos. Gorlois no tenía suficientes tropas para resistirle, por lo que instaló a su esposa en el castillo de Tintagel, el más seguro refugio, y él se preparó para defender el castillo de Dimilioc. Inmediatamente Úter sitió Dimilioc, manteniendo atrapados allí a Gorlois y sus tropas mientras buscaba algún sistema para entrar en el castillo de Tintagel y raptar a Ygerne. Al cabo de unos días pidió consejo a uno de sus familiares llamado Ulfino, quien le sugirió que mandara llamar a Merlín. Merlín, conmovido por el aparente sufrimiento del rey, prometió ayudarlo. Con su magia, cambió la apariencia de Úter por la de Gorlois, la de Ulfino por la de Jordán, el amigo de Gorlois, y la suya por la de Bretel, uno de los capitanes de Gorlois. Los tres cabalgaron hacia Tintagel y fueron admitidos por el portero. Ygerne, creyendo que Úter era su esposo el duque, le dio la bienvenida y lo aceptó en su cama. Así Úter estuvo con Ygerne aquella noche «y ella no pensó en negarle ninguno de sus deseos». Pero, mientras tanto, la lucha se había enzarzado en Dimilioc y, en la batalla, el esposo de Ygerne, el duque, resultó muerto. Llegaron mensajeros a Tintagel para notificar a Ygerne la muerte de su esposo. Cuando los mensajeros encontraron a «Gorlois» todavía vivo en apariencia, encerrado con Ygerne, se quedaron sin habla. Pero el rey les confesó el engaño y pocos días después se casó con Ygerne. Algunos dicen que Morcadés, la hermana de Ygerne, se casó el mismo día con Lot de Leonís, y que la otra hermana, el hada Morgana, fue encerrada en un convento en donde aprendió nigromancia y, más adelante, se casó con el rey Urién de Gorre. Pero otros aseguran que Morgana era la hermana de Arturo, nacida después de él en el matrimonio del rey Úter con Ygerne, su reina, y que Morcadas era también hermana suya pero no de la misma madre. Úter Pandragón reinó durante más de quince años, durante los cuales no supo nada de su hijo Arturo. Antes de que el niño naciera, Merlín habló con el rey. —Debes pensar en la educación de tu hijo. —Como tú quieras —contestó el rey—, hazlo. Así pues, en la noche de su nacimiento, el niño Arturo fue llevado a la verja trasera de Tintagel y entregado a Merlín, quien lo llevó al castillo del conde Ector o Antor. Una hermosa noche, allí Merlín bautizó al niño y le llamó Arturo y el conde Ector, o Antor, y su esposa lo adoptaron como hijo. Durante todo el reinado de Úter, el país fue amenazado constantemente por los sajones y por los celtas de Irlanda. Los dos jefes sajones que el rey había hecho
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prisioneros consiguieron escapar de Londres y huyeron a Germania, en donde reunieron un gran ejército que sembró el terror por todo el reino. Úter se vio aquejado por una grave enfermedad y designó a Lot de Leonís, que estaba prometido con su hija Morcadés, como su capitán en jefe. Pero cada vez que Lot hacía retroceder al enemigo, éste volvía con mucha más fuerza hasta que la tierra quedó devastada. Finalmente, Úter, aunque se encontraba gravemente enfermo, reunió a sus barones y les dijo que él mismo dirigiría los ejércitos; así, se construyó una litera para él y fue transportado a la cabeza de los ejércitos contra el enemigo. Cuando los jefes sajones supieron que el rey británico había tomado el campo contra ellos subido en una. litera, se burlaron de él diciendo que ya estaba medio muerto y que no conseguiría derrotarlos. Pero Úter había recuperado su antigua fuerza; se rió y gritó: «Me llaman el rey medio muerto y, en efecto, lo era. Pero prefiero conquistarlos de esta manera que ser conquistado por ellos y vivir con vergüenza.» Así pues, el ejército del rey venció a los sajones. Pero la enfermedad del rey se agravó y con ella aumentó el infortunio del país. Finalmente, cuando el rey estaba a punto de fallecer, apareció Merlín, se le acercó a la vista de todos los señores y pidió al rey que reconociera a su hijo Arturo como el nuevo rey. Así lo hizo Úter y luego murió; fue enterrado junto a su hermano Aurelio Ambrosio en el interior de la Danza de los Gigantes. Después de su muerte los señores de la Gran Bretaña se reunieron para encontrar a su nuevo rey. Ninguno sabía dónde estaba Arturo ni dónde podrían encontrar a, Merlín, pero pensaban que el rey sería reconocido por una señal. Merlín tenía una gran espada que, con su magia, había fijado en una gran piedra en forma de altar, con un yunque de acero en él; la piedra llegó flotando sobre el agua basta una gran iglesia de Londres y se instaló en el cementerio. En la espada había unas letras de oro que decían: «Quien levante esta espada de la piedra y del yunque, es el legítimo rey de toda Inglaterra.” Así pues, se celebró una gran fiesta y en esta fiesta todos los señores intentaron levantar la espada de la piedra. Entre ellos estaba Antor y su hijo Keu, que acompañaban a Arturo, el cual no tenía ni espada, ni blasón y les seguía como su escudero. Cuando llegaron a la justa, Keu se había olvidado su espada y mandó a Arturo que fuera a buscarla. Pero cuando Arturo llegó a la casa en donde se hospedaban, todo el mundo se había ido y las puertas estaban cerradas; impaciente cabalgó hasta el cementerio y levantó la espada de la piedra y la llevó a sir Keu. Entonces la espada fue reconocida, pero cuando Arturo demostró que él era el único entre todos los hombres que había podido levantarla de la piedra, hubo quienes gritaron contra él diciendo que era una gran vergüenza para ellos y para el reino aceptar como rey a un muchacho que no tenía sangre real, y que se llevaría a cabo una nueva prueba, en Candlemas. Así pues, en Candlemas todos los grandes del país se reunieron, y luego volvieron a, reunirse por Pentecostés, pero ninguno de ellos pudo levantar la espada de la piedra excepto Arturo. Pero todavía algunos señores se enfurecieron y no quisieron aceptarlo, hasta que, finalmente, la gente del pueblo gritó: «Queremos que Arturo sea nuestro rey, queremos proclamarlo sin más demora pues todos vemos que es la voluntad de Dios que él sea, nuestro rey, y mataremos a quien se levante contra él.» Así pues, Arturo fue aceptado por el pueblo alto y bajo, y todos los hombres, ricos y pobres, se arrodillaron ante él y le suplicaron su perdón por haberle hecho esperar tanto. Arturo los perdonó a todos. Entonces Merlín les dijo quién era Arturo, que no era un bastardo sino un hijo legítimo del rey Úter e Ygerne, engendrado tres horas después de la muerte del duque esposo de Ygerne. Así pues, el joven Arturo fue proclamado rey. NOTAS DE LA AUTORA Como su predecesora La Cueva de Cristal, esta novela es un trabajo de imaginación, si
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bien está firmemente basada en la historia y en la leyenda. Quizá no igual en ambas: se sabe tan poco de la Gran Bretaña del siglo v (el principio de la Edad de las Tinieblas), que hay que depender casi tanto de la tradición y las conjeturas como de los hechos. Personalmente, me gusta creer que cuando la tradición es tan persistente —y tan inmortal como las historias de la leyenda artúrica—, debe haber un grano de realidad detrás de cada una de las más extrañas historias que se han reunido alrededor de los hechos centrales de la existencia de Arturo. Es interesante interpretar estas leyendas, a veces fantásticas y disparatadas, y convertirlas en una historia que tenga cierta coherencia como experiencia humana y realidad imaginativa. En Las Colinas Huecas he intentado escribir una historia que se baste a sí misma, sin referencias a su predecesora, La cueva de cristal, ni tampoco a las notas explicatorias que siguen a continuación. En efecto, sólo he añadido estas notas en beneficio de los lectores cuyo interés vaya más allá de la novela en sí, pero que no estén suficientemente familiarizados con las ramificaciones de la leyenda artúrica para seguir el pensamiento hasta más allá de algunas partes de mi historia. Estas notas pueden proporcionarles el placer de trazar por sí mismos las bases de ciertas ideas y los orígenes de ciertas referencias. En La Cueva de Cristal basé mi historia primordialmente en la «historia» relatada por Geoffrey de Monmouth(*), que es la base de la mayor parte de los relatos posteriores acerca de «Arturo y su corte», pero fijé la acción sobre el panorama del siglo V romanobritánico, que es el ambiente real de todo cuanto conocemos sobre los hechos de Arturo(**). No fijé fechas pero seguí algunas autoridades que postulan el nacimiento de Arturo alrededor del año 470. La historia de Las Colinas Huecas cubre los desconocidos años entre esta fecha y el levantamiento del joven Arturo como caudillo o jefe de guerra (dux bellorum), o, como dice la leyenda de más de mil años, como rey de la Gran Bretaña. Lo que me apetecía reconstruir aquí eran los hilos que había tejido para contar la historia de un período de la vida de Arturo que la tradición apenas cita y que la historia no cita en absoluto. Que Arturo existió parece cierto. No podemos decir lo mismo acerca de Merlín. «Merlín el mago», como le conocemos, es una figura creada casi enteramente mediante canciones y leyendas; pero de nuevo pienso que para que una leyenda persista a través de los siglos, debió existir algún hombre de poder cuyas habilidades parecieron milagrosas en sus tiempos. Aparece en la leyenda primeramente como un joven que ya poseía extraños poderes. Sobre su historia relatada por Geoffrey de Monmouth, yo he construido un carácter imaginario que, a mi parecer, compendia el tiempo de confusión y búsqueda que llamamos los Siglos Oscuros. Geoffrey Ashe, en su brillante libro From Caesar to Arthur(***), describe esta «multiplicidad de visión»: Cuando el cristianismo prevaleció y el paganismo céltico se convirtió en mitología, muchas de sus creencias permanecieron. Las aguas y las islas retuvieron su magia. Los espíritus de los lagos volaban de un lado a otro, los héroes viajaban en extrañas barcas. Las colinas encantadas se convirtieron en colinas mágicas pertenecientes a gente mágica de un paralelismo difícil de encontrar en otras naciones. Reinos invisibles se cruzaban con los visibles y entre ellos había sistemas secretos de comunicación y acceso. Las hadas y los héroes, los antiguos dioses y los semidioses, se codeaban con los espíritus de los *
* Historia de los reyes de Britania. Introducción de Luis Alberto de Cuenca (Madrid, Siruela, 1984). Véase Roman Britain and the English Settlements. R. G. Collingwood y J. N. L. Myres (Oxford, 1937). Celtio Britain. Nora K. Chadwick, vol. 34 en las series Ancient Peoples and Places, ed. Glyn Daniel (Tharnes and Hudson 1963). *** Publicado por Collins, 1960. Véase también The Quest for Arthur's Britain, ed. Geoffrey Ashe (Pall Mall Press, 1968). **
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muertos en confusión calidoscópica... Todo se volvía más ambiguo. Así pues, mucho tiempo después del triunfo del cristianismo, continuaban existiendo colinas mágicas. E incluso aquellas en que no había túmulos eran consideradas como el cielo por las almas sin sepultura... Había santos de cuyos milagros se hablaba; pero milagros similares habían sido hechos no hacía mucho por dioses identificables. Había castillos de cristal en donde yacían los héroes hechizados; había tierras encantadas a las que se llegaba por mar o por pasajes del interior de la tierra... Viajes y hechizos, combates y prisioneros: tema por tema, la imaginación céltica se articulaba en historia. Y todos los episodios pueden ser considerados como hechos, como imaginación, como alegorías religiosas, o como las tres cosas a la vez. Merlín, el narrador de Las Colinas Huecas, el «encantador» y curandero dotado con la Visión, es capaz de mover los diferentes mundos a voluntad... Y puesto que la leyenda de Merlín está vinculada con las cuevas de cristal, con las torres invisibles, con las colinas huecas en donde ahora duerme para siempre, yo le he visto como el vínculo entre los dos mundos; el instrumento mediante el cual, como dice él mismo, «todos los reyes serán un solo rey y todos los dioses un solo Dios». Por eso renunció a su propio interés y a su deseo de normal virilidad. Las colinas huecas son el punto físico de entrada entre este mundo y el Otro Mundo, y Merlín es su duplicado humano, el lugar de encuentro entre los mundos de los hombres, de los dioses, de los animales y de los espíritus. Una fusión entre el mundo real y el de fantasía puede verse en la figura de Máximo. Magnus Maximus, el soldado que soñaba un imperio, fue una realidad; mandó en Segontium hasta la época en que cruzó la Galia en su vano intento de poder. «Macsen Wledig» es una leyenda, una de las historias célticas que volverían a surgir posteriormente en la Búsqueda del Santo Grial. En esta novela, he vinculado los hechos del gran precursor de Arturo y su sueño imperial con los episodios de la espada de la leyenda artúrica, y les he dado la forma de historia novelada. El relato de la «espada de Máximo» es de mi invención. Sigue el arquetípico modelo de «buscar y encontrar» del cual la Búsqueda del Grial, que más tarde se vinculó a la leyenda artúrica, es sólo un ejemplo. Las historias del Santo Grial, que lo identifican con el copón de la Última Cena, son relatos del siglo XII cuya mayoría de elementos han sido modelados según historias célticas; de hecho, tienen elementos aún más antiguos. Estas historias del Grial tienen algunos puntos en común, cambian algunos detalles pero son casi siempre constantes en forma y en idea. Generalmente hay un joven desconocido, el bel inconnu, educado entre los salvajes, que ignora su nombre y su parentesco. Deja su hogar y cabalga y en busca de su identidad. Llega a una Tierra Devastada mandada por un rey impotente; hay un castillo generalmente en una isla, al cual el joven llega por casualidad. Llega hasta él en una barca perteneciente a un pescador real, el Rey Pescador de las Leyendas del Grial. El Rey Pescador a veces se identifica con el rey impotente de la Tierra Devastada. El castillo de la isla pertenece a un rey del Otro Mundo y en él el joven encuentra el objeto de su búsqueda, a veces el Grial o una lanza, a veces una espada, rota o entera. Al final de la búsqueda el joven se despierta junto al agua con su caballo atado cerca de él, y la isla se ha hecho de nuevo invisible. A su regreso del Otro Mundo, en la Tierra Devastada se restaura la paz y la fertilidad. En algunos relatos figura un ciervo blanco, con collar de oro, que guía al joven a su destino. Para más referencias, véase Arthurian Literature in the Míddle Ages, de varios autores, editada por R. S. Loomis (Oxford University Press, 1959); y The Evolution of the Grail Legend, por D. D. R. Owens (University of St. Andrews Publications, 1968). ALGUNAS NOTAS BREVES MÁS Segontium. Geoffrey de Monmouth, en la Vita Merlini, nos habla de copones hechos
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por Weland el Herrero, en Caer Seint (Segontium), que fueron entregados a Merlín. Hay también otra historia de una espada hecha por Weland que fue entregada a Merlín por un rey galés. Hay una breve referencia en las crónicas anglo-sajonas del año 418. «En aquel año los romanos reunieron todos los tesoros que había en la Gran Bretaña y los escondieron debajo de la tierra para que nadie pudiera encontrarlos, mientras que parte de estos tesoros fueron trasladados a la Galia.» Galava. La mayoría de las leyendas sitúan al rey Arturo en las tierras célticas del oeste, Cornualles, Gales o la actual Bretaña. En esto he seguido las leyendas. Pero hay una evidencia que apoya otra poderosa tradición de Arturo en el norte de Inglaterra y en Escocia. Por eso esta historia se mueve hacia el norte. He situado el tradicional «Sir Amor del Bosque Salvaje» (que educó al joven Arturo) en Galava, el moderno Ambleside en el actual distrito de los lagos. Me he preguntado a menudo si «las fuentes de Galabes (fontes Galabes) en donde él (Merlín) fue encantado» podían identificarse con la Galava romana, o Calaba. (En La cueva de cristal le di una interpretación diferente. Los romanceros medievales hablan del gigante «Galapas», una versión del viejo guardián de la fuente.) La adopción de Arturo por Amor y el alojamiento de Beduier en Galava son factibles; en Procopio encontramos que, en tiempos pasados, los hijos de buenas familias se educaban en otros hogares. En cuanto a la «capilla verde», una vez inventado un santuario en el Bosque Salvaje, no pude resistir la tentación de llamarlo la Capilla Verde, de acuerdo con el poema medieval sobre Arturo de Sir Gawaine y el Caballero Verde, situado en algún lugar de la comarca de los lagos. La Muralla de Ambrosio. Es la Wansdyke, o Dique de Madera, así llamado por los sajones, que la consideraron un trabajo de los dioses. Va desde Newbury hasta el Severn, y todavía se pueden seguir partes de ella. Probablemente fue construida entre el año 450 y el 475, y por eso la he adscrito a Ambrosio. Caer Bannog. Este nombre, que en antiguo celta significa «el castillo de los picos», es mi interpretación de los diferentes nombres —Carbonek, Corbenic, Caer Benoic, etc.— que se dan al castillo en donde el joven encuentra el Grial. Hay una leyenda celta en la cual Arturo encuentra un caldero (vasija mágica o grial) y una maravillosa espada perteneciente a Nuadda o Llyd, rey del Otro Mundo. Cei y Bedwyr (o Keu y Beduier). Son los compañeros de Arturo en la leyenda. Keu era el hijo de Antor y fue el senescal de Arturo. El nombre de Bedwyr fue más tarde medievalizado por el de Bedivere (y españolizado como Beduier), pero en sus relaciones con Arturo parece ser el original de Lancelot. Ver la referencia a la guenhwyvar (sombra blanca: guinevere) que pasa cruzando entre los dos muchachos (véase pág. 290). Cador de Cornualles. Cuando Arturo murió sin descendencia, se dice que dejó su reino al hijo de Cador. Morgause (o Morcadés). Sobre el involuntario incesto de Arturo con su hermana hay una gran confusión de leyenda. La historia más usual es que Arturo se acostó con su media hermana Morcadés, esposa (o amante) de Lot, y engendró a Mordred, que sería su perdición. Su propia hermana Morgana (o Morgian), se convirtió en «el hada Morgana», la hechicera. Se dice que Morcadés tuvo cuatro hijos de Lot, que más tarde fueron devotos seguidores de Arturo. Eso no parece muy creíble si Arturo se había acostado con ella cuando ya era la esposa de Lot; por eso he seguido mi propio camino entre la confusión de las historias, con la sugestión de que a Morcadés, después de dejar la corte, le falta tiempo para quitar el lugar de su hermana como reina de Lot. Creo que en el siglo v había un convento cerca de Caer Eidyn (Edimburgo), en Lothian (Leonís en las leyendas posteriores) en donde Morgana podría haberse retirado. Este lugar sería la «casa de las brujas» o de «mujeres sabias» de la leyenda, y es tentador suponer que Morgana y sus monjas salieron de allí para recoger a Arturo y cuidarlo después de su última batalla contra Mordred, en Camlann. Coel, rey de Rheged, es el original del viejo rey Colé de las canciones de cuna. Se ha
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dicho que Hueil, uno de los diecinueve hijos de Caw de Strathclyde, no gozaba del favor de Arturo. Otro de los hijos, Gildas el monje, parece que devolvió este desfavor. Fue él quien escribió en 540 La caída y conquista de Britania sin mencionar ni una sola vez el nombre de Arturo, si bien hace referencia a la batalla de Badon, la última de las doce grandes batallas de Arturo, en la cual destruyó al poder sajón. Por el tono del libro de Gildas, hay que inferir que, si Arturo era cristiano, su cristianismo no fue más allá de su propio interés. En cualquier caso, no era amigo de los monjes. Escalibor fue posteriormente el nombre romántico de la espada Caliburn o Escalibor. El blanco era el color de Arturo; su perro blanco, Cabal, tiene un lugar en la leyenda. El nombre de su caballo, Canrith, significa «fantasma blanco». Por estas notas se verá que cualquier episodio de mi historia, —para citar de nuevo a Geoffrey Ashe— puede «tomarse como hecho, o como imaginación, o como alegoría religiosa, o como las tres cosas a la vez». Noviembre 1970-Noviembre 1972 Mary Stewart FIN
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