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Bitácora global Título: ¿Parta qué sirve la historia? Conferencia pronunciada en Espacio_y, el 26 de agosto de 2004. Autor: Mario Aiscurri. Historiador. Autor de ¡Que vivan los perejiles! Derechos: del autor Volver al Sitio: Principal Ensayo Autores
¿Para qué sirve la Historia? Hay una vocación, tan misteriosa como inexplicable: cuando alguien reflexiona sobre algo en particular, procura remontarse al origen de su objeto. Esto puede verificarse en lugares y temas tan dispares como en el manual de usuario de algún software o en un estudio de sintaxis estructuralista. ¿Por qué ocurre esto? ¿Por qué este recurso a la historia perpetrado por legos que intentan explicar por el origen su saber y sólo logran distraernos en pintorescos relatos que no explican nada? El fenómeno es muy frecuente lo que indica, por lo menos, la existencia de una necesidad. ¿Puede ésta explicarse? No es el tema de esta charla, sólo pretendo subrayar la habitualidad del recurso y enmarcar mis reflexiones en una fenómeno evidente que funciona como sustitución de un atributo de utilidad más convincente. ¿Existe un atributo de utilidad más convincente? Para andar el camino de esta búsqueda de respuestas debo decir, en primer lugar que tal vez lo que no sirva es la pregunta inicial, y aún esta última que acabo de formular. ¿Por qué todo debiera responder a un valor utilitario como ellas sugieren? Puedo dar una respuesta inmediata, pero no los va a dejar satisfechos. Si conocerse a uno mismo es más útil que resolver los problemas exteriores con eficacia, eficiencia y economía; la historia es una de las ciencias más grávidas de utilidad. Pero Occidente no concibe así la utilidad. Toda herramienta está dotada de utilidad reconocible, si ha servido a la concreción de una finalidad, como haber enriquecido sistemáticamente a alguien o haber obtenido la definición de una legalidad científica que siempre se cumple en condiciones similares. Con esto, el auto conocimiento queda excluido como medida de utilidad porque no permite ni lo uno ni lo otro. No es que la historia no pueda ser útil para ganar unos mangos (algunos éxitos editoriales y algunas películas concebidas en el marco de una
reconstrucción histórica precisa parecen demostrarlo –hablo, por ejemplo, de “El León en invierno” y no de “Troya”-). Lo que difícilmente ocurra es que logre enriquecer a una persona, sobre todo si es un historiador profesional... y, de la legalidad científica, mejor no hablemos. Por algo el gran maestro francés Lucien Febvre no dice que la historia sea una ciencia, sino que se trata de un conocimiento científicamente elaborado (Combates por la Historia, Ariel, pp. 40). Ocurre que la legalidad que se adquiere desde este conocimiento sólo es válida para el objeto que se estudia, y sólo desde la perspectiva desde la que se estudia (la pregunta concreta que se formula) y desde el momento en que se realiza el estudio. Es muy difícil asir ese conocimiento construido científicamente de modo que sea aplicable a otros objetos y pueda acumularse con otros conocimientos, entre otras cosas, porque el pasado no se presenta inalterable y cada presente lo observa desde una perspectiva diferente. El pasado se revela en toda su vitalidad a partir de la vitalidad del ojo que lo mira; pero cuando el ojo cambia, el pasado cambia. Antes de desarrollar estas imposibilidades de lograr algún asidero que quizás debamos dejar para las preguntas (digo, esto de que el pasado se modifica permanentemente), sería oportuno enfocar el tema no ya en la pregunta llana que titula la charla, sino una más accesible: ¿para qué han creído los hombres que sirve la historia? Desde que el historiador griego Tucídides encaró su libro Historia de la guerras del Peloponeso con la vocación de encontrar cierta regularidad en las conductas políticas de los seres humanos, una larga tradición asienta sus reales en la pretensión de tomar la historia como maestra de la vida. La formulación más acaba y cercana de esta tradición lo constituye el materialismo histórico ortodoxo (hoy más dogmático que ortodoxo). Para esta formulación teórica, el conocimiento de la historia científica, entre otros conocimiento de similar calaña (científicos, digo), apoya la pretensión política “comunista” (así se consideró Carlos Marx a sí mismo a partir de 1848) de que la clase trabajadora (clase en sí) tomara conciencia de su lugar en las relaciones de producción y buscara cómo modificarlas (clase para sí, clase revolucionaria). Las disquisiciones teóricas, con su enorme aporte a la economía política, no han podido, sin embargo, ayudar a nadie a prever el futuro y a plantear una actitud científica frente a la vida política que permitiera modificar inexorablemente el curso de la historia hacia un destino prefijado. Es más, aún en las características de la vida cotidiana, la clase trabajadora siguió viviendo con prescindencia de esa toma de conciencia que los marxista clásicos consideran un triunfo del engaño ideológico con que los burgueses han dominado a los trabajadores. Si los trabajadores no se comportan científicamente, ¿es porque no puede salir del engaño de la ideología del dominador o porque es falsa la expectativa en la utilidad de
esos conocimientos científicos, entre ellos los de la historia, en dirección a alimentar esa conciencia de clase para sí? Además de esta tradición milenaria, quiero señalar otra que se ha caracterizado, en un tiempo mucho más reciente, por una búsqueda denodada de utilidad en el conocimiento científico de la historia. Para reflexionar sobre ello, voy a seguir algunas reflexiones que Alejandro Cataruzza volcó en el artículo “La historia en tiempos difíciles”, publicado en 2002 en la revista Todavía de la Fundación OSDE (hay una versión digital en internet en www.osde.com.ar). El auge de constitución de los Estados nación (entre las últimas décadas del siglo XIX y buena parte del XX) dio una utilidad a la historia y el historiador. Era necesario legitimar un presente (como el productor del manual de informática al que aludimos al principio) y el Estado nación en bullente consolidación encontró en la fría calidad de la historia científica el elemento que necesitaba para cristalizarse. El historiador, pagado por ese Estado que mantenía las universidades y academias donde se producía esa “historia científica”, encontró un lugar social prestigioso y un justificación de su oficio. Se transformó en el Cancerbero de la formación de la “conciencia nacional”, la que era volcada principalmente en el aparato educativo y publicitario que el mismo Estado desarrollaba con vocación hegemónica. Aquí quiero hacer una digresión para señalar una paradoja. La tradición política conocida con nacionalismo en la argentina, se vio fuertemente asociada a esta manera de formular el conocimiento histórico. Sólo que se vio a sí misma como una oposición al régimen oligárquico, cuando en realidad surgió en el seno mismo de la oligarquía (desde su vertiente más conservadora) y se propuso reforzar la identidad nacional escribiendo una historia nacional, del mismo modo en que lo hiciera Mitre, su supuesto adversario principal, quien fue el gran inventor de la Nación Argentina. Dice Alejandro: “Los fenómenos a los que aludimos fueron particularmente visibles en Europa, pero tuvieron lugar también en América Latina, con características específicas. En la Argentina, la gran inmigración de fines del siglo XIX y comienzos del XX hizo que muchos de los esfuerzos nacionalizadores estuvieran destinados a los extranjeros, y en particular a sus hijos. En el cruce de todos estos procesos, iba consolidándose la certeza de que la investigación en historia, su enseñanza y la celebración ritual del pasado tenían un sujeto privilegiado y un objetivo claro: se trataba de escrutar y honrar el pasado de la nación, para fomentar entre tantos hombres el sentimiento de pertenecer a ella. La historia profesional se
constituía como una empresa simultáneamente científica y patriótica, y los historiadores que formaban en sus filas se planteaban dirigir la enorme misión, tan funcional a los intereses estatales, de crear o consolidar la llamada "conciencia nacional".” Hoy, esa producción historiográfica nos parece, en el mejor de los casos, ingenua y reconocemos en ella el discurso legitimador de una clase social dominante que asoció su porvenir al control de Estado. La visión crítica de estas formulaciones, cuyos últimos tramos hemos recibido como alumnos los hombres y mujeres de nuestra generación, suele llenarnos de escepticismo, tal vez porque aquella clase dominante ha dejado de conducir al país desde hace tiempo y se llevó con ella el destino de la Nación y ambos, aparentemente, no ha sido reemplazados por nada (ambos, quiero decir, oligarquía y Nación Argentina). En rigor, debo decir que la agonía del régimen oligárquico se prolongó hasta fines del siglo XX, cuando la apuesta del peronismo histórico a la construcción de un sucedáneo (primero el Ejército, luego una burguesía nacional industrial), se encontró con tropiezos difíciles de superar. Con el correr del siglo XX, ha ocurrido también que los historiadores se han ido distanciado de esa vocación explicativa de la conciencia nacional y han puesto su mirada sobre otros objetos, como es el fuerte desarrollo de la historia social desde mediados de siglo que se ha ocupado por dar cuenta de, por sólo poner un ejemplo, la vida privada de los hombres comunes. La situación crítica de esta historia ‘útil’ se complica con el desarrollo de expresiones historiográficas por fuera del mundo académico. Porque ocurre que, aunque esta historia justificadora parece haber entrado en la vía muerta de su ocaso, la demanda social de una visión articulada en el tiempo de una identidad nacional parece existir como una vocación popular difusa, pero persistente. Dice Alejandro Cataruzza al respecto: “Por fuera del mundo de la historia profesional, circula también una creencia más general y más profunda, que en parte se alinea con las posiciones historiográficas tradicionales. Ella postula que los programas políticos o los modelos de organización social son más legítimos por ser más "nuestros", y más legítimos y más nuestros si logran inscribirse en una tradición nacional que suele remontarse a Mayo de 1810, o incluso a algún momento más lejano.” El autor nos presenta aquí un dilema difícil de sortear, esto es la separación de los caminos entre el mundo académico y la necesidad social que demanda una historiografía determinada. Siempre hemos sostenido que la sabiduría popular contiene elementos de conocimientos positivamente valorables (aún
en la esfera de la intuiciones y actitudes políticas). También, que en el ámbito académico un observador distante puede equivocarse con más frecuencia que quien está en contacto cotidiano con la realidad. Esto era especialmente evidente en la terquedad del materialismo histórico ortodoxo por señalar las equivocaciones de los actores frente al purismo virtuoso de sus formulaciones teóricas. Esto ya no es tan evidente en nuestros días. Los marxistas ya no desprecian la subjetividad generada en la superestructura ideológica. Ahora es diferente, sencillamente porque el objeto que se pretende poner en custodia de los historiadores parece haber perdido el rumbo. No hay una clase o sector social o corporación institucionalizada que asocie su destino al del Estado y este, en la Argentina, jamás ha podido construirse desde la abstracción hegeliana que actúa como formulación teórica básica (como lo reconoce Jorge Luis Borges en su “Historia del tango”, capítulo de Evaristo Carriego). En la demanda comunitaria de una historia científica nacional, se percibe la misma limitación que en la pérdida del rumbo social que se expresa claramente en el formato del discurso político. Debates inconciliables que no generan pensamiento crítico, sino acciones espasmódicas capaces de provocar catástrofes tales como la brutal salida de la convertibilidad (sólo por poner un ejemplo tan reciente como angustioso). A esta altura Alejandro Cataruzza, se formula una pregunta: “Si, como venimos sugiriendo, los historiadores no pueden ofrecer un registro de aquello que constituye el núcleo originario e inmutable de la nacionalidad, dado que tal cosa no existe, ni tampoco pueden sugerir cuál era el "mandato" de determinado prócer, ya que no lo hubo, ¿qué es lo que pueden ofrecer?” “Algunos historiadores entendemos que la historia que puede ser útil en estos tiempos es, sobre todo, un modelo de pensamiento crítico.” Y concluye: “Una reflexión sobre estos aspectos me parece, hoy, imprescindible, y su puesta en práctica podría tener efectos en muchos ámbitos. Por una parte, reabriría la oportunidad para que los historiadores que creemos que nuestros procedimientos entrenan en el ejercicio del juicio crítico sobre la realidad volviéramos a actuar allí, en la sociedad; ése es un horizonte que nunca debimos haber abandonado si, como es mi convicción, la condición de historiador es sólo uno de los modos de ser del intelectual... Si el mundo de la cultura y aun la sociedad reclamaran de la historia algo más,
probablemente saldrían a la luz los trabajos ya disponibles de muchos historiadores, que difícilmente contribuyan a la consolidación de una identidad colectiva, pero que bien pueden ayudar en la explicación de algunos aspectos decisivos de la crisis actual.” Vuelvo al lo primero que dije: si conocerse a uno mismo es más útil que resolver los problemas exteriores con eficacia, eficiencia y economía; la historia es una de las ciencias más grávidas de utilidad. A la manera de conclusión quiero señalar algunas utilidades concretas con las que nos hemos topado en la vida, desprendiéndose de esta utilidad por el auto conocimiento: •
Desarrollo del espíritu crítico general que permite discriminar las convicciones razonables de los dogmatismos raquíticos. Reconocimientos de los grises. Un ejemplo: hay una larga tradición que identifica el peronismo con el fascismo, lo que lleva de suyp considerarlo antisemita. ¿Cómo se explica desde allí que el rabino Blum haya sido sancionado por defender la legitimidad del gobierno de Perón el 17 de octubre de 1955 en un culto en el templo de la calle Paso?
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Reconocimiento del propio lugar en el presente que permite relativizar la conciencia tanto los logros y realizaciones como los fracasos de las etapas exitosas en nuestra vida social y política, a través de un mayor ajuste de nuestra subjetividad con la realidad. El ejemplo más claro es la falta de conciencia de la regularidad de los ciclos económicos en los sectores dirigentes argentinos. La crisis de 1890 fue una inesperada herida narcisista en la mentalidad de una oligarquía que creía haber llegado a un lugar inmutable de éxito permanente. Pérez Amuchástegui (Mentalidades Argentinas) llamó “farolería” a esta actitud de creer haber llegado a donde se desea marchar. El fenómeno se repitió muchas veces en nuestra historia. El caso más reciente es la idea de haber alcanzado el “Primer mundo” de manera definitiva, antes los resultados de las medidas económicas tomadas en la primera mitad de los años noventa.
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Reconocimiento del propio lugar en el tiempo que permite reconocer qué tradiciones están vivas y cuáles, muertas. Es muy frecuente una historiografía puesta al servicio de cerrar las tradiciones en el pasado y acomodarlas en vitrinas de museos estáticos. En la historia del tango, por ejemplo, la exclusión de Piazzolla era un clásico. La tradición no era vista como una trayectoria que se enriquece, sino como un compacto muerto y conservado en el pasado y libre de los temores que produce la innovación. Sin embargo, si algo ha caracterizado al
tango ha sido, y seguirá siendo, su capacidad para reinventarse de manera constante. •
Reconocimiento de una identidad asociada a la vida y no a un objeto exterior, asociada a la comunidad concreta en que nos desarrollamos y no a una estructura abstracta ideada en los laboratorios de la “ciencia”. Por poner un ejemplo: los argentinos festejando el triunfo en el mundial de 1986 en la Quinta Avenida de New York ha sido un hecho verdaderamente impactante en su contenido sentimental que no ha sido valorado adecuadamente.
Quizás lo más importante sea que este espíritu crítico nos puede llevar a reconocernos como los argentinos y no los ciudadanos de la Nación Argentina en un mundo grávido por construir nuevas subjetividades.
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