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2000 – Copyright www.elaleph.com Todos los Derechos Reservados
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I UN SEÑOR APUESTA QUE COMETERÁ UN CRIMEN Y NO LO DESCUBRIRÁN -¡ Jack Barnes no llega nunca tarde! -Sin embargo, llega usted en el último instante -replicó el empleado del sleeping-car, que había tendido la mano para ayudar a Mr. Barnes en su esfuerzo desesperado por subir al expreso de media noche, cuando éste salía ya de la estación de Boston. -No le aconsejo a usted que suba con frecuencia al tren cuando ya está en marcha. -Gracias por el buen consejo y por la ayuda. Tome usted su propina. Lléveme a mi cama, porque estoy muerto de cansancio. -Departamento número 10: por aquí, derecho, señor. Todo está preparado. Al entrar Mr. Barnes en el coche no vio a nadie. Si había otros viajeros, debían estar acostados. Y él mismo, a los pocos minutos, golpeaba con la mano dos saquitos de plumas, y los colocaba el uno sobre el otro, tratando en vano de transformarlos en almohadas. Había dicho al empleado que estaba 3
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muerto de cansancio, lo que era cierto y razón suficiente para que se hubiera dormido inmediatamente; pero su espíritu parecía, por el contrario, estar en singular actividad, y el sueño es en esas circunstancias imposible. Mr. Barnes -Jack Barnes, como se llamaba él mismo, -era detective y figuraba entre, los más hábiles de Nueva York, donde dirigía una agencia secreta fundada por él. En ese momento, acababa de terminar algo que en su concepto era una obra maestra y le causaba gran satisfacción. Se había cometido en Nueva York un robo importante, y habiendo recaído las sospechas mejor fundadas sobre un joven, éste había sido arrestado inmediatamente. La prensa entera del país había juzgado y condenado al acusado durante días, mientras que Mr. Barnes salía sigilosamente de la metrópoli, doce horas antes de que le encontráramos en el tren de Boston, y las personas que, según la costumbre tan corriente, leían los diarios al mismo tiempo que comían el roast-beef, veían con asombro que el acusado era inocente y que el hábil Jack Barnes había capturado al verdadero criminal, y recuperado del mismo golpe la suma robada, que ascendía a treinta mil dólares. El detective había perseguido al criminal de ciudad en ciudad, vigilándolo día y noche, guiado en su pesquisa por un indicio ligero, pero en el que tenía fe. Y después de haberlo hecho encerrar en la prisión de Boston, iba a Nueva York en busca de los papeles necesarios. Como había dicho, estaba cansado; pero, no obstante su necesidad de reposo, persistía en resumir mentalmente todos los detalles del proceso de raciocinio que le había conducido al esclarecimiento del 4
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misterio. Y estaba despierto, tendido en la cama alta, cuando llegaron a sus oídos estas palabras: -Si yo supiera, que ese Barnes me seguía la pista, me entregaría inmediatamente. Aquello prometía ser el principio de una conversación divertida, y como Mr. Barnes no podía dormir, se preparó a escuchar. Su gran experiencia de detective le había hecho olvidar desde hacía largo tiempo los argumentos en pro y en contra de los que se ponen a oír lo que hablan los demás. La voz que le había llamado la atención no sonaba muy alto, pero él tenía, un oído bastante fino. En el acto comprendió que aquella voz salía de la cama vecina, departamento número 8. Otra voz replicó: -No dudo que usted se entregaría, pero yo no. Usted exagera la actividad del detective moderno. Para mí sería un verdadero placer verme perseguido por uno de ellos. ¡ Podría con tanta facilidad burlarme de él, y eso me divertiría tanto! El segundo interlocutor tenía una voz armoniosa y pronunciaba con mucha claridad aunque sin alzar la voz. Mr. Barnes levantó la cabeza con circunspección y arregló sus cojines de manera de tener el oído pegado al tabique. Enseguida se dio cuenta de que así podía seguir bien la conversación, que continuó de esta manera: -Pero fíjese usted en la manera como ese Barnes ha perseguido a Pettingill día y noche hasta prenderlo. En el momento en que el individuo se creía seguro, cayó en la red. ¡Tiene usted que convenir en que el golpe fue magnífico! 5
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-iOh, sí! Bastante bueno en su clase; pero en ese asunto nada había de particularmente «artístico». No quiero decir con esto que el detective merezca reproches: la culpa es del criminal. Sin embargo, Mr. Barnes se había aplicado ese mismo adjetivo de «artístico» al cementar su conducta en aquella ocasión. El hombre continuó: -El crimen era en sí mismo antiartístico. Pettingill se ha portado torpemente, y Barnes ha tenido la suficiente inteligencia para ver, por decirlo así, el defecto de la coraza, de modo que con su experiencia y destreza para estos casos el resultado que ha obtenido era inevitable. -Me parece que, o usted no ha leído el relato del asunto o no aprecia debidamente la obra del detective. ¡Cómo! ¡La única prueba que tenía era un botón! -¡Ah! Sólo un botón; pero ¿qué botón? En eso se ve que el criminal no era artista, pues no debió perder el botón. -Supongo que sería un accidente imprevisto por él. Una de las exigencias del crimen, tal vez. -Justamente; y esos pequeños accidentes, siempre imprevistos, puesto que siempre ocurren, son los que hacen caer en prisión a un número tan grande de criminales y proporcionan a nuestros detectives un renombre tan fácil. He ahí la síntesis de la cuestión. La partida no es igual entre el criminal y el detective. -No comprendo adonde quiere usted ir a parar. -Voy a darle a usted una conferencia sobre el crimen. ¡Escuche usted atentamente! En los asuntos ordinarios combaten dos inteligencias: el profesional lucha con sus 6
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iguales, y si quiere vencer en la carrera hacia la fortuna, debe demostrar mayor inteligencia que los demás. El comerciante está en competencia con otros comerciantes tan inteligentes como él, y así les pasa a todos, desde el juez hasta el cerrajero, desde el sacerdote hasta el pintor de puertas. El pensamiento se refina con el roce de las inteligencias, y de esa manera progresa honradamente la ciencia de la vida. -¿ Qué tiene eso que ver con la clase de los criminales? -Un momento. Permita usted siempre al filósofo instruirlo a su manera... El caso del criminal es diferente: éste lucha contra sus superiores. Los de su clase no combaten contra él, son más bien sus socios, sus compadres, tratamiento que se dan con frecuencia; pero contra el detective que representa la sociedad y la ley, no tiene más arma que su propio esfuerzo. Ningún hombre, en mi opinión, es criminal por placer, y eso es lo que hay de inevitable dentro del crimen, que facilita el descubrimiento de éste. -¿De manera que todos los criminales deberán ser descubiertos? -Todos, y el hecho de que no lo sean es un poderoso argumento contra nuestro detective, pues todo criminal, puede usted asegurarlo, obra bajo el impulso de la necesidad, y en eso está la posibilidad de su derrota. Usted podrá argüirme que un ladrón experto traza anticipadamente sus planes, y una vez que premedita su crimen, debería estar en aptitudes de tomar las precauciones necesarias para no dejar detrás de sí indicios reveladores. Y sin embargo, eso sucede rara vez, porque con frecuencia, si no siempre, ocurre algo inesperado para lo que el ladrón no está preparado. Entonces ve la pri7
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sión abierta para recibirlo, y el miedo, sobreponiéndose a la prudencia, le hace dejar algún indicio detrás de sí. -Pero, al decir que ocurre algo inesperado, admite usted la posibilidad de que suceda lo que pudo no ser previsto y contra lo cual, por consiguiente, no había que tomar precauciones. -Eso es cierto en el hecho; pero suprima usted la necesidad que impulsa, a nuestro criminal y convierta usted a éste sencillamente en un hombre de ciencia que ejecuta un crimen como una obra de arte. Entonces tendremos a un individuo que, en primer lugar se prepara a sufrir mayor número de accidentes, y, en segundo, sabrá afrontar mejor las dificultades que surgirán durante la ejecución de su crimen. Yo, por ejemplo, si cometiera un crimen, sabría evitar que me sorprendiesen. -Me parece que con la inexperiencia de usted, en el crimen lo aprehenderían más o menos tan pronto como a Pettingill, cuyo primer crimen ha sido éste, como usted sabe. -¿Querría usted apostar? Esta última frase hizo estremecer a Mr. Barnes, quien comprendió inmediatamente su significación: el otro interlocutor, en cambio, no comprendió todo su alcance. Barnes esperó ansiosamente la respuesta. -No comprendo bien la idea de usted. ¿ Sobre qué apostaríamos? -Usted ha dicho que si yo cometiera un crimen, me prenderían casi tan pronto como a Pettingill. Si usted quiere, le apuesto que puedo cometer un crimen de que se hablará tanto como del de Pettingill y no me prenderán, o mejor di8
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cho, no me condenarán. No apuesto que no me arrestarán, pues, como lo hemos visto en este mismo caso, a veces va a dar en la cárcel un inocente. Por esa adelanto la excepción del arresto. -¿Debo comprender que usted me ofrece seriamente cometer un crimen, sólo para ganar una apuesta? ¡Usted me asombra! -No más, probablemente, que lo que Pettingill ha sorprendido a sus amigos. Pero no se alarme usted: yo asumo toda la responsabilidad. Además, tenga usted presente que en este siglo no es el crimen lo que está mal visto, sino el hecho de ser descubierto. Apostemos, pues. ¡Vamos! ¿ Qué dice usted? ¿ Quiere usted que sean mil dólares? Necesito un pequeño estimulante. -Bueno. Tendrá usted su estimulante. En todo caso, va usted a tener el de pagarme los mil dólares, pues si bien es cierto que no creo abrigue usted realmente la intención de convertirse en criminal, su proposición me será provechosa de todos modos. -¿Cómo de todos modos? -Voy a decirlo: si usted no comete un crimen, pierde la apuesta y tendrá que pagar; y si lo comete, estoy seguro de que lo sorprenderán. Entonces, por mucho que me duela su desgracia, le prevengo que será implacable y le cobraré el valor de la apuesta. -¿Quiere decir que acepta usted? -Acepto.
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-Convenido. Veamos ahora las condiciones. Convengamos en un plazo de un mes para formar un plan y cometer el crimen, y en otro de un año para esquivarme de los detectives. Es decir que, si al fin del año estoy libre y puedo probarle a usted que en el período estipulado he cometido un crimen, habrá ganado la apuesta. Si estoy preso esperando una sentencia, la apuesta no podrá ser resuelta hasta que la ley se haya pronunciado y a mí se me haya declarado inocente o culpable. ¿Le conviene a usted? -Enteramente. Pero ¿qué clase de crimen va usted a cometer? -Amigo mío, es usted muy curioso. Nuestra apuesta ha comenzado ya, e igualmente debo comenzar a usar de mi prudencia tan decantada. ¡Ya ve usted por qué no debo decirle nada de la naturaleza del crimen que tengo la intención de cometer! -¿Cómo puede usted suponer por un instante que yo lo traicionaría? -¡Eh! ¡Uh! Sí; ¡ qué quiere usted! Esa idea se me ocurre. Escuche usted. Como ya lo he dicho, las necesidades a que el criminal está sometido, se alzan en su contra, y esas necesidades se ligan con el objeto del crimen, en todo lo cual no es malo pensar cuando se persigue un caso misterioso. Cuanto menos se aparte de lo común el objeto del crimen, mayor ventaja habrá, puesto que el número de personas que piensen en él será menor. El robo es el más común de los delitos, y por consiguiente aquel cuyo autor es menos fácil de descubrir. La venganza es común también, pero más significativa, pues en la venganza particular el individuo particular se incli10
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na a usar de medios conformes a su carácter. En el caso actual -hablo de mi propio caso -el objeto del crimen es de tal modo excepcional, que el detective que lo descubriera, podría en el acto probar mi culpabilidad. Un crimen cometido para ganar una apuesta es quizá algo inédito. -Su misma novedad es la mejor salvaguardia de usted. -No obstante, hay dos maneras de poder ser descubierto, es decir, dos más de las que debería haber. Si yo hubiera emprendido el asunto sin que nadie lo supiera, no habría en realidad más que una manera de descubrir mi secreto: mi propia confesión. Y como ya ha habido hombres bastante débiles para llegar a ese extremo, yo habría debido tomar mis precauciones. Pero, hallándose mi secreto en posesión de una segunda persona, la situación es más complicada. -Juro a usted por mi honor que no lo traicionaré. Me comprometo a pagar cinco veces el valor de la apuesta, si digo a alguien una palabra. -Prefiero dejarle completa libertad. Las cosas son como son. Hasta este momento usted no cree en su interior que yo ejecutaré mi proyecto. Por eso no se ha alterado aún la amistad que me tiene. Además, usted cuenta con que, si cometo un crimen, éste será tan insignificante que su conciencia podrá perdonármelo, en atención a las circunstancias. Pero supongamos que se hable de un gran crimen y que, por cualquier razón, usted sospeche de mí; esa misma mañana, antes que me haya levantado de la cama, se precipitará dentro de mi cuarto, y me preguntará francamente si el autor de ese crimen soy yo. Con la misma franqueza, yo me negaré a contestarle. 11
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-Usted interpretará esto como una confesión de mi culpabilidad, y puede ser que se imagine que, si sus sospechas son justas, sea usted mismo cómplice del hecho; entonces, para ponerse a cubierto y cumplir con su deber, irá usted a revelarlo todo. -Comienzo a sentirme ofendido. Bob. ¡No creía que tuviera usted tan poca confianza en mí! -No se enoje usted, mi viejo. Recuerde usted que hace pocos minutos me prevenía que después de mi crimen sería implacable para conmigo. Nosotros, artistas en crimen, debemos estar preparados para todas las eventualidades. -No sabía lo que decía; no era eso lo que quería decir. -Sí; eso era lo que usted quería decir, y no me disgusta convengamos en que usted tendrá la libertad de revelar todo lo que se refiere a nuestra apuesta, si su conciencia se lo ordena. Más vale, para mí, estar preparado para eso. Pero usted no me ha preguntado cuál es el segundo riesgo de ser descubierto. ¿Podría usted adivinarlo? -No, a no ser que se refiera usted, como ya ha insinuado, a su propia confesión -No, pero en realidad eso es un tercer riesgo. La cuestión es muy sencilla. ¿Se ha fijado usted en que desde aquí podamos oír roncar a un hombre? -No. -Escuche usted un momento. ¿No oye usted? No es exactamente un ronquido, sino más bien una respiración tranquila. Pues bien, ese hombre está en el tercer departamento, contando desde el nuestro. ¿Comprende usted lo que deseo demostrarle? 12
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-Debo confesar que nunca, seré un buen detective. -¡Cómo, querido! Si nosotros podemos oír los ronquidos de ese individuo, ¿por qué no podría alguien escuchar nuestra conversación desde el departamento de al lado? Mr. Barnes se sintió positivamente lleno de admiración por la refinada previsión de aquel hombre. -¡Oh! No lo creo. Todo el mundo está durmiendo. -El criminal cuenta, por necesidad, con esa clase de circunstancias favorables: yo, sin contar con ellas, no las desdeñaré. Existe la posibilidad, por pequeña que sea, de que alguien que está en el número 10 nos haya oído; hasta es posible que ese alguien sea un detective, y lo que sería peor, que fuera el mismo Mr. Barnes quien nos estuviese, oyendo. -Pues bien; confieso que si usted se prepara contra tantas eventualidades, bien merece escapar a la policía. -Eso mismo es lo que me propongo. Pero no se trata de una casualidad tan grande corno usted se imagina. En uno de los diarios de esta tarde he leído que Mr. Barnes se había quedado todo el día en Boston para dejar bien guardado a su preso, pero que a la noche saldría para Nueva York. Es evidente que los diarios pueden haberse equivocado, y también pueden haber dado un dato inexacto al decir «esta noche»; pero, suponiendo cierta la información, Barnes ha podido tomar tres trenes: uno a las siete, otro a las once, y este. ¡Uno en tres no es una casualidad muy grande! -Pero, aunque está en el tren, este se compone de diez coches. -Usted se equivoca otra vez. Después de haber trabajado tanto en el asunto Pettingill, Barnes tiene que estar cansado y 13
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ha debido tomar cama. Ahora, usted se acordará que no me decidí a partir esta noche para Nueva York sino en el último instante. Entonces hemos visto que no podíamos encontrar un departamento para nosotros, y ya íbamos a decidirnos a dormir los dos juntos en una cama baja, cuando, ante la insistencia de varias personas, agregaron un coche al tren. Ahí tiene usted por qué Mr. Barnes debe estar en este coche, a menos que no haya tomado su cama durante el día. -¿Tenía usted alguna razón especial para referirse al número 10? -Sí; el número 6 está desocupado, y en el momento en que el tren partía alguien entró y me parece que tomó la cama alta del número 10. Mr. Barnes comenzó a pensar que, si ese hombre cometía verdaderamente un crimen, le sería difícil sorprenderlo, a pesar de todo lo que sabía de sus proyectos. La conversación continuó: -Así, pues, ya ve usted que mi plan puede ser descubierto de dos maneras, lo que es demasiado si no me cuido. Pero, calculando como calculo desde antes esas posibilidades, no tropezará con ninguna dificultad, y el hecho de conocer mis intenciones no tendrá el menor valor para cualquier detective que sea, sin exceptuar a míster Barnes. -¿Cómo es eso? -Joven amigo ¿se imagina usted por un instante que voy a contestar a esa pregunta después de haber supuesto que un detective pueda estar escuchándonos? Con todo, voy a dar a usted una idea: quiero hacerle ver a que me referí cuando dije que Pettingill había incurrido en faltas. Usted dice que 14
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Pettingill no dejó más rastro que un botón, y le parece que ha sido mucha, habilidad la de Mr. Barnes al perseguirle por el solo medio de ese botón. Pero un botón puede ser una cosa de la mayor importancia. Si a mí se me cayera, en el momento de cometer un crimen, uno de los botones de mis puños, Mr. Barnes estaría sobre mi rastro en menos de diez días, porque mis botones son los únicos de su especie en el mundo. -¿Cómo es posible semejante cosa? Yo creía que los botones se fabricaban por millones. -No todos los botones. Por razones que no tengo necesidad de decir al detective que tal vez nos escucha, un amigo mío, que viajaba en el extranjero, mandó hacer ese juego expresamente para mí y me lo regaló. Son unos camafeos magníficos: la mitad representa el perfil de Julieta y la otra mitad el de Romeo. -¿Una novela? -Eso no viene al caso. Suponga usted que yo forme el plan de un robo para ganar la apuesta. Como no tendría que obedecer a la necesidad en cuanto al tiempo y al lugar, escogería, una ocasión en que el tesoro estuviera guardado por una sola persona. Cloroformaría a esa persona y la ataría, y después me apresuraría a cometer el robo, premeditado. Suponga usted que en el momento en que voy a alejarme, un perro que estuviera dormido y con el cual no hubiese contado, se levante y ladre furiosamente. Yo voy a empuñarlo, pero él me acomete y me muerde la mano. Yo lo tomo del pescuezo y lo estrangulo; pero en sus convulsiones, el perro muerde mi saco y un botón cae al suelo y rueda. Por 15
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fin, el perro queda reducido a silencio. En ese momento un ladrón ordinario se sentiría tan intranquilo, que huiría deprisa, sin reflexionar siquiera en que había sido mordido, que la sangre había corrido y que un botón había rodado por el suelo. Mr. Barnes llega a la casa al día siguiente. La señora sospecha de su cochero y Mr. Barnes consiente en arrestarlo, no porque lo cree culpable, sino porque, como la señora lo cree, cabe en lo posible que lo sea, y además y principalmente, porque su arresto apaciguará los temores del verdadero culpable. Mr. Barnes notaría la sangre en el suelo y en la boca del perro, y encontraría el botón. Gracias a ese botón, llegaría después a encontrar al señor ladrón con su mano mordida. Y ahí tiene, usted. -¿Cómo haría, usted para evitar todo eso? -Antes que todo, si yo fuese en realidad inteligente, no llevaría en ese momento botones reveladores. Pero supongamos que no me haya sido dado escoger el momento, y que tenga sobre mí los tales botones. Seguro, como lo estaría, de que en la casa no había más persona que la que yo había cloroformado y atado, no perdería la cabeza, como el otro individuo. Tampoco me dejaría morder; pero, si el accidente sobreviniera, me detendría a lavar la mancha de la sangre de la alfombra y también la boca del perro. Me habría fijado asimismo en la pérdida del botón, lo habría buscado y lo habría encontrado. Después habría desatado a la víctima, y abierto las ventanas para que el olor del cloroformo pudiera disiparse durante la noche; y de esa manera, al día siguiente, la única evidencia del crimen habría sido el perro estrangulado y la ausencia del dinero. 16
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-Muy fácil es explicar lo que habría usted hecho en las circunstancias que supone; pero yo me pregunto si en el lugar de Pettingill habría sido usted capaz de conservar su presencia de espíritu y hallar el botón perdido que ha servido de guía para el arresto. -Tal vez tenga usted razón, pues, encontrándome en las condiciones de Pettingill me habría visto impulsado por la necesidad como él. Sin embargo, me parece que no habría ideado un robo de esa clase, ni escogido un momento como ese; y por otra parte, no habría llevado en mi persona semejante botón. Pero en lo que se refiero a Mr Barnes, éste no ha hecho nada de artístico, como ya he dicho. El botón había sido fabricado como una moneda rara: Mr. Barnes recorrió las tiendas de curiosidades, y encontró al hombre que había vendido la moneda a Pettingill. Lo demás era cuestión de rutina. -iEh! iUh! Usted no es modesto, y creo que no debo sentir escrúpulos para hacerle pagar mil dólares por su vanidad. Y ahora, tengo sueño; buenas noches. -Buenas noches, amigazo. Sueñe usted con la manera de conseguir mil dólares, pues voy a ganarle la apuesta. En cuanto a Mr. Barnes, dormir era para él en ese momento la cosa más difícil de la tierra. Se sentía atraído por ese «nuevo caso» como él mismo lo llamaba, y estaba resuelto a hacer pagar cara su audacia al individuo que osaba apostar que derrotaría su habilidad. Bastante terreno ganado llevaba ya con todo lo que había oído. Un mes había dicho el hombre: pues no lo perdería de vista durante todo ese mes; y el detective se regocijaba con la idea de dejarle cometer el cri17
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men, y después, sin ruido, sorprenderlo con las manos en la masa. Silenciosamente, con mucho cuidado, se vistió y se deslizó afuera de la cama. Enseguida saltó a la que tenía enfrente, para dominar al número 8. Estaba decidido a velar la noche entera. -No me sorprendería si este astuto compadre cometiera su crimen esta misma noche. Y lo deseo, pues así no tendré que estar sin dormir hasta que lo haya ejecutado.
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II UN ROBO AUDAZ EN UN TREN El tren iba a llegar a Stamford, y Mr. Barnes contemplaba, desde la ventana de su departamento, las crestas de las colinas inundadas por los purpúreos rayos del sol, cuando sintió que se acercaba el empleado que le había ayudado la noche anterior a subir al coche. El hombre hacía unos ademanes misteriosos. Mr. Barnes comprendió que quería decirle algo en secreto, y levantándose, lo siguió al salón de fumar. -Me parece que anoche, al subir al tren, oí a usted que se llamaba Barnes, -dijo el hombre. -Sí. ¿Qué quiere usted? -¿Es usted el agente de policía Barnes? ¿Por qué me pregunta usted eso? -Porque, si usted es esa persona, el conductor desea verlo: durante la noche se ha cometido en el tren un robo muy importante. -¡Diablo!
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-Justamente. Esa es la palabra. Pero ¿quiere usted venir al otro coche? -Espere usted un momento. Mister Barnes volvió hacia el número 8, andando de puntillas, apartó silenciosamente las cortinas, y echó al departamento una mirada atenta y escrutadora. Los dos individuos estaban profundamente dormidos. Satisfecho de ver que podía vigilarlos de menos cerca durante un instante, siguió al empleado al coche vecino, donde encontró al conductor del tren que lo esperaba en medio del corredor. -¿Es usted Mr. Barnes, el agente de policía? -le preguntó el conductor. -Sí. -Entonces voy a encargar a usted oficialmente de un asunto muy misterioso. Una señora subió anoche al tren, en Boston, con boleta para South Norfolk. Hace pocos momentos, cuando íbamos a llegar a esta estación, el empleado fue a advertir a la señora que ya nos acercábamos a su destino. Se levantó, se vistió, para estar lista para bajar del tren. A los pocos minutos me hizo llamar precipitadamente y me dijo, sollozando ruidosamente, que había sido víctima de un robo . -¿Considerable? -Según dice, ha perdido un saquito que contiene sesenta mil dólares en joyas. -Ha usado usted una expresión exacta: «según dice». ¿Qué prueba tiene usted del robo?
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-Ninguna prueba positiva, por lo que se refiere a las joyas; pero es cierto que la señora tenía, un saquito de mano y que ese saquito ha desaparecido. El empleado se acuerda perfectamente de haberlo visto, y lo hemos buscado por todas partes, pero sin resultado. -El tren se ha detenido dos veces, una en Newhaven, la otra en Bridgeport. ¿Cuántos pasajeros han bajado en esas estaciones? -De los coches-dormitorios, nadie... -¿Supongo, que al decir que nadie ha salido de los coches-dormitorios, quiere usted decir que no ha «visto» usted a nadie bajar de ellos? -No: digo lo que quiero decir. Por orden mía, los empleados han recorrido todos los coches y me han dicho que ningún pasajero se ha movido de su cama. Pero aquí se presenta un dilema: si nadie ha salido del tren el ladrón está aquí. -Seguramente. -La mujer, al descubrir el robo, ha resuelto seguir hasta Nueva York. Y todos los demás pasajeros van también a Nueva York, salvo uno solo, el cual se viste en estos momentos, pues debe bajar en Stamford. Ahora, si lo dejamos bajar, es posible que sea él quien se lleve las joyas. ¿Qué debo hacer? . -Explíquele usted lo que ocurre Si es inocente, se prestará de buena voluntad al fastidio de dejarse registrar; y si se niega... ¡ ya veremos! Las circunstancias nos guiarán. Hágale usted venir aquí. Pocos minutos después entraba en el coche un individuo cuyo aspecto denunciaba a un extranjero, y cuyo acento
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francés revelaba en el acto su origen. Era un buen mozo, de maneras dignas y distinguidas. Mister Barnes, sentado junto a una ventana, miraba hacia afuera. El conductor expuso el asunto al pasajero, no sin titubear bastante, y al terminar añadió: -Ya ve usted, mi querido señor, que el caso es fastidioso; pero, como estamos seguros de que el ladrón se encuentra en el tren, es natural que... -...¡Que no quieran ustedes dejarme bajar del tren! ¿no es eso, señor? ¿Qué dificultad hay en eso? ¿Acaso un hombre honrado puede sentirse ofendido porque se le ruegue que preste ayuda a la justicia, aun en el caso de que, por el momento él sea... ¿cómo dicen ustedes... ¿el sospechoso? El caso es muy sensible; ¡ y si en cada ocasión como esta las personas honradas supieran reflexionar, no se atormentarían con vanos escrúpulos, como sucede a veces! No hay más que decir: «Regístreme usted;» y usted lo hace. Pero, si un individuo, en vez de decir eso, exclama: «¡Usted me insulta!» es evidente que es el ladrón. ¿No opina usted como yo, señor? Al hacer esta última observación, el extranjero se había vuelto hacia Mr. Barnes. -El agente de policía lo miró fijamente durante algunos minutos, como tenía costumbre de hacer cuando quería acordarse de una cara. El francés sostuvo impasible su mirada. -Antes de que usted entrase, decía yo casi lo mismo al conductor -contestó Mr. Barnes.
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-Y tenía usted razón. Ahora, si usted lo permite, voy a desnudarme. Examine usted mis ropas, pero con mucho cuidado, se lo suplico: mi honor está en juego. Tanto más minuciosamente me registre usted, menos se me podrá sospechar después. El conductor lo registró escrupulosamente, vaciándole los bolsillos uno por uno y tomando todas las precauciones necesarias, pues aunque no esperaba encontrar nada, era esencial hacer en regla el examen. Y en realidad, nada encontró. El individuo se volvió a vestir. -Perdone usted: tengo también dos pequeñas maletas. Si el empleado quiere traerlas aquí, se las abriré en presencia de usted. No tengo baúl, porque había ido a Boston sólo por una escapada de un día. El empleado llevó las maletas, que fueron abiertas y examinadas. Nada encontraron en ellas. -Y ahora, señores, supongo que estoy libre: ya hemos llegado a la estación. No voy a quedarme aquí más que unas horas, pues pienso seguir hasta Nueva York. Si desean ustedes verme otra vez, me encontrarán en el hotel Hoffmann. Esta es mi tarjeta. Hasta la vista. Mister Barnes tomó la tarjeta y la examinó con mucha atención. -¿Qué opina usted? -le preguntó el conductor. -¿Lo que opino? ¿Habla usted de ese individuo? No se preocupe usted de él. No cabe a su respecto ni la sombra de una sospecha... por el momento. Además, si llegamos a necesitarlo, fácil nos será encontrarlo. Aquí está su nombre: Alplionse Thaurent, y la tarjeta no tiene nada de sospechosa, 23
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pues su fabricación y su estilo son bien franceses. Así pues, podemos dejar que se vaya y ocupamos de los otros viajeros. ¿Cree usted que podrá tener una entrevista con la mujer? -Sí, si lo desea usted. No tenemos por qué consultar la opinión de ella en estas circunstancias: el asunto es demasiado serio. -Muy bien. Envíemela usted y déjeme hablar a solas con ella. No le diga usted que soy agente de policía. Yo me encargo de hacérselo saber. Pocos minutos después entraba en el departamento, donde se había instalado el detective, una mujer alta, al parecer de unos cuarenta y cinco años. No era bella; pero su cara tenía, sin embargo, algún atractivo. Al sentarse, dirigió a Mister Barnes una mirada penetrante, que habría debido llamar su atención; pero el detective no pareció haberla notado. La mujer fue la primera en hablar. -El conductor me dijo que venga a hablar con usted. ¿Por qué motivo interesa a usted este asunto? -Por ningún motivo. -¡ Por ninguno! Entonces ¿por qué?... -Cuando digo que «por ningún motivo» quiero decir sencillamente que de usted depende que yo me esfuerce o no en hacer que recupere usted sus joyas. Yo soy el encargado de la vigilancia de este ferrocarril. Si la víctima de un robo no quiere que durante el viaje comiencen las investigaciones, nada, hay que decir: abandonaremos el asunto. Sí o no, ¿quiere usted que empecemos las pesquisas para que usted encuentre lo que le han robado?
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-Deseo, ciertamente, recuperar mis pedrerías, pues son de gran valor; pero todavía no sé, sin embargo, si me decidirá a poner el asunto en manos de un agente de policía. -¿Quién ha dicho a usted que, soy un agente? -¿No lo es usted? Mister Barnes vaciló un instante; pero casi enseguida contestó: -Soy agente de la policía privada; de manera que puedo ponerme a buscar al ladrón sin que nadie conozca mis investigaciones. ¿Esa era, no es verdad, la principal objeción de usted para poner el asunto en mis manos? -Es usted muy perspicaz. Sí; tengo ciertos motivos, razones de familia, para no desear que la noticia de este robo se esparza, por el mundo entero. Si usted puede encargarse de encontrar mis pedrerías e impedir al mismo tiempo que los diarios hablen del robo, le pagaré bien. -El asunto corre de mi cuenta. Ahora conteste usted a algunas preguntas que voy a hacerle. En primer lugar, dígame usted su nombre y dirección. -Mi nombre es Rosa Mitchel, y vivo provisionalmente en un departamento amueblado, en casa de X, calle 30, Este. Hace poco que llegué de Nueva Orleans y todavía estoy en busca de un departamento que me convenga. Mister Barnes sacó del bolsillo su libro de apuntes y anotó la dirección. -¿Casada o soltera? -Viuda. Mi marido murió hace algunos años. -Ahora, hablemos de las joyas. ¿Cómo se explica que usted viaje con una cantidad tan grande de joyas. 25
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-Lo que he perdido no son joyas, sino pedrerías; piedras de rara belleza: brillantes, rubíes, perlas, y otras piedras preciosas. Cuando mi marido murió, dejó una gran fortuna, pero también muchas deudas que absorbieron casi todo cuanto yo poseía, salvo una suma que le debía una sola, persona. Esta, era un Conde italiano -inútil que diga a usted su nombre, -que murió casi al mismo tiempo que mi marido. Sus albaceas entraron en correspondencia conmigo, y convinimos en que me pagarían la deuda en piedras preciosas. Ayer las recibí en Boston, y ya las he perdido! Trance cruel... por demás cruel!... Se retorcía convulsivamente las manos y algunas lágrimas corrieron por sus mejillas. Mister Barnes parecía estar sumido en la meditación y no hacer caso de la aflicción de la señora Mitchel. -¿Cuál es el valor de las pedrerías? -Cien mil dólares. -¿Por qué línea de vapores las ha recibido usted? La pregunta era sumamente sencilla, y Mister Barnes la había hecho casi maquinalmente, preguntándose al mismo tiempo si el ladrón no habría atravesado el Océano detrás de las piedras... si no habría venido de Francia, por ejemplo. Y, por lo mismo, el efecto de sus palabras lo asombró. La mujer se levantó bruscamente, y su manera de ser cambió completamente. Apretando ligeramente los labios, como si sintiera una agitación interna, contestó: -Eso no importa, por ahora. Tal vez he dicho ya demasiado a una persona completamente extraña, como es usted. Vaya usted a mi casa esta noche, y le daré datos más preci26
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sos... en el caso de que para entonces me haya decidido a entregarle el asunto. Si no, pagaré a usted por la molestia que se haya tomado mientras tanto. Adiós. Mr. Barnes la siguió con la mirada hasta que salió del coche, y no trató de retenerla, ni de hacerle observación alguna sobre su extraña conducta. Sin abandonar su asiento, miraba por la ventana y tamborileaba con los dedos en el vidrio. Habría sido difícil saber lo que pensaba; pero, al cabo de un momento, dijo en voz alta, por más que no hubiera en su presencia nadie a quien pudiera dirigirse: -Creo que miente. Después de haberse aliviado así, volvió a su coche. En el gabinete de tocador encontró a dos señoras que se dejaban registrar, riéndose como si se tratara únicamente de una broma. Pasó y entró en su departamento, que ya el empleado había arreglado. Los viajeros habían ido levantándose, unos después de otros; y al saber el robo, se sometían alegremente al registro. Por fin Mr. Barnes obtuvo la recompensa de su paciencia al ver apartarse las cortinas del número 8 y, un momento después, aparecer un joven de unos veintiséis años, que se dirigió al gabinete de tocador y de allí al cuarto de fumar. Mr. Barnes lo siguió lentamente, y se situó en el mismo cuarto de fumar. Acababa de sentarse, cuando entró en el tocador un hombre que era evidentemente, el otro ocupante del número 8 Mientras éste se lavaba, el conductor explicó al joven que se había perpetrado un robo en el tren, y le dio a entender que era necesario se dejase registrar. El conductor se mostraba más y más agitado. No faltaban más que algunos mi27
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nutos para llegar a Nueva York, y todos los viajeros habían sido examinados ya, excepto esos dos señores que parecían más aristocráticos que los otros. El joven se turbó, lo que impresionó mucho al conductor. Balbucía, tartamudeaba, buscando las palabras, hasta que, dirigiéndose a su compañero, le dijo con voz ronca: -¡Bah! ¿Oye usted? ¡ Se ha cometido un robo! Su amigo Bob, inclinado sobre la jofaina, la cabeza y la cara cubiertas de una abundante espuma de jabón, se frotaba vigorosamente con las dos manos. Antes de contestar hundió completamente su cabeza en el agua y se quedó así un instante; luego se enderezó, con los ojos todavía cerrados, tomó una toalla, y después de haberse enjugado rápidamente los ojos, contestó en tono más indiferente: --¿ Qué hay? -Que... que... ¡ el conductor del tren quiere registrarme! -¡Muy bien! ¿Acaso tiene usted miedo? ¿Usted no es ladrón, supongo? -No; pero... -No hay pero: si es usted inocente, déjese registrar. Pronunció estas últimas palabras con una sonrisita burlona, y volviéndose al espejo, se puso a arreglarse la corbata. Su amigo lo miró un instante con una expresión que nadie comprendió, salvo Mr. Barnes, que había reconocido en la voz que Bob era el que se había jactado de poder cometer un crimen: era evidente que su amigo sospechaba ya de él. La turbación del joven provenía de una idea que lo había asaltado: quizá Bob había robado las joyas durante la noche, se las había puesto a él entre la ropa, con el objeto de salvarse así de toda responsabilidad en el caso de que se descu28
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briese el delito. Mr. Barnes se divertía en observar como el joven, lleno de ansiedad, se registraba por todas partes. Al cabo de algunos minutos, lanzó un suspiro de alivio: nada había encontrado en sus bolsillos que no fuese suyo. Volviéndose entonces al conductor, que se había quedado parado esperando: -Señor conductor -le dijo -temo que mi conducta le haya parecido a usted sospechosa. No me es posible explicársela; pero, de todos modos, estoy dispuesto a dejarme registrar. Y deseo que haga usted este examen con la mayor minuciosidad posible. El conductor hizo como el joven le decía; y, lo mismo que a los otros pasajeros, nada le encontró. -Aquí tiene usted mi tarjeta. Soy Arturo Randolph, de la casa de banca J. G. Randolph e hijo. Al decir esto, Mr. Randolph se irguió imperceptiblemente. El pobre conductor estaba confundido, pensando en su temeridad de sospechar de ese caballero. Mr. Randolph continuó: -El señor es mi amigo Roberto Leroy Mitchel, y yo lo garantizo. Al oír ese apellido de Mitchel, Mr. Barnes se sobresaltó ligeramente: era el mismo apellido la mujer de los brillantes. Mr. Mitchel, que era un hombre de unos cuarenta y cinco años, de facciones de clásica pureza, tomó la palabra: -Gracias, Arturo: pero yo mismo puedo responder de mi persona. El conductor vaciló un momento; luego dirigiéndose a Mr. Mitchel, le dijo: 29
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-Siento mucho que la necesidad me obligue a pedir a usted que se deje registrar. Desgraciadamente, mi deber me ordena hacerlo. -Mi querido señor: comprendo perfectamente que ese es su deber, y no tengo razón alguna para enojarme con usted; pero, sin embargo, me niego absolutamente a dejarme registrar. -¿ Se niega usted? -gritaron a la vez los tres hombres. Habría sido difícil decir cuál de ellos estaba más sorprendido. Randolph palideció y tuvo que apoyarse en el tabique. -Esa es una confesión tácita de su culpabilidad -dijo Mr. Barnes, en tono algo vivo, -todos los otros viajeros han sido registrados. La respuesta, de Mr. Mitchel fue todavía más inesperada. que lo que había dicho antes: -Eso cambia la cuestión. Si todos se han dejado registrar, yo también me someto. Y, sin decir una palabra más, comenzó a desnudarse. No encontraron nada en sus ropas. El conductor hizo que le llevaran las maletas de los dos viajeros; pero esta pesquisa fue tan infructuosa como las anteriores. El conductor lanzó al agente una ojeada, de desesperación, que Mr. Barnes no vio porque miraba por la ventana hacia afuera. Al ver cómo se mordía el bigote, cualquiera que conociese al detective habría adivinado que estaba furioso. -Ya estamos en la estación central -dijo Mr. Mitchel -¿Podemos bajar del tren?
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El conductor hizo un ademán de asentimiento, y los dos amigos se fueron al otro extremo del coche. Mr. Barnes se levantó de repente, y sin pronunciar una palabra saltó a la plataforma en el momento en que el tren entraba ya lentamente en la estación. El agente se acercó a un individuo con el cual habló un instante en voz baja: enseguida, ambos se aproximaron al tren. Al cabo de un instante la mujer robada pasó por delante de ellos: todo fue salir de la estación, y el compañero de Mr. Barnes ponerse a seguirla. Este iba ya a alejarse también, cuando sintió un ligero golpe en el hombro. Se volvió y se encontró con Mr. Mitchel. -Mr. Barnes -dijo éste: -desearía decir a usted dos palabras. ¿ Quiere usted almorzar conmigo en el restaurante? -¿Cómo sabe usted que me llamo Barnes? -No lo sabía; pero ahora lo sé. Y se sonrió complacientemente. Esto disgustó a Mr. Barnes, quien se dijo que ese hombre lo vencía a cada instante; pero, por lo mismo, se afirmó en su resolución de hacerlo caer en la trampa. Tomando rápidamente su partido, aceptó la invitación, pues con eso nada podía perder y sí ganar mucho, como que conocería a Mitchel más íntimamente. Bajaron al comedor del restaurante, y se sentaron en una mesita, después de haber pedido Mr. Mitchel un abundante almuerzo. -¿No sería mejor, Mr. Barnes -dijo Mitchel -que desde el principio nos entendiésemos? -No sé lo que quiere usted decir.
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-Creo que lo sabe. Hace un momento me preguntó usted cómo sabía su nombre. Ya dije a usted que no lo sabía, pero lo adiviné. ¿Quiere usted que le diga por qué? -Ciertamente, si usted lo desea. -Tal vez obré como un imbécil al hacer ver a usted la primera falta que ha cometido en la partida que ha empeñado conmigo; pero he alejado a mi amigo expresamente para eso, y no puedo resistir a la tentación. -Un instante, Mr. Mitchel: no soy tan estúpido como usted se imagina. Sé lo que va usted a decir. -¿Es posible? Entonces es usted muy hábil. -Usted va a decirme que hace un momento he sido un borrico, al hablar, cuando se negó usted a dejarse registrar. -No me habría expresado con tanta crudeza; pero lo cierto es que mis sospechas se han despertado cuando usted se tomó la libertad de seguir a Randolph al gabinete de tocador: yo iba pisándole los talones a usted. Por eso cuando el conductor me dirigió la palabra, opuse deliberadamente una negativa terminante a su petición, para observar el efecto que mi actitud produciría en usted; y bien vio usted que el resultado de mi ardid no hizo más que confirmar mis sospechas. Después, una vez que supe que era usted un agente de policía, no tenía por que seguir negándome a que el conductor me registrase. -Repito que me he portado como un asno; pero para saberlo, no necesitaba que usted me lo advirtiese. Y garantizo a usted que no me volverá a suceder tal cosa. -Ahora sé, además, que usted oyó la conversación que tuve anoche con mi amigo, y que, por lo tanto, sospecha us32
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ted que sea yo el autor del robo. Peor en este caso debo preguntarle: ¿Por qué, habiendo oído nuestra conversación, no me ha vigilado usted durante toda la noche? Mr. Barnes no contestó. -Tengo que pedir a usted un favor –repuso Mr. Mitchel. -¿Cuál? -Que no revele usted a nadie la razón que me ha decidido a cometer un crimen. Tiene usted el derecho, naturalmente, de perseguirme por todas partes, hasta comprobar mi culpabilidad... si lo puede usted conseguir. -Tan cierto como es que usted se ha comprometido a cometer un crimen- contestó Mr. Barnes –yo encontraré el medio de descubrirlo: eso se lo garantizo. Y en mi interés estará probablemente quedar en secreto lo que sé; pero no me comprometo a nada. Quiero tener libertad de proceder conforme a las circunstancias. -Muy bien. Voy a dar a usted las señas de mi alojamiento: puede usted ir a verme cuando la agrade, a cualquier hora, de día o de noche. Tengo un departamento en la Quinta Avenida. Permítame usted ahora hacerle una pregunta: ¿cree usted que yo he cometido este robo? -Voy a contestar a usted con otra pregunta: ¿lo ha cometido usted? -Muy bien. Es usted un rival digno de mí. ¡Bueno!... Dejemos por ahora sin contestación las dos preguntas.
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III BARNES DESCUBRE UN CRIMEN ARTÍSTICO Durante, el almuerzo, un individuo atravesó silenciosamente el comedor. Nadie habría podido adivinar con qué objeto pasaba; porque no fijó su atención en ninguno de los presentes ni pareció sospechar siquiera que Mr. Barnes lo había observado, pues fue a sentarse dándole las espaldas. Sin embargo, ese era, el hombre a quien el agente había dado orden de seguir a Rosa Mitchel cuando ésta bajó del tren. Cuando el almuerzo terminó Barnes y Mitchel se levantaron y salieron del restaurante. Al llegar al pie de la escalera que conducía al primer piso, Mr. Barnes se hizo cortésmente a un lado para que su compañero subiera primero. Mr. Mitchel rehusó con un ademán y siguió a Mr. Barnes. Y mientras subían, sin hablar una palabra, cada uno se preguntaba, cuál podía ser la intención del otro en esa circunstancia particular. Mr. Mitchel gozaba de una pequeña ventaja: hallándose detrás, podía vigilar al agente de policía. Pero no parecía que hubiese mucho que ver. Cierto que el 34
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hombre que había pasado por el comedor estaba ya en ese momento recostado indolentemente en la puerta; pero desde que la cabeza de Mr. Barnes apareció en lo alto de la escalera, el individuo salió a la calle antes de que Mr. Mitchel hubiese podido verlo, atravesó la calzada, y desapareció en la casa de enfrente, que era un Banco. ¿No se habrían hecho alguna señal él y Barnes? Mr. Mitchel nada vio no obstante su perspicacia, y el cuidado que había tenido de hacer que el agente pasase por delante. He aquí lo que sucedió: Mr. Barnes se despidió de Mr. Mitchel y se alejó. Mr. Mitchel, parado en el umbral, lo siguió con la mirada hasta verle entrar en la estación del ferrocarril aéreo; y luego después de haber mirado precavidamente en torno suyo, se dirigió con rapidez a la Sexta Avenida. Si en ese momento hubiera mirado hacia atrás, habría visto a un individuo que salía del Banco y echaba a andar en la misma dirección que él. Haría unos cinco minutos que habían partido ambos, cuando Mr. Barnes reapareció y se detuvo delante de la puerta en que el otro agente se había recostado. Examinó la madera de la puerta con atención, y al cabo de un instante encontró lo que buscaba, pues pudo leer estas palabras, escritas con lápiz y en caracteres casi invisibles: «Nº... Calle 30a. Este». No había más; pero eso bastaba para que. Mr. Barnes supiera que Rosa Mitchel había sido seguida hasta esa dirección: era la misma que ella le había dado. Ya sabía, pues, donde encontrarla en caso urgente. Se mojó el dedo con la
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punta de la lengua, y lo pasó por sobre las palabras escritas, pero sin dejar mancha en la puerta. «Wilson es un astuto mozo -pensó Mr. Barnes. Ha cumplido perfectamente. Vio el signo que le hice con la cabeza, vino aquí, escribió la dirección y desapareció al instante. ¿Sabrá ahora no perder de vista a ese bribón tan hábil? Pero ¡ bah! Concedo demasiada honra a semejante miserable: y de todos modos, tengo que dejar el asunto entre las manos de Wilson hasta después de haber concluido con el Pettingill.» Media hora después estaba Mr. Barnes en el Departamento Central de Policía conversando con sus subalternos. Mientras tanto, Wilson seguía a Mr. Mitchel hasta Broadway, donde éste se detuvo en el Casino para comprar localidades: de allí se dirigi'ódirectamente al Hotel de la Quinta Avenida. Entró en el hotel, contestó con una leve inclinación de cabeza al saludo del empleado, tomó una llave y subió la escalera: era evidente que vivía allí. Wilson no tenía más instrucciones positivas; pero en esta época del teléfono no es difícil para un agente de policía comunicarse inmediatamente con el Departamento Central y continuar sus pesquisas sin perder tiempo. El hotel de la Quinta Avenida no es un lugar fácil de vigilar, principalmente cuando el individuo que se observa sabe que hay alguien que lo espía. Tiene tres salidas, una a Broadway y las otras dos a las calles 33a y 24a. Pero Wilson se decía que Mr. Mitchel no sospechaba nada y que, cualquiera que fuese la dirección que tomara, pasaría antes por la caja para dejar su llave. Así, pues, no perdía de vista el hotel, y efectivamente, no había pasado media hora cuando su hombre apareció, dejó la 36
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llave, salió por la puerta de Broadway, atravesó la calle y descendió hacia la 33a, Este. Wilson lo seguía con precaución por el lado del parque. En la Tercera Avenida, Mr. Mitchel subió la escalera del ferrocarril aéreo y Wilson tuvo que hacer lo mismo, aunque con disgusto suyo, porque eso lo obligaba a estar demasiado cerca de su perseguido. Mr. Mitchel subió al primer coche del tren, Wilson al último. En la estación de la calle 42a, Mr. Mitchel bajó del tren y atravesó el puente; pero, en lugar de tomar el otro tren que conduce a la Gran Estación Central como se hace ordinariamente, se deslizó por entre la multitud hasta la plataforma principal y subió a un tren que iba en dirección contraria a la que él había llevado; es decir, que desandó el camino andado. Wilson consiguió tomar el mismo tren; pero, convencido ya de que el individuo sabía que lo seguían, por más que él hubiese tomado precauciones extraordinarias para no dejárselo sospechar. En la estación de la calle 34a repitió Mr. Mitchel la misma táctica: atravesó el puente y tomó un tren que iba en sentido contrario. Esto despertó más aun la atención de Wilson, pues todavía no había notado el menor signo de que el individuo lo hubiera visto, y además no era probable que, habiéndoselo descubierto ya la pista en dos puntos diferentes, tuviese la idea de escaparse sin que lo encontraran nuevamente. En la estación de la calle 42ª , Mr. Mitchel volvió a salir del tren, atravesó el puente, y ya entonces se dirigió a la Gran Estación Central. Todas esas maniobras habían sido dictadas evidentemente por la prudencia, lo que indicaba que, cuando ya no viese al hombre que lo seguía como su sombra, se encamina37
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ría Mr. Mitchel por fin a su destino. Pero, no bien se había sentado, al parecer ya tranquilo, en un rincón del coche, Wilson pasó y fue a sentarse en el extremo opuesto. Un momento después, el conductor cerró violentamente la puerta del lado de Wilson, y dio la señal de partida, tirando del cordón de la campana. Rápido como un relámpago, Mr. Mitchel se levantó de un salto, y, antes de que hubiera podido impedírselo, se arrojó del tren, cuando ya éste estaba en marcha. Wilson se quedó estupefacto, sin saber que hacer. En la primera parada bajó del tren; se precipitó escaleras abajo y corrió a la estación de la Tercera Avenida, aunque a sabiendas de que esto era inútil. Efectivamente, no encontró ni el rastro de mister Mitchel. Wilson apreciaba la aprobación de su jefe, Mr. Barnes, más que cualquiera otra cosa, de manera que se sintió profundamente desalentado. Sin embargo, al recorrer con la mente los acontecimientos de la última media hora, le era imposible ver cómo habría podido impedir a su hombre que se le escapase, pues claro estaba que su único objeto había sido rehuir por el momento toda persecución. Para un hombre que sabe positivamente o siquiera supone que alguien lo sigue, el ferrocarril aéreo de la Tercera Avenida, con sus puentes en las estaciones de las calles 34a y 42a, ofrece excelentes medios de burlar al agente de policía más hábil. Si Wilson hubiera sabido cualquier cosa de positivo con respecto al hombre que acababa de escapársele, habría adivinado adonde se dirigía y, adelantándosele de modo de tomarlo por sorpresa, lo habría detenido infaliblemente, como ya había hecho en otras ocasiones en que había perseguido a 38
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terribles criminales hasta en sus guaridas. Pero en ese nuevo caso se encontraba en la ignorancia más absoluta y no podía hacer otra cosa que maldecirse y esperar. Más, si no sabía adonde había ido Mr. Mitchel, por lo menos podría descubrir a qué hora volvería al hotel. Quizá también Mr. Barnes, había recibido alguna comunicación importante, y quería comunicársela. Esta reflexión le hizo volver al hotel de la Quinta Avenida resuelto a aguardar pacientemente. Lo primero que hizo fue telefonear al Departamento Central de Policía para saber si Mr. Barnes había vuelto a Boston a fin de conducir a Pettingill a Nueva York. Dieron las siete, y Wilson comenzaba a decirse que su espera era inútil. Pero de repente se acordó de haber visto a Mr. Mitchel comprar localidades en el Casino, lugar que se prestaba mucho a la vigilancia. Y aunque no estaba seguro de que las localidades fuesen para esa noche, se dirigió al Casino, animado de una débil esperanza. Parado en la puerta del teatro, comenzó a examinar uno a uno a los espectadores que iban llegando. A las ocho y diez minutos iba ya a convencerse de que se había impuesto una espera inútil, cuando vio, lleno de contento, que un coche de plaza se detenía en la puerta del teatro, y de él salía Mr. Mitchel, para ayudar a bajar a una señora elegantemente vestida. Wilson se había preparado a todo evento, y había comprado una boleta de entrada, de modo que pudo seguir a la pareja hasta el interior, y ver donde se situaba, porque no quería perder de vista a su hombre. Y terminada la representación, tuvo la ventaja de seguirlos de cerca, pues la seño39
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ra no quiso ir en carruaje, sin duda porque el aire frío, pero vivificante de la noche, la invitaba a regresar a pie a su domicilio. No fue poca la sorpresa de Wilson al verlos en la casa de la calle 30ª en que había visto entrar a Rosa Mitchel esa misma mañana. Aquello era para él un verdadero alivio: puesto que los dos pájaros habían volado al mismo árbol, era evidente que se conocían y que por la tarde, cuando Mr. Mitchel se le había escapado, se había dirigido allí. Por lo menos era esa la conclusión a que llegaba Wilson. Una hora hacía ya que el agente se encontraba de guardia enfrente de la casa sospechosa, sumido en profundas reflexiones que el silencio del barrio favorecía, cuando de improviso oyó un grito que lo hizo estremecerse, un grito penetrante, fuerte y prolongado, que se extinguió enseguida: todo volvió al mismo silencio, ¿De dónde salía ese grito? ¿De la casa de los departamentos que Wilson vigilaba, de alguno de los edificios vecinos? No le era posible calcularlo. Lo único de cierto era que había sido un grito de mujer. ¿Era un grito arrancado por el dolor, o exhalado sencillamente durante una pesadilla? Tampoco podía decirlo. Ese grito único, espantoso, que había turbado el silencio profundo de la noche, le parecía inverosímil. Sólo de pensar en él sentía un calor frío, y tenía que envolverse más estrechamente en su sobretodo. Y habría querido, ya que su atención estaba despierta, oír un segundo grito; pero por más atentamente qué escuchaba, nada volvió a oír. Diez minutos más tarde, una luz que se apagaba bruscamente en una ventana del quinto piso le llamó la atención. 40
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Eso no ofrecía, cierto, nada de sospechoso, pues cada cual apaga su luz al acostarse; pero aquella luz tenía para él en ese momento la particularidad de haber sido la única que se veía en toda la casa. En eso reflexionaba Wilson, cuando la puerta de la calle se abrió y un hombre salió. Creyendo que fuese Mr. Mitchel, el agente se apresuró a seguirlo; pero a fin de cerciorarse de que era él, apresuró a andar para llegar primero a la esquina. Midió tan bien el tiempo, que se cruzó con el individuo debajo del farol; y una ojeada rápida, pero escudriñadora lo convenció de que aquel hombre no era Mr. Mitchel. Entonces abandonó la persecución y volvió a la casa. No había andado muchos pasos, cuando se cruzó con Mr. Mitchel en persona: le dejó pasar lanzando un suspiro de alivio al ver que no se le había escapado; luego atravesó la calle, y no lo perdió pisada hasta verlo entrar en el hotel de la Quinta Avenida, tomar su llave y subir la escalera. Entonces se dijo que ya era inútil seguir la vigilancia por esa noche. Miró su reloj y vio que era la una en punto. Entró en el salón de lectura del hotel, escribió su informe, lo puso en un sobre, y, llamando un mensajero, le encargó que llevase esa carta a mister Barnes, en el Departamento Central de Policía. Después se dijo que al punto adonde habían llegado las cosas, podía tomarse la libertad de ir a descansar, lo que hizo sin perder tiempo; pero apenas se durmió, porque a día siguiente le tocaba la guardia, y esperaba nuevas instrucciones de Mr. Barnes. Al día siguiente del robo de las joyas, cuando Mr. Barnes de muy buen humor, estaba en su escritorio, le entregaron la 41
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carta de Wilson. Se puso a leerla, y a medida que avanzaba en la lectura, iba retorciéndose nerviosamente el bigote lo que era en él un signo de descontento. Leyó tres veces la carta, y luego la desgarró en pedazos minúsculos de forma y tamaño casi idénticos. La persona que hubiese tratado de reconstituir después la misiva, se habría, impuesto una tarea inútil. Mr. Barnes se acercó a la ventana y lanzó los pedacitos al aire, donde se desparramaron a merced del viento. Momentos después, a las ocho y media de la mañana, se encontraba Mr. Barnes delante de la casa de la calle 30a. El portero, con su escoba en la mano, barría de la acera una ligera capa de nieve caída en la madrugada. El agente, sin decir una palabra, entró en el vestíbulo y examinó los nombres que marcaban los buzones de los inquilinos. Ninguno de esos nombres era el que él buscaba, pero la tarjeta del número 5 estaba en blanco. En ese instante se acordó el detective de que Wilson hablaba en su informe de una luz que había desaparecido de improviso en el quinto piso, y pensó que tal vez aquel departamento no estaba vacío. Y entró en la casa, empleando un subterfugio muy familiar a los ladrones. Tocó el timbre del núm. 1, la puerta de abajo se abrió sin ruido, y entonces el subió hasta el quinto piso, pidiendo de paso al criado del primero que le dispensase por haber equivocado el timbre. Al llegar al quinto piso, tocó la campanilla de la puerta principal; habría podido tocar la de la puerta de servicio; pero quería impedir que se lo escapase alguien que pudiera haberlo visto. Esperó algunos minutos delante de la puerta, sin oír el menor ruido, y luego tocó otra vez, pero siempre sin 42
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resultado. Entonces empuñó con mano firme la manija de la puerta y le dio vuelta nuevamente. Con gran sorpresa suya, la puerta cedió. Acto continuo entró, y cerró la puerta tras da sí. Su primera impresión fue que había entrado en un departamento vacío; pero una ojeada que echó al otro extremo del vestíbulo le hizo entrever un salón amueblado. Vaciló un instante, y luego se acercó a ese cuarto; nadie había en él. Volvió, andando de puntillas, hasta la puerta de entrada, echó la llave, y se guardó ésta en el bolsillo. Enseguida regresó al salón, que estaba amueblado con elegancia y buen gusto. Entre las ventanas que daban a la calle, había un escritorio abierto, como si acabara de servir; y encima de él una lámpara de metal esmaltado, probablemente la misma cuya luz había visto Wilson apagarse. Enfrente de las ventanas había dos puertas con cristales de dos hojas cada una que comunicaban con el interior del departamento. Ambas estaban cerradas, pero Mr. Barnes las examinó silenciosamente, y por una rendija pudo distinguir, al otro lado, el perfil de una mujer echada en una cama, y sobre la almohada esparcida su larga cabellera. Ante ese cuadro, se quedó Mr. Barnes vacilante –sin saber qué hacer. La mujer era probablemente la presunta Rosa Mitchel; pero estaba dormida, y al agente, que había entrado en el departamento sin su autorización, sin duda, le inspiraba bastantes sospechas; mas no se creía por eso con razones legales que justificasen su acto. Parado delante de la mampara, se preguntaba lo que iba a hacer, cuando, al bajar los ojos casualmente, su mirada tropezó con una cosa que le hizo es43
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tremecerse, no obstante, lo acostumbrado que estaba a los más extraños espectáculos. Un delgado hilo de un líquido rojo, se había abierto paso por debajo de la mampara y corrido después por el borde de la alfombra, en un espacio de algunos centímetros. Mr. Barnes se inclinó vivamente, y puso el dedo en el líquido rojo. Apenas lo tocó, lanzó un grito ahogado: «¡ Sangre, sangre coagulada!» Se enderezó con no menor rapidez, y miró de nuevo, atentamente, al cuarto vecino; la mujer no se había movido. Entonces, sin vacilar, empujó con suavidad las dos hojas de la mampara. Recorrió de una ojeada todo el cuarto, y murmuró esta única palabra: «Asesinada». No había tiempo que perder. Saltando por sobre un gran charco de sangre que empapaba la alfombra, se aproximó a la cama. Eran las mismas facciones de la mujer que había declarado haber sido víctima del robo. Parecía dormida, pero en su rostro se notaba una expresión de sufrimiento; entre las cejas y en una de las extremidades de la boca aparecía una contracción inmovilizada por la rigidez de la muerte. La habían asesinado de una manera tan sencilla como cruel; cortándole el cuello mientras dormía. La prueba de esto estaba en la camisa de noche, que era lo único que cubría el cuerpo de la mujer. Una cosa había excitado desde luego la curiosidad de Mr. Barnes, el charco de sangre que se había formado junto a la puerta. Entre ese charco y la cabecera de la cama había un espacio de un al pie de la metro y dieciocho centímetros y cabecera misma había otro, formado por la sangre que había manado de la herida y al caer al suelo había empapado las sábanas; los dos charcos no se comunicaban. 44
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-¡Bueno! -pensó Mr. Barnes. -Esta vez soy el primero en haber llegado, y ningún aturdido vendrá a desarreglar las cosas antes de que me haya dado cuenta minuciosa de todo. El cuarto no había sido hecho para dormitorio sino más bien para comedor que, en caso necesario, abriendo completamente las mamparas, podía formar una sola pieza con la sala. Una ventana daba a un pequeño patio, y en un ángulo había una chimenea cuya parte superior era de encina esculpida, muy elegante. -Mister Barnes alzó las cortinas para que la luz entrase, y miró en su derredor. Inmediatamente notó dos cosas: la primera, que en el lavatorio había una jofaina llena hasta la mitad de una agua cuyo color indicaba claramente que el asesino había tratado, antes de emprender la fuga, de borrar los rastros indiscretos de su crimen; la segunda, que el hogar de la chimenea estaba lleno de cenizas. -El bribón ha quemado todo lo que podía denunciarlo y antes de irse se ha lavado las manchas de sangre -se dijo Mr. Barnes. –iVeamos! ¿Qué fue lo que dijo Mitchel? «Me habría detenido a lavar la mancha de la alfombra antes de que se secase y lavaría igualmente la boca del perro». Eso decía a su amigo al hablarle del caso de que un perro lo mordiese en el momento de cometer un crimen. Esta vez se ha visto en la imposibilidad de hacer desaparecer las manchas de la alfombra, pero ha tenido el cuidado de quitarse de encima la sangre que le había caído. Pero ¿es posible que exista un hombre capaz de meditar una acción de ese género y apostar que no lo descubrirán? ¡Bah! ¡imposible!
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Mientras hacía mentalmente esas reflexiones examinaba Mr. Barnes todos los objetos que podían contener indicios del crimen. Tomó el vestido de la mujer, que estaba en una silla, y metió la mano en el bolsillo; pero lo encontró vacío. Sin embargo, al dar vuelta a la falda notó que le habían cortado un pedazo en el cinturón. Enseguida examinó las otras ropas y vio que con todas habían hecho lo mismo. Una idea lo cruzó por la mente como un rayo de luz. Se dirigió a la cama y buscó con minucioso cuidado si las sábanas estaban marcadas; no lo estaban. Levantó el cadáver, le dio vuelta a medias, y vio que también a la camisa de dormir le faltaba un pedazo. -Esto explica por que hay sangre junto a la puerta -pensó Mr. Barnes -Ha sacado a su víctima de la cama para acercarla a la luz y poder encontrar las iniciales de la camisa. Mientras tanto, la sangre ha corrido y formado el charco. Después ha puesto de nuevo el cadáver en la cama, para que no lo estorbase si lo dejaba en el suelo. ¡Qué tunante tan astuto! Pero hay un hecho muy importante; el nombre de esta mujer no debía ser Rosa Mitchel, pues, si lo fuese, no había necesidad de hacer desaparecer las marcas de la ropa, desde que ella había dicho a varias personas que se llamaba así. Mr. Barnes barrió las cenizas de la chimenea, las puso en un diario, y fue a examinarlas junto a una ventana de la sala. Este examen confirmó sus dos hipótesis: el asesino había quemado los pedazos de vestidos que contenían las iniciales y algunas cartas. El cuidado con que había esperado a que todo ardiera, probaba que el pícaro era en extremo prudente; lo único que había escapado al fuego eran dos botones, a uno 46
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de los cuales estaba todavía cosido un pedacito de tela, y varios trozos de sobres. Míster Barnes arrojó disgustado las cenizas a la chimenea. Enseguida examinó atentamente el escritorio que había quedado abierto. Abrió los cajones, recorrió con mirada escrutadora todos los rincones y rendijas; pero sus investigaciones fueron infructuosas. Lo único que encontró fue papel y sobres de calidad muy ordinaria. Al volver de nuevo al cuarto donde yacía el cadáver, observó un baúl del que salía un pedazo de vestido; alzó la tapa, y encontró el contenido todo revuelto. Era evidente que el asesino había buscado allí algo precipitadamente y después había arrojado los objetos adentro en desorden. Mr. Barnes fue examinándolos todos, cosa por cosa; en cada pieza que había tenido marca, faltaba el pedazo que contenía las iniciales. Debe tener muy buenas razones -pensó el agente -para ocultar con tanto empeño la identidad de esta mujer. De otro modo, no se habría dado trabajo el muy bribón. Al volver a poner los vestidos en el baúl, oyó Mr. Barnes un ligero roce, que indicaba la presencia de un papel en un bolsillo. Metió la mano, sacó prontamente el papel, y cuando miró lo que estaba escrito en él, se iluminó el rostro: -¡ Por fin una prueba! -murmuró, y corrió a ponerse junto a la ventana de la sala, para leer mejor. El papel decía: Lista de las piedras.
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Un brillante, 15 1/4 quilates.............................. 75.000 Una esmeralda, 15 1/8 quilates ........................ 75.000 Un rubí, 15 3/8 quilates..................................... 100.000 Un zafiro, 10 quilates........................................ 25.000 Una perla blanca en forma de pera.................. 175.000 Una perla negra en forma de pera................... 100.000 Una perla blanca oval...................................... 25.000 Una perla negra oval....................................... 25.000 Un brillante amarillo........................................ 25.000 Un topacio, 20 quilates................................... 25.000 650.000 «Estas diez piedras preciosas son todas, cada una en su género, ejemplares perfectos. Las cuatro primeras están talladas en forma igual, exactamente, y las dos perlas en forma, de pera son idénticas en forma y tamaño, como lo son también las perlas ovaladas. El brillante amarillo es oblongo y el topacio es de una belleza, incomparable. »Todas las diez piedras en un estuche rojo, de cuero de Rusia, forrado de raso negro, y que mide 4 pulgadas de largo por 6 de ancho. Cada piedra entra perfectamente ajustada en el hueco hecho para ella en el fondo del estuche, y un alambre dorado la sujeta. »El nombre de Mitchel está marcado en letras doradas en la cinta que cierra herméticamente la caja» Nada más, ninguna firma, lo que causó un cierto pesar a Mr. Barnes; pero, de todos modos, éste comprendía que el documento que tenía entre las manos era de gran precio, puesto que parecía corroborar el relato de la mujer sobre el 48
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robo de las piedras preciosas. Era una ventaja importante tener una descripción tan minuciosa del tesoro robado. Dobló el papel cuidadosamente, lo puso en su valija y volvió al lado del cadáver. Examinó atentamente el tajo del cuello, y de su aspecto dedujo que el asesino, había debido emplear un cortaplumas ordinario, pues la herida, no era profunda, ni larga. La vena yugular había sido cortada, lo que parecía haber sido el objeto del asesino. Esta circunstancia, hizo que el agente creyera que la mujer había sido herida durante su sueño; pero enseguida le asaltó otra, duda: «¿Poseía el asesino los medios de entrar en la casa sin llamar la atención? Debía entonces tener una llave de la puerta de calle, o alguien le había hecho entrar» Míster Barnes se estremeció al acordarse, de que Wilson había visto a Mr. Mitchel entrar en la casa poco antes de que la mujer hubiera lanzado el grito, y salir momentos después. ¿Esa era la mujer que lo había acompañado al teatro? Y si era la misma persona ¿cómo explicarse que hubiera podido acostarse y dormirse tan pronto? Mientras el detective, proseguía en sus reflexiones, sus ojos vagaban por el cuarto. De repente se detuvieron en un objeto que estaba en el suelo, delante del baúl. Un rayo de luz que entraba por la ventana de enfrente le hacía brillar. Mr. Barnes lo contempló maquinalmente, durante algunos instantes, y luego, bajándose, lo recogió casi sin pensar en lo que hacía. Pero apenas lo había examinado, un relámpago de triunfo le iluminó la mirada. El botón que tenía en la mano era, un camafeo, tallado, en el cual había cincelada una cabeza de mujer, y encima de ésta un nombre: Julieta. 49
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IV A LISTO, LISTO Y MEDIO Apenas hubo descubierto el botón-camafeo, salió Mr. Barnes del departamento, y sin perder un minuto, se dirigió al hotel de la Quinta Avenida. Encontró a Wilson en el comedor, y supo por él que Mr. Mitchel no había bajado aún. Cuando su subordinado concluyó de hablar, lo felicitó por lo que había hecho la víspera, y agregó que no le reprochaba, en modo alguno hubiese perdido de vista al hombre durante algunas horas. Ya con su botón-camafeo en el bolsillo, no tenía dificultad Mr. Barnes en ser benigno con su subalterno. «Puesto que sabemos la verdad...» se repetía mentalmente, y se reía por adentro. Lo divertía la idea de que el individuo que se había jactado de no dejar nunca rastros de su paso, hubiera sido tan torpe como un criminal común, al abandonar precisamente el objeto que constituía una prueba convincente de su crimen. Sin embargo, nada había, en el semblante, del detective que revelase su emoción interior. Con gran calma, preguntó si Mr. Mitchel estaba en su departamento, y le hizo pasar su 50
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tarjeta como habría hecho cualquier otro visitante. Al cabo de algunos instantes apareció un pequeño criado, que le dijo sencillamente: -Puede usted subir. Míster Barnes subió al prime piso, donde lo hicieron entrar en un departamento compuesto de dos cuartos y un gabinete de baño, y que daba a la calle, 23a. La pieza en que se sentó estaba amueblada, como una sala de soltero: asientos bien blandos, dos canapés, un sillón de resorte para la lectura, un piano vertical de caoba y a su lado una linda lámpara; en medio del cuarto una mesa esculpida; una mesita para cigarros, de bronce; álbumes de fotografías. De las paredes pendían hermosos cuadros con marcos dorados; en la chimenea, había elegantes jarrones y un reloj de, ónix; y, por fin, servía de tarjetero la estatua de un negro, de madera tallada; todo, en una palabra, revelaba la riqueza, el lujo, el refinamiento. ¿Era posible que aquélla fuese la guarida de un asesino? No, ciertamente; a menos que en ese homicidio hubiera habido un motivo más que suficientemente poderoso para arrastrar a un hombre bien educado, a cometer semejante crimen. La opinión de Mr. Barnes era que detrás de ese misterio debía haber alguna mujer, pero hasta ese momento no aparecía, en todo el asunto otra que la que yacía sin vida en el lugar de donde acababa de salir. Todo eso cruzaba por la mente del detective como un relámpago, mientras que su mirada examinaba rápidamente cuanto lo rodeaba. Un instante después oyó una voz que salía del cuarto vecino: 51
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-Entre usted, Mr. Barnes -decía la voz.- Entre nosotros no debe haber ceremonias. Míster Barnes aceptó la invitación y entró en el cuarto contiguo, amueblado con tanta elegancia como la sala. Mr. Mitchel, envuelto en una bata de seda, parado delante de un espejo, se afeitaba. -Dispénseme usted la hora, inoportuna en que llego -dijo Mr. Barnes; -pero usted me ha dicho que podía venir a visitarlo a cualquier hora y... -Es inútil que se disculpe usted. Yo soy quien debo hacerlo, pues tengo que acabar de afeitarme no es posible conversar con la mitad de la cara cubierta de espuma de jabón. -Seguramente. No se dé usted prisa. Puedo esperarlo. -Gracias. Siéntese usted. Junto a la cama encontrará un sillón muy cómodo. Es algo singular afeitarse a estas horas; pero anoche me acosté tarde. -Supongo que se entretendría en el club –dijo Mr. Barnes, para ver si Mr. Mitchel le contestaba una mentira. Pero la respuesta lo desengañó. -No -replicó Mr. Mitchel: -fui al Casino. Sin duda sabrá usted que Lilian Rusell ha vuelto: y como yo había prometido a una persona amiga mía llevarla a oír cantar a la célebre artista, fuimos anoche. -¿Es un señor esa persona? -Me parece que se vuelve indiscreto. No, no es un señor: es una señora. Y allí tiene usted su retrato, en ese caballete. Míster Barnes miró en esa dirección y vio un cuadro al óleo que representaba una cabeza de mujer morena, de una maravillosa hermosura: si el retrato era fiel, esa joven debía 52
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poseer naturaleza apasionada y una gran fuerza de voluntad. Circunstancia significativa: Mr. Mitchel decía que había estado en el Casino con esa persona, y Wilson aseguraba haberlo visto entrar con su acompañante en la casa en que yacía la mujer asesinada. ¿Así, pues, la amiga de Mr. Mitchel vivía en la misma casa? Eso explicaría el que éste, hubiese podido llegar hasta el departamento de la muerta. Pero ¿sabía Mitchel en verdad que la otra mujer residía en esa casa; había subido a su departamento después de dejar a la joven del retrato? Mientras todas esas conjeturas tan diversas se agolpaban a la mente de Mr. Barnes, su mirada distraída se detuvo en la cama y observó que sobre, ésta había un chaleco, y vio que dos de sus botones, los únicos visibles, se parecían al que él tenía en el bolsillo. Entonces largó furtivamente la mano hacia la cama; pero apenas sus dedos habían rozado el chaleco, oyó que Mr. Mitchel le decía, sin volver la cara ni dejar de afeitarse: -En ese chaleco no hay dinero, Mr. Barnes... -¿Qué, quiere usted decir? -replicó Barnes, con cólera y retirando vivamente la mano. Mister Mitchel se detuvo un momento antes de contestar; se pasó lentamente la navaja por la mejilla una o dos veces, y luego, volviéndose hasta Mr. Barnes, lo miró fijamente: -Quiero decir, Mr. Barnes, que usted no se acordaba de que yo lo veía en el espejo. -¿Quiere usted decir que mi intención era robar? -¿Y usted cree eso? Lo siento mucho. Pero, seriamente, usted no debería, ya que es, tan delicado, adoptar las maneras disimuladas de los ladrones. Cuando yo invito a mi cuarto a 53
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un hombre decente, no creo que se ponga a tocar mis bolsillos cuando le vuelvo las espaldas. -Tenga usted cuidado, Mr. Mitchel; acuérdese usted de que habla con un agente de policía. Si alargué la mano para tocar ese chaleco, lo hice sin mala intención: usted lo sabe perfectamente. -Cierto que lo sé, y todavía más: sé lo que quería usted hacer. No se enoje usted tan fácilmente. Reconozco que no he debido pronunciar las palabras que lo han herido; pero a decir verdad, la cosa me había picado. -No comprendo. -Me ha ofendido me tratara usted como a un criminal vulgar: nada más que la idea de que yo mismo habría dejado que viniera usted aquí a hacer, a vista mía, las pesquisas que quería usted hacer, lastima mi orgullo. Sepa usted que sólo porque podía verlo en ese espejo, he podido volverle las espaldas. Ahora, ya he dicho a usted todo lo que quería saber. Su intención era examinar los botones del chaleco, ¿no es verdad? Mister Barnes estaba confundido y asombrado, pero no dejó traslucir sus impresiones. Con gran calma contestó: -Usted sabe que yo oí su conversación en el tren. En esa conversación dijo usted que poseía un juego de cinco curiosos botones y... -Perdone usted: dije seis, no cinco. Una vez más fallaban los esfuerzos de mister Barnes para hacerle caer en el lazo: había dicho cinco con la esperanza de que, Mr. Mitchel se aprovechase de eso para reducir el nú-
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mero de los botones a cinco, puesto que el otro no estaba ya en su poder. -¡Ah! sí, es cierto; dijo usted seis; ahora lo recuerdo -continuó. - Convenga usted en que la curiosidad que me hacía desear varios, era muy natural... pues... porque... desearía conocerlos. -La intención es loable. Pero, mi querido mister Barnes, yo había dicho a usted que podía visitarme a cualquier hora del día, y hacerme todas las preguntas que quisiera. ¿Por qué, desde que entró usted, no me pidió francamente que le enseñase los botones? -Debí haberlo hecho, y ahora lo hago. -Todos están en el chaleco. Puede usted examinarlos, si tal es su deseo. Mister Bames tomó el chaleco y se quedó sorprendido al encontrar seis botones, tres con la cabeza de Julieta y tres con la de Romeo. Sin embargo, no estaba descontento pues los seis botones eran idénticos al que él tenía, en su bolsillo. Y de repente, le asaltó la idea de que ese hombre, -tan hábil para adoptar sus precauciones, lo había quizá engatado sobre. el número de los botones, y que éstos eran en realidad siete. Por lo tanto creyó necesario hacerle algunas preguntas. -Es un juego muy lindo, Mr. Mitchel, y completamente único en su género. Yo no había oído hablar nunca de botones-camafeos. ¿Creo que me ha dicho usted que han sido hechos expresamente para usted? Míster Mitchel, que había terminado de afeitarse, se dejó caer en un sillón mecedor, cubierto de blandos cojines.
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-Esos botones han sido hechos para mí, y son unos ejemplares exquisitos del arte lapidario; pero no son tan raros como usted se lo imagina. En general, no los usan más que las mujeres; y el hecho es que, si éstos han sido tallados así, la causa es un capricho de mujer. Yo no habría... -¡ Pardiez! -exclamó Mr. Barnes: -esta cabeza de Romeo es el retrato de usted, y muy parecido. -¡Ah! ¡Lo ha notado usted! -Sí y las cabezas de Julieta han sido copiadas de ese retrato. Mister Barnes comenzaba a agitarse, pues si los seis botones eran retratos y el que él tenía en el bolsillo era copia del cuadro colocado en el caballete, allí estaba la evidencia de que, por lo menos, las dos personas tenían relaciones con la que había, perdido el botón. Míster Mitchel lo miró con ojos inquisidores. -Míster Barnes, usted está intranquilo. ¿Qué le pasa? -Yo no estoy intranquilo. -Sí, lo está usted; y la vista de esos botones es lo que lo ha turbado. ¿Dígame usted ahora que razón ha tenido para venir aquí hoy? Míster Barnes se dijo que era necesario dar un golpe decisivo. -Míster Mitchel: Conteste usted primero a una pregunta que le voy a hacer; pero reflexiona bien antes de contestar. ¿Cuántos botones mandó usted hacer cuando pensó en tener este juego? -Siete; -contestó Mr. Mitchel, -con tanta rapidez, que Mr. Barnes, estupefacto, apenas pudo decir: 56
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-¡ Siete! Hace un momento decía usted que sólo eran seis. -Sé muy bien lo que he dicho. Nunca olvido lo que digo, y cuanto digo es exacto. He dicho que el juego completo se compone de seis botones. Ahora me pregunta usted cuál es el número de los que mandé hacer, y le contesto que siete. ¿No está claro? -¿Entonces el otro botón se ha perdido? -De ninguna, manera: yo sé donde está. -¿Cuál era la intención de usted al no hablarme del séptimo botón cuando me dijo que el juego se componía de seis? -Perdone usted, Mr. Barnes, que me niegue a contestar a esa pregunta. Desde que entró usted en este cuarto, le he contestado ya a muchas. -Pues voy a decir a usted algo más -añadió el agente de policía, decidido a jugar su última carta: esta mañana he estado en el lugar en que usted cometió su crimen, y allí he encontrado el séptimo botón. Si Mr. Barnes esperaba que Mr. Mitchel retrocediese aterrado y se echase a temblar, o se portase como un criminal común en presencia de la prueba de su crimen, su desengaño fue grande; pero más natural es suponer que un hombre tan hábil como el detective Barnes no se hiciese, la ilusión de que ese actor perfecto, que se llamaba Mitchel, dejase traslucir sus sentimientos secretos. Mr. Mitchel no permaneció del todo indiferente al oír lo que el agente le decía. Se levantó del sillón, y acercándose, a Mr. Barnes, le preguntó tranquilamente: -¿Lo ha traído usted? ¿Puedo verlo? 57
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Mr. Barnes titubeó un instante, preguntándose si podía arriesgarse a perder el botón, como podía ser si lo confiaba, a Mr. Mitchel. Pero, por fin, decidió entregárselo. Mr. Mitchel lo examinó atentamente, como verdadero conocedor, y después de algunos minutos de silencio, lo lanzó negligentemente al aire, lo cogió al vuelo, y dijo: -He aquí una excelente escena de comedia, Mr. Barnes. Óigame, usted bien. Un agente de policía descubre un crimen y lo dice osadamente, al criminal. El asesino confiesa que de los siete botones no le quedan más que seis, y pide que el agente que ha encontrado el otro se lo enseñe. El agente lo pone imprudentemente en sus manos, y entonces dice: «Señor agente: ahora que tengo mi juego de botones completo, ¿qué va usted a hacer?» -Y el agente le contesta -dijo Mr. Barnes, comprendiendo el lado chistoso de la situación: Señor asesino: voy a recuperar el botón por la fuerza.» -Justamente. Se hace usted perfectamente cargo de la escena: lucha entre los dos hombres, aplausos del público, y la victoria para uno u otro, según haya decidido el autor. Eso es lo que sucedería en una comedia; pero en la vida, real la cosa es diferente. Yo devuelvo a usted sencillamente el botón -y entregándoselo, añadió, con un gracioso, saludo: -Servidor de usted, Mr. Barnes: este botón no es mío. -¿No es éste uno de los botones de usted? -repitió maquinalmente el detective sorprendido. -No: ese botón no forma parte de mi juego. Siento mucho quitar a usted una ilusión; pero es así. Voy a explicar a usted la cuestión, porque le tengo simpatía. Ya he dicho a 58
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usted que al principio, el juego se componía de siete botones; pero el séptimo tenía esculpida en relieve la cabeza de Shakespeare. Una amiga fue quien me obsequió con los siete botones, y como yo no podía usar más de seis en mi chaleco, le devolví el de la cabeza de Shakspeare, con el cual había mandado hacer un prendedor de corbata. De modo, pues, que el juego quedó reducido a seis botones, y en buena cuenta el séptimo no es ya un botón sino un prendedor. -¿Cómo explica usted que el botón que yo he encontrado sea evidentemente, el retrato de la amiga de usted y la copia de tres de los del chaleco? -Mi querido Mr. Barnes: ni lo explico ni me toca explicarlo. Esa es tarea de usted. -¿Qué sucedería si yo resolviese arrestar a usted inmediatamente y pidiese a un jurado que decidiese si el juego de botones comprendía o no primitivamente a este que yo tengo? -Eso me incomodaría, ciertamente; pero hay riesgos que uno corre todos los días, como el de ser arrestado por un torpe agente de policía. Perdone usted, no se enoje, pues no aludo a usted, seguro como estoy de que usted es demasiado listo para arrestarme. -¿Por qué no lo arrestaría, puede usted servirse decirme? -En primer lugar, porque seguramente no voy a escaparme, y en segundo, porque nada ganaría usted con arrestarme, pues me sería fácil probar la verdad de todo lo que he dicho. Usted está, además, convencido de que no le he mentido. Sinceramente le he dicho la verdad.
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-Ahora no tengo más que una cosa que agregar, Mr. Mitchel -dijo Mr. Barnes, levantándose de su asiento. -¿Quiere usted hacerme ver el séptimo botón, es decir, el prendedor de corbata? -Eso es mucho pedir; pero accedo a ello, con una sola condición. Reflexione usted bien antes de cerrar el trato que voy a proponerle. Cuando hice la apuesta con mi amigo, no calculé que con eso podía perjudicar el buen nombre de la persona a quien con mayor ternura amo en el mundo. Ese retrato representa, como ya he dicho a usted, a la que pronto será mi mujer: ella es quien tiene el otro botón y lo lleva siempre puesto. Nada ganará usted con verlo, pues su vista sólo servirá para corroborar lo que he afirmado, y yo estoy seguro de que ya en este momento cree usted en mi palabra. Voy a llevar a usted a casa de mi futura esposa, si usted me promete no molestarla con nada que se refiera a este asunto. Ella le hablará de los botones. -Lo prometo con mucho gusto. No me agrada atormentar a las señoras. -Usted resolverá. Venga usted a verme a mediodía: nos encontraremos en el vestíbulo, o iremos a la casa de mi novia. Ahora dispénseme usted. Tengo que concluir de vestirme.
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V EL SÉPTIMO BOTÓN En el segundo piso de la casa de la calle 305 vivía la señora Mortimer Remsen con sus dos hijas, Emilia y Dora. La señora, Remsen era viuda desde hacía más de diez años; pero su marido había dejado una fortuna suficiente para que la familia conservase su posición en la mejor sociedad de Nueva York, a la que pertenecía por su cuna y por su educación. El departamento de la magnífica casa de la calle 30a, en que vivían, era el más hermoso del edificio, y estaba amueblado con un lujo exquisito, a la vez que rica, y artísticamente. Daban frecuentes recepciones, y la señora Remsen, todavía, bastante bella, era una de las personas más conocidas en las tertulias y ventas de, caridad de cada invierno. Emilia, su hija mayor, tenía veintiséis años y su belleza imponía más bien que atraía la admiración. Alta y bien formada, tenía un andar majestuoso, casi regio, y un par de hermosos hombros sostenían su hermosa, cabeza. En cuanto a su cara... no sería posible describirla, mejor que, repitiendo las palabras del eminente artista Gastón de Castilla, quien, 61
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solicitado por la señora Remsen para que hiciese el retrato de la joven, contestó: -Señora: no me atrevo a pintar el retrato que usted me propone. La belleza de su hija es una de esas que desafían al arte, considerándola, por separado, puede decirse que ninguna de sus facciones se conforma a los principios de lo bello; y sin embargo, el conjunto forma un acabado tipo de nobleza y de hermosura. Sólo la Naturaleza puede producir semejantes efectos, porque sabe hacer irradiar una alma pura, a través de las facciones imperfectas y, borrar, por decirlo así, sus defectos, nosotros, pobres artistas, no podríamos abrigar la esperanza de dar a nuestra fría tela el extraño encanto de la luz que constituye toda la belIeza de ese rostro. El artista, sin embargo, había pintado el retrato visto por el detective en el cuarto de Mr. Mitchel, y había conseguido dar, por lo menos una idea de la belleza moral que se reflejaba en las facciones de miss Remsen. Otros pintores habían escollado en la tarea, tal vez porque no sabían apreciar en su justo valor lo que trataban de copiar. Esta descripción nos da una idea de lo que era la mujer en sí misma: unía al encanto y a la dulzura de su mirada una gran fuerza de voluntad, gracias a la cual sabía dominarse y dominar a los demás; de modo que era muy raro que una orden suya fuese desobedecida por su novio o por sus criados. El noviazgo de Emilia con Mr. Mitchel había sorprendido a la sociedad; pero el secreto del triunfo de Mr. Mitchel estaba quizá en el valor que había tenido él para pedirle, su mano con una especie de imperiosa ternura, que demostraba 62
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claramente que no esperaba en manera alguna una negativa, ni siquiera la menor vacilación. La había cortejado con la impetuosidad de un torbellino; un mes después de haber sido presentado a ella, era su novio. Esto era, lo que, más comentarios había suscitado. Mr. Mitchel frecuentaba la mejor sociedad; pero era un recién venido, y cuando vieron que había ganado el primer premio del concurso matrimonial, todos se preguntaban: «¿Quién es?»; pregunta a la que nadie parecía poder contestar. Era un hombre del Sur, y ese solo hecho lo había rodeado de una aureola de seducción, cegando hasta a aquellos que habían tratado tímidamente de estudiarlo algo más a fondo. La señora Remsen había protestado al anunciarle Emilia su compromiso con Mitchel; pero una sola explicación de su hija: «Mamá, le he dado mi palabra» puso término a la discusión. Algunos minutos más tarde, la joven estaba sentada a los pies de su madre, y besándole tiernamente la mano, murmuraba: -¡Lo amo, es mi rey! Dicho lo cual, había ocultado el rostro en el regazo de su madre. Pocas mujeres resisten a un llamamiento de esa naturaleza; de modo que Emilia y Mr. Mitchel fueron novios oficialmente, y él, desde ese momento, entró y salió en esa casa como si fuese el amo. ¿Y por qué no? ¿ Acaso no era el amo y señor de la ama de la casa? Dora formaba un contraste absoluto con su hermana, por más que ambas fueran morenas: era sencillamente una linda muchacha, amable, dócil e impresionable. Adoraba a su madre y profesaba culto a su hermana, a la que llamaba la 63
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Reina. No tenía más que diecisiete años: entre una y otra habían nacido tres varones, todos los cuales habían muerto en la infancia. Aquel día se hallaban las dos hermanas en su suntuoso salón; Emilia tendida en una mullida silla larga, y Dora sentada junto a ella en un cómodo sillón, dentro del cual parecía una niñita. -¿Te gustó la ópera anoche, Reina? -preguntó Dora. -¡Oh, sí! -contestó Emilia, -pero ya sabes, querida, que la ópera cómica... es la ópera cómica y nada más. -En ti está muy bien, Reina, hablar de la ópera cómica con ese tono, desdeñoso? pero para mí es diferente. Todavía no soy suficientemente vieja para que me guste el teatro serio. Voy a decirte una cosa en que he pensado seriamente... -¡ Seriamente! -exclamó Emilia, riéndose y pellizcando la mejilla a su linda hermana -Aunque quisieras ser seria, picaruela, no podrías. -¡Oh! ¿Te parece? Óyeme, voy a decir a Bob... -¿A Bob? -A Mr. Mitchel: bien sabes que hablo de él. Anoche le dije que en adelante le llamaría Bob, y él me besó y me dijo que era cosa arreglada. -¿Te besó? ¡Me gusta, señorita imprudente! -Y a mí también. Pero no tienes que reprenderme, pues sabes que, lo que Bob dice es como el Evangelio. Tú le tienes tanto miedo... como los demás hombres lo tienen de ti. Todavía, no te he dicho lo que quería decirte.. voy a pedir a Bob que cada vez que vaya contigo al teatro, me lleve a mi también. 64
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-¡Oh, oh! ¿Conque preparabas un complot? -¡ Sí! ¿Qué te parece? -¿Lo que me parece? Va a asombrarte: me parece que tu idea es excelente. Te quiero mucho, mi buena hermanita, y tendré inmenso gusto en que puedas gozar de todos los placeres que deseas. -¡ Reina, mi querida Reina! Y, con un movimiento impetuoso la joven saltó a las faldas de su hermana, rodeó su cuello con ambos brazos, y le hizo llover en sus labios una granizada de besos. Emilia acogió con evidente pIacer esa explosión de cariño, pues bajo Ia dignidad de sus maneras y su aparente frialdad, se ocultaba un corazón ardiente que habría asombrado a los chismógrafos para quienes no era más que una persona indiferente y autoritaria. Dora ocultó la cabeza entre los sedosos pliegues del vestido de su hermana. -¿Y podría decirte una cosa?- le preguntó tímidamente. -¡Ah, bribonzuela! ¿Qué va a confesarme usted ahora? -He invitado a un señor a que venga a visitarnos hoy -contestó Dora con voz alterada y alzando bruscamente la cabeza. -¿Eso es todo?- dijo Emilia riéndose. ¿Quién es ese monstruo? ¿Dónde lo ha encontrado usted? -Lo he encontrado varias veces en los five o'clock teas. La última vez me preguntó si podía venir a visitamos, y yo le contesté que esta tarde estaríamos en casa. ¿He hecho mal?
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-iHum! Eso es lo más correcto, Dora; pero el mal no existe quizá, puesto que has encontrado a ese señor en casas amigas nuestras. ¿Cómo se llama? -Alfonso Thauret. -¿Es un francés? -Sí, aunque habla el inglés casi sin dejo. -Los franceses no me gustan. Sé que esta es una preocupación absurda; pero nunca he encontrado a uno de ellos sin pensar que tal vez era un aventurero. Con sus maneras hipócritas y dulzonas, me hacen acordar de los gatos, y a cada instante me parece que ya van a enseñar las unas. -Pero quién sabe si tu francés no viene, y entonces... -¡Oh! Vendrá. Me dijo que vendría esta tarde. Por eso me ves tan agitada. Temía que tú fueras a salir a la calle, y... -No: estaré a tu lado para protegerte. Además, espero a Bob de un momento a otro. Me dijo que vendría poco después de mediodía, y ya debe ser la hora... Tal vez es él... Sí: tres campanillazos. -¡ Ja, ja! Romeo y Julieta tienen una señal especial. Levántate pronto, Reina, que no nos encuentre echadas, sin hacer nada. Un minuto después entraba Mr. Mitchel y encontraba a las dos jóvenes, sentadas, muy tranquilas y dignas, leyendo una novela cada una. Se acercó a Emilia, y bajando la cabeza, le dio un ligero beso en la frente, murmurando: «Mi reina.» Después acarició la cabeza de Dora, como habría hecho con un niño.
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-Emilia: me he tomado la libertad de invitar a uno de mis amigos a que viniera a visitar a ustedes. ¿No las incomodará su visita? -No: seguramente que no, Roy. La joven llamaba a su novio así, suprimiendo la primera sílaba de Leroy, su segundo nombre. La campanilla de la puerta sonó casi enseguida, y el criado hizo entrar a Mr. Barnes en la sala. Mr. Mitchel lo presentó a las dos jóvenes, y luego se consagró enteramente a Dora, dejando al agente en completa libertad de conversar con Emilia. El agente, que había recibido una buena educación, y viajado por Inglaterra durante su juventud, se puso a conversar desembarazadamente, como cualquier persona de la mejor sociedad. Pocos momentos después, Mr. Mitchel se llevó a Dora a una de las ventanas, donde los dos se pusieron a mirar hacia la calle, y siguieron la conversación con mayor animación que antes: él, particularmente, parecía estar absorto por el asunto de que hablaban, y no hacer caso de las otras dos personas. Mr. Barnes se dijo que ese era el momento oportuno. -Perdone usted, miss Reinsen- dijo a Emilia: -sírvase usted dispensar la impertinencia de un coleccionista: ese prendedor que tiene usted es magnífico. Me parece que hoy no se aprecian los camafeos como se les debería apreciar. Su moda ha pasado, mientras que las estatuitas han alcanzado precios extravagantes. ¡Qué habilidad maravillosa se necesita para tallar un objeto tan pequeño!
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-Soy de la opinión de usted, Mr. Barnes, y comprendo que admire usted mi prendedor. Puede usted verlo de cerca, si lo desea. Y al decir estas palabras, lo desprendió de su pecho y se lo alargó. Era el facsímil de los botones que Mr. Mitchel usaba en el chaleco, pero con la diferencia de que la cabeza esculpida en el camafeo representaba la de Shakespeare: era una magnífica joya con engarce de oro rodeado de brillantes. -Figúrese usted, Mr. Barnes, que antes no era más que un botón. Mr. Barnes fingió una viva sorpresa, como si lo que oía fuese enteramente nuevo para él; y contestó con ingenuo acento: -Sí; podía ser un botón, pero seguramente un botón poco común. -¡Ah! Lo que es común, no... Supongo que sabrá usted que voy a casarme con su amigo. Mr. Barnes se inclinó y Emilia continuó: -Poco después de habernos comprometido, hice un viaje a Europa, y allá encontré a un joyero que cincelaba admirablemente los camafeos y engastaba las piedras preciosas. No quise perder la oportunidad, y le mandé hacer un juego completo de botones-camafeos. -¿Todos parecidos a éste? -Parecidos, pero no idénticos. Este representa la cabeza de Shakespeare; tres de los otros la de Romeo y los demás la de Julieta. Mr. Barnes quiso dar un gran golpe. Sacó de su bolsillo el botón y presentándolo a Emilia, le dijo con tono tranquilo: 68
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-Aquí tiene usted un camafeo de Julieta. ¿Quizá le interesará verlo? -¡Qué cosa extraordinaria! Pero... ¡ este es uno de mis botones! -¡Uno de sus botones! ¡Cómo! ¿Ha perdido usted alguno de ellos? ¿Cuántos tenía usted? -Eran siete, con este de la cabeza de Shakespeare. Los otros seis... La joven se interrumpió, y la sangre le subió al rostro. -Miss Remsen: usted cree que este botón es uno de los del juego. Siendo así, es suyo evidentemente, y yo tengo mucho gusto en devolvérselo. ¿Había perdido usted uno de los seis? Emilia parecía muy turbada y examinaba minuciosamente el botón. De repente, la expresión de su rostro cambió por completo: recuperando el dominio sobre sí misma, contestó: -Me había engañado- (al oír esto Mr. Barnes se estremeció).- Este botón se parece a los otros, pero no es ninguno de ellos. Mr. Barnes no sabía qué pensar. ¿Había adivinado la joven que existía un peligro en admitir la existencia de un séptimo botón? ¿Ese incomparable intrigante de Mitchel le había escrito acaso antes de ir a verla, para advertirle que debía afirmar que los botones no eran en su origen más que siete? De todos modos el agente no podía adoptar inmediatamente una decisión, y quiso dar un nuevo golpe, al acaso.
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-Miss Remsen- dijo;- he visto el retrato de usted, y se me ha ocurrido la idea de que este botón no puede ser más que la copia del cuadro. ¿Qué dice usted de esta ocurrencia mía? La joven se turbó aún más y balbució: -No sé. Pero enseguida contestó, con calma completa: -Sí; creo que tiene usted razón: este botón es una copia del cuadro. El año pasado, cuando el pintor terminó mi retrato, yo le permití que lo exhibiera. Me parece que varios fotógrafos lo reprodujeron, y algún cincelador de camafeos ha debido aprovecharlo para este trabajo. La respuesta era ingeniosa, pero no satisfactoria, pues Mr. Barnes sabía cuán poco verosímil era que un lapidario desconocido por miss Remsen hubiera copiado el retrato y dado el nombre de Julieta, y cuán extraordinario era por otra parte que hubiera hecho del camafeo un botón, como ella había mandado hacer con los otros. De todo esto dedujo Mr. Barnes que la joven se esforzaba en inventar una explicación plausible de la pregunta a que Mr. Mitchel se había sencillamente negado a contestar. Pero, deseoso de no hacerle sospechar que dudaba de su palabra, contestó vivamente: -Es lo probable; y el lapidario no podía haber escogido para modelo un rostro más hermoso. -Mister Barnes- dijo Emilia- hace un momento, me ofreció usted el botón, en la creencia de que fuese mío. Yo no debería aceptar un regalo de una persona a quien acabo de conocer; pero usted es un amigo de Mr. Mitchel; y como
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prefiero que mi retrato no esté en manos extrañas, acepto con agradecimiento el obsequio. La respuesta era completamente inesperada. Al decir Mr. Barnes a miss Remsen que estaba dispuesto a devolverle el botón, había creído dar un golpe maestro, pues la joven, para obtener la devolución, se habría visto obligada a confesar que en efecto era suyo y lo había perdido. Pero de repente las cosas tomaban un giro que lo privaba a él de la prueba del crimen, sin darle el resultado apetecible. Y estaba indeciso, sin saber qué contestar, cuando Mr. Mitchel atravesó el salón y preguntó en tono festivo: -¿Qué tal, Emilia? ¿Se complace usted en la compañía de mi amigo Mr. Barnes? -Mr. Barnes- contestó Emilia,- ha estado lo más amable, Roy; y mire usted el regalo que me ha hecho -añadió, enseñando el botón a Mr. Mitchel, por los labios del cual creyó el agente ver pasar una sonrisa de triunfo. -Estoy orgulloso de usted, Emilia: por donde va usted se atrae los homenajes de todos. ¿Sabe usted que Mr. Barnes se había negado esta mañana a regalarme este mismo camafeo? Y ya podrá usted imaginarse con qué interés deseaba que me lo cediese. -Seguramente, puesto que es una copia de mi retrato. -Justo. Mr. Barnes, permítame usted unir mis agradecimientos a los de miss Remsen. No debe extrañar a usted el interés con que deseábamos tener en nuestro poder este botoncito. Mr. Barnes se dijo que demasiado conocía la razón de ese interés; y vio que se habían burlado de él admirablemen71
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te, pues nada podría hacer ya sin promover un escándalo: la mirada de Mr. Mitchel le recordaba su promesa de no hablar a miss Remsen de la causa real de su visita. Pensaba, pues, que había sido un imbécil al hacer esa promesa o ir a aquella casa, cuando sobrevino un incidente que le hizo cambiar de opinión. El criado abrió la puerta y anunció: -¡El señor Alfonso Thauret! El detective se acordó de ese nombre en el acto: era el que estaba impreso en la tarjeta que el francés le había dado la víspera al bajar del tren en Stamford. Cuando el criado pronunció ese nombre, el detective miró rápidamente a Mr. Mitchel, para espiar el efecto que le produciría la llegada del nuevo visitante, y creyó notar en su cara un relámpago de descontento. ¿Se conocían acaso esos dos hombres? ¿Eran cómplices? -Mr. Mitchel, permítame usted que le presente a M. Thauret- dijo Dora. -He tenido antes el placer de encontrar al señor -contestó Mr. Mitchel, saludando con visible violencia; y fue a sentarse al lado de Emilia, como para evitar que se le acercase el recién venido. Pero el disimulo era inútil, y M. Thauret no ocultó cuánto le había ofendido la actitud de Mr. Mitchel. Emilia se levantó, dio la mano al invitado de Dora, lo presentó a Mr. Barnes, quien también se había puesto de pie, y se limitó a saludar con la cabeza. -¡Ah, Mr. Bames! -dijo el francés.- ¡Tengo gusto en volver a verlo!
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-¡Cómo! ¿Conoce usted también a Mr. Barnes? -preguntó Dora, sorprendida. -¿ Quién no conoce a Mr. Barnes, el célebre agente de policía?... Dijo eso con el tono de excesiva cortesía que emplean frecuentemente los franceses cuando quieren decir una amabilidad; pero Mr. Barnes creyó entrever una intención Malévola en esa prontitud en revelar que pertenecía a la policía. ¿Sería con el objeto de impedir que volviesen a recibirlo en esa casa? Si así era, el efecto, por lo menos en Dora, no fue el que el francraba. -¡Un agente! ¿El célebre Mr. Barnes, el mismo? -Soy agente de policía; pero nada tengo de célebre. -Sí, sí, es usted célebre. He leído todo lo que se ha escrito sobre la maravillosa habilidad que ha desplegado usted hasta capturar a Pettingill. Dígame usted ¿va usted también a prender al hombre que robó ayer las joyas en el tren de Boston? -¿Cómo sabe usted que es un hombre? -preguntó Mr. Barnes a la jovencita, divertido con la impetuosidad de ésta y contento del giro que tomaba la conversación. -Lo que es de eso estoy segura; el ladrón no es una mujer. Esta mañana leí lo que dicen del asunto los diarios; compré tres para conocer todos los pormenores. Una mujer nunca habría sido tan hábil para meditar ese golpe y realizarlo. -Todo eso es muy interesante -dijo M. Thauret,- y a mi me interesa especialmente, porque, como usted sabe, Mr. Barnes, yo me encontraba en el tren y fui el primero en ser 73
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registrado. Desde ese momento, he reflexionado sobre el asunto. En mi país, los agentes de policía se jactan de descubrir cualquier misterio, y tengo curiosidad de saber como saldrá usted del paso en esta ocasión. El ladrón debe ser hábil, ¿no cree usted? Mr. Mitchel permanecía aparte y parecía absorbido en su conversación con Emilia. Sin embargo, Mr. Barnes estaba persuadido de que no perdía una palabra de lo que se decía en el grupo. El detective en cualquier otra circunstancia habría tenido buen cuidado de no hablar de un caso tan importante, en la presencia de un individuo a quien sospechaba, por lo menos, de complicidad en el crimen. Pero aquellas no eran circunstancias ordinarias: Mr. Barnes tenía en su presencia a dos hombres que, por lo menos él lo creía, habían tomado una parte más o menos misteriosa en el crimen o en los dos crímenes cuyos autores le incumbía descubrir. Si el uno o el otro eran culpables, el valor que revelaban al presentarse en el mismo edificio donde se había cometido el asesinato, demostraba que se necesitaba la mayor habilidad para obtener una prueba convincente. El detective llegó, pues, a la conclusión de que tenía qué mostrarse tan audaz como los culpables. -Estoy convencido -dijo, alzando la voz lo suficiente para que Mr. Mitchel lo oyera,- de que el ladrón es hábil, pero no tanto como se le cree. -¿Cómo es eso? -El ladrón se imagina... y digo el ladrón, pues creo, como miss Remsen, que se trata de un hombre... 74
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-Que amable es usted al participar de mi opinión- interrumpió Dora. -El ladrón, digo -prosiguió Mr. Bames, se imagina que me ha engañado; cree que cuando di la orden de registrar a los viajeros lo hacía con la esperanza de encontrar las piedras preciosas en los vestidos de alguno de ellos mientras que lo que yo buscaba no eran piedras sino al ladrón. -¿Cómo creía usted encontrarlo? -Sin duda me juzgarán ustedes presuntuoso; pero he aquí mi idea: tenía la esperanza de adivinar por la actitud de los viajeros, cual era al ladrón. Y ahora digo que mi plan surtió el mejor efecto: sé quién es el ladrón. La aserción no dejaba de ser osada, pues en realidad Mr. Barnes no había llegado a conclusión alguna. Quería, solamente escudriñar los rostros de los dos individuos cuando le oyeran decir eso. Pero nada ganó con su ardid, pues Mr. Mitchel pareció no haber oído nada, y el francés exclamó con vivacidad: -¡Bravo! ¡Bravo! ¡Es usted más hábil que Lecoq! ¡ Parece que fuera usted brujo! Pasa usted revista a los sospechosos y ¡ paf! de una ojeada descubre usted al criminal. ¡Qué método tan hermoso y tan sencillo! -Señor Thauret -dijo Dora, -se está usted burlando de Mr. Barnes, y eso no está bien. Puesto que Mr. Barnes dice que conoce al ladrón, yo se lo creo. -Perdone usted: yo también lo creo, y no he tenido la menor intención de burlarme de míster Barnes. Dígame usted, Mr. Barnes: ¿cómo ocultó el hombre los brillantes? Supongo que eran brillantes ¿ó me equivoco? 75
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-Brillantes y otras piedras. Permita usted que le pregunte... ¿cómo las habría escondido usted si se hubiera encontrado en el lugar del ladrón? -Esta vez el golpe fue acertado. Se vio muy bien que al francés no le gustaba que supusieran que él podía ser el criminal. Sin embargo, enseguida recuperó su sangre fría, y contestó: -Precisamente había pensado en eso. Es posible que me hubiese portado con mucha torpeza... No obstante, he imaginado un medio. -¿Ha pensado usted en un medio de que el criminal pudiese haberse valido para ocultar las piedras, de manera que la justicia no pudiese encontrarlas, y a él, le fuese fácil recuperarlas después? -¡Naturalmente! Quizá me equivoque, pero creo que mi pequeño plan llenaría esas condiciones. Los diarios dicen que las piedras no estaban engastadas. Las habría metido en el pan de jabón del gabinete del tocador, donde nadie habría pensado en ir a buscarlas, y aun en el caso de que alguien las hubiese descubierto, no se me habría podido acusar a mí. -Se engaña usted. -¿Por qué? -Usted fue el primero a quien hice registrar, y después lo vigilé hasta que salió usted del tren. Difícil le habría, sido volver de Stamford a Nueva York en otro tren y entrar en los vagones ya relegados al depósito y entregados a las mujeres encargadas del aseo. Y aun en el caso de haberlo conseguido, su plan se habría frustrado, pues yo me había llevado todos
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los panes de jabón y los había reemplazado con otros, desde antes de que el segundo viajero hubiese sido registrado. En los labios de Mr. Mitchel se dibujó una sonrisa que probaba que éste escuchaba la conversación y admiraba la inteligencia del detective. El francés se encogió de hombros y dijo riéndose. -Ahí tiene usted: está visto que nunca podré ser ladrón. ¡Ah! Y me olvidaba del saquito de mano en que estaban las piedras: no se puede esconder un saco, por pequeño que sea, en un pan de jabón. -No; pero se le puede arrojar por la ventanilla del coche, para inducir a error al que lo descubra. -Es usted muy astuto, Mr. Barnes- dijo monsieur Thauret, lanzándole una mirada inquisitorial, que el agente interpretó como una señal de turbación.-¿ Quiere usted decirme en qué parte del tren ocultó su robo el ladrón? -Lo ocultó fuera del tren- contestó Mr. Barnes rápidamente. Y tuvo entonces la satisfacción de ver que los dos hombres temblaban ligeramente. Mr. Mitchel juzgó que ya podía mezclarse en la conversación: atravesó el salón, y uniéndose al grupo, dijo : -¿Discuten ustedes el robo del tren? -Sí; sabe quién es el ladrón, y que ha esconso!- Mr. Barnes lo ha descubierto todo. -¿Descubierto todo? ¿Cierto? -Sí; sabe quien es el ladrón, y que ha escondido las piedras fuera del tren.
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-¡Qué habilidad la de usted, Mr. Barnes! ¡Descubrirlo tan pronto! ¿En qué otro lugar pudo haber escondido el robo, puesto que el tren y los viajeros habían sido registrados? Mr. Barnes estaba irritado por la manera como Mr. Mitchel parecía rebajar su habilidad. Y la irritación le hizo tirar un nuevo flechazo. -Voy a decirles, ya que todos lo desean, dónde ha debido el ladrón ocultar las piedras: en el tren... en un lugar adonde nadie habría tenido la idea de ir a buscarlas... ni yo mismo. -¡Oh, sí! ¡Díganoslo usted! Mitchel y Thauret parecieron interesarse en el asunto, pero nada más. Emilia, se aproximó al grupo por detrás, y deslizó furtivamente su mano en la de su novio. -La mujer llevaba las piedras en un saquito de mano: supongan ustedes que el ladrón le robase el saquito y lo echase por la ventana. Ella, al ver que su saquito había desaparecido, habría dado por perdidas sus piedras ¿no es verdad? Pues bien: el ladrón habría podido poner las piedras en el bolsillo del vestido de la mujer durante la noche. Mr. Barnes había esperado mucho de esa hipótesis; pero al concluir de hablar, vio que había sufrido un completo fiasco. De dos cosas una: o ese no era el método del ladrón, o ambos -Mr. Mitchel y M. Thauret eran inocentes. Los dos se sonreían con expresión de incredulidad. -Ha traído usted su hipótesis un poco por los cabellos, Mr. Barnes -le observó Mr. Mitchel, -¿ cómo supone usted que el ladrón se apoderaría de las joyas después si estaban en el bolsillo de la mujer? 78
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-Asesinándola -contestó el agente. Nuevo fiasco: ni el uno ni el otro pestañearon. Mr. Barnes se veía derrotado por el momento, pero no por eso se desanimaba. Una cosa era inexplicable: ¿por qué se habían estremecido esos dos individuos al oírle insinuar que los objetos robados podían haber sido escondidos fuera del tren? -¡Vamos, vamos! Mr. Barnes -díjo Mr. Mitchel, golpeándole familiarmente el hombro; -no se deje usted batir así. Al aventurarse a edificar semejante teoría, no ha demostrado usted la misma habilidad que en la persecución de Pettingill. ¡Vea usted! Hasta yo podría encontrar una suposición más verosímil. -No me crea usted un imbécil, Mr. Mitchel. Si mi teoría parece algo aventurada, eso no quiere decir que sea la única que tengo a mi disposición. Nosotros los agentes de policía, tenemos la obligación de examinar las cuestiones bajo todas sus fases. Y apuesto a que puedo decir cuál es la teoría de usted sobre este asunto. -¡Bueno! Mucho me complace pensar que la ciudad de Nueva York está bajo el cuidado de un hombre tan hábil. Acepto la apuesta. Voy a escribir mi idea en un pedazo de papel: si usted adivina, le deberé una buena comida. Mister Mitchel escribió algunas palabras en el reverso de un sobre, y entregó éste a Dora. -Usted cree -dijo Mr. Barnes,- que el ladrón ha podido sencillamente entregar el saquito con las piedras a un cómplice en una estación designada de antemano.
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-¡Bravo, Mr. Barnes!- exclamó Dora.- ¡Es usted un gran detective! ha ganado usted la apuesta. Eso mismo es lo que Mr. Mitchel ha escrito. -Debo a usted una comida, Mr. Barnes -dijo Mr. Mitchel, y agregó: -esté usted seguro de que será... de lo mejor. -¿Mr. Barnes querría ganar otra comida? -preguntó el francés con voz lenta y clara. -Sí -contestó el agente en tono breve. -Pues bien: apuesto a que si alguna vez esclarece usted este misterio, tendrá usted que confesar que ninguna de esas dos teorías es exacta. -No puedo aceptar esa apuesta -dijo lentamente Mr. Barnes, -porque sé que en todo lo que hemos dicho no hemos acertado con el verdadero método empleado por el ladrón. -¡Ah! ¡Tiene usted otra teoría! -exclamó M. Thauret en tono casi de mofa. -Sí, y es la buena, por lo cual prefiero no divulgarla. -Tiene usted completa razón, Mr. Barnes -dijo Emilia-. Para decir la verdad, conociendo la habilidad de usted, no he creído un instante, que estuviese usted revelándonos sus verdaderas ideas sobre este asunto; eso habría sido por demás imprudente. -Lo que parece imprudente puede ser sabio -contestó el detective. -Y ahora, señores, créanme ustedes: siento tener que despedirlos; pero esta noche vamos a un baile, y debemos comenzar desde, ahora a prepararnos, por lo que les pedimos disculpa. Ustedes saben que las mujeres nos aprestamos 80
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para el baile como los atletas para la lucha. Perdónenme que los despida. Este discursito de miss Remsen no ofendió a sus interlocutores: los tres se apresuraron a obedecer. Mr. Barnes estaba contento de que los otros dos saliesen con él. Había preparado un lazo para Mr. Mitchel, y ahora iba a poder coger dos pájaros en las mismas redes.
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VI MR. BARNES TIENDE UN LAZO No hay que suponer, por lo que acabamos de referir, que Mr. Barnes, hubiera perdido algo de su antigua habilidad. Nada tiene de asombroso no hubiese todavía penetrado hasta el fondo del asunto, pues se recordará que el robo había ocurrido sólo dos días antes, y el detective había tenido que estar ausente de Nueva York durante la mayor parte del tiempo. Después del fracaso que había sufrido al descubrir que el botón tenía menos valor que el que él lo atribuyera al principio, había decidido seguir un método del que se proponía sacar gran partido. Muchas eran las veces que había visto a un asesino retroceder al hallarse en presencia de su víctima; y sabía que, si son numerosas las personas que en un acceso de cólera o también en completa calma y sangre fría, destruyen una vida humana, bien pocos pueden dejar de temblar cuando se les enseña el cadáver mutilado, descompuesto, horripilante.
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-Esa mañana, al salir del hotel de la Quinta Avenida después de su entrevista con Mr. Mitchel, eran poco más o menos las diez. Aunque Mr. Mitchel lo había convencido de que el botón hallado por él en el teatro del crimen, no formaba parte del juego primitivo, o que por lo menos era imposible probar que perteneciera al juego, sentía Mr. Barnes una secreta satisfacción al pensar que el camafeo era la reproducción exacta del retrato de miss Remsen. Después de todo, era posible que Mr. Mitchel hubiera asesinado a la mujer, o que, por lo menos hubiese estado en el departamento de ésta; y en cualquiera de los dos casos, es decir, suponiendo que supiese que la mujer estaba muerta, habría sido absurdo hacerle subir tres pisos para confrontarlo con el cadáver, pues luego se habría dado cuenta de lo que iba a suceder, preparándose en consecuencia, para la escena de la confrontación... Y entonces, he aquí lo que había hecho el agente. Fue en busca del «coroner», y le habló del asunto en términos suficientes para hacer que le prestase ayuda inmediata; de manera que desde esa hora hasta el fin de la visita a casa de la señora Remsen, el «coroner» había reunido al jurado, lo había conducido al lugar del crimen, y después del primer reconocimiento sumario, había advertido a los médicos que no hiciesen la autopsia hasta la llegada de Mr. Barnes. El cadáver había sido bajado enseguida a un cuarto del primer piso, que daba exactamente al vestíbulo principal, y allí lo habían colocado sobre una mesa, en una posición que hacía que la herida abierta, y la cara horriblemente alterada, hiriesen la mirada de la persona que entrase en la habitación. 83
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Mister Barnes sabía, pues, al bajar la escalera, que el lazo estaba tendido. Y cuando se encontró con sus dos acompañantes en el vestíbulo principal: -Señores -les dijo, -desearía pedir a ustedes un favor. Ustedes se encontraban, ambos, en el tren cuando se cometió el robo; y hay un punto sobre el cual querría hacer algunas preguntas a cada uno de los dos separadamente. ¿Pueden hacerme este servicio? -Con mucho gusto -contestó el francés. -Ya he dicho a usted que puede preguntarme lo que desee -añadió Mr. Mitchel. -Gracias. Y volviéndose hacia el portero, que estaba convenientemente aleccionado, continuó el detective: -¿Podría usted indicarme un cuarto para conversar en privado con los señores durante un rato? -Si, señor; vengan por aquí. Y los condujo a la habitación en que estaba el cadáver. -Mister Mitchel -preguntó el agente cuando se hallaron en la puerta.- ¿Tendrá usted la bondad de esperar unos minutos? No lo demoraré mucho. Míster Mitchel se inclinó, y el francés siguió al agente al interior del cuarto. El portero cerró la puerta detrás de ellos. El único mueble de la habitación era la mesa en que yacía el cadáver, y no había ningún testigo visible de la confrontación porque los médicos se habían escondido en el cuarto contiguo. Mr. Barnes se detuvo junto a la mesa, y miró cara a cara a M. Thauret, quien, por su parte, miraba tam-
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bién fijamente al cadáver. Ni un solo músculo de su rostro revelaba la menor emoción. Míster Barnes esperó, pues aunque veía que la escena no iba a producir el menor resultado, quería dejar que el francés fuera el primero en hablar, para poder deducir una conclusión de lo que dijese. Pasaron dos minutos, que parecieron interminables a Mr. Barnes. Por fin M. Thauret clavó la mirada en sus ojos y le dijo con no fingida sorpresa: -¿Cómo ha sabido usted que soy médico? -No comprendo lo que dice usted -contestó Mr. Barnes en voz baja, sin entender realmente a donde quería ir a parar. -Míster Barnes: usted me ha traído a este cuarto diciéndome que quería preguntarme algo. Al entrar y ver este cadáver, he comprendido en el acto que lo que me había dicho usted no era más que un subterfugio, y he estado preguntándome asombrado, con qué objeto me habrá usted hecho venir aquí: por eso, en la esperanza de saberlo por usted mismo, he quedado silencioso. Usted también se ha callado: muy bien. Todo lo que puedo decir es que esta mujer ha sido asesinada y que usted, sabedor de que soy médico, ha deseado ver la primera impresión que la vista de esa herida produce en un hombre del oficio, experto en estas materias. ¿Por qué? No lo sé. Pero me admira que haya podido usted descubrir que yo poseo alguna educación médica. ¿Me comprende usted? -Completamente -contestó con frialdad el agente, disgustado por el mal resultado de su plan. -Pero ¡mire usted! la
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verdad es que yo no sabía que fuese usted médico, y si lo he traído a este cuarto, ha sido para hacerle una pregunta. -¿Cierto? ¿Y cuál? -¿Puede usted decirme quién es esta mujer? -Me pregunta usted una cosa que no sé. Jamás hasta este momento he visto a esta mujer. Tiene usted algo más que preguntarme? -Nada. -Entonces; acepte usted mis respetos. M. Thauret se inclinó cortésmente, y arreglándose el guante, dio un paso hacia la puerta. Pero Mr. Barnes se adelantó precipitadamente, resuelto a no dejarle la oportunidad de hacer alguna advertencia a Mr. Mitchel. Abrió la puerta, y lo dejó pasar sin perderlo de vista. M. Tbauret saludó ceremoniosamente a Mr. Mitchel, y salió. Mr. Mitchel siguió a Mr. Barnes al interior del cuarto, y se encontró en presencia de la mujer asesinada. Si M. Thauret no había experimentado la menor turbación a la vista del cadáver, no sucedió lo mismo a Mr. Mitchel. Apenas había echado éste una ojeada, hacia la mesa exhaló un grito de horror, y avanzando algunos pasos, exclamó: -¡ Por Dios, Mr. Barnes! ¿ Qué significa esto? -¿Lo que esto significa? -repitió el agente en tono tranquilo. Los dos se miraron fijamente durante algunos instantes, y luego Mr. Mitchel, bajando los ojos, murmuró: -¡ Soy un imbécil!
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A poco se volvió nuevamente hacia la mesa y contempló otra vez el cadáver. Y al cabo de un momento, dándose vuelta, miró a Mr. Barnes y le preguntó con su habitual sangre fría: -¿Decía usted que quería preguntarme algo? -Sí: deseo que me diga usted quién es esta mujer. -¿Quién era esta mujer, supongo que quiere usted decir? Era Rosa Mitchel -¡Ah! Entonces ¿la conocía usted? -Había prometido a usted contestarle una sola pregunta, y acabo de hacerlo. -Ha reconocido usted que conocía a esta mujer. -Trabajo costará a usted probármelo. -¡Ah! ¿Cree usted? Tengo testigos. ¡ Señores, tengan la bondad de salir! Se abrió la puerta del fondo del cuarto y salieron los dos médicos. El agente continuó: -¿Qué dice usted ahora? -Que le agradezco a usted vivamente me haya permitido saber lo que ha ocurrido, y también la pronta advertencia que me ha hecho de que no estábamos solos. Míster Barnes se mordió los labios al oír esas palabras dichas en tono sarcástico; y Mr. Mitchel, volviéndose hacia los médicos, continuó: -Señores: mucho me complace que ustedes hayan oído lo que acaba de pasar aquí. Es posible que se invoque el testimonio de ustedes. Si la memoria no les es infiel, reconocerán ustedes que Mr. Barnes me ha preguntado quién era esta
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mujer, y yo lo he contestado, corrigiendo su frase: «Era Rosa Mitchel» ¿Es exacto lo que digo? -Completamente exacto -contestó uno de los médicos. -Mr. Barnes supone que he reconocido que esta mujer no me era extraña; yo he dicho que sabía su nombre, lo que es muy distinto. -Ha reconocido usted más que eso -replicó el agente en tono irritado:- pues para poder decir el nombre de una persona, es necesario conocer algo más que el nombre. -Tiene usted razón, Mr. Barnes: se necesita conocer además su cara. En la misma forma conozco a Lillian Russell, por su nombre y por su cara. Si llegara el caso de que se me confrontara con el cadáver de la célebre actriz, ¿bastaría el solo hecho de que yo supiera quién era la muerta para probar que la conocía personalmente? -Cierto que no; pero tampoco puede usted sostener que conocía a esta mujer por las mismas causas. Rosa Mitchel no era una persona célebre. -¿Qué sabe usted? -¿Era célebre? -Esa es una pregunta más, y me niego a contestarla, por lo menos en presencia de testigos. Si quiere, usted venir a pie conmigo hasta mi hotel, haré todo lo posible por explicarle cómo he podido comprobar la identidad del cadáver sin haber conocido personalmente a esta mujer. -Sin duda me voy con usted. Es necesario que me aclare usted este misterio. Y salieron juntos.
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Atravesaron la Quinta Avenida, bajaron por ella, y pasaron varias manzanas sin decirse una palabra. Mr. Mitchel reflexionaba evidentemente sobre la posición en que se encontraba, y Mr. Barnes tenía gusto en que la explicación tardase. Así tenía tiempo de anotar mentalmente varias observaciones que escritas, se habrían resumido en esta forma: »¿Por qué se han estremecido los dos individuos al oírme decir que las piedras robadas habían sido escondidas fuera del tren? ¿No será porque ambos lo sabían? Thauret debía saberlo, porque es probable que él sea el ladrón. En ese caso, o Mitchel es un cómplice o lo ha visto esconder el saquito en alguna estación. ¿Y no será el mismo Mitchel quien ha ocultado el saco? Pero ¿cómo podría haberlo hecho, si yo no he cesado, de vigilar su compartimento toda la noche? A no ser que yo haya dormido un rato, lo que es poco probable. De todo esto resulta que debo descubrir las relaciones que existen entre esos dos hombres, para saber si hay una inteligencia entre ellos. »-Ahora, examinemos el asesinato. Es extraño que los dos individuos posean medios de hacerse admitir en la casa; y también es singular que ni el uno ni el otro se hayan turbado, que hasta se hayan mostrado francamente incrédulos cuando insinué la idea de que el ladrón de las piedras había asesinado a la mujer para quitárselas de nuevo. Si Thauret es quien ha muerto a la mujer, su actitud en presencia del cadáver es sencillamente extraordinaria. Por una parte no ha dejado ver la menor emoción; y por la otra, ha declarado que posee estudios de medicina. Los médicos se impresionan menos que las demás personas en presencia de los cadáveres: cierto; pero 89
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tenemos en cuenta esta circunstancia significativa: un médico sabría encontrar fácilmente con un cortaplumas la carótida. Esto no quiere decir que sea difícil cortar esa arteria sin haber hecho estudios especiales. En cuanto a Mitchel, su conducta es más misteriosa. Conozco su maravilloso dominio de sí mismo, para haber esperado que si fuese el autor del crimen, se hubiera mantenido tranquilo al ver el cadáver. En vez de eso, ha manifestado agitación y se ha aproximado a la muerta para examinarla con mayor atención. »Generalmente, los asesinos retroceden a la vista de sus víctimas: él por el contrario, ha dicho el nombre de la mujer, el mismo nombre que ella había declarado. Ahora ¿por qué, si estaba dispuesto a decirme el nombre de la muerta, ha sacado (en el caso de ser 61 quien ha cometido el crimen) las iniciales con que estaban marcadas todas las piezas de ropa? Por qué, a menos que Rosa Mitchel no sea, más que un seudónimo, ha ocultado el verdadero nombre de la mujer? Sobre este punto tengo que interrogarlo. En ese punto de sus reflexiones lo interrumpió Mr. Mitchel con estas palabras: -Mister Barnes: me agradaría saber en qué ha estado usted pensando desde que nos encontramos en la calle; supongo que usted, por su parte, tendrá curiosidad de conocer cuales eran mis reflexiones. Voy a satisfacer sus deseos: he estado tratando de ponerme en el punto de vista en que usted se halla, y de adivinar las deducciones que ha sacado usted de mi actitud en presencia del cadáver. -Y yo -dijo Mr. Barnes- no puedo comunicar a usted mis deducciones, por la razón muy sencilla de que hasta ahora, 90
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nada he deducido. Tengo la costumbre de no apresurarme a construir hipótesis, pues tan pronto como un agente adopta una teoría, siente una tendencia inevitable a probar la exactitud de sus suposiciones. En cuanto a mí, lo único de qué trato es descubrir la verdad, y he ahí porqué evito las hipótesis. -¡Bueno! Veo que la opinión que he tenido de los agentes de policía, hasta ahora y que expresé en la conversación que usted oyó, tiene que modificarse. Eso no impide que todavía crea tener razón. Usted no es más que una excepción de la regla. -Mister Mitchel, los elogios no me seducen. Por el momento me es usted muy sospechoso. ¿Me ha dicho usted que podía explicar por qué bahía reconocido inmediatamente la identidad de esa mujer? -Y eso es lo que voy a hacer. Antes que todo, declararé a usted que hasta que me puso usted en presencia del cadáver, sólo había visto a Rosa Mitchel una vez en toda mi vida. El relato de los antecedentes será corto. No hace más que dos años que vivo en Nueva York. El invierno pasado pedí la mano de miss Remsen, y al cabo de un mes recibí una carta firmada por Rosa Mitchel, la cual me anunciaba que estaba decidida a revelar un secreto relativo a mi familia, suficiente para hacer que miss Remsen rompiera, sus relaciones conmigo apenas lo conociese. Prometía callarse, si le pagaba el precio que fijaba a su silencio; y junto con la carta había una fotografía que debía servirme para reconocerla cuando se presentase en mi domicilio, pues me anunciaba audazmente
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su intención de ir en persona, a reclamar el dinero. Y así lo hizo. Después no he vuelto a verla. -¿Puede usted probar lo que me cuenta? -Si viene usted conmigo al sótano de cajas fuertes de Garfield, le enseñaré la carta y la fotografía. -Vamos allá enseguida. ¿Y pagó usted a la mujer la suma que le exigía ? -Sí. -¿Sabe usted que la historia es un poco turbia? Un hombre que se somete a semejante chantage, prueba que está entre las manos de su estafador. -Es cierto: me hallaba entre las manos de esa mujer. -He ahí una grave confesión, especialmente ahora que la mujer ha sido asesinada. -Lo sé. Pero ya llegamos al sótano. -Entraron en el edificio, y Mr. Mitchel pidió la llave de su cofre: nunca la llevaba consigo, porque creía más seguro dejarla a los guardianes del sótano. Luego bajaron a la gran sala blindada: Mr. Mitchel sacó de su cofre una caja de latón, y entró con ella en un cuartito en que había una mesa y varias sillas. Abrió la caja y sacó de ésta diversos paquetes, que puso a un lado. De repente el detective se quedó estupefacto, al ver una caja de cuero de Rusia, atada con una correa, en la cual se leía, en letras doradas, el nombre de Mitchel. ¿Sería posible que aquel fuera el estuche, de las piedras preciosas robadas? -¡Ah! ¡Aquí está! aquí está la fotografía -dijo Mr. Mitchel. Y la pasó a Mr. Barnes: era el retrato de la muerta. 92
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-Y esta es la carta. ¿Quiere usted que se la lea? -Mister Barnes hizo un movimiento afirmativo de cabeza, pero su pensamiento no se apartaba de la caja de cuero rojo. Mister Mitchel leyó en alta voz: «Mister R. Mitchel. »Estimado señor: »Será para usted una sorpresa, recibir esta carta de una persona a quien no conoce usted, pero que sabe muchas cosas concernientes a la familia de usted. Tanto es lo que sabe, que si lo dijera todo, la amiguita que usted tiene y que está tan orgullosa de usted lo enviaría a paseo en el instante. Si quiere usted que me calle, prepárese a darme diez mil dólares el jueves por la noche. Yo iré a recibirlos de su mano, y le envío mi fotografía, para que, al verme en su casa, sepa usted que soy yo quien le escribe esta carta Ya ve usted que no temo presentármele, pues si advirtiese usted a la policía, contaría yo a ésta y a todo el mundo lo que sé, y usted se perdería junto conmigo. Sé que corro el riesgo de ir a la cárcel; pero esto no me inquieta; hay lugares mucho peores. Así, pues, apréstese usted a recibirme el jueves por la noche. »Lo saluda atentamente -Rosa Mitchel. Mister Mitchel entregó la carta a Mr. Barnes, quien la leyó cuidadosamente, y examinó después el sobre, y la estampilla obliterada, en el correo, que probaba, la autenticidad de la carta y su paso por la oficina postal un año antes. -¿Le pagó usted lo que pedía? -preguntó a Mr. Mitchel. -Voy a explicar a usted lo que hice. Cuando recibí la carta, me dije que nada tenía que, perder con recibir la visita 93
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de esa mujer y escuchar lo que quería decirme. Pero estaba resuelto a no darle dinero; de modo que cuando se presentó en mi domicilio, no tenía a la mano semejante suma. Cuando hube oído sus explicaciones, cambié de idea. Ciertos papeles que poseía y que no tuvo reparo en mostrármelos, me convencieron de que estaba realmente en aptitudes de revelar un escándalo que habría, podido tener los resultados hábilmente predichos por ella: me refiero a la ruptura de mi noviazgo. Naturalmente, quise evitarlo; pero, cuando le dije que no tenía dinero y que se lo entregaría la próxima vez que fuera a casa entró en una violenta cólera: me dijo que la había engañado, que buscaba la manera de entregarla a la policía y tantas cosas más. Vi entonces que era necesario arreglar el asunto inmediatamente y decidí darle en dinero lo suficiente para su viaje a Europa, y el resto en piedras preciosas. -¿En piedras preciosas? -exclamó estupefacto Mr. Barnes. -Sí: en piedras, usted se asombra; pero eso es porque no conoce mi manía: soy coleccionista de piedras preciosas. Las tengo en este sótano, valen medio millón de dólares, y así se explica que, aunque no tuviese a la mano diez mil dólares en dinero, pudiese disponer fácilmente de tres anillos de brillantes que entregué a la Mitchel, con una carta para un joyero de París, en la que decía a éste que se los comprase. Así me libraba definitivamente de esa mujer; pues convinimos en que nunca se me volvería a presentar . -Mr. Mitchel -observó Mr. Barnes- un hombre inteligente como usted debería saber que semejantes promesas no
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se cumplen jamás cuando las personas que las hacen son de esa especie. -Es verdad; pero yo había conseguido que la Mitchel me entregara todos los papeles comprometedores que tenía, y desde ese momento se hallaba en la imposibilidad de molestarme. Usted me ha dicho que era una confesión muy grave de mi parte la que hice al reconocer que en cierta época estuve en poder de esa mujer. Suponiendo quería usted decir que ese podía ser un motivo para asesinarla, el motivo había desaparecido, desde el momento en que puedo probar a usted que desde hace un año no he tenido nada que temer de ella. -¿Cómo? -Tengo un recibo, firmado por ella en el cual declara que, a cambio de diez mil dólares o su equivalente, me entrega todos los papeles concernientes A mi familia, etc. -¿Conserva, usted todavía esos papeles? -Prefiero no contestar a esa pregunta. -Muy bien; pero conteste usted a esta otra: ¿de dónde ha traído usted esta caja de cuero, y qué contiene? Al mismo tiempo de decir estas palabras, el agente tomaba la caja y le ponía delante de los ojos de Mr. Mitchel. Este pareció turbarse durante un momento; pero por último contestó: -Contiene piedras preciosas. -¿Piedras preciosas? Ya me lo había imaginado. ¿Puedo verlas? -No con mi permiso. -Entonces las veré sin él.
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Y con un rápido movimiento, abrió la caja. Del forro de raso negro se desataban algunas piedras, las mismas, en número y descripción, que designaba el papel hallado en el bolsillo de la muerta. Y lo que era más importante aún, junto con las piedras había una hoja de papel de cartas, en la que Mr. Barnes leyó una copia exacta de la lista que tenía en su bolsillo, es decir, del mismo papel de la muerta. El agente notó con asombro que si Mr. Mitchel se había, negado a permitirle que examinase el contenido de la caja, nada había hecho después para impedirle que la abriese: por el contrario, había retrocedido un paso, y miraba en derredor suyo con expresión de completa indiferencia. -Míster Mitchel- dijo Mr. Barnes- ¿por qué no quiere usted dejarme mirar el interior de esta caja? -Porque nunca muestro mis pedrerías a los extraños. Es malo tentar a la gente. -¡Es usted un insolente, señor! ¿ Qué quiere usted decir? Digo que gobierno mi vida conforme a reglas absolutas, y esa es una de esas reglas. No dudo de la honradez de usted; pero para mí es usted un extraño, y por consiguiente, se halla usted dentro de los límites de mi regla. -La fría imprudencia de usted no le va a servir en este asunto. Estas son las piedras robadas. -¿Cierto? y descubre usted esto como tiene usted la presunción de haber descubierto al ladrón: ¡ con sólo mirarlas! Mister Mitchel hablaba en ese tono sarcástico que había irritado ya varias veces al agente. -Déjese usted de niñerías -le replicó mister Barnes.Tengo en mi poder la lista de las piedras robadas, y esta caja 96
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y su contenido corresponden exactamente a la descripción de la lista. Y hay más: esa otra lista que usted tiene, es el facsímil de la mía. -¡Ah, ah! Ahora se trata ya de cosas tangibles, y salimos del dominio de las psicologías- dijo Mr. Mitchel, inclinándose hacia adelante con expresión de evidente interés.- Déjeme usted darme cuenta de lo que acaba de decirme: usted posee una lista de las piedras perdidas, ese papel es el facsímil de éste, y la descripción corresponde igualmente a la que hay de otro de la caja. ¿Es así? -Así es. Y ahora, con su gran inventiva ¿qué cuento va usted a imaginar para salir de su crítica posición? -Mister Barnes, usted no es justo. Yo no miento: en eso me distingo de la clase de criminales con quiénes tiene usted que habérselas. Esos pobres diablos cometen un crimen y se imaginan que con decir mentiras sobre mentiras llegarán a disculparse. Pero yo, por mi parte, sigo esta sencilla regla: o me niego a contestar a las preguntas que se me hacen, o digo la verdad. Ahora, en este caso, hay ciertos puntos que me llaman la atención tanto como a usted. No me sería posible explicarlo. ¿Cómo puede suceder, por ejemplo, que usted tenga un duplicado de la lista de mis piedras; pues son mías, sí, se lo aseguro? -Aquí tiene usted la lista -dijo el agente, sacándola del bolsillo y comparándola con la otra; -¡ justo cielo! -exclamó enseguida; -¡ ambas son de la misma letra! -Eso es muy interesante, déjeme usted ver -dijo Mr. Mitchel.
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Se levantó, pasó al otro lado de la mesa, y se inclinó por encima del hombro del detective. -Ya ve usted que no le pido que me deje tomar en mis manos su lista: podría usted imaginarse, que mi intención era destruirla. Mister Barnes, sin decir una palabra, le entregó los dos papeles; él los recibió con una inclinación de cabeza, y volvió a su asiento. Después de haber comparado atentamente las dos listas, las devolvió al agente, y dijo: -Soy de la opinión de usted, Mr. Barnes: la letra es la misma. ¿Qué deduce usted de eso? -¿Lo que deduzco? ¡ Sepa usted que he encontrado esta lista en el bolsillo de un vestido de Rosa Mitchel! -¡Cómo! ¿Quiere usted decir que la mujer robada en el tren es la Mitchel? La estupefacción que el detective leyó en el rostro de Mr. Mitchel, lo desconcertó completamente, si éste ignoraba realmente el hecho que parecía asombrarlo, el misterio se volvía más profundo que nunca. -¿Pretende usted dar a entender que no lo sabía? -preguntó el agente. -¿Cómo habría podido saberlo? Hubo un silencio de algunos minutos. Los dos hombres parecían haberse callado un instante para examinar la situación. Por fin, míster Barnes se decidió a hablar: -Mister Mitchel -dijo- me hallo en la penosa obligación de arrestarlo a usted. -¿De qué se me acusa?
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-De haber robado las piedras preciosas, y quizá también de haber asesinado a Rosa Mitchel. -¿Tiene usted prisa en llevarme? -preguntó entonces Mr. Mitchel, con mucha calma. -¿Por qué lo pregunta usted? -Porque todavía tengo que hacer a usted dos preguntas. -Hágalas usted. -Primeramente, habiendo sido cometido el robo en un tren, durante el viaje, ¿quiere usted decirme cómo supone usted que ha sido perpetrado, puesto que todos los viajeros han sido registrados y a ninguno se le ha hallado nada? Mister Barnes tenía sobre este punto una idea particular que no quería revelar; pero pensó, sin embargo, que haría bien en aparentar que su había formado al respecto una teoría más. Por lo menos, vería el efecto que producía en Mr. Mitchel. -Como usted dice –contestó- los viajeros fueron todos registrados. El primero fue M. Thauret. Nada se le encontró. Supongamos que M. Thauret hubiera estado en el mismo coche que Rosa Mitchel y que, al detenerse en tren en New Haven, hubiese tomado el saquito de las piedras, bajado del tren, y por la ventanilla hubiese pasado luego a usted el saquito, en la creencia de que solamente el coche en que él iba sería examinado. En Stamford, cuando ya se le había registrado, dejó el tren: ¿por qué no podría haber ido a golpear en la ventanilla de usted para que le devolviese el saquito? -Entonces ¿Thauret es para usted mi cómplice? Se engaña usted: yo no conozco a ese hombre.
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-Sin embargo, cuando miss Dora Remsen se lo presentó, declaró usted que ya se había encontrado con él otra vez. -Sí; sólo una vez, en una mesa de juego. Y por eso me desagradó tanto verlo en casa de mi novia. Pero dejemos a un lado el robo, pues a pesar de mi negativa, usted cree que su propia explicación del asunto es la verdadera, y nada tendría, de extraño que un jurado participase de su opinión: hablemos ahora del asesinato. ¿Supone usted que un individuo que apuesta que cometerá un crimen, llegaría, desde el primer momento, al extremo de matar a una mujer? -No; pero, después de haber robado a la mujer que usted mismo dice lo hizo víctima de una estafa, y al saber que había tomado un departamento en la misma casa en que vive su novia, ha podido ir usted en su busca a suplicarle que no lo molestase más, ella negarse a dejarlo tranquilo, y entonces usted matarla para salvarse. -Francamente, me conoce usted mal. Pero en lo que usted acaba de decirme hay un punto interesante. ¿He comprendido bien: tenía esa mujer un departamento en la casa de la familia Remsen? -Ciertamente; y usted lo sabe tan bien como yo. -Usted se engaña. Pero hablemos de las piedras que ha visto usted en esta caja. Usted cree que son las mismas robadas en el tren. Si le pruebo lo contrario ¿me dejará usted en libertad? -Con mucho gusto -contestó el agente, persuadido de que lo que le prometía Mr. Mitchel era un imposible.
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-Gracias. Necesito de mi libertad. En cambio de este acto de cortesía, prometo a usted ayudarle con todos mis esfuerzos a encontrar el asesino. Al mismo tiempo que decía esto, oprimió míster Mitchel un botón eléctrico, y dijo al mozo que se presentó, que rogase al señor Carlos bajase a hablar con él. A los pocos minutos se presentaba en el cuartito un caballero. -Señor Carlos -le dijo Mr. Mitchel: -¿me sería posible entrar en este sótano sin que usted lo supiese? -Para usted o para cualquier otra persona es un imposible entrar aquí sin que yo lo vea o sepa que ha venido -contestó el señor Carlos. -Usted guarda mi llave, ¿no es cierto? -Sí, señor. -¿He sacado alguna vez la llave a la calle? -No, señor. -¿Entonces usted cree imposible, que yo haya mandado a hacer otra llave y entrar aquí sin que usted lo supiera? -¿Se acuerda usted de cuando vine por última vez aquí? -Me acuerdo perfectamente: hace como dos semanas, cuando iba usted a partir para Boston. -Muchas gracias, señor Carlos. Ya no lo necesito más a usted. El señor Carlos se retiró, y Mr. Mitchel miró al detective, sonriéndose. -Ya ve usted que se ha engañado otra vez: las piedras fueron robadas ayer por la mañana, y desde entonces hasta este momento no he venido aquí, de modo que no puedo haber puesto las piedras en la caja. ¿Está usted satisfecho? 101
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-No. Si es usted capaz de haber cometido un robo en un tren, a pesar de que yo vigilaba durante la noche entera el compartimento en que usted dormía; y si pudo hacer desaparecer las piedras robadas mientras se le registraba, lo creo suficientemente ingenioso para haber entrado aquí sin que el señor Carlos lo viera. Y quizá también este señor miente por complacer a usted. Estoy perfectamente seguro de que estas piedras son las que fueron robadas ayer, y usted no me convencerá de lo contrario. -¿De modo que me vigiló usted durante toda la noche? Crea usted que siento mucho haberle dado tanto trabajo. Ahora ¿quiere usted una prueba más convincente de que le he dicho la verdad? Muy bien. Examine usted esto. Tomó un paquete de papeles y sacó de él una factura, fechada cinco años antes, en la cual se leía una descripción exacta de las piedras y de la caja. Prendido a la factura con un alfiler, había un recibo de los derechos de importación de las mismas piedras, pagados en la aduana de Nueva York. Mister Barnes no podía rechazar pruebas tan concluyentes; no cabía duda de que las piedras que se hallaban dentro de la caja pertenecían a Mr. Mitchel -Basta. Después de haberme enseñado usted estos documentos, sería una locura arrestarlo. Pero no por eso olvidará la coincidencia de las dos listas, ni la del botón. -Ahora que menciona usted el botón, Mr. Barnes, ¿tendría usted inconveniente en decirme dónde lo ha encontrado usted? -En el cuarto de la mujer asesinada.
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-Comprendo que le atribuya usted importancia, y me admira que lo haya usted obsequiado a miss Remsen. Al decir esto Mr. Mitchel, brilló en sus ojos algo como un relámpago de malicia que incomodó a Mr. Barnes; pero éste nada, contestó. Mr. Mitchel continuó: -Como compensación de su amabilidad de no arrestarme voy a dar a usted, Mr. Barnes, un consejo. Ayer mañana, es decir, el 2 de diciembre, hice una apuesta con mi amigo: tengo de plazo hasta el 2 de enero para cometer el crimen a que se refiere la apuesta. El consejo es éste: si llegase usted a la conclusión de que no soy culpable de ninguno de los dos crímenes que lo ocupan a usted hasta ahora, acuérdese usted de que todavía falta uno, el que debo cometer, y por consiguiente, podría serle útil vigilarme. ¿Comprende usted mi idea? -No hay peligro -contestó Mr. Barnes -de que en este mes cometa usted un crimen sin que yo lo sepa. -Bueno. Cambiemos de tema. ¿Ve usted este rubí? Tengo la intención de hacerlo engastar para regalarlo miss Remsen. ¿No la envidiará todo el mundo cuando lo lleve?
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VII MR. RANDOLPI1 LUCHA CONTRA SU CONCIENCIA El agente se separó de Mr. Mitchel cuando salieron del sótano. El segundo se dirigió a la joyería de Tiffany, donde dejó el rubí con sus instrucciones sobre la manera cómo quería que lo engastaran. Al día siguiente por la mañana, el informe de Wilson a Mr. Barnes refería que Mr. Mitchel había pasado la tarde en el Club de la Unión y por la noche había acompañado a su novia a un baile. El 5 por la mañana, en momentos en que mister Mitchel se vestía, le llevaron una tarjeta de su amigo Mr. Randolph, y éste entró en su cuarto a los pocos minutos. Mr. Mitchel le hizo una acogida muy cordial, lo alargó la mano, pero mister Randolph no la tomó. -Dispense usted, Mitchel; pero sólo he venido por la apuesta que he tenido la estupidez de hacer con usted. -Veamos. -Que no me parecía que iría usted tan lejos. 104
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-¿Cómo tan lejos? -¿No ha leído usted los diarios? -No: nunca los leo. Me considero por encima de ese género de literatura. -Pues si usted lo permite, voy a leerle uno. -Lea usted. Lo escucho. Mister Mitchel se sentó en el sillón más cómodo. Mr. Randolph, sin quitarse el sobretodo, se sentó en otro, sacó del bolsillo un diario, y leyó lo que sigue: «La investigación sobre el misterio de, la mujer asesinada en una casa de tres pisos de la calle 30.a, continuó ayer en la oficina del coroner. Mr. Barnes, el conocido agente de policía, declaró que él se encontraba en el expreso de Boston en el momento del robo de las pedrerías y que en el mismo tren tuvo una entrevista con la mujer. Esta le dijo que se llamaba Rosa Mitchel y lo citó para que fuese a verla a su casa. El agente fue en la mañana del 3, y encontró a la mujer tendida en la cama y degollada. Uno de los hechos puestos en claro por la declaración de Mr. Barnes es singular: las iniciales de la muerta habían sido cortadas de toda la ropa marcada. Esto parece indicar que el nombre de Rosa Mitchel era supuesto. »Los doctores que hicieron la autopsia declaran que en su opinión, la mujer fue herida durante el sueño; si no hubiera sido así, se habría encontrado más sangre en el cuarto, porque la vena yugular y la arteria carótida habían sido cortadas ambas. Creen los médicos que el asesino no ha usado otro instrumento que un cortaplumas, pues la herida es profunda, pero no ancha.
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El portero ha hecho un curioso relato. No hacía más que tres semanas que la Mitchel estaba en la casa, y no era inquilina de ésta, pues ocupaba el departamento de Mr. Comstock y su esposa, que, están en Europa. La Mitchel se presentó al portero con una carta firmada por la señora Comstock, y en la que ésta daba permiso para que la portadora ocupase el departamento mientras hallase una casa, y rogaba al mismo tiempo al portero, velase porque no faltase nada a la señora Mitchel. El portero no dudó de la autenticidad de la carta; pero ahora parece, por lo que declara un pariente de la señora Comstock que conoce bien la letra de ésta, que la tal carta es falsa. »Después de otras declaraciones sin gran importancia, el coroner aplazó la investigación hasta hoy. »Es evidente que los agentes pierden la brújula en este asunto. Un periodista ha descubierto un hecho asombroso, que puede servir de hilo conductor: las piedras robadas han sido descubiertas. »Se recordará que Mr. Barnes estaba en el tren e hizo registrar a todos los viajeros. A ninguno se le encontró objeto alguno de los robados, lo que hacía suponer que el robo había sido cometido por dos personas: la una se apoderó del saquito y lo pasó por la ventanilla a su cómplice, situado fuera del tren. »Partiendo de este principio, un reporter desandó ayer todo el camino, comenzando por New Haven. Recorrió uno por uno los hoteles, tratando de descubrir si alguna persona sospechosa se había alojado en ellos. En uno de los últimos que visitó, y el cual se encuentra a cinco minutos a pie de la 106
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estación del ferrocarril, el empleado de la caja se acordó de haber visto a un hombre de actitud sospechosa. Ese individuo había llegado al hotel el 3, como a mediodía; había inscripto su nombre en el libro de huéspedes, y pedido que le guardasen una valija de mano después de lo cual había salido y no había vuelto más. »El reporter adivinó en el acto que la valija del viajero era la robada a la mujer: fue en busca del jefe de policía y éste hizo abrir la valija, la cual contenía una caja de cuero de Rusia rojo, dentro de ésta una colección de piedras preciosas, de tales dimensiones y brillo, que indudablemente valen cien mil dólares. Es evidente que esas son las piedras robadas, pues encima de la caja está grabado el nombre de Mitchel. Desgraciadamente, nada más se ha encontrado que pudiera dar algún indicio del ladrón. Pero el empleado de la caja conserva de su persona un recuerdo bastante preciso, y la ha descripto a los agentes, quienes abrigan la esperanza de tener dentro de poco bajo llave al criminal» -¿Qué dice usted a esto Mitchel? -¿Lo que digo? Que esas son precisamente las cosas que me han hecho renunciar a leer los diarios: «artículo de sensación sobre un robo y un asesinato misterioso.» El que lee diarios tiene que resignarse a ese género de fastidio casi cotidiano -¿Quiere usted decir con eso que el asunto no le interesa en nada? -¿Por qué me habría de interesar? ¿Acaso porque ese día me hallaba en el tren y tuve que dejarme registrar por orden de un agente torpe? 107
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-No faltan razones ciertamente para que se preocupe usted de la cuestión. ¡Cualquier persona dotada de buen sentido que conozca nuestra apuesta, verá en todo esto la mano de usted! -¿En qué? ¿En el robo o en el asesinato? -¡Dios! Yo no sé. Desde que nos conocimos, nuestras relaciones han sido inmejorables. Siempre he tenido confianza en usted y lo he defendido, a pesar de cuanto hayan dicho de usted sus enemigos. Y ahora... -¿Ahora? -Ahora no sé qué pensar. Usted apuesta que cometerá un crimen; algunas horas después ocurre un robo, y algo más tarde asesinan a una mujer en la misma casa en que vive la familia Remsen. Se sabe también (el diario lo dice en otra columna) que usted permaneció una hora dentro de la casa, después de las once y media de la noche, y durante esa hora se oyó desde afuera un grito de mujer que salía del departamento donde ha sido encontrado el cadáver. ¡Y después aparecen las pedrerías en un estuche que tiene impreso el nombre de usted! -Querrá usted decir el nombre de la mujer. Eso es lo que el diario dice, si no me equivoco. -Sí, es cierto, ya no me acordaba que Mitchel es el nombre de la mujer. Pero ¿no ve usted cuan turbado y agitado estoy? H He venido para que me diga usted francamente si tiene alguna participación en este asunto! -Eso es imposible. -¡Qué! ¿Se niega usted? ¿No quiere usted declarar que es inocente? ¿De modo que se reconoce culpable? 108
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-No me reconozco culpable. No niego ni confieso. ¿Se acuerda usted de nuestra apuesta? Cuando la hicimos dije a usted que pronto llegaría usted al estado de agitación en que ahora se encuentra; que oiría usted hablar de un crimen y vendría usted a interrogarme y yo me negaría a disipar sus dudas. Ahora no hago más que cumplir lo que prometí entonces. Hubo un momento de silencio. Mr. Randolph parecía turbado. Hundiéndose fuertemente las manos en los bolsillos, se acercó a la ventana y se puso, aparentemente, a mirar hacia afuera. Mister Mitchel lo contempló durante algunos instantes con una maligna sonrisa. -Randolph -dijo de repente:- ¿siente usted atormentada su conciencia? -¡ Sí, mucho! -contestó el otro, con rudo acento y volviéndose hacia él. -¡Bueno! Pues vaya usted a la policía y descárguese de sus inquietudes. -Creo que es mi deber hacerlo; pero al mismo tiempo me parece que cometería una cobardía, una especie de traición a un amigo. -¡Ah! ¿Todavía me considera usted como un amigo? Pues bien, mi querido amigo, aseguro a usted que aprecio sus sentimientos en lo que realmente valen, y voy a darle un consejo que satisfará su conciencia, sin causarme el menor perjuicio. -¡ Pluguiera al cielo que pudiera usted dármelo! -Nada más fácil. Vaya usted a ver a Mr. Barnes y confiésele todo lo que sabe. 109
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-Pero eso sería ponerlo a usted en manos de la policía! -No. Mr. Barnes no es la policía; es un agente secreto. Se acordará usted de que hablábamos de él cuando hicimos nuestra apuesta: usted ponderaba su habilidad. Para usted será, pues, una satisfacción poner sobre mi rastro a su detective preferido, y a mí también me gustará que sea él quien me persiga, siempre que no hable usted del asunto a ningún otro agente. ¿Convenido? -Sí, puesto que usted no se opone. Necesito comunicar a alguna autoridad mis ideas sobre este asunto: mi honradez me impide ocultar lo que puede servir para que un criminal caiga en poder de la justicia. Cuando Mr. Randolph salió del hotel, fue directamente en busca de Mr. Barnes. Mientras tanto, éste había tenido una conversación con Wilson. -¿Dice usted que Mr. Mitchel volvió a escapársele ayer por la tarde? -Sí: tantas fueron sus idas y venidas en el ferrocarril aéreo, que consiguió por fin escapárseme subiendo a un tren que yo no pude alcanzar. Antes que hiciera esa maniobra, era imposible saber si iba a subir a un tren o no. A ratos se metía entre la multitud y parecía impaciente por partir: y luego, en el último momento, cuando el tren llegaba, él retrocedía. Yo me veía obligado a imitar todos sus movimientos; y por fin, cuando me hallaba en el mismo coche a que él había subido, en el extremo opuesto del suyo, saltó afuera del tren, en el momento en que el empleado cerraba bruscamente la puerta de mi lado. -Eso sucedió en la calle 42, ¿no es cierto? 110
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-Sí; tomó el tren que iba al centro de la ciudad. -¿Notó que usted lo seguía? -Lo supongo; pero nadie habría podido adivinarlo en su semblante. En la apariencia, ignoraba completamente que lo observaran, por lo menos que fuese yo quien lo seguía. -No hay nada que reprochar a usted. Vuelva usted al hotel de la Quinta Avenida, y haga lo que pueda en favor de nuestras pesquisas. Yo me encargo de lo demás, y respondo de que descubriré adonde va en esas excursiones misteriosas. Cuando Mr. Barnes se quedó solo, comenzó a reflexionar: «Wilson -se dijo- no es capaz de rivalizar con Mr. Mitchel: su inferioridad es evidente. ¿Tendría algún objeto real ese juego de escondite, o será sencillamente un medio de hacerme comprender que no podremos seguirlo de cerca? Si este es su propósito, va a vérselas conmigo. Ahora, pensemos en las pedrerías encontradas en New Haven. Se conforman exactamente a la descripción de la lista, y por lo tanto, su descubrimiento complica las cosas. Yo estaba casi seguro de que las que he visto en el sótano eran las robadas, y como pertenecen realmente a Mr. Mitchel, pues así lo prueban sus documentos, el mismo Mitchel las había robado con el objeto de ganar la apuesta. De esa manera, no habría corrido riesgo alguno, puesto que, aun en el caso de que se le pudiera probar que el ladrón era él, no se le podría condenar por haber recuperado ocultamente lo que era suyo; y mientras tanto, habría ganado la apuesta. »Pero las piedras de New Haven son seguramente las robadas. Mr. Mitchel ha manifestado una sorpresa no disimulada al ver la lista que yo tengo. 111
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»Así, puede muy bien ser que no supiese que había una colección de piedras igual a la suya. En tal caso, si el robo del tren ha sido perpetrado en la misma, noche de la apuesta, eso no es más que una mera coincidencia. Mr. Mitchel dice que la difunta era una hábil estafadora, y que, cuando, le entregó los tres anillos, le dio la dirección de un joyero de París. ¿No será ese joyero el mismo a quien Mr. Mitchel compró las piedras, y la mujer no puede haberse hecho preparar una colección igual, y enseguida robarla, y traerla a los Estados Unidos? Hay que hacer interrogar a ese joyero parisiense: tengo su dirección, que copié de la factura. Si esta suposición se confirma, alguien puede haber seguido a la mujer desde Francia para robarla, después de, haberla dejado realizar la peligrosa tarea de introducir las piedras de contrabando. »Y esa persona no sería, por ejemplo, el amigo Thauret? Entonces llegaríamos a la conclusión de que Mr. Mitchel no ha cometido el crimen. Ayer me decía que me acordase, de que algún día tendría que exculparlo de los dos crímenes que me ocupan actualmente. Pero ¿cuándo podré realmente exculparlo? ¿Por qué me ha enseñado ese rubí y me ha dicho que quería regalarlo a su novia? ¿Querrá dárselo para robárselo enseguida? Si tal es su pensamiento ¿formará miss Remsen parte del complot, y cuando se vea sin su rubí lo reclamará con tambor y trompetas para que los diarios hablen del asunto? Esa era una de las condiciones de la apuesta... Pero, ahora que me acuerdo ¿cómo se explica el descubrimiento del botón? Si no se llega a esclarecer ese punto, las explicaciones que acabo de suponer para las otras cuestiones no valen nada. En esa altura de las reflexiones del 112
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detective, las interrumpió el anuncio de que Mr. Randolph deseaba hablar a Mr. Barnes. No olvidemos que Mr. Randolph ignoraba que su conversación con su amigo Mitchel en el coche dormitorio había sido oída. Al verse en presencia de Mr. Barnes, se sintió vacilante, turbado. -¿Mr. Randolph, me parece? -dijo el agente de policía, echando una ojeada a la tarjeta que éste le había hecho entregar -Siéntese usted. ¿Viene usted sin duda a hablarme del asunto Mitchel? La manera de recalcar esas palabras «asunto Mitchel» parecía a Mr. Randolph por lo menos inútil, pues desde el momento en que el agente formulaba tal pregunta, conocía ciertamente todos los pormenores del caso. Y esa suposición aumentó aún más la confianza de Mr. Randolph en la habilidad de los detectives, y especialmente en la del que tenía en su presencia. -¡ Sabe usted que vengo por eso! ¿Quiere usted decirme cómo lo sabe? -Nosotros, los agentes de policía, debemos saberlo todo ¿no es cierto? Esta frase fue dicha con una afable sonrisa; pero al mismo tiempo indicaba que Mr. Barnes prefería que no le hiciesen preguntas. Mr. Randolph dedujo de eso, que cuanto más pronto se deshiciese de su desagradable carga sería mejor. Mister Barnes; tengo que hacer a usted una confesión, y... -Perdóneme usted que le interrumpa; pero tenga usted presente que yo no le pregunto nada, y si lo que va usted a 113
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decirme puede perjudicarle, mejor es que se calle, pues me servirá más tarde si tengo que declarar en su contra. -Gracias por la advertencia ; pero he venido aquí justamente para no ser incriminado después. En resumen, he aquí los hechos. Y contó, con la mayor exactitud posible, todas las circunstancias que le habían producido la intranquilidad en que se hallaba. Mr. Barnes escuchaba como si todo eso fuese nuevo para él, e hizo algunos apuntes en un papel, cual si quisiera utilizar esos datos para más tarde. -Me cuenta usted una historia bastante extraordinaria, Mr. Randolph -dijo el detective cuando aquél hubo terminado su relato; -difícil es creer que un hombre como Mr. Mitchel, quien tiene ciertamente todas las apariencias de un caballero, se haya hecho criminal solamente por ganar una suma de dinero. Usted debe haber reflexionado sobre este asunto, y se ha formado sin duda una idea de la verdad. ¿Temería usted comunicármela ? -Al contrario, tendría sumo placer en decírsela -se apresuró a contestar Mr. Randolph. Este guardaba en el fondo de su corazón un verdadero afecto a su amigo; de manera que su hipótesis se inclinaba en cierto modo a disculparlo. Le agradaba, pues, infinitamente confiar sus ideas al respecto al agente de policía. -Usted sabe -prosiguió -que una de las cosas más difíciles es decir si una persona está o no está perfectamente sana de espíritu. Algunos hombres entendidos en la materia sostienen que las nueve décimas partes del género humano padecen de locura, bajo una u otra forma. Yo, por mi parte, 114
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afirmo que cualquier persona que hace colecciones, no importa cuál sea la clase de objetos que reúne, y emplea éstos en otro uso que el que les está destinado, es, en cierto modo, un loco. -¿Quiere usted decir que es legalmente loco, es decir, irresponsable? -En cuanto a la responsabilidad, nada, puedo afirmar; pero creo que una manía de ese género puede arrastrar a un individuo a ejecutar actos contrarios a las leyes. Voy a explicar a usted mi idea con mayor claridad. Las estampillas de correo tienen indudablemente mucho valor; pero la persona que forma una colección de estampillas anuladas y paga por ellas un precio mucho más alto que el que tienen cuando todavía sirven para el objeto a que están destinadas, padece, en mi concepto, de una especie de locura, puesto que paga un precio ficticio por una cosa que carece totalmente de valor. -Lo mismo podría usted decir de los cuadros. El valor intrínseco de una tela y de la pintura en ella es mínimo; y sin embargo, se pagan miles de dólares por un cuadro. -Sin duda: eso es también una locura, y de las que no pueden ser satisfechas sino cuando el que la padece es rico; pero hay, no obstante, Una diferencia entre esa manía y la de las estampillas. Los cuadros nos recuerdan la naturaleza y hablan a los ojos de todos los que los contemplan, les hacen revivir recuerdos borrados ya de la memoria. Por lo tanto, los cuadros tienen su razón de ser, y puede admitirse que se pague un buen precio por la obra de un artista de genio; pero, si un hombre paga una fortuna por un solo cuadro y lo cuelga en un cuarto de su casa, donde casi nadie de afuera 115
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podrá verlo, yo creo que a ese hay derecho de considerarlo como a un loco. Lo mismo sucede con las joyas. -¡Ah! ¿Qué quiere usted decir? Las joyas tienen un valor comercial y un lugar señalado en el mundo; pero comprar cuantos ejemplares más hermosos de joyas sea posible encontrar, encerrarlos bajo llave en un cofre, es locura y nada más. -¿Y qué relación tiene todo lo que acaba usted de decir con el asunto que nos preocupa? -Tiene mucho que ver con él. Mi amigo es un verdadero maniático en todo lo que se relaciona con las pedrerías. Sensato y hasta interesante cuando se trata de cualquier otro tema, si por casualidad al hablar con él menciona usted, de paso, una piedra preciosa, en el acto olvida lo que estaba hablando, y se pone a contar una larga historia de alguna piedra célebre. Su manía especial consiste en referir todos los crímenes famosos en que, alguna piedra preciosa desempeña algún papel. Con frecuencia me ha helado la sangre oyéndole horribles historias de asesinatos cometidos por personas que querían apoderarse de tales brillantes o rubíes. -Entonces, ¿cree usted que de tanto nutrirse el cerebro con esa clase de historias ha concluido por acostumbrarse a la idea de cometer un crimen para apoderarse de algunas piedras preciosas? -Justamente. Lo peor en estos casos es que el hombre se acostumbra a todo. Rara es la persona que no experimenta una sensación de temor en presencia de un muerto: y hasta el hombre de carácter más resuelto y habituado a burlarse de los espectros, preferirá siempre que se trate de pasar la noche 116
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con un cadáver, no encontrarse enteramente solo con él. Y el menor ruido en la habitación, el desmoronamiento de un pedazo de hielo en la heladera, le harán estremecerse de pies a cabeza. Y sin embargo, los médicos, que trabajan constantemente en los salones de disección, acaban por tener el mismo desdén por los cadáveres de seres humanos, que el que el carnicero tiene por los trozos de carne que corta y vende. -Su razonamiento no es malo, Mr. Randolph. No me parece imposible que Mr. Mitchel sea generoso y de carácter amable, y que, sin embargo, su manía por las colecciones de piedras preciosas y su conocimiento minucioso de todos los crímenes que se han cometido por las joyas y pedrerías, lo hayan arrastrado al extremo de robar y matar en el momento en que su pasión encontró una oportunidad de satisfacerse. ¡El mundo es tan extraño! -¿Cree usted que en un caso de este género se puede disculpar a un individuo con el argumento de la locura? Quiero decir, disculpar a los ojos de la ley. -¡ Jum! No podría decirlo. Desde el punto de vista psicológico, reconozco que puede usted tener razón, y yo, por mi parte, miraría probablemente con tolerancia a un hombre que se volviese criminal de esa manera; pero ante la ley ese hombre sería culpable: por lo menos yo lo creo. Pero la pregunta a que usted tiene que contestar es esta: ¿Mr. Mitchel ha robado las pedrerías? Usted durmió a su lado esa noche. ¿Qué cree usted? -No sé lo que debo pensar. Para salir de su cama habría tenido forzosamente que pasar por encima de mí; y eso me 117
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habría despertado, por más que mi sueño es pesado. Después, si salió y se apoderó de las piedras, ¿quién se encargó de esconderlas? ¿Cómo han ido a dar a New Haven? Y ahora que hablo de esto, supongo que tendrá usted las señas del individuo que dejó la valija en el hotel. ¿Corresponden a las de mi amigo? -No sabría decirlo: las informaciones son algo vagas. El cajero lo describe como un hombre de estatura mediana, de cabellos y barba rojos, mientras que el portero, que también lo vio, afirma de manera positiva que tiene negros los cabellos y ni un pelo de barba. Estas últimas señas corresponden a las de Mr. Mitchel, y las primeras no; pero igualmente corresponden a millones de personas de las que uno encuentra en Broadway todos los días. -Empiezo a creer que Mr. Mitchel no es el ladrón. -Conservemos esa esperanza, Mr. Randolph, y ojalá sirva a usted de consuelo. Por lo pronto, no hay todavía motivos que puedan justificar su arresto. El detective tenía un propósito especial al decir esto. Esperaba que Mr. Randolph, sintiéndose aliviado en sus preocupaciones morales, se volviese más comunicativo. Y después de un minuto de silencio le preguntó: -¿Creo que hace muchos años que conoce usted a Mr. Mitchel? -No; a lo sumo un año y medio. No hace más que dos años que vive en Nueva York. -¡Hola! ¿Es de Boston? -No, de Nueva Orleáns, según creo.
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Mr. Barnes experimentó en ese momento una sensación extraña. Algunas personas supersticiosas se imaginan que, si de repente se estremecen o sienten un escalofrío sin saber por qué, en ese momento han puesto el pie en el sitio en que morirán. La consecuencia, naturalmente, es un gran malestar. En Mr. Barnes el efecto era diferente. El detective no tenía preocupaciones, pero sin embargo, no podía librarse de una cierta emoción guando sentía un estremecimiento de esa especie, porque con frecuencia le había sucedido encontrar en ese mismo momento la clave de algún misterio. Así, pues, al sentir un leve sacudimiento imprevisto que le recorría todo el cuerpo, reflexionó un momento. Mr. Randolph había dicho que creía que Mr. Mitchel era de Nueva Orleáns. ¿Tenía algún alcance ese hecho? ¿Había mediado alguna relación entre ese hombre y la mujer asesinada? -¿Cómo sabe usted que Mr. Mitchel es del Sur? -preguntó Mr. Barnes. -¡Ah! Eso se reconoce fácilmente en la pronunciación -contestó Mr. Randolph -y además, él me lo ha dicho, a pesar de que parece poco dispuesto a hablar de su pasado. Me acuerdo, aunque vagamente, que me ha hablado de Nueva Orleáns como de su ciudad natal, y que me ha dicho también que conserva de ese lugar penosos recuerdos. Sólo una vez me ha hablado de eso. -Desearía hacer a usted también algunas preguntas acerca de otro individuo; pero no sé si lo conoce usted. Se llama Thauret.
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-¿Alfonso Thauret? Sí, lo conozco, y es individuo que no me agrada. -¿Por qué? -No me doy bien cuenta de eso; quizá no es más que una preocupación. Usted sabe que todos tenemos una tendencia a formarnos rápidamente una opinión sobre la gente apenas la vemos: yo desconfié de ese hombre desde la primera vez que lo tuve ante mi vista. -¿Dice usted que desconfió? -Sí. Tal vez hago mal en juzgarlo así, y quizá también en contar esto a usted; pero poco importa. Estábamos, hace algunas semanas, en uno de los clubes a que pertenezco; algunos socios jugaban al whist, y Thauret se hallaba entre ellos. Los otros no miraban más que sus cartas. Las apuestas no eran considerables, pero sin embargo, había algún dinero en la mesa. Thauret y su compañero parecían tener mucha suerte. Como usted sabe, generalmente se juega, al whist con dos barajas; pero esa noche, no sé por qué motivo, sólo jugaban con una, de modo que el último naipe era triunfo. Todo el mundo sabe que de la manera como se distribuyen los naipes en el whist, hay la certidumbre matemática de que, si no se les baraja más de dos veces y el que da es suficientemente hábil para hacer que las dos mitades se separen exactamente las dos veces, conseguirán él y su compañero tener todos los triunfos. El alce no altera este arreglo. Pues bien: yo noté que Thauret manejaba los naipes de ese modo, y su compañero y él ganaron unos doscientos dólares esa noche. Mi creencia es que trampeaba. -¿Quién era el compañero? 120
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-No lo sé. -¿Mitchel estaba allí? -Sí; y él decía, como yo, que ese hombre era un fullero. La verdad es que esa opinión nuestra podría ser injusta, pues debo confesar que sólo dos cosas pudimos observar: que en dos ocasiones distintas no mezcló los naipes, y que tenía mucha suerte. Pero otra vez le he visto perder dinero en el miso juego. -Muy bien, Mr. Randolph: agradezco a usted mucho las informaciones que me ha dado. Y también le diré que, sí encuentro la prueba de que su amigo no está comprometido en este asunto, tendrá gran placer. El agente de policía se puso de pie, y Mr. Randolph comprendió que esa era una manera de despedirlo. Cuando se quedó solo Mr. Barnes, se preguntó si el compañero de Thauret en el juego no sería su cómplice en el robo de las piedras, y el hombre que las había dejado en el hotel de New Haven. Pero ¿por qué las habría dejado? ¡Misterio! A los pocos minutos salió de su escritorio el detective, y se dirigió rápidamente hacia la Tercera Avenida, donde tomó el ferrocarril aéreo. Bajó en la estación de la calle 60; anduvo algunos pasos por la misma calle en dirección al Este, y llamó en la puerta de una casa, donde le hicieron entrar en un saloncito amueblado con mucha modestia. Minutos después se le reunía una simpática joven de veinticuatro a veinticinco años. Conversaron en voz baja durante un rato; la joven salió luego del cuarto, volvió al instante en traje de calle, y se marcharon juntos. 121
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Cuatro días después recibía Mr. Barnes una hoja de papel que no contenía más palabras que ésta: «Venga». Sin duda sabía lo que eso quería decir, pues en el acto echó a andar en dirección a la casa de la calle 60. Como la vez anterior, la joven se le reunió en el saloncito. -¿Qué tenemos? -preguntó Mr. Barnes.- ¿Lo ha conseguido? -¡Eh! ¡Ya lo creo! ¿Me ha visto usted alguna vez errar alguna pesquisa? Supongo que no me meterá usted en el mismo saco que a Wilson. -Deje usted tranquilo a Wilson y cuénteme lo que ha hecho. -Bueno. No hay que impacientarse. Ya sabe usted que yo tengo mi manera de hacer las cosas. Usted se apartó de mí en Madison Square: allí me senté en un banco y me puse a observar a Wilson. Al cabo de dos horas salió del hotel un hombre, y Wilson lo seguía. Yo no pude menos de reírme al ver que el muy tonto se mantenía siempre detrás del otro tomando muchas precauciones. ¡Ah! ¡Ese sí que no es artista! El primero que se hubiera fijado en él, aunque fuera un imbécil, habría comprendido que iba siguiendo a alguien. -He dicho a usted que se abstenga de hacer observaciones sobre los actos de Wilson. -Lo sé; pero si digo esto, es porque la comparación hará que aprecie usted mejor mis servicios. Así, pues, Wilson se preocupaba de poner cada pie donde ponía los suyos ese Mitchel (ya ve usted que he descubierto su nombre: usted no me lo había dicho; pero usted sabe que esas pequeñeces no son obstáculos para mí). ¡El cuadro era tan curioso! Wilson 122
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se veía a veces obligado a correr (¡ no exagero!) para no perder de vista a Mitchel; y de repente éste se detenía tan bruscamente, que el otro se daba casi de narices contra él. Por supuesto que Mitchel sabía quién era Wilson y se divertía a su costa. Mientras tanto, yo deseaba mirar bien la cara del hombre: tomé un coche, y llegué a la Tercera Avenida antes que ellos. Subí de prisa la escalera que conduce a la plataforma de la estación del ferrocarril elevado, y me escondí en el salón de espera. A poco llegaba Mitchel y se dirigía, al extremo de la plataforma. Wilson se había detenido en el centro y se esforzaba en darse la apariencia más natural; inútil es decir que no lo conseguía. Cuando llegó el tren, subí, y lo recorrí hasta que hallé a nuestro hombre; entonces me senté enfrente de. él. ¿Quiere usted apostar que le puedo describir su cara, tan bien la estudié? -¡ Sí, señorita: y él estudió la de usted! ¡Tontuela! !Veo que desobedece usted mis órdenes. ¿No le había dicho que evitara que ese diablo de hombre la viese? -¡Bueno, bueno! Nada se ha perdido. Las cosas terminaron bien. El hombre bajó en la calle 34, y Wilson también; pero yo me quedé en el tren. -¿Por qué? -Porque si me veía bajar podía sospechar de mí. Sí, señor, sigo hasta la calle 44; paso el puente, tomo un tren que iba al centro de la ciudad, y espero en la estación, donde a poco veo reaparecer a Mitchel, pero ya solo: se había escapado de Wilson en la calle 34. Toma el tren que iba al centro, yo lo sigo, pero ya esa vez evito que me vea. Baja, se dirige
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en línea recta a su guarida, y yo detrás de él. Es una casa de Irving Place. Aquí está el número. -La joven presentó una tarjeta a Mr. Barnes. -Ha sabido usted desempeñar su comisión. Pero ¿por qué no me avisó usted inmediatamente? -Todavía no he terminado mi relato. Cuando emprendo algo, voy hasta el fin. ¿Cree usted que yo iba a descubrir el paradero del hombre para que después se encargase Wilson otra vez de seguirlo? No soy tan torpe. Al día siguiente voy a la casa de Irving Place y toco la campanilla. Una sirvienta joven me abre la puerta; le digo que deseo ver a su patrona; ella me pregunta para qué, y yo le contesto que quiero ofrecerme como criada. La muchacha se sorprende, naturalmente, pues no la habían despedido de la casa. Pero yo me apresuro a asegurarle, que no tengo la menor intención de hacerle perder su empleo; y en la conversación le pregunto quiénes son las personas que viven en la casa. Le hago hablar, y en pocas palabras descubro que se trata de una especie de internado particular, en el que se encuentra una niña de catorce años, llamada, Rosa Mitchel, y que nuestro hombre es su padre. ¿Qué le parece a usted? -Hija mía: es usted un genio. Sin embargo, puesto que todo eso lo sabía usted anteayer ¿por qué no me lo comunicó usted inmediatamente? -Porque ayer volví en busca de más datos. Me senté en el parque, y observó a las niñas del internado, que salen todos los días a tomar aire. No me fue posible hallar la ocasión de hablar a Rosa; pero pude conocerla, pues las otras le llamaban por su nombre. Entonces, como llevaba conmigo mi 124
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maquinita fotográfica, la retraté. ¿Qué dice usted? ¿He perdido mí tiempo? -No, de ninguna manera. Es usted inteligente, pero nunca alcanzará usted las alturas, porque tiene una opinión de sí misma demasiado grande. Sin embargo, hoy por hoy, no tengo para usted más que elogios. Deme la fotografía. La joven salió del saloncito y un instante después volvió con una prueba fotográfica, no muy clara, que representaba una niña. Al cabo de media hora, Mr. Barnes se alejaba de la casa.
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VIII LUCETTE Dos días después de esta conversación, la criada de Emilia Remsen anunció a su patrona que había recibido muy malas noticias de la salud de su madre, que vivía en Elizabet (New Jersey), lo que la obligaba a ir a verla. Y al mismo tiempo que, manifestaba el deseo de partir lo más pronto posible, pedía que le permitiesen dejar en su lugar a su prima Lucette, la que no estaría en la casa más que unos pocos días, pues ella esperaba volver pronto. A la pregunta de si su prima sabía servir, contestó que sí, y que especialmente sabía peinar, cosa que había aprendido en la casa de un peluquero francés. El verdadero nombre de la joven era Lucy; pero había adoptado el nombre de Lucette para poder decir que era francesa y pasar por buena sirvienta. Miss Remsen se dijo que ese cambio de nombre no hablaba en favor de la joven; pero sin embargo la aceptó, pues la precipitación con que la otra se iba, no daba tiempo para buscar una nueva.
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Lucette llegó esa tarde misma, y desde el primer momento produjo una excelente impresión en mis Remsen. Esta había creído encontrarse con una persona charlatana y presuntuosa, de maneras afectadas; de modo que se quedó sorprendida al ver a una joven moderada y sin pretensiones, que en veinticuatro horas se puso al corriente del servicio de la casa. Y viéndose en realidad mucho mejor servida que por la anterior criada, llegó a desear que el interinato se prolongase. Dora también estaba contentísima de Lucette. -Reina -decía a su hermana al día siguiente: -¿qué te parece la criada? -¿Quién? ¿Lucette?- contestó Emilía.- Cumple bien con sus obligaciones. -Y yo digo, Reina, que es una perla. Si a ti te gusta, no deseo sino que me la cedas cuando vuelva Sara. -¡Ah! ¿Parece que la señorita tiene ahora necesidad de una doncella? -¡Oh no! No digo para mí particularmente, pero desearía que Lucette se quedase en la casa, para toda la familia. Es un tesoro. Peina admirablemente: nunca te he visto más hermosa que hoy; pero ese no es su único talento. Acaba de poner la mesa para el té, y jamás había hallado tanto gusto en una criada. Es increíble que con sólo arreglar las servilletas se pueda adornar tanto una habitación. -Sí -dijo Emilia: -Lucette es una sirvienta hábil, pero no le dejes ver que la consideramos como una joya, porque eso podría echarla a perder. Ahora, dime, ¿quiénes vienen hoy? -¡Oh! Supongo que la colonia de costumbre. 127
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-¡Y entre ella Mr. Randolph! -Reina, hay algún misterio que pesa sobre él. Es necesario que te lo diga. En primer lugar, ya hace una semana que no viene; y ayer que lo encontré en la Treinta Avenida ¿creerás lo que hizo? en el mismo instante, en que iba a saludarlo, dobló por una calle transversal. -No te vería, querida; pues de lo contrario se habría apresurado a hablarte. Harto contento habría estado de la ocasión que se le presentaba. -Pues si no me vio, se ha vuelto miope de repente: he ahí mi opinión. A poco empezaron a llegar los visitantes y pronto se vieron los salones llenos de una multitud que Dora había pintado muy exactamente con una sola frase: la colonial habitual. La mayor parte de las personas eran de las que visitan por deber o por costumbre. Gran número de adoradores rodeaban a Dora, quien se complacía en esquivar la compañía de Mr. Randolph, mientras éste, por lo contrario, le dedicaba las más asiduas atenciones. Parecía deseoso de hablar con ella aparte, pero la joven, sin parecerlo, burlaba sus maniobras. Llegó M. Thauret, pero no tardó mucho en marcharse. Se acercó primero a Emilia, conversó con ella de dos o tres cosas insignificantes, y luego se dirigió al grupo que presidía Dora, al lado de la cual estuvo hasta que se fue. Le dijo muchas de esas lindas sutilezas que ya ella, había oído multitud de veces en boca de otras personas; pero su tono parecía, indicar que el corazón no era completamente ajeno a lo que la boca decía. 128
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Y lo hizo con tanta habilidad, con un tacto tan refinado, que nadie, y menos todavía, una joven sin experiencia como era Dora, habría podido sospechar que todo aquello era estudiado. A poco de haberse marchado M. Thauret, comenzaron a despedirse los otros invitados, y entonces encontró por fin Mr. Randolph la oportunidad tan deseada de hablar a solas con Dora. -Miss Dora -le dijo:- ¿por qué permite usted que un individuo como ese francés le haga la corte? -¿Alude usted a mi amigo M. Thauret? La joven recalcó la palabra amigo, con el objeto de exasperar a Mr. Randolph, propósito que se realizó admirablemente. -Ese no es amigo de usted. En mi opinión, no es amigo de nadie, sino de sí mismo. -Me han dicho eso de tantas personas, que ya no atribuyo valor a la sentencia. -Seriamente, miss Dora: no debe usted consentir en que ese individuo forme parte de su círculo. Y más que todo, no debería usted permitirle que le haga la corte. -Lo que me dice usted me sorprende, mister Randolph. Yo no sospechaba que M. Thauret me hiciese la corte. Podría repetir a usted todo lo que me ha dicho, y vería usted que sus suposiciones son infundadas. -En eso precisamente consiste su habilidad. Es demasiado astuto para hablar francamente. Mr. Randolph decía eso; pero él no era astuto ni mucho menos, pues no se fijaba en que perjudicaba su propia causa 129
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inculcando a la jovencita ideas que hasta ese momento no se le habían ocurrido. -¿Sabe usted, Mr. Randolph, que se está usted volviendo muy divertido? Es usted una especie de Don Quijote en guerra contra los molinos de viento. Usted imagina esta o la otra cosa, y me la dice, para ponerme en guardia. Es inútil, se lo aseguro, M. Thauret no me ha dicho lo que usted supone. -¿Supongo que no está usted enojada conmigo? Usted debe saber lo que me ha impulsado a hablar. -No: no soy suficientemente hábil para leer el pensamiento de las personas. -Pero, no obstante, estoy seguro de que ha adivinado usted que... -¿Qué?... La joven miró a Mr. Randolph con una expresión tan inocente, que lo turbó. Esa era la mejor ocasión que podía encontrar Mr. Randolph para declararse... y ya lo iba a hacer, cuando Mr. Mitchel entró en el salón. Al verlo, Mr. Randolph pensó en la posición singular en que se encontraría si se ligaba con esa familia en el caso de que, su amigo fuese convicto de un crimen. Vaciló, pues, y perdió esa oportunidad que ya no volvió a hallar sino al cabo de mucho tiempo. Contestó a Dora en tono de broma, y se despidió. Cuando se hubieron marchado todos los invitados, Dora subió a su cuarto, y Mr. Mitchel se quedó a solas con su novia.
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-Emilia -mi Reina- lo dijo en tono cariñoso, tomándole una mano y sentándose a su lado en el sofá. -Cuando pienso que usted me ama, me parece soñar. -¿Por qué, Roy? -Óigame usted, hija mía. Esta noche estoy de un humor singular, y desearía que habláramos seriamente. Por toda respuesta, Emilia le acarició con suavidad y ternura el dorso de la mano y con la cabeza hizo un signo de asentimiento. -Escuche usted mi confesión. Soy tan distinto de los demás hombres, como usted lo es, en mi concepto, de las demás mujeres. He conocido a muchas en las diferentes capitales de Europa que he recorrido y también aquí, en mi propio país: ninguna me ha producido la misma impresión que usted. Por eso, desde la primera vez que, nos vimos, la escogí para mi esposa. Y cuando le pedí su mano, no temía poco ni mucho que usted me la negara: sólo cuando hablé comprendí la magnitud de mi audacia, y durante el medio minuto que tardó usted en contestarme, creí realmente haber presumido demasiado. -No, no, Roy mío: a mí me ha sucedido igual cosa. Muchos pretendientes he tenido; pero no he sido más sensible a sus palabras que a las brisas del Océano. Pero la primera vez que lo vi a usted, me dije: «Este es mi señor.» -¡Dios la bendiga a usted, Emilia! Permítame usted que continúe. La he elegido para mi esposa: el cielo es testigo de que nunca la engañaré, en nada ni por nada; pero... estoy obligado a someter el amor de usted a una dura prueba: es posible que tenga forzosamente, en ciertas circunstancias que 131
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mantenerla ignorante de ciertas cosas. ¿Cree usted que su amor por mí sea bastante grande para creer que, si guardo para mí solo algún secreto, lo hago únicamente por el amor que le tengo? -Roy: tal vez lo que voy a decirle, sea una prueba de vanidad mía; pero no importa, lo diré de todos modos. Una mujer que no lo amase como yo, le diría: «Creo, lo que usted me dice; pero, puesto que nos amamos tanto, no debe usted titubear en compartir sus secretos conmigo; mas yo lo repito, tengo una fe absoluta en usted, y, confíeme o no sus secretos, estaré siempre satisfecha. Usted será el único juez de lo que deba hacer. -Sabía que esa sería su respuesta: si hubiera usted dicho algo que valiera menos, mi desilusión habría sido grande. Ahora me apresuro a hacer a usted esta revelación; en mi vida hay un secreto que a nadie he comunicado, y que todavía no puedo decir a usted en qué consiste. ¿Continúa usted satisfecha de mí, después de esta confesión? -¿Lo duda usted? ¿Cree usted que después de haberle dado la seguridad de mi confianza, retrocedería ante la primera prueba al que usted me sometiera? -No, mi Reina; pero pedir a una mujer que se case con un hombre que tiene un secreto y se niega a revelárselo es mucho exigirle, y más aún si se piensa que la gente puede imaginarse que ese secreto oculta alguna vergüenza o quizá algo peor. -Nadie osaría formarse un juicio injusto de usted. -¿Lo cree usted? Pues se engaña. Hay personas que no me consideran tan irreprochable como usted se imagina que 132
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soy. ¿Qué diría usted si supiera que un agente de policía me vigila noche y día? -¡Oh, oh! Eso no me asustaría. Usted me ha explicado su apuesta, y supongo que Mr. Barnes no lo quita la vista de encima. ¿No es eso? -Sí, en parte; pero también me vigila porque cree que he tenido relaciones con la mujer asesinada Y, hasta cierto punto, tiene razón. -¿Quiere usted decir que la conocía usted? -Sí... Mr. Mitchel se detuvo para ver si después de esta declaración, Emilia le hacía otra pregunta; pero ella había hablado con toda sinceridad al decirle que no dudaba de él, y guardó silencio. Mister Mitchel prosiguió: -Naturalmente, Mr. Barnes está deseoso de descubrir todo lo que yo pueda saber. Pero tengo razones superiores para desear que no lo consiga, y en manos de usted está el ayudarme. -Estoy enteramente a sus órdenes. -No sabe usted lo que deseo. -Poco me importa: haré lo que usted me pida. -Reina: es usted digna de todo mi amor. Y atrayéndola suavemente, le dio un ligero beso en los labios. -Y no digo esto –agregó -por egoísmo, pues la amo a usted con todas las fuerzas de mi ser. Si fuera usted indigna de mi amor, no volvería a amar en mi vida. -Puede usted tener confianza en mí, Roy.
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Estas palabras eran lo más sencillas, pero fueron pronunciadas con un acento de verdad que no engañaba. -Voy a decir a usted ahora mismo lo que deseo que haga por mí, pues tiene que hacerlo inmediatamente. Debe usted prepararse... ¿Quién está ahí? Mr. Mitchel hizo esta pregunta en tono áspero, levantándose de su asiento y dando un paso adelante. El amplio salón estaba sumido en una media obscuridad, pues Emilia, que detestaba las habitaciones demasiado alumbradas, había hecho bajar las luces de gas. En el extremo del salón se distinguía el perfil de una persona, inmóvil, y eso había llamado la atención de Mr. Mitchel. Era Lucette, la que contestó sin vacilar: -Miss Emilia: su mamá me manda a preguntar si están ustedes prontos para la comida. -Dígale usted que dentro de cinco minutos podremos comer. Lucette salió del salón. -¿Quién es esta muchacha? Emilia le dijo que era la nueva criada y le explicó la manera como había entrado en la casa. -Mr. Mitchel hablando en tono más alto que lo necesario, dijo: -Parece una buena muchacha, muy tranquila, quizá demasiado tranquila: al entrar así, sin hacer ruido, me asustó. ¿Subamos a ver a la mamá? Lo que deseo decir a usted es largo y ahora no tendríamos tiempo. Es una cosa que quiero para pasado mañana.
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Después de comer, Mr. Mitchel llevó a las dos jóvenes y a su madre al teatro, con gran contento de Dora, que se sentía contrariada cada vez que Emilia se iba a las diversiones sin más compañía que la de su novio. Fueron y volvieron a pie, por delante la señora con su hija menor, y detrás Emilia con su Mr. Mitchel. Este tuvo así tiempo para explicar a su novia lo que deseaba hiciese por él. Y al salir de la casa esa noche, les dijo en voz alta: -Ahora, ya no nos veremos hasta dentro de algunos días. Pásenlo bien hasta mi vuelta. Lucette, que había cogido al vuelo estas palabras, se asombró mucho al día siguiente, cuando vio que Mr. Mitchel llegaba a la casa a las diez de la mañana; y mayor fue aún su sorpresa al oír decir a Emilia que iba a salir. Otra cosa que la inquietó fue ver que la joven salía sola, dejando a Mr. Mitchel en el salón. Todo esto la hizo reflexionar: y de repente llegó sin duda a alguna conclusión, pues se decidió a salir ella también. Pero, al pasar por el vestíbulo, se abrió la puerta del salón y Mr. Mitchel le cerró el paso. -¿Adónde va usted, Lucette? -Voy a un mandado -contestó la criada con voz algo temblorosa. -Entre usted primero en al salón: tengo que habIarle. Lucette comprendió que no había más remedio que obedecer, y entró. Mr. Mitchel había tenido la puerta abierta, esperando que pasara. Luego la siguió, cerró la puerta, le echó llave, y se puso la llave en el bolsillo. -¿Por qué hace usted eso? -preguntó Lucette, colérica.
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-Usted se olvida, de su posición, Lucette. Los criados no hacen preguntas. Sin embargo, voy a contestarle. He cerrado la puerta porque no quiero que salga usted de aquí. -Y yo no quiero estar encerrada con usted, porque soy una joven honrada. -No lo dudo; pero no se enoje usted: no tengo la intención de hacerle el menor daño. -¿Por qué me ha traído usted aquí? -Sólo para tenerla guardada hasta... digamos hasta las doce, unas dos horas, más o menos. ¿Tiene usted que hacer alguna objeción a esto? -Sí: que no quiero estar dos horas encerrada con usted. -Usted me divierte. ¿Y cómo lo impediría? Lucette se mordía los labios y no dijo nada, pues vio que no podía esperar otra solución. Sin duda tenía aún el recurso de gritar; pero la señora Remsen y Dora habían salido antes que Emilia: en todo el departamento no había nadie más que ella y Mr. Mitchel. Podía también llamar la atención de la gente que pasara por la calle y ese pensamiento le hizo volver la cara hacia la ventana. Mr. Mitchel comprendió la idea. -No trate usted de gritar, Lucette, pues en ese caso tendré que amordazarla. Y tener la boca tapada durante dos horas, no debe ser agradable. -¿Quiere usted decirme porque quiere usted impedirme salir -Creía habérselo dicho ya. No pretendo más que evitar que haga usted sus pequeños mandados. -No comprendo.
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-¡Oh, sí! Sí comprende usted: nada de tonta tiene. Y como no le queda otra cosa que hacer que someterse a lo inevitable, siéntese cómodamente hasta las doce, y lea el diario si eso puede agradarla. Justamente hay un interesante relato de un asesinato: ya sabe usted... el de la mujer muerta en el departamento de arriba. ¿Ha seguido usted la historia del asunto? -No, seguro que no -replicó la joven con acritud. -¡Es curioso! Yo creía que usted fuera una de las personas que más vivamente se interesan en los asuntos de ese género. -Pues bien, se engaña usted. A partir de ese momento, durante las dos horas, no cambiaron una palabra más. Mr. Mitchel, sentado en un inmenso sillón, se limitaba a vigilar a la joven, -con maliciosa sonrisa. Lucette sentía una irritación tan grande al ver esa sonrisa, que después de haberla soportado durante algunos minutos, cesó de mirar a Mr. Mitchel y fijó obstinadamente los ojos en el lado opuesto, como si hubiera querido descubrir algo en la calle. Por fin, el reloj dio las doce. La joven se puso de pie en el acto. -¿Puedo salir ya? -Sí, Lucette; puede usted salir y hacer su pequeño mandado, si acaso no es ya demasiado tarde. Y ahora me acuerdo, Lucette, de que miss Remsen me ha encargado decir a usted que desde hoy no necesita más de sus servicios. -¿Quiere usted decir con eso que se me despide de la casa? 137
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-No exactamente, decía sólo que ya no la necesita. Vea usted: miss Remsen se ha fijado en que usted entra y sale de las habitaciones con demasiado cuidado de no hacer ruido. Y como es muy nerviosa, la asusta verse cara a cara con una persona sin haberla oído entrar en el cuarto. -Es usted un demonio -gritó Lucette, furiosa. Y se precipitó hacia la puerta, que Mr. Mitchel había abierto, bajó corriendo la escalera y salió de la casa. «No me había equivocado» pensó Mr. Mitchel; y se volvió a sentar. Lucette atravesó Broadway a la carrera; entró en una oficina de mensajeros que había en la esquina, trazó febrilmente algunas líneas en un papel, y lo entregó a un mensajero encargándole que fuese deprisa. Luego siguió hasta Madison Square y allí esperó... no se puede decir que pacientemente, pues la palabra no sería justa: se sentó en un banco y en menos de cinco minutos se le vio pararse, andar algunos pasos, sentarse otra vez, volver a hacer lo mismo; en una palabra, dar pruebas que estaba de mal humor, de muy mal humor. Por fin, un hombre apareció en el Square, y ella se apresuró a salirle al encuentro. El hombre era Mr. Barnes, y él también parecía muy agitado. -Aquí estoy. ¿Qué ocurre? ¿Por qué ha venido usted aquí? -le preguntó. -Me han despedido. -¡Despedido! ¿Por qué? -No lo sé; pero ese demonio de Mitchel es el autor de todo. Esta mañana me ha encerrado durante dos hora, y
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después me ha dicho que, miss Remsen no me necesitaba ya. ¡Habría querido arrancarle, los ojos! Contó al detective todo lo que había ocurrido, y terminó con estas palabras: -Por lo que, pude oír de la conversación de anoche, creo que ha hecho algunas confidencias a su novia: le pedía que lo ayudase; y en el momento en que iba a decirle lo que debía hacer, notó que yo estaba en el cuarto, y entonces no soltó una palabra más. Creo que se trataba de la niña. -¡ Pardiez! No dice usted más que la verdad. Yo volvía precisamente de la casa de Irving Place cuando recibí el papel que me mandó usted. Fui al internado con el pretexto de preguntar las condiciones para llevar una niña. En medio de la conversación pregunté si Rosa, la hija de mi amigo Mr. Mitchel, no estaba en la casa. «Sí» me contestó la maestra: -estaba, pero se marchó esta mañana. ¡ Se ha marchado! -exclamé yo: -¿Cuándo?» «No hace más de diez minutos. Su madre ha venido en un carruaje a buscarla, y se la ha llevado. Ya ve usted: mientras usted estaba encerrada, miss Remsen fue y alzó con la niña. -Pero ¡miss Remsen no es su madre! -No estúpida. ¿Es usted de veras tan bruta? ¿Cometerá usted durante toda su vida torpeza sobre torpeza? Todo esto es el resultado de la desobediencia de usted. ¡Dejó usted que Mitchel la viera en el ferrocarril aéreo, y ya ve usted lo que ha sacado, después de creerse tan hábil! -¡Qué tonta fui! ¿Cree usted entonces que al verme en la casa me reconoció?
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-Ciertamente; y yo también he sido un imbécil al confiar a una mujer un asunto tan importante. -¡Hola! ¿Así lo cree usted? Pues sepa que esta mujercita no es tan torpe como usted se lo figura. Tengo el botón en mi poder. -¡Ah! ¡Muy bien! ¿ Cómo ha hecho usted? -Anoche se fueron al teatro, y cuando me vi sola busqué en el cuarto de miss Remsen hasta que encontré el botón en el cofre de joyas. Aquí está. Y puso en la mano del detective el mismo botón-camafeo que éste había hallado en el cuarto donde se había cometido el asesinato. Al verlo y comprobar que era el mismo, Mr. Barnes se sintió algo consolado. -Mr. Mitchel ha regalado algo recientemente a miss Remsen? -Sí: anoche le dio un soberbio rubí. Miss Remsen me dijo que la piedra valía una fortuna, y así lo parece. -¿En qué forma está engastado?-En alfiler para los cabellos. -Muy bien. Por el momento no tengo necesidad de usted. Váyase a su casa y trate de no exponer la lengua al aire. Bastantes tonterías ha cometido usted ya. -¿De modo que nada he hecho de bueno? Me parece que es usted bastante ingrato. -Sí; algo de bueno ha hecho usted; pero la experiencia del mundo enseñará a usted que un solo fracaso puede malograr tres buenos resultados. No olvide usted esto.
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IX EL DIARIO DE UN DETECTIVE En la mañana del día de Año Nuevo estaba Mr. Barnes en su cómoda casa e Staten Island, sentado junto al fuego, y tenía en la mano un cuaderno de apuntes cuyas páginas recorría atentamente. Antes de mirar por encima de su hombro para leer con él, necesitamos echar una rápida mirada a su estado de ánimo que le hacía releer su diario. Después de haber descubierto con tanta habilidad que existía una niña llamada Rosa Mitchel y que se la suponía hija de Mr. Robert Leroy Mitchel, había llegado Mr. Barnes a la conclusión de que era necesario vigilar a Mr. Mitchel muy de cerca, para que, en el caso de que todavía no hubiese cometido el crimen materia de su apuesta, no le fuera posible escapar a la policía en el momento en que lo cometiese. Es de advertir que Mr. Barnes comenzaba a tomar algún interés por el asunto en sí mismo, fuera de lo que hubiera hecho siempre por cumplir con su obligación. Aquel diablo de hombre no cesaba de burlarse de él y hacerle dar pasos en falso, y era necesario hacérselas pagar impidiéndole ganar la 141
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apuesta. Y por eso el detective, había quitado a Wilson la misión de vigilar a Mr. Mitchel, y la había confiado a dos hombres de habilidad absolutamente probada. Al mismo tiempo, había encargado a Wilson y a otro de espiar los pasos de miss Remsen; por ese lado esperaba encontrar nuevamente a la niña. Era, pues el 1ero de enero y por consiguiente, el último día en que Mr. Mitchel podía cometer un crimen en las condiciones de la apuesta, siempre en la suposición de que todavía no lo hubiese cometido. Y Mr. Barnes deseaba recorrer una vez más los informes que le habían enviado sus diversos espías, porque quería estar seguro de no haber incurrido en falta alguna. Comenzó a leer por esta página: «Diciembre 15.-Mitchel salió de su hotel temprano, y fue al hotel Hoffmann. Allí estuvo dos horas y salió en compañía de Thauret. Entraron en el bar del Elefante Blanco y pasaron la mañana jugando al billar. Tomaron lunch juntos en el restaurante Delmónico, y a las dos se separaron. Mitchel fue a una cochería, de donde salió en coche: éste y el caballo son suyos. Se paseó en el carruaje por la Avenida Madison, y se dirigió por último a la casa de la Calle 30.a -S. »Ningún signo de vida de miss Remsen durante, toda la mañana. La sirviente Sara volvió ayer, pero no la recibieron. Es evidente que mis Remsen comprende que Sara recibió dinero para irse al campo y recomendar a Lucette como prima suya. Como a las dos y media, llega Mitchel en su cochecito. Yo me preparo a seguirlos, para que no puedan ir a ver a la niña en secreto. Tomo un coche, y espero; el coche142
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cito, con los dos, aparece en la Avenida Madison, y sigue ciudad arriba. Yo los sigo fácilmente, sin llamar su atención; pero nada saco, pues no hacen más que pasearse en el parque, por la Avenida San Nicolás, y después vuelven a la casa por el malecón del río. Mitchel permanece en la casa hasta las diez. A esa hora vuelve directamente a su hotel -W. »Diciembre 16.-Mitchel ha pasado la mañana en el Club, la tarde en el hotel, la noche en casa de miss Remsen.-S. »Miss Remsen y su hermana han estado toda la mañana en la calle, haciendo compras. Por la tarde han hecho visitas. La noche, en su casa. -W. »Diciembre, 17- Mitchel ha pasado el día lo mismo que ayer, pero Thauret vino al hotel por la tarde y estuvo una hora con él-S. »Miss Remsen, su hermana, y otras dos jóvenes, fueron en la tarde a Brooklyn, pero no han visitado allá más que las grandes tiendas. En la noche en su casa. -W. »Diciembre 18.-Mitchel y Thauret juntos esta mañana. En la tarde, Mitchel y miss Rermsen se pasean juntos. En la noche, Mitchel y Thauret en el Club. He sobornado al portero, y me ha dejado entrar disfrazado de sirviente. En una mesa en que se jugaba whist, Mitchel y Thauret eran compañeros. Perdieron unos cien dólares. Volvieron juntos al hotel.-S. »Miss Remsen en la casa toda, la mañana. En la tarde salió con Mitchel a la Quinta Avenida. Durante su ausencia vino Thauret a hacer una visita -W. »Diciembre, 19.-Mitchel y Thauret han jugado poker toda la tarde en el Club, y los dos han perdido. Los otros juga143
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dores eran cuatro, y uno de ellos ganaba siempre. Estoy seguro que es el que Thauret tenía de compañero la noche en que Randolph creyó haberlos sorprendido haciendo trampa. Sus señas corresponden también a las del hombre que dejó las joyas en el hotel de New Haven. Se llama Adrián Fischer. En la noche, Mitchel y Thauret han estado en la Opera, en un palco con la familia Remsen.-S. »Las Remsen tuvieron esta tarde invitados a la hora del té. Mr. Randolph llegó y se quedó a comer. En la noche fue con la familia a la Opera. -W. »Diciembre 30.-Mitchel se ha quedado en el hotel toda la mañana. En la tarde salió con Thauret en carruaje. Yo los seguí en un cochecito. Se detuvieron en el restaurante de Pan y bebieron una botella de champaña. Luego hablaron como de algo serio. Mitchel dio a Thauret un rollo de billetes. En la noche jugaron whist en el Club, otra vez de compañeros, y perdieron. -S. »Ningún signo de vida de las Renmsen hasta después del lunch. Una señora joven vino, y las tres se fueron a una matinée dramática del teatro Daily. Han pasado la noche en su casa. -W. »Diciembre 21-Mitchel ha estado esta mañana en misa en la catedral de San Patricio con las dos señoritas Remsen. La tarde la ha pasado en su hotel. La noche en casa de las Remsen. -S. »Miss Remsen y su hermana fueron a San Patricio esta mañana. El resto del día en casa. -W. »Cumpliendo las instrucciones de usted, he tomado informes sobre Adrián Fischer. Es hombre de buena familia, 144
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pero carece de fortuna. Pertenece a dos Clubes de los más en boga. Juega frecuentemente por dinero. Es un hábil jugador, y parece que todo el dinero que gasta lo saca de sus amigos en el juego. No tiene parientes vivos, excepción hecha de una hermana inválida, a la que tiene gran cariño y trata con gran bondad. Es un misterio cómo se arregla para ofrecerle tantas comodidades. Vive con ella en un pequeño departamento de la calle 50.a. El es quien ha presentado a Thauret en el Club y lo ha hecho recibir. Desde el 1ero hasta el 4 de diciembre no ha estado en la ciudad. -Q. Cuando llegó a este punto, dejó Mr. Barnes el cuaderno y reflexionó un momento. ¿No será ese Fischer un instrumento de Thauret? Es pobre y juega; es de buena familia y su hermana vive con toda clase de comodidades. ¿Será Thauret quien lo ha arrastrado al juego, para que lo ayude a desplumar a los otros miembros del Club? Así parece... pero ¿de dónde viene esa repentina intimidad con Mitchel? ¿O no es tan repentina como nosotros creemos, y se conocen desde hace tiempo? ¿Será Fischer el individuo que recibió de uno u otro la valija de mano que contenía las pedrerías? Se ha comprobado que en ese momento no estaba en Nueva York. ¿Por qué ha dado a guardar la valija en el hotel y no la ha reclamado después? ¿Por qué ha perdido voluntariamente el botín, cuando ya lo tenía seguro? ¿Se ha sentido de improviso acusado por su conciencia, y comprendiendo que Thauret lo utilizaba como un instrumento para su crimen, se ha retirado de la empresa, dejando las joyas para que fueran devueltas a su dueño tan pronto como se las hallase en el hotel? Así se explicaría por qué Thauret dejó el tren en Stamford, 145
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probablemente con la intención de volver a New Haven para encontrarse allí con su cómplice. Ya en ese intervalo, Fischer había abandonado su proyecto y vuelto a Nueva York, lo que frustró los planes del francés. Pero ¿quién ha asesinado a la mujer? Mister Barnes prosiguió su lectura: «Diciembre 28.-Mitchel se levantó temprano y a las once se fue a visitar a miss Remsen. Enseguida salieron juntos, y se dirigieron a la casa de los esposos Van Rawlston, Quinta Avenida, cerca de la calle 48.a Allí permanecieron cerca de una hora, y cuando salieron se separaron. Mitchel fue a tomar lunch en el hotel Brunswick, donde Thauret se reunió con él. Juntos se fueron al Club y pasaron la tarde jugando whist. Los dos perdieron y Mitchel pagó por ambos. Thauret le firmó un recibo por la parte que le tocaba en la pérdida. Uno de los otros jugadores era Randolph. Se nota una frialdad sensible en las relaciones de Randolph con Mitchel: apenas se hablan cuando se encuentran. También es evidente que no existe una excesiva, simpatía entre Randolph y Thauret. Los tres han estado esta noche en el palco de las Remsen en la Opera. -S. »Miss Remsen acompañó esta mañana a Mitchel a casa de la señora Van RawIston, y al salir juntos de allí, se fue ella sola a hacer varias visitas, casi todas a personas de las más conocidas de la sociedad elegante. Evidentemente se preparaba algo. Se me ocurre la idea de que tal vez la niña que ha desaparecido está en la casa de los Van Rawlston. Esta tarde cuando la señora Van Rawlston y la señorita Remsen salieron de la tienda, encargué a R. que las siguiera, mientras yo inte146
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rrogaba al agente de policía de la esquina, el cual me ha dicho que conoce a la criada de los Van Rawlston y esta noche enviará a usted un informe de lo que ésta le diga. Las Remsen han ido esta noche a la Opera. -W. »Los Van RawIston tienen dos hijos y una hija, ninguno de los cuales es mayor de catorce años. La señorita que visitó esta tarde la casa se llama miss Emilia Remsen. La acompañaba Mr. Robert Mitchel. Miss Remsen vino a pedir a la señora Van Rawlston su casa para dar con varios amigos una fiesta, un baile, que se verificará en la noche del 1ero de enero. -Agente 1666. »Diciembre 26.-Mitchel y Thauret han ido juntos a un establecimiento de Union Square, donde se hacen vestidos de disfraz. Cuando salieron, yo entré en la tienda, y presentándome como un amigo de Mr. Mitchel, dije que quería mandar hacer un disfraz para la misma fecha. »Mi plan me salió bien, pues de pregunta en pregunta descubrí que los disfraces mandados hacer por Mitchel y sus amigos eran de personajes de Las mil y una noches. Se trata de un baile de máscaras para la noche de año nuevo. Mitchel ha prometido al dueño del establecimiento enviarle a todos sus amigos para que manden hacer allí los disfraces. Thauret no le ordenó nada, le dijo que él no asistiría a la fiesta. Yo me he mandado hacer un traje de Aladino, que será para usted. Si no está usted decidido a ir, dígamelo para dar contraorden; pero creo que le será útil estar presente. La lámpara maravillosa de Aladino puede arrojar alguna luz sobre este misterio. Dispense usted la broma. Mitchel y Thauret han pasado la
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tarde y la noche en el Club. Otra vez han jugado whist y han perdido. -S. »Las Remsen han pasado la mañana en el establecimiento de una costurera afamada, en Ma»dison Avenue. Me he hecho amigo de una sirvienta de uno de los departamentos de la casa de la calle 30, y por ella he sabido que la nueva criada de las Remsen cuenta que la fiesta en casa de los Van RawIston será un baile de mascaras y todos los invitados representarán personajes de Las mil y una noches. Miss Emilia Remsen se vestirá de Scheherezada. -W. En esta parte de la lectura, Mr. Barnes volvió dos páginas, pues recordaba que en los informes de los días siguientes nada había que tuviera importancia particular. Y luego continuó: «Diciembre 30.-Mr. Mitchel salió de su hotel a las diez de la mañana, fue a la estación y se dirigió a Jersey City en el expreso de Filadelfia. Yo, naturalmente, tomé el mismo tren. -S. »Las Remsen han pasado todo el día en su casa. Están muy ocupadas en los preparativos de sus trajes para la fiesta. -W. »Diciembre 31.-Telegrama de Filadelfia: Mitchel en el hotel Lafayette, enfermo, en cama, atendido por un médico. Ha dirigido a mis Remsen un telegrama en que le dice que no podrá estar en Nueva York mañana por la noche. -S. »Thauret fue ayer al establecimiento de disfraces de Union Square y se llevó el traje de Alí-Babá que Mitchel había ordenado para él. Para que se lo entregase el dueño de la tienda, le dejó una carta de Mitchel, fechada en Filadelfia an148
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teanoche, y que dice así: «Amigo Thauret: De improviso he caído enfermo. Es preciso que las Remsen no se imaginen que mi enfermedad es seria. Agradecería, a usted mucho que asistiese a la fiesta de Las mil y una noches. Dentro de esta carta encontrará usted la tarjeta de invitación y una esquela para Mr. Van RawIston, la que servirá a usted de presentación. »Puede usted usar mi disfraz: el sastre se lo entregará al mostrarle usted esta carta. No ignoro que está usted en momentos de salir de Nueva York; pero confío en que querrá usted hacerme el favor de aplazar su viaje y ocupar mi lugar. Mi objeto es evitar que miss Remsen esté completamente sola; de modo que ruego a usted permanezca lo más cerca de ella que le sea posible. Estará vestida, de Scheherezada. -MItchel» »He conseguido que el costurero me entregue esta carta, diciéndole que soy detective y que sigo el rastro de un criminal.-W.»
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X ALÍ BABÁ Y LOS CUARENTA LADRONES Cuando Mr. Barnes hubo leído esta carta, guardó el cuaderno bajo llave en un cajón de su escritorio, y salió inmediatamente para Nueva York. De la estación se dirigió a la casa de los Van Rawlston. Dijo al criado que deseaba hablar de un asunto urgente al dueño de la casa, y éste no tardó en presentársele. -Mister Van Rawlston -le dijo Mr. Barnes: soy un detective. ¿Podría tener con usted una conversación de algunos momentos, estrictamente privada? -Ciertamente -contestó Mr. Van Rawlston:- entre usted en mi escritorio, donde estaremos fuera del alcance de todo oído indiscreto. Un instante después se hallaban los dos sentados frente la frente, en dos cómodos sillones de cuero. -Mr. Van Rawlston -comenzó el detective:- diré a usted enseguida de qué se trata: deseo que me permita usted asistir a la mascarada que habrá esta noche aquí. No se me oculta
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que esta petición pueda parecer a usted extraña : pero está en el interés de usted acceder. -Si quisiera usted ser más explícito, señor, tal vez estaría dispuesto a consentir en lo que me pide. -Usted no ignora que un baile de máscaras es una fiesta de un género bastante peligroso. Con frecuencia se han cometido robos importantes en estos bailes, pues los ladrones operan en ellos con toda libertad, y se escapan protegidos por los disfraces. Y yo tengo razones para creer que hay el proyecto de cometer aquí un robo esta noche. -¡Eso es imposible, mi querido señor! A nuestra fiesta no vendrán sino amigos nuestros, exclusivamente nuestros amigos, con tarjetas de invitación repartidas por el grupo de personas que ha organizado el baile, y cada invitado tendrá que desenmascararse en la puerta para que se le deje entrar. De manera que, sin dejar de agradecer a usted su buena voluntad, no creo necesitar de sus servicios. -Míster Van Rawlston -repuso Mr. Barnes- siento decir a usted que se engaña. En primer lugar el examen de los invitados que vayan llegando será menos severo a medida que avance la noche, como sucede siempre. Luego, hay, muchas maneras de entrar inadvertido en un baile, y una vez adentro, el ladrón se encontrará al abrigo de toda sospecha. No crea usted que lo que le digo es una hipótesis, y ni siquiera tengo la pretensión de que si yo estoy en la fiesta no se cometerá el robo: hasta es posible, que yo no pueda impedirlo. -¡Cómo, señor! ¡Habla usted como si conociera a la persona que va a cometer el crimen!
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-Sí, mis subordinados vigilan desde cerca hace varias semanas a ciertos individuos sospechosos; y en los datos que me han enviado, he hallado la seguridad de que existe el proyecto de robar a uno o varios de los invitados de usted durante la fiesta. -Todo esto me parece increíble. Ya he dicho a usted que nadie podrá entrar en la casa sin nuestro consentimiento. -Mister Van Rawlston: sé, naturalmente, que no puedo obligar a usted a que me reciba en la fiesta; pero, si mañana temprano se ve usted obligado a llamar a la policía para recuperar los objetos robados, a nadie tendrá usted que acusar más que a sí mismo de haber permitido al ladrón que nos lleve algunas horas de ventaja. Yo he cumplido con mi deber al advertirlo a usted. Permítame usted que me retire. Mister Barnes se levantó para irse; pero mister Van Raswlston lo detuvo. -Un momento -le dijo:- si está usted tan seguro como dice, de que se ha preparado un robo para perpetrarlo en mi casa, yo no debo cometer la imprudencia de negarme a aceptar sus servicios. ¿Qué me aconseja usted? ¿Suspenderemos la fiesta? -Por nada de la vida. Es preciso, sí, que guarde usted el mayor secreto posible sobre lo que le he dicho, y hasta que trate de olvidarlo, para que su actitud no despierte las sospechas del ladrón. Por lo demás, déjeme usted hacer lo que le he pedido. Conozco a mí hombre, y si viene a la fiesta, no lo perderé de vista. -Muy bien. Me parece que lo mejor será hacer lo que usted dice. Pero usted necesita un disfraz. ¡Ah! ¡Una idea! 152
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Los organizadores de la fiesta han mandado hacer algunos trajes de más para las que no traigan los suyos. -¿Qué traje pediré entonces? -¡Oh! Todos son iguales: ¡ los cuarenta ladrones! -¡Los cuarenta ladrones! -exclamó Mr. Barnes con aparente sorpresa.- ¡Vaya un traje raro! -¿Raro? No. La idea es de Mr. Mitchel, el presidente del comité organizador, ha pensado que era mejor, en lugar de dar vulgares dominós a los invitados que no forman parte del comité, proporcionarles esos trajes, con lo que se cumple la decisión previa, de que cada persona que tome parte en el baile, represente a un personaje de Las mil y una noches. -Muy bien, Mr. RawIston; una vez, por casualidad, un detective va a vestir el traje de un ladrón. Por otra parte, usted conoce el adagio: no hay nada como un ladrón para cazar a otro ladrón. -Pues bien, Mr. Barnes... ¿no es ese el nombre que he leído en su tarjeta? -Sí. -Así pues, puede usted venir esta noche temprano, aquí se le proveerá de todo. Más tarde, si desea usted hablarme, me encontrará vestido de sultán, personaje tan extraño a mi naturaleza, como el de ladrón a la de usted. Mister Barnes salió de la casa, en extremo contento del resultado de su visita. Desde luego, había sabido algo muy sugerente: que Mr. Mitchel era quien había designado el traje de los invitados; es decir, que había arreglado las cosas de modo que por lo menos cuarenta personas estuviesen vestidas con idéntico traje. 153
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¿Había en eso un designio premeditado? En ese caso, Mr, Barnes tenía mucho gusto de ser uno de los cuarenta. Eso le convenía más que vestirse de Aladino, pues Mr. Mitchel era tan hábil, que nada de extraño tenía supiese que el traje de Aladino había sido mandado hacer por el otro detective. Y si lo sabía, la ausencia de ese traje de entre los invitados no podía tener otro efecto que desorientar a los comprometidos en el plan del robo. Desde las nueve de la noche comenzaron a llegar los enmascarados. Mr. Van Rawlston, todavía a esa hora vestido de frac, daba la bienvenida a sus invitados, que llevaban el disfraz oculto bajo sus largos sobretodos. Mr. Barnes, estaba de guardia desde temprano, iba y venía por el vestíbulo, en traje de ladrón, y observaba cuidadosamente las caras de los que llegaban. Al cabo de un rato vio a la familia Remsen salir de su carruaje, acompañada de Mr. Randolph. Poco después llegó M. Thauret, y entregó al dueño de casa una esquela. Mr. Van Rawlston la recorrió de una ojeada, y estrechó cordialmente la mano del recién venido; pero casi inmediatamente se le vio en la cara una impresión de inquietud, y sus ojos se dirigieron hacía Mr. Barnes; pero éste se volvió a otro lado, sin contestar a su interrogadora mirada. El dueño de casa se acordaba, evidentemente, de las palabras de Mr. Barnes, y como no conocía a M. Thauret, comenzaba a sospechar que la esquela fuese falsa. Mr. Barnes temblaba con la idea de que se echase todo a perder con alguna observación imprudente, cuando con gran satisfacción vio a miss Remsen, que todavía no se había quitado el abrigo, aparecer en el vestíbulo y salir al encuentro de M. Thauret. 154
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-¿Cómo está usted, M. Thauret? -dijo la joven. -Tengo gusto de que se haya decidido usted a venir. Mr. Rawlston: M. Thauret es un amigo de Mr. Mitchel. Naturalmente, eso bastaba. Mr. RawIston se manifestó otra vez tranquilo. M. Thauret no tenía su disfraz puesto, pero llevaba en la mano una valija y preguntó dónde podría vestirse. Uno de los criados de librea, que atendía a los invitados en el vestíbulo, le indicó una habitación de las reservadas para los caballeros. Mister Barnes no lo siguió, porque eso habría podido despertar sus sospechas, pero se quedó junto a la puerta y momentos después vio salir a un hombre en traje de Alí Babá. No era difícil adivinar que se trataba de Alí Babá y no de otro tipo, porque cada enmascarado llevaba en el lado izquierdo del pecho una elegante placa de plata pulida, en la cual estaba grabado en letras rojas el nombre del personaje respectivo. La comisión organizadora había hecho preparar esas placas, y cada cual debía llevarse la suya, como recuerdo de la fiesta. Mr. Barnes se sonrió detrás de su máscara al ver su placa, que le recordaba la que llevaba siempre en el bolsillo, como agente de policía. La casa había sido adornada con esplendor oriental. El salón principal, que figuraba el patio del sultán, estaba arreglado con un lujo verdaderamente imperial. No había sillas ni sillones; pero mullidos divanes, dispuestos a lo largo de las paredes, con gran profusión de cojines de colores variados, invitaban a sentarse cómodamente. Blandas alfombras cubrían el piso. Las paredes estaban ornadas de cortinas de se155
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da que se apartaban para dejar que todos esos esplendores se reflejaran en grandes espejos. Del techo pendían guirnaldas de rosas de todas las especies, de modo que el salón estaba saturado de perfumes. Colgadas de esas guirnaldas, había jaulas doradas en las que cantaban variados pájaros, y la luz eléctrica era tan brillante, que varias veces durante la noche se pusieron las aves a cantar en coro, creyendo ver la luz de la mañana. La habitación menos grande figuraba la caverna de Aladino. Resplandecientes estalactitas formadas de piedras falsas, pendían del cielo raso. Las paredes habían sido arregladas de manera que parecían de piedra bruta, en la cual de trecho en trecho, alguna piedra preciosa, de enorme tamaño, irradiaba gracias a una lamparilla eléctrica puesta detrás de ella. Sólo el piso no era como el de una caverna, pues había sido encerado para el baile. En una gruta, situada en alto, la orquesta tocaba piezas de música suave y acariciadora. Empezó la fiesta. Mientras llegaban los demás invitados, los que estaban presentes se pusieron a bailar valses, a charlar y decirse bromas. Mister Barnes iba de un lado para otro pero no perdía de vista a Alí Babá. Scheherezada entró, del brazo del sultán: el detective sabía que eran miss Remsen y Mr. Van Rawlston. Alí Babá se les acercó casi inmediatamente, y poco después conducía a Scheherezada a su caverna, la caverna de Alí Babá, donde se pusieron a bailar. Mr. Barnes seguía observándolos, cuando sintió que le tocaban el brazo: se dio vuelta y vio que un hombre vestido como él estaba a su lado.
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-Fijémonos bien -le dijo el desconocido, -en el momento en que Alí Baba pronuncia la voz «Sésamo», como en el cuento. -No entiendo lo que quiere usted decir -contestó Mr. Barnes. El otro lo miró al través de su máscara y se alejó sin añadir una palabra. Mr. Barnes comprendió que lo habían engañado, y lamentó no haber contestado de manera menos cándida; la sorpresa le había hecho perder por un momento el dominio sobre sí mismo. Si no se engañaba, había oído esa voz en alguna otra ocasión. Buscó en su memoria durante un instante, y de improviso se estremeció, al cruzarle por la mente esta idea: «Si Mitchel no estuviese enfermo en Filadelfia, creería que era él». Atravesó el salón detrás del individuo; pero lo vio salir al vestíbulo, y antes de que lo hubiera alcanzado, se había mezclado con una docena, por lo menos, de enmascarados vestidos como él. Se acercó y los examinó atentamente, uno por uno; pero nada vio que pudiera hacerle reconocer al que buscaba. Dirigiéndose al acaso, a uno de ellos, le murmuró al oído: -¡ Sésamo! -Sesa... ¿qué? -contestó el otro, en tono de sorpresa. -¿No conoce usted nuestra seña? -¿Nuestra seña? ¡Qué idea! Nosotros no somos ladrones de veras. Y el enmascarado se alejó, riéndose. Mr. Barnes se convenció de su impotencia y en ese momento reflexionó en que por correr así tras de un fuego fatuo, había dejado de vigilar a Alí Babá. 157
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Volvió precipitadamente al salón del baile, y pronto lo encontró, pero ya sin Scheherezada. Como a las once un toque de trompeta llamó la atención de la alegre muchedumbre. Un hombre vestido de Genio anunció que el espectáculo iba a comenzar. Todos se dirigieron inmediatamente a la caverna de Aladino, con excepción de Scheherezada y del sultán; y los sirvientes bajaron las tupidas cortinas de seda que separaban la caverna del palacio. El sultán estaba tendido en un diván junto a las cortinas; la comisión se ocupaba en formar cuadro, y los personajes que no iban a figurar en él, se hallaban en un recinto aparte, improvisado con otro par de cortinas de un espléndido color azul. Muchos de los invitados, que sabían que su turno de figurar en el cuadro no vendría hasta más tarde, se agolpaban a las puertas del vestíbulo para ver los primeros cuadros. Empezó a dejarse oír una suave música; a una señal se apagaron las lámparas eléctricas del palacio, y las cortinas de seda amarilla, levantándose, descubrieron un cuadro que representaba a Simbad el Marino. Mr. Barnes echó una ojeada por detrás de la cortina roja, y vio que Scheherezada estaba sentada en un cojín puesto en el suelo, en el oscuro palacio, y los rayos de una lámpara eléctrica de la caverna daban directamente sobre un magnífico rubí que la joven llevaba en la cabeza. El detective se dijo que ese debía ser el rubí que Mr. Mitchel le había enseñado y que, según Lucette, había obsequiado a su novia. Scheherezada, comenzó a recitar el cuento de Simbad el Marino es decir, un monólogo expresamente preparado para la fiesta y en el que explicaba en pocas palabras la serie de 158
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cuadros. Su voz era musical, su dicción admirable; de modo que pronto se callaron todos, y en medio del profundo silencio su relato tenía aún mayor encanto. Al llegar a cada nueva parte de la historia, la joven daba una palmada, y en el acto entraban en escena otros personajes, se agrupaban para formar nuevos cuadros. Los espectadores siguieron de esa manera a Simbad en sus diferentes viajes hasta que terminada la sucesión de cuadros, se bajaron las cortinas y poco después se volvieron a alzar, para dejar ver en un solo grupo a todos los personajes que habían figurado en los cuadros. Hubo enseguida una hermosa ceremonia. Simbad salió de la caverna, se acercó al sultán y a Scheherezada; se detuvo delante de ellos, hizo una profunda reverencia, con los brazos levantados hacia adelante, y luego pasó a situarse entre los espectadores, que debían figurar después en los otros cuadros. Todos los demás personajes siguieron su ejemplo, uno por uno; y apenas el último hizo su ceremonioso saludo, se organizó rápidamente el nuevo cuadro. Y Scheherezada comenzó otra vez a recitar. Así presenciaron los invitados la reproducción de varios cuentos, recitados y representados. El auditorio aumentaba a medida que pasaba el tiempo y a cada momento eran más calurosos los aplausos a los cuadros, hechos en realidad con gran arte. Por fin se anunció que iba a empezar la representación del cuento de Alí Babá y los cuarenta ladrones. La explicación de los papeles fue rápida y todo estuvo pronto en pocos instantes. Como los cuarenta ladrones no eran más que comparsas en el espectáculo, Mr. Barnes pensó que podía 159
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situarse en cualquier puesto, y durante todas las escenas se mantuvo lo más cerca de Alí Babá que le fue posible. Terminado el relato los ladrones tenían que formar en hilera para rendir homenaje al sultán. Mr. Barnes trató de ponerse exactamente detrás de Alí Babá, pero entre los otros dos aspirantes al mismo puesto, es decir que había uno antes que él. Fijándose en la posición que ocupaban los diversos personajes, se comprenderá fácilmente lo que sucedió después. El salón, o sea el palacio del sultán, estaba oscuro, pero la luz que entraba de la caverna permitía ver a las personas lo suficiente para reconocer su sexo. El sultán (Mr. Van RawIston), estaba tendido en un diván, enfrente y a poca distancia de la caverna. Scheherezada (miss Emilia Remsen), se había sentado junto al sultán, en un cojín puesto en el suelo. Los cuadros se representaban delante de ellos. Alí Baba, a la cabeza de sus cuarenta ladrones, avanzó en dirección al diván casi hasta tocarlo, hizo una profunda reverencia, alzando los brazos hacia adelante, y luego, echándolos atrás, se irguió. Terminado el saludo, pasó a la parte más oscura del salón. Detrás de él se adelantó el primero de los cuarenta ladrones, y pisando los talones a éste, Mr. Barnes. El hombre hizo su profunda reverencia, y en ese instante se oyó en el otro lado un ligero ruido que llamó la atención del detective: miró éste en la dirección del ruido, apartando los ojos durante un segundo del hombre, que tenía por delante, y cuando volvió a fijarlos en él alcanzó a ver esto:
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Al extender los brazos hacia adelante para hacer la reverencia en la misma forma que Alí Babá, el hombre hizo que su mano pasara exactamente por sobre la cabeza de miss Remsen, que miraba en ese momento al suelo, probablemente porque la luz que entraba en la caverna le cansaba los ojos; tomó lentamente y con destreza el alfiler de rubí, y lo sacó de los cabellos de la joven con extrema suavidad. En ese mismo instante, un reloj dio las doce, y por la mente del detective cruzaron instantáneamente una serie de ideas: la primera campanada de las doce de la noche era el límite del tiempo durante el cual Mr. Mitchel había prometido cometer un crimen. Mr. Barnes creía haber reconocido la voz de mister Mitchel en la del hombre que le había, hablado un rato antes; el robo del rubí había entrado en sus previsiones, pues esa era la causa, de su presencia en la fiesta, aunque su creencia primitiva hubiese sido que Thauret realizaría el robo por Mitchel, mientras éste se preparaba una coartada en Filadelfia. En ese instante le pareció evidente que Mitchel había burlado a sus espías, había vuelto a Nueva York, se había disfrazado con el mismo traje que él, y en el último instante había cometido él mismo el robo, un robo que produciría sensación, y por el cual, sin embargo, no se le podría encarcelar aunque se le descubriese infraganti, puesto que su novia, instigada por él, declararía que ella misma le había ayudado a ganar la apuesta, como quizá lo había hecho realmente pues mientras le robaban la joya no había hecho el menor movimiento. Todas estas reflexiones pasaron por el pensamiento de Mr. Barnes en un instante; y los cortos momentos que el ladrón empleó en ocultar el rubí y enderezarse, bastaron al 161
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detective para decidir lo que debía hacer: detener al hombre inmediatamente y hacerlo reconocer como un ladrón. Mr. Mitchel podría, evidentemente, explicar su acto, pero perdería la apuesta. El hombre se dio vuelta para alejarse, y él se precipitaba ya a detenerlo, cuando sintió que el individuo que estaba detrás lo agarraba fuertemente: quiso desasirse, pero el otro lo había tomado por sorpresa y lo tenía bien empuñado. Y mientras tanto, con gran cólera suya, el ladrón desapareció rápidamente en la obscuridad. Decidido a no dejarse engañar esa vez, gritó Mr. Barnes: -¡Enciendan las luces! ¡Acaba de cometerse un robo! Este grito provocó una gran confusión y por lo mismo, pasó algún tiempo antes de que nadie pensara en encender las luces. La gente se atropellaba, y Mr. Barnes sintió que lo empujaban contra la multitud que estaba detrás de él. Tropezó con una persona, ambos cayeron al suelo, y sobre los dos otros más. Mister Van RawIston fue el primero en recuperar la calma; y dándose cuenta de la situación, fue personalmente a encender las luces. La claridad brillante que inundó bruscamente el salón, empeoró las cosas por un instante, pues todos, ofuscados se atropellaban nuevamente. De modo que, con gran pesar del detective, se perdieron varios minutos, por demás preciosos, antes de que le fuese posible deshacerse de las personas que habían caído encima de él. Cuando por fin lo consiguió, dijo en voz alta: -Han robado una joya a miss Remsen. Que nadie salga de la casa. Que todo el mundo se quite la máscara. 162
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-Mister Van RawIston corrió hacia la puerta para impedir que saliese nadie, y numerosas personas se agruparon en torno de miss Remsen, a lamentar la pérdida que había sufrido. Mr. Barnes buscó a Alí Babá, y cuando lo encontró, se quedó sorprendido al ver que no era M. Thauret. -¿Quién es usted? -le preguntó bruscamente. -Mi nombre es Adrián. Fischer -le contestó Alí Babá. Esta respuesta hizo que el descontento de mister Barnes se mezclase con una impresión de placer, pues confirmaba sus sospechas de que aquel hombre era un cómplice de Thauret o de Mitchel. Y en el instante decidió no hacerle otra pregunta, sino más bien fijarse en la actitud de miss Remsen. Se acercó a ella y la observó: si la joven estaba prevenida de la farsa, era una admirable actriz, pues parecía sobreexcitada, hablaba en tono vehemente a los que la rodeaban, y condenaba la vigilancia defectuosa que había permitido la entrada de un ladrón en el salón de la fiesta. Reflexionaba Mr. Barnes en lo que debería hacer, cuando vio que Mr. Van Rawlston se le acercaba acompañado de M. Thauret, éste vestido de frac. -¿Cómo ha sucedido la cosa, Mr. Barnes? -preguntó el dueño de casa -¿Cómo no ha impedido usted el robo? -He procurado hacerlo, pero no he podido. -Usted comprenderá, Mr. Van Rawlston, que no soy infalible. Sospechaba, que iba a cometerse un robo, pero no podía saber en qué condiciones. Puedo asegurar, sí, que vi cómo el ladrón se apoderó de la joya. -Entonces ¿por qué no lo aprehendió usted en el acto.
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-Quise hacerlo, pero su cómplice, que estaba detrás de mí, me sujetó de improviso y me tiró al suelo. -¿Podría usted identificar al ladrón por su traje? -Desgraciadamente, eso no es posible. Todo lo que sé es que ha sido uno de los cuarenta ladrones, y es evidente que ha representado bien su papel. M. Thauret intervino en la conversación. -¿No es usted Mr. Barnes? -preguntó con curiosidad al detective -Sí, evidentemente. Ya nos hemos encontrado, creo que dos veces. Permítame que le haga una observación. Usted dice que el que ha robado la joya es uno de los cuarenta ladrones: ¿por qué no registrarlos a todos? Yo lo pido como interesado directamente, porque soy uno de los cuarenta, y acabo de quitarme mi disfraz. -Yo no puedo consentir en que siquiera, se hable de inferir semejante injuria a mis visitantes -replicó vivamente Mr. Van Rawlston, - ¡ Registrar a mis invitados, en mi misma casa! No, señor. Prefiero pagar el valor de la joya, a consentir en semejante cosa. -Tiene usted perfecta razón -dijo el detective, mirando atentamente a M. Thauret -y además -estoy seguro de que el registro sería completamente inútil. -Como usted guste -dijo M. Thauret; -y saludando a Mr. Barnes con una sonrisa irónica, fue a mezclarse en el grupo que rodeaba a miss Remsen. Mister Barnes anunció a Mr. Van Rawlston que se iba a retirar, porque ya su presencia en la casa era inútil. Pero antes de salir, quiso cerciorarse de que Mr. Mitchel no estaba en la casa, y fue a la puerta a preguntarle al sirviente encargado de 164
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cuidar la entrada. Pero éste le confesó que en el momento de la confusión estaba él también mirando los cuadros, de manera que no sabía si en esos instantes se habría marchado alguien. El detective se fue desesperado. -«¡Bribón de Mitchel! -se decía mientras descendía rápidamente por la avenida:- ¡ es un artista! ¡ cuando pienso en su audacia de esperar el momento en que va a perder la apuesta para cometer su crimen, y en forma tal que un centenar de personas podrán atestiguar que lo perpetró en el lapso de tiempo fijado! Y mientras tanto, se ha fabricado una excelente coartada. »¡Enfermo en un hospital de Filadelfia! ¡Uf! ¿No habrá un solo hombre con quien yo pueda contar? En la calle 42a tomó el ferrocarril aéreo y a los veinte, minutos estaba en su oficina, donde encontró al espía que había seguido a Mr. Mitchel a Filadelfia. -¿Qué hace usted aquí? -le preguntó secamente. -Estoy seguro de que Mitchel ha vuelto a Nueva York, y he venido con la esperanza de alcanzarlo, o por lo menos, de que usted esté prevenido. -Tarde llega la advertencia, pues ya está hecho el mal. ¿Cómo no se le ocurrió a usted telegrafiarme? -Lo hice antes de tomar el tren. El telegrama estaba en la mesa de Mr. Barnes. Había llegado cuando éste se encontraba ya en la fiesta. -Bueno, bueno -dijo el detective, con displicencia: -ha hecho usted lo que podía. Ese hombre tiene una suerte del demonio. ¿Cómo llegó usted a pensar en que se hubiese venido a Nueva York? ¿No estaba enfermo? 165
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-Se me ocurrió que lo de la enfermedad fuese un ardid para la coartada, y queriendo descubrirlo fui al hotel y pedí un cuarto cercano al de mi amigo Mr. Mitchel. Me dieron el inmediato. Apenas estuve en él, saqué la cerradura de la puerta que separa las dos habitaciones, empujó la puerta y miré por la cerradura. No vi a nadie y entré. El cuarto estaba vacío. El pájaro había volado. -Tome usted el primer tren para Filadelfia, y haga lo posible por saber a qué hora ha vuelto Mitchel al hotel. Seguramente ha regresado ya, y mañana temprano estará enfermo en su cama, o yo no me llamo Barnes. Si me trae usted la prueba de su fuga a Nueva York, le daré una gratificación de cincuenta dólares. Dése usted prisa.
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XI MISTER BARNES RECIBE VARIAS CARTAS Mister Barnes recibió en la mañana del 3 de enero varias cartas interesantes para los que siguen el curso de esta historia. La primera que abrió era muy corta, pues no contenía más que lo siguiente: «Si Mr. Barnes pudiese pasar por esta casa lo más pronto que le fuese posible, se lo agradecería mucho. -Emilia Remsen.» El detective leyó dos veces la corta misiva, y luego abrió otra que decía: «Mister J. Barnes. -Estimado señor: Me tomo la libertad de recordarle la conversación que tuvimos el mes pasado. Siento mucho haber insinuado entonces la probabilidad de que mi amigo Mr. Mitchel estuviese complicado en el robo del ferrocarril. Como usted sabe, anoche, durante la fiesta, robaron a miss Emilia Remsen un rubí que vale diez mil pesos. Para mí es evidente que Mr. Mitchel tiene parte en eso. No ignoro que finge estar enfermo en Filadelfia; pero ¿no es bastante posible que eso no sea más que una farsa? Lo más 167
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fácil es que se haya escapado de Filadelfia, para figurar entre los cuarenta ladrones, apoderarse de la joya, y volver a Filadelfia la misma noche. Y ese robo no le ofrecía peligro, desde que la misma miss Remsen podía ayudarle. »Ahora, como en una apuesta hay completa libertad de acción, yo desearía que usted pudiese probarme que Mr. Mitchel ha cometido este robo. Mi deseo es ganar la apuesta por la apuesta, y no temo el gasto de dinero. Estoy resuelto a dar a usted hasta los mil dólares que ganará a mister Mitchel, con tal naturalmente, de que llegue usted a encontrar la prueba convincente de su culpabilidad en el plazo de un año que me queda aún. »Repito que para mí la satisfacción de haber ganado la apuesta me bastará, pues para luchar con Mr. Mitchel se necesita ser muy fuerte. »Incluso encontrará usted un cheque, de doscientos dólares a cuenta, y si necesita usted más, puede pedirme hasta llegar a los mil dólares. »Aprovecho esta carta para confesar a usted que al sospechar de M. Thauret me engañaba. Ahora estoy seguro de que no hace trampas en el juego: desde que hablé con usted lo he observado, y he visto que juega, honradamente. No tengo motivos para encariñarme con ese hombre, y la verdad es que me desagrada su visita. Pero debo ser justo, y retractarme de la acusación que había formulado en su contra. »Otro dato: El compañero de juego que Thauret tenía la noche de que he hablado a usted, me era entonces desconocido; pero después me lo han presentado, y puedo asegurar
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que, aunque pobre, es un caballero, y está por encima de toda sospecha. Se llama Adrián Fischer. »Esperando que me ayude usted a ganar mi apuesta, soy su afectísimo. -Arturo Randolph» -De modo -se dijo Mr. Barnes -que hasta Mr. Randolph comprende lo que quiere decir esa enfermedad de Mitchel en Filadelfia, mientras en Nueva York roban las joyas a su novia. Pero comprender es una cosa, probar es otra. También cree Randolph que Thauret y Fischer son honrados. En eso temo que se engañe. La tercera carta estaba concebida así: «Filadelfia, enero 2. -Estimado Mr. Barnes: »Perdone usted esta familiaridad, pues me parece que ya comenzamos a conocernos mutuamente. Acabo de leer en los diarios de Nueva York (y la cosa me ha dejado estupefacto) que anoche han robado a miss Remsen un alfiler con un rubí de gran precio, que yo le había regalado. Recordará usted que le enseñé la piedra el mismo día que la llevé a hacerla engastar. El asunto me contraría mucho, principalmente porque mi indisposición me impide volver a Nueva York, y el médico me previene que no podré levantarme de la cama hasta dentro de algunos días. »¿Quiere usted hacerme un gran favor? Olvide usted las palabras poco benévolas que alguna vez he pronunciado con respecto a la policía, de la que usted es seguramente, miembro notabilísimo, y hágase cargo de este asunto. Si encuentra usted la joya robada, le dará mil dólares, suma que en realidad es insignificante, comparada con el valor del rubí. Adjunto
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envío a usted un cheque de doscientos dólares para los gastos que tenga que hacer, y avíseme usted si necesita más. »Ojalá pudiera usted hacer una escapatoria, hasta Filadelfia. Tendría mucho gusto en conversar con usted. »Venga usted, que se lo agradecerá su muy afectísimo -Roberto Leroy Mitchel.» Mr. Barnes leyó esta carta no menos de tres veces, y luego dijo en alta voz, aunque no había nadie que pudiera oírle: «¡Bueno!» Y nada más; pero el tono en que fue dicha esa palabra, era demasiado elocuente. Lo que el detective pensaba, y no decía, puede traducirse así: «Nunca he visto un hombre de una audacia más asombrosa; me ofrece mil dólares para que encuentre el rubí, cuando sabe que en el momento en que él lo tomó, yo estaba a su lado. »¿Está seguro de que no se le puede probar su culpabilidad? Yo sé de todos modos, que anteanoche no estaba en Filadelfia, puesto que mi agente encontró vacío su cuarto. Por hábil que se crea, nada vale su coartada. »¿Iré a Filadelfia a verlo? »¡ Seguramente! Una conversación entre ambos será tan satisfactoria para mí como para él. »Pero antes debo acudir al llamamiento de miss Remsen. Tal vez haya mucho que aprender por ese lado. Antes de que las otras ocupaciones de míster Barnes le permitieran salir, pasó como una hora; pero tan pronto se encontró libre, fue a ver a miss Remsen. Esta lo recibió en el acto. 170
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-¿Quería usted verme, miss Remsen?... -comenzó el detective. -Sí, Mr. Barnes -contestó la joven. -Tenga usted la bondad de sentarse. El detective aceptó la invitación, y Emilia continuó: -Hablemos del hecho sin perder tiempo: deseaba ver a usted con motivo del robo de mi rubí. Era un regalo de Mr. Mitchel: de modo que aparte de su gran precio, tiene para mí un valor particular. Deseo que se encargue usted de buscarlo, y si lo encuentra le daré mil dólares. Jamás había recibido Mr. Barnes tantas ofertas de mil dólares en tan poco tiempo. Se sonrió ligeramente y contestó: -El ofrecimiento de usted, miss Remsen, llega demasiado tarde. Tengo una carta en que mister Mitchel me promete lo mismo que usted. No sería decente en mí aceptar dos recompensas por un solo servicio. -¡Entonces me niega usted su ayuda! -Por el contrario: haré toda clase de esfuerzos para descubrir al ladrón y hacer que usted recupere su joya. Pero no le aceptaré paga por ese servicio. -Es usted muy delicado, Mr. Barnes, y lo admiro. Estimo en mucho al hombre que coloca su deber por encima del dinero. -Agradezco la amabilidad de usted. Ahora, si quiere usted mi ayuda, debe comenzar por prestarme la suya. -No debe usted dudar de qué haré lo posible por serle útil.
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-Entonces, dígame usted. ¿No tiene usted la menor idea de quien pueda haberle robado el rubí? La joven titubeó, y el detective, que la observaba atentamente, se apresuró a hacerle otra pregunta al ver que no contestaba a aquélla: -Cuando le sacaron el alfiler de entre los cabellos, ¿sintió usted? -Sí, sentí; pero en ese instante no comprendí lo que pasaba; sólo me di cuenta de ello cuando ya estaba hecho. -¿Por qué, aun entonces, no opuso usted resistencia, no gritó? Miss Remsen titubeó de nuevo; pero enseguida dijo con entonación firme: -Sé que usted tiene el derecho de interrogarme, y si insiste usted le contestaré. Pero dígame usted primero, ¿haré bien si pronuncio el nombre de una persona de quien sospecho, cuando sólo tengo indicios muy leves? ¿No haré más mal que bien a la investigación si llamo la atención de usted hacía un rastro falso? -Es posible, miss Remsen; pero prefiero correr ese riesgo. Quiero decir que más vale que me fíe a mi experiencia para discernir lo verdadero de lo engañoso, que ignorar las sospechas de usted. -Muy bien. Pero prométame usted no deducir de lo que le diga, conclusiones que pudieran ser una causa de mortificación para la persona que voy a nombrar. -Lo prometo. No procederá sin tener una razón suficiente distinta de la que usted me dé.
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-Muy bien. Recordará usted que, hace un momento, cuando me preguntó si no tenía sospechas de nadie y por qué no había opuesto resistencia al ladrón, bajé la cabeza. Ahora voy a decir a usted lo que pensaba. Cuando el ladrón saludó, me pareció que algo hacía mover el alfiler, pero no me imaginé cual pudiera ser la causa. Creí que tal vez el alfiler se había enganchado en el traje del sultán. Pero el reloj comenzó a dar las doce, y entonces me cruzó por la mente la idea de que quizá Mr. Mitchel me sacaba el alfiler para ganar la apuesta. Y por eso no dije nada. ¿He explicado a usted con bastante claridad mi actitud? -Con entera claridad. ¿Debo, entonces, creer que Mr. Mitchel no había advertido a usted de lo que iba a hacer? -No; no me advirtió; y por eso he pedido a usted que venga a verme. -No comprendo lo que usted quiere decir. -Voy a explicárselo. Mientras creí que mister Mitchel se había llevado el alfiler, no sentí inquietud; y hasta en la fiesta llegué a fingir indignación. Me complacía en engañar a usted, porque creía servir a mi novio. Pero ayer me asaltó este pensamiento: si Mr. Mitchel hubiera tenido la intención de tomar el alfiler, me habría prevenido. Entonces vi, de repente, que mi primera idea era falsa, que en realidad me habían robado el rubí. Y por eso escribí a usted. -Entonces, ¿está usted segura de que mister Mitchel la habría prevenido? -Completamente. -¿No puede haberle hecho callarse el temor de complicarla, en un robo y en un escándalo posible? Usted sabe que 173
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arriesgaba el ser arrestada, y que podría haber pasado largo tiempo antes de que le fuese dado probar que ese robo no era más que un juego. El deseo de evitar molestias a usted le habrá hecho callarse. -Mr. Mitchel conoce de lo que soy capaz -contestó la joven, con una sonrisa. -¡Cómo! ¿Capaz? –preguntó el detective. -Sabe que no hay riesgo que yo no correría por él, una vez que he consentido en ser suya. Soy, Mr. Barnes, una de esas mujeres a quienes no es fácil impedir que ayuden al hombre que ha elegido por compañero. -¿Quiere usted decir que se resignaría gustosa a compartir con él una notoriedad desagradable, y que él lo sabe? -Sí; y estoy segura de que, si hubiera tenido la intención de apoderarse del alfiler, me habría pedido mi ayuda. -¿Así como se la pidió ya en otra ocasión? El detective había conducido expresamente la conversación a ese punto, y observaba a la joven para ver el efecto de su pregunta. Miss Remsen no pestañeó, y se limitó a decir: -¿En qué ocasión? -La mañana en que encerró a la criada de usted en esta sala mientras usted salía a la calle y trasladaba a una niña de una casa a otra. -¿A qué otra? La pregunta era grave para Mr. Barnes. Miss Remsen, al ver que no contestaba, se sonrió y prosiguió: -Mr. Barnes: usted no tiene ninguna prueba de esa afirmación. Bien he dicho a usted hace un momento, que una sospecha puede conducir por un camino extraviado. 174
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-Puede ser, pero en este caso no creo exponerme mucho. -No discutiremos eso. Hablemos del rubí. Mr. van Rawlston me ha referido que usted le había dicho que sabía anticipadamente que se iba a cometer ese robo. ¿Sabía usted quién era la persona que iba a tomar el rubí? -Para ser completamente franco con usted, miss Remsen, le diré que esperaba que fuese Mr. Mitchel. Y ahora creo que efectivamente, él fue quien tomó el alfiler de la cabeza de usted. ¿Desea usted que continúe mis pesquisas? Si las sigo puedo hacer que Mr. Mitchel pierda la apuesta, mientras que usted tiene el derecho de avisar a la policía, sin explicaciones, que le han devuelto su joya. Este simple aviso me evitaría el trabajo de seguir la investigación, y él ganaría su apuesta. Mr. Barnes ponía en juego una ingeniosa idea: si la joven aceptaba la transacción, con eso sólo indicaba que todavía sospechaba de Mr Mitchel. El plan era excelente para descubrir el fondo del pensamiento de mis Remsen. -No pienso en semejante cosa -contestó ésta, -porque eso sería renunciar a la esperanza de recuperar la joya. Estoy segura de que Mr. Mitchel no es el que la tomó; pero, si me engaño y Mr. Mitchel procedió en secreto porque no tenía confianza en mí, ha hecho mal, y debe sufrir las consecuencias de su error. No obstante, estoy persuadida de que los hechos probarán lo contrario. De modo que insisto en mi petición: haga usted lo posible por devolverme mi rubí. -Quede usted tranquila. Voy a emplear en conseguirlo toda mi energía. Hasta otra vez. 175
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El mismo día, como a las seis de la tarde, entraba, Mr. Barnes en el hotel Lafayette, de Filadelfia, y hacía que un mozo llevase su tarjeta a Mr. Mitchel. Pocos minutos después le hacían pasar a un cuarto en el que encontraba a su hombre en cama. -Tengo placer en verlo, Mr. Barnes. Ha sido usted muy amable en venir, y su amabilidad podría inclinarme a perdonarle la falta que ha cometido para conmigo. -¡Una falta! ¿Cuál? -¿ Se acuerda usted del día en que fue a verme en el hotel de la Quinta Avenida, con motivo del botón que había encontrado? Usted me pidió que le mostrase al séptimo botón de mi juego, y yo consentí, con la condición de que no molestaría usted a mi novia. -¡Bueno! ¿Y qué? -Me ha faltado usted a su palabra. -¿Cómo? -En primer lugar, sobornó usted a la criada para que dijese una mentira y pidiese licencia con el objeto de que la reemplazara una espía de usted. En segundo lugar, la espía ocupó el puesto de la criada. El resultado ha sido que miss Remsen no haya podido volver a tomar a su antigua criada, y para encontrar otra tan buena como aquélla, haya tenido que molestarse mucho. -Al hacer esta promesa, no preví los sucesos que ocurrieron después. -Perfectamente; pero yo, sí, los había previsto, y advertí a usted antes de que fuéramos a ver a miss Remsen que nada
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ganaría con esa visita, puesto que en ella no iba a encontrar más que la comprobación de lo que yo decía. -Pues bien: crea usted que lo siento mucho, y que ya no volverá a suceder lo que motiva su queja. -¡ Pero ya ha vuelto a suceder, Mr. Barnes! -¿ Cómo? -¡ Puesto que mi novia no puede salir de su casa de día ni de noche sin que la sigan los espías de usted! Mr. Barnes se mordió los labios de despecho, al ver que ese hombre conocía perfectamente sus planes; pero, sin vacilar, contestó: -Esta vez se equivoca usted. Le prometí no molestar a miss Remsen por el caso particular que nos ocupa; pero mi gente la sigue por otro asunto muy distinto. -¿Qué otro asunto? -Un rapto. -¿Rapto? ¡Qué absurdo! ¿Cuál es el ser viviente que miss Remsen ha podido robar? -La niña Rosa Mitchel. -¿Y quién es, ruego a usted, me lo diga, la niña Rosa Mitchel? ¿La hija de la mujer asesinada? -Puede ser. Eso es lo que tengo la intención de descubrir. De todos modos, la niña pasaba por hija de usted. -¡Ah! ¿Y podría usted probar que no lo es? -No. -Muy bien. Entonces, según las informaciones que tiene usted, Rosa Mitchel, que pasaba por hija mía, ha sido transportada de una casa a otra, desconocida para usted.
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Mr. Mitchel se calló un momento, como para gozar de la mala posición del detective, y luego continuó: -Usted sospecha, pero no puede probar, que la niña ha sido robada por miss Remsen. Pues bien: si miss Remsen, mi futura esposa, conduce a una niña que es mi hija, de una casa a otra ¿dónde está el rapto, puesto que yo no me quejo? -Dejemos a un lado las bromas, Mr. Mitchel. Usted sabe muy bien que la niña ha sido sacada de esa casa por alguna razón poderosa, pues no siendo así, no habría motivo para tenerla oculta. Y miss Remsen, al intervenir en este asunto, ayudaba a usted a burlar las pesquisas de la policía, con lo cual cometía un acto ilegal. He ahí por qué tenemos el derecho de vigilarla, para descubrir cuanto esté a nuestro alcance. -Muy bien. Convengo en que tiene usted ese derecho. ¡Que le sea muy provechoso! En cuanto a la niña, la hice sacar de la casa donde estaba porque Lucette, la espía de usted, descubrió su paradero, y yo no quería que la molestasen. -¿Cuál es la razón de la certidumbre que manifiesta usted, de que Lucette era «mi espía» como usted la llama? -Mire usted, no tengo inconveniente en decírselo, aunque con eso le haga ver en parte mi juego. Tomemos las cosas desde un principio. En primer lugar, usted conocía mi apuesta, y yo sabía que usted estaba al corriente de ella. Con ese punto de partida ¿no era lo más natural que supusiera que usted iba a hacerme espiar? Quise cerciorarme de eso, y di unos cuantos paseos en el ferrocarril aéreo, invención comodísima para hacer descubrimientos de esa clase. El resultado fue que pronto conocí al hombre comisionado por usted para seguirme. Desde entonces, cada vez que no tenía 178
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otra cosa que hacer, me divertía en hacerle perder mi rastro. Bastantes horas me ha hecho usted invertir en ese trabajo, se lo aseguro. Pero lleguemos a Lucette. No tardé en reflexionar que usted iba a ponerme bajo la vigilancia de un espía número 2, el cual me seguiría los pasos cada vez que el número 1 perdiera el rastro. Y me puse a buscar a ese segundo hombre: ya ve usted que le confieso que no tuve siquiera la sospecha de que empleara usted una mujer. En ese punto me ha derrotado usted, o poco menos. Y no supongo que diría a la muchacha que me dejase verle la cara, ¿eh? Míster Barnes no contestó; pero interiormente se decía: «Eso mismo es lo que recomendé a la muy tonta» Míster Mitchel continuó: -Por fin, un día, en el momento de subir a un tren, una joven bien vestida salió de la sala de espera y me siguió. Por costumbre y nada más, atravesé todo el tren hasta el primer vagón: siempre viajo en él, porque es el más fresco en verano y el menos expuesto a las corrientes de aire en invierno. Había sitios desocupados en los asientos que iba dejando detrás de mí, y al ver que la joven que me seguía no ocupaba ninguno de ellos, y continuaba pisándome los talones, comencé a sospechar algo. Se sentó enfrente de mí, y naturalmente, me puse a estudiar su cara. Rara vez olvido una fisonomía cuando la he mirado atentamente. Lo demás me costó poco trabajo. La muchacha fue suficientemente astuta para no bajar del tren al mismo tiempo que yo, y por el momento no pensé en ella: supongo que entonces me siguió hasta Irving Place. Pero cuando la vi en casa de la familia Remsen, ¡ naturalmente! en el acto la reconocí. 179
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-Sí no he comprendido mal ¿me ha dicho usted que la niña Rosa Mitchel es su hija? -No sé sí usted lo ha comprendido así; pero yo no le he dicho tal cosa. Me he expresado en los mismos términos que usted: «Rosa Mitchel, que pasa por mi hija» -¡Bueno! Pero ¿es o no hija de usted? -Me niego a contestar a esa pregunta. -¿Por qué? -También me niego a contestar a eso. -¡No ve usted, Mr. Mitchel, que con esas negativas lo único que consigue es hacer más sospechosos sus actos? -Mi querido. Mr. Barnes, poco me importan las sospechas que puedo suscitar, mientras no haya pruebas en su apoyo. Cuando crea usted tener alguna prueba contra mí, dígame cual es, y yo me esforzaré en refutársela. -Muy bien. Usted me ha pedido que descubra a la persona que ha robado el rubí a miss Remsen. Ya lo he hecho. -Míster Barnes, es usted un genio. ¿Quién es esa persona? -Usted mismo. -¡ Psh! ¿No es usted capaz de descubrir más que eso? ¡Yo, que estoy enfermo aquí desde hace más de tres días! -Míster Mitchel, esta vez iba caído usted. En el momento del robo no se encontraba usted aquí; estaba usted en Nueva York en la fiesta, y usted fue quien sacó el alfiler de entre los cabellos de miss Remsen. -Míster Barnes, usted se alimenta de ilusiones. Le digo que desde el 30 de diciembre estoy en esta cama.
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-Uno de mis subordinados lo ha seguido a usted hasta aquí; en la noche del lo tomó el cuarto contiguo a éste, sacó la cerradura de la puerta de comunicación, entró, y descubrió que se hallaba ausente. -La idea era buena en verdad, y el individuo merece que se le admire; pero ¿le ha dicho a usted por cuál puerta de comunicación entró en este cuarto? -Míster Barnes miró en su derredor, y se sorprendió al ver que la única puerta del cuarto daba al corredor. La historia que le había contado su agente era materialmente imposible. Pero en ese mismo instante se le ocurrió una idea que lo explicaba todo. -Después ha cambiado usted de cuarto -le dijo.- Entonces estaba usted en el número 234. -Y este es el número 342. El 234 está un piso más abajo. Pero usted se engaña: no he cambiado de cuarto. Voy a explicarle cómo se engañó el hombre que me seguía. Cuando vine, di por seguro que uno de los espías de usted me acompañaba, y como tanto espionaje me tenía cansado, va usted a ver lo que hice. Pedí un cuarto; me designaron el número 234, y el criado me condujo a esa habitación. Apenas me encontró en ella, hice llamar al secretario del hotel, a quien pedí que me diera otro cuarto, pero que no hiciese cambio alguno en el registro de inscripciones, pues quería librarme de un amigo indiscreto que probablemente vendría al hotel, y si sabía cuál era mi cuarto, subiría en el acto a quitarme el tiempo. El secretario me otorgó lo que le pedía. Ahora veo que el espía que usted me mandó, pidió probablemente un cuarto «al lado del de su amigo Mitchel», y el secretario, compren181
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diendo que ese era el inoportuno de quien quería verme libre, le dio el cuarto contiguo al número 234, lo que satisfizo al espía, puesto que mi nombre estaba en el registro con ese número. Y a mí también me satisfizo la complacencia del secretario. Míster Barnes se sentía presa de un profundo despecho, pues veía que lo que su interlocutor le contaba era cierto: ninguna duda podía caberle, además, en cuanto a la enfermedad, pues durante la conversación había observado que Mr. Mitchel estaba muy resfriado y tosía frecuentemente. Al regresar a Nueva York, su perplejidad era mayor que nunca.
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XII LA HISTORIA DEL RUBÍ Durante las dos semanas siguientes, los diarios publicaron numerosos artículos sobre el robo del rubí. Aparecieron entrevistas que al parecer emanaban de las principales personas que habían estado presentes en la fiesta, en las cuales se reprochaba a la policía que todavía no hubiese descubierto al ladrón. Los detectives del departamento central de policía iban y venían misteriosamente, y a todos los reporteros curiosos contestaban con un mutismo absoluto, que parecía decir: «aunque quisiéramos, no podríamos» Una o dos personas fueron arrestadas, pero dejadas en libertad casi inmediatamente, y pronto se extinguió el interés por el asunto. A poco hubo otro crimen, y toda Nueva York se ocupó de él. Cambió el tema de las conversaciones, y el público olvidó el rubí de miss Remsen. Pero Mr. Barnes no pensaba en otra cosa. Se torturaba el cerebro para encontrar un punto de partida que fuese suficientemente seguro, y tanto más reflexionaba, más ganas tenía de hacer una excursión a Nueva Orleáns en busca de 183
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nuevos datos: en diversos casos de crímenes misteriosos, había empleado ya, y con excelente resultado, el procedimiento de «tomarlos por la otra punta» Lo único que lo contrariaba era tener que abandonar el escenario en que se movían los principales actores del drama, y en particular el autor de uno y quizá de varios crímenes. Un día por fin, se decidió a partir, aunque no esperaba gran cosa del viaje; pero no le era posible permanecer inactivo por más tiempo. Y escribió la siguiente carta: «Míster Arturo Randolph. -Estimado señor: Puesto que usted me ha pedido que trate de probar que Mr. Mitchel es quien robó el rubí la noche de la fiesta, presumo que consentirá usted en prestarme alguna ayuda para cumplir su encargo. »Recordará usted que en la primera entrevista que tuvimos, me declaró usted que, en su opinión, su amigo Mr. Mitchel tenía la mente algo trastornada por su pasión por las joyas: me dijo usted, para comprobar su teoría, que por poco que se le incitase, Mr. Mitchel se lanzaría a contar historias de piedras preciosas y de crímenes cometidos para obtenerlas. »Mucho desearía oír a Mr. Mitchel hablar de su manía; pero usted no ignora que su amigo vive, con respecto a mí, constantemente a la defensiva. ¿Podría usted arreglarse de alguna manera para tener una conversación con él y hacerle hablar en un lugar en que yo pueda oír lo que dice? »Mi deseo sería que le hablase usted de la pérdida del rubí; que le insinuase usted, ya que no le sería posible decírselo con claridad, que su creencia es que él fue quien se apoderó de la joya, y cuando se lo negase como seguramente se lo 184
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negará, le preguntase usted si no conoce alguna historia relativa al mismo rubí; es decir, si éste no ha sido robado otra vez. De una conversación de esa especie podría yo tomar alguna indicación que a usted podría parecer desprovista de importancia, pero que para mi tendría gran valor. ¿Quiere usted hacerme ese favor? Acuérdese usted de sus propias palabras: «En una apuesta hay completa libertad de acción.» Su muy afectísimo- J. Barnes.» La respuesta a esta carta fue una esquela en que Mr. Randolph lo citaba para el día siguiente en su club. Ese mismo día siguiente, por la tarde, se presentó Mr. Mitchel en el hotel Hoffmann y subió al cuarto de M. Thauret. Este le salió al encuentro y ambos se estrecharon la mano afectuosamente. -Thauret -dijo Mr. Mitchel: -deseo hablar con usted seriamente sobre el robo del rubí. -Me vuelvo todo oídos -contestó M. Thauret, y encendiendo un cigarrillo, se arrellenó en una cómoda silla mecedora. -Ante todo, permítame usted hacer un resumen de la situación... Empezaré desde nuestra sociedad para el juego. Cuando nos pusimos de acuerdo, vinimos a ser, en cierto modo, compañeros secretos, o quizá si nos convendría más el calificativo de «compadres de juego». Cuando usted me hizo la proposición, convine en proporcionar el capital para nuestras operaciones, hasta llegar a una suma determinada. Y así lo he hecho, por más que nuestras pérdidas hayan sido elevadas contra las seguridades que usted me dio de que gra-
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cias a su método o sistema, era posible evitar las pérdidas, o por lo menos recuperar después lo perdido. ¿Es así? -Absolutamente, querido amigo. Ha probado usted ser un admirable compañero, silencioso, puesto que me ha permitido hacer lo que quería, pagando siempre y no preguntando nunca, hasta este momento. ¿Debo creer que las pérdidas lo incomodan y que desearía usted una explicación? -Dentro de un momento podrá usted dármela. Pasemos por ahora a otra cosa: usted me había prometido no juntarse más con Fischer... -¿Y qué? -Que no ha cumplido usted. La otra noche, cuando le pedí que tomase para sí el traje de Alí Babá, hizo usted que Fischer se vistiera con él. ¿Por qué? -Para mayor claridad, hablaremos primero de las pérdidas y de Fischer enseguida... Como usted no debe ignorar, ese detective Barnes ha lanzado uno de sus espías para que me persiga, y yo, al saberlo, pensé que lo más prudente para mí sería convertirme en el espía de mi espía. En el club, donde sospechaba que entrase, me puse a observarlo atentamente, pronto descubrí que estaba de acuerdo con uno de los criados. Un día llamé a éste, y en parte con amenazas, pero valiéndome principalmente del dinero, le arranqué el secreto de lo que el detective quería saber de mí: si ganaba o perdía en el juego. Y después descubrí que el espía anotaba el resultado de cada partido. Entonces, adopté la regla de perder. -¡De perder mi dinero!
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-De perder nuestro dinero. Puesto que somos socios. Usted no ha hecho más que adelantarme fondos hasta que yo reciba lo que espero de París, y tiene en su poder mis recibos por todas las sumas que me ha proporcionado. Si nuestro convenio le pesa ahora, dígamelo usted, para pagarle en el acto, aunque eso me causaría un trastorno. -No; la cuestión de dinero importa poco. Pero dígame usted ¿por qué se le ocurrió la idea de que le convenía perder? -Eso es muy sencillo. Si los detectives me vigilan cuando juego, es evidentemente porque han oído hablar de las ganancias que hice cuando Fischer jugaba en compañía conmigo, y tal vez me suponen un tramposo. Yo quería, pues, quitarles esa idea. -Muy justo. Y ahora dígame usted por qué hizo que Fischer se vistiera de Alí Babá. ¿Qué tenía él que hacer con un encargo que yo había dado a usted personalmente? -Usted sabe que yo no tenía la intención de asistir a la fiesta. Pero usted se fue a Filadelfia, cayó enfermo allá, y me escribió para pedirme que ocupase su lugar, con el traje que el costurero me entregaría mediante la carta que me envió usted para él. En el acto fui a recoger el traje, con la firme intención de cumplir los deseos de usted. -Y entonces ¿cómo resultó que el que llevaba mi disfraz fuese Fischer? -Iba a explicarle ese punto. En el momento en que salía de aquí para la fiesta, ¿quién cree usted que se me presentó? El costurero, para decirme que un hombre había ido a verlo; y declarándole que era un detective ocupado en perseguir a 187
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un criminal le había arrancado la carta en que usted ordenaba se me entregase el disfraz. Arrepentido el costurero de su indiscreción, venía a advertirme para que me preparase contra cualquier molestia, según su expresión. En el instante adiviné que Barnes iría a la fiesta, o por lo menos enviaría a uno de sus hombres. -El cálculo de usted era exacto. Barnes estuvo en la fiesta. -Sí; pero yo no tuve la seguridad de eso sino después del robo, cuando todos nos quitamos las máscaras. Estaba vestido con el traje de los cuarenta ladrones, y con ese disfraz no era posible conocerlo. Convencido, pues, de que el gran detective figuraría entre los invitados a la fiesta y vigilaría a Alí Babá, resolví, para divertirme a su costa, ser uno de los cuarenta ladrones, y no el jefe de la pandilla. Era esencial, sin embargo, que alguien representara a Alí Babá para que no quedase incompleto el cuadro, y como Fischer era la única persona a quien yo podía pedir que desempeñase ese papel, me dirigí a él: aceptó, y ahí tiene usted la clave del asunto. Pero no por eso he reanudado mis relaciones con él, se lo aseguro. -Muy bien. La explicación es satisfactoria. Dispense usted que le haya hecho tantas preguntas; pero no comprendía lo que hubiese pasado, y usted convendrá en que había suficiente motivo para que extrañara el cambio. Dígame usted: ¿Estaba usted cerca de miss Remsen cuando se cometió el robo? ¿Vio usted cometerlo? -Debo haber estado cerca, pero no vi nada. Esperaba mi turno de saludar a Scheherezada, cuando de repente oí que 188
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Barnes gritaba que se había cometido un robo, y daba la orden de que todos se quitasen la máscara. En el acto me deshice de mi disfraz, y apenas se encendieron las luces me acerqué al detective. -Podría usted haberle sugerido la idea de registrar a todos los presentes, como lo había hecho en el tren. -¡ Pardiez! ¡Eso mismo hice! Pero él no hizo caso de la indicación. Me parece que el fiasco que sufrió en el tren le ha hecho dudar del valor de ese recurso. M. Thauret soltó una carcajada al decir estas palabras, y Mr. Mitchel lo imitó. No cabía duda de que el chasco del detective lo divertía. -Parece -observó Mr. Mitchel, -que Barnes sospechaba desde antes de la fiesta que iban a robar el rubí a mis Remsen, y el mismo día advirtió Mr. Van Rawlston, que entre sus invitados habría uno o varios ladrones. -¿Es posible? No deja de ser extraño que, sabiendo eso, y siendo tanta su habilidad, no haya podido empuñar al ladrón, o mejor dicho, a los ladrones. ¿No cree usted? Ambos rompieron a reír otra vez, y Mr. Mitchel propuso a M. Thauret dar una vuelta por el club. El portero anunció a Mr. Mitchel que Mr. Randolph estaba en el salón grande y deseaba verlo. Los dos se dirigieron allá. Míster Randolph se levantó al verlos. -Buenas noches, Randolph -dijo Mr. Mitchel. -¿Desea usted verme? -¡Oh! -No expresamente. Vine a comer aquí, y dije al portero que si llegaba usted, lo mandara por acá. El deseo de estar acompañado y nada más. 189
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-¿De modo que no le gusta a usted comer solo, eh? -Justamente El comer es un fastidio que sólo se puede tolerar cuando se está en agradable compañía. ¿Haré poner un cubierto para usted también, M. Thauret? -Si usted lo desea, tendré mucho gusto -contestó M. Thauret.. -¡Muy bien! -dijo Mr. Randolph.- Voy a dar las órdenes; y como tengo que escribir algunas cartas antes de comer, ruego a ustedes me concedan unos momentos. A las siete nos encontraremos en el comedor privado. Mister Randolph subió al piso superior, donde lo esperaba Mr. Barnes. -¡Veamos! -dijo el detective.- ¿Ha podido usted arreglar la cosa? Todo arreglado. Mitchel está aquí y ha traído a Thauret. No me explico la intimidad que se ha formado entre ellos; pero esto poco importa. Vamos a comer y ordenó que se nos sirva en la mesa que hay al lado de la gran cortina que separa ese comedor del grande, y a usted le servirán en otra mesa puesta al otro lado de la cortina. Por poco buen oído que usted tenga, podrá escuchar fácilmente todo lo que hablemos. -Estoy muy contento del plan, pues voy a poder oír por lo menos una gran parte de la conversación. -Magnífico. Ahora, váyase usted a la biblioteca, siéntese en un rincón, y póngase a leer algún diario bien grande que lo oculte de las miradas curiosas. Mis invitados y yo entraremos en el comedor a las siete en punto; cinco minutos des-
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pués estará preparado el puesto que usted ocupará y podrá usted acomodarse en él sin el menor conveniente. Mister Barnes siguió las instrucciones de mister Randolph, y éste se dirigió al comedor para disponerlo todo como lo había pensado. Daban las siete cuando sus invitados se reunían con él, y los tres ocuparon enseguida sus asientos en torno de la mea. Un ruido de platos que salía del otro lado de la cortina indicaba poco después que los criados comenzaban también a servir a míster Barnes. Se hallaban ya en el tercer plato, cuando mister Randolph trató de colocar la conversación en el terreno deseado. -Confío -dijo dirigiéndose a Mr. Mitchel, -en que ya estará usted restablecido de la maldita indisposición que le impidió asistir a la fiesta de los Rawlston. -¡Oh, sí! -contestó Mr. Mitchel. No era más que una indisposición pasajera. Su único resultado serio fue impedirme ir a la fiesta, pues creo que si hubiera estado allí, habría podido ahorrar a miss Remsen el desagrado de perder su rubí. -Convengo, amigo Mitchel, en que nada tiene de agradable perder una piedra preciosa de tanto valor; pero en este caso es menor el mal, porque usted puede reemplazar fácilmente el rubí. -¿Qué le hace a usted creer eso? -¡Tiene usted tantas pedrerías! ¿Sabe usted que yo decía, no hace mucho, que para amontonar como usted, las piedras preciosas más raras, y encerrarlas en un sótano donde nadie pueda verlas, es preciso tener la cabeza algo trastornada? -Tuve placer cuando regaló usted ese rubí a miss Remsen, pues el hecho de que se desprendiera usted de uno 191
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de sus tesoros era a mis ojos un síntoma de su vuelta al buen sentido. Y no me cabe la menor duda de que todavía tenga usted otros rubíes parecidos a ese enterrados en algún rincón seguro. ¿Por qué no sacaría usted uno más, para darlo a su novia? -Se engaña usted, Randolph. No me es tan fácil como usted cree dar a miss Remsen otro rubí como ese. -¿Por qué? ¿Hay algo de particular en el asunto? -Sí; pero no quiero hablar de eso. Esta manera breve de apartar de la conversación el tema del rubí sorprendió a Mr. Randolph, pues si bien era cierto que Mr. Mitchel no se prestaba de costumbre fácilmente a dejar ver sus joyas, nunca había rehuido las ocasiones de hablar de ellas. Y acordándose de las instrucciones que el detective le había dado, llevó sus exploraciones por otra dirección. -Mitchel –dijo -casi estoy dispuesto a apostar que, no sólo puede usted dar a miss Remsen un rubí tan bello como aquél, sino que está usted en aptitudes de darle el mismo. -Abrigo la esperanza de poder hacerlo -fue lo único que contestó Mr. Mitchel. -No me comprende usted. Quiero decir que estoy casi convencido de que la enfermedad que lo retenía a usted en Filadelfia era una farsa; que estuvo usted en la fiesta, y fue usted quien sacó el rubí de los cabellos de miss Remsen. -¡Hola! ¿Y qué motiva esa absurda suposición de usted? -Mi creencia de que usted ha querido ganar la apuesta por ese medio, y de que nadie, a no ser usted, habría podido
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tomar el rubí de donde estaba, pues miss Remsen no habría dejado que otro lo sacara. -Randolph, las repetidas alusiones que hace usted a mis Remsen al hablar de este asunto, y principalmente la suposición de que yo habría podido pedirle que fuese mi cómplice, y que ella hubiera consentido en serlo, me disgustan profundamente. Perdone usted la franqueza; pero creo que no es esta una manera muy amable de tratar a un invitado. -No he tenido la intención de ofender a usted, amigo mío, créalo usted. ¡No hablemos más del asunto! Siguió un rato de silencio. Mr. Randolph había agotado todos sus recursos para encontrar el medio de obligará Mr. Mitchel a hablar, y se decía que nada había avanzado todavía. Pero mister Barnes pensaba de diferente manera, pues la conversación que acababa de escuchar le había permitido Ilegar al fin y al cabo, a una conclusión positiva. Las palabras de Mr. Mitchel y el tono con que las había pronunciado, habían creado en el detective la certidumbre de que, cualquiera que fuese la participación de Mr. Mitchel en el robo, miss Remsen era inocente. Después de hacerse esta reflexión, se preguntaba Mr Barnes si la conversación no volvería al tema del rubí, y quizá esto no habría sucedido sin M. Thauret, que hasta entonces no había hablado. -Dispense usted, Mr. Mitchel -dijo el francés; -pero lo que ha dicho usted sobre algo de particular que se refiere al rubí robado, ha excitado vivamente mi curiosidad. A menos que no tenga usted alguna razón personal para no contarnos
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la historia de esa piedra (si acaso existe tal historia), agradecería a usted nos la refiriese. Hubo una pausa, durante la cual Mr. Mitchel miró fijamente su plato como si buscara en él la solución de un problema. Mr. Randolph estaba contentísimo de la inesperada ayuda que le prestaba M. Thauret, y observando la vacilación de Mr. Mitchel, le pareció que había en su interior una lucha entre el deseo de hablar de su tema favorito y alguna prudente advertencia que le indicaba la ventaja de guardar silencio. El detective esperaba por su parte, con no menos ansiedad, como lo probaba el pedazo de pastel que prendido por el tenedor, se había quedado a mitad del camino, entre el plato y la boca. -¡ Pues bien, señores! -dijo por fin Mr. Mitchel -Voy a contarles la historia que me piden. Mr. Barnes se llevó el bocado a la boca y al mismo tiempo se sonreía con tanto placer, que enseñaba los dientes. -Ante todo, llenen ustedes como yo sus copas -continuó Mr. Mitchel:- beban este vino color de rubí, y júrenme no repetir lo que yo voy a decirles. Y esto lo pido únicamente porque no quiero crearme la poco envidiable reputación de novelista, lo que sucedería ciertamente si algún reportero oyera esta historia y la publicara ahora que la pérdida del rubí está presente en todos los espíritus. Los dos prestaron el juramento que se les exigía, y Mr. Mitchel prosiguió: -Para que ustedes puedan apreciar mejor la piedra robada, querría comenzar por una disertación sobre los rubíes: explicar a ustedes la diferencia que hay entre el verdadero 194
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rubí oriental, que es en extremo raro, y los espécimen más comunes, vulgarmente conocidos con el nombre de espineta; pero si tal hiciera, ustedes me acusarían de no buscar otra cosa que la exhibición del saber que he adquirido en el estudio de mi capricho favorito. Por eso entro sin preámbulos en la historia del rubí perdido. No se sabe exactamente de dónde procede, y con respecto a su historia primitiva, sólo puedo contar a ustedes lo que me han referido a mí: ustedes creerán de ello lo que les parezca conveniente. La historia comienza en el momento en que la hija de Faraón encuentra a Moisés entre los juncos del río, y le regala este mismo rubí: ese episodio nos permite hallarlo por la primera vez en la casa real de Egipto. Había otro igual que el Faraón guardaba en su tesoro y usaba en su traje en las grandes ocasiones. Sobrevino el éxodo de Moisés y de los israelitas, y el rubí salió de Egipto. Desde ese momento y durante siglos, ningún acontecimiento importante señala su historia: lo único que sabemos es que estaba confiado a la custodia de los grandes sacerdotes de la Sinagoga y así pasó de generación en generación. No dejaré de mencionar un hecho curioso. Como ustedes saben, el rubí de color rojo oscuro, es el más buscado: hoy el mío ha llegado a la perfección de ese color, y sin embargo, la historia nos revela que al principio ambos rubíes eran de un tinte rosa pálido. -¿Quiere usted hacernos creer -interrumpió Mr Randolph,- que el color se ha obscurecido con el transcurso del tiempo? -Yo no pido a ustedes que crean eso ni otra cosa. Nadie dice que el tiempo es lo que ha hecho cambiar de color al 195
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rubí. En la conquista de Jerusalén, el rubí cayó en poder de los romanos y llegó a manos de César, quien, enamorado de Cleopatra, no tardó en descubrir que esta mujer extraordinaria tenía pasión por las joyas, y fue suficientemente audaz para ofrecerle algunas, y entre ellas el rubí. Pero temeroso de que se le hiciesen graves cargos cuando se notara la desaparición de tan valiosa piedra, comunicó secretamente a Cleopatra el plan que había concebido para descartarse de toda responsabilidad, y que consistía en atar el rubí al cuello de una paloma de las del palacio de Cleopatra. El ave partió en esa dirección, la Reina la esperaba en el terrado, pero cuando faltaba poco ya para que la paloma llegase, un halcón la atacó. Cleopatra, ordenó a uno de sus arqueros que matase al halcón de un flechazo. El hombre tiró, pero en vez de acertar el tiro, atravesó la paloma, la cual cayó ensangrentada y muerta a los pies de la Soberana. Esta se apoderó inmediatamente del rubí, que estaba cubierto de sangre y había adquirido un bello color rojo. -Pero, Mr. Mitchel -dijo M. Thauret:- un rubí no puede absorber la sangre: esto no necesita demostración. -Yo no hago más que contar la historia del rubí. Mr. Mitchel hablaba en un tono tan extraño, que poco faltaba a los otros dos para creer que arrastrado por el amor de las piedras preciosas, había llegado a adquirir realmente algunas de las supersticiones que generalmente las acompañan. Contaba la historia como si la creyera religiosamente. Mr. Barnes comenzaba a darse cuenta de la razón que había tenido Mr. Randolph al decir que el deseo de poseer una
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piedra rara podría quizá impulsar a aquel hombre a cometer un crimen. Mr. Mitchel continuó: -No tengo necesidad de seguir la historia de Cleopatra: es demasiado conocida. Pero hay un incidente no revelado por los historiadores. Un sacerdote egipcio estaba locamente enamorado de la Reina, y al verse un día a solas con ella, se atrevió a decírselo, en un momento de extravío. El ardor del sacerdote divirtió más bien que disgustó a la Soberana, la cual le preguntó lo que un pobre religioso como él podría ofrecer a la que tenía a sus pies a los más poderosos monarcas. Desesperado, el hombre contestó que le daría su vida. La Reina, riéndose, le contestó: «Tu vida es mía, sin eso. Pero puedes darme otra cosa, si tu omnisciencia de sacerdote es verdadera: busca y encuentra el rubí que forma pareja con éste. ¡Quizá entonces escucharé tus lamentaciones!» Con gran sorpresa de la Reina, el sacerdote contestó: «Si me atreviera, lo obtendría. El rubí que poseéis no ha hecho más, al pasar a vuestras manos, que volver a su legítimo dueño, pues en otros tiempos perteneció a Faraón. Éste poseía también el otro, el que forma pareja con él, y que fue pasando de Rey a Rey, hasta Ramsés el Grande, quien al morir ordenó que lo pusieran en su féretro ... » -«!Tráemelo!» fue la tercera contestación de Cleopatra, ya esta vez como orden y no como simple expresión de un deseo. Asustado y a la vez aguijoneado por el amor, el sacerdote penetró en la pirámide y se apoderó del rubí. Cuando lo presentó a Cleopatra, la Reina exclamó: «¿Qué significa esta broma? ¿Quieres hacerme creer que esta pálida piedra formaría pareja con la mía?» El sa197
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cerdote le explicó que el otro rubí había sido teñido con la sangre de la paloma -¡Ah! si es así -contestó la Reina -éste se pondrá tan rojo como aquél. Un día me ofreciste tu vida. Ahora te la reclamo; el rubí permanecerá sumergido en tu sangre hasta que adquiera un color igual al del otro. Ejecutó su amenaza, y los dos rubíes volvieron a ser idénticos. -¡Qué absurdo! -exclamó Mr. Randolph. -No diga usted eso -le observó M. Thauret: -¡Quién sabe todo lo que puede suceder en el mundo! -Los dos rubíes cambiaron después de posesor cuando Cleopatra se mató. Una de las mujeres de su servicio los robó ambos a la Soberana, muerta, pero a poco la llevaron a ella esclava a Roma, donde la vendieron. Su comprador descubrió que tenía esos dos rubíes, se los quitó, y luego la asesinó en secreto, temeroso de que contase lo que había pasado. Desde ese momento se les ha llamado «las piedras egipcias». Inútil sería referir a ustedes todos los robos y asesinatos que se relacionan con estos dos rubíes, pero les dirá que tengo escrito extensamente su relato, con mención de los nombres de todas las víctimas. Básteme decir por ahora que durante años y años el que los poseía no era por eso más rico por la imposibilidad de venderlos. Cuando yo compré el que ustedes conocen, fue la primera vez que uno de los dos cambió de dueño mediante una negociación honrada. Antes, cada nuevo posesor los había obtenido por medio del robo o de un asesinato, y no osaba confesar que los tenía. Otra cosa curiosa es que nadie ha conseguido jamás ocultar estos rubíes de manera que no se le descubrieran. Se les ha escondido en una pared, entre dos piedras; se les ha metido debajo de la 198
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piel de un asno, cosida después; se les ha ocultado de muchas otras maneras y en lugares igualmente extraños; y sin embargo, cada vez el ladrón siguiente los ha descubierto y se los ha apropiado. -¡Ah! Eso es interesante -dijo M. Thauret.- Dígame usted francamente, puesto que le hemos jurado no repetir lo que nos diga: ¿supone usted que existe algún poder inherente a la piedra, que atrayendo a las personas, la haga descubrir fácilmente? -No sabría decirlo; pero esa es, efectivamente, una de las suposiciones emitidas. Y el caso es que sucesos recientes parecen apoyarla. -¿Cómo? -Voy a decirlo. Mi interés habitual por las piedras preciosas notables me hizo ir al Departamento Central de Policía cuando esa Rosa Mitchel fue asesinada después de haber sido robada. Recordarán ustedes que las joyas fueron halladas casi enseguida, y todavía están en poder de la policía. Obtuve el permiso de verlas, y apenas las tuve ante mis ojos, adquirí la convicción de que el rubí que forma parte de esa colección es el que hace pareja con el mío. -¿Y usted cree que la presencia de esa piedra en la valija ayudó a la policía a descubrir el paradero de aquélla? M. Thauret, que era quien hacía esta pregunta, parecía muy interesado en el asunto; pero Mr. Mitchel, por toda respuesta, y aunque pareciera evidente que esa era su opinión, se limitó a encogerse de hombros. Mr. Barnes se preguntaba si el interés de M. Thauret provenía de que siendo él quien había robado las piedras preciosas, se admiraba, de oír tan ex199
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traña explicación del descubrimiento de la valija en el hotel donde había sido dejada para que quedase allí oculta. Pero las palabras que siguieron disiparon esta idea del detective. M. Thauret proseguía: -Usted es dueño de creer semejante cosa, Mr. Mitchel; pero yo, que no profeso más ideas que las modernas, no puedo aceptar una teoría de esa especie. El hecho de que los rubíes robados hayan sido descubiertos siempre, ha inducido a los que conocen la historia a confundir una serie de coincidencias con un poder sobrenatural que estuviera dentro de las piedras mismas. Me parece que no me sería difícil explicar una por una las circunstancias que han permitido descubrir los rubíes en sus escondites. -Me causaría usted gran placer si tal hiciera. -¿No ha oído usted un cuento de Edgar Poe, en que alguien roba una carta y la oculta? Los detectives no pueden descubrirla, a pesar de que constantemente está visible; pero otra persona la encuentra. Esta persona había partido de una idea justísima: el ladrón, previendo las pesquisas y calculando que la primera diligencia sería registrar todos los rincones oscuros, pondría la carta en un lugar que no fuera ninguno de esos, y en el cual no se les ocurriera a los detectives ir a buscarla. Con esa idea arraigada fue al lugar del robo, y encontró el papel; ¿dónde? ¡En el casillero de las cartas! La teoría es ingeniosa, pues Poe sostiene una tesis especial al mismo tiempo que señala una curiosa anomalía: su deseo evidente es demostrar que un lugar oscuro es un mal escondrijo y lo prueba suficientemente. Al mismo tiempo, nos hace ver que un ladrón hábil hasta el punto de que consigue 200
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desorientar a la policía profesional, pone, sin embargo, la carta en un lugar donde el primer hombre inteligente la encuentra fácilmente: en esto está la anomalía. Cuando el objeto robado es pequeño, como sucede con el rubí, no hay lugar más seguro para ocultarlo, que. .. -¿Qué? -preguntó Mr. Mitchel, revelando involuntariamente el interés con que seguía la demostración. -Su propia persona; así podrá en cualquier momento substraerlo a todas las pesquisas. -¡Ah! Pero usted olvida -dijo Mr. Mitchel- que a Poe se le ocurrió también esa idea. El hombre de la carta fue aprehendido de improviso por agentes de policía disfrazados que lo maniataron y lo registraron. Si hubiera tenido la carta en su cuerpo ¿no se la habrían hallado? -De ninguna manera. La carta estaba en un sobre que había sido volteado y puesto así en el correo para que recibiera el sello postal en la parte, interior. Eso fue lo que engañó a los detectives cuando examinaron el casillero de las cartas, y los habría engañado igualmente si al registrarle los bolsillos la hubieran encontrado, en ellos con otras cartas parecidas. Por otra parte, si la hubiera tenido en el bolsillo, la persona que la encontró no habría conseguido su objeto con el ardid de hacer ruido en la calle para atraer al hombre a la ventana: difícil le habría sido hasta imaginarse que la tenía en el bolsillo. Además, la cosa sería mucho más fácil con el rubí, un objeto que por su tamaño se puede hacer desaparecer en un instante. -Perfectamente -dijo Mr. Mitchel,- pero...
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Se detuvo un momento, y pareció absorto en algún pensamiento. Pero luego volvió de su meditación y preguntó: -¿Qué estaba diciendo? He perdido el hilo de la conversación. -M. Thauret decía que el ladrón podía llevar el rubí consigo- dijo Mr. Randolph. -Es cierto: ahora me acuerdo. Pues bien; me parece que la empresa sería arriesgada. Por mi parte, si yo hubiera robado el rubí como ha insinuado usted, Randolph, creo que podría hacer algo mejor que eso. -¡Ah! -exclamó Mr. Randolph- La conversación se vuelve más interesante aún. Vamos, díganos usted cómo escondería el rubí, suponiendo que lo hubiera usted robado. -El asunto nos llevaría lejos -dijo Mr. Mitchel- y prefiero no contestar. Ustedes saben que las paredes tienen oídos. Dijo esto con un acento significativo, que desconcertó a Mr. Randolph durante un momento. Y enseguida continuó: -Pero añadiré, sin embargo, esto: quien quiera que sea el ladrón, no podrá aprovechar de su robo. -¿Por qué? -Porque, fuera de esos dos rubíes, no existe ninguno de un color tan perfecto: uno y otro sirven de modelo para la valuación de rubíes. Se dice que su nombre de «rubí rojo paloma» viene de la leyenda que he referido a ustedes, y que a veces los negociantes de piedras preciosas degüellan una paloma para comparar con el color de la sangre el de algún rubí que quieren evaluar. Esto explica que la piedra robada a miss Remsen no podría ser vendida tal como está hoy, porque cualquier joyero a quien la ofrecieran, la reconocería. Ya he 202
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avisado a todos los grandes negociantes de piedras preciosas del mundo entero, que mi «rubí egipcio» ha sido robado. Y si el ladrón tuviera la idea de hacerlo tallar, el lapidario lo denunciaría enseguida, pues la recompensa que he ofrecido al que encuentre el rubí es mucho mayor de la suma que un lapidario podría ganar por ese trabajo. -¿Y si el mismo ladrón fuese lapidario? -preguntó M. Thauret. -Aun en ese caso el color bastaría para revelar inmediatamente, a cualquier joyero que el «rubí egipcio» había sido cortado. -Puede suceder que el ladrón sea hombre paciente, y usted comprende que el que sabe esperar concluye por obtener lo que desea -replicó M. Thauret. -Es verdad -contestó Mr. Mitchel;- pero acuérdese usted de lo que voy a decirle: el «rubí egipcio» no será vendido por la persona que lo tiene ahora. -Sobre todo, si quien lo tiene es usted -dijo Mr. Randolph. -Justamente -fue la respuesta de Mr. Mitchel. La conversación pasó entonces a otros temas, y como hacía rato que habían concluido de comer, los tres comensales no tardaron en levantarse de la mesa. Cuando Mr. Barnes se preparaba a salir del comedor grande, uno de los criados le entregó una esquela. Suponiendo que fuera de Mr Randolph, la abrió en el instante, y con sorpresa y cólera leyó:
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«La próxima vez que Mr. Barnes escuche detrás de las cortinas, deberá tener cuidado de que ningún espejo denuncie su presencia en el lugar donde se cree oculto -Mitchel». -¡Lléveselo el diablo! -murmuró Mr. Barnes. -¿En qué momento me habrá visto? ¿Se dirigía únicamente a mí cuando hablaba del aviso que ha dado a todos los grandes negociantes de piedras preciosas, sólo para hacerme creer que otro había robado el rubí? Y si es así, ¿por qué me hace saber que me ha visto?
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XIII MR. BARNES SE DIRIGE AL SUR El detective comenzó inmediatamente a hacer averiguaciones sobre el pasado de M. Alfonso Thauret. Descubrió la fecha de la llegada de éste al hotel Hoffmann; era más o menos un mes antes del robo del tren. Encontró al cargador que había transportado su equipaje desde el muelle hasta el hotel, y por él supo que había desembarcado de un vapor inglés: sin embargo, en la lista de los pasajeros de ese vapor no figuraba el nombre de Thauret. Y como era positivo que había llegado en aquel vapor y no en otro, Thauret era un seudónimo y no un nombre. Mr. Barnes copió la lista de los pasajeros, para servirse de ella más tarde. Después trató de hallar el nombre de Rosa Mitchel entre los de las personas llegadas de Europa más o menos en la misma época; pero la investigación fue estéril, por más que el detective leyese minuciosamente las listas de pasajeros de todos los vapores llegados desde dos meses antes del asesinato. Se le ocurrió después que M. Thauret estuviese en correspondencia con personas del extranjero; y en la esperanza 205
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de hallar algún indicio en las estampillas de las cartas, organizó un servicio de espionaje sobre este punto. El secretario del hotel le comunicó cotidianamente, durante varias semanas, el examen que hacía de la correspondencia del francés: ni una sola de sus cartas procedía del extranjero. En cuanto a dinero, monsieur Thauret parecía estar muy bien provisto, pues pagaba sus cuentas puntualmente y siempre con cheques contra un Banco situado no lejos del hotel, en el cual supo Mr. Barnes había depositado varios miles de dólares. -De modo que, después de una seria investigación, se vio obligado Mr. Barnes a reconocer que lo único que había descubierto era que monsieur Thauret había pasado el Océano con un nombre falso; y esto mismo, más que un dato seguro, era una mera hipótesis. Pero si el detective fue impotente en sus investigaciones por ese lado, otras le dieron un resultado mejor. Quería descubrir el paradero de la niña Rosa Mitchel, que su supuesto padre y miss Remsen ocultaban con tanta habilidad; y para eso confió a Lucette una nueva misión. La joven, deseosa de recuperar el favor de su superior, trabajó con habilidad y alcanzó un éxito completo. La misión consistía en conseguir algún papel escrito por la niña. -Vaya usted al internado de Irving Place -le había dicho Mr. Barnes;-entre en conversación con la criada, y busque la manera de hacer que le dé una muestra cualquiera de la letra de la niña. Un cuaderno viejo, por ejemplo. Lucette siguió sus instrucciones al pie de la letra, y untando la mano de la criada del colegio, consiguió exacta206
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mente lo que el detective quería: un cuaderno de planas de la niña, Rosa. Una vez con esta arma, Mr. Barnes escogió la hoja que mejor se adaptaba a sus planes, y sobornó a un empleado de la oficina del hotel de la Quinta Avenida, para que examinase todas las cartas dirigidas a Mr. Mitchel, hasta encontrar una que tuviese el sobrescrito con la misma letra que esa muestra. Ese paciente trabajo no dio resultado hasta principios de marzo. Un día, el empleado anunció a Mr. Barnes que la esperada carta había llegado por fin. El sello postal indicaba que había sido expedida de East Orange (Nueva Jersey) -De modo que el pajarito no está lejos de aquí -se dijo Mr. Barnes al recibir esta noticia, y en el acto hizo llamar a Lucette, a quien envió a East Orange, dándole sus instrucciones en esta forma: -Voy a dar a usted una nueva oportunidad para rehabilitarse. Vaya usted a East Orange, y trate de saber en qué casa vive la niña. El plan más seguro consiste en valerse de la oficina de correos. Tome usted esta recomendación para el jefe: él le dirá a qué dirección van dirigidas las cartas que sin duda escriben a East Orange Mr. Mitchel y miss Remsen. Lo demás corre de cuenta de usted. -Pero -dijo Lucette -suponga usted que las cartas no vayan dirigidas a la niña sino a otra persona, a la dueña de la casa en que vive. ¿Qué haré entonces? -¡Qué torpe es usted! Por eso mismo hago que vaya usted allá. El jefe del correo de East Orange, que me conoce, me enviaría la dirección de la niña si las cartas fueran dirigidas a ésta, y en ese caso no me tomaría la molestia de pagar a 207
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usted este viaje. Pero ese medio no constituye más que una esperanza de obtener la dirección. Sabemos que la niña está en East Orange; en East Orange hay un cierto número de casas: la obligación de usted es examinarlas todas, si eso es necesario. Ahora, póngase usted inmediatamente en camino, y sepa usted que si no encuentra a la niña, no necesito más de sus servicios. Confío a usted esta misión, en parte para que pueda borrar el recuerdo de sus torpezas con algún trabajo útil, y en parte porque, habiendo visto ya una vez a la niña, le será fácil reconocerla. -Prometo a usted que la encontraré –dijo Lucette, y partió en el acto. Una semana más tarde estaba Mr. Barnes en Nueva Orleáns y trataba de descubrir, hasta donde fuese posible, cuanto se relacionase con mister Mitchel y con la mujer asesinada. Pero las semanas pasaban, y el detective nada hallaba. Una mañana de fines de abril, cuando se sentía ya desalentado por su impotencia, se había puesto a leer distraídamente el Picayune, cuando sus ojos se detuvieron en estas líneas: «Mister Barnes, el célebre detective de Nueva York, está en nuestra ciudad, en el hotel San Carlos. Parece que ha venido en busca de un criminal, y probablemente la gente ávida de novedades recibirá en breve la noticia de una de esas sabias pesquisas en que el famoso detective se complace cada vez que hay un crimen misterioso» Este párrafo del viejo diario causó a Mr. Barnes asombro y fastidio al mismo tiempo. A nadie había dicho su verdadero nombre, y no podía adivinar cómo habían llegado los repor-
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teros a adivinarlo. En tales reflexiones estaba, cuando el criado le llevó una tarjeta que contenía un nombre: Richard Sefton. Ordenó que hiciesen entrar a ese señor, y enseguida se presentó en el cuarto un hombre de unos treinta y cinco años, de tez morena, cabellos negros y mirada penetrante. Saludó cortésmente y preguntó: -¿Mr. Barnes, supongo? -Siéntese usted, Mr. Sefton -le contestó fríamente Mr. Barnes; -y dígame usted por qué me toma usted por un Mr. Barnes cuando me he inscripto en el hotel con el nombre de James Morton? -Yo no lo tomo a usted por un Mr. Barnes- contestó el otro, sentándose tranquilamente: me equivoqué al decir «supongo» pues sé que es usted Mr. Barnes. -¡Ah! ¡Hola! ¿Y cómo lo sabe usted? Se lo ruego. -Porque conocer a las personas es mi oficio. Soy detective como usted, y he venido a ayudarle. -¡Viene usted a ayudarme! Es usted realmente muy bueno, Pero ya que exhibe usted con tanta facilidad su clarividencia ¿tal vez no le incomodaría decirme cómo ha sabido que tengo necesidad de ayuda, y para qué la necesito? -Con mucho gusto. Usted necesita que le ayuden porque se ocupa en un asunto en el cual el tiempo le es precioso, y ya ha perdido seis semanas. Digo perdido, porque hasta ahora nada ha conseguido usted saber que le sirva para su pesquisa. -¿Qué pesquisa?
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-Mister Barnes: no se muestra usted demasiado amable. Entre nosotros debería existir la cordialidad natural que hay siempre entre colegas. He venido a ver a usted como lo habría hecho un amigo suyo, lealmente deseoso de ayudarle. Supe que estaba usted en Nueva Orleáns, y como había oído hablar de usted muchas veces, lo mismo que todo el mundo, creí útil dedicarme a vigilarlo: útil para mí, pues mi vigilancia me habría permitido aprender algo de los métodos de usted. Y así es como he descubierto, primero, que se interesa usted por el nombre de Mitchel y luego por el de Leroy. Con sólo unir los dos nombres, he llegado a la conclusión de que lo que usted quiere es saber algo de Leroy Mitchel. ¿Me equivoco? -Antes de contestar a usted, Mr. Sefton, necesito tener mejores pruebas de su buena voluntad. ¿Qué sé yo si realmente es usted detective? -Tiene usted razón. He aquí mi tarjeta de identidad. Pertenezco al Departamento Central de Nueva Orleáns. -Muy bien. Pero ¿cómo podrá usted probarme que tiene alguna razón para ayudarme? -Confiese usted que trata con dureza a quien viene a prestarle apoyo. ¿Qué motivo puedo tener que no sea amistoso? -Por ahora no puedo contestar a usted lo que pienso. Quizá más tarde lo hará. -¡Oh! Perfectamente. Puede usted examinarme cuantas veces guste, en la seguridad de que estoy en aptitudes de soportar cualquier interrogatorio. En verdad, lo único que deseaba era ayudar a usted, pero sé que no tengo el derecho de 210
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fastidiarlo con ofertas importunas. Puesto que dice usted que no tiene necesidad de mí, mientras yo... -No he dicho que no quería aceptar la ayuda de usted. Veo que me considera usted en extremo desagradable. Soy un detective, y nada más; un detective prudente por costumbre. Claro está que no he de confiar mis secretos a un hombre que encuentro por primera vez. Pero con usted la cosa es distinta. Usted debe tener una idea precisa del asunto y forma en que quiere ayudarme, pues a no ser así, no habría venido a buscarme. Si es usted serio y honrado, no veo la razón porque no me expondría usted enseguida los motivos de su visita. -Aunque no sea más que por probar a usted mi honradez voy a hacerlo. Creo que usted busca a Leroy Mitchel. Si es así, estoy en condiciones de decir a usted cómo podrá encontrarlo, tal vez dentro de dos horas, pero de todos modos, a más tardar de aquí a uno o dos días. -¡Cómo! ¡Usted conoce a un Leroy Mitchel que se halla actualmente en Nueva Orleans? -Sí. Está en Algien; es obrero en uno de los talleres de construcción de vapores establecidos en ese lugar. Es un borracho abominable, razón por la cual podría sernos difícil encontrarlo. Cuando no bebe, se le halla fácilmente; pero tan luego tiene un poco de dinero, nadie sabe dónde se mete. -¿Tiene usted noticia de una mujer llamada Rosa Mitchel? -Ciertamente. Es decir, que he conocido en otros tiempos a una mujer que se llamaba así; pero ya hace años que se fue de Nueva Orleáns. Hubo una época en que cualquiera 211
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habría podido dar a usted su dirección. Ahora veo que ese es realmente el hombre que usted busca, pues en un tiempo pasó por marido de la tal Rosa. -¿Está usted seguro de eso? -¡Absolutamente! -¿Cuándo y dónde podré ver a ese hombre? -Trabaja en los talleres del ferrocarril de Luisiana, y Tejas, en Algien. Preguntando al capataz por él, podrá usted verlo. -Míster Sefton: quizá me haya dado usted una información que me será muy útil, y si es así, no tendrá usted que arrepentirse. Voy a ocuparme yo mismo del asunto. Mientras tanto, si no lo tomo a usted de confidente, considere usted esto como un acto de precaución y no de desconfianza. -¡Oh! No me resiento por tan poca cosa. Yo haría lo mismo si estuviera en su lugar. Los acontecimientos dirán a usted si realmente soy su amigo. Puede usted contar con mi ayuda, y llamarme tan pronto como lo crea útil. Hasta entonces no vendré a molestarlo. Dos líneas dirigidas a mi nombre, en el Departamento Central, llegarán a mis manos en el acto. ¡Hasta la vista! -¡Hasta la vista, Mr. Sefton, y gracias! Mister Barnes alargó la mano a su colega, reflexionando que tal vez había sido descortés sin necesidad. Mr. Sefton se la estrechó, sonriéndose, con esa sonrisa franca y cordial que se observa con tanta frecuencia en los naturales de los Estados del Sur. Una vez solo, Mr. Barnes se preparó a partir inmediatamente para Algien, pues estaba decidido a no perder más 212
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tiempo. Llegó a los talleres del ferrocarril en el momento en que los obreros acababan de salir a almorzar. Pero el capataz estaba allí, y le dijo que Leroy Mitchel había asistido ese día al trabajo. Así, pues, se puso a esperar pacientemente. Cuando los obreros regresaron, el capataz hizo ver a Mr. Barnes un hombre y le dijo que ese era Leroy Mitchel. El individuo tenía mala cara; y si alguna vez en su vida había sido un caballero, la bebida le había hecho descender hasta tan bajo, que ya no quedaba en su persona el menor indicio de decencia. Mister Barnes se le acercó y le preguntó cuando podría tener un momento de conversación con él. -Ahora mismo, si usted quiere pagar -le contestó el hombre con insolencia. -¿Qué quiere usted decir? -le preguntó el detective. -Lo que ha oído usted. Aquí se nos paga tanto por hora; y si usted quiere que le dedique una parte de mi tiempo, tendrá que pagarlo. Y al decir esto se reía como si hubiese dicho algo divertido. -¡Muy bien! -dijo Mr. Barnes, dándose cuenta de la clase de hombre con quien estaba hablando; -lo tomo a usted para que me haga un pequeño trabajo, y le pagaré doble salario durante todo el tiempo que lo tenga empleado. -Eso se llama hablar. ¿Adónde vamos? -Creo que lo mejor será que vayamos a mi hotel. Y salieron en esa dirección.
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Al entrar en el cuarto, Mr. Barnes estaba otra vez tranquilo. Su compañero se sentó cómodamente en un sillón mecedor, y colocó ambos pies en el antepecho de la ventana. -Ahora -comenzó Mr. Barnes -deseo hacer a usted algunas preguntas. ¿Está usted dispuesto a contestar? -Eso depende de las preguntas. Si no son indiscretas, o de aquellas que no se contestan sino por paga especial, estoy a sus órdenes. -Antes de todo: ¿quiere usted decirme si ha conocido a una mujer llamada Rosa Mitchel? -Sí; ya lo creo. Viví con ella hasta que qué se le antojó romper conmigo. -¿Sabe usted dónde está ahora esa mujer? -No, ni deseo saberlo. -Suponga usted que yo hubiese venido a decirle que Rosa Mitchel ha muerto y ha dejado cien mil dólares que nadie reclama. El hombre se levantó de un salto, como impulsado por un resorte, y miró fijamente al detective. De su boca salió un largo silbido; sus ojos brillaron con un fulgor que no pasó inadvertido a Mr. Barnes. Y por fin, preguntó: -¿Dice usted la verdad? -Sí. Rosa Mitchel ha muerto; y yo puedo hacer que reciba, esa suma la persona que sea capaz de probar que tiene derecho a ella. -Y ¿quién sería esa persona? El individuo esperaba con impaciencia la respuesta, y Mr. Barnes comprendió que había llegado el momento de jugar sus mejores triunfos. 214
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-Por eso estoy aquí, Mr. Mitchel. Me he dicho que la persona interesada me pagaría una crecida gratificación si yo la hacía reconocer corno heredera de Rosa Mitchel, y estoy en busca de tal persona. Mi idea al ponerme en campana, era encontrar al marido, pues él mejor que nadie, tendría el derecho de reclamar la herencia. -Ya comprendo. El hombre no dijo más por el momento. Se sentó y pareció perderse en sus reflexiones. El detective pensó que lo mejor sería esperar a que hablara. -¡ Pues bien! -dijo al fin el otro; -¿cuánto quiere usted que le dé si me hace recibir ese dinero? -No puedo contestar a era pregunta antes de que usted me pruebe que realmente es el marido de Rosa Mitchel. -Sí, señor; soy su marido. ¿No he dicho a usted que vivió conmigo hasta que se le antojó dejarme? -Sí; pero ¿estaba usted casado legalmente con ella? -¡Naturalmente! ¿Cuántas veces quiere usted que le diga que era mi esposa? -¡Entonces, en nombre de la ley, dése usted preso! -dijo Mr. Barnes levantándose de improviso y tomando del brazo al hombre. -¡Me arresta usted! -dijo éste, levantándose a su vez bruscamente, pálido de terror -¿Por qué? -Rosa Mitchel ha sido asesinada, y el autor del crimen! ha confesado estar pagado por usted para matarla. - ¡Ese hombre es un bribón descarado!
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-Lo deseo por usted; pero desde que usted reconoce ser el marido de la muerta, es usted el hombre que he venido a buscar aquí. Vamos a salir en el acto para Nueva York. -Pero... ¡Óigame usted! -dijo el individuo, alarmado: -está usted en un error. Lo que le he dicho es mentira. Yo no soy el marido de esa mujer, ni me llamo Mitchel. -Esa no pega, amigo. Quien me ha hecho venir en busca de usted es Sefton el detective. -¡ Pero si él mismo es quien me ha pagado para que haga creer a usted que soy Mitchel! Míster Barnes se rió interiormente, al ver el buen resultado de su estratagema. Desde el principio de su conversación con el detective de Nueva Orleáns había sospechado que éste trataba de hacerle seguir un falso rastro; y en el giro que iban tomando las cosas, veía probabilidades de tornar la partida en su favor y obtener algunas informaciones preciosas. -Me cuenta usted una historia muy alambicada -dijo; -pero si me refiere usted todo lo que sabe, quizá me decidiré a creerle. -Puede usted estar seguro de que voy a decirle toda la historia, tal cual es porque quiero salir de este mal paso. En primer lugar, mi verdadero nombre es Alfredo Chambers. He ocupado antes una buena posición en la sociedad, he tenido fortuna y he sido muy estimado. Pero la bebida lo ha cambiado todo. Hoy cualquiera me puede comprar con unos cuantos dólares, y eso es lo que Sefton ha hecho. Hace como una semana vino a verme y me dijo que un detective, llegado de Nueva York, buscaba a Mitchel; que uno de sus clientes 216
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de Nueva York tenía interés en que las pesquisas del tal detective fueran burladas; y que para eso para hacer perder tiempo al detective, había recibido dinero: lo más importante era que el detective perdiese tiempo... -Dice usted -le interrumpió Mr. Barnes- que alguien de Nueva York le había pagado para que burlase mis averiguaciones? -Eso es lo que Sefton me dijo- contestó Chambers. Mister Barnes se dijo que no necesitaba esforzarse para adivinar quién pagaba a Sefton, y una vez más admiró las precauciones y los ingeniosos planes de Mr. Mitchel. -Continúe usted -dijo a Chambers. -Ya no me queda mucho que decir. Sefton me pagó para que representase el papel de Mitchel, y me enseñó un cuento fantástico sobre una tal Rosa Mitchel, para que lo contase a usted como verdad. -¿Qué cuento? -¡Vamos! -dijo Chambers, recuperando su confianza y su astucia al verse fuera de peligro- ¿Usted no necesita saber cuentos, no es cierto? ¿Más le gustará conocer la verdadera historia, eh? -Seguramente. -Yo sé muchas cosas, y poco será lo que haya sucedido aquí, que yo no conozca y recuerde bien... si se me paga para recordarlo. -Oiga usted. Ahora no está usted tratando con Sefton. Si me dice usted lo que deseo saber y veo que es verdad, lo pagará bien; pero si me juega usted una mala partida, las consecuencias le pesarán. 217
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-Muy bien. Comenzaré por decir a usted que a esa Rosa Mitchel que usted dice ha sido asesinada, se la conocía aquí, más que con otro nombre, con el de Rosa Montalbón: se la llamaba generalmente «la Montalbón». -¡La Montalbón! -repitió Mr. Barnes- ¿Era actriz? -¿Actriz? Lo que es eso, sí; actriz y famosa; pero no en el teatro, no. Tenía una casa de juego en la calle Real, lujosa como un palacio, y en la cual más de un joven aturdido ha perdido hasta el último centavo. -Pero ¿qué puede usted contarme de Mitchel ¿Sabe usted si entre él y esa mujer había alguna relación? -No podría decirlo a usted exactamente. En eso había algún misterio. Hubo una época en que yo acostumbraba a ir a la casa de la plaza Real, y allí conocí algo a Mitchel. Durante un tiempo se le veía con frecuencia en la casa; después dejó de ir por largo período, y más tarde reapareció, ya como marido de la Montalbón. Se hablaba de una historia secreta suya; parece que se había casado con una joven, y luego la había abandonado. Creo que se trataba de una criolla; pero jamás oí decir su nombre. -¿Nunca ha sabido usted nada de una niña? -Esa era también una historia extraña, la de la niña la pequeña Rosy. Algunos decían que era hija de la criolla; pero la Montalbón la reclamaba como suya. -Y Mitchel ¿qué se hizo? -Más o menos un año después de haberse presentado como marido de la Montalbón, se escapó, desapareció. Años más tarde circuló todavía una historia más: la del rapto de la niña. La Montalbón ofreció grandes recompensas a quien la 218
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encontrase; pero en vano. Hace como tres años, la casa de juego empezó a declinar; la Montalbón perdió su dinero, y por fin desapareció. -Si lo que me cuenta usted es cierto, puede serme de mucha importancia. ¿Cree usted poder reconocer a Mitchel? -No estoy seguro de eso. Pero escuche usted: había dos Mitchel, y ambos tenían el mismo primer apellido: Leroy. -¿Es eso perfectamente exacto? -Sí: eran primos. El otro era el más joven. Yo no tuve nunca la oportunidad de verlo; pero sé que era un mozo del género de los de la Asociación Cristiana de Jóvenes, es decir, de un género no muy parecido al mío. Recuerdo haber oído decir que estaba enamorado de la joven criolla... Pero hay una persona que podría dar a usted más pormenores, y si usted quiere, le diré quien es. -¿Quién es? -Un viejo que se llama Neuilly. Ese sabía todo lo concerniente a la criolla, y dice que también sabe muchas cosas de Mitchel. Me parece que la Montalbón tenía al viejo en sus garras, por algún secreto: de esta misma manera dominaba a muchos otros. Pero ahora, que la mujer ha muerto, probablemente conseguirá usted que Neuilly hable. -Bueno, déme usted la dirección de Neuilly, y haga lo posible por obtener alguna noticia sobre el otro Mitchel, el joven honrado. Si descubre usted lo que ha sido de él, le pagaré bien. Y mientras tanto, no diga usted a Sefton que ya no lo sirve usted. -¡ Pardiez! Ahora soy de usted en cuerpo y alma. Más diestro que Sefton, ha sabido usted hacerme hablar. Ha he219
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cho usted bien, y ahora le pertenezco. Páselo usted bien: cuando tenga algo que contarle, volveré a verlo. Al día siguiente, se dirigió Mr. Barnes a la casita en que Mr. Neuilly, un anciano de hermosa presencia, vivía completamente solo. El viejo lo recibió con cortesía, y en términos comedidos le preguntó el objeto de su visita. Mister Barnes vaciló un momento, no sabiendo cómo empezar; pero por fin dijo: -Mister Neuilly, he venido a pedir a usted que me ayude en un asunto de justicia. Había titubeado para hacerlo, temeroso de causarle una molestia; y si ahora estoy aquí, es porque ya ha agotado todos los otros medios. -Hable usted, señor -contestó el dueño de casa, inclinándose cortésmente. -Busco algunas informaciones con respecto a una mujer que era conocida con el nombre de la Montalbón y... La fisonomía de Mr. Neuilly sufrió una transformación repentina. Su sonrisa hospitalaria se desvaneció, y sus labios pronunciaron estas palabras con seca entonación: -No sé nada de esa mujer, y ahora mismo tengo que hacer fuera de casa. Al decir esas palabras, hizo un movimiento como para salir de la habitación. Mr. Barnes, Sorprendido, comprendió que debía obrar con rapidez, porque de lo contrario perdería toda oportunidad de obtener de aquel hombre las informaciones que necesitaba. -Un instante, Mr. Neuilly -le dijo:- no creo que se niegue usted a ayudarme a encontrar al asesino de esa mujer.
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Había calculado bien, pues esta última palabra hizo que Mr. Neuilly se detuviese. -¿Su asesino? ¿Quiere usted decir que esa mujer ha sido asesinada? -preguntó el anciano; y tardó unos instantes en volver; pero luego se sentó otra vez. -Rosa Montalbón fue asesinada en Nueva York hace algunos meses. Creo haber hallado el rastro del culpable. ¿Quiere usted ayudarme? -Eso depende de las circunstancias. Dice usted que esa mujer ha muerto. Si es así, la cuestión cambia de aspecto. Tenía motivos para no hablar de ella con usted ni con nadie mientras estuviese viva; pero si ha muerto, no tengo objeciones que hacer a usted. Mister Barnes creyó comprender. Tenía delante a una de las personas que Rosa Montalbón había dominado por medio de la intimidación, como decía Chambers. -Lo que deseo de usted, señor Neuilly –contestó -es muy sencillo. ¿Puede usted o no puede darme un dato que me hace falta? ¿Conoce usted a un tal Leroy Mitchel que fue marido de esa mujer? -Lo he conocido y mucho. Era un bribón de la peor especie, a pesar de sus maneras de hombre decente. -¿Sabe usted qué es de él? -No. Desapareció repentinamente de esta ciudad y no ha vuelto a vérsele -¿Ha conocido usted a la niña Rosa Mitchel? -La he tenido más de una vez sentada en mis rodillas. Ese hombre era su padre, el autor de la pérdida de una de las jóvenes más encantadoras que hayan existido. 221
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-¿Conocía usted a esa joven? ¿Sabe usted su nombre? -Sí. -¿Cómo se llamaba? -Ese es un secreto que he guardado durante demasiado tiempo para consentir ahora en revelarlo a un extraño. Para confiarlo a usted, necesito primero que me justifique usted sus investigaciones. -Voy a explicar a usted lo que ocurre. Ese Mitchel está en Nueva York, y va a casarse en estos días con una joven buena y digna de ser feliz. Mi opinión es que ha asesinado a Rosa Mitchel, o sea a Rosa Montalbón, para quitarla de en medio, pues ésta, me parece, lo tenía en sus manos mediante amenazas de algo que no sé. Por otra parte, la niña Rosa está con él. Mister Neuilly se levantó bruscamente y se puso a pasearse por el cuarto durante algunos momentos, presa de gran agitación, sin pronunciar una palabra. Por fin se detuvo y preguntó: -¿Dice usted que la niña está en su poder? -Sí. Aquí tiene usted el retrato de la niña. Y le enseñó la fotografía que Lucette había tomado. Mister Neuilly tomó la tarjeta y murmuró: -¡Es ella! ¡Es ella! Luego volvió a quedarse silencioso durante un rato, y después dijo: -¿Y usted cree que es él quien ha asesinado a la Montalbón? -Sí.
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-Terrible cosa, tener que llevar a la cárcel al padre de la pobre niña! ¡Qué deshonor! ¡Qué deshonor! ¡ Pero la justicia es la justicia! Parecía más bien hablar consigo mismo que con Mr. Barnes. De repente se volvió hacia éste y le dijo : -No puedo decir a usted ahora el nombre que me pide. Pero voy a ir con usted a Nueva York, y si lo que me dice usted es cierto, revolveré el cielo y la tierra, para que la justicia se cumpla. No es posible que ese miserable cause todavía la pérdida de otra existencia. -¡Muy bien! -exclamó el detective, contentísimo del resultado de su visita. -Permítame usted ahora una pregunta más: ¿qué sabe usted de otro individuo llamado también Leroy Mitchel? -Nunca lo he visto, pero he oído hablar de él. Había en torno de su persona un misterio que jamás he podido aclarar. Creo que amaba a la misma joven. Como quiera que sea, poco después de la muerte de ésta, se volvió loco y actualmente se encuentra en un asilo de alienados. No tenga usted esperanza de que pueda ayudarnos. Después de haber fijado con Mr. Neuilly la hora de la partida, volvió Mr. Barnes al hotel, a prepararse para el viaje. En su cuarto encontró a Chambers que le esperaba hacía rato. -¡Hola! -dijo el detective.- ¿Qué me trae usted de nuevo? -Nada que pueda ser agradable para usted; siento decírselo. He encontrado al otro Mitchel. Está loco, en un asilo de los alrededores de la ciudad. Pero el hombre de Nueva
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York es evidentemente el que usted busca. Se dice que el otro perdió la razón cuando murió su amada. -¿Ha descubierto usted el nombre de esa joven? -No he podido descubrirlo. Los que lo saben lo ocultan como si fuese, un secreto de estado. Esto dará a usted una idea del orgullo de los criollos. -Bueno. Me ha servido usted bien. Aquí tiene usted un billete de cien dólares. ¿Está usted contento? -¡Ya lo creo! Tenga usted buen viaje. Una hora, después, Mr. Barnes recibía un telegrama concebido así: «Encontró niña. -Lucette.» Mr. Barnes tomó el tren de la tarde para Nueva York, en compañía de Mr. Neuilly. Aquella misma noche, Mr. Robert Leroy Mitchel recibía en Nueva York un telegrama que decía: «Barnes para Nueva York con viejo Neuilly. Si Neuilly sabe algo, prudencia. -Sefton.»Después de leer estas líneas, Mr. Mitchel concluyó de vestirse, encendió un cigarro con el mismo telegrama, y fue en busca de su novia, a quien llevó a la Opera.
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XIV UN CASAMIENTO INTERRUMPIDO Durante la permanencia de Mr. Barnes en el Sur, poco o nada descubrieron sus espías de Nueva York con respecto a las personas que él les había encargado vigilar. Y en realidad, desde el punto de vista de un detective, los acontecimientos de esos días carecían de interés. El curso ordinario de los asuntos, las noches en el teatro, en la Opera, los five o'clock teas, la conocida rutina de la vida de un hombre o de una mujer de sociedad; he ahí todo lo que los agentes habían podido observar. Hay que mencionar, sin embargo, un hecho importante: se había fijado el día del casamiento de Mr. Mitchel con miss Remsen; debía efectuarse el 5 de mayo, el mismo día que Mr. Bares llegaría a NuevaYork con Mr. Neuilly. Parecía que la fatalidad interviniera en los sucesos; mientras, que en Nueva Orleáns un detective buscaba una prueba que le permitiese acusar formalmente a un hombre del horrible crimen de asesinato, en Nueva York una joven, buena y hermosa, empeñaba su fe a ese mismo hombre y se 225
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preparaba para presentárselo magníficamente ataviada el día de la boda. En cuanto al principal interesado, iba y venía con una suprema indiferencia, parecía creerse fuera del alcance de todo peligro y aceptaba su próxima felicidad como si realmente fuera digno de ella. La manera de ser de Dora Remsen durante ese tiempo ofrece mucho interés. Se recordará que Mr. Randolph había dejado escapar una oportunidad de declarar su amor a la joven, pero había tenido tiempo de prevenir a ésta contra M. Thauret, a quien consideraba como un individuo indigno de confianza. La persona que hace esa clase de advertencias abriga la esperanza de que se le prestará atención; pero la experiencia, la historia, nos demuestran que la proporción de ese género de prevenciones escuchadas y más que todo atendidas, es mínima. Se puede afirmar sin caer en exageración, que la intervención de un tercero bien intencionado ha arrojado a muchas personas las unas en brazos de las otras, mientras que, si se las hubiera dejado entregadas a su propio raciocinio, quizá no se habrían sentido atraídas la una por el otro. Y eso parecía ser lo sucedido en el caso de que hablamos. No solamente M. Thauret había llegado a ser un visitante asiduo de las Remsen, sino que, además, parecía gozar de grandes preferencias. No le faltaba, en verdad, cierto don de atracción. Su conversación era muy animada, y sus maneras irreprochables; había viajado, y no solo había visto el mundo, sino que cosa poco común, había sabido observar. Era una
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fuente inagotable de anécdotas, y fácilmente monopolizaba la atención de todos los presentes en un salón. Mr. Randolph notaba, con creciente disgusto que Dora formaba siempre parte del grupo que escuchaba los relatos de M. Thauret; y lo que lo atormentaba más era que él mismo, después de haber empleado mucho tiempo en buscar en el carácter de ese hombre algún defecto grave, se veía obligado a confesarse que no tenía contra M. Thauret más que prevenciones. Pero éstas eran tan grandes sino mayores que al principio. Por fin, decidido a hablar del asunto a míster Mitchel, aprovechó una tarde en que los salones de la familia Remsen estaban atestados de gente y su rival, como de costumbre, hablaba rodeado de un atento auditorio. -Mitchel -dijo a su amigo -¿cómo diablos ha podido ese Thauret relacionarse con esta familia? -Creo que Dora lo conoció en alguna otra casa. ¿Por qué? -¿Por qué? ¿Es posible que usted lo pregunte? -¡ Si es posible! ¡ Seguramente! Dígame usted por qué. La verdad, Mitchel. ¿Usted es ciego, o no tiene ojos más que para miss Emilia? ¿No ve usted el peligro que corre, miss Dora en la sociedad de ese hombre? -Amigo Randolph, para hablar con franqueza, confesaré a usted que no veo donde está el peligro. ¿Quiere usted decírmelo? -Suponga usted... ¡ suponga usted que Dora empiece a amarlo! ¡ Suponga usted que se case con él! 227
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-Bueno. ¿Y qué? -¿Y qué? ¡Es usted capaz de hacer perder la paciencia a un santo! Habla usted de esa niña que quizá va a dejarse arrastrar por ese... por ese, hombre que no vale nada, con tanta calma como si estuviéramos discutiendo una jugada de billar. -Randolph, amigo mío, permítame usted que le dé un consejo. Cuando un hombre se ha fijado en una mujer y desea casarse con ella, debe observar dos reglas importantes; creo que usted las ha olvidado ambas. -¿Qué quiere usted decir? -Antes de explicarme, voy a permitirme hacerle una pregunta. ¿Estoy en lo cierto al suponer que usted desea casarse con Dora? -¡ Pone usted los puntos sobre las íes! Pero yo no tengo por qué ocultar la verdad; sí, es cierto que me consideraría feliz si consiguiera que miss Dora me amase. -Muy bien. Ahora voy a decir a usted cuáles son esas dos reglas: primera, no hable usted más de su rival; segunda, no espere usted demasiado para hablar. Mr. Randolph miró un momento a su amigo, y luego le alargó la mano, que el otro estrechó afectuosamente. Después, con esta sola palabra: «!Gracias!» se dirigió hacia el grupo en que estaba Dora. Al cabo de un rato, aprovechando un momento de calma, se inclinó al oído de la joven y le dijo a media voz: -¿Podría hablar un instante, con usted? Dora alzó los ojos, lo miró, evidentemente sorprendida del tono de su voz, y le preguntó: 228
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-¿Es muy importante lo que quiere usted decirme? -Muy importante -contestó él. La joven se separó del grupo y se dirigió al saloncito contiguo, donde se sentó en un sofá y lo invitó a hacer otro tanto. Después de un corto silencio, durante, el cual ambos estuvieron absortos en sus pensamientos, Mr. Randolph comenzó: -Miss Dora, desearía que me escuchase usted... que me escuchase hasta el fin. Usted sabe que la amo. Se detuvo un instante. Dora tembló ligeramente, se ruborizó, e inclinó la cabeza. Mister Randolph prosiguió: -Nunca se lo he dicho de palabra; pero usted es mujer y debe haber leído en mi corazón desde hace tiempo. ¡Una mujer comprende también esas cosas! Pero yo, que no soy más que un hombre, no he podido por mi parte leer en el corazón de usted. Cierto, no sé si en usted hay algún sentimiento de afecto hacia mí. Hubo un tiempo en que, lo creí; pero, últimamente... En fin ¿qué importa eso? No deseo hablar ahora de esas cosas. Así, pues, en dos palabras, lo único que quiero decir a usted es que si supiera que un día sería usted mi esposa, me sentiría inmensamente feliz. En cambio de una promesa suya, yo le ofrezco mi vida entera. Y ahora creo que lo he dicho todo. Dora, mi Dorita, idolatrada... quiere usted. ¿Podría usted decirme una palabra de consuelo? Mr. Randolph había tomado la mano de la joven, y lo cierto era que ésta no se había resistido ni la había retirado, lo que había alentado al tímido enamorado a emplear los términos cariñosos del final de su declaración.
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Dora vaciló un instante; luego retiró suavemente su mano, y alzando hacia él los ojos en los cuales se notaba una humedad inusitada, murmuró: -¿Lo desea usted realmente? -¡Mucho! ¡ Imposible me sería decir cuánto lo ansío!- Y trató de tomarle nuevamente la mano; pero ella no le dejó. Y bruscamente le preguntó: -¿Usted no da importancia al dinero, no es cierto? Miss Remsen, usted me ofende. -¡No, no! -dijo Dora vivamente -Usted no me ha comprendido. Al hablar de dinero, no me refería al mío. No puedo dar a usted más explicaciones; pero usted debe contestar a mi pregunta. ¿Le incomodaría a usted?... ¿Cómo diré? Suponga que yo hiciera algo que le costase a usted mucho dinero... -¡Oh, ya comprendo! -exclamó Mr. Randolph, y su rostro se iluminó. -¿Quiere usted decir que hace gastos extravagantes? No se mortifique usted por eso un solo instante. Podrá usted costarme todo el dinero que una mujer sea capaz de gastar, no me quejaré por eso. La joven pareció sentir algún alivio; pero se calló durante unos instantes. Su mirada se volvió hacia un lado, y Mr. Randolph, que la siguió, la vio detenerse en M. Thauret. Con ímpetu de celos le atravesó el corazón. Iba ya a hablar, cuando Dora lo miró intensamente, y con emoción contenida le dijo: -Confío en que no se enojará usted conmigo, que no me juzgará usted mal. Hay algo, que no puedo explicar a usted por ahora y a lo cual estoy segura no opondrá usted objecio230
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nes. Pero hasta que me encuentre en libertad de decir a usted de que se trata... no puedo, no puedo darle una respuesta. ¿Querría usted esperar un poco? En el tono con que pronunció estas palabras, había algo de alentador. -¿Cuánto tiempo? -preguntó Mr. Randolph, sin poder dominar su irritación y preguntándose interiormente si lo que la joven no podía decirle tenía alguna relación con M. Thauret. -¿Sería demasiado pedir a usted... que esperase, por ejemplo, hasta el día de año nuevo? -El plazo es demasiado largo; pero si usted lo desea así, esperaré. -¡Oh, gracias! Esta fue la única respuesta de la joven, pero su voz resonaba con acento de alegría, sus ojos estaban húmedos, y Mr. Randolph pensó durante un corto momento que ese tierno corazón le pertenecía. Con un impulso al que la joven no pudo resistir, la atrajo hacia si, y depositó suavemente, un beso en sus labios. Mr. Randolph se sentía dichoso, a pesar de que Dora, al separarse, de él, fue directamente a juntarse con M. Thauret, el cual la recibió con calurosa amabilidad. Existe algo, llámesele magnetismo ú otra cosa, que mantiene ligados, aun a la distancia, a dos corazones que se aman realmente, y hace que la impulsión que nace del uno excite el mismo sentimiento en el otro. Y un hecho extraño, pero constantemente comprobado, es que el hombre, por más profundamente enamorado que se crea, no lo está del todo hasta después de haber recibido uno de esos mensajes ins231
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tantáneos que Cupido, envía por el telégrafo del amor. Una vez que eso ha acontecido, ya es otra cosa; el hombre se encuentra encadenado; la calma, y la reflexión lo abandonan; y si acaso durante las solitarias horas de la noche se le ocurre pensar decirse que se ha engañado, que esa mujer no lo hará feliz, que tiene esta o aquella imperfección, todo eso importa poco; su única importancia está en los sufrimientos que tales pensamientos causan. El amor, de un solo golpe, ha destruido la virilidad del hombre, éste no tiene ya el menor imperio sobre sí mismo; y así se ve que, tan pronto como encuentre nuevamente a la mujer de quien ha querido alejarse, cualquiera que sea la manera como ésta lo trate, su amor por ella aumenta y lo devora. Esa mujer puede maltratarlo, injuriarlo, ¡ no importa! a pesar de eso, tal vez por eso mismo, lo atrae invenciblemente. Tal fue lo que sucedió con el pobre míster Randolph. Durante muchas semanas sufrió horriblemente. Cuando estaba solo daba a su amada los nombres más amargos que los celos pueden sugerir; pero después sucedía invariablemente, que de improviso cruzaba por su mente el recuerdo de ese único instante en que la joven había parecido entregársele por entero, darle su alma: y entonces su razón se callaba, obligada al silencio, y a las reflexiones desesperadas sucedían otras. -Si fuera pobre no habría procedido así -se decía. -Me ama, no puedo negarlo; y si me trata de esta manera, es por alguna razón que no me es posible comprender. Ella misma me lo ha advertido; me ha dicho que, cuando tenga libertad para hablar y me lo cuente todo, no me arrepentiré de haber 232
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esperado. Debo tener paciencia y esperar... debo confiar en ella, no tengo motivos para dudar de su sinceridad; estoy convencido de que, es sincera. Y después, poco a poco, volvían a invadirlo las mismas dudas de antes, y el sufrimiento oprimía otra vez su corazón con igual fuerza. Más o menos un mes después de la conversación de miss Dora Remsen con Mr. Randolph, tuvo la joven otra, del mismo género con M. Thauret. Este llegó a la casa una tarde en que la joven estaba sola, de manera que encontró libre el campo. Le habló primero de todas las cosas que había creído notar eran más de su agrado, y ella gozaba realmente de tan agradable conversación, cuando de improviso, a la hora en que ya el crepúsculo se acercaba, y el salón iba obscureciéndose poco a poco, introdujo en la conversación un tema íntimo. Habló de sí mismo, de la vida errante que llevaba, de su aislamiento en el mundo solo como se encontraba, sin parientes cercanos ni lejanos. De paso, como quien habla de algo que no tiene importancia, dijo que era de cuna aristocrática. Después pintó con colores interesantes el cuadro del hombre de naturaleza afectuosa, que sin embargo, se ve obligado a vivir una existencia desprovista de afección, porque no tiene nadie a quien volverse en demanda de felicidad. Y luego le preguntó en forma delicada y fina, si ella por su parte, no había pensado nunca en eso; si jamás había sentido la necesidad de tener a su lado a alguien para quien poder ser lo que ese alguien sería para ella. Su alegato era elocuente, agradable al oído, y la joven lo escuchaba bastante impresio-
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nada; pero la contestación no fue exactamente la que él esperaba. -¡Oh! Sí -dijo miss Dora; -he pensado vagamente en todo eso; pero vea usted: he pasado tanto tiempo consagrada a amar a mi bella Reina, que no puedo imaginarme la vida sin ella. Y sin embargo al decir esto, su voz tembló ligeramente,pronto voy a perderla, pues cuando se case se alejará de nosotros, por algún tiempo. Entonces, probablemente sentiré la soledad de que me habla usted. De modo que, si quiere usted conocer mis ideas sobre el particular, será preciso que espere, usted hasta después del casamiento de mi hermana. Dijo esto en tono serio, y M. Thauret, considerando la respuesta alentadora, pero concluyente por entonces, cambió de conversación. Un rato después salía de la casa, y al alejarse por la avenida, una sonrisa casi triunfal iluminaba su rostro. Pero este dato no figuró en el informe dirigido a Mr. Barnes en la noche, porque el espía que vigilaba, a M. Thauret iba detrás de él y no podía, verle la cara. A los pocos días salían del club juntos míster Mitchel y M. Thauret, y éste, de repente, se puso a hablar de la familia Remsen. -Dos muchachas en realidad encantadoras -dijo; -pero hay que ser rico para darse el lujo de casarse con una de ellas. Supongo qué hasta la muerte de la madre no tendrán nada suyo? Mr. Mitchel creyó comprender el motivo de la pregunta, y por razones personales tuvo gusto en poder contestar:
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-¡Oh, no! El padre les dejó una linda suma, cincuenta mil dólares, que cada una recibirá el día de su matrimonio. Naturalmente, la, fortuna ha pasado a manos de la viuda; pero ésta no tiene derecho más que al usufructo, y cuando muera, las dos hijas se repartirán por igual la totalidad de los bienes. Calculo que será más o menos medio millón. -¡Qué mozo tan feliz es usted! Quisiera tener su suerte. -¿Cómo es posible, mi querido Thauret, que un hombre inteligente como usted, crea, en un absurdo como ese de la «suerte»? La suerte no existe, como tampoco existe su contraria, la fatalidad. Cada cual prospera o no, según su habilidad para dirigir su existencia. Usted me envidia mi matrimonio con Emilia, cuando su hermana Dora es tan interesante como ella y más rica que ella. -Miss Dora es interesante en todo sentido, cierto; pero eso no quiere decir que, yo sea, un pretendiente afortunado. ¿Por qué dice usted que es más rica que su hermana? -Porque Emilia, que la quiere mucho, le ha prometido diez mil dólares para el día que se case, con una sola condición. -¿Cuáles? -Que, el marido sea de su gusto. Hubo un silencio de algunos minutos, interrumpido al fin por M. Thauret: -¡ Pues bien! -dijo: -usted va, en razón de su próximo matrimonio, a ser el único hombre de la familia, y es natural que su influencia sea decisiva en la casa. Si yo deseara casarme con miss Dora ¿podría esperar que usted favoreciese mi deseo? 235
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-No me dice usted una novedad, se lo aseguro; y todo lo que puedo contestarle, es que si obtiene usted el consentimiento de Dora, puede contar con el mío. -¡Gracias! -dijo M. Thauret, con acento de emoción. Ninguno de los dos habló después de esto. Al llegar al hotel de la Quinta Avenida, M. Thauret se despidió de Mr. Mitchel, y éste subió a su departamento. M. Thauret se dirigió también a su domicilio. Llegó, se encerró en su cuarto, y se puso a fumar. Mucho más de media noche era, y de su boca seguían saliendo ligeras nubes de humo. Parecía ocupado en la construcción de castillos en el aire; y a juzgar por la expresión satisfecha de su cara, se habría podido deducir que no eran castillos sino palacios los que edificaba. Las cosas se hallaban en ese estado, cuando llegó el día del casamiento. Todo era agitación en casa de las Remsen. Las amigas de la novia que debían acompañarla en la ceremonia, llegaron temprano, la ayudaron a vestirse, y luego comenzó el coro de alabanzas. Dora miraba a su hermana, en éxtasis. En cuanto a ella, había recibido dos magníficos ramos de flores: uno de claveles, enviado por Mr. Randolph, y el otro formado por diferentes flores escogidas, entre las cuales predominaban los lirios, adornados con largas cintas de raso blanco: ése era de M. Thauret. La joven permaneció un momento delante de las flores, admirándolas; luego desató con cuidado los claveles, tomó varios de diferentes colores, y con ellos hizo un ramillete que se prendió en el pecho, bastante alto para poder aspirar su perfume. Pero en el mo-
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mento de salir de la casa, tomó también los lirios y los llevó en su mano enguantada. Y antes de que terminara el día, ocurrió una pequeña tragedia, de que la joven fue autora no sólo inocente, sino también inconsciente. Con el movimiento de la multitud de invitados que se apresuraban a entrar en la iglesia, el ramillete de claveles se le cayó del pecho, lo que ella no notó, preocupada y agitada como estaba. Pero Mr. Randolph, que se encontró cerca de ella, como que era uno de los testigos del novio, observó que su amada llevaba flores en la mano, pero no las que él le había enviado. Entonces, apenas pudo acercársele, le preguntó quién se las había, enviado; y ella se lo dijo. Mr. Randolph no le hizo la menor reclamación; pero esa noche no durmió. Así es como los hombres sufren con tanta frecuencia por causas que no son más que aparentes. El traje de la novia era... pero ¿para qué tratar de describir lo que sólo un Worth puede crear y una mujer rica puede ofrecerse? Imaginaos, si podéis, la tela color perla más rica y brillante, adornada con los encajes más maravillosos, y con esto, si tenéis una idea del genio de Worth, adivinaréis cómo estaba vestida Emilia. Cuando entró en la iglesia, apoyado en el brazo de Mr. Van Rawlston, que como amigo íntimo de su padre difunto lo reemplazaba en ese acto, todas las damas presentes echaron una ojeada a la novia y a su vestido, y Iuego cambiaron entre ellas frases de admiración. Pero todas estas expresiones entusiastas apenas bastaban para describir a Emilia Remsen, que de la cabeza a los pies tenía el aspecto de una «reina real», como Dora decía todavía años después, saboreando con deleite ese recuerdo. 237
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Una vez que la novia y su cortejo hubieron pasado, los invitados buscaron con la vista al novio, y con asombro vieron que no estaba presente. Hubo murmullos, preguntas; pero nadie recibió respuesta satisfactoria. Algunas personas supusieron un error en la fijación de la hora, y que la novia con sus acompañantes habían llegado demasiado temprano. La situación era en extremo desagradable, pues una vez llegados al pie del altar, no había de volverse atrás y salir de la iglesia. De manera que todos, de pie en grupo numeroso, esperaban. En todos los rostros se notaba una expresión de inquietud, y el sonido del órgano era lo único que turbaba el silencio solemne que reinaba en la iglesia entera. Los invitados empezaban a sentirse inquietos, a medida que los minutos pasaban y el novio no aparecía: todos contenían la respiración, presintiendo que había ocurrido o que iba a ocurrir algo terrible. Algunos amigos íntimos de la familia se dirigieron a la sacristía, andando con la punta de los pies; pero la puerta estaba custodiada por un hombre vestido de librea que, lo único que contestaba, a las preguntas, era que nadie podía entrar. Mientras tanto, detrás de esa puerta se desarrollaba una escena en extremo interesante, rápida y única en su género. En el momento en que los novios iban a dirigirse juntos al altar, llegó a escape un coche, del cual salió Mr. Barnes y rechazando al portero que pretendía impedirla la entrada, se precipitó en la sacristía. Una vez en presencia del novio y de sus testigos, exclamó con estupor de éstos: -¡Gracias a Dios que no llego tarde!
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-¿Está usted seguro? -le preguntó Mr. Mitchel, con irritante calma. -He venido para impedir la celebración de este casamiento -replicó el detective, con cierta emoción. -Querrá usted decir que ha venido a demorarlo, como lo hace usted desde ahora, pues mi novia me espera ya delante del altar. -He dicho que vengo a impedir del todo el casamiento, y... -Un instante, Mr. Barnes. No hay tiempo que perder y además no deseo que hable, usted con demasiada claridad. Deje usted que hable yo. Usted tiene razones, que adivino, para procurar que no me case. ¿No es eso? -¡Eso mismo es lo que he dicho. -Pero, sí puedo probar a usted en este instante, que no adelantará usted nada con demorar la ceremonia, ¿dejará usted que se celebre? Después de terminada hará usted lo que quiera. -Sí, consiento; pero lo que pretende usted es imposible. -Nada es imposible, Mr. Barnes. Lea usted, se lo ruego. Y sacando del bolsillo un papel, se lo puso delante de los ojos. Mr. Barnes lo tomó con ademán nervioso, lo leyó, y luego miró a míster Mitchel con expresión de estupefacción: -Esta es una infamia, Mr. Mitchel -exclamó; -y... -..Y usted me ha dado su palabra, de no demorarme más. Si quiere, usted venir a las dos de la tarde a mi hotel, contestaré a todas las preguntas que quiera hacerme. Me parece que usted sabe que puede tener confianza en mí. Señores, pasemos a la iglesia. 239
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Diciendo estas palabras echó a andar, y detrás de él sus amigos. Mr. Barnes se quedó solo en la sacristía, desconcertado y rabioso. Los invitados lanzaron un suspiro de satisfacción al ver al novio. La ceremonia se efectuó rápidamente, y media hora después Mr. Leroy Mitchel y su esposa se dirigían en carruaje al hotel de la Quinta Avenida. Mr. Barnes no había esperado a verlos salir de la iglesia: apenas se halló solo en la sacristía, salió precipitadamente a la calle sin poder apartar de su mente el documento que acababa de leer y que no era otro que un certificado del casamiento civil, fechado la víspera en la oficina del alcalde. Cualquiera que fuese la razón del detective para querer impedir el matrimonio, el telegrama, de Sefton había permitido a Mr. Mitchel burlar otra vez las precauciones del detective, haciendo sencillamente que el casamiento civil precediera al religioso.
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XV MR. MITCHEL EXPLICA UN CIERTO NÚMERO DE COSAS Apenas llegado a Nueva York, Mr. Barnes se había dirigido a su oficina, donde no dejó de quedarse sorprendido al encontrará Lucette. -¿Qué hay? -le preguntó. -He venido -contestó la joven -porque quería hablar con usted apenas llegase. No hay tiempo que perder. -¿Por qué? ¿Qué sucede? -Su plan para que pudiera conseguir informaciones por medio de la oficina de correos de East Orange, no surtió efecto. El jefe de la oficina me dijo que habría tenido mucho gusto en servir a usted pero temía que sus superiores considerasen lo que usted le pedía como una infracción de los reglamentos. Habría sido necesario que usted se proveyera de una autorización del director general de correos. Al oír su respuesta me decidí a proceder por mí sola, sin ayuda de nadie, y comencé por un examen sistemático de todas las casas de la ciudad. La operación fue difícil, pero al fin, y al cabo 241
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encontré a la niña. Y ahora es inútil que dé a usted detalles, pues la niña no está ya en Bast Orange. Mitchel fue ayer por ella, y la trajo a Nueva York. -¿Por qué no lo siguió usted, para ver adónde la llevaba? -Así lo hice, y esta vez estoy segura de que ni sospechó que yo lo observaba. La niña está en casa de las Remsen: -¡En casa de las Remsen! ¿Qué querrá decir eso? -No lo sé. Pero sí sé, y le aviso a usted, que esta mañana, a las diez se celebra en la catedral de San Patricio el casamiento de Mitchel con miss Remsen. -No, si yo puedo impedirlo -contestó el detective. Y se apresuró a dirigirse a la iglesia, para obtener el resultado que nuestros lectores han visto en el capítulo anterior. A las dos de la tarde en punto, se presentaba Mr. Barnes en el hotel de la Quinta Avenida, acompañado de Mr. Neuilly. El portero, que estaba advertido, les rogó que subiesen al departamento de Mr. Mitchel, donde fueron recibidos con tanta amabilidad como si hubieran sido dos de los invitados a la boda. Mr. Mitchel inició la conversación de manera muy jovial. -¡Ah, Mr. Barnes! -dijo. -¡Qué contento estoy de tener ahora todo el tiempo necesario para que conversemos! Esta mañana, crea usted, estaba muy ocupado. Se me presentó usted en un momento tan inoportuno, que temo haber estado brusco en demasía -Mr. Mitchel -contestó el detective -no estoy de humor de hablar en broma. La visita que este caballero y yo hacemos a usted, es cosa muy seria, se lo aseguro. Este caballero 242
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es míster Neuilly, de Nueva Orleáns, y ha venido desde allá sólo para prestar su ayuda a la justicia. -¡Es posible! Tengo gran placer en conocer a usted, Mr. Neuill y -dijo Mr. Mitchel acercándose al anciano y alargándole la mano con tanta cordialidad que el viejo no pudo menos que tomarla, aunque diciéndose interiormente que preferiría tocar carbones encendidos antes que la mano del hombre que había causado la desgracia de la hija de su antiguo amigo. Mr. Mitchel no pareció notar su agitación, invitó a los dos visitantes a sentarse, se arrellanó él en un cómodo sillón, y continuó: -Ahora, Mr. Barnes, ¿me permite usted que le manifieste mi asombro por el empeño con que ha seguido usted el rubí robado a mi mujer hasta Nueva Orleáns? -No me he ocupado de eso; y creo que usted sabe por qué he deseado impedir su casamiento. -Pues... no; no estoy seguro de saberlo. ¿Qué razón tenía usted para querer impedirlo? -Si no lo sabe usted ¿por qué se casó usted ayer y no hoy? -Podría contestar a usted que eso se hace con frecuencia; pero quiero proceder honradamente, y le diré que no imaginé tal cosa hasta el momento en que supe que volvía usted precipitadamente a Nueva York. Entonces, mire usted, pensé que podría habérsele ocurrido a usted la mala idea de impedir mi matrimonio. Convenga usted en que a veces tiene ocurrencias muy raras, y yo lo conozco lo suficiente para saber que si por un momento había concebido semejante pen243
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samiento, no vacilaría en ponerlo en práctica. Y veo que no me engañaba, puesto que esta mañana ha tratado usted de hacer lo que yo temía. De modo, pues, que, aunque estaba decidido a casarme en la catedral en la fecha fijada desde hacía tiempo, resolví precipitar los sucesos y persuadí a mi novia, de que debíamos hacerlo un día antes. Esto es todo lo ocurrido, se lo aseguro. Y ahora ¿cuál era el fin que usted perseguía? -Usted lo sabe perfectamente, y todo lo que acaba de decir es pura fanfarronada. No vendrá usted a sostenerme, que ignora que mi intención era emplear a Miss Emilia Remsen como testigo contra usted, lo que no puedo hacer ahora que es la señora Mitchel. -¡ Pues bien, sí, Mr. Barnes! Confieso que esta idea se me vino a la mente. Y ahora ¿qué piensa usted hacer? -En primer lugar, arrestar a usted por el rapto de la niña que estaba bajo el cuidado de Rosa Montalbón. Mr. Barnes esperaba notar algún indicio de sorpresa en su adversario; pero esa esperanza se frustró. -¡Bueno! -dijo Mr. Mitchel. -¿Y después? -Después, obligaré a usted a que me revele el lugar en que tiene actualmente escondida a la niña, y a que la haga venir a mi presencia. -Me parece que si yo me opusiese a que hiciese usted eso, podría tener usted más de una contrariedad. Pero vamos a invertir el orden de las cosas, y comenzaré por hacer que vea usted a la niña. ¡Emilia! La joven desposada, que estaba en la habitación inmediata, entró en la sala, acompañada de una jovencita muy lin244
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da. Mr. Mitchel se levantó, y tomando de las manos a la niña, se acercó tranquilamente a Mr. Nellilly. Cuando estuvieron delante de éste, dijo: -Rosa: este caballero es Mr. Neuilly; ha sido un buen amigo de tu mamá, y acaba de venir desde Nueva Orleáns sólo para verte. Me parece que desearía abrazarte, ¿no es verdad, míster Neuilly ? Este parecía muy conmovido. Aquella encantadora aparición le llevaba a la memoria un pasado lejano: le recordaba a otra niña cuyo desarrollo había seguido cariñosamente. En efecto, Mr. Neuilly había amado en su juventud a la abuela de la niña que tenía en su presencia; había pedido su mano, pero sin resultado; y el amor que no había cesado un solo instante de profesar a esa mujer, le había hecho permanecer soltero toda su vida. En aquel joven rostro había ciertas expresiones que le recordaban a las dos mujeres ya muertas, a la madre y a la hija; a las dos personas que él más había amado en el mundo. No pronunció una palabra, pero atrajo a la niña hacia su pecho y la besó. Luego se levantó, sin soltarle la mano y la condujo hacia la puerta del cuarto contiguo: allí volvió a besarla una vez más en la frente, y lo dijo que esperase un rato en ese cuarto, y cerró la puerta detrás de ella. Hecho esto, se volvió y con el corazón henchido de cólera, que su voz revelaba suficientemente, exclamó: -¡Mr. Mitchel: si en esto no hay un error, usted es el malvado más despreciable de la tierra entera! ¡Explíquese usted! ¡Es necesario que yo sepa ahora mismo la verdad! -«Es necesario...» Mr. Neuilly, esa es una intimación a la que rara vez obedezco. Pero sé cuánto ha sufrido usted, y no 245
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deseo prolongar esta entrevista más de lo conveniente. Sin embargo, tengo que conocer antes que todo, la situación tal cual es. ¿Qué idea se han formado usted y Mr. Barnes? -Yo voy a explicársela a usted en pocas palabras -dijo el detective; -pero con la condición de que la señora se retire. -Mi mujer forma ahora parte de mí mismo -contestó Mr. Mitchel. Y enlazando, orgulloso, su talle con el brazo derecho, la atrajo más hacia sí. Luego continuó: -No tenga usted el menor recelo para hablar. Emilia ha jurado compartir mi vida, tomarme tal cual soy, y desde ahora quiere cumplir su juramento. Hable usted. -Pues bien: ahora sé que a la Rosa Mitchel que ha sido asesinada se la conocía en Nueva Orleáns con el nombre de Rosa Montalbón, y que usted era su marido. He descubierto también que usted engañó a una joven criolla, la madre de esta niña que acaba de estar aquí; que cuando usted la abandonó, la infeliz murió con el corazón destrozado, mientras usted permitía, a la Montalbón apoderarse de la niña y hacerla pasar por hija suya: más tarde, se la quitó usted. La Montalbón sospechaba que usted pensaba en volver a casarse y quiso impedirlo. Su aparición aquí, precisamente en la época en que ya iba usted a casarse, debe haber sido para usted una amenaza. ¿No está claro lo demás? Por motivos menores, se han cometido muchos asesinatos. He aquí por qué creo que hay suficientes razones para arrestarlo a usted. -Con menos razones también podría usted arrestarme -dijo Mr. Mitchel: -eso sucede todos los días. -Pero para que
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se me condenara, tendría usted que probar el fundamento de sus suposiciones. -¿Cómo sabe usted que no puedo probarlo? -Por la sencilla razón de que todas sus deducciones son falsas. -¡Muy bien! Eso es lo que tendría usted que probar, Mr. Mitchel. -Estoy dispuesto a hacerlo. Comencemos. Según lo que usted acaba de decir, yo he cometido un rapto: eso es cierto sólo en parte, pues, si en realidad saqué a la niña del poder de la Montalbón subrepticiamente, y por la fuerza, al proceder así lo hacía en pleno ejercicio de mi derecho. -Entonces, ¿reconoce usted ser el padre de la niña? -Por el contrario, lo niego, y ese es el punto débil de la historia que usted cree saber. La argumentación de usted reposa enteramente sobre el supuesto de mi culpabilidad como ofensor de la madre de la niña, y sobre la circunstancia de haberme tenido la Montalbón entre sus manos. Pero los hechos son otros: ni yo soy el padre de la niña, ni la Montalbón tenía muchas probabilidades de compelerme a hacer lo que ella quería. -¡ Pero usted me ha confesado que podía hacerlo, puesto que para hacer que se callase, le dio usted joyas por valor de una suma considerable! -Cierto; pero eso no indica que me sometiera a sus pretensiones. -Mr. Mitchel, sería muy raro que yo olvidase alguna vez lo que se me dice. El día que estuvimos en el sótano me dijo usted que había estado a merced de esa mujer, por causa de 247
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ciertos hechos escandalosos que podía revelar, divulgación que malograría el noviazgo de usted con miss Remsen. Y ahora dice usted que no es cierto que haya comprado el silencio de la Montalbón. ¿Cómo puede usted explicar esas dos afirmaciones que se contradicen? -Dos afirmaciones que se contradicen pueden ser ciertas, si ha transcurrido un largo lapso de tiempo entre los hechos a que cada una de ellas se refiere. Cuando dije a usted que había estado a merced de esa mujer dije la verdad, pues así lo creía. Pero de entonces acá he aprendido a apreciar el carácter de la joven que es hoy mi esposa, y eso lo explica todo. Hoy sé que, aunque la historia de la Montalbón hubiese sido publicada en el universo entero, ese escándalo no habría alterado la confianza que Emilia Remsen tendría en mí, apenas yo le hubiese explicado la verdad de los hechos. -Señores, ¡ por la salvación eterna! -interrumpió Mr. Neuilly -concluyan ustedes esta discusión, y vayan a los hechos. Ardo en impaciencia por saber la verdad... -Sí, Roy -dijo Emilia -¿por qué no cuentas enseguida la historia verdadera para que todos salgan de la duda? -Eso mismo tengo la intención de hacer. Antes he querido solamente divertirme suscitando una pequeña querella a Mr. Barnes. Pero veo que he sido cruel con Mr. Neuilly, le ruego que me perdone. Para empezar por el principio, necesito volver hasta muy atrás, a una época de mi juventud, transcurrida en Nueva Orleáns. En ese tiempo, estaba enamorado de una linda joven...
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Se detuvo un instante y oprimió tiernamente la mano de su esposa: ella devolvió el apretón, como para decirle que comprendía. -No creo -prosiguió Mr. Mitchel -tener necesidad de mencionar el nombre de la madre de Rosa; a no ser que ya usted lo haya hecho, Mr. Neuilly. -¡Dios sabe que no soy capaz de haber divulgado ése secreto! -dijo el anciano. -No me he imaginado un solo instante que lo haya hecho usted, pues, aunque esta es la primera vez que lo veo, sé que es usted un hombre honrado. Parece que se asombra usted de lo que digo; pero no hago más que decir la verdad. No soy el hombre por quien usted me toma. Ese está actualmente en un asilo de locos: yo soy su primo. Sé que hay quien supone que el loco soy yo; pero eso no es más que un error propalado por la Montalbón para que sirviese a sus planes. He aquí los hechos: «Desde niño, cuando todavía estaba en el colegio, amaba a una de las niñas del mismo colegio, la que después fue madre de Rosa. Antes de partir del Sur para entrar en la Universidad, dije a mi pequeña amada, que entonces sólo tenía 15 años, que a mi regreso me casaría con ella. Ese fue mi primer amor, y el suyo también. »Yo tenía un primo, diez años mayor que yo, elegante y rico, pero jugador y aficionado a la bebida. Cómo ustedes saben, la Montalbón tenía una casa de juego, y, naturalmente, mi primo, arrastrado por su vicio favorito, era visitante asiduo de la casa.
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»Una noche que mi primo estaba ebrio, la Montalbón lo convenció de que debía casarse con ella, hizo llamar a un sacerdote, y la ceremonia se efectuó en secreto. »Muchos días pasaron antes de que mi primo recuperase enteramente la razón, y cuando eso sucedió, había olvidado todo cuanto se relacionaba con su casamiento. Esa infernal intrigante de la Montalbón no se lo hizo recordar; por el contrario, a fuerza de paciencia y astucia, lo persuadió insidiosamente de que se casase, le indicó con quien: era mi amiguita. Su plan tenía un doble objeto: el dinero y la venganza. Al empujar a mi primo a una unión que lo hacía bígamo podía, empleando el certificado del matrimonio con ella, arrancarle el dinero que quisiera; y al mismo tiempo se vengaba de la familia de, mi amiguita, por ofensas que decía le habían hecho. »Fue tan hábil, que obtuvo el resultado que esperaba. Mi primo era buen mozo, yo estaba ausente: desde el primer día en que fue presentado a la linda jovencita, se enamoró realmente de ella e insistió tanto que, por fin, consiguió hacerse escuchar. »El matrimonio se efectuó, y desde ese momento quedó mi primo entre las garras de la Montalbón, la que aprovechó ampliamente esa ventaja, pues durante cinco años sangró sin cesar la bolsa de su víctima. Esta niña Rosa nació en esa época. »Mientras tanto, yo había terminado mis estudios en la Universidad; pero no había vuelto a Nueva Orleáns, por causa de la profunda pena que me había producido la noticia del matrimonio de mi amada. 250
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»Me hallaba en París, cuando un día recibí una lastimosa carta de la joven. La infeliz me refería el golpe que acababa de sufrir: la Montalbón había presentado su certificado de matrimonio, y exigía que su marido fuese a vivir con ella. Así deshonraba a la hija de la familia que era objeto de su odio. La desdichada joven me pedía perdón del mal que me había causado. Fácil me fue leer entre líneas y reconocer el grito de un corazón destrozado, el gemido que exhala el cordero abandonado y agonizante, en la llanura cubierta de nieve. »Volví precipitadamente a Nueva Orleáns, sin más pensamiento que uno: vengarme de mi primo. Pero llegué tarde: no sólo la joven había muerto; mi primo había desaparecido, casi al mismo tiempo. »Supe que se había dirigido al Oeste, y lo seguí en esa dirección. De trecho en trecho encontraba noticias de su paso por los lugares que yo iba recorriendo; pero la desgracia quería que siempre acabara, de salir del lugar donde esperaba alcanzarlo: así pasaron cinco años, hasta que por fin me encontré cara a cara con él. Le reproché su crimen; le pedí una reparación: él se burló de mí, se negó a batirse conmigo. Entonces le previne que lo mataría en la primera ocasión que se me presentase, buscando la menor apariencia de provocación de su parte, o en cualquiera circunstancia en que no pudieran recaer sobre mí las sospechas de un asesinato... »¿Y eso no es reconocer -interrumpió míster Barnes -que posee usted instintos sanguinarios? -»Míster Barnes: si se castigase a todos los hombres por haber pecado con el pensamiento, la persecución y condena de criminales adquiriría una extensión considerable. Usted no 251
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tiene derecho de pedirme que responda más que de mis actos. «Por fin se presentó la ocasión deseada. «Estábamos mi primo y yo en una región minera. Una noche oscura, lo seguí por un camino a caballo; él galopaba y yo no lo perdía de vista. Al amanecer nos encontrábamos a varias millas de distancia de toda habitación. Entonces me le acerqué, hice que me reconociera, y le pedí nuevamente que se batiese conmigo. »Viendo que el trance era serio, pues estaba obligado a defender su vida, se batió, como lo haría en ese caso el más cobarde de los hombres, reducido a un partido desesperado. Yo habría querido que el arma fuera el cuchillo, pero él exigió el revólver. Confieso que prefería el cuchillo, porque tenía sed de su sangre; habría querido pasarlo de parte a parte, ver la sangre de sus venas correr cada vez que mi arma lo tocase. Enviar una bala a la distancia en su dirección, me parecía demasiado poco. »Reconocí, sin embargo de todo esto, que la elección de las armas le pertenecía, y aceptando el revólver, decidí apuntar tan bien como me fuera posible, para que mi bala lo matara instantáneamente. »Ya ven ustedes que no me preocupaba de mi propia vida. Había hecho de esa venganza la razón única de mi existencia. Y me parecía que después de haberla ejecutado, ya no me quedaría, nada que hacer en el mundo. De modo que estaba persuadido de que mataría a mi adversario fácilmente, y no pensaba, siquiera en que su bala pudiese tocarme. Quizá, si la idea se me ocurrió un instante, fue más bien como un 252
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deseo de que me matase, él si yo no conseguía matarlo. Pero en el momento en que estábamos ya frente a frente e íbamos a tirar, ocurrió una cosa que me trastornó casi completamente y cambió en gran parte el curso de los sucesos. Mi primo bajó su revólver y me dijo: -»Espere usted un momento: quiero pedirle un favor. Sé que va usted a matarme... Hace tanto tiempo que me persigue usted para quitarme la vida, que estoy seguro de que hoy acertará a suprimirla. La fatalidad lo habrá querido. Pero yo también he sufrido durante los últimos cinco años... El favor que pido a usted es que me prometa, si muero, substraer a mi hija de las garras de ese demonio. -»¡ Su hija!- exclamé -¡ Pero yo creía que la niña había muerto! -»Esa fue una mentira de la, Montalbón... Mi hija vive y esa mujer se ha apoderado de ella. En uno de mis bolsillos encontrará usted mi testamento, en que dejo toda mi fortuna a mi hija. ¡Cosa, extraña! La persona que he nombrado albacea. es usted. Lo hice porque sabía que un tiempo amó usted a la madre... y esta es la ocasión de decir a usted que sólo después de casado supe que usted la amaba: ¡ pongo a Dios por testigo de lo que afirmo! Y ahora, estoy dispuesto. Cuando usted guste. »Nos pusimos en posición, y disparamos nuestras armas al mismo tiempo... Las sorprendentes revelaciones que mi primo acababa de hacerme me habían turbado; apunté mal, y en vez de herirlo en el corazón, como habría podido hacer fácilmente si hubiera estado tranquilo, mi bala le dio en la cabeza. Cayó, y yo me precipité hacia él para ver si la herida 253
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era grave: la sangre corría abundantemente. Vendé enseguida la herida, y pude detener la hemorragia. »Acto continuo me dirigí al campamento de mineros más cercano, reuní gente, y en poco tiempo transportamos a mi primo al mismo campamento, en unas parihuelas improvisadas. Había allí un individuo que decía haber estudiado medicina, y que se encargó del cuidado del herido: extrajo la bala, y comprobó que la herida no era muy profunda, pero el cráneo estaba fracturado. »Mi primo estuvo en grave estado durante dos meses: después se restableció lentamente. Pero había perdido completamente la razón. Cuando pudo andar, lo llevé a Nueva Orleáns, y lo puse en un asilo de alienados donde está desde entonces» -Muy bien, Mr. Mitchel -dijo Mr. Barnes- pero ¿qué prueba tiene usted de que no es usted el padre de la niña y el loco el primo inocente como muchas personas aseguran? -Voy a explicarme. En primer lugar, aunque uno y otro llevamos el mismo doble apellido, somos físicamente dos personas del todo distintas. No creo que Mr. Neuilly pueda decir que reconoce en mí a alguien que haya visto alguna vez, y él conocía al culpable. Pero de esto volveremos a hablar más tarde. No tengo el menor temor de no poder demostrar que soy quien soy; en Nueva Orleáns sobran las personas que me conocen... Continúo ahora mi relato. »Apenas dejé a mi primo en el asilo, resolví recoger a la niña; pero sabía que la Montalbón me opondría una resistencia tenaz, y la tarea de probar mi derecho sería difícil. Veía principalmente, que no me era posible recoger a la niña por 254
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los medios legales, sin revelar el secreto de su nacimiento, lo cual deseaba evitar, tanto por ella como por su difunta madre. Así pues, adopté un partido enérgico: la robé abiertamente en plena calle. Algunos detectives me siguieron para descubrir alguna prueba del rapto; pero Mr. Barnes sabe que no temo a los detectives, y al saber ahora que ya he tenido que habérmelas con otros, se dará cuenta del por qué estoy tan al corriente de la manera de proceder de la policía. »Hice correr a los detectives de un lado a otro durante dos años, hasta que, desalentados, abandonaron la partida. Entonces me marché a Europa; y debo hacer notar a ustedes que mientras fui objeto de la persecución de la policía permanecí en el país: era ese un sport que me causaba gran placer; me hacía ¿olvidar los recuerdos ingratos, y me servía de ocupación. »Estuve en Europa hasta hace poco; cuando Mr. Barnes me conoció, me hallaba en Nueva York sólo desde unos pocos meses antes. Acababa de llegar, cuando recibí la carta de la MontaIbón y la fotografía, que usted ha visto, míster Barnes. En el acto reconocí a la persona del retrato, pero no la firma, que decía: .«Rosa Mitchel». Esa mujer no me inspiraba ningún temor; y hasta me regocijaba interiormente ante la idea de que el golpe que me había preparado iba a fallar. Pero pensaba así porque ignoraba lo que iba a suceder. Cuando la supuesta Rosa Mitchel estuvo en mi presencia, me dijo: -»No tengo la intención de hacerlo encerrar a usted en la cárcel, pero ¿quién sabe si lo podría, una vez que lo hubiera resuelto? De todos modos, no se trata de eso. Tengo esto
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para venderle y quizá usted se alegre mucho de poder com»prarlo. »Y me enseñó unos papeles. Yo le pregunté lo que eran. Su respuesta fue: -»Un certificado del casamiento del primo de usted con la madre de la niña; un certificado de su matrimonio conmigo, anterior a ese; y un certificado de mi casamiento con otro hombre, el cual vivía aún en el momento en que el primo de usted se casó conmigo». -¡ Justo cielo! -exclamó Mr. Neuilly. Pero con esos papeles se podía probar que el matrimonio del primo de usted con la Montalbón era ilegal y por lo tanto, su unión con la madre de Rosa era perfectamente regular. -Exactamente. Y por eso pagué a la mujer diez mil dólares, en joyas, porque no tenía dinero en ese momento, para que me entregase los tres documentos. ¿No valían esa suma? -¡Oh, sí, ciertamente! Yo habría pagado con gusto el doble. -Pero permítanme ustedes que les cuente hasta donde llegó la audacia de esa mujer. Me dijo que para el caso de que me negara a pagarle lo que me pedía, tenía la intención de reclamarme como marido suyo, valiéndose del certificado que tenía de su matrimonio con un Leroy Mitchel, y dejándome la tarea de probar, si podía, que aquel con quien se había casado era mi primo y no yo. Eso habría sido en extremo desagradable para mí, y como los papeles valían en realidad lo que la mujer pedía por ellos, pues servían para rehabilitar el nombre de mi primo, de su mujer y de su hija, pagué los diez mil dólares. 256
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-Tengo que preguntar a usted de nuevo -dijo Mr. Barnes;- ¿qué prueba puede usted presentar de que no es usted el marido de esa mujer? -¿No es suficiente prueba, el hecho de que me vendiera los papeles? -De ninguna manera -contestó el detective.- Suponiendo que fuese usted realmente el marido de la Montalbón, nada más admisible que se hubiese usted apresurado a pagar los diez mil dólares por los papeles que probaban que su matrimonio con aquella mujer no había sido regular. Difícil era para usted probar la existencia del primer marido de la Montalbón sin conocer su nombre, por más que ella le hubiese dado a entender que el individuo vivía aún. -Es usted un verdadero Santo Tomás, míster Barnes. Pero voy a dar a usted otra prueba de que digo la verdad. Diciendo esto, Mr. Mitchel se acercó a su escritorio, y tomó de un cajón unos papeles. -Aquí tiene usted una confesión que hice escribir y firmar a la mujer cuando cerré el trato con ella: ya ve usted que es la confirmación de mi relato. Pero también podría usted creer que este documento ha sido fabricado por mí, y para ese caso tengo una prueba mejor aún. Este es y lo pasó a Mr. Neuilly -el certificado del matrimonio de mi primo con la Montalbón. Según acostumbran muchas personas, éste había pegado, en el certificado, su retrato y el de mi primo. Y ahora, Mr. Neuilly, pregunto a usted: ¿no es ese el hombre que conoció? -Tiene usted completa razón, Mr. Mitchel: reconozco perfectamente la cara de aquel a quien no he cesado de con257
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siderar como un gran canalla. Pero hoy no seré tan severo para con él, pues veo que más que criminal, ha sido una víctima. Su mayor crimen ha sido el vicio de la bebida, y las circunstancias trágicas en que hizo naufragar la vida de su mujer y la suya propia no fueron más que el resultado de un innoble complot de que él era inocente. Tengo gusto de que así sea, pues de esa manera no pesa sobre la niña, ninguna mancha hereditaria. -¿Y ahora, Mr. Barnes -dijo Mr. Mitchel,- qué tiene usted que decir? El detective había calculado su respuesta de modo que sorprendiese a sus tres oyentes; pero el efecto fue insignificante: -Míster Mitchel -dijo: -¿quién opina usted que mató a Rosa Mitchel? -No creo estar obligado a contestar a esa pregunta -contestó Mr. Mitchel. -Pasen ustedes una buena tarde -dijo el detective con sequedad. -¿Vamos, Mr. Neuilly? Antes que el anciano pudiera contestar, se interpuso la señora Mitchel. -No vaya usted, Mr. Neuilly -dijo:- hasta ahora no ha visto usted a Rosa más que un instante, y además mi marido y yo desearíamos que nos acompañase usted en la recepción que damos esta noche. -¿Qué tal, Mr. Barnes? ¿No es digna de ser mi mujer? Vea usted cómo le quita su testigo; por que ¿no es cierto que se queda usted con nosotros, Mr. Neuilly?
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-Tengo mucho placer en aceptar, Mr. Barnes: no dudo que, dadas las circunstancias, me dispensará usted. -Seguramente. Tiene usted razón de quedarse. Quedan ustedes entregados a su dicha: hago votos por que dure. Buenas tardes. Y se marchó. -¡Esto es demasiado!- exclamó Mr. Mitchel. -Los detectives son gente muy impresionable. Imagínate Reina: Mr. Barnes cree, o mejor dicho creía, que te habías casado con un asesino. ¿Qué dices de eso? Por toda respuesta, la joven desposada la presentó le frente, que él besó suavemente. Enseguida salió y volvió en el instante con Rosa.
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XVI MISTER BARNES DESCUBRE UN RASTRO IMPORTANTE Inmediatamente después del matrimonio, míster Mitchel y su esposa partieron para el Oeste, a pasar la luna de miel en el valle de Yosemite; pero prometieron a la señora Remsen y a Dora reunirse con ellas en los Montes Blancos, antes de que terminara la estación. Las Remsen y los Van Rawlston se fueron en los primeros días de julio a Jefferson, pequeña población del estado de Nueva Hampshire, situada al pie de los montes Pliny, desde la cual se goza del magnífico panorama de la cadena Presidencial, que se encuentra a menos de diez leguas de allí. A mediados de aquel mes, Mr. Randolph se decidió a dirigirse al mismo lugar; pero cuál no sería su desagrado al llegar al hotel Waunbeck a las ocho de la noche, y encontrarse con M. Thauret, que lo saludaba familiarmente. Era evidente que su rival no quería perder ninguna probabilidad de obtener la mano de Dora Remsen.
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Por escaso que sea el sentimiento artístico de una persona, es difícil que no encuentre agradable la permanencia en Jefferson. La población no es, en buena, cuenta, más que un camino que sube por la falda de la montaña; de modo que todos los hoteles tienen vista al extenso y espléndido valle. Del terrado de Waunbeek se pueden contar, si el día está claro, por lo menos treinta y cinco picos; y más allá de Vermont aparecen no enteramente claras, sino como una línea azulada, las montañas Verdes. El más importante y el más admirado es indudablemente el pico Washington. La persona que no ha visitado esa comarca podría imaginarse que la vista diaria de las mismas montañas llega a cansar; pero ese es un gran error. Todos los montes, y especialmente el pico Washington, se presentan cada vez bajo un nuevo aspecto, pues el menor cambio atmosférico produce alguna variación en el panorama. La sombra de las nubes que pasan la salida y la puesta del sol; la luz de la luna; las brumas que en los días nublados ocultan las cumbres de las montañas; la niebla y la lluvia, cada cosa tiene efectos tan distintos en cuanto al color y a lo pintoresco del espectáculo, que la vista de un artista no puede cansarse nunca de contemplar. Dora era artista hasta las puntas de las uñas y fácil habría sido comprenderlo al oírla conversar con Mr. Randolph, media hora después de la llegada de éste, sentados ambos en el terrado del hotel. El placer de estar con ella y de oír su voz habría hecho a Mr. Randolph hasta olvidar la existencia de M. Thauret si éste no se hubiera encontrado cerca de ellos
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sentado en la rotonda del mismo terrado, gozando también él de la vista de Dora. -¡Qué lástima -decía la joven -que no haya estado usted aquí ayer! Ha perdido usted el espectáculo más grandioso que un mortal pueda contemplar. ¿Supongo que en el viaje no habrá podido usted ver nada de hermoso, por causa del chubasco que cayó esta tarde ? -Absolutamente -dijo Mr. Randolph; -la lluvia, quita todo atractivo a los valles; y para decir la verdad, debo declarar que el trayecto me pareció sencillamente horrible. -¡ Si hubiera usted estado aquí en vez de encontrarse metido en esa atroz diligencia! Aseguro a usted que no encuentro palabras para describirle los magníficos espectáculos que he visto. Voy, sin embargo, a hacer la prueba pues quisiera dar a usted alguna idea de lo que es esto. ¿Quiere usted? -Seguramente. Tendré infinito placer. -¡Bueno! -Primeramente mire usted al otro lado del valle. ¿Qué ve usted'? -Los rayos de la luna que se reflejan espléndidamente en el lago. -¡Eso es! -exclamó Dora, riéndose con todas sus ganas.Ha caído usted exactamente en el error que suponía iba usted a cometer. No hay tal lago sino la niebla, o mejor dicho, las nubes; y si no se lo dijera ahora, mañana se quedaría usted asombrado al salir por la mañana y ver que su lago se compone de árboles y praderas. Ahora oiga usted: Como a las cuatro las nubes empezaron a amontonarse; era un espectáculo muy curioso. Aquí el sol brillaba, pero se podía ver que enfrente, en dirección de Lancaster, la lluvia caía con fuerza. 262
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Lentamente, se nos fue acercando. Algunos jóvenes apostaban sobre el momento en que las primeras gotas caerían aquí. Pero en ese instante salió uno de los dueños del establecimiento y nos dijo, con gran asombro nuestro, que probablemente iba a llover en la cadena Presidencial antes que aquí. Eso nos pareció extraordinario, porque ¿cómo era posible que la lluvia saliera por encima de nosotros, para ir a dar a las altas montañas? -Sin duda. ¿Y fue así? Parece imposible. -Y sin embargo, sucedió. Vea usted cómo ocurre eso: cada vez que viene una tormenta del lado de Lancaster, cuando las nubes ya van a llegar aquí, los montes Pliny las cortan en dos partes, que se van la una por un lado y la otra por el otro, y a nosotros nos dejan en seco. Después, ambas chocan en la cadena Presidencial, retroceden, y se descargan sobre nuestro valle. ¡Era un espectáculo extraño el de los grupos de nubes que volaban en direcciones opuestas! -Sí; pero con todo, no creo que hubiese gran cosa que ver en la lluvia,... Todo ha debido desaparecer de la vista. -Cierto; pero ¿se imagina usted lo curioso que era ver desaparecer de repente todos esos inmensos picos? Poco a poco ¡ ni una montaña, cualquiera que fuese la dirección en que se mirase! Y entonces empezaron los truenos. ¡Oh! ¡Qué momento grandioso! La manera como el trueno retumba y repercute, da una idea de lo que debe ser una gran batalla. Y después vino una cosa que completó esta semejanza, algo que desearía poder describir bien. Cuando la tempestad pasó, el sol reapareció brillante en todo su esplendor. Procure us263
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ted reproducir mentalmente, el cuadro: imagínese usted que está sentado en mi lugar, mirando la cadena presidencial, y que el sol comienza, a aparecer, purpúreo, detrás de nosotros. El monte Washington había sacudido las nubes de su cabeza y se presentaba rodeado de una magnífica aureola en forma de un doble arco iris brillantísimo. Uno de los extremos parecía salir directamente de este valle y el otro desaparecía detrás del monte Stawking. Las nubes corrían, todavía negras y pesadas, daban vueltas rápidas, y a medida que el sol se acercaba al horizonte, dibujaban sombras cambiantes en la base del monte Washington, mientras que en los intervalos los rayos rojos del sol, iluminando diversas partes de la montaña, matizaban admirablemente el color verde de los árboles, el tinte sombrío de las rocas. ¡Oh! ¡Si un pintor hubiese podido siquiera vislumbrar ese espectáculo! Pero bien pensado, eso mismo habría, sido inútil, pues nadie sería capaz de pintar un cuadro tan grandioso. El primer término recordaba nuevamente un campo de batalla. Aquí y allá nubecillas dispersas se destacaban de las copas de los árboles y se elevaban en forma de humo, de suerte que el espectador se imaginaba ver mil fuegos de campamento. ¡ Sí! ¡El espectáculo era realmente maravilloso! -Efectivamente -dijo M. Thauret desde su asiento; -y la descripción que de él hace usted reaviva todas mis impresiones. -Y luego ¡ qué crepúsculo tan hermoso y tan largo! -exclamó Dora sin contestarle -El panorama era encantador. Lentamente, las nubes dispersas se reunieron, fueron llegando las unas tras de, las otras; y cuando, al entrar la noche, 264
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brilló la luna, formaron esa hermosa capa de agua pues, en resumen, el lago de que usted hablaba hace un momento es realmente agua, y todavía ahora puede usted gozar en su contemplación. Así lo hacía Mr. Randolph; pero de lo que más gozaba, aún era de la sencilla felicidad de encontrarse al lado de la joven, dicha que no duró, sin embargo, mucho tiempo, pues a poco llegó la señora Remsen en su busca y se lo llevó al salón de baile, para presentarlo a algunas de las numerosas señoritas que bailaban entre ellas o con jovencitos de catorce años, a falta de otros acompañantes: Si la presencia de M. Thauret en ese lugar fastidiaba a Mr. Randolph, aquél, por su parte, se sentía contrariado por la llegada de éste. Y al quedarse solo con Dora, creyendo favorable a sus deseos el estado de espíritu de la joven, se decidió a hablarle, antes de que Mr. Randolph pudiese encontrar la oportunidad de hacerlo. Acercó, pues, su silla a la que Dora ocupaba, y comenzó, sin muchos circunloquios, yendo directamente al asunto. -Miss Dora -le dijo- ¿se acuerda usted de una conversación que tuvimos un día.. con respecto a la soledad y a la necesidad que siente una persona que vive aislada, de otra que comparta su vida? -¡Oh, sí! -contestó la joven francamente.- ¿Por qué? ¿Desearía usted reanudar ahora esa conversación? -Si usted no se opone... ¿Recuerda usted que me dijo que podría contestarme mejor después del matrimonio de su hermana?
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-Porque pensaba que Emilia, me haría mucha falta y la soledad me sería muy dura ¿no es eso? Pues bien, es cierto: Reina me ha hecho gran falta; pero en cuanto a la soledad... ¡ si apenas he estado sola! Usted mismo ha contribuido mucho a que no lo estuviese, lo que le agradezco muchísimo: ha sido usted muy bueno para conmigo. -¿Le parece a usted? ¿Reconoce usted eso? M. Thauret hablaba vivamente. -¡ Sí¡ ¿por qué no he de reconocerlo, si es la verdad? -Evidentemente; pero ¡ usted no ignora que hay tantas señoritas que ocultan sus sentimientos! Quiero decir, que en nuestra época se considera necesaria la supresión de toda emoción en la mujer. -¡ Supresión! (y la joven se rió de muy buena gana). ¿Cree usted que se llegue nunca a suprimirla? -No por cierto, y espero que usted nunca lo hará. Pero... si es cierto que no ha vivido usted aislada desde que su hermana se casó, ¿eso habrá impedido quizá que piense usted algo en el otro tema? Me refiero al amor... -¡Oh! ¡En eso! -Sí; en eso, que es una cuestión suprema para mí. Y desearía saber cuáles son las ideas de usted al respecto. ¿Qué cree usted: que sería más o menos feliz si se casase? -El asunto es complejo: eso dependería... de mi marido... ¿No es así? -Suponga usted que usted y yo... -No personalicemos, se lo ruego. Imposible me sería hacer esa clase de suposiciones. He prometido no hacerlas. -¿Ha prometido usted? No comprendo. 266
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-Se trata de esto: he hecho una apuesta. ¿Cree usted que hago mal en apostar? No, ¿no es cierto? Pues bien: he hecho una extraña apuesta con Bob, con Mr. Mitchel; creo que usted sabe que le llamo así, no sólo ahora, pues antes de que fuese mi cuñado le daba ese nombre cada vez que quería obtener de él alguna cosa. No era extraño, pues desde entonces lo considerábamos, y él se consideraba también, como miembro de la familia... Pero volvamos a mi apuesta. A veces, ¿se lo imaginaría usted? cuando Bob llegaba a casa y Emilia había salido, se entretenía en hacerme la corte. Decía que ese era un buen ejercicio para mí, me enseñaba los modales de las señoras de la alta sociedad, y así pasábamos el tiempo; Bob es un buen muchacho, muy divertido. ¿No le tiene usted cariño? -¡Muchísimo! Pero todavía, no me ha dicho usted en qué consiste la apuesta. -A eso voy. Un día en que Bob me hacía la corte y yo procuraba seguir la farsa lo mas seriamente posible, de repente soltó una carcajada y dijo: «Dora, apuesto que seis meses después de mi casamiento con Emilia, será usted novia» -«¿Qué apuesta usted?» le pregunté. «Lo que usted quiera» me contestó. Yo le propuse mil dólares: él dio un silbido y me dijo que era una jugadora. Pero a mí no me parecía serlo, puesto que apostaba sobre una certidumbre, y por eso mismo deseaba que el precio fuese elevado. Cerramos el trato, y él lo escribió en un papel que enseñaré a usted uno de estos días si quiere usted verlo. Con tal de que llegue el 1ero de enero y yo no esté comprometida, Bob tendrá que pagarme mil dólares. 267
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-Y ¿tiene usted la intención de ganar esa apuesta? -Ciertamente. Soy joven y puedo esperar. No me ha de faltar después un marido. -Entonces ¿no le importa a usted la ansiedad con que un pretendiente puede esperar una respuesta suya? -No, seguramente no. Si ese pretendiente, no me amase lo suficiente para poder esperar mi respuesta durante algunos meses, mi felicidad no consistiría en otra cosa que en verme libre de él. Además, el tiempo que fuese pasando me serviría para estudiarlo. -Suponga usted... Pero no... permítame usted que le suplique... Señorita Dora... Dora... la amo a usted apasionadamente con locura, y ... -No diga usted nada más. Si es cierto que me ama usted locamente, con tanta pasión, no veo por qué no puede esperar mi contestación hasta el mes de enero. La joven dijo esto con bastante sequedad, lo que hizo desvanecer casi por completo las esperanzas de M. Thauret. Pero luego revivieron, pues Dora continuó, dulcificando la voz: -No ha sido mi intención causar a usted la menor pena. No me crea usted cruel. Lo que hay es que debo ganar mi apuesta, no tanto por el dinero, como para probar a Bob que tengo dominio sobre mí misma. Y si usted me ama, realmente estoy segura de que no querrá privarme de esta satisfacción. -¡No, no, mi dulce Dora! Haga, usted lo que más le agrade: yo esperaré. Pero dígame usted, por lo menos, que tengo alguna probabilidad en mi favor. 268
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-¿Para qué? Todos tenemos indudablemente, probabilidades de conseguir lo que queremos; pero decir a usted sí las tiene y cuáles son es cosa que no puedo, pues si lo hiciera, no ganaría honradamente mi apuesta. Ahora separémonos. Buenas noches. Y se alejó. Su última explicación había infundido valor a M. Thauret Sin embargo, éste no podía dejar de reflexionar que su amada Dora era buena y amable para con él, y tenía a veces en la voz tiernas entonaciones que le hacían palpitar el corazón... pero llegado el momento de dar un paso adelante, no podía sacar de ella otra cosa que la antigua respuesta: «Tenga usted paciencia; espere..» No le quedaba, pues, otro recurso que esperar; pero no pacientemente. Mientras tanto, Mr. Barnes, en Nueva, York estaba en acecho de todo cuanto pudiera relacionarse directa o indirectamente con el misterio, mejor dicho, con los misterios que se había empeñado en aclarar. Ya había logrado llegar a una conclusión sobre un punto importante: Mr. Fischer no había participado en el robo del tren. El espía encargado de averiguar sus acciones y antecedentes, había descubierto que en el momento del robo estaba ausente de Nueva York, pero ese mismo hecho lo salvaba: había estado cazando patos, durante varios días en una parte del país desde donde lo habría sido imposible, acercarse al lugar en que se cometió el robo. Esa excursión, que por su ninguna importancia habría sido fácil conocer desde el primer momento, costó al detective mucho trabajo averiguarla, pues Mr. Fischer la había ocultado escrupulosamente. Mr. Barnes había encontrado al principio en este misterio un 269
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motivo de sospecha; pero después se tranquilizó, al conocer su causa: la hermana de Mr. Fischer tenía por la caza un horror rayano en manía mórbida, y el joven, para no contrariarla, hacía sus excursiones en secreto. De todos modos, el espía había recibido la noticia segura del individuo que había alquilado los perros a Mr. Fischer, en el mes de diciembre: la cacería lo exculpaba, pues, del robo del tren, por lo menos en apariencia. En cuanto al robo del rubí tampoco había prueba, alguna en su contra, pues su presencia en el grupo a que pertenecía el ladrón no era bastante. Sin embargo de todo esto, el detective no lo perdía de vista. El hecho era que Mr. Barnes no progresaba suficientemente en sus pesquisas y se veía obligado a confesárselo mentalmente muy a su pesar. Por fin, un día se le ocurrió una idea que lo fascinó más y más a medida que fue pensando en ella: se trataba otra vez de Mr. Mitchel; y el detective, a pesar de la impaciencia que lo atormentaba, comprendía que debía esperar el regreso de éste para poner en práctica su idea. Ir en busca de Mr. Mitchel durante su viaje de recién casado, sería despertar en él las más graves sospechas y hacer que opusiera toda clase de obstáculos al plan del detective. Mr. Mitchel y su señora, no cumplieron su promesa de ir a las Montañas Blancas: prolongaron su viaje en el Oeste, de suerte que llegó noviembre antes de que regresaran, y cuando por fin volvieron, fue en viaje directo a Nueva York donde se alojaron otra vez, temporalmente, en el Hotel de la Quinta Avenida.
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A los pocos días, el sirviente presentó a mister Mitchel la tarjeta de Mr. Barnes. El detective fue corno de costumbre, recibido cordialmente. -No, Mr. Mitchel: me cuesta pena declararme absolutamente incapaz de demostrar el fundamento de mis suposiciones. Pero he tomado una decisión, que tal vez parecerá a usted extraña: vengo a pedir a usted que me ayude en el asunto del asesinato. -¿Y por qué no? Seguramente: estoy decidido a prestar a usted toda mi ayuda. ¿No se lo he dicho desde el principio? ¿No he estado siempre dispuesto a que nos entendiéramos francamente? -Sí; pero ¿cómo podía solicitar el concurso de usted mientras creía que usted mismo fuera el autor del crimen? -Entonces ¿debo deducir del paso que da usted hoy, que ya no le inspiro sospechas? -A esa conclusión he llegado, y desearía haber llegado a ella mucho antes. -¿Tendría, usted algún inconveniente en decirme por qué ha cambiado usted de idea? Me ha dicho usted tantas cosas que en su opinión me condenaban, que ahora tendría gusto en oír de su boca algo que no fuera una acusación. -No hay inconveniente. Usted sabe que oí cuando hizo usted la apuesta con Mr. Randolplh. Enseguida se perpetró el robo, y luego el asesinato. Más tarde el robo del rubí. Todos esos crímenes ocurrían en el lapso de tiempo fijado por usted en su apuesta, y no cabe duda de que uno de los tres ha sido cometido por usted. Lo probable es que haya robado usted el rubí, pues al hacerlo no cometía usted en realidad 271
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ningún crimen, ni la justicia podría castigarlo por un robo hecho a la que hoy es su esposa, y que antes del matrimonio, habría declarado, llegado el caso, que el asunto había sido arreglado entre usted y ella para ganar la apuesta. ¿No es muy lógico lo que digo? -Absolutamente lógico, sí. Pero en cuanto a los hechos, no convengo en nada de lo que usted dice. -El uno o el otro, o aun los dos robos juntos, son cosa secundaria, comparados con el asesinato. Y he pensado que debo dedicarme sólo a poner en claro este crimen, si puedo; y con mayor razón desde que ahora creo que el ladrón del tren y el asesino, son una misma persona. Tengo en mi poder una prueba de que todavía no he podido servirme, pero que estoy seguro me conducirá directamente al descubrimiento del criminal, si usted me da ciertos datos que necesito. -¿Cuál es esa prueba? -El botón que encontré en el cuarto de la asesinada. ¡Una prueba de gran significación! ¡Es demasiado grande el parecido de ese botón con los que forman el juego de usted, para que no podamos encontrar allí el rayo de luz que necesitamos! -¿Y en qué forma quiere usted que le ayude? -Mientras creía que el culpable era usted, estaba persuadido de que mentía cuando me decía que el séptimo botón del juego era el de la cabeza de Shakespeare, el que estaba en poder de miss Remsen, convertido en prendedor. Por eso juzgué importante tener ese botón en mi poder, y al hacer que mi espía Lucette se introdujese en la casa, le di instruc272
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ciones para que se apoderase de él. Pero ahora que creo a usted inocente del asesinato, se me ha ocurrido otra idea. La primera vez que hablé a usted del botón que encontré cerca del cadáver, me pidió usted que le dejase examinarlo: lo miró usted, y me lo devolvió con una sonrisa maliciosa. Si ese botón hubiera constituido una prueba de evidencia contra usted, habría necesitado usted una extraordinaria fuerza nerviosa para aparecer indiferente, y sobre todo, para devolvérmelo. La pregunta a que deseo me conteste usted ahora, es esta: ¿que vio usted en el botón que le probara que no era ese uno de los del juego? -En primer lugar, Mr. Barnes, yo sabía que en mi juego no había más que tres botones como éste, pues los otros tres son diferentes, y el séptimo es el de la cabeza de Shakespeare. Y como los seis estaban en mi poder, nada de particular tenía que me sintiese tranquilo. -Pero además -dijo el detective, -¿había alguna diferencia entre el botón que yo había encontrado y los otros seis? ¿No es eso lo que más lo tranquilizó a usted? -Mr. Barnes: usted merece, triunfar en su empresa y deseo que lo consiga. Por mi parte, le ayudaré en cuanto pueda. Tiene usted razón: hay una diferencia entre ese botón y los míos. ¿Lo tiene usted ahí? -Aquí está. Y el detective sacó de su cartera el interesante objeto. -No me lo dé usted todavía. Cuando miss Remsen mandó hacer los botones, encargó que en cada uno, entre los cabellos de Romeo o de Julieta, grabasen una pequeña inicial: en los tres primeros una R, que corresponde al nombre de 273
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Roy que ella me da y en los otros tres una Q, porque, yo la llamo Queen (reina). Un observador que no conozca este hecho, no notará las diminutas iniciales; pero una vez que se les ha visto con una lente, es fácil distinguirlas a la simple vista. Tome usted esta lente, y mire con ella el botón, la parte baja de los cabellos, cerca del cuello: así ¿Qué ve usted? -¡ Pardiez! -exclamó el detective: -lo que veo es de la mayor importancia. Como ésta es una Julieta, si perteneciera al juego, tendría una Q. Me parece que han tratado de grabarle esa letra, pero la herramienta debió resbalarse, y el resultado de la tentativa es mezquino: un pequeño fragmento se ha llevado el resto de la letra. -Y dudo que a la simple vista, como miraba usted el botón el día que se lo enseñé haya podido usted notar el defecto, o siquiera la letra misma. -Tiene usted razón, pues hasta este momento ignoraba que hubiese ese remedo de letra de que usted me habla. Lo que hice ese día, fue buscar la Q, no la encontré y eso bastó para tranquilizarme. -La cuestión es seria. Este botón ha sido hecho, evidentemente, por la misma mano que los de usted ; pero en el momento de grabar la letra ocurrió el accidente que acabo de notar, y entonces hubo que hacer otro en su lugar. Ahora, la persona que lo hizo o la que lo adquirió después, tendrá que explicarme, y me explicará, cómo llegó al cuarto donde se perpetró el asesinato. Ruego a usted que me diga dónde hicieron los botones. -Voy a decírselo a usted con una condición. -¿Cuál? 274
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-Que, descubra usted lo que descubra, antes de proceder me prevendrá, no procederá usted antes del 1ero de enero, a no ser en caso de absoluta necesidad. -¿Se refiere usted a algún arresto? -Sí, a eso precisamente. Y no tema usted prometerme lo que le pido. Desde ahora le garantizo que su hombre no se le escapará. Lo -conozco. -¿Lo conoce usted? Mr. Barnes estaba estupefacto al ver que mister Mitchel osaba hacer semejante afirmación. -Sí, lo conozco. Es decir, que estoy moralmente seguro de que lo conozco. Nada me cuesta explicar a usted enseguida que, teniendo sobre usted la ventaja de saber que soy inocente, he, podido buscar con más independencia al criminal, y durante varios meses he perseguido al hombre que me inspiraba sospechas. Tengo buenas pruebas contra él, pero todavía no suficientes para hacerlo arrestar, a lo menos por ahora. Si usted pudiera, siguiendo el rastro que ha encontrado, llegar al mismo individuo, entre los dos conseguiríamos probar su culpabilidad. -¿Quiere usted decirme el nombre de la persona que usted sospecha sea el asesino? -No. Eso debilitaría el éxito de nuestra campaña. Para que al llegar al mismo resultado los dos podamos estar seguros de haber acertado, es necesario que tanto usted como yo, sigamos cada uno su propia inspiración. Y al mismo tiempo que indico a usted la conveniencia de que trabaje solo, le ruego lo haga prontamente, pues deseo de manera muy particular, que el asunto esté terminado antes del 1ero de enero. 275
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-¿Por qué? -Esa es la fecha en que termina el plazo de mi apuesta, y quiero dar el mismo día una cena, que desde ahora me complazco en augurar muy animada. Y ya que hablo de eso: no olvide usted que me ha ganado una apuesta, y que le debo una comida. Acepte usted mi invitación para el 1ero de enero: si ese día puede usted presentar las pruebas contra el criminal, será usted dos veces bienvenido en nuestra cena. -En ello voy a emplear todas mis fuerzas. Deme usted ahora el nombre del joyero a quien fueron comprados los botones. Mr. Mitchel escribió el nombre y la dirección de una joyería de París. Luego, alargó el papel a Mr. Barnes con la mano izquierda, y con la derecha continuo escribiendo en otra hoja de papel. -Pero, ¡Mr. Mitchel! -exclamó el detective:- ¡ esta es la misma casa en que fueron compradas las piedras preciosas que usted posee, las que se parecen a las robadas en el tren! ¡Y los jefes de la casa, con quienes he entrado en relación para que me dieran algunos datos, me han dicho que nada saben! -Sí, lo sé. Han dado a usted esa respuesta porque yo se lo había encargado. Mr. Mitchel se sonrió al decir esas palabras, y Mr. Barnes se dio cuenta, una vez más, de que había tenido que habérselas con un hombre que pensaba en todo. -La cosa ha pasado así -continuó Mr. Mitchel:- yo sabía que usted había visto el nombre de la joyería en la factura de compra de mis pedrerías. ¿Qué cosa más probable que el que 276
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se dirigiera usted a esa casa para obtener informaciones? Mi único objeto era no engañar a la justicia, sino tener tiempo suficiente para ganar mi apuesta. Así, pues, telegrafié a los joyeros «No contesten nada a un tal Barnes, antes de recibir carta mía.» El telegrama era largo ¿no es cierto? Pero yo no soy hombre de fiarme en unos cuantos dólares. Mi carta, naturalmente, cerró la boca a los joyeros, pues era de esperar que atendieran a un cliente que había gastado no poco dinero en su casa. Y sin embargo, por lo que se refiere al otro asunto, yo mismo no he podido sacarles gran cosa desde aquí. Creo que para desenredar bien la madeja, hay que ir a París y hablar con los joyeros. Usted es el hombre apropiado para eso. Aquí tiene usted esta carta que acabo de escribir, para que la presente usted al jefe de la firma: la carta bastará para que presten a usted la ayuda que requiera. Y aquí tiene usted también un cheque de quinientos dólares para los gastos. Mr. Barnes quiso rechazar el dinero; pero Mr. Mitchel insistió en que desde ese momento reconsiderase formalmente encargado de la pesquisa sobre el asesinato. -Y, naturalmente -agregó Mr. Mitchel con malicia- esto no quiere decir que no tenga usted libertad de seguir ocupándose de los dos robos. Al separarse, ambos se estrecharon la mano, y cualquiera que los hubiese visto en ese instante, habría dicho que la entrevista había sido tan satisfactoria para el uno como para el otro.
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XVII LA CENA DE AÑO NUEVO Llegó el día de Año Nuevo, y Mr. Mitchel no había tenido ninguna noticia de Mr. Barnes. Ese día fue a la oficina del detective en el Departamento Central de Policía, donde le contestaron que «el jefe estaba ausente de la ciudad» y nadie sabía cuando volvería ni adónde se le podía escribir. Días antes, Mr. Mitchel había enviado al domicilio particular de Mr. Barnes una invitación formal para la cena de Año Nuevo, y como no había recibido respuesta alguna, se sentía contrariado de no saber si el detective estaría presente o no en la fiesta. Tuvo, pues, que resignarse a contar con la probabilidad de que se presentase en el último momento: su única esperanza estaba en eso, pues la ausencia de Mr. Barnes malograría todas sus combinaciones. La cena había sido fijada para las diez de la noche en el restaurant Delmónico, en un comedor reservado. Diez minutos antes de esa hora, estaban ya reunidos todos los invitados, sin más excepción que Mr. Barnes. Los convidados eran: Mr. Van RawIston, Mr. Randolph, Mr. Fischer, Mr. 278
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Neuilly, que estaba aún en Nueva Yorkporque había resuelto pasar allí el invierno, M. Thauret, y varios otros señores. A las diez menos medio minuto un sirviente anunció a Mr. Barnes, y éste se presentó elegantemente vestido. Al oír su nombre, Mr. Mitchel se levantó, iluminado el rostro por un rayo de triunfo, y salió al encuentro del recién venido. Todos los presentes comprendieron por qué el detective había sido invitado, pues ninguno ignoraba que el plazo de la apuesta terminaba a las doce de la noche. Después del cambio de saludos, Mr. Mitchel dio a los sirvientes la orden de abrir las puertas del comedor; y mientras tanto hizo de modo de conversar unos momentos con el detective aparte de los demás. -Dígame usted pronto: ¿ha conseguido usted?... -Sí, completamente. -¡Muy bien! Escriba usted el nombre de su individuo en una tarjeta, démela y yo daré a usted otra en la cual he escrito el del mío. Mr. Barnes hizo lo que Mr. Mitchel le pedía, cambiaron de tarjeta, cada uno echó una ojeada a la del otro, y luego se dieron un significativo apretón de manos. Las dos tarjetas contenían el mismo nombre. Acto continuo, invitados e invitantes, pasaron al comedor. Mr. Barnes se encontró sentado entre M. Thauret y Mr. Fischer. Superfluo sería decir que la cena fue alegre, que los invitados estaban llenos de buen humor apenas velado por la ansiedad con que cada uno esperaba la primera campanada
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de las doce. Así lo mejor será encaminarse directamente al desenlace. Terminada la cena, acababan de servir el café, cuando el reloj dio la hora tan esperada. A la primera campanada, Mr. Mitchel se puso de pie vivamente. Hasta la duodécima todos guardaron completo silencio. El reloj se calló, y Mr. Mitchel dijo: -Señores: han sido ustedes muy amables al aceptar mi invitación de venir a verme ganar la apuesta que hice tres meses ha. Tal vez parezca extraño que me haya sido posible ganar pues afirmo que he ganado cuando el plazo era de trece meses y el número 13 es signo de desgracia, en el concepto de algunas personas. Para demostrar que yo, por mi parte, no atribuyo importancia alguna a esas supersticiones infantiles, fijé, expresamente ese plazo de trece meses, y esta noche, en el momento decisivo, somos trece las personas reunidas en esta mesa. Mr. Mitchel se detuvo un instante, y pudo notar que varios de los invitados contaron rápidamente a los demás para comprobar el hecho. -La superstición que se refiere al número 13 en la mesa -continuó Mr. Mitchel, -está bien definida: se supone que una de las trece personas morirá en el espacio de un año, contando desde el día de la comida. Y por eso, antes de continuar, voy a proponer a ustedes un brindis: porque todos los presentes... que la merezcan, gocen de una larga vida. La condición «que la merezcan» formulada después de una corta vacilación, produjo efecto. Pero todos bebieron en silencio. 280
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Mr. Mitchel prosiguió: -Como entre ustedes, señores, hay algunos que tal vez no comprenden bien en qué consiste mi apuesta, voy a explicarla. Esta noche hace trece meses que mi amigo Mr. Randolph y yo nos encontrábamos en viaje en ferrocarril en un coche-dormitorio. Mr. Barnes acababa de arrestar al criminal Pettingill, que de entonces acá ha sido condenado. Los diarios alababan mucho a míster Barnes, y Mr. Randolph también, en términos los más elogiosos. Yo, entonces, aventuré la opinión de que los detectives consiguen echar el guante a los criminales en gran parte, porque éstos carecen de la inteligencia suficiente para luchar contra adversarios tan hábiles; y propuse a Mr. Randolph apostar que yo cometería un crimen en el transcurso de un mes, contado desde ese día, sin que se me pudiera aprehender en el plazo de un año después del mes del robo. El valor de la apuesta serían mil dólares. Mr. Randolph aceptó las condiciones, y estipuló además, que si se me arrestaba antes de la fecha fijada, yo perdería la apuesta, aun cuando no se me condenara sino después. Por eso, esperaba esta noche con tanta impaciencia la llegada de Mr. Barnes; hacía algún tiempo que no lo veía, y era posible que en el último momento hubiera querido arrestarme, prometiendo hacerme condenar más tarde. Ahora, señores, he escapado al arresto y a la condena, y he cometido el crimen que había apostado. -Es necesario que usted lo pruebe amigo mío -dijo Mr. Randolph, -y que no olvide que, según nuestro convenio, su crimen debe ser uno de que se haya hablado mucho.
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-Perfectamente, amigo mío, puedo probar todo eso. Por una curiosa coincidencia, esa misma noche y en el mismo tren en que hicimos la apuesta, se cometió otro robo, casi en el instante en que llegábamos a nuestro destino. De modo que se cometieron dos crímenes en el lapso de tiempo que la apuesta me fijaba, y en el pensamiento de mister Barnes mi nombre ha estado unido a uno y otro. Ahora, para que puedan ustedes seguir mejor los acontecimientos, tengo que volver a lo que llamaré principio. Hace algunos años, ciertas circunstancias de mi vida me pusieron al corriente del método empleado por los detectives, y entonces adquirí una certidumbre que fue la base de mi apuesta: que cuando el criminal ha conseguido en el momento en que cometía su crimen, escapar a la vigilancia de la policía o de otras personas de manera que no haya ningún testigo de su acto, el detective se halla casi impotente para averiguar algo, hasta que no descubre el móvil del crimen. ¿No es así, Mr. Barnes? -Conocer el móvil de un crimen es, seguramente, un gran recurso; pero eso depende de muchas circunstancias. -Cierto; pero de todos modos, el móvil es un elemento de importancia. Partiendo de esa idea, llegué a la conclusión de que si un hombre se acerca de noche, en un barrio solitario, a otro individuo completamente desconocido, lo mata de un golpe en la cabeza y luego, vuelve a su casa sin que nadie lo vea, en adelante depende únicamente de él que lo arresten o no. Y esta convicción me inspiró el deseo de tentar un experimento de ese género, es decir, cometer un crimen solamente para poner a prueba la habilidad de los detectives encargados de descubrirme. La dificultad estaba en que un 282
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hombre honrado no se decide fácilmente a comprometerse en actos delictuosos. Por eso pasaron varios años sin que me fuera posible hallar el medio de satisfacer mi deseo, hasta el día en que la casualidad me proporcionó la ocasión. ¡Mozo! Llene usted las copas. Mr. Mitchel interrumpió su relato durante unos instantes. Los sirvientes vertieron champaña en todas las copas, y cuando uno de ellos llenó la de M. Thauret, éste le pidió que le sirviese también borgoña. Mr. Mitchel había reanudado ya su discurso cuando el mozo volvió con el borgoña. Mr. Barnes le presentó también su vaso para que lo llenara, y dijo a media voz a M. Thauret. -¡No puedo beber mucho champaña! -Ustedes saben -continuó Mr. Mitchel -que una de mis manías consiste en formar colecciones de joyas. Hace algunos años oí hablar de magníficas alhajas que estaban en venta. Según lo que me contaron, un rico noble de la India había regalado a su mujer esas piedras preciosas, todas las cuales eran de una belleza extraordinaria; había un par de cada clase, exactamente iguales en cuanto al tamaño, al corte y al color. Algún tiempo después, la esposa del noble dio a luz dos niñas gemelas, y murió en el parto. Esas niñas crecieron y se casaron el mismo día. El padre dividió entre ellas las piedras preciosas, dando a cada una un ejemplar de cada especie, lo que disminuyó en mucho su precio, pues las piedras en parejas tienen un valor mayor que separadas. Reveses de fortuna obligaron a una de las dos hermanas a vender sus joyas y para eso las llevó a un negociante de París, que era casualmente uno a quien yo había hecho frecuentes compras. El comerciante 283
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prometió, no sólo negociar la venta de las piedras, sino además hacerlas reproducir por medio de un procedimiento de imitación perfecta, lo que hizo que realizado el negocio, la joven señora pudiera continuar usando en los engastes originales de las piedras legítimas las de imitación, que sus amigas seguían tomando por verdaderas. Yo compré las buenas, La otra hermana, al saber lo ocurrido, y viendo que había una manera de seguir luciendo lindas joyas después de haber convertido las piedras preciosas en dinero sonante, propuso un negocio idéntico al mismo comerciante. Como era natural, yo estaba doblemente deseoso de obtener ese segundo lote, pues así, no sólo satisfacía mi gusto por las piedras raras, sino que además aumentaba el valor de las que ya poseía., Las compré, pues, como las otras. Aquí se detuvo Mr. Mitchel un momento para dar tiempo a que sus oyentes volvieran de la sorpresa que les había causado saber que las piedras robadas por Mr. Mitchel eran suyas. -El negociante me remitió las piedras por la Aduana de Boston. Yo le había encargado que eligiese esa vía, porque había tenido ocasión de comprobar que las mercancías consignadas a Boston llegan más pronto que las que vienen dirigidas a Nueva York. Advertido, por carta de mi agente en Boston, de que ya podía ir a recogerlas, fui y tomé posesión de ellas. Puse el paquete en una valija especial, que había sido hecha conforme a mis indicaciones, y llevé la valija a mi cuarto del hotel Vendome. El mismo día, por la tarde encontré a Mr. Randolph en la calle, y por la noche fuimos al teatro juntos. Mr. Randolph tenía que venirse a Nueva York 284
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en el tren de las doce de la noche, y yo lo acompañé a la estación. Mientras Mr. Randolph esperaba su turno para comprar su boleta, ¡ imagínense ustedes mi sorpresa! veo a una mujer que pasa con mi valija en la mano. No era posible el error, porque ya he dicho que la valija mandada hacer por mí era especial, por su forma y por su color. Inmediatamente comprendí que me la habían robado. Volver al hotel era inútil; con eso no habría hecho más que perder tiempo. Si por milagro había dos valijas parecidas, la mía estaba segura en el hotel, y no era necesario que corriera a protegerla: lo prudente era seguir la otra. Mi ofrecimiento de acompañar a Mr. Randolph lo asombró. Subimos al tren y nos instalamos ambos en el mismo compartimento. Mientras yo reflexionaba en lo que haría para aclarar mis dudas, aunque sin apresurarme a llegar a una conclusión, Pues sabía que hasta New Haven, no paraba el tren y el ladrón no podría escapárseme antes. Mr. Randolph comenzó a ponderar la habilidad de Mr. Barnes. Entonces, como un relámpago, me cruzó por la mente la idea de que mi salvación estaba en eso; robar al ladrón mis propios bienes, de suerte que si se me sorprendía, no se me podría encarcelar, y si no se me sorprendía, no sólo ganaría mi apuesta, sino que además habría gozado el placer de ser yo mismo quien recuperara lo que me habían robado. Pero algo se oponía a mis planes: Mr. Barnes, por una gran casualidad, viajaba en el mismo vagón que nosotros, en el compartimento contiguo al nuestro, y oyó lo que conversábamos. Naturalmente, eso no había entrado en mis cálculos. -Sin embargo, no dejó usted de tomarlo en consideración -interrumpió Mr. Barnes. 285
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-¿Se refiere usted a mi negativa a decir a Mr. Randolph, lo que tenía la intención de hacer, fundado en el temor de que me escuchasen, y que entonces mis palabras fuesen directamente a servir al detective que estuviese oyéndome? Cierto, así lo dije, pero no porque creyese en eso. Lo único que hacía era llevar mis precauciones hasta el exceso, y los hechos demostraron que cuando uno quiere guardar un secreto, ninguna medida de prudencia está de más. Advertiré a usted, sin embargo, que un rato después, oí que usted se levantaba, y mirando por entre las cortinas, pude ver que se había usted sentado, mejor dicho, acostado en una cama de enfrente, que tenía las cortinas cerradas. Inmediatamente supuse que quien se situaba así debía ser un detective. Mi compañero se durmió pronto; pero yo, que tenía en juego cien mil dólares en joyas, no podía hacer lo mismo; no hacia más que pensar en lo que más convendría para ejecutar mi plan. Creo a pesar de eso que debo haber dormitado algo, pues de repente di un salto en mi cama, al fijarme que el tren se había parado. Miré por la ventanilla, junto a la cual felizmente se encontraba mi cama, y vi que acabábamos de entrar en la estación de New Haven. Entonces me asaltó, con la rapidez del rayo, la idea de que el ladrón podía bajarse del tren allí. Iba a levantarme precipitadamente, cuando distinguí con asombro a un hombre que se deslizaba a lo largo del tren. Mi sitio estaba en el lado opuesto de aquel por el cual iban a salir los pasajeros, de modo que la presencia de ese individuo por aquel lado era sospechosa, y me indujo a observarlo. Pasó tan cerca de mí, que si el cristal de la ventanilla hubiese estado levantado, con sólo sacar la mano le hubiese podido tocar 286
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su cabeza: en ese instante se encontró bajo la luz de una lámpara eléctrica, y a favor de ésta pude ver que llevaba en la mano mi valija: ¡ la ladrona había sido robada! El hombre se acercó a un gran cajón de carbón, situado entre dos líneas de rieles, y puso la valija detrás. Enseguida regresó y subió al tren. Yo me dije: «Este individuo es un artista. Va a quedarse en el tren hasta que se descubra el robo, y si es necesario se dejará registrar. Luego, saldrá tranquilamente, y recogerá la valija.» A mí me tocaba obrar con presteza, Pero pensé que, si bajaba del tren por la parte delantera, el detective me vería y me seguiría. Entonces bajé por la ventana: de un salto me encontré en el suelo, me acerqué a la carbonera, empuñé la valija corrí al otro extremo de la estación, y encontrando una abertura debajo de la plataforma, tiré allí adentro mi tesoro. Enseguida volví a mi cama, y aseguro a ustedes que dormí muy bien. El auditorio aplaudió al oír cómo había cometido Mr. Mitchel su esperado robo. Mr. Mitchel se inclinó. -Esperen ustedes, amigos míos -dijo, -todavía no les he dicho todo. La mujer que me había robado tuvo la audacia inaudita de quejarse de que la hubiesen robado a ella, y su furor era tan grande, que parecía verdaderamente la desesperación por la pérdida, de sus bienes legítimos. Tengo motivos para creer que el hombre que se había llevado la valija era su cómplice; que ella sospechaba fuese él quien la había robado, y su deseo era poder acusarlo formalmente, pero al mismo tiempo librándose por su parte de toda persecución... Continúo ahora mi relato. Mientras el tren rodaba en dirección a Nueva York, Mr. Barnes mandó registrar a todos los pasaje287
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ros. El espectáculo me divirtió mucho, créanlo ustedes. ¡Era tan cómico verle buscar en Nueva York lo que yo sabía estaba escondido en New Haven. Pero yo, por mi parte, deseaba, y ustedes lo comprenderán, volver a New Haven lo más pronto posible. Con ese objeto invité a Mr. Barnes a almorzar conmigo. Una vez solos, me esforcé en hacerle creer que mi deseo era que él fuese el único detective que me vigilase; pero en realidad, lo que quería era descubrir si podía inmediatamente poner un espía detrás de mí, es decir, si ya tenía uno en la estación Central. Así era efectivamente; y cuando lo descubrí, tuve mal de mi grado, que volver a mi hotel, con el aspecto más indiferente que me fue posible, para hacer creer que no abrigaba la menor intención de salir de la ciudad. Después, conseguí escapar a la vigilancia del espía, gracias a los puentes del ferrocarril elevado, que tan cómodos son para esa clase de operaciones. Fui a New Haven, saqué la valija de su escondite, y la di a guardar en el hotel cercano a la estación, encargando mucho que la cuidasen especialmente. Ustedes comprenderán con claridad el propósito que me guiaba: estaba seguro de que los diarios hablarían del robo, y de que por mi aparición sospechosa en el hotel (me había presentado allí disfrazado), la atención se fijaría inmediatamente en el hombre que había dejado a guardar la valija. Así fue, y pronto se encontraron mis pedrerías bajo la custodia de la policía, la más segura que uno puede desear para los objetos de valor que posea. He ahí, señores, la historia del crimen que aposté cometer y que he cometido. Ahora no me falta más que enseñar a la policía el documento que la Aduana de Boston me expidió, y la factura de venta del joyero de 288
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París, para recuperar mis piedras. ¿Está usted satisfecho, Mr. Randolph? Ha ganado usted lealmente la apuesta; aquí tiene usted un cheque de mil dólares que ruego a usted se digne aceptar con mis felicitaciones. -Muchas gracias -dijo Mr. Mitchel, tomando el cheque. -Lo recibo porque voy a necesitar enseguida la misma suma, y ahora van ustedes a saber para qué. Pero primero voy a referirles la verdadera historia del otro robo. El asombro de todos aumentó al oír estas palabras. Mr. Thauret parecía estar algo nervioso; bebió un trago de Borgoña, y al dejar el vaso le puso un momento la mano encima. -Todos ustedes deben acordarse -continuó Mr. Mitchel, -que el día de la fiesta de Alí Babá yo estaba enfermo en Filadelfia. Pues bien: tengo derecho de jactarme de haber ejecutado ese día la jugada más artística de todo el asunto. Cualquiera que me hubiese visto en Filadelfia habría creído que efectivamente estaba enfermo; pero en realidad, lo único que había hecho era ponerme en ese estado merced a algunas drogas que me había administrado un médico, a petición mía y después que le hube expuesto razones que le parecieron convincentes. Y como tenía que suponer que alguien me hubiese seguido hasta Filadelfia, cuidó, como Mr. Barnes sabe, de que no se me pudiese vigilar de muy cerca. También entraba en mis cálculos la ida de Mr. Barnes a Filadelfia después de la fiesta, de modo que preparó mi enfermedad artificial en forma que a él mismo lo engañase. Pero no anticipemos los sucesos. Después del robo del tren, fue asesinada la mujer. Por circunstancias que no parecían más que una casualidad, 289
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aunque bastante extraña, aquella mujer se había alojado en la misma casa en que vivía mi novia. Al volver del teatro la noche del asesinato, había notado que alguien me seguía; estaba al corriente además, de que otras coincidencias parecían acusarme; pero en el hecho, llevaba al detective una ventaja: saber que el hombre que había robado las piedras a la mujer, no las había encontrado en el sitio en que las escondió en New Haven: debía estar furioso; y era posible que, juzgando a la mujer por sus propios sentimientos, supusiera que ella había sacado las piedras de la valija durante la noche, de modo que lo que en realidad él había robado era una valija vacía. ¿No era admisible que fundado en esa ligera esperanza, hubiese ido en busca de la mujer, a confesarle el robo, para tratar de hacerlo confesar a su vez que todavía tenía en su poder las piedras? Y frustrado este intento ¿no podía, en un arrebato de cólera, o para impedirle hablar, haberle cortado el cuello? -Usted se equivoca, Mr. Mitchel -dijo el detective. -La mujer fue muerta mientras dormía. No hubo lucha. -Pues aun en ese caso, es fácil imaginarse que el hombre entra sigilosamente en la casa, y mata a la mujer para buscar las piedras con toda libertad en la habitación, y al mismo tiempo, para deshacerse de una cómplice que ya no le es necesaria. Por lo menos, eso era lo que yo suponía; y hay algo más: yo estaba convencido de conocer al individuo. En ese momento, M. Thauret, alargó nerviosamente la mano hacia su vaso de vino; pero antes de que pudiese tocarlo, Mr. Barnes lo tomó y lo apuró hasta la última gota. M. Thauret se puso lívido de rabia y a continuación ocurrió en290
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tre los dos hombres un incidente dramático que para todos los demás pasó inadvertido. M. Thauret se volvió hacia Mr. Barnes y pareció que iba a apostrofarlo; pero entonces el detective se echó ligeramente hacia atrás en su silla, y enseñó a su vecino, con ademán significativo, el cañón de un revólver que tenía en la mano debajo de la mesa. Todo eso pasó en un instante, y tanto Mr. Barnes como M. Thauret volvieron después la cabeza en dirección de Mr. Mitchel, como si uno y otro siguieran con la misma curiosidad de los demás el curso de la narración. -Cuando digo que estaba convencido de conocer al individuo -dijo Mr. Mitchel, -adelanto una afirmación cuya explicación interesará a ustedes indudablemente. En primer lugar, ya he dicho que vi al individuo que ocultó la valija en la estación New Haven. Sin embargo, no le vi la cara sino muy rápidamente, de modo que no podía tener seguridad de reconocerlo. Ahora, debo llamar la atención de ustedes hacia un hecho comprobado: incidentes de pequeñísima importancia hacen a veces nacer sospechas que fijándose bien en ellas, pueden aclarar un misterio. Una noche antes del robo del tren, había visto en una mesa de juego de mi club a un hombre desconocido; y a poco de haberlo observado, me había parecido ver que hacía trampas. Algunos días después del robo encontré nuevamente al mismo hombre en una casa: Mr. Barnes estaba presente, y ambos tomaron parte en una interesante conversación. Yo me mantenía alejado del grupo, fingía estar distraído en otra conversación, pero en realidad lo que hacía era observar la fisonomía del individuo, que me parecía, no sólo familiar, sino ligada con algún suceso 291
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extraordinario. Naturalmente, no tardé en recordar que lo había visto en el club; pero, a mi pesar, un sentimiento instintivo me decía que también en otra parte lo había visto. Esas eran las ideas que revolvía en mi mente, cuando de improviso oí que el hombre decía que él había sido uno de los pasajeros del tren la noche del robo, y el primero en ser registrado. Después, en el curso de la conversación, apostó a Mr. Barnes que las diferentes teorías emitidas en cuanto a la manera como el ladrón había ocultado las piedras eran erróneas. Esa observación afirmó mi creencia de que el hombre que tenía en mi presencia era el ladrón. En aquel momento, aun no había llegado a mis oídos la noticia del asesinato: pero deben ustedes recordar que ciertas circunstancias me comprometían en cuanto al robo, por lo cual, aunque no fuera más que por un deber de sincerarme ante la sociedad, era para mí de importancia capital ponerme en condiciones de probar la culpabilidad de ese individuo. Y entonces formé un plan bastante atrevido: Me hice amigo del individuo, y lo invité a que fuese a verme una noche en mi alojamiento. Cuando estuvimos solos, lo acusé de haber hecho trampas en el juego. Al principio asumió una actitud amenazadora; pero yo conservé mi calma, y probablemente con asombro suyo, le propuse que formásemos una sociedad para desplumar a todos los ricachos del club. Le hice creer que en realidad el dinero que yo poseía era mucho menos del que él se suponía, y que todo lo que tenía lo había ganado en las mesas de juego de Europa. Entonces me confesó que tenía un «sistema» para ganar, y desde ese momento fuimos buenos amigos, por lo menos 292
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aparentemente, pues tengo mis sospechas de que él, por su parte, no confiaba excesivamente en mí. Por él supe que su compañero de juego en la noche que lo había sorprendido haciendo trampas, era completamente inocente; y cuando me dijo eso, le hice prometerme que no volvería a tomar ese compañero. Esta exigencia mía provenía de un descubrimiento que había hecho: alguien había hablado de aquella partida de cartas a los detectives, de modo que cada vez que jugasen juntos los dos compañeros de esa vez, los espías los vigilarían. En tales circunstancias, prefería ser yo mismo el compañero, pues una vez obtenida en parte la confianza del individuo, tenía elementos para desorientar al detective, ganar mi apuesta, y hacer caer en el lazo al hombre que había despertado mis sospechas. Había combinado yo la fiesta de Alí Babá, cuando un día enseñé a Mr. Barnes el rubí que iba a regalar a mi novia. Al mismo tiempo le previne que aunque llegase a la conclusión de que yo era inocente del robo cometido en el tren, debía acordarse, sin embargo, de que me había comprometido a cometer un crimen. Enseguida arreglé lo necesario para que la fiesta se celebrase en la noche del 31 de diciembre, el mismo día en que mi mes expiraba. Sabía que todo esto conduciría al detective a creer que mi intención era robar el rubí a mi novia, crimen por el cual no se me habría podido castigar y en el que la persona robada me prestaría su ayuda. Mr. Barnes se engañaba. Ni por una suma tres veces mayor habría querido que el nombre de mi novia estuviese mezclado en semejante historia. Mi novia nada sabía de mis intenciones, y en ese mo293
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mento ignoraba también los detalles del robo del tren. Después de haber terminado mis disposiciones, en el último momento, pedí a miss Remsen que se pusiese en los cabellos el alfiler del rubí; pero eso no quiere decir que ella estuviese preparada a no ofrecer resistencia al ladrón, en la suposición de que éste pudiese ser yo. Me marché a Filadelfia y allá fingí estar enfermo: después burlé la vigilancia del espía, vine a Nueva York, y me presenté en el baile. Seguro que Mr. Barnes estaría en la fiesta, había arreglado lo necesario para que no le fuese posible obtener otro disfraz que el de uno de los cuarenta ladrones. El mismo día de la fiesta escribí a mi hombre sospechoso, para que asumiese el papel de Alí Babá; pero él, con mucha habilidad, invitó a otro a que se pusiese ese traje, y tomó para sí uno de ladrón. Este cambio me obligó a recorrer uno por uno a todos los cuarenta, para hablar a cada uno y reconocerlos por la voz u otras señas: así tuve la satisfacción de saber cuál de ellos era mi hombre y cuál Mr. Barnes. En el cuadro final, Mr. Barnes, que vigilaba evidentemente a Alí Babá, trató de colocarse junto a él, y la casualidad hizo que sólo alcanzara a ponerse detrás de mi hombre sospechoso. Temeroso entonces de que trastornase mis planes, me situé detrás de él. Mi objeto había sido tentar al individuo a apoderarse del rubí: si lo hacía, mis sospechas eran fundadas. Quizá mi cálculo era una quimera; pero el resultado lo favoreció. Había arreglado el programa de modo que cada uno pasase por delante del Sultán y lo saludara con una reverencia. Como mi novia estaba sentada en el suelo, el rubí, puesto en la parte 294
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delantera de la cabeza, se hallaría al alcance de la mano de los que se parasen a saludar, y el que reconociese su gran valor y careciese de escrúpulos, podría tomarlo fácilmente. Conforme a mis esperanzas, como mi hombre sacó suavemente el rubí de entre les cabellos, Mr. Barnes quiso lanzarse inmediatamente sobre él; pero yo lo sujeté por detrás, lo empujé por entre la muchedumbre que se adelantaba, y durante el rato de confusión que siguió, me escapé de la casa. Mr. Mitchel se calló y hubo un rato de profundo silencio. Todos los comensales presentían algún suceso trágico inminente. Pero al cabo de un instante se oyó la voz de M. Thauret. -¿No va usted a decirnos el nombre de ese astuto ladrón? -preguntó en tono tranquilo. -No -contestó vivamente Mr. Mitchel; -pero es un error llamar «astuto ladrón» a ese hombre. Si el crimen estuviese reconocido como profesión, como lo está por ejemplo el juego en la Bolsa, el individuo sería «un atrevido operador» Confieso que su valor me inspira admiración. En cuanto a mencionar su nombre, no puedo, porque no estoy en aptitudes de probar su culpabilidad. -Yo creía que usted lo hubiese visto robar el rubí -dijo M. Thauret. -Y así fue; pero, como yo mismo había estado bajo la sospecha de ser el autor del robo mi declaración en su contra habría sido insuficiente. Ahora, permítanme ustedes referirles lo que hice después. La parte más seria del asunto era para mí impedir la venta del rubí; pero felizmente la operación no fue difícil, porque todos los joyeros del mundo conocen esta 295
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piedra. Envié una circular a todos ellos y advertí de esta precaución a mi hombre. Después, quería aplazar el «desenlace» hasta esta noche, es decir, hasta el momento mismo en que terminaba el plazo de mi apuesta con Mr. Randolph. Pronto descubrí que mi individuo se inclinaba a casarse con una joven y rica americana Me interrogó hábilmente con respecto a la fortuna que mi cuñadita, pues de ella se trataba, debía recibir cuando muriese, de su madre y yo le contesté de manera alentadora. Y a continuación hice algo que tal vez no debería haber hecho; pero procedí así, porque me sentía dueño de la situación y capaz de dirigir los acontecimientos: aposté con Dora que no llegaría hasta esa noche sin estar de novia, y estipulé en la apuesta que si alguien la solicitaba, no debía aceptar ni rechazar las proposiciones. Y también le dije, aunque sin darle explicaciones, que, siguiendo al pie de la letra nuestro convenio, me ayudaría en mucho a ganar la apuesta. El final de la explicación de Mr. Mitchel aclaró, para Mr. Randolph, la intención con que Dora le había preguntado si para él pesaba en la balanza la cuestión de dinero. Cuando la joven aceptó la apuesta con Mr. Mitchel estaba enojada con Mr. Randolph por las vacilaciones de éste para unirse a su amigo por lazos de familia mientras abrigaba sospechas contra él. Bien se le notaba que la cuestión del robo había enfriado su ardor; de manera que al hacer la apuesta, Dora no lo consideraba como pretendiente. Después al verlo acercarse a ella y solicitar su mano, comprendió que se había colocado en una situación embarazosa, y su turbación fue grande; pero decidido como estaba a
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ganar la apuesta, adoptó el partido de solicitar de su pretendiente un plazo hasta el 1ero de enero. Aunque Mr. Mitchel no había mencionado el nombre del criminal, muchos de los invitados sabían ya de quien se trataba. Mr. Randolph no pudo contenerse y rompió a hablar fogosamente: -Entonces, eso me explica... Pero se detuvo, confuso. -Sí -le dijo Mr. Mitchel, sonriéndose: -.eso explica lo que ha atormentado a usted tanto. Pero no lamente usted demasiado la espera, pues ahora, no sólo gana usted la mano de mi cuñada, sino también este cheque que acaba usted de darme, y que pertenece a Dora, que a su vez ha ganado su apuesta. Y volviéndose hacia los demás, añadió: -Señores; ¡ bebamos por la salud y por la felicidad de Mr. Randolph ¡Todos bebieron, pero en silencio: cada uno sentía una especie de violencia, comprendiendo que iba a ocurrir algo más grave todavía, y esperaban ansiosamente. Mr. Mitchel terminó: -Han oído ustedes ya señores, el final de mi narración. Ahora escuchemos el informe que tiene que darme Mr. Barnes, a quien encargué siguiese la pesquisa con ciertos indicios que le di y descubriese por ellos la verdad, si podía. Puede usted empezar, Mr. Barnes.
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XVIII EL INFORME DE MISTER BARNES -Señores -dijo Mr. Barnes, poniéndose de pie para comenzar su relato: -Yo no soy sino hombre, como los demás, y ejerzo una profesión que algunos se sienten inclinados a despreciar, pero que en mi concepto constituye un deber para todo el que se considera con las condiciones necesarias Para desempeñarla. Nuestro anfitrión sería un detective admirable; pero creo no engañarme al decir que tiene una misión más grande que cumplir: el tiempo lo dirá. Ahora, ruego a ustedes dispensen la manera como voy a hablarles, pues no soy orador ni mucho menos. Me propongo sencillamente referir lo poco que ha hecho, apresurándome a advertir antes de todo, que sin la inapreciable ayuda de Mr. Mitchel, habría tenido que confesarme impotente para llevar a término esta pesquisa. «En el cuarto en que se cometió el asesinato encontré un botón muy curioso, que se parecía a los de un juego que Mr. Mitchel posee, hasta el extremo de hacerme creer que formaba parte de él, y que por consiguiente, el dueño del juego 298
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había participado en el crimen, en una forma u otra. Arrastrado por tal suposición, perdí mucho tiempo; pero mis esfuerzos en esa dirección no fueron, sin embargo, completamente inútiles, pues así pude descubrir que el verdadero nombre de la mujer asesinada era Rosa Montalbón, lo que me ha ayudado bastante en mis ulteriores investigaciones. Por fin, llegó el día en que abandoné la idea de la culpabilidad de míster Mitchel, y así se lo confesé francamente. Entonces él me dijo el nombre del joyero que había hecho los botones por orden de miss Remsen, y con este dato me dirigí a Europa. »El botón hallado por mí en el cuarto del crimen era, imperfecto: allí estaba mi punto de partida. Gracias a algunas cartas de recomendación llegué a obtener la ayuda de los propietarios de la joyería. Me dieron el nombre del individuo que había esculpido los camafeos por encargo suyo, pero en cuanto al botón defectuoso, ignoraban su existencia. Además, ya habían perdido el rastro de aquel individuo. Acudí a la policía de París, que me prestó toda su ayuda, pero asimismo necesité más de un mes para encontrar al hombre. Lo hallé por fin, y me dijo que había vendido el botón defectuoso a un amigo. »Algunos días pasaron antes de que me fuese posible encontrar a este amigo, y cuando hablé con él, reconoció haber tenido el botón en su poder, pero agregó que lo había regalado a una mujer. Me puse a buscar a la mujer, y después de una paciente averiguación la encontré: también ella reconoció que el botón había sido suyo durante un tiempo, al cabo del cual otra mujer se lo había robado. La insté para que me 299
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diese las señas de la ladrona, y lo primero que me dijo fue que era una criolla; así llegué, por último, a encontrar el rastro de la Montalbon, nombre que la mujer asesinada usaba en Francia. »Ya con ese nombre me fue más fácil continuar tirando el hilo de la madeja. No tardé en saber que la Montalbón tenía un compañero, llamado Juan Molitaire; y sin dificultad averigüé que el tal Molitaire había sido empleado en la joyería vendedora de los botones, en clase de dependiente para los envíos; él era quien había escrito las dos descripciones de las piedras, la que yo encontré en el bolsillo de un vestido de la mujer, y la que Mr. Mitchel tiene en su poder. Esa explicación aclaraba el misterio del documento duplicado que, durante un tiempo llevó mis sospechas por otro rumbo. »Parece que Mr. Mitchel había una vez comprado a la Montalbón papeles de valor, y se los había pagado en brillantes, dándole al mismo tiempo una recomendación para los joyeros de París, con el objeto que pudiera venderlos a éstos ... » -Si la recomendé a un joyero de París y no a uno de aquí -interrumpió Mr. Mitchel, -fue en parte para hacerla salir del país, y en parte para poder recuperar mis brillantes rescatándolos por su valor, propósito que poco después realicé. -Así me lo dijo el joyero -contestó Mr. Barnes, y continuó. -Cuando la Montalbón fue a la joyería a vender los brillantes, se fijó en Molitaire y él en ella. Poco tiempo después, el joyero vendió a Mr. Mitchel el segundo juego de piedras preciosas, lo que el dependiente supo con certeza, como que fue él mismo quien hizo el paquete para expedirlo a Boston. 300
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Vio la magnitud del golpe que podía dar, y necesitando de la ayuda de alguien, persuadió a la mujer a que lo acompañara a este lado del Atlántico, con la intención de robar las piedras a Mr. Mitchel tan pronto como las sacase de la Aduana. No es temerario deducir eso del hecho de que tres días después del envío del paquete, el hombre abandonase su empleo. Desde ese momento, se pierden, tanto su rastro como el de la mujer, no sólo en París sino en la Francia entera. -¿De ahí deduce usted que se vinieron detrás de las piedras? -preguntó Mr. Mitchel. -Evidentemente. Después, el hombre y la mujer se separaron aquí para evitar sospechas. Ella, por medio de una carta falsificada, logró alojarse en la misma casa en que vivían la señora Remsen y sus hijas, y Molitaire tomó un cuarto en el hotel Hofmann, es decir, a un paso del de la Quinta Avenida, donde usted vivía. Cuando salió usted para Boston, ambos lo siguieron, y se alojaron en el mismo hotel que usted. Sacó usted de la Aduana las piedras y ellos, aprovechando su ausencia, entraron en su cuarto y se llevaron la valija. La idea que se ha formado usted acerca de los pensamientos y actos del ladrón cuando usted burlándolo recuperó sus piedras es probablemente exacta. Fue en busca de la mujer en la esperanza de que esta hubiera sacado de la valija las piedras antes de que él se las robase, y el resto es fácil suponerlo. Creo que ya no queda ningún punto oscuro. -Perdone usted -dijo M- Thauret -creo que todavía le falta explicarnos algo. Aun no nos ha hecho usted conocer a ese... 301
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¿Cómo le llama usted? ¿Juan Molitaire, no es cierto? Pues bien: no veo que haya usted descubierto la prueba de su culpabilidad. -Y yo creo que sí -dijo Mr. Barnes. -A mí me queda una duda -replicó M. Thauret, en tono tan frío como si discutiera una cuestión de escaso interés. -Usted ha dicho que la Montalbón había entrado en relaciones con ese Molitaire cuando fue a vender los brillantes, y que más tarde desaparecieron los dos de París. La mujer volvió a Nueva York: muy bien: pero ¿cómo puede usted probar que Molitaire no se fue a... digamos a Rusia, por ejemplo! -No -dijo Mr. Barnes: -no Se fue a Rusia. Suponga usted que yo haya descubierto que ese nombre Molitaire, no era más que un seudónimo, y que el individuo se llamaba realmente Montalbón. Y si recordamos que las iniciales de la mujer habían sido cortadas de todas sus ropas ¿ese hecho no es significativo? Estas palabras produjeron sensación; pero M. Thauret permaneció impasible, y contestó con calma: -Todo es significativo. ¿Cómo interpretaría usted ese hecho en la suposición de que le fuera posible probarlo? -Molitaire era en realidad, el marido de la mujer asesinada. Años atrás habían reñido en París, y ella se había marchado a Nueva Orleáns, donde abrió una casa de juego, habiendo aprendido de Molitaire ese oficio. Pasó el tiempo, fue la mujer a París a vender los brillantes, y la casualidad hizo que se encontrasen en la joyería. El individuo, que tenía sus planes de robo, fingió el deseo de una reconciliación, para emplear a su mujer como instrumento. Ella aceptó, y 302
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juntos vinieron a América en persecución de las joyas. Claro está que después de haber asesinado a su mujer, convenía al asesino que el nombre de Montalbón desapareciese de las ropas. -Perdóneme usted que lleve la discusión más lejos -dijo M. Thauret: -la conversación es divertida. Usted me sorprende, Mr. Barnes por la prontitud con que interpreta las acciones humanas. Pero ¿está usted seguro de tener razón? Suponga usted, por ejemplo, que la misma mujer haya cortado las marcas de los vestidos, mucho antes, en el momento en que cambió de nombre; ¿no es cierto que entonces el hecho a que tanta importancia atribuye usted la perdería? ¡ Sabe usted que la evidencia absoluta es tan difícil de obtener! Si ese hecho es falso, como yo digo ¿cómo prueba usted la culpabilidad de Molitaire o de Montalbón, llámele usted cualquier nombre? No supongo que la sola circunstancia de ser marido de esa mujer constituya un crimen. -No -dijo Mr. Barnes, decidido a poner punto final a la controversia, -el hecho de ser el marido de esa mujer no tiene importancia en sí mismo. Pero si yo consigo en París la fotografía de Molitaire dejada casualmente por éste en su cuarto, y reconozco en ella al hombre a quien Mr. Mitchel sospechaba, de asesino y sorprendió robando el rubí; y si a mi vuelta a Nueva York, encuentro el rubí en poder del mismo hombre y me apodero de él, creo que ya tenemos algunos hechos que pueden entrar en cuenta. -¡Cómo! ¿El rubí está en poder de usted? -exclamó Mr. Mitchel asombrado. -Helo aquí -contestó Mr. Barnes, y se lo alcanzó. 303
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M. Thauret se mordió los labios; pero mediante un vigoroso esfuerzo, conservó el dominio sobre sí mismo. -Mr Barnes -dijo Mr. Mitchel, -siento mucho contrariar a usted; pero esto no es mi rubí. -¿Está usted seguro? -preguntó el detective, guiñando los ojos. -Sí; pero no por eso deja usted de merecer yo contrariar a usted; pero éste no es mi rubí es de todos modos la piedra robada a de saber usted que tengo una colección completa de imitaciones de mis joyas y esto me ha permitido, al hacer mi experimento en la fiesta de Alí Babá, no usar un cebo de valor tan grande. En vez del rubí, empleé esta imitación que usted acaba de entregarme. Pero ¿cómo ha llegado a manos de usted? -Hace ya varios días que estoy de regreso en Nueva York, y he vigilado personalmente a Montalbón. Ayer con gran sorpresa mía, fue al Departamento General de Policía y pidió que le permitiesen examinar las piedras robadas, alegando que tal vez cuando las hubiese visto podría dar algunos datos que aclarasen el misterio. Le concedieron el permiso, y yo apenas supe lo que había pasado, pedí también autorización para ver las joyas, sospechando una superchería. Un perito me ayudó en la operación, la que me demostró que el audaz bribón se las había arreglado de modo de cambiar la imitación del rubí por el verdadero que estaba en el juego robado en el tren. -¡ Pardiez! -exclamó Mr. Mitchel. -¡Ese hombre es un artista! Entonces, Mr. Barnes, tengo que agradecer a usted que
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haya recuperado el rubí legítimo. ¿Quiere usted decirme cómo lo ha conseguido? -Un día oí decir a Montalbón que un ladrón prudente, debería llevar siempre en su persona el objeto robado, para que nadie pudiese descubrirlo sin que él lo supiese. Eso me hizo adquirir la certidumbre de que aquél era uno de sus métodos personales. Hace un rato cuando nuestra conversación llegó a un punto en que ya era evidente que todo iba a quedar en descubierto, el hombre que está presente aquí, dejó caer el rubí en su vaso de borgoña, vino que había pedido con anticipación porque la piedra sería invisible en él, y lo mantuvo al alcance de su mano. Un instante después, intentó beberse el vino, es decir, ocultar el rubí en su estómago; pero yo me apoderé prontamente de su vaso, lo apuré, y el rubí pasó a mi boca. Y ahora, Montalbón, en nombre de la ley, está usted preso. Al mismo tiempo que dijo estas palabras, el detective puso la mano en el brazo de M. Thauret. Los otros comensales se mostraron agitados, se estremecieron, algunos se levantaron, esperando una escena de violencia. Pero, con asombro de todos, Thauret permaneció inmóvil unos instantes, y luego, con voz lenta y clara, dijo: -Señores: esta noche hemos oído varias historias. ¿Quieren ustedes oír lo que voy a referirles y aplazar su juicio durante unos momentos? -¡Hable usted, hable! -dijo Mr. Mitchel, maravillado de tanto dominio sobre sí mismo. Los otros volvieron a sentarse, salvo el detective, que se quedó de pie detrás del preso. 305
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-Tenga usted la bondad de llenar mi vaso -dijo M. Thauret al criado. Y una vez servido, bebió un trago con mucha calma. -No voy a fastidiará ustedes -comenzó, -con un largo relato: voy únicamente, a hacer una demostración. La sociedad, la sociedad civilizada de nuestra época, castiga, a la que llama «clase criminal», y es severa, para con ella. Sin embargo ¡ cuán pocos son los que han estudiado el estado de cosas actual y analizado las causas que forman el criminal posible! La vida de un delincuente no es tan tentadora como para escogerla por gusto, a lo menos para el hombre que posee instintos morales. El caso sería diferente, sin duda, si se tratara de seres inmorales por naturaleza. Pero si uno nace moral ¿quién tiene la culpa? ¿El mismo individuo o los antecedentes entre los cuales hay que considerar al mismo tiempo los antepasados, los padres del sujeto y las circunstancias? Tenemos compasión de tal individuo afectado de un defecto congenital, y condenanios a otro que es defectuoso moralmente, por más que su condición sea análoga a la de aquél y pueda atribuírsele a causas parecidas. En mi tienen ustedes uno de estos últimos. Confieso que soy y que he sido siempre un criminal, por lo menos en el sentido de la adquisición del dinero por eso que se llama «los medios ilegítimos». Pero usted dirá, Mr. Barnes (y se volvió al detective para llamar su atención, de modo que sin cesar de hablar pudo echar en su vaso de vino una pildorita blanca), que, criminal, y todo, ha habido una época de mi vida en que he sido un trabajador: la época en que estuve en la joyería. Cualquiera que sea mi valor como criminal, mi anhelo ha sido ser un artista, calificativo 306
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que Mr. Mitchel acaba de darme. Fingiendo ganarme honradamente la vida, engañé los ojos hábiles de la policía, de suerte que por más sospechas que haya habido en mi contra, siempre ha sido imposible probar mi delincuencia. Y ahora mismo, al dar en apariencia una explicación a ustedes, nada les he explicado en realidad. Lo único que he querido es impedir que se llegue a la prueba de los crímenes que se me acusa. Y así lo hago. Con un movimiento rápido, y a pesar de que Mr. Barnes quiso impedírselo, se bebió de un trago todo el vino de su vaso. Diez minutos después estaba muerto.
FIN
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