El Artilugio Tenia Un Duende Murray Leinster
Editorial Labor Antología de cuentos de ficción científica 1965 escaneado ...
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El Artilugio Tenia Un Duende Murray Leinster
Editorial Labor Antología de cuentos de ficción científica 1965 escaneado por diaspar
1 Ocurría en Istambul, y los ruidos de la ciudad - automóviles rezongantes y alborotadores borriquillos, gritos nasales de buhoneros y mercachifles y el lejano zumbido de un avión de reacción que volaba en aquel momento sobre la urbe penetraban atenuados, como emitidos por medio de una sordina, por los amplios ventanales del piso que ocupaba el señor Coglilan. Era ya bien cercana la noche, y el instructor acababa de regresar del colegio Americano, donde tenía a su cargo las clases de Física. Se sentó en una butaca para descansar y esperó. Debía reunirse con Laurie más tarde, en el hotel Petra, situado en la impropiamente llamada Grande Rue de Petra1 , y no tenía mucho tiempo que perder, pero estaba intrigado por los inesperados huéspedes que había encontrado esperándolo cuando llegó a su casa: Duval, un francés nervioso y gesticulante, rabioso de impaciencia, y el teniente Ghalil, tranquilo, paciente y reposado, impresionante dentro de su uniforme del departamento de policía de Istambul. Este último se había presentado a sí mismo con exquisita cortesía y explicado que había venido con monsieur Duval en busca de una información que sólo el señor Coghlan, del Colegio Americano, sería capaz de proporcionarles. Se hallaban los tres en el salón de Coghlan y saboreaban unas bebidas heladas, muestra de la hospitalidad del anfitrión. Éste, esperaba. - Mucho me temo - aventuró el teniente Ghalil, con un gesto peculiar en su semblante - que va usted a tomarnos por locos, señor Coghlan... Duval vació de un trago el contenido de su vaso y dijo airadamente: - ¡Pues claro que estoy loco! ¡No puede ser de otro modo!
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En francés en el original. - N. del T.
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Coghlan levantó hacia ellos sus párpados enrojecidos. El teniente de la policía turca se encogió de hombros y repuso impasible: - Yo creo que lo que deseamos preguntarle al señor Coghlan es lo siguiente: ¿Ha realizado usted, por casualidad, una visita al siglo XIII? Coglilan sonrió cortésmente. Duval no pudo evitar un gesto de impaciencia. - ¡Perdón, señor Coghlan! Insisto en que, seguramente, le pareceremos unos pobres locos, pero le aseguro que esta pregunta va dirigida completamente en serio! Esta vez, Coghlan sonrió burlonamente y respondió de esta guisa: - Pues bien, la respuesta es «no»... Creo que tienen ustedes conocimiento, evidentemente, de mis actividades: como saben, tengo a mi cargo las clases de Física en el Colegio Americano. Con mis enseñanzas, consigo obtener graduados, capaces - por decirlo así - de hacer pasar por el aro a los electrones, y mis alumnos más capacitados hasta consiguen penetrar en la vida íntima de los neutrones. Pero la cuarta dimensión - porque supongo que ustedes se refieren a un viaje a través del tiempo -no entra dentro de los postulados de mi cátedra. El teniente Ohalil suspiró y comenzó a desenvolver un voluminoso paquete que reposaba sobre sus rodillas. Al abrirlo, apareció un libro. Era de gran tamaño, de más de díez centímetros de grueso, y sus páginas eran de pergamino. La cubierta era maciza, de cuero antiguo, tan viejo que se desmoronaba si no se le trataba con sumo cuidado, y tenía incrustados varios medallones de marfil, artísticamente grabados. Coglilan reconoció el estilo. Eran grabados bizantinos, algo deteriorados por los golpes sufridos a lo largo del tiempo, y databan de la época anterior a la en que Bizancio convirtió sucesivamente en Estambul y Istambul. -Se trata -observó Ghalil- de uno II los ejemplares más antiguos y valiosos ti libro llamado Alexiada, debido a la princesa Ana Commeno, que vivió en el tilo 'cm, que antes he mencionado , tiene usted la amabilidad de ojear el libro, sr. Coglilan? Abrió el pesado volumen con exquisito cuidado y lo puso en las manos del interpelado. Las gruesas páginas, amarilleadas r. cl tiempo, se hallaban cubiertas de esos caracteres desgarbados, que utilizaban los griegos en su escritura - sin letras mayúsculas, sin separación entre las palabras y u signo de puntuación alguno -, y que instituían el texto de los libros al dejar de escribirse sobre largas bandas de pergamino que se enrollaban en una barra de Idem. Coghlan lo miró con curiosidad. ¿Conoce usted, por casualidad, el griego bizantino? - inquirió el turco esperanzado. Pero Coghlan sacudió su cabeza en un So negativo. El teniente de policía parea consternado. Comenzó a pasar páginas, jaibas Coghlan sostenía el libro. La primera página estaba tiesa, endurecida. Era color pardo, y en su borde quedaban 'LOS ya secos de alguna sustancia adhesiva, muestra evidente de que, en alguna ocasión, debió de estar pegada a la cubierta, 'Hasta 2
que, más tarde, se la dejó suelta o se ¿té por sí misma. La mitad superior de parte de la hoja, que estuvo primitivamentes oculta, se hallaba ahora cubierta por a membrete del departamento de policía Istambul, sujeto a la hoja por medio de modernas pinzas metálicas de las que se utilizan en las oficinas. La mitad inferior la misma parte de la página contenía cinco> huellas más oscuras que el resto, cuyo aspecto y disposición eran muy familiares. Cuatro de ellas estaban alineadas y la última, que era la mayor de todas, aparecía a poco más abajo. El teniente Ghalil ofreció una lupa de bolsillo. ¿Quiere usted examinarlo? - rogó solicito.. Coghlan miró a través de la lupa. Después de unos instantes levantó la cabeza. - Son huellas digitales - afirmó-. ¿Qué tiene eso de particular? Duval, hasta entonces inmovil, de pie al lado de Coglilan, comenz6 a pasear nerviosamente por la habitación, arriba y abajo, rabioso de impaciencia. El teniente Ghalil produjo un profundo suspiro. - Estoy a punto de decir algo absurdo - dijo con acento compungido -. Monsieur Duval descubrió este libro en la Bibllothéque National de París. Perteneció a dicha biblioteca durante más de cien años. Antes habla pertenecido a las Comptes de Huime, firmes protectores de un hombre, conocido con el apodo de Nostradamus. Pero el libro pertenece al siglo decimotercero. Fue escrito y encuadernado en Bizancio. En la Bibliotheque National, monsteur Duval observó que una de las hojas estaba completamente pegada. La despegó y se encontró con esas huellas digitales y... otros escritos. Coghlan dijo, pensativo: -Interesantísimo... En lo que pensaba era que ya debía haber salido para cumplir su compromiso de ir a cenar con Laurie y su padre. - Naturalmente - siguió el oficial de policía -, monsieur Duval sospechó que se trataba de un fraude. En vista de ello, hizo examinar la tinta químicamente y luego espectroscópicamente. No había duda: las huellas digitales habían sido impresas cuando el libro era nuevo. Repito: ¡no hay duda alguna! Coghlan no tenía la menor idea de lo que iba a ocurrir, y dijo, desconcertado: - La técnica de la obtención y examen de las huellas digitales es mucho más moderna que ese libro, por eso me parece sorprendente poder encontrar huellas tan antiguas. Pero...
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Duval, que seguía paseando nerviosamente, arriba y abajo, por la habitación, produjo una exclamación ahogada, deteniéndose al lado de la mesa de despacho de Coghlan. Jugaba febrilmente con una especie de daga curda con mango de madera que aquél utilizaba como abrecartas, mientras en sus ojos aparecía una expresión extraña. El teniente Ghalil dijo resignadamente: - Esas huellas no son tan notables, señor Coghlan, sino imposibles. ¡Yo le aseguro a usted que, teniendo en cuenta su edad solamente, resultan quiméricas, irrealizables...! ¡Y esa imposibilidad es tan trivial, tan poco importante, en comparación con todo lo demás! ¡Porque, vea usted, señor Coghlan, esas huellas digitales son suyas! El aludido, sentado en su butaca, se quedó de una pieza, con sus ojos perdidos en una inexistente lejanía, sin mirar a ningún punto determinado. Mientras, el teniente de la policía turca traía un tampón de los utilizados hasta la fecha en todos los departamentos de policía. No hay necesidad de tinta alguna: se van apoyando las yemas de los dedos sucesivamente en la pequeña almohadilla, cubierta por una hoja grasa especial, y se obtiene rápidamente la huella de cada uno de ellos. - Si usted me permite... Coghlan entregó sus dedos al policía, el cual fue apoyando uno a uno en la almohadilla, cubierta por una hoja grasa especial muy brillante, haciéndolos girar ligeramente a uno y otro lado para obtener la huella completa de la yema del dedo. Era un proceso de lo más familiar y el propio Coghlan había impreso sus dedos en el pasaporte cuando tuvo que venir a Turquía, registrándoselas nuevamente en el departamento de policía como extranjero residente en el país. El turco le ofreció de nuevo su lupa de bolsillo. Coglilan estudió detenidamente la huella del dedo pulgar que acababan de obtener de él. Después de un momento de vacilación, la comparó con la del libro, impresa en el pergamino. Se sobresaltó visiblemente. Comparó una a una las otras huellas, con creciente cuidado e incredulidad. Luego, dijo, en el tono de quien no cree sus propias palabras: - ¡Parecen... parecen ser exactamente iguales...! A no ser pon.. - Sí - corroboró el teniente Ghalil -. La huella del dedo pulgar correspondiente al libro presenta una cicatriz que su dedo actual parece no tener ahora... Y, sin embargo, es su propia huella digital... ésa y todas las demás. ¡Y es imposible, filosófica y matemáticamente, que dos series de huellas digitales coincidan entre sí si no pertenecen a la misma mano! - Así es - exclamó Coghlan.
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Duval murmuró algo entre dientes. Luego, volvió a dejar en su sitio el cuchillo curdo y reemprendió sus nerviosos paseos por la habitación. Ghalil, por su parte, volvió a encogerse de hombros. - Monsiour Duval estudió las huellas -explicó- hace unos tres meses... las huellas y la escritura. Se tomó suficiente tiempo para convencerse a si mismo de que el asunto no era una patraña. Escribió a la policía de Istambul rogándole que le dijese si se encontraba registrado en sus archivos un tal Thomas Coghlan, residente en el número 750 de la calle de Fátima. ¡De eso hace dos meses! Coghlan se sobresaltó de nuevo. - ¿De dónde sacó usted esa dirección? - Ya lo sabrá - respondió el turco -. ¡ Por el momento, le repito que 'eso fue hace dos meses! Contesté que, efectivamente, le teníamos registrado, pero que ignorábamos su dirección. Escribió de nuevo, enviándonos una fotografía de esa parte de la hoja de pergamino y rogándonos que le contestásemos con toda urgencia si esas huellas coincidían con las suyas. Le contesté que así era, en efecto, salvo la cicatriz del dedo pulgar. Y agregué, con viva curiosidad, que dos días antes usted se había mudado al 750 de la calle de Fátima..., la dirección que monsieur Duval mencionaba en su carta de un mes antes... - Desgraciadamente - repuso el señor Coghlan - eso no podía ocurrir así... Yo mismo no conocí mi nueva dirección hasta una semana antes de mudarme... - Ya lo sé que no puede ser - exclamó Ghalil apenadamente -. Pero no puede negarse que así ocurrió... - ¿Pretende usted - objetó Coglilan -que alguien podía tener información sobre ese asunto tres semanas antes de que ocurriera en el tiempo, tres semanas antes de que sucediera...? Ghalil hizo un gesto extraño y dijo: - Es una obra maestra de reticencia... - ¡Es una locura! - exclamó Duval -. ¡Es lunatismo! Ce n'est pas ¡logique! . ¡Tenga usted la amabilidad, señor Coglilan, de mirar el resto de la página! Coghlan quitó las pinzas que sujetaban el membrete del departamento de policía a la parte superior de la página de pergamino y pensó si estaría llegando al final de todo lo que sería capaz de resistir. Había escritas unas palabras con una tinta increíblemente antigua, pero en inglés moderno. La escritura era tan familiar a Coghlan como la suya propia...
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Y aquella escritura decía: « Vean a Thomas Coglilan, que vive en el 750 de la calle de Fátima, de Istambul. Profesor, director u otro cargo por el estilo. El artilugio está en el 80 de la calle Hosain, segundo piso, interior. ¡Cuidado con Mannard! Va a ser asesinado». Debajo, sus huellas digitales bien visibles. Coghlan se quedó perplejo, contemplando aquella misteriosa página. Luego, buscó su vaso y se bebió el contenido de un trago. La situación parecía exigir algo semejante. Se produjo, al mismo tiempo, un silencio en la estancia, interrumpido apenas por los ruidos sordos que llegaban del exterior. Eran ruidos de voces, y de alguna parte llegaba también un sonsonete nasal emitido por una radio que los turcos consideran como una música. Un alboroto inidentificable, producido por los taxis desalquilados, por la entonación peculiar del vocerío de las gentes y esos otros ruidos callejeros que se entremezclan unos a otros, formando esa barahúnda típica de Istambul que le hace inconfundible con cualquier otro lugar de la Tierra. Eran los ruidos de la gran ciudad a la caída de la noche. Duval había cesado en sus nerviosos paros por la habitación y estaba ahora tranquilo. Ghalil miraba a Coglilan y permanecía silencioso. Y Cohglan contemplaba pensativo la hoja de viejo pergamino. Trataba de explicar lo inexplicable, y no le quedaba otra solución que rendirse a la fuerza de la realidad, aunque ésta resultase tan irreal como fantástica. Su nombre y su dirección actual estaban allí, escritas en aquella página, y sus huellas dactilares no ofrecían tampoco lugar a duda. En cuanto a lo que estaba escrito, la línea que se refería a Mannard, el padre de Laurie, indicaba claramente que aquél corría un indudable peligro, aunque su significado era muy vago. La línea que hacía referencia a la otra dirección, el número 80 de la calle Hosain, y a un «artilugio» carecía por completo de significado real. Pero la línea acerca de «profésor, director u otro cargo por el estilo» le había afectado seriamente. Era lo que se decía Coghlan a si mismo siempre que pensaba en Laurie. Si no era más que un simple instructor de Física. Y, como tal, no seria discreto pedirle a Lauríe que se casase con él. Con el tiempo, Podría llegar a profesor. Pero, ni aun entonces seria atinado pensar que la hija de un multimillonario se aviniese a ser su esposa. Más adelante, hasta podría llegar a ser director del colegio, aunque las probabilidades que tenía de alcanzar ese grado óptimo de su carrera eran tan problemáticas que podía considerarse como algo casual, inopinado. Sin embargo, podía ocurrir. Y luego..., ¿qué? Conservaría ese elevado cargo hasta que un claustro de profesores decidiese que cualquier otro sería mejor para ocupar su
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puesto... Un débil programa para justificar su insistencia en solicitar que Laurie se casase con él..., un simple instructor, con una cátedra de profesor como aspiración máxima de su carrera, y una dirección del colegio como al utópico e inimaginable. Por eso, al acordarse de Laurie, Coghlan se dijo con pesadumbre a sí mismo: « Profesor, director del colegio u otro cargo por el estilo». Y recordó que no debía dejarse vencer por inclinación romántica alguna. Pero no tenía que reír aquella frase a nadie en el mundo. El era el único ser humano para quien tenía algún significado. Era la prueba absoluta de que él, Thomas Coghlan, había escrito aquellas palabras, Pero no lo había hecho. -Esas palabras -dijo, como resumen de cuanto había estado pensando hasta aquel momento - parecen indudablemente escritas por mí. Es mi letra y hasta en los rasgos más simples obedecen en todo a mí modo de escribir... ¡Tengo que suponer que fui yo quien las escribió! Y, sin embargo, no tengo la menor idea de haberlo hecho. Por eso, les quedaría muy reconocido si me explicaran todo este lío. Duval se entregó a un frenético discurso. - ¡Pues eso es, precisamente, lo que hemos venido a pedirle a usted, señor Cogifian! ¡Me he considerado siempre un hombre cuerdo, en mis cabales! ¡He estudiado a fondo el Imperio bizantino y toda su historia! ¡Puede decirse que soy una autoridad en ello! ¡Pero este... inglés moderno, escrito cuando no existía el inglés moderno!... ¡Números árabes cuando los números árabes eran totalmente desconocidos! ¡Números de casas inexistentes, en calles cuyos nombres no podían ni predecirse en aquellos tiempos, situadas en la ciudad de Istambul, cuando no había ciudad alguna sobre la Tierra que llevara ese nombre! ¡No puedo concebirlo! Señor Coglilan, se lo ruego..., ¿cuál es el significado de todo esto? Coghlan volvió a mirar fijamente la escritura, desvanecida por el tiempo, realizada sobre el pergamino. Duval escondió la cara entre sus manos. Ghalil aplastó cuidadosamente su cigarrillo en el cenicero. Y esperó. Coglilan seguía de pie, deliberando sobre el intrincado asunto. - Creo - dijo - que debíamos tomar otra copa... Recogió los vasos y salió de la habitación, sin lograr que su mente se aclarase lo más mínimo. Deseó vivamente que Duval y Ghalil no hubiesen nacido jamás, ya que con su existencia habían complicado su propia vida, planteándole un problema que parecía irresoluble. Sí no había escrito aquel dichoso mensaje... pero ningún otro podía tampoco haberlo hecho. Y, sin embargo, allí estaba, escrito con los propios caracteres de su grafología y hasta firmado por sus propias huellas dactilares...
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Y no tenía la menor idea de lo que quería significar aquel mensaje ni de qué podía hacerse con él. Regresó al salón con los vasos llenos. Duval continuaba sentado con la cabeza entre las manos. Galil había encendido otro cigarrillo y miraba hacia su ceniza con una expresión de agudo desconsuelo. Coghlan dejó en la mesa las bebidas. - No creo que ningún otro, aparte de mí, haya podido escribir eso mensaje observó -, pero tampoco recuerdo haberlo escrito yo, ni tengo la menor idea de lo que pueda significar. Como ustedes lo han traído, seguramente sabrán algo más que yo... - No - respondió Ghalil -. Mi primera pregunta era la única razonable que podía dirigirle: Ha estado usted viajando por el siglo XIII? Me imagino que no, porque supongo que jamás se le ha ocurrido cosa semejante. - No solamente no se me ha ocurrido nunca - repuso Coghlan con ironía -, sino que no conozco otro lugar con menos probabilidades de ser visitado que ése... Ghalil agitó su cigarrillo y la ceniza cayó al suelo. - Como oficial de policía, 10 que más me interesa de ese curioso mensaje es que en él se hace mención de que van a asesinar a alguien; es decir, que puede ser asesinado... Esto entra dentro de mis atribuciones. ¡Y más como estudiante de Filosofía...! Tanto como policía como filósofo, es a veces necesario partir de un absurdo para llegar a una solución razonable. Y eso es lo que propongo hacen.. o, por lo menos, intentar... - ¡No faltaba más! - exclamó Coghlan secamente. - Por el momento - dijo Ghalil, volviendo a sacudir la ceniza de su cigarrillo con un movimiento brusco de su mano -, usted no tiene la menor idea de que nadie vaya a asesinar al señor Mannard. Tampoco tiene una cicatriz en el dedo pulgar..., ni espera tenerla. Y la existencia de - digámoslo así - un « artefacto » en el número 80 de la calle Hosain le es totalmente desconocida..., ¿no es eso? -Así es -admitió Coghlan. - Ahora bien, si usted llega a tener, casualmente, esa cicatriz en el dedo pulgar observó Ghalil -, quiere decir que esas huellas dactilares del pergamino pertenecen a una época futura, en la cual, probablemente usted conocerá asimísmo la existencia del peligro que acecha al señor Mannard y la del «artilugio» ese en el numero 80 de la calle Hosain... Esto... -
Ce n'est pas Iogique! - protestó Duval violentamente.
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- SI, es lógico - repuso Ghalil con calma -, aunque no es de sentido común... Lógicamente, pues..., se deduce que, en una época futura, ignorada por nosotros, el señor Coghlan conocerá todas esas cosas y desearía informarse ahora de lo que sabrá entonces. Para que me comprendan mejor, el señor Coglilan desearía conocer hoy mismo algo que ocurrirá en el futuro - quizá la semana próxima -: la existencia del peligro que se cierne sobre el señor Mannard y que hay algo de suma importancia en el número 80 de la calle Hosain, en el segundo piso, interin Pues bien, esa información puede proporcionársela ese memorándum escrito en la hoja suelta de este antiquísimos libro. - ¡Pero usted no creerá eso...! - exclamó Coghlan sorprendido. - No admito que lo crea - replicó Ghalil con una sonrisa imperceptible en sus labios -, pero estimo que sería muy acertado hacer una visita a ese número 80 de la calle Hosain. ¡No creo que podamos hacer otra cosa! - ¿Y por qué no decirle a Mannard lo que ocurre? -inquirió Coglilan con aspereza. - Me tomaría por loco - repuso el turco con la misma aspereza que su interlocutor-. Y con razón. Yo mismo sospecho que lo estoy... - Pues se lo diré yo - concluyó Coghlan-, porque creo que debo hacerlo. Voy a cenar con él y con su hija esta noche y así será más fácil... - Miró el reloj -. Ya debía haber salido... El teniente Ghalil se levantó cortésmente. Duval separó la cabeza de entre las manos y se levantó también, con un aspecto más abatido que cuando comenzó la conversación. Algo le ocurría al señor Coglilan. - Dígame, monsieur Duval, cuando usted encontró ese libro, ¿qué fue lo que le impulsó a despegar esa hoja...? Duval extendió sus manos. Ghalil abrió la cubierta del libro y mostró la primera página que había sido despegada por el francés. En la que había sido cara visible de la misma, había una nota, una glosa, de cinco o seis líneas. Estaba escrita en una especie de griego primitivo, incomprensible para Coglilan. Pero, a juzgar por su situación, debía ser un memorándum escrito por alguno de los anteriores propietarios del manuscrito y no una nota inserta por el copista. - Mi traductor y monsteur Duval están de completo acuerdo - observó Ghalil -. Uno y otro dicen que el significado de esa nota escrita en griego primitivo sobre la hoja de pergamino es el siguiente: «Este libro ha viajado hasta el frígido Más Allá y ha regresado, portando un escrito de los adeptos que solicitan noticias de Apolonio». No sé qué significa, ni monsieur Duval tampoco, pero al verlo trató de descubrir nuevos escritos. Al ver que la página estaba pegada, la despegó... y ya ha visto usted lo que ha resultado,
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Coghlan dijo atribulado: - No sé lo que es un adepto, ni tampoco en qué consiste ese frígido Más Allá, ni si existe otro que sea caluroso... Pero conozco a un Apolonio. Creo que es griego..., y dice de sí mismo que es neoplatónico, como si se tratara de una nacionalidad, y que procede de algún lugar de la Arabia. Está tratando de conseguir que Mannard financie no sé qué asunto político. Pero no debe referirse a lo del libro ¡que tiene ya siete siglos! - Pues yo creo que no debemos descartarlo - dijo Ghalil -. Ni al señor Mannard. Ni a esa casa del número 80 de la calle Hosain... Me parece que Monsieur Duval y yo vamos a investigar esa dirección para ver si descubrimos el misterio o lo complicamos más todavía. Repentinamente, Duval sacudió la cabeza. - No - dijo, con una especie de violencia patética -. ¡Este asunto no es posible! ¡Pensar en él invita a la locura! ¡Señor Coglilan, tratemos de apartarlo de nuestras mentes! ¡Abandonemos! Le pido perdón por mi intrusión. Tenía la esperanza de haber hallado una solución satisfactoria, una explicación que pudiese creerse sin gran esfuerzo, pero veo que es imposible... Abandono la esperanza y el intento. ¡Regresaré a París en la creencia de que todo eso jamás ha podido ocurrir! Coghlan no le creyó y no dijo nada. - Espero - repuso Ohalil - que recapacite. - Se movió en dirección a la puerta con el francés a remolque -. ¡Abandonar a estas alturas seria suicida! - ¿Suicida? - repuso Coglilan. - Sí..., por lo menos para mi - contestó Ghalil apesadumbrado -, ¡porque me moriría de curiosidad! Saludó con un gesto de la mano y salió empujando a Duval. Coglilan comenzó a vestirse para la cena con Laurie y su padre en el hotel Petra. Pero, mientras se vestía, su frente era una verdadera borrasca de arrugas, síntoma infalible de la tempestad de ideas que se desencadenaba en su interior. II Todos los taxis de Istambul están conducidos por maníacos evadidos, a los cuales, inexplicablemente, la policía turca los deja campar por sus respetos. El taxi en que Cogillan se dirigió al hotel Petra estaba conducido por un hombre de piel muy oscura y dientes blanquisimos, el cual estaba profundamente convencido de que el destino de todos y cada uno de los peatones estaba en las manos de Alá y que él nada podía hacer para modificarlo. Estaba equipado con una bocina
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desusadamente escandalosa, cuyo sonido, afortunadamente, parecía agradarle mucho a su conductor. El coche alquilado por Coghlan corría, pues, desenfrenadamente por estrechas callejuelas, en las que los peatones parecían huir constantemente horrorizados de aquella bocina infernal ante el terror de verse despachurrados por el taxi. Éste pasaba como alma que lleva el diablo por callejuelas inverosimilmente estrechas, doblaba las esquinas poniéndose en dos ruedas que chirriaban terriblemente como si se quejasen, doloridas de su incómoda postura, sorteaba o arremetía contra los peatones que encontraba ante sí, los cuales se disolvían con increíble agilidad antes que se aproximase el vehículo enloquecido y lograse alcanzarlos con sus guardabarros, se metía a aquella velocidad endiablada, por avenidas que parecían túneles y desembocaba en calles más anchas, ya pertenecientes a la parte moderna de la ciudad, seguido siempre por los punzantes insultos y amenazas que salían de las bocas de los peatones turcos, cubriéndolo como una guirnalda... Pero Coghlan apenas si se enteraba de todo aquello. Iba ensimismado, introvertido, como si todo lo que le rodeaba no existiese para él. Desde el momento en que se quedó solo, las sospechas lo dominaron de tal modo que se sentía culpable, no sabiendo cómo justificarse a sí mismo y viéndose forzado a aceptar la situación que sus visitantes le habían presentado. Por inverosímil que pudiese parecerle a una persona en sus cabales. Ninguno de los dos le había pedido dinero, ni lo había insinuado siquiera. Claro está que él no tenía dinero, de cualquier modo, para que a ellos se les hubiese antojado sacrílego urdiendo aquella fantástica historia. Pero Mannard, sí. Mannard era inmensamente rico y quizá fuesen los tiros contra él. Había hecho su fortuna construyendo presas y saltos de agua, diques, vías férreas, instalaciones de fuerza y centrales hidráulicas en las partes más diversas del mundo. Pero sería dificilisimo sacarle un céntimo inventando una patraña, aunque su propio nombre fuese mencionado en aquel memorándum del manuscrito y aunque lo fuese con la caligrafía del mismo Coghlan y estuviese firmado por sus huellas digitales. Mannard era uno de los principales benefactores del colegio en el que Coghlan enseñaba. Tenía ahora ante él otra oportunidad en que desarrollar su filantropía, y el único medio de atacarle era Laurie. Ella era su punto vulnerable... Decididamente, Mannard debía ser informado de aquel enmarañado asunto. El taxi corría alocado, ululando con su bocina infernal, recorriendo la gran ciudad. M fin, se precipitó en la Grande Rue de Petra. Dio una vuelta en forma de U. Culebreó entre un elegante y lujoso coche particular y un feroz «jeep » del ejército turco, dispersó un grupo familiar que, sin saber por qué, se había detenido en plena calzada, rozó ligeramente un descapotable que estaba estacionado allí cerca, dio un frenazo que hizo chirriar de nuevo las ruedas dejando su huella en el pavimento y se detuvo precisamente ante la marquesina del hotel Petra. El conductor le reclamó a Coghlan, exactamente, seis veces la tarifa legal de la carrera. 11
Coghlan se quedó perplejo. Pero conocía perfectamente a los habitantes de Istambul y sabía de qué pie cojeaban. Llamó por señas al commissionaire del hotel, puso en sus manos exactamente dos veces la tarifa que debía pagar y le dijo: «Páguele y quédese con la vuelta ». Luego, entró en el hotel. Su modo de comportarse era una especie de eficacia americana. Ahorraba dinero y argumentos. La discusión alcanzaba ya limites insospechados cuando Coghlan entraba en el impresionante vestíbulo del hotel. Laurie y su padre ya le esperaban. La muchacha estaba tan encantadora que Coghlan no pudo por menos que murmurar: «Profesor, director y otro cargo por el estilo », al estrechar sus manos. Era muy difícil evitar el hecho de estar enamorado de Laurie, aunque él hacía todo lo posible por conseguirlo. - Siento haberme retrasado - dijo al saludarles -, pero al llegar a casa me encontré con dos de los seres más fantásticos que jamás podría imaginar, los cuales me refirieron la historia más inverosímil que nunca he oído. Y no tuve más remedio que escucharles, porque, a pesar mío, me vi prendido en el interés del relato por irreal que éste pudiese parecer. De pronto, entró en escena un nuevo personaje. Usaba una camisa deslumbrante y en sus labios se dibujaba una sonrisa acariciadora. Era bajo y fornido y se llamaba a si mismo Apolonio el Grande. Apenas si llegaba con su cabeza al hombro de Coghlan, pero le aventajaba, en cambio, en peso, en más de veinte kilos. Aquel hombre fuerte, bajo y regordete extendió cordialmente hacia Coghlan un brazo corto y grueso y una mano redonda y carnosa. El instructor de Física observó que el lujoso reloj de pulsera de Apolonio, de gran valor intrinseco y artístico, se incrustaba en la gruesa muñeca del griego. - Seguramente - dijo en tono de reproche - no encontraría nada tan extraño como yo... Coghlan estrechó su mano lo más brevemente posible. Apolonio el Grande era un ilusionista - un mago de la escena - que acababa de realizar una excursión por las capitales europeas situadas al oeste del telón de acero, en una temporada que él calificaba de sorprendente y extraordinaria. Su especialidad - según le pareció entender a Coglilan - consistía en serrar a una mujer por la mitad a la vista del público, y luego volverla a presentar entera y resucitada como si nada hubiera ocurrido. Decía lleno de orgullo que, una vez serrada la mujer, llevaba cada una de las mitades en que había dividido su cuerpo a un extremo opuesto del escenario. Aquello era algo que ningun otro podía hacer con esperanzas de reintegraría de nuevo. - Ya conoces a Apolonio... - murmur6 Mannard -. Vamos a cenar. Con un gesto de cortesía, emprendió el canino del comedor delante de sus invitados con objeto de guiarles. Laurie se cogió del brazo de Coghlan. Lo miraba y le sonreía. 12
- Estaba pensando si ya no me querrías, Tommy - repuso, mimosa -. Y trataba de ensayar un gesto de desesperación por si llegaba el caso... Coghlan la miró a los ojos y trató de endurecer su corazón para hacerlo insensible' a los encantos de la muchacha. En dos ocasiones anteriores había roto resueltamente su decisión al ver a Laurie, porque le gustaba tanto que no lo podía remedian Pero tenia miedo que volviese a ocurrir ahora. Por eso, enfocó la conversación por otros derroteros. - ¡Buen día he tenido hoy...! - dijo en voz baja-. Mis visitantes me han dejado verdaderamente aturdido. Es algo increi1)le y le voy a pedir a Apolonio que me explique cómo han podido realizar algo tan fantástico e inverosímil. Yo creo que, más o menos, entra dentro de su especialidad. El maitre se inclinó ante el grupo y los condujo hasta la mesa. Estaban sólo los cuatro en el comedor y, al verlos entrar, una orquesta de cuerda inició valientemente los compases de Rapsodia en azul, tratando de interpretar el « swing» americano en su versión del cercano Oriente. Había destellos de plata y cristal y se oía un murmullo de voces.
Coghlan esperaba los entremeses mientras su rostro se iba entristeciendo cada vez más. Apolonio el Grande levantó su copa de vino. A Coghlan le molestaba ver la pulsera del reloj fuertemente incrustado en la muñeca del griego. Y, sin saber por qué, le irritaba también sobremanera el segundero de aquel reloj moviéndose incansablemente... Apolonio decía con voz suave: - ¡Creo que ha llegado la hora de revelarles mi gran fortuna! ¡Brindo por la naciente República Autónoma Neoplatónica! Algunos creen que es una utopía; otros, que es un timo y que yo soy el timador.. ¡Pero bebamos por su realidad! Bebió su copa. Luego, pareció más gordo todavía. - He tenido que asegurarme la financiación de los sobornos que ha sido preciso pagar - explicó. Todas sus papadas rebosaban felicidad-. ¡No debo revelar quién decidió enriquecer a ciertos truhanes políticos para ayudar a mi pueblo, pero soy muy dichoso. ¡Por mí y por mi pueblo! - ¡Magnífico! - dijo Mannard. - Ya no le molestaré más pidiéndole donativos - le aseguró Apolonio -. ¿No es un alivio? Mannard rió entre dientes. Apolonio el Grande debía, indudablemente, estar hablando en broma. Habló de su «pueblo» con el aire del que no espera que lo
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tomen en serio. La cosa era que, en no sé qué parte de Arabia, habla un grupo de pequeñas y oscuras aldeas, en el cual las doctrinas del neoplatonismo sobrevivían como una religión. Estaban mantenidas por una casta de filósofos que los tenían embobados por medio de la magia, y Apolonio presumía de haber sido una de las jerarquías y de tener asombrada a media Europa con todas las artimañas que constituían el fundamento de su culto. Aquello sonaba como una campaña publicitaria, ideada por un agente de prensa de imaginación calenturienta. Una tradición secular del desarrollo y culto de la treta no era demasiado verosímil. Y ahora, según parecía, Apolonio aseguraba haber sobornado a algún gobierno árabe y haber obtenido dinero para asegurar la salvación de los aldeanos revelándoles la existencia de aquella excéntrica religión. - Yo también he tenido hoy dos visitantes que parecían haber empleado su propia magia neoplatónica - dijo Coghlan. Luego, se volvió hacia Mannard -. A propósito, señor, me dijeron que, probablemente, yo voy a asesinarle a usted... A Mannard pareció divertirle aquella declaración inesperada. Era un hombre alto y corpulento, de piel curtida y color atezado, muy capaz de cuidar de si' mismo. - ¿Puñal, bala o veneno, Tommy? -preguntó en tono humorista -. ¿O vas a emplear un ciclotrón? ¿Cómo es eso? Coghlan explicó. La historia de su entrevista con el atormentado Duval y con el escéptico Ghalil parecía, al contarla, más absurda todavía que cuando ocurrió en el domicilio de Coghlan. Mannard escuchaba. Llegaron los entremeses. La sopa. Coghlan refirió la historia con todo detalle, y su preocupación llegó al límite cuando trató de explicar que era imposible que todo aquello fuese una patraña. Sin embargo, no hizo mención de la línea que más le había preocupado. Mannard río entre dientes una o dos veces cuando Coghlan refería su historia. - ¡Magnifico! - exclamó cuando la historia llegó a su fin -. ¿Cómo crees que lo hicieron y qué es lo que desean? Apolonio el Grande se secó la boca y luego la más alta de las papadas. - No me gusta esto dijo, gravemente-, no me gusta absolutamente nada. ¡Oh, el libro y las huellas digitales y el escrito..., yo podría hacer todo eso! ¡Recuerdo una vez, en Madrid, que..., pero no importa! Son aficionados, y, sin embargo, pueden ser peligrosos... Laurle intervino::
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- Creo que Tommy se ha visto metido en un asunto muy desagradable, aunque me parece que no ha dicho todo lo que sabe... Le conozco desde hace mucho tiempo, y creo que hay algo que le preocupa. Coghlan se puso colorado. Laurie podía leer impunemente en su cerebro. -Había, en efecto -admitió-, una linea de la que no he hablado. Mencionaba algo que no podía significar nada para nadie, sino para mi mismo... y a nadie he dicho una sola palabra. Apolonio suspiró. - ¡Ah, cuántas veces he leído los pensamientos ajenos por ocultos que estos sean! Todo el mundo cree que sus pensamientos son únicos... Pero, insisto una vez más, esto no me gusta nada. Laurie se inclinó hacia Coghlan. Y, apenas en un susurro, le dijo: - ¿Eso que no le has dicho a nadie... trataba de mí? Coghlan la miró confuso, inquieto, y asintió con la cabeza. - ¡Estupendo! - dijo Laurie, y le sonrió. Apolonio, de repente, hizo un ademán extraño. Levantó una copa llena de agua y la mantuvo a la altura de sus ojos. - Les voy a Iniciar en el principio de la magia -dijo, gravemente-. Aquí tienen una copa, llena de agua solamente. ¡Ya ven que no contiene otra cosa! Mannard la miró cautamente. E' agua estaba perfectamente clara. Apolonio la paseó alrededor de la mesa, siempre a la altura de los ojos. Decididamente, Mannard debía ser informado de aquel enmarañado asunto. El taxi corría alocado, ululando con su bocina infernal, recorriendo la gran ciudad. Al fin, se precipitó en la Grande Rue de Petra. Dio una vuelta en forma de U. Culebreó entre un elegante y lujoso coche particular y un feroz « jeep» del ejército turco, dispersó un grupo familiar que, sin saber por qué, se había detenido en plena calzada, rozó ligeramente un descapotable que estaba estacionado allí cerca, dio un frenazo que hizo chirriar de nuevo las ruedas dejando su huella en el pavimento y se detuvo precisamente ante la marquesina del hotel Petra. El conductor le reclamó a Coghlan, exactamente, seis veces la tarifa legal de la carrera. Coghlan se quedó perplejo. Pero conocía perfectamente a los habitantes de Istambul y sabía de qué pie cojeaban. Llamó por señas al commissionaire del hotel, puso en sus manos exactamente dos veces la tarifa que debía pagar y le
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dijo: «Páguele y quédese con la vuelta». Luego, entró en el hotel. Su modo de comportarse era una especie de eficacia americana. Ahorraba dinero y argumentos. La discusión alcanzaba ya Imites insospechados cuando Coghlan entraba en el impresionante vestíbulo del hotel. Laurie y su padre ya le esperaban. La muchacha estaba tan encantadora que Coghlan no pudo por menos que murmurar: « Profesor, director y otro cargo por el estilo », al estrechar sus manos. Era muy difícil evitar el hecho de estar enamorado de Laude, aunque él hacía todo lo posible por conseguirlo. - Siento haberme retrasado - dijo al saludarles -, pero al llegar a casa me encontré con dos de los seres más fantásticos que jamás podría imaginar, los cuales me refirieron la historia más inverosímil que nunca he oído. Y no tuve más remedio que escucharles, porque, a pesar mío, me vi prendido en el interés del relato por irreal que éste pudiese parecen De pronto, entró en escena un nuevo personaje. Usaba una camisa deslumbrante y en sus labios se dibujaba una sonrisa acariciadora. Era bajo y fornido y se llamaba a sí mismo Apolonio el Grande. Apenas si llegaba con su cabeza al hombro de Coghlan, pero le aventajaba, en cambio, en peso, en más de veinte kilos. Aquel hombre fuerte, bajo y regordete extendió cordialmente hacia Coghlan un brazo corto y grueso y una mano redonda y carnosa. El instructor de Física observó que el lujoso reloj de pulsera de Apolonio, de gran valor intrínseco y artístico, se incrustaba en la gruesa muñeca del griego. - Seguramente - dijo en tono de reproche- no encontraría nada tan extraño como yo... Coghlan estrechó su mano lo más brevemente posible. Apolonio el Grande era un ilusionista - un mago de la escena - que acababa de realizar una excursión por las capitales europeas situadas al oeste del telón de acero, en una temporada que él calificaba de sorprendente y extraordinaria. Su especialidad - según le pareció entender a Coghlan - consistía en serrar a una mujer por la mitad a la vista del público, y luego volverla a presentar entera y resucitada como si nada hubiera ocurrido. Decía lleno de orgullo que, una vez serrada la mujer, llevaba cada una de las mitades en que había dividido su cuerpo a un extremo opuesto del escenario. Aquello era algo que ningún otro podía hacer con esperanzas de reintegraría de nuevo. - Ya conoces a Apolonio... - murmuró Mannard -. Vamos a cenar. Con un gesto de cortesía, emprendió el camino del comedor delante de sus invitados con objeto de guiarles. Laude se cogió del brazo de Coghlan. Lo miraba y le sonreía.
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- Estaba pensando si ya no me querrías, Tommy - repuso, mimosa -. Y trataba de ensayar un gesto de desesperación por si llegaba el caso... Coghlan la miró a los ojos y trató de endurecer su corazón para hacerlo insensible a los encantos de la muchacha. En dos ocasiones anteriores había roto resueltamente su decisión al ver a Laurie, porque le gustaba tanto que no lo podía remedian Pero tenia miedo que volviese a ocurrir ahora. Por eso, enfocó la conversación por otros derroteros. - ¡Buen día he tenido hoy...! - dijo en voz baja-. Mis visitantes me han dejado verdaderamente aturdido. Es algo increíble y le voy a pedir a Apolonio que me explique cómo han podido realizar algo tan fantástico e inverosímil. Yo creo que, más o menos, entra dentro de su especialidad. El maitre se inclinó ante el grupo y los condujo hasta la mesa. Estaban sólo los cuatro en el comedor y, al verlos entrar, una orquesta de cuerda Inició valientemente los compases de Rapsodia en azul, tratando de interpretar el « swing » americano en su versión del cercano Oriente. Había destellos de plata y cristal y se oía un murmullo de voces. Coghlan esperaba los entremeses mientras su rostro se iba entristeciendo cada vez más. Apolonio el Grande levantó su copa de vino. A Coghlan le molestaba ver la pulsera del reloj fuertemente incrustado en la muñeca del griego. Y, sin saber por qué, le irritaba también sobremanera el segundero de aquel reloj moviéndose incansablemente... Apolonio decía con voz suave: - ¡Creo que ha llegado la hora de revelarles mi gran fortuna! ¡Brindo por la naciente República Autónoma Neoplatónica! Algunos creen que es una utopía; otros, que es un timo y que yo soy el timador... ¡Pero bebamos por su realidad! Bebió su copa. Luego, pareció más gordo todavía. - He tenido que asegurarme la financiación de los sobornos que ha sido preciso pagar -explicó. Todas sus papadas rebosaban felicidad-. ¡No debo revelar quién decidió enriquecer a ciertos truhanes políticos para ayudar a mi pueblo, pero soy muy dichoso. ¡Por mí y por mi pueblo! - ¡Magnifico! - dijo Mannard. - Ya no le molestaré más pidiéndole donativos - le aseguró Apolonio -. ¿No es un alivio? Mannard rió entre dientes. Apolonio el Grande debía, indudablemente, estar hablando en broma. Habló de su «pueblo» con el aire del que no espera que lo
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tomen en serio. La cosa era que, en no sé qué parte de Arabia, habla un grupo de pequeñas y oscuras aldeas, en el cual las doctrinas del neoplatonismo sobrevivían como una religión. Estaban mantenidas por una casta de filósofos que los tenían embobados por medio de la magia, y Apolonio presumía de haber sido una de las jerarquías y de tener asombrada a media Europa con todas las artimañas que constituían el fundamento de su culto. Aquello sonaba como una campaña publicitaria, ideada por un agente de prensa de imaginación calenturienta. Una tradición secular del desarrollo y culto de la treta no era demasiado verosímil. Y ahora, según parecía, Apolonio aseguraba haber sobornado a algún gobierno árabe y haber obtenido dinero para asegurar la salvación de los aldeanos revelándoles la existencia de aquella excéntrica religión. - Yo también he tenido hoy dos visitantes que parecían haber empleado su propia magia neoplatónica - dijo Coghlan. Luego, se volvió hacia Mannard -. A propósito, señor, me dijeron que, probablemente, yo voy a asesinarle a usted... A Mannard pareció divertirle aquella declaración inesperada. Era un hombre alto y corpulento, de piel curtida y color atezado, muy capaz de cuidar de sí mismo. - ¿Puñal, bala o veneno, Tommy? -preguntó en tono humorista -. ¿O vas a emplear un ciclotrón? ¿Cómo es eso? Coghlan explicó. La historia de su entrevista con el atormentado Duval y con el escéptico Ghalil parecía, al contarla, más absurda todavía que cuando ocurrió en el domicilio de Coghlan. Mannard escuchaba. Llegaron los entre meses. La sopa. Coghlan refirió la historia con todo detalle, y su preocupación llegó al límite cuando trató de explicar que era imposible que todo aquello fuese una patraña. Sin embargo, no hizo mención de la línea que más le habla preocupado. Mannard rió entre dientes una o dos veces cuando Coghlan refería su historia. - ¡Magnifico! - exclamó cuando la historia llegó a su fin -. ¿Cómo crees que lo hicieron y qué es lo que desean? Apolonio el Grande se secó la boca y luego la más alta de las papadas. - No me gusta esto dijo, gravemente-, no me gusta absolutamente nada. ¡Oh, el libro y las huellas digitales y el escrito..., yo podría hacer todo eso! ¡Recuerdo una vez, en Madrid, que..., pero no importa! Son aficionados, y, sin embargo, pueden ser peligrosos... Laurie intervino:
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- Creo que Tommy se ha visto metido en un asunto muy desagradable, aunque me parece que no ha dicho todo lo que sabe... Le conozco desde hace mucho tiempo, y creo que hay algo que le preocupa. Coghlan se puso colorado. Laude podía leer impunemente en su cerebro. - Había, en efecto - admitió -, una línea de la que no he hablado. Mencionaba algo que no podía significar nada para nadie, sino para mi mismo... y a nadie he dicho una sola palabra. Apolonio suspiró. - ¡Ah, cuántas veces he leído los pensamientos ajenos por ocultos que estos sean! Todo el mundo cree que sus pensamientos son únicos... Pero, insisto una vez más, esto no me gusta nada. Laude se inclinó hacia Coghlan. Y, apenas en un susurro, le dijo: -¿Eso que no le has dicho a nadie... trataba de mí? Coghlan la miró confuso, inquieto, y asintió con la cabeza. - ¡Estupendo! - dijo Laude, y le sonrió. Apolonio, de repente, hizo un ademán extraño. Levantó una copa llena de agua y la mantuvo a la altura de sus ojos. - Les voy a Iniciar en el principio de la magia -dijo, gravemente-. Aquí tienen una copa, llena de agua solamente. ¡Ya ven que no contiene otra cosa! Mannard la miró cautamente. El agua estaba perfectamente clara. Apolonio la paseó alrededor de la mesa, siempre a la altura de los ojos. -¡Vean! Ahora, señor, Coghlan, encierre la copa dentro de sus manos. Enciérrela bien. ¡Ustedes, por lo menos, no se han puesto de acuerdo! Ahora... El robusto hombrecillo miró intensamente a la copa de agua que cubrían las manos de Coghlan. A éste le parecía que estaba haciendo el idiota. -Abracadabra, calle de Fátima, número 750, la señorita Mannard es muy hermosa... - dijo en un tono teatral. Luego, agregó plácidamente -: Cualesquiera otras palabras habrían hecho el mismo efecto. Deje ya la copa, señor Coghlan, y mírela. Coghlan dejó la copa sobre la mesa y re tiró las manos. En el interior de la copa había una moneda de oro. Era una moneda muy antigua, una pieza de diez dirhem del antiguo Imperio turco.
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- No podía confiar en la ilusión - dijo Apolonio -, pero, aunque ustedes no se hayan dado cuenta, les he engañado con un truco muy simple... - ¿Cómo lo ha hecho usted? - inquirió Mannard. - Es muy fácil. Colocando la copa al nivel de los ojos, ustedes no pueden ver la moneda que se halla en su fondo, cuando aquélla está llena de agua, a causa de la refracción. Antes de que ustedes se dieran cuenta de ello, yo ya habla dejado caer la moneda en su interior, elevando luego la copa a la altura de los ojos. Mientras la copa está elevada, parece vacía. Eso es todo. Mannard murmuró algo entre sí. - ¡Es el principio lo que cuenta! - manifestó Apolonio -. Yo hice algo de lo que ustedes no tenían la menor noticia. Les engañé a ustedes porque cuando creían que estaba preparándome para ello, ya lo había hecho. ¡He ahí el secreto de la magia...! Extrajo la moneda de oro del fondo de la copa y la depositó en el bolsillo de su chaqueta, mientras Coghlan pensaba que el truco del griego no era tan convincente como su propia escritura de la página de pergamino, sus huellas digitales y sus pensamientos más íntimos... escritos siete siglos antes. -~... Creo que debo poner este hecho en conocimiento de la policía - dijo Mannard -. Porque... yo corro un peligro, indudablemente. Todo eso es demasiado complicado para que se trate de una broma... y ahí se habla de alguien que va a ser asesinado. Y hasta se da mi nombre... No, no es cosa de tomarlo a broma. Conozco a algunos funcionarios turcos de alta graduación... ¿No tendrás inconveniente de hablarles de lo ocurrido? - Naturalmente que no - respondió Coghlan, pensando que debería sentirse aliviado, aunque no lo estaba de ningún modo. - A propósito - le dijo a Apolonio -, también está usted metido en el ajo... ¡En el memorándum se dice que los «adeptos »preguntaban por usted! Repitió el texto del memorándum lo mejor que pudo. El rollizo Apolonio escuchaba, frunciendo el ceño. - ¡Eso no me gusta nada...! - dijo con firmeza -. ¡No es agradable para mi reputación profesional que se me considere como un tramposo embaucador.! ¡No, no es muy agradable! El griego parecía extrañamente pálido, mucho más pálido que de costumbre. Lauríe dijo con viveza:
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- ¿No dijiste algo acerca de un «artilugio», Tommy, en... el número 80 de la calle Hosain? Coghlan asintió. - Sí. Duval y el teniente Ghalil dijeron que iban a averiguar de qué se trata. - Después de cenar - sugirió Laude -podemos ir en el coche a observar la casa por fuera, ¿les parece? No creo que papá tenga algo planeado. Sería muy interesante... - No esta mal pensado - dijo Mannard -. Hace una noche muy agradable. Iremos. Laude sonrió, con un gesto de tristeza en su rostro, mirando a Coghlan. Y éste se dijo a si mismo que sería muy agradable aquel paseo hasta la misteriosa casa. No deseaba quedarse a solas con Laurie bajo ningún concepto. Mannard echó su silla hacia atrás. - ¡Es irritante! - gruñó -. ¡No puedo imaginarme qué es lo que se proponen! ¡Vayamos de una vez a esa endemoniada casa, no puedo resistirlo más! Subieron todos al departamento de Mannard, situado en el tercer piso del hotel Petra, y allí telefoneó para pedir el coche que habla alquilado durante su estancia en Istambul. Laurie se puso un mantoncillo sobre la cabeza, que le sentaba muy bien, lo que hubo de reconocer Coghlan a pesar de su depresión de ánirno. Apolonio el Grande había aceptado una invitación y continuaba hablando de su soborno político. Decía que creía que debía tratarse de algunos manuscritos antiguos, descubiertos en alguna de las remotas aldeas de su país, cuando se inició la era del renacimiento. Coghlan coligió que reivindicaba a dos o tres mil compatriotas suyos. Avisaron que el coche estaba dispuesto. - ¡Iré bajando las escaleras! - anunció Apolonio, haciendo un gesto con su mano gordezuela -. Me siento grande y dignificado ahora que alguien me ha dado dinero para mi pueblo, y no creo que nadie pueda sentirse dignificado dentro de un ascensor... Mannard asintió con un gruñido. Todos salieron, dirigiéndose hacia las escaleras detrás de Apolonio. De pronto, se apagaron las luces, e inmediatamente se oyó el ruido inequívoco de un cuerpo al caer seguido de un quejido entrecortado. Luego, la voz de Mannard llegó hasta los demás desde el centro del tramo de escaleras comprendido entre
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la meseta superior y la parte donde aquéllas iniciaban la curva, pronunciando un juramento. Un momento antes, estaba arriba. Se encendieron las luces. Mannard volvió a subir las escaleras jurando furiosamente. Miraba a su alrededor respirando fatigosamente. Era el revés de la medalla del elegante millonario que todos conocían. Parecía testarudo, atlético, enfurecido, dispuesto a pelear con quien fuera. - ¡Mi querido amigo! - exclamó Apolonio -. ¿Qué es lo que ha ocurrido? - ¡Que alguien trató de tirarme por las escaleras! - gruñó Mannard con furia-. Me echaron la zancadilla y me empujaron... ¡Si no llego a agarrarme a la barandilla, me rompo la cabeza! Seguía mirando en derredor. Pero a su alrededor sólo se veían los tres amigos y su hija. Mannard recorrió todos los pasillos del hotel tratando de descubrir quién había sido. Estaba encolerizado. Pero no encontró a nadie que pudiera haberlo hecho. - ¡Bueno!... ¡Tal vez haya dado un traspiés o resbalado - dijo, en el colmo de la irritación -, pero nunca me ha ocurrido cosa semejante! ¡Maldita sea! ¡Y menos mal que no me he hecho daño! Volvió a bajar las escaleras, enfurruñado. Laurie comentó: - Es extraño, ¿verdad? - Sí; muy extraño - repuso Coghlan -. Si recuerdas, yo dije que me habían dicho que lo asesinaría yo. - ¡Pero si estabas a mi lado...! - No tan cerca como para no poder haberlo hecho - replicó el aludido -. Desearla que no hubiese ocurrido jamás... Llegaron a la planta baja del hotel, Mannard todavía encolerizado. Apolonio andaba con un contoneo especial, cimbreándose garbosamente. Al verlo, Coghlan no pudo por menos de evocar al Agha Khan. Había en todo su aspecto un aire especial, como si brotaran de su ser efluvios de bienaventuranza. Y, sin embargo, su rostro estaba inexpresivo, mientras que su talante era solemne, majestuoso. Debía haber estado pensando en aquella profecía, porque, al llegar al vestíbulo, dijo untuosamente: - Usted habló algo acerca de una profecía en la cual se afirmaba que iba a asesinar a Mannard, ¿no es verdad, Coghlan? ¡Tenga cuidado, amigo, tenga cuidado!
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Hizo un guiño a los dos que le seguían y prosiguió su marcha triunfal hacia el coche que les esperaba ante la puerta del hotel. El interior del coche estaba oscuro. Lauríe se sentó al lado de Coghlan. Éste se daba cuenta de su proximidad, pero se sentía inquieto a medida que el automóvil avanzaba hacia su destino. Su propia escritura sobre la hoja de perganúno del viejo libro advertía desde tiempos remotos: «¡Cuidado con Mannard! Va a ser asesinado ». Y Mannard acababa de estar a punto de sufrir un grave accidente... Coghlan comprendió, desconcertado, que algo muy significativo acababa de ocurrir y él debería haberlo previsto. Pero, se convenció a si mismo de que todo aquello no podía ser más que una coincidencia. III A la mañana siguiente, Coghlan sólo tomó café de desayuno, y se sentía tan deprimido, como le ocurría siempre, en aquellos días, después de haber pasado la velada con Laurie. El motivo era, por supuesto, que él quería casarse con ella y no veía la posibilidad de realizarlo. Se bebió el café y se quedó, triste y pensativo, mirando hacia el patio que había bajo sus ventanas. Hallábase su departamento en una de las viejas casas del barrio de Galata, modernizada para adaptarla a los nuevos tiempos. Aquel patio había sido, probablemente, el jardín de un harén; pero en la actualidad estaba enlosado con piedras y rodeado de pequeños arbustos recortados, y los ruidos de la gran ciudad llegaban hasta él amortiguados. Se oyeron fuertes pisadas en el patio y apareció el teniente Ghalil de la policía turca. Luego, desapareció. Y, un momento más tarde, sonó el timbre de la puerta del departamento de Coghlan. De mal humor, dijo que entrara: estaba abierto. Ghalil hizo una mueca mientras decía: -¡Buenos días! - ¿Qué, más misterio? - preguntó Coghlan, suspicaz. -- Una parte de él creo que ha sido aclarada dijo Ghalil -. Me parece que mis ideas no están ya tan enmarañadas como antes. - Estoy tomando café - gruñó Coghlan-. ¿Quiere usted acompañarme? Sin esperar respuesta, cogió otra taza y la llenó del liquido aromático. Le pareció que Ghalil le miraba con un nuevo sentimiento de amistad.
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Tengo una carta para usted - Dijo el turco alegremente. Se la entregó. Era una nota, limpiamente mecanografiada, escrita en inglés, en un pliego de oficio del ministerio de Policía, que radica oficialmente en Ankara en lugar de en Istambul, aunque extraoficialmente ha seguido en el centro de gravedad de la criminalidad de la ciudad vieja. La firma estaba clara. Era, por lo menos, del propio ministro del ramo. La nota decía que, a petición del súbdito americano, señor Mannard, el teniente Ghalil había sido designado para conferenciar con el señor Coghlan sobre una materia de carácter grave. El ministro de Policía aseguraba al señor Coghlan que el teniente Ghalil tenia toda la confianza del ministerio, el cual estaba seguro de que sería un competente colaborador. Coghlan parecía confuso. - ¡Y yo que creía que era usted la persona sospechosa!... - dijo Ghalil -. Pero usted hizo seguramente lo primero que un sospechoso no haría jamás: llamar inmediatamente a la policía. ¡Porque usted creyó que yo era sospechoso! - Rió socarronamente -. Ahora bien, si tiene usted dudas todavía, puedo informar que desea conferenciar con una persona de rango más elevado. ¡Pero no creo que sea fácil encontrar a alguien que tome este asunto en serio! O de una manera tan amistosa, con órdenes o no, en vista de la amenaza al señor Mannard y de mi relativa seguridad de que usted es inocente... hasta ahora... - se rió entre dientes de toda responsabilidad en esa amenaza... Coghlan había estado también pensando en esto, y respondió con un gruñido: - ¡Es ridículo! Apenas había acabado de hablarle de ello a Mannard, cuando se produjo el accidente que pudo costarle la vida... Y luego, lo otro... Ghalil estaba tenso. Levantó una mano y preguntó: - ¿Qué es... lo otro? ¿Y a qué accidente se refiere usted? Coghlan refirió al policía turco el accidente ocurrido a Mannard al bajar las escaleras del hotel la noche pasada. « Una coincidencia, evidentemente», terminó. Y, colocándose a la defensiva, prosiguió: -En cuanto a lo otro... - ¿Qué es lo otro? - insistió Ghalil ¿Qué me dice usted de esa casa situada en el número 80 de la calle Hosain? Porque ustedes estuvieron allí anoche...
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Coghlan se encogió de hombros. Los cuatro - Mannard, Laurie, Apolonio el Grande y él, Coghlan - habían penetrado, efectivamente, en el barrio de Galata, metidos en el coche alquilado por el millonario, y habían llegado hasta el número 80 de la calle Hosain. Era una edificación increíblemente antigua e insospechadamente sucia y arruinada, vacía de toda vida, y situada en una callejuela apartada, solitaria, estrecha y silenciosa. Cuando el coche llegó hasta ella, algunos curiosos vagaban por sus alrededores observando los movimientos de la policía estacionada en el exterior de la misteriosa casa. El mismo Ghalil se acercó a preguntarles a los ocupantes del coche qué era lo que les había llevado hasta allí. Luego, toda la partida penetró en el desierto edificio, en el que retumbaban siniestramente los ecos de las pisadas, y subió hasta el segundo piso, interior, que se hallaba desocupado, como el resto del edificio. Coghlan podía recordar perfectamente ahora el aspecto y hasta el olor de aquella casa y particularmente los de aquel piso misterioso. La casa llevaba desocupada mucho tiempo, y era tan antigua, que las losas de piedra de la planta baja se hablan desgastado hacía tanto tiempo que habían tenido que ser remplazadas por tablones de madera que se habían desgastado también. Los escalones de piedra de la escalera que conducía al segundo piso tenían una profunda oquedal en su centro, formada por las pisadas de muchas generaciones. Habla en toda ella un olor especial a viejo, a antiguo, a vacío, a moho, a inmundicia. Y muestras evidentes de abandono, de un abandono que duraba más de un milenio. Había por doquier telarañas, suciedad de toda índole y señales inequívocas de degeneración y envilecimiento. Y, sin embargo, los dinteles de las puertas eran de piedra labrada y databan de la época en que los obreros trabajaban como un artesano y realizaban la obra de un artista. El piso interior de la segunda planta, que era el que daba a la parte posterior de la casa, estaba vacío de todo menos de la mugre del tiempo. Había caído casi todo el yeso que en otro tiempo había cubierto las paredes, dejando al descubierto el enlucido de épocas anteriores, con rastros de color, como si las paredes hubiesen estado pintadas con figuras que nunca más Podrían descubrirse. Y había un lugar, en la pared occidental, en el que el yeso estaba todavía húmedo. Era un cuadrado de unos cuarenta y cinco centímetros de lado, situado a un metro, aproximadamente, del suelo, que rezumaba humedad. Mientras Ghalil miraba interesadamente a Coghlan, éste frunció el ceño. - En aquel piso no habla nada. Estaba vacío. No había «artefacto» alguno como decía el libro de Duval... Ghalil dijo suavemente: - El libro era del siglo XIII. ¿Esperaba usted encontrar algo en ese piso después de tanto tiempo, después de tantos saqueos, después del paso de veinte generaciones?
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- Yo me guiaba solamente por el libro de Duval - dijo Coghlan con cierto tono de ironía. - ¿Sospecha usted de ese sitio húmedo de la pared, eh? - No conseguí comprenderlo - admitió Coghlan - y era muy... peculiar. Estaba frío. - Quizá sea ése el artefacto - observó Ghalil con acento suave -· Cuando ustedes se marcharon, yo subí al piso. Observé lo mismo que usted: aquel sitio estaba frío, muy frío. Creí que se me iba a congelar la mano cuando la tuve apoyada en aquel lugar durante un rato. ¡Y no me equivocaba, porque más tarde cubrí aquel cuadrado que rezumaba humedad con una manta y debajo de ella apareció escarcha! Coghlan dijo, impacientemente: - ¡Y eso sin aparato refrigerador alguno, porque esto es indudable! Ghalil agregó pensativo: - No cabe duda..., pero aquello aparecía helado... - ¿Se le puede llamar artefacto a un aparato refrigerador? - insinuó cogían. El turco sacudió la cabeza. - Es muy peculiar... He sabido que esa parte de la pared se conserva siempre fría y húmeda. Se creyó que era cosa de magia, 10 cual le dio a la casa muy mala fama, siendo ésta la causa de que esté siempre vacía. Parece que esa leyenda tiene unos sesenta años de antigüedad y los pequeños aparatos refrigeradores no se conocían entonces... ¿Será esa frialdad otra imposibilidad de este asunto? Coghlan repuso: - ¡No hacemos más que decir cosas sin sentido alguno! Pero Ghalil seguía absorto en sus pensamientos. - ¿'>odia ser la refrigeración una de las artes perdidas de los antiguos? - preguntó, con una débil sonrisa -. Y, si es así, ¿qué tiene eso que ver con usted, con el señor Mannard y con ese... Apolonio? - No hay artes perdidas - replicó Coghlan-. En los tiempos pasados, la gente hacía cosas que ellos consideraban como de magia y a veces obtenían resultados maravillosos. Razonando de esta manera, emplearon la digital para el corazón. Luego, vieron que daba buenos resultados, y continuaron empleándola.
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Considerándolo, también, como cosa de magia, martillaron el cobre, golpeándolo fuertemente hasta conseguir endurecerlo, creyendo que lo habían templado. Hay objetos galvanizados que han sobrevivido más de mil años. Los griegos construyeron una turbina de vapor en la era clásica. Y es más que probable que hicieron también la linterna mágica. Pero no puede haber ciencia sin idea científica. Obtenían resultados positivos por casualidad, por azar, pero no sabían ni lo que estaban haciendo ni lo que hablan hecho. No Podían pensar técnicamente... y así no hay artes perdidas, sino redefiniciones. Nosotros podemos hacer todo lo que hacían los antiguos. - Entonces, ¿puede usted hacer que un lugar se conserve frío durante sesenta años... después de haber permanecido solitario más de setecientos? - Eso es ilusionismo puro - respondió Coghlan -. ¡O~ al menos, así debe ser! Pregúntele a Apolonio, verá cómo él le explica cómo se hace. Está dentro de su especialidad. - Me gustaría mucho que examinase usted de nuevo ese sitio frío de la pared de la casa del número 80 de la calle Hosain - dijo Ghalil, con acento triste y preocupado -. ¡Si es una ilusión, es singularmente impenetrable! - Me he comprometido a ir hoy con los Mannard a una jira marítima - anunció Coghlan -. Quieren ir por la orilla del mar de Mármara para ver una parcela de terreno. Ghalil alzó la vista. -¿Se proponen construir una casa aquí? -- Una casa de campo para los niños... explicó Coghlan con reserva -. Ya sabe usted que Mannard es millonario. Está dando su dinero a manos llenas al colegio Americano y le han sugerido que construya en el campo, a orillas del mar de Mármara, una residencia infantil para niños pobres. Se propone hacer algo semejante a lo existente en los Estados Unidos y quiere ir a buscar un sitio apropiado. Sí dará el dinero necesario y la residencia será administrada por personal turco, y él correrá, asimismo, con los gastos de entretenimiento. Si, como esperamos, la cosa tiene éxito, el Gobierno turco o las sociedades de caridad prívadas pueden encargarse de la residencia y construir otras semejantes en diversos puntos del país. - ¡Admirable! - exclamó el teniente Ghalil-. No me agradaría que asesinasen a ese hombre... Coghlan no hizo el menor comentario. Ghalil se levantó.
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- Pero... vaya y examine ese aparato refrigerador de la antigüedad, ¡por favor! Después de todo, es mencionado indudablemente en un memorándum escrito con su propia letra ¡hace la friolera de setecientos años! Pero..., señor Coghlan, ¡tenga muchísimo cuidado! - ¿Con qué? - ¡Con el señor Mannard! - la expresión de Ghalil era extraña, indescifrable-. No creo en las cosas del pasado más que usted, pero, como filósofo y como policía, tengo que enfrentarme muy frecuentemente con casos y hechos que parecen inverosímiles, con posibilidades, incluso, de insensatez... Hay dos cosas que me preocupan, y espero que usted me ayude a solventarías. - Una de ellas es, por supuesto, el asesinato del señor Mannard. Pero ¿cuál es la otra? - Pues..., aunque le parezca extraño, me disgustaría muchísimo que se cortase el dedo pulgar - repuso Ghalil -. Porque entonces sería explicable un asesinato. Coghlan frunció el ceño. - Descuide usted que procuraré que no me ocurra nada semejante... ¡No lo creo probable! -Bien..., pero, por favor, vaya cuanto antes a Hosain, número 80, en cuanto usted pueda... Estoy haciendo examinar microscópicamente todo el piso... y estoy procediendo a su limpieza. Además, he establecido una vigilancia permanente para evitar toda preparación de un truco de ilusionismo. Saludó con la mano en señal de despedido y salió. Una hora más tarde, Coghlan se reunía con los Mannard, que le esperaban para realizar la excursión, con objeto de inspeccionar el lugar que habían propuesto para construir una residencia infantil a la orilla del mar. Un pequeño yate, impresionante por la pureza de sus líneas y por el derroche de lujo de todos y cada uno de sus detalles, esperaba fondeado, amarrado al muelle, en el puerto del Cuerno de Oro. Había en el puerto una gran confusión de lenguas, de razas, que producían una verdadera algarabía. Y fondeadas en las tranquilas aguas de la rada o atracadas al muelle, toda clase de embarcaciones, desde los buques de carga italianos hasta los lujosos buques de recreo, pasando por las sucias barcazas remolcables, los faluchos con vela latina, las bateas y los pequeños botes de remos de dos o tres pasajeros... Todos los tipos de embarcaciones concebibles, desde las más pequeñas hasta las de mayor tonelaje, se movían en aquel puerto o estaban fondeadas o atracadas en él. El yate había sido prestado, en un gesto magnifico, por su propietario, en correspondencia al magnánimo donativo de Mannard para los niños pobres turcos.
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Laurie pareció aliviar cuando Coghlan apareció en el muelle, y agitó la mano sobre su cabeza en señal de cariñosa bienvenida cuando aquél subió a bordo. - ¡Hay noticias, Tommy! ¡Tu amigo Duval me telefoneó esta mañana muy temprano! - ¿Y qué te dijo? - Su voz sonaba histérica y apologética - explicó Laurie - porque había estado tratando de alcanzar a papá y no lo había conseguido. Dijo que no podía darme detalles sobre su fuente de información, pero que estaba completamente seguro de que tú intentarías asesinar a mi padre. Casi le dio un desmayo cuando le dije suavemente y con toda cortesía: « ¡ Muchas gracias, Duval! Pero... ¡ya nos lo dijo él mismo anoche!». - Hizo un gracioso mohín y añadió -: ¡Yo creo que no era ésa la reacción que él esperaba! - Tratándose de un hombre honrado - murmuró Coghlan -, eso es exactamente lo que debe hacer: advertir a tu padre de que tratan de asesinarlo... Pero él no podía decir por qué pensaba que se iba a cometer un asesinato..., porque era increíble. Puede ser que, efectivamente, se trate de un hombre honrado. Pero no puedo asegurarlo. Apolonio el Grande avanzaba contoneándose por el muelle, vestido con un atuendo impecable de elegante hombre de mar. Saludó desde lejos alzando el brazo y agitando su mano gordinflona, mientras un rayo de sol era reflejado por su reloj de pulsera. Un mendigo se precipitó a su paso y se plañó ante él llevando en su mano una gorra muy vieja. El pordiosero hacia ante el griego zalemas y reverencias exageradas, exhalando ayes lastimeros para excitar su compasión. Y Apolonio el Grande se detuvo, miró al interior de la gorra con evidente estupefacción, y señaló con el dedo. Entonces, miró también el mendicante adonde le indicaba el voluminoso griego, en el interior de su asquerosa gorra, dio un alarido y huyó corriendo a toda la velocidad que le permitían sus piernas, 'agarrándola fuertemente. Apolonio siguió adelante, con su andar contoneante, riéndose con gran agitación de su broma. -¿Han visto? - dijo al llegar a la cubierta del yate -. ¡No puedo resistir la tentación de gastar estas bromas! Sí había puesto su gorra implorante ante sí, y yo miré hacia su interior fingiendo sorpresa... Cuando él miró, había en ella ¡un puñado de joyas! Eran todas baratijas y piedras falsas... pero agregué una moneda de plata para que, cuando descubriese que todo aquello no valía nada, le sirviese de consuelo. Avanzó su cuerpo contoneaste para saludar a Mannard. Alrededor del yate se agitaba el pandemonio que acompaña siempre, en el cercano Oriente, a todo acontecimiento público. Había hombres por todas partes. Aunque el yate iba a partir para el crucero con una dotación muy superior a la que parecía necesaria, había por lo menos una docena de hombres a bordo, cuando sólo tres marineros 29
americanos habrían sido suficientes para manejarlo sobradamente. Los marineros parecían afanarse a más y mejor para preparar el barco para salir a la mar. Los invitados no eran muchos. Había un profesor del colegio, un político local, el propietario del terreno propuesto, un abogado; el propietario del yate resplandecía de gozo visiblemente cuando llegaron a bordo, en el último minuto, las cestas repletas de exquisitos manjares... Coghlan y Laurie se sentaron en la misma popa del yate cuando al fin largó amarras y salió del Cuerno de Oro. No podían estar muy a solas a causa de la superabundancia de hombres en la dotación. Coghlan estaba más a gusto así y no trató de aumentar su aislamiento. Observó el panorama de la ciudad que había sido centro de la civilización durante más de mil años... y ahora no era más que una conejera de estrechas callejuelas y dudosas ocupaciones. Laurie, a su lado, contemplaba los típicos minaretes y cúpulas que se recortaban en el cielo como soldados de un ejército mitológico con sus lanzas enhiestas apuntando hacia el cenit, y el enorme y blanquisimo palacio que había sido serrallo, y la inmensa mole de Santa Sofía, y toda la belleza de este lugar, notoria desde hacía casi dos mil años. El sol brillaba intensamente, y su luz rutilante añadía belleza a la natural del maravilloso paisaje urbano de Istambul al reflejarse sus rayos en las tranquilas aguas. Todo aquello parecía extender un encanto, una fascinación especial, sobre lo existente, haciéndolo irreal, transformándolo en un ensueño, hechizándolo de tal manera que era imposible huir de su magia. Pero Laurie se abstrajo para mirar a Coghlan. - Tommy - dijo -, ¿quieres decirme qué decía aquel misterioso mensaje del que no nos quisiste hablar anoche? Dijiste que se refería a mi... - No era nada importante - contestó Coghlan -. ¿Vamos a la caseta del piloto para ver cómo gobiernan el barco? Ella lo miró fijamente y sonrió. - ¿No se te ha ocurrido nunca pensar, Tommy, que hace muchos años que te conozco, que te he estudiado muy a fondo y... que puedo leer perfectamente tus más recónditos pensamientos? Coghlan se agitó incómodo. - Cuando tenía diez años - agregó Laurie -, me dijiste muy generosamente que, cuando fueras mayor, te casarías conmigo. ¡Pero insistías siempre con gran interés en que debía guardar el secreto más absoluto sin decírselo a nadie! Coghlan murmuró algo indistinto acerca de los niños.
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- Tienes que recordar también que, cuando ibas a recibir el grado en la universidad, quisiste que yo asistiese a la ceremonia, para lo cual mi padre tuvo que salir de Bogotá dos meses antes para que yo tuviese tiempo de recibir tu invitación. Y fuiste el primer hombre que yo besé... - añadió mimosamente -, y hasta... ¡bueno!... hasta hace poco, me escribías cartas muy... cariñosas. Toda la vida puede decirse que hemos estado unidos, ¡Tommy! ¡Nuestras vidas han sido como una sola! Coghlan no respondió nada y preguntó solamente: - ¿Un cigarrillo? - No - respondió ella con firmeza -, estoy hablando de algo más importante... -Es inútil hablar de eso... -repuso el hombre con tristeza -. Vamos a reunirnos con los demás, es mejor... -¡Tommy! -protestó Laurie-. ¡Eres un antipático! ¡Y muy poco amable! ¡Después de todo lo que estoy haciendo para evitar tu preocupación! - Hizo un mohín delicioso, mirándole a los ojos- ¡No deberías esperar a que mi padre te preguntase cuáles son tus intenciones! - No tengo ninguna intención - respondió Coghlan con acento triste -. Si yo fuese solamente el marido de una mujer rica, me despreciaría a mi mismo. Si no lo soy, eres tú la que me desprecias... No sé qué hacer. ¡Lo único que puedo decirte es que no me gustaría ser tu primer marido! Los ojos de la muchacha reprobadoramente,
se
suavizaron,
pero
su
cabeza
se
agitó
- Entonces... ¿te gustaría ser mi hermano? Deberías sugerírmelo, aunque no fuese más que por cortesía... Coghlan la conocía desde hacía mucho, muchísimo tiempo. Su tono mordaz habría divertido a cualquiera, pero a él le sonó como una grosería. Murmuró algo entre dientes. Luego, dijo airado: - ¡Tú sabes muy bien, demonio, que estoy enamorado de ti! ¡Pero eso es todo! No puedo evitarlo, y más vale que no hablemos más del asunto. ¡No hay nadie que esté tan loco por otra persona como yo por ti, pero no por eso voy a consentir que me zarandees a tu gusto! ¿Comprendes? - No quisiera disgustarte, Tommy, porque tú sabes cuánto te quiero - replicó Laurie, razonadamente -, pero créeme que estoy a punto de perder la paciencia, ¡estoy desesperada! -
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Luego sonrió. El gruño algo ente dientes y se marchó de allí con cajas destempladas. Al volver la espalda, la sonrisa de la muchacha se heló en sus labios. Y cuando, unos instantes más tarde, se volvió para mirarla, Laurie contemplaba tristemente el agua del mar con su espalda vuelta hacia el resto de los tripulantes del yate. Tenia las manos cruzadas en un gesto de terrible desesperación. El yate penetraba en aquel momento en el Bósforo. Había altas montañas a uno y otro lado, salpicadas de pintorescas casitas... Tenían un aspecto muy peculiar contempladas desde el agua, semejando de inmaculada blancura, aunque en realidad eran sucias y mugrientas, lo cual, si bien realzaba su pintoresquismo, era engañoso a través de la distancia. El cielo era profundamente azul, constituyendo el fondo adecuado para aquel paisaje en el que se habían desarrollado muchas historias románticas en tiempos pretéritos. Pero el rico propietario del yate hablaba locuazmente con Marnnard empleando el acento turco más ordinario. El profesor del colegio Americano sostenía una profunda discusión con el abogado acerca de la responsabilidad del municipio en los hedores que producía un vertedero de basuras e inmundicias en que habían convertido las cercanías de su casa hasta hacerla casi inhabitable. Y como el propietario del lugar que iban a inspeccionar hablaba solamente turco, esta eventualidad dejaba solo a Apolonio el Grande. Coghlan trajo a colación el asunto del secreto e increíble mensaje contenido en la Alexiada. - ¡Bah, es una mixtificación! - dijo Apolonio en una de sus genialidades -. Alguien que trata de hacer un timo, probablemente muy provechoso para él... Pero el señor Mannard ha hablado con la policía, que se va a encargar de interrogar a los presuntos complicados, según se deduce del proceso... ¡Para mí sería contrario a las leyes de mi profesión inmiscuirme en ello! Coghlan intervino para decir brevemente: - No, si se trata de un timo..., quiero decir..., de engañar a alguien... - Eso es lo que me preocupa - concedió Apolonio -. Como usted sabe, he recibido recientemente una importante suma, de alguien que le sorprendería a usted, para comprar la libertad de mí pueblo. Y no me agradaría que me asociasen con ese sucio negocio. Una cosa es engañar a la gente con trucos de ilusionista, buscando en ello solamente una mera diversión, y otra colaborar con una cuadrilla de truhanes que, para lograr sus fines, no vacilarían ni ante el asesinato... ¡Por eso quiero permanecer al margen... para evitar que me tomen también por uno de esos canallas! Coghlan se puso a considerar el caso detenidamente. Verdaderamente, aquél no era un día alegre para él. Por todos los medios, trataría de no volver a Laurie. Le habla costado mucho tomar la decisión que había 32
tomado, pero la mantendría a pesar suyo. Era inútil volver a hablarle del asunto. Si lo hiciera, sería un miserable. Trató de apartar de ella sus pensamientos, fijándolos en el asunto del numero 80 de la calle Hosain y tratando de imaginarse algún artefacto especial por medio del cual fuesen capaces los antiguos de producir frío. En Babilonia, se sabía que dejando durante una noche a la intemperie una cubeta plana, de muy poco fondo, colocada sobre una manta, se conseguía obtener, a la mañana siguiente, una ligera capa de hielo en una noche con el viento en calma y sin nubes. El calor irradiado por la cubeta se iba a la atmósfera, impidiendo la manta que, por conducción, pasase al suelo... Pero Istambul no tenia jamás un cielo despejado, sin nubes. Que era condición indispensable para conseguirlo. Aunque los antiguos no habrían sabido explicar el porqué. Desechó la idea. El yate se iba aproximando cada vez más a la costa a medida que penetraba en el mar de Mármara, después de haber salido del Bósforo. Poco después, puso proa a un desvencijado muelle de madera que servía de desembarcadero, mientras un número incontable de marineros se aprestaba a realizar la faena de atraque. Mannard saltó a tierra, seguido de un grupo de hombres, para inspeccionar el sitio propuesto para edificar la residencia para niños pobres. Otros marineros se dedicaban a preparar mesas y sillas plegables para servir una espléndida comida al aire libre. Coghlan fumaba, paseando nerviosamente por la cubierta del yate con gesto hosco. Laurie saltó también a tierra y se sentó, tranquila, sintiéndose tan ridícula como un niño enfurruñado. Luego, desembarcó también Coghlan y se puso a pasear nerviosamente por el muelle, de un lado para otro, sin rumbo fijo, mientras los marineros disponían la comida. Cuando la partida de exploradores regresó al muelle, Coghlan accedió a sentarse al lado de Laurie... La muchacha parecía haber olvidado por completo su reciente discusión y charlaba alegremente. Coghlan parecia, por el contrario, abatido por una profunda tristeza. El asunto del terreno propuesto para edificar la residencia para niños pobres fue discutido, por lo menos en tres idiomas, en toda su amplitud. Entretanto, la comida progresaba, con los marineros haciendo de camareros trayendo sabrosas viandas de la cocina del yate. El propietario del terreno se levantó y pronunció un florido y sudoroso discurso en el que aseguró que se desharía de aquella parcela a un precio irrisorio, si era preciso, en beneficio de aquellos niños desamparados. El profesor del colegio Americano habló calurosamente de Mannard, al que dirigió una o dos indirectas referentes a' aprovechamiento de ciertos fondos del colegio. Coghlan comprendió claramente que todos y cada uno de los allí presentes sólo trataban de sacarle dinero a Mannard de una u otra forma, y volvió a prometerse a 51 mismo no tomar parte en aquella indignante rebatiña, reiterándose su propia resolución de no intentar de ningún modo casarse con Laurie. Los marineros trajeron café. Coghlan bebió el suyo mientras continuaban los discursos. Mannard hablaba absorto con el abogado y con el propietario del
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terreno. La residencia infantil parecía estar ya definitivamente asegurada, lo cual fue, para Coghlan, como un rayo de luz en un día triste y aciago. Vio que Mannard empezaba a tomar su café, y entonces le entregó su taza a un marinero para que volviera a llenársela en el yate de café caliente. El suyo se había quedado frío. Laurie charlaba alegremente con Apolonio. El griego se inclinaba cortésmente hacia ella. Un marinero volvió con otra taza de café para Mannard. La tocó, como hacía siempre, para comprobar su temperatura, y luego la elevó hasta sus labios. Se oyó un violento estallido, cuyos ecos lo reprodujeron una y otra vez, multiplicándolo hasta desvanecerse finalmente. Las voces del grupo callaron de repente. Mannard miraba estupefacto a la taza de café que tenía en la mano. Estaba rota. Habla sido pulverizada por una bala. El café lo había salpicado todo, y Mannard, absurdamente, tenía todavía el asa de la taza en su mano, en la que, hacía sólo unos instantes, había pretendido beber su café... Coghlan vio de pronto ante sus ojos, claramente escrita con su propia letra, aquella terrorífica y misteriosa frase de la página de pergamino amarilleada por el tiempo: ¡Cuidado con Mannard! Va a ser asesinado. IV Era absurdo. Mannard estaba allí, de pie, furibundo, con el asa de la taza de café todavía en su mano. Parecía no haberse dado cuenta de que, al ponerse en pie, presentaba mucho mejor blanco. Hubo un momento de confusión en todos los presentes, que se quedaron inmóviles, excepto Coghlan. Éste, sin pensarlo siquiera, se precipitó ciegamente en dirección al sitio en que se encontraba Mannard, atropellando mesas y sillas y derribando a su paso vajilla, cubiertos y cristalería, con una espantosa algarabía de vidrios rotos y de porcelana hecha añicos, y gritando fuera de sí: - ¡Agáchese! Al mismo tiempo, empujó al padre de Laurie hacia atrás haciéndolo sentar en su silla. Por lo demás, todo era tranquilidad en el lugar, a no ser por los otros comensales, pálidos como cadáveres, que recogían apresuradamente los restos de las copas y de las tazas y los cubiertos derribados por Coghlan en su precipitada carrera. Alguno de ellos resultó también derribado y ahora se volvía a
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poner en pie, estupefacto, sin saber qué había ocurrido. Las verdes colinas que rodeaban el lugar estaban, asimismo, silenciosas y tranquilas, a no ser por los ruidos estridentes que emitían algunos insectos. La mar permanecía también tranquila, inmutable. Y algunos marineros comenzaban a desembarcar apresuradamente del yate por si su presencia en tierra fuera necesaria. - ¡Todos aquí! - ordenó imperativamente Coghlan -. ¡Alguien disparó sobre Mannard! ¡Que ninguno se mueva! Laurie era la única que parecía obedecerle. Estaba tremendamente pálida, como el resto de los presentes, pero pudo decir: - Aquí estoy, Tommy. ¿Qué debemos hacer? - ¡Tú no, maldita sea! ¡Alguien disparó contra tu padre! ¡Si todos nos agrupamos a su alrededor y lo cubrimos con nuestros cuerpos, podemos acompañarlo así hasta el yate y no podrán volver a disparar contra él! ¡Métete tú también dentro del grupo!... A los marineros que sólo hablaban turco, les ordenó que le obedecieran por señas, por gestos violentos más bien, y lo consiguió gracias a su ademán autoritario. Entre él, Laurie y los marineros se llevaron a la fuerza al farfullante y colérico Mannard, mientras los otros miembros que constituían la partida les siguieron, reembarcando en el yate uno tras otro. El abogado fue el primero de todos en pretender saltar a bordo. Pero, en el camino, se le anticipó el propietario del terreno. Sólo Apolonio seguía sentado en el mismo sido en que su silla había sido derribada, con un gesto de estupor en su semblante. El profesor del Colegio Americano saltó a bordo y desapareció rápidamente. Coghlan volvió a tierra y recogió a Apolonio. El rollizo griego, a trompicones, atravesó el desvencijado muelle y subió a bordo. - ¡Uno que sepa hablar turco - vociferó Coghlan - que tenga la bondad de decirles a los marineros que me ayuden a buscar por los alrededores a ver si encontramos al que hizo el disparo! ¡Ha podido tener una oportunidad de escaparse, pero de todas maneras yo creo que aún podemos encontrarlo! Una voz dijo cosas ininteligibles. Y los marineros comenzaron a desembarcar, siguiendo a Coghlan, que iba en cabeza. Obedeciendo los gestos de Coghlan, penetraron en la selva, buscando afanosamente y, al parecer, sin timidez alguna. Pero Coghlan estaba encolerizado. No podía dar órdenes detalladas. No podía tener la certeza de que los hombres que le acompañaban trataban de buscar en el suelo huellas de pies humanos o alguna cápsula vacía, indicadora de que allí, por lo menos, había estado el criminal Desde el yate llegaron gritos indescifrables. Pero parecía ignorarlos atento solamente a buscar el rastro del presunto asesino, a investigar cada metro cuadrado de la jungla, con una creciente sensación de que todo aquello era 35
totalmente inútil. Entonces, Laurie llegó corriendo adonde estaban Coghlan y sus hombres. -¡Tommy! ¡Es inútil! ¡Se ha ido! ¡Lo que tenemos que hacer es regresar a Istambul y decírselo a la policía! Pero Coghlan, encolerizado, se negaba a obedecerle, pensando si el que había fallado al disparar sobre Mannard acertarla al hacerlo sobre Laurie. Hizo señas a los marineros para que rodearan a la muchacha, con objeto de protegerla, y así la condujeron de nuevo hasta el yate, formando un estrecho círculo a su alrededor El yate, que ya les esperaba preparado, largó amarras y se hizo a la mar con una prisa inusitada, Mannard estaba sentado en cubierta, todavía iracundo, con los ojos inyectados en sangre por la cólera, y se dirigió a Coghlan en estos términos: - ¡No comprendo lo que te propones al protegerme ahora, cuando ya pasó el peligro! - admitió con un humor de todos los diablos -. ¡Eso antes! Todo esto, por lo visto, era lo que tratabas de explicarme anoche... - Luego, dijo con una irritación cada vez más explosiva -: ¡Diantre, o quieren matarme sin pedirme antes dinero, o lo mismo ¡es da si me matan o no! Coghlan asintió. - Yo creo que tratan de asustarle, sin preocuparse de si le matan o no - dijo fríamente-. De este modo, si le matan, habrá muchas más razones para que pague Laurie si algo ocurriese... O... pueden también tratar de asustarle a usted, sin intentar matarle, para que sea usted el que pague si luego amenazan a Laurie... - ¿Cómo es eso? - preguntó Mannard airadamente. - No sé verdaderamente lo que se proponen - repuso Coghlan -. ¡Parece cosa de locos! Pero, aunque la amenaza parece ir directamente contra usted, quizá corra Laurie todavía mayor peligro. Mannard asintió. - Sí, creo que tienes razón..., y conviene estar vigilantes... ¡Gracias! El yate surcaba las aguas de vuelta a Istambul. El sol brillaba radiante y se reflejaba en la estrecha mar azul. Las altas montañas que se elevaban a uno y otro lado parecían rielar con el calor sofocante. Pero la atmósfera del yate estaba muy lejos de ser pacifica. Los marineros parecían poner gran interés bajo una máscara de discreción, la mayoría de ellos atendiendo lo mejor que podían a los huéspedes turcos, que formaban un grupo y hablaban con gran excitación.
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Laurie apoyó su brazo en el de Coghlan. - Nada hay tan hermoso como el valor, Tommy, y yo sé apreciar el tuyo; pero otra cosa muy diferente es la temeridad. Tú estás exponiéndote por nosotros, Tommy. Has expuesto tu vida cuando penetraste en la jungla al frente de los marineros para buscar al que había disparado contra mi padre..., y yo no quisiera que te matasen a ti... - Podría ser que todo lo que se propusiesen fuese amedrentaros a ti o a tu padre, sin preocuparse de si os matan o no, con objeto de que cualquiera de los dos sea quien fuere - pague lo que le pidan sin rechistar... - ¿Pero cómo...? ¿Qué podrían hacer? -Pues... ¡secuestrándote, por ejemplo! - repuso Coghlan, fuera de sí-. ¡Por eso, te lo suplico!.., ten mucho cuidado, ¿oyes? No vayas a ninguna parte si te llaman por teléfono, por medio de una nota o... como sea. Se puso a pasear impacientemente, arriba y abajo, por la cubierta del yate hasta que éste atracó de nuevo. Entonces, se produjo una gran confusión a bordo. Mannard intentaba sostener inmediatamente una conferencia con la policía para denunciarle el intento de asesinato de que acababa de ser objeto. Coghlan y Laurie, en vista de su insistencia, decidieron acompañarle a la comisaría de policía en un coche de alquiler. Al llegar a ella, se originó una tremenda rtisi6n, porque Mannard no conseguía cede creer al comisario que hacia setecientos años se habla escrito un mensaje, S cual se decía que él iba a ser asesinado, que el disparo que estuvo a punto de hablar con él estaba estrechamente reíanado con dicho mensaje. Verdaderamente, que se trataba de un cuento tan inverosímil' que a duras penas podía creerse, aunque se tratase del propio protagonista. Relató cachazudamente y con toda prolijidad los hechos que caracterizaban el acontecimiento, sin omitir detalle alguno. Y luego respondió a las preguntas del comisario. No, que él supiese no tenía enemigos. No, él no había recibido mensaje alguno en el que se le amenazase de muerte o se dijese algo que él pudiese considerar como una amenaza. Tampoco podía adivinar quien podía estar detrás de aquel acto contra su vida... La policía se comportó cortésmente, mostrándose profundamente respetuosa con Mannard y sus acompañantes, asegurán1e que todo lo que acababan de declarar seria puesto inmediatamente en conocimiento del teniente Ghalil. Se le había encomendado un asunto que el propio señor Mannard acababa de mencionar,
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pero, a cuanto fuese posible, se pondrían en contacto con él para ponerle al corriente del atentado... En resumen, que en aquel asunto, inconcluso, se perdió más de una hora. Mannard iba encolerizado y no hizo más que jurar amenazar a todo el mundo, dentro del taxi, en el viaje de vuelta al hotel. - ¡Ghalil está metido de lleno en este asunto y no podemos mover un dedo sin encontrarnos con él! -dijo, con un ceño amenazador -. Podía estar cumpliendo ordenes o en cualquier otra parte... Yo sé que tiene órdenes - dijo Coghlan brevemente-. Y creo que sé dónde daré con él. ¡Vaya si daré con él! se detuvo ante el hotel Petra. Mannard y Laurie salieron. Coghlan se quedó en él, mientras Laurie le decía, mimosa: -
¡Ten cuidado, Tommy, por favor!
Arrancó de nuevo el coche, mezclándose o el tráfico de la gran ciudad, y se dirigió número 80 de la calle Hosain con la desocupación propia de todos los taxis de Istambul por las reglas de la circulación hasta por la seguridad de vehículos y viandantes. La casa que ocupaba el número 80 de era todavía menos apetecible a la luz del día de lo que había parecido de noche. La calle era estrecha e increíblemente tortuosa. ataba pavimentada con guijarros desiguales y desigualmente desgastados que presentaban un pronunciando desnivel hacia el centro o eje de la callejuela, con la vana esperanza de que la lluvia arrastrase por el canal así formado los desperdicios que se arrojaban en ella con insistente perseverancia. A causa de la tortuosidad de la calle, era imposible ver más de quince metros hacía delante. Cuando al fin apareció el edificio que buscaban, había ante él un coche de la policía y un agente uniformado montaba la guardia en la puerta de la casa. La expresiva limpieza del agente contrastaba fuertemente con la suciedad y abandono de la casa y sus alrededores..., pero, a pesar de ello, aquel lugar podía haber pertenecido a uno de los barrios más aristocráticos del Imperio bizantino. Coglilan fue admitido en la casa sin impedimento alguno. Se había realizado ya una gran limpieza, bajo las órdenes de Ghalil, y el olor era mucho menos nauseabundo que la primera vez que había estado allí. Subió las escaleras y penetró en el piso que mencionaba el mensaje que él podía o no haber escrito. Duval se hallaba sentado en una silla de tijera en un rincón, más macilento y trasnochado que nunca. A su lado, en el suelo, había un montón de libros, y uno de ellos lo tenía abierto en la mano. Ghalil fumaba reflexivamente apoyado en la repisa de la ventana. La pared de piedra negra del vecino edificio se veía a través de ella a poco menos de dos metros de distancia. Por las ventanas sólo penetraba una luz muy vaga y difusa, como crepuscular. Ghalil levantó la vista y pareció complacido al ver que entraba Coghlan. 38
- Esperaba que vendría usted después de la excursión marítima - dijo cordialmente -. Monsieur Duval y yo continuamos intercambiando mutuas seguridades sobre nuestro lunatismo. - Cuando estábamos en el mar de Mármara, atracados al pequeño desembarcadero que hay en aquel lugar, alguien disparó contra el señor Mannard con el designio evidente de asesinarlo. Como ello debe formar parte de todo este enmarañado asunto, aunque parece cosa de locos, el hecho demuestra que es indudablemente serio... ¿Le dijeron a usted algo acerca de esto desde la comisaría? - No hubo necesidad - respondió Ghalil suavemente -, yo estaba allí... Coghlan se quedó perplejo. - Desde un principio creí que el señor Mannard se hallaba en peligro - explicó el policía apologéticamente -. Y, a decir verdad, creo que lo subestimé. Pero después que usted me dijo lo que había ocurrido anoche, tomé todas las precauciones para protegerlo. Y, por eso, me embarqué en el yate. Coghlan dijo incrédulamente: - ¡Pues no le vi a usted!... - Estaba oculto bajo cubierta - repuso Ghalil -, pero la mayoría de los marineros eran policías. ¿No se dio usted cuenta de que no eran marinos avezados? Coghlan no lograba poner orden en sus ideas. - Pero... - Esa bala no representaba un peligro para él... - aseguró Ghalil con aplomo. Yo estaba preocupado por la comida. En Istambul, cuando nos enfrentamos con un presunto crimen, no pensamos solamente en cuchillos y armas, sino también en veneno. Tomé todas las precauciones posibles para que Mannard no fuese envenenado. Obligaba al cocinero del yate a probar todos los alimentos antes de servirlos, y ese cocinero tenía la facultad de descubrir, con sólo tocar la vianda con la punta de la lengua, la más ligera traza del más corriente de los venenos. Una maravillosa facultad, ¿no cree? -Pero Mannard no fue envenenado, sino que alguien disparó contra él... El teniente Ghalii asintió. Luego, sopló tranquilamente sobre la ceniza de su cigarrillo.
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-Soy un excelente tirador -dijo con fingida modestia-. Vigilaba. En el último instante se descubrió - y me avergüenzo decir que fue por casualidad - que su café estaba envenenado. Coghlan sintió que la sospecha y el aturdimiento se mezclaban en su cerebro, luchando por su primacía. - Usted recordará que el señor Mannard hablaba largo y tendido, totalmente absorto de todo lo que le rodeaba - siguió Ghalil, solicito -. Cuando fue a beber el café, se dio cuenta de que estaba frío, y rogó que le llenasen de nuevo su taza. Estoy avergonzado porque sólo un azar me hizo descubrir que aquel café estaba envenenado... A ese azar le debe el señor Mannard estar todavía vivo. El cocinero - mi hombre inteligente - vació el café frío y volvió a llenar la taza del millonario. Pero el hombre tiene la costumbre de tomar el café frío o templado, y como el señor Mannard ni siquiera había probado el suyo, que había devuelto por esta circunstancia, fue a bebérselo, descubriendo que algo había sido añadido sin que nadie se diese cuenta... Inmediatamente, me lo dijo. No había tiempo de enviar un mensaje. El señor Mannard ya elevaba la taza, en su mano, y se hacía precisa una noción rápida, espectacular. Y como estaba preparado para intervenir en caso necesario, y soy un excelente tirador, y no había otra cosa que hacer..., disparé y le rompí la taza en la mano. Coghlan abrió la boca de admiración, sin poderlo remediar, y luego la cerró de nuevo. - ¡Así que fue usted el que disparó sobre la taza...! ¿Y quién trató de envenenarle? Ghalil extrajo de su bolsillo un frasqulto de cristal. Estaba destapado, pero tenía en su interior una pequeña película de cristales como si hubiese contenido un liquido que se hubiese secado. - Esto - observó - cayó de su bolsillo cuando usted penetró en la selva para buscar al presunto asesino del señor Mannard, que realmente estaba a bordo del yate. Uno de mis hombres lo vio caer y me lo trajo. Contenía veneno... Coghlan miró el frasquito. - ¡Estoy harto ya de mixtificaciones...! ¿Voy a ser arrestado? - Las huellas digitales, en cambio, no parecen coincidir con las suyas - repuso Ghalil -. Ya sabe usted que estoy completamente familiarizado con ellas. Y esas no son las de usted. Seguramente, alguien dejó caer ese frasco dentro de su bolsillo..., es decir, debió pretender dejarlo caer en su interior..., pero cayó fuera. No, no será usted arrestado.
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- ¡Gracias! - dijo Coghlan con ironía. Con su pie empujó uno de los libros del montón que había en el suelo al lado de Duval. Eran libros de todos los tamaños y grosores, y todos ellos modernos. Algunos tenían el aspecto de libros técnicos alemanes, y uno o dos eran franceses. Pero la mayor parte de ellos estaban escritos en griego moderno. - Monsieur Duval busca referencias históricas que puedan aplicarse a nuestro problema - dijo el turco -. Yo creo que nos encontramos ante un asunto de suma importancia. Y lo más significativo de todo me parece esa zona húmeda de la pared de este cuarto - dijo, señalando aquel paraje-. Me alegro mucho de que haya venido usted por sus conocimientos especiales... - ¿Por qué? ¿Qué quiere usted de mi? - Examínelo y explíqueme qué significa... - dijo Ghalil -. Tengo una sospecha que no me gustaría poner de manifiesto porque sólo tiene un fundamento lógico. - Si de todo ello usted es capaz de hacer alguna conjetura - repuso Coghlan con gesto adusto -, puede decir que vale más que yo. ¡Para mi no tiene sentido alguno! Ghalil miraba a Coghlan con gesto expectante. Coghlan anduvo unos pasos hasta el sitio húmedo de la pared. Era una mancha de forma cuadrada, alrededor de la cual no había la menor traza de humedad. Algunas gotas escurrían de la pared deformando algo la forma rectangular de la mancha. Coghlan tocó la pared sobre la mancha y en sus inmediaciones. Sólo en aquel sitio estaba fría, alrededor conservaba la temperatura normal. La modificación de temperatura se producía exactamente como si hubiera un aparato refrigerador metido en la pared del tamaño de la mancha. La cual estaba cubierta de moho y podredumbre como consecuencia de la humedad. Coghlan extrajo de su bolsillo una navaja y hurgó en la mancha tratando de investigar con todo cuidado la naturaleza del hecho misterioso. - ¿Qué conexión racional puede esto tener con ese mensaje de hace setecientos años? ¿Y qué tiene que ver con ese presunto asesino del señor Mannard? preguntó mientras trabajaba. - Ninguna conexión racional - adrnitió Ghalil -. Pero sí una conexión lógica. En los trabajos policíacos empleamos siempre la razón, pero no esperamos jamás encontrarla en los casos que tratamos. Un trozo de yeso húmedo de forma irregular se desprendió de la pared y cayó al suelo. Coghlan se quedó contemplándolo estupefacto.
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- ¡Hielo! - dijo bruscamente -. Debe haber algún artefacto oculto... El espacio de donde había caído el trozo de yeso de la pared estaba blanco de hielo. Coghlan rascó en el hueco con la navaja. Y extrajo una capa de hielo delgadisima, casi infinitamente delgada. Debajo había más yeso húmedo, pero sin congelar. Coghlan frunció el ceño. Primero, hielo; después, humedad sin hielo alguno... y ninguna razón para que el hielo se formase allí..., en la superficie exterior de la pared. Un serpentín refrigerador no trabajaría así. La refrigeración no suele producirse por capas alternativas y en láminas tan delgadas... Coghlan hurgó más profundamente en el hueco producido con la punta de la navaja, El frío aumentaba cada vez más, hasta tal punto que el acero de la navaja se iba enfriando al profundizar en la pared. Coghlan tuvo que envolverla en su pañuelo para evitar el contacto de la mano con un frío tan intenso. Siguió profundizando todavía unos cuantos centímetros más y, al fin, apareció la piedra que constituía la pared del edificio. - ¡Demonio! - dijo bruscamente, mientras se echaba un poco hacia atrás contemplando detenidamente la abertura practicada. Se hizo un silencio. Había cavado un profundo agujero en la pared y no había encontrado más que una finísima capa de hielo debajo de otra de yeso podrido por la humedad y luego yeso otra vez Contempló aquel misterio desconcertado. Entonces se dio cuenta de que, aunque el hielo había sido extraído del agujero, había una especie de vaho o vapor científicamente inexplicable. Sopló en el interior del agujero, y produjo un grito de asombro. - ¡Cuando soplé, mi aliento se transformó en una especie de neblina al pasar por el sitio donde se juntan las capas de yeso! - su tono era de incredulidad. - ¿Entonces, hay refrigeración? - preguntó Ghalil. - ¡No hay nada! - protestó Coghlan ¡No tiene explicación posible la formación de un espacio frío en el interior de una cámara de aire! - ¡Ah! - repuso el turco con satisfacción -. ¡Luego progresamos! Dos cosas asociadas con otra están asociadas entre sí... ¡Esto se asocia con la imposibilidad de sus huellas digitales, de su grafología y de la amenaza al señor Mannard! - Me gustaría saber cuál es la causa natural de este misterio... - exclamó Coghlan, contemplando el agujero -. ¡El calor es absorbido y no hay nada que pueda absorberlo. . .!
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Retiró su pañuelo de la navaja y frotó con una de sus esquinas la pared hasta que quedó humedecida. Luego, introdujo esta esquina en el agujero de la pared, dejándolo allí unos instantes, y extrayéndolo de nuevo. Al estirar el pañuelo, comprobó que en su tela húmeda había una línea de hielo perfectamente recta. ¡Jamás había visto una cosa como ésta! - dijo Coghlan, con un gesto de extrañeza -. ¡Es algo realmente nuevo! - ¡O extremadamente viejo!... - repuso Ghalil suavemente -. ¿Por qué no? - ¡No puede ser! - replicó Coghlan ¡Por lo menos, nosotros, los científicos, no sabemos hacerlo con los medios de que disponemos.. .! ¡Y puedo decirle que si nosotros no sabemos hacerlo, tampoco lo sabrían los antiguos! ¡Ese fenómeno sólo podría realizarse por medio de un campo de fuerzas de naturaleza desconocida, y no hay ningún campo de fuerzas conocido que absorba energía..! ¡Puede decirse, incluso, que su existencia es tan imposible como improbable! ¡Científicamente, un absurdo! ¿Cómo va a poder generarse un campo de fuerzas en una superficie plana? Comenzó a cavar de nuevo en el agujero, y luego, nerviosamente, en el borde mismo de la mancha de humedad. El yeso estaba más duro en aquella parte de la pared. Duval dijo, desanimado: - Pero ¿qué tiene que ver esa pared con la historia del Imperio bizantino, y con las huellas dactilares, y con el señor Mannard...? Coghlan continuaba hurgando en el yeso de la pared. De repente, se oyó un chasquido, rompiéndose la punta de la navaja, que cayó al suelo. Coghlan se quedó helado mirándose el dedo pulgar. Al romperse la navaja, le había producido un corte en la yema del mismo. Se hizo un silencio sepulcral en la estancia. -¿Qué ha ocurrido? - Que me he cortado el dedo pulgar.. -dijo Coghlan brevemente. Ghalil, con los ojos en blanco, atravesó la habitación precipitadamente y se dirigió hacia donde él estaba.
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-Me gustaría ver... -dijo, curioso. - Si no es nada... - repuso Coghlan. Para él como si hubiese dicho que dos y dos son cuatro, o que dos cosas iguales a una tercera son iguales entre sí, o que... Apretó los dos bordes de la herida firmemente para que hicieran contacto, cerró el puño sobre el dedo e introdujo la mano en el bolsillo. -Este asunto de la pared -dijo, despreocupadamente (demasiado despreocupadamente) - me ha puesto nervioso no sé por qué. Voy a irme a casa y trataré de recopilar material suficiente para efectuar algunas pruebas... Ghalil le indicó solicito: - Fuera hay un coche de la policía. Le diré al conductor que le lleve y que le vuelva a traer. -¡Gracias! -repuso Coghlan. Volvió a su terna: dos y dos son cuatro, sin excepción. Cinco y cinco son diez. Seis y seis son doce... No hay nada como unas huellas digitales en las que aparece una cicatriz que no existe, y luego se hace esa cicatriz... Bajaron las escaleras juntos. Ghalil dio instrucciones al conductor. De vez en cuando miraba pensativamente a la cara de Coghlan. Éste subió al coche. Y el coche se puso en marcha en dirección a su casa. Transcurrieron más de diez minutos mientras el coche corría por las tortuosas callejuelas del barrio de Galata, sorteando obstáculos y metiéndose por algunas que servían solamente para el tránsito de borriquillos. Al conductor sólo le preocupaba la dirección de su coche. Coghlan iba abstraído, pensativo. Dos y dos... Sacó la mano del bolsillo y contempló cuidadosamente la herida que se había hecho con la navaja. Aquella herida era, probablemente, la más notable de la historia humana. Era muy superficial y de carácter esencialmente leve - de eso no había la menor duda -; pero - y de eso tampoco tenía la menor duda Coghlan dejaría una cicatriz exactamente igual a la que aparecía en las huellas dactilares de la hoja de pergamino cuyo examen químico y espectroscopio decía que tenía setecientos años de antigüedad... Volvió a guardar su mano herida en el bolsillo y, sin darse cuenta, dijo en voz alta: - ¡No puedo creerlo! ¡No puedo creerlo! V
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Evidentemente, el conductor aquel tenía órdenes de esperar. Cuando Coghlan salió del coche, sonrió cortésmente, metió el freno de mano y paró el motor. Coghlan, en silencio, penetró en el patio que caía bajo sus ventanas. Sentía un ansia peculiar que él no sabría definir. Se dirigió en busca de la escalera que conducía a su departamento. Y, de repente, vio que descendía por ella y penetraba en el patio embaldosado de piedra, una figura rolliza: era Apolonio el Grande. Su aspecto era muy diferente al suyo habitual, pues parecía desolado. Pero su expresión cambió al ver a Coghlan. - ¡Ah, señor Coghlan! - Dijo, henchido de gozo -. ¡Creí que no le encontraría a usted, y me hubiera contrariado mucho...! Coghlan repuso cortésmente: - Me alegro de que haya sido así. Pero he venido sólo a un recado: estaré apenas unos minutos... - Yo sólo le necesito un momento - exclamó Apolonio -. Tengo algo que decirle de mucho interés para usted. -¡Venga! -dijo Coghlan, echando a andar delante de él. El griego le siguió. Su aspecto era ya casi normal, hasta el punto de que su rostro se había iluminado con una ancha sonrisa, como si una mano invisible, accionando un conmutador, hubiese modificado su talante. Pero cuando Coghlan le abrió la puerta de su departamento, su aspecto se había modificado de nuevo, desapareciendo la sonrisa de su rostro, como si la misma mano invisible, accionando el mismo conmutador, la hubiese borrado de nuevo. Coghlan tuvo entonces la evidencia de que aquel hombre era peligroso. - Espere un momento - dijo. Fue al cuarto de baño y se lavó cuidadosamente la herida del dedo pulgar, desinfectándosela luego con un antiséptico. Era apenas un arañazo, pero él quería evitar por todos los medios que se le formara una cicatriz. Porque una cicatriz podría significar que las huellas digitales impresas en aquella página de pergamino con setecientos años de antigüedad eran auténticas: es decir, que aquellas huellas eran realmente suyas... Y él no deseaba de ningún modo que aquello se convirtiese en realidad. Volvió al salón para reunirse con Apolonío, el cual se había sentado en una butaca en el lado de la habitación opuesto a las ventanas abiertas. - Me tiene a su disposición - dijo Coghlan, solicito -. Ha sido muy desagradable lo ocurrido hoy... con Mannard.
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Apolonio le miraba fijamente, con una fuerza expresiva no habitual en él. - Tengo una información para usted - repuso llanamente -, ¿quiere usted que se la diga? Coghlan asintió. - Soy un ilusionista profesional - dijo Apolonio, con una extraña inflexión en su voz. Mi profesión - siguió - consiste en engañar a las gentes... sólo con el fin de divertirlas. Mi fama es considerable. - Así he oído - concedió Coghlan. - Y le aseguro que es justificadisima... - añadió Apolonio -. Y eso que no empleo toda mi ciencia ilusionista en el escenario: los públicos corrientes no sabrían apreciarlo... - Su voz cambió, haciéndose deliberadamente sarcástica-. En mi país natal, existe una superstición sobre los malos espíritus. Los magos, que constituyen la casta sacerdotal, son los poseedores de la ciencia y las tradiciones del... neoplatonismo, y utilizan para sus fines esa creencia supersticiosa, la cual es mantenida por ellos, que ahuyentan numerosos espíritus demoníacos. El proceso es visible. Suponga usted que yo le aseguro que hay uno de esos espíritus en esta habitación, escuchando lo que estamos hablando usted y yo... - Sería una afirmación muy dudosa, mientras no me demostrara usted lo contrario... - repuso Coghlan, suavemente. - Permítame que se lo demuestre - rogó cortésmente Apolonio. Echó una ojeada por el cuarto, como buscando una indicación de algo que él sólo pudiera ver. Luego, extendió el brazo y señaló con su índice una mesita que se hallaba al otro lado de la habitación, cerca de las ventanas abiertas. Al retraerse la manga por la postura forzada del brazo, apareció, reluciente, el ostentoso reloj de pulsera en su muñeca carnosa. Pronunció una serie de frases cabalísticas en voz grave y sonora... De repente, oyóse un ruido extraño y de la mesita comenzó a brotar una humareda muy sutil, que se fue condensando hasta tomar la forma de una figura fantasmal en el interior del cuarto. El materializado fantasma, en forma de pera, se mantuvo unos minutos en el aire, como un ente vivo y amenazador, y luego desapareció rápidamente por una ventana. Era singularmente convincente. Coghlan meditó unos instantes. Luego, dijo pensativo:
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- Anoche nos explicó usted el principio de la magia: usted había hecho algo previamente, que nosotros ignorábamos, y luego obtuvo el resultado apetecido, fruto de mera preparación inadvertida. Supongo que ahora habrá hecho otro tanto, ¿no es eso? Cuando llegué a casa, le encontré a usted bajando las escaleras algo decepcionado... - Es verdad... ¿Y cómo cree que he realizado esta demostración particular? - Es posible - sugirió Coghlan - que poniendo algún agente productor de humo en esa mesita... quizás en un cenicero. Tendrá una mecha, un cebo o algo por el estilo, que usted habrá encendido con su cigarrillo mientras yo me lavaba el dedo cortado en el cuarto de baño... Seguramente, usted Sabía cuánto duraría la mecha... o el cebo en comenzar a producir humo. Por otra parte, su reloj de pulsera tiene segundero y usted debe de tener calculado el tiempo exactamente, con la práctica necesaria para llevar la conversación de tal manera que, en el momento oportuno, se produzca el... milagro esperado. Los ojos de Apolonio se abrieron desmesuradamente. Coghlan añadió: - Y la mesa está cerca de la ventana donde se produce una corriente hacia el exterior... Parecía como un espíritu malo saliendo de mi cenicero y luego marchándose despavorido por la ventana... ¡Efectivo! -Un cumplido suyo, señor Coghlan - dijo Apolonio, sin ánimo alguno de ironizar -, es siempre un cumplido. Pero yo penetro en sus ideas tan rápidamente como usted en las mías, ¡más rápidamente aún! Y sé que también usted es aficionado al... ilusionismo... Coghlan miró su dedo vendado y luego volvió a alzar la vista. - ¿Qué es lo que quiere usted decir con eso...? - Creo que sería conveniente que comprendiese que yo puedo desenmascararle a usted en cualquier momento... - ¡Oh! - exclamó Coghlan -, ¿cree usted que estoy conspirando con Duval y el teniente Ghalil para sacarle a Mannard algún dinero? - Efectivamente - afirmó Apolonio-. Podría explicarle todo al señor Mannard..., ¿quiere usted que lo haga? Coghlan encontró aquello divertido. - ¡De manera que usted lo sabe todo! ¿Y qué es lo que sabe, Apolonio? Si me explica usted cómo se produce esa refrigeración en una zona de la pared del
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cuarto posterior, yo le explicaré a usted todo lo demás..., ¿qué le parece? Ya sabe usted a qué me refiero: a ese asunto de la refrigeración de la mancha cuadrada de la pared del piso del número 80 de la calle Hosain... ¡Ande, explíquemelo! ¡Le diré todo lo que se. Los ojos de Apolonio vacilaban. Luego, habló despectivamente: - ¡No crea usted que me dejo atrapar tan fácilmente! - Coghlan esperaba pacientemente -. ¡Se trata de una pregunta estúpida! - ¡Pues trate de contestarla! ¿No puede o... no sabe? ¡Mi querido Apolonio! ¡Nl siquiera sabe de qué estoy hablando! ¡Es usted un embaucador, un falsario..., tratando de sacar partido de una fanfarronada! ¡Pongamos las cartas sobre la mesa! Abrió la puerta. Se oían pisadas en la parte baja de la escalera. Apolonio seguía expectante. Coghlan continuó: - ¡Hablemos claro! ¡Me está usted fastidiando! ¡Lárguese de aquí! Apolonio sólo acertó a decir. - ¡He tomado mis precauciones! ¡Si algo me ocurriese... tendría usted que lamentarlo! ¡Aténgase a las consecuencias! - ¡Estoy acongojadisimo...! - exclamó Coghlan entre sarcástico e indignado ¡Fuera de aquí!... Le dio un empujón al griego y luego un portazo tras él. Después, se dirigió al cuartito en donde guardaba su equipo experimental privado. Como instructor de Física, trabajaba en el colegio con un presupuesto muy reducido. Había construido la mayoría de los aparatos de la clase, tanto para ahorrar dinero como para que le sirvieran a si mismo de aprendizaje, y muchas veces porque encontraba una satisfacción en el trabajo. Empezó a preparar los bártulos: un par de termómetros, unas pilas, un par de bobinas y un juego de auriculares para formar con todo ello un puente de inducción acoplándolo convenientemente. Preparó asimismo el electroscopio de panes de oro, y el gran imán de alnico e> con el cual había podido realizar un gran número de mediciones delicadísimas, y estaba terminando de empaquetar el chispómetro, cuando sonó el timbre de la puerta. Respondió desde el cuarto donde se hallaba, diciéndole al recién llegado que entrase, pues la puerta estaba abierta, y esperó. Eran Mannard y su hija Laurie, que observaron inmediatamente el ceño que fruncía el rostro del instructor del colegio Americano. Fue Mannard el primero que habló, dirigiéndose a él en tono festivo:
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- ¡No sé qué le ocurre a nuestro buen amigo Apolonio, Tornmy...! No parece él mismo. ¿Qué le has hecho? - Se imagina - respondió Coghlan -que todo lo que ha ocurrido en las últimas treinta horas forma parte de una conspiración para sacarle a usted dinero... interviniendo en todo ello hasta la cuarta dimensión. Vino a ver si sacaba tajada del asunto, amenazándome con revelarlo todo, en caso contrario. Le eché a la calle, como es natural. ¿Me acusó de canalla y de chantajista? Mannard negó con la cabeza. Luego, dijo: - Voy a acompañar a Laurie a casa. Creo que tenías razón: ella puede ser el objetivo principal en este asunto. Por eso, me parece que lo más prudente es llevármela a casa y tenerla allí, a buen recaudo, hasta que todo esto se solucione de una manera o de otra. ¿Qué tal si te vinieses con nosotros?... Puedes escoger algunos equipos de investigación para el laboratorio de Física del colegio. Creo que son muy necesarios y yo los pagaré de muy buen grado... Estaba clarísimo. Coghlan miró a Laurie intencionadamente, pero ella le devolvió la mirada, protestando por la acusación que parecía recaer sobre ella: - ¡No, Tommy, no he sido yo...! ¡No intentaría conquistarte con ciclotrones! - Si quiere usted hacer un donativo al laboratorio, yo le daré una lista del material necesario... - repuso Coghlan -. Pero en el número 80 de la calle Hosain hay un « artilugio» misterioso y yo me he propuesto descubrirlo. Produce una finísima capa de hielo en el aire. Yo creo que ese «artilugio» es un campo de fuerzas de cualquier especie, ¡pero es una superficie plana! Me he propuesto averiguar qué es lo que produce ese fenómeno y cómo lo realiza. ¡Es algo nuevo en Física! Laurie murmuró algo en voz baja. Coghlan prosiguió: - Ghalil está allí ahora esperándome..., él y Duval. - Me gustaría hablar con ese teniente Ghalil - intervino Mannard, malhumorado -. La policía dijo esta mañana que iba a informarle del atentado de que fui objeto en el pequeño desembarcadero, pero creo que no ha debido de hacer nada pues ni siquiera ha tratado de ponerse en contacto conmigo... Coghlan abrió la boca como si fuese a hablar, pero volvió a cerrarla sin decir palabra alguna. No sería prudente decirle a Mannard quién había disparado contra la taza de café que tenía en la mano. Si se enteraba de ello antes de conocer la historia completa, seguramente su indignación llegaría al limite. Y además, era Ghalil el que debería ponerle al tanto de aquel asunto. Por eso, después de meditarlo prudentemente, dijo:
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- Tengo que volver a la calle de Hosain. Si usted quiere, puede venirse en el coche conmigo y hablar con Ohalil directamente: puedo decirle que le vea a usted en el hotel. Mannard asintió. -Está bien; ¡vamos! Coghlan recogió todo su equipo científico, lo metió en un maletín y se fue hacia la puerta. Cuando salieron, Laurie se cogió de su brazo y le dijo jadeante: - ¡Tommy! ¿Te has cortado el dedo? ¿Era... será...? - Sí - respondió Coghlan -; me he cortado exactamente en el mismo sitio y en la misma forma que indican las huellas dactilares, y mucho me temo que me va a salir una cicatriz exactamente igual a aquélla... Le siguió escaleras abajo, permaneciendo silenciosos mientras atravesaban el patio. Su padre fue a despedir el coche que les había traído hasta allí. Laurie dijo, con un extraño acento en su voz: - Dicen que ese libro fue escrito en el siglo XIII... y tus huellas dactilares están en él... Y ese «artilugio » de que me hablas... ¿podría llevarte de nuevo al siglo XIII, Tommy? - Pues... no me agradaría demasiado hacer ese viaje - respondió Coghlan secamente. -¡Yo no quiero que te vayas al siglo 'XIII! dijo Laurie con su rostro cada vez más pálido. Luego, añadió -: Creo que es ridículo... ¡porque es una cosa tan imposible que puede considerarse irrealizable! ¡Pero no quiero que vuelvas allí! No quiero pensar en ti como... si hubieras muerto hace varios siglos y estuvieras enterrado en alguna vieja cnpta..., como... si fueras un esqueleto... -¡Basta! - cortó Coghlan, secamente. - ¡No puedo remediarlo! - añadió la muchacha. - Quisiera que las cosas hubieran sucedido de otro modo... - repuso él, desolado. Laurie, todavía pálida, hizo un gracioso mohín. - ¿Verdad que sería encantador? - repuso, mimosa. En aquel momento, el padre de Laurie volvía del otro coche y todos subieron al de la policía, que arrancó inmediatamente, emprendiendo la marcha hacia el número 80 de la calle Hosaln.
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Al llegar al segundo piso de la casa el piso de la mancha misteriosa-, Ghalil se hallaba hurgando concienzudamente en el yeso de las otras paredes. No habla tocado para nada a la primera pared, que seguía como Coghlan la había dejado. Pero, en las otras, había asimismo algunos sitios de los que Ghalil había desprendido también pequeñas partículas de enlucido, y en cada uno de los huecos, formados por el desprendimiento del yeso, se velan coloridos diferentes. La cosa parecía irse aclarando para Ghalil, a cuyo juicio la pared original debía de haber estado profusamente decorada con colores al encausto o, más probablemente todavía, con colores a la cera depositados sobre la pared y fundidos sobre el yeso. Ghalil había descubierto ya un gran trozo de lo que debería de haber sido un mural de gran valor artístico y parecían ser su tema principal las ninfas y los sátiros. Duval examinaba agitadamente cada nueva porción de la escena que se ponía al descubierto. Pero Ghalil interrumpió su trabajo cuando Coghlan y sus acompañantes llegaron al cuarto. - ¡Ah, señor Mannard! - dijo, cordialmente, al verlos entrar -. ¡Estamos realizando descubrimientos arqueológicos! Mannard le miró encolerizado. - ¡He estado tratando de encontrarle a usted para decirle que han intentado asesinarme esta mañana! En la comisaría me dijeron que también habían estado tratando de encontrarle a usted. Por lo visto, todos mis asuntos están en sus manos... Ghalil miró de reojo a Coghlan. - Sus asuntos han estado en mi mente hasta ahora..., ¿no le explicó el señor Coghlan las medidas que tomé con respecto a usted? - No - dijo Coghlan, secamente -, no se lo dije... Voy a ponerme a trabajar en ese asunto de la refrigeración. Dígaselo usted... Se dirigió hacia la pared en que había estado hurgando antes de ir a recoger el material científico y Laurie fue con él. Detrás de ellos, la voz de Ghalil comenzó a hablan Coghlan abrió el maletín y empezó a sacar aparatos para preparar el puente de inducción. De repente, Mannard dijo, indignado: - ¿Qué? ¿Que fue usted el que disparó contra la taza que tenía en la mano? Laurie retrocedió extrañada. - Vete a escuchar - ordenó Coghlan-; yo voy a trabajar aquí... Laurie obedeció, mientras Coghlan se enfrascaba en el trabajo con su equipo científico. Descubrió en seguida que no había rastro alguno metálico detrás de la
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mancha húmeda de la pared. Ni sobre ella. Ni debajo o a los lados. Tampoco había hilo conductor alguno que llegase hasta aquel lugar que había permanecido frío « desde siempre ». No había, pues, metal alguno en toda la pared. Coghlan comenzó a sudar: no podía haber ningún aparato de refrigeración - por lo menos, de los conocidos hasta la fecha - sin parte alguna metálica... Desmontó el puente de inducción, e introdujo un termómetro en el primero de los agujeros que había hecho. Se movió despacito hacia delante y hacia atrás, observando la columna de mercurio, y lo dejó en el agujero después de leer la última indicación. Conectó el termopar, con sus conductores infinitamente delgados de diferentes metales unidos entre sí. Conectó el microvoltímetro. Y pronto descubrió algo muy particular, que le llamó poderosamente la atención: los extremos de los alambres debían estar a una profundidad determinada en el interior del agujero. En cuanto se sacaba, separándolo de aquel punto nada más que dos milímetros y medio, la aguja del microvoltímetro se ponía a oscilar terriblemente. Cambió una conexión para obtener una lectura mil veces mayor milivoltios en vez de microvoltios - y calculó de nuevo la profundidad a que debían estar los extremos de los alambres en el interior del agujero con más exactitud. Se puso pálido. Laurie lo observó, ya de nuevo a su lado, y preguntó asustada: - ¿Qué te ocurre, Tommy? - ¡Ciento noventa milivoltios! - dijo estupefacto-. ¡Y está por debajo de la temperatura del hielo solidificado! Laurie dijo entonces, en un tono lleno de ansiedad: - ¿Y cómo podrá producirse una temperatura tan baja sin aparato alguno y mantenerse así durante siete siglos, Tommy? Pero Coghlan estaba tan ensimismado con el descubrimiento que ni siquiera se percató de la pregunta de la muchacha. Retiró el termopar y preparó el imán de alnico. Quitó la armadura de sus polos. - Esto no tiene sentido - dijo, todavía absorto -, pero si hay un campo de fuerzas... Volvió de nuevo a la pared y al agujero que había hecho en ella, y colocó en sus inmediaciones el potente imán. Entonces, pareció como si el agujero se nublase, adquiriendo un brillo argentino que le daba un aspecto metálico al aproxlmarse a él el imán. Coghlan lo retiró de nuevo. El aspecto metálico del orificio se desvaneció. Volvió a aproximarlo y volvió la apariencia argentina... Estaba observando el extraño fenómeno en silencio, cuando Mannard se aproximé a él acompañado de Ghalil y Duval. Mannard llevaba consigo el grueso y antiguo
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volumen con los medallones de marfil, artísticamente grabados, en su cubierta... y las huellas dactilares de Coghlan, de setecientos años de antigüedad, en la primera página. - ¡Tommy! - dijo Mannard en tono desabrido -; ¡no puedo creer esto!... ¡Pon una de tus huellas al lado de éstas, rnaldita sea! Ghalil materializó ipso facto el deseo que Mannard acababa de manifestar, encendiendo una cerilla y comenzando a depositar una capa de hollín en la herramienta que se había empleado para practicar el agujero en la pared. Coghlan seguía abstraído en su trabajo, como si estuviera solo en la habitación. Ni siquiera se enteró de lo que Mannard acababa de decirle referente a las huellas. - ¿Qué es lo que le ocurre? - pregunté el millonario. - Ciencia - respondió Laurie -. Está pensando... Coghlan seguía abstraído, concentrado en sus pensamientos. Ghalil dijo cortésmente: - Un dedo, por favor.. Cogió la mano de Coghlan, apenas sin que éste se diese cuenta. Hizo una pausa, y luego, deliberadamente, le quitó la venda del dedo pulgar que se había herido. Oprimió el dedo del instructor del Colegio Americano contra el hollín de la herramienta. Mannard, curioso e inquieto, preparó el libro. Ghalil apretó contra él el dedo ennegrecido. Coghlan, al parecer, seguía inconsciente todo aquel manejo. De pronto, como si despertara de un profundo sueño, dijo: - ¡Eh, un momento! ¿Qué es esto? Ghalil llevó el libro hasta la ventana. Lo miró. Mannard miraba también, junto a él, por encima del hombro. En silencio Ghalil colocó sobre las huellas su lupa de bolsillo. Mannard miraba exhaustivamente... - Es muy difícil de explicar - dijo, atónito -. La cicatriz, y todo... Coghlan repuso: -¡Miren todos aquí! Movió el imán de alnico de aquí para allá. La película argentina aparecía y desaparecía. Ghalil la contemplé perplejo y luego miró a la cara de Coghlan.
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- Esa apariencia argentina - explicó Coghlan, desconsolado - aparecerá bajo el yeso siempre que esté frío. Dudo de que este imán solo pueda platear todo el espacio de una vez, a pesar de ser veinte veces más fuerte que un imán corriente de acero... Evidentemente, es necesario un campo magnético potentisimo para materializar este fenómeno. La película argentina se desvaneció de nuevo al retirar el imán. - Entonces - dijo Ghalll suavemente -, ¿qué es lo que ocurre? ¿Se trata de lo que podríamos llaman.. un « artilugio »? Coghlan tragó saliva. - No - dijo descorazonadamente Efectivamente hay un « artilugio», pero un «artilugio » procedente del siglo XIII. Es 10 que podríamos llaman.., ¿cómo lo diría...?, un «artilugio con... duende».
VI El cuarto se iba oscureciendo a medida que avanzaba la tarde, y Coghlan se vio precisado a alumbrar el sitio que le interesaba con las lámparas de mano de la policía. Al retirar la última capa de yeso, apareció hielo; el cual, al quedar expuesto a la vista, se fundió inopinadamente. El fondo de la pared estaba simplemente húmedo, y los colores que lo habían decorado en tiempos primitivos hablan desaparecido casi por completo con el paso de los siglos. En los bordes de la mancha cuadrada, la humedad se desvanecía, y Coghlan hurgó con su herramienta en aquella región de la pared, debajo del borde de la mancha. Yeso, sólo yeso. Pero cuando éste disminuía de espesor bajo la acción de la herramienta de Coghlan, aparecían dibujos coloreados por doquier, confirmando la primera impresión de que aquella pared había estado artísticamente decorada en vivos colores desde sus primeros tiempos, hacía ya muchas centurias. Duval pasaba de un rapto de entusiasmo, al descubrirse toda aquella obra de arte, que debía de extenderse por toda la habitación, al histerismo más agudo, al contemplar la absoluta falta de lógica de los sucesivos descubrimientos. Mannard se había sentado en una silla plegable y lo observaba todo detenidamente. Los haces luminosos de las lámparas de bolsillo de la policía al proyectarse sobre diversos puntos de la pared, ofrecían un espectáculo fantástico. Una de ellas, sostenida por Laurie, ayudaba a trabajar a Coghlan, que lo hacía con sumo cuidado.
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Después de un prolongado silencio, habló Mannard, dirigiéndose a Coghlan, para decirle, todavía escéptico: - Estabas diciendo que esa pared tiene una especie de «duende» que mantiene vivo ese «artilugio» desde hace siete siglos... -Cuando no habla «artilugios» - apuntó Ghalil desde un oscuro rincón. - No había ciencia - corrigió Coghlan, muy afanado en su trabajo de la pared Los resultados que obtenían nuestros antepasados - algunas veces, sorprendentes -eran mera casualidad y los conseguían sólo por azar. Luego, repetían las experiencias que habían precedido a aquel resultado in esperado, y nunca sabían, ni se preocupaban de saber, cuál de ellas era la que había dado lugar a aquel resultado que ellos buscaban. El temple de las espadas, por ejemplo. Duval intervino: - El Imperio bizantino importaba sus más finas espadas... - Sí - concedió Coghlan -; en efecto. Su religión no les permitía emplear el mejor procedimiento conocido entonces para conseguir el temple del acero. - ¿La religión? - protestó Mannard ¿Qué es lo que tenían que hacer para templar las espadas? - Magia - respondió Cogliran -. El mejor temple se conseguía calentando una espada al blanco candente e introduciéndola en el cuerpo de un esclavo o de un prisionero de guerra. Probablemente, se descubrió cuando alguien quiso poner en práctica una venganza particularmente caprichosa y sádica. Pero la cosa tuvo éxito... - ¡Tonterías! - murmuró Mannard. - Algunos cuchilleros emplean actualmente un método semejante - repuso Coghlan, absorto en la tarea de extraer un último trozo de yeso -. Es una combinación de sal y nitrógeno, muy conveniente para el temple. La sangre humana es salina; y el acero se templa mejor en agua salada que en agua dulce. Los antiguos descubrieron que la sangre humana proporcionaba un temple excepcional. No creyeron que se tratase de algo científico y probaron con agua salada. Pero el acero adquiere una superficie mucho más dura si el temple se produce en presencia de un producto nitrogenado... como la carne humana. Los
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cuchilleros que emplean actualmente ese procedimiento, sumergen la hoja de acero calentada al blanco candente en agua salada, conteniendo raspaduras de cuero en maceración. Técnicamente, puede decirse que este método es exactamente el mismo que el de introducir la espada al blanco candente en el cuerpo de un esclavo... y siempre resulta más económico. Pero a los antiguos no se les ocurrió eso de utilizar las raspaduras de cuero en maceración en agua salada: les daba sorprendentes resultados el método ya anticuado del temple mágico, por cuyo nombre ellos lo conocían. Se retiró un poco hacia atrás y sacudió algunas briznas de yeso que habían quedado adheridas a sus dedos. - Esto es todo lo que podemos hacer sin utilizar otros aparatos. Ahora... Cogió en sus manos el imán de alnico y lo movió sobre el espacio descubierto, haciéndole recorrer toda su superficie. Entonces, apareció, en la parte más próxima al imán de la mancha húmeda, una superficie argentina de forma oblonga, la cual seguía al imán en sus movimientos a través de la mancha de la pared, convertida en una extensa oquedad por virtud de las operaciones realizadas por la herramienta de Coghlan. Pero al llegar al borde la misma, aquella mancha argentina desaparecía inopinadamente como si jamás hubiese existido... o se hacía invisible para los ojos humanos. - Puede conjeturarse - dijo Coghlan pensativamente - que ése es el «duende», si desean ustedes llamarle así, que los antiguos pensaron que era un espejo mágico... que permitía ver el futuro. ¿No es eso, Duval? Duval respondió, pesando mucho las palabras: - Es cierto que todos los alquimistas de la Edad Media, según dejaron escrito ellos mismos, trabajaron denodadamente para obtener esos espejos mágicos de que usted habla. - Quizá fuese éste el que iníciase la leyenda... - repuso Coghlan. - La pila de la lámpara se está agotando... - indicó Ghalil desde su oscuro rincón. - Necesitamos más luz y mejores aparatos - manifestó Coghlan -. No creo que podamos hacer nada más hasta mañana. Su ademán era categórico, pero interiormente se sentía extrañamente confuso. Le picaba el dedo pulgar, quizá porque la pequeña herida se había irritado con el polvo de yeso que había quedado adherido a sus dedos después de sus manipulaciones en la misteriosa pared, y también por la suciedad que pudiera
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haber penetrado en su interior cuando Ghalil tomó su huella digital para mostrársela a Mannard. En el último análisis, se había cortado el dedo investigando aquella pared para tratar de descubrir el «duende de un artilugio», porque ahora tenía que escribir un memorándum para entregarlo ayer, el cual memorándum sería la causa del descubrimiento del duende de un... Sintió un movimiento a su alrededor, mientras los demás se preparaban para marcharse, y oyó la voz irritada de Mannard que decía: - ¡No puedo creerlo! ¡Es absurdo! - Efectivamente - repuso Ghalil -, y por eso debemos ser muy precavidos y actuar con mucha cautela. Mis antepasados mahometanos tenían un adagio que decía que «cada hombre lleva escrito su sino en su frente». Espero, señor Mannard, que su sino no esté escrito en esa página de pergamino que le enseñé hace un momento... - Pero ¿qué significa todo este lío? - preguntó el interpelado -. ¿Qué hay detrás de todo eso? ¿Quién se esconde detrás de ello? Ghalil suspiró y se encogió de hombros. Bajaron las escaleras. La estrecha, tortuosa y oscura callejuela parecía lúgubre y siniestra. Ghalil abrió la puerta del coche de la policía que les esperaba, y Dijo a Mannard en una especie de humorística sinrazón: - Desgraciadamente, el señor Coghlan no fue - o no lo ha sido todavía - muy especifico en el memorándum con que comienza esta serie de acontecimientos. Dice solamente - y repitió la última línea de la escritura de Coghlan en la hoja de pergamino del libro -: «¡Cuidado con Mannard! Va a ser asesinado ». - ¡Pues yo creo que es suficientemente específico...! - repuso Mannard en tono sarcástico. Él, Laurie y Coghlan se sentaron en la parte posterior del coche, mientras que el teniente Ghalil se sentó en el asiento delantero, al lado del conductor. El motor rugió al ponerse en marcha. - Su mensaje, cuando usted lo escribió, señor Coghlan - dijo Ghalil, hablando por encima del hombro, al ponerse el coche en movimiento por la tortuosa callejuela -, es voluntariamente enigmático. Es como si, usted supiera que un mensaje claro iba a evitar lo que usted deseaba que ocurriese. Parece, efectivamente, que escribió dicho mensaje para que ocurriese exactamente lo que ya ha ocurrido y continuará ocurriendo hasta el momento de escribirlo...
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A continuación le dirigió al conductor una explosiva palabra turca; el conductor se precipitó a los frenos y el coche se detuvo bruscamente, produciendo un prolongado chirrido. - Un momento - dijo Ghalil, cortésmente. Salió del coche. Miró algo que alumbraban los focos del coche. Lo tocó precavidamente. Fue a la parte posterior del coche y desde allí dio un estridente silbido. De la casa que acababan de abandonar, llegaron algunos hombres corriendo. Ghalil les habló hoscamente en turco. Entonces, se inclinaron sobre el objeto que Ghalil les señalaba y lo iluminaron con sus lámparas de mano, pero esto parecía insuficiente también y comenzaron a encender cerillas. Ghalil y un policía recogieron aquel objeto que yacía sobre los desiguales adoquines de la callejuela, llevándolo con exquisito cuitado hasta el extremo lateral de la calzada, apoyándolo en la pared. Entonces, Ghalil se arrodilló y volvió a examinar el objeto, iluminado por las luces de las lámparas de mano y de unas cuantas cerillas. Luego, se sacudió las manos y volvió al coche. Habló en turco con el conductor y el coche se movió de nuevo, más lentamente. Al llegar a la curva, parecía arrastrarse. - ¿Qué era eso? - preguntó Mannard. El teniente Ghalil vacilaba al contestar. - Temo que fuese otro atentado contra su vida - dijo apologéticamente -. Me pareció una bomba, y efectivamente lo era. Mis hombres no vieron colocarla a causa de las muchas curvas de la calle. Durante un rato, sólo se oyeron suspiros en el coche. Éste llegó a una calle algo más ancha y entonces comenzó a marchar más de prisa. Ghalil continuó: - Estaba diciendo señor Manaard, que cuando el señor Coghlan escribió el memorándum que le enseñamos a usted ayer, deseó que las cosas sucediesen exactamente como ocurrirían. Por esta razón, él no pudo ser explícito en su mensaje, y por eso no menciona disparos de rifle, estallidos de bombas, tiempos o lugares. Sabiendo esto confío en que usted sobrevivirá hasta que el asunto haya terminado. Por lo menos, yo estoy haciendo todos los esfuerzos posibles para conseguirlo. Coghlan recuperó su voz, y dijo, airadamente: - ¡Pero usted no puede arriesgar nuestras vidas en un razonamiento tan descabellado como ése!
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- Ya les he dicho que estoy tomando todas las precauciones razonables respondió Ghalil, cansadamente -. Entre ellas, una le concierne a usted muy directamente: voy a rogarle que permanezca esta noche en el hotel Petra, con mis hombres custodiándole a usted, así como al señor y a la señorita Mannard... - ¡Si hay algún riesgo para ella, desde luego me quedo! - gruñó Coghlan. El coche entró en una calle más ancha todavía, con más tránsito rodado y más transeúntes. Además, en esta zona de la ciudad todas las luces eran eléctricas. Habla cines y teatros, muchos coches y gente vestida a la europea, en lugar de aquellos disfraces, mezcla de Oriente y Occidente, que suelen verse en los barrios más pobres. El hotel Petra aparecía profusa e impresionantemente iluminado. El coche-policía se detuvo ante él. Ghalil salió y miró casualmente a su alrededor. Un vagabundo, allí cerca, le hizo señas disimuladamente. Ghalii asintió con un gesto. El vagabundo se retiró. Ghalil, entonces, abrió la puerta del coche e hizo salir a los demás. - No tengo más remedio que comportarme de esta manera con ustedes, si he de custodiarles hasta que el asunto esté convenientemente aclarado - dijo, cortésmente. Entraron en el vestíbulo, se dirigieron hacía el ascensor y penetraron en él, sólo ligeramente tranquilizados por el bullicio y por el brillo de las luces. De repente, Coghlan exclamó: - ¿En dónde está Duval? ¡Él está también complicado en el asunto! - Está en la casa de la calle Hosain - dijo Ghalil con acento despreocupado ¡Pobre hombre! Está apegado a la lógica y al amor por el pasado que le empujan hasta el crimen pasional... Pero he dejado a mis hombres vigilándole. El ascensor subía, entre tanto, hacia el departamento de Mannard. Al llegar al piso correspondiente, vieron a un hombre que limpiaba el vestíbulo que se abría ante dicho departamento. Parecía ser un empleado del hotel, pero hizo una señal de complicidad al teniente Ghalil. - Es uno de mis hombres... - explicó éste -. Lo tengo todo vigilado. Hay otros repartidos por el resto del hotel. Entraron en el departamento. Mannard parecía muy decaído. - Voy a pedir que traigan algo de comer - le dijo a Ghalil -. Son casi las diez y todos nos olvidamos de cenar. ¡Pero es que vamos a enloquecer todos! Quisiera saber si es verdad que alguien ha dejado una bomba en la calle... y si los « artilugios» pueden tener «duendes»...
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Se hallaba en un estado mental que no le permitía coordinar sus pensamientos. Los cuales, por otra parte, eran demasiado inexplicables, demasiado incomprensibles, aun para una persona en sus cabales. Desde la imposibilidad de aquel cuento de que Coghlan había escrito su mensaje en aquel endemoniado libro - que Mannard acababa de ver hacía apenas unos minutos hasta aquel absurdo disparo que pulverizó su taza de café para evitar que bebiera una poción increíblemente envenenada y aquel fenómeno - también increíble - de la refrigeración de una parte de la pared, con su aspecto argentino, totalmente inexplicable... Mannard era ingeniero. Era astuto y testarudo. Estaba preparado para enfrentarse con cualesquiera fenómenos por complicados que fuesen. Pero no era capaz de concebir tantos hechos simultáneos, al parecer perfectamente hilvanados entre sí, y, sin embargo, tan disparatadamente contradictorios que se oponían unos a otros en esencia y en teoría hasta parecer poco menos que inexistentes. Mannard estaba a la vez irritado, perplejo y hasta un poco espantado de todo aquel mare mágnum. - ¡Cuando pienso en todo esto que está ocurriendo, apenas si puedo creer en lo que me dicen ni siquiera en lo que yo mismo veo! - dijo, con un acento de desesperación -. ¡Ocurren hechos en los que no tengo más remedio que creer, porque su existencia es innegable, pero luego se esfuman y de ellos no queda ni la huella más sutil...! Salió de la habitación. Desde dentro se le oyó telefonear pidiendo cena para cuatro y rogando que la enviasen inmediatamente a su departamento. Luego, se le oyó decir: -Sí; eso es todo. ¿Qué? Sí; está en..., ¿quién la llama? ¿Quién? ¡Ah! Dígale que suba... Regresó al departamento. - ¿Para qué demonio necesitará verte, Apolonio, Laurie? Estaba abajo, preguntando sí podía verte, cuando yo telefoneé. Va a subir. - Luego, volvió a su tema primitivo, todavía malhumorado -: ¡Hay algo que no comprendo tampoco en este asunto! Parece que hay alguien que trata de asesinarme. ¡No comprendo por qué, pero si realmente desean hacerlo, yo creo que debe de ser una tarea sumamente fácil! ¡No me explico para qué necesitan darle tantas vueltas a un asunto tan sencillo! ¡A nadie se le ocurre, para asesinar a alguien, echar mano de todas esas zarandajas de un libro que tiene siete siglos de antigüedad, de las huellas dactilares de Tomrny, de un «artilugio» con un «duende» y todo 10 demás...! No me lo explico, a no ser que... Sonó el zumbador de la puerta del departamento. Coghlan fue a ver quién era. Apolonio el Grande se quedó perplejo al ver ante él al instructor del colegio Americano, pero dijo con gran dignidad: 60
- Tenía una nota para la señorita Mannard. Me rogó que la protegiese en este desagradable asunto... La voz de Mannard resonó detrás de Coghlan: - ¡Estamos dándole vueltas a este asunto y cada vez lo complicamos más! ¡Maldita sea!, ¡no sé adónde vamos a parar! Apolonio apenas pudo exclamar: -¡Es que..., señor Mannard! Se oyó un ruido extraño que parecía tener su origen en los dientes de Apolonio el Grande. Éste se apoyó contra la puerta y dijo: - ¡Perdón! ¡Déjenme recobrar! No quisiera desmayarme... ¡Es... increíble! Coghlan esperaba, impaciente. La cara del pequeño y voluminoso griego estaba pálida. Respiraba trabajosamente y trataba de tomar aliento. Al fin, pudo hablar de nuevo: - Creo... creo que puedo ya actuar con naturalidad... Se enderezó y Coghlan cerró la puerta, mientras Apolonio penetraba en el salón del departamento, andando con su contoneo usual..., pero sin que su habitual sonrisa asomase a sus labios. Se inclinó ceremoniosamente ante Mannard y ante Laurie, con la frente salpicada de gotitas de sudor. Y Mannard habló así: - Apolonio, le presento al teniente Ghalil, de la policía turca. Cree que estoy en peligro... Apolonio el Grande apenas podía respirar, pero, entrecortadamente, dijo a Mannard: - Vine... porque... porque creí que... estaba usted... muerto... Siguió un silencio pesado y torturante, en el que todos parecían pensar en lo que acaban de escuchar de los titubeantes labios del rollizo griego. Luego, el teniente Ghalil aclaró su garganta para preguntar algo trivial y rutinario, mientras Apolonio introducía su mano gordezuela en el bolsillo de la chaqueta... Extrajo solamente un sobre. Un sobre del hotel Petra. Y de él, con mano temblorosa extrajo Apolonio una hoja de papel y se la entregó al señor Mannard. Éste la leyó, enrojeciendo de ira, y, sin pronunciar palabra, se la entregó a Ghalil. Ghalil la leyó a su vez y dijo, lentamente;
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- ¡Pero si esta carta está fechada mañana! Se la entregó cortésmente a Laurie, diciéndole: - Yo no creo que haya escrito usted esto, señorita Mannard. Y se volvió hacia aquella figura temblorosa, inquieta, nerviosa del pequeño mago que se llamaba a si mismo Apolonio el Grande. Coghlan se puso al lado de Laurie mientras ésta leía el mensaje. Su hombro tocaba el de la muchacha. La nota decía: «Mi querido señor Apolonio: Usted es la única persona que conozco en Istambul a quien pueda rogarle que me ayude en las trágicas circunstancias de la muerte de mi padre. ¿Quiere usted ayudarme, por favor? Laurie Mannard.» He oído hablar de cheques post~datados - dijo Ghalil -; creo que es una costumbre americana. Pero de cartas preescritas... Apolonio pareció estremecerse; temblaba como un azogado. -Yo... no me di cuenta de eso... -dijo, con un acento de inseguridad en sus palabras -. Pero... debe de ser... algo así como el.. mensaje de que nos habló el señor Coghlan... con sus huellas dactilares. - No exactamente - exclamó Ghalil, sacudiendo la cabeza -. ¡No, no exactamente! Mannard dijo, entonces, fuera de sí: - ¿13e dónde sacó eso, Apolonio? ¡Es una patraña, por supuesto, porque yo no estoy muerto todavía! - He estado... fuera de mi hotel... Cuando volví... me esperaba esa carta. E inmediatamente... he venido a traerla. -Está fechada mañana -volvió a señalar Ghalil -. Lo cual puede ser también un error de fechas o... una confusión. Pero no lo creo. Ciertamente, señor Mannard, esto parece indicar que usted va a morir esta misma noche, o.. mañana por la mañana. Pero, por otra parte, el señor Coghlan no escribió con certidumbre la fecha de su muerte en ese famoso libro... De manera que aún nos queda la esperanza... - Yo no tengo intención alguna de morirme esta noche - repuso Mannard con acritud -; ¡pues no faltaba más!
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- Ni yo tampoco tengo intención de prever semejante suceso - agregó el teniente Ghalil -. Pero no hay más remedio que tomar las precauciones oportunas en este caso... ApolonIo se dejó caer sentado bruscamente, como si sus piernas ya no pudiesen sostenerle más. Su repentino movimiento atrajo todas las miradas. -¿Le ha ocurrido algo? -preguntó Ghalii. Apolonio se estremeció. -- Creo... creo que debo hablarles... hizo una pausa para humedecerse los labios de mi entrevista de hoy con... el señor Coghlan... en su domicilio. Yo... yo... le acusé de mixtificación. Si... admitió que había una conspiración. Y... me ofreció admitirme para tomar parte... en ella. ¡Por eso quiero acusar ahora al señor Coghlan... de intentar asesinar al señor Mannard! Las luces se apagaron y el departamento se sumió en tinieblas. De repente, se escuchó el ruido inequívoco del choque de un cuerno contra otro. Luego, jadeos entrecortados en la oscuridad. Muchos hombres luchaban entre sí. Se oyó caer un cuerpo al suelo. Y Laurie gritó. Entonces, se escuchó la voz de Ghalil, como si la falta de aliento le impidiese hablar: - ¡Está usted estrangulándome, señor Coghlan! ¡Lo tengo... cogido! Si podemos retenerlo... hasta que vuelva la luz... ¡Es muy fuerte...! La lucha siguió, en el suelo, en la oscuridad del cuarto...
VII Se oyó el frenético chirrido que producía una llave maestra al pretender abrir la cerradura de la puerta del departamento. Al fin, se abrió la puerta, y los haces luminosos de varias lámparas de mano se entrecruzaron en el hueco de la entrada. Varios hombres se precipitaron en el interior de la estancia, mientras sus luces se concentraban sobre los cuernos caídos en el suelo. Mannard, en pie, protegía a Laurie, dispuesto a luchar contra todo y contra todos. Los hombres portadores de lámparas de mano pasaron ante ellos sin detenerse y se precipitaron sobre los cuerpos que luchaban todavía en el suelo.
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Cuando las luces se encendieron de nuevo, tan inopinada e inexplicablemente como se habían apagado, se vio que los hombres tenían agarrado a Apolonio el Grande, que luchaba por desasirse. Coghlan tenía la chaqueta rota y un profundo arañazo en la cara. El teniente Ghalil estaba inclinado y comenzaba a registrar el suelo. Poco después, encontró lo que buscaba: tenía en la mano un encorvado cuchillo curdo. Habló en turco con el policía uniformado, contra el cual seguía luchando el pequeño y gordo Apolonio en febril silencio. Cuando salieron con él, todavía seguía saltando y retorciéndose como un globo de carne... Ghalil le mostró el cuchillo a Coghlan. -¿Suyo? Coghlan respondió, mientras salía de la estancia: - Si..., lo uso como abrecartas y suelo tenerlo sobre la mesa de despacho. ¿Cómo habrá llegado hasta aquí? -Sospecho -repuso Ghalil - que lo cogió Apolonio cuando le visitó antes... Se sacudió el uniforme. Todavía jadeaba fatigosamente. Mannard dijo, indignado: - ¡No me lo explico! ¿Es que intentaba asesinarme Apolonio? ¿Y por qué, en el nombre del cielo? ¿Qué beneficios le produciría mi muerte? Ghalil, que continuaba, preocupado, sacudiéndose su uniforme, dijo con un suspiro: - Cuando monsieur Duval me trajo aquel libro fantástico, comencé a efectuar las investigaciones policíacas normales en estos casos sobre todos aquellos que pudieran estar complicados en el asunto: usted..., señor Mannard, y el señor Coghlan. Sin olvidar tampoco a monsieur Duval... ni a Apolonio el Grande. La última información acerca de este último todavía la recibí hoy. Parece ser que en Roma en Madrid y en París ha sido amigo íntimo de tres hombres muy ricos, uno de los cuales falleció en accidente de automóvil; otro, al parecer, de un ataque cardíaco, y el tercero, se dice que se suicidó... No es una coincidencia, me imagino, que cada uno de ellos haya dado a Apolonio un cheque para sus supuestos compatriotas sólo unos días antes de su muerte. Creo que ésa es la respuesta señor Mannard... - ¡Pero si yo no le he dado ningún dinero!
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- protestó Mannard, sorprendido -. ti ha dicho que obtuvo una cierta cantidad de dinero, es cierto, pero... - repentinamente, enmudeció -. ¡Maldición!... ¡Habrá depositado un cheque falso en la Cámara de Compensación mientras yo estoy vivo... y tendré que morir antes de que sea descubierta la superchería! Estando muerto, no podría ser rechazado... ni yo interrogado... - Así es, en efecto - repuso Ghalil -. Desgraciadamente, los bancos no tienen tiempo de revisar todos sus archivos, resultaría abrumador... Espero tener mañana esa información. Laurie apoyó su mano en el brazo de Coghlan. Mannard dijo bruscamente: - ¡Actuaste rápidamente, Tommy! Tú, y el teniente también. ¿Cómo pudiste hacerte con él en la oscuridad al apagarse las luces? - Yo no lo sé... - admitió Coghlan Pero lo vi mirando fijamente su rico y ostentoso reloj de pulsera, con el enorme segundero girando alrededor. Cuando me visitó hoy en mi departamento, me enseñó un truco que dependía del conocimiento de la décima de segundo exacta en que algo iba a ocurrir. Entonces, se me ocurrió pensar que si, la noche pasada, él pudiera haber tenido conocimiento del momento preciso en que las luces se apagaron a apagar, podría haberlo preparado todo para empujarle a usted, echándole la zancadilla, para tirarlo por las escaleras... Por eso, cuando vi que esta noche miraba también su reloj y que se apagaban las luces... me arrojé sobre él sin pensarlo ni un instante. - Estaba desesperado intervino Ghalii-. Ha intentado asesinarle a usted cuatro veces señor Mannard. -Usted dijo algo semejante a eso... - Ha estado usted vigilado desde el mismo momento en que monsieur Duval me enseñó el libro con el extraño mensaje. Usted había alquilado un automóvil, y mis hombres descubrieron que el silencioso del motor tenía un defecto, provocado por una mano criminal, que le permitía ir llenando del mortífero monóxido de carbono la parte posterior del coche. El defecto fue corregido. Le enviaron una bomba por correo, que debía llegar a usted anteayer.. antes de que yo hablara por primera vez con el señor Coghlan. Fue - sonrió apologéticamente - interceptada. Hoy trató de envenenarle a usted en el mar de Mármara. Falló pon.. aquel disparo mío afortunado. Pero él estaba asustado por el asunto del libro. Creía que existía otra conspiración en competencia con la suya. El misterio que rodeaba todo aquello y los inexplicables fallos que se producían en sus intentos de asesinato k llevaron al paroxismo de la locura. Cuando supo que también había fallado la bomba que habla sido colocada por orden suya en el lugar por donde había de pasar el cochepolicía... - Suponga - intervino Mannard - que usted le explica lo del libro misterioso que usted y Duval están tratando de poner en claro... 65
- No puedo explicárselo - repuso Ghalil, suavemente - porque ni yo mismo lo entiendo. Pero creo que el señor Coghlan procede admirablemente... Sonó el zumbador de la puerta del departamento. Ghalil hizo entrar a un camarero que llevaba una enorme bandeja. El camarero dijo algo en turco y colocó la bandeja sobre una mesa. Luego, salió. - Ha sido detenido un hombre en la planta baja - informó Ghalil - que llevaba un reloj de pulsera provisto de un gran segundero. Fue él el que apagó y volvió a encender las luces. Está muy asustado. Hablaré con él. Laurie miró a Coghlan. Luego, temblando un poco, comenzó a destapar las fuentes que venían sobre la bandeja. Mannard gruñó: - ¿Pero qué demonio es todo eso de las huellas digitales de Tommy en ese maldito libro y ese misterio de la pared? ¿Forma todo ello parte del mismo asunto? - No - respondió el turco -. Usted ha cometido el mismo error que yo, señor Mannard. Usted supuso - como yo - que vanas cosas asociadas con otra están necesariamente relacionadas entre si. Pero eso no es cierto. Porque a veces sólo están aparentemente asociadas... por casualidad. Laurie intervino en la conversación, dirigiéndose a Coghlan: - Tommy - dijo -, yo creo que... debemos tomar algo... - ¿Quiere usted decir - intervino Mannard, haciendo caso omiso de su hija -que ese libro y todo lo demás no es una patraña? ¿Quiere usted hacerme creer que hay, efectivamente, un « artilugio» con... un « duende »? ¿Cree usted en fantasmas, señor Ghalil? ¿Pretende usted insinuar que Coghlan puso sus huellas digitales debajo de un memorándum en el que se afirma que voy a ser asesinado? ¿Y que el mismo Tommy fue el que escribió eso? - No - admitió Ghalil -. Sin embargo, ese mensaje increíble es la razón que me impulso a protegerle a usted desde hace tres días. Y es, por consiguiente, la razón de que esté usted vivo... - Miró ávidamente las fuentes descubiertas y exclamó -: Estoy muerto de hambre... ¿Puedo...? Mannard, impacientemente, agregó: - ¡Es demasiado extraño! ¡Casi como un milagro! ¿Confusión de fechas, con siglos de diferencia, para salvarme la vida? ¡Disparate! Las leyes de la Naturaleza no pueden ser violadas...
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Coghlan repuso, pensativamente: - Estoy pensando que ese campo de fuerzas no es una superficie plana sino que tiene forma de tubo... Un tubo por el que puede expelerse una burbuja... ¿No se le ocurre a usted pensar en lo que hace un campo magnético con la luz polarizada...? - Considérame pensando en ello - gruñó Mannard -. ¿Qué ocurre? - Yo puedo reproducir un campo de fuerzas semejante - prosiguió Coghlan, pensativamente -. Un campo de fuerzas de forma tubular no soy capaz de hacerlo, pero sí un campo de fuerzas que absorba energía... o calor... y almacenar una potencia útil... Yo puedo hacer un « artilugio» refrigerador que absorba calor y almacene energía. Voy a efectuar algunas investigaciones... - ¿Estás seguro de lo que dices? - preguntó Mannard. Coghlan asintió. Estaba seguro. Había visto claro al fin. Se había figurado algo de lo que ocurría. Ahora podía hacer lo que los originales constructores del « artilugio »no podían. Y no era algo sin precedentes, por supuesto. Un fabricante de gafas en Holanda tuvo la ocurrencia de poner dos lentes juntas y consiguió construir el primer telescopio, el cual ampliaba considerablemente los objetos lejanos, pero éstos se veían al revés... Y a una distancia de medio continente, en Italia, un tal Galileo Galilei oyó el rumor de aquel hecho portentoso, pero imperfecto, se pasó toda la noche pensando... y a la mañana siguiente construyó un telescopio mucho más perfecto que el del holandés, tanto que todos los gemelos de campo se construyen hoy día según los diseños del descubridor italiano. - También yo volveré a la investigación - repuso Mannard - si haces un contrato conmigo. Jugaré limpio. ¡Éste es un buen asunto! Miró a su hija. Su cara estaba pálida, pero sus ojos brillaban. Sonrió a la mirada de su padre. Y él le devolvió la sonrisa. Entonces, dijo Laurie - Tommy.. si puedes hacer eso... ¡oh!, ¿no te das cuenta? 1Ven conmigo al otro cuarto; necesito hablarte .! Coghlan le guiñó un ojo en un gesto de complicidad. Luego sus hombros se distendieron, se hincho su pecho y produjo un profundo suspiro Después, musitó cuatro palabras, hizo « ¡Ah!», agarró el brazo de la muchacha y se la llevó al cuarto contiguo. Mannard dijo, satisfecho:
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- ¡Eso es magnifico...! ¡Refrigeración que produce energía! ¡Potencia de los trópicos! ¡Factorías que toman su energía del calor de la corriente del golfo...! - Pero - dijo Ghalil, con acento preocupado -, ¿no resulta un contrasentido eso de que un « artilugio » tenga un « duende »? - No - repuso Mannard con firmeza ¡Es perfectamente científico y razonable! Yo no lo comprendo..., ¡pero sé que es ciencia pura! Y, además..., Laurie necesita casarse con él. De cualquier modo, ¡conozco perfectamente al muchacho! ¡Y sé que lo conseguirá! El teléfono comenzó a llamar incesantemente en la habitación en que se encontraban Coghlan y Laurie. Oyeron cómo el primero contestaba a la llamada. Luego, llamó: - ¡Teniente!... ¡Es para usted! Ghalil corrió al teléfono. Entró en la estancia sin darse cuenta apenas del nuevo aspecto, confiado y dueño de si, que presentaba Coghlan, ni de la radiante expresión del rostro de Laurie. Habló, en turco. Luego, colgó el auricular. - Voy a la casa de la calle Hosain - dijo brevemente -. Ha ocurrido algo. El pobre monsieur Duval está cada vez más histérico; ha sido preciso enviar a buscar a un médico. No saben lo que ocurre... pero se han producido cambios en aquella casa. - ¡Voy con usted! - dijo Coghlan, impulsivo. Latirle no se quedaba allí tampoco. Y Mannard se unió inmediatamente a la partida, lleno de ansiedad. Los cuatro, pues, se metieron en el coche-policía, que arrancó en dirección al viejo barrio de la gran ciudad en el que habían descubierto aquel misterioso fantasma que parecía dirigir personalmente el « artilugio » de la pared del cuarto interior de la casa. Laurie iba sentada al lado de Coghlan, y la atmósfera que envolvía a ambos era pronunciadamente romántica y sentimental. Ghalil vigilaba las calles por donde el coche circulaba y los edificios que las flanqueaban, las cuales iban siendo cada vez más tortuosas, a medida que se aproximaba a su punto de destino, mientras que las construcciones parecían cada vez más lóbregas amenazando derribarse sobre cl coche. Al fin, habló Ghalil, meditativamente. - ¡Ese Apolonio está en todo! ¡Era tan desesperadamente necesario para él asesinarle a usted, señor Mannard, que sólo le faltó encontrar un pretexto para visitarle en su departamento y matarle allí cara a cara, aunque él esperaba que una bomba callejera hiciera innecesarios el pretexto y la visita! ¡Creo que ya ha habido tiempo para que su cheque falsificado llegue a su banco! Esa carta era una buena excusa también...: haría recaer todas las sospechas sobre los creadores del misterio de ese antiguo libro.
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Mannard gruñó: - ¿Qué es lo que ocurre en esa casa adonde vamos? ¿Qué clase de cambios se han producido en ella? -Luego añadió, suspicaz -: ¿No habrá algo oculto en todo ello?... - Eso me temo - respondió Ghalil. Había otro coche estacionado en la callejuela. Probablemente, la policía que custodiaba la casa se había ocupado ya de traer al doctor, que debería hallarse todavía en el edificio. Subieron al segundo piso. Habla tres Policías acompañando a un grave y mostachudo ciudadano que tenía todo el aspecto de un médico en cualquier país de Europa... y aun de Asia. Duval ocupaba un catre de lona, proporcionado evidentemente por la policía que ocupaba ahora el edificio. Dormía pesadamente. Su rostro estaba contraído. Su cuello había sido roto por la fuerza en la parte correspondiente a la garganta, como en el paroxismo de un ataque de locura. Sus manos estaban vendadas. El médico le explicó, al fin, a Ghalil, en turco. Ghalil, luego, dirigió algunas preguntas a los policías. Ahora había una linterna eléctrica portátil en el suelo, que alumbraba la habitación aceptablemente. Los ojos de Coghlan recorrieron la estancia. ¿Cambios? No veía cambio alguno, excepto el catre... ¡No!; también había libros, en el suelo, al lado de Duval. Ghalil había dicho que se trataba de narraciones históricas en las cuales Duval trataba de encontrar alguna referencia a aquel misterioso edificio. Y de todos aquellos libros apenas si quedaba... media docena, quizás... El resto, por lo menos tres o cuatro veces más, se había desvanecido. Pero, en su lugar, habla otras cosas. Coghlan estaba mirándolas cuando Ghalil explicó: - La policía le oyó hacer sonidos extraños. Entraron en el cuarto y lo encontraron agitadísimo y en estado de semiinconsciencia, diciendo palabras incoherentes. Sus manos estaban heladas. Por lo visto, había colocado el imán de alnico contra esa apariencia argentina que se formaba a su proximidad en el hueco de la pared y metió en él algunos libros, gritando entretanto hacia la pared. Los libros que había introducido en el hueco de la pared, se desvanecieron. Duval no hablaba turco, pero uno de los policías cree que cuando gritaba hacia la pared lo hacía en griego. Lo sujetaron entre todos y llamaron al médico. Estaba tan agitado que el doctor le puso una inyección para calmarlo. Coghlan exclamó:
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¡Maldita sea...!
Se inclinó sobre los objetos que estaban en el suelo. Había un estilo de marfil, una tosca pluma de caña, un tintero - cuya tinta estaba a punto de solidificarse, convirtiéndose en hielo - y una hoja de pergamino en la que había una escritura reciente, con la misma letra cursiva que habían sido escritas las palabras « frígido más allá », «adeptos» y «Apolonio » en el antiquísimo libro que contenía las huellas digitales de Coghlan. Había una correa de cuero con una hebilla primorosamente trabajada. Había una daga con mango de marfil. Habla tres libros, todos ellos completamente nuevos, aunque no de reciente impresión: eran manuscritos, escritos en ese griego antiguo con caracteres desgarbados, sin espacios entre las palabras, sin signos de puntuación ni letras capitulares. En lo que atañe a su encuadernación y aspecto exterior, eran exactamente iguales a la Alexiada de hacía siete siglos. Solamente... estaban prodigiosamente nuevos. Coghlan tomó en sus manos uno de ellos. Era la Alexiada. Una copia exacta del libro que contenía sus huellas dactilares, hasta el más mínimo detalle, con los medallones de marfil grabados en la lujosa cubierta de cuero. Podía decirse que era el mismo volumen... Pero... siete siglos más joven... Y estaba extrañamente frío. Duval estaba más que dormido. Estaba inconsciente. En opinión del médico, habla estado tan cerca de la locura que no habla habido más remedio que calmarlo. Y ahora estaba calmado. Definitivamente. Coghlan cogió el imán del alnico. Avanzó hacia la pared y colocó el imán cerca del hueco practicado en ella. La apariencia argentina volvió a formarse de nuevo, como si tomase vida propia ante la presencia del imán. Coghlan lo movió, acercándolo y alejándolo de la pared. Y luego, dijo: -¿No podría el doctor despertar a Duval? Así podría escribir algo para mí en griego bizantino... Luego, agregó, con una especie de sosegada amargura: - La mancha se está encogiendo... ¡naturalmente! Era verdad. La mancha húmeda ya no era cuadrada. Se había encogido en si misma y ahora ya no era más que un óvalo irregular, de poco más de treinta centímetros en su mayor dimensión y unos dieciséis en la menor. - Denme algo sólido - ordenó Coghlan-. Una lámpara de mano... ¡pronto!
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Laurie le dio la lámpara de mano del teniente Ghalil. Coghlan la encendió alumbraba débilmente - y la oprimió contra la superficie argentina. El extremo de la lámpara desapareció. Continuó apretando la lámpara contra la película argentina, introduciéndola en lo que debería ser yeso y piedra. Pero la lámpara desapareció. Entonces, Coghlan retiró rápidamente la mano y la frotó fuertemente en su pantalón, porque sus dedos estaban congelados: la lámpara de mano era metálica, muy buena conductora del calor y, por consiguiente, de la refrigeración... - ¡Necesito que se despierte Duval! - exclamó Coghlan, irritado -. ¡Sí es el único que puede escribir ese griego antiguo... o hablarlo... o comprenderlo! ¡Despiértenlo, por favor! El médico meneó la cabeza cuando Ghalil le tradujo la demanda. - Precisa mucho calmante para estar tranquilo y por eso no puede despertarle tradujo a su vez Ghalil para que Coghlan comprendiese la respuesta del médico. Pero, de todas maneras, aunque fuese Posible, tardaría varías horas en despertarse; se le ha administrado una dosis de calmante tan fuerte que hacerlo de otra manera sería poner su vida en peligro... - Me gustaría preguntarles - agregó Coghlan con un deje de amargura en su voz qué hicieron con ese espejo para que su superficie produjera la imagen de un duende... ¡Debe de haber sido una cosa completamente tonta! Paseó nerviosamente, arriba y abajo, por el cuarto, cruzando y descruzando los dedos de sus manos, y prosiguió en tono sarcástico: - Para conseguir ese «artilugio » al que Duval llamó un «espejo mágico» debieron utilizar polvo de diamante o estiércol de asno o pestañas de ballena... ¡Uno de esos ingredientes debe producir el efecto deseado! ¡Alguien debe haber conseguido accidentalmente crear ese « artilugio », y es muy difícil que el accidente se repita! -¿Y por que no? - ¡No podemos actuar como si fuéramos lunáticos o bárbaros o alquimistas bizantinos!... - exclamó Coghlan -. ¡No podemos! ¡Es como un teléfono, que es completamente inútil si no se tiene otro semejante! Es preciso tener dos teléfonos en dos sitios diferentes, al mismo tiempo, para que esos aparatos sean de alguna utilidad! ¡Y en este caso, ocurre algo Semejante: para utilizar una cosa como ésta es preciso disponer de dos instrumentos iguales en el mismo sitio, pero en tiempos u horas diferentes! Con los teléfonos se necesita la conexión o hilo conductor correspondiente que los une o relaciona entre si. ¡Con este «artilugio» lo que se precisa es disponer de una conexión de lugar que ligue entre si los tiempos!
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- Una fantasía muy convincente - repuso Ghalil con un gesto de admiración en sus ojos-. ¡Y del mismo modo que se puede descubrir el hilo que une dos aparatos telefónicos entre sí.. - ...se puede descubrir también el lugar donde están conectados dos « artilugios» en diferentes horas! La conexión, en este caso, es el frío, que condensa la humedad. ¡Al calentarse ese lugar, la humedad desaparece! ¡Y sé - agregó coghlan, con gesto de desafío - que estoy diciendo un disparate! ¡Pero sé también cómo se realiza la conexión que creará la refrigeración, aunque carezco del « duende » - ¡maldito sea! - o de la idea necesaria para construir los instrumentos que es preciso conectar! ¡Y tanto va de construir la conexión a construir los « artilugios », como de disponer de un alambre de cobre a conseguir un intercambio telefónico! ¡Todo lo que sé es 9ue un imán de alnico puede actuar como instrumento para que la conexión pueda existir! Mannard habló en su tono gruñón habitual: - ¿Qué demonio es todo eso? ¡Hechos concretos!: ¿Qué le ocurrió a Duval? - Mañana - prosiguió Coghlan, con una calma desesperante - nos dirá que oyó voces indistintas al través de la película argentina cuando jugaba con el imán. Nos dirá también que esas voces hablaban en griego bizantino. Y que intentó golpear la superficie argentina, que parecía sólida, para atraer la atención de aquellas voces. ¡Y siempre que golpeaba, las voces se iban! ¡Dirá, asimismo, que oyó cómo las voces se excitaban y que él les dijo quién era; quizá les preguntase si estaban trabajando con Apolonio, porque éste era mencionado en la hoja suelta del misterioso libro; y que les ofreció libros con información de los tiempos modernos a cambio de que ellas le hablasen de los pretéritos! Jurará que, efectivamente, las atascó de libros, la mayoría históricos, en griego y en francés, y ellas le entregaron a él otras cosas en correspondencia: ¡sus manos congeladas son la prueba evidente de lo que acabo de 'decir! ¡Cuando algo va o viene de esa película argentina, se congela! ¡Es el «frígido Más Allá»! Nos dirá también que el «duende» del «artilugio» comenzó a encogerse, a empequeñecerse, al efectuar aquel intercambio, ¡como si se desgastase terriblemente con el uso!, y que entonces él se puso frenético, porque quería saber todo lo que pudiese y veía que aquello se acababa inevitablemente, hasta que llegaron sus policías y se abalanzaron sobre él, reduciéndolo por la fuerza, lo cual le puso más frenético todavía porque no podía hacerles comprender lo que él creía en parte solamente... ¡Luego, llegó el doctor y todo se estropeó! - ¿Crees que todo fue así? - preguntó Mannard. - Lo sé demasiado bien - repuso Coghlan, con firmeza -¡y no les habrá preguntado qué hacían con el espejo para que funcionase! Y la superficie útil se va empequeñeciendo cada vez más, de minuto en minuto, de segundo en segundo, y no puedo deslizarles una nota escrita para reanudar el proceso porque Duval es el único capaz de entenderse con ellas y está profundamente dormido. 72
Crispó sus manos en un gesto de desesperación. Laurie tomó en las suyas el voluminoso libro que tanto había hecho estremecer a Coghlan, mientras que su padre seguía allí de pie con un gesto de incredulidad en su rostro. Ghalil tenía la mirada perdida, como si mirase a un objeto lejano, con los ojos muy abiertos, rumiando un pensamiento que explicaba mucho de lo que le había tenido perplejo hasta aquel momento. - Nunca lo creeré - repuso Mannard, testarudo -. ¡Nunca, aunque viviese un millón de años! Porque, aunque pudiese ocurrir, ¿por qué ocurrió aquí y ahora? ¿Cuál es el objetivo, el verdadero objetivo, de estos hechos de naturaleza desconocida? ¿Evitar que yo haya sido asesinado? ¡Porque eso es lo que ha ocurrido, al fin y al cabo! ¡Y yo no me tengo por tan importante para que las leyes naturales dejen de cumplirse y lo único 'que jamás podría haber ocurrido, ocurra precisamente para evitar que Apolonio me asesinase! Ghalil meneó la cabeza. Y miró aprobadoramente a Mannard. - ¡Un hombre honrado! - dijo-. Yo puedo contestarle, señor Mannard. Duval tenía aquí sus libros de historia. Algunos de ellos en griego moderno, otros en francés. Y silo absurdo es verdad, y el señor Coghlan ha descrito el hecho tal y como ha ocurrido, entonces el hombre que hizo que este... este «duende» regresase al siglo XIII fue un alquimista y un erudito que creía implícitamente en la magia. Cuando Duval ofreció esos libros a que se refería el señor Coghlan, ¿no lo hizo así, precisamente, porque creía en la magia? ¡No tenía la menor duda! Duval podía leer el griego antiguo con la misma facilidad « quizá »que una persona conocedora del inglés moderno puede leer a Chaucer. No claramente, pero adivinando vagamente el significado. ¡Y este antiguo alquimista creía lo que leía! Le parecía pura profecía. ¡Y eso era magnifico! La expresión de Ghalil era triunfante. ¡Consideremos el caso! ¡Duval tenía en sus manos no solo la historia pasada sino la historia futura! ¡Y podría utilizar toda la información! ¡Sus profecías resultarían verídicas! ¿Y qué ocurre cuando unos hombres supersticiosos ven que lo que dice un adivino es siempre cierto? ¡Se dejan guiar por él! ¡Y él se hace cada vez más rico! ¡Y más poderoso! ¡Sus hijos serán nobles y heredarán de él el secreto conocimiento del futuro! ¡Siempre podrían saber lo que iba a ocurrir después por medio de la historia de Bizancio o... quizá por medio de cualquier otra! ¡Y los hombres, conociendo su rectitud, se dejarían guiar por ellos porque sus profecías resultaban invariablemente ciertas! ¡Quizá Nostradamus aprendió sus rimas en un viejo libro de papel - ¡no había papel en Bizancio ni más tarde en la misma Europa! - y quizás al leer los hechos narrados en un libro, nuestro amigo Duval se sintió transportado al antiguo Istambul! Ghalil se sentó a los pies del camastro con toda calma.
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- El conocimiento del futuro - siguió -en una época supersticiosa, es fundamental. Este acontecimiento, señor Mannard, no se ha producido para salvar su vida, sino para dirigir la historia del mundo por los siglos de la superstición y la ignorancia hasta la llegada del «hoy». ¡Y eso es suficiente mente significativo para justificar lo ocurrido! Mannard meneó la cabeza. - Dice usted - repuso - que si Tommy no hubiese escrito lo que usted me enseñó, todo esto pudo no ocurrir, porque entonces Duval no habría encontrado dicho escrito. Y si él no hubiera encontrado el escrito, los libros no habrían vuelto al pasado. Toda la historia sería diferente. Mí bisabuelo y el suyo, quizá, nunca habrían nacido y nosotros no estaríamos ahora aquí... ¡No! ¡Eso es una insensatez! Coghlan miró el libro que Laurie tenía en sus manos. Lo tomó en las suyas, y dijo: - Este libro es exactamente igual al de Duval... - Es el mismo libro - replicó Ghalil con un acento de confianza en su voz-. Y creo que se lo que va usted a hacer. - Pues yo no estoy muy seguro - repuso Coghlan-. No; no lo sé. Laurie intervino para decirle a su prometido: -¡Es preciso, Tommy! Si todo es un contrasentido, hay que demostrarlo... porque si no, resulta que tú y yo nunca nos encontramos, y tú no tendrías que hacer esa investigación... y... y... Se hizo el silencio. Coghlan miró hacia el suelo. Cogió la tosca pluma de caña y dijo, inconscientemente: -Todavía no lo creo... Pero mojó la pluma en la tinta deshelada del tintero. Laurie sostenía el libro en sus manos para que él pudiera escribir. Y Coghlan escribió: Vean a Thomas Coghlan, que vive en el 750 de la calle de Fátima, de Istambul La miró a ella y vaciló. Luego dijo: - Habla algo que me había dicho yo a mi mismo... escrito debajo de eso: fue lo que me hizo creer lo suficiente para seguir este asunto hasta el final. Escribió a continuación:
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Profesor, director u otro cargo por el estilo. Ghalil intervino para decir suavemente: - Estoy seguro de que recordará usted esta dirección... - Si - repuso Coghlan gravemente. Y escribió: El «artilugio » está en el 80 de la calle Hosain, segundo piso, interior. Mannard dijo, con acento preocupado: - ¡Todo esto no tiene sentido alguno! Y Coghlan escribió: ¡Cuidado con Mannard! Va a ser asesinado. - Eso es una exageración - observó, hablando lentamente -, pero es necesario actuar como lo hemos hecho. Estaba untándose los dedos de tinta cuando Ghalil le dijo cortésmente: -¿Puedo ayudarle? El toque profesional... Coghlan dej6 hacer, y Ghalil le untó cuidadosamente los cinco dedos de la mano derecha, imprimiendo las huellas digitales debajo de lo que había escrito, las de los cuatro dedos principales de la mano, arriba, la del pulgar debajo. Luego, dijo tranquilamente: - Es un caso único...: ¡imprimir unas huellas digitales que veré de nuevo cuando tenga siete siglos de antigüedad! ¿Y ahora, qué? Coghlan recogió el imán. Era mucho más brillante que los de acero por la aleación de aluminio, pero era mucho más pesado. Lo presentó ante la mancha húmeda de la pared, la cual se volvió de nuevo de un aspecto argentino, como si fuera de plata. Coghlan acercó el libro a aquella zona de la pared, precisamente en el sitio que se había formado la película argentina. La tocó. Penetró con él en la misma. Y se desvaneció. Coghlan, entonces, retiró el imán. Aquel lugar aparecía ahora como si hubiera estado seco permanentemente. Duval respiraba fatigosamente, en extertor, tendido sobre el camastro de lona. - Y ahora - dijo Ghalil, suavemente -ya no necesitamos creer más en este asunto..., ¿no les parece? - ¡Claro que no! - gruñó Mannard ¡Es un contrasentido!
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Ghalil hizo un gesto peculiar. Luego, se limpió los dedos. - Indudablemente - dijo, con acento sosegado - monsieur Duval fue el que lo urdió todo... insistiendo en que había sido uno de nosotros el autor de la artimaña. Y así resulta que todos sospechábamos unos de otros sin saber en quién recaería al fin la culpa... De todo ello, sólo queda un discreto informe de los archivos de la comisaría de Policía de Istambul, en el cual se alude a la mixtificación cometida por monsieur Duval o por Apolonio el Grande... a consecuencia de la cual ha ido este último, por lo menos, a la cárcel. Es un misteno singular, ¿no les parece? Sonrió. Una semana más tarde Laurie le indicaba a Coghlan la última prueba que demostraba palpablemente que todo aquel asunto no había sido más que humo de pajas... un contrasentido desde el principio hasta el fin: la cortadura que se había hecho en el dedo pulgar se había curado sin dejar cicatriz alguna...
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