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E S P E J I S M O
P A U L
B É R A L
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E S P E J I S M O
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EL ESPEJISMO
¡Nacer, vivir y morir en la misma casa! (Sainte-Beuve), Consolations, VIII. I El veranillo de San Martín está a punto de acabarse. El monte Redón se vela ya a la puesta del sol de bandas de bruma que le envuelven en una atmósfera húmeda y pesada. Los campesinos, sorprendidos por él repentino crepúsculo, y, con paso sonoro, a través de la roca dura, se vuelven a su aldea. Y ora vengan de Aigues Vives, ora de Borie, esos hombres, de alma poco abierta de ordinario a las bellezas de la Naturaleza, tienen ante la vista, mientras caminan, el más pintoresco y armonioso panorama que se puede imaginar. Por cualquier 3
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parte que extiendan sus miradas, ven la llanura, esa tierra de promisión de la gente de la montaña; la llanura, con la línea vaporosa de su horizonte, que hace ver muy próximo el infinito del mar; la llanura, con sus ondulaciones de colinas y de laderas, donde brillan, como minúsculos puntos claros en la bruma, las agrupaciones de casas de las aldeas, y donde se retuercen a veces, como nubes de un cielo inferior, los penachos de humo que, en el aire tranquilo y frío, parecen el aliento de algún gigante en marcha hacia no se sabe qué conquista. Casi en el límite del horizonte, en un montículo que domina al Bitterois, la catedral de Saint-Nazaire eleva orgullosa su maciza torre por encima del Orb, perezoso entre sus laderas de verdor. A sus pies y pegada a las vertientes abruptas de una montaña que la abriga de los vientos helados del Norte, Cabrerolles ordena sus pobres habitaciones de tierra y tejas manchadas de húmedo musgo y vive al lado de su flaco y tortuoso arroyo, el Taurou, en el aislamiento huraño de sus rocas y en la paz de su vida laboriosa. Las ruinas de un castillo, que se apoyan en una cresta cercana, despiertan allí el recuerdo de un pasado gloriosamente dormido; y la capilla, de la que 4
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no queda más que, la torre derrumbada de un campanario, la bóveda romana del coro y los arcos truncados de la nave, parece, conmoverse aún con los rezos y los cánticos de otro tiempo, cuando pasa el viento entre las hojas de las verdes encinas brotadas en las losas del santuario abandonado. La hiedra silvestre tapiza los muros que quedan en pie y retiene con sus raíces las piedras mal sujetas, mientras que, adherida a las ventanas abiertas a todos los vientos, la, clemátide -vidriera de verdor y de flores,- tamiza místicamente en el buen tiempo la crudeza de la luz. Un escarpado sendero pasa por la base de esas ruinas y costea un precipicio en cuyas orillas sa agarran desesperadamente las matas de tomillo, los espinos y las encinas. Por aquel sendero de, las ruinas caminaba pesadamente, Domingo Combals, cuando volvía de su campo del Rasclet, un minúsculo rincón cuyas tapias desportilladas acababa de reponer. Alto y delgado, Ojos azules vivos y claros y la cara siempre recién afeitada, pero tostada y curtida por el sol, Domingo caminaba con la azada al hombro, el sombrero de alas torcidas bien encasquetado sobre el blanco y recio cabello, la camisa abierta y la 5
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chaqueta desabrochada por el pecho, despreciando el agrio viento y la húmeda niebla que bajaba de las montañas. Absorto en sas pensamientos, no se fijaba ni en la sublimidad del espectáculo que se ofrecía a sus ojos ni en la severa poesía que el último rayo de sol imprimía en lo alto de las ruinas. Caminaba con la vista baja y las piernas arqueadas por las rocas escurridizas y repasaba en la rnemoria las fases de la discusión que había tenido aquella rnisma mañana con Natalia, su mujer. A pesar de todo el esfuerzo de su voluntad, no podía impedir que una dura arruga se imprimiese profundamente en su frente, al recordar las palabras secas de Natalia, diciéndole al oído la letanía de sus fútiles motivos de queja. Y los incidentes de esa querella, los mil detalles insignificantes de los gestos y del metal de voz, le mortificaban el corazón y le hacían daño en lo que había para él más querido y más sagrado. Así pensando, Domingo Combals llegó a su casa más cansado que de costumbre, y él, que no tenía siempre más que una prisa, la de descansar, terminado el día, al lado de la humeante chimenea, viendo ir y venir a su compañera, anduvo dando vueltas por las cuadras, arregló mil cosas, sin motivo apa6
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rente, y se ocupó en examinar objetos fuera de uso, a los que en otra ocasión no hubiera dedicado una mirada. Hacía un momento, mientras tenía en la mano una reja de arado, mohosa é inútil, se le había oído murmurar como respondiendo al pensamiento que, le atormentaba : -No, Natalla se engaña... Pedro no tiene repugnancia a la tierra... Pedro no abandonará los campos por la ciudad. Y tranquilizado por esa afirmación personal, subrayada por un movimiento voluntarioso de la cabeza, Domingo arrojó la reja, salió de la cuadra y entró en la cocina con un farol en la mano, pues la noche había cerrado. -Buenas noches, Natalia, "y la compañía" -dijo cerrando, la puerta de la cocina. Era costumbre de Domingo Combals saludar al entrar en una casa al dueño ó dueña y a la compañía, aun ausente, y lo hacía de ordinario con expresión ancha y franca en la que había buen humor, bondad y gravedad ; tan sonoro, profundo y afectuoso era el timbre de su voz. Y aquello sentaba bien a su carácter. Como muchos campesinos, había conservado de la juventud una alegría sana y de buen género; que sesenta y cinco años de experiencia de la vida 7
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no habían hecho más que, templar con un poco de indulgencia sín reprimir sus impulsos ni su franqueza. Pero aquella noche la alegría no había podido sonar en su saludo, y algo triste y secretamente doloroso había debido de pasar por sus palabras, pues Natalia, ocupada debajo de la chimenea en atizar un fuego de leña de castaño, se volvió bruscamente, con el fuelle, en la mano, y le miró con sorpresa. Lentamente, en voz baja y hasta un poco bruscamente, Natalia respondió inclinándose de nuevo hacia el fuego, donde al lado de la ceniza caliente acababa de hervir el cotidiano cocido de patatas : -Buenas noches, Domingo. Combals dió un soplo al farol y se sentó a un lado sin decir nada. Con los codos apoyados en las rodillas y la barbilla en las palmas de, las manos, miraba alternativamente la llama que danzaba entre los leños del hogar y a su mujer,que iba y venía por la pieza llena de un sabroso olor de, féculas. El labrador estaba al mismo tiempo deseoso de hablar é indeciso. Natalia, indiferente, en apariencia al menos, paseaba por las anchas losas sus zuecos pesados, cuyo ruido era lo único que rompía la monotonía del silencio en la cocina apenas iluimnada por el 8
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resplandor del hogar. La mujer andaba de prisa levantando menudas partículas de hierba con el aire de la falda; y su espesa sombra se aplastaba en la pared, mientras que las puntas del pañuelo que le cubría la cabeza tropezaban, como dos alas de murciélago, en las vigas ennegrecidas del techo. Domingo, cuya cara estaba bañada por el resplandor, reflexionaba preocupado, y cuando Natalia, al pasar junto a él, le envolvía enteramente en su sómbra, no se distínguía de su cara más que dos puntos ardientes que miraban con fijeza. Veinte veces había abierto la boca, pero no se había decidido a hablar por temor de lo que tenía que decir, que podía provocar una nueva querella. Y, sin embargo, él no podía permanecer así, con una sospecha en la mente y un malestar en el alma. Por fin, levantando el busto, y recostándse en la silla, dijo con voz que quería ser firme, pero que temblaba un poco. -¿Y la abuela Rosa, dónde está? -En el establo -respondió Natalia. -¿Con Juana, entonces? -Si es que Juana está allí. Domingo comprendiló por éstas respuestas breves que su mujer le guardaba rencor por las palabras vivas que había pronunciado por la mañana, pero 9
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no quiso que subsistiese un motivo de discordia. Bueno, como la abuela cuyo nombre venerado acababa de pronunciar, indulgente como ella y sufriendo en lo más vivo de su corazón por la pena que hubiera podido causar a su alrededor, se levantó resueltamente, tomó con dulzura un brazo de Natalia y la miró sonriendo. -Es preciso, Natalia- dijo; que los muchachos no echen de ver esta noche que la discordia ha entrado en casa de los Combals. -¿Qué muchachos? -preguntó duramente Natalia. -Pedro y Juana. -Pedro, sí... En cuanto a Juana... -Y bien, Juana... -Juana no es mi hija. -Sin embargo, hace quince años que te llama madre... -No- afirmó resueltamente Natalia, -Juana no es mi hija, y bien sabes que lo es de... Domingo no la dejó acabar. Había visto el gesto de desprecio de su mujer, comprendido todo su pensamiento, y terminó él mismo la frase solemnemente: -...La hija adoptiva de Domingo y de Natalla Combals ante Dios y ante los hombres. 10
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-Sí, una deuda más que nos han dejado al morir su padre y su madre- dijo fríamente la Combals. -Una deuda del corazón, una deuda sagrada, Natalia, acuérdate. Domingo no pudo sospechar todo el odio que fermentaba en el corazón de su mujer, al oir esas palabras que dejaban adivinar tanta amargura concentrada. No ignoraba ciertamente que la Combals no era siempre tierna ni dulce para Juana, pero no podía creer que Natalia hubiese llegado ya a no quererla considerar en su corazón como su propia hija. ¿Qué había pasado? ¿Qué acusación tenía que hacer Natalia a Juana? ¿Qué sospecha se cernía sobre la frente de aquella joven? Domingo quería saberlo y, de repente, se irguió severo y con alguna solemnidad. Bien podía hacerlo, él, Combals, el hombre probo, y recto, sobre cuya conciencia no pesaba ni el grano de polvo de una palabra dicha ligeramente acerca de otro; Combals, el orgullo de Cabrerolles y a quien, a pesar de su edad más avanzada que los otros campesinos, todo el mundo llamaba el maestro Combals por la rectitud de su conducta, por la dignidad de su vida y por su fiel é invencible adhesión a la tierra de sus antepasados. 11
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-Natalia- dijo con voz lenta; hoy, por primera vez, pasa una nube entre nosotros. Hay que disipar esa nube. Tenemos que ver claro en nuestros pensamientos y en nuestras ideas... ¿Qué reproche tienes que hacer a Juana? Reflexiona y habla. Asombrada, al ver a su hombre dirigir hacia ella su cara enérgica, en la que brillaban dos ojos claros y francos como el sol; extrañada, al oir que su voz temblaba ligeramente; sorprendida y emocionada también, al ver a Domingo Combals erigido ante ella en juez, cuando nunca, le había visto a su lado más que como marido bondadoso y siempre condescendiente, Natalia perdió su aplomo y recurrió a una cobarde escapatoria : -Y bien, Domingo, no hablemos más de Juana, puesto que te disgusta. -Al contrario, hay que hablar de ella- respondió Combals con cierta rudeza. -Te digo, Dorningo, que más vale callarse repitió obstinadamente la Combals. Tozuda y astuta, Natalia no quería hablar más, y nada del mundo hubiera podido determinarla a ello, al menos en el presente. Pero conservaba en el fondo de sí misma una vaga esperanza de desquite, cuando hubiera llegado su hora. Campesina a quien 12
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el contacto de Do- mingo, más inteligente que ella, no había podido afinar, cerraba los ojos a todo resplandor de razón y los oídos a toda palabra de cordura, para vivir con su obstinación, aun al precio de una grave injusticia. Seguramente, no estaba aún cierta de, los hechos de que acusaba a Juana; pero no la quería ya, porque con ese instinto de los aldeanos, hecho tanto de astucia como de desconfianza, había adivinado en aquella joven una enemiga irreductible y más difícil de combatir porque era mujer como ella y como ella campesina. Juana tenía además su juventud, la frescura de su tez y el encanto de su sonrisa, y esto sólo era ya demasiado. Por esto la Combals se había sustraído astutamente a toda explicación con su marido. Como casi todos los campesinos, ignoraba el arte de decir valiente, recta y claramente su pensamiento. No daba nada a entender y todo lo dejaba adivinar. Y Domingo, más emocionado de lo que dejaba aparentar, tenía miedo de adivinar lo que había dentro de las palabras de Natalia. -Bueno- dijo,-no hablemos más de Juana, puesto que más vale no hablar... Pero, ¿y Pedro? ¿No ha vuelto aún del Peyral? 13
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-Pedro no puede tardar... a no ser que se detenga también en el establo -respondió Natalia sin interrumpir su tarea. Y mientras ponía en la mesa los platos y los vasos que debían servir para la cena, prosiguió, volviendo a Juana por medio de un rodeo: -El chico va allí todos los dias... -Hace bien en enterarse por si mismo de los cuidados que se tienen con los carneros. -¡Seguranlente que si se contase sólo con Juana!... -Natalia, más vale no hablar de, ella -dijo severamente Domingo. -No lo digo con mala intención. -No, pero parece que no la quieres bien. -¿No querer bien a semejante chiquilla?... ¿Por qué, Dios mío? Bastante daño se hace ella con sus muecas y sus aires de santita... Porque yo veo claro en sus ojos... Pregúntaselo a la Tabouriech, Domingo. -¿A Zoe? -No, no, a la madre. -¿Y qué dice la Tabouriech?... -Dice sencillamente que, si Juana estuviese sirviendo en su casa, no la conservaría ni veinticuatro horas. 14
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-¿Por qué? -Porque Juana no le gusta. -Y por eso, sin duda, no te gusta a ti tampoco. ¡Vaya unas razones! ¿Pero que ha hecho esa pobre niña? ¿Ha dado la morriña al ganado? ¿Ha hecho mal de ojo a alguien? -Ha hecho lo que ha hecho; pero es seguro que no merece que nadie se interese por ella... ¿Pues no está pensando ahora en rescatar las tierras de su padre, unas tierras mal cuidadas y que siempre estuvieron más cargadas de hipotecas que de viñas? ¿Y con qué dinero, Domingo, con qué dinero?... No será con los cinco francos al mes que se le dan aquí, y todavía por lástima... ¡Quiere rescatar los bienes de su padre la señorita Juana! ¡Ahí es nada! Natalia prorrumpió en una carcajada de odio, de amenazas, y sus dientes mellados aparecieron feroces entre los labios. Se había parado delante de Domingo y parecía desafiarle con las manos en las caderas. Pero Domingo, muy tranquilo, dijo sentenciosamente : -Natalia, Juana tiene razón en pensar rescatar los bienes de su padre... Eso es de un buen corazón y ya quisiera yo que Pedro tuviera como ella, el amor a 15
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sus campos y a su país, en lugar de pensar en otras cosas... En volverse a la ciudad, por ejemplo. -Si no pensase más que en eso, estaría muy tranquila por Pedro. -Pues yo no lo estaría. -Sí, pero Pedro tiene otras ideas en la cabeza... Piensa en otras cosas... -¿Qué cosas? -En cosas que no se ven, pero que se comprenden, sin embargo... ¡Ah! pobre hombre, tan listo, tan cuerdo y tan prudente cuando se trata de vender una cosecha ó de hacer prosperar una tierra, y tan ciego en lo que pasa dentro de tu casa... -Pero, en fin, ¿qué es lo que sucede? -Sucede que Pedro está hace algún tiempo como embrujado. Sucede que nuestro mozo, tan alegre, se ha vuelto triste, no tiene ánimos para el trabajo y apenas se atreve a comer. -Lo he notado como tú; pero, si Pedro pensase más en sus campos y en su trabajo... -No son esos pensarmentos los que le embrujan, Domingo. Un mozo como Pedro no languidece así por un día de cavar, aunque sea en el Peyral... Bien ha trabajado antes de ir al regimiento... Pero hay cosas que levantan de cascos y alteran el corazón más, 16
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seguramente, que la ciudad y que un campo que arar... -¿ Pero qué cosas, vuelvo a repetir ? -Habría que preguntáselo a Pedro... y también a la que... Domingo abrió sus grandes ojos asombrado,. -¡Acaso-dijo,-Pedro estará! ... Se abrió la puerta, y Gosa, la abuela, apoyada en su bastón, arrastrando las cansadas piernas y con la cabeza vacilante, entró y se dirigió a la chimenea. Aunque octogenaria, Rosa Reynal llevaba valientemente el peso de los años y no parecía tener gana alguna de abandonar sus derechos a la existencia. A pesar de la debilidad de sus piernas seguía activa y no se desdeñaba de ocuparse, en la medida de sus fuerzas, en algunos trabajos del interior de la casa cuando Natalia, su hija, iba al bosque a recoger la cosecha de castañas. En tiempo ordinario, sin embargo, se sentaba en invierno en una silla baja junto a la gran campana de la vasta chimenea de la cocina, y allí, con la punta de sus agujas, hacía media bastante ligeramente aún, a pesar de la deformación y del temblor continuo de sus dedos. En verano, y aun en los primeros días buenos de la primavera, salía al sol y seguía su trabajo de punto. Con la ca17
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beza, cubierta, según la costumbre del país, con un pañuelo de color anudado bajo la descarnada y oscilante barbilla, permanecía inmóvil y en una actitud de serenidad que le hacía parecer el genio de un antepasado contemplando con sus ojos medio cerrados las fértiles laderas y las negras masas de las encinas de la montaña. Un poco dura de oído su único achaque; no percibía siempre, claramente todas las palabras; pero su viva mirada suplía ese defecto y, de una ojeada, comprendía con frecuencia el sentido de la conversación. Rosa era buena e indulgente con los demás, y Domingo, su yerno, la veneraba y la rodeaba de un afectuoso respeto. Domingo Combals no ernprendía nada sin consultar a Rosa, y siempre se encontraba de acuerdo con ella. Natalia no era así, porque, poco inteligente, no había sabido ensanchar el horizonte de su pensamiento ni el de su corazón al contacto de Domingo y de Rosa. Y, sin embargo, soñaba con hacer de su hijo, más que un montañés, más que un campesino, un caballero. Ambicionaba para él una plaza de, empleado en una ciudad, pues para ella el más modesto dependiente de las grandes poblaciones estaba cien codos por encima de un campesino. Con esa inten18
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ción, había hecho ir a Pedro a la escuela desde, muy joven y le había obligado con toda su energía y con toda su autoridad áspera y ruda a dirigir sus esfuerzos hacia el fin que ella juzgaba más alto y más digno de un Combals. Por un despreciable cálculo, había, envilecido a los ojos de Pedro la condición de los labradores, le había exagerado la miseria de su vida y héchole tener lástima de la estrechez de sus aspiraciones. Cuando Pedro cumplió quince años, quiso enviarle al colegio de Beziers. Por fortuna, Domingo velaba y se opuso a su partida. "Pedro sabe leer, escribir y contar -dijo- "y esto basta para hacer fructificar los bienes" de los Combals. Lo que necesita la tierra son "brazos inteligentes y no ideas huecas de pedantes." Por un instante rugió la rebelión en el corazón de Natalia, pero con un gesto, con una palabra, Domingo redujo la cólera de su mujer: "Pedro se quedará en los campos; es mi voluntad." Desde aquel día, Pedro dejó la escuela, del pueblo y acompañó a su padre a las viñas para aprender a manejar hábilmente el azadón, a llevar con mano firme el timón del arado y a dirigir fuerte y rectamente la reja. 19
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A los dieciocho años estaba Pedro formado. ¿Podía ser de otra manera cuando su padre le daba tales ejemplos de energía, y de resistencia a las fatigas de todos los días? Cualquiera que fuese, en efecto, el tiempo que hiciese, se los veía a los dos marchar por los caminos pedregosos y dirigirse, a sus campos. Gracias a sus esfuerzos reunidos y juiciosos, las tierras se hacían fértiles y les daban centuplicado el precio de su trabajo y de sus sudores. Se hablaban poco por el camino, pero Domingo Combals, de alma elevada y abierta a todas las bellezas, a pesar de su exterior rudo de montañés, no perdía ni una ocasión de abrir la joven inteligencia de Pedro a todas las grandezas y a todas las no blezas del campo natal. La Naturaleza, esa primera madre de los campesinos, la daba, con sus mil aspectos siempre nuevos y siempre bellos, el tema ordinario de las cortas enseñanzas que transmitía a su hijo. Su palabra, de ordinario breve y sentenciosa, tomaba entonces amplitud y hasta se hacía lírica y un hombre instruido, que le hubiera escuchado, se hubiera sorprendido al observar aquella inteligencia natural, hecha de sentido práctico y de experiencia y que da al pensamiento una forma casi filosófica. 20
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Domingo Comba1s era en Cabrerolles el tipo viviente de la tradición y de la fidelidad al campo paterno. Los Combals se transmitían de generación en generación, hacía siglos, el patrimonio de tierras y de casas, como los corredores antiguos se transmitían la antorcha de mano, en mano. Nacido de una familia de hombres justos y probos, quería legar esa herencia de honor a su hijo Pedro. Domingo había formado con sus propias manos a aquel hijo, venido al mundo con retraso. Le había enseñado a bastarse a sí mismo en los trabajos de los campos que fortifican los músculos y templan la voluntad, y, cuando llegaba el momento, a descansar de las fatigas con el estudio, en la contemplación de la Naturaleza y en los placeres honestos permitidos a su edad y a u condición. Domingo había llevado a Pedro, muy joven aún, a las montañas, a los agrestes desfiladeros, a las escurridizas gargantas, y le había enseñado a escalar las pendientes abruptas sin dar malos pasos, a saltar grietas y precipicios a agarrarse a los arbolillos y a distinguir, entre ellos, los que resisten al esfuerzo, de los que se rompen en la mano, come, leña seca. Con los peligros que el cuerpo afronta y sabe superar, se viriliza el alma y adquiere costumbres de energía. Después de haber formado así a 21
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Pedro en lo físico, le había formado en lo moral. "Admira y ama, le decía con frecuencia, los paisajes que te ofrece la tierra natal; son bastante bellos para que no los busques mejores en otra parte. Estos deben bastarte." Esta era toda su enseñanza. Y Pedro se llenaba los ojos, el alma y la cabeza, de la agreste poesía, grande y sublime, que se desprendía del espectáculo. Hacia un punto del espacio, uno solo, no dirigía nunca Domingo sus miradas. Pero un día, queriendo completar la educación de, Pedro, fijó la vista en eso lado misterioso del horizonte, y dijo a su hijo, poniéndole una, mano en el hombro, mientras que con la otra le mostraba la extensión: "Allí está la llanura, donde se encuentran las ciudades acaparadoras de hombres y en cuyas ruidosas calles acecha siempre la tentación. Ve a ellas, cuando sea necesario, pero no vivas allí jamás. Piensa que reinan en ellas el desorden y el mal. Debes ser fiel ante todo a tu país natal." Pedro volvió aquel día a su casa muy emocionado por las palabras de su padre. Reflexionando sobre ellas, no podía menos de compararlas con las que su madre le había dicho unos años antes y le repetía aún misteriosamente al oído. "Allí, en la llanura, están el desorden y el mal", había dicho Do22
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mingo; "allí están la dicha y la salvación", le aseguraba Natalia. ¿Cuál de las dos voces decía la verdad? Al joven le impresionaba la primera y le atraía la segunda. De un carácter débil y tímido, que no le venía ciertamente de su padre ni de su madre, Pedro necesitaba el latigazo de una impresión personal para tomar una resolución firme y duradera. Unos años después, Pedro se fué al regimiento, y durante los tres años de permanencia en el cuartel, entregado, a ocupaciones que no le recordaban en nada los trabajos del campo, se fué ablandando progresivamente. Bajo influencias malsanas, perdió su fuerza y su energia primeras, su inteligencia se atrofió, como sus músculos y sus nervios, y pareció que de día en día iba perdiendo el fuerte perfume de la tierra que llevaba al entrar en la guarnición. Cuando llegó la hora de volver a Cabrerolles, si por una parte, se alegró de volver a ver el techo paterno, de encontrar las rudas caricias de su, madre, la cálida ternura de Rosa y las palabras fraternales de Juana, lo alarmó en seguida, el género de vida que tendría que hacer ya durante toda su existencia de hombre. La permanencia en la ciudad había, dado sus frutos perniciosos y dejado en él su huella. 23
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Ciertamente, la piel, de sus manos era ahora menos rugosa y más blanca; pero sus manos sabrían manejar peor el azadón y dirigir con menos firmeza el timón del arado. Su voz era más dulce, pero sabía mejor el arte de disimular el pensamiento. Su cuerpo tenía más agilidad y más gracia, pero sus músculos estaban blandos y sus nervios sin energía. Su iniaginación se había ensanchado, pero la llenaban por entero las malas imágenes y su corazón era menos confiado como su mirada menos pura y menos claro el fondo, de sus ojos. Había, visto, ciertamente, más hombres y más cosas; pero amaba menos, si no a los suyos, por lo menos a su país, a sus montañas y a sus campos. Domingo había echado pronto de ver el cambio que se había operado en el cuerpo y en el alma de su hijo, pero esperó que el aire de Cabrerolles restablecería pronto el equilibrio. Y dos días después de su llegada se le llevó a trabajar con él al Peyral, a una hora de marcha de la aldea. El azadón pesaba en el hombro de Pedro y las rocas del sendero estorbábanle al andar detrás de su padre, cuyas piernas, a pesar de la edad, se contraían musculosas y resistentes por las cuestas del camino. 24
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Domingo, divertido y burlón, seguía sus gestos y se volvía a veces para criticar su lentitud. E1 padre y el hijo llegaron al Peyral. ¡Ah! aquella tierra del Peyral que Domingo se obstinaba en trabajar contra la opinión de todo el mundo... Pedro la hubiera, dejado tal como estaba, con su espesura de arbustos espinosos, sus matas de espliego, sus montones de rocas, con su tristeza de matorral uniformemente verde y con su aislamiento en plena montaña. Cuando el joven se inclinó sobre la tierra pedregosa y dió unos golpes con el azadón, que arrancaran chispas de cada piedra, sintió que le mordía los riñones una irritación de fuego y un grito ahogado le agujereó la garganta. Terminado el día con mil trabajos, Pedro volvió a su casa arrastrando las piernas. Apenas entró en la cocina, se durmió rendido, con los codos sobre la mesa y sin tocar la cena. Después, despierto por su madre, tragó glotonamente unas cucharadas de sopa y se subió a su cuarto, donde cayó como una masa en la cama y durmió concienzudamente hasta el alba. Aquella noche, Natalia sufrió mucho en su corazón de madre y en su amor propio de paleta ambiciosa. A pesar de su opinión, a pesar de las cartas 25
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insidiosas que le había escrito, para que buscase un empleo en la ciudad, Pedro había vuelto é iba, acaso, a recobrar el amor a la vida de los campos. Había vuelto, y Domingo, con sus palabras y con su ejemplo, iba a infundir de nuevo en su sangre y en sus venas el espíritu de su raza. No, Pedro no se quedaría en Cabrerolles, y, a pesar de su hijo mismo, a pesar de Domingo, a pesar del mundo entero, Pedro sería dichoso fuera de una aldea perdida en las montañas. Ella sabría arreglarse para ello, y ya más de un plan se formaba en su mente para favorecer y secundar su empresa. Natalia estaba meditando el poner en ejecución uno de esos planes en el día en que se abre nuestro relato, y se hubiera guardado bien de dejar caer la conversación empezada con su marido y que ella había sabido colocar en un terreno tan favorable a sus proyectos. Domingo, por otra parte, se sentía alarmado, y a pesar de la presencia de Rosa, que se había sentado junto al fuego, y a causa de esa misma presencia, que parecía animarle, el labrador reunió todo su valor y, continuando su pensamiento, dijo en voz asombrada pero firme: ¿Es verdad, Natalia, que Pedro está enamorado? 26
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Eso se ve en sus ojos. Sólo tú en el pueblo no lo has notado. -Yo no me cuido de esas cosas. Bastante tengo con el cuidado de mis tierras y la venta de mis cosechas. -Yo también tengo ese cuidado, Domingo, y tengo además el de Pedro. -¡Bah! el muchacho está en la edad en que no tiene importancia un amorío. Si ama, déjale, amar... Así hemos sido nosotros dos. -Con la diferencia de que yo me llamaba Natalia Raynal, mientras que la joven a quien ama Pedro... -Y bien, esa joven... -Es una muchacha de nada, una embaucadora, que no quiere más que cambiar de nombre y llamarse Combals... -¿Zoe Tabouriech ?-murmuró Domingo. -¡Ah! esa puede entrar con la cabeza alta en cualquier familia. -No es eso lo que todo el mundo piensa -dijo con firmeza Combals. -Conozco, sin embargo, no pocas madres que la quisieran para sus mozos; la Frigoul, la Benecech, la Domergue... 27
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-Puestoque no se trata de Zoe, ¿ quién es la joven? -Ya te lo he dicho, Domingo, una muchacha de nada, una embaucadora. -Pero su nombre, su nombre -repitió desesperadarnente Combals. Natalia continuó sin oirle, esperando pesar sobre su hombre con toda su perfidia: -Sí, una hija de ladrón, de quebrado y de incendiario, una chiquilla que hubiera hecho mejor en no sobrevivir a la vergüenza de su familia o marcharse de la aldea... -¿Juana ?-exclamó Domingo,-¿Es a Juana a quien ama Pedro? En aquel grito de Combals había extrañeza y alegría. -Sí -repitió Natalia,-una que hubiera hecho bien en marcharse del pueblo, en vez de quedarse para embaucar a nuestro hijo... Ya sabía bien lo que hacía quedándose en casa de los Combals... Levantar de cascos a Pedro, casarse con él y con nuestro dinero y rescatar los bienes del ladrón de su padre. La voz de la Combals, de sorda que era al comienzo de la discusión, se había elevado in28
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sensiblemente y la cólera ponía en ella extrañas inflexiones. Rosa, la abuela, había seguido todos los juegos de fisonomía de su hija y comprendido que ocurría algo grave. Cuando el nombre de Juana, pronunciado en voz alta llegó a sus viejos oídos, se dió cuenta de todo y, mirando a Combals, hizo un gesto con la cabeza que era una aprobación y un consejo de que tuvíese energía. Domingo se volvió a sentar tranquilamente en su silla y dijo, acompañando cada palabra con un golpe de mano en la mesa: -Y bien, Natalia, suponiendo que lo que me dices sea verdad, hay que dejar a esos muchachos que se amen. No veo en ello mal alguno. -¿Dejarías, entonces, a Pedro casarse con Juana? -¿Por qué no? -¿Querrías dejar entrar en tu familia a la hija de un ladrón, de un incendiario?... Domingo dió en la mesa un puñetazo que hizo estremecerse los platos y los vasos, y dijo levantándose y con voz fuerte: -Juana no es responsable de eso. Me basta con que sea honrada y laboriosa y con que ame el país en que ha nacido y crecido. Lo demás no es nada. 29
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Y al ver que Natalia iba a responder y a enfadarse, la voz cascada de la abuela se elevó tranquila y digna en aquella atmósfera de tempestad : -Domingo tiene razón, Natalia -dijo la abuela lentamente.-Los hijos no son responsables de las faltas de sus padres, y Juana menos que nadie...
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II Cuando, después de decir estas palabras, Rosa se volvió a recostar en su silla baja y Combals fué a sentarse a la mesa, en la que humeaban dos fuentes de patatas y de castañas asadas, entró Juana en la cocina y su voz sonó, bajo las negras vigas, como una risa en la que había candor, franqueza y juventud. Estaba vestida con una falda corta de estameña gris, cuyos mil pliegues apretados engrosaban su talle y le hacían parecer más grueso de lo que era en realidad. Cuando andaba, el bajo de la falda golpeaba armoniosamente sus finos tobillos, y a pesar de los gordos zuecos con que estaba calzada, apenas si se oía el ruido de sus pasos en las losas de la pieza. Su cara era la de una morena a quien el sol y el aire habían empañado, un poco la pureza del cutis; pero 31
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era su nariz fina y aguileña y sus negros ojos eran tan dulces, a pesar de la viveza de la mirada, que parecían de terciopelo. No se veía de su cabello más que dos cocas negras, muy lisas, bajo el pañuelo blanco que se ponía en la cabeza, según la moda del país. Al entrar en la cocina, traía Juana entre las pobres manos, ennegrecidas, de campesina, los dos extremos del delantal azul, cuyo fondo venía lleno de flores y de frutas, al juzgar por el perfume penetrante que todo lo embalsamaba a su alrededor. Con gestos traviesos que sentaban bien a sus diecinueve años, Juana se acercó a Natalia y le dijo con una sonrisa de afectuosa alegría : -Esto he cogido para usted, madre Natalia, mientras pacía el rebaño no lejos de la granja Sicard... Son los últimos de la estación -añadió haciendo brillar la cosecha roja de los madroños, que rodaron por todas partes invadiendo los platos y los vasos. Domingo no se cansaba de contemplar alternativamente a Juana y los madroños; y mientras salía de sus labios un murmullo de admiración, estaba pensando en lo que iba a decir Natalia de tan afectuosa atención. Pero Natalia no parecía darse cuenta de la presencia de la joven. Con las cejas fruncidas, 32
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se fué con paso oblicuo a la puerta de entrada, y, desde el umbral, llamó a Pedro con voz dura y en la que temblaba aún un poco de cólera y de odio. Después volvió a la mesa, donde, bajo la luz viva de la lámpara y entro el humo de los platos, ponían los madroños una aureola radiante de sangre y oro, y dijo en tono regañón, plantando el cucharón en el espeso cocido: -Vamos, a la mesa. Las patatas se van a enfriar con todas estas simplezas. Juana no dijo nada, pero en la contracción de su cara se veía que las lágrimas estaban prontas a salir de los ojos. Estaba dernasiado acostumbrada, hacía algún tiempo, a los sofiones de la Gombals para quejarse ú ofenderse; pero no podía menos de echar de ver que su presencia en la casa se iba haciendo de día en día importuna y hasta odiosa a la madre de Pedro. Con frecuencia había pensado en huir de una casa en la que veía que estaba ya de más; pero el pensamiento de contristar a Rosa y a Domingo, cuyo cariño le era precioso, la había contenido. A Pedro le quería como a un hermano mayor, y no hubiera podido resolverse a separarse de él. -En esto entró Pedro, que parecía muy triste. En sus ojos, que eran azules como los de su padre, 33
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erraba una melancolía de fatiga ó de sueño, y sus manos, a las que afluía violentamente la sangre, pendián inertes a lo largo del cuerpo. Silencioso, se sentó ante su plato lleno; y con el codo izquierdo en las rodillas, inclinado y con la boca a la altura de la escudilla, mordió el pan moreno con un crujido de sólidos dientes y de fuertes mandíbulas. Juana estaba a su derecha y le miraba un poco inquieta por su tristeza, y por el silencio que, se obstinaba en guardar. Un momento después dijo sencillamente : -¿Vienes del Peyral, Pedro? -Sí -respondió el joven Combals entre, dos bocados, -y mañana vuelvo... a no ser -añadió después de reflexionar, -que el tiempo se meta en agua. -Sí -hizo observar Domingo, -las nieblas andaban esta tarde por el Redón, y cuando las nieblas andan por el monte, agua segura. -No lo sentiré- dijo Pedro; -ese campo del Peyral es el más difícil de labrar que tenemos. Por dos veces, al hundir un poco la azada, he estado a punto de romper el hierro en un fondo de roca... Tengo los brazos y las piernas hechos pedazos...
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Domingo miró a su hijo con ojos maliciosos, sonrió y, dándole, unos golpecitos en el hombro, le dijo : -¡Animo, Pedro! Unos cuantos días de trabajo en el Peyral, y tus músculos se habrán rehecho y se acabarán las ideas que estás rumiando. -Pero, padre, yo no estoy rumiando nada. -Sí, sí-explicó Domingo,-haces como los bueyes, que rumian entre los dientes y se figuran que están comiendo; tú rumias en el cerebro y te imaginas cosas que no existen. Eso es lo que te quebranta brazos y piernas. Otros tres o cuatro días del campo del Peyral y, te lo repíto, te reharás los músculos. Mira, mira los míos. Combals se remangó la camisa e hizo resaltar la musculatura de su curtido brazo, un poco seco, pero de buen contorno todavía. -En lo que hay que pensar es en los campos, en la tierra, en la sementera y no en otra cosa. Eso es lo que apacigua el espíritu y da al cuerpo vigor, energía y voluntad... A tu edad, Pedro, llevaba yo, sin flaquear, durante, un kilómetro, un saco, de trigo en cada brazo, y no se encontró un hombre que pudiera hacer otro tanto. 35
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El deseo de parecer tan fuerte como su padre hizo a Pedro levantarse de la silla. El joven se remangó también la camisa y, cerrando los puños con fuerza, levantó el antebrazo a la altura de los ojos. Debajo, de la piel, blanca aún, se hincharon las venas en una tensión nerviosa ; pero los músculos sobresalían apenas y se ablandaban a la presión de los dedos de Domingo. -Esos brazos parecen castañas cocidas- declaró Combals haciendo, una mueca. Y al decir estas palabras, cogió una castañade su plato y la aplastó desdeñosamente entre los dedos. .Natalia no decía palabra, dedicada a la contemplación de su Pedro, al que encontraba guapo, fuerte y bien plantado, y una sonrisa maternal pasó por su mirada, ya más dulce. Juana se reía, un poco burlona, y decía: -Con unos brazos corno los tuyos, Pedro, no se llevan dos sacos de trigo durante un kilómetro... Pero dentro de seis meses, de un año acaso, no digo que no puedas hacer lo mismo. Pedro se, sentó, un poco confuso con esta apreciación; pero lo que le hizo más daño fué la risa burlona de Juana. Y mientras la cena, se acababa en silencio, al joven Combals le pareció, como a todo 36
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buen campesino, que el no ser juzgado, fuerte y sólido era una deshonra, una mancha y se sintió humillado de haberlo oído de la boca de una joven, de la misma Juana. Sin saber por que, nunca le había parecido tan seductora aquella Juana, cuyas sonrisas y cuyas burlas acababan de hacerle, sufrir tan cruel y extrañamente. En efecto, un sentimiento confuso nacía en su corazón y ponía en él como una nueva alba. En un minuto acababa de abrirse a sus ojós un horizonte desconocido y ancho, ilumi nado de un modo radiante, por torrentes de luz ; y a través del sueño repentino que nacía en su frente, le pareció que una belleza nueva adornaba las tierras en que él sudaba penosamente y los rincones de la montaña que él labraba con tristeza y cansancio. Y ahora, apoyado en la mesa, Pedro se complacía en ver a la joven ir y venir ligera y ágil, seguía todos sus movimientos y admiraba un no sé qué de frescura agreste y de inconsciente inocencia que emanaba de ella y la envolvía como una aureola. Pedro, poseído por su ensueño, saboreó largo tiempo las fases, siempre diversas, en que se cernía soberanamente la cara de la joven. 37
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A todo esto, la abuela se había ido a su cuarto bacía mucho tiempo, y Pedro no había oído su paso arrastrado ni el ruido de su bastón en las lozas. Domingo se había levantado, y Pedro no había oído rechinar bajo sus pesados pasos los escalones de madera que conducían al primer piso. Tampoco, había visto a Juana abrir la puerta y dirigirse al establo, donde al lado de sus rebaños y bajo la segura guarda de Noiraud, tenía su pobre cama de pastora. Cuando salió de su ensueño, se encontró con una silueta que estaba delante de él, rígida y con una contracción en los labios, y conoció a su madre, Natalia Combals. Antes de que el joven pensase en levantarse, la Combals le puso una mano en el hombro y le dijo con calma : -¿En qué estás pensando? Pedro sintió como un choque en el corazón. Aquella voz de su madre no tenía ninguna de las dulces inflexiones de la voz de Juana y aquellos ojos, que relucían en la sombra como los de un gato, le produjeron una emoción penosa. -Pienso... pienso, madre, que no pienso en nada. -Sí, Pedro, estás pensando en algo, insistió la madre. 38
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En nada absolutamente -repitió Pedro con obstinación. -¿Por qué, entonces, después de cenar, te has quedado sin abrir la boca y con los ojos fijos? -Cuando los brazos y las piernas están cansados de trabajar en las rocas y las espinas, lo está también la lengua. -¡Pobre Pedro! Eso no hace más que empezar aquí para ti. -¿Y qué es "eso" ? -El trabajo y la miseria. -¡Ah! sí; eso era lo que me escribías cuando estaba en el regimiento. -Y lo que te repito ahora, porque es la verdad. -Ya ime iré haciendo, como dice mi padre. -Tu padre, creo que todo el mundo es como él. -La verdad es que ha trabajado mucho, que le hace todavía rudamente y que, está ágil y sólido... -Lo tiene en la sangre. -Y puede que lo haya puesto en la mía, ¿quién sabe, madre? -En ti no es lo mismo... En su tiempo no había las facilidades de hoy, los ferrocarriles, las escuelas, la instrucción... 39
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-En cuanto a eso, no hay miedo de que al padre le falte la lengua en la feria de Herepian ni de que se equivoque en un cero. -No se trata de eso. -Y hay que oirle cuando explica, sin tomar aliento, que las montañas son bellas y cuando cuenta tanto sobre esto, que parece que lo ha aprendido de memoria por el placer de recitarlo. -Tu padre se apasiona cuando dice eso, y ya en su cabeza las cosas tal como las dice. -Lo que no impide que sea verdad... Y para trabajar una tierra no hay como, él. -Eso sí; Domingo es el primero de los primeros para la tierra... ¡Pero cuántos sudores y cuántos trabajos para reunir con qué ponerte en la escuela y darte instrucción!... -Eso, no digo que no. La Combals había escogido, para pesar más, seguramente, sobre Pedro, aquella hora tranquila y sombría en que los nervios se sublevan en nosotros bajo la influencia de las tinieblas y en que las impresiones se multiplican y se aumentan. Pero el joven parecía poco dispuesto a sufrir el ascendiente de su madre al salir del sorprendente ensueño de novedad 40
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y de encanto que una simple palabra, una mirada de lástima de Juana, le había hecho subir a la cabeza. Y no queriendo continuar una conversación cuyo objeto creía adivinar, se levantó bruscamente, cogió el farol y dijo a su madre: -La Peyral me espera mañana. Me voy a la carna. -¿La Peyral ? Mañana, va a llover y no irás al campo. Además, el sol no se levanta temprano en esta estación... Quédate a hablar, Pedro. -Para decir siempre lo mismo... -Porque, es la verdad lo que te digo. -Mi padre no dice lo mismo. -El tiene sus ideas, que son las de un difunto padre, el que a su vez las tomó del suyo. -¿ Y qué tiene usted que reprochar a las ideas de mi padre? -No tengo que reprocharles nada. Son ideas suyas, y nada más. -Cada cual piensa a su modo... Pedro se calló. Después, columpiando el farol, como para marcar el ritmo de las palabras que iba a pronunciar, añadió fríamente : -Y aquí el que manda es mi padre. Natalia dió un salto. 41
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-¿Y tu madre, Pedro? ¿Y tu madre, que te ha echado al mundo, que te ha amamantado con su leche, que te ha mecido en su falda y que se ha sublevado contra tu padre para enviarte a la escuela, a fin de que aprendieses y ponerte por encima de tus camaradas haciendo de ti un caballero? -Eso sí; no digo que no. -Entonces... -Pero eso no impide que sea mi padre el que manda. -No eres ya un niño, Pedro, y debes saber lo que quieres. Yo lo sé muy bien... -¿Yqué es lo que yo quiero? -Quieres... Que estás harto de esta vida de miseria; que estás harto de trabajar día y noche con los terrones hasta los tobillos, al sol en el verano y con un frío agrio y mojado como el de hoy. Cuando se tiene una buena instrucción como la tuya y se sabe escribir en el papel tan buenas cosas, no se está en el campo manejando el azadón y se deja eso para los que no tienen bastante cabeza para retener lo que está escrito en los libros... Eso es lo que me decía no hace mucho tiempo Zoe, ya sabes, la hija de la Tabouriech, que es también inteligente e instruida. 42
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-¿Qué dice Zoe? -preguntó Pedro con curiosidad. -Dice que eres demasiado instruido para manejar el arado, podar las viñas y remover estiércol. -¿Y quién hará entonces prosperar nuestros bienes ? -¡Bah! tu padre, con los jornaleros, que son buenos trabajadores... Además, Pedro, no te ocupes de eso... Natalia se aproximó a su hijo y le atrajo hacia ella con dulzura. Y poniendo en sus palabras todo el esfuerzo de la ternura que tenía en reserva hacía mucho tiempo, añadió con voz temblorosa : -Porque tú, Pedro, no, estás hecho para la vida de campesino, sino para vivir en la ciudad. Escucha a tu madre que lo sabe bien; escúchala y no te arrepentirás... Las madres, Pedro, saben mejor que los padres lo que conviene a sus hijos, porque tienen más corazón y más lástima de sus trabajos y de sus sufrimientos... Tú has nacido para la ciudad, Pedro, tú has nacido para la ciudad. Asombrado de aquel entusiasmo, al que Natalia, poco pródiga de ternura con él, no le tenía acostumbrado; emocionado por aquel acento maternal en el que había tanta conmiseración; conmovido, a 43
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pesar suyo, por la parte verdad que había en las palabras pronunciadas, Pedro se quedó con la cabeza baja y aturdida, ritmando con el balanceo del farol la indecisión de su voluntad. Pero, de repente, Pedro se sintió avergonzado de haber parecido ceder a las insinuaciones de su madre, que veía que eran malas y perniciosa,s, y se ruborizó violentamente. Recordando después la sonrisa de lástima de Juana, que le dictaba claramente la conducta que debía seguir, se separó de su madre y dijo con voz sorda: -No, madre, no he nacido para la ciudad, donde sería más desgraciado y estaría más triste que en nuestras montañas. -¿Cómo puedes decir eso, Pedro? -Sí, madre, algo me dice que allí no sería dichoso. -Pues a mí algo me dice lo contrario... Piensa que en lugar de vivir aquí como un topo, tendrías una oficina como otros jóvenes instruídos como tú, que trabajan suavemente, sin cuidarse del tiempo que va a hacer y siempre pagados quellueva o que nieve. Tener una pluma es menos penoso que tener el timón del arado, y menos envilecedor... Te lo repito, Pedro, serías un caballero y no habría nadie que di44
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jese que el hi- jo de la Combals no había hecho su camino. Al decir estas palabras, Natalia se había erguido y hecho pasar al timbre de su voz todo el orgullo que hinchaba su corazón. Parecía tan dichosa de antemano por la felicidad que evocaba, que su cara, se transfiguró a la pálida luz del farol. Conociendo la debilidad de su hijo, creía estar segura de la victoria, pero Pedro pensaba en Juana y se decía que jamás podría dejar Cabrerolles, porque tendría que separarse al mismo tiempo de aquella joven cuya presencia acababa de rodearle de tan ancha irradiación de dicha. En aquel instante ladró Noiraud desde el establo a algún campesino que pasaba, y al joven Combals le pareció que aquel ladrido era como una misteriosa llamada de Juana. Pero la Combals, no sabiendo qué pensar del largo silencio de su hijo, le tocó en el brazo y le dijo con el mismo cariño que al principio de la conversación : -¿En qué piensas otra vez, Pedro? El joven hizo un esfuerzo para responder; pero seguro de que su madre no comprendería el sentido de sus palabras si pronunciaba las que tenía en los labios, dijo en un tono bajo, en el que había más timidez que irresolución : 45
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-La noche es buena consejera, madre; pensaré en lo que me ha dicho usted. -¿Y no en otra cosa ? -preguntó Natalia con un guiño investigador. -Eso es difícil de decir -respondió Pedro sin haber comprendido la intención de su madre. -Yo te lo diría si quisieras. -Dígalo usted. -En Juana. Al oír ese nombre, brutalmente pronunciado, Pedro palideció, y como creía leer en la mirada, de su madre odio y desprecio, se sintió ofendido hasta en el fondo de su alma y respondió valientemente sin cuidarse de lo que Natalia pudiera pensar -Puede que sí, madre, en Juana. Aquella bravata de su hijo puso a la Combals fuera de sí, y no pudiendo disimular el despecho que sentía por aquella especie de confesión con tal firmeza formulada, hizo girar a su hijo de un empujón y le dijo enseñándole la escalera : -Eres un ingrato y un tonto, Pedro; vete a la cama. Acostumbrado a las repentinas severidades de su madre y a la aspereza de sus palabras, el joven Combals inclinó la cabeza y se fué a su cuarto sin 46
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hacer ruido. Por un resto de temerosa sumosión iba alumbrando a su madre, que subía detrás de él, y la oía murmurar distintamente entre dientes : -Bien lo había yo adivinado... Esa sarna de Ravinel quiere comernos la lana en la espalda. Pedro durmió mal aquella noche. Su mente estuvo atormentada por una doble obsesión que aumentó la fatiga producida en su cuerpo por un día de rudo trabajo. Veinte veces repasó en la memoria todas las palabras que Natalia le había dicho y otras tantas pensó con alegría infinita en el fermento de amor que la simple mirada de Juana había depositado en su corazón.
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III Cuando, por la mañana, el sol, contra toda previsión, salió radiante, no pareció que Cabrerolles, invariable en su tristeza, tuviese una sonrisa de bienvenida, para aquel hermoso día de fin de noviembre. La misma rigidez silenciosa se cernía en torno de sus casas, y si no se hubiera visto en el umbral a algunas aldeanas, hubiérase dicho que la aldea estaba habitada, por muertos. En el marco severo, pero de maravillosa belleza, en que Cabrerolles ocultaba la obscuridad de su existencia, unos campesinos honrados y probos como los Combals, trabajaban de la mañana a la noche sin quejarse jamás del destino y sin creer que en otra parte hubiera nadie más feliz que ellos. Allí también, en aquella atmósfera de trabajo y de paz vivía Juana, humilde y modesta, amante y dulce, con 48
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el encanto de su alegre juventud y la clara sonrisa de sus labios. Allí, en aquel país, era donde ella quería vivir y morir, fiel a la memoria de sus padres difuntos y fiel al voto que había hecho en el secreto de su corazón de rescatar y hacer prosperar el patrimonio en otro tiempo disperso en el capricho de las subastas. Confiada en el porvenir, unas veces guardaba las ovejas por las laderas de las montañas perfumadas por la salvia, el tomillo y el espliego, y otras se ocupaba en los trabajos del establo y de la casa de los Combals, donde su espíritu de orden y su ágil habilidad realizaban milagros todos los días. Juana había sido educada en la escuela de la desgracia, que hace madurar antes de tiempo. Desde que Domingo se las contó un día, al llegar a los quince años, le costaba trabajo, evitar las lágrimas que acudían a sus ojos siempre que pensaba en tales desdichas. Había sacado de ese recuerdo la fuerza y la energía que levantan a los más deprimidos, y desde muy niña se había acostumbrado a querer fuertemente y sin desfallecimientos lo que consideraba como justo, legítimo y santo. Vivía con este pensamiento: que una joven no vale nada si no tiene la estima y el respeto 49
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de todos y si no es digna ante Dios y ante, los hombres. Sabía arreglar con un gusto sorprendente la decente pobreza de su ropa, y los mozos de su aldea, y de otras, la seguían con miradas de admiración respetuosa. Pero Juana ignoraba el encanto que se desprendía de ella y no sabía nada de la emoción que podía turbar a los jóvenes de su edad. Si su cara se ruborizaba cuando un mozo de Cabrerolles se fijaba en ella con demasiada insistencia, no era por vanidad secreta ni por coquetería, sino por un sentimiento exquisito de pudor natural. Domingo, estaba tan orgulloso de Juana como lo hubiera estado de su propia hija; y su gozo era salir de misa al lado suyo y ver que los viejos sentados en el banco de piedra le saludaban al paso con una sonrisa. El sol, pues, salió claro aquel día, y Juana aprovechó las horas de dulce calor para sacar el rebaño. Pensativa y grave, como de costumbre, iba a la cabeza de sus ovejas por el sendero de las ruinas, en dirección de la Borie. En un recodo del sendero en que las rocas se levantaban en formas extrañas, se detuvo para vigilar el rebaño, regañó a las ovejas que se rezagaban para 50
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pacer en las orillas de las pendientes y estimuló el celo de Noiraud con unos chasquidos de la lengua. Cuando, al volverse, dirigió la vista de frente, vió en un claro la silueta de un hombre que recorría un campo recién labrado y, con amplio ademán, arrojaba al vuelo puñados de menudo grano. Y en el tumulto de su corazón, comprendió que aquel campesino era Pedro. Le extrañó el verle en ese lado de la montaña, habiendo dicho el día anterior que iría al Peyral; pero, pasada la primera emoción, continuó bravamente su camino, sin lograr, a pesar de sus esfuerzos, imponer silencio a la frase deliciosa que el amor murmuraba en ella en aquel momento. Andaba fija en el gesto augusto del hombre que confía, sin contar, los amarillos granos a la tierra venerable, jamás cansada de producir y siempre pronta a elaborar en el misterio de sus entrañas. Admiraba la apostura segura y sólida de Pedro en los pedregosos terrones y el aire de gravedad y de recogimiento que expresaba su cara, ya más curtida desde el mes de septiembre; y pensaba que aquel hombre sería un digno hijo de Combals si era siempre fiel al trabajo sagrado de la tierra. Al llegar al lindero del campo, Pedro se detuvo al ruido de los quejumbrosos balidos de las ovejas y a los ladridos de Noiraud, y le51
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vantó la cabeza. Y cuando Juana pasó por el campo, por la cara del joven, toda iluminada por el sol, vagó una sonrisa. Tambien ella trató de sonreir mientras Pedro, le decía con voz sonora : -Buen tiempo, ¿verdad, Juana, después de la tempestad de esta noche?... Dijo esto con aparente indiferencia, pero su corazón vibraba. -Esperando que la joven respondiese a sus palabras, se recostó en la rama de, una encina, que se doblaba con el peso de su brazo, produciendo un estremecimiento de hojas, y se quedó contemplando aquellas miradas profundas y dulces que parecían substraerse a la caricia de las suyas, aquella frente alta bajo las negras cocas de sus cabellos, aquel talle un poco grueso bajo el amontonamiento de pliegues de la falda y aquellos finos tobillos que salían del falso del vestido. Sentía el joven emanar tal paz y tal calma de la persona de Juana, que ni por un instante pasó por su mente una impresión que no fuera de dicha y de sereno gozo. Juana, sonriente Y con las mejillas ligeramente sonrosadas, le respondió con su voz un poco grave y cantante : -Lo he aprovechado para sacar el rebaño. 52
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-Hace buen sol, y calienta todavía como si no se acabase nunca el veranillo de San Martín. -Bastante tiempo tendremos de estar encerrados, cuando venga el invierno... El rebaño, como si hubiera llegado al prado, se dispersaba lentamente, paciendo el tomillo y el espliego de que el sendero estaba tapizado. Las hierbas crujían en los cortantes dientes y el olor especial de la lana caliente se mezclaba en el aire al aroma de las plantas holladas con las patas. A veces un carnero levantaba, la cabeza y lanzaba un quejumbroso balido, al que respondían otros. Pedro no había respondido a Juana, como si no tuviera nada que decirle o lo hubiese olvidado en la contemplación extática de la joven. Ella estaba acariciando los obscuros vellones de una oveja apoyada en su falda, y hundía los dedos en el espesor de la lana caliente y rugosa. Lentamente irguió el talle, un poco encorvado en la posición que había adoptado, é iba a marcharse, cuando Pedro salió de su silencio y de sus reflexiones para decir solamente con un dejo de pena : -¿Te vas ya, Juana? -Es preciso... El sol sigue andando y no espera a los que se detienen en el camino. 53
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-Peroel rebaño está bien ahí. ¿ Adónde le llevabas? -A la Encina Caída. -El sendero está malo por allí, Juana. La niebla de ayer le ha calado. -Debe de estar seco, con el viento de anoche. -Es verdad que ha habido un huracán en la montaña. Los dos jóvenes se quedaron de nuevo en silencio. Pedro, que se había propuesto ser atrevido, sentía la lengua pesada y como torpe entre los labios: Por fin dijo Juana : -¿ Cómo es, Pedro, que no has ido al Peyral, como dijiste ayer? Ante esta pregunta tan sencilla, Pedro se ruborizó y, con un gesto de cansancio y de repugnancia, expresó el fastidio que le había impedido ir al Peyral. -Está demasiado lejos-dijo en seguida. Y añadió, como si quisiera explicar su desaníimación : -¡Piedras, guijarros, suelos de roca, una maraña de hierbas que le cortan a uno el brazo a los cinco minutos de trabajo!... Sólo con pensar en ello, he 54
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estado, harto... Y me he venido aquí, más cerca, a sembrar un poco de pipirigallo. Es menos cansado... Al decir esto, el joven sacó de un saco que llevaba atado a la cintura un puñado de simiente y dijo tomándola a peso y enseñándosela a Juana: -Hermosa simiente, y de peso... - Sí, es buena -respondió distraídamente Juana que había leído el pensamiento del joven Combals. Pedro reanudó con esfuerzo el hilo de sus ideas y dijo dando un suspiro : -Sé que me vas a regañar; pero la verdad es que me acostumbro mal a la tarea de por aquí... Al decir esto, Pedro creyó ver en Juana la sonrisa de lástima que le había hecho sufrir el día antes, y añadió apresuradamente, como para borrarla de sus labios : -Eso pasa cuando uno vuelve del regimiento... ¡Y pensar que si me hubiera decidido hace tres meses, en lugar de trabajar a estas horas en un campo sin alma viviente para distraerme de estar solo, estaría en la ciudad, muy tranquilo, en una oficina, con mis compañeros, sin cui- darme del tiempo!... -¿Crees eso, Pedro? -Vaya si lo creo... Y algunas veces pienso en ello seriamente. 55
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-Sería una desgracia para todos nosotros dijo Juana con tristeza. -¡Una desgracia! No se muere uno por marcharse a la ciudad... -Es peor que morirse. -Quisiera saber por qué. -¿Y tu padre, tu madre y tu abuela, que no estarían ya a tu lado ? -Nos escribiríamos; las cartas van de prisa... -Para aconsejarte y cuidarte... -Eso es verdad, no digo que no. Aunque... ¿sabes, Juana? Prométeme no decir nada... Si yo hubiese escuchado a mi madre... -¿Qué?- preguntó ansiosamente la joven Ravinel. -Pues bien, a estas horas no tendría eternamente ante los Ojos las montañas, los campos y las viñas... Si hubiera querido quedarme, en Perpignan... mi madre hubiera ido a reunirse conmigo. -¡Oh! Pedro -dijo involuntariamente Juana con un gesto de reproche muy acentuado. ¿Hubieras hecho eso? -¿Por qué no?-respondió el joven Combals levantando la cabeza con una expresión que quería ser más enérgica de lo que era en realidad su pensamiento. 56
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-Pues hubieras hecho muy mal, Pedro. -Siempre dices lo mismo. -Te digo la verdad -respondió Juana. ¿Piensas que tu padre te hubiera dejado vivir en Perpignan con tu madre, y que se hubiera quedado solo con la pobre vieja que no puede ya trabajar ? -Eso sí, está ahí mi padre, que no quiere oír hablar de eso. Está arraigado en Cabrerolles como ese viejo castaño que hay allí, en el fondo del barranco... No puede más, por haber estado años y años en la tierra; se inclina al costado, pero no quiere caer y no hay viento que le arranque de sus raíces... -Y así debes ser tú también, Pedro, como buen hijo y buen campesino. Yo, que no soy más que una pobre muchacha, sin ningún vínculo con nadie, si no es con vosotros los Combals, no consentiría por todo el oro del mundo en marcharme a la ciudad. -¿Es verdad, Juana, que no dejarías Cabrerolles ? -Como te lo digo. -¿Jamás? -Jamás. Juana dijo esto en un tono tan vibrante y tan seguro, que Pedro la miró con cierta sorpresa. El joven Combals hubiera querido decir una frase que tenía en los labios para probar la sinceridad de la 57
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muchacha; pero no la dijo, porque no se atrevió todavía. Ciertamente, Pedro había mentido al decir a Juana que no había ido al Peyral porque estaba lejos. En cuanto se despertó aquella mañana, pensó que Juana llevaría seguramente el rebaño hacia la Encina Caída, y como en el camino había un campo que sembrar, se dijo, dominado aún por la emoción que le había producido la linda cara de la joven Ravinel: "Iré a sembrar ese campo, y si Juana va por ese lado, la veré." No se había engañado, pero en vez de contentarse con contemplarla y con beber en sus labios las sencillas palabras que dijese, por insignificantes que fueran, la había hablado y hecho nacer en sus tranquilas facciones una expresión de pena. Pedro estaba descontento de sí mismo. Yo quiso, pues, que Juana se marchase con el recuerdo de las palabras que había pronunciado; no quiso que se alejase con una sombra de tristeza en el fondo del alma. Se inclinó entonces sobre las hojas de la encina, y separando con la mano las ramas interpuestas, dijo dulcemente con una sonrisa que hacía resaltar sus dientes blancos: -¿Te he disgustado, Juana? 58
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-Sí, Pedro -respondió la joven, cuya cara se puso grave y un poco melancólica. Y miró francamente al joven Combals, que no pudo sostener su mirada y bajó la cabeza. Y al ver que esta vez Juana se decidía a seguir su camino, Pedro murmuró en tono humilde, en el que había ya sumisión: -¿Qué quieres? No lo puedo remediar; me aburro aquí. -Nadie se aburre cuando trabaja. -Es precisamente trabajar lo que me aburre. -¿Les pasa lo mismo a los otros jóvenes de Cabrerolles ? Pedro hizo un gesto de duda, y Juana completó su pensamiento. -Hablo de los que, son razonables y serios. ¿Y tu padre, se aburre también? -Mi padre tiene esto en la sangre, como dice mi madre. -Bien haya el que a los suyos se parece, como dice también tu abuela Rosa. El joven Combals no supo qué responder a este argumento irrefutable. Y mientras Juana, seguida por el rebaño, se alejaba lentamente, Pedro volvió a su campo y gritó : 59
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-No me guardas rencor, al menos, ¿eh, Juana ? Pero un ladrido de Noiraud y los balidos de las ovejas impidieron que llegase su voz hasta la joven Ravinel, que desapareció muy pronto detrás de unas rocas coronadas de árboles. El sol, alto ya en el cielo, doraba de dulce luz el paisaje, y el monte Redón, que le dominaba, parecía menos triste. Reinaba, en todas partes una tranquila paz y el alma se sentía serena en aquel silencio religioso. Pedro, invadido a pesar suyo por la penetrante serenidad de las cosas, se había detenido en medio de su campo, con la mano levantada y pronta a lanzar al viento las menudas simientes. El espectáculo de la Naturaleza le deslumbraba. Con el brazo pendiente y la mano llena de simiente de pipirigallo, miraba y admiraba, acaso por primera vez, la belleza del sitio y del horizonte y apercibía el oído como si hubiera percibido confusamente un maravilloso concierto. Y la sólida adhesión de su padre a aquel país, así como la fidelidad de Juana, a aquel Cabrerolles donde quería permanecer siempre, le parecieron de una hermosura, soberana, como exentos de toda idea de interés o de sórdido lucro. Su pensamiento y su alma se abrían suavemente al encanto que se desprendía de todas estas enseñanzas, y sen60
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tía el deseo de ser un hombre igual a Domingo Combals y tener un corazón como el de Juana. Las doce campanadas del mediodía que sonaban en el campanario de Cabrerolles, le sacaron de su ensimismamiento. Arrojó aún unos puñados de simiente, se puso la chaqueta, dirigió una mirada al sitio por donde había desaparecido Juana, y con el cuerpo y el corazón bien dispuestos, se encaminó apresuradamente a Cabrerolles y se entró en su casa. Esperábale sola la Combals para comer, pues los otros miembros de la familia estaban retenidos fuera. Preguntando habilmente a Pedro, la madre supo que, había visto a Juana llevar el ganado a la Encina Caída, y pensó en seguida que la volvería a ver cuando trajese los carneros al establo. La Combals temía esas conferencias que lejos de ella, se escapaban de su intervención, y trató de disuadirle de que fuera a rastrillar el campo, que acababa de sembrar. Pero le hizo mil objeciones sin encontrar una plausible. Pedro, pues, se marchaba cuando le detuvo por la chaqueta y le dijo : -A propósito, Pedro, ya me olvidaba... -¿ De qué, madre? -De decirte que esta noche vamos a pasar la velada en casa de la Tabouriech. 61
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-¿En casa de la Tabouriech ? - dijo Pedro un poco extrañado. -Sí, ha venido esta mañana a decirme si queríamos ir a jugar a las cartas juntos. -¿Y qué ha respondido usted? -Que irías con mucho gusto. Y se lo he prometido. A Pedro le contrarió la noticia y lo manifestó frunciendo las cejas y agitándose con la expresión de un hombre que hubiera preferido estarse en su casa en vez de ir a bostezar en la ajena. -Nohay que ser salvaje de ese modo... ¡La Tabouriech es tan amable con nosotros! Y Zoe es tan alegre, que no hay medio de estar triste a su lado, añadió Natalia interrogando con la mirada al mozo y con una sonrisa que mostraba todos sus dientes podridos prontos a morder. -¡Varnos allá! -dijo el joven con tal resignación, que su madre no insistió. Puesto que Pedro había consentido, lo esencial estaba hecho. Mientras el joven se dirigía a su campo, iba pensando en aquella visita inoportuna, cuya idea le molestaba a pesar de la resolución que había tomado en su fuero interno de estar en ella retraído. El mozo 62
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examinó la posibilidad de evitar lo que consideraba como un fastidio. Podía hablar de ello a Domingo, que veía con muy malos ojos la vecindad de las Tabouriech. El medio sería radical e infalible. ¿Pero qué iba a decir Natalia, que ocultaba con tanto cuidado a su marido sus relaciones con las Tabouriech? ¿Qué querellas iba a producir en la casa cuando Domingo dijese, como ya lo había dicho: "Cada cual en su casa; y si se va a la de alguien en Cabrerolles, que sea lo menos posible a la de esa familia." Y decía "esa familia" con tal expresión de desprecio y de repugnancia, que no podía haber duda de sus opiniones sobre ella. Natalia lo sabía mejor que nadie, y Pedro esperaba que la casualidad vendría en su ayuda. Momentos después, en pie sobre el rastrillo para darle peso en aquel terreno pedregoso, el joven Combals guiaba la mula de un extremo al otro del campo, restañando el látigo. Después volvía a empezar en sentido contrario el mismo trabajo. Y unas veces mirando al Norte, otras al Sur, y alternativamente de cara al Redón ó a la llanura, la silueta de Pedro se destacaba robusta, varonil, y estremeciéndose, a los choques del rastrillo contra las piedras. Pedro representaba así la imagen de su pensamiento 63
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y la de su alma, tan pronto, llevadas obstinadamente hacia las agrestes montañas del país natal como atraídas hacia el espejismo de las ciudades. A las cuatro, media hora antes de la caída de la tarde, viendo que la tarea estaba terminada sin que Juana hubiera parecido como él esperaba, Pedro tomó a paso lento el sendero de las ruinas, que le condujo a Cabrerolles. Apenas desembarazada de la pesada collera, la Gris estaba ya mordiendo el borde del pesebre, señalado por sus dientes en más de un sitio, y al resoplar ruidosamente hacía volar el polvo de alfalfa y los granos de avena que quedaban en el fondo del comedero. Pedro iba y venía llevando en alto, en la punta de una horquilla, un haz de alfalfa olorosa. La Gris, glotona, levantaba, la cabeza y trataba de robar algunas pajas del haz. -¡Hola! la Gris tiene prisa por comer esta tarde -dijo Pedro dejando caer en el pesebre el perfumado forraje. En este momento entró también Domingo precedido por la Grande, y viendo a Pedro con la horquilla en la mano, le dijo : -Puesto que estás ahí, da de comer a la Grande... Bien se lo ha ganado hoy. 64
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-También la Gris -respondió Pedro mientras desaparecía por un sobrado donde se amontonaban los cereales entre el olor del heno y el polvo que hacía volar la horquilla. Cuando el joven volvió, inclinado por el peso, Domingo siguió diciendo: -¿Has sembrado el campo del sendero de las ruinas ? -Sí, padre, y lo he rastrillado... Estaba acabando cuando se ha puesto el sol. -¡Bien trabajado, Pedro! En los ojos del Joven Combals apareció un relámpago de orgullo. En aquel momento estuvo contento de sí mismo y satisfecho de su labor. Y, ambos silenciosos, el padre y el hijo se pusieron a arreglar en los rincones los aperos y los objetos esparcidos, para que al día siguiente, que era domingo, no quedase nada en el suelo de tierra apisonada, de la cuadra. Era la coquetería de Combals aquel cuidado de la limpieza y del orden, que, según él, sentaba tan bien a los animales como a las personas. El uno delante, del otro, padre e hijo salieron de la cuadra y atravesaron el corto espacio de aire libre, 65
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que la separaba de la casa. Al pasar por el establo, vieron una luz, y Combals dijo: -¿Vamos a echar una ojeada al ganado? Apretados los unos con los otros, los carneros balaban a quién podía más, y producían un ruido que partía el alma en aquella atmósfera cargada del fuerte perfume del boj fresco que Juana acababa de repartir por el suelo y del olor irritante del churre, que desprende la lana del ganado. Cuando Domingo acabó su rápida inspección, volvió a la puerta del establo, y dió una palmadita en la cara a la joven Ravinel, que estaba a su lado. -Estoy contento, de ti Juana -le dijo. Combals estaba satisfecho de sus dos hijos y expresaba su contento con frase breves, según su costumbre. Después salió del establo, mientras Pedro, como al descuido, fijaba los ojos en el fondo de los de la joven y sentía una palpitación deliciosa en el corazón. -Mañana tendremos un buen domingo -dijo al salir Combals, mirando el cielo obscuro en el que se destacaban los blancos resplandores de unas cuantas estrellas. En seguida, subió tres escalones de roca dura mal sujetos y entró en la cocina, mientras que, a pocos pasos, en el rayo de luz que proyectaba 66
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la lámpara por la puerta abierta, Pedro, con la mano en el hombro de Juana, la empujaba con tímida y púdica ternura y contemplaba el perfil puro de su cara, cortado por la línea blanca del pañuelo anudado bajo la barbilla.
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IV Cuando después de cenar, Domingo subió a acostarse y Pedro salió con su madre, Juana comprendió por una secreta intuición que el joven Combals iba a casa de la Tabouriech. Y el corazón se le oprimió tristemente en el pecho. Concibió una sospecha sobre el objeto de aquella visita y nacieron en ella los celos, unos celos sin amargura ni irritación, que nacían exclusivamente de la compasión y la piedad por su humilde amor de pastora. A ese sentimiento natural, en el que había tanta nobleza, se unió otro que la hizo sufrir y llorar con tristeza mucho mayor. Conocía a la Tabouriech y mejor aún a su hija, y sabía todo el ascendiente que las dos mujeres podían ejercer sobre Pedro, la una por ambición, la otra por coquetería, y ambas por un deseo desenfrenado de especulación. ¿Cómo iba a resistir 68
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Pedro a todas las ardientes lagoterías que habrían de prodigarle? ¿Cómo iba a salir libre de la red en que querían aprisionarle por hábiles y pérfidas combinaciones? Juana concibió un miedo enloquecedor por la suerte reservada al joven; le vió ceder a las apremiantes instigaciones de su madre, enamorarse de los sutiles y perversos encantos de Zoe, casarse con esa joven, y, libre al fin de dirigir su vida, abandonar Cabrerolles, los campos y el patrimonio reunido con tanto trabajo por su abuelo y por su padre. Vió al mismo tiempo a Pedro perdido para ella, y esos dos temores se fundían y se amalgamaban tan bien en su pensarniento, que ni ella misma pudo discernir cuál de los dos le hacía sufrir más cruelmente. Cuando se vió sola en la cocina, sentada a la mesa, al lado de la lámpara cuya luz vacilaba a través del tubo, experimentó tal sensación de vacío y de aislamiento que todo su amor afluyó al cerebro y le dio como un vértigo. A pesar suyo, dejó caer la cabeza en el brazo, apoyado en la mesa, y rompió a llorar. Así, por las lágrimas, era como se resolvían en ella todas las crisis del corazón. No sospechaba que alguien la estaba mirando, inmóvil con esa mirada multiplicada de los viejos, que parecen mirar más allá de las cosas. La anciana Rosa palpaba el bastón que había 69
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dejado a su lado, lo que era señal de que iba a hablar. Y, en seguida, llamó con voz un poco temblorosa y sorda : -¡Juana! Al oir aquella voz que parecía venir de ultratumba, en la semiclaridad de la lámpara, la joven Ravinel se estremeció; pero pronto comprendió, en la dulzura de la inflexión, que era Rosa la que la llamaba. -¡Abuela !-respondió levantándose yendo hacia ella. -Juana, hija mia; ¿Por qué lloras? -No lloro, abuela- respondió la joven ruborizándose. -Sí, sí -dijo Rosa cerrando suavemente los ojos y moviendo la cabeza. -Es verdad -confesó Juana. Después, al sentir que la abuela le había cogido el brazo y se lo oprimía con una suave presión de sus dedos huesudos, creyó comprender una muda interrogación y añadió bajando la cabeza: -Estaba pensando en cosas tristes. -¿ Se Puede pensar en cosas tristes a tu edad? Mírame a mí, tan vieja, y siempre estoy riendo a pesar de mis ochenta y dos años. 70
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Rosa no reía, Pero, las arrugas de su cara estaban iluminadas por una sonrisa de bondad invenciblemente atrayente. Veíase también en ella la indulgencia que le resultaba de la edad así como de su naturaleza y de su temperamento. Era aquella sonrisa irresistible para inspirar confianza y no había más remedio que sonreir con ella olvidando, tristezas y penas. Al mismo tiernpo daban ganas de mostrar el alma desnuda ante la amenidad y la franqueza de aquella viva mirada azul, y de decir a la buena anciana todas las amarguras que llenaban el corazón. -Vamos, Juana, cuéntame lo que te hace, llorar -le dijo Rosa acercándola a ella...-Sé de antemano lo que me vas a decir... -¿Lo sabe usted, abuela ?-preguntó Juana levantando los ojos. -Lo adivino, hija mía... A mi edad se adivina todo. ¡Ha visto una tanto!... Aquí donde me ves, he estado como tú, hace mucho tiempo. También he estado triste... Al decir esto, parecía sumida en una visión lejana, y su mirada estaba fija en un rincón iluminado de la pieza, como si en aquella luz surgiese el pasa71
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do, mejor ante sus ojos. La voz de Juana la sacó de sus reflexiones. -Es posible, abuela, que su tristeza de usted no fuese igual a la mía. -Sí lo era, hija mía, si tu tristeza proviene de una pena del corazón. Todas esas penas se parecen. Movida por un impulso más fuerte que su voluntad y que su energía reunidas, Juana se echó en los brazos de la abuela y, ocultando la cara, dijo en el tono de una niña que quiere ser consolada, -¡Ah! si supiera usted, abuela, si supiera... -Lo sé todo, chiquita. Hace mucho tiempo que lo he leído en tus ojos, que no saben mentir. -¡Sufro de amar!... ¡Y sufro tanto!... -Siempre pasa así cuando se empieza... Aquí donde me ves... -Y tengo miedo -continuó Juana,- de sufrir siempre así... de llorar siempre... -Llega un momento, Juana, en que ya no se sufre amando... El día en que, mi hombre y yo nos casamos, acabé de estar triste y de atormentarme. Verás cómo tú también... -Yo no soy más que una pobre huérfana, una pastora, como dice Natalia, y tengo miedo... Eso es lo que me hace llorar y otras cosas ade- más... 72
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-¿Huérfana? Eres de la familia de los Cornbals. -Por eso mismo. -¿Y quién no te amará, Juana, y no te querrá por esposa? Nómbramelo. -¡Ah! si usted supiera, abuela, si usted supiera...-dijo por segunda vez Juana, como si temiera pronunciar el nombre que tenía en los labios, zumbaba deliciosamente en sus oídos y llenaba su corazón como el ser a quien designaba. Y Rosa, que conocía ese nombre que la joven no se atrevía a pronunciar, parecía complacerse malignamente en arrancárselo de los labios. -Lo sabré -respondió,- cuando me hayas dicho el nombre de tu galán. -Si estuviera segura de que me ama como yo a él... -¿Qué sabes tú? Pero Rosa, tuvo lástima de Juana, que seguía colgada de su cuello y dispuesta a besarla con entusiasmo cuando saliera de su boca la confesión. Cogió la cabeza de la joven y le dijo al oído: -Voy a decirte una cosa, Juana... Y dulcemente, en aquella pieza de una obscuridad propicia a las confidencias de amor, Rosa dijo con lentitud : 73
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-Puedes amar a Pedro, Juana; la abuela Rosa te ayudará... -¡Oh! abuela, abuela -exclamó Juana sorprendida y encantada.¿Quién se lo ha dicho a usted? ¿Pedro acaso?... -No, no, chiquita-respondió Rosa; -ya te diré eso más adelante. Juana, entonces, besó ardientemente las arrugadas mejillas de la abuela, feliz al saber que había penetrado su secreto. Su corazón se sintió aliviado de la tristeza de los días pasados y le pareció que todo su amor, al despertarse con más fuerza, le daba, una dulzura y una alegría, incomparables. En adelante, podía amar a Pedro, puesto que Rosa la animaba, y este pensamiento hizo que se pusiera radiante aquella cara en la que se veían aún huellas de llanto. Rosa y la joven Ravinel no se hablaron más; pero se agitaban confusamente en sus cabezas los mismos pensamientos, y esto unía estrechamente su mente y su voluntad a pesar del silencio que reinaba. Las dos pensaban en Pedro, el cual, aunque ausente, llenaba aquella sombría pieza con su recuerdo latente. 74
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Pero no se limitaban a este recuerdo. Las dos mujeres veían también al joven Combals roído por el deseo de volver a la ciudad y perseguido por los insidiosos consejos de su madre. Una cara radiante de juventud y de frescura, vagaba alrededor de la abuela y de la joven; una cara cuyos ojos parecían atraer con todo su fluido magnético los de Pedro, y cuyos cabellos, rizados sobre la frente y en las sienes, repartían un perfume violento é impúdico. Y aquella cara, la de Zoe Tabouricch, rompía en el corazón de Rosa y Juana el encanto que antes les producía el recuerdo de Pedro. En este momento, corno si su pensamiento común se hubiese unido más estrectamente, la anciana y la joven se miraron y Rosa murmuró con tristeza; -¿Pensabas en Zoe, hija mía? Y como si previese la respuesta de Juana, añadió con voz más firme: -No pienses en ella... Conozco a Pedro... -Bien quisiera, pero tengo miedo, a pesar de todo, de que esa muchacha le embruje y de que Pedro la ame. -No, no la amará si tú no quieres. 75
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-¡Si yo no quiero!-dijo Juana con expresión de duda. -No, no la amará, si tú no quieres. -Zoe no es una pastora, como yo, ni huérfana ni pobre... -Eso no importa nada, Juana; lo esencial es ser trabajadora, honrada y saber amar. -¡Ah! si no se tratase más que de esto... Pero Zoe sabe agradar a los mozos del país sabe apoderarse de ellos sin más que reir, que hablarlos, que mirarlos. -¿Y tú, Juana, no tienes ojos como ella? ¿No sabes hablar y reir tan bien como ella ? -Sí, abuela, pero yo hablo, río y miro de otro modo. -Más honradamente, Juana. -Zoe tiene bienes. -Y tú tienes tu trabajo. -¡ Si tampoco se tratase más que de eso!... -¿De qué se ha de tratar? -Se trata... se trata... -dijo Juana vacilando. -No, no, no puedo decir eso..: -¿Ni siquiera a la abuela Rosa?- dijo afectuosamente la buena anciana atrayendo a Juana y 76
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pasando su temblorosa mano por el pañuelo blanco que encerraba sus cabellos. -Es verdad, abuela, que estaría mal callar a usted algo, a usted que tanto quiere a su nietecita. -¡Pobre Juana! -murmuró Rosa. -Voy a decírselo a usted todo con la misma confianza con que se lo diría a mí madre... -Todo lo que me digas se quedará en mi cabeza, con otros secretos que hay en ella... -Sí, abuela, pero Pedro, ¿amará a su hermana adoptiva, una pastora, la hija de...? -Sí, sí, ya sé, no hables de eso -le interrumpió Rosa. -Yo, que soy pobre, me pregunto a veces si me es permitido amar a un joven como Pedro, que es rico. -Bien sabes, chiquita, que en casa de los Combals no se mira eso. -Usted no, ni Doninigo; pero... -¿Natalia ?-acabó Rosa. -No debiera decirlo; pero, no sé por qué, tengo miedo de Natalia. Cuando me acerco a ella, tiemblo como si me fuera a suceder una desgracia, con tan malos ojos me mira.
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-Sí, sí, hija mía... Natalla sabe bien que te vas a llevar a su Pedro... Mi padre era lo mismo cuando yo estaba para casarme... -¿Y si dijera a usted que Natalia quiere que Pedro se vaya de Cabrerolles y que se establezca en la ciudad? -Sé eso también; pero no sucederá... Domingo está ahí y tú también. Ama a Pedro, Juana, ámale, y se quedará aquí por tu causa. Porque, con la experiencia que tenemos los viejos, de las cosas de este mundo, comprendemos mejor la vida, que los jóvenes de hoy, que no sueñan más que con placeres y holgazanería y prefieren morirse de hambre en una ciudad a comer su pan trabajando honradamente la tierra y haciéndola prosperar. -Eso es verdad, abuela; pienso también como usted. -Domingo y yo comprendemos también que solamente vosotras, las muchachas honradas, podéis hacer que los mozos amen los campos y su país, como los amábamos en nuestro tiempo. ¿No somos dichosos aquí? ¿No lo es Domingo? ¿Hemos carecido de algo en casa? ¿Por qué Pedro no ha de hacer lo mismo? ¿Por qué sabe leer y escribir mejor que su padre? Yo, su abuela, que, estoy orgullosa de 78
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su saber, mejor quisiera verle tan ignorante como la Gris o la Grande, que verle dejar el país o mostrar repugnancia por el trabajo del campo... ¡Ah! las cosas irán mal para el campesino con esta instrucción que le hace ser aún más tonto que si no hubiera aprendido nada... ¿ Qué puede haber en esos libros que le ponen en la mano, en la escuela ? Nada bueno seguramente... -¿Qué hay en esos libros, abuela? -Sí, Juana, dímelo, tú que sabes leer. -Mentiras y blasfemias. -Ya lo sospechaba yo, por lo que me dicen Domingo y el señor cura. -Dicen esos libros que Dios no existe. -¡Que Dios no existe! ¿Y qué han inventado en su lugar? -El progreso. Dicen que el hombre debe procurar siempre el progreso. -¡El progreso! -repitió Rosa pensativa. Oye, Juana -añadió, -esa palabra no me dice nada de bueno. -Sí ; y que el campesino debe esforzarse por salir de su miseria, mejorar su condición y ser más dichoso con el menor trabajo posible. -¿Y en qué país se es dichoso sin trabajar y se come el pan sin haberlo ganado? 79
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-Dicen que en las ciudades es donde hay más facilidad para vivir. -¡En las ciudades!... Quisiera yo ver eso... No conozco más que Bedarieux y Beziers; pero cada vez que he ido, no por mi gusto, por supuesto, he estado deseando volver a mi Cabrerolles. -Soy de su opinión de usted, abuela. -Y bien, chiquita, si piensas como yo, hay que impedir a eze mozo que se vaya de aquí. Tú, que eres joven, lo lograrás mejor que nosotros los viejos, que chocheamos siempre, como dicen los chicos de hoy. -Eso dependerá también de Pedro -dijo tristemente Juana. -No, no y no, chiquita -afirmó Rosa dando un golpe en el suelo con el bastón. -Solamente de ti. -Pero si él no me ama... -Bastará que le ames tú. Pedro comprenderá eso. -Si fuese verdad lo que usted dice, abuela, qué feliz sería yo... -¿Tanto amas a nuestro mozo?... -Si el pudiera saber lo que yo lloré el día en que se marchó a Perpignan, sin saber por qué, sólo porque lo veía marcharse... No me atreví a creer que le amaba, porque temía equivocarme y porque en mi 80
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condición... Pero desde, que ha vuelto, conozco que no lo puedo remediar... Pienso siempre en él a pesar mío, y cuando está a mi lado soy tan dichosa, que creo que no podría vivir lejos de él. Le amo así, en secreto, y sufro porque siempro creo que está mal hecho, en mi condición... -¿Se puede, mandar al corazón, hija mía? Yo estuve corno tú con mi pobre hombre, y ya ves que acabó por comprenderme, puesto que nos casamos... Lo mismo será contigo. -¡Si Dios lo quisiera!... Juana se inclinó hacia Rosa y añadió con voz conmovida : -¡Es tan bueno, abuela, decir a alguien que nos comprende, todo lo que tenemos en el corazón! ¡Qué buena es usted, abuela, al escucharme estas cosas y al hacerme esperar que Pedro sabrá leer en mi alma el amor que siento por él! Ya no temo nada ni a nadie, ni al atractivo de la ciudad, ni a Natalia, ni a la misma Zoe, y creo que mi pena y mi tristeza van a acabar muy pronto. -Yo también lo creo -respondió la abuela, y espero que no me moriré sin veros casados a Pedro y a ti. -Dios la oiga a usted, abuela. 81
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-Siempre me ha oído en mi larga vida. -Pues bien, tengo confianza. -Así hay que ser siempre... Cuando tengas alguna gran pena, ven a hablar de ella a tu abuela Rosa para que te anime y te ayude. Sabes que te quiero como si fueras mi hija... La voz de la abuela era, al decir esto, tan grave y tan tierna al mismo tiempo, que Juana se quedó conmovida. Dió otro beso a Rosa, que se levantó penosamente de su silla baja, y con el alma serena y definitivamente reconquistada -así lo creía,- encendió un farol, dió unos pasos por la cocina, llena ahora de luz, y mientras Rosa subía a su cuarto, ella se fué al establo, donde, en un rincón, en su pobre cama, iba a encontrar el olvido de sus tristezas, el olvido de todo, durante unas horas.
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V Durante este tiempo, Pedro, olvidando sus propósitos y el recuerdo encantador que una hora antes había dejado en su corazón la cara de Juana, estaba escuchando las risas y la voz de Zoe, sentada a su lado, y dejándose arrastrar insensiblemente por las coqueterías y la gracia perversa de la joven... No lejos de Pedro y de Zoe, que estaban jugando a las cartas, la Combals y la Tabouriech se contaban, en una charla sin fin, los mil y un acontecimientos insignificantes de Cabrerolles y de los caseríos vecinos, desgarraban las reputaciones mejor fundadas y, entre calumnias y maledicencias, hacían propósitos para el porvenir de los dos jóvenes. En la mesa había una botella de vino blanco añejo, que la Tabouriech había desenterrado de la cueva en honor de sus visitantes. A la claridad de la 83
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lámpara, adornada de una burguesa pantalla roja, relucían los reflejos dorados del líquido, que danzaban en rayos prismáticos, dentro de los vasos medio llenos. ¡Qué diferencia entre la casa de los Tabouriech y la de los Combals! En ésta, modesta y minuciosamente limpia, se respiraba como una atmósfera de honradez y de lealtad. En aquélla, por el contrario, se exhibía un lujo falso y brutal en medio de la grosería y de la vulgaridad de los muebles. Cubría la mesa un tapete abigarrado de colores chillones y sucios, pero la lana de ese tapete estaba agujereada y la franja lamentablemente deshilachada. Sobre la cómoda alta y estropeada por los siglos, unos bronces de real y medio, comprados en un bazar de Beziers, representaban asuntos vulgares y ridículos, y el polvo, así cómo la impertinencia de las moscas, habían puesto en ellos, hacía años, una poco artística pátina. Las paredes blanqueadas se adornaban con estampas de fuertes coloridos, aburridas en la prisión de sus marcos desdorados; y aquí y allá se ostentaban menudos objetos llenos de pretensiones al lado de platos sucios y desportillados y de loza de cocina. Y todo esto, en un repugnante desorden, denotaba extrañas costumbres de pereza y de suciedad. 84
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Zoe y su madre, sin embargo, afectaban en sus trajes y en su aspecto un cuidado de calculada coquetería. Tenían siempre en la boca palabras escogidas y finas sonrisas, y andaban solemnemente con sus estrechas botitas abotonadas. Vagaba por sus caras cierta indiferencia y cierto desprecio, y creían ingenuamente que estas afectaciones las ponían muy por encima del común de los campesinos, siendo así que, por el contrario, eran causa de risa y chacota para los buenos y sencillos montañeses de Cabrerolles. Cuando Zoe cumplió los quince años, no pudo resolverse a llevar en la cabeza el tradicional pañuelo de las muchachas del lugar, y si no salía sin nada en la cabeza con la maraña desordenada de su abundante cabellera, se plantaba un sombrero de paja, de los llamados "a la marinera", cualquiera que fuese la estación, en aquél rudo clima. Y era el tal sombrero tan ridículo como los guantes en que se enfundaba las manos para ir a misa el domingo y como la sombrilla roja que exhibía para dar los veinticinco o treinta pasos que separaban su casa de la iglesia. Por lo demás, guapa muchacha de cutis brillante y fresco, la joven Zoe atraía las miradas por un no 85
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sé qué de atrevido en los ojos. Erguía orgullosamente la cabeza y el talle, aprisionado hasta estallar en estrecho corsé. Su modo de andar estaba lleno de coquetería y rebosaba vanidad. Era Zoe, el pavo real del pueblo, y todo en ella olía a estudio y a superchería... Había sido, como hija única, el ídolo de su padre, y su madre, había continuado, dedicándole un culto ciego. Al morir su marido, teniendo Zoe doce años, la Tabouriech no quiso que las finas y blancas manos de su hija se deformasen y se ennegreciesen en los trabajos del campo, y, bastante rica para hacerlo, confió a jornaleros el cuidado de abonar las tierras, de sembrarlas y de recoger las cosechas. Había además hecho edificar una casa espaciosa y cómoda, y en cuanto se acabó, entró por primera vez en Cabrerolles un plano. Zoe, pues, se quedó en su casa, desocupada y aprendiendo lenta y torpemente a bordar pañuelos y sábanas de grueso lienzo o a martillar trozos de escalas, fragmentos de bailes o canciones de café-concierto. Pero, poco a poco, el trabajo de los mercenarios fué siendo menos probo, las cosechas se fueron haciendo escasas y el dinero se marchó a través de las manos abiertas de la Tabouriech. 86
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Entonces fué cuando la campesina pensó en buscar para su hija un matrimonio serio y productivo. Hubo un momento en que la atrajo la ciudad y pensó seriamente en dejar Cabrerolles después de haber vendido sus bienes, que comprendían, además de las tierras de su propio patrimonio, la totalidad de la herencia de Juana Ravinel. Estaba a punto de ejecutar su proyecto, cuando Zoe y Natalia Combals le hablaron casi al mismo tiempo de Pedro con palabras encubiertas. Esperó, pues, y como la alianza con los Combals, que estaban provistos de buenas tierras, amén de los escudos sonantes de la reserva, no era para desagradarla, decidió aplazar la venta de sus campos y el viaje a la ciudad, resolución que se tomó cierta noche en que la madre y la hija se entregaron a cálculos rigurosos y matemáticos sobre la fortuna de los Combals. Desde aquel día, atendió más aún que antes a la belleza de la niña y no descuidó nada para hacerla seductora é irresistible. Las visitas de la Tabouriech a la Combals se hicieron más frecuentes, a las horas en que Domingo no estaba en casa; iniciáronse en las cabezas de las dos mujeres proyectos para el porvenir, y pronto contó toda la aldea con una boda próxima de Pedro y Zoe. En estos proyectos cada 87
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una de las dos madres tenía su fin oculto, pues mientras la Tabouriech vislumbraba la perspectiva de aumentar los bienes de Zoe con los de Pedro y abandonar en seguida Cabrerolles, la Combals esperaba arrancar a su hijo de la influencia de Juana y decidirle así irrevocablemente, a irse a vivir a la ciudad. Aquella noche estaban haciéndose relucir la una a la otra esos espejismos del porvenir, con la misma, astucia y los mismos rodeos de pensamiento. A veces interrumpían sus ensueños para contemplar cada una a su retoño y regocijarse con el lindo cuadro que formaban los dos jóvenes; ella, Zoe, rubia con ojos azules y una tez sonrosada, animada por el ardor de su risa, y él, Pedro, casi bermejo, alegrando con tímida sonrisa la rudeza de su curtida cara y muy cortado por las insinuaciones de la joven Tabouriech. Estaba Pedro como deslumbrado por la familiaridad de los gestos y de la actitud de la joven y se preguntaba si era a él a quien se dirigía todo aquello. Para ocupar las pesadas y torpes manos, colocadas encima de la mesa. Pedro cogía el vaso puesto delante de él, y se lo bebía de un trago. Después le daba vueltas entre los rugosos é hinchados dedos, sin 88
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atreverse a mirar mucho tiempo a Zoe, cuyos ojos ardientes le observaban, le fascinaban y le atraían. Pedro, sin darse cuenta, sufría el encanto embrujador que se desprendía de esas miradas. Malhumorado al principlo, como se había propuesto, breve en sus respuestas y con aspecto de tristeza y de fastidio, el Joven Combals fué respondiendo de un modo más amable a las zalamerías con que la joven le asaltaba. Sufrió en seguida el contagio de su risa sonora y sin reserva, y escuchó como aturdido sus palabras inconsideradas y libres. Encontraba en ella una gracia que no había hallado en ninguna otra joven, ni aun en Juana, gracia ligera, llena de expansión y de coquetería, en la que había al mismo tiempo reserva y una especie de pérfida malignidad. Tenía Zoe en toda su persona tales inflexiones y un modo de echar hacia atrás el cuello, que resultaba irresistible para el tímido Pedro. Y el joven sentía en su mejilla, insensible, sin embargo, al frío y al viento, un aliento tibio que le acariciaba y le llenaba la piel de estremecimientos. Nunca había experimentado tan deliciosas sensaciones como aquella noche, y de buena gana se hubiera dedicado a mirar a Zoe y a respirar su aliento, mezclado con el fuerte olor de los perfumes con que se había va89
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porizado el cabello antes de la llegada de Pedro. Pero Zoe no sabía estarse quieta, con su naturaleza petulante y ruidosamente activa, y propuso al joven una partida de cartas para entretener la velada. -No podemos estar siempre mirándonos y riéndonos -dijo a Pedro. -¿ Quieres jugar a la brisca ? -No tengo inconveniente- respondió el joven, dichoso con aquella distracción que iba a sustraerle, según él creía, a las miradas febriles de Zoe, aquellas miradas que sentía obstinadamente fijas en él y que alarmaban su natural timidez. Cuando Zoe se levantó vivamente para ir a buscar la baraja en un armario, Pedro se bebió un resto de vino blanco y miró a través del vaso la marcha estudiada y ágil de la muchacha, y al poner el vaso en la mesa y castañetear la lengua, no se supo si era aquello un elogio a la joven o al líquido dorado que acababa de saborear. Pensaba al mismo tiempo que no estaba descontento de la velada que pasaba en aquella casa en compañía de una joven tan amable y graciosa como Zoe. Pensaba también un poco en la reputación de la joven en la aldea a consecuencia de la libertad de sus modales, pero la nube que este recuerdo ponía en su pensamiento se disipaba por sí sola en cuanto 90
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Zoe hablaba o sonreía. "Además -pensaba Pedro,la juzgan así porque no la conocen." Trataba de engañarse a sí mismo y las disposiciones actuales de su ánimo le ayudaban eficazmente. Y a la luz de la lámpara, cuya llama chisporroteaba dulcemente, y al lado de los vasos de nuevo llenos, Pedro barajó mojándose de vez en cuando los callosos dedos, y Zoe arregló en montoncitos las habichuelas blancas y negras que servían de fichas. Contemplando el grupo de los dos jóvenes, Natalia se mostraba satisfecha de la especie de encanto en que Zoe tenía a su Pedro. Reconocía en esa joven bastantes cualidades físicas para halagar su vanidad maternal y bastantes bienes en tierras y en escudos sonantes para que la alianza con las Tabouriech no fuese de desdeñar. Y esta satisfacción era la que expresaba menos abiertamente de lo que ella pensaba, al decir a Virginia: - Tu hija y mi mozo harían una linda pareja. -Seguramente, si pudieran ponerse, de acuerdorespondió Virginia, con afectada indiferencia. Era la Tabouriech una repleta persona, de buen color y ojos turbios, con aspecto de perpetua satis91
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facción de sí misma, con su traje negro y reluciente, y su papalina blanca de tres filas de altos encañados. Estas papalinas eran una de sus coqueterías, y cada quince días, aunque hiciese mal tiempo, se la veía por los senderos, montada en su borriquillo de largo pelo, llevar a una planchadora de Autignac, las papalinas recién lavadas y traer otras, tiesas de almidón, envueltas en un pedazo de periódico. Le gustaba también apretarse el talle, lo que, dada su gordura, le daba al andar el aspecto de un ganso demasiado cebado y con las patas demasiado cortas. Este defecto resaltaba mas cuando Zoe, alta y delgada, iba, a su lado; y el contraste hacía que la madre resultase más enorme y grotesca. En cierto momento, Pedro anunció que tenía en sus cartas el rey de bastos y la sota de copas; y las dos madres se hicieron una seña de inteligencia mientras iluminaba sus facciones una sonrísa. -Que suceda lo que eso indica -exclamó Natalia.-¿Verdad, Zoe? -Eso depende de Pedro, señora Combals -respondió Zoe mirando fijamente a Pedro. El mozo, para no perder su aplomo, cogió valientemente el vaso y lo vació de un trago. No encontraba nada que responder a aquella alusión clara 92
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y directa; pero la casualidad le proporcionó la oportuna, distracción. -¡Otro triunfo! -dijo sacando una nueva carta. -He ganado. Y se puso a arreglar las judías en un canastillo y a barajar para jugar "La buena", mientras Virginia decía a su vez esta frase profética: -Afortunado en el juego... Pero Zoe intervino a tiempo para reparar la torpeza de su madre. -¿Quién piensa en eso, madre?-dijo. -No hay en ello ningún mal -observó Pedro conciliador. -Seguramente -añadió Virginia, -las palabras son las palabras, y eso no trae consecuencias... cuando dos se quieren bien. Zoe se ruborizó de placer y multiplicó sus risas. Después se inclinó sobre la mesa y miró a Pedro como para penetrar el sentido de los pensamientos que podía tener en la cabeza. En aquella postura sus ojos tomaron una expresión fascinadora, de tal modo que Pedro, por tímido que fuese, comprendió aquella provocación tan directa y dijo balbuciendo: -No me mires con esos ojos, Zoe; me das miedo… 93
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-¡Oh! el cobarde -exclamó en tono de burla la joven Tabouriech. -Tiembla ante mi mirada. -Esos ojos no han matado nunca a nadie, pobre Pedro -dijo Natalia con lástima y despecho. -Así lo creo -añadió Virginia; -eso no sería halagüeño para Pedro. Y además, Zoe es lo que es, pero al menos es franca y dice todo lo que piensa... Tanto peor para las que tienen algo que callar. -Yo prefiero esos caracteres -dijo Natalia -con ellos se sabe con quién se habla, mientras que con las otras, con las astutas, que arreglan sus negocios chiticallando... -Las hay que son así -dijo pérfidamente Zoe, que sabía adónde quería ir a parar Natalia. -¡Si las hay!... No habría que ir muy lejos para encontrar una... y eso es lo que Domingo no quiere comprender. -¿De modo que las cosas no van bien con Juana?-preguntó Virginia. -Hasta el punto -respondió Natalia, -de que si esto se continúa, tendrá que marcharse o me iré yo. No puede una ya ser dueña de su casa con esa chiquilla.
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-Por algo es hija de su padre, señora Combals; lo tiene en la sangre -insinuó de nuevo Zoe observando furtivamente la cara de Pedro. Pero Pedro permaneció impasible e impenetrable. Sin embargo, una mirada observadora hubiera echado de ver que su cara se contraía y se velaba con una tristeza venida del alma, y que sus facciones palidecían progresiva e imperceptiblemente en el curso de la conversación. Y Natalia continuó con acritud y con peor intención cada vez : -Sí, por algo es la hija de su padre... y de su madre, como ha dicho Zoe. Cuando pienso que los tales Ravinel iban a casa a mendigar el dinero, y que Domingo, el muy tonto, les daba buenos escudos... Cuando pienso en lo que decía Ravinel: "Yo le devolveré a usted esto con los intereses y el agradecimiento..." ¡Los intereses! ¡El agradecimiento! Jamás hemos visto ni lo uno ni lo otro... Pedro seguía callado y miraba a su madre con expresión febril. Parecía que en su mirada se iniciaba ya cierta rebelión, pero no se atrevía a sostener mucho tiempo la mirada de Natalia. Apoyado en la mesa y con la barbilla entre las manos, se pregunta95
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ba con ansiedad si lo que estaba oyendo era verdad o mentira. -Todo eso no es muy honrado -dijo Virginia cruzando los gruesos dedos sobre el abdomen y dando vueltas penosamente a los pulgares. -Se ha compadecido a Juana por quedarse huérfana -siguió diciendo la Combals, -pero se la compadecería menos si se supiera toda la astucia de esa chiquilla.Y al ver que nadie decía nada, añadió con más amargura: -¡Si las cosas se hicieran dos veces! ¡No sería yo la que cargase con semejante víbora"!... -¿Tan mala es esa Juana ? -dijo Zoe, como si quisiera excitar las confidencias de la Cornbals. -¿Que si es mala? Solamente yo puedo saberlo, que vivo todo el día con ella. Es una ingrata y una astuta, que piensa sencillamente en aprovechar que está en casa, bien comida, bien vestida y sostenida por Domingo y por la abuela Rosa, para arreglar sus negocios. Pedro sabe mucho sobre esto... Si él quisiera decirlo... -¿Es verdad, Pedro? -dijo habilidosamente Virginia, levantando hacia el joven su cara abotagada de sueño y cortando la frase con un sonoro bostezo. 96
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Pedro, indignado, iba a responder, pero una mirada de su madre detuvo el movimiento de cólera y de rebelión que iba a estallar. Y no se le ocurrió más que esta escapatoria de campesino: -¿Qué sé yo? No sé nada. -Pues Juana sabe muy bien lo que quiere, y eres perdido si te dejas engañar por esa mosquita muerta. Pedro sentía fijos en él los ojos curiosos de Zoe, y conocía que aquella joven que, durante toda la velada, había estado con él lo bastante provocadora para que esa provocación no le desagradase, le odiaría implacablemente, si tomaba la defensa de Juana o si pronunciaba una sola palabra en su favor. Y su carácter tímido y vacilante se manifestó de nuevo y le impidió seguir el impulso de su corazón. El encanto de Zoe había hablado a sus sentidos, y cuando los sentidos escuchan, el corazón está con frecuencla obligado a callarse. Una especie de embriaguez le subió al cerebro, puso un vértigo en sus ojos y le hizo olvidar a Juana. Mientras tanto Natalia continuaba con voz acerba: -¡Y todavía si las ovejas estuvieran bien cuidadas y el establo limpio!... Pero en eso está pensando la Ravinel... Tú me creerás, si quieres, Virginia, pero esa hija de nada, que se estaría muriendo de hambre 97
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en un rincón, si no se la hubiera recogido, ¿en qué dirás que piensa? Pues en rescatar los bienes de su padre, en vez de... Zoe dió un salto y dijo con gesto de rabioso desafío: -¡Los bienes de su padre!... Que venga a cogerlos... Daríamos los campos de balde antes que vendérselos a esa chica... ¿Verdad, madre? -De seguro... Bastante trabajo nos ha costado pagarnos con ellos el dinero prestado a Ravinel... Y después de un momento de silencio, Virginia añadió con voz aguda y rabiosa: -¡Vaya, vaya !... ¿Hase visto la intrigante? -Eso sí, lo que es como intrigante, se parece a su padre. Y sabe bien apoderarse de la gente, no tenga usted cuidado, con su airecito dulce y meloso y sus besos y sus lagoterías.. . Así se ha apoderado de Domingo y de Rosa, y así se apoderará de Pedro... Pedro hizo un gesto de blanda negación, que Natalia sorprendió de reojo. -Sí, hijo mío- añadió, -te conozco... Te cogerá... Pero ese día, si sucede, no tendré más hijo y tú habrás acaso matado a tu madre.
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En los ojos de la Combals había lágrimas, verdaderas lágrimas prontas a correr, y Pedro, conmovido por lo que acababa de oir, murmuró: -No diga usted tal cosa, madre; eso no sucederá. -Natalia, con sinceridad simulada, se levantó, cogió la cabeza de su hijo y dijo, hipócritamente tierna: -En cambio me harías tan feliz, Pedro, tan feliz, si quisieras seguir mis consejos y casarte con una buena muchacha, Zoe, por ejemplo, para venirte con nosotros a la ciudad... Piensa un poco, cuánto te convendría esa vida para trabajar menos... Sería tan fácil si te decidieras... Yo me encargo de todo... Dí solamente sí, Pedro, y verás que tranquilo te quedas... ¿No ves, hijo mío, que esa Ravinel se burla de ti y que no es a ti a quien quiere, sino tu dinero, tus viñas y tus campos? ¡No puedes figurarte qué orgullosa estaría de haber pescado un Combals!... Bien sabes, sin embargo, que acabará como sus pa- dres, porque lo tiene, en la sangre... Dí que sí, Pedro, dí que sí... Pedro vacilaba antes de responder. Por tímido que fuese su carácter, no le gustaba que se le hiciese violencia. Pero las fingidas lágrimas de su madre le partían el alma, sus sienes ardían y afluía a ellas la 99
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sangre. Iba a hablar, cuando Natalia se volvió a Zoe y dijo suplicante : -Díselo tú, Zoe; a ti te escuchará mejor que a mí. Y corno si todo hubiera estado concertado de antemano entre las tres mujeres para seducir a Pedro, las dos madres se fueron a una pieza contigua, le dejaron sin defensa en presencia de la joven y confiaron tácitamente a ésta el cuidado de pesar con toda la fuerza de su seducción sobre la voluntad del joven Combals. -Tu madre tiene razón, Pedro -dijo Zoe en cuanto se quedaron solos. Pero el joven, en cuanto su madre no estuvo delante, se sintió menos tímido, menos dominado, y no fué ya el mismo hombre. Miró a Zoe, como divertido por todo aquel manejo, cuyo fin y cuyos móviles adivinaba. Una nueva energía pareció encender en sus ojos una ardiente llama y puso en sus rudas facciones como un deseo de lucha... Dispuesto a todo, respondió a Zoe : -En primer lugar, no es seguro que mi madre tenga razón. -¿Crees que tu madre te engaña?
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-No, pero se engaña a sí misma... Hay algo de verdad en lo que dice, pero hay también algo que no lo es. -¿Qué ? -Por ejemplo, lo que dice de Juana... Ha tomado tirria a esa muchacha desde que he vuelto del regimiento; eso se vé. -Y acaso no hace mal... Conozco bien a esa Ravinel ... - ¿Y de qué tienes que acusarla, tú también ? -De que no es como las otras del país... De que es orgullosa y apenas mira a nadie, cuando se pasa a su lado... No hay, sin embargo, por qué echarlas de desdeñosa cuando se han tenido unos padres como los suyos... ¡Y si todavía no hubiera más que eso! ... -Sé muy bien todo lo que se puede decir de ella en el país; pero, yo no quiero creer nada, porque Juana es una joven honrada y trabajadora y, después, porque si fuese verdad todo lo que se dice, no la querrían como la quieren mi padre y mi abuela. -No es por eso por lo que tú la defiendes, Pedro. -¿Pues por qué? -¿Por qué? Bastante se ve, en tus ojos, como ha dicho tu madre. ¿Por qué? Porque te has dejado embrujar por esa chica, Pedro, y la amas... 101
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-Listo sería el que pudiera probarlo -dijo Pedro riendo. -Yo te lo probaré, si quieres -respondió Zoe con un gesto de desafío. Apoyó los dos codos en la mesa y volvió la cara hacia Pedro. Su fisonomía tomó una dura expresión y las alas de su nariz, un poco larga, se estremecieron de celos y de cólera. En esta postura esperó la respuesta de Pedro para decir todas las calumnias y perfidias que le venían a la boca. -Vamos a ver -dijo el joven, a cuya curiosidad un poco excitada se mezclaba, una vaga aprensión. -¿Qué os decíais los dos esta tarde en el campo del sendero de las ruinas? -¡En el campo del sendero de las ruinas! -dijo Pedro un poco cortado. -Sí, del sendero de las ruinas ... Os han visto estar allí mirándoos a los ojos... Os han oído también, y tú estabas sumiso como un cordero cuando ella te dijo: "Está muy mal lo que dices, Pedro." Bajaste la cabeza y no respondiste. Después, cuando la Ravinel se iba a marchar, la miraste, como si fueses a llorar de pena y le preguntaste: "¿Te vas ya, Juana?"... ¿ Acaso se está como tú estabas cuando no se ama?... 102
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¿Se echan aquellos ojos a una joven cuando no se siente nada por ella? Dímelo tú mismo, Pedro. -¿Nos has espiado? -preguntó el joven con un movimiento de cólera reprimida. -No, por cierto -dijo vivamente Zoe. -Y después de todo, prefiero no haber visto tal cosa... Bastante tengo con que hayan venido a contármelo, sabiendo que me darían una gran pena. -No hay, sin embargo, nada malo en lo que he dicho a Juana. -Así lo piensas tú, Pedro, pero yo no es lo mismo... -¿ Por qué? -Porque -dijo Zoe, tomando una de las manos que Pedro tenía en la mesa, -porque, cuando te veo hablar con otra, Pedro, siento una cosa que me hace daño aquí, en el pecho... Porque, siento que esa Ravinel trata de engatusarte, y que no es honrado lo que está haciendo... Porque se jacta en el pueblo, delante de todo el mundo, de hacer de ti lo que quiere y cuenta por todas partes que la amas y que quieres casarte con ella... Yo sé muy bien que serías desgraciado con esa chica, si la escuchases; sé que no es verdad lo que cuenta; pero no puedo pensar en todo esto sin llorar... porque estoy celosa de ti, 103
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Pedro... porque te amo más y más sinceramente que esa Juana, que esa hija de nada a quien odio, a quien detesto... Y en una crisis de despecho, murmuró con voz anhelosa : -Dime, Pedro, que no la amas... Dime que no es verdad que la has mirado con amor... El joven Combals se iba, dejando ganar por el acento de sinceridad que parecía pasar por los labios de Zoe y por la pena en que rebosaban sus palabras. El sentirse amado así y el oirlo decir en términos tan nuevos y seductores le causaba cierta molestia al mismo tiempo que cierta vanidad. Un momento alteradas sus primeras resoluciones, dió en pensar que era agradable haber hecho nacer en el corazón de una joven como Zoe semejantes declaraciones y sintió un movimiento de cándido y repentino orgullo. Y al verla tan cerca de él, tan linda con los ligeros ricillos de la nuca y el tumulto enloquecedor de su cabellera, Pedro levantó la cabeza ruborizándose y dijo con voz poco firme: -No te atormentes así, Zoe. -Júrame, entonces, que no amas a Juana. -¡Eso!... -interrumpió Pedro. 104
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-Ya ves que la amas, cuando no puedes prometerme no amarla un día... ¡Ah! no sabes, Pedro, lo que me haces sufrir en este momento. La voz de Zoe se había puesto lánguida, ligera y acariciadora como un murmullo, penetrante como una queja de niño, y se apoderaba del alma por la dulzura indecible de su acento. La emoción se iba apoderando del corazón de Pedro y le hacía latir precipitadamente. Sus miradas se turbaron al ver tan cerca de él la cara suplicante de Zoe. -¿Tanto me amas, Zoe?-exclamó a pesar suyo y por decir algo. Pero apenas pronuncló estas palabras imprudentes, se arrepintió de haberlas dicho, pues Zoe clavó en él sus ojos azules, vibrantes de irresistible pasión. -¡Si te amo, Pedro!… ¡Si te amo!... ¿ Puedes preguntármelo todavía? ¿No te lo han dicho mis miradas?... -respondió Zoe, con acento febril. -¡Ah! ¡tú haces de mí lo que quieres! murmuró desesperadamente el joven Combals, seducido por la caricia de la voz de la muchacha. -Porque tú, Pedro, harás de mí a tu vez lo que quieras, cuando estemos en la ciudad... en nuestra casa, lejos de este país, de estas tierras y de estas 105
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montañas, así como de estos campesinos pesados y groseros, que no conocen los goces ni los placeres de la vida. -No, no, no pienso aún en eso -respondió Pedro, ante el cual se presentó de repente la severa fisonomía de Domingo. -Ya veremos eso más adelante, Zoe -siguió diciendo el joven con acento incierto y mirada fija y preocupada. Pedro no tenía valor ni voluntad para resistir. En aquel momento el espejismo de la ciudad aparecía tan fascinador ante sus ojos, que deslumbrado un momento, había estado a punto de acceder al deseo urgente, de la joven. Pero el recuerdo de Domingo lo dominaba con más imperio, y Pedro respondió a Zoe, lo que un día había respondido a su madre : -¿Qué diría mi padre, si yo hiciese eso? -Cuando tu padre vea cuánto nos amamos -dijo Zoe con firmeza, -cuando te vea decidido a abandonar los campos, no resistirá más. Pedro se resistía. Jamás había experimentado un vértigo corno el que, estaba sufriendo. Nunca, como entonces había tenido conciencia de su debilidad, y 106
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nunca tampoco había tenido una sensación tan inefable como la que entonces lo embriagaba. Zoe seguía aquel combate en la cara de Pedro, y segura ya de su triunfo, cierta de vencer aquella naturaleza que sentía ablandarse, intentó un supremo esfuerzo. Atrajo dulcemente a Pedro y clavó los ojos en los suyos. -Por poseerte yo sola, Pedro, yo que no soy más que una muchacha, desafiaría los mayores peligros y afrontaría las más violentas cóleras, tanto es lo que te amo... Y después de haber dicho estas palabras, a las que, a fuerza de disimulo y perversidad, dió un tono de sinceridad y de ingenuo ardor, se calló, como si el amor que sentía debiera decir más que las palabras que tenía en el alma. Y se quedó inmóvil y con el pecho anheloso. El joven Combals, ciego, cautivado, no pensaba ya en nada más sino en que Zoe estaba a su lado, amante y dulcemente apasionada. Pero, de pronto, se fijó en su mirada el espanto. Entre las tinieblas de su vértigo acababa de surgir un relámpago de razón, que le había hecho ver en el fondo de su conciencia. El hombre bueno y leal que a pesar de todo había quedado en ella, se despertó, y 107
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Pedro tuvo, de repente, veleidades de rebelión y náuseas de repugnancia y de vergüenza. A punto de dejarse subyugar, hubo en él un supremo esfuerzo, como lo tienen a veces, en las horas de grave peligro, las naturalezas habitualmente tímidas y pasivas, y con un gesto brusco y un poco violento, rechazó el brazo de Zoe. La joven tuvo la impudencia de fingir el asombro. Su fisonomía tomó una expresión de inocente candor, y con los ojos muy abiertos de sorpresa, respondió muy tranquila : -¡Estaba tan bien así, diciéndote mi amor sin hablarte, expresándote lo que hay en mi corazón sin pronunciar una palabra, y sintiendo que tú también me amabas y me comprendías en silencio!… Al oir el sonido de aquella voz que parecía un gemido, al escuchar el murmullo de aquellos labios tranquilos y emocionados Pedro se preguntó si estaba soñando o era juguete de una ilusión. ¡Ah! si hubiera sido más penetrante, si hubiera tenido en el alma menos verdadera lealtad, hubiera adivinado detrás de las melosas palabras de Zoe la temible perversidad que encerraban, hubiera comprendido con cuánta astucia y cuánto disimulo acababa de representar el papel de niña ingenua, y se hubiera es108
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tremecido al ver en qué lazo había estado a punto de caer. Pero el joven no razonó ni analizó sus impresiones; y, confiado y con el corazón tranquilo, pero con la cabeza todavía febril y pesada, respondió, reservando el porvenir: -No digo que no, Zoe, no digo que no... Reflexionaré todo lo que me has dicho... Eso será lo mejor... En presencia de aquel retroceso, de aquella retirada de Pedro, al que había creído seducido y conquistado, Zoe sintió que el frío corría por sus miembros y helaba su corazón. Vacilante, se apoyó en 1a mesa, y sin que se manifestase en su cara ni una crispación, bajó tristemente los ojos y respondió con la misma hipocresía: -Cuando tu corazón haya escuchado al mío y haya hablado como él, ese día, Pedro... Pero se abrió la puerta y las dos madres entraron en la cocina y echaron a los jóvenes una mirada de ansiosa investigación. Natalia, más lista y avisada que Virginia, comprendió a la primera mirada que no todo se había realizado según sus deseos y previsiones. Pedro se puso a pasear con movimientos de impaciencia, se puso el sombrero echado hacia atrás 109
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y miró de reojo a su madre. Zoe, al lado de la mesa, se puso a arreglar, sin aparente turbación los vasos vacíos y se quedó silenciosa. Reinó un malestar que no lograba disipar la risa de la Combals. -¡Ja, ja, ja!... Pero mira a esos enamorados, Virginia... No, parece -sino que los estorbamos. -¡Calla! pues es verdad -apoyó Virginia. Pero Zoe volvió la primera al sentimiento de la realidad, y, con una sonrisa que quería ser satisfecha y fina, dijo mirando a Pedro: -Le he dicho todo lo que tenía que decirle... ¿Verdad, Pedro? -Es verdad, madre -respondió el joven con embarazo; -nos hemos dicho todo lo que teníamos que decirnos. Natalia, satisfecha con esas palabras, en las que creía ver una confesión disfrazada, dijo: -Entonces, todo está bien y me alegro, por Pedro y por ti, Zoe. Después, dándose palmaditas en el delantal para arreglarse los pliegues, la Combals añadió: -Ahora, no nos queda más que volvernos a casa... Buenas noches, Virginia... Buenas, Zoe. -Vaya usted con Dios, señora Combals -respondió la joven. 110
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-Buenas noches, Natalia... Hasta uno, de estos días -gruñó la gruesa Tabouriech cerrando los párpados pesados y rojos de sueño. Pedro, tenía ya la mano en el picaporte, pero Natalia le llamó: -¿Es así como se separan dos buenos amigos, Pedro? ¡Es tímido como una niña este mozo!... ¡Anda, hombre!... Los jóvenes se besan... Estando las madres delante, no hay en ello mal alguno. Pedro se adelantó muy cortado; pero Zoe, comprendiendo su cortedad, se acercó espontáneamente a él y le presentó las mejillas con mirada febril. Pedro la besó con aspecto contrariado, pero, al hacerlo, respiró de nuevo el fuerte y violento perfume de su cabellera, y experimentó la misma embriaguez y el mismo vértigo que hacía un momento. Como si hubiera conocido a fondo el corazón de los hombres y experimentado ya sus debilidades, Zoe, por una última maniobra de seducción, había querido que Pedro se llevase el recuerdo de su beso tentador, que debía atarle a ella infaliblemente y para siempre. Esperaba no engañarse, y pensando en todo lo que acababa de escapar a su astucia con el Joven Combals, subió a su cuarto sin decir una 111
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palabra a su madre que, cayéndose de sueño, subía la estrecha escalera arrastrando los pesados pasos. Natalia y Pedro, mientras tanto, andaban silenciosos, el joven con la cabeza llena, de vacilaciones, dudas y deseos contrarios, y la madre rumiando nuevos proyectos y pensando en proseguir su obra de venganza contra Juana. A la entrada del pueblo -los Tabouriech vivían en el camino de Liquiere, -la madre y el hijo percibieron un fuerte olor de establo, más penetrante aún por la pureza del aire, y Pedro comprendió por este indicio que se acercaban a su casa. En el mismo momento se oyeron balidos de carneros y el ladrido de un perro. -Conozco la voz de Noiraud -dijo sencillamente Natalia. Pero Pedro no respondió y, poseído del recuerdo de Zoe, al que ahora se había mezclado el de Juana como un reproche, siguió andando con su paso pesado y con la cabeza baja. Poco después, mientras Juana dormía en un ricon del establo sin sombra de inquietud ni de malos sueños, Pedro pensaba, con los ojos abiertos en la obscuridad; Zoe ocultaba bajo las sábanas, lágrirnas de rabia y de despecho; Natalia mentía a Domingo 112
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diciéndole que se había entretenido repasando ropa, y Virginia Tabouriech, en el torpe y grosero lujo de su cuarto, tapizado de flores rojas sobre fondo azul de Prusia, dormía con la boca abierta, dando resoplidos y haciendo hervir en tumultuosos y senoros ronquidos la bilis que había en el fondo de su garganta contra la joven Ravinel.
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VI Acabado noviembre, vinieron los malos días de diciembre rompiendo bruscamente el período de cálido sol que se había prolongado aquel año más que de costumbre. Las nieves se amontonaron, obstinadas, en las crestas y cayeron en blancos torbellinos en barrancos y gargantas. Confinados entonces en sus casas ahumadas y mal cerradas, los hombres holgaban y en la tristeza húmeda del invierno, miraban el cielo con la esperanza de una clara. Pero en cuanto volvía el buen tiempo, Domingo y Pedro trabajaban juntos, pues Combals lo quería, así, pensando que la soledad sería mala consejera para su bijo. Con frecuencia, también, en la vida diaria, las miradas de Pedro se cruzaban con las de Juana. El 114
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amor verdadero, el que no deja detrás de sí ni tristeza ni repugnancia, resucitó en su corazón y echó al otro, al que había sentido que le alteraba de un modo tan extraño bajo la mirada sensual y provocadora de Zoe. Y Pedro se puso de nuevo a esperar una resurrección definíitiva de las partes buenas, nobles y superiores de su ser. Pero su alma no estaba todavía preparada, ni su corazón bastante enamorado de Juana, ni su mente bastante desprendida de las influencias de su madre y de Zoe para merecer la confirmación de ese milagro a que aspiraba su naturaleza sencilla e inclinada al bien. Tampoco la joven Ravinel había aún murmurado a su oído las palabras definitivas que transforman y transfiguran en un momento a un hombre. Y Pedro, esperando ese acontecimiento, que sentía vagamente próximo, se adhería a la tierra o se desprendía de ella, amaba alternativamente a Juana y a Zoe, a aquélla por el candor de su gracia y la pureza de su alma, y a ésta por el ardor de su pasión y por el olor embriagador de pecado que emanaba de ella. Como un resto de naufragio al que un remolino de olas arroja a la orilla y otro rechaza en seguida hacia alta mar con ruido de victoria, así Pedro era atraído por Juana y reconquistado por Zoe, y, juguete de su po115
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ca firmeza, tan pronto se obstinaba tenaz en el trabajo de los campos, como miraba hacia la llanura con la vista trémula de deseos. También Juana hubiera querido revelar a Pedro el secreto de su corazón, pero por una exquisita delicadeza no se atrevía, temiendo que Pedro viese en su amor un sentimiento inspirado en el ínterés o un artificio de su pobreza. Y Juana se callaba. Pero ponía tal dulzura en su mirada, tal ímpetu en el simple murmullo de sus labios, que el joven sentía descender a lo íntimo de su ser una sensación que no podía definir, pero que vibraba en él como un puro sentimiento de amor. Durante aquellos días Pedro no era el mismo. El encanto obraba mágicamente y le ponía valeroso para el trabajo, alegre y dichoso. Cabrerolles se le aparecía como el paraíso soñado, a pesar de la tristeza de sus casas; y las ruinas, encaramadas en su monte escarpado, se envolvían en la ligera bruma del poniente como en una banda flotante deliciosamente morada. A la memoria rejuvenecida de Pedro venían los antiguos cuentos que Rosa le había contado en las noches de invierno, y el joven pensaba en las hadas benéficas cuyo dominio había sido el castillo medio derrumbado. Por 116
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asociación de ideas pensaba también en Juana y se decía espontáneamente mientras andaba: "Juana será mi hada benéfica." En aquellos momentos era sincero y su corazón estaba de acuerdo con sus labios. Una tarde el sol acababa de morir en un majestuoso esplendor. Un viento vivo se deslizaba invisible y enrojecía las mejillas y las manos de Pedro. El ruido del agua cantaba muy cerca en una espesura de matas, y el viento le traía un rurnor de risas. La emoción de su corazón le advirtió que la risa era de Juana, y, para oirla mejor, bajó de la colina por la que iba andando. Cerca de un montón de piedras y armada de una rueda de manivela, estaba la fuente pública, y Juana junto a ella, en pie en los escalones y al lado del pilón del que corría suavemente el agua pura y azul. Otras mujeres acababan de separarse de ella cargadas con el peso de los cántaros llenos, y sus risas se percibían agudas y sonoras en la grave paz de la tarde. Noiraud iba y venía, meneando la cola y oliéndolo todo. Juana parecía que esperaba algo. Apoyada en el montón de piedras, seguía con la mirada el grupo de mujeres que subía hacia la aldea, y miraba después la clara cima del Redón con ojos pensativos. Pedro bajaba sin ruido por detrás 117
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de ella, sin perder de vista la mancha blanca del pañuelo que, adornaba sus cabellos. Cuando estuvo cerca, sin que ella sospechase su presencia, le puso lentamente las manos delante de los ojos, cruzó los dedos y se rió en silencio del grito de espanto que la joven había dado. La joven Ravinel se defendía de la venda viviente que tapaba sus ojos, pero un fuerte perfume de tierra fresca que emanaba de las manos de Pedro, fué un indicio revelador para Juana. -¡Es Pedro !-gritó alegremente. -¿En qué lo has conocido?-dijo el mozo riendo y dejando caer los brazos. -En el olor de tierra de tus dedos. -¿Pero quién te decía que era yo? -Lo he comprendido porque ningún otro, se hubiera atrevido a hacer lo que tú has hecho. Pedro sintió una dulce emoción al oir estas palabras. Y los dos jóvenes, el uno enfrente de la otra, se quedaron mirándose penetrados del mismo pensamiento y acaso de los mismos sentimientos de amor... ¡Cuántas cosas hubiera querido decir Pedro en aquellos momentos! Mientras sonaban aún deliciosamente en su oído las últimas palabras de la joven, el mozo las repetia mentalmente y no cesaba de 118
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contemplar la pura cara de Juana, cuyas facciones revelaban tan grave serenidad y tan suave ternura. Al fin se decidió, y sobreponiéndose, a su turbación, quiso pronunciar una de las frases de amor que se amontonaban en sus labios, pero no se le ocurrieron más que estas sencillas palabras : - ¿Has venido a coger agua de la fuente, Juana? -Sí, Pedro - contestó la joven como desencantada. Y después de un rato de silencio, añadió, cogiendo el cántaro que estaba al lado del rebosante pilón: -Natalia no debe de saber qué es de mí, porque hace mucho tiempo que salí de casa. -Voy a ayudarte, Juana; estáte ahí. Pedro dejó en el suelo el azadón que tenía al hombro, y se apresuró a coger el cántaro; y mientras le sostenía con una mano debajo del caño, con la otra daba vueltas a la rueda y hacía brotar el agua con dulce murmullo. Juana, apoyada de nuevo en el montón de piedras, miraba al joven Combals y su mirada era tan brillante que parecía reflejarse a través de las lágrimas. Pensaba que Pedro, tan sumiso allí, delante de ella, y con una expresión de ternura en la actitud inclinada de su cuerpo, se volvería mañana, bajo las amenazas de Natalia y las hábiles co119
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quetería de Zoe, el Pedro de los malos días, el campesino sublevado contra su suerte, el joven cuya cabeza albergaba sueños malsanos. Juana pensaba que, acaso, le bastaría pesar sobre el corazón de Pedro revelándole el indecible amor que sentía por él, y que sería suficiente, como le aconsejaba Rosa, atreverse a amar a Pedro y atreverse a decírselo para que se operase en la mente del joven una resolución favorable. Sentía vagamente que el momento era propicio en el silencio y la calma que se exhalaban de la Naturaleza pronta a ceder al sueño de la noche. Pero en cuanto el joven Combals acabó de llenar el cántaro y miró a Juana, sintió ésta que la abandonaba todo su valor. Las palabras de ternura huyeron de sus labios y, para ocultar su turbación, sonrió a Pedro cuando éste lo dijo : -Toma, Juana, aquí tienes lleno tu cántaro. Y lo puso a los pies de la joven, entre las piedrecillas de que estaba lleno el lecho del arroyo. Juana pareció salir como de un sueño, y conmovida de nuevo por la presencia de Pedro, que la contemplaba con una expresión de éxtasis en sus ojos azules, repitió: -Volvámonos a casa, Pedro. 120
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-Todavía no es tarde - respondió el joven contrariado. -Pero Natalia nos va a regañar -insistió Juana. Y como si la evocación de la Combals, que recordaba un genio maléfico, hubiera llenado de espanto al joven, éste se inclinó, cogió el cántaro por el asa y murmuró entristecido: -Tienes razón, Juana ; mi madre nos va a regañar. -Deja el cántaro, Pedro, yo le llevaré. -No, no, yo me encargo de eso. Y el joven añadió, sonriendo, mientras caminaban los dos a lo largo del arroyo : -Hoy siento que sería capaz de llevar, como mi padre en otro tiempo, un saco de trigo en cada brazo desde aquí hasta casa. Juana no pudo menos de volverse hacia el joven Combals y se pintó en sus ojos una sorpresa mezclada de alegría. -¡Si eso fuese verdad! -dijo con entusiasmo. -Hoy, lo es... El día ha sido bueno en el campo y estoy tan fresco esta tarde como esta mañana. -¡Qué contento se pondría padre, si te oyera hablar así! -Y a ti, Juana, ¿te gusta oirlo? 121
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-¿A mí, Pedro?... Estaría orgullosa de ti, si fueras todos los días lo que eres hoy. -Así será, Juana, he reflexionado. -¿En qué? -preguntó ansiosa la joven. -He reflexionado que mi padre tiene razón, y tú también, al decir que su puede ser muy feliz en nuestras montañas y que, cuando se quiere, se pueden encontrar en ellas goces, trabajando como conviene que trabaje un campesino. -¡Oh! qué placer me das -exclamaba la joven Ravinel andando delante de Pedro por el estrecho desfiladero. -¡Qué placer me das! -re- petía. Con toda su alma bebía las palabras del joven y su corazón sentía una palpitación inefable.Para prolongar su felicidad, acortó el paso y no queriendo interrumpir a Pedro, estúvose callada, esperando que saliese de sus labios una palabra que resonase más profundamente en el fondo de su pecho. Pedro, en quien la dulzura de la hora y la presencia de Juana influía deliciosamente, siguió diciendo: -Sí, he reflexionado también, mientras trabajaba en el Peyral, que debo olvidarlo todo para no pensar más que en la tierra... -¡Cuánta razón tienes! 122
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-Y desde entonces -añadió Pedro apresurando el paso y poniéndose al lado de la joven, siento que estoy más alegre, más feliz... -Y así será todos los días, si tú quieres... Cada cual se crea su propia dicha. -Yo no podré creármela solo; me conozco. -¿Y si otros te ayudasen? -Sí, mi padre hace todo lo que puede. Me anima y quiere mi bien... Además, sabe hablarme tan dulcemente a veces, que, delante de él, no me conozco yo mismo... Hay algo que cambia en mí. -Pues bien, escúchale, sigue sus consejos. -Ayer estábamos arando y me dijo: "Pedro, cuando el labrador no tiene más cuidados en la cabeza que la prosperidad de sus campos y el amor a su país natal, no hay nada que lo aparte de su deber. Ese labrador vive bien, se casa bien y muere lo mismo". ¿No es verdad, Juana, que tiene razón mi padre? -Tu padre tiene siempre razón- dijo firmemente Juana, como para sobreponerse a su emoción y a la angustia de su mente. -He pensado como él y he reflexionado, muchas cosas, allá, en el Peyral, trabajando solo... 123
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Pedro se calló como si esperase una pregunta de Juana, y dijo después dando un suspiro : -Sí, he reflexionado en muchas cosas que me han hecho mucho bien. He pensado en el porvenir... en la abuela Rosa, tan tiesa aún a pesar de su edad, en mi madre, que me quiere también, pero que no ve las cosas como mi padre... He pensado también... Oye, Juana, quiero decírtelo, he pensado en ti... -¿En mí? -dijo Juana, que sintió acaso, salir una declaración de los labios de Pedro.-¿En mi?-repitió tratando de reir mientras, ansiosa y conmovida, todo su ser estaba anheloso. -Sí, en ti -dijo dulcemente el joven. Y después de un rato de silencio, sólo interrumpido por el ruido de sus zuecos en las piedras, añadió en voz baja: -Y acaso es eso lo que me ha puesto más alegre y me ha hecho más feliz... -¡Si fuese verdad! ¡Si fuese verdad! -balbucía Juana deteniéndose en la senda y volviendo hacia Pedro una cara radiante. La joven cogió una de las manos del mozo, la estrechó febrilmente entre las suyas y dijo con voz ferviente, entrecortada por la emoción: 124
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-Si supiera, Pedro, que tu boca no hace más que repetir lo que siente tu corazón, viviría dichosa solamente por habértelo oído decir. Sí, ama a la tierra como tu padre te dice que la ames y como yo también te lo aconsejo. La ciudad no es buena para los campesinos y perderías en ella lo mejor de tu alma. Si mi cariño puede hacer de ti el hombre que debe ser, piensa en mí, Pedro, y considera que, fuera de la abuela Rosa y de tu padre, nadie te quiere, tanto como Juana. Pedro, emocionado, saboreaba la dulzura de estas palabras y dejaba a la joven Ravinel estrecharle las manos. El mozo sentía, deliciosamente todo el ascendiente moral que aquella joven ejercía sobre sus facultades reunidas y se sentía ya regenerado. También él murmuró: -¡Qué dulce eres para mí, Juana! Hablas con la misma voz y las mismas palabras que mi padre y siento, cuando te escucho, que me dices cosas verdaderas y que tienes razón. ¡Qué dulce eres para mí, Juana! -Soy así porque quisiera que fueses feliz al lado de los tuyos y en tu propia casa. Quisiera que se dijese de ti en Cabrerolles: "El hijo de Combals sigue las huellas de su padre." Si sabes querer, puedes ha125
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certe el sordo -y me cuesta trabajo decírtelo -a los consejos de tu madre y a las insinuaciones de Zoe. Y al ver que Pedro hacía un gesto de negación; Juana continuó: -Sí, de Zoe. Lo temo todo por ti de esa muchacha. Cuando estás en su casa, como en el último día de noviembre, temo siempre que te suceda una desgracia, y lloro... -¿Lloras, Juana? ¿Es verdad que lloras? -preguntó Pedro con voz temblorosa. -Sí, Pedro, porque... Dos campesinos que pasaban, de vuelta de sus campos, interrumpieron la frase comenzada. -¡Hola, Pedro! ¿Cuándo es la boda? dijo uno de ellos riéndose. -¿Y Zoe? No debe de estar contenta -dijo el otro guiñando el ojo hacia la joven Ravinel. Pedro, ofendido por aquellas bromas, quiso responder; pero Juana previno su respuesta y dijo riendo a los dos intrusos: -No es una pastora lo que le hace falta a Pedro. -¡Bah! cuando la pastora se llama Juana... ¿ Verdad, Pedro? Las risas que se alejaban hacían daño a Pedro, porque se llevaban su ensueño iniciado y el joven 126
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sintió rencor contra aquellos campesinos que habían interrumpido tan inoportunamente su entrevista con Juana. Quedábale la esperanza de volverla a ver un momento, a solas antes de entrar en su casa, pero todo se conjuraba contra él, pues Natalia, alarmada por la larga ausencia de la Ravinel, había salido a su encuentro y estaba esperándola en el camino, no lejos del cementerio. Cuando llegaron los dos jóvenes, los regañó secamente por su lentitud. Desde aquel día, el joven Combals vivió en una fiebre de trabajo y se dedicó a su tarea con todas las fuerzas de su pensamiento y de su corazón. Operábase en él una dichosa transformación que hacía progresos todos los días. Al mismo tiempo que ese amor al suelo, Pedro sentía desarrollarse y echar fuertes raíces su amor a Juana. Los dos se comprendían sin decir una palabra, por la identidad misma de su ternura, por esa comunión misteriosa que une en uno solo los pensamientos aplicados al mismo objeto o al mismo ser, por la semejanza perfecta de sus almas. Por la influencia de la joven huérfana, el recuerdo de Zoe se había borrado poco a poco de la memoria de Pedro, y cuando, en ciertos días, se dibujaba en su pensarniento, incierto todavía, el perfil 127
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provocador de la joven Tabouriech, hacía un esfuerzo, para borrar su imagen y se obstinaba en pensar en Juana. Un día de diciembre, sin embargo, en el momento de la cosecha de aceituna, afluyó a su cerebro un impulso de malos deseos. Zoe, a quien había llevado la Combals, encendió para tentarle el resplandor de sus miradas y la atormentó con toda la fuerza turbadora de sus actitudes y de sus palabras equívocas. Hubo, un momento en que el joven Combals fué presa de un vértigo. Desde la rama del olivo en que estaba, sentía subir hasta él los efluvios de aquella mirada y contemplaba complacientemente a la joven graciosa y esbelta que le tendía el cestillo de mimbre para recoger el fruto. En aquella postura, parecía que abría los brazos al joven para que se dejase caer en ellos; y cuando hablaba, el timbre musical de su voz llegaba a Pedro en inflec- siones zalameras. El hijo de Natalia se sentía atraído hacia aquella muchacha complaciente y al entregarle los puñados de aceitunas sus dedos se rozaban, jugaban a enlazarse como al descuido y las risas que subían a través de las ramas del olivo acababan de embriagar el corazón y los ojos de Pedro. 128
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Natalia y Virginia, ocupadas en la misma tarea en otros árboles, se divertían con estas escenas y hasta las provocaban con sus palabras y sonrisas, en la culpable inconsciencia, de madres que perseguían el mismo fin, el casamiento de los dos jóvenes. En los días siguientes, Pedro se sintió triste y de nuevo invadido por la desanimación y la repugnancia. Respondía con voz tímida y balbuciente a los reproches y a los consejos afectuosos que Juana le dirigía. Instintivamente, su mente y su corazón se volvían hacia la joven Ravinel y sentía su dichosa influencia manifestarse en sus pensamientos y en sus acciones. En vano la Combals, desesperada y rabiosa, trataba de imponer sus ideas a su hijo y hacerlo caer en los lazos que le tendía a todas horas. La calma y la inercia de Pedro deshacían sus más habilidosas intrigas y rompían la trama de sus complots mejor urdidos. La resistencia de su hijo asombraba y exasperaba a aquella madre desnaturalizada; pero lejos de hacer cólera en Pedro, a quien esperaba, a pesar de todo, atraer a su modo de ver, Natalia perseguía con un odio feroz y creciente a la pobre Juana, débil niña sin defensa. Varias veces había querido alejarla de Cabrerolles poniéndola a servir en 129
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una aldea lejana, pero siempre se habían opuesto Domingo y Rosa. No atreviéndose a sublevarse contra la autoridad del jefe de la familia e impotente para vencer la inconcebible obstinación de Pedro, Natalia corría a casa de la Tabouriech y le confiaba sus penas domésticas. Allí vertía, en los oídos de Virginia la hiel de su rencor y de su odio, y cuando cansada de gemir y de quejarse, se volvía a marchar, su alma estaba tan llena de rencor como al llegar. Vuelta a su casa, pensaba en las palabras que Virginia Tabouriech le había dicho con su voz gangosa: "Si Juana no estuviese aquí, entiéndelo bien Natalia, nada de esto sucedería." La Combals daba vueltas a esta frase en todos sentidos y pesaba sus términos, pero en vano, pues no se le ocurría ningún proyecto para realizar el pensamiento de la Tabouriech. ¡Si Juana no estuviese aquí!... ¡Ah! ciertamente, pensaba en deshacerse de aquella mendiga, que estaba embrujando a su Pedro y trataba de pesar con toda su influencia de encantadora en la voluntad y en el corazón de su hijo. Bien veía todo eso. ¿Pero córno desembarazarse de ella? Y esto se había convertido en el nuevo tormento de la Combals, en su idea fija. 130
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Natalia se encarnizaba en alterar astutamente la fuerte y afectuosa estima que Domingo había concebido por Juana, multiplicaba con él las insinuaciones más pérfidas, usaba de los medios más viles para convencerle de la incapacidad de la joven Ravinel o de la inutilidad de sus servicios y llegaba hasta ofrecerse, ella misma para la custodia del rebaño mientras Rosa se emplease en los cuidados de la casa. Otras veces hablaba de la inteligencia de Pedro, de su falta de aptitud para los trabajos del campo, de su aburrimiento, de su desanimación, e incidentalmente, sin insistir mucho en esto, de las ventajas de la vida en las ciudades. Y cuando Domingo, siempre en guardia, deshacía con una palabra o con un breve gesto sus maquiavélicas combinaciones, Natalia se esforzaba, a falta de razones, en derramar unas lágrimas por la salud de su Pedro, para ella más preciosa que todas las cosechas y vendimias presentes y futuras. Domingo, impasible, la miraba de frente y respondía, siempre grave, aunque no sin algo de malicia burlona: -Casa a tu hijo, Natalia; cásale con alguna buena muchacha... Es todo lo que tengo que decirte. Combals se marchaba en seguida y dejaba a su mujer llorando en un rincón de la cocina. 131
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Cuando ocurría que la abuela estaba presente durante estas discusiones, Rosa movía varias veces la cabeza, golpeaba, según su costumbre las losas con el bastón antes de hablar y decía por fin: -Lloras, Natalia, como cuando eras pequeñita, con el rabillo de los ojos... A la Combals le irritaba el ver que su madre y su hombre, estaban aliados contra ella y que salían de sus labios las mismas palabras tranquilas, pero inexorables, y las mismas frases de serena ironía. Con Pedro y Juana su espíritu de dominación se despachaba a su gusto, pues con ellos no se contenía para decir cuanto le venía a la boca ni dominaba la brutalidad de sus ademanes. Pero su rabia aumentaba de día en día al no encontrar nunca en la joven Ravinel, más que una dulce resignación y al adivinar ya en Pedro un comienzo de emancipación en el mutismo de su boca o en la ligera sonrisa de sus labios. Decididament, todo lo perdía en su hijo, la voluntad, la sumisión y el respeto. No estaba lejos la hora en que el corazón de Pedro se cerraría también a sus súplicas de madre. Y al pensar en todo esto, en tantos esfuerzos empleados, en tantas combinaciones planteadas con gran trabajo, invadíala la tristeza y empezaba a dudar de sí misma, de la legitimidad 132
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de sus deseos y de sus intenciones y del ascendiente que creía tener sobre Pedro desde que había tratado de formarle a su imagen. Pero, metida en el mal, debía, como todas las campesinas de su carácter y de su temple, marchar obstinadamente hasta el fin de su odio hacia la joven Ravinel y empeñarse en sus maquinaciones para reducir la obstinación de su hijo. Y Juana, sencilla niña por cuya alma no había pasado ningún soplo de odio, humilde joven enamorada que callaba la canción de su amor para que ningún eco indiscreto desflorase su tranquila inocencia, vivía tranquila y confiada sin sospechar que a su alrededor y por su causa se amontonaban tempestades en la sombra. Pedro, por su parte, sentía que se apoderaba de él una savia generosa compuesta de casta ternura al pensar en Juana y de adhesión fiel a la tierra, en cuyo cultivo iba a ocuparse durante todo el mes de febrero. Ya había, dado las primeras labores a las viñas, cuyas cepas había rejuvenecido podando los largos sarmientos que las estorbaban, y ese trabajo sano y sagrado de la labor le recordó el día lejano en que por primera vez, ante la benévola mirada de Do133
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mingo, trazó solo el primer surco en el campo de la Cruz. Inclinado ahora hacia las filas de cepas, con las manos en la tierra húmeda y feraz, enterraba metódica y cuidadosamente las raíces someras, adelgazaba sus toscas fibras y las extendía como en un blando nido, para que circulase más fácilmente el jugo nutritivo y subiese derecho a los ramos superiores cuando el dulce soplo del mes de mayo despertase el alma dormida de las hierbas y de las plantas. Así, desde la mañana hasta la tarde, como un hijo a la cabecera de su madre, Pedro cuidaba la tierra, la abuela siempre vieja pero siempre rejuvenecida, la tierra, cuyas viejas entrañas, nunca cansadas de ser fecundas, dan sin reposo una vida nueva de la que los hombres obtienen la suya. Domingo podía, como hacía dos meses, tratar de leer de reojo en la cara de su hijo los pensamientos secretos que le atormentaban; podía interrogar a Pedro; sus respuestas lo dejarían contento. Por otra parte, ya Combals había observado el notable cambio realizado en los gustos y en el humor del muchacho, y se había regocijado por ello en secreto, para no alarmar con elogios demasiado prontos aquel nuevo ardor. 134
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El antiguo labrador quería dejar al tiempo el cuidado de realizar su obra, de acabarla y de perfeccionarla.
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VII Al poco tiempo de esto, ocurrió un suceso que confirmó plenamente, las previsiones de Combals revelándole el verdadero estado del alma de Pedro. No esperaba Domingo que estuviese tan próximo el momento en que su hijo viniera espontáneamente a la sana tradición de sus antepasados por el milagro de un amor honrado y profundo. Había estimado en sus cálculos que la evolución de la mente de Pedro se haría más lenta y difícilmente, y si había contado con la gracia tierna de Juana para ejercer una influencia sobre su hijo, no había previsto, que fuese tan decisiva ni que se verificase en tan corto espacio de tiempo. Ciertamente, la mañana de su salida para la feria de Herepian, Domingo no había sentido en el cerebro ese rápido choque del presentimiento que ilu136
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mina, a veces, los rincones del porvenir de un modo tan extraordinario y que parece que nos previene, antes de la realización de los acontecimientos, para poner en guardia nuestro corazón y nuestro entendimiento. Ni la transparencia tranquila de la clara mañana de febrero, ni la serenidad del cielo donde se columpiaban aún las frías estrellas, ni la pureza deliciosa del aire atravesado de un viento glacial, habían revelado a Domingo que aquel día había de sentir que invadía todo su ser una alegría infinita y produciría en él el estremecimiento de una tierna dicha. Nada tampoco había revelado en la cara de Pedro la turbación interior que le agitaba ni la emoción que le tenía los labios cerrados, pero dilataba insensiblemente su alma. Echaron a andar los dos, a eso de las cuatro de la madrugada, después de haber inspeccionado, por última vez, la carga de la carreta atestada de sacos de castañas, de aceitunas y de almendras secas, que iban a vender a la feria de Herepian. La Grande y la Gris, enganchadas una tras otra y todavía mustias y mal despiertas, tiraban rudamente de las cadenas para subir la empinada cuesta pedregosa del camino de la Borie. Iban las ruedas dando grandes choques en las rocas que erizaban el camino y la carreta co137
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lumpiaba su pesada carga, con tumbos y oscilaciones que hacían crujir los ejes. Estimulando los penosos esfuerzos de las mulas, contraídas sobre las nerviosas patas, Pedro, en un lado del camino, tiraba de las riendas y hacía restañar el largo látigo junto a las orejas de los animales. Antes de ponerse en marcha, temiendo la pina cuesta que recorre las montañas, había preguntado a su padre si no valdría más ir a Herepian por Caussiniojouls. Pero el padre quiso, con intención y por un secreto designio, tomar el camino más corto y rnontuoso, trazado apenas en la espesura de los montes y las rocas calcáreas. Y hasta había añadido para explicar su decisión: -Hay por allí bellas montañas llenas de bosques, que acaso no has visto bastante, Pedro, y me alegro de que se ofrezca una ocasión de hacértelas conocer... Esas montañas forman partedel país hasta el arroyo de la Grande-Combe. Pedro no contestó. Y los dos caminaban cubiertos por unos chaquetones de cuello levantado que les protegía las orejas contra el vivo frío que vibraba en las cimas de los cerros y les azulaba la cara. 138
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Domingo conocía todos los sitios de la montaña y sabía de memoria el nombre de todas las gargantas, de todos los desfiladeros y de todos los precipicios, y daba gusto el oírselos citar a su hijo. Pedro le escuchaba distraídamente, porque llevaba en los claros ojos la imagen de la joven Ravinel; y mientras hacía restañar alegremente el látigo en el aire vivo, por el placer de oir los chasquidos, escuchaba latir su corazón, cada uno de cuyos latidos parecía murmurar el nombre de Juana. Gozaba el joven de este modo una dicha inefable y le parecía que caminaba en un sueño ideal. Sus Ojos lucían ardientes y vivos entre el cuello, del chaquetón y parecían dos estrellas encendidas en su frente. No decía nada a su padre del gozo de su pensamiento y seguía escuchándole distraído cuando le decía los nombres pintorescos de las granjas diseminadas por las laderas, de los valles y las gargantas hundidas en la sombra y hasta de los grupos de astros que resplandecían sobre sus cabezas. ¡Ah! Pedro conocía bien estos últimos, puesto que llevaba en la suya el cielo entero. El sol había salido hacía apenas media hora, cuando pasaron el Orb para llegar poco después al tumulto de la feria de Herepian. El ensueño dejó 139
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entonces el sitio a la realidad para los cuidados del descargo de la carreta, la colocación de los panzudos sacos y los tratos con los compradores. Pedro empleaba en esto una fiebre y un celo que maravillaban a Domingo. El viejo Combals se reconocía en su hijo. Notaba la astucia en todos los tratos que concluía, esa astucia sin la cual el campesino dejaría de serlo, pero observaba también su escrúpulo y su honradez de comerciante. Y esto le regocijaba el alma, pues no era él el campesino del que se ha dicho injustamente que "en cuanto llega a la feria, cesa de ser cristiano y de ser hombre."En el movimiento y en la confusión de la multitud llegada de todos los rincones del cantón y de los inmediatos, Pedro no pensaba ya en Juana; pero, si se calmaba un poco la venta, aprovechaba esos instantes para llamar a él, como una ayuda, el recuerdo delicioso de la pura niña. A veces se marcaba en su frente una arruga, al pensar en las molestias de que Juana debía de ser víctima por parte de Natalia durante su ausencia y en aquellos minutos tenía prisa de estar de vuelta en Cabrerolles. La campana había ya anunciado el fin de la feria y el joven Combals no había echado de ver la fuga de las horas; tan llenas habían estado de febril acti140
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vidad, de regateos, de gritos y de agitación. Quedaba un saco de aceituna y Pedro lo vendió a bajo precio para deshacerse de él, y mientras liaba en el bolso de cuero el producto total de la venta, llegó Domingo trayendo al hombro un azadón nuevo que acababa de comprar, con otras pequeñeces. -Todo está vendido, padre -dijo Pedro con orgullo enseñando el sitio desocupado. -¿A buen precio? -preguntó Combals. -Lomejor que se ha podido, honradamente -respondió Pedro. -Lohubiera apostado esta mañana al verte tan animado -dijo sencillamente Dorningo. Combals envolvió a su hijo en una de esas miradas en que se ve toda la alegría y toda la satisfacción, sin que haya necesidad de comentarlas ni explicarlas con palabras. Apoyó afectuosamente la mano en su hombro y le dijo misteriosamente estas palabras, cuyo sentido adivinó el joven sin comprenderle, tan dulces eran el acento y la voz de su padre: -No dejes nunca de sanear las raíces de tu corazón, Pedro... ¡Con qué prisa y con qué alegría volvió a tomar el joven Combals el camino de Cabrerolles al cerrar 141
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la noche! ¡Qué mundo de inefables pensamientos había en su cabeza al vaivén sonoro y adormecedor de la carreta aliviada de su peso! Pedro saboreaba plenamente la paz de la Naturaleza que se armonizaba idealmente con la que él tenía en el alma desde la mañana. Mirando huir lentamente los paisajes sombríos que orlaban el camino, sentía en sí mismo como una plenitud de amor y como una irresistible necesidad de confiar el exceso de su ternura y de su esperanza. Precipitábanse a su boca las confidencias, y de buen grado hubiera cantado, como un loco o como un poeta, el himno de su alma a la Naturaleza entera bajo las pálidas estrellas. De vez en cuando volvía la cabeza hacia su padre, sentado a su lado Y cuya cara contemplativa respiraba una grave serenidad en presencia del misterio de las cosas; y Pedro se preguntaba, todavía vacilante, si había llegado la hora de dar expansión a su alma en la de aquel hombre cuya bondad y cuya generosidad se habían siempre inclinado hacia la debilidad de su caracter y que ciertamente sabría escuchar y comprender sus palabras mejor que otro alguno. Cierto escrúpulo detuvo la confesión en sus labios, no porque Pedro careciese de confianza, sino 142
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porque en el fondo de sí mismo se había despertado un sentimiento de timidez. Y, sin embargo, le oprimía el deseo de confiar aquel secreto de amor. Hay en la Naturaleza paisajes y medios que parecen hacerse cómplices de los sentimientos del hombre, incitándole, por la adaptación de su alma a mil detalles insignificantes, a poner al desnudo los repliegues del pensamiento y los movimientos del corazón. Como si hubiera tenido la intuición del sentimiento que oprimía, en aquel momento el corazón de su hijo, Domingo quiso animarle. La Grande y la Gris se habían puesto por sí mismas al paso para subir la empinada cuesta que serpentea a lo largo del bosque de las Arenasses, y Combals aprovechó la ocasión para bajarse de la carreta y estirar un poco1as piernas andando, al lado de las mulas. Pedro iba cantando distraídamente una canción de café-concierto aprendida en otro tiempo en la ciudad y que era como una tentación contra sus sentimientos actuales. -¿Por qué no haces lo que yo, Pedro? -le dijo el padre interrumpien do su canción. -Ven, y verás cómo entras en calor andando un poco.
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-La verdad es -respondió el joven,- que hace dos horas que estamos aquí y con este frío estarernos helados antes de llegar a Cabrerolles. -¿Tienes tanta gana de llegar? -Confieso que si, padre. Pero aún no estamos en la Gruta. -¿Por eso ibas cantando? ¿Cantas, entonces, como fumas, para distraerte y hacerte la ilusión de que el tiempo pasa más de prisa? -Y la verdad es que así es. -No con tus canciones, de seguro, que huelen a café-concierto y a mala mujer de un modo asqueroso. -Cada uno canta lo que sabe, padre. -¡Esa es buena! ¿Y las canciones del país?¿Y las coplas que se cantan por las noches, en las veladas? ¿Las has olvidado? -Confieso, padre, que no me acuerdo gran cosa. -Pues haces mal; no hay nada como esas canciones del país, en nuestra lengua, para darnos voz y entonarnos el corazón. -Todas tienen el mismo aire, esas canciones, como el son de las campanillas de las mulas. -¿Elmismo aire?... Porque no se sabe cantarlas como es debido. ¿Has oído alguna vez a Bargassou 144
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cantar la canción del Esclop tracucat ? (el zueco roto). -No. -Pues bien, ya verías si es siempre el mismo aire... Vé a decir a tus cantantes de café que las entonen iguales, y con la vozarrona de Bargassou... Pedro se quedó contrariado con esta respuesta. Reconocía bien al viejo Combals, campesino adherido a la tierra siempre, en todo y para todo, y esa observación era como un reproche secreto para él, que no era como su padre aún ni tancompletamente. El padre y el hijo andaban silenciosamente y sus pasos sonaban en el suelo endurecido por la helada. La carreta rodaba con lentitud y con ese movimiento uniforme que imprime a las ruedas el esfuerzo uniforme de las mulas. Las colleras de campanillas repartían en la agreste soledad de las montañas su monótona canción, como había dicho Pedro. Al cabo de un instante siguió diciendo Domingo: -Cuando yo tenía tu edad, yo también cantaba canciones del país, no como Bargassou seguramente... Pero cantaba, y decían que tenía una voz de aire libre... Eso me venía de la costumbre de cantar en las montañas... No hay nada más hermoso 145
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que cantar en las montañas, Pedro. La voz se ensancha, se extiende y se va con el viento hasta las cimas, hacia el cielo... ¿ Has tratado alguna vez de cantar una antigua canción del país? -No me acuerdo de ninguna. ¿Y usted, padre, las sabe? -A cientos. En mi tiempo nos gustaba a los jóvenes cantar en el campo, en los caminos sobre todo.... Esas costumbres se van perdiendo. Hoy se canta en casa, porque lo que se canta en la cocina, entre amigos, no se atrevería uno a cantarlo delante de todo el mundo, como tu canción de hace un momento... Oye, escucha ésta; se llama El sol del Redón. Domingo, se recogió, aspiró una gran bocanada de aire fresco y con el brazo extendido lanzó hacia las estrellas la lánguida melodía de su canción. En el encajonamiento del camino, la voz chocaba con las masas de rocas, una voz pura y todavía más fuerte, que más parecía salir del alma de CombaIs que de su garganta. Y el corazón de Pedro se conmovió dulcemente al oir las notas de su padre y los sentimientos que la melopea desarrollaba con un fuerte perfume de tierra recientemente removida. Todo el amor a las montañas, al áspero suelo de las rocas, a 146
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los precipicios inviolados, a los senderos secretos y misteriosos, se desarrollaba en adoración ferviente en cada una de las inflexiones de Domingo y en las palabras de su canción. ¿Qué importaban las tirolesas y las cadencias con que Domingo adornaba su música? El alma palpitaba en ella soberanamente y producía una impresión de belleza conmovedora. Pedro, emocionado, había ido recordando poco a poco las palabras de la antigua canción, y, arrastrado a pesar suyo, no pudo resistir al deseo de cantarlas a su vez. Entonces unió su voz a la de su padre, que, al oirle, le cogió la mano con un temblor de fiebre. Y, pálidos los dos con los rayos de luna que bañaban sus caras, el padre y el hijo lanzaron al viento de las montañas, para que él lo llevase a la gente de la llanura, el juramento de amor y de fidelidad que Pedro, definitivamente conquistado, hacía solemnemente a la tierra de sus antepasados, bajo la augusta proteccién de su padre y en el altar mismo del país natal. …………………………………………………… …………………….. Las voces se callaron y el mismo eco, las recogió. 147
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Domingo y Pedro se miraron conmovidos y con los ojos tan brillantes como si estuvieran mojados de lágrimas. El alma de los abuelos debió de estremecerse de alegría ante el espectáculo inesperado de un viejo y de un muchacho que, al lado del monte Redón y en la atmósfera sutil de las montañas, reanudaban la cadena de la tradición con el mismo amor y la misma adhesión a la tierra. Y mientras el padre le transmitía su fervor y su piedad, en la intmidad del pensamiento, el hijo la recibía no menos intimamente en un minuto de entusiasmo y de emoción. Durante este tiempo, las colleras de campanillas seguían sonando en el límpido aire; la carreta continuaba su marcha; la noche, como insensible, no cesaba de repartir en bosques y montañas la tranquila serenidad de sus tinieblas y la luna el radíante esplendor de su luz fría y blanca. Era la hora de la acción de gracias para Domingo, y su oración mental subió hacia Dios que había permitido este incidente para reconquistar al amor de la tierra y de los campos paternos el espíritu de Pedro. Poseído de una dicha casi sobrenatural, al recordar una por una las etapas de esta conversión, 148
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pensaba en el porvenir de su hijo y este porvenir se le aparecía lleno de promesas consoladoras. Pero, por muy lejos que fuese el sueño de su pensamiento, Combals no podía vislumbrar un instante la encantadora realidad que iba a manifestarse por la propia boca del joven. Domingo no podía figurarse que Dios le reservaba la alegría, acaso la última, de ver la obra de su bondad y de su gracia terminada en Pedro y en el mismo día. El pensamiento acababa de ser conquistado por el esfuerzo perseverante de Combals; la cabeza estaba saneada y apaciguada; faltaba ahora seducir y subyugar el corazón. Ya lo estaba y Domingo no lo sabía. Pero estaba próximo el minuto de que lo supiera, pues mientras se metían los dos en un bosque por el que atravesaba el camino, Pedro sentía que la emoción le iba ganando de momento, en momento. Acelerábanse en su pecho los latidos y comprendía que le era necesario confiar a su padre el ardiente secreto de su pensamiento y de su deseo. Allí, en la obscuridad del bosque que ocultaba la emoción de su cara y la fiebre de sus ojos, sentía que se evaporaban su timidez y su cortedad como humos perniciosos en el viento. La intimidad era más estrecha y la hora más dulce. Su padre le parecía en tales disposiciones de ternura 149
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y de piedad, que se abandonó por entero en un impulso de su alma. -Padre -dijo con voz conmovida, casi balbuciente y tan ahogada que Domingo le oyó apenas en medio del ruido de las ruedas. -¿Me hablas, Pedro? -Quisiera decir a usted una cosa... pedirle un Consejo. -Tienes razón, Pedro, de fiarte de la experiencia de los viejos. Dime qué quieres. -¿Qué pensaría usted de rní si le confesase que pienso en casarme? -¿Tú, Pedro? ¡Bah! a tu edad hay tiempo para eso. Aunque un poco sorprendido, Combals había contestado medio en serio, medio riendo. Había sin embargo sentido como un golpe en el corazón y un sudor helado había bañado su frente. La novedad de esta pregunta, que no podía prever y que nunca había querido provocar para dejar que su hijo eligiera a su gusto, le dejaba confuso, y, según su costumbre, trató de leer en la fisonomía de Pedro, a la pálida luz del farol de la carreta. Pero el joven había dirigido hacia él su mirada, y tanta sinceridad, tanta alegría se reflejaba en ella, que Domingo no pudo 150
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menos de augurar para su corazón una nueva felicidad muy próxima, y murmuró para sus adentros: "No, Pedro no ha debido de hacer una mala elección."Afectuoso, con esos ademanes de ternura de la gente ruda que tienen doble precio por su misma torpeza, Combals cogió el brazo de su hijo y se lo estrechó trémulo. Después escuchó como en un sueño la voz de Pedro, que le decía: -Pues sí, padre, pienso en casarme... Hace mucho tiempo que me atormenta ese pensamiento... La idea se me ha entrado en el corazón de repente, en cuanto volví del regimiento, una tarde en la que menos pensaba en tal cosa... No quise creer en ello al principio, pero pronto comprendí que me era preciso escuchar lo que cantaba en mí... No hubiera creído nunca que esta idea de casarse pudiera dar tanto tormento y tanta dicha... Era a la vez como una felicidad y un sufrimiento... En el campo y en la aldea, ese pensamiento me seguía siempre, y cuando la joven que es causa de todo pasaba a mi lado, hubiera querido decirle lo que sentía por ella, pero nunca me he atrevido. No sabe que la amo, como yo no sé si ella me ama a mí. Es a ella, sin embargo, a la que yo quiero, padre, y no a otra, porque es dulce y buena y sólo al oírla hablar me he vuelvo yo mejor. Ella es la 151
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que me ha hecho tomar el gusto al trabajo de la tierra y la que me ha impedido el volverme a la ciudad... -Reconozco a Juana -pensó Domingo con enternecimiento. Pero se calló para dejar a Pedro el gusto de pronunciar ese nombre él mismo. -Sin ella -continuó el joven,-me hubiera marchado el mejor día... ¿ Adónde ?... No lo sé; pero rne hubiera marchado lejos, muy lejos de Cabrerolles. Ella me ha retenido sin más que mirarme como ella sabe hacerlo, con dos ojos tan tranquilos, tan tiernos, tan enloquecedores... Me sentía feliz a su lado y he ido tomando cariño poco a poco a este país que ella no quiere dejar nunca, según me ha dicho. Sí, es a esa joven a quien amo y a quien quiero en matrimonio... Puede que encuentre usted que es pobre... -Nunca se es pobre, Pedro, cuando se ama y se tiene afición al trabajo -dijo Combals con una voz en la que bailaba la alegría a pesar de la gravedad del timbre y del acento. -Es trabajadora, padre, bien lo sabe usted, y honrada y económica...
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-Es, en efecto, Juana -pensó otra vez Domingo, con creciente emoción, mientras su hijo hablaba. Y añadió, en alta voz, recalcando las palabras: -Sabes, Pedro, que no me opondré nunca a que te cases con una buena y honrada muchacha. Pedro había suspendido un instante su confesión, no atreviéndose a formular una pregunta que asomaba a sus labios. Pero sintió que el brazo de su padre le oprimía imperceptiblemente, y vió en esa presión como un presagio de benevolencia. Entonces, haciendo un esfuerzo, dejó de andar y dijo: -¿Consentiría usted, a pesar de la mala reputación de sus padres? -Esta vez es de seguro Juana -pensó por lo bajo Domingo; y mientras sus ojos se humedecían y sentía henchido el corazón de creciente alegría, dijo con voz firme: -Consentiría a pesar de esa mala reputación, si la joven está pura de toda mancha y de toda sospecha. -¿Consentiría usted también, a pesar de la oposición de mi madre a ese matrimonio? -añadió rápidamente el joven enamorado con voz angustiada... -A pesar de tu madre, Pedro... En casa, de los Combals es Domingo el que manda. 153
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-Padre, amo a Juana -exclamó Pedro vibrante de alegría y de amor,contenido; -ella es la que quiero pedir a usted por esposa, a usted, que es su padre y el mío. Pedro, con la cabeza y el corazón aliviados, dijo estas palabras sin tomar aliento y lleno de orgullo por haber expresado su sentimiento con entera franqueza. La felicidad inundaba su cara, un ardiente rubor corrió por ella en bocanadas de fiebre y una sangre nueva más generosa afluía a sus venas, como afluye la savia a las ramas de los árboles a la venida de la primavera. Acababa de afirmar que era un hombre por la libre elección de su alma y acababa de acusar su individualidad por la libre confesión de su amor. No era ya Pedro el joven que por su desanimación y su repugnancia a la tierra se había excluido de la clase de los campesinos. Había vuelto a serlo por un simple acto de fe en la tierra madre, y continuaba la cadena de la familia por aquel amor a la mujer, elegida entre todas las demás porque era la más digna. Combals, aunque preparado a aquella declaración por las palabras que había oído, no podía aún creer en tanta dicha. No sabía si en el bosque, donde las voces se deforman, sus oídos habían sido juguete de 154
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una ilusión, y se preguntaba si estaba soñando en aquella noche en que todo a su alrededor tomaba la apariencia de fantasmas. La profunda alegría produce a veces esas alucinaciones. Sin embargo, la carreta seguía sola su camino en la sombra y se oía el chirrido de las ruedas y la canción continua de las campanillas; el mismo Pedro estaba allí, a su lado, inmóvil y como ansioso, inclinándose hacia él como para pedirle una bendición... No, no estaba soñando. Domingo entonces se volvió hacía él y atrajo a su hijo, verdaderamente su hijo en aquel momento, la sangre de su sangre, y en un movimiento espontáneo y caluroso de su alma, le dijo estas palabras: -Déjarne que te abrace, Pedro, por toda la alegría que acabas de acumular en mí en un minuto. Y, en las tinieblas, bajo el murmullo de las hojas agitadas suavemente por la brisa, en aquella decoración de bosque y de montañas, más propicia a confidencias de enamorados que a una escena íntima de familia, los dos hombres se abrazaron con toda la ternura de que su alma era capaz. Cuando de nuevo echaron a andar, Domingo y Pedro tuvieron que apresurarse para alcanzar la carreta que se iba al paso de sus animales incons155
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cientes. Y Combals, vuelto a su serenidad y a su gravedad habituales, decía, al andar: -Ama a Juana, Pedro; es tan digna de ti como tú de ella. …………………………………………………… A la misma hora -eran cerca de las nueve, cuando los dos Combals llegaron a la Borie,- Rosa, sentada bajo la campana de la chimenea y apoyada en su bastón, escuchaba, acaso, las confidencias de Juana y, como siempre, consolaba a la joven enamorada con su buena risa de abuela y sus palabras temblorosas. Pero la una y la otra estaban lejos de sospechar que en el mismo momento se abría el corazón de Pedro y se confiaba al de Domingo por el mismo motivo y sobre el mismo asunto. En efecto, mientras ella velaba en la vasta cocina esperando la vuella de los viajeros, Juana no podía pensar que el mismo secreto, de amor que ella guardaba púdicamente era compartido por el joven Combals, ni que se estaban ya celebrando sus esponsales allá, en las mesetas que rodean al Redón, en pleno corazón de las montañas, en pleno país de Cabrerolles. Así fué que no sintió nada más que un 156
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latido más rápido cuando Noiraud, echado a su lado, movió la cola y ladró fuertemente mirando a la puerta. La joven fue en seguida al umbral de la cocina para alumbrar mejor con el farol la cuadra próxima. A cien pasos sonaban alegres las campanillas en la collera de las mulas, crujían las piedrecillas bajo las pesadas ruedas, chasqueaba el látigo en manos de Pedro y Domingo hacía resonar con voz clara -la voz de aire libre,- Sus "arre, mula" al pasar por la iglesia, que era por donde venían en ese momento. Desde, lo más lejos que pudo, Pedro había mirado hacia la casa paterna y su corazón se había conmovido al ver a Juana en pie en el umbral de la puerta. La conoció en su estatura y en ese no sé qué que los enamorados no definen, pero que no los engaña jamás, cualesquiera que sean la hora y el lugar en que se revele la presencia de la amada. Pedro la contemplaba con embriaguez mientras hacía restañar el látigo, y ya le parecía, después de la confesión que había hecho a su padre, que la amaba mil veces más y mejor de lo que había dicho. En la mesa, comió lentamente para permaneeer más tiempo al lado de Juana; y cuando subió a su cuarto y la Ravinel, después de haberlo arreglado 157
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todo, se fué al establo, Pedro comprendió la plenitud y la perfección de su amor en el hecho de que el recuerdo de Zoe le era ya enteramente indiferente. A todo esto, Pedro vivía con ese puro sentimiento como con un huésped cuyo nombre y cuya calidad misteriosa no se atrevía a decir a Juana, y se dedicaba a sus tareas habituales reflexionando largamente en los medios, en el día y en el momento en que podría hacer esa revelación con toda tranquilidad y con toda seguridad de espíritu. ¡Ah! decir o hacer comprender a aquella niña el profundo amor que llevaba en él como un dulce peso que tenía impaciencia de compartir con ella... Aprovechar la ocasión y la hora oportuna en que los gestos se explican por sí mismos y en que las palabras salen sin esfuerzo del corazón y de los labios... Este era el nuevo tormento de Pedro en aquel domingo de marzo mientras volvía, al caer la noche, hacia la mesa de familia, donde Juana, orgullosa por el cambio operado en él, le esperaba siempre grave, pero con una sonrisa de alegría en la mirada. Hacia el fin de la cena, sin embargo, la frente del joven Combals pareció serenarse al contacto de la alegría de la Ravinel, y la satisfacción pareció volver 158
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a sus labios, pues se echó a reir con una risa que resonaba en la pieza viva y ligera. -¿De modo que es esta noche vuestra ronda por el pueblo? -preguntó Domingo aludiendo a la fiesta de aquel día de Carnaval. Sí -respondió Pedro, -y parece añadió con risa misteriosa, -que nos vamos a divertir como unos locos. -Como todos los años... Redobles de tambor, gritos, alborotos, disputas... No habrá medio de dormir... En fin, es cosa de vuestra edad. Yo no siento no ser ya joven... -Lo que no te ha impedido hacer como todo el mundo en tus tiempos -dijo Natalia. -Los jóvenes deben divertirse y gozar de la juventud. Después, astuta y con una intención que sólo Pedro podía acaso comprender, la Combals añadió con risa violenta : -En un día como éste, acuérdate, Domingo, viniste a plantar en mi puerta el ramo de romero... -¡Es verdad ! -respondió sencillamente Combals. -No parece sino que lo dices con pesar... ¿No lo harías de nuevo si las cosas se hicieran dos veces? Domingo respondió con risa jovial, que atenuaba la rudeza y las reticencias de sus palabras : 159
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-¡Eso!… ¡Eso !... La Natalia ha cambiado mucho desde aquel día. Y añadió dirigiéndose a Rosa: -¿Verdad, abuela? -Ya no tiene veinte años la Natalia, y la vida cambia a todo el mundo -dijo Rosa mascullando las palabras. La abuela fijaba alternativaniente en su hija y en su yerno su mirada tranquila y reflexliva y, después, sus ojos buscaban, con expresión visiblemente satisfecha, las cabezas de Pedro y de Juana, a quienes parecía reunir en un mismo destello de ternura. A las palabras sentenciosas de la abuela siguió un silencio un poco penoso, y Natalia, descontenta y malhumorada, no le rompió. Los tres se quedaron graves y pensativos en torno de la mesa, hasta que Domingo se levantó y dijo dirigiéndose a Pedro: -Y bien, muchacho, diviértete esta noche y no vuelvas tarde... Sabes que mañana acabamos la poda de la viña, del Ouli y que por la tarde hay que seguir cavando el Peyral... Y mientras subía la escalera, se oía su ruda voz en medio del crujido de las tablas mal juntas. -Si el tiempo se mantiene -decía, -la primavera vendrá este año temprano. 160
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A lo que Rosa, que había oído a pesar de su aparente soñolencia, respondió inmóvil en su silla: -Es la mejor estación para los viejos de mi edad; el sol empieza a calentar. Juana se levantó a su vez, alcanzó el farol que estaba en el vasar de la chimenea, lo encendió, y, después de haber besado a Rosa con más fruición que de costumbre, se dirigió al humilde rincón en que la Combals le dejaba dormir por caridad en un jergón desgarrado y bajo unas mantas deshilachadas. También Natalla se subió a su cuarto, echando, al pasar, una mirada a Pedro, que éste no vió, y no quedó en la cocina más que la almela dormida en su silla y Pedro, apoyado en la mesa y meditando mientras miraba obstinadamente las brasas que relucían bajo el montón de humeantes cenizas. Era la hora en que todas las noches hacía Juana a la abuela sus confidencias habituales, y Rosa estaba pensando en eso en el aislamiento de la chmenea en que estaba confinada. También pensaba en que el momento era favorable para dar una leccioncita a su nieto, al que veía allí muy pensativo. No, ciertamente, no quería pesar sobre el corazón de Pedro; no tenía siquiera intención de hablarle de Juana; pe161
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ro se proponía ponerle en guardia contra, un complot cuyos hilos había sorprendido en una conversación de la Combals y la Tabouriech habían tenido delante de ella, creyéndola sorda, aquella misma mañana. Rosa, decidida, tosió con una tosecilla seca y dió dos ligeros golpes. Al oir esta señal, Pedro levantó la. cabeza. -¿Quiere usted decir algo, abuela ?-dijo dejando su asiento. -Acércate, Pedro respondió la anciana tratando de levantarse. Y cuando su nieto estuvo a su lado y cerca de sus labios, que trataban de hablar, la anciana murmuró: -Promete a tu vieja abuela, Pedro, ser esta noche prudente y razonable. -Me he jurado serlo. -Y no dejarte arrastrar... -Se lo prometo a usted, abuela, se lo prometo. -Y no ir, como acaso querrán obligarte, a plantar el romero en la puerta de... -¿De Zoe Tabouriech, abuela? -acabó Pedro. Rosa, asombrada, volvió la cabeza y fijó en Pedro una larga mirada. Después levantó la mano, la puso en la cabeza del joven, la atrajo hacia sus la162
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bios, que se posaron en ella un momento, y le dijo, vertiendo una lágrima que parecía quemar el borde de sus párpados sin pestañas: -Veo que me has comprendido, Pedro mío, y das una gran alegría a tu anciana abuela... Dios te bendecirá... Cuenta con ello, Pedro, y muy pronto... Sacudió por última vez con fiebre el brazo de su nieto, en el que se había apoyado mientras hablaba, y dejó caer de nuevo el encorvado cuerpo a su primera posición. Pedro, dichoso con estas palabras y con ese deseboconsolador, se quedó contemplando, sin cansarse, la sonrisa de satisfacción impresa en cada una de las arrugas de aquella cara venerable y renovándose a sí mismo su promesa en el fondo del pensamiento. Cuando volvió a sentarse al lado de la mesa, esperando que los mozos del pueblo fuesen a buscarle para la correría nocturna, oyó crujir la escalera y comprendió que su madre quería también hablar con él. No se engañaba. Natalia entró, en efecto, echando como al descuído una mirada fugitiva y dura hacia la chimenea, donde Rosa estaba dando cabezadas y dormitando al parecer. 163
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Y Pedro tuvo el presentimiento de que una escena aflictiva iba a suceder a la conmovedora conferencia que acababa de tener con su abuela. La Combals traía, en la mano una rama de romero, mal disimulada debajo del delantal, y resultaba un contraste antiestético y penoso, entre las florecillas azules que se abrían delicadamente en grupos a lo largo del tallo encorvado y flexible, y aquella mujer rígida, grosera y malhumorada, que las aprisionaba en sus manos. Pero Pedro no se fijaba en esto; lo que él comprendía era la alusión que contenía aquella rama florida y la orden que significaba claramente, y no se sorprendió al oír que su madre le decía en voz baja entregándole el ramo: -Toma, Pedro; lo he cogido esta mañana para ti en los Baumes, -Gracias, madre-respondió el joven, y dejó el ramo encima de la mesa. -¿ Sabes -añadió la Combals, -en qué puerta deberías plantarlo? -No me equivocaré de puerta; esté usted tranquila. -Cuentocon ello, hijo mío, y también Zoe... -¡Que cuente! -respondió Pedro en un tono de ironía que no observó Natalia. 164
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Después, seguro de sí mismo y de la resolución que había tomado, añadió con la boca un poco desdeñosa y burlona: -Y quedará usted contenta de su Pedro. Habiendo oído estas palabras, que la tranquilizaban completamente, hasta tal punto creía haber reducido la voluntad de su hijo, la Combals se retiró satisfecha, diciendo al mozo: -¡Buena suerte! Al oir aquella voz, hubo en Pedro un sentimiento desgarrador, como una herida que chorreaba sangre. Y se puso a pasear tristemente por la cocina, cuyas sombras aurnentaban aún su tristeza. Cuando se acercaba a la mesa, veía la rama de romero, cuyas hojas parecían replegarse tímidarnente en sí mismas, y al pensar que los dedos de su madre la habían cogido para él, para que adornase la puerta de Zoe, sintió una sensación de repugnancia. Estaba, ya alargando la mano para coger el ramo, deshojarlo y pisotearlo, cuando sonó en sus oídos la voz de Rosa. -Dame ese romero, Pedro. Dócil, y sin prever las intenciones de su abuela, el joven le dió el ramo y esperó. La abuela, que había adivinado el móvil a que había obedecido Nata165
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lia, separó con la punta del bastón las cenizas del hogar, descubrió las brasas cuya lumbre estaba cubierta de un fino polvillo gris, y cuando la hoguera estuvo preparada, dijo en voz baja: -Echalo al fuego, Pedro; ahí estará mejor que al alcance de Zoe. Sin titubear y con ademán rápido y decidido, el joven Combals puso el ramo en las brasas, que arrojaron una humareda blanca. La abuela movió la cabeza y murmuró con expresión satisfecha : -Bien, Pedro. Está muy bien lo que acabas de hacer. Un instante después, Rosa dejó su sitio, y Pedro, cansado de esperar a sus camaradas, salió y cerró la puerta. Antes de reunirse con la alegre tropa, el joven se dirigió hacia los Baumes y se metió en el estrecho paso lleno de malezas que lo sur- caba en toda su longitud. El aire fresco que bajaba de las montañas le animó y disipó su tristeza. Aspiró la brisa a plenos pulmones, y dichoso de encontrarse al fin solo, se aventuró en un grupo de rosales, cuyas flores llenaban de un perfume discreto las tinieblas. No lejos de allí, un romero elevaba hacia el cielo sus ramas 166
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floridas y olorosas: Pedro cortó el más hermoso ramo, y, después de haberlo escondido debajo de la chaqueta, bajó la escabrosa cuesta y volvió al pueblo, donde ya, en la plaza de la iglesia, sonaban los primeros redobles de tambor en la tranquila noche, como vibrante llamada. Pedro se reunió con la cuadrilla de jóvenes que reían a carcajadas y cantaban a voz en cuello, y empezó con ellos la vuelta al pueblo, según la tradicional costumbre, marchando y deteniéndose como ellos, automáticamente y sin objeto determinado. Formábanse conciliábulos secretos al llegar a cada casa, y se pronunciaban frases maliciosas a cada nombre de muchacha que salía a relucir. Delante de cada puerta se producían risotadas y empujones, siempre que uno de los mozos colgaba su ramo de romero, y los aullidos y los gritos salvajes alternaban con los redobles del tambor, castigado sin piedad por una mano poco hábil. A Pedro le hacía todo aquello poca gracia, porque sentía, como le había dicho Combals, que se mezclaba demasiada grosería a aquella poética fiesta de los corazones enamorados. Desde que amaba a Juana, habíase refinado su espíritu, su pudor se había desenvuelto y ya le repugnaba el ver que el más puro de los senti167
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mientos del alma era envilecido y ensuciado por la brutalidad y el cinismo de los gestos y de las palabras. A la una de la madrugada, las cabezas estaban un poco calientes, se multiplicaban los altercados y, cuando el cortejo llegó a la casa de las Tabouriech, la discordia reinaba en el campo de Agramante... El mayor de los Domergue, Juanón, como le llamaban en el pueblo, pretendía tener derecho a plantar el romero en la puerta de Zoe ; pero otros, la mayoría, afirmaban que ese derecho pertenecía a Pedro, a quien habían visto hacer la corte a la muchacha. Combals permanecía silencioso y sin tomar parte en la querella. Cuando, vió que sus partidarios le llamaban gritando: ¡Pedro! ¡Pedro! y los vió a su alrededor dispuestos a encaramarle, a pesar suyo, hasta la ventana de Zoe, se cruzó de brazos en actitud de desafío y dijo con voz resuelta: -Que Juanón plante su ramo, amigos; no es en la puerta de Zoe donde yo quiero plantar el mío. A pesar de la sorpresa, querían a toda costa obligarle a escalar la casa de las Tabouriech, y se produjo una algarada en el curso de la cual Pedro 168
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administró a derecha é izquierda vigorosos puñetazos que hicieron el vacío a su alredodor. Anhelosas y angustiadas, Zoe y su madre observaban detrás de la ventana las fases de la lucha y esperaban ansiosamente el resultado. Al oir la voz de Pedro y al escuchar las palabras que pronunciaba con acento vibrante, un vértigo obscureció los ojos de la joven, ahogó su garganta un grito de rabia y dijo con los dientes apretados esta amenaza que le hizo echar espuma por la boca: -¡Ahora nos toca a nosotros dos, Pedro!… …………………………………………………… En cuanto se vió libre, Pedro se fué a su casa. Por el camino sacó de debajo de la chaqueta el ramo de romero, cuyas flores se habían marchitado un poco con el calor del cuerpo, y lo llevó en la mano como una prenda de amor. Cuando llegó al establo, donde Juana dormía con sueño tranquilo, Pedro, en medio de los ladridos de Noiraud, suspendió sin ruido a la puerta el delgado ramo, cuyo tallo se agitó unos instantes con un balanceo de hojas rozadas. Curiosos por conocer el nombre de la novia de Pedro, los mozos le habían seguido a distancia, y 169
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vieron que se volvía hacia ellos y les ofrecía la mano, sonriendo, en señal de reconciliación. -Ved dónde he plantado yo mi ramo -dijo con voz decidida designando la puerta del establo. Todos aplaudieron la elección que había hecho de la Ravinel, y cada uno de ellos le estimó dichoso y envidió en secreto tanta felicidad. Pocos instantes después, las voces y las risotadas habían cesado. El joven Combals, orgulloso y satisfecho de sí mismo, se fué a la cama con el alma en fiesta y entusiasmada de amor, mientras que en la húmeda y pesada atmósfera del establo, Juana, a la que había despertado el ruido y la voz del amado, lo comprendió todo y vertió lagrimas de alegría al saludar con una sonrisa a la nueva aurora que se levantaba en su humilde vida.
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VIII Al día siguiente, no tardó en conocerse la noticia en el pueblo. Natalia fué una de las primeras que la supo por la misma Virginia Tabouriech, que, furiosa y muy sofocada, la anonadó con sus reproches y sus maldiciones. Aquella compacta y pesada persona, iba y venía por la pieza, como una furia y se paraba de vez en cuando delante de la mesa, en la que golpeaba con la mano como para dar un alimento a su cólera. -¿Qué tiene que reprocharnos el tal Pedro para hacernos semejante afrenta? -decía la Tabouriech. -Nada, Virginia; Pedro es un niño y un tonto. . Ya se le pasará esta chifladura -respondió la Combals en tono frío.
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En el fondo, Natalia estaba frenética de cólera y de odio; pero se contenía delante de Virginia, la cual siguió diciendo: -Bien podía habérsele pasado antes... Zoe está todavía toda alterada... -También se le pasará a Zoe -dijo Natalia. -Tú hablas muy bien -respondió con acritud la Tabouriech, a quien la indiferencia de la Combals empezaba a poner fuera de sí. -¿Y qué quieres que yo le haga, a tu Zoe? -replicó la Combals, impaciente a su vez. -Nada, pero podías haber impedido a Pedro que hiciera lo que ha hecho… -¡Si no hubiera dependido más que de mí!... -Tampoco dependera de ti que tu mozo se case con esa muchacha de nada... con esa Juana... Natalia dio un salto al oir estas palabras. Su cara tomó una expresión implacable. Sus ojos, en los que se veía un brillo feroz, se inyectaron de sangre de un modo que la hacía parecerse a una bestia perseguida y asaltada. En sus facciones se imprimió una indefinible expresión de odio y de venganza y exclamó haciendo un gesto con el puño cerrado: -¡Ah! por mucho que diga y haga Pedro... ¡Todavía no tiene a su Juana!... 172
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La Tabouriech la miraba con mirada de espanto. Nunca había visto a Natalia en aquel estado de exasperación, y en aquel momento, adivinó que aquella mujer era capaz de todo para llegar a sus fines. Y corno esperaba aprovecharse de ello, murmuró repentinamente dulcificada y halagando la pasión secreta de su comadre: -La verdad es que Pedro no tiene aún a su Juana. Una madre tiene todos los derechos sobre su hijo. -Y yo se lo haré sentir... -¡Qué cambiado está ese muchacho desde hace unos meses!... ¡El, tan dulce, tan tímido!… -Se ha vuelto un lobo rabioso, desde que esa miserable Ravinel le ha embrujado. -No parece sino que le ha hecho mal de ojo. -Todo esto va a cambiar, Virginia. Te juro que Pedro se casará con Zoe o dejaré yo de ser quien soy. -¡Es tan buena y tan amable mi Zoe! -dijo la Tabouriech redondeando los labios. -Y si Pedro se resiste -añadió con ferocidad la Combals, -les sucederá una desgracia a él y a su novia. -No hay más que eso para hacer efecto -dijo Virginia con un gesto do condescendencia... 173
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-Brujería contra brujería... Como se aproximaba la hora, de que los hombres vinieran del Oull para la comida de la tarde, la Tabouriech se levantó penosamente de la silla y se dirigió a la puerta repitiendo: -Espero que todo se arreglará... Hasta un de estos días, Natalia… -Todo se arreglará ó acabaremos mal -repitió Natalia. Cerrada la puerta y cuando la Combals se encontró sola pensó en el reto que su hijo acababa de arrojarle a la cabeza, a ella, su madre. Tenía muy poco en cuenta la herida que había podido sufrir la coqueta vanidad de Zoe por el acto de Pedro; al pensar en la decepción de la Tabouriech, Natalia se encogía de hombros. Pero su despecho y su orgullo de mujer celosa y ambiciosa, de campesina obstinada y autoritaria, se sintieron heridos en lo que había para ella más sagrado: su autoridad de madre y de esposa. Su odio, su sed de venganza se aumentaron la dejaban con frecuencia inmóvil y con la vista duramente fija en el suelo de la cocina como si la preocupase una sola idea constante. Sentía que se apoderaba de ella cierta repugnancia, por todo lo 174
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que le había gustado en otro tiempo como mujer de su casa ordenada, previsora y económica, y llegaba a englobar en su resentimiento a Domingo y a la abuela Rosa. Su conciencia, ya poco escrupulosa, no tenía la noción de lo justo y lo injusto, del bien y del mal, y se iba alterando más a medida que Natalia pensaba en los mil incidentes de su existencia desde el día en que había adivinado en Juana una rival, una enemiga, y en que Pedro, a pesar de sus esfuerzos, se había enamorado de la javen Ravinel, suprema audacia que no le perdonaba. Veía detrás de aquella muchacha el apoyo secreto de Combals y de Rosa, lo que no era para tranquilizarla sobre el resultado de la lucha que iba a emprender al mismo tiempo contra Pedro y Juana. Poco le importaba ya que su hijo no pensase en volver a la ciudad y que se hubiese dedicado con persistente ardor al trabajo de los campos. Que se quede en Cabrerolles, si quiere -pensaba Natalia, -pero que desaparezca la que ha favorecido esa adhesión a la tierra. Sí, que desaparezca Juana; es preciso; debe marcharse... ¿Adónde? Poco me importa y no trataré de saberlo; pero que se vaya de Cabrerolles mañana, esta misma noche... ¡Ah! -añadió en seguida en voz alta mientras activaba el 175
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fuego del hogar. -Tú, Pedro, has preferido a una miserable a tu madre; has querido rnejor seguir sus consejos que los míos... Pues bien... -Pues bien, ¿qué le vas a hacer a Pedro? -dijo una voz sorda que salía de la escalera, cuya puerta estaba abierta. Natalia se irguió y un temblor convulsivo agitó sus manos. Su cara se puso lívida al reconocer a su madre, que se había parado en el umbral moviendo la cabeza y golpeando el suelo con el bastón. En vez de estar como siempre risueños y bondadosos, los ojos de la abuela habían tomado una expresión de fría severidad al mirar a Natalia. ¿Volvían los días, después de tanto tiempo, en que Rosa tenía que ejercer su autoridad con su hija, como cuando era pequeña? Rosa reiteró la pregunta: -Y bien, Natalia, ¿qué le vas a hacer a Pedro? La Combals, trémula, se insurreccionó contra su madre, la buena e indulgente anciana, y golpeando rabiosamente con el pie, dijo con voz reconcentrada : -Pondré en la calle a Juana. -Mientras yo esté viva, Natalia, eso no se verá en casa de los Combals. 176
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Contra su costumbre, Rosa no masculló estas palabras. Díjolas sin tomar aliento, y la energía de la voluntad suplió en aquellas graves circunstancias a la debilidad del órgano y devolvió a sus labios la agilidad y la mordaz aspereza de otro tiempo. Después de haber dicho con fuerza todo lo que tenía que decir, se deslizó con su paso menudo y ayudándose con el bastón, y fué a sentarse en su sitio predilecto, debajo de la campana de la chimenea. Cobarde, menos por respeto que por temor de las cosas duras que su madre podía decirle, Natalia, dócil como una niña que se encorva ante el látigo de su madre, se quedó murmurando entre dientes confusas amenazas contra Juana. Ahora temía la llegada de Domingo, de Pedro y de la Ravinel, y tenía la impresión obscura de que no se atrevería a recriminar en su presencia. Era preciso, sin embargo, que desahogase la bilis; fuerza era que la tempestad de su cólera descargase sobre alguien; y, siendo como era rencorosa y vengativa, buscó el medio de ver en secreto a Juana o al mismo Pedro. En esta disposición de ánimo y con esa resolución bien tomada, se encaminó, pues, al establo, donde pensaba encontrar al uno o a la otra. 177
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Pero el establo estaba vacío y Pedro no había vuelto del campo. Natalia se llevó chasco. Entonces, con los nervios excitados y en una necesidad inconsciente de hacer daño, aunque fuese a las más humildes cosas, a falta de seres, como ocurre con frecuencia en los accesos de violenta cólera, se puso a desarreglar a fondo el camastro de la Ravinel, desparramó su paja polvorienta y arrojó las pobres mantas en la porquería de la cama de los animales. Al levantar la almohada, donde la piedad de Juana le había ocultado, cayó a sus pies un ramo de romero, que inclinó dolorosamente sus hojas ajadas y sus flores marchitas. Natalia le vió y mientras con una horquilla en la mano se disponía a arrojarlo en el estiércol de los carneros, no vió que Pedro acababa de llegar y estaba en pie en la puerta del establo, con la azada al hombro y mirándola petrificado. Pero al ver la acción de su madre, acudió de un salto y le contuvo el brazo apretándoselo entre sus huesudos dedos corno en un yunque, y dijo con la cara roja de indignación: -¡Madre, no haga usted eso!… -¿Por qué no? -respondió la Combals sorprendida, pero pronto en posesión de sí misma. 178
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-Porque yo no quiero -respondió firmemente Pedro, sin dejar de sujetar el brazo de su madre. -¿Te impedí yo, acaso, anoche quemar el ramo que te había llevado yo misma? En la vida, Pedro, cuando se hacen las cosas no hay que hacerlas a medias... El romero humeaba aún esta mañana en la cocina... La discusión estaba empezada y Pedro, aunque deseoso de evitarla para, impedir toda violencia inútil, no podía substraerse a ella. Tranquilo y resuelto, ante la mirada de su madre, que se hundía duramente en sus ojos, el joven respondió : - ¿Quería usted forzarme a colgarlo en la puerta de Zoe? -Sí, antes que en la de este establo. -He plantado el romero en donde he querido, y nadie tiene nada que decir. -Sí, yo, tu madre, tengo que decir mucho. -Es inútil. -¿Por qué, Pedro? -Porque, si puede usted reprocharme el haber colgado el romero en esta puerta, no puede usted prohibirme qne ame a Juana. -¿Es pues verdad que amas de veras a esa chicuela? 179
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-Es verdad que amo a Juana, y no me harán cambiar de idea ni usted, ni Zoe, ni nadie. -¡Bonito está eso para un Combals!... ¡Una miserable semejante!… -Madre- dijo Pedro apretando más violentamente el brazo de la Combals y dando a sus palabras una expresión de amenaza; -madre, no diga usted esas palabras hablando de Juana, que es honrada... -Sí, una chicuela de nada, una miserable a quien detesto, a la que quisiera que se llevasen los diablos, y que irá tarde o temprano... -Ese día me encontrará usted delante para defenderla. -¿Sí? pues te aplastaré a ti también aunque seas mi hijo. -Está usted diciendo locuras... -La locura es la que tú haces queriendo por mujer a esa, hija de ladrón y de incendiario... Dime si esto no es verdad: es la hija de un ladrón e incendiario… La Combals se había desprendido de la mano de su hijo y en pie, con los puños en las caderas y la cara rozando la de Pedro, profería, con voz ronca sus injurias y sus amenazas. Mientras hablaba movía violentamente la cabeza y en esta actitud de provocación esperó la respuesta de su hijo. 180
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Pero el joven Combals, anclado en la determinación que había tomado de resistir a su madre, no retrocedió esta vez ante tanto odio. -Ella puede- dijo, -ir por todas partes con la cabeza alta, porque a ella no hay nada que reprochárle. -¿Quién es entonces el que te ha metido en la cabeza la idea de permanecer en estos campos y estas viñas y de trabajar como un buey, con el barro hasta los tobillos, sin una hora de descanso, ni de placer? -Mi padre y también Juana. -¿Y encuentras que está bien encadenarte a este trabajo de presidiario? -Encuentro que está mejor en mi condición y que es más sano que ir a la ciudad a hacer el holgazán y el señorito sin un céntimo... -¿Y quién te ha vuelto los cascos y te ha sonsacado como un niño y un tonto que eres? -Es Juana, y yo lo he querido porque es una buena y honrada joven. -Hasta el día en que sepas que ha hecho como los de su familia, los Ravinel. -Juana es una joven honrada, madre, bien lo sabe usted. -Pues yo te digo que es una embaucadora, que te deshonrará y te dejará desnudo... A esas muchachas 181
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se las deja donde están, porque son una peste para las familias en que entran. -Y bien, esa peste, como usted dice, entrará en la familia de los Combals. Se lo dice a usted Pedro, y se lo repetirá mi padre. -Antes la arrojaré de aquí. -Y yo me marcharé con ella. Al oir estas palabras el brazo de la Combals se levantó amenazador, y ese gesto indicó bien la rabia que hervía en ella. Los dedos temblaban en su mano hinchada, por la afluencia de la sangre, y su cara descarnada tenía esa expresión salvaje que Pedro había visto en ella con tanta frecuencia. Natalia echó una mirada de desprecio a su hijo y gritó esta amenaza: -Está bien, Pedro, ámala, a esa hambrienta, a esa guardadora de animales; pero te juro que no está cerca de ser tu mujer... La Combals estaba sorprendida de la rebelión inopinada de su hijo, de aquel hijo a quien había visto hasta entonces siempre, inclinado ante su inflexible voluntad. Y, en su asombro, se preguntaba por qué prodigio Pedro, tan tímido y tan sumiso, se levantaba de repente ante ella. Aquella mujer ignoraba que en los seres habitualmente débiles y pasi182
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vos la cólera tiene esos accesos repentinos y terribles, como si tomase un desquite largo tiempo esperado. Mientras su madre le hablaba, Pedro se bajó muy tranquilo hacia la rama de romero que estaba en el estiércol y la atrajo a sí con un movimiento dulce de la mano, como si hubiera respeto y amor aun en ese simple ademán. Y Natalia, ya inmóvil y apaciguada, a pesar de los estremecimientos de las alas de su nariz, se quedó mirándolo silenciosa, sin pensar en arrancarle aquella rama seca que un momento antes había ella querido enterrar en basura. A todo esto oíanse fuera lastimeros balidos y se levantaban nubes de polvo, que cegaban y ahogaban en el calor del mediodía. El rebaño volvía al establo, conducido por Juana, y en medio de los ladridos de Noiraud, que atacaba con los dientes las patas de los carneros retrasados o que se retardaban a pacer la hierba que nace al pie de las tapias. Cuando Juana apareció en la puerta, que le extrañó encontrar abierta de par en par, se encontró en pie delante de ella a la Combals, que le mostraba con dedo autoritario el camino inundado de sol. 183
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-¡Fuera de aquí la Ravinel! -exclamó Natalia. -¡Fuera de aquí! ... Tenemos bastante con los servicios que prestas a nuestro hijo. Cuando Juana oyó estas palabras y vió a Pedro con la rama de romero en la mano, comprendió repentinamente lo que acababa de pasar. Su pobre corazón se llenó de angustia, las lágrimas obscurecieron sus ojos y, con las manos extendidas hacia la Combals, imploró en medio de sus Sollozos: -¡Madre Natalia! ¡Madre Natalia! ¡No me eche usted; no pediré nada; no diré nada!... -¡Fuera! ¡Fuera! -repetía Natalia con más aspereza en la voz y más cólera en la actitud de su mano extendida. -¿Pero qué es esto? ¿Qué pasa aquí? -preguntó Domingo, que había acudido. Y asombrado al oir las palabras de su mujer y al ver a Juana toda llorosa y suplicante, Combals se adelantó con las cejas fruncidas y preguntó con voz breve y severa : -¿Quién manda aquí, Natalia o Domingo? -Juana no puede estar ya con nosotros -decía la Combals con sombría energía. 184
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-¿Porque nuestro hijo la ama y ha plantado la rama de romero en su puerta en vez de ponerla en la de, Zoe?... ¡Ah! Natalia, no se va aquí en contra de las ideas de Combals, porque Combals es el amo en su casa. -¡Yo he echado a esta embaucadora, a esta hija de ladrón y de incendiario!... ¡Fuera, fuera de aquí la Ravinel! -repetía frenéticamente Natalia, con los labios contraídos y el cuerpo sacudido por un temblor nervioso. Ante tan criminal aberración, y a pesar de los ruegos de Juana que le suplicaba colgada de su brazo, el jefe de la familia pronunció estas duras palabras para su mujer : -Si hubiera aquí alguien a quien echar, Natalia, sería a ti a quien pondría en la puerta por el daño que has hecho a estos dos chicos. Y en ese tono de autoridad que los campesinos del Languedoc tienen con sus mujeres cuando se trata de cerrar un debate o de hacer cesar una querella penosa, Domingo impuso silencio a Natalia y le mostró la puerta de la habitación. -Es preciso que esto acabe. Vuélvete a casa. .......................................................................................... 185
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Desde entonces se vivió en casa de los Combals bajo un pie de hostilidad sorda, pero irreductible de una y otra parte. Pedro no pudo dar un paso fuera de casa sin que la Combals le siguiera con mirada hostil. Ora estuviera en el campo, ora en la montaña, el joven encontraba siempre los ojos de su madre que le investigaban y parecían registrar el fondo de su pensamiento. La Combals, en efecto, se había impuesto la tarea mezquina y vil de vigilar a los jóvenes, de impedirles hablarse y decirse ni con un gesto, ni con una sonrisa o una mirada, las emociones de sus almas. -¡Ah! ¡cuánto hubiera deseado sorprender a aquellos dos muchachos en una de esas horas de ternura en que, el corazón y la cabeza aturdidos, cambiasen un puro beso de eterno amor!... ¡Ah! poder deformar ese acto y envilecerle a los ojos de Domingo, cuya severidad le era conocida... ¡Qué triunfo y qué venganza para aquella mujer! Pero Pedro y Juana permanecían por encima de toda sospecha y marchaban por el humilde sendero lleno de lazos como van los rayos del sol por el lodo de los caminos y el viento entre las malezas, sin 186
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que se empañe nada de la pureza de su brillo y de su aliento. Los jóvenes iban, tranquilos y sonrientes, hacia un fin de felicidad y de paz sin mezcla. Ya, por otra parte, se aproximaba la hora en que, engañando la estrecha vigilancia de la Combals, iban a cambiar libremente sus primeras palabras de ternura... Había llegado aquel fin tranquilo de un día de abril, en que, en el santuario de Nuestra Señora de la Roca, sus dos corazones iban a abrirse para mezclar el perfume delicioso de su amoroso pensamiento... Aquella tarde una inefable embriaguez envolvía a la Naturaleza, pronta ya al despertar primaveral. Entre las ramas de los árboles y por los humildes tallos de las plantas corría un estremecimiento que no se podía decir si venía de la tibia brisa que los acariciaba o de la fiebre que la savia, impaciente por subir, había ocasionado en ellas durante las horas cálidas del día. El plácido cielo, en el que el sol acababa de ocultarse detrás del Redón, envuelto en una nube de púrpura y oro, dejaba vagar por el aire lánguidos vapores que bañaban blandamente la atmósfera. Un último rayo hería oblicuamente lo alto de las ruinas y encendía como una flecha de oro en el campanario derruido de la capilla. 187
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Juana subía lentamente por el sendero de las ruinas. Seguíala Noiraud, que husmeaba las matas, agitaba el aire con la cola y ladraba de satisfacción en la colina envolvente de aquella soledad; y el eco de sus ladridos subía sonoro por las rocas que dominaban el precipicio. Libre de todo cuidado, pensando que no encontraría como todos los días la huraña fisonomía de la Combals; que, se había marchado aquella tarde a casa de la Tabouriech, iba Juana feliz, sonriente y con una expresión en los ojos de maravillosa alegría. Involuntariamente, pensaba en Pedro, cuyo nombre venía sin cesar a sus labios, y acaso era ese recuerdo lo que daba a su cara tal expresión de dicha. A rápidos pasos y con el corazón oprimido, Juana se encamina a la capilla, trepa con agilidad la escarpada cuesta de las rocas y penetra en el santuario. De la bóveda anchamente abierta baja una luz discreta y piadosa que se infiltra tímidamente por la hiedra de las troneras. Apenas está Juana allí durante unos minutos, cuando un ladrido de Noiraud le advierte que alguien, no lejos, la mira y la observa con mirada extasiada. 188
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Y cuando vuelve la cabeza no puede impedir que sus labios digan fervientes y tranquilos, esta sola palabra: -¡Pedro! Su mismo nombre llegó al mismo tiempo a su oído, y la voz que le murmuraba era tan deliciosa que nunca ese nombre de Juana había resonado con tanta dulzura como en aquel momento, en la caricia de esas sílabas aladas. -¡Juana! - repitió Pedro desde el umbral de la capilla; y el gesto de sus manos abiertas parecía hacer a la joven, por adelantado, la ofrenda entera de su corazón y de su amor en aquella única actitud que el joven Combals encontró en su emoción. El joven entró muy quedo en la capilla y, sin pensar en otra cosa más que en pronunciar la confesión de su alma, murmuró cuando estuvo al lado de Juana esta frase conmovida : -¡Te amo, Juana, y he venido para decírtelo! La joven Ravinel escuchó con los ojos bajos, y temblando de emoción, aquella inefable palabra y balbució como a su pesar: -¡Pedro! ¡Pedro! ¿Soy digna de tu amor? -¿Quién lo merece mejor que tú? -No soy más que una pastora, Pedro. 189
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-No lo eres ya, desde el momento en que yo te amo. Y el joven Combals prosiguió mientras cogía en sus manos las de Juana: -¿Me hubiera quedado en Cabrerolles, si no te hubiera amado? -¡Cómo veo que dices la verdad! -¿ Me hubiera acostumbrado a vivir en mi campo y en mi casa, si tú no hubieras estado al lado mío? Sin pensar en ti, Juana, ¿hubiera yo tenido tanto gozo en el alma y tanta tranquilidad en la cabeza? -¡Cómo dices eso!... Tu voz no es la misma... -Nada más que viéndote, Juana, sentía que me hacía mejor, más animoso, y ahora todavía, no tengo más que mirarte para que todo aquí me plazca y me retenga.. Juana fijó los ojos en los de Pedro y creyó ver reflejarse en ellos todo el cielo. Una infinita quietud penetró en su alma y la dejó ínmóvil ante el joven, con las manos en las suyas y la mirada en su mirada. Estábase callada para dejarse mecer mejor por el murmullo de aquella voz ruda que decía las más bellas cosas y las más humildes, con tanta dulzura y encanto. Pedro seguía estrechando las manos de Juana entre las suyas, que se habían hecho más lige190
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ras para tocar las de aquella niña. El joven envolvía a su amada en una mirada de respetuosa ternura y, todavía con rnás dulzura y más ardor en el acento, acabó su declaración. -¿Es posible verte sin amarte, Juana?... ¡Ah! el día en que te burlaste de mí, porque no tenía vigor para llevar sacos de trigo como mi padre, sentí en la dulzura de tus ojos que harías de mí lo que quisieras... Y aquel otro en que te marchaste con el rebaño diciéndome: "Está mal lo que dices, Pedro", porque yo quería dejar el país... Y aquel otro, también, al lado de la fuente... ¡Cuando recuerdo que llorabas algunas veces pensando en mí!... Oye, Juana, desde entonces te amé y te amo con todas mis fuerzas, con todo mi corazón, a pesar de todos, a pesar de mi madre. -¡Pedro! ¡Pedro! -dijo Juana angustiada. -Sí, a pesar suyo... Si así no fuera, no hubiera hablado de esto con mi padre, no hubiera ido a plantar el romero delante de tu puerta, no hubiera subido hasta aquí para decirte todo esto como lo siento y para jurarte que, eres tú, tú y no otra, la que yo quiero por mujer... Entonces, anhelante de alegría, rebosando confianza y amor, Juana dejó pesar sus manos en las del 191
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joven, abandonándoselas completa- mente; y en las tinieblas que iban llenando el santuario, en aquella atmósfera de amor puro y casto que habían creado las palabras de Pedro, la joven presentó la frente al dueño de su corazón. -Pedro, desde el día en que te vi marcharte al regimiento y en que te seguí por el camino, con los ojos, para verte más tiempo, desde ese día mi alma ha estado llena de ti... - ¡Juana! -murmuró a su vez el joven con una sonrisa de orgullo. -Desde aquel día también sentí en mi tristeza y en mi pena que, estando tú ausente, me faltaba algo que nada reemplazaba. -¡Ah! si lo hubiera sabido... -Y cuando lloraba sola en el establo, donde me guardaba Noiraud, tenía aquí, en el pecho, un secreto que me hacía daño. -¡Pobre Juana! -decía Pedro, acariciando con sus rugosas manos las de la Ravinel. -He esperado tu vuelta, y he sido dichosa cuando he revelado a la abuela Rosa el secreto que me atormentaba. En aquel día también, fui confiada, a pesar de que aquella noche, casi a la misma hora, otra mujer... 192
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-No me hables más de esa muchacha, Juana; ha muerto para mí -dijo Pedro con acento suplicante y poniéndose pálido a la evocación de Zoe. -Cuando vi suspendida a mi puerta la rama de romero, comprendí en los latidos de mi corazón que eras tú quien la había puesto y la besé llorando de alegría. -Quería decirte sin hablar que te amaba -dijo Pedro con ternura. -Y ahora que estás aquí -acabó la joven,- ahora que te oigo, ya no dudo; yo también te amo, Pedro... -¡Juana! -siguió murmurando el joven Combals, sin poder pronunciar otra palabra. Cruzando las miradas y con las manos cogidas, los dos jóvenes se quedaron sin decir nada, dominados por el éxtasis del momento y de la emoción. Una luz sobrenatural nimbaba sus dos cabezas, una luz de luna dulce y blanca, más blanca todavía en la sombra que había invadido e1 santuario. En aquella soledad reinaban la calma y el silencio, no turbado siquiera por el zumbido de una mosca ni por el vuelo de un ave nocturna, como si tan augusta paz no debiera ser alterada por el más pequeño ruido. El mismo Noiraud, echado entre las piedras, perma193
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necía inmóvil y sin aliento, mirando de vez en cuando el grupo de Juana y Pedro. Rompiendo la primera aquel silencio, durante el cual sus corazones habían palpitado al unísono, Juana dijo con voz tan dulce y armoniosa como el murmullo de una fuente : -¡Cómo bendigo a Dios, Pedro, por habernos puesto a los dos en el mismo camino de la vida! ... -¡Para que lo recorramos juntos y felices hasta la muerte! -Hasta la muerte -repitió Juana con gravedad. Y añadió dirigiendo a Pedro una bnillante mirada. -Fieles al país y fieles a los campos de nuestros padres. -Fieles a todo, Juana. -Ahora te amo doble, Pedro, porque acabas de jurarme eso. -Y yo a ti, Juana, porque sin ti la ciudad se hubiera apoderado de mí por completo. En este momento levantó el perro la cabeza, olió hacia la entrada de la capilla y dejó oir un sordo gruñido. Como si no hubieran tenido ni el uno ni el otro ningún temor ni esperado peligro alguno, no te194
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niendo en su conciencia ni pesar ni remordimiento, Pedro y Juana no desenlazaron los dedos ni detuvieron el tierno murmullo de sus labios; y mientras detrás del espeso muro que los ocultaba se deslizaban dos sombras, con infinitas precauciones, hasta una estrecha ventana romana, ellos, siguieron soñando con su vida y confundiendo en una misma felicidad las horas pasadas y los minutos futuros.. A todo esto las dos sombras habían asomado las dos cabezas reunidas por la ventana, obstruida en parte por las plantas trepadoras, y desde allí, a través de la cortina de hojas, examinaban hostilmente el grupo ideal que formaban a la luz de la luna las dos siluetas de Pedro y Juana. ¡Ah! si menos ocupados de su amor, hubieran apercibido el oído al ruido de las voces que venían de fuera, hubieran oído a una de ellas murmurar con rencorosa alegría: -¿Aprobarás ahora, Domingo, que Pedro y la Ravinel estén aquí a estas horas y a espaldas nuestras? Y otra voz le respondió temblando: -¿ Por qué te he escuchado, Natalia, y por qué he venido para mí desesperación? 195
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-Espera hasta el fin -respondió Natalia escucha y mira, y después me dirás si me engañaba sobre la tal Juana. -No -replicó Domingo, -no espero... Es preciso que sepan en seguida... -Escúchalos, mira, van a hablar -dijo febrilmente la Combals oprimiendo el brazo a su marido. Las voces alternadas de los jóvenes llegaban hasta ellos distintas y puras, y Juana decía prosiguiendo su pensamiento: -Nada hay tan hermoso y sano, Pedro, como el trabajo del campo; nada hay tan noble para un hombre como inclinarse hacia la tierra y escuchar las voces que salen de ella a ciertas horas del día. -¡Qué bien hablas, mi pequeña Ravinel! -Llámame Juana, Pedro. El apellido me disgusta aún mientras los bienes de mi padre estén en otras manos injustamente. -Los compraremos, y nuestros campos no formarán más que una sola finca. En la ventana romana, Natalia dijo a Dorningo con una llama diabólica en la mirada : -¿Oyes?... Eso es lo que quería la Ravinel. -¡Cállate, Natalia! ¡Cállate! -repetía Combals con los dientes apretados y la angustia en el corazón. 196
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Juana continuó; Hace diez años que estoy pensando en ello, y para rescatar esos bienes, mis bienes, he ahorrado céntimo a céntimo el dinero que me habéis dado en tu casa. Es poco aún, pero tu padre, Pedro, tu padre a quien quiero como si lo fuese mío, tu padre, tan bueno para todos, ha engrosado la suma y me ha dicho con frecuencia poniéndome cada vez veinte francos en la mano: "En previsión, Juana, en previsión... " -¿Has hecho eso, Domingo? ¿Has dado dinero a esta miserable?-dijo Natalia, a la que ahogaba la cólera. -Cállate, cállate -repitió imperiosamente Domingo. -Reconozco en eso a mi padre -dijo Pedro. -Sí, mi padre te quiere, Juana, y bien lo viste el otro día cuando mi madre, injusta y celosa... -Tu madre, es tu madre, Pedro... A ella debes la vida, y sin ella, sin su amor al orden y su probidad, no serías el hombre que eres. Tiene un carácter pronto, pero es buena, muy buena, créeme; la han engañado, y, creyendo lo que le han dicho, ha querido, verte rico y dichoso en otra parte que en nuestras montañas... 197
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-¡Y con otra que tú! -dijo Pedro volviendo a coger la mano que la joven había retirado de la suya. -Mira, mira Domingo -dijo Natalia detrás de la cortina de hojas de la ventana. -Ahora le coge la mano. Sonrientes y cándidos y en la ignorancia en que estaban de todo mal, los jóvenes se miraban y su alma sencilla se reflejaba en sus ojos como el agua pura a través de un puro cristal. Juana continuó, volviendo siempre al mismo pensamiento: -¡Qué hermoso es vivir en los campos, en los propios campos, sin otro cuidado ni otra pena que trabajar con todo el ardor de los brazos, con alegría, con amor! ¡Vivir con poco, sin necesidades ni deseos, y no pensar en el trabajo que se realiza ni ver el esfuerzo, del vecino, como no sea para imitarle y obtener las mismas ventajas !... -¡Qué bien hablas, Juana ! ¿En qué libros has aprendido todo eso? -Tú sabes esas cosas tan bien como yo, Pedro, y tu padre las dice mejor todavía, porque da el ejemplo todos los días. -Es verdad que mi padre conoce el oficio. Hay que verle en el campo... Y también es verdad que 198
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dice bien esas cosas, cuando se pone a ello. Si le hubieras oído un día, en el Redón, hablarme de la montaña, de los precipicios, de los senderos y del país... Decía que no hay nada bello fuera de Cabrerolles... -Es verdad que no hay nada tan hermoso como el país natal y las montañas en que se ha crecido. -Es verdad, Juana, es verdad... Y creo que quiero más a Cabrerolles desde que te he dicho que te amo. Natalia se inclinó hacia Domingo y quiso hablar, pero su voz se ahogaba en la garganta y no dejaba salir, en un aliento anheloso de rabia reconcentrada, más que estas palabras: -¡Ah! la miserable, la miserable... -Cállate, Natalia -dijo Combals con el corazón aliviado de un gran peso. Y con mano crispada de sorda cólera, tapó la boca a su mujer. De nuevo, los dos enamorados se estrechaban silenciosamente los dedos. La misma aureola de luna iluminaba sus caras con rayos temblorosos y entre sus dos almas y sus dos pensamientos se establecía la misma estrecha comunión. De repente, Pedro tuvo la sensación del tiempo y de la hora. 199
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-Se hace tarde, Juana... Se calló un instante, y dijo dando un suspiro: -Y, sin embargo, cuántas cosas tengo aún que decirte... para el día en que nos casemos... -La única que importaba, ya está dicha, y soy muy feliz de haberla oido- respondió Juana. -Y, ahora, es preciso que tu padre y tu madre sepan que nos amamos y nos lo hemos dicho, hoy aquí... -Ya lo saben -dijo rápidamente Pedro; -se lo dije todo un día a mi padre y vi que estaba contento, porque lloraba al abrazarme. -¡Ah! la miserable,... Yo no quiero ese matrimonio, ¿entiendes, Domingo? -decía la Combals con el cuello crispado por el esfuerzo de todos sus nervios en tensión y una cara de bruja biliosa, que la luz de la luna enverdecía de un tinte siniestro. Pero Domingo ya no respondía. El anciano contemplaba a sus dos hijos con sonrisa de bondad y de admiración y no sentía ya haber cedido a las instancias pérfidas de su mujer, cuando le llevó a las ruinas para sorprender a los dos jóvenes. Combals saboreaba plenamente su alegtía y deseaba llegar hasta el fin de la felicidad que invadía su corazón a medida que las voces de Pedro y Juana llegaban hasta él. 200
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-¡Qué bueno es Dios -decía la joven, -por haber permitido todo esto!... Bien me lo decía la abuela... -Sí, Dios es bueno-respondió Pedro levantando los ojos hacía las grietas de la bóveda, en la que se transparentaba el cielo lleno de estrellas. Combals recobró entonces la entera posesión de sí mismo y volvió a ser el hombre justo y recto de toda la vida. Separando la cabeza de Natalia, y teniéndola a distancia de la ventana, gritó con voz vibrante -¡Míralos, míralos, mujer, y dime si es posible no aprobar lo que hacen y lo que dicen estos muchachos! La Combals dió un grito de rabia al mismo tiempo que otro de espanto expiraba en los labios de Juana. Y mientras Noiraud ladraba alegremente al oir la voz de su amo y Natalia huía desaforadamente al pueblo, Domingo, tranquilizó a los jóvenes con palabras emocionadas. -No tengáis cuidado, hijos míos -dijo dando la vuelta a las tapias de la capilla. Después, cuando estuvo a su lado, les cogió las dos manos reunidas y murmuró estrechándoselas y con los ojos llenos de lágrimas: 201
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-Dios está contento, y vuestro padre Combals os bendice por la alegría que acabáis de darle. Aproximó en seguida las dos cabezas, asombradas pero radiantes por tanta dicha acumulada en ellas en tan poco tiempo, y prosiguió con expresión de infinita dulzura : -Daos un beso, hijos míos, y sed felices. ¡Oh! qué inexpresable felicidad inundó sus almas en el momento en que, Pedro y Juana sellaron con un beso el juramento de amor de su corazón. ¡Qué indecible sabor el de aquel beso ante su padre comun! ¡Cómo veía Pedro la distancia que separa la fiebre torturadora de los sentidos de esa sensación tranquila y deliciosa que da una caricia inocente! No sentía en sí mismo ni turbación, ni pesar, ni remordimiento, sino que estaba poseído de una emoción profunda y de una paz tranquilizadora que le hicieron encontrar el tiempo muy breve cuando sus labios abandonaron la mejilla de Juana. La joven Ravinel, ruborizada, en los brazos de Pedro, saboreaba plenamente en aquella hora el gozo de un amor al fin compartido y confirmado. En aquella tarde -bien lo veía, -recibía la recompensa de sus esfuerzos y de sus penas, y los tormentos que la habían preocupado hasta entonces se borraron de 202
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su memoria. Olvidó el injusto odio de la Combals, y las heridas de su corazón de pastora y de sirvientas se cicatrizaron con el bálsamo que acababan de verter en ellas los labios de Pedro... Domingo, Juana y Pedro bajaron juntos el sendero de las ruinas iluminado por la luna. Sus cortas sombras tan pronto manchaban de negro la blancura de las rocas, como se confundían en el espesor de las malezas. En el aire tibio de abril, la serena austeridad de las montañas próximas se cernía misteriosamente sobre todas las cosas y los tres peregrinos se sentían invadidos por el formidable silencio que descendía de la cima del Redón y de las laderas llenas de bosques, bajo la irradiación de las estrellas. Y aquello arrancó a Domingo un grito de admiracion -¡Qué hermosas son las noches en nuestras montañas, Pedro! -dijo, designando con un ademán el cielo transparente, y las masas de bosques y de rocas. -Hoy me parecen más hermosas todavía -respondió Pedro, sonriendo a Juana., Bañada ahora por un blando rayo de luna y acariciada por la brisa que se levantaba y que iba refrescando, la pobre aldea, no lejos de allí, se dormía pacíficamente recostada en el flanco de su montaña 203
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y como cansada del día de trabajo. La aldea saboreaba mejor así, en el reposo, la calma de aquella noche mágica que la envolvía en su luz y en su frescura; y Pedro, al reconocer en la apretada agrupacion de casas el techo paterno, donde pronto iba Juana a entrar en la familia, experimentó una indecible alegría que llenó su corazón de un deseo más vivo y de una voluntad más determinada que nunca de pasar allí hasta la muerte días apacibles, en medio de los suyos y entre sus campos sus viñas y su ganado.
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IX A todo esto, la Combals seguía huraña irreductible, y rumiaba astutamente en la cabeza un plan de venganza. Con el alma ulcerada, no podía resolverse ni resignarse a creer que el matrimonio, entre Pedro y la Ravinel debía verificarse muy pronto, en la primera quincena de junio, acaso, como lo había propuesto Domingo. Y a pesar de la humildad y de la sumisión creciente de Juana, a pesar de los testimonios de profundo cariño que la joven no cesaba de darle todos los días, Natalia conservaba en su corazón toda su cólera y todo su odio. La dueña de la casa, vivía separada de los suyos, comía fuera de la mesa y se iba poniendo de día en día más taciturna y más sombría. 205
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Aquella situación alarmaba a la anciana Rosa, que conocía bien a su hija, y atormentaba también a Combals. -¿Por qué Natalia no habla ni ríe ni regaña con nadie? -decía la abuela a Domingo. -Preciso es que esté rumiando algo por dentro... La idea que, hacía tiempo, había asaltado tan extrañamente el cerebro de la Combals, había vuelto más dominante que nunca. Y su odio se aumentaba en las mismas proporciones con un deseo salvaje de venganza que zumbaba en sus oídos, alucinaba su cabeza y ponía como llamas de locura en sus espantados ojos. ¡Vengarse! no pensaba en otra cosa. Aquel era su único sueño, ya que fuese al campo, por una costumbre inveterada de sus piernas, ya que mirase las tinieblas de su cuarto durante las largas horas de insomnio y de ansiosa velada. Dominada por una tristeza que juzgaba incurable, mientras su sed de venganza y de odio no estuviese satisfecha, escuchaba apenas las palabras de la misma Tabouriech, cuya gruesa y gangosa voz le murmuraba a pesar de todo frases de consuelo y de paz. 206
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-Te estás matando, Natalia, con no querer digerir la afrenta que te han hecho -le decía la Tabouriech. -No quisiera morirme, sin embargo, sin que se me hubiera pasado la rabia -respondía Natalia. Después, animada y excitada por el silencio lastimoso de su amiga, la Combals exhalaba sus quejas en un raudal de frases tumultuosas y confusas que parecían causarle algún alivio. En estos momentos le parecía que después de todo las cosas acabarían por arreglarse sin llegar a los medios violentos y extremos. Y la Tabouriceh, a quien todos aquellos dramas molestaban en el plácido egoísmo de su vida, inculcaba a su amiga ideas de calma y de paz. -No es posible -decía, -que Domingo y Pedro no vean claro al fin en toda esta historia... Yo, Natalia, tengo la idea de que todo esto se va a arreglar... Zoe es demasiado amable y demasiado bonita para no dominar a Pedro... Verás cómo embruja a tu mozo y le hace tener mejores sentimientos... Y al ver que Natalia, silenciosa, movía la cabeza con expresión de duda y desanimación, la Tabouriech añadió:
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-Ya verás, Natalia, ya verás... Mi Zoe es lista y habilidosa para levantar de cascos a los mozos... Si pudiera ver a Pedro un minuto... -Juana no se separa de él ni un momento... Tiene a mi mozo, y no quiere soltarle, la miserable... -Eso es lo malo, eso es lo malo -repetía Virginia cerrando los párpados y haciendo monadas con los brazos. -Es una gran desgracia, Virginia, para Pedro y para los Combals. -¿Y para Zoe? ¿Y para mí? -dijo la Tabouriech. -¡Bah! a vosotras poco os importa. A falta de uno, ya tendréis otro. -Si no se tratase más que de eso, podía pasar... -murmuró Virginia pensando en el sueño, que había acariciado, de redondear sus bienes con los de los Combals. -Todo depende de Zoe -concluyó Natalia. Que se arregle con Pedro, que le vea, que le hable... Mi mozo es débil, y acaso se deje convencer ... -Seguramente que mi Zoe es bastante bonita para seducir a tu Pedro- dijo la Tabouriech con un gesto afirmativo de su redonda y pesada cabeza. Al pronunciar aquellas palabras ambiguas, ¿tenían las dos madres en la mente el deseo secreto de 208
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que se jugase la partida decisiva entre sus hijos? ¿Pensaban las dos que ante los encantos y las coqueterías exasperadas de Zoe, Pedro, ciego y enloquecido, olvidaría para siempre el sencillo encanto y la cándida ternura de Juana? Sí, aquellas dos mujeres querían eso ya, y lo querían con todas sus fuerzas. Sin haberse concertado, habían tenido el mismo pensamieto y detrás de la hipocresía de sus palabras se ocultaba la misma intención. Entonces, pensaba Natalia, Juana, abandonada y despreciada, tendría que marcharse o morir. Domingo, entonces, tendría que consentir en el casamiento de Zoe y Pedro. En todos estos cálculos, Natalia y Virginia pensaban como unas campesinas que no retroceden ante nada ni ante las peores combinaciones para llegar a sus fines. Iban a obrar también como unas campesinas a quienes no detiene ningún escrúpulo, y rnenos aún los de esta naturaleza que los de otra. Una falta de honradez no ha podido nunca asustar al alma grosera de ciertos campesinos, cuando está en juego una fanega de tierra para redondear sus bienes o cuando se trata de satisfacer un sentimiento de venganza y de odio.
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El convenio, aunque tácito, estaba hecho entre la Tabouriech y la Combals, y sus últimas palabras iban a ser como la firma de las dos partes. -Escúchame bien, Virginia -dijo la Combals levantándose para marcharse; -Pedro debe ir mañana por la tarde a segar el prado de la Encina Caída... y estará solo... -Puedes estar tranquila, Natalia -respondió la Tabouriech sin dejar a su cómplice el cuidado de terminar su frase... -Zoe irá a buscar a tu Pedro... Y mientras se urdía esta conspiración contra la paz de Pedro y la felicidad de Juana, mientras se elaboraba este atentado, el joven Combals y la joven Ravinel pensaban juntos con alegría en el día próximo, que consagraría su mutuo amor. Y la anciana Rosa, que los escuchaba algunas veces, les decía con la buena risa de sus ojos y la indulgencia de sus lentos labios : -Bien te lo había dicho, Juana, bien te lo había dicho... A mi edad se tienen presentimientos... Había visto que todo saldría a medida de vuestros deseos... -Es que usted nos ha ayudado mucho, abuela -respondió Juana feliz y orgullosa. Y Rosa acabó, agitando el bastón: 210
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-Pero... pero... Ya sabéis lo que pasa, hijos míos... Ahora... ahora... Atentos a la voz de la anciana, Juana y Pedro, comprendieron en aquella balbucencia que la abuela no se atrevía a acabar su pensamiento, y acudieron a su lado, le cogieron las manos y murmuraron juntos en tono de súplica . -¿Quería usted decirnos algo, abuela? -No -respondió cerrando suavemente los ojos y moviendo la cabeza con un movimiento muy dulce... -Lo que iba a decir es demasiado triste para vosotros... Es otro presentimiento que tengo... Más expansiva que Pedro, Juana rodeó con sus brazos la venerable cabeza de la abuela y la besó afectuosamente, diciéndole palabras cariñosas y frases en las que la risa de sus dientes sonaba clara en la ahumada cocina. Pedro, al oirla, mezcló su risa con la de la joven y pronto la alegría plegó con una sonrisa los labios de la anciana Rosa. Toda tristeza se había desvanecido, pero quedaba cierta angustia en el corazón de los dos jóvenes a consecuencia de las palabras de su abuela, pues ambos ronocían que, si Rosa no había querido era por no turbar la felicidad desu sueño de amor. 211
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La abuela, en efecto, declinaba visiblemente desde hacía algún tiempo. Movíanse sus labios con más dificultad, su cabeza y sus manos secas y relucientes estaban agitadas por un continuo temblor y, señal que no engañaba a la anciana Rosa, dormía ahora con un sueño largo y profundo. A pesar del hermoso sol que hacía fuera, no salía ya ni iba a su puesto habitual, en el banco de piedra, a aspirar el aire puro y a calentar su pobre cuerpo destruido. Ya no guiñaba sus ojos, vivos aún, hacia el Redón y las cimas vecinas, y sus dedos permanecían inactivos apoyados en el bastón de pino. Hablaba poco y pensaba, no ya en el pasado, cuya evocación parecía rejuvenecer por momentos sus fuerzas agotadas, sino en el porvenir, en aquel porvenir que, veía tan limitado para ella. Cuando le ocurría el pensamiento de la muerte, aunque sin asustarla, murmuraba con sus labios cansados y resignados de antemano: -¡Con tal de que no sea antes de la boda de los muchachos!... Y a pesar de ese deseo, y a pesar del esfuerzo de sus pensamientos, dirigidos hacia otro objeto, agitábala un secreto presentimiento que hacía más convulsivo el temblor de su cabeza y de sus manos. 212
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Apoderábase de ella el frío, aun estando sentada al lado del fuego, y removía con el bastón las brasas del hogar como si al mismo tiempo hubiera encendido la llarna de la vida que sentía consumirse y apagarse lentamente en ella. Y su pena se aumentaba en lo más profundo de sí misma, sin que lo pareciese sin embargo, cuando Juana y Pedro, cogidos de la mano, se sonreían de placer, felices al verse juntos, ante la mirada benévola y protectora de la anciana Rosa. Cuando por casualidad se encontraba a su lado Combals, como en la noche en que Natalia concluyó su infame pacto con Virginia, las cosas se trataban más redondamente, pues Domingo, con su rudeza y su franqueza habituales hablaba sin rodeos del asunto. -No hay que dormirse, hijos rníos, y sí pensar en la fecha de vuestro matrimonio... En estos asuntos, cuanto antes, mejor. Y Rosa, que lo estaba oyendo, se esforzó por decir también, con un poco de fiebre en la voz: -Tiene razón Domingo; cuanto más pronto, mejor. -No deseamos otra cosa, padre -dijeron al mismo tiempo y con el mismo entusiasmo Juana y Pedro. 213
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-¡Pardiez! ya lo sé... Después Combals continuó siguiendo con dedo torpe las cifras de que estaba erizado el calendanio agrícola que había extendido en la mesa: -Estarnos a mediados de mayo... Con las labores, la siega y el azufrado de las viñas, no tendremos mucho tiempo para prepararnos... En junio hay que descortezar las encinas, dar las últimas labores, visitar los injertos... Domingo se, rascó la barbilla, reflexionó un momento y dijo de repente: -¿Os convendría en la segunda quincena de junio, muchachos? -Como usted quiera, padre -dijeron los dos jóvenes. -No, qué diablo, sois vosotros los que os casáis y debéis decidir esas cosas... Rosa, atenta a la conversación, repetía obstinadamente, como si tuviera la intuición de que sus fuerzas no llegarían hasta aquella fecha: -Cuanto más pronto mejor, Domingo. Aquella voz sorda, lenta y temblorosa que salía de debajo de la chimenea, tocaba de este modo a muerto al lado de las campanillas de una fiesta. 214
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Domingo, Pedro y Juana tuvieron al mismo tiempo la misma aprensión y la misma ansiedad. Y mirándose los unos a los otros, con la tristeza en las caras, inurmuraron los tres: -¡Pobre abuela! -¿Eh? -preguntó Rosa, que había oído confusamente y se volvió hacia sus hijos. -¿Eh?-repitió. Domingo se dominó y echó sobre sí el responder : - Nada, abuela; hablábamos del matrimonio. -¡Ah! sí, sí; pues bien, cuanto antes mejor. -En la primera quincena de junio, abuela, sacará usted su hermoso traje de las grandes fiestas... Está convenido. -Sí, mi traje de droguete... Un regalo de tu madre, Domingo... Me lo he puesto dos veces, para tu boda, el primero de abril de mil ochocientos sesenta, y para la primera comunión de Pedro, el veinticuatro de junio de mil ochocientos ochenta y tres... Está nuevo aún... La abuela se quedó silenciosa todo el resto de la velada, viéndose corno fué en aquellas dos fechas de su vida. La buena anciana gozó evocando aquel lejano pasado, y al ver la triste sonrisa que vagó por 215
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sus balbucientes labios, hubiérase dicho que echaba de menos aquel pasado. Domingo y los dos novios se pusieron pronto de acuerdo sobre la fecha de la boda, que se fijó para el diez de junio; y cuando Natalia volvió de casa de la Tabouriech, entró justamente a tiempo para oir a Pedro decir a Juana, mientras ella cerraba la puerta de la escalera interior -¡Dentro de un mes, Juana!... La Combals añadió mentalmente -Dentro de un mes habra acaso novedades aquí, amigo... Eso es lo que vamos a ver... Sin decir una palabra ni quejarse siquiera de que se hubiera decidido sin contar con ella una cosa tan importante como la fecha de un casamiento, Natalia mostró una sonrisa irónica, que le puso una arruga de odio en las comisuras de los labios, y se fué a su cuarto, en el que había entrado ya Domingo. .................................................................................................. ............ Al día Siguiente, Pedro, después de haber pasado la mañana azufrando unas cepas enfermas, se fué, a eso de la una, al prado de la Encina Caída. Vivo y dichoso por el buen tiempo que hacía, con el hom216
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bro armado de una hoz en cuyo reluciente acero encendía relámpagos el sol, el joven subió con las piernas arqueadas y la espalda encorvada el pedregoso sendero de las ruinas. Bullía en su cabeza el recuerdo de Juana, a la que al pasar había visto sentada en la puerta del establo enjuagando los cubos de agua de los carneros. Con el cuerpo bien dispuesto y el espíritu tranquilo, desde que el espejismo de las ciudades no deslumbraba ya sus ojos ni la repugnancia de la tierra le quitaba el ánimo, afiló a rápidos golpes la hoz con la piedra mojada en la corriente de un arroyuelo, probó en el dedo el encorvado corte de la hoja, sujetó las cuñas del mango, y, con un movimiento rítmico de los brazos, que se balanceaban armoniosamente redondeados, del busto, que se inclinaba haciendo resaltar los músculos, y de los pies, que se movían a pequeños pasos sobre los tallos segados, Pedro acostaba en las piedrecillas del campo las flores moradas del forraje. La hoja de la hoz producía un rechinamiento continuo y monótono, y algunas veces brotaban chispas del acero al chocar con las piedras. Pedro, entonces, paraba de trabajar, probaba el filo del instrumento, y tranquilizado, seguía paseando a rape 217
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del suelo el espejo de su hoz. A los rayos del sol, que eran fuertes y caían a plomo, la hierba se secaba pronto y producía un agradable y sano olor de heno. Estaba Pedro trabajando, hacía apenas una hora, cuando, con la frente sudorosa y la camisa pegada al cuerpo, se levantó para respirar un poco y enjuagarse con el revés de su brazo curtido y musculoso. Y hete aquí que, mirando hacia adelante, surgió una cara de mujer de una espesura, de matas y le pareció que aquella mujer dirigía sus miradas hacia él. Se sintió un momento lleno de alegría pensando y esperando que Juana había ido por allí a apacentar su rebaño; pero, mirando de más cerca, con la mano ante los ojos a modo de visera, no conoció ni el pañuelo blanco puesto en los negros cabellos ni el cuerpo de algodón gris del vestido de su novia. Por el contrario, un sombrerito redondeaba su clara bóveda sobre una vaporosa y rubia maraña, una manteleta hacía resaltar sus violentos colores bajo el brillante sol, y Pedro recibió una impresión desagradable al reconocer en aquella aparición el modo de andar afectado y sinuoso de Zoe Tabouriech. Como fascinado, tanto era el asombro de sus ojos, el joven Combals miró un instante a la mucha218
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cha bajarse hacia la hierba como para coger flores o buscar minúsculas y olorosas fresas de los bosques. Pero Pedro se dominó en seguida por un esfuerzo de voluntad, volvió a su tarea y se puso a hacer caer a sus pies la florescencia perfumada del forraje, preguntándose por qué azar o por qué motivo había Zoe dirigido sus pasos hacia aquel lado. No se atrevía ya a interrumpir su trabajo ni a levantar la cabeza por miedo de ver en pie a su lado la estatura aventajada de la joven, de encontra sus ojos de fuego y de sorprender, dedicada a él, la sonrisa de sus labios rojos. Y, con la cabeza baja, se encarnizó en su tarea, pisando los rastrojos, que rechinaban al aplastarse bajo sus pies, y derribando, por un esfuerzo más nervioso y como más impaciente, la hierba que delante de él enverdecía y amorataba el campo. Zoe, a todo esto, sin dejar de arrancar tallos de plantas, iba hacia él con su paso lento y lánguido; y cuando estuvo al lado del campo en que Pedro estaba azotando el aire con los musculosos brazos sólidamente fijos en el mango de la hoz, la joven se sentó bajo una frondosidad de encinas. Con lento ademán, que descubrió su brazo, quitóse la joven el sombrero, lo puso a su lado, y, en 219
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seguida, el aire que pasaba a través de sus cabellos hizo ahuecarse los rizos en torno de la frente y de la nuca descubiertas. Después, sin decir una palabra, se quedó mirando fijamente a Pedro, como si por la sugestión de su mirada quisiera forzarle a levantar la cabeza. Pero el joven Combals, tranquilo y con la firme resolución de no dejarse distraer, continuó trabajando sin cuidarse de la presencia tenaz de la Tabouriech. Zoe se puso a arreglarse los pliegues de la falda y esperó pacientemente que Pedro, siguiendo la línea de la siega, llegase hasta ella, a sus pies, en el extremo del campo. Y cuando llegó ese momento, cuando el joven detuvo el impulso de sus brazos y se levantó para seguir la siega en sentido inverrso, le dijo muy bajito y con voz zalamera: -¿Ya no quieres, Pedro, verme ni hablarme? -No vale la pena -dijo, secamente Combals, a pesar de su determinación de no despegar los labios. E inclinado de nuevo hacia el suelo, acumuló a su alrededor el perfumado, montón de tallos verdes y morados. 220
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-No quiero marcharme, sin embargo, sin haberte dicho dos palabras - continuó Zoe inclinándose. -Dilas pronto, y que se acabe todo esto respondió Pedro levantándose de repente y cruzando los brazos sobre el mango, de la hoz. Y añadió mostrando con un ademán la extensión del campo: No tengo tiempo que perder. Todo esto tiene que estar segado antes de la noche. -Con los ánimos y la habilidad que empleas, habrás acabado mucho antes. Pedro la miró entonces menos huraño, porque lo que acababa de decir le había gustado, a pesar de todo. Y Zoe prosiguió endulzando cada vez mas la inflexión de su voz y la zalamería de sus miradas: -Estando mirándote hace un momento, pensaba que no hay ninguno en el país para segar tan pronto ni tan bien como tú un prado de forraje. -¿Crees eso, Zoe? -Estoy segura. -Sin embargo, Juanón, el mayor de los Domergue... -¡Bah! ese no tiene tu viveza ni tu fuerza. No hay más que verle empujar el arado... Tampoco tiene tus 221
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músculos, Pedro, esos músculos que parecen de acero. Bien lo noté en la noche de la rama de romero... -¿La noche del romero?... -repitió Pedro un poco alarmado por la evocación de la escena de pugilato que marcó la libertad de su corazón. -Sí, aquella noche los hiciste danzar a todos y no hubo uno solo que pudiera hacerte frente. -Porque querían obligarme a hacer una tontería. -Yo, que lo vi todo detrás de la ventana entornada, me alegré mucho y estuve orgullosa de ti... -Y sin embargo -empezó a decir Combals. -Porque eras más fuerte que todos ellos y todos te tuvieron miedo -acabó Zoe sin tomar aliento. Mientras hablaba la joven, Pedro le examinaba la cara, y poco a poco se sentía invadido por una vanidad campesina, al ver la admiración que se reflejaba en los ojos de Zoe. Empezó a pensar que había hecho mal de desconfiar de la Tabouriech. Apoyado en el mango de la hoz, y sin separarse del mismo sitio, observaba la movilidad transparente de las alas de la nariz de la muchacha, seguía el vuelo de sus cabellos enmarañados y notaba la gracia de sus movimientos. Una llamarada de recuerdos subió a su cerebro, y el joven pensó en la noche en que al lado de aquella 222
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mujer, estuvo a punto de dejarse coger por su seducción. Asustado de repente, al ver que pesaba sobre él la caricia lánguida de sus ojos y avergonzado por haberse dejado llevar a conversar con aquella embaucadora, recobró la plena posesión de sí mismo, se armó de nuevo con su instrumento y dijo antes de ponerse al trabajo: -¿Era eso todo lo que tenías que decirme, Zoe? Pues no valía la pena de molestarme... -No hubiera venido a la Encina Caída, con este calor, si no hubiera tenido que hablarte. -Y bien... -Y bien -continuó Zoe dando un suspiro que hinchó su pecho antes de exhalarse; -ahora que estoy aquí, a tu lado, Pedro, ya no sé... no me atrevo... Quería ser dura contigo... -Como gustes -dijo el joven Combals dando un corte con la hoz en el espesor de la hierba. -Y no tengo valor -añadió Zoe apoyándose en un montón de forraje cortado. El talle de la Tabouriech parecía más esbelto en aquella postura y su cara, llena de una tristeza dulce y como resignada, seguía mirando hipócritamente a Pedro. 223
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El joven trataba de absorberse en su trabajo, y mientras se alejaba de Zoe a pasos lentos, siguiendo el ritmo de la hoz que mordía con todo su cortante semicírculo los tallos aún en pie, miraba, de reojo a la Tabouriech casi echada en la hierba a la sombra de las encinas. Hubo un momento en la que oyó decirle con su voz dulzarrona: -Me estaría aquí mirándote hasta la noche, Pedro.. . -No harías tal, porque yo me echada a correr -dijo Pedro con acento huraño. -¿Tienes miedo o vergüenza de que nos vean juntos? -Y aunque así fuese... -dijo Pedro avanzando en actitud agresiva. -Pues yo no, Pedro, porque no hacemos nada malo... Tú no dices lo mismo con todo el mundo, como el día de Nuestra Señora de la Roca, con la Ravinel... -Juana es Juana, y te prohibo que hables mal de ella delante de mí. -Creo que la Tabouriech vale tanto como la Ravinel... -No para mí, ni para mi padre, ni para nadie. 224
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-No siempre has pensado lo mismo, como por ejemplo, la noche en que fuiste a mi casa a jugar a las cartas... -Aquella noche, estaba loco... Te digo que estaba loco, Zoe, y que no pienso más en tal cosa. -Pues yo sigo pensando, Pedro, porque, te amo a pesar de todos, a pesar de mí misma... En las palabras de Zoe parecía vibrar un acento de sinceridad, y Pedro murmuró moviendo la cabeza: -Eso no es posible, no se debe... Y la joven continuó ardiente y los ojos llenos de fiebre : -Porque tú no quieres y te has dejado embrujar... Zoe se levantó y, con los brazos extendidos hacia el joven, en una actitud implorante, dijo con voz que parecía conmovida: -Hablemos seriarnente, Pedro, ¿quieres?... Vén a mi lado... Siéntate, descansa... Pero el joven Combals pensó de repente en la declaración sencilla y ferviente que había hecho a su dulce Juana en el santuario de Nuestra Señora de la Roca; pensó que ante su padre y bajo la bendición de sus brazos impuestos, había jurado ser fiel hasta la muerte a aquella pura e inocente niña, a sus cam225
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pos y a sus montañas; pensó también que un dulce beso había sellado para siempre aquel juramento de amor, y, en seguida, como si hubiera iluminado su borizonte una viva y repentina luz en la que irradiaba la cándida fisonomía de la joven Ravinel, se verificó en su pensamiento una reacción brusca y vió plenamente el peligro a que le atraía, para hacerlo caer, la hipócrita y astuta Zoe Tabouriech. Comprendió toda la perfidia de sus intenciones, de sus actitudes y de sus palabras; y de repente se rebeló en él un sentimiento de orgullo, de lealtad y de dignidad; tronó en su voz un sentimiento de repugnancia y, con un gesto brutal, rechazó lejos de sí a la joven, gritando con voz amenazadora: -No lograrás tan pronto, hija de nada, embrujar a Pedro Combals... Vete con las que son como tú... Tendida en el repecho lleno de hierba donde habíale hecho caer el enérgico y brusco empujón de Pedro, Zoe, pálida y con el pecho sacudido de hondos espasmos, se quedó como aniquilada y murmuró con acento simulado llevándose las manos a los ojos como para detener las lágrimas : -¡Me matas, Pedro! Me matas... -¿Sería, acaso, un crimen matar a una mujer como tú? 226
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Y en un acento de indignación que le arrebató, Pedro blandió la hoz, apretó convulsivamente el puño de la mano libre y exclamó frenético: -¡Qué! ¿Crees, miserable, que no veo claro en tus intenciones?... ¿Crees que un Combals va a dejarse coger con tus muecas?... Vete a hacérselas a otros; yo sé lo que eso quiere decir... Sé muy bien que no es a mí lo que tú quieres, sino mis bienes, los bienes de mis padres, sus tierras y sus campos para añadirlos a los tuyos... ¿Se puede uno casar con una mujer que no sabe qué hacer de sus cinco dedos? ¿Para qué sirve una muchacha que se acicala de cintajos y puntillas como un mono en la feria, y que no sabe, siquiera distinguir una espiga de trigo de una de cebada? ¿Se casa nadie, con una gastadora de dinero y una dilapidadora de bienes como tú?... Vete de aquí, embaucadora, con tus maneras de mala mujer, con tu lengua de víbora y con tus ojos de gata montés... Daría yo muy bien cien Zoes por la mitad solamente de Juana. Aterrada por la inesperada actitud del joven Combals, y aplastada por el raudal de palabras violentas y vengadoras que le escupía al rostro, Zoe comprendió que la partida estaba irremediablemente perdida para ella. 227
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Entonces se levantó de un salto, y, temblorosa, con los ojos extraviados bajo la maraña tumultuosa de su cabellera, con la boca convulsa y llena de odio, profirió este desafío, al mismo tiempo que un gesto rabioso indicaba una amenaza : -No rne faltarán los galanes, y valdrán más que un Combals... ¡Ah!... ¿Has querido la guerra?... Pues la tendrás ... Recogió el sombrero, subió el repecho y se metió a toda prisa en la espesura para ocultar su rabia y su despecho. Mientras bajaba la cuesta que conduce a la garganta de los Baumes, la pérfida joven se decía a sí misma para consolarse de su derrota y del fracaso de su intentona : -Esa Juana le tiene bien, y yo me gastaría los dientes... Cuando llegó al pueblo, desde las primeras palabras que pronunció al entrar en su casa, conoció Virginia que su hija no había sido tan lista ni tan hábil corno ella había creído y esperado. -Madre -dijo Zoe, -mañana por la noche, iremos a casa de Benecech de la Liquiere. -¡Dios mío!... ¿Para qué, Zoe? -preguntó Virginia muy asombrada. 228
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-Porque quiero casarme antes que Pedro y Juana -dijo secamente Zoe. -Es preciso. -¿Con el Juan de los Benecech? -Con el mismo. Tiene bienes, nuestras viñas se tocan y no me disgusta. -¿Y Pedro? -se aventuró a decir la Tabouriech. -Ese, madre, no es más que un necio y un paleto. -De modo que lo que ha sucedido... -Nada... nada... Mafiana veré a Juan Benecech después de misa... le hablaré, y su padre vendrá el lunes a hablar de negocios contigo. -Si te sales con la tuya lo mismo que con Pedro... -No hablemos más de Pedro, madre. Ese está enjuanízado hasta el cuello... Que se quede con su Juana, y ojalá se arrepienta un día...
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X Cuando Natalia supo, a su vez el fracaso de Zoe, no pudo impedir el ponerse extremadamente pálida. Pero no salió de sus labios ni una palabra de recrirninación ni de cólera; y más rabiosa y taciturna que nunca, se quedó devorando su afrenta y rumiando más largamente por dentro, corno decía Rosa. No habla creído a Pedro capaz de resistir a las hábiles insinuaciones de Zoe ni a sus pérfidos atractivos. Se había engañado, en sus previsiones y en sus cálculos y no se le ocurría ya más que un solo medio de impedir a Pedro casarse con Juana. ¿Cómo y cuándo? Este, era el problema. Pero su imaginación excitada y febril no tardó en resolver la cuestión. Y las ideas de Natalia se iban agravando de día en día, porque acorralada por los 230
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acontecimientos y por el tiempo, rumiaba más sus proyectos de venganza y pensaba en el plan hasta en sus menores detalles. Un día, sin embargo, sintió que de repente se disipaba y la abandonaba su energía. Estaba aquella tarde sola con Rosa, esperando la vuelta de Domingo y de sus hijos. En la sombra creciente que uno de los largos crepúsculos de mayo ponía en la cocina, flotaba como una atmósfera de penosa y misteriosa pesadez, mientras que fuera, por el contrario, todo tomaba un aspecto de alegría bajo los brillantes tintes de los rayos del sol poniente. Natalia, pensativa, estaba cosiendo en el hueco de la ventana a los resplandores del cielo rojizo, y en el torbellino de su pensamiento se precisaba la hora y la ocasión de realizar su proyecto. Rosa, apoyada en su bastón, parecía dormitar al lado del fuego, pero abría los ojos a medias, de vez en cuando, y parecía salir de un sueño obscuro y profundo para echar una de esas miradas de los viejos que escudriñan, sondan y penetran hasta el humilde misterio de las cosas que les rodean. Natalia no se escapaba de este examen. La mirada de la abuela se fijaba en su cara hacía unos minutos, y mientras la Combals es231
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taba pensativa, Rosa tosió como de costumbre, golpeó las losas con el bastón, y, sin esperar la frase tradicional: "¿Quiere usted hablar, madre?" dijo con voz sorda que hizo estremecerse a Natalia : -Estás rumiando, Natalia, estás rumiando por dentro.... -¿Qué quiere usted que yo rumie? -dijo la Combals contrariada. -Quisiera que rumiases otra cosa, por ejemplo, que tu vieja madre no está ya muy sólida y que querría marcharse del mundo con menos cuidados y un poco más de alegría... -¿Qué la mortifica a usted, madre? -Tú, hija mía -respondió bruscarnente Rosa, porque no hablas ni ríes desde que el matrimonio... -Bastante se habla y se ríe en el país de ese matrimonio -respondió maliciosamente, la Combals. -Si los demás ríen, es porque no saben lo que yo sé... -¿Y qué, es lo que no saben? -Que es bueno, todo matrimonio cuando une a un animoso y honrado joven con una honrada y buena muchacha, como Pedro y Juana. -Eso es lo que aquí dicen ustedes todos, lo mismo usted, madre, que Domingo... 232
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-Hay un proverbio también en nuestra tierra que lo dice: "Planta tu viña en buena tierra y casa a tu hija con buena sangre." -La viña es de buena tierra, como el muchacho es de buena sangre; pero esa chica, esa Ravinel... -Te digo, Natalia, la verdad; Juana ha salvado a Pedro... -Pedro hubiera podido encontrar en Cabrerolles otra tan buena como la Ravinel y con más ventajas. -No hay ninguna tan buena como Juana, en el país; te lo dice tu vieja madre... Pero tú no lo ves, porque detestas a esa pequeña y estás rumiando por dentro algo contra ella... -¿Yo, madre ? - dijo Natalia estremeciéndose. -Sí, tú... Cuando se va a morir, se adivinan muchas cosas, hija mía... y yo te he adivinado... Esto es lo que me mata... ¿Quieres matar a tu vieja madre, Natalia? -¿Qué es lo que está usted ahí pensando, madre ?-respondió Natalia aproximándose a la anciana. -Pienso lo que pienso... Cuando no se entienden las familias, nada va derecho y nadie está contento en la casa... Cuando se está de acuerdo y todos se quieren, todo marcha bien y todos son felices... 233
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-Yo no pido otra cosa -respondió Natalia un poco conmovida por el acento triste de su madre. Y al ver a su lado, temblorosa y como agotada, la frágil envoltura de aquel cuerpo de mujer, que podía ya romperse a la menor pena o al más pequeño espasmo del corazón; al sentir su mano un poco fría tiritar en la suya estrechándola con emoción; al ver sus ojos medio cerrados mirarla con una pesada lágrima en el borde de las enrojecidas pupilas; al pensar que su madre lloraba y que iba, acaso, a morir allí, en sus brazos, después de aquellos consejos que le parecieron los últimos, la Combals se quedó muy comnovida y su corazón se ablandó. Influida un momento por la misteriosa y envolvente influencia de la hora y del lugar, que se, bañaba lentamente en sombra; vencida a medias al contacto de tanta tristeza dulce y contenida, y de tanta prudencia y resignación; transida de amor y de respeto por su venerable rnadre, Natalia se inclinó hacia ella y repitió con voz balbuciente: -Madre, madre, yo no pido más sino que la paz entre en la casa... Pero sufro mucho... sufro mucho... -Y la anciana Rosa añadió con voz más débil y que iba apagándose a medida que disminuían sus fuerzas y su ánimo: 234
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-No sufrirás más, hija mía, cuando quieras a tu hijo por él y no por ti... y aprecies mejor a la pobre Juana... Hay también el país, la casa, las tierras, los bienes; y eso es lo que hace durar las familias cuando se entienden... Escucha a tu madre... dale ese consuelo antes de morir... y no rumies más en tus adentros... Dichas estas palabras, Rosa movió por última vez la cabeza, y, agotada, la dejó caer en las manos apoyadas en el puño de su bastón de pino. no habló más, y sus ojos ya no se abrieron para mirar a Natalia que, en pie a su lado, pensaba, y luchaba en lo más íntimo de su pensamiento. Al sonido de las palabras de su madre, habían lucido ciertos relámpagos en las densas tinieblas del cerebro de la Combals, y, al resplandor de esas luces, la malicia y la perfidia de sus designios le habían parecido horribles y odiosas. El pesar y el remordimiento habían entrado en ella y, por un instante, la habían tenido jadeante e inexorablemente atormentada. ¡Ah! si hubiera obedecido a la voz de su corazón, sin reflexionar ni pensar... Si se hubiera arrojado, arrepentida y curada de su odio, a los brazos de su madre, en aquel minuto del alma en que, 235
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bajo la presión de una emoción fuerte y profunda, todo se ilumina en los secretos repliegues de la conciencia, hubiera gustado el goce pleno de la felicidad, vuelta con la calma y la paz... Pero había reflexionado, había titubeado; y la venganza había seguido echando sus raíces en lo más íntimo de su ser y hundiéndolas cada vez más. .................................................................................................. ............ En uno de los primeros días de junio, por la noche, después de cenar, Natalia, que por primera vez desde hacía un mes, con gran contento de la familia, se había sentado a la mesa común, se volvió hacia Domingo y le preguntó en un tono tranquilo : -¿Estarán disponibles la Grande o la Gris mañana por la tarde? -No, por cierto, Natalia... Yo me llevo la Gris para dar la tercer labor, antes del diez de junio, y Pedro, tiene que ir, con la Grande, a buscar una carga de corcho al bosque de Fabregues. ¿Por qué me, lo preguntas? -No importa, Domingo -dijo Natalia. Y añadió indiferente : 236
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-Iré a Pie a los Aires, a casa de la Puech, a pagarle lo que se le debe del mes pasado. -Pero pasado mañana -replicó Domingo, estará libre la Gris y podrás llevártela. -La Puech me espera mañana, porque necesita el dinero en seguida, y le he hecho decir por Bernardet que iré sin falta. Juana, entonces, inclinó hacia la Combals su morena cabeza, y, feliz al encontrar aquella ocasión de hacerle un servicio, hizo sencillamente esta proposición: -Si quiere usted confiarme el dinero, madre, yo iré a los Aires. Conozco el camino y tengo buenas piernas... Tomando el atajo, más allá de la Borie... -Pero -objetó Natalia, -¿quién va a guardar el rebaño? -Le sacaré por la mañana temprano, y los carneros no carecerán de pasto. Y al ver que Natalia parecía dudar si debía acceder al espontáneo ofrecimiento de Juana, ésta insistió con una sonrisa afectuosa -¿Quiere usted, madre?... Haré bien el recado, esté usted tranquila... Y volveré temprano. -Bueno -dijo por fin la Combals. 237
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En el mismo momento, la anciana Rosa murmuró como movida por un mal presentimiento: -No me gusta mucho ver a una joven correr sola por las montañas. Vuelve, lemprarso, pequeña. -Se lo prometo a usted, abuela -respondió Juana. Encantada por haber al fin podido inspirar a Natalia un poco de confianza haciéndole aceptar sus servicios, y feliz por este indicio que le hacía augurar bien de las disposiciones futuras, respecto a ella, de la madre de Pedro, Juana esperó que, el acuerdo se haría en casa de los Combals antes de lo que hubiera podido esperar. Y mientras Natalia cubría a aquella confiada niña con una mirada torva y mala; mientras la boca de aquella mujer mentía a su corazón y se acumulaban en sus pensamientos las más negras resoluciones pensando en el día siguiente, la joven Ravinel, poseída de un impulso de alegría y de expansivo cariño, se aproximó a la Combals y dijo, haciéndole una caricia filial: -Me alegro mucho, madre, de que tenga usted confianza en mí. Cuando todos se fueron a acostarse y Juana fué a abrazar a Rosa según su costumbre, la abuela retuvo un minuto los labios sobre su frente y le repitió muy 238
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bajo, con un temblor emocionado en cada una de sus palabras: -¡Sobre todo, hija mía, vuelve temprano, vuelve temprano!... -¡Ah! si se pudiese, sorprender todo lo que hay a veces de misterio revelado y de porvenir presentido en la simple inflexión de la voz que habla y parece soñar con el otro mundo o en el ordinario gesto de la mano, que aprieta más estrechamente y parece retener lo que se va a marchar acaso para siempre... ¡Cuántos consejos y advertencias, cuántas enseñanzas y lecciones se leerían! Pero, como nada ha cambiado en el timbre de la voz, como el gesto es el mismo de todos los días, como nada turba nuestra mirada ni conmueve nuestro corazón, corremos tranquilos y confiados hacia el peligro o la muerte... De este modo, confiada y tranquila, salió Juana al día siguiente a eso de las cuatro, dos horas después de la en que había pensado salir, porque Natalia la había retenido para dejar, según dijo, que el calor se templase un poco con la brisa fresca. La pequeña Ravinel, después de haber apretado estrechamente con un nudo en la punta del pañuelo los doscientos francos que llevaba a la Puech, a los Aires, salió de casa y subió a pasos rápidos, bajo el 239
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sol que blanqueaba las rocas calcáreas con un brillo deslumbrador, el sendero de las ruinas, aquel sendero que le traía a la memoria tan dulces recuerdos. Sin saber por qué -siempre es así cuando nos amenaza un gran peligro, -se detuvo pensando en las buenas horas que había pasado allí, en aquel santuario desierto de Nuestra Señora de la Roca, y recordando las palabras de amor que Pedro había allí pronunciado. Después siguió su camino al sol ya menos cálido; y sin entrar en la Borie, sin detenerse siquiera en el nido que formaban en la espesura, junto a un arroyuelo, los frondosos citisos y las higueras silvestres, se metió por el camino, lleno de bosque, de la Jasse de la Gruta. A medida que se acortaba la distancia que la separaba de los Aires, parecíale a Juana que acababa de hacer una peregrinación de amor, cada una de cuyas etapas había marcado para ella una hora feliz y bendita. En el mismo minuto, Natalia, calculaba el horario de la marcha de Juana y pensaba que la joven no podría llegar a los Aires antes de las seis o seis y media. Confiaba en que sería ya de noche cuando Juana, de vuelta, recorriera el sendero de las ruinas, 240
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y se armaba secreta y febrilmente de valor para realizar su criminal designio. Ciega, ahogaba los últimos remordimientos que asediaban su conciencia para no escuchar más que los gritos de su venganza y de su odio. Sin objeto, como un alma en pena, vagaba por la casa é iba de una pieza a otra para engañar su impaciencia.. Algunas veces, la Combals oía a Rosa preguntarle obstinadamente, con su voz temblona en la que se adivinaba una ansiosa inquietud : -¿Crees, Natalia, que, Juana volverá antes de que sea de noche? Sin dejar de andar, para aturdirse mejor, Natalia respondía: -Sí, si no se distrae por el camino. Los días son largos en esta estación... Rosa repetía moviendo la cabeza- ¡Se ha marchado muy tarde esa niña! ¡Muy tarde!. Y la Combals, malhumorada, respondía nerviosamente : -Ni tiene más que volver de prisa... Durante este tiempo, Juana llegaba a los Aires muy sofocada y sudorosa de haber subido y bajado tanta cuesta, desataba el nudo del pa,nuelo y entre241
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gaba los doscientos francos a la Puech. Después tuvo que hablar de su próximo casamiento mientras descansaba de sus fatigas y que responder a todas las indiscretas preguntas que la charlatana campesina le había hecho sobre todas las cosas en tanto que le echaba un vaso de Alicante para apagar la sed. Así, de palabra en palabra y de minuto en minuto, el calor se iba haciendo menos ardiente y las horas pasaban rápidas; y cuando la joven Ravinel, se levantó para marcharse, echó de ver, con sorpresa mezclada de alarma, que el sol, ya bajo en el horizonte, incendiaba con su último resplandor toda la vega del Orb y empezaba a enrojecer su enorme y redondo disco sobre el pico desnudo del Caroux. Apresuradamente, Juana emprendió el camino hacia el establo del Ferret, sin pensar más que en dos cosas: recuperar el tiempo perdido y estar en Cabrerolles antes de que cerrase la noche. En el curso de su carrera, las cimas se aproximaban a ella una a una, ante su mirada maravillada, y parecían decirle: "Vén de prisa, Juana, vén de prisa; el sol baja." Y la joven Ravinel apresuraba el paso y se metía por algún sendero apenas marcado en la espesura de juncos, de espliego y de tomillo. 242
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Acostumbrada a las marchas lentas, sus pies se escurrían en la superficie lisa de las rocas y, para no caerse, la joven se agarraba a las ramas de los arbustos y de los arbolillos. Sucedíanse ahora los bosques de encinas y de castaños, y Juana, ganada por el encanto del paisaje, acortaba el paso; pero el susurro de las hojas parecía decirle, en medio de la fresca brisa: "No te retardes, Juana; las cuestas son rudas y escarpadas y la sombra comienza ya a apoderarse de las gargantas y los precipicios... Anda de prisa..." Ya un poco angustiada, la joven reanudaba apresuradamente su marcha y, en el crepúsculo que empezaba, sentía disminuir su valor y sus piernas flaqueaban de cansacio. En una altura, encantadores tintes rosa parecían retardarse lánguidamente en el aire azul, y en las pendientes de las colinas, las retamas columpiaban sus tallos floridos de oro y se extendían como blandas alfombras ante los pasos de la pequeña Ravinel. De todas aquellas flores subía un olor balsámico, como un beso perfumado, hacia el sol poniente, y Juana, invadida a su pesar por la caricia de esos efluvios, se volvió hacia el astro rojizo y se puso a contemplar el polvo de sus rayos danzando sus 243
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rondas hacia las altas cimas; pero los rayos parecían mostrarle con sus dedos color de rosa el camino pedregoso de los flancos del Redón, y su canción le decía al oído: "Anda, niña, anda sin dejarte cautivar por el encanto de la hora, pues vienen nubes que van pronto a hacer la noche ante tus pasos." Y cuando los rayos desaparecieron, Juana anduvo con paso febril. Oprimía su corazón el espanto, al ver el azul del cielo, teñirse de gris, al ver la sombra subir hacia ella, invadir los senderos y espesar las tinieblas de los desfiladeros y de los precipicios... -¡Ah!... ¿Qué va a decir la abuela Rosa? murmuraba con angustia. Y sin fijarse en el acento profético de la voz, oía de nuevo resollar en sus oídos las palabras de la anciana: "Sobre todo, vuelve temprano, hija mía, vuelve temprano." Cuando llegó a la Borie, cerca del arroyuelo que murmuraba debajo de una bóveda de ramas, Juana estaba envuelta por la noche, por la soledad y por el susurro de las hojas agitadas por el viento. En el profundo y estrecho sendero que se abría ante los pasos de la joven, la luna introducía su furtiva y tí244
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mida mirada detrás del velo de nubes que se amontonaban y galopaban en el cielo. Con el corazón oprimido, y las ojos muy abiertos en la obscuridad, Juana se aventuró por el pedregoso carnino hondo. ¿Qué debían de pensar en casa a aquellas horas no viéndola venir? ¿Qué diría Pedro? ¿Dónde estaba?... Sin extrañarse aún de que Juana no estuviese de vuelta de los Aires, Pedro, acompañado por su padre, había entrado, antes de cenar, en el establo para arreglar un poco los anímales, reemplazar la cama húmeda y caliente por una capa de boj fresco y ponerlo todo en orden. Con e1 espíritu tranquilo y el alma en rreposo, Combals y su hijo hablaron alegremente y cambiaron sus ideas sobre los preparativos del próximo casamiento. Rosa, alerta y siempre bajo la impresión de sus malos presentimientos, se había levantad de su silla baja, donde repasaba en la vacilante cabeza todos los antiguos recuerdos, y débil, oscilante, se había encaminado a la iglesia, donde, según dijo a su hija, iba a rogar a Dios por Juana. Natalia, por su parte, salió de casa en cuanto se marchó la abuela, y, huraña, con una arruga de odio que hacía resaltar, entre los labios, sus dientes de 245
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fiera, trepó corriendo el sendero de las ruinas sin que nadie, la viese. Vagas claridades de luna iluminaban su cara a través de las nubes y la enverdecían como en la noche en que espiaba a los dos jóvenes en Nuestra Señora de la Roca. Los latidos de su corazón se acentuaban a medida que se aproximaba al punto de observación que había escogido a unos cientos de metros de la aldea, en uno de los lados del estrecho sendero y cerca de un espeso bosque de encinas... Cuando llegó y se hubo escondido detrás de la cortína de hojas de un arbusto, se apoderó de su cuerpo un temblor convulsivo que la horrorizó y puso en cada uno de sus miembros un enorme cansancio que parecía una parálisis. Con los ojos fuera de las órbitas, miraba la escarpada pendiente llena de asperezas que del otro lado del sendero rodaba hacia el profundo precipicio lleno de malezas enmarañadas. Sus oídos se abrían al menor susurro y le zumbaban sordamente el ruido que producía en ellos la sangre afluyendo violentamente a las sienes. Y silenciosa, inmóvil, conteniendo el aliento, esperó que la Ravinel pasara al alcance de su mano. El ruido de unos pasos llegó hasta ella, la dejó anhelosa e hizo correr brasas bajo su frente febril. 246
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Pero era un campesino retrasado que volvía al pueblo con su paso cadencioso y pesado, y Natalia experimentó en seguida cierto bienestar y cierto alivio como si hubiera retrocedido ante el cumplimiento de su crimen. Poco después, sin embargo, un rayo de luna se filtró a través de una fina nube y extendió una capa de luz a lo lejos, en la pendiente del camino. En aquella claridad fría y blanca que jaspeaba las rocas bajo sus pasos, Juana se apresuraba, cerca ya del fin de su viaje, y el vuelo de su falda corta golpeaba sus piernas cansadas y rendidas. Sus polvorientas botas chocaban las duras suelas con las piedras del sendero, y parecía que la pobre niña estaba falta de fuerzas, tan torpe, y arrastrado era su paso. Natalia, al verla, dejó escapar estas palabras con los dientes apretados: -¡Ahí estás al fin, miserable!... Y con los brazos rígidos a lo largo del cuerpo, los puños cerrados y las piernas recogidas sobre sí mismas para asegurar mejor su impulso, esperó que la Ravinel pasara cerca de la espesura en la sombra que una densa nube, proyectaba oportunamente en aquel momento. Cuando llegó ese instante, cuando con la vista fija en las luces que se destacaban atra247
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yentes y animadoras en las casas de Cabrerolles, Juana rozó con el codo el grupo de encinas, la pobre niña vaciló de repente al recibir un choque violento. Sus piernas se doblaron pesadamente, y mientras la luna se descubría, pálida, iluminando los alrededores, Juana tuvo tiempo, antes de caer al abismo abierto a su lado, de ver la cara feroz y verdosa de la Combals, de conocerla y de gritar con un acento indefinible: -¡Usted, madre Natalia!... Después no se oyó más que la pesada caída de un cuerpo, el rodar entrechocado de las piedras y el ruido que hacía en las rocas del sendero la carrera precipitada, anhelosa, loca, de la Combals hacia Cabrerolles. Un sudor frío se pegaba a la frente de Natalia a pesar del calor sofocante del aire cargado de tempestad. Todo su ser estaba sacudido por un estremecimiento, cuando llegó a las primeras habitaciones del pueblo. Pero una alegría diabólica ardía en sus ojos y el triunfo estallaba en sus miradas. A la entrada del pueblo se detuvo un instante y se sentó en una roca para que los latidos de su pecho y el temblor de sus manos tuvieran tiempo de 248
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apaciguarse. Se friccionó rudamente las mejillas para hacer afluir a ellas la sangre y borrar la palidez del crimen, y, más tranquila, descendió a pasos lentos a su casa. .......................................................................................... Apenas se había sentado Natalia al lado del fuego para que se enrojeciera su cara, entraron a su vez Rosa, Pedro y Domingo y preguntaron con la misma, inquietud en la voz: -¿No ha vuelto todavía Juana? La Combals tuvo la fuerza de voluntad de levantar la cabeza y decir tranquilamente : -Todavía no... No sé lo que hace esa pequeña,... Se habrá detenido, de seguro, charlando con la Puech... Rosa, pensativa, movió la cabeza, y mientras recobraba su sitio bajo la campana de la chimenea, murmuró dolorosamente: -¡Dios mío! Con tal de que no lo baya ocurrido alguna desgracia... -¿Qué desgracia quiere usted que le ocurra? -dijo Domingo. -Juana conoce bien los senderos... 249
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-Es valiente y tiene los piés sólidos -añadió Pedro para engañar la alarma que también a él empezaba a invadirle. Pero Rosa, obstinada, volvió a decir. -He ido a la iglesia a rezar por esa niña, y he encontrado la puerta cerrada. Mala señal, Dorningo... Hubo un minuto de pesado silencio Y la voz de Satalia se elevó dura, incisiva, inexorable : -Podíamos empezar a cenar mientras tanto... En medio del ruido del viento que soplaba fuera, todos se pusieron silenciosamente a la mesa, pero nadie tuvo valor para tocar a las patatas cocidas mientras Juaria no estuviera allí. Al cabo, de un instante, Pedro, no pudiendo contenerse, se levantó de un salto y se dirigió a la puerta. -Voy a buscarla -dijo al salir. Y en medio del lento murmullo de los labios de Rosa que repetía tristemente: "¡Dios mío! ¡Dios rnío!... ¿ Qué habrá sucedido?", Natalia mascullaba en secreto: -Anda a buscarla, Pedro, anda a buscarla... No encontrarás el camino que ha tomado tu Juana... 250
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Pasaban los minutos y los cuartos de hora se deslizaban ya llenos de angustia y de espanto. Al menor ruido, las miradas de Rosa y de Domingo se volvían ansiosas hacia la puerta de entrada. Natalia bajaba los ojos y miraba fijamente al suelo con el cuerpo sacudido, a veces, por largos escalofríos de espanto al pensar en el horror de su crimen; pero ningún remordimiento templaba la expresión salvaje de su mirada ni atenuaba la fijeza de sus ojos. Por un cálculo hipócrita y pesar del hambre que la atenazaba, no nabía tocado tampoco el plato que humeaba en la mesa; pero se había bebido de un trago un vaso de aguardiente para darse ánirno. De repente, se abrió la puerta a un vigoroso empuj ón y resonó este grito loco, delirante: -¡Padre!... ¡Padre!... En el derrumbadero de las ruinas ... Y entró Pedro casi sin fuerzas con Juana en los brazos. A la vaga luz del farol, una palidez de muerte jaspeaba la cara de la pobre niña. La sangre corría de sus mejillas y de sus manos desgarradas por anchas y profundas cortaduras, y cuando ya sentada en 251
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una silla abrió la boca, fué para decir en medio de un torrente de lágrimas: -No es nada... un paso en falso... Me he caído en el precipicio y he visto la muerte de cerca...Venid ahora todos a que os bese... -¡Pobre pequeña !... ¡Pobre pequeña!... -no cesaba de repetir Rosa llorando. Y al levantarse temblorosa y con mil trabajos para ir también a besar a Juana, iba todavía murmurando: -¡Pobre pequeña!... Yo había tenido ese presentimiento... Cuando la Combals, para no dejar adivinar la turbación y el espanto de su razón, se adelantó a su vez vacilante, desfigurada y más muerta que viva, Juana, con un ímpetu apasionado, la rodeó con sus brazos, la tuvo largamente oprimida contra ella y murmuró con voz inefablemente dulce y misericordiosa a través de las lágrimas que caían en sus mejillas: -¡Madre Natalia!... ¡Madre Natalia!... Después, agotada por el esfuerzo de su corazón, del que acababan de surgir, profundos y puros, todo su perdón y toda su generosidad, Juana inclinó la 252
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cabeza y cayó inerte y desmayada en los brazos de la Combals.
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XI Aterrada por aquel desenlace inesperado, Natalia se sintió invadir a pesar suyo, a pesar de su carácter duro y hasta a pesar de su odio, por una sensación indefinible. Bajo la máscara de su cara cerrada e impasible, crecía una emoción que la revolucionaba hasta en lo más íntimo de su conciencia. Y mientras que, ayudada por Pedro, mojaba con agua fresca y vinagre las sienes de Juana, se preguntaba por qué milagro de Dios la Ravinel había escapado a la muerte cierta que la esperaba en el fondo del derrumbadero de las ruinas. Natalia vió en esto como un prodigio inconcebible, y, en su grosera religión, constituida tanto por miedosas supersticiones como por la fe confiada en la Providencia, comprendió obscuramente que una voz misteriosa había hablado en ella con imperio. 254
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Por primera vez, en presencia de Juana desmayada en sus brazos, vió la injusticia de su odio y la monstruosidad de su crimen. Un vago remordimiento la mordió en el corazón y atormentó su pensamiento; y como si al mismo tiempo hubiera creído ver en este acontecimiento el dedo de Dios, un pesar y un arrepentimiento inexpresados subieron a sus labios. Más dulce ya, sin haber abdicado su feroz rencor, más compasiva, sin haber depuesto su dura animosidad, siguió golpeando las manos de Juana y, poco a poco, se operó en ella una transfornación bajo la influencia de la penetrante generosidad de las palabras de aquella niña. En cada uno de sus movimientos sentía renacer en ella un poco de aquella ternura maternal cuyos ademanes había olvidado hacía tanto tiempo. Mientras tanto, oía contar a Pedro, según el rápido relato que le había hecho Juana, cómo y en qué circunstancias había encontrado a la joven. Y cada una de las palabras de Pedro sa hundía profundamente en ella como un tizón candente que hubiera hecho churruscar sus carnes. En aquellos minutos horrorosos vivió Natalia toda la escena evocada de su crimen, desde el mo255
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mento en que Juana, arrrebatada porel peso de su cuerpo en la pendiente del precipicio, se había agarrado desesperadamente en su caída a unas hierbas, por fortuna reistentes, y había logrado, a fuerza de energía y de valor, llegar de roca en roca y de arbusto en arbusto al trerraplén del sendero, hasta el momento en que, con la rodilla dislocada y el cuerpo ensangrentado, trató de andar por el estrecho camino pidiendo socorro con todas las fuerzas de sus pulmones. Natalia vió a Pedro, loco de angustia y de inquietud, salir precipitadamente de la casa, correr ágil por las rocas y, a las llamadas suplicantes de Juana, acudir a ella, coger como una pluma en sus nervudos brazos el dulce fardo de su cuerpo maltratado, y traerle vivo con este grito suplicante: "¡ Padre! ¡Padre!" -Y la Combals pensó que nadie ya la tenía en cuenta en la casa que se sospecharía para siempre de sus sentimientos hacia Juana, y sintió vergüenza de haber abolido en ella toda ternura hacia asa niña tan buena y tan dulce a pesar de todo. Sin embargo, quedaba en ella un fondo de odio que no conseguían apaciguar enteramente los suspiros de Juana al volver en sí ni las ora- ciones supli256
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cantes que su madre Rosa hacía subir al cielo, con su voz temblona, ni la misma radiante emoción de Pedro y de Domingo en el momento en que la joven Ravinel abrió los ojos y miró alrededor de ella con una sonrisa que transfiguraba su rostro. La Combals seguía taciturna y huraña como el día en que "rumiaba", en su interior, ideas de venganza y de crimen. Impasible, aunque emocionada sin embargo, miraba con ojos malos, aunque algo húmedos, a Domingo, inclinado y haciendo uso de todos sus conocimientos de herbolario, para curar penosamente la rodilla de Juana y aplicarle, con delicadeza casi femenina, a pesar de la rudeza de sus dedos, el vendaje de una grosera tela cruda empapada en agua fresca. -¡Ajajá! -decía Domingo,- dentro de dos o tres días no se conocerá nada y la boda, Juana, podrá hacerse en su fecha. Después el labrador se llevó a Juana a su cama, donde Natalia la desnudó y le arregló las ropas como en el día lejano de su infancia, con el mismo cuidado, al parecer, y con el mismo interés afectuoso. 257
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Y cuando oyó a la pobre niña decirle antes de dormirse: "Gracias, madre", no pudo menos de sentirse una vez más alterada por aquel sencillo acento en el que había tanta misericordia y tanta ternura. Si a veces hacen falta años y años para hacer de un hombre honrado un criminal, basta con frecuencia un minuto, un relámpago del alma, un grito del corazón o una mordedura del remordimiento para volver a un criminal a su honradez primitiva. Así sucedió con la Combals al día siguiente de estas escenas trágicas. Ciertamente, en su fuero interno estaba reconquistada para el bien y reintegrada al sentimiento del deber; pero, por un resto de amor propio y de respeto humano, no se atrevía a aparecer así en plena luz, en presencia de los suyos y, sobre todo, bajo la mirada de Juana. Sin embargo, pronto iba a llegar el momento en que Natalia, definitivamente vencida por el encanto redentor de la joven, manifestaría su amor y su ternura a los ojos de todos, para la más viva alegría de sus hijos y para el asombro dichoso del anciano Combals. Porque Rosa declinaba visiblemente de día en día y hasta de hora en hora. Desde la aventura de Juana 258
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se había producido en la abuela un decrecimiento repentino de las fuentes de la vida, como si sus ojos de madre, al investigar el pensamiento de su hija, al examinar sus actitudes, hubieran visto o adivinado los tormentos de una conciencia mortificada por los remordimientos. Pensando en ello y dando vueltas a esta idea en su interior, había sentido una tristeza extraña, un sufrimiento profundo, que la había abatido sensiblemente y sumido en una especie de anonadamiento y de postración. De ese mal, de esa sospecha sufría la pobre Rosa, y de momento en momento sentía que sus últimas fuerzas la abandonaban insensiblemente. Ya no bajaba a la cocina, y se estaba sentada en la cama, inmóvil Y como muerta. Tosía más dolorosamente, y esa tos seca le hacía daño an el pecho. Para engafíar el aburrimiento y la angustia, de la soledad en que estaba durante todo el día, a pesar de las frecuentes visitas de Juana, la anciana golpeaba el suelo con el bastón para que alguien subiera a su cuarto. Y casi siempre, era Natalia la que subía a verla. Al oir a su hija aproximarse a su cama, Rosa movía la cabeza con esfuerzo, entreabría los labios co259
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mo para murmurar una frase, y, sin haver pronunciado una palabra, dejaba caer pesadamente la barbilla en el pecho. No podía resolverse a hablar a su hija y menos aún a interrogarla; pero se sentía triste en su presencia y sus ojos ribeteados de rojo se mojaban de invisibles lágrimas. Al verla en ese estado de abatimiento, Natalia pensaba con terror que su madre había debido de adivinar su crimen, y un agudo remordimiento la torturaba al pensar que acaso había apresurado así su muerte. Entonces recordaba las frases salidas de los labios de Rosa pocos días antes, y cada una de sus palabras resonaba en su oído como un toque fúnebre. -¿Quieres hacer morir a tu vieja madre, Natalia?-le había dicho en la víspera misma del crimen. Y la Combals experimentaba entonces como una necesidad de implorar su perdón y de gritar su amor filial y su ternura. Pero era ya tarde... * * *
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Un día, la antevíspera del fijado para el matrimonio de Pedro y Juana, a eso de las ocho de la noche, Rosa sintió que el aliento se hacía más penoso y más corto en su pecho. No queriendo morir en el aislamiento y la tristeza de sus ideas, dió con el bastón dos débiles golpes en el suelo. Al oirlos, Juana se levantó de la mesa y subió a toda prisa. -Siento que me voy, hija mía... -dijo penosamente Rosa. Y añadió como en un murmullo: -Quisiera hablar a mis hijos antes de morir. Después, cuando toda la familia estuvo reunida alrededor de la estrecha cama en que estaba sentada, apoyada en una almohada, doblada por en medio, y con las manos juntas, dió un suspiro y trató de incorporarse. -Mi tiempo se ha acabado, hijos míos -dijo con una voz que ella quería hacer clara. Al oir estas palabras, Juana rompió a llorar abrazándola, y Domingo, conmovido, dijo a Rosa para ilusionarla sobre su estado -¿Qué está usted ahí diciendo, abuela? Todavía se pondrá usted su hermoso traje de droguete pasado mañana. 261
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-No llegaré hasta entonces... Y, sin embargo, lo deseaba mucho -murmuró la abuela moviendo lentamente la cabeza. Como si la hora hubiera urgido inexorablemente y Rosa lo hubiera comprendido, la anciana abrió suavemente sus dedos cruzados, abrió la arrugada mano y la extendió diciendo: -Cógeme la mano, Pedro... y tú también Juana... Y cuando, los dos jóvenes, con los ojos llenos de lágrimas, encerraron sus manos en las de su abuela, la moribunda levantó temblando los dedos de la mano derecha y los tuvo impuestos en los prometidos. -Yo os bendigo, mis nietos... Amad mucho a vuestra famillia... a vuestro país... Sed fieles... Amaos mucho los cuatro, hijos míos... A los ojos de Rosa se asomó una lágrima. Agotada de cansancio y de emoción, la abuela dejó caer las manos sobre las de Pedro y Juana y las oprimió imperceptiblemente, lo que produjo en los jóvenes gran emoción. Entre los sollozos ahogados de Natalia, sentada, al lado de la ventana; en medio del dolor contenido de Domingo y de la gravedad del abate Roubac, que 262
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también había acudido, el día acababa de morir en los valles profundos de la montaña. Era la hora, tranquila y apacible de la puesta del sol, el último de cuyos rayos entró en el cuarto y lo iluminó de resplandeciente claridad. Y Rosa, sorprendida por aquella luz cuyo reflejo llegaba a sus ojos, trató de levantar la cabeza y murmuró con voz cada vez más desfalle- cida: -¡Natalia!... ¡Natalia!... Sin esperar que su hija estuviese a su lado -añadió lentamente y con palabras espaciadas: -Amaos mucho... Después, la cabeza ya perdida y con la razón más y más extraviada, tuvo un pensamiento para su país y balbució: -En el Bosque Florido... ¡Ah! qué buenas fresas... qué buen agua de manantial... Pedro vé a ver si el Redón está claro, allá, arriba... -Está claro, abuela -respondió Pedro con los labios contraídos. -Entonces- murmuró la abuela como hablándose a sí misma -mañana hará buen día... Por última vez, se volvió hacia su hija y dió este supremo consejo con voz más distinta: 263
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-Natalia... amaos mucho todos... ama Juana... tu hija.... La cabeza de Rosa se inclinó, y la muerte se apoderó de la abuela en el momento en que Natalia, conmovida hasta el fondo del alma por las significativas palabras de su madre, se arrojaba al cuello de Juana, y, llena. de lágrimas, dándole un beso dulce y maternal, murmuraba en voz baja: -¡Perdón, Juana, perdón!... Al mismo tiempo desapareció el sol y la noche subió progresiva e insensiblemente del fondo de los precipicios y de las gargantas de los montes de Cabrerolles. Pocos instantes después, no quedaba en el cuarto mortuorio más que dos luces vacilantes que arrojaban su reflejo amarillo sobre la cara pálida, tranquila y como sonriente de la anciana Rosa. -No se percibía ningún ruido más que el de los aullidos de Noiraud y los balidos de los carneros en el establo. La paz y el reposo reinaban soberanamante en la cara de la abuela, y parecía que la sonrisa que quedaba impresa en los descoloridos e inertes la Dios de Rosa, era la que tenía en el minuto mismo de su muerte, al ver, en la última mirada de despedida que 264
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arrojó a su alrededor, a Natalia arrepentida y a Juana, misericordiosa, en los brazos la una de la otra. En un instante, en efecto, la Combals había vuelto a ser la madre de Juana, y ésta, al absolverla como todo su pensamiento, y todo su corazón, acababa de borrar y de abolir, con el mismo murmullo de sus labios, todo un pasado de injusticia, de rencor y de odio. Con motivo, de la muerte de la abuela Rosa, el matrimonio de Pedro y Juana fué aplazado para el mes de octubre, después de la vendimia. Los jóvenes prometidos esperaron confiados la fecha feliz que los uniría para toda la vida y los ataría para siempre al suelo de sus padres, Pedro se había hecho definitivamente el labrador enamorado de la tierra, el hombre rudo que trabaja y lucha sin otro fin que el de ver sus trabajos recompensados. El joven imitaba bien a su padre, Domingo Combals, y cuando éste hubiera desaparecido, las tradiciones de familia y de localidad quedarían en buenas manos. Al afirmarse esta observación en la mente de Juana y hasta ante sus ojos, hacía subir a sus labios, al mismo tiempo que una acción de gracias, un murmullo de confianza y de ardiente ternura. 265
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¡Ah! bien podía Zoe, en aquella mañana de agosto, por despecho, y vanidad, casarse antes que la Ravinel, con Juan Benecech... La campana de la iglesia podía dar al aire sus más hermosos y orgullosos repiques... Cabrerolles podía bien estar de fiesta y recibir en sus muros, asombrados de tanto estrépito, a todos los parientes y a todos los amigos acudidos de Lentheric, de la Liquiere y de la llanura... Juana no estaría envidiosa, de todo aquel ruido, de todo aquel aparato ni de todo aquel lujo fuera de situación. Humilde y modesta campesina, Juana uniría su vida a la de Pedro Combals ante la vista de Dios, el gozo de su padre Domingo y de su madre Natalia, y con el alma penetrada todavía del recuerdo tutelar de la difunta abuela Rosa. Y Juana estaba segura de que no faltarían, sin embargo, campesinos de la Borie, de Aigues-Vives y de otros puntos para venir a regocijarse con ellos y a felicitar vivamente al bueno de Cornbals. De este modo, sencillamente, sin fausto, se celebró el casamiento de Juana y Pedro, el ocho de octubre, a media noche, según la costumbre del país, en la modesta iglesia de Cabrerolles, en presencia de 266
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todos los ancianos de la comarca y de todos los campesinos de las montañas vecinas. El viejo Domingo estaba orgulloso y se sentía feliz al lado de Juana; Natalia vertía dulces lágrimas de alegría, al abrazar a sus dos hijos, y, mientras los dos esposos se encaminaban a la casa paterna, el monte Redón mismo, el alma del viejo país de Cabrerolles, parecía sentir un estremecimiento de embriaguez en su cima, bajo la luna que le envolvía en sus rayos dulces y acariciadores. Sobre toda esa felicidad se cernía la noche, soberanamente bella, y las montañas de los alrededores ponían como un murmullo de amor en el susurro de las ramas de sus castaños y sus encinas. .......................................................................................... Menos de cinco años después de estos sucesos, los mozos de Cabrerolles, seducidos y conquistados por el ejemplo de Pedro Combals y los consejos de Domingo, se habían aficionado, a sus campos con un amor más ferviente y más tenaz. Las deserciones se iban haciendo más y más raras. Juan Benecech, arruinado por las coqueterías de Zoe, se vió obligado a dejar el país y a vender los 267
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bienes de su mujer, cuyas hipotecas, por una justa compensación de las cosas de este mundo, habían ido todas a parar a manos de la joven pareja Combals. De este modo, Juana pudo realizar su sueño, y, con el auxilio de sus economías, recobrar la posesión del patrimonio de los Ravinel, gozado hasta entonces por los Taubouriech. El día de la venta, Domingo, siempre fuerte y sólido a pesar de la edad y de los trabajos, se inclinó hacia Juana y le dijo al oído: -Cuando yo te decía "en previsión", pequeña, pensaba en esto... Ahora, el padre y la madre Ravinel Pueden dormir tranquilos en sus tumbas... Y añadió en seguida, poniendo la mano en el hombro de su hija: -Cuando se ama a su tierra y a su casa Como tú; cuando se tiene orden y ánimo como tú los tienes, se llega siempre a lo que se quiere. Y Juana era feliz Por toda la dicha que entraba en la casa de los Combals. Al oir aquellas palabras, Pedro sonreía de satisfacción y de amor a su mujer, como en los tiempos en que, en el santuario de Nuestra Señora de la 268
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Roca, hizo el juramento de ser fiel a su Juana y a sus montañas. Y, mientras con una mano hacía saltar en sus piernas al último de sus dos hijos, acariciaba con la otra su cabecita rubia con dulces ademapes de rnujer. En cuanto a Natalia, envejecida de diez años desde la muerte de Rosa, casi movía la cabeza como ella. Como ella, estábase sentada, bajo la campana de la chimenea, cuando no guardaba el rebaño, y daba vueltas en su cabeza, con alguna tristeza reflejada en su rostro, a todos los acontecimientos pasados. El mayor de los hijos de Pedro, refugiado en sus faldas, la miraba con sus ojos claros y parecía asombrarse del continuo murmullo de sus labios. Como si hubiera comprendido la gravedad de las enseñanzas que la abuela, Natalia enunciaba con su voz velada de invisibles lágrimas, el niño detenía la risa de sus ojos, suspendía el ademán inocente de sus brazos y de sus piernas y escuchaba con la boca abierta. Entonces, la palabra de Natalia, pobre mujer envejecida antes de tiempo por las penas, de cabello encanecido prematuramente por un secreto remor269
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dimiento, se transportaba tranquila y religiosa al tiempo de las veladas del invierno, y decía : -Cuando seas grande, hijo mío, no olvides, si no estoy aquí para recordártelo, que, para ser feliz en nuestras montañas, hay que amar a la familia y al país y, como decía mi pobre madre, trabajar firme, hasta el fin, en los campos en que todos los ancianos de Cabrerolles han luchado sin cansarse y sin pronunciar una queja.
FIN
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