El experimento neoliberal en Brasil Ruy Mauro Marini Fuente: Archivo de Ruy Mauro Marini, con la anotación "(1992)".
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El experimento neoliberal en Brasil Ruy Mauro Marini Fuente: Archivo de Ruy Mauro Marini, con la anotación "(1992)".
Indice Hacia una economía cerrada De la opción liberal al neoproteccionismo Perdiendo la brújula Los años 90
La política neoliberal que se trata de poner en práctica actualmente en Brasil tiene un precedente en su vida económica reciente y no se puede entender fuera del contexto del desarrollo de la sociedad de clases nacional, en particular del modo como se ha venido modificando la naturaleza y la composición de la burguesía, así como de las relaciones que, en tanto país dependiente, Brasil mantiene con los grandes centros económicos internacionales. Hoy, como ayer, la cuestión planteada es la de como seguir viabilizando una economía industrial que, habiendo llegado a ser, en su mejor momento, la octava del mundo capitalista, ocupa en la clasificación de las Naciones Unidas uno de los últimos puestos en cuanto a la distribución de la riqueza creada. Nuestro interés aquí es el de acompañar los movimientos de cambio de la política económica brasileña, sin insistir más que lo indispensable en las circunstancias regionales y mundiales en que se producen. Damos así por supuesta la caracterización de la economía mundial contemporánea, con su proceso de globalización, constitución de bloques económicos y cuestionamiento de Estados nacionales aparentemente consolidados. Estamos convencidos de que, todavía por un tiempo, el Estado nación seguirá siendo un factor determinante en la vida económica y social de los pueblos.[1] Hacia una economía cerrada Brasil se orienta decididamente por la vía de la industrialización al ser derrotado, en la posguerra, el proyecto de restauración de la vieja economía exportadora, que había sido puesto en cuestión entre las dos guerras mundiales. Ese proyecto era sustentado por las fracciones burguesas agrarias y comerciales y mirado con simpatía por el gobierno norteamericano. Los embarques de bienes primarios respondían entonces por el 80% del valor de las exportaciones, con destaque para el café, cuya participación giraba en torno al 60% y, en sus dos terceras partes, se destinaba a Estados Unidos. La reestructuración económica de la posguerra afecta de dos maneras a las exportaciones brasileñas. Por un lado, sobre todo después del breve período de animación del comercio mundial suscitado por la guerra de Corea, provoca su estancamiento y aún su retroceso; así, ellas más que cuadruplican su valor entre 1941 y 1947 y alcanzan su punto máximo en 1951 (1.769
millones de dólares), pero caen desde entonces y no pasan de 1.282 millones de dólares en 1959.[2] Por otro lado, pone fin a la diversificación creciente que ellas presentaban: del 20% que representaba en el total, en 1945, la participación de los productos manufacturados cae a cifras cercanas al 5% a comienzos de los 60. En estas circunstancias, para mantener el equilibrio en las transacciones con el exterior y para utilizarlas en provecho del desarrollo interno, el procedimiento principal pasó a ser la contención de las importaciones, aliada a una progresiva selectividad de las mismas. Pese a la tradición librecambista heredada del período anterior a la guerra y revigorizada por las presiones del gobierno norteamericano, del GATT y del Fondo Monetario Internacional, el país se ve forzado, ya en la segunda mitad de los 40, a establecer un control limitado de cambio y a contingenciar las importaciones. Tras algunos movimientos erráticos, se llega en 1953 a un sistema de tasas múltiples de cambio, establecidas en función del grado de esencialidad de las importaciones, lo que implicaba subsidiar unas a costa de otras, según los objetivos de la política económica. Así, mediante la creación de reservas de mercado y el manejo discriminatorio de las tasas de cambio, se puso en práctica una verdadera política de industrialización sustitutiva de importaciones, que se reforzaría, a partir de 1957, con la utilización de mecanismos de carácter tarifario. Ello permitía administrar las divisas obtenidas, pero no las aumentaba, manteniéndose el saldo comercial y los escasos aportes financieros como límite a la acumulación de capital en el país. Para sortear ese obstáculo, se hacía necesario aumentar los ingresos de capital extranjero. El Plan Marshall, con el que Estados Unidos financiaba la reconstrucción europea, generara expectativas en Latinoamérica. En la conferencia de constitución de la Organización de los Estados Americanos, en 1948, los países de la región, Brasil inclusive, trataron de obtener de Estados Unidos algo similar, sin mayor éxito. Pragmáticamente, el gobierno brasileño buscó valerse del Punto IV del discurso de toma de posesión de Harry Truman, en 1949, que contemplaba la concesión de créditos públicos, vía Eximbank y Banco Mundial, a proyectos de desarrollo en los países dependientes, llegando, en 1950, a la formación de una Comisión Mixta Brasil-Estados Unidos para ese propósito. Esa Comisión aprobó, en 1951, un plan de obras que implicaba financiamientos del orden de 1.000 millones de dólares, comprometiéndose el gobierno norteamericano a proporcionar la mitad de esa cifra, la otra mitad quedando a cargo de Brasil.[3] Sin embargo, el fin de la guerra de Corea y el reemplazo de Truman por Eisenhower llevaron al abandono del Punto IV por parte de Estados Unidos, en beneficio de una política de exportación de capitales privados. La consecuencia de ello fue la desactivación de la Comisión Mixta y la interrupción del flujo de financiamientos que esta aprobara. En 1953, cediendo a las presiones norteamericanas, el gobierno brasileño concedió amplia libertad de movimientos a los capitales privados extranjeros en el mercado libre, reservando empero a los capitales considerados de interés para la economía nacional el privilegio de realizarse en el mercado oficial, a una tasa de cambio subvencionada. A partir de 1955, se permite el ingreso de capitales bajo la forma de maquinaria y equipo. Esos instrumentos proporcionarán apreciable flexibilidad a la capacidad para importar, permitiendo al país impulsar su proceso de industrialización sin incurrir en déficits de la balanza comercial, es decir, pasando a lo largo de las limitaciones inherentes a ésta. Pese a las concesiones y compromisos a que fuera llevado, Brasil no renunciara a su propósito de lograr financiamientos públicos para su política nacionalista y estatizante. Cambiando de táctica para ubicarse en el plan multilateral, volvió a la carga en 1958, mediante la llamada Operación Panamericana, destinada a obtener el deseado Plan Marshall. La respuesta del gobierno
norteamericano fue empero la Alianza para el Progreso, mediante la cual Estados Unidos sostuvo su política de vincular las posibilidades de desarrollo de la región con las facilidades por ella otorgadas a sus capitales privados. A comienzos de los 60, el país vive aún una acentuada expansión industrial, que le ha servido para consolidar los grandes grupos nacionales, asociar el capital extranjero a su proceso de industrialización y plantearse el paso a etapas más complejas de la sustitución de importaciones, vueltas ahora hacia los bienes intermedios y de capital. Choca empero con las limitaciones impuestas por su sector externo, derivadas del débil dinamismo de las exportaciones y de la sangría de divisas impuestas por los grupos extranjeros, los cuales, completada la maduración de sus inversiones, pasan a exportar sus beneficios. Así, al mismo tiempo que se liberalizan las importaciones, se busca aumentar la capacidad para importar, vía diversificación de las exportaciones, para incluir a los bienes manufacturados, al tiempo que se limitan las remesas de beneficios al exterior. Esos cambios provocan la resistencia norteamericana, que se manifiesta mediante presiones económicas y maniobras de desestabilización política. En la medida en que ello obstaculiza la adopción de las medidas, las dificultades económicas se agravan y crece la agitación social. Desde 1962, la economía reduce su tasa de crecimiento para desembocar, en 1963, en una recesión, acompañada de alza inflacionaria. La crisis política se acentúa y culmina con el golpe de Estado de 1964, que pondrá el país durante veinte años bajo una dictadura militar. De la opción liberal al neoproteccionismo La crisis brasileña de los 60 no es sino la expresión de la inviabilidad del patrón de desarrollo adoptado a partir de los 50. Provocando la escisión de la esfera de realización en dos mercados: el externo, de donde provenían los bienes de capital necesarios al desarrollo industrial, y el interno, adonde se dirigían los productos de la industria, ella pusiera en evidencia la debilidad de las exportaciones tradicionales para sostener el proceso y forzara la apertura a las inversiones extranjeras privadas. Sin embargo, la misma estrechez del mercado interno acabaría por limitar los ingresos de capitales foráneos y llevaría éstos a salir al exterior, mediante la remesa de beneficios, creando nuevo factor de presión sobre las escasas divisas del país. La solución dada al problema consiste en crear nuevos incentivos para la atracción de capitales externos y superar las contradicciones que se manifestaban en el plano de la realización, gracias a la proyección de la industria en dirección al mercado mundial. Al lado de una nueva ley de inversiones extranjeras, se comienza pues a practicar una política de promoción de la exportación de manufacturados. Empezando con el manejo de instrumentos cambiarios y de crédito, con el fin de aumentar la competitividad de las exportaciones, y una política fiscal que busca incrementar la disponibilidad de bienes exportables, se pasa a desmontar la estructura de protección tarifaria que sostenía a la industrialización sustitutiva, mediante la reducción de alícuotas y la supresión de las demás limitaciones a la importación. La política liberal de la dictadura brasileña opera en armonía con los cambios que se verifican en la economía mundial, de los que cabe destacar la exacerbación de la competencia entre los grandes centros por mercados y campos de inversión, junto al predominio de los flujos de capital financiero respecto a la inversión directa. Mientras el crecimiento de ésta diera lugar a las firmas multinacionales, cuya producción en todos los países correspondía ya, en 1968, a la cuarta parte del producto mundial bruto a precios de mercado,[4] los seguidos déficits de la balanza de pagos norteamericana crearon una enorme disponibilidad de dólares en el mercado internacional,
llevando a que la cantidad de dólares-billete en circulación pasara de 6.4 a 35.7 mil millones, entre 1949 y 1968, quedando la mayor parte de esa masa en manos de los bancos privados.[5] Desde 1965, se hace sentir el efecto de las medidas gubernamentales en el sector externo de la economía. Las exportaciones retoman su crecimiento, para alcanzar 2.311 millones de dólares en 1969, doblando el piso de que habían partido en 1960, mientras las exportaciones de manufacturados aumentan progresivamente su participación en la pauta, pasando de 100 millones de dólares en 1964 a 366 millones en 1969, equivalentes al 16% del total. Paralelamente, al lado de inversiones directas que crecen prudentemente (28 millones de dólares en 1964, en términos netos, contra 177 millones en 1969), los préstamos y financiamientos a medio y largo plazo evolucionan, en esas fechas, de 221 para 1.023 millones de dólares. Por otro lado, desde 1968, las luchas libradas en Brasil por el gran capital industrial y financiero para imponer su política a sectores desplazados de la gran y mediana burguesía, así como a la clase media y a las masas trabajadoras, llevaron a un segundo golpe de Estado, consubstanciado en el Acta Institucional número 5, que puso al Estado enteramente a su servicio. En ese contexto, se pasa de una política marcadamente liberal a una nueva política proteccionista, sólo que ahora centrada en la promoción de exportaciones. Además de la unificación de la tasa de cambio, la práctica de un cambio flexible (que condujo a las minidevaluaciones) y de medidas administrativas, como la desburocratización, la promoción de exportaciones se basaba fundamentalmente en incentivos fiscales y facilidades de crédito. Después de 1968, eso se modifica, en virtud de la creación de subsidios fiscales, figura distinta a la del incentivo: mientras este representa una renuncia del Estado a la tributación, vía exención, reducción o suspensión del pago del tributo, el subsidio fiscal es una transferencia activa de recursos públicos al capital privado, cualquiera que sea su forma, implicando para la sociedad, aunque no para el comprador, que el precio del producto exceda el costo de los factores de producción. Con él y otras medidas, en particular los subsidios crediticios, los privilegios concedidos a la burguesía industrial exportadora, nacional y extranjera, asumieron carácter abierto, en perjuicio de las fracciones vinculadas al mercado interno, proceso que se completaría con los favores crecientes otorgados a las empresas extranjeras, a fin de garantizar el patrón de desarrollo correspondiente a la nueva economía industrial-exportadora. En efecto, aunque reaccionando positivamente a los estímulos gubernamentales,[6] las exportaciones lo hicieron de modo insuficiente para garantizar el monto de importaciones que el crecimiento industrial exigía y que las reducciones tarifarias permitían. A partir de 1971, empiezan los déficits comerciales, que caracterizarán de manera general toda la década, forzando la economía a recurrir permanentemente al aumento de los ingresos de capital extranjero. Es por ello que, entre 1970 y 1979, mientras el valor de las exportaciones se multiplican por 5.6, pasando de 2.739 a 15.244 millones de dólares (los manufacturados evolucionando de 15 a 44% de la pauta), la deuda externa total, correspondiente a 5.295 y 49.904 millones de dólares, se multiplicará por 9.4. Es cierto que pesaron para ello de modo determinante las condiciones creadas en la economía mundial por el choque petrolero de 1973, la retracción comercial y las grandes disponibilidades financieras resultantes de la recesión en los centros. Esas circunstancias, aunadas a la ideología del "Brasil potencia", llevaron hasta el límite la promoción de exportaciones e hicieron también resucitar a la política de sustitución de importaciones, yuxtaponiéndolas en una fórmula híbrida, cuya principal consecuencia fue agravar la sangría de recursos del Estado en provecho del gran capital. Para sostener ese esquema, que configuró una verdadera economía de transferencia, se recurrió sin tapujos al financiamiento externo.
Perdiendo la brújula El segundo choque del petróleo, en 1979-80, elevó bruscamente el valor de las importaciones, pero esto pronto se normalizó. Efecto más duradero ha tenido la flotación de las tasas de interés, que hicieron pasar la tasa Libor del dólar de un promedio de 9,4% en 1978 al 19,5% en marzo de 1980. La deuda externa total aceleró su crecimiento, para rebasar los 100 mil millones de dólares en 1986, mientras su servicio subió de 2,7 mil millones de dólares que representaban en 1978 para 8,7 mil millones ya en 1982. Intentando sortear una situación cuya gravedad no era bien comprendida, el gobierno recurrió a la liquidación masiva de divisas, con el propósito de mantener el prestigio internacional del país y asegurar así la mantención de los flujos externos de capital. El resultado fue la moratoria de 1982, que lo entregó de pies y manos atados a sus acreedores y sustituyó su voluntad política por la del Fondo Monetario Internacional. Es cuando se define, como criterio central de la política económica, la obtención de elevados saldos comerciales, capaces de garantizar el cumplimiento de los compromisos externos del país. La clave de esa política ha sido la contención de las importaciones vis-à-vis del crecimiento de las exportaciones, lo que tiene una serie de implicaciones. Contener las importaciones ha significado cercenar la modernización y expansión del parque productivo, lo que contribuye a explicar que se haya pasado de una tasa promedio de crecimiento del 8.5% en los 70 para una de 3% en los 80 o casi 0, si se toma en cuenta el incremento demográfico (algo más del 2%). Por otra parte, la exigencia de sostener el crecimiento de las exportaciones (que han pasado de 20.132 millones de dólares en 1980 a 34.392 millones de dólares en 1989), sin las inversiones tecnológicas necesarias, ha significado reprimir la demanda interna y rebajar costos, gracias a la reducción de los salarios, así como estimular a cualquier precio los empresarios a salir al exterior, mediante la devaluación permanente de la moneda y la concesión de todo tipo de incentivos y subsidios. La política de formación de grandes saldos comerciales es causa directa de la inflación, aunque más no sea porque representa la transferencia de parte de la riqueza creada al exterior, sin que disminuya la masa monetaria en la misma proporción. En efecto, el gobierno, que ha estatizado la deuda externa, es forzado a adquirir los ingresos cambiarios que servirán a la transferencia de fondos, pero no es capaz de impedir que esos ingresos no se traduzcan en moneda nacional a disposición de los particulares. La principal fuente de ingresos del gobierno, de orden fiscal, se encuentra disminuida por las transferencias aparentes u ocultas que este hace al capital privado. De ello resulta un déficit presupuestario que, deflacionado, se ha acercado, en los años de mayor sangría, a los 8% del PIB. Para cubrir ese déficit, el gobierno echa mano de la emisión de moneda y títulos públicos de rescate inmediato, con lo que vuelve efectiva la existencia de una masa monetaria sin contrapartida real, que presiona la demanda interna y repercute sobre los precios. Peor, todavía. Mediante ese procedimiento, el gobierno crea el espacio y las condiciones para que parte del capital dinerario se vuelque a la más desenfrenada especulación y vuelva a presentarle al gobierno todos los días una factura más abultada. Por esa vía, se llega al punto en que la deuda pública interna total alcanza una proporción superior a 20% del PIB, rindiendo a los detentadores de títulos públicos intereses anuales del 40% en términos reales. En resumen: las políticas de estabilización intentadas en los 80, particularmente los planes económicos heterodoxos de 1986 y 1987, que pretendían suprimir la inflación sin pagar el costo
de la recesión implícito en las políticas preconizadas por el FMI,[7] se mostraron incapaces de ir a la raíz del problema. Planteados por la fracción burguesa hegemónica: el empresariado industrial sediado en São Paulo, esas políticas fueron obstaculizadas por los otros sectores de la burguesía, en especial la fracción financiera, que impidieron que se hicieran efectivas las reformas fiscal, tributaria y bancaria que ellas suponían. Con ello, esos planes se quedaron literalmente en las ramas, es decir, en el congelamiento de precios y salarios,[8] hasta ser rebasados, vía desabastecimiento de bienes y mercado negro, por la realidad económica objetiva. Los años 90 La llegada de Fernando Collor de Mello a la presidencia de la República hizo pensar en una ruptura del nudo gordiano que constriñe la iniciativa burguesa. Su candidatura no contaba con el respaldo de la burguesía industrial tradicional, que detenta la hegemonía en el bloque dominante y se articula en torno a los grupos ligados a la industria metalmecánica, petroquímica y de construcción pesada, la cual dispersó sus preferencias entre cuatro o cinco nombres, en el primer turno de los comicios de 1989. Liberado de compromisos, Collor formuló un discurso centrado en el combate a la corrupción, la estabilización monetaria, la reforma del Estado y la modernización de la economía y acabó atrayendo la simpatía de un segmento empresarial que, con base en la informática, las telecomunicaciones y otras industrias de punta, se ha desarrollado en la década de 1980; aunque tenga peso reducido en la burguesía industrial, esa fracción se destaca por su dinamismo (los grupos que la integran son los que realmente crecieron en los 80) y por su interés en la reestructuración a fondo del capitalismo nacional. La amenaza que representaban los votos sumados de los dos candidatos de izquierda (24 millones contra los 17 millones obtenidos por Collor en la primera vuelta) llevó al conjunto de la burguesía a darle a éste su apoyo. La unidad así lograda se reveló empero transitoria. Asumiendo la presidencia sin vínculos reales ni con la burguesía dominante ni con las fuerzas de izquierda, sin curriculum político y sin partido, el nuevo presidente se cercó de un ministerio inexpresivo y carente de experiencia, al tiempo en que ejercía la iniciativa política de manera compulsiva, espectacular y espasmódica, despertando recelos en las más diversas áreas. En el aspecto que aquí interesa, a las pocas semanas de la toma de posesión, el nuevo gobierno decretó más un choque heterodoxo, que, como los anteriores, implicó una reforma monetaria y el congelamiento de precios y salarios; elementos nuevos fueron la desindexación de la economía y el confisco del ahorro privado. Sin embargo, agobiado con la escasez crónica de recursos, no tardó a restablecer la indexación para el pago de tributos, siendo luego forzado a consentirla en otras áreas, en particular la financiera, hasta llegar a los salarios del sector privado (no así los del sector público). Por otro lado, las presiones de los grandes grupos económicos, que esgrimían como argumento la paralización de los negocios provocada por el choque, lo llevaron a restituirles el dinero confiscado, quedando grosso modo la expropiación reservada tan sólo a la clase media. Pasado el primer momento, en que es todavía posible contener los precios, e iniciada la fase llamada de "flexibilización", la inflación retomaría su curso, nuevamente fuera de control: 1700% en 1990 y, sobre el telón de fondo de una aguda recesión, cerca de 500% en 1991. El plan contemplaba todavía algunos aspectos. Entre ellos, la suspensión de los incentivos y subsidios fiscales a la exportación, medida que no ha llegado a cuajar, por limitación de orden constitucional. En 1992, esos beneficios han sido restablecidos por ley, debiendo provocar una renuncia fiscal de 5,6 mil millones de dólares, equivalentes a 1.4% del PIB y más de la mitad de lo que el gobierno espera recaudar con el ajuste fiscal de 9,5 mil millones de dólares aprobado para este año.[9] En relación a la política de privatizaciones, esta sólo empezó a operar en
octubre de 1991, llevando hasta la fecha a la subasta en bolsa de valores de 10 empresas estatales, principalmente del sector siderúrgico y petroquímico. Entre los compradores, destacan algunos grandes grupos nacionales industriales y financieros y algunas entidades públicas, en particular fondos de previsión de empresas estatales, siendo casi nula la participación del capital extranjero. El gobierno ha obtenido con ello 2,7 mil millones de dólares, que le han servido tan sólo para reducir su propia deuda junto al mercado, dado que se ha empleado preferentemente lo que se llama de "moneda podrida", es decir, títulos públicos con precarias posibilidades de rescate; en dinero efectivo, se estima que lo que ha entrado a las arcas del Estado no alcanza a los 100 millones de dólares. La apertura comercial, cuestión a la cual el gobierno ha atribuido gran importancia, ha sido también una de las más polémicas de la actual política económica, constituyéndose en motivo de descontento de la burguesía tradicional. Las embestidas de ésta sobre el gobierno para forzarlo a cambiar de orientación (lo que, más de una vez, se ha convertido en amenaza a la sobrevivencia misma del gobierno)[10] llevaron al reemplazo del equipo económico, asumiendo su conducción el ex embajador en Washington, Marcilio Marques Moreira, quien abandonó la política de choque en beneficio de una política más ortodoxa, centrada en la reducción del déficit público, en el molde preconizado por el FMI. Se mantuvo empero y hasta se anticipó el cronograma de rebajamiento de las alícuotas de las tarifas de importación a los niveles fijados por el GATT. Para ello, se procedió previamente a una devaluación de la moneda nacional, que sigue además sufriendo minidevaluaciones constantes, bajo la supervisión del gobierno. Se prevé que el proceso dará su último paso en julio de 1973, con un tope de 35% en materia de protección aduanera. Uno de los planteamientos hechos con más fuerza por Collor en su campaña electoral y al cual dio énfasis la política económica desde la primera hora refiérese a la modernización industrial. La gravedad del problema se percibe cuando se considera que la tasa anual promedio de formación bruta de capital fijo bajó del 25.6% en los años 1970-79 al 16.8% en los años 198088. La participación en el total del item maquinaria y equipo declinó del 36.4% al 29.1%, en los dos períodos considerados. Todo indica que tiene razón el presidente de la Asociación Brasileña de la Industria de Maquinaria y Equipo, Luiz Péricles Michelin, cuando sostiene que los gastos en ese renglón se destinan mayormente al mantenimiento del parque productivo existente.[11] Aún ramas de producción que se destacaron en los años recientes por su dinamismo, como la informática, se han afinado con el tono menor en que opera hoy la economía brasileña, además de resentir también los efectos de la apertura comercial.[12] Pese a esa preocupación, el governo no ha sido capaz de inducir grandes cambios, debido a su política recesiva y a las dificultades que encuentra para tomar la iniciativa. Pese a haber anunciado, desde el comienzo de su gestión, el Programa Brasileño de Calidad y Productividad, este sólo entró a funcionar a fines de 1990 y en una escala modesta, abarcando principalmente pequeñas y medianas empresas. Paralelamente, los recursos gubernamentales dirigidos a la investigación científica y tecnológica se mantienen a niveles bajos, lo que es grave en un país donde el Estado responde por 75% de los gastos realizados en ese renglón. A partir de 1992, se ha recurrido a acuerdos o pactos sectoriales, que comenzaron con la industria automotriz, en el sentido de revertir esa situación y, simultáneamente, reducir los puntos de fricción entre el empresariado y el gobierno. Mientras tanto, la economía se ha estancado, la inflación no cede y los trabajadores pagan el precio de la recesión. El PIB disminuyó 4% en 1990 y presentó el débil crecimiento de 1,2% en 1991, volviendo al nivel de 1988, gracias a una pequeña recuperación en la producción agropecuaria y los servicios. La producción industrial manufacturera, que se contrajera ya 8% en 1990, se redujo de nuevo en 0.5% en 1991, con destaque para los bienes de capital, cuya
producción cayó 10%. Respecto a la inflación, tras recular espectacularmente en los primeros meses del gobierno, no tardó en retomar la tendencia ascendiente; todo lo que ha logrado la actual política de estabilización es sujetarla a un nivel un poco arriba del 20% mensual. La renegociación de la deuda externa se encuentra todavía en marcha, pero ha significado ya la reanudación de los desembolsos para hacer frente a su servicio, los cuales deberán aumentar, cuando se concluya el acuerdo con los bancos privados. A su vez, la deuda interna, según proyección reciente del Banco Central, acarreará en 1992 pago de intereses en un monto de 21,1 mil millones de dólares, o sea, 4,9% del PIB. En el plano laboral, a par de medidas de flexibilización del trabajo a cambio de estabilidad en el empleo, que se registra en sectores más organizados, como el automotriz, obsérvase entre los trabajadores empleados el aumento de los que corresponden al sector informal de la economía, los cuales, para 1991, representaban ya el 47% del total. Esta tendencia es particularmente fuerte en el comercio y los servicios, pero alcanza también el sector manufacturero. Sólo en 1991 la industria de São Paulo, la mayor concentración manufacturera del país, demitió 158,5 mil trabajadores, provocando una caída de 8,45% en el nivel de empleo del sector. En ese año, en todo el país, el número de personas ocupadas se redujo en 10,2%, la mayor caída registrada en los últimos veinte años, mientras la masa salarial declinó en 13,3%. *** La complejidad social, el grado relativo de organización de las clases y fracciones de clase, la permeabilidad del Estado a los intereses corporativos, la estrecha vinculación del país a la economía internacional hacen que las transiciones en Brasil sean largas y frecuentemente traumáticas. El experimento liberal de los 60 supuso el derrocamiento previo del régimen político y la implantación de una dictadura militar, sobre la base de una nueva alianza de clases. El actual intento neoliberal ha exigido el desmonte del régimen militar, proceso que se prolongó por diez años, pero no ha cambiado todavía radicalmente el esquema de poder, lo que requiere la conformación de un nuevo bloque dominante. La hegemonía que todavía detenta la burguesía industrial tradicional la ha conducido, a través de los choques heterodoxos de los 80, a buscar respuestas fáciles para los problemas de la economía, capaces de ahorrarle los sacrificios que involucran las soluciones reales. Pese a los fracasos, proporcionó armas a su fracción más joven, llevándola a intentar algo similar, con el primer plan del gobierno Collor, aunque ahora a costa de sus intereses. La burguesía tradicional ha logrado reaccionar, poniendo incluso tras de sí a los sindicatos obreros y a las fuerzas de izquierda, para obligar el gobierno a alterar su política y adoptar un gradualismo que no estaba en sus planes. Cualquiera que sea el ritmo de los cambios, existe empero en el país la sensación generalizada de que este no puede seguir siendo lo que ha sido. Peter Drucker, uno de los autores que mejor han percibido las tendencias económicas contemporáneas, observa que hoy día no son más posibles ni la estrategia de desarrollo que privilegia la exportación de bienes producidos por una mano de obra barata ni la que se basó en el proteccionismo para asegurar el desarrollo industrial.[13] El actual patrón de desarrollo brasileño tiene el inconveniente de combinar las dos. Es por ello que se viene imponiendo en los hechos una política que visa a la modernización industrial, a la redefinición de las funciones del Estado, con su renuncia a la intervención directa en la economía, y a la búsqueda de un nuevo modo de inserción en el mercado mundial. Es probable que el consenso existente sobre esos puntos represente una base sólida y exenta de cuestionamientos. Lo que está todavía en discusión es en provecho de quién se realizan esos
cambios y cómo se organiza la sociedad para asegurar el control sobre su proceso y sus resultados. Las discusiones que se verifican actualmente en Brasil sobre el parlamentarismo, el ensayo de distintos modos de organización del poder local, los planteamientos que surgen aquí y allí sobre las formas de gestión de las empresas están significando tanteos de las distintas fuerzas sociales, en búsqueda de nuevos esquemas de poder y nuevas formas de convivencia. Hasta que se imponga una fórmula victoriosa, no hay que excluir la posibilidad de sobresaltos y aún de retrocesos. Pero no hay tampoco razones para suponer que el proceso de cambio que está en curso podrá ser interrumpido.
Notas [1] "A medida que se ha intensificado la mundialización de la competencia, no faltan quienes han empezado a atribuir un papel más reducido a las naciones. Antes al contrario, la internacionalización y la eliminación de la protección y de otros factores de distorsión de la competencia es perfectamente razonable decir que si en algo han afectado a las naciones ha sido para hacerlas más importantes". Porter, M. E., La ventaja competitiva de las naciones, Buenos Aires, Vergara, 1991, p. 59.
[2] Los datos relativos a Brasil han sido tomados de informes y estudios del IBGE, en particular Estatísticas históricas do Brasil, Rio de Janeiro, 1990, 2a. ed. revisada y actualizada.
[3] Vianna, S. B., A política econômica no segundo Governo Vargas, 1951-1954, Río de Janeiro, Banco Nacional de Desenvolvimento Econômico e Social, 1987.
[4] Levinson, C., Capital, inflação e empresas multinacionais, Río de Janeiro, Ed. Civilização Brasileira, pp. 62 ss. [5] Tamames, R., Estructura económica internacional, Madrid, Alianza, 1974, p. 111, e U. S. House of Representatives, Financial Institutions and the National Economy. Discussion Principles, Washington, nov. 1975.
[6] Aparte algunos trabajos especializados, pocos y dispersos, no se dispone de una evaluación de lo que ha costado al país la política de incentivos y subsidios a las exportaciones. El estudio más abrangente sobre el tema estima que, en su punto álgido, 1982, ellos habrían alcanzado el 68,96% del valor exportado. Cfr. Baumann, R., y H. C. Moreira, "Os incentivos às exportações brasileiras de produtos manufaturados, 1969/1985", Pesquisa & Planejamento Econômico (Río de Janeiro), 17-2, agosto 1987. O referido estudo contempla la mayor parte de los beneficios concedidos a los exportadores, pero no todos; así, no contempla los subsidios a la exportación referidos al impuesto sobre la renta de personas jurídicas, que habrían llegado al 4,2% del total de la carga efectiva, en 1974 (cfr. Varsano, R., "Os incentivos fiscais do imposto de renda das empresas", Revista Brasileira de Economia (Río de Janeiro), 36-2, abril-junio 1982, tabela 1). Finalmente, un estudio de la Secretaría Nacional de Planeamiento, casi oficial pues, considerando tres impuestos principales (sobre la renta de personas jurídicas, sobre productos industrializados y de importación), hace para 1989 una previsión de renuncia fiscal, a título de incentivos relativos a la promoción de exportaciones, de 21,4% sobre la recaudación efectiva (cfr. SEPLAN-SOF: Orçamento da União, 1989. A receita estimada, Brasília, agosto 1988, mimeo.)
[7] Como lo dijo francamente uno de los ideólogos del Plan Cruzado, refiriéndose al carácter recesivo de la política de estabilización preconizada por el FMI, "la propuesta del choque heterodoxo es exactamente la de rehuir ese efecto recesivo actuando directamente sobre el
mecanismo de alza de los precios". Francisco Lopes, O choque heterodoxo. Combate à inflação e reforma monetária, Río de Janeiro, Campus, 1986, p. 180.
[8] Aunque no de todos los precios, ya que el precio del dinero, la tasa de interés, quedó fuera. Y, como observa justamente un autor, "la libertad de los intereses, en una economía de precios congelados, implica una inexorable transferencia de ingreso del sector productivo al sector financiero, en la razón directa de la tasa de remuneración del ahorro `libre'". Véase J. Carlos de Assis, sombra do cruzado. O impacto da reforma monetária sobre o sistema bancário, Río de Janeiro, Paz e Terra, 1986. p. 85.
[9] Declaraciones del Coordinador General de Proyectos Especiales de la Secretaría de Política Económica del Ministerio de Hacienda, José Rui Gonçalves Rosa. Gazeta Mercantil (Río de Janeiro), 30 de diciembre de 1991.
[10] En abril de 1992, el entonces ministro de Infraestructura, João Santana, refiriéndose al reemplazo del equipo ministerial que acabaría por derribarlo, se manifestaba públicamente convencido de que se trataba de un verdadero golpe de Estado, conducido por grandes grupos económicos, con el respaldo de liderazgos políticos. Véase reportaje "Ex-ministros acreditavam em golpe", publicado por Etevaldo Dias en el influyente Jornal do Brasil (Río de Janeiro), 19 de abril de 1992.
[11] Jornal do Brasil (Río de Janeiro), 30 de mayo de 1992. Para la industria automotriz, blanco de las críticas de Collor durante la campaña electoral, que moviliza recursos del orden de 30 mil millones de dólares, equivalentes al 7,5% del PIB, una investigación realizada en 1991 por la firma de consultoría M&L Magnus-Landmann, que abarcó 620 plantas, estima un rezago tecnológico de 20 años respecto a los centros europeos. Su índice de automatización oscila entre 4 y 5%, en contraste con el 25% que se registra en los países industrializados. Operando además escalas de mercado insuficientes, arroja costos de producción superiores en 40% a los de Japón, según afirmó Jacques Baroukh, directivo de Autolatina, holding de las firmas Ford y Volkswagen, a la edición de Maiores e melhores de la revista Exame (S o Paulo), 18 de marzo de 1992. [12] El gobierno ha decidido anticipar para el próximo año el término de la reserva de mercado de que disponía la industria de informática y ha comenzado a bajar las tarifas de protección del sector. Este obtuvo en 1990 un facturamiento de 6,3 mil millones de dólares, equivalentes a casi 3% del PIB, situación excepcional en América Latina y que se acerca a la que presentan los países industrializados. En los 80, venía creciendo a una tasa de 20% al año, pero, desde 1987, redujo su ímpetu y, en 1991, fue, como el resto de la economía, víctima de una recesión. [13] Drucker, P. E., As novas realidades. No governo e na política, na economia e nas empresas, na sociedade e na visão do mundo, São Paulo, Livraria Pioneira, 1989, p. 118. 1992.