El Perro Milord
Carmela Saint-Martín
El Perro Milord
DONCEL
Ilustraciones de Asun. Balzola
1.a edieión, 1971 © C...
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El Perro Milord
Carmela Saint-Martín
El Perro Milord
DONCEL
Ilustraciones de Asun. Balzola
1.a edieión, 1971 © Carmela Saint-Martín.
Depósito legal : M. 29.803 1971 Impreso en RUAN, S. A. Alcobendas
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Printed in Spain. Impreso en España.
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Edita y distribuye: Doncel. Pérez Ayuso, 20. Madrid-2. Tel. 415 74 OO.
F,1 perro Milord L perro no formaba parte de la aristocracia inglesa. Sus antepasados nunca fueron armados caballeros ni perteneció su estirpe a uno de los de la Tabla Redonda. «Milord» era un perro sin pedigree, un chucho. , pero nosotros le queríamos. Apareció en casa envuelto en el mejor abrigo de mi hermana, que lo rescató, no de las aguas del Támesis, sino de un riachuelo que ni siquiera tenía nombre, como tampoco lo tenía el gozquecillo, porque carecía de collar. Pagó la chica este acto
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de caridad permaneciendo sin postre, castigada... durante casi diez minutos ; tiempo record. Pusimos al perro el nombre de «Milord», y lo hicimos por razón y media. La razón fue porque tenía una sola mancha en su pelaje marrón, una mancha blanca y redonda que se encajaba en torno a su ojo derecho, dándole la apariencia de monóculo... y como los ingleses lo llevan. La media razón, que no intervino demasiado al ponerle el nombre, pero que lo confirmó, fue que a pesar de nacer en desconocida cuna, era un perro delicadamente escrupuloso, casi un sibarita. No le gustaba el pan, ni el alimento especial enlatado para perros, aborrecía los macarrones, el arroz y las patatas. Era un chucho exclusivamente carnívoro. De ahí su ojeriza y sus ladridos de antipatía contra la señora Antonia, la zurcidora, que venía a casa para coser los desgarrones de los delantales del colegio y poner fondillos y coderas de cuero a las prendas de los chicos. La señora Antonia era esquelética, y nuestro perro juzgaba que tanto hueso sin una partícula de carne constituia un engaño de la naturaleza. ¿Tenía razón? «Milord» era filósofo y se prestaba a nuestras bromas y aun a nuestras obras de caridad. Así, por ejemplo, atábamos a su collar a la manera que lo hacen los monjes del Cister con sus perros de San Bernardo— un frasco de colonia que habíamos enjuagado lo mejor que sabíamos. Llenábamos el frasco de vino antes de sujetarlo a la correa del cuello del perro y lo enviábamos con su carga escaleras arriba, para que alegrara los días interminables de Poncio, el obrero del sexto piso, que padecía de cirrosis hepática..., o algo así, y al que, naturalmente, le estaba prohibido el alcohol. Nuestra cocinera y la chacha estaban de acuerdo, y así nos lo habían dicho, en que el pobre hombre no tenía cura. 8
Le hicieran lo que le hicieran. Supimos también que su abstinencia obligada le hacía sufrir más que la misma enfermedad. Subía el perro a pasos... de perro, la ancha escalera, que se estrechaba al llegar al cuarto piso. Husmeaba, buscando el rastro de la mujer de Poncio que era abstemia—, y cuando se cercioraba de la ausencia de su enemigo, el cancerbero con faldas, arañaba la puerta suavemente. El desahuciado se levantaba penosamente de la cama y recibía a «Milord» con los honores debidos a su nombre... y a la botella que le traía. Hacía también honor al contenido de ésta y se volvía reconfortado a su cobija, con un regustillo en la boca de tinto y agua de colonia mezclados que era la única satisfacción del día. Nosotros recibíamos al chucho con palmaditas en los lomos y un buen pedazo de carne. Nos sentíamos dichosos, como cualquier «boy scout» cuando ha pasado a un ciego de uno al otro lado de la calle... ; pero hay tan pocos ciegos que pasar... Estas relativas buenas obras nos duraron poco tiempo. Poncio murió, mirando hacia la puerta y pensando en el vinazo con agua de colonia. Buscamos afanosamente otra buena acción que practicar, pero es muy difícil encontrarla así como así. Mi hermano, que había cumplido catorce años, fue promovido por aquel entonces a la categoría de hombre, simbolizándose el acontecimiento por el regalo que le hizo mi padre de su escopeta de caza. Excusa que aprovechó para comprarse él otra escopeta moderna que le estaba tentando desde hacía mucho tiempo. Entonces tuvo «Milord» tarea definida. Se convertiría en perro de caza y mi hermano le enseñaría su nuevo oficio. Pero, ¡ah!, el perro carecía de sentimientos sanguinarios, así es que como cazador resultó un fracaso. 9
En cambio, descubrimos su pasión por la música. Podíamos haberlo sabido antes, pero no nos fijamos en sus aficiones. Era sabido que cuando mi madre tocaba el piano, el perro subrayaba los pasajes más brillantes moviendo la cola, pegando golpes en el pavimento con ella, y hasta parecía que llevaba el compás. También era un hecho que cuando mi hermano tocaba la ocarina, el chucho corría a refugiarse en donde no podía oír los sonidos estridentes salidos del instrumento. Prueba palpable de su amor por la música. Al convertirse en cazador, de la mañana a la noche, el perro no se ponía de muestra ante el escondrijo de la codorniz o el agujero del conejo. Pero en el bosque remusgaba las orejas para captar mejor el trino de los pájaros. Si el que cantaba se interrumpía, el perro permanecía inmóvil, esperando que el ave renovara su canto. El pájaro, sospechando que era un enemigo al acecho, se asustaba, volando hacia los árboles lejanos. A «Milord» también le gustaban los cantos de los grillos casi tanto como el de los pájaros. Si oía el cri-cri del frotar de los élitros del insecto, investigaba hasta encontrar el agujero de donde procedía el ruido. Pegaba la oreja al orificio y allí permanecía, acompañando el cri-cri con ruiditos que lo imitaban bastante bien, y así perro y grillo formaban un dueto que no carecía de gracia. Mi hermano, aburrido por la infructuosa parada del can, cortaba en seco el dueto con una certera pedrada que daba en el lomo de «Milord». En estas fatigosas excursiones mi hermano no obtuvo nunca trofeo de caza. Su morral no encerró por entonces plumas ni piel, por lo cual tuvo que ejercitar su puntería tirando contra botes vacíos, ramas de árbol y aun contra alguna rana que incautamente tomaba el sol sobre las piedras del río.
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«Milord» no se creía culpable del fracaso. Volvía de las infructuosas excursiones con un aire soñador, ensimismado y ausente, un ronroneo casi imperceptible en su garganta y varias pedradas en el lomo. Escueto balance que él encontraba satisfactorio. Cuando nos fuimos a la casona lo llevamos con nosotros. Mi madre, a pesar de sus muchos hijos..., o quizá por ello, siempre tenía a su lado un rincón para los perros, que la preferían a cualquier otro individuo de la casa. Escondido bajo las piernas de los chicos (le asustaba el ruido del vehículo), «Milord» hizo el viaje sin marearse. El campo era precioso, con sus bosques, sus riachuelos y sus prados. Había pinos tan altos que clavaban sus agujas en el acerico del cielo y árboles de maderas nobles, encinas y robles centenarios y aun robustos. También había castaños, engalanados como árboles de Noel, con las bolas de puercoespín verde pálido de sus frutos. En el bosque siempre había vagabundos que encendían su fogata y freían en la sartén renegrida que guardaban en el zurrón anguilas y peces que pescaban en el río, o cocinaban caracoles recogidos en las tapias de las huertas o en los maizales, coles y algún que otro volátil de procedencia dudosa. Nosotros, en cuanto olíamos el humo de la hoguera, los buscábamos, porque nos gustaba contemplar sus artes de cocineros. Les regalábamos el pan de nuestras meriendas, en cuya miga había quedado impresa la forma de la pastilla de chocolate, que en cuanto nos la daban devorábamos rápidamente, para comer después el pan a secas. Una vez, un trotamundos, hombre joven con los ojos azules y el pelo rubio y lacio, muy largo, que le salia por debajo de la boina en mechones enmarañados, después de comer, sacó una flauta de su bolso y se dispuso a tocarla. 11
¡Qué bien tocaba! Lo hizo tan suavemente que nos quedamos quietos, escuchándole durante larguísimo rato. Si llegamos a ser ratones nos lleva tras él. Cuando empezó a oscurecer nos hizo un ademán para que nos marcháramos. Le obedecimos, pero su música tenía algo de hechicería, porque el camino de vuelta lo hicimos silenciosamente, sin dar siquiera una carrerita. Al entrar en casa, mi madre, extrañada por nuestro silencio, preguntó : ¿Qué os pasa? ¿Ha sucedido algo? Y antes de que le contestáramos volvió a preguntar : ---¿Dónde está «Milord»? No le he visto en toda la tarde. —¡«Milord»! llamamos. El perro había salido con nosotros, pero no había vuelto en nuestra compañía. Mi madre se llegó hasta el lindero del bosque llamando a su perro. ¡«Milord»! ¡«Milord»! Pero el perro no la oyó, o no le prestó atención ni le hizo caso, hechizado, subyugado, rendido a la armonía de la flauta de Pan.
Fray Bueno M IS amigos, viejos amigos, tienen un gran amor por los animales : sobre todo quieren a los perros. Creo que si les dejaran criar gacelas o tigres en su domicilio intentarían la hazaña, pero como no les dejan tienen que contentarse con sus perros. Los miman de tal manera que si, por ejemplo, por la noche se quejan de frío porque el invierno ha aparecido de repente y las mantas todavía están guardadas en los armarios, los cubren 13
con el abrigo de vicuña o con el que han comprado recientemente y les ha costado un ojo de la cara. Son así. Despulgan y bañan a sus animales. Cuando tienen garrapatas, que han cogido en el campo, resguardan sus dedos índice y pulgar con dos cucuruchos de papel y se las quitan, pues el repugnante bicho que chupa la sangre de los animales, como si fuera una pequeña sanguijuela, les molesta, y cuando lo extraen, lo estrujan con furor dentro del papel, como vengándose del sufrimiento que han causado a su can. Después desinfectan y curan la herida que a su perro le ha producido el arácnido. Se encargan personalmente de la comida de sus perros, nunca les dan las sobras de las suyas, sino que preparan un alimento nutritivo y sano que mantiene su pelaje brillante, precioso. En el tiempo del que ahora hablo, tenían tres perros, aunque uno de ellos pertenecía a su hermana; además de los huéspedes de paso, animales que temporalmente recogían en la calle, pobres perros agotados por el hambre y la soledad. Los cuidaban con el mismo amor que a los suyos propios, y cuando estaban presentables los daban en adopción a gentes que, como ellos, querían a los animales. El perro de la hermana, en cuya casa comían, era una perrilla lacia que se volvía loca por el azúcar, insignificante, con el pelo negro, entreverado de blanco, sin lustre ni brillo, con ojos de botón de bota, de las botas que llevaban nuestras abuelas, y tan absolutamente falta de gracia que aunque la cuidaban como a los otros nunca les causó pena ni gloria..., a no ser que volcara el azucarero y se comiera todo el azúcar, la muy golosa. En fin, aparte de comerse el azúcar, era una perra que parecía de caucho. La otra perrita era de esas que la gente llama «tranvía», por la largura de su cuerpo. 14
Era una perra de lujo, con su pedigree, animal que les había costado muchos miles de pesetas. Era cariñosa y encantadora, caprichosa, con su puntiagudo hocico y las orejas interminablemente largas. Cuando su amo quería que nos riéramos, se las cruzaba encima de la cabeza, como si fuera un sombrero, y así parecía una señora inglesa, flaca y refinada. Tenía las patas muy cortas y las uñas duras y gruesas, hechas para su oficio de cazar tejones. En el ambiente de la ciudad constituían un anacronismo, estaban como fuera de lugar. Pero en el campo... ¡Oh, en el campo!... El animal se desquitaba de su forzosa inmovilidad, escarbando la tierra a la caza del tejón, del topo o de la carnada de conejos. Se adivinaba por dónde había pasado en su correr por los cerros, pues dejaba un rastro inconfundible de pequeños montículos de tierra, muestra de sus excavaciones. El perrazo enorme, que se llamaba «Toni», cerraba el grupo. Tenía el pelo rojizo, largo y brillante, las orejas también muy largas se le llenaban de los cardillos del campo, y unos ojos tristes de niño negro hambriento. Los ojos seguían siempre el movimiento de sus amos, expresando la adoración que sentía por ellos. Su servidumbre le era dulce. Era im perro demasiado formal. Nunca, ni aun siendo cachorro, se le ocurrió echar una carrerilla por el campo, y si en los días calurosos se metía en el río, lo hacía con cuidado para que no salpicara el agua. Casi diría que era un perro monástico, por lo cual yo le llamaba «Fray Bueno». Tenía, además de su propio nombre de «Toni», otros mu15
chos que le decían sus amos cuando palmeaban su lomo canela o enredaban sus dedos en el pelaje magnífico. «Fray Bueno» compartía su vida con la de las dos perritas enanas. Era un trío de perros tan poco afines que nunca se les hubiera podido poner en traílla, porque los pasos largos y poderosos de «Toni» hubieran arrastrado a las hembras por el suelo. El perrazo era todo un caballero. Esperaba, rabiando de hambre en su interior, pero con perfecta cortesía, que las dos hembras hubieran saciado su apetito en la gran cazuela colmada de huesos, carne y arroz o garbanzos que constituían la comida. Cuando las perras se apartaban de ella, ahitas, con la barriga casi arrastrándoles por el suelo, él, cachazudamente, tomaba su puesto y comía despacio, destrozando los huesos entre sus fuertes mandíbulas. Después bebía a grandes lametones el agua de la gamella, que siempre estaba llena, e iba a tenderse junto a cualquiera de sus amos. El perro adivinaba el estado de ánimo de éstos, y así, cuando volvían a casa, después de un día particularmente trabajoso, les lamía la mano, mirándoles con sus ojos tristes de caballero de El Greco. Si, agotados, cualquiera de ellos se acogía al sillón, dejando su mano pendiente a un costado, el perro pasaba y repasaba rozando la mano colgante, queriendo confortar con su cariño a su dueño, hasta que éste le daba unas palmaditas en el lomo. Entonces el perro movía su cola espesa, pensando que todo marchaba bien, y se ponía a sus pies. Pero los años no pasan así como así, y la vida de los perros es mucho más corta que la vida de los hombres. Los años pasan, llevándose cuanto pueden, para que cuando los jóvenes 16
lleguen encuentren el mundo más despejado y hagan..., o quizá no, con él, algo bueno. Y los años fueron llegando y marchándose, dejando a «Fray Bueno» cada vez un poco más torpe, atacado por el reúma. Cayeron sus colmillos buídos, y ya no podía quebrantar los huesos para alimentarse con el tuétano sabroso. Sufría, arrastrando las patas traseras, sin poder acompañar a sus amos en sus largas caminatas. Recurrieron a todos los remedios que existen contra el reúma..., pero el reúma no tiene remedio. Entonces, el veterinario pronunció la fatal sentencia. No tuvo siquiera que ponerse la toca negra, como los jueces ingleses cuando condenan a alguien a muerte. El veterinario dijo: Hay que matar al perro. A mis amigos y a sus hermanas la condena del animal les costó una noche en blanco, discutieíido, pesando el pro y el contra del sacrificio del perro. No lograban decidirse. Pero «Fray Bueno», echado en el sofá, bajo una manta, se quejaba con aullidos suaves y continuos, y eso decidió su suerte. Tomando al perro en brazos, a pesar de su peso considerable, lo llevaron en el coche hasta la consulta del veterinario. El perro seguía con su incesante y angustioso quejido. El más joven de mis amigos no pudo decidirse a ver cómo mataban a su perro; se quedó al volante del coche en un compás de espera doloroso. ¿No sufrirá? preguntó al veterinario el amigo que lo llevaba, recostado contra su cuerpo. En absoluto : una inyección y al cabo de pocos instantes se dormirá para no despertar. El perro entendió lo que hablaban, positivamente —y no 17
se trata de imaginaciones . El supo con certeza lo que iba a pasar, quizá porque con un sexto sentido intuyó la angustia de sus amos y el dolor del que lo sostenía en brazos. Sabemos tan poco de los animales... Pero dos lagrimones enormes salieron de sus ojos, resbalaron por el morro y cayeron al suelo. Mi amigo, al verlos, no lloró ; los hombres no lloran, pero tomó la cabeza de «Fray Bueno», que ya descansaba en el suelo, entre sus largas manos y habló al can como si fuera una persona. Lo hacemos por tu bien, porque sufres demasiado y no podemos aliviarte, pero te prometo que nos volveremos a ver. El perro miraba a su amo con ojos acuosos, queriendo expresar su amor. —Habéis sido siempre buenos conmigo —le decía sin palabras ; yo también siento pena por dejaros. El pinchazo de la aguja le hizo respingar levemente. Después, mientras su amo le decía, siempre con la cabeza del perro entre sus manos : --«Toni», valiente; «Toni», valiente... fue entornando los ojos. Lo enterraron en la sierra, al pie del rosal que sube por la tapia. Su lápida lleva la inscripción que tiene antigüedad de siglos. Dice: «Séate la tierra ligera.»
Moisés L A perra loba que guardaba la casa —negra de pelaje—, que por las noches recorría el jardín con sus pasos acolchados acompañada de su macho, que hacía las rondas junto a ella, casi invisibles en la oscuridad, tuvo trece cachorros. La pareja era peligrosa para cualquier extraño que hubiera intentado saltar las tapias, pues ambos siempre estaban prestos al ataque rápido y sin cuartel. La perra negra, pues, tuvo trece cachorros. Todos ellos eran tan pequeños que se fueron muriendo uno a uno, y eso que intentamos darles biberón y aun meterles cu19
charadas de leche en la boca, pero a pesar de tanto cuidado tan sólo quedó vivo uno de ellos, raquítico hasta avergonzar a su madre, que nunca se cuidó de él. Pero nosotros sí nos cuidamos, y el perro, al que llamamos «Moisés», como al salvado de las aguas, fue viviendo su vida de niño recién nacido antes de tiempo, con tales mimos, que todos le prodigábamos, que se apegó a la vida. Introducíamos dentro de la gargante del perro, con una jeringa hipodérmica de las grandes, que contenía leche con azúcar y un poco de agua, una goma, y empujábamos el émbolo hasta que la leche se quedaba dentro del estómago del enanillo. Así no tenía por qué gastar sus casi inexistentes fuerzas. Había que darle el alimento, tanto de día como de noche, con mucha frecuencia, porque su estómago, tan diminuto como todo él, apenas podía con un par de cucharadas de alimento. Después de algún tiempo «empezó a haber hombre». Entonces le dimos el biberón, que chupaba con aquel fantástico amor a la vida que había demostrado, hasta dejar el biberón vacío. ¡Qué trabajo nos daba! Dormía en un cestito, entre trapos de lana, puesto junto al calor negro, que dejábamos encendido exclusivamente por él. Lloriqueaba como un niño cuando moja las sábanas, y había que cambiarlo, pues no tenía todavía fuerzas para salir del cesto y hacer el charquito fuera de él. Pero un día lo consiguió y el hecho corrió por todas las bocas de la casa como corre por el suelo un reguero de hormigas. ¡«Moisés» ha hecho pis fuera del cesto ! Vaya notición. Como cuando los niños dicen «mamá» por primera vez o les sale su primer diente. Fue, poco después, aprendiendo a beber leche en la escudilla. Lo hacía con lametones cortos que le quitaban el aliento 20
y dejaban su cara negra llena de gotas de leche, por el afán de meter la cara en la escudilla; y ese fue un gran paso que avanzó en su carrera de perro lobo. Cuando atravesó la habitación tambaleándose como un borracho nos reímos y casi, casi, estábamos emocionados. Era una lección de amor a la vida, de afán de sobrevivir, que nos hacía bien a todos, que nos facilitaba con su ejemplo muchas cosas angustiosas. Uno de los días enderezó una oreja, y ese fue un hito dentro de su historia. La arrogancia de las orejas erectas de sus padres nos hacía considerar las suyas gachas como una deformidad, así es que el día en que enderezó una fue de júbilo para nosotros. Parece un perro bizco de la oreja —dijo uno de los niños. Esta observación debió llegarle muy hondo a «Moisés», porque al poco tiempo su otra oreja formaba pareja con la compañera. El perrillo cambió de aspecto. Ya no era el huérfano abandonado por su madre al que la caridad recoge: era un perro como un osito de trapo, lanudo y pequeño, pero que tenía agallas. No creció mucho al principio, pero era un perro listo, casi el más listo que ha pasado por la casa, y eso que ha habido muchos. Las zapatillas, «Moisés» le decía su amo. Y allá iba él a coger del armario las zapatillas. Primero traía una, porque no podía con las dos a la vez, y luego la otra. Se mezcla en nuestra conversación y hasta creemos que opina. Cuando el niño mayor se marchó a Norteamérica para aprender inglés, el perro aulló de extraña forma, refugiándose bajo la cama del ausente. No pudimos sacarle de allí hasta que llegó la primera carta y se la dimos a oler. Entonces ya no ladró ni se quejó durante las noches; salió de su escondite y siguió su vida normal. 21
Ahora, cuando viene carta de América, la huele largamente y mueve la cola, esperando la vuelta de su amo. Está creciendo mucho y el otro día, por la noche, salió de casa e hizo guardia en el jardín toda la noche, acompañando a sus padres, como lo que ya es, un perro hecho y derecho.
El perro del cojo L chuchero que tenía un carro de vendedor ambulante de chucherías, guardaba celosamente su puesto bajo mis balcones. El hombre era cojo, llevaba una pata de palo que cambiaba a menudo por otra exacta, pero de distinto color. Le he visto patas de palo grises, color de rosa, verdes y amarillas. Creo que las escogía según su humor. Por Semana Santa se ponía su pata de palo morada. Respecto a la elección de su mercancía, su imaginación también era desbordante. En el carrito había de todo, como en botica. 23
El regaliz u ororuz en sus formas variadas, regaliz de palo, atado en forma de haz, con los palitos cortados iguales, que se masticaban hasta que la raíz quedaba dentro de la boca estropajosa y amarilla, después de haberle extraído hasta la última partícula de su sabor. El de goma se condensaba en pequeños bastones negros muy manipulables, que se estiraban hasta convertirse en tiras planas y delgadas con las que se cubrían las uñas, convirtiéndose en un suculento barniz. El regaliz francés, más refinado, de gusto menos fuerte, que solía adoptar la forma de una cabeza de negro. Los botellines que contenían minúsculos confites de colores, que más parecían medicina homeopática. Los pitillos de chocolate, las chufas de leche, los manises tostados y salados, caramelos en la estrecha cárcel de sus apretadas bolsas, piñones, peladillas..., ¡qué sé yo! Un paraíso para el paladar infantil. Pero el chuchero tenía algo igualmente apasionante: un perro canelo que se llamaba «Chucho». No importa el tiempo que ha pasado desde que empieza este relato: el Cojo siempre tiene el mismo perro «Chucho», standard, pequeño, canelo, de pelo corto, listo y vagabundo. ¿Cuántas generaciones de perros se han frotado contra su pata de madera?... ¡Incontables! Pero para los niños nunca hubo más que «el perro del Cojo». El que sorteaba los camiones y los coches y, cuando uno se le venía encima, porque siempre andaba en la calzada; con un regate habilísimo eludía el atropello, esquivando al vehículo, dejando a su conductor, después de un desesperado frenazo, pálido por el miedo de haberle matado... Los chucheros y las chucheras, sacrosanta institución, son gentes viejas o estropeadas que de modo tranquilo y gentil se ganan trabajosamente su pan y su vaso de vino. —¿Qué quieres? preguntan al niño. 24
El pequeño abre su mano en la que están las monedas necesarias para algo. ¡Son tan baratas las mercancías ! Entonces se le da, según su edad o su dinero, los pitillos de chocolate o el chupa-chup. Las niñas de casa tenían pasión por el Cojo, que les regalaba ya que eran los firmes puntales de su establecimiento portátil algún globo, para que ellas dejaran sus pulmones al intentar hincharlo. Ponían las monedas dentro de un papel, ataban el rollo con un hilo y lo bajaban por el balcón gritando: ¡Cojo, danos pipas! Y el hombre de la pata de palo, con su santa paciencia, ataba al hilo la bolsa de pipas que las niñas iban atrayendo hacia ellas, halando del hilo. El ruido monótono de romper la pipa con los dientes —¡clac!— debe tener un efecto especial en los chicos, porque les anuncia que la minúscula almendra, con su gusto salado y tostado, les va a durar un rato dentro de la boca, ya que, esquivando los dientes, se esconde, y la lengua debe hacer piruetas para sacarla de su escondite. El perro del Cojo era objeto de la devoción de las niñas. Le hacían caricias, rascándole tras las orejas, y el perro se lo agradecía pegando con la cola en el suelo. Después le daban un pedazo de su barra de regaliz de goma que a «Chucho» le gustaba. El Cojo, que comía en una tasca cercana, daba a su perro el hueso de la chuleta, y los clientes del establecimiento hacían lo mismo, con lo que el perro siempre tenía su estómago satisfecho. Durante la comida del Cojo el carrito quedaba abandonado a la honradez de los transeúntes. No le defraudaban. Las niñas también bajaban a «Chucho» golosinas, dentro de un papel pringoso. 25
Así es que el perro, el Cojo y el tenderete llegaron a ser una parte importante de sus vidas. De pronto desaparecía «Chucho». ¿Dónde está el perro? preguntaban intranquilas al hombre. Este se encogía de hombros, asegurándoles que se había marchado de vacaciones, y que lo esperaba de un momento a otro. (Pero en la calzada había una gran mancha de sangre que el barrendero, al intentar borrarla, había esparcido con su escoba.) Y desde luego, al poco tiempo, había otro «Chucho» que se restregaba contra la pata de palo, recibía el obsequio del regaliz que le daban las niñas y vagabundeaba por la calzada sin miedo a los camiones. ¿De dónde provenían los nuevos perros, cuyo fin trágico era constante? ¿Cómo se asimilaban a la manera de ser de su antecesor? ¿Por qué les seguía gustando el regaliz y adoraban a su amo? Es un misterio que no he podido averiguar. Si se lo queréis preguntar al Cojo, tal vez os responda; sigue siendo mi amigo, y cuando las niñas —ya tan mayores— vuelven a casa, siempre le preguntan al Cojo por su perro.
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Grandote N O tenía nombre ni correspondía a una raza definida. Hijo de cien padres y padre de ninguno. Apareció en el puerto, no se supo cómo; quizá desembarcado a la fuerza, quizá por propia iniciativa saltó a tierra firme y el barco se hizo a la mar... ¿Quién sabe? Vivía, como muchos japoneses, de pescado crudo. Y el régimen no le iba mal; estaba hermoso y fuerte, aunque el aliento le olía a demonios. Sí, fuerte todavía, porque ya era un perro viejo. 27
El marinero que ocupaba la casa del extremo del muelle le daba cobijo, pero se pasaba la mayor parte del tiempo en la mar. Su mujer, maniática de la limpieza, no quería perros en la casa. El perro dormía en la calle. Era un perro al que nadie quiso, porque no pertenecía a nadie en particular, hasta que encontró a mi hermano. La familia, casi toda la familia, hemos recibido con nuestros genes un amor ilimitado hacia los perros. Quizá porque descendemos de aquellos hombres que amansaron al primer lobo y lo hicieron su compañero de caza. La tribu siguió este ejemplo y, por fin, el perro actual, que de aquellos primeros lobos procede, se ha convertido en esto: un perro hijo de cien castas diferentes que tienen idéntico origen, pero que por las diabluras de la naturaleza y las del hombre, se han convertido, por los distintos cruces en alanos, galgos, sabuesos, perros enanos, orejudos, perros jaros del Dekán... ; la enumeración de las castas actuales se haría interminable. El perro del puerto vivía su vida, sin amor ni apego, a la que salta, esperando que le tiraran uno de los peces inservibles para el comercio, que él comía, porque no tuvo nunca otra cosa para comer. Mi hermano, por su profesión, atravesaba diariamente el puerto para ir a su trabajo. El perro olió simpatía y amor hacia él, y ya para siempre se convirtió en su esclavo cuando gustó los primeros sabrosísimos huesos que le llevaba y salió de su monótona comida de peces crudos. El cambio de comida lo convirtió en otro hombre, y por ese radar desconocido para los humanos que poseen los perros, él sabía cuándo mi hermano llegaba por el camino de los curas, resguardado del mar y soleado, cuando, si tenía ganas de andar, daba la vuelta al Paseo Nuevo y bajaba las interminables escalinatas, o sencillamente cuando atravesaba el puerto. 28
El caso es que lo olía a una distancia increíble, y entonces, babeante y silenciosamente, iba a su encuentro. Pero no era el encuentro del animal hambriento que esperaba su comida: era la espera cariñosa que sobrepasaba en mucho su afán por el almuerzo. En esto había casi un rito. Apareciera mi hermano por donde viniera, las dos patazas del perro se le posaban inopinadamente en los hombros, por la espalda, y la lengua rasposa le lamía el cuello. ¡Quita, «Grandón», algún día me vas a tirar! El can le entendía, bajaba las patas y hacía cabriolas alrededor de su amigo. Llegaban al tranquilo rincón del puerto, propicio para la comida sosegada, y mi hermano sacaba de su cartera la bolsa de plástico que contenía una buena ración de comida. A su olor acudía el gozque de Mariano, el pescador de caña, y «Grandote» dejaba que le robase unas piltrafas de la comida, gruñendo, más que por enfado por costumbre, y eso también lo sabía el gozquecillo. Un día, mientras mi hermano se encargaba de dar de comer al hambriento, pasó su amigo, el veterinario. Curioso, examinó al can. Nunca he visto un perro más fuerte con la edad que tiene tu perro —le dijo a mi hermano . ¿Le das vitaminas? Y así era, un perro viejo y fuerte, como esos árboles del bosque, centenarios y aún en pie. ¿Se debía a sus largos años de alimentación con peces crudos? El caso es que resistía el peso del tiempo gallardamente. Y siguió dedicando a mi hermano todo su cariño, con esa exclusividad de los niños abandonados que encuentran alguien que los ama y se hace responsable de ellos. «Grandote», más que el condumio, esperaba la caricia, aguar29
dando al amo que le había hecho la primera y también por primera vez le había dado a gustar la delicia de la carne y la del tuétano que guardaba el hueso que rompía entre sus poderosos molares. Había encontrado al «amo»... que no hubiera buen vasallo si no hubiera buen señor. Todos los días, pues, hiciera el tiempo que hiciera, el hombre, con su pringosa carga, se llegaba hasta el rincón del puerto, dejando en él su festín de Baltasar. Pero nunca el perro empezó a comer sin haber hecho al hombre mil cortesías, acompañándolo con su carrera pesada hasta que llegaba a su destino. Cumplida esta misión, el can volvía ancas y con deleite de sibarita engullía su comida. Mi hermano se fue haciendo un poco viejo, y el perro traspasó todas las fronteras de la vejez canina. Debía tener unos veinte años, edad que en los humanos equivale a la de centenario, cuando el perro murió. Pero no se murió de viejo; persistió, hasta que fue arrollado por un camión... del pescado, naturalmente.
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Mi perra Mater C UANDO me regalaron la perra no tenía más que dos meses y medio. Era tan pequeña y bonita que le pusimos de nombre «Linda». Al hacerse mayor la cruzamos con un perro de su misma raza, del cual tuvo siete cachorros. Como los crió con amor apasionado, dedicación exclusiva y sacrificio, pensamos que su nombre era poco apropiado a sus condiciones, así es que la elevamos de rango, como si le concediéramos la medalla al mérito, y cambiamos su nombre por el de «Mater», al que atiende. 31
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Forma parte integral de la familia, pero yo soy su ídolo. Me quiere sin tener en cuenta mis defectos. Nunca se le ocurrirá pensar de mí: «Mi ama es buena, pero...» Carezco de «peros» para su amor. Y eso para mí es una experiencia nueva. Es una perra corpulenta, con manchas negras y orejas suaves, que tiene la boca blanda. En lo moral posee un instinto tan sublimado que yo lo llamo talento. Tiene opiniones arraigadas y cree, como los griegos, que la roca Taigeto o sus sucedáneos son una necesidad dura e ineludible para que la raza no degenere, ni se llene de seres inservibles para la comunidad. Además, posee la valentía de rubricar sus creencias con sus actos. Voy a explicarlo : Al día siguiente de tener su primera carnada, tres de los perros aparecieron muertos. Como la perra era primeriza no le di importancia al hecho, aunque el tanto por ciento de defunciones era excesivo, pero quizá se debió a una torpe postura de su gran cuerpo y aplastó a los cachorros. Algo puramente casual. Al cabo del tiempo nació una segunda carnada, menos numerosa que la anterior, y dos de las crías, las más pequeñas y enclenques, también aparecieron muertas al día siguiente. El hecho me dio que pensar, excitando mi curiosidad, así es que tomé los cuerpos de los cachorros fallecidos, que se hallaban fuera del cajón en que su madre los había parido, y los llevé al veterinario. La autopsia reveló que los perros no habían muerto de muerte natural, sino aplastados, como los otros. Puso también 32
de manifiesto que ambos presentaban malformaciones congénitas. Consecuencia: habían sido eliminados conscientemente por su propia madre y ella lo había hecho con conocimiento de causa, deliberadamente, porque en la ruda existencia canina, si se exceptúa la de los perros de raza y la mimada de los perros enanos, no puede haber tullidos ni deben sobrevivir los tarados. El maravilloso instinto de mi perra intuyó que aquellos hijos suyos iban a ser diferentes de los demás, disminuidos por su mala condición física, y que su vida discurriría penosamente, sin alegrías. Así es que los mató por su propio bien. ¿Sufrió al hacerlo?... Además de ser la mejor madre que he conocido, también es el mejor animal que he poseído, que no han sido pocos, porque, además del amor que siente por mí, que justificarían estos piropos, y el que tiene a sus hijos, tengo que consignar su eficiencia como perro de caza. ¡Qué magnífica estampa la suya cuando se pone de muestra y queda rígida, al aire la pata que iba a posar en el suelo, temerosa de que el mínimo gesto, el silencioso movimiento, alerten a la pieza oculta entre hierbas y matorrales y escape antes de que el cazador tenga tiempo de ajustar la mira de su escopeta! Es perra de punta y vuelta, bien enseñada. Trae al cazador la pieza cobrada, manejándola con prudente colmillo, con dientes suaves que no la magullan. Agradece, contenta de sí misma, con un movimiento frenético de la cola, el halago de la mano del cazador que se posa agradecida sobre su cabeza, apreciando el servicio y después corre para husmear un nuevo rastro. Se compenetra de tal modo con el cazador que juntos son como uno solo, y la perra aúna sus esfuerzos a los del hombre para conseguir la meta de la expedición: una canana vacía y un morral repleto. 33
«Mater» solía despertarnos por las noches con sus agobiantes aullidos. Por el agudo tono de éstos sabíamos que no los lanzaba para ahuyentar a los intrusos. —¡Vaya! pensábamos, molestos porque hubiera interrumpido nuestro sueño—. Ya está la perra otra vez a la caza de erizos. Porque los erizos eran sus enemigos personales, y nunca escarmentaba. Aunque la escala de ladridos y aullidos de la perra era variada, habíamos llegado a identificarlos, a descifrarlos. Cuando eran de dolor, me levantaba de la cama furiosa y bajaba a la huerta donde «Mater» gemía. La rastreaba en la oscuridad con mi lámpara, porque ella, temerosa, no acudía a mis llamadas, y la encontraba por fin, con la panza pegada al suelo, dándose manotones en el hocico. La perra tenía el morro ensangrentado y lleno de pinchos de erizo. El erizo no aparecía por ninguna parte. Yo había bajado en una bolsa ya preparada las cosas necesarias para hacerle una cura. Le extraía las púas una a una con las pinzas, mientras la perra permanecía inmóvil como si estuviera de muestra, con el cuerpo en tensión, aunque tenía las cuatro patas firmemente plantadas en tierra, aguantando el dolor estoicamente. Limpiaba sus heridas con agua oxigenada y como final le cubría el morro con una pomada que amenguaba el escozor, y me volvía a la cama pensando que a los pocos días volvería a repetirse el programa. Hace poco, «Mater» ha tenido una nueva carnada de cachorros, cuatro tan sólo. No ha matado a ninguno. Durante el día apenas si los abandona, sin perderlos de vista para sus imprescindibles necesidades. Por la noche hace su ronda apresurada en torno a la casa, porque la costumbre es ley, pero no sale del cajón para comer ni beber, así es que le 34
pongo dentro del cajón alimento y bebida y así no abandona su casa de maternidad. El cajón está colocado en el sótano, en el descansillo de la escalera que baja a él, junto a la caldera de la calefacción. De este modo, en las noches frías, la perra descansa sin tiritar, ya que su cuerpo, enflaquecido por la crianza, ha perdido la grasa protectora, edredón en sus épocas normales, que le ampara del frío en los amaneceres helados. El otro día, en mi inspección, descubrí con asombro que en uno de los rincones de la caja de madera se hallaba un erizo. Mi asombro fue mayor cuando vi que mi perra tenía el morro intacto. ¿Cómo podía haber llegado hasta aquel lugar su enemigo? El cajón no tenía agujero alguno y los erizos no son animales trepadores, que yo sepa; además, ¿cuál era la razón de la tregua en su enemistad? El gordo erizo ni siquiera formaba la bola habitual en la que se convierte ante una situación de peligro. ¿Por qué?... Pues porque el comportamiento de la perra se había vuelto amistoso. El extraño hecho me dejó perpleja. Los actos de los animales siempre tienen su razón de ser; no se guían por el capricho o la corazonada, así es que me devané los sesos, tozudamente, cavilando sobre la razón oculta. Intentando probar la teoría que se me ocurrió, tomé cuidadosamente con las tenazas de la chimenea al erizo, que al contacto con el metal tomó la forma esférica defensiva. Llevé al animalito hasta un lugar alejado en la huerta y allí lo solté. Pero al día siguiente otro erizo, o quizá el mismo que yo había desalojado, se hallaba en el ángulo del cajón, perfectamente inmóvil y relajado. La perra carecía de las huellas sangrantes de sus espinas. 35
No intenté sacar al animal de su sitio. Tan sólo dejé a su alcance un montón de insectos muertos para que se nutriera. Estaba convencida de que una profunda sabiduría guiaba las acciones de mi perra. «Mater» había prescindido de su odio contra los erizos y hasta en cierto modo los había adoptado. Ellos comprendieron sus razones y yo también acabé por entenderlas. Puse cerca de la maternidad una trampa metálica para cazar ratas. Era un artilugio complicado y muy efectivo, puesto que a la mañana siguiente tres de ellas, grandes como gatos, mortales para la carnada de cachorros, mordían frenéticamente los alambres del jaulón para librarse de su encierro. Eran unas ratas feroces, con ojos de fuego, morro puntiagudo y agudos caninos. Daba escalofrío mirarlas. Se revolvían en su prisión, dándose dentelladas unas a las otras, en continuo esfuerzo para encontrar salida. Naturalmente, no lo consiguieron. Durante mi ausencia momentánea, el hombre que cuidaba la huerta sumergió ratas y jaula en un recipiente grande lleno de agua y las ratas se ahogaron. No hubiera consentido muerte tan cruel de haber estado presente; un poco de veneno hubiera hecho la obra mortal con mayor rapidez y menor sufrimiento. Mandé desratizar concienzudamente casa, sótano y huerto, y no quedó ni un solo roedor. Como si la perra hubiera adivinado la desaparición de las ratas, sacó al erizo del cajón de la misma misteriosa manera que lo había entrado ; lo hizo con fauces cuidadosas, ya que obró con él como si trasladara a una de sus crías. Volvió de la expedición con el morro intacto. «Mater» supo con seguridad el momento en que su camada no necesitó la protección del erizo en los breves e imprescindibles momentos en que la dejaba indefensa. 36
Desde entonces, y a pesar de que los erizos —milagrosamente inmunes a la desratización— se pasean por la huerta a la luz de la luna, «Mater» no nos despierta con sus aullidos de dolor, porque ha dejado de perseguirlos. Puede afirmarse que ha llegado a un pacto de no agresión con ellos. Quizá por todo ello la quiero un poco más que antes; sí, y hasta le tengo envidia. ¡Si yo tuviera su talento!
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La Niña y las tortugas N UESTRAS tortugas se llamaban, respectivamente, «Fulanita» y «Menganita». Nunca pudimos distinguirlas, como esos hermanos gemelos, tan semejantes que no hay manera de diferenciarlos, por lo cual a cada niña se le pone un lazo de distinto color en el pelo, y a los niños zapatos distintos..., que ellos se intercambian para cometer una de sus diabluras, haciendo la identificación endemoniadamente imposible. 38
En nuestro caso, llegamos a distinguirlas porque la estupidez de una de ellas era más destacada que la de la otra... ¿O nos confundían a propósito ? ¡Misterio ! Las tortugas se escondían en los sitios más inverosímiles de la terraza y surgían de su escondrijo cuando regábamos con la manguera los macizos de plantas que en sus pozos de ladrillos medraban junto a las paredes. Entonces salían, con el paso más apresurado que les permitía el peso del caparazón, y se quedaban bañándose en los hoyos colmados de agua, bebiéndola y remojándose en ella. Los chicos de la casa, sin malignidad y tan sólo para proporcionarles un poco de ejercicio suplementario, obsesionados sin duda por aquello de «contamos contigo», las volvían boca arriba, y ellas, con más ligereza de la que habían supuesto, encontraban con sus contorsiones un altibajo en el suelo donde apoyarse para recobrar su posición. La que antes volvía a ella era premiada con un cogollo de lechuga. Los chicos le hubieran colgado al cuello un collar de laurel, pero como metían la cabeza en el caparazón, no hubieran tenido éxito. Además, la lechuga se come, y las hojas de laurel, no. Vivían su vida monótona de tortugas, atrapando los animalillos que salen por la noche y las verduras que colocábamos en los rincones. No sentían la menor atracción la una por la otra, como dos solteronas que viven en la misma casa, llevando cada cual su vida independiente. Nunca supimos si eran solteras, solterones o tortugas que tienen prejuicio contra el sexo. Esta vida monótona y pacífica siguió por algún tiempo, hasta que nos trajeron a «La Niña». 39
«La Niña» nos estaba haciendo falta a todos, ya que el pequeño de la casa acababa de cumplir seis años y no se le podía tomar en brazos porque su dignidad de hombre lo impedía. A los seis años los chicos se sienten ya hombres duros, así es que la nueva presencia, pequeña y tibia, nos era indispensable. «La Niña» entró en la casa el día de la Madre. Llamaron a la puerta y al abrirla se coló de rondón en el hall una bola minúscula de color marrón claro, casi dorado. Era tan pequeña como un conejo de las Indias. Hizo una entrada de artista de circo al pisar la pista. La cola como un orgulloso signo de interrogación, los ojos despiertos y alertas, saltones, parecían dos ciruelas negras recién recolectadas y la nariz de trufa al aire. Era sedosa como una borla de polvos; era gentil, era... «La Niña». —¡Pero...! ¡Pero...! —dijo la madre, que entonces recordó que aquél era el día que los almacenes habían señalado como jornada de la madre para intensificar sus ventas. Y tomó a la perra alzándola con casi la misma admiración con la que tomaba al niño recién nacido que le ponían en los brazos. La perra sacó su pequeña lengua rosada y le besó en la mejilla. La alianza estaba hecha y desde entonces, como hacen los perros de raza, «La Niña» amó a su madre con todo el calor de su corazón y casi exclusivamente. Todos la aceptamos y ella empezó a vivir su vida maravillosa de perra mimada. —Que si quiero salir a la terraza... —un ladridito, y se le abría la puerta que daba a la terraza. ¡Necesito agua limpia! y nos apresurábamos a llenarle la escudilla. No me gusta la carne picada, ¡ea! Prefiero un buen hueso de chuleta que no esté demasiado mondo, al que arrancar la 40
carne con estos dientes que me ha dado Dios, blancos, picudos y fuertes, porque para eso me los dio. Y escondía la carne picada bajo la alfombra del pasillo. Al decir estas cosas, con sus ladridos, claro está, mostraba los dientes, como lo hacía al sonreír, porque nuestra perra sabía hacerlo, aunque no prodigaba las sonrisas. Nos adoptó a todos los de la casa, con dos excepciones : odiaba a «Fulanita» y a «Menganita». Era una manía que no podía controlar. Vaya usted a saber en sus mutaciones de perro, hasta llegar a ser bola de seda, si no se habría enfrentado a dragones que se parecían a las tortugas. ¡Pobres y monótonas tortugas ! La perra las sacaba de sus escondrijos más secretos empujándolas con el morro, segura de su impunidad, pero no podía dañarlas porque ellas resguardaban patas y cabeza dentro del ovoide caparazón y a pesar de los olisqueos de la pekinesa, guardaban su hermetismo, sin que se les ocurriera lanzar una mirada calibrando a su enemigo. ¡Para rato! Y así un día y otro, hasta que «La Niña» entró en su edad adulta. Con la experiencia y la fuerza que fueron acrecentándose, su furia aumentó y el festón de sus dientes dejó más de una huella en las piernas de los pequeños, que así aprendieron a no molestarla. ¡Ella no tenía la paciencia de las tortugas ! Era, como los perros de raza, esclava de una sola persona: la madre. Guardaba el bolso que ella había depositado en el suelo, junto a la butaca baja, o se tendía dentro del armario sobre sus zapatos, y ¡ay del que hubiera intentado desalojarla! Entonces la perra se convertía en una furia, en una cobra de rapidísimo ataque que mordía la mano del osado. Uno de los días sucedió algo extraño. 41
Encontramos el caparazón de «Menganita» agujereado... ¿O fue el de «Fulanita»? La dura protección había sido horadada por unos agudos dientes. Rodeamos con esparadrapo al pobre animal, después de haber inundado sus heridas con agua oxigenada. Son esos gatos que rondan por la terraza —sentenció la chacha. Es ese gatazo rubio. ¡Le tengo una hincha! dijo el hombre de seis años . Mañana me compro un tiragomas. ¡Va a ver él quién manda! Al día siguiente los esparadrapos de «Menganita» (¿o fue «Fulanita»?) aparecieron colgando y la pobre solterona tenía en su caparazón mayores y más agudas dentelladas. Los esparadrapos estaban manchados de sangre. —Necesito una escopeta de aire comprimido para matar al gato —dijo el hombre de ocho años. No se pueden dejar armas en manos de los niños —dijo la chacha. Niños, niños..., ¿y dónde hay aquí niños? preguntó el hombre de seis años. Pero no era el gatazo rubio ni cualquiera otro de sus congéneres el autor de las agresiones. Era «La Niña». Como ignorábamos su odio, metimos a las tortugas dentro de casa, fuera del alcance de gatazos perversos. Ese fue el error, porque a los pocos días las dos tortugas estaban muertas, con los esparadrapos destrozados, debajo de la alfombra del pasillo, donde «La Niña» escondía en los primeros tiempos la carne picada.
Bat L «Bat» entró a formar parte de la familia cuando aún no había abierto los ojos. Su nombre vasco —«Bat» quiere decir uno— iba seguido por nuestro apellido, pues los pequeños lo escribieron con muchas fatigas en el cuero de su diminuto collar. Nombre, apellido y lugar de residencia, como un individuo más de la casa. «Bat», quizá porque se sintiera un perro virtuoso, había declarado la guerra al jugador profesional del cuarto piso. 43
El hombre regentaba la timba de uno de los casinos. Era un tipo antipático. Llevaba un bigote muy poblado sospechosamente negro, el sombrero inclinado hacia la izquierda, como cualquier chulángano, y caminaba haciendo molinetes con su bastón de Malaca. El vecino, a pesar de presumir de machote, tenía un miedo terrible a «Bat», que se había convertido en un perrazo adulto. El perro sabía perfectamente que le causaba pavor al hombre, que en realidad era un blando, y abusaba de su situación. Los perros adivinan muchas cosas de las personas; y se aprovechan de lo que saben. Nosotros también estábamos enterados de la incompatibilidad que existía entre el chucho y el vecino, pero no podíamos intervenir en una cuestión tan personal como las simpatías o antipatías de «Bat». El vecino era trasnochador, como lo requería su oficio ; nuestro perro también lo era, pero sólo por afición, y ésta era la única afinidad entre el vecino del cuarto y el vecino perruno del primero. Nuestra puerta de la calle quedaba siempre, descuidadamente, sin cerrar. Eramos tantos en casa, sobre todo éramos tantos los niños que entrábamos y salíamos a cada momento, que fue una sabia medida dejarla siempre abierta. Además, en casa nunca había mucho dinero. Como no nos hubieran raptado a uno de nosotros (y joyas con dientes no las quiere nadie), el ladrón tan sólo se hubiera podido llevar la «Historia del Padre Moret», en no sé cuántos tomos ; un diccionario de la lengua española, de un tal Domínguez, autor que odiaba a la Real Academia de la Lengua; miles de libros sobre los más diversos temas, manoseados; alguna enciclopedia que perdía sus hojas y «La moda elegante e ilustrada», la herencia de una abuela de la familia, amén de docenas de libros en francés. Total, nada aprovechable para un caco que se respete. 44
Con la puerta abierta, el «Bat» aprovechaba la circunstancia para entrar y salir a su antojo. Por las noches, en las altas horas, se oían los pasos del jugador que venía del casino, resonando en el silencio absoluto de la plazuela. El perro, que esperaba a su enemigo, abría la puerta, empujándola con el morro, y se agazapaba en la escalera. El hombre empleaba mil ardides para que no le sintiera el «Bat», tales como llevar suelas de goma, recorrer la plazuela desde la esquina a la puerta de la casa, andando en puntillas, y abrir el portalón con precauciones de Rafles. Pero en cuanto ponía el pie en el primer escalón un gruñido amenazador lo paraba en seco. El jugador maldecía por lo bajo: —¡Ese maldito perro ! Si pretendía afrontar la amenaza, blandiendo el bastón, el gruñido se convertía en un borboteo de rabia..., y el jugador, asustado, se rajaba. Continuaba con este juego —en el cual el banquero no llevaba ventaja— hasta que la chacha Manuela, que iba a misa primera, ponía fin a la chulería del perro. El pobre hombre, tan cansado como si hubiera subido al Everest, lograba llegar a su piso y tirarse en la cama vestido. El perrero tomó parte en la lucha, porque el jugador le prometió : Veinte duros para tí si te haces con el chucho. Algo debió olerse el «Bat», porque cada vez que deseaba salir de casa venía a nosotros con la correa en la boca. Así, acompañado, salía a la calle sin correr riesgos. Al cruzarse con el perrero, que rondaba la casa, queriendo ganarse la propina, el perro, sintiéndose amparado por nuestra presencia, le dirigía miradas de divertida conmiseración. 45
Pero aun cuando tuvo que restringir su libertad, las noches siguieron perteneciéndole. Hubo estricnina dentro de un magnífico trozo de carne. El perro lo olisqueó y se apartó de él, desdeñándolo. Tenía tufo a bigote teñido... La guerra se hizo más dura. Hubo pedradas dirigidas poco diestramente contra él desde el balcón del cuarto piso, y un gran tiesto «se cayó» del balcón del mismo piso, fallándole por muy poco. Devolvimos pedrada por pedrada, emboscados en las esquinas de la Catedral. Nuestros tiragomas, manejados por manos experimentadas, fueron más efectivos, y al sentirse golpeado por la piedra, el jugador danzaba sobre una sola pierna, haciendo el ridículo. El «Bat» no perdía paso de la danza, mirándolo apreciativamente con señalado desprecio. Hubo también una trampa para lobos, que descubrimos a tiempo y confiscamos. Un día se acabaron los rounds. El vecino perdió el match por abandono. Se mandó mudar, como dicen los argentinos, pero fue en el sentido literal de la frase, ya que se marchó con todos sus bártulos, su bigote teñido, el bastón de Malaca y una porción de kilos de menos. Creo que se fue a vivir al lado opuesto de la ciudad. No volvimos a saber nada más de él. Nuestro «Bat», a pesar de encontrarse a salvo de las asechanzas del perrero y de los golpes a traición del enemigo, no gozó con esta huída. Desmejoró, dejó de trasnochar y la vida perdió mucho aliciente para él. No, nunca volvió a ser el perro de antes. Quizá por aquello de que «mientras vive el vencido, venciendo está el vencedor». 46
El perro imaginario
J UAN tiene dos años y medio. Es precioso, divertido, imaginativo y muchas cosas más que no puedo decir porque el niño me toca muy de cerca. Ha empezado a jugar, como han jugado los niños de la casa, con la sufrida bandeja de plata del juego de café. Es su barca... ¿Y qué objetivo más acertado puede alcanzar una bandeja? No hablo con su lengua de trapo; no lo entenderíais más que a medias, pero yo le entiendo todo. 47
Esta es mi barca; debajo hay cocodrilos —afirma con toda seriedad. Ten cuidado, no te caigas al agua —le digo solemnemente. —No me caigo nunca. Hoy ha venido con las manos puestas una encima del hueco de la otra, como una doble y rosada concha. Un señor me ha dado este perro. ¡Qué pequeño es !, cabe entre tus manos. ¡Mira cómo mueve la cola! —he comentado. —También mueve los ojos y las patas. ¿Cómo se llama? —Se llama «Mío». Es un bonito nombre. ¿Me dejas que lo tenga un rato? Me parece que le gusta el calor. Magnánimamente, Juan me ha dejado el perro. «Mío» ha pasado de mano en mano y el niño contemplaba con ojos posesivos el traslado. Tendremos que irnos —ha insinuado su madre. ¿Quieres dejar aquí tu perro con el nuestro? Se harán amigos. Me quiere sólo a mí; me lo llevo. Y se ha llevado al perro imaginario, apretándolo contra su mejilla. No lo dejes caer. No; mira qué bien lo agarro —y ha apretado las manos. Y se han ido, el niño en brazos de su madre y el perro imaginario en brazos del niño. Y de repente la casa me ha parecido vacía.
El pispa E L «pispa» se llama en realidad «pispajo», que quiere decir andrajo; cosa deleznable y ruin; como él. Y pongo su nombre con letras minúsculas porque el gozquecillo no tiene derecho a más. El «pispa» es un mariquita de cuerno. La verdad es que alojar perros en un piso no resulta aconsejable. Los perros, como las personas, pertenecen a tres clases diferentes: 49
Los aristócratas, los de la clase media y los humildes. Los primeros son los que viven en el campo, cazan por cuenta propia, como los lobos; duermen cuanto quieren, se tienden al sol en el polvo o se llenan de barro sin miedo a ensuciar la casa y recibir una paliza. Quieren a sus amos con amor prudencial, hasta donde sus amos les quieren a ellos. Si los acompañan a cazar los respetan si no yerran sus tiros; en caso contrario, los desprecian. Son tan libres como los leones en la jungla. Y también, como ellos, pasan hambre, pero no les importa demasiado. Los perros de la clase media viven en villas o en casas con jardín o patio. Se les suelta por las noches y tienen la pitanza asegurada y la garita confortable. Los de la clase humilde, los perros pobres, sin ninguna solemnidad, son los pobres perros que viven en un piso. Se pasan el día implorando con ojos acuosos que los saquen a la calle y agradecen que para salir los sujeten con una correa, dejando así a sus amos que los libren de los peligros de la circulación. Siempre tienen la vejiga llena a reventar, se nutren de sobras, del pan que se resecó, del arroz pegado a la paellera y de los macarrones que dejan los niños en su plato. Carecen de toda rebeldía y su mirada servil corresponde a su alma perruna de esclavo. El «pispa» es de «esos». Cuando se le saca para que corretee por el campo y haga amistad con otros perros, a la menor carrerilla le dan convulsiones de niña histérica. Y, sobre todo, es un perro sucio. El largo balcón de la parte deshabitada de la casa, que la muchacha descuida, ofrece el aspecto de una ruta del desierto, marcada por los huesos blanquecinos de los camellos. 50
Si se le lleva a la calle para que se desfogue, apenas si adorna con unas gotitas el farol de la esquina. Guarda todo para la alfombra verde. Con ligera modificación él ha hecho suya, ¡y tan suya!, la frase del filósofo : —¡Pega I, pero... meo. ¡Si alguna vez hiciera frente a alguien! No tiene por qué tener miedo. Nunca se le ha pegado más que algún que otro escobazo, sin convicción. Pero ha nacido cobarde. Después de hacer el desaguisado se contenta con meterse debajo de la cama. Cuando algún otro perro, aun de menor talla que él, se le acerca para juguetear, escapa, huye, para refugiarse detrás de las faldas de su ama, y si supiera hablar le oiríamos quejarse : ¡Mamá !, que me pegan esos malos... En cambio, si se le pide : ¡Anda, hazme un cariñito! —salta a los brazos del que le hace el ruego, aunque sea un desconocido, para lamerle la cara y esconder la cabeza en su hombro. Y eso que ya es un perro adulto. También le asustan las perras. Como detesto la debilidad en los varones, aunque sean perros, corto las efusiones tontas del chucho con un imperativo: —¡¡«Pispa», a tu rincón ! ! Y el «pispa» me obedece, a mí, que nadie me ha obedecido nunca, y se va con los cuartos traseros recogidos, esperando el golpe que nunca le doy. Pero como la función crea el órgano, ese encogimiento rereclama el puntapié, que se me queda temblando en la punta del zapato, sin descargar. Como no soy capaz de darle «el jicarazo», él sigue ensuciando la alfombra verde, que, a pesar de que se lleva al tinte con frecuencia, ha tomado un color otoñal y ajado. 51
El «pispa» es un chucho sin nervio ni pundonor, descuidado, incapaz de educación, pero capaz de avergonzar a todos los canes del mundo. ¡El mariquita del perro ese !
La perra Pomerania 14, MPIEZO
a escribir tu historia, querida «Pochola», como si te dirigiera una carta de amor al lugar en que ahora estás. Trajeron a la perra desde Inglaterra, vía Canarias. Poseía un pedigree tan antiguo y satisfactorio como la estirpe de cualquier casa real. Era una perra Pomerania gris, pequeña, delicada y aristocrática por los cuatro costados. La divisa de su escudo era: «Tan sólo los de mi casa.» Y así fue hasta el día de su muerte. 53
Tan sólo quería a los individuos de la familia. Oliendo la sangre que corría por las venas de todos nosotros. Y nunca se equivocó. Por ejemplo : llegó mi hermano, que estaba estudiando fuera, cuando hacía algún tiempo que la_perrita se hallaba en nuestra compañía. El chico vino sin anunciar su llegada. Abrió la puerta de casa, que nunca se cerraba con llave, aldaba ni pestillo, y la perra acudió junto a él. Le olió las piernas, dio una vuelta a su alrededor y luego saltó a sus brazos para lamerle la cara en señal de bienvenida. El hecho no hubiera tenido gran cosa de particular si la perra no se hubiera mostrado tan arisca con el resto de la gente..., o contra el resto de la gente. Doña Concepción, tan buena y cariñosa, le traía diariamente su terrón de azúcar. Al dárselo he hablaba con mimo e intentaba acariciarla. La perra aceptaba el regalo como algo que le era debido, pero evitaba Hábilmente el contacto de la mano y por más empeño que puso la señora nunca consiguió que «Pochola» moviera la cola en su honor y en el del azúcar; ni una vez tan solo. ¡Qué perra decía la chacha Manuela—, no le falta más que hablar ! ¿Y qué falta le hace hablar? preguntábamos nosotros. Nos entendíamos y no eran necesarias demasiadas palabras. Inexplicablemente, y dada su procedencia, no le gustaba el baño. Para probar hasta dónde llegaba su comprensión hablábamos de ello con frases veladas, sin pronunciar la palabra «tabú» baño. —Parece que tiene la melena descuidada —decíamos sin mirarla siquiera—. Pero ella sabía muy bien lo que venía a continuación y corría a esconderse en los sitios más insospe54
chados, de manera que para bañarla teníamos que agarrarla por sorpresa. Entonces se resignaba con mansedumbre a su mala suerte. La perra padecía..., o gozaba, de una fobia, fruto de su larga ascendencia protestante. «Pochola» era anticlerical, ¡furiosa, combativamente anticlerical! Un horror. A casa venían frailes, monjas, curas, el párroco y alguna vez el 'obispo. Pero desde que «Pochola» se convirtió en una perra adulta las visitas de todos ellos ralearon hasta desaparecer casi por completo. Si acaso, tan sólo algún valiente... En cuanto una sombra clerical aparecía por el callejón que daba a nuestro patio, «Pochola» salía despendolada, como los búfalos en alguna de aquellas estampidas del Far West. ¿Cómo podía a tal distancia advertir la proximidad de los —para ella enemigos ? Bajaba las escaleras resbalando sobre los cuartos traseros, de pura prisa, y acogía al visitante antes de que doblara la esquina y llegara al patio. Poseía una técnica de comando ducho en sabotajes. No ladraba. Con los dientes ya al aire, para no perder ni una fracción de tiempo, daba un salto hacia la víctima, apresaba entre sus mandíbulas un trozo del manteo, del hábito o de la falda de los religiosos, y limpiamente los desgarraba, no con un siete que pudiera ser cosido y disimulado, sino arrancando pedazos de tejido de un palmo de ancho y más de un metro de largo. Desaparecía como había venido, rápida y silenciosamente, llevándose entre los dientecillos su trofeo, que escondía detrás de la enorme enredadera del jardín. 55
Tratamos de corregirla, pero ¿qué podía hacer ella contra los genes de su ascendencia inglesa y protestante? Para los niños de la familia era dulce y pasiva. Dejaba que le metieran los deditos en las orejas, le peinaran sus pelos siempre alborotados y le contaran los dientes. Nos adoraba a todos, pero su debilidad, que compartíamos, era la madre. Ya podía mi hermano sacarla de paseo al campo (a ella le encantaban esos paseos); si al salir de casa se cruzaba con mi madre, que entraba en ella, volviendo de su caminata diaria, «Pochola», abandonando al muchacho, se le pegaba a las faldas y ya no había nada que hacer. Amenazas, órdenes ni halagos conseguían que abandonara la compañía de ella. Despreciaba entonces el riachuelo en el cual le gustaba mojarse las patitas; las infructuosas batidas entre las cañas de maíz, buscando Dios sabe qué; los parones súbitos ante el gusano de rayas doradas y negras que cruzaba la carretera y que ella empujaba con su remilgada pata, sin causarle daño. Ni siquiera le atraía la sombra de la parra, descanso en el paseo, ni el racimo de uvas que bajo ella le ofrecían para que delicadamente, grano a grano, lo comiera. Todo ello tenía poca importancia ante la pura delicia de volver con mi madre hacia la casona; tenerla durante unos minutos para ella sola, enredándosele entre las faldas, dirigiéndole miradas de adoración. Y cuando, ya caída la noche, después del trabajo agotador de todo el día, ella iba a recogerse un ratito en un rincón de la Catedral, que presidía el Cristo ante el cual habíamos sido bautizados; cuando fervorosa y santa pedía por todos nosotros, una sombra pequeña y gris se sumaba a las sombras del rincón; y nuestra madre, entre rezo y rezo, alargaba la mano y acariciaba la cabeza de «Pochola». 56
El loro C REIAMOS, con emoción y extravagancia, que al loro «Budú» lo había traído de las Antillas un marinero que tenía una pata de palo y un parche negro tapándole el ojo que le faltaba...; bueno, el agujero del ojo. La ortografía del nombre fue nuestra, pues me figuro que en ella habría dobles W y oes repetidas, algo así como Wudoo. Lo primero que le enseñamos a decir fue, naturalmente: —¡Piezas de a ocho! Lo aprendió casi al instante, por lo que nos confirmamos en nuestra idea de que sus primitivos amos habían sido los 57
bucaneros, piratas del mar Caribe, pues repitió la frase como si ya la supiera y nosotros se la hubiéramos recordado. El loro «Budú» no era nuestro, pero como si lo fuera. Pertenecía a los tíos y teníamos acceso a las cercanías de su jaula cuando se nos antojaba, del mismo modo que el loro podía darnos sus picotazos... en cuanto nos descuidábamos. Era un loro borracho, lo cual no es de extrañar si pensamos en el terrible mundo en que había crecido, lleno de aventuras, de piratas, de abordajes, de catalejos que oteaban los cuatro puntos cardinales, de marineros que avisaban con voz ronca: ¡Galeón a sotavento! Y después del abordaje, y de reducir a pavesas la nave enemiga, cantaban contentos con el botín: —¡Ay..., la botella de ron...! Por tanto, no es de extrañar que el loro no pidiera como los demás de su especie, ¡apestosos loros burgueses!: ¡Chocolate al loro! El reclamaba con una potente voz de mando: —¡Aguardiente! Y se lo dábamos, claro está, robándolo de las provisiones que el tío Luis guardaba para sus amigos, porque él no bebía nunca. El bicho tenía la lengua suelta y la memoria tenaz. En cuanto se comía su sopita de pan mojada en aguardiente empezaba la fiesta. Le preguntábamos a coro : —¿De todas las comunidades, cuáles son los más gandules? Los paúles —decía el loro con su voz de carraspera. Bien sabe Dios que no teníamos nada en contra de tan santos varones, que trabajan lo suyo, ¡pobrecitos de mi alma!, pero entre los chicos se había desarrollado una afición desmedida por el pareado, y como la comunidad vivía al lado de nuestra 58
casa y el consonante era difícil (azules, baúles, tules), se quedaron con el versito, que es la primera vez que se hace público, pues nunca salió de entre el loro y nosotros. —¿Quién a los niños amuela? —interrogábamos a «Budú». —¡La Manuela! respondía el alado mal bicho. También en esto entraba la fuerza del consonante, pues la chacha servía en la casa hacía tanto tiempo como años tenía el loro. La queríamos mucho, pero fue víctima de las circunstancias. Después de estas contestaciones dichas con claridad, le dábamos a «Budú» su sopita embebida en aguardiente, premiando de este modo su buena memoria y excelente dicción. Cerrábamos las sesiones siempre con la misma pregunta: —¿Desde Oriente hasta Occidente, qué es lo mejor? —¡Aguardiente! —croaba el loro con toda su convicción. Y como con las dos sopitas de pan y etílico ya tenía lo suyo, metía el pico entre las plumas del buche y se negaba a contestar más preguntas. Como si hubiera corrido un telón. Si se le enseñaba una palabrota, la aprendía y la retenía, para soltarla en el momento menos oportuno. Si se le enseñaba una gracia decente, ¡oídos sordos ! ¡El mamarracho del loro! Después de muchas sesiones de trabajo intensivo, sopas con aguardiente y disparatones, al loro le daban ataques. ¿A causa del exceso de trabajo, quizá? Caía al fondo de la jaula con los ojillos nublados y daba patadas al aire mientras exclamaba con voz de estrangulado: —¡No, no, no! Pensamos que de las convulsiones quizá no tuviera toda la culpa el exceso de trabajo; más bien ayudarían las dosis excesivas de licor, dándole una especie de delilium tremens loriteril. 59
Pero el licor, aunque le perjudicara un poco, apenas si tenía importancia. Todo el mundo sabe que los loros viven más de cien años, muchos más; así es que no podía morirse, en absoluto, todavía, antes de cumplir no sabíamos cuántos años más, porque estaba joven, con las plumas rojas y verdes, azules y de no sé cuántos colores, brillantes, y los ojos resplandecientes y vivos, señales todas de juventud. Esto era para nosotros como un artículo de fe y estábamos bien versados en doctrina. Pero nuestra excesiva credulidad, nuestra cerrazón de mollera, fueron las que perdieron al loro «Budú». Juzgamos que si había recordado con tantísima facilidad aquello de «piezas de a ocho», bien podíamos dar un paso adelante haciéndole recordar la canción de los piratas, que tantas veces había oído en su juventud: De treinta hombres al salir del puerto sólo yo quedo, los demás han muerto. ¡Ay! ¡Ay ! ¡Ay! La botella de ron...
Era una vergüenza que él, único superviviente de los bucaneros, no supiera coreada con nosotros. Como no podía morirse por ello, ni por nada, ¿por qué no darle una copita entera de licor, prescindiendo de las sopas, y con tan reconfortante estímulo enseñarle la vieja canción? Le dimos un copazo de aguardiente que se tomó haciendo gárgaras, paladeando el licor, como hacen los catadores. Después, con rápidas sacudidas de la cabeza, se lo enviaba al gaznate, siempre insatisfecho. Tosió un poquito, después nos miró fijamente, exclamó «¡aguardiente!», dos o tres veces, y cayó al fondo de la jaula con las patas rígidas y el pico abierto. En la copa no quedaba ni una gota de licor. —¡Anda, le ha dado el telele! —dijo mi hermano, un poco asustado. 60
Esperamos un rato para ver si recobraba el conocimiento, pero no nos atrevimos a hacerle la respiración artificial por miedo a sus picotazos. Aguardamos, pues, para ver si movía los ojos, o las patas, o algo. ¡Pero no movió nada! —¡Está muerto! —sentenció mi hermana. ¡Pero si no podía ser, si no había cumplido cien años todavía...! Por primera vez pudimos con impunidad meter la mano dentro de la jaula. No, no hubo represalias; claro que estaba muerto. Buena la habíamos hecho. Salimos de la habitación en puntillas. Mi seráfica tía lloró al animalito que se había muerto de aquella manera tan tonta, porque sí. Y cualquiera le decía cómo había muerto el guacamayo. Mandó que lo disecaran, aunque con tanto aguardiente dentro de su cuerpo el pájaro debía estar medio momificado. El bicho quedó magnífico. Con una de sus garras se sostenía en una caña de bambú. La otra, con ademán amenazador la tenía distendida, amenazando al aire. Le habían puesto las alas y la cola como abanicos, con las plumas teñidas y barnizadas. Quedó precioso. Tenía una actitud soberbia, la que corresponde a un compañero de la hermandad de piratería; tan combativa y llena de pujanza. Lo pusieron bajo una campana de cristal, delante del espejo del recibidor. Cuando pasábamos ante él le preguntábamos bajito: —¿Desde Oriente hasta Occidente, qué es lo mejor? Y creíamos oir una voz sepulcral que contestaba: —¡¡¡Aguardiente!!! 61
El cú-cú S OY un pájaro de madera. Claro que el serlo tiene las mayores desventajas, aunque, si lo pienso bien, tiene una cosa a mi favor: que mi vida se prolonga por muchísimo más tiempo que la vida de los pájaros de verdad. Tampoco paso hambre ni sed, pues no como ni bebo; basta con que de vez en cuando engrasen la maquinaria para que pueda seguir ejerciendo mis funciones de cú-cú. Soy disciplinado y por nada del mundo dejo de anunciar a los hombres la hora, pues sus ocupaciones dependen de mí. Soy, como habréis visto, un pájaro importante. 62
Además, en mi larga vida he visto muchísimos sucesos, y eso me ha hecho fuerte. Tengo dos clavos negros por ojos, el pico de madera, naturalmente, como todo yo, y las plumas pintadas de muchos colores... Bueno, eso de las plumas tendremos que dejarlo; ni siquiera puedo extender las alas, y los hermosos colores han ido palideciendo con los años, de modo que tan sólo soy un pájaro de madera, triste y desangelado. No me hago ilusiones. He pasado muchos peligros, no lo niego, porque la vida del cú-cú no es una vida de reposo. Sin ir más lejos, mi penúltimo amo era muy irritable. En cuanto se enfadaba y yo salía de mi garita para anunciar la hora, me tiraba la zapatilla. Menos mal que como no solía estar en sus cabales la zapatilla pegaba en la pared a buena distancia de mi persona. Entre hora y hora me entretiene oir el tic-tac del reloj ; así estoy alerta para aparecer por la portezuela y lanzar mi cú-cú, que es cosa de mucho mérito. Me construyó, hace ya muchísimos años, usando unas navajas afiladas, un tal Gepeto. El hombre, cuando acabó de hacerme, ya estaba preparando sus instrumentos, porque se proponía hacer un muñeco de madera al que iba a llamar «Pinocho»... Pero esa ya es otra historia. Los niños de la casa siempre me han querido y han esperado con impaciencia mi aparición. ¡Si habré visto niños y más niños en mi vida! Me querían más cuando eran pequeños y su madre los levantaba hasta mi altura para que vieran cómo salía yo de mi cajita, decía cú-cú y volvía a entrar en mi casa. Entonces aplaudían y yo les escuchaba desde detrás de las portezuelas. Me gustaba mucho, ¡porque se ponían tan contentos ! Poco a poco dejaban de hacerme caso, pero no me impor63
taba, porque llegaban otros niños, y otros, y así siempre había alguno que ponía atención a mis apariciones y me aplaudía. Pero yo seguía sujeto dentro de mi cárcel. Sí, ¡para qué me voy a engañar! Quisiera no pensar en ello, pero la verdad, la verdad, es que he pasado mi vida dentro de un cuartucho que huele a aceite y a metal; además estoy sujeto con unos muelles, como si fueran las esposas que ponen a los ladrones. Sé más cosas que nunca, porque en mi breve aparición, veo la tele, y así he aprendido lo de los policías y ladrones. Cuando no la veo, la oigo, porque las paredes cerradas de mi casa son muy delgadas y se oye todo. Ha sido un consuelo para mi vida de reclusión oir las voces y ver, cuando salgo de mi encierro, a la gente que habla, pero no son de carne y hueso, sino que viven, también como yo, encerrados en una pantalla que se ilumina cuando le dan a un botón... En lo mejor de las cosas que pasan cierran el botón y me quedo sin saber el final. ¡Una rabia! Cuando se ha muerto alguno de la casa y lo encierran, como a mí, en una caja de madera (se han muerto muchísimos en estos largos años), mi voz parece una indiscreción. Entonces canto la hora bajito, como si yo también llorara. Pero así es la vida, y nadie se entristece por muchos años. Se nace, se muere; es natural... Ahora tengo el problema que tienen todos los viejos: me estoy desgastando, como se está desgastando el reloj. Tengo que hacer un esfuerzo terrible para empujar con el pico las portezuelas, porque ya casi no llego a ellas. El día en que se me desgaste el pico del todo, o se desajusten las ruedas que me mueven, la puerta no se abrirá y yo, desde lo oscuro de mi cajón de madera, no podré salir, ni podré lanzar mi ¡cú-cú!, que ha sonado en la casa miles y miles de veces. 64
Entonces tirarán el reloj a la basura, o quizá haya otro Gepeto que labre otro pájaro de madera, nuevo y magnífico, con las plumas recién pintadas, y otro relojero que arregle el mecanismo para abrir las puertas de par en par. No sé. No he tenido trato con ningún otro cucú. Pero de repente he sentido que todo ello no me preocupaba, que estoy cansado de ser un pájaro de mentirijillas, metido dentro de una jaula oscura, con una maquinaria estropeada por toda compañía. Además, ahora no hay niños en la casa...
La gallina Papanatas A
mi hermana le regalaron una gallina. En realidad se la regalaron a su marido, que era abogado. La gente sencilla del pueblo a los que hacía favores se los pagaban con unos chorizos, unos jamones o unas gallinas, por lo que, si su bolso no estaba demasiado lleno, sí lo estaba su estómago. Le regalaron, pues, una gallina y mi hermana se enamoró de ella porque era una preciosidad de chica y daba pena matarla. 66
Como no hay cosa más sucia que palo de gallinero, con sus costras de porquería blanca superpuestas, como si un albañil descuidado hubiera goteado la cal encima de él; sobre el paragüero aparecieron a su vez las feas manchas, pues también la gallina se había descuidado, por lo que el marido montó en cólera, cabalgadura de la que abusan los maridos. Entonces mi hermana puso freno a los desafueros de la gallina confeccionándole unos calzones. Eran de percal rojo y le hizo dos pares, de quita y pon. El ave se encontraba muy atractiva con ellos, porque desde que los estrenó fue la más fiel de las gallinas con su ama. Se ponía junto a ella, cuando con su eterno pitillo en la mano se tumbaba en el sillón leyendo una-novela. Después de consumido el pitillo se dedicaba a sus labores, pero como tenía la imaginación de todos los de la familia, no hacía las cosas así como así. Para dar novedad a su tarea, metía dentro de una cajita papeles escritos y doblados en los que ponía: «Bodoques; vainica, punto de cruz...» Cuando reunía todos los chirimbolos de sus labores, algodones de colores, agujas, tijeras, dedales, cerraba los ojos, y como hacen con los bombos de la lotería, movía la caja para que se revolvieran bien y extraía el papelito con emoción. Ponía en él: «bodoques», y aquel día no bordaba más que las lentejillas dibujadas en aquellas mantelerías inacabables de hilo prieto, que iban a reunirse con las otras, amarilleándose sus dobleces, en el arcón de cedro, donde aún permanecen. Eran labores primorosas en las cuales gastó su vida, como la gastaron los monjes que escribían los misales miniados, realzando de oro sus mayúsculas. Claro que la labor de mi hermana era en tono menor... Ya hemos olvidado a la gallina «Papanatas». Lo de los calzones fue un buen hallazgo. 67
La gallina ponía el huevo dentro de ellos, y así no caía al suelo para convertirse en tortilla. En cuanto la gallina cacareaba para anunciar el acontecimiento de la salida del huevo, mi hermana le decía : —Buena chica, «Papanatas»; te agradezco el regalo y me lo comeré esta noche, tan fresquito, tan rico..., y perdóname el pollicidio. La gallina, que no tenía su amor de madre muy desarrollado, entregaba el huevo de sus entrañas con mucho gusto; pues le cambiaban inmediatamente el calzón por otro limpio, y ella muy ufana se paseaba por la casa hecha un adefesio. Pero si hubiera estado en un gallinero, ¡qué envidia le hubieran tenido las demás gallinas ! Un día nefasto, la muchacha se descuidó, dejando el balcón abierto. «Papanatas» se subió a la barandilla y desde allí, con un voleteo casi suicida, se lanzó a la calle. Para cuando la muchacha bajó las escaleras, la gallina «Papanatas» había desaparecido. Malas lenguas aseguran que el cocido de la portera, la señora Teresa, fue mucho más sabroso al día siguiente, y que en el tacho de la basura aparecieron montones de plumas y un calzón rojo de extraña traza...
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El oso EL titiritero llegó mojado y temblando de frío bajo su trajecillo de mallas, que era tan sólo un amontonamiento de pingajos. Le dimos café con leche muy caliente, al que añadimos una copa de coñac, y se tomó una aspirina; después le dejamos sentar s e en el sitio más abrigado junto al fuego. Mi madre suspiró un poco y buscó alguna ropa, que miró y remiró antes de entregársela al desgraciado. Con aquel par de pantalones había pensado que le hicieran otros a mi hermano pequeño..., ¡pero en fin...! También le 69
dio un impermeable que su marido, al contrario del jersey, se negaba a dejar por inservible, aunque tenía perdido el color. Pero el confortable forro y la capucha, que se ajustaba muy bien, le gustaban mucho, y además no le picaban en el cuello, como el jersey. Decentemente no podía seguir llevando el impermeable, así es que al darlo mi madre se quitó un engorro de encima; y váyase el suspiro por el alivio. El hombre, ya confortado y seco, durmió en el pajar pequeño, situado lejos de la casa, en medio de un terreno sin hierbas ni matojos. Estas precauciones eran necesarias, pues los pajares de los pueblos suelen acabar en llamas por el descuido o la malevolencia de los vagabundos que pasan la noche en ellos. Encienden una fogatilla para calentarse, la maligna chispa que siempre se desprende de la fogata —como un chiquillo que en la escuela se sale de la fila incendia irremisiblemente las pajas y cátate, el pajar convertido en horno. Así es que teníamos el pajar grande, inexpugnable para los trotamundos, y el pajar pequeño, accesible a ellos. A la mañana siguiente, el titiritero había desaparecido con su organillo. En su lugar quedó un oso que nos pareció de lejos delgado, viejo, con la pelambrera raída y las garras de las patas desgastadas de tanto trotar por la carretera. El hombre había dejado en la puerta del pajar, clavada en la madera con un alfiler, una nota, escrita en un papel pringoso, que después de muchas probatinas logramos descifrar. Decía : «El oso se llama «Tadeo»; sabe bailar; es manso; trátenlo bien.» Un pobre animal que sólo anhelaba un rincón caliente en el que morir en paz. ¿Debíamos fiarnos de la nota escrita como garantía del oso y de su mansedumbre lejos del amo que lo dominaba? 70
No creimos ni por un momento que fuera a abalanzarse contra nosotros. El padre resolvió el conflicto de la presencia del oso. Lo dejaríamos como dueño absoluto del pajar pequeño, se reforzaría la valla de espino artificial. ¡Prohibido acercarse por aquel sitio! Si el oso se reponía y salvaba su vida con el reposo, el calor y la buena alimentación, lo entregaríamos al alcalde del pueblo para que hicera lo más conveniente. Si se moría, se le enterraba, y en paz. ¡Y al diablo con la gente errática que no causaba más que desazones y fastidios ! —Son gente de Dios —dijo mi madre con voz queda. La gran familia de los trashumantes tiene su escritura secreta, y ese es el medio que tienen para ayudarse unos a los otros en sus eternos desplazamientos. Ellos saben, por los signos que escriben en las paredes, a qué distancia queda el pajar más cercano y accesible para dormir, en qué casas los acogen bien; si en la granja cercana hay perros sueltos y si dan de comer o alguna moneda en tal o cual caserío; si el dueño dispara con cartuchos de sal sin dar el alto; que hay peces en el río y dejaron leña preparada en el calvero del bosque próximo, y otras muchísimas advertencias que les evitan contratiempos y facilitan su vida errante y miserable. Ellos la prefieren a cualquier otra. Y al final de sus días pagan esa libertad con la solitaria muerte en una cuneta de la carretera. Nosotros, naturalmente, hicimos poco caso de la prohibición de nuestro padre de no acercarnos al pajar pequeño. No todos los días teníamos un oso para nosotros solos. ¡Los padres son tan igenuos ! Empezamos a llevar al animal cuencos llenos de leche, dentro de los cuales echábamos todos los panes secos que 71
escapaban a la voracidad de las gallinas, y hasta añadíamos a la mezcla un buen puñado de azúcar. El oso agradecía el regalo con una mirada turbia de sus ojos miopes. —¡Baila, «Tadeo»! —le ordenábamos desde una prudente distancia, amparados por las púas del alambre de espino artificial que cercaba el pajar. El apolillado oso se ponía en pie sobre sus patas traseras y daba unos grotescos pasos de danza. ¡Y no se moría! Circunstancia que nos producía mucho más gozo que sus pasos de baile. Al contrario, con nuestra sobrealimentación, resguardado dentro del pajar de las ventiscas, sin las caminatas agotadoras, el plantígrado se repuso. Engordó; sus garras crecieron hasta alcanzar un tamaño respetable y los colmillos le asomaban —un poco estremecedores a los dos lados del morro. Llegamos a encariñamos con el animal. Antes de entregarle nuestra confianza empezamos a rascarle la pelambrera con un palo, desde detrás de la alambrada, donde sus garras no podían alcanzarnos. Después, el más valiente metió el brazo por entre las púas y le rascó el lomo. Pareció agradecerlo muchísimo y permaneció quietecito hasta , que acabó el rascado. Total que le perdimos el respeto. Después de todo, si no le había hecho nada al titiritero, que lo tenía hecho un asco, sin comer y helado de frío, no tenía por qué portarse mal con nosotros, que lo cuidábamos tanto y le dábamos de comer y además golosinas. Cuando sabíamos que las personas mayores no iban a. interrumpirnos, abríamos la puerta del pajar, al principio con toda clase de precauciones, dispuestos a una rápida fuga, y después ya con toda confianza. 72
Nos acercábamos al oso llevando en la mano la ofrenda de un puñado de castañas, de nueces, avellanas y bellotas o el regalo de unas espigas de maíz. El oso, que estaba bien enseñado, daba sus pasitos de baile antes de ponerse a comer. No necesitábamos decirle : ¡Baila, «Tadeo»! Lo hacía por su propio gusto, pero no ya con aquellos pasos cansinos que daba cuando nos lo trajeron, sino con otros más enérgicos y vivaces, resultado de la buena alimentación, del descanso y del afán por demostrarnos el cariño que nos tenía. No nos daba ningún miedo. Le limpiábamos la piel de insectos y él dejaba complacido que le hurgáramos en el pelo nuevo y reluciente, después de haberle despojado, con la almohaza de los caballos, de los mechones sucios, de la pelambrera vieja. Mi padre no sabía nada de la transformación del oso. El hombre encargado de llevarle la comida, vaciaba el recipiente en la gamella de piedra y le llenaba el cuenco de agua. El oso, quizá por un instinto especial, no se dejaba ver. De vez en cuando el padre preguntaba : ¿Se ha muerto el oso ? No, creemos que no —contestábamos hipócritamente. Pero un día, por casualidad, pasó junto al pajar chico. Nosotros, confiados en nuestra impunidad, ya no poníamos a nadie para vigilar la posible llegada de las personas mayores. Alarmado ante el hecho de que la puerta del pajar del oso estuviera abierta y temiendo un desaguisado de la bestia, corrió a casa, cogió la escopeta, armándola con bala, y volvió al pajar. Avanzó con prudencia, los sentidos alerta, dispuesto a hacer fuego, jugándose la vida... Y allí encontró a. media docena de sus hijos despulgando al oso, que se dejaba hacer con gran gusto por su parte, mientras 73
la hermana pequeña sacaba de un cucurucho unos caramelos minúsculos y decía, metiendo la manita entre las fauces del oso: ¡Toma, glotonazo ! ¡¡Mamarrachos !! —aulló nuestro padre—. El susto que me habéis dado. Mañana doy parte a la guardia civil para que disponga del oso. ¿Y qué harán con él? preguntamos a coro. Se encaró conmigo, que tenía abrazada la cabezota de «Tadeo». ¿Y tú qué crees? —dijo amenazadoramente. Nos quedamos más tristes. No había ningún zoo cercano. Nadie se iba a molestar enviando a nuestro oso a Madrid o a Barcelona, con el dineral que suponía el viaje. Entonces..., ¡lo matarian! ¡Matar a nuestro oso! Celebramos consejo. La primavera se hallaba adelantada y la gente gallofera empezaba a transitar por los caminos. El día anterior, al anochecer, había pasado por delante de casa una caravana de gitanos. Parecían gitanos acomodados, llevaban tres carretas nuevas y las mujeres lucían en las orejas aretes de los que colgaban monedas de oro. Por lo visto era la crema de la gitanería. Los chicos mayores esperamos hasta que todo el mundo estuvo en la cama. Pensábamos que como los gitanos viajan con pasusa, parándose para pescar en los ríos, los atraparíamos fácilmente. Los tres hermanos fuimos a buscar al oso. Le atamos una cuerda al cuello. Era una atadura puramente simbólica, ya que él nos hubiera seguido hasta el fin del mundo. Eramos sus amigos y él lo sabía. Nos siguió, pues, mansamente. 74
Al amanecer descubrimos las carretas en un claro del bosque. Estaban junto al riachuelo y a no mucha distancia de casa, pero estuvimos dando vueltas y más vueltas. Estábamos rendidos y el oso, que había perdido la costumbre de andar, también. Atamos al animal a un eje de la rueda de uno de los carromatos, lo hicimos en silencio, con toda precaución. Todo siguió en silencio. . Le habíamos colgado al cuello un letrero que decía: «Este oso es inofensivo; sabe bailar; se llama "Tadeo". Se lo regalamos. Trátenlo bien, por favor.» Mi hermana pequeña había escrito en una esquina del papel esta pueril advertencia : «Le gustan mucho los caramelos.» Le pasamos muchas veces a «Tadeo» la mano por el lomo antes de abandonarlo. Después nos fuimos, como unos hombres, sin volver la cabeza. Escurriéndonos por la ventana del cuarto de baño volvimos a nuestras camas, pero no podíamos- dormir. ¡El oso «Tadeo» no volvería a estar con nosotros nunca en la vida! ¿Lo tratarían bien? ¿Nos recordaría? Durante el desayuno le dijimos a mi padre lo que habíamos hecho con el oso. Eso está muy bien —dijo con calor. Pero mandó borrar, con unos brochazos de cal, los signos cabalísticos pintados en las paredes de la casona y de los pajares. Temía que junto a los que advertían: «Dan de comer; hay pajar para dormir», y tantos otros, el último de ellos dijera: «Admiten osos.»
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La luciérnaga L OS bosques, en los cuales he nacído, marcan mi vida, como si dentro de ella hubiera ramas de árboles que gondolea el viento, escondidos riachuelos que cuando se libran de la tutela de los robles copian el cielo, abrillantando su luz, haciéndose azules; hierba espesa llena de flores amarillas y moradas, rocas que no quieren pasar inadvertidas y así luchan con la verdura que intenta cubrirlas, avasallándolas, invadiendo su prieto grano de piedra. 76
Pero ellas se defienden mansamente, oponiendo su esterilidad a cualquier afán de invasión, y permanecen escuetas. Los árboles tienen la infinita variedad de su silueta, cada una diferente y perfecta; los troncos también son distintos, y los que tienen muchos años han crecido de tal modo, añadiendo capa a capa a su nervio central, que parecen catedrales. Los bosques tienen un silencio especial hecho con los rumores de las reverencias que hace cuanto verdea, del ruidillo del agua, del que causan los insectos con su eterno movimiento, el de algún pájaro que empieza a cantar quebrando la paz de la espesura, pero él tambien, anonadado por el silencio en que vive, escapa hacia lugares en los cuales no han estado las lamias. Paseábamos bajo los árboles y la niña se paraba para coger una mora madura que le manchaba la boca, o para seguir el vuelo de una abeja, tardo, porque iba cargada con un exceso de polen. El sobresaltado de una mariposa azul, de las que siempre había muchas, como si fueran flores cansadas de su paralización en la rama, o el relámpago del ratón de campo que corría a esconderse en su agujero antes de que despertaran los mochuelos. Otras veces, la pequeña se tendía en tierra y con una pajita intentaba, sin conseguirlo, hostigar al grillo para que saliera de su casa. La noche se nos venía encima, la noche profunda del bosque, dentro del cual la luna aparece tan sólo entre el ramaje y hay que adivinarla. Tampoco el sol se muestra mucho en estos bosques cerrados, mas que en los espacios vacíos, que han servido para hacer carbón de leña. Las hojas de los árboles interrumpen sus rayos, como los romanos que juntaban sus escudos. Un impedimento para que el sol no interfiera en la vida secreta del bosque. Y cuando ya la noche había cerrado casi por completo, delante de nosotros, entre las hierbas, a raíz del suelo, apareció 77
una luz. Era más pequeña que el fuego de un pitillo, como una lenteja incandescente, una lucecita que convertía las hierbas que la rodeaban en agujas verdes, y en aquel secreto escondrijo parecía una estrella que se hubiera caído de lo alto. La niña se detuvo asombrada; tenía un poco de miedo, porque era niña de ciudad, no de campo, y cuanto le rodeaba era nuevo para sus ojos nuevos. ¿Qué es? preguntó, medrosa—. ¿Se va a quemar el bosque? No, no; puede ser el brillante que se le ha caído a un hada, o la pipa de un enano que la está fumando...; pueden ser tantas cosas... —porque hay que despertar la imaginación de los pequeños para que luego no se duerma con la tabla de multiplicar y la gramática que le aprisionan entre sus barrotes. Me agaché, reptando entre la maleza, y tomé la luz en mi mano. —¿Ves? Tan sólo es un gusanito. ¿Un gusano? ¿No será un ángel pequeño que está descansando? No; tan sólo es un gusano que se llama luciérnaga. La niña no osaba tomarla en su mano y la luciérnaga se paseaba sobre la mía, marcando la línea del corazón. ¿Me la puedo llevar a casa y ponerla en una caja para que me alumbre por las noches? Así no tendré miedo. ¡No!, lo que en el bosque vive, pertenece al bosque, es de él. Se enfadarían los árboles y las hierbas no podrían vivir sin que las alumbrara. ¡Vete tú a saber! Quizá ellas también tienen miedo. Es tan preciosa dijo la pequeña ; tan preciosa como los ojos de mi gato en la oscuridad. Delicadamente dejé al gusano donde lo había encontrado y entonces la luciérnaga, de repente, se quedó sin luz. 78
Miedo Los animales del pueblo estamos muertos de miedo. Los hombres piensan que son ellos solos los que se entienden unos con los otros, pero los animales también nos comprendemos, aunque ellos no lo saben. Si hay una noticia importante, el burro la rebuzna, o la chilla el grajo, y todos nos enteramos, porque el primero que la oye se la transmite a los demás. Nos entendemos todos : el caballo, el burro, la mula, el buey, el cerdo, la vaca, las gallinas, los perros y las palomas ; 79
en fin, todos, pero son los perros (porque viven más libres) los que traen y llevan las noticias. Los hombres del mundo no se entienden todos; en cada sitio hablan un idioma distinto; pero con los animales no sucede eso; todos tenemos un decir común. Y no sólo los del pueblo, porque trajeron un toro de un sitio que se llama Roterdam que hablaba la misma lengua de todos nosotros. Nos enteramos enseguida porque el toro era un presumido que siempre hablaba de sí mismo— que «Roterdam» era un toro de raza, aunque no supimos de qué raza. Nos dijo que en la granja se iban a producir muchos cambios en cuanto nacieran hijos suyos, porque si eran hembras darían más leche que las nuestras, y los hijos tendrían las patas cortas como él, y pesarían mucho más que los terneros de ahora. Como serían muy gordos, el dueño los vendería, ganando muchísimo más dinero. Eso se llama mejora de raza, y añadió el vanidoso de «Roterdam» (le pusimos el nombre de donde había venido) que por eso le cuidaban tanto, porque él sólo valía más que todos los animales de la cooperativa juntos. Como si los toros que nosotros tenemos no fueran bastante buenos; pero son muy fieros y las vacas del monte no se dejan ordeñar. ¡Tiran cada cornada! En cambio, los toros como «Roterdam» apenas si pueden moverse, tienen los cuernos y las patas cortas, son cobardes y no hacen más que comer todo el santo día. El toro que trajeron no tiene el miedo que tenemos nosotros, las mulas, los caballos y los burros, en fin, todos los animales que llevamos herraduras. Los cerdos y las gallinas también debían vivir asustados, pero nunca piensan en el día de mañana. La cosa empezó porque de la noche a la mañana desapareció el caballo del médico, y nadie supo cómo. Por la anochecida, 80
en que todos estábamos guardados en las cuadras, unos amarrados a los pesebres, otros sueltos, según nuestro genio, dormidos por el cansancio del día, desapareció. No nos enteramos de que el caballo se había ido y seguramente él lo dijo, pero nadie le oyó. Pensamos todos que nunca se hubiera ido por su gusto; además, no se había muerto, porque de eso sí que nos enteramos enseguida por el mal olor; así es que se lo llevaron, sin más. No era un caballo joven, pero tiraba con fuerza del carricoche del médico, y eso que en el pueblo parece que todo está cuesta arriba. El carricoche sólo tiene dos ruedas, es ligero y él lo llevaba contento. Le despertaban por las noches a cualquier hora, lo enganchaban y llevaba a su amo al sitio donde tenía que ir, porque alguno se había puesto enfermo de repente. El caballo nunca se quejó; al contrario, corría más para llegar pronto. Al día siguiente en que desapareció el caballo, el médico apareció por las calles sentado en uno de esos coches que dicen llevan los caballos dentro; deben ser caballos muy pequeños, ¡pero con un genio! No sé cómo pueden caber dentro del coche, que se llama automóvil. En el asiento no hay sitio más que para el médico y para el que le va a buscar, que deja el caballo en la cuadra del doctor, y así llegan antes. El doctor toca y toca una cosa que se llama bocina; es como la campana de la iglesia en pequeño, aunque mete mucha bulla. Pero no da paz, como el son de la campana. El del médico ha sido el primer auto que ha llegado hasta el pueblo, porque vivimos en un sitio de mucha montaña, bastante lejos. Están haciendo una carretera, pero todavía no ha llegado hasta aquí; en la cooperativa se apañan con los carros tirados por mulas. Nos dio pena que se marchara «Fausto»; estábamos acostumbrados a él, y además nos contaba las últimas noticias: 81
que si el tío Nicolás se había partido una pierna al bajar de la montaña, que si la señora Juana había tenido gemelos y el marido estaba de mal humor porque necesitaría trabajar más. El caballo era el primero que se enteraba de todo eso, y de cuando alguien se moría. El camino que están haciendo, es ancho y sin hoyos; en el de ahora tenemos que tener mucho cuidado para no rompemos una pata; porque el que se la rompe, ¡pum! Así es que en cuanto lo hagan del todo podrán llegar al pueblo otros coches diferentes al que tiene el doctor; el coche se llama «Jep», era más bonito el nombre de «Fausto». Los demás autos no se atreven a llegar hasta aquí porque se les romperían las ballestas, que son las patas de los coches. Ya nunca sabremos nada del pobre caballo, menos mal que nosotros los animales tenemos poca memoria y pronto se nos olvidan las penas. Cuando a los perros les arrea un cantazo su amo, primero se lamen el lomo y enseguida van a lamerle la mano al hombre. Los animales no guardamos rencor. Otro día desapareció la yunta de mulas del señor Julián. Como la carretera ya había llegado hasta el pueblo, a esas sí que les pudimos decir adiós, porque se las llevaron en un coche muchísimo más grande que el del médico. Un trasto que metía un gran ruido. Como era alto tuvieron que subir las mulas a él poniendo unas tablas anchas, desde el camión hasta el suelo, a las mulas les daba miedo subir aquel puente, y eso que era un puente de nada. Ya he dicho que el coche se llamaba camión. Tampoco, claro está, supimos que fue de nuestras amigas y eso es lo malo en la vida de los animales, que cuando uno de nosotros desaparece nadie da noticias de él. A las gallinas también se las llevan en jaulas, van tan apretadas que no pueden ni cacarear. Pero son bichos sin senti82
mientos, les quitan los huevos que ponen, que son sus hijos, y ¡hala! enseguida a poner otro. Los pollos aburren, picoteando siempre el estiércol para buscar gusanos y engullírselos. ¡Un asco! El carro en que llevaban los muertos al Cementerio y que iba tirado por un caballo viejo, tampoco se usa. El caballo nos dijo que se lo llevaban a una plaza de toros y estaba muy ufano porque iba a ver una corrida, siempre están los hombres hablando de ellas. En las corridas matan seis toros que están sanos y hermosos, pero sabemos que no los matan para alimentarse de su carne, lo hacen porque les divierte. Es incomprensible. Todo eso de la corrida nos pareció cosa mala, porque los caballos que han ido a ver alguna ¡ninguno de ellos ha vuelto !... El hombre de la Funeraria lleva ahora un camión pequeño, cerrado y pintado de negro; es tan triste. Cuando el caballo arrastraba el carro de los muertos, parecía que con el ruido de sus cascos —ploc... ploc... ploc...— acompañaba con cierta alegría a los que llevaban a enterrar. Tampoco sabemos por qué a los muertos los meten en un agujero, como hacen los perros con los huesos, pero ellos lo hacen para volver a buscarlos cuando tienen hambre. Los hombres no vuelven ya por el Cementerio. Las mujeres suelen ir una vez al año, con flores. Todo es misterio para la vida de nosotros, los animales. Por todas esas cosas tan raras que pasan ahora, estamos asustados. Al caballo del panadero, como se está haciendo muy viejo le ha entrado la preocupación y el miedo le desvela, ni siquiera duerme las pocas horas que antes tenía por costumbre, pues teme que vengan por él y lo alejen de nosotros, sin poder despedirse. Somos sus únicos amigos; su amo no es su amigo, siempre lleva la vara y le da en los lomos. Yo soy el burro que trae las botijas de agua de la Fuente del Berro. Es el agua más buena de todos estos pueblos, sirve 83
para beber, porque no da' calenturas. Yo me harto de beberla y así estoy de sano y fuerte. Las mujeres de los pueblos compran el agua y llenan las herradas con la de las cántaras que mi amo y yo les llevamos y la guardan sólo para beber; las aguas del pueblo las usan para laver la ropa, el riego y todas esas cosas. Ahora tengo más miedo que nunca, y por las noches tirito, como si hubiera cogido las calenturas, pero es miedo. El otro día mi amo estuvo hablando con un hombre que vino de la ciudad, le decía que hay que modernizarse. No entiendo mucho lo que quiere decir con eso, pero me parece que no va a resultar cosa buena para mí. Le explicaba muchas cosas y le machacaba y machacaba para que comprara un iso-carro; otra palabreja que no sé si entendí bien. Le decía que con el iso-carro podía hacer más viajes a la fuente en menos tiempo que ahora tarda en hacer uno, que como además iba a ir sentado y no andando, como ahora, no se iba a cansar y las ganancias doblarían. Yo corro lo que puedo, aunque vaya muy cargado, que soy voluntarioso para el trabajo, aunque me salpiquen las vasijas que siempre llevo colmadas. Como el agua es muy fría, por el invierno siempre estoy helado. Mi amo, después de la conversación y de que se dieran la mano, me pasó muchas veces la mano por el lomo diciendo —¡Pobre «Toriete»!, ¡pobre '«Toriete»! —y me dio trigo para comer. No lo había comido nunca, es comida muy fina. Así es que estoy temblando de miedo a que vuelva el hombre que también le dijo que iba a enseñar a mi amo a manejar el iso-carro. Bien me sabe manejar a mí, sin necesidad de aprender nada, que nunca ha necesitado que me pegue con la vara, porque cumplo con mi obligación. Pero la verdad es que tengo un miedo loco. Tampoco 84
puedo dormir por las noches, sólo echo un sueño corto durante el tiempo en que llenan mis cántaras. A todos los animales del pueblo, menos al toro «Roterdam» les pasa lo mismo. Sí, a todos los animales que llevamos herraduras nos ha entrado tal miedo...
Los perenquenes E L chico se escapaba de su casa en cuanto la madre desaparecía para acudir a su trabajo, llevándose de la cocina un saquito de gofio y una botella con agua. No era muy inteligente y la escuela resultaba un peso para él, así es que en cuanto aprendió a leer, escribir y algo de cuentas, prescindió, tranquilamente, de acudir a ella. Poseía otro don que llenaba su vida: el de la paciencia infinita con los animales y su poder sobre ellos. El los quería y ellos le adoraban. 86
Así es que subía por las pedregosas montañas y los riscos casi inaccesibles hasta el lugar en que le esperaban sus amigos los perenquenes. Este nombre, puramente local y que seguramente no se halla en los tratados de zoología, corresponde a unos lagartos grandes de cabeza redonda, dientes afilados, patas flacas y están todos recubiertos de escamas, blancas en la parte del vientre y verdes en el resto del cuerpo. No es animal dañino, al contrario, devora los insectos que se comen las plantas y los pequeños roedores. Los campesinos no los cazan, los respetan y miran con agradecimiento. Había hombres en el pueblo que los criaban, cuidando de que sus huevos estuvieran bajo arena seca bien expuesta al sol, hasta que llegaba el momento de la eclosión. Cuando el largarto crecía, prestaba su ayuda a los labradores que añadían al alimento de los animales, el gofio que ellos también comían. Subía León, con los pies descalzos, por las aristas de lava que hubieran hecho trizas su calzado... si lo llevara, pero él caminó siempre decalzo y se reía de la agudeza de las piedras, porque las plantas de sus pies, con aquel diario caminar, se habían convertido en una dura corteza más impenetrable que cualquiera suela de cuero. Traspasadas las crestas rocosas se introducía en su mundo, un mundo ignorado por todos y que tan sólo habitaban los perenquenes. Era una porción de tierra salvaje, llena de plantas, con una charca que nunca se secaba del todo, rocas con oquedades profundas, terrenos arenosos ; un verdadero paraíso, demasiado pequeño para ser cultivado si alguien que no hubiera sido León hubiese llegado hasta él y habitado por insectos, animalitos del campo y los perenquenes. El chico había descubierto el lugar como se hacen los descubrimientos, por casualidad, pues tan sólo desde el aire 87
resultaba visible y los aviones no lo sobrevolaban. Se hallaba entre las dos cadenas de lava que en su descenso al mar lo había respetado, dejándolo convertido en un islote verde. El muchacho tomaba asiento en una piedra plana, su sitial favorito y lanzaba un silbido especial, tan tenue que no alertaba a los pájaros, cuando los había, pero que llegaba hasta los perenquenes que se hallaban en el valle diminuto. Los animales tomaban el sol, perezosamente, sobre las rocas, o dormían ocultos en sus agujeros. Se movían las hierbas a los pies del pequeño y la cabeza de un perenquén asomaba entre ellas. El chico le decía suavemente: —Espera a que lleguen tus hermanos. Y ambos esperaban un rato largo hasta que todos los lagartos llegaban a la cita. Cuando ya todos estaban reunidos, León sacaba su bolsita de gofio, lo amasaba con el agua de la charca la de la botella la reservaba para su uso— y después venía el rito. —«Caimancito», te has puesto en el quinto lugar y no te corresponde decía señalando al perenquén que había cambiado su sitio. Entonces todos los perenquenes, como niños de la escuela, hacían sitio al «Caimancito» donde le correspondía y él parecía avergonzado por su descuido de modo que empujaba las colas de sus compañeros ocupando su lugar. Así está bien decía el muchacho. Pero no olvides, hoy tendrás un poco menos de tu ración, por descuidado. Llamaba: Primero, toma tu gofio y dá gracias a Dios por él. El lagarto se adelantaba los dos pasos necesarios que le separaban del niño y tomaba su alimento. Segundo, toma tu comida y dá gracias a Dios por ella —volvía a decir el muchacho. Y el perenquén con toda com88
postura tomaba su gofio e inclinaba la cabeza en señal de agradecimiento. —¿Dónde está mi tercero? —preguntaba el chico a los otros perenquenes , ¿por qué no ha venido? Esperaba un momento. Entonces uno de los perenquenes se destacaba del grupo y guiaba a León. Este lanzaba sus cortos silbidos : ¡Tercero!, ¿dónde estás? Tercero estaba cerca y León lo encontraba con la ayuda de su compañero, medio aprisionado por la roca que había rodado de lo alto atrapándole por la cola. Cuando León no tenía fuerza para desplazar la roca, ahondaba bajo ella hasta que tan sólo la cola del perenquén estaba irremisiblemente atrapada. Con un limpio tajo del cuchillo que siempre llevaba en su bolsillo cercenaba la cola del perenquén, todo lo más cerca del extremo que podía. Tomaba al animal en sus brazos sin que protestara, y le ponía en el muñón un emplasto de hojas bien machacadas que eran buenas para el caso, mezclándolas con un poco de barro. Luego dejaba al perenquén cerca de la charca, con una provisión de comida y el animal se las componía a solas. El apéndice se solía convertir en otro, partido en dos y aun en tres colas, como un abanico. Al cabo de poco tiempo el animal se presentaba al chico ocupando su sitio, como si nada hubiera pasado. El muñón estaba cicatrizado y comenzaba a crecer. Entonces se le ocurrió a León probar sus habilidades con otros animales. Las gallinas que criaba su madre acudían también a su silbido. Las subía encima de la mesa de la cocina, apretaba con ambas manos el cuerpo y decía: 89
¡Quieta hasta que yo quiera! Y al volver al cabo del tiempo las gallinas seguían hipnotizadas. ¡Estúpidos animales ! Después amaestró periquitos, anseñó a hablar a todas las cotorras que tenían los vecinos, pues las traían en los barcos que venían de lejos y los marineros las vendían por una botella de licor que los mismos campesinos confeccionaban con miel y hierbas del campo. ¡Aprendian tantas cosas ! Enseñaba a silbar a los mirlos y a trinar a los pájaros. Los perros le seguían y también eran buenos discípulos. El los recogía de la calle, les enseñaba muchas habilidades y luego los vendía, así iba viviendo. Llegó a la capital de la isla, cercana al pueblo, un circo. Entonces sí que fue un descubrimiento del muchacho. Hizo recados a las vecinas, limpió gallineros, barrió la calle y consiguió reunir unas monedas. Eran tan pocas que no tuvo suficientes para pagar la entrada al circo, pero sí pudo pagar por ver a las fieras. Entró decidido. Olía a serrín, a alientos acres, a muchos olores extraños que no le molestaron, como siempre los hubiera olfateado. Se encontró en su mundo, aunque por primera vez veía un tigre, un elefante, un león, una jirafa... En cuanto entró en la nave los animales empezaron a rebullir, parecía que le daban la bienvenida, el elefante con su barrito, el tigre con unos rugidos apagados a los cuales hacía eco la voz de la tigresa y los leones se arrimaron a los barrotes de la jaula para verlo más de cerca. El muchacho saltó la pequeña verja de madera que lo separaba de ellos y enredó entre sus dedos la melena del león que le lamió la mano. 90
Ante el desacostumbrado barullo el domador salió de una de las tiendas y vino corriendo. ¿Qué pasa aquí? ¿Qué haces con el león?, te puede de, vorar. —Es mi amigo dijo el chico con aire seguro. Entonces el domador vio que todos los animales clavaban la vista en el muchacho, pero su actitud era amical. Acércate a los elefantes, no tengas miedo, estoy yo aquí. —No me harán daño aseguró León. Y no tuvo miedo porque le pareció que volvía a su casa donde había muchísimos amigos que le estaban esperando. El elefante lo levantó con su trompa, cuidadosamente, para que se sentara encima de su cuello. El león, cuando el niño dejó de acariciarle, lanzó un grito de pena. El chico, subido en el elefante se sintió como si fuera el rey del mundo, contemplándolo desde la altura, halagando con sus pies desnudos el nacimiento de las orejas del elefante. El domador decía: —¡Nunca he visto nada igual! El niño, ayudado por su amigo, se deslizó hasta el suelo y fue visitando las jaulas una por una. La tigresa empujó con su zarpa al cachorro para ponerlo al alcance de la mano del muchacho y éste lo acarició. Se corrió la voz del milagro por todas las tiendas del circo y detrás de León estaban admirando el prodigio la mujer barbuda, los payasos, el forzudo, los equilibristas. Puedes quedarte en el circo para ayudarme propuso el domador al chico. —No, no puedo —dijo León con tristeza—, ¿qué harían los perenquenes sin mí...?
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La tortuga hambrienta U NA de las maldiciones que he oído a los gitanos, bueno, a las gitanas, cuando no les dan la lismosna que piden es «en manos de chiquillos te veas». La he oído más de mil veces, porque a mí esa raza me parece estupenda; nunca mandan a sus hijos a la escuela. Por lo visto a nuestra tortuga le habían echado el mal de ojo; aunque la pobrecita no podía dar o no dar limosna; pero el caso es que le había llegado la maldición. 92
Así es que cumpliendo la maldición compré la tortuga. Los hermanos se la habíamos visto a un vendedor ambulante. Nos tentó, así es que decidimos comprarla. El hombre repetía: ---«Haced la guerra a las curianas. Estas tortugas son los únicos animales que las matan a la chita callando sin dejar una ni para muestra. ¡Este es el maravilloso devorador de cucarachas, un animal que ni come, ni bebe y está gordito. Y no cuestan ni cuarenta duros, ni treinta, ni veinte. Por quince machacantes tan sólo podéis llevar la alegría a vuestra casa! Funciona sin necesidad de apretarla, sin liquido, sin olor. ¡Y a ver a quién le doy la primera! ¿Usted no se ha levantado para beber agua y ha pisado una cucaracha con el pie desnudo? A que sí. Cómprela y no tendrá ya curianas en su casa.» Convencidos por tan poderosas razones reunimos entre todos las pagas de dos domingos y yo, porque iba a un cole diferente, cerca del mercado, me encargué de la compra. Me puse los libros debajo del brazo, sujetándolos como pude con la mano y en la otra llevaba la tortuga, agarrada por la parte de arriba de la concha. La tortuga, como si fuera un avión, sacaba la cabeza por la ventanilla de su concha y miraba, moviendo la cabeza, que es tan fea como las cabezas de las serpientes que tiene pintadas mi libros; en el libro se les llama ofidios. " Las patas hacían los mismos gestos del nadador, sino que la tortuga nadaba en el aire. Cuando llegué a casa estaban todos, chicos y chicas, reunidos, esperándome. Todos quisieron coger la tortuga aunque al pequeño le daba un poco de asco, pero nosotros, los hermanos mayores no queríamos que los chicos fueran unos blandos, para que 93
después pudieran defenderse solos, cuando nosotros no estuviésemos con ellos y se pegasen con los otros chicos. Tenían que ser valientes, y no llorar por nada. Cuando empezaban a gimotear les llamábamos ¡maricas !, y el chico se sorbía las lágrimas y los mocos al mismo tiempo. Así es que a la fuerza tuvieron que coger la tortuga uno por uno y tenerla en la mano, con el brazo extendido, hasta que el animal se confiaba y sacaba la cabeza de su agujero. En cuanto la sacaba, el chico pretendía agarrarla por el pescuezo, pero el animal era más listo que él y ni para aguantar esas coronas que les ponen a los caballos que ganan las carreras, hubiera sacado la cabeza fuera del caparazón. Poníamos en algún rincón cucarachas de esas de pega, para ver si atraían a la tortuga, pero no les hacían ni pizca de caso. Estaba prohibido darle de comer ni beber, porque ya lo dijo el hombre, la tortuga se alimentaba de cucarachas. Lo malo del caso es que en nuestra casa no había cucarachas, ni bicho alguno, así es que la tortuga adelgazaba, aunque como no podíamos mirar debajo de su manto de cuerno no nos enteramos. Lo que sí sabíamos era que se había vuelto muy sosa y que ya apenas se movía, ni sacaba la cabeza, ni salía de debajo del sitio que había buscado, el refrigerador. —Necesita aire puro, eso es lo que le pasa al bicho —dijo uno de nosotros. Y la sacamos al gran balcón que corría por la fachada. Nunca supimos cómo ocurrió la cosa. Hacía buen tiempo, quizá demasiado caluroso, pero bien podía la tortuga haberse aprovechado de él, como los caracoles. «Caracol, miricol, saca los cuernos y vete al sol, que tu padre y tu madre también los sacó.» 94
Los caracoles deben tener cierto parentesco con las tortugas, ya que los dos llevan la casa a cuestas, pero son animales más espabilados. Nuestra tortuga se metió por entre dos barrotes. Muerta de sed y de hambre contempló el vacío y se suicidó, valientemente, para no seguir aguantando la tortura del hambre y de la sed. Cayó al patio y allí se quedó, con la concha partida y tan muerta como mi abuela.
Los periquitos L A verdad es que los dos periquitos resultaban insoportables, con sus monótonos gritos que crispaban. Al cabo del día nos habían hecho perder la paciencia. Traté de enseñarles a hablar, dándoles las consabidas sopas embebidas con aguardiente, pero sólo conseguí que los bichos cogieran una borrachera imponente que les impedía agarrarse a las cañas que atravesaban la jaula, caían al suelo, cubierto con medio periódico y allí hacían las tonterías que suelen 96
hacer los borrachos, se tumbaban dando pataditas al aire, o hacían eses al intentar andar. Además, como a los borrachos, el alcohol les daba buenas ganas de cantar y como no sabían hacerlo, redoblaban el volumen de su voz odiosa. ¡Si los periquitos hubieran sido míos! Pero eran de mi hermana, y cualquiera toca las cosas de ella, así es que tuve que aguantar a los pájaros. Eran sólo bonitos para contemplarlos cuando callaban, como esas mujeres guapas muy habladoras que al cabo de un rato de oirlas se hubiera preferido que fueran feas, o que tuvieran dos narices; ¡pero que callaran! Entonces se empezó a hablar mucho de la psitacosis, una enfermedad que contagiaban los loros, los periquitos y todos los de su familia. Un médico amigo nuestro que tenía una jaula con periquitos se puso enfermo y hasta que supieron que tenía psitacosis se volvieron locos los otros médicos. Además es enfermedad poco conocida y no tiene remedio. Ya no dejamos que nadie se acercara a la jaula. Yo la limpiaba, con las manos dentro de unos guantes de caucho y les ponía el agua y el cañamón. Después colgaban la jaula lejos del alcance de los pequeños. Pero si nosotros aguantábamos su presencia, tomando las debidas precauciones, la vecina del balcón contiguo los odiaba. Era una mujer muy escrupulosa. Nunca agarraba un picaporte para abrir una puerta, sino que empujaba el picaporte con el codo. Su muchacha solía decir: ¡Ya quisiera yo saber de qué microbio se va a morir la señorita! Si coincidíamos con la vecina en la calle, nos amenazaba diciendo: Los periquitos son un peligro público; los voy a denunciar a sanidad para que los maten. 97
Yo convenía con ella en que por el mundo había muchos bichos apestosos, ¡pero si nos hubiéramos puesto a matarlos a todos ! Y por su medio descubrimos que este mundo no es un paraíso. La malicia puede más que la bondad, y nadie respeta la vida de personas o animales... más que por miedo a lo que pueda pasar. Un día, la vecina soñó con la maldita psitacosis y se vio contagiada con la peste por las miasmas que desde la jaula, colocada en el balcón, podían llegar hasta el suyo contiguo, y decidió tomar la justicia por su mano. Compró el mayor manojo de perejil del que se habla en la historia. Era un perejil con grandes hojas verdes y lozanas. Ató el ramo a la punta de un palo y lo puso, aprovechando que estábamos fuera de casa, sobre el tejadito de alambre de la j aula. Para los periquitos, que saben andar boca abajo, agarrándose con las garras, la presa fue muy fácil. Además, como estaban acostumbrados tan sólo a la monotonía de sus cañamones y de su alpiste, aquel ramo verde oscuro, tan al alcance de sus picos los tentó, los atrajo, ¡y se hincharon de perejil! Comían las hojas, atrayendo con sus picos el resto del ramo, y los tallos tiernos, hasta que apenas quedó del manojo alguna brizna solitaria a la cual no llegaban los picos de los ávidos periquitos. Después del banquete no supimos lo que les pasó. Ignoramos si sufrieron una larga agonía o si murieron dulcemente; si se revolcaron por el suelo arrugando el papel del periódico, o si se acurrucaron en uno de los rincones de la jaula para acabar su vida. El caso es que cuando ya a la anochecida retiramos la jaula del balcón para que no sufrieran el frío de la noche, los po98
bres pájaros habían dejado de sufrir para siempre y estarían volando en sus bosques de origen, llenos de palmeras con dátiles. Se hallaban en el suelo, cada uno en un rincón de la jaula, rígidos y con las patas extendidas. El palo, con su ramo de perejil consumido, naturalmente había desaparecido, pero en los alambres de la jaula quedaban enredadas algunas hojillas y tallos, por lo que la suposición del hecho fue fácil. No, no necesitábamos ser unos Serlock Holmes para deducir lo que había pasado. ¡Un asesinato con alevosía! Conocíamos a la culpable, pero éramos demasiado pequeños para denunciar a la mujerona al guardia de la esquina. No nos hubiera hecho caso; además, no había por qué armar líos por causa de unos pájaros. Tampoco podíamos ir con nuestra queja a nuestros padres. No hubieran hecho nada contra la vecina; al contrario, la habrían disculpado, porque la pobre bastante tenía con estar chiflada. Así es que decidimos vengarnos por nuestra cuenta. Como salía siempre a la misma hora, en que el resto de la vecindad se hallaba comiendo, pusimos una cuerda atravesada en la escalera, atada a los dos barrotes que se hacían frente. Mi hermana y yo acechamos como dos indios sioux, con la cuerda preparada; aunque nosotras no queríamos asesinar a nadie, nos bastaba con que la vecina se diera un buen porrazo. Llegaríamos tarde a comer; nosotras también nos exponíamos a una buena bronca; pero no hay que ser siempre prudentes. Apostadas junto a la entrada oímos el batacazo y los gritos de dolor. 99
Con la excusa de auxiliarla entramos en el portal, y mientras una la levantaba del suelo, la otra desató la cuerda, escondiéndola debajo del jersey. La vecina ni siquiera se rompió una pata; no tuvimos mucha suerte. ¡Otra vez lo haremos mejor! Aunque yo, en el fondo del alma, le guardo cierto agradecimiento por la muerte de los periquitos. ¡Vaya bichos asquerosos !
Los grillos
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ABEIS ido alguna vez a cazar la salamandra, que es el espíritu elemental del fuego? Tiene en su cuerpo manchas amarillas sobre un fondo negro, y cuando se cree en peligro sus glándulas segregan un líquido blanquecino que, según, los libros antiguos, apaga las llamas. Nosotros hemos ido muchas veces a las ruinas del castillo para cazar salamandras, pues suponíamos que era el sitio ideal para que tuvieran su morada. 101
Hemos cazado infinidad de lagartos, pero no conseguimos coger ni una sola salamandra. ¿Que cómo podíamos distinguir un lagarto de una salamandra?, nos preguntaréis. Del modo más sencillo. Haciéndoles pasar por la prueba del fuego, como pasaba en la Edad Media, sino que entonces hacían la prueba del fuego en hombres y mujeres para saber si eran culpables o inocentes. A nosotros el ensayo también nos daba malísimo resultado. Como pasaba en la Edad Media con la gente. Cogíamos los lagartos de color ceniciento un poco verde. Tenían las patas horizontales con cuatro dedos en las delanteras y cinco en las de atrás. Se las hemos contado muchas veces sorprendidos por esa rareza. Aunque el hijo del panadero tiene seis dedos en cada mano, pero ese ya es otro cantar. Todo cuanto conseguimos cazar eran lagartos; no atrapamos una cochina salamandra ni por casualidad. Después de capturar nuestra presa, y cuidado que es difícil conseguirlo, la asegurábamos entre dos de los hermanos mientras los demás hacían un círculo de piedras en el suelo, dentro del cual amontonaban ramas secas, agujas de pino y cortezas de árboles que de tanto haber recibido el sol, estaban arrugadas y se desprendían del árbol al menor tirón. En cuanto arrimábamos una cerilla encendida, de las que siempre íbamos provistos, el montón ardía rápidamente. En medio del círculo de fuego soltábamos a la salamandra. Sería salamandra si sus glándulas segregaban el líquido blanquecino y apagaban el fuego con él antes de chamuscarse. Entonces le hubiéramos perdonado la vida; ¡habíamos encontrado el animal misterioso !, y eso a costa de muchas fatigas, así es que lo hubiéramos guardado en una jaula; pero no encontramos más que lagartos vulgares que ni siquiera tenían la 102
valentía de intentar escapar de las llamas, sino que se achicharraban sin hacer esfuerzos para traspasar el círculo de fuego. Probamos a hacer el ruedo del fuego menos ancho, para que los bichos tuvieran probabilidades de sobrevivir (siempre nos gustó el juego limpio). El animal con coraje, que lo saltara, aunque fuera chamuscándose un poco. Pero todos prefirieron quemarse del todo antes que saltar las llamas. ¡Cobardicas ! Los lagartos son realmente unos bichos estúpidos. El caso es que, hartos de quemarnos las manos para echarlos dentro del círculo donde ardían el fuego, dejamos de buscar salamandras, y hasta pusimos en duda su existencia. Como en el campo se pueden capturar muchos bichos, ¿por qué encarnizamos con los lagartos ? Claro que, con cada animal hay que emplear una táctica diferente para su captura. Por ejemplo, se cazan pájaros con liga, o con tiragomas. Para ponerlos en el anzuelo cuando íbamos de pesca, nos procurábamos los gusanos en los labrantíos, que tenían la tierra recién removida. Cogíamos las mariposas poniendo un farol, por las noches, y cuando acudían deslumbradas por la claridad, las atrapábamos con el cazamariposas. Los conejos se cazan con trampas, usando un cordel fino con un nudo corredizo en uno de sus extremos, el otro atado a los matorrales, poniendo la trampa en el camino que los conejos recorren. Las ranas se cogen a mano, como los cangrejos. También se usa un retel para los cangrejos, pero con el retel no tiene gracia; se meten dentro como unos tontos y ya está. Con la mano hay que sudar y levantar muchas piedras en el río. Además de todos esos animalitos, cazábamos grillos. Los grillos son cucarachas con música. 103
No nos gustaban a nadie más que a nuestro hermano mayor. Su crí-crí eterno y aburrido acababa por darnos ganas de aplastarlos como si fueran cucarachas. Pero a mi hermano le gustaban. Los cazaba a oído, buscando el agujero en que viven dentro de la tierra como si buscara Oro.
Metía por el orificio una paja, azuzando al animalito, y el tonto de él, o le hacía cosquillas que no podía aguantar o se asustaba; el caso es que salía disparado del agujero para esconderse entre las hierbas, pero la mano del chico era más rápida que el caminar del grillo y se cerraba sobre el bicho. Después, con mucho cuidadito para no espachurrarlo, lo metía dentro de un cucurucho de papel de periódico. Cuando llegaban a casa con su captura, ya tenía preparada la jaula para meter al grillo. Estaba hecha con dos cartones, uno para el suelo, otro para el techo, y los barrotes eran las horquillas del pelo que tenía la Manuela para sujetarse el rodete. Las horquillas estaban muy juntas para impedir la fuga del grillo. Le ponía lechuga entre los barrotes y allí se quedaba el animal, rascándose hasta hacerse sangre, porque el rascarse tiene que ser porque les pica; no creemos que los grillos hagan eso de frotarse los élitros tan sólo por amor a la música. La aventura de cazar grillos dejó de tener emoción para todos, excepto para el tozudo de mi hermano. Era como tirar a pájaro parado, así es que ni es aventura ni Cristo que lo fundó, como dice la tata. No tiene gracia la cosa. ¿Y aguantar todo el santo día el ruidito, la tiene? Crí-crí-crí..., y así hasta volverse uno loco. Además, el dueño de los grillos ni siquiera los guardaba en su habitación, sino que los ponía colgando fuera de todos los balcones de la casa, colocación molesta para los que oíamos la monserga. 104
Para los grillos era además peligrosa, porque al menor airecillo que se levantaba, la jaula se desprendía del clavo, mal sujeto, cayendo a la calle. Ya estábamos enfadados todos, pero él erre que erre. ¿Para qué cuernos sirven los grillos encerrados en la jaula, sino para sentirse desgraciados? Le hicimos al cazador todas esas reflexiones, pero como si no : siguió trayéndolos por medias docenas en sus cucuruchos de papel de periódico. Las horquillas de la Manuela desaparecían rápidamente, a pesar de que las compraba por paquetes, y los grillos en sus mezquinas jaulas de confección chapucera, aumentaron hasta llenar los rincones de la casa. Teníamos tolerancia y respeto unos hermanos con los otros y los padres también, ¿pero hasta dónde podíamos llegar? Reunimos a todos los hermanos menos al grillero en consejo. ¿Qué debíamos hacer para acabar con tanto ruido? Habíamos sido tontos, porque la solución era bien fácil. Cambiamos los grillos por cucarachas y a los grillos los dejamos libres en el campo. Mi madre dejó escapar un suspiro de alivio: ¡Por fin! dijo. A mi hermano le explicamos que los grillos tenían, como los canarios, una temporada de muda en la que no cantaban y él se desinteresó de su captura.
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La liebre MI E invitaron a una cacería de liebres. Yo era una andaluza recién estrenada que sabía pocas cosas de las del campo y ninguna sobre la caza de la liebre. Me figuraba, tonta de mí, que la liebre saldría de su cama levantada por los galgos, pero que después eran los jinetes los que la perseguían, con un juego limpio, hasta un límite determinado tras el cual, si la liebre no había sido alcanzada, tenía la seguridad de quedar libre de sus perseguidores. Reconozco que soy un poco tonta. 106
,Ignoraba las mañas que se dan los cazadores y pescadores para cobrar su pieza, sin fair play, ni nada que suene a igualdad de oportunidades; por eso la cacería fue para mí una mala sorpresa; creí que era juego limpio. Monté a caballo, para llegar hasta el sitio designado en la llanura extensa, donde había pocos matojos que sirvieran de escondrijo a las liebres. Sali llena de ilusión. Montaba a la inglesa, en un galápago liviano, pues nunca pude acostumbrarme a la silla de montar andaluza. La mañana era gloriosa, fresca, aunque después apretaría el calor, pero en el momento de salir había un airecillo vivificante y el campo tenía un color dorado y malva. Puse el caballo al galope. ¡Hala, hala, hala! Mi cuerpo seguía los movimientos del animal y me sentía gozosamente segura, dominando a la hermosa bestia.. Llegué junto a los caballeros; había tembién hombres de a pie que atraillaban parejas de galgos. El galgo es animal de poco caletre, que se ha hecho únicamente para correr, después de largos y complicados cruces por los que ha pasado a través de los tiempos hasta alcanzar su presente forma aerodinámica. Tiene algo de gacela. Los hombres que sujetaban a los perros tenían que agarrar la traílla con firmeza, enredada en su mano morena. Muchas veces los perros, al mismo tiempo, intentaban correr y entonces el hombre clavaba los tacones de sus botas en el suelo y estos hacían dos rayas paralelas, unos surcos hondos, que marcaban el esfuerzo para retener a los canes. De repente alguien dijo : ¡Liebre! En efecto, una liebre encamada había surgido de su cobijo y corría por la llanura. 107
El montero de lebrel dejó sueltos a los dos animales que sostenía y comenzó la caza. Yo no creía lo que estaba viendo. Los perros perseguían incansablemente a la liebre y el animal no tenía un seguro donde acogerse, de modo que su captura sólo era cuestión de tiempo. Dos perros veloces contra un animal pequeño que con sus fintas y regates intentaba despistarlos, engañándolos, rezagándose de repente o cambiando el ángulo que llevaba. Era un valiente animal que libraba una batalla perdida de antemano. Yo no acababa de comprender en qué consistía el deporte cuando las fuerzas de los enemigos en ningún momento eran iguales y nula la ley de la ventaja y la del juego limpio en aquella injusta manera de acosar a un animal. No pude aguantarlo, así es que picando mi caballo me lancé tras los galgos. ¡Si hubiera llevado mi carabina hubiera disparado contra ellos ! Pero no tenía más que mi látigo, que más que látigo era un símbolo, pues nunca lo usé. Mi montura y yo nos conocíamos bien. Mientras volábamos, iba diciéndole a «Palomo»: Sabes, la van a coger y la van a matar y nosotros no podemos consentirlo. El caballo entendía siempre lo que le hablaba, así es que sesgó el camino de los galgos, adelantándolos. Entonces, la liebre también supo que éramos amigos, porque dando una vuelta rapidísima rehuyó a los perros y vino a esconderse entre las patas del caballo que el verla llegar frenó. 108
¡Al diablo con todo! —pensé. Y bajándome del caballo recogí a la fiebre que temblaba, agotado su vigor y con el corazón alborotándole dentro del pecho. La puse bajo mi brazo y subí al caballo. Después los dos galgos se me echaron encima, pero mi montura era veloz y desaparecí, rumbo a mi casa, con la liebre acoquinada dentro del hueco de mi brazo. Cuando llegué a mis tierras la bajé con cuidado dejándola libre con la seguridad de que lo sería para siempre. Me sentía como un boy scout que ha hecho su buena acción diaria. Claro que no me han vuelto a invitar a otra cacería de liebres. Tampoco habría aceptado.
14,1
ratón Blas
STUDIABA aprovechando el esperado silendio y la paz de la casa dormida. Tenía metido dentro de mí el remusgar de los exámenes próximos en aquellos días de fin de curso, días de marzo aún fríos en los que todavía se encendía la chimenea. La habitación era muy grande, cuarto de estar-comedor, con sus muebles y sus sillones, la mesa larga que admitía a su alrededor a chicos y grandes, parientes y amigos. 110
No era un sitio de recogimiento para estudiar, ya que las entradas y salidas de toda la familia, los juegos tumultuosos de los niños y el desorden consiguiente no invitaban al recogimiento; pero cuando al final del día venía la calma me sentía su única poseedora en la tranquilidad de la noche. ¡Me encontraba tan a mi gusto! Los leños, dentro de la chimenea, se derrumbaban y se producía un gran chisporroteo que me tostaba las piernas. Miraba el cesto de la leña doliéndome de que al final de la jornada apenas si contenía ya algún tronco o se hallaba vacío, aunque en el fondo de la cesta siempre quedaban, aun en aquellas horas tardías, ramas pequeñas y el musgo desprendido de los troncos ya quemados. Bueno; cuando el fuego se amortiguara quemaría papeles, todo el rimero de revistas atrasadas que se hallaban encima de la mesa, junto a la chimenea. Pasaban las horas y yo iba sorbiendo cuanta ciencia podía, tragándomela a grandes bocados, porque los exámenes se venían encima. Entonces, cuando no había lejos que se derrumbaban causando sobresalto, aparecía por un agujero muy pequeño mi ratón «Blas». Había espiado su llegada con ojeadas rápidas hacia su escondrijo; pero él calculaba muy bien el momento de su aparición y en él asomaba sus grandes bigotes, sus ojos sagaces y su minúsculo cuerpo. Me observaba un rato, inmóvil, y yo también, sin hacer el menor movimiento, lo miraba. Nos saludábamos gravemente: —Buenas noches, «Blas» le decía con voz queda. El me contestaba en su lenguaje, que era una especie de piar de pájaro. 111
Tengo aquí tu ración de queso proseguía yo muy bajito. Y el ratón comprendía perfectamente mis palabras y esperaba con buena educación el comienzo del rito. Tomaba de la repisa de la chimenea el plato con los pedazos de queso cortados menudamente y los iba poniendo en hilera, desde la proximidad de su refugio hasta encima de mi zapato que mantenía inmóvil. Comenzaban las idas y vueltas de animalito. Una carrerilla veloz y el primer trozo desaparecía con el ratón dentro de su cubil. Una pausa. Justiniano me parecía más aburrido que nunca, y el gran tomo pesaba en mis manos. Pero antes de que reapareciera «Blas», para llevarse el segundo pedazo, yo sabía un poquito más que antes. Tardaba más tiempo en salir de su agujero porque me había olvidado de recortar la corteza y él tenía que trabajar más con sus agudos dientes. Después volvía por el tercer cachito y de nuevo se ocultaba dentro de su madriguera. Por lo visto no le gustaba comer en público. Ante el último trozo, colocado sobre mi zapato, vacilaba. Tenía que encaramarse sobre mi pie para tomarlo, y eso le llenaba de preocupación. Los ratones han tenido que aprender, bien a su costa, a desconfiar de los humanos. ¿Qué visión tendría en su mente de un pie que se levantaba y como un martillo pilón aplastaba su cuerpo? ¿Y si yo lo mandaba de un puntapié a estrellarse contra la pared? «Blas» era un ratón prudente, sentía amistad por mí, pero no quería exponer su vida. ¡Los hombres son mudables ! 112
Lo malo es que todavía sentía hambre, no se hallaba repleto, y el último pedazo le parecía más apetecible que ninguno. Sabía también, pues había hecho la experiencia en días anteriores, que con él la ración se había terminado por aquella noche y por tanto era el último riesgo por correr. Una carrera rapidísima. Apenas sentía su peso liviano sobre mi pie y la comida y el ratón habían desaparecido. Al cabo de un rato, mi ratón «Blas», orondo, con la barriga llena y los movimientos menos ágiles, salía al umbral de su casa y me contemplaba ladeando la cabeza. Permanecía agazapado, pronto a la huída. Yo no hacía el menor movimiento, ni siquiera movía las hojas del libro, que permanecía abierto en la misma página. Miraba al roedor y en un susurro le decía : Soy tu amiga, no tienes por qué temerme, tú eres mi ratón «Blas», me acompañas dándome aguante para seguir estudiando toda la noche. Si yo hubiera tenido el oído tan fino como el suyo, hubiera entendido lo que musitaba en su piar : Claro, no estoy aquí sólo por el queso. Me gusta hacerte compañía. Cuando empezaban las claras de la mañana tapaba con ceniza las brasas que aún quedaban, para que con el rescoldo volviera a prender la leña, con una especie de rito del que algo sabían las vestales. Dando traspiés, de puro sueño, me iba a la cama, suspirando de cansancio. ¡Hasta mañana! —decía al ratón «Blas», que estaba durmiendo dentro de su guarida. Y me marchaba yo también a dormir, apagando luces a mi paso mientras me bullían en el cerebro palabras, palabras, palabras... 113
Después de los exámenes, ¡que aprobé !, nos fuimos a la casona, pero a última hora puse junto al agujero de la casita de mi amigo «Blas» un queso casi entero, pues le había cortado una media luna para dar a sus dientes mayores facilidades. Así quizá no se olvidaría de mí y su soledad por las noches no le pesaría tanto. Cuando volvimos, finalizado el verano, habían pintado la casa y los agujeros de los ratones habían desaparecido taponados con una mezcla de mortero y cristales rotos para que los roedores no pudieran abrirlos de nuevo. ¡Me dio una pena! Por la primavera, cuando se acercaban los exámenes y el frío aún se dejaba sentir, seguía estudiando por las noches al calor de la chimenea, mirando demasiado a menudo el agujero taponado. Un día me decidí, y con unas tijeras que tenían las puntas rotas, conseguí librar la entrada de la covacha de mi amigo del cemento y los cristales rotos. Tanteé con una aguja de hacer media hasta que dejé el camino libre. Volví al antiguo rito de los pedazos de queso, pero fue en vano. El ratón «Blas», cansado de una espera tan larga y amargado por la traición hecha a su amistad, nunca volvió a aparecer por el agujero.
Los peces T ODOS me dicen que soy un chico de malas intenciones. Eso es una mentira, pero cuando me lo dicen tengo ganas de ser malo de verdad. Ahora soy tan sólo un poco travieso, como todos los chicos que están fuertes. No pienso demasiado cuando hago las cosas, pero no tengo el diablo en el cuerpo. Eso es una tontería. El diablo no anda suelto por ahí. Para rato firmaba yo con mi sangre vendiéndole mi alma para que me diera cosas ; lo que le daría era una buena patada para que se volviera al 115
infierno, que es a donde Dios lo mandó. Entonces, ¿cómo le dejan que ande suelto? No me lo explico. Todo empezó con una cosa tonta. Mi madrina, que estaba de paso en nuestra casa, me compró un equipo de químico precioso. Lleno de botellines con aguas de colores diferentes que servían para hacer experimentos. Lo primero que intenté fue hacer una escritura secreta de esas que llevan los espías. Se escribe con ella en un papel y cuando se seca no se ven las letras, hay que ponerla al calor para que reaparezcan. Empleé varios productos, pero como tengo poco tino dejé la mesa asquerosa, llena de redondeles de yodo y de otras cosas, manchas que no se pueden quitar. Después me dijo un amigo que lo mejor para una escritura es la propia orina de uno. Lo probé, y eso sí que es verdad. No sé para qué me sirvieron tantos frasquitos si no fue para recibir un par de bofetadas de mi madre, que pega fuerte, por haber usado la mesa de caoba, y eso que puse un papel de periódico, pero no sirvió de nada. Después vino lo de los peces de mi tía. Los tenía en un acuario muy grande, que es una pila con las paredes de cristal; de vez en cuando le traían agua de mar. En la pila había unos tubos para que el agua siguiera siendo buena para los peces. Al principio, cuando se los trajeron, los peces eran rojos; después se fueron poniendo paliduchos. A mí me daban pena. ¿Por qué no los dejaron en el mar? ¡Hay que ver las cosas que hacen los mayores, y no hay nadie que les de una buena torta! Cogen los peces que viven tan contentos y los meten entre cristales; como los pobres no saben distinguir, creen que 116
también son agua y se dan con el morro hasta que lo tienen hinchado, y entonces aprenden. Algo mejor comerían en la mar que en la pecera, que allí comerían camarones frescos y nadarían de un lado para el otro. Aquí sólo tienen unas pocas algas que me parece que son de plástico y alguna concha para que crean que están en la mar, como si fueran tontos. La verdad es que los pobres peces se iban quedando pochos ; ya no eran rojos, sino de un color rosa tirando a color gris. De seguro necesitaban yodo y migas de pan. Una vez les eché un caracol, pero como era de tierra no duró nada dentro del agua y mi tía me echó la bronca del mundo. Yo lo hacía por el bien de los peces. Las personas mayores no nos entienden nada a los chicos, y eso que ellos también fueron chicos hace muchísimo tiempo. Pensé que un poco de yodo del frasco que tenía la caja de juego del laboratorio podía devolverles los colores, y hacerles un poco menos vagos, que siempre estaban flotando medio parados y ya no daban tantas vueltas en la pecera. De modo que les eché unas pocas gotas del frasco, casi nada, para que el agua no se tiñera de color marrón y me la ganara. No les sentaron nada bien, empezaron a hacer cosas raras como si les dieran calambres. Me alegraba mirarlos porque era señal de que estaban mejor y que jugaban entre ellos. Pero, sí, sí... De repente se quedaron quietos, con la tripa al aire. ¡La había hecho buena! Entró mi tía como lo hace siempre, callando, con sus zapatones de suela de caucho que no meten ruido y me encontró mirando a los peces con el frasquito de yodo en la mano. Le entró la pa,-aleta, me llamó ¡asesino de peces ! y me pegó con su mano flaca y dura. Hasta que me sangró la nariz. 117
Mi padre también me dio un soplamocos, pero sin fuerza. A él no le gusta el pescado; además, estaba harto de los peces de colores, que mi tía no hablaba de otra cosa, pero como ella es rica y les hace unos regalazos, que si un auto, que si una nevera, tuvo que darme el soplamocos para que ella se pusiera contenta porque también me había pegado. Mi madre lo arregló como siempre, llorando; me dijo que yo era malo, que me metería interno y no sé cuántas amenazas más. Además, dijeron que los reyes no me pondrían la bicicleta. Me entró tanta rabia y tanta tristeza que me hubiera gustado fumar marijuana o irme al Tercio. Después pensé que si soy malo y no tengo remedio voy a hacer maldades grandes, para que escarmienten; ¡pegarme y dejarme sin la bicicleta por unos cochinos peces! Qué dirían si fuera como Paco, que es el peor del «cole». Ese sí que es malo de verdad. Coge a los ciegos del brazo para pasarles de una acera a la otra y cuando está en medio de la calle los suelta y los deja solos, y él se va corriendo riéndose. Eso sí que es ser malo, y no lo mío. De modo que discurriré unas buenas diabluras..., aunque me estoy temiendo que cuando las vaya a hacer me entrarán remordimientos y me quedaré sin hacerlas. Os juro que no soy un chico malo.
1-1,1
machango y e loro
M I hermana vivía en Canarias. Tenía muy poca vista, así es que, encerrada en su casa, con una inmensa terraza que daba al mar, poseía cuanto le gustaba, sus plantas, sus flores y sus animales. Siempre fue fantástica, graciosa y original, y después de la muerte de su perro, atropellado por un auto, se dedicó a los animales exóticos. Compró a un marino que en el puerto había gastado su paga, pero aún le quedaba su sed, el guacamayo que llevaba 119
en el hombro. No sé muy bien qué clase de bicho era; no estoy fuerte en ornitología; quizá fuera un loro, pues tenía las plumas de color verde, rojas y azules ; además, era bastante grande, casi como una gallina. El loro hablaba, decía palabrotas, pero como las decía en holandés la cosa carecía de importancia. Después de algún tiempo aprendió cosas en español. Decía : No toques, no rompas, no tires, no manches imitando las continuas recomendaciones de mi hermana a su hijo que era un chico de la piel del diablo. En cuanto aparecía el muchacho, desgreñado, con la camisa desgarrada, después de una buena pelea, se oía la voz del loro: —No toques, no rompas, no tires, no manches —con lo que el pobre hijo se pasaba la vida en sobresalto continuo. Para tan precioso animal mi hermana compró, no una jaula, sino algo que diera al ave un poco de movilidad, impidiéndole -al mismo tiempo que se escapara. Consistía en un largo tubo de metal incustrado en una base que pesaba mucho. Al extremo del tubo se hallaba otro, formando una T, y a los dos lados de la T había puesto el comedero y el bebedero. Al loro se le fijó una cadena de acero en una de las patas ; en la otra punta había un anillo que pasaba por el tubo que iba a la base. Un artilugio perfecto, porque daba al animal un área de movimiento. El loro la aprovechaba poniéndose cabeza arriba y cabeza abajo, recorriendo el tubo desde el suelo hasta el palo del comedero. Allí se pasaba las horas muertas peinándose las plumas con su agudo pico. No sé si era un mal bicho o simplemente estaba amargado 120
por haber cambiado de dueño; lo que sí sé es que sus ojos malignos estaban siempre alertas esperando algún descuido de los que pasaban cerca de él para arrancarles un pedazo del traje o darles un buen picotazo. Por lo visto no se resignaba a su cadena, habiendo sido un pájaro libre que contemplaba el mundo desde el hombro de su amo, que lo vendió como Judas, por unas monedas. Aprendió, con su buen oído, las frases que las muchachas de mi hermana, canarias, decían al chico con su dulce acento cuando se asomaba demasiado a la balaustrada de la terraza que caía a pico hasta el mar, muchos metros bajo ella. —No te alongues, que te botas. La ambición de mi hermana por tener su zoo particular y el destino, con el que siempre ha de contarse, la llevaron a la adquisición de un mono pequeño. Un «machango», como los llaman por allí. Era una maravilla de monito, con la cara de chico travieso de su pror lo hijo... dentro de la raza de los monos, claro está, cariñoso, juguetón y atrevido. Pero no contó con el odio que el loro sintió inmediatamente por el mono, ni la antipatía que el mach.ango tuvo por el ave. Como un enamoramiento, sino que todo lo contrario. Chillaba y aleteaba furioso el loro en cuanto lo veía, aunque el mono, porque todavía era demasiado pequeño e indefenso, no osaba llegar hasta cerca de su enemigo. Se contentaba con quedarse quieto, sentado sobre sus callosidades isquiáticas, allí donde la cadena atada a la pata del loro ya no llegaba. Entonces mondaba un plátano que había robado en la cocina, o partía nueces con gran envidia del ave, que hubiera dado media vida por un puñado de nueces, pero como le sentaban mal al estómago su ama se las negaba. 121
Así es que este profundo odio del encadenado hacia el caprichoso se desarrolló sin que hubiera contacto entre ambos animales. El machango, al comer sus manises o sus nueces, lanzaba, ¡supremo insulto !, las cáscaras contra su enemigo. No fallaba un proyectil, ni uno. El mono, al paso del tiempo y con la rica alimentación, se fue haciendo fuerte. Tan fuerte que empezó a perderle miedo al ave. Ya no era una cosa pequeña. Era un mono adulto que disponía de toda su fuerza. Y así estaban las cosas hasta que un día en que el loro se hallaba adormecido, bajo el calor del sol, con las garras abarcando firmemente el tubo, el mono dio un salto agilísimo que tomó el ave por sorpresa. Las dos manos del machango encercaron el cuello del loro. Pero el cuadrumano se había equivocado; los recursos del loro eran muchos y su habilidad en la lucha infinita. Así es que, volviéndose en redondo, a pesar de los brazos que le oprimían, dio dos feroces picotazos en los ojos de su enemigo. ¡Cías, cías !, como quien revienta un fruto maduro con la punta de un cuchillo, y los ojos se quedaron ciegos. Pero la cólera pudo más que el dolor, y el mono,sin deshacer el abrazo, buscó con los colmillos el cuello, resguardado bajo las plumas y apretó hasta que el ave, con el cuello tronchado, «hincó el pico». El mono, ciego ya para siempre, saltó desde la altura del palo, se arrastró acercándose a la balaustrada, hasta que sus manos dieron con ella y así estuvo al borde de la terraza que caía hasta el mar, peligrosamente cerca del borde. Después, desvanecido por el dolor de sus ojos muertos se hizo un ovillo y cayó desde la altura hasta la playa. Fue mejor que sucediera así. 122
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El borriquito N O creáis que mi vida es fácil, ni mucho menos. Trabajo como un burro..., exactamente como lo que soy. Resulta difícil saber lo que es uno mismo si no fuera porque nos lo dicen los demás. A mí, el amo me lo chilla a todas horas: ¡Arre, burro! Yo arreo, bueno, tiro para adelante, sin que lo impida la carga que me echan sobre las espaldas. A veces me gustaría estar bajo tierra y no llevar encima del espinazo tanta tierra convertida en cacharros. 123
Los hombres no se dan cuenta de lo que es ser animal para siempre.. Si ellos se convirtieran en animales de vez en cuando aprenderían a tratarnos mejor. Me ponen hecho un adefesio, con una red de colores llena de pompones y flecos, campanillas al cuello y encima de la red, en los lomos, una manta, pero no por pena de que la albarda me haga daño, sino que cuando me hiere me vuelvo difícil y no dejo que me carguen; entonces como, pero no trabajo, y eso no me lo pueden consentir. No es que mi amo sea mejor o peor que los amos de los otros borricos; es que así es la vida. Todos tienen que trabajar para comer, ahora que unos lo hacen con menos esfuerzo que el que a mí me piden. Estaba hablando de cómo me visten, avergonzándome, para que mi amo venda mejor las cazuelas y los botijos que llevo sobre el espinazo. Encima de la manta van dos espuertas que están hechas de esparto. De alli donde venimos, la tierra no tiene mucho que dar : esparto y barro, y con esos cosas los hombres tiene que vivir, ganando su vida y la de su familia. Yo, afortunadamente, no tengo familia. Lo que más me molesta de todo lo que llevo encima son las borlitas de colores que me caen precisamente encima de los ojos. Por el verano impiden a las moscas meterse dentro de ellos y eso ya es un consuelo, porque las moscas son los enemigos de todos los animales que no tenemos manos. Pero cuando no hay moscas, no sé para qué me sirven, sino para dejarme burriciego. Mi amo para cerca del mercado de las ciudades que recorremos. El se pone siempre debajo de algún árbol para que el sol no lo recueza, como a la mercancía que llevo, pero me deja a mí 124
en la cochina calle, muy arrimado a la acera, pues pasan los coches tan cerca de ella que siempre tengo miedo de que me atropellen. —¡Mira qué fácil le es aparcar al tío su burro ! —dicen los que van en coche y no encuentran dónde quedarse. Es porque soy pequeño y además ni siquiera hay que darme vueltas a la cola, como se la dan ellos a la rueda que llevan delante del pecho. Nos levantamos temprano, sobre todo en las ciudades que son grandes, porque entonces tenemos que pasar la noche en alguna cuadra en las afueras. Antes había cuadras en todas las casas de la ciudad, como le contó a mi madre su abuela, que era una burra de leche. Había cuadras porque las gentes iban a caballo o en coches que también arrastraban los caballos, menos los de los obispos, que los arrastraban mulas. Mi madre era una burra de mérito que sabía muchas cosas. Decía que su abuela, la burra de leche, se paraba en casa de clientes que estaban enfermos del pecho. Entonces alguien bajaba con una jarra, el amo de mi abuela la ordeñaba para que el tuberculoso bebiera la leche tibia con mucha espuma, pues cuanta más espuma, había menos leche en la jarra y mi amo ganaba más dinero. Mi madre también fue durante poco tiempo burra de leche, porque con los nuevos inventos casi nadie la toma ya, así es que me crié de milagro. ¡Pasé más hambre! La leche era para los clientes, y para mí quedaba muy poca. Empecé a comer enseguida todo lo que topaba con el morro. Creo que hasta comí esparto. En realidad soy un burro bastante listo, tengo buena memoria y no se me escapa nada de cuanto veo. Así, por ejemplo, veo cómo los chicos no quieren ir a la escuela, hacen rabietas y se tiran al suelo y la madre le pregunta 125
si quiere ser un burro toda la vida. Pero como la rabieta del chico ha durado mucho rato ya se les ha pasado la hora y lo vuelven a casa. ¿Y si yo hiciera lo mismo? ¿Si cuando estoy demasiado cansado y me duelen las patas y me aprieta la cincha, tengo sed y me aburre que mi amo diga siempre las mismas cosas, a voz en grito, me tirara al suelo? —Señora, cazuelas de primera, todo cuanto aquí se mete sale de rechupete. Verlo «pa» creerlo; cómpreme usted una, que verá como repite. ¡Botijos ! ¡Botijos !, que sale el agua como el hielo. Casi siempre nos rodean gentes que no hablan como mi amo; hasta me llaman miñón, que quiere decir bonito. ¡Mira que yo bonito ! Esos se llevan casi siempre los botijos pequeños y el hombre les cobra más que a la gente de la tierra, porque así es el negocio. Hoy sí que estoy cansado. Nos hemos levantado antes del amanecer y hemos venido desde lejos ; la carga me pesaba más que nunca. No puedo aguantar más. Pegaría mordiscos a toda la gente, pero tengo el morro rodeado por una cuerda que no me deja abrir la boca ni para rebuznar a mi gusto. ¡Con lo bien que se queda uno después de un buen rebuzno ! ¿No bosteza mi amo que se mata?, pues que me deje a mí la boca libre. Pero los hombres son listos y lo tienen todo bien pensado. Nos conocen mejor que nosotros a ellos, porque tienen la ventaja de que los burros nos morimos pronto y ellos tienen la vida más larga y pueden aprender más cosas, y conocer a más burros; nosotros no solemos conocer más que a un amo. Si no hiciera tanto calor, y si mi amo se acordara de que yo también paso mucha sed... 126
Como ya no aguanto más, he aprovechado el momento en que mi amo soltaba la cuerda del árbol en que estaba sujeta para echar a correr. No sé de dónde he sacado las fuerzas, pero quería escaparme, ir al campo a pastar la hierba verde y no comer siempre la paja que me hiere el paladar. Porque grano, lo que se dice grano, maíz o trigo, o cualquiera de esas cosas tan buenas apenas las he probado en mi vida; sólo me las dieron una vez, cuando me quedé sin fuerzas de tanto andar de aquí para allá. He dado un tirón al cordel y he corrido. Los cacharros se entrechocaban y hacían mucho ruido. Además, la carga se ha ido toda a un lado y me hacía tambalear. No sabía por dónde ir. He dado la vuelta a la esquina de la calle y de repente un coche grande se ha echado contra mí. Me ha dado un golpe en la cabeza, me ha tirado al suelo y se han roto los cacharros. Estaba muy asustado, por miedo a que mi amo me pegara con el palo, como hace cuando está de mal genio porque no ha vendido bastante. Pero no ha pasado nada de eso. De repente me he encontrado en un campo grande, con espigas de trigo y hierba muy fresca que me llegaba hasta las corvas. Ya no tenía encima de mí peso alguno, ni borlas de colores, ni campanillas. En el campo había muchos asnos y burritos como yo; algunos hasta eran más pequeños. Me han mirado con cariño y me han dicho : —Bienvenido a casa. Y efectivamente me he encontrado en mi casa, aunque yo no sabía que la tenía, ni que era tan hermosa. Por primera vez en mi vida de burro me he encontrado alegre y libre, ¡tan dichoso ! 127
La gente se había agrupado alrededor del burrillo tirado en el suelo, junto al cual estaban los cacharros hechos pedazos. El amo del burro ha llegado corriendo y ha llorado para que los hombres del coche le dieran mucho dinero. Los niños se acercaban a mirar y decían con tristeza: ¡Pobre burrito ! Lo ha matado el auto.
Indice
Págs.
El perro Milord Fray Bueno Moisés El perro del Cojo Grandote Mi perra Mater La niña y las tortugas El Bat El perro Imaginario El Pispa La perra Pomerania El loro El cú-cú La gallina Papanatas El oso La luciérnaga Miedo Los Perenquenes La tortuga Hambrienta Los periquitos Los grillos La liebre El ratón Blas Los peces El machango y el loro El borriquito
9.—EI perro Milord
7 13 19 23 27 31 38 43 47 49 53 57 62 66 69 76 79 89 92 96 101 106 110 115 119 123
«EL PERRO MILORD», EN SU PRIMERA EDICION, TERMINOSE DE IMPRIMIR EN EL MES DE NOVIEMBRE DE 1971, EN RUAN, S. A. DE ALCOBENDAS (ESPAÑA).
- la ballena alegre a colección juvenil más premiada del mundo
O. 1. 2. 3. 4. 5. 6. 7. 8. 9. 10. 11. 12. 13. 14. 15. 16. 17. 18. 19. 20. 21. 22. 23. 24. 25. 26. 27. 28. 29. 30. 31. 32.
EL NIÑO, LA GOLONDRINA Y EL GATO, Miguel Buñuel LUISO, Sánchez-Silva y Luis de Diego EL JUGLAR DEL CID, Joaquín AguirrevBellver ANGEL EN ESPAÑA, Jaime Ferrán ATILA Y SU GENTE, Luis de Diego RAMUS Y EL VAGABUNDO, Astrid Lindgren EL GUIÑOL DE DON JULITO, Carlos Muñiz CUENTOS DEL ANGEL CUSTODIO, Laura Draghi EL JARDIN DE LAS SIETE PUERTAS, Concha Castroviejo DARDO, EL CABALLO DEL BOSQUE, Rafael Morales A LA ESTRELLA POR LA COMETA, Carmen Conde y Antonio Oliver EL BORDON Y LA ESTRELLA, Joaquín Aguirre Bellver MANUEL Y LOS HOMBRES, Miguel Buñuel EL SUEÑO DEL PICONERO, Antonio Cerezo Moreno MARSUF, EL VAGABUNDO DEL ESPACIO, Tomás Salvador LA AVENTURA DEL «SERPIENTE EMPLUMADA», Pierre Gamarra LANDA, «EL VALIN», Carlos María Ydígoras BERTOLIN, UNA, DOS... ¡TRES!, Federico Muelas DE UN PAIS LEJANO, Angela C. lonescu EL ESPEJO DE NARCISO, Alfonso Martínez-Mena EL ARCO IRIS, María Isabel Molina EL NIÑO Y EL MAR, José María Biurrun LA ISLA DE LAS TORTUGAS, Amado Gracia DETRAS DE LAS NUBES, Angela C. Ionescu MARCELINO, PAN Y VINO, José María Sánchez-Silva UN MUCHACHO SEFARDI, Carmen Pérez Avello LAS RUINAS DE NUMANCIA, María Isabel Molina EL BATALLON DE LA SELVA, Antonio Cerezo Moreno GRINGOLO, Lilli Koenig TOM Y JIM, María Elvira Lacaci TRES ANIMALES SON, José María Sánchez-Silva ANGEL EN COLOMBIA, Jaime Ferrán CUENTOS DE JAVIER, Luis de Diego
33. 34. 35. 36. 37. 38. 39. 40. 41. 42. 43. 44. 45. 46. 47. 48. 49. 50. 51. 52. 53. 54. 55. 56. 57.
DESPUES DE LOS MILAGROS, Carmela Saint-Martín EL GRAN DETECTIVE BLOMQUIST, Astrid Lindgren RIKKI-TIKKI, Manuel Maristany EL CARRO DE FUEGO, Raúl Torres BALADA DE UN CASTELLANO, María Isabel Molina CUENTOS PARA UNA EDAD, Julio Trenas MAMBRU NO FUE A LA GUERRA, Carmen Vázquez-Vigo CUENTOS Y MAS CUENTOS, Manuel Alonso Alcalde ANGELES ALBRICIADORES, Federico Muelas ANGEL EN U. S. A. NORTE, Jaime Ferrán ANGEL EN U. S. A. SUR, Jaime Ferrán CUENTOS DE LA NUBE ROSA, Juan Pablo Ortega PIEL DE CIELO, Fernando López Serrano MIGUELIN, Joaquín Aguirre Bellver CUENTOS DEL ZODIACO, Fernando Sadot. UT Y LAS ESTRELLAS, Pilar Molina Llorente NUEVAS AVENTURAS DE MARSUF, Tomás Salvador EL PAIS DE LAS COSAS PERDIDAS, Angela C. Ionescu FERAL Y LAS CIóÜEÑAS, Fernando Alonso LA MAQUINA AUTOMATICA, Paulino Posada EL ARCA DE NOE, Alfonso Martínez Mena EL CANGREJO DE ORO, Olga Cotovad CUENTOS PARA SOÑAR, Cristina Falk EL PERRO MILORD, Carmela Saint-Martín OPERACION PATA DE OSO, María Puncel.
CPJ 1. 2. 3. 4. 5. 6. 7. 8.
cultura popular juvenil
EL AQUELARRITO, Miguel Buñuel SOLDADOS, Celedonio Perellón EL GATO DE LOS OJOS COLOR DE ORO, Marta Osorio JUEGOS AL AIRE LIBRE, Rafael Chaves CUENTOS PERUANOS, Pamela Hughes LA RUTA DEL POLO NORTE, José R. Aroca EL REY BALTASAR, María Elvira Lacaci HERNAN CORTES, Andrés Romero
9. 10. 11. 12. 13. 14. 15. 16. 17. 18. 19. 20. 21. 22. 23. 24. 25. 26. 27. 28. 29. 30. 31. 32.
EL TESORO DEL CAPITAN TORNADO, Joaquín Aguirre Bellver NUEVE PLANETAS Y UNA ESTRELLA, F. Valverde Torné LA ALERGIA DEL MOLINERO, Francisco Riego EXPERIMENTOS RECREATIVOS, Manuel Sainz-Pardo CUENTOS MEXICANOS, Bella Mischne HISTORIAS DE MARIPOSAS, Jaime Ferrán JUAN XXIII, Antonio Losada EL AUTOMOVIL, Celedonio Perellón LA VUELTA AL MUNDO DE UNA ANGUILA, María Isabel Molina MARAVILLAS DE PAPEL, Ana María Rubio CUENTOS URUGUAYOS, Violeta Scarrone de Samacoitz JUGANDO CON LOS TITERES, Manuel Sainz-Pardo EL LAPIZ MAGICO, Víctor Aúz VOLAR, Diego Gamer Walinout MIRZA, Carmen Isabel Santamaría del Rey TRAJES REGIONALES, Celedonio Perellón DICK MILETO, Tomás Salvador ASTRONAUTAS, M. Calvo Hernando QUIQUIRIQUI, Carmen Vázquez-Vigo LA BRUJA CIGÜEÑA, Angeles Gasset LAS TRES PIEDRAS, Juan Muñoz Martín CUENTOS ESPAÑOLES, María Dolores Pérez Lucas CUENTOS ARGENTINOS, Syria Poletti PIELES ROJAS, Celedonio Perellón
la obra bien hecha 1. MODELISMO NAVAL, Julio O. Guillén 2. EL ARTE DE LA COMETA, Fernando de la Torre 3. EL ARTE DE LA HISTORIETA, Juan Antonio de Laiglesia 4. MAQUETISMO ESPACIAL, José R. Aroca 5. AEROMODELISMO (VELA), V. Martín Mendicute y M. Guisado Muñoz 6. FILATELIA, Manuel de Mora 7. BARCOS EN BOTELLA, Julio O. Guillén 8. EXPERIMENTOS ELECTRICOS, Luis Rodríguez 9. AVIONES, 25 MODELOS, José R. Aroca
historia y antologías HISTORIA DE LA LITERATURA INFANTIL ESPAÑOLA, Carmen BravoVillasante ANTOLOGIA DE LA LITERATURA INFANTIL EN LENGUA ESPAÑOLA, (2 tomos), Carmen Bravo-Villasante HISTORIA Y ANTOLOGIA DE LA LITERATURA INFANTIL IBEROAMERICANA, (2 tomos), Carmen Bravo-Villasante HISTORIA DE LA LITERATURA INFANTIL UNIVERSAL, Carmen BravoVillasante ANTOLOGIA DE LA LITERATURA INFANTIL UNIVERSAL (2 tomos), Carmen Bravo-Villasante
DONCEL. Pérez Ayuso, 20. Madrid-2