LA BRÚJULA (NOVELAS Y CUENTOS)
CARLOS DÍAZ CALVI
LA BRÚJULA (NOVELAS Y CUENTOS)
Ediciones deauno.com
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© 2004, Carlos Díaz Calvi © 2004, deauno.com (de ELALEPH.COM S.R.L.)
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Primera edición ISBN Hecho el depósito que marca la Ley 11.723
Impreso en el mes de marzo de 2004 en Docuprint S.A., Rivadavia 701, Buenos Aires, Argentina.
Esta recopilación, en su conjunto, está dedicada a la memoria de mi padre, al recuerdo de mis abuelos, a la grandeza de mi madre, la humanidad de mi hermana y a toda su familia. También a mis amigos, a los que aún están y a lo que ya se fueron; a cada una de las personas que amé y a quienes me acompañaron durante alguna parte del camino. Pero especialmente está dedicada a la madre de mis futuros hijos, quien quiera que sea… donde quiera que esté.
EL SUEÑO DE TAREK
Dedicada a cada uno de los nietos de Graciela y Carlos; También a ellos, porque alguna vez fueron niños; Y especialmente a Salomé. Gracias a Khalil, Antoine, Flor y Conguitouo Escrita en España e Italia (01/2004 – 03/2004) Registrado en Madrid, Marzo de 2004
No debemos olvidar que aún existen hombres de las cavernas Y que las cavernas son nuestros corazones. (Khalil Gibrán)
CAPÍTULO I TAREK Y SU ALDEA
H
abía una vez, en un lugar muy lejano, un niño, al que sus padres habían dado el nombre de Tarek.
Esto ocurrió hace mucho, mucho tiempo, más precisamente hace nueve mil años, cuando el hombre, como ahora lo conocemos, comenzaba a ser el dueño de la tierra. Existían ya numerosas aldeas, pero muchas de ellas, por miedo a las grandes bestias, por encontrarse alejadas del resto, o simplemente por pereza, desconocían aún que no estaban solas en el mundo. Éste es el caso de la aldea de Tarek. El niño, vivía junto a su familia en lo alto de un gran volcán, al que llamaban Saum y que aún estaba activo, así es que, de vez en cuando, Saum hacía erupción y destruía parte de las construcciones que los aldeanos levantaban con mucho esfuerzo. Esto era irremediable pero no tenían otras alternativas a la de acostumbrarse. Ni siquiera los más viejos y sabios habitantes de la aldea habían descendido alguna vez de la montaña, por lo que desconocían si existían otras aldeas, otros lugares más tranquilos para establecerse o animales distintos a los que ocasionalmente cazaban. El volcán no solo destruía con su furia las cabañas, en invierno sus cumbres acumulaban nieve y hielo que a veces cubrían también la aldea, sus caminos, y ahuyentaban a los escasos alces de sus bosques. La situación empeoraba año tras año, pero con el paso del tiempo nadie fue capaz de explorar otras tierras porque estaban prácticamente aislados. Creían que el volcán era su dios, y así como no los dejaba irse también los protegía de animales feroces y seres malignos que según las leyendas habitaban muy cerca de allí. Lo cierto era que con tanto frío resultaba muy difícil alejarse por mucho tiempo de las cabañas de madera y las cuevas en las que en invierno se refugiaban. Para mal mayor, a pocos días de camino, un gigantesco río los separaba de un extenso bosque y nadie había podido jamás cruzarlo. El río caía luego por un inmenso desfiladero y se perdía en un amplio valle. Todos los que alguna vez llegaron hasta el borde de aquel salto coincidieron que era imposible para un hombre llegar hasta su base, y de hacerlo, sería aún más difícil subir las empinadas paredes con un animal, frutas o cualquier otra cosa. Coincidieron entonces que Saum, el volcán, había decidido que así sea y que, en realidad, con lo que encontraban en el bosquecillo cada 169
vez que salían de cacería era suficiente como para alimentar a todos. Aunque en invierno pasaban algo de hambre, La familia de Tarek vivía en una cueva, muchos vecinos vivían en construcciones de madera pero la roca los protegía mejor del frío. Ocho inviernos habían pasado cuando Tarek, para su cumpleaños, recibió de regalo una lanza, muy parecida a la que utilizaba su padre, Hanuk. El arma era totalmente inofensiva y en la punta tenía una piedra redonda con la que no podía lastimar a nadie. Tarek, de todas formas, se sentía ya un cazador como su padre. La madre de Tarek se llamaba Aina. Ella cuidaba de él cuando su padre salía de cacería y le ayudaba con los deberes de la escuela. La escuelita de Tarek era muy pequeña, y a ella asistían por la mañana todos los niños de la aldea a aprender las cosas importantes de la vida, cazar, cocinar, respetar y ayudar a sus padres. El niño estaba muy ansioso porque el siguiente verano comenzarían las clases para cazadores, le enseñarían a reconocer las huellas, rastrear a los animales, descubrir deliciosas raíces y, finalmente, a tirar su lanza, y así convertirse en un cazador de verdad… podría acompañar a su padre en las expediciones y regresar a casa con mucha comida, para que su madre no se preocupara más por él en los inviernos. La inseparable mascota de Tarek era un cynodictis… bueno, en realidad él lo llamaba solo Iki, ya que no era científico ni le interesaba complicarse la vida. Iki era muy parecido a un perro de los de ahora… tenía cabeza de perro, cuerpo de perro y cola…de perro está claro. Es más, Iki movía el rabo cuando estaba contento y se hacía encima cuando estaba asustado. En pocas palabras, dientes más, dientes menos, Iki era un perro… bastante feo, pero cariñoso La dieta de la aldea se basaba primariamente en peces del lago vecino. Eventualmente Hanuk y otros cazadores, luego de mucho andar, encontraban algún cerdo salvaje, alguna alce o un pavo, que de tamaño, para ser sinceros, eran similares a los del presente, pero mucho más salvajes y agresivos. Un tiempo antes de empezar las clases recibió la grata sorpresa de que tendría un hermanito. Tarek no podía ocultar su alegría, pronto tendría alguien con quien conversar y jugar cuando la familia entera pasara los largos inviernos encerrados en la cueva, como era costumbre. Pero cuando llegó su hermanito no pudo comunicarse muy bien con él, era muy pero muy chiquito y, al parecer, hablaban lenguas muy diferentes. 170
En la aldea de Tarek tenían la tradición de esperar hasta la primavera para dar un nombre a los recién nacidos; el primer sonido animal que escucharan serviría como nombre para el nuevo niño. Así, el pequeño hermano de Tarek, pasó ocho largas semanas soportando el apodo de baboso. Irué fue el nombre elegido para el hermanito, y demostró desde muy pequeño que de grande sería un gran cazador pues, aunque aún no podía hablar, tenía una precisión extraordinaria para acertar a la cabeza de Tarek con cuanto objeto encontrase a mano cada vez que éste le llamaba baboso.
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CAPÍTULO II EL VIEJO SABIO Y SUS HISTORIAS
A
quel verano Tarek, como estaba previsto, asistió a las clases en la modesta escuelita de la aldea. No fueron pocas las lecciones que aprendió en su primer año. Por ejemplo, aprendió a contar hasta diez, utilizando los dedos, y con suerte aprendería a contar hasta veinte como alguno de los adultos al año siguiente. La maestra también les enseñó cómo era el mundo donde vivían. Les dibujó una gran triángulo en las pared de la cueva y les explicó… –Éste es nuestro mundo –les dijo señalando el garabato con una rama–. Ésta es la gran montaña de Saum, que nos protege, y luego, aquí, chiquitos… estamos nosotros. Que somos estos palitos de aquí abajo. Éste circulo aquí es el Gran Lago y…esto aquí… mmm –gesticuló intrigada– …no sé. Sepan disculpar pero esta pared no es precisamente una buena pizarra. –Pero señorita –interrumpió un niño rubio–. ¿Qué hay detrás de Saum, o del otro lado del bosque? –Nada, allí no hay nada. Está la pared. ¡No pregunten! Saben que está prohibido hablar de eso. Deben ya saberlo. Detrás del bosque, dicen, hay una Gran Cascada. Nadie que se haya aventurado a bajarla ha regresado. Si lo intentan… algo malo les pasará y no podrán llegar a ser viejos ni a tener hijos. ¿O acaso no quieren eso? Todos en la clase guardaron silencio. Estaba claro que tenían la ilusión de llegar a viejos, disfrutaban de la vida en la aldea y, para ser sinceros, salvo el alimento que en invierno escaseaba, eran completamente felices. Prefirieron creer lo que les decía la maestra, que para eso era la que sabía y había visto bastante mundo… bueno, al menos estaba convencida de haberlo hecho a pesar de no haberse alejado jamás de la aldea. Un buen día, cuando ya algunos alumnos podían hacer gala de conocer hasta el número doce, la maestra les dio una gran sorpresa… –Bueno niños –les dijo–. Ya se habrán dado cuenta que no hay alumnos mayores en la escuela. No sé cómo será la educación en miles de años, pero aquí, no tenemos mucha historia que enseñarles, ni tampoco demasiada geografía. Hasta que lleguen los chinos, tampoco muchas matemáticas. Y cualquier otra cosa que quieran aprender dependerá exclusivamente de ustedes, aunque, para ser sincera, no creo que con éstas calificaciones alguno de ustedes invente la rueda. Así que será mejor que empiecen a decidir a qué se dedicarán en el futuro. 172
–Yo quisiera ser astronauta. Quiero caminar por las estrellas –dijo uno. –¿De que hablas Yuri? –Le contestó la maestra– Te darás un buen golpe en la cabeza si intentas llegar más alto que la montaña. –Pero mi padre me dijo que… –Nada. Eso te ocurre por hacerle caso a tu padre, que se pasa mirando el cielo todo el día. Claro, como es vegetariano, poco le importa lo que haga el resto de los aldeanos. –Yo quiero ser cazador de mamuts –exclamó Tarek alzando su mano. –¿Mamuts? –se preguntó extrañada mientras sus compañeritos lo miraban incrédulos–. Esas son fantasías Tarek. No existen los mamuts. –Dicen que el viejo de la cueva, ése que vive más arriba en la montaña, cuando era joven, vio uno de verdad. –Es mentira, el viejo ya no sabe ni lo que dice –razonó la mujer. –Es verdad señorita –agregó una niña de la tercera fila– dicen que tienen colmillos gigantescos, son grandes y peludos, como ése que se sienta en la primera fila. –¡No soy un mamut! –protesto un niño muy bajito y velludo que siempre estaba callado. Todos dieron un gran salto, asustados…. –¡Jo! ¡El monito habla! –gritó la maestra. –¡No soy monito! –protestó nuevamente la criatura–. Soy un chico como los otros, solo que tengo mucho pelo. Cuando sea mayor quiero ser un eslabón perdido o algo así. Mi padre me ha dicho que algún día seré importante… –¡Nada! ¡Sucio! Le dices a tu padre que así no podrás entrar mañana a la escuela. Ya sabes. ¡Debes evolucionar de una buena vez! El niño no tuvo más remedios que afeitarse completamente y continuó asistiendo a clases como todos los demás. Una semana después acordaron hacer una excursión. Esta vez a la cueva del viejo, para preguntarle qué es lo que sabía acerca de los mamuts. La mañana en cuestión partieron rumbo a la gruta del ermitaño, todos juntos, formando una larga fila y con lanza en mano, recorrieron por vez primera aquel camino por el bosquecillo que parecía tan peligroso. Usaron sus armas para cazar flores y atacaron algún que otro arbusto solitario. El viejo, que parecía anticiparse a todo, los estaba esperando sentado sobre una roca a la entrada de su cueva. La maestra se presentó ante el anciano, y le explicó el motivo de su visita… 173
–Vinimos hasta aquí, viejo de la cueva, porque algunos de éstos chicos desean saber más sobre los mamuts. –¡Muy bien! –exclamó alegre el buen hombre–. Claro. Si, como no. Pasen, pasen, síganme –insistió, mientras les indicaba el camino que conducía al interior de la caverna–. Mi memoria no es buena pero he escrito un diario durante todos estos años, no será difícil hallar lo que buscan allí… Pero. ¿Qué era lo que buscaban? –Mamuts abuelo, queremos saber sobre los mamuts –insistió Tarek entusiasmado. Lo siguieron durante muchos metros, recordándole frecuentemente al viejo qué era lo que estaban buscando. Finalmente el buen hombre se detuvo frente a la entrada de una cueva interior muy pequeña y anunció que aquel era su diario, o sea donde escribía en las paredes lo que no quería olvidar. Tarek fue de los primeros en ingresar pero lo que allí encontró lo desanimó bastante. Las paredes de la cueva estaban cubiertas de palotes, cientos de ellos, uno por cada año que había pasado el viejo en aquel sitio. –Perdonarán la letra –se excusó–, es que con la edad esto del rupestre no se me da del todo bien. Eso es para los jóvenes. Nadie pudo ocultar su descontento, aunque la maestra parecía feliz por haber demostrado a sus alumnos que el pobre hombre ya no tenía edad como para recordar nada interesante. –¡Esperen un momento! –gritó el viejo, al ver que algunos niños buscaban la salida. El anciano se esforzó un poco más y observo detenidamente cada uno de esos tristes trazos, como buscando en ellos una respuesta y luego exclamó…– ¡Aquí está!. ¿Ven? Aquí mismo. Claro. He visto mamuts por aquí hace doscientos años. Ahora lo recuerdo perfectamente. El hombre, agitado por el esfuerzo mental, buscó una piedra para sentarse y animó a los jóvenes a acercarse para escuchar la historia. Los chavales, como hipnotizados, buscaron sitio para sentarse y, como habían aprendido, se acomodaron espaldas con piernas en derredor del sabio. La maestra, incrédula, se cruzó de brazos; después de todo no estaría nada mal que el viejo los entretuviera un buen rato con sus mentiras, estaba segura que el hombre estaba inventándose esa historia para tener un poco más de compañía. Comenzó entonces aquel hombre su relato. Con una mano dibujaba en el aire el paisaje, los animales y con la otra peinaba y despeinaba su interminable barba gris. –Ocurrió en primavera –comentó–. Lo recuerdo bien porque del Saum bajaba el río de hielo. Estaba yo solo, como siempre, recorriendo el bosquecillo en busca de unas raíces muy especiales… pero de repente escuché un sonido muy extraño, algo gigantesco se acercaba pero no podía distinguir bien si de la izquierda o la derecha. Es que sin mis gafas… 174
–Mi papa siempre dice que los monstruos siempre vienen de la derecha –le dijo Catril, el niño mono ahora lampiño. –Si mi hijo, pero tu padre se refería a otros monstruos seguramente –le comentó la maestra. –¿Era grande? –interrumpió Yuri, al que no le gustaba las esperas. –Inmenso. Tenía mi altura. Un eterno ufff de decepción se escuchó en la sala. Es que si el monstruo tenía la altura del viejo de la cueva, con lo encorvado que estaba el pobre, seguramente habría sido un perro. –¡No me han dejado terminar! –reclamó el viejo– Ése era solo el bebé de mamut. Había perdido a su madre y estaba asustado. Estaba lastimado, había perdido un colmillo en el apuro y parecía bastante cansado. Curé sus heridas y después de unas caricias quedó absolutamente dormido. Era muy buenito. –¿Y que pasó? ¿Que pasó? –interrumpió ahora Tarek. –Por la noche, llegó la mamá mamut. Era cuatro veces más alta que su cría. Tuve que alejarme tan rápido como pude porque era inmensa. Si me encontraba cerca de su hijo fácilmente podría aplastarme. Era tan grande como dos árboles… –¡Uuuuu! –exclamaron los chicos. –Entonces, presa del miedo y, si no me daba prisa, de la mamá mamut, decidí imitar a una fiera del bosque para protegerme. –¿Y a qué animal imitó para defenderse? ¿Al tigre dientes de sable? ¿A un mono? ¿Logró asustar al mamut? –preguntó Tarek. –Bueno… Asustar, lo que se dice asustar, no la asusté. En realidad imité a una gallina y escapé volando… –¡Que buena idea! –exclamó Catril que se enteraba de muy poco, nunca había visto una gallina y menos un hombre viejo volando. –Ese mamut –continuó el viejo–. Podía alimentar a todo un pueblo por un año. Hubiera sido algo maravilloso… y delicioso –concluyó el anciano mientras perdía dulcemente la mirada en el infinito con un poco de nostalgia… y algo de hambre. –¿Y? ¿Qué pasó después? –volvieron a reclamarle. –Nada. ¿Qué iba a pasar? La madre levantó a su cría con sus colmillos y se alejó del lugar. Los niños parecían contentos y desanimados a la vez, podía haberle puesto un poco más de emoción el viejo de la cueva a su historia, al menos hubiera intentado cazar al mamut. El niño que había sido peludo y ahora no tenía un solo pelo, Catril, alzó su mano derecha y gritó. –¡Yo quiero ser cazador de mamuts! Para que nunca más falte comida en ésta aldea. –Y yo –dijo otro. –Y yo también. Todos tenían sus manos en alto y gritaban con furia. Un ejercito de soñadores se había formado… pero no por mucho tiempo. El viejo, al ver la rebelión que se había armado con su cuento, volvió a abrir la boca… 175
–Espero haberlos entretenido chicos, pero para ser sincero, esto ha sido solo una vieja historia, una leyenda. Los mamuts en realidad no existen. Solo son una excusa para seguir buscando un ideal, persiguiendo un sueño. Algo que nunca podremos alcanzar. Ahora deben estudiar, crecer y ayudar a sus padres. Dejen las historias y las leyendas para otro momento, que no se gana nada con ellas. Ya bastante trabajo tendrán buscando alimento a diario como para perder el tiempo en estas cosas. Las pequeñas manos volvieron a su posición original, los niños quedaron muy tristes, alguno se sentía decepcionado. Pero el anciano parecía destruido tras confesar su mentira, y rompió a llorar… Al verlo, algunos niños corrieron a abrazarlo y lo consolaron. Después de todo, el viejo de la cueva les había regalado una bella historia. Uno a uno fueron pasando frente a él, le dieron un fuerte abrazo o uno que otro beso y fueron saliendo de la cueva con la cabeza gacha. Tarek quedó el último, muy triste y secándose los mocos. Él sí quería ser un cazador de mamuts. Siempre había creído que existían, desde que su abuelo le había contado una historia de mamuts cuando era más pequeño… Tarek no parecía dispuesto a aceptar que había soñado con ellos en vano. Se acercó al viejo con decisión, enfadado y con firmeza estiró la barba del sabio hasta que se quejó de dolor y entonces le recriminó al oído… Ahora si que has mentido. Sabes bien que existen y yo lo probaré algún día. Finalmente soltó al anciano y corrió para alcanzar a sus compañeros que ya estaban alejándose. Antes de perder al niño de vista, el viejo pronunció su nombre… lo gritó… –¡Tarek!… ¡Tarek, escucha!… Tú cazarás un mamut, y algún día terminarás de contarles mi historia. –le dijo, y levantó la mano señalándole un inmenso colmillo que colgaba del techo de la cueva… ¡Era de un mamut verdadero! –¿Cómo no lo había visto? –se preguntó emocionado el niño. Tarek le devolvió la sonrisa y regresó muy feliz a la aldea… Sabía que había ganado un amigo… Sabía que debía guardar su secreto…
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CAPÍTULO III EL CRUEL INVIERNO
E
l invierno, en la altura de la montaña, era bien diferente a lo que conocemos en nuestros ciudades; eran seis o siete meses de frío intenso, seguidos por otros tantos de clima templado. Como aún no existía la palabra mes, en realidad, contaban las estaciones observando la luna, que, aparentemente, enfriaba al sol. Era ella pues la culpable, a su parecer, del frío y la nieve. Los pocos animales que había en el bosque cercano desaparecían cuando se acercaba el invierno; Las aves se iban a otras tierras, más calidas, y el blanco lo cubría todo. Esto hacía particularmente difícil la vida en la aldea de Tarek. Poco alimento ya tenían a diario como para guardar lo que sobraba. El invierno que Tarek cumplió diez años fue particularmente duro. Aquel día de su cumpleaños marcaría su vida para siempre. A la fiesta, en la cueva familiar, asistieron muchos amigos y conocidos. Tarek sopló diez velas, como lo hacemos hoy en día… salvo por el hecho que eran de madera y aún les era difícil encender el fuego, así es que sopló aquellas velas sin que estuvieran encendidas. Su padre había querido sorprenderle. Había esperado una semana a que llegue una tormenta, para que así cayera un rayo, y que éste por casualidad encendiera algún arbusto y así poder ofrecerle a Tarek algún plato asado y con el mismo fuego encender las respectivas velas… pero eso no ocurrió. Sus compañeritos le regalaron gran cantidad de material didáctico, su profesora le obsequió un libro de historia ilustrado que, lógicamente, tenía tres páginas. Su madre un collar del que colgaba un enorme colmillo de Iki, que lo había perdido al confundir una piedra con un hueso (éste también fue, a su modo, el regalo de su mascota), su hermanito, que siempre andaba arrastrándose por los suelos le obsequió una herramienta (o arma) que había encontrado enterrada que tenía forma de fémur, color de fémur y tamaño de fémur, éste, según decía su madre, probablemente era un tesoro familiar, “Habrá sido del abuelo”, le dijo. Su padre había salido de madrugada de cacería ya que pensaba sorprenderlo, a falta de fuego, con un buen cerdo salvaje, el plato preferido de Tarek. Pero aquella misma tarde ocurrió una desgracia. Hanuk, su padre, no volvió hasta la noche, cuando todos ya se habían retirado a sus casas. Regresó con las manos vacías, o casi. A duras penas regresó sosteniendo su brazo derecho que estaba bastante mal177
trecho. Cayó de un árbol, dijo. Quería alcanzar melaza y así prepararle un dulce a Tarek, pero había resbalado. A falta de escayola y yeso le inmovilizaron el brazo con unas tablillas, para más deshonor las mismas que habían usado de velas. En ese estado no podría utilizar su lanza para cazar por un par de meses. –¿Ahora que haremos? –se preguntó Aina, preocupada por la falta de comida. –Nos ayudarán los aldeanos –concluyó resignado el padre. Día a día Tarek recorrió cada una de las cuevas y rincones de su aldea pidiendo comida, pero aquel ruin invierno apenas ofrecía a los otros cazadores lo mínimo suficiente para que ellos y sus familias no murieran de hambre. Intentaron ser generosos pero, aún así, no era suficiente. Hanuk, Aina, Irué y Tarek estaba desesperados. –Saum, la gran y poderosa montaña, nos protegerá –repetía la madre–. Estamos a su amparo, ella nos da el río, los peces, ella nos cobija de las tormentas que azotan el otro lado. Seguramente escuchará nuestros ruegos y nos traerá pronto comida. Pero Saum, como el invierno anterior, parecía cada vez más sorda. De ella solo se desprendían montones de nieve que sepultaba todo lo que se ponía a su paso o, si se descuidaban, podía dejarlos atrapados en su hogar cualquier noche de aquellas. –Está enojada con nosotros –se repetía la mujer–. Nos está castigando. Tarek se esforzaba cada vez más en entender porqué estaba ocurriendo aquella calamidad. “¿Habré hecho algo mal? ¿Será mi culpa?” se preguntaba. Su padre guardaba silencio, pensaba que era el único responsable por haberse arriesgado a subir a ese viejo árbol. “El fin, a veces –concluía– no justifica los medios”. Iki, por su parte, estaba también hambriento, pero sabía que llegado el momento podía ser él la cena, así que se mantenía al margen y miraba lejos. Eventualmente, como todos los años, el frío finalmente se retiró. Había sido el más crudo invierno que recordasen. Hasta los hombres más experimentados habían desistido de salir de cacería y en general todos habían enflaquecido. –El próximo será peor –insistió el viejo de la cueva en una visita a la aldea. Con ese invierno todos pensaron que el viejo no resistiría solo en su cueva, pero él, quién sabe cómo, se las ingeniaba para sobrevivir–. Ésta bruja ya no se acuerda de nosotros –dijo, refiriéndose a la montaña.– Miren cómo ahora prefiere la nieve. ¡Blasfemia!, le gritaron todos. ¿Cómo podía referirse a Saum de ese modo? Pero si había alguien que sabía de la montaña y que conocía más de ella, ese alguien sin dudas era el viejo. En el fondo, era verdad que la 178
verde ladera que la vestía en otros años ahora permanecía blanca casi todo el tiempo. –¿Papá, que haremos el próximo invierno? –le preguntó Tarek a Hanuk. –Lo que siempre –le respondió con ternura–. Sólo que éste año comenzarás a acompañarme en las cacerías. No me he recuperado bien del brazo, tal vez éste sea el momento en que te conviertas en cazador. – continuó. Tarek pegó un centenar de diminutos saltitos que Iki, a pesar del empeño que puso, no pudo repetir. –¿Cuándo partiremos? –Insistió– ¿Cuándo? ¿Cuándo? –Pronto Tarek, pronto –le dijo–. Organizaremos una gran expedición, no pasaremos hambre el próximo invierno. Eso te lo prometo. Aina no se tomó bien aquella noticia, pero Hanuk tenía razón. Tarek era demasiado joven, pero podía utilizar la lanza, su padre ya no. Los hombres de la aldea, durante las tres semanas posteriores, prepararon lo necesario para la gran excursión a los confines de su mundo, tal vez hasta el otro lado del bosque. Otros, más osados, habían pensado en bajar la Gran Cascada y buscar allí alimento… pero el riesgo era enorme, no solo ofenderían a Saum, provocando su ira, también estaba el problema técnico, real, de cómo volver a subir la cascada… no hacía falta Newton ni la ley de la gravedad para darse cuenta lo fácil que era bajar (o bien dejarse caer) y lo difícil que sería volver a subir. Los mayores, de todas formas, desestimaron la propuesta. Los riesgos eran demasiado elevados. Sería una expedición larga, peligrosa, sería también la primera oportunidad que tendría un puñado de niños de aprender las artes de la caza, la pesca y la supervivencia. Finalmente el gran día llegó. El viejo de la cueva tuvo tiempo para una última profecía… –Tenéis tiempo hasta la luna llena –les dijo– unas doce noches, trece tal vez. Luego llegará la lluvia, con ella el frío y el nuevo invierno. Partieron una mañana las quince personas. Hanuk, el padre de Tarek, cinco compañeros lanceros, otros cuatro que eran expertos en rastrear huellas y preparar alimentos con plantas y hierbas frescas, en caso de ser necesario. También los acompañaban, por primera vez, Catril, el niño peludo, otros cuatro jóvenes de diversas edades y finalmente Tarek, el cazador de mamuts, que aunque había permanecido callado durante meses, no ocultaba su ilusión por cazar con su nueva lanza un gigantesco animal que devolviera la alegría a los inviernos. Formaban todos una larga hilera de ilusiones, con los niños en medio, protegidos de cualquier eventual sorpresa. Los cazadores se turnaban para describir cada sonido del bosque, y los rastreadores explicaban pacientemente los hábitos de cada especie… Qué plantas servían de alimento a las bestias y cuales a los humanos. Qué debían hacer si se perdían. A cuales árboles subir y a cuales no. 179
Todos estaban atentos, alertas, disfrutaban plenamente de cada instante de aquella aventura. La primera noche llegó y, como estaba previsto, no se habían topado con ningún animal. Armaron las tiendas en un descampado y quedaron allí, cansados pero alertas. Los cazadores sabían bien que si algún animal grande rondaba la zona, también hambriento se acercaría a ellos. El que ataque primero tendría ventaja… hicieron turnos y así descansaron. En la mitad de la noche un rastreador pegó un alarido. Todos despertaron y cogieron sus armas. “Escuché algo”, se excusó. –Es una bestia –afirmó el más viejo–. La huelo. Se produjo un eterno silencio y un sonido lejano, ramas quebrándose, hojas secas, pasos… más silencio. –Yo también la huelo –susurró un segundo rastreador– ¡Hay que estar alertas! Tarek también lo percibió, pero prefirió guardar silencio… No podía ser verdad… Catril se acercó un poco más al grupo, tenía miedo que lo confundan otra vez con un mono o algo así. –Allí, allí… ¡Allí está! –dijo uno señalando a unas movedizas hojas… Y nuevamente hicieron un largo silencio… y la respiración entrecortada de cada uno de los cazadores se dejó oír como un secreto escapando de sus pechos… era el miedo, el miedo a la noche, el miedo a la bestia negra, aquella que, según la leyenda, servía a la todopoderosa montaña Saum, aquella que, con su furia, arropada por la oscuridad de la noche, protegía desde el bosque a la aldea, pero también era esa bestia negra la que se encargaba de que nadie intentara escapar de los dominios de la montaña. Todos sintieron su presencia… la bestia se aproximaba… hasta que finalmente, cuando Catril rompió a llorar y la noche se hizo aún más noche, la bestia apareció. –¡Guau! –se escuchó desde lo bajo… y todos dieron un gran salto. –¡Iki! –gritó Tarek alzando su perro. –¡Lo voy a matar! –exclamó furioso Hanuk… y lo mismo pensaron todos. Iki movió mil veces su larguísima cola y, dando saltos, recorrió los brazos de todos los que rodeaban a Tarek, aquellos que querían y los que no querían jugar con él… Les pasó su lengua por sus rostros, salvo el de Catril, al que le tenía idea; y así… de a poco, todo volvió a la normalidad. Al fin y al cabo, si el pobre animal había sido capaz de seguirle el rastro durante todo el día con sus pasos diminutos… podría servirles también de ayuda en el futuro. 180
La bestia negra no se presentó aquella noche. Ella, había escogido muy bien el momento…
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CAPÍTULO IV LA BESTIA NEGRA
I
ki, entonces, se unió a la expedición a partir de aquella noche. Por la mañana volvieron a formar una larga fila y se adentraron un poco más en la “tierra prohibida”, muy cerca de la Gran Cascada, aquella que tanto temían a pesar de nunca haberla visto. Pero esta vez la audacia estaba justificada. Si no hallaban comida no soportarían otro invierno, desaparecerían. Conforme avanzaban hacia el interior del bosque el grupo intentaba hacer el menor ruido posible, pero las aves, siempre chismosas, alertaban al resto de los animales de la presencia de los cazadores. Tarek, atento, no le perdía pisada a su padre, que era un buen cazador, o eso al menos le había dicho. Catril, en cambio, era muy curioso y frecuentemente se quedaba atrás observando las flores, los pájaros y las piedras. Un par de veces lo tuvieron que esperar, y otras volver a buscarlo, así que coincidieron que la mejor forma de llevarlo era atándolo por la cintura, como si fuese un prisionero, y así continuaron durante horas. Al mediodía, agotados y desilusionados, buscaron un claro soleado donde descansaron y comieron. Quedaba poca carne, así es que comieron flores y hojas frescas que les habían preparado las mujeres de la aldea. De repente, un ruido… Giraron inmediatamente a ver si Iki estaba quieto, y allí estaba, totalmente dormido con un viejo hueso entre los dientes, soñando quién sabe con qué, a juzgar por las pequeñas patadas que arrojaba al aire. Pero otra vez escucharon un ruido… Buscaron con la mirada entonces a Catril, el otro personaje movedizo, pero ahí estaba el también, junto a Iki, intentando cogerle la pata al pobre perro para ver si así podía robarle el hueso. Hanuk y los mayores tomaron entonces sus armas… y pidieron silencio… algo se acercaba. De la arboleda cercana salieron un par de renos. Bien podía haber sido un tigre dientes de sable y otra sería la historia,…pero los renos… ¡Qué buen plato para la noche! Los lanceros se acercaron lentamente, y en el último instante, cuando parecía que los animales embestirían contra aquellos, lanzaron con destreza sus garrochas asestando certeramente en el lomo de los gigantescos mamíferos. Los renos de aquella época eran aún de mayor tamaño a los de hoy en día. Solo uno de ellos bien podía alimentar al grupo por un par de semanas… ¡Y eran dos! 182
Como era tradición, y a pesar que las presas ya no podrían escapar, los cazadores alentaron a los niños a que les arrojaran sus lanzas para que vayan aprendiendo. Eso hicieron todos con suerte dispar. Salvo Catril, que estuvo buscando su lanza durante minutos y no tuvo más opción que ensañarse con los malheridos renos a pedradas dando gritos que, sin dudas, habrán alertado al resto de la manada para que se aleje de semejante predador. Los hombres no tuvieron más remedio que aplaudir toda aquella parodia y los niños festejaron la experiencia. Por la tarde prosiguieron su ruta hacia la Gran Cascada, eso sí, bien alimentados y con provisiones suficientes como para afrontar dos días más de camino. Luego deberían retornar, no podían alejarse mucho más por temor a perderse, o por miedo a comprobar ellos mismos porqué les estaba prohibido acercarse a aquellas tierras. Pero tenían bien en claro que no podían regresar a casa con las manos vacías… ¿Qué ejemplo darían a los niños? ¿Qué pensarían las mujeres si sus hombres regresaban sin comida? ¿Qué excusa darían el resto del año para no ayudar en la limpieza de la cueva, si tampoco servían para cazar? Por la noche volvieron a acampar bajo la luz de la luna. Comieron copiosamente y volvieron a atar a Iki y Catril para que no se alejaran demasiado. Iki estaba ya bastante acostumbrado. Catril, sonámbulo confeso, se ató el solito; durmió abrazado al hueso desabrido que finalmente Iki había abandonado. No hubo aquella noche extraños sonidos, tampoco sustos, ni bestias negras que interrumpieran el descanso de los guerreros. Con la panza llena, a la luz de la luna y entre amigos, Tarek pensó que aquella vida, la de explorador y cazador, no era tan mala. Esa noche volvió a soñar con los mamuts. Quién sabe. Tal vez el próximo sea el gran día. Quizás encuentren una manada de ellos y regresen a la aldea como auténticos héroes… y, como todos hacemos de vez en cuando, Tarek encontró en el mundo de los sueños un bálsamo, una ilusión, y al menos allí, durante esos instantes, toda la aldea era feliz, bailaban, cantaban y hasta su pequeño hermano Irué dejaba de lanzarle piedras en su cabezota. El día siguiente sería, como bien había imaginado Tarek, el más importante de todos los que había vivido. Todos despertaron de excelente ánimo. Pronto emprendieron nuevamente camino hacia aquel lugar maravilloso y prohibido; con suerte llegarían a la Gran Cascada por la noche, y si no habían encontrado animales por el camino, deberían regresar con las manos vacías, nadie osaría alejarse más allá de aquel límite geográfico; los rastreadores pensaban que, con suerte, de regreso, darían con aquella manada de renos. 183
Después del almuerzo, fastidiado, Tarek no soportó más y suplicó a su padre que siguieran más allá de la Gran Cascada si era necesario, que tenía la seguridad que hallaría allí a sus mamuts. –¿Qué dices niño? –Interrumpió otro cazador– ¿Quieres matarte? Tarek lo miró y volvió a colgarse de la espalda de su padre repitiendo una y otra vez la palabra mágica… ¡Mamut!… ¡Mamut!… Pero su padre no estaba para bromas. –Tarek. ¡Basta! –le dijo mientras lo bajaba enfurecido de su espalda– . ¿Tu crees que estaríamos comiendo flores si realmente existieran allí afuera animales así? Me tienes cansado con tus historias… ¡Nos tienes cansados a todos! Y era cierto… todos quedaron en silencio al oír los gritos de Hanuk. Parece que llevaba razón, Tarek había agotado la paciencia del grupo insistiendo una y otra vez con aquello del gran mamut. Hasta algunos habían llegado a creerse aquella historia y, sin reconocerlo, soñaban con toparse con aquel apetitoso y gigantesco animal. Todos asintieron con la cabeza el grueso reproche de Hanuk, dándole la razón. Bueno… todos lo que se dice todos, no. Catril, que se había perdido toda la escena persiguiendo escarabajos, no tuvo mejor idea que hacerse notar dando pequeños saltos y repitiendo hasta el hartazgo, y a viva voz, la última frase que había escuchado… ¡Mamuts! ¡Mamuts! ¡Mamuts! ¡Mamuts!... mientras Iki, tal vez quien menos soportaba las ocurrencias del piloso chiquitín, intentaba hacerlo callar a mordiscones. Siguieron su camino en silencio y cabizbajos… Horas después, a solas, Hanuk se acercó a su hijo. Le dio un fuerte abrazo y le pidió disculpas al oído. –Tarek, hijo mío –le dijo–. No puedo permitirte que hables así frente a los hombres. Todos hemos sufrido ya mucho. No hemos encontrado jamás una sola huella que nos haga pensar que realmente existen tus animales… No puedes hacerles tener ilusiones en vano… debemos luchar todos por hallar esos renos, o lo que sea, para volver a casa y seguir nuestra vida en paz. –Pero papá –le respondió el pequeño–. Yo sé que si seguimos un poco más los encontraremos. No podemos pasarnos toda la vida comiendo animalitos cuando hay cosas así de grandes allá afuera. –Por favor Tarek, recapacita. No digo que no existan, pero éste no es el momento. –le consoló su padre–. Pronto estarás tú a cargo de tus propias expediciones, y dependerá de tus instintos, dependerá de tu fuerza de voluntad, el hallar o no lo que siempre has buscado –continuó–. Espera un poco más… en el momento menos pensado tendrás la oportunidad de demostrarnos a todos lo equivocados que estábamos. Te lo prometo. –Vale… –respondió resignado Tarek–. Si me lo prometes… vale. –Claro que te lo prometo Tarek… espera tu momento y confía en tu padre.
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Hanuk volvió a abrazar fuertemente a su hijo y reconoció en él el mismo espíritu luchador que lo había caracterizado a él mismo durante su infancia. Tarek continuó ilusionado con aquella oportunidad, aquella que sabía que llegaría algún día porque su padre se lo había prometido. Poco antes de caer la noche llegaron a la Gran Cascada. A solo metros de donde se encontraban, la tierra se hundía cientos de metros y un gran río caía violentamente hacia el precipicio. Miraron aquel espectáculo con asombro; estaba claro por qué nadie había jamás sobrevivido a esa caída. Apenas podían divisar allá abajo los árboles y el río siguiendo su sinuoso cauce. Allí arriba estaban aislados, sin dudas hasta allí había llegado la protección de la montaña, de Saum. Más allá seguramente morirían, quien sabe que enfermedades les esperaban a quienes intentasen bajar, si alguna vez alguien lo lograba. Sentados, cerca del borde, presenciaron la puesta de sol más increíble que hayan recordado y, cuando apenas habían recuperado el aliento, vieron como una manada de renos se acercó al río a tomar agua… estaban salvados. “Cuánta razón tenía mi padre” pensó Tarek, ¿Que más podían pedir? Acorralaron a los animales con troncos, los ataron luego entre sí y luego a un árbol. Gracias a esto, Catril fue liberado, pero le dijeron que si volvía a repetir la palabra “Mamut” lo comerían en la cena… Y Catril se lo creyó. Aquella fue la noche más feliz que Tarek haya recordado. El sonido de la cascada era tan efectivo para dormir como la vieja canción de cuna que le cantaba su madre de niño y abrazado a su padre se durmió. Imaginaba cual sería la cara de su madre al verlo regresar con tantos animales, triunfador, hecho un hombre. Finalmente todos durmieron… o al menos lo intentaron por un buen rato… En la mitad de la noche. El rastreador que hacía la guardia dio el grito de alarma. Todos despertaron y tomaron sus armas, incluso Tarek, que con un brazo cogió a Iki y, con el otro, su lanza. El rastreador no necesitó explicar qué es lo que había escuchado pues el sonido de ramas quebrándose volvió a ponerlos en alerta… Negros nubarrones habían cubierto la luna y no podían observar nada… intentaron acercarse unos a otros para que nadie se perdiera… pero la tarea resultaba imposible… no veían absolutamente nada. El sonido de los pasos, lentos pero contundentes, se acercaba. Algo los acechaba. El mayor de los cazadores murmuró que era la bestia negra… sin dudas. 185
Catril rompió a llorar, Iki a ladrar, y otros niños empezaron a gritar… De repente el ruido se hizo más fuerte, más próximo y todos coincidieron en un profundo silencio… algo, algo enorme, suspiró pesadamente frente a ellos… El viejo cazador dio un enorme grito y salió corriendo, tras él todos los demás… Mientras se internaban en el bosque, rodeados de la oscuridad más absoluta, intentaron llamarse unos a otros, pero solo los gritos se encontraban… cada uno se escondió donde pudo y permanecieron allí por horas… hasta que no escucharon más a la bestia. Pronto amaneció, los renos parecían asustados, no dejaban de moverse y empujarse. Las pertenencias, las bolsas de comida, todo estaba esparcido por el sitio aquél. De entre los árboles, desde sus escondites, fueron saliendo cada uno de los cazadores y también los niños… pero faltaban algunos. Tarek, Iki y Catril no aparecían Hanuk, entonces, se desmayó. Los buscaron durante toda la mañana y toda la tarde, pero nada encontraron. Solo las huellas de sus pequeños pies perdiéndose en el río, como si los niños y el perro intentaron protegerse en él. La corriente se los habría llevado. Hanuk quería permanecer allí, quizás se habían escondido, o tal vez estaban aún asustados… pero los demás no lo dejaron quedarse… al final del día se lo llevaron, a duras penas, de regreso a la aldea. La tristeza envolvió a todos… ya nada sería igual. Pero Tarek, contrariando a todas las expectativas, estaba vivo. También Catril e Iki… solo que estaban ya muy lejos, demasiado lejos… habían caído al río y éste los había arrojado al precipicio. No recordaban cómo pero allí estaban… empapados en la orilla, bajo la gran cascada. Un gran muro de agua, niebla, humedad, y cientos de metros de piedras los separaban de su mundo… Ellos eran los primeros en pisar la tierra prohibida... Aquel lugar desconocido donde, lejos de acabarse sus vidas, comenzaban sus aventuras.
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CAPÍTULO V LA AVENTURA COMIENZA
H
anuk estaba desconsolado, pensaba que había perdido a Tarek para siempre, creía que el niño había caído al río durante aquellos instantes de pánico, al escuchar acercarse la bestia. Llevaba a Iki consigo, eso lo tenía bien claro… y Catril, bueno, Catril siempre estaba en el lugar equivocado… “Maldita bestia negra –pensó–. Aunque sea lo último que haga, la encontraré y la mataré.” Sus compañeros intentaron consolarlo durante todo el camino de vuelta, se lamentó no haberle cumplido ese último deseo a Tarek de ayudarlo a cazar su mamut. Tarek, en cambio, no estaba para mamuts precisamente, junto a Iki y Catril buscaron refugio en una cueva cercana para protegerse del permanente baño de agua que provenía de la cascada. Allí, sentados, quedaron el resto del día, llegaron incluso a ilusionarse que alguien los rescataría, pero era difícil, ¿Quien podría bajar vivo semejante desnivel? –Tal vez estamos muertos –reflexionó Catril–. Éste tal vez sea el paraíso prometido por Saum para los niños buenos… –Este no es el Paraíso de los Niños Buenos –le respondió Tarek, desanimado. Iki, entonces, ladró de hambre. –¿Ves? –Concluyó Tarek señalando a su perro– ¿Qué hace Iki entonces en el Paraíso de los Niños Buenos? Iki movió la cola y Catril pareció aún más sorprendido; luego de pensarlo un poco más, se acercó con discreción a Tarek y le comentó al oído… –Tarek, presta atención. Creo, entonces, que Iki es, en realidad, un niño bueno disfrazado de perro. –¿Qué dices Catril? Iki es un perro, siempre lo fue y siempre lo será. Iki, contento por las miradas, volvió a ladrar. Catril, asustado, dio otro salto hacia atrás, se puso de pie y, rodeando al perro con cuidado, se dirigió hacia la salida de la cueva. “A mi no me engañas, eres un niño” murmuró. Iki entonces pareció aburrirse de tantas acusaciones incomprensibles y optó por hacer algo más entretenido… perseguirse la cola hasta dormirse. Pasaron su primera noche en aquel nuevo mundo sin probar bocado, por la mañana, sin dudas, deberían salir a buscar comida.
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Hanuk y los cazadores, por su parte, emprendieron un lento y triste regreso a la aldea. Volvían con suficientes animales como para pasar el invierno siguiente y tal vez el posterior. El padre de Tarek no sabía que pensar de toda aquella desgracia, o cómo le comunicaría a su mujer de aquella trágica perdida. Esa noche, la primera sin su hijo, sintió ganas de volver y arrojarse al río… buscar a Tarek en ése o en cualquier otro mundo. ¿Que diferencia habría entre la Tierra de los Castigos, aquel sitio reservado para los que habían sido malos en esta vida, y la tristeza eterna de vivir sin su hijo? Su familia, sin dudas, quedaría destrozada por la noticia. Pero, no podía hacerlo. No podía abandonar a Aina y a Irué. Ellos también lo necesitaban. Comprendió que ninguna Tierra de los Castigos sería peor a aquella sensación de vacío. Nada podría ser peor que la ausencia de un hijo. Aquella noche, en los alrededores del campamento que habían establecido, la bestia negra volvió a hacerse sentir, como si los hubiera estado persiguiendo. Durante el transcurso de esa misma noche Hanuk decidió que no volvería a la aldea de ese modo. Quedaría allí, en el bosque, todo el tiempo que fuera necesario hasta dar con ella. Hasta enfrentarse a la perversa bestia que le había arrebatado su criatura. Sus compañeros intentaron en vano convencerlo para que siguiera el viaje, su vida también corría peligro si se quedaba solo. Pero ya nada podría hacerle cambiar de parecer. Al partir, sus resignados compañeros le dejaron agua y un poco de comida. Hanuk entonces preparó su lanza, también la que había pertenecido a Tarek y se sentó a esperar. “Tarde o temprano aparecerás – pensó–. Tarde o temprano me buscarás.” Tarek y sus ocasionales compañeros decidieron salir en busca de comida después del amanecer. De a poco, mientras se alejaban de la cascada siguiendo el curso del río, fueron dándose cuenta que nadie podría bajar a buscarlos. Fue aquel el momento en que caminaron durante horas sin pronunciar palabra. Prefirieron guardarse para si mismos la angustia. Iki, por su parte, había saciado su hambre comiendo una gran cantidad de frutas de forma alargada y color amarillo. Tarek lo miraba extrañado, también hambriento. Nunca había visto un fruto similar. Eran plátanos, aunque aún nadie le había puesto nombre. Catril, siempre desconfiado, esperó a que Tarek se arriesgara a probarlos. Al ver que nada malo le pasaba, lentamente se acercó y llevó uno a la boca. Permanecieron así, comiendo en silencio… hasta que se hartaron… Catril, con el estómago hinchado solo pudo proclamar que, sin dudas, aquel era realmente el Paraíso de los Niños Buenos. Decidieron no alejarse del río, si alguien intentaba encontrarlos seguramente intentarían seguir el cauce. 188
Pasaron el resto de la tarde fabricándose lanzas para protegerse de encuentros repentinos con animales salvajes. Pero más temor le causaba la idea de no volver a ver la aldea. Tarek pensaba mucho en su familia, estarían desesperados buscándolo. Catril sólo pensaba en no separarse demasiado de aquel milagroso banano y, por su parte Iki, añoraba aquellos huesos que había escondido cerca de la cueva familiar. Tarek se sintió como un tonto por haber temido, durante tanto tiempo, a la noche, a la selva, al río y a la montaña, cuando lo que más dolor le podía causar era, precisamente, el sufrimiento de quienes más amaba. Él hubiera querido que su padre se enterara de que estaba sano y salvo, pero eso era imposible. Hanuk esperó en aquel descampado toda la noche, a merced de los tigres, del frío y la oscuridad, aquella que tan bien escondía los perversos planes de la bestia negra. No sentía miedo. Por primera vez en su vida sabía perfectamente qué era lo que quería y no retornaría a la aldea hasta conseguirlo. Como la noche anterior, en un momento dado, los densos nubarrones cubrieron nuevamente a la luna, aquel parecía ser el momento preferido de la bestia para acercarse a sus victimas… y así fue. Escuchó nuevamente las ramas quebrándose, cada vez más cerca de él. Hasta creyó sentir aquella respiración a solo unos pasos, pero no podía ver absolutamente nada. El sonido lo envolvió. Cogió su lanza, unas piedras, y luchó durante un largo rato contra aquel enemigo invisible. Lo sentía a su lado pero no podía verlo, mucho menos acertarle un golpe; en un instante lo tenía en el frente y, poco después, a sus espaldas. Era como un espíritu sin cuerpo, justamente como los viejos del pueblo lo habían descrito. Pensó que aquel ser maligno era mucho más fuerte que él. No podía lastimarlo. No podía siquiera verlo. Pero para su sorpresa nada malo le ocurrió. El ruido, al rato, se fue alejando y la luna volvió a brillar. Perplejo descubrió Hanuk, por la mañana, que la bestia negra se había comido casi toda su comida, pero no le había hecho daño. Se preguntaba por qué le había perdonado la vida. ¿Habrá sentido lástima? Decidió pasar una noche más en aquel lugar, intentaría atraparla, como sea. Al otro día, Tarek y sus ocasionales compañeros de aventuras volvieron a acercarse a la Gran Cascada. Gritaron e hicieron ruido, pero el sonido del agua golpeando contra las piedras era aún más fuerte. La caída era impresionante, el agua estaba helada, la nieve que había cubierto a la montaña, a Saum, durante tanto tiempo, ahora bajaba convertida en agua con una fuerza increíble. Arrastraba violentamente consigo árboles, tierra y trozos de hielo. 189
Luego de intentarlo durante horas, se dieron por vencidos. Aunque quedaron allí por más tiempo, al pie del inmenso salto. Tarek, reflexionó en voz alta… –¿Te has dado cuenta Catril? Allí arriba, al pie de la montaña, está nuestra aldea. Durante años hemos pensado que no había nada más allá de la cascada. Y aquí hay frutas, plantas, y seguramente más animales. Está claro que no debíamos creer todo lo que decían los viejos. –Tienes razón –acotó Catril. –Tal vez el mundo este sea aún más grande. Mucho más grande de lo que podemos imaginar. Y en algún lugar, cercano o lejano, existen mamuts. –Tienes razón –insistió su compañero, mientras jugaba con una ramita. –Si volviéramos a la aldea. Podríamos contarles todo esto, seguramente organizaríamos expediciones más grandes. Fíjate. Aquí, en éste lugar hay tantas cuevas como en la aldea pero hace menos frío. Podríamos hasta mudarnos aquí –insistió Tarek. –Aha. –No me prestas atención ¿No? –Aha. –Catril. No sé cómo puedo perder el tiempo contigo. No te interesa absolutamente nada. –Los plátanos. –Digo, aparte de eso. –No. Tienes razón –concluyó Catril. Quedaron en silencio un rato más. Hasta que Catril, exaltado, exclamó… –¡Mira!.. ¡Mira allí!... ¡Es un dinosaurio!… –¿Un qué? –se preguntó Tarek. –Un dinosaurio, ya sabes, esos animales que desaparecieron… los lagartos gigantes… –¿Dónde? ¿Dónde? –Allí, en la costa… alejándose de ese trozo de hielo. –¿Aquello? –preguntó nuevamente Tarek señalando a una horrible lagartija. –Si... sólo que ese dinosaurio es bastante pequeño… –y, pensando un poco más, continuó–. ¿Nos la comemos? –¡Puaj!… que asco… prefiero las flores. Ni Iki se atrevería… Iki, en realidad, poco sabía de gustos, tenía hambre y por eso daba vueltas y vueltas alrededor de la pequeña lagartija buscando la forma de comérsela. –Es curioso –comentó Catril–, pero ese pequeño dinosaurio esta huyendo del hielo. Quizás así fue como desaparecieron sus parientes. –¿Eh? –exclamó extrañado Tarek, realmente sorprendido por el lapsus histórico de su colega–. Puede ser –añadió.
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–Pero también pudo ser de ésta otra forma –agregó sonriente Catril, mientras cogía una inmensa roca y aplastaba el dinosaurio para que Iki finalmente se lo comiera… Hanuk también estaba hambriento mientras esperaba esa segunda oportunidad con la bestia. Pero estaba convencido que aquél sería el intento definitivo. Lucharía con más violencia contra ella. Si era necesario intentaría atraparla con su propio abrigo, temía más al rostro triste de su mujer a la fiereza de aquel animal. Puntual, a la hora señalada volvió a escuchar aquel ruido, esta vez se acercaba más despacio, como si aquella fiera se pensara dos veces el acercarse o no al padre de Tarek… pero lo hacía. Hanuk había dispuesto lo poco que le quedaba de comida de tal forma que el aroma sea irresistible para cualquiera. La luna, esta vez, no se escondió. Con esfuerzo, al menos, podía tener cierta noción de lo que le rodeaba. No podía fallar. El extraño se acercaba más y más… hasta que ¡Zas!… nuevamente parecía estar sobre él, lo rodeaba, se robaba su comida sin siquiera tocarlo… era como invisible, solo veía manchas… el bicho, sin dudas era enorme. Vencido, decidió jugarse la vida. Se quitó su grueso tapado de piel y se arrojó sobre aquella sombra hasta que ésta, por fin, quedó atrapada en él. A pesar de ser un hombre corpulento y experto le resultó bastante difícil que la bestia no se zafara y escapara. Le dio varias vueltas con una soga y cerró todos los huecos que quedaban. La llevaría a la aldea, todos verían como luchó por vengar a su hijo. Una extraña sensación se apoderó de él. La extraña criatura, apresada, chillaba por su libertad. Sintió que aquello no le devolvería a su hijo y mucho menos la sonrisa a su mujer, pero que tal vez así, los niños de la aldea, los que aún quedaban, no volverían a temer la oscuridad ni el bosque. La mañana llegó y Hanuk, arrastrando su presa, emprendió el regreso a la aldea. La bestia negra se quejó durante todo el camino. Luchaba por salirse de su prisión, no descansaba ningún instante, como si supiera que en ese destino le esperaban decenas de cazadores rabiosos, hambrientos de venganza. Hanuk, ni siquiera se animó a espiar dentro del envoltorio, no quería darle ninguna oportunidad de escapar. Por la tarde llegó a la aldea. Parecía mucho más silenciosa que de costumbre. Todos estaban tristes por lo que había pasado con los chicos, pero se animaron al verlo. Mucho más al ver que traía consigo aquella feroz criatura. Aina e Irué salieron a recibirlo. Ella le dio un gran abrazo y evitó mencionar a Tarek. No tenía ya sentido. Irué lloró al ver a su padre, era muy chico aún, pero parecía entender todo lo que había sucedido. 191
Los hombres rodearon con sus lanzas aquel bulto en el que yacía la bestia, que aún gruñía desafiante en su interior. No necesitaban verla para reconocerla. Era ella. Era aquel el sonido tan horrible que tantas veces los había aterrorizado. Todos coincidieron que lo mejor sería matarla. Era aquella la única forma de librarse de una vez por todas de ella. Hanuk se ofreció para liberarla, los lanceros entonces la hincarían hasta que dejara de existir… Todos guardaron silencio mientras, con mucho cuidado, el padre de Tarek retiraba los nudos. La bestia, quizás por última vez, chilló desesperada, como si supiera que aquella sería su última oportunidad de escapar. Finalmente, con un movimiento violento, Hanuk liberó al animal. Pero los hombres no reaccionaron, quedaron con la boca abierta por lo que allí se encontraron. Cinco pequeñas ardillas quedaron inmóviles en el centro de aquel bulto. Chillando, asustadas, ante lo que parecía ser su final. –¡No le hagan daño! –exclamó el viejo de la cueva, que se había acercado a ver el espectáculo–. Como ven son ardillas, ardillas nocturnas. Una especie muy rara que no es de esta zona. No pueden hacer daño al hombre. Son muy asustadizas. –Pero entonces ¿Dónde está la bestia negra? –preguntó en voz alta un cazador. –Ellas son la bestia negra –agregó el anciano– Unas pobres ladronas de comida. Las ardillas aprovecharon el momento y se escaparon. Todos regresaron en silencio a sus cuevas y no volvieron a salir por el resto de la jornada. Tenían mucho que pensar. Mucho que reflexionar acerca de sus propios miedos… Si, costaba creerlo pero era cierto. No existía la feroz bestia negra. Jamás había existido. La única fiera capaz de destruirlos habitaba en el interior de cada uno de ellos, en una vieja leyenda inventada hacía años por aquellos que no tuvieron el coraje de enfrentar al bosque. ¡Que vergüenza! Unas tristes ardillas. Hanuk se sintió impotente. No podía creer que había sido justamente aquel miedo el que generó el pánico desmedido, fue así como descuidó a su hijo a orillas de la cascada. Hanuk, entonces, lloró. Aina, desconsolada, la mañana siguiente, buscó el consejo del viejo de la cueva. Pensaba que él encontraría la forma de apaciguar la tristeza de Hanuk. El viejo la recibió sonriente, como si estuviera ajeno a su sufrimiento de madre y mujer. –No se que hacer. No se que hacer –insistió mientras secaba sus lágrimas. –La entiendo, mujer –la consoló inútilmente el viejo de la cueva. –Siempre pensé que era una mujer fuerte, luchadora. Pero esto me ha sobrepasado. Hanuk no quiere comer, no habla conmigo. Se siente 192
responsable –insistió–. ¿Cómo puedo hacer para que deje de sentirse culpable por la muerte de Tarek? ¡Ayúdeme por favor! ¡Ayúdeme! –le suplicó. –¿Muerte? –le preguntó extrañado el viejo–. ¿Quien dijo que Tarek estaba muerto? –Bueno… es que, al caer por la cascada… seguramente… –Calla. Calla mujer. Seguramente… nada. No sabes si tu hijo esta vivo o no. No lo sabes. Y yo creo que Tarek está bien. Lo presiento. No se donde. Pero está sano y salvo. Tranquilízate. La mujer quedó inmóvil. Temblaba de la emoción. –¿Está seguro de lo que me está diciendo? –preguntó, descreída. –Claro, he visto la mirada de ese chico. No será fácil para nadie vencerlo. Retornará a casa. Te lo aseguro. No se cuando, pero lo hará. Aina no podía creer ninguna de las cosas que había escuchado, pero de algún modo, le habían hecho volver a sonreír, volver a soñar. Recordó qué clase de niño era su hijo. Tal vez el viejo tenía razón y Tarek solo estaba perdido. Le agradeció con un fuerte abrazo y corrió a contárselo a Hanuk. Al principio, su marido, no se creyó ni una sola palabra. Pensó que, para mayor mal, Aina había perdido la razón. Pero ella le insistió hasta que, finalmente, Hanuk sonrió… y también lloró de alegría. Se prometieron aquel día que, si realmente había alguna posibilidad de que Tarek regresara a casa, confiarían en ella hasta que les demuestren lo contrario. Hanuk tuvo, entonces, una gran idea. Juntó cien hojas gigantescas de los árboles cercanos, y en cada una de ellas, dibujó con una pequeña piedra roja a tres personajes. Trazó dos niños, un perro y junto a ellos un gran mamut. Debajo escribió tres palabras solamente… “Persigue tu sueño hijo mío”. Subió, entonces a lo más alto que pudo a la montaña y arrojó una cuantas para que se las llevara el viento. Aina depositó el resto de hojas sobre el agua del arroyo cercano, aquél que sin dudas se encontraba en algún sitio con el río, y valiéndose de su corriente, llegarían a la Gran Cascada. Hanuk y Aina pensaron que, cualquiera sea el sitio donde Tarek se encontrara, ya sea en un lugar remoto o en el paraíso de los niños buenos, debía seguir luchando por aquél, su sueño. El de encontrar algún día a su querido mamut. Tarek, Catril e Iki, ajenos a todo aquello, permanecieron al pie de la cascada un tiempo más. Estaban débiles, por el hambre y por el frío, apenas si tenían ya fuerzas para hablar y darse ánimos. Iki ya no encontraba más lagartijas, y Tarek culpaba a Catril por su extinción. Cuando parecía que estaba todo perdido. Cuando Tarek sintió que nada en el mundo podría devolverle la sonrisa y ya no tenía razones para seguir luchando, Iki comenzó a ladrar como nunca antes lo había hecho; daba saltos enormes a la orilla del río mientras fijaba su vista en cada una de las decenas de gigantescas hojas pintadas que bajaban por 193
el enorme muro de agua. Justamente Iki las había visto, aquél que tenía tan mala vista que no podía ni encontrarse la cola. Catril recogió una que quedó varada cerca de él y, tras echarle un vistazo, la dejó caer nuevamente en el mismo sitio... –Era para ti –le dijo a Tarek, un poco resignado… Tarek dio un gran salto y se arrojó sobre aquella hoja para que no volara con el viento… y, luego de leerla, volvió a sonreír. Era aquél mensaje de su padre, aquél donde le decía que no tema y que vaya a perseguir su sueño… Tomó una gran bocanada de aire, volvió a observar a sus compañeros que no dejaban de mover sus respectivas colas por la ansiedad… –Bien, señores, éste es el momento que estábamos esperando –les dijo, orgulloso–. Buscaremos y cazaremos al mamut. No regresaremos hasta encontrarlo. Iki aprobó la noticia con un ladrido y a su lado Catril, desmayado, parecía no haber podido soportar tanta emoción.
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CAPÍTULO VI PRIMERAS IMPRESIONES
C
atril se tomó un poco más de tiempo para asumir el reto. El reto de emprender una expedición hacia lo desconocido y el reto de dejar atrás el banano, su descubrimiento y, como él pensaba, su aporte a la humanidad. Iki ya se había cansado de no comer, o de comer mal; plátanos y lagartijas no eran parte de su menú preferido. ¿Existirían los mamuts? ¿Qué deberían hacer en el supuesto caso de que se topasen con uno? Tarek tenía bien en claro que lo primero que había que hacer era construir un par de lanzas y coger algunas piedras que pudieran servirles de protección en caso de emergencia. No sabían qué podían encontrar en el nuevo mundo. Caminaron durante horas a la vera del río hasta que éste se dividió en dos. Uno de sus brazos se perdía en la oscuridad de un siniestro bosque, y el otro, a su derecha, parecía esconderse en el horizonte tras cruzar por una enorme planicie. El sentido común les ordenó que escogiesen el que parecía menos peligroso. Seguramente habría más posibilidades de encontrar algún animal para cazar si hubieran tomado el otro camino pero, en aquel bosque desconocido y oscuro, sin dudas correrían mayor peligro. Aquella simple decisión fue la primera que tomó Tarek a cargo del grupo. Su padre había estado siempre a su lado en cada una de las incursiones anteriores y había elegido por él tantas veces que, aquella decisión tan simple, representaría un antes y un después en su vida. Esa misma noche, en una gran hoja que encontró por el camino, Tarek anotó, utilizando una pequeña piedra, la primera de sus impresiones… “Ante lo desconocido es difícil saber cual será el mejor camino, pero sea cual sea el rumbo elegido, hay que adoptarlo con decisión, siguiendo con confianza lo que dicta la voz interior.” –¡Puaj!. ¡Que cursi! –exclamó Catril– Con decisión o sin decisión el camino seleccionado puede ser el malo… –De eso se trata –intentó aclarar Tarek–. El camino es solo eso: un camino. No puede ser malo o bueno, eso seguramente dependerá de nosotros. Por eso, lo mejor, es tomar cualquiera, pero hacerlo con ganas…. Al fin y al cabo, el camino tampoco sabe que estamos confundidos. –Mira Tarek, haré como que entiendo lo que has querido decir. Pero me parece que estas intentando convencerte. 195
–Y convencerte a ti que éste ES el camino correcto. –Pero eso no lo sabes –insistió Catril. Tarek pensó un poco más y, un poco cansado de la situación, decidió pasarle el mando a Catril y echarse a dormir un buen rato. –Desde mañana decidirás tú –le dijo–. ¿Cuál camino tomaremos? –¡Perfecto! –gritó su compañero– ¡Ya era hora!. Bueno, creo entonces, que es éste el mejor camino… y no me preguntes porqué. –Uff. A todo esto Iki ya estaba dormido. Después de todo, habían encontrado, bajo una gigantesca sequoia, un lugar muy confortable para pasar la noche. Por la mañana desayunaron los plátanos que quedaban y partieron en busca de alimento. Siguieron el sinuoso curso del río por la gran planicie hasta que notaron que los árboles quedaban cada vez más lejos a sus espaldas, sin dudas estaban adentrándose en una especie de desierto. Decidieron continuar. Tras mucho caminar, cuando pensaban que pasarían otra noche sin comida y deberían regresar sobre sus huellas… descubrieron un manzano. Sí, conocían aquel árbol. En la aldea de Tarek, Iki y Catril, las manzanas eran un auténtico lujo, había un pequeño manzano que daba solo diez manzanas al año; los habitantes de la aldea comían media manzana cada uno y esperaban ansiosos el próximo año para volver a disfrutarla. Consideraban aquel árbol y sus frutos como un regalo de la montaña. Un regalo de la todopoderosa Saum por haber sido agradecidos y trabajadores todo el año… –Entonces –se preguntó Tarek mientras desprendía una de las inmensa frutas rojas–. ¿Cómo es que ha llegado hasta aquí este árbol? Estamos muy lejos de la aldea… ¿A quién habrá premiado Saum en éstas tierras? –A nosotros, por lo que hemos caminado –dedujo Catril mientras bajaba otro par de manzanas y arrojaba una de ellas bien lejos para que Iki vaya a buscarla y se la coma. –No sé –insistió Tarek–, no veo a Saum desde aquí y siempre nos han dicho que no debemos alejarnos de ella para estar siempre protegidos. Una de dos. O Saum no sabe lo que hace o hay más aldeas por aquí cerca…. –Tarek volvió a sonreír al darse cuenta que tal vez no estaban solos en el mundo. Si habían más manzanos por allí, seguramente habrán más aldeas que los disfruten…– ¡Lógico! –exclamó. –¿Lo qué? –Nada, no entenderías. –Siempre dices lo mismo, crees que soy un tonto y no lo soy –le reprochó Catril.. –No creo que seas un tonto. Solo pienso que no prestas atención cuando te hablo… –¡Mentira! Tal vez me hago el que no atiendo pero estoy al tanto de todo lo que me rodea… aparte de eso… aparte de eso –… Catril pareció 196
olvidar lo que pensaba decir… pero continuó…– ¿Qué hace tu perro? ¿Porqué no va a buscar la manzana que le arrojé? –Seguramente porque es inteligente y presta atención… evidentemente sabe que aquella manzana ahora esta sucia y arriba del árbol hay muchísimas limpias… –y agregó–. Tampoco es esa la forma de darle de comer… no puedes pretender que, al arrojarle una fruta, vaya tras ella desesperado como si fuera un tonto. Mira y aprende.. –dijo tomando una gran fruta entre sus manos–. Ahora verás cómo se hace. Primero se la enseñas, la colocas muy cerca de su hocico, para que se le antoje. Luego haces un gesto como que la vas a arrojarla muy lejos y lo repites un par de veces…¿Ves? –Catril observaba atento como Iki se desesperaba por los movimientos de Tarek.. –¡Sigue! ¡Sigue! –insistió Catril. –Bueno… Ahora le enseño la manzana una vez más al animal y, con un suave movimiento, la arrojo no demasiado lejos mientras le digo “A por ella… ¡Vamos!”. ¿Ves cómo se hace? ¿Ves? ¡Míralo! … Pero Catril ya no escuchaba, como era previsible había llegado antes que Iki a la manzana y, protegiéndola con su cuerpo, intentaba comérsela sin que el pobre perro pudiera pillar un cacho. Iki volvió desanimado y abandonó allí, tirado sobre la tierra, al pobre de Catril en otra de sus crisis existenciales. Tarek, en compañía de su perro, se sentó a descansar mientras compartían el almuerzo. Durmieron luego una muy merecida siesta. Antes que se hiciera de noche recorrieron otros tantos kilómetros. Llevaban con ellos una gran cantidad de manzanas por lo que no debían preocuparse demasiado por la comida; ahora debían encontrar un lugar donde pasar la noche protegidos del frío Poco antes que se escondiera el sol se toparon con una pequeña colina perdida en el desierto. En ella había un par de cuevas. Tal vez un oso habitaba aquel lugar pero, si así era, hace mucho tiempo que se había marchado. Estaba claro, no habían más que manzanas en aquel desierto. Coincidieron en que pasarían la noche en aquel sitio pero cuanto antes intentarían encontrar alguna aldea, o al menos algún bosquecillo donde hubieran raíces, hierbas o…¿Por qué no?... alguna lagartija. Cuando el sol estaba a punto de esconderse, Tarek subió a la cima de la colina a observar la puesta del sol. Iki y Catril lo acompañaron. Fue aquella la primera vez que pudieron observar tan claramente aquel espectáculo tan deslumbrante. La aldea natal estaba rodeada de árboles y, por la tarde, la gran montaña Saum parecía tragarse al sol. Se habían preguntado más de una vez si realmente la montaña cuidaba de él o si algo más pasaba en aquel momento. Ese algo más era precisamente lo que veían… el sol seguía cayendo lentamente sin encontrar obstáculos en medio. El desierto se desparramaba hasta donde se perdía la vista y, en complicidad con él, la estrella cambió de tonos y colores… del amarillo al naranja… del naranja al rojo… y luego tan solo un resplandor. 197
Tarek no tuvo palabras para describir aquello pero coincidió con la apreciación de Catril que nunca podrían ver una puesta de sol más hermosa que la de aquella tarde. Pero estaban equivocados. El día siguiente encontraron un gran lago. En él vertía sus aguas el río que habían seguido sin descanso durante días. Había peces, muchos peces y también en él, al atardecer, el sol se reflejó de otra forma, como nunca habían visto. El sol volvió a esconderse lentamente, pero desde donde estaban observando, por el reflejo en el lago, parecían dos los soles que se volvían de color naranja, y juntas desaparecían en la otra orilla. Sabían que era tan solo un reflejo… pero ¡Que bello espectáculo!... Aquella tarde, concluyeron que aquella había sido la mejor puesta de sol que verían en toda su vida… Pero también estaban equivocados… Un día más pasó y aún les quedaba ganas, después de comer otra vez pescado, de esperar a que el sol y su reflejo se sumerjan en el lago. Pero junto antes del momento unas nubes extraviadas se cruzaron en el camino y se lo llevaron… solo quedó para acompañarlos su esplendor… y se sintieron tristes. Iki aulló y Tarek lloró. Había disfrutado tanto el atardecer anterior que temía, con razón, que aquella había sido la última puesta hermosa de su vida. Tal vez las nubes se lo hallan llevado para siempre… Pero volvió al día siguiente… una y otra vez el sol les regaló un atardecer diferente, siempre distinto y bello… solo debían estar en movimiento para apreciarlo. El atardecer de un sitio era tan diferente al de aquél otro… y ése al de tantos otros… Tarek cogió otra hoja y escribió allí una nueva reflexión… “Cuando creas haber encontrado el atardecer más bello deberás continuar buscando… te sorprenderás de lo que encontrarás si caminas un poco más” –Ése sí –le dijo Catril mientras echaba un vistazo en lo que Tarek escribía. –Gracias entonces… –le contestó sonriente. Fue aquella la última noche que pasaron solos. Estaban cerca de los humanos, estaban cada vez más cerca de descubrir que su mundo era mucho más grande de lo que pensaban. Al mediodía de la décima jornada, habiendo dejado el lago a sus espaldas, se encontraron con un precipicio. A sus pies, a lo lejos, un inmenso bosque cubría un gran valle y en el centro de éste, pudieron observar algunas chozas, animales grandes y gente, mucha gente. “¡Una aldea!”, gritaron emocionados. 198
Justo en medio de la aldea se divisaba una gran hoguera cuyas llamas se alzaban varios metros hacia el cielo. Claro que, en la aldea de Tarek, jamás habían visto una hoguera, el poco fuego que habían conocido era muy pequeño y solo aparecía cuando caía un rayo cerca de la aldea, o sea… casi nunca. Pero un fuego tan grande como ése no habían visto jamás. Así que ni Tarek ni Catril encontraron palabras para definir qué es lo que era aquello que iluminaba tanto… Catril, en uno de sus lapsus premonitorios pareció encontrar la palabra justa y la gritó al viento… –¡Es una rueda! –exclamó emocionado. –No creo –respondió Tarek–. Jamás hemos visto una… –Por eso... ¿Cómo sabes que eso no es una rueda? –Porque nunca tienes idea de lo que dices, Tarek… –Yo, puedo llamarlo como quiero –respondió–. Nada viene con nombre… pregúntale a Iki cómo se llama o qué es lo que es… Te contestará que su nombre es guau y que pertenece a la familia de los guau y poco más. Tarek odiaba admitirlo pero, por primera vez, Catril llevaba razón… ¿Cómo impedirle que le ponga el nombre que quiera a lo desconocido? Es más, Iki era un perro porque así le habían enseñado que se llamaba a ese animal… pero… ¿Cómo ponerle nombres a lo que aún no hemos descubierto? ¿Cómo impedir que Catril llame a cada cosa como quiera? Catril, convencido, intentó, durante toda la noche cambiarle el nombre a cada cosa que encontraba por el camino… así una roca pasó a llamarse rock; a Iki comenzó a llamarlo dog y, a Tarek, friend. Lamentablemente para Catril, aquellas personas de la aldea habían bautizado a esa hoguera con el nombre de fuego y, a pesar de la insistencia del muchacho, se negaron a cambiarle el nombre. Dos fueron las razones que hicieron recapacitar a Catril en su lucha por una nueva lengua... La primera razón fue la intolerancia de Iki, que no soportó ser llamado de otra forma y lo persiguió a mordiscones hasta que volviera a referirse a él como debía hacerlo. La segunda razón fue la recomendación de un viejo sabio de la aldea, que le insistió.. “Tu puedes llamar a las cosas como quieras… pero… ¿Te imaginas que malo sería para todos si cada aldea decidiese llamar de forma diferente a todo lo que le rodea? No nos entenderíamos y sería mucho más difícil ser amigos”.
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CAPÍTULO VII EL ARCO IRIS Y LOS CARACOLES
A
duras penas descendieron hasta la aldea en cuestión. Fueron bien recibidos, mucho mejor de lo que esperaban. Aquellos humanos tan amigables, los primeros que veían desde que habían caído por la cascada, les invitaron a cenar y esa fue la primera vez también que se acercaron a eso que se llamaba fuego. –¿Qué los trae por aquí? –le preguntó el anciano a cargo de la aldea. –Mamuts –dijo Tarek–. Somos cazadores de mamuts. –Y de plátanos –agregó Catril–. Cazadores de plátanos… –Bueno –respondió el viejo mientras se peinaba la barba–. Mamuts no he visto jamás, ni se lo que son. Pero plátanos si. Pueden quedarse aquí esta noche si así lo desean, y mañana pueden continuar su cacería. Aceptaron gustosamente el ofrecimiento de aquel hombre, ya se había hecho de noche y estaban muy cansados. El resto de los habitantes de la aldea prepararon una gran cena, luego un baile, y después, cuando Tarek pensaba que finalmente podrían ir a descansar, les informaron que en aquella aldea estaba prohibido dormir de noche… Adoraban a la luna, el astro era su dios, y desde que aparecía en el cielo hasta que el sol la apagaba debían permanecer a su lado. Todas las noches, de todos los meses, de todos los años, permanecían despiertos, buscando madera, comida y explorando nuevas tierras, siempre y cuando que la claridad de la luna se lo permitía. –¿Acaso no saben que con la luz del sol se ve mejor? –preguntó extrañado Tarek mientras intentaba mantener despierto a Catril que se estaba durmiendo de pié. –¿Qué dices niño? ¡No puedes decir eso! Puedes enfadarla. La Luna lo es todo. Nos da comida, nos protege de la luz del día. ¿Cómo puedes pensar así? ¿O acaso has visto alguna vez a alguien que duerma de noche?. –Pues de donde yo vengo todos duermen de noche –insistió Tarek mientras le propinaba otro sonoro bofetón al pobre de Catril, que se dormía–. A la gente de mi aldea no le interesa ni el sol ni la luna, porque nos protege Saum, la gran montaña. –¡Blasfemia! No pueden quedarse aquí. Están intentando llevar a nuestra gente por el mal camino. Son enviados del sol, son malignos – exclamó el anciano con el rostro desencajado. –Nosotros solo queremos cazar unos mamuts –dijo Tarek intentando conformarlo. –¡Mentiras! –gritó el viejo– ¡Fuera de nuestra tierra! ¡No vuelvan! Hemos vivido aquí por generaciones. Nuestros padres y abuelos crecieron así. Cazamos nuestra comida de noche. Durante el día la luz del sol 200
nos lastima. De día salen animales hambrientos, tigres y otros monstruos que intentan cazarnos a nosotros… –Lo entiendo, pero nosotros… –¡Nada! ¡Ustedes… nada! –insistió enfurecido–. Quiero que se larguen de aquí, no quiero, no quiero ver a ninguno de los dos por aquí… ¡Y también llévense al coso peludo ese que está dormido de pie! Catril, Tarek e Iki siguieron su marcha. Nuevamente estaban solos, en un lugar totalmente desconocido y con un cansancio terrible. Pronto llegaron a un sitio muy tranquilo, y allí se echaron a dormir. Tarek, antes de caer exhausto sobre la roca que sería su cama, escribió en otra hoja lo que le habían dejado para pensar aquellas personas… “Hay gente que es muy diferente a nosotros, gente que cree que la luna es su dios, cuando todo el mundo sabe que es la montaña la que nos protege. Ésta gente tiene miedo a los animales y al día… pero está claro que son más peligrosos los animales que salen de noche. Hay gente que es muy diferente… y eso es peligroso” Despertaron por la tarde y continuaron su camino hacia donde se escondía el sol, compartiendo nuevos y mejores amaneceres Alejándose cada vez más de su aldea. Cuatro días más pasaron sin que vieran otra cosa que no sea bosque. La buena noticia era que las raíces y las frutas que encontraban por el camino eran muy deliciosas, la mala noticia era que la pelambre de Catril se había convertido en una molestia para el pobre muchacho, y ya empezaba nuevamente a asustar a Iki, que por ello estaba cada vez más violento con él. Tarek lo afeitó con una piedra que tenía un borde muy filoso, aquella misma que amarraba a la punta de la lanza que se había fabricado. Al amanecer del quinto día fueron descubiertos por un par de cazadores de una tribu cercana. Fueron escoltados hasta el caserío donde vivían, y una vez allí se encontraron rodeados por decenas de personas curiosas, que vestían totalmente diferente a ellos, eran humanos… !Pero tan distintos! –¿Qué tenemos aquí? –se preguntó el jefe de la tribu con una voz muy ronca–. Dos niños y un perro –se respondió. –Eso –dijo Catril, que pelado parecía tener más coraje. –Bueno, supongo que están perdidos. Pobrecitos –insistió el gigante con cara de malo y cabellos erizados. –No precisamente –le dijo Tarek–. Estamos buscando mamuts. Para que nuestra gente pueda comer… –¡Ahhh!... Niños soñadores… ¡Que bueno! –exclamó el hombre, que parecía ser bastante agradable al fin y al cabo– Pueden quedarse aquí en nuestra aldea si lo desean, somos gente muy buena. Quédense tranquilos, nuestro dios los protegerá mientras estén aquí. 201
–Gracias –le dijo Tarek– Que la Gran Montaña Saum también los proteja a ustedes por su amabilidad. –¿Saum? –preguntó extrañado el hombre– ¿Una montaña es tu dios? –¡Yo creo en la luna! –proclamó Catril intentando salvar así su pellejo– ¡Arresten a éstos infieles! –gritó luego, señalando a sus amigos… –¡Blasfemia! Son como aquel otro hombre que hemos encontrado hace un tiempo que creía que no había un dios. ¡Guardias! ¡Llévenlos a prisión! Un grupo de guardias los condujo hasta una pequeña tienda donde tendrían que esperar a ser juzgados y condenados. Iki, que no se enteraba de nada, o sea poco menos que Catril, solo movía su cola… le encantaba el protagonismo. Allí se encontraron con otro hombre, que solo comentó provenir de la otra aldea y que había sido también apresado, pero por no adorar nada. En ese lugar, con frío y sin comida pasaron la noche. Al mediodía del día siguiente se celebró una gran reunión en el centro del caserío. Los prisioneros serían juzgados. Sería decidido allí mismo si serían arrojados al fuego y así ser entregados como ofrenda a su dios, o serían perdonados. –Tienen suerte –exclamó el gigantesco jefe de la tribu desde su trono–. Somos un pueblo muy tranquilo. No les haremos daño si admiten creer a nuestro dios… El Fuego. –¡Amo a su dios! –gritó Catril, eufórico, mientras lo guardias lo intentaban que deje de enviarle besos a la fogata. Tarek y el otro hombre repitieron la mentira. Iki solo ladró. Apenas fueron liberados comenzó una gran fiesta, con música y deliciosas comidas. Todos bailaron y cantaron. Pero llegó la lluvia y apagó la fogata. La reunión se interrumpió y todos corrieron a protegerse a sus tiendas. Los ex prisioneros, el jefe, y un par de guardias, buscaron refugio de la aguacero bajo un frondoso árbol. –¡Vaya dios! –protestó en voz alta Catril– Hasta el agua puede con él. –Bueno –admitió el jefe, un poco resignado y para nada molesto–. He de admitir que a veces se olvida un poco de nosotros. Debe tener mala memoria. ¿Acaso la luna no abandona jamás a tu pueblo? –preguntó, dirigiéndose a otro hombre de la aldea cercana… –Mmmm… La verdad es que… Hay noches que desaparece y nos deja absolutamente a oscuras. Es que a veces se olvida… –aceptó humildemente. –¿Y su montaña, Saum? ¿Se olvida alguna vez de vosotros? –le preguntó ahora el jefe a los chavales. –¡Jamás! –proclamó Catril provocando la sorpresa de los demás presentas– ¡No nos ha fallado ni un solo día. ¡Siempre en el mismo lugar con su manto de nieve para que no nos falte nada! Sobretodo para que no nos falte nieve ni frío… ni hambre. 202
–Salvo en verano –acotó Tarek–. Es que Saum tiene muy mal genio, y a veces se olvida hasta de eso… Quedaron en silencio por un buen rato, intentando tal vez comprender por qué sus dioses eran tan despistados. El jefe decidió ese mismo día que en nunca más se arreste a la gente por creer en otros dioses. El adorador de la luna prometió que convencería a su pueblo de no luchar más contra los que creían en el fuego o en la montaña. Y que no creía en nada prometió empezar a creer en los hombres, que podían llegar a ser amigos aún creyendo en dioses diferentes… Tarek rompió la última hoja que había escrito, y esa misma noche escribió otra… “Al parecer la personas en este mundo creemos en dioses diferentes. Pero todos los dioses parecen olvidarse alguna vez de nosotros. Prefiero pensar que todos son igualmente grandes a que no exista en realidad ninguno. También parece que a pesar de esas diferencias los hombres pueden tratarse bien si se respetan.¡Es que somos iguales!” La intensa lluvia continuó por un par de días más. Los cazadores de mamuts decidieron abandonar la aldea y seguir su camino. Los aldeanos les dieron mucha comida y abrigo para el viaje. Hasta tuvieron el detalle de regalarle un viejo hueso a Iki aunque nadie tuvo el valor de preguntar de donde provenía. Empapados caminaron muchos kilómetros más. Aquel diluvio parecía no tener fin. No estaban acostumbrado, en su aldea solo caía nieve de vez en cuando . No podían creer que hubiera tanta agua en el cielo y llegaron a creer que nunca acabaría. Sin dudas aquello era malo, no podía significar nada bueno que se produzca un chaparrón de esas características. Era horrible. Pero mayor fue su sorpresa al comprobar una tarde que las nubes se alejaron, y aunque todo estaba encharcado y frío, un extraño regalo les fue dejado. Un arco de luces de colores cruzaba el cielo sobre ellos. En él encontraron los colores mas bellos que habían visto jamás. Le hubiera gustado a Tarek que estuviera su familia en aquel momento junto a él para disfrutar de ese espectáculo. Era realmente bonito. Volvió a caer una llovizna al día siguiente, y luego apareció nuevamente el gran arco. Y aquello se repitió otras veces más durante las semanas que siguió la lluvia. Tarek, Catril e Iki, finalmente perdonaron a la lluvia y se hicieron amigos de ella. Esperaban ansiosos cada visita que les hacía, y disfrutaban de aquel maravilloso regalo en el cielo que les dejaba al partir. Una día, bajo el colorido arco, Tarek intentó escribir lo que pensaba sobre un gigantesco pétalo que encontró por el camino; pero no encon203
tró una palabra en su vocabulario que describiera con precisión aquel milagro… –“Llámalo Cielo” –aconsejó Catril. –No se puede. Ya existe. –Entonces, llámalo Arco de Colores –insistió. –Bonito pero es un nombre muy largo… –concluyó Tarek. –Arco iris –gritó entonces una vocecita, desde algún lugar vecino… Catril y Tarek quedaron petrificados y volvieron la mirada hacia Iki que estaba luchando contra su hueso hacía un buen rato. No era entonces él quien había pronunciado aquellas palabras ¡Menos mal! –pensaron–. ¿Quién había sido entonces? Un par de caracoles verdes, desde lo alto de la piedra, parecían atentos a la situación. Hasta que uno de ellos, milagrosamente, repitió… “Arco Iris, así se llama”. Los jóvenes dieron un gran salto; Iki desapareció y se produjo un gran silencio. –Te he dicho que no nos entienden –le recriminó el otro caracol al que había hablado. –Tienes razón –aceptó desilusionado el parlanchín–. Los humanos son muy tontos. Un poco estúpidos. Es una lastima que no puedan aprender de nosotros… Los niños permanecieron en el mismo sitio, con la boca abierta, durante un tiempo más, hasta que los caracoles desaparecieron. ¡Eso quiere decir que existe en este mundo otra criatura que puede hablar con los humanos! – pensó Tarek que no podía creer todas las cosas increíbles que le habían sucedido en un par de semanas. ¡Y que bonito nombre habían elegido para el arco! Escribió entonces Tarek, del otro lado del pétalo… “A veces parece como si la tormenta es mala y todo lo destruye. Pero la mayor parte de las veces, al partir, nos regala un arco iris y demuestra que también tiene su lado bueno ¡Nada es tan malo como primeramente nos parece! Solo hay que saber esperar…” Volvió Tarek a doblar aquel escrito y lo guardó junto a los otros que ya tenía. Pensó que sería bonito si algún día pudiera compartirlo con su familia, con su hermano y sus otros amigos. Se prometió entonces seguir escribiendo sobre lo que encontraba por el camino. Serían instantáneas de lo que había descubierto a lo largo de su gran aventura… A medio día del camino, en el centro de una gran llanura, se toparon con otro anciano. Pero éste parecía triste. Lloraba. Al ver acercarse a los chicos se secó las lagrimas e intentó aparentar que nada le ocurría, pero Tarek, conmovido intentó consolarlo. –¿Que le sucede, viejo solitario? –le preguntó. 204
–Nada, no os preocupéis –les respondió–. Es que he perdido una cosa y tengo miedo de no encontrarla. –Podemos ayudarte –insistió Catril–. Dinos cómo es y buscaremos contigo. Nosotros hemos perdido unos mamuts, pero como no sabemos como son, no estamos seguros si es que lo encontraremos. –Lo que se me ha perdido es mucho mas pequeño que un mamut. –Dinos entonces, buen hombre, qué es lo que has perdido –reclamó Tarek. –Se me han perdido dos caracoles parlanchines –se lamentó el viejo– . Debo encontrarlos pues son los últimos que quedan. Si no los encuentro se extinguirán... –Y guardando un minuto de silencio, continuó– . ¡Y ahora recuerdo que también he perdido un gran barco lleno de animales!… ¡Necesito hallarlo antes que siga lloviendo! ¡Por favor avisadme si lo encontráis! Pensaron que el viejo aquel estaba loco y prefirieron no decirle que habían visto a los caracoles. ¿Cómo podía haber perdido aquel hombre un barco en el medio de aquella planicie? ¿Qué haría con los animales en él?… ¿Qué es lo que era un barco? En silencio se alejaron de el anciano; sabían que no encontraría jamás a sus caracoles parlanchines. Un rato después, Catril, conmovido, dejó caer una lagrima por su mejilla. Tarek lo consoló, pero también le recriminó diciéndole… “Es que… hombre… ¿A quién se le ocurre?... No tendrías que habértelos comido…”
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CAPÍTULO VIII EL CAZADOR DE CAZADORES
I
nmensos valles cruzaron, más nadie parecía haber visto a los mamuts. Empero conocían todos la misma leyenda... que eran grandes, peludos y que posiblemente tenían una pata de más entre los ojos. Algunos decían que serían fieros y agresivos, que no importaba cuanta hambre hubiera pues muy peligroso sería ir en su búsqueda, otros en cambio, les alentaban a que continuaran el gran viaje, aunque eran precisamente éstos los que primero se negaban a acompañarlos, sabían que la idea era noble pero tenían más temor a perder lo poco que tenían y sobrevaloraban… a hallar un tesoro que los dignifique. Muy acostumbrados estaban a reírse de los animales por su aparente simpleza, cuando ellos mismos no hacían más que agruparse en tribus para esperar que pase el tiempo… comer, dormir… morir. El arco iris y las lluvias les acompañaron por un par de días más. Tarek estaba agradecido por la suerte que habían tenido, se habían encontrado con personas muy amables y de costumbres bastantes diferentes a la suya a lo largo del camino. Pero aquello, al contrario de lo que se podría pensar, le había provocado más curiosidad por ver “quién más” vivía hacia el horizonte, aunque también se preguntaba qué es lo que hubieran encontrado si hubieran tomado el camino de la derecha en el cruce del río. ¡Que interesente sería que hubieran más personas, más tribus, más costumbres que conocer! Cuanto más diferentes eran los humanos… más iguales les parecía. La inquietud de todas aquellas personas parecía ser siempre la misma, aunque esa inquietud utilizaba diversos disfraces… ser felices, sufrir lo menos posible y que nadie los moleste. –¡Eso no es cierto! –les dijo un cazador que pasaba por el lugar arrastrando una pequeña jaula de madera–. No somos iguales, ni todos pensamos igual. –Es difícil creerte, cazador. Hemos recorrido muchos valles y todas las personas, incluyéndonos, llamamos a nuestro dios con diversos nombres, a nuestros alimentos de forma distinta, cazamos con armas diferentes… Pero al fin y al cabo hacemos todos exactamente lo mismo, aunque odiemos reconocerlo. A todos por igual nos aterra la idea de que eso cambie… –Te entiendo niño y yo también soy así. Soy cazador, hijo del árbol y de toda la naturaleza. He conocido a gente que amaba al fuego, otros a la luna… pero a mí, la que me da alimento, sombra y calor, es “La Selva” –Pero entonces –le preguntó Tarek–. ¿Qué es lo que te hace diferente a todos, o a nosotros? Precisamente… eres igual porque en algo eres pequeñamente distinto… como Catril, que… pobre… es medio raro… pero dentro de su rareza es igual a nosotros. 206
–Es que no has entendido niño. Tienes razón en que todos tenemos necesidades, miedos, y eso nos une, aunque pensamos que nos separa. Tenemos miedo de perder lo que tenemos si nos hacemos amigos de personas que piensen diferente, pero en el fondo, lo que tenemos es poco, muy poco, y si lo podemos perder tan fácilmente… es que nunca fue nuestro. La diferencia es quién provoca ese miedo… y cómo lo hace. Catril se alegró, aunque no había entendido nada. Eso era lo que lo hacía especial y diferente, no necesitaba mucho más para alegrarse y ser feliz. Con solo el hecho de ver una sonrisa en otra boca su corazón estaba encantado. Iki, menos enterado de las ideas del cazador, disimuladamente lamía las patas a una de las liebres que éste había atrapado y que aún luchaba por escapar de su encierro. Tarek, intrigado, le preguntó entonces quiénes eran aquellas personas que aquel cazador creía diferentes… –Los Bárbaros…así les llamas. Son diferentes. Parecen ser mucho más inteligentes que el resto y habitan estos valles. Son distintos porque apenas se esfuerzan y no les falta nada. Ni alimento, ni protección… nada –Que envidia. ¿Cómo lo hacen? –No de la forma que te imaginas, ellos creen que han nacido especiales, alguien les ha contado la leyenda donde les decía que eran especiales, poderosos, propietarios de la sabiduría del mundo. Y otras tribus les creyeron. –¿Y que pasó? ¿Era cierto? –No del todo. Pero consiguieron que las tribus vecinas cazaran para ellos, que los agricultores les ofrezcan el fruto de la tierra, los hacheros madera, y que así nunca les faltara nada. Todos estaban convencidos que aquellos hombres, Los Bárbaros, eran tan poderosos que con un leve movimiento de brazos llamarían a las enfermedades, las lluvias, las tormentas, que decían, eran sus sirvientas y nadie jamás osó enfrentárseles. –Que increíble. ¿Dónde vive esa gente maravillosa? –Pobres, han perdido sus poderes. Un día, uno de los trabajadores se les opuso y, convencidos, ordenaron que llueva diez noches y diez días como castigo… pero nada ocurrió. Tampoco hicieron caso las enfermedades, ni las tormentas… Aquella gente trabajadora le perdió el miedo, el respeto, y decidió no trabajar más para ellos… Por meses, los Bárbaros intentaron, con amenazas, volver a recuperarlos pero no regresaron… Finalmente, exhaustos y hambrientos reconocieron que eran iguales a los trabajadores, que no tenían más poderes que ellos, y les rogaron a aquellos hombres que regresara a enseñarles a trabajar la tierra, a talar los árboles y a cazar con lanzas… –Entonces… No eran especiales... –concluyó Tarek–. No tenían más poderes ni inteligencia que el resto de los seres humanos. Es más, eran más inútiles, pues no sabían hacer otra cosa que comer y dormir… –y repitió nuevamente cuando el cazador le sonrió–. ¡No eran especiales! –Te equivocas –le contestó el hombre, mucho más serio– Los Bárbaros SOMOS diferentes. Hace años abandonamos a aquellas tribus rebel207
des y tontas; ahora hemos encontrado otro sitio, de gente más pobre y sencilla, que han creído nuestra leyenda. Gente primitiva y básica que… ¡Como ven! –exclamó enseñando las liebres– ¡Cazan para mí! –No criticaré lo que haces –le dijo Tarek– Pero no debes llamarte cazador, pues solo usas a esas personas para tu bienestar. –Soy cazador de cazadores –gritó el hombre. –Mi padre es cazador de verdad, y jamás cazaría para nadie que no sea su familia… No teme a la lluvia, ni a las tormentas…. Solo a la nieve… en invierno. –Todos temen a algo o a alguien niño… ya lo ves… nosotros simplemente se lo hacemos más fácil. Ahora no amenazamos con lluvias… amenazamos con armas. –Pues algún día se darán cuenta de lo que vosotros hacéis –reclamó Tarek–. Y nadie les creerá vuestras mentiras. –Imposible… el hombre necesita sentirse inferior a algo, a alguien, protestará, se quejará, pero es preso de sus temores, de sus pesadillas y, aunque parezca mentira, también de sus sueños. –Seguramente, cazador de cazadores, aquellos hombres que descubrieron vuestra mentira ahora estarán previniendo a todas las demás personas de vuestra intención…. ¡Vuestra farsa. vuestra leyenda, tiene los días contados! –Iki también ladró, enfurecido... –No niño, el mundo no funciona de esa forma, te lo estoy diciendo. Aquellos hombres que abandonamos ahora son amos de otros pueblos y ahora son más ricos, más poderosos, amigos nuestros. Están haciendo lo mismo que hemos hecho con ellos. Nadie puede evitar nuestro dominio. Dejaron atrás a aquel cazador sin volver a dirigirle la palabra y siguieron su camino. Tarek estaba seguro que aquel era un loco que se había inventado toda aquella historia. Decidió no darle mayor importancia. En una hoja amarilla escribió. “En el camino hemos encontrado un loco, que ha contado una historia sobre pueblos dominantes y dominados, de armas, leyendas y gente humilde que les tiene miedo y trabajan la tierra por ellos. Me quedo tranquilo porque aquel cazador loco era un iluso. Ni aunque tuviera razón podría engañar a toda la gente del mundo. En poco tiempo, seguro, todos se darían cuenta, se opondrían y no habrían pueblos que se crean superiores por tener más armas…” La tranquilidad de Tarek contrastaba con la preocupación de Iki y Catril, que estaban hambrientos. En ese momento se presentó una liebre, mucho más pequeña que las que habían visto en la jaula. El diminuto animal orejudo los observo un buen rato, les pasó su hocico a cada uno y siguiendo el rastro del cazador, se alejó. 208
Tarek se imaginó que aquella sería la cría de las liebres atrapadas y se sintió triste por la chiquilla. Pero no por mucho tiempo. Para cuando intentó buscarla con la mirada Catril la tenía entre sus manos y le propinaba unos buenos lenguetazos. –¡No la comas! –gritó Tarek–. ¡Es sólo una cría que ha perdido a sus padres! Catril la soltó, visiblemente conmovido. La liebre se alejó un poco de él y se quitó la baba de las orejas sacudiéndolas. Miró fijamente al hambriento Catril y, para sorpresa de él, le habló… –¡De una buena te has salvado! –le dijo la liebre–. No se supone que hablemos con humanos, pero como no se si lo eres, he de advertirte. –¡Que dices! Si eres muy pequeña –le respondió Catril –Pues mi ejército te hubiera devorado si me hacías daño –… y mientras decía eso, miles de liebres salieron de los costados luciendo sus peligrosísimas mandíbulas…–. Iremos a rescatar a nuestras hermanas…Tal vez un mordisco mío no te haga daño. Pero miles de pequeños mordiscos pueden ser insoportables… De un salto Catril regresó al lado de Tarek e Iki. La pequeña liebrecilla pareció despedirse con un leve movimiento de orejas y se alejó seguida por su ejército. –Nunca hubiera pensado que las liebres hablaban… –le comentó a Tarek mientras caminaba tembloroso. –Las liebres no hablan Catril –le dijo el niño. –A mi ha hablado. ¿No habéis escuchado? –Claro que no. Es imposible –le contestó Tarek mientras reía. –Pues esta vez va en serio. Me ha dicho que iban a rescatar a las otras liebres. –¡Imposible! No sabrían cómo. Y a lo lejos escucharon los gritos del cazador, que estaba siendo atacado por cientos de liebres. Luego se escuchó al cazador maldiciendo a las liebres, que se habían robado su comida… Catril, que según parece, podía hablar con las liebres, se adelantó unos pasos, marchando por delante orgulloso de si mismo, y continuó así por un buen rato. Más erguido que nunca. Tarek, en cambio, se alegró por aquellas liebrecillas, seguramente el cazador se lo pensaría dos veces la próxima vez que se enfrente a ellas. Y sonrío al darse cuenta que tal vez esa era la forma de combatir a esos Bárbaros malvados, uniéndose todos y dando pequeños mordiscos, diminutos mordiscos, todos juntos. Se siente menos miedo cuando se está entre amigos, concluyó. En la aldea de Tarek, mucho más al este de donde ellos se encontraban, el nuevo invierno había llegado. Hanuk, Aina y el pequeño Irué intentaban volver a la normalidad a pesar de la ausencia de Tarek. Pero el viejo de la cueva insistía en que el niño y sus acompañantes estaban vivos, y que en cualquier momento podrían regresar. 209
El frío, vestido de viento y nieve volvió a lanzarse sobre la aldea, pero esta vez no les tomó por sorpresa. Si de algo había servido el sacrificio de aquellos niños al aventurarse a lo desconocido, ese algo seguramente habría sido que el resto de los lugareños le perdieran el temor al bosque. No existía la bestia negra, una leyenda de cobardes, y nada podía impedir que se aventuren tanto de día o de noche a buscar comida. Habían peligros, tigres dientes de sable, raíces venenosas y otras alimañas, pero cualquier cosa que se les enfrentara sería terrenal, se alimentarían del bosque, como ellos, y no de sus miedos y prejuicios. Todos los que vivían allí fueron de gran ayuda para la familia de Tarek. Nadie osó mencionar la posibilidad de que ellos no estuvieran sanos y salvos. Alentaban permanentemente a Hanuk a seguir esperando el regreso de su hijo “El Gran Cazador de Mamuts”, pues aquel era su sueño; y todos confortaban a la también esperanzada Aina. Parecía claro que donde realmente viven las personas no es en la tierra, sino en la memoria y en el recuerdo de quienes los aman. El cómo percibimos la vida es algo que nos es obsequiado por nuestro cerebro, los recuerdos y la experiencia, así el bosque era antes malo, peligroso… y ahora un lugar como cualquier otro. Y así Tarek pasó de ser, para todos ellos, de un niño curioso y simpático a un héroe, un aventurero, un cazador… y así vivió en los recuerdos, en un pequeño sitio amueblado y cálido en el centro del corazón de quienes lo habían conocido y seguían esperándole. No hay muerte donde quedan los recuerdos, el ejemplo y los buenos amigos. Tarek vivía su sueño… y podía estar tranquilo… nadie ha podido jamás matar una utopía, una ilusión o una fantasía.
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CAPÍTULO IX EL NIÑO PELIRROJO
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olo el desierto hallaron frente a ellos durante el camino hacia poniente. Un desierto frío e inhóspito. Llegaron a un gran valle que carecía de vida. Solo rocas formaban el paisaje, sospecharon que pasarían otra buena temporada sin probar bocado si seguían en esa dirección. Mantuvieron igualmente la marcha, confiando en el pálpito de Tarek, que pensaba que en esa dirección darían finalmente con los mamuts. Cuando estaban buscando resguardo del frío y el viento, para pasar la noche, escucharon una voz muy joven que, a lo lejos, los reclamaba. Era la voz de un niño, que les ofrecía comida y mantas de piel para cobijarse si aceptaban quedarse a hacerle compañía. Ellos, sin otra alternativa, aceptaron. El niño tenía el cabello del color del atardecer, era rojo, naranja, brillante. Parecía más joven que Tarek y Catril, unos siete u ocho años. Iki, por su parte debía tener unos catorce años… es que la edad de los perros, sabemos, es correspondiente a unos siete de los humanos. Tarek, que no se contaba del todo entre los humanos no celebraba sus cumpleaños pues no estaba muy seguro de cuando había nacido. Lo habían encontrado los cazadores de la aldea en una de sus internadas al bosque, pensaron que sería un monito por la cantidad de pelo que lo cubría… pero aquel monito les dijo “!Hola muchachos!”, lo que los sorprendió. Uno de los hombres, que luego se convirtió en su papá adoptivo, le gritó asustado que los monitos no hablan… y el le dijo que “Bueno, disculpen…” y así permaneció durante años hasta que finalmente se hartó de guardar silencio… circunstancias que, como sabemos, les había llevado a convertirse ahora en mejores amigos… y así se lo explicaron al muchachito pelirrojo a la hora de presentarse. –Bueno –aclaró Tarek al respecto–. No puedo decir que Catril sea mi mejor amigo, eso sería una ofensa para él y para los otros… pues no puedo compararlos. Prefiero pensar que Catril más que mi mejor amigo es mi imprescindible amigo…. Catril es el que más me hace reír y el que más me hace enfadar… –Entiendo –le contestó el chiquillo de cabellos rojos–. Yo no tengo muchos amigos por aquí… es más, hace meses que no veo a nadie. Iki sintió lastima y se acercó a lamerle una mejilla, si necesitaba amigos ahí estaba él. Catril comenzó a lamerle la otra… Parecía obvio que los viajeros necesitaban ya alimentarse. 211
–Y tú, entonces…– le preguntó Tarek– ¿Qué haces en éste lugar tan solo? ¿Es que te has perdido? –Que va. Estoy aquí porque quiero –respondió el chaval–. Es que aquí he descubierto mi vocación… –Nosotros también –acotó Catril mientras finalmente soltaba la cara del niño. –Ha dicho “Vocación”, Catril –le recriminó Tarek–. No “Vacación”… – y dirigiéndose nuevamente al niño le preguntó–. ¿Y que vocación es esa?... –Aquí, como ven, soy arquitecto de paisajes… creo vistas, montañas, bosques… para que éste gran desierto, que parece vacío, abandonado, en muchos años sea frecuentado por animales, personas y ríos. Los tres viajeros miraron extrañados al pequeño, sin dudas no sabía lo que decía, no había forma que un niño de su edad pudiera crear un bosque… y mucho menos un bosque en aquel desierto… –Ya sé que ustedes no me creen, nadie lo hace. Pues para que se enteren, los grandes cambios se producen de a poco, y para cuando haya pasado mucho tiempo aquí habrá vida. –¿Y que herramientas utilizas para lograrlo? –preguntó Tarek. –El tiempo, querido Tarek, el tiempo y la perseverancia… Observa aquí –les dijo enseñándoles una pequeña piedra sobre la arena… El niño cogió la piedra y comenzó darle golpes al suelo, una y otra vez… Pasó media hora y seguía insistiendo en el mismo punto, sin que nada ocurriese, hasta que exhausto se detuvo, se inclinó y apoyó su oído en la tierra intentando escuchar alguna respuesta desde el otro lado. Tarek y Catril, mientras, guardaban silencio. –¡Ahora! ¡Ahora! –gritó el niño, y donde había estado golpeando con la piedra se produjo una pequeña grieta. Se apartó un poco de ella y comenzó a saltar de alegría– ¡Lo he logrado! ¡Lo he logrado! ¿Han visto? –Si, si, lo hemos visto –respondió Tarek, preguntándose a si mismo si realmente algo había ocurrido, aparte de haberse literalmente abierto el suelo. –¿No lo entienden? Aquí he creado un pequeño valle, si sigo insistiendo habrá pronto un sitio donde pueda escurrirse un río, y donde los animales se acerquen a beber… Tarek quedó impresionado por la explicación y optimismo del muchacho. Después de todo tenía buena intención. Pero el niño insistió… –Se llama erosión. No menosprecien su poder. Pues es hermano de la paciencia, de la constancia y del tiempo. Todo puede ocurrir si le damos el tiempo y la dedicación suficiente. Como lo hace el viento, aunque no lo veamos. ¡Es que hay tantas cosas que no vemos y trabajan en silencio! 212
Tarek, Catril e Iki aceptaron sus explicaciones y tomaron nota del consejo del niño pelirrojo. Festejaron junto a él por su alegría, aún a pesar de no comprenderla muy bien… pero… ¿Acaso no se trata de eso la amistad?. Durmieron luego todos juntos, al costado de la fogata y del diminuto valle, justo en medio de aquella gran planicie. Por la mañana decidieron continuar su viaje, pero antes bebieron un poco de agua de rocío, que se había acumulado en la grieta. Pero antes de alejarse, Tarek aún necesitaba respuestas para una última duda… –Entiendo lo de la insistencia, la dedicación, y el poder de lo que llamas erosión. Pero, eso formará montañas, como dices, valles y quebradas… pero ¿Cómo harás para traer hasta aquí, hasta éste desierto… a los bosques, las plantas y las flores? –Pues ese es trabajo del viento, Tarek; él quizás traiga semillas, tierra, y así la vida a mi paisaje… Pero, aparte he venido preparado, he traído conmigo una gran bolsa de semillas y raíces para ayudarlo. Precisamente la tengo aquí –dijo, inclinándose para levantar una bolsa bastante amplia que, para sorpresa suya, estaba absolutamente vacía… Catril, dio dos pasos hacia atrás, intentó silbar una cancioncilla y, al verse condenado por los ojos de los demás, echó a correr hacia el poniente… sabía que, nuevamente, se había comido lo que no debía. Tarek pidió disculpas durante un tiempo más, pero el niño de cabellos rojos lloraba desconsolado. Lo abandonaron allí, golpeando el suelo con su piedra, intentando formar un panorama donde había un gran vacío. Al alejarse, Tarek, anheló que aquel niño lograra su gran objetivo, y que, en algún tiempo, escuchara hablar del Gran Cañón del Colorado. Gracias al fino olfato de Iki no les fue difícil hallar a Catril, que se había escondido detrás de una gran piedra. El chiquillo peludo prometió pedir permiso la próxima vez que tuviera tanto hambre. La gran planicie, el gigantesco vacío, quedó atrás y en el quedó, abandonado a su suerte, el niño arquitecto de paisajes. Tarek sintió tristeza por él, debía de ser terrible quedarse tan solo. La sola idea de no tener a Catril o a Iki de compañía le producía escalofríos. ¿Cómo llenar los vacíos del alma estando solos? ¿Quién le daría una muestra de afecto cuando se le escapaba alguna lágrima? Pero recordó que aquel niño solitario de a ratos hablaba consigo mismo, pero no como lo hacía el loco de su aldea, no... el niño danzaba y cantaba, e insistía una y otra vez frases como: ¡Cuando acabe con éste valle se lo regalaré a mi madre! ¡Qué orgulloso estará mi padre de mí!... o cuando logró abrir un poco aquella diminuta grieta exclamó ¡Va por ti querido amigo, danzarías conmigo si estuvieras aquí!... dedicándole el instante a algún conocido que lo esperaba en algún lado, allí, en su pueblo natal. 213
Tarek, entonces, comprendió que el coloradito no estaba solo, las personas que amamos nunca nos abandonan. Aquel niño compartía cada alegría y cada tristeza con sus seres queridos y ellos, a la distancia, desde algún rincón de su corazón le daban ánimos y fuerzas para seguir. Y Tarek anotó, en una hoja seca, lo siguiente… “Mucha gente a nuestro alrededor puede hacernos sentir muy solos. Y es en la soledad donde volvemos a encontrarnos con quienes realmente nos hacen compañía y nos dan fuerzas para continuar…” Catril, un tanto ofendido, debió ser convencido que no era una molestia, ni mucho menos. Iki de un salto se acomodó en los brazos de su dueño, sabía que Tarek, en ese instante, necesitaba encontrar en su corazón la compañía de sus padres y él estaba ahí para recordarle, lengüetazo por medio, que nada había perdido al dejar su aldea, que volvería algún día a dormir apoyando su cabeza en los brazos de su padre y a disfrutar las caricias de su madre.
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CAPÍTULO X LAS FLORES DE COLORES
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os tardes pasaron hasta que toparon con una gran cueva al pie de una montaña. Iki, que siempre iba por delante, ladró dos veces, eso significaba que no había nada que temer… aunque, si ladraba una sola vez hubiera indicado peligro… ¿Y si el miedo le confundía? Así es que, sin que el pobre perro lo supiera, más que al ladrido Tarek y Catril esperaban a que moviese su cola; aquello nunca fallaba… cuando Iki estaba contento la movía; cuando tenía miedo la escondía entre sus patitas. Una gran sorpresa los esperaba en el interior de la cueva. En las paredes, dibujados en colores rojizos y marrones, podían reconocer el contorno de animales gigantescos… mamuts… cientos de ellos. También habían hombrecillos con lanzas intentando cazarlos, y aún más curioso era descubrir cómo las barrigas de algunos cazadores estaban hinchadas, sin dudas aquellos habían estado semanas hartándose de mamuts… ¡Que suerte!... ¡Estamos cerca! –gritó Tarek. –¿Les gustan los dibujos? –Le preguntó un simpático hombre que salió de la oscuridad. –¡Mucho! –exclamó Catril, y mirando nuevamente a una pintura, como si fuera un crítico de arte, añadió…– ¡Tenemos hambre! ¡Queremos comida! Tarek cerró con ambas manos la bocaza de Catril, a quién su estomago lo dominaba por completo. –Son muy bonitos –le dijo al hombre Tarek– ¿Los has pintado tú? ¿Has visto un mamut? –Pues claro que los he visto. Alguna vez han pasado por aquí… –¿Lo dices en serio? ¡Vieron que tenía razón! –Si, por aquí han pasado cientos… pero no han vuelto. Los cazadores han dejado muy pocos vivos… Si queréis encontrar a uno debéis seguir andando, hay quienes dicen que aún frecuentan estos valles… Tarek, emocionado, preguntó aun más y, una por una, le fueron respondidas todas sus dudas. Así se enteraron que los mamuts tenían una nariz muy larga y no una pata en medio de los ojos. Que eran muy buenos, que nunca abandonaban a sus manadas y que por eso, cuando era cazado un miembro de su familia, permanecían en el lugar haciéndole compañía… momento que los cazadores aprovechaban para matar al resto del grupo. –¡Que bueno! –exclamó Tarek– ¡Cuanta comida! –Pues no, no es bueno –le respondió el pintor–. Una aldea puede comer un mamut en doce días, pero si cazamos a todos juntos, la carne 215
se echaría a perder y no tendríamos ni comida, ni mamuts, para cazar cuando realmente lo necesitemos –y prosiguió –No sabes cuánto tiempo lleva a los mamuts el llegar a ser tan grandes. Y ellos no son tontos, entienden mejor que nosotros que pueden ser cazados, es la naturaleza, pero si tomamos más de lo que necesitamos, la misma naturaleza nos hace pasar hambre. ¿Lo entiendes? Tarek, Iki y Catril respondieron afirmativamente, éste último, como sabemos, con un ladrido y moviendo la cola. Tarek, en aquel momento, se preguntó cómo haría para llevar a un mamut hasta su aldea… es que no había pensado en eso. Llevaban meses caminando y habían descuidado ese detalle. Catril solo pensaba en zamparse tres mamuts de un tiro, e Iki estaba indeciso entre buscarse la pulga que le molestaba en la pata o corretear su cola, que no se quedaba quieta la muy histérica. La animada conversación continuó durante un tiempo más. El hombre les explicó que había varias aldeas en la zona, pero que éstas se peleaban entre sí continuamente y, por culpa de esos desacuerdos, habían cazado a todos los mamuts de la zona. La noche llegó pronto, y aceptaron la invitación de su nuevo amigo, quedándose a dormir en la cueva, calentitos y felices… ¡El sueño de Tarek estaba más cerca que nunca! Por la mañana, mientras Iki y Catril aún dormían, Tarek se acercó al pintor, que también había madrugado y dibujaba un grupo de humanos en una de las paredes de la cueva; parecía muy concentrado… hasta que Tarek le interrumpió… –¿Qué es exactamente lo que haces? –le preguntó. –Pinto… ¿No lo ves? ... Gracias a éstos dibujos y pinturas la gente recordará siempre que aquí hemos estado, y que cazábamos mamuts…– y señalando a uno de los hombrecillos en el dibujo le comentó –¿Ves éste hombrecillo? Pues éste eres tu, y al lado esta tu amiguito, el de los pelos y aquí, a su lado, tu perro. –Pero allí también hay un mamut. –Claro, ese es el mamut que cazarás algún día. Ahora, todos los que pasen por aquí sabrán que por aquí a pasado un gran cazador de mamuts… –…. –Tarek solo sonrió, vergonzoso. –Esto es arte. El arte nos ayuda a no olvidar lo que hemos sido, lo que hemos logrado y lo que hemos perdido. Es la forma que tenemos algunas personas de compartir lo que sentimos con el resto. ¿O tu no te has sentido un gran cazador al ver tantos mamuts frente a ti en la pared? –¡Es que soy un gran cazador! –comentó en broma Tarek –Ya lo creo… ya lo creo. Tarek decidió que, al volver a su aldea, dibujaría en las paredes de la cueva a todos los personajes que había conocido en el viaje, también 216
allí transcribiría sus anotaciones; sería esa la forma de compartir con el resto del mundo lo que él había vivido. Al abandonar la cueva, y en ella a su amigo pintor, se adentraron en un espeso bosque donde abundaban las frutas y unas plantas cuyo tallo era deliciosamente dulce y que, como si fuera poco, servían como lanza… eran sin dudas mejores que las que tenían. Armados con sus nuevos palos puntiagudos avanzaron un poco más entre la maleza, buscando algún mamut perdido o cualquier cosa que se le parezca. Según la pintura eran grandes cazadores y pretendían hacerle honor. Pero, muy a su pesar, con lo que se toparon se desplazaba en dos patas, erguido, , dos piernas, dos manos… ¡Y hablaba! … ¿Qué podía ser aquello tan extraño? Era como un hombre pero su piel era totalmente negra… como si se le hubiera pegado la oscuridad de la noche… Para mayor sorpresa aquel hombre de color azabache les saludó y, mostrando la más blanca dentadura del mundo, les sonrió. –Hola chicos –les dijo… –¿Qué es lo que eres? ¿Qué le ha pasado a tu piel? –le preguntó Tarek, sorprendido. –Lo mismo he de preguntarte –le respondió –Jamás en la vida había visto una persona tan pálida… y ni hablar de tu amigo que hasta pelos tiene… –Nosotros somos humanos… hu-ma-nos –le respondió Catril con aires de grandeza –Ten cuidado pues somos grandes cazadores…–le advirtió. –Pues aquí no encontraréis mucho para cazar pues solo hay plantas y frutas. Y, por cierto, nosotros también somos humanos… Pero, si están enfermos o algo así, acompáñenme a mi aldea que un brujo los curará… ¡Recobrarán su color! Tarek prefirió no discutir, después de todo, el hombre extraño no hacía más que sonreírles… Llegaron a un pueblo bastante grande. Todas las personas de aquel lugar tenían ese extraño color en la piel. Incluso los niños de su edad. Al poco tiempo sintieron que los extraños eran ellos. –Es que pasamos mucho tiempo al sol –les explicó alguien–. A ustedes les hace falta un poco… están demasiado blancos. –Tal vez les haga falta algún hervor –añadió otro, aún más gracioso… que se reía al ver como Catril, siempre bonachón, se dirigía hacia la gran caldera hirviendo para darse un chapuzón… –No le hagan caso chavales –les dijo un brujo –No están enfermos, ni necesitan ser cocidos… Ustedes tienen ese color de piel y nosotros éste otro, pero somos iguales… como las flores. Tarek respiró aliviado; Iki volvió a respirar…. 217
–Es que ustedes son los primeros blancos que han llegado a nuestra aldea en mucho tiempo. Nadie me ha creído que existían… ¡Bienvenidos a nuestro hogar! Gente extraña pero muy agradable era aquella. Aunque Tarek no tenía dudas que habían quedado así de tanta fruta y raicita… ¡Que bien les hubiera venido un reno! Pero el brujo le explicó que eran así desde hacía muchos años, y que habían muchas más aldeas así… Reconocieron empero, que las viejas leyendas mencionaban a los hombres blancos, que se habían llevado a todos los animales del bosque, hasta el otro lado del río cercano, donde tenían prohibido acercarse pues allí habitaba un monstruo... –Ya hemos escuchado esa historia –les dijo Tarek–. Nuestra aldea pensaba igual y en realidad no existía ningún monstruo, ni nada que se le parezca. Deben animarse a cruzar el río. No crean las viejas leyendas... las inventan los miedosos… –Ninguno de nuestros cazadores osaría hacerlo… es muy peligroso – le respondió el brujo. –¡Pues yo si me animo! –le respondió enérgicamente Tarek, que ya estaba bastante cansado de viejas historias…– Necesitaremos cinco o seis hombres más y regresaremos con comida… con carne para todos… Todos los cazadores de la aldea dieron un paso hacia atrás. –Carne.. mucha carne tierna… deliciosa… jugosa…- insistió Catril, hasta que uno de los cazadores más jóvenes levantó la mano… –¡Yo iré con ellos! –dijo decidido…– No podemos seguir alimentándonos de frutas y raíces, al menos debemos intentarlo –agregó, e inmediatamente se sumaron otros tantos a la expedición. Entonces, estaba decidido. Era la primera expedición que Tarek haría como jefe de un grupo. Y, aunque sabía bien que se meterían en terreno desconocido, estaba seguro que nada que encontrasen podía ser peor que la ignorancia y el miedo que ya tenían. La mañana siguiente, armados hasta los dientes y adornados con bellos collares de flores rojas, partieron con rumbo al río, donde jamás nadie se había atrevido a acercar. Por la tarde cruzaron fácilmente el río, que en realidad llevaba muy poco agua. Eso sí, algunos de los cazadores de color oscuro temblaban de miedo; pero pronto se tranquilizaron al ver cómo Tarek, Catril y compañía avanzaban si pudor a través de la cerrada arboleda que se erguía imponente del lado prohibido del río. Quién más dificultades tenía, para ser sinceros, era el pobre de Catril… a quién las ortigas y unos cardos muy molestos se le enredaban en su pelaje, convirtiéndolo en una planta con patas. Antes que llegara la noche escucharon el primera animal, y al rato otro más… gritaron todos de alegría aunque de ese modo espantaron a 218
sus presas y alertaron a otros seres, mucho menos amigables, que también habitaban el bosque… Frente a ellos, en un descampado, se encontraron con otra gran aldea. Ésta era mucho más grande que la que habían dejado y, para mayor sorpresa, decenas de animales atados parecían inquietos por la llegada de los visitantes… ¿Dónde estarán los habitantes del pueblo? –se preguntó Tarek en voz alta… –Pues justamente detrás suyo –dijo la voz grave de boca de quién los había estado siguiendo, y junto a él se mostraron otro puñado de cazadores, todos blancos, que empuñaban sus armas amenazantes… – ¡Niño! ¡Habla! ¿Qué es lo que son todos estos personajes de color oscuro que te acompañan? –le preguntó el más viejo, con tono amenazante. –Somos también humanos –le respondió Tarek después de tragar saliva–. Son de otro color nada más… pero iguales… como las flores… –¡Pues éstos humanos están enfermos! –exclamó sorprendido al ver la gigantesca sonrisa de los extraños cazadores de color… y, pensando un poco, continuó… ¿No son ustedes los hombres oscuros que, según la leyenda, se han llevado todas las frutas y las cañas dulces de nuestro bosques? –Y ustedes se han llevado todos los animales –le respondió enérgicamente uno de los cazadores que acompañaban a Tarek. ¡Sufrirán por ello! ¡En guardia! –Está visto que todos los que son de otro color son enemigos! ¡Cazadores, a las armas! –gritó el jefe blanco. Poco antes que la batalla comenzara, desde un costado apareció un ser de tonos verde, a falta de colores. Era Catril, que se había perdido y había caído sobre ortigas… perdiéndose también de todo el espectáculo… buscó una roca confortable, lo más tranquilo, tomó asiento y, saboreando un trozo de caña dulce que había traído consigo desde la otra aldea les dijo… –¡Hey! No se detengan por mi culpa. Sigan con lo que estaban haciendo… Todos los hombres quedaron paralizados al ver al hombre verde. Blancos, negros y ahora verdes… ¿Qué más faltaba?. Pero los guerreros blancos, que jamás habían probado la caña dulce se abalanzaron sobre el pobre de Catril quitándole su comida, y compartieron entre si el manjar dando suspiros de placer. –Tu, hombre verde –le amenazaron– ¿Donde has conseguido éste tesoro? –De nuestro bosque– respondió un cazador de color–. Y hay suficiente para todos. Ya estamos cansados de comer solo eso. Les ofrecemos fruta y caña a cambio de animales…
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Los hombres blancos no se lo pensaron dos veces, aceptaron la oferta e hicieron las pases con los hombres de color. Consolaron al magullado hombre verde que había quedado quejándose por su suerte al lado de la piedra y enterraron allí mismo todas sus diferencias, que no eran más que superficiales. Se consideraron iguales y compartieron todo lo demás. Así, al tiempo, hombres blancos se enamoraron de mujeres negras y hombres oscuros de mujeres blancas, poblando las aldeas de personas con un nuevo color. Habían demasiados colores como para ser recordados así es que decidieron llamarse todos “hombres” y ahorrarse así la molestia. Claro que para cuando todo eso sucedió nuestros pequeños viajeros estaban ya camino a otro sitio, también distante, donde alguien decía haber visto una manada de mamuts. Y hacia allí se dirigieron, eso si, llevando consigo collares de flores multicolores… diez veces más bellos que los de un solo color…
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CAPÍTULO XI CATRIL, EL SUPREMO
L
legaron pronto a una aldea cercana, para ese entonces ya habían perdido la cuenta de cuántas habían cruzado desde que comenzaron aquella aventura. Los aldeanos ya se habían enterado de la llegada del grupo de viajeros, y éstos fueron recibidos con un gran banquete, música y regalos. ¡Allí está el hombre verde! –gritaban felices al ver a Catril– ¡Ha llegado el elegido! ¡El que ha devuelto la paz a nuestras tierras!. Catril, por su parte se encogía de hombros, sin enterarse del todo, intentando no moverse demasiado para no perder alguna de las ortigas que tenía aún enganchada de sus pelos y que le daban ese toque verdoso. Lo llamaban El Supremo, el enviado por la naturaleza… mezcla de hombre, animal y planta. Aquel que esperaban hace tiempo para que la armonía regresara. Si había un ser sobre la faz de la tierra que buen mejunje era… entre bicho, persona y planta, sin dudas ese alguien era Catril. Al principio Catril no quiso darse por aludido, miraba hacia los costados, hacía morisquetas. Pero para sorpresa de Tarek y de Iki, los habitantes de la aldea rodearon a Catril, lo llevaron en andas hasta un trono y se inclinaron ante el. Desde allí, un poco más al tanto del error que se estaba cometiendo, Catril quiso poner orden en el lugar y explicarles lo que realmente había sucedido… bueno… eso es exactamente lo que quiso… pero no hizo. –¡Escuchen mis sirvientes! –exclamó Catril con autoridad– Yo soy su amo, el elegido. ¡Adórenme! ¡Venérenme! ¡Prepárenme algo que tengo hambre! Los que lo rodeaban se pusieron entonces de pie y corrieron a sus distintas tiendas a buscar comida y piedras preciosas, con las que adornaron a su nuevo soberano. Armaron una buena fiesta, comieron hasta hartarse, bailaron y cantaron sin descansar. –¿En serio creéis que Catril es su dios? –le preguntó Tarek a un anciano que había observado de reojo, un tanto desconfiado, aquel espectáculo. –Pues no –le contestó–. No creemos en dioses ni seres celestiales. Catril es nuestro rey. Nuestro guía. Él nos mostrará el camino a la felicidad. Es diferente. 221
–¿Acaso no ven que Catril es solo un niño? –le recriminó Tarek– No es diferente a cualquiera de ustedes… –Lo dices de envidia al Supremo. El te perdonará porque él es sabio. Mientras todos admiraban la curiosa belleza, por así llamarla, de Catril… el supremo, cómodo en su trono, intentaba alcanzar con su lengua un trozo de caña dulce que se le había quedado enredado en el codo. Todos los que observaban lo imitaron. Más nadie fue tan capaz como el elegido. ¡Que ser maravilloso! –pensaban– ¡Hace cosas mágicas! Otra cosa mágica que hizo Catril, dando por terminado aquel patético espectáculo de destreza, fue cortarse las uñas de los pies con la boca y, como si le hubiera faltado algún detalle, quedó dormido en ese mismo instante, con la panza llena y con un dedo del pie entre sus dientes. Nadie pudo imitarlo y quedaron perplejos. Cuanto más Catril roncaba, mayor admiración le profesaban. Una semana permanecieron en aquel sitio, donde todos seguían al pie de la letra los ejemplos del rey. Dormían la mayor parte del tiempo, se rascaban un poco, comían lo que tenían a mano y luego se echaban otra siesta. Iki comenzó a cansarse de todo aquel lío, al igual que Tarek, pero sabían que no aguantarían mucho más al haragán ese. Pero para sorpresa suya, los que habitaban el pueblo parecían encantados con su nuevo rey. Permanentemente se le acercaban personas aterradas que le confesaban sus pecados… ¡Por favor, señor mío… perdona mi descuido!, le decían, pero también se aproximaban otros, que por lo bajo le decían… ¿Ha visto, Su Majestad, cuánto he trabajado hoy en el bosque?. Catril, a unos y a otros les respondía con la misma frase… ¡Tráiganme más, Cualquier cosa, pero tráiganme más!. Todos parecían felices con su eterna sonrisa y su bondad… –Es el mejor rey que hemos tenido –se le escuchó decir a un aldeano–. No nos exige nada a cambio, siempre está feliz o meditando, come cualquier cosa que le den y no se hace problemas por nada. Tarek comprendió entonces porque era tan importante para aquel pueblo tener un rey. Como otros pueblos que se habían inventado sus propios dioses, necesitaban creer en algo o en alguien; a veces necesitaban sentir miedo, para no tentarse a hacer cosas malas, pero otras veces simplemente se conformaban con una sonrisa de El Supremo. Necesitaban sentir que alguien les felicitaba y que ese alguien estaba orgulloso por las pequeñas cosas que hacían aunque nadie los viera. Y Tarek escribió en un trozo de madera… “Todos necesitamos creer en alguien más, en alguien especial. Hay momentos muy tristes en la vida en los que echamos de menos un abrazo. No es bueno sentirnos tan solos en la tristeza. Pero hay otros momentos en los que necesitamos que alguien más nos acompañe en nuestras fes222
tejos, en nuestras alegrías… Alguien que fortalezca nuestro espíritu en el cansancio. A ese alguien podemos llamarle de muchas formas… dios, rey o simplemente amigo… aunque bien puede estar dentro de nosotros mismos.” Los días pasaron y un buen día, finalmente, el rey se aburrió, como comúnmente ocurre en éstos casos, y dejó de escuchar a sus súbditos. Mejor debería haber escrito que todos se dieron cuenta que Catril dormía y no meditaba. Fueron invitados, por así decirlo, a abandonar la aldea. Hay que ver lo furiosa que se pone la gente al descubrir que han sido engañados durante un tiempo. Y quizás sea por eso que todos recomiendan no mencionar ese tema delante de extraños. Todo el mundo parece estar seguro que le dedica su tiempo a un buen rey, pero el buen rey, el buen guía, el buen dios, el buen amigo, no se reconoce por leyendas o viejas historias, y sí por sus acciones. Nuestros mejores amigos, lo son, porque han estado cerca, nos han aconsejado, nos han escuchado, nos han abrazado cuando más los hemos necesitado. No es un buen rey el que no enseña su rostro a su pueblo, ni tampoco lo es el que no se muestra atento a los problemas de quienes creen en él. Catril, para el caso, fue un mal rey. No supo escuchar, no supo cómo tratar a la gente que confiaba en él… pero no fue culpa suya, ¿Qué responsabilidad podía tener el pobre si el no escogió estar allí? Catril, el depuesto Supremo, apenas si tuvo tiempo de quitase las marchitas ortigas de encima, y de dar un par de ordenes a quienes aún no se habían enterado de que él ya no mandaba, antes de partir junto a sus compañeros de viaje, Iki y Tarek, hacia el Gran Desierto, el último lugar donde habían sido vistos los mamuts… Mientras caminaban rumbo al escondite del sol, Catril, sintiéndose un poco culpable, tuvo tiempo para un último comentario a sus acompañantes, … –¡Que conste que esta vez no me he comido nada! –exclamó muy serio, quejándose de su suerte… Y todos rieron por un buen rato….
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CAPÍTULO XII EL DESIERTO DEL PEQUEÑO PRÍNCIPE
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l Gran Desierto se presentó ante ellos, su magnitud era tal que les era imposible divisar un solo árbol, un lago, y mucho menos un mamut. Todo era arena y viento. Caminaron dos días completos sin descanso, y comenzaron a preocuparse porque no había rastros de comida, mucho menos de agua, tampoco habían cruzado algún camino… es más, el viento movía las dunas sobre las que caminaban y de a ratos tenían la sensación de estar dando vueltas en círculos... Estaban cada vez más débiles. Al tercer día, mientras dudaban entre seguir o regresar, a lo lejos, Catril creyó ver a una persona. “!Que no sea otro espejismo!”, exclamó Tarek, cansado de Catril y sus visiones… el pobre, hambriento y cansado, veía montañas de plátanos por todos lados. No podían creer que en medio de aquel desierto hostil hubiera alguien, y mucho menos que sea un niño. Se acercaron a él, pero a pesar de no haber visto gente durante meses, el niño pareció no inquietarse con su visita. El niño los saludó alzando su mano y siguió dando vueltas en círculos, de una roca a la otra… levantaba una, protestaba ,e iba a la otra, como si se le hubiese perdido algo. –Hola. Mi nombre es Tarek –le dijo al niño–. Éste es mi amigo Catril y ése que ladra es Iki. ¿Tu como te llamas? –¡Hola chicos! –exclamó sorprendido el chaval, como si no lo hubiera visto –No tengo nombre, así que pueden llamarme como quieran. ¿Qué hacen por aquí? –Pues estamos perdidos –le contestó Catril –¿Y tú? –Yo no. La verdad que ese muchachito era muy raro, no tenía nombre, no le interesaba hacer amigos, aunque era amable, y se divertía levantando piedras en el medio del desierto… –¿Qué hace un niño como tú, solo, en un desierto como éste? –le preguntó Tarek, cada vez más intrigado… –¿Niño? ¿Desierto?. No sabía que ustedes lo llamaban así… ¡Que buena noticia!, yo soy un príncipe, pero es verdad… aparte soy un niño… y he quedado aquí con un amigo. Todavía es algo temprano y no quería llegar tarde. ¿Ustedes también son príncipes? –Pues no, nosotros solo somos niños. –¡Ya! No les creo ni media palabra… seguro que se están burlando de mi. ¿Acaso no tienen tierras propias? ¿Acaso no deciden su propio futuro? 224
–Pues si, nuestra tierra es una aldea muy pequeña que se encuentra muy lejos de aquí. Pero hemos decidido venir hasta tan lejos porque tenemos un sueño…– respondió Tarek –¿Ven? Lo sabía –exclamó el Principito –También son príncipes, como yo. Los verdaderos príncipes no necesitan súbditos, todos seremos príncipes de nuestra tierra mientras seamos libres de elegir nuestro camino. Aparte, han dicho que tienen sueños. Eso es indispensable para ser un príncipe –y el niño abrazó a Tarek y Catril, y les dijo–. Bienvenidos. Ahora… yo soy muy bueno analizando sueños. ¡Cuéntenme vuestro sueño y yo les diré cual dirección deben tomar para alcanzarlo! Tarek dudó un poco el contarle a ese niño tan extraño acerca de los mamuts. Pero… ¿Qué podía perder? Lo bueno de tener nada es que ya no puedes perder más y todo lo que encuentres será útil. Pero Catril, impaciente, se le adelantó y le contó su sueño al principito… –Pues anoche he soñado con serpientes –comenzó diciendo Catril en voz alta–. Luego las serpientes me rodeaban y… –El principito lo interrumpió de un grito. Parecía enfadado. –¿Eso lo has soñado mientras dormías? –le preguntó el niño de rizos… –Pues claro. –Entonces nada puedo decirte, lo que sueñas mientras duermes es algo personal entre tú y tus miedos. Yo me refería a los sueños lúcidos, en los que te pierdes cuando caminas, los que te acompañan durante el día… –Ahh… –dijo Catril haciéndose el que entendía… aunque estaba absolutamente confundido y no era para menos; sin embargo, continuó…– . Yo solo pienso en montañas de plátanos durante el día. Pero Tarek sueña con mamuts.. ¡Je, je!… Pero no hemos visto ninguno, no creo que existan… –Pues te equivocas amigo Catril –le contestó el principito–. Si han llegado hasta aquí, tan lejos de casa, es porque los mamuts de Tarek existen y quizás también tus montañas de plátanos. Todo lo que hay en nuestros sueños existe y puede ser descubierto, vivido, o bien puede presentarse en cualquier instante… La pena es que cuando nos convertimos en adultos nos olvidamos que existen, y así los dejamos morir. Tarek se alegró por lo que escuchaba. De alguna forma las palabras del principito lo reconfortaban, al menos alguien creía que no estaba loco… –Y tú, principito… ¿Tienes sueños? –le preguntó Tarek… –Claro, muchos de ellos. Y ahora estoy viviendo uno de ellos. Aunque resulta extraño que llamen a este hermoso lugar “Desierto” cuando está tan lleno de cosas… –Pues porque está bastante vacío al parecer –le contestó Tarek, mientras intentaba ver alguna otra cosa que no sea arena a su derredor… 225
–Bueno, en parte tienes razón. Pero si realmente te esfuerzas podrías escuchar el sonido que hacen los millones de árboles que aquí no están, los gritos de los niños que podrían jugar aquí y juegan en otros sitios… Si te esfuerzas podrías escuchar, como yo, el sonido del silencio… –No creo comprenderte, principito. Es que no escucho nada… –A ver… imagínate que tienes un juguete nuevo… un balón. Con él te diviertes todas las mañanas. Juegas con él, solo, o con tus amigos… Duermes abrazado a él, porque también es tu amigo, te produce alegría… pero, un día te despiertas y no lo encuentras, se ha perdido… no lo vuelves a ver… ¿Cómo te quedarías? –Muy triste –reconoció Tarek. –Pues, eso quiere decir que, aunque no lo veas, te sigue produciendo algo. No necesariamente debes verlo o escucharlo, para saber que está allí. Aunque alguien te dijera que tu balón jamás ha existido lo seguirías buscando, en silencio, el resto de tu vida… y eso es precisamente lo que pasa en mi sueño… ¿Escuchas ahora en el silencio del desierto a los niños que juegan en otro sitio? Y Tarek guardó silencio, recordó lo bien que la pasaba con sus compañeritos de la escuela cuando jugaban todos juntos en la aldea. Sintió tristeza, pero a la vez alegría por ser capaz de recordarlo, y así, aunque más no sea por unos instantes, reconfortar su corazón. –Si, principito, los escucho…tienes razón… El principito sonrío… y volvió a la tarea de levantar rocas… –¿Y ahora que haces principito? –le preguntó Catril– ¿Qué es lo que buscas bajo las piedras?... –Nada importante en realidad. Es que para no aburrirme juego a las escondidas con un unicornio. Y parece que él está ganando. No lo puedo encontrar. El también se ha perdido de su dueño. Sin querer se ha salido de su sueño… Si lo ven… es de color azul. Pueden ayudarme si tienen tiempo… –Quisiéramos, pero no podemos. Debemos seguir nuestro camino… –le comentó Catril–. La verdad es que estamos bastante perdidos, parece como si hubiéramos llegado al final del camino… –Siempre hay camino. ¿Acaso no han dejado huellas por donde han venido? Ése será vuestro camino cuando se cansen de éste… Es que la gente grande piensa que el final está en el destino, y allí está solo la mitad del camino… siempre podemos volver atrás y disfrutar de los lugares que ya hemos visitado. Habrá pasado el tiempo, las flores habrán cambiado… nunca se acaba el camino. Nunca crean eso. Son excusas de quienes ya se han cansado de andar…. –les dijo el dulce niño… ¡Cuánta razón tenía el principito! Lo tenían bien claro, seguirían un poco más, pero si no hallaban a los mamuts, regresarían por donde habían venido. ¿Quién sabe?... 226
Había pasado tanto tiempo que tal vez los mamuts habían regresado por otro lado… y, lo que es mejor, estarían más cerca de casa…. Sus corazones se iluminaron. Volvieron a tener fe, no estaban tan lejos de su destino, y aquel tan solo era la mitad del camino…. Después podrían regresar… ¡Cuántas aventuras tenían para contar en la aldea! ¡Cuántas cosas habían aprendido! ¿Qué importaban ya los mamuts? Antes de partir el principito les recomendó un camino, que los llevaría a unos pueblos que tenían nombres muy curiosos, y también les pidió un favor… que si se encontraban con su amigo Antoine, le dijeran que él lo estaba esperando. Cuando ya habían dejado al niño y sus rocas muy atrás, y ya podían divisar los primeros árboles en el horizonte, escucharon un grito de júbilo. Era el principito, a lo lejos, que decía…“Al fin te he encontrado, listillo… ¡Qué bien te habías escondido!.. Pues ahora me toca a mí…”
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CAPÍTULO XIII UN LUGAR LLAMADO AYER Y OTRO LLAMADO MAÑANA
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ero… ¿Cómo puede llamarse un sitio “Ayer”? ¿Y cómo puede estar tan cerca de un sitio que se llama Mañana?, le preguntó Tarek a un guerrero que cuidaba los límites de una y otra aldea, que estaban a solo una hora del Gran Desierto. –Pues no sé decírtelo niño –le contestó–. Cuando yo nací, en la aldea llamada Mañana, me contaron que en Ayer hacia mucho tiempo que se había muerto quién eligió ese nombre. Y en Mañana dicen que elijaron ese nombre simplemente por llevar la contraria a los vecinos, aunque los más viejos dicen que llegará el día que alguien descubra porqué. Yo, personalmente, creo que todo comenzó por una diferencia de costumbres y hábitos, pero unos no pueden vivir sin los otros. La explicación dejó un poco confuso a Tarek. No es que necesitara entender el porqué a todo, pero al menos necesitaba una respuesta comprensible para poder explicarle a Catril, que ya se había quedado dormido escuchando al guardia, el porqué de la división entre los dos pueblos. Un viejo, sentado sobre una roca, del lado de la aldea llamada Ayer, los invitó a pasar, “Sean bienvenidos a la aldea de Ayer, jóvenes”– les dijo –“Siempre es buena la visita de los niños, que nos hacen recordar a los ancianos lo bueno que era todo cuando teníamos vuestra edad. ¡Qué tiempos aquellos!” Aceptaron la invitación y fueron acompañados hasta un sitio muy precario, como el resto de la aldea. La gran mayoría de quienes la habitaban eran ya bastante mayores. Una anciana se le acercó con un cuenco con leche. –¡Que deliciosa! –exclamó Catril al probarla –¡En nuestra aldea es mucho más amarga! –Es que la preparamos como lo hacían nuestros padres, algo que ya nadie practica. Una costumbre que solo conservamos en Ayer, la gente de Mañana menosprecia nuestras tradiciones. –¿Acaso están ustedes en guerra con la aldea de Mañana?– preguntó Tarek, intrigado. –No, ni mucho menos –respondió la vieja–. ¿Cómo enfadarnos con ellos si allí viven nuestros hijos y nuestros nietos? Solo que ellos tienen unas costumbres, y nosotros otras. –¿Y acaso los jóvenes de la aldea de Mañana no cuidan a sus abuelos de Ayer? –insistió el niño. –Pues lo hemos intentado varias veces, tanto ellos como nosotros… ¿Pero acaso no ven? Nosotros somos de andar lento, comer poco, ya no 228
servimos para trabajar la tierra, nos conformamos con sopas de raíces y mucho té. No pueden adaptarse a nuestro ritmo, nosotros tampoco al de ellos. Les gusta el ruido, mucho ruido, a nosotros el silencio, la tranquilidad. –¿Y así son felices? –Es difícil decirlo, querido. Mi propio hijo vive de aquel lado y lo veo muy poco, estoy muy triste por no tenerlo cerca de mí, pero feliz de no molestarlo con mis achaques. Ya nos hemos acostumbrado a esto. ¡Que fea costumbre!, pensó Tarek, él había compartido muy poco tiempo con su propio abuelo y a pesar de eso lo echaba mucho de menos. Echaba de menos colgarse de sus barbas, sus cariños, y sus paseos… era el único que lo llevaba en brazos a todos lados y nunca se cansaba. El silencio reinó aquella noche en la aldea de Ayer, cenaron un caldo de verduras, plato que los niños aborrecían, era particularmente delicioso. “¡Que diferente es éste caldo al que hace mi madre!” –exclamó Tarek, mientras las barrigas de Iki y Catril se hinchaban pues no dejaban de lengüetear sus platos ni para respirar. “¡Deben decirme la receta!” les exigió Tarek, satisfecho. –Pues no tiene mayor secreto –le contestó el cocinero, un hombre de largas barbas blancas que caían hasta sus rodillas–. Deben hablarle a las plantas, mientras les echáis agua, todas las mañanas. Son seres vivos, como nosotros, necesitan también cariño; aunque no tengan boca para quejarse, también sufren y se sienten solas. –¿Podemos cantarles? – preguntó Catril, que era bastante aficionado a la música. Aficionado… en todos los sentidos de la palabra. Le encantaba pero realmente era un principiante en todo. –¡Claro que puedes cantarles! –le respondió el barbas blancas – Siempre y cuando las canciones sean bonitas y alegres. A las plantas no les gustan las canciones tristes, descubrirás que canción es su preferida por el sabor que tendrá el cocido. Es una tarea ardua, pero es maravilloso descubrir cual es su canción favorita. Todo aquello les pareció muy interesante. Las sopas eran tan deliciosas que Tarek se prometió hablarle a las plantas y las raíces de su aldea cuando regrese. Los niños estaban encantados con el pueblo de Ayer. Los viejos les contaban historias y aventuras de cuando eran jóvenes, les contaban secretos y cuidaron de ellos. Les enseñaron muchas cosas bonitas, pero como eran muy chicos, pronto se olvidaron de todas ellas. “Es ley de vida”, dijo uno, y todos se compadecieron de su suerte. Al cuarto día, habiendo repuesto sus fuerzas como para seguir el viaje, descubrieron que, a pesar de lo bien que se encontraban allí, habían comenzado a aburrirse de la tranquilidad, de la comida, y del profundo silencio. Decidieron partir la mañana siguiente. 229
Muy tristes los despidieron los ancianos, y con los ojos llorosos también quedaron nuestros amigos. Sentían un poco de pena porque, algún día, no muy lejano, ya no quedaría más nadie en ése pueblo. Y todas aquellas costumbres y enseñanzas se perderían. Era un pueblo condenado a desaparecer. Cruzaron el límite entre Ayer y Mañana poco antes de la hora de comer. Arribaron entonces a un pueblo muy alegre, las cabañas eran de colores y, aunque todo estaba bastante desordenado y sucio, se sintieron a gusto. Habían niños correteando por todos lados, arriba de los árboles, jugando al escondite. ¡Un pueblo feliz!, pensó Tarek. Fueron recibidos por una joven muy bonita y fueron invitados a quedarse un par de días. Para almorzar alguien dijo que había hamburguesas… ¿Hamburguesas? … ¿Qué era aquello?... Mmmm… ¡Increíble! ¡Que sabor! Catril pensó que iba a desfallecer de la emoción, ¡Increíble!, exclamó…jamás había probado algo tan sabroso. Tarek pensó lo mismo pero tenía la boca demasiado ocupada como para decirlo… Después de comer fueron a jugar con otros niños. Jugaron a la mancha y otros juegos que los dejaron exhaustos. Luego hubo una gran fiesta, todos bailaron y cantaron hasta muy tarde. A medianoche, los adultos protestaron por el ruido y se llevaron a sus niños a dormir. Catril, Tarek e Iki pasaron la noche en una cabaña muy bonita. –¡Veo que aquí viven felices! –comentó Tarek a un adulto que estaba a su lado– ¿Pero acaso no echan de menos a sus abuelos? –Claro que sí. Pero somos jóvenes, necesitamos vivir la vida de esta forma. Nos gusta bailar, cantar, hacer ruidos. Y ellos no podrían dormir a la noche con tanto barullo. Aparte, nadie aquí sabe como cuidar sus enfermedades. A veces se olvidan de quiénes son, simplemente no lo recuerdan, o cuentan la misma historia una y otra vez… ¡La verdad es que son bastante molestos cuando se ponen viejitos! A Tarek no le gustó para nada la explicación. El hombre tenía razón en que sería un incordio para los abuelos vivir en un lugar tan desordenado y ruidoso pero, ¿Acaso los viejitos no podían aportarles algo?... –¿Qué podrían ofrecernos ellos?. Solo viejas historias, y mucha sopa… ¡Puaj! ¡Solo a ellos se le ocurriría hablarle a las plantas y tomarse un caldo antes de dormir! –Pues a mi me vendría bien una sopita –dijo Catril, que ya estaba cansado de hamburguesas y le dolía la panza. –Nosotros amamos a nuestros abuelos –se justificó el hombre–. Es por el bien de ellos que los dejamos allí. Ellos saben como cuidarse, no serviría para nada nuestra presencia, trabajaríamos menos cuidándolos. Nos perderíamos de nuestras fiestas. Es demasiada responsabilidad. 230
No había, para él, responsabilidad más noble que la de cuidar a quienes cuidaron de nosotros durante tanto tiempo, pensó Tarek. Pero también comprendió que en aquellas aldeas ya estaban demasiado acostumbrados a vivir así. ¡Que feo sería si a nuestros enfermos los lleváramos a otra aldea, como si fueran de otra raza!, pensó Tarek y en una hoja, a la que le recitó un dulce poema, escribió… “Sería muy triste que en nuestra aldea, nuestro mundo, dejáramos de lado justamente a quienes más lo conocen. Hay que impedir, como sea, separarnos de quienes han dedicado su vida a nosotros, hay que cuidarlos mucho, y así el día que seamos también viejitos, no estaremos jamás solos.” Pueblos modernos, aldeas muy antiguas, gente blanca, gente verde, ancianos y niños… todos parecían muy diferentes, pero en el fondo, a pesar de sus diferencias, coincidían en algo… la sensación de soledad era la misma, la tristeza les provocaba lágrimas; las celebraciones y las bromas les provocaba alegría. Como si todos utilizaran disfraces para considerarse diferentes, distintos, siempre jóvenes o siempre niños… como si así escaparan del proceso de la vida, que es tan bello. ¡Que lástima sería que no quisieran tener largas barbas blancas donde se cuelguen los más pequeños! Al quinto día se aburrieron de aquel lugar y decidieron partir. Un par de adultos protestaron enérgicamente, apenas habían dormido la noche anterior con tanta música y tanto grito. Pero nadie los escuchó. Mientras Tarek, Iki y Catril se alejaban, un par de personas de la aldea de Mañana, pedían permiso al guardia para mudarse a vivir en Ayer, donde las noches eran más silenciosas y tranquilas…
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CAPÍTULO XIV EL POBRE Y EL RICO
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os niños cruzaron un espeso bosque siguiendo un camino realizado seguramente por otros cazadores de la zona. Varias personas iban y venían por aquel sendero que, al parecer, comunicaba a las aldeas que habían visitado con un pueblo más grande. Un hombre joven, que parecía muy cansado, les hizo una pregunta al cruzarse con ellos. –Buenas tardes muchachos… ¿No han visto a mi hermano? –Pues no sabemos cómo es el –le respondió Tarek. –Entonces es que no se lo han cruzado, porque es muy parecido a mi y está vestido con ropas muy caras y mucho oro. Seguramente es tan rico como yo.. Tarek coincidió con el buen hombre en que su hermano no había pasado por allí, pues sino, con tanto brillo, lo habría reconocido... –Les pagaré tres monedas de oro si lo encuentran y me lo traen. Es que yo, con tantas piedras preciosas en el cuerpo, ya no puedo caminar… –Lo siento –le respondió Tarek –es que tenemos un sueño que cumplir y ya no tenemos mucho tiempo. Queremos volver a casa. Aparte de eso ¿Qué haríamos nosotros con tres monedas de oro? –¿Con tres monedas de oro? …. Bueno, con tanto dinero se pueden hacer muchas cosas… podrían comprar un exprimidor de naranjas para tu madre, una estufa para el invierno para tu padre, algún juguete para tus hermanos... No sé. ¡Hay tantas cosas que puedes comprar! –Pero no necesitamos ninguna de ellas, Catril disfruta abriendo sus naranjas con los dedos, les hace un agujero y bebe con fuerzas el zumo… mi madre en cambio utiliza una piedra afilada y reparte los trozos para cada uno de la familia… No utilizamos estufas en invierno… cuando hace mucho frío nos juntamos un poco más y dormimos abrazados,… y mi hermano, Irué, no necesita juguetes, aunque a veces nos agote la paciencia siempre jugamos con él… es nuestro deber… ¿Me entiende? –Entiendo…– le comentó el muchacho –Es que ustedes son de aquellas tribus que no han sido aún domesticadas. De las que creen que son felices sin herramientas y que no se han creado necesidades. De donde yo vengo todo el mundo tiene exprimidores y estufas… incluso relojes, para controlar mejor el tiempo… –¿El tiempo? Nadie puede controlar el tiempo.
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–Me refiero a aprovecharlo… quince minutos para comer… siete horas para dormir…ocho para trabajar… y volver a casa antes que den las diez de la noche. Aprovechar el tiempo… –Pero así parece que el que te controla a ti es el tiempo y no tu a él – le dijo Catril, en uno de esos ataques suyos de lucidez–. –El tiempo es oro, chicos. ¡Y por eso es una de las cosas más valiosas del mundo!... La otra es el oro… –Es que para nuestra aldea, el oro es una piedra rara, nadie es mejor ni peor por tenerlo o mostrarlo. El más valioso de la aldea es, como en la naturaleza, el que más sabe, el que conoce los caminos… a veces el más viejito… y no el que tiene más piedras… –Claro– le respondió el hombre lleno de oro–, eso lo sabemos todos. ¿Pero acaso tu no sabes el tiempo que lleva ser viejo, sabio, o conocedor de caminos? El oro es la forma que hemos encontrados los que ya no tenemos tiempo, de ser viejos ni hacer caminos, para convertirnos en lo más valioso de nuestros pueblos. Somos modernos, ya no hace falta ser viejo para ser importante, ni siquiera moverte de tu casa. –¿Y cómo les han convencido a su gente que las piedras son más importantes? –Muy simple, aunque al principio fue difícil, nos juntamos un grupo de personas y prohibimos, a la fuerza, que aprendan a escribir… así fueron olvidándose de lo que sabían y luego les hemos enseñado que la riqueza material era lo más importante y admirable… –Es muy curioso –reflexionó Tarek, un tanto triste–. Solo espero que esa costumbre nunca llegue a mi aldea… –Pero lo hará. –¿Y tu? ¿Qué haces en este camino? – le preguntó Catril, hipnotizado por el brillo del oro, ya que nunca había leído que habían cosas más importantes.. –Bueno, ahora que tengo tanto oro, regreso a mi pueblo, que está aquí cerca. Hace mucho tiempo que no vuelvo y allí está mi familia. –¿Cuánto tiempo ha pasado? –Mucho, unos treinta años. Es que cuando llegué al otro sitio, me encontraron muy bonito y los artistas me usaron de modelo, los pintores y los músicos me dedicaron sus más bellas obras. Me he convertido en el reflejo de los que todos allí hubieran querido ser… –¡Así que eres famoso! –Si mucho… y muy rico. Ahora vuelvo a mi pueblo para ser admirado, llevarle una estufa a mi padre, que estaba muy enfermo, y a ver a mi hermano. Los he descuidado por treinta años… estarán orgullosos de mí cuando me vea así. –No lo dudo –le comentó Tarek, aunque pensaba absolutamente lo contrario–. ¡Espero que lo encuentres bien! Y el hermoso muchacho, con sus piedras, se despidió y siguió su camino, el que tenía por destino una casa ya vacía, donde había ya muerto la infancia de un niño y la vergüenza de un hombre. Donde solo 233
le esperaba el reproche de su corazón…Un espejo roto regañándole por su ausencia. Dos horas más caminaron hasta encontrar a otro muchacho, idéntico que el anterior. Pero éste vestía harapos y andaba descalzo. –Hola niños… ¿Por esas casualidades han visto a mi hermano gemelo? –Puede ser que sí –le respondió Tarek, que no estaba muy seguro porque el muchacho aquél llevaba una barba muy desordenada. –¡Que bien! ¡Seguro que sí! Iría vestido igual que yo, con estas ropas de hombre humilde. Es que debo encontrarlo para contarle donde he estado los últimos treinta años. –¿Y donde has estado? –En un pueblo, al final de éste camino, donde vive gente muy rica… y muchos lucen inmensas piedras de oro. Pero cuando yo llegué hasta allí, me obligaron a trabajar mientras yo solo quería hablar, me pagaron con piedras cuando yo solo quería un abrazo. Pero no culpo a esas personas de mi pobreza. Ellas eran inteligentes, sabían leer y tenían el oro. Yo, por mi parte, me he casado, he protegido a mi familia, pero con hambre y desilusión regresé a mi viejo pueblo y cuidé de mi padre moribundo.. solo falta ver a mi hermano, que cuando se fue del pueblo era muy bueno y justo. –¡Espero que lo encuentres! –le alentó Tarek, aún sabiendo que el hermano que él buscaba ya había cambiado. ¡Cuánto cambian las personas con el tiempo!, pensó luego. Lo único que reconfortó a Tarek fue que posiblemente, al mirarse a los ojos, los hermanos no se reconocerían y se seguirían buscando por siempre. El oro de uno cegaría la vista del otro. La humildad del segundo encontraría ojos esquivos, disfrazados de vergüenza, al enfrentarse a la riqueza de su hermano. El hombre se alejó muy sonriente, llevando a su hijo en brazos y buscando a su hermano perdido. Tarek, entonces, escribió en una hoja de palmera… “Hoy conocimos dos hermanos muy parecidos. Eran gemelos. Ambos escogieron caminos diferentes en su vida. Uno ahora es tan rico y dichoso que no para de sonreír… Y el otro es tan, pero tan pobre, que solo posee muchas piedras brillantes”.
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CAPÍTULO XV LA MEDIA VUELTA
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os niños desistieron de seguir el camino del bosque porque más que a las bestias salvajes temían a los hombres bestiales de la ciudad, aquellos que según las personas que huían de él, decían amar al pueblo pero lo sumergía en la ignorancia para poder así controlarlos mejor… Por un camino secundario se adentraron en la espesura del bosque y, luego de cruzarlo por completo, se encontraron con otro gran valle. Éste valle no era distinto a los otros que habían visitado. Desde lo alto pudieron reconocer un río que lo cruzaba, una aldea donde todos dormían y otra donde sus habitantes trabajaban; pudieron también reconocer pueblos ricos y pobres, hombres de varios colores coexistiendo y en otras tantas discutiendo. Vieron mastodontes, que eran como mamuts pero mas agresivos y pequeños, que no habían llegado a ser leyenda porque aún había demasiados. Y vieron desde allí gente feliz e infeliz, jóvenes y viejos…. Descubrieron que el mundo que se presentaba frente a ellos es tan monótono y a la vez excitante como todo lo que habían visto. En ese instante los niños fueron felices, porque descubrieron desde arriba lo diferentes que eran los pueblos y lo entretenido que sería conocer las costumbres de todos ellos. ¡Que aburrido hubiera sido pensar que éramos todos iguales! Al ver a lo lejos maquinas y edificios también apreciaron que si seguían avanzando también seguirían descubriendo más y más maravillas, ya que el paisaje no parecía tener fin. Pero había algo que ya echaban de menos… su familia, sus amigos. ¿Qué sentido tenía descubrir un mundo así sin poder compartirlo con las personas que amaban? Tarek, Iki y Catril sabían perfectamente que aquel sería la mitad de su camino, que el resto de aquel viaje lo harían intentando regresar a casa. Aún eran niños, aunque estaban convencidos que no había mejor escuela que recorrer el mundo, aprendiendo la historia de los pueblos, la geografía de sus valles y la riqueza de sus culturas, sabían que el mejor lugar para los niños es junto a sus padres. Había sido un viaje maravilloso pero habían sufrido frío y hambre. Ellos tenían suerte porque muchos otros no hubieran soportado tanto tiempo. Confiaba que en el futuro ningún otro niño sufra hambre ni frío, y que todos tuvieran la fortuna de conocer alguna cultura muy diferente 235
a la suya, porque así aprenderían a no discriminar a los otros por colores, religiones o apariencias… la belleza de un jardín radica en la armonía de las diferencias, sino no serían siquiera necesarios. Tampoco tan especiales. Ya era hora de regresar. Era el momento indicado. Querían volver a su aldea, pero no porque la echaran de menos. Lo que más echaban de menos era su familia, su gente, el viejo de la cueva… todas aquellas personas que hace tiempo no veían y eran parte de su hogar… parte de su hogar… pues también echaban de menos la cascada, que hace rato no visitaban, echaban de menos las fiestas del pueblo que adoraba la luna, las sopas de la aldea de los viejitos, los caracoles parlanchines, y los consejos que le daban príncipes y arquitectos del desierto. Se sentían parte de todos ellos, y les hubiera parecido muy triste no volverlos a ver. Confiaron que las cosas que echaban de menos compensaban el renunciar a seguir descubriendo. Decidieron entonces dar la media vuelta y volver sobre sus pasos, regresaron hasta el camino donde se habían cruzado con los dos hermanos y los descubrieron abrazados emocionados en el medio del sendero, diciéndose cuanto se echaban de menos, cuánto se habían reído por separado soñando estar juntos, y al hermano rico rompiendo su reloj porque le hacía acordar el tiempo exacto que había perdido en su vida. Los niños y su perro fueron acompañados por ellos hasta el bosque donde estaba la aldea de Ayer y la de Mañana, donde les esperaba una sorpresa.
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CAPÍTULO XVI EL REGRESO
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uando llegaron a la aldea de Mañana, todos estaban bailando y cantando. Habían organizado una gran fiesta porque, gracias a la visita de los niños, los viejitos habían decidido acercarse a la aldea de sus nietos para compartir con ellos las tardes. Muchos abuelos fueron invitados a quedarse en casa de sus hijos y nietos. Otros chavales volvieron a dormir en casa de los abuelos… ¡Que era el mejor sitio del mundo! ¿Dónde más podemos encontrar gente tan cariñosa y tan atenta con los niños? La aldea de Ayer y la aldea de Mañana se unieron. Vivieron de ahí en adelante cada día como si fuera el último, sin pensar demasiado en el futuro, porque éste era ilusorio, y en parte dependía de cómo vivían el presente. Los abuelos aprendieron las canciones de los niños, y aunque les parecían muy ruidosas, aplaudieron a sus nietos ya que… para eso están los abuelos. Al día siguiente fueron escoltados hasta el desierto. Le regalaron collares de flores y les desearon suerte en el camino de regreso. En el desierto se cruzaron nuevamente con el principito, que buscaba nuevamente a su unicornio azul mientras esperaba a su amigo aviador. Y el niño de rizos dorados le indicó el camino hacia su aldea, no si antes dejarles un regalo. Un dibujo de una serpiente que se había tragado un mamut. Aunque Catril insistió que era el dibujo de un sombrero. El pueblo que había elegido a Catril como su rey ahora adoraba una piedra. Ésta, según decían, era aún menos molesta que el niño y así eran más felices. Tarek quedó pensativo, dudando si aquel sería el sistema que utilizarían en miles de años los grandes gobiernos como para no tener que aceptar responsabilidad, con un rey o consigo mismo, de las torpezas que cometieran, las guerras que declararan o los crímenes que cometieran. El pueblo de los hombres de colores, una vez que se aburrieron de compartirlo todo, encontraron una nueva razón para pelearse. Como había ocurrido antes, discutían por tonterías. La historia se repetiría durante siglos, desde que el hombre se convirtió en el animal más poderoso de la tierra descubrió que el mayor enemigo serían ellos mismos, pero como blancos, negros y verdes parecían tan iguales, comenzaron a fijarse en los detalles, lo menos importante: lo superficial. 237
El niño de cabellos rojos, aquel arquitecto de valles, había formado ya un pequeño gran valle cuando los niños pasaron junto a él. Y les regaló un puñado de arena, que según él era mágico. Si arrojaban arena con fuerzas contra una montaña podrían, en muchos años, crear un túnel para cruzarla… “Lo más importante es la perseverancia y la dedicación”, les dijo al despedirse. Los adoradores de la luna y los del fuego vivieron en paz, eso sí, agradeciendo en silencio a sus respectivos dioses por las cosas agradables y ofendiendo al dios vecino por los infortunios. Cuando querían que algo resultara bien, una expedición, un examen, se juntaban y pedían a su dios que los ayude, si tenían éxito seguían pidiendo, y si no… volvía a pedir, porque pensaban que algo habían echo mal para merecerlo. Sus dioses no podían perder nunca. Lo mejor de todo era que cumplían o defraudaban los pedidos con igual criterio y constancia. Unas veces si, otras veces no. En el fondo podían hacer lo que quisieran porque para eso… eran dioses Volvieron, días después, a ser visitados por el arco iris… y en otra planicie, junto al río que tanto habían echado de menos, volvieron a disfrutar de los más bellos atardeceres. Tarek, Catril e Iki ya estaban muy cerca de la Gran Cascada. Seis meses había pasado desde que habían partido, demasiado tiempo... Pasaron la noche en una cueva, junto al manzano y al río. Recordaron cada una de las aventuras vividas, y hasta tuvieron tiempo, por la mañana, de buscar huellas de mamuts. Es que el aquel pintor que habían cruzado hace unos días, les había dicho que habían pasado mamuts en esa dirección. A Tarek poco le importaba ya los mamuts, estaba seguro que aquel hombre les había dicho eso para que tuvieran fuerzas para regresar. ¿Pero qué más fuertes necesitaban que el saberse cada vez más cerca de su hogar? No encontraron ninguna huella a esas horas tempranas, pero también es cierto que estaban ya pensando en otra cosa. Antes del mediodía llegaría al cruce de los ríos, al lado de la Gran Cascada… y ya no podían soportar la espera, se sentían con tantas energías y ganas que fácilmente podrían haber trepado sin ayudas las húmedas paredes de la catarata. No sería necesario, pronto encontrarían un mejor camino para regresar a casa. 238
CAPÍTULO XVI EL GENIO DE LA LÁMPARA
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legaron aquella misma mañana a un cruce de ríos. Los niños se preguntaban donde se encontraban, ya no había nadie que les indique el camino de regreso… y sentían que estaban más cerca. Hasta el clima le era un poco más familiar. Había algo en el ambiente que les recordaba a la aldea. Quizás era el aroma de la hierba húmeda, o ese misterioso vapor de agua que lo cubría todo. –¡Por supuesto!”– exclamó al rato Tarek– Estamos cerca de la Gran Cascada, por eso hay tanto vapor. Hemos llegado al cruce aquel donde elegimos tomar nuestro camino. ¡Estamos muy cerca de casa! Catril e Iki dieron también un salto de alegría. El primero comenzó a buscar sus plátanos, y por poco se desmaya al encontrarlo a los pocos metros… Iki, en cambio, buscaba aquel hueso gigantesco que había escondido a medio masticar en algun sitio cercano. La cola de Iki se convirtió en un ventilador cuando lo desenterró. Tarek recorrió impacientemente la costa del río, de un lado para el otro. ¿Cuál camino tomar? ¿Por donde habían venido?... Sin dudas uno de los brazos del río los llevaría a la Gran Cascada, pero no querían volver allí. Era precisamente frente aquella inmensa pared donde decidieron comenzar su viaje, y fue exactamente allí donde fueron forzados por la vida a buscarse solitos la vida, esconder del recuerdo los mimos de sus parientes, olvidarse de los huesos enterrados… Tenían que decidir, antes que llegara la noche, si tomar el otro camino, aquel que habían rechazado porque era oscuro y tenebroso… (Porque siempre le habían dicho que lo oscuro y tenebroso era malo…) pero claro, eso había ocurrido antes de conocer a los adoradores de la luna, aquellos que vivían y trabajaban de noche, ellos sin dudas les hubieran recomendado aquél. Aparte, los consejos del principito hablaban de nuevos caminos abriéndose al transitar por los que ya habían sido recorridos… y aquél arroyo sombrío era, sin dudas, una nueva oportunidad de regresar a su casa, o de toparse con un mamut. Ya no tenían nada a que temer… bueno, eso parecía. “Pero es muy oscuro” insistió Catril, que fácilmente se olvidaba de lo aprendido. Tarek lo tranquilizó, cogió dos grandes hojas amarillas y se encaramó a un árbol para intentar atrapar un par de luciérnagas. Iki, mientras tanto, estaba bastante entretenido buscando un buen árbol donde hacer sus necesidades, sin dudas era el más pudoroso de 239
los tres, ya que tuvo que dar vueltas por un buen rato hasta encontrar uno que no haya usado Catril, que era muy miedoso y pretendía de ese modo ahuyentar a los animales del bosque… y evidentemente también a sus amiguitos. Cuatro luciérnagas parecían suficientes como para alumbrarles el camino por aquel brazo tenebroso del río. Los árboles, a lo largo de la orilla, se unían en el cielo, no dejando pasar la luz del sol. Formaban una hermosa y secreta cueva natural. Lentamente se aventuraron por aquella galería. Los animales del bosque se inquietaron ante la presencia de los viajeros. Los niños y su perro sintieron miedo por primera vez en mucho tiempo… sentían como miles de bestias rabiosas los estaban observando, como esperando el momento para el gran salto. Tuvieron la sensación de que alguien los estaba siguiendo muy de cerca en la oscuridad. De repente… ¡Cataplum! ¡Splash!, algo así como una gran montaña de agua pareció envolverlos y tragarlos, todo quedo empapado… bueno… Estee… ¡Alguien que me dé una mano! –Ven Catril, ayúdame, que el autor se ha tropezado con una piedra y se ha dado un buen chapuzón en el arroyo mientras contaba esta parte del cuento… –¡Uy! ¡Cómo ha quedado! –Gracias, pero estoy bien chicos, podéis seguir, no me ha pasado nada. –No podemos dejarlo así Tarek, regalémosle una luciérnaga. Si es que no ve nada el pobre con tanta oscuridad… –Tienes razón Catril… Mira, grandote, aquí tienes una luciérnaga… Ahora puedes seguir contando la historia y por favor ten un poco más de cuidado para la próxima vez. –Si claro, fue un resbalón nada más. Gracias. ¿Esto no pica no?... Bueno… a ver… ¿Por donde estaba?... Bien, les decía… que sentían como miles de bestias feroces los observaban en la oscuridad… –No, no. Antes había escrito “bestias rabiosas” –protestó Catril. –Déjalo, pobre. Bastante ya tiene con nosotros… y tu, vuelve a temblar, que en eso estabas…– le recomendó Tarek. –Si, claro –contestó Catril, y temblando continuó…– Tengo miedo. –Todos lo tenemos. Pero nada malo nos ha pasado hasta ahora… Los sonidos fueron cada vez más intensos y aterradores, pero después de un tiempo, los niños se fueron acostumbrando y ya no les parecieron tan terribles. Después de andar mucho trecho llegaron a un sitio muy extraño, un haz de luz se colaba por una brecha entre los árboles e iluminaba directamente a un extraño objeto, una especie de jarra, o una vasija dorada. –¿Y no será una lámpara mágica, como esas de los cuentos? –se preguntó Catril en voz alta. 240
–Pues de poder… podría. Pero sería muy extraño. No es éste un cuento de esos –dijo Tarek… –Eso seguro –concluyó Catril mientras alzaba la lámpara –Pero, conociendo al torpe del autor, tal vez esté intentando compensar el mamarracho que hizo hace un rato. Sin Comentarios. Catril, entonces, sonrió y comenzó a frotar la lámpara, por las dudas que en verdad sea mágica. Pero nada ocurrió. Entonces la dio vuelta boca abajo, impaciente, y la sacudió con violencia, algo por fuerza tenía que salir de ella… Y un chorro de té cayó de su interior… –¿Has visto Catril? Era solo una tetera. Se le habrá caído a algún caminante… –No creo... –insistió Catril, y mientras la sacudía aún con más violencia, gritó–. ¡Tiene que haber algo más! Y un trozo de tostada cayó de ella… Iki fue el más rápido y se la engulló. Tarek y Catril quedaron helados ¿Quién sería tan tonto para haber metido un trozo de pan dentro de una tetera? se preguntaron. –Pues yo –dijo una voz desde el interior de la lámpara– ¿Es que ya no respetan a un Genio desayunando? Tarek, del susto, arrojó la lámpara bien lejos y un Genio, un poco despeinado y mareado, salió de ella con bastante dificultad. Arreglándose un poco la ropa les habló… –Pues sí, como ven, soy un Genio. Catril, en ese instante, se echó a llorar desconsoladamente… “Es que yo quería ser el único Genio en éste cuento” protestó entre lagrimas de cocodrilo. –Y también lo eres Catril –le dijo el Genio–. Pero yo soy un Genio especial, he venido hasta aquí… Bueno, me han enviado, en realidad, a concederles sus deseos. Un premio, está claro, por lo mucho que se han esforzado, allí solitos, durante ésta gran aventura… –¡Un premio! –gritaron al unísono los dos niños, mientras Iki intentaba, desde hacía ya un rato, encontrar más de esas tostadas en el interior de la lámpara. –¿Pero quién? ¿Quién quiere premiarnos? –le preguntó Tarek y mirando desesperado de un lado al otro continuó…– ¿Acaso han sido nuestras familias? ¿Están aquí cerca? ¿O es una de esas cámaras sorpresas? –Pues es un regalo de alguien muy especial. Alguien que siempre ha estado a estado a su lado, aún cuando ustedes dormían –le dijo el Genio–. Pero soy un Genio muy serio y he prometido jamás develar su identidad… Los niños refunfuñaron por la respuesta. Pero, como eran niños, estaban aún más entusiasmados por saber, exactamente, en qué consistía el premio. 241
El simpático Genio de la Lámpara, les comunicó que cumpliría, a cada uno, un deseo… –Bueno. Ya es hora –les dijo el Genio a los tres, que se habían colocado uno al lado de otro formando una fila –Primero será Iki el que formule su deseo… –¡Guau! ¡Guau! –ladró sin dudar el perrito. –“Seguro que una pila de huesos” le susurró Catril a Tarek en el oído. –Pues tu deseo será concedido –le dijo el Genio, y el milagro ocurrió… Iki, lentamente, se fue transformando en un niño, sus patitas delanteras se transformaron en manos, y sus patitas traseras en piernas flacas y muy blancas. El Genio había convertido a Iki en un jovencito rubio y apuesto. –¡Ha convertido a Iki en niño! –exclamó Tarek, emocionado– ¡Ése ha sido su deseo! –Si –agregó Tarek –pero le ha dejado su colita. ¡Que malvado Genio! –Pues no –le respondió el Genio, también algo sorprendido… Iki, el niño, miró entre sus piernas y viéndose desnudo, muerto de vergüenza corrió a buscar algo con qué tapar sus partes privadas. –Iki, en realidad –les comentó el Genio –había pedido otro deseo, pero será él quién se los cuente. Iki regresó del bosque luciendo unos calzoncillos de hojas secas muy llamativo… y dirigiéndose por vez primera a los chicos, les dijo… –Mi deseo fue… tener la oportunidad de decirles lo cuanto que los quiero, lo bien que he pasado a su lado y que son mis mejores amigos… Todos se fundieron en un abrazo interminable y hasta el Genio secó alguna lagrimilla, escurridiza y rebelde, de sus mejillas. Pero ya era hora de conceder el segundo deseo… –Pues ha llegado el turno de Catril –aclaró el Genio, mientras Catril daba un paso hacia el frente y con orgullo sacaba, de entre sus pelos, una hojita de laurel donde había anotado todo lo que quería… –Quiero una bicicleta, una pelota de fútbol, una pley y un coche deportivo rojo… –Pero chaval –le dijo extrañado el Genio– ¿Tu me has visto cara de Rey Mago a mí? Guarda eso para otro momento que ahora debes pedir un deseo, no un regalo. –¡Ahhh, un deseo! –exclamó Catril haciéndose el despistado, pero sin pensarlo mucho le dijo al Genio…– ¡Mira cómo soy! Tengo pelos hasta en las orejas. A mi me gustaría ser como los demás chicos y que nadie ser ría más de mi. –¿Estás realmente seguro? –le preguntó Tarek, sorprendido– Entiende que es precisamente eso lo que te hace diferente, lo que te convierte en un ser hermoso y único. Eres especial. Tal vez no lo hayas notado antes pero tú eres el “eslabón perdido”, un ser muy importante en la historia de la humanidad. Serás tú quien le demuestres a los 242
hombres cínicos, algún día, que somos parte de la naturaleza y que no somos mejores a ningún otro ser viviente en ésta tierra… –Entiendo Tarek –le respondió Catril bastante triste –Pero soy solo un niño, y la he pasado muy mal. Siempre se burlan de mí, nadie me tiene en cuenta, solo vosotros que sois mis amigos. Quiero tener una vida normal. El hombre jamás dejará de pensar que es mejor que yo si me ve así… y algún día, si sigue con esa mentalidad, el hombre moderno también renegará de estar emparentado contigo… Solo quiero ser un niño feliz, y ése es mi deseo. –Pues tu deseo será cumplido –le dijo el Genio de la Lámpara, y Catril al instante perdió todo el bello que lo recubría. –Mira Tarek –clamó Iki –¡La colita de Catril es más chiquita que la mía! –¡Basta niños de bromas! –reclamó el Genio –¡Catril! ¡Ve y tápate, que estás desnudo!... Ya eres un chico como los demás… Catril, se internó en el bosque para hacerse un calzoncillo, pero tardó y se escuchó un grito… El Genio entonces le indicó ¡Catril, si caminas un poco más descubrirás que las hojas del banano son más agradables que las ortigas!... es que hay cosas que nunca cambian… Había, finalmente, llegado el turno de Tarek. –Es tu turno Tarek –le señaló el Genio –Cuéntame qué es lo que más deseas. Tarek había pensado mucho en su sueño, los mamuts, pero necesitaba ya volver a reencontrarse con su familia. Echaba mucho de menos a su hermanito, a Irué, también a su mamá Aina, que siempre le acariciaba el cabello para que se durmiera, y a su papá Hanuk, que era su héroe. Tarek no dudo que lo que más deseaba en el mundo era regresar a su aldea… –Lo que más deseo, es que todos nosotros volvamos pronto a nuestra aldea– confesó Tarek, y aclaró –Ya hemos pasado mucho tiempo solos, hemos recorrido muchos pueblos y hemos descubierto nuevos mundos. Pero ninguno de ellos nos ha hecho olvidar de donde venimos. Por favor Genio, concédeme éste deseo. –Pues tu noble deseo será concedido querido Tarek –le contestó el Genio, apoyando una de sus manos en el hombro del niño –Pero será hoy. Solo te prometo que pronto, muy pronto, estaréis de regreso en vuestra aldea. Los niños se abrazaron, formando un círculo en derredor al Genio, y saltaron, y bailaron por un buen rato. Pero aún había una sorpresa más. –Debo irme ya –les confesó el Genio de la Lámpara–, es que me necesitan en otro cuento. Pero antes tengo otro regalo que dejarles. El Bosque ha pedido permiso a quien me ha enviado para dejarles otro presente. Habéis seguido sin temor el camino oscuro y tenebroso, así como han cruzado antes el otro, aquél que los llevó a conocer nuevos pueblos y gentes. Éste es el camino que conduce a su aldea. Ahora ya 243
saben que no hay camino malo ni bueno, y que las apariencias engañan… Por la mañana, cuando se despierten, el Bosque se abrirá y les enseñará la ruta a casa. Los niños corrieron a agradecer al Bosque, abrazaron los troncos de los árboles y acariciaron sus flores. El Bosque, conmovido les regaló un baño de rocío. –Han sido buenos niños –les dijo el Genio mientras se alejaba, lámpara en mano –Si seguís avanzando unos metros más encontrarán un lugar cómodo para descansar, sin rocas, ni ruidos. Ya es muy tarde. Nos volveremos a ver. –¡Por favor! ¡Genio! –gritó Tarek –¡Dinos quién te ha enviado! ¡Quién es esa persona que jamás nos ha abandonado y nos ha deseado éste final tan feliz! –¡Solo si me prometen no contárselo a nadie más! –contestó el Genio, que ya se había desvanecido. –¡Lo prometemos! –gritaron los tres al unísono. Y el Genio de la Lámpara les respondió muy feliz… “Deben mirar con detenimiento a los costado, si se esfuerzan lo suficiente verán una persona que parece estar leyendo atentamente. No es un niño, no es un adulto, no hay edad para las emociones… y menos para la amistad. Es el Lector quién les ha deseado éste final. Aunque ahora, como ven, intenta hacerse el desentendido. Él ha viajado junto a ustedes todo éste tiempo. Él ha disfrutado de cada una de sus aventuras, y será él quién comente a otros la hazaña que ustedes han logrado. Miren cómo sonríe con orgullo por haber llegado hasta aquí, tan cerca del final, tan cerca del principio… “ No te ahorres la sonrisa, lector, que los tres están saludándote…agradeciéndote por tu compañía y la amistad. Y el Genio desapareció. Pero, ya era de noche, las luciérnagas escaparon y debían descansar. Caminaron juntos hasta donde el Genio les había indicado que les esperaba un lugar confortable y blando para dormir. En aquel sitio sus pies se hundieron como en el pantano, pero la superficie no era líquida. ¡Que confortable era ese lugar! Clavaron entonces sus lanzas en el suelo y se echaron a descansar.
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CAPÍTULO XVII TAREKS, IKIS Y CATRILES
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l final, creo que todos tenemos algo de Tarek, un poco de Catril y tal vez una pizca de Iki. Ellos, quizás, no son más que un espejo de nosotros mismos. Tal vez, en la vida elegimos ser aventureros como Tarek, buscando incansablemente a los gigantescos mamuts. O pasionales como Catril, sorprendiéndonos permanentemente de lo que nos encontramos a lo largo del camino, sin pedirle más a la vida que lo que nos ofrece. Y otros elegimos ser como Iki, simplemente acompañando con nuestra amistad, compartiendo las experiencias de nuestros amigos como nuestras. Quizás los mamuts solo existen en la imaginación de niños como Tarek. Quizás en esos gigantescos animales estén representados todos los sueños que creemos imposibles, nuestras utopías, todo aquello que alguna vez anhelamos alcanzar y cuya búsqueda hemos abandonado. Aquel camino que emprendió Tarek junto a sus compañeros, tras caer de la gran cascada, no fue más que su despertar a la vida, al mundo exterior. El momento exacto donde el niño debe elegir seguir siendo niño o dejar de serlo para siempre. Cada una de las notas que escribió Tarek a lo largo del camino, en gigantescas hojas y pétalos, quedaron guardadas para siempre y le fueron útiles en cada una de las situaciones que se le presentaron en la vida Esa noche que pasaron a la intemperie, tan cerca de su aldea después de tanto tiempo, Catril, Iki y Tarek coincidieron que no tenía más sentido seguir buscando al Gran Mamut. Tal vez, de cierta forma, ya lo habían encontrado. Habían vivido tantas aventuras durante aquel largo año. Habían conocido tantas personas y lugares exóticos. Habían vencido a todos y cada uno de sus miedos con tan solo enfrentarlos. ¿Qué existe en el mundo más grande que eso? ¿Qué más, acaso, podían necesitar? Sabían bien que nunca más faltaría comida en la aldea, convencerían a su gente de buscar mejores tierras, otros climas cuando arrecie el frío. Tarek, Iki y Catril, aquella noche, durmieron tranquilos… 245
Ya estaban muy cerca de casa… El viaje, la gran aventura, parecía haber finalmente concluido… O, tal vez, aún no...
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CAPÍTULO XVIII EL SUEÑO DE IRUÉ
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n la cueva donde vivía la familia de Tarek, pasaron muy mal la noche. Aina, la mamá, apenas pudo dormir; Hanuk tuvo el mismo problema. El pequeño Irué, que ya había aprendido hablar, se pasó cotorreando toda la noche. Eso no era nada extraño, pues los niños pequeños, cuando aprenden a comunicarse están muy pendientes de conocer y repetir cómo se llama esto o aquello. Y a eso hay que sumarle la cantidad de personajes y objetos que solo existen en sus sueños. Irué escogió aquella noche para repetir una y otra vez la misma frase hasta el cansancio… “!Tarek, Mamut!”, “!Tarek, Mamut!”, y aún después de ponerle el gigantesco chupete, el bebé seguía insistiendo una y otra vez con su molesto “¡Aet, Aút!” “¡Aet, Aút!”. El padre de Tarek también soñó con él durante lo poco que durmió, y Aina jamás lo quitaba de sus pensamientos y deseos. Alguien golpeó la puerta esa misma noche, alguien que quería darles una sorpresa. Hanuk abrió lentamente la puerta, y encontró al viejo de la cueva; detrás suyo estaban todos los cazadores y rastreadores de la aldea, todos habían tenido el mismo sueño: Tarek, Catril y otro niño luchando contra un gigantesco mamut. –Según una vieja tradición de los cazadores, cuando todos tienen el mismo sueño es porque otro gran cazador les envía un mensaje. Como lo hacen los mejores animales de la jungla. Tarek no debe estar lejos. Y el mamut que aparece en sueños seguramente significa que por fin a llegado a casa… ¡A cumplido su sueño! Aina abrazó fuertemente a su esposo y cogió luego a Irué, un abrigo y se unió al grupo, fuera de la casa. Hanuk había quedado helado al escuchar la novedad. Todos estaban dispuestos a hacer un último esfuerzo por encontrar a Tarek, Catril y su amiguito. Pero… ¿Hacia dónde debían dirigirse? El pequeño Irué quitándose el chupete, como si hubiera comprendido cual era el problema, repitió una vez más su “!Tarek, Mamut!”, pero esta vez, señalando con su minúsculo dedito hacia el bosque negro tan temido. Decidieron seguir las instrucciones de Irué, porque solo él parecía escuchar el llamado de su hermano, y porque nunca habían ingresado a aquel bosque porque era muy cerrado y oscuro, 247
Después de mucho caminar, cuando ya había amanecido, llegaron a un gran claro en el bosque y lo que ahí encontraron los dejó atónitos. Cuando Iki, Tarek y Catril despertaron, conversaron un buen rato de lo bien que habían dormido en aquel sitio acolchado, pero al intentar agarrar sus lanzas descubrieron que éstas se encontraban atascadas en el suelo. En ese preciso instante escuchó Tarek la voz de su hermano que a lo lejos le gritaba “!Tarek, Mamut!”, también observó a su madre abrazando a su padre, al resto de cazadores festejando como locos porque nunca más faltaría comida… y al viejo de la cueva que con voz eterna gritó al viento… “! Bienvenidos sean los tres grandes guerreros! Aquellos niños valientes que cazaron al Gran Mamut… y tuvieron el coraje suficiente de dormir sobre su lomo…”
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