E L T E N I E N T E D A R C O U R T A L B E R T O
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E L T E N I E N T E D A R C O U R T A L B E R T O
D É L P I T
Ediciones elaleph.com
Editado por elaleph.com
Traducido por Silvestre Flores 2000 – Copyright www.elaleph.com
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ALBERTO DÉLPIT
PRIMER EPISODIO I La ventana del primer piso se entreabrió y Clemencia agitó alegremente su pañuelo, gritando : -¡Buen día, Esteban! ¡Ven, ven pronto, estoy sola! Una voz clara contestó desde el otro lado de la reja del jardín : -¡Buen día, Clemencia! ¡La llave no está en la cerradura! ¡Voy a saltar el cerco como un ladrón! La joven se echó a reír y permaneció inclinada en la ventana, como si quisiera ver más distintamente a través del follaje de los grandes árboles. La casa era pequeña, pero elegante : una quinta que parecía un cottage. 4
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Medio perdida entre la yedra y la clemátide, alzábase, en la parte más alta del pueblo de Louveciennes, sobre el camino de San Germán a Versalles, precisamente enfrente del acueducto. La cabeza de la joven, quedaba graciosamente encuadrada por un marco de verdes hojas y de plantas rampantes. ¡Qué preciosa criatura !... Clemencia Aubry tenía diez y ocho años. Rubia, de un color que tiraba un poco al rojo, parecía escapada de un cuadro de Greuze. Los ojos azules y muy grandes, iluminaban su rostro fino y distinguido, realzado por un cutis fresco, igual a. nácar un poco rosado. Clemencia, abandonó la ventana y bajó al jardín para salir al encuentro de Esteban. Era alta y bien formada ; la soltura armoniosa de sus gestos hubiera seducido en seguida a un escultor o a un pintor. -¡Ya ves, he saltado como un gamo! -dijo el joven que llegaba corriendo. Esteban Darcourt llevaba el uniforme de alférez de navío. Acababa de ser ascendido a, ese grado, muy joven, a los veinticuatro años, después de una campaña brillante en el Senegal como segundo a, bordo del Aspic. Este joven elegante y delgado, con sus ojos y sus cabellos renegridos, gustaba en seguida por su franqueza y lealtad. Un poco delgado, 5
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como todos aquellos que se entregan a, ejercicios violentos, era ágil fuerte, con una vivacidad de movimientos algo brusca. Cuando encontró a Clemencia en un rincón del jardín lleno de rosas, lá besó en la frentes. -¡Al fin, amada mía, te encuentro sola! ¡Se ha dado el caso de que miss Drake no esté, aquí! ¿Sabes, Clemencia, que tienes un aya, muy fastidiosa? -Te adora y sólo te llama su joven amigo. -¡Lo pasaría muy bien sin su adoración! En cuanto quiero hacerte un cariño o hablarte con efusión, adopta un tono severo y me llama al orden. Me parece que bien puedo ahora besarte, pues estaremos casados dentro de seis semanas. ¡El 10 de junio de 1873! -¡Querido Esteban, cuánto te quiero! Estaban sentados en un banco, amparados por la, sombra de unos plátanos. Perfumes y canciones de primavera los saturaban en aquella hermosa mañana. En el fondo, los bosques de Marly se extendían graciosamente, arrojando sobre el paisaje el tono violento de sus hojas verdes y azules. Detrás de las rejas corría la ancha carretera bañada por el sol, y a, derecha é izquierda del camino hermosas casas de campo semiperdidas entre el follaje y las 6
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flores. Más abajo, las casas de Louveciennes escalonadas extrañamente. ` En mitad de la cuesta, y un poco más allá, dominando el camino carretero de Bougival, divisábase la pequeña iglesia con sus muros blancos y su techo de pizarra que amenazaba al cielo con la -punta aguda de su campanario. Los pájaros cantaban como si quisieran dar, la bienvenida a los novios. La Naturaleza, rejuvenecida por el suave calor de los últimos días de mayo, sonreía. De, cuando en cuando, una brisa que venia de la colina agitaba las ramas de los árboles. -¡Qué hermoso día para hablarse de amores! dijo Esteban apretando cariñosamente las manos de su novia. -¿Sabes que hace ya tres meses que nos conocemos? Me acuerdo de esa noche como si fuese ayer. Tú habías ido a Cherbourg, a casa de tu vieja prima la señora Milwert. Esta había recibido la víspera una invitación del almirante. ¡Qué excelente persona! ... ¡Qué buena idea tuvo de dar un baile en la Prefectura marítima, justa mente dos días después de tu llegada! Me acuerdo perfectamente que estuve a punto de excusar mi asistencia a esa fiesta.. -¡Perezoso! -murmuró Clemencia sonriéndose. 7
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-¿Vas a regañarme? En aquel momento yo ignoraba que existiera una señorita llamada Clemencia Aubry. Después de comer, quise irme a mi casa. ¿ Qué me importaba el baile de la Prefectura ?... Fue mi camarada Maigrait que me obligó a vestirme y a ir a la fiesta del almirante. -¡Una linda jugada de tu compañero! -replicó la joven moviendo coquetamente la cabeza. -Me paseaba, un poco aburrido, por los salones, cuando me dio la ocurrencia de entrar en el jardín de invierno. Una vez allí, sólo tuve ojos para ti... -¡Querido Esteban! -Estaba, sentada cerca de una gran planta, de geranios ; y me pareció que no te divertías. mucho. Tu traje era precioso. Llevabas un vestido de muselina blanca con un cinturón azul. Ni una joya. En tus cabellos, una sola, flor, una rosa puesta allí un poco inclinada la derecha. Al verte casi di un grito. Pregunté al ayudante del almirante quién eras tú, y me contestó : «No sé, es una parisiense que ha venido a pasar unos días solamente.» Entonces me presenté yo mismo, y te rogué, me concedieras un vals... 8
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-Y yo contesté : «¡Con mucho gusto, caballero!» Tanto más que no habla bailado en ,toda la noche, y te confieso que adoro el vals. Después de haber bailado, nos sentamos... Te pregunté detalles de tus viajes, y me hablastes del crucero que habías hecho alrededor del mundo en calidad de guardia marina, de tu campaña en el Senegal... Y había tanta poesía en tu lenguaje y tu voz era tan dulce, que yo te escuchaba muda y encantada... -Yo, al hablarte, te devoraba con los ojos. Y cuanto más te miraba, más sentía que el invencible amor penetraba en mi corazón. Sentía que acababa de hallar la mujer, la amiga que me ayudaría a encontrar menos penoso y menos doloroso el camino de la vida. En cuanto uno es hombre, se piensa y se sueña con esa compañera desconocida con la cual se tropezará, tal vez más tarde. TÚ, tú eres el ideal de mi sueño. Cuando nos separamos aquella noche, me pareció que estabas un poco triste... Clemencia se echó a reír. -¡Es que te encontraba apuesto y muy de mi gusto! Siempre pensé que no me casaría. ¡Cuando se tienen solamente dos mil francos de renta por dote, una, no se imagina que pueda casarse con un arrogante alférez de navío como tú! 9
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-¡El cual no tiene más que su sueldo, doscientos once francos 53 céntimos al mes! ... ¡Ah, me olvidaba... y 1.800 francos de renta ... un poco más que el subteniente de la Dama Blanca!... ¡Bah! ¡No se necesita dinero para ser feliz! Clemencia soltó una carcajada alegre y franca como el canto de un pajarillo. -No, no me olvidaré nunca de la cara que puso la señora Milwert cuando le pediste mi mano. La buena señora no lo quería creer... Durante mucho tiempo yo temía que esa felicidad no durase... ¡ Verme amada por ti, tan bueno, tan leal!... Y no olvides que esto es ya oficial, completamente oficial; así es que no puedes recoger tu palabra. -¿Puedes suponer que pienso en semejante cosa? -replicó alegremente el oficial. -A propósito, ¿cuándo piensas ir a visitar al señor Van Reyk? -Quería precisamente hablarte de esto. Ya sabes que mi tío es el único pariente que me queda. Aunque hermano de mi madre, nunca me, ha, demostrado mucho, cariño. Es un comerciante, pesado de cuerpo y de espíritu, que sólo ha, vivido para el dinero y por el dinero. Una sola ambición le ha guia10
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do: ser rico, muy rico. ¿Para gozar de su fortuna? ¡No! ¿Para deslumbrar a sus vecinos de Ralverstraat, en Amsterdam? ¡Tampoco! Mi tío ama, adora al dinero como yo amo a Clemencia por ella Misma! Fue entonces una explosión de risas que subió hasta las altas ramas de los plátanos. -¿Entonces para qué te impones la molestia de ir a pasar tres días en Holanda? -Sencillamente, porque creo que cumplo un deber de urbanidad con el hermano de mi madre. No necesito de su consentimiento para casarme, y seguramente no me dará un céntimo. -¡Cuando pienso que vas a dejarme, que vals a abandonarme durante media semana para ir a ver a ese hombre tan feo! -Te escribiré todos los días. -Y yo te contestaré a vuelta de correo... -¡Querida Clemencia! -¡Querido Esteban! Y se tomaban las manos, se miraban en silencio, como si no pudieran cansarse de esa muda y dulce contemplación. Jamás el Destino había reunido dos seres más encantadores y tan hechos el uno para el otro. Todo lo poseían para ser dichosos. Y ninguno de los dos 11
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en esa hora exquisita hubiera creído que una desgracia los amenazaba. -¡Ah, la pillé a usted, señorita! -gritó una voz algo gruesa que salía del lado de la casa. Clemencia hizo un gesto como asustada. -¡Miss Drake! Intentó levantarse para escapar, pero Esteban la detuvo. -No te alarmes, querida. Miss Drake seguramente ha corrido, y tendrá un ataque de tos asmática cuando llegue. Miss Drake era una inglesa gruesa, corpulenta y reluciente. Su rostro, algo abotagado, expresaba la flácida tranquilidad de un animal rumiante. Más dama de compañía que aya, se distinguía de las demás institutrices por un rasgo, curioso: era más rica que su discípula. Cinco años antes había acabado la educación de una joven de Lancashire. Hallándose demasiado pesada y vieja, no quiso conservar esas funciones delicadas. Por otra parte, los médicos le habían recomendado como más saludable el aire del continente. La señora Milwert la encontró en Cherbourg y le propuso el instalarse en Louveciennes con su sobrina. Aceptó muy pronto, y dé este modo sucedió que 12
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Clemencia vivía con Miss Drake más como amiga que como discípula. La inglesa llegaba, muy irritada, en efecto, pero soplaba tan fuerte que apenas pudo pronunciar algunas palabras. -Le había... prohibido... venir... No terminó y se dejó caer sin resuello en una .silla de hierro. Para poder manifestar de otro modo los sentimientos que la agitaban, se puso a mover sus grandes ojos azules furiosamente. Clemencia se levantó y fue a besarla en las dos mejillas. -Discúlpeme, mi buena miss Drake; Esteban llegó sin que lo esperara, y no podía dejarle fuera. El alférez de navío tomó la mano de la inglesa y la besó respetuosamente. Era la mayor adulación que pudiera hacersele. -No riña usted a Clemencia -dijo el joven; -el único culpable soy yo. Parto mañana para Amsterdam, a fin de ver a mi tío el señor Van Reyk; debe usted encontrar cosa natural que haya deseado despedirme de mi novia antes de ,emprender ese viaje. Y además, ¿no vamos a casarnos pronto? ¿Cometo una mala acción estando con ella un cuarto de hora 13
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a solas? ¡Vamos, vamos, señorita, un poco de corazón, y dígame que no me guarda rencor! Miss Drake hubiera deseado contestar, pero no podía. Sin embargo, en medio de las sofocaciones de su asma, se veía que la emoción la iba invadiendo. La novela de amor, el idilio que veía vivir y palpitar, la había turbado desde el primer momento. Claro es que su deber era vigilar a Clemencia hasta la consumación del matrimonio; pero de cuando en cuando transigía con hacer un poco la vista gorda. La hora avanzaba y el calor era sofocante. Miss Drake dejó caer su cabeza sobre su robusto pecho y se durmió. Los jóvenes empezaron de nuevo su deliciosa charla, su hermoso dúo de amor. Se dijeron lo mucho que se querían y se adoraban, y bendijeron de antemano la hora en que serían uno de otro. Repetían -sin cansarse las mismas palabras, tan dulces al oído y al corazón. Iban a separarse por tres días, y estas horas iban a parecerles siglos. Clemencia le hizo prometer otra vez a Esteban que le escribiría todos los días, y el joven exigió que contestase a sus cartas de Holanda con telegramas. 14
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El alférez rodeó el talle de su amada con su brazo y la atrajo hacia él, besándola amorosa y castamente en los ojos. Miss Drake roncaba.
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II El señor Van Reyk era rico; habitaba una casa lujosa, en un barrio aristocrático. Sólo se trataba con personas de fortuna y tenía horror a la pobreza. Por la noche, cuando bebía cerveza en el Café Bybel, en el Warmoesstraat, con sus amigos, emitía a menudo sentencias : -Un holandés –decía -vale dos belgas; dos ,belgas valen cuatro franceses; y cuando un francés es pobre, no vale un bock- bien sacado del barril. Si por casualidad el señor Drenn, el banquero, o el agente de Bolsa Liebeker le contestaban : -Pero, señor Van Reyk, ¿usted no nos dice ,lo que vale un holandés pobre? El señor Van Reyk replicaba con tono doctoral : -En Holanda no hay pobres. La pobreza equivale a la suciedad, y todos los holandeses son limpios. 16
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La pobreza es un vicio, y los holandeses son honrados. Alto, grueso, enorme, con una cabeza redonda colocada sobre un cuello de toro y espaldas de atleta, era la imagen perfecta del egoísmo feliz, tonto y satisfecho. Sus cabellos, de un gris suelo y amarillento, se erizaban sobre una frente estrecha y en la, ,cual jamás habían penetrado un pensamiento elevado, una idea generosa. El casamiento de su hermana con un hombre sin fortuna le había exasperado. No perdonó jamás a la señora Darcourt lo que, con su cólera cómica, él llamaba un casamiento desigual. Cuando vio por primera vez a su sobrino, éste acababa de ingresar en el buque escuela, el Borda. Ninguna simpatía podía existir entre ese hombre y ese adolescente: el primero, dominado por sentimientos vulgares, el segundo lleno de nobles emulaciones y de generosidades Í El señor Van Reyk estuvo muy poco tiempo en París. Algunos meses más tarde su hermana enfermó y murió. Cuando esto ocurrió, ya era viuda hacía varios años, y dejó a su único hijo sin fortuna y sin sostén. 17
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Antes de morir recomendó a Esteban que no olvidase que el único pariente que le quedaba era su tío. Es en recuerdo de su madre que el oficial de marina no quería casarse sin anunciar personalmente al señor Van Reyk su decisión. No esperaba nada de él, como se lo había dicho a Clemencia; pero deseaba cumplir la recomendación de su madre. Se guardó muy bien al llegar a Amsterdam de ir a parar a casa de su tío, y se alojó en el Amstel-Hotel, y desde allí le escribió una carta pidiéndole hora y sitio para verle, pues no quería perturbar la vida de solterón egoísta de su tío. Este contestó invitándole a almorzar en el Café Riche, en la calle Rokin. -¿De manera -díjole el tío cuando se encontraron en la puerta del restaurant, que eres bastante tonto para casarte? -Soy más tonto de lo que usted se figura -contestó Esteban riéndose, -pues estoy satisfechísimo de cometer esa tontería. Cuando se instalaron en una de esas grandes mesas llenas de hors-d'ceuvre, tan de moda en Holanda, el señor Van Reyk lo dijo: 18
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-Voy a someterte a un interrogatorio en regla. -Empiece, querido tío. -¿Es bonita? -Muy bonita. -¡Un punto! ¿Y joven? -Diez y ocho años. -¡Dos puntos! ¿Tiene mucha familia? -Es huérfana de padre y madre. No le conozco más pariente que una -Prima, una vieja que vive en Cherbourg y a la que ve muy poco. -¡Tres puntos! ¿Qué dote tiene? -Sesenta mil francos. -¿De renta? -De capital. El señor Van Reyk separó violentamente su plato y dio un puñetazo sobre la mesa. Una llamarada de ira brilló en sus ojos redondos. Sin ningún pudor se puso a ¡injuriar a su sobrino con la violencia de un hombre que está acostumbrado a no dominarse. ¡Esteban deshonraba a la familia! Aun siendo rico, es forzoso casarse con una mujer rica. ¡El dinero es una cosa sagrada, que se debe respetar, venerar, adorar! ¡Al fin de cuentas, el dinero es el dinero! ... ¡ Cómo! ¡Un simple oficial de marina, desprovisto de fortuna, se permitía casarse con una chica que no 19
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tenía un céntimo! ¡Era una locura, mucho peor, una mala acción! ¡Y tarde o temprano, las malas acciones reciben su castigo!... ¿De dónde salía esa señorita Clemencia Aubry? ¡ Alguna intrigante, sin duda, que no habiendo -podido hallar marido, echaba hábilmente sus redes sobre el primer tonto que la tomaba en serio! Esteban escuchó en un principio a su tío con una flema imperturbable. ¿Qué le importaban las injurias de ese viejo maniático? Pero cuando éste pronunció el nombre de Clemencia, un ataque de cólera nerviosa le acometió. Se levantó, y con tono seco dijo : -No le debo a usted riada, tío, y si he venido a anunciarle mi boda ha sido simplemente por respeto a la memoria de mi madre. Usted se permite tratar groseramente a la mujer que amo. ¡Adiós! -¡Vete al diablo! -replicó el señor Van Reyk. La cara del holandés presentaba en su cólera aspectos tan cómicos, que la ira de Esteban se desvaneció. Se limitó a saludar cortésmente al señor Van Reyk y abandonó el restaurant. Hasta las ocho de la noche no salía el tren de París, y el joven tenía tiempo sobrado para meditar sobre ese triste y ridículo incidente de familia. 20
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Lamentaba que una visita de simple cortesía, de la cual podía haberse dispensado, hubiera terminado tan mal ; pero en el fondo se reía de la recepción tan rara de su tío, y no quedaba en su alma un átomo de rencor. Poco le importaba, después de todo, que al señor Van Reyk le gustase o no su boda. No le quería, y no esperaba nada de su cariño ni de su fortuna. En suma, los egoístas son más dignos de lástima que de censura. Lo único que sentía es haber dejado la Clemencia para recibir semejante acogida de su señor tío. ¡Bueno! Se consolaría riéndose con ella del lado grotesco de la aventura. Para matar el tiempo, se fue a visitar el Museo, y los alrededores de la ciudad. Encontró algunas mujeres bonitas, -pero ninguna valía lo que su Clemencia, su adorada prometida. Aquellas holandesas, llenas de carnes blancas, le parecían muy vulgares v ordinarias al lado de su amada, tan esbelta y graciosa. Su corazón latió de alegría cuando subió al tren para regresar a Francia. Al día siguiente estaría en París, y a mediodía llegaría a Louveciennes para el almuerzo. Había tenido la precaución de avisar a miss Drake con un telegrama. El tren corría rápidamente a través de la llanura tranquila e iluminada 21
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por. los rayos de la luna. Los cristales del compartimiento, completamente bajados, daban paso a la brisa fresca de aquella noche perfumada. Ideas agradables asaltaban el espíritu del joven oficial. Dentro de seis semanas estaría casado, dentro de seis semanas sería el esposo de esa exquisita y fina criatura. Para él era la más encantadora y seductora de todas las mujeres. Después el plazo para su dicha le pareció largo. ¡Seis semanas! ¡Eso no acabaría nunca! ¿Para qué esperar tanto? ¿Acaso los dos no eran libres; acaso dependían de alguien? ¿Quién les prohibía adelantar la hora de la ansiada bendición? ¿Esperar con calma hasta el 10 de julio? Nada ni nadie los obligaba a ello. Habían fijado esa fecha para hacerla coincidir con la licencia de Esteban. Pero el joven oficial no carecía de amigos en el ministerio de Marina, y no seria difícil conseguir que adelantasen esa licencia tres semanas. ¿Cómo no se les había ocurrido cosa tan sencilla? El sueño lo iba invadiendo en medio de esos pensamientos. Si soñó no fue seguramente con los millones de su tío, sino con la linda carita de la que iba a ver 22
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dentro de pocas horas. Se despertó cuando el tren entraba en la estación de París. Clemencia no le esperaba tan pronto, y a pesar del telegrama de Esteban a miss Drake, no creyó que llegaría tan temprano. Al verle lanzó una exclamación de alegría. -¡Pronto, pronto! -díjole; -cuéntame la entrevista con tu tío. -Déjame almorzar primero, me muero de hambre querida. -Bueno, consiento; pero a condición de que no omitas ningún detalle. Se sentaron a almorzar, y mientras Esteban, famélico, atacaba briosamente unas costillas de cordero con puntas de espárragos, inició su narración. Fueron estallidos de risa capaces de poner en revolución todo un liceo de señoritas. Esteban contaba las cosas tan cómicamente, que Clemencia y la misma miss Drake no podían contener sus carcajadas al oír de labios del oficial las majaderías del señor Van Reyk. -Desde aquí le veo -dijo la joven cuando se calmó algo su hilaridad. -Le pintas tan bien, que le conozco como si le hubiera visto: «Grande, grueso, enorme ... » 23
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Pronunciaba con inimitable gracia esos epítetos, ahuecando la voz é hinchando sus carrillos. Declaró después que ejecutaría al lápiz el retrato del señor Van Reyk, y afirmó que el parecido sería asombroso. No conocía al hombre, al viejo egoísta, pero no importaba. -¡Un hombre rico... que posee una casa rica... en un barrio rico... que no trata más que a gente rica ¡... Y nuevas y grandes carcajadas estallaron. -Puesto que estás tan de buen humor -dijo el alférez a Clemencia, -voy a decirte otra cosa que cambiará, así lo espero, tu buen humor en otra alearía mejor. -¿Qué es ello, mi noble caballero? -Oiga usted, hermosa damisela : ¿Te has preguntado por qué esperábamos el día 10 de julio para casarnos? Clemencia se sonrojó y replicó un poco confusa : -Seguramente... me gustaría... me agradaría que fuese antes... Tú fuistes el que fijastes la fecha... Yo creía que tenías una licencia para esa data, y entonces... -Es verdad ; pero si yo hiciese adelantar la fecha de la licencia, podríamos avanzar también la fecha del gran día. 24
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Al oír las primeras palabras del oficial, miss Drake había fruncido el ceño. Felizmente, Esteban agregó, dirigiéndose a ella: -¿No comparte usted mi opinión, miss? Visto que la consultaban, la inglesa por nada del mundo hubiera ido en contra de ésa idea. Contestó que, en efecto, encontraba muy acertados los propósitos de su «joven amigo». Por otra parte-dijo la inglesa, -el señor Esteban siempre tenía ideas muy razonables, y no veía ningún inconveniente en que su «joven amigo» y Clemencia anticipasen tres semanas su casamiento. Bastaba publicar las amonestaciones en seguida y avisar al cura de Louveciennes, al buen abate Caron, a fin de que reservase a los novios su misa del sábado 15 de mayo. Los dos jóvenes se miraban entusiasmados y se morían de ganas de besarse... pero no era posible hacerlo bajo la mirada vigilante de miss Drake.. Felizmente, conocían las costumbres de la buena señora, y luego después de almorzar bajarían al jardín, y aprovechando la digestión de miss Drake, se desquitarían. Los dos enamorados llevaron su audacia mucho más lejos, En cuanto vieron bien dormida a la inglesa, se escaparon por la pequeña puerta del jardín 25
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que daba al campo, y pasaron un día que no debían olvidar nunca. Del otro lado del cerco que servía de barrera al jardín había un sendero que cortaba un campito lleno de helechos y de falso heno. a muy corta distancia se extendían los bosques comunales de Louveciennes, que iban subiendo hasta la colina y bajaban luego bruscamente en dirección a Bougival y de la Celle Saint-Cloud. Esteban y Clemencia acariciaban hacía tiempo el proyecto de pasar unas cuantas horas en los bosques, libres de toda vigilancia. El paseo fue largo, tan largo, que cuando la joven habló de volver, se dieron cuenta de que estaban muy lejos. Las cuatro daban en el reloj de la iglesia de Bougival. -¡Las cuatro, ya! Tengo que volver. ¡Bonito recibimiento me espera!... Felizmente, tú estarás conmigo, y miss Drake no se atreverá a reñirme. -¡Oh, Clemencia, no me pidas eso! -¿Rehusas acompañarme? -¿Yo, rehusar? ¿En qué piensas?... Te acompañaré con mucho gusto... hasta la puerta. La joven se echó a reír. 26
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-¿Tienes miedo? ¡Muy lindo para un oficial de marina ¡ -Sí, te lo confieso, tengo miedo. Las imprecaciones de miss Drake me intimidan. ¡La conozco bien a tu miss Drake! Es una románticaAdoptará su actitud más severa, tomara su voz más gruesa para acusarme de cosas extraordinarias. Dejaré de ser su joven amigo, para convertirme en un seductor lleno de perversidad. Acuérdate de la famosa escena que me armó al día siguiente de mi llegada a Cherbourg. Prefiero no exponerme otra vez. Clemencia seguía riéndose, y ahora con más sorna que, antes. -¡Y se atreve a. confesar que tiene miedo! Sea, caballero, iré sola... ¡Pobre de mí, qué marido voy a tener! ¡Incapaz de defender a su mujercita! Contestó como era de esperar, esto es, con un abrazo y besándole castamente los cabellos. A pesar de la hora avanzada, tardaron mucho en volver a casa. Hubiérase dicho que esos dos seres tan jóvenes y bellos no se determinaban a separarse, como si previeran ya los grandes sufrimientos que iban a amargar su vida. Cuando Esteban y Clemencia se separaron en la pequeña puerta de la reía del jardín, una dicha infi27
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nita resplandecía en sus ojos. Se acordaban del día radiante pasado juntos, y tenían un paraíso en su corazón.
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III El cura Caron dijo -¿Alicia Clemencia Aubry, consiente usted en aceptar por esposo a Alberto Esteban Darcourt? -¡Sí! -Alberto Esteban Darcourt, consiente usted en aceptar por esposa a Alicia Clemencia Aubry? -¡ Sí! Y entonces el órgano, tocado por Fauré, amigo del padre de Esteban, entonó un himno de alegría y de esperanza. ¡Al fin, estaban casados! Algunos amigos llenaban la bonita iglesia de Louveciennes: el contralmirante Larey y su ayudante ; los compañeros de promoción de Esteban que se hallaban en París y algunas relaciones de Clemencia. Todos felices y con la sonrisa en los labios, menos miss Drake y la señora Milwert, la prima de 29
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Cherbourg, que lloraban como Magdalenas. Hay gentes muy buenas que sólo pueden expresar su alegría con lágrimas. La ceremonia terminó, y los invitados dejaron a los novios. Habían resuelto pasar su luna de miel en su chalet de Louveciennes. Miss Drake no sabía aún lo que sería de ella en esta nueva existencia. Había servido de madre a la joven desposada ; por consiguiente, creía que no debía abandonarla en los primeros tiempos de su matrimonio. ¿Pero qué sucedería más tarde? Sin imaginarse que los dos novios podían pasarse perfectamente sin ello, les dirigió un largo discurso en cuanto los tres volvieron a casa. Empezó por sonarse ruidosamente ; después enjugó sus lágrimas, y con voz temblorosa, aunque solemne, exclamó: -¡Hijos míos! ¡Estáis unidos por el más divino de los sacramentos! El sacramento a que aludo es una institución divina.... ¡Ay!... La Providencia no ha querido que yo, fuese tan feliz como ustedes. -¡No he encontrado nunca, el alma hermana que debía iniciar la mía en las delicias compartidas del amor! El discurso de miss Drake fue interrumpido Por nuevos sollozos. Después de una pausa de algunos 30
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segundos, prosiguió, siempre con el mismo tono solemne: -¡Hijos míos, dicen que el matrimonio está compuesto de deberes! No lo sé. Dicen también que tiene sus placeres. Tampoco lo sé, pero estoy persuadida de ello. Eres muy joven, Clemencia, y usted también, amigo mío, para quedar entregados a sus propias fuerzas. Les pido, pues, permiso para seguir al lado de ustedes. Tengo alguna fortuna, y esto me permitirá no pesar sobre ustedes. Así, pues, si ustedes quieren, me quedaré aquí, hijos míos... Nuevos sollozos cortaron otra vez su discurso patético, y otro diluvio de lágrimas sucedió a los anteriores. Esteban y Clemencia le contestaron corno era de esperar de dos seres llenos de generosidades. Los dos, uno por la derecha y otro por la izquierda, la abrazaron, prodigándolo palabras afectuosas. Quedó convenido que la buena señora no se separaría nunca de su discípula. Desde entonces, ni una sombra, ni una nube vino a obscurecer el cielo de su dicha. Se amaban con locura y no se cansaban de decírselo y de probárselo. Por las mañanas, eran locas carreras a través de 31
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los bosques de Louveciennes y de Marly. Por la tarde, se encerraban en sus habitaciones. Una tarde sintieron deseos locos de ir a pasar tres días a orillas del mar. Era en los primeros días de junio y un calor excesivo quemaba la llanura devorada por el sol. Aun cuando no fuesen ricos, Esteban declaró gravemente que serían locos si no cometían esa locura. Miss Drake intervino y dijo que ella no les había aún hecho el regalo de boda, y que tres días eran muy poco y sería más conveniente un viajecito a Bretaña. En consecuencia, rogaba a Clemencia y a su «Joven amigo» que aceptasen una pila de veinte libras esterlinas lentamente economizada sobre su renta de ciento veinte guineas. Los dos novios agradecieron su oferta a, la digna inglesa, y partieron con la alegría inconsciente de seres que se adoran y que no se preocupan del porvenir. En vez de viajar por Bretaña, opinaron que era más agradable y más económico encerrarse en una posada barata situada en la vertiente de un barranco entre la Birochire y Pornic. De tal modo, con los quinientos francos de miss Drake y algo que agregaron ellos, pudieron pasar un mes en plena soledad. Esta dicha radiante fue tur32
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bada una mañana por una nota oficial que llamaba a Esteban al ministerio de Marina. El joven alférez suspiró profundamente, pero hubo que resignarse. Sería demasiado hermosa la vida si siempre pudiera uno vivir en pleno ensueño y despreciar la realidad vulgar. Quisieron hacer a pie el camino que iba de la modesta posada a Pornic. Caminaban lentamente, como si desearan arrancarse lo más tarde posible a sus queridos recuerdos de dicha. Tal vez al mirar ese gran Océano todo gris y esos altos barrancos rojos, tenían el presentimiento de que acababan de agotar sus felicidades y que no volverían a apurar la dulzura de las dichas permitidas. A la hora en que la señora Darcourt llegaba a Louveciennes, Esteban se presentaba en el despacho del jefe del gabinete del ministerio de Marina. -Mi comandante, usted me ha llamado' H9 tomado en seguida el tren y aquí me tiene a sus órdenes. Una sonrisa iluminó el rostro del capitán de navío Llegeois, que desempeñaba entonces esas funciones delicadas. -Siéntese, mi querido Darcourt, y hablemos. Aquí nos interesamos por usted. El ministro sabe que 33
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usted adora su carrera, y ha buscado para usted un motivo de ascenso. Acaba usted de casarse ; usted y su mujer no son ricos: es, -pues, necesario que les hagamos pronto a ustedes una posición. El corazón de Esteban palpitaba de alegría. Sabía, por cierto, que la Marina es una gran familia, en la cual todos los oficiales son hermanos; pero esa delicada atención de sus jefes le llegó al alma. -He aquí el caso -prosiguió el capitán Liegeois. El vicealmirante Dupré, que es gobernador general de la. Cocliffichina, prepara una expedición al Torikín. Mandará esa expedición el teniente de navío Francisco Garnier. De París le mandamos dos alfereces, usted y Balny, que es más antiguo que usted, si no recuerdo mal. Garnier tendrá a sus órdenes dos cañoneros, una compañía de marineros, que estará a. cargo de Balny, y una compañía de infantería de marina a las órdenes de usted. La expedición saldrá de Saigón a mediados de octubre. Tiene usted tres meses para ir allí; pero el ministro desea que se ponga en viaje lo más pronto posible, pues le convienen a usted algunas semanas para aclimatarse antes de la expedición. 34
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Esteban no contestaba. El honor le impulsaba a aceptar sin vacilaciones. Era una gran distinción, un favor que lo dispensaban, eligiéndole para esa misión gloriosa. Pero ya no era la alegría la que hinchaba su corazón ahora. Un cruel sufrimiento se lo oprimía. ¡Abandonar a Clemencia en plena luna de miel!... -Su partida ha sido fijada para el primero de agosto. Sé embarcará usted en la Vipere, que se halla ahora en dique en Tolón. ¡Ha tenido usted mucha suerte! Va usted a cubrirse de gloria, y al regreso ascenderá a teniente de navío. Sin contar que ya haremos lo posible para adornar ese bravo pecho con la Legión de Honor. El joven oficial agradeció al jefe del gabinete la distinción de que se le hacía objeto, y tuvo que soportar las felicitaciones de sus camaradas empleados en el Ministerio, con la sonrisa, en los labios y la muerte en el corazón. ¿Qué diría Clemencia? Se preguntaba si debía, 6 no volver en seguida a Louveciennes para anunciarle la nueva fatal. Decidió decirle la verdad, pues, al fin y al cabo, no era posible ocultársela mucho tiempo. Clemencia le esperaba impaciente, deseosa de saber para qué lo habían llamado al Ministerio. 35
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-¿Para qué te llamaban? -Una buena noticia - contestó él simplemente, y no quiso decirle más, pues en el ómnibus que los conducía a su casa iban personas extrañas. Cuando estuvieron en su nido, Clemencia cerró la puerta para que nadie los molestase, se sentó en un sofá con su marido al lado y tomó las manos de Esteban. -Ahora dame detalles y no me ocultes nada,. -Te engañé. No es buena noticia la que te traigo. Me mandan a Cochinchina; dentro de quince días me embarcaré... Clemencia se puso muy pálida. -Sigue, dímelo todo; no temas asustarme, s(y valiente. Cuando Esteban le dijo todo, contestó así -Me es doloroso verte partir. Ya sabes que íni amor es igual al tuyo, y para apreciar mí dolor juzga por el que tú sufres. Pero, créeme, no hay que pensar solamente en la felicidad del presente, y es forzoso mirar al porvenir. Quiero que seas glorioso, quiero que tengas una carrera brillante y ascensos rápidos, aunque tenga que pagarlos con mis lágrimas. Tenemos el derecho uno y otro de ser desgraciados al separarnos, pero tenemos también el deber 36
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de no dejar traslucir a nadie nuestras angustias. ¡Vete, puesto que es forzoso partir, pero no dejes de pensar nunca en la que pensará siempre en ti!. El valor de Clemencia dio fuerza moral a Esteban. Durante los quince, días que precedieron al viaje, la joven dio las mismas -pruebas de ánimo y fortaleza, hablando con entusiasmo de las inefables alegrías que ennoblecen el deber cumplido. Esteban tuvo un minuto de desfallecimiento, pero justo es decir que reaccionó muy pronto. Dejaba a su mujer confiada a los cuidados de miss Drake, y nada debía temer por Clemencia. Seguiría viviendo en Louveciennes; y aquí esperaría triste, pero tranquilamente, su regreso, calculado para mediados del año 1874. Los últimos días fueron empleados por el oficial en sus preparativos de viaje. La Vipere debía zarpar el primero de agosto, y, por consiguiente, Esteban debía salir de París lo más tarde el 30 de julio. Cuando llegó la hora de la triste despedida, Esteban se opuso a que su mujer fuese a la estación de Lyón. Comprendió que la separación sería menos desgarradora en esa casa llena de sus queridos recuerdos, que allí, en medio de 37
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viajeros indiferentes, que la obligarían a ocultar sus lágrimas y a contener -sus besos. -Mi querida miss Drake-díjole, se la confío. Piense que es una niña y que la vida la hiere ya cruelmente. Vele por ella, sea usted su madre... -¡Oh, su madre... no podría, soy aún demasiado joven... interrumpió la solterona Rorando, -pero su hermana sí, se lo juro, una hermana cariñosa y fiel, se lo juro! Los sollozos de la inglesa fueron creciendo, pero en el fondo estaba resentida por las palabras de su «joven amigo», pues ella decía que sólo contaba 48 años. Clemencia, sin lágrimas, con los nervios en tensión, esforzábase en permanecer serena hasta el fin, devorando con sus ojos al ser amado que iba a dejarla, para mucho tiempo. , Por último, Esteban la estrechó en sus brazos, y salió huyendo. Tres horas más tarde, el rápido de Marsella llevaba a Esteban y al alférez de navío Adriano Balny. Los dos compañeros se habían encontrado en la estación y se, abrazaron como dos hermanos. -¡Ya lo sabes, querido- exclamó Balny, vamos a cubrirnos de gloria y a cosechar laureles a granel! 38
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Balny tenía veinticinco años, uno más que Darcourt. Era un buen mozo, de cara distinguida, encuadrada por patillas negras un poco largas. Muy alegre, muy leal, de un carácter fácil y seguro, sabía captarse las simpatías de todo el mundo. Se dio cuenta muy -pronto del sufrimiento de Esteban. El también dejaba en ese gran París a una linda mundana a quien adoraba. Pero se había jurado a si mismo partir con la sonrisa en los labios, y cumplía guapamente su promesa. -Si cuentas conmigo para charlar -dijo a Esteban, cuando se instalaron en el vagón, -te equivocas, querido. He bailado toda la noche pasada, y estoy rendido. Creo que voy a dormir de un tirón. Dijo eso, y sin embargo, durante, las primeras horas de viaje se mantuvo locuaz, alegre, esforzándose en animar a su compañero y en hacerlo olvidar sus penas. Cuando pasaron por Montereau, Esteban parecía menos abatido. Y era que su imaginación, anticipándose al porvenir, se aferraba menos a las cosas del presente y volaba por las regiones del ensueño. ¿Y si, a pesar de todo, la Fortuna le era adversa? ¿Y si, en vez de volver cubierto de gloria, sucumbía 39
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en uno de esos combates nocturnos y azarosos, en donde el valor queda aplastado por el número? No temía a la muerte ; pero pensaba en la suerte que el destino depararía a Clemencia, viuda a los diez y ocho años, y sin más fortuna que tres mil ochocientos francos de renta, y alguna pensión modesta, por haber muerto en campaña su marido. Lo justo para no morirse de hambre. Un ser lindo y seductor como ella, no podía pasar, toda la vida en Louveciennes, vegetando y sin horizontes... Al fin el sueño le rindió, y durmióse profundamente al lado de su camarada. -Ya hemos llegado-dijo Balny, cuando el tren entraba en la estación de Tolón. -Disponemos de dos horas, podemos almorzar y echar una siesta para desquitarnos de la mala noche. Esteban se esforzó en parecer tan alegre como su compañero. Le hubiera dado vergüenza demostrar menos valor que él. Al levantarse de la mesa los dos oficiales volvieron a la estación para recoger su equipaje. Cuando se dirigieron a . bordo de la Vipere, supieron que se había suspendido la salida hasta dentro de dos días. -¡Qué fastidio! -exclamó Balny. -Hemos perdido dos días más de París. 40
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Y pensaba en los buenos ratos que hubiera pasado con su amiga, en tanto que Esteban tenía el pensamiento fijo en su casita de Louveciennes y contaba amargamente las horas que este retraso le robaba. Se fueron a tierra, después de dejar sus señas al comisario de la fragata. Balny, resuelto a consolarse por todos los medios posibles, arrastró a su amigo a un restaurant muy de moda entre los oficiales de la armada. Después de haber comido alegremente, fuéronse a un café concierto bastante malo. Al día siguiente, a hora bastante avanzada de la mañana, Esteban fue despertado por un marinero de la fragata que le traía una carta. Supuso que sería de Clemencia, pero al mirar el sobre vio un sello extranjero. La abrió y leyó «Amsterdam, julio 30, 1873. »Señor : »Tengo el honor de ser el notario de su difunto tío el señor Van Reyk. »Hemos tenido la desgracia de perder a este caballero estimable a consecuencia de una, apoplejía. Se ha encontrado entre sus papeles un testamento 41
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en el que le deshereda a usted en beneficio de su planchadora y cocinera. » Desgraciadamente, el señor Van Reyk había olvidado fechar el testamento, y por lo tanto, no tiene valor. »Tengo el honor de informar a usted que es usted el único heredero del honorable personaje cuyo -fin lamentamos. La fortuna que le corresponde no puede aún precisarse con absoluta exactitud, pero considero que es superior a tres millones de francos. »No dudo, señor, que usted me hará el honor de ser mi cliente, como lo era su extinto tío, y le ruego acepte mi consideración más distinguida, etc.» Esteban no acabó la lectura; lanzó un grito de alegría y se precipitó como un loco en el cuarto de Balny. -¡Toma! ¡Lee esta carta! ... ¡Heredo, querido mío! ¡Si me matan allí, al menos Clemencia será rica! El buen muchacho reía y lloraba a1 mismo tiempo. Esta fortuna inesperada no le regocijaba por' él, sino por ella. Un instante tuvo el pensamiento de abandonar la carrera y de vivir felizmente con su mujer, pero rechazó en seguida esa idea, juzgándola 42
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indigna de, un hombre de honor. ¿Quién en igual circunstancia no hubiera vacilado? Dejar la carrera en ese momento equivalía a desertar, y Esteban no era capaz de acto tan innoble. Empleó ese día muy activamente. Primero fue a ver a un notario y redactó un poder con todos los requisitos del caso, facultando a Clemencia para proceder como quisiera. En seguida escribió una larga carta a su mujer, explicándole el acontecimiento que cambiaba, su vida. Estaba cerrando la carta cuando el contramaestre de la fragata Vipere llamó a su puerta El comandante avisaba a los oficiales que fueran a bordo inmediatamente : el viento era bueno, el mar estaba sereno, y se iba a levar anclas aquella misma noche. El correo de Tolón estaba bastante lejos del hotel, y Esteban vio que no tendría tiempo de ir ahí. Llamó a un mozo y le entregó la carta, recomendándosela eficazmente con cinco francos de propina. Una hora después, Esteban y Balny subían a bordo de la Vipere, que se mecía tranquilamente. Tan, lejos como la mirada podía abarcar el horizonte solo encontraba una superficie lisa. Ahora, 43
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Darcourt partía n el corazón menos triste y el espíritu más tranquilo. Volvería, dentro de seis ú ocho meses, después de ganar la cruz de la Legión de Honor y con un ascenso, orgulloso de haber cumplido su deber. Y cuando la fragata zarpó para ganar el mar, pensaba con delicia en la dulzura del regreso y en la buena vida, que se daría con su adorada mujercita.
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IV Francisco Garnier se hallaba en China en la provincia de Sse-Tchouen, cuando recibió una orden del almirante Dupré llamándole a Saigón. El gobernador de la Cochinchina, había concebido el proyecto enérgico de operar un avance hacia el Tonkin. Ninguno más apto que el célebre teniente de navío para mandar esa expedición peligrosa. Los refuerzos que el almirante esperaba de París llegaron poco después de mediados de septiembre. Durante el viaje, Balny y Esteban estaban ebrios de heroísmo. ¡Qué hermosa campaña! ¡Violar ese Asia misteriosa, donde tantos soldados marcharon de conquista en conquista! Y los dos se sentían electrizados por el nombra de su jefe. En esa época una aureola poética envolvía a Francisco Garnier. Se sabía, que el atrevido marino 45
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era refractario a toda fatiga, indómito ante todos los peligros. Casi solo, acababa de explorar, venciendo mil peligros, la región del Laos, y las comarcas bañadas por el curso superior del Mekong. ¿Qué no podría hacer con un pequeño ejército y oficiales valientes como los que se le daban? La expedición salió de Saigón el 18 de octubre de 1873. Uno de los cañoneros tripulado, por Garnier y Darcourt, conducía la compañía de fusileros; en el segundo iba Balny con una compañía de infantería de marina : en total unos 150 hombres. Garnier precipitaba las cosas. Cruzó el golfo, de Tung-King, y metiéndose luego en el delta del río Colorado, fue valientemente a anclar a pocos kilómetros de Hanoï . Inmediatamente, Garnier hizo llevar una carta a Hué: pedía que se le enviara un mandarín chino para conferenciar y tratar. Los franceses no imponían condiciones muy duras. Pedían solamente que se abriera al comercio europeo el Annani y que una comisión científica pudiera remontar el curso del SongCoï sin peligro. Al cabo de cinco días llegó la contestación. Era breve é insolente. El virrey de Tonkín, Nguyen-tri-Foung ordenaba al teniente de navío Francisco Garnier de zarpar en el término de tres días, y 46
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en caso de desobediencia, los franceses serían atacados por todo el ejército annamita, formado casi todo por chinos reclutados por el Annam. El comandante en jefe recibió ese ultimátum injurioso el 29 de noviembre, después de mediodía. Esteban se hallaba. cazando a poca distancia del campamento, y arrastrado por el entusiasmo cinegético se iba acercando insensiblemente a las líneas enemigas cuando fue alcanzado por un sargento de su compañía: el suboficial le traía la orden de reunirse en el acto con el teniente Garnier. -¡Qué lástima! -dijo riéndose- ¡he matado ya dos liebres y una docena de patos! -No importa, capitán, esconderemos la caza en estos matorrales, y esta noche mandaremos una, docena de hombres a buscarla. Esto traerá una variación al rancho. Dando media vuelta, el joven se puso en marcha, para reunirse con el grueso de la fuerza. El sol se ponía en el horizonte; una ancha faja gris se esparcía lentamente sobre el cielo de un azul claro. Al acercarse al campamento, Esteban divisó a Balny, sentado como un derviche y fumando lánguidamente un cigarrillo. 47
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-¡Ven, perezoso! -le gritó.- Garnier y yo te esperamos hace dos horas. -¿Qué pasa? Balny tomó un aire grave. -Consejo de guerra, amigo mío. -¡Bah! -Parece que esto está que arde. Y aunque el comandante puede prescindir de nosotros, ha sentido la necesidad de consultarnos. ¡Claro está, simple cuestión de urbanidad! Sentado en su tienda de campaña, con los brazos cruzados, Francisco Garnier permanecía inmóvil, con la vista fija y la frente llena de nubes. -¿Ya están ustedes aquí, señores? -les dijo al verlos llegar. Y con voz breve, clara, les explicó la situación. ¿Retroceder? Era deshonrar la bandera francesa. ¿Avanzar? Era quizá estrellarse contra una, masa de 10000 annamitas encerrados en las dos ciudadelas de Hanoï . La, responsabilidad era toda del comandante de la expedición ; pero en circunstancia tan grave, no quería adoptar ninguna resolución antes de interrogar a los dos oficiales que lo acompañaban. Siguiendo la práctica establecida, el comandan48
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te se dirigió primero a Esteban Darcourt, que era el oficial más moderno. -Comandante -dijo éste con voz vibrante, -le agradezco que haya tenido a bien pedirme mi opinión. Según mi humilde parecer, no es posible vacilar. Volver a bordo,, es desertar el puesto que se nos ha confiado; atacar la fortaleza, es ir a la muerte... ¡Voto por la muerte! -¡Bravo! -exclamó Balny. -Así se habla. Comandante, comparto en absoluto la opinión de Esteban. Una sonrisa se dibujó en los labios del teniente de, navío. -Gracias, amigos míos. Yo pienso igual que ustedes. Por eso quería consultarles. Vamos a llevar a una horrible carnicería a todos esto, bravos muchachos que nos rodean. He deseado tranquilizar mi conciencia escuchando las de ustedes. Hubo una pausa. Esos tres hombres tan resueltos y tan valientes, acababan de sacrificarse por su país con la mayor serenidad. No pensaban en ellos sino en sus soldados. -¡Al fin! -exclamó Balny con un gesto de pilluelovamos a dar coscorrones a esas cabezas amarillas... ¡Qué brutos son estos asiáticos! ¡Comandante, yo respondo de mi gente! 49
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-Y yo de mis fusileros- replicó Esteban. Garnier salió de la tienda. Detrás de él extendíase sereno el río Colorado, con sus pequeñas olas coronadas de crestas blancas. A derecha e izquierda, veíanse grandes arrozales. Y allá, en el fondo, en la obscuridad grisácea de, la noche, esos misteriosos enemigos que había que atacar y vencer... El teniente de navío permaneció durante algunos instantes pensativo y sombrío, como si quisiese interrogar al porvenir. Después llamó a los dos oficiales y les encomendó no dijeran nada a sus hombres hasta el día siguiente. Los tres oficiales se dieron la mano, y Garnier se volvió a su tienda, dirigiéndose Esteban y Balny a sus respectivos acantonamientos. La noche, no fue turbada por ningún alerta. En cuanto amaneció, Francisco Garnier ordenó, el transporte al campamento de los víveres v municiones depositados en los dos cañoneros ; después eligió entre los veteranos de la infantería de marina diez hombres ágiles y resueltos, dando el mando de ese pelotón al sargento más antiguo, y ordenándole efectuase un reconocimiento del lado de Hanol. El día fue empleado en inspeccionar las armas y en distribuir las raciones y los cartuchos. 50
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Los soldados enviados a reconocer el terreno regresaron casi al obscurecer. Habían caminado mucho, pero no vieron nada sospechoso. Al regreso habían capturado a un aldeano annamita y lo traían prisionero. El asiático permanecía de pie, sin moverse, en medio de los franceses y los miraba con curiosidad. Miraba a todas partes con más desconfianza, que miedo. Garnier, que hablaba corrientemente el idioma annamita, intentó en vano interrogarle : el aldeano miraba fijamente al oficial con sus ojos oblicuos y no contestaba. -Te doy cinco minutos para que hables-dijo el comandante, impacientado. -Si te obstinas en guardar silencio, te voy a fusilar. El prisionero comprendió perfectamente, pues inmediatamente se puso a hablar con voz lenta y gangosa. El teniente de navío le preguntó pocas cosas. Quería saber cuántos hombres estaban parapetados en las fortalezas de Hanoï . El prisionero hizo un gran gesto, formando un arco con sus brazos, y después señaló diez dedos. Esta mímica era incomprensible para los franceses ; pero en sus viajes por China, Garnier conocía a 51
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fondo los varios dialectos y todas las mañanas de los indígenas. -Muy bien- murmuró. -Hay diez mil cabezas amarillas en las fortalezas. La cosa es seria. En pocos días más terminaron los preparativos. El comandante, dividió su pequeña tropa en dos cuerpos, que debían marchar a quinientos pasos uno de otro. El jefe a la cabeza, con un piquete de marineros; detrás de él, Darcourt y sus fusileros; y a retaguardia, Balny con su infantería de marina. Aquella misma noche se pusieron a tiro de un fuerte que defendía la parte norte de la ciudad de Hanol. Hallábase situado sobre una .estrecha lengua de tierra entre el río Colorado y el lago de Hanol. Se veía correr por las murallas a annamitas armados con malos fusiles y con aire desesperado. No creían sin duda, que se les iba a atacar tan pronto. Garnier llamó a los dos oficiales y les ordenó desplegar en orden disperso a su gente frente a los parapetos del enemigo. Después desenvainó su sable y gritó con voz fuerte : «¡Por la, Francia! ¡adelante!» Hubiérase dicho que era una bandada, de pájaros posándose sobre una, colina de pendientes 52
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escarpadas. Los soldados, a paso de carga, se habían desplegado, llevando calada la, bayoneta, en el cañón del fusil y sin hacer un solo disparo. Cuando llegaron a quinientos metros de la fortaleza, los soldados vieron que, los annamitas que llenaban, las murallas les apuntaban con sus armas. «¡Alto! » gritó el comandante. La, orden fue repetida por los dos oficiales, y todo el mundo se detuvo. Las balas annamitas a penas llegaron hasta los soldados franceses. «¡Apunten, fuego!» ordenó Francisco Garnier. Los chasepots abrieron claros sangrientos en medio, del enemigo. Y en seguida, los fusileros y la infantería de marina asaltaron la, fortaleza. En menos de veinte minutos el primer fuerte fue tomado. El comandante ordenó desarmar a los prisioneros e intimó la redición al segundo fuerte, la Pagoda del Gran Buda. Esta fortaleza estaba mandada por el virrey del Tonkín en persona. Nguyen-tri-Foung, se vio perdido. Había supuesto a los franceses más prudentes, menos audaces. Vio que no tendría tiempo de hacer llegar a Hué la noticia del desastre que acababa de: 53
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sufrir y solicitar refuerzos. Trató de parlamentar con esa astucia sutil que es la única fuerza de los asiáticos. Francisco Garnier había interrogado ya a varios prisioneros, y sabía que la fortaleza encerraba solamente 7.000 defensores y no 10.000. Por su parte, confiaba en que podría avisar al almirante Dupré, y recibir un millar de, hombres antes de aventurar la batalla, decisiva. Sin embargo, el tiempo urgía. Al cabo de una semana, se decidió a precipitar los sucesos, y el ataque quedó resuelto. El segundo, combate fue sangriento y tenaz. Murieron en la acción cincuenta franceses, pero gracias a la energía del jefe y al valor de los hombres que tenía bajo su mando, la fortaleza de la Pagoda del Gran Buda capituló el 10 de diciembre, a las cinco de la tarde. El virrey del Tonkín, mortalmente herido, habíase fugado, dejando en manos de su enemigo muchos prisioneros, fusiles, municiones y enorme cantidad de arroz. La noche de esa, hermosa jornada, Darcourt y Balny contemplaban desde las murallas de la fortaleza a sus soldados, alegres por el triunfo obtenido. 54
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Esteban pensaba en Clemencia, que se estremecería de placer al conocer tan glorioso hecho de armas. Balny, embriagado con la pólvora y la victoria, no ponía límites a sus ambición y soñaba que toda la China estaba, conquistada. -Mira- decía a su compañero- entraremos en Pekín con un puñado de hombres, como lo hizo el general Cousin- Montauban. Volveremos a París con brillantes en las orejas y esmeraldas en todos los dedos. En cuanto A. mí, tengo proyectos muy serios. Pienso llevarme doce mujercitas chinas de las más bonitas y educarlas para mucamas de mis amigas.
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V «Los sueños hermosos son largos, y cortos los días bellos», dice un adagio. Después de aquellas dos rudas jornadas, los soldados necesitaban descanso. Además, el comandante acababa, de) enviar una carta al almirante Dupré, y esperaba los refuerzos pedidos al gobernador de Conchinchina. Los fusileros y los soldados de infantería de marina se paseaban por las calles de Hanoï mirándolo todo con mucha curiosidad, y se divertían contemplando aquellas casas construidas toscamente con yeso, barro y madera. A pesar de la victoria, los indígenas no los miraban con odio. Francisco Garnier hacía observar a su tropa, la, más severa de las disciplinas, y había or56
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denado la pena, de, muerte respetar la, propiedad y no amenazar a nadie. Si por casualidad estallaba una, riña. entre soldados é indígenas, el comandante castigaba invariablemente a los primeros. A medida que pasaban los días, el comandante sentía, aumentar sus inquietudes. Ya debía saberse en Hué el desastre sufrido por Nguyen-tri-Foung. Garnier sabía por sus espías que el virrey había muerto a consecuencia de sus heridas. El 20 de diciembre, a mediodía, un piquete enviado a reconocer el terreno por el lado de Nam-Din volvió trayendo una, noticia grave. Había encontrado a muchos aldeanos annamitas que huían en desorden empujados por una banda de piratas. Garnier sólo disponía ahora, de un centenar de hombres. Confió el mando del treinta a Balny con orden de marchar en línea, recta hacia, Hoai-Duc, y tomar el camino de Son-Tay. El, con el resto de las fuerzas, se dirigiría en persona al Sur, hacia Thu-le, con Darcourt y sus fusileros. El comandante esperaba sorprender a los chinos,. tomarlos entre dos fuegos y ponerlos en fuga 57
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con un ataque imprevisto y atrevido. Balny se puso en marcha el 21 de diciembre, a las nueve de la, mañana; Garnier debía hacerlo ese mismo día, pero a las once. Esteban, que lo acompañaba, no experimentaba ya la alegría ni la confianza de los primeros días de campaña. La mala, noticia no le había sorprendido. Le parecía, cada vez más seguro que el circulo de sus enemigos se iba estrechando en torno de ellos. Se habían alejado ya, dos kilómetros de la ciudad, cuando la columna Garnier vio aproximarse, a tres hombres semidesnudos, ensangrentados, que corrieron hacia los fusileros blandiendo sus fusiles. Eran soldados de infantería de marina los únicos sobrevivientes de, la, columna Balny. Narraban cosas horribles. Una hora después de haber salido de llano, una niebla densa los envolvió repentinamente... De repente doscientos 6 trescientos disparos de fusil, tirados casi a boca de jarro, sembraron la muerte en el piquete,. El alférez Adrianol Balny fue el primero que cayó mortalmente herido de un balazo en mitad del pecho, y con él casi todos los soldados que lo rodeaban.
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Los franceses intentaron rechazar ese ataque violento; pero la niebla espesísima les imposibilitaba ver al enemigo. Todos sucumbieron, y del esa carnicería, sólo quedaban los tres desgraciados que venían aullando, señalando sus heridas sangrientas. Un estremecimiento nervioso, sacudió a los que escuchaban el espantoso relato. -¡Un puñado de hombres! - Blandían sus fusiles, y regaban a Garnier que los guiara, a fin de vengar a sus compañeros. Ansiaban castigar a aquellos enemigos despreciables que habían exterminado a sus queridos camaradas. Esteban, trémulo de rabia, pensaba en su amigo Balny, abandonado en aquel suelo maldito) y en su cadáver tal vez mutilado, después del haberle seccionado la cabeza. El único que se conservaba sereno en medio de aquella explosión de sentimientos, era, el comandante Garnier, comprendiendo que de él sólo dependía, la salvación de aquellos bravos, de los cuales era el jefe, el padre. Pero ante la exaltación de sus soldados, su ardor le invadió. -¡A paso de carga! - ordenó con voz vibrante. Cinco minutos después, los franceses desembocaban frente a un pequeño sendero orillado a derecha é izquierda por altos pajonales grises. 59
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Se aventuraron impetuosamente en ese estrecho camino que se abría ante ellos. Al cabo de un centenar de pasos, gritos feroces se oyeron por todas partes, y de en medio, de aquellos pajonales, de aquellos matorrales traidores surgieron millares de annamitas, armados de fusiles y de sables corvos. Con una agilidad de animales, los piratas formaban un largo cordón circular, y las balas llovían sobre la heroica, pequeña columna. Obedeciendo a la orden de su jefe, los franceses pusieron rodilla en tierra; tiraban con lentitud, apuntando bien. Pero ¡ ay! ¿Qué podían hacer 70 hombres contra 3.000 enemigos? Los bárbaro duraban mal y la mayor parte de sus balas no daban en el blanco; pero la inferioridad numérica, y el valor debían fracasar ante la superioridad de aquellos bandidos. ¿Atacarlos a la bayoneta? Era imposible correr entre aquella espesa manigua. La lucha fue horrible, sangrienta. El valor de esos héroes, dominados por la desesperación, aterrorizaba de, tal modo, a los piratas que no se, atrevían a precipitarse sobre ellos. Los franceses iban cayendo uno, a uno. 60
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Garnier y Darcourt, tirando, al suelo, sus sables, habían empuñado fusiles y hacían fuego como soldados rasos. Sabían que estaban perdidos; pero querían morir matando. Al cabo de dos horas sólo quedaban en pie 20 hombres, y entre ellos los dos oficiales acribillados de heridas, pero leves, que, les permitía, seguir defendiéndose. Entonces solamente los annamitas se decidieron a atacar de frente, a sus temibles enemigos. Un cuerpo a cuerpo terrible siguió, y se oyeron gritos de rabia, ayes de dolor, ruidos de golpes, y el choque de los aceros. Francisco Garnier cayó herido, por veinte hombres a un tiempo. Esteban, rodeado por quince piratas, se defendía como un héroe. D& pronto una especie de gigante, arrojando una bandera amarilla que llevaba en la mano izquierda, se precipitó sobre él y lo agarró con violencia por la garganta. El alférez cayó al suelo, medio estrangulado, y casi al mismo tiempo otro annarnita, lo abrió el cráneo de un sablazo. Entonces empezó el saqueo y las repugnantes mutilaciones. Cuatro piratas tenían el cuerpo de Darcourt y se disponían a descuartizarlo. Alrededor de ellos au61
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llaban los annamitas, lanzando gritos de triunfo, mientras sus jefes militares con templaban impasibles y mudos esa, carnicería. Un pirata acababa, de hundir la punta de su lanza en el pecho del joven oficial, cuando éste abrió los ojos. De, pronto un mandarín civil, escoltado por un sirviente, que le, daba sombra con una sombrilla colorada, y que lucía el botón de cristal, signo de, su dignidad, alzó la mano lentamente. Esa autoridad ordenaba de ese modo que no se ultimase a los heridos. Autorizó luego a que se despojara, a los muertos y que, se transportara, en camillas primitivas a los heridos franceses al campamento annamita. Sólo había un herido : el alférez de navío Darcourt. Todos los otros habían muerto. Descansaban en el barro asiático, enrojecido don su sangre generosa; habían sucumbido más bien como víctimas que como vencidos; y sus sombras errantes vagaban por aquellos campos de desolación... ¡Podían dormir en paz aquellos pobres soldaditos franceses! La Patria no es olvidadiza ni ingrata. Se acordará siempre de los que, han caído allí por su honor y por su gloria. La, sangre no corre nunca en vano, y cada, gota, vertida se parece al 62
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grano de trigo que el sembrador arroja con gesto amplio en los surcos del campo labrado. Las espigas que germinan son nuevos combatientes que acuden para -vengar a los primeros. ¡ Descansen en paz los soldados franceses! La tierra, en que se les enterrará será muy pronto territorio francés. Los huesos blanqueados no habitarán un suelo salvaje, la bandera tricolor dará sombra, a sus sepulcros. El campamento de los piratas estaba en Hoai-Duc, cinco kilómetros al oeste de Hanol. En medio de pequeñas tiendas, alzábanse otras mayores, y en el centro una,, a guisa de pabellón, en cuya cima ondeaba una inmensa bandera de, seda amarilla con un dragón negro de relieve,. Era el cuartel general de Li-tong-min. Cuando se llevó allí a Esteban, el mandarín ordenó que se quitase al oficial su uniforme, que se desnudara por completo el cuerpo y se lavaran las heridas. La cura fue larga y difícil. El médico comprobó tres lesiones graves. La primera un poco más arriba de la tetilla derecha, la segunda en el hombro. Pero la herida, más terrible 63
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era la producida por el sablazo en la cabeza. Cortaba la cara en dos partes el tajo nacía en la ceja izquierda, fracturaba el hueso frontal y llegaba hasta la mandíbula derecha. Cuando el médico acabó su curación, Litong-min hizo envolver a Esteban en mantas y dispuso que, lo llevaran cuidadosamente a bordo de su junco, anclado en el río Colorado. El joven no había recobrado aun su conocimiento. Permanecía en profundo sopor; la respiración era lenta, y estertórica ; estremecimientos nerviosos sacudían el cuerpo. Por instantes su rostro se contractaba, dolorosamente bajo el imperio de crueles sufrimientos. El médico, sin embargo, decía que tenía esperanzas de salvarlo. La perforación ligera, del pulmón no le causaba inquietud por el momento. Temía más el efecto del sablazo, pues no era, difícil que hubiera originado alteraciones en el cerebro y provocara una meningitis. Cuando Esteban salió de su desmayo, creyó despertar de una pesadilla. Sentía un dolor intolerable en la cabeza y al mismo tiempo la sensación de un frío muy intenso. Vejigas llenas de, hielo cubrían el cráneo y las sienes. 64
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El oficial echó una, mirada vaga al sitio en que se hallaba, y comprendió que estaba en un camarote iluminado por la, luz que entraba por un ventanillo. Le pareció que le mecían suavemente. Se dio luego cuenta que navegaba y que montaba, el curso de un río; el río Colorado, sin duda, cuyas aguas alcanzaba a ver por el lado de buey de la cámara. A penas tuvo tiempo de efectuar ese ligero examen pues los dolores a la cabeza, eran tan intolerables que se desmayó otra, vez. Cuando volvió en sí abrió los ojos, dos personas se hallaban de pie al lado de su cama. Una de ellas, el médico, que, levantando delicadamente su cabeza, intentaba hacerle beber una poción contenida en una taza de porcelana. A pesar de su sopor, la inteligencia de Esteban no había, desaparecido y comprendió que aquella gente luchaba contra la muerte que, le acechaba. Bebió con avidez la, bebida, que se le ofrecía, y una sensación de bienestar se esparció por su cuerpo. Las uñas de acero que se, hundían en su cabeza, se iban abriendo como si quisieran soltar su presa. La ¡segunda persona pronunció algunas palabras, a las cuales contestó la otra con voz lenta. Ha65
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blaban, sin duda, en chino, y sin embargo., Esteban no reconoció la, lengua que utilizaban los prisioneros de la fortaleza. El médico salió, y su compañero se sentó, cruzando sus piernas en un banquillo de bambú. Darcourt reunió todos sus esfuerzos para, concentrar su atención en aquella, persona. Era un hombre de unos cincuenta, años, de cara flaca y enérgica ; bajo su piel de color de naranja los huesos de su mandíbula se dibujaban nítidamente ; el bigote negro con algunas canas se levantaba en las comisuras de los labios, dejando ver una, dentadura, muy blanca. Los ojos oblicuos tenían mucha dureza. Ese personaje, llevaba, un amplio ropaje de seda, roja, obscura, cerrado por delante con corchetes de oro. Ocultaba su cabeza un sombrero ancho en el que brillaba un botón de cristal. Avanzó despacio la, mano para, tomarlo el pulso a Esteban. Este, observó los dedos largos de aquella mano en la cual resplandecían varias sortijas. El desconocido vio los ojos del herido fijos en él. Entonces, con voz gutural y lentamente, como un hombre que busca sus palabras, dijo en francés bastante claro : -No temas nada, Li-tong-min es tu amigo. 66
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Y después de haber contemplado otra vez al herido., salió del camarote a pasos lentos, con el aire afectado de un hombre, que tiene conciencia, de su dignidad y de su poder. . Los días iban sucediéndose, y el interminable viaje continuaba, sin que, ningún incidente lo interrumpiera. Darcourt sentía que iba poco la poco recobrando, la salud. La cabeza, casi ,enteramente, despejada, sufría sólo por intervalos ligeros dolores. Una mañana el médico permitió que se trasladase al francés a la cubierta. Esteban miró a derecha e izquierda para darse cuenta, si ello era posible, del país que atravesaban. Cuarenta hombres arrastraban al junco con habilidad sorprendente. Hechos a esas fatigas desde su infancia, saltaban de roca en roca, como monos, o entraban en el agua hasta las rodillas cuando las maniobras lo exigían. Un marinero se hallaba a popa, en el timón, y a su lado el patrón armado de una larga percha que le servía, para gobernar el junco, cuando la corriente tenía recodos muy violentos. Del otro. lado del río, se extendía una, vasta, y fértil llanura, plantada de naranjos. Aquí y allí veíanse a campesinos recogiendo su cosecha, y aquellos 67
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que: alcanzaban a divisar al mandarín Li-tong-min en la cubierta del junco se descubrían respetuosamente. Esteban aspiraba el aire puro deliciosamente. De pronto, se, levantó una fuerte brisa que hinchó la vela grande. Casi inmediatamente el joven sintió un dolor agudo en el costado. Le parecía, que le acometía un ahogo, le asfixiaba. Era algo así como una punzada que iba haciéndose cada vez más aguda. Su angustia era imposible de describir. Tuvo la creencia de, que se moría. Su cerebro tuvo un segundo de reflexión y comprendió que iba a expirar en medio de aquella tierra extraña, sobre aquella tierra lejana, separado de todos los que amaba. Con voz ronca murmuró : -¡Clemencia!... ¡Oh, Clemencia! Y dando un débil suspiro como un niño que se extingue, cayó en profundo sopor. Nadie se había dado cuenta del síncope del francés. Li-tong-min continuaba en el mismo sitio, altivo y preocupados los marineros seguían ejecutando sus maniobras, ayudándose con gritos especiales y guturales, y el gran junco continuaba remontando el curso del río Colorado, deslizándose sobre las aguas silenciosas como un pájaro gigantesco. 68
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SEGUNDO EPISODIO I Los médicos chinos no se atrevían a pronunciarse, a dar su opinión, cuando Li-tong-min los hizo llamar a su residencia de Meng-tzu. El desgraciado Esteban estaba dominado por enfermedades atroces. Primero la herida de la cara, el sablazo, origen de la, meningitis y de un delirio poblado de pesadillas que, atormentaban al infeliz. Cuando al final de la travesía, lanzó un grito de, desesperación en un ,gran estertor, se creyó realmente, perdido. La sangre invadió la pleura. a consecuencia de la herida, del pulmón, y el aire frío, puso al joven oficial a las puertas de la muerte. Na-Ssu-I, el sabio que acompañaba a Li-tong-min, no sospechaba esa complica70
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ción, pues toda su inquietud eran los accidentes cerebrales. Al fin Esteban llegó al término de ese largo y doloroso viaje. Cuando salió de su sopor, encontróse en una habitación muy vasta, amueblada con una, cama en la, que él descansaba, y por todas partes veíanse esteras finísimas y almohadones... De las paredes pendían largas tiras de, seda, roja con caracteres chinos bordados de, seda amarilla; sin duda, sentencias de Confusio o de Lao-tseu, o tal vez oraciones búdicas. En los cuatro ángulos de la pieza destacábanse cuatro grandes jarrones de porcelana azul en los cuales retorcíanse árboles enanos caprichosamente deformados y recortados. Los médicos chinos son generalmente ignorantes; comparten todas las ingenuas supersticiones de sus compatriotas. Los únicos profesionales en quienes se puede tener confianza son aquellos que han permanecido algún tiempo en la India. Los sabios de las provincias del Norte: han trabajado en los hospitales de San Francisco. Li-tong-min tenía a su servicio un sabio distinguido, Na-Ssu-I que, había estado en Bombay para cursar sus estudios. Pudo tranquilizar pronto al mandarín acerca de la 71
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salud de Esteban, pero no, le ocultó que su estado exigiría un reposo de dos meses en la cama, asegurándole que sanaría de la pleuresía del mismo modo que se había, salvado de la meningitis. La Residencia, el Yamen, era, al mismo tiempo la morada, oficial y la, casa particular de Li-tong-min, uno de los personajes más principales de Yun-Nan. Esta provincia está mandada por un virrey, Lin-Yu-Chao, que reside en la ciudad de Yun-Nan-fu. Tiene bajo sus órdenes ocho subprefecturas y catorce departamentos. Li-tong-min tenía, bajo su autoridad el departamento de Lin-an, que tiene por capital la ciudad de Meng-Tzu. La, jerarquía de los chinos es tan complicada cine para hacerla un poco más clara, los viajeros y los geógrafos utilizan denominaciones francesas. El mandarín Li-tong-min ocupaba un rango igual al de un prefecto, en Francia. En medio de una región muy montañosa., muy abrupta, Meng-Tzu está situada solamente a unos treinta, metros sobre el nivel del mar. El observador se sorprende al encontrar una ciudad sana y limpia, en gran parte reconstruída, en la extremidad de un hermoso, lago. 72
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Quedó totalmente destruida cuando estalló la guerra formidable entre musulmanes y budistas que duró desde 1853 hasta 1871 ; una guerra civil de, diez y ocho años en que reaparecieron los horrores de los Timour-Leng y de los Gen-Gis-Khan... ¡ La Europa no llegó a enterarse! Los habitantes del Lin-an se: diferencian bastante de los otros chinos del imperio. Llevan el nombre genérico de I-gen o Lo-lo. Son independientes, refractarios, que los chinos tuvieron que someter. El nombre mismo de su capital da, una idea del carácter de sus habitantes, pues Meng-Tzu significa, la Salvaje. Para, administrar a esa gente se elije los mandarines más reputados por su inteligencia, y energía,. Los I-gen se dividen en dos grandes familias: los Hei-Lo-lo, cuya, piel es bronceada y cuyo carácter es extremadamente violento. A pesar de, su perseverancia el gobierno de, Pekín no ha conseguido nunca someterles completamente. La segunda familia se llama los Pai-Lo-lo. La piel es menos bronceada que la de los He¡ y menos amarillenta que la de los chinos; pero son inferiores a los Lo-lo negros que los consideran como semiesclavos. Habitan las mismas ciudades, pero, los 73
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Hei-Lo-lo, son los amos. Estos se creen de, origen tártaro y forman la alta aristocracia en esa parte del Yun-nan. Dicen orgullosamente : «¡Soy negro!» con la misma, soberbia que un vendeano, hubiera dicho : «¡Soy de sangre azul!» No han renunciado a las costumbres de sus abuelos, y jamás se dejarán la trenza, considerada, por ellos como señal de esclavitud. Los hombres llevan generalmente, una chaqueta, cruzada por delante por gruesos botones de, plata y un pantalón de zuavo, que les llega hasta, la, rodilla. La gente rica usa la seda y los pobres el algodón. Los elegantes del país lucen medias blancas caladas y sombreros puntiagudos de paja, barnizada, adornados con cuatro botones simétricamente cosidos sobre filigrana. de plata o una, faja de pazo colorado. Las mujeres salen más que las de las provincias del Norte. Cuando lo hacen no, emplean sillas de mano, que, está bien visto, en otras ciudades. Van a pie, llevando un paraguas, colorado con largos flecos colgantes y lo manejan muy hábilmente para ocultares. Sus vestidos tienen Cola como la, de los mandarines, y usan la, seda 6 el algodón según su función social. Caminan de, prisa y sin trabajo, pues 74
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al revés de lo que, sucede, en otra regiones del imperio chino no se deforman los pies siguiendo una, costumbre absurda. La, residencia de Li-tong-min era inmensa y contenía mucha servidumbre,, tanto hombres ,como, mujeres. Su familia era muy numerosa,, una mujer legítima y una docena de niños. Además daba asilo a una prima, Hong-ma-nao, nacida como él de, sangre: noble, y a quien su situación particular obligaba a permanecer allí. Fue esta, mujer joven la que tomó a su cuidado a Esteban. Hong-ma-nao era una desgraciada,, cuya vida, destrozada¡ no, tenla ya más fin que socorrer a los desgraciados. Muchas veces Esteban se enternecía viendo a aquella preciosa, cabecita, cuyos ojos le miraban sin cesar. Durante el día su solicitud no se daba, descanso, y por la, noche dormía en una pieza vecina, a fin de poder acudir a auxiliara¡ enfermo al primer suspiro 6 gemido. Durante los primeros ocho días se entendieron solamente por señas; pero luego, Esteban consiguió pronunciar algunas palabras chinas, y supo, que la, mayoría, de los prisioneros annamitas capturados en Han-Gi, procedían de 75
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Lin-an. La población de esos districtos es la más valiente y la más aventurera del Yun-nan. En ella reclutan los mandarines chinos sus soldados más bravos. Hacia mediados de la quinta semana, la pleuresía cesó de empeorar y una, convalecencia Muy lenta se inició y se) prolongó durante otro mes. Durante este tiempo Esteban empezó a hablar el dialecto de Meng-tzu. En China se, usan muchas lenguas distintas. Puede decirse que cada provincia, que, cada, distrito emplea un dialecto diferente. Los mandarines letrados sólo hablan la, lengua mandarina, y sucede a menudo que cuando se, les da un mando, como el de virrey, se ven obligados a utilizar los servicios de un intérprete para poder entenderse con sus subordinados, del mismo modo que tendría que hacerlo un diplomático europeo. Al cabo de dos meses, y siempre cuidado por Hong-ma-nao, que se aplicaba a enseñar a hablar al oficial, Esteban llegó a hablar correctamente el dialecto del Lin-an. Sostenían largas conversaciones que, versaban generalmente sobre el desembarco de, los franceses en el Tonkín, sus primeros triunfos y 76
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la, forma trágica en que Regó a ser prisionero de Litong-min. La, joven, sonriente, pero siempre un poco triste, no hablaba nunca de ella ni de su vida en el Yamen. Grandes desgracias debían haberla, afligido para que viviese de ese modo en casa de su primo. No se atrevía, a interrogarla todavía ; pero como siempre, se siente gratitud hacia los seres que a uno le, han amado, Esteban se prometía suavizar aquellos dolores inconfesados. Creía ya tocar al término de sus, sufrimientos, y nuevas torturas lo esperaban aun en el umbral de la, convalecencia,. Una mañana, Hong-ma-nao al entrar en el cuarto de su enfermo casi no le reconoció. Se quejaba, gemía llevándose las manos a la frente, como en la época en que la, meningitis le privaba de la, razón. El rostro, estaba, rojo, é inflamado, los ojos giraban en sus órbitas enloquecidos. La, joven le tomó la, mano, le interrogó y sólo obtuvo respuestas estúpidas o incoherentes. Asustada, Hong-ma-nao fue a avisar en seguida a Li-tong-min. El mandarín acudió, y al primer golpe de vista se dio cuenta, de que Esteban tenía el tifus. Felizmente Na-Ssu-I se hallaba en la residencia. Un sirviente fue a buscarlo y lo trajo a la cabecera del enfermo. 77
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Durante el curso de sus estudios en Bombay, NaSsu-I había observado mucho, la marcha de la fiebre tifoidea. Examinó con mucha, atención al oficial, a pesar de que conocía, ya perfectamente la naturaleza, del enfermo por haberlo asistido durante su meningitis y pleuresía. -El cuerpo, dijo, ha, sufrido sacudimientos violentos. El sablazo dejará una cicatriz muy profunda, en la cara; pero puesto que la meningitis está curada, el oficial parece no volverá a sufrir los dolores de cabeza que antes tenía. El lanzazo,, al atravesar el pulmón, ha ocasionado la pleuresía. Hace tres meses que este desgraciado, se agita entre la' vida, y la muerte. ¿Tendrá fuerza bastante para soportar esta nueva enfermedad? ¿Quién sabe? Na-Ssu-I aplicó a Esteban un tratamiento nuevo, ideado por el doctor Mac-Dowell, director de los hospitales de Calcuta. Este sistema que muchos sabios franceses adoptaron luego, consiste en alimentar con exceso al enfermo, en vez de imponerle una dieta, que debilita. Para, amortiguar los dolores agudos de la cabeza y del vientre, se da, al enfermo opio a grandes dosis, aun a riesgo de sumirlo en un estado de absoluta, modorra. Este procedimiento 78
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arriesgado debía dar resultados a un Ser agotado como Esteban. Las previsiones de Na-Ssu-I no fallaron. Durante, veinticinco, días y veinticinco noches, el joven luchó desesperadamente con la fiebre y con las alucinaciones y pesadillas que furiosamente asaltaban su cerebro. Y durante todo ese tiempo Hong-ma-nao tuvo suficiente energía para, no apartarse un minuto de la cama del enfermo. La tifoidea se fue como se habían ido la, meningitis y la pleuresía. Se necesitaba el inmenso, deseo de vivir que tenía, Esteban para escapar a tanta, acechanza, de la, muerte. Tal vez durante esos largos sueños, que procura el opio, vio la, imagen de, la, adorada, Hong-ma-nao que, se inclinaba hacia él para ofrecerle una bebida refrescante, y él murmuraba bajito: «¡Gracias, Clemencia!» En sus sueños y ratos semilúcidos también confundía la graciosa silueta de la joven china con su mujer. Al fin el delirio huyó de su cerebro, llevándose todos los malos pensamientos. Esteban quedó deshecho. Durante los primeros días de su convalecencia le pareció que salía, de una tumba, pues no 79
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sentía ni nervios, ni músculos, ni huesos. Pidió a Hong-ma-nao un espejo,' que la joven le entregó, sonriéndose, y al verso dio un grito de, horror, pues no se reconocía. Un turbante de seda azul cubría la, parte superior del cráneo y la. extremidad de la, frente. De la ceja, izquierda partía una cicatriz enorme que después de cruzar el ojo y la mitad de la nariz, terminaba, en el extremo derecho de la boca. Su bigote castaño. y sedoso, sus patillas habían desaparecido. Sus labios antes finos y rojos se contractaban nerviosamente, dejando ver los dientes blancos. No solamente, no era el mismo hombre, sino que, era otro hombre. Otro hombre de rostro enérgico y resuelto, al cual la cicatriz daba una, expresión de salvaje, resolución. La mirada tenía, ahora una fijeza que asustaba. Se examinó luego, moralmente, y se dio cuenta que era también ahora otro hombre. El alma imperecedera del ser se -había, modificado violentamente del mismo modo que la estructura exterior del ser mortal. Las lágrimas nublaron sus ojos, lágrimas de amargura y también de, gratitud. Daba gracias a Dios por haberle sacado de aquellos abismos en que 80
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rodó y maldijo la, suerte que, lo había condenado a tantos sufrimientos. Hong-ma-nao apretó suavemente la, mano de Esteban, mientras secaba sus lágrimas con su pañuelo. -Gracias, le contestó. ¿Por qué tengo este turbante alrededor de mi cabeza? -Porque se te ha caído todo el cabello. Mira tienes el rostro rapado como el de, un hombre del Thibet. Na-Ssu-I afirma que siempre sucede así en enfermedades como la tuya: y que: a veces la barba y el pelo hasta cambian de color. Al día siguiente, Na-Ssu-I declaró que lo que el enfermo necesitaba ahora era sol y aire. Pasaron algunos días, y una tarde se decidió que Esteban podía salir. Era el mes de mayo, y en esa parte del Yun-nan los meses corresponden exactamente a los nuestros. La temperatura general siempre es suave en invierno, y de intensos calores en el verano como ocurre en el litoral del Mediterráneo, entre Cannes y San Remo. Fue del brazo de Hong-ma-nao, que dio ese primer paseo una hermosa mañana, del mes de mayo. La joven estaba muy bonita y sonreía alegremente. Su cara no estaba, pintada con blanquete:, ni sus 81
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mejillas y barbilla llevaban señales de carmín, como acostumbran las mujeres del Norte. Un golpecito de lápiz alargaba desmesuradamente sus ojos, y dos lunares, pegados en la parte superior de la mejilla, imprimían un aire de coquetería a su fisonomía graciosa,. Tenía, los pies finos y delicados, un poco largos, lo mismo que, la mayoría de las mujeres del Lin-an. Hong-ma-nao, llevaba, su traje de costumbre. Un vestido de seda, de un verde pálido y mate, y sobre él un largo manto de seda, de color salmón bordado, con galones azules y oro,. Un artista, hábil había bordado en la parte delantera ramos de, flores de un efecto muy suave, y de una armonía, de colores deliciosos. Su pelo levantado y recogido sobre la, parte superior del cráneo se dividía, en dos bandeaux, cruzados aquí y allá por larguísimos pinchos de oro con mariposas de filigrana de, plata. Caminaban por una hermosa avenida, de árboles de alcanfor que. salía de la residencia y moría en las cercas de clausura de la, finca. Por primera, vez después de mucho tiempo, Esteban volvía a ponerse el uniforme de alférez de navío. ¡ Pobre uniforme raído y con los galones apagados! No presentaba, sin embargo, las rasgadu82
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ras hechas por los sables de los annamitas ni manchas de sangre,. Hong-ma-nao lo había limpiado y cosido con sus manos de hada. -¿Sabes que he traducido. tu nombre chino al francés? -le dijo el joven con una sonrisa.. Las mejillas del la, joven china se encendieron, y contestó : -No me extraña que hayas tenido esa idea; yo he traducido tu nombre francés al chino. -¿Y puedes decirme cómo me llamo en tu hermosa patria? Se puso aún más colorada, y dijo con tímida, coquetería : -Tú te llamas Si-yu, lo que significa «Jaspe de Oriente». -Hemos coincidido, en la misma, apelación poética, replicó él alegremente. En francés Hong-ma-nao quiere decir exactamente «ágata rosada». Si tú quieres, mi querida, amiga, ocuparás en mi corazón el segundo lugar y serás mi hermana. -¿Tu hermana ?-murmuró con emoción y en voz un poco trémula. Reinó una pausa. Ella, se tapaba la cara con uno de esos abanicos que las chinas utilizan como sombrillas. El de) Hong-ma-nao estaba bordado de seda 83
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de colores variados. Llevaba inscripciones, y la primera podía traducirse de este modo: Las nubes se detienen para verme pasar, y la segunda. : El viento viene a perfumarse en mi manga. La joven habló luego, y dijo con voz siempre conmovida: -Mi muy querido Si-yu, ¿quieres permitirme hablar contigo con mi corazón muy cerca del tuyo? Mira, nosotras las linannesas somos, muy celosas en nuestros afectos. ¿Quién es esa que amas más que, a mi, puesto que yo, sólo soy la segunda? -Es Clemencia, mi amada. -¿Tu novia? -No, mi mujer. -¡Dios mío, eres casado! Y como una avecilla herida, Hong-ma-nao, cayó desvanecida sobre! el césped. Entonces Esteban comprendió que la, joven le amaba con toda el alma, y se dio cuenta, de su sufrimiento. Se acercó a ella y le tomó las manos. Levantó ella la cabeza, muy pálida, y le, miró mucho tiempo, con sus pardos ojos tristes y dulces. Después lloró, dejando caer su frente sobre el brazo del joven oficial. 84
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-Soy muy desgraciada, murmuró. Te he dejado ver que, te amo, y tú no puedes quererme. Cuando Li-tong-min te confió a mis cuidados, me entregué por completo, a tu salud, sin reticencia. ¿No soy acaso la única aquí que se ocupa, de los desgraciados? A medida que te iba, cuidando, mi compasión fue trocándose en otro sentimiento más íntimo y más grato. Cuanto más te veía, sufrir más crecía mi cariño, y soñaba, en días felices para los dos. ¡ He sido siempre tan triste, si supieras'! Si te contara, mi vida no, la comprenderías. Sólo podrás adivinar mis sufrimientos cuando, conozcas a fondo las costumbres de mi país. Un linannés como yo, de sangre noble, no consentiría en ser mi esposo,, porque paso por ser infecunda. He sido, casada y soy libre sin ser viuda. No me preguntes nada; mis palabras nada te enseñarían. Has de saber solamente, ¡ oh, muy querido amigo de mi corazón! ¡que tú no puedes tener los mismos prejuicios que nosotros, que los hemos heredado, de nuestros antepasados. Soy joven, y bonita. según dicen. -Esperaba que tú me amarías también. Te hubieras casado, conmigo como se estila en nuestra, tierra, y me hubieras llevado a Francia para, casarnos allí como se usa en tu país. ¡Qué dichosa, hubiera sido!... 85
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De nuevo dejó caer su frente entre las manos abiertas de Esteban. El había escuchado con profunda e moción las palabras de Hong-ma-nao,. Esa, franqueza, tan pura, ese idilio que veía palpitar cerca de él lo conmovía íntimamente. Amaba con loca pasión a Clemencia, y sólo a ella podía amar en el mundo,; pero el amor quejumbroso, y púdico de aquella, encantadora, criatura le llegaba al alma. La levantó con suavidad, y después de darle, un beso en la frente, lo dijo con mucha ternura: -¡Ah, mi querida Hong-ma-nao! ¡qué bien se armoniza tu ser a tu nombre francés do «ágata rosada»! Dejas leer tan fácilmente en tu corazón, como el ágata, se trasluce. Si tú no puedes ser mi mujer, ¿ no. quieres ser mi hermana? Tendré toda tu abnegación y todo tu amor y tú poseerás toda mi abnegación también y toda, mi ternura. Volvió a la Residencia muy despacio lo mismo que había salido, siempre apoyándose en el brazo de Hon-ma-nao.. Sentado en un banco y protegido contra, el sol por una, amplia sombrilla, que tenían dos sirvientes, Li-tong-min esperaba a Esteban Darcourt, a su prisionero., y de quien quería hacerse su amigo. 86
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-Ahora -dijo, ella, -si no te gusta hablar en francés, puedes emplear nuestro idioma, que él empieza a conocerlo. Claro está que te costará, entenderle al principio, pues tú no estás como yo acostumbrada a su acento extranjero. Pero los dejo solos, pues tal vez quieran ustedes hablar de asuntos serios. Y al decir esto, la chinita miraba a Esteban cariñosamente. -Olvidaba decirte, Li-tong-min, que se llama Si-yu. Me harás un gran placer dándole ese sobrenombre. Alejóse elegante y graciosa, moviendo un poco las caderas y se entró en casa. Li-tong-min la miraba, sonriéndose y fumando su larga pipa de, cobre. Tal vez tenía respecto del extranjero, los mismos proyectos que Hong-ma-nao. Cuando posó su mirada sobre Esteban, su rostro recobró toda, su gravedad. Lo examinó algunos instantes en silencio, y después, con voz lenta, y firme, como un hombre seguro de su dignidad y orgulloso de, su rango, dijo en ese mal francés, pero muy claro, que, Darcourt ya, había, oído : -Espero que no te quejarás de la manera en que has sido tratado en mi casa, mi querido Si-yu. Te, he salvado la, vida en momentos en que un annamita 87
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hundía ya, su lanza, en tu pecho, y después ordenó que te trasladasen a mi junco. Caíste gravemente enfermo, y no podrás negar que se te han prodigado atenciones y cuidados como si fueses mi propio hermano. Esteban hizo un ligero gesto en señal de asentirniento, y replicó : -Mi gratitud hacia ti es infinita. Hoy mismo iba, a pedirte una audiencia. Te has anticipado a mis deseos. Muchas gracias. -¿Quieres hablarme de algo grave? -Sí. -Te escucho.
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II El calor era, menos fuerte. El sol empezaba a ocultarse entre: las hojas temblorosas del los árboles de alcanfor y de las mimosas rosadas y perfumadas. El mandarín hizo una señal, y los dos criados que, tenían la sombrilla se alejaron. Li-toing-min llevaba un sombrero de terciopelo negro, con alas levantadas, y colocado muy hacia atrás. En medio del sombrero brillaba un botón de cristal, y de, la parte trasera colgaba una pluma de, pavo real. El vestido era, de: seda azul marino, y sobre éste llevaba el mandarín un manto también de seda color ciruela. En la, espalda, y en el pecho lucía, un plastrón cuadrado bordado en oro, figurando quimeras y dragones negros. Lucía, aquel dignatario, en su cuello el collar búdico compuesto, por 108 perlas 89
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que recuerdan el número de santos del budismo. Calzaban sus pies botas de satén negro con suelas muy gruesas, blancas. -Gracias, Li-tong-min - replicó Esteban Darcourt. En efecto, deseaba estar a solas contigo. Con arreglo al derecho de gentes soy tu prisionero de guerra. Me has dado una prisión suave, grata, y mi agradecimiento es íntimo. Por ahora te doy mi palabra de honor de: que no intentaré evadirme. Una sonrisa, irónica, se dibujó en los labios del mandarín. Pero nada, contestó, pues quería dejar completa libertad de palabra a su prisionero y que dijese cuanto tuviera gana. -Pero-agregó Darcourt,- admitirás como yo que las hostilidades no durarán siempre entre mi país y el tuyo. Llegará fatalmente una hora en que se firmará la paz. Entonces te verás obligado a ponerme en libertad. Li-tong-min dejó su pipa, de cobre, se puso .a comer confites y a mirar distraídamente a las nubes. Después de un corto silencio contestó -Deseo, mi querido Si-yu, que sepas desde el primer día la suerte: que te, reservo. Aunque mi emperador, Hijo del Cielo y Li-tong-min, al pronunciar este nombre tan temido, besaba una de las 108 per90
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las de su collar búdico... firme la paz con tu serenísimo soberano, no te devolveré la libertad. -Sea, tú eres el amo en el departamento que gobiernas ; pero apelaré ante, otro más poderoso que tú. Li-tong-min seguía comiendo confites sin perder su impasibilidad. -Arriba de, mí, sólo está Lin-Yu-chao, el gobernador de la provincia de Yun-nan. Si esa autoridad no me hace justicia-exclamó con violencia Esteban,-yo sabrá hacérmela,! -¿Y cómo conseguirás eso? Transcurren a lo mejor diez años sin que, pase un misionero por Meng-Tzu. ¿Escribir? ¿a quién? En el Yun-nan no hay un solo cónsul francés. Te diré además que los correos ambulantes tienen el deber de enseñarme las cartas que llevan antes de, ponerse, en marcha. ¿Evadirte? Es una, idea loca. Para llegar al río, Colorado no tienes más que, dos caminos. Uno, el que siguió tu compatriota. Después, abriéndose paso a través de. las selvas y los bosques. Estaba protegido por el virrey y caminaba precedido por un ejército de exploradores. El otro camino es el que recorre lo, gente! del país. ¿Has leído la narración del señor de Kergaradec, un oficial de la marina, francesa como 91
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tú? El tampoco iba solo ; llevaba además un salvoconducto de las autoridades chinas y lo escoltaba, un piquete, de soldados franceses. Estuvo, a punto de, morir de cansancio, a pesar de que ese camino sólo tiene 98 kilómetros de tu país. Pero aun suponiéndote un temperamento a prueba de toda, fatiga,, y admitiendo, que! tuvieras habilidad suficiente para desvanecer las sospechas de aquellos que encontraras en tu camino, tengo la seguridad de que fracasarías en tu empresa. Recorres los 98 kilómetros y llegas a Hsin-Kai. ¿Qué harás? ¿Continuar tu ruta a pie siguiendo el curso del río Colorado? Es un país salvaje o inhabitado. Más lejos, hallarás tribus independientes, Ramadas los Dragones Negros, entre los cuales se refugian los musulmanes que se rebelan contra, la autoridad de nuestro sacratísimo emperador... Li-tong-min volvió a besar devotamente las perlas de su collar búdico. Esteban le escuchaba sin decir nada. Se sentía vencido por la lógica, de aquellos argumentos. Li-tong-min había hablado con tono muy enérgico; pero poco a poco fue dulcificando su acento y la, expresión de su rostro hasta, dar a su voz entonaciones amistosas. Apartó la, caja, de oro que contenía los confites, dio dos ligeros golpes so92
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bre un «gong», apareció un sirviente, y ,le dijo solamente -¡Pou-eur1! El hombre desapareció y a los pocos instantes presentóse nuevamente trayendo en una bandeja de plata una tetera humeante,, una docena de pastelitos salados y dos tazas de porcelana, muy fina. Volvió el mandarín a tomar su pipa de, cobre, encendióla cuidadosamente y fumando y tómando traguitos de te, reanudó la conversaron con un aire de completa beatitud. -Supongo, pues, que has llegado a Hsin-Kal. En lugar de bajar a pie el curso, del río, prefieres alquilar una piragua y un conductor. ¿Con qué dinero? ¡Tú no tienes ni una mala moneda china! ¿Quién te lo dará, te lo pregunto, cuando yo haya, ordenado que nadie te lo facilite? Ya, lo ves, eres tan cautivo, como, si te tuviese en el fondo de un calabozo. ¿Y cuál es tu cárcel? Mi propio yamen, en donde serás considerado como un hermano; en donde mi s servidores te obedecerán con tanto respeto como a mí mismo; en donde las personas, de mi familia, se ingeniarán para hacerte la vida amable. Podrás utilizar mis caballos, si así te. place, y pasearte, por la llanura, o por los bosques llenos de fresca sombra. Y en 93
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cambio de todo esto, sólo te pediré un servicio, un favor. Cuando he visto, allá, el uniforme que llevabas, ese mismo que tienes ahora, puesto ... (y puso su mano sobre, los galones de oro del alférez de, navío), comprendí que tú eras. un hombre instruido. Ahora bien, tengo dos hijos ya grandes, a los que amo entrañablemente.. Li-tong-min, calló un instante, y luego prosiguió: -Cuando hables corrientemente: nuestro dialecto, te pediré que les enseñes el francés, la historia, las costumbres de tu país. Ya ves, te doy mucho y exijo poca cosa en cambio. Ni siquiera, te obligo a renunciar a tus proyectos de evasión, ni de pedir justicia, al virrey. Eres y serás tan libre como yo mismo, ¿aceptas? -Acepto -contestó Esteban, después de un minuto de reflexión. Un ruido agudo y prolongado les interrumpió bruscamente. Un golpe, dado sobre un «gong» enorme, anunciaba la comida. -Vamos, mi querido Si-yu, ven a empezar la vida que llevarás en lo sucesivo. El comedor, menos elegante que las demás habitaciones, estaba iluminado por dos grandes lámparas de cobre colorado. La mesa, de madera negra 94
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lacada, no tenía mantel. Delante de cada comensal veíase un plato de porcelana, cuadrado, y al lado un estuche, que guardaba, un largo cuchillo y dos varitas de marfil. En China no se come carne de buey. Los intelectuales consideran a ese animal como un ser sagrado, útil a la, agricultura. Solamente consumen carnero, pollos y pescados y algunas veces ternera. El pescado del lago de Meng-Tzu goza de reputación merecida en toda la provincia. Se cuece, generalmente, mucho, de modo que pueda ser servido en las varitas. Estos instrumentos se toman con una, sola mano, y se manejan a guisa. de, un tenedor que carece de un centro firme. Para comer arroz, acercan el plato a sus labios y lo empujan hacia la, boca. Cuando se les ofrece carne, los chinos pinchan en el plato los pedazos cortados con anticipación. Como vasos emplean unas tacitas que llenan de. vine, tibio. Este vino tiene fama. en todo el Yung-nan : procede de Chao-Cheng, en la. provincia de Tche-Kiang. Después de comer se: pasa, a la sala. Cada uno se coloca a su antojo sobre divanes o almohadones de seda, o de cuero. Poco después del principio de la velada, Litong-min y sus huéspedes comieron nueces de arek, fruta china que se parece a la nuez moscada. A eso 95
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de las nueve de la noche se sirvió te. La mujer y la hija mayor de Li-tong-min fumaban tabaco amarillo en pipas como el dueño de casa, en un recipiente lleno de agua perfumada. Esteban, acostumbrado al cigarrillo, lió uno con tabaco pulverizado en una hoja de alcanfor. Hong-ma-nao y su primita comían confites, conversando alegremente. La pobre Hong-ma-nao sufría al verse separada de su querido Si-yu ; pero sus primos la espiaban y temía, sobre todo los ojos inquisidores del mandarín. La preciosa, chinita, estaba echada, sobre un diván, dejando ver sus lindos pies calzados con zapatillas coloradas y medias de seda de tonos anaranjados. Esteban empezaba la vida, que, tendría que llevar mucho tiempo; libre y cautivo como decía Li-tong-min. Seguramente, que apelarla ante la justicia del virrey, y no dudaba, que el mismo mandarín le, acompañaría a Yun-nan-fu. Li-tong-min le parecía un carácter raro y fantástico, firme corno un tártaro, pero, más leal que los duros asiáticos. Desde el principio de la, comida, pensaba en las palabras que, habían cambiado: ninguna de ellas dejaba de respirar sinceridad y franqueza. En suma, ¿qué le ofre96
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cía? Una vida amplia y cómoda en su residencia; una libertad absoluta y respeto y consideraciones como si fuera un mandarín. ¡Y qué poca, cosa exigía en cambio! ¿No sería acaso una felicidad para él, vivir hablando francés y enseñando las costumbres de su patria? Al hacerse el iniciador de esos dos jóvenes, tendría sobre ellos toda la superioridad de un maestro, de esencia. particular. A hora bastante avanzada de ¡a noche la familia del mandarín se retiró. El joven oficial saludó a Hong-ma-nao, cortésmente pero con la misma frialdad que a sus primas, y guiado por su sirviente se fue a su cuarto donde, había padecido seis semanas. Cuando se vio solo, miró aquella habitación, acordándose de las tristes noches y días largos pasados entre aquellas paredes. Distraídamente su vista se, fijó en un gran letrero blanco en donde hallábanse trazadas algunas palabras en dialecto linannés. ¿De, dónde! procedía ese cartel? ¿Quién lo había, colgado allí? Reconoció pronto la mano de Hong-ma-nao, cuando acabó la traducción de lo que allí estaba escrito, y que decía: «Si muero al pie de las peonias rosadas, mi alma, conservará todavía, alguna, gracia». 97
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Sí; era la suave, y encantadora criatura la que había, escrito esa, frase deliciosa. Ella lo amaba con toda su alma,, y él no podría amarla nunca. Abrió la ventana para respirar el aire embalsamado de la, noche y su alma voló pronto por el espacio. ¿Dónde estaba su adorada Clemencia? -¿Qué hacía? ¿A qué país había ido a enterrar su dolorosa viudez? La volvía a ver con la nitidez de aquellos días en que cambiaron sus juramentos de amor, y se despidieron. NI un momento dudó de su amor y de su fidelidad. Les era imposible a los dos olvidarse. Su amor se componía de mil recuerdos divinos que no, podían disolver los inmensos espacios que, los separaban ni los meses 6 años que aun habían tal vez de transcurrir antes de volver a encontrarse. Sintió de pronto pasos detrás de él : al débil resplandor de, una lámpara vio a Hong-ma-nao que andaba lentamente, sujetando con su mano derecha, la punta del vestido y como si llevase un objeto frágil. Colocó la lamparita en una mesa, y retiró con cuidado, de los pliegues de su vestido una taza de, porcelana y un cofrecito de sándalo. Colocó estos 98
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objetos con simetría, y volviéndose hacia Esteban tomó su mano y se la besó. -Puesto que no puedes ser mi Tchai-lang (mi lo o), seré tu hermana, tu hermana abnegada, te lo juro. ¿No hay en tu patria esclavas como las hay en mi país? Yo, seré tu esclava ; te pertenezco, seré tu bien, una cosa, tuya. ¿Pero dime, querido Si-yu, dudas de tu Hong-ma-nao? El joven oficial abrazó a la pobre chinita y la besó suavemente en la frente. -Eres mi hermana, y nunca dudaré de ti, pues tengo la, más absoluta confianza. Se siente más placer al entregarse completamente a una amiga, que dolor al verse traicionado por ella. Ella le apretó la mano con fuerza. -Escúchame. Quiero saber todo lo que te ha dicho hoy Li-tong-min, y deseo que en lo sucesivo me cuentes todo lo que te vaya diciendo. Esteban empezó la narración de su entre vista con el mandarín. Ella, lo escuchó, al principio atenta, los ojos abiertos ; después ocultó su cara entre sus manos. Temía que un relámpago de sus ojos o que un estremecimiento de su cuerpo no traicionara, la; alegría profunda que la penetraba,. Sabio, tan bien co99
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mo el mismo Li-tong-min, que, en efecto, aun cuando pudiera circular libremente era un cautivo y no podría. escaparse, y al pensar que su amado seguiría a su lado la, dicha la invadía. Sin duda era, contra su voluntad y su pensamiento volaría siempre, hacia, aquella esposa adorada, que lloraba al desaparecido como se llora a un muerto. Pero, al menos, lo tendría a su lado, lo -vería, constantemente y ella sería su sombra. El amor por muy noble que sea es siempre egoísta. Y como ella le, había prometido serle absolutamente abnegada, cumplió su palabra. -Li-tong-min no te ha engañado- díjole tu evasión es imposible, y tendrá forzosamente, que -permanecer entre nosotros. ¿Cuánto tiempo durará esta detención? Lo, ignoro. Una casualidad, una circunstancia, inesperada puede presentarse cualquier día, como ya ha sucedido a algunas gentes de tu país. Una orden del virrey puede obligar a mi primo a ponerte en libertad. En 1860, cuando la guerra entre nuestro muy desgraciado, emperador y el tuyo, después de, nuestras victorias, el Hijo del Cielo conservó algunos prisioneros. Exceptuando uno que, se enganchó en nuestro ejército y que llegó por su valor al grado de 100
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general, los otros permanecieron cautivos hasta estos últimos tiempos. Los argumentos de Hong-ma-nao confirmaban en el espíritu de Esteban la veracidad de las declaraciones de Li-tong-min. Nunca, podría, escapar, jamás volvería a ver a Clemencia. Su valor y su firmeza se estrellarían ante obstáculos infranqueables. Solamente la. casualidad podría, libertarle. No dudaba que el gobierno francés no dejaría impune la matanza de Garnier y de Balny y de sus bravos soldados. Tal vez le fuese entonces posible enviar un emisario a Ha-nol Hasta entonces esperaría, sufriendo, pero presionado. Era necesario estar sobre aviso y cuidar sus palabras. Debía desconfiar de todo el mundo, sobre todo de aquella que lo amaba con tanta sinceridad. Hong-ma-nao aspiraba, a tenerle siempre, a su lado, y hacía lo imposible para conseguirlo. -¡Qué ventura! -exclamó ella de pronto. Esteban volvió la cabeza y la miró. Sentada con las piernas cruzadas cerca de la mesa, sobre unos almohadones de seda, examinaba cuidadosamente el contenido de una taza de Porcelana. La caja de sándalo abierta contenía granos de trigo, dos 6 tres re101
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cipientes de oro y varias bolas de cristal, del tamaño de un huevo de pájaro, llenos de arena. Hong-ma-nao, había llenado la taza de agua pura y echado en ella varios granos de trigo. Eran inocentes brujerías, graciosas hechicerías de la chinita, que interpretaba el porvenir según la posición ocupada en el fondo por los granos. ¡La tacita era muy elocuente! Auguraba que Si-yu permanecería muchos años en el país y decía que el joven oficial llegaría a amar a Hong-ma-nao,. ¡Revelaba, además otras muchas cosas la, tacita de porcelana! Tantas, que la linda chinita, no. pudo contener su alegría y había exclamado: -¡Qué ventura! Esteban se sonrió y después de dar las buenas noches a la joven, lo besó delicadamente sus finas manos, siempre, temblorosas cuando tocaban las suyas.
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III Tres años pasaron así. La existencia de los primeros días había continuado del mismo modo tranquilo, apacible. Esteban cumplía al pie de la letra las promesas hechas a Li-tong-min. Los hijos del mandarín hablaban correctamente el francés, y él mismo había acabado de perfeccionarse en el dialecto linannés, y empeñosamente estudiaba ahora la lengua mandarina, la única que utilizan los altos funcionarios del Estado. Las distracciones no faltaban al oficial. Casi todos los días daba largos paseos a caballo. Salía al alba y recorría las montañas boscosas de la región que rodean a Meng-tzu, hacia el Norte. Una vez hasta pasó una semana en la ciudad de Ami-Chu donde vio yacimientos de carbón y de plata. 103
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Nadie, en la residencia se alarmaba por estas correrías. Al regresar hallaba las mismas caras amigas que le sonreía. Había adoptado por completo las costumbres chinas, comiendo como ellos y vistiendo sus trajes. En el único detalle en que se diferenciaba de Li-tong-min era en la manera de llevar el sombrero. Esteban lo usaba a la europea y no colocado como los chinos. Además usaba espuelas cuando montaba a caballo ; las había mandado fabricar a un obrero de Meng-tzu dándole un modelo. Todo el mundo sabía que era un oficial de la marina, francesa, prisionero del mandarín. Darcourt llegó a ser muy popular. Cuando pasaba al galope. por las calles de la ciudad, las jóvenes se asomaban para verlo pasar. Esteban no se parecía, ya en nada a aquel otro Esteban que salió de Francia. La enorme .Cicatriz que cruzaba su rostro lo desfiguraba completamente. Durante nueve meses estuvo calvo, y su pelo antes negro, al brotar se había vuelto rubio tirando a rojo. Su bigote y su barba eran de este mismo color. Como sucede a veces después de enfermedades crueles, al convalecer recobró mayores fuerzas que 104
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antes do enfermar, y adquirió en aquel clima benigno y saludable una salud magnífica. Todos lo querían, pues apreciaban su carácter bondadoso. No se limitó a instruir a los hijos del mandarín, y a pedido de Li-tong-min muchas veces por la noche reunía a los jóvenes tártaros de Men-tzu, y les refería los hechos gloriosos da Francia. Evocaba las grandes figuras de los generales de la República, Hoche y Marceau, o de Napoleón, cuya leyenda espléndida llenaba de, admiración y entusiasmo a los, jóvenes chinos. En cuanto a Hong-ma-nao, amaba, a su «héroe» mil veces más que antes, pero la pobre no se hacía, ilusiones. Cuando lo. vela, pensativo, preocupado, la joven sabía que el pensamiento del oficial volaba hacia aquella esposa orada a la cual tal vez no volvería a ver nunca. Esteban habla dibujado el retrato de Clemencia, retrato muy parecido y de una intensidad de expresión sorprendente. Hong-ma-nao lo contemplaba muchas veces, y sentía terribles celos. ¿Qué tenía aquella mujer para que el cuerpo y el espíritu de un hombre le fuesen tan fieles? En un maree, de madera de olivo, esculpido por Esteban, y protegido por un cristal largo y delgado, 105
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Esteban había colocado las mangas de su uniforme raído, y más arriba el retrato de Clemencia. Los nobles y queridos recuerdos de su vida estaban encerrados en ese cuadro colgado encima de su cama. Se sentía ante esos emblemas protegido contra todas las tentaciones: los juramentos del honor y de la fidelidad pro metida. Hong-ma-nao no, desmayaba en su empeño de hacerse amar. Esteban era ya el íntimo de todos los seres de la Residencia ; pero entre ella y él había algo más, y estaban puede decirse a un paso del amor. Esteban se -guardaba mucho de alentar a la joven china y se mantenía en una reserva discreta. A los abrazos algunas veces muy apasionados de, Hong-ma-nao, respondía él con un cariño fraternal. El joven no había tardado en penetrar el misterio de, la vida de Hong-ma-nao y en comprender que era víctima, de las costumbres do su país. En el Linan, he aquí cómo se celebran los casamientos. En el día señalado, la novia llega llevando en las rodillas para indicar que es virgen dos ligas. Toda la familia, la acompaña. Igualmente escoltado por la suya aparece luego el novio, seguido además de un sacerdote, de, Buda, que lleva, en la mano una, taza de 106
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porcelana y una botella. de vino de Chao-cheng. Después de los saludos de rigor, el sacerdote llena la taza de vino y se la ofrece al novio. Este saluda graciosamente a la joven desposada con un movimiento de cabeza, y bebe la mitad de, la taza. En seguida toma con respeto la mano de su futura compañera y lo brinda el resto del vino. Bebe ella entonces, y arroja al suelo la, taza. La, madre., o una. (lo las mujeres de la familia le quita las ligas que lleva y le pone otras de seda,. Entonces los novios se arrodillan, con la cara mirando al Norte, donde, reside el sagrado emperador, y en alta voz anuncian su unión al cielo y a la tierra. Ya están casados. A partir de ese, momento, la joven desposada puede residir donde más le, plazca, lo mismo en casa de su marido que en otra parte. Si en un espacio que varía entre un año y diez y ocho meses la joven queda en cinta, su esposo la, conserva si no se ha separado de ella, o la vuelve: a tomar si ha vivido aparte. Está seguro de tener descendencia, y no Pide otra cosa. Si, al contrario, al cabo de, diez y ocho meses la joven permanece infecunda, el esposo la repudia y se casa tranquilamente con otra. 107
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Esto último era, lo que le: había sucedido a Hong-ma-nao. Casada, con un tártaro muy rico, le había entregado con alegría su vida y su juventud y una fortuna considerable. Llegado el término fatal, su esposo la repudió, y triste y desdichada había solicitado asilo en casa de su primo Li-tong-min. Esperaba que Esteban pidiera, su mano, sabiendo que los europeos no tienen los prejuicios de los tártaros. Cuando creía que iba a ser dichosa supo que el oficial era casado, y su alma, gimió, y perdió toda esperanza cuando su amado Si-yu la llevó a la alameda de los árboles de alcanfor. -He comprendido tu idea, mi dulce y querida amiga. ¿Crees tú que pienso ser más libre por esa vana ceremonia de casamiento que se practica en tu país? Soy fiel a la mujer con quien me casé, no porque me he desposado con ella sino porque la amo, porque la adoro... Sería mi novia en vez de mujer, y lo mismo respetaría, mi sentimiento hacia ella. El amor es algo sagrado que se vuelve vil y vulgar con la infidelidad. Claro está que no todos los hombres de mi país te hablarían como yo lo hago ahora. Y es porque no han crecido como yo absorbido por ideas tal vez estrechas, pero elevadas, altivas. Dices que me amas, y yo lo creo, pobre ser querido. Es 108
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una desgracia para ti, y tal vez para mí también. Si mi corazón fuese libre, me hubiese quedado aquí y hubiera vivido feliz a tu lado... Dejó caer su cabeza en el hombro del joven gruesas lágrimas deslizáronse de sus ojos negros y sollozos mal contenidos escapáronse de su corazón oprimido. Contestó muy lentamente -Mi querido Si-yu, es preciso que te lo diga todo. Con algunos esfuerzos, yo te hubiera facilitado la fuga. He rechazado esta idea, porque conservaba alguna esperanza de ser amada por ti... Veo, ¡ ay de mí! que mi esperanza era un sueño. Esteban dio un grito de alegría. -¿Tú puedes darme la libertad? -Sí ; organizando para ti postas, ayudada por algunos amigos que tú no, conoces, y llegaría sin muchas dificultades a que alcanzases las orillas del río Colorado. Allí, algún batelero te esperaría, ¿pero a dónde irías? ¿La gran ciudad de, Ha-noï está ocupada por los soldados de tu patria o por los de la mía? Lo ignoro; pero no emprenderé nada sin averiguarlo bien. ¡Ten confianza en mí! ¡Tu pobre chinita sería muy dichosa teniéndole a su lado, pero 109
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amas a otra! Es para que, seas feliz con esa mujer para lo que te daré la libertad. Lloraba ahora libremente, y si Esteban besó sus ojos fue para enjugar las lágrimas que él hacia verter. Li-tong-min pasaba por el extremo de la alameda, y vio de lejos esa escena de enamorados, aceptándola como preludio de un proyecto de unión. Sonrióse y siguió su camino, seguro hora de que el prisionero francés no lo abandonaría nunca. Transcurrieron varios meses, y nada parecía, cambiado en la vida de Esteban. No volvió a aludir a su proyectado viaje a Yun-nan para pedir justicia al virrey. Una mañana, paseándose con Li-tong-min, le dio cuenta de su deseo do ir a la capital. Cuando esto sucedía ya hacía cinco años que Esteban se hallaba en Meng-tzu. El mandarín no ocultó su extrañeza y Esteban lo dijo riéndose -No creas, querido huésped, que, voy a reclamar mi libertad. Muchos lazos me unen a, tu casa desde que la habito, y me sería doloroso dejarla. Mi propósito es explorar el Yun-nan. Necesito un pasaporte del virrey, y tú con tu influencia puedes conseguirlo. Te agradecería que me acompañases a ver a Lin-Yu-Chao. 110
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Li-tong-min no desconfiaba ya de Esteban pero el carácter del asiático es tan astuto, que siempre presume astucia en los demás. Prometió al joven oficial hacer todo lo Posible para serle útil, y no obstante aplazó la, ejecución de su promesa durante todo un año. Esteban fingía no advertir ese olvido. En los primeros días de 1880, Li-tong-min, al fin, anunció su propósito de ir a Yun-nan-fu. -¿Espero que vendrás conmigo? -preguntó al oficial. y mientras le hizo esta pregunta lo observaba a fin de sorprender en el joven alguna señal de emoción. Felizmente Esteban permaneció impacible, y Li-tong-min no adivinó nada. -Cuando te hablé de mi proyecto de ir a la capital -contestó el oficial, -tenía, la intención de someter al virrey un vasto, plan y pensaba pedir tu apoyo; me: será ahora mucho más útil pues me apoyarás ante Lin-Yu-Chao -En efecto, me has hablado algunas veces de un proyecto... pero nunca, me lo explicaste. -Es que, mi trabajo no estaba, aún concluido, y esperaba para sometértelo que estuviese perfecta111
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mente combinado. Tú sabes que los productos del Lin-an carecen de salidas. No ignoras tampoco que en los alrededores de Meng-tsu existen numerosas minas de carbón, de cobre, de mercurio, capaces de enriquecer al país si hubiera medios de exportar sus -productos. Del lado del Norte el camino es fácil siguiendo la carretera mandarina de Meng-tzu a Yun-nan-fu. Pero no se trata de dirigir hacia las provincias del Norte, nuestros productos. Ellas los tienen también. Es hacia la frontera del Sur y hacia el Este donde debemos buscar salidas,. Apenas existe un camino de Mengtzu al río Colorado. Es, pues, necesario, construir un canal entre nuestro lago y el río. La diferencia del nivel de las aguas es casi insignificante. Por otra parte, el canal saldría otra vez del norte, del lago, para dirigirse, hacia uno de los primeros afluentes del Chiang-Ho. No tengo necesidad de señalarte la sencillez del trayecto. Entre; el lago y el río nacen dos cadenas de montañas... No ejecutaré ninguna, obra de, arte, y mediante una ligera curva, hará pasar el canal entre las dos cadenas. De Meng-tzu al Chiang-Hoi existe una llanura uniforme, de manera que es un trabajo fácil de ejecutar y con una suma, en realidad insignificante. 112
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El proyecto era ingenioso, y Li-tong-min podía apreciar su bondad y darse cuenta de que ese canal aumentaría enormemente los recursos de la región. Cuando el mandarín abordó la cuestión del dinero, halló que, Esteban dominaba el asunto tanto como en punto de vista técnico y práctico relativo a la obra. Y era que el oficial jugaba una partida suprema, y si la perdía debía considerarse enterrado para siempre en el interior de China. Era necesario que Li-tong-min diera crédito a su proyecto imaginario, y a estos fines Esteban había madurado durante meses su plan. Si el mandarín caía en el lazo, era lógico esperar que con el virrey sucedería lo mismo, y si tal ocurría Esteban se salvaba. Se lo contó todo a Hong-ma-nao y la pobre chinita, resignada, no opuso resistencia. La partida, se verificó tres días después. De Meng-tzu a Yun-nan-fu, el camino forma, una especie de triángulo, y sigue luego directamente hasta Hsin-Hning con una pendiente casi insensible. La capital del Yun-nan está a dos mil me. tíos sobre el nivel del mar y a cincuenta kilómetros de Hsin-Hinng. Levántase sobre las orillas de un lago enorme rodeado, de una cintura de fortificaciones. 113
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Esos trabajos de guerra han debido ser dirigidos por oficiales ingleses. El lago presenta, la forma curva del lago de Ginebra, pero es dos o tres veces más grande. A Li-tong-min le, bastó anunciar su presencia al virrey. La aparición de este alto funcionario en la capital excitó la curiosidad de todos y aumentó cuando se, supo que venía acompañado por aquel oficial francés cautivo en Meng-tzu hacía muchos años. Una mañana el mandarín y Esteban salieron en dirección al Yamen del virrey. El oficial vestía ún elegante traje chino; Li-tong-min se puso el traje de las grandes ceremonias, que Darcourt no había visto aún. Llevaba Li-tong-min un vestido, de seda crema que le llegaba hasta los talones, y sobre esa, falda o batón un manto de seda azul obscuro. Un ancho, medallón representando, fénix enlazados velase bordado sobre su pecho. Llegaron a la entrada, del yamen en donde residía el virrey. Una puerta alta y amplia alzábase coronada por un techo de ángulos retorcidos ; dragones fantásticos pintados aparecían sobre ambos lados, y dos leones de piedra abrían sus fauces amenazado114
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ras pareciendo que defendían el acceso a aquel recinto. En una especie, de vestíbulo, que tenía enfrente un altar búdico se quemaba incienso; los emblemas de la justicia estaban colgados de las paredes, y junto a ellos instrumentos , de torturas y cadenas. En el interior, en un ancho patio de losas, advertíase, un vaivén de soldados, jinetes, carros, sillas de mano; todo el movimiento, matinal del palacio de, un alto funcionario del imperio: mandarines civiles y militares entraban y salían, con aire grave, muy digno, vestidos con sus trajes de parada, cambiando entre ellos saludos ceremoniosos; escribientes con su recado iban y venían, llevando sus pinceles en la mano. Muchos postulantes esperaban su turno de audiencia. En un rincón veíase a un preso custodiado por dos soldados armados. Allá, en el fondo del patio, alcanzábase, a ver un edificio de un solo piso, pero el tejado se desarrollaba tan ampliamente y seguía una curva tan grande, que daba al edificio un carácter de grandeza, y de poderío. Esa era la residencia oficial del virrey. Allí trataba los asuntos de la provincia, rodeado de honores casi soberanos, con todo el prestigio de un representante directo del Hijo del Cielo. 115
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Detrás de ese cuerpo de edificio extendíase un jardín ; los tejados de los pabellones que sobresalían entre, los espesos arbustos de, mimosas florecidas, eran las viviendas particulares de Lin-Yu-Chao, de sus mujeres y de toda su familia. Cuando Li-tong-min y el oficial penetraron en la gran sala de audiencias, tuvieron que abrirse paso entre, una multitud de solicitantes, a fin de ir a ocupar el lugar que se les había señalado. El virrey llevaba un largo vestido de seda de oro, sin manto. En su cuello, veíase el collar búdico, también de oro, con dijes que sus dedos movían constantemente. En su sombrero lucía un botón de granate coronado, por una varilla de oro. Los funcionarios que lo rodeaban llevaban solamente en sus sombreros botones de cristal o de malaquita. Un secretario, o escribiente, que diluía tinta en un rincón llevaba por único adorno un botón de cobre. En cuanto el virrey vio al mandarín y a su acompañante, les hizo seña de que e acercasen en dos sillones bajos colocados frente a él. La explicación fue muy breve y cortés. Li-tong-min narró en qué forma había Regado el oficial 116
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francés a ser su prisionero, y por qué vivía hacía seis años en su yamen de Meng-tzu. Aludió luego a los trabajos de Esteban, útiles para la provincia, y finalmente manifestó que el oficial deseaba exponer sus planes al propio virrey. El virrey concedió la palabra a Esteban, y éste dio completos detalles de sus supuestos trabajos,' sus vistas sobre el canal a construirse y los resultados benéficos que aportaría al comercio de la región. Esteban habló empleando la lengua mandarina, y Li-tong-min se sorprendió mucho de ese hecho, quedando estupefacto el virrey. Esta circunstancia influyó poderosamente en él, representante directo del emperador. Interrogó a Si-yu para saber si la empresa del canal exigiría mucho dinero, y el oficial contestó que, según sus cálculos, se podría hacer frente a los gastos con los recursos del tesoro de Meng-tzu y sin necesidad de echar mano del tesoro de la provincia. Solicitaba solamente dos favores de la autoridad del virrey : un permiso personal que lo autorizase a viajar solo o acompañado de una escolta por todo el Yun-nan y 500 trabajadores que se unirían a los otros 500 de que disponía Li-to,ng-min. Esteban al 117
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decir esto se volvió hacia Li-tong-min como, para pedirle su aprobación, y el mandarín con un movimiento de, cabeza accedió. En pocos días el mandarín despachó los asuntos que lo habían llevado a la capital y regresó a Mengtzu acompañado de Esteban. Esta vez el viaje se hizo más rápidamente. Dos soldados a caballo precedían a la caravana para anunciar su llegada. Durante, la ausencia de Esteban, Hong-ma-nao estuvo muy triste. Parecía que el viaje se relacionaba con la fuga de su amado Si-yu. Al día siguiente de su regreso la llevó a los jardines, y allí el oficial lo contó todo, sin ocultarlo el permiso que el virrey le iba a dar. Ahora para huir no necesitaría recurrir a la astucia,', ni de esconderse. Iría abiertamente al puerto de Hsin-kai ; pero allí necesitaba la ayuda de su amiga. Le rogó que encargara un junco y varios bateleros. La chinita, agachó la cabeza, pues una pena inmensa invadió su corazón. ,Sin embargo no lloró. Había jurado a Si-yu que sería para él una esclava sumisa, aunque tuviera que morir. Y la pobre mujer, tan noble por su corazón, quería cumplir su promesa hasta el fin. 118
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- Esteban Darcourt le explicó lo que pensaba ".'hacer. La autorización personal de Lin-Yu-Chao le permitía viajar como quisiera. Para adormecer las últimas sospechas de Li-tong-min le pediría una escolta de diez hombres. Después tomaría con ella el camino de Hsinkai, alegando la necesidad de reconocer personalmente el trazado que tendría que seguir el futuro, canal, desde. el lago de Meng-tzu hasta el río Colorado. En Hsin-kai encontraría al junco cargado de víveres que Hong-ma-nao se, encargaba de, fletar, y nada después de eso se opondría, a su salvación. Cuando Hong-ma-nao oyó todo contestó -Si-yu, me matas, moriré ; ¡ pero qué importa ! Yo te pertenezco. Mañana mismo enviaré emisarios a Hsin-kai. Fletaré un gran junco con cuatro hombres y recibirán orden de esperar allí, aunque sea un año. Cesaron de hablar de la evasión y, Hong-manao evocó los recuerdos de, los primeros años que, Esteban pasó en el yamen del mandarín. ¡Qué pronto habían pasado esos años, los más felices de su vida! -Tú no me has amado nunca, mi querido Si-yu, lo sé; pero yo gozaba de tu presencia, te podía hablar, y esto era una dicha para mí. 119
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Se sentó en el césped y lloró. Esteban la levantó. -No llores, amiga, querida. No sé si pronto podré partir, pero si así sucede algo me dice aquí adentro, en mi corazón, que todo no terminará entre nosotros. -¡ No, no, todo no acabará entre nosotros! -Murmuró la joven. Hablaba tan bajo que Esteban no la oyó decir : ¡ -Te volveré a ver si te vas, aunque tenga que ir a Francia...
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IV El oficial tenía varios motivos para aplazar por algunas semanas esta tentativa que le daría tal vez la libertad. En esa época del año el calor era insoportable, y jamás, bajo aquel cielo ardiente, su escolta y él podrían franquear los 98 kilómetros que separan Meng-tzu del río Colorado. Este camino está sembrado de obstáculos peligrosos, de bajadas casi a pico, de montañas abruptas, de torrentes secos en invierno, y llenos de agua en verano, debido a los deshielos, que arrastran troncos de árboles y piedras. Creía necesario preparar a las fatigas a los diez hombres que debían acompañarle,, lo mismo que a los caballos que tendrían que llevar la impedimenta y los víveres.
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Esperaba recorrer esas 25 leguas en cuatro días. Para mayor seguridad tres jinetes lo precederían y llevarían arroz y forraje. Una mañana circuló una noticia extraña, traída por un correo que venía del río Colorado. Anunciaba que dos mil franceses, al mando del capitán de navío Enrique Riviére, acababan ¿le desembarcar en el Tonkín y de instalarse en Hanol. En cuanto Esteban tuvo conocimiento de esa noticia, su corazón saltó dentro de su pecho. ¡ Un pequeño ejército francés a poca distancia ¡ Esteban tuvo que hacer enormes esfuerzos para permanecer impasible. Felizmente, Li-tong-min viajaba, por un distrito bastante, lejano. La, misma noche, Hong-ma-nao, avisada por una señal del joven, volvió silenciosamente a su cuarto. En cuanto apareció, iluminada solamente por esa lámpara, nocturna que le envolvía en una aureola suave, Esteban corrió hacia ella. Puso la lámpara sobre un mueble, y besó sus manos llevado por una explosión de gratitud. -¡ Gracias, mi muy querida Hong-ma-nao! exclamó. -Sin ti no hubiera podido poner en práctica mis proyectos de fuga. Gracias al permiso del virrey y a 122
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mis diez hombres de escolta, llegaré bastante pronto al río Colorado. ¿Pero qué hubiese hecho en Hsin-kai? El gran junco fletado por ti hace algunos meses, me permitirá asegurar mi evasión y el estrechar manos francesas. -¡Ay de mí ! -contestó ella. - En cuanto supe que habían llegado esos compatriotas tuyos, comprendí que estaba, perdida. ¡Adiós felicidad mía! ¡ Adiós mis últimas esperanzas! No temas ni mis lágrimas ni mis súplicas. Yo te ayudaré a que te fugues y a que vuelvas a tu país. El calor de esa noche de verano era sofocante. Hong-ma-nao abrió la pequeña ventana y se arrodilló delante de Esteban que descansaba en su cama,. -¡Ah, mi querido Si-yu, que Dios te dé toda la felicidad que tú me has dado! Me has negado tu amor, ¡ es verdad! pero siento en cambio que poseo en absoluto tu cariño, una afección inmensa. Te, vas, pero te, guardo entero en mi corazón. ¿Quién sabe si el más desgraciado, de los dos es el que se va? Chocarás con nuevos dolores y nuevas decepciones. ¿Qué se habrá hecho aquella a quien amas y que llamas Clemencia? ¡ Si tienes horas de, alegría, rechaza, mi recuerdo lejos de tu corazón ! pero si son de triste123
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za, piensa, y si son de abandono acuérdate que te amo y en medio de tus angustias llama en auxilio tuyo a tu amiga Hong-ma-nao. Toda la noche, la chinita cantó su poema de amor y de abnegación. Por la ventana entraban los perfumes penetrantes de las mimosas y de las rosas. El joven oficial escuchaba extasiado, penetrado de emoción, las palabras que pronunciaba. ¡Cuánto y qué noblemente debía él amar a Clemencia para haber resistido durante años esa adoración poética y apasionada! El alba iba naciendo lentamente, blanqueando ya la, cima de, las colinas cercanas, cuando salió de aquel ensueño delicioso. La apretó entre sus brazos y le rogó se fuera a su habitación. El se veía obligado a reunirse con sus hombres para avisarles que esa misma noche partirían y que debían prepararse. Cada jinete llevaría para cuatro días sus raciones y las de su caballo. Los tres jinetes que irían delante llevarían víveres destinados al junco.. Llegado el momento, se despidió de toda la familia de Li-tong-min, anunciándole que su ausencia duraría diez o quince días. -Todo el mundo le quería y todos lamentaron perderlo aunque fuese, por tan 124
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corto tiempo. Hong-ma-nao estaba ausente. - En el gran patio del yamen se hallaban los caballos de la escolta. Esteban pasó revista a su pequeña tropa ; examinó si los hombres llevaban las provisiones recomendadas, y luego se puso a la cabeza, del convoy, pasando al galope la gran puerta de la residencia. Unos cuantos pasos más allá encontró a Hong-ma-nao, de pie sobre una roca. Esteban lo hizo seña para que se acercara ; pero ella se negó. Allí permaneció inmóvil hasta que perdió de vista a los jinetes, siguiéndolos con su mirada y diciendo adiós al amado ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... .... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... El camino de Meng-tzu a Hsin-kai está tan sembrado de obstáculos que los chinos, le han dado un nombre que significa: Diez mil escalones. La pendiente de algunas cuestas es tan acentuada, que se ha debido, en efecto, cavar en la montaña una verdadera escaleras cuyos: peldaños tienen una anchura de dos metros y una altura de treinta centímetros. Bastante profundos por otra parte para que los mulos o caballos de la región puedan subir con facilidad estos caminos fantásticos. 125
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Estos animales son de peca alzada y se les hierra con sumo cuidado. La primera etapa fue fácil, pues se avanzaba cómodamente por un camino ancho y llano. La caravana pudo trotar o galopar desde las cuatro de la tarde hasta las doce, de la noche. Se detuvo a descansar en la aldea de Hah-bao. Casi puede decirse que no había pueblo, pues la población reducíase a una de esas grandes posadas que existen en China sobre los caminos frecuenta una reunión de inmensas salas contiguas en donde, comen, beben o duermen los viajeros. Esteban y sus hombres hallaron en abundancia arroz, vino y ternera cocida, y esto permitió a la escolta reservar sus víveres. Al día siguiente al alba partieron después de una noche pasada en medio de un ruido y de, un amontonamiento de gentes de toda clase que dio que pensar al oficial, acepta de los medios de transporte en el Yu-nan. La segunda jornada fue más dura que la anterior. Tuvieron que ascender una, altura, donde hallábase un pequeño, fuerte, situado a 500 metros. Este fortín, rodeado de murallas de piedra, presentaba de lejos el aspecto de un pueblecito árabe. 126
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Allí se detuvieron y almorzaron. Hacia las dos de la tarde, pusiéronse en marcha, caminando lentamente hasta la, entrada, de la noche, o hicieron alto en un lindo valle donde se encuentra una aldea llamada. Suy-tien. La caravana pasó la noche en otra posada tan sucia como la de la noche,. anterior. Al tercer día el convoy tropezó con una roca, detrás de la, cual corría un impetuoso torrente. Arrastraba, rocas, troncos de árboles, y sus aguas, que chocaban a cada instante contra esos obstáculos, inesperados, formaban en el aire, una especie, de lluvia flotante. Hubo que levantar un pequeño dique, y este trabajo, duró cuatro horas ;, pero al fin Esteban Darcourt vio con alegría, a sus jinetes entrar valerosamente en el rápido torrente y pasarlo con felicidad. Los hombres y los caballos estaban tan cansados que se hizo, necesario reposar todo un día. Se levantó un campamento con tiendas, y bajo aquel cielo, candento y tranquilo, la, caravana, pudo descansar de las fatigas. El oficial estaba, preocupado, pues en tres días de marcha, no, habían conseguido hacer la mitad del camino. El día siguiente fue aun más penoso. La pequeña, tropa tuvo que meterse, a través de, la montaña. Una inmensa escalera de caracol tallada en la roca, los 127
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llevó a una altura de 2.000 metros poco más o menos. Esteban ordenó que se, echase pie a tierra y que, cada jinete llevase a su caballo, de la rienda. Era un espectáculo fantástico ver a aquellos hombres y animales trepar por aquellas rudas asperezas bajo el ardor de, un sol abrasador. Y ni una rama de árbol donde guarecerse, ni una mata de musgo, para refrescar un instante los ollares humeantes de, los caballos. Después do siete horas de esa interminable ascensión, Esteban vio que sus hombres y sus caballos estaban agotados y ordenó se, hiciese alto. Paro, proteger a. su gente de los rayos del sol hizo descoser tres tiendas que se fueron luego, uniendo por medio de toscas ataduras. Se formó así una banda y se guarecieron debajo de, ella. Como los odres contenían agua en abundancia, el oficial dispuso que de cuando en cuando, so humedeciera la tira de lona. Muy pronto los hombres y los caballos, después de comer y beber, se durmieron. Hacia las seis de la tarde se levantó el campamento y se prosiguió la, ascensión hasta la noche. En la cima de la montaña divisábase una planicie cubierta de árboles. Esteban sintió deseos de pasar allí la noche pero uno de sus hombres le aconsejó seguir un poco más 128
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adelante, pues hallarían una aldea en el punto mismo donde, empieza, el descenso. Dos días más invirtieron en llegar a Hsin-kai. Esta ciudad está actualmente abandonada de todo comercio. Los negociantes prefieren detenerse más abajo del río, en Lao-kai. Las provisiones del convoy habían sobrado, y el oficial dispuso que las llevasen a bordo del junco. Pagó con generosidad a sus hombres, y les dijo que lo esperaran durante cuatro días. Si en la noche del cuarto no aparecía., debían regresar a Meng-tzu. Los bateleros del junco fletado por Hong-ma-nao esperaban. Esta gente no preguntó nada ; pero para mayor seguridad, Esteban enseñó al patrón el permiso firmado por el virrey. Ese hombre. se inclinó con profundo respeto y dijo que estaba listo para zarpar en cuanto lo mandase. Una hora más tarde el gran junco descendía, rápidamente el río Colorado.. El patrón le manifestó a Esteban que, solo le, podría, llevar hasta la ciudad de, Lao-kai. Esta población es fronteriza del imperio: más allá dominan las tribus independientes. El jefe de ellas era el general de las banderas negras, Lun-vinh-Phuoc, que más tarde se hizo batir por las. tropas francesas mandadas por el general Negrier. 129
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Lun-vinh-Phuoc era un hombre indomable, de una violencia extraordinaria, y que nunca se daba por vencido a, pesar de las repetidas derrotas que, le, infligía Negrier. -¿Por qué no puede usted acompañare más allá de Lao-kai?-preguntó Esteban al patrón. -Desde el río Long-bo,, que desemboca, en el rio Colorado, y hasta más allá del Long-tay, el curso del río pertenece al jefe de las banderas negras. No consiente a los bateleros chinos que usurpen los derechos de los bateleros annamitas. El gran junco llegó a Lao-kai el 31 de agosto .í mediodía. Esteban pagó con largueza al patrón, y éste se encargó de buscarle una embarcación annamita, comprometiéndose a decir que la pagaría bien y que el viajero llevaba un permiso del virrey de Yun-Dan. -¿Cuántos días se necesitan para ir de, Laokai a Ha-no! ?-preguntó el oficial al patrón del junco que le iba a llevar. Este le respondió que, lo menos diez y ocho. El corazón de Esteban latió de emoción. ¡ Estaba relativamente cerca de, sus hermanos ¡Tal vez dentro de diez y ocho días se hallaría en medio de ellos y apretaría la mano del comandante. 130
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Enrique Riviére! ¡Quizá dentro de pocos días podría ponerse, en viaje a París! ¡Vería a Clemencia! Temía, sin embargo, ser detenido por los aduaneros de las banderas negras. Algunos días después de su salida de, Lao-kai, encontró el primer puesto de esos bandidos, en Bao-ha, a eso, de las diez de la noche; pero los centinelas no alcanzaron a ver al junco, que, se, deslizaba, silenciosamente amparado por la gran obscuridad de la noche. El viaje continuó sin dificultad. Hacia, el noveno día tuvieron que detenerse delante, del segundo puesto de, aduaneros de las .banderas negras, en la, pequeña bahía de Thuan-kuan. El jefe, del destacamento interrogó a Esteban. El oficial enseñó la autorización del virrey Lin-Yu-Chao, aunque sabía que se .hallaba, fuera de su jurisdicción. Explicó que llevaba un mensaje al comandante francés de Ha-noï . El capitán de las banderas negras exclamó, riéndose. ruidosamente : -¡Uno de estos días los arrojaremos al mar a esos diablos! Darcourt contestó que precisamente, él llevaba, una intimación del virrey a los franceses para que se, reembarcasen dentro de un plazo de, quince, días. 131
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El capitán demostraba cierta desconfianza, pues el portador del mensaje del virrey no tenía nada, de, chino, ni el aspecto de un funcionario del imperio. Esteban le informó que era hijo de padre y madre indoeuropeos a quienes el azar llevó a, Meng-tzu. El había nacido en el Yun-nan y hablaba el annamita, el dialecto linannés y la lengua mandarina. Este, último detalle, pareció convencer al capitán. El asiático comprendió que un hombre tan rubio, «un ingeniero». como rezaba el permiso del virrey, debía ocupar en China, una alta, posición. Lo dejó pasar, entregándole una recomendación para su colega de Hung-hoa. Allí terminaba la dominación de Lun-Vinh-Phuoc. Él gran junco llegó a Hung-hoa cinco días después. Al ver la recomendación del jefe de Bao-ha no se opuso ninguna dificultad al viajero, y la aduana, no reclamó siquiera el derecho, de tránsito. Estaba ya el oficial en su décimotercio, día de viaje. De aquí en adelante la travesía se efectuaría con rapidez extraordinaria. Ya no habla rompientes en el río, ni aduanas molestas, ni peligros de ningún género. La embarcación navegaba rápidamente, dejando a su izquierda a Bach-hac y a su derecha a Son-tay, 132
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cuya toma debía, más tarde, dar gloria al almirante, Courbet. Horas más tarde. "el junco llegaba a la, vista de la aduana francoamericana, de, Ha-nol. Sentía, deseos locos de gritar : «¡ Viva Francia!» y de entregarse, a la más loca de, las alegrías. Divisó a alguna distancia un puesto de infantería de marina y se adelantó hacia el centinela: -¡Alto! ¿Quién vive? El joven se detuvo paralizado. Había olvidado que vestía traje chino. Entonces, sonriéndose, dijo con voz reposada, -¡Francia! El centinela, seguía obstruyéndole el paso con el fusil, con la bayoneta, calada. -¿Quién es usted? ¿Qué desea? -¡Esteban Darcourt, alférez de, navío, prisionero de, los chinos durante, siete años! Un suboficial que tomaba el sol a poca distancia del centinela, salió al encuentro del joven. En cuanto Esteban lo vio arrojóse, en sus brazos, diciéndole: -Perdone, camarada, pero hace siete años que no veo el uniforme francés.
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El suboficial, emocionado, miraba a Esteban ; éste, de repente, se echó a llorar, vencido por la emoción. -No se, extrañe usted de, verme llorar murmuró. -Hace, siete años, Francisco Garnier, Balny y ciento cincuenta de nuestros camaradas fueron exterminados allí, del otro lado de la ciudad. Míreme, vea mi cara partida, por un sablazo, vea un pecho atravesado por una lanza annamita. ¡Qué importa! ¡Estoy salvado! ¡Héme aquí entre los que amo, entre los soldados de mi querida Francia! ¡Déjeme que lo abrace otra vez! -¿Dónde quiere, usted que lo. lleve? -A la casa del comandante Riviére. El comandante sabía, ya la, noticia. Uno. de los soldados del puesto la, había divulgado, y en ninguna parte se daba fe a la aventura. Enrique Riviére dudaba. Pero tenía un medio seguro de saber la verdad. Entre, los oficiales de marina a sus órdenes había uno, el teniente de, navío Maigrait, antiguo, camarada, de, promoción de, Esteban Darcourt. Cuando éste; entró en casa, del comandante, éste se levantó diciéndole : 134
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-Querido, compañero, nos sentimos todos muy felices al encontrarle vivo y sano después de, tantos años. -¡Gracias, mi comandante! -Tanto más que aquí tiene usted a camaradas de promoción, entre otros a Maigrait. -¡Maigrait! ¡Qué felicidad! ¿Puede usted hacerlo venir, comandante? ¡Piense que: él fue la causa indirecta de mi casamiento, cuando estábamos juntos en Cherbourg! En el mismo instante, el teniente de navío penetraba, en el despacho del comandante Riviére. Esteban se precipitó hacia él, diciéndole: ¡Qué alegría! ¡Mi querido Magrait! ¡Mira, este! minuto me compensa de mis siete años de cautiverio! El teniente. de navío abandonó las manos que apretaban las suyas. -¡Es extraño! -murmuró -siento que eres tú, y me, parece: estar en presencia de un desconocido. Una angustia profunda apretaba el. corazón de Esteban Darcourt. ¿ Acaso sus amigos sus compatriotas iban a negarse a reconocerlo? Con gesto rápido. sacó la pantalla de la lámpara, y alzó orgullosamente, la cabeza: 135
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-¡Ah, tú, tú mi amigo, te alejas de mí! ¡Pues bien, mira! ¿Mi cara ha cambiado? ¡Cielo santo! ¡Bastante he sufrido para que así sea! ¡Mira esta cicatriz que dividió mi rostro en dos partes ¡La recibí cuando Garnier expiraba a mí lado. Cuando tú me dejastes, mi pelo era, negro, ahora, es rubio. Pregunta al primer médico de la armada que encuentres y él te dirá cosas terribles de, una enfermedad cuyos efectos yo también ignoraba. El te dirá lo que es el tifus, sobre todo en estos países cálidos. ¿Qué más quieres? ¿Recuerdos personales? ¡Sea! La víspera del día, en que, salimos en el Borda, comimos en el restaurant Pigaud, en la, gran plaza, en Lorient. Eramos cuatro: tú, Chamizac, Lenepveu y yo. ¡Pobre Lenepveu! ¿Te acuerdas qué tristes estábamos cuando lo enterramos en la Martinica?... ¡Y mira! Te, voy a citar el mayor recuerdo que existe entre, nosotros. Estábamos los dos en servicio de tierra, en Cherbourg. El almirante daba un baile,; yo no, quería, asistir y me fui a mi casa. Tú me obligastes a vestirme, y a acompañarte. Y allí, en ese baile encontré a mi amada, Clemencia... ¡Ah, tú no te acuerdas de nada, del pasado! ¿Te acordarás, al menos, del espléndido ramo de rosas que nos enviastes el día de nuestro casamiento en Louveciennes? 136
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A medida que Esteban hablaba con aquel calor, y también con aquella, amargura, la, fisonomía del teniente Maigrait iba cambiando. De pronto arrojóse al cuello de su amigo.. -¡Sí, acúsame de no haberte reconocido en seguida! Eras el mejor de todos nosotros, y debí conocerte, al oírte hablar, al tropezar con tu mirada. ¡Debí hacer en cuanto. te vi lo que hago ahora, abrazarte como a un hermano! -¿Has visto a mi mujer desde que se me cree muerto? -No, ni una sola, vez. -¿Y no tienes noticias de ella? -Ninguna. La angustia del joven aumentaba. Maigrait lo advirtió. -¿Piensas en tu mujer? -Sí, y me pregunto: ¿ qué habrá sido de ella?... El comandante Riviére les interrumpió -Puesto que ha, sido usted reconocido, compañero. Darcourt, voy a telegrafiar esta misma noche al ministro la buena noticia. Maigrait explicó al comandante la situación especial de su amigo. Esteban tendría, en cuanto llegase, a París, que, ponerse, en busca de su mujer. Deseaba 137
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que, su aparición no se divulgase, y que el ministro guardara reserva. -Muy bien ; comprendo. No, ignoro su historia, y seré el primero en ayudarle. ¡ Ahora a la mesa y buen apetito! Para, esta comida memorable, el comandante Riviére había invitado a todo su estado mayor. Al iniciarse la comida, el comandante habló en estos términos: -Mis queridos amigos, -¡ ustedes saben cuál ha sido la dicha que todos hemos sentido al encontrar a nuestro camarada. Les ruego que hasta nueva orden permanezcan silenciosos sobre este suceso. Solamente el ministro. de Marina, debe tener conocimiento de este hecho que deben ustedes considerar como secreto. Las palabras del comandante fueron acogidas con grandes aclamaciones. El jefe puso su mano en el hombro de Esteban, sentado en el sitio honor, y dijo, levantando, su copa: -¡Bebo a la salud de nuestro amigo,, al cual dentro de seis semanas hemos de llamar teniente, de navío Esteban Darcourt! 138
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TERCER EPISODIO I Esteban estaba ya en París desde el día anterior. De, Ha-noï a Marsella y de Marsella, al gran hotel, :sólo había pensado en Clemencia. ¿Dónde estaba? ¿Cómo, encontrarla? Tomó pronto, una, resolución y envió a buscar un carruaje. Quería empezar sus investigaciones en Louveciennes. Un delicioso paseo a través del bosque, bañado por las primeras brisas de otoño, y en una hora llegaría. Esteban se fue derecho al presbiterio y pidió hablar con el abate Caron, en nombre del señor Dominique. Hasta que encontrase a Clemencia, había, resuelto ocultarse bajo esa falso nombre. A los po140
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cos minutos se presentó el abate Caron y ofreció una silla. a su visitante. -Señor cura-dijo Esteban -soy oficial de marina,. He tenido como compañero de pro moción a un joven, Esteban Darcourt, del cual sin duda usted se acordará, pues usted lo casó. El abate Caron tomó un polvo de rapé, y Contestó con cierta vaga tristeza: -Usted no ignorará, señor, el triste, suceso... -En efecto, señor cura. Supe que mi camarada había muerto, exterminado, en el Tonkín con aquellos héroes que se llamaban Francisco Garnier y Adriano Balny. Deseaba, hablar a usted de su viuda. ¿Sabe usted algo de ella? -Sólo sé lo que he visto. La matanza de Esteban Darcourt y de, sus compañeros se, supo en París en la. primera semana de enero. El gobernador de Cochinchina telegrafió detalladamente la siniestra, nueva al Ministro. Es inútil que le pinte a usted la desesperación de la señora Darcourt ; la unía a su marido una grandísima pasión. -¿Dio crédito en seguida a la horrible, verdad ? -Sufrió terriblemente; pero no quiso creer lo que se . lo decía, y sin cesar repetía: ¡Es imposible! ¡Es 141
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imposible! ¡Dios no es tan cruel! Cuanto más tiempo pasaba, más se aferraba ella a sus esperanzas. Hubiérase dicho que para mejor persuadirse a sí misma quería primero convencer a los demás. Sólo se convenció cuando el Diario Oficial publicó el informe del gobernador de Colchinchina. Entonces se entregó a una profunda desesperación, tan violenta, que, sus amigos y YO mismo temimos por su vida. Ha sobrevivido, pero ya no era un ser humano. Su aya, miss Drake, se esforzaba e1,¡ Vano en Consolarla, Y de prepararla para las luchas futuras. -¿Qué luchas? - exclamó violentamente Esteban. -Yo no estoy muy enterado, señor, y abordo la hipótesis que voy a someterle como la más segura. La. señora, Darcourt poseía, una pequeña fortuna, que estimo en dos mil francos de renta poco más o menos. Su marido debía tener, sin contar su sueldo, unos ¡.800 francos de, renta anual. Como viuda de., un oficial muerto en acción de guerra, recibía, del Estado una pensión de ¡.100 francos. Estas tres cifras arrojan un total de 4.700 francos de renta. Su aya, miss Drake, tenía una renta de, 200 libras esterlinas. Estas sumas hacían suponer que las dos pobres mujeres se hallaban al abrigó de la miseria. 142
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Desgraciadamente, miss Drake falleció en el mes de, agosto, a consecuencia de un fuerte ataque de asma, complicado, en el corazón. La pequeña fortuna, pasó a manos de sus herederos. Como, no existía ningún documento que estableciera la propiedad de los: muebles de, la, quinta, los procuradores de los herederos de la inglesa los reclamaron, y la señora Darcourt no dio ningún paso para evitar ese, despojo. Miss Drake fue enterrada en el cementerio de Louveciennes a expensas de la viuda del oficial. De todos aquellos muebles sólo conservó un retrato de su marido encuadrado en un mareo de, ébano. Esteban se, levantó. Sus sollozos apretaban su garganta, y temió no poder contener sus lágrimas delante del sacerdote. -Usted iba, a almorzar, señor cura -díjole con voz trémula. -No quisiera, importunarle. Sólo, le, pido permiso para volver dentro de un rato. Amaba yo mucho. a los seres de quienes usted me habla, y sería para mí un consuelo que usted me acompañara en la visita, que, deseo hacer a todos esos queridos recuerdos. 143
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-Será para mí una dicha serle útil -contestó el cura. -Dentro de media hora estaré a su disposición. Esteban saludó al sacerdote y salió precipitadamente. Las lágrimas corrían por sus mejillas. ¡ El cura que lo había casado, no lo reconocía! Dio algunos pasos y entró en la iglesia. No había cambiado. Volvió a vivir aquella radiante mañana. del 15 de, mayo de 1873. El sacerdote había dicho : «¡ Mujer, tú perteneces a este hombre ; hombre, tú perteneces a esta mujer! Sólo la muerte podrá romper vuestra unión. » La muerte no había, venido ni para él ni para ella, y sin embargo, hacía siete años que vivían separados. Pasaba sus ojos, por todos los rincones del templo, y todo se le: volvía familiar. Reconocía a la Virgen, con el pie sobre un mundo, con el niño Jesús en los brazos; reconocía el camino del Calvario pintado en forma ingenua; reconocía las losas obscuras del piso; los cristales de colores, de clase ordinaria ; el altar mayor bastante vulgar. ¡ Reconocía todo, todo, y a él nadie le reconocía.! Las lágrimas aliviaron su pena,, y se esforzó en dominar su dolor para que el cura, no adivinase su emoción. 144
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Darcourt salía de la iglesia, cuando le asaltó, un pensamiento. ¿Cómo era posible que Clemencia fuese pobre, si lo había dejado un poder general para administrar la fortuna heredada de su tío? Cuando volvió a casa del cura, éste lo esperaba ya vestido y dispuesto a acompañarle. Fueron primero al cementerio,; el abate lo enseñó la, tumba de, miss Drake, muy cuidada y cubierta de flores. Este detalle llamó la atención de Esteban. -Señor cura,, ¿esta solicitud sólo puede ser obra de la señora Darcourt? -Tuve la misma idea que usted, señor -contestó el abate. -Interrogué un día a la florista de Louveciennes, encargada antes de cambiar las flores de la tumba de miss Drake, y me, dijo, que. todos los meses recibía un giro posta,¡ dirigido por el señor Simón, profesor de violín, en París, y domiciliado, en la calle de San Martín. A partir de 1876 las flores llegaron directamente; hice que me enseñasen las cajas, y observé que la dirección de la florista, nunca era la misma. Este, nuevo misterio preocupó mucho a Esteban. No cabía duda que su mujer deseaba. permanecer en la, sombra, en el silencio, y no quería que, nadie supiese el lugar de su retiro. 145
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-¿Quiere usted que vayamos ahora al chalet? ¿Está alquilado? -Sí, señor - contestó el cura. -Y en esto también hay algo que no me explico. La quinta pertenecía a la señora Darcourt hasta, 1876, Con más o menos regularidad pagaba los alquileres; pero al final de ese año, las sumas adeudadas fueron todas saldadas. Esteban sufría, un verdadero martirio. Todas estas cosas lo trastornaban. El abate Caron prosiguió : -Esta, historia, es muy extraña, tanto, que pienso en ella muchas veces. Al terminar el contrato de la señora Darcourt, un individuo, que creo era un agente de negocios, se presentó en casa, del notario. Declaró que alquilaba, la finca, por veinte. años y pagó adelantados diez, meses. Dos meses más tarde, la misma, persona volvió, escoltado con varios carros llenos de muebles. Un día entero duró la instalación. El desconocido, se, fue al día siguiente,, dejando a un hombre encargado de cuidar la, quinta, y el jardín. Este individuo se llama, Herbelás. Desde esa época vive en Louveciennes, estimado por todo el vecindario. Nos dijo, un día, que guarda la casa, pues sus amos están dando la vuelta al mundo. 146
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-Le agradezco mucho, señor cura, todos estos informes-dijole el oficial. -Míreme, ahora bien : ¿ Se acuerda usted haberme, visto alguna vez ? El ábate, observó durante, unos minutos al señor Dominique: que, le, hablaba de, manera, tan rara. -Nunca, señor. Un profundo suspiro salió del pecho de Esteban. -Una última pregunta, señor cura. ¿Sabe usted a dónde fue la señora Darcourt cuando salió de Lonveciennes? -Sí, señor. Disponía entonces poco más o menos de cuatro o cinco mil francos en dinero contante, y fue a instalarse en un modesto hotel, cerca de San Agustín, en el número 12 de la calle Roy. -Es usted un santo, señor cura. La limosna distribuída, por sus manos debe ser gratamente recibida. Dígnese aceptar este billete, para sus pobres, y si le, preguntan de qué manos procede... dígales que le, fue entregado por un hombre que sufrió mucho. Adiós. Mi coche me espera, allá a la sombra, cerca del bosque de Marly. Adiós y muchas gracias. Antes de, que el sacerdote pudiera contenerle, Esteban se: alejó, cruzó el camino, de Versalles y desapareció entre los árboles. El cura resolvió ale147
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jarse, alegrándose, de haber recibido un buen donativo para, su parroquia,. Esteban volvió a aparecer en la entrada del bosque; vio que no, había, nadie, y se dirigió a su antiguo chalet, tocando, el timbre, de, la puerta. Un hombre alto salió a abrir y le saludó : -Disculpe, amigo -dijo el oficial. de marina". -¿le, han prohibido, sus patrones enseñar la casa y el acceso al jardín? -No, señor-contestó el guardián con marcado acento alemán. -¿Dónde, ha nacido usted, señor Herbelás? -En Basilea, señor. -Muy bien. El rostro del honrado suizo expresaba profunda extrañeza. -¿Cómo ha podido usted llamarme por mi apellido ? -preguntóle con la mayor candidez. -Porque fui a ver al cura, que es antiguo amigo mío!, y me, refirió lo ocurrido aquí desde hace siete años. -¡ Ah, usted es amigo del abate, Caron! Puesto que es así, puede quedarse el tiempo que guste... ¡pero espere! Usted me habla de cosas de hace siete 148
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años... ¿Usted ha conocido entonces al primer dueño de esta quinta, el señor Darcourt? -En efecto, le he conocido, y también a su familia, a su mujer. -Comprendo, Usted viene a visitar sus recuerdos... Pues bien, voy a dejarlo solo en la quinta; usted hará lo que, mejor le parezca; dentro de dos horas volveré. -Muchas gracias, señor Herbelás. Tome usted cuarenta francos para que eche un trago a mi salud. -Decididamente, usted es todo un caballero contestó el suizo. Fuése, tranquilamente dejando a Esteban en medio del vestíbulo. Una vez solo, el joven miró a todas partes y una violenta sorpresa lo sacudió. ¡Qué diablo le había dicho el cura del embargo, de los muebles! Allí estaba todo como él lo dejara hace siete años. En las paredes las mismas fotografías en sus marcos; el aparador colocado inútil que en otra época en el ángulo de la ventana. las mismas sillas y la mesa cuadrada en la que Clemencia, y él se sentaban alegremente por la mañana y por la noche. ¡Corrió al dormitorio!... Allí tampoco se había alterado nada. La misma cama,, los mismos muebles, las mismas colgaduras. En el sitio en que colgaba su 149
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retrato en un cuadro de ébano, pendía una faja de luto -con bordados de plata y en medio resaltaba esta inscripción ESTEBAN DARCOURT ALFÉREZ DE NAVIO 15 de mayo.-20 de diciembre de 1873. ¡Oh, querida Clemencia! Se llevó el retrato de su amado, pero al alejarse dejó tras de ella ese recuerdo doloroso. ¡Y qué delicadeza infinita en aquella. inscripción! Significaba, que para Clemencia la vida solo había, empezado el día, de. su casamiento. ¡Querida, adorada Clemencia! Vacilante, arrastrándose casi, llegó a la cama y se sentó sobre ella. Estalló en sollozos, llenando de besos el cubrecama... De pronto sintió algo así como una alucinación, y le pareció tener allí, entre sus brazos, a su adorada esposa. Cuando el guardián de la quinta volvió, se quedó sorprendido al no, encontrar a nadie. Todas las puertas de comunicación entre las piezas estaban abiertas de par en par. Entró en el dormitorio, y dio un grito de estupor... El desconocido yacía desma150
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yado sobre la cama,, el rostro, muy pálido, la frente bañada, de, sudor. El señor Herbelás sacudió al joven suavemente, y éste recobró sus sentidos y echó una mirada vaga por la habitación, murmurando «Me acuerdo... » Después ayudado por el suizo, pudo ponerse de pie, pero sintiendo sus piernas muy flojas se sentó en un sillón. -¡Un síncope! -gritó el guardián. -¡ Es un síncope! Esto me sucede a mí algunas veces cuando como demasiado bien. Permanezca aquí tranquilo, voy a darle un traguito de, aguardiente. En seguida, va usted a ponerse bien. Esteban se sonrió, y dijo que sí con un movimiento de cabeza. El señor Herbelás volvió a los pocos momentos con una copita de aguar. diente. Esteban bebió un trago, se sintió reanimado. Se levantó, consultando su reloj. Eran las cuatro, de la tarde. -Muchas gracias, señor Herbelás, por sus atenciones. Hágame el obsequio, de aceptar estos, sesenta francos. ¡Realmente, su aguardiente es maravilloso! Apretó la mano del suizo, y bajó rápidamente el camino abrupto que se dirige al interior del pueblo. 151
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En cuanto al señor Herbelás, nunca se curó de la sorpresa que esa aventura le causaba. Todas las noches entre nueve y diez la, vuelve a narrar, agregando un detalle inédito. Tanto es así que, se ha ido, formando una, leyenda, en el pueblo de Louveciennes y ella es, que un arrogante, joven, con una cicatriz que, le cruzaba la, cara, llegó del fin del mundo para desmayarse en el cuarto de la hermosa señora Clemencia Darcourt, que nadie ha vuelto a ver.
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II Esteban durmió profundamente durante la noche que siguió a ese día, tan dichoso y cruel al mismo. tiempo. Se despertó con el, cuerpo muy cansado, pero con la imaginación muy despejada. Pensó como el día anterior que había, muchos misterios y contradicciones en la relación de los hechos del abate Caron. Evidentemente cuando, Clemencia abandonaba Louveciennes, estaba pobre: una mujer rica no se, encierra en una modesta casa de huéspedes, en el fondo de una calle extraviada. Entonces, ¿cómo se hizo después rica? Rica, claro está, desde, que alquilaba una, quinta, por veinte años, pagando anticipadamente varios de ellos; rica, sin duda alguna, puesto que volvía a comprar para su casa los muebles antiguos. ¿Rica? Sea. ¿Pero có153
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mo? ¿Habría entrado en posesión de la herencia de su tío después de 1876? Sería necesario buscar la verdad en esta frase del señor Herbelás: «Guardo la quinta, esperando el regreso de mis patrones que están dando la vuelta al mundo.» En vano examinaba y daba, vueltas a todas esas hipótesis, a cual más obscuras. Consideró qué camino debía seguir. Primero solicitar una entrevista del ministro, de Marina; después escribir al notario de Amsterdam. ; finalmente ir a la calle Roy a buscar las señas de su amada Clemencia. Redactó rápidamente su solicitud de audiencia, y la hizo llevar a casa, del almirante, en la callo Royale. Después escribió una carta muy detallada al notario de: Amsterdam, explicándole en qué forma había, sabido hacía siete anos, en Tolón que heredaba, a su tío. el señor Van Reyk. Decíale, también que en aquella época remitió un poder legalizado a su esposa Clemencia Darcourt, y rogaba, al notario, lo dijera si Clemencia, se había presentado en su estudio. Después de, echar él mismo la, carta al correo, Esteban se fue a la callo Roy, a la modesta casa de huéspedes, ya mencionada. Una pretenciosa y melancólica encargada recibía, a la gente en el piso bajo,. Esteban la, saludó cor154
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tésmente, y le, preguntó si se acordaba haber tenido entre sus huéspedes a una señora, joven llamada Clemencia Darcourt. -¿Si me acuerdo? ¡Ya lo creo! Era. una, señora, muy distinguida y muy amable... Una verdadera dama. Por la mañana salía, muy pálida, envuelta en sus crespones, y sólo volvía a la noche después de haber corrido media ciudad dando lecciones. Esteban, le cortó la palabrota a aquella, mujer que con su charla le hacía sufrir. Hasta, qué época permaneció en su casa, esa, señora? -Hasta mediados del año 1874. -¿Sabe, usted a dónde, fue al salir de aquí? -No lo recuerdo bien. Pero soy, caballero, a mujer ordenada,, llevo cuidadosamente, mis registros y voy a consultarlos... Fue a buscar en un gran casillero un libro, murmurando : 1874. Esteban lo tomó nerviosamente, y empezó a hojearlo. Examinaba página por página creyendo en cada una de ellas tropezar con el nombre de su mujer. En la que llevaba el número setenta leyó estas líneas secas y brutales: «Señora Clemencia Darcourt. Enviada al hospital de la Caridad el 20 de junio.» 155
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-¡Al hospital! ¡Ella, en el hospital ¡ La cara del joven se puso tan lívida y su cuerpo se estremeció de tal modo que la gerenta de la casa tuvo miedo. -Tranquilícese, señora- dijo al fin Darcourt, es un mareo... ¿Decía usted que esa persona salió de aquí para, ir al hospital? -Sí, es verdad. Me acuerdo muy bien ahora. Estaba tan débil que no podía sostenerse. Le propuse ir a buscar un coche; pero no quiso, alegando que no tenía dinero. Se negó en forma tan altiva que no, me atreví a insistir. Esteban no tuvo valor para oír mis. Escapó como perseguido por un fantasma y llegó así hasta el bulevar Malesherbes, murmurando de cuando en cuando : «¡En el hospital! ¡En el hospital!» Llegó cerca de la Magdalena y se dejó caer en un banco. ¡En el hospital! Pues bien, iría allí y preguntaría a los médicos, a los enfermeros y acabaría, por encontrar a su adorada. Como en todos los hospitales, en el llamado de, la Caridad se llevan cuidadosamente registros donde se, anota el alta, y baja de, los enfermos. Hablando con el portero hallábase un practicante interno del hospital. No se movió al ver acercarse a Esteban y 156
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se contentó con echarle, una bocanada, de, humo. Después le preguntó irónicamente : ¿Viene usted a ver a su dama? Esteban contestó con mucha dulzura, pero en forma, tan grave que, sorprendió al practicante. Miró al desconocido, leyó el sufrimiento, en ,su cara y observó la tremenda cicatriz que, le cruzaba el rostro. Un vago sentimiento de compasión le asaltó. -¿En qué puedo serle útil, señor? Estoy a, sus órdenes. Esteban contestó -Señor, soy un oficial de marina a quien se dio por muerto en el campo de batalla. Durante, siete, años fui cautivo de, los chinos. He podido volver a Francia y busco a mi mujer... a mi mujer que adoro. Sé que entró en este hospital el 24 de junio de 1874 y deseo, saber qué ha sido de ella. La emoción de Esteban contagió al practicante. ¿Quién era esa mujer adorada? Lo ignoraba, pero temía hubiese muerto en la triste casa como tantas otras desgraciadas. Apretó la mano de Esteban y le dijo en tono afectuoso, : -Venga usted conmigo. Consultaremos juntos los registros. En seguida sabrá usted la verdad. 157
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Subieron los dos al primer piso, a una gran habitación, que precedía al despacho del director. Veíanse muchos infolios detrás de un enrejado de hierro. -Aquí es -dijo el joven. Sacó una llave de su bolsillo y abrió la biblioteca. -Aquí tiene usted el registro del año 1874. Con mano experta el practicante iba pasando hojas. -¿Cómo se llama usted, señor? -Confío mi nombre a su honor. Hasta que haya encontrado a mi mujer, deseo ocultar mi nombre y apellido de Esteban Darcourt, alférez de navío herido gravemente al lado de Francisco Garnier. El interno dio un salto. -¡Usted es Esteban Darcourt! ¡Pero hombre, usted es un héroe! Esteban sonrió amargamente. -Gracias -dijo. -¡No sé si soy un héroe pero sé que he sufrido mucho, mucho! -¿Esteban Darcourt? Espere... Aquí está. Señalaba el nombre de Clemencia escrito en el registro. Esteban se precipitó, y leyó estas líneas espantosas, antes de que el practicante se las leyera : 158
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Señora viuda Darcourt. Entrada el 24 de junio. Anemia prolongada. Semiparálisis del nervio del estómago. Hinchazón de las piernas. Cama número 17. Y más abajo, con una letra menuda y con tinta colorada, estas palabras siniestras Número 17. Fallecida el 4 de julio. Esteban no hizo un gesto, no dijo ni una palabra y cayó como fulminado. -¡Pobre diablo! -murmuró el practicante, que sentía que las lágrimas invadían sus ojos -¡haber sufrido tanto para llegar a esto! Levantó a Esteban y lo sentó en una silla. -Prefiero saber toda la verdad, toda la triste verdad -murmuró con voz quebrantada por la emoción. -¡No se aflija! -le gritó el practicante. Esta es una verdad relativa. Tenga en cuenta que estas anotaciones están redactadas por el portero, por un guardia cualquiera o un practicante, a veces muerto de sueño, o de frío y aburrido. El director solamente posee el testimonio oficial. No es la primera vez que, ocurren equivocaciones. A fin de año siempre se someten los registros a una revisión. No veo nada, de mortal en la enfermedad de su mujer. Claro que abandonada y sin cuidados hubiera fallecido. Pero 159
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es imposible, teniendo en cuenta el diagnóstico, que haya muerto al cabo de diez días. La verdad absoluta la sabrá usted dentro de dos horas. ¿Quiere usted pasarlas conmigo? -Me sería imposible, señor, permanecer dos horas en este hospital en donde mi mujer ha muerto. Muchas gracias. Le ruego que me disculpe. El practicante sabía que el dolor tiene necesidad de soledad. No insistió, y Esteban salió consumido por la fiebre y por la angustia, con la cabeza descubierta, exponiendo a la intemperie su frente calenturienta. Erraba por las calles, al azar, no sabiendo dónde estaba ni adónde iba. De pronto, se halló en medio del puente de Solferino. Se apoyó en el parapeto, mirando el agua triste y gris que corría debajo de los arcos con ruido lamentable. Poco a poco una especie de alucinación fue apoderándose de su cerebro, idéntica a la que le acometió el día anterior en Louveciennes. Le pareció que Clemencia caminaba lentamente sobre las aguas del río, y avanzaba hacia él con la sonrisa en los labios, y tendiéndole los brazos. Dio un grito y quiso avanzar para abrazar a, aquella sombra impalpable. Este movimiento fue 160
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tan brusco, que un peatón que pasaba lo detuvo por el brazo, gritándole -¿Qué hace usted? Esteban murmuró unas palabras, alegando que había sentido un mareo repentino. Después se arrancó a la violenta tentación del suicidio. -No tenía derecho a la muerte hasta estar seguro de que Clemencia había muerto. Todo dependería de la respuesta oficia¡ que se le daría. A la hora exacta, Esteban se presentó otra vez en el hospital de la Caridad. Se le condujo al despacho del director, que lo esperaba en compañía del practicante. Este se adelantó corriendo hacia el oficial. -¡Buenas noticias, señor, buenas noticias! Estas palabras aturdieron a Esteban. El director se levantó, tomó de la mano al oficial y lo hizo sentar. -Señor -díjole-se ha cometido un error en el primer registro, y agregaré que es un error muy natural. La señora Darcourt ocupó, en efecto, la cama número 17 desde el 24 do junio hasta el 4 de julio. Se quejaba a menudo de una corriente de aire formada por las dos ventanas colocadas encima de ella. Habiéndose desocupado la cama número 14, se 161
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la dio ésta a la señora Darcourt. Al día siguiente de ocurrir este cambio ingresó una desgraciada aplastada por un ómnibus. Diósele la cama número 17, que estaba vacía, y cuando murió, al cabo de veinticuatro horas, se escribió : Fallecida el 4 de julio, debajo del nombre de su esposa. Este error fue rectificado en el registro que lleva la dirección. Vea usted : Señora Darcourt, cama núniero 14, ocupante antes de la 17. Enviada a las aguas de la Bourboule por el doctor Desvaux, profesor de la Facultad de Medicina y médico en jefe del hospital. Una alegría inmensa iba llenando el corazón de Esteban. ¡Clemencia no había muerto! No solamente no habla fallecido, sino que podría seguir sus investigaciones. -¿El doctor Desvaux sigue siempre al frente del hospital? -No, señor. Tuvo que dejarnos el año pasado. El límite de la edad alcanza a los profesores de la Facultad a los setenta años. Tuvo que tomar su retiro. -¿Puede usted darme sus señas? -Con mucho gusto. Vive en el bulevar Malesherbes número 48 ; pero no es fácil que lo encuentre usted durante el día. Hasta las siete de la 162
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tarde, está absorbido por su consultorio. Vaya usted a las nueve y será seguramente recibido. Esteban dio las gracias en forma muy efusiva a aquellos hombres que le habían dado tantas pruebas de su bondad. Después salió acompañado del practicante. -No me. olvidaré nunca de usted y seré siempre su amigo... -díjole Esteban -siempre... -Yo también. Y quiero que sepa usted mi nombre. Me llamo Enrique Chamuzot. Los dos hombres se apretaron las manos, y el alférez de navío, abandonó el hospital con el corazón rebosando alegría. Su plan estaba ya trazado. Iría primero al Gran Hotel: el ministro habría tal vez contestado ya a su solicitud de audiencia. En seguida. se presentaría en casa del doctor Desvaux, a fin de conseguir esa misma noche una entrevista.
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III Esteban no se equivocaba. Un gran sobra timbrado con el sello del ministerio de Mar¡ le esperaba en el Gran Hotel. Lo abrió y leyó unas cuantas líneas que le escribía el Jefe del Estado Mayor General citándole para las cinco de la tarde. El Ministro en esa época era el vicealmirante, que estaba en la Prefectura Marítima de Cherbourg en 1873. El Ministro conocía al oficial, y éste se preguntaba si su superior sería tan incrédulo como lo fue en Ha-noï su compañero Maigrait. A las cuatro y media, Esteban se dirigió al Ministerio. Subió la escalera interior que conducía al despacho del Ministro. Iba vestido de particular, y no llamaba la atención. En el primer piso enseñó su carta de audiencia a uno de los ujieres, y éste le introdujo inmediatamente en el despacho. El almirante trabajaba, sentado delante de una mesa muy grande. Se levantó y avanzó hacia el joven, diciéndole : 164
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-Mi pobre Darcourt, parece que tendré que hacer esfuerzos para reconocerle. Sin llamar a los ordenanzas, quitó las pantallas a las cuatro lámparas que iluminaban el despacho. El oficial se encontró en medio de un círculo de luz. El Ministro lanzó una exclamación. ¡Pero usted no es Esteban Darcourt! El joven se sonrió. -Señor Ministro, a usted le pasa lo mismo que a, mis compañeros. Hablé un cuarto de hora con Maigrait, y para convencerle tuve que recordarle cosas y episodios que solamente los dos conocíamos. El Ministro se paseaba por su despacho, y de pronto se detuvo delante del alférez de navío. -¿Cuándo me ha visto usted por última vez? -El 20 de abril de 1873, en el gran baile que usted dio en Cherbourg. En esa fiesta encontré a la señorita Aubry, con la cual me casé el 15 de mayo. -Muy bien -dijo el Ministro. -¿Pero no le dije yo algo acerca de esa joven? -Sí, por cierto. Me dijo usted una frase cuyas palabras recuerdo textualmente. Nos las hemos repetido muchas veces mi mujer y yo. Es ésta: ¿Parece, Darcourt, que ha mordido usted el anzuelo? Esto 165
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acabará con alguna tontería, esto es, un casamiento. ¡Un buen marino debe permanecer soltero!» -Es verdad -murmuró el almirante. Tocó un botón eléctrico y apareció un ujier. -Diga usted al Jefe de Estado Mayor que venga -dijo el Ministro. Después prosiguió : -¿ Ha leído usted el nombre que firmaba la carta de audiencia que le mandé? -No, señor Ministro. En primer lugar, la letra no era muy clara, y además, no pensé en ese detalle. -La carta estaba firmada por «Liegeois». Esteban dio un grito de alegría. -¿El comandante Liegeois? ¡Cuánto gusto tendré al verlo! -Actualmente es contralmirante y mi Jefe de Estado Mayor. Ahora va a, venir. Aquí está,... La puerta se abrió, y el contralmirante Liegeois entró en el despacho. El Ministro le dijo bruscamente : -Mi querido amigo, aquí tiene usted al alférez de navío Darcourt, que vuelve del Yun-nan. ¿Lo reconoce usted?
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Sin contestar a su jefe, fue derecho hacia Esteban y lo examinó en silencio. Después de un minuto, dijo: -¿Quiere usted, señor, tener la amabilidad de dirigirme la palabra? Esteban sonrióse y dijo con voz suave -«Va usted a cubrirse de gloria, mi querido Darcourt, y al regreso ascenderá a teniente de navío. Sin contar la cruz de la Legión de Honor que hemos de procurare. » ¿No fueron éstas las palabras que usted me dijo cuando le dejé para embarcarme en el Vipere ? El contralmirante se echó a reír, y agregó, apretando la mano a Esteban: -Y pensar que la muerte de este muchacho nos ha hecho llorar! Después, volviéndose hacia el Ministro, dijo -¿Tenía razón, señor Ministro, en sacar la cara por Esteban Darcourt? Maigrait, su camarada, lo ha reconocido, y usted, nuestro jefe, ¿se negaría a hacerle justicia? -Es justamente porque soy el «padre de todos» que debo ser más exigente. Haría usted mal en reñirme, Liegeois. Hoy hice firmar en el Consejo de 167
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Ministros los dos decretos que me presentó usted esta mañana. Después, y con cierta solemnidad, el Ministro tomó de su mesa dos pergaminos, y dirigiéndose a Darcourt, le dijo : -Alférez de navío Darcourt, he aquí un nombramiento de teniente de navío. Lleva la fecha de 20 de diciembre de 1873. He querido darle la antigüedad desde el día en que cayó gloriosamente al lado de Francisco Garnier. Teniente de navío Darcourt, aquí tiene, otro nombramiento : es el de caballero de la Legión de Honor. Una emoción violenta impedía a Esteban hablar. El Ministro abrazó a Darcourt y dijo a Liegeois -Querido, se lo paso a usted. De acuerdo con los estatutos de la Legión de Honor, necesita un padrino. El teniente Darcourt tendrá dos : usted y yo. Ahora, amigo mío, lo entrego a usted a los cuidados de Liegeois. No olvide que mañana le espero para almorzar. -Muchas gracias, señor Ministro; acepto su invitación con gratitud. Tengo que pedirle un último servicio. -¿Cuál? 168
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-Es que Do aparezca mi ascenso, ni mi nombramiento de caballero de la Legión de Honor en el Diario Oficial. Durante los siete años de mi ausencia se me ha creído muerto. A mi regreso, he tenido que buscar a mi mujer, a quien adoro. -Se hará como usted lo desea, amigo mío-, contestó el Ministro. -Además, desearía que el señor Ministro y -el contralmirante Liegeois sean los únicos depositarios de mi secreto; aunque me he visto -obligado a revelarlo, a fin de establecer en -un momento dado mi identidad con documentos. -Yo me encargo de todo eso -dijo el contralmirante Liegeois. El joven oficial saludó a sus dos jefes y se, retiró, quedando pensativo el Ministro. -¿Ha, observado usted, Liegeois, qué triste se ha puesto Darcourt cuando se retiró? Su alegría ha sido inmensa al recibir sus dos nombramientos, pero en seguida el recuerdo de su mujer le ha asustado... Voto al demonio ¡Decididamente la dicha es una cosa muy rara. ¿Para qué diablos se habrá casado ese muchacho? Cuánto mejor seria su suerte si estuviera soltero como nosotros. 169
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Y hecha esta reflexión, el Ministro y el efe de Estado Mayor reanudaron su trabajo.
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IV Cuanto más avanzaba en sus investigaciones más -seguridades adquiría Esteban de que su mujer habla pasado miseria. ¿Cómo explicarse su permanencia en la casa de huéspedes y su entrada en el hospital? Pase que no hubiese recibido la carta que él le escribió desde Tolón. Una carta puede extraviarse, nada más natural. Pero aun sin la fortuna heredada del tío Van Reyk, Clemencia debía haber estado al abrigo de una verdadera miseria. Su fortuna y el pequeño capital de su marido le constituían una renta pequeña, pero segura. Entonces, ¿por qué tantas aventuras? Escribió una carta al doctor Desvaux pidiéndole una entrevista para las nueve de la noche, y él mismo llevó la carta al domicilio del médico. 171
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Después de comer rápidamente, Esteban sintió mucha impaciencia. Fue a pasear su nerviosidad por las calles, pensando que pronto tal vez quedaría fijada su suerte. Si el doctor nada sabía ¿qué haría él? ¿A dónde iría? Era su última esperanza, muy vaga y muy ilusoria. A la hora convenida se presentó en el bulevar Malesherbes. El doctor Desvaux le esperaba. Cuando le anunciaron a Esteban, el sabio se levantó y dijo en tono muy cortés -¿Es al señor Dominique a quien tengo el honor de hablar? -Sí, señor. -Estoy completamente a sus órdenes. -Este es el caso, doctor . Una joven, la señora Clemencia Darcourt, entró en el hospital de la Caridad el 24 de junio de 1874. Ocupó al principio la cama número 17 y luego el número 14. Esa enferma le interesó a usted, y lo agradezco las atenciones que usted le prodigó. El 15 de agosto, por indicación suya, la mandaron a las aguas de la Borboule. Vengo a preguntarle a usted si sabe algo de ella; cuándo volvió. El doctor Desvaux miró frente a frente a «ese señor Dominique» y después le dijo gravemente: 172
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-Usted me disculpará si me envuelvo en una gran reserva. He recibido confidencias de la señora Darcourt. Estaba sola en el mundo. No tengo derecho a contestarle, antes de saber a quién... -¿A quién habla usted? Al señor Esteban. Darcourt, al marido de la pobre mujer que usted ha conocido. El doctor Desvaux lanzó una, exclamación de estupor. -Sí, comprendo- prosiguió Esteban, con tono de amargura. -Mis propios amigos se negaron a reconocerme cuando me evadí de mi cárcel del Yun-nan. A aquéllos al menos pude darles pruebas morales. A usted le presentaré pruebas materiales. Aquí tiene usted dos decretos del ministerio de Marina. Por el primero se me asciende a teniente de navío y por el segundo se me hace caballero de la Legión de Honor -¿Pero cómo, ha podido creerse...? -Todos mis compañeros fueron exterminados; yo sólo sobreviví acribillado de heridas. Los chinos me recogieron y me cuidaron. ¡Vuelvo ahora, después de muchos años de ausencia: busco a mi mujer y no la encuentro! Fui a la casa de Louveciennes, he visto al abate Caron, y éste me dio las señas de la casa de 173
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huéspedes de la calle Roy donde estuvo mi esposa. La encargada de esa casa me manifestó que la señora Darcourt había ingresado en el hospital el 24 de junio. ¡ Corrí al hospital, y allí, primero me dijeron que Clemencia había muerto! ¡Qué horas terribles! Por fin, supe la verdad, y aquí me tiene usted. Le ruego, señor, que si lo sabe, me diga dónde se halla mi adorada, esposa. Es necesario que la encuentre. ¡Todo mi corazón y toda mi alma son de ella! ¡Y si, por desgracia, estoy condenado a no volverla a ver, prefiero acabar esta vida miserable de un tiro de revólver o estrellarme el cráneo contra una pared! El doctor Desvaux no ocultaba su profunda emoción. Señor replicó al fin, estoy absolutamente a sus órdenes y haré cuanto pueda para ayudarle en su empresa. He asistido a la señora Darcourt en el hospital hasta el 15 de agosto. Sólo padecía de una fuerte anemia, y le adelanté la suma necesaria para ir a tomar las aguas de la Bourboule... ¡Sí, comprendo su gesto!... No se preocupe. Su esposa me devolvió puntualmente la suma que le presté. A su regreso de la Bourboule, la encontré muy mejorada y con fuer174
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zas para poder seguir dando lecciones en calidad de institutriz. Le busqué una colocación entre mi clientela, y el 7 de octubre de 1874 entró en casa de la señora Delenglay, en la Avenida Percier, número 8, para educar a una niña. El primero de enero de 1875 se me mandó un estuche magnífico de cirugía con estas cuatro palabras: De parte de Clemencia. El primero de enero de 1876 recibí un bronce soberbio con la misma inscripción. Y así sucesivamente todos los años. Es inútil que se moleste usted en ir a pedir informes a la, señora Delenglay. Hacia mediados del año 1876, la señora Clemencia Darcourt abandonó su casa, diciendo que su salud no la permitía seguir tareas tan fatigosas. Desde entonces ni la señora Delenglay ni yo hemos tenido noticias de la señora Darcourt. Es decir, me explico mal. Todos los años, al llegar el primero de enero, su esposa le envía un obsequio, acompañado con la misma fórmula: De parte de Clemencia. Esteban permanecía muy pensativo. Por tercera vez, desde que había iniciado su investigación, ob175
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servaba el misterio con que se rodeaba Clemencia. ¿Qué significaba eso,? -¿Quiere usted tener la bondad de enseñarme el último recuerdo que usted recibió de mi mujer? -¿El que me mandó como aguinaldo? -Sí. -Mírelo. Era un magnífico servicio de café de plata maciza. Esteban tomó nota de las señas de la joyería impresas en el estuche: «Chevalier, 21, Avenida de la Opera.» -¿Usted perdonará mi indiscreción, señor doctor? -dijo Esteban sonriéndose tristemente. -Adivino su proyecto y lo encuentro ingenioso. -No le conocía a usted hace dos horas, y lo considero desde este instante como un amigo antiguo. Usted ha salvado a la que amo; ha sido bueno, abnegado con ella; sin usted, sin su caridad, hubiera muerto de miseria y de enfermedad. Estoy seguro que Clemencia siente por usted inmensa gratitud, y a ese sentimiento agregue usted la mía. Cuente usted con mi amistad, y crea que sería para mí una gran alegría el poder serle útil en algo. -Gracias, caballero -replicó el médico- lo que usted me dice me llega al corazón; pero usted lo sabe 176
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tan bien como yo: cuando se puede hacer algún bien se siente tal satisfacción íntima, que se quisiera reincidir todos los días. Eran las, diez de la noche cuando el oficial de marina salió de la casa del doctor Desvaux. Después de haber caminado un poco en dirección a la Magdalena, llamó a un cochero y le dio las señas del joyero Vendedor del servicio de plata regalado al doctor Desvaux por Clemencia. A medida que avanzaba en sus pesquisas para descubrir el paradero de su mujer, Esteban se extrañaba de los misterios que la rodeaban. Lo mismo en el hospital, que en casa del doctor Desvaux y en casa de la señora Delenglay, Clemencia se había cuidado de borrar su rastro. Al oficial de marina se le presentaban varias tentativas. Si no conseguía averiguar nada en la joyería de la Avenida de la Opera, esperaría la respuesta del notario de Amsterdam. Iría también a la Caja de, Retiros de la Marina, a preguntar si la pensión correspondiente a la viuda Darcourt había sido abonada puntualmente. El coche se detuvo, y Esteban entró en la joyería. -Señor- dijo el teniente de navío al señor Chevalier, dueño del establecimiento- he visto en casa del 177
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doctor Desvaux un precioso servicio de plata y desearía que me hiciera uno igual. ¿Podría usted? -Eso es muy fácil, señor. Le rogaría a usted solamente que me diera el tiempo necesario ¿Usted desea la reproducción exacta del trabajo entregado al doctor Desvaux? -Sí. -Permítame un instante... El joyero se sentó en su despacho, sacó un registro y después de haberlo consultado, dijo: -¡Aquí está! Felizmente conservé el dibujo. Mírelo, usted... Esteban sintió un estremecimienio. Sin duda, en ese registro estaba el nombre del cliente que había hecho el encargo. Leyó estas líneas : «Servicio de plata. Encargo de la señora Marbot de Soligny, bulevar Berthler, número 53. Para ser entregado al doctor Desvaux, bulevar Malesherbes, número 48.» El corazón del joven latía con violencia. Ahora poseía un dato seguro. Un instinto vago la decía que llegaba a la meta. Fingió que estudiaba el dibujo a fin de que no se leyera la emoción que lo agitaba. Al cabo de un instante se levantó y dijo con voz tranquila: 178
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-Muy bien, señor. Queda convenido. En cuanto esté terminado el trabajo, avise usted al señor, Dominique, teniente de navío en el Gran Hotel. Durante toda la noche Esteban no pudo conciliar el sueño. Ya no era la desesperación lo que, le desvelaba, era una alegría inconsciente. ¿Por qué la, sentía? ¿Por qué la confianza renacía en ese corazón antes tan desalentado? Su imaginación reconstruía una novela tal vez algo inverosímil, pero que tenía apariencias de realidad. Ese nombre de Marbot de Soligny no le era del todo desconocido. ¿En dónde lo había oído? Esas tres palabras herían su oído con resonancia familiar, en un recuerdo lejano, muy lejano. A vuelta de correo recibió una carta del notario de Amsterdam con muchas explicaciones y en forma muy clara. Nunca la señora Darcourt había dado señales de vida, y desde que Esteban se fue al Tonkín, las rentas del capital fueron acumulándose. Esta no era una novedad para el oficial, pues en cuanto regresó de su cautiverio comprendió que su mujer no había recibido la carta que en vísperas de partir le escribió desde Tolón. Pero esto no aclaraba la causa de la miseria de Clemencia. ¿No disponía 179
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ella de un pequeño capital y de la pensión que le correspondía por muerte de su marido en acción de guerra? Esteban salió temprano del hotel. Por primera vez desde hacía mucho tiempo se sentía, tranquilo. Presentimientos felices lo asaltaban... adivinaba que esa señora Marbot de Soligny era amiga de Clemencia. Esta lo llevaría hacia su mujer, y ante esta idea estremecíase de alegría. Entró en una papelería y encargó unas tarjetas que en seguida le imprimieron. Después dirigióse rápidamente a la calle Royale para interrogar al cajero de la Oficina de Retiros. La respuesta que obtuvo concordaba perfectamente con los informes recogidos ya. La señora Darcourt había cobrado puntualmente su pensión durante tres años, y desde 1876 dejó de percibirla, pues no se presentaba en la oficina ni la reclamaba del extranjero. El bulevar Berthier se extiende a lo largo de las fortificaciones en la extremidad de la Avenida de Villiers. En pleno día, con la construcción metódica -de sus edificios nuevos, ofrece uno de esos paisajes parisienses tan finamente descriptos por el gran poeta Francisco Coppée. Esteban bajo del coche y preguntó al portero si la señora Marbot de Soligny 180
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estaba en casa. Oyó sonar un timbre en la solitaria escalera, y a los pocos segundos se le rogó que subiera al primer piso. Allí fue recibido por un sirviente que tomó su tarjeta y le introdujo en una salita. El joven miró sin ver los muebles de aquel saloncito, sintiéndose muy turbado. Una angustia terrible le torturaba. ¡Si sus presentimientos le habían engañado, qué sería de él! ¿Quién sabe si esa desconocida a la que quería ver consentía en recibirlo? De pronto oyó un ruido de sedas y la puerta se abrió. Una mujer muy bonita, que representaba treinta años, entró en el saloncito. -¿El señor Dóminique? -preguntó con voz muy suave. -Usted me disculpará, señora -contestó Esteban, saludándola con mucho respeto- si el paso que doy no se ajusta a los usos sociales, y que me permita solicitar de usted una audiencia sin haber tenido el honor de serle presentado. -Usted es oficial de marina, y estaba segura de antemano que recibía a un caballero y que una necesidad imperiosa le imponía esta visita. Esteban se inclinó, y continuó con voz algo emocionada. 181
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-Vuelvo a Francia después de muchos años de ausencia, señora. En 1873, en el mes de diciembre, encontré en Saigón a uno de mis compañeros de promoción, Esteban Darcourt. -¡Esteban Darcourt! -exclamó la señora de Soligny. La cara de la joven expresaba profunda turbación y al mismo tiempo sorpresa. -¿Ha conocido usted a mi pobre compañero? -preguntó con mucha sangre fría el oficial. -No, señor; continúe usted, se lo ruego. -Esteban partía para, aquella expedición maldita en la cual debía perecer tan heroicamente. Una hora antes de subir a bordo me entregó un gran sobre lacrado. Contenía, sin duda, documentos muy importantes, pues me exigió palabra de honor de cuidar celosamente de ese depósito y de entregarlo solamente a la señora Darcourt. El pobre muchacho pensaba que yo estaba a punto de volver a Francia, no se imaginaba que sólo, podría cumplir mi misión mucho tiempo después de su muerte. La señora Marbot de Soligny permaneció, un momento silenciosa. Evidentemente el asunto la tomaba de improviso. Un relámpago de vacilación 182
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cruzó por sus ojos que miraban al oficial y después lo dijo: -Una pregunta: ¿Por qué ha venido usted a verme, en vez de dirigirse a la viuda de su amigo? -Cuando llegué a París, señora, me fue imposible hallar el paradero de la señora Darcourt. En el ministerio de Marina no se tenía noticias de ella. Sin una casualidad providencial, no hubiese sabido que usted es amiga de ella. Esteban contó todos los pasos que había dado para buscar a la viuda de su amigo, y la señora de Soligny escuchaba con la frente pensativa como si estuviera dominada por un pensamiento doloroso. Admiraba la energía del oficial de marina que, sin ningún hilo indicador, llegaba hasta ella por un simple esfuerzo de su inteligencia. -Le he escuchado a usted con mucho interés, señor. Ante cualquier otro, hubiera tal -vez guardado silencio; pero confieso que me he sentido emocionada al oír su narración y al ver su perseverancia para cumplir una misión sagrada. En su relato ha aludido usted a los misterios en que parece rodearse la señora Darcourt. cierto. Ha hecho cuanto le ha sido posible para. apartar de ella a los antiguos amigos de su marido. 183
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Ya no era angustia lo que atenaceaba el corazón de Esteban, sino un terror loco. Se sentía al borde de un precipicio, y adivinaba que esa débil mano de mujer lo precipitaría en el abismo. -Es necesario que con pocas palabras le refiera todas las desgracias que llovieron sobre mi pobre Clemencia, después del trágico fin de Esteban. No era rica. Perdió primero a su aya, a miss Drake, y con ella la renta que ayudaba a las dos mujeres a vivir. Tres meses después de la muerte de su marido, el banquero que manejaba el capital de Clemencia quebró a consecuencia de un desastre financiero ocurrido en Viena. A la señora Darcourt sólo le quedó su pensión de viuda de oficial. Entonces, enferma y sin recursos, Pasó muchas miserias. Durante esta época, yo habitaba en Nueva Orleans con mi esposo. En el colegio fui la amiga íntima de Clemencia. ¡Si yo hubiera estado aquí le hubiese evitado muchos sinsabores!... Cuando falleció el señor de Soligny, volví a Francia. Mi primer pensamiento fue para mi querida amiga de infancia. Una casualidad me la hizo encontrar: entonces era institutriz.
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Cuando me refirió su triste historia, la obligué a abandonar aquella posición subalterna y a venir a mi casa a compartir mi hogar y mi fortuna... Se detuvo al ver que gruesas lágrimas se deslizaban por el rostro del oficial. -Disculpe mi emoción, señora- balbució es un homenaje que rindo a su bondad infinita. -En todo caso, debo decir que fui la causa indirecta de la salvación de mi amiga. Encontró en mi casa al señor Geoffry, un especulador afortunado, un millonario. Aunque podía por su edad ser el padre de Clemencia, el señor Geoffry se enamoró locamente de mi amiga, y... -¡Se casó con ella! -gritó Esteban con voz ronca. Se había levantado, y la señora de Soligny lo miraba espantada. Los ojos fuera de sus órbitas, su rostro descompuesto, el temblor convulsivo que le sacudía, todo esto le pareció a la señora de Soligny inexplicable y creyó que estaba con un loco. Esteban, deshecho, volvió a sentarse. -Comprendo tu alarma y su sorpresa, señora. Me ve usted herido en pleno corazón, y usted se extraña 185
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sin duda del efecto que me han causado sus palabras, el mismo tal vez que hubiese sentido Darcourt. Dejó escapar una risa nerviosa y un sollozo. Después, en voz baja y como si se hablase a él mismo, dejó escapar estas palabras: -¡Pobre Esteban! ¡Y él soñaba en cubrir su nombre de gloria para realzar a su esposa! ¡ Cuando partía para esa expedición peligrosa, su único pensamiento s lanzaba a través del mar para ir a unirse con la que acababa de dejar!... Ha hecho bien en morir en aquella emboscada!... Los que sobreviven son los más dignos de compasión... La emoción del oficial aumentaba a medida que iba hablando. Ya no pensaba en la señora de Soligny, que lo escuchaba estupefacta al ver una desesperación que no se explicaba y que le parecía exagerada. Esteban hizo un esfuerzo para dominar su dolor. A cualquier precio quería desvanecer posibles sospechas en aquella persona extraña. -Tal vez me tache usted, señora, de cáustico y de injusto. ¡Si le dijera a usted que ni un solo instante, la imagen de su amiga no ha cesado de hallarse grabada, en el corazón de ese pobre muchacho ¡Jamás amor fue más noble y más puro. La adoraba no so186
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lamente por él, sino por ella. Había profesado a esa mujer un culto igual que a un ídolo. ¿Comprende usted ahora por qué me lamenté tanto hace un instante? Es que el ídolo ha caído de su altar, para yacer en tierra envuelto, en el polvo de la realidad; es que, la esposa faltó a su deber al abandonar el nombre glorioso que el pobre muerto le legara,... -Sí, me parece usted injusto. Clemencia estaba sola en el mundo. Ni un amigo, ni un sostén; mil francos de renta, esto es, menos de tres francos por día, para atender a todas las necesidades de la vida. ¿Luchar contra el Destino? Lo hizo. ¿Dar lecciones? Intentó hacerlo. Sí, es usted injusto. Se casó con el señor Geoffry solamente para escapar a la miseria. Ni un momento ha olvidado al que ha perdido. Y puedo jurarle que no ha disfrutado ni un minuto de dicha hasta que nació su hija. Al oír esto, Esteban empujó con violencia el sillón en que estaba sentado. -¡Clemencia tiene una hija! -exclamó. La señora de Soligny también se levantó, y por tercera vez se preguntaba quién era aquel hombre. Un amigo de Esteban no hubiera sentido desesperación tan intensa. ¿Cómo y por qué ese señor Dominique tomaba con tanto calor la defensa de un 187
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compañero muerto hacía años? Su imaginación de mujer tan sutil y rápida, no se atrevía, sin embargo, a considerar toda la verdad. Creyó que este oficial había amado a Clemencia antes de su primer casa miento y que el interés de su pasión lo guiaba en sus investigaciones. -Le he dicho, a usted, señor, todo lo que sabía. Tiene usted que entregar a la señora Geoffry el depósito que Esteban Darcourt le confió. La señora Geoffry vive en la Avenida Van Dick, número 8, y recibe todos los días antes de las cuatro. Solamente que... Vaciló en seguir. -... Solamente que si tiene usted la intención de verla hoy mismo, deseo primero anunciarle su visita. El recuerdo de su marido, bruscamente evocado, podría causarle daño y... -Tiene usted razón, señora. Vale más que antes de que yo la vea, diga usted a la señora Darcourt quién soy y a qué vengo. Y haciendo esfuerzos para contener sus lágrimas y sollozos, se precipitó fuera del salón. -¡ Qué pálido estaba! -murmuró la señora de Soligny. 188
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V ¡ Clemencia se había, casado! ¡Clemencia tenía una hija! Esteban se repetía incesantemente estas dos frases; las pronunciaba en alta voz como si quisiera grabarlas en su mente, como si le pareciera que aquello era imposible. Después de tantos sufrimientos, después de tantas penalidades, tropezaba con esa realidad irónica: ¡su mujer casada con otro hombre! No vacilaría, la ley estaba de su parte. Ese segundo casamiento era nulo. ¡Bastaría, presentarse para que ese marido de lance desapareciese!... ¡No, no desaparecería! ¡Esa Clemencia tan casta, tan pura, había sido de otro hombre! ¡Y era madre! ... Todos estos pensamientos se agolpaban en tremendo cheque en su cerebro y lo enloquecían. Su190
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fría atrozmente. ¿Qué iba a decirla cuando la viera? ¿Qué haría, empujado por la fatalidad de, los hechos? ¡Ir a casa de Clemencia y arrojar al intruso que le robaba su sitio a él, el esposo, el amante, el amo! Un escrúpulo lo detenía. ¿Y si lo amaba aun después de muerto, como decía la señora de Seligny? ¿Y si conservaba Piadosamente el recuerdo de su marido desaparecido? ¿Iba él a dar un escándalo? ¿Tal vez a llevar el desorden, la turbación a aquella familia inocente? Sin embargo, él no podía admitir que su Clemencia fuese de otro hombre. Unos celos terribles agitaban su alma y encendían la sangre de su cuerpo,. Aprisionado por aquella situación, no sabía qué hacer y se debatía en un mar de dudas y de vacilaciones. Volvió a su hotel y se entregó de nuevo a sus crueles pensamientos,. Sí, iría a la Avenida Van Dick, puesto que la señora de Soligny lo había citado. ¿Qué resultaría de esa extraña entrevista entre ese marido que se creía muerto y esa mujer casada con otro? -Por primera vez se preguntó: -¿Me reconocerá? La idea de que Clemencia no lo reconociera le hacía temblar. Si lo reconocía a la primera mirada, a pesar del sablazo que lo desfigu191
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raba bárbaramente, a pesar de su barba y pelo rubios ahora todo. se volvía natural y fácil. Esteban y Clemencia se ponían de acuerdo, harían anular el segundo casamiento y... ¡Y la hija! ¿Qué se hacía con la hija? A mi lado, el primer casamiento, el señor Geoffry se quedaba con su hija, y se la llevaría. Instintivamente, Esteban comprendió que Clemencia iba a sufrir cruelmente. El oficial se decía : «O es fiel a mi memoria, y en este -caso no quiero que sufra, o me ha olvidado y me repugna reclamar derechos y amor a una mujer ingrata.» Su conciencia y su corazón luchaban. ¿Quién vencería? De pronto, tomó la pluma y escribió la siguiente carta : «Saigón, octubre 1873. »Mi adorada Clemencia: »Vamos a partir, y es posible que no te vuelva a ver más. Dios me ha protegido hasta, ahora, puesto que me permitió conocerte y amarte. »Si la suerte me es contraria, y si perezco, recibe mi última confesión. Desde que existo tú eres la única mujer que he amado. Persuádete, amada mía, que tu imagen y tu recuerdo están grabados en mi cora192
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zón. Te debo días de inmensa felicidad, y sólo empecé a vivir el día en que te conocí. ¿Te acuerdas de las horas exquisitas que pasamos en Louveciennes? ¿Y aquellos días transcurridos en la modesta posada a orillas del mar? »Dicen que los chinos son crueles para sus prisioneros; dicen que los torturan y que no indultan a los desgraciados que caen en su poder. Si tales suplicios me están. reservados, evocaré tu rostro querido y radiante, y moriré con la sonrisa en los labios, como aquellos mártires de antaño que sucumbían pensando en su Dio. Esta carta te será entregada por uno de mis queridos amigos. En el buque escuela, decían que nos parecíamos como dos hermanos. Es, pues, como hermano que deberás quererle, aunque sólo sea por el cariño que a mí me tienes. »ESTEBAN»
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VI Clemencia tenía ahora veintiséis años y estaba en toda la plenitud de su belleza. El sufrimiento no había alterado su gracioso rostro y la finura de sus facciones, pero su carácter había cambiado, y ya no era aquella -muchacha alegre que hemos conocido. La tristeza de la mirada, la sonrisa melancólica de sus labios, revelaban todas las miserias aceptadas y todas las angustia sufridas. Ese día, sin embargo, estaba más alegre que de costumbre. Había almorzado a solas con su hija. El señor Geoffry tuvo que salir muy temprano y había dicho que volvería tarde. Después de haberlo esposado sin amor, no esperando ya dichas en este mundo, Clemencia no conocía otra felicidad que su hija. Una. preciosa, niñita de tres años que se llamaba Antonieta. Era el vivo retrato de su madre, con 194
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cabellos rubios y finos como hebros de seda y ojos azules risueños y pensativos. La joven trabajaba en una labor, mientras Antonieta jugaba cuando anunciaron a la señora Marbot de Soligny. -¡Qué placer! -exclamó Clemencia abrazando a su amiga. -No te esperaba tan pronto. La señora de Soligny callaba. Miraba a Clemencia con aire tan triste que ésta sintió miedo. -¿Vienes a anunciarme una desgracia? -No te asustes... tengo que hablarte. Clemencia permaneció un minuto inmóvil, con los ojos cerrados. Después tocó el timbre, y con voz cariñosa dijo a su hija : -Va a venir Francisca, querida mía; vete, a jugar con ella a tu cuarto y pórtate bien. -Sí, mama. Cuando las dos amigas estuvieron solas, Clemencia tomó las manos de Agustina. -Ahora no me ocultes nada. Ya sabes que soy valiente. Quiero saberlo todo. ¿Qué pasa? La señora Marbot de Soligny contó la visita que acababa de recibir. Dijo todo, y narró cómo había llegado hasta ella ese señor Dominique, su conducta 195
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tan extraña y su desesperación al saber que la viuda de su amigo se había casado. Al escuchar todo eso, Clemencia se puso muy pálida. ¡Un amigo de Esteban que quería verla! ¿Qué podía contener esa carta de que se decía portador? Permanecía angustiada, comprendiendo que estaba obligada a recibir a. ese desconocido, y torturada ante la idea de esa entrevista. Te ruego, querida amiga mía, que disculpes mis preguntas. ¿Me dices que te sorprendieron las manifestaciones de dolor de ese señor Dominique cuando tú le, dijistes que estaba casada con el señor Geoffry y que no te las explicas? -Sí, y la única. explicación que me he dado es que ese hombre te ha debido amar antes. -¡Nunca!... ¡además, Esteban no me habló nunca de ese amigo que se presenta hoy en su nombre! Como tú, tengo el presentimiento de ese misterio que nos escapa a las dos... Se levantó y dio algunos pasos muy agitados; después volvió a sentarse al lado de la señora de Soligny. -¿Va a venir? -Sí, luego. 196
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-¡Pues bien, lo recibiré! O miente o dice la verdad. Si miente, pronto le quitaré la máscara. Si dice la verdad... Se abrazó a su amiga como un niño que tiene miedo. -Tú, que me conoces, debes comprender todo lo que sufro. ¡Cuando me casé con el señor Geoffry, cedí a tus consejos y escuché mis cobardías de mujer! En cuanto cambié de estado sentí una gran vergüenza. Habla repudiado el nombre glorioso de mi pobre Esteban. ¡He huido de mis amigos, he desertado de la sociedad que lo conocía, pues todos los que de él me, hubieran hablado me habrían parecido jueces o acusadores! ¡Y ahora surge de pronto, un desconocido que va a mezclarse en mi existencia! No tuvo tiempo de acabar; la puerta se abría, y un lacayo trajo en una bandeja la tarjeta del señor Dominique. -¡El! -murmuró Clemencia estremeciéndose. Después, con voz firme: -¡Hágalo, pasar! El rostro de Esteban ofrecía intensa palidez, pero nada revelaba, la emoción terrible que lo embargaba. Al principio, Clemencia, no le distinguió bien. El saloncito de la Avenida Van Dick estaba en el 197
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piso bajo, casi al nivel del parque de Monceau. Una parte de la habitación, sombreada por los árboles que alzábanse delante de la ventana, permanecía un poco obscura. En cambio, la parte en que se hallaban sentadas las dos mujeres en un sofá, estaba profusamente iluminada. Al ver a Clemencia, Esteban se sintió desfallecer. Un violento esfuerzo de voluntad le devolvió todo su valor. -Era el amigo de Esteban Darcourt, señora -dijo con voz lenta, y recibí de él una carta que juré entregar a usted sola. La señora Geoffry dejó escapar un gritó. ¡Reconocía la voz de Esteban! Avanzó hacia el misterioso desconocido, y después de, haberlo contemplado un minuto, un terror inconsciente apareció en sus ojos espantados. -¡Su mirada también... su mirada y su voz! Esteban sonreía tristemente. -Esperaba esta sorpresa, señora. Su marido y yo nos parecíamos extraordinariamente. A veces se nos tomaba por hermanos. Nuestro compañero Maigrait pretendía que si Darcourt hubiese sido rubio como yo, se nos confundiría con la mayor facilidad, como ya ha sucedido en otros casos. 198
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Clemencia permanecía clavada en el mismo sitio, sacudida por estremecimientos nerviosos, y repetía sin cesar: -¡Su mirada... su mirada y su voz! -¡No! ¡No se equivocaba antes cuando decía que había aquí un misterio! Una esfinge se levantaba ante ella bruscamente, y ella no se atrevía ni a interrogarle ni a contestarle. ¡Veía de pronto a un hombre que era Esteban y que no era Esteban! La expresión de los ojos, el timbre de la voz, la estructura del rostro, el cuerpo, todo le recordaba al esposo adorado que había perdido. ¡Y sin embargo, no era él! Los muertos no salen de la tumba después de ocho años de sepultados! Ahora, al observar con mayor detenimiento a ese hombre, distinguía o creía distinguir diferencias existentes entre el muerto y el vivo. Sin decir una palabra, ofreció con un gesto un asiento al joven, y con manos temblorosas rompió el sobre que acababa de entregarle. ¡ Con qué angustia y emoción leyó aquella querida carta de ultratumba que llegaba de pronto! Cuando llegó a la última línea, dejó escapar el papel, y escondió su rostro en sus manos rompiendo a llorar. Desde el principio de esta extraña escena, la señora de Soligny permaneció muda. ¿Quién era, ese 199
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hombre que se parecía tanto a Esteban Darcourt? Luego la declaración tan concisa del señor Dominique, la carta, del difunto que ella leyó también, la persuadieron. El teniente de navío no había mentido. Una estrecha y profunda amistad lo unía con aquél que ya no existía. ¿Quién sabe si aquella amistad no nació precisamente por la singular circunstancia de su parecido ? La señora de Soligny se acercó a Clemencia y en voz baja díjole: -Temo importunarte o estorbar al señor Dominique... -¿Te quieres ir?... -Si... La señora de Soligny salió, prometiendo volver más tarde. Tal vez Clemencia sintió el deseo secreto de permanecer a solas con el oficial de marina. Poco a poco, la señora Geoffry iba dominando su emoción. Volvió a tomar la carta de Esteban y la leyó y releyó; sin cansarse de aquellas líneas llenas de pasión dolorosa. Después interrogó al joven acerca de su amistad con Esteban Darcourt. La desconsolada no se cansaba de preguntarle cosas y más cosas, Y sentía extraño placer en oír la 200
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voz de aquel hombre que le recordaba el único ser que habla amado en el mundo. Una simpatía razonada la arrastraba hacia él. El timbre. de esa voz la hacía estremecer, y le parecía que cada una de sus palabras hallaba eco en su corazón. La expresión de su mirada la hacía palpitar, y sentía que aquellos ojos penetraban hasta el fondo de su alma. A veces se sentía presa de una alucinación, y tenla deseos locos de ir hacia él y gritarle: «¡Es imposible! ¡Eres tú, eres tú, mi Esteban! ¿Qué vienes a hacer en mi vida, espectro de mi pasado? ¿Y si hoy te presentas es para Maldecirme o perdonarme?» Después se calmaba, reflexionaba y decíase que lo imposible era posible, lo inverosímil verdad. ¿Cómo podía dudar de una, muerte comprobada y anunciada oficialmente? El joven oficial seguía hablando; refirió su última entrevista con Esteban y qué amor tan inmenso sentía por su amada, Clemencia. Los ojos de la joven se llenaron de lágrimas y murmuraba : «¡Más! ¡más!» El marino tuvo que repetir tres veces su relato. Exigió los más minuciosos detalles, feliz v desgraciada al mismo tiempo de empaparse de su amor muerto y de revivir su dicha desaparecida. No veía 201
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que ese señor Dominique estaba sufriendo un martirio terrible, que las lágrimas nublaban el brillo de sus ojos y que el sudor bañaba su frente pálida. Cuando calló, al fin, después de una pausa, Clemencia le dijo: -Escúcheme. Deseo su estimación y su amistad, puesto que Esteban le estimaba y quería a usted. Usted podría creer que soy infiel a su memoria porque me he casado. Se lo repito una vez más, no es mi corazón el que desfalleció, fue mi ánimo. ¿Quiere usted una prueba? Se levantó, y tomando de la mano al señor Dominique, abrió una pequeña puerta disimulada entre las cortinas. Esta puerta daba acceso a una pieza bastante exigua en la cual la señora Geoffry había acumulado todos los recuerdos de antaño. Colgado del muro veíase el retrato de Esteban Darcourt. Clemencia se lo señaló al joven con cierta violencia. -¡Lo juro ante Dios! -exclamó, ¡este es el único ser que he amado! ¡En vano se ha podido extraviar su cuerpo allí todo lo mejor de él, su recuerdo, su pensamiento, su ternura, están enterrados aquí, en mi corazón! ¡No tema usted remover las cenizas del pasado!... ¡Este pasado es mi más querido tesoro, y 202
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preferiría morir que arrojar una de sus partículas al olvido! Clemencia se detuvo. Aquel que ella llamaba señor Dominique acababa de estallar en sollozos. Lo miraba estupefacta. Entre esos dos seres que se comprendían sin adivinarse, hubo un minuto de angustia indecible. Esteban iba a gritar : «¡Sí, soy yo!... El primer impulso de tu corazón no te ha, engañado... ¡Soy yo!... ¡Soy yo! ...» cuando de pronto, Antonieta entró corriendo en el boudoir. -¡Mamá! ¡mamá! ¿por qué me dejas hoy tan sola y no me besas? La señora Geoffry con un gesto apasionado la abrazó y llenó de besos. -¡Esto es todo lo que me queda! -exclamó. -¡El recuerdo de Esteban y la presencia de mi hija! ¡Si ha de ser desgraciada, si llego a perderla, prefiero matarme! Las esperanzas que aun palpitan en mí las he puesto sobre ella. ¡Mírela usted, se parece a él! Esteban estaba sufriendo un suplicio inaguantable. Ya no podía más. Con voz casi ininteligible dijo:
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-Discúlpeme usted. Usted llora al marido muerto... yo lloro al amigo perdido. Y la emoción de estos recuerdos nos ha quebrado... -¿Se va usted? -Sí. -¿Lo volveré a ver? -Mañana... pasado... cuando usted quiera,... -¿Y será usted mi mejor amigo? Sin agregar una palabra mas, huyó, al azar, como para arrancarse a la tentación loca que lo empujaba. Clemencia hubiera querido detenerle; pero ya se había alejado. Si se hubiese asomado a la ventana, lo habría visto sentado en un banco, entre los árboles del parque Monceau, abismado en profundas reflexiones. Y ese hombre se decía -¿Por qué he de ser tu perdición, pobre y querido ser? Si reivindico mis derechos, tu segundo casamiento se anula. ¡Tu hija resultará adulterina y su padre te la quitará! Te morirías de pena... ¡Te amo lo bastante para sacrificarme! No quiero que elijas entre el marido que lloras hace ocho años y el ser que has llevado en tu seno. 204
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CUARTO EPISODIO I Al primer aspecto, el señor Geoffry parecía viejo. Era un hombre de pequeña estatura, de huesos menudos, con rasgos de valetudinario. Cabellos muy blancos encuadraban su rostro pálido, en donde brillaban ojos negros móviles y poco francos. En realidad, apenas tenía algo más de cincuenta años y su debilidad aparente ocultaba una gran energía. Hijo de un modesto notario de provincia, fue a París para empezar sus estudios de Derecho. Ninguna vocación sentía por la carrera de su padre, y sus inclinaciones le arrastraban hacia los negocios, pues era ambicioso y la Bolsa y sus misterios financieros le atraían mucho más que la Facultad. 206
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Sin embargo, no quiso desertar los cursos de sus profesores, diciéndose que el estudio del Código siempre puede ser útil. Al cabo de tres años, obtuvo su diploma de licenciado en Derecho, y unos meses más tarde entró como dependiente en casa de un agente de Bolsa. Activo y astuto, empezó por estudiar las costumbres de la gente de negocios, y no se lanzó al mundo financiero hasta que estuvo seguro de sí mismo y de sus medios de acción. La fortuna favorece a los audaces Y Geoffry triunfó. En 1865 ya tenía varios centenares de miles de francos. Al año siguiente, ocho días antes de la memorable batalla de Sadowa tuvo el acierto de jugar a la baja y ganó varios millones. Quedó huérfano y heredó. Lanzó luego dos iniciativas admirables. En tres meses creó el Banco de los Cultivadores, y se casó con la señorita Judith Kahn, hija de un usurero. Su Banco llegó muy pronto a ser muy popular y su suegro fue a reunirse con sus mayores en el seno -de Abraham. En esta época,, el señor Geoffry pudo adquirir un título de nobleza, pero desdeñó confundirse -con la aristocracia hebrea y financiera. -¿Para, qué? -deciase. 207
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-Un título nobiliario no me dará nada puesto que soy católica. En 1872, el hijo del notario era una potencia. La fortuna, siempre favorable, lo hizo viudo. Juró no volverse a casar, y caso de reincidir que su segunda esposa fuese muy bella, aunque no tuviese millones. Cuando encontró a Clemencia Darcourt en una comida en casa de la señora Marbot de Soligny, se enamoró en seguida. Este hombre, aparentemente débil, sintió una pasión violenta. Sabía que la viuda era muy pobre, y un instante acarició la idea de convertirse en su protector. Pronto comprendió que todo no se adquiere con dinero, y humildemente fue a pedir a la señora de Soligny que solicitase para él la mano de la señora Darcourt. Esta contestó primero con una negativa rotunda y categórica. La idea de un segundo casamiento le parecía odiosa. ¡ Ser la mujer de otro, ella que conservaba en un rincón de su corazón el tierno y querido recuerdo de su esposo ! Sin los consejos de la señora de Soligny Clemencia no hubiera cedido nunca. Pero la señora de Soligny sufría al ver a su amiga pobre y entregada a una existencia precaria. Al fin, sus instancias vencieron las repugnancias de 208
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Clemencia, y cuando ya el señor Geoffry se creía completamente deshauciado. Dos meses después de ese casamiento, Clemencia confesaba a la señora de Soligny que era la más desgraciada de las mujeres. El hombre con quien acababa de desposarse se parecía a uno de esos gnomos de los cuentos de hadas que causan terror a las princesas. Su marido la consideraba como un hermoso animal de lujo que le había costado muy caro. De una violencia de carácter que nadie sospechaba, en la intimidad se revelaba apasionado brutalmente 6 rabioso. Un día, en el curso de una discusión, se olvidó de las conveniencias al punto de levantar su mano sobre su esposa. Esta se refugió en casa de su amiga, la señora de Soligny, y debido a la intervención de ésta, Clemencia perdonó a su marido,. Perdonó porque se sintió madre, pero su vida fue un infierno. Después del nacimiento de su hija, Clemencia se resignó a la vida cruel que la suerte le había deparado. El mundo podía engañarse, pero no los que trataban de cerca de Clemencia. No era resignación lo que ahora sentía, sino indiferencia. ¿Qué le importaban ahora las violencias y las groserías de aquel ser despreciado? 209
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Su hija llenaba su vida y dos nombres ocupaban su corazón. Cuando mecía en su cuna a Antonieta, contemplando el retrato de Esteban Darcourt, se sentía dichosa. Y hete aquí que bruscamente el señor Dominique penetraba en su existencia ¡Hete aquí que por. un a repentina, evocación del pasado, ese desconocido venía a recordarle a ese marido muerto que ella seguía adorando! Cuando Clemencia se vio sola, después de la partida del teniente de navío, se engolfó en una sombría meditación. Tres o cuatro veces leyó aquella. carta póstuma que el oficial de marina lo había traído. ¡ Cuán digno era Esteban del amor indestructible que ella le había profesado! ¡Le era ¡imposible considerar a ese señor Dominique como a un extraño! ¡Un extraño ese hombre que Esteban había conocido, que Esteban había amado y que se lo parecía como un hermano! Si el señor Geoffry no advirtió liada cuando volvió para comer, fue porque los tiranos domésticos son casi siempre los maridos más crédulos. 210
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Los ojos de Clemencia brillaban con una llama nunca vista y acusaban una alegría enfermiza. El banquero maduraba una gran operación financiera, y creyéndose seguro, no se preocupó de observar a su mujer. ¡Acababan de levantarse de la mesa, y el señor Geoffry ordenó que enganchasen el cupé. Cuando no iban a alguna tertulia o al teatro, los dos esposos no pasaban nunca juntos la velada. Esa noche el banquero no se digno siquiera buscar un pretexto. Salía porque se le antojaba. Generalmente Clemencia no se quejaba nunca de esas soledades forzosas. Le bastaba la compañía de Antonieta. Sin embargo, le era, imposible permanecer sola. Un desasosiego inquieto y grato al mismo tiempo, le punzaba deliciosamente. Sentía la necesidad de agitarse, de moverse. ¿Qué hacer? Le vino una idea. La señora de Soligny no salía esa noche; pues bien, iría a verla. La señora de Soligny no se extrañó al ver llegar a Clemencia a eso de las nueve de la noche. -¡Qué rosada y animada estás, preciosa!- exclamó, abrazando a su amiga. Y agregó: 211
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-Estaba segura que vendrías... La señora Geoffry se ruborizó un poco. -¿Vas a sonrojarte ahora? Hace poco has revivido los días felices de tu vida de otros tiempos. ¿A quién confiarías tus alegrías fugitivas sino a mí que te quiero como una hermana? Te digo que ese oficial de marina es un hombre encantador. ¡Y qué deseos tenía de conocerte! Tiene para ti un encanto del cual no puedes substraerte. Te recuerda el pasado, ese pasado que resume las únicas dichas que has disfrutado, y estoy segura que consideras ya a ese joven como a un antiguo amigo. Clemencia permanecía pensativa. Después de, una pausa, levantó la cabeza. -Tienes razón- dijo. No quiero ocultarte nada, ni aun mis pensamientos más secretos. Me siento arrastrada,, atraída, hacia ese hombre que ayer no conocía. Me parece que un lazo, misterioso nos liga a los dos. Esta simpatía repentina te parecerá tal vez incomprensible: yo, que estudio mis sensaciones, la encuentro explicable y natural. Puesto que permanece fiel al recuerdo de mi pobre Esteban, ¿no tengo también el deber de seguir fiel a los afectos que él tuvo? Es verdad que desde que soy la señora, Geoffry me he 212
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alejado de los amigos de mi prime marido; ello es muy cierto, -pero es porqué me daba vergüenza de ser la mujer de otro. Ahora, el sentimiento de que te hablo es completamente nuevo para mí y casi indefinible.... -Ten cuidado... -murmuró la señora de Soligny. -¡Dios mío! ¿Qué puedo temer? -Vamos, querida mía, reflexiona un poco. El señor Dominique ha llegado a Francia después de una ausencia muy larga. Debes admitir que no podía ignorar la muerte de Darcourt. La expedición de Francisco Garnier es ya una leyenda. Por consiguiente, el señor Dominique sabía, perfectamente que eras viuda y libre. Lo que él ignoraba seguramente es que te habías vuelto a casar. ¿Qué ha hecho ese hombre desde que llegó a París? Se pone. en busca tuya con extraordinaria perseverancia y ardor. Nada lo desalienta, nada lo acobarda, ni los fracasos ni las desilusiones. Sigue tu pista lo mismo que un hábil detective que quiere buscar un rastro perdido. ¿Y para que tanto esfuerzo y tanta fatiga? ¿Unicamente para entregarte la carta que Esteban le confió?, ,¡, lo creo. Esa carta esperó siete años y podía seguir esperando. No. Si ese joven ha hecho todo eso, es porque le impulsa una pasión... 213
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-¡Agustina!... -Ya sé lo que vas a decirme. No lo has visto nunca, no lo conocías. Pero él tal vez te conocía. ¿Podrías jurar que no te ha visto en Cherbourg o en la pequeña, iglesia de Louveciennes? Puesto que era el amigo intimo de Esteban, debió hallarse presente en la ceremonia. Después de haberte visto, te amó. -¿Quién lo sabe? Como es un hombre de nobles sentimientos, guardó su amor en el fondo de su alma. La mujer de un amigo es sagrada, y sería cometer un crimen poner sus ojos en ella. Enviudas, y entonces todo se explica. ¿Comprendes ahora, las astucias de mohicano que inventó para descubrirte? ¿Comprendes su emoción cuando lo recibistes y las lágrimas que brillaban en sus ojos? Clemencia estaba muy agitada. -¡Es una novela eso que me cuentas! ¡No creo en esos amores que esperan ocho años para declararse ! -No serías mujer si no me creyeras- contestó suavemente la señora de Soligny. -Un marino que ha vivido muchos meses entre el cielo y el mar, sin poder distraer por las cosas exteriores, conserva fiel214
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mente en su alma los recuerdos antiguos. Además, ¿qué mal hay en que ese joven te ame? Una mujer honrada como tú no está en peligro por el solo hecho de que inspire una pasión. -¡Sueños ! ¡Delirios! - contestó riendo la señora Geoffry. -Olvidas, mi querida Agustina, que ya no somos bastante jóvenes ni tú ni yo para acariciar ideas de colegiala. Hablemos de otra cosa, ¿quieres?... ¿A quién has convidado a tu palco de la Opera para el viernes?...
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II Anochecía. Sentado en el mismo sitio, con los brazos cruzados, Esteban contemplaba las ventanas iluminadas de Clemencia. ¡La había visto! ¡La había vuelto a ver tan seductora y tan amante como antes! Pasada ahora la primera embriaguez de su sacrificio caballeresco, podía mirar frente a frente la situación inextricable a donde se echaba con el corazón henchido de alegría. En el primer momento quiso hacer valer sus derechos legítimos de esposo. La aventura no era nueva. El coronel Chabert, de Balzac, abandonado por muerto en el campo de batalla, de Eylau, desfigurado por sus heridas encontró también a su mujer casada con otro. Pero el caso era distinto. La condesa Féraud había odiado siempre al viejo soldado de las guerras imperiales. 216
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Se avergonzaba de su pasado ante ese hombre que la recogió del fango y la elevó hasta él. Aquí era todo lo contrario. Clemencia sólo había amado 4 Esteban. Si se volvió a casar, y cuerdo de su primer esposo permanecía inalterable en su corazón. ¿Por qué había él de aceptar un papel imposible? ¿Por qué no habla de gritar la verdad a esa mujer que lo adoraba, después de tantos años? Todas estas reflexiones bullían, chocándose en el cerebro del joven, y sus nervios sobreexcitados se iban calmando lentamente. Puesto que amaba a Clemencia, se debía a sí mismo no ponerla brutalmente en frente de la realidad. Desde el primer instante vio con mucha claridad la situación. Si se presentaba como esposo, el segundo casamiento se anulaba y la, niña pasaría a poder del padre. ¡Cómo amaba Clemencia a esa criatura que se llamaba Antonieta! Esteban tenía aún en su oído el grito de la joven madre : «¡Si ella fuese desgraciada, si la perdiese, me mataría!» Al presentarse como Esteban Darcourt obligaba, a Clemencia a la elección; era necesario que repudiase a su marido para conservar a su hija, o que renunciase a su hija para seguir a su esposo Ante este problema tan arduo, tan terrible Esteban se preguntaba si no sería él el sacrificado. 217
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Un amor por poderoso que sea, siempre se ha debilitado después de ocho años de separación. Si la lucha estallaba entre la ternura de la amante y el cariño de madre, la naturaleza y la razón exigían que ésta triunfase. Así, pues, entregándose valientemente al sacrificio, su corazón se ponía de acuerdo con el interés de su dicha. ¡La esperanza perdura siempre en el alma humana! No precipitando en ninguna forma los acontecimientos, podía aún esperarse un desenlace feliz. Tal vez le fuese, posible llevar poco a poco a Clemencia al conocimiento de la verdad. Y cuando la hubiese acostumbrado a la idea de volver a ver a Esteban vivo, los obstáculos que le parecían ahora invencibles quizá desaparecerían. En todo caso, le quedaba un recurso supremo. Ir derechamente hacia, el señor Geoffry y provocarlo. ¿Y si el banquero rehusaba batirse? Si contestase: «¿De qué soy culpable? He procedido de buena fe. Me he casado con la viuda Darcourt, teniendo a la vista, la fe de defunción de su primer esposo. ¿Resulta ahora que ese marido vive? Perfectamente. No me opongo a lo que dispone la ley. ¡Tome usted su mujer; yo me quedo con mi hija!» 218
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Siempre tropezaba Esteban con la misma dificultad: la hija. Entonces, ¿qué hacer? ¿qué hacer? Y cuanto más se repetía estas dos palabras, más se aferraba a su primera idea. ¿Esperar?... ¿Qué? No lo sabía. Ignoraba la causa de esa esperanza confusa que se agitaba en su corazón. Un presentimiento le decía que no había escapado a tantos peligros para estrellarse ahora contra aquella horrible angustia, y que el Cielo le devolvería. la alegría de sus primeros amores. ¿Iba a ceder a un movimiento de rebeldía aguijoneado por la emoción profunda que lo embargaba? ¿No sería comprometer la dicha de Clemencia para siempre y también la suya? Perdido en esas punzantes reflexiones, Esteban no se daba cuenta, del transcurso de las horas. Los paseantes, poco numerosos en el parque Monceau, habían desaparecido. Los faroles, encendidos ya, proyectaban sus luces sobre la masa sombría del arbolado; el joven oficial seguía allí, inmóvil, en el mismo sitio, mirando las ventanas iluminadas de la casa de Clemencia, esperando divisar su sombra. De pronto la luz se apagó en aquellas habitaciones sobre las cuales tenía fijas 219
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sus miradas. Le arrancó a su contemplación, y lentamente encaminóse a su hotel. Sentíase destrozado, y andaba con paso vacilante -y pesado, la frente baja, invadido por una fatiga irresistible. Cuando entró en el Grand Hotel, su palidez, asustó al mozo de su departamento. Y ese hombre le preguntó si quería comer. Esteban dijo que no con la cabeza, pues no tenía hambre. Le parecía, que en lo sucesivo ya no sentiría las. necesidades ordinarias de la vida, a tal punto veíase ajeno a la influencia de las cosas exteriores. Y sin embargo, en cuanto se acostó durmióse profundamente, con ese sueño sin pesadilla que calma los nervios excitados. A hora avanzada de la mañana se despertó al oír el llamado de una camarera, que golpeó su puerta diciéndole que un lacayo acababa de traer una carta y esperaba respuesta. Esteban rompió el sobre y se sorprendió en cuanto leyó las primeras líneas. La señora de Soligny le invitaba a comer esa noche, y le comunicaba que creía serle agradable proporcionándole el encuentro de la señora Geoffry. Esteban contestó aceptando y agradeciendo su atención a la señora de Soligny. 220
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Después le asaltaron pensamientos extraños. ¿Por qué esta invitación tan rápida e inesperada? ¿Por qué, sobre todo, la señora de Soligny hacía resaltar que Clemencia asistiría a esa comida? ¿Adivinaba acaso que la, presencia de su amiga sería un imán bastante fuerte para atraer al oficial de marina al hotel de la Avenida Berthier? Por último, se dijo que la señora Geoffry deseaba sin duda interrogarle nuevamente sobre ese marido que creía muerto, y el corazón del desgraciado palpitó deliciosamente al ver hasta. qué punto era amado. No sospechaba que la señora de Soligny procedía por propia inspiración y que ejecutaba un plan bastante maquiavélico, concebido por su pequeño cerebro femenino. Agustina se lamentaba de la desgracia de su amiga y odiaba al señor Geoffry. Vela a su amiga sola en el mundo, privada, de cariños, de solicitudes, y en la novela forjada por su imaginación, el señor Dominique aparecía como enamorado locamente de Clemencia. Se disponía ingenuamente a acercarlos todas las veces que fuese posible. ¿Y, además, no era necesario presentar oficialmente al banquero al teniente de navío? 221
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La linda viudita no veía mal alguno a que se estableciera una dulce intimidad entre los dos jóvenes. ¿Quién sabe lo que el porvenir podía reservarles ?
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III El hotel de la señora de Soligny había sido construido en 1875 para una de esas americanas que la California exporta con regularidad a Europa. La señora Proggers, antigua camarera de un whisky-house del Colorado, casó con un minero que trabajaba en las Montañas Rocosas. Ese hombre tuvo la suerte de descubrir una mina de plata, y llegó a ser millonario. Pero la fortuna y el azar son muy variables. El yanqui, que se instaló en París, fue llamado repentinamente a San Francisco. En la travesía falleció, dejando a su viuda asuntos muy embrollados. La señora Proggers, después de examinada su situación, vio que le quedaba una fortuna bastante importante para vivir con decencia en Francia. Pero se veía obligada a vender el precioso hotel de la Ave223
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nida Belthier, y como sucede siempre, la señora de Soligny se aprovechó de la locura de los demás. En el piso bajo un gran salón abría sus amplias puertas sobre un espacioso vestíbulo. Agustina se había divertido en amueblar esa sala, con un moviliario heterogéneo; veíanse allí cosas del Norte-América y muebles y objetos adquiridos en el Hotel Drouot, en esas subastas que Be renuevan constantemente. En la extremidad del salón, tina puerta disimulada por unas colgaduras, daba acceso a un pequeño saloncito, con luces al Mediodía, bañado de sol y aire. Los invitados se levantaban de la mesa, y mientras el señor Geoffry conversaba en la pieza contigua con un agente de Bolsa y un diputado, Agustina y Clemencia charlaban con Esteban en el saloncito. El rostro de Clemencia respiraba alegría. Al ver por segunda vez al oficial de marina, sintió nuevamente ese impulso de simpatía que la llevaba, hacia él. Aquella mañana había sentido una vaga inquietud. ¿Qué pensaría el señor Geoffry al ver que un desconocido penetraba de pronto en su intimidad? 224
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Ignoraba que su marido proyectaba en ese momento explotar las minas de cobre y de carbón descubiertas en el Tonkín. Interrogado por el banquero sobre esas regiones lejanas y casi inexploradas, el oficial de marina se puso galantemente a disposición del especulador. Este comprendió en seguida el partido y utilidad de aquel nuevo conocimiento. De modo que Clemencia entreveía ya la posibilidad de mantener con el joven relaciones fáciles: su marido no podría prohibirlas, y la sociedad no podría sospecharlas. Solo con las dos jóvenes, Esteban seguía hablándoles de sus viajes. Olvidaba de contarles las riquezas de aquellos países y describía su poesía pintoresca. -Osted ha visitado la China? -He vivido bastante tiempo en el Yun-nan, antes de que estuviéramos en guerra con el Celeste Imperio. Y fingiendo recordar una misión ordenada hace años por el ministro de Marina, evocó para aquellas lindas parisienses. algunos de sus recuerdos de la época en que era el huésped y el Prisionero de Li-tong-min. 225
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Clemencia sonrojándose un poco, sólo conocemos a las chinas por los libros, y éstos no dan muchos detalles. ¿Cómo son? A esta pregunta, Esteban vio pasar la sombra pálida y suave de Hong-ma-nao, la linda, chinita de ojos grandes y labios rojos que sonreía tan tristemente. Entonces, y evitando aparecer como actor, inventó un héroe imaginario y se puso a narrar lentamente la historia melancólica de la lindísima linannesa. Refirió su primer encuentro con la chinita, y cómo cuidó al pobre herido que el destino ponía sobre sus manos, y que el azar llevaba a Meng-tzu ; los solícitos cuidados prestados al desgraciado, disputJuidolo a la muerte que lo acechaba ; después señaló al prisionero francés obstinadamente fiel a su antiguo amor, y doliéndoze de la, suerte de la pobre china, a la cual no podía corresponder. Esteban experimentaba una aguda voluptuosidad al narrar de ese modo su propia historia delante de Clemencia, que no podía adivinar ni el sentido ni el alcance de las palabras oídas. Ellas supusieron que el señor Dominique por discreción no quería apare226
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cer como héroe de ese idilio, modestamente atribuido a otro. Calló un instante y permaneció pensativo. -Si no fuera usted el que hablase- dijo la señora de Soligny sonriéndose, no daría crédito a esa historia. ¿Afirma usted que los hombres son capaces de semejante fidelidad? -No afirmo nada, señora. Le cuento sencillamente una historia verdadera. Y aun he te, nido que ocultarle la mitad... Si la conociese usted por completo, usted admitiría que, si no todos los enamorados, al menos algunos, saben guardar respeto a la fe jurada. ¿Por qué había de ceder el joven de que hablo al amor de esa pobre chinita? Sentía él un amor tan ardiente, tan verdadero, tan. grande por otra que no se hubiera arrancado ese sentimiento de su corazón sin matarle. Sabía igualmente que era amado por la mujer que le esperaba en Francia, y que en vano esperaba su regreso. La traición hubiera sido una cobardía vulgar, y crea usted que toda cobardía repugna a los hombres de sentimientos elevados. -Entonces- prosiguió Agustina, siempre en tono escéptico y burlón, -esa china no es tan bonita como usted acaba de pintarla. ¿Cómo se llamaba? 227
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-Se llamaba Hong-ma-nao, lo que en francés quiere decir «ágata rosada». Era pura y transparente como esa piedra; graciosa, encantadora, con sus ojos negros donde brillaba una llama viva... Ella misma me contó su triste novela; y aquel que la rechazó sufrió tal vez tanto corno ella misma. La hubiera amado y llevado con él, si su corazón no hubiera sido de otra. Usted no conoce la vida que nosotros los marinos llevamos... Sería usted más indulgente y más crédula, señora, si supiera qué existencia nos inspiran la soledad y la abnegación. Las dos jóvenes se sentían emocionadas al contacto de aquella exaltación que acusaban los ojos de Esteban. Hablaba con un entusiasmo que parecía fiebre. Cuando calló siguió un largo:silencio. Agustina hallaba mucho encanto en aquel marino, y le gustaba oír a un hombre de acción hablar como un poeta. Cuando la señora de Soligny miró a Clemencia, quedó estupefacta al ver la cara de su amiga; tan notable era su cambio. Generalmente cuando iba a sociedad, la. señora Geoffry permanecía muda o indiferente. Parecía ajena a las cosas exteriores y que sólo escuchaba, por cortesía las conversaciones familiares. Esa noche, una llama clara iluminaba sus 228
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grandes ojos azules, y un poco de sangre coloreaba sus mejillas pálidas; a intervalos la sacudían estremecimientos nerviosos, como si se sintiera agitada íntimamente. Algunas amigas se acercaron, y la señora de Soligny tuvo que dejar su asiento para atender sus deberes de dueña de casa. Clemencia siguió a su amiga, y el oficial se quedó solo. Ocultó su cara entre sus manos... ¿Era para, esconder las lágrimas que vertían sus ojos? ¡Desgraciado! Le -parecía. estar viviendo fuera de la realidad del mundo, y como si estuviera en pleno ensueño... amaba con todas las fuerzas de su alma al exquisito ser a cuyo lado acababa de pasar unos instantes. ¡La amaba y era su mujer! ¡Le pertenecía! Le hubiera bastado decir una palabra para que ella diese un grito y cayese en sus brazos... Aún más, comprendía él que ella se sentía atraída por una fuerza Magnética. Ignoraba que aquel extraño era el esposo que lloraba todavía, y sin embargo, la veía ya casi seducida, por ese desconocido de ayer, que ejercía sobre ella una, influencia irresistible. Entonces tuvo el instinto de que Clemencia y él iban a ser, a, pesar de ellos, actores de un drama extraño, completamente nuevo. La joven le amaría y se 229
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maldeciría tal vez al creer que hacía traición a la memoria del muerto. ¿Cómo hubiera podido adivinar, al contrario, que seguía siendo fiel a sí misma y al hombre que había amado? Cuando Esteban pensó en sacrificarse, no tuvo en cuenta esta complicación inesperada. ¡Había querido sacrificarse para que Clemencia no sufriera, como madre; y hete aquí que ahora iba a sufrir como amante! La conocía, demasiado bien para no haber leído su emoción. Su rostro pálido, sus ojos inquietos, revelaban una agitación extrema... De pronto, la puerta del saloncito abrióse y Clemencia apareció por entre los cortinados que la ocultaban. Quería entrar un instante en aquella habitación en la cual había visto y oído a Dorninique. Al no verlo en el otro salón, creyó que se había ido. Al divisarle, se puso densamente pálida, y permaneció inmóvil, los ojos perdidos en el vacío. El seguía abismado en sus pensamientos; pero al oír el ruido de las sedas sobre la, alfombra, el joven marino salió de su abstracción. ¡Ella! ¡Ella que venía. hacia él en el instante preciso en que ella dominaba por completo su razón y su pensamiento! 230
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Se levantó bruscamente y le tomó las manos, mirándola, en los ojos, cara a cara, como si quisiera, infundirle su -pensamiento en el suyo. Puso en su mano un beso prolongado, y dijo con voz desfallecida: ¡La amo!... Al oír estas palabras, Clemencia sintió una conmoción violenta. No pudo ni contestar,. ni hacer un gesto. Esteban abrió la puerta y huyó.
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IV Durante toda la noche, la señora Geoffry evocó los recuerdos encantadores de esa velada. ¡Un hombre se había atrevido a decirle que le amaba, un hombre que no conocía hacía tres días! ¿Y quién era? El último mensajero de Esteban, el que habla traído la carta suprema escrita por su marido. Agustina no se equivocaba. Lo que Clemencia suponía una novela creada por la imaginación de su amiga, era va una realidad. El señor Dominique había buscado a la viuda de Esteban Darcourt con una paciencia admirable, tanto para cumplir su deber como para, ceder a los impulsos de su corazón. Sin duda alguna, la había conocido en otra época, sin duda la amaba desde hacía muchos años. Al encontrarla casada, no pudo 232
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guardar el secreto que llevó en su pecho tanto tiempo. La confesión que acababa de hacerle se explicaba por su silencio prolongado. Antes calló porque era el amigo de Esteban; ahora hablaba porque el señor Geoffry le era absolutamente indiferente. ¿Cómo admitir que esa pasión hubiera nacido y crecido en cuarenta y ocho horas? Desde su primera entrevista, Clemencia juzgó bien al señor Dominique. Era un hombre leal, recto, incapaz de mentir o de conocer falsedades. Sus ojos, cuya expresión agitaban tan profundamente a la señora Geoffry, reflejaban la serenidad de un alma elevada. ¡Cosa extraña! La joven no pensaba ni en poner en duda la sinceridad del oficial de marina ni en ofenderse de la brusquedad de su pasión. El amor de otro hombre la hubiera ofendido en su pudor y herido en carne viva. Cuando se repetía las últimas palabras del señor Dominique, sentía en todo su ser una sensación de deliciosas vibraciones. ¿El la amaba? ¿Dónde estaba el mal después de todo? Ella no cometía ninguna mala acción. Una mujer de veintiséis años no ha renunciado por completo a las ilusiones y a las esperanzas. 233
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Clemencia se decía, todo esto, y sentía remordimientos. No pensaba en ese segundo marido que ella había aceptado, sino en Esteban, que descansaba en tierra asiática. ¡Amar a. otro hombre! ¿No sería hacer traición, no al nombre que llevaba ahora, sino a aquel que aun seguía llorando? La mujer, cuando es verdaderamente mujer, amalgama siempre el sentimiento con el deber. ¿Qué le importaba a Clemencia el señor Geoffry, a quien. no amaba? Sólo adoraba a, Esteban, y le causaba extrañeza que aun después de tantos años de la muerte del oficial, el pensamiento de otro hombre pudiera perseguirla y causarle emoción. ¡Emocionarla! Ante esta idea, se sublevó contra ella misma. Era imposible. Eso no podía ser y no sería. El señor Dominique la agitaba tan profundamente porque entraba en su vida a esa hora crítica en que una mujer está a punto de abandonarse. ¿Quién la hubiera defendido contra, la tentación de su aburrimiento o de su desaliento? ¿Antonieta? Para la mujer que sufre, el hijo puede ser un pretexto, pero jamás una protección. Y a pesar de sus esfuerzos, el recuerdo del oficial de marina no se apartaba de su mente, y lo volvía a 234
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ver besándole la mano y diciéndole con voz desfallecida «¡La amo!» Seguía perdiéndose en reflexiones y se persuadía que Esteban aprobaba la declaración apasionada de su amigo. Se acusaba de haberse casado con el señor Geoffry, y encontraba natural amar a ese hombre que se parecía tan extraordinariamente a su primer marido. A mediodía la señora de Soligny llegó para almorzar con su amiga. ¡Dios mío, va, no eres la misma! -¡Agustina! La señora de Soligny se echó a reír -¡No intentes defenderte! Ignoro lo, que ha sucedido, pero la Clemencia de hoy no parece nada a la de ayer. Leía una gran turbación en los ojos de la señora Geoffry. Se sentó al lado de su amiga y, tomándole cariñosamente las manos le dijo -¿A quién habías de confiarte sino a mí? Clemencia bajó los ojos, y en un arranque de franqueza, contestó -Me ama. -¿Y tú? 235
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-Tengo miedo de amarle... La señora de Soligny abandonó su asiento y dio algunos pasos por el salón. Detúvose un instante delante de su amiga, y dijo : -¿Te ama? Lo sabía. ¿Te imaginas tú que te hubiera buscado con esa obstinación si le hubieses sido indiferente? Te lo dije y no quisistes creerme y te encogistes de hombros. Ahora te ves obligada a re- conocer que no me equivocaba. La señora Geoffry ocultó su cabeza entre sus manos, y replicó en voz muy baja: -¡Cómo me despreciarías si supieras!... -¡Despreciarte ! -¿Si te dijera que durante toda la noche he pensado en ese hombre? Se ha atrevido a confesarme su amor, ayer, en tu casa... Y desde ese instante lo llevo aquí, en el cerebro y en el corazón; me acuerdo de todas sus palabras, y es con dulzura infinita que evoco su recuerdo... Ya sé que soy culpable acariciando pensamientos criminales; sin embargo... La señora de Soligny abrazó efusivamente a Clemencia. -No me digas nada más. Te conozco tan bien como tú misma, y ninguno de tus secretos lo son 236
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para mí. Me he hecho una moral para mí sola que la sociedad tal vez hallaría muy inmoral. ¿Qué ser ha sufrido más que tú? Apenas has disfrutado de unos días felices. El que amabas te fue robado tres semanas después de tu boda. Tu segundo marido no ha sabido ni merecer ni obtener tu cariño. ¡Infeliz! Si Dios te manda un poco de dicha no la rechaces, y piensa que has ganado tu parte de alegría y de esperanzas. Durante toda la tarde la señora de Soligny no se separó de su amiga. No quería que Clemencia permaneciese a solas con sus, pensamientos. Clemencia, sin confesárselo, esperaba la visita del teniente de navío. Vendría seguramente o le escribiría. Vendría... Y ante la idea de esta visita temblaba de temor y de esperanza. ¿Qué le diría? Y ella, ¿que le contestaría si le repetía las palabras audaces del día anterior? ¡ Cuando Agustina se fue, la noche se iniciaba. El señor Geoffry no había parecido desde la mañana, y Clemencia pensó con terror que apenas se había ocupado ese día de su hija * El sentimiento nuevo que la, invadía era, pues, tan poderoso y avasallador que olvidaba durante horas a la tierna hija que hasta entonces había sido toda su vida y la había llenado. 237
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V Y mientras tanto, allá, en medio de las frondas en flor, bajo el cielo dorado del Yun-nan, una infeliz chinita se moría de pena. Desde que su amado Si-yu había desaparecido en el camino de Hsin-kai, permaneció insensible a todas las cosas de la vida exterior. En vano Litong-min y sus hijas se esforzaron en distraerla. Hong-ma-nao movía melancólicamente la cabeza y nada contestaba. Por la tarde se sentaba en un banco de musgo y miraba huir las nubes vagabundas y su pensamiento volaba con -ellas hacia horizontes lejanos. ¿Dónde estaba aquel que era dueño, de todo su corazón y de todo su pensamiento? Sin duda, había, encontrado a su adorado, Clemencia, a aquella mujer querida a la cual su alma y su cuerpo habían sido fieles a pesar del amor que otra, sentía por él. En238
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tonces suspiraba pensando que su juventud se marchitaría en esa prolongada aspiración hacia su amor desdeñado. Después se sublevaba contra su suerte, que no le ahorraba ninguno de los dolores de la mujer. Esposa, la habían repudiado ; amante, la habían rechazado. Se enrostró su abnegación como una cobardía, lamentando no haber retenido a Esteban, contrariando su voluntad. En vez de ayudarlo a huir, debió ella rehusar a ser su cómplice; y ahora, por su culpa, sufría, al verse lejos del único hombre a quien amó. Al fin, como un corazón apasionado no desesperar nunca completamente, se dijo que quizá Si-yu no había podido unirse con la que buscaba... ¿Quién sabe si no estaba solo en su país, solo y echando de menos a su querida Hong-ma-nao? Poco a poco, esta idea fue tomando cuerpo, y la joven sintió un deseo invencible de volver a ver a su bien amado. ¡Volverlo a ver! ¿Dónde? Para aquella cabecita asiática, un poco limitada, la palabra Francia no evocaba nada concreto. Comprendía que más allá de los mares azules existía un país muy diferente del suyo, y al cual una mujer no podría nunca llegar. Adivinaba las dificultades casi insuperables de ese largó y penoso viaje. Peligros de toda clase amena239
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zarían a una mujer sin protección alguna. Y sin embargo, concibió la empresa y no se asustó. En cuanto resolvió irse a Francia, consideró valientemente todos los inconvenientes y peligros que tendría que afrontar. Lo primero era tener el consentimiento de Li-tong-min. No vaciló en confesárselo todo y en decirle su complicidad en la evasión del. prisionero. Para el mandarín la confesión de Hong-ma-nao no fue una cosa nueva. Desde los primeros instantes se figuró que su prima había favorecido los planes del fugitivo. Tuvo un momento de ira, pero la piedad dominó luego sus instintos, y se condolió de la triste suerte de aquella desdichada. ¿Debía él permitir, sin embargo, que Hong-ma-nao se fuese a reunir con aquel ingrato? Habló de nuevo la, compasión y no dijo que, no. Pasó cierto tiempo, y el mandarín sentía a la hora del desayuno la mirada implorante de Hong-ma-nao fija en sus ojos como solicitando en su elocuente mudez la ansiada autorización para partir. Una mañana, Li-tong-min, vencido por aquella constancia, le dijo suavemente : -Puedes irte a Francia.
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Creyó que se iba a desmayar ; a tal punto se puso pálida. Después, una sonrisa encantadora apareció en sus labios. -Gracias -murmuró. -Deseo solamente que no viajes sola. Un comerciante de Meng-Tzu va estos días a Lao-Kai ; le he rogado que prolongue su viaje y que te lleve hasta HanoY. ¿Qué le importaban todos esos detalles a la pobre chinita enamorada? Lo que ella quería. era salir del Yun-nan y volar hacia aquel país desconocido en donde estaba, aquel a quien ella adoraba. Sus preparativos de viaje no fueron largos. Li-tong-min tuvo que imponerle su voluntad a fin de que permaneciese por lo menos una semana en Saigón. Y cuando ella demostró extrañeza por ese rodeo inútil, movía gentilmente su cabecita en señal de rebelión, y no aceptaba las razones del mandarín. ¿Podía acaso subir a bordo y llegar a Francia llevando solamente en sus baúles trajes chinos ? Vestida a la europea, la joven corría menos riesgos de despertar curiosidades indiscretas. Lo que ella no quería decir es que temía estar menos bonita con aquellos trajes extraños para ella que los de su país, y parecer fea a su querido Si-yu. Tuvo que ceder, 241
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pues Li-tong-min se mostró inflexible sobre ese punto. La anunció, además, que había escrito a un amigo suyo,, de Saigón, para que le facilitase una dama de compañía o una sirvienta, a fin de que la acompañase durante el viaje. Y de este modo la suave Hong-ma-nao tomó su vuelo hacia el país lejano en que vivía el elegido de su corazón. Nada pudo distraerla de sus pensamientos. Descendió el curso del río Colorado, sin mirar su magnífico panorama en esa época del año. Una sola cosa lo llamó la atención en Ha-noï : los uniformes de los oficiales de marina, el mismo que vestía su amado. ¡Al fin estaba en Cochinchina! Y en tanto que el amigo de Li-tong-min cumplía las instrucciones que el mandarín le había dado, ella empleaba su tiempo paseando por el muelle y contemplando el vapor que debía llevarla allá... Tuvo, sin embargo, una satisfacción muy viva cuando se vio por primera vez vestida como una francesa. Se halló bonita, y se dijo que no disgustaría a Si-yu cuando la viera convertida en una graciosa parisiense. 242
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El viaje no ofreció dificultades y Hong- ma-nao llegó a París. Era una desapacible mañana de noviembre; llovía y un frío bastante intenso anunciaba un invierno riguroso. Desde que desembarcó en Marsella, esta hija de la tierra soleada del Yun-nan, empezó a sentir cruelmente el cambio de clima. Una tos seca desgarraba su pecho y quitaba su fresco color a sus mejillas. No se preocupaba, sintiéndose feliz al verse en París. Repetía esta última palabra como si fuese de efectos mágicos y estuviese llena de promesas...
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VI -La amo... La primera vez que la vi a usted, comprendí que le pertenecía para siempre. El otro día, la señora de Soligny se burlaba de aquellos que guardan fidelidad absoluta al objeto de su pasión. Búrlese usted, si quiere, también; pero créame. Sólo le pido la alegría de verla con frecuencia,, permiso para adorarla. Estoy solo en el mundo; mi familia ha desaparecido; mis amigos se han dispersado. He puesto en usted toda la ternura, todo el cariño que los demás sienten hacia aquellos a quien aman... Clemencia escuchaba, encantada, los ojos medio cerrados, adormecida por aquel canto de amor que la extasiaba. La dulce voz de Esteban penetraba hasta su corazón y le conmovía profundamente. ¿Cómo hubiera podido resistir a la seducción que ese hombre ejercía sobre ella? ¡Le recordaba tan 244
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extraordinariamente al único ser a quien había amado! El oficial de marina le refería cuándo y cómo la había visto la primera vez, y cómo se había enamorado de ella; y como repetía su propia historia cambiando sólo algunos detalles demasiado personales, Clemencia, turbada por aquella semejanza, entre el pasado y el presente, se dejaba arrastrar insensiblemente. ¡La situación le parecía tan rara y novelesca! La joven se sentía envuelta en una aventura tan vaga como el sueño, tan preciso como la realidad. Al entregarse a sus sentimientos y a, la atracción de Dominique, se imaginaba que cedía a la fuerza de sus antiguos recuerdos. Cuando, escuchaba la voz del teniente de navío, creía oír a Esteban; cuando fijaba sus ojos en los del marino, miraba a Esteban. Sin que ella pudiera darse cuenta, el amor antiguo se hacía cómplice del nuevo amor. Sus ternuras de esposa tan cruelmente tronchadas por el Destino implacable, cantaban en su corazón sus melodías encantadoras, y al amar a ese joven, reanudaba solamente la cadena rota de la novela de su juventud. Estuvo en su casa al día siguiente de haber comido en el hotel de la señora de Soligny. Y desde entonces iba todas las tardes. 245
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-De modo que hace mucho tiempo que usted me quiere- dijo ella un día, pensativa... -Nunca he amado a nadie más que a usted. Desde aquel baile de Cherbourg, donde la vi por primera vez, su imagen radiante no ha salido de mi pensamiento. Durante las largas travesías, cuando se permanece muchas semanas entre cielo y agua, sólo veía a usted, sólo pensaba en usted. Esteban... Diez veces creí que iba a morir, y siempre fue a usted a quien dirigí mi último pensamiento y un adiós supremo. Un día Clemencia quiso pillarle en una mentirilla, y le dijo en tono suavemente irónico : -¿Usted pretende acordarse de ese baile de la Prefectura de Cherbourg donde usted me conoció? ¿Es eso verdad? ¿Debo creerle? -¿Quiere usted una prueba? Usted llevaba un vestido de muselina blanca con cinturón azul. Recuerdo perfectamente que no lucía usted ninguna alhaja: solamente ostentaba en el cabello una rosa que realzaba su rubia cabellera. Cerró los ojos, reprimiendo la emoción violenta que la embargaba. -Usted me ama... Yo lo amo- murmuró. 246
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-¡Clemencia! Había tanta pasión, tanto ardor en ese grito, que la joven tuvo miedo. Se le escaparon algunas lágrimas, y juntando sus manos, exclamó medrosa: -¡Se lo ruego, tenga piedad de mí! El sentimiento que experimento es tan complejo, que no acierto a explicárselo. Antes de conocerle, me parecía que siempre llevaría el luto de mi amor extinto y de mis ilusiones destruidas. Lo encontré a usted, y me conquistó antes de que yo pudiera pensar en defenderme. Le pertenezco tanto, le amo a, tal punto y a negarle nada... -Usted quiere... -¡No quiero avergonzarme de mí misma! Deseo que esta ternura profunda é irreflexiva, que me hirió como un rayo, permanezca tan pura y tan casta como lo fue siempre mi vida. Y al hablar así, seguía con los ojos el combate que se libraba en el corazón del joven. -¡Sea! -replicó con voz sorda. Hágase su voluntad. La quiero a usted tanto, que me es imposible no obedecerla ciegamente. Tenía entre sus manos las de Clemencia y se las apretaba afectuosamente, devorándola con la mira247
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da, con aquella mirada que trastornaba a la joven. En aquellos ojos volvía a encontrar todas sus impresiones de soltera y de mujer casada. -Usted es bueno -murmuró. -Tendrá usted compasión de mí, que me entregaría toda, y que moriría después al verme envilecida... Cerró suavemente los ojos, como si quisiera saborear deliciosamente la embriaguez de su ensueño. -Usted me ama y yo lo amo- volvió a murmurar. Estaban muy cerca uno del otro, dominados por el mismo exquisito estremecimiento que los hacía palpitar. La comunidad de sus pensamientos completaba la unión de sus almas. Se pertenecían como se pertenecen dos seres abrasados por la misma pasión, Y cuya voluntad de seguir puros y casos de e embriaguez de los sentidos. Todas las tardes el marino pasaba largas horas en amables confidencias con la señora Geoffry, y esas horas Clemencia las revivía cuando se hallaba lejos de él. Era necesario, como lo era, que el señor Geoffry estuviese muy ocupado en sus negocios para no advertir los cambios que se operaban en su mujer. Estaba transfigurada. Una llama brillaba en sus ojos como si no pudiera ocultar la alegría radiante que iluminaba ahora su existencia. Y cuando 248
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se quedaba sola por la noche, ya no era para repasar con amargura las tristezas de su vida. Gozaba de ese amor compartido que hacía de ella otra mujer, una Clemencia rejuvenecida, dichosa feliz de verse amada, orgullosa sobre todo de permanecer pura. No quiso mentir tampoco a Agustina, y le, confesó todo : la declaración apasionada del teniente y la franqueza que ella puso en su contestación. -¿Crees, acaso, que me revelas un gran misterio?-replicó la señora de Soligny, sonriéndose. -Te lo dije desde el primer momento. Si no te hubiese amado no te habría buscado con esa perseverancia que nunca llegó a cansarse. ¿Y tú te imaginas, con la sinceridad del sentimiento que te domina, que os detendréis a mitad de camino? -¿Tú piensas?... -Pienso que el amor tiene, las mismas exigencias que los celos. Los filósofos afirman que son pasiones que se nutren de sus propios jugos. ¡Qué estupidez! Y es que esos tontos nunca se han enamorado ni han sentido celos. ¡En primer lugar, no son pasiones, sino enfermedades! -¿Entonces me consideras como una enferma? -¡Claro que sí! 249
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-¿Y tú crees que no depende ni de mí... ni de él mantenernos en nuestra pureza? La señora de Soligny hizo una mueca de desdén. -Querida mía, no soy más vieja que tú,; y mi vida no ha sido menos agitada que la tuya. Sin embargo, he hecho sobre todas las cosas razonamientos que creo justos. ¡O se aman ustedes o no se aman! Si se quieren, y estoy convencida de ello., se estrellarán ustedes dos contra el ¡inevitable obstáculo de las pasiones dichosas. El viajero, que se pasea por una montaña, y que resbala y cae, se imagina que no rodará hasta, el fondo del precipicio, y espera siempre encontrar una rama a que asirse, y que detendrá su caída. ¡La rama se rompe... y todo acaba! Clemencia escuchaba a su amiga, pensativa. -Me conoces, sin embargo, lo bastante - replicó la señora Geoffry.- Comprendo, y excuso todas las debilidades de la mujer; pero con una sola condición : que no sea madre. -Después, señalando con la mano el cuarto de Antonieta, añadió con voz más baja: -¡Ahí está mi salvación! Por esa niña, si no estuviera segura de él, lo estaría de mí. 250
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-Este arranque de indignación te ha favorecido y estás más bonita -exclamó, riéndose Agustina. ¡Déjame que te bese! No importa, compadezco al pobre muchacho. -Te afirmo que no es digno de compasión- replicó Clemencia, sonrojándose. -¡Eres extraordinaria! En fin, habrá que creerte. A riesgo de parecerte poco poética, te diré que estás desempeñando un papel que los hombres califican vulgarmente de grandes coquetas. -¿Yo, coqueta? -¿Te indignas? Reflexiona un poco. Te encuentras en la misma situación marital que todas las mujeres bajo la potestad y en completa incapacidad de arrepentimiento. Es el eterno razonamiento tan sincero como falso: «Te quiero, pero no seré nunca tuya; te doy mi alma, es decir, lo mejor de mi persona; en cuanto a lo demás, que es vulgar y perecedero, lo guardo.» Clemencia no podía enojarse. Agustina hablaba con tanto brío, que no había modo de buscarle querella. La señora de Soligny corrigió, sin embargo, la causticidad de sus palabras, agregando con tono alegre : 251
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-¡Qué importa, después de todo, puesto quo tú me afirmas que no hay razón para compadecer al señor Dominique! No; no había por qué compadecer ahora a Esteban. El oficial estaba en la gloria, gozando de una felicidad nunca soñada. Le amaba su mujer aquella que le creía muerto. Clemencia mancillaba el recuerdo del primer marido, pero era para adorar al que suponía, sin vida. El joven hallaba un encanto exquisito en esa inverosimilitud; ¡ una mujer fiel dentro de su infidelidad ¡Se sentía bajo el encanto de esa aventura extraordinaria, imprevista, quintesenciada. Con delicia recordaba los pudores y alarmas de la señora Geoffry. ¡Si ella pudiese sospechar la verdad! ¡Si supiera que al amar al señor Dominique, seguía amando a Esteban, y que su corazón pertenecía al mismo hombre que nunca había dejado de querer! Es que el amor verdadero es inmutable. Clemencia, sin que ella se diera cuenta, sufría la influencia de su antigua ternura. Adoraba al oficial porque adoraba a Esteban; sufría la fatalidad misteriosa de su afecto primero, resucitado y rejuvenecido por el cariño nuevo. En esos dos hombres diferentes amaba a uno solo. ¿Esteban? ¿Dominique? Clemencia creía olvi252
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dar al primero por el segundo, aun sufría por este olvido, y esta inconstancia sólo probaba la tierna fijeza de su corazón. Esteban comprendió que Una situación como esa no podía prolongarse mucho. Aunque fuese dueño de sí mismo, temía traicionarse algún día. La enfermedad había cambiado el color de sus cabellos y las heridas desfigurado su rostro, pero no dependía de él cambiar sus sentimientos. Cualquier día Clemencia reconocería a Esteban en el señor Dominique, y pensaría que esos dos hombres pensaban y sentían del -mismo modo. ¿Qué haría él entonces? ¿Qué haría él, que había aceptado sin reticencia el dolor de un sacrificio sublime? Se vería acosado contra el mismo obstáculo ante el cual antes ya se había estrellado. El día en que Clemencia estuviera en posesión, de la verdad, no aceptaría ya la mentira de su existencia doble. Repudiaría al señor Geoffry y reivindicaría sus derechos de esposa de Esteban. Pero entonces se vería forzada a elegir entre su primer marido y la hija del segundo. A veces pensaba que tal vez las cosas podrían seguir como ahora, y que él, conforme ya con esa 253
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felicidad del presente, no ambicionaría dichas más grandes. Al día siguiente debía ir, como de costumbre, a las dos de la tarde, a casa de Clemencia. E. ti el momento en que iba a entrar en el hotel de la Avenida Van Dick, el portero le detuvo, diciéndole que la señora no recibía, y como se quedara aturdido ante es consigna, el hombre agregó con tono complaciente que la señora había prohibido la entrada a todo el mundo menos a la señora de Soligny. ¿Qué pasaba? Esteban no comprendía. ¡La manera que Clemencia se negaba a recibirle! ¿Por qué? ¿Qué significaba, esa orden severa después de la intimidad de los días anteriores? No pensó en que la señora Geoffry podía estar enferma; si así fuese, díjose luego, me hubiera escrito. Para un hombre apasionado, locamente enamorado, no hay nada peor que lo inesperado. Sintiéndose incapaz de esperar hasta el día siguiente, entró en un café, y allí le escribió una larga carta expresándole sus alarmas en términos apasionadísimos. Envió la carta. y dijo al mensajero que esperara la respuesta. Cuando ese emisario volvió, no traía nada. Un criado le había, dicho solamente: «Está. bien». ¡Clemencia no se dignaba escribirle! 254
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Aunque curtido por el sufrimiento, Esteban estuvo a punto de desfallecer. Después dominó su dolor y tomó lentamente el camino de su hotel. Al llegar preguntó si no había cartas para él, confiando en que Clemencia, le hubiese escrito al hotel. El portero le dijo que no había Dada, pero que una señora le esperaba en su habitación. ¿Una señora? Sólo podía, ser ella. No había escrito, pero venía; el malentendido iba a, explicarse. Abrió la puerta de su cuarto y oyó un ruido de sedas, divisando una forma femenina hundida en un gran sillón cerca de la chimenea. -¡Hong-ma-nao! -exclamó estupefacto. -Sí, Hong-ma-nao, que no podía vivir sin ti... Lo abrazó con ternura infinita. -¿Creías, que nunca más volverías a verme, querido Si-yu? Me hubiera muerto si no abandono mi país para venir a verte. Ni un momento has dejado de vivir en mi corazón... Una emoción violenta iba apoderándose del ¡oven. La, fidelidad, la constancia invencible de aquel amor de la pobre chinita le llegaba, a, lo más íntimo de su alma. Habla franqueado aquella enorme distancia, impulsada por su sentimiento, sin saber siquiera si sería bien recibida, llevada por el 255
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deseo de volver a, ver a aquel a quien había salvado la vida, a aquel a quien adoraba. -Ale habías dicho que te llamara si me sentía desgraciado. ¡Sufro y aquí estás! Ella tomó su mano y, apretándose contra él, ciñéndole, le contó todo lo que había hecho desde que él la abandonó. Refirió su pena, la furia de Li-tong-min cuando supo su fuga, y la, compasión de éste cuando ella le confesó su amor por su querido Si-yu. Esteban la escuchaba emocionado, sin interrumpirla. Aquel afecto tan puro y noble era un bálsamo para la herida de su corazón. La contó también Hong-ma-nao sus impresiones de viaje, y lo grande que ahora le parecía el mundo. Sentía mucho frío desde que había salido de su país, de clima tan suave, y una tos seca y dura destrozaba su pecho. -¿Por qué te fuistes?- dijo, al terminar. ¡Hubiéramos sido tan felices allí! Aquella a quien tan fielmente amastes, te ha olvidado sin duda por otro, y yo no puedo olvidarte... Hong-ma-nao dejó caer su cabeza sobre el hombro de Esteban, y él sintió admiración por esa ternura tan abnegada, tan vigilante, tan exquisita, que nada podía cansar. 256
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Durante este tiempo, ¿qué hacia Clemencia? Después de haberle confesado que le amaba, la señora Geoffry se arrepentía como si la vergüenza o el remordimiento hiciesen presa en ella. -Tenía razón antes - murmuré Esteban., abrazando a la pobre chinita. -Estaba escrito que había de verte, puesto que la desgracia me hiere...
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VII Hong-ma-nao había, contado a Esteban que en París se hacía comprender fácilmente, gracias al auxilio de la sirvienta europea elegida en Saigón por el amigo del mandarín. Además, durante la permanencia de Esteban en China, ella había aprendido el francés; pero, con todo, a veces su sirvienta le fue indispensable, y grandes hubieran sido sus dificultades para encontrar al oficial sin el concurso de aquella muchacha. Era ésta inglesa y se llamaba Matilde, nacida en Jersey. Fue a Cochinchina con unos colonos de Manchester. Cuando murió el jefe de esa familia, sus miembros se dispersaron. La patrona de Matilde regresó a Inglaterra, y. no pudo llevarse a la pobre muchacha por no permi258
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tírselo sus escasos recursos. La inglesita quedó en la miseria, e iba ya a solicitar del cónsul británico su repatriación, cuando se le propuso, acompañar a Europa a la joven china. Para Matilde fue la salvación. Durante el viaje tomó mucho cariño a Hong-ma-nao. Esta, trataba a Matilde como si fuera una amiga y no una criada. Con la expansión de las naturalezas sinceras, le refirió la triste novela de sus amores desgraciados. -¿De manera, señora, que usted cree que en París va a encontrar a ese oficial? -Sí. -¿Pero usted no sabe su domicilio? Matilde sonreía maliciosamente al hacerle esa pregunta que alteró el gracioso rostro de la chinita. Para, Hong-ma-nao, París debía ser una ciudad como Meng-tzu, en donde todo el mundo se conoce. Y no era así al decir de Matilde. Hong-ma-nao estaba consternada. -No se atormente, señora- díjole la inglesita, que era muy lista. -Puesto que es oficial de la flota de guerra, haremos como en Inglaterra, e iremos al ministerio de Marina a preguntar dónde vive dicho teniente. 259
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Desgraciadamente, las cosas no pasaron tan fácilmente como Matilde lo suponía. Solamente el ministro de Marina y el Jefe de Estado Mayor conocían el secreto de Esteban Darcourt, y sabían que el teniente de navío se ocultaba bajo el nombre de Dominique. Habían prometido guardar el secreto del marido de Clemencia y no era fácil penetrar el misterio en que el joven ,se envolvía. Durante tres días Hong-ma-nao se estrelló ante las evasivas de los empleados del ministerio de Marina; nada sabían y nada podían decirle. El Jefe de Estado Mayor, el contralmirante Liegeois, supo que una joven y linda, china venía obstinadamente al Ministerio todas las tardes, y no se cansaba de dar pasos para averiguar el paradero de un oficial. Se acordó entonces de lo que el teniente Darcourt le había contado, y dio orden que si volvía la china la llevasen a su despacho. El viejo lobo de mar había recorrido el mundo y sembrado muchas de sus ilusiones en las grandes rutas ; pero algunos corazones siguen siendo jóvenes, y se enternecen fácilmente ante la narración de las pruebas a que otros han sido sometidos por la suerte. 260
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No pudo menos que sentirse emocionado cuando la pobre chinita le contó su triste historia, que antes oyera de labios del teniente Darcourt. No creyó faltar a su promesa al revelar a la joven una parte del secreto de Esteban, y, de este modo Hong-ma-nao pudo llegar hasta,, aquel que vino a, buscar de tan lejanas tierras...
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VIII -Siento decir a usted que la señora ha dado orden que no se le anuncie a nadie. Esteban escuchaba, con el ceño fruncido, al portero que por la décima vez en cuatro días le repetía la misma consigna. En vez de irse en' seguida, como en días anteriores, interrogó al portero, y éste, mediante una propina regia, le dio todos los informes que deseaba. Antonieta estaba gravemente enferma. Al comparar las fechas, Darcourt calculó que la, señora Geoffry le cerró su puerta el día en que su hija se enfermó. Todo se lo explicaba ahora. Clemencia estaba dominada por los remordimientos. Ingenua como era, sin duda achacaba el amor que creía culpable, la enfermedad de su hija, aceptándola como una expiación de su culpa. 262
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¿Qué mal era el de la niña? En vano Esteban interrogaba al portero; nada sabía éste. Los médicos no estaban de acuerdo.: uno decía que era escarlatina y otro opinaba que era difteria. Antonieta tenía una fiebre muy alta y se quejaba de fuertes dolores en la, garganta. El oficial iba a retirarse, cuando vio cruzar por el fondo del vestíbulo a Clemencia. Fue hacia ella. -Necesito hablarle- díjole con voz breve. La saludó con una ligera inclinación de cabeza y penetró en el salón. Un relámpago cruzó los ojos azules de la joven. Lo siguió, cerró la puerta, y díjole bruscamente : -He prohibido el acceso a mi casa. ¿Por qué se permite usted infringir mis órdenes? El la miró cara a cara. -¡Porque después de la confesión que usted me ha hecho, no tiene usted el derecho de arrojarme de su casa como a un cualquiera! Clemencia se puso muy pálida. -¡Sí, le, dije que le amaba y cometí un crimen! No al hablar como hablé, sino al amarle. ¿Soy acaso libre? ¿No pertenece mi corazón al que ha muerto? ¡A aquel cuyo nombre usted invocó para llegar hasta esta casa! 263
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Gruesas lágrimas se -deslizaron por su cara. Inclinó la cabeza tristemente; después la alzó con cólera y ese sentimiento la embellecía aún más. -Quién es usted, usted que trae aquí la desgracia? ¡Ha arrojado usted un maleficio sobre mí y sobre aquellos a quienes amo! ¡Lo veo a usted y dejo en seguida de ser una mujer honrada: me confío a usted, y mi hija se ve en peligro de muerte! ¡Aun hay más! ¡Usted me ha robado el reposo de mi existencia y el respeto de mí misma! ¡Y el día en que quiero luchar, en que quiero refugiarme en los recuerdos que son mi fuerza, se atreve usted a negarme el derecho de defenderme, de protegerme! El no cesaba de mirarla; sus ojos permanecían clavados en los de Clemencia. ¡Cómo la compadecía! ¡El sabía lo mucho que debía sufrir aquel ser cándido, puro y filial! Con mucha dulzura quiso tomarle la mano; ella lo rechazó con enojo. Con voz suplicante le dijo Esteban: -Permítame usted que la vea; se lo ruego... Clemencia esbozó un gesto huraño. -No me ha comprendido usted. ¡Le he dicho que al herirla, es a mi a quien Dios castiga! ¡Es porque le he amado, porque se lo he dicho, que mi pobre hija sufre y agoniza! 264
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¡No quiero, no quiero que permanezca usted un instante más aquí! Es la última vez que nos vemos, ¡adiós! Y apartando su brazo para que no la detuviese, atravesó el salón y desapareció. Desde que Antonieta estaba enferma, su madre la llevó a su cuarto. La niña, con la cara abotagada, muy roja, los ojos cerrados, yacía, en medio de la amplia cama, envuelta en blanquísimas sábanas. La señora Soligny, sentada al lado de ella, miraba a la niña que dormitaba, los labios contraído por un esfuerzo doloroso. -No se, ha movido desde que salistes- dijo Agustina al ver a su amiga. Clemencia no contestó nada. -¡Qué pálida estás! -murmuró la señora de Soligny. -¡Es que le he visto! -¿Has consentido en recibirle? -No. Entró a pesar de mis órdenes. -Y Le he echado! Clemencia ! -Tú sabes lo que sufro desde que esta inocente está enferma... ¡Y comprendo que somos impotentes para salvarla! 265
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¿Tú has creído que le cerraba mi puerta a él porque se la cerraba a todo el mundo, y me era imposible recibirle cuando a nadie recibía? ¡No era sincera cuando tal te dije!... Y con voz muy baja, y avergonzada, le refirió la escena violenta que acababa de ocurrir entro ella y el oficial de marina. Agustina conocía demasiado a su amiga para discutir con ella. Al lado de esa madre tan cruelmente herida en la más santa de sus afecciones, la señora de Soligny no quería representar más papel que el de consoladora. Abrazó a Clemencia, suspirando, y volvió a ocupar su puesto al lado de la cama de la enfermita. Sin embargo, el mal, en vez de decrecer, aumentó durante el día siguiente. Entonces ya fue posible diagnosticar con seguridad. Antonieta tenía la fiebre tifoidea. Se necesitó la intervención enérgica de la señora de Soligny, para que el señor Geoffry no dijera a. su mujer brutalmente la verdad. -Déjela en la duda; la duda es la mi la esperanza. Bien está que sepa que la enfermedad es grave, pero no le digamos que es mortal, a fin de que conserve sus energías y cumpla su deber hasta el último instante. 266
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Aunque Clemencia ignoraba toda la, verdad veía a su hija morir lentamente como una flor que va marchitándose. Desconocía el nombre de la enfermedad, pero observaba sus huellas y seguía con los ojos los sufrimientos de la niña, apenas calmados con morfina. Durante toda una semana, Clemencia no desertó de la cabecera de su idolatrada hija, esforzándose en aparentar calma, y colocándose una, máscara de resignación en su rostro. Permanecía, sobre todo., fuerte delante de los extraños, en presencia de su marido, de los criados y aun delante de Agustina. Pero, por la noche,- cuando despedía a la enfermera y se quedaba sola a la cabecera de su Antonieta, daba entonces libre curso a su desesperación y a sus lágrimas contenidas durante el día. Arrodillábase ante la cama y besaba locamente las manos de la niña que colgaban inertes y descoloridas. -¡No te mueras, vida mía- le decía- no te mueras, tu madre te lo ruega!... Y Clemencia, estallaba en sollozos convulsivos, que retumbaban dolorosamente, en el gran cuarto silencioso. Antonieta no oía ni veía. 267
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Permanecía inmóvil, y la blancura de la carita se confundía con la de la almohada. La desgraciada madre hubiera querido besar aquella frente que pronto quedaría helada, aquellos labios exangües, aquellos ojos que pronto se empañarían... ¡Y no se atrevía, no, no se atrevía! Lo parecía que su hijita gozaba de un sueno reparador y que sus besos iban a despertarla. Se contentaba con acariciar su manita, repitiendo entre sollozos ahogados: -¡No te mueras, vida mía, te lo ruego, no te mueras... Afuera el viento silbaba, y agitaba los árboles del parque. ¡No, no era posible que su hija muriera ! ¡Hay monstruosidades que el Cielo no permite y Dios no es siempre injusto! ¡ Había perdido a su marido y debía ahora perder a su hija! Y entonces su pensamiento enloquecido iba hacia aquel extraña, hacia aquel desconocido, a ese señor Dominique, y se repetía, ella, misma las palabras terribles cine lanzaba contra él la desgracia habla entrado en su hogar con aquel hombre... ¿Pero entonces ¡Cielo santo! él no era el culpable, sino ella? ¡Ella, que lo había amado, que se lo había confesado; ella, que no supo resistirá la fascinación diabólica! Esta idea au268
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mentó su desesperación. Estaba arrodillada ante la cama, lo mismo que antes, con las manos juntas y gritaba: -¡No te mueras, vida mía, te lo ruego, no te mueras!... La infeliz no podía más. Cuando la enfermera, entró en el cuarto, encontró a la señora Geoffry desmayada. Antonieta seguía dominada por una postración parecida a un letargo; sus miradas vagas parecían las de una alucinada; sus labios entreabiertos buscaban aire, y todo su aspecto era ya el de un moribundo.
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IX Sin las palabras de consuelo de su querida Hong-ma-nao, Esteban hubiese muerto, pues un dolor profundo lo iba minando. Una mañana, no pudiendo aguantar más, escribió una. carta a la señora de Soligny pidiéndole una entrevista. Agustina le contestó que lo recibiría ese mismo día a las once de la mañana. Cuando llegó el señor Dominique, 'salió a su encuentro con la mano tendida con un gesto de leal simpatía. -Le esperaba- le dijo con sencillez. Se detuvo al ver la palidez del marino y su, aire tétrico. -No tiene usted necesidad de decirme lo que. sufre : lo leo en su cara.
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Con voz entrecortada, Esteban le contó la escena cruel de la víspera, y de qué modo Clemencia lo había arrojado de su casa, prohibiéndole que volviera. -Me lo ha dicho todo- replicó Agustina le he defendido a usted enérgicamente. ¿Pero para qué? La Clemencia que los dos amarnos ,-no existe ya. Sólo hay una madre desconsolada, que no razona, y dominada por terrible desesperación. -Entonces, ayúdeme usted con algún consejo. ¿Qué debo hacer? ¿Será necesario alejarme de París, pedir al Ministerio que me mande a navegar muy lejos, muy lejos, a fin de olvidarla? -¿Está usted loco? ¡Estos enamorados todos son iguales! Tenga usted un poco de paciencia ; yo le respondo que todo irá bien. -¡Paciencia, cuando sufro tanto que el suicidio me parece una salvación! Cuando cae la noche, vago errante por esas calles, triste, y diciéndome si no sería mejor destrozarme el cráneo o arrojarme al Sena. ¡Si le dijera a usted todo!... Pero no puedo. Tengo un infierno en el corazón y en el cerebro. Hace años que llevo a esa mujer en mi alma. En medio, de los peligros que he corrido ella fue la alegría, mi consuelo y mi esperanza. Al fin, me veo libre y acudo a París... Ya sabe usted todos los pasos que di para 271
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encontrarla. ¡Le digo que la amo, y con goce celestial oigo de sus labios que -me corresponde! Después, sin causa, de repente me hunde en la desesperación. Me acusa de -haber matado a su hija, de haber llevado la desgracia a su casa. Y me echa como a un lacayo, y no quiere verme más. ¡Y heme otra vez, solo, con mi miseria, con el desconsuelo de mi amor inmolado y mi vida perdida! Esteban hablaba con esa violenta agitación de los hombres que ya no creen nada ni en nadie. Ocultó su frente entre sus manos, para esconder las lágrimas que quemaban su rostro. Agustina, muy emoncionada miraba aquel dolor tan grande y sincero. Jamás una mujer permanece indiferente ante la violencia de un amor que sufre. -Usted exagera todo - díjole con dulzura. Sólo le pido una cosa : tenga un poco de, paciencia. Clemencia le ama. -¡Oh! -Sí, no dude usted de mis palabras -agregó Agustina, al ver el gesto del oficial. -Soy su mejor amiga y nada me oculta. Su corazón es absolutamente de usted. ¿La acusa usted de crueldad? Es sólo el remordimiento que habla en su alma torturada. ¡Figúrese usted! ¡Su hijita se muere y ella la adora! Ve en 272
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esa enfermedad cruel el castigo de un crimen que cree haber cometido. Aun cuando sólo fuera por piedad para esa pobre Clemencia, debe usted esperar ¡que el destino se pronuncie sobre la suerte de Antonieta! Esteban alzó su frente, y dijo con tono enérgico : -Nunca me ha de invocar usted en vano cuando se trate de evitar un dolor a la que amo. Haré cuanto usted me mande. He sufrido -Y a tanto, que bien puedo resignarme a seguir padeciendo. Adiós, señora, y gracias por todo lo buena y generosa que ha sido conmigo. Su rostro estaba tan pálido que la señora de Soligny volvió a emocionarse: «¡Pobre muchacho!» exclamó cuando se vio sola. Su compasión estaba justificada. Esteban se iba con la muerte en el corazón. A pesar de las palabras de Agustina, no veía esperanzas. Bajaba maquinalmente el bulevar Malesherbes, esforzándose en contener sus lágrimas y de ocultarlas a los ojos de los indiferentes. Una circunstancia banal determinó la explosión de esa, crisis contra la cual luchaba valientemente. Un poco antes de llegar a la calle de San Agustín, un mendigo tocaba el organillo para llamar la atención de la gente. 273
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El oficial de marina se detuvo y contempló con lástima a aquel miserable, cuyos ojos relampagueaban de fiebre, y cuya frente amarilla, estaba surcada de arrugas. De repente el organillo empezó a tocar otra pieza, y a las primeras notas, Esteban sintió que todos sus nervios se aflojaban. Reconoció una melodía de, su región. Aquel trozo le arrancó lágrimas; había callado, el organillo y Esteban no salía de su abstracción dolorosa. Al fin se sacudió como un hombre que sale de un ensueño o de una pesadilla, y encaminóse al Gran Hotel. Hong-ma-nao al verle tan pálido y abatido, se alarmó y dio un grito. -¡Mi amado Si-yu, cómo sufres! ¿Qué tienes ? -Sufro horriblemente. Le fue imposible comer; tenía la garganta seca y la frente como fuego. Sintió mucha debilidad y se acostó. Sentada en un sillón al lado de la chimenea, Hong-ma-nao lo veló como en otras épocas y no apartaba su mirada de Esteban. Lo veía agitarse y luchar contra un mal tanto más terrible que nada podía curarlo. Hacia las diez de la noche el delirio se apoderó de su cerebro hasta entonces sano y fuerte. La pobre chinita se asustó. 274
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¿Qué haría? En aquella gran ciudad, en aquel inmenso París desconocido se sentía aislada, perdida, anonadada. Por último, torturada por la inquietud, envió, a buscar a un médico, el cual felizmente no tardó en llegar. El facultativo frunció el ceño cuando examinó al enfermo, y observó algunas placas rojas. Cuando terminó su reconocimiento, Hong-ma-nao lo llevó a otra pieza. -¿Qué opina usted, señor?- preguntóle con` voz cortada por la emoción. -Pienso, señora, que su amigo tiene una fiebre muy alta y un poco de delirio. Tal vez en un gran enfriamiento, quizá viene de países malsanos, no sé qué opinar todavía... Hong-ma-nao movió la cabeza, en señal de duda. -No, señor ; no. No es su cuerpo el que sufre, es su alma. Esta mañana estaba perfectamente. Durante el día tuvo un gran disgusto, y ya ve usted... Al oír esas palabras, el médico se quedó preocupado. -Esto cambia las cosas- dijo. -Voy a examinar al enfermo otra vez... 275
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Después de haberlo auscultado muy prolija mente, recetó una poción calmante, anunciando que volvería al día siguiente,. Esa noche la pasó Hong-ma-nao sin cerrar los ojos. Se preguntaba si había venido para ver morir a su querido Si-yu, después de haber vencido tantos obstáculos. Empezaba a. amanecer cuando una idea extraña asaltó a la chinita. Un proyecto insensato tal vez, pero que fue arraigándose en ella con mucha fuerza. Miraba dormir a Esteban Darcourt con un sueño poblado por pesadillas. Ahora sabía ella lo que tenía que hacer para salvarlo. Se decía que al día siguiente el oficial estaría curado para siempre. La dicha de él sería la desgracia de ella,, ¡pero qué importaba! Había jurado amarle con toda la, abnegación de que ella sentíase capaz, y no vaciló en sacrificar su pobre vida insignificante para salvar la existencia de un ser superior como la de aquel que sufría al lado de ella. Resuelta a ejecutar su plan, Hong-ma-nao se sintió más tranquila. Esteban se despertó temprano, v al levantar la vista y ver a su linda enfermera le dijo muy suavemente, : -No quiero que agotes tus fuerzas cuidándome. Vete a descansar algunas horas. Ahora tengo menos 276
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fiebre; tal vez vuelva esta noche, y vale más que estés reposada, si eres tan buena que quieres seguir cuidándome. La chinita se inclinó sobre el enfermo y lo besó en la frente. -Tienes razón - dijo. - Voy a dormir un poco. En cuanto, entró en su cuarto, en lugar de acostarse, cerró la puerta con llave, y se puso su vestido más elegante. Salió luego é hizo traer un coche, ordenando al cochero que la llevase a casa de la señora Geoffry, cuyas señas sabía * Cuando el carruaje se puso en marcha, ocultó su cara entre sus manos, para que no vieran sus lágrimas. Cuando el coche llegó a la Avenida Van Dick, -tuvo que detenerse. Varias carrozas enlutadas y muchos coches particulares se agrupaban cerca del hotel. Entre las dos grandes puertas de la casa, abiertas de par en par, veíase un ataúd de niño cubierto de flores. Unos cirios encendidos proyectaban sus llamas sobre la escena; hombres y mujeres con rostros compungidos desfilaban, dejando sus tarjetas o subían al primer piso. 277
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Hong-ma-nao comprendió enseguida que una terrible desgracia fulminaba a Clemencia. Antonieta había muerto, y toda, aquella gente se disponía a conducirla al cementerio. La joven bajó del coche y se informó. Eran las diez y media: media hora más tarde el convoy fúnebre saldría del hotel para dirigirse a la capilla de, San Francisco, de Sales. Su devoción búdica, se despertó en aquel corazón ingenuo: Hong-ma-nao se arrodilló ante el blanco ataúd, causando extrañeza a los parientes, y rogó durante, unos momentos. Después volvió a subir en su coche y se hizo. llevar al hotel. Se desnudó y vistióse con sus mejores galas a usanza, de su país, peinándose rápidamente a la, moda china. Salió otra vez del hotel y dijo, al cochero que le llevase rápidamente, a San Francisco, de Sales. El servicio, religioso terminaba. A pesar de su recogimiento, las personas que llenaban el templo no pudieron disimular su estupor al ver entrar aquella figura exótica. La señora de Soligny que estaba, en la, primera fila, a pesar de su dolor punzante, volvió la, cabeza, para, contemplar a aquella linda chinita. ¿Quién era aquella asiática tan pálida, y elegante? 278
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El trayecto de la calle Brémontier al cementerio Montmartre no es largo. Cuando la triste ceremonia concluyó, los amigos de, la familia fueron a dar la mano al señor Geoffry. La señora de Soligny permaneció arrodillada, cerca del panteón. Cuando se alzó vio a Hong-ma-nao en actitud de implorar al Cielo. Lo mismo que Agustina, la chinita tenía los ojos llenos de lágrimas. Lo mismo que la, mejor amiga de Clemencia, aquella extranjera lloraba. ¿Por qué ¿Qué relación podía haber entre aquella mujer de Oriente y la pobrecita Antonieta dormida. en su tumba? La señora de Soligny esperó que la desconocida terminara sus rezos, y luego se dirigió hacia ella. -Disculpe usted señora- díjole- si la perturbo. Soy la, mejor amiga de la señora Geoffry, la, madre de esa tierna criatura que descansa aquí. Quisiera decir su nombre a esa madre desolada, quisiera decirle que usted ha rezado por la niña que perdió. -Señora, mi nombre no interesaría a la señora, Geoffry. No me ha, visto nunca, ni sabe que existo. -¿Entonces?...
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-¿Entonces, me pregunta usted por qué estoy aquí? Es que soy la única que puede consolar a la que usted dice es su mejor amiga yo sola puedo hacer cesar sus lágrimas; yo sola puedo devolverle en una palabra una dicha tan inmensa que eternamente la bendecirá a usted. Hong-ma-nao hablaba con voz tan firme y segura de sí misma, que la señora de Soligny se sintió turbada. Tal vez si se hubiera encontrado en otro sitio creyera que, la querían mixtificar. Pero acababa de ver a la joven china cerca de la tumba abierta de la pobre Antonieta. Hubiera sido una atroz comedia que su espíritu no admitía. Y además, aquella parisiense escéptica y burlona adivinaba un no sé qué misterioso en las palabras de la extranjera. Comprendía que, aquella mujer le hablaba con la ingenua, sencillez de su corazón. Sin vacilar le contestó : -¿Desea usted tener hoy mismo una entrevista con la señora Geoffry? -No fijo día. Es usted la que decidirá. Lo que puedo afirmarle, es que cuanto más pronto me vea su amiga, más pronto será consolada.
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Agustina miró a Hong-ma-nao, y leyó tanta bondad y lealtad en su rostro que, ya no titubeó. Tomó la mano de la chinita y lo dijo -Venga usted...
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X Clemencia yacía, en su lecho, sumida en espantosa postración, desde que, se habían llevado a su Antonieta. Sus ojos ya no tenían lágrimas había, llorado tanto ¡Su corazón no alimentaba, ninguna, esperanza, había, sufrido tanto! ¿Qué le quedaba? Nada. La muerte de la, hija mataba a la madre. ¿Su marido? Le odiaba. ¿El señor Dominique? Lo aborrecía. Sin embargo, tuvo valor hasta, los últimos momentos. Sola, durante muchas noches veló a su hijita, y la, víspera, con sus manos trémulas y pálidas la, amortajó. Ni un instante se separó de la, cama de su niña. Aquella mañana terrible todos los ruidos del exterior habían repercutido en su corazón, y los pasos sordos de aquellos que se llevaban el cuerpo de su Antonieta, y los rumores de la calle y el ruido 282
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del convoy al ponerse en marcha la habían enloquecido. ¡Era el fin! ¡Todo había, terminado! Su hija querida no vendría, ya por la, mañana a jugar en su cama; la, madre no oiría ya nunca más los gritos alegres de la graciosa criatura durante sus juegos. Y a medida que el tiempo pasaba Clemencia contaba, las tristes etapas del lúgubre camino. A esa hora el convoy estaría en la iglesia a esa hora saldría, y más tarde llegaría al cementerio. Ya, habría terminado, todo. Y ante ese pensamiento se horrorizaba. ¡Dios mío, con tal de que Agustina no lo abandonase! ¡Qué viniera pronto esa tierna amiga! De pronto oyó sonar el timbre, de la puerta de la calle, y un estremecimiento la sacudió. Se. levantó penosamente, y permaneció un instante de pie, lívida, desfallecida, vacilante. Nadie la hubiera reconocido; sus ojos irritados, enrojecidos por el llanto y el rostro exangüe y demacrado. La puerta de la antesala, abrióse y apareció la señora, de Soligny. ¡Tú! -murmuró Clemencia- al fin tú ¡Pobre amiga querida! Habla, dime, todo, todo! 283
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-Antes que te hable- replicó Agustina con tono autoritario, lo que oigas a una joven que me acompaña. -¡Cómo, pretendes!... Quieres que hoy... Sin esperar el consentimieno de Clemencia, la señora de Soligny abrió la puerta del salón e hizo con la mano una seña. Hong-ma-nao avanzó, emocionada, y ruborosa, realzada su belleza por el trajo nacional de su país. Fue hacia, Clemencia y con voz armoniosa lo dijo: -Dios es justo. Se. ha llevado la hija que usted amaba; pero le devuelve el esposo que usted sigue adorando. Esteban Darcourt vive, y está aquí en París, muy cerca de usted. Agustina lanzó un grito. En cuanto a Clemencia, retrocedió hasta el fondo de la habitación, espantada, angustiada como si un espectro se alzase ante ella. Entonces, Hong-ma-nao empezó la narración que disipaba el misterio en que se envolvía el teniente de navío Dominique. Refirió la forma, en que Li-tong-min había recogido al oficial acribillado de heridas al lado de Francisco Garnier ; después, los cuidados que le prodigó el mandarín hasta llevarlo a Meng-tzu. A ella le confiaron el cuidado del herido. 284
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¡ Cuántas angustias y esperanzas se fueron sucediendo! La muerte acechaba al oficial. Primero la pleuresía inesperada; luego las heridas mal cicatrizadas; más tarde, la fiebre tifoidea, que cambió el rostro y la cabeza del enfermo. ¡La pobre chinita no ocultaba nada, y sin querer iba descubriendo su secreto! Hubo un momento en que llevada por el calor de sus palabras confesé su pasión por el oficial francés. -Esta es la verdad, señora, toda la verdad. ¡Fui la primera en confesar mi amor a Si-yu... disculpe, al señor Darcourt! Me contestó que sólo, amaba a usted y que le sería. fiel hasta la muerte. Ni un solo instante le he maldecido ni acusado. Pero yo no era dueña de mi corazón, y nada ha podido borrar su recuerdo. He, hecho más. Durante muchos años estuvo cautivo, y un día entrevió la esperanza de recobrar la libertad. Sólo podía conseguirla, con mi ayuda, y yo se la presté por completo. ¡Prefería, verlo dichoso al lado de usted que desgraciado cerca de mí!... Hong-ma-nao, emocionada,, Do podía ya, hablar ¡ los sollozos la ahogaban ¡ Se deslizó del sofá en que estaba sentada, y escondió su cabeza en los almohadones. 285
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Clemencia, estupefacta al principio, sintióse luego dominada por el intenso interés de, aquel drama,. Profundamente conmovida ante el amor sublime de su esposo y la pasión poética. y resignada de Hong-ma-nao, contemplaba a la. chinita que sollozaba ante el derrumbe de todas sus esperanzas o ilusiones. La señora Geoffry la levantó del suelo suavemente, la abrazó con cariño, diciéndole con infinita, ternura -Gracias, hermana mía... Iba a morir de desesperación y tú me has salvado... Ni una ni otra se apercibieron de que la señora de Soligny había desaparecido. Clemencia y Hong-ma-nao sentadas y con las manos unidas seguían hablando. La señora Geoffry escuchaba ávidamente la continuación de las aventuras de Esteban. La llegada a Ha-noï ; su desilusión al ver que sus compañeros de armas no le reconocían. Su regreso a París, su visita al Ministerio, su nombramiento de teniente de navío y de caballero de, la Legión de honor. Y luego la serie de los sinsabores sufridos por su extraña situación y el imperio de su amor. 286
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¡Y al fin, cuando hallaba, a su mujer, ésta era esposa de otro hombre! Entonces, viendo el amor inmenso que, la madre sentía, por su hija, Esteban se sacrificaba, lo mismo que Hong-ma-nao se había sacrificado por el teniente. -¡Es él, es él! gritó desde el salón la voz alegre de la señora de Soligny. La linda parisiense. era, amiga, de. las soluciones rápidas, y sin escrúpulos fue al hotel a buscar a Esteban. Los dos esposos no dijeron nada. Clemencia abrió sus brazos y Esteban la estrechó ebrio de amor... Y así permanecieron un largo rato cambiando besos y mezclando sus lágrimas...
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XI Estaba escrito que el señor Geoffry tendría que pasar por una serie de sorpresas. Después del entierro de, su hija, se, fue a sus negocios, alegando que, necesitaba aturdirse para ahogar su pena. Cuando volvió a su casa, su criado le dijo «que la señora había salido». Supuso que, su mujer estaría en casa de la señora de; Soligny y no se preocupó. Después de comer se encerré en su despacho y trabajó hasta la una de la, madrugada. Pensó a esa hora que su mujer estaría descansando, y se fue a dormir a su cuarto. Al día siguiente, a las nueve le, anunciaron al notario Quérantonnais. Era un hombre muy expeditivo y que no gustaba, de perder tiempo. 288
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En diez minutos hizo saber al señor Geoffry que era viudo, pero no por fallecimiento de su mujer. La situación era muy clara y la ley terminante. El señor Esteban Darcourt reclamaba sus derechos, y la, señora Geoffry volvía a ser la, esposa del único marido reconocido legalmente. El banquero habló como hombre de dinero: -¡Yo he reconocido a mi mujer por el contrato de matrimonio una suma considerable -Esa, cantidad le, será devuelta. -Entonces lo demás me importa poco. Sin embargo, pudiera, suceder que la señora Geoffry... -Comete usted un pequeño error, usted quiere decir, la señora Darcourt. -Sí, es verdad. ¿Qué quiere usted? ¡La costumbre! La señora Darcourt tiene, derecho a la mitad de este hotel y dé los muebles. -No tema usted nada. La, señora Darcourt renuncia a todo. -Entonces, señor, no hay más que hablar. Celebro haberle conocido. -Encantado de... -Sólo una cosa me fastidia. -¿Cuál? 289
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-¡Es que decentemente no podré ya pedir al marido de mi mujer informes sobre las minas del Tonkín!... Aquella tarde, Esteban y Clemencia llegaron a la casita de Louveciennes, acompañados de Hong-ma-nao. Querían renovar la primera noche de bodas, en aquella quinta impregnada de su antigua dicha. Clemencia sufría pensando en su Antonieta Hong-ma-nao se lamentaba ?n secreto de la ruina de todas sus ilusiones. Unicamente: Esteban estaba en pleno, felicidad. Hasta, media noche estuvieron sentados cómodamente en amplios sillones conversando los tres, evocando los episodios de, aquella, novela en que ellos fueron actores. Después, la señora Darcourt llevó a Hongma-nao al cuarto que le había hecho preparar. -Queda convenido, querida mía- díjole Clemencia. -Seré una hermana para usted como usted lo será para mí. ¿Verdad? Una pálida sonrisa dibujóse en el rostro triste. de la chinita.. -Sí, siempre suya,... siempre su hermana. 290
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Dijo esas palabras con tono muy suave, abrazó luego, a Clemencia y replicó : -Sí, siempre suya... siempre su hermana... Volvió a abrazar a la señora Darcourt con mayor efusión, y Clemencia le devolvió sus caricias. Después de instalar a su amiga,, Clemencia regresó al lado, de su marido. Y la casa se llenó de silencio, mientras el viento silbaba con fuerza afuera. Al día siguiente, la señora Darcourt iba a salir de su cuarto, cuando, notó cierta resístencia detrás ¿le la puerta. Empujó con mayor fuerza, y dio un grito de espanto y de desconsuelo. Hong-ma-nao yacía en el suelo al través de la puerta, de. la habitación de los esposos. Esteban, enloquecido, levantó el cuerpo de la, chinita. La, duda no era posible. Hong-ma-nao había, muerto como un perro fiel al lado de aquel a quien tanto había, amado. La, señora Darcourt hizo venir al médico de Louveciennes. El facultativo examinó el cuerpo de la extranjera, y declaró que había, fallecido a consecuencia, de un aneurisma,. 291
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Marido y mujer cambiaron tina mirada, expresiva. Sabían los dos a qué atenerse! La pobre, Hong-ma-nao, la linda, chinita de cara ligeramente amarilla, de mirada clara, de dientes blancos como leche, de voz armoniosa, y musical, la pobre, Hongma-nao había muerto de lo que debía, morir: de, amor.
FIN
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