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EL VIEJO JARDINERO Marietta Chudakova Kraft abrió la página del periódico en la que se publicaban las “Noticias del Universo” y, satisfecho, afirmó con un gesto. Encontró lo que esperaba: “Ayer, 16 de julio, pasmaron a los astrónomos los extraños fenómenos producidos en el planeta Nereida. En un sector bastante extenso de su superficie que abarca, como se calcula, unos diez mil kilómetros cuadrados, se observó una potente fulguración de origen desconocido. Los científicos vienen observando fenómenos similares ya a lo largo de cuatro lustros. Stown y Leavsay, relevantes investigadores de civilizaciones extraterrestres, estiman dichos fenómenos como catástrofes que causan sensibles perjuicios a la población y la técnica del planeta; según opinan, la evidente incapacidad para prever estos fenómenos y desafiarlas se hallan en inexplicable contradicción con el nivel general de la civilización de Nereida, que la ciencia mundial aprecia unánime como altamente desarrollada. Debe advertirse que hasta ahora no se ha logrado establecer ni la periodicidad ni cualquier otra regularidad del surgimiento de las fulguraciones, así como de otros fenómenos, observados en el planeta los dos decenios últimos”. -No faltaba más -barbotó Kraft cerrando el periódico-, ni hasta ahora ni por los siglos de los siglos. Recortó con esmero la noticia, la guardó en una abultada carpeta, botó el resto del periódico a la basura y se levantó pesadamente del sillón. El calor había menguado, y ya se podía salir hacia la casa del viejo. Descalzo, la camisa teñida de rosa por el ocaso, el viejo estaba en el jardín cepillando con la garlopa una tabla y ajustándola a menudo a otras de una mesa casi terminada. La tabla era lisa, clara y, si bien las otras dos oscurecieron por el tiempo, la mesa se veía nueva, y el viejo no ocultaba su contento. A una mesa así no daba vergüenza invitar a una visita, hablar con ella del tiempo o de la cosecha de manzanas, aquel año asombrosa. Cestos repletos de frutos se hallaban allí mismo, bajo los árboles, y no debía olvidar de llevarlos a la despensa antes de que cayera el rocío. Chirrió la cancilla, y el viejo vio al comisario Kraft. Este aún de lejos agitó, saludándolo, el sombrero y le gritó en tono alegre: - ¿No es hora de descansar?
El viejo tiró al suelo las virutas, ensambló la tabla entre las otras dos, decidiendo que la clavaría por la mañana, e invitó a entrar al visitante. Pero éste, como de costumbre, no quiso pasar a la mesa, prefiriendo sentarse en un tocón, debajo del álamo. El viejo se sintió un poco ofendido de que la visita no quisiera ver su trabajo de cerca, pero resolvió no disgustarse y fue a la casa a traer cerveza y jarros. Conversaron pacíficamente hasta que oscureció, se despidieron con formalidad, y Kraft, acompañado solícitamente por el viejo hasta la calle, se encaminó hacia su casa. El viejo entró en su morada y se acostó sin encender la luz. En el zaguán cantaba un grillo, bajo los árboles estridulaban las cigarras. El viejo pensó en las manzanas, después en Kraft, en que era un buen hombre y no hacía ascos de tomar cerveza con un simple jardinero; en cuanto a eso de que había dejado de darle la mano al despedirse, se podía comprender: un comisario de policía no debía olvidar su rango, porque, si no, ¿quién le tendría miedo? Después el viejo se durmió. Mientras tanto, Kraft se dirigía a su casa y sentía sobre sus espaldas el peso del cielo oscurecido. Caminaba enjugándose el sudor y suspirando con frecuencia. Por las noches, el habitual equilibrio anímico lo traicionaba y a menudo ya no tenía fuerzas para alzar la cabeza y obligarse a mirar la fulgurante Nereida que de modo tan extraño y doloroso había entrado a formar parte de su vida. No obstante, él siempre sabía exactamente en qué parte del firmamento se hallaba y podía señalarla con los ojos cerrados. Jamás la había visto más cerca que con los propios ojos. No tenía telescopio, aunque tampoco lo necesitaba. Todos los telescopios del mundo no pudieron ayudar a los astrónomos a saber del planeta lo que sabía él, Kraft, para su desgracia, lo cual a nadie reportaría alegría. Esto último porque el comisario, con su mente siempre lúcida, se imaginaba que nadie se pondría a escuchar hasta el fin a un hombre que se presentara en la oficina de inventos para declarar tal descubrimiento. Simplemente se le acercarían sigilosamente por detrás dos fortachones -continuamente parados a las puertas de esa oficina-, con cuidado y casi sin dolor le retorcerían las manos a la espalda y lo llevarían a la zona verde, a la clínica que todos llamaban “astronómica”, donde las camas libres eran una rareza, por estar siempre abarrotada de descubridores de nuevas estrellas y de aeronautas-autodidactas. Y sería justo. El comisario sólo haría un gesto aprobatorio si con él se comportaran del mismo modo. Por eso nunca se metería en esa oficina de inventos y descubrimientos. Era tan indudable como la relación que existía entre el planeta y el viejo jardinero. La loca idea de esta relación se le ocurrió por primera vez veinte años atrás y también en julio. El viejo ya entonces era viejo, mientras que Kraft era aún joven, estaba por casarse y, cuando por las tardes su novia estaba ocupada en el trabajo, le agradaba pasar un rato en el jardín del viejo fumando en su pipa y leyendo el periódico. En particular le gustaba leer las noticias de los astrónomos,
siempre detalladas, en el periódico que prefería, cavilar en las estrellas, en los planetas y con especial placer en algunos de aquellos en que los científicos hacía mucho habían descubierto población inteligente y sólo por el momento no habían logrado establecer comunicación con esos mundos lejanos. Aquel día se había sentado por primera vez a esa mesa, terminada la víspera. Estaba trabajada sólidamente, sostenida no por uno sino por cuatro pies, todos hondamente metidos en la tierra. Kraft estaba sentado con el periódico abierto sobre la mesa y leía la noticia acerca de que el día anterior, a partir de la una de la tarde hora Greenwich, en el planeta Nereida se observó un insólito deshielo de los glaciares que amenazaba grandes calamidades a la civilización del lugar. El deshielo, se comentaba más adelante, empezó a menguar visiblemente hacia las cinco de la tarde y, por lo visto, cesó totalmente a eso de las ocho de la noche. Como si alguien hubiera posado en los heleros una plancha incandescente, levantándola luego. Kraft no gustaba de recordar lo que siguió a esto. El comprendía perfectamente que, de tener otra mentalidad, no habría perdido diez años resolviendo un problema innecesario, cuya solución un lindo día casi lo lleva al límite de la locura. Y si de todos modos había logrado conservar el juicio, debía hasta el final de sus días rezar por su finado padre, quien toda su vida trabajaba la tierra, no empinaba el codo, llevaba una existencia moderada y había transmitido al hijo su férrea salud. Para entonces Kraft ya hacia cinco años que trabajaba en la policía. Los casos simples no le resultaban, mientras que algunos que se consideraban insolubles, los desenredaba en un santiamén. El quid consistía en que por lo visto su cerebro estaba formado de otra manera que el de sus congéneres. La gente prefiere confrontar las cosas cercanas, cuya relación es evidente o natural. Mientras que el comisario advertía la relación, no menos evidente para él, entre las cosas lejanas, que podían resultar próximas quizá sólo en el desvarío de un enfermo grave. Para Kraft no existía en absoluto la barrera que en la conciencia de un hombre normal se alzaba entre el Fujiyama y un escarbadiente que veía sobre su propia mesa. Las coincidencias inadvertidas por otros, al analizarlas él, proporcionaban resultados extraordinarios. Así fue que en cierta ocasión estremeció al mundillo criminalístico patrio y extranjero estableciendo la relación entre el incendio surgido en el observatorio de alta montaña y el cambio en el horario de trenes de un ramal suburbano a tres mil millas del lugar... Aquel día que estaba leyendo el periódico, fijó automáticamente en la memoria que la víspera el viejo había comenzado a hacer su mesa también a la una de la tarde y concluido hacia las ocho de la noche. Como suele ocurrir con alguna melodía cansadora, esta idea fútil no se le iba de la cabeza hasta la tarde. Luego logró librarse de ella, pero sólo por una semana. Al cabo de este lapso al viejo se le ocurrió lijar su nueva mesa, y esa misma tarde en Nereida empezaron a ocurrir cosas increíbles. Kraft luchaba con su imaginación como podía. Por fin tuvo que abonarse en la
oficina de recortes y desde entonces empezó a recibir de todos los rincones del mundo, en las lenguas que conocía, cuanto se comunicaba acerca de Nereida. Pasados dos años se vio obligado a rendirse. En el planeta repercutían con asombrosa sensibilidad los mínimos cambios que se operaban en la mesa del jardinero. Kraft asimiló bastante bien los estudios impartidos en el colegio y, tras de leer numerosas monografías novísimas durante varios años consecutivos, llegó a comprender por fin que la mesa del viejo, más exactamente, la superficie de esa mesa, de modo desconocido resultó ser el modelo en función de Nereida que manejaba todos los cambios en el planeta (tal vez también los que no podían ser observados desde la Tierra). Durante casi tres años a Kraft lo atormentaban las pesadillas. Empezó a temer la oscuridad; a veces, al contrario, en las noches de insomnio, salía a la senda que rodeaba su casa, observaba los fríos destellos del planeta y lloraba. Como en la realidad veía caer aludes de piedra sobre los nereidianos a consecuencia de un movimiento de la áspera mano del viejo. Al finalizar el décimo año de sus observaciones, Kraft sacó una serie de conclusiones firmes e irrecusables. A lo largo de todos esos años él actuaba según un método de observaciones objetivas y sólo una vez no pudo contenerse de llevar a cabo su experimento. Fue el día en que todo y definitivamente quedó para él claro, la razón ya se le había rendido y solo ciertas fuerzas de su ser, ignotas para él mismo, aún seguían luchando y rebelándose contra la inclemente fuerza de la lógica. Kraft había ido aquel día a ver al viejo y lo convenció de que debía clavar otro clavo en la mesa, alegando que una de las patas se movía. Notó por el cronómetro el tiempo del primer martillazo al último, y los minutos exactos de cada golpe. Al llegar a su casa, sintonizó una estación astronómica y lo primero que oyó fue la noticia sobre los cataclismos ocurridos en Nereida y la hora exacta de cada fulguración y de los intervalos respectivos. Naturalmente, todo coincidió con los martillazos atizados por el jardinero. Aquella tarde Kraft se dio la palabra de guardar el secreto hasta la muerte. Desde entonces no se acercó a la mesa más que a dos metros y nunca habló de la mesa con el viejo. Decidió que aún apreciaba su sano juicio y que había que vivir tranquilo el resto de la vida, hasta que alguna enfermedad o alguna casualidad no terminaran con él y con su secreto. También se dio la palabra de no pensar en ciertos problemas que no estaba en condiciones de resolver, como por ejemplo, qué sucedía en el planeta mientras en el jardín del viejo no existía esa mesa y qué ocurriría cuando el viejo muriera y la mesa se pudriera bajo la acción de las lluvias. El decidió abandonar a su propia suerte eventual tanto al jardinero como al planeta desconocido. Sin embargo, el comisario no logró dominarse pronto y volver, en tanto le alcanzaban las fuerzas anímicas, a su vida habitual en el silencioso poblado lleno de verdor en vecindad con el viejo y su jardín. El recuerda el día en que, al limite de la locura, irrumpió en el jardín intentando
explicarle al viejo de redonda cara rosada y vaporoso nimbo de ralo pelo que él, el viejo, era un dios que regía los destinos de todo un planeta tal vez mucho más civilizado que el nuestro, mientras el viejo reía en silencio, meneando la cabeza, enjugándose las lágrimas y asombrándose de qué bien sabia hablar la gente sabia, incluso cuando se echaba entre pecho y espalda mucho más de lo que se debía en días de tanto calor.
Trad.: Elena Yákouleva Versión Digital para LibrosGratis : Duende