En el fiel de la balanza Pilar Altamira
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En el fiel de la balanza Pilar Altamira
Publicado el 25 de Marzo 2003 en La Nueva España Oviedo, en el diario Información Alicante y Norte de Castilla
Para el mundo occidental no ha constituido ninguna sorpresa el conflicto armado provocado en Irak. Desde bastantes meses atrás venían percibiéndose los preparativos y podía escucharse el retumbar bajo nuestros pies de los cascos del primer Jinete de la Apocalipsis. Ahora, ya entre nosotros, pronto acudirán a la cita sus compañeros: la Muerte, el Hambre y la Peste. Cualquier guerra siempre es motivo de dolor y preocupación para el resto de seres humanos pero, por supuesto, cada una de ellas presenta sus propias características. La que nos ocupa en estos momentos supone un mal comienzo para este milenio 2003, una Nueva Era en la que todos nos las prometíamos muy felices. En los días preliminares al comienzo de la guerra he sentido un dolor muy profundo; cuando observaba la marcha de los acontecimientos, cuando percibía las argucias de los políticos o cómo se colocaban los intereses económicos y de cualquier otro tipo por encima de los humanitarios, mi pensamiento fue más allá de los hechos puntuales y no pude por menos de echar la vista atrás y evocar tanto esfuerzo como ha venido realizándose en Europa, a partir de los comienzos del siglo XX. Después de la primera guerra mundial, en Enero de 1919, ante la bancarrota del Derecho Internacional se comenzó a trabajar en París, y más tarde en el Congreso de Bruselas, en la creación de una Sociedad de Naciones que arbitrara los conflictos internacionales con la intención de evitar nuevas atrocidades. Los juristas, elegidos en Septiembre de 1921, comenzaron sus reuniones de trabajo para la redacción de los 62 artículos de los Estatutos. Aprobados éstos, bajo los auspicios de la Sociedad de Naciones, se constituyó el Tribunal Permanente de Justicia Internacional. Es hermoso comprobar hoy que, entre los Jueces Titulares, se encontraran representantes de Dinamarca, Suiza, Yugoslavia, Holanda, Suecia, Rumania, Francia, Inglaterra, el profesor Basset de Estados Unidos y el doctor Yorosu Oda, representante del Japón. Representando a España figuraba el historiador e institucionista Rafael Altamira, reelegido en su cargo de Juez permanente hasta el año 1946, período que no pudo concluir a causa de la invasión nazi de la Europa occidental. En 1951, año de su fallecimiento en México, Altamira había sido propuesto ante la Academia para el Premio Nóbel de la Paz. Aquellos Jueces pretendieron evitar los conflictos bélicos a través de negociaciones y diálogo. Partiendo de la existencia, en Occidente, de dos grandes grupos: América por un lado y Europa por otro, tuvieron en cuenta las peculiaridades de cada nación evitando todo enfrentamiento entre Oriente y Occidente. En un profundo respeto hacia los derechos humanos y la coexistencia pacífica, intentaron desterrar de ese diálogo internacional el término anti: ni antisemita, ni antiárabe, ni antinorteamericano.
Mi dolor nace del convencimiento de que esta guerra y las posturas de algunos gobernantes traicionan tanto los grandes ideales de aquellos hombres de bien, como los esfuerzos posteriores. En el momento actual la Unión Europea, dividida y silenciada por la fuerza, no puede hacer el contrapeso justo y necesario para frenar la omnipotencia de Estados Unidos que decide el futuro del mundo, que no escucha el clamor mundial de rechazo a su intervención armada, que ataca a determinados dictadores mientras protege a otros. Hoy aquel intento de construir una Europa fuerte y coherente suena a utopía. No se trata aquí de un ataque indiscriminado al pueblo americano sino a los métodos de Estados Unidos y sus aliados que sólo han conseguido despertar el odio del mundo árabe, que violan leyes de Derecho Internacional y que han dejado a la vieja Europa, cuna de nuestra civilización occidental desde Grecia y Roma, prácticamente despojada de voz y voto. En estos momentos, frente al fiel de la balanza de la Justicia, la Humanidad se juega mucho ¿Cómo conseguir una paz justa y un equilibrio mundial si la balanza se inclina con el peso del poder en un único platillo?
Notas al margen sobre Rafael Altamira: (1º de Junio 2001) Pilar Altamira
Al cumplirse cincuenta años de la muerte de mi abuelo he querido dedicar a su memoria estas notas recogidas a lo largo de los últimos tiempos. Tranquilizo mi conciencia sabiendo que para los interesados en profundizar en su vida y en su obra de una forma más académica, existe información suficiente en las numerosas ediciones de sus libros y conferencias, así como en infinidad de trabajos de los investigadores más especializados. Intento que la mía no sea una visión docta ni puramente sentimental; simplemente responde a la necesidad de compartir el descubrimiento gradual de un abuelo al que nunca llegué a conocer y al que siempre he admirado, cuya obra he leído con toda atención sintiéndome, en muchas ocasiones, identificada con sus palabras y con muchos aspectos de su ideología; de un Rafael Altamira rotundamente alicantino que en nada desmerece a la figura del personaje conocido internacionalmente. Sé que para algunos ese aspecto pudiera considerarse provinciano o cuanto menos de escasa relevancia; para mí encontrarme con la cara más humana de alguien fiel a sus orígenes y que, pese al alejamiento físico, mantuvo inalterable el amor a su patria chica es suficientemente importante y ha sido el motor que me ha llevado a rastrear sus pasos por tierras levantinas. Quise dejarme llevar por la casualidad y ella, aquí y allá, ha descubierto hechos nuevos para mí, anécdotas curiosas, ha propiciado encuentros con personas que le
conocieron y, de su mano, he llegado a lugares donde no esperaba toparme con la huella de su presencia. Comenzó llamándome la atención que mi abuelo, pudiendo haber viajado a cualquier país del mundo, eligiera su finca Terol, de Campello, para pasar la luna de miel y consideré que podría ser una señal para iniciar allí mis futuras pesquisas. De cualquier forma la lectura de sus cartas a los amigos, sus escritos y sus anotaciones personales, dejan bien claro que, a lo largo de su vida, el recuerdo del Alicante natal, los paisajes y un ambiente, que él conocía como nadie, nunca fueron olvidados. Así lo manifiesta tanto en los momentos de gloria como en los dolorosos cuando, desde el exilio, sueña despierto con su patria para decirnos: Lo único que me consuela ó mejor dicho, que me anima a seguir este suplicio, es el hecho de que la veo, que a veces oigo ruidos que de ella vienen ó contemplo las nubes que a la mañana se levantan de sus valles, suben a cubrir los montes y parecen traerme la frescura y el olor de nuestras tierras. En su novela Reposo y en Cuentos de Levante evoca la luz mediterránea en una espléndida descripción de las tierras levantinas, del carácter de sus gentes, los sonidos del campo, etc. temas que responden a la importancia que siempre dio a la observación de la Naturaleza y al estudio de los tipos y atmósfera locales. Para él era importante trasmitir a los jóvenes levantinos, y a los lectores de cualquier otro lugar, un hermoso cuadro de las costumbres de su tierra o de cualquier otra. Para que perduren. Hace años, cuando escribía mi colección de Relatos de Tierra adentro, publicada en 1998, sumergida en el ambiente y los tipos castellanos, no pude evitar pensar que ese trabajo sería del agrado del abuelo. Su amor a la Naturaleza vuelve a hacerse patente en un ejemplar de la 9ª edición, 1960, de El Libro de las Tierras Vírgenes de Rudyard Kipling editado en Barcelona en 1904. En la edición de 1960 al final del libro aparecen una serie de juicios, sobre la obra, de intelectuales nacionales y extranjeros. Entre los nacionales el primero citado es Rafael Altamira, tomado del periódico La Vanguardia, en el que dice: He leído el libro de Kipling que Perés ha traducido de tan admirable modo. La grandiosa poesía del mundo natural pocas veces ha sido interpretada por un hombre de modo tan elevado y profundo como por Kipling. El comentario, aparte de hablarnos de la finura de su observación, muestra ese interés hacia la Naturaleza al que me refería anteriormente. En otro orden de cosas mi abuelo expresa su gratitud hacia determinadas personas: menciona a su padre como modelo de laboriosidad, conciencia del deber, benevolencia y caridad. De mi madre heredé el culto y la afición a las Bellas Artes dice textualmente. Esta influencia materna y familiar fructificó en él, como demuestra el entorno de artistas que siempre frecuentó, su interés hacia el teatro, la literatura y la música, experiencias que más tarde le capacitarían para ejercer cumplidamente crítica literaria y otras actividades relacionadas con el tema artístico. La variedad de aptitudes que a lo largo de su vida demostró mi abuelo, su vasta cultura y la incapacidad de negarse a cualquier ruego de sus amigos, le llevaron a considerar tanto la propuesta de una Alcoholera para prestar su nombre a un nuevo licor, oferta desestimada, como acceder a escribir un prólogo ¡para un libro de Cocina! Su formación artística le permitió, durante su famoso viaje a América como Delegado español de la Universidad de Oviedo, ofrecer en la ciudad de Lima una
interesante conferencia en el transcurso de una velada literario-musical dedicada al Sueño de una noche de verano de W. Shakespeare, Noviembre de 1909. En aquella ocasión el abuelo comenzó analizando el texto del poema, sus fuentes mitológicas, los personajes, el aspecto cómico, etc. Y en una segunda parte se extendió hablando de la inspiración musical de la Obertura de Weber y de Mendelsson. Aún más curioso es el hecho de su participación, en el viaje de vuelta, 23 de Marzo de 1910, cuando se celebra un concierto en el barco de regreso a España con las actuaciones de diversos artistas. Al final del Programa aparece escrito: «La señora María G. De Lazo cantará acompañada, al piano, por don Rafael Altamira». Su versatilidad origina que igualmente, un pacifista como él, patrocine el monumento a los Héroes de Cuba y Filipinas erigido en el puerto de Cartagena, frente al arsenal, como que acepte el nombramiento de Foguerer Matjor, el 10 de Mayo de 1934, de las Hogueras del Barrio de San Fernando de Alicante. El título de la Hoguera correspondiente no podía ser otro que Los frutos de la paz. Un mes después, el 23 de Junio, el alcalde de Alicante le impuso la Medalla de Oro de la ciudad. En su discurso de agradecimiento, pronunció unas palabras tan hermosas como éstas: «Esforcémonos por penetrar cada vez más hondo en él, no a la manera intelectual, que es a menudo engañadora y fría, sino a la manera sentimental, que es la que nos une con la naturaleza...» Joaquín Sorolla, el gran pintor valenciano que desarrolló una personal pintura costumbrista, reconoce las facultades artísticas de su amigo del que dice: «Altamira es el autor de hermosos cuadros de la vida valenciana que hacen de él uno de los novelistas que más se parecen a un pintor». El abuelo responde al cumplido reiterando a Sorolla como gran maestro «expresión de la vivacidad del espíritu valenciano que con su ejemplo influyó tanto en los nuevos pintores valencianos sin condicionarlos, sino abriendo nuevos horizontes para que pudieran ver el Arte de una manera distinta y personal». Más tarde Sorolla pasó al retrato de personalidades políticas e intelectuales de la época trazando un esbozo, al óleo, de su amigo Altamira, cuadro depositado hoy día en el Museo del Prado. Entre los artistas levantinos también se relacionó con Carlos Arniches y Joaquín Dicenta, los pintores Vicente Bañuls que ilustró su libro Fantasías y recuerdos, Heliodoro Guillén y el escultor Mariano Benlliure. Pasados los años mi abuelo mantuvo su fidelidad al amigo Sorolla y cuando, en Enero de 1919, éste propuso la creación de un Museo de Arte, del que Alicante carecía; inmediatamente se recibió una carta de Rafael Altamira felicitando a la Corporación por acoger positivamente la idea y ofreciendo su ayuda desinteresada para conseguir obras de arte, así como su donativo personal. Según he ido comprobando la Universidad de Valencia en aquellos tiempos fue un lugar de encuentros entre los que habrían de ser las grandes figuras del Levante español. Especialmente en la Facultad de Derecho, durante los años 80 del siglo XIX, se reunieron personajes de las más variadas especialidades. Sin contar a su maestro y protector don Eduardo Soler y Pérez, nacido en Villajoyosa en 1843 y Licenciado en Derecho y Filosofía en 1861, cofundador de la Institución Libre de Enseñanza, catedrático y Decano de la Universidad de Valencia, el que abre la lista de alumnos preclaros es Rafael Altamira, en 1881.
José Martínez Ruiz, Azorín, siete años más joven que mi abuelo, aparece por Valencia en 1888 para comenzar Derecho y en 1895, lo hace Gabriel Miró si bien sólo continuará en sus estudios de Derecho durante un año, para luego trasladarse a Granada. Dada la diferencia de edad, trece años entre Miró y mi abuelo, no es probable que se encontraran en la Universidad valenciana, pero existen cartas posteriores que demuestran su amistad. Aquí viene al caso mencionar otra sorpresa más; visitando con unos amigos el valle del Guadalest, la zona de Polop de la Marina, tierra de Miró, Callosa d`en Sarriá y Benimantell. Íbamos disfrutando del paisaje hasta que, acuciados por el hambre, acudimos a comer a El Trestellador auténtico nido de águilas colgado entre mar y montaña. A los postres se acercó Rosario, la sonriente dueña del restaurante, para explicar: «Esta casa perteneció a mis abuelos, gente del campo, y mi abuela, gran cocinera, a veces daba de comer a algunas personas perdidas por estos parajes. Entre otros por aquí venía con frecuencia Gabriel Miró, sólo o acompañado de Oscar Esplá y otros amigos, a dormir a casa y contemplar el paisaje que inspirara tantos de sus poemas. Ellos sugirieron a mi abuela Julia la idea de abrir una pensión; por eso yo los tengo como los fundadores de "El Trestellador"». «Y ¿no te suena Rafael Altamira?» preguntamos. «¡Claro que sí!, de ese señor he oído hablar a mi padre. Sé que anduvo por aquí, pero no podría contar más detalles» Desgraciadamente el pueblo de Campello, tras la venta de la Finca Terol y el derribo de la casa familiar de mi abuelo, no conserva ningún recuerdo de su paso por aquí y ello hace que las generaciones actuales apenas sepan quién fuera Rafael Altamira. Pese a haber sido nombrado hijo adoptivo de Campello a principios de siglo e hijo predilecto, en Abril de 1935, las autoridades que se han ido sucediendo nunca se preocuparon en dedicarle una escultura o una placa importante que perpetuara su memoria, como hicieran en Polop con Gabriel Miró, en Villajoyosa con el doctor Esquerdo, en Monóvar con Azorín y en tantos otros pueblos de España agradecidos con los personajes ilustres que les dieran renombre. Su amor a Campello le llevó, tras su vuelta de América en 1910, a trasladar los restos de sus padres, que reposaban en el cementerio de San Blas de Alicante, a la sepultura familiar de Campello. El trayecto se hizo a pie por el Camino Real de Villajoyosa y, al llegar frente a los Salesianos, salió la Congregación en pleno con la Cruz alzada acompañando a la comitiva hasta su destino final. Oficialmente la única muestra del paso de mi abuelo por Campello consiste en un pequeño carrer d´Altamira y un Colegio Público Rafael Altamira, nombre propuesto en 1966 por el Concejal de Cultura, José Gomis Lledó y siendo Alcalde Vicente Boix Giner, con motivo de la celebración del Centenario de mi abuelo. En la provincia alicantina existen tres Colegios Públicos Rafael Altamira: en Alicante capital, el ya mencionado de Campello y en Callosa del Segura. Este último debe su nombre a la propuesta del Concejal de Educación Miguel Rodriguez y fue
inaugurado por Cipriano Císcar, Conseller de Cultura, Educación y Ciencia de la Generalitat Valenciana, el 22 de Octubre de 1988, siendo Alcalde Fernando Belda Egea. Anteriormente fue Instituto Cardenal Belluga y de ahí la amplitud del edificio y del hermoso jardín; en el plano de la enseñanza, su Director y demás docentes, mantienen una línea de trabajos encaminada a desarrollar en los alumnos la tolerancia, la solidaridad y, en suma, todos los ideales de Altamira. Por lo que he podido averiguar la relación de mi abuelo con Callosa se remonta a 1903, año en el que pasa por allá en su tarea de investigar ciertos datos inéditos: entrevistas personales y cuestionarios que compondrían una Memoria sobre el Derecho consuetudinario y economía popular de la provincia de Alicante, obra con la que obtuvo el año 1905 el premio otorgado por la Real Academia de Ciencias Morales y Políticas cuyas bases habían sido redactadas por Joaquín Costa siempre interesado en el asunto de los riegos y cualquier otro conocimiento respecto a los usos y costumbres de las provincias españolas. Con anterioridad, dirigido por Gumersindo de Azcárate, mi abuelo había escrito su tesis doctoral Historia de la propiedad comunal publicada en Madrid, en 1890. Mi afán de averiguar lo más posible ha empleado su tiempo en enumerar cuantas calles existan bajo el nombre de Rafael Altamira y, en lo posible, llegar a la causa de tal denominación. Aparte de la calle ovetense existen lógicamente en Alicante, en Campello, en San Vicente del Raspeig, refugio de la familia en un par de ocasiones, en Elche y en Elda, sospecho que por su relación con don Emilio Castelar, uno de los Presidentes de la I República (1873-74) y muy entroncado con aquél lugar. Conocer la existencia de la calle Rafael Altamira, en Alicante capital, no es asunto novedoso; sí puede serlo conocer lo que cuenta Gonzalo Tur en el volumen Alicante, sus calles antiguas y modernas. Dice el autor que esta calle, llamada inicialmente del Mar, del Matadero, del Correo y de la Princesa, pretendió dedicarse a Eleuterio Maisonave en Mayo de 1890, sin éxito, hasta que veinte años después, Abril de 19110, la Corporación Municipal decidiera dedicársela a mi abuelo. El dato curioso, que habla del realismo y sentido del humor de Rafael Altamira, es el contenido de la carta que, con tal motivo, enviara al Director del Diario de Alicante redactada en los siguientes términos: Hacen mal los alicantinos de poner a una calle el nombre de un ser viviente porque si éste es hoy bueno, mañana podría ser nefasto para los intereses del pueblo, y habría entonces que cambiar la placa para aplacar los razonados gritos de éste. Mire: en Oviedo pusieron el nombre de González Besada a una de las calles, se planteó en el Congreso la cuestión de los ferrocarriles estratégicos y el ministro, por razones de alta política, decidió su voto en contra de los intereses de Asturias. Hoy la calle lleva el nombre de «El camelo». Los nombres de las calles sirven para honrar el nombre de nuestros hombres ilustres. Lo que no sé es de dónde se han sacado que yo he nacido en una casa de esa calle. Yo nací en la de Montengón. ¿Sabe en dónde está la calle de Montengón? Habrá que averiguarlo. Entre mis manos también he tenido un ejemplar de El tío Cuc, periódico satírico escrito en valenciano que se publicaba, en Alicante, hacia los años treinta y cuyo número 621, del 4 de Marzo de 1935, reproduce una conversación muy divertida entre el tío Cuc y un campellero que le comenta lleno de admiración los fastos celebrados en Campello en honor a don Rafael Altamira, «ese señor alicantino tan sabio». Entre los campelleros he encontrado algunos descendientes de los que fueran sus compañeros de juegos en los años escolares. Han llegado a entregarme fotografías de la casona antigua de la familia en cuyo entorno jugaron de niños; hoy día lejos de la
niñez recuerdan con nostalgia aquellos muros de la finca Terol que solo dejaban ver la copa del gran pino a cuya sombra acudía el abuelo cada vez que su salud requería reposo y donde se fraguaron muchos de sus cuentos. He conversado con los más viejos que le recuerdan con cariño y he escuchado historias sorprendentes de los amoríos de un joven que recorría la playa, a caballo, desde el Riu Sec hasta la Illeta. Actualmente la entrada del Colegio de Campello está presidida por una fotografía de Rafael Altamira, regalo de mi padre, y unas cartas manuscritas cuidadosamente enmarcadas por el actual Director del Centro, interesado en que la figura de mi abuelo signifique algo más que una fotografía o un nombre gravado sobre los muros de la escuela. Lo razonable sería que su filosofía y sus ideales pedagógicos impregnaran las mentes de alumnos y docentes. Debo decir que esta tarea investigadora, aparte de estar resultando apasionante, tiene sus momentos gratificantes como ha sido el encuentro con un Cercle d´estudis, en San Vicente del Raspeig, compuesto por un grupo de profesionales estudiosos amantes de su pasado y dispuestos a recuperar, en este caso, a un hijo adoptivo que antes desconocían y ahora honran en el 50 aniversario de su muerte. Aparte de su interesante trabajo de recuperación histórica, de este grupo van surgiendo interesantes propuestas, como la de sugerencia de Domingo Martinez Verdú, publicada en el diario Información, de dar el nombre de Rafael Altamira al 4º Instituto que se proyecta en San Vicente del Raspeig. La relación entre mi abuelo y San Vicente parte de la situación creada en la provincia de Alicante por la aparición de un brote de cólera, en el verano de 1885, en el que se contó con la ayuda del Dr. Esquerdo como voluntario, incluso trabajando de camillero, y que empujó a varias familias campelleras, entre ellas la mía, a refugiarse en San Vicente por unos meses. Durante ese tiempo mi abuelo observa el pueblo y sus habitantes y escribe sus impresiones sobre ambos; en alguna carta menciona a las cigarreras «pobres mujeres que andan y desandan el camino desde aquí a la capital...» llevado de su permanente preocupación hacia los menos favorecidos y en especial hacia las mujeres. En relación con las cigarreras existe un gracioso artículo escrito por él y publicado en Mayo de 1934, en la Revista Tabacos de Alicante, que titula El tabaco, Alicante y yo en el que, además de declararse escritor no fumador, excepto en los tiempos en que consumía puros, habla de sus frecuentes visitas, acompañando a su padre, a la Fábrica de Tabacos de Alicante lugar donde pudo contemplar de cerca a las cigarreras que luego volvería a ver durante su estancia en San Vicente y más tarde, a su vuelta de América en Abril de 1910. De aquella última visita recuerda, lleno de agradecimiento, el entusiasmo con el que aquellas mujeres lo recibieron. Contemplar la biografía de un ser humano, seguir su evolución personal desde que nace hasta que muere puede completar el cuadro: la época histórica en la que nació, el entorno social y cultural en el que se desarrolló, cómo era su familia, saber cuales fueron sus juegos durante la infancia, a qué actividades dedicó su ímpetu juvenil, sus amigos predilectos o sus ocupaciones favoritas, permite ir adivinando cómo será el perfil del futuro adulto. En el caso de mi abuelo, pronto va dibujándose el pedagogo, el amante de la historia y el hombre de paz. Quisiera recalcar esa capacidad suya, admirable, de trasmitir lo que iba descubriendo a lo largo de su vida en beneficio de los demás. Para los amantes de la
Astrología mencionaré que mi abuelo pertenecía al signo de Acuario, con ascendente también Acuario; los entendidos saben que en general los nativos de este signo son personas de ideas modernas, altruístas, abiertas al mundo, interesadas por empresas de servicio a la humanidad y con una gran visión de futuro. La tendencia altruista y el interés por la cultura aparecen en mi abuelo desde bien temprano. Su infancia y adolescencia, en Alicante capital, parece que fueron felices. Mantuvo una relación muy estrecha con su padre, al que respetaba profundamente; en sus Memorias dice: «Lo que le debo a mi padre: laboriosidad, conciencia del deber, aunque no guste; sentimiento de benevolencia y caridad: el Campello y las visitas a los enfermos» sospecho que refiriéndose a la epidemia de cólera del año 1885. José Altamira Moreno, era un hombre culto que se preocupó de educar musicalmente a su hijo, de ampliar sus lecturas y de su aprendizaje del francés y el inglés; la facilidad para los idiomas de mi abuelo le llevó a dominar igualmente el holandés, italiano, etc. a lo largo de su posterior carrera internacional. La familia de mi bisabuela Rafaela Crevea, nacida en Concentaina (Alicante), era de origen italiano y con antecedentes musicales. El matrimonio tuvo 4 hijos: Juana, nacida en 1855, Rafael, en 1866, Miguel, 1869 y María, en 1872. Aunque mi abuelo vivió en Alicante los primeros quince años de su vida, las vacaciones familiares transcurrían en Campello, al igual que las de otro alicantino famoso: Óscar Esplá, nacido en 1886. Estudió en el colegio de San José, Instituto de Segunda Enseñanza de Alicante y allí tuvo como compañeros a los futuros escritores Carlos Arniches y Joaquín Dicenta, y al pintor Heliodoro Guillén. Mi abuelo recuerda con cariño al Director de Colegio, don José González, que benévolamente se hacía el distraído cuando le sorprendía en clase leyendo algún periódico o revista. Sin duda percibía en ese niño su interés por todo lo creativo: la lectura, la música y el teatro atreviéndose incluso con la crítica literaria. La biblioteca de la familia era bastante buena y pudo familiarizarse con autores como: Julio Verne, Walter Scott, Stevenson, Cooper, los Dumas, el Quijote, Gil Blas de Santillana, los clásicos españoles, los Episodios Nacionales de Galdós y otros escritores extranjeros. Estas lecturas fueron desarrollando su ilusión de llegar a ser escritor. Con doce años, en 1878, en vez de dedicarse a jugar, «edita» durante cuatro años una revista manuscrita, La Ilustración Alicantina donde escribe cuentos, poesías, noticias de actualidad e incluso algunos artículos sobre historia, ciencias y arte. Nunca perdió su vocación literaria que practicó hasta 1907, año en el que se despide de sus lectores en el prólogo de Fantasías y recuerdos; su abandono vino forzado por sus obligaciones como catedrático de Historia del Derecho en Oviedo y sus continuos viajes. No volverá a la literatura hasta Cartas de Hombres, 1927-1941, escrita desde la experiencia y la sabiduría de sus setenta y ocho años, obra que ansío leer ya que representa una profunda reflexión sobre los problemas intelectuales y sentimentales que acechan al hombre de cualquier época. A los quince años y medio, se traslada a la Universidad de Valencia para estudiar Derecho, con magníficos resultados especialmente en las asignaturas de Derecho Político, Derecho Civil e Historia del Derecho. No obstante, y según él mismo reconoce en sus Memorías, en Valencia sigue destacando más como literato y orador, que como historiador o jurista. Escribe para algunos periódicos y lee tanto a Zola, Daudet o
Flaubert, como obras científicas y jurídicas; allí conoce a Joaquín Sorolla y hace amistad con Vicente Blasco Ibañez junto al que comenzó a escribir una novela, nunca terminada, que pensaron titular Romeu, el guerrillero. Su amistad perduró con los años, continuaron escribiéndose y en 1903 vuelven a encontrarse en Roma. En realidad el primer libro que escribe en Valencia ¡con dieciséis años! es su Ensayo de una introducción a la historia de la Humanidad, presagio de la posterior Metodología de la Historia resultado de su creciente interés hacia la importancia de la censeñanza de historia y la forma correcta de hacerlo. Para él se ha de formar la personalidad del alumno despertando sus cualidades originales, sin sujeción al libro de texto, estimulando su juicio crítico y planteando un amplio estudio de la Historia que evite la xenofobia y la patriotería. A los pocos años, en 1885, escribe su segundo ensayo: El realismo y la literatura contemporánea, publicado en Barcelona en la Revista La Ilustración Ibérica y valorado como interesante por Leopoldo Alas Clarín. Esto se debe a la influencia de don Eduardo Soler, catedrático de Derecho Político, nacido en Villajoyosa, y quien, a través de unos parientes alicantinos, establece una estrecha amistad con mi abuelo y le amplia sus horizontes culturales; le inicia en la Arqueología proporcionándole libros fundamentales para su futura labor científica. El abuelo lee al filósofo Julio Sanz del Río, el Boletín de la Institución e incluso toma parte en las excursiones y otras actividades pedagógicas organizadas en Valencia por don Eduardo. Así comienza a interesarse por los métodos de la Institución Libre de Enseñanza, movimiento pedagógico abierto a las corrientes renovadoras que imperaban en aquella época en Alemania, Bélgica y Francia, y que fue fundado en Madrid, en 1876, por un grupo de profesores krausistas. Obtenida su Licenciatura en 1886 se traslada a Madrid, para doctorarse en Derecho y Gumersindo de Azcárate le dirige su tesis doctoral sobre Historia de la Propiedad Comunal, publicada en 1890. Trae varias cartas de su amigo Soler para Giner, Nicolás Salmerón, etc. y, gracias a ellas, entra en la Institución como profesor y en la Universidad como auxiliar en la cátedra de Giner de los Ríos; entabla una profunda relación con él y con Joaquín Costa, personajes que influyeron grandemente en él, incluso en decisiones pertenecientes a su vida privada. Crece su interés por los temas pedagógicos colaborando como Secretario, muy activamente y a las órdenes del Director, don M. Bartolomé Cossío, en el Museo Pedagógico. Por otro lado continúa escribiendo artículos, dirige el Boletín de la Institución Libre, funda y dirige la Revista Crítica de Historia y Literatura e, interesándose cada vez más en la historia y en la política, dirige también La Justicia, diario de moderada tendencia republicana, donde escribieron figuras como Antonio Machado, Clarín o Mariano de Cavia. En 1895 publica en Madrid, Cuentos de Levante, en cuyo prólogo dice expresamente: «Hay que amar a la terreta; hay que hacer que el pueblo la ame y adquiera conciencia de ese amor, y lo funde en algo positivo, en algo que tenga vida; en vez de ceñirlo a las fluctuaciones de un instinto desigual, de un sentimiento primitivo...» palabras llenas de amor hacia su tierra natal, pero lejos de cualquier nacionalismo, con los que nunca comulgó. En este libro aparecen representados personajes reales del Campello de entonces que don José Gomis, actual cronista de Campello, ha identificado sin dificultad.
El mismo año publica, en Valencia, Cuadros levantinos. Cuentos de amor y de tristeza. También publica en Madrid, en 1902, Mercado de agua para riego en la huerta de Alicante y en otras localidades de la Península junto a su querido y admirado Joaquín Costa. De este tiempo se conserva su correspondencia con don Marcelino Menéndez y Pelayo, con doña Emilia Pardo Bazán, Pérez Galdós y con Leopoldo Alas, Clarín. En sus continuos viajes al extranjero contacta con numerosos hispanistas, publica en Madrid su libro La enseñanza de la Historia, uno de sus temas preferidos, y busca métodos y sistemas científicos que se pudieran aplicar en la renovación cultural española. Por ejemplo, experiencias como «la escuela-jardín» y las «escuelas al aire libre» fueron introducidas con éxito en nuestro país; precisamente la primera inaugurada fue en Alicante, el Jardín-Escuela Altamira, abierto en la plaza de Ramiro de Alicante en 1913. Animado por su buen amigo, don Miguel de Unamuno, se presentó, en 1897, a las Oposiciones para la Cátedra de Historia General del Derecho Español, en Oviedo, que ganó brillantemente. Afincado allá mi abuelo se casa, el 19 de Junio de 1899, con una joven leonesa, Pilar Redondo Tejerina, la mayor de seis hermanos. Mi bisabuelo, don Inocencio Redondo, fue catedrático de Dibujo en León, Madrid y Oviedo, sucesivamente, y académico correspondiente de la Real Academia de San Fernando. Como ya mencioné anteriormente mis abuelos eligieron para pasar su luna de miel la finca familiar de Campello. Cuando mi abuelo aparece en Oviedo es aún un joven profesor y su Discurso de apertura del curso académico en la Universidad El patriotismo y la Universidad, recibido con gran admiración, le granjea las simpatías de sus compañeros. En aquel ambiente sintió de nuevo el impulso que latía en él desde niño de ayudar a los demás intentando mejorando las condiciones de vida de los menos favorecidos: especialmente la clase trabajadora y la mujer. Según sus conclusiones, para conseguir esas metas habría que comenzar por fomentar la tolerancia y la igualdad en el acceso a la cultura; indudablemente, su impulso venía reforzado por las ideas liberales y progresistas que había recibido de la Institución Libre de Enseñanza. La pérdida de las colonias americanas, en 1898, fue un desastre que afectó hondamente a los intelectuales españoles; en ese mismo año, y profundamente dolorido, mi abuelo escribió la Psicología del pueblo español donde muestra su convencimiento en que la regeneración de un pueblo es una cuestión educativa, de corrección de nuestras faltas nacionales. Llevado de su preocupación por los aspectos histórico, cultural y social, unido al deseo de salir de la decadencia que asolaba, en aquél entonces, a España escribió su Historia de la civilización española. En la Universidad de Oviedo, donde ya se estaba trabajando por la renovación de las ciencias y la idea de llevar la cultura a las clases obreras, vivió su etapa más interesante, formando parte del grupo de promotores del proyecto de la Extensión Universitaria, inspirado en el modelo de unos profesores de Oxford, sí bien con ciertas diferencias. Un grupo de profesores de la Universidad, entre ellos mi abuelo, asumió la idea y comenzó a impartir cursos para un público compuesto por clase media, obreros manuales, comerciantes y sus mujeres. Se formaron dos grupos: grupo general, con dos o tres clases semanales, y clases para los trabajadores, al salir del trabajo. La
iniciativa de la Universidad de Oviedo de adaptar el programa a lo que los obreros pedían tuvo como resultado su supervivencia a lo largo de trece años, frente al relativo fracaso que sufriera la iniciativa inglesa. Mi abuelo creía firmemente que los obreros debían tener libertad de pensamiento, de asociación, religiosa, libertad de enseñanza y libertad personal, dentro de la plena conciencia de la responsabilidad social de cada uno respecto al trabajo que le correspondiera hacer. Lo cual significaba trabajar lealmente y trabajar con espíritu de solidaridad. Durante esta larga etapa en la Universidad de Oviedo, rica y feliz, el abuelo no dejó de recordar a su querido Alicante; siempre que su trabajo lo permitía regresaba a su casa de Campello. Allí comienza a escribir su novela Reposo y Fantasías y recuerdos, relatos llenos de amor a su tierra, de recuerdos de la infancia e ilustrados por su amigo, el gran pintor Vicente Bañuls. Con motivo de la celebración del III Centenario de la Universidad de Oviedo, se proyecta un viaje a América en la intención de renovar los lazos culturales entre España y América, rotos por el problema de las Colonias. Por sugerencia del Rector don Fermín Canella el claustro elige por unanimidad como delegado a Rafael Altamira. Ese viaje, pensado para un corto espacio de tiempo, se prolonga a diez meses (Junio 1909-Marzo 1910) con un recorrido seis países de habla hispana. En su libro Mi viaje a América, el abuelo precisa algunos datos que interesa dar a conocer: el viaje se realizó sin subvención ninguna, la Universidad de Oviedo carecía de medios económicos, el Gobierno no aportó una sola peseta y mi abuelo pudo hacer su labor gracias a la hospitalidad de las Universidades americanas y algunos gobiernos. En algunos casos las colonias de españoles se disputaron generosamente el honor de acoger al delegado español y, hay que decirlo, en varias ocasiones los gastos esenciales fueron sufragados a costa del sueldo de Rafael Altamira ¿Cabe mayor generosidad? La preocupación constante para mi abuelo de mejorar la situación social y cultural de España le llevó a poner todo el énfasis en dar preferencia a la educación; sus nombramientos como Inspector General de Enseñanza y, luego, en 1911, como primer Director General de Primera Enseñanza, si bien no pudo lograr todos sus ideales pedagógicos, tuvo suficiente poder para intentar reformar el nivel de la enseñanza creando un programa de actuación que al menos introdujo numerosas mejoras: renovó la inspección técnica dotándola de un cuerpo femenino, se preocupó por la mejora de las instalaciones materiales de las escuelas, introdujo créditos especiales para que los maestros pudieran asistir, en el extranjero, a cursos de perfeccionamiento, igualó los sueldos de los profesores de Música, reformó los estudios de Magisterio y mejoró, en resumen, la situación económica y profesional de los maestros. En 1912 ingresa como miembro de número de la Real Academia de Ciencias Morales y Políticas y es nombrado Presidente de la Liga Cervantina Universal, dedicada a la construcción de escuelas en todo país donde existieran emigrantes españoles. Continua sus salidas al extranjero, asistiendo como representante español a diferentes Congresos en Londres y París. No voy a entrar aquí en su trayectoria posterior: catorce años como Juez del Tribunal de Justicia Internacional de La Haya, su lucha por la paz en el período entre la Primer y Segunda Guerra mundial que le valieron nominaciones al Nobel de la Paz en los años 1933 y 1951, año de su muerte. Recientemente los investigadores Domingo
Martínez y Daniel Moya han recogido, de las Academias sueca y noruega, los documentos que atestiguan que ya se venían recibiendo propuestas en años anteriores y la gran sorpresa fue tener constancia de dos nominaciones más, en 1911 y 1912, para el Nobel de Literatura. He querido ceñirme a su aspecto humano más intensamente ligado a su patria chica por un lado y sin olvidar su dimensión universal, por otro, incompatible con moldes nacionalistas ¿Cómo iba a limitarse a ensalzar, en exclusiva, los valores de su terreta alguien que rebasó las fronteras levantinas, las españolas e incluso las europeas para proyectar su labor por el continente americano? Para mí adentrarse en estas pequeñas anécdotas, en detalles aparentemente nimios, permite captar el espíritu que late tras ellos. No se trata únicamente de cantar las glorias de un personaje; conocer la historia de un hombre o un pueblo con la mayor minuciosidad posible, como mi abuelo recomendaba, permite contemplar las sucesivas etapas de su vida y las diferentes cualidades que irán dando fruto en el momento preciso. En el caso de Rafael Altamira ese proceso, cumplido con brillantez, dio como resultado un hombre sabio cuyo legado de honestidad, respeto a las libertades y defensa de la paz y la justicia, sigue siendo válido como orientación ética para el trabajo de las generaciones venideras. Pongo punto final con un pequeño extracto tomado de su Ideario pedagógico publicado en Madrid el año 1923. Algunas de las ideas que allí se recogen, setenta y ocho años después, lógicamente han sido solucionadas, pero otras muchas abordan problemas de absoluta actualidad y por su modernidad deberían resonar en las cabezas y en el corazón de los actuales responsables de la educación, en padres y maestros. Ideas entresacadas del Ideario pedagógico: * La preocupación educativa debe ser un factor indispensable en una sociedad democrática. * Cada nación ha de establecer un mínimo obligatorio de instrucción y educación mediante la legislación adecuada: asistencia obligatoria a la escuela y un mínimo de instrucción complementaria y profesional durante la adolescencia. * Estas medidas suponen una llamada a las fuerzas morales de los jóvenes, sin las cuales sería imposible transformar la vida social de las naciones. * Intercambios entre los países, tanto de estudiantes como de profesores y obreros. * Enseñanza de la Historia evitando, cuidadosamente, toda sugerencia encaminada a provocar o mantener, odios, rechazos o prejuicios entre las naciones. Aprovechar, por el contrario, el enorme valor educativo y cultural de una correcta enseñanza de la Historia, creando una enseñanza de sentido internacional que evite los planteamientos nacionalistas. * Libertar la educación, libertar el espíritu y reconocer el valor intrínseco de la conciencia humana como base de toda convivencia.
* Cada pueblo debe aprender a estimar, en su justo valor, lo que otros han hecho, y pueden hacer, para la obra universal de la civilización. La ignorancia de valores ajenos a los nuestros lleva a las rivalidades, la calumnia, el error y, finalmente, a la guerra. * La educación no abarca únicamente el terreno de los conocimientos, sino debe ser una educación social y cívica, que nos lleve a un mejoramiento de las relaciones humanas. * Las condiciones que un Maestro debe aportar para que ejerza adecuadamente su función, comienzan por la adecuación personal, fundamental en el orden pedagógico: el maestro, además de su formación intelectual, la posesión de una cultura general y profesional, necesita saber de sí mismo; conocer las condiciones de su carácter o de genio, para el trato de los alumnos. * Practicar el autocontrol, poner dulzura en la dirección de los muchachos, acoger con benevolencia sus defectos; sentir respeto y un auténtico amor, constituye uno de los primeros deberes sociales de convivencia, que podemos enseñar a los espíritus nuevos. * Para realizar con éxito su función de maestros, son necesarios: entusiasmo, alegría, sentido del deber, moral profesional, y auténtica vocación. * Es importante poner una mayor atención en la formación humana del profesorado. Dado el enorme déficit que la educación moral presenta en el mundo, a favor de la intelectual y la física, el vacío de la parte ética se acusa con mayor gravedad. * El lugar para sembrar los ideales humanitarios es la Escuela. A principios del siglo XX nacieron en las escuelas primarias de Estados Unidos las Ligas o Grupos de Bondad, Bands of Mercy, bajo el lema «Bondad, justicia, y piedad para toda criatura viva: humana o animal» Se llegó a contar con 70.000 agrupaciones y más de 4.000.000 de niños alistados en ellas. A pesar del gran número de delincuentes juveniles en Estados Unidos, no se encontró ni uno sólo que hubiera pertenecido a los citados Grupos. * Para el desarrollo de la educación moral, tiene un papel importante, el tipo de lecturas: cuentos y leyendas en la Primaria e historias de Héroes antiguos y Biografías de hombres célebres, para la adolescencia. * Esto es lo que hay que contar a la niñez y la juventud: los grandes ejemplos de entereza, de trabajo, de lealtad, de altruismo y honradez. En realidad existen muchos más ejemplos de hombres buenos de lo que se cree; sería aconsejable reunir una buena colección de libros, una Antología con títulos de todas las literaturas del mundo.
Octubre 2001
Rafael Altamira: un diplomático al servicio de la paz Pilar Altamira
Diplomacia: Arte de conducir las relaciones oficiales entre las naciones. Así consta en el Diccionario de uso del español, de María Moliner.
Este significado pueda ser de sobra conocido entre los profesionales de la diplomacia, pero quizá los más jóvenes ignoren quién fue Rafael Altamira y Crevea (Alicante 1866- México 1951). El día de su muerte, 1 de Junio de 1951, la B.B.C. inglesa anunció: «Hoy ha fallecido, en la ciudad de México, el historiador y jurista Rafael Altamira, el intelectual español más completo de su tiempo» Altamira estudió Derecho en la Universidad de Valencia, entonces la mejor de España, y allí coincidió con Vicente Blasco Ibañez, el pintor Joaquín Sorolla, Azorín, y otros. Al establecerse en Madrid, contactó con don Francisco Giner de los Ríos, fundador de la Institución Libre de Enseñanza, en la que Altamira trabajó activamente. En 1897 obtuvo la cátedra de Historia de Derecho de la Universidad de Oviedo, y en 1908, con motivo del III Centenario de la Universidad, fue comisionado para viajar a Hispanoamérica en visita de buena voluntad. En aquél viaje, programado para unos meses y que hubo de prolongarse casi un año, Altamira pronunció cientos de conferencias, trabajó con editores, políticos, maestros y alumnos de todas las Universidades y, a través de acuerdos de intercambio, creación de asociaciones, nuevas publicaciones y futuros congresos, consiguió restablecer los lazos culturales, entre España e Hispanoamérica, totalmente inexistentes a raíz del desastre de las colonias, en 1898. Ahí comenzaron a destacar sus dotes para situar la diplomacia al servicio de un empeño pacificador. Aquellos que conozcan su trayectoria en los campos de la Historia, la Jurisprudencia, la política, la enseñanza y la diplomacia y ateniéndonos a la definición de María Moliner, reconocerán conmigo que, efectivamente, Rafael Altamira supo hacer de la diplomacia, un arte al servicio de los más altos ideales: defensa de los derechos humanos, total rechazo a los conflictos bélicos, y entendimiento entre las naciones a través del diálogo y la tolerancia. Contemplando los resultados de la I Guerra Mundial, sintió la necesidad de crear un orden jurídico internacional y así, en enero de 1919, comenzó a trabajar en París, y más tarde en el congreso de Bruselas, para la creación de una Sociedad de Naciones que arbitrara los conflictos internacionales. En Septiembre de 1921, con varios juristas más, se redactaron los Estatutos y, una vez aprobados, se constituyó el Tribunal Permanente de Justicia Internacional, con sede en La Haya. Altamira, nombrado Juez permanente y reelegido en su cargo por dos veces, vivió catorce años en Holanda, pero no pudo cumplir su segundo mandato por la invasión alemana de la Europa occidental. En 1936 sale de España, gracias a su pasaporte diplomático y, después de vivir en Bayona, se exilia a Méjico, donde muere rodeado de sus discípulos y amigos.
Al final de su vida, tanto la II Guerra Mundial, como la Guerra Civil española, supusieron un duro golpe para un hombre abiertamente pacifista, que creía en el ser humano y que luchó para conseguir unas leyes justas y una convivencia pacífica. En definitiva, en la situación belicista en la que nos encontramos inmersos, resulta alentadora la existencia de personajes como Rafael Altamira, un diplomático español que puso todo su empeño intelectual, moral y ético, al servicio de la Paz.
Madrid, Octubre 2004
«Rafael Altamira y Crevea: Desde la añoranza» Pilar Altamira (Artículo publicado en el nº 2/3 de la revista EXILIOS, Diciembre 1998)
Cuando Luis Llera me ofreció la posibilidad de escribir un comentario acerca de mi abuelo para el siguiente número de la Revista Exilios, se me revolvieron los entresijos del alma que ya, sólo con el título de la publicación, andaban alborotados. Para mí, exilio es mucho más que una palabra, es algo tan duro y tan cruel como arrancarte tus raíces, todo lo profundas y diversificadas como ellas sean; alejarte espiritualmente de tu lugar geográfico, de tus amigos, de tus anhelos, impedir que una persona pueda llegar a conocer a sus nietos. Este fue el caso, entre otros, de mi abuelo paterno Rafael Altamira, pedagogo, historiador y jurista, nacido en Alicante en 1886 y fallecido en Méjico en 1951 a la edad de ochenta y cinco años. Su salida de España tuvo lugar en plena guerra civil, el 29 de agosto de 1936, gracias a su pasaporte diplomático y con un permiso especial de la Junta Militar de Burgos para incorporarse a su trabajo en Holanda, como Juez del Tribunal de Justicia Internacional de La Haya, lugar en el que siguió trabajando hasta que el Palacio de la Paz hubo de cerrar sus puertas. De su etapa holandesa me fascinaba escuchar a mi padre datos curiosos como que fue el único juez español del Tribunal, durante 14 años, o cómo los jueces cobraban su salario en monedas de oro. De Holanda pasó a Francia, donde permaneció varios años en una villa de Bayona. Más tarde, bajo la protección del Presidente argentino interesado en ayudar a tres ilustres exiliados españoles: Pau Casals, Picasso y Altamira, pudo instalarse en Lisboa, donde colaboró con la Universidad de Coimbra y editó Cartas de Hombres. En 1944 abandonó Portugal al ser invitado por la Fundación Carnegie para dar un curso en la Universidad de Columbia, de Estados Unidos, y aunque diversas universidades
europeas y americanas le ofrecieron su cálida hospitalidad, el destino se decantó por la ciudad de México, donde vivió y siguió trabajando desde noviembre de 1944 hasta su muerte el 1 de junio de 1951. Así, nunca volvería a pisar la tierra que le vio nacer, y en definitiva, hizo imposible que yo, nacida en la posguerra, pudiera disfrutar de un personaje como él. De esta manera he crecido, pasando por todas esas etapas de niñez, adolescencia y madurez, sin su presencia física; sin embargo, otras muchas presencias suyas me han sobrevolado siempre y agradezco infinito la oportunidad de poder explicitarlo aquí. Para cualquier joven, para todos los jóvenes del mundo, llega un momento en nuestro desarrollo en el que necesitamos crear una imagen ideal del ser humano que conformará, en el futuro, nuestras actitudes sociales; sentimos la necesidad de encontrar un ídolo, nuestro héroe, digno de ser imitado. Para algunos habrá sido el Che Guevara, Mahatma Gandhi o Madame Curie; para mí, cuando pensaba en un modelo de honestidad, de búsqueda de la verdad y de tantos valores más, mi héroe, mi modelo, era Rafael Altamira. Durante la infancia me acostumbré a la idea de un abuelo lejano, allá por las Américas, cuya única referencia estaba en las paredes de mi casa, en unos cuadros desde los que miraba muy serio un señor de larga barba blanca y en multitud de cajones, llenos de libros, que se amontonaban por los pasillos: «Son los libros del abuelo», oía decir medio en voz baja. Yo no entendía entonces por qué había que bajar la voz y no sacar a la luz los escritos de alguien tan sabio; no entendía que mi padre nos enviara, de vez en cuando, por librerías y editoriales preguntando por algún libro del abuelo cuando sabía que la respuesta era siempre la misma: «Está agotado». Lo curioso era que, al poco tiempo, devolvían grandes paquetes porque no se vendían. No entendía que a una amiga nuestra, al querer hacer su tesis doctoral sobre Rafael Altamira, como pedagogo, su director sugiriera que sería más interesante investigar al Padre Poveda; estuve mucho tiempo sin entender muchas cosas, hasta que crecí, fui a la universidad y también allí veía a mis profesores sonreír o fruncir el ceño, según, cuando pasaban lista. A partir de entonces me decidí por algo tan elemental como era ponerme a leer, intentar averiguar por mí misma cuál era el contenido, el mensaje y la intención en la obra de alguien que causaba tanto revuelo: gracias a la lectura del Ideario Pedagógico, la Psicología del pueblo español, Los elementos de la civilización y del carácter españoles, la Historia de la Civilización, etc. en ediciones americanas, comencé a entender algo. Y no sólo eso; aquellas lecturas me permitieron también comprender la importancia, para nuestra cultura, de la Institución Libre de Enseñanza y de ese grupo de personajes, surgidos de sus entrañas, que compusieron en gran parte, la generación del 98. Mi abuelo, desde su llegada a Madrid, se vinculó profundamente con la Institución a través de la estrecha relación de admiración y respeto que mantuvo con Giner de los Ríos, a cuya instancia inició sus primeros pasos en el camino de la Pedagogía. Tanto Giner como Joaquín Costa fueron los dos grandes maestros de sus comienzos, con los que mantendría siempre una importante relación. En años posteriores, cuando comenzó a poderse hablar más libremente de aquellos personajes en el exilio, un curioso silencio rodeaba, en España, la figura y la obra de Rafael Altamira: el «padre de los hispanistas», como es considerado en Europa y América, candidato en 1931 a la Presidencia de la II República y, entre otros muchos reconocimientos, nominado para el Premio Nóbel de la Paz en dos ocasiones: en 1933 con la firma de 160 personalidades y, nuevamente, en 1951, apoyada la candidatura
por todos los grupos de exiliados en América, Universidades, Centros Republicanos y demás personalidades; en total, más de cuatrocientas adhesiones. Desgraciadamente, su muerte en el mismo año de su nominación, truncó toda esperanza. He considerado oportuno traer a colación, en este punto, opiniones referentes a su persona y a su obra de muy distintas procedencias: Carlos D. Malamud, en su crítica a la publicación del Diccionario de gobierno y legislación de Indias, de Manuel Josef Ayala, Ediciones de Cultura Hispánica (Abc literario, 1 abril 1989) dice: «Esta edición supone un importante acto de desagravio para la memoria de Altamira, cuya obra investigadora fue prácticamente silenciada en nuestro país mientras duró su exilio americano, extendido desde 1939 hasta su muerte en 1951. Pese a ello, no fue posible negar la importancia de la Colección de documentos inéditos para la historia de Iberoamérica que tanta utilidad reportó a los investigadores del periodo colonial.» Para el historiador inglés George J.Cheyne, investigador de Joaquín Costa y por tanto de su relación intelectual con Altamira, «ambos fueron dos de los hombres más importantes de los siglos XIX y XX y no comprendo cómo se ha podido olvidar la figura de Altamira, un hombre con ocho doctorados» (Alicante, febrero 1987) Manuel Tuñón de Lara dijo en el simposio de Homenaje a Rafael Altamira (Alicante 1987): «Altamira fue una figura capital de la que hemos bebido todos en los años veinte y treinta. Yo lo primero que hice en Francia al exiliarme en 1946, fue procurarme una edición de la Historia de la Civilización de Altamira, porque lo considero un libro de cabecera.» En su sección de crítica de libros, el periódico La Vanguardia (10 de febrero 1989) comenta: «En estos últimos años hemos asistido a una proliferación de obras sobre la teoría de la Historia. Como de costumbre, se habló de escuelas e historiadores anglosajones y franceses y se siguió olvidando a nuestros historiadores. Acaso el olvido más estentóreo ha sido el de Rafael Altamira. La editorial Crítica, con la publicación de la Historia de la civilización española viene a saldar esa vieja e incomprensible deuda». En la misma línea va el comentario que aparece en la introducción a La enseñanza de la Historia, escrito por Juan Carlos Mainer y Raimundo Cuesta, directores de la colección Referentes para el estudio y la enseñanza de la Historia, la Geografía y otras Ciencias Sociales (Akal Ediciones): «Publicar aquí y ahora esta obra de Altamira obedece, más que a una mirada complacientemente retrospectiva, a una conveniente y saludable voluntad de podar las robustas enredaderas del olvido en las que se ha visto apresado el legado pedagógico y científico de nuestro historiador». Hay algo que no se ha dicho y es que don Rafael Altamira es el historiador que dio a España la «Generación del 98». Javier Malagón, Revista de Occidente, nº 46(1967). Salvo estas menciones aisladas en ciertas publicaciones o referencias puntuales en determinados actos académicos, en realidad, en España no comenzó a ser rescatado al nivel general hasta febrero del año 1987, cuando se inaugura en Alicante un Homenaje Internacional a Rafael Altamira, organizado por el Instituto de Estudios Juan Gil-Albert, con la colaboración de la Comisió del Quinto Centenari del Descubrimiento de América, la Generalitat Valenciana, el Ayuntamiento de Alicante, la Universidad de Alicante y el Instituto Jorge Juan. El homenaje estuvo compuesto por una exposición itinerante de sesenta y nueve paneles y vitrinas que incluían
publicaciones, diplomas, condecoraciones y grandes cruces otorgadas por las Universidades de diversos países y una importante colección de cartas (¡aquellos cajones polvorientos de mi infancia!) que mostraban la gran amistad que unía a mi abuelo con Joaquín Costa, Giner de los Ríos, Miguel de Unamuno, Leopoldo Alas, Pérez Galdós, Gabriel Miró, Blasco Ibáñez, Emilia Pardo Bazán, Menéndez Pelayo, Manuel Azaña y multitud de políticos de la época. Esta misma exposición estuvo abierta al público en la Biblioteca Nacional de Madrid durante el mes de junio de 1988 junto a la celebración de una serie de conferencias, organizadas por el Consejo Superior de Investigaciones Científicas, la Consejería de Educación de la Comunidad de Madrid y la Institución Libre de Enseñanza, que inauguró José Prat y cerraron Julio Caro Baroja y Pedro Laín Entralgo. Más tarde, en junio de 1987, tuve la oportunidad de acompañar y participar en la inauguración de la citada muestra en el Teatro Campoamor de Oviedo, ciudad donde nació mi padre mientras el suyo ocupaba la cátedra de Historia del Derecho (1897 a 1908). A los pocos meses, octubre de 1987, volví a tener el privilegio de asistir en México D.F. a un homenaje más, ofrecido por la U.N.A.M. y el Instituto de Investigaciones Jurídicas. Ambas experiencias fueron entrañables para mí: la primera supuso acercarme a la tierrina donde vivió una de las etapas más fértiles e interesantes de su vida profesional y la segunda me dio la oportunidad de conocer el departamento donde se alojó con su familia desde la llegada a México, la salita donde recibía a sus alumnos y amigos, los lugares que frecuentaba con otros exiliados; hablar con los personajes reales que habían tenido la suerte, de la que yo carecí, de conocerlo y poder escuchar sus palabras. La Exposición viajó después hasta la Argentina, pero mis posibilidades viajeras no dieron para tanto. No obstante, fue realmente Alicante, en febrero de 1987, quien dio la salida a esta carrera por rescatar la vida y obra de Rafael Altamira. La Diputación Provincial otorgó la Medalla de Oro de la provincia y se celebró un simposio que reunió, durante cuatro días, las ponencias de Tuñón de Lara, Pérez Prendes, Roberto Mesa, José Carlos Mainer, David Ruiz, Mariano Peset, Alfonso Ortí, Joseph Fontana, Sisinio Pérez Garzón y Rafael Asín Vergara, autor de un ejemplar trabajo sobre Rafael Altamira que se publicó con motivo del Homenaje. Por el lado extranjero acudieron el doctor G.J. Cheyne de la Universidad de Newcastle, especialista en Joaquín Costa, la doctora Mª Refugio González, de la Universidad de México, Javier Malagón de la Universidad de Maryland (USA) y numerosas personalidades más, como el embajador de México en Madrid y el secretario general del Tribunal Internacional de Justicia de la Haya. Finalmente se leyó una carta del profesor Pierre Villar, de la Universidad de París, excusando su ausencia por motivos de salud, y expresando su desolación por no poder participar. En su comunicación, evocaba una experiencia personal vivida como prisionero de los nazis en el campo de concentración Oflag XIII A, cerca de Nuremberg, donde permaneció desde agosto de 1940 a septiembre del 41; posteriormente fue trasladado a Polonia, al sur de Dantzing, y luego al Tirol hasta ser liberado y repatriado en abril de 1945. Entresaco un fragmento de su relato:
«...en un principio nuestros guardianes no eran excesivamente severos y permitían que algunos prisioneros recibiéramos envíos de libros; así llegaron a mis manos un libro de fotografías sobre itinerarios de los Incas y ¡los seis volúmenes de la Historia de España y la civilización española de Rafael Altamira! Esta anécdota tan personal tiene un valor simbólico, el de un joven historiador, apasionado de España, lanzado como combatiente y después como cautivo en la tormenta mundial de los años 39-40, acompañado pese a los accidentes bajo bombardeos y en contacto con genocidas ¡desde Nuremberg a Polonia, del Tirol hasta Las Landas! por esa Historia de España. Yo creo que si Altamira hubiera conocido esto, no le habría dejado indiferente».
Se comprenderá que, aunque asistí también con mi familia a la creación de la Fundación Altamira, dedicada a ofrecer su fondo documental a jóvenes investigadores y a la difusión de las Obras Completas, todo ello justo y necesario, lo más importante para mí, sentada en mi asiento del salón de actos, fue escuchar una tras otra aquellas ponencias que perfilaban aspectos de mi abuelo que yo no conocía bien: descubrí un niño que, con apenas trece años, autoeditaba La Ilustración Alicantina (1878-81), revista manuscrita de poesías, relatos de actualidad y artículos propios sobre historia, ciencias y política. Supe cómo ese niño comenzó su carrera de Derecho en Valencia a los quince años y a los dieciséis escribe su primer libro, Ensayo de una introducción a la Historia de la Humanidad, y de todo tipo de artículos en diferentes revistas estudiantiles. Cómo a los veinte realiza en Madrid su Doctorado en Derecho dirigido por Gumersindo de Azcárate, entra a trabajar en el bufete de Salmerón, entabla amistad con Joaquín Costa y Giner de los Ríos, sus dos grandes maestros, conecta con la Institución Libre de Enseñanza y se vuelca en la pedagogía sin abandonar su interés por la literatura, la investigación científica de la Historia y la Política. Me seguí asombrando de su inquietud hacia los asuntos sociales y cómo se implica en ellos: desde su cátedra de Historia del Derecho en la Universidad de Oviedo, con treinta y un años, cuando con el proyecto de la Extensión Universitaria intenta, a través de charlas en las fábricas, acercar los conocimientos universitarios a los obreros. Continué enterándome con avidez de su interés también en la esfera de lo político como intelectual y escritor; incluyendo en este tipo de política la labor que lleva a cabo durante el importantísimo viaje que efectúa de junio de 1909 a marzo de 1910, a lo largo del cual pronuncia trescientas conferencias en centros y Universidades de Argentina, Uruguay, Chile, Perú, México, Cuba y Estados Unidos sobre metodología y desarrollo de las Ciencias Sociales. Consigue restablecer las relaciones culturales (creación de los nuevos centros hispanoamericanos, fomento del estudio de la geografía, historia, etc. de las naciones implicadas; Congresos, intercambios de profesorado y publicaciones entre centros docentes de las mismas) con Hispanoamérica, que habían quedado rotas desde 1898 con el desastre de las colonias. Después de este viaje como doctor Honoris Causa de diversas Universidades, es llamado a Palacio por el rey Alfonso XIII para nombrarlo Caballero
Gran Cruz de la Orden de Alfonso XII, en junio de 1910; al año siguiente pasa de Inspector General de Enseñanza a ser el primer Director General de Primera Enseñanza, donde su principal preocupación fue la situación social y económica de los maestros, la dotación de las aulas, crear escuelas-jardín, escuelas para disminuidos psíquicos, etc. Ocupa la cátedra de Instituciones Políticas y Civiles de América y sigue participando en congresos en Bruselas, Londres, París y Estados Unidos. En España o fuera de ella, nunca deja la investigación de los temas americanistas. A partir del final de la Primera Guerra Mundial (1914-1918), y aunque en 1916 es nombrado senador por Valencia dentro del Partido Liberal de Romanones, la sombra del abuelo comienza a proyectarse marcadamente hacia terrenos internacionales: lo nombran árbitro del Tribunal de Litigios Mineros de París, miembro de «los diez» (Comité de Juristas) para el proyecto de crear un Tribunal Permanente de Justicia Internacional, del cual él mismo es elegido Juez Permanente en 1921, y vuelve a ser reelegido para el mismo cargo desde 1930 hasta la invasión nazi. Es sorprendente como una sola persona puede interesarse y profundizar simultáneamente en un trabajo cultural, social y político, y desarrollarlo con brillantez en tres ámbitos geográficos diferentes como España, América y Europa. Él, mi abuelo, fue capaz de hacerlo: en España publicando y trabajando en su cátedra de Madrid, especializándose en temas de Derecho Internacional y entregando cada vez más su alma a las ideas pacifistas; de América siguen pidiendo su orientación jóvenes, intelectuales e instituciones oficiales. Finalmente en Europa su figura crece día a día: imparte clases en la Sorbona, de Ciencias Históricas en Oslo y las Universidades de París y Burdeos le invisten doctor Honoris causa, participa en Bruselas en la creación de los estatutos para la Sociedad de Naciones, escribe su Ideario Político, trabaja en el Tribunal Internacional de La Haya y da conferencias en cualquier país, en cualquier idioma y sobre cualquier tema: Historia, Pedagogía, Derecho, Literatura y Teatro españoles, o lo que se tercie. Pero los días de vino y rosas acaban y el nefasto año de 1936 llegó con otro desastre, la guerra civil. Aquello sumió a mi abuelo en una profunda depresión; su positivismo, sus ideales pacifistas, los principios morales aprendidos del ideario de la Institución, el pensamiento mantenido de que la educación del hombre era el medio para la regeneración y la emancipación humana se vinieron abajo y hubo de superar, con el tiempo, el momento más bajo de su vida. El exilio de su patria, el penoso peregrinar por tierras de Francia y Portugal hasta encontrar refugio, en 1945, como tantos otros españoles, en los brazos abiertos del presidente Cárdenas y el pueblo mejicano; del fondo de su alma surgieron multitud de escritos inéditos como Confesión de un vencido, unas memorias incompletas, Mi tragedia de España y Tragedias de algunos y de todos. Elegías, publicado en el exilio y considerado como un testamento político. Además aparecieron diversas notas manuscritas, escritas a veces en un trozo de papel o en el reverso de un billete de tren, entre las que se encontraba un Inventario de mis pérdidas económicas, intelectuales y espirituales a causa de la guerra civil española, del cual extraigo el fragmento más dolorido:
«III apartado- En otros órdenes espirituales, he perdido: 1 - Mi optimismo 2 - Mi fe en la civilización y en el porvenir de mi pueblo 3 - La esperanza de pasar los últimos años de mi vida y morir en mi patria»
Conviene aclarar que el general Franco conocía el dato de que Altamira había sido propuesto por Indalecio Prieto, con la aprobación de socialistas y monárquicos, como posible Presidente de un Consejo de Regencia en el llamado Pacto de San Juan de Luz, encaminado a restituir la libertad en España y fallido por filtración. Por otro lado el prestigio internacional que hubiera prestado a la dictadura la vuelta a España de un Juez del Tribunal Internacional de La Haya hizo que Franco enviara en dos ocasiones a sus embajadores a Méjico ofreciendo a mi abuelo seguridad para él y para su familia, y su integración total en el plano académico, si aceptaba volver a España. En ambas ocasiones la respuesta fue no; actitud totalmente coherente con alguien que, hasta el momento de su muerte y como experto en Derecho Internacional, consideró el Alzamiento un golpe de Estado contra la República y por tanto a la dictadura como una situación ilegal. En una nota manuscrita del año 37 afirma: «con la victoria de Franco, no se pierde tan sólo la República, la democracia y los derechos políticos, sino todas las libertades individuales del espíritu, sin las que es imposible una convivencia pacífica». En Tragedias de algunos y de todos. Elegías, evocando a España, dice: «Lo único que me consuela, o mejor dicho, que me anima a seguir este suplicio, es el hecho de que la veo, que a veces oigo ruidos que de ella vienen o contemplo las nubes que a la mañana se levantan en sus valles, suben a cubrir los montes y parecen traerme la frescura y el olor de nuestras tierras...» Nada más que añadir, quise ser breve y me ha resultado difícil. Me reconforta pensar que he rendido, a la memoria de mi abuelo, un tributo para mí obligado. No sé por qué pero hace días, visitando la Exposición España fin de siglo del antiguo M.E.A.C., al contemplar en una vitrina un pequeño ejemplar encuadernado en rojo de su Historia de la Civilización me vino a la cabeza aquella frase del Autorretrato de Antonio Machado: «...Y al cabo, nada os debo, debéisme cuanto he escrito...»
Acerca de las Casas-Museo (Para La Ilustración Asturiana) Pilar Altamira
Las estancias, los edificios que las cobijan, poseen un alto grado de sensibilidad. Las casas tienen vida propia, respiran, se alegran o languidecen al costado de sus moradores. Existen algunas impregnadas de malas vibraciones, con sus muros marcados por un sufrimiento que, en ocasiones, se materializa en extrañas sicofonías, incluso en la aparición de unas caras borrosas dibujadas en las paredes como testigos mudos de lo que allí ocurrió. Como contrapunto, existen otros lugares luminosos que acogen a quien los visita, fachadas sonrientes, zaguanes frescos y silenciosos, pequeños patios apenas entrevistos, dinteles que invitan a penetrar en estancias que aún conservan el eco y el perfume de sus amos. En esos espacios que un día fueron los hogares de algún personaje determinado, las paredes no muestran perfiles fantasmales, sino retratos familiares, algún óleo, alguna carta abandonada sobre el escritorio y, sin duda, la impronta de sus ocupantes, su silenciosa presencia. Los responsables de estos recuerdos conservan cuidadosamente los libros, las estancias privadas, tal y como fueran vividas por el ya ausente, su butaca favorita, quizá algún instrumento musical que tocara en la tarde para atraer la inspiración. Sí, porque la mayoría de estas Casas-Museo han pertenecido a grandes artistas, literatos, músicos, también matemáticos o naturalistas. He visitado algunas de ellas fuera de nuestras fronteras, en Amsterdam he subido las crujientes escaleras de la casa de Rembrandt, oscuras y luminosas, como las pinturas del artista, el hogar donde Frank Kaftka nació y vivió la mayor parte de su breve vida, en la Ciudad Vieja de Praga, la casa donde Goethe vivía en Weimar, aquel científico, filósofo y poeta tan admirado por Rafael Altamira. No me olvido de la, para mí, más sugerente: una hermosa casa de madera pintada en color mostaza, a las afueras de Moscú, rodeada de un bosquecillo donde, junto a su esposa y su dilatada prole, vivió el conde León Tolstoi. Allí leía, escribía, se fabricaba su propio calzado y montaba en bici, cuando las terribles temperaturas del largo y crudo invierno lo permitían, y allí se conserva su bicicleta inglesa, su taller de guarnicionero, el salón con un piano de cola que a veces, en sus reuniones sociales, tocaba nada menos que Mussorgski. Y ¡el comedor!, manteles almidonados, servicios sobre la mesa, como si en cualquier momento pudiera entrar por la puerta la mismísima familia Tolstoi. He nombrado a Rafael Altamira y finalmente, vuelvo hasta él; mi abuelo, creo yo, fue un hombre en muchos aspectos afortunado pero, casualmente, no tuvo suerte con las casas. Su casa natal en la calle Cienfuegos de Alicante capital, años después de la muerte de Altamira fue derribada sin conservarse ni tan siquiera la placa que, en su momento, el Ayuntamiento había colocado sobre sus muros con el nombre de mi abuelo. Su segunda residencia, la casa de sus días de descanso donde se refugió tantas veces de vuelta de sus viajes por Europa, la hermosa finca Can Terol de El Campello, se vendió cuando Altamira comprobó que no volvería a España y las altas tapias del jardín, que ocultaban la vista de almendros y limoneros, fueron derribadas. El último en caer, fue su pino centenario, aquél bajo cuya sombra leía y escribía. Iban desapareciendo las posibilidades de una hermosa Casa-Museo de Rafael Altamira. Ineludiblemente, no iba a tener la suerte de sus paisanos Azorín, en Monóvar, Vicente
Blasco Ibáñez a orillas de la playa de la Malvarrosa, Miguel Hernández en Orihuela, Miró en Polop de la Marina, o la de su amigo Galdós, en Canarias. Para colmo de males, a raíz de la Guerra Civil su casa de Madrid fue desvalijada y los libros de su importante biblioteca, robados o extraviados. Paradójicamente, pese a la distancia, el tiempo y las guerras, aún se conservan las placas con su nombre en la villa que habitó varios años en Bayona, Francia, y también en el Tribunal de Justicia Internacional de La Haya. Quisiera terminar con un pensamiento positivo: efectivamente al día de hoy Altamira no tiene una Casa-Museo pero, para satisfacción mía y de muchos asturianos, en Asturias sigue en pie un edificio bellísimo, de paredes azul añil, ¿similar al de Tolstoi?, macizos de hortensias en el jardín y una balconada que preside la ría del Nalón. Sí, en San Esteban de Pravia, Altamira compró esta casa y la disfrutó intensamente, durante muchos años, con su familia y con sus amigos. El edificio carece de una identificación adecuada, quizá por descuido de los responsables, pero lo cierto es que cuando falta la atención oficial, el espíritu es acogido por los corazones y así, sus actuales propietarios han sabido conservarlo perfecto, interna y externamente y, lo más enternecedor, los paisanos continúan llamándolo «el chalé de Altamira». ¿No vale esto casi tanto como una Casa-Museo?
Julio, 2005
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