GUILLERMO DE HUMBOLDT
ESCRITOS POLÍTICOS Con una introducción de SlEGFRIED KAEHLER
Versión en español de WENCESLAO ROC...
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GUILLERMO DE HUMBOLDT
ESCRITOS POLÍTICOS Con una introducción de SlEGFRIED KAEHLER
Versión en español de WENCESLAO ROCES
FONDO DE CULTURA ECONÓMICA MÉXICO
Primera edición
en alemán,
Segunda edición en alemán,
1901
1922
P r i m e r a edición en e s p a ñ o l , 1945 Primera reimpresión, 1985
D. R. B 1943 Fondo d e Cultura Económica. Av. de la Universidad 975; 03100 México, D. F.
ISBN 968-16-1352-X Impreso en México
GUILLERMO DE HUMBOLDT Noticia biográfica
nació en Potsdam, el 22 de junio de 1767. Su padre era oficial en la corte del entonces príncipe heredero de la corona. Después de la temprana muerte de su padre, la educación de los hijos —entre los que se contaba otro que habría de ser famoso, Alejandro, nacido en 1769— corrió a cargo de la madre, oriunda de Francia y procedente de los medios de la colonia francesa de Prusia. Los muchachos no asistieron a ninguna escuela pública. Su enseñanza fué encomendada, siguiendo la tradición de la época, a preceptores, entre ellos el famoso Campe. Más tarde, ambos hermanos, Guillermo y Alejandro, siguieron cursos privados de diversas personalidades de fama literaria, pues en Berlín no existía aún, por aquel entonces, universidad. La familia pasaba la mayor parte del año en el campa El sosiego de la vida campesina estimuló la propensión de Guillermo al estudio retraído, mientras que Alejandro se sintió inclinado desde el primer momento a la vida de sociedad. En Berlín, eran los círculos literarios más bien que los medios de la aristocracia los que daban la pauta. Después de estudiar breve tiempo en la universidad de Francfort del Oder, Guillermo de Humboldt ingresó, en la pascua de 1788, en la universidad de Gotinga, la más importante de las de Alemania, en aquella época. Permaneció aquí durante tres semestres, consagrado más que a sus estudios profesionales de jurisprudencia a la filología clásica y a los problemas de la moderna filosofía de Kant. Ya se destacaba resueltamente en él la tendencia a la cultura universal. En esta época, eljoven Humboldt emprendió dos grandes viajes culturales. El primero de ellos le llevó hasta el corazón de los Alpes suizos, por entonces muy poco visitados todavía. El segundo le permitió asistir en París, en agosto de 1789, a los primeros acontecimientos de la gran Revolución francesa. Los diarios y las cartas de aquellos días atestiguan claramente que a nuestro humanista le interesaban más las impresiones de carácter hu-ano en general que los sucesos estrictamente políticos. Lo que consideraba digno de atención entre cuanto le rodeaba, lo veía con los ojos GUILLERMO DE HUMBOLDT
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NOTICIA BIOGRÁFICA
delfilántropodeseoso de mejorar el mundo; los puntos de vista políticos le eran ajenos. Y, cuando tuvo ocasión de conocer cl servicio del estado, al entrar a practicar como ayudante de un tribunal de justicia en Berlín, su actividad no era la más apropiada para despertar en é1 cl interés político, de que carecía. Recorrió con bastante indiferencia esta etapa de sus estudios. Y, después de hacer su examen final de carrera y obtener su título en el verano de 1791, se desligó de la administración pública para entregarse a su sueño acariciado: vivir una vida retraída de idealista, consagrado al estudio, en una de las fincas que su esposa poseía en la Turingia. Vino luego una década de plena autodeterminación, sin vínculo ni compromiso alguno, una época de formación individual extraordinariamente bien aprovechada, durante la cual Huraboldt desarrolló hasta el máximo su asombrosa receptividad y su capacidad para asimilar las materias más diversas. No fueron tan positivos, en cambio, sus resultados en cuanto a la capacidad para plasmar y modelar la materia ideal, capacidad en la que residía, según él, la ley del mundo y del devenir. Tras algunos vastos intentos de productividad científica no coronados por el éxito, Humboldt decidió realizar planes de viaje acariciados durante largo tiempo y destinados a aplacar el sentimiento de descontento respecto a su sistema de vida, que ya empezaba a germinar en él. Contribuía necesariamente a hacer más penoso este sentimiento cl hecho de que, durante todos estos años, se había ido familiarizando cada vez más con el taller en que se forjaba el nuevo espíritu de su pueblo, pero solamente a título de espectador, como "público". En primer lugar, cl vivo interés con que seguía los problemas de la filología clásica le había valido la amistad del gran maestro de filólogos, F. A. Wolf. Además, se había incorporado, espiritual y personalmente, al grupo de los amigos de Schiller, entrando a través de él en contacto personal con Goethe. Fué éste, en cierto modo, cl primer puesto de embajador que hubo de desempeñar en la ciudad de Jena: como admirador y crítico, al mismo tiempo que colaboraba en la obra de los dos grandes poetas, representaba cerca de ellos, en persona, por decirlo así, el interés con que los círculos culturales de la nación rodeaban a las dos descollantes figuras. La primavera de 1797 marca cl comienzo de los verdaderos años de peregrinaje que habían de conducir a Humboldt, acompañado de su mujer y de sus hijos, primero a París, donde residió años enteros; luego,
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por difíciles caminos, a través de toda España y, por último, a la verdadera meta de sus afanes: Italia y Roma. Desde el otoño de 1802, Humboldt residió en esta ciudad, pero ya no como hombre libre, sino sujeto al vínculo oficial, flojo todavía y grato además por la renta que le procuraba, de residente prusiano cerca de la Santa Sede. Seis largos y gozosos años —la estación más prolongada que hubo de reservarle el destino en los treinta y dos años de su movida existencia que van de 1788 a 1820— vivió Humboldt bajo el sol de Roma. Los dos hermanos Humboldt disfrutaron indeciblemente de esta época, respirando a grandes bocanadas el hábito de historia universal que se desprendía de aquellos grandes lugares, sintiéndose identificados con todas las fibras de su alma —indisolublemente, al parecer— con el suelo consagrado de Roma. La vida de Humboldt discurría en el sosegado equilibrio de su goce espiritual, como una actividad diplomática poco importante, al margen de las grandes conmociones que llenaron los años 1805-1807 y sin que éstas, al parecer, le afectasen en lo más mínimo. En el invierno de 1808 a 1809, las circunstancias dispusieron que hubiera de trasladarse a Alemania para asuntos de su cargo. Fué entonces cuando el barón de Stcin le invitó a que tomase en sus manos la dirección del departamento de Enseñanza y Cultos del ministerio prusiano del Interior. Después de haber cruzado los Alpes, ya cara a cara con la realidad, transformada radicalmente, Humboldt, por mucho que interiormente se resistiese a ello, no podía rehuir ya la invitación. SÍ con ello sacrificaba su libertad, este sacrificio se veía recompensado por el campo de acción que ante él se abría, el más venturoso que a un hombre de sus condiciones podía brindársele. La realización del plan ya existente de fundar en Berlín una universidad le permitía, sobre todo, cumplir su misión específica de mediador entre el nuevo mundo de la cultura alemana y la forma nueva de vida del estado alemán en la Prusia de los tiempos de la reforma administrativa. El breve plazo de dieciocho meses durante el cual ocupó este cargo fué seguramente la época más feliz de la vida de Humboldt. Nadie estaba tan preparado como él para desempeñar aquel puesto, y su actividad dio en rápida cosecha frutos que su carrera ya nunca habría de volver a rendir. La subida de Hardcnberg a la Cancillería determinó, en junio de cambios fundamentales para una parte considerable de los altos
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funcionarios del estado y reintegró a Humboldt a la carrera diplomática. Se le asignó el puesto de embajador en Vicna, con el título de ministro de estado. Fué realmente a partir de ahora cuando su vida se centró sobre la política y la diplomacia, sobre la actuación de estadista, como profesión conscientemente abrazada. La larga época de formación, doblada de goce, había pasado; la ocasión de disfrutar de la vida y moverse libremente en el espacio universal sin compromiso alguno había sido aprovechada por él con largueza. La posibilidad de actuar sobre el presente vivo tentaba ahora al hombre maduro, consciente ya de sus limitaciones, más que al joven idealista cuya mirada llena de entusiasmo veía navegar al barco de mu mástiles por las aguas del océano inmenso. Además, Humboldt se sabía en posesión de capacidades que le aseguraban la expectativa de un puesto importante dentro del estado. Y, aunque la embajada de Vicna no tenía para él ni el encanto cultural ni aquel carácter políticamente inofensivo del otium cum dignitate de los tiempos de Roma, hasta el otoño de 1812 los años de Vicna transcurrieron relativamente tranquilos. Y le dieron la oportunidad de redactar una larga serie de informes cuyo carácter concienzudo y cuya claridad de juicio acerca de los motivos y los objetivos de la política vienesa valieron a su autor, en la apreciación del canciller del estado, el concepto de valiosísimo diplomático. En la gran crisis de los años 1813-15, Hardenberg hizo honor a este concepto, al traer a Guillermo de Humboldt a su lado, como consejero diplomático permanente. En este puesto, Humboldt asumió incansablemente todo el trabajo diplomático de detalle, en una serie de minuciosos dictámenes y conferencias orales y firmó como segundo mandatario de Prusia los dos tratados de paz de París. De este modo, a los ojos de sus contemporáneos, Humboldt parecía ser el hombre designado para suceder a Hardenberg en su cargo de canciller. Sin embargo, por el momento no se planteaba el problema de la sucesión de Hardenberg. Además, con el tiempo los antiguos compañeros de lucha y de trabajo fueron distanciándose, hasta que el apartamiento se convirtió en abierta hostilidad. Las razones de ello eran en parte personales y en parte objetivas, y éstas, a su vez, afectaban tanto a cuestiones de política interior como a puntos de política exterior. En el fondo, la causa era indudablemente ésta: la tensión de los largos años de lucha por la existencia del estado había unido estrechamente a los dos hombro
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al servido del mismo fin. Ahora que la tensión adía, sus divergentías de carácter salían a la luz; ya no se entendían. Perseguían por naturaleza distintas tendeadas en la vida, pertenecían a dos generadoras y a dos épocas culturales distintas. Adoraban, bajo el mismo nombre, a dioses diferentes. Hardenberg era un hombre político por naturaleza. El estado era su elemento; vivía y actuaba en estos dominios como en su propia casa; afrontaba con toda naturalidad los problemas que el estado le planteaba, pero el estado no era para él ningún "problema". No le ocurría lo mismo al individualista Humboldt. Ante éste se abría ahora un mundo nuevo. En las guerras de liberación nacional había podido comprobar con el más profundo entusiasmo la cohesión del espíritu alemán y del estado alemán. El problema teórico de su juventud —la mutua armonización de ks esferas de la individualidad y del estado y de sus respectivas exigencias— había encontrado en la realidad una soludón práctica que a él mismo le llenaba, sin duda, de asombro. Ahora, sabía que al hombre no le quedaba otro camino que "marchar con los suyos". La experiencia persona! vivida le había ayudado a penetrar en el conodtniento del sentido del mundo. Esta época había penetrado su emoción, y a través de ella el estado. A partir de ahora, Humboldt aborda el estado y los problemas que éste le plantea con el entusiasmo teórico del neófito. El carácter transacckmal de la vida normal del estado y ciertas debilidades de la administración publica, cuya culpa atribuye con razón a Hardenberg, espolean su impaciencia. Hardenberg, hombre encanecido en la jerarquía del otado, veía las cosas con más calma, pero el celo reformador de aquel colaborador tan eficiente acabó por despertar su desconfianza. Humboldt, poco avezado, como él mismo confiesa, a la administración publica, exageraba, como reformador idealista que era, la fuerza de la idea y su propia capacidad política y menospreciaba en cambio la importancia de b realidad y sus fricciones, las cuales tenían que hacerse más sensiles necesariamente al ceder la tensión que había existido en la vida interior del estado. El antagonismo entre estos dos hombres era, en el fondo, el antagonismo entre dos generaciones y dos tipos políticos. Un antagonismo que tenía forzosamente que conducir a un choque, del cual, tal como estaban planteadas las cosas y repartidas tas dotes, debía «Ik personalmente derrotado Humboldt.
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La tensión duró cuatro largos años, a partir del otoño de 1815. Humboldt pasó estos años ocupado en diversos cargos diplomáticos. Primeramente, representó a Prusia en Francfort, en las negociaciones en que se ventilaron los problemas referentes a las indemnizaciones de los áltimos años de guerra, que en Viena habían quedado sin resolver. En la primavera de 1817, con motivo de las deliberaciones del Consejo de Estado sobre las finanzas prusianas, la crítica oposicionista de Humboldt abrió al canciller los ojos acerca de los peligros a que su celo reformador podría conducirle. Con su actitud, Humboldt dejaba de ser, en lo que dependía de Hardenbcrg, candidato a una cartera de ministro para verse empleado permanentemente en la carrera diplomática, "lejos de la corte". En el otoño de 1817, fué enviado de embajador a Londres. Había confiado con seguridad en que le nombrarían para la embajada de París. Pero los franceses prefirieron contentarse con el menor de los hermanos Humboldt como representante de la ciencia alemana y renunciaron al hermano mayor como embajador de Prusia y, por tanto, de la Alemania que se estaba gestando. En Londres, Humboldt pisaba la tercera ciudad cosmopolita de Europa. En Roma y en París, se había puesto en contacto con los testimonios de las grandes épocas del pasado. Ahora, a través del modernísimo Londres, podía echar una mirada al mundo del porvenir, al siglo anglosajón. Y se entregó a este nuevo encanto, a la par que en las colecciones de la más joven metrópoli estudiaba con profundo celo los monumentos del pasado más remota Por fin, Humboldt sintióse cansado de tanto peregrinar. Separado de su familia desde hacía seis años, luchó por conseguir su separación de la carrera diplomática activa hasta que, por último, en el otoño de 1818, lo consiguió. Fué llamado a Berlín para desempeñar un ministerio de "Asuntos permanentes", de reciente creación. Desde el nuevo puesto, parecía estarle reservada una misión semejante a la que había desempeñado diez años antes, cuando dirigía los asuntos de la enseñanza. Sin embargo, ahora se trataba de algo todavía más importante: el grito de los tiempos pedía una constitución; pedía la participación de los "pueblos llegados a la mayoría de edad" en la dirección del estado. En mayo de 1815, el rey de Prusia había prometido promulgar una constitución por estamentos. De esta promesa infirió Humboldt que su cumplimiento le planteaba a él una nueva misión. Y la acometió con
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todo entusiasmo. En estrecho contacto con el barón de Stcin, con el que venía manteniendo desde hacía varios años la última de sus importantes amistades, redactó su gran memoria sobre tina "constitución por estamentos de Prusia". Pero Humboldt se había equivocado. Aquella obra constitucional era precisamente lo que Hardenberg consideraba como la coronación de su larga carrera al servicio del estado prusiano. Fué esto lo que condujo a la ruptura entre los dos antiguos amigos, ruptura en la que los antagonismos personales complicaron y agudizaron las diferencias políticas. Humboldt siguió todavía dirigiendo su ministerio durante algunos meses, hasta que, después de los acuerdos de Karlsbad, se declaró en abierta oposición frente a Hardenberg, pero sin conseguir traer a su lado todo el ministerio, ni tampoco consolidar su posición por medio de una alianza transitoria con los viejos adversarios del canciller. El 31 de diciembre de 1819, Humboldt quedó separado de todos sus cargos públicos. En lo sucesivo, el estado sólo había de hacer uso de sus capacidades para la organización de los museos de Berlín. Tras los agitados años de peregrinaje, vinieron ahora quince años de vida retraída y de trabajo solitario en la residencia campestre de Tegel. El estado y sus problemas eran ya, para Humboldt, parte del pasado. Su tiempo lo consagraba ahora por entero al estudio de la cultura india y a sus investigaciones filológicas. De ellas salieron las bases de la filología comparada, en las que su nombre había de cobrar una fama más per* durable que en el campo de las actividades al servido del estado. El 8 de abril de 1835 se extinguió esta vida intensa y afanosa.
INTRODUCCIÓN por SXGFREDO KAEHLER
GUILLERMO DE HUMBOLDT Y EL ESTADO GUILLERMO DE HUMBOLDT ocupa
un lugar especial en la historia del pensamiento político de Alemania. Y no, en rigor, por la profundidad ni la originalidad de su teoría política, ya que sus ideas y sus manifestaciones acerca del estado presentan, en muchos puntos esenciales, no poca afinidad con las tendencias fundamentales que informaban el pensamiento político de su época. El lugar que Guillermo de Humboldt ocupa en la historia de las ideas políticas no lo debe tampoco a la influencia que sus palabras y sus obras ejerciesen sobre la política teórica o práctica de su tiempo. En realidad esta influencia fué, en los dos terrenos, bastante escasa. Es un hecho que Humboldt no influyó en la formación de la teoría del estado de su época, ni le fué dado tampoco asociar su nombre a ninguna medida decisiva de la gran política de su tiempo. Si, a pesar de esto, puede reclamar un puesto en la historia del pensamiento político, ello se debe a las circunstancias especiales y a las premisas de carácter personal que determinaron las vicisitudes y el desarrollo de lo que podemos llamar su concepto del estado. Lo que presta encanto e importancia a la personalidad política de Humboldt no es tanto el aspecto productivo como el aspecto receptivo de su vida, Es el modo como dejó que influyesen sobre él las dos grandes tendencias que informaban la vida del estado de aquella época —la tendencia idealista-cosmopolita y la tendencia estatal-nacional— y como supo asimilárselas y reducirlas a la mayor armonía posible, a lo largo de una vida importante como la suya. Decimos armonizarlas y no fundirlas, en el sentido estricto de la palabra, pues si abarcamos con la mirada la trayectoria de su posición ante el estado en la práctica y la evolución de su teoría política, vemos que aquellas dos tendencias fundamentales no se confunden, sino que pueden distinguirse claramente entre sí. En el cauce de la vida, llena de vicisitudes, de esta descollante individualidad se mezclan y confunden, indudablemente, las aguas malí
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nantiales de que se alimenta el pensamiento político de la época. Pero si nuestra mirada va recorriendo a trechos el curso común de estas aguas, percibe nítidamente, a través del diverso matiz de los pensamientos, la diferencia inconfundible de los elementos que integran la corriente. No se funden en un impulso incontenible para formar el gran río que se abre paso por entre los obstáculos con que tropieza, sino =que desembocan, con su propia fisonomía, en el gran estanque colector de la reflexión teórica, alumbrado por la luz gris del pensamiento retraído. En estas condiciones, no cabe hablar de una "política" de Guillermo de Humboldt, en el sentido de una teoría sistemática del estado, al modo como podríamos hablar, por ejemplo, tomando como base el Príncipe, de la política de Maquiavelo, o de la teoría del estado de Rousseau, a la luz del Contrato Social, En efecto, Humboldt no nos ha legado ningún sistema armónico, en el que se expongan los fundamentos y las funciones del estado como un todo. Quien desee descubrir el ideario político de Humboldt deberá atenerse a los elementos de juicio que nos brindan sus trabajos, nacidos en diversos períodos de su vida, en parte obedeciendo a necesidades teóricas y en parte respondiendo a motivos concretos. Habrá, tal vez, quien pretenda impugnar este criterio invocando en contra de él el estudio juvenil de Humboldt, escrito en 1792 y llamado a adquirir fama postuma, que lleva por título Ideas para un ensayo de determinación de los límites que circunscriben la acción del estado. Pero esta obra, producto de una dialéctica aguda, encierra un contenido de experiencia demasiado escaso para que podamos hacerle a Humboldt el agravio de considerarla como suma y compendio de sus ideas en torno al estado. Tanto más cuanto que su línea de conducta práctica durante una larga vida política se halla en abierta contradicción con la teoría de su época juvenil y da un mentís también teórico a las razones internas en que aquella se basaba. Por otra parte, Humboldt no nos ha dejado, como ya hemos dicho, una exposición sistemática de aquella concepción del estado inspirada en su actuación práctica a lo largo del tiempo. Su teoría política aparece cristalizada en diversos trabajos concretos, provocados por las exigencias del momento, diseminada en escritos más o menos extensos, de mayor o menor envergadura, según el motivo a que respondían. Y estos escritos, destinados casi todos ellos, por su función, a un círculo reducido de altos funcionarios, comparten con aquella obra juvenil citada más arriba la mala fortuna de haber permanecido
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ignorados y privados de toda posibilidad de ejercer una influencia. Y así, se ha dado el caso de que Guillermo de Humholdt, como teórico del estado, sólo haya podido revelar a la posteridad la extensión y la profundidad, el punto de partida y la meta de su pensamiento político. El punto de arranque y el punto de término se hallan marcados en el tiempo por los años 1702 y 1819: intrínsecamente, representan: aquél, el desvío manifiesto hacia el estado; éste, la confesión de que ej estado condiciona la vida toda del individuo. A lo largo de su peregrinación, el viajero cambia radicalmente, como se ve, de puntos de vista. De donde se desprende, lógicamente, que el enunciado "Guillermo de Humboldt y el estado" encierra, más que un problema sistemático, un problema biográfico y requiere, por tanto, una exposición biográfica también. Un problema biográfico; es decir, un problema, a cuya solución contrSmyas por panes iguales el pensamiento y Ja experiencia, en el que se reflejan por igual la idea y la vida. A lo largo de tres décadas, este espíritu anhelante de profundidad y ansioso de vuelo tropezó con el estado como un problema; es decir, como una tajea interpuesta en su camino. Este problema, considerado en el sentido estricto de la palabra, bloqueó el camino de la vida a aquel individualista incondicional que pretendía ser el Humboldt de 1792. El camino por el que el joven aristócrata resuelto a disfrutar de la existencia bajo t<jdas sus formas había de remontarse de la realidad dada en que le colocaba su situación de vida "fortuita" hasta ganar los horizontes mundiales de las ideas soñadas y "reprobadas" en que había de aprehenderse y debía aprehenderse el contenido espiritual de la vida. La violenta aversión del joven Humboldt contra el estado es muy sorprendente, por cierto, en una época como aquella, en que los problemas políticos, a la vista de los acontecimientos de Norteamérica y de la conmoción experimentada por el estado en Francia, ocupaban el primer plano de la atención general y tenían el encanto de la modernidad y la actualidad. Tiene uno la impresión de que esta inacción violenta, nerviosa y un tanto sentimental, fué producida por el presentimiento de la suerte inexorable que había de correr, andando el tiempo, la libre determinación de la propia vida, considerada como fundamental. Es cierto que, al principio, parecía como si esta, amenaza del destino
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pudiera desviarse. Contando con una base un poco segura de vida material, nada más fácil que volver la espalda a toda función pública, y huir del suelo arenoso de Prusia hacia losfloridoscampos de la Turingia, donde, sobre el fondo de un paisaje risueño, el espíritu alemán se disponía a fundar un reino libre basado en las ideas. Sin embargo, después de una década de la más amplia libertad en cuanto a la propia determinación de su vida exterior, el destino obligó a Humboldt a asumir la misión que le estaba reservada. Y la suerte se valió para ello, precisamente, de aquella forma de vida a la que él había estado siempre dispuesto a reconocer, de por sí, la mayor importancia para su propia formación —^que era lo que primordialmente le interesaba—: la de la múltiple experiencia vivida. Para poder alcanzar el último grado, anhelado durante tanto tiempo, en el conocimiento del gran mundo histórico —pues su mente se orientaba ante todo a la visión comparativa "de las grandes figuras de la tierra múltiplemente habitada"— para poder vivir en Roma, Humboldt hubo de someterse al suave yugo de aceptar un puesto diplomático poco importante. Con lo cual hipotecó su alma al diablo un temperamento fáustico más; tal vez sin dejar de percibirlo, aunque, desde luego, sin confesárselo. El nuevo giro que tomó la senda de su vida llevó al Residente prusiano cerca de la Santa Sede bastante lejos de las para él poco gratas riberas del familiar Havel, de Berlín y Potsdam. Y le puso en condiciones de ser ciudadano del mundo, en la acepción estricta de la palabra, en una ciudad que era la encarnación histórica a la par que el sepulcro de dos milenios. Pero al mismo tiempo su presencia allí le servía precisamente para comprender de un modo muy especial la supeditación interna a la nueva oleada del espíritu que estaba invadiendo la patria, para que los horizontes mundiales de Roma le abriesen los ojos acerca de la condicionalidad nacional de sus propias ideas. Durante estos seis años de vida apacible, se hundió allá lejos, en el norte, el estado al que Humboldt se hallaba obligado, a pesar de todo, por un servicio fácil y un sustento grato. Y estas obligaciones se hicieron efectivas cuando, en el invierno de 1808, los deberes familiares reclamaron su presencia en Alemania. Fué en aquella ocasión cuando se le invitó a dirigir los asuntos de enseñanza y cultos, en el estado de Prusia. Humboldt aceptó el nuevo cargo, bien a desgana y tras larga resistencia. De este modo, hubo de renunciar durante los doce años siguientes,
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es decir, durante el período culminante de la vida de un hombre, a la libertad hasta entonces tan celosamente conservada. Desde el nuevo puesto, se familiarizo con todos los grandes problemas de la vida del estado y se vio enlazado con todos los grandes problemas de la vida del desarrollo histórico. Y el estado no liberó de los brazos del destino a quien en su fuero interno seguía resistiéndose a él, hasta que Humboldt se mostró dispuesto a lo último, a concentrar todas sus fuerzas para una gran misión, cuando se hubo entregado interiormente a la última exigencia. Es el destino personal, principalmente, lo que se revela en estas vicisitudes. Pero en estos fenómenos de evolución individual se encierra algo más, algo de importancia general: se acusan en ellos los rasgos típicos de la suerte que estaba llamada a correr la comunidad histórica a la que, en última instancia, pertenecían aquéllos. El alcance de aquel acontecimiento, carente de toda importancia en el momento de producirse —¡a aceptación de un modesto cargo diplomático por el barón Guillermo de Humboldt, en el año 1802—, trasciende al campo de la historia futura de su pueblo. En efecto; ya por aquel entonces, este aristócrata apasionado de las ciencias y de las artes, apasionado de las "ideas", era lo que un extranjero que conocía bien Alemania, lord Acton, había de expresar, andando el tiempo, con una frase feliz: the most central figure in Germany. Del mismo modo que este espíritu que creía moverse en libertad hubo de verse obligado a abandonar los vastos horizontes de la idea para entregarse a la condicionaüdad de una actuación al servicio del estado existente, el pensamiento alemán veríase obligado también a descender de las alturas de los ideales científicos, filosóficos, estéticos, para servir la condicionaüdad histórica de su existencia de pueblo y construir su casa, su estado, dentro del espacio real. "En la vida individual de los grandes hombres se encierran los símbolos y los manantiales de la vida colectiva. Anticipan, no pocas veces, varios siglos aquello que más tarde habrá de vivir y perseguir trabajosamente la colectividad." * La importancia de Humboldt estriba, precisamente, en que la amplitud de su experiencia vivida, que encierra en su seno á la par el nervio vital y los 1 Fr. MEINECKE, "Wilhelm von Humboldt und der deutsche Suat", en Neue Kundichau, tomo xxxi, 1920, p. 893,
INTRODUCCIÓN
límites de su naturaleza, se adelanta a las formas político-espirituales de vida de lo que había de ser el burgués siglo xix. Fué, pues, la de Humboldt, una vida simbólica. Pero el problema que esta vida entrañaba debía encontrar su solución en el espacio y en el tiempo a través de una personalidad y, de momento, sólo a través de ella. En el espacio y en el tiempo, lo que quiere decir simplemente que, dentro de una generación, el hombre tiene necesariamente que cambiar en cuanto a los problemas que se plantea y a las soluciones que les da. Y, a la par con él, cambian también las "misiones" que le son encomendadas: para el Humboldt de 1820, el estado como problema significa algo completamente distinto de lo que significaba para el Humboldt de 1792. Y este cambio no se opera de golpe, no se produce sin dejar rastro, sino a través de una serie de etapas. Etapas que, a su vez, se hallan condicionadas por la marcha de los acontecimientos generales y, al mismo tiempo, por la distinta actitud con que el espíritu deseoso de resolverlo aborda el problema que le es planteado. Es la conjunción de estos dos elementos, el objetivo y el subjetivo, lo que confiere a un fenómeno aquel rango de símbolo histórico a que acabamos de referirnos. Anterior en el tiempo al famoso y probablemente más comentado que leído Ensayo sobre los límites que circunscriben la acción del estado es un pequeño estudio del que se ha dicho recientemente que las ideas expuestas en él sitúan al autor, con sus veintitrés años, en la primera fila de los escritores políticos de la época y le hacen aparecer como precursor de los juristas de la escuela histórica.2 Este estudio, escrito en el verano de 1791, lleva por título Ideas sobre el régimen constitucional del estado, sugeridas por la nueva constitución francesa. Versa, por tanto, no sobre un tema de carácter general, sino sobre un problema concreto y tangible de la actualidad política. A esta circunstancia —la de que su investigación se limitase a un propósito que, aunque de grandes vuelos y apto para abrir amplias perspectivas, ocupaba sin embargo un lugar determinado y preciso en la cadena infinita de los fenómenos histórico-políticos— es, sin duda, a lo que el estudio a que nos estamos refiriendo debe la claridad de su argumentación y el afortunado planteamiento del problema esencial. La 2
G. P. GOOCII, Germany and the Frenck Mevolution, 1930, p. 108.
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referencia concreta a un problema de actualidad es el salvavidas que mantiene al audaz nadador a flote en el mar de las ideas, impidiéndole naufragar en los abismos que le amenazan. Y el peligro de naufragio no era pequeño. No sólo por la natural propensión del autor a dejarse llevar en general por la disección analítica de los problemas, sino porque el problema específico planteado —a saber, si era posible "erigir un estado completamente nuevo, partiendo de los puros principios de la razón"— encerraba in nuce todo el complejo de los problemas de la época. La fuerza extraordinaria cic pensamiento de Humboldt la demuestra el hecho de que consiguiese reducir a este problema fundamental, tan clara e inequívocamente formulado, la suma de todos los problemas confusos que venían conmoviendo al mundo desde 1789; con la particularidad de que, siendo aún un escritor poco avezado, acierta de un modo sorprendente en tan difícil empeño. La respuesta de Humboldt, con la que se da un mentís a la idea central del sistema revolucionario, la encontramos repartida, como en una escala de fugas, a lo largo de las páginas de este pequeño estudio. "Ningún régimen de estado establecido por la razón con arreglo a un plan en cierto modo predeterminado, puede prosperar. Sólo puede triunfar aquél que surja de la lucha entre la poderosa y fortuita realidad y los dictados contrapuestos de la razón Los regímenes políticos no pueden injertarse en los hombres como se injertan los vastagos en los árboles. Si el tiempo y la naturaleza no se encargan de preparar el terreno es como cuando se ata un manojo de flores con un hilo: los primeros rayos del sol de mediodía se encargan de marchitarlas— Jamás existirá una nación preparada para gobernarse por un régimen político ajustado sistemáticamente a los puros principios de la razón Si se nos pregunta si semejante régimen político podrá prosperar, contestaremos: según las enseñanzas de la Historia, no". Ahora bien; esta respuesta no es única en su género; coincide con las de algunos otros pensadores contemporáneos, entre los cuales no ocupa el último lugar Burkc, autor que, por lo demás, no era todavía conocido de Humboldt por aquel entonces. El valor especial de esta epístola política hay que buscarlo en los disjecta membra de su manera de pensar, con que nos encontramos en este estudio. Ellos nos brindan el asidero para, remontándonos sobre el punto de vista personal, asignar al autor el lugar que le corresponde en el desarrollo histórico de los problemas.
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La Revolución era hija de la Enciclopedia y —-a través del eslabón importante del rodeo norteamericano— de los racionalistas ingleses; por eso habla el lenguaje de la "razón" y por eso también el problema fundamental del estado y al mismo tiempo de la historia, o sea el problema del régimen político, presenta los rasgos indelebles de la paternidad racionalista. Son precisamente estos rasgos los que Humboldt destaca, con certero golpe de vista, en su formulación. Y es de ellos, cabalmente, de los que se distingue el método con ayuda del cual procura él resolver el problema. Y con esta diferencia en cuanto al método le sitúa espiritualmente sobre una base completamente distinta y le permite trasponer ya el umbral que separa-al espíritu del siglo xvni de la nueva época. Es el método el que presta a estas pocas páginas su valor programático. Los dos polos en torno a los cuales giran sus pensamientos son: de un lado la razón, de la que pugna por huir, sin librarse enteramente de su sortilegio; de otro la historia, hacia la que tiende a marchar, sin entregarse por entero a su fuerza de atracción. Son los dos polos que trazarán siempre la curva del pensamiento político, desde que los pensadores modernos se han propuesto como objetivo organizar el estado con arreglo a un "sistema político, es decir, con sujeción a un plan preconcebido", para decirlo con las palabras con que Humboldt caracteriza acertadamente la diferencia fundamental existente entre la época más moderna y las épocas anteriores de la historia europea. Su método sigue también, por vía de investigación, las leyes de la "razón". Pero este método es, al mismo tiempo, un método "crítico", influido visiblemente por la disciplina del pensamiento kantiano. Por oposición a esos accesorios moralizantes y racionalizantes en los que la publicística tradicional tiende con demasiada facilidad a perderse con sus discusiones, Humboldt va derechamente a enfocar el problema político de la revolución como un "objeto de conocimiento" específico. Y esto le lleva a descubrir y poner de manifiesto en el proceso histórico ur» "fuerza de las cosas que actúa" de por sí y frente a la cual a la razón no le incumbe más papel que el de "estimular su acción" o, como hoy se diría tal vez, el de ponerla en movimiento. Humboldt no sólo considera la acción paralela, mutua y combinada de estas fuerzas y de la razón como los grandes acontecimientos históricos, sino que además ve en ellas un criterio para juzgar de toda actuación en general; más aún,
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deslinda para los acontecimientos histérico-políticos, remontándose sobre este punto de vista, una órbita especial, que los separa del campo de la naturaleza, estatuido por el racionalismo como el único admisible. De este modo, tiende para sí el puente hacia la gran conquista del pensamiento alemán en el siglo que comienza: la aplicación del criterio histórico a los acontecimientos de la vida del estado. Claro está que no debe esperarse de Humboldt más que un primer paso en este sentido. Hay que contentarse con retener tal o cual punto que oriente hacia el gran movimiento de transición del espíritu alemán, tal como está desarrollándose en su época. Es digna de ser tenida en cuenta, por ejemplo, esta pregunta: "¿Qué es un estado sino una suma de fuerzas humanas, activas y pasivas?" A la vista de estas palabras, es fácil acordarse de todo el complejo de ideas que evocaba el concepto de la vdonté genérale. Y entonces se da uno cuenta, indudablemente, de cómo, en la definición de Humboldt, el peso se reparte a partes iguales por lo menos entre el efecto, la suma de fuerzas y el impulso del que arranca el movimiento: concretamente, el hombre. Pues "lo que interesa son, precisamente, los fuerzas individuales; es la acción, la pasión, el disfrute individual". Es aquí donde se abre el abismo que separa a Rousseau y a la Revolución de Humboldt y el pensamiento alemán del porvenir. Lo que se destaca aquí, en efecto, no es el hombre como género humano, como manifestación general, sino el hombre como especificación de lo genérico, la individualidad real y existente. Tal es la base sobre que descansa la "peculiaridad individual del presente", que reclama sus derechos como lo opuesto a la razón. Pues no es en ésta, en la razón, donde radica la fuerza de los acontecimientos: "los designios de la razón... son moldeados y modificados... por el objeto mismo sobre que se proyectan". Dicho en otros términos: Humboldt conoce ya esa vida propia de las instituciones que el radicalismo liberal se ha negado siempre a reconocer y con ello niega la posibilidad de una ruptura total con el pasado, de que suelen estar atiborrados los sueños de la razón soberana. De este modo, Humboldt da el gran paso por encima de su tiempo hacia los campos de conocimiento del nuevo siglo. Y se halla capacitado para ello, ya que la idea de la individualidad, sentida por él instintivamente y apuesta en la que él considera su validez irrefutable a la luz de las grandes formas de la tradición clásica, se ha convertido en eje de sus sentí-
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mientos, en primer lugar, y en segundo lugar de sus pensamientos. Al transferir esta idea del individuo a la individualidad colectiva, pisa la senda que más tarde ha de conducir al romanticismo, a Schelling y a Rankc. Frente a la especulación abstracta, Humboldt descubre un nuevo camino de conocimiento histórico en "la corona", trenzada por "la memoria, encargada de enlazar el pasado con el presente". Y se apresura a poner en práctica la nueva posibilidad, aunque no de un modo muy feliz, en las ojeadas retrospectivas de carácter constructivo con las que intenta desarrollar las premisas de la gran Revolución. Y planteando su problema a la realidad fortuita y a la razón, al pasado y al presente, suplanta la deducción abstracta por la intuición de la realidad histórica y erige así una instancia plenamente válida de conocimiento, a la que el pensamiento teórico-político tendrá que apelar de allí en adelante. Sin embargo, y por otra parte, aunque el pensamiento de Humboldt se oriente ya hacia la historia como fuente de conocimiento, su orientación no es todavía estatal, en el sentido estricto de la palabra. El régimen de estado de que se trata parece significar para él más bien una forma humana general que la forma de manifestarse determinadas y muy concretas fuerzas en acción. Entre las "fuerzas en acción", Humboldt cuenta mus bien, en general, los fenómenos psicológicos o "antropológicos", sin tomar en consideración todavía la forma específica y las leyes propias de vida de un estado concreto. El estado sigue apareciendo desdoblado, para él, "en gobernantes y gobernados", y no percibe su unidad ni, sobre todo, su unidad de poder. Y así deja que el movimiento histórico de la Revolución afluya al puerto de los fines generales humanos y cosmopolitas de la virtud y la ilustración: "la Revolución ilustrará de nuevo las ideas, estimulará de nuevo todas las virtudes activas del hombre, y de este modo derramará sus beneficios mucho más allá de las fronteras de Francia".
Naturalmente que este joven pensador no podía hallarse, con su bagaje intelectual y en todos los respectos, al margen y por encima de su época; pero sí estaba dispuesto a sobreponerse a la limitación de su tiempo y en condiciones de hacerlo. Por eso, este estudio a que nos estamos refiriendo, logrado como pocos en su obra, nos brinda un ejemplo
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feliz de la empresa general que le había tocado en suerte a Guillermo de Humboldt, dentro de su época y con arreglo a sus dotes personales: la empresa de llegar a una inteligencia entre el desarrollo político general, de una parte, y de otra las condiciones y posibilidades especiales del pensamiento alemán. Este estudio le acredita como lo que hoy podemos reivindicar probablemente y en primer lugar, en su honor: como el intérprete predeterminado de las corrientes espirituales más importantes de su época, Y como la característica de toda aquella época era que el estado atraía como un imán, con fuerza creciente, los pensamientos y los destinos de los hombres, tampoco el joven Humboldt podía escapar al sortilegio los problemas por él suscitados. Hasta en la soledad invernal de una temporada de campo en la Turingia persigue la sombra encantada al eremita filosófico y le arranca la confesión del hk et ubique. En efecto, lo mejor de sus fuerzas laboriosas, durante el primer año de ocio, se lo absorbe el "estado como problema": desde noviembre de 1791 hasta el sipiente mes de abril, Humboldt se consagra a su estudio sobre la acción del estado. Tanto en lo exterior como en lo interno, este estudio debe considerarse como la continuación, si bien no —para decirlo desde luego— como la superación de su primera obra. Friedrich Gentz, el acreditado contrincante de Humboldt en tantas discusiones de la última época berlinesa, fué quien suministró el motivo ocasional tanto para la primera epístola sobre el régimen del estado como para el nuevo estudio. Había visitado al matrimonio Humboldt en Burgorner en los últimos días del otoño, prosiguiendo allí las discusiones políticas de Berlín; eco de estas discusiones fué la carta, de trece pliegos de extensión, dirigida por Humboldt a su amigo, en el mes de enero. Como entretanto los Humboldt se habían trasladado a Erfurt, la discusión en torno al mismo tema se reanudó allí con otro contrincante muy distinto, el entonces coadjutor del arzobispado de Maguncia, Karl von Dalberg, quien hubo de oponer ya ciertas objeciones a los razonamientos del primer estudio.* Estas objeciones versaban, indudablemente, sobre los dos pensamientos que forman, temáticamente, el engarce entre las dos obras. De una parte, la proclamación de que "el principio de que el gobierno debe velar a
Cír. le» datos de LÍIWMANN, Gesammdte Sckriften, tomo 1, pp. 43».
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por la dicha y el bienestar físico y moral de la nación" "constituye, precisamente, el más duro y opresor de los despotismos*'. De otra parte» aquella enérgica conclusión con que se pone fin a todo el estudio: la de que en la vida "los resultados de por sí no son nada, pues todo estriba en las fuerzas que los producen y que brotan de ellos". Ambas tesis tenían por fuerza que herir a Dalbcrg en el nervio vital, por decirlo así, de su existencia exterior y de su existencia espiritual: la primera, en el ideal josefino de gobierno del príncipe ilustrado; la segunda, en la actitud fundamental del teólogo católico ante el problema de la concepción del mundo. El josefinismo quería precisamente ver resultados y, animado del mismo celo reformador que movía a los hombre» de la Revolución al otro lado del Rin, quería verlos brotar rápidamente y reconocidos como frutos insuperables de la perfección humana. Y el sacerdote católico, a pesar de su simpatía por la cultura, tenía necesariamente que tomar como punto de partida la verdad revelada, tenía que pugnar por obtener "resultados" en cuanto al modo de conducirse espiritualmente la humanidad y no podía mostrarse de acuerdo con la famosa máxima de Lessing, plasmada en aquellas palabras de Humboldt. No tiene, pues, nada de extraño que el coadjutor del arzobispado se mantuviese persistentemente a la defensiva. En reuniones casi diarias se discutían los problemas litigiosos y puede afirmarse que el estudio de Humboldt, bajo la forma en que lo conocemos, surgió de los debates mantenidos en Erfurt en la primavera de 1792.4 A esta actitud combativa del autor hay que atribuir, indudablemente, el hecho de que la obra a que nos referimos se reduzca casi exclusivamente, si nosfijamosen el verdadero meollo de su contenido, a una serie de variaciones en torno al doble problema apuntado. Difícilmente puede el lector sustraerse a la impresión de que se halla ante un argumentar» ad hominem ampliamente desarrollado; en dos sentidos: en el aspecto negativo, con una argumentación dirigida contra el que más tarde había de ser archicancillcr; en el aspecto afirmativo, con una defensa de fondo del ideal humboldtiano de la cultura, como tal. En este empeño, era importante pintar con las peores tintas el pretendido despotismo del estado, para que de ese modo resplandeciesen más el goce y la dicha que promete al individuo el libre desenvolvimiento de sus fuerzas. Desde 4 En una monografía sobre Guillermo de Humboldt próxima a publicarse estudiare' mos el fondo contemporáneo y la significación de esta obra para la evolución de Humboldt
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el primer momento, Humboldt. pretendía contestar también, definitivamente, a las críticas que le hacían sus amigos por su desvío, prácticamente profesado, ante el estado: "las lamentaciones y las censuras quedaron lavadas, por decirlo así, en el frío elemento de la teoría pura", para decirlo con las hermosas palabras de Alfred Dove. Años más tarde, Humboldt hubo de decir, refiriéndose a sí mismo, que la comparación entre sus propias actividades aeadoras y la produo dvidad de otros, especialmente de los dos grandes amigos de Weimar, le llevaba a la conclusión de que no le era dado desprender completamente de sí mismo sus obras e infundirles un valor vital independiente. En todas ellas, decía quedaba impresa la huella de su propio ser y de su limitación. Se explica, pues, que la obra de la que su autor confesaba por aquel entonces: "vivo y laboro sin cesar", adolezca de esta tara personal y sólo alcance en algunas de sus partes la altura impresionante de «1 primer estudio. Además, la circunstancia a que aludamos más arriba —la actitud polémica ante una oposición personal, cuyas premisas generales no tardarían en ser canceladas por el curso de la historia— contribuye también esencialmente, sin duda alguna, a hacer que el razonamiento, muchas veces, no sea fácilmente asequible para el lector de boy; más aún, a hacer que se le antoje, en no pocas ocasiones, carente de importancia. La investigación tiende, según leemos en los primeros párrafos, a definir "la finalidad a que debe obedecer la institución del estado en su conjunto y los límites dentro de los cuales debe contenerse su acción". Hasta ahora, la teoría del estado no ha hecho sino delimitar la parte que corresponde a la nación en el gobierno y las diversas zonas de la esfera jurídica del estado. Con lo cual se incurre en una grave negligencia, pues mucho más importante que esas consideraciones es "el determinar los objetivos a que el gobierno, una vez instituido, debe extender y, al mismo tiempo, circunscribir sus actividades. Esto último, que en rigor trasciende a la vida privada de los ciudadanos y determina la medida en que éstos pueden actuar libremente y sin trabas, constituye, en realidad, el verdadero fin último, pues lo primero no es más que el medio necesario para alcanzar este fin". Quien no retroceda, asustado, desde el primer momento, ante el grávido estilo del autor, descubrirá ya en estos párrafos iniciales algún punto digno de ser tomado en consideración. En primer lugar, de la prc-
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gunta tan ingenua aparentemente con que comienza el estudio se desprende ya que el hecho de formularla, y de formularla precisamente así, implica el establecimiento de una instancia ajena y superior al estado y que traza a éste su fin. Dicho en otros términos: el estado no es un fin en sí. La instancia llamada a determinar su función, ¿es la razón, o es más bien, puesto que no se la llama por su nombre, el hombre? Es el hombre, en efecto. Apenas se dispone a tratar políticamente un tema político, el pensamiento de Humboldt se desliza insensiblemente al terreno que, a fuerza de reflexionar sobre él, le es familiar: al terreno de la especulación psicológica, de la "antropología", para decirlo en el lenguaje de la época. De antemano, traiciona ya lo que por encima de todo preocupa a nuestro autor. Lo que a él le interesa no es el estado, sino el hombre de por sí, "el hombre sano y fuerte"; lo que a él le interesa es el ideal de la cultura. Del estado tratará solamente en la medida en que guarde alguna relación con este ideal, o, para decirlo más claramente, en la medida en que, en gracia a este ideal, haya que imponer límites a su acción. Sólo una investigación así orientada puede "recaer sobre el fin último de toda política". Así, a primera vista, no resulta fácil comprender el fundamento y el alcance de esta afirmación. La idea aparece clara si la relacionamos con la siguiente consideración. Como en las "verdaderas revoluciones de los estados" se impone, según hemos visto por el estudio anterior, la competencia de lo "fortuito", es evidente que el método propuesto aquí por Humboldt presenta ventajas muy considerables de seguridad. "Todo gobernante —lo mismo en los estados democráticos que en los aristocráticos o en los monárquicos— puede extender o restringir callada e insensiblemente los límites de la acción del estado y alcanzará su fin último con tanta mayor seguridad cuanto mayor sea el cuidado con que evite toda sorprendente innovación." No hay mh remedio que detenerse un momento en estas palabras. Parece como si Humboldt, con afortunado instinto, diese preferencia a la administración y a sus actividades sobre lo que ya por aquel entonces consideraba él la peligrosa fe de la época en la panacea de las formas constitucionales. Pero esto sería decir demasiado, puesto que nuestro autor no consigue llamar por su nombre aquello que tiene presente en el espíritu, desencadenando de este modo su fuerza yacente. No es tanto la ausencia de la idea como el retraso en encontrar en el momento opor-
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tuno la palabra adecuada. Y no deja de tener interés cuando se trata de examinar el desarrollo de los conceptos políticos, observar, en este pasaje y en el que citábamos un poco más arriba, cómo Humboldt, aun percibiendo la importancia efectivamente descollante que tiene la administración para la vida política, no acierta a encontrar la expresión adecuada; cómo tantea el delgado tabique que le separa de un conocimiento político importante. ¿Quién se atreverá a decir si tal vez su otra no habría seguido otro rumbo y si él mismo no habría llegado a adquirir una importancia superior para el pensamiento político, si en aquel momento se hubiese desgarrado ante sus ojos el último velo de esta verdad, conocida ya y practicada en Inglaterra? El carácter de conjunto de la orientación del pensamiento de Humboldt no permite llegar a la conclusión de que, dentro del cuadro de la historia de los problemas políticos, el gran estudio de 1792 represente un retroceso metódico, comparado con el breve ensayo sobre la constitución francesa.5 Una investigación a fondo podría demostrar con poco esfuerzo, cómo todo aquel estudio está animado, en muchos aspectos, por el espíritu del racionalismo y corresponde, por su origen y sus fines, a una época en liquidación, representando no un comienzo, sino un acabamiento. Un azar feliz nos permite hoy dar una sólida base de sustentación a la impresión que la obra nos produce en conjunto, desde este punto de vista. Hoy, sabemos que la finalidad práctica a que respondía este estudio —limitar la acción del estado a garantizar la seguridad en cuanto a la vida y a la conducta del individuo— era una idea con la que venía debatiéndose Humboldt desde hacía varios años. Y vio confirmada la exactitud de esta idea de un modo sorprendente en una conversación mantenida por él en Aquisgrán, en julio de 1789, con su antiguo maestro Dohm, hombre formado en la escuela del despotismo ilustrado.* El punto en que el discípulo creía estar más de acuerdo con el maestro era el de que el estado debía limitarse a la "esfera de la seguridad" no tanto en razón a la vaga idea de la libertad como en virtud de otra finalidad claramente expresada: el velar por "el bienestar del hombre". Ambos B El mismo juicio emite acerca de esta personalidad Eduard SPKANCER, W. V. Humboldt una He Hummitatsidee, pp. 51;. * T»gebi¡chtr, tomo 1 (Gesammdte Schriftm, tomo xiv), p, 90.
INTRODUCCIÓN 34 coincidían, pues, en reconocer la supremacía del individuo sobre la comunidad, del hombre individual sobre el estado; era la vieja divisa de todos los racionalistas: Sv5e«wioc HÍTQOV ánávtü»v. Ahora bien; en la obra de Humboldt que estamos comentando hay ciertas páginas que parecen contradecir esta concepción. En este sentido, podríamos citar, por ejemplo, el quinto capítulo del estudio —reproducido más adelante—, en que se aboga de un modo sorprendente en favor de la guerra. Este capítulo encierra pensamientos sobre los que todavía hoy, y acaso especialmente hoy, merece la pena seguir reflexionando. Son pensamientos en los que este espíritu aparece como en posesión de una varita mágica cuya fuerza magnética se manifiesta a través de los cantos rodados de las reflexiones analíticas, tan pronto como Humboldt pone el pie sobre uno de los manantiales ocultos del devenir histórico. Así, por ejemplo, cuando contrapone el contenido ético de la guerra a la superioridad técnica de los elementos, con esta reflexión: "La salvación no es la victoria", o cuando ensalza el heroísmo "que despliega lo más elevado a nuestros ojos y lo pone sobre el tapete". Pues "las situaciones en que, por decirlo así, se enlazan los extremos, son siempre las más interesantes y las más instructivas para el hombre". Volvemos a encontrarnos, pues, con el punto de vista decisivo: "el hombre interesante, el hombre culto", que es "interesante en todas las situaciones y en todos los asuntos"; es, una vez más, el racionalismo el que habla, predominantemente, a través de estas afirmaciones.1 Por lo demás, es éste un hecho que no debe maravillarnos. El mundo cultural en que se formó y se desarrolló Humboldt: los que fueron maestros de su juventud, én Berlín, los círculos sociales de esta ciudad de los que formaba parte y que se hallaban bajo la influencia predominante de Mendelssohn, la misma Universidad de Gottinga, el joven Foster, por el que se sentía atraído nuestro autor allí: todo vivía bajo la idea del racionalismo y hablaba el lenguaje de los racionalistas. Lessing y Mendelssohn, el Emilio de Rousseau, son los espíritus tutelares a cuyo padrinazgo se acoge ya en las primeras páginas de su obra; y estos padrinos le acompañan hasta aquí, hasta las puertas de la ciudad de Jena, detrás de las cuales había de abrirse ante él un mundo nuevo. Si nos fijamos más de cerca, vemos claramente que el verdadero tema 7 C/r. carta
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sobre que versa el atudio de Humboldt no es en realidad el estado, tú son tampoco los límites de la acción de éste, sino que es el hombre, "el hombre interesante" y sus objetivos de cultura. Por eso este estudio es una utopía, como el propio Humboldt viene a confesarlo: "Permítaseme rogar que, en lo tocante a todo lo que se contenga de carácter general en estas páginas, se prescinda totalmente de comparaciones con la realidad". "Lo que jamás ni en parte alguna ha sucedido": a eso es a lo que se dirigen el espíritu y el deseo de su autor; por eso esta obra no puede ser considerada como un estudio político. El problema sobre que versa no es, en efecto, h jtólig, no es la comunidad; es el individuo y es su bienestar. Más aún, para decirlo más estrictamente: la meta que el autor se traza es la cultura del individuo, sin prestar la necesaria atención, pese a conatos incidentales,, a la importancia de sus relaciones mutuas con la vida de la colectividad. La tesis fundamental —la de que "el verdadero fin del hombre es el más elevado y proporcionado desarrollo de sus fuerzas, en un todo armónico"— responde a una concepción totalmente egocéntrica. Esta teoría, al concentrar la fuerza espiritual, esencialmente, en el fenómeno pasivo de la cultura, lo que hace, como lo demuestran las dotes del propio Humboldt, es reducir la misma cultura a los límites de la receptividad. Esta teoría es, pues, apolítica en un doble sentido. No tiene en cuenta las necesidades ni las leyes de vida del estado, sino solamente las necesidades y las leyes de vida del individuo que, al nacer, se encuentra adscrito dentro de él. Ya la misma formulación del tema se traduce de por sí en una negación del estado. En efecto, al querer limitar la acción del estado en interés del individuo, deriva el fin de aquél —el velar por la seguridad— de la relación ya establecida con el fin supremo, o sea el hombre interesante. Convierte, pues, al estado en función de la vida del individuo que "se basta a sí mismo", el cual, aunque teóricamente postulado, en la realidad aparece siempre dentro del estado o con posterioridad a él. Humboldt no había llegado todavía a comprender que el estado como tal es independiente de las ideas de quienes lo critican, afirman o niegan; no había llegado a comprender aún que el estado forma parte del destino. De los dieciséis capítulos de este estudio, extraordinariamente apolítico y filosófico, sobre el estado, sólo la mitad aproximadamente ofrece interés para nuestra selección. Omitimos, entre otros, los dos capítulos sobre la religión y la depuración de las costumbres. Es cierto que estos
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dos capítulos eran especialmente importantes para su autor, pues en ellos se desarrolla lo más íntimo y personal de sus ideas. Pero esto hace, precisamente, que abunden en consideraciones generales sobre la naturaleza y el fin moral del hombre, escaseando en ellos, en cambio, los pensad mientos verdaderamente políticos. Esos dos capítulos tendrían su lugar adecuado en una selección de los escritos filosóficos de Humboldt. Hemos eliminado también, en esta edición, los capítulos 10 a 14, en los que el autor se propone ilustrar cómo concibe él la aplicación del criterio de la seguridad a los diversos aspectos de la vida del estado o, mejor dicho, cuál es su idea acerca de la legislación. No interesan para nuestros fines, pues los puntos de vista desde los que estudia los diversos objetos —leyes de policía, leyes civiles, derecho procesal, legislación penal, asistencia pública, etc.— corresponden totalmente al jurista, y no al político. Estas páginas se reducen, en realidad, a una recapitulación de las doctrinas del derecho natural asimiladas por un estudiante aplicado en las aulas de la Escuela de Derecho de Berlín. Son las que menos ostentan el sello del pensamiento peculiar de su autor. Para nuestra selección, sólo ofrecen interés aquellos capítulos en los que Humboldt va exponiendo paso a paso sus ideas fundamentales con respecto al estado, el capítulo noveno, en que se desarrolla el concepto de la seguridad, y finalmente los dos últimos capítulos, que representan un intento de aplicación de la teoría a la realidad. En esta Introducción, no nos proponemos trazar un comentario al estudio de Humboldt, imponiendo al lector tales o cuales puntos de vista antes de abordarlo. Lo mismo decimos en cuanto a las consideraciones críticas de las páginas anteriores. Nuestra intención no es otra que señalar el lugar que esta obra de Humboldt ocupa en la historia de las ideas políticas y caracterizarlo con la mayor claridad posible. Sólo de este modo podíamos sentar las premisas necesarias para comprender la importantísima mutación que habrá de experimentar con el tiempo la actitud de Humboldt con respecto al estado. Desde este punto de vista, merece especialmente la atención del lector el capítulo sexto de la obra. En ningún otro pasaje, probablemente, se expresa con tanta claridad y nitidez la convicción íntima del autor como en esta frase: "La educación debe formar siempre hombres y solamente hombres, sin supeditarse a las formas sociales; no necesita, por tanto, del estado". La ironía del destino eligió precisamente al Humboldt autor de estas líneas para con-
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37 vertir en verdad, de un modo no sospechado siquiera por él mismo, esta otra tesis; 'Toda educación pública imprime al hombre una cierta forma social, puesto que en ella prevalece siempre el espíritu del gobierno". El autor de la obra de 1792 no sabía que, andando el tiempo, la suerte habría de llamarle precisamente a él a iniciar la reforma de la enseñanza en Prusia en xm sentido de unificación, creando así las condiciones para poner en práctica aquella "forma social" con una importancia histórica perdurable.
Y lo curioso es que a la obra le sucedió lo mismo que a su autor. No influyó sobre su época, pues no llegó a ver la luz en ella; solamente se publicaron algunos fragmentos del estudio en la Taita de Schiller y en los Cuadernos mensuales de Berlín. Y sería ocioso preguntarse qué acogida encontrarían estos fragmentos por parte de las gentes de la época. Si tenemos en cuenca con qué devoción se echaba el celo reformador de aquellos días en brazos del estado para poder llevar a la práctica, con ayuda de éste, los ideales de perfección humana perseguidos en todas partes, comprenderemos que la tendencia de negación del estado no podía encontrar mucho eco en el espíritu de los contemporáneos. En general, solía considerarse el "libro verde" —nombre con que se conocía la obrilla entre los amigos del autor— como una realización bien lograda del escritor Humboldt. Sin embargo, el estudio no pasaba de ser una planta rara, cuyas flores descoloridas se abrían, lejos de la acción del sol y el aire, en la estufa de la razón pura. Pese al empeño interior y muy sensible que Humboldt pone en su tesis, pese al hecho de que el tono de su voz, reforzado por el eco de la propia experiencia vivida del autor, cobra una resonancia mayor que de costumbre, hay que reconocer que la obra carece de la emoción pasional y de la lógica pasional que dan su fuerza al Contrato Social de Rousseau. Y, de otra parte, no la respalda aquel formidable contenido de experiencia sacado de la vida y de k historia que vigoriza el Príncipe de Maquiavelo. Por eso, el estudio de Humboldt a que nos estamos refiriendo no nace acompañado de ese viático para una larga peregrinación que lleva a una obra a las altas cumbres del éxito y de k influencia, manteniéndok allí perenne por su propio impulso. La obra de Humboldt encontrará y retendrá siempre sus lectores, pero al modo como los valles escondidos, con sus
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callados encantos, perceptibles solamente para quien tenga entonada con ellos su sensibilidad. En su estudio sobre la constitución alemana lo dijo HegeL como si hablase en un tratado de política: "Lo que nos desazona y nos hace sufrir no es lo que es» sino el que no sea corno debiera ser. Pero si reconocemos que es como necesariamente tiene que ser, es decir, no por capricho ni por azar, reconocemos también que debe ser así". La influencia que la obra de Humboldt ejerza sobre el lector dependerá del estado de ánimo con que éste la tome en sus manos. Le seducirá si, agobiado por la presión de la realidad, siente algún alivio al verse transportado con el pensamiento a las alturas quiméricas de Utopía, para luego experimentar con mayor dureza el choque inexorable del aterrizaje. Pero quien procure librarse de la carga de la existencia, sí la considera gravosa, esforzándose en reconocer "que es como necesariamente tiene que ser", no encontrará en la imagen encantada de lo apetecible el consuelo que se le prometió. Es posible y hasta probable que el mismo hombre experimente a ratos el encanto de la obra y a ratos, en cambio, se aparte, desilusionado, de ella. Siempre, y más que nunca en los problemas que se refieren a la actuación del estado, nos encontraremos ante la opción angustiosa de saber cuál de los dos caminos hemos de abrazar, si el de la razón especulativa o el del conocimiento de la realidad histórica. También el libro de Humboldt refleja en su trama —no podía ser de otro modo— la imagen de esta cabeza de Jano del afán humano de conocer. La argumentación histórica se despliega también aquí para reforzar las aspiraciones ideales, y uno de los mejores encantos de la obra está, precisamente, en el modo como esto se hace. En una historia de las ideas sobre la historia, del pensamiento histórico, este estudio constituiría una interesante aportación, pues el contraste con el empleo de los ejemplos históricos característico de esta obra permitiría apreciar hasta qué punto hemos progresado desde entonces en la tendencia a comprender los fenómenos históricos arrancando de las propias condiciones que los engendraron. Sin embargo, en la "política" del joven Humboldt las consideraciones históricas desempeñan el papel de servidoras de la dueña y señora, que es la especulación. Recientemente, se ha querido ver en las Ideas de Humboldt la obra política alemana más característica de la época, a pesar de tratarse de un
39 estudio que se extiende ampliamente en consideraciones filosóficas y de derecho natural, pero que no presenta ni la menor huella de lo que hoy entendemos y de lo que, en el fondo, se ha entendido siempre por política. Es muy interesante que el extranjero que ha emitido aquel juicio, el inglés G. P. Gooch, se base para pensar así en la originalidad de esta obra. En cambio, desestima por falta de originalidad a Friedrich Gente, a pesar de ser éste muy superior a su amigo, en lo que a instinto político se refiere. Fué, sin embargo, la edición de las obras de Burkc por Gentz lo que contribuyó, esencialmente, a quebrantar la confianza de Humboldt en la importancia general de su libro y sobre todo en su valor estrictamente político. ¿Será acaso la ausencia de ideas verdaderamente políticas, dentro de la plétora de pensamientos originales, lo que mueve al historiador ingles a considerar la obra de Humboldt como una obra tan significativamente alemana? Casi se siente uno movido a creerlo así, pues Gooch resume su impresión de conjunto acerca de este libro diciendo que la idea del estado de Humboldt, para poder realizarse, no sólo tiene como premisa el hombre —abstracto— en plena posesión de su madurez intelectiva, sino que Ais State is only possible in a commttnity of Humboldts. INTRODUCCIÓN
Después de poner fin al estudio de 1792, el problema del estado quedó relegado para Humboldt al segundo plano del interés teórico. La sombra inquietante fué conjurada por la palabra mágica de la razón infalible. Ningún obstáculo cerraba ya al joven de veinticinco años el camino hacia la ambiciosa meta de "convertir en propia humanidad", a fuerza de cultura, una cultura libre y gustosa, "la mayor parte posible del mundo". Es, la suya, una modalidad especial de vida contemplativa, que, lejos de retraerse del mundo, aspira por el contrario a abarcarlo en toda su plenitud. Es cierto que el proceso externo de los años siguientes se desarrolla todavía dentro de un marco reducido, pero aporta a nuestro autor su íntima amistad con Schiller y, durante una temporada, el trato diario con Goedie. Su espíritu persigue, en cambio, los objetivos más amplios y los planes científicos de más audaz vuelo, aunque todos ellos quedaron, sin excepción, truncados como fragmentos. Indicaremos, para mencionar solamente los más importantes: "Sobre el estudio de la Antigüe-
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dad y de los griegos en especial"; el "Plan para una antropología comparada"; el proyecto de estudio del pasado más reciente, con el título de "El siglo xvm", y, como remate de estos fragmentos, el ensayo "Sobre el espíritu de la humanidad". Cuanto más elevados eran los objetivos perseguidos, más difícil de recorrer resultaba el camino abrazado. En el otoño de 1797, ostensiblemente descontento con el régimen de vida y de trabajo seguido durante los años anteriores, Humboldt puso fin a su estancia en la Turingia, trasladándose a París. Cuatro años permaneció en la Francia del Directorio y de los asignados; cuatro años, que facilitaron considerablemente al extranjero la posibilidad de su existencia. En París, Humboldt se econtró frente a frente con el estado europeo más moderno, en el momento en que éste consolidaba su posición de poder en el interior y en el exterior. Huelga decir que nuestro autor consagró a este fenómeno específico, si no un interés predominante, sí un interés permanente. Fueron, principalmente, las cuestiones estéticas y los estudios filológicos los que absorbieron su atención durante estos años. Pero, aunque sus conversaciones en los salones de París versasen sobre temas de literatura y filosofía, sus interlocutores, Mmc. de Staél, a quien veía con frecuencia, la actriz Mme. Taima o Mmc. Condorcet, vivían metidos de lleno en la política; y no digamos el abate Sicyes, bajo cuya dirección se celebraba de vez en cuando un concilio filosófico sobre los problemas fundamentales de la filosofía alemana y francesa. En París, todo el mundo vivía sumido en la política y para ella, y las consecuencias de la Revolución se imponían por doquier, lo mismo en el terreno literario que en el social, en el filosófico y en el colectivo, incluso a la observación de quienes se consideraban al margen de ellas. El diario de Humboldt va revelando paso a paso cómo el elemento político dominaba toda la vida y todo el pensamiento del mundo parisino; en estas condiciones, es evidente que un viajero ávido de mundo como el nuestro no podía por menos de acumular experiencias vividas también en este aspecto. En efecto, Humboldt asistía como espectador a las sesiones del Instituto, observaba las elecciones y las fiestas populares —ambas cosas con mirada bastante crítica— y alguna que otra vez hizo también acto de presencia en las sesiones del Consejo de los Quinientos. Es indudable que las enseñanzas vivas que hubo de sacar de aquellas
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observaciones con respecto al estado moderno tuvieron para su pensamiento político una importancia mayor de la que hasta aquí se les atribuye. Cierto es que los manejos a que tuvo ocasión de asistir en París sirvieron más para fortalecer que para atenuar su aversión personal hacia todo lo que fuera actuación política. En el otoño de 1802, Humboldt volvió a ocupar un cargo público y el aborrecido estado confirió a su despiadado crítico el puesto indudablemente más agradable que la Prusia de aquel entonces podía conceder a nadie. Los asuntos encomendados al Residente en Roma no eran demasiado gravosos, ni por el número ni por la importancia. El cargo parecía como cortado a la medida de las necesidades momentáneas de la vida y la formación de Humboldt. No sólo porque, a través de él, el estado le ayudaba a realizar su plan de una larga residencia en Italia, frustrado hasta entonces por una serie de obstáculos, sino porque sabemos por testimonios de la propia boca de Humboldt que la actividad puramente externa a que le obligaba el despacho de los asuntos corrientes representaba para él una liberación. Aquella forma de vida del hombre cuya formación cultural quedaba encerrada dentro de sí mismo y amenazaba asfixiarse en meros proyectos había acabado haciéndosele insoportable y clamaba ya por una liberación a través del mundo circundante, ya que no había podido encontrarla en sí mismo. Por donde el estado, que Humboldt condenara tan categóricamente, en otro tiempo, como una institución superflua para la cultura del individuo, se convertía ahora, no sólo en un insospechado dispensador de excelentes dones, sino además en un grato educador de aquel hombre ya maduro y, sin embargo, descontento. El tipo de estado con el que Humboldt se ponía ahora en contacto representaba, en comparación con el que había conocido en París, una forma bastante arcaica. Desgraciadamente, el diario de la época de Roma no se ha conservado, y las cartas rara vez se refieren a las condiciones políticas existentes en la Roma de los papas. Y, sin embargo (qué filón tan magnífico de observaciones y deseos filantrópicos, a los que Humboldt se sentía siempre inclinado, tenía que brindarle el patrimonio carcomido de San Pedro! Parece, no obstante, que Humboldt se limitó a ver la Roma del presente pura y exclusivamente bajo el resplandor de
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su formidable pasado. Y parece asimismo que lo más valioso para él, en aquel estado eclesiástico —recordemos de pasada que su gran memoria de 1792 iba dirigida principalmente contra el posible despotismo cultural de un Dalberg en el obispado de Maguncia—, era precisamente su obra en el terreno de la cultura espiritual. Por lo menos, fué éste cl argumento principal que hubo de aducir, andando el tiempo, en el Congreso de Viena, en favor de la restitución pontificia. Estamos, desde luego, ante una asombrosa mudanza de pensamientos, y cabalmente en el punto en que menos podía esperarse. A este cambio exterior en cuanto a la posición de Mumboldt con respecto al estado corresponde el cambio de orientación en el pensamiento operado en él por aquellos años, cambio que debemos atribuir, no sólo a la experiencia vivida de un fenómeno histórico incomparablemente grande, sino también a la influencia de la filosofía de Schelling.8 La idea que apuntaba ya en la obra de 1791 se impone ahora en gran estilo en toda la extensión del mundo de sus pensamientos: el criterio de la individualidad, transferido del individuo a la colectividad de individuos, a las formas colectivas de la humanidad que actúan en la historia, constituye el punto central de sus ideas filosóficas. En Humboldt —quien no se cansa de proclamar en sus cartas, tanto en las de París como en las de Roma, que es precisamente en el extranjero donde ha cobrado conciencia de su "germanidad"— se va desarrollando ahora un modo de pensar que le hará interiormente asequible para los acontecimientos de la época que se avecina. Es ahora cuando surgen las líneas fundamentales de su filosofía de la historia, de la teoría de las ideas históricas que, teniendo sus raíces en la individualidad histórica de las naciones y actuando a través de ella sobre la vida, encierran en su totalidad cl sentido de la existencia. Antes, la peculiaridad de las naciones residía todavía, para él, sobre todo, en su unidad cultural, expresada en el idioma y en la poesía, en el arte y en la ciencia. Ahora, se opera en él un progreso decisivo, que va del mundo del racionalismo al punto de vista romántico "moderno", a la contemplación y al pensamiento históricos del mundo circundante. El desarrollo teórico prepara el suelo del pensamiento para una nueva fecundación, para la experiencia vivida a través de la cual la idea se abrazará con la realidad, el hombre vivo • Acerca de esto informa detalladamente el libro de Ed. Spranger, citado mis arriba.
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con el estado vivo, para formar, por obra del destino, una unidad interior. Esto ocurrió en el año 1809, año en que Humboldt tomó en sus manos la organización estatal de la vida espiritual de la nación, en la medida en que ésta moraba dentro de las fronteras de Prusia. Pocas veces, seguramente, un problema planteado en el plano de los acontecimientos generales y derivado de la marcha necesaria de éstos ha coincidido tan venturosamente con las cualidades especiales de la persona llamada a resolverlo. A pesar de que ésta se había resistido al principio contra la llamada del destino.
La actuación de Humboldt en materia de enseñanza es —tanto personal como objetivamente— el punto más luminoso en el panorama sombrío que nos ofrece esta hora de la historia de Prusia. El suelo en que penetraba Humboldt, al asumir estas tareas, era, en más de un respecto, terreno virgen. Indudablemente, hubo de contribuir no poco a su nombramiento el hecho de que el estado, fuertemente encadenado en lo exterior, atravesase en lo interior por una fase de vivo movimiento. La rigidez a que se había visto condenada la herencia de Federico el Grande, mal administrada por los epígonos, condujo a la catástrofe de Jena y de Tilsit. Grandes cabezas políticas habían interpretado la idea del atado prusiano con arreglo a su significación histórica, desligándola en un primer impulso de la demarcación dinástico-personal y proyectándola conscientemente sobre la base general de los acontecimientos nacionales. Al lado de las tarcas terrenas y gravosas de la reforma económica, administrativa y militar, el departamento administrativo confiado a Humboldt abría ante éste la perspectiva y el horizonte del libre movimiento espiritual del nuevo siglo. Partiendo de la nueva idea del estado, era posible concebir y plasmar también la nueva idea de la cultura del hombre dentro del estado, a través de él y por medio de él, de un modo muy distinto, con más libertad y mayor energía que bajo la presión ago* biadora de una forma política más que anticuada. Humboldt retornó a Prusia del otro lado de los Alpes, de Roma, como el nuncio de la nueva cultura alemana, de que se había hecho portavoz consciente en media generación de peregrinar por el extranjero. Sus actividades durante esta época, que va de febrero de 1809 a mayo de 1810, deben ser consideradas como el momento más feliz de su vida. Este breve período de tiempo
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encierra el conato venturoso de nuevas creaciones y relaciones, que habían de dar su fruto en el siglo xrx, sobre todo en lo tocante a la actitud de Prusia con respecto a Alemania. Era, de por sí, una empresa extraordinariamente sugestiva. Cierto que también ella llevaba aparejada una carga de papeleo seco y embarazoso. Pero hasta este mismo aspecto de sus actividades presentaba muchas ventajas sobre el otro trabajo oficinesco de un alto funcionario. No consistía, para decirlo con sus propias palabras, en dar vueltas y mis vueltas a la noria de los papeles, en sus eternas entradas y salidas. La labor de Humboldt consistía más bien en trazar los diversos planes para la creación de nuevos establecimientos de cultura, con sus correspondientes formas administrativas, y para la transformación de los existentes. Los viajes relacionados con su cargo y su estancia en Konigsberg le brindaron por fin la ocasión de conocer la tierra y las gentes de su patria chica, al modo como conocía las grandes ciudades del extranjero. Sus funciones versaban, principalmente, sobre la organización y dirección de los establecimientos de la enseñanza pública y la vida científica. Trazó los más variados planes sobre la organización y sostenimiento de establecimientos de enseñanza, desde las escuelas primarias, pasando por los institutos de segunda enseñanza, hasta las universidades y academias.* Aquel estado diminuto ofrecía un campo reducido pero fácil de abarcar para su actuación; sin embargo, la empresa era lo suficientemente grande para espolear y poner en tensión sus mejores fuerzas. Su departamento administrativo era la zona en que la nueva idea de la unidad estatal, mantenida por las cabezas verdaderamente políticas, se asociaba a la idea, preconizada por el propio Humboldt, de una nueva unidad de la cultura, basada en la conjunción del humanismo con la intelectualidad alemana. Fué él quien dijo que el pensamiento es el más sutil retoño de los sentidos; pues bien, la obra encomendada a Humboldt por el estado y llevada a cabo por él era la más sutil exprés»» sensorial de la forma estatal de vida. Este aspecto de la carrera de Humboldt ha cobrado fama, sobre todo, por la parte que tuvo en la fundación de la Universidad de Berlín; su nombre ha quedado indisolublemente vinculado a esta obra. En ella consiguió, basándose ciertamente en materiales ya preparados, lo que • Recogidos en los cornos z y m i de la edición de la Academia.
45 legítimamente podemos llamar una obra de creación. Fué la personalidad del hombre llamado a organizar y garantizar administrativamente la forma de existencia de la institución la que imprimió, en un todo, su sello espiritual a ésta. En esta obra, Humboldt dio pruebas de tener una mano extraordinariamente feliz. En tiempos como aquéllos, sólo un hombre como él era capaz de tener la perspectiva que suponía asignar a la Universidad, a pesar de tratarse exclusivamente de una institución del estado, la misión de "producir ciencia" a la vez que la de administrar enseñanza, manteniendo vivo en ella, por tanto, el intercambio entre la investigación y la vida y protegiéndola contra el peligro de convertirse en un establecimiento estatal de domesticación. Por su pane, el estado, comprendiendo que era necesario ganar a las mejores cabezas para la nueva institución, puso a Humboldt en condiciones de desempeñar persoñámente el papel de Mecenas de la nueva vida científica de Alemania, a la par que objetivamente le permitía "actuar en grande y sobre la totalidad, después de haber actuado sobre sí mismo". Así, le fué dado aventurar sobre la materia más sensible y más fácil de moldear el ensayo de hacer de "las ideas el sello de la realidad", palabras con que, en su discurso de entrada en la Academia, definía él mismo la misión del estadista. INTRODUCCIÓN
De este modo, con un viraje tan peregrino como sostenido de las premisas interiores a que respondía, la teoría de Humboldt hubo de aliarse, aunque en alianza no del todo diáfana, con la realidad del estado. No del todo diáfana, pues a pesar de laborar ton activamente en los organismos centrales e imponer con tanta energía, frente a las resistencias locales, la idea de la unidad de dirección en materia de enseñanza, Humboldt no se recataba tampoco en esta época para decir y repetir que el verdadero objetivo del estado consistía en llegar a ser una institución superflua, para ceder el puesto algún día al libre desenvolvimiento de la nación. No hemos de entrar a examinar aquí hasta qué punto admitía la posibilidad de erigir en ley de la realidad esta paradoja. Desde luego, no debe perderse de vista que, por aquel entonces, ya había tenido ocasión de conocer, por haberlos visto de cerca, los daños causados en Inglaterra por el régimen de libertad de enseñanza. Además, leñemos el hecho de que la reglamentación por el estado de los exámenes de bachilleres y profesores, con los que se consolidó la influencia del estado sobre la enseñanza, se debieron precisamente a su "fanatismo examina-
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dor". Por eso "no debemos tomar demasiado al pie de la letra" aquella paradójica frase. El estado se había apoderado de Humboldt, la tradición había hecho presa en el individuo por el flanco más tentador. Fué ahora, en rigor, cuando Humboldt tuvo ocasión de conocer al estado, tanto por sus frutos como por su importancia para la vida de la colectividad. Fué el canto de sirena que le llamaba a la "acción", canto primero muy tenue y luego cada vez más perceptible, lo que le atrajo a esta senda. No podía negarse a escucharlo, pues su experiencia demostraba que la "vida en ideas" para el hombre que no posee el don de la verdadera capacidad creadora, que el comprender por el mero hecho de comprender, debe encontrar su límite en el propio individuo. Por fuerte que sea el impulso de universalidad, el hombre no puede ser universal, precisamente porque es individualidad. "El hombre aislado no puede llegar a formarse, como no podría el hombre encadenado", leemos en sus Ideas de 1792.10 El idealismo de la juventud veía solamente los extremos. Ahora Humboldt da un paso para salir del aislamiento y este paso le encamina por nuevos derroteros. Le lleva a elegir el camino intermedio entre el punto de partida de la individualidad, una vez descubierta su limitación, y la lejana meta de la universalidad, camino intermedio que, gracias a su actuación tan entusiasta dentro del estado, habría de llevar a un desarrollo insospechado la totalidad de su patrimonio espiritual. Recordemos el interés que Humboldt manifestara en su obra juvenil por el "hombre interesante", por el "hombre culto". Entonces, se esforzaba en señalar al hombre el camino para salir de la órbita agobiadora del estado. Sus actividades en el departamento de enseñanza nos han legado un testimonio acerca del puesto que ahora asignaba al "hombre interesante y culto" dentro del estado. El dictamen para la Comisión Superior de Exámenes, que reproducimos en este volumen, trata, en realidad, del papel que podía y debía corresponder al hombre culto —pues como tal hay que considerar, indudablemente, al funcionario de comienzos *del siglo xix—. Muy poco tiempo después de tomar posesión de su cargo, en julio de 1809, Humboldt esboza en el "funcionario perfecto" la imagen del tipo de hombre llamado a engendrar la alianza entre la realidad y la idea, organizada por él. Más aún; se siente uno tentado *° Getammcltc Schríjten, tomo i, p. íc/j.
47 a ver en esta "idea", audazmente esbozada, del funcionario administrativo, el reflejo condensado de aquella imagen ideal del hombre libre del estado, del hombre culto, de su obra juvenil. En esta imagen del funcionario administrativo tal como debiera ser, la individualidad de Humboldt proyecta su sombra sobre el fondo luminoso de la nueva cultura, y esta sombra le precede como el puente por el cual él mbmo entrará en el reino de sus actividades al servicio del estado. INTRODUCCIÓN
Acaso sea éste el lugar adecuado para decir algunas palabras acerca de lo que eran los dictamines de los altos funcionarios, en aquella época. En un medio de publicidad rudimentaria y de prensa raquítica, como era aquél, estos documentos constituían casi un género especial de literatura, característica de la época. Y su radio de acción no se circunscribía exclusivamente al superior inmediato ni a los jefes de las secciones correspondientes. Circulaban no pocas veces, en copias, entre los amigos y conocidos. Y hasta había quienes, como el consejero Rhediger, muy fecundo en la producción de esta clase de documentos, los difundían a veces en tiradas litográficas. Los autores de esas piezas oficiales podían contar, por tanto, con una cierta publicidad. Eri todo caso, estos dictámenes presentaban una afinidad más íntima con la "literatura", con el movimiento del espíritu, de lo que podría suponer quien por vez primera tropezase en los archivos con estos legajos polvorientos. Los dictámenes de aquella época servían, como las cartas, para dar salida a la necesidad que aquella generación, gozosa de vivir a pesar de todas sus penurias, sentía de expresar sus aventuras vividas y sus experiencias, sus deseos y su conocimiento, tal como emergían de la vida misma y se adentraban en ella. La carta se nutre, la mayor parte de las veces, de lo literario en sentido estricto, brota del mundo de la poesía y de la novela, del mundo de las sensaciones y los sentimientos. Los dictámenes oficiales extraían lo mejor de su fuerza de la rígida disciplina mental que infunden la filosofía y la ciencia, y el concepto era, en ellos, la nueva arma de dominio para modelar la realidad. En realidad, todos los hombres de la nueva cultura que desempeñaban un papel en el estado eran devotos y no pocas veces maestros en el arte de expresarse por medio de cartas y de proyectos. Su mentalidad y su estilo propenden más bien al polo literario o al polo filosófico, se-
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gún las características de cada cual. El encanto del elemento estético, plástico, del lenguaje, animado de nueva vida, se apodera de estos hombres; se apodera incluso de un Stein, cuyo ideario, respaldado por una fuerte voluntad y una vigorosa imaginación, nos habla a través de numerosos dictámenes salidos de su pluma. Los que más se acercan a la poesía son los documentos oficiales redactados por Gneisenau, en esta época. En cambio, el lenguaje de los dos prusianos orientales Boyen y Schón, se caracteriza por lo abstracto y lo sobrio. Los documentos de la pluma de Humboldt, teñidos por el matiz especial del método científico, ocupan un lugar intermedio. El número de proyectos redactados por Humboldt es muy grande. Y rara vez sentía cansancio por las materias tratadas en ellos, pues su contenido y con frecuencia también su letra reaparecen con harta frecuencia en las cartas dirigidas a la esposa. Esto indica que Humboldt se hallaba real y profundamente interesado en los problemas encomendados a su competencia oficial y que aquel desdén que afectaba por la "realidad" y sus manejos no estaba del todo a tono con su verdadera actitud. Los escritos oficiales de Humboldt no presentan todos, naturalmente, el mismo valor. Su lectura resulta, a veces, fatigosa, sobre todo cuando no logran destacar claramente el punto decisivo entre la maraña de razones y argumentos en pro y en contra. Al lector le parece, con frecuencia, estar contemplando, desde una colina poco elevada y con cielo nublado, el dédalo de callejuelas de una ciudad oscurecida por los años. Aun siendo clara la imagen de conjunto del paisaje, en la que resaltan nítidamente no pocos detalles, las líneas y los contornos se confunden, pues falta esa acentuación de luz y de sombras que da a las cosas su corporeidad. Un buen observador ha querido ver en los frutos de la pluma incansable de Humboldt un juego de su inteligencia, pura y simplemente. Pero esto es desconocer la verdadera problemática de su carácter. En los estudios políticos de Humboldt es precisamente donde mejor se revela su severa e incesante lucha por llegar a dominar la realidad, la cual, retrocediendo ante sus violentos abrazos, vuelve a esfumarse de nuevo, una y otra vez, entre las nieblas de la teoría.1* 11 Los vanos esfuerzos de Humboldt por captar la realidad han sido expuestos por mí, como uno de los rasgos fundamentales del carácter de Humboldt, en la monografía citada más arriba.
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49 Es difícil decir si durante los años de su estancia en Viena la intervención activa de Humboldt en la vida del estado, en que acabamos de sorprenderle, se transformó, cedió el puesto a un estado de reposo o, por el contrario, se hizo más profunda. Los testimonios epistolares acerca de su vida y de su pensamiento, tan abundantes en las demás épocas, escasean extraordinariamente al llegar a ésta. En cambio, este período tranquilo es rico en extensos y frecuentes informes del diplomático a su gobierno. Entre ellos, tiene especial importancia la correspondencia secreta mantenida desde el otoño de 1812 —es decir, en los años decisivos para los acontecimientos de 1813— con el canciller Hardenberg. En general, puede afirmarse, indudablemente, que durante esta época la vida de Humboldt se traza como misión lógica por sí misma la de contribuir desde su puesto diplomático a la obra anhelada de liberar a Prusia del yugo napoleónico. Aunque la hora más grata para su espíritu fuese siempre la que le llamaba al estudio de los griegos y a la ciencia filológica, cuanto se refería a los destinos del estado y de la nación había salido ya para él del reino de los problemas para convertirse en el campo concreto de la vida y la acción. Diez años hacía que sus funciones al servicio del estado abrían ante el viajero, con cada nueva fase y cada nueva tarea, nuevos horizontes. Al saÚr del ambiente de bagatelas diplomáticas de Roma para ocupar su nuevo puesto en Berlín, se estrechó el círculo exterior en que se movía, pero en cambio se le ofreció la posibilidad de una actividad creadora a larga vista. Como embajador en Viena, pisaba ahora el terreno en que se desarrollaban las grandes luchas de la vida de los pueblos; y su puesto, en estas luchas, no era el de un simple observador. El hecho de que Austria, después de las estériles deliberaciones del Congreso de Praga en agosto de 1813, optase por unirse a Rusia y a Prusia, fué considerado siempre por Humboldt como un mérito suyo especial. ¿Quién habrá podido pronosticar un cambio semejante en el autor de las Ídem de 1792? Ahora, se enorgullece de haber tenido una intervención decisiva, si no en el desencadenamiento, por lo menos en la preparación y extensión de una guerra formidable que poma en movimiento al estado y al pueblo, más aún, que los ponía implacablemente en juego, al servicia de objetivos muy distintos de los que el filósofo del estado asignara en otro
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tiempo a la vida colectiva, en relación con la "seguridad" y el "bienestar del individuo". Fué una suerte muy singular la que ahora hubo de correr nuestro autor. Todavía en 1809, había podido transigir con el estado, creyendo que podría imprimir a la realidad la forma de sus ideas, entre las que se destacaba siempre en primer lugar la idea de la cultura. Ahora, en 1813, es la realidad, son los acontecimientos los que se apoderan de él. Ahora, es de la realidad de donde extrac sus ideas. Ahora, se deja arrastrar por la corriente, se entrega conscientemente al destino del hombre, que es "marchar con su generación". Y, al cumplir este destino, Hum boldt alcanza el apogeo de su propio desarrollo y su vida adquiere al mismo tiempo un sentido simbólico para la trayectoria interior de toda una generación. La vida de la individualidad nacional regida por sus leyes propias se había revelado a su especulación como un acontecimiento histórico." Ahora, ve con sus propios ojos a qué alturas de energía espiritual —que hasta entonces él había buscado siempre en el goce cultural— son capaces de hacer remontarse a los hombres los impulsos nacionales. La idea de la ley general de los acaecimientos, que Humboldt transfiere a su época, la experiencia especial que la época le ofrece de rechazo, sacada de la realidad: ambas se funden para él en la profunda experiencia vivida "del grande y formidable destino que eleva al hombre, aun cuando se estrelle contra él". No hace todavía demasiado tiempo nuestro autor no concebía nada mejor ni más elevado que "gozar de uno mismo y de la naturaleza, del pasado y del presente. Sólo quien proceda de este modo vivirá para él mismo y para algo verdadero". Ahora, sabe ya y proclama que "hay cosas de las que uno no puede separarse"; que hay algo "con lo que uno tiene que mantenerse en pie o hundirse"; que la idea de seguir viviendo tranquilamente "en el ámbito privado de uno" mientras lo que uno pone por encima de todo amenaza con hundirse, es una idea intolerable. Como nuevo Anteo, siente que el contacto con el suelo materno de la vida nacional en el que afirma sus pies, infunde nuevas fuerzas a su voluntad. Por fin, este Ulises nórdico cuya alma aspiraba a la tierra ideal de los griegos ha encontrado el suelo de la sencilla realidad y siente vibrar la patria. Cuanto Humboldt escribe durante estos años acerca del Cír. sufra, p. 33.
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5» estado —tema que trata casi a diario en los documentos oficiales, y casi mis aún que en éstos en sus cartas— aparece iluminado por el resplandor de esta experiencia vivida y revela la fuerza que irradia la conciencía de pertenecer a una comunidad estatal. Y del mismo modo que fué el interprete más cercano de la gran emoción espiritual que infundió a los alemanes, en la poesía y en la ciencia, la conciencia de su comunidad de espíritu, ahora Humboldt —y, al decir esto, nos referimos sobre todo a sus cartas de los años 1813 a 1817ls— descuella en medio de la época como portavoz espiritual de los acontecimientos políticos que abren ante los alemanes, consolidando la fuerza vital del mejor de sus estados, la perspectiva de la unificación nacional. Tal era el doble objetivo a que se encaminaba su voluntad: primero, la liberación y la afirmación del estado patrio prusiano; luego, la unificación estatal de los alemanes como nación, no por obra de los prusianos exclusivamente, pero sí bajo una forma que tuviese en cuenta lo que Prusia predominantemente representaba para la libertad de Alemania. Los pensamientos políticos que el Humboldt diplomático estampa durante esta época en sus informes y dictámenes pertenecen, más o menos, al momento fugaz, nacen de sus propias necesidades y se acomodan a sus fines. Y, por grandes que sean el interés y la importancia que estos documentos puedan presentar todavía hoy desde un punto de vista histórico, los superan con mucho en importancia humana las innumerables cartas que acompañan día tras día y año tras año, en múltiples variantes, el gran tema de la lucha de liberación. En estas cartas vemos desplegarse como seguramente no lo vemos en ningún otro ejemplo de nuestra tradición, la experiencia personal vivida con un radio de validez general. Y en ellas la vida individual se eleva al rango de símbolo, de tipo exaltado, gracias a la amplia y profunda asimilación de la realidad. Entre los muchos escritos de Humboldt sobre el problema constitucional alemán, nuestra selección sólo recoge dos documentos.* El pri18
Nos referimos a las cartas a su mujer, que durante estos años ocupa el lugar que antes ocuparon los corresponsales de la vida espiritual de su juventud, Schiller, Goethe, F. A. Wolf, Korner. Estas cartas han sido recogidas en los voluminosos siete tomos que forman la edición completa y constituyen un documento incomparable de su época. * En esta traducción se ha conservado solamente uno de ellos, el primero, que figura en pp. a6ur.
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mero, de diciembre de 1813, desarrolla prima jacte las ideas del autor en torno a este problema, tal como se lo planteaba, como objeto de política inmediata, el barón de Stein. £1 segundo gran dictamen, de septiembre de 1816, señala el punto final del proceso y traza, en cierto modo, el balance de dos años de trabajo mental sobre este problema. En el otoño de 1813 se deshizo la Confederación del Rin. Parecía estar expedito el camino para realizar, por lo menos, los deseos encaminados a una agrupación más sólida de los estados alemanes contra el extranjero. Es en este momento cuando surge el primer escrito de Humboldt. La experiencia de los años siguientes le demuestra que semejantes planes estaban todos condenados al fracaso. En vista de esto, intenta, en el otoño de 1816, encontrar desde el punto de vista prusiano la línea intermedia en la que podría moverse, dentro del marco existente de la constitución federal, una política inspirada conjuntamente en el interés prusiano y en el alemán. Las esperanzas en el porvenir han decaído bastante, el punto de vista adoptado no es ya tan ambicioso. La mirada desciende de las posibilidades ideales para situarse en las realidades dadas; la perspectiva tensa de un mundo sujeto a nueva ordenación vuelve a estar, velada por la niebla de la política cotidiana. En ej plano de ésta, interesa solamente encontrar un modus vivendi capaz de conciliar las esquinadas y archiconocidas rivalidades entre los estados alemanes. La optimista y en muchos respectos audaz perspectiva que abre en cuanto al desarrollo nacional de Alemania hace del dictamen de diciembre una obra muy sugestiva. Este dictamen se caracteriza por la agrupación sucinta de los puntos de vista más importantes y por el fácil manejo del lenguaje. Es un esbozo trazado a vuela pluma, en el que su autor consigue algunas frases muy afortunadas. De una de ellas ha dicho Friedrich Mcincckc que "tiene derecho a figurar entre las expresiones políticas más grandiosas de su tiempo que señalan la divisoria entre dos épocas"." Y lo que decimos de una parte puede aplicarse también al dictamen en su totalidad. Hacía falta una gran capacidad intelectual para modelar en rápida labor la masa informe de los acontecimientos vividos dentro de los sutiles moldes de estas palabras. Palabras que procuran encerrar el extracto del momento político, así en cuanto a su formación histórica como en cuanto a su interpretación sistemática. 14
Cfr. MEINECKE, Weltbürgettum und Xationaistaat, 2* ed, 1911, pp. iB6st.
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Es cierto que lo que predomina en el estudio es el elemento sistemático. En el fondo, lo que se expone aquí tiene más de filosofía de la historia que de política. El pensamiento de Humboldt se orienta hacia aquélla aun en los casos en que proviene de la intuición vivida de la realidad, como ocurre, por ejemplo, en lo que se refiere a la vinculación territorial del sentimiento alemán de estado. Por eso este estudio nos ilustra también abundantemente acerca del modo como Humboldt hacía justicia al carácter y a las necesidades de la nueva idea del estado nacional autónomo. Friedrich Meinecke ha sido el primero que ha abordado el pensamiento de Humboldt planteando este problema, y en algunas páginas muy hermosas de su citado libro ha dejado dicho lo más importante acerca de este tema. Desde el punto de vista en que nosotros nos situamos para comprender el desarrollo del pensamiento de Humboldt interesan otros criterios, que arrojan nueva luz sobre su modo de concebir la "acción del estado" de por sí y sobre sus métodos políticos. Al examinar su primer ensayo político de 1791, señalábamos cómo Humboldt había planteado en él el verdadero problema político de la época, el problema constitucional. Pues bien; en la memoria de diciembre este tema vuelve a estudiarse de nuevo, y ya de un modo sistemático. El enlace con el punto de vista anterior se revela en el pensamiento, reiterado aquí, de que es imposible establecer un régimen constitucional "consecuente desde el principio", como las "llamadas constituciones". Pero esta vez no se contenta con la negación ni se queda, por tanto, a mitad de camino. Anteriormente, era indiscutible para él que la razón, por mucho que penetrase por la vía del conocimiento en la naturaleza individual del presente, no podía imponerse sus leyes al azar, por el que "el presente arrastra hacia sí el futuro". Ahora, después de la rica experiencia adquirida, ve ya por encima del pleito entre la razón y el azar el elemento modelador del devenir, a través de cuya acción toda constitución, aunque se considere "como simple trama teórica", "tiene necesariamente que arrancar de un germen material de vida contenido en el tiempo, en las circunstancias..." si no quiere ser letra muerta. Sin estar respaldada así por una "cierta forma en el tiempo" o, lo que es lo mismo, por una tradición histórica, ninguna constitución puede prosperar, "como no sería difícil demostrar históricamente". Lo que hay de más interesante en estas manifestaciones es la referencia a los fundamentos históricos. Los razonamientos de Humboldt, en
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este estudio, están saturados de sentimiento y de convicción históricos, de aquella conciencia histórica que, nutrida en las fuentes de la gran nueva filología y de la filosofía, señala la transición hacia el mundo de las "ideas" históricas que habrán de inspirar la obra de Ranke." Sin embargo, el criterio del conocimiento histórico no prestaba, realmente, grandes servicios a las necesidades del momento. De lo que se trataba, como él mismo dice, era "en un momento como el actual, de someterlo todo... a un nuevo examen, sin preocuparse de lo existente". Estas palabras parecen, indudablemente, más radicales de lo que era, en realidad, el pensamiento de su autor. No obstante, expresan una idea clara, a saber: que, partiendo del conocimiento adquirido, era necesario obrar, encontrar una forma nueva para plasmar las fuerzas políticas existentes y en formación. Y el estudio a que nos referimos nos brinda, además, otro elemento de juicio importante para el aspecto que aquí nos interesa: el de saber cuál era ahora la actitud de Humboldt ante el problema teórico, ante el problema de si deben crearse constituciones y cómo. De cualquier modo que semejante empresa se aborde, en el proceso histórico la cosa se reduce siempre "a crear nuevas formas aun bajo viejos nombres"; esto, por un lado. De otra parte, tenemos la observación, hecha de pasada, de que toda constitución, independientemente de sus condiciones de vida, difíciles de penetrar, debe considerarse también "como simple trama teórica". Esta tesis encierra, por parte de Humboldt, la tácita predisposición a afrontar ahora este problema como un "sabio legislador". Pero, en seguida, vuelve a precavernos, apremiantemente, contra el peligro de aplicar ligeramente los "principios de la razón y de la experiencia". De la razón, bien; esto es comprensible. Pero ¿por qué también de la experiencia? ¿Qué puede significar la experiencia, alineada con la razón, sino la "historia"? <¡,f\caso existe otro camino para la acción y la creación, si se nos veda la apelación a estas dos instancias superiores ? En este pasaje, Humboldt nos deja perplejos; y no queda otro recurso que esperar, para ver si otras manifestaciones posteriores vienen a esclarecer la duda." 15 Humboldt desarrolló mis Urde sistemáticamente estas ideas en una memoria leída ante la Academia en 1821 "Sobre la misión del historiador". 18 Cír. Dentymft att den OberprMdenten son Vtnde (29 nov. jfai).
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El paso de la introducción teórica a las propuestas prácticas del dictamen acusa un descenso visible, no sólo en cuanto al tema, sino sobre todo en lo tocante al modo como el autor lo trata. Mientras que hasta aquí su pensamiento se movía libremente en torno a las grandes formas de contemplación espiritual superiores al tiempo y al espacio, ahora advertimos cómo se siente cohibido en el reino de los hechos reales, hechos que no se trata solamente de conocer, plegándose a ellos, sino a los que es necesario trazar una dirección. Tan pronto como pisa el terreno de la realidad, este espíritu amplio y a la par sutil ve vacilar constantemente sus pasos, se siente cohibido e inseguro de antemano. Comienza, al llegar aquí, sus manifestaciones quejándose de la mutabilidad de las premisas de que tiene que arrancar el análisis político, y estampa, para comenzar, esta máxima, muy dudosa: "Dando siempre por descontada la posibilidad de un resultado inseguro." ¡Lema, indudablemente, poco adecuado para un diplomáticc llamado a actuar en momentos de una tensión tan grande! Y, sin embargo, este lema se armoniza demasiado bien con aquella otra reflexión de que "el mundo marcha siempre mejor cuando los hombres sólo necesitan actuar negativamente". "Actuar sólo negativamente": sería difícil encontrar un juicio más certero para caracterizar al diplomático Humboldt que el que se encierra en esas tres palabras. Con ellas, queda dicho, en rigor, por qué este hombre, de tan vasto espíritu, no tenía, sencillamente, vocación para la carrera de hombre de estado.
En cambio, los rasgos positivos de su talento diplomático resaltan con más fuerza en la penetrante observación e inquisición del campo de acción de la política. En Francfort, donde había de tener su sede la "Dieta Federal", los difíciles problemas de la política interna de Alemania brindaron a Humboldt una buena ocasión para demostrar su capacidad en estas materias. En el otoño de 1816, redactó un extensísimo dictamen sobre la actitud política que Prusia debía seguir con respecto a la Confederación. Este dictamen estaba llamado a tener también una considerable importancia práctica. En sustancia, su punto de vista se expresaba en la idea de que, dada la falta de cohesión de las condiciones internas imperantes en Alemania y la insuficiencia de la constitución federal, sólo era posible conseguir éxitos políticos llegando en todos tus
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casos a una inteligencia previa entre los gabinetes de Viena y de Berlín. Hardenberg hizo suyo este, criterio de Humboldt y tomó el dictamen de éste como base para la instrucción enviada a los representantes de Prusia en la Dieta Federal. Esto demuestra que el modo como Humboldt enjuiciaba la situación del momento fué considerado acertado y convincente. El problema de si el agudo y minucioso análisis de las condiciones existentes de momento empañaba o no su mirada para alcanzar a ver que, andando el tiempo, una enérgica voluntad política podría imprimir a aquellas condiciones un giro más favorable para Prusia, este problema habría de plantearse a poco de hacerse público por vez primera el estudio de Humboldt, en 1872. Pero, si tenemos presente que hasta 1848 Prusia no intentó siquiera desarrollar otra política —por la sencilla razón de que la situación política general se lo vedaba—, necesariamente tendremos que adoptar cierta reserva ante las críticas, muy comprensibles, de que Humboldt fué objeto en la época de los éxitos de Bismarck. Ese postulado a que todo buen diplomático debiera ajustarse, y que no todos cumplen, ni mucho menos, a saber: ver las cosas tal como son en realidad y penetrar en los estratos de las condiciones políticas, fué cumplido brillantemente por Humboldt. E hizo todavía más. Puede decirse que, en su labor, en la medida en que ello es posible para el conocimiento intelectivo, presintió también el porvenir, que encontró y trazó geométricamente el punto de Arquímedes de la política prusiana, en sus relaciones con Alemania. El explotar dinámicamente este punto se salía ya del marco de sus capacidades. O, para decirlo con las palabras de Konstantin Róssler, el primer editor del dictamen de Humboldt: "todo lo que tenía de grandioso su diagnóstico, lo tenía de poco satisfactoria su terapéutica"." Este dictamen, ejemplo descollante de los métodos diplomáticos de Humboldt, apenas si ofrece nuevos elementos de juicio en cuanto a su concepción del estado. Exceptuando, tal vez, un punto. De sus manifestaciones.se desprende claramente que Humboldt consideraba la Confederación y su régimen como un organismo político extraordinariamente desdichado. Un corps monstrueux del que no puede esperarse nada bueno, lo llama en una de sus cartas. Analiza a fondo " Zettichrift für prcussiiche Geichichte, etc., tomo ix, 187a, p. 67.
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sus defectos, principalmente el entorpecimiento de toda capacidad para la acción política. Sabe, sin embargo, puesto que conoce sus antecedentes, que no era posible esperar nada mejor y que había que conformarse con ío logrado. Había que esforzarse en seguir desarrollando la estructura interna de la Confederación con el pequeño asidero que su régimen ofrece. La línea del progreso político estriba, por tanto, según su modo de ver, en el desarrollo de las condiciones internas que, a juicio suyo, se hallan directamente relacionadas con la vida cultural y espiritual de la nación. Hay, no obstante, un punto en el que Humboldt no se resigna, ni siquiera a la fuerza con lo logrado, a saber: la posición que la Confederación ocupa dentro del sistema de los estados europeos. Es éste un hecho que Meinecke ha señalado y demostrado de un modo convincente. Por una parte, este criterio se explica por la preocupación política realista de no dejar que la política prusiana caiga, a través de la Confederación, "en las garras de los pequeños y de los muchos".18 Por otra parte, revela cómo y hasta qué punto Humboldt se hallaba todavía dominado por la concepción apolítica de la vocación de los alemanes como "nación humana y cultural". Es una grave contradicción aquella en que incurre al asignar a la Confederación el deber de garantizar la independencia de Alemania, a la par que desconoce su capacidad para desarrollar una política exterior independiente. Pretendía, dice Meinecke, que la Confederación ejerciese funciones políticas nacionales, sin gozar de una autonomía política nacional". Tal vez no sea inoportuno enlazar a este pensamiento otra observación. Humboldt se ve ¿ligado a confesar, en el curso de su investigación, que la Confederación alemana representa, pese a todos sus defectos de organización, la creación de un estado independiente. El extranjero la considera como un "estado colectivo con existencia propia" y se le reconoce beligerancia política como tal. Y, cada vez que este pensamiento se le viene a las mientes, le produce desazón. Hay que limitar en lo posible la actuación de la Confederación como "estado colectivo" con existencia propia, exige en términos apremiantes, pues teme que "Alemania se convirtiese, como tal Alemania, en un estado conquistador". Si la nación se orienta políticamente hacia el exterior, será imposible prever lo que pueda ocurrir con sus grandes capacidades para la cultura cientí18
Lug. cit., p. 2&Z.
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£ica y espiritual. Meinecke cree encontrar la fuente de estos pensamientos y yuxtapuestos en la raíz de la historia de la época. Pero en ellos podría destacarse, además» otro aspecto. En estas palabras verdaderamente intuitivas, en las que Humboldt se nos vuelve a presentar como d gran intérprete, no palpitan como motivaciones solamente el cercano pasado y el próximo futuro, sino también el pasado remoto y el remoto porvenir de la nación. Hay como un presentimiento del destino histórico, en este temor a representarse el poderío del propio pueblo, unido como estado, y a penetrar también con el pensamiento en las consecuencias que necesariamente se derivarán de su existencia. Y, sin embargo, este temor era harto comprensible. No existía la menor experiencia ni la más leve idea de cómo una Alemania fuerte habría ocupado su puesto en otro tiempo, dentro de la comunidad de los estados. Parece como si este espíritu, a pesar de haber tomado partido en las grandes luchas por la libertad de Alemania y de haberlas reivindicado interiormente, se aterrase ante la idea de la unidad alemana como ante un espectro amenazador. En la opinión popular de las gentes y hasta bien entrado el siglo xix, la unidad de los alemanes era considerada casi siempre como incumbencia exclusiva de Alemania. Rara vez y siempre con desgana, se paraba nadie a pensar en la repercusión que podía tener sobre el sistema de los estados europeos. La aguda y penetrante mirada de Humboldt previo que un verdadero estado alemán, ya por el solo hecho de su creación, enrarecería la atmósfera de los demás estados de Europa. He aquí por qué pretendía cerrar el paso, en este punto, a la evolución, porque preconizaba la idea de que "el fin de la Confederación era la quietud", el mantener el equilibrio por medio de la fuerza de la gravedad". Sus palabras revelan el nexo que une el movimiento del espíritu alemán, que él vivió y reivindicó, con el movimiento de la voluntad alemana, provocado a su vez por aquél y que Humboldt presintió como algo que debía necesariamente producirse, cuando la unidad alemana saliese del reino de la idea para entrar en el reino de la realidad. Y este giro, lo presentía y lo temía. Repetidamente hemos hecho notar cómo la trayectoria de Humboldt va desde las remotas playas de Utopía al país de la realidad y cómo siempre perdura vivo en él el recuerdo de lo que fuera su región de partida.
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En los labios de un hombre así adquiere una fuerza mucho mayor de elocuencia el sobrio y reflexivo, y además muy claro, reconocimiento de las premisas reales y concretas que determinan la vida de los pueblos. Humboldt fué, indudablemente, un utopista idealista, pero su extraordinaria capacidad para enfocar la realidad en su condicionalidad concreta le preservaba de caer en sueños ideológicos y en pedanterías doctrinarias. Léanse sus pensamientos sobre la posición europea de Prusia desde 1813 y se comprenderá qué retroceso en cuanto al conocimiento político encierran esas chacharas vacuas de quienes sostienen que el poder del estado es algo "material" y de rango inferior, al lado del poder de la idea. Seguramente que nadie podrá acusar a Humboldt de ser un apóstata del idealismo alemán, de haber desertado del postulado de una Alemania "superior". Sin embargo, supo comprender y proclamar que el poder del estado es la "virtud" que infunde su fuerza y presta su respaldo a la cooperación de todas las fuerzas ideales y materiales de un pueblo. Y es extraordinariamente sugestivo seguir su pensamiento, cuando expone cuan grande es la virtud del poder, aun cuando los medios de éste sean escasos, para los destinos de los pueblos, y asimismo cuando, en las brevesfrasesde otro escrito, comenta el "militarismo" con razones que parecen como si estuviesen escritas para hoy. Creemos, pues, que estos rápidos fragmentos, interpolados aquí como al azar, prestarán un valioso servicio a los lectores de hoy deseosos de conocer las leyes por las que se rige la vida de los estados. Pasemos a hablar ahora de los estudios de Humboldt que versan sobre los problemas de la administración publica. El entusiasmo con los problemas actuales de la política exterior, discutidos por todo el mundo, y mucho más con los de la vida constitucional, era propio de la época y un fenómeno usual. ¿-Qué cabeza, entre las que descollaban en la literatura y en la ciencia de aquel tiempo, no se habría considerado competente para abordar y resolver el problema constitucional? En el intensó comercio literario de aquella Europa recién pacificada, resultaba empresa harto fácil, a la que todo el mundo se consagraba celosamente, la asimilación de ideas extranjeras y el intercambio de un vocabulario de tópicos constitucionales, si no muy profundo, por lo menos bastante fácil de aplicar. Pero, para apartar la mirada del artículo político de moda y vol-
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verla sobre el campo, oscuro y difícil pero extraordinariamente importante, de la administración pública, era necesario sentir un interés muy profundo por el estado. Entre los pocos que habían aprendido a mirar a lo esencial sin detenerse en la superficie, estaba Humboldt. No sería necesario subrayar de un modo especial este hecho si su interés por los asuntos administrativos sólo se hubiese manifestado en la época en que desempeñaba una función pública y parecía hallarse destinado a ocupar el cargo de jefe del gobierno. En estas condiciones, no tenía nada de particular que el futuro gobernante se familiarizase con todas y cada una de las funciones de la máquina cuya palanca habría de empuñar tal vez muy pronto. Lo asombroso es que los estudios más importantes de Humboldt sobre la teoría administrativa procedan de su época de ostracismo, que sean posteriores al momento en que se decidió a resignar, con venturoso alivio, la carga del servicio público. ¡Qué gran mentís a las apariencias de las cosas! Indudablemente, el interés íntimo por los problemas dd estado había arraigado profundamente en el espíritu de este hombre, casi contra su voluntad y, desde luego, contra sus propósitos. Una prueba más de su fina sensibilidad para captar todo lo que el mundo le brindaba de esencial. Y una prueba también de la fuerza con que la idea del estado se abría paso hasta en las más reacias de las grandes cabezas de aquel tiempo. Lo que se ventilaba, para Humboldt, y lo que, en d fondo, se venía ventilando también en toda la obra de la reforma, desde 1807, era la nueva idea del estado, la idea de que el estado tradicional, en su forma soberana, debía representar un todo único con su pueblo, una unidad "ideal" plasmada históricamente. Y el medio sensible con que esta idea debía tomar cuerpo en la realidad era, precisamente, la administración, como expresión unitaria de la comunidad estado. He aquí por qué los estudios administrativos de Humboldt tienen siempre como tema el desarrollo y la defensa de la idea de la unidad del estado en la administración pública. El polo contrario de esta concepción lo representaba la disgregación provincial heredada del pasado. Antes de 1806, los territorios de la corona de Prusia sólo se hallaban unidos a través de la persona del rey. Estos territorios —pues no existían aún provincias, en el sentido actual de la palabra— se hallaban todavía representados en los organismos centrales
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del estado, toda vez que cada ministro del Directorio general, además de representar un departamento administrativo, tenía a su cargo, principalmente, la salvaguarda de los intereses y el cuidado de los asuntos privativos de un territorio. Los diversos ramos de la administración pública no se hallaban todavía agrupados orgánicamente en un organismo central. En su dictamen de Riga, en 1807, Hardenberg sentaba el principio de que todos los dominios de la corona debían considerarse en lo sucesivo como un solo territorio administrativo de estado. A partir de 1808, y con arreglo a este principio, los departamentos ministeriales de la administración central se dividieron, tomando como base criterios de competencia material: Interior, Finanzas, Guerra, Justicia, etc. Sin embargo, este principio no pudo llevarse a la práctica en su integridad. La vieja tendencia de disgregación provincial pugnaba todavía, continuamente, por abrirse paso. Y es harto curioso que esta tendencia tuviese como campeones a dos de las figuras más importantes de la administración, los dos partidarios incuestionables de la reforma: el sensato y práctico presidente de Westfalia, Bincke, y el jefe de administración de la provincia de Prusia, Schon, hombre apasionado y alejado de la realidad. Y no menos curioso es que fuese precisamente Humboldt quien, en sus ocios de Tegel, tomase la pluma para poner bien de relieve este peligro, en toda su extensión, y defender con toda la fuerza de su talento la idea de la unidad del estado. Ante este problema, que no radicaba precisamente en la superficie dé los asuntos referentes al estado, Humboldt volvía a revelarse como un intérprete incomparable de su ¿poca. La lucha de fondo giraba en torno a una cuestión concreta de organización administrativa, a saber: ¿debía subsistir el cargo recién creado de presidente provincial, llamado a dirigir administrativamente y con cierta independencia las provincias, aunque dependiendo al mismo tiempo del gobierno? ¿O debía transformarse de nuevo en la forma anterior de ministro provincial? En este caso, los tales funcionarios tendrán voz y voto en las reuniones de gabinete, aunque su sede oficial fuese la capital de la provincia que administrativamente regentaban. Por tanto, estos ministros provinciales no dependerían de un organismo central, sino directamente del rey. Y esto se exponía al peligro de que se inclinasen a dar preferencia ante la corona a los intereses de su provincia por sobre los intereses fundamentales del estado en su totalidad. Además, su doble
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esfera de competencia les obligaba a cambiar continuamente de residencia. Por todas estas razones, el retorno a esta institución vendría más bien a entorpecer y a embrollar que a facilitar y simplificar la marcha de la administración. Tales eran, sobre poco más o menos, en sus rasgos generales, las razones alegadas por Humboldt para refutar el punto de vista contrario. En la creación del cargo de presidente provincial había ejercido cierta influencia, indudablemente, su dictamen de junio de 1817, que hemos comentado ya más arriba. Al defender este régimen, defendía, pues, en cierto modo, una obra suya. Sin embargo, este hecho, suponiendo que hubiese contribuido en algo a orientar su posición, podrá haber servido para fortalecer el brillo y la profundidad, la consecuencia y la agudeza de sus argumentos, pero nunca para moverle a adoptar esta actitud. La raíz de ésta residía en su convicción de la necesidad de seguir la línea por él trazada, convicción que, a su vez, era el fruto maduro de toda su experiencia política. El escrito dirigido por él a Schon en 1825 marca, sin duda, con su gran proyecto de constitución de 1819, el apogeo de las ideas de Humboldt sobre el estado. Es un estudio saturado de experiencia e fluminado por la claridad del pensamiento. Sería imposible concebir una refutación más enérgica ni más profunda de su propia teoría juvenil. En él habla la vida vivida y se afirma la verdad de la realidad contra la negación del idealismo de otros tiempos. Es, en la obra política de Humboldt, el canto del cisne. Esto explica por que el pensamiento alcanza aquí una claridad y el lenguaje una fuerza de persuasiva exhortación que todavía hoy causan impresión a quien lee este estudio. ¿Y quién no se sorprenderá de encontrar en este duelo literario entre los dos antiguos kantianos en torno al problema del espíritu provincial y el espíritu del estado un paradigma de la lucha entre "el deber y la inclinación"? El viejo Humboldt acude ai vasto arsenal de su cultura para defender el estado y su derecho a actuar, del mismo modo que el joven Humboldt lo había hecho para atacar al estado y negarle su derecho a intervenir. Hemos asistido a una rotación completa y acabada entre dos polos opuestos.
El tema del primer estudio político de Humboldt había sido el problema político central de la época: el problema constitucional de por sí,
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investigado teóricamente en cuanto al carácter absoluto de sus premisas teóricas y de sus posibles soluciones. Al final de su carrera política, el miaño tema le brinda ocasión para desarrollar su idea del estado con vistas a una tarea perfectamente concreta. Nos reíerimos a su dictamen dirigido ai barón de Stein sobre el establecimiento de Dietas provinciales en los estados prusianos. El ciclo de los problemas y el ciclo de la evolución espiritual, que podemos seguir a través de aquéllos, se cierran, y en ambos casos se cierran por donde se abrieron; por la teoría pura. En efecto; aunque el motivo ocasional para este estudio lo diese una situación política muy concreta, hay que ver en él, primordialmente, lo mismo por su estructura que por su contenido, el desarrollo de una "forma de estado", la forma "mejor", concebida por el momento como una idea cuya realización se proyecta sobre el porvenir. De la idea de un estado sostenido por la "fuerza moral potenciada de la nación" —estado que, según la teoría, no era necesario que fuese siquiera la Prusk existente— se derivan las relaciones formales capaces de crear entre el pueblo y el estado el vínculo apetecido y considerado como históricamente necesario. La firme trabazón de los pensamientos y el liso desarrollo de su contextura formal prestan a este ensayo un gran encanto lógico y, a la par, estético. La imagen del estado "que debiera ser" recuerda aquella imagen del funcionario "que debiera ser", que diez años antes señalara la primera etapa en la senda de Humboldt por los campos de la política práctica. Pero es una imagen impresionante, en sus contornos generales. Cuando Humboldt trazó aquella primera imagen ideal, venía del mundo de las ideas y buscaba en la realidad una forma capaz de asumir el contenido ideal de su cultura. Y creyó encontrarla en el "individuo", llamado, como funcionario culto, a estampar en el estado el sello de la idea. Ahora, en su imagen ideal de un estado bien constituido, se-, abre la perspectiva de amplios horizontes y la mirada se remonta a las altas cumbres de las ideas históricas, a las que el "individuo" puede ascender desde el estrecho valle de su situación individual, pues la vida dentro del estado le señala el camino para llegar a ellas.
A comienzos de 1819, Humboldt fué designado por el rey para hacerse cargo del "Ministerio de Asuntos relativos a los Estamentos", recientemente creado. Desde la promesa de una constitución en mayo
INTRODUCCIÓN 64 de 1815, las esperanzas generales de los ciudadanos de Prusia que tenían cieru sensibilidad política vivían pendientes del cumplimiento de esa promesa. Esto llevó a Humboldt a la conclusión de que su nuevo nombramiento le reservaría la posibilidad de elaborar el proyecto de la constitución prometida. Aprovechó, pues, una larga estancia en Francfort para discutir a fondo con Stcin los problemas pertinentes y redactar luego su proyecto, a base de aquellas conversaciones y utilizando otros dictámenes. Sin embargo, el curso de los acontecimientos no respondió, ni mucho menos, a sus esperanzas. El jefe del gobierno, Hardenberg, acariciaba idénticos planes y el asunto era el centro de una lucha tenaz en la corte y entre los altos funcionarios. Hasta el otoño de 1819, Humboldt no tuvo ocasión de presentar a una Comisión constitucional, de reciente creación, un nuevo proyecto, que, si bien tenía como, base el trabajo de febrero, encerraba, tanto en cuanto a la forma como respecto al contenido, importantes modificaciones inspiradas en los cambios operados en la situación, así como también en la finalidad práctica perseguida, que ahora se veía ya próxima y tangible. Por tanto, quien desee conocer los pensamientos de Humboldt acerca del problema constitucional con su fisonomía propia debe atenerse a la primera redacción del proyecto.
Una introducción como ésta, sujeta a determinados límites de espacio, tiene necesariamente que circunscribirse a comentar en términos muy generales esta obra —palabra que podemos aplicarle con toda propiedad— en cuanto a su contenido y en cuanto a su estructura. Tanto más cuanto que no queremos renunciar a la esperanza de que por el camino seguido en ella se consiga poner al alcance del lector alejado de aquella época los puntos más importantes de la trayectoria de Humboldt. Si esta esperanza resultase fallida, nada se conseguiría tampoco con un extenso y profundo comentario, aunque más de una razón acónseje la conveniencia de hacerlo. Prescindimos, pues, de explicar e ilustrar las circunstancias de hecho en que se inspiraba el proyecto de nuestro autor. Vemos aquí a Humboldt acometer una empresa cuya posiblidad negara él mismo en 1791, por razones de principio, la empresa de "fundamentar una constitución acertada desde un principio". Humboldt habla,
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sin embargo, de una "constitución por estamentos". Y este término nos hace presumir que no pretende seguir el ejemplo de las "llamadas constituciones", sino marchar por caminos propios. Y así es, en efecto. Su estudio rechaza de un modo expreso el precedente de las formas constitucionales extranjeras de Inglaterra, Francia y los Estados Unidos (§ 19), y no encontramos tampoco en él rastro de la dogmática constitucional usual en el país. Este hecho distingue sustancialmente a Humboldt del criterio corriente del liberalismo propio de la época. No obstante, debemos guardarnos de dar a la palabra "estamentos" una importancia excesiva. Tal como Humboldt la emplea, no constituye uno de los términos de aquella célebre alternativa que Gentz hubo de poner en circulación, en 1819, como tópico de la reacción: "Constitución por estamentos o constitución representativa". Los estamentos de Humboldt no deben interpretarse como una resurrección de la tradicional fórmula represenutiva; más adelante, tendremos ocasión de ver en qué consistía aquel concepto. Otro punto de importancia decisiva que hacía aparecer la idea del estado de Humboldt como una concepción sui generis en su época, es el hecho de colocar su sistema de política interior bajo la primacía de la política exterior. Esto aparece expresado claramente en la introducción a su segundo proyecto. "El estado prusiano mantiene entre las potencias europeas una posición que no es consecuencia inmediata de su fuerza física. La debe a la fuerza espiritual de sus monarcas y al patriotismo y a las aspiraciones de la nación. Pero le es todavía muy necesario asegurar esa posición; ello le obligará a realizar mayores esfuerzos físicos, si bien deberá cuidarse de emplear también y de modo muy preferente medios de carácter moral. El poder del gobierno no deberá tropezar, pues, con obstáculos para su acción, allí donde necesite desplegar energía y dinamismo; pero, por su parte, la nación no deberá tampoco limitarse a obedecer pasivamente, sino que el gobierno ha de poder contar con el espíritu que anime a ¿sta. Y sobre esto deben basarse los estamentos y su organización "; ...De este modo, la constitución surtirá exactamente los efectos que reclama la situación interior y exterior del estado".*' El criterio que, proyectado sobre el exterior, tiende, como idea de poSubrayado por n i Geiammelte Sekriften, tomo XII, p. 392.
INTRODUCCIÓN 66 der, a "la seguridad del estado", se manifiesta en el interior como el problema y el postulado de la unidad estatal. Ya hemos tenido ocasión de señalar la importancia fundamental de esta idea para el concepto humboldtiano del estado, al tratar de su teoría administrativa. Huelga decir que en el plan de constitución —anterior en el tiempo— esa idea desempeñaba también un papel primordial. El deseo de una constitución, mantenido alrededor de 1815 por los círculos sociales espiritualmente despiertos del país, hallábase íntimamente vinculado con el pan movimiento encaminado hacia la unidad de toda Alemania como estado. Los afanes de este movimiento, vivamente manifestados, eran recibidos con la mayor frialdad por los estadistas dirigentes. Para comprender esto, basta pararse a pensar qué empresa tan difícil era, a los ojos de los hombres verdaderamente expertos en política, la simple organización de Prusia como unidad administrativa. Por otra parte, el mero hecho de que Humboldt colocase en el centro de sus ideas la unidad del estado como problema y como postulado, como base y como criterio de la proyectada delimitación de las diversas esferas jurídicas, demuestra mejor que nada el cambio fundamental que se había operado desde 1792 en su posición ante el estado. Este problema aparece y cobra forma tangible en los capítulos posteriores de su proyecto sobre la relación entre las provincias y el estado y entre los estamentos provinciales y los generales. Y determina desde el primer momento la actitud dé Humboldt, pues su punto de vista le coloca en él centro del estado, desde donde mira a la periferia; partiendo de la función central asignada al poder del estado, traza luego las funciones de los demás órganos. Esta relación aparece especialmente clara a través del breve espacio consagrado a exponer los llamados "derechos fundamentales". Al enumerarlos —en cuatro puntos escuetos: "la seguridad individual de la persona, el derecho a ser juzgado únicamente con arreglo a la ley, la seguridad de la propiedad; la libertad de conciencia y la libertad de prensa" (§ 8)—, Humboldt no pretende sentar sobre nuevas bases la vida del estado. Lejos de ello, proclama que, en Prusia, estos puntos de vista han sido siempre, con contadas excepciones, la norma general. Este párrafo, con las breves glosas que le siguen, es el único punto en que Humboldt, en su investigación sobre el estado real, se detiene a tratar del individuo y de su órbita jurídica. Su pensamiento reanuda veloz su marcha después
67 de este pequeño alto y abarca, como su verdadero e importante tema, la gran individualidad del estado. En su proyecto no hay nada, por tanto, de aquellos cánones constitucionales de la época que, con sus declaraciones iniciales sobre los derechos del hombre, se creían obligados a señalar formalmente, una y otra vez, el camino recorrido por el individualismo de los ideólogos del derecho natural, pasando a través de la negación del estado para ir a parar a su condicional reconocimiento. Nada de esto encontraremos ya en el individualista Humboldt. Si él coarta y reglamenta las manifestaciones de vida del estado, no es ciertamente para amparar el derecho natural del individuo; precisamente porque considera al estado como fin superior, enlaza incondicionalmente con él la órbita de vida individual. Nada más lejos que esto del Contrato social y de la división de poderes. Un espíritu como el de Humboldt, formado especialmente en la experiencia de la política exterior —formación que no habían tenido ni Rousseau ni Montcsquieu—, concibe el estado de un modo muy distinto a como se le concebía tradicionalmente y a como él mismo lo concibiera en otro tiempo: no lo concibe ya, primordialmente, como una pugna incesante entre gobernantes y gobernados, que es la imagen que presenta en tiempos de quietud y visto desde dentro, sino como una comunidad de vida formada por la propia convivencia cuya existencia se trata de defender y cuya fuerza vital es necesario acentuar. No reduce el estado,al choque de las concepciones de una generación, sino que lo ve como la unidad de la individualidad histórica superior al tiempo y al espacio. En vez de construir el estado sobre el individuo, ensambla la piedra viva en la misma bóveda; condicionando a esto, naturalmente, la estabilidad y la duración del edificio. No es la evasión del estado lo que redime al individuo de la pugna entre los postulados que tí formula a la comunidad con la aspiración de que ésta retroceda y que ella le presenta a él con el mandato de que K someta. No; el camino hacia la libertad conduce, según la concepción de Humboldt, al seno mismo del estado, pues al obrar al servicio de éste el individuo ve dilatarse su órbita de vida propia y enriquecerse el valor de su propia vida. En otros términos: el espíritu werdicriano de su obra juvenil aparece ahora superado y transformado en la consagración resuelta a la vida activa, propia de los Años de peregrinaje. La trayectoria INTRODUCCIÓN
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individual ha de convertirse en forma normativa de vida de la colectividad. Y así como Humboldt proclamaba como el fin de la administración "el bienestar y la cultura del pueblo", establece como fin de la constitución "educar al pueblo para comprender y actuar". Pero, no en gracia al pueblo mismo, sino con vistas al espíritu colectivo, que ha de infundir nueva fuerza y nueva vida al estado. La negación del estado de otros tiempos se ha trocado en una pedagogía de estado verdaderamente ilimitada. Y casi se siente uno tentado a ver en esta afirmación absoluta del estado la misma violenta parcialidad en el modo de plantear el problema, en el modo de enfocar "la misión", que en la negación incondicional del estado de la etapa inicial. En una de sus cartas, dice Humboldt que para él una constitución no es "un pedazo de papel, sino el resultado de una serie de instituciones coherentes". Desde este punto de vista es como hay que considerar su proyecto, si se quiere comprender el carácter peculiar de sus ideas. Humboldt rehuye —y ésta es su característica— ajustar sus pensamientos a un esquema exótico y se esfuerza por erigir toda la vida del estado, con arreglo a una idea, sobre una base de unidad. En el aspecto crítico, reprocha a la teoría usual su tendencia a contentarse con transformar el estado "solamente en las regiones más elevadas", crítica que da, principalmente, en el blanco de los autores franceses. En consciente oposición a ellos, Humboldt no pretende rcducir-el campo de la vida constitucional a una asamblea parlamentaria y a los debates de ésta con el gobierno. Por el contrario; el estado encuentra su expresión constitucional, según él, lo mismo en los órganos inferiores de los estamentos, v. gr., en las autoridades de un barrio o en los concejales de una pequeña villa, que en los estamentos generales. "No se trata simplemente de la organización de asambleas electivas y de cámaras deliberantes: se trata de la organización política del pueblo mismo, en su totalidad" (§ 16). A propósito de su estudio sobre la constitución alemana, veíamos que Humboldt señalaba los peligros de una aplicación irreflexiva "de los principios de la razón y de la experiencia". No era difícil comprender por qué desconfiaba de la razón; lo que no se veía ya tan claramente eran las razones que tenía para extender este juicio condenatorio a la
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experiencia, la cual, en cuanto antítesis de la razón, sólo podía interpretarse como la historia. En relación con los problemas planteados por 1% constitución por estamentos, hubo de decir una vez Humboldt a Stein: "Individual, debe serlo toda constitución, para poder perdurar como algo vivo en la vida; históricamente, sin embargo, tiene ya un sentido más difícil de captar".81 Es, como vemos, expresada con un motivo parecido, la misma actitud desconfiada ante la historia. Recordemos también con cuanta fuerza hacía hincapié, en el estudio de 1791, en "la naturaleza individual del presente", como punto de partida para toda organización estatal. En el pensamiento de Humboldt podemos observar un proceso que le separa, en las dos épocas de su vida y con ocasión del mismo problema, de los puntos de vista políticos "modernos" de su tiempo: primero, del cuite de la raison; luego, del auto romántico de la historia. El criterio por él abrazado le asegura en ambos casos, según su modo de ver, aquella superioridad que confiere el conocimiento de las realidades individuales concretas imperantes en un momento dado. En este modo de concebir la política parece ir implícito algo de lo que más adelante habrían de llamar los alemanes Realpoliti\. Pero esto no debe engañarnos, haciéndonos creer que aquí se trate de ninguna "ideología". En estas páginas, sólo podemos señalar de un modo muy superficial que, en Humboldt, el concepto de k individualidad guarda una íntima relación con su filosofía de la historia, desarrollada por él por esta misma época, precisamente. "Las grandes figuras dé la historia", héroes individuales y pueblos enteros, son, para él, individualidades, es decir, encarnaciones vivas de la idea que los guiaba y a la que hacen cobrar cuerpo en el tiempo y en el espacio. Y esto se refiere lo mismo al individuo que a la comunidad humana. El conocimiento que sienta y comprenda el sentido y la esencia de las "ideas encarnadas" podrá comprender también, clara y seguramente, la "necesidad" (§ 15) bajo cuya ley se halla y se desarrolla su vida terrena. Sabemos que Humboldt se reconocía a sí mismo una capacidad especial de conocimiento para la individualidad, cualquiera que fuese su grado. Por tanto, la esencia de la individualidad del estado prusiano debía inspirar, según él, una forma de constitución que combinada con la esencia de la idea de los estamentos formase la imagen de una nueva individualidad histórica. Esta ideología contiene, sin embargo, una fuerte dosis de experiencia 11
PBKTZ, Das Leben des Freiherm vm Stein, tomo v, p. 778.
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práctica que es lo que presta su encanto a este proyecto, tan abstracto todavía en muchos respectos. La combinación individual de ambos elementos se acusa, sobre todo, en la idea de que lo que primordialmente interesa, al establecer ios estamentos, es que se "restaure realmente" el sentido de las antiguas constituciones de este tipo. Pero por otra parte está fuera de toda duda que este deseo no pasa de ser un reflejo que el ideal acariciado por ¿1 proyecta sobre el pasado, pues los estamentos históricos no tuvieron jamás la misión que en el sistema de Humboldt se les asignaba. En el fondo el propio Humboldt sabía perfectamente que, en casos tales, lo que se hace "siempre es crear formas nuevas bajo nombres viejos" (1813).
"Nombres viejos y formas nuevas": sería difícil encontrar una fórmula mejor que ésta para caracterizar los estamentos de Humboldt En efecto; lo que él llamaba así no guardaba con ios antiguos estamentos más afinidad que la del nombre. Históricamente, estamento quiere decir derechos singulares, privilegios, una categoría de hombres con derechos preferentes. Los estamentos de Humboldt, en cambio, habían de representar al pueblo en su conjunto, aunque con una gradación razonable y bien pensada. Más tarde, él mismo los consideraba como una especie de forma de transición hacia un "sistema representativo" de tipo europeo-occidental. "Las constituciones por estamentos brotan, no de la mano del hombre, sino de los elementos fundamentales del estado, tal como existen de por sí" (Fr. von Gentz). El origen de los estamentos de Humboldt, claro y manifiesto, no era éste; estos estamentos no son anteriores ni coetáneos al estado, sino posteriores por entero a él. Es el estado quien los crea para sus fines; dependen de él y le sirven. Son, ciertamente, como dice Humboldt, "autoridades del pueblo", pero se hallan bajo la jurisdicción suprema del estado {§ 16). Los nuevos estamentos no forman aquella mescolanza abigarrada de múltiples y contradictorias competencias, cuya imagen tanto entusiasmaba al romanticismo político. Son, por el contrario, organismos bien deslindados y agrupados con arreglo a puntos de vista muy sencillos. Concebidos primordialmente como colectividades electorales para los miembros de ios diversos estamentos, habrían de ocuparse también, en su grado inferior, de los asuntos propios de la administración local. No
71 se agrupan con arreglo a derecho ni siguiendo las normas de la tradición, sino atendiendo al modo cómo los hombres conviven dentro del estado (175). La agricultura, de una parte, y de otra la industria y el comercio constituyen la base para la formación y clasificación de estas agrupaciones políticas. Es un criterio que guarda mayor relación con el siglo xvui, con las ideas del mercantilismo o de losfisiócratas,que con las instituciones del estado histórico por estamentos. A esto hay que añadir el postulado de un derecho de sufragio casi universal y directo para las agrupaciones de los estamentos. Este derecho brinda al individuo la posibilidad de cooperar a la formación de la voluntad colectiva. "Cada uno de los que forman el pueblo obtiene su personalidad política, derivada de su individualidad y de los derechos políticos de la clase a que pertenece." Estas agrupaciones de los estamentos, que representan a su vez "ideas encarnadas", son el único acceso por el que el individuo participa en el estado. Como se ve, la órbita jurídica individual queda considerablemente relegada, en comparación con las ideas mantenidas por Humboldt en 1792. Los estamentos, como autoridades administrativas del pueblo, habrían de aliviar la carga de los asuntos del estado y, al mismo tiempo, encauzar la multiplicidad de los problemas de la burocracia. Si este régimen se hubiese puesto en práctica, la lógica de las cosas, imponiéndose a esta intención manifiesta, se habría encargado de asignarles, además, una función que Humboldt no menciona, pero que necesariamente habrá llegado a adquirir la mayor importancia para la vida del estado. Humboldt no dice nada acerca de la soberanía del pueblo y de la división de poderes; estos problemas habrían sido absorbidos, por decirlo así, según las leyes de la previsión lógica, por el doble carácter que él atribuía a sus estamentos. La estructura gradual de la constitución por estamentos: primero, la autonomía administrativa de los pueblos, distritos y ciudades; luego, la representación de las provincias en los estamentos provinciales y, por último, la agrupación de estos organismos con arreglo a criterios profesionales, ha sugerido alguna vez un cierto paralelismo con la idea moderna de los soviets. En este paralelismo va implícito, sin embargo, un equívoco que conviene disipar. Aun prescindiendo de la idea de la dominación de clase, que sirve de base al concepto de los soviets, Humboldt se proponía precisamente evitar lo que constituye la fuerza del INTRODUCCIÓN
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verdadero sistema soviético: la tendencia a que cada organismo del estado se vea complementado por el inmediatamente inferior. Asimismo se hallaba muy distante de su concepción el fenómeno que en Alemania tuvimos ocasión de apreciar como resultado de la actuación de los soviets: la absorción del estado por los organismos locales, la disgregación de la unidad estatal. La verdadera finalidad a que respondía aquella gradación que inspiraba el plan constitucional de Humboldt podría expresarse bastante bien así: sacar la idea del estado de su aislamiento en la esfera central y sacar también de su aislamiento al individuo para que estos dos elementos fundamentales, el individuo y la comunidad, se completasen ya en las etapas intermedias y pudiesen fundirse entre sí como materia y como forma.
Quedan algunos puntos sin tocar: por ejemplo, el problema del sistema bicamcral o el de la responsabilidad ministerial, el derecho a intervenir en el régimen tributario y otro problema que no debe relegarse a último lugar: el del estudio, sorprendente sin duda para un lector de nuestros días, por la extensión que nuestro autor le dedica, de la llamada cuestión de la nobleza. Son, todos ellos, puntos que podrían ser examinados con cierta amplitud. Pero, no queremos extendernos más. Creemos que lo expuesto es suficiente para señalar los jalones del camino que Humboldt hubo de recorrer en su trayectoria, que va desde el polo de la negación del estado hasta el polo opuesto de su afirmación. En unas cuantas líneas muy concisas (§12), Humboldt traza un "cuadro típico" de la actuación política, en tres etapas. Son: primero, la etapa de la sumisión pasiva al orden establecido; segundo, la de la intervención activa en el mantenimiento de este orden, nacida del "deber general como miembro activo del estado"; tercero, la misión especial que a los funcionarios del estado les está encomendada. En sus comienzos, Humboldt se había confinado en la primera etapa, la de la pasividad, y desde ella se había visto en la precisión de negar el estado. Más tarde, situado en la tercera etapa, como funcionario, había tenido ocasión de conocer el estado y apreciar su valor subjetivo y objetivo para la formación cultural del hombre. Su constitución proponíase servir de medio para convertir en patrimonio general, dentro del campo de la segunda etapa, los frutos que la tercera le había procurado a él.
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De este modo, su experiencia personal vivida vuelve a ensamblarse desde un doble punto de vista con la experiencia general. Su proyecto de constitución recoge el patrimonio de pensamientos de algunas de las mejores cabezas de la alta burocracia del estado, influido y estimulado por él. De otra parte, su idea del "pueblo gobernante" es, en cierto modo, la ejecución del legado político de la época de la reforma, de la tendencia de los representantes de la burocracia clásica a inhibirse de su omnipotencia en favor de los ciudadanos del estado; más aún, a ceder su puesto al ciudadano gobernante. En esta actitud alentaba, indudablemente, una doble ilusión: se exageraba la importancia de la institución de por sí, y al mismo tiempo se la desdeñaba. Se confiaba demasiado en su fuerza educativa, siguiendo las huellas del siglo xvui, y, a la par con esto, se menospreciaba la tendencia de toda institución —concretamente, la de la burocracia—, una vez establecida, a defender su existencia. No se tenía en cuenta que el camino seguido, al reforzar como se pretendía el poder del estado, tenía forzosamente que acarrear como consecuencia el aumento de sus funcionarios en número y en importancia. Ni se tenía en cuenta tampoco, finalmente, que aquel cuadro típico en tres etapas de la actuación política existiría siempre y se repetiría necesariamente, adaptado a las nuevas circunstancias.
Decíamos al comienzo de esta introducción que la actitud de Humboldt ante el estado había que enfocarla y exponerla como un problema biográfico. Creemos haber demostrado claramente que, para que Humboldt pudiese concebir y desarrollar la idea sintética del estado prusiano en su momento histórico, era' necesario que se aunasen en él el pensamiento y la experiencia, la vida y la idea. A nuestro parecer, la trayectoria personal de Humboldt, dentro del marco de su época, representa dos cosas: un medio para comprender el camino seguido en el pasado, en una etapa histórica, por el destino del pueblo y del estado alemanes, y un símbolo de la misión con la que habrá de enfrentarse constantemente el individuo y que consiste en analizar la vida de la comunidad que toma cuerpo en el estado.
TEXTOS
I SOBRE LA TEORÍA GENERAL DEL ESTADO IDEAS SOBRE EL RÉGIMEN CONSTITUCIONAL DEL ESTADO, SUGERIDAS POR LA NUEVA CONSTITUCIÓN FRANCESA' (Agosto ie 1791) EN MI SOLEDAD, me
ocupo ahora más de temas políticos de lo que lo he hecho en las frecuentes ocasiones que la vida activa brinda para ello. Leo los periódicos políticos con más regularidad que de costumbre y, aunque no puedo decir que despierten en mí un gran interés, los asuntos de Francia son, desde luego, los que más me tientan. Me vienen a las mientes, a este propósito, todas las cosas, inteligentes unas y simplistas otras, que vengo oyendo acerca de esto desde hace dos años. Mi propio juicio —cuando me esfuerzo en formármelo, por lo menos para ver claro ante mí mismo— no coincide precisamente con ningún otro; parecerá paradójico, pero usted está ya familiarizado con mis paradojas y en ésta de ahora no dejará de apreciar, al menos, cierta relación de consecuencia con las demás. Lo que con más frecuencia, y no he de negar que también con el mayor interés, he oído acerca de la Asamblea Nacional y de su legislación han sido censuras y siempre, desgraciadamente, censuras harto fáciles de refutar. Unas veces por desconocimiento de la materia, otras por prejuicios, otras por ese miedo mezquino a todo lo nuevo y extraordinario y qué sé yo por cuántos errores más, muy fáciles de rebatir. Y, aunque alguna que otra vez las censuras no pudieran ser refutadas, siempre quedaba en pie la ingrata acusa de que, al fin y al cabo, mil doscientos hombres, por sabios que sean, no dejan de ser simples hombres. De las censuras, y en general de los juicios sobre tales o cuales leyes no se saca, pues, nada en limpio. En cambio, existe, a mi modo * Caita dirigida a Fr. Gentz. (Ed.) 77
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de ver, un hecho perfectamente manifiesto, escueto y reconocido por todo el mundo, que encierra sencillamente todos los elementos necesarios para poder abordar un análisis fundamental y completo de la empresa, en su conjunto. La Asamblea Nacional Constituyente se ha propuesto erigir un estado completamente nuevo partiendo de los puros principios de la razón. Es éste un hecho que todo el mundo, empezando por la propia Asamblea Nacional, tiene que reconocer. Pues bien; ningún régimen de estado establecido por la razón —suponiendo que ésta disponga de un poder ilimitado que le permita convertir sus proyectos en realidad— con arreglo a un plan en cierto modo predeterminado, puede prosperar. Sólo puede triunfar aquel que surja de la lucha entre la poderosa y fortuita realidad y los dictados contrapuestos de la razón. Para mí, esta afirmación es tan evidente que no la limitaría exclusivamente a los regímenes de estado, sino que la extendería de buen grado a toda empresa de carácter práctico, en general. Sin embargo, es posible que no entrañe la misma evidencia para un defensor tan entusiasta de la razón como usted. La examinaré, pues, más detenidamente. Pero, antes de entrar a razonarla, permítame que diga unas palabras para precisarla todavía más. En primer lugar, como usted ve, yo considero el proyecto de legislación de la Asamblea Nacional como un proyecto emanado de la propia razón. En segundo lugar, no quiero afirmar que los principios de su sistema sean demasiado especulativos, poco aptos para su realización. Quiero, incluso, dar por supuesto que todos los legisladores juntos tuviesen ante sus ojos, del modo más tangible, la situación real de Francia y de sus habitantes y que ajustasen a ella, en la medida de lo posible y sin mengua de aquel ideal, los principios de la razón. Finalmente, pasaré por alto las dificultades que se interponen ante su realización. Por cierto e ingenioso que pueda parecer aquello de qu'il ne faut pos ionner des lecons d'anatomie sur un corps vivant, habría que esperar a que los resultados demostrasen si la empresa se consolidaba realmente o si no sería mejor preferir el bienestar firme y estable de la colectividad a los daños transitorios para algunos individuos. Mi razonamiento parte, pues, de estas dos sencillas tesis: i a la Asamblea Nacional se proponía establecer un régimen constitucional de estado completamente nuevo; 2* aspiraba a establecerlo, en todas sus partes, partiendo de los principios de la razón pura, aunque ajustados a la sitúa-
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don individual de Francia. Por el momento, admitiremos que este régimen de estado es perfectamente realizable o, si se quiere, que es ya una realidad. Pues bien; a pesar de ello, sostengo que un régimen de estado así concebido no puede prosperar. Un régimen político nuevo tiene que seguir al que le antecedió. En vez de un sistema encaminado pura y exclusivamente a sacar a la nación la mayor cantidad posible de recursos para satisfacer las ambiciones y el espíritu dilapidador de un solo individuo, se quiere que impere un sistema cuya única mira es la libertad, la tranquilidad y la dicha de todos los hombres. Se pretende, pues, que un régimen suceda a otro que es su completo reverso. ¿Dónde está el vínculo que puede enlazar estos dos sistemas? ¿Quién se considera con bastante inventiva y habilidad para establecer esc lazo? Por mucho y muy minuciosamente que se estudie el estado de cosas actual, por mucha que sea la precisión con que se calcule loque puede venir detrás de él, nunca será bastante. Toda nuestra ciencia, todos nuestros conocimientos, descansan —refiriéndonos a los objetos de la experiencia— en ideas generales, incompletas y medias; es muy poco lo que podemos llegar a saber de lo individual, y aquí lo que interesa son precisamente las fuerzas individuales, es la acción, la pasión, el disfrute individual. Cuando es lo fortuito lo que actúa y la razón no pretende sino encauzarlo, las consecuencias son completamente distintas. De la peculiaridad individual del presente en su conjunto —pues estas fuerzas que desconocemos son las que nosotros llamamos lo fortuito— brotan entonces los resultados y los designios que la razón se esfuerza en imponer son moldeados y modificados, aunque sus esfuerzos prosperen, por el objeto mismo sobre que se proyectan. Y, gracias a esto, pueden dar frutos y tener estabilidad. De otro modo, suponiendo que se realicen, se hallan condenados a eterna esterilidad. Si algo ha de prosperar en el hombre tiene que brotar de su interior y no serle impuesto desde fuera. ¿Y qué es un estado sino una suma de fuerzas humanas, activas y pasivas? Además, toda acción suscita una reacción de la misma intensidad; el acto de engendrar tiene que ir siempre acompañado del acto de concebir. Por eso lo fortuito actúa de un modo tan poderoso. El presente, aquí, arrastra consigo el porvenir. Si éste no le sigue, todo permanece frío y muerto. Tal acontece allí donde las intenciones pretenden crear. La razón es capaz, indudablemente, de plasmar la materia existente, pero
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no de crearla. Esta capacidad de creación reside exclusivamente en la esencia de las cosas; son ellas las que actúan, y la razón verdaderamente sabia se limita a estimular su actividad y aspira solamente a dirigirlas. A esto reduce, modestamente, su misión. Los regímenes políticos no pueden injertarse en los hombres como se injertan los vastagos en los árboles. Si el tiempo y la naturaleza no se encargan de preparar el terreno» es como cuando se ata un manojo de flores con un hilo. Los primeros rayos del sol de mediodía se encargan de marchitarlas. Cabe, sin embargo, preguntarse: ¿es que la nación francesa no se halla suficientemente preparada para asimilarse el nuevo régimen de estado? No; jamás existirá una nación preparada para gobernarse por un régimen político ajustado sistemáticamente a los puros principios de la razón. La razón exige la acción unida y proporcionada de todas las fuerzas. Además del grado de perfección de cada uno, presupone la firmeza de su unión y la relación adecuada de cada uno con los demás. Pues bien; si la razón puede verse satisfecha por la acción más multifacética posible, el hombre se halla condenado por su destino a la unilateralídad. Cada factor ejerce solamente una fuerza en una modalidad de su manifestación. A fuerza de repetirse, se convierte en hábito y esta manifestación concreta de esta fuerza concreta se torna, más o menos acusadamente, por más o menos tiempo, en carácter. Y por mucho que el hombre se esfuerce en lograr que todas las demás fuerzas modifiquen, mediante su cooperación, aquella fuerza concreta que actúa en un momento dado, nunca lo consigue, y el terreno que gana a la unilateralidad lo pierde en fuerza. La acción, cuando se extiende a varios objetos, pierde intensidad respecto a todos ellos. Por eso, la fuerza y la cultura se hallarán perennemente en relación inversa. El sabio no persigue íntegramente ninguna de las dos; ambas le son demasiado caras para sacrificar por entero ninguna de ellas a la otra. Y por eso también, hasta en el ideal más alto de la naturaleza humana que la imaginación ardiente pueda concebir, cada momento del presente constituye una hermosa flor, pero una flor solamente. La corona sólo puede trenzarla la memoria, encargada de enlazar el pasado con el presente. Y lo que ocurre con los hombres ocurre también con las naciones, en su conjunto. Sólo pueden emprender un rumbo cada vez. De aquí las diferencias que se advierten entre ellas y las que cada una de ellas presenta de una a otra época. ¿Qué tiene que hacer, en estas condiciones, un sabio legislador? Estudiar
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el derrotero actual y, una vez encontrado, estimularlo o bien contrarrestarlo, caso en el cual aquél se verá sujeto a otra modificación, ésta a »u vez a otra, y así sucesivamente. Con ello, el legislador se contentará con acercar el derrotero seguido a la meta de perfección. ¿Qué sucederá en cambio, forzosamente, si se pretende que la nación se ajuste a los plana dt la razón pura, a\ ideal, que no st contente con perseguir un objetivo acertado, sino que se obstine en alcanzarlos todos al mismo tiempo? El resultado será, la molicie y la inacción. Todo lo que se abraza con calor y con entusiasmo constituye una especie de amor. Y cuando el espíritu deja de estar animado por un ideal, se convierte en hielo lo que antes era ardor. La energía fracasa cuando se pretende actuar de golpe con todas sus fuerzas. Y con la energía desaparece toda otra virtud. Sin ella, el hombre se convierte en máquina. Se admira lo que hace y se despreda lo que es. Basta echar un vistazo a la historia de los sistemas políticos para convencerse de que en ninguno de ellos se da un grado un poco alto de perfección y, en cambio, hasta en el más corrompido de todos encontraremos una u otra de las virtudes que, en rigor, debieran aparecer reunidas en la imagen del estado ideal. La primera dominación nació de la necesidad. Sólo se obedecía mientras no se podía prescindir del que mandaba o no se tenía la fuerza necesaria para rebelarse contra él. Tal es la historia de todos los estados antiguos, aun los más florecientes. Era siempre un peligro inminente el que obligaba a la nación a someterse a un dominador. Pasado el peligro, la nación procuraba, si podía, sacudirse el yugo. Generalmente el dominador había empuñado las riendas con tanta fuerza, que el empeño resultaba vano. Y este proceso es perfectamente lógico, dada la naturaleza humana. El hombre puede actuar hacia el exterior o formarse a sí mismo. Lo primero depende exclusivamente de las fuerzas existentes y de la dirección adecuada que a éstas se imprima; lo segundo, de su propia actuación. De aquí que esto exija libertad, mientras que aquello supone necesariamente sumisión, puesto que el mejor modo de dirigir diversas fuerzas es agruparlas bajo una dirección que las guíe. Este sentimiento llevaba a los hombres a someterse a la dominación, cuando se trataba de actuar; pero una vez conseguido aquel fin, despertaba en ellos el sentimiento más elevado de su dignidad interior. Sin colocarse en este punto de vista, sería imposible comprender cómo el mismo romano que en la ciudad dictaba leyes al
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Senado doblaba sumiso la cerviz ante los centuriones, cuando se encontraba en el campamento. Y este carácter de los estados antiguos explica por qué todos ellos carecían, en realidad, de sistema político, si por sistema se entiende un plan preconcebido, y por qué mientras hoy, para justificar las instituciones políticas, invocamos siempre razones políticas o filosóficas, ellos sólo conocían las razones históricas. Este régimen duró hasta entrada la Edad Media. Como al llegar a esta época la barbarie más profunda lo inundó todo, hubo de imponerse, tan pronto como a la barbarie se asoció el poder, el más feroz despotismo. De buena gana se habría decretado la muerte total de la libertad. Esta pudo seguir viviendo gracias a la lucha de unos tiranos contra otros. Claro está que, en medio de esta situación de violencia, nadie podía ser libre si al mismo tiempo no era opresor de la libertad de otros. En el régimen feudal convivían íntimamente la esclavitud más atroz y la libertad más desenfrenada. El vasallo se vengaba de su señor oprimiendo a sus subditos. Los celos que despertaba en los reyes el poder de los vasallos oponían a éstos un contrapeso en las ciudades y en el pueblo, hasta que por último triunfaron los reyes, y de aquí arranca la corruptibilidad de la nobleza, que si no fué nunca más que un mal necesario, hoy se ha convertido en un mal superfluo. Desde entonces, todo sirvió a las intenciones de los reyes. Sin embargo, la libertad salió ganando. El hecho de que el pueblo se hallase sometido más al rey que a la nobleza le procuraba, por lo menos, el alivio que daba la distancia. Además, ahora aquellas intenciones ya no podían ser satisfechas directamente, como en otro tiempo, mediante las fuerzas físicas de los subditos —de donde había brotado, principalmente, la esclavitud personal—. Ahora se hacía necesario un recurso; el dinero. De aquí que todos los esfuerzos se encaminasen a sacar a la nación la mayor cantidad de dinero posible. Esta posibilidad presuponía dos cosas. Que la nación tuviese dinero y que fuese posible arrancárselo. Para conseguir lo primero, era necesario abrir a las naciones diversas fuentes de industria; para lograr convenientemente lo segundo, hubieron de descubrirse diferentes caminos, unos para soliviantar a los pueblos con métodos irritantes y otros para reducir las costas originadas por la propia tributación. Sobre estas bases descansan, en rigor, todos los sistemas políticos actuales. Sin embargo, como para poder conseguir la finalidad fundamental, y por tanto, en el fondo, en cuanto medio supeditado a aquel fin, se aspiraba a fo-
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mentar el bienestar de la nación y se le concedía, por ser condición inexcusable para ello, un grado mayor de libertad, no faltaron hombres de buena voluntad, principalmente escritores, que, invirtiendo los términos del problema, consideraron aquel bienestar como el fin y la percepción de tributos como un medio necesario, simplemente. Hubo también uno que otro príncipe que albergó esta idea en su cabeza. Y así fué como surgió el principio de que el gobierno debe velar por la dicha y el bienestar físico y moral de la nación. Lo cual constituye, precisamente, el más duro y opresor de los despotismos, pues como los medios de la opresión se hallaban tan escondidos y eran tan complejos, los hombres se creían libres y sentían paralizarse sus fuerzas más nobles. Sin embargo, el propio mal se encargó de engendrar también el remedio. El tesoro de conocimientos acumulado de este modo, la difusión más amplia de las luces, se encargaron de ilustrar nuevamente a la humaáidad acerca de sus derechos e hicieron renacer en ella la nostalgia de la libertad. De otra parte, la obra de gobernar se tornó tan artificiosa que exigía una suma indescriptible de inteligencia y previsión. Y fué precisamente en el país en que la Eustración había convertido a la nación en el enemigo más temible del despotismo donde más se descuidó el gobierno y dejó al descubierto brechas más peligrosas. Este país era, necesariamente, el primero en que tenía que producirse la revolución, tras la cual no podía venir más sistema que el sistema de una libertad moderada y, sin embargo, completa y absoluta, el sistema de la razón, un régimen de estado ideal. La humanidad había caído en un extremo y tenía que buscar su salvación en el extremo contrario. Si se nos pregunta si semejante régimen político puede prosperar, contestaremos: según las enseñanzas de la Historia, no. No obstante, la revolución ilustrará de nuevo las ideas, estimulará de nuevo todas las virtudes activas del hombre, y de este modo derramará sus beneficios mucho más allá de las fronteras de Francia. En esto seguirá el rumbo de todos los sucesos humanos, en los cuales aquello que encierran de bueno no surte efecto nunca en el sitio en que acaecen, sino a gran distancia a través del espacio o del tiempo, mientras aquel sitio recibe, a su vez, el influjo beneficioso de otros sucesos lejanos. No puedo por menos de añadir algunos ejemplos para ilustrar esta última reflexión. En todas las épocas ha habido acontecimientos que, siendo funestos de por sí, han salvado sin embargo un bien inestimable de la humanidad. ¿Qué fué lo que salvó la libertad en los tiempos de
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la Edad Media? El régimen feudal. ¿Qué preservó la ilustración y las ciencias en los tiempos de la barbarie? Las órdenes monásticas. Y, para poner un ejemplo sacado de la vida doméstica, ¿qué fué lo que salvaguardó entre los griegos el noble amor por el otro sexo, en los tiempos en que el otro sexo se veía despreciado? Fué la pederastía. Más aún. Para comprobar lo que decimos no necesitamos siquiera acudir a la historia, pues el ejemplo más elocuente de ello lo tenemos en el curso de la vida del hombre en general. En cada época de la vida hay una modalidad de la existencia que ocupa el lugar central del cuadro y a la que todas las demás se subordinan como figuras accesorias. Al pasar a otra época, aquella se convierte en figura secundaria y una de éstas pasa a ocupar el primer plano. Es así como todo lo que significa goce alegre y despreocupado corresponde a la niñez; todo lo que representa entusiasmo por la belleza sentida, desprecio por los trabajos y por el peligro que lleva consigo el conquistarla, a la juventud; cuanto supone reflexión cuidadosa, celo por encontrar los fundamentos de la razón, a la edad madura; todo lo que sea acostumbrarse a la idea de la caducidad misma, todo ese goce nostálgico de pensar en lo que fué y ya no es, a los años marchitos de la senectud. En cada uno de estos períodos existe el hombre en su integridad. Y sin embargo, en cada uno de ellos sólo brilla con claro fulgor una chispa de su ser; en los otros, no es más que un tenue reflejo lo que se percibe, ora el reflejo de una luz medio extinguida ya, ora el de una luminaria que pronto lucirá en todo su esplendor. Otro tanto acontece con cada una de las capacidades y sensaciones de cada hombre. Por sí solo, ningún individuo de su género puede agotar y resumir todos los sentimientos, a lo largo de las distintas situaciones en que viva. El varón, por ejemplo, en la especie humana, eternamente afanado en actuar al exterior, eternamente ansioso de libertad y de poder, rara vez posee la dulzura de carácter, la bondad, el anhelo de hacer a otro dichoso también con la dicha que se siente y no solamente con la que se otorga; cualidades todas tan propias de la mujer. En, cambio, ésta carece con frecuencia de fuerza, de dinamismo, de valor. De donde se deduce que, para poder sentir la plena belleza del hombre en su integridad, tendría que haber un medio que permitiera apreciar unidos unos y otros encantos, aunque sólo fuese momentáneamente y en grado distinto. Y esta vida, si existiese, guardaría el recuerdo del goce más hermoso de la más hermosa de las vidas.
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¿Qué se desprende de todo lo dicho? Que ningún momento aislado de los hombres o de las cosas merece ser tomado en consideración de por sí, sino sólo en relación con la existencia anterior y posterior; que, de por sí, los resultados no son nada, pues todo estriba en las fuerzas que los producen y que broten de ellos.
IDEAS PARA UN ENSAYO DE DETERMINACIÓN DE LOS UM1TES QUE CIRCUNSCRIBEN LA ACCIÓN DEL ESTADO I INTRODUCCIÓN Se concreta el tema de la investigación.—Escasez de estudio? sobre él e importancia que reviste.—Ojeada histórica sobre los límites puestos realmente por los estados a su acdón.—Diferencia entre los estados antiguos y los modernos.—Finalidad de lo» vínculos impuestos por el estado en general.—Polémica sobre si debe consistir oclusivamente en velar por la seguridad o también por el bienestar de la nación, en general.—Legisladores y escritores afirman lo segundo.—No obstante, es netesario proceder al examen de estas afirmaciones.—Este examen debe partir del hombre individual y de sus fines últimos supremos. CUANDO SE COMPARAN entre sí los sistemas políticos más notables y se contrastan con las opiniones de losfilósofosy políticos más prestigiosos, produce asombro, y tal vez no sin su causa y razón, ver tratado de un modo tan poco completo y resuelto de un modo tan poco preciso un problema que parece, sin embargo, digno de atraer la atención: el problema de la finalidad a que debe obedecer la institución del estado en su conjunto y de los límites dentro de los cuales debe contenerse su acción. Casi todos los que han intervenido en las reformas de los estados o estudiado los problemas de las reformas políticas se han ocupado exclusivamente de la intervención que a la nación o a algunas de sus partes corresponde en el gobierno, del modo como deben dividirse las diversas ramas de la administración del estado y de las providencias necesarias para evitar que una parte invada los derechos de la otra. Y súi embargo, a la vista de todo estado nuevo a mí me parece que debieran tenerse pro sentcs siempre dos puntos, ninguno de los cuales puede pasarse por alto, a mi juicio, sin gran quebranto: uno es el determinar la parte de la 8!
TEORÍA GENERAL DEL ESTADO 88 nación llamada a mandar y la llamada a obedecer, así como todo lo que forma parte de la verdadera organización del gobierno; otro, el determinar los objetivos a que el gobierno, una vez instituido, debe extender y al mismo tiempo circunscribir sus actividades. Esto último, que en rigor trasciende a la vida privada de los ciudadanos y determina la medida en que éstos pueden actuar libremente y sin trabas, constituye, en realidad, el verdadero fin último, pues lo primero no es más que el medio necesario para alcanzar este fin. Si, a pesar de ello, el hombre se preocupa más de lo primero y lo persigue con mayor esfuerzo, es porque ello cuadra mejor con el curso normal de sus actividades. La divisa del hombre sano y lleno de. energías estruja, en efecto, en perseguir un fin y alcanzarlo, aplicando a ello su fuerza física y moral. La posesión que restituye el reposo a las energías puestas en tensión sólo nos tienta en nuestra engañosa fantasía. Lo cierto es que en la situación del hombre, cuyas fuerzas están siempre en tensión y prestas a actuar y al que la naturaleza circundante estimula constantemente a la acción, la posesión y el reposo sólo existen en el reino de la idea. Sólo para el hombre unilateral el reposo es también el término de una manifestación, y al hombre inculto un objeto sólo le brinda materia para pocas manifestaciones. Por tanto, lo que se dice acerca del enojo causado por la saciedad en la posesión, sobre todo en el terreno de las sensaciones más sutiles,2 no rige en modo alguno con el ideal del hombre, que la fantasía es capaz de forjar; y esto, que en el pleno sentido de nuestra afirmación se refiere al hombre completamente inculto, va perdiendo su razón de ser gradualmente, a medida que es una cultura más y más elevada la que inspira aquel ideal.
Lo expuesto explica por qué el conquistador, por ejemplo, se complace más en el triunfo mismo que en los territorios conquistados y al reformador le atraen más la inquietud y los peligros de su labor reformadora que el tranquilo disfrute de los resultados obtenidos. Del mismo modo, ejerce más tentación sobre el hombre el poder que la libertad, o, por lo menos, le fascina más el cuidado por conservar la libertad que el disfrute de ella. La libertad no es, en cierto modo, más que la posibilidad de ejercer una acción múltiple c indeterminada; el poder, en cambio, y el gobierno en general, constituye una acción real, aunque * Cfr. LEMING, en la Duplica, Smmtí. Schriften, tomo »n, p. 23.
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concreta. Por eso la nostalgia de libertad sólo se produce, con harta frecuencia, como fruto del sentimiento de la falta de ella. Mas, sea de esto lo que quiera, es innegable que la investigación del fin y de los límites a que deben contraerse la acción del estado encierra una importancia grande; mayor acaso que ninguna otra investigación política. Ya dejamos dicho que esta investigación toca, en cierto modo, al fin último de toda política. Es la única, además, susceptible de una aplicación más leve o más extensa. Las verdaderas revoluciones de los estados y otras instituciones de los gobiernos no pueden producirse más que cuando concurren muchas circunstancias, no pocas veces harto fortuitas, y acarrean siempre consecuencias dañosas muy variadas. En cambio, todo gobernante —lo mismo en los estados democráticos, que en los aristocráticos o en los monárquicos— puede extender o restringir callada e insensiblemente los límites de la acción del estado, y alcanzará su fin último con tanta mayor seguridad cuanto mayor sea el sentido con que huya de toda innovación sorprendente. Las mejores operaciones humanas son aquellas que más fielmente reproducen las operaciones de la naturaleza. Y es indudable que la semilla enterrada silenciosa e inadvertidamente en el suelo produce beneficios más abundantes y más gratos que la erupción, necesaria indudablemente, pero acompañada siempre de ruina y estragos, de un volcán desencadenado. Además, ningún otro tipo de reforma es más propio de nuestra época, si ésta tiene derecho realmente a enorgullecerse de ser una época avanzada en cuanto a ilustración y a cultura. En efecto, la investigación de los límites de la acción del estado, que nosotros propugnamos como importante, habrá de conducir necesariamente —como es fácil anticipar— a una libertad superior de fuerzas y a una mayor variedad de situaciones. Y la posibilidad de elevarse a un grado más alto de libertad exige siempre un grado igualmente alto de cultura y una menor necesidad de actuar, por decirlo así, en masas informes y vinculadas, mayor fuerza y una riqueza más variada, por parte de los individuos actuantes. Por tanto, si es cierto que nuestra época es una época aventajada en lo tocante a esta cultura, a esta fuerza y a esta riqueza, será necesario concederle también la libertad que reivindica con razón. Y los medios con los que habría de llevarse a cabo una reforma semejante son también mucho más adecuados a esta cultura progresiva, suponiendo que debamos darla por existente. Si en otros sitios u otras épocas es la espada desenvainada
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de la nación la que pone a raya el poder físico del tirano, aquí son la ilustración y la cultura las que vencen a las ideas y la voluntad del regente, y la imagen informe de las cosas parece más obra suya que obra de la nación. Y si constituye un espectáculo hermoso y sublime ver a un pueblo que, llevado por el sentimiento pictórico de sus derechos del nombre y del ciudadano, rompe sus cadenas, es incomparablemente más hermoso y más sublime —pues la obra de la inclinación y del respeto ante la ley supera en belleza y en grandeza a los frutos arrancados por la penuria y la necesidad-r ver a un príncipe que rompe por sí mismo los grilletes y concede a los hombres la libertad, no como don gracioso de su magnitud, sino en cumplimiento de su primordial c inexcusable deber. Tanto más cuanto que la libertad a que aspira una nación, cuando modifica su régimen político, es a la libertad que puede conferir un estado ya existente lo que la esperanza es al disfrute o la capacidad a la ejecución. Si echásemos una ojeada a la historia de los sistemas políticos, sería muy difícil señalar con exactitud en ninguno de ellos el radio de acción a que se halla circunscrito el estado, ya que seguramente ninguno se ajusta a un plan bien meditado y basado en principios sencillos. La libertad de los ciudadanos se ha limitado siempre, principalmente, desde dos puntos de vista: por un lado, respondiendo a la necesidad de implantar o asegurar el régimen político vigente; por otro lado, atendiendo a la conveniencia de velar por el estado físico o moral de la nación. Estos dos puntos de vista variaban en la medida en que el régimen, dotado de por sí de poder, necesitase de otros apoyos y según la mayor o menor amplitud de perspectivas que se abriese ante el legislador. No pocas veces ambas clases de consideraciones se combinaban. En los estados antiguos, casi todas las instituciones relacionadas con la vida privada de los ciudadanos eran políticas, en el más estricto sentido de la palabra. En efecto, como en ellos el régimen se hallaba dotado realmente de poco poder, su estabilidad dependía principalmente de la voluntad de la nación y era necesario encontrar diversos medios para armonizar su carácter con esta voluntad. Es, exactamente, lo que sigue sucediendo todavía hoy en los pequeños estados republicanos, y —considerada la cosa desde este punto de vista exclusivamente— debe, por tanto, estimarse absolutamente exacta la afirmación de que la libertad de la vida privada aumenta exactamente en la misma medida en que disminuye la libertad de la vida pública,
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mientras que la seguridad de aquélla discurre siempre paralelamente a ésto.' Sin embargo, los legisladores antiguos velaban con frecuencia y los filósofos de la Antigüedad se preocupaban siempre por el hombre, en el verdadero sentido de la palabra. Y, como lo supremo en el hombre, para dios, era el valor moral, se comprende que la República de Platón, por ejemplo, fuese, según la observación extraordinariamente certera de Rousseau, más una obra educativa que una obra política. Si comparamos con esto los estados modernos, vemos que es indiscutible, en no pocas leyes c instituciones que imprimen a la vida privada una forma con frecuencia muy precisa, la tendencia a velar por el propio ciudadano y por su bienestar. La mayor estabilidad interior de nuestros sistemas políticos, su mayor independencia con respecto al carácter de la nación, la influencia más poderosa que hoy ejercen los hombres que se limitan a la labor de pensar —las cuales, lógicamente, se hallan en condiciones de abrazar puntos de vista más amplios y más firmes—, toda esa multitud de inventos que enseñan a elaborar o a emplear mejor los objetos corrientes de la actividad de una nación, y, finalmente y sobre todo, ciertos conceptos religiosos que hacen al regente de un estado responsable también del bienestar moral y del porvenir de sus ciudadanos: todo ha contribuido, al unísono, a producir este cambio. Sin embargo, estudiando la historia de ciertas leyes de policía4 y de ciertas instituciones, vemos que tienen su origen, con harta frecuencia, en la necesidad, unas veces real y otras veces supuesta, que siente el estado de imponer tributos a los subditos, y en este sentido reaparece en cierto modo la analogía con los estados antiguos, ya que estas instituciones tienden asimismo al mantenimiento del régimen. Pero, en lo que se refiere a las restricciones inspiradas no tanto en el interés del estado como en el de los individuos que lo forman, existe una diferencia considerable entre los estados antiguos y los modernos. Los estados antiguos velaban por la fuerza y la cultura del hombre en cuanto hombre; los estados modernos se preocupan de su bienestar, su fortuna y su capacidad adquisitiva. Los antiguos buscaban la virtud; los modernos buscan la dicha. * Como esta norma constituye una de las tesis fundamentales del estudio, conviene señalar que descansa sobre un sofisma lógico, el cual no resistiría a la investigación histórica. (Ed.) * Por "leyes de policía" entendía el lenguaje de la época todo el campo de la Icgislación administrativa, en general. (Ed.)
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Por eso, por una parte, las restricciones puestas a la libertad por los estados antiguos eran más gravosas y más peligrosas, pues tocaban directamente a lo que constituye lo verdaderamente característico del hombre: su existencia interior; y por eso también todas las naciones antiguas presentan un carácter de unilateralidad, determinado y alimentado en gran parte (si prescindimos, además, de la ausencia de una cultura refinada y de medios generales de comunicación) por el sistema de educación común implantado en casi todos los países y por la vida común, conscientemente organizada, de los ciudadanos en general. Pero, por otra parte, todas estas instituciones del estado mantenían y estimulaban, entre los antiguos, la fuerza activa del hombre. Esta misma preocupación, que jamás se perdía de vista, por formar ciudadanos fuertes y capaces de bastarse a sí mismos, daba un mayor impulso al espíritu y al carácter. En cambio, en los estados modernos, aunque el hombre mismo se halle directamente sujeto a menos restricciones, vive rodeado por cosas que de por sí le cohiben, por cuya razón le es posible afrontar con fuerza interior la lucha contra esas trabas externas. El solo carácter de las restricciones puestas a la libertad en nuestros estados indica que su intención tiende más a lo que el hombre posee que a lo que es y que, aun siendo así, no se limitan a ejercer, como los antiguos, aunque sólo fuese de un modo unilateral, la fuerza física, moral c intelectual, sino que imponen como leyes sus ideas concretas y sofocan la energía, que es como la fuente de toda virtud activa y la condición necesaria para que el hombre pueda desarrollarse, adquiriendo una cultura elevada y múltiple. Así pues, si en las naciones antiguas la mayor cantidad de fuerza contrarrestaba el defecto de la unilateralidad, en las modernas este defecto contribuye a acrecentar el de la falta de fuerza. Esta diferencia entre los antiguos y los modernos se evidencia en todas partes. En los últimos siglos, es la celeridad de los progresos conseguidos, la cantidad y la difusión de los inventos artificiosos y la grandiosidad de las obras realizadas lo que más atrae nuestra atención, pero en la Antigüedad nos atrae sobre todo la grandeza que desaparece siempre al desaparecer un hombre, el esplendor de la fantasía, la profundidad del espíritu, la fortaleza de la voluntad, la unidad de todo el ser humano, que es lo único que da verdadero valor al hombre. Era el hombre y eran, concretamente, su fuerza y su cultura, lo que ponía en movimiento toda actividad. En nuestras sociedades, en
93 cambio, es, con harta frecuencia, un todo ideal que casi le hace a uno olvidarse de la existencia de los individuos; o, por lo menos, no es su ser interior, sino su quietud, su bienestar, su dicha. Los antiguos buscaban la felicidad en la virtud, mientras que los modernos se hallan ya demasiado acostumbrados a extraer ésta de aquélla. Y hasta aquel que ha sabido ver y exponer la moralidad en su más alta pureza,5 cree deber infundir a su ideal del hombre, por medio de un mecanismo muy artificial, la felicidad, y por cierto que más como una recompensa ajena que como un bien conquistado por el mérito propio. No nos detendremos más a examinar esta diferencia. Terminaremos con las palabras de la Etica de Aristóteles: "Lo peculiar de cada uno, con arreglo a su carácter, es lo mejor y más dulce para él. Por eso el vivir ajustado a la razón, siempre que ésta sea lo que más abunda en el hombre, es lo que hace al hombre más dichoso". Entre los tratadistas de derecho político se ha discutido más de una vez si el estado debe limitarse a velar por la seguridad o debe perseguir también, de un modo general, el bienestar físico y moral de la nación. La preocupación por la libertad de la vida privada conduce preferentemente a la primera afirmación, mientras que la idea natural de que la misión del estado no se reduce a la función de la seguridad y de que el abuso en la restricción de la libertad es, evidentemente, posible, pero no necesario, inspira la segunda. Y éste es, incuestionablemente, el criterio predominante, tanto en la teoría como en la práctica. Así lo demuestran la mayoría de los sistemas de derecho público, los modernos códigos filosóficos y la historia de la legislación de casi todos los estados. La agricultura, los oficios, la industria de todas clases, el comercio, las propias artes y las ciencias: todo recibe su vida y su dirección del estado. Con arreglo a estos principios, ha cambiado de fisonomía el estudio de las ciencias políticas, como lo demuestran, por ejemplo, las ciencias camerales y de policía, y se han creado ramas completamente nuevas de la administración del estado, tales como las corporaciones camerales, de manufacturas y de finanzas. No obstante, por muy general que pueda ser este principio, creemos que vale la pena examinarlo más de cerca. Y este examen debe tener como punto de partida el hombre individual y sus fines últimos supremos. LÍMITES DE LA ACCIÓN DEL ESTADO
8 KANT, refiriéndose al bien supremo, en sus Principios de h metafísica de las eostambres y en 1» Crítica de la razón practica.
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II
CONSIDERACIONES SOBRE EL HOMBRE INDIVIDUAL Y LOS FINES ÚLTIMOS SUPREMOS DE SU EXISTENCIA
El supremo y último fin de todo hombre es el desarrollo más elevado y proporcionado de sus fuerzas, dentro de su individual peculiaridad.—Las condiciones necesarias para conseguir esto son: libertad de conducta y diversidad de situaciones.—Carao se aplican de cerca estas normas a la vida interior del hombre.—Confirmación de las mismas por la historia.—Supremo principio para toda la investigación en que nos ocupamos y a la que conducen estas consideraciones.
El verdadero fin del hombre —no aquel que le señalan inclinaciones variables, sino el que le prescribe la eternamente inmutable razón— es el más elevado y proporcionado desarrollo de sus fuerzas en un todo armónico. Y para ello, la condición primordial e inexcusable es k libertad. Sin embargo, además de la libertad, el desarrollo de las fuerzas humanas exige otra condición, estrechamente relacionada, es cierto, con la de la libertad: la variedad de las situaciones. Es indudable que hasta el hombre xiús libre y más independiente adquiere un desarrollo más limitado si su vida se desenvuelve dentro de situaciones uniformes. Cierto es que, de una parte, esta variedad de situaciones es siempre consecuencia de la libertad y que, de otra parte, existe una clase de opresión que, en vez de restringir la libertad del hombre, infunde la forma apetecida a las cosas que le rodean, para que ambos constituyan en cierto modo una unidad. Sin embargo, conviene a la claridad de las Meas no confundirlos. Un solo hombre sólo puede actuar de una vez con una fuerza; mejor dicho, todo su ser se halla predestinado a proyectarse en una sola actividad cada pez. El hombre parece hallarse condenado, por tanto, a la unilateralidad y su energía se debilita tan pronto como se
95 reparte entre varios objetos. Sin embargo, parece sobreponerse a esta unilateralidad cuando se afana por aglutinar las fuerzas dispersas y aplicadas no pocas veces de un modo disperso, cuando se esfuerza en reunir y combinar en cada período de su vida la chispa ya casi extinguida y la llamada a resplandecer en días cercanos y cuando tiende a multiplicar, mediante su enlace, no los objetos sobre que actúa, sino las fuerzas puestas en acción. El resultado que se obtiene enlazando el presente con el pasado y el futuro se consigue también en la sociedad mediante la agrupación de unos hombres con otros. Aun a través de todos los períodos de su vida, ningún hombre alcanza más que una de las perfecciones que forman, como si dijéramos, el carácter de todo el genero humano. Por eso hay que recurrir a las agrupaciones, nacidas de la esencia misma de las cosas, para que unos puedan beneficiarse con la riqueza adquirida por los otros. LÍMITES DE LA ACCIÓN DEL ESTADO
Una de estas agrupaciones destinadas a formar el carácter es, según la experiencia de todas las naciones, aun de las más toscas, la unión entre los dos sexos. Sin embargo, aunque en este caso se acusen con mayor fuerza, en cierto modo, tanto la diferencia como el anhelo de unión, ambas cosas se dan también con no menos vigor, si bien de un modo menos acusado y tal vez, precisamente por ello, con efectos más vigorosos, entre personas del mismo sexo. Estas ideas, si pudiésemos seguirlas y desarrollarlas con mayor precisión, nos conducirían tal vez a una explicación más exacta del fenómeno de las uniones que los antiguos, especialmente los griegos, incluso los legisladores, contraían y a las que se da frecuentemente el nombre poco noble de amor vulgar o el título, inexacto también, de simple amistad. El provecho de tales uniones para la formación del hombre depende siempre del grado en que se mantenga, dentro de la intimidad de la unión, la independencia de las personas unidas. Es necesaria la intimidad, para que el uno pueda ser suficientemente comprendido por el otro, pero hace falta también la independencia, para que cada uno pueda asimilar lo que haya comprendido del otro en su propio ser. Y ambas cosas requieren que los individuos unidos sean fuertes y, al mismo tiempo, que sean distintos, aunque la diferencia no debe ser tan grande que no se comprendan el uno al otro, ni tan pequeña que no permita admirar lo que el otro posee ni apetecer asimilárselo. Esta fuerza y estas diferencias múltiples se asocian en la originalidad; por eso aquello sobre que descansa en último término
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toda la grandeza del hombre, por lo que el individuo debe luchar eternamente y lo que jamás debe perder de vista quien desee actuar sobre hombres, es la peculiaridad de la fuerza y de la cultura. Y esta peculiaridad, del mismo modo que es fruto de la libertad de conducta y de la variedad de situaciones del que actúa, produce, a su vez, ambas cosas. Hasta la naturaleza inanimada, que camina a pasos inmutables con arreglo a leyes eternamente fijas, se le antoja algo peculiar al hombre que se forma a sí mismo. Y es que éste se transfiere él mismo, por decirlo así, a la naturaleza, pues es absolutamente exacto que cada individuo aprecia la existencia de riqueza y de belleza a su alrededor en la medida en que éstas se albergan en su propio pecho. Piénsese, pues, cuánto más fuerte tiene que ser el efecto producido por la causa, cuando el hombre no se limita a sentir y percibir sensaciones exteriores, sino que es él mismo quien actúa. Si intentamos examinar con mayor precisión estas ideas aplicándolas más de cerca al hombre individual, veremos que todo se reduce a forma y materia. A la forma más pura de todas, revestida por una capa más tenue, la llamamos idea; a la materia menos dotada de forma, sensación. La forma brota de las combinaciones de la materia. Cuanto mayor es la abundancia y la variedad de la materia, más elevada es la forma. Los hijos de los dioses no son más que el fruto de padres inmortales. La forma se torna a su vez, por decirlo así, en materia de otra forma más hermosa todavía. De este modo, la flor se convierte en fruto y de la simiente que cae del fruto brota el nuevo tallo, en el que se abrirá a su vez la nueva flor. Cuanto más aumente la variedad, a la par que la finura de la materia, mayor será también su fuerza, porque será mayor, asimismo, la concatenación. La forma parece fundirse en la materia y ésta en la forma. O, para expresarnos sin metáforas: cuanto más ricos en ideas sean los sentimientos del hombre y más pictóricas de sentimiento sus ideas, a mayor altura rayará ese hombre. Esta eterna fecundación de la forma y la materia o de la variedad con la unidad es la base sobre que descansa la fusión de las dos naturalezas asociadas en el hombre; la cual es, a su vez, la base de la grandeza de éste. El momento supremo en la vida del hombre es este momento de la floración.4 La forma simple y poco atractiva del fruto apunta ya, como si dijésemos, por sí misma, * Para la mejor comprensión de estas afirmaciones, deberían consultarse los dos estudios del autor, procedentes de este mismo afio: Ueber münmlicfie und teeiUkhe Fornr
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97 a la belleza de la flor que ha de salir de él. Todo parece tender y volar hacia la floración. Lo que brota del grano de la simiente dista todavía mucho de poseer el encanto de la flor. El recio tronco, las anchas y dispersas hojas tienen que pasar todavía por un proceso más acabado de perfección. Esta va alcanzándose gradualmente, a medida que el ojo se remonta por el tronco del árbol; en lo alto, otras hojas más tiernas parecen anhelar la unión y se juntan más y más, hasta que la copa parece calmar su sed.7 Sin embargo, el reino de las plantas no ha sido favorecido por la suerte. Las flores caen y el fruto vuelve a producir, una y otra vez, el mismo tronco, igualmente tosco y que va afinándose siempre de abajo arriba. En el hombre, cuando se marchita una flor es para dejar el puesto a otra más bella y el encanto de lo más hermoso oculta ante nuestros ojos, por el momento, el eternamente inexcrutable infinito. Y lo que el hombre recibe del exterior no es más que la simiente. Es su energía, su actividad, la que debe convertir esa simiente, aunque sea la más hermosa, en la más beneficiosa para él. Y será beneficiosa para él en la medida en que represente algo vigoroso y propio dentro de sí mismo. Para mí, el supremo ideal en la coexistencia de los seres humanos sería aquella sociedad en que cada uno de los seres unidos se desarrollase solamente por obra de sí mismo y en gracia a él mismo. La naturaleza física y moral se encargaría por sí misma de unirlos. Y, así como las luchas en el campo de batalla son mi; honrosas que los combates en el circo y los encuentros entre ciudadanos movidos por la pasión dan más gloria que los choques entre soldados mercenarios, la pugna entre las fuerzas de esos seres acreditaría y engendraría, a la par, la máxima energía. ¿No es eso precisamente lo que nos cautiva de un modo tan indecible en los tiempos de Grecia y lo que, en términos generales, cautiva a cada época en los tiempos remotos y ya desaparecidos? ¿No es, principalmente, el hecho de que aquellos hombres tuvieron que reñir batallas más duras con el destino, combates más enconados con otros hombres? ¿El hecho de que en ellos se unían una fuerza originaria y una peculiaridad más acusadas y de que esta unión engendraba nuevas figuras maravillosas? Cada época posterior —y la proporción tiene que ir consideraj Ueber den GeschlechUunUrschitd und daten Einflua mf die orgamtcht Netur, en Gesammelte Schrijten, tomo i, pp. 311». (Ed.) 1 GOSTHB, Ueber die metamorphoíe der Pflantén.
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bleracntc en aumento, a partir de la época actual— debe necesariamente ser inferior a las anteriores en variedad, lo mismo en la de la naturaleza —los gigantescos bosques son talados, los pantanos se desecan, etc.— que en la de los hombres, por la comunicación y la asociación cada vez mayores de las obras humanas y por las dos razones antedichas.8 Es ésta una de las causas más importantes que hacen que la idea de lo nuevo, de lo extraordinario, de lo maravilloso, abunde mucho menos, que la sensación de asombro y de temor escasee de un modo casi vergonzoso y que la invención de recursos nuevos, aún desconocidos, elimine en gran parte las decisiones súbitas, impremeditadas y apremiantes. En parte, porque hoy es menos acuciante la presión de las circunstancias externas sobre el hombre, preparado con más medios instrumentales para hacerles frente; en parte, porque ya no es posible, como antes, ofrecerles resistencia exclusivamente con las fuerzas de que la naturaleza dota a todo individuo y que éste no tiene más que emplear; en parte, finalmente, porque la ciencia, más desarrollada, hace menos necesaria la inventiva y porque, al aprender, se va embotando por sí misma la fuerza. En cambio, es innegable que, al disminuir la variedad física, cede el puesto a una variedad intelectual y moral mucho más rica y satisfactoria y que se perciben gradaciones y diferencias de nuestro espíritu más refinado, trasladadas a la práctica por nuestro carácter, si no educado en la misma medida, por lo menos cultivado en cuanto a su sensibilidad para reaccionar; gradaciones y diferencias que acaso no pasasen desapercibidas tampoco a los sabios de la Antigüedad, por lo menos, aunque el resto de las gentes no las conociese. Ha sucedido respecto al género humano en conjunto lo mismo que respecto al hombre individual. Ha desaparecido lo más tosco y ha quedado lo más fino. Y esto seria beneficioso, sin ningún género de duda, si el género humano fuese un hombre o la fuerza de una época se transfiriese a la siguiente como se transfieren sus libros o sus inventos. Pero no ocurre así, ni mucho menos. Es cierto que nuestro refinamiento encierra también una fuerza, la cual acaso supere a aquella en vigor, en cuanto al grado de su finura. Pero habría que preguntarse si no era precisamente la tosquedad lo que hacía prevalecer a las culturas anteriores. Lo sensorial es siempre el germen primario y el signo más vivo de todo lo espiritual. Y, aunque no sea éste Asi lo hace notar también Rouucau en el Emitió.
99 lugar adecuado para aventurar ni siquiera un ensayo de este tipo de consideraciones, de lo expuesto se desprende, desde luego, que es necesario velar cuidadosamente, al menos, por conservar la peculiaridad y la fuerza que todavía poseemos, así como todos los medios de que se nutre. Por lo dicho hasta aquí, considero demostrado que la verdadera razón no puede apetecer para el hombre otro estado que aquel en que no solamente cada individuo goce de la más completa libertad para desarrollarse por sí mismo y en su propia peculiaridad, sino en el que, además, la naturaleza física no reciba de mano del hombre más forma que la que quiera imprimirle libre y voluntariamente cada individuo, por mandato de sus necesidades e inclinaciones, restringidas solamente por los límites que le impongan su fuerza y su derecho. La razón no debe ceder de este principio, a mi juicio, más que en aquello que sea necesario para su propia conservación. El principio expresado deberá, pues, servir de base para toda política, y especialmente para la solución del problema a que nos estamos refiriendo. LÍMITES DE LA ACCIÓN DEL ESTADO
m ENTRAMOS I N NUESTRA VERDADERA INVESTIGACIÓN.
DIVISIÓN D I LA MISMA.
E L ESTADO VELA POR EL BIENESTAR POSITIVO, ESPECIALMENTE FÍSICO, DE LOS CIUDADANOS
Extensión de este capítulo.—Es perjudicial que el estado vele por el bienestar positivo de los ciudadanos.—Razones: con ello produce la uniformidad; debilita la fuerza; entorpece e impide que las ocupaciones externas, aun las puramente corporales, y las circunstancias exteriores en general repercutan sobre el espíritu y el carácter de los hombres; esas funciones del estado tienen que dirigirse necesariamente a una abigarrada muchedumbre, perjudicando asi al individuo con medidas que, aplicadas a cada uno de ellos, dejan un margen considerable de error; impide el desarrollo de la individualidad y de la peculiaridad del hombre; entorpece la misma Administración pública, multiplica los medios necesarios para ello y se convierte asf en fuente de múltiples perjuicios; finalmente, trastorna los puntos de vista del hombre en cuanto a los objetos mas importantes.—Réplica a la objeción de que se exageran los perjuicios señalados.—Ventajas del sistema opuesto al que se acaba de refutar.— Supremo principio que de este capítulo se deriva.—Medios con que cuenta el estado para velar por el bienestar positivo de los ciudadanos.—Carácter dañoso de los mismos.—Diferencia que existe entre el hecho de que algo sea hecho por el estado, como tal estado, o por los ciudadanos, individualmente—Examen del proyecto: si no es
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necesario que d estado vele por el bienestar positivo, ¿acaso es posible alanzar lia ello los mismos fines exteriora, los mismos resultados necesarios?—Prueba de esta posibilidad, principalmente por medio de las organizaciones voluntarias y colectivas de los ciudadanos.—Ventaja de estas organizaciones sobre las del estado.
Empleando una fórmula muy general, podríamos describir el verdadero alcance de la acción del estado diciendo que abarca todo aquello que puede realizar en bien de la sociedad, pero sin lesionar el principio que dejamos expuesto más arriba. De donde se derivaría directamente, además, el corolario de que es reprobable todo esfuerzo del estado para mezclarse en los asuntos privados de los ciudadanos, allí donde éstos no afecten directamente para nada a los derechos de unos para con otros. Sin embargo, para agotar por entero el problema planteado, es necesario examinar con toda precisión las diversas partes que forman la acción normal o posible de los estados. El fin del estado puede, en efecto, ser doble: puede proponerse estimular la felicidad o simplemente evitar el mal, el cual puede ser, a su vez, el mal de la naturaleza o el de los hombres. Si se limita a lo segundo, busca solamente la seguridad, y se me permitirá que desde ahora oponga este fin en bloque a todos los demás que el estado puede perseguir y que agruparemos bajo el nombre de bienestar positivo. La acción del estado se extiende también de diversos modos, según la diversidad de los medios empleados por él. En efecto, el estado puede seguir, para alcanzar sus fines, un camino directo, por medio de la coacción —leyes imperativas y prohibitivas, penas, etc.—, o el camino del estímulo y el ejemplo; y puede también emplear todos los medios a la vez, bien imprimiendo a la situación de los ciudadanos una forma favorable para él e impidiéndole con ello, en cierto modo, obrar de manera distinta, o bien, finalmente, procurando incluso armonizar con él la inclinación de los ciudadanos, influir en su cabeza o en su corazón. En el primer caso, sólo determina, de momento, los actos aislados de los hombres; en el segundo, influye ya más bien en toda su conducta; en el tercero, finalmente, entra a dirigir su. carácter y su modo de pensar. Los efectos de la restricción impuesta son, en el primer caso, más pequeños, en el segundo caso mayores y en el tercero mayores todavía; los mayores de todos, ya que el estado actúa aquí sobre las fuentes de que brotan diversos actos y, además, la posibilidad misma de ata acción requiere medidas diversas. Sin embargo, a pesar de lo diversificadas que las ramas de la acción del estado aparecen
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en esta clasificación, apenas habrá una institución del estado en que no se reúnan varias de ellas, ya que, por ejemplo, la seguridad y el bienestar dependen muy íntimamente el uno de la otra y viceversa, y además, lo que determina simples actos concretos, si a fuerza de reiteración se convierte en costumbre, acaba influyendo sobre el carácter. Por eso es muy difícil establecer aquí una división de toda la materia adecuada al curso de nuestra investigación. Lo mejor de todo será que, en vez de eso, examinemos primeramente si el estado debe proponerse también como finalidad velar por el bienestar de k nación o simplemente cuidar de su seguridad, fijándonos, cuando examinemos las distintas instituciones, solamente en lo que de un modo primordial se propongan o consigan y analizando al mismo tiempo, dentro de cada una de estas dos finalidades, los medios de que puede valerse el estado. Aquí nos referimos, por tanto, al esfuerzo total del estado para elevar el bienestar positivo de la nación; a todos sus cuidados en cuanto a la población del país y el sustento de sus habitantes, unas veces directamente, con sus establecimientos de beneficenck, y otras veces indirectamente, mediante el fomento de la agricultura, de k industria y del comercio; a todas las operaciones financieras y monetarias, con sus prohibiciones de importación y exportación, etc. (siempre y cuando que persigan esta finalidad); finalmente, a todas las medidas organizadas para prevenir o reparar los daños causados por k naturaleza; en una palabra, a todas las instituciones del estado que se propongan mantener o fomentar el bienestar físico de la nación. En cuanto a lo moral, como esto no suele fomentarse de por sí, sino más bien en gracia a k seguridad, hablaremos de ello más adelante. Pu« bien, nuestro punto de vista es que todas estas instituciones producen consecuencias dañosas y son contrarias a una verdadera política basada en los principios supremos, que no por serlo dejan de ser humanos. i. El espíritu del gobierno reina en cada una de estas instituciones y, por muy sabio y beneficioso que sea, este espíritu imprime a k nación un rasgo de uniformidad y lleva a ella un modo extraño de conducirse. En vez de asociarse para ver aumentar sus fuerzas, los hombres se ven obligados así a perder goces y posesiones que les son exclusivos, y los bknes por ellos adquiridos lo son a costa de sus fuerzas. La variedad que se logra por k asociación de varios individuos es precisamente el bien supremo que confiere la sociedad, y esta variedad se pierde indudable-
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mente en la medida en que el estado interviene. Ya no son, en realidad, diversos individuos de una nación que viven entre sí en comunidad, sino un conjunto de subditos mantenidos en relación con el estado, es decir, con el espíritu que impera en su gobierno; y además en una relación en la que el poder superior del estado se encarga de entorpecer el libre juego de las fuerzas. Causas uniformes producen consecuencias uniformes. Por tanto, cuanto más se acentúa la cooperación del estado, mayor será la semejanza no sólo de todo lo que actúa, sino también de los resultados en que se traduce su actuación, Y esto es, precisamente, lo que los estados se proponen. Todos se trazan comp objetivo el bienestar y la quietud. Y el mejor modo de conseguir fácilmente ambas cosas es evitar que haya pugnas entre unos individuos y otros. Pero a lo que el hombre aspira y tiene necesariamente que aspirar es a algo muy distinto: es a la variedad y la actividad. Sólo por este camino se consiguen personalidades amplias y enérgicas; e, indudablemente, ningún hombre ha caído todavía tan bajo que prefiera para sí el bienestar y la dicha a la grandeza. Por eso, de quien razone de este modo con vistas a otros hay que sospechar, con razón, que desconoce la humanidad y pretende convertir a los hombres en máquinas. 2. Esa sería, pues, la segunda consecuencia dañosa: que esas instituciones del estado debilitarían la fuerza de la nación. Así como la forma que brota automáticamente de la materia activa hace que ésta cobre más plenitud y más belleza —¿pues qué es ella sino la unión de lo que antes se hallaba en pugna, unión que requiere siempre el descubrimiento de nuevos puntos de contacto y, por tanto, toda una serie de nuevas invenciones, por decirlo así, que aumenta constantemente a medida que crece la diferencia anterior?—, así también se puede destruir la materia imponiéndole una forma desde el exterior. La nada oprime, en estos casos, al algo. Todo, en el hombre, es organización. Lo que se quiere que fructifique en el hombre, es necesario sembrarlo en él. Toda fuerza supone entusiasta) y pocas cosas lo infunden tanto como el hecho de considerar el objeto sobre que, recae como propiedad actual o futura del hombre. Ahora bien, el hombre nunca considera tan suyo propio lo que posee como aquello que él mismo hace, y el obrero que ctdtwa el jardín es tal vez más propietario de él, en el verdadero sentido de la palabra, que el señor ocioso que lo disfruta. Tal vez se piense que este razonamiento demasiado vago no es susceptible de aplicarse a la realidad. Acaso se
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considere, incluso, que el desarrollo de muchas ciencias basadas principalmente en éstas y otras instituciones semejantes del estado, el único que puede aventurarse a las grandes empresas, sirven más bien para elevar las fuerzas intelectuales y, con ello, para desarrollar la cultura y la personalidad en general. Sin embargo, no todo lo que sea aumentar los conocimientos significa ennoblecer ni siquiera la fuerza intelectual del hombre. Y, aún suponiendo que sea realmente así, ello no beneficia precisamente a la nación en conjunto, sino, principalmente, a la parte de la nación que tiene a su cargo el gobierno. La inteligencia del hombre, como cualquiera otra parte de sus fuerzas, sólo se forma por obra de su propia actividad, de su propia inventiva o de su propio empleo de las intenciones de otros. Las órdenes y providencias del estado envuelven siempre, más o menos acentuada, cierta coacción y, aun cuando esto no ocurra, el hombre se habitúa con demasiada facilidad a fiar más de la enseñanza, la dirección y la ayuda ajenas que de su propia capacidad para encontrar su camino. Casi el único medio de que dispone el estado para adoctrinar a los ciudadanos consiste en presentar en cierto modo aquello que considera lo mejor como resultado de sus investigaciones, imponiéndolo directamente, por medio de una ky, o indirectamente, a través de cualquier institución obligatoria para los ciudadanos, o estimulando a éstos a acogerlo mediante su prestigio, con el aliciente de una recompensa o valiéndose de otros estímulos cualesquiera, o bien, finalmente, recomendándolo a fuerza de razones; pero, sea cualquiera el método que siga, siempre se alejará demasiado del mejor camino para enseñar. Este camino consiste, indiscutiblemente, en exponer todas las posibles soluciones del problema, limitándose a preparar al hombre para que elija por sí mismo la que crea más conveniente; o, mejor aún, en hacer que él mismo descubra ésta, haciéndole ver bien cuáles son todos los obstáculos. Este método adoctrinador sólo puede seguirlo el estado, con ciudadanos adultos, de un modo negativo, mediante la libertad, que es al mismo tiempo una fuente de obstáculos; y de un modo positivo cuando se trate de ciudadanos en formación, susceptibles de ser sometidos a una verdadera educación nacional. En páginas sucesivas examinaremos ampliamente la objeción a que fácilmente puede prestarse este argumento, a saber: la de que, para la solución de los problemas a que aquí nos referimos, interesa más el hecho f?e que se haga lo que debe hacerse que el de que quien lo haga sepa
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por qué lo hace, importa más el que la tierra se cultive bien que el que quien la cultive sea un labrador diestro y consumado. Pero las ingerencias excesivas del estado quebrantan más aún la energía de la conducta en general y el carácter moral del hombre en particular. Es ésta una afirmación que apenas necesita ser desarrollada. Quien se siente muy dirigido y dirigido con frecuencia tiende fácilmente a sacrificar de un modo espontáneo lo que le queda de iniciativa propia e independencia. Se considera libre del cuidado de dirigir sus actos, confiándolo a manos ajenas, y cree hacer bastante con esperar y seguir la dirección de otros. Esto hace que sus ideas acerca de lo que es mérito y lo que es culpa se oscurezcan. La noción de lo primero ya no le espolea, ni el sentimiento torturante de lo segundo deja en él una huella tan tecuente y tan profunda como antes, pues propende fácilmente a descargar la culpa sobre su situación y sobre las espaldas de quien le ha colocado en ella. Y si, además, no considera del todo puras las intenciones del estado, si cree que éste no persigue solamente su interés, sino, por lo menos al mismo tiempo, un interés secundario y ajeno, no sale quebrantada simplemente la energía, sino también la calidad de la voluntad moral. En estas condiciones, el hombre no sólo se considera exento de todo deber que el estado no le impone expresamente, sino incluso desligado de toda obligación de mejorar su propio modo de ser; más aun, inclinado, en ciertos casos, a temer y rehuir esto como una nueva ocasión de que el estado podría aprovecharse. De este modo procurará sustraerse, en la medida de lo posible, a las propias leyes del estado y reputará beneficioso todo lo que sea burlarlas. Y si se tiene en cuenta que en una paite no pequeña de la nación, las leyes e instituciones del estado delimitan en cierto modo el campo de lo moral, resulta harto deprimente ver cómo, con frecuencia, son los mismos labios los que decretan los deberes más sagrados y las órdenes más arbitrarias, castigando no pocas veces su transgresión con la misma pena. Y esa influencia perniciosa no es menos sensible en lo que se refiere a la conducta de unos ciudadanos para con otros. Del mismo modo que cada uno de éstos se encomienda a la ayuda tutelar del estado, tiende, en mayor medida todavía, a confiar a ella la suerte de sus conciudadanos. Y esto debilita la solidaridad y frena el impulso humano de ayuda mutua. Por lo menos, es evidente que la solidaridad tiene que ser más fuerte y más activa cuando palpita más vivo el sentimiento de que todo depende de ella; y la experien-
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cía demuestra también que los sectores de un pueblo que se sienten oprimidos y como abandonados por el estado establecen entre sí viñados mis fuertes de interdependencia. Pues bien, cuando el ciudadano no se interesa por la suerte de sus conciudadanos, no puede existir tampoco calor del esposo por la esposa ni del padre de familia por los suyos. Confiado a sí mismo en todos sus actos y manejos, huérfano de toda ayuda ajena, fuera de la que él mismo se procurase, el hombre caería también, no pocas veces, por su culpa o sin ella, en perplejidad y en desgracia. Sin embargo, la dicha que le está reservada al hombre no es sino aquella que sus propias fuerzas le procuran, y situaciones como éstas son precisamente las que aguzan la inteligencia y forman el carácter ¿Y acaso no existen también esos inconvenientes cuando el estado priva al hombre de su iniciativa e independencia, por tutelar demasiado minuciosamente sus actividades? Existen también en este caso, y además colocan en una situación bastante más deplorable al hombre que se acostumbra a confiar de una vez para siempre en la ayuda ajena. Pues así como la lucha y la labor activa hacen más llevadero el infortunio, la confianza desesperada y expuesta casi siempre a desilusiones no sirve más que para ahondarlo y hacerlo diez veces mayor. Aun en el mejor de los casos, los estados a que me refiero se asemejan con harta frecuencia a esos médicos que alimentan la enfermedad y alejan la muerte. Antes de que existiesen médicos sólo se conocían la muerte y la salud. 3. Todo aquello de que se ocupa el hombre, aunque persiga solamente la satisfacción directa o indirecta de necesidades físicas o la consecución de fines materiales, en general va siempre enlazado del modo más preciso con sensaciones interiores. A veces, junto al fin último material perseguido se persigue también un fin interior, fin que, en ocasiones, es el que realmente se desea alcanzar, sin que el otro sea más que algo enlazado, necesaria o fortuitamente, con él. Y cuanta más unidad encierre el hombre, más libremente brotarán los asuntos materiales a que se consagre de su ser interior y con mayor frecuencia y mayor fuerza se enlazará éste con aquéllos, cuando no los abrace por su libre determinación. De aquí que el hombre interesante, el hombre culto, sea interesante en todas las situaciones y en todos los asuntos, y de aquí que, cuando su vida se desenvuelve del modo que corresponde a su carácter, florezca en una helleza esplendorosa. De este modo, sería posible tal vez hacer de todos los labradores y
TEORÍA GENERAL DEL ESTADO io6 artesanos artistas, es decir, hombres que amasen su industria por la industria misma, que la perfeccionasen por medio de su fuerza, dirigida por ellos mismos, y por su propia inventiva, cultivando con ello sus energías intelectuales, ennobleciendo su carácter y potenciando sus goces. Y así, la humanidad veríase ennoblecida precisamente por las cosas que hoy, por bellas que sean de por sí, sirven con harta frecuencia para deshonrarla. Cuanto más habituado está el hombre a vivir sumido en ideas y sensaciones, cuanto más fuerte y más fina es su energía intelectual y moral, más tiende a buscar solamente aquellas situaciones materiales que brindan materia más abundante al hombre interior o, por lo menos, a arrancar los elementos que encierran para éste aquellas en que la suerte misma le coloca. Cuando el hombre tiende incesantemente a que su existencia interior mantenga siempre el primer lugar, a que sea siempre la fuente primaria y la meta última de toda su conducta y lo físico y lo material simple envoltura c instrumento de ella, su vida alcanza grandes alturas de grandeza y de belleza. Así, para poner un ejemplo, vemos cómo se destaca en la historia el carácter que el cultivo imperturbable de la tierra imprime a un pueblo. El trabajo que este pueblo consagra a la tierra y los frutos con que ésta recompensa su labor, lo encadenan dulcemente a su terruño y a su hogar. El provechoso esfuerzo compartido y el disfrute en común de lo recolectado tienden un lazo de amor en torno a cada familia, el cual incluye casi a los propios animales de labor que la auxilian en sus faenas. El fruto, que necesita .r sembrado y recogido, pero que reaparece año tras año y rara vez defrauda las esperanzas en él depositadas, hace al hombre paciente, confiado y ahorrativo; el hecho de percibir el fruto directamente de manos de la naturaleza, el sentimiento constante de que aunque sea la mano del hombre la que ponga la semilla, no es ella, sin embargo, la que hace que ésta crezca y fructifique; la eterna supeditación a las contingencias del tiempo, infunde al espíritu de los hombres sensaciones unas veces de terror y otras de contento ante la cólera o la protección de ciertos seres superiores, les induce tan pronto a temor como a esperanza y les incita a la oración y a la gratitud; la imagen viviente de la más sencilla sublimidad, del orden más imperturbable y de la bondad más piadosa hace que las almas de los hombres sean sencillamente grandes, sumisas y propicias a plegarse de buen grado a la costumbre y a la ley. El agricultor, habituado siempre a crear y nunca a destruir, es de por sí
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pacífico y reacio a todo lo que sea ofensa y venganza, pero por ello mismo sensible en el más alto grado a la injusticia de todo ataque no provocado y dispuesto siempre a reaccionar con valor inquebrantable contra quien atente contra su paz. La libertad es, indudablemente, la única condición necesaria sin la cual ni las cosas más pictóricas de espíritu pueden producir consecuencias beneficiosas de esta especie. Lo que el hombre no abraza por su propio impulso, aquello en que se ve sujeto a la dirección y a las restricciones impuestas por otros, no se identifica con su ser, es siempre algo ajeno a él y no lo ejecuta, en rigor, con fuerza humana, sino con habilidad mecánica simplemente. Los antiguos, principalmente los griegos, reputaban perjudicial y deshonrosa toda ocupación que implicase simplemente un despliegue de fuerza física o se propusiese exclusivamente la adquisición de bienes externos, sin proponerse cultivar el interior del hombre. De aquí que sus filósofos más filántropos aprobasen la esclavitud, como si con este medio injusto y bárbaro quisieran asegurar a una parte de la humanidad, con sacrificio del resto de ella, la fuerza y la belleza supremas. Sin embargo, la razón a la par que la experiencia se encargan de descubrir el error que envuelve, en el fondo, todo este razonamiento. Toda ocupación puede ennoblecer al hombre e imprimirle una forma determinada, digna de él. Lo importante es el modo como la ejerza, y en este punto podemos, sin duda, establecer como norma general que una ocupación tiene efectos beneficiosos siempre que ella misma y las energías encaminadas a desempeñarla llenen preferentemente el espíritu y, en cambio, se traduce en resultados menos beneficiosos y no pocas veces perjudiciales cuando se mira más bien a sus frutos, considerándosela simplemente como un medio para el logro de esta finalidad. En efecto, todo lo que es tentador por sí mismo suscita respeto y amor, mientras que lo que sólo promete utilidad en cuanto medio no despierta más que interés. Y así como el hombre se ve ennoblecido por el respeto y el amor, el interés le expone siempre al peligro de deshonrarse. Pues bien; el estado que se preocupe de ejercer una tutela positiva como ésta a que nos referimos, sólo puede atender a los resultados y establecer simplemente aquellas reglas cuya observancia es más conveniente para la perfección de «tos. Este punto de vista limitado produce mayores daños cuando la verdadera finalidad del hombre es una finalidad plenamente moral
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o intelectual, o bien cuando se persigue la cosa misma sin fijarse en sus consecuencias, las cuales coinciden con ella simplemente por necesidad o por azar. Es lo que acontece con las investigaciones científicas y las opiniones religiosas, y es lo que ocurre también con todas las uniones de los hombres entre sí y con la más natural de todas, que es a la par la más importante, lo mismo para el individuo que para el estado: con el matrimonia La unión de personas de distinto sexo, basada precisamente en la diversidad de sexo, que constituye tal vez la definición más exacta que se haya dado de lo que es el matrimonio, puede concebirse de un modo tan vario como varias pueden ser las ideas acerca de aquella diversidad y las inclinaciones del corazón y los dictados de la razón que de ellas se desprendan; cada hombre hará sentir en este punto la integridad de su carácter moral, y principalmente la fuerza y la modalidad específica de su capacidad sensitiva. Según que el hombre tienda más bien a perseguir fines externos o viva, por el contrario, para su ser interior; según que ponga en actividad preferentemente su inteligencia o su sentimiento; según que capte con vivacidad y abandone con rapidez o penetre lentamente y se aferré con fidelidad a lo captado; según que anude vínculos poco apretados o se sienta estrechamente sujeto a lo que profesa; según el grado mayor o menor de propia independencia que mantenga dentro de la más estrecha unión: todos estos factores y otra serie infinita de ellos modificarán en inagotables modalidades la actitud del hombre ante la vida matrimonial. Pero, cualquiera que sea la forma que ésta revista, sus efectos sobre el carácter del hombre y su felicidad son innegables y la suprema perfección o la postración de su personalidad dependerá, en gran parte, del hecho de que el intento de descubrir o plasmar la realidad con arreglo a sus impulsos interiores triunfe o fracase. Esta influencia es fuerte sobre todo en los seres más interesantes, que captan de un modo más suave y más fácil y en los que se mantiene más profundamente lo captado. Entre ellos podemos incluir fundadamente, en general, más bien al sexo femenino que al masculino, razón por la cual el carácter de la mujer depende más que el del hombre del tipo de relaciones familiares imperante en una nación. La mujer, totalmente exenta de muchísimas ocupaciones externas y entregada casi exclusivamente a aquellas en las que el ser interior vive sólo para sí mismo; más fuerte por aquello que ts capaz de ser que por lo que es capaz de hacer; más elocuente por las sensaciones calladas que por las
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apresadas; dotada más ricamente de todo lo que sea capacidad para expresar directamente y sin signos sus sentimientos; de un cuerpo más flexible, una mirada más viva y una voz más penetrante; más dispuesta, en comparación con el otro sexo, a esperar y recibir que a dar; más débil de por sí y, sin embargo, no por esto, sino por admiración de la grandeza y la fuerza ajenas, presta a entregarse a una unión más estrecha; dentro de esta unión, inclinada siempre a recibir del ser con ella unido, a moldear dentro de sí lo que recibe y a devolverlo moldeado; animada al mismo tiempo, en más alto grado, por el valor que infunde el cuidado del amor y el sentimiento de la fuerza, pero incapaz de desafiar en la resistencia y en el sufrimiento a la derrota; la mujer se halla realmente más cerca que el hombre del ideal de la humanidad, y si es cierto que lo alcanza más rara vez que él, ello se debe, seguramente, a que siempre es más difícil escalar de frente la montaña que alcanzar la cima dando un rodeo. Huelga insistir en lo expuesto que se halla a verse perpetuado por las desproporciones exteriores un ser como éste, tan sensible a toda influencia, que forma una unidad tan grande consigo mismo, que nada pasa sobre él sin dejar huella, y en el que toda influencia afecta, por tanto, no a una parte, sino al total. Sin embargo, el desarrollo del carácter femenino en la sociedad es infinitamente importante. Y aunque es cierto que cada genere de excelencia se expresa —por decirlo así— en una especie del ser humano, no cabe duda de que el carleta femenino es el depositario de todo el tesoro de la moralidad. El hombre tiende a ser libre, la mujer a ser moral* Con arreglo a ata frase, profunda y verdadera, del poeta, el hombre se esfuerza en alejar las barreras exteriores que se oponen a su desarrollo; en cambio, la mujer traza con mano cuidadosa las beneficiosas fronteras interiores fuera de las cuales no puede florecer la plenitud de la fuerza humana, y las traza con tanta mayor finura cuanto que la mujer es más profundamente sensible a la existencia humana interior, capta con mayor sutileza sus múltiples relaciones, encierra y maneja mejor todo lo que es sensibilidad, y está libre de ese razonar sofístico que oscurece y oculta tantas veces la verdad. Si fuese necesario, veríamos cómo también la historia confirma este razonamiento y demuestra que la moral de las naciones guarda en todas • G o i m i , "Imqusto Toao, n. 1.
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partes estrecha relación con el respeto prestado a la mujer. De lo expuesto se desprende, asimismo, que los resultados del matrimonio son tan variados como el carácter de los individuos, razón por la cual el hecho de que el estado intente reglamentar por medio de leyes o supeditar, por medio de sus instituciones, a otros factores que no sean la simple inclinación, una unión como ésta, tan íntimamente relacionada con el distinto carácter de los individuos, tiene necesariamente que acarrear las consecuencias más dañosas. Con tanta mayor razón cuanto que, en estas normas, el estado tiene que limitarse casi exclusivamente a tratar de las consecuencias del matrimonio, de la población, la educación de los hijos, etc. Indudablemente, podría demostrarse que aquellos factores conducen precisamente a los mismosresultados,con el máximo cuidado por la más bella existencia interior. Tras los ensayos más cuidadosos, se ha visto que lo más conveniente para la población es la unión permanente de un hombre con una mujer, la única que innegablemente brota del amor verdadero, natural y armónico. Y éste produce también por sí mismo las relaciones que en nuestra sociedad crean la costumbre y la ley: la procreación, la propia educación, la comunidad de vida y en parte también de bienes, la gestión de los asuntos exteriores a la casa por el hombre y la administración de los asuntos domésticos por la mujer. El mal está, a mi modo de ver, en el hecho de que la ley ordene relaciones que, por su propia naturaleza, sólo pueden brotar de la inclinación interior y no de la coacción y en las que ésta y la dirección, chocando con la inclinación, son aún más incapaces para volverla al buen camino. Por eso, a mi juicio, el estado no sólo debería dar mayor libertad y amplitud a estos vínculos, sino —si se me permite en este estudio, que no trata del matrimonio en general, sino de lo perjudiciales que pueden ser las instituciones restrictivas del estado, como se demuestra de un modo muy palpable a la luz del matrimonio, establecer una conclusión basada exclusivamente en las afirmaciones sentadas anteriormente— abstenerse de intervenir en cuanto se refiera al matrimonio, confiando éste por entero al libre arbitrio de los individuos y a los diversos pactos y contratos estipulados por ellos, tanto en general como en cuanto a sus modificaciones y modalidades. El temor a desquiciar con ello todas las relaciona familiares c incluso a impedir que ¿tas llegaran a establecerse —por rondado que pudiera ser este temor en tales o cuales circunstancias locales— no me haría retroceder a mí, ya que sólo me baso, en general, en la
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naturaleza de los hombres y de los estados. La experiencia demuestra no pocas veces que lo que desata la ley, lo ata precisamente la costumbre. La idea de la coacción exterior es de todo punto incompatible con una relación como el matrimonio, basada exclusivamente en la inclinación de tos hombres y en el deber interior, y las consecuencias de las instituciones coactivas no tienen absolutamente nada que ver con ia intención... La tutela del estado en cuanto al bienestar positivo de los ciudadanos entorpece el desarrollo de la individualidad y de la peculiaridad del hombre en su vida moral y en su vida práctica en general, en la medida en que se limite a observar las reglas establecidas —las cuales se reducen a su vez, seguramente, a los principios del derecho— sin preocuparse, fundamentalmente, de ajustarse al criterio supremo de la formación más peculiar de sí mismo y de otros, de dejarse guiar siempre por este puro propósito y de supeditar a éste todo otro interés, sin mezcla de ningún motivo material. Sin embargo, todos los aspectos que el hombre puede cultivar guardan entre sí una maravillosa e íntima relación, y aunque en el mundo intelectual esta conexión, si no muy estrecha, es ya, por lo menos, más clara y más perceptible que en el mundo físico, lo es mucho más todavía en el mundo moral. Por eso los hombres tienen que asociarse entre sí, no para perder en peculiaridad, pero sí para sobreponerse a su estado de exclusivismo y aislamiento; la unión no debe convertir a un ser en otro, pero sí hacer a unos seres accesibles a otros. Cada cual debe comparar lo que posee él con lo que ha sido dado a los otros y modificarlo a tono con esto, pero sin permitir que lo ahogue lo que poseen los demás. Pues del mismo modo que en el reino de lo intelectual la verdad no pugna nunca con la verdad, en el campo de lo moral los valores verdaderamente dignos del hombre no pugnan nunca entre sí. Las uniones estrechas y múltiples entre caracteres peculiares son tan necesarias para destruir lo que no debe coexistir y no lleva tampoco, por consiguiente, de por sí, a la grandeza ni a la belleza, como para asegurar aquello cuya existencia se mantiene mutuamente incólume, y al mismo tiempo para nutrirlo y hacerlo fructificar en partos todavía más hermosos. De aquí que la aspiración constante a captar la íntima peculiaridad de los demás, a usar de ella y a influir en ella, partiendo del respeto más profundo que merece, como peculiaridad que es de un ser libre —influencia que, combinada con este respeto, no consentirá fácilmente otro medio que el de mostrarse tal y como uno es, comparándose
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con el otro, a los ojos de él— constituya el principio supremo del arte del trato social y tal vez el que más olvidado se tiene hasta hoy. Pero, si este olvido puede encontrar fácilmente una especie de disculpa en el hecho de que el trato social debe ser un descanso y no una faena trabajosa y de que, desgraciadamente, son muy pocos los hombres en quienes puede descubrirse algo de interesante y de peculiar, cada cual debiera, sin embargo, sentir el respeto necesario por su propia personalidad para buscar puro descanso que no sea el cambio de una ocupación interesante por otra, sobre todo si ésta deja inactiva sus fuerzas más nobles, y el respeto suficiente por la humanidad para no considerar ni a uno solo de sus individuos plenamente incapaz de ser utilizado o modificado por las influencias de otros. Y quienes menos debieran pasar por alto este punto de vista son aquellos que tienen como profesión especial el tratar a los hombres c influir sobre ellos. Por tanto, en la medida en que el estado, dedicándose a velar positivamente por el bienestar exterior y físico estrechamente relacionado siempre con la existencia interior del hombre, no puede por menos de entorpecer el desarrollo de la individualidad, tenemos aquí una nueva razón para no consentir semejante tutela, fuera de los casos en que sea absolutamente necesaria. Tales son, sobre poco más o menos, los principales daños que se derivan del régimen del estado, cuando éste quiere velar positivamente por el bienestar de los ciudadanos y que si bien acompañan principalmente a ciertas modalidades de ejercicio de esa tutela no pueden, a mi juicio, separarse del sistema mismo. Aquí, sólo hemos querido referirnos a la tutela del estado en cuanto al bienestar físico; hemos arrancado siempre de este punto de vista y hemos dejado a un lado, cuidadosamente, cuanto guarda relación exclusivamente con el bienestar moral. Sin embargo, ya advertíamos al principio que no es posible deslindar con exactitud los dos campos; sirva esto de disculpa, si muchos de los puntos tocados en el razonamiento anterior versan sobre la tutela positiva del estado en general. Sin embargo, hasta aquí hemos dado por supuesto que las instituciones del estado a que nos referimos se hallaban ya realmente establecidas; ahora es necesario que hablemos, por tanto, de algunos obstáculos que se presentan en el momento mismo de su implantación. 6. Es indudable que, en el momento de proceder a ésta, nada sería más necesario que contrastar las ventajas que se persiguen con los per-
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juicios, y principalmente con las restricciones a la libertad, que las instituciones de que se trata llevan aparejados. Sin embargo, este estudio sólo puede llevarse a cabo difícilmente, y nos atreveríamos a decir que el llevarlo a cabo de un modo preciso y completo es sencillamente imposible. Todas y cada una de las instituciones restrictivas que se implanten chocan con el libre y natural ejercicio de las fuerzas, hacen brotar hasta el infinito nuevas relaciones, y esto hace que sea imposible prever la multitud de nuevas fuerzas que harán surgir (aun partiendo de la marcha más uniforme de los acontecimientos y descontando todos los casos fortuitos insospechados e importantes, que nunca se dejan de producir). Todo el que haya tenido ocasión de intervenir en la alta administración del estado comprende indudablemente por experiencia, cuan pocas medidas responder», en rigor, a una necesidad directa, absoluta, y cuántas, por el contraríe», a una necesidad indirecta, relativa, impuesta por otras medidas precedentes. Esto hace necesaria una cantidad incomparablemente, mayor dt medios, los cuales «pedan sustraídos a la coMecuciÓR del verdadero fin. No es solamente que un estado así requiere mayores ingresos, sino que reclama también instituciones más artificiales, encaminadas a mantener la verdadera seguridad política, las partes se articulan entre sí de un modo menos firme y la tutela del estado tiene que ejercerse, por ello, de un modo mucho más activo. Pe donde surge el problema igualmente difícil y con harta frecuencia descuidado desgraciadamente, de calcular si las fuerzas naturales del estado bastarán para aprontar todos los medios necesarios e indispensables. Y si el cálculo falla y se produce una verdadera desproporción, hay que implantar nuevas instituciones artificiales para poner en sobretensión las fuerzas, mal de que adolecen, aunque no todos por la misma caus3, no pocos estados modernos. Esto da lugar, sobre todo, a un daño que no se debe pasar por alto, pues afecta muy de cerca al hombre y a su formación, y es que, con ello, la verdadera administración de los negocios del estado se complica de tal modo que, para no caer en la confusión, exige una multitud increíble de minuciosas instituciones y absorbe el trabajo de muchísimas personas. La mayoría de éstas han de ocuparse, sin embargo, exclusivamente de signos y de fórmulas. De este modo, no sólo se sustraen al trabajo mental muchas cabezas, acaso aptas, y al trabajo físico muchos brazos que podrían encontrar empleo útil en otro campo, sino que, además, sus
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propias energías espirituales sufren detrimento en estas faenas, en parte vacuas y en parte demasiado unilaterales. Surge así un nuevo y normal medio de ganarse la vida: la gestión de los negocios del estado; y este sistema hace que sus servidores dependan más bien de la parte gobernante del estado, a cuyo sueldo se hallan, que de la propia nación. Por lo demás, la experiencia misma se encarga de demostrar del modo más irrefutable los perjuicios ulteriores en que este sistema se traduce: la tendencia a confiar siempre en la ayuda del estado, la falta de independencia, la jactancia y la presunción, la inacción y la penuria. Y el mal que origina estos daños es provocado, a su vez, por ellos. Quienes se acostumbran a administrar de este modo los negocios del estado tienden a despreocuparse cada vez más del fondo de los problemas para fijarse solamente en su forma, introducen en ésta correcciones que aun siendo tal vez buenas de por sí, no se preocupan para nada del fondo del asunto y, por tanto, redundan no pocas veces en daño de éste, y así surgen nuevas formas, nuevas prolijidades y con frecuencia nuevas normas restrictivas, de )as que a su vez brotan, con toda naturalidad, nuevas hornadas de servidores burocráticos. Así se explica que, en la mayoría de los estados, este personal aumente sin cesar de decenio en decenio, a medida que disminuye la libertad de los subditos. En este tipo de administración pública, todo se basa, naturalmente, en la más minuciosa inspección, en la más puntual y honrada gestión de los asuntos; y se comprende que sai así, puesto que las ocasiones que se brindan para infringir estos deberes son mucho mayores. De aquí que se procure, y no sin razón, hacer que todos los asuntos pasen por el mayor número posible de manos, alejando incluso la posibilidad de errores y defraudaciones. Pero esto hace que los negocios tomen un giro casi mecánico y que los hombres se conviertan en máquinas y, a la par que disminuye la confianza, van también en descenso la verdadera pericia y la verdadera honradez. Finalmente, como las tareas a que me vengo refiriendo adquieren una gran importancia, y hay que reconocer, para ser consecuentes, que necesariamente deben adquirirla, ello viene a embrollar los criterios de lo que es importante y secundario, de lo que es honroso y despreciable, de lo que son fines últimos y fines subordinados. Pero como la necesidad de tareas de esta clase surte también efectos ventajosos que saltan fácilmente a la vista y que compensan sus daños, no seguiremos hablando de esto y entraremos ya en la última consideración, la más importante de todas
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y a la que todo lo que dejamos expuesto sirve en cierto modo de preparación: el trastocamiento de puntos de vista que lleva consigo toda tutela positiva por parte del estado. 7. Los hombres —para poner fin a esta parte de nuestra investigación con una consideración de carácter general, sacada de los criterios Biás altos— se sacrifican a las cosas, las fuerzas quedan postergadas ante los resultados. Un estado erigido sobre este sistema se parece más a una masa acumulada de instrumentos inertes y vivos de acción y de disfrute que a una suma de fuerzas activas y capaces de disfrutar. Olvidándose la independencia de los seres que actúan, parece que sólo se persiguen el goce y la felicidad. Pero, aunque el cálculo fuese acertado, pues de la felicidad y el goce sólo puede juzgar la sensibilidad de quien los disfruta, siempre se hallaría muy lejos de la dignidad del hombre. Pues ¿cómo explicarse si no que este sistema, encaminado solamente al descanso, renuncie de buen grado al supremo goce del hombre, como huyendo de su antítesis? Cuando más disfruta el hombre es en los momentos en que siente que se halla en el más alto grado de su fuerza y de su unidad. Claro está que en esos momentos es también cuando más cerca se halla de su suprema miseria, pues a un momento de tensión sólo puede seguir una tensión igual y el camino hacia el disfrute o hacia la privación se halla en manos del destino incierto. Mas si el sentimiento de lo supremo en el hombre sólo merece llamarse dicha, el dolor y el sufrimiento se presentan bajo una forma diversa. En el interior del hombre moran alternativamente la dicha y la desdicha, pero el hombre no cambia con el torrente que le arrastra. El sistema de estado a que nos referimos se inspira, en nuestro modo de sentir, en una tendencia vana: en la tendencia a descartar el dolor. Quien verdaderamente sabe disfrutar sabe también afrontar el dolor —que, por lo demás, alcanza a quien huye de él— y acoge siempre con alegría la marcha serena del destino; y el espectáculo de la grandeza le cautiva dulcemente, lo mismo cuando nace que cuando es destruida. Y así este hombre llega a sentir —sensación que el exaltado sólo logra en muy raros momentos —que incluso el instante en que siente su propia destrucción es un instante de encanto. Acaso se me acuse de exagerar los daños que dejo enumerados; sin embargo, he creído necesario exponer en todo su alcance los efectos de la ingerencia del estado —a que nos estamos refiriendo—; y de suyo se comprende que aquellos daños pueden ser muy distintos, según el
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grado y el carácter de dicha ingerencia. Permítaseme rogar que, en lo tocante a todo lo que se contenga de carácter general en estas páginas, se prescinda totalmente de comparaciones con la realidad. La realidad rara vez brinda un caso en su plenitud y en toda su pureza, y aun entonees no se ven los efectos concretos de las cosas concretas cortados a la medida de uno. Además, no debe olvidarse que las influencias dañosas, tan pronto como existen, empujan al desastre con paso acelerado. Así como una fuerza grande unida con otra más grande engendra una fuerza doblemente mayor, una fuerza pequeña, al unirse con otra más pequeña, degenera en otra doblemente menor. ¿Qué pensamiento se atrevería a acompañar la rapidez de estos progresos? Sin embargo, aun suponiendo que los daños fuesen menores, la teoría expuesta se halla todavía mucho más justificada, a nuestro juicio, por los beneficios verdaderamente indecibles que se seguirían de su aplicación, si ésta fuese posible en su totalidad, pues existen, ciertamente, razones para dudar de ella La fuerza siempre activa y jamás en reposo que va implícita en las cesas lucha contra toda institución que redunde en daño suyo y estimula las que le son beneficiosas, por donde es cierto en el más alto de los sentidos que el más tenaz y persistente celo no puede nunca producir tanto mal como el bien que de por sí produce, siempre y en todas partes. Podríamos trazar aquí la alegre contraimagen de un pueblo viviendo en la más alta y más completa libertad y dentro de la mayor variedad de relaciones, en su seno y en tomo suyo; podríamos demostrar cómo en este pueblo tenían forzosamente que surgir, exactamente en el mismo grado, figuras más altas, más bellas y más maravillosas de variedad y originalidad que en los tiempos antiguos, ya indeciblemente cautivadores, en los que la peculiaridad de un pueblo menos cultivado es siempre más grosera y más tosca, en el que con la finura crece siempre también la fuerza c incluso la riqueza del carácter y en el que, dada la asociación casi ilimitada de todas las naciones y continentes, los elementos son ya mucho más numerosos. Demostrar qué fuerza tan grande tendría necesariamente que florecer si todo ser se organizase por sí mismo, si, rodeado eternamente por las figuras más hermosas, con una independencia ilimitada y estimulada perennemente por la libertad, asimilase a su propia personalidad esas figuras; con cuánta ternura y finura tendría que desarrollarse la existencia interior del hombre, cómo ésta se convertiría en su ocupación más urgente, cómo todo lo físico y externo se tro-
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caria en lo interiormente moral e intelectual, y el vínculo que une las dos naturalezas del hombre ganaría en estabilidad cuando la libre repercusión de todas las ocupaciones humanas sobre el espíritu y el carácter ya no fuese perturbadora; cómo nadie sería sacrificado a otro, cómo cada cual reservaría para sí toda la fuerza a él asignada, sintiéndose por ello mismo animado de un entusiasmo más hermoso para emplearla en otra dirección altruista; cómo, cuando cada cual progresa en su peculiaridad, surgen matices más variados y más finos del hermoso carácter humano j la unilateralidad de éste es más rara, ya que es siempre una consecuencia de la debilidad y la pobreza, y cuando ya nada obligase a uno a igualarse al otro, la necesidad constante e inmanente de asociarse a los demás k movería apremiantemente a modificarse para acomodarse a ellos; cómo, en este pueblo, ninguna fuerza ni ningún brazo se perderían para la obra de elevar y disfrutar la existencia humana. Demostrar, finalmente, cómo con ello mismo los puntos de vista de todos se enfocarán hacia esa meta, desviándose de cualquier otro fin último falso o menos digno de la humanidad. Y podría, por último, terminar haciendo ver cómo las consecuencias beneficiosas de semejante régimen, difundidas en cualquier pueblo, privarían de una parte infinitamente grande de su terror hasta a la miseria inevitable de los hombres, a las devastaciones de la naturaleza, a los desastres causados por las inclinaciones de odio y hostilidad y a los excesos de una voluptuosidad desbordada. Sin embargo, me contentaré con esbozar esta contraimagen, pues me basta con trazar ¡deas para que el juicio maduro de otros las contraste Si intentamos ahora sacar la conclusión final de todo el razonamiento anterior, el primer principio de esta parte de nuestra actual investigación deberá ser el siguiente: que el estado se abstenga totalmente de velar por el bienestar positivo de los ciudadanos y se limite estrictamente a velar por su seguridad contra ellos mismos y contra los enemigos del exterior, no restringiendo su libertad con vistas a ningún otro fin último. Ahora debiera pasar a hablar de los medios que pueden emplearse para ejercer activamente esa clase de tutela; sin embargo, como, con arreglo a mis principios, repruebo totalmente este sistema, puedo pasar por alto aquí esos medios y limitarme a observar, en términos generales, que k» medios empleados para coartar la libertad en gracia al bienestar de los
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hombres pueden ser de muy diversas clases: directos, como las leyes, los estímulos o los premios, e indirectos, como el hecho de que el regente del país sea el propietario más importante y confiera a diversos ciudadanos derechos preferentes, monopolios, etc., todos los cuales llevan consigo un daño, que puede ser muy diverso en cuanto a su grado y su carácter. Y si aquí no se ha puesto ninguna objeción al primero ni al último, parece un tanto peregrino querer negar al estado lo que todo individuo necesita: el establecer recompensas, el apoyar a otros, el ser propietario. Si en la realidad fuese posible, como lo es en la abstracción, que el estado tuviese una doble personalidad, no tendríamos ningún reparo que oponer a ello. Sería exactamente lo mismo que si a un particular se le prestase un poderoso apoyo. Pero como, aun descartando aquella diferencia entre la teoría y la práctica, la influencia de un particular puede terminar por la competencia de otros, por la quiebra, de su patrimonio e incluso por su muerte, cosas todas que no pueden acontecerle al estado, queda en pie el principio de que éste no debe inmiscuirse en nada que no afecte exclusivamente a la seguridad de los ciudadanos, tanto más cuanto que este principio no ha sido apoyado como tal. Además, un particular obra siempre por razones distintas a las que mueven al estado. Así, por ejemplo, cuando un individuo establece un premio —premio que, aunque en la realidad no ocurra nunca así, equipararemos en su eficacia a los del estado-, lo hace siempre atendiendo a su provecho. Y este provecho se halla, por razón de su constante trato social con todos los demás individuos y de la igualdad entre su situación y la de éstos, en relación precisa con el provecho o el perjuicio, y por tanto con la situación, de los otros. La finalidad que se propone conseguir se halla, por consiguiente, preparada en cierto modo por el presente, razón por la cual sus resultados son beneficiosos. En cambio, las razones por las que obra el estado son ideas y principios, en los que hasta el cálculo más minucioso se halla con harta frecuencia expuesto a error; y cuando se trata de razones derivadas de la situación privada del estado, ésta es ya de suyo, no pocas veces, dudosa en tuanto al bienestar y la seguridad de los ciudadanos y no puede equipararse nunca a la situación de éstos. En otro caso ya no es, en realidad, el estado como tal estado el que actúa, y el carácter de este razonamiento veda por sí mismo su aplicación. Sin embargo, este argumento y todo el anterior parten exclusivamente de puntos de vista que versan simplemente sobre la fuerza del hombre
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como tíd y su formación interior. Con razón se acusaría a estos argumentos de unilateralidad si los resultados, cuya existencia es tan necesaria para que aquella fuerza pueda ser efectiva, quedasen totalmente desatendidos en él. Surge, pues, el problema de saber si estos asuntos de los que entendemos que debe alejarse la tutela del estado podrán prosperar sin él y de por sí. Para contestar a esta pregunta sería necesario examinar aquí detalladamente y con conocimiento de materia las distintas manifestaciones de la industria, la agricultura, el comercio y todas las demás actividades de esta naturaleza; para ver qué ventajas y qué perjuicios supone para ellas la libertad y el dejarlas confiadas a sí mismas. Pero carezco del necesario conocimiento de la materia para poder entrar en semejante examen. Además, no considero éste indispensable para el estudio del problema a que nos estamos refiriendo. Sin embargo, una buena exposición, principalmente histórica, de este aspecto del asunto tendría la gran ventaja de afirmar más estas ideas y, al mismo tiempo, de permitir emitir un juicio acerca de la posibilidad de aplicarlas con considerables modificaciones, toda vez que la realidad existente difícilmente consentiría aplicarlas sin restricciones en ningún estado. Me contentaré con unas cuantas observaciones generales. Todo negocio —de cualquier carácter que sea— se ejecuta mejor cuando se realiza en atención a él mismo que si se hace en gracia a sus consecuencias. Hasta tal punto radica esto en la naturaleza humana, que generalmente lo que se comienza haciendo por considerarlo útil acaba adquiriendo cierto encanto para quien lo hace. Pero la verdadera razón de esto reside en que el hombre prefiere siempre la actividad a la posesión, siempre y cuando la actividad sea por propia iniciativa. Cuanto más vigoroso y activo sea un hombre, más preferirá la ociosidad a un trabajo coactivo. Además, la idea de la propiedad sólo brota y crece con la idea de la libertad, y las acciones más enérgicas se deben precisamente al sentimiento de la propiedad. La consecución de un gran fin último requiere siempre una unidad de ordenación. Esto es indudable. Lo mismo ocurre también cuando se trata de evitar o prevenir grandes desastres, hambres, inundaciones, etc. Pero esta unidad puede conseguirse también por medio de medidas nacionales, que no sean precisamente medidas de estado. Es necesario conceder a las distintas partes de la nación y a ésta misma en conjunto la libertad necesaria para que puedan asociarse por medio de pactos y conciertos. Entre una medida nacional y una institución del
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estado existe siempre una diferencia importante e innegable. La primera sólo envuelve una autoridad indirecta; la segunda lleva aparejada una autoridad inmediata. Aquélla deja, por tanto, un margen mayor de libertad para contraer, disolver y modificar la asociación. I n sus cómicazos, es lo más probable que todas las asociaciones estatales no fuesen más que entidades nacionales de este tipo. Y es aquí precisamente donde la experiencia demuestra ks consecuencias desastrosas a que conduce el deseo de enlazar entre sí la defensa de la seguridad y la consecución de otros fines últimos. Quien desee afrontar esta tarea tiene que estar revestido, en gracia a la seguridad, de un poder absoluto. Y este poder lo va extendiendo a los demás campos, y cuanto más se aleja de su origen la institución más crece el poder y más se va borrando el recuerdo del pacto fundamental. En cambio, las instituciones del estado sólo se hallan dotadas de poder en la medida en que respeten este pacto y su prestigio. Esta razón por sí sola podría ya bastar. Sin embargo, aun cuando el pacto fundamental se respetase estrictamente y la asociación de estado fuese una asociación nacional en el más estricto sentido, la voluntad de los distintos individuos sólo podría declararse por representación, y un representante de varios individuos no puede ser nunca un órgano tan fiel de la opinión de los distintos representados. Ahora bien; todas las razones expuestas anteriormente conducen a la necesidad de que cada individuo representado dé su consentimiento, Y esto excluye, precisamente, la posibilidad de tomar las decisiones por mayoría de votos. Y sin embargo, no cabe pensar en otro régimen, tratándose de asociaciones estatales que extiendan sus actividades a estas materias, referentes al bienestar positivo de los ciudadanos. A quienes no estén de acuerdo no les quedará, por consiguiente, otro camino que salirse de la sociedad, sustrayéndose con ello a su jurisdicción y negándose a respetar, en lo que a ellos atañe, las decisiones tomadas por mayoría de votos. No obstante, este camino constituye casi una imposibilidad, cuando el salirse de esta sociedad significa salirse al mismo tiempo del estado. Además, es preferible contraer determinadas asociaciones basadas en motivos concretos que asociaciones de carácter general para fines futuros e indeterminados. Finalmente, en una nación las asociaciones de hombres libres surgen también con mayor dificultad. Y aunque esto, por una parte, dañe a la consecución de los fines últimos —debiendo tenerse en cuenta, sin embargo, que, en general, lo que nace con mayor dificultad suele tener también mayor firmeza—,
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es evidente que las asociaciones de mayor alcance son siempre menos beneficiosas. Cuanto más actúa para sí, más se desarrolla el hombre. En las grandes asociaciones, éste se convierte fácilmente en instrumento. Además, estas asociaciones son culpables también de que en ellas los signos sustituyan con frecuencia a las cosas, lo cual entorpece siempre la formación del hombre. Los jeroglíficos muertos no despiertan nunca tanto entusiasmo como la naturaleza viva. Bastará recordar a este propósito, en función de ejemplo, lo que ocurre con los establecimientos de beneficencia. Nada hay que mate tanto la verdadera compasión, la confianza del hombre en el hombre. ¿Acaso no desprecia todo el mundo al mendigo, quien preferiría ser dejado tranquilo y bien alimentado durante un año en el asilo en vez de tropezar, después de tanta penuria, con una mano que le arroja una limosna y no con un corazón que se apiada de él? Reconozco que sin las grandes masas en que ha actuado, por decirlo así, el género humano en los últimos siglos, no habrían sido posibles los rápidos progresos conseguidos; por lo menos, no se habrían conseguido con tanta rapidez. El fruto habría sido más lento, pero en cambio más madura Y habría sido también, indudablemente, más beneficioso. Creo, por tanto, poder desentenderme de esta objeción. Otras dos quedan todavía por examinar, a saber: la de si, desembarazándose el estado de estos problemas, como nosotros propugnamos, le sería posible velar por la seguridad; y la de si la movilización de los medios que es necesario procurar al estado para su actuación no exige, por lo menos, que los engranajes de la máquina estatal penetren más en las relaciones entre los ciudadanos. IV EL ESTADO VELANDO POR EL BIENESTAR NEGATIVO DE LOS CIUWADANOS, POR su SEGURIDAD Esta fundón es necesaria y constituye el verdadero fin último del estado.—Supremo principio que de este capítulo se deriva.—Confirmación del mismo por la historia.
Si aconteciese con el mal que produce la codicia de los hombres de Entrometerse siempre, por encima de los límites que la ley les traza, en la
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esfera privativa de los otros10 y con las discordias a que esto da origen» como con los males físicos de la naturaleza y los males morales, semejantes a ellos, por lo menos, en este aspecto, que por un exceso de disfrute o de privación o por medio de otros actos no coincidentcs con las condiciones necesarias de su conservación conducen a su propia ruina, sería sencillamente innecesaria toda asociación estatal. A aquéllos se encargaría de hacerles frente el valor, la prudencia y la previsión del hombre, a éstos la sabiduría nacida de la experiencia, y al cancelarse el mal se pondría fin, en ambos casos, a la lucha. No sería necesario, por tanto, un poder incondicional, que es en lo que consiste, propiamente, el estado. No ocurre así, sin embargo, con las diferencias de los hombres, para acallar las cuales es indispensable, desde luego, la existencia de un poder como el que acabamos de definir. En un estado de discordia, unas luchas engendran otras luchas. La ofensa reclama venganza, y la venganza es una nueva ofensa. Para evitar esto, es necesario remontarse a una venganza que no provoque otra nueva, y esta venganza es la pena impuesta por el estado; a un fallo que obligue a las partes litigantes a calmarse: el fallo del juez. Nada hay tampoco que requiera órdenes tan coactivas y una obediencia tan absoluta como las empresas de los hombres contra los hombres; basta pensar en la expulsión de un enemigo extranjero o en la conservación de la seguridad dentro del propio estado. Sin seguridad, el hombre no puede desarrollar sus fuerzas ni percibir los frutos de las mismas, pues sin seguridad no existe libertad. Pero la seguridad es, al mismo tiempo, algo que el hombre no puede procurarse por sí mismo; así lo demuestran las razones tocadas de pasada más bien que desarrolladas y la experiencia, según la cual, nuestros estados, a pesar de hallarse en una situación mucho más favorable que aquella en que podemos concebir a los hombres en estado de naturaleza, vinculados como atan por tantos tratados y alianzas y retraídos no pocas veces por el miedo que impide los choques violentos, no disfrutan, a pesar de todo, de la seguridad que incluso las constituciones más mediocres garantizan al último de los subditos. Así, pues, si en nuestras consideraciones ante10 La idea aquí desarrollada es la que los griegos expresan con la palabra xXeovt|ui, a la que no encuentro equivalente en ningún otro idioma. Tal vez podría traducirse como apetencia Je mis, si bien esto no expresa al mismo tiempo la idea de ilegitimidad que encierra la expresión griega, aunque no en su sentido literal, sí (por lo menos, tal como yo lo entiendo) en la acepción constante con que la emplean los escritores.
"3 riores hemos querido alejar la tutela del estado de muchos campos, por entender que la nación puede velar por estos intereses tan bien como el estado y sin los daños que la intervención de éste lleva aparejados, ahora no tenemos más remedio, por idénticas razones, que preconizar su tutela respecto a la seguridad, que es lo único11 que el individuo no puede conseguir con sus solas fuerzas. Por tanto, creemos que el primer principio positivo que podemos establecer aquí y que más adelante habrá de determinarse y circunscribirse con mayor precisión, es el siguiente: LÍMITES DE LA ACCIÓN DEL ESTADO
que el mantenimiento de la seguridad, tanto contra el enemigo exterior como contra las disensiones interiores, debe constituir el fin del estado y el objeto de su actuación, puesto que hasta aquí sólo hemos intentado determinar negativamente los límites más allá de los cuales no debe el estado extender su tutela. Este principio aparece corroborado por la historia con tal fuerza, que en todas las naciones primitivas los reyes no eran más que conductores de su pueblo en la guerra o jueces de él en la paz. Digo los reyes, pues —si se me permite esta digresión— por extraño que ello parezca, en la época en que el hombre, dotado todavía de muy poca propiedad, sólo conoce y aprecia la fuerza personal, poniendo el mayor de los goces en el ejercicio libre y sin trabas de esta fuerza y estimando más que nada el sentimiento de su libertad, la historia sólo nos habla de reyes y monarquías. Este carácter tuvieron, en efecto, todos los gobiernos de Asia, los más antiguos de Grecia e Italia y los de las naciones germánicas más amantes de la libertad.12 Si nos paramos a pensar acerca de las razones de esto, nos encontramos sorprendidos, en cierto modo, ante la verdad de que la elección de un monarca es, en aquellos tiempos, una prueba de la libertad suprema de quienes lo eligen. La idea de un caudillo sólo surge, como dijimos más arriba, del sentimiento de la necesidad de un guía o de u» arbitro. Y lo más lógico es, indudablemente, que el guía o el juez sea uno ido. El hombre verdaderamente libre no teme que este uno pueda convertirse de guía y juez en tirano; no barrunta siquiera la posi11
"La júrete ct la liberté personnelles sont les seules choses qu'un étre ¡solé lie puisse s'assurer par lui-míme"; MIRABIAU, Sur Tíiucation publique, p. 119. 1S Reges (nam in terris nomen imperii id prirnum fuit) cet. Sallustius in Catilina. c. a. Kore* aoxa; «btaoa JtoXig EXXag epaciXcucto, Dio». Halicarn. Antiquit. Rom. e. 5. (Al principio, todas las ciudades griegas se hallaban bajo el poder de tos reyes, etc)
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bilidad de que eso llegue a ocurrir; no considera a ningún hombre capaz de llegar a subyugar su libertad propia, ni admite que ningún hombre libre pueda abrigar la voluntad de erigirse en tirano, del mismo modo que, en realidad, el que ambiciona el poder no es asequible a la alta belleza de la libertad y ama la esclavitud, aunque sin querer ser él mismo esclavo. Y así es como la moral surge con el vicio, h teología coa los herejes y la política con la servidumbre. Lo que ocurre es que nuestros monarcas no emplean hoy un lenguaje tan melifluo como los reyes de Homero y Hesíodo.1' V EL ESTADO VELANDO POR LA SEGURIDAD CONTRA EL ENEMIGO EXTERIOR Punto de vista en que nos situamos en este aspecto de la investigación.—Influená* de la guerra en general sobre el espíritu y el carácter de la nación.—Examen, desde este punto de vista, del carácter actual de la guerra y de todas las instituciones relacionadas con ella, en nuestros países.—Diversos daños en que esto se traduce respecto a la formación interior del hombre.—Supremo principio que de aquí se desprende
No necesitaríamos decir ni una palabra acerca de la seguridad contra el enemigo exterior —para volver sobre nuestro propósito—, si no redimís '0*ura Tifi>ioovai Atot X«VQ fiaaiitjar, Tq> /uv mi yXwaaj) yXvKtorjr %twooi tioctp>, Tov i' tni ex mofunoe on futXix*-
y Tovutxa. ya$ fiaaú*¡K txttpQOrtt, farota Xcune Bltunofurcit oyoojj^pt futargona iQja rtXtva*. Pif¡hmc, ftaXaxotot jm&wpaittrw txttcatr.. Hesíodo en la Teogonia. (Cuando las hijas de Júpiter augusto veneran a los reyes nacidos de los dioses, posando sobre ellos sus miradas al nacer, y de sus labios fluye el habla, dulce como, la miel, se cubren la lengua de suave rocío y
Por eso reinan reyes inteligentes, para que los pueblos, si la discordia los divide, vuelvan en sus asambleas a la armonía, guiados sin esfuerzo por las suaves palabras.)
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dase en provecho de la claridad de nuestra idea central el irla aplicando sucesivamente a todos y cada uno de los aspectos del problema. Sin embargo, esta aplicación, aquí, será tanto menos superflua si nos limitamos a investigar la influencia de la guerra sobre el carácter de la nación y, consiguientemente al punto de vista en que nos hemos colocado como predominante en toda nuestra investigación. Considerado el problema desde este punto de vista, debo decir que la guerra constituye, según mi modo de ver, una de las manifestaciones más saludables para la formación del género humano y reputo lamentable ver cómo va siendo relegada, poco a poco, al último plano de la escena. Es el extremo, indudablemente espantoso, en el que se contrastan y se forjan el valor activo contra el peligro, el trabajo y la laboriosidad, que luego se modifican con tan diversos matices en la vida del hombre y que infunden a la totalidad de éste esa fuerza y esa variedad sin las que la facilidad se torna flaqueza y la unidad vacío. Se me replicará que, además de la guerra, existen otros medios de esta clase, peligros físicos inherentes a diversas ocupaciones y —si se me permite la expresión— peligros morales de diverso tipo a que se halla expuesto el firme e inquebrantable estadista en su despacho y el sincero pensador en la soledad de su celda. Sin embargo, yo no acierto a desprenderme de la idea de que esto, como todo lo espiritual, no es más que una floración más sutil de lo físico. Lo que pasa es que el tronco en el que brota se halla en el pasado. Pero el recuerdo del pasado va esfumándose cada vez más, el número de los hombres sobre quienes influye se reduce progresivamente dentro de la nación y se debilita también la influencia ejercida sobre ésta. Otras ocupaciones, aunque sean igualmente peligrosas, como lo son la navegación, la minería, etc., no llevan aparejada esa idea de grandeza y de fama que va unida tan estrechamente a la guerra. Y esta idea no tiene, en realidad, nada de quimérico. Descansa en el sentimiento de un poder superior. Frente a los elementos, el hombre se esfuerza más bien en contemporizar, en perseverar ante su violencia, que en vencer: . . . con los dioses ningún ser humano se debe medir; la salvación no es la victoria; lo que el destino ofrenda graciosamente y el
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valor humano o la sensibilidad humana no hace más que utilizar no es fruto ni prueba de un poder superior. En la guerra, todos piensan que la justicia está con ellos, todos creen estar vengando una ofensa. Y el hombre natural, animado en esto por un sentimiento que aun el hombre más cultivado no puede desconocer, considera más importante vengar su honor que atender a las necesidades de su vida. Nadie exigirá de mí que considere la muerte de un hombre caído en el campo de batalla más hermosa que la de un audaz Plinio o, para referirnos a hombres cuya memoria no ha sido todavía bastante honrada, la de un Roben y un Pilátrc du Rozier.14 Pero estos ejemplos son harto raros, y tal vez no se habrían producido jamás si aquéllos no los hubiesen precedido. Por otra parte, no son situaciones favorables, precisamente, las que yo elijo para la guerra. Tomemos el caso de los espartanos en las Termopilas y preguntémonos en qué puede influir este ejemplo sobre una nación. De sobra sé que este valor y esta abnegación pueden mostrarse y se muestran realmente en todas las situaciones de la vida. Pero no debe extrañarnos que el hombre sensible se sienta arrastrado por la expresión más viva de ese valor, ni puede negarse que una expresión de esta clase influye, por lo menos, sobre la gran generalidad. Y, a pesar de todo lo que he oído de males más espantosos que la muerte, todavía no he visto ningún hombre que disfrutase de la vida en su exuberante plenitud y que —sin ser un fanático— despreciase la muerte. Y donde menos existían estos hombres era en la Antigüedad, época en que todavía se apreciaba más la cosa que el nombre y el presente que el porvenir. Lo que, por tanto, digo acerca de los guerreros se refiere solamente a aquellos que, no siendo cultivados como los de la República de Platón,16 toman las cosas, la vida y la muerte, por lo que verdaderamente son; a guerreros que, persiguiendo lo más alto, ponen en juego lo más alto. Las situaciones en que, por decirlo así, se enlazan los extremos son siempre las más interesantes y las más instructivas para el hombre. ¿Y dónde acontece esto con tanta fuerza como en la guerra, en la que parecen chocar constantemente la inclinación y el deber, y el deber del hombre con el del ciudadano, y donde, sin embargo —siempre 14
Rozier pereció en 1785, en una ascensión en globo. Estos se hallaban educados de tal modo, que la muerte no constituía, para ello», motivo de espanto, sino mis bien al contrario. República ni, initium. 15
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que sea una defensa justa la que hace empuñar las armas—, todos estos conflictos encuentran el más armónico desenlace? El único punto de vista desde el cual considero la guerra saludable y necesaria indica ya, suficientemente, cómo debiera a mi juicio hacer uso de ella el estado. Este debe dejar en libertad al espíritu que de ella se desprende para que se derrame a través de todos los individuos de la nación. Lo cual constituye ya un argumento en contra de los ejércitos permanentes. Además, éstos, como en general el carácter moderno de la guerra, se hallan, indudablemente, muy alejados del ideal que consideramos más provechoso para la formación del hombre. Si, en general, el guerrero, al sacrificar su libertad, se convierte en cierto modo en una máquina, con tanta mayor razón ocurre esto en las guerras modernas, que tan poco margen dejan a la fuerza, la bravura y la pericia del individuo. Imaginémonos cuánto más funesto tiene que ser el hecho de que se mantenga a una parte considerable de la nación encadenada a esta vida mecánica, no sólo durante años enteros, sino incluso a lo largo de toda su vida, en estado de paz y simplemente ante la eventualidad de una guerra. Tal vez en ningún otro campo se dé con tanto relieve como aquí el caso de que el desarrollo de la teoría de las empresas humanas disminuya la utilidad de éstas para quienes se ocupan de ellas. El arte de la guerra ha hecho, indiscutiblemente, progresos increíbles entre los modernos, pero no menos indiscutible es que la nobleza de carácter del guerrero es hoy mucho más rara; su suprema belleza sólo se conserva en la historia de la Antigüedad; y, por lo menos —si se considerase exagerado esto—, habrá que reconocer que, en nuestro tiempo, el espíritu guerrero acarrea, no pocas veces, nada más que daños para las naciones, mientras que entre los antiguos producía frecuentemente efectos saludables. Son nuestros ejércitos permanentes los que, por decirlo así, llevan la guerra al seno mismo de la paz. El valor guerrero sólo es respetable cuando va unido a las más hermosas virtudes de la paz; la disciplina militar sólo merece respeto cuando va hermanada con el sentimiento supremo de la libertad. Separadas ambas cosas —y la separación es favorecida con harta frecuencia por los guerreros armados en tiempos de paz—, ésta degenera fácilmente en esclavitud y aquél en salvajismo j desenfreno. Y, puesto que censuramos los ejércitos permanentes, permítasenos
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recordar que sólo hemos querido referirnos a ellos en la medida en que lo exigía nuestro punto de vista actual. Nada más lejos de mi ánimo que desconocer su grande e indiscutible utilidad, con la que se restablece en ellos el equilibrio de las cosas, evitando que sus defectos, como ocurre con todo lo humano, los arrastren a la ruina. Constituyen una parte de ese todo que no ha sido forzado por los planes de la vana razón humana, sino por la mano segura del destino. Cómo se infieren esos planes en todo lo que caracteriza a nuestra era y cómo comparten con ésta los defectos y los méritos de lo bueno y lo malo que la distinguen, es cosa que deberá figurar en el cuadro, trazado con acierto y de un modo completo, en que nuestra época figure al lado del mundo anterior. La exposición de mis ideas será también muy desacertada, si alguien pensase que yo sostengo que el estado debe a todo trance suscitar guerras de vez en cuando. Lo que el estado debe dar es libertad, y esta libertad debe ser disfrutada también por los estados vecinos. Pero los hombres son en todas las épocas hombres y no pierden jamás sus pasiones originales. La guerra surgirá por sí misma y sí no surge podemos estar, por lo menos, seguros de que la paz no es impuesta por la violencia ni nace de una paralización artificial; en estas condiciones, la paz será para las naciones, indudablemente, un don tanto más beneficioso, del mismo modo que la imagen del labrador pacífico es más atractiva que la del sangriento guerrero. Si fuese posible concebir una marcha progresiva de la humanidad entera de generación en generación, es indudable que las épocas venideras tendrían que ser más pacíficas que las anteriores. Ese día, la paz brotará de las fuerzas interiores de los seres y los hombres, concretamente los hombres libres, serán hombres pacíficos. Pero hoy —un año de historia europea lo demuestra—, aunque gozamos de los frutos de la paz, no gozamos de los del espíritu pacífico. Las fuerzas humanas tienden siempre, incensantementc, a,una acción en cierto modo infinita, y cuando chocan unas con otras, es para asociarse o para combatirse. La forma que cobre la lucha puede ser la de la guerra o la de la emulación o adquirir otro matiz cualquiera; todo dependerá, predominantemente, de su grado de perfección. Para deducir de todo este razonamiento un principio adecuado al fin último que nos proponemos en esta investigación, diremos que
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ti estado no debe favorecer en modo alguno la guerra, pero tampoco impedirla violentamente, cuando la necesidad la imponga; debe dejar que la influencia de la misma sobre el espíritu y el carácter se derrame con plena libertad sobre toda la nación, y más que nada abstenerse de toda institución positiva que encamine a la nación hacia la guerra o, cuando se trate de medidas sencillamente necesarias, como por ejemplo la instrucción de los ciudadanos para las armas, darles una orientación tal, que no sólo inculquen a aquéllos la valentía, la destreza y la disciplina del soldado, sino que les infundan además el espíritu de verdaderos guerreros o, mejor dicho, de nobles ciudadanos, dispuestos en todo momento a luchar por su patria. VI EL ESTADO, VELANDO POR LA SEGURIDAD DE LOS CIUDADANOS ENTRE $Í. MEDIOS PARA CONSEGUIR ESTE FIN ÚLTIMO. MEDIDAS DIRIGIDAS A MOLDEAR EL ESPÍRITU Y EL CARÁCTER DE LOS CIUDADANOS. EDUCACIÓN PÚBLICA Porible alcance de los medios encaminados a velar por esta seguridad—Medios morales.—Educación pública.—Perjudicial, sobre todo, porque impide la variedad de la formación; inútil, porque en una nación que disfrute de la debida libertad nunca faltará una buena educación privada; sus efectos son excesivos, pues el velar por k seguridad no exige el modelar totalmente las costumbres,—Se sale, por tanto, de los límites de la acción del estado.
Examen más profundo y detallado exige la función del estado encaminada a velar por la seguridad interior de los ciudadanos, de que ahora pasamos a tratar. En efecto; no creemos que baste encomendar al estado, en términos generales, la tutela de esa seguridad, sino que consideramos necesario, además, determinar los límites específicos de este deber o, por lo menos, si ello no fuese posible en términos generales, analizar las razones de esta imposibilidad c indicar los signos por los que pueden descubrirse esas razones, en cada caso. Ya una experiencia muy defectuosa nos enseña que esta función del estado puede faltar al fin último perseguido con mayor o menor amplitud. Puede contentarse con reparar y castigar las faltas cometidas. Puede esforzarse también en prevenir su comisión y puede, finalmente, persiguiendo este fin último, orientarse en el sentido de dar a los ciudadanos, a su carácter y a su espfritu,
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la educación necesaria para alcanzar aquella meta. También el grado de su extensión puede ser distinto. Puede limitarse a investigar y sancionar las infracciones cometidas contra los derechos de los ciudadanos y los derechos inmediatos del estado; o bien, considerando a los ciudadanos como a seres obligados a poner sus fuerzas al servicio del estado y culpables de un despojo contra la propiedad de éste si destruyen o debilitan estas fuerzas, vigilar también los actos cuyas consecuencias sólo recaigan sobre quienes los cometen. Todo esto es lo que pretendo englobar aquí cuando hablo, en general, de todas las instituciones del estado cuya intención es velar por la seguridad pública. • Al mismo tiempo, estarán también representadas aquí, por sí mismas, todas aquellas que, aunque no se propongan siempre o no se propongan simplemente velar por la seguridad, afectan al bienestar moral de los ciudadanos, ya que, como hemos dicho más arriba, la naturaleza de la cosa no admite un deslinde preciso y estas instituciones persiguen, generalmente y de un modo primordial, la seguridad y la tranquilidad del estado. En este punto, nos mantendremos fieles a la misma marcha de la investigación que hemos seguido hasta aquí. I s decir, empezaremos admitiendo que el atado desarrolla la acción más extensa posible y luego procuraremos examinar poco a poco hasta que punto se puede ir reduciendo al mínimo esa acción. Lo único que nos queda por estudiar es la función del estado que consiste en velar por la seguridad. Por el mismo método aplicado anteriormente, comenzaremos enfocando esta función del estado en su máxima extensión, para luego, mediante restricciones graduales, llegar como conclusión a los principios que consideramos acertados. Acaso se repute este método demasiado lento y prolijo, y reconozco de buen grado que una exposición dogmática requeriría precisamente el método opuesto. Sin embargo, en un estudio meramente analítico, como es el nuestro, está uno seguro, por lo menos, siguiendo el camino apuntado, de abarcar toda la extensión del problema, de no pasar nada por alto y de desarrollar los principios en el orden preciso en que realmente se van desprendiendo. Desde hace algún tiempo principalmente, se insiste mucho en la necesidad de que el estado se esfuerce en prevenir la comisión de actos ilegales y en aplicar medios de carácter moral. Siempre que oigo mantener estos postulados u otros semejantes, he de confesar que me alegro
*3* de que en nuestro país sea cada vez menos extensa esta práctica de restricción de la libertad, cuya posibilidad se va reduciendo más y más en la situación de casi todos los estados. Se cita el ejemplo de Grecia y de Roma, pero si se conociesen mejor sus regímenes políticos se vería en seguida cuan improcedentes son tales comparaciones. Aquellos estados eran repúblicas y las medidas de esta naturaleza por ellos adoptadas iban en apoyo de su libre organización, la cual inspiraba a los ciudadanos un entusiasmo que hacía sentir meóos el influjo perjudicial de las restricciones a la libertad privada y hacía que la energía de carácter fuese menos dañosa. Además, los ciudadanos de aquellos estados disfrutaban de mayor libertad que nosotros, y lo que sacrificaban de ella lo sacrificaban a otra actividad distinta, a su participación en el gobierno. En nuestros estados, monárquicos en su mayoría, todo esto es completamente distinto. Los medios morales aplicados por los antiguos, la educación nacional, k religión, las leyes sobre las buenas costumbres, todo sería en nuestros países menos eficaz y acarrearía un daño mayor. Aparte de que la mayoría de los resultados que hoy atribuímos con tanta frecuencia a la sabiduría del legislador no son, en realidad, más que simples hábitos populares, tal vez vacilantes y necesitados, por tanto, de la sanción de la ley. Ya Ferguson1* ha señalado magistralmente la coincidencia entre las instituciones de Licurgo y el tipo de vida de la mayoría de las naciones no cultivadas; cuando una cultura superior ennobleció la nación no quedó en pie, en efecto, ni la sombra de aquellas instituciones. Finalmente, nos parece que el género humano se encuentra hoy en una fase tal de cultura, que sólo puede remontarse sobre ella mediante el desarrollo de los individuos; por tanto, todas las instituciones que entorpezcan este desarrollo y obliguen a los hombres a condensarse más y apretarse en masas son hoy más perjudiciales que antes. Ya estas pocas observaciones bastan —refiriéndonos primeramente al medio moral de mayor alcance— para considerar discutible, por lo menos en muchos aspectos, una educación pública, es decir, organizada o dirigida por el estado. Todo nuestro razonamiento anterior tiende, sencillamente, a demostrar que lo fundamental es la formación del hombre dentro de la más elevada variedad; y la educación pública, aun LÍMITES DE LA ACCIÓN DEL ESTADO
™ An essay on the kiítory of civil society, Basilea, 1789, pp. 123-146. "Oí rodé nations pfior tt> the establishmeiK of property."
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cuando rehuyese este defecto y se limitase a nombrar y sostener a los educadores, favorecería siempre, necesariamente, una forma determinada. Acarrearía, por tanto, todos los daños que han sido expuestos ampliamente en la primera parte de esta investigación, y nos basta con añadir que toda limitación que recaiga sobre el hombre moral es perniciosa y que si hay algo que exija actuar sobre el individuo concreto es precisamente la educación, cuya misión es formar individuos concretos. Es innegable que uno de los hechos que se traducen en consecuencias más beneficiosas es el de que el hombre actúe dentro del estado en la forma que le imprimen su propia situación y las circunstancias, de tal modo que la pugna —por decirlo así— entre la situación que le asigna el estado y la que él mismo elige, hace, en parte, que sea moldeado de otro modo, y en parte que la organización del estado experimente modificaciones, a tono con las sufridas por el carácter nacional y a las que ningún estado puede sustraerse. Pero la cosa cambia en la medida en que el ciudadano es educado como ciudadano ya desde su niñez. Es saludable, indudablemente, el hecho de que las condiciones de formación del hombre y el ciudadano coincidan todo lo posible, pero lo es sobre todo cuando la condición de ciudadano requiere tan pocas cualidades peculiares, que la condición natural del hombre puede mantenerse sin sacrificar nada a aquélla; es, en cierto modo, la meta a la que tienden todas las ideas que me he aventurado a desarrollar en esta investigación. Sin embargo, aquella coincidencia deja en absoluto de ser beneficiosa cuando el hombre es sacrificado al ciudadano, pues si bien desaparecen así las consecuencias perjudiciales de toda desproporción, el hombre pierde con ella lo que se esforzaba precisamente en asegurar al asociarse con otros dentro del estado. Por eso, a nuestro juicio debiera implantarse en todas partes la educación más libre del hombre, desligada lo más posible de las condiciones de la sociedad. El hombre así formado se incorporaría luego al estado y la organización de éste se contrastaría, en cierto modo, a la luz de él. Sólo en una lucha así planteada podría confiarse en un verdadero mejoramiento de la organización política por obra de la nación; sólo así habría razones para no temer que las instituciones sociales influyesen pcrjudicialmcnte en el hombre. Pues por muy defectuosas que éstas fuesen, cabría esperar siempre que sus trabas restrictivas sirviesen de acicate a la energía del hombre, opuesta a ellas y mantenida en su grandeza. Mas para esto
133 sería necesario que previamente se la hubiese educado en la libertad; en efecto, solamente un grado verdaderamente extraordinario de energía sería capaz de mantenerse indemne frente a trabas impuestas desde la primera infancia. Toda educación pública imprime al hombre una cierta forma social, puesto que en ella prevalece siempre el espíritu del gobierno. Allí donde esta forma cobra contomos precisos y, aunque unilateral, es hermosa, como sucedía en los estados de la Antigüedad y acaso ocurra todavía hoy en ciertas repúblicas, no sólo es más fácil la ejecución, sino que la cosa es también de por sí menos perjudicial. Pero en nuestros estados monárquicos no existe —en gran parte, evidentemente, para ventura de la formación del hombre— una forma como ésa. Entre sus ventajas, acompañadas también por ciertos inconvenientes, se cuenta, indudablemente, la de que, debiendo considerarse siempre la asociación estatal como un simple medio, no es necesario que los individuos inviertan en este medio tantas fuerzas como en las repúblicas. Con tal de que el subdito preste obediencia a las leyes y se sostenga y sostenga a los suyos con holgura y a costa de una actividad que no sea dañosa, el estado no se preocupa de investigar más en detalle su existencia. Por tanto, en estos estados la educación pública, que ya de por sí, aunque no lo advierta, tiene como meta el ciudadano o el subdito y no el hombre, como la educación privada, no se propone por finalidad una determinada virtud o un determinado modo de ser; tiende más bien, en cierto modo, a lograr un equilibrio de todas, que es lo que más contribuye precisamente a crear y mantener la quietud, que tan celosamente se esfuerzan en asegurar estos estados. Sin embargo, esta tendencia, como ya hemos procurado demostrar en otra ocasión, es contraria al progreso o contribuye a la falta de energía; en cambio, el cultivo de determinados aspectos del hombre, peculiar a la educación privada, hace que la vida garantice aquel equilibrio en las diversas situaciones y condiciones y sin sacrificio de la energía humana. LÍMITES DE LA ACCIÓN DEL ESTADO
Pretender negar a la educación pública todo lo que signifique cultivo positivo de tal o cual aspecto del desarrollo, pretender obligarla a favorecer exclusivamente el propio desenvolvimiento de las fuerzas del hombre, es pretender algo imposible, pues la unidad de ordenación se traduce siempre, necesariamente, en una cierta uniformidad de resultados, y además, en estas condiciones, no se ve qué utilidad pudiera reportar una
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educación pública. Suponiendo que su intención fuese, simplemente, impedir que los niños se quedasen sin educar, sería mh fácil y menos dañoso nombrar tutores a los padres negligentes o ayudar económicamente a los padres pobres. Por otra parte, la educación pública no consigue siquiera aquello que se propone, o sea el modelar las costumbres con arreglo a la pauta que el estado considera más conveniente. Por importante que pueda ser la influencia de la educación y por mucho que pueda pesar sobre la vida entera, son mucho más importantes las circunstancias que acompañan al hombre a través de toda su vida. Allí donde todos estos factores no coincidan, nada puede hacer esta educación. En general, la educación debe formar hombres y solamente hombres sin preocuparse de las formas sociales; no necesita, por tanto, del estado. Entre hombres libres, todas las industrias progresan mejor, todas las artes florecen de un modo más hermoso, todas las conciencias se desarrollan. Entre ellos, son más estrechos también todos los vínculos familiares, los padres se preocupan más celosamente de velar por sus hijos y, en un grado mayor de bienestar, son también capaces de seguir en esto sus deseos. Entre hombres libres surge la emulación y los educadores son mejores allí donde su suerte depende del éxito de su laboi que de los ascensos concedidos por el estado. En estas condiciones, no faltarán, pues, ni una cuidadosa educación familiar ni establecimientos en que se dé tan útil y necesaria educación común." Si la educación pública pretende imprimir al hombre una determinada forma, no se conseguirá apenas nada, por mucho que otra cosa se pretenda, para prever la transgresión de las leyes y garantizar la seguridad. En efecto, la virtud y el vicio no dependen de éste o aquel modo de ser del hombre, no se hallan necesariamente vinculados a éste o aquel aspecto del carácter, sino que lo que interesa, en lo que a ellos se refiere, es, sobre todo, la armonía o desarmonía entre los distintos rasgos del carácter, la relación entre la fuerza y la suma de las inclinaciones, etc. Por eso, toda formación determinada del carácter se halla expuesta a sus propios excesos y degenera en ellos. Por tanto, cuando toda una nación ha sido educada exclusiva o preferentemente en un cierto sentido, 11 "Dans une soáfxi bien ordonnée, au contraire, tout invite les hommes a cutóver leurs moyens naturels: sans qu'on s'en mete, l'éducation sera bonne; elle sera méme d'autant meilleure, qu'on aura plus laissé 1 faire I l'industrie des mattres, et i l'émulation des ¿leves." MDUBIAU, Sur Véducation publique, p. ia.
135 carece de toda la fuerza de resistencia necesaria y, por consiguiente, de todo equilibrio. Tal vez resida aquí, incluso, una de las razones que expliquen los cambios tan frecuentes a que se hallaba expuesta la organización política de los antiguos estados. Toda organización política influía de tal modo en el carácter nacional, que éste, educado en un determinado sentido, degeneraba y hacía brotar una nueva organización política. Finalmente, la educación pública, cuando pretende llegar a la plena consecución de sus propósitos, influye demasiado. Para mantener la seguridad necesaria en un estado no es indispensable modelar las propias costumbres. Sin embargo, las razones con que me propongo respaldar esta afirmación las reservo para páginas sucesivas, pues se refieren ya a la tendencia total del estado a influir en las costumbres, y antes queremos hablar todavía de algunos medios concretos conducentes a ese fin. Resumiendo, diremos que la educación pública se sale, a nuestro juicio, de los límites que deben circunscribir la acción del estado." LÍMITES DE LA ACCIÓN DEL ESTADO
IX S E FRECISA MÁS DETALLADAMENTE, EN LO POSITIVO, LA FUNCIÓN DEL ESTADO CONSISTENTE EN VELAR POR LA SEGURIDAD. S E DESARROLLA EL CONCEPTO DE SEGURIDAD Ojeada retrospectiva sobre la marcha de toda nuestra investigación.—Enumeración de lo que todavía nos queda por investigar.—Determinación del concepto de la seguridad.—Definición.—Derechos por cuya seguridad debe velarse.—Derechos de los ciudadanos individuales.—Derechos del estada—Actos contrarios a la seguridad.— División de la parte que aún nos queda por investigar.
Después de poner fin a las partes más importantes y difíciles de esta investigación y aproximándonos ya a la completa solución del problema planteado, es necesario que nos detengamos un momento a echar una ojeada sobre la totalidad de lo expuesto hasta aquí. En primer término, M
"Ainri c'est peut-ltre un probleme de savoir, si les législateurs Francais doivent s'occuper de l'éducation publique autrement que pour en proteger les progrís et si la constirution la plus favorable au développement du moi humain et les lois les plus propres á rnettre chacun a sa place ne sont pas la seule éducation, que le peuple doíve attendre d'eux." MBUBEAU, Ok cit., p. tt. "D'aprés cela» les príncipes rigoureux semblen ient exiger que l'Assemblée Nationale ne s'occupát de l'éducatíon que pour 1'enlever a des pouvoirs, ou a des corps qui peuvent en dépraver l'influence." 06. rit., p, 13.
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hemos alejado la tutela del atado de todas aquellas cuestiones que 00 afectan a la seguridad de los ciudadanos, ni a la exterior ni a la inte, rior. A continuación, hemos expuesto esta seguridad como el verdadero objeto de la acción del estado. Finalmente, hemos sentado el principio de que, para fomentar y mantener esta seguridad, no debe intentarse influir sobre las costumbres y el carácter de la propia nación, ni imprimir á ésta una dirección determinada o desviarla de ella. En cierto modo, el problema de saber dentro de qué límites debe circunscribirse la acción del estado podría considerarse ya completamente resuelto, limitando esta acción al mantenimiento de la seguridad y, por lo que a los medios encaminados a mantenerla se refiere, concretándola con mayor precisión a aquellos que no tienden a poner la nación al servicio de los fines últimos del estado. Aunque esta determinación sea meramente negativa, tiene la ventaja de que con ella se destaca claramente por sí mismo lo que aún queda, después de hecha esta eliminación. En efecto, el estado sólo deberá intervenir tratándose de actos que supongan una intromisión directa y declarada en un derecho ajeno, solamente para fallar el derecho litigioso, restablecer los derechos infringidos y sancionar al infractor. Sin embargo, el concepto de la seguridad, y del que hasta aquí, para su más precisa determinación, sólo hemos dicho que se refiere a la seguridad contra el enemigo exterior y contra ¡as ingerencias de los conciudadanos, es demasiado amplio y encierra un alcance demasiado extenso, para no someterlo a un análisis más minucioso. I n efecto, todo lo que difieren, por una parte, los matices que van desde el simple consejo encaminado a la persuasión hasta la recomendación apremiante y la coacción directa, y todo lo que pueden variar los grados de iniquidad o injusticia, desde los actos realizados sin salirse de los límites del propio derecho, pero en perjuicio posiblemente de los intereses de otro, hasta las acciones que, manteniéndose dentro de aquellos límites, perturban fácil o necesariamente a otros en el disfrute de su propiedad y, por fin, hasta los que representan un verdadero atentado contra la propiedad ajena, difiere también en cuanto a su extensión el concepto de la seguridad, que puede salvaguardar a los ciudadanos contra cualquiera de aquellos grados de coacción o de aquellos actos que lesionan de cerca o de lejos sus derechos. Y este alcance del concepto de la seguridad tiene una importancia extraordinaria, pues si se le aplica con demasiada amplitud o con demasiada estrechez, vuelven a borrarse, aunque bajo nombres distintos, todos los
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límites que habíamos trazado. No es posible, por tanto, pensar en la rectificación de estos límites sin trazar con toda precisión el alcance de aquel concepto. Además, es necesario examinar y analizar con mucha mayor precisión los medios de que el estado puede o no puede valerse. Si bien, con arreglo a lo que dejamos expuesto, no parece aconsejable que el estado se esfuerce en modelar de un modo efectivo las costumbres, queda aquí, sin embargo, un margen demasiado amplio para la acción del estado y te ha investigado poco todavía, por ejemplo, el problema de hasta qué punto las leyes restrictivas del estado se distinguen de los actos que lesionan directamente los derechos de otros y en qué medida puede el estado prevenir estas infracciones reales matando sus raíces, no en el carácter de los ciudadanos, pero sí en las ocasiones de quienes los cometen. Sin embargo, en este punto cabe el peligro de ir demasiado lejos, peligro que lleva aparejados grandes daños, como lo demuestra ya el hecho de que precisamente la preocupación por la libertad haya conducido a varias cabezas magníficas a declarar al estado responsable del bienestar de los ciudadanos, creyendo que este punto de vista general estimularía el funcionamiento libre y sin trabas de las fuerzas. Estas consideraciones me obligan, por tanto, a confesar que hasta aquí me he limitado a eliminar fragmentos más bien grandes y que, en realidad, se hallaban visiblemente al margen de los límites de la acción del estado, sin trazar el preciso deslinde, cabalmente allí donde puede parecer más dudoso y discutible. Es lo que nos resta por hacer, y si no lo consiguiésemos plenamente, creemos que, al menos, debemos aspirar a exponer del modo más claro y completo que sea posible las razones de este fracaso. En todo caso, confiamos en poder expresarnos muy brevemente, puesto que en las páginas anteriores quedan ya expuestos y demostrados —por lo menos, en la medida en que lo consentían nuestras fuerzas— todos los principios necesarios para este examen. Yo considero seguros a los ciudadanos de un estado cuando no se ven perturbados por ninguna ingerencia ajena en el ejercicio de los derechos que les competen, tanto los que afectan a su persona como los que versan sobre su propiedad; la seguridad es, por tanto —si esta expresión no se considera demasiado escueta y tal vez, por ello mismo, oscura—, la certeza de la libertad concedida por la ley. Ahora bien; esta seguridad no es perturbada por todos los actos que impiden al hombre ejercitar de
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un modo cualquiera sus fuerzas o disfrutar en cualquier sentido de su patrimonio, sino exclusivamente por los que lo hacen contrariamente al derecho, Y esta determinación, al igual que la definición que la precede, no lia sido añadida o elegida por mí arbitrariamente. Ambas se derivan del razonamiento desarrollado más arriba. Este sólo puede encontrar aplicación cuando el concepto de la seguridad se concibe del modo indicado. Las verdaderas transgresiones del derecho son las únicas que reclaman la intervención de un poder distinto del que posee todo individuo; solamente lo que impide estas transgresiones beneficia realmente a la verdadera formación del hombre, mientras que todo otro esfuerzo por parte del estado pone obstáculos en su camino; sólo esto se deriva, en último término, del principio infalible de la necesidad, ya que todo lo demás se basa simplemente en la razón insegura de una conveniencia calculada sobre engañosas probabilidades. ¿La seguridad de quiénes debe protegerse? De una parte, la de todos los ciudadanos, con absoluta igualdad; de otra parte, la del propio estado. La seguridad del estado tendrá un alcance mayor o menor según la mayor o menor extensión que se dé a sus derechos; por tanto, todo dependerá de la determinación del fin de los mismos. Pero, tal como hemos venido intentando circunscribirlos, el estado no podrá reclamar seguridad más que para el poder que se le confiere y para el patrimonio que se le reconoce. En cambio, no podrá restringir, en función de su seguridad, los actos por medio de los cuales un ciudadano, sin lesionar ningún verdadero derecho —y dando por supuesto, consiguientemente, que este ciudadano no se halle vinculado con el estado en una relación personal o temporal concreta, como en tiempo de guerra, por ejemplo—, le despoje de su propia persona o de sus bienes. La asociación estatal es, simplemente, un medio subordinado, al que no debe sacrificarse el verdadero fin, que es el hombre. A menos que se plantee un conflicto tal que aun cuando el individuo no se halle vinculado ni obligado a sacrificarse, la masa tenga derecho a reclamar su sacrificio. Además, y siguiendo los principios expuestos, el estado no debe velar por el bienestar de los ciudadanos, ya que para mantener su seguridad no es necesario esto que, por otra parte, de hacerse, anularía precisamente la libertad, y con ella la seguridad. Esta seguridad se ve perturbada, unas veces, por los actos que como tales lesionan los derechos ajenos y otras veces por aquellos de cuyas
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consecuencias se puede temer este resultado. El estado debe, sin embargo, prohibir y esforzarse por impedir ambas clases de actos, aunque con las modificaciones que en seguida examinaremos; y si, a pesar de ello, se producen, borrar los daños por ellos causados mediante la indemnización jurídicamente impuesta de esos dalos, en la medida en que sea posible, y procurar que no se repitan en el futuro, mediante el castigo necesario. A ato responden las leyes de policía y las. leyes civiles y penales, para usar las expresiones consagradas. Pero a estas materias viene a añadirse otra que, por la peculiaridad de su naturaleza, merece un trato absolutamente peculiar. Existe, en efecto, una clase de ciudadanos a la que sólo pueden aplicarse con ciertas reservas los principios expuestos anteriormente, los cuales se refieren siempre a hombres que se hallan en el ejercicio normal de sus fuerzas: nos referimos a quienes no han alcanzado todavía la edad madura y a quienes se hallan privados del ejercicio de sus fuerzas humanas por la demencia o la locura. El estado debe velar también por la seguridad de estas personas, cuya situación puede fácilmente exigir, como de suyo se comprende, un trato especial. Esto plantea, por tanto, para terminar, los deberes del estado como supremo tutor —empleando la expresión acostumbrada— de todos los ciudadanos incapaces. Con esto, creo dejar trazadas —puesto que, después de lo dicho anteriormente, no necesito añadir ya nada respecto a la seguridad contra el enemigo exterior— las líneas generales de todos los puntos a que el estado debe dirigir su atención. Lejos de pretender ahondar en todas las materias, tan prolijas y tan difíciles, que dejamos señaladas, nos contentaremos con desarrollar en cada una de ellas, con la mayor brevedad posible, los principios supremos, en la medida en que interesen a nuestra investigación. Solamente después de hacer esto podremos dar por terminado el intento de agotar en su totalidad el problema planteado y de circunscribir la acción del estado en todos sus aspectos dentro de los límites correspondientes.
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XV RELACIÓN ENTRE LA TEORÍA, EXPUESTA Y LOS MEDIOS NECESARIOS PASA MANTENER EN PIE E». EDIFICIO DEL ESTADO, E N GENERAL
Instituciones financieras.—Régimen político interior.—Examen de la teoría expuesta, desde el punto de vista del derecho.—Punto de vista principal en toda esta teoría.— En qué medida podría encontrar apoyo en la historia y en la estadística.—Separación entre las relaciones de los ciudadanos con el estado y las de los ciudadanos entre si— Necesidad de esta separación.
Después de exponer lo que, según el resumen de nuestro plan de conjunto hecho anteriormente, nos quedaba todavía por examinar, creemos haber estudiado el problema que nos ocupa del modo más completo y preciso que permitían nuestras fuerzas. Podríamos, por tanto, dar por terminada aquí nuestra investigación, si no tuviésemos que examinar todavía un punto que puede influir muy considerablemente en todo lo expuesto con anterioridad, a saber: el de los medios que no sólo condicio-nan la acción del estado; sino que deben incluso asegurar su propia existencia. Aun para alcanzar los fines más limitados, el estado necesite contar con ingresos suficientes. Mi ignorancia de todo lo que se refiere a cuestiones financieras me impide entrar a este propósito en largos razonamientos. Además, éstos no son tampoco necesarios, según el plan seguido por nosotros, pues ya advertíamos al comienzo mismo de esta investigación que aquí no habríamos de tratar del caso en que los fines del estado se determinasen con arreglo a la cantidad de los medios de acción de que aquél dispusiese, sino por el contrario, de la movilización de los medios necesarios con arreglo a los fines perseguidos. Indicaremos únicamente, para evitar un vacío, que la idea central según la cual son los fines humanos lo que presiden el estado, con la consiguiente limitación de los fines del estado mismo, no debe perderse de vista tampoco en el terreno financiero. Esto lo vemos comprobado con suficiente elocuencia si nos fijamos, aunque solo sea por alto, en el entronque de tantas instituciones de policía con las instituciones financieras. En nuestro modo de ver sólo existen tres clases de ingresos para el estado: 1° los ingresos que se derivan de las propiedades reservadas o
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adquiridas por él; 2 ingresos por impuestos directos; 3"? ingresos por impuestos indirectos. Toda propiedad del estado tiene consecuencias dañosas. Ya más arriba hemos hablado de la superioridad de que el estado goza siempre, como tal estado; si además es propietario, tiene necesariamente que intervenir en muchas relaciones privadas. Allí donde las instituciones del estado no responden a una necesidad o donde ésta no influye para nada, es perjudicial que decida el poder, conferido «elusivamente en atención a aquella necesidad. También llevan aparejados sus inconvenientes los impuestos indirectos. La experiencia enseña que el establecimiento y la percepción de estos tributos exige numerosas instituciones que no pueden ser aprobadas incuestionablemente según nuestros razonamientos anteriora. No quedan, pues, más que los impuestos directos. Entre los posibles sistemas de impuestos directos, el más sencillo es, indiscutiblemente el sistema fisiocrático. Sin embargo —y esta es una objeción que ha sido formulada ya repetidas veces—, en él no se incluye uno de los productos más naturales: la fuerza del hombre, la cual, siendo considerada en nuestras instituciones como una mercancía en cuanto a sus resultados, a sus trabajos, debe someterse también a tributación. Y aunque el sistema de los impuestos directos, volviendo a él, se califique, no sin razón, como el peor y más inadecuado de todos los sistemas financieros, no debe olvidarse tampoco que un estado cuya acción se circunscribe dentro de límites tan estrechos no necesita de grandes ingresos y que, además, cuando el estado no posee intereses propios, distintos de los intereses de sus ciudadanos, puede contar siempre con la ayuda de una nación libre y que, por serlo, es también, según la experiencia de todos los tiempos, una nación acomodada. Así como la cuestión financiera puede entorpecer la aplicación de los principios establecidos anteriormente, el régimen político interior del atado puede también, y acaso en mayor medida, oponer obstáculos a su realización. En efecto, tiene que existir necesariamente un medio que enlace entre sí a la parte dominante y a la parte dominada de la nación, que asegure a la primera la posesión del poder que le ha sido conferido y a la segunda el disfrute de la libertad a ella reservada. Este fin ha intentado alcanzarse en diversos estados acudiendo a distintos medios; unas veces, reforzando el poder físico del gobierno, por decirlo así —lo cual constituye, indudablemente, un peligro para la libertad—, otras veces estableciendo varios poderes contrapuestos y otras, finalmente,
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difundiendo entre la nación un espíritu favorable a la constitución del estado. Sin embargo, este último método, aunque haya producido, sobre todo en la Antigüedad, figuras muy hermosas, puede fácilmente perjudicar al desarrollo de los ciudadanos en su individualidad, conduce no pocas veces a la unilateralidad y es, por consiguiente, el medio menos aconsejable dentro del sistema aquí establecido. Con arreglo a éste, deberá optarse más bien por un régimen político que ejerza una influencia positiva especial lo menos marcada posible sobre el carácter de los ciudadanos y que sólo inculque en éstos el más alto respeto del derecho ajeno, unido al más acendrado amor por la propia libertad. No intentaremos examinar aquí cual de las constituciones estatales concebibles reúna estas condiciones, pues este examen compete, en realidad a la teoría de la política en sentido estricto. Nos contentaremos con unas cuantas observaciones breves, que demuestran, por lo menos, la posibilidad de semejante constitución. El sistema aquí expuesto fortalece y multiplica el interés privado de los ciudadanos, por cuya razón podría aparecer que va en detrimento del interés público. Sin embargo, lo que hace es unir éste con aquél, de un modo tan estrecho que no se conciba el uno sin el otro, debiendo reconocerlo asi todo ciudadano, puesto que todo el mundo aspira a disfrutar de libertad y de seguridad. Ningún sistema, por tanto, más adecuado que éste para mantener et amor a la constitución del estado, que tantas veces y tan en vano se procura cultivar por medios muy artificiales. A esto hay que añadir que el estado, cuando no pretende actuar demasiado, exige un poder más reducido y medios de defensa más pequeños. Finalmente de suyo se comprende que aquí, como en tantos otros terrenos, se hace necesario, a veces, sacrificar la fuerza- o el disfrute a los resultados perseguidos. Con lo expuesto, podríamos dar por resuelto, en la medida de nuestras fuerzas actuales, el problema planteado, consistente en circunscribir la acción del estado en todos los aspeaos con los límites que nos parecían a la vez necesarios y provechosos. Mas, para ello, hemos elegido exclusivamente el punto de vista de lo mejor; al lado de él, no dejaría de ser interesante señalar también el del derecho. Sin embargo, allí donde una sociedad estatal se traza libre y voluntariamente un cierto fin y límites seguros para su acción, este fin y estos límites —siempre y cuando que el determinarlos se halle dentro de las facultades de quienes los determinan— son, naturalmente, legítimos. Por
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el contrario, cuando no se establezca esa expresa determinación, el estado deberá, lógicamente, esforzarse por reducir su acción a los limites prescritos por la teoría pura, teniendo en cuenta también los obstáculos, ya que el olvido de éstos traería como consecuencia un quebranto maj a . Por tanto, la nación tendrá derecho a exigir que aquella teoría se aplique siempre en la medida en que estos obstáculos no lo impidan, pero nunca en una medida mayor. Hasta aquí, no hemos mencionado ninguno de estos obstáculos, pues nos hemos limitado a exponer la teoría pura. Hemos intentado, en términos generales, descubrir la situación más ventajosa para el hombre dentro del estado. Y a nuestro juicio, ésta consiste en combinar la más variada individualidad y la independencia más original con la asociación también más variada y más íntima de diversos hombres, problema que sólo puede resolverse con la máxima liberad. Las presentes páginas no tienen, en rigor, otra finalidad que exponer la posibilidad de un estado que ponga los menores obstáculos posibles a este fin último esbozado aquí, y éste viene siendo también, desde hace largo tiempo, el objeto de todas mis reflexiones. Me daré por satisfecho si he acertado a demostrar que este principio debe servir de ideal al legislador, por lo menos en todas las instituciones del estado. Las ideas aquí expuestas podrían ser ilustradas en gran medida por la historia y la estadística, si ambas se enfocasen sobre el fin último apuntado. En general siempre hemos creído que la estadística estaba necesitada de una reforma. En vez de limitarse a suministrar datos referentes a magnitudes, número de habitantes, volumen de la riqueza y de la industria de un país, etc., partiendo de los cuales no es posible llegar nunca a juzgar integramente y con seguridad de la situación de ese país, la estadística, partiendo del carácter natural del país y de sus habitantes, debiera esforzarse en exponer la cuantía y la clase de sus fuerzas activas, pasivas y de disfrute y en señalar paso a paso las modificaciones que estas fuerzas experimentan, en parte mediante la asociación nacional de por sí y en parte mediante las instituciones dé estado. En efecto, el régimen del estado y la asociación nacional, por muy estrechamente enlazados que se hallen entre sí, no deben nunca confundirse. Por debajo de las relaciones concretas que la constitución del estado imponga a los ciudadanos, ya sea mediante la supremacía y d poder o por medio de la costumbre y de la ley, hay otras relaciones, infinitamente variadas y no pocas veces cambiantes, que los propios
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ciudadanos establecen voluntariamente entre sí. Y esta última acción, la acción voluntaria y libre de la nación consigo misma, es en realidad la que suministra todos los bienes que los hombres anhelan cuando se agrupan en una sociedad. La constitución del estado en sentido estricto se halla supeditada a esto como a su fin, siendo aceptada siempre como un medio necesario y además, puesto que lleva siempre aparejadas restricciones a la libertad, como un mal necesario. Por eso otro de los propósitos secundarios de nuestro estudio era el señalar las consecuencias perjudiciales que supone para el disfrute, las fuerzas y el carácter de los hombres el confundir la acción libre de la nación con la acción impuesta por el régimen de estado. XVI APLICACIÓN DE LA TEORÍA EXPUESTA A LA REALIDAD Relación de te verdades teóricas, en genera!, con su aplicadón.—Prudencia necesaria en estos casos.—En toda reforma, el nuevo estado de cosas debe enlazarse con el anterior.—El mejor modo de conseguir esto es hacer arrancar la reforma de lai ideas de los hombres.—Principios de toda reforma que de esto se derivan.—Aplicación de los mismos a la presente investigación.—Principales características del sistema preconizado.—Peligros que hay que prever en la aplicación del mismo.— Pasos sucesivos necesarios que surgen en ella.—Principio supremo que hay que seguir en esto.—Relación de este principio con los principios fundamentales de k teoría expuesta.—Principios de la necesidad que emana de aquella combinación.— Ventajas del mismo.—Conclusión.
El desarrollo de las verdades que se refieren al hombre, y especialmente al hombre como ser activo, envuelve siempre el deseo de ver aplicado a la realidad aquello que la teoría establece como exacto. Este deseo corresponde a la naturaleza del hombre, al que rara vez satisfacen los beneficios serenos y saludables de las ideas puras, y su vivacidad aece a medida que el hombre se interesa benéficamente por la dicha de la sociedad. Sin embargo, por muy natural que este deseo sea de por sí y por muy nobles que sean las fuentes de que brota, acarrea no pocas veces dañosas consecuencias, las cuales suelen ser incluso más dañosas que la fría indiferencia o —puesto que lo contrario a ésta puede engendrar precisamente idéntico resultado— la pasión ardorosa, que, menos preocupada por la realidad, se alimenta solamente con la belleza pura
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de las Meas. Lo verdadero, tan pronto como echa raíces profundas —aunque sdlo sea en «8 hombre—, produce siempre, sí bien de un modo más lento y callado, efectos saludables sobre la vida real; en cambio, aquello que se transfiere directamente a ésta cambia no pocas veces de forma por el mero hecho de transferirse y no repercute siquiera sobre el mundo de las ideas. Por eso existen también ideas que el sabio jamás intentaría siquiera realizar. Más aún; la realidad no se halla nunca ni en época alguna suficientemente madura para los más bellos y más sazonados frutos del espíritu; el alma del forjador, cualquiera que éste sea, sólo puede representarse el ideal como un modelo inasequible, Y estas razones aconsejan, ante la teoría menos dudosa y más consecuente, una prudencia extraordinaria en lo que se refere a su aplicación. Son estas razones las que me mueven, antes de poner fin a este estudio, a examinar del modo más completo y al mismo tiempo con la mayor brevedad que me permitan mis fuerzas, hasta qué punto pueden aplicarse en la realidad los principios teóricamente desarrollados en páginas anteriores. Este esamen servirá, a la vez, para evitar que se me acuse de dictar directamente a la realidad, con lo que dejo expuesto, una serie de reglas o, simplemente, de reprobar en la realidad lo que contradice a lo sostenido en estas páginas; pretensión arrogante en la que yo no incurriría aun cuando considerase absolutamente exacto e indiscutible lo mantenido en las páginas anteriores. Siempre que se trata de transformar el presente, el estado actual de cosas tiene necesariamente que ir seguido de un estado de cosas nuevo. Ahora bien; toda situación en que se encuentra el hombre y todo objetó que le rodea provoca en su interior una determinada forma fija. Esta forma no puede convertirse en cualquier otra que el hombre elija, y el intentar imponerle otra forma inadecuada sería, al mismo tiempo, frustrar su fin ultimo y matar su fuerza. Si recorremos las revoluciones más importantes de la historia, vemos sin esfuerzo que la mayor parte de ellas surgen de las revoluciones periódicas del espíritu humano. Y nos confirmamos todavía más en esta idea si valoramos las fuerzas que provocan, en rigor, todas las transformaciones de la tierra incluyendo entre ellas las humanas —puesto que las de la naturaleza física, dada la marcha uniforme e imperturbable de ésta, son menos importantes desde nuestro punto de vista, y las que afectan a los seres irracionales no tienen ninguna importancia de por sí, en este mismo aspecto—,
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asignando a las últimas la parte fundamental. La fuerza humana sólo puede manifestarse de un modo en cada período, aunque modificando este modo con una infinita diversidad; muestra, por tanto, en cada momento, un carácter unilateral que, si abarcamos una sucesión de períodos, presenta la imagen de una multiplicidad de aspectos maravillosa. Cada estado anterior de la misma es o bien la causa plena del estado siguiente o, por lo menos, la causa limitada, ya que las circunstancias externas concomitantes sólo pueden hacer surgir precisamente el estado de cosas subsiguiente. Es, pues, aquel estado anterior y son las modificaciones que experimenta las que determinan cómo las nuevas circunstancias han de influir sobre el hombre, y el poder de esa determinación es tan grande, que no pocas veces estas mismas circunstancias adquieren una forma totalmente distinta por virtud de ella. De aquí que todo lo que ocurre en la tierra pueda considerarse bueno y saludable, pues la fuerza interior del hombre, cualquiera que sea su naturaleza, es la que lo domina y preside todo, y esta fuerza interior no puede actuar nunca, en ninguna de sus manifestaciones, puesto que todas ellas le infunden, en un aspecto o en otro, más fuerza o más cultura, más que de un modo beneficioso, aunque sea en distinto grado. Así se explica, además, que toda la historia del género humano deba considerarse, tal vez, como una'sucesión natural de las revoluciones de la fuerza humana, lo cual no sólo debiera reputarse acaso como la elaboración más ejemplar de la historia, sino que, además debiera enseñar a todos los que se esfuerzan en influir sobre los hombres el camino de progreso por el que puedan conducirse las fuerzas humanas y el que, por el contrario, no debe trazarse nunca a éstas. Esta fuerza interior del hombre, con su dignidad y el respeto que ella inspira, debe ser tenida en cuenta muy preferentemente, como también debe ser tomada en consideración por el poder con que se impone a todas las demás cosas. Por consiguiente, quien emprenda el duro trabajo de entretejer sutilmente un nuevo estado de cosas con el estado de cosas anterior, no deberá perder de vista jamás aquella fuerza interior del hombre; por eso, lo primero que tendrá que hacer será observar en todo su alcance los efectos que el presente surte sobre los espíritus. Si quisiera prescindir de esto, podría transformar tal vez el aspecto externo de las cosas, pero nunca el espíritu de los hombres, el cual se trasplantaría necesariamente a todas las instituciones nuevas que se le impusiesen por la fuerza. Ni
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debe creerse tampoco que el hombre se mostrará tanto más reacio al estado de cosas subsiguiente cuanto mayor sea la fuerza con que el presente actúe sobre él. En la historia del hombre es precisamente donde más de cerca se combinan entre sí los extremos, y toda situación exterior, cuando se la deja seguir actuando sin impedimento, labora, no por consolidarse, sino por destruirse. Esto no lo demuestra solamente la experiencia de todos los tiempos, sino que es propio de la naturaleza del hombre; tanto del hombre activo, del que no se aferra nunca a un objeto más tiempo del necesario para alimentar en él su energía y que, por tanto, pasa a otro objeto con tanta mayor facilidad cuanto menos embarazado se ve para ocuparse del objeto anterior, como del hombre pasivo, en el que si es cierto que la duración de la presión embota la fuerza, hace sentir también la presión con mayor dureza. Ahora bien; sin necesidad de tocar la forma actual de las cosas, cabe influir sobre el espíritu y el carácter de los hombres e imprimirles una dirección que no corresponda ya a aquella forma; y esto precisamente es lo que el sabio intentará hacer. Es el único modo de llevar el nuevo plan a la realidad exactamente tal y como se ha concebido en la idea; por cualquier otro camino que se siga, aún descartando los daños que se producen siempre que se entorpece la marcha natural del desarrollo humano, el plan se verá modificado, transformado y desfigurado siempre por lo que aún subsiste del estado anterior en la realidad o en la cabeza de los hombres. Pero, una vez eliminado este obstáculo del camino, el estado de cosas acordado, sin tener en cuenta el que le precedió ni la situación actual producida por él, podrá surtir ya todos sus efectos y nada se opondrá a la ejecución de la reforma. Según esto, los principios más generales que presiden la teoría de todas las reformas podrían resumirse del modo siguiente: 1. Los principios de la pura teoría nunca deben transferirse a la realidad hasta que ésta, en toda su extensión, no les impida ya producir los efectos que de suyo producirían siempre, sin ninguna ingeriencia extraña. 2. Para que se opere la transición del actual estado de cosas al nuevo estado de cosas acordado, hágase, en la medida de lo posible, que toda reforma arranque de las ideas y las cabezas de los hombres. En los principios puramente teóricos establecidos anteriormente he-
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mos tomado siempre como punto de partida, indudablemente, la naturaleza del hombre, sin atribuirle tampoco ninguna capacidad extraordinaria, sino simplemente la medida ordinaria de las fuerzas; sin embargo, nos hemos representado siempre el hombre en la forma que necesariamente le es peculiar y sin que se hallase conformado todavía por una determinada modalidad. Pero el hombre no existe nunca así; las circunstancias dentro de las que vive le imprimen siempre y en todas partes una forma positiva, más o menos divergente de aquel tipo normal. Por tanto, siempre que un estado se esfuerce en extender o restringir los límites de su acción ajustándose a los principios de una teoría exacta, debe tener presente cuidadosamente esta forma. La desproporción entre la teoría y la realidad, en este punto de la administración del estado, se traducirá siempre, como no es difícil prever, en una falta de libertad, pudiendo llegarse a creer que la ausencia total de trabas es un objetivo asequible y saludable en todos sus aspectos y en cualquier momento. No obstante, por cierta que sea de por sí esta afirmación, no debe olvidarse que lo que de un lado entorpece la fuerza como una traba, es, de otro lado, materia propicia para alimentar su actividad. Ya al comenzar ette estudio hemos observado que el hombre propende más a la dominación que a la libertad, y un sistema de dominación no satisface solamente al dominador que lo implanta y lo mantiene, sino que quienes lo sirven se consideran honrados también por la idea de formar parte de un todo que se extiende sobre las fuerzas y la vida de diversas generaciones. Allí donde impere esta idea, tiene forzosamente que declinar la energía, dejando paso a la pereza y a la pasividad, cuando se pretenda obligar al hombre a actuar solamente de por sí y para sí, dentro del campo que abarquen sus fuerzas individuales y durante el tiempo exclusivamente que le sea dado vivir. Cierto que de este modo es como únicamente puede actuar en un espacio más ilimitado y por un tiempo más imperecedero; pero no actúa de un modo tan inmediato y lo que hace es más expandir semillas que se desarrollan por sí mismas que levantar edificios en los que se ve la huella de su propia mano, y hace falta un grado superior de cultura para alegrarse más de la actividad consistente en crear fuerzas, dejando a cargo de ellas mismas la creación de los resultados, que de la que consiste en engendrar directamente éstos. Este grado de cultura constituye la verdadera madurez de la libertad. Sin embargo, está madurez no se encuentra nunca ni en parte alguna en toda su
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perfección y, a nuestro juicio, será siempre ajena, en este grado de perfección» al hombre sensible gustoso de salirse de su propia órbita. ¿Qué deberá hacer, pues, el estadista que quiera emprender semejante transformación? En prima lugar, en cada paso nuevo que dé sin seguir las huellas de la situación existente, atenerse estrictamente a la pura teoría, a menos que exista en el presente una circunstancia que, al ser injertada en ella, la modificaría o destruiría total o parcialmente sus consecuencias. En segundo lugar, dejar subsistir tranquilamente todas las restricciones a la libertad basadas en el presente, mientras los hombres no den pruebas infalibles de considerarlas como trabas insoportables, de sentir su opresión y de hallarse, por tanto, en este aspecto, maduros para la libertad, pero, tan pronto como esto ocurra, suprimirlas sin dilación. Finalmente, estimular por todos los medios la madurez de los hombres para la libertad. Esto último es, indiscutiblemente, lo más importante y al mismo tiempo lo más sencillo dentro de este sistema, pues nada hay que tanto estimule esta madurez para la libertad como la libertad misma. Esta afirmación no la suscribirán, evidentemente, quienes se apresuran en todo momento a alegar precisamente esta falta de madurez de los hombres como pretexto para seguir manteniendo la opresión. Pero, a nuestro juicio esa conclusión se desprende incuestionablemente de la propia naturaleza del hombre. La falta de madurez para la libertad sólo puede brotar de la carencia de fuerzas intelectuales y morales; sólo laborando por suplir o elevar estas fuerzas se puede contrarrestar aquella falta, mas para ello es indispensable ejercer las tales fuerzas, y este ejercicio supone libertad e iniciativa personal. Claro está que conceder libertad no significa precisamente librar al hombre de trabas que el interesado no siente como tales. Pero, de ningún hombre del mundo, por desasistido que se halle de la naturaleza o degradado por su situación, puede decirse que todas las trabas que le oprimen se hallen en ese caso. Por consiguiente, lo que tiene que hacer el gobernante es desligar al hombre de sus ataduras gradualmente y a medida que se vaya despertando en él el sentimiento de la libertad, y cada nuevo paso que se dé acelerará el progreso. Los signos anunciadores de este despertar pueden tropezar con grandes dificultades, pero éstas no estriban tanto en la teoría como en su aplicación; la cual no permite nunca reglas especiales, sino que, en este caso como en todos, es obra exclusiva del genio. En teoría, nosotros procuraríamos esclarecer del
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siguiente modo este problema, indudablemente muy difícil e intrincado. El legislador deberá tener presente, incuestionablemente, dos cosas: 1^ la pura teoría, desarrollada hasta en el menor detalle; a* el status de la realidad concreta que se proponga transformar. La teoría, no sólo deberá abarcarla en todas sus partes, hasta en el menor detalle y del modo más completo, sino que deberá, además, tener presentes las consecuencias necesarias de los distintos principios en toda su extensión, en sus diversas ramificaciones y en su mutua interdependencia, aun cuando no todos puedan llevarse a la práctica al mismo tiempo. Asimismo —aunque esto sea, sin duda, infinitamente más difícil— deberá estar informado acerca del estado de la realidad, acerca de todos los vínculos que el estado impone a los ciudadanos y que éstos establecen entre sí en contra de los puros principios de la teoría y bajo la protección del estado, y de todas las consecuencias de los mismos. Hecho esto, deberá comparar entre sí dos cuadros, y el momento oportuno para llevar a la práctica un principk» de la teoría será aquel en que se considere, como resultado de dicha comparación, que, aún después de transferida la realidad, el principio permanecerá inmutable y además producirá las consecuencias reflejadas en el primer cuadro o en que, por lo menos, ya que eso no sea posible, haya de suponerse que, al acercar todavía más la realidad a la teoría, se corrija o remedie el defecto. Esta meta final, esta completa aproximación de la realidad a la teoría, es la que debe servir de objetivo constante a la mirada del legislador. Esta idea, en cierto modo plástica, puede parecer extraña y acaso todavía más que eso; podría decirse que es imposible «razar con fidelidad esos cuadros, y mucho más aún establecer una comparación exacta entre ellos. Y todas estas objeciones son fundadas, pero pierden mucho de su fuerza si se tiene en cuenta que la teoría sólo exige libertad, y la realidad, en la medida en que difiere de ella, sólo revela coacción, la causa por la que no se cambia la libertad por la coacción no puede consistir más que en una imposibilidad, la cual con arreglo a la naturaleza del problema, sólo puede estribar en una de estas dos cosas: o bien en que los hombres o la situación no están todavía maduros para la libertad y en que, por tanto, ésta destruiría los resultados sin los que no puede concebirse ninguna libertad, ni siquiera la propia existencia, o bien en que no producirían los resultados saludables que siempre los acompañan. Pero, ambas cosas sólo pueden enjuiciarse representándose en toda su
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extensión el estado de cosas actual y el que existiría después de modificado y comparando cuidadosamente entre sí su forma y sus efectos. Además, la dificultad se reduce más todavía si se considera que el propio estado no puede implantar ninguna reforma antes de que aparezcan los indicios de ella en los mismos ciudadanos; no puede suprimir las trabas sino cuando su presión se haga ya sentir en los que las sufren; es decir que, en cierto modo, el estado tiene que limitarse a ser un simple espectador y cuando se plantee la necesidad de abolir una restricción puesta a la libertad, calcular simplemente la posibilidad o imposibilidad de hacerlo, dejándose guiar exclusivamente por aquella necesidad. Finalmente, no necesito advertir aquí que sólo nos referimos al caso en que al estado se le ofrezca la posibilidad no solamente física, sino también moral, de implantar una reforma y en que, por tanto, no se opongan a ésta los principios del derecho. Desde este punto de vista, no debe olvidarse que el derecho natural y el derecho general constituyen la única base de todo el derecho positivo, por cuya razón debemos remontarnos siempre a ellos; de donde se deduce que, para invocar una norma jurídica que es, en cierto modo, fuente de todas las demás, nadie ni bajo concepto alguno puede adquirir un derecho con las fuerzas o el patrimonio de otro obrando a su antojo, sin contar con el consentimiento de éste u obrando en contra de él. Sentada esta premisa, nos aventuramos, pues, a establecer el principio siguiente; El estado, en lo que se refiere a los límites de su actuación, debe procurar que la realidad de las cosas se ajuste a los postulados de la teoría exacta y verdadera, en la medida en que ello sea posible y no existan razones de verdadera necesidad que se opongan. La posibilidad de ello consistirá en que los hombres se hallen suficientemente preparados para recibir la libertad que profesa siempre la teoría y en que ésta pueda producir los efectos saludables que la acompañan siempre, a menos que existan obstáculos que lo impidan; la necesidad contraria podrá estribar en que la libertad, una vez conferida, no destruya resultados sin los cuales corre peligro no sólo cualquier progreso ulterior, sino la propia existencia. Y ambas cosas deberán apreciarse siempre como consecuencia de una comparación cuidadosamente establecida entre la
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situación actual y la situación modificada y sus efectos respectivos. Este principio se deriva íntegramente de la aplicación a este caso especial del principio que más arriba establecíamos con vistas a todas las reformas. En efecto, lo mismo cuando los hombres no se hallen preparados para la libertad que cuando ésta ponga en peligro los resultados necesarios de que hemos hecho mención, la realidad impide que los principios de la pura teoría produzcan los efectos que producirían necesariamente si no interviniesen factores extraños y, dicho esto, no tenemos nada más que añadir para glosar el principio aquí formulado. Podríamos, indudablemente clasificar las diferentes situaciones que puede presentar la realidad, demostrando a la luz de ellas la aplicación de aquel principio. Pero, esto sería obrar en contra de nuestros propios principios. Hemos dicho, en efecto, que toda aplicación de aquella norma fundamental exige abarcar con la mirada el todo y cada una de sus partes en su más exacta trabazón, lo cual no es posible procediendo por meras hipótesis. Si ponemos esta regla que debe presidir la actuación práctica del estado en relación con las leyes que impone a éste la teoría desarrollada en páginas anteriores, vemos que el estado debe ajustar siempre su acción al imperativo de la necesidad. En efecto, nuestra teoría sólo le permite velar por la seguridad porque la consecución de este fin escapa a las posibilidades del hombre individual, es decir, porque, esta función impuesta al estado es la única necesaria; y la regla de su conducta práctica le vincula estrictamente a la teoría, siempre y cuando que el presente no le obligue a desviarse de ella. Todas las Meas expuestas a lo largo del presente estudio van, pues, encaminadas como a su meta final al principio de la necesidad. En la pura teoría, es exclusivamente la peculiaridad del hombre natural la que determina los límites de esta necesir dad; en su aplicación, hay que tener en cuenta, además, la individualidad de lo real. Creemos que este principio de la necesidad debe ser el que dicte la suprema norma a todo esfuerzo práctico dirigido al hombre, pues es el único que conduce a resultados seguros e indiscutibles. El principio de la utilidad, que podría contraponerse a él, no permite un enjuiciamiento puro y exacto. Este exige cálculos de probabilidades, los cuales, aún descontando el que, por su propia naturaleza, no pueden hallarse exentos de error, se encuentra siempre expuesto al peligro de
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fracasar ante las circunstancias imprevistas más insignificantes; en cambio, lo necesario se impone por sí mismo con gran fuerza al sena* miento del hombre, y lo que la necesidad ordena no sólo es útil siempre, sino que es incluso indispensable. Además, lo útil, puesto que la escala de gradaciones de ello es infinita, exige siempre nuevas y nuevas medidas» al revés de las limitaciones impuestas a lo exigido por la necesidad que, dejando un margen mayor a la propia fuerza, disminuyen la necesidad de ésta. Finalmente, la función de velar por lo útil conduce la mayor parte de las veces a medidas positivas, mientras que la de velar por lo necesario conduce en la mayoría de los casos a medidas negativas,90 toda vez que —dada la intensidad de la fuerza del hombre para obrar por su cuenta—la necesidad no se plantea fácilmente como no sea para librar al hombre de cualquier traba que le oprima. Por todas estas razones —a las que, en un análisis más minucioso, podrían agregarse todavía otras— ningún otro principio es tan conciliable como éste con el respeto debido a la individualidad <JC l° s seres dotados de propia iniciativa y con el cuidado de la libertad que este respeto impone. Finalmente, el único medio infalible para infundir poder y prestigio a las leyes es el hacerlas descansar exclusivamente en este principio. Divasos caminos han sido propuestos para llegar a este objetivo final; se ha indicado principalmente, como el medio más seguro, el de convencer a los ciudadanos de la bondad y la utilidad de las leyes. Pero, aun concedida esta bondad y esta utilidad en un caso concreto, no es posible convencerse nunca de la utilidad de una institución sin un cierto esfuerzo; diversas ideas producen distintos criterios acerca de esto y la propia inclinación del hombre se encarga de contrarrestar el convencimiento, puesto que todo el mundo, por muy de buen grado que acoja lo que él mismo cree útil, se resiste siempre contra lo que tratan de imponerle como tal. En cambio, nadie deja de inclinarse voluntariamente bajo el yugo de la necesidad. Es cierto que, en situaciones complicadas resulta difícil incluso el comprender lo que es necesario, pero la aplicación del principio
** La contraposición jerarquizada de los actos "positivos" y "negativos" tal como aquí aparece es fundamental para comprender el modo como concibe Humboldt, por naturaleza, la actitud que debe adoptarse ante la realidad. Por naturaleza, se resiste a todo lo que signifique ingerencia en los acaecimientos del mundo circundante, y es aquí en el carácter dado, donde se hallan las raíces mis profundas de sus ideas. ( E 4 )
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que aquí se mantiene simplifica las situaciones y hace que la comprensión de lo necesario resulte siempre más fácil. Con esto, hemos recorrido ya el campo que dejamos deslindado al comenzar el presente estudio. En este recorrido, creemos haber estado animados por el respeto más profundo para la dignidad interior del hombre y para la libertad, único régimen adecuado a ella. {Ojalá que las ideas por nosotros expuestas y la expresión con que las hemos revestido no sean indignas de este sentimicntol
II PROBLEMAS DE ORGANIZACIÓN DE LA ENSEÑANZA DE UN "DICTAMEN SOBRE LA ORGANIZACIÓN DE LA COMISIÓN SUPERIOR DE EXÁMENES" 0809) LAS LISTAS DI conducta que los directores de colegios envían actualmente pueden seguirlas enviando del mismo modo, y al mismo tiempo remitir a la sección legislativa un informe que abarque a todos los miembros de su colegio y en el que se exponga, principalmente, la clase de trabajos en que más se destaca cada uno de ellos, incluyendo o, por lo menos, mencionando los trabajos más notables realizados por él durante el año actual. No hemos de examinar aquí hasta qué punto esta medida podría ser utilizada para ejercer una censura o un control efectivo. Lo que aquí nos interesa es el uso que podría hacerse de ella para conocer a los interesados, conocimiento necesario no pocas veces incluso después de realizado el examen. La experiencia demuestra cuan difícil es, a veces, decidir el sitio en que podría ser más útil una persona de cuya capacidad, en conjunto, estamos convencidos, y esta decisión se facilitaría bastante, por lo menos, estableciendo en la sección legislativa un archivo de juicio sobre la misma persona, mantenido al día y acompañado de las pruebas documentales correspondientes, al que tuviesen libre acceso todos los jefes llamados a proponer en la provisión de cargos. Asegurándose la dignidad y el secreto necesarios, no habría por qué temer que este sistema diese lugar a abusos, sobre todo porque este tipo de censura no entraría 3. enjuiciar para nada el carácter ni las costumbres de la persona interesada. Este sistema establecería, además, un régimen de emulación muy distinto del que mantienen las listas ordinarias de conducta, en las cuales 15S
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lo más importante es la puntualidad y la cantidad de trabajo rendido. La seguridad de que los buenos trabajos no sólo no quedarían enterrados en el expediente, sino que, lejos de ello, serian valorados por personas apartadas de todo interés material inmediato y que sólo verían en ellos frutos de la actividad espiritual y la energía de carácter de sus autores, serviría de incentivo al trabajo, y, aunque no fuese más que como colección de labores más o menos ejemplares y eminentemente prácticas, este archivo tendría ya un interés. No hace falta decir que no tendría que tratarse simplemente de refundiciones, sino, igualmente y sobre todo, de trabajos verdaderamente prácticos, registrados exactamente con el éxito conseguido y con las dificultades vencidas. Además, estos informes sólo deberían ocuparse extensamente de las personas más destacadas. El hecho de no ser mencionado u ocupar poco espacio en ellos sería considerado ya como un indicio bastante desfavorable. Finalmente, esta medida serviría también a la Comisión superior de exámenes para controlar su propia actuación. Tendría, de este modo, de vez en cuando, ocasión de comprobar hasta qué punto es posible, aun en término de pocos años, imprimir al espíritu otra dirección, y a veces podría también, volviendo la mirada hacia su interior, rectificar sus propios juicios... La parte general de los exámenes deberá ser tratada, sobre todo en lo que se refiere a los examinadores de la Sección de Enseñanza, con el mayor cuidado y también con la mayor prudencia. No pocas veces, deberá provocar ciertos temas simplemente para ver si el examinando está empapado en ellos o no, pero cuidando mucho de no convertir este examen en una prueba de erudición, como si se tratase de comisiones científicas o técnicas, ni en un examen de estudios, como los que deben realizarse en las universidades. En general, estos examinadores no deben preocuparse tanto de los conocimientos positivos, que, dentro de este campo, sólo pueden ser conocimientos generales adquiridos por el estudio, como de examinar el aspecto formal del intelecto del examinando, su capacidad y su modo de tratar, especulativa y prácticamente, una determinada materia... En un alto funcionario del esrado. lo más importante es el concepto que realmente tenga de la humanidad en todos los sentidos, el saber en qué cifra su dignidad y su ideal en conjunto, con qué grado de claridad intelectual lo concibe y con qué calor lo siente; qué extensión
I57 da al concepto de la cultura, qué considera, en ella, como necesario y qué, en cierto modo, como un lujo; qué idea se forma de la humanidad m concreto, qué grado de respeto o de falta de respeto profesa en cuan» a las clases bajas del pueblo, cómo piensa socialmente, si cree que debe dejarse que el hombre perezca dentro del estado, viéndolo con indiferencia, o si, por el contrarío, considera que la forma del estado debe disolverse en la libertad del individuo; si atribuye a la educación y a la religión una fuerza positiva para k formación del hombre o las considera simplemente como materias en las que el hombre va ahondando más y más a medida que se esfuerza por adentrarse en ellas, cualquiera que sea el trato que se les dé; y, finalmente, qué clase de fe y de alegría le animan, en lo que se refiere a la transformación de la nación a que pertenece: si le domina el celo apasionado del reformador o le guía solamente la enérgica voluntad de cumplir Icalmcnte con su deber con arreglo a principios estrictos o siente esa alegría del experimentar con la que disfruta principalmente el propio experimentador; cómo, por último se compaginan en él todas estas ideas, si han surgido sueltas y cada una por su lado, reunidas a la ligera, mantenidas como máximas o elevadas a principios, concebidos claramente al margen de su aplicación o comprendidos y sentidos solamente a la par con ésta. Es así como podemos llegar a saber si un hombre es consecuente o inconsecuente, de naturaleza superior o de naturaleza vulgar, limitado o liberal, de concepciones unilaterales o de amplia visión, y por fin, si le interesan más las ideas o la realidad o si, abrazando el criterio del gran estadista, se deja ganar por la convicción de que sólo puede alcanzarse el objetivo cuando las primeras imprimen su sello a la segunda. Existen miles de medios para investigar todo esto y apenas cabe imaginarse ninguna conversación por medio de la cual no pueda llegarse, en pocas palabras, a un punto desde donde sea posible ver en estos asuntos con bastante claridad; el arte del examinador consistirá en saber mantener un diálogo hábil yflexible,no abordando a la persona a quien se trata de conocer con una serie de ideas preparadas, sino, por el contrario, ajustándose a las que él exponga, sabiendo utilizarlas y desarrollarlas. Y, del mismo modo, cuando tenga delante una persona no muy brillante, deberá arrancar de los temas más comunes de aquellos de donde la individualidad puede remontarse a conceptos más abstractos. Este tipo de examen, que expuesto así, en términos geCOMISIÓN SUPERIOR DE EXÁMENES
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nerales, puede parecer muy difícil y abstracto, debe tomar como punto de partida, exclusivamente, el punto en que, a primera vista, se halla la persona examinada, remontándose a lo sumo a algunos grados más por encima de su capacidad de asimilación, si ve que ésta es pequeña; de este modo no resultará ser nunca, ni siquiera en el campo puramente práctico, demasiado idealista e inadecuado para la realidad de la vida social.
DE UN "DICTAMEN DE LA SECCIÓN DE ENSEÑANZA Y CULTOS" (1809) EL RADIO BE acción
de la Sección de Enseñanza pública y Cultos abarca un campo extraordinariamente grande; abarca conjuntamente la formación moral de la nación, la educación del pueblo, la enseñanza que capacita a los individuos para ejercer las diversas industrias del país» la cultura consagrada a las clases altas y la sabiduría que administran las universidades y las academias. El diluir las actividades de la Sección, enfocándolas sobre cada uno de estos problemas por separado, en vez de esforzarnos en tener presente siempre, al lado de cada uno de ellos, aquello que debe ser el objetivo primordial de todos, me ha parecido perjudicial. De aquí que mi preocupación fundamental se encamine, exclusivamente, a establecer unos cuantos principios sencillos, para obrar estrictamente con arreglo a ellos, no marchando por muchos caminos, sino procediendo en cambio de un modo concreto y enérgico y dejando lo demás al cuidado de la naturaleza, necesitada solamente del impulso y de la dirección inicial. La dificultad del problema estriba en inculcar a la nación y mantener en ella la inclinación a obedecer las leyes, a guardar al regente del país amor y fidelidad inquebrantables, a ser, en lo privado, frugal, moral, religiosa y profesionalmente laboriosa y, finalmente, dedicarse a ocupaciones serias, despreciando todo lo frivolo y lo mezquino. Pero la nación sólo puede llegar a estos resultados si, de una parte, profesa conceptos claros y precisos acerca de sus deberá y, de otra» «tos conceptos se convierten en sentimientos, gracias sobre todo a s« religiosidad. Sobre esta base, indispensable también para las gentes más sencillas, se desarrollan luego, a su vez, los frutos más altos en el campo de las ciencias y las artes, las cuales, si se impulsan por otro camino, degeneran fácilmente en una estéril erudición o en vagos sueños. 159
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El esfuerzo fundamental deberá encaminarse, por tonto, a que toda la nación, teniendo en cuenta solamente la capacidad de asimilación de las distintas clases sociales, eduque sus sentimientos áempre sobre conceptos claros y precisos y a lograr que estos conceptos arraiguen tan profundamente, que se trasluzcan en la conducta y en el carácter del hombre, sin olvidar nunca que los sentimientos religiosos proporcionan el vínculo mejor y más seguro para conseguir esto. La Sección tiene, además, un motivo apremiante para establecer una íntima relación entre las consecuencias saludables de una religiosidad ilustrada y las de una educación bien orientada, y es la lentitud con que la educación suele actuar, cuidándose más de la generación futura que de la presente. Es un error absoluto creer que aun la mejor enseñanza puede ejercer sus efectos verdaderamente saludables sobre la juventud si se descuida la moralidad y la religiosidad de los adultos. Para acometer con éxito la empresa de mejorar a la nación, hay que abordarla al mismo tiempo en todos los aspectos y no creer que la generación más joven debe hallarse sustraída a la parte avanzada de la antigua. Por tanto, del mismo modo que la educación influye sobre la juventud, las prácticas religiosas deben influir sobre los adultos, y los resultados sólo serán verdaderamente beneficiosos cuando la educación y la religión se combinen de un modo perfecto. Es innegable que, en la situación actual de nuestro país, el descuido en que se tiene la educación de los niños repercute perjudicialmente sobre la moral de los jóvenes recién salidos de la escuela, así como también sobre la de los mayores, y que la moralidad de niños educados con verdadero rigor y con arreglo a los postulados de la época, influiría por sí misma, primero en los propios padres, no corrompidos todavía, pero indiferentes, y luego en las demás personas. De este modo, creo poder asegurar a Vuestra Majestad que la Sección tomará como punto de partida, primordialmente y ante todo, aquello que constituye el cimiento fundamental de todos los estados y que para ello empleará siempre los medios más sencillos y más naturales, con exclusión de todo artificio; que no se propondrá nunca como meta, de un modo unilateral, la erudición o el refinamiento, sino la educación del carácter y de los propósitos y que no se fijará nunca exclusivamente en determinadas partes de la nación, sino siempre en su masa total e indivisible. ..
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La Sección de Enseñanza pública basa los principios que le sirven de pauta para su actuación y que, hasta ahora, hemos aplicado más bien de un modo práctico que proclamado y definido en términos expresos, en las ideas desarrolladas al comienzo de este dictamen. La Sección concibe su plan escolar general tomando como base toda la nación y procurando estimular el desenvolvimiento de las fuerzas humanas que es necesario por igual a todas las clases sociales y al que pueden adaptarse fácilmente los conocimientos y aptitudes necesarias para las distintas profesiones. Su esfuerzo tiende, por consiguiente, a dar a los diversos establecimientos de enseñanza, desde el más bajo al más alto, una organización encaminada a hacer de cada subdito de Vuestra Real Majestad un hombre moral y un buen ciudadano, dentro de las circunstancias en que se desenvuelva su vida y tal como éstas lo exijan, evitando que ninguno de ellos reciba la enseñanza a que se consagre de un modo que le haga estéril e inútil para los demás aspectos de su vida; et camino indicado para alcanzar este objetivo consistirá en que los métodos de la enseñanza no se preocupen tanto de que se enseñe tales o cuales cosas, sino de que, a través del estudio, se ejercite la memoria, se aguce la inteligencia, se discipline el juicio y se eduque el sentimiento moral. Por este camino, la Sección ha logrado llegar a un plan mucho más sencillo del que en estos últimos tiempos se ha establecido con preferencia en algunos estados alemanes. En éstos, principalmente en Baviera y en Austria, se procura velar casi por cada clase social de por si. A mi juicio, esto es absolutamente falso y contrario incluso al objetivo final que con ello se persigue. Hay, sencillamente, ciertos conocimientos que deben ser generales y, más todavía, una cierta educación de las ideas y del carácter de que no debe privarse a nadie. Nadie puede ser, evidentemente, un buen artesano, un buen comerciante, un buen soldado o un buen hombre de negocios si, de por sí e independientemente de su profesión específica, no es un buen hombre y un buen ciudadano, honrado y culto, como corresponda a su estado social. Sí la enseñanza que recibe en la escuela se enarga de dotarlo de los elementos necesarios para ello, adquirirá luego mucho más fácilmente la capacitación especial para ejercer su profesión y conservará siempre la libertad necesaria para cambiar de profesión, como con tanta frecuencia acontece en la vida.
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En cambio, si la educación parte de cada profesión específica, lo que hace es formar hombres unilaterales, que no tendrán nunca la pericia ni la libertad necesarias para introducir por sí mismos ampliaciones y correcciones en su profesión, en vez de limitarse a copiar de un modo puramente mecánico lo que otros han hecho en ella antes de ellos. Con este sistema, el hombre pierde fuerza e independencia, y como existen diversas profesiones, por ejemplo la de soldado o la de funcionario, que dependen del estado, éste, al educar exclusivamente para ellas a quienes han de ejercerlas, se impone la carga de emplear y alimentar a estas personas. El servicio público sería mucho mejor y más provechoso para Vuestra Real Majestad sí no se le considerase como un medio de vida, si todos los que ingresan a él lo hiciesen movidos más bien por el deseo de ejercer una función importante que por el afán de resolver su problema de vida y si el estado, deseoso de separar a una persona de su cargo, en vez de verse agobiado como hoy por la preocupación de quitarle el pan, tuviese la seguridad de que podía ganarse fácilmente la vida en otra profesión. Existe, finalmente, la dificultad de que, generalmente, no es posible definir hasta una época relativamente tardía la profesión futura que abrazará el niño o el joven y de que su talento natural, apropiado tal vez para otra, unas veces no se revela o no se reconoce y otras veces se ve ahogado. De aquí que la Sección de Enseñanza pública, dentro del campo de su competencia, anteponga siempre la enseñanza general a las escuelas especiales de artesanos, comerciantes, artistas, etc., guardándose de no involucrar la formación profesional con la educación general del hombre. Considera como encomendados exclusivamente a ella los establecimientos generales de enseñanza y se mantiene en relación con las autoridades competentes del estado para cuanto se refiere a los establecimientos especiales. Según el plan de la Sección, en las ciudades sólo habrá, por consiguiente, escuelas elementales y escuelas de cultura. En las escuelas elementales se enseñará solamente lo que todo individuo debe saber como hombre y como ciudadano; en las escuelas de cultura, se administrarán gradualmente aquellos conocimientos que son necesarios para toda profesión, incluso para las más altas, y el grado de cultura que adquiera el alumno sólo dependerá del tiempo que permanezca en la escuela
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y del curso a que llegue en ella. Sin embargo, como nO todos los alumnos de una ciudad pueden ni deben ser iguales, habrá también escuelas elementales que puedan dar a la enseñanza mayor extensión y un carácter más completo, puesto que las gentes ricas que residen en ellas pagarán honorarios más elevados por educar a sus hijos. Y, de otra parte, las ciudades pequeñas, en las que no pueda haber instituciones culturales superiores que lleguen hasta la universidad, contarán con establecimientos en los que solamente se profesará una parte de la enseñanza correspondiente a las escuelas propiamente de cultura. De este modo, no faltarán tampoco esas escuelas que suelen denominarse escuelas medias y ninguna clase social carecerá del establecimiento de enseñanza adecuado a su formación. Pero habrá en todas partes unidad de plan, para que el paso de una escuela a otra pueda realizarse sin lagunas ni soluciones de continuidad. Hasta aquí, las escuelas de cultura tenían el defecto de que en ellas predominaban de un modo demasiado exclusivo las lenguas cultas, las cuales se profesaban, además, de tal modo, que si la enseñanza no era llevada a término, resultaba perdido caá totalmente el tiempo invertido en aprenderlas. La Sección puede remediar y remediará ambos inconvenientes. En todas las escuelas de cultura —y ya se han dado los primeros pasos a ello encaminados— se combinarán las enseñanzas matemática e histórica con la de las lenguas muertas, de modo que cada alumno pueda consagrarse preferentemente y según su talento a una de ellas, pero sin que se le permita omitir o descuidar totalmente ninguna. Y, en la enseñanza de las lenguas, la Sección seguirá siempre y de un modo cada vez más general el método encaminado a lograr que, aunque se olvide la lengua aprendida, el hecho mismo de empezar a aprenderla sea útil y provechoso para toda la vida, no sólo como ejercicio mnemotécnico, sino también como medio para aguzar la inteligencia, para depurar el juicio y asimilarse ideas de carácter general. La Sección se preocupará especialmente de que nadie pueda pasar de una escuela inferior a otra superior ni de un curso a otro, dentro de ésta, sin que sea debidamente comprobada su capacidad para ello y el profesor anterior pueda entregar el alumno al siguiente sin el convencimiento vivo de que aquél ha remontado la fase correspondiente y está en
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condiciones de pasar a la inmediata. Nadie, sin embargo, podrá ingresar en la universidad antes de tener 18 años cumplidos.21 La Sección desea transferir, principalmente a los municipios de las ciudades, el mantenimiento y mejoramiento del sistema escolar urbano, conservando para estos fines las sumas concedidas por Vuestra Real Majestad a cargo del erario. Y aunque en esta misma ciudad22 haya fracasado un primer intento en este sentido, me permito suplicar encarecidamente a Vuestra Real Majestad que no deseche en términos generales este plan. No sólo porque es necesario para las escuelas a las que no sería posible ayudar de otro modo, sino porque además es conveniente para los ciudadanos, quienes sentirán avivado su sentido de la ciudadanía cuando consideren el mejoramiento de las escuelas como obra suya propia, sentirán más interés por la enseñanza y preferirán la enseñanza pública, indudablemente mejor, a la enseñanza privada si sus escuelas públicas les ocasionan algún gasto, aunque éste sea pequeño, y finalmente verán crecer su moral cuando tengan que velar con algún sacrificio por la moralidad de sus hijos. Y, ante las contradicciones que puedan presentarse de vez en cuando, no debe perderse de vista que, antes de que se cree un verdadero espíritu colectivo, cosa que, en tan breve plazo de tiempo, no hay derecho a esperar del régimen de las ciudades, por excelente que éste sea, se dará con frecuencia el caso de que las corporaciones se opongan allí donde los individuos agrupados en ellas asentirían de buen grado y de que, entre éstos, los bien intencionados se alegren cuando ese consentimiento sea impuesto a los demás, obligándoles a lo que no se decidirían a hacer ni ante las razones más convincentes...
21 Esta propuesta suponía una innovación radical en las prácticas vigentes hasta entonces. Cierto es que el propio Humboldt no habia ingresado en la universidad hasta los 20 años. (Ed.) 22 Se refiere a la ciudad de Kónigsberg. (Ed.)
SOBRE LA ORGANIZACIÓN INTERNA Y EXTERNA DE LOS ESTABLECIMIENTOS CIENTÍFICOS SUPERIORES EN BERLÍN (1810)
Ei, CONCEPTO DE los establecimientos científicos superiores, como centros en los que culmina cuanto tiende directamente a elevar la cultura moral de la nación, descansa en el hecho de que estos centros están destinados a cultivar la ciencia en el más profundo y más amplio sentido de la palabra, suministrando la materia de la cultura espiritual y moral preparada, no de un modo intencionado, pero sí con arreglo a su fin, para su elaboración. La esencia de estos establecimientos científicos consiste pues, interiormente, en combinar la ciencia objetiva con la cultura subjetiva; exteriormente, en enlazar la enseñanza escolar ya terminada con el estudio inicial bajo la propia dirección del estudiante o, por mejor decir, en efectuar el tránsito de una forma a otra. El punto de vista fundamental es, sin embargo, el de la ciencia, abarcada por sí misma y en su totalidad, —aunque haya, no obstante, ciertas desviaciones—, tal y como existe, en toda su pureza. Como estos centros sólo pueden conseguir la finalidad que se proponen siempre y cuando que cada uno de ellos se enfrente, en la medida de lo posible, con la idea pura de la ciencia, los principios imperantes dentro de ellos son la soledad y la libertad. Sin embargo, puesto que tampoco la actuación espiritual de la humanidad puede desarrollarse más que en forma de cooperación, y no simplemente para que unos suplan lo que les falta a otros, sino para que los frutos logrados por unos satisfagan a otros y todos puedan ver la fuerza general, originaria, que en el individuo sólo se refleja de un modo concreto o derivado, es necesario que la organización interna de estos establecimientos de enseñanza cree y mantenga un régimen de cooperación ininterrumpido y constantemente vitalizado, pero no impuesto por la coacción ni sostenido de un modo intencional. Otra de las características de los establecimientos científicos superiores es que no consideran nunca la ciencia como un problema perfecta165
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mente resuelto, y por consiguiente siguen siempre investigando; al contrario de la escuela, donde se enseñan y aprenden exclusivamente los conocimientos adquiridos y consagrados. La relación entre maestro y alumno, en estos centros científicos, es, por tanto, completamente distinta a la que impera en la escuela. El primero no existe para el segundo, sino que ambos existen para la ciencia; la presencia y la cooperación de los alumnos es parte integrante de la labor de investigación, la cual no se realizaría con el mismo éxito si ellos no secundasen al maestra Caso de que no se congregasen espontáneamente en torno suyo, el profesor tendría que buscarlos, para acercarse más a su meta mediante la combinación de sus propias fuerzas, adiestradas pero precisamente por ello más propensas a la unilateralidad y menos vivaces ya, con las fuerzas jóvenes, más débiles todavía, pero menos parciales también y afanosamente proyectadas sobre todas las direcciones. Por tanto, lo que llamamos centros científicos superiores no son, desligados de toda forma dentro del estado, más que la vida espiritual de los hombres a quienes el vagar externo o la inclinación interior conducen a la investigación y a la ciencia. Aun sin forma oficial alguna, siempre habría hombres que buceasen y acumulasen conocimientos por cuenta propia, otros que se pusiesen en relación con personas de la misma edad y otros que reuniesen en torno a ellos un círculo de gentes mis jóvenes. Pues bien; el estado debe mantenerse también fiel a esta idea, si quiere encuadrar en una forma más definida esta actuación vaga y en cierto modo fortuita. Deberá esforzarse: i? en imprimir el mayor impulso y la más enérgica vitalidad a estas actividades; 2? en conseguir que no bajen de nivel, en mantener en toda su pureza y su firmeza la separación entre estos establecimientos superiores y la escuela (no sólo en teoría y de un modo general, sino también en la práctica y en las diversas modalidades concretas). Asimismo, debe tener siempre presente el estado que, en realidad, su intervención no estimula ni puede estimular la consecución de estos fines; que, lejos de ello, su ingerencia es siempre entorpecedora; que sin él las cosas de por sí marcharían infinitamente mejor y que, en rigor, sus funciones se reducen a lo siguiente:
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puesto que en una sociedad positiva tienen que existir necesariamente formas exteriores y medios para toda clase de actividades, el estado tiene el deberM de procurarlos también para el cultivo de la ciencia; lo que puede ser dañoso a la ciencia, en su intervención, no es precisamente el modo como suministre estas formas y estos medios, sino que es el hecho mismo de que existan tales formas extemas y medios para cosas completamente extrañas lo que acarrea siempre y necesariamente consecuencias perjudiciales, haciendo descender el nivel de lo espiritual y lo elevado al de la material y baja realidad; por consiguiente, el estado no debe perder nunca de vista, en estos centros, su verdadera esencia interior, para reparar así lo que él mismo, aunque sea sin su culpa, impida o dañe. Y, aunque esto no sea más que otro aspecto del mismo método, los beneficios de él se acusarán en los resultados obtenidos, pues el estado, si enfoca el problema desde este punto de vista, intervendrá de un modo cada vez más modesto. Y, en la actuación práctica del estado, los criterios teóricamente falsos no quedan nunca impunes, aunque otra cosa se piense, ya que ningún acto del estado es puramente mecánico. Dicho lo anterior, se ve fácilmente que, en la organización interna de los establecimientos científicos superiores, lo fundamental es el principio de que la ciencia no debe ser considerada nunca como algo ya descubierto, sino como algo que jamás podrá descubrirse por entero y que, por tanto, debe ser, incesantemente, objeto de investigación. Tan pronto como se deja de investigar la verdadera ciencia o se cree que no es necesario arrancarla de la profundidad del espíritu, sino que se la puede reunir extensivamente, a fuerza de acumular y coleccionar, todo se habrá perdido para siempre y de modo irreparable para la ciencia —la cual, si estos procedimientos prosiguen durante mucho tiempo, se esfuma, dejando tras sí el lenguaje como una corteza vacía—, y para el estado. En efecto, sólo la ciencia que brota del interior y puede arraigar en él transforma también el carácter, y lo que al estado le interesa, lo mismo que a la humanidad, no es tanto el saber y el hablar como el carácter y la conducta. 24 Obsérvese la contradicción interna que existe entre el "deber educativo" del estado, que aquí se proclama, y la acritud de no intervención en los asuntos de la vida espiritual que preconizaba el autor hace un momento. (Ed.)
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Ahora bien; si se quiere evitar para siempre este extravío, lo único que se necesita es mantener vivos y en pie los siguientes tres postulados del espíritu: en primer lugar, derivarlo todo de un principio originario (con lo cual, todas las explicaciones de la naturaleza, por ejemplo, se elevarán del plano mecánico al plano dinámico, al orgánico y, finalmente, al plano psíquico en el más amplio sentido); en segundo lugar, acomodarlo todo a un ideal; finalmente, articular en una idea este ideal y aquel principio. Claro está que no cabe precisamente estimular esta tendencia, ni a nadie se le ocurrirá tampoco que es necesario comenzar a estimularla, tratándose de alemanes. El carácter nacional intelectual de los alemanes tiene ya de suyo esta tendencia, y lo único que se necesita es evitar que se la contrarreste ni por medio de la violencia ni por obra de un antagonismo que, indudablemente, también pudiera plantearse. Como de los centros científicos superiores debe desterrarse todo lo que sea unilateral, puede ocurrir, naturalmente, que en ellos actúen también muchos que no profesen aquella tendencia y algunos que la repugnen; solamente en unos cuantos se encontrará en toda su plenitud y en toda su pureza, y bastará con que se manifieste alguna vez que otra de un modo verdadero, para que ejerza un influjo amplio y perdurable. Lo que sí tiene que imperar siempre desde luego, en un cierto respeto hacia ella, en quienes la instituyen, y un cierto temor en quienes quisieran verla destruida. La filosofa y el arte son los campos en los que de un modo más acusado y específico se manifiesta dicha tendencia. Sin embargo, estas manifestaciones no sólo degeneran fácilmente, sino que tampoco puede esperarse mucho de ellas, si su espíritu no se trasmite debidamente a las otras ramas de conocimiento y a los otros tipos de investigación, o sólo se trasmite de un modo lógica o matemáticamente formal. Finalmente, si en los centros científicos superiores impera el principio de investigar la ciencia en cuanto tal, ya no será necesario velar por ninguna otra cosa aisladamente. En estas condiciones, no faltará ni la unidad ni la totalidad, lo uno buscará a lo otro por sí mismo y ambas cosas se completarán de por sí, en una relación de mutua interdependencia, que es en lo que reside el secreto de todo buen método cientffico.
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En cuanto a lo interior, quedarán cubiertas, de este modo, todas las exigencias. En lo tocante al aspecto externo de las relaciones con el estado y con sus actividades, éste sólo deberá velar por asegurar la riqueza (fuerza y variedad) de energías espirituales, lograda a través de la selección de los hombres que allí se agrupen y de la libertad de sus trabajos. Pero la libertad no se halla amenazada solamente por el estado, sino también por los propios centros científicos, los cuales, al ponerse en marcha, adoptan un cierto espíritu y propenden a ahogar de buen grado el surgir de otro. Y el estado debe cuidarse también de salir al paso de los daños que esto podría ocasionar. Pero, lo fundamental estriba en la elección de los hombres que se ponga a trabajar en estos centros... Después de esto, lo más importante es que se fijen pocas y sencillas, pero más profundas que de ordinario, leyes de organización, a las que ¿lo es posible referirse al tratar de las diversas partes concretas. Finalmente, es necesario decir algo acerca de los medios auxiliares, a propósito de lo cual debe observarse, en términos muy generales, que la acumulación de colecciones muertas no ha de considerarse como lo fundamental, sino que, lejos de ello, no debe olvidarse que pueden fácilmente contribuir a embotar y degradar el espíritu; he ahí explicado por qué las universidades y las academias más ricas no son siempre, ni mucho menos, aquéllas en que las ciencias se cultivan de un modo más profundo y más floreciente. Y lo que decimos de los establecimientos científicos superiores en cuanto a las actvidades del estado en su conjunto, puede aplicarse también, en h que se refiere a sus relaciones, como centros superiores, con la escuela, y como centros científicos, con la vida práctica. El estado no debe considerar a sus universidades ni como centros de segunda enseñanza ni como escuelas especiales, ni servirse de sus academias como diputaciones técnicas o científicas. En general (pues más adelante diremos qué excepciones concretas deben admitirse respecto a las universidades), no debe exigirles nada que se refiera directamente a él, sino abrigar el íntimo convencimiento de que en la medida en que cumplan con el fin último que a ellas corresponde cumplen también con los fines propios de él, y además, desde un punto de vista mucho más alto, desde un punto de vista que permite una concentración mucho
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mayor y la movilización de fuerzas y resortes que el estado no puede poner en movimiento. De otra parte, al estado le incumbe, primordialmente, el deber de organizar sus escuelas de modo que su labor redunde en provecho de las actividades de los centros científicos superiores. Esto responde, principalmente, a una comprensión certera de sus relaciones con estos centros y al fecundo convencimiento de que, como tales escuelas, ellas no están llamadas a anticipar ya la enseñanza de las universidades y de que éstas no constituyen tampoco un mero complemento de la escuela, de igual naturaleza que ella, un curso escolar superior, sino que el paso de la escuela a la universidad representa una fase en la vida juvenil, para la cual la escuela prepara al alumno, si trabaja bien, de modo que se pueda respetar su libertad y su independencia, lo mismo en lo psíquico que en lo moral y en lo intelectual, desligándolo de toda coacción, en la seguridad de que no se entregará al ocio ni a la vida práctica, sino que sentirá la nostalgia de elevarse a la ciencia, que hasta entonces sólo de lejos, por decirlo así, se le había mostrado. El camino que tiene que seguir la escuela para llegar a este resultado es sencillo y seguro. Le basta con preocuparse exclusivamente del desarrollo armónico de todas las capacidades de sus alumnos; con ejercitar sus fuerzas sobre el número más pequeño posible de objetos y, en la medida de lo posible también, abarcándolos en todos sus aspectos y haciendo que todos los conocimientos arraiguen en su espíritu de tal modo que la comprensión, el saber y la creación espiritual no cobren encanto por las circunstancias externas, sino por su precisión, su armonía y su belleza interiores. Para esto y para ir preparando la inteligencia con vistas a la ciencia pura, deben utilizarse preferentemente las matemáticas a partir de las primeras manifestaciones de capacidad mental del alumno. Así preparado, el espíritu capta la ciencia por sí mismo; en cambio, aun con igual aplicación y el mismo talento, pero con otra preparación, se hundirá inmediatamente o antes de terminar su formación en actividades de carácter práctico, inutilizándose también para estas mismas tareas, o se desperdigará, por falta de una aspiración científica superior, en conocimientos concretos y dispersos.
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Sobre el criterio de clasificación de los centros científicos superiores y las diversas clases de los mismos Solemos entender por centros científicos superiores las universidades y las academias de ciencias y de artes. Y no es difícil concebir estas instituciones, surgidas fortuitamente, como surgidas de la misma ideaj sin embargo, en estas concepciones, muy socorridas desde los tiempos de Kant, hay siempre algo que no es del todo correcto; además, la empresa es, a veces, inútil. En cambio, es muy importante el problema de saber si realmente vale la pena de crear o mantener, al lado de una universidad y además de ella, una academia y qué radío de acción se debe asignar a cada una de por si y a ambas conjuntamente, para que cada una de las dos funcione con su propia y específica modalidad. Cuando se dice que la universidad sólo debe dedicarse a la enseñanza y a la difusión de la ciencia, y la academia, en cambio, a la profundización de ella, se comete, manifiestamente, una injusticia contra la universidad. La profundización de la ciencia se debe tanto a los profesores universitarios como a los académicos, y en Alemania más todavía, y es precisamente la cátedra lo que ha permitido a estos hombres hacer los progresos que han hecho en sus especialidades respectivas. En efecto; la libre exposición oral ante un auditorio entre el que hay siempre un número considerable de cabezas que piensan también conjuntamente con la del profesor, espolea a quien se halla habituado a esta clase de estudio tanto seguramente como la labor solitaria de la vida del escritor o la organización inconexa de una corporación académica. El progreso de k ciencia es, manifiestamente, más rápido y más vivo en una universidad, donde se desarrolla constantemente y además a cargo de un gran número de cabezas vigorosas, lozanas y juveniles. La ciencia no puede nunca exponerse verdaderamente como tal ciencia sin empezar por asimilársela independientemente, y, en estas condiciones, no sería concebible que, de vez en cuando e incluso frecuentemente, no se hiciese algún descubrimiento. Por otra parte, la enseñanza universitaria no es ninguna ocupación tan fatigosa que deba considerarse como una interrupción de las condiciones propicias para el estudio, en vez de ver en ella un medio auxiliar al servicio de éste. Además, en todas las
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grandes universidades hay siempre profesores que, desligados de los deberes de la cátedra en todo o en parte, pueden dedicarse a estudiar e investigar en la soledad de su despacho o de su laboratorio. Indudablemente, podría dejarse la profundización de la ciencia a cargo de las universidades solamente, si éstas se hallasen debidamente organizadas, prescindiendo de las academias para estos fines.... Si examinamos la cosa a fondo, vemos que las academias han florecido principalmente en el extranjero, donde no se conocen todavía24 y apenas se aprecian los beneficios que rinden las universidades alemanas, y, dentro de la propia Alemania, en aquellos sitios, preferentemente, en que no existían universidades y donde éstas no estaban todavía animadas por un espíritu tan liberal y tan universal como el de nuestros días. En tiempos recientes, ninguna se ha destacado especialmente, y las academias han tenido una participación nula o muy escasa en el verdadero auge de las ciencias y las artes alemanas. Por tanto, para mantener ambas instituciones en acción, de un modo vivo, es necesario combinarlas entre sí de tal modo, que, aunque sus actividades permanezcan separadas y desenvuelvan cada cual en su órbita propia, sus miembros, los universitarios y los académicos, no pertenezcan nunca exclusivamente a una de las dos clases de centros. Así combinadas, la existencia independiente de ambas puede dar nuevos y excelentes frutos. Pero, en estas condiciones, los ules frutos no responderán tanto, ni mucho menos, a las actividades peculiares de ambas instituciones como a la peculiaridad de su forma y de su relación con el estado. En efecto, la universidad se halla siempre en una relación más estrecha con la vida práctica y las necesidades del estado, puesto que tiene a su cargo siempre tareas de orden práctico al servicio de éste y le incumbe la dirección de la juventud, mientras que la academia se ocupa exclusivamente de la ciencia de por sí. Los profesores universitarios mantienen entre sí una relación puramente general acerca de puntos referentes a la organización externa e interna de la disciplina; pero, en lo tocante a sus disciplinas específicas, sólo mantienen comunicación entre sí en la medida en que se sienten inclinados a hacerlo; fuera de estos casos, cada cual sigue su camino propio. En cambio, las academias son socie24 En la organización de la vida científica de París, en la que prevalecían el Instituto y la Academia, Humboldt había observado la norma contraria. (Ed.)
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dades destinadas verdaderamente a someter la labor de cada cual al juicio de todos. Por estas razones, la idea de una academia debe mantenerse como la del hogar supremo de la ciencia y la de la corporación más independiente del estado, exponiéndose incluso al peligro de que esta corporación, con sus actividades demasiado escasas o demasiado unilaterales, demuestre que lo bueno y lo conveniente no siempre se impone con la máxima facilidad cuando las condiciones externas son las más favorables. Creemos que hay que correr ese riesgo, ya que la idea de por sí es bella y saludable, y siempre podrá llegar el momento en que pueda realizarse también de un modo digno. Entre la universidad y la academia se establecerá, así, una emulación y un antagonismo y, además, un intercambio mutuo de influencias de tal naturaleza, que cuando haya razones para temer que una u otra incurra en excesos o acuse una deficiencia de actividad, se restablecerá entre ambas, mutuamente, el equilibrio. Este antagonismo a que nos referimos recaerá, en primer lugar, sobre la elección de los miembros de ambas corporaciones. Todo el que sea académico tendrá, en efecto, derecho a profesar cursos universitarios sin necesidad de nombramiento especial, pero sin que por ello quede incorporado a la universidad como profesor. En su consecuencia, habrá diversos sabios que sean al mismo tiempo profesores universitarios y académicos, pero en ambas instituciones existirán, además, otros que pertenezcan exclusivamente a una de las dos. El nombramiento de los profesores de universidad debe ser de la competencia exclusiva del estado. No sería, indudablemente, acertado conceder a las facultades universitarias, en este respecto, una influencia mayor de- la que ejercería por sí mismo un consejo de curadores inteligente y mesurado. En el seno de la universidad, los antagonismos y las fricciones son saludables y necesarios, y las colisiones producidas entre los profesores por sus propias disciplinas pueden también contribuir involuntariamente a hacer avanzar sus puntos de vista. Además, las universidades, por su propia estructura, se hallan enlazadas demasiado estrechamente con los intereses directos del estado. En cambio, la elección de los miembros de una academia debe dejarse a cargo de ésta misma, supeditándose solamente a la ratificación regia, que sólo en casos muy raros será denegada. Es el régimen que
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mejor cuadra a las academias, como sociedades en las que el principio de la unidad es mucho más importante y cuyos fines puramente científicos no interesan tanto al estado como a tal estado. Ahora bien; de aquí surge el correctivo a que aludíamos más arriba, en cuanto a las elecciones a los centros superiores de ciencia. Como el estado y las academias toman una parte aproximadamente igual en ellos, no tardará en revelarse el espíritu con que ambas clases de establecimientos actúan, y la propia opinión pública se encargará de juzgarlos imparcialmente, a unos y otros, sobre el terreno, si se desvían de su camino. Sin embargo, como no será fácil que ambos yerren al mismo tiempo, por lo menos del mismo modo, no todas las elecciones correrán, al menos, el mismo peligro, y la institución, en conjunto, se hallará a salvo del vicio de la unilateralidad. Lejos de ello, la variedad de fuerzas que actúan en estos centros habrá de ser grande, ya que a las dos categorías de científicos: los nombrados por el estado y los elegidas por las academias, vendrán a sumarse los docentes libres, destacados y sostenidos exclusivamente, por lo menos al principio, por la adhesión de sus alumnos. Aparte de esto, las academias, además de sus labores específicamente académicas, pueden desarrollar una actividad peculiar a ellas por medio de observaciones y ensayos organizados en un orden sistemático. Algunos de ellos deberán dejarse a su libre iniciativa; otros, en cambio, se les deberán encomendar, y en estos trabajos que se les encomienden deberá influir, a su vez, la universidad, con lo cual se establecerá un nuevo intercambio entre las universidades y las academias... ...Academias, universidades e instituciones auxiliares28 son, por tanto, tres partes integrantes e igualmente independientes de la institución en su conjunto. Todas ellas se hallan, las dos últimas más y la primera menos, bajo la dirección y la alta tutela del estado. Academias y universidades gozan de igual autonomía, si bien se hallan vinculadas en el sentido de que tienen miembros comunes: la universidad deberá autorizar a todos los académicos para explicar cur25 Humboldt alude aquí a los Institutos de Ciencias Naturales existentes ya en Berlín por aqud entonces, entre los que figuraba, por ejemplo, d 'Teatro Anatámico". (Ed.)
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sos en ella y las academias, a su vez, deberán organizar aquellas series de observaciones y ensayos que la universidad les proponga. Los institutos auxiliares serán utilizados y vigilados por ambas, pero las funciones de vigilancia deberán ser ejercidas indirectamente a través del estado.2*
*• El escrito se interrumpe aquí. (Ed.)
III PROBLEMAS CONSTITUCIONALES MEMORIA SOBRE LA CONSTITUCIÓN (1813)
ALEMANA
Francfort, diciembre 1813. no he dispuesto, mi querido amigo,21 del tiempo necesario para cumplir mi promesa de comunicarle mis ideas acerca de la futura constitución alemana. Quise esperar, además, a encontrarme entre los muios de esta ciudad. Aquí, donde las huellas de las antiguas instituciones infunden todavía bastante respeto para precavernos tanto contra la indiferencia ante su ruina como contra la ilusión de considerar fácil su restablecimiento, podemos comentar con más sosiego y más seriedad el más importante de los asuntos de que puede ocuparse un alemán. La primera objeción con que mis proposiciones tropezarán será, probablemente, la de que arrancan de premisas variables. Pero esta objeción debe dirigirse, más que a mí, a la cosa misma. Un compromiso verdaderamente sólido sólo puede imponerse por medio de la coacción física o de la violencia moral. La política, por su propia naturaleza, no puede contar gran cosa con la segunda si no deja que se trasluzca detrás de ella la primera, y la medida en que esto sea necesario y eficaz dependerá siempre, al mismo tiempo, en una parte muy considerable, de la manera fortuita como se presenten las circunstancias. La política no debe pensar, pues, en medios que puedan brindar un garantía absoluta, sino en recursos que se adapten lo mejor posible a las circunstancias más probables y las dominen del modo más natural. Dando siempre por descontada la posibilidad de un resultado inseguro y no olvidando que HASTA LLEGAR AQUÍ,
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Este escrito iba dirigido al barón von Stdn. 1T7
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el espíritu con que se crea una institución debe alentar siempre en ésta, para que pueda mantenerse. Sería, con mucho, preferible que no fuese necesario crear nuevas instituciones, sino dejar las cosas estar y desarrollarse por sí mismas, después de proceder a la disolución de lo insostenible. El mundo marcha siempre mejor cuando los hombres sólo necesitan actuar negativamente. Pero aquí, esto es imposible; aquí, es necesario hacer algo positivo, construir algo, después de habernos visto obligados a derribar lo existente. Una vez disuelta la Confederación del Rin, es necesario decidir qué rumbó ha de seguir Alemania. Y, aunque se rechazase toda clase de asociación, aunque todos los estados hubiesen de llevar su existencia propia, sería necesario también organizar y garantizar este estado de cosas. Ahora bien; cuando hablamos del porvenir de Alemania debemos guardarnos mucho de aferramos a la preocupación mezquina de asegurar a Alemania contra Francia. Si bien es cierto que la independencia de nuestro país sólo se halla amenazada por ese lado, hay que evitar que un criterio tan unilateral como éste sirva de pauta, cuando se trata de fundar un régimen permanente y saludable para una gran nación. Alemania debe ser libre y fuerte, no sólo para que pueda defenderse contra unos a otros vecinos, contra cualquier enemigo, sino porque solamente una nación así, fuerte en lo exterior, puede albergar el espíritu de que emanan todos los beneficios de su vida interior; debe ser libre y fuerte para tener, aunque nunca lo ponga a prueba, el sentimiento de su propia estimación, necesario en un país que desea desarrollarse como nación libremente y sin trabas y afirmar permanentemente el lugar beneficioso que le corresponde entre las naciones europeas. Enfocado en este aspecto, el problema de si los diversos estados alemanes deben seguir existiendo por separado o agruparse en una comunidad de estados, no puede ser dudoso. Los pequeños estados de Alemania necesitan de apoyo, los estados más importantes de respaldo y, por su parte, Prusia y Austria saldrán también favorecidos formando parte de un conjunto mayor y, en términos generales, más importante todavía. Esta agrupación de estados, formada por razones de generosa protección y modesta subordinación, infundirá una mayor equidad y un carácter más general a sus ideas, basadas en sus propios intereses. Además, el sentimiento de que Alemania forma un todo alienta en todos los pechos
179 alemanes y no descansa solamente sobre la comunidad de costumbres, lengua y literatura (de la que no participan en el mismo grado Suiza y Prusia), sino en el recuerdo de los derechos y las libertades disfrutadas en común, de la gloria conquistada y de los peligros afrontados conjuntamente, en la memoria de una agrupación más sólida en que vivieron los antepasados y que hoy sólo perdura en la nostalgia de los descendientes. Si los diversos estados alemanes (aun suponiendo que los más pequeños de todos se incorporasen a los más grandes) quedasen confiados a sus propias fuerzas y hubiesen de llevar una existencia aislada, la masa de estos estados, que no pueden en modo alguno o que sólo pueden muy difícilmente vivir por su cuenta, aumentaría de un modo peligroso para el equilibrio europeo, peligrarían también los estados alemanes más importantes incluyendo Austria y Prusia, y poco a poco toda la nacionalidad alemana sucumbiría. En el modo como la naturaleza une a los individuos en naciones y separa en naciones al género humano va implícito un medio extraordinariamente profundo y misterioso de mantener, en el verdadero camino del desarrollo relativo y gradual de las fuerzas, al individuo, que de por sí no es nada, y al género, que sólo vale por lo que vale el individuo; y si bien la política no tiene por qué pararse en estas ideas, no debe tampoco aventurarse a contravenir la naturaleza de las cosas. Y con arreglo a éstas, dentro de límites más amplios o más circunscritos, a tono con las circunstancias de la época, Alemania será siempre, en el sentimiento de sus moradores y a los ojos de los extranjeros, una nación, un pueblo y un estado. El problema se reduce, pues, a saber cómo es posible convertir nuevamente a Alemania en un todo. Si fuese posible restaurar la antigua organización política del país, nada sería más deseable. Y esta organización volvería a incorporarse, indudablemente, con la fuerza de un muelle dejado en libertad si realmente se tratase de un régimen vigoroso oprimido por la violencia del extranjero. Pero desgraciadamente fué la agonía lenta del propio organismo la que determinó, en lo fundamental, su destrucción por la fuerza exterior; y ahora, al desaparecer la violencia extranjera, nadie aspira, como no sea por medio de deseos impotentes, a la restauración del régimen destruido. De la antigua sólida agrupación y estricta supeditación de los diversos miembros a la cabeza sólo quedó en pie, a fuerza de LA COSSTTrUClÓN ALEMANA
FROILEMAS CONSTITUCIONALES i8o irse desprendiendo una parte tras otra, un todo poco coherente, en el que, aproximadamente desde la Reforma, cada paite pugnaba por separarse. ¿Cómo hacer brotar de aquí la tendencia contraria, que tan apremiantemente se necesita hoy? Si nos fijamos, uno por uno, en los diversos puntos, vemos cómo crecen todas las dificultades. La implantación de la dignidad imperial, la limitación de los príncipes electores a un número reducido, las condiciones de la elección: todo tropezaría con infinitos obstáculos en la cabeza y en los miembros. Y, aun suponiendo que todos ellos pudieran vencerse, se crearía algo nuevo, en vez de restablecer lo antiguo. No habrá nadie, seguramente, que dude de la ineficacia de la antigua federación del Reich como medio para garantizar nuestra independencia en la época actual. Aunque se conservasen los viejos nombres, sería necesario, por tanto, crear nuevos organismos. Sólo existen dos vínculos con los que puede formarse un todo político: una verdadera constitución unitaria o una simple federación. La diferencia entre ambos sistemas (no precisamente de por sí, sino en función de la finalidad fundamental aquí perseguida) consiste en que el primero incorpora a la agrupación, con carácter exclusivo, ciertos derechos de imperio que en el segundo competen a todos los agrupados contra los transgresores. El primer sistema es, indiscutiblemente, preferible al segundo; es más solemne, más imperativo, más permanente; pero las constituciones figuran entre las cosas que existen en la vida, cuya existencia se ve, pero cuyo origen nunca puede explicarse totalmente y que, por tanto, es mucho más difícil todavía copiar. Toda constitución, aun considerada como simple trama teórica, tiene necesariamente que arrancar de un germen material de vida contenido en el tiempo, en las circunstancias, en el carácter nacional, germen que no necesita más que desarrollarse. Pretender establecer un régimen de éstos exclusivamente sobre los principios de la razón y de la experiencia sería altamente dudoso. Todas las constituciones existentes en la realidad han tenido, indiscutiblemente, un origen informe, que rehuye todo análisis riguroso; y con la misma seguridad puede afirmarse que una constitución consecuente desde el principio mismo nacería condenada a carecer de solidez y estabilidad.
Por eso, a mi juicio, no es posible dar otra contestación a la pregunta de si Alemania debe obtener una verdadera constitución. Si, al llegar la
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hora en que haya de resolverse el problema de si la cabeza y los miembros quieren ser, verdaderamente, cabeza y miembros, contestan afirmativamente, no quedará sino seguir este camino, dirigir y delimitar. Pero si no ocurre así, si es el frío raciocinio el que tiene que decidir que exista un vínculo de unidad, deberá optarse modestamente por la solución más asequible y crear simplemente una agrupación de estados, una federación. Todas las constituciones cuya estabilidad se ha impuesto se acoplaron en su tiempo, como es fácil demostrar históricamente, a una determinada forma existente con anterioridad. Pero actualmente no existe ninguna forma que pueda tomarse como base para establecer una constitución política de Alemania. Lejos de ello, todas las llamadas constituciones han caído, y justamente, en disfavor, por el carácter lamentable y precario con que desde la Revolución francesa han venido repitiéndose hasta la saciedad. En cambio, el desarrollo acabado de todas las formas políticas correspondientes a las agrupaciones de estados es característico de los tiempos modernos, razón por la cual una federación de estados que haya de fundarse hoy deberá entroncarse preferentemente con estas formas. Ahora bien; si se me preguntase cuáles deberán ser, en realidad, los principios adecuados para servir de vínculo y de base de sustentación a una federación alemana, formada por simples alianzas defensivas, sólo podrá apuntar los siguientes, muy fuertes sin duda alguna, pero de carácter más bien moral: el consentimiento de Austria y Prusia; el interés de los demás estados alemanes más importantes; la imposibilidad de que los estados menores se opongan a ellos y a Prusia y Austria; el espíritu de la nación, resucitado y consolidado por la libertad y la independencia; finalmente, la garantía de Rusia y de Inglaterra. El consentimiento firme, inquebrantable c ininterrumpido y la amistad de Austria y Prusia constituyen la piedra angular de todo el edificio. Este consentimiento no puede asegurarlo la federación, la cual, por otra parte, no podría crearse ni mantenerse sin él. Es el punto fijo al margen de la federación en el que hay que apoyarse para fundar ésta. Y, como es un punto absolutamente político, ello quiere decir que la federación descansa sobre un principio puramente política. Pero, precisamente por no dar a k relación con Austria y Prusia ningún otro carácter
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obligatorio que el que encierra esa alianza y por ser ésta la base del bienestar de toda Alemania, incluyendo el de aquellos dos pueblos mismos, su participación se ve reforzada por el sentimiento de la libertad y la necesidad; y a esta razón se une, además, el interés privativo de cada una de estas dos potencias, entre las cuales no se consentirá ni un régimen de subordinación ni un régimen de división de poderes. Los estados más importantes, después de Austria y Prusia, deberán ser lo bastante grandes para que puedan sustraerse a todo recelo y a todo temor ante sus vecinos inmediatos, sentir su importancia en cuanto a la defensa de la independencia del todo y, libres de toda preocupación propia, estar en condiciones de no pensar más que en alejar las preocupaciones comunes. Sólo Baviera y Hannóver pueden encontrarse en este caso. Los estados medianos, como Hesse, Wurtemberg, Darmstadt y otros, deben, por el contrario, mantenerse dentro de sus antiguos límites. Su pequeño volumen no permite considerarlos a salvo de toda idea mezquina y unilateral, razón por la cual cualquier potencia extranjera tiene que sentirse grandemente interesada en incorporar a su seno a uno cualquiera de ellos. Como en un momento como el actual todo debe someterse a un nuevo examen, sin preocuparse de lo existente, no es raro escuchar la doble afirmación de que en Alemania deben dejar de existir en absoluto los estados pequeños o, por lo menos, los que se encuentran cerca del Rin y de la frontera de Francia. Como todas las potencias aliadas, en un momento de restauración de un orden de justicia, se sienten reacias a atacar los títulos posesorios de antiguas dinastías, adornadas, por lo menos en Alemania, de múltiples méritos, es necesario que examinemos este punto, para iluminar el tema en todos sus aspectos. La defensa contra potencias extranjeras saldría ganando con la división de Alemania en cuatro o cinco grandes estados, siempre y cuando, naturalmente, que reinase la unidad entre los pocos que quedasen dentro de cada uno de ellos. Sin embargo, Alemania ocupa hoy, más que ningún otro país, una doble posición en Europa. Aunque no tan importante como potencia política, ejerce la influencia más beneficiosa por su lengua, su literatura, sus costumbres y su pensamiento y, lejos de sacrificar esta segunda ventaja, hay que procurar, venciendo algunas dificultades, asociarla con la primera. Pues bien; ésta se debe, muy preferente-, mente, a la variedad de la cultura que nace de la gran desmembración
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y, si ésta cesase por completo, resultaría muy quebrantada. El alemán sólo tiene conciencia de serlo cuando se siente habitante de un país concreto de la patria común, y sus fuerzas y aspiraciones se paralizan cuando, sacrificando su independencia provincial, se ve incorporado a un todo extraño, al que no se siente unido por nada. Esto influye también sobre el patriotismo; e incluso la seguridad de los estados, cuya mejor garantía reside en el espíritu de los ciudadanos, saldría ganando más que con nada si a cada estado se le dejase seguir con sus propios subditos. Las naciones tienen, como los individuos, sus tendencias, que ninguna política es capaz de modificar. La tendencia de Alemania es la de ser una federación de estados; por eso es por lo que no se ha refundido en una masa, como Francia o España, ni se ha formado, como Italia, con estados sueltos c independientes. Y la cosa degeneraría inevitablemente en este sentido, si sólo se dejasen subsistir cuatro o cinco grandes estados. Una federación de estados exige un número mayor de éstos, sin que sea posible escoger más que entre la unidad, ahora imposible (y, a mi juicio, no deseable, ni mucho menos), y esta pluralidad. Podría considerarse peregrino, indudablemente, el hecho de respetar precisamente a los príncipes de la Confederación del Rin y el que la instauración de la justicia viniese a refrendar la obra de la injusticia y la arbitrariedad. Sin embargo, siempre podrían introducirse determinadas modificaciones, y además, en materia política, lo ya existente y consagrado por años y años de vida puede alegar siempre pretensiones innegables, lo que constituye una de las razones más importantes para oponerse enérgicamente desde el primer momento a toda injusticia. El problema de si la frontera con Francia debe estar formada exclusivamente por grandes estados, hay que considerarlo como un problema de carácter más bien militar. Sin embargo, la seguridad de Alemania descansa en la fuerza de Austria y Prusia, incrementada por la de los demás estados, y éstos podrán defenderla más fácilmente si hallándose más alejados y asegurados por fuertes fronteras propias tienen entre ellos y el enemigo un territorio sometido a su inspección y a su influencia. Ningún estado, por importante que sea, puede impedir que el enemigo invada su territorio, una vez que estalla la guerra, y su contacto inmediato atrae más fácilmente a aquél. Por eso todos los estados grandes gustan de dejar entre ellos a otros menos importantes, y siempre podrán existir pequeños estados del lado de acá y (cuando el Rin, como es de
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justicia, vuelva a ser un río alemán) del lado de allá del Rin; siempre que Suiza y Alemania sean independientes, no se tolerarán fortificaciones ofensivas en la misma ribera del Rin y se establecerán dos o tres bases para apoyo de las operaciones de guerra que en todo caso puedan efectuarse. Estas consideraciones previas serán suficientes para servir de fundamento a las siguientes propuestas, encaminadas a crear la federación de estados alemanes, 1
Todos los príncipes alemanes se agrupan, mediante una federación defensiva, para formar un todo político. Esta federación constituye una agrupación plenamente libre e igual por parte de príncipes soberanos, sin que entre quienes la integran existan más diferencias de derechos sino los que ellos mismos establezcan voluntariamente en esta alianza. 2
Esta federación tiene como finalidad mantener la paz y la independencia de Alemania y asegurar en los diversos estados alemanes un régimen de derecho basado en la ley. 3
Las grandes potencias europeas, principalmente Rusia e Inglaterra, se comprometen a garantizar esta federación. Como estas dos potencias y Austria y Prusia también en cuanto potencias no alemanas, se hallan vinculadas por tratados propios de alianza, sería necesario establecer, además, una norma aclaratoria para saber hasta qué punto esta garantía autorizaría para solicitar ayuda contra ataques dirigidos no directamente contra aquellas potencias mismas, sino contra Alemania. 4
Sin embargo, esta garantía sólo se refiere a la protección de Alemania
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contra ataques extranjeros; las potencias garantes renuncian a toda ingerencia en los asuntos interiores de Alemania. Sin esta condición, se favorecería demasiado la tendencia de una de las potencias garantes contra cualquiera de los estados mayores de Alemania. Las potencias garantes deberán inspirarse, para ello, en una confianza incondicional en la moderación de Austria y Prusia. La pretensión de garantizarlo todo y de pesar el pro y el contra de todo, no conduce más que a quejas y a discordias. 5 Austria, Prusia, Baviera y Hannóver asumen conjuntamente y con iguales facultades la garantía de los derechos mutuos de los distintos estados alemanes, lo mismo de los que emanen de la misma alianza que de los que sean ajenos a ella. Cuando se trate de los derechos de una o varias de estas potencias garantes, quedarán en suspenso los derechos emanados de dicha garantía respecto a la potencia o potencias interesadas, pasando a ocupar su puesto otros estados alemanes. Con este fin, la alianza señalará eventualmente otros cuatro estados, por el orden que se determine. Esta garantía especial de los derechos internos es necesaria para poder establecer una fórmula de arbitraje en la decisión de los litigios que surjan entre los príncipes alemanes. La propuesta de elegir para ello a Baviera y Hannóver se inspira en la idea más arriba apuntada de interesar más vivamente a estos estados por el fomento del interés común, haciéndoles participar más activamente en él. 6 Esta federación de estados se establece con carácter perpetuo y cada una de las partes contratantes renuncia al derecho a separarse nunca de ella. Esta cláusula diferenciaría a esta federación de las alianzas ordinarias, cuya duración queda subordinada al arbitrio de cada parte. El hecho de separarse de ella, por muy solemnemente que se anunciase de antemano, sería considerado siempre como un rom-
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pimiento y daría derecho a considerar como enemigo al estado que se separase. Esta norma es absolutamente necesaria y no tiene nada de injusta. Pues el hecho de que un estado alemán, se separe de una federación destinada a asegurar la independencia de Alemania constituiría de por sí un hecho irracional, apenas concebible y en modo alguno tolerable. CONDICIONES DE LA FEDERACIÓN
Estas condiciones se refieren al régimen exterior e interior del estado y a la legislación. RÉGIMEN EXTERIOR DEL ESTADO
7 Todos y cada uno de los príncipes alemanes se comprometen a cooperar en la medida de las fuerzas de sus estados a la defensa de la patria común. 8 Todos deberán, por tanto, poner en acción las fuerzas armadas que la Federación misma determine tan pronto como la patria se halle en guerra. Competerá a Austria y Prusia declarar cuándo se produce este caso; la declaración deberá partir de ambas cortes conjuntamente. Pero esa declaración no será necesaria cuando tropas extranjeras penetren con intenciones hostiles en territorio alemán. El derecho a declarar la guerra sólo puede reconocerse a Austria y Prusia, por ser los únicos estados alemanes que pueden dar la pauta en el concierto de los estados europeos. A la misma razón responde el derecho a concertar la paz que se les confiere más abajo (14). No sería conveniente establecer en la alianza una norma para el caso en que existiese desacuerdo entre ambas potencias acerca de punto tan importante. Su acuerdo, como ya dijimos más arriba, no puede ser impuesto coactivamente por la Federación, ni ésta puede tampoco prescindir de él.
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Todos y cada uno de los estados alemanes se comprometen por este pacto de alianza, en caso de guerra común, a aportar un determinado contingente de tropas y a realizar determinadas prestaciones para los fines de la guerra. Huelga decir que Prusia y Austria participarán en dicha guerra no en la medida del territorio que poseen dentro de Alemania, sino con arreglo a todas sus fuerzas y en cuanto potencias europeas, pues la garantía fundamental para la estabilidad de la Federación alemana estriba, precisamente, en el hecho de que Austria y Prusia consideren la independencia y la sustantividad de Alemania como inseparables de su propia existencia política. Por eso no puede permitirse que ninguna de estas dos potencias se limite a participar tibiamente en una guerra defensiva de Alemania. 11
Se establecerá a partir de qué número de tropas el estado que las aporte como contingente tiene derecho a formar con ellas un cuerpo de ejército especial. Las tropas de los demás estados se encuadrarán en los cuerpos de ejército generales. El mando de estos cuerpos en la guerra y en la paz corresponderá a Austria y Prusia, según el acuerdo que entre ellas se establezca, y será encomendado, a ser posible, a príncipes alemanes. 12
Será de la competencia de cada estado cuyas tropas formen un cuerpo de ejército especial mantener en las condiciones que señale la constitución las fuerzas armadas que reclute. Por su parte, aquellos cuyas tropas se incorporen a los cuerpos de ejército generales de Alemania se comprometen a respetar la inspección especial de sus establecimientos militares, aun en tiempos de paz, sin lo cual no habría unidad posible. Dicha inspección será ejercida por los jefes de este ejército, bajo la autoridad de la potencia que los haya nombrado. Esta inspección, indispensable tratándose de estados pequeños, sería imposible respecto a los grandes. La influencia que debe
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ejercerse también sobre ellos, para estos efectos, sólo puede ser una influencia política general, 13
La organización militar común de Alemania, el reclutamiento y organización de las fuerzas armadas, la construcción, cuando ello sea necesario, de fortificaciones comunes, la distribución de los mandos en tiempo de guerra, etc., exigirá una serie de normas concretas, ya sea en el mismo pacto federativo, ya en reglamentaciones especiales, normas que podemos pasar por alto aquí, en que sólo se trata de señalar las líneas generales de una federación. El derecho de concertar la paz, en caso de guerra común, corresponderá tan sólo a Austria y Prusia conjuntamente. Pero ambas potencias se comprometen a no concertar jamás una paz ni otro tratado cualquiera en que se menoscaben las posesiones o los derechos de uno de los estados que formen parte de la Federación. Sería un esfuerzo absolutamente vano pretender que todos los estados alemanes o algunos de ellos participasen en este derecho. Asuntos de tal importancia se deciden siempre por la influencia política de unos estados sobre otros, y potencias como Austria y Prusia no pueden atarse ni se atarán nunca las manos con formas ni constituciones, en materias de las que depende su propia existencia, y no sólo la de Alemania. Estas formas no serían más que una apariencia, fácil de rehuir y violar. Es preferible reconocer tácitamente y sin rodeos que lo más conveniente para los estados alemanes es someterse a los intereses comunes y bien entendidos de Austria y Prusia, y la mejor política vincular a ellos cada vez más estrechamente, con su conducta y su influencia, a las dos potencias indicadas. 15 Todos los estados que formen parte de la Federación se comprometen a no concertar tratados ni contraer obligaciones que contravengan a cualquiera de los puntos contenidos en este pacto federativo.
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Los estados que sólo posean territorios alemanes renuncian al derecho a participar en guerras extranjeras y a cuantas sean ajenas a la Federación alemana, a concertar alianzas conducentes a aquel fin, a permitir la entrada de tropas extranjeras en sus territorios» y a autorizar a las propias para que se pongan a sueldo de otra potencia. De esta restricción no pueden eximirse tampoco los estados alemanes de cierta importancia, como Baviera. Las fuerzas armadas de Alemania no deben dividirse ni debilitarse al servicio de un interés extranjero; ademas, hay que alejar todo pretexto que pudiera arrastrar a Alemania a una guerra ajena a sus intereses inmediatos, 17
Todos los estados alemanes se comprometen a dirimir los litigios que puedan surgir entre ellos por medio del arbitraje pacífico, sometiéndose incondicionalmente sí no llegaren a una transacción, al fallo arbitral de las cuatro potencias alemanas llamadas a garantizar la paz interior de Alemania y señaladas más arriba (5). El procedimiento que haya de seguirse para tramitar los asuntos, antes de llegar a este fallo arbitral, deberá establecerse detalladamente en el pacto federativo. En él, deberá cerrarse el paso hasta a la más remota posibilidad de toda discordia interior. Para dirimir los litigios entre los diversos estados cabría acudir, evidentemente, a más de un procedimiento; sin embargo, lo más aconsejable sería crear un tribunal especial bajo la tutela de cada estado, pero en el que los demás tuviesen también sus representantes y cuyos fallos fuesen ejecutados solamente por las dichas cuatro potencias más importantes. RÉGIMEN INTSMOS SSL ESTADO
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Aunque cada estado deberá poseer todos los derechos de soberanía dentro de su territorio, se señala la conveniencia de que en todos ellos se establezcan y funcionen los correspondientes estamentos.
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Los estamentos, bien organizados, no sólo son un dique necesario contra las ingerencias del gobierno en los derechos privados, sino que además estimulan el sentimiento de la propia iniciativa en la nación y enlazan a ésta más estrechamente con el gobierno. Constituyen, además, una institución alemana tradicional, que sólo en los últimos tiempos ha decaído o se ha convertido en un formalismo vacuo. 19
Para determinar los derechos de los estamentos/ deberá partirse de ciertos principios, de aplicación general a toda Alemania, pero dejando margen a las diferencias impuestas por la constitución anterior de cada país. Estas diferencias no sólo no son en modo alguno perjudiciales, sino que son, además, necesarias para que en cada país la constitución pueda adaptarse a las modalidades específicas del carácter nacional. Ese método peculiar de los tiempos novísimos, consistente en imponer a países enteros reglamentos generajes, teóricamente establecidos, matando con ello toda variedad y peculiaridad, es uno de los errores más peligrosos a que puede conducir una desacertada comprensión de las relaciones entre la teoría y la práctica. Los principios que sean susceptibles de establecerse con carácter verdaderamente general deberán desarrollarse, en cambio, con toda precisión, en el mismo pacto federativo. 20
Las relaciones de los estamentos mediatizados del Reich deberán ser objeto, además, de una especial reglamentación. Estas relaciones deberán reglamentarse atendiendo más bien a los principios del derecho político que a las razones históricas a que respondieron los derechos que se les dejaron al efectuar la mediatización, la cual no fué sino un acto de fuerza. Para ello, será necesario resolver un doble problema, a saber; si no será más conveniente equiparar en un todo los estamentos mediatizados del Reich a los demás estamentos de los países o si, por el contrario,
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sus condiciones deberán determinarse de un modo todavía más favorable, procediendo a mediatizar también y a someter a los más importantes los príncipes más pequeños, entre los que actualmente disfrutan de soberanía. Lo primero sería duro para una clase tratada ya con bastante injusticia y rendiría poca o ninguna utilidad. Lo segundo encontraría el aplauso de todos los que desean que Alemania esté formada exclusivamente por unos cuantos grandes estados. Yo sería contrario a esta solución, por las razones señaladas ya al comienzo de este apartado. Si sólo estuviese integrada por cuatro o cinco estados, Alemania no sería, en realidad, una agrupación de estados y lo más esencial, que es su unidad, se vería quebrantado. En estas condiciones, no podría existir ninguna garanda para los derechos interiores, no habría posibilidad de un tribunal de justicia común y todos los estados mediatizados perderían muy pronto sus derechos por las ingerencias de los gobiernos más importantes. Por otra parte, nuestras actuales propuestas limitan ya de tal modo los derechos de soberanía de los pequeños estados existentes en la actualidad, que este régimen no supondría ningún peligro para la seguridad común. La abolición general de la mediatización para todos los que han salido perjudicados con ella, tropezaría con obstáculos insuperables. 21
Las ingerencias de los gobiernos en los derechos de los estamentos podrán ser denunciadas por la parte perjudicada a las cuatro potencias que asumen la garantía dentro de Alemania, para ser sometidas a los tribunales nombrados bajo su tutela. Por el mismo procedimiento, y a instancia de los estamentos interesados, podrá incoarse un secuestro temporal de los territorios correspondientes a los gobiernos dilapidadores. 23 Se establecerá un determinado volumen normal de los estados alemanes con arreglo a su censo de población, del que dependerá el que los
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procesos civiles de sus subditos puedan decidirse en todas las instancias dentro de ellos mismos o deban ventilarse en última instancia fuera de ellos. 24
Los estados que no sean suficientemente grandes para poder abarcar tres instancias en la jurisdicción civil» deberán someter sus sentencias en lo penal a una revisión fuera de ellos, cuando la pena impuesta exceda de cierto límite. Puesto que los estados pequeños no estarán en condiciones de sostener tres tribunales de justicia distintos e integrados por un número suficiente de jueces, esta norma es absolutamente necesaria para evitar arbitrariedades. 25 Estos estados no podrán tampoco dictar ningún decreto u ordenanza que modifique el derecho civil y penal vigente en ellos con anterioridad, sin someter las modificaciones a la aprobación de aquellos a cuyos supremos tribunales tengan que someterse sus sentencias en apelación. La administración de justicia y la legislación se hallan tan estrechamente relacionadas entre sí, que esta norma viene necesariamente impuesta por la anterior. 26"
Cuando un estado que tenga jurisdicción sobre otros por vía de apelación advierta que los tribunales de justicia de éstos cometen irregularidades manifiestas, podrá exigir la revisión de las mismas por las cuatro potencias encargadas de garantizar la paz interior de Alemania. 27
Para ofrecer a los estados pequeños una instancia suprema cómoda y poco costosa, todos ellos serán distribuidos con arreglo a su situación geográfica entre aquellas cuatro grandes potencias, cada una de las cuales ejercerá los derechos de apelación sobre los estados sometidos a su tutela.
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Mucho mejor que esta institución sería d establecimiento de un tribunal especial de justicia para todos los estados de los que deba apelarse a otros, como el que existió ya en otro tiempo. Y, en relación con él, crear un consejo legislativo especial para toda Alemania, cuyos fallos serán obligatorios para los pequeños estados y al que podrían acudir también en consulta los estados más importantes; por este camino iría surgiendo tal vez, poco a poco, una legislación general alemana. Sin embargo, resultaría muy difícil, no existiendo un órgano supremo del Rekh, asegurar a esc supremo tribunal de justicia la consistencia, la independencia y la unidad necesarias. El problema de saber si este tribunal de justicia podría hallarse vinculado con aquel otro de que se habló más arriba {17) y cuya competencia se reducía, en rigor, a cuestiones
Con respecto a asta, y fuera de lo que queda dicho ya (25, 27) acerca de la legislación civil y penal, sólo creo necesario establecer las siguientes normas. 28
Todos los subditos de un estado alemán podrán trasladarse libremente a otro estado alemán, sin que se les pueda oponer ninguna clase de dificultades ni merma alguna de su patrimonio. Esta libertad es la base de todas las ventajas que los alemanes puedan obtener para su existencia individual de la agrupación de Alemania en un todo. 29 Cesará totalmente, a partir de ahora, toda expulsión de delincuentes» vagabundos y personas sospechosas de unos estados alemanes a otros. 30
La libertad de estudiar en universidades alemanas de otros estados será general y no podrá restringirse por ninguna norma, ni siquiera por
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la que disponga que se lleve, por lo menos, cierto tiempo de residencia en uno de ellos. La uniformidad de los progresos culturales y espirituales en toda Alemania depende principalmente de esta libertad, la cual es también sustandalmente necesaria en el aspecto político. 3* Los estados alemanes concertarán un tratado general de comercio, que incluya todas sus relaciones mutuas de tráfico y en el que se establecerá, por lo menos, el máximo de todos los tributos aduaneros de importación y exportación dentro de cada estado alemán. Las normas establecidas en dicho tratado sólo podrán modificarse conjuntamente. Cabría también, tal vez, pensar en la posibilidad de establecer entre los estados alemanes otros conciertos de tipo financiero y comercial, en cuyo caso podría ser conveniente la creación de organismos comerciales y financieros comunes para toda Alemania, los cuales podrían incorporarse, acaso, al Comité creado para entender de las obligaciones solidarias de los estados alemanes y que debe funcionar hasta el año de 1821 Tales son, sobre poco más o menos, mis propuestas, registradas aquí muy a la ligera. No debe olvidarse, sin embargo, que este ensayo no es más que un intento de exposición de lo que aún podría lograrse si, como yo entiendo, fuese imposible el restablecimiento de una constitución alemana con un órgano supremo del Reich. Si, por el contrario, existiese la posibilidad de dar al Refch un órgano supremo (el cual, para no provocar daños muchos mayores, habría de poseer suficiente poder para ser obedecido e inspirar suficiente respeto para no suscitar celos y resistencias), es indudable que la mayoría de los problemas deberían ser resueltos de un modo distinto. En este caso, se enfrentarían también con el órgano supremo verdaderos estamentos del Reich, dotados de mayores derechos, que, además, recaerían también sobre las condiciones políticas exteriores del estado.
IV PRUSIA Y ALEMANIA DE UN DICTAMEN "SOBRE LA ACTITUD DE PRUSIA ANTE LOS ASUNTOS DE LA DIETA FEDERAL" Si LAS EMBAJADAS CERCA de
la Dieta federal se distinguen esencialmente de todas las demás. El embajador destacado cerca de una corte cualquiera tiene la misión de cumplir los mandatos que se le asignan, de informar a su gobierno acerca de los acontecimientos en curso y de las ideas y estados de espíritu reinantes, laborando además por mantener o conseguir la concordia y lograr que existan buenas relaciones entre los dos gobiernos. Conseguido esto, considera plenamente cumplida su misión. Pero el embajador cerca de la Dieta federal, además de desarrollar, en mayor o menor extensión, toda esta labor en las distintas cortes que forman la Dieta, tiene que trabajar en una institución regida por un documento fundacional que sólo traza las líneas generales de su existencia, cuya estructura no quedará tampoco determinada, ni mucho menos, por las leyes orgánicas y en la que cada nuevo paso, cada decisión importante de sus miembros, puede introducir nuevas modificaciones, e incluso transformaciones tales, que anulen todo su carácter inicial. Y el embajador destacado cerca de la Dieta federal ha de mantenerse cuidadosa e ininterrumpidamente atento a todo esto y velar por que estas transformaciones, lo mismo cuando se trate de desarrollos que cuando se trate de degeneraciones de la institución que él, cooperando con los demás, está llamado a vigilar, no sean obra del azar n¡ de las miras, lógicamente unilaterales y no pocas veces egoístas, de las otras cortes. Debe procurar que la máquina marche por los carriles establecidos. Y, cuando además sea, como lo es el embajador de Prusia, representante de un gran estado, esforzarse por que estos carriles conduzcan, de modo 195
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seguro y certero, a la meta. Ha de profesar, por tanto, un punto de vista que se esforzará en mantener firmemente a través de los distintos asuntos concretos planteados, a saber: el de la actitud de su estado ante la Dieta, el del provecho que ello le pueda reportar y el del perjuicio que de aquí se pueda seguir. Tiene que tener acerca de esto, con preferencia a todo lo demás, ideas muy claras y concretas, a tono con las necesidades y con el sentido de la corte a la que representa. Ahora bien; para determinar la actitud que Prusia debe mantener ante la Confederación alemana, será conveniente, ante todo, no considerar la Dieta como lo que ésta debiera ser y como la conciben quienes se hacen grandes ilusiones sobre la posibilidad de unificar a Alemania, sino viendo en ella, de un modo escueto y desnudo, lo que realmente es, lo que ha llegado a ser, y no precisamente por la voluntad de nadie, sino por obra de las circunstancias. Siempre que queremos proceder prácticamente, es aconsejable empezar enfocando las cosas tal y como son sin que podamos modificarlas, antes de preguntarnos cómo se propone servirse de ellas nuestra intención. Por este camino, podremos ver las condiciones con mayor pureza y sencillez, ajustaremos nuestras medidas al criterio de lo necesario y nos remontaremos hacia lo mejor y lo más alto. Si seguimos históricamente los orígenes de la Confederación alemana, podemos afirmar en verdad que debe su existencia a Prusia. Desde la conferencia de los monarcas en Tóplitz, Prusia laboró ininterrumpidamente en ese sentido, primero sola, luego ayudada por Hannóver y, ya mucho más tarde, por Austria; en el Congreso de Viena, propuso y enmendó planes con paciencia inagotable y, por último, prefirió dar su asentimiento a una fórmula que venía a malograr sus esperanzas de unificación, antes que renunciar a la existencia de la Confederación alemana. Muchos han acusado al gabinete prusiano, de la manera más injusta y más ingrata, de haber querido utilizar la Confederación como medio para poner al servicio de Prusia las fuerzas de los pequeños príncipes. Sin embargo, para esto habrían podido utilizarse medios más cómodos, pues si los estados pequeños querían la Confederación, era precisamente para defenderse contra semejante intento. Otros interpretan este interés en establecer la Confederación, sencillamente, como un antagonismo excesivo contra algunos de los antiguos estados de la Confederación del
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Rin o como una protección demasiado grande dispensada a las ideas patrióticas alemanas y a las ideas liberales; también se acusa de demasiada benevolencia bacía esas ideas a otros debates del Congreso. Pero fueron pocos los que compartieron esta estrecha concepción. Los más, y por lo menos todos los que eran en cierto modo dignos de esta época indudablemente grande, comprendieron que la gloriosa liberación de Alemania tenía necesariamente que verse coronada por el restablecimiento de un régimen unitario alemán y que sin éste corrían peligro tanto la independencia del país en el exterior como su estado de derecho en el interior. Situándonos, sin embargo, por un instante, en aquel punto de vista dispar, no sabemos si quienes lo sustentan se habrán parado alguna vez a pensar que el problema no estaba tanto en saber si debía establecerse o no una Confederación alemana como en decidir si se quería entrar o no en aquella establecida ya desde siempre por el tiempo y por las propias circunstancias. Existen ciertos conceptos e instituciones, tan firmemente arraigados por obra de las condiciones naturales de las cosas, entre las que hay que contar también la opinión y las ideas de las gentes, y por la experiencia de los tiempos, que reaparecen siempre de nuevo, aun bajo las más sorprendentes transformaciones. Nunca podrá impedirse que Alemania quiera constituirse, del modo que sea, en un estado y una nación. La tendencia, si no a la unidad, por lo menos a un tipo cualquiera de agrupación, vive, sin que sea posible matarla, en todas las cabezas y en todos los espíritus, y si Austria y Prusia se hubieran opuesto a esta agrupación, se habría intentado llevarla a cabo incluso sin ellas. A esto hay que añadir que la Confederación del Rin había creado ya el hábito de una agrupación de Ja que estaban excluidas aquellas dos potencias y que Bavicra y Wurtemberg, si Austria y Prusia se hubiesen retraído, habrían laborado por la Confederación como ahora se resisten contra ella. Es posible también que Austria hubiese contemplado la Confederación con esa indiferencia de que a veces da pruebas el gabinete de Viena; pero en Prusia semejante indiferencia no hubiese sido posible, y la separación de sus territorios, unida a la gran desmembración de la Alemania del Norte y de la del Sur, hace que todas las relaciones con los pequeños príncipes sean más importantes y más complicadas para Prusia. No obstante, aun no insistiendo en la posibilidad de pactar realmente una Confederación sin las dos más importantes potencias de Alemania, es indudable que la singular coexis-
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tencia de estados completamente desiguales y, sin embargo, desde la destrucción del Imperio alemán, independientes en cuanto al nombre y desde la disolución de la Confederación del Rin independientes también en la realidad, exigía en interés de la paz, tanto de Alemania como de Europa, una organización cualquiera que pusiese ciertos límites a la movilidad política de estas pequeñas masas de territorio y población y concediese, por lo menos, algún control a las más importantes. Lo mismo el afán de los pequeños por buscar protección que los galanteos de los grandes para conquistárselos y venderles aquella protección a cambio de someterlos habrían sido una fuente de inquietud y de discordia y habrían despertado, desde luego, desconfianzas fundadas o infundadas. Es cierto que el acta fundacional de la actual Confederación, en la que se deja un margen de libertad excesiva a las alianzas de los distintos estados, no descarta por completo esos peligros. Pero existe, por lo menos, la forma que permite a los pequeños estados solicitar protección sin humillarse y a los grandes pedirles cuentas de sus actos políticos sin incurrir en arrogancia. Donde antes sólo habían imperado el derecho político y el derecho internacional, cuya misión no es, con harta frecuencia, otra que justificar la arbitrariedad, rigen ahora el derecho estricto y la ley sancionada, cuyo nombre es ya benéfico por el respeto mismo que inspira. Además, el transformar el nombre en realidad depende solamente de los poderosos. Lo más funesto, si se hubiese respetado un régimen de libertad completa, habrían sido los celos entre Austria y Prusia; la Confederación debe considerarse como uno de los medios más seguros de mantener la inteligencia entre ellas. Debo apuntar aquí una idea que muchos habrían reputado, indudablemente, más plausible que el establecimiento de una Confederación general, a saber: la fundación de una federación nórdica especial entre Prusia y los estados del norte de Alemania. La ejecución de este plan tropezaría con las mayores dificultades. El hecho de que Prusia lo pusiese en práctica o de que pugnase por realizarlo, o simplemente de que se sospechase que pretendía hacerlo, haría que sus relaciones con sus vecinos del norte, sin una Confederación general, se convirtiesen en un motivo de desconfianza, celos e incluso discordia con Austria. Esta se mezclaría en el asunto sin que nadie la llamase ni la invitase, irritando a Prusia con ello, o simplemente con la sospecha de que semejante cosa pudiese ocurrir.
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Esta solución no suministraría la forma adecuada, forma que sirve de tranquilidad en dos sentidos, pues, al mismo tiempo que establece ciertos límites, permite acudir, sin que nadie pueda darse por ofendido, a ciertas ingerencias. Quienes piensen que Austria se desentendería tranquilamente de lo que pasase en la Alemania del Norte por el mero hecho de que Prusia dejase en sus manos la Alemania del Sur cometen el mismo error fundamental que va implícito en todos los planes sobre una división de Alemania en dos partes: la del Norte y la del Sur. No se tiene en cuenta, en efecto, que Austria no puede en modo alguno dominar sobre el sur sin ejercer su poder sobre Baviera y que la máquina del estado austríaco, para poder ejercer realmente este poder sobre Baviera, aunque sólo fuese en cierto modo, tendría que disponer de resortes y fuerzas muy distintos a los de hoy. Por eso, en semejante división, Prusia obtendría mucho y Austria saldría casi con las manos vacías. Una confederación general alemana sería, por tanto, la única forma política que permitiría agrupar toda la masa heterogénea de grandes y pequeños estados que integran Alemania bajo una forma que asegure la paz, aleje y haga inútil la desconfianza y establezca la legítima posibilidad de pedir cuentas a quienes inspiren cualquier sospecha fundada. Esta ventaja es muy importante, sobre todo en lo tocante a Prusia, tanto de por sí como en relación con Austria, y nace ya, en gran parte, del nuevo hecho de la existencia de la confederación, cualquiera que sea su estructura, pues, aun en el caso más desfavorable, elimina la posibilidad de toda agrupación extraña que pudiera llegar a ser peligrosa para Austria o Prusia, o para ambas a la vez. La necesidad de asegurar a Alemania, y a través de ella a Europa, fortaleciendo su poder, ha sido una de las razones fundamentales que han inspirado, incluso por parte de las potencias extranjeras, la fundación de la confederación alemana. Mi razonamiento va todavía más allá y se adelanta en cierto modo a éste. En efecto, aunque la confederación no demostrase ser lo bastante eficaz para fortalecer realmente el poder de Alemania frente al exterior, por lo menos estimulará negativamente la paz, al eliminar o, cuando menos, reducir los desdichados problemas políticos que sin ella plantearía inevitablemente la existencia, en el corazón de Europa, de tantos estados pequeños enclavados entre vecinos más poderosos. Si hemos expuesto todo lo anterior es, simplemente, para demostrar que la Confederación no debe ser considerada, por parte de Prusia,
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como una institución que deba alentarse o darse al olvido según que se desarrolle en un sentido conveniente o no, sino como un organismo que Prusia, sin su intervención, acaso no habría podido siquiera impedu y que con ella no hubiera debido impedir jamás, aunque sólo fuese para evitar nuevas causas de discordia y nuevos motivos de desconfianza; como un organismo que es posible utilizar en cierta medida, cuyos posibles perjuicios deben evitarse, pero que es necesario mantener en pie, sobre todo, como un medio de asegurar la tranquilidad política y de alejar las preocupaciones. Sin embargo, sería muy triste que la utilidad de la Confederación en general y en particular para Prusia, quedase circunscrita a límites tan estrechos. Hay razones para esperar bastante más de ella, y Prusia principalmente se ha esforzado en dar a la Confederación la forma que le permitiese defender su independencia frente al exterior y administrar el derecho y la justicia en el interior. Para esto ha partido del doble punto de vista de poder confiar en la ayuda de otros para su propia defensa, la cual, entregada a sus solos medios, supondría un esfucrao demasiado doloroso, y de alejar, por parte de cualquier estado vecino, el peligro infalible que surge cuando la incuria y la arbitrariedad de los gobiernos destruyen el bienestar a la par que irritan los espíritus. Además, consideró que era digno de su misión y de la asumida honrosamente desde el comienzo de la guerra contra Francia el restablecer el derecho lesionado y borrar las huellas de la arbitrariedad aun allí donde ningún interés propio se lo exigía. Es cierto que el éxito sólo ha respondido a medias a sus esperanzas, y el pacto federal se ha concertado de modo que la colectividad sólo pueda influir muy poco sobre cada estado en su interior. Sin embargo, el espíritu que Prusia ha despertado con los diversos planes presentados por ella y que encontraron gran apoyo en la mayoría de los pequeños estados ha penetrado tan profundamente, que serán muy pocos o tal vez ninguno los puntos en que el camino se halle cerrado. Muchos artículos del documento fundacional de la confederación contienen normas de las que se puede partir para seguir adelante, lagunas que pueden llenarse, vaguedades que cabe concretar para sacar de ellas un sentido mejor y más satisfactorio. Esta tendencia a mejorar y ampliar el documento fundacional de la confederación con vistas a todas las instituciones internas que se proponen garantizar el derecho y poner
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coto a la arbitrariedad, entre las cuales se cuentan las sólidas constituciones por estamentos, el tribunal federal, las garantías en cuanto a las relaciones entre los estados mediatizados, etc., debe ser siempre objeto especial de atención por parte del embajador prusiano cerca de la Dieta federal. Aparte de que no sería honrado, por parte de Prusia, guardar silencio allí donde la justicia exige que se levante la voz, la fuerza moral que este estado debe procurarse reclama que se erija en defensor y restaurador del derecho avasallado. Más aún; no es posible prever qué consecuencias tendría el que la asamblea federal rechazase fríamente quejas de este género, excusando en cierto modo su indiferencia con la soberanía de los estados; ante estas consecuencias no podría permanecer tampoco pasiva Prusia. Sin embargo, por otra parte, es precisamente este aspecto del asunto el que exige mayor prudencia y mayor cuidado, en parte para no crearse obstáculos imponiendo a la administración interior del país vínculos demasiado fuertes y demasiado numerosos y en parte para no enemistarse constantemente con aquellas cortes que mantengan otros principios, afrontando la lucha solos y no pocas veces sin éxito. A Prusia no puede interesarle encontrarse en incesante lucha con las cortes del sur de Alemania contrarias a todas estas medidas, que constituyen según ellas ingerencias de la confederación en el régimen interior de los estados y atentados contra sus derechos de soberanía; ni puede consentir tampoco que Austria, como suele hacer, evidentemente, guarde un silencio cauto y eche sobre sus hombros toda esa carga de antipatías. En todos estos casos, a menos que existan motivos especiales que otra cosa aconsejen, el embajador de Prusia cerca de la Dieta federal, en vez de tomar la iniciativa por sí mismo deberá apoyar las propuestas que se formulen, mover a Austria constantemente a que participe de igual modo y no tanto presionar para conseguir el asentimiento de los otros como emitir el voto de su propio gobierno como un voto espontáneo, despreocupado y plenamente respetuoso con los imperativos del derecho. Esta conducta no dejará, seguramente, de dar sus resultados, pues no puede desconocerse que la Confederación no alcanzará nunca grandes cosas a fuerza de órdenes, ingerencias y actos efectivos. Una de las grandes ventajas de este organismo consistirá en orientar a la opinión pública a través de las ideas manifestadas en su seno, en el temor que poco a poco surgirá a verse desaprobados por ella, en las aclaraciones encami-
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nadas a prevenir errores y extravíos. Es, por tanto, cualesquiera que sean los acuerdos, de la importancia más extraordinaria el modo como los embajadora se comporten en la Dieta federal al emitir su voto, y, en lo que al de Prusia se refiere, importa mucho que hable un lenguaje absolutamente consecuente, preciso y encaminado siempre a la defensa o al restablecimiento del derecho. Pero, a pesar de que Prusia tiene razones para desear que, andando el tiempo y poco a poco, se consiga aquí lo que fué imposible lograr en Viena, teniendo en cuenta todas estas instituciones que atan corto a la arbitrariedad de los gobiernos, la cosa no presenta ningún interés especial para ella, y esto le permite, para seguir el camino recto para todos, aguardar tranquilamente a que se presenten las ocasiones adecuadas. Sin embargo, el embajador deberá procurar que, aunque de momento no sea posible mejorar el documento fundacional de la Confederación, por lo menos no se cierre el camino a esta posibilidad para el porvenir. La otra gran finalidad positiva de la Confederación y la primera en orden a su importancia es la defensa común, y ésta se halla relacionada tan de cerca con el interés especial del estado prusiano, que, sin pretender entrar en disquisiciones sobre poblemas específicamente militares, esto plantea el problema político general de saber hasta qué punto la Confederación tiene una importancia especial para Prusia y hasta dónde puede llegar ésta en su utilización. El estado prusiano se encuentra ahora en la peregrina situación de ser la muralla avanzada de la Confederación en los dos extremos opuestos de Alemania, pero teniendo enclavados entre sus provincias separadas varios estados grandes y pequeños, de tal modo que ni siquiera puede mantener la comunidad entre las diversas partes que la integran más que a través de ellos. Esto le permite a Prusia exigir en justicia que su defensa, que además de ser su defensa propia es, al mismo tiempo, la de Alemania, le sea facilitada por las fuerzas de los demás estados intermedios y que éstos le concedan para ello la libertad necesaria, sin la cual su desmembración en dos partes representaría un obstáculo insuperable tanto para su defensa como para su bienestar. En lo que respecta a los pequeños estados que rodean a Prusia, no debe censurarse tampoco, por otra parte, a pesar de estas justas reivindicaciones de Prusia, su deseo de mantener su independencia, no sometiéndose a sacrificios excesivos o arbitrarios. Y como ambas partes, según suele suceder, abrigan recelos mutuos, los pequeños estados sos-
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pechan que Prusia quiere servirse de la Confederación para hacer a ésta independiente de ellos y manejar sus fuerzas en su propio y exclusivo interés; mientras Prusia, por su parte, recela que los pequeños estados pretenden, al amparo de la Confederación, desligarse de Prusia todo lo posible para ayudarla lo menos que puedan, puesto que Prusia, para defenderse a sí misma, tiene que defenderlos desde luego a ellos y defender a Alemania, quiera o no. Hasta aquí, el recelo de ambas partes es natural y se traducirá siempre en el deseo de obtener seguridades recíprocas, en cualquier negociación que se entable. Pero, desgraciadamente, hay que reconocer que, además, existe en las circunstancias actuales, por muchas otras razones, otra desconfianza muy grande y absolutamente infundada contra Prusia, desconfianza que es, en parte, real y sentida y en parte desfigurada y detrás de la cual se oculta el odio y la antipatía. Las dos primeras y grandes causas de este recelo son: la gloria indiscutible e innegable adquirida por Prusia en las dos últimas guerras y el odio comprobado y legítimo contra todo espíritu gracias al cual llegó a dominar Alemania un poder extranjero. Es la marcha natural de las pasiones humanas; quienes no tienen la conciencia limpia acusan a los que obran rectamente, acusación más dura todavía cuando éstos se manifiestan clara y enérgicamente contra los que no proceden con rectitud. Otras causas de desconfianza estriban en la naturaleza peculiar de la monarquía prusiana. Su situación es, indudablemente, muy incómoda desde el punto de vista político; se la considera, por tanto, como una fuerza que no ha conseguido aún su equilibrio y que, por consiguiente, es todavía peligrosa para sus vecinos. Descartando los breves años de su infortunio, ha estado creciendo constantemente, y esto hace que se teman de ella nuevas expansiones o, por lo menos, intentos de conseguirlas. Se presiente que pueda fácilmente sentirse preocupada por la insuficiencia de sus fuerzas para su defensa y echar mano de las de otros y que, por virtud de su situación, entre a cada momento en contactos que la obliguen a formular nuevas exigencias. Finalmente, infunde temor su poder, del que se sabe que, aunque no sea igual al de otros estados, tiene una movilidad mucho mayor y puede desarrollar una acción más vigorosa. Por otra parte, las verdaderas intenciones y orientaciones del gobierno son tergiversadas a los ojos del público, siempre mal informado, por los discursos imprudentes y arrogantes de algunos individuos y por los peregrinos rumores
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y chacharas acerca de la independencia del ejército y del malestar del pueblo. Y a todo esto hay que añadir, muy recientemente, la malísima impresión que han producido, en general y sin excepción alguna, los puntos referentes a la parte militar de la constitución federal contenidos en el proyecto de convención, que el señor de Hanlein ha comunicado aquí al conde de Buol. Puede que estas manifestaciones parezcan demasiado crudas; sin embargo, he de manifestar, en cumplimiento de mi deber, que no lo son. En el momento actual, Prusia no goza en Alemania de la confianza ni de la opinión favorable a que es acreedora después de todo lo que por Alemania ha hecho. Y, para concretarnos a lo que constituye el tema de esta memoria, el embajador prusiano cerca de la Dieta federal no encuentra los ánimos tan bien dispuestos, que pueda, si no se prepara el camino por sí mismo, contar con la cooperación de muchos elementos. Es cierto que las cortes del norte de Alemania sienten todavía su vieja simpatía por Prusia, la cual es mayor en la medida en que se hallan animadas por buenas intenciones, y también es verdad que se mantendrán fieles a ella hasta cierto punto. Sin embargo, se vuelven cada vez con mayor confianza hacia Austria, de la que saben, juzgando por su política, condicionada por su situación geográfica, que nada tienen que temer. Y sí hoy no temen precisamente ingerencias ni actos despóticos, sospechan que la gran movilidad de Prusia, su tendencia, plausible de por sí, a acometer seriamente todas las cosas, su aspiración a establecer un organismo más sólido, sobre todo en materias militares, pueda llegar a ser perjudicial y embarazosa para ellos. A esto hay que añadir que los tres más importantes, Hannóver porque le gusta hablar un lenguaje independiente, Sajonia por las razones harto conocidas y el electorado de Hesse..., sólo muy condidonalmente se someterán a la influencia de Prusia. Entre las casas reinantes de Sajonia podemos contar con Weimar, cuyo príncipe ha estado más que ningún otro en Alemania al lado de Prusia desde el comienzo del congreso de Viena, pero sólo podemos contar, en cambio, muy débilmente con las demás, por lo menos con la de Coburgo. Nassau y Darmstadt podrían, tal vez, mostrarse ahora favorables a Prusia, pues puede interesarles desde ciertos puntos de vista y además, por su situación, no tienen nada que temer de su potencia. De Badén no puede decirse nada, hasta que se ponga fin al conflicto de los distritos del Main y del Tauber, que en la actualidad hace que sus relaciones con todos los
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demás estados sean inciertas. Wurtemberg teme, indudablemente, y no sin cierta razón, que si se pone a debate en la Confederación el problema de sus estamentos, Prusia dará su voto a la causa del derecho. El acercamiento de Baviera a Prusia sería de desear y podría lograrse tal vez sin gran esfuerzo. Sin embargo, si no cambian las relaciones mutuas entre Austria y Baviera, el estrechamiento de lazos entre Prusia y Austria podría enfriar fácilmente la confianza de Baviera. En Austria, Prusia puede confiar en el sentido de que aquélla no emprenderá fácilmente, en el seno de la Confederación, nada que sea contrario a su voluntad, y también en que apoyará hasta cierto punto sus reivindicaciones. Sin embargo, si existiesen planes en que se tratase de imponer con gran energía algo que fuese contrario a la mayoría de los demás estados, sería inútil esperar de Austria semejante colaboración. Hállese menos interesada por sí misma por la Confederación alemana, y difícilmente se brindará a estrechar más sólidamente los lazos orgánicos y a exigir de los distintos estados confederados sacrificios importantes de sus fuerzas o de su independencia. Lejos de ello, representará mientras pueda el papel de protector de los menos poderosos y disuadirá a Prusia de acometer los planes que a éstos no les satisfagan. En estos casos, aspirará siempre más o menos, a costa de Prusia, a ganar fama de un estado suave y justiciero. La conducta seguida por ella en las recientes discusiones, provocadas por el consejero von Hanléin, lo demuestra ya suficientemente, y por parte de Prusia deberá hacerse todo lo posible por evitar que encuentre ocasiones de proceder así. Aunque esta situación que describo, sin paliativos ciertamente, pero también sin exageración, respondiendo exclusivamente a mi íntimo convencimiento y a la experiencia recogida durante todo el tiempo de mi permanencia aquí, sea poco halagüeña y poco favorable para los primeros pasos de Prusia en la Dieta federal, creo, sin embargo, que ello no le impedirá conseguir a través de la Confederación aquello que pueda legítimamente exigir. Pues es indudable también que Prusia inspira un alto y sincero respeto; todo el mundo sabe muy bien lo mucho que Prusia hizo en las últimas guerras, aunque la misma Prusia no haya querido repetirlo demasiado; todo el mundo se da perfecta cuenta de la protección que Prusia representaría si llegase el momento de afrontar nuevos peligros y comprende claramente que, incluso en los asuntos interiores de gobierno, los principios más ilustrados y más justos, las medidas más vigorosas y consecuentes, arrancan de Prusia. De aquí el interés que des-
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pierta cuanto ocurre en Prusia; y eso explica, incluso, que la gente se permita expresar juicios más libres acerca de ello, pues se comprende perfectamente que el ejemplo de Prusia en todos estos asuntos es decisivo, por cuya razón se confía o se teme que los avances o retrocesos de este estado sirvan de pauta para toda Alemania. Sin embargo, para poner debidamente a contribución todo esto, es necesario que Prusia adopte una actitud sabia, tranquila, desapasionada y extraordinariamente cauta, que no pretenda triunfar rápidamente en todo, sino avanzar lenta y paulatinamente; y, por último, que en sus relaciones con los distintos estados alemanes, consagre la mayor atención principalmente a los pequeños estados, actuando respecto a ellos con la mayor justicia, rapidez y cordialidad, a la par que con la mayor firmeza y consecuencia. Las circunstancias sorprendentemente ciertas de que la defensa de Alemania ha sido confiada a Prusia por dos lados, de que no se le puede achacar a ella el que la restauración de su territorio, lograda a tanta costa, se le haya encomendado en condiciona que ciertamente no tienen nada de cómodas, en gran parte a costa de un estado vecino y expuesta al peligro de suscitar no pocos recelos, y de que no se pueda citar un solo caso en que Prusia haya dado motivo a que nadie desconfíe de su sentimiento de justicia; todas estas circunstancias pueden señalarse de tal modo, que, aun empleando un lenguaje claro y enérgico, no se caiga en la arrogancia, sino que se encuentre un tono modesto y discreto, cuyo éxito será indudable. El gobierno prusiano debe procurar especialmente infundir confianza a las cortes de Alemania; para ello no necesita sacrificar para nada su propio interés; le basta con obrar de un modo franco y justiciero. Probablemente ningún estado necesita tanto como Prusia hacer de la justicia su política, no sólo porque su poder material es inferior al de los otros grandes estados, sino porque, dada la rapidez y la firmeza con que ha sabido poner en acción inmediatamente su fuerza desde Federico el Grande, no hay ningún otro estado en que tan peligrosa aparezca la más leve de las injusticias. En cambio, debe ser defendida en nombre de Prusia, con una energía inconmovible, toda justa reivindicación, todo postulado justo que nazca de sus verdaderas relaciones con Alemania. En la Dieta federal no sólo deberán defenderse firme y tenazmente todas las medidas encaminadas a la defensa común, sino que, además, si se demuestra clara y nítidamente que es esto y no un fin privado de Prusia lo que se persigue, lograrán aprobarse con éxito. Cuando se opon-
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gan a ellas las miras estrechas y egoístas de algunos individuos, el miedo a la opinión pública, muy celosa precisamente en lo que a estas cuestiones se refiere, se encargará de evitar que se exterioricen. Únicamente discreparán las opiniones en torno a lo que exija, en rigor, la seguridad común, y el pretexto de que se exagera la preocupación por ésta servirá sin duda, con harta frecuencia, para encubrir el egoísmo. Como es natural, la oposición será más viva allí donde los distintos príncipes crean amenazada su independencia, pero la resistencia disminuirá, evidentemente, tan pronto como se generalice en cierto modo la vigilancia a que los estados menos poderosos deben someterse y no se confíe precisamente a un estado importante determinado, concretamente a Prusia. Pues lo que temen, en realidad, los estados del Norte de Alemania es que Prusia se arrogue una tutela sobre ellos en el terreno militar o en otro aspecto cualquiera y, en vez de pensar que esta tutela podría imponérseles también sin necesidad de ninguna Confederación, en cuyo caso no se sometería a restricción legal alguna, temen que sea precisamente la Confederación la que imprima el sello de la legitimidad a dicha tutela. Esto se reveló ya claramente en Viena, al manifestarse la intención de restablecer los distritos en Alemania; sin embargo, es innegable que esta preocupación y la resistencia que suscita son hoy mucho mayores que antes. Una regla importantísima de prudencia para Prusia consistirá, pues, en evitar en lo posible, dentro de la Confederación, toda forma, toda norma o toda propuesta que pueda conducir a una especie de alta tutela de Prusia sobre los estados vecinos o, por lo menos, quitarle toda apariencia de tal. El procedimiento contrario haría fracasar, indudablemente, la finalidad perseguida. Por una parte, como la cooperación de Austria para semejantes planes sería siempre débil, resultaría extraordinariamente difícil llegar a un acuerdo efectivo; en segundo lugar, aun conseguido éste, surgiría una resistencia incesante y sorda, que provocaría una serie de bajas complicaciones; finalmente, esto destruiría en absoluto la gozosa confianza en Prusia que el gobierno prusiano se propone como finalidad más importante crear y establecer con respecto a Alemania. Todas las formas, todas las organizaciones, todos los acuerdos de la Confederación serán siempre ineficaces y se quedarán en letra muerta. La Confederación de por sí es una entidad demasiado poco sólida y coherente para que pueda encontrar en ellas ninguna fuerza propia. Y
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Prusia no será jamás capaz de vencer la resistencia del egoísmo, de la vanidad o de la inercia con ayuda de esos instrumentos, preparados de un modo tan artificioso. En cambio, si no acude a formas que obliguen intimidando, si respeta la libertad de sus vecinos, si tiene siempre en los labios el interés de la colectividad y no el de sí misma, encontrará en el respeto, del que brotan siempre benéficos frutos, en la benevolencia y en la confianza medios incomparablemente más poderosos para instaurar una dominación verdaderamente noble. La marcha de los asuntos en la Confederación dependerá en gran parte, para todo estado, pero doblemente para Prusia', a la que se dirigen todas las miradas, de la marcha de los asuntos en su propio interior, y el embajador prusiano cerca de la Confederación deberá distinguirse también de los demás por la conveniencia de mantenerlo bien informado de lo que ocurre dentro de su propio país, permitiéndole dar su opinión acerca de los juicios a que pueda dar lugar esa situación. Prusia ocupa en la actualidad, evidentemente, una situación muy satisfactoria, pero no debe perder de vista que ahora precisamente que, al cambiar tan radicalmente su situación territorial, tendrá que cambiar también, necesariamente, la orientación y la estructura de casi todas sus condiciones interiores, necesita agrupar más que nunca todas sus fuerzas, ponerse en guardia seriamente y renunciar a todos los planes exteriores nuevos para concentrar todas sus preocupaciones al interior del país. Su posición pasaría a ser extraordinariamente crítica y peligrosa si el gobierno se dejase llevar de la quimera de creer que su país disfruta ya hoy de una grandeza y una seguridad tan grandes, que no necesita preocuparse de ahorrar sabiamente ni de mantener en pie sus fuerzas de lucha, pudiendo dejar sentir a sus vecinos su superioridad. Un sistema tan equivocado como éste no tardaría en ir seguido de la debilidad en el interior y la injusticia en el exterior, y los demás estados alemanes veríanse movidos por ellos a temer las empresas de Prusia y a oponerse a ellas. En cambio, si Prusia, a fuerza de orden y de buena organización interior, con sus buenas finanzas y con un ejército que no se vea obligado a reducir sus continguentes por la penuria, con una posición que se baste a sí mismo, demuestra que no necesita recurrir a las fuerzas de nadie para mantener su poder, despertará al mismo tiempo una confianza permanente en su conducta y el miedo a desagradarle oponiéndose a ella, y esto le valdrá también una influencia mucho mayor en el seno
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de la Confederación. Una posición que inspire respeto es siempre más eficaz, en el terreno político, que las amenazas o la violencia. Prusia se halla tan rodeada de pequeños estados, que su situación sería evidentemente mucho más desagradable todavía si no estuviese en cierto modo a su alcance la posibilidad de obviar las dificultades que esos estados le causan en el aspecto administrativo y en el militar, pudiendo incluso, en ciertos casos, contar con su ayuda. Por tanto, Prusia debe tener como política especial el vincular estos estados vecinos, hasta cierto punto, a su sistema político e incluso administrativo. Estos mismos estados se dan perfecta cuenta de ello, y no se oponen tampoco a ello, siempre que las cosas no vayan demasiado lejos o revistan una forma indecorosa. Todo dependerá, pues, de que se sepan elegir los medios adecuados para alcanzar este fin, que, si bien se comprende y se acepta tácitamente por ambas partes, no puede proclamarse en voz alta, por ser imposible indicar la medida concreta en que pueden alcanzarse. Yo no creería aconsejable utilizar para esto a la Confederación ni emplear instituciones orgánicas, llámense círculos o zonas militares o como quieran llamarse. Ante la Confederación sólo debe plantearse, por parte de Prusia, aquello que pueda ser defendible, por ser conveniente a la seguridad común. Si por este camino sólo es posible lograr una parte del fin específicamente prusiano señalado aquí, habrá que acudir para alcanzar el resto a otro camino, mediante contactos políticos diversos con los otros estados directamente. El lenguaje empleado por Prusia en la Confederación debe ser siempre un lenguaje general; el particular debe emplearlo aparte, allí donde puedan pactarse ventajas y beneficios especiales. En su actitud hacia otros estados por separado, no se trata, ni mucho menos, de ceder en sus derechos, de ser transigente, de hacer concesiones extraordinarias. Mucho más importantes serán, en este terreno, y le valdrán más respeto e influencia, la justicia estricta, la rapidez en las negociaciones, la puntualidad en el cumplimiento de las obligaciones contraídas, la determinación precisa de todas las condiciones, la conducta conciliadora y prudente de las autoridades limítrofes, cosas todas provechosas para el estado que las profesa y las mantiene. Hasta qué punto permitirán las circunstancias, según esto, contraer acuerdos especiales con los distintos gobiernos es cosa que no puede preverse; sin embargo, es evidente que las negociaciones políticas con los distintos estados alemanes deben mantenerse siempre en constante relación
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con las entabladas en el seno de la Confederación, para poder apreciar por cuál de los dos caminos es posible llegar en cada caso a la meta con más facilidad y mayor seguridad. Resumiendo lo que dejamos dicho acerca de la utilización positiva de la Confederación y del estado de espíritu favorable y contrario a ella con que Prusia debe contar en el momento presente, se deduce, indudablemente, que el embajador prusiano cerca de la Confederación, aun debiendo esforzarse seria, enérgica y dignamente por evitar que este organismo quede reducido a una existencia puramente negativa, debe también proceder haciendo más uso de la cautela y de una hábil lentitud que de la violencia y el celo excesivo y precipitado, y que nada debe rehuir con tanto cuidado como el despertar ni la más leve sospecha de que Prusia pretende drigir la Confederación o necesita servirse de ella para sus propios fines. Prusia debe velar por su prestigio, principalmente, actuando en el seno de este organismo para proteger a los demás estados y velar por sus derechos. Lo mismo si la Confederación llega a ser de una utilidad grande y positiva para Prusia que si sólo le rinde una utilidad puramente negativa, es necesario impedir que no redunde en perjuicio suyo, cosa que podría ocurrir, políticamente, si estimulase entre los otros estados y Austria o entre los demás estados unos con otros relaciones que llegasen a ser peligrosas para Prusia, y también, en el aspecto interior, si pretendiese poner al gobierno trabas enteroecedoras. Y que la idea de la posibilidad de semejantes relaciones no escapa del todo a los gabinetes alemanes se deduce ya... de la tenacidad con que Hannóver, que indudablemente sabía en qué condiciones tan favorables podía negociar con Prusia si, cediendo a ésta una pequeña porción de territorio, le permitía establecer la unión entre sus dos masas territoriales, se negó a hacerlo sencillamente porque ello lo habría aislado del resto de Alemania. Pero ya advertimos anteriormente que la propia Confederación contribuye muy principalmente a hacer que esas relaciones no puedan llegar a crearse fácilmente sin la cooperación de Austria o Prusia, o de ambos estados a la vez...
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§2
Estas relaciones generales que la Confederación alemana, cualquiera que sea el giro que tome su actuación, puede tener con el interés de Prusia y la conducta que ésta debe seguir a este propósito no deberán ser perdidas de vista jamás por el embajador prusiano cerca de la Dieta federal. En efecto, aunque esos puntos de vista no le permitan llegar a establecer, partiendo de ellos, normas de conducta para cada caso concreto, deberán, por lo menos, guiar sus pasos en general y, sobre todo, determinar el sistema con arreglo al cual el gabinete prusiano haya de estrechar o aflojar, según los casos, sus vínculos con la Confederación. Pero, además de esto y aparte de las distintas cosas que Prusia pueda intentar que la Confederación apruebe en relación con sus fines, todo embajador cerca de la Dieta deberá tomar parte en todos los actos de la Confederación, y al de Prusia le incumbe adueñarse de la dirección de la misma en la medida en que las circunstancias lo consientan, pero sin dar la sensación de ello. Prusia posee una parte tan grande de Alemania, su defensa se halla tan estrechamente relacionada con la de Alemania en su totalidad y sus relaciones con los estados menos poderosos que la rodean son tan importantes para el estado prusiano, que su propia política exige de ella que consiga la mayor influencia posible dentro de la Confederación. Esta influencia corresponde a todo lo que Prusia ha hecho en las últimas guerras, a su dignidad y a lo que todo el mundo espera, pero el embajador no debe exigir o imponer esta influencia, sino ganarla, consiguiendo esto, principalmente, a fuerza de celo y prestando una atención constante a todos los problemas de k Confederación, con una actitud muy consecuente e imparcial, trazándose principios que denoten una firme armonía interior y sabiendo aplicarlos hábilmente. Y si todo embajador cerca de la Dieta se halla obligado por su situación a interesarse por todos los asuntos que afectan a la Confederación, como organismo de cuya eficacia también él es responsable, este deber afecta sobre todo al embajador prusiano. Nada podría dañar tanto al prestigio de su corte como el hecho de mostrar o aparentar indiferencia y frialdad ante los asuntos que no toquen directamente a los intereses de Prusia. Para que pueda pesar más en aquello que afecte a su estado, es necesario que la gente se acostumbre a respetar su voz, a temer su oposi-
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ción y a considerar su cooperación como decisiva. Para ello, es fundamental que adopte una actitud de principio ante lo que la Confederación pueda ser de por sí e independientemente del interés prusiano, ante el modo como deba manifestarse y actuar. §3 Para comenzar con el punto de vista más general, debemos poner en claro la naturaleza de la Confederación, problema acerca del cual las ideas del público e incluso las de los embajadores aquí destacados son tanto menos claras y coincidentes cuanto que tan pronto se mezclan con la actual Confederación conceptos procedentes del antiguo Imperio alemán como se la confunde con otros estados de tipo completamente distinto, por ejemplo Suiza. Las dos ideas más divergentes en tomo al problema son Jas que se expresan, de un modo mis impresionante que exacto y preciso, con los términos de federación de estados y estado federal, conceptos que tienen como resorte fundamental, respectivamente, el deseo celoso de salvaguardar la soberanía de cada estado y la tendencia patriótica a constituir una agrupación de todos bajo una ley general. Hasta aquí, Prusia se ha inclinado siempre, y con razón, más bien a la segunda fórmula que a la primera; Austria, o mejor dicho el príncipe Mctternich, más bien a la primera que a la segunda, hasta el punto de que alguna vez parecía como si quisiese reducir la Confederación a una simple alianza de estados. Lo que en este punto es aconsejable para Prusia ya lo hemos dicho más arriba; aquí, estamos hablando exclusivamente de conceptos, y en este terreno no puede negarse en modo alguno que la Confederación alemana no puede ser confundida con un pacto de alianza, siquiera sea perpetua y acompañada de muchas otras condiciones que en las alianzas normales y corrientes no suelen figurar, sino que presenta realmente el carácter de un estado federativo. En efecto, esta Confederación agrupa en un todo a países que, por su comunidad de origen y su idioma, forman evidentemente una unidad y que ya vivieron unidos realmente en otro tiempo, bajo el Imperio alemán. Los diversos estados confederados, al igual que los distintos ciudadanos de un estado, renuncian a una parte de su primitiva independencia y personalidad, para someterse en este punto a la voluntad común; y el Acta confederal (arts. 6,18,19), unida con la Dieta federal,
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establece la posibilidad de que en todo momento se propongan y acepten nuevas normas generales, mientras que las simples alianzas no se pactan precisamente entre naciones afines, excluyendo a las demás, imponen siempre determinadas obligaciones exclusivamente y representan tratados cerrados y definitivos, no susceptibles de ulterior ampliación. Sin embargo, en la práctica las definiciones, por exactas y precisas que sean, sirven de poco, y más bien podría inducir a error el pretender argumentar a base del concepto del estado federal, atribuyendo a la Confederación todas las funciones derivadas de la idea general de un estado.28 Por eso, sin pegarnos miedosamente a las palabras, debemos entrar en el fondo del problema y en el fin perseguido y, a base de esto, trazar los límites de la actuación a que el embajador cerca de la Dieta debe extender o restringir las funciones de este organismo. Atora bien; la finalidad de la Confederación alemana es, como dijimos más arriba, defender mediante una obligación positiva y legal la paz, la seguridad y el equilibrio allí donde, de dejarse a merced del libre juego de las facultades de derecho internacional, podrían correr fácil peligro, y lo que distingue verdaderamente a este organismo es que, dentro de dicho compromiso, los miembros de la Confederación deben conservar su propia personalidad c independencia, así como también el hecho de cooperar en ella estados de potencia e importancia muy distintas. Los estados independientes se hallan autorizados a juzgar por sí mismos su derecho y a imponerlo en todo momento por la fuerza, así como también a mezclarse en los asuntos interiores de otro estado, si consideran que puede derivarse de ello un peligro para sus propios intereses. El primer derecho se renuncia expresamente en el Acta confederal (art. 11). Al segundo punto tienden todas las normas de este documento, encaminadas a estrechar y hacer más firmes los lazos entre gobernantes y gobernados, mediante el respeto de los derechos vigentes en el interior de cada estado de por sí... Entre estos puntos se destacan, evidentemente, dos que la Confederación debe mantener del modo más severo: la obligación de abstenerse de cuanto sea tomarse la justicia por la mano y las normas que se refieren a la defensa común... En lo que • Con estas manifestaciones sobre el estado federal y la federación de estados, Humboldt toca aquí un tema al que por primera vez en la teoría del estado de su tiempo habla dado actualidad Atacander Hamilton, al desarrollar la Constitución de los Estados Unidos. (Ed.)
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respecta a la ingerencia en los asuntos interiores de los estados, interviene en la confederación alemana otro criterio muy distinto, a saber; el interés que cada uno de los estados alemanes se toma por el bienestar de los demás, independientemente de su propio interés como tal estado, y la protección que los más poderosos dispensan a los subditos de los más pequeños contra cualquier posible opresión. Es aquí donde la organización del estado federal se revela más eficaz, dando a esta ingerencia una forma legal y cerrando, por tanto, el paso a los celos y las resistencias por parte de aquel que se vea sometido a la influencia de otro, a la par que levanta también barreras para evitar que esta ingerencia se exagere arbitrariamente o se abuse de ella para fines propios, ajenos a los intereses de la colectividad... La mayor extensión que podría darse al término de estado federal sería la de consentir a la Confederación alemana obrar como verdadero organismo de estado en casos en que no se halle obligado a ello por razones de seguridad interior o exterior, ni se halle autorizado tampoco a hacerlo por determinadas normas del acta confederal, sino en que tome por propia iniciativa decisiones, inspiradas en el bien coman o en la conveniencia propia. Y no faltan embajadores cerca de la Dieta que piensan que se debe ir tan lejos; yo, sin embargo, considero que esto es absolutamente insostenible. Esto modificaría radicalmente las relaciones naturales entre los estados confederados y no sería indiferente tampoco desde el punto de vista de las relaciones europeas. No debe olvidarse en modo alguno la verdadera finalidad de la Confederación, en aquello en que se halla relacionada con la política europea. Esta finalidad es el mantenimiento de la paz. Toda la existencia de la Confederación tiende, por tanto, a mantener el equilibrio por medio de la fuerza inmanente de la gravedad; y seria conspirar contra este objetivo el pretender incorporar al concierto de los estados europeos, además de los estados alemanes más importantes, considerados de por sí, un nuevo estado alemán colectivo, en una actuación no provocada por la ruptura del equilibrio, sino impuesta, en cierto modo, arbitrariamente; un nuevo estado colectivo que unas veces obrase por cuenta propia y otras sirviese de ayuda o de pretexto a ésta o la otra potencia importante. En estas condiciones, nadie podría evitar que Alemania se convirtiese, como tal Alemania, en un estado conquistador, cosa que ningún verdadero alemán puede desear, pues sabemos perfectamente, por toda la historia anterior, cuan
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grandes virtudes es capaz de desarrollar la nación alemana en el terreno de la cultura espiritual y científica cuando no se orienta políticamente hacía el exterior, y no sabernos en cambio cómo repercutiría en ese terreno semejante orientación.*0 Un concepto demasiado amplio de la unidad, atribuido a la Confederación, imprimiría también una orientación falsa a la Dieta federal. Se consideraría como una especie de Asamblea nacional, ya que necesariamente habría de mantenerse en ella el concepto de una agrupación de embajadores de los estados confederados. Todo lo que trascienda de esto, aunque de suyo no sólo no fuese perjudicial, sino que pudiese ser incluso beneficioso, como cuando, por ejemplo, se afirma que la Dieta federal debería honrar la memoria de ciertos hombres eminentes, distribuir premios y recompensas, etc., debe evitarse, a mi juicio, por todos los medios. Aunque de momento podría halagar a la opinión pública, acarrearía, incluso desde este punto de vista, consecuencias dañosas, pues esta misma opinión pública mostraría luego, a base de esto, exigencias o aspiraciones que no sería posible cumplir. En general, la tendencia de la Dieta confederal debe ser la de considerarse y ser considerada como una autoridad más bien defensiva, de influencia negativa, llamada a impedir las injusticias y desafueros, que como un organismo creado para desarrollar una actividad demasiado positiva y basada en la iniciativa propia. Resumiendo lo dicho, llegamos a las siguientes conclusiones: La Confederación alemana es, por su destino originario y su existencia política, una verdadera federación de estados, la cual, sin embargo, para poder alcanzar sus fines interiores y exteriores, se ha dado en cierto modo, con los vínculos establecidos en el acta fundacional, una unidad y una cohesión que hacen de ella, en lo que a esos vínculos se refiere, un verdadero estado federal. Por tanto, cuando se trate de determinar todas las relaciones futuras, el concepto de una agrupación de estados independientes debe considerarse como la idea fundamental y como el fin, viendo en la unidad que hace de la Confederación un estado colectivo el medio para alcanzar ese fin y algo que brota simplemente de las condiciones reales y concretas del pacto fundacional y de las ampliaciones legales de éste. 80 Acerca de los antecedentes de estas tesis en la historia de las ideas, véase la obra de F . MEINECKI, Wekbürgcrtum und NatioiwlsUtat, pp. 194». (Ed.)
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Puede que este punto de vista, así formulado, se considere demasiado teórico y lo sea en realidad; sin embargo, es indudable que acreditará también su gran importancia práctica, pues en estos asuntos, que no presentan ninguna analogía con las actividades diplomáticas corrientes, no es posible prescindir de toda investigación teórica. La característica fundamental de la Confederación alemana estriba en el poder desigual de los estados que la forman, y en esto es en lo que debe fijarse con gran atención el embajador prusiano cerca de la Dieta federal. Es innegable que la Confederación carece de todo poder ejecutivo, poder que tampoco ahora se le podrá conferir, y que esta falta constituye un defecto verdaderamente radical, que impedirá siempre que la Confederación responda a las legítimas y justas esperanzas puestas en ella por los estados alemanes y por Alemania. Sería superfluo exponer aquí las causas a que se debe este resultado. Estas causas radican de un modo tan hondo y tan sustancial en las condiciones actuales, que sería absolutamente en vano pretender alcanzar ahora resultados distintos... Algunos de los males señalados aquí tienen raíces tan profundas en las condiciones imperantes en la actualidad, que no habría sido posible evitarlos; en cambio, otros se produjeron simplemente como consecuencia del giro poco favorable que el problema de la Confederación alemana tomó en el Congreso de Viena. Todo el que haya trabajado allí en estos asuntos deberá confesar libremente que el resultado alcanzado no corresponde a ninguna legítima esperanza y que la Confederación alemana, tal y como existe actualmente con arreglo a su acta fundacional, representa una construcción altamente informe, incoherente en casi todas sus partes y que no descansa en nada con ninguna firmeza. Sin embargo, si descontamos ciertos factores fortuitos, habremos de convenir que no podía ser de otro modo. Dentro de la situación en que Alemania... se encontraba en el otoño de 1813, a merced de las potencias aliadas, le era imposible hacer nada, imposible lograr nada justo. Lo único que podía llegar a realizarse entre estos dos extremos: he ahí la verdadera definición de la Confederación alemana, si bien ésta, debido a la marcha de las deliberaciones del Congreso, resultó ser considerablemente más imperfecta de lo que de por sí y necesariamente tenía que ser. Habríame parecido de todo punto inadecuado entrar en estas poco gratas consideraciones si no hubiera creído necesario por una doble razón exponer la verdadera naturaleza de la Confederación y, con ella, el verda*
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dero carácter de la misión que dentro de ella se debe realizar. Esa doble razón es, de una parte, el no alimentar falsas esperanzas y, en segundo lugar, el tratar a la Confederación tal y como es, sacando de ella el provecho que aún se puede sacar hoy. En efecto, cuando se aborda prácticamente un asunto nada es tan importante como el ver las cosas tal y como son, lo mismo para dejarlas seguir así que para intentar desarrollarlas... Aquí, sólo nos interesa exponer cómo puede suplirse en cierto modo la falta de poder ejecutivo según la constitución y hacer que sea menos dañosa la desigualdad realmente muy grande de poder que entre los miembros de k Confederación existe... Cuanto menos se han esforzado las potencias más importantes, especialmente Austria y Prusia, en conseguir ventajas constitucionales, más han contado, indiscutiblemente, con lograr de por sí y sin necesidad de aquéllas una influencia decisiva. Conseguir y mantener esta influencia deberá ser, por tanto, ante todo, la aspiración del embajador de Prusia cerca de la Dieta federal. Es de todo punto innegable que los estados pequeños han perdido mucho del miedo que antes sentían por los grandes. También en este aspecto son más flojos que antes, de modo muy perjudicial, los vínculos de la Confederación. Estos vínculos deben suplirse, ante todo, a fuerza de dignidad, de justicia y de firmeza. Para ello, es necesario, ante todo, no acometer ligeramente lo que no sea suficientemente recomendable desde cualquier punto de vista para poder ser llevado a término, y poner remate siempre a lo comenzado. Nada hay que tanto perjudique al prestigio y a la influencia política de un estado como el manifestar públicamente y sin el cálculo necesario su deseo de alcanzar algo, viéndose después obligado a renunciar a ello... §4 Nadie puede poner en duda que la institución formal de la Confederación e incluso de la Asamblea federal, tal como aparece regulada en el acta de fundación, es muy imperfecta. Es cierto que, desde el primer momento, todos cuantos ejercían cierta influencia sobre la marcha de las negociaciones desarrolladas en Viena comprendieron la necesidad de que el nuevo organismo tuviese una dirección y de que el timón estuviese en manos de algunas de las grandes potencias. Sin embargo, las dificultades que a ello se oponían por todas partes, el poco celo, por no decir que la franca aversión de Austria a intervenir de un modo enérgico en los asuntos de
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Alemania, que el gabinete de Viena no parecía apetecer como medio para ejercer una grande y beneficiosa influencia política, sino por el contrario rehuir como un peligro de comprometerse, y, finalmente, los celos contra Prusia (para no mencionar otros acontecimientos y conflictos políticos), no permitieron que prosperase ningún plan concebido a base de esta idea. Y cuando, por fin, el sentimiento de que era necesario, a pesar de todo, hacer algo, la vergüenza de no haber conseguido nada en tanto tiempo y el retorno de Napoleón dieron nacimiento al acta federal tal y como hoy existe, se renunció a todos aquellos planes, concediéndose igualdad de derechos a todos los miembros de la Confederación. Con ello, se renunciaba directamente, en gran parte, a la unidad constitucional y a una organización verdaderamente vinculatoria; en estas condiciones, no representaba ninguna pérdida grande el fracaso de los planes trazados en el Congreso con vistas a dotar al organismo confederal de una dirección... Aunque todo esto fué imputable, en parte, a factores fortuitos y en parte también a la culpa de ciertas personalidades, hay que reconocer francamente que la verdadera razón es mucho más honda y estriba realmente en las relaciones entre Prusia y Austria. Todo el que aprecie imparcialmente el problema reconocerá que lo lógico y lo justo sería que Prusia y Austria dirigiesen conjuntamente la Confederación, pues Prusia, aun reduciendo sus pretensiones al mínimo, no puede supeditarse a Austria, entre otras razones, porque la situación política de Austria en Europa se halla vinculada muy poco estrechamente con Alemania, y a su vez Austria no puede marchar tampoco a la zaga de Prusia, a menos que se elimine totalmente de Alemania, cosa que nadie puede desear. Esta dirección conjunta a que nos referimos podría ser doble: bien una dirección conjunta reconocida, legal, basada en la constitución, bien una dirección conjunta sin ajustarse a tales formas, basada en el peso de ambas potencias a través de su mutuo acuerdo. Para lo primero no es posible concebir, en realidad, ninguna forma verdaderamente estable. Sólo caben dos posibilidades: división o subordinación. La primera es tan impopular que jamás prosperará a menos que la Alemania del Norte pase a ser Prusia y la Alemania del Sur Austria, sin que, por tanto, pueda hablarse ya de una Alemania; la segunda, como colocaría necesariamente a una de las partes en condición secundaria (pues dentro de semejante relación, nadie podría pensar en la posibilidad de una alternativa), sería siempre tan poco satisfactoria para ésta, que en semejante situación no podría pensarse en lograr un equilibrio estable. Por
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tanto, en la forma actual de la Confederación tenemos todo lo que era realmente posible conseguir. Se renunció a la dirección constitucional de ésta para que, libre de celos y de motivos de litigios, prevaleciese en ella la influencia nacida por sí misma de la supremacía, y así, el acta confederal no establece otra diferencia, en lo tocante a la influencia de los miembros de la Confederación, que la diferencia poco importante que admiten los artículos 4 y 6 con referencia al derecho de voto. De este modo, es evidente que la estabilidad de la Confederación descansa íntegramente sobre la inteligencia entre Prusia y Austria; sin embargo, no puede negarse tampoco que cualquier forma orgánica que hubiera podido encontrarse habría servido mis bien para poner en peligro esta inteligencia que para oponer un dique a su quebrantamiento. La verdad sigue siendo, aquí, la que ya tuvimos ocasión de exponer más arriba en otras palabras, a saber: que no puede existir un verdadero estado federal allí donde dos de sus miembros (para no referirnos a los demás) son ya tan poderosos, y que no es posible tampoco, sin exponerse a peligros, dejar que subsistan las relaciones de derecho puramente internacional entre los estados, cuando estos dos estados poderosos se hallan rodeados de gran número de estados pequeños y diminutos. Por eso yo considero que sería absolutamente inétil pretender modificar nada en el régimen establecido, para asignar a la Confederación, mediante una forma constitucional, un poder de dirección, un Directorio. Se puede y se debe, en lo que a la forma externa se refiere, mantener en pie el concepto de la igualdad de derechos, para luego en la práctica, e incluso de acuerdo con Austria, hacer que prevalezca la influencia que ejercen siempre de un modo natural las potencias a las que corresponde la supremacía. De aquí se deduce también, claro está, el corolario de que la presidencia conferida a Austria por el acta confederal no debe llegar a convertirse en un verdadero Directorio, pues de otro modo Austria, a través de este Directorio no equilibrado por ningún otro órgano, dirigiría por sí sola la Confederación. La presidencia no debe tener otra función que la de presidir la Asamblea confederal para mantener en orden y asegurar la dirección material de las deliberaciones; deberá tratarse, por tanto, de una presidencia de la Asamblea confederal, pero no de la misma Confederación y, fuera del derecho a dirimir las votaciones en caso de empate, no se le deberán reconocer más derechos que los que estrictamente se derivan de aquella función...
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En el § 5, trata Humboldt de las relaciones entre el acta federal y las 'leyes fundamentales" de la Confederación no dictadas aún. Juzga este terreno inseguro en todos los respectos, prevé las mayores dilaciones en este punto, pero confia y desea que se regulen rápidamente algunas de las instituciones de derecho público mis apremiantes.
Entre ellas se cuenta, ante todo, el Tribunal federal de justicia, cualesquiera que sean su extensión y estructura. En efecto; aunque, según mi más íntimo convencimiento, deba partirse siempre del principio de que el documento fundacional constituye la ley única que la Dieta federal está llamada a ejecutar y de la que sólo cabe apartarse por acuerdo general, esto no excluye la posibilidad de mejorar ese documento, y el peso moral de Prusia saldrá siempre reforzado si interviene para apoyar las instituciones sin las cuales no puede asegurarse la consecución de uno de los fines fundamentales de la Confederación: el mantenimiento de la justicia interior... E a l o s § § 6 y 7 « e estudia minuciosamente la importancia política del régimen interior de la Dieta federal, unto para el desarrollo del Pleno como para el funcionamiento de las distintas secciones.
§8 Por las relaciones exteriores de la Confederación que han de determinarse por medio de las leyes orgánicas no pueden entenderse sino aquellas en que la Confederación actúa como estado colectivo frente a potencias extranjeras... Como estado colectivo, la Confederación alemana tiene, innegablemente, el derecho de enviar y recibir embajadores, concertar alianzas y hacer, en general, todo aquello que un estado cualquiera puede hacer ¿on relación a otros estados extranjeros... Con arreglo a las teorías generales, no puede negarse en modo alguno que la Confederación alemana, como estado colectivo distinto- de los diversos estados que lo integran, mantiene, al igual que cualquier otro estado europeo, relaciones con las. demás potencias. También de éstas puede decirse fundadamente que, puesto que la Confederación alemana es un estado que, en su conjunto, puede declararles la guerra, debe necesariamente reconocérseles un órgano por medio del cual puedan manifestarle su hostilidad o llegar a una inteligencia con ella, de donde se deduce, dentro del régimen diplomático general reconocido por el derecho internacional, la facultad de destacar embajadores permanentes cerca de la Confederación, facultad que no puede, sin embargo, considerarse como un derecho absoluto, puesto que todo estado independiente se reserva,
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por su parte, el derecho a aceptar o rechazar los embajadores designados. En cambio, si nos fijamos en la naturaleza especial de la Confederación, existen, a nuestro juicio, las razones más poderosas para limitar en la medida de lo posible todas las funciones de la Confederación, considerada como un estado colectivo con existencia propia. En términos generales, podemos remitirnos, a este propósito, a lo que ya hubimos de exponer anteriormente con referencia a la distinción entre las federaciones de estados y los estados federales. Esta distinción adquiere una importancia mucho mayor todavía en lo que a la política exterior se refiere. Con la Confederación alemana, se incorpora a los estados europeos, evidentemente, un nuevo estado, además de los individuales que la integran y que de por sí siguen manteniendo su existencia propia e independiente, y no hace falta tener grandes dotes de previsión para comprender que esto dará lugar a múltiples complicaciones; para ello, basta pensar en la influencia que los distintos estados federales pueden ejercer cerca de los otros estados integrantes de la Confederación, o de ésta misma, con el fin de lograr lo que se proponen, o en las ingerencias que pueden permitirse los estados extranjeros. Para cortar de raíz toda posibilidad de complicaciones, sería necesario aislar totalmente a los estados alemanes dentro de Europa, a cada uno de por sí y en conjunto, lo cual es, naturalmente, imposible. Por tanto, todo lo que, en este respecto, puede y debe hacerse es lo siguiente. Las dos grandes potencias dirigentes no deben perder de vista que el fin de la Confederación consiste en simplificar y no en complicar los intereses políticos de Europa, criterio con el cual deben actuar tanto en la Confederación como dentro de sus respectivos estados y con respecto a las potencias extranjeras... Ambos gobiernos deberán tener como máxima el evitar en la medida de lo posible toda discusión política, tanto entre los mismos embajadores cerca de la Diera federal como, sobre todo, con los extranjeros. Existan o no discrepancias entre ellos, la Dicta federal será siempre la palestra más inadecuada para sus debates políticos; sus propósitos podrán llevarlos siempre a cabo mejor entre ellos mismos o directamente cerca de los gobiernos más importantes de Alemania. Teniendo en cuenta que todos los estados alemanes importantes, cada uno de por sí e independientemente de la Confederación, mantienen relaciones con los estados extranjeros y que la gran política europea se halla circunscrita, por su naturaleza misma, a unos cuantos gabinetes, es evidente que el debatir estos asuntos en el seno de la Dieta fe-
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deral no representará, desde el punto de vista político, ningún beneficio, sino más bien un peligro y una incomodidad.., Fácilmente se comprende que la influencia que así se consiga no puede ser más que aparente. Los grandes movimientos políticos que traen como consecuencia la paz o la guerra tienen que ser dirigidos necesariamente por las grandes potencias. Serán muy raras las ocasiones en las que Alemania pueda actuar en conjunto y como colectividad. El extranjero se relacionará siempre directamente con los estados limítrofes; en seguida expondremos en qué casos puede toda la Confederación resultar afectada por los pasos y las medidas que emprenda un estado federal de por sí. Y, a menos que las condiciones obliguen en cierto modo a ello, muy rara vez se pondrán de acuerdo la mayoría de los estados integrantes de la Confederación para entablar negociaciones en conjunto con el extranjero. Ya el año anterior, cuando las potencias aliadas se encontraban todavía en París, Rusia y Francia nombraron embajadores cerca de la Dicta federal, y aunque estos embajadores, que en la actualidad se encuentran realmente aquí, no han hecho público todavía el nombramiento, es indudable que tan pronto como la Confederación se declare constituida, darán los pasos necesarios para lograr su reconocimiento... Desde que estamos reunidos aquí, el príncipe Mettcmich... ha escrito, no hace mucho, que el problema de si se les debe o no aceptar sólo podrá resolverse afirmativamente, al parecer, por consideración hacia las cortes respectivas, pero que todo depende principalmente de la forma y que ésta debería determinarse bien claramente... Yo, por mi parte, estoy convencido de que sería preferible que ningún embajador extranjero pudiera estar acreditado permanentemente cerca de la Confederación.81 Sé perfectamente, claro está, que con ello no se remediarían una parte muy considerable de los inconvenientes que pueden surgir de la ingerencia de potencias extranjeras... No obstante, existe una gran diferencia entre el hecho de que un embajador extranjero pueda actuar oficialmente cerca de la Confederación y el de que no pueda hacerlo... Pero, de otra parte, estoy también convencido de que nada sería tan malo como el empezar mostrando aversión contra la aceptación de embajadores extranjeros para acabar luego asintiendo a ella. No es posible 31
Esto correspondía a su teoría del papel "pasivo" de la Confederación, papel que habría de dar al extranjero un pretexto tanto mayor para explotar esta "pasividad." (Ed.)
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en absoluto pensar en rechazar verdaderamente la admisión de embajadores; el único camino sería el de convencer a las propias potencias de que se abstuviesen de acreditar de un modo permanente embajadores extranjeros cerca de la Confederación. Y esto podría lograrse, tal vez, si Prusia y Austria conjuntamente hiciesen ver a Rusia, Inglaterra y Francia que la finalidad a que responde en su totalidad la institución del organismo confederal es el simplificar las relaciones políticas y que esta finalidad corre, por lo menos, peligro si se tiende demasiado a considerar la Confederación como un estado colectivo nuevo incorporado a la serie de los estados europeos, que es interés común de todas las grandes potencias de Europa el evitar hasta los pretextos más remotos de complicaciones y que, por lo demás, las potencias no pueden salir perdiendo nada con ello..« Ahora bien; las relaciones entre las potencias extranjeras y la Confederación alemana no pueden ser, evidentemente, otras que las que mantienen con cualquier otro estado independiente y con existencia propia. De donde se desprenden directamente dos consecuencias importantes: la primera es que las potencias extranjeras no deben seguirse entrometiendo en los asuntos interiores de la Confederación, ni más ni menos que no deben entrometerse en los de cualquier otro estado; la segunda, que deben considerar la Confederación como una unidad, como un estado colectivo, sin que, valiéndose de la supeditación de los diversos estados federados al conjunto, puedan acrecentar su autoridad contra aquéllos... En las siguientes páginas, expone el autor algunos ejemplos del peligro de que las potencias extranjeras pretendan intervenir en los asuntos interiores de h Confederación, llegando a la «inclusión de que no les asiste ningún derecho a hacerlo.
Por tanto, el primero y más importante objetivo, en lo que se refiere a las relaciones exteriores de la Confederación, comiste en no consentir en modo alguno las ingerencias de ninguna potencia extranjera en los asuntos interiores de aquélla. No sería recomendable, ciertamente, tratar directamente este punto en las leyes orgánicas; sin embargo, la redacción de las mismas debe tomar como base el principio de la ilicitud de toda ingerencia extranjera, principio reconocido in thesi y proclamado públicamente por todas las demás potencias y que debe mantenerse en todos los casos concretos que se planteen en la práctica. Sin entrar a tratar
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de los múltiples perjuicios que necesariamente acarrearía semejante ingerencia, y entre los cuales no sería el más pequeño el de que la posibilidad de intervenir en los asuntos de la Confederación serviría entre otras cosas para sembrar la discordia entre las potencias extranjeras, diremos que esas ingerencias serían incompatibles con la dignidad de la propia Confederación y de los gobiernos que la dirigen. Además, ejercerían la influencia más perniciosa sobre la opinión publica, y, como los miramientos debidos a ésta han tenido una parte considerable en la creación del organismo confederal, ello equivaldría a laborar en contra de la propia obra y a destruir voluntariamente lo conseguido. No puede negarse, incluso, que la simple noticia del nombramiento de embajadores extranjeros cerca de la Dieta federal ha sido ya nociva, cosa que no puede sorprender a nadie, si se tiene en cuenta que las negociaciones sobre secularización mantenidas por Francia y Rusia de un modo tan poco compatible con el honor de Alemania han dejado una huella que todavía no se ha borrado. ...En cambio, son admisibles las negociaciones con potencias extranjeras tratándose de asuntos que afectan al interés real c indiscutible de éstas, por una parte, y por otra a la Confederación en conjunto, como estado colectivo. §9 En lo tocante a las condiciones militares de la Confederación, sólo me permitiré hacer unas cuantas observaciones, deteniéndome más bien en aquéllas que afectan al aspecto político del asunto. Es natural, por lo demás, que estos problemas se confíen al criterio de los militares, a quienes será necesario permitir incluso que asistan a las deliberaciones referentes a estos puntos. Es evidente que seri necesario tomar medidas colectivas, que no bastará que cada estado prometa ofrecer para la guerra un determinado contingente de tropas, sino que, además, deberá existir cierta uniformidad de organización que englobe en masas cada vez mayores a estas diferentes tropas. Los obstáculos que habrá que salvar para ello estriban en el celo de los príncipes por su propia independencia y en su temor de que sus fuerzas armadas, en vez de emplearse para el mejor beneficio de su propio estado, se utilicen al servicio de los fines de las grandes potencias, así como también en la preocupación de que la
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organización de la defensa futura frente ai exterior sirva de pretexto para la sumisión de unos estados a otros, dentro de la Confederación. Por las dos causas mencionadas, la desconfianza, en este respecto, recae principalmente sobre Prusia. Y no es fácil concebir esperanzas en cuanto a la posibilidad de eliminar estas dificultades. A ello se opone, preferentemente, el hecho de que la propia situación geográfica impide casi en absoluto incorporar a Austria un contingente tan grande de tropas como a Prusia y someterlo tan fácilmente a su dirección como éste a la de Prusia; además, a Austria le interesa más impedir que Prusia obtenga esta ventaja que obtenerla ella misma, lo cual viene a entorpecer también aquel objetivo. Por eso, yo considero imposible, juzgando por lo que conozco de las condiciones existentes, conseguir que todas las tropas alemanas se incorporen a Austria o a Prusia. Y las mismas grandes potencias extranjeras laborarían bajo cuerda en contra de semejante plan.*9 Otra cosa sería si se distinguiese entre el estado de guerra y el estado de paz. Tratándose de guerra, no se opondrá resistencia a la formación de grandes masas, decisivas para ella; sin embargo, si el principio de que en la guerra es necesario que las tropas alemanas se incorporen a los ejércitos más importantes de Europa habría de suscribirse sin dificultad, no será fácil que se acceda a atarse las manos por anticipado, sino que se preferirá, probablemente, dejar que sean las circunstancias las que decidan acerca del modo como haya de establecerse esa incorporación. Si se decidiera establecer durante la paz varios puntos de enlace y dividir las tropas en varios cuerpos de ejército, cabría concebir dos planes diferentes: uno consistiría en dejar que actuasen de por sí, independientemente, los grandes estados, cuyo contingente de tropas es lo suficientemente grande para formar un cuerpo de ejército e incluso varios, a saber: Austria, Prusia, Baviera y Hannóver, agrupando en cambio los estados pequeños bajo la dirección de los mayores en algunos cuerpos de ejército; otro en distribuir todos los contingentes de tropas sin excepción bajo la dirección de aquellos cuatro grandes estados. El primer plan es difícilmente aconsejable para Prusia, pues aunque con él se evitarían, seguramente más que con el otro, las rencillas entre los gobiernos más importantes de Alemania, ello contribuiría a distanciar de Prusia a M Sin embargo, la Confederación, prácticamente, se acreditó en todos los respectos como aquello precisamente que Humboldt hubiera querido evitar como parte integrante de la política europea, tanto en el aspecto subjetivo como en el objeiivo. (Ed.)
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ciertos príncipes... No quedaría, pues, más camino que optar por el segundo plan... Si hablo aquí de la división en cuerpos de ejército, es porque recuerdo que esta idea era la que predominaba en todos los planes que tuve ocasión de ver en Viena sobre estos asuntos. Pero, teniendo en cuenta que la idea de concentrar también a estas masas para hacer prácticas militares en tiempos de paz, sería irrealizable, cabe preguntarse si realmente es necesario mantener una distribución permanente y constante de fuerzas de esta clase. En caso negativo, suponiendo que fuese posible prescindir de ella, no habría más remedio que crear una especie de consejo de guerra, estado mayor general o como quiera llamarse, adscrito a la propia Confederación y formado por jefes militares delegados por las principales potencias. Este organismo debería ponerse al frente de todas las instituciones militares de la Confederación, dirigir y controlar las fuerzas de los pequeños estados, contar con una constante información acerca de los efectivos militares de los estados más importantes y, al mismo tiempo, velar por los medios de guerra correspondientes a la masa de estados, grandes y pequeños, que integran la Confederación. La institución de este organismo general de dirección de la guerra, y las medidas relacionadas con la preparación de los medios de lucha correspondientes a la colectividad y, finalmente, la preparación de las leyes referentes a la guerra, incluyendo también entre ellas las normas de movilización de contingentes militares, sería, a nuestro juicio, todo lo que debiera entrar dentro de la competencia de la Confederación, en lo que a la política militar se refiere. Nuestro propósito no era otro que indicar aquí los diversos caminos que se ofrecen para alcanzar, el fin propuesto. La aspiración general debe ser la de estructurar las instituciones militares orgánicas y las leyes fundamentales de carácter militar de tal modo que, si la ocasión se presenta, sea posible oponer al enemigo exterior en el plazo más breve, un ejército adecuado a las fuerzas de la nación, adiestrado, bien organizado en sus diferentes partes y dotado de los medios de lucha necesarios; en este punto, sería altamente funesto hacer la más mínima concesión, pues se trata de algo que afecta a la existencia misma de la Confederación y al más vital de sus fines. En los momentos actuales, parece como si se advirtiese, no por parte de todos los príncipes, ciertamente, pero sí por parte del pueblo en general,
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la tendencia a reducir las fuerzas armadas regulares. Esta tendencia, siempre y cuando se compense con la creación y desarrollo de una sólida milicia nacional, debe, a nuestro juicio, estimularse, pues las últimas guerras han demostrado suficientemente que el soldado, si se halla animado por un verdadero espíritu, se asimila rápidamente al arte de la guerra, y los grandes estados militares cuentan con bastantes tropas de línea para que los pequeños puedan incorporar a ellas su propia milicia nacional, sin necesidad de que sea muy numerosa... Omitimos aquí los últimos párrafos ( § § 10-12) de este estudio, que versan sobre los problemas de la legislación federal referentes a las condiciones de la iglesia católica, a los puntos litigiosos relacionados con antiguos derechos de indemnización de los estados mediatizados, a las aportaciones financieras de los diversos estados, etc
V SOBRE ALGUNAS REFORMAS ADMINISTRATIVAS FRAGMENTO DE UN INFORME DIRIGIDO AL PRESIDENTE VON SCHÓN (Febrero de 1825) EL ESTUDIO DE Vuestra Excelencia me ha interesado muy vivamente. Se propone en él una distribución completamente nueva y, que yo sepa, no intentada nunca todavía por las autoridades administrativas supremas; se dividen los asuntos y las autoridades en grandes masas; la administración aparece muy simplificada y proyectada enérgicamente en cada sector sobre un punto concreto; se arranca siempre de la idea de que la administración no ha de ser nunca un organismo inerte, sino que debe desarrollar una actuación viva, y se tiene presente en todo momento lo que debe constituir el fin último y verdadero de toda labor administrativa: el bienestar y la cultura del pueblo. Pero, si la idea del trabajo inspira un respeto tan legítimo, no es menos cierto que la duda se hace oír también con poderosa voz, y confieso de buen grado que si bien es verdad que la base de su plan suscitaba en mí, al reflexionar reiteradamente sobre él, dudas cada vez más acusa•das, sentía, por otra parte, cierto temor a manifestarme en contra de él. Un temor que encontrará V. E. tanto más justificado si tiene en cuenta que yo no he intervenido nunca en la administración provincial, y es evidente que los conceptos no dan nunca una imagen tan exacta de las cosas como la experiencia viva y la propia actuación. Sin embargo, el problema que aquí se trata es de tal naturaleza, que, considerado como una de las cuestiones políticas más importantes, tiene forzosamente que mover al intento de encontrarle una solución a quien como yo se ocupa exclusivamente de temas relacionados con el pensamiento. Y ya que desea, tan amablemente, conocer mi opinión, intentaré 229
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exponer aquí una vez más, para V. E., los resultados del examen a que me he permitido someter sus ideas... He seguido, para ello, un doble método: en primer lugar, he contrastado sus ideas con la teoría general de una administración pública certera, ya que, por mucho que una idea se dirija a fines especiales, lo primero que tiene que hacer es acreditar su validez general; en segundo lugar, he intentado formarme una imagen plástica de la situación a que la realización de su plan conduciría. Por este doble camino, creo haber llegado a las mismas conclusiones. Yo llamaré siempre ministros provinciales a los funcionarios que V. E. designa con el nombre de Presidentes supremos, porque es lo que crea que son realmente con arreglo a su idea. Estoy seguro de que V. E. llamará conmigo ministros a aquellos jefes administrativos a quienes ningún jefe superior, fuera del propio rey, puede dar órdenes tales que le obliguen a ejecutarlas inmediatamente y sin réplica o a revocar las medidas dictadas. Por eso los ministros, cuando había un Canciller del estado, no poseían en realidad verdadera competencia ministerial, y en cambio los jefes de servicios que actualmente se hallan bajo las órdenes directas de Su Majestad, el jefe del departamento de cancelación de deudas, el del Banco, el de la Cámara de Cuentas, son verdaderos ministros. . . Examinemos ante todo lo referente a la teoría general de la administración. i
Los Ministros provinciales de V. E. reúnen, si diferenciamos los conceptos con toda precisión, dos cualidades que no van unidas necesariamente. Son éstas: 1) la de verdaderos administradores, a diferencia de aquellos que se limitan a trazar simples normas administrativas (Jos ministros reales). 2) la de administradores de provincias, a diferencia de las administradores (si así podemos denominar a los ministros reales) en general. La clasificación basada en 1) podría concebirse también en un país sin provincias, del mismo modo que en un país con provincias cabría distinguir, con arreglo a 2), entre verdaderos administradores de la totalidad del estado y de algunas de sus partes. Por tanto, para no exponernos a ninguna confusión de conceptos,
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debemos examinar estas dos cualidades por separado y luego las dos juntas. Ante dos autoridades coordinadas a las que están encomendadas, por igual, funciones administrativas, el primer problema que se plantea es el del criterio que ha de seguirse para dividir los poderes entre ellas. Y la determinación precisa de este criterio es doblemente necesaria allí donde, como ocurre entre autoridades coordinadas, toda vaguedad puede conducir a litigios que entorpecen a cada paso la buena marcha de los negocios y obligan al rey a decidir de por sí casos concretos, cosa que en una administración verdaderamente bien organizada sólo debe ocurrir en casos muy excepcionales... Para que pueda establecerse una división de una rama administrativa entre diversas autoridades, es necesario que las atribuciones de la una aparezcan totalmente separadas de las atribuciones de la otra y que la responsabilidad en cuanto a la rama administrativa en su conjunto recaiga sobre una sola cabeza. Ninguna de estas dos condiciones se da, a mi juicio, aquí, ya que el concepto de una administración con arreglo a normas no consiente una división pura en la norma, de una parte, y de otra parte la administración. Establecer una norma administrativa significa: 1) determinar el fin de la medida de que se trata; 2) señalar los principios que no deben infringirse en este punto, aunque hubiese de padecer la finalidad perseguida; 3) indicar los medios. Es evidente que entre el modo más general de determinar estos tres puntos y el modo especial que permita obrar sin pararse a pensar para nada media una serie indeterminable de casos intermedios. Por tanto, de cualquier modo que se trace la línea divisoria entre los ministros reales y los provinciales, éstos siempre se veían en el caso de dictar normas de carácter especial, lo que en un sistema de subordinación sería natural y perfectamente inocuo, pero en cambio sería verdaderamente peligroso, como en seguida demostraré, en un sistema de subordinación. Es cierto que los Ministros provinciales podrían asumir la responsabilidad de la administración provincial, con la salvedad de las normas que se les trazasen. Sin embargo, nadie que se halle teórica o prácticamente familiarizado con el carácter de la administración podría asumir la responsabilidad por toda una rama administrativa. En efecto; las
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normas prescritas por él pueden resultar tan modificadas por el modo como se ejecuten, es decir, por las normas especiales que los ministros provinciales añadan, y esto puede ocurrir, además, de un modo tan diverso en las distintas provincias, que aquél no pueda responder ya del resultado final. Todo el que ha tenido que obrar con arreglo a instrucciones y preceptos generales, sabe perfectamente que el resultado se halla siempre en manos del órgano encargado de la ejecución. Ese sistema (el propuesto por von Schon) tiende, pues, a paralizar la responsabilidad suprema. Pues, evidentemente, nosotros estamos de acuerdo con V. E. en que la responsabilidad de todos los ministros provinciales juntos en cuanto a todas y cada una de las provincias no es precisamente la responsabilidad en cuanto al estado en conjunto. La unidad política del estado es algo muy distinto a la suma de todas sus partes. Una norma administrativa no puede en modo alguno compararse con una ley, en cuya promulgación y ejecución es posible proceder estableciendo divisiones realmente puras y nítidas. Las normas administrativas no pueden consistir, por su propia naturaleza, en meros conceptos. La administración tiene siempre un fin práctico, que en la idea suprema (la cual es necesario tener siempre presente) puede considerarse, indudablemente, como algo infinito, pero que en la forma en que la organización del estado necesita concebirse admite diversos grados de consecución e incluso de deseabilidad, aplica medios que pueden ser también distintos y versa sobre relaciones e individuos respecto a los cuales no es posible calcular matemáticamente la consecución del fin y la aplicación de los medios, sino a lo sumo tantearlos de un modo aproximativo. Es un noble arte que recae, no sólo sobre lo vivo, sino también sobre lo intelectual y lo moral. Requiere, por consiguiente, un tacto que se ejercite incesantemente mediante la combinación constante entre sus dos extremos, para que puedan compararse continuamente entre sí la norma elegida y el resultado conseguido. Y esto determina, naturalmente, modificaciones de las normas administrativas, que ni siquiera es posible formular directamente, pues sólo se dan a conocer en la práctica, según que ésta presente una nitidez más o menos acusada y recaiga con mayor fuerza sobre tal o cual aspecto. De donde se desprende lo que yo considero como el primero de todos
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los principios administrativos, a saber: que la administración, desde su cúspide hasta el más pequeño detalle, debe formar una unidad ininterrumpida y que la mano suprema debe hacerse sentir hasta en la más pequeña de las presiones. Donde no ocurra así, no es posible responder ni de la bondad de las normas ni de la bondad de su ejecución. Y la expresión política de la unidad es la subordinación, púa allí donde existe coordinación sobre un mismo plano, existe dualidad, pero no unidad. Por eso, con arreglo a mi modo de pensar, una teoría de la administración no establecería nunca la división de una rama administrativa sobre el punto que sirve de base a la propuesta de V. E, Y si esta base se aleja realmente mucho de la teoría y yo no estoy desacertado en esto, tampoco puedo considerarla como una de esas divergencias de la teoría que la propia práctica se encarga de compensar, pues una coordinación mal planteada es siempre menos peligrosa en teoría que en la práctica, donde conduce con harta frecuencia y demasiada facilidad a toda una serie de confHctos... Los ministerios deben, a mi juicio, regentar la administración, pero como ministerios y no como gobiernos, del mismo modo que éstos deben gobernar como tales gobiernos y no como simples departamentos ministeriales, pero dejándose a su arbitrio y a su tacto el determinar cuándo y en qué punto deben pasar de lo general a lo especial y qué camino deben seguir para mantener vivo el contacto entre los menores detalles y su dirección... Un importante principio administrativo es el que los jefes superiores de la administración deben formar un organismo colegiado, pues poseyendo una gran autoridad respecto a los de abajo y debiendo gozar de una gran libertad en cuanto a los de arriba, estas deliberaciones mutuamente limitativas serán un correctivo casi necesario contra el despotismo. Asimismo deberán formar una agrupación todas las ramas administrativas. De aquí que los ministros y el ministerio en conjunto sean en el fondo conceptos correlativos y los departamentos administrativos de tipo ministerial pero independientes del ministerio anomalías cuyos perjuicios deben remediarse o soportarse. Es cierto que los ministerios provinciales del nuevo plan forman un ministerio con los ministros reales, pero sólo durante una parte del
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año y para una parte de los asuntos, a saber: en sus acuerdos sobre las normas administrativas; en lo que se refiere a sus asuntos propios, son Órganos independientes y no existe entre ellos ninguna acción mutua. Y esto no puede, en modo alguno, satisfacer. Mucho más conveniente sería, en cambio, la actuación conjunta de los ministros provinciales en un Directorio general; es decir, lo sería siempre y cuando que no se reservasen también para ser tratados en pleno los asuntos menos importantes. Ha sido precisamente este Directorio general el que ha demostrado, sobre todo en los últimos años de su existencia, la propensión de toda administración provincial a aislarse. Y esto responde también a la naturaleza de las cosas. Los ministerios reales sienten que dependen unos de otros y se dan cuenta de que sólo son el estado en su conjunto, tanto por sí mismos como por los asuntos de su competencia. Las provincias pueden, cuando más consigan independizarse, considerarse como un estado de por sí, como un estado aparte, y necesitan reflexionar y apelar a su patriotismo para no perder de vista que no son más que una parte subordinada al todo... Si no me equivoco al pensar que las dos cualidades propias de los ministros provinciales son, cada una de por sí, incompatibles con la teoría natural y reconocida de la administración de los estados, es evidente que la unión de ambas tiene que traducirse en efectos doblemente perniciosos. El punto de vista provincial se impondrá por completo e invertirá las relaciones entre el todo y la parte. Según el modo general de pensar, la administración deberá preocuparse fundamentalmente, con unidad y fuerza inquebrantables, de la totalidad del estado, reservando a las provincias una actitud puramente defensiva; según el criterio del nuevo plan, por el contrario, la actitud defensiva se reservará para el estado y la preocupación fundamental para las provincias. El administrador que proceda verdaderamente con arreglo a este plan se preocupará fundamentalmente de las provincias y las regentará de modo que no sufra el estado, como totalidad; esto, en el más favorable de los casos. Con lo cual se invierte el verdadero orden de las cosas, pues el estado, como un todo, debe regentarse, no de modo que no padezca la peculiaridad de las provincias, sino de modo que esta peculiaridad se tenga en cuenta y se utilice.
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Si, dejando ahora a un lado todo lo que sea teoría, nos fijamos exclusivamente en la situación en que se traduciría la ejecución de este plan, no podemos convencernos tampoco de que éste sea sostenible... De llevarse a cabo, la verdadera administración del estado correrá a cargo de los ministros provinciales; éstos serían, evidentemente, los personajes más importantes, de los que dependería en primer lugar la prosperidad o la decadencia de las provincias y, en segundo lugar, indirectamente, según la igualdad o desigualdad reinante entre ellas, la prosperidad de todo el estado. Los hombres que ocupasen este puesto deberían poseer, aparte de todas las demás cualidades necesarias para todo funcionario supremo, otras dos indispensables en su nueva posición. En efecto, necesitarían, en primer lugar, no sólo hallarse familiarizados por igual con todas las ramas de la administración, sino además consagrar su actividad y su celo a todas en el necesario plano de igualdad. En segundo lugar, tendrían no sólo que conocer exactamente, sino que respetar también en su actuación administrativa, el equilibrio, mucho más delicado, entre los inte-» reses provinciales y la unidad del estado, a la que aquellos deben sacrificarse siempre. En efecto; no hay que ocultar, sino, lejos de ello, proclamar sin ambajes, pues esa es la realidad, que según el nuevo plan no habría más verdaderos administradores que los ministros provinciales, lo cual quiere decir que, si este plan se llevase a cabo, la administración del estado se desarrollaría desde el punto de vista de las provincias. Además, en una organización verdaderamente adecuada, la posición de las autoridades debe ser tal que los pequeños talentos se vean estimulados en la situación que ocupen. La idea que sirve de base a todas las formas de estado es, en efecto, ésta: hacer inocua la desigualdad y el cambio de los talentos con la distribución del poder y la dirección de la fuerza, proyectándola precisamente sobre el objetivo que le corresponde, e infundir al individuo, como hombre individual, por medio de la organización política y a través de lo que es grande, sabio y duradero, una fuerza superior y una orientación más segura dentro de su radio de acción.
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año y para una parte de los asuntos, a saber: en sus acuerdos sobre las normas administrativas; en lo que se refiere a sus asuntos propios, son órganos independientes y no existe entre ellos ninguna acción mutua. Y esto no puede, en modo alguno, satisfacer. Mucho más conveniente sería, en cambio, la actuación conjunta de los ministros provinciales en un Directorio general; es decir, lo sería siempre y cuando que no se reservasen también para ser tratados en pleno los asuntos menos importantes. Ha sido precisamente este Directorio general el que ha demostrado, sobre todo en los últimos años de su existencia, la propensión de toda administración provincial a aislarse. Y esto responde también a la naturaleza de las cosas. Los ministerios reales sienten que dependen unos de otros y se dan cuenta de que sólo son el estado en su conjunto, tanto por sí mismos como por los asuntos de su competencia. Las provincias pueden, cuando más consigan independizarse, considerarse como un estado de por sí, como un estado aparte, y necesitan reflexionar y apelar a su patriotismo para no perder de vista que no son más que una parte subordinada al todo... Si no me equivoco al pensar que las dos cualidades propias de los ministros provinciales son, cada una de por sí, incompatibles con la teoría natural y reconocida de la administración de los estados, es evidente que la unión de ambas tiene que traducirse en efectos doblemente perniciosos. El punto de vista provincial se impondrá por completo e invertirá las relaciones entre el todo y la parte. Según el modo general de pensar, la administración deberá preocuparse fundamentalmente, con unidad y fuerza inquebrantables, de la totalidad del estado, reservando a las provincias una actitud puramente defensiva; según el criterio del nuevo plan, por el contrario, la actitud defensiva se reservará para el estado y la preocupación fundamental para las provincias. El administrador que proceda verdaderamente con arreglo a este plan se preocupará fundamentalmente de las provincias y las regentará de modo que no sufra el estado, como totalidad; esto, en el más favorable de los casos. Con lo cual se invierte el verdadero orden de las cosas, pues el estado, como un todo, debe regentarse, no de modo que no padezca la peculiaridad de las provincias, sino de modo que esta peculiaridad se tenga en cuenta y se utilice.
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Si, dejando ahora a un lado todo lo que sea teoría, nos fijamos exclusivamente en la situación en que se traduciría la ejecución de este plan, no podemos convencernos tampoco de que éste sea sosteniblc... De llevarse a cabo, la verdadera administración del estado correría a cargo de los ministros provinciales; éstos serían, evidentemente, los personajes más importantes, de los que dependería en primer lugar la prosperidad o la decadencia de las provincias y, en segundo lugar, indirectamente, según la igualdad o desigualdad rcinanK entre ellas, la prosperidad de todo el estado. Los hombres que ocupasen este puesto deberían poseer, aparte de todas las demás cualidades necesarias para todo funcionario supremo, otras dos indispensables en su nueva posición. En efecto, necesitarían, en primer lugar, no sólo hallarse familiarizados por igual con todas las ramas de la administración, sino además consagrar su actividad y su celo a todas en el necesario plano de igualdad. En segundo lugar, tendrían no sólo que conocer exactamente, sino que respetar también en su actuación administrativa, el equilibrio, mucho más delicado, entre los intereses provinciales y la unidad del estado, a la que aquellos deben sacrificarse siempre. En efecto; no hay que ocultar, sino, lejos de ello, proclamar sin ambajes, pues esa es la realidad, que según el nuevo plan no habría más verdaderos administradores que los ministros provinciales, lo cual quiere decir que, si este plan se llevase a cabo, la administración del estado se desarrollaría desde el punto de vista de las provincias. Además, en una organización verdaderamente adecuada, la posición de las autoridades debe ser tal que los pequeños talentos se vean estimulados en la situación que ocupen. La idea que sirve de base a todas las formas de estado es, en efecto, ésta: hacer inocua la desigualdad y el cambio de los talentos con la distribución del poder y la dirección de la fuerza, proyectándola precisamente sobre el objetivo que le corresponde, e infundir al individuo, como hombre individual, por medio de la organización política y a través de lo que es grande, sabio y duradero, una fuerza superior y una orientación más segura dentro de su radio de acción.
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Pero, si la administración de la totalidad del estado se organizase desde las provincias, el talento anormal, el patriotismo extraordinario y la abnegación serían, por el contrario, los encargados de corregir lo defectuoso de la situación. El estado prusiano no va, como siempre me he atrevido a afirmar, a la zaga de ningún otro en cuanto al número de funcionarios inteligentes en quienes las consideraciones generales la gestión especial de los asuntos; este tipo de funcionarios abundan más en él que en otros. Pues bien; a pesar de ello, considero sencillamente imposible encontrar ocho personas a quienes poder confiar, con arreglo a las normas aquí señaladas, los ministerios provinciales. Además, ocho individuos distintos, aunque actuasen todos acertadamente, no actuarían en manera alguna de un modo igual, pues afrontarían necesariamente los diversos puntos con distintas ideas y talentos diferentes... Ahora bien; ¿sería conveniente regentar la administración en su totalidad dentro de los límites de una provincia, no dejarla remontarse al punto en que ya la sola concentración de varias administraciones hace surgir ideas generales? ¿Podría este defecto remediar la formulación de normas generales administrativas? Yo no lo creo. Yo considero necesario para la vida inteligente de un estado (sin la cual ninguno, y menos que todos el nuestro, podrá subsistir durante largo tiempo) que la administración recorra libremente y sin trabas un ciclo que vaya desde los extremos hasta el centro y viceversa... Vuestra Excelencia me dirá que, dentro del sistema administrativo corriente y actual, 1° la administración del estado descansa sobre las ideas de los ministros centrales; 2? se entabla una lucha entre las provincias, defensoras de sus intereses, y los ministros, que no los tienen debidamente en cuenta; lucha desigual para los intereses provinciales. A esto, contesto yo: i? que los ministros centrales están, por lo menos, en condiciones adecuadas para administrar el estado, puesto que consideran las provincias desde el punto de vista de éste, y no a la inversa, y que si no conocen o no tienen en cuenta el interés de las provincias, esta falta individual no es achacable a la forma de administración elegida;
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2? que la lucha entre el interés provincial y el interés unitario del estado tiene necesariamente que ser desigual y no igual en favor del primero, pues de otro modo resultaría sacrificado primero el estado y después, con él, la provincia; y que, por otra parte, esta lucha no es tampoco, ni mucho menos, tan desigual, ya que las autoridades provinciales tienen, con respecto a las supremas, la fuerza que les da la proximidad en el despacho de los asuntos. He de comunicar, pues, a V. E., sin ambajes, que no me es posible dar mi aprobación al nuevo plan, después del examen que he podido hacer de él. No veo el modo de armonizarlo con la teoría de la administración, lo juzgo inadecuado y peligroso en su aplicación y lo considero especialmente inservible para nosotros, pues ningún estado necesita tanto como el prusiano suplir la unidad geográfica que le falta con la unidad del espíritu y de la administración. V. E. está convencida de ello, como yo lo estoy, pero entiende que este plan no atenta contra esa unidad. Más aún, cree que servirá verdaderamente para fortalecerla. Aunque no lo diga así en su estudio, basta conocerle para saberlo. Piensa y siente V. E., que el hombre se adhiere ante todo a lo que tiene más caca y que sus relaciones inmediatas le infunden fuerza y valor, que sólo quien está cerca de él y le conoce puede influir en él; que, por tanto, la administración de las provincias no debe estar alejada de éstas y debe, además, tener la fuerza necesaria para verse paralizada por una influencia lejana, ignorante del objeto sobre que recae. La unidad del estado no es la unidad dinámica de una máquina ni la unidad sobre el papel de un sistema; aquí, la fuerza reside en el espíritu y en el corazón del pueblo, en su lealtad y en su firmeza, en su adhesión al jefe del estado y en su amor a la patria. Si las provincias gozan de bienestar, si no se sienten heridas en su propia peculiaridad, si sus habitantes se ven alentados en su sentimiento de buenos y patrióticos subditos por funcionarios a quienes conocen y que disfrutan de su confianza, Prusia se sentirá en ellas incomparablemente más firme y más unida que por medio de una unidad administrativa cualquiera. Desde este punto de vista, verdaderamente noble, yo comparto plenamente la convicción de que la administración y su forma no pueden perder de vista ni por un instante los sentimientos dominantes en el pueblo y de que éstos deben remontarse desde los sectores más bajos hasta los más altos, y no a la inversa.
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Pero en lo que no estoy de acuerdo es en que sea conveniente, cuando se trata de establecer la forma de la administración, mantener exclusiva ni siquiera fundamentalmente este punto de vista, siguiendo, para actuar sobre el pueblo, el camino que él mismo traza. Si se procede así, es indudable que, en circunstancias propicias y con funcionarios que actúen precisamente en este sentido, se conseguirán resultados satisfactorios, pero será peligroso exponer a estas contingencias el bien del estado, que debe descansar sobre sólidas bases. Las formas de la organización y la administración del estado figuran entre los medios más vigorosos y más seguros de educar al pueblo, puesto que son los carriles constantes e ineludibles por los que discurren sus actividades. Por eso no hay que temer implantar formas que puedan no coincidir con los sentimientos directos del pueblo; estas formas acabarán imponiéndose a pesar de todo y bastará con evitar, en parte mediante las modificaciones introducidas en ellas y en parte acudiendo a otros medios complementarios, que no se conviertan en trabas entorpecedoras del desarrollo natural de la individualidad. Cada uno debe ser parte del estado en su totalidad y, por tanto, el interés local específico debe ceder al interés del todo, y no como un sacrificio heroico, sino como emanación perfectamente normal del deber de abnegación: tal debe ser la enseñanza, no escrita, pero altamente lógica, que se derive de toda forma de estado. Pero esta forma debe llevar implícita, al mismo tiempo, la seguridad de que el bien común es condición inexcusable del bien individual, por cuya razón, cuando no haya por qué temer ninguna colisión entre ambos, el individuo debe ser reconocido y respetado en su propia peculiaridad y el título de ciudadano del estado no debe convertirse en un nombre vacuo. Para conseguir esto, hay que procurar no apartarse ni un paso de la teoría general de la administración, reconocida desde hace largo tiempo y con razón, y tener en cuenta todas las condiciones existentes. En el plan de V. E., no se proclama esta doctrina por la forma; ésta puede más bien desorientar al pueblo y casi podríamos decir que debe forzosamente desorientarlo. El pueblo tiene necesariamente que pensar que el centro de gravedad reside en las autoridades provinciales; más aún, que las provincias son lo primordial y el estado lo secundario. No ignoro que el buen sentido del pueblo y el espíritu de las autoridades saldrán al paso de este peligro. Pero mucho nos tememos que, en estas condi-
239 dones, la supeditación de la parte al todo tienda fácilmente a considerarse no como un deber, sino como un acto de heroísmo, cuando en el campo de las ideas político-morales, la certera supeditación de los principios éticos es también lo primario y lo fundamental. El nuevo plan actuaría inmediatamente sobre el sentido provincial, para convertir a los buenos habitantes de las provincias en buenos habitantes del estado. Y el sentido provincial es una virtud innegable, pero es también una inclinación voluntaria, y al influir políticamente sobre una inclinación se influye también sobre la negación implícita en ella, que es aquí el aislamiento respecto al todo y respecto a las demás provincias. En cambio, si, aun respetando el sentido provincial, a lo que tendemos es a supeditar la parte al todo, obramos con arreglo a un deber y no obedeciendo a una inclinación, y ya no hay ninguna negación que temer... Mi criterio encierra poco de nuevo, pues no considero tan defectuosas las formas que en la actualidad rigen legdmente. 1. Yo no podría desistir de pensar que la división de la administración con arreglo a sus diversas ramas debe ser la predominante y que su tipo debe prevelecer, en la medida de lo posible, de arriba abajo. 2. Los ministerios deben regentar la administración, pero como tales ministerios. No necesito decirle a V. E. qué entiendo yo por esto. Ellos mismos serán quienes se encarguen de demostrarlo en la práctica. 3. Desde los ministerios hasta las autoridades inferiores, la administración debe desarrollarse en una larga cadena, en la que el ministerio sea el eslabón más alto. Entre la dirección de la administración y la administración misma, entre la proclamación de las normas y su aplicación, no debe mediar nunca una interrupción perturbadora, y la ejecución debe repercutir libremente sobre la proclamación de las normas, al igual que ésta sobre aquélla. Cada autoridad debe actuar por su cuenta, dentro de la órbita de sus funciones, y esta independencia debe proclamarse adecuadamente, con arreglo a los distintos asuntos y casos. Sin embargo, en este terreno, no se podrá resolver nunca definitivamente el problema por medio de fórmulas. La administración tiene mucho de arte y deja un gran margen al talento y al tacto del administrador. Nunca podrán evitarse del todo, en ella, los defectos e incluso los abusos. Un ministerio que sabe que su función consiste en dirigir y no especialINFORME AL PRESIDENTE VON SCHON
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mente en regentar la administración de un modo ejecutivo no necesitará un gran numero de consejeros; sin embargo, me parece altamente peligroso pretender situar un solo consejero al lado de cada ministro. Las resoluciones en la instancia administrativa suprema, puesto que la administración, como actuación que es, requiere en último término unidad de responsabilidad, deben depender de la voluntad del ministro, y no pueden ser colectivas. Pero será falso pretender, por esta razón, privar a un ministerio de la ventaja de sobreponerse a la influencia propia de los cambios de criterio y de persona de su jefe por medio de un conjunto de consejeros inteligentes, en cuyo seno se forman principios y se establecen máximas. No habrá ningún ministro capaz que no prefiera trabajar con sus consejeros y no encerrarse en su despacho. Y la finalidad perseguida con sus discusiones será siempre, indudablemente, la de ponerse de acuerdo acerca de los principios y las máximas fundamentales, hasta conseguir que sean muy raros o imposibles los casos en que el ministro haya de resolver en contra del parecer de sus consejeros. En un estado bien administrado, debe existir o crearse una tradición de intelectualidades administrativas, y en nuestro país, en que los asuntos de la administración no se ventilan públicamente, como en Inglaterra, esta tradición sólo puede descansar sobre los organismos asesores... La verdadera misión de los Presidentes superiores es plantear y enjuiciar toda la administración desde el punto de vista de su provincia y aplicar los resultados de este enjuiciamiento, por el camino que se les señale, para corregir los defectos existentes. Sus funciones consisten, por tanto, en lo siguiente: i? en atender a los asuntos generales de las provincias a ellos encomendados; 2° en comparar las necesidades administrativas y recursos de la provincia con los de la administración existente y reflexionar acerca de los cambios que podrían introducirse en ellos; 3$ en controlar la actuación administrativa de todas las autoridades provinciales sin excepción, principalmente por medio de visitas frecuentes, no influyendo en los detalles especiales, corrigiendo las disposiciones concretas y juzgando a través de los pormenores el modo de tratar los asuntos en conjunto y orientándolo; 4° en trasladarse todo los años a la capital para discutir con los ministros sus propuestas, siempre que no lo hayan hecho ya por escrito,
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basadas en las actividades 2* y 3% y convenir el régimen que ha de seguir aplicándose a las provincias respectivas. V. E. dice en su estudio que se ha tenido más en cuenta la fuerza moral de los Presidentes superiores que el deseo de encomendarles una función oficial, y se refiere a la época de los cancilleres de estado, en la que salieron a luz, realmente, algunas ideas felices y profundas. Yo, por mi parte, no quiero reprobar este punto de vista. Por lo menos, los Presidentes superiores deben dar más importancia a su fuerza moral que a sus funciones oficiales, ya que aquélla es más extensa. Tal es el lado bello de su posición. Es el hombre que disfruta de la confianza individual de su provincia, se halla libre de asuntos mecánicos y mantiene las medidas de la administración frente a sus resultados últimos e inmediatamente tangibles. Pero no debe carecer tampoco de poder, sino que, lejos de ello, debe disfrutar de un poder considerable... Tal es la idea que yo tengo acerca del estado de cosas que debiera producirse y que, como V. E. ve, no necesita tanto de normas legales como de otras muchas cosas, tal vez bastante más difíciles. También depende mucho, según mi modo de ver, de la elección de las personas, ya que, por fortuna, la conducta no es nunca algo mecánico, como un ejemplo de cálculo. Creo, sin embargo, que, dentro de mi idea, la forma se encargaría de mantener, apoyar y completar la personalidad. En política como en mecánica, todo depende del punto en que se apoye la palanca. También V. E. opina así, y precisamente por eso quiere que los ministros residan en las provincias, mientras que yo entiendo que deben residir en la capital. Tan maravilloso es el razonamiento, que, para llegar al mismo fin partiendo de los mismos principios, seguimos, sin embargo, caminos opuestos. Pero, así como en las ciencias naturales existe la observación, en las ciencias morales y en las políticas existen el sentimiento y el tacto, que determinan y deciden. Aquí, el razonamiento sirve solamente para llegar a entenderse.
VI UNA CONSTITUCIÓN POR ESTAMENTOS MEMORIA SOBRE LA CONSTITUCIÓN POR ESTAMENTOS DE PRUSIA (4 de febrero de iSig) Al Ministro de Estado von Stein Francfort s. e. M„ 4 de febrero de 1819 §1
Los PROYECTOS QUE han sido sometidos a mi examen contienen estudios tan diversos, que sería muy difícil manifestarse acerca de todos ellos o destacar entre tantos uno solo para analizarlo en detalle, por mucho que, especialmente algunos de ellos, inviten a hacerlo, por su excelente contextura y por lo logrado de sus pensamientos. Sin embargo, como aquí sólo se trata de señalar la coincidencia con las ideas directrices contenidas en todas las propuestas o de apuntar las dudas que puedan surgir, lo mejor será repasar brevemente todos los puntos fundamentales que pueden presentarse en la institución de constituciones por estamentos en los estados prusianos y llegar a una conclusión acerca del modo como consideramos que esos puntos debieran ser tratados. Por este procedimiento, tropezamos también con algunos puntos que no aparecen tratados en aquellos proyectos y esto nos dará ocasión para nuevas disquisiciones verbales o escritas. §2
Con arreglo a este método, trataremos aquí, por tanto, sucesivamente; 1° de la finalidad y radio de competencia de las autoridades por estamentos del país (entendiendo esto en su sentido más amplio), 2^ de su constitución y atribuciones, 243
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3 9 del orden por el que debieran, gradualmente, actuar. I Finalidad y radio, de competencia de las autoridades por estamentos del país, en generé §3 En los proyectos adjuntos, se indican muy acertadamente como fines fundamentales a que obedece la institución de una constitución por estamentos, los siguientes: i"? El objetivo, consistente en que la administración por parte del gobierno sea: a) más sólida, nacida más de un conocimiento preciso de la situación peculiar existente que de la teoría abstracta; b) más notable, menos versátil, cambiando menos de un sistema a otro; c) más sencilla y menos costosa, transfiriendo diversas ramas a las autoridades locales; d) finalmente, más justa y más ordenada, mediante una sujeción más firme a normas preestablecidas y precaviendo ingerencias individuales. 2? El subjetivo, consistente en que el ciudadano, participando en la legislación, la inspección y la administración, adquiera mayor sentido de ciudadanía y mayor pericia ciudadana, lo que le permitirá ser más moral y, al mismo tiempo, dar a su industria y a su vida individual un valor más alto, vinculándolas más estrechamente con el bien de sus conciudadanos. A estos dos fines podemos añadir otro, también importante: 3*? que con ello se abrirá a la tramitación de las quejas y los agravios de los individuos un camino más adecuado que el que hoy existe y se permitirá y obligará a la opinión pública a que se pronuncie con mayor seriedad y veracidad acerca de los intereses del país y de las medidas del gobierno.
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ad i? S4 Si se concibe la constitución por estamentos como un antagonismo y los estamentos como una oposición, lo que constituye, por lo menos, un modo muy natural de concebir el problema, no se la puede concebir, en cambio, en nuestro país, como una garantía contra las ingerencias de la corona, pues éstas, como demuestra una larga experiencia, no son de temer ni harían necesaria una constitución, pero sí, y en gran medida: a) contra la organización versátil y poco eficaz y los procedimientos de las autoridades superiores del estado congruentes con ella, y b) contra los excesos c intromisiones de las autoridades del estado en general, que, entre otras cosas, tiene también el inconveniente de que, en vista sobre todo de la decadencia de prestigio de la nobleza, sólo parecen cotizarse los funcionarios, razón por la cual todo el mundo aspira a entrar en esta clase. §5 Como una administración inconsecuente no puede mantenerse frente a una asamblea por estamentos, las autoridades administrativas supremas veránse obligadas y acostumbradas, a través de ésta, a proceder con arreglo a principios fijos y permanentes por encima de los cambios de las personas, a principios que sólo podrán alterarse con mucha prudencia, y ésta es la única garantía interior, así como la estricta responsabilidad constituye la única garantía exterior de la bondad de un ministerio. Y esta responsabilidad será doble: de una parte hacia los estamentos y de otra parte hacia el rey, quien tendrá en aquéllos, para su propia ayuda y dirección, una severa y experta instancia de enjuiciamiento de sus ministros. Finalmente, las formas vacilantes de una constitución ponen beneficiosas trabas al afán de nuevas leyes e instituciones, las cuales, si se les da rienda suelta, pueden fácilmente degenerar en meros caprichos; de este modo, las instituciones basadas en una constitución por estamentos estimulan la estabilidad, que es un requisito fundamental de todo gobierno, harto más importante desde luego que la agudeza de espíritu y la genialidad.
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§6 Sin embargo, podría ocurrir que la propia asamblea por estamentos se convirtiese en elemento de innovaciones poco convenientes, y de lo anteriormente dicho se desprende que debe ser objeto fundamental de preocupación el evitarlo. Para esto, será necesario, como se dirá más adelante, deslindar nítidamente el radio de acción de esta asamblea y no establecerla, como es usual en Francia, directamente sobre la base de toda la masa del pueblo, sino formarla con miembros de las agrupaciones de ciudadanos partiendo de las más sencillas y asignándoles como función deliberar acerca de la administración del conjunto del estado.8* §7 La garantía que una constitución ofrece al pueblo es doble: la que se deriva indirectamente de la existencia y la actuación de los estamentos del país y la que, como parte de la constitución, se proclama directamente en ella. §8 Esta última debe abarcar, necesariamente: 1° la seguridad individual de la persona, consistente en ser juagada únicamente con arreglo a la ley; 2? la seguridad de la propiedad; 3° la libertad de conciencia; 4° la libertad de prensa. Puede afirmarse que, con raras excepciones, que además podrían estar justificadas en cierto modo de por sí, las tres primeras existen realmente, de hecho, en el estado prusiano. Lo que ocurre es que no han sido proclamadas, y esto, la forma, es también esencial para estos efectos, no menos esencial que la cosa misma, no sólo en cuanto al fin inmediato perseguido, sino también y principalmente en cuanto a su repercusión sobre el carácter del pueblo, ya que para que éste acate la ley inquebran83
La idea de una estructuración gradual de la Constitución es fundamental en el proyecto de Humboldt y hace que éste, con su combinación de la idea administrativa y la idea constitucional, se distinga sustanciatmente de las "Constituciones" de la época. (Ed.)
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tabltmente y por principio es necesario presentarle también como principio inquebrantable los derechos que de la ley se derivan. De la libertad de prensa trataremos más en detalle en la sección tercera. §9 Muchas constituciones incluyen, además, garantías para los servidores del estado y les aseguran el derecho a no perder sus puestos más que por medio de sentencia judicial y con arreglo a derecho. Sin embargo, estas garantías deben quedar reservadas exclusivamente a los funcionarios de justicia y, como tales, figuran entre las medidas de seguridad de la persona y de la propiedad. La extensión de estas garantías a todos los empleos tiene el inconveniente de que acostumbran a quienes los desempeñan a considerarlos como sinecuras, y además este sistema es absolutamente inaplicable a ciertos cargos que requieren un talento especial en quienes los ocupan y en los que el estado puede a veces sufrir error en cuanto a las personas. No obstante, el problema de si este régimen de garantía debe hacerse extensivo también a otros cargos, además de la administración de justicia, merece ser investigado. La constitución inglesa no reconoce un régimen semejante. Lejos de ello, la mayoría de los cargos importantes cambian de titular al cambiar el ministerio, si bien es cierto que esta norma se basa allí en condiciones inexistentes en nuestro país. § 10
La simplificación de la obra de gobernar es uno de los fines fundamentales que se persiguen. Sin embargo, esta simplificación no consiste exclusivamente en la simple supresión de determinadas ramas administrativas. En efecto, las autoridades que, no siendo las del estado, desarrollan una actividad realmente viva, son de por sí (aun cuando no hayan sido creadas con esta función) autoridades que vigilan y proponen, eximiendo así a las del estado de una parte de esta actuación. Sin embargo, para que ocurra esto, es necesario que no vigilen y propongan simplemente de abajo arriba y con un sentido de oposición, sino principalmente en torno a ellas y de arriba abajo, obrando en contacto con las autoridades
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del estado; y si algunas de ellas, por lo menos, no son al mismo tiempo autoridades administrativas, su labor de vigilar y proponer no brotará nunca de un modo verdaderamente práctico de la necesidad y de la situación real de las cosas, y el afán tan natural de vigilar y proponer no tendrá su debido contrapeso en el conocimiento preciso de las cosas ni en un sentimiento certero de las dificultades con que tropieza toda obra de gobierno. Todo lo cual nos lleva nuevamente a la conclusión de que la asamblea general por estamentos debe organizarse siempre de abajo arriba, arrancando, como fase inicial, de otras instituciones semejantes, y de que su principio animador no debe ser el afán de cooperar al gobierno del conjunto del estado, sino un auténtico sentido común encaminado a suprimir el exceso de actos de gobierno mediante una debida y eficaz ordenación de las condiciones concretas, ya que esto es lo que constituye la única verdadera base del bienestar interior de todo estado. § n Respecto a este fin, es necesario despejar el camino de un equívoco muy corriente en la actualidad. Es frecuente oír y todavía más frecuente escuchar quejas en el sentido de que el pueblo no interviene suficientemente en los asuntos de la política exterior e interior del estado y el deseo de que se despierte, estimule y mantenga este interés. Sin embargo, puede afirmarse sin miedo que si este interés, como por desgracia suele existir o se desea que exista, es tan general y carente de toda sólida base práctica, es como si flotase en el aire y, en estas condiciones, no puede considerarse muy provechoso y hasta puede ocurrir que, en ciertas circunstancias, sea más bien perjudicial. En efecto, conduce no pocas veces de actividades eficaces y más bien limitadas a ensayos desgraciados en las esferas superiores. Del modo como esta intervención se expresa ordinariamente, carece de la condición más necesaria, a saber: el arrancar de lo más próximo, el comenzar allí donde el contacto inmediato con la realidad permite una visión efectiva y una acción eficaz, para remontarse luego, si no quiere pasar por alto las necesarias etapas intermedias, a lo más elevado y más general. § 12 La vida dentro del estado presenta tres tipos o, si se quiere, tres etapas de actuación y cooperación: la de la sumisión pasiva al orden establecido,
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que todo habitante del estado, e incluso todo extranjero, debe acatar; la de los que cooperan a establecer y conservar este orden obedeciendo a un deber general, como miembros activos de la comunidad del estado, que es la incumbencia específica de los ciudadanos de éste; la de los que participan en una misión especial, como servidores del estado. § 13 Es precisamente esa etapa intermedia la que desde hace algunos años ha sido descuidada, especialmente en el estado prusiano, aunque no, tal vez, en la mayoría de sus provincias; las gentes, por ambición y por vanidad, se han remontado a la etapa superior o se han replegado sobre la inferior por inercia, sensualidad y egoísmo. Y esto condujo a una indiferencia extraordinariamente funesta hacia los métodos y los procedimientos de gobierno y, con ella, al mismo tiempo, ya que ciertas medidas de gobierno no eran, naturalmente, indiferentes en cuanto a la persona y a la propiedad, a la tendencia a eximirse por medios ilegales de las consecuencias de la ley; y aquella queja, aunque con frecuencia mal comprendida^ es tan legítima y fundada de por sí, que toda persona amante de la patria tiene forzosamente que compartirla. Al mismo tiempo —y esto es una consecuencia natural, y en parte, a su vez, ya que nacía también de otras causas, fuente de aquella indiferencia—, se relajaron los vínculos por medio de los cuales el ciudadano, además de pertenecer a la entidad general, pertenece a otras corporaciones menos importantes. Y cuando luego, por la Revolución francesa y los acontecimientos derivados de ella, los espíritus se sintieron sacudidos de pronto, por motivos más o menos plausibles, y atraídos a la actuación política, se lanzaron, saltando todas las fases intermedias, a la participación directa en las supremas y más generales medidas de gobierno, y de ahí nacía y nace aún eso que se debe desaprobar rotundamente, evitar, allí donde sea posible, y reprimir. I 14 No hay, por tanto, nada tan necesario como el vincular gradualmente el interés a las pequeñas comunidades concretas de ciudadanos existentes en el estado, despertar este interés y orientar en este sentido al que ya existe por los sucesos del estado en general.
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Que el sentido y la esencia de la constitución que implantemos deben ser los que quedan expuestos y no otros lo demuestra también el examen de las razones que aconsejan y determinan su implantación. Nadie puede negar que esta reforma, por moderada que sea y por muy gradualmente que se implante, provoca una transformación casi completa en la administración que actualmente rige en la monarquía. Para acometer semejante transformación, no sólo tiene que existir una razón importante, sino que hay derecho a exigir una razón de tal naturaleza, que Heve implícita la necesidad, pues ésta es, en las operaciones de estado, una guía mucho más segura que el criterio de lo que se considera simplemente útil. Que la implantación de una constitución por estamentos, cualquiera que ella sea, lleva aparejada la enajenación de una parte de los derechos reales, es cosa que no puede negarse. Y no puede tampoco decirse que estos derechos sean derechos ilegítimamente adquiridos mediante la opresión de los antiguos estamentos; hay algunas provincias que en la actualidad no se hallan en posesión jurídica de ninguna clase de estamentos, y es evidente que, ahora, todos obtendrán una influencia más consecuente y más completa sobre los asuntos de la nación de la que antes tenían. Tampoco puede considerarse dicha enajenación como arrancada al gobierno por el pueblo, pues esto constituiría una idea falsa de hecho y, además, inadecuada de por sí. Ni tampoco como algo impuesto irrevocablemente por el espíritu de la época, frase perniciosa y en el fondo injusta, pues en realidad el espíritu de la época sólo merece ser seguido cuando es razonable, y en este caso lo que hay que seguir, por debajo de esta frase vaga, son los fundamentos verdaderamente racionales que encierra. Tampoco como un regalo hecho a la nación para premiar sus esfuerzos patrióticos, pues semejante concesión, basada en tales motivos, sería contraria a los deberes del rey y la nación podría considerarse con derecho a rechazar tan peligroso regalo. Tampoco como una declaración de capacidad de la nación para defender sus propios derechos, pues la capacidad para implantar una constitución por estamentos seguramente fué mayor en tiempos pasados que ahora, pues, por lo menos, es indudable que en ciertos sitios reinaba un sentido colectivo más activo y más vigoroso. Tampoco, finalmente, como una promesa que se formulaba, si esta promesa no se basaba en razones todavía existentes y que, por tanto, hablasen por sí mismas. La implan-
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ración de una constitución por estamentos no puede basarse, ni por el rey ni por sus ministros, ni siquiera por el pueblo, en ninguna de estas razones, sino simplemente en el íntimo convencimiento de que esta constitución procurará al estado un apoyo más fuerte al reforzar el vigor moral de la nación y al permitir a ésta participar de un modo vivo y eficiente en los asuntos de aquél, dándole así una más segura garantía de su conservación en el exterior y de su desarrollo progresivo en el interior. Esta razón adquiere un valor decisivo sí es posible demostrar que las constituciones por estamentos son inexcusablemente necesarias para este fin, como así se desprende, en efecto, de la necesidad de establecer una unidad y una firme trabazón entre las diversas provincias, aunque sin destruir su propia peculiaridad, del peligro de dejar que el estado, en casos de desgracia que pueden presentarse siempre, se defienda solamente, en cierto modo, con sus medios físicos, sin poder acudir a los morales, sin poder contar con la fuerza del pueblo, acostumbrada ya a cooperar con el gobierno y que se diferencia muy sustancialmente de la simple buena voluntad. Finalmente, existe la certeza cada vez más palpable de que la simple gobernación por el estado, como unos asuntos engendran otros, acaba siempre destruyéndose a sí misma, es y forzosamente tiene que ser cada vez más indiscutible en cuanto a los medios, más vacua en cuanto a las formas, menos adecuada en sus relaciones con la realidad, con las verdaderas necesidades y los verdaderos deseos del pueblo. § 16 Y a esto debemos atenernos también para estructurar la misma constitución. No debe aspirarse unilateralmente a crear estamentos como contrapeso frente al gobierno, haciendo de éste, a su vez, una barrera que limite la influencia de aquéllos y estableciendo de este modo un equilibrio de poderes, que degeneraría más bien, con harta frecuencia, en una serie de vacilaciones inseguras y perjudiciales. No; de lo que se trata es de distribuir las funciones legislativas, inspectoras y en cierto modo también las funciones administrativas del gobierno entre las autoridades del estado y las del pueblo, elegidas por éste mismo, en sus diversos sectores políticos y de su propio seno, de tal modo, que ambas, siempre bajo la vigilancia superior del gobierno, pero con derechos
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nítidamente delimitados, cooperen en todas las fases de su actuación y que cada parte pueda aportar al punto culminante de las deliberaciones sobre los asuntos comunes del estado puntos de vista bien seleccionados, ponderados entre sí, extraídos de la vida misma de la nación y, por tanto, verdaderamente prácticos. No se trata simplemente de la organización de asambleas electivas y de cámaras deliberantes; se trata de la organización política del mismo pueblo, en su totalidad. § 17 Siguiendo el curso natural de las cosas, en los estamentos prevalecerá el principio de la conservación y en el gobierno la tendencia al mejoramiento, ya que siempre resulta difícil que los intereses encontrados de los individuos se pongan de acuerdo de un cambio y los principios puramente teóricos encuentran más acceso entre los funcionarios del estado. El hecho de que últimamente ocurra con frecuencia lo contrario y de que las innovaciones más violentas arranquen precisamente de las autoridades del pueblo, obedece a una de dos razones: o a la existencia de abusos muy grandes que clamaban a gritos por un remedio o a la circunstancia de que las autoridades del pueblo no habían sido elegidas y situadas en tales condiciones que pudieran actuar como verdadero órgano de los intereses realmente civiles de las diversas comunidades de habitantes del estado. Cuando los estamentos se estatuyen de este modo, no pueden por menos de actuar en un sentido conservador, a menos que la necesidad de desterrar verdaderos abusos produzca en sus comienzos alguna vacilación. Y la conservación debe ser siempre la primera y fundamental finalidad de toda medida política. § 18 Es una vieja y sabia máxima la de que las nuevas medidas e instituciones que se promulguen o se implanten en el estado deben enlazarse con las ya existentes, para que puedan echar raíces y consustanciarse con la tierra, y la patria. § 19 Ahora bien; entre las constituciones vigentes antes de la Revolución francesa en la mayoría de los estados europeos y las redactadas última-
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mente existe una notable diferencia. Las primeras, que, con una mezcla mayor o menor de instituciones feudales, podemos llamar constituciones por estamentos, representaban la suma de varias pequeñas unidades políticas en otro tiempo casi 'independientes, incorporadas unas veces a otras unidades mayores con sacrificio de ciertos derechos, y otras veces fundidas en ellas conservando algunos de los derechos anteriores. Las más modernas de todas toman por modelo, en el fondo (prescindiendo de la forma externa de la constitución inglesa, puesto que la esencia interior de ésta es imposible de imitar), la norteamericana, que no se encontró con nada antiguo, y k francesa, que destruyó todo lo antiguo. § 20
Si verdaderamente queremos estimular y despertar el sentido de la ciudadanía, no es posible aplicar este nuevo tipo de constitución, que en Alemania no responde tampoco a una necesidad, pues aquí se mantienen en pie todavía muchas cosas antiguas que no deben derribarse, ni pueden tampoco derribarse sin exponerse al peligro de destruir al mismo tiempo mucho del sentido moral existente. Qué es, concretamente, lo que de ello ha de conservarse, se habrá de determinar en cada caso. Pero, desde luego, puede afirmarse con seguridad que el sentido de toda constitución en general no sólo debe mantenerse, sino que debe, en rigor, restaurarse, haciendo que la totalidad de la organización política se halle integrada por partes organizadas de por sí, limitándose simplemente a evitar los antiguos abusos e impidiendo que estas partes se hagan violencia entre sí, que entren en conflicto unas con otras o, por lo menos, que estén deslindadas demasiado nítidamente para poder fundirse en un todo que deje a la energía personal un margen de libre desarrollo y no entorpezca demasiado la libre disposición sobre la propiedad. Con este acoplamiento a lo antiguo coincide plenamente la idea anteriormente expuesta acerca de la constitución que debe implantarse. § 21
La órbita de atribuciones de las autoridades de los estamentos en general (pues la de cada una de ellas en particular dependerá, natural-
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mente, de la extensión de sus funciones específicas), abarca, con arreglo al fin general ya expuesto, lo siguiente: i 9 El cuidado de aquellos asuntos que, compitiendo a las diversas partes políticas de la nación, no pertenecen realmente a la competencia del gobierno, sino que se hallan simplemente encomendados a su alta tutela. Más adelante veremos dentro de qué límites debe circunscribirse esta actividad administrativa. 2? La obligación de asesorar al gobierno, cuando éste lo reclame, y k facultad de formular propuestas por propia iniciativa o a petición del gobierno» Acerca de los límites de esta segunda facultad diremos también algo más adelante. 3? El conceder o denegar su consentimiento. 4? El derecho de queja. § 22
El tercer punto es, evidentemente, el que exige un estudio y una determinación más cuidadosa, pues aquí se plantea el problema de saber hasta qué punto puede el regente de cada uno de los países renunciar a los derechos que venía ejerciendo con carácter exclusivo; o, dicho en otros términos, hasta qué punto la constitución deja de ser puramente monárquica. Degeneración del consentimiento de los estamentos § 23
Sólo puede calificarse de monarquía constitucional aquella que se rige por leyes constitucionales escritas. No existiendo éstas, resulta difícil retener siquiera el concepto de monarquía. S 24
Otro paso hacia adelante es el que se da cuando, además del rey y sus autoridades, existen autoridades de la nación investidas del derecho a proclamar, previa legal deliberación, que una medida es incompatible con la constitución.
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La observancia de la constitución queda encomendada entonces al juicio de la nación, a menos que el fallo de sus autoridades prive a la medida anticonstitucional, aun cuando el soberano insista en ella, de toda obligatoriedad para la nación; es decir, independientemente de que el soberano pueda o no modificar o abolir la constitución por sí y ante sí. Pero, tanto en uno como en otro caso, la competencia de las autoridades nacionales se limitará a las infracciones cometidas contra la constitución. Las medidas que se mantengan dentro de ésta, se salen de la órbita de sus atribuciones. § 25 El segundo paso es que las autoridades de los estamentos tengan también facultades para enjuiciar de antemano aquellas medidas que caigan dentro de la competencia constitucional, pero sin que el soberano se halle obligado a atenerse a sus decisiones. En este caso, los estamentos actúan como meros consejeros al lado de los ministros. §26 El tercer paso consiste en que las autoridades que representan al pueblo puedan invalidar aquellas medidas mediante su desaprobación y que el regente necesite contar con su consentimiento, reservándosele solamente el derecho a disolver los estamentos, aunque con la obligación de convocar otros nuevos dentro de determinado plazo. § 27 A su vez, este derecho de decisión puede presentar muchos grados de extensión, según que sea extensivo a todas las medidas del gobierno o a algunas de ellas solamente, en mayor o menor cantidad, y según que la reprobación se halle sujeta, en su modo de manifestarse, a un número mayor o menor de formalidades. Pero, por muchas que sean las restricciones a que se someta en este punto el soberano, la constitución seguirá siendo, ¿ pesar de todo, monárquica; sólo se convierte en una constitución verdaderamente republicana cuando se priva al regente del derecho a disolver los estamentos, enfrentándosele, por tanto, incluso en cuanto a las personas, organismos políticos independientes de el.
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§28
En el estado prusiano existe, con respecto a ciertas provincias, incluso el tercer grado de monarquía constitucional; con respecto al estado en su totalidad, la monarquía constitucional no existe. §29 El primer grado encierra simplemente el mínimo del régimen de estamentos, y sería altamente impolítico convocar estamentos para concederles derechos tan escasos. § 3°
El problema se reduce, pues, a enjuiciar la segunda y la tercera posibilidad, al problema de si los estamentos (empleando aquí la palabra en su acepción más general, sin distinguir entre estamentos generales y provinciales) deben tener facultades puramente consultivas o facultades ejecutivas y si, en el segundo caso, basta con que fundamenten su denegación alegando que la medida de que se trata es anticonstitucional, o no. § 31 Convertir los estamentos en autoridades puramente consultivas es quitar a esta institución una gran parte de su dignidad y de su seriedad. Cabría alegar, ciertamente, en apoyo de este punto de vista, que el gobierno, sin atarse las manos por completo, puede querer escuchar las razones de los estamentos, aunque sometiendo luego estas razones a su propia decisión. Sin embargo, el gobierno que se manifieste en este sentido pasará por miedoso y además saldrá ganando muy poco, en rigor, pues siempre encontrará reparos muy grandes en mantener la medida dictada después que ésta sea reprobada de un modo público y ostensible. Los casos en que se sentiría inclinado a obrar así, sin encontrar otro medio menos escandaloso, serían tan raros, que lo mismo podría, y acaso sin menor daño, proceder a la disolución de la asamblea, cuando ésta deniegue su consentimiento. §3*
Cabría perfectamente, sin duda, limitar el derecho de decisión a la* medidas inconstitucionales, a pesar de que el gobierno no podría admitir
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la posibilidad de que tales medidas llegasen nunca a dictarse. Pero esta norma podría revestir la forma de una precaución por parte de los estamentos. En este caso, el problema dependería principalmente de la extensión que adoptasen las leyes pertenecientes a la constitución. Respecto a los impuestos, sólo podría admitirse en este caso, a lo sumo, que los estamentos pudiesen pronunciarse en cuanto a la contribución territorial. Fuera de ésta, sería difícil encontrar una tasa o un tipo de contribuciones susceptible de establecerse legalmente para todos los casos posibles y todos los tiempos. En cambio, el carácter especial de la contribución territorial permite en realidad, e incluso tal vez aconseja, ponerse de acuerdo de una vez para siempre acerca de ciertos puntos relacionados con ella, por ejemplo disponiendo que sólo pueda modificarse después de cierto número de años y bajo ciertas modalidades, o que no deba exceder de cierta tasa. Sin embargo, esta restricción del derecho de los estamentos tendría un inconveniente que podrá repercutir del modo más funesto sobre el espíritu de todas las deliberaciones y de la propia institución. En efecto, los estamentos se sentirían movidos por este sistema, si no mediante razones sofísticas, sí mediante sutilezas, a descubrir circunstancias muy alejadas de las propuestas hechas para encontrar en ellas infracciones a las leyes constitucionales, con lo cual el espíritu de los estamentos degeneraría en lo peor en que podría degenerar: en un espíritu propio de abogado. §33
Por todo esto, lo más natural, lo más simple y lo más adecuado parece conferir siempre a los estamentos un derecho real de decisión basado en la conveniencia de las propuestas que se les presentan, haciendo extensivo este derecho a todas las verdaderas leyes generales y a todo cambio que afecte a la tributación general; y, al mismo tiempo, para dejar al gobierno la libertad y la seguridad necesarias en cuanto al cumplimiento de sus fines, determinar con toda precisión el concepto de las leyes y el régimen de autorización de impuestos y poner trabas a la forma en que deba manifestarse la denegación. §34 Deberán someterse al examen y discusión de los estamentos todas las leyes que se propongan determinar esencial y permanentemente la
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limación jurídica de todos los ciudadanos o de determinadas cine» ét ellos. En cambio, no deben considerarse como leyes sujetas a la deliberación de los estamentos todas las normas, aunque sean generales, que afecten directamente al ejercicio de los deber% administrativos del gobierno, como, por ejemplo, la que dispone que todo el que quiera abrir un establecimiento de enseñanza debe sometetse a un examen, que los enfermos de viruela deben aislarse de la convivencia con otras personas, y menos aún aquellas que se refieran a los que contraten voluntariamente con el gobierno, como los funcionarios del estado en sus relaciona de servicio. §35
No obstante, siempre será algo difícil distinguir, en las disposiciones de las leyes, entre aquello que representa una mera orden del gobierno, en lo que éste, para poder regentar debidamente la administración, debe ser independiente, y las verdaderas leyes que eligen la aprobación de los estamentos, sobre todo en h ¿píicsáón & hs <^sos concretos, imposible de descartar con ninguna definición general. Así, por ejemplo, a los católicos les estaba prohibido antiguamente enviar directamente a Roma sus peticiones. ¿Regiría para este caso el requisito de la aprobación por los estamentos? Del derecho innegable del gobierno a vigilar las relaciones de sus subditos con las autoridades extranjeras se deriva, por una parte, el derecho a determinar la forma de esta vigilancia. Por otra parte, el hecho de si cada una de estas peticiones debe someterse a las autoridades seculares y no a las católicas es ya una. circunstancia que afecta esencialmente a los derechos de conciencia. Sin embargo, creemos que el derecho del gobierno a decidir de por sí es aquí el más fuerte de los dos. §36 Toda vez que las propuestas a base de las <:uales han de deliberar los estamentos deben partir del propio gobierno, el hecho de que éste no someta a los estamentos el proyecto de ley correspondiente entra de por sí en la categoría de los casos que les dan derecho a promover queja, y los asuntos resueltos unilateralmente pueden ser planteados por sí mismos ante la asamblea y dan lugar a la responsabilidad del gobierno.
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Ckc r=sws=í i "£* "==a=sS5. as a ¿ * es=¿ícc=rsc si a x w » esc epe spracbea ae rraevo cada ¿peca. Esa sistema a» demasiado al gpbkrno, puede producir paralizaciones peligrosas y pone en manos de los estamentos un medio de obstruir y tentar a los gobiernos con el pretexto de las finanzas, pero en realidad obedeciendo a motivos muy distintos. Es necesario evitar en lo posible esta táctica y esa especie de guerra, en la que en vez de buscar en común, abierta y seriamente el bien del país, cl gobierno y los estamentos procuran disputarse el terreno mutuamente. §38
Consideramos plenamente suficiente: i1? someter a los estamentos para que emitan su voto decisorio todas las medidas que modifiquen el régimen vigente de impuestos o el patrimonio activo y pasivo del estado (tales como enajenaciones y préstamos); 2? que en la primera reunión de los estamentos el gobierno someta a su conocimiento los ingresos y los gastos del estado y el balance de sus deudas, para que puedan hacer sus observaciones acerca de esto y de la naturaleza y reparto de los tributos, y el gobierno, a su vez, pueda formular sus declaraciones o razonar sus propuestas de modificaciones con respecto a estas materias; 3? repetir este procedimiento cada vez que se reúnan de nuevo los estamentos, para que éstos se convenzan de que las finanzas del estado se desarrollan con sujeción a las normas fundamentales aprobadas por ellos o razonadas debidamente en su presencia. §39 Con respecto a la forma en que deba manifestarse la desaprobación de un proyecto de ley, podría determinarse que, para su aprobación,
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bastará la mayoría absoluta de votos, pero que para desecharla se necesitarán, en cambio, las dos terceras partes de votos de mayoría. En efecto, la mayoría absoluta se halla condicionada a demasiadas circunstancias fortuitas para considerarla decisiva tratándose de un asunto tan importante como la desaprobación de un proyecto de ley por parte de los estamentos. Para la aprobación de un proyecto de ley, la cosa varía, indudablemente, pues una ley acerca de la cual el gobierno se pone de acuerdo con la mayoría de los diputados tiene que pesar necesariamente sobre la opinión pública, independientemente del mayor o menor volumen de dicha mayoría. § 4°
Si se optase por no conceder a los estamentos más que el voto puramente consultivo, sería preferible limitarse a los estamentos provinciales y no reunir nunca estamentos generales. Es cierto que también esto arrastraría a un laberinto de dificultades. Sin embargo, no es posible considerar camino adecuado el de provocar, por decirlo así, una reprobación general, tratándose de decisiones que se quieren llevar a la práctica. Y es evidente que los estamentos provinciales, como se desprende directamente de su carácter y posición, no pueden pronunciarse de modo decisivo acerca de las leyes generales del país. Derecho de queja § 41
Este derecho puede presentar también diversos grados. Los estamentos pueden: i? limitarse a señalar los defectos<de la administración y a proponer que se les ponga remedio; 2? pedir al regente que separe de sus puestos a los ministros a quienes sean achacables los defectos que se adviertan en la administración; 3? finalmente, acusar a los ministros ante los tribunales. § 42
El primer grado no puede ofrecer reparo alguno y es evidente por sí mismo. El segundo sería, en cualquiera de sus modalidades, peligroso y
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funesto. £1 ministerio sólo puede enfrentarse con los estamentos colectivamente y como un organismo inseparable, debiendo velarse estrictamente por que los estamentos no se aparten jamás de este punto de vista. Si los estamentos han de ejercer o no el derecho de acusación, colocando con ello a los ministros en verdadero estado de responsabilidad, es cosa que sólo el propio regente debe poder decidir. Contra el fondo del asunto no puede objetarse nada; lejos de ello, es indudablemente saludable. Sin embargo, esta facultad colocaría a los estamentos que quisieran atacar a un ministro amparado por el regente en una situación verdaderamente temible. En todo caso, no podrá negárseles el derecho de denunciar al gobierno las transgresiones o indicios de transgresiones cometidas por algún funcionario del estado contra los deberes de su cargo y que envuelvan una sanción penal, para pedir, previo acuerdo tomado por mayoría de votos, que se abra acerca de ellas la oportuna investigación. Esto último sería lo único que podrían hacer, en todo caso, los estamentos provinciales. Estos no podrían ejercer jamás el derecho de acusación, ya que éste sólo puede dirigirse contra quien se halla bajo las órdenes de un superior inviolable al que no le puede exigir nunca responsabilidad. Cualquier otra autoridad subordinada sólo puede ser hecha responsable en la persona de su superior, ya que puede haber obrado por orden de éste. II Constitución y atribuciones de las autoridades de los estamentos § 43
Debemos distinguir necesariamente, con toda precisión, con arreglo a su actuación y al modo de ser instituidas, tres clases de autoridades nombradas por el pueblo: i9 Presidentes de comunas rurales, ciudades y círculos, 2° Estamentos provinciales, 3? Estamentos generales. § 44 Las funciones de los presidentes de comunas rurales y urbanas se limitan a administrar y consisten, esencialmente, en velar por los asuntos privados de sus comunas respectivas.
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Los estamentos generales no intervienen para nada en la administración, sino que deliberan solamente acerca de los proyectos y proposiciones de ley y de los presupuestos. Los estamentos provinciales combinan ambas clases de atribuciones, pues por una parte se ocupan de los asuntos privados de sus provincias y por otra parte intervienen también en las deliberaciones acerca de las leyes provinciales y de las leyes generales. §45 Los miembros de estos tres organismos deben ser nombrados por el pueblo y no entre sí, los de unos por los de otros. Acerca de esto trataremos en detalle más adelante. §48 Es natural que los estamentos generales no puedan administrar, toda vez que no existen asuntos privados del estado en su totalidad, sino de una de sus partes, asuntos específicos de ésta con relación a los del conjunto. Y la administración de los asuntos de la totalidad del estado sólo puede residir, a menos que se embrollen todos los conceptos, en manos del gobierno. Aunque éste decida delegar algunas ramas determinadas de ellos, podrá revocar la delegación en todo momento, a su voluntad. En cambio, los estamentos generales podrán intervenir a título precautorio en la administración, cuando lo consienta la naturaleza del asunto, siendo conveniente que a las autoridades nombradas para entender de la deuda del estado se incorporen también delegados de los estamentos. §53 Toda la actuación administrativa de las autoridades de los estamentos debe desarrollarse bajo la vigilancia del estado. Sin embargo, ésta no debe consistir en tutelar a la autoridad en todos y cada uno de los pasos de su actuación, sino en introducir una responsabilidad estricta. Si estas autoridades se hallan sujetas al deber de informar constantemente y de ajustarse a las órdenes e instrucciones del gobierno, nadie que tenga un poco de sentido de su persona querrá tener nada que ver con estos asuntos y el espíritu y la razón de ser de la institución se perderán. Como existen varios grados subordinados de estas autori-
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dadcs, el gobierno podrá dirigirse al más alto de todos, simplificando así considerablemente su actuación. Y como, además, todo habitante puede libremente quejarse ante las autoridades superiores de las inferiores y estas quejas serán cada vez más frecuentes cuanto más se despierte el sentido de la colectividad, pues en la actualidad hay muchos que prefieren dejar pasar un desafuero antes que imponerse la molestia de protestar contra él, el control, lo mismo que la administración, será ejercido más por los propios ciudadanos, y esto hará superflua la actuación del gobierno.
El fundamento primordial y necesario de todo régimen por estamentos e s . . . la institución de las comunas, tanto las rurales como las urbanas. Acerca de éstas, sobre todo en lo que se refiere a las ideas generales, sin entrar en las distinciones especiales de unas y otras, se contiene lo fundamental en el estudio fechado en Nassau el 10 de octubre de 1815 La fórmula general contenida en este estudio es exacta, completa y clara... Estamentos provinciales § 7°
En lo que a los estamentos provinciales se refiere, es necesario examinar su composición y su radio de acción... La primera podrá y deberá necesariamente ser distinta en las distintas provincias; el segundo será el mismo en todas ellas, pues de otro modo habría provincias que disfrutarían de privilegios sobre las demás. § 72
En cuanto a la composición, se plantean principalmente, si omitimos detalles, las siguientes cuestiones: 1 9 estas asambleas ¿deberán formarse atendiendo exclusivamente al número de habitantes, o con arreglo a sus profesiones? 2$ En el segundo caso ¿debe formar la nobleza un estamento especial, y cómo? 3 o En este mismo caso ¿la asamblea debe estar formada por una sola cámara, o por varias, y de qué modo?
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ad i° §73 La clasificación por profesiones es una consecuencia necesaria de todo el sistema seguido aquí. Si la finalidad de las instituciones del régimen por estamentos ha de ser la de despertar y mantener el interés bien encauzado por los asuntos de la totalidad del estado, mediante una cooperación adecuada con el gobierno y la limitación de su poder, es necesario que la formación de los estamentos siga la misma dirección que este interés presente desde abajo. Y esta dirección es, evidentemente, la de las comunidades, corporaciones y profesiones. La implantación de asambleas rcprcsejitativas basadas en factores puramente numéricos significaría, indudablemente, la destrucción completa de toda distinción entre las diversas corporaciones o acabaría con ella, donde existiera todavía. 5 74
Ahora bien, con arreglo al concepto general que nos formamos del pueblo, existen en una nación muchísimos estamentos, casi tantos como ocupaciones. Cabe, pues, preguntarse en qué criterios hemos de basarnos para determinar cuáles de estos estamentos deben ser considerados como estamentos políticos. Para contestar a preguntas de esta naturaleza sería completamente inadecuado sumirse en largas disquisiciones teóricas. Si dirigimos la mirada a la realidad y nos volvemos a mirar a lo que debe servir de base a los estamentos provinciales, vemos que hay, indiscutiblemente, dos estamentos distintos que no es posible pasar por alto y que no pueden tampoco confundirse: el de los campesinos y el de los habitantes de las ciudades. §75 Si, deteniéndonos aquí, indagamos para descubrir fundamentos más generales, llegamos a la conclusión de que la diferencia política verdaderamente importante entre estas dos clases es el modo como se habita el territorio del estado, y de que todo descansa sobre esta diferencia física, de la que luego se derivan otras diferencias morales, políticas y jurídicas. En efecto, si existiese un distrito independiente en el que campesinos,
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artesanos y comerciantes viviesen todos dispersos en las aldeas, no habría razón alguna para separar, tomando como base la diferencia de estas profesiones, a las personas que ordinariamente se dedican a actividades llamadas urbanas, de las demás. En este caso, lo lógico sería no admitir más que una clase de estamentos, una clase de comunas. El interés parcial y directo de los ciudadanos de un estado sólo puede convertirse en un interés general a base del modo como conviven en él, a base del modo como forman, a título de vecinos, distritos separados unos de otros y cómo a título de copartícipes comparten la propiedad, los derechos y los deberes dentro de ellos; solamente a base de estas relaciones físicas e inmutables dentro del espacio, fuera de las cuales no sería posible la defensa en común, la agrupación dentro de un gran estado y el desdoblamiento en otros más pequeños, en que reside la verdadera y auténtica esencia de la sociedad civil.
Si, prosiguiendo en nuestra investigación, nos fijamos en la diferencia entre el campo y la ciudad, vemos que ésta puede reducirse, en cierto modo, a la gran distinción de carácter general entre cosas y personas. La labranza aisla y ata al terruño; todas las demás industrias exigen un contacto más estrecho entre los hombres y, por tanto, articulan y unen. Contribuye también a esta distinción la facilidad o la dificultad de la defensa. Las ciudades, mientras conservaron su verdadera significación, fueron siempre, en todas las naciones y a través de todos los períodos de la historia, centros de tráfico y centros de defensa; la diferencia en distintos países y en distintas épocas era, simplemente, la de que unas veces lo primero se convertía en lo segundo y otras veces ocurría a la inversa. Elecciones § *33 Ya hemos establecido más arriba como principio fundamental que las elecciones a los tres grados de las autoridades de los estamentos, las autoridades administrativas, los estamentos provinciales y los estamentos generales, deben arrancar todas directamente del pueblo...
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§m Pretender que los tres organismos mencionados saliesen uno de otro, fomentaría la unilateralidad y el espíritu corporativo» tanto más funesto cuanto que aquí no se trataría de corporaciones populares, sino de corporaciones oficiales. Los diputados que sean al mismo tiempo miembros de las asambleas provinciales tenderán demasiado fácilmente a considerarse simples órganos de estas asambleas en vez de expresar su propia opinión o la opinión pública de su provincia, pues una asamblea, al cabo de cierto tiempo, no puede por menos de asumir cierto carácter y adoptar ciertas máximas. Y este inconveniente parece contrarrestar la ventaja que de otro modo significaría, indudablemente, el que en los estamentos generales se congregasen solamente personas que ya hubiesen intervenido activamente en las deliberaciones de sus provincias respectivas. Por su parte, el gobierno se consideraría en vano más a salvo, así, de resistencias o de propuestas innovadoras. Las corporaciones oficiales desarrollan, como hemos visto en los parlamentos de Francia, una oposición tan tenaz como los individuos, pero con tenacidad redoblada por el número. El espíritu municipal se comunicará a los estamentos provinciales y el espíritu provincial a los estamentos generales, y como este espíritu no podría ser el mismo en todas las provincias, los estamentos generala se convertirían en el choque entre masas distintas. En cambio, la voz razonable de la nación se dejará oír con mucha mayor claridad si en los estamentos generales se congregan hombres que, hallándose familiarizados con todo lo que ocurre en las asambleas provinciales, no toman parte en ellas, y si a aquéllos sólo llega, como será obligado en muchas ocasiones, el dictamen oficial de estas asambleas provinciales. Si éstas, como es de presumir, se inclinan más bien a abogar por los intereses de las provincias, los miembros que pasen directamente de éstas a los estamentos generales se considerarán más libres sabiendo que la defensa de los derechos provinciales se tramita por conducto oficial. Además, los individuos no se comportan nunca de un modo tan unilateral cuando son elegidos por la misma localidad como cuando se sienten unidos como corporación en el mismo orden de asuntos. De este modo, las deliberaciones generales serán un correctivo para los estamentos provinciales y los diputados provinciales que toman parte en ellas cuando los unos o los otros quieran defender los intereses de las provincias con demasiado calor o de un modo demasiado
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negligente. El pueblo de las provincias acogerá con espíritu más transigente incluso las leyes gravosas para él, pues rara vez se dará el caso de que los acuerdos de los estamentos generales sean contrarios a la vez al dictamen de la asamblea provincial y al voto de la mayoría de los diputados provinciales... S135 No debe recatarse en modo alguno que la objeción más importante y más fundada que puede hacerse al sistema aquí expuesto es k de que divide demasiado a la nación en diversas partes. No deberá, por tanto, regatearse ningún medio para evitar que esta división, indudablemente saludable y beneficiosa en ciertos aspectos, los más importantes, llegue a ser perjudicial desde otros puntos de vista. S 136 El problema de si deben existir estamentos provinciales se ha dado por resuelto previamente en estas páginas, procedíéndose luego a examinarlo. Esto obedece a la razón natural de que acerca de ello existe la voluntad expresa del gobierno y de que es más bien la existencia de los estamentos generales lo que parece problemático. No hay que negar que si ya la gran diferencia existente entre las diversas provincias de la monarquía prusiana constituye una dificultad para implantar una constitución por estamentos, la verdadera y laboriosa complejidad de estas diferencias dentro de cada provincia contribuye, al parecer, a aumentar estas dificultades. Sin embargo, la unidad de un estado no descansa precisamente en la uniformidad de las condiciones civiles y políticas existentes en todas las partes que lo integran, sino solamente en el hecho de que todas ellas participen por igual en la constitución y en el firme convencimiento de que sus instituciones peculiares, habituales y queridas para todos, sólo tendrán una existencia segura y exenta de todo riesgo si todas se sienten inquebrantablemente unidas dentro del estado en su totalidad. El fraccionamiento de un gran país en una serie de porciones diminutas, ninguna de las cuales puede actuar con verdadera independencia, facilita, evidentemente, el despotismo, aunque corra a cargo del azar y de la fuerza de los partidos el determinar si ha de ejercerlo el gobierno o la representación popular. Y es innegable que Sieyés, autor
UNA CONSTITUCIÓN POR ESTAMENTOS 268 de esta medida en Francia, organizó así la revolución, con mirada muy certera, perpetuándola en cierto modo. En Inglaterra, los diversos condados presentan una estructura civil interna muy diferente y una relación territorial muy distinta respecto al estado en su conjunto. Además, la» divisiones de una constitución por estamentos deben basarse necesariamente en las divisiones de la administración. Por eso no creemos que sea oportuna la medida que apunta Schlosser en su estudio sobre los rasgos fundamentales, a saber, la de dividir las constituciones por estamentos ateniéndose a la unidad y diversidad que existe entre los territorios desde el punto de vista de las relaciones jurídicas y de las costumbres, haciendo que con ellas se entrecrucen las divisiones administrativas. Cuando una provincia constituye una demarcación administrativa, es evidente que esta demarcación tiene también intereses territoriales comunes, asuntos comunes y quejas comunes contra el gobierno. Es natural que tenga, pues, autoridades provinciales propias. Cabría, indudablemente, la fórmula de limitar éstas a la dirección de sus propios asuntos interiores y también, si acaso, a la formulación de quejas contra el gobierno. Pero esta limitación no impediría que su actuación se extendiese, por lo menos con motivo y bajo el pretexto de formular quejas. Provocaría gran descontento el hecho de verse reducida a límites tan estrechos, y el propio gobierno tendría que traspasar aquellos límites o verse obligado a prescindir de su consejo en asuntos puramente provinciales. Además, existiría el tremendo inconveniente de que los estamentos generales se verían en la necesidad de deliberar constantemente acerca de leyes enteramente provinciales sin tener el indispensable conocimiento de las condiciones especiales imperantes. Y nada hay que tanto haga degenerar una discusión razonada y concienzuda (prescindiendo de la injusticia hacia aquellos a quienes afecta) como las charlas en el aire y las teorías vacuas.
§138 El segundo principio electoral debiera consistir en que cada estado sólo eligiese a personas salidas de su seno y cada asamblea electoral de distrito a personas radicadas en este distrito solamente. Es necesario que el elector conozca al candidato directamente y no sólo por su fama o por referencias. Asimismo es conveniente que las asambleas provinciales, al igual que la general, se nutran, en la medida de lo posible, de miembros
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de todas las partes del estado. Finalmente, conviene que actúen como diputados de los estamentos, principalmente, aquellas personas que tengan un conocimiento exacto de todas las condiciones prácticas existentes. El plan de von Bincke es contrario a que las elecciones se celebren por estamentos. Es partidario de que las asambleas electorales estén integradas en todas partes por la población calificada en su totalidad. Pero yo no veo la razón de esto. Todo el mundo prefiere votar y vota mejor en el distrito en que habitualmente se desenvuelve su vida que perdido entre la multitud. Y no hay por qué temer confusiones. Estas se producirían si se multiplicasen demasiado los estamentos y corporaciones. Pero aquí sólo hemos admitido tres: la nobleza, los terratenientes y los vecinos de las ciudades; solamente en algunas ciudades importantes se dividirán las distintas corporaciones y, además, en masas muy simples. Y estas corporaciones urbanas no se hallarán limitadas tampoco, para la elección, a sí mismas, sino que podrán elegir a una persona calificada o a una persona cualquiera de la ciudad y, tratándose de ciudades pequeñas, del distrito. Aquí, la elección queda circunscrita al estamento, pero por tales se entienden los tres grandes sectores: campesinos, población urbana y nobleza. Allí donde los habitantes de una ciudad no sean lo bastante numerosos para poder formar una asamblea electoral de por sí, se comprende de suyo que deberán fundirse para estos efectos, como electores y elegibles, con la población rural de su distrito. § 139
El tercer principio debiera ser que las elecciones se verificasen en forma de elecciones directas, sin grados intermedios... En efecto, es perfectamente antinatural que las personas elegidas tengan que actuar, a su vez, como electoras. Lo primero, en toda buena elección, es poder representarse cómo piensa y cómo obrará el candidato elegido. Hasta el elector más limitado puede juzgar, en cierto modo, si tal o cual candidato obrará y hablará razonablemente. No en vano le ha visto actuar en la vida privada y dentro de su localidad, conoce su carácter, sus relaciones personales, sus intereses. En cambio, no es tan fácil juzgar si la persona a quien él, a su vez, elija, será la más indicada para desempeñar su función. Esto, ni el más capaz y circunspecto podría saberlo; en todo caso, sería incomparablemente más difícil acertar. En estas condiciones, la elección, si
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ha de hacerse con cierto cuidado, presupone una doble reflexión; primero, para saber sobre qué persona recaerá la elección del compromisario, juzgando por sus relaciones, ideas e intereses, y segundo para saber si la persona elegida por él será o no un buen diputado. I 140 Este razonamiento no puede escapar a nadie y convence a primera vista. Por eso, los partidarios de las elecciones de segundo grado sólo alegan, generalmente, dos razones: evitar asambleas electorales demasiado numerosas y permitir al gobierno encauzar las elecciones según sus deseos, lo cual es más fácil siendo los electores en número más reducido. Pero la dirección de las elecciones por el gobierno, a menos que tenga como finalidad evitar las intrigas de los funcionarios para desorientar a los electores, constituye siempre algo poco recomendable, de que todo gobierno fuerte y equitativo debe abstenerse. Aunque se haga con la mayor prudencia, produce fácilmente resultados muy distintos de los apetecidos, y si bien es cierto que hay que considerarlo como un mal necesario allí donde impera resueltamente el espíritu de partido, también lo es que fomenta inevitablemente este espíritu...
5m Creemos preferible la renovación total de la asamblea por estamentos a la renovación parcial. Toda corporación oficial tiende fácilmente, con el tiempo, a mezclar con las consideraciones del bien general ciertas máximas unilaterales y su propia comodidad. Y, cuando se renueva parcialmente, la pequeña masa de diputados que se incorpora tropieza generalmente con dificultades para desplazar de su centro de gravedad a la masa mayor que permanece. En vista de ello, opta por adaptarse o se limita a sacudirla y empujarla sin otro resultado que una serie de escisiones y conflictos inútiles. § 145 La reelegibilidad de los diputados, sin limitación alguna, es una norma que se comprende por sí misma y no necesita demostración.
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§ I46
Las elecciones no deberán ser públicas. La operación electoral se halla demasiado directamente relacionada con personalidades para que pueda admitir más publicidad que la que supone el conocimiento previo de los candidatos y de su eficiencia o incapacidad y el hecho de que éstos» al salir a escena, se exponen al juitío público. Es cierto que en Inglaterra la independencia de las elecciones correría muy grave riesgo si no se hallase presente en ellas el pueblo elector. Pero, en nuestro país, este sistema es de todo punto inaplicable. Su razan de ser reside en que allí se enfrentan dos partidos definidos, el ministerial y la oposición, partidos que se combaten con tanto mayor descaro cuanto que saben que no tienen, en realidad, ni la intención ni el poder de destruirse. Y como el ministerio puede disponer de medios de lucha muy considerables, es necesario restablecer el equilibrio poniendo a contribución todo lo que la opinión pública puede representar y lo que su fuerza puede conferir.
INDICE GENERAL Guillermo de Humboldt. Noticia biográfica
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INTRODUCCIÓN Guillermo de Humboldt y el estado, por Siegfried Kaehler
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TEXTOS /. Sobre la Teoría General del Estado
77-154
Ideas sobre el régimen constitucional del estado sugeridas por la nueva Constitución francesa (Agosto de 1791) 77 Ideas para un ensayo de determinación de los límites que circunscriben la acción del estado 87 I. Introducción
87
II. Consideraciones sobre el hombre individual y los fines últimos supremos de su existencia 94 ui. Entramos en nuestra verdadera investigación. División de la misma. El estado vela por el bienestar positivo, especialmente físico, de los ciudadanos 99 ív. El estado velando por el bienestar negativo de los ciudadanos, por su seguridad 121 v. El estado velando por la seguridad contra el enemigo exterior 134 vi. El estado velando por la seguridad de los ciudadanos entre sí. Medios para conseguir este fin último. Medidas dirigidas a moldear el espíritu y el carácter de los ciudadanos. Educación Pública 129 273
274
ÍNDICE GENERAL
IX. Se precisa más detalladamente, en lo positivo, la función del estado consistente en velar por la seguridad. Se desarrolla el concepto de seguridad ,. 135 xv. Relación entre la teoría expuesta y los medios necesarios para mantener en pie el edificio del estado, en general 140 xvi. Aplicación de la teoría expuesta a la revalidad
144
//. Problemas de organización de la enseñanza
155-175
De un "Dictamen sobre la organización de la comisión superior de exámenes" (1809) " 155 De un "Dictamen de la sección de enseñanza y cultos" (1809) . 159 Sobre la organización interna y externa de los establecimientos científicos superiores en Berlín (1810) 165 III. Problemas constitucionales Memoria sobre la constitución alemana (1813) IV. Prusia y Alemania
I
/7"I94
177 195-227
De un dictamen "Sobre la actitud de Prusia ante los asuntos de la dieta federal" 195 V. Sobre algunas reformas administrativas
220-241
Fragmento de un informe dirigido al presidente von Schon (Febrero de 1825) 229 VI. Una Constitución por estamentos
243-271
Memoria sobre la Constitución por estamentos de Prusia (4 de febrero de 1819) 243
Este libro se terminó de imprimir el día 25 de marzo de 198$ en los talleres de EoiMEX, S. A., Calle 3 núm. 9, Naucaipan, Edo. de México. Se tiraroo } 000 ejemplares. ESIUTO al cuidado de DÍOM/CW/Í VilUgai.