Franz Kafka CUADERNOS EN OCTAVA “Me opongo por completo a todo lo que sea hablar. Cualquier cosa que diga, está equivoca...
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Franz Kafka CUADERNOS EN OCTAVA “Me opongo por completo a todo lo que sea hablar. Cualquier cosa que diga, está equivocada en mi sentido. Para mí, el discurso quita toda seriedad e importancia a cuanto digo. Por ello soy callado; no sólo por necesidad, sino también por convicción. Sólo el escribir es la forma de expresión apropiada a mi persona, y lo seguirá siendo incluso cuando estemos juntos." Cartas a Felice (Los orígenes de los textos están explicitados en la Nota preliminar de Max Brod.) NOTA PRELIMINAR Entre los papeles de Kafka, junto con otras cosas, se encontraron ocho pequeños cuadernos azules en octava1, de esos que en la escuela se llaman "cuadernos de deberes". Contienen muchas otras reflexiones además de los aforismos. Este libro presenta los pensamientos de Kafka en el orden en que fueron escritos. Los cuadernos en octava contienen numerosos fragmentos y hasta cuentos completos. El primer cuadernos tiene un solo texto fechado, el del 19 de febrero de 1917. Sobre la base de esa única nota con fecha cabe deducir que se trata, cronológicamente, del primero. Los cuadernos en octava no fueron numerados por Kafka, como lo hizo con aquellos en cuarto2, de manera que el orden en que se presentan proviene de simples conjeturas. Para ubicar el segundo cuaderno resultó definitorio el hecho de que Informe para una academia estaba ya publicado en noviembre de 1917. El tercero y el cuarto contienen algunos fragmentos fechados. No asumen el carácter de diario, como los cuadernos en cuarto, dado que la vida personal del autor, su cotidianeidad no se registra más que en poquísimas líneas. Por otra parte, las palabras al respecto están escritas en letra más chica, como para indicar su escasa importancia. Los textos más extensos de ambos cuadernos están dedicados a fantasías y consideraciones filosóficas. Se escribieron en Zürau, donde Kafka se atendía de una tuberculosis diagnosticada entonces por primera vez, y donde decidió romper su compromiso. Su partida para Zürau se produjo el 12 de septiembre de 1917. De manera que el encargado de esta edición3 se encontró ante este dilema: dejar la colección de aforismos "Consideraciones acerca del pecado, el dolor, la esperanza y el camino verdadero" en el orden deseado por Kafka y claramente determinado en su versión definitiva, o incluirla en el contexto de los cuadernos en octava, entremezclados con otros textos kafkianos. La decisión final fue por la primera de las posibilidades, incluyendo además los aforismos en el texto de los cuadernos.4 Con una sola excepción: se omitió el aforismo 9 en el lugar deseado por Kafka, poniéndolo en cambio en el contexto bajo el título (tachado después por Kafka) "Una vida", porque sólo así resulta evidente su relación interna con el pensamiento precedente y con el siguiente: el problema del mal. Hay, incluida en el cuarto cuaderno, una hoja en la que Kafka escribió algunas notas que, por lo que parece, debían servir para la redacción de un petitorio a presentar al comando militar, en favor de un pobre viejo deficiente abandonado por todos, y acaso para obtenerle la dispensa del servicio militar. Aparecen al principio notas sobre los parientes: un carnicero de Saaz, un tío que vivía en Oberklee, una hermana "que no hay que tener 1
Designación característica de la industria gráfica para los libros o folletos cuyo tamaño es igual a la octava parte de un pliego de papel de impresión. 2 3 4
Trece cuadernos que constituyen sus Diarios. Se refiere a la edición alemana (N. del T.). En esta edición se ha excluido los aforismos de los cuadernos, evitando así su duplicación.
siquiera en cuenta". Después se lee: "No es normal, no pudo trabajar más que en las canteras de arcilla, en realidad no lo declararon apto para el reclutamiento, además, por su edad, no tenía necesidad de cumplir con el servicio militar. Pero él, sin saber muy bien de qué se trataba, quiso hacerse aceptar obligatoriamente. No sabe escribir ni contar, resulta imposible que trabaje independientemente como verdulero o carnicero, de manera que el municipio no puede asumir tal responsabilidad. Pero podría, sí, ayudar a sus parientes en el comercio hortícola, conduciendo el carro, retirando los productos, etcétera. Pero queda excluida toda actividad independiente, tal como imagino que se les habrá ocurrido a sus parientes, los cuales, sin embargo, deberían asumir por sí la responsabilidad." En todo este borrador de petitorio hay un clima que recuerda la de la novela de Kafka El Castillo, por eso se transcribe aquí. Kafka anota, al final del quinto cuaderno, los nombres de los libros que se propone leer (o que apenas ha leído): Muerte en Venecia - San Agustín, Confesiones - Summa5 -Storm, Keller - Cardenal de Retz - Cartas de Van Gogh -Cuarenta años en la vida de un muerto Baker, Viaje a Abisinia - Emin Pashá, Livingstone Bernard, Recuerdos de Cézanne. El sexto cuaderno contiene además el borrador de una carta escrita por Kafka con una horrorosa taquigrafía muy personal casi indescifrable, que evidentemente constituye la respuesta a uno de aquellos inflamados proyectos de nacionalismo austríaco que aparecieron como hongos durante la guerra, algunos probablemente animados de los propósitos más honestos, pero en su mayor parte insoportables y marcados por el oportunismo. La reconstrucción del borrador se transcribe más o menos en estos términos: "Su carta ha llegado después de algunas idas y venidas postales: mi dirección es Poric 7. Les agradezco, ante todo, la buena disposición demostrada por su nota, que me complace mucho. Se trata, indudablemente, de una cosa útil y además necesaria. De lo que dan fe, así como -del futuro de su iniciativa, los importantes nombres de su lista. No obstante, estoy obligado a abstenerme. No soy capaz, en realidad de concebir claramente una Gran Austria de algún modo unificada y menos aún, capaz de adherirme a esa idea. Ante una decisión de este tipo, retrocedo aterrado. Esto, por suerte, no perjudicará para nada su agrupación, al contrario: por lo demás, mi salud no me permite, conozco poquísimas personas, no tengo ninguna influencia considerable. De manera que mi participación les sería bien pronto perjudicial: De todos modos, si, como seguramente ocurrirá, el Salón de Arte (?) se convirtiera en una agrupación, con cuotas de suscripción, etcétera, me alegraré mucho de formar parte. Les ruego que no juzguen mal mi negativa, dictada por la necesidad." Max Brod
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Nombre de la revista de Franz Blei.
PRIMER CUADERNO Cada hombre lleva en sí una habitación. Es un hecho que nos confirma nuestro propio oído. Cuando se camina rápido y se escucha, en especial de noche cuando todo a nuestro alrededor es silencio, se oyen, por ejemplo, los temblores de un espejo de pared mal colgado. Se queda ahí, con el pecho hundido, los hombros caídos, los brazos colgantes, incapaz de levantar las piernas, la mirada fija en un punto. Un fogonero. Toma el carbón con la pala y lo arroja por la boca de la caldera encendida. Un niño se ha deslizado por los veinte patios de la fábrica y le tironea el delantal. -Papá —le dice-, te traje la sopa. Estimado W.1 Infinitas gracias por el libro sobre Beethoven. Hoy empiezo a leer a Schopenhauer. Qué monumento, este libro. Que podáis, con vuestra delicadísima mano, con mirada agudísima para lo que constituye la verdadera realidad de las cosas, con el poderoso y sin embargo controlado fuego central de vuestra naturaleza poética, con vuestra inmensa, increíble erudición, destacar a otros, para inexpresable alegría mía. Viejo, corpulento, con algún ligero malestar del corazón, estaba echado, después del almuerzo, sobre el diván, con un pie en el suelo, y leía un texto de historia. Entró la mucama y, poniéndose dos dedos sobre los labios salientes, anunció un visitante. -¿Quién es? -pregunté, fastidiado por el hecho de tener que recibir a alguien justamente mientras esperaba el café. -Un chino -dijo la mucama y, volviéndose, reprimió turbada una carcajada que el visitante, del otro lado de la puerta, no debía oír- ¿Un chino? ¿A verme? ¿está vestido de chino? La sirviente asintió, luchando aún con sus deseos de reír. -Dile mi nombre, pregúntale si quiere verme precisamente a mí, que soy desconocido en la casa de al lado, con mayor razón en la China-La sirvienta se deslizó a mi lado y susurró: - Tiene una tarjeta donde dice que solicita ser recibido. No sabe alemán, habla un idioma incomprensible, no me animo a tomar la tarjeta. - ¡Hazlo pasar! -dije entonces, atacado por la agitación que suele provocarme mi afección de corazón, tiré el libro al suelo maldiciendo la torpeza de la sirvienta. Me puse de pie, y después de haber estirado mi cuerpo gigantesco, con el cual debía poder intimidar a cualquiera en aquella pequeña habitación, me dirigí hacia la puerta. En efecto, apenas me vio el chino se escabulló. Estiré una mano por el corredor y tomando a aquel hombre por el cinturón de seda, lo arrastré despacio hacia adentro- Era evidentemente un estudioso, pequeño, delicado, con anteojos de carey, una rala barba aguda, tiesa, color sal y pimienta. Un hombrecito amable, que sostenía la cabeza un poco inclinada y sonreía con los ojos entornados. El doctor Bucéfalo, abogado, llamó una mañana a su ama de llaves a su cabecera y le dijo: - Hoy comienza el gran debate del proceso de mi hermano Bucéfalo contra la firma Trollhátra. Yo conduzco la acusación, y como Ira audiencia durará por lo menos unos días, sin verdaderas interrupciones, no volveré a casa en los próximos. Apenas termine la audiencia o pOr lo menos apenas se prevea su fin, le telefonearé. Por ahora no puedo decir más ni contestar ninguna pregunta, ya que tengo que conservar toda la voz. De manera que tráigame de desayuno dos huevos
1 Borrador de una carta a Paul Wiegler, quien publicó durante la guerra, entre otras cosas, una antología de cartas de Beethoven.
crudos y un té con miel.-Y, recostándose despacio en las almohadas, enmudeció. El ama de llaves, mujer charlatana pero que tenía mucho miedo a su patrón, quedó muy impresionada. ¡Aquella orden extraordinaria había llegado tan de improviso! El patrón había hablado con ella la misma noche anterior, pero sin ninguna referencia a lo que debía suceder. No era posible que la audiencia la hubieran decidido durante la noche. Además, ¿acaso existen sesiones judiciales que duren días enteros, ininterrumpidamente? ¿Y por qué el patrón le nombraba las partes en litigio, cosa que no había hecho nunca? ¿Y qué gran proceso podía llegar a tener el hermano del patrón, el pequeño verdulero Adolf Bucéfalo, con quien, por otra parte, el patrón parecía estar desde hacía tiempo en malas relaciones? ¿Y cómo conciliar el esfuerzo inconcebible que enfrentaba el patrón con ese quedarse en cama tan extenuado, cubriéndose con la mano - si la luz de la mañana no engañaba- el rostro macilento? ¿Y había que llevarle solamente té y huevos, ni siquiera, como de costumbre, un poco de vino y de jamón para restablecerle del todo la vitalidad? El ama de llaves volvió a la cocina con estos pensamientos, se sentó sólo un momento en su lugar preferido junto a la ventana, al lado de las flores y el canario, miró hacia el otro lado del patio, donde, detrás de las rejas de una ventana, dos criaturas casi desnudas luchaban y jugaban, después se volvió suspirando, sirvió el té, fue a tomar dos huevos de la despensa, ordenó todo sobre una bandeja, no pudo resistir el impulso de agregar también la botella de vino, como benéfico estímulo, y llevó todo al dormitorio. La habitación estaba vacía. ¿Cómo era posible? El patrón no podía haberse marchado ya. ¿Cómo podía haberse vestido en un minuto? Sin embargo, había desaparecido el traje y la otra ropa. ¿Pero, por el amor del cielo, qué le pasa al patrón? ¡Pronto, a la antecámara! Pero han desaparecido también el abrigo, el bastón y el sombrero. ¡A la ventana! Por Satanás, allí va el abogado saliendo por el portal, el sombrero en la nuca, el abrigo desabrochado, la cartera apretada contra el cuerpo, el bastón colgando de un bolsillo del sobretodo. ¿Conocen el Trocadero de París? En aquel edificio, de cuyas dimensiones no hay imagen que les pueda dar la más pálida idea se desarrolla actualmente la parte final de un gran proceso. Ustedes se preguntarán, quizá, cómo es posible calefaccionar suficientemente un edificio así, en este invierno terrible. Pues bien, no se lo calienta. Pensar de pronto en la calefacción en un caso así es algo que se da únicamente en una linda finca de campo como la que viven ustedes. El Trocadero no se calienta por lo tanto, durante todo el curso del proceso, en medio del frío que circula por todas partes por arriba y por abajo se procesa con el mismo ritmo, a lo largo y a lo ancho, por derecha e izquierda. Ayer me visitó una apoplegía. Vive en la casa de al lado la he visto mas de una vez, por la noche, desaparecer curvada por aquel pequeño portón. Es una señora alta, de largo vestido ondulante y gran sombrero adornado de plumas Se me metió en la habitación murmurando, agitada como un médico que teme haber llegado demasiado tarde a la cabecera de un enfermo que agoniza. -Antón -exclamó con voz hueca pero no sin un toque de euforia- he venido, ¡aquí estoy! Y se dejó caer en el sillón que le señalé. -Vives muy arriba, muy arriba - dijo gimiendo Hundido en mi silla de brazos, asentí. Desfilaron ante mis ojos los interminables escalones que llevaban a mis habitaciones, uno tras otro, pequeños y por eso incansables -¿Por qué estás tan frío? -me preguntó, se quitó los largos guantes, los arrojó sobre la mesa y, con la cabeza inclinada a un costado, me miró parpadeando. Me pareció que era un gorrión que daba pequeños saltos por la escalera mientras me desordenaba las delicadas abundantes plumas grises. - Lamento que te consumas por mí. Más de una vez he contemplado con verdadera tristeza tu rostro demacrado cuando te parabas en medio del patio y levantabas la mirada hasta mi ventana. Es cierto, no me desagradas, y aunque mi corazón no late todavía por ti, siempre puedes conquistarlo. A qué grado de indiferencia pueden llegar ciertas personas, a qué profunda certeza de haber perdido para siempre el verdadero camino
Un error. No era mi puerta, de aquel largo corredor, la que había abierto. "Un error" dije y quise salir enseguida. Pero en ese instante vi al inquilino, un hombre flaco y sin barba de labios apretados, que estaba sentado a una mesita sobre la que ardía sólo una lámpara de petróleo. En nuestra casa, en este inmenso edificio de las afueras, un verdadero conventillo mezclado con indestructibles ruinas medievales, se difundió esta mañana, el comunicado siguiente: A todos mis coinquilinos. Poseo cinco fusiles de juguete. Están colgados en mi armario, uno en cada gancho. El primero me pertenece, por los demás puede presentarse cualquiera. Si se presentan más de cuatro personas, aquellas demás deberán traer sus fusiles personales y depositarlos en mi armario. Es necesario la unidad de acción, sin la cual no se adelanta. Por otra parte, mis fusiles son completamente inservibles para cualquier otro uso, el mecanismo está deteriorado, el corcho se soltó, sólo los caños disparan ahora. De manera que no será difícil llegar a conseguirse otros fusiles como los míos. Pero, en realidad, en los primeros tiempos sirven también personas sin fusiles. Nosotros, que estamos armados, formaremos en el momento decisivo una barrera en torno de los inermes. Método que rindió buenos resultados en las luchas de los primeros colonos norteamericanos contra los pieles rojas, ¿por qué no habría de funcionar también aquí, donde la situación es análoga? Por consiguiente, a la larga se podría hasta renunciar a los fusiles y hasta los cinco de mi propiedad no son absolutamente indispensables, y se usarán solamente ya que están. Si ustedes no quieren sin embargo armarse con los otros cuatro, dejen no más. Quiere decir que sólo yo llevaré uno, en calidad de jefe. Pero nosotros no debemos tener un jefe, de manera que también yo romperé o abandonaré mi fusil. Este fue el primer comunicado. Pero en nuestra casa nadie tiene ganas de leer o, menos aún, de pensar en comunicados. Muy pronto aquellas hojas nadaban en el torrente de basura que, cayendo desde el techo, alimentado por todos los pasillos, fluye por las escaleras, donde lucha contra la corriente contraria, que surge desde abajo. Pero, después de una semana emití una segunda proclama: ¡Coinquilinos! No se ha presentado nadie hasta ahora. Durante todas las horas en que no me veo obligado a trabajar para vivir no me he movido de casa, y durante mi ausencia, cuando dejaba siempre abierta la puerta de mi habitación, sobre mi mesa había una cantidad de hojas de papel, donde cualquiera que lo deseara podía escribir su nombre. Nadie lo hizo. A veces creo expiar todas las culpas pasadas y futuras a través de los dolores de mis huesos, cuando por la noche, o de pronto por la mañana, vuelvo a casa después de un turno pasado en la fábrica. No soy suficientemente fuerte para este trabajo, lo sé ya desde hace rato, y sin embargo no cambio. En nuestra casa, en este inmenso edificio de las afueras, un verdadero conventillo mezclado, con indestructibles ruinas medievales, vive, en mi mismo corredor, con una familia de obreros, un empleado público. Es cierto que lo llaman funcionario, pero no puede ser más que un pequeño escribiente quien pasa la noche en el suelo, sobre un jergón de paja, en casa de aquella pareja ajena y de sus niños. Y si no es más que un oscuro empleado, ¿a mí qué me importa? En esta misma casa, donde se acumula también toda la miseria de la ciudad, hay seguramente más de cien personas... En mi mismo corredor vive un sastre, más bien zurcidor. A pesar del cuidado que pongo, mis trajes se gastan demasiado rápido, de manera que últimamente tuve que llevar otra chaqueta a aquel hombre. Era una hermosa, tibia noche de verano. El sastre vive - él, su mujer y seis hijos— en una sola habitación, que sirve también de cocina. Además, tiene incluso un inquilino: un empleado público. El hecho de tanta gente amontonada en una sola habitación es un tanto insólito aun en nuestra casa, la que no se queda corta en ese aspecto. De todos modos, se permite que cada uno se conduzca como quiera, el sastre tendrá razones irrefutables para tanta economía y a ningún extraño se le ocurrirá jamás discutirlas.
19 de febrero de 1917. Hoy leí Hermann y Dorotea y algunas páginas de las Memorias de Richter,2 he visto algunos cuadros suyos, y finalmente leí una escena de la Griselda de Hauptmann. Por el lapso de la próxima hora soy otro hombre. Todas las perspectivas nebulosas como siempre, pero nebulosamente distintas. En los pesados borceguíes que me calcé hoy por primera vez (estaban originalmente destinados al servicio militar), hay otro hombre. Vivo en casa del señor Krummholz y comparto mi habitación con un empleado público. En el cuarto, duermen además, en una sola cama, dos hijas de Krummholz, criaturas de seis y siete años. Desde el primer día en que el escribiente entró en casa -yo vivía desde hacía años en lo de Krummholz- sospeché de él, al principio bastante vagamente. Es un hombre más pequeño que lo normal, débil, de pulmones tal vez un poco consumidos, que anda con amplios trajes grises, una cara arrugada de edad indefinible, el pelo rubio ceniza algo largo atrás, sobre las orejas, un par de lentes caídos sobre la nariz, y una barba incipiente, también camino de encanecer. No era una vida alegre la que llevaba entonces, cuando construíamos el ferrocarril en el Congo central. Me sentaba en mi cabaña de madera, en la galería cubierta. En vez de pared, había colgado un gran mosquitero de malla finísima que había comprado a uno de los capataces, el jefe de una tribu cuyo territorio debía atravesar nuestro ferrocarril. Una red de cáñamo, sólida y delicada al mismo tiempo, como no sabrían fabricarla en Europa. Era mi orgullo, y muchos me lo envidiaban. Sin aquel mosquitero no me hubiera sido posible sentarme tranquilamente en la galería por la noche, encender la luz, como lo hacía, sacar un viejo periódico europeo y, mientras leía, fumarme una enorme pipa.3 Mi pulso - ¿quién puede aún hablar tan libremente de su disposición?— es el de un viejo, afortunado, incansable pescador. Por ejemplo, estoy sentado en mi casa antes de ir de pesca y con ojo atento, muevo la mano derecha, de acá para allá. Eso basta para revelarme, mediante la vista y el tacto, el resultado de la futura pesca, a veces hasta en el más mínimo detalle. Una verdadera facultad profética, de la que está dotada esta flexible articulación mía, a la que, en momentos de descanso, pongo una apretada pulsera de oro para que pueda recoger energía. Veo entonces el agua de mi lugar de pesca con la corriente precisa de esa hora precisa, se me aparece un corte transversal del río, en el que se destacan, clarísimos por su cantidad y naturaleza, diez, veinte, hasta cien peces, de manera que ya sé cómo maniobrar el sedal: algunos rompen la superficie del sector sólo con la cabeza, y a esos les dejo colgar el anzuelo frente al hocico y ya están enganchados, la brevedad de este momento fatal me exalta hasta en la mesa de mi casa; otros sacan aun el vientre, y entonces no hay tiempo que perder; llego a alcanzar algunos, pero otros superaron ya la superficie peligrosa con la cola y puedo darlos por perdidos por esa vez, pero solamente por esa vez, porque a un verdadero pescador no hay pez que se le escape.
SEGUNDO CUADERNO
Un muchachito heredó de su padre solamente un gato y gracias a ese gato se convirtió en alcalde de Londres. ¿En qué me convertiré yo, gracias a mi animal, a mi herencia? ¿Dónde se extiende la ciudad ilimitada? La historia universal, tanto la escrita como la transmitida, no suelen servirnos de nada; en cambio, la intuición humana suele apartarnos del camino, pero de cualquier manera nos 2
Ludwig Richter, Lebenserinnerunsen eines deutschen Malers. En el primer cuaderno en octava sigue aquí otra página, que contiene la primera lista de los cuentos de Un médico rural, además del borrador de una carta. La carta está dirigida a un desconocido y se refiere evidentemente a la hermana de Kafka, Ottla, por cuyas experiencias agrícolas (primero en Zürau, después en Plana) se interesó Kafka vivamente. 3
guía, no nos abandona. Así, por ejemplo, la tradición relativa a las siete maravillas del mundo ha estado siempre acompañada de rumores de que existía una octava. y hasta se han contado cosas sobre esta octava maravilla que llegan a contradecirse, pero cuya inseguridad se atribuía a la oscuridad de aquellos tiempos remotos. Señoras y señores (aquí, más o menos, el discurso que el árabe, vestido a la europea, dirigió a la comitiva turística, la cual apenas lo escuchaba, absorta en cambio, casi disminuida por el espanto, en la contemplación de la construcción increíble que se levantaba ahí delante, sobre un desnudo piso de piedra, en estos momentos seguramente estarán dispuestos a admitir que mi empresa supera en mucho a todas las demás agencias de viajes, aun a aquellas que gozan de un nombre justa y largamente afamado. Mientras, nuestra competencia lleva a sus clientes, en realidad según la buena y vieja costumbre, a visitar las siete maravillas del mundo de las que hablan los viejos libros de historia, nuestra empresa les hace ver la octava maravilla del mundo. Algunos dicen que es un hipócrita, otros que no es más que la apariencia. Mis padres conocen a su padre; cuando éste vino a visitarnos el domingo pasado, le pregunté inmediatamente por el hijo. Pero el anciano es muy astuto, es difícil ponerlo de espaldas contra la pared y yo, en especial, carezco de habilidad para esta clase de astucias. La conversación era animada, pero apenas lancé mi pregunta, todos callaron. Mi padre se puso a juguetear nervioso con su barba, mi madre se alejó para vigilar el té, pero el anciano me miró, sonriendo con sus ojos azules e inclinó hacia un lado la cabeza pálida y arrugada, de espesa cabellera blanca. - Áh, sí, el muchacho —dijo, volviendo la mirada hacia la lámpara de la mesa, que en aquella prematura noche de invierno estaba ya encendida—. ¿Habló con él alguna vez? preguntó después. - No - dije- , pero he oído hablar mucho de él y me gustaría conversar yo también, si quisiera recibirme alguna vez. - ¿Qué pasa? ¿Qué pasa? —grité, oprimido aún contra la cama por el sueño, y estiré los brazos en alto. Después me levanté, todavía inconciente de la realidad, con la sensación de que debía apartar algunas personas que se me ponían delante, ejecuté también los movimientos necesarios con la mano y así alcancé por fin la ventana abierta. Qué desolación, un granero en primavera, un tísico en primavera. Suele suceder - y es muy difícil conocer las causas— que el más ilustre de los toreros elija para su exhibición el decadente ruedo de una plaza de toros apartada, cuyo nombre era hasta entonces casi desconocido para el público en Madrid. Un ruedo perdido en el tiempo, reducido a terreno baldío donde juegan los niños, lugar incandescente de piedras desnudas, lugar de descanso para lagartos y serpientes. Las gradas, allá arriba, están demolidas hace rato, cantera de piedras para todas las casas del lugar, y la arena reducida a un pequeño anillo circular que podrá albergar quinientas personas como máximo. Ninguna construcción anexa, ni siquiera un corral, pero lo peor es que el ferrocarril no llega aún hasta aquí: la estación más próxima está a tres horas de carruaje, a siete horas de camino a pie. Mis dos manos iniciaron una lucha. Cerraron con un golpe el libro que leía hasta entonces y lo hicieron a un lado, para que no estorbara. Después me hicieron un aplauso y me eligieron arbitro del encuentro. Y ya estaban con los dedos entrelazados, empujándose a lo largo del borde de la mesa, hacia la derecha, hacia la izquierda, según la mayor presión de una o de otra. Yo no las perdía de vista en ningún momento. Si son mis manos debo ser un arbitro imparcial, de otra manera cargo con los remordimientos de un fallo injusto. Pero mi tarea no es nada fácil, en la oscuridad, las dos palmas recurren a diversos trucos que no puedo dejar pasar, de manera que aplico el mentón a la mesa, y entonces ya no se me escapa nada. Desde siempre, sin ánimo de perjudicar a la izquierda, prefiero a la derecha. Si la izquierda hubiera protestado, sumiso y justo como soy yo, habría por cierto abolido toda parcialidad. Pero ella, callada, colgaba a lo largo de mi costado y mientras, por ejemplo, la derecha agitaba mi sombrero en la calle, la izquierda se limitaba a tocar mi muslo inti-
midada. Resultó una mala preparación para la lucha que se desarrolla ahora. ¿Cómo esperas, pulso izquierdo, resistir mucho al derecho, tan poderoso? ¿Lograr, con tus dedos de muchacha, atenazar a los otros cinco? Esta no me parece ya una lucha, sino la inevitable derrota de la izquierda. Está ya expulsada al lado izquierdo de la mesa, mientras la derecha, estrujándola, sube y baja regularmente, como un pistón. Si, ante esa situación desesperada, no me viniese en mente que son mis propias manos las que combaten entre sí y que, con un ligero movimiento, puedo separarlas, terminando así crisis y lucha, si no se me ocurriese esto, la izquierda sería arrancada de la muñeca y arrojada de la mesa, y entonces, tal vez la derecha, en el regocijo desenfrenado de la victoria, como el Cerbero de las cinco cabezas, se volvería contra mi mismo rostro preocupado. En cambio, ahora yacen una sobre la otra, la derecha acaricia el dorso de la izquierda y yo, arbitro deshonesto, asiento aprobando con la cabeza. Nuestras tropas lograron finalmente irrumpir en la ciudad por la puerta meridional. Mi sección estaba estacionada en un jardín de la periferia, a la sombra de cerezos calcinados, y esperaba órdenes. Pero cuando oímos la estridencia de los clarines en la puerta meridional, nada pudo detenernos. Empuñamos las primeras armas que nos cayeron sobre los hombros del compañero más próximo, aullando nuestro grito de guerra: "Kahira Kahira", galopamos en largas filas por los charcos de la ciudad. En la puerta meridional, no encontramos ya más que cadáveres y un gran humo amarillo que pesaba sobre el suelo y lo cubría todo. Pero no queríamos ser sólo la retaguardia y por eso nos metimos enseguida por algunos estrechos callejones laterales que hasta entonces se habían visto libres de lucha. La puerta de la primera casa voló en astillas al primer golpe de mi pica, e irrumpimos en el pasillo con tal furia que al principio chocamos entre nosotros. Un viejo nos vino al encuentro por un largo corredor vacío. Viejo extraño: tenía alas. Grandes alas desplegadas, cuyos bordes externos superaban su propia estatura. -Tiene alas - grité a mis camaradas, y los que estábamos al frente retrocedimos un poco, todo lo que nos lo permitieron los que teníamos a la espalda. Ustedes se maravillan -dijo el viejo-, pero todos nosotros tenemos alas, pero no nos han servido de nada y, si pudiésemos nos las arrancaríamos. -¿Por qué no huyen volando? —pregunté. - ¿Huir volando nuestros dioses?
de
nuestra
ciudad?
¿Abandonar la patria? ¿Nuestros muertos,
TERCER CUADERNO
18 de octubre de 1917. Miedo de la noche. Miedo en la no-noche. 19 de octubre. La insensatez (palabra demasiado fuerte) de distinguir lo que es nuestro y lo que es del adversario en las luchas espirituales. Toda ciencia es metodología respecto de lo absoluto. Por lo que no es dado temer a lo unívocamente metodológico. No es más que una cáscara, un ropaje, pero no más que cualquier otro, salvo aquella sola. Todos nosotros libramos una lucha. (Cuando, acometido por el último desafío, tiendo la mano atrás para empuñar un arma, no puedo evidentemente elegir entre varias, y si pudiera debería tomar una "ajena", dado que todos nosotros tenemos un solo depósito de armas.) No puedo librar una lucha personal. Si, de vez en cuando, me creo independiente y
no percibo a nadie cerca, muy pronto descubriré que, dada la situación general, no captada enseguida por mí o directamente imperceptible por mí, debía ocupar precisamente ese lugar. Lo que no excluye, naturalmente, que existen correos, retaguardias, francotiradores y todas las otras gamas y características del arte de la guerra, pero no hay nadie que guerree por cuenta propia... ¿(Humillación) de la vanidad? Sí, pero también necesario y verdadero estímulo. Hay que recobrar el aliento cada vez que se sale de un tanque de vanidad o de autocomplacencia. La orgía constituida por la lectura de mi cuento publicado en DerJude.4 Como una ardilla enjaulada. Felicidad por el movimiento, desesperación por la estrechez, locura de la perseverancia, sensación de desolación frente a la calma exterior. Todo ello alternativa o simultáneamente, aun en el lodo del fin. Una soleada franja de felicidad. Debilidad de la memoria respecto de los detalles y la estructura del propio concepto del mundo: pésima señal. Solamente fragmentos de un todo. ¿Cómo quieres siquiera rozar tu deber supremo, cómo quieres siquiera intuir la proximidad, siquiera soñar la existencia, siquiera invocar el sueño, siquiera aprender las letras que componen la invocación, si no estás en condiciones de concentrarte hasta el punto que, cuando sea el momento decisivo, puedas apretar tu todo en la mano como se aprieta una piedra para arrojarla, un cuchillo para matar? Por otra parte: no hace falta escupirse en las manos antes de unirlas en plegaria. ¿Es posible pensar una cosa desconsolada? O mejor, ¿una cosa tan desconsolada que no tenga siquiera soplo de consuelo? Una escapatoria sería considerar como consuelo el conocer por sí mismo. Podría pensarse, por ejemplo: debes abolir-te, y mantenerse moralmente en pie sin falsear la realidad de tal descubrimiento, sostenido por la conciencia de haberse dado cuenta. Lo que significa verdaderamente arrancarse de la ciénaga tirando del propio pelo. Pero lo que es ridículo en el mundo físico, es posible en el espiritual. En él no rige la ley de gravedad (los ángeles no vuelan, no abolieron ninguna gravedad, somos nosotros, observadores de este mundo terreno, que no sabemos expresarnos mejor), cosa que para nosotros, desde luego es inimaginable, o lo es sólo en un grado más elevado. Qué mísero es el conocimiento que tengo de mi habitación. (Ñocha.) ¿Por qué? No existe una observación del mundo exterior. La psicología descriptiva, por lo menos, se incluye con toda probabilidad en el campo del antropomorfismo, y del mundo interior apenas toca los límites. El mundo interior se puede vivir nada más, no describir. -La psicología es la descripción del reflejo del mundo terreno en la superficie celeste, o mejor: la descripción de un reflejo, como nos lo imaginamos nosotros, criaturas impregnadas de tierra, porque en realidad no hay ningún reflejo, somos nosotros únicamente quienes vemos tierra hacia donde miremos. La desgracia de Don Quijote no es su fantasía, es Sancho Panza. Nosotros, vistos con nuestros ojos sucios de tierra, nos encontramos en la situación de un grupo de viajeros en ferrocarril que han sufrido un accidente en un túnel, precisamente en un punto donde no se ve ya la luz de la entrada, y en cuanto a la de la salida, parece tan minúscula que la vista ha de buscarla continuamente y perderla continuamente, mientras no se tiene siquiera la seguridad de si se trata del principio o del fin del túnel. Entre tanto, en torno de nosotros, en el desorden de nuestros sentidos o en su hipersensibilidad, se da una multitud de monstruos y una especie de juego caleidoscópico fascinante o fatigante, según el humor y las heridas de cada uno. ¿Qué debo hacer? o bien: ¿Por qué debo hacerlo?, no son preguntas que se mediten allí dentro.
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En la revista mensual Der Jude, dirigida por Martin Buber, apareció en octubre de 1917 el cuento de Kafka "Chacales y árabes".
Muchas sombras de difuntos no hacen más que lamer las ondas del río de los muertos, porque llega de nuestro mundo y conserva el gusto salobre de nuestros mares. Entonces, el río, detenido por el asco, se pone a correr hacia atrás y empuja a los muertos de vuelta a la vida. Pero ellos están felices, cantan himnos de agradecimiento y acarician las aguas trastornadas. A partir de cierto punto, en adelante no hay regreso. Es el punto que hay que alcanzar. El momento decisivo de la evolución humana está siempre en transcurso. Por eso tienen razón aquellos movimientos espirituales revolucionarios que declaran insignificante todo lo anterior, ya que, efectivamente, no ha sucedido nada todavía. La historia de los hombres es un instante entre dos pasos de un caminante. La velada, pasada en Oberklee. Desde afuera será siempre fácil derrumbar el mundo con una teoría y precipitarse inmediatamente en la misma fosa, pero sólo desde dentro se podrá conservar el mundo y a sí mismo en silencio y verdad. El enmudecer y desaparecer de las voces del mundo. El elemento diabólico asume a veces el aspecto del bien o directamente se encarna en pleno. Si no me doy cuenta, está claro que sucumbo, porque este falso bien es más seductor aún que el verdadero. ¿Pero qué sucede si me doy cuenta? ¿Si un cerco de demonios me impulsa hacia el bien? ¿Si, como algo asqueroso, se me hace rodar, se me aguijonea, se me empuja hacia el bien con una pica afilada? ¿Si las garras visibles del bien se extienden para atraparme? Retrocedo un paso y, con suave tristeza, me hago engullir por el mal, el que, a mis espaldas, esperó durante todo ese tiempo mi decisión. (Una vida). Una perra maloliente, madre de innumerables cachorros, con pústulas en descomposición, pero que durante mi infancia fue todo para mí, que me sigue constantemente, fidelísima, a la que no encuentro el coraje de golpear, frente a la que retrocedo paso a paso, y que, con todo, si no hago algo, me empujará hasta aquel rincón de la pared, visible ya, supurando sobre mí y conmigo, la carne gusanosa y purulenta de su lengua —¿acaso me honra eso?— lamiéndome la mano hasta el fin... El mal reserva sorpresas. De golpe se da vuelta y me dice: "Me has entendido mal", y tal vez es cierto. El mal se transforma en tus labios, se deja mordisquear por tus dientes, y con esos labios nuevos —los de antes no se habían adaptado nunca tan dócilmente a tu dentadura- pronuncias, para' maravilla de ti mismo, la palabra justa. 22 de octubre. Las cinco de la mañana. Una de las hazañas más importantes de Don Quijote, más destacada que el combate mismo con los molinos de viento, es el suicidio. Don Quijote, muerto, quiere matar al muerto Don Quijote; pero para matarlo le hace falta un punto aún vivo, por eso lo busca con la espada, incansablemente, pero en vano. En ese acto, los dos muertos saltan, casi en una cabriola indisoluble y vivísima, a través del tiempo. Por la tarde hacia el bosque; cuarto creciente. Detrás de mí un día confuso. (Tarjeta de Max.) Dolor de estómago. 23 de octubre. La mañana en cama. Después del almuerzo a la tumba de la epiléptica ahogada en el pozo. Conócete a ti mismo no significa: Obsérvate. Obsérvate es la palabra de la serpiente. Significa: Conviértete en amo de tus actos. Pero ya lo eres, eres amo de tus actos. Esta frase, por lo tanto, significa: ¡Ignórate! ¡Destrúyete! Algo malo entonces. Y sólo quien se inclina profundamente oye también el mensaje bueno que dice: "Para hacer de ti mismo lo que eres." 25 de octubre. Triste, nervioso, físicamente mal, miedo de Praga, en cama. Había una vez una banda de canallas, es decir, no eran canallas sino hombres comunes. Estaban muy unidos. Cuando, por ejemplo, uno de ellos había hecho infeliz, de manera un poco ruin, a alguien que no era del grupo (es decir, aun así, no es que se hubiera comportado como canalla, sino como se porta de costumbre, habitualmente), y lo confesaba
después en presencia de sus socios, éstos indagaban, juzgaban, imponían penitencias, perdonaban, etcétera. No tenían malas intenciones, tutelaban severamente los intereses del individuo y de la comunidad, y quien se confesaba veía que se le presentaba el tono complementario del exhibido por él: "¿Cómo? Pero, ¿por qué te afliges? Has hecho la cosa más natural, has obrado sólo como debías. Sucede que estás un poco excitado. Vamos, sé razonable de nuevo." Así se sostenían unos a otros, y ni aun muertos disolvieron la banda, sino que subieron al cielo de la mano. Era un espectáculo de inocencia infantil, verlos volar juntos de aquella manera. Pero, como a la vista del cielo todo se fragmenta en los elementos que lo componen, se precipitaron abajo como un conjunto de piedras. 3 de noviembre. Camino de Oberklee. Por la noche en la habitación escribiendo a Ottla y a T. 7 de noviembre. (Temprano a la cama, después de una velada pasada charlando.) Cuando una espada te traspasa el alma importa conservar la mirada-serena, no perder sangre, acoger la frialdad de la espada con la frialdad de la piedra. Por esa estocada, después de esa estocada, volverse invulnerable. 9 de noviembre. A Oberklee. 10 de noviembre. En cama. Irritación (Blüher, Tagger).5 12 de noviembre. Mucho tiempo en cama, prevención. Un carro de campesinos, con tres hombres en él, iba en la oscuridad por una cuesta. Un extraño llegó a su encuentro y lo detuvo. Después de unas rápidas preguntas y respuestas, resultó que éste pedía que lo llevaran. Le hicieron lugar y lo ayudaron a subir. No fue si no emprendido otra vez el viaje que le preguntaron: — ¿Viene de la dirección contraria y se hace llevar de vuelta? —Sí —dijo el forastero—. Al principio iba en la misma dirección que ustedes, pero después di la vuelta porque se hizo de noche antes de lo pensado. Te lamentas del silencio, de la futilidad del silencio, de la barrera del bien. La zarza es, desde tiempo inmemorial, el obstáculo que nos cierra el camino. Tiene que arder, para poder proseguir. 21 de noviembre. La inutilidad del fin puede disimular la inutilidad del medio. Mal es todo aquello que desvía. El mal conoce el bien, pero el bien no conoce el mal. Sólo el mal tiene conciencia de sí mismo. Uno de los medios del mal es el diálogo. El fundador tomó las leyes del legislador, los fieles deben revelar las leyes del legislador. ¿El hecho de que existan las religiones es tal vez la prueba de la imposibilidad, para el individuo, de ser permanentemente bueno? El fundador se arranca del bien absoluto y se encarna. ¿Lo hace por el bien de los otros o porque cree que sólo junto a los otros puede seguir siendo lo que era, porque debe destruir el "mundo" para no tener que amarlo? Quien cree no se topará nunca con un milagro. Las estrellas no se ven de día. Quien obra un milagro piensa: No puedo desligarme de la tierra. Distribuir con justicia la fe en las palabras de uno y las convicciones de uno. No permitir que una convicción se reduzca en el instante en que alcanzamos su conocimiento. No descargar sobre las palabras la responsabilidad con que nos cargan nuestras convicciones, la 5
Hans Blüher, el conocido autor antisemita, precursor del nazismo. Tagger escribió después con el nombre de Ferdinand Bruckner.
coincidencia de palabras y convicciones no es un hecho decisivo, como no lo es tampoco la buena fe. Determinadas palabras pueden siempre, según las circunstancias, enterrar o desenterrar determinadas convicciones. El hablar de las convicciones de uno no significa debilitarlas - cosa que no sería tampoco de lamentar—, pero significa que las convicciones mismas son débiles. 24 de noviembre. El juicio humano acerca de las acciones humanas es exacto y al tiempo errado, es decir, al principio es exacto, después errado. Por la puerta de la derecha, los hombres entran a una habitación en la que se desarrolla un consejo de familia, escuchan la última palabra del último orador, entran con ella al mundo por la puerta de la izquierda y gritan su juicio. Juicio que es exacto respecto de la palabra, pero errado en sí. De haber querido juzgar con exactitud definitiva, debieron encerrarse para siempre en aquella habitación, hubiesen llegado a formar parte del consejo de familia y así, seguramente, habrían terminado por perder la capacidad de juzgar. La única capaz de juzgar es la parte en litigio, pero ésta, en cuanto tal, no puede juzgar. Por lo que en el mundo no existe una verdadera posibilidad de juicio, sino sólo un reflejo. Celibato y suicidio se dan en el mismo estadio de conocimiento; suicidio y martirio, en cambio, no; pero sí tal vez matrimonio y martirio. Los buenos avanzan todos juntos. Los demás, ignorándolos, danzan en torno de ellos los bailes del momento. Tanto el hombre en éxtasis como el que se ahoga, levantan los brazos. El primero manifiesta conformidad, el segundo divergencia con los elementos. No conozco el contenido, no poseo la llave, no creo en las voces, todo comprensible, ya que soy yo mismo. 26 de noviembre. La vanidad deforma, por ello debería, lógicamente, mortificarse, en cambio se limita a herirse, convirtiéndose en "vanidad herida". 27 de noviembre. Leer los diarios. 30 de noviembre. El Mesías llegará apenas sea posible el ilimitado individualismo de la fe, apenas nadie piense en destruir tal posibilidad; nadie tolerará tal destrucción, de manera, en suma, que se puedan abrir los sepulcros. Esta, acaso, es también la doctrina cristiana, tanto en cada modelo concreto que los fieles deben imitar, modelo individual, como en la indicación simbólica de la resurrección del mediador en cada hombre. Creer significa liberar en sí mismo lo indestructible, o mejor: liberarse o mejor aun: ser indestructibles, o mejor aun: ser. El ocio es padre de todos los vicios, y es el coronamiento de todas las virtudes. Las diversas formas de desconsuelo a lo largo de las diversas etapas del camino. 4 de diciembre. Noche tempestuosa, por la mañana telegrama de Max, armisticio con Rusia. El Mesías sólo llegará cuando ya no haga falta, sólo llegará un día después de su propia llegada, no llegará en el último día, sino en el ultimísimo. 6 de diciembre. Matanza de los cerdos. Tres cosas: Verse a sí mismo como una cosa ajena, olvidar lo visto, conservar la mirada. O sea, dos cosas solas, dado que la tercera comprende la segunda. El mal es el cielo estrellado del bien. 8 de diciembre. En cama, resfrío, dolor de espalda, velada nerviosa, gato en la habitación, discordia interna.
Cuando digo a un niño: "Lávate la boca y tendrás tu pedazo de torta", no significa que se merezca la torta por el hecho de lavarse la boca, dado que el lavarse la boca y el valor de la torta son dos cosas que no se comparan, ni el lavarse la boca se constituye en premisa necesaria del comer la torta, ya que, aparte de lo exiguo de la condición, el niño recibirá de todas maneras su pedazo de torta, dado que representa una parte esencial de su comida: es así que la invitación no importa una complicación, sino que por el contrario facilita el acto de la alimentación; el lavarse la boca es una ventaja minúscula que precede a la mayor de comer la torta. 9 de diciembre. Ayer bailes por la consagración de la iglesia. Aquel que contempla el alma no puede penetrar en el alma; sin embargo, existe una línea marginal en la que entra en contacto con ella. Lo que se descubre en este contacto es que hasta el alma se ignora. Por lo que ha de permanecer necesariamente desconocida. La cosa sería triste únicamente si existiese otra cosa aparte del alma, pero en realidad no es así. 11 de diciembre. Ayer inspector en jefe. Hoy Der Jude. Stein: La Biblia es santísima, el mundo es muy asqueroso. Nuestro arte consiste en ser deslumbrados por la verdad. En realidad no hay más que la luz proyectada sobre el rostro, que retrocede en una mueca de espanto. No todos pueden ver la verdad, pero pueden serla. A cada instante corresponde también alguna cosa extraordinaria. A la vida terrena no puede seguir un Más Allá, porque el Más Allá es eterno, de manera que no puede estar en contacto temporal con la vida terrena. 13 de diciembre. Comienzo de la lectura de Herzen6 apartado de la lectura de Schöne Rarität y de varios periódicos. Quien busca no halla, pero quien no busca es hallado. Ayer, hoy, días odiosos. Contribuyeron la lectura de Herzen, una carta al doctor Weiss,7 distintas cosas inexplicables. Comida repugnante: ayer patas de cerdo, hoy cola. Paseo hacia Michelob a través del parque. 15 de diciembre. Carta del doctor Kórner,8 de Václav Mehl,9 de mamá. La cuestión no se decidirá aquí, pero la fuerza para decidirla se pone a prueba sólo aquí. 17 de diciembre. Días vacíos. Cartas a Kórner, Pfohl10, Pribram,11 , Kaiser, padres. Devuelto a su casa de la exposición universal, el negro, enloquecido por la nostalgia, en medio de su pueblo, entre los lamentos de toda la tribu, ejecuta, con grave rostro, por hábito y deber, las monigotadas que deleitaban al público europeo como usos y costumbres del África. El arte se auto-olvida, se auto-suprime: lo que es fuga se hace pasar por juego, o directamente por provocación. 19 de diciembre. Ayer se anunció la visita del F.12, hoy solo en mi habitación, donde humea la estufa, a Zarch con Nathan Stein, que explica a la campesina que el mundo es un escenario. Por debajo del conocimiento de lo real hay, como un pasaje subterráneo. ¡Qué felicidad infantil cuando, superándolo, nos elevamos!
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Kafka leyó las memorias del revolucionario ruso Alejandro Herzen (1812-1870). El escritor Ernst Weiss.
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Josef Körner se ocupó (más tarde) de una edición de los trabajos filosóficos de Friedrich Schlegel; fue un estudioso de la literatura romántica alemana. 9
V. Mehl debió de ser un compañero de oficina de Kafka. Pfohl era uno de sus jefes. 11 Pribram: un compañero de escuela. 12 Kafka estaba comprometido entonces con Felice. 10
21 de diciembre. Telegrama de F. El primer animal doméstico de Adán después de la expulsión del paraíso terrenal fue la serpiente. 22 de diciembre. Lumbago, cálculos durante la noche. 23 de diciembre. Paseo agradable y un poco fatigoso. Escuché mucho. Dormí mal, día fatigoso. En el paraíso, como siempre: lo que provoca el pecado y lo que lo hace conocedor es la misma cosa. La buena con-. ciencia es el mal, ahora tan victorioso, que ya no considera siquiera necesario dar ese salto de izquierda a derecha. Las preocupaciones por cuyo peso los privilegiados se excusan ante los oprimidos son precisamente las preocupaciones por conservar sus privilegios. 25, 26, 27 de diciembre. Partida de F. Llanto, Todo difícil, equivocado, sin embargo justo. 30 de diciembre. No demasiado desilusionado al fin. 2 de enero. El maestro posee la seguridad verdadera, el alumno la permanente. Mañana parte Baum.13 Con el pretexto de ir de cacería, se aleja de la casa, con el pretexto de tener a la vista la casa, trepa a las alturas más inaccesibles; si no supiésemos que va de caza, lo retendríamos. 13 de enero. Oskar partió con Ottla, paseo a Eischwitz. 14 de enero. Lúgubre, desanimado, inquieto. 15 de enero. Inquieto. Estoy mejor, paseo por la tarde a Oberklee. 16 de enero. Por propia voluntad, giró como un puñetazo y esquivó al mundo. No rebasa una gota, pero no cabe ni una gota más. El hecho de que nuestra misión sea tan grande como nuestra vida le da una apariencia infinita. Las reglas de la comparsa son claras, las conocen todos los bailarines, son permanentes. Pero por una de esas circunstancias fortuitas de la vida que no deberían presentarse nunca, y que sin embargo se presentan continuamente, te aisla, solo, en medio de sus filas. Puede ser que eso se provoque por un desorden en las mismas filas, pero no lo sabes, no piensas más que en tu propia desgracia. 17 de enero. Paseo a Oberklee. Limitación. Respetar al diablo en el mismo diablo. 18 de enero. El lamento:
¿Si seré eterno, cómo seré mañana?
Estamos doblemente alejados de Dios: el pecado original nos aleja de él, el árbol de la vida lo aleja a él de nosotros. Árbol de la vida - señor de la vida. Fuimos expulsados del paraíso que sin embargo no fue destruido. La expulsión del paraíso terrenal fue, en cierto modo, una suerte, porque si no hubiésemos sido expulsados, habría que haberlo destruido. Casi hasta el fin del relato del pecado original persiste la posibilidad de que también el edén sea maldecido junto con el hombre. Sólo los hombres son maldecidos, no el edén. Dios dijo que Adán moriría el día que comiese del árbol de la ciencia. Según Dios, la consecuencia inmediata del probar del árbol de la ciencia debía ser la muerte, según la serpiente (ésta, por lo menos, podía falsear el sentido de sus palabras), la igualdad con Dios. Tanto una como otra afirmación eran inexactas de manera análoga. Los hombres no murieron pero se volvieron mortales, y no fueron iguales a Dios pero alcanzaron una facultad indispensable para serlo. Sin embargo, tanto una como otra afirmación eran
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El escritor Oskar Baum.
también exactas de manera análoga. No murió el hombre sino el hombre paradisíaco, no se convirtió en Dios pero alcanzó la ciencia divina. La desolada perspectiva del mal: cree reconocer nuestra igualdad con Dios en la distinción que hacemos entre bien y mal. La maldición parece no haber empeorado nada de su naturaleza: medirá con el vientre el largo del camino. 22 de enero. Intento de ir a Michelob. Barro. Pero bajo aquella gran humareda arde el fuego, y aquél cuyos pies arden no se librará ciertamente por el hecho de que no ve más que turbio humo. Miramos, asombrados, aquel caballo gigantesco. Había traspasado el techo de nuestra habitación. El cielo nublado se deslizaba perezosamente a lo largo de su forma poderosa y su crin susurraba al viento. Los puntos de vista del arte y de la vida son distintos aun en el mismo artista. El arte vuela en torno de la verdad, pero con la decidida intención de no quemarse. Su habilidad consiste en encontrar un lugar, en la vacía oscuridad, donde la luz, sin que nadie lo hubiera percibido, se pueda recibir muy intensa. El suicida es un preso que ve, en el patio de la prisión, una horca, cree erróneamente que le está destinada, se escapa por la noche de la celda, baja y se ahorca solo. Tenemos luz de conocimiento. Quien se empeña mucho en obtenerla hace sospechar que quiere, en cambio, rechazarla. Antes de entrar en el Sancta Sanctorum debes quitarte los zapatos, pero no sólo los zapatos, sino todo, ropa de viaje y equipaje, y, debajo, la desnudez y todo lo que está debajo de la desnudez, y todo lo que se esconde debajo de ella, y después el meollo y el meollo del meollo, y después el resto y después el resto y después aun el reflejo del fuego eterno. Sólo el fuego mismo será reabsorbido por el Santísimo y se deja reabsorber por él, no se puede resistir a ninguno de los dos. No debemos quitarnos de encima, sino consumirnos nosotros mismos. Había tres maneras diferentes de castigar el pecado original: la más benigna se aplicó efectivamente, la expulsión del paraíso terrenal; la segunda era la destrucción del paraíso mismo; la tercera —y ésta habría sido la más tremenda— la prohibición de acceso a la vida eterna, dejando todo como estaba antes. 28 de enero. Vanidad, olvido de mí mismo por unos días. A. no podía vivir de acuerdo con G., y tampoco separarse, por lo que se mató, creyendo así conciliar lo irreconciliable, es decir, ceñir un idilio con sí mismo. "Si..., entonces morirás", significa: El conocimiento es una cosa y la otra, es decir, escalón para la vida eterna y obstáculo que la impide. Si, logrado el conocimiento, deseas alcanzar la vida eterna —y no podrás no desearlo, ya que el conocimiento es precisamente tal voluntad— deberás entonces destruirte a ti mismo, que eres el obstáculo, para construir el escalón, o sea la destrucción. La expulsión del paraíso no fue entonces una acción sino un acontecimiento. CUARTO CUADERNO Cargando con una responsabilidad demasiado grande, o mejor, con una responsabilidad cualquiera, terminas por aplastarte. Si se te carga con todas las responsabilidades, puedes aprovechar el momento y dejarte aplastar por su peso; pero si intentas en cambio soportarlo, verás que no cargas nada, que tú mismo eres esas responsabilidades. Atlas pudo haber pensado que, cuando lo quisiera, no tenía más que dejar caer el globo terrestre e irse; pero no le estaba permitido tener otra idea que esa.
El silencio aparente en el que se suceden los días, las estaciones, las generaciones es como un acechar escuchando; de esa manera trotan los caballos delante del carro. 31 de enero.14 Trabajos de jardinería, callejón sin salida. Una lucha en la que no tenemos cubiertas las espaldas de ningún modo y en ningún momento. Y si bien se lo sabe, se lo olvida siempre. Y si no se lo olvida, se busca siempre el cobertizo para descansar un poco en la búsqueda, aún sabiendo que nos costará caro. 1o de febrero. Carta de Lenz. 2 de febrero. Carta de Wolff.15 4
de febrero. Largo tiempo en cama, insomne, tomo conciencia de la lucha.
En un mundo de mentira, la mentira no es expulsada del mundo ni siquiera por medio de su opuesto, pero sí por medio de un mundo de verdad. El dolor es el elemento positivo de este mundo, más bien el único vínculo entre este mundo y lo positivo en sí. 5 de febrero. Buena mañana, imposible recordarlo todo. La destrucción de este mundo sería tarea nuestra sólo si: primero, este mundo fuese malo, es decir, opuesto a nuestro espíritu; segundo, si estuviésemos en condiciones de destruirlo. La primera cosa nos parece precisa, pero la segunda no podemos realizarla. No podemos destruir este mundo porque no lo hemos construido como algo fijo de por sí, sino que nos perdimos dentro. Más aún, este mundo es nuestro extravío, y como tal él es, en sí mismo, una entidad indestructible, o mejor: cualquier cosa se puede destruir con llevarla hasta el fin, sin renuncias, donde cabe advertir, por otra parte, que aun llevarla hasta el fin no puede ser más que consecuencia de la distracción, pero siempre en el ámbito del mundo mismo. Existen, para nosotros, dos clases de verdades, las representadas por el árbol de la ciencia y por el árbol de la vida. La verdad de quien obra y la verdad de quien descansa. En la primera el bien se distingue del mal, la segunda no es más que el bien mismo, e ignora tanto el bien como el mal. La primera verdad se nos concede realmente, la segunda podemos intuirla tan sólo. Este es el aspecto triste de la cosa. Pero el alegre es que la primera verdad pertenece al instante fugaz, la segunda a la eternidad, por lo que la primera acaba por extinguirse en el fulgor de la segunda. 6 de febrero. Estuve en Flöhau. 7 de febrero. Soldado en piedras, isla de Rügen. La fatiga no significa necesariamente debilidad de fe, ¿o sí? La fatiga, sea como fuere, significa insaciabilidad. Me siento demasiado estrecho en todo lo que forma parte de mi Yo, hasta la eternidad que soy me resulta demasiado estrecha. Pero si leo un buen libro, por ejemplo la descripción de un viaje, me reanima, me satisface, me sacia. Prueba evidente de que antes no había cerrado todavía ese libro en mi eternidad o que no había llegado todavía a intuir esa eternidad que, necesariamente, comprende aun el libro. -A partir de un cierto grado de iluminación interior deben desaparecer la fatiga, la insaciabilidad, la sensación de angustia, el auto-desprecio, y precisamente en ese punto en que todo lo que antes me restauraba, me satisfacía, me liberaba, me elevaba como una entidad ajena, encuentro en cambio la fuerza de reconocerlo como formando parte de mí mismo. Pero, ¿y si sólo provenían esos efectos de tu suposición de que aquel objeto te era ajeno, de modo que, por correcta que fuera tu idea, desde ese punto de vista, no ganas nada y pierdes aun el antiguo consuelo? Es cierto que solamente como entidad ajena producía .esa cosa aquellos efectos, pero no sólo aquellos, porque, mientras obraba me ha elevado a este grado más alto. No ha dejado de serme ajena, sino que además ha comenzado sólo a formar parte de mi Yo. —Pero una cosa ajena que se convierte en ti mismo no es más ajena. Vienes de tal modo a negar la creación del mundo y te refutas a ti mismo. 14
Kafka vivía permanentemente en Zürau, pero iba con frecuencia durante el año a pasar algún tiempo a Praga, sobre todo para obtener prórrogas oficiales de su licencia. Se dedicaba además un poco a la jardinería (en el instituto de fruticultura de Troja, pueblito cercano a Praga). 15 Kurt Wolff, editor de Kafka.
Debería saludar feliz la eternidad, pero cuando la encuentro me siento triste. Debería, pasando por la eternidad, sentirme perfecto, ¿por qué me siento entonces deprimido? Tú dices: debería... sentirme. ¿Expresas de esa manera un mandamiento que hay en ti? Precisamente. Pues bien, no es posible que haya metido en ti un mandamiento de manera que solamente lo sientas, si después no sucede nada en concreto. ¿Es un mandamiento perenne o sólo temporal? No sabría decirlo, pero me parece que es un mandamiento perenne, pero que sólo siento a intervalos. ¿De qué lo deduces? Del hecho de que de cierta manera lo siento aun cuando no lo siento: y no ya porque haga perceptible su misma voz, sino porque atenúa o, poco a poco, vuelve dolorosa la voz opuesta, la que quiere quitarme el gusto por la eternidad. Y, análogamente, ¿percibes también la voz opuesta cuando tu mandamiento interno te exhorta a la eternidad? Sí, también; a veces me parece hasta percibir solamente la voz opuesta, y que todo lo demás no es más que un sueño en pleno día. ¿Por qué comparas tu mandamiento interior con un sueño? ¿Te parece acaso absurdo, incoherente, inevitable, irrepetible, origen de alegrías o terrores infundados, incomunicable en su totalidad, pero ansioso de ser comunicado, como son precisamente los sueños? Todo eso: absurdo, porque sólo si no lo obedezco puedo subsistir en esta tierra; incoherente, porque no sé quién es que ordena y a qué está dirigida esa orden; inevitable, porque me toma por sorpresa y de improviso, como los sueños atrapan al que duerme, quien, sin embargo, debía esperar sueños al acostarse. Es irrepetible, o por lo menos lo parece, porque no logro seguirlo, se mezcla con la realidad y conserva justamente así su inmaculada irrepetibilidad; es origen de alegrías y de terrores infundados, si bien más de los segundos que de las primeras; es incomunicable porque es inaferrable, aunque justamente por este motivo quiere ser comunicado. Cristo, Momento.16 8 de febrero. Me levanté enseguida, posibilidad de trabajar. 9 de febrero. Ciertos días sin viento, el barullo de los que llegan, los nuestros que salen a la carrera para saludarlos, se cuelgan estandartes aquí y allá, se corre a la cantina para buscar vino, una rosa cae al empedrado desde una ventana, nadie, nadie tiene paciencia, las barcas, detenidas sin tardanza por cien brazos, tocan la orilla, esos hombres extraños se miran y después suben a la plena luz de la plaza.. ¿Por qué son tan difíciles las cosas fáciles? Mis tentaciones... No hay que ponerse a enumerarlas. Las cosas fáciles son difíciles. Tan fáciles y tan difíciles. Como una cacería, en la que el único lugar donde se puede descansar es un árbol del otro lado del gran océano. ¿Pero por qué emigraron allá? La resaca en la costa es fuertísima, su territorio es tan estrecho y tan invencible. . Si no hubieses preguntado habrías vuelto a la patria, pero tu pregunta te hará vagar aún por el gran océano. No fueron ellos quienes emigraron, fuiste tú. La estrechez será siempre para mí una opresión. Sin embargo, la eternidad no es el detenerse del tiempo. Lo que nos oprime es la idea que nos hacemos de la eternidad; la incomprensible justificación que el tiempo habrá de sufrir en la eternidad y la consiguiente justificación de nosotros mismos, tal como somos. 16
Alusión a ios opúsculos de Kierkegaard titulados Der Augenblick (El momento).
10 de febrero. Alboroto. Paz con Ucrania. Se desvanecen las nieblas de los capitanes y de los artistas, de los amantes y de los ricos, de los políticos y de los gimnastas, de los navegantes y... Libertad y esclavitud son, en sentido profundo, una sola cosa. ¿En qué sentido profundo? No en el sentido de que el esclavo no pierde su libertad, sino que, desde cierto punto de vista, es más libre que el hombre libre. La cadena de las generaciones no es la cadena de tu más íntima naturaleza, con todo se les reúne por diversos vínculos. ¿Cuáles? Las generaciones mueren como los instantes de tu vida. ¿Cuál es la diferencia? Es la broma de siempre: nos aferramos al mundo y después nos quejamos de que el mundo se aferra a nosotros. De algún modo, niegas la existencia de este mundo. Consideras la existencia como un descanso, un descansar del movimiento. 11 de febrero. Paz con Rusia. Su casa se libró del incendio general, no porque sea justo, sino porque aquello a lo que tiende es a que su casa no sea tocada. Quien contempla participa, en cierto sentido de la vida, se pega a la vida, busca guardar el paso con el viento. Es lo que no querría ser. Vivir significa: estar en medio de la vida; ver la vida con la mirada con la que la he creado. El mundo se puede considerar bueno sólo desde el lugar en donde se creó, porque sólo allí se dijo: Y esto es bueno... y sólo a partir de aquí podrá ser condenado y destruido. Siempre listo, su casa es portátil, vive siempre en su patria. La característica determinante de este mundo es la transitoriedad. Desde este punto de vista, los siglos no le llevan ventaja al instante más fugaz. La continuidad de tal estado transitorio no puede entonces ofrecernos ningún consuelo; que brote nueva vida de las ruinas demuestra menos la constancia de la vida que la de la muerte. Ahora bien, si quiero combatir este mundo, debo combatirlo en su característica más determinante, es decir, en su transitoriedad. ¿Puedo hacerlo en esta vida, y de manera real, por otro medio que no sea la esperanza y la fe? De manera que quieres combatir el mundo sirviéndote de armas más reales que la esperanza y la fe. Es probable que existan tales armas, pero son reconocibles y utilizables sólo si se dan determinadas premisas. Veamos antes si las posees. Adelante, pero si no las poseyera podría llegar a adquirirlas. Cierto, pero no podré servirte de ayuda al respecto. De modo que sólo puedes ayudarme si cuento ya con esas premisas. Sí, o mejor dicho: no puedo ayudarte para nada, porque si contaras con esos presupuestos ya tendrías todo. Si es así, ¿por qué querías examinarme? Por cierto que no para mostrarte lo que te falta, sino solamente que te falta algo. Podría entonces haberte sido algo útil, ya que sabes, indudablemente, que te falta algo, pero no lo crees. Es así que a la pregunta que te planteé al principio me ofreces solamente la prueba de que debía hacerte la pregunta. Te ofrezco algo más, algo que, dada tu condición, no puedes precisar todavía. Te doy la prueba de que debiste haberme planteado la pregunta de otra manera. Lo que significa que no quieres o no puedes contestarme. "Contestarte": precisamente. Y esta fe, tú la puedes dar. 19 de febrero. De vuelta de Praga. Ottla en Zarch.
La noche de luna nos deslumbraba. Los pájaros chillaban de árbol en árbol. Un silbido recorría los campos. Nos arrastramos por el polvo, una pareja de serpientes. Intuición y experiencia. Si la "experiencia" es un apoyarse en lo absoluto, la "intuición" no puede ser sino la vía indirecta hacia lo absoluto, pasando por el mundo. En el fondo, cada cosa tiende al punto de llegada, y éste es uno solo. Pero es posible una tesis conciliadora, si se afirma que tal división tiene lugar solamente en el tiempo, que entonces acontece a cada instante, pero en realidad no se verifica para nada. El que se preocupa sólo por el futuro es menos previsor que el que se preocupa sólo por el momento que pasa, porque no se preocupa siquiera por el momento mismo, sino sólo por su duración. La contemplación y la acción tienen su verdad aparente: pero sólo la acción procedente de la contemplación, o mejor que vuelve a ella, es la verdad. 23 de febrero. Carta no escrita. La mujer, más bien, en términos más precisos el matrimonio, es el representante de la vida con el cual debes hacer cuentas. Las invenciones nos preceden, como la costa precede al barco agitado continuamente por su máquina. Las invenciones hacen todo lo que es posible hacer. Es injusto decir, por ejemplo, que el aeroplano no vuela como el pájaro o que no seremos jamás capaces de fabricar un pájaro vivo. Es cierto, pero el error está en la objeción; como si pretendiéramos que el barco, si sigue una ruta lineal, arribe constantemente al puerto de partida. Un pájaro no se puede fabricar con un acto de creación, porque ya existe, vive y revive para siempre en virtud del acto original de la creación, y es imposible insertarse en esa serie, que ha sido creada y vive y se propaga gracias a una voluntad original permanente, así como se dice en una vieja leyenda, que la primera mujer fue creada sí de la costilla del hombre, pero que eso no ha vuelto a repetirse, empezando desde entonces los hombres a tomar de mujeres a las hijas de otros. Pero no se dice que el método y el fin con que se crean (he aquí lo importante) el pájaro y el aeroplano sean necesariamente distintos, y la explicación de los salvajes, que confunden el disparo de un fusil con el trueno, puede encerrar parte de verdad. Pruebas de una vida anterior real: ya te había visto antes, y también las maravillas de la edad primordial y del fin del mundo. 25 de febrero. Claridad matutina. No es haraganería, mala voluntad, necedad (aun si hay algo de todo esto, porque "los insectos nocivos nacen de la nada") lo que me ha hecho fracasar en todas mis cosas: la vida familiar, la amistad, el matrimonio, la profesión, la literatura, si no la falta de terreno bajo los pies, de aire, de leyes. Mi tarea es la de crearlos, no ya para poder recuperar después lo que perdí, si no para no poder acusarme de haber descuidado algo, dado que esta tarea vale tanto como otra. Es, más bien, el primerísimo de todos los deberes, o por lo menos su reflejo, así como, habiendo escalado una altura de aire rarificado, se puede al rato caminar a la luz del sol lejano. Ni, por otra parte, se trata de una tarea excepcional, que más bien ya ha sido asumida más de una vez. No sé aún si en medida tan amplia. De lo que hace falta para vivir no he, por lo que me parece, traído conmigo casi nada, salvo la debilidad humana, como todos. Con ésta —que, bajo tal aspecto, es una fuerza poderosa— he afrontado valientemente cuanto había de negativo en mi tiempo, al que me siento muy próximo, y al que no tengo derecho de combatir, sino, en cierto sentido, de representar. No heredé, en cambio, parte alguna del escaso patrimonio positivo de mi tiempo, o de aquellos pocos tan exasperadamente negativos que se convierten sin más en positivos. No me condujo por la vida la mano del Cristianismo, por otra parte en pesada mengua, como Kierkegaard, ni pude tampoco aferrar el último borde del abrigo de la plegaria hebrea, que ya se iba, como los sionistas. Yo soy principio y fin.
El lo sentía en la sien, como la pared siente la punta del clavo que hay que hundirle. Así que no lo sentía. Nadie, en esta tierra, produce más que su posibilidad de vida espiritual; no tiene mucha importancia que, según las apariencias, se trabaje para alimentarse, vestirse, etcétera; el hecho es que, con cada bocado visible, se recibe también un bocado invisible, con cada vestido visible, también un vestido invisible y así sucesivamente. Esta es la justificación de cada uno. Se diría que todos los hombres apuntalan sus existencias con justificaciones a posteriori pero no es más que una broma de perspectiva psicológica: en realidad, cada hombre construye su vida sobre sus justificaciones. Cierto que cada cual debe poder justificar la propia vida (o la propia muerte, que es lo mismo): es una tarea de la que no puede sustraerse. Vemos a cada hombre vivir su vida (o morir su muerte). Sin una justificación interior sería una cosa imposible, porque nadie puede vivir una vida injustificada. De lo que, subvalorando al hombre, podría deducirse que cada uno apuntala con justificaciones la existencia propia. La psicología es la lectura del revés de una obra, por eso es penosa, y, en lo que hace al resultado (siempre exacto), rica en respuestas, aunque en realidad no logró nunca nada concreto. Después de la muerte de una persona, se produce, aun en la tierra y por cierto tiempo, un particular silencio benéfico respecto del muerto: ha cesado una fiebre, nuestros ojos no ven ya un largo morir, parece eliminado un error. Parece ofrecerse a los mismos supervivientes una ocasión de recobrar aliento (y es por eso que se abren de par en par las ventanas de la cámara mortuoria). Hasta que todo esto se revela pura apariencia, y entonces comienzan el dolor y las lamentaciones. El lado cruel de la muerte es que trae consigo el dolor real del fin, pero no el fin mismo. El lado cruel de la muerte: un fin aparente produce un dolor real. Las lamentaciones en torno del lecho de muerte son en realidad provocadas por el hecho de que no ha sido una muerte verdadera y propia. Debemos seguir contentándonos siempre con este morir, jugamos siempre este juego. 26 de febrero. Mañana de sol. La evolución humana: el aumentar de nuestra capacidad de muerte. Nuestra salvación es la muerte, pero no ésta. A cada hombre se le plantean, en este mundo, dos preguntas de fe: la primera, acerca de la credibilidad de esta vida, la segunda acerca de la credibilidad de su fin. El simple hecho de la vida de cada uno de nosotros responde a ambas preguntas con "sí" tan fuerte y explícito que podría surgir la duda de si se entendieron debidamente las preguntas. De todas maneras, ahora es necesario que cada uno vaya conquistando de a poco ese "sí" suyo fundamental, ya que, muy por debajo de la superficie, las respuestas, asaltadas por una tempestad de preguntas, son confusas y evasivas. La no comunicabilidad de la paradoja tal vez existe, pero no se manifiesta como tal, ya que el mismo Abraham no la entiende. Pero él no tiene necesidad de entenderla, y entonces tampoco de interpretarla para sí mismo, pero puede, en cambio, intentar explicarla para los demás. Aun lo universal no es unívoco, en este sentido: verdad que en el caso de Ifigenia se manifiesta por el hecho de que el oráculo no tiene nunca un solo significado.17 ¿Tranquilidad en lo universal? Equívoco de lo universal. Lo universal entendido a veces como reposo, pero en general como la oscilación "universal" entre lo individual y lo universal. Sólo la tranquilidad es lo universal en sentido propio, pero es también el punto de llegada. 17
Se refiere a Furcht und Zittem (Temor y temblor) de Kierkegaard, como en los cinco aforismos siguientes. Los otros dos son una crítica de Kierkegaard.
Es como si la oscilación entre lo universal y lo individual se produjera en el verdadero y propio escenario, mientras la vida en general estuviera trazada solamente en segundo plano. No existe esta evolución, que me cansaría por su absurdo, de la que no tengo más que una mínima culpa. El mundo pasajero no basta para la diligencia de Abraham, que entonces decide emigrar, con él, a la eternidad. Con todo, o la puerta de salida o la de entrada es demasiado estrecha, el hecho es que no logra hacer pasar el carro con los muebles. Y culpa a la debilidad de su propia voz que grita las órdenes. Es el tormento de su vida. La pobreza espiritual de Abraham y la lentitud de movimientos de esa pobreza suya constituyen una ventaja, en cuanto le facilitan la concentración, o mejor, son de por sí concentración. Pero, de esa manera, él pierde la ventaja del empleo de la fuerza de concentración.18 Abraham está enredado en el error siguiente: no puede soportar la uniformidad de este mundo. Pero sabemos muy bien que, en cambio, el mundo es increíblemente variado, cosa que se puede verificar en cualquier momento con solo tomar un puñado de mundo y mirarlo de cerca. Esto, naturalmente, lo sabe hasta Abraham. Su lamentación por la uniformidad es, así, más que otra cosa la lamentación de no sentirse suficientemente amalgamado con la variedad del mundo. En otras palabras, querría un trampolín para saltar del mundo. En su argumentación se protege una especie de encantamiento. Nos podemos sustraer a una argumentación evadiéndonos al mundo de la magia, a un encantamiento recurriendo al de la lógica, pero uno y otro mundos te aplastan, tanto más que, unidos, dan lugar a un quid tertium: un encantamiento vivo o una destrucción del mundo que, en vez de destruir, edifica. Tiene demasiado espíritu, viaje con su espíritu, como en un carruaje hechizado sobre la tierra, aun por donde no hay senderos. Y no alcanza a descubrir por sí que no hay senderos. De esa manera, su humilde demanda de un séquito en el camino de la tiranía y su sincera convicción de "estar en el camino verdadero" se hacen soberbia. La sociedad de los trabajadores sin bienes Deberes: No poseer ni aceptar dinero u otros valores. Únicas propiedades admitidas: ropa sencilla (a determinarse eventualmente), los objetos necesarios para el trabajo, libros, víveres para consumo propio. Todo lo demás pertenece a los pobres. Ganar para vivir sólo mediante el trabajo. No eludir ningún trabajo para el que alcancen las fuerzas sin detrimento de la salud. Elegirse el trabajo, o, cuando no fuese posible, someterse al consejo de trabajadores, que dependen del gobierno. No trabajar por más salario que el sustento propio (que se establecerá de acuerdo con los lugares) de dos días. Vida extremadamente sobria. Comer solamente lo indispensable; por ejemplo, como paga mínima (que en cierto sentido es también la máxima): pan, agua, dátiles. El alimento de los más pobres, la cama de los más pobres. Considerar las relaciones con quien suministra trabajo como basadas sobre la confianza, no pretender nunca el apoyo de los tribunales. Llevar a término todo trabajo iniciado, a toda costa, a menos que se opongan motivos graves de salud. Derechos: Jornada laboral de seis horas como máximo; para trabajos físicos, de cuatro o cinco horas. En caso de enfermedad o de vejez, atención en asilos y hospitales estatales. La vida de trabajo como hecho de conciencia, de fe en el prójimo. 18
Se ve claramente en el original que este aforismo estaba concebido en primera persona en la primera versión. Empezaba: "Mi pobreza espiritual."
Dar al Estado todo lo que se poseía, para que lo destine a la construcción de hospitales, asilos. Al principio, por lo menos, estarán excluidos quienes gozan de independencia económica, los casados y las mujeres. El consejo (grave deber) tratará con el gobierno. Aun en las empresas capitalistas (dos palabras ilegibles). Donde se pueda ser de ayuda, en zonas abandonadas, en los asilos de pobres, prestarse a hacer de maestros. Quinientos hombres como máximo. Un año de prueba. Todo contribuía a favorecer la construcción. Obreros desconocidos acarreaban bloques de mármol, ya cortados en escuadra y adaptados entre sí. Las piedras se levantaban y se ubicaban obedeciendo a los calculados movimientos de sus dedos. Ningún edificio se levantó nunca con la facilidad de aquel templo, o mejor aquel templo se levantó como deben verdaderamente levantarse los templos. Solo que en cada piedra -¿de qué cantera provenían?— estaban las torpes marcas de inconcientes manos infantiles, o, más probablemente, los caracteres de alguna bárbara tribu montañesa, que las habían raspado con instrumentos por cierto que bastante afilados (¿malignidad o sacrilegio o vaticinio de destrucción total?) para una eternidad que habría de sobrevivir al templo mismo. Por el arroyo encuentro el agua fugitiva. Arbustos y cañas. La voz alada del maestro. Murmullos de criaturas. El sol que se desvanece bermejo, que se abandona, estremeciendo. La tapa del hornillo se cierra secamente. Se prepara café. Apoyados sobre la mesa esperamos sentados. A un lado del camino, algunos árboles delgados. Marzo. ¿Qué más quieres? Salimos de las tumbas y queremos cruzar también este mundo, sin un plano preciso. ¿Quieres alejarte de mí? Es una decisión como cualquier otra. ¿Pero adonde quieres ir? ¿Adonde va a dar esta fuga tuya de mí? ¿A la luna? Ni siquiera allí, adonde, por lo demás, no puedes llegar. ¿Y entonces por qué todo esto? ¿No prefieres sentarte en un rincón y quedarte tranquilo? ¿No sería acaso mejor? ¿Allí en ese rincón tibio y oscuro? ¿No me escuchas? Buscas a tientas la puerta. Sí, ¿pero dónde está la puerta? Por lo que recuerdo no estuvo nunca aquí dentro. ¿Quién pensaba entonces, cuando se construyó este interior, que habrías de llegar a concebir propósitos tan revolucionarios? Sea como fuere, no se ha perdido nada, una idea así no se pierde, hablaremos de ello en la mesa, y las risotadas de los comensales serán tu recompensa. Sale la pálida luna mientras cabalgamos por el bosque. Neptuno se hartó de sus mares. Se le cayó el tridente. Fue a sentarse, mudo, en una costa rocosa, y una gaviota asombrada por su presencia describió círculos ondulantes en torno de su cabeza. El carruaje se va rodando como una furia. ¿Qué pueden estar preparándonos? Cama y colchón bajo los árboles, verde oscuridad, verdor seco, poco sol, olor húmedo. ¿Qué pueden estar preparándonos? ¿Adonde nos impulsa el deseo? ¿Obtener esto, perder aquello? Insensatos, bebemos la ceniza y ahogamos a nuestro padre. ¿Adonde nos impulsa el deseo?
¿Adonde nos impulsa el deseo? Nos impulsa fuera de casa. El reclamo de la flauta, el reclamo del fresco arroyo Aquello que te había parecido paciente murmuró entre las hojas del árbol y el amo del jardín habló. Si busco, en sus runas, sondear este inconstante espectáculo, palabra y úlcera... El conde estaba sentado almorzando, era un tranquilo mediodía de verano. Se abrió la puerta, pero no fue para dejar pasar al servidor, sino a fray Pilotas. —Hermano —dijo el conde, y se puso de pie—, vuelvo a verte, después de tanto tiempo de no volver a verte en sueños. Una parte de la puerta vidriera, que daba a la terraza, se rompió en montón de pedazos y un pájaro, pardo-rojizo como una perdiz, pero más grande y de pico largo, entró volando. - Espera, lo cojo enseguida -dijo el fraile, levantó con una mano el borde del hábito y con la otra procuró atrapar el pájaro. En eso entró el servidor con un plato lleno de bellísimas frutas, que el ave, volando a su alrededor en pequeños círculos, comenzó tranquila pero fuertemente a picotear. El servidor, como paralizado, sujetó con fuerza el cuenco, mirando, no particularmente asombrado, frutas, pájaro, y al fraile que seguía tratándole darle caza. Se abrió la otra puerta y entraron algunos habitantes del pueblo con una petición, en la que solicitaban el libre uso de un sendero del bosque que necesitaban para atender mejor sus campos. Pero llegaron en mal momento, porque el conde era entonces un escolar, estaba sentado en un escabel y aprendía sus lecciones. El viejo conde estaba, ciertamente, muerto ya, de manera que debía haber gobernado aquel joven, pero había sucedido de otra manera, se había insertado una pausa en la historia y la comisión cayó, por tanto, en el vacío. ¿En qué acabará? ¿Volverá atrás? ¿Se dará cuenta a tiempo de cómo están las cosas? El maestro, que formaba también parte del grupo, se ha apartado ya y se ocupa de la educación del pequeño conde. Con una vara arroja de la mesa todo lo que había, la para, como un pizarrón, con la tabla hacia adelante y le escribe con tiza el número 1. Bebíamos, el diván se nos hizo demasiado estrecho, las agujas del reloj de pared seguían girando ininterrumpidamente. El criado se asomó a la puerta, nosotros lo saludamos agitando las manos. Pero a él lo atrajo una figura sentada en el sofá junto a la ventana. Era un viejo, vestido con un negro traje tenue lustroso como la seda, que se levantó despacio, mientras sus dedos seguían jugueteando en los apoyabrazos. —Padre - exclamó el hijo. - Emil - dijo el viejo. El camino que llega al prójimo es, para mí, larguísimo. Praga. Las religiones se pierden como los hombres. Pequeña alma, brinca en el baile, pones la cabeza en el aire tibio, levantas los pies de la hierba resplandeciente, que el viento mueve en un dulce meneo. QUINTO CUADERNO Podría estar muy contento. Estoy empleado en el ayuntamiento. ¡Qué importante ser empleado del ayuntamiento! Poco trabajo, sueldo suficiente, mucho tiempo libre, y gran
consideración a los ojos de toda la ciudad. Si considero bien la situación de un empleado del ayuntamiento no puedo dejar de envidiarlo. Y sin embargo, ahora lo soy yo mismo, soy empleado del ayuntamiento... y quisiera, si pudiese, arrojar esta dignidad mía al gato de la oficina, que todas las mañanas va de cuarto en cuarto recogiendo los restos de nuestros almuerzos. Si debiera morir en algún momento del futuro cercano o quedar incapacitado del todo para la vida —cosa nada improbable, dado que en las últimas noches he tenido fuertes expectoraciones de sangre— podría decir que me maté solo. Si mi padre solía decirme, en un tiempo, en sus furibundas pero inútiles amenazas: "Te mataré como a un perro" —en realidad ni siquiera me tocaba- , ahora esa amenaza opera independientemente de él. El mundo —F. es su representante— y mi Yo matan a mi cuerpo en un conflicto irreconciliable. Debía estudiar en la gran ciudad. Tía me esperaba en la estación. La había visto una vez en que había ido acompañado por mi padre a visitarla en la ciudad. Casi no la reconozco. ¡Eh!, cuervo, dime, viejo cuervo de mal agüero, ¿qué haces siempre en mi camino? Dondequiera que me vaya estás tú erizando tus cuatro plumas. ¡Deja de molestarme! Ya, dijo él y con la cabeza inclinada, se puso a andar de un lado a otro como un maestro en la clase; es cierto, hasta yo siento casi malestar. Había llegado finalmente a la ciudad en la que debía estudiar. Hallada una habitación, deshechas las valijas, se hizo llevar de paseo por un coterráneo que vivía allí desde hacía tiempo. En la esquina, digamos en una calle lateral, se encontraban, como quien no quiere la cosa, monumentos famosos reproducidos por todos los libros escolares. Ante su vista le faltaba casi el aliento, mientras el coterráneo se los señalaba con la mano. Di, viejo sinvergüenza, ¿qué dirías si pusiéramos finalmente las cosas en su lugar? No, no, me defendería con uñas y dientes. No lo dudo. Y sin embargo habría que eliminarte. Iré a llamar a mis padres. Eso también lo tengo previsto. Habrá que poner a ellos también contra la pared. Sea cual fuere la cosa que me saca de entre los dientes del molino que me trituran todo el tiempo, la siento como un beneficio, a condición de que no acarree demasiado dolor físico. La pequeña galería oculta al sol, el pacífico aguacero cerrado, ininterrumpidamente. Nada me retiene. Abiertas puerta y ventana las terrazas amplias y vacías. K. era un gran prestidigitador. Su programa era un poco uniforme, pero, dado el valor indiscutible de su trabajo, no dejaba de atraer público. Recuerdo aún muy bien, es lógico, el espectáculo en el que lo vi por primera vez, aunque han pasado veinte años y yo no era entonces más que un muchachito. Llegó a nuestra pequeña ciudad sin aviso previo y dio el espectáculo en la noche misma de su llegada. En el gran comedor de nuestro hotel se había dejado un poco de espacio libre alrededor de una mesa puesta en el centro: esa era toda la puesta en escena. Por lo que recuerdo, la sala estaba atestada, pero hay que tener en cuenta que a un niño le parece atestado todo ambiente en el que brillan luces, se oye rumor de voces adultas, hay un camarero que va de aquí para allá, etcétera, por otro lado, no explicaría cómo podía afluir tanta gente a un espectáculo montado de pronto, como aquel. De todas maneras, es cierto que ese presunto lleno del salón tiene un peso decisivo en la impresión global que me quedó de aquel espectáculo. Aquel a quien toco se derrumba. El año de luto había transcurrido, las alas de los pájaros eran frágiles. La luna se descubría en las noches frescas. El almendro y el olivo estaban maduros hacía tiempo. El beneficio de los años.
Estaba sentado frente a sus cuentas. Largas columnas. Cada tanto las abandonaba y apoyaba el rostro en la mano. ¿Cuál era el resultado de aquellas cuentas? Turbias, turbias, cuentas. Ayer estuve por primera vez en la oficina de suministros de la dirección. Los del turno de la noche me habían elegido hombre de confianza, y dado que la estructura y el suministro de nuestras lámparas es insuficiente, debía ir a insistir para que cesaran tales abusos. Me indicaron la oficina respectiva, golpeé y entré. Un joven delicado, palidísimo, me sonrió desde el otro lado de su gran escritorio. Hacía muchos, demasiados gestos con la cabeza. No sabía si debía sentarme: había, sí, una silla, pero pensé que quizás, en mi primera visita, no era correcto sentarse enseguida, de manera que conté mi historia de pie. Fue precisamente esa actitud modesta mía, sin embargo, lo que provocó una cierta molestia al joven, ya que, para mirarme, se vio obligado a levantar la cabeza y echarla algo hacia atrás, cosa que no parecía querer hacer. Pero, por otra parte, por más que intentaba no conseguía doblar completamente el cuello, así que, mientras yo hablaba, se quedó mirando a mitad de camino, oblicuamente hacia arriba, en dirección del techo, mientras yo seguía su mirada. Cuando terminé se levantó de a poco, me palmeó la espalda. - Ya veo, ya veo - dijo, y me empujó hacia la oficina de al lado, que tenía una puerta vidriera abierta de par en par que daba a un jardincito lleno de flores y arbustos. Allí ya nos esperaba, evidentemente, un señor de barba descuidada, pues sobre su mesa no había el menor rastro de trabajo, mientras una breve información, consistente en pocas palabras susurradas por el joven, bastó a aquel señor para darse cuenta de nuestras diferentes quejas. Se puso de pie inmediatamente y dijo: —Entonces, mi estimado... —se interrumpió, yo creí que quería saber mi nombre, de manera que estaba por abrir la boca para presentarme otra vez, pero él no me dejó hablar—. Sí, sí, está bien, está bien, te conozco muy bien. Entonces, tu solicitud o la solicitud de ustedes está completamente justificada, por cierto que yo y los señores de la dirección seremos los últimos en negarlo. Créeme que el bienestar de los trabajadores lo tenemos mucho más en cuenta que el bien de la mina. ¿Cómo podría ser de otro modo? La mina se puede arreglar siempre, no se trata más que de dinero, al diablo el dinero, pero si muere un hombre muere un hombre, quedan la viuda, los hijos. ¡Dios del cielo! Es por eso que cualquier propuesta que tienda a lograr una mayor seguridad, nuevas facilidades, nuevas comodidades y nuevos lujos, la recibimos con entusiasmo. Quien nos la trae es de los nuestros. Deja entonces aquí tus sugerencias, las consideraremos atentamente, si se pudiera aportar alguna pequeña espléndida innovación lo haremos sin más, y apenas esté todo en orden les enviaremos las lámparas nuevas. Pero di esto a tus compañeros de allá abajo: no nos daremos paz hasta que hayamos hecho de la galería de ustedes un salón, y ustedes morirán con zapatos de charol o nada. Así que, ¡muchos saludos! Trota, caballito, llévame al desierto se sumen las ciudades, los pueblos y los amables ríos. Venerables escuelas, irreflexivas tabernas, se sumen, rostros de niñas, arrasados por la tempestad de Oriente. Había mucha gente y yo no conocía a nadie. Por eso me propuse quedar callado al principio, para individualizar de a poco a aquellos que podría abordar con más facilidad, e insertarme lentamente, con su ayuda, en el resto de la concurrencia. La habitación, que tenía una sola ventana, era más bien chica, sin embargo contenía una veintena de personas. Yo estaba junto a la ventana abierta, seguía el ejemplo de los demás, que iban a servirse cigarrillos de una mesita lateral, y fumaban plácidamente. Sin embargo, a pesar de mi atención, no entendía de qué se hablaba. Una vez, si no me equivoco, hablaron de un hombre y de una mujer, después otra vez de una mujer y de dos hombres, pero ya que se trataba siempre de las mismas tres personas, era sólo culpa de mi torpeza mental que no llegara a distinguir
siquiera las personas de que se trataba, y menos a entender su historia. Se nos había planteado el problema - eso me parecía indudable— de si el comportamiento de una de ellas era moralmente aprobable o no. En la historia en sí, que era conocida por todos, nadie se extendió más. Anochecer a lo largo del río. Una barca en el agua. El sol se pone entre las nubes. Cayó frente a mí. Les digo que cayó delante mío, tan cerca como está esta mesa contra la que me apoyo. — ¿Estás loco? —grité. Hacía rato que había pasado la medianoche, yo salía de una recepción, tenía ganas de caminar un poco solo, y de pronto aquél se me cae delante de los pies. No podía levantarlo, de gigantesco que era, ni podía abandonarlo allí en el suelo, en aquel lugar por donde no pasaba un alma. Por encima mío corrían sueños, estaba en cama cansado y abatido. Yacía enfermo. Como era una enfermedad grave, habían sacado los jergones de mis compañeros de habitación, y así, estaba solo día y noche. Mientras estuve bien, nadie se preocupó por mí. En realidad no me disgustaba del todo, no quiero entregarme a lamentaciones póstumas, quiero únicamente destacar la diferencia: apenas me enfermé comenzaron las visitas a mi cabecera, que siguen ininterrumpidamente y aún no han cesado del todo. El señor Sinesperanza navegaba en una pequeña barca Esperanza. Era de mañana temprano, soplaba un viento pequeña vela y se recostó, en paz. ¿Qué podía temer en pequeño calado, se deslizaba como un ser vivo sobre todos peligrosas?
rodeando el Cabo de Buena fuerte. Sinesperanza izó una aquella barquita, que, con su los escollos de aquellas aguas
Tengo tres perros: Tenlo, Tómalo y Jamás. Tenlo y Tómalo son pinscher chinos comunes y nadie los advertiría si estuviesen solos. Pero está Jamás. Jamás es un dogo bastardo, y una crianza de siglos no habría logrado darle su aspecto actual. Jamás es un gitano. Todas mis horas libres - y serían verdaderamente muchísimas si no tuviera que pasar tantas durmiendo para saciar el hambre- las paso con Jamás. En un diván Récamier. No sé cómo habrá llegado este mueble a mi buhardilla, tal vez iría a algún cuarto de trastos, pero, cansado, se quedó en mi habitación. Jamás opina que así no se puede seguir y que hay que encontrar algún camino de salida. Hasta yo, en realidad, soy de la misma opinión, pero frente a él finjo pensar de otra manera. El corre de aquí para allá por la habitación, cada tanto brinca sobre la süla, tironea con los dientes el pedazo de salchichón que he puesto allí para él, después lo lanza hacia mí con la pata y vuelve a correr en círculos. A. Aquello que se proponen hacer es, de cualquier forma que se la considere, una empresa muy difícil y peligrosa. Claro que no hay que exagerar, hay empresas aún más difíciles y peligrosas. Y tal vez allí donde menos se lo espera se nos pone, por lo mismo, a la obra, sin esperarlo, sin estar preparados. Esta es, en realidad, mi opinión, con la cual, naturalmente, no quiero disuadirlos de sus proyectos ni minimizarlos. Nada de eso. Lo que ustedes desean requiere, sin duda, una gran fuerza, y lo vale. ¿Sienten en ustedes, esa fuerza? B. No. No puedo afirmarlo. Siento el vacío en mí, pero ninguna fuerza. Entré por la puerta de atrás. Justamente junto a la puerta hay una gran posada, donde decidí pernoctar. Llevé mi mulo al establo, que estaba ya casi lleno de animales, pero conseguí un lugarcito. Después subí a una de las galerías, tendí en tierra mi manta y me eché a dormir. Dulce serpiente, por qué estás tan lejos, acércate, un poco más, basta, no más, detente. ¡Ay de mí!, para ti no hay límites. ¿Cómo podré llegar a dominarte si no reconoces límites? Será un esfuerzo atroz. Comienzo por rogarte que te enrosques. He dicho que te enrosques y tú te extiendes. ¿Es que no me entiendes? No me entiendes. Y eso que hablo tan claro:
¡enróscate! No, no me entiendes. Mira, te lo muestro con esta vara. Primero debes describir una gran circunferencia, después, junto a la primera, otra y así en adelante. Después mantienes bien alta la cabecita, la mueves despacio según la melodía de la flauta que te tocaré ahora, y si yo me interrumpo, lo haces tú también, con la cabecita en la circunferencia interior. Me trajeron mi caballo, pero estaba aún demasiado agotado. Miré aquella bestia delgada, que temblaba de fiebre vital. —Este no es mi caballo -dije cuando el sirviente de la posada me acercó un caballo aquella mañana. —Su caballo es el único que hubo en nuestro establo esta noche - dijo el sirviente y me miró sonriendo, o, si se quiere, sonriendo con aire de desafío. SEXTO CUADERNO Debí preguntarme antes cómo era el asunto de esta escalera, cuál era su extraña condición, qué cabía esperar y cómo había que conducirse. No había oído hablar nunca de esta escalera, me dije a modo de justificación, cuando en los libros y en los diarios se registran todas las cosas de este mundo. De esta escalera, sin embargo, ningún indicio. Pero tal vez sí, me contesté a mí mismo, será que has leído mal. A menudo estabas distraído, saltabas párrafos, te contentabas además sólo con los títulos, quizás en alguna parte se hablaba de esta escalera y la cosa se te escapó. Me detuve un instante y medité acerca de esta objeción. Me pareció, entonces, recordar que una vez, en un libro para niños, había leído acerca de una escalera parecida a aquella. No era mucho, tal vez sólo la mención de su existencia, que no me servía ni ayudaba en nada. Cuando el ratoncito, que en el mundo de los ratones era amado como ningún otro, cayó una noche en una trampa mortal y, dando un grito agudísimo, sacrificó su vida por la visión de un pedazo de tocino, todos los ratones de los alrededores fueron atrapados en sus cuevas por un temor convulsivo, y parpadeando involuntariamente se miraron entre sí, unos a otros, mientras las colas barrían el suelo con un celo insensato. Después salieron, vacilantes, empujándose, atraídos todos por aquel lugar de muerte. Y ahí estaba tendido, aquel pequeño y querido ratoncito, el fierro sobre la nuca, las zarpitas apretadas contra el vientre, rígido el débil cuerpecito que bien se merecía un pequeño pedazo de tocino. Los padres que estaban también ahí contemplaban los restos de su criatura. Una vez, en una tarde de invierno, después de distintos disgustos por cuestiones de trabajo, mi negocio me pareció tan odioso (todo comerciante sabe de esos momentos), que decidí cerrar enseguida el local por ese día, si bien brillaba aún una clara luz invernal y fuese cualquier cosa menos tarde. Estas resoluciones del libre arbitrio dan siempre buenos resultados... Poco después de su ascenso al trono, aun antes de conceder la amnistía habitual, el joven príncipe visitó una cárcel. Entre otras cosas, preguntó, tal como se esperaba, por el que estaba allí hacía más tiempo. Era uno que había matado a su mujer, lo habían condenado a reclusión perpetua y estaba entonces en el vigésimo tercer año de cárcel. El príncipe quiso verlo, lo condujeron a la celda del condenado que, como medida de precaución, había sido encadenado ese día. Cuando volví a casa aquella noche, encontré un huevo enorme. Era casi tan alto como la mesa y de volumen proporcional. Oscilaba lentamente de aquí para allá. Era muy raro, sujeté el huevo entre las piernas y lo corté en dos cautelosamente con el cortaplumas. Ya estaba maduro para quebrarse. La cáscara toda quebrada, cayó al suelo y salió un pájaro parecido a una cigüeña aún sin plumas, que batía el aire con alas demasiado cortas. "¿Qué quieres en nuestro mundo?", hubiera tenido ganas de preguntarle, me agaché delante del ave y la miré a los ojitos que parpadeaban tímidamente. Pero se fue y se puso a saltar a lo largo de las paredes, agitando ruidosamente las alas como si le dolieran las patas. "Ayudaos los unos a los otros", pensé, destapé mi cena, que estaba sobre la mesa, y llamé con una seña al ave, la que, ahí delante insinuaba el pico entre mis escasos libros. Acudió enseguida, se acomodó en una silla (se ve que ya empezaba a tomar confianza), comenzó, con respiración sibilante, a oler una tajada de salchichón que le había puesto delante, pero
se limitó después a ensartarla con el pico, para rechazarla enseguida. "Cometí un error", pensé. "Claro que no se sale del huevo para ponerse enseguida a comer salchichón. Haría falta la experiencia de una mujer." Y miré al animal con mucha atención, para ver si sus deseos en cuestión de alimentación se leían en el exterior. "Si forma parte de la familia de las cigüeñas", se me ocurrió entonces, "le gustará seguramente el pescado. Bien, estoy dispuesto a conseguirle hasta pescado. Claro que no por nada. Mis medios no me permiten tener en casa un pájaro. De manera que si tengo que hacer tales sacrificios, exijo que me proporcione un servicio equivalente. Dado que es una cigüeña, que me lleve con ella a las tierras del Sur, cuando, gracias a mis pescados, sea adulta. Hace mucho tiempo que quiero ir allá y no lo he hecho porque me faltaban las alas de una cigüeña." Tomé enseguida papel y tintero, sumergí el pico del pájaro y escribí, sin que el animal opusiera la mínima resistencia, la declaración siguiente: "Yo, el firmante, pájaro de la familia de las cigüeñas, me comprometo, en caso de que me alimentes con pescado, ranas y gusanos (estos dos últimos alimentos los agrego por razones de justicia) hasta que haya echado plumas, a llevarte en el lomo a las tierras del Sur." Después le limpié el pico y le hice examinar una segunda vez el documento antes de plegarlo y metérmelo en la cartera. Después de lo cual, fui enseguida en busca de pescado; aquella primera vez debí pagarlo caro, pero el comerciante me prometió que en adelante me guardaría siempre los pescados que se echaban a perder y una gran cantidad de lombrices, todo a bajo precio. Tal vez aquel viaje al Sur no me saliera caro. Vi con alegría que al pájaro le gustaba mucho lo que le había llevado. Con un pequeño sonido gutural se mandó un pescado tras otro, llenándose el buche rosado. Día tras día, más que cualquier criatura humana, el pájaro hizo rápidos progresos en su desarrollo. Es cierto que el olor insoportable del pescado podrido no abandonó más mi habitación y que no era fácil descubrir y barrer las heces del pájaro, ni el frío del invierno ni el precio elevado del carbón permitían ventilar la habitación como hubiera sido necesario; pero qué importaba, apenas llegada la primavera volaría hacia el luminoso Sur con alas ligeras. Crecieron las alas, se cubrieron de plumas, los músculos se fortalecieron, ya era tiempo de hacer un poco de ejercicio de vuelo. Desdichadamente no había mamá cigüeña, y si el pájaro no hubiera demostrado tanta buena voluntad, la enseñanza que podía brindarle yo tal vez no hubiera bastado. Pero sin duda se daba cuenta de que debía compensar mis carencias de maestro con una atención extrema y el máximo esfuerzo por su parte. Comenzamos por el vuelo a vela. Yo subía, él me seguía, yo saltaba con los brazos extendidos, él bajaba flotando. Más tarde pasamos a la mesa y finalmente al ropero, y nuestros vuelos se repetían siempre, muchas veces, sistemáticamente. El genio atormentador El genio atormentador vive en el bosque, en una cabaña que en un tiempo servía a los carboneros, pero que está abandonada desde hace rato. El que entra no advierte otra cosa que un persistente olor a moho y nada más. Más pequeño que el más pequeño ratoncito, invisible aun para quien lo observa de cerca, el genio atormentador se esconde en un rincón. No se percibe nada, el bosque rumorea tranquilo por la ventana sin vidrios. Qué soledad aquí dentro, justo lo que te conviene. Dormirás en aquel rincón. ¿Por qué no en el boque, al aire libre? Porque ya estás aquí dentro, a cubierto en una cabaña, aunque la puerta la hayan arrancado y se la hayan llevado hace tiempo. Pero tú igual manoteas en el vacío, como si quisieras cerrar la puerta, y después te tiendes en el suelo. Finalmente salté sobre la mesa y rompí la lámpara con el puño. Enseguida entró un criado con un farol, se inclinó y me sostuvo la puerta abierta. Salí con prisa de mi habitación y corrí escaleras abajo, seguido por el criado. Abajo, un segundo criado me puso un abrigo de piel, y puesto que se lo había permitido, exhaustivo, me cerró también el cuello de piel y me lo abotonó en el cuello. Era necesario porque el frío era mortífero. Subí el gran trineo que me aguardaba, y se me cubrió con una montaña de mantas tibias, y, con un alegre tintineo de campanillas, comenzó el viaje. —Friedrich - oí susurrar desde un rincón. - ¿Estás ahí, Alma? —dije y le tendí la mano impertinentemente enguantada.
Algunas palabras más de alegría por el encuentro, después nos quedamos callados, ya que la carrera vertiginosa cortaba el aliento. Caído en un estado de somnolencia, había olvidado ya a mi acompañante, cuando nos detuvimos frente a una hostería. Frente a la portezuela apareció el posadero, escoltado por mis criados, todos en posición servil, listos para recibir órdenes. Salté fuera y grité solamente: - ¿Qué hacen ahí clavados?
¡Vamos, vamos, nada de pararse!'
Y piqué al cochero con un bastón que encontré a mi lado. SÉPTIMO CUADERNO Sueño inviolable. Ella corría por el camino real, yo no la veía, notaba solamente el movimiento espasmódico de su carrera, su toca flotante, el pie que se levantaba. Yo estaba sentado en el borde del campo y miraba el agua del arroyuelo. Ella cruzó a la carrera los pueblos, los niños, parados en los umbrales, la miraban acercarse, la miraban alejarse. Sueño en andrajos. El capricho de un viejo príncipe había dispuesto que el mausoleo tuviera un guardián, justo junto a los sarcófagos. Hombres prudentes habían opinado en contrario, pero al fin se concedió al príncipe, cuyo poder era más bien limitado, esa pequeña satisfacción. Un inválido de la guerra del siglo pasado, viudo y padre de tres hijos caídos en la última, solicitó el puesto. Fue aceptado y acompañado al mausoleo por un antiguo funcionario de la corte. Los seguía una lavandera, cargada con diversas cosas destinadas al guardián. Hasta el bulevar, que sigue después derecho hasta el mausoleo, el inválido, a pesar de su muleta, se mantuvo a la par del funcionario. Pero después cedió un poco, tosió un poco y empezó a frotarse la pierna izquierda. - ¿Y bien, Friedrich? —dijo el funcionario que lo había precedido por algunos pasos: con la lavandera, y que se volvía para mirarlo. -Tengo punzadas en la pierna —contestó el inválido e hizo una mueca- . Tenga paciencia un momento, son crisis que me pasan enseguida. Relato del abuelo En los tiempos del difunto príncipe Leo V era guardián del mausoleo del Friedrichspark. Claro que no lo fui inmediatamente. Todavía recuerdo muy bien el día en que, de simple mandadero de la hacienda real, debí llevar por primera vez la leche por la tarde, a la guardia del mausoleo. "Oh", pensé, "la guardia del mausoleo." ¿Hay quien sepa con exactitud qué es un mausoleo? Yo fui guardián del mausoleo y debería saberlo, pero en realidad lo ignoro. Y ustedes, que escuchan mi relato, se darán cuenta al final de que aunque creyeran saber qué es un mausoleo, deberán reconocer que ya no lo saben. Pero por entonces me ocupaba bien poco de saberlo, ya que me sentía orgullosísimo de haber sido enviado a la guardia del mausoleo. Y así me fui con mi provista de leche por los senderos neblinosos que, en medio de los prados, conducían al parque. Llegado frente a la verja dorada, me desempolvé la chaqueta, me limpié los zapatos, limpié bien el exterior del balde, y después toqué la campánula y esperé, la frente contra la verja, para ver qué pasaba. La casa del guardián parecía estar en medio de las matas, en una pequeña elevación, por una puertecita que se abrió entonces se advirtió brillar una luz, y una mujer viejísima vino a abrir la puerta de la verja, una vez que le dije quién era, mostrándole como prueba mi balde. Después tuve que seguirla, pero lentamente como caminaba ella. Fue muy fastidioso, porque me tenía agarrado y en el breve trayecto se paró dos veces para recobrar el aliento. Arriba, un hombre gigantesco estaba sentado a horcajadas sobre una banquetita de piedra, las manos cruzadas sobre el pecho, la cabeza hacia atrás, y dirigía los ojos a las matas que tenía justamente delante obstruyéndole toda visión. Dirigí involuntariamente una mirada interrogativa a la mujer. -Ese es el guardián idiota - me dijo ella- , ¿no lo sabías? Sacudí la cabeza, miré una vez más, asombrado, a aquel hombrote, y especialmente su alto gorro de piel de cordero, pero después la vieja me arrastró a la casa. En un cuartito, frente a una mesa cubierta de libros muy ordenados, estaba sentado un señor muy viejo y barbudo, en bata, el que desde bajo de la pantalla de la lámpara de pie, giró los ojos para
mirarme. Pensé, naturalmente, que había equivocado el camino y me volví para salir de la habitación, pero la vieja me bloqueó la salida y dijo al señor anciano: - Es el nuevo chico de la leche. - Ven aquí, muchacho —dijo el señor, y sonrió. Poco después estaba sentado sobre una banqueta junto a su mesa y tenía su cara muy cerca de la mía. Desdichadamente, la cordialidad con la que me habían recibido me había vuelto un poco petulante. En el desván Los niños tenían un secreto. En el desván, en un rincón bien escondido por una pila de muebles viejos acumulados a lo largo de un siglo adonde no hubiera podido llegar ya ningún adulto, Hans, el hijo del abogado, había descubierto a un desconocido. El hombre estaba sentado en un cajón que, apoyado a lo largo, estaba contra la pared. Al ver a Hans, su cara no demostró ni miedo ni asombro, sino sólo una cierta incomodidad, y contestó la mirada de Hans con mirada clara. Tenía, bien calado, un gran gorro redondo de piel de cordero. Espesos bigotes le sobresalían, rectos, de las mejillas. Estaba vestido con un gran abrigo marrón, sostenido por un conjunto de correas que recordaba los arreos de un caballo. Tenía en el regazo un corto sable curvo de vaina forrada con seda de brillo pálido. Calzaba botas con espuelas: un pie se apoyaba sobre una botella de vino volcada, el otro, sobre el suelo, estaba un poco levantado y clavaba talón y espuelas en la tabla del suelo. - ¡Fuera! atraparlo.
—gritó
Hans cuando el hombre, moviendo lentamente la mano, intentó
Corrió velozmente hacia la parte menos vieja del desván y se detuvo sólo cuando sintió que le daba en la cara la ropa blanca que habían tendido allí para que se secara. Pero enseguida volvió atrás. El extraño estaba sentado en su lugar, asomando el labio inferior con cierto desprecio, y no se movía. Acercándosele despacito, cautamente, en puntas de pies, Hans procuró descubrir si aquella inmovilidad era un truco. Pero el extraño parecía, verdaderamente, no tener malas intenciones: estaba ahí sentado totalmente relajado, al punto que hasta le oscilaba un poco la cabeza. Entonces Hans se atrevió a apartar un viejo guardafuego agujereado que lo separaba un poco del desconocido, a acercarse muchísimo y, por fin, hasta a tocarlo. - ¡Qué sucio estás -dijo atónito, retirando la mano toda ennegrecida. - Sí, polvoriento - dijo el extraño, y nada más. Tenía un acento completamente insólito, Hans no entendió aquellas palabras más que en su eco. -Yo soy Hans -dijo- , el hijo del abogado. ¿Y tú quién eres? - ¿Ah, sí? —dijo el extraño-. Yo también me llamo Hans, Hans Schlag, soy un cazador del Gran Ducado de Badén y nativo de Kassgarten sobre el Necker. Historia antigua. - ¿Eres cazador? ¿Vas de caza? —preguntó Hans. -Bah, apenas eres un niño - dijo el hombre—. ¿Y por qué abres tanto la boca cuando hablas? Era un defecto que solía observar también el abogado, pero de parte de aquel cazador que apenas se hacía entender y a quien habría que aconsejarle calurosamente que abriese bien la boca, era una crítica más bien inoportuna. Las diferencias que había habido siempre entre Hans y su padre llegaron, después de la muerte de la madre, a un estallido tal que Hans salió del negocio paterno, se fue al extranjero y aceptó, casi sin pensarlo, un pequeño empleo que se le ofreció casualmente, y rompió toda relación con el padre, tanto por carta como por intermedio de conocidos comunes, de manera tan radical que la noticia de la muerte de él (ocurrida unos dos años después de su partida, por infarto cardíaco) le llegó sólo a través de la carta del abogado que hacía de albacea. Hans, se encontraba aquel día junto a la vidriera del comercio de telas en el que trabajaba como dependiente, y miraba a través de la lluvia la plaza circular de aquella pequeña ciudad de campaña, cuando el cartero se acercó dejando a sus espaldas la iglesia. Entregó la carta a la patrona, casi inmovilizada en la profundidad de su sillón
acolchado, y eternamente descontenta, y se fue. El sonido apagado de la campanilla de la puerta llegó de alguna manera a Hans que miró hacia la patrona y la vio entonces, llevarse el sobre cerquísima de la cara oscura cubierta por chales negros. En esos casos Hans tenía la impresión de que, de un momento a otro, la mujer sacaría la lengua y se pondría a lamer la carta como los perros en vez de leerla. La campanilla de la puerta sonaba todavía débilmente cuando la patrona le dijo: - Llegó una carta para usted. -No —dijo Hans y no se apartó de la vidriera. -Usted es un tipo raro, Hans —dijo la mujer—, aquí está bien claro su nombre. En la carta decía que Hans había sido efectivamente nombrado heredero universal, pero que la herencia estaba gravada de tal manera por deudas y obligaciones que para él, como se advertía después de una estimación sumaria, quedaba poco más que la casa paterna. Lo que no era mucho: una vieja, sencilla construcción de una planta, pero a la que Hans estaba muy ligado; por otra parte, después de la muerte del padre, ya no había nada que lo ligara al extranjero, mientras que el despacho de las cuestiones inherentes a la sucesión exigía urgentemente su presencia, de manera que se desligó enseguida de sus compromisos, cosa nada difícil, y volvió a su casa. Era una noche de diciembre, tarde, con la nieve así de alta, cuando Hans detuvo el carruaje frente a la casa de sus padres. El portero, que lo esperaba, se adelantó apoyado por la hija: era un viejo vacilante que había servido también al abuelo de Hans. Hubo un intercambio de saludos, si bien no muy cordiales porque Hans había visto siempre en el portero solamente un necio tirano de sus años infantiles, y el porte humilde con el que se le acercaba entonces el viejo lo incomodaba. Sin embargo, dijo a la hija, que lo seguía por la escalera empinada y estrecha con el equipaje, que el salario de su padre aparte del legado que le esperaba de acuerdo con el testamento, seguiría siendo el mismo. La hija se lo agradeció con lágrimas en los ojos y confesó que esas palabras borraban la preocupación principal de su padre, la que desde la muerte del amo en adelante no lo había dejado casi dormir. Aquel agradecimiento hizo comprender por primera vez a Hans las molestias que habían surgido para él y seguirían surgiendo a causa de esa herencia. Así que pensó con más placer- en el momento en que estaría solo en su antigua habitación y, saboreándolo de antemano, acarició al gato que, primer recuerdo agradable de los viejos tiempos, se había deslizado silenciosamente junto a él con todo su cuerpo. Pero no condujeron a Hans a su habitación de antes, la que, según las instrucciones que transmitiera por carta, debía recibir, sino al dormitorio de su padre. Preguntó el porqué. La muchacha, todavía respirando agitada por el peso de las valijas estaba frente a él, en aquellos dos años se había vuelto grande y fuerte, y su mirada era insólitamente-transparente. Se disculpó por lo sucedido. En la habitación de Hans vivía el tío Theodor y no se había querido molestarlo, anciano como era. tanto más que la otra habitación era más grande y más cómoda. La noticia de que el tío Theodor estaba en la casa resultó completamente nueva para Hans. OCTAVO CUADERNO Estoy acostumbrado a confiar para todo en mi cochero. Cuando llegamos a un muro alto y blanco, que se curvaba suavemente por arriba y a los costados, y no pudimos proseguir, entonces lo seguimos palpándolo, y mi cochero dijo al fin. - Es un frente. Nos habíamos separado para la pesca, habíamos construido una cabaña a la orilla del mar. Personas desconocidas me reconocen. Últimamente en el curso de un breve viaje, no conseguía casi pasar con mi valija por el corredor de un tren atestado. Y he ahí que, desde la penumbra de un compartimiento, alguien para mí del todo desconocido me llamó y me ofreció su lugar. El trabajo como placer, concepto inaccesible para los psicólogos.
Malestar después de demasiada lógica. Si uno tiene buenas piernas y se dedica a la psicología podrá, en poco tiempo, siguiendo a su arbitrio un trazado zigzagueante, recorrer la distancia como en ningún otro campo. Algo para hacer llorar. Echó raíces en un pésimo terreno. ¿Por qué no nací en una tierra mejor? ¡Quién sabe! ¿Tal vez no soy digno? No se diría. Ningún arbusto puede brotar más frondoso que yo. Acerca del teatro judio19 En estas notas no me ocuparé de cifras ni de estadísticas, las dejo para los historiadores del teatro judío. Mi intención es mucho más simple: escribir algunas páginas de recuerdos respecto del teatro judío, sus dramas, actores, público, todas las cosas que he visto, aprendido, en las que he participado yo mismo en más de diez años: presentar estos recuerdos o, en otras palabras, levantar el telón y mostrar la llaga. En realidad, sólo conociendo la enfermedad se puede encontrar el remedio, y si es posible, crear el verdadero teatro judío. 1 Para mis devotos padres jasídicos de Varsovia, el teatro era, naturalmente, como la carne prohibida, como la de cerdo, por ejemplo. La única representación teatral permitida tenía lugar en la fiesta del Purim, cuando mi primo Chaskel se colgaba una larga barba negra sobre su escasa barbita rubia, se ponía el caftán al revés y representaba el papel de un alegre comerciante judío. Mis ojitos de niño no lo perdían de vista un instante. De todos mis primos era el que quería más, su ejemplo no me dio descanso y tenía apenas ocho años cuando ya actuaba como él en la escuela primaria. En cuanto se iba el maestro se montaba un espectáculo en la escuela; yo era director, productor, en fin, todo, y hasta los golpes que recibía del maestro eran los más fuertes. Pero no me importaba nada; el maestro nos pegaba, pero nosotros organizábamos igual una representación nueva cada día. Y durante todo el año no esperaba ni quería más que una cosa: que el Purim llegara pronto y poder volver a ver una vez más cómo se disfrazaba mi primo Chaskel. Estaba convencido que un día, apenas fuera adulto, también me disfrazaría y cantaría y bailaría en cada fiesta de Purim. Pero lo que no imaginaba siquiera era que hubiera disfraces fuera de la fiesta del Purim y que hubiera muchos actores como mi primo. Hasta que vine a enterarme por el hijito de Israel Feldscher de que existían teatros de verdad en los que se toca música, se canta y se disfrazan, y eso todas las noches, no sólo en el día del Purim, y que también en Varsovia había teatros así y que su padre ya lo había llevado a uno varias veces. Una noticia que tendría entonces unos diez años— me electrizó completamente. Contaba los días que debían pasar para que me convirtiese en adulto y pudiera finalmente ver con mis propios ojos un teatro de verdad. No sabía por entonces que el teatro es una cosa prohibida y pecaminosa. Bien pronto me enteré de que frente al ayuntamiento se encontraba el Gran Teatro, el mejor, el más hermoso de toda Varsovia, hasta del mundo entero. Desde entonces, la sola vista de aquel edificio literalmente me deslumbraba. Pero cuando pregunté en casa cuándo iríamos finalmente al Gran Teatro, me gritaron que un niño judío no debe saber siquiera que existen teatros, que es algo prohibido que está sólo para los (goyum) cristianos y los pecadores. Me contenté con la respuesta y no pedí más, pero sin recobrar la paz perdida: tenía mucho miedo de terminar por cometer algún día aquel pecado, y de que en algunos años no pudiera dejar de ir al teatro. Cuando una noche, después del Jom Kippur, pasé en coche con dos primos frente al Gran Teatro, cuya calle estaba llena de gente, y no pude apartar los ojos de aquel edificio "impuro", mi primo Maier me preguntó: — ¿Te gustaría estar ahí dentro? No contesté. Es probable que mi silencio no lo complaciera, porque agregó: 19 Aquí comienza la autobiografía del actor en lengua yiddisch, Isak Lówy, quien contó su vida en largas veladas, Kafka tomaba notas y produjo finalmente una versión tratando de preservar el estilo de Lówy.
—Esta noche, hijo mío, no hay allí dentro ni un judío, ¡líbrenos el cielo! En la noche siguiente del ayuno de Jom Kippur no va al teatro ni el último de los judíos. Por lo que deduje que si ningún judío iba aT teatro inmediatamente después del Jom Kippur, habría muchos judíos que iban las demás noches durante todo el año. Fui al Gran Teatro por primera vez a los catorce años. Por poco que hubiera aprendido de la lengua local estaba en condiciones de leer los carteles, por los que me enteré un buen día que representaban Los hugonotes. De los hugonotes ya había oído hablar en la Klaus,20 además la obra era de un judío "'Meier Beer". De manera que me autoricé por mi cuenta, compré la entrada, y aquella noche, por primera vez en mi vida, fui al teatro. Lo que vi y experimenté en aquella ocasión no es tema para estas páginas, pero quiero decir sólo una cosa: me convencí de que allí dentro se cantaba mejor de lo que lo hacía mi primo Chaskel y que se disfrazaba también de manera mucho más sugestiva que él. Tuve, por otra parte, una sorpresa: que conocía una parte de la música del ballet de Los hugonotes, porque eran melodías que se cantaban por la noche en la Klaus, como himno preparatorio para el sábado. Y no conseguía explicarme cómo era posible que tocaran en el Gran Teatro arias que se cantaban en la Klaus desde hacía tanto tiempo. A partir de aquel día me hice asiduo de la ópera. Pero no debía olvidarme de comprar, para cada espectáculo, un cuello y un par de puños, y de arrojarlos al Vístula cuando regresaba a casa. Eran cosas que mis padres no debían ver. Mientras me nutría de Guillermo Tell y de Aída, mis padres creían firmemente que estaba en la Klaus, inclinado sobre los folios del Talmud, estudiando la Sagrada Escritura. 2 Poco después me enteré de que existía también un teatro judío. Hubiera ido más que gustoso, pero no me atrevía, porque era muy fácil que alguien se lo informara a mis padres. En cambio iba con frecuencia al Gran Teatro y, más adelante también al teatro dramático polaco. Fue allí donde vi por primera vez Los bandidos (Die Raüber). Quedé muy asombrado de que se pudiera hacer can buen teatro sin música y sin canto - cosa que no se me había ocurrido— y, extrañamente, no sentí aversión alguna por Franz Moor, más bien fue quien más me impresionó: de tener que elegir hubiera representado su papel y no el de Karl. De todos los amigos de la Klaus yo era el único que se había atrevido a ir al teatro. Por lo demás, los muchachitos de la Klaus nos nutríamos con todos los "libros iluminados" posibles; es de aquella época mi lectura de Shakespeare, Schiller, de Byron. En cambio, de la literatura en yiddisch no conocía más que las grandes novelas policiales que Norteamérica nos suministraba en una lengua mitad alemana mitad yiddisch. Pasó algún tiempo, yo no tenía paz: un teatro judío en Varsovia, ¿y yo no debía verlo? Y un buen día me arriesgué, jugué todo a una sola carta y fui al teatro judío. Salí transformado. Ya antes del principio del espectáculo me sentía completamente distinto que en "los otros". Sobre todo nada de señores de frac, nada de señoras en décolleté, nada de polaco, nada de ruso, sólo judíos de todas clases; con ropas largas, con ropas cortas, mujeres y muchachas con ropa de calle. Y se hablaba fuerte y sin cuidado la lengua materna, nadie me distinguió por mi largo caftán y no tuve motivos para avergonzarme. Se representaba una obra cómica con canto y baile en seis actos y dieciséis cuadros: (Bal— Tschuwe) El pecador arrepentido de Schomor. No se comenzó a las ocho en punto como en el teatro polaco, sino alrededor de las diez, y no se terminó sino mucho después de la medianoche. El enamorado y el intrigante hablaban alemán antiguo, y me asombré - dado que no conocía bien esa lengua— de comprender, de golpe tan bien un alemán tan elegante. Solamente el cómico y la soubrette hablaban yiddisch. En general, aquel espectáculo me gustó más que la ópera, el teatro hablado y la opereta juntos. Se hablaba perfectamente yiddisch, un yiddisch germanizado pero siempre yi- . ddisch, un yiddisch mejor, más hermoso; además allí estaba todo junto: drama, tragedia, 20
Lugar donde se reúnen los judíos para estudiar el Talmud y rezar.
canto, comedia, baile, todo junto, ¡la vida! No pude dormir en toda la noche por la excitación, el corazón me decía que también yo, algún día, serviría en el templo del arte judío, sería un actor judío. Pero, al día siguiente mi padre mandó a mis hermanos a la habitación de al lado y dijo que nos quedáramos solamente mi madre y yo. Sentí, instintivamente, que estaba por sucederme una calamidad. Mi padre ya no está sentado: ahora pasea ininterrumpidamente por la habitación. Llevándose la mano a la barbita negra dice (no a mí, sino sólo a mi madre): —Debes saber que tu hijo empeora de día en día, ayer lo vieron en el teatro judío. Mi madre une las manos espantada, mi padre, palidísimo, sigue caminando de aquí para allá por la habitación, yo siento que el corazón se me oprime, y me quedo allí sentado como un condenado, no oso mirar el sufrimiento de mis padres, tan fieles y píos. Hoy no logro recordar lo que dije aquel día, recuerdo solamente que, después de algunos minutos de pesada espera, mi padre me miró con sus grandes ojos negros y me dijo: —Considera, hijo mío, que esto te llevará lejos, muy lejos. Y tenía razón. Al fin no había quedado en la hostería más que un cliente, aparte de mí. El posadero quería cerrar y me pidió que pagara. - Allí queda uno todavía - dije, frunciendo las cejas porque entendía que era hora de irse pero no tenía ninguna gana de hacerlo, de moverme de allí. —Ese es el problema —dijo el posadero—, no consigo hacerme entender por aquel tipo. ¿Querría ayudarme ? — ¡Eh! —grité, haciendo bocina con las manos, pero aquél no se movía, sino que seguía silencioso mirando de reojo su vaso de cerveza. Era ya tarde por la noche cuando toqué el portón. Pasó un buen rato antes de que, evidentemente desde las profundidades del patio, llegara para abrirme el castellano. —El señor os ruega que entréis —dijo el criado inclinándose y, con un tirón silencioso, abrió la alta puerta de vidrio. El conde, saliendo de detrás de su escritorio, que estaba junto a la ventana abierta, vino a mi encuentro casi a la carrera. Nos miramos a los ojos; la mirada fija del conde me desconcertó. Yacía en tierra frente a un muro, me retorcía de dolor, hubiera querido enterrarme en la tierra húmeda. El cazador estaba junto a mí y, con un pie, me presionaba ligeramente la columna vertebral. —Buen golpe —dijo el ayudante quien me cortó el cuello y el saco para palparme. Cansados ya de mí y deseosos de otras empresas, los perros se lanzaban inútilmente contra el muro. Llegó el carruaje y atado de pies y manos fui arrojado, junto al amo, en el asiento posterior, de manera que cabeza y brazos me colgaban fuera del coche. Se iba de prisa; con la boca abierta, sediento, bebía el polvo del camino, de tanto en tanto sentía que el amo, satisfecho, me palpaba las carnes. ¿Qué es lo que llevo sobre los hombros? ¿Qué fantasmas me cuelgan alrededor? Era una noche de tormenta vi al pequeño espíritu salir arrastrándose de entre las matas. El portón se cerró, me encontré frente a él, cara a cara. Estalló la lámpara, entró un desconocido, con otro farol, me puse de pie, mi hija conmigo, saludamos, él no pareció darse cuenta. Los bandoleros me habían atado y yacía junto al fuego del capitán. Campos escuálidos, escuálida llanura, detrás de un velo de niebla el pálido verde de la luna. Salió de casa, se encuentra ¿n la calle, un caballo espera, un criado tiene el estribo, y cabalga por un desierto resonante.
Franz Kafka
DESCRIPCIÓN DE UNA LUCHA1
1
Dos pequeños fragmentos del relato aparecieron en 1909 en la revista Hyperion. Los pasajes respectivos de la presente versión no coinciden totalmente con aquellos fragmentos.
...la gente se mece y en la grava se pasea bajo este vasto cielo que de lomas lejanas a lejanas lomas llega.
I Algunas personas se levantaron casi a las doce; después de hacer reverencias, darse las manos y decir que todo había sido muy agradable, salieron al vestíbulo por el gran portal. La dueña de la casa, en el centro, se inclinaba con volubilidad, mientras se agitaban los bonitos pliegues de su vestido. Yo, sentado a una mesita con tres patas finas y tensas, en ese momento tomaba un sorbo de mi tercera copa de Benedictine, y al beber miraba la pequeña provisión de pastelillos que yo mismo había elegido y apilado. Entonces, en la puerta de una habitación contigua apareció mi nuevo conocido, un poco agitado y desordenado; como no me interesaba gran cosa, quise apartar la mirada. El, en cambio, se me acercó, y riéndose distraídamente de lo que me ocupaba, dijo: - Disculpe que me dirija a usted, pero he estado hasta ahora sentado con mi novia en la habitación contigua desde las diez y media. ¡Esta sí que ha sido una noche, compañero! Comprendo: no está bien que se lo cuente; apenas nos conocemos. ¿No es así? Apenas si al llegar hemos cambiado unas palabras en la escalera. Con todo, le ruego que me disculpe, pero no soportaba ya la felicidad, era más fuerte que yo. Y como aquí no tengo conocidos en quienes confiar... Miré con tristeza su bello rostro arrebolado -el pastelillo de fruta que me había llevado a la boca no era gran cosa- y le dije: - Desde luego que me agrada parecerle digno de confianza, pero no me interesa ser su confidente. Y usted, si no estuviese tan alterado, se daría cuenta de lo tonto que es hablar de una muchacha enamorada a un bebedor solitario... Cuando callé, se desplomó sobre el asiento y echándose hacia atrás dejó colgar los brazos. Luego los cruzó y habló en voz bastante alta: - Hace un momento Anita y yo estábamos solos en ese cuarto. Yo la besaba, la besaba, ¿entiende?, en la boca, en las orejas, en los hombros. ¡Dios mío! Algunos invitados, suponiendo una animada conversación, se acercaron bostezando. Me levanté y dije para que todos lo oyeran: - Bien; si usted lo desea voy, pero insisto en que es una locura ir al Laurenzi en una noche de invierno. Hace frío y la nieve hace que los caminos parezcan pistas de sky. Pero si se empeña... Primero me miró con sorpresa, entreabriendo sus húmedos labios, pero luego, cuando vio a los otros, muy próximos, se echó a reír y dijo al tiempo que se levantaba: - ¡Oh!, el fresco nos sentará bien; tenemos las ropas transpiradas e impregnadas en humo; además, sin haber bebido precisamente con exceso, estoy un poco mareado. ¿Vamos? Buscamos a la anfitriona quien, mientras él besaba su mano, le dijo: -Me siento muy contenta; ¡parece usted tan feliz esta noche!... La bondad de sus palabras lo emocionó y se inclinó nuevamente sobre la mano; entonces ella sonrió. Tuve que arrastrarlo. En el vestíbulo había una criada que veíamos por primera vez. Nos ayudó con los abrigos y tomó una pequeña lámpara para alumbrarnos la escalera. Una cinta de terciopelo casi pegada a la barbilla rodeaba su cuello desnudo; dentro de sus ropas sueltas, el cuerpo ondulaba al precedernos con la lámpara. Sus mejillas estaban rojas; había bebido vino, y al débil resplandor que llenaba la escalera, se advertía el temblor de sus labios.
Una vez abajo, puso la lámpara en un escalón, avanzó hacia mi compañero; lo abrazó y besó y lo volvió a abrazar. Sólo cuando le puse una moneda en la mano se desprendió como adormilada, abrió con lentitud la pequeña puerta y nos dejó salir. Sobre las calles vacías, uniformemente iluminadas, había una luna enorme que brillaba en el cielo ligeramente nublado y que por ello se veía más extenso. Sólo se podían dar saltitos sobre la nieve congelada. De inmediato comencé a sentirme muy despabilado. Flexioné las piernas, hice crujir las coyunturas, grité un nombre como si alguien hubiese escapado doblando la esquina; arrojé el sombrero al aire y lo recogí con jactancia. Mi compañero no se preocupaba por lo que yo hacía. Iba con la cabeza inclinada, mudo. Me extrañó; había supuesto que al sacarlo de la reunión se pondría a hablar ansiosamente. No fue así, también yo podía comportarme con más calma. Acababa de darle un golpecito animador en la espalda cuando, de pronto, dejé de comprenderlo y retiré la mano y la metí en el bolsillo del abrigo. Continuamos, pues, en silencio. Yo, atento al ruido de nuestros pasos, no llegaba a comprender cómo no me era posible conservar el paso de mi acompañante. Sin embargo, el aire era diáfano y veía nítidamente sus piernas. Alguien nos contemplaba acodado en una ventana. Al entrar en la calle Ferdinand noté que mi compañero comenzaba a tararear una melodía de "La Princesa del Dólar"; lo hacía muy quedo, pero alcanzaba a oírlo bien. ¿Qué se proponía? ¿Ofenderme? Bien; estaba dispuesto a prescindir de la música y del paseo. ¿Y por qué no hablaba? Si no me necesitaba ¿por qué no me había dejado en paz con las golosinas, y al calor del Benedictine? Desde luego que yo no había tenido mucho interés en dar este paseo. Por otra parte, podía divertirme sin él. Regresaba de una velada, acababa de salvar del oprobio a un joven ingrato y me paseaba ahora a la luz de la luna. De acuerdo. Durante el día, en el trabajo, después en sociedad y, por la noche, en las calles, y sin medida. Un modo de vivir atolondrado... en su naturalidad. Pero mi compañero aún me seguía; hasta aceleró el paso al notar que se había retrasado. No hablábamos; tampoco podía decirse que camináramos. Me pregunté si no me convenía coger una calle lateral, ya que en el fondo no tenía ninguna obligación de pasear con él. Podía regresar a casa solo, nadie podía impedírmelo. Luego lo vería, desorientado, irse por la bocacalle. ¡Adiós, querido! Me acogerá la tibieza del cuarto, encenderé la lámpara de pie de hierro que hay sobre la mesa, y luego, ¡por fin!, me arrojaré en mi sillón, sobre la raída alfombra oriental. ¡Hermosas perspectivas! ¿Y por qué no? ¿Y después? Ningún después. La claridad de la lámpara caerá sobre mi pecho en la cálida habitación. Luego me abandonará el calor y las horas pasarán en una soledad de paredes pintadas; sobre el suelo, que en el espejo de marco dorado de la pared trasera se refleja oblicuamente. Mis piernas comenzaban a fatigarse y estaba decidido a regresar a casa de cualquier modo para meterme en cama, cuando me asaltó la duda de si, al separarnos, debía saludarlo o no. Era demasiado tímido para alejarme sin saludar y me faltaba valor para hacerlo con una simple exclamación. Me detuve, pues, y apoyándome en una pared iluminada por la luna, esperé. Mi compañero se deslizaba hacia mí por la acera, rápido, como si yo debiera recibirlo en brazos. Me hacía un guiño en señal de inteligencia, por algo que yo probablemente no recordaba. - ¿Qué pasa? -pregunté- . ¿Qué pasa? - Nada, nada -dijo-, sólo quería conocer su opinión sobre la criada que me besó en el zaguán. ¿Quién es esa muchacha? ¿La ha visto antes? ¿No? Yo tampoco. ¿Era en realidad una criada? Quise preguntárselo desde que bajamos la escalera detrás de ella. - Era una criada, y creo que ni siquiera de las principales: lo noté por sus manos enrojecidas; cuando le di el dinero sentí la aspereza de la piel. - Eso probaría que hace algún tiempo que sirve. - Tal vez tenga razón; en la penumbra no se distinguía bien; pero al mismo tiempo su cara me recordaba a una muchacha bastante madura, hija de un oficial al que conozco.
- A mí no - dijo él. - Eso no me impedirá marcharme a casa; es tarde, y mañana tengo que ir al trabajo; se duerme mal allí. Le tendí la mano. - ¡Qué espanto! ¡Qué mano más fría! -exclamó- . No quisiera irme a casa con una mano así. También usted debiera haberse hecho besar. Omisión, por otra parte, fácilmente subsanable. ¿Dormir? ¿En semejante noche? ¡Qué ocurrencia! Considere cuántos pensamientos felices se ahogan bajo las mantas al dormir solo y cuántos sueños desdichados arropa con ellas. - Yo no ahogo ni arropo nada -dije. - ¡Bah! Déjeme usted; es un gracioso -concluyó. Comenzó a alejarse, y yo, preocupado por sus palabras, lo seguí maquinalmente. Deduje de su modo de hablar que él suponía algo que se relacionaba conmigo, algo que tal vez no existía, pero cuya mera presunción me elevaba a sus ojos. Era mejor que no hubiese vuelto a casa. Tal vez este hombre, a mi lado, con la boca humeante por el frío y pensando en criadas, se hallara en condiciones de valorizarme ante la gente, sin esfuerzo de mi parte. ¡Que no me lo malogren las muchachas! -me decía-. Que le besen y le abracen, bueno; al fin y al cabo es la obligación de ellas y el derecho de él, pero que no me lo arrebaten. Cuando lo besan también me besan un poco a mí, si se quiere; con los ángulos de la boca, en cierto modo; pero si lo seducen me lo quitan. Y él debe permanecer siempre conmigo, siempre; ¿quién sino yo lo protegerá? Porque el pobre diablo es bastante tonto: en pleno febrero le dice uno: "Vamos al monte Laurenzi”y viene. Además puede caerse, resfriarse, algún hombre celoso puede salir del callejón del Correo, y asaltarlo. ¿Que sería de mí después? Sería como proscrito del mundo. No; ya nunca se librará de mí. Mañana conversará con Ana. al principio de cosas vulgares, como es natural, pero de pronto no pudiendo contenerse dirá: "Anoche, Anita, después de la velada, estuve con un hombre, un hombre como con seguridad nunca has visto. Tiene el aspecto - ¿cómo podría describirlo?- de un junco, con un pelo negro que le hace rizos en la nuca. Sobre su Cuerpo pendían tiras de género amarillento que lo cubrían por completo, y que, con la calma que reinaba anoche, se le adherían al cuerpo. ¡Cómo!, Anita, ¿pierdes el apetito? Creo que la culpa es mía por habértelo contado tan mal. ¡Ah, si lo hubieras visto, caminaba con timidez a mi lado, adivinando que te amaba, lo cual, desde luego, no era nada difícil! Para no turbar mi felicidad se me adelantó durante un buen rato. Creo que te habrías reído y tal vez te hubieras asustado un poco, pero a mí me agradaba su presencia. Y tú ¿dónde estabas, Anita? Durmiendo, y el África no estaba más lejos que tu cama. A veces me parecía que con la simple expansión de su pecho, se elevaba el cielo estrellado. ¿Crees que exagero? ¡No!, ¡no!, por mi alma, que te pertenece, te juro que no. Y no perdoné a mi compañero -precisamente dábamos los primeros pasos sobre el muelle Francisco- ni la mínima parte de la vergüenza que debía sentir durante semejante discurso. Sólo que en aquel entonces mis pensamientos se enmarañaban, ya que el Moldava y los barrios de la orilla opuesta yacían inmersos en una misma oscuridad; a pesar de todo allí había algunas luces que jugaban con los ojos del espectador. Cruzamos la carretera hasta la barandilla del río y allí nos detuvimos. Encontré un árbol en que apoyarme. Soplaba frío desde el agua y me puse los guantes; suspiré sin motivo, como suele hacerse de noche junto al río, y de inmediato quise continuar. Pero él miraba el agua y no se movía. Luego se acercó a la barandilla y, con las piernas junto al hierro, se acodó y se apoyó la frente en las manos. ¿Y qué más? Sentí frío y tuve que subirme el cuello del abrigo. Se distendió; la espalda, los hombros, el cuello, manteniendo el busto, que descansaba sobre los brazos estirados, más allá de la barandilla. -Los recuerdos, ¿no es así? -continúe-. Si ya el recuerdo es triste, ¡cómo será lo que se evoca! No se entregue a tales evocaciones, no son para usted ni para mí. Con ellas sólo se debilita la actual posición, sin consolidar la anterior que, por otra parte, ya no necesita ser consolidada. ¿Cree usted que yo tengo recuerdos? Diez por cada uno de los suyos. En este mismo momento, por ejemplo, podría acordarme de cómo estaba en L., sentado en un
banco. Era de noche y a la orilla de un río; en verano. En una noche así acostumbro a encoger las piernas y rodearlas con los brazos. Había apoyado la cabeza en el respaldo de madera y miraba las montañas nebulosas de la otra orilla. Un violín tocaba suavemente en el hotel de la playa. En ambas márgenes pasaban de vez en cuando trenes envueltos en humo brillante. Mi compañero me interrumpió, se volvió de pronto, casi como asombrado de verme todavía con él. - ¡Ah, todavía podría contar mucho más! -agregué. -Piense que siempre sucede así comenzó él-. Cuando hoy salía por la escalera de mi casa para dar una vuelta antes de la reunión, me asombré de que mis manos bailaran alegremente dentro de los puños de la camisa. Me dije: "Espera, hoy ha de suceder algo. Y sucedió efectivamente." Ya había empezado a caminar cuando dijo esto; y se volvía para mirarme con sus grandes ojos, sonriente. Así estaban las cosas, pues. Podía contarme tales aventuras, sonreír y mirarme con sus grandes ojos. Y yo, yo debía contenerme para que mi brazo no rodeara sus hombros, para no besarle los ojos, como premio por poder prescindir de mí hasta ese punto. Lo peor era que ya tampoco importaba nada, que nada podía cambiar, porque yo debía necesariamente irme. Mientras buscaba afanosamente algún medio para quedarme por lo menos un rato más, se me ocurrió que tal vez mi gran estatura, al hacerle parecer más bajo, le era desagradable. Y esta circunstancia me torturó de tal forma -ya era noche avanzada y no encontrábamos casi a nadie-, que me encorvé hasta tocar las rodillas con las manos. Pero para que él no lo notara mi posición la fui cambiando poco a poco, durante el camino, mientras trataba de desviar su atención. Incluso, una vez lo hice volver dirección al río y le señalé los árboles de la isla de los tiradores, para que notara cómo se reflejaban los focos de los puentes. Yo no había terminado por completo, cuando, volviéndose de repente, me miró y dijo: - ¿Qué lo ocurre? Está usted completamente encorvado. ¿Qué le ocurre? -Muy bien -dije, con la cabeza junto a la costura de su pantalón, lo que me impedía levantar los ojos-, su vista parece muy buena. - ¡Vamos, vamos! Enderécese. ¡Qué tontería! -No -dije y miraba el suelo muy próximo-, me quedo así. - Realmente, conseguirá que me enfade. Nos estamos retrasando inútilmente. ¡Vamos! ¡Terminemos! -¡Cómo gritas! ¡Y en una noche tan tranquila! -dije. -Como usted quiera -agregó, y después de un rato-: La una menos cuarto. Evidentemente, veía la hora en la torre del molino. Yo estaba tieso como si me hubieran levantado por los pelos. Mantuve un rato los labios entreabiertos para que la excitación pudiera abandonarme por la boca. Entonces comprendí: me estaba echando. Junto a él no había sitio para mí, y si existía era inhallable. ¿Por qué -dicho sea de paso- me empeñaba en estar con él? No; sólo quería irme, y al instante, para ver a mis parientes y amigos. Y aunque no tuviera parientes y amigos tendría que arreglármelas de cualquier modo (¿de qué serviría quejarse?), y cuanto antes mejor. Junto a él ya nada podía ayudarme, ni mi estatura, ni mi apetito, ni mi mano helada. Pero si yo llegaba a opinar que debía quedarme a su lado, esa opinión sería realmente peligrosa. - Su indirecta está de más - dije. - ¡Gracias a Dios que se ha enderezado! Lo único que dije es que ya es la una menos cuarto. -Está bien -dije e introduje las uñas de dos dedos entre los dientes castañeteantes- . No necesito su indirecta y menos aún su explicación. Sólo necesito su compañía. Se lo ruego: retire lo que ha dicho. - ¿Lo de la una menos cuarto? Con mucho gusto, sobre todo porque esa hora ya pasó hace rato. Levantó el brazo derecho, agitó la mano y se puso a escuchar el tintineo de sus gemelos.
Ahora llegaba evidentemente el asesinato. Permaneceré pegado a él; levantará el puñal, cuya empuñadura ya sujeta en el bolsillo, y lo dirigirá contra mí. No es probable que se asombre de lo fácil que resulta todo, pero a lo mejor sí, no se puede saber. No gritaré, sólo lo miraré mientras pueda. -¿Y? -dijo. Frente a un lejano café de cristales negros un policía resbalaba sobre el pavimento como un patinador. Tropezaba con el sable, lo cogió en la mano, se deslizó un gran trecho y al final giró casi en una curva. Por fin, soltó un gritito exultante y, con la cabeza llena de melodías, volvió a hacer eses. Este policía, que a doscientos metros de un inminente asesinato se ocupaba tan sólo de sí mismo, me produjo miedo. Era el fin de cualquier modo, aunque huyera o me dejara apuñalar. Sin embargo, ¿no era preferible huir y liberarme de ese final complicado y doloroso? No veía las ventajas de tal género de muerte, pero no podía desperdiciar mis últimos instantes en averiguarlas. Para eso tendría tiempo más tarde; ahora se imponía decidirse. Y me había decidido. Debía huir aunque no era fácil. Al doblar a la derecha, hacia el puente Carlos, podía saltar a la izquierda, metiéndome en el callejón. Este era sinuoso, con portales oscuros y tabernas aún abiertas; no debía desesperar. Cuando abandonamos el arco al final del muelle para avanzar hasta la plaza de los Caballeros de la Cruz, corrí con los brazos en alto hacia el callejón. Pero frente a una pequeña puerta de la iglesia del Seminario, caí, pues había allí un escalón con que no contaba. Hice bastante ruido, el primer farol estaba lejos, me hallaba tendido, salió en la oscuridad. De una taberna de enfrente una mujer gorda con un farol salió a ver qué había sucedido. La música del piano, en el interior, continuaba más débilmente, se conocía que tocaban con una sola mano y que el pianista se había vuelto hacia la puerta, primero solamente entornada, luego abierta del todo por un hombre de chaqueta abotonada. Escupió y estrujó a la mujer con tal fuerza, que ésta tuvo que levantar el farol para protegerlo. -No ha pasado nada -gritó el hombre hacia el interior; los dos se volvieron, entraron y la puerta se cerró. Al intentar levantarme, caí de nuevo. - Hay hielo -me dije, y sentí dolor en la rodilla. Con todo, me alegraba de que la gente de la taberna no me hubiese visto, pues de esa manera podría seguir allí hasta el amanecer. Mi acompañante habría llegado probablemente hasta el puente sin percatarse de mi alejamiento, pues llegó sólo después de un rato. No parecía sorprendido cuando se inclinó sobre mí -inclinaba solamente el cuello, como una hiena- y me acarició blandamente. Pasó su mano por mis hombros, subiéndola y bajándola y apoyó después la palma en mi frente. -Se ha lastimado, ¿no? Está helado y hay que andar con cautela. ¿No me lo ha dicho usted mismo? ¿Le duele la cabeza? ¿No? ¿Ahí, la rodilla. Sí, es muy desagradable. Pero se veía que no pensaba levantarme. Apoyé la cabeza en mi mano derecha -el codo descansaba contra un adoquín- y dije: -Bien, de nuevo juntos -y como volvía a experimentar aquel miedo de antes, empujé con fuerza sus piernas, para apartarlo. -Vete, vete -decía. El tenía las manos en los bolsillos, miró el callejón vacío, luego, la iglesia del Seminario y el cielo. Por fin, el bullicio de un coche en una calle próxima le recordó mi presencia. - ¿Por qué no habla, querido? ¿Se siente mal? ¿Por qué no se levanta? ¿No será mejor buscar un coche? Si quiere le traigo un poco de vino de la taberna. No debe continuar echado aquí con este frío. Además, íbamos a ir al monte Laurenzi. -Naturalmente -dije, y con fuertes dolores me levanté por mis propios medios. Vacilaba y tenía que mirar la estatua de Carlos IV para estar seguro de dónde me encontraba. Ni aun eso me habría ayudado si no se me hubiera ocurrido que una muchacha que llevaba una
cinta de terciopelo negro en el cuello me amaba si no fogosamente, por lo menos con fidelidad. Y constituía sin duda una amabilidad por parte de la luna querer alumbrarme; por modestia iba a colocarme bajo la arcada de la torre; pero luego comprendí que era natural que la luna lo alumbrara todo. Abrí los brazos con alegría para gozar de ella por completo. Todo me resultó más fácil cuando haciendo débiles movimientos natatorios con los brazos, conseguí avanzar sin dolor y sin esfuerzo. ¡No haberlo intentado antes! Mi cabeza hendía el aire fresco y precisamente mi rodilla derecha era lo que volaba mejor; le expresé mi satisfacción con unos golpecitos. Me acordaba de que había tenido un conocido al que no toleraba bien, sin embargo lo que más me alegraba era que mi memoria fuera lo suficientemente buena como para retener tales cosas. Pero no debía pensar tanto, ya que tenía que seguir andando si no quería hundirme más aún. Con todo para que luego no se me pudiera decir que en el pavimento nadaba cualquiera, y que no merecía la pena contarlo, me levanté un rato por sobre la barandilla y nadé alrededor de todas las imágenes que encontraba. Al llegar a la quinta -justamente me sostenía con imperceptibles golpes encima de la acerami compañero me tomó de la mano. De nuevo me hallaba de pie sobre el pavimento y sentía dolor en la rodilla. Mi acompañante, sujetándome con una mano y señalando con la otra la estatua de Santa Ludmila, dijo: - Siempre he admirado las manos de este ángel de la izquierda. ¡Observe qué suaves son! ¡Verdaderas manos de ángel! ¿Ha visto alguna vez algo semejante? Usted no, pero yo sí, porque esta noche he besado unas manos... Para mí ahora una tercera posibilidad de aniquilamiento. No era forzoso dejarme apuñalar, no era forzoso huir; sencillamente podía arrojarme al aire. Que se vaya al Laurenzi, no lo molestaré, ni siquiera huyendo lo molestaré. - ¡Adelante con las historias! -grité-. No me contento con fragmentos. ¡Cuéntelo todo, del principio al fin! Y le advierto que no toleraré que suprima ni una coma. Ardo en deseos de saberlo todo. Me miró, y yo me fui calmando. -Puede confiar en mi reserva. Cuéntemelo todo; alivie su corazón; jamás ha tenido un oyente tan reservado como yo. Y a media voz, cerca de su oído, agregué: -No tenga miedo de mí, está completamente fuera de lugar. Aún lo oí reír. -Ya lo creo, ya lo creo -dije- ; no me cabe ninguna duda. -Y con dedos que sustraía a la presión de sus manos tanto como me era posible, le pellizcaba las pantorillas. Pero el no lo sentía. Entonces me dije: "¿Por qué andas con este hombre? Ni le amas, ni le odias; su dicha no tiene más objetivo que una muchacha que a lo mejor ni siquiera usa un vestido blanco. Luego este hombre te es indiferente -lo repito-, indiferente. Pero también es inofensivo, como has podido comprobarlo. Sigue, pues, con él hasta el Laurenzi, ya que te has puesto en camino en esta hermosa noche, pero déjale hablar y diviértete a tu manera, que es -dilo despacio-la mejor forma de protegerte."
II ENTRETENIMIENTOS O DEMOSTRACIÓN DE QUE ES IMPOSIBLE VIVIR 1.CABALGATA Tomando impulso salté sobre los hombros de mi compañero como si no fuera la primera vez y, hundiéndole los puños en las costillas, lo hice trotar. Cuando aminoró la marcha con visibles muestras de desagrado, llegando hasta a detenerse, le clavé las botas en el vientre para espolearlo. Dio buen resultado y rápidamente llegamos al interior de una región extensa pero inconclusa. Cabalgaba por una carretera pedregosa y bastante empinada, pero precisamente eso me agradaba y dejé que se volviera aún más pedregosa y empinada. Cuando mi cabalgadura tropezaba la levantaba de un tirón en el cuello y si se quejaba le azotaba la cabeza. En tanto, encontré saludable esta cabalgata por el aire puro, y para hacerla todavía más salvaje, hice que soplaran a través de nosotros fuertes ráfagas de viento contrario. Exageré el movimiento de vaivén sobre los anchos hombros de mi compañero y, agarrado a su cuello con ambas manos, eché la cabeza hacia atrás, para contemplar las multiformes nubes que, más débiles que yo, se dejaban arrastrar pesadamente por el viento. Reía y temblaba de coraje. Mi abrigo se desplegaba y me daba fuerzas. Apretaba con firmeza una mano contra la otra, estrangulando a mi compañero. Sólo cuando el cielo fue cubriéndose gradualmente con las ramas de los árboles que yo dejaba crecer en los bordes de la calle, volví en mí. -No sé, no sé -grité sin entonación-. Si no viene nadie, entonces nadie viene. A nadie he hecho mal, nadie me ha hecho mal, pero nadie me quiere ayudar, nadie en absoluto. Pero, sin embargo, no es así. Sólo que nadie me ayuda, de lo contrario sería absolutamente hermoso; y con gusto quisiera -¿qué me dice de ello?- hacer una excursión con una sociedad de absolutos nadies. Desde luego que a la montaña; ¿adonde si no? ¡Cómo se aprietan estos nadie, estos numerosos brazos atravesados y enganchados, estos muchos pies separados por pasos minúsculos! Se comprende, todos de etiqueta. Marchamos tan así, así; un excelente viento pasa por los huecos que dejamos entre nuestros miembros. Las gargantas se abren en la montaña. Es un milagro que no cantemos. Entonces mi compañero cayó y comprobé que se hallaba seriamente lesionado en la rodilla. Como ya no podía serme útil lo dejé sin pena sobre las piedras; y luego silbé, llamando a unos buitres, que, obedientes se posaron sobre él para custodiarlo con sus picos oscuros.
2. PASEO Seguí con despreocupación. Pero como peatón temía las dificultades de la montaña, por lo que hice que la senda se suavizara cada vez más hasta descender a un valle en la lejanía. Las piedras desaparecieron por mi voluntad y el viento se esfumó. Marchaba a buen paso y como bajaba por una pendiente, levanté el rostro, erguí el cuerpo y crucé los brazos tras la cabeza. Como amo los montes de pinos -iba cruzando por ellos- y como me place mirar silenciosamente a las estrellas, éstas se abrieron en forma gradual para mí, según es costumbre. Se veían sólo unas pocas nubes alargadas, que el viento, confinado en las capas superiores, arrastraba y estiraba para asombro del paseante. Bastante lejos de la carretera que tenía enfrente de mí probablemente más allá de un río, hice incorporarse una montaña de generosa altura, cuya cima cubierta de arbustos rozaba el cielo. Alcanzaba a divisar las menores ramificaciones de los más empinados gajos y sus movimientos. Semejante espectáculo, por vulgar que sea, me produjo tanta alegría que convertido en pequeño pájaro sobre las varas de estos lejanos matorrales, olvidé hacer salir
la luna, que ya esperaba, tras la montaña, seguramente indignada por el retraso. En ese momento se extendía sobre la montaña el fresco resplandor que precede al ascenso de la luna, y repentinamente, ella misma se elevó tras uno de los inquietos arbustos. Yo, que miraba en otra dirección, al volver la vista al frente y ver de pronto cómo lucía en su casi plena redondez, me detuve con ojos turbios: la pendiente de mi calle parecía conducir directamente al interior de esa luna de espanto. Sin embargo, al cabo de un momento me acostumbré a ella y, pensativo, me puse a contemplar su trabajoso ascenso; por fin, luego de haberlos aproximado un trecho, sentí gran somnolencia, que atribuí a las fatigas del desacostumbrado paseo. Seguí unos momentos con los ojos cerrados; sólo lograba mantenerme despierto golpeando sonora y regularmente las manos. Pero más tarde, cuando el camino amenazó escurrírseme bajo los pies, y el contorno todo, agotado como yo, comenzaba a desvanecerse, me apresuré a trepar en un supremo esfuerzo por el muro, sobre el lado derecho de la calle. Quería llegar a tiempo al alto y enmarañado pinar y pasar la noche que seguramente se avecinaba. Corría prisa. Las estrellas se oscurecían ya y la luna se sumergía débilmente en el cielo como si cayera en aguas agitadas. La montaña pertenecía a la oscuridad, la carretera se desintegraba, en el punto donde la había abandonado y desde el interior del bosque se acercaba cada vez más el fragor de árboles derrumbándose. Hubiera podido echarme a dormir sobre el musgo pero, como en general temo hacerlo en el suelo, trepé -el tronco se deslizó rápidamente por los anillos que yo formaba con brazos y piernas- a un árbol, que también se bamboleaba sin que hubiera viento; me acosté en una rama con la cabeza contra el tronco y dormí con apresuración mientras que una ardilla, hija de mi capricho, se columpiaba con la cola tiesa en el final tembloroso de la rama. Dormí profundamente y sin sueños. No me despertó ni la desaparición de la luna ni la salida del sol. Y cuando ya estaba por despertar volví a tranquilizarme. -Ayer te cansaste mucho -me dije- cuida ahora tu sueño -y volví a dormirme. Y si bien no soñaba, dormí con continuas y leves turbaciones. Durante toda la noche alguien hablaba cerca de mí. Apenas si distinguía las palabras, salvo algunas como "banco en la ribera", "montañas nebulosas", "trenes envueltos en humo brillante", pero sí la forma de la pronunciación; todavía recuerdo que me frotaba las manos dormido, satisfecho por no tener la obligación de reconocer las palabras, precisamente porque dormía. - Tu vida era demasiado monótona -dije en alta voz para convencerme-. Era realmente necesario que te condujeran a otra parte. Puedes estar contento, hay alegría aquí. El sol brilla. Entonces salió el sol y las nubes cargadas de lluvia se hicieron blancas, leves y pequeñas en el cielo azul. Brillaron y se empinaron. Vi un río en el valle. -Sí, era monótona, mereces esta diversión -seguí diciendo como obligado-, pero ¿no era también arriesgada? Entonces oí gemir a alguien, horrorosamente cerca. Me apresuré a descender, pero la rama temblaba como mi mano; y caí al vacío, rígido. Apenas si hubo golpe; no me dolió, pero me sentí tan débil y desdichado que hundí el rostro en el suelo; no podía soportar el esfuerzo de ver el mundo que me rodeaba. Estaba convencido de que cada movimiento y pensamiento eran forzados, había que pensar en ellos. En cambio, era natural yacer aquí en la hierba, los brazos pegados al cuerpo y la cara oculta. Y me decía que debía congratularme por estar ya en esta posición natural, pues de lo contrario tendría que soportar todavía para alcanzarla muchos y dolorosos espasmos, como lo exigen las palabras y los pasos. El río era ancho y sobre las pequeñas ondas rumorosas caía la luz. También en la otra orilla había prados, que luego se convertían en matorrales, y más allá de éstos, en la más profunda lejanía, claras líneas de frutales conducían a colinas cubiertas de verde. La belleza del espectáculo me anegó de felicidad; me acosté y pensé, tapándome los oídos contra posibles llantos, que aquí podría estar contento. Era un lugar solitario y bello. No se
necesitaba mucho valor para vivir en este paraje. Había que torturarse como en otros sitios, pero sin necesidad de moverme tanto. No, no sería necesario. Aquí sólo hay montañas y un gran río y soy lo bastante cuerdo como para considerarlos inanimados. Y si en la soledad de la noche tropiezo al andar con los ascendentes caminos del prado, no estaré por ello más solo que la montaña, aunque yo sí lo sentiré. Pero también eso pasará. Así jugaba con mi vida futura y trataba de olvidar con obstinación. Parpadeando, miraba el cielo, de extraña coloración feliz. Hacía mucho que no lo veía tan bello y, emocionado, me acordé de los días solitarios en que me había parecido verlo así. Retiré las manos de los oídos y extendí los brazos, dejándolos caer sobre la hierba. Oí sollozos débiles y lejanos. Se levantó viento y grandes masas de hojas secas que antes no había notado volaron rumorosas. De los árboles se desprendía la fruta verde y golpeaba alocadamente el suelo. Detrás de una montaña ascendían nubes oscuras. En el río crujían las olas, retrocediendo ante el viento. Me levanté aprisa. Me dolía el corazón: ahora me parecía imposible superar mi pena. Quería volverme y tornar a mi antiguo género de vida, cuando tuve esta ocurrencia: "Qué curioso es que todavía en la actualidad haya personas distinguidas que pasan al otro lado del río en forma tan complicada. Lo único que lo explica es que siguen practicando un uso muy antiguo.”Sacudí la cabeza; estaba en verdad asombrado.
3. EL GORDO a. Invocación al paisaje De los arbustos de la otra orilla surgieron vigorosamente cuatro hombres desnudos que llevaban sobre los hombros un palanquín de madera. En él iba sentado con las piernas cruzadas un hombre extraordinariamente gordo. Aunque era conducido a través del matorral, no apartaba las ramas espinosas, sino que las desviaba tranquilamente con su cuerpo inmóvil. Sus masas de grasa estaban extendidas con tanto cuidado que, además de cubrir totalmente el palanquín, caían a los costados como los pliegues de un tapiz amarillento; pero no le molestaban. Su cráneo, desnudo, era pequeño, amarillo y brillante. Su cara tenía la cándida expresión de un hombre que reflexionaba sin molestarse en ocultarlo. A veces cerraba los ojos; cuando volvía a abrirlos se le torcía la mandíbula. -El paisaje no me deja pensar -dijo en voz alta-. Hace oscilar mis ideas como puentes colgantes sobre un torrente. Es bello y merece ser contemplado. Cierro los oíos y digo: '¡Oh, tú, montaña verde junto al río, dueña de piedras que ruedan hacia el agua! ¡Eres bella!' "Pero toda esta alocución no la satisface, quiere que abra los ojos. "Con todo, si digo con los ojos cerrados: 'Montaña, no te amo porque me recuerdas las nubes, el crepúsculo rosado y el cielo en la altura, cosas todas que me colocan al borde del llanto y que no se pueden alcanzar jamás si uno se hace conducir en una pequeña litera. Y mientras tú, pérfida montaña, me muestras eso, me ocultas la lejanía de bellas cosas alcanzables. Por eso no te amo, montaña junto al río, no, no te amo.' "Pero este discurso le sería indiferente como el anterior si no se lo dijera con los ojos abiertos. "Y ya que tiene tan caprichosa predilección por la papilla de nuestros sesos, hay que conservar su disposición amistosa, mantenerla erecta. Pues podría arrojar sombras dentadas, interponer en silencio horrorosas paredes desnudas y hacer tropezar a mis conductores en los guijarros del camino. Pero no sólo la montaña es vanidosa, exigente y vengativa; todo lo demás también lo es. Con los ojos redondos - ¡oh, cómo duelen!- debo pues repetir constantemente: 'Sí, montaña, eres hermosa y los bosques de tu ladera occidental me alegran... También tú, flor, me satisfaces y tu rosado color entona mi alma... Y tú, hierba del prado, ya has crecido y eres fuerte y refrescas... Y tú, matorral desconocido, pinchas de manera tan inesperada
que haces brincar nuestro pensamiento... Pero tú, río, tú eres el que me produces más placer tanto que me entregaré confiado a tus aguas flexibles.'" Después de haber gritado diez veces esta vibrante loa, que acompañaba humildemente con pequeñas sacudidas de su cuerpo, dejó caer la cabeza y dijo con los ojos todavía cerrados: -Pero ahora, os ruego, montaña, flor, hierba, matorral y río, dejadme un poco de espacio para respirar. Entonces se produjeron rápidos deslizamientos de las montañas, que se ocultaron tras amplias colgaduras de niebla. Las arboledas quisieron resistir y proteger el sendero, pero se diluyeron en seguida. Delante del sol pendía una nube húmeda con leve borde translúcido; en su sombra se deprimía la tierra y todas las cosas perdían sus bellos contornos. Las pisadas de los servidores se me hacían perceptibles a través del río, y sin embargo nada podía distinguir con claridad en los oscuros cuadrados de los rostros. Vi solamente cómo ladeaban las cabezas y curvaban las espaldas ante el extraordinario peso de la carga. Me preocupaba por ellos, porque los notaba cansados. Observé fascinado cómo hollaban la hierba de la orilla, cómo cruzaban con paso llano la arena mojada, cómo por fin se hundían en el juncal fangoso, donde los dos de atrás tuvieron que inclinarse más aún, para mantener el palanquín en posición horizontal. Yo retorcía las manos. Ahora, a cada paso debían levantar mucho los pies, de modo que sus cuerpos brillaban sudorosos en el aire de la tarde cambiante. El gordo estaba tranquilo, las manos sobre las piernas; las puntas de las cañas lo rozaban, cuando tornaba a enderezarse detrás de los conductores delanteros. Los movimientos de los cuatro hombres se hicieron más desacompasados a medida que se aproximaban al agua. A veces la litera oscilaba como mecida por las olas, porque se encontraban con pequeños charcos entre los juncos, que debían bordear o saltar, ya que podían ser profundos. En una oportunidad una bandada de patos salvajes ascendió gritando directamente hacia el nubarrón. Entonces, gracias a uno de los movimientos del palanquín, vi el rostro del gordo; estaba inquieto. Me levanté y corrí en zigzag por el pedregoso declive que me separaba del agua. No reparaba en que era peligroso, sólo pensaba en que quería ayudar al gordo cuando sus sirvientes no pudieran seguir llevándolo. Corrí tan irreflexivamente que no me pude detener a tiempo y penetré hasta las rodillas en las aguas, que se abrieron salpicándome. Los conductores, en la otra margen, a fuerza de retorcerse, habían depositado la litera en el río y mientras con una mano se sostenían sobre el agua, cuatro brazos velludos empujaban la litera hacia arriba; se veían los músculos desmesuradamente tensos. El agua golpeó primero la barbilla y les lamió la boca; las cabezas de los conductores se inclinaron hacia atrás, las varas cayeron sobre los hombros. El agua les llegaba a la nariz pero no cejaban en sus esfuerzos, y eso que apenas habían llegado a la mitad del río. Entonces una ola baja cayó sobre las cabezas de los delanteros y los cuatro hombres se ahogaron en silencio, arrastrando en sus manos la litera. El agua se precipitó a raudales sobre ellos. En ese momento el chato resplandor de sol poniente surgió de los bordes de la gran nube, aclarando las colinas y las montañas hasta el último confín del campo visual, mientras el río y toda la zona que cubría la nube permanecían las penumbras. El gordo se volvió lentamente con la corriente y fue llevado río abajo como un dios de madera clara que, ya superfluo, hubiese sido arrojado al río. Se deslizaba mansamente sobre el reflejo del nubarrón. Largas nubes lo arrastraban y otras le empujaban encorvándose, lo que producía bastante agitación en el agua, perceptible en los golpes de las olas en mis rodillas y contra las piedras de la ribera. Trepé vivamente por el talud para poder acompañar al gordo desde el camino, un poco porque realmente lo amaba, porque tal vez pudiera averiguar algo sobre los peligros de este país aparentemente seguro. Así fui andando sobre la franja de tierra, tratando de
habituarme a su angostura, las manos en los bolsillos y el rostro vuelto en ángulo recto hacia el río, de modo que la barbilla casi venía a quedar sobre el hombro. Sobre las piedras de la orilla había golondrinas. El gordo dijo: -Querido señor de la orilla, no intente salvarme. Es la venganza del agua y del viento; estoy perdido. Sí: venganza; cuántas veces no habremos atacado estas cosas yo y mi amigo el orante, con la música de nuestros aceros, con el brillo de los címbalos, con la amplia magnificencia de los trombones y los destellos saltarines de los timbales. Un mosquito pequeño, de alas extendidas, voló a través de su barriga sin aminorar la velocidad. El gordo contó lo que sigue:
b. Comienzo de conversación con el orante - Hubo un tiempo en que iba a la iglesia todos los días, porque una muchacha, de la que me había enamorado, se arrodillaba allí a rezar media hora al atardecer; así podía contemplarla con tranquilidad. Una vez que ella no había ido miré con disgusto a los orantes y me llamó la atención un joven delgado que se había arrojado al suelo. De tiempo en tiempo, gimiendo intensamente, estrellaba el cráneo con todas sus fuerzas contra las palmas de las manos, apoyadas en las piedras. En la iglesia había sólo algunas viejas que a veces giraban sus cabecitas cubiertas, mirando hacia el orante. Esto parecía hacerle feliz, pues antes de cada uno de sus estallidos de contrición volvía los ojos para comprobar si los espectadores eran numerosos. Como su actitud me pareció indecorosa, resolví hablarle al salir de la iglesia y preguntarle directamente por qué oraba de ese modo. Porque desde mi llegada a esta ciudad ver claro era lo que me importaba por sobre todas las cosas, aunque en ese momento lo que más me contrariaba era no haber visto a mi muchacha. El hombre se levantó sólo después de una hora y se sacudió los pantalones durante tanto tiempo que tuve ganas de gritarle: "¡Basta, basta, ya vemos que tiene pantalones!", se santiguó muy cuidadosamente y con paso lento, como de marinero, se dirigió hacia la pila de agua bendita. Me coloqué entre ésta y la puerta; sabía con certeza que no lo dejaría pasar sin pedirle una explicación. Torcí la boca, lo que constituye el mejor preparativo para ciertos discursos: adelanté la pierna derecha y cargué el cuerpo sobre ella, apoyando sólo la punta del pie izquierdo: esta posición me da mucho aplomo, como a menudo he podido comprobar. Es posible que el hombre me hubiera observado de soslayo, mientras se salpicaba el rostro con agua bendita, o que mi mirada le preocupaba ya con anterioridad, el caso es que inesperadamente, corrió hacia la puerta y salió. Salté para sujetarlo. La puerta vidriera golpeó. Y cuando salí ya no pude dar con él, en tantos callejones estrechos y de gran movimiento como los que allí había. No lo vi, en los días siguientes, pero en cambio apareció la muchacha, que tornaba a rezar en el rincón de una capillita lateral. Llevaba un vestido negro; en los hombros y la espalda era todo de encaje, lo que transparentaba el escote en media luna de la camisa; la parte de seda del vestido terminaba en el borde inferior del encaje formando un cuello bien cortado. Al acudir la muchacha, me olvidé con gusto de aquel hombre, y aun cuando más tarde volvió y tornó a rezar de la misma manera, no volví a ocuparme de él. Siempre pasaba a mi lado con súbita prisa y desviando el rostro, pero en cambio me observaba con frecuencia mientras rezaba. Era casi como si estuviese enfadado conmigo por no haberle dirigido la palabra en aquella oportunidad y como si por aquel intento
hubiera contraído realmente la obligación de hablarle. Creí notar que sonreía cuando después de un sermón, y siempre siguiendo a la muchacha, tropezaba con él en la penumbra. Claro que no existía tal obligación, y tampoco tenía yo deseos de hacerlo. Una vez llegué a la plaza de la iglesia cuando el reloj daba ya las siete, la muchacha hacía rato que se había ido; sólo aquel hombre se contorsionaba cerca de la barandilla del altar. Todavía entonces vacilé, pero por fin me deslicé de puntillas hasta la salida, di una moneda al mendigo ciego de allí sentado y me acurruqué junto a él, detrás de la puerta abierta. Gocé por anticipado, durante media hora, de la posible sorpresa del orante. Pero la alegría pasó. Soporté con disgusto las idas y venidas de las arañas sobre mis ropas y la molestia de hacer reverencias cada vez que salía alguien, respirando hondo, de la oscuridad de la iglesia. Por fin salió. El tañido de las grandes campanas que había comenzado hacía un momento lo molestaban evidentemente. Se veía obligado a tantear ligeramente el suelo con las puntas de los pies antes de pisar. Me levanté, di un gran paso hacia delante y lo sujete con fuerza. -Buenas noches -dije, y agarrándolo por el cuello lo empujé por la escalinata hacia la plaza iluminada. Cuando llegamos abajo se volvió, mientras yo seguía sujetándolo por detrás, de manera que ahora estábamos pecho contra pecho. - ¡Suélteme! -dijo-, no sé qué sospecha, pero soy inocente. -Y luego repitió:- No sé qué sospecha. -No se trata de sospechas ni de inocencias. Le ruego que no hable más de ello. Somos extraños, nuestra relación es más breve que la escalinata de la iglesia. ¿Adonde iríamos a parar si en seguida comenzáramos a hablar de nuestra inocencia? -Completamente de acuerdo -dijo él-. Por lo demás, decía usted "nuestra inocencia", ¿quería significar con ello que una vez que yo hubiese demostrado mi inocencia usted demostraría la suya? ¿Quería significar eso? - Eso u otra cosa -dije-. Pero tenga presente que sólo le he dirigido la palabra para preguntarle algo. -Quisiera irme a casa -dijo él e inició un débil retroceso. - ¡Ya lo creo! ¿Para qué le he hablado entonces? ¿O cree que le he dirigido la palabra por su cara bonita? - Bastante franco, ¿en? - ¿Debo repetirle que no se trata de eso? ¿Qué tiene que ver aquí la franqueza? Yo pregunto, usted contesta y en seguida, adiós. Por mí puede irse después a su casa, a toda prisa. - ¿No sería mejor que nos encontráramos en otra oportunidad? ¿A una hora más apropiada, en un café, por ejemplo? Además, su señorita novia se fue hace sólo unos minutos, podría alcanzarla: la pobre esperó tanto tiempo... - No -grité en medio del estrépito del tranvía que pasaba-. Usted no se me escapa. Me gusta cada vez más. Es una verdadera pesca milagrosa y me felicito por ello. - ¡Por Dios! -dijo entonces-, usted tiene, como suele decirse, un corazón sano y una cabeza de una sola pieza. Me llama pesca milagrosa. ¡Qué dichoso ha de ser usted! Porque mi desdicha es una desdicha inestable; cuando se la toca cae sobre quien ha formulado la pregunta. ¡Buenas noches! -Bien -dije yo, y me apoderé de su diestra por sorpresa-. Si no contesta voluntariamente, lo obligaré. Lo seguiré adonde vaya, a derecha a izquierda, subiré la escalera hasta su habitación, y allí me sentaré en cualquier parte. Es inútil que me mire así, porque lo haré. Y me acerqué aún más, hasta hablar casi pegado a su cuello, pues era una cabeza más alto que yo.- ¿De dónde sacará valor para impedírmelo?
Entonces, retrocediendo, me besó alternativamente ambas manos y las humedeció con sus lágrimas. -No puedo negarle nada. Así como usted sabía que yo deseaba ir a casa, sabía yo, y desde mucho antes, que no le podría negar nada. Pero, por favor, entremos en esa calle lateral. Asentí y lo seguí. Un coche nos separó, quedando yo atrás, y él agitó ambas manos para que me diera prisa. Pero no se conformó con la oscuridad y casi a la altura del primer piso, sino que me condujo al zaguán de una casa antigua, bajo una lamparilla, que pendía rezumante al comienzo de la escalera de madera. Extendió su pañuelo sobre el hueco de un escalón desgastado y me invitó a sentarme: -Sentado puede preguntar mejor; yo me quedo de pie; de pie puedo contestar mejor. Pero no me torture. Ya me tomaba el asunto con tanta seriedad, me senté, pero dije: -Usted me conduce a este rincón como si fuéramos conspiradores, cuando en realidad yo estoy ligado a usted sólo por la curiosidad y usted a mí sólo por el temor. En el fondo lo único que quiero preguntarle es por qué reza así en la iglesia. ¡Qué forma de comportarse! ¡Parece un loco! ¡Qué ridículo, qué desagradable para los espectadores y qué insoportable para los creyentes! Había apretado el cuerpo contra la pared; sólo movía libremente la cabeza. - Nada más erróneo, pues los creyentes consideran natural mi conducta, y los demás la consideran devota. -Mi disgusto prueba lo contrario. -Su disgusto, en el supuesto de que se trate de un verdadero disgusto, sólo revela que usted no se cuenta entre los devotos ni entre los demás. -Tiene usted razón; he exagerado un poco al decir que su comportamiento me había disgustado; no, despertó mi curiosidad como le dije al principio. Pero usted ¿entre cuáles se cuenta? - Tan sólo me divierte que la gente me mire y, por así decirlo, arrojar de vez en cuando una sombra sobre el altar. - ¿Le divierte? -dije y se me arrugó la cara. -Bueno, no, por si le interesa saberlo, no es ése el caso. No se enoje porque me haya expresado mal. No, no me divierte; es una necesidad para mí. Necesidad de hacerme azotar por esas miradas durante una breve hora, mientras toda la ciudad alrededor de mí... - ¡Qué me dice! -exclamé con demasiado énfasis para tan insignificante observación y para un pasillo tan pequeño, pero luego temí enmudecer o que se me debilitara la voz-. Realmente, ¿qué dice usted? ¡Por Dios!, adiviné desde el principio su estado. ¿No es esa fiebre, ese mareo en tierra firme, una especie de lepra? ¿No siente un exceso de calor que le impide conformarse a los verdaderos nombres de las cosas, como si no pudiera saciarse con ellos, y se viera obligado a volcar sobre ellas, apresuradamente, una cantidad de nombres casuales? ¡Aprisa, aprisa!, pero apenas se aleja ya ha vuelto a olvidar los nombres. Ese álamo de los campos que usted llamó "la torre de Babel", porque no quería saber que era un álamo, oscila de nuevo innominado y usted tiene que bautizarlo: "Noé, cuando estaba ebrio". Me interrumpió: -Me alegro de no entender lo que usted dice. Excitado, dije con prisa: -Al decir que se alegra, demuestra que me ha entendido. - ¿No se lo he dicho? A usted no se le puede negar nada. Puse las manos en el escalón más alto; me recosté hacia atrás y en esa posición casi inexpugnable, que constituye la última salvación de los luchadores, pregunté:
-Dispense, pero no creo que sea de lucha franca volver a arrojarme las explicaciones que he acabado de dar. Con esto se animó. Juntó las manos para comunicar armonía al cuerpo y dijo: -Desde el principio usted excluyó las discusiones sobre la franqueza. Y, en verdad, lo único que me importa es hacerle comprender perfectamente mi manera de rezar. ¿Sabe ahora por qué rezo así? Me ponía a prueba. No, no lo sabía ni lo quería saber. Entonces me dije que tampoco había querido venir aquí, pero que él casi me había obligado a escucharlo. De modo que sólo necesitaba sacudir la cabeza para que todo estuviera bien, pero eso era precisamente lo que no podía hacer por el momento. El sonreía; luego se acurrucó hasta quedar casi de rodillas y me explicó con aire soñoliento: -Al fin ahora puedo confiarle lo que me movió a permitir que me hablara: la curiosidad, la esperanza. Hace mucho que me consuela su mirada. Y espero saber por usted algo de las cosas que se hunden alrededor de mí como una nevada, mientras que para otros un simple vaso de aguardiente sobre la mesa constituye de por sí algo tan sólido como un monumento. Como yo callara -sólo cruzó por mi rostro un involuntario estremecimiento- preguntó: - ¿No cree que a otros les sucede lo mismo? ¿Realmente no? Escuche, pues: una vez, siendo muy niño, al abrir los ojos de una siesta, oí, todavía aturdido por el sueño, que mi madre preguntaba desde el balcón en tono natural: "¿Qué hace usted, querida? ¡Qué calor!”Una señora contestó desde el jardín: "¡gozo entre las plantas!”Lo decían sin pensar y no muy claramente, como si aquella señora hubiera esperado la pregunta y mi madre la respuesta. Yo creía que él también me preguntaba algo, por eso llevé la mano al bolsillo posterior del pantalón, como buscando algo. Pero no buscaba nada, sólo quería cambiar mi aspecto exterior para demostrar el interés que tenía la conversación. Entretanto dije que el suceso era extraño y que no lo comprendía. Agregué que no creía que fuera verdadero, que probablemente había sido inventado con algún propósito determinado que escapaba a mi comprensión. Luego cerré los ojos, cansados por la poca iluminación. - ¿Ve? Anímese; por lo menos una vez nuestras opiniones coinciden y me ha detenido generosamente para decírmelo. Pierdo una esperanza y gano otra. - ¿No es verdad? ¿Había de avergonzarme porque no camino erguido y a grandes pasos, porque no golpeo el pavimento con el bastón y no rozo los vestidos de la gente que pasa bulliciosamente? Por el contrario, ¿no tendría derecho a quejarme por tener que ir saltando a lo largo de las casas como una sombra ilimitada y porque a veces desaparezco tras los cristales de los escaparates? “¡Qué días debo soportar! ¿Por qué estará todo tan mal construido? Altas casas se derrumban a veces sin que se pueda encontrar un motivo visible. Trepo después por los montones de escombros y pregunto a todo el que encuentro: '¿Cómo ha podido ocurrir esto? ¡Una casa nueva! ¡En nuestra ciudad! ¿Cuántas van ya? Imagínese.' Y nadie puede responderme. A menudo se desploma alguien en la calle y permanece allí muerto. Entonces todos los comerciantes abren sus puertas, tapizadas de mercaderías en exhibición, se acercan ágiles, entran al muerto en una casa, regresan con una sonrisita alrededor de la boca y de los ojos, y comienza la charla: -Buenos días... el cielo está descolorido... vendo muchos pañuelos... sí, la guerra. Yo entro corriendo en la casa y después de levantar varias veces la mano y encorvando un dedo temerosamente, golpeo por fin la ventanita del portero: -Buenos días -digo-, tengo la impresión de que hace poco han traído aquí a un hombre muerto. ¿Sería tan amable de mostrármelo? -Y cuando él mueve la cabeza como si no pudiera decidirse, agrego: -¡Tenga cuidado! Soy de la policía secreta y quiero ver al muerto en seguida.- su indecisión ha desaparecido.
- ¡Fuera! -grita-, esta gentuza ha tomado por costumbre arrastrarse todos los días por aquí. Aquí no hay ningún muerto. Tal vez en la casa de al lado. Yo saludo y me voy. Pero luego, cuando tengo que cruzar una gran plaza, lo olvido todo. Si se construyen plazas tan amplias por puro capricho, ¿por qué no se las provee de una barandilla para atravesarlas? Hoy sopla viento del sudoeste. La aguja de la torre del ayuntamiento traza pequeños círculos. Todos los vidrios de la ventana crujen y los postes del alumbrado se doblan como bambúes. El manto de la virgen sobre la columna se retuerce y el viento la envuelve. ¿No lo ve nadie? Los caballeros y las damas que debieran marchar sobre las piedras, flotan. Si el viento para, se detienen, se hablan, se inclinan y se saludan; pero si arrecia no pueden resistirlo y todos levantan simultáneamente los pies. Por cierto que deben sujetar los sombreros, pero les bailan los ojos y no tienen nada que objetar al tiempo. Sólo yo tengo miedo. Entonces pude decir: -No encuentro nada de particular en la historia que me ha contado de su madre y la mujer del jardín. No sólo porque he escuchado muchas de ese tipo, sino también porque incluso he intervenido en algunas. Es completamente natural. ¿No cree que si yo hubiera estado en verano en ese balcón no habría podido preguntar lo mismo o contestar lo mismo desde el jardín? El suceso era en realidad muy común. Por fin, cuando hube dicho esto, pareció tranquilizado. Dijo que yo estaba bien vestido, que le gustaba mi corbata. Y que tenía una piel muy fina. Agregó que las confesiones eran más claras cuando uno podía retractarse de ellas.
c. Historia del orante Luego se sentó a mi lado, pues yo, confundido, le había hecho sitio, ladeando la cabeza. Sin embargo, no se me escapaba que él también estaba turbado y que procuraba conservar entre él y yo una cierta distancia. Dijo con esfuerzo: - ¡Qué días estoy pasando! Anoche estuve en una reunión. Me inclinaba, a la luz del gas, frente a señorita a quien decía: "Me alegra realmente que se aproxime el invierno... " Precisamente me inclinaba diciendo estas palabras, cuando noté con desagrado que me había dislocado una pierna y que la rótula también se había aflojado un poco. Me senté, y ya que siempre trato de controlar mis frases dije: -Si el invierno resulta algo penoso, uno puede conducirse con mayor soltura, no necesita esforzarse tanto con las palabras. ¿No es así, estimada señorita? Creo que tengo razón en este punto. Entretanto la pierna derecha me fastidiaba. Al principio creía que se había desarmado por completo; sólo poco a poco, apretándola, y con masajes adecuados, pude arreglarla a medias. La muchacha, que por solidaridad también se había sentado, dijo en voz baja: -No; usted no me impresiona en absoluto, porque... -Espere -dije satisfecho y expectante-. Usted no debe malgastar ni cinco minutos en conversar conmigo, estimada señorita. Coma, por favor, entre palabra y palabra. Extendí los brazos y tomé un grueso racimo de uvas de una fuente sostenida por un alado efebo de bronce, lo levanté un poco y luego lo deposité en un platillo de borde azul. Con movimiento tal vez no exento de elegancia, se lo alcancé a la joven. -No me impresiona en absoluto -dijo ella-; todo lo que usted dice es tedioso e incomprensible, y falso también. Lo que yo creo, señor (¿por qué siempre me dice estimada señorita?), lo que yo creo es que usted no se ocupa de la verdad porque exige grandes esfuerzos.
Sus palabras me agradaron. -Sí, señorita, sí -grité casi-. ¡Cuánta razón tiene! Es una dicha ser comprendido así sin habérselo propuesto. -La verdad es demasiado pesada para usted, señor; observe su aspecto; está usted recortado todo a lo largo en papel de seda; papel de seda amarillo, como una silueta, y cuando camina se deben de oír los crujidos. Por eso sería injusto tomar demasiado en serio sus posturas o sus opiniones, porque usted no tiene más remedio que doblarse según la corriente de aire que hay en la habitación. -No la comprendo. Nos rodean unas cuantas personas que dejan caer los brazos sobre los respaldos de las sillas o se apoyan en el piano o que, indecisas, se llevan la copa a los labios, o van temerosas a la habitación contigua, y después de golpearse en la oscuridad el hombro izquierdo y piensan: 'Allí está Venus, el lucero vespertino.' Y yo formo parte de esta reunión. Pero no sé si tiene algún sentido, no lo encuentro. Pero no sé ni siquiera si tiene algún sentido... Y vea usted, querida señorita, entre toda esta gente que, respondiendo a su propia vaguedad, se comporta en forma tan indecisa y hasta ridícula, sólo yo parezco digno de escuchar un juicio completamente claro sobre mi persona. Y para que hasta eso tenga algo de agradable, usted lo expresa con sorna, para dar a entender que algo se salva, como sucede con las paredes de un edificio destruido por dentro por un incendio. La mirada apenas encuentra obstáculos; por los amplios huecos de las ventanas se ven de día las nubes, parecen talladas en piedra gris y las estrellas forman dibujos sobrenaturales... ¿Qué tal si, en agradecimiento, le confiara a usted que vendrá un tiempo en que todos los que quieran vivir tendrán el mismo aspecto que yo; recortados en papel de seda amarillo, en forma de siluetas (como usted ha hecho notar) y que cuando caminen se oirá su crujido? Y usted no será distinta de lo que es ahora, pero tendrá ese aspecto, querida señorita... Noté que la muchacha ya no estaba sentada a mi lado. Probablemente, se había ido después de sus últimas palabras, pues ahora la veía, no lejos de mí, cerca de una ventana, rodeada por tres jóvenes que hablaban, riendo desde la altura de sus blancos cuellos. Lleno de alegría bebí una copa de vino y me acerqué al pianista que, completamente aislado y cabeceando, tocaba algo triste. Me incliné con cuidado sobre su oído, para no asustarlo, y dije en voz baja: -Tenga usted la amabilidad, estimado señor, de permitirme tocar a mí ahora, porque estoy en vías de ser feliz. Como parecía no escucharme, permanecí un rato confuso, de pie, pero sobreponiéndome a mi timidez, recorrí uno a uno los grupos de invitados y les dije:
luego,
-Esta noche tocaré el piano. Todos parecían saber que no podía hacerlo, pero sonreían con amabilidad porque había interrumpido agradablemente sus conversaciones. Pero sólo prestaron realmente atención cuando dije al pianista, en voz alta: -Tenga la amabilidad, estimado señor, de permitirme tocar ahora. Estoy en vías de ser feliz. Hay que celebrar un triunfo. El pianista, si bien dejó de tocar, no parecía comprenderme y no se movió de su banco color castaño. Suspiró y se cubrió el rostro con los largos dedos. Me compadecí de él, e iba a instarle a seguir tocando, cuando se me acercó la dueña de casa con otras personas. - ¡Qué casualidad! -decían y soltaban la risa como si yo fuese a emprender algo extraordinario. La joven también se acercó, me miró despectivamente y dijo: -Por favor, señora, déjele tocar. Tal vez quiera contribuir así al entretenimiento de todos. Es digno de aplauso. Se lo ruego, señora. Todos se rieron porque, evidentemente, creían, como yo, que esas palabras tenían un sentido irónico. Sólo el pianista estaba mudo. Mantenía la cabeza baja y pasaba el índice de la mano por la madera del banco como si dibujara en la arena. Yo temblaba, y para
ocultarlo, metí las manos en los bolsillos del pantalón. No podía ya hablar con claridad porque todo mi rostro quería llorar. Por eso tenía que elegir las palabras en tal forma que la idea de que quería llorar pareciera ridícula a mis oyentes. -Señora -dije-, tengo que tocar ahora porque... Como había olvidado el motivo, me senté inopinadamente al piano. Entonces volví a comprender mi situación. El pianista se levantó y pasó delicadamente por encima del banco, pues yo le cerraba el camino. -Apague la luz, por favor, sólo puedo tocar en la oscuridad. Me incorporé. Dos caballeros levantaron el banco y me llevaron en volandas hasta la mesa, mientras silbaban una canción y me columpiaban ligeramente. Todos parecían entusiasmados y la señorita dijo: - ¿Ve, señora? Ha tocado bastante bien. Yo ya lo sabía. ¿Ve que su temor era infundido? Comprendí y agradecí con una reverencia que ejecuté correctamente. Se me sirvió limonada y una señorita de labios rojos me sostuvo el vaso para que bebiera. La dueña de casa me alcanzó pastelillos en una bandejita de plata y una muchacha de vestido completamente blanco me los introducía en la boca. Una exuberante joven de cabello rubio sostenía un racimo de uvas que yo no necesitaba más que arrancar: me miraba a los ojos, que la eludían. Como me trataban tan bien, me sorprendió que todos, unánimemente, me retuvieran cuando pretendí acercarme de nuevo al piano. -Ya es suficiente -dijo el dueño de casa, cuya presencia no había notado. Salió y regresó de inmediato con un descomunal sombrero de copa y un abrigo floreado de color castaño cobrizo-. Ahí tiene sus cosas. Realmente, no eran mis cosas, pero no quería ocasionarle la molestia de salir nuevamente. El mismo me ayudó a ponerme el abrigo, que me sentaba a la perfección, aunque tal vez resultara un poco estrecho, a pesar de mi delgadez. Una dama de rostro benévolo me lo abrochó y al hacerlo se fue inclinando insensiblemente. -Que siga usted bien -dijo la dueña de casa-, y vuelva pronto. Su visita siempre será grata. -Todos se inclinaron como si ello fuera indispensable. Yo lo intenté también, pero el abrigo me lo impedía. Entonces cogí el sombrero y, creo que desmañadamente fui hacia la puerta. Pero cuando con pasos cortos crucé la puerta de la calle, la gran concavidad el cielo con la luna y las estrellas, la plaza con el Ayuntamiento, la columna de la Virgen y la iglesia se me vinieron encima. Pasé tranquilamente de la sombra al claro de la luna, me desabroché el abrigo y traté de entrar en calor; luego, levantando las manos, hice callar el rumor de la noche y comencé a reflexionar: - ¿Qué? ¿Fingís que existís? ¿Pretendéis hacerme creer que soy irreal, cómicamente plantado en el verde pavimento?. Sin embargo, hace ya mucho tiempo que dejaste de ser real, oh cielo, y tú plaza, no lo fuiste jamás. "Os concedo que todavía sois superiores a mí, pero sólo cuando os dejo en paz. "Gracias a Dios, luna, ya no eres la luna, pero quizá sólo por pereza te sigo nombrando luna, como te llamabas antes. ¿Por qué disminuye tu orgullo cuando te designo olvidado farolito japonés de color extraño? ¿Y por qué estás a punto de retirarte cuando te designo Columna de María? ¿Y por qué ya no reconozco tu actitud amenazadora, Columna de María, cuando te nombro: Luna, que irradia luz amarilla? "Creo, en verdad, que no os sienta bien que uno haga reflexiones sobre vosotras; disminuye vuestro ánimo y vuestra salud. "¡Gran Dios, qué beneficioso sería que el contemplativo aprendiera del borracho!" ¿Por qué ha callado todo? Creo que ya no hay viento. Y las casitas que a menudo se deslizan por la plaza como sobre ruedecillas, se han atascado. Silencio, silencio..., ni siquiera se ve el fino trazo negro que ordinariamente las separa del suelo.
Eché a correr. Sin dificultad, di tres vueltas a la plaza, y como no encontré ningún borracho, me dirigí, sin disminuir la rapidez y sin experimentar fatiga, hacia el callejón Carlos. Mi sombra me acompañaba y a veces corría sobre la pared, más pequeña que yo, como si se hubiera introducido en una zanja entre la pared y la calle. Al pasar por el Cuartel de Bomberos oí ruidos en dirección a la pequeña plaza, y al doblar, vi a un borracho de pie junto a la verja de la fuente, los brazos en posición horizontal y golpeando el suelo con zuecos de madera. Me detuve para recobrar el aliento; luego me acerqué a él, me quité el sombrero de copa y dije, presentándome: -Buenas noches, tierno caballero; he llegado a los veintitrés años, pero todavía no tengo nombre. Pero usted seguramente viene con un apelativo asombroso y musical de esa gran ciudad llamada París. El sobrenatural perfume de la frívola corte de Francia le envuelve. "Con toda seguridad que, con sus ojos coloreados, ha visto a esas grandes damas que están de pie sobre la alta y amplia terraza, girando irónicamente sobre su talle estrecho, mientras el extremo de su cola pintada, extendida ampliamente también sobre la escalera, yace aún en la arena del jardín. ¿No es cierto que una multitud de criados, de fraques grises de corte atrevido y pantalón blanco, trepan por largas pértigas, distribuidas por todas partes, y con las piernas alrededor de los postes, el torso frecuentemente echado hacia atrás y hacia el costado, deben tirar de gruesas sogas para izar y extender en lo alto gigantescas lonas grises, porque la señora desea una mañana neblinosa? Eructó y dijo alarmado: -Realmente, ¿es verdad que usted viene, señor, de nuestro París, del turbulento París, de esa granizada de entusiasmo? Cuando volvió a eructar, dije con embarazo: -Sé que se me depara un gran honor. Con ágiles dedos me abroché el abrigo y dije con fervorosa timidez: -Ya sé, señor, que no me considera digno de una contestación, pero si hoy no le preguntara, tendría que llevar una existencia por demás triste. "Le ruego, pues, elegante caballero, me diga si es verdad lo que me han contado. ¿Hay gente en París que no tiene más que ropas adornadas y hay allí casas que son sólo portales: ¿Y en verdad que en los días de verano el cielo sobre la ciudad es fugitivamente azul, sólo adornado con blancas nubéculas en forma de corazón? ¿Y que existe allí un panóptico muy concurrido, en que sólo hay árboles y tablillas con los nombres de los más célebres héroes, delincuentes y amantes? "Y después todavía esta noticia, seguramente falsa, ¿no es verdad?, de que las calles de París se ramifican de pronto, inquietas. ¿Que no siempre todo está en orden? Pero claro, ¿cómo podría estarlo? Sucede alguna vez un accidente, la gente se reúne saliendo de las calles laterales, con ese paso urbano que apenas roza el pavimento; todos sienten curiosidad, pero al mismo tiempo temen ser defraudados; respiran con prisa y adelantan sus cabecitas. Pero si llegan a chocar entre sí, hacen profundas reverencias y piden perdón: 'Lo siento., ha sido sin querer... hay demasiada gente, disculpe, por favor... qué torpe soy... lo reconozco. Mi nombre es... mi nombre es Jerome Faroche, comerciante en especias en la rué de Cabotin... permítame que lo invite a almorzar mañana... mi señora estará encantada...' Así hablan mientras la calle está sumida en gran confusión y el humo de las chimeneas cae sobre las casas. Y hasta sería posible que en algún bulevar animado de un barrio distinguido se detuvieran dos coches, que los criados abrieran gravemente las puertas y ocho perros lobos siberianos, de raza, bajaran bailoteando y se lanzaran a saltos a través de la calzada. Y entonces se diría que son petimetres disfrazados. El borracho había entrecerrado los ojos. Cuando callé, se introdujo ambas manos en la boca y empujó la mandíbula hacia abajo. Su ropa estaba manchada; era probable que lo hubieran arrojado de una taberna y aún no lo había advertido.
Seguramente era esa pausa completamente tranquila entre el día y la noche, en que la cabeza, sin que uno se percate, cuelga hacia la nuca y en que todo, sin que uno se dé cuenta, se detiene porque no lo contemplamos y luego desaparece. Con los cuerpos arqueados y quemados solos, miramos a nuestro alrededor, sin ver nada, y no percibimos la resistencia del aire, sino que nos aferramos íntimamente al recuerdo de que a cierta distancia de nosotros se levantan edificios con techos y chimeneas angulosas, por las que la oscuridad fluye de las casas y pasa necesariamente a través de las buhardillas, antes de llegar a las distintas habitaciones. Y es una suerte que mañana sea un día en que, por más increíble que parezca, todo podrá ser visto de nuevo. Entonces el borracho levantó las cejas, en forma tal que se vio entre ellas y los ojos un destello y explicó con intermitencias: - Es así..., tengo sueño, me iré a dormir... Tengo un cuñado en la Plaza Wenzel... Iré hacia allá, vivo allá, allá tengo mi cama... vete ahora... No sé cómo se llama ni dónde vive... me parece que lo he olvidado... pero eso no importa, porque ni siquiera sé si tengo cuñado... Ahora me voy... ¿Cree usted que lo encontraré? -Desde luego -dije sin vacilar-. Pero usted viene de lejos y sus criados casualmente no están con usted. Permítame que lo acompañe. No contestó y le ofrecí el brazo.
d. Prosecución de la conversación entre el gordo y el orante Hacía ya tiempo que trataba de despabilarme. Me frotaba el cuerpo y me decía: "Es hora de que hables. Si ya estás confundido. ¿Sientes opresión? Espera. Tú conoces estas situaciones. ¡Piénsalo sin prisa! Los que te rodean también esperarán. "Sucede como en la reunión de la semana pasada. Alguien lee algo en voz alta. Yo mismo he copiado una hoja a petición suya. Cuando veo la letra que aparece a continuación de las hojas escritas por él, me asusto. Es insoportable. La gente se inclina sobre ellas desde los tres lados de la mesa. Aseguro llorando que no es mi letra. "¿Pero por qué había de parecerse a lo de hoy? Sólo depende de ti que se origine una conversación limitada. Todo está en paz. ¡Haz un esfuerzo, querido!... Ya encontrarás una objeción... Puedes decir: 'Tengo sueño. Me duele la cabeza. Adiós.' Conque, ¡rápido, rápido! Hazte notar. ¿Que es eso? ¿Otra vez obstáculos y obstáculos? ¿Qué recuerdas?... Recuerdo una meseta que se alzaba contra la grandeza del cielo como un escudo de la tierra. La vi desde una montaña y me prepare para atravesarla. Comencé a cantar." Mis labios estaban secos y desobedientes cuando dije: - ¿No será posible vivir en otra forma? - No - dijo él, sonriendo, interrogante. - ¿Pero por qué reza a la tarde en la iglesia? -pregunté entonces, mientras se derrumbaba entre nosotros todo cuanto yo había apuntalado entre sueños. - ¿Por qué habríamos de hablar de ello? Al anochecer, nadie que viva solo es responsable. Hay muchos temores. Que se desvanezca la corporeidad, que los nombres sean realmente como parecen en el crepúsculo, que no se pueda andar sin bastón, que tal vez fuera conveniente ir a la iglesia y rezar a gritos, para ser mirado y obtener un cuerpo. Como hablara así y después callara, saqué del bolsillo mi pañuelo rojo y lloré doblado sobre mí mismo. Se puso de pie, me besó y me dijo: - ¿Por qué lloras? Eres alto y eso me gusta; tienes largas manos que casi se conducen según tu voluntad. ¿Por qué no te alegras por ello? Usa siempre bordes oscuros en las mangas, te lo aconsejo... No.... ¿te mimo y sigues llorando? Sin embargo, soportas con bastante cordura la vida.
"Construimos máquinas de guerra en el fondo inútiles, torres, murallas, cortinas de seda y, si tuviéramos tiempo, nos asombraríamos de ello. Y nos mantenemos en suspenso, no caemos, aleteamos a pesar de ser más repelentes que murciélagos. Y ya casi nadie nos puede impedir que en un día hermoso digamos: 'Gran Dios, hoy es un hermoso día', pues ya estamos instalados en nuestra tierra y vivimos conformes a ella y a nosotros mismos. "Porque somos como troncos derribados de la nieve. Parecen apoyarse ligeramente y se debería poder desplazarlos con un empujón. Pero no, no se puede, están fuertemente unidos al suelo. Pero mira, hasta eso es sólo aparente. Las reflexiones contuvieron mis lágrimas: -Es de noche y nadie podrá echarme en cara mañana lo que pueda decir ahora, porque puede haber sido dicho en sueños. Luego dije: -Sí, eso es. Pero ¿de qué hablábamos? No podíamos hablar de la iluminación del cielo, ya que estamos en la profundidad de un zaguán. No..., sin embargo, hubiéramos podido hablar de ello, porque, ¿no somos acaso completamente independientes en nuestra conversación? No buscamos ni fin ni verdad, sólo diversión y esparcimiento. Pero ¿no podría contarme de nuevo la historia de la señora del jardín? ¡Qué admirable, qué sabia es esta mujer! Debemos comportarnos según su ejemplo. ¡Cómo me agrada! Y además está bien que me encontrara con usted y lo atrapara. Ha sido para mí un gran placer conversar con usted. He oído algunas cosas que (tal vez deliberadamente) ignoraba. Me alegro. Parecía satisfecho. Aunque el contacto con un cuerpo humano siempre me es desagradable, tuve que abrazarlo. Luego salimos del zaguán y miramos el cielo. Mi amigo acabó de dispersar con el aliento algunas nubes ya deshechas, y se nos ofreció la ininterrumpida extensión de las estrellas. Caminaba penosamente.
4. HUNDIMIENTO DEL GORDO Entonces fue atrapado por la velocidad y empujado a lo lejos. El agua del río fue atraída a un precipicio, quiso retroceder, vaciló en el borde que se desmoronaba, y se derrumbó entre fragmentos y humo. El gordo no pudo seguir hablando, tuvo que girar y desaparecer en el fragor de la catarata. Yo, que había asistido a tantos entretenimientos, lo vi todo desde la orilla. - ¿Qué pueden hacer nuestros pulmones? -grité-. Si al respirar apresuradamente, se asfixian en sus propios venenos; si con lentitud, mueren en el aire irrespirable, por culpa de las cosas en rebelión. Pero si tratan de dar con su propio ritmo, entonces es esa búsqueda lo que los mata. Entretanto, las márgenes del río se separaban desmesuradamente, y sin embargo yo tocaba con la palma de la mano el hierro de un indicador de caminos empequeñecido por la distancia. No lo entendía muy bien. Yo era pequeño, casi más pequeño que de costumbre; un rosal silvestre de flor blanca era más alto que yo. Lo sabía porque poco antes había estado a mi lado. Y sin embargo me había equivocado, ya que si mis brazos eran tan largos como los nubarrones, los aventajaban en rapidez. No sabía por qué querían aplastar mi pobre cabeza. Esta era minúscula como un huevo de hormiga y estaba un poco deteriorada, además no era perfectamente redonda. Efectuaba con ella giros suplicantes, pues, por ser mis ojos tan pequeños no se habría notado lo que querían expresar. Mis piernas, mis imposibles piernas yacían por sobre las montañas boscosas y proyectaban sombra en los valles aldeanos. ¡Crecían! Ya llegaban al espacio carente de paisaje, más allá de mi alcance visual.
Pero no; soy pequeño, pequeño por ahora; ruedo, ruedo, soy un alud. Os lo ruego, ¡oh vosotros, los que pasáis!, sed amables y decidme cuan grande soy; medid estos brazos y estas piernas. Os lo ruego.
III
-Por favor -dijo mi compañero, que volvía conmigo de la reunión y que marchaba tranquilo a mi lado por un camino del monte Laurenzi-, deténgase un poco para que pueda ordenar mis ideas. Tengo algo que hacer. Pero estoy cansado... la noche es fría y radiante, pero este viento descontento a ratos hasta parece hacer cambiar la situación de aquellas acacias. La sombra lunar de la casa del jardinero se tendía a través del camino ligeramente abovedado, adornada con ribetes de nieve. Cuando distinguí el banco junto a la puerta, lo señalé con la mano, pues no era valiente y esperaba reproches, así que me puse la mano izquierda sobre el pecho. Se sentó disgustado, sin preocuparse por sus hermosas ropas, y me asombró que apretara los codos contra las caderas, apoyando la frente sobre los dedos crispados. -Quiero contarle esto. Vivo ordenadamente, ¿sabe? No hay nada que objetar. Todo lo que es necesario y reconocido, sucede. La desdicha, habitual en la sociedad que frecuento, no me respetó, como comprobamos con satisfacción yo mismo y todos los que me rodean; y tampoco esta dicha general se retrajo: podía hablar de él en las reuniones. Bueno, nunca he estado enamorado de veras. Lo lamentaba a veces, pero cuando las necesitaba, usaba aquellas expresiones. Ahora, en cambio, lo tengo que admitir: Sí, estoy enamorado, y probablemente arrebatado por la pasión. Soy un amante fogoso, como los desean las muchachas. Pero ¿no debí considerar que precisamente esta deficiencia anterior originaba un vuelco excepcional y jocoso, sumamente jocoso, en mi situación? -Calma, calma -dije indiferente, sólo pensando en mí-. Su amada es hermosa, por lo que he oído. -Sí, es hermosa. Junto a ella sólo pensaba: "Esta audacia... y yo soy tan osado... viajo por mar... bebo litros y litros de vino. Pero cuando ríe no muestra los dientes como es de esperar, sólo se puede ver la oscura, estrecha, arqueada oquedad de su boca. Eso le confiere un aspecto astuto y senil, aunque al reír eche la cabeza hacia atrás. - No puedo negarlo -dije entre suspiros-. Probablemente yo también lo he visto, pues debe ser notable. Pero no es tan sólo eso. ¡La belleza de las muchachas en general! A menudo, al contemplar los vistosos vestidos con pliegues y volados, pienso que no se conservarán así por mucho tiempo, que se formarán arrugas que nadie podrá alisar, que el polvo se alojará, pertinaz, en los adornos; pienso que nadie desearía ofrecer el espectáculo triste y ridículo de ponerse por la mañana y quitarse por la noche, diariamente, el mismo costoso vestido. Sin embargo, veo muchachas que a pesar de su hermosura y atractivos músculos y huesecillos, tengan piel y grandes matas de cabello sedoso, aparecen diariamente con este mismo disfraz natural, apoyan siempre el mismo rostro en la mano y contemplan idéntica faz en el espejo. Sólo a veces, de noche, cuando regresan de alguna fiesta, advierten, al mirarse en el espejo, que tienen un rostro ajado, hinchado, por todos visto y apenas tolerado. -Muchas veces, mientras caminábamos, le pregunté si ella le parecía bonita; pero usted siempre se volvió, sin contestarme. Dígame, ¿tiene malas intenciones? ¿Por qué no me consuela? Afirmé los pies en la sombra y dije atentamente: -Usted no necesita consuelo. Usted es amado. Y para no resfriarme, me cubrí la boca con mi pañuelo estampado de uvas azules. Ahora se volvió hacia mí y apoyó su gruesa cara contra el bajo respaldo del banco: - ¿Sabe? En realidad aún tengo tiempo, todavía puedo cortar este amor naciente con una infamia, una infidelidad o con un viaje a un país lejano. Porque, realmente, dudo, no sé si dejarme arrastrar por este torbellino. No hay nada seguro; nadie puede precisar rumbo y duración. Cuando entro en una taberna para emborracharme, sé que esa noche estaré borracho. ¡Pero en mi caso! Dentro de una semana pensaba hacer una excursión con una familia amiga, eso ya supone quince días de agitación para el corazón. Los besos de esta
noche me adormecen para obtener espacio de sueños paseo nocturno; me muevo continuamente, mi rostro se viento, debo tocar continuamente una cinta rosa en temores por mí, sin poder afrontarlos y hasta superarlo a otra ocasión seguramente no conversaría tanto.
ilimitados. Yo me rebelo, doy un hiela y arde como golpeado por el el bolsillo, experimento grandes usted, señor mío, mientras que en
Yo sentía mucho frío y el cielo adquiría ya poco a poco una coloración blanquecina. -Ninguna infamia, ninguna infidelidad, ningún viaje a un país lejano le servirá. Tendrá que matarse -dije, y sonreí además. Enfrente, en el otro borde de la avenida, había dos arbustos y, detrás de ellos, la ciudad. Todavía estaba un poco iluminada. -Bien -gritó y golpeó el banco con un pequeño y fuerte puño, pero en seguida volvió a quitarlo-. Sin embargo, usted vive. Usted no se mata. Nadie lo ama. Usted no logra nada. Ni siquiera dominar el próximo instante. Por eso habla así, como un vulgar. No puede amar; nada le agita fuera del miedo. Mire, mire mi pecho. Se abrió rápidamente el abrigo, el chaleco y la camisa. Su pecho era realmente ancho y hermoso. Yo comencé a susurrar. - Sí, a veces sobrevienen situaciones rebeldes. Este verano, por ejemplo, estuve en un pueblo, a orillas de un río. Lo recuerdo perfectamente. A menudo me acurrucaba en un banco de la orilla. En la ribera había un puesto de meriendas. A menudo tocaban el violín. Se reunía allí gente joven y fuerte, que bebía cerveza al aire libre; hablaban de caza y de aventuras. Además, detrás de la otra orilla surgían montañas cubiertas de nubes... Me levanté, la boca débilmente retorcida, y me detuve en el césped, detrás del banco: quebré también algunas ramas cubiertas de nieve. Dije al oído de mi compañero: -Estoy comprometido; lo reconozco. No se asombró de que me hubiese levantado. - ¿Usted está comprometido? Daba la sensación de estar muy débil, como si sólo lo sostuviera el respaldo. Se quitó el sombrero y vi su pelo cuidadosamente peinado y perfumado, terminado en la nuca en una línea curva y precisa, tal como se usaba en ese invierno. Me alegré de haberle contestado en forma tan inteligente. "Sí -me dije- ; he aquí un hombre que se mueve a sus anchas en las reuniones, de lengua ágil y brazos libres. Puede conducir a una dama a través de un salón y conversar amablemente con ella sin que le preocupe que afuera llueva o que haya un tímido o que suceda cualquier otra cosa lamentable. Sí, se inclina graciosamente ante las damas. Aquí está ahora." Se pasó un pañuelo de batista por la frente. -Póngame la mano sobre la frente -dijo-. Se lo ruego. No me apresuré a complacerle y entonces cruzó las manos. Como si nuestra pena lo oscureciese todo, hablábamos en lo alto de la montaña como en una pequeña habitación, a pesar de la luz, y del viento de la mañana. Muy próximos aunque no simpatizábamos, las paredes nos impedían separarnos. Pero podíamos conducirnos ridículamente y sin rigidez humana, sin avergonzarnos de las ramas que nos cubrían y los árboles que nos rodeaban. Mi compañero sacó una navaja, la abrió pensativo y, como jugando, se la hundió en el brazo izquierdo; pero no volvió a sacarla. La sangre corrió en el acto. Sus redondas mejillas estaban pálidas. Retiré entonces el cuchillo, corté con él las mangas del abrigo y de la chaqueta y rasgué la camisa. Corrí un trecho buscando ayuda. Todo el ramaje se veía ahora nítidamente inmóvil. Chupé un poco la herida; de pronto, me acordé del pabellón. Subí corriendo las escalinatas del lado izquierdo, revisé de prisa las ventanas y puertas, llamé furiosamente, aunque había notado desde el principio que la casa estaba deshabitada.
Luego volví a mirar la herida, que continuaba manando sangre. Humedecí el pañuelo en la nieve y le vendé el brazo con torpeza. -Querido -le dije-, te has herido por mi causa. Estás en buena posición, rodeado de cosas amables. Puedes pasear en días luminosos cuando mucha gente bien vestida circula entre las mesas o en los caminos de las colinas. Piensa que en la primavera podemos ir al bosque, no, nosotros no, viajarás tú, con Anita, alegremente... Sí, créeme, te lo ruego; el sol, brillando sobre nosotros, iluminará esa belleza vuestra y todos la verán. Hay música, los caballos se oyen desde lejos, las penas están de más; la algarabía y los organillos resuenan en las avenidas. - ¡Gran Dios! -dijo él. Se levantó, y apoyándose en mi nos pusimos en marcha-. Ya no hay salvación. Todo eso ya no podría alegrarme. Discúlpeme. ¿Es tarde? Tal vez mañana tenga algo que hacer. ¡Dios mío! Un farol, cerca de la pared, acostaba las sombras de los troncos sobre los caminos y la nieve, mientras las sombras del ramaje caían como quebradas, hacia el barranco.
DISCURSO SOBRE LA LENGUA YIDDISCH2 Franz Kafka (1912) Distinguidas señoras y señores: antes de que comiencen a recitarse los primeros versos de los poetas judío-orientales, quisiera decirles que ustedes entienden mucho más jargon3 de lo que creen. Estoy seguro de que la velada de hoy les causara una bellísima impresión, pero deseo que se manifieste en cuanto lo haya merecido. Sin embargo, mientras algunos de ustedes teman tanto el jargon, tanto que casi se les lee en los rostros, esa magnífica impresión no podrá suceder. No quiero molestarme en hablar de los que tienen tantos prejuicios contra el jargon; pero ese recelo, aun con una cierta resistencia, es, si se quiere, comprensible. Las circunstancias de nuestra vida europea occidental están, si las observamos futivamente, ordenadas de esta manera; todo sigue una serena marcha. Vivimos en verdadera y feliz concordia; cuando es necesario, nos entendemos mutuamente; nos arreglamos sin el otro cuando nos conviene, e incluso entonces nos entendemos; ¿quién podría, proviniendo de un tal ordenamiento de la vida, entender el intrincado jargon, o quien tendría aún ganas de hacerlo? El jargon es el idioma europeo más nuevo, sólo tiene cuatrocientos años de vida y, en realidad, es mucho mas moderno todavía. Aún no ha moldeado formas idiomáticas de la claridad que nosotros necesitamos. Su expresión es breve y rápida. Carece de reglas gramaticales. Los aficionados intentan construir una gramática, pero el jargon se habla constantemente; no descansa. El pueblo no lo abandona a los gramáticos. Sólo está constituido por vocablos extranjeros. Pero estos no descansan en él, sino que conservan la celeridad y vivacidad con que se han adoptado. Las emigraciones recorren el jargon de uno a otro extremo. Todo ese alemán, hebreo, francés, inglés, eslavo, holandés, rumano y aun latín esta incluido en el jargon, por curiosidad y despreocupación; requiere bastante poder el retener juntos estos idiomas en ese estado. Por lo mismo, ninguna persona sensata pretende hacer del jargon una lengua universal, por mas cerca que lo esté. Sólo saca la jerga con gusto, pues necesita menos relaciones idiomáticas que palabras aisladas. Además, porque el jargon ha sido despreciado durante mucho tiempo. Sin embargo, partes de reglas sintácticas conocidas imperan en este ejercicio de la lengua. Por ejemplo, el jargon se origina en la época de transición del alto alemán de la Edad Media al alto alemán moderno. Hubo entonces formas optativas: el alto alemán tomó una, el jargon, la otra. O el jargon derivaba formas del alto alemán de la Edad Media de manera más lógica que el mismo alto alemán moderno; así, por ejemplo, el jargon mir seien (alemán moderno wir sind) está tomado del alto alemán de la Edad Media sin, lo que es mas natural que el wir sind del alto alemán moderno. O el jargon se quedó con las formas del alto alemán de la Edad Media, a pesar
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Primera edición: en Gesammelte Werke, vol. VI, Frankfurt/Main, 1953. Discurso introductorio para una velada de piezas interpretadas por Jizchak Löwy, actor amigo de Kafka, pronunciada en el salón de actos del ayuntamiento judío de Praga.
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Yiddisch. (N.del T.).
de la evolución de éste hacia el moderno. Lo que entraba en el guetto, no salía tan fácilmente de allí. De esta manera perduraron formas como Kerzlach, Blümlach, Liedlach. En estas creaciones libres y reguladas del idioma, todavía fluyen los dialectos del jargon. Hasta se puede afirmar que todo él se compone de dialectos, incluso la parte escrita, a pesar de haberse llegado a un acuerdo respecto de la escritura. Con todo esto creo haber convencido a la mayoría de ustedes, distinguidas señoras y señores, que no entenderán ni una palabra del jargon. No esperen una ayuda en la explicación de las obras. Si ni siquiera son capaces de entender el jargon, no puede serles de utilidad cualquier explicación circunstancial. En el mejor de los casos comprenderán la explicación, y notarán que se aproxima algo difícil. Eso será todo. Puedo decirles, por ejemplo: El señor Löwy representará ahora tres obras. Primero, Die Grine, de Rosenfeld. Grine son los "verdes", los recién llegados a América. En este poema, emigrantes judíos de esta clase van, formando un grupito, con sus maletas de viaje sucias por una calle de Nueva York. El público, como es de suponer, se amontona, los mira con asombro, los sigue y se ríe. El poeta, fuera de sí en su excitación por este espectáculo, pasa de estas escenas callejeras al judaísmo y a la humanidad. Se tiene la impresión, mientras el poeta habla, de que el grupo de emigrantes se detiene, a pesar de estar lejos y no poder escucharle. La segunda obra es de Frug y se llama Arena y estrellas. Es una amarga interpretación de una promesa bíblica. Dice: seremos como las arenas del mar y las estrellas del cielo. Y bien, ya estamos pisoteados como la arena, ¿cuándo se hará realidad lo referente a las estrellas? La tercera obra es de Frischmann y se llama La noche está quieta. Una pareja de enamorados se encuentra de noche con un sabio piadoso, que va a rezar. Se asustan, temen que los delaten, luego se calman recíprocamente. Como ven, estas explicaciones no aportan demasiado. En la representación buscarán aquello que, relacionado con las explicaciones, ya saben, y lo que realmente está no lo verán. Por fortuna, todo el que conozca el idioma alemán, comprenderá el jargon. Pues, cuando se lo contempla a distancia, la comprensibilidad exterior de éste está formada por la lengua alemana; es esta una ventaja sobre las demás lenguas del mundo. Como es equitativo, también tiene una desventaja con respecto a ellas. Consiste en que no se puede traducir el jargon al idioma alemán. Las conexiones entre ambos son tan tenues y significativas que no pueden sino desgarrarse cuando se vuelca el jargon al alemán, es decir, ya no se vierte jargon, sino algo insustancial. Traduciéndolo al francés, por ejemplo, el jargon puede transmitirse a los franceses; con la traducción al alemán, se lo aniquila, Toit, por ejemplo, no es tot (muerto), y Blüt de alguna manera es blut (sangre). Pero no sólo desde esa distancia del idioma alemán, distinguidas damas y caballeros, pueden entender el jargon; pueden acercarse un paso más. Hace muy poco tiempo apareció el habla que constituye la comunicación coloquial de los judíos alemanes, distinta según viviesen en la ciudad o en el campo, más hacia el este o el oeste, como antecedentes más lejanos o cercanos del jargon, y han quedado aún muchos matices. Por lo tanto, la evolución histórica del jargon podría estudiarse en la superficie del presente, casi tan bien como en la profundidad de la historia. Muy cerca de él llegarán si consideran que, aparte de los conocimientos, hay en ustedes fuerzas en actividad y encadenamiento de fuerzas que les hace posible comprender el jargon con los sentimientos. Sólo ahora puede ayudarles el expositor, que les tranquiliza a fin de que no se sientan excluidos de antemano y reconozcan, al mismo tiempo, que no deben quejarse ya de no entender el jargon. Esto es lo fundamental, pues con cada queja se aleja la comprensión. Pero si permanecen quietos, se encontrarán repentinamente en medio del jargon. Y cuando éste se ha apoderado de ustedes (y jargon es todo, palabra, melodía casídica y el espíritu mismo de este actor judío oriental) no recuperarán ya la calma anterior. Sentirán entonces la unidad real del
jargon, tan fuerte, que tendrán temor, pero ya no de él sino de ustedes mismos. No se sentirán capaces de soportar solos ese temor, si no les infundiese simultáneamente una confianza en sí mismos, que se opone a ese temor y es aún más fuerte. ¡Gústenlo cuanto puedan! Cuando luego se pierda, mañana y más tarde (¡cómo podría también quedar grabado en la memoria como una única representación!), les deseo que hayan olvidado también el temor. Porque no deseábamos castigarles.
EL MAESTRO DE PUEBLO (EL TOPO GIGANTE) (1914) "Quiso, en una palabra, que la existencia de un mundo sin razón, que los sentidos no ordenan, fuera siempre existencia soberana, existencia posible solamente en la medida que la existencia llama a la muerte." George Bataille "El comienzo de toda novela corta resulta de entrada ridículo. Parece imposible que ese organismo nuevo, todavía inacabado, sensible por todas partes, logre mantenerse en la organización ya existente del mundo, la cual tiende, como toda organización ya existente, a cerrarse hacia afuera." Diarios 1910-1913 Primera edición: en Beim Bau der Chinesischen Mauer, Berlín, 1931. Las gentes a las que yo pertenezco, las que incluso encuentran repulsivo un topo corriente, hubieran muerto con seguridad de repugnancia si hubieran visto el gigantesco topo que hace algunos años fue visto en las cercanías de un pequeño pueblo, que adquirió pronto efímera fama. Pero ciertamente hace ya tiempo que ha vuelto a caer en el olvido y con ello se ve la falla de todo el suceso, que quedó completamente inexplicado, ya que no se hizo ningún esfuerzo serio para aclararlo; y que a consecuencia de un incomprensible descuido de aquellos círculos que se tenían que haber ocupado y que efectivamente se preocupan de cosas de menor importancia, quedó olvidada, sin un examen más minucioso. El hecho de que el pueblo se encuentre lejos del tren no puede servir en ningún caso como disculpa. Muchas personas venían de lejos por curiosidad, incluso del extranjero; sólo no vinieron aquellos que debían mostrar algo más que curiosidad. En efecto, si las personas sencillas no se hubieran ocupado desinteresadamente de este asunto, personas a las que su trabajo diario apenas les concedía un minuto de respiro, el rumor de la aparición apenas si hubiera traspasado la región. Hay que admitir que incluso el rumor, que apenas si se puede mantener, era demasiado insistente; si no se lo hubiera empujado formalmente, no se hubiera extendido. Pero esto tampoco era motivo para no ocuparse del asunto; por el contrario, también la aparición tenía que haber sido investigada. En su lugar se dejó el único estudio escrito del caso al viejo maestro de pueblo que, si bien era un extraordinario hombre en su profesión, ni sus aptitudes ni su instrucción le permitían entregarse a una profunda y valorable descripción, ni mucho menos a una explicación. El pequeño escrito fue impreso y muy bien vendido a los que entonces visitaban el pueblo, encontró incluso una cierta acogida; pero el maestro era lo suficientemente listo como para darse cuenta de que sus esfuerzos, aislados y sin apoyo, en el fondo carecían de valor. Mas no cesó en ellos y convirtió el hecho, que a pesar de su naturaleza era cada vez más y más desesperado, en el trabajo de su vida; esto demuestra, por una parte, la gran influencia que podía causar la aparición, y por otra parte, el tesón y la persuasión que se pueden encontrar en un viejo y olvidado maestro de pueblo. Pero que había sufrido mucho ante la indiferencia de las personalidades competentes, lo prueba un pequeño apéndice que hizo añadir a su escrito, si bien algunos años después, o sea, en una época en la que ya casi nadie se acordaba del asunto. En este apéndice se lamenta —convincentemente, tal vez por su sinceridad más que por su habilidad— de la falta de comprensión que ha encontrado en la gente, sobre todo en aquella que era menos de esperar. De estas personas dice acertadamente: "Ellos hablan como viejos maestros de pueblo, no yo." Comenta, entre otras cosas, la opinión de un experto al que acudió con su asunto. El nombre del experto no aparece, pero a través de ciertos detalles se puede adivinar de quién se trataba. Después- de vencer grandes dificultades para llegar a ser recibido por el experto, al que ya se había anunciado con semanas de anticipación, notó ya en los saludos que éste se había formado una inamovible opinión en relación al asunto. La preocupación con la que escuchó el largo informe del maestro, al que devolvió el escrito, se aprecia en la observación que hizo tras una aparente reflexión: —La tierra es en su comarca especialmente pesada y negra. Así da a los topos una alimentación especialmente sustanciosa y se hacen extraordinariamente grandes.
—Pero no tan grandes —gritó el maestro y midió, exagerando un poco en su ira, dos metros en la pared. —Sin embargo, sí —contestó el experto, al que por lo visto todo el asunto le parecía muy divertido. Con esta respuesta regresó el maestro a su casa. Cuenta cómo, por la noche, nevando, le esperaban en la carretera su mujer y sus seis hijos y cómo les tuvo que informar del definitivo fracaso de sus esperanzas. Cuando leí lo relativo al comportamiento del experto con el maestro, no conocía aún el escrito principal de este último. Pero me decidí inmediatamente a coleccionar y recopilar yo mismo todo lo que pudiera conocer sobre el caso. Puesto que yo no podía vérmelas con el experto, mi escrito debía defender por lo menos al maestro, mejor dicho, no tanto al maestro como la buena intención de un honrado pero poco influyente hombre. Confieso que me arrepentí más tarde de esta decisión, pues pronto noté que su exposición me iba a colocar en una situación curiosa. Por una parte mi influencia distaba mucho de ser suficiente como para cambiar la opinión del experto o incluso la del público a favor del maestro; por otra parte, el maestro debía notar que a mí me importaba menos su intención principal — probar la aparición del enorme topo— que la defensa de su hombría de bien, que a él le parecía por supuesto fuera de toda defensa. Así, pues, podía ocurrir que yo, que quería apoyar al maestro, no encontrase en él ninguna comprensión, y que seguramente, en lugar de su ayuda, necesitase para mí otra nueva ayuda, de aparición poco probable. Además, mi decisión me echaba encima un gran trabajo. Si yo quería convencer, no debía remitirme al maestro, que a su vez no había podido convencer. El conocimiento de su escrito sólo me hubiera confundido, por lo que evité leerlo antes de la conclusión de mi propio trabajo. Ciertamente él se enteró por terceras personas de mis indagaciones, pero no sabía si trabajaba en su mismo sentido o contra él. Sí, incluso imaginó lo último, aunque más tarde lo negara, pues puedo probar que me colocó distintos obstáculos en el camino. Eso le resultaba muy fácil, puesto que yo estaba obligado a examinar de nuevo las investigaciones que él ya había efectuado, por lo que siempre se me anticipaba. Este era, sin embargo, el único reproche que se le podía hacer con justicia a mi método, un reproche por cierto inevitable, pero muy contrarrestado por el cuidado y abnegación de mis conclusiones finales. Aparte de esto, mi escrito estaba libre de toda influencia del maestro; tal vez observara en este-punto una exagerada meticulosidad; parecía como si nadie hubiera estudiado el caso hasta ahora, como si yo Fuera el primero que interrogaba a los testigos, el primero que ordenaba los datos, el primero que deducía consecuencias. Al leer más tarde el escrito del maestro —tenía un título muy ceremonioso: "Un topo, tan grande como nadie lo ha visto jamás" — encontré que no coincidíamos en los puntos esenciales, si bien ambos creíamos haber demostrado el problema esencial, la existencia del topo. De todas maneras aquellas diferencias de opinión impidieron el nacimiento de una relación amistosa, que en realidad yo había esperado a pesar de todo. Incluso empezó a desarrollarse por su parte una cierta enemistad. Si bien siempre se comportó conmigo humilde y razonablemente, su verdadero estado de ánimo 'se le notaba claramente. Opinaba que yo lo había dañado la causa del topo, y que si creía haberlo ayudado o podido ayudar era, en el mejor de los casos, un ingenuo, y más seguramente, un presumido o un falso. Sobre todo señaló repetidas veces que todos los enemigos que hasta entonces había tenido, no habían demostrado su enemistad o sólo lo habían hecho a solas o verbalmente, mientras que yo había considerado necesario hacer imprimir de inmediato todas mis proposiciones. Además, los pocos enemigos que, si bien superficialmente, se habían ocupado del asunto, habían escuchado su opinión, la opinión que aquí marcaba la pauta, la suya, antes de expresar otra propia. Yo en cambio había obtenido resultados de unos datos desordenadamente sistematizados y en parte mal comprendidos. Estos resultados, a pesar de ser correctos en lo esencial, tanto para el público como para los catedráticos. El más leve destello de incredulidad sería, sin embargo, lo peor que podía ocurrir. Yo podía haber contestado fácilmente a estos reproches enmascarados —por ejemplo, su escrito representaba el colmo de lo inverosímil—, pero más difícil era luchar contra sus
restantes sospechas, y este fue el motivo por el que en general me mantuve alejado de él. El secretamente creía que yo le había querido quitar la fama de haber sido el primer defensor público del topo. Mas no existía mérito alguno en su persona, sino cierta ridiculez que, sin embargo, se reducía a un círculo cada vez más pequeño y al cual yo con toda certeza no quería aspirar. Pero además yo había explicado claramente, en la introducción a mi escrito, que el maestro debía considerar siempre como descubridor del topo —ni siquiera era el descubridor del topo— y que sólo una participación en su desgracia me había Forzado a la redacción de la investigación. "El fin de este libro es" —terminé así, casi patéticamente, pero de acuerdo con mi excitación de entonces— "contribuir a la merecida difusión del escrito del maestro. Si se consigue esto, mi nombre debe ser inmediatamente borrado de este asunto, en el que sólo aparece nombrado de pasada y superficialmente." Así pues, rechacé cualquier participación mayor en el asunto; parecía que de alguna manera no hubiera previsto el increíble reproche del maestro. Pero justo en este punto él encontró asidero en mi contra, y no niego que había un cierto derecho en lo que decía o más que nada apuntaba: como me ocurrió no pocas veces, en algunos aspectos demostraba conmigo más agudeza que en su escrito, pues afirmaba que mi introducción tenía un doble sentido. Si lo que de verdad me importaba era difundir su escrito, porqué no me ocupaba exclusivamente de él y de su escrito, por qué no mostraba sus méritos, su irrefutabilidad, por qué no profundizaba más, abandonando completamente el escrito, del propio descubrimiento. ¿Es que acaso no había sido ya hecho éste? ¿Quedaba acaso algo por hacer en este aspecto? Pero si yo creía realmente en la necesidad de efectuar de nuevo el descubrimiento, ¿por qué me desdecía tan alegremente de éste en la introducción? Podía ser una fingida modestia, pero era algo más enojoso: yo desvalorizaba el descubrimiento, le concedía atención sólo para desvalorizarlo; lo había investigado y lo dejaba a un lado. Tal vez ya se hubiera silenciado un poco el asunto; pero yo volví a revolverlo, con lo que, sin embargo, coloqué al maestro en una posición más difícil que nunca. ¡Lo que significaba para el maestro la defensa de su rectitud! Era esta cuestión y sólo ésta la que importaba. Pero yo lo había traicionado, porque no lo comprendía, porque no lo valoraba correctamente, porque no tenía ningún talento para ello. Escapaba con mucho a mi comprensión. Estaba sentado delante mío y me miraba tranquilamente con su vieja y arrugada cara y, sin embargo, ésta era sólo su opinión. No era exacto que le importara solamente el asunto en sí; era incluso bastante ambicioso y quería ganar dinero, que era muy comprensible a la vista de su numerosa familia. A pesar de todo mi interés en un asunto tan pequeño le parecía en comparación tan reducida que se creía autorizado a presentarse como modelo de desinterés sin mentir demasiado. Y efectivamente, no me sirvió ni una sola vez para mi satisfacción interior, que me dijera que en el fondo de los reproches del hombre se debían a que en cierto sentido, él sujetaba su topo con las dos manos y llamaba traidor a todo aquel que tan sólo quería acercarle un dedo. Su comportamiento no era por avaricia, por lo menos no se podía explicar sólo por este motivo; más bien había una irritación provocada por su gran esfuerzo y total falta de éxito. Pero la irritación tampoco lo explicaba todo. Tal vez mi interés en el asunto fuera realmente demasiado pequeño. Ya era algo común para el profesor la falta de interés de los extraños; sufrían por él en general, pero no en lo particular. Pero cuando al fin se había encontrado con uno que se ocupaba del asunto en forma extraordinaria, incluso éste no lo comprendía. Una vez empujado en esta dirección, no quise mentir. No soy zoólogo; tal vez me hubiese apasionado por este caso hasta el fondo de mi corazón si lo hubiera descubierto yo, pero no había sido así. Ciertamente que un topo tan grande es algo notable, pero no puede exigir la atención permanente del mundo, especialmente cuando la existencia del topo no está completa y satisfactoriamente demostrada y cuando sobre todo éste no puede ser exhibido. Y también reconocí que, aunque hubiera sido yo el descubridor del topo, nunca me hubiera ocupado de él lo que me ocupo del profesor, a gusto y voluntariamente. Seguramente hubiera desaparecido pronto la discrepancia entre el maestro y yo si mi escrito hubiera tenido éxito. Pero incluso este éxito se hizo desear.
A lo mejor el escrito no era bueno, no había sido escrito convincentemente; yo soy comerciante, la redacción de semejante escrito sobrepasa posiblemente el círculo que me ha sido impuesto, en este caso el maestro, a pesar de que yo lo superaba en todos los conocimientos necesarios. También contribuyó al fracaso la quizás inapropiada fecha de aparición. El descubrimiento del topo, que no había podido abrirse paso, era, por una parte, no tan lejano como para haberlo olvidado por completo, de modo que escrito hubiera podido resultar una sorpresa; pero por otra parte, había pasado ya el tiempo suficiente como para agotar casi totalmente el reducido interés que despertó en su día. Aquellos que se interesaban siquiera un poco por mi escrito se decían con un cierto desconsuelo, que ya hace años había ocurrido una discusión, y que de nuevo volvían a empezar los esfuerzos inútiles por probar este asunto anodino; algunos incluso confundían mi escrito con el del profesor. En una importante revista agrícola apareció la siguiente observación, por suerte en las hojas finales y en letra pequeña: "Se nos ha vuelto a enviar el escrito sobre el topo gigante, líos acordamos de habernos reído de él de todo corazón hace algunos años. Desde entonces, este escrito no se ha vuelto mas inteligente y nosotros no nos hemos vuelto más tontos. La segunda vez no podemos tan sólo reírnos. Por eso nos parece oportuno preguntar las asociaciones de maestros si un maestro de pueblo no puede encontrar un trabajo más útil que el de ir persiguiendo topos gigantes." ¡Una equivocación imperdonable! No habían leído ni el primer ni el segundo escrito y las dos miserables palabras —topo gigante y maestro de pueblo— que habían cogido apresuradamente, bastaban a los señores para colocarse en escena como defensores de intereses reconocidos. Contra todo esto se podría haber hecho algo con éxito, pero el deficiente entendimiento con el maestro me hizo desistir de ello. Al revés, intenté mantenerle oculta la revista tanto tiempo como fue posible. Pero la descubrió muy pronto, lo noté por una observación en una carta en la que me comunicaba su visita para las fiestas de Navidad. Escribió: "El mundo es malo, cosa que a veces se le facilita", con lo que quería indicar que yo pertenezco al mundo malo, pero "que no basta con la maldad residente en mí, sino que además facilito al mundo, es decir, actúo, para sacar a relucir la maldad general y para ayudarla a triunfar. Bueno, yo ya había sacado las conclusiones necesarias; pude esperarlo tranquilamente y pensar con calma, mientras él me saludaba con menos amabilidad que otras veces, se sentaba frente a mí sin hablar, sacaba con cuidado la revista del bolsillo interior de su gabán curiosamente acolchonado y empujaba la revista en mi dirección. —La conozco —dije yo y empujé de nuevo la revista hacia él sin mirarla. —Usted la conoce —dijo suspirando, pues tenía la vieja costumbre de maestro de repetir respuestas de otros—. Naturalmente, no voy a aceptar el asunto sin defenderme — prosiguió, y golpeó excitado la revista con el dedo mientras me observaba con una mirada penetrante, como si yo fuera de la opinión contraria. Tenía ciertamente una idea de lo que yo iba a decir; pero creí notar, no tanto en sus palabras como en otros indicios, que a menudo tenía una comprensión muy correcta de mis intenciones; pero no cedía en sus ideas y se dejaba apartar del asunto. Esto, se lo dije en aquella ocasión, puedo repetirlo casi al pie de la letra, pues lo anoté poco después de la conversación. —Haga lo que quiera —dije yo—; a partir de hoy nuestros caminos se separan. Creo que no resulta para usted ni inesperado ni inoportuno. La noticia de la revista no es la causa de mi decisión, ha contribuido a afirmarla; el auténtico motivo es que al, principio creía poder ayudarlo con mi informe, mientras que ahora puedo ver que en todo sentido lo he perjudicado. Por qué ha ocurrido así, no lo sé; los motivos para el éxito y el fracaso son siempre ambiguos; no busque sólo aquellas interpretaciones que hablen en mi contra. Pienso en usted; también usted tenía las mejores intenciones y, sin embargo, fracasó, si observamos todo en conjunto. No bromeo cuando digo, pues va en contra mía, que su relación conmigo cuenta dentro de sus fracasos. El que yo me retire ahora del asunto no es ni cobardía ni traición. Incluso lo hago no sin cierto esfuerzo; lo que yo aprecio de su persona esta ya en mi escrito; en cierto sentido, usted se ha convertido en mi maestro, e
incluso el topo se me hizo querido. Sin embargo, me aparto; usted es el descubridor y a pesar de todo lo que yo haga siempre impido la llegada de la posible fama, y en cambio atraigo el fracaso y lo conduzco hacia usted. Por lo menos esta es su opinión. Basta de esto. La única penitencia que puedo aceptar es pedirle perdón y si así me lo exige, repetir públicamente la confesión que aquí he hecho, por ejemplo, en esta revista. Estas fueron entonces mis palabras; no eran del todo sinceras, pero la sinceridad era fácilmente deducible de ellas. Mi explicación obró en él como aproximadamente había esperado. La mayoría de las personas mayores tienen para los jóvenes algo que confunde, algo que niega su naturaleza; se vive tranquilamente a su lado, se cree asegurada la relación, se conocen las opiniones dominantes, se recibe continuamente una confirmación de la paz, se considera todo como lógico y de repente, cuando ocurre algo decisivo y cuando debiera actuar la tranquilidad tanto tiempo preparada, estas personas mayores parecen extraños, tienen opiniones más profundas y más fuertes; es ahora cuando despliegan formalmente su bandera sobre la que se lee su nuevo lema con horror. Este horror es sobre todo porque lo que dicen ahora es realmente mucho más autorizado, más lleno de sentido, como si lo lógico fuera mucho más lógico. Pero lo que inevitablemente niega todo es que lo que dicen ahora lo han dicho siempre, en el fondo y, sin embargo, normalmente nunca se podría haber supuesto. Tenía que haber calado hondo en este maestro del pueblo para que ahora no me sorprendiera por completo. —Niño —dijo, puso su mano en la mía y la frotó amistosamente—. ¿Cómo se le ocurrió siquiera meterse en este asunto? En cuanto lo oí por primera vez, se lo comenté a mi mujer. —Se apartó de la mesa, extendió los brazos y observó el suelo, como si abajo estuviera, diminuta, su mujer y hablara con ella.— Tantos años le dije, luchando solos, y ahora parece interceder por nosotros un gran protector, un profesor de la ciudad de nombre tal y tal. ¿No debiéramos alegrarnos? Un profesor en la ciudad significa no poco; si un labrador andrajoso nos cree y así lo manifiesta no nos puede ayudar, pues lo que hace un labrador, nunca tiene valor, da igual que diga: el viejo maestro tiene razón; o que escupa de manera inconveniente; su efecto es el mismo. Y si se levantan diez mil labradores en vez de uno, tal vez el efecto sea incluso peor. En cambio, un profesor en la ciudad es algo distinto, un hombre así tiene enlaces; incluso aquello que dice de pasada se comenta en amplios sectores, nuevos proyectos se unen al asunto, uno dice, por ejemplo: también se puede aprender algo de los maestros de pueblo, y al día siguiente ya lo comenta una multitud de personas, inesperadas de acuerdo con su forma dé ser. Ahora se encuentran fondos para el asunto, una colecta, y los demás le dan el dinero en la mano; se opina que el maestro de pueblo ha de ser sacado del pueblo; vienen y no se ocupan de su aspecto, se lo coloca en el centro, también a su mujer e hijos que se cuelgan de él. Ha observado alguna vez a la gente de la ciudad: gorgojean ininterrumpidamente. Si hay unos cuantos de ellos juntos, el gorgojeo va de izquierda a derecha y vuelve de nuevo y baja y sube. Y así, gorgojeando, hablan de nosotros en el coche, apenas si uno tiene tiempo de saludar a todos. "El señor sobre el pescante se ajusta sus gafas, blande el látigo y marchamos. Todos hacen señas de despedida hacia el pueblo, como si todavía estuviéramos allí en vez de estar sentados entre ellos. De la ciudad nos salen al encuentro algunos coches con los especialmente impacientes. Según nos vamos acercando se levantan de sus asientos y se estiran para vernos. El que ha reunido el dinero lo ordena todo y exhorta al silencio. Ya es una gran hilera de coches cuando entramos en la ciudad. Hemos pensado que el saludo ya se ha terminado, pero es delante de la posada donde comienza de verdad. En la ciudad muchas personas se congregan inmediatamente a una llamada. Por aquello que preocupa a uno también preocupa al otro enseguida. Se quitan unos a otros sus opiniones y se las apropian. No todas las personas que pueden ir en el coche esperan delante de la posada; sin embargo, otros podrían viajar, pero no lo hacen por convencimiento propio. También éstos esperan. Es increíble como se está atento a todo el que ha acumulado dinero. Lo había escuchado en silencio; sí, durante su charla me he quedado cada vez más en silencio. Sobre la mesa había amontonado todos los ejemplares que aún tenía de mi escrito. Faltaban sólo unos pocos, pues en los últimos tiempos había ido solicitando por escrito que se me devolvieran y había recibido ya la mayoría. Por cierto que de muchas partes me
habían escrito con mucha cortesía que no se acordaban de haber recibido un escrito semejante y que, en el caso de haberlo recibido, se había perdido lamentablemente. Aun así no importaba, en el fondo yo no quería otra cosa. Sólo uno pidió poderse quedar con el escrito como curiosidad, y se comprometía, de acuerdo con el sentido de mi carta, a no enseñarlo a nadie durante los próximos veinte años. Todas estas cartas todavía no las había visto el maestro. Me alegré de que sus palabras me hicieran-tan fácil el enseñárselas. Pero si no, también podía hacerlo sin preocupación, porque había actuado muy cautelosamente en la redacción y nunca había descuidado el interés del maestro y de su asunto. Las frases principales de las cartas decían así: "No pido la devolución del escrito porque haya podido retractarme de las opiniones en él representadas o porque individualmente pudiera contemplarlas como erróneas o indemostrables. Mi petición tiene sólo motivos personales, si bien muy imperiosos; en cuanto a mi posición sobre el asunto del topo no me retracto en lo más mínimo. Pido que se preste especial consideración a esto, y si se quiere, que también se propague." De momento tenía esta comunicación todavía oculta en mis manos y dije: — ¿Quiere hacerme reproches porque no haya ocurrido así? ¿Por qué quiere hacer esto? No amarguemos la despedida. Y trate de aceptar por fin que si bien ha hecho usted un descubrimiento, éste no ha invalidado a otros y que, por tanto, la injusticia que se le hace no es importante. No conozco los estatutos de la sociedad de ciencias, pero no creo que ni aún en el mejor de los casos se le hubiera preparado un recibimiento siquiera parecido a aquel que tal vez le haya descrito a su pobre mujer. Si yo mismo esperaba algo del efecto del escrito, pensé que tal vez algún profesor podría interesarse en nuestro caso, que podría encargar a algún estudiante seguir el asunto, que ese estudiante se dirigiría a usted con seriedad y volvería a examinar de nuevo sus investigaciones y las mías, y que finalmente, en el caso de que el resultado le pareciera digno de mención —aquí hay que afirmar que todos los estudiantes jóvenes están llenos de dudas—, publicaría su propio escrito en el que justificaría científicamente el que usted ha escrito. Pero incluso en el caso de que esta esperanza se hubiere realizado, todavía no se habría logrado mucho. El escrito del estudiante que hubiera definido un caso tan extraño posiblemente hubiera sido ridiculizado. Ya ve usted con el ejemplo de la revista agrícola lo fácil que es, y en este aspecto las revistas científicas son aún más desconsideradas. Y es comprensible, los profesores tienen mucha responsabilidad ante ellos mismos, ante la ciencia, ante la posteridad; no pueden engreírse con todo nuevo descubrimiento. Nosotros, en cambio, les aventajamos en todo sentido. Pero voy a prescindir de esto y voy a considerar ahora que el escrito del estudiante tuviese aceptación. ¿Qué hubiera ocurrido entonces? Vuestro nombre habría sido honrado algunas veces, posiblemente lo favorecería en su profesión; dirían: "Nuestros maestros de pueblo tienen los ojos abiertos", y esta revista tendría, si las revistas tuviesen memoria y conciencia, que pedirle perdón públicamente; también se habría encontrado algún profesor bien intencionado que le concediera una beca; también es realmente posible que se hubiera intentado llevarlo a la ciudad, encontrarle un puesto en una escuela primaria de aquí y darle así la oportunidad de aprovechar los medios científicos que ofrece la ciudad para continuar la investigación. Pero si he de ser sincero, he de decir que tan sólo se habría intentado. Se lo habría llamado y usted habría venido como uno más, solicitando un empleo al igual que cientos, sin ningún recibimiento triunfal; se habría hablado con usted, se habría aceptado vuestra sincera aspiración, pero habrían visto al mismo tiempo que es un hombre mayor, que comenzar a esta edad un estudio científico es inútil y que sobre todo se ha realizado el descubrimiento más por casualidad que por trabajo de investigación y que aparte' de este caso único no piensa trabajar más. Así, pues, por estos motivos os habrían dejado en el pueblo. Sin embargo, continuarían con el descubrimiento, pues no es tan insignificante como para que una vez reconocido sea olvidado. Pero usted ya no tendría muchas noticias de éste, y las que tuviese le resultarían casi incomprensibles. Todo descubrimiento es inmediatamente introducido en la totalidad de la Ciencia, con lo que en cierto sentido deja de ser descubrimiento; se expande y desaparece; entonces hay que tener una visión muy acostumbrada científicamente como para reconocerlo. En seguida queda enlazado de cuya existencia ni siquiera a principios teníamos noticias, y en la discusión científica se lleva estos principios hasta las nubes. ¿Cómo poder comprenderlo nosotros? Si escuchamos una
discusión especializada, creíamos, por ejemplo, que se trata del descubrimiento, pero ya se trata de otras cosas completamente distintas; y la próxima vez creemos que se trata de otra cosa, no del descubrimiento, pero sí se trata de éste. "¿Lo comprende? Usted se habría quedado en el pueblo, podría haber alimentado y vestido un poco mejor a su familia con el dinero recibido, pero el descubrimiento le habría sido quitado sin que pudiese oponerse esgrimiendo algún derecho, pues no es sino en la ciudad donde éste cobre su valor real. E incluso no habrían sido desagradecidos con usted; a lo mejor se construiría en el lugar del descubrimiento un pequeño museo, que se convertiría en la atracción más interesante del pueblo; usted habría sido el encargado de las llaves y para no dejarlo sin ningún signo exterior de honor, se le habría dado una pequeña medalla para llevarla en el pecho, como acostumbran a llevar los empleados de los museos científicos. Todo esto habría sido posible, pero ¿es esto lo que usted quería? Sin intentar una respuesta, objetó acertadamente: — ¿Así que era esto lo que buscaba conseguir para mí? —Tal vez —dije yo; —entonces no actué tan reflexivamente, como para poder contestar ahora con exactitud. Quise ayudarlo, pero me ha salido mal y es incluso lo peor que jamás haya hecho. Por eso quiero retirarme ahora y hacerlo como si nada hubiera pasado, en la medida de mis fuerzas. —Está bien —dijo el maestro, sacó su pipa y empezó a llenarla con el tabaco que llevaba suelto en todos los bolsillos—, se ha ocupado voluntariamente del desgraciado asunto y ahora se retira también voluntariamente. ¡Todo está muy bien! —No soy terco —dije—. ¿Encuentra algo que oponer a mi proposición? —No, absolutamente nada —dijo el maestro y su pipa ya humeaba. No aguantaba el olor de su tabaco, por lo que me levanté y comencé a pasear por la habitación. Estaba acostumbrado por otras conversaciones a que el maestro fuera muy callado conmigo, pero que, sin embargo, una vez llegado, ya no quisiera moverse de mi habitación. Me había extrañado ya más de una vez; quiere algo más de mí, había pensado entonces y le había ofrecido dinero, que él indefectiblemente aceptaba. Pero irse, sólo se iba cuando le apetecía. Generalmente para entonces ya se había fumado la pipa, se movía alrededor del sofá, que acercaba respetuosa y ordenadamente a la mesa, cogía su bastón de nudos de la esquina, me apretaba fervientemente la mano y se iba. Pero hoy su actitud de permanecer sentado en silencio me resultaba ni más ni menos que molesta. Cuando se le ofrece a alguien la despedida definitiva, como yo lo había hecho, y cuando el otro lo califica de muy acertado, se termina en común y lo más pronto posible todo lo que quede por solucionar y no se importuna al otro, sin objeto alguno, con la muda presencia. Cuando se veía desde atrás al pequeño y tenaz viejo, sentado a mi mesa, se podría pensar que ya nunca más sería posible sacarlo de la habitación.
Franz Kafka
EN LA COLONIA PENITENCIARIA (1914)
"El argumento y el ambiente son lo esencial; no las evoluciones de la fábula ni la penetración psicológica. De ahí la primacía de sus cuentos sobre sus novelas." Jorge Luis Borges -"Como explicación a esta última narración tan sólo quiero añadir que no sólo ella resulta desagradable, sino que más bien nuestra época en general y la mía en especial ha sido y continúa siendo desagradable, y que la mía incluso ha sido desagradable durante más tiempo de lo normal." Carta a Kurt Wolff en Briefe 1902-1924 (Primera edición: Leipzig, 1919) —Es un aparato singular —dijo el oficial al explorador, y contempló con cierta admiración el aparato, que le era tan conocido. El explorador parecía haber aceptado sólo por cortesía la invitación del comandante para presenciar la ejecución de un soldado condenado por desobediencia e insulto hacia sus superiores. En la colonia penitenciaria no era tampoco muy grande el interés suscitado por esta ejecución. Por lo menos, en ese pequeño valle, profundo y arenoso, rodeado totalmente por riscos desnudos, sólo se encontraban, además del oficial y el explorador, el condenado, un hombre de boca grande y aspecto estúpido, de cabello y rostro descuidados, y un soldado, que sostenía la pesada cadena donde convergían las cadenitas que retenían al condenado por los tobillos y las muñecas, así como por el cuello, y que estaban unidas entre sí mediante cadenas secundarias. De todos modos, el condenado tenía un aspecto tan caninamente sumiso, que al parecer hubieran podido permitirle correr en libertad por los riscos circundantes, para llamarlo con un simple silbido cuando llegara el momento de la ejecución. El explorador no se interesaba mucho por el aparato y, se paseaba detrás del condenado con visible indiferencia, mientras el oficial daba fin a los últimos preparativos, arrastrándose de pronto bajo el aparato, profundamente hundido en la tierra, o trepando de pronto por una escalera para examinar las partes superiores. Fácilmente hubiera podido ocuparse de estas labores un mecánico, pero el oficial las desempeñaba con gran celo, tal vez porque admiraba el aparato, o tal vez porque por diversos motivos no se podía confiar ese trabajo a otra persona. — ¡Ya está todo listo! —exclamó finalmente, y descendió de la escalera. Parecía extraordinariamente fatigado, respiraba por la boca muy abierta, y se había metido dos finos pañuelos de mujer bajo el cuello del uniforme. —Estos uniformes son demasiado pesados para el trópico —comentó el explorador, en vez de hacer alguna pregunta sobre el aparato, como hubiese deseado el oficial. —En efecto —dijo éste, y se lavó las manos sucias de aceite y de grasa en un balde que allí había — pero para nosotros son símbolos de la patria; no queremos olvidarnos de nuestra patria. Y ahora fíjese en este aparato —prosiguió inmediatamente, secándose las manos con una toalla y mostrando aquél al mismo tiempo. Hasta ahora intervine yo, pero de aquí en adelante funciona absolutamente solo. El explorador asintió, y siguió al oficial. Este quería cubrir todas las contingencias, y por eso dijo: —Naturalmente, a veces hay inconvenientes; espero que no los haya hoy, pero siempre se debe contar con esa posibilidad. El aparato debería funcionar ininterrumpidamente durante doce horas. Pero cuando hay entorpecimientos, son sin embargo desdeñables, y se los soluciona rápidamente. "¿No quiere sentarse? —preguntó luego, sacando una silla de mimbre entre un montón de sillas semejantes, y ofreciéndosela al explorador; éste no podía rechazarla. Se sentó entonces, al borde de un hoyo estaba la tierra removida, dispuesta en forma de parapeto; del otro lado estaba el aparato. —No sé —dijo el oficial— si el comandante le ha explicado ya el aparato.
El explorador hizo un ademán incierto; el oficial no deseaba nada mejor, porque así podía explicarle personalmente el funcionamiento. —Este aparato —dijo, tomándose de una manivela, y apoyándose en ella— es un invento de nuestro antiguo comandante. Yo asistí a los primerísimos experimentos, y tomé parte en todos los trabajos, hasta su terminación. Pero el mérito del descubrimiento sólo le corresponde a él. ¿No ha oído hablar usted de nuestro antiguo comandante? ¿No? Bueno, no exagero si le digo que casi toda la organización de la colonia penitenciaria es obra suya. Nosotros, sus amigos, sabíamos aun antes de su muerte que la organización de la colonia era un todo tan perfecto, que su sucesor, aunque tuviera mil nuevos proyectos en la cabeza, por lo menos durante muchos años no podría cambiar nada. Y nuestra profecía se cumplió; el nuevo comandante se vio obligado a admitirlo. Lástima que usted no haya conocido a nuestro antiguo comandante. Pero —el oficial se interrumpió— estoy divagando, y aquí está el aparato. Como usted ve, consta de tres partes. Con el correr del tiempo se generalizó la costumbre de designar a cada una, de estas partes mediante una especie de sobrenombre popular. La inferior se llama la Cama, la de arriba el Diseñador, y esta del medio, la Rastra. — ¿La Rastra? —preguntó el explorador. No había escuchado con mucha atención; el sol caía con demasiada fuerza en ese valle sin sombras, apenas podía uno concentrar los pensamientos. Por eso mismo le parecía más admirable ese oficial, que a pesar de su chaqueta de gala, ajustada, cargada de charreteras y de adornos, proseguía con tanto entusiasmo sus explicaciones, y además, mientras hablaba, ajustaba aquí y allá algún tornillo con un destornillador. En una situación semejante a la del explorador parecía encontrarse el soldado. Se había enrollado la cadena del condenado en torno de las muñecas; apoyado con una mano en el fusil, cabizbajo, no se preocupaba por nada de lo que ocurría. Esto no sorprendió al explorador, ya que el oficial hablaba en francés, y ni el soldado ni el condenado entendían el francés. Por eso mismo era más curioso que el condenado se esforzara por seguir las explicaciones del oficial. Con una especie de soñolienta insistencia, dirigía la mirada hacia donde el oficial señalaba, y cada vez que el explorador hacía una pregunta, también él, como el oficial, lo miraba. —Sí, la Rastra —dijo el oficial—, un nombre bien educado. Las agujas están colocadas en ellas como los dientes de una rastra, y el conjunto funciona además como una rastra, aunque sólo en un lugar determinado, y con mucho más arte. De todos modos, ya lo comprenderá mejor cuando se lo explique. Aquí, sobre la Cama, se coloca al condenado. Primero le describiré el aparato, y después lo pondré en movimiento. Así podrá entenderlo mejor. Además, uno de los engranajes del Diseñador está muy gastado; chirría mucho cuando funciona, y apenas se entiende lo que uno habla; por desgracia, aquí es muy difícil conseguir piezas de repuesto. Bueno, esta es la Cama, como decíamos. Está totalmente cubierta con una capa de algodón en rama; pronto sabrá usted por qué. Sobre este algodón se coloca al condenado, boca abajo, naturalmente desnudo; aquí hay correas para sujetarle las manos, aquí para los pies, y aquí para el cuello. Aquí, en la cabecera de la Cama (donde el individuo, como ya le dije, es colocado primeramente boca abajo), esta pequeña mordaza de fieltro, que puede ser fácilmente regulada, de modo que entre directamente en la boca del hombre. Tiene la finalidad de impedir que grite o se muerda la lengua. Naturalmente, el hombre no puede alejar la boca del fieltro, porque si no la correa del cuello le quebraría las vértebras. — ¿Esto es algodón? —preguntó el explorador, y se agachó. —Sí, claro —dijo el oficial riendo—;tóquelo usted mismo. Cogió la mano del explorador, y se la hizo pasar por la Cama. —Es un algodón especialmente preparado, por eso resulta tan irreconocible; ya le hablaré de su finalidad. El explorador comenzaba a interesarse un poco por el aparato; protegiéndose los ojos con la mano, a causa del sol, contempló el conjunto. Era una construcción elevada. La Cama y el Diseñador tenían igual tamaño, y parecían dos oscuros cajones de madera. El Diseñador se elevaba unos dos metros sobre la Cama; los dos estaban unidos entre sí, en los ángulos,
por cuatro barras de bronce, que casi resplandecían al sol. Entre los cajones, oscilaba sobre una cinta de acero la Rastra. El oficial no había advertido la anterior indiferencia del explorador, pero sí notó su interés naciente; por lo tanto interrumpió las explicaciones para que su interlocutor pudiera dedicarse sin inconvenientes al examen de los dispositivos. El condenado imitó al explorador; como no podía cubrirse los ojos con la mano, miraba hacia arriba, parpadeando. —Entonces, aquí se coloca al hombre —dijo el explorador, echándose hacia atrás en su silla, y cruzando las piernas. —Sí —dijo el oficial, corriéndose la gorra un poco hacia atrás, y pasándose la mano por el rostro acalorado—, y ahora escuche. Tanto la Cama como el Diseñador tienen baterías eléctricas propias; la Cama la requiere para sí, el Diseñador para la Rastra. En cuanto el hombre está bien asegurado con las correas, la Cama es puesta en movimiento. Oscila con vibraciones diminutas y muy rápidas, tanto lateralmente como verticalmente. Usted habrá visto aparatos similares en los hospitales; pero en nuestra Cama todos los movimientos están exactamente calculados; en efecto, deben estar minuciosamente sincronizados con los movimientos de la Rastra. Sin embargo, la verdadera ejecución de la sentencia corresponde a la Rastra. — ¿Cómo es la sentencia? —preguntó el explorador. — ¿Tampoco sabe eso? —dijo el oficial, asombrado, y se mordió los labios—. Perdóneme si mis explicaciones son tal vez un poco desordenadas: le ruego realmente que me disculpe. En otros tiempos, correspondía en realidad al comandante dar las explicaciones, pero el nuevo comandante rehuye ese honroso deber; de todos modos, el hecho de que a una visita de semejante importancia —y aquí el explorador trató de restar importancia al elogio, con un ademán de las manos, pero el oficial insistió—, a una visita de semejante importancia ni siquiera se la ponga en conocimiento del carácter de nuestras sentencias, constituye también una insólita novedad, que... —Y con una maldición al borde de los labios se contuvo y prosiguió— ...Yo no sabía nada, la culpa no es mía. De todos modos, yo soy la persona más capacitada para explicar nuestros procedimientos, ya que tengo en mi poder —y se palmeó el bolsillo superior— los respectivos diseños preparados por la propia mano de nuestro antiguo comandante. — ¿Los diseños del comandante mismo? —preguntó el explorador—. ¿Reunía entonces todas las cualidades? ¿Era soldado, juez, constructor, químico y dibujante? —Efectivamente —dijo el oficial, asintiendo con una mirada impenetrable y lejana. Luego se examinó las manos; no le parecían suficientemente limpias para tocar los diseños; por lo tanto, se dirigió hacia el balde, y se las lavó nuevamente. Luego sacó un pequeño portafolio de cuero, y dijo: —Nuestra sentencia no es aparentemente severa. Consiste en escribir sobre el cuerpo del condenado, mediante la Rastra, la disposición que él mismo ha violado. Por ejemplo, las palabras inscritas sobre el cuerpo de este condenado —y el oficial señaló al individuoserán: HONRA A TUS SUPERIORES. El explorador miró rápidamente al hombre; en el momento en que el oficial lo señalaba, estaba cabizbajo y parecía prestar toda la atención de que sus oídos eran capaces, para tratar de entender algo. Pero los movimientos de sus labios gruesos y apretados demostraban evidentemente que no entendía nada. El explorador hubiera querido formular diversas preguntas, pero al ver al individuo sólo inquirió: — ¿Conoce él su sentencia? —No —dijo el oficial, tratando de proseguir inmediatamente con sus explicaciones, pero el explorador lo interrumpió. — ¿No conoce su sentencia? —No —replicó el oficial, callando un instante como para permitir que el explorador ampliara su pregunta—. Sería inútil anunciársela. Ya la sabrá en carne propia.
El explorador no quería preguntar más; pero sentía la mirada del condenado fría en él, como inquiriéndole si aprobaba el procedimiento descrito. En consecuencia, aunque se había repantigado en la silla, volvió a inclinarse hacia adelante y siguió preguntando: —Pero por lo menos ¿sabe que ha sido condenado? —Tampoco —dijo el oficial, sonriendo como si esperara que le hiciera otra pregunta extraordinaria. — ¿No? —dijo el explorador, y se pasó la mano por la frente—, entonces ¿el individuo tampoco sabe cómo fue conducida su defensa? —No se le dio ninguna oportunidad de defenderse —dijo el oficial, y volvió la mirada, como hablando consigo mismo, para evitar al explorador la vergüenza de oír una explicación de cosas tan evidentes. —Pero debe de haber tenido alguna oportunidad de defenderse —insistió el explorador, y se levantó de su asiento. El oficial comprendió que corría el peligro de ver demorada indefinidamente la descripción del aparato; por lo tanto, se acercó al explorador, lo tomó por el brazo, y señaló con la mano al condenado, que al ver tan evidentemente que toda la atención se dirigía hacia él, se puso en posición de firme, mientras el soldado daba un tirón a la cadena. —Le explicaré cómo se desarrolla el proceso —dijo el oficial—. Yo he sido designado juez de la colonia penitenciaria. A pesar de mi juventud. Porque yo era el consejero del antiguo comandante en todas las cuestiones penales, y además conozco el aparato mejor que nadie. Mi principio fundamental es éste: la culpa es siempre indudable. Tal vez otros juzgados no siguen este principio fundamental, pero son multipersonales, y además dependen de otras cámaras superiores. Este no es nuestro caso, o por lo menos no lo era en la época de nuestro antiguo comandante. El nuevo ha demostrado, sin embargo, cierto deseo de inmiscuirse en mis juicios, pero hasta ahora he logrado mantenerlo a cierta distancia, y espero seguir lográndolo. Usted desea que le explique este caso particular; es muy simple, como todos los demás. Un capitán presentó esta mañana la acusación de que este individuo, que ha sido designado criado suyo, y que duerme frente a su puerta, se había dormido durante la guardia. En efecto, tiene la obligación de levantarse al sonar cada hora, y hacer la venia ante la puerta del capitán. Como se ve, no es una obligación excesiva, y sí muy necesaria, porque así se mantiene alerta en sus funciones, tanto de centinela como de criado. Anoche el capitán quiso comprobar si su criado cumplía con su deber. Abrió la puerta-exactamente a las dos, y lo encontró dormido en el suelo. Cogió la fusta, y le cruzó la cara. En vez de levantarse y suplicar perdón, el individuo aferró a su superior por las piernas, lo sacudió y exclamó: "Arroja ese látigo, o te como vivo". Estas son las pruebas. El capitán vino a verme hace una hora, tomé nota de su declaración y dicté inmediatamente la sentencia. Luego hice encadenar al culpable. Todo esto fue muy simple. Si primeramente lo hubiera hecho llamar, y lo hubiera interrogado, sólo habrían surgido confusiones. Habría mentido, y si yo hubiera querido desmentirlo, habría reforzado sus mentiras con nuevas mentiras, y así sucesivamente. En cambio, así lo tengo en mi poder, y no se escapará. ¿Está todo aclarado? Pero el tiempo pasa, ya debería comenzar la ejecución, y todavía no terminé de explicarle el aparato. Obligó al explorador a que se sentara nuevamente, se acercó otra vez al aparato, y comenzó: —Como usted ve, la forma de la Rastra corresponde a la forma del cuerpo humano; aquí está la parte del torso, aquí están las rastras para las piernas. Para la cabeza, sólo hay esta agujita. ¿Le resulta claro? Se inclinó amistosamente ante el explorador, dispuesto a dar las más amplias explicaciones. El explorador, con el ceño fruncido, consideró la Rastra. La descripción de los procedimientos judiciales no lo había satisfecho. Constantemente debía hacer un esfuerzo para no olvidar que se trataba de una colonia penitenciaria, que requería medidas extraordinarias de seguridad, y donde la disciplina debía ser exagerada hasta el extremo. Pero por otra parte fundaba ciertas esperanzas en el nuevo comandante, que evidentemente proyectaba introducir, aunque poco a poco, un nuevo sistema de
procedimientos; procedimientos que la estrecha mentalidad de este oficial no podía comprender. Estos pensamientos le hicieron preguntar: — ¿El comandante asistirá a la ejecución? —No es seguro —dijo el oficial, dolorosamente impresionado por una pregunta tan directa, mientras su expresión amistosa se desvanecía—. Por eso mismo debemos darnos prisa. En consecuencia, aunque lo siento muchísimo, me veré obligado a simplificar mis explicaciones. Pero mañana, cuando hayan limpiado nuevamente el aparato (su única falla consiste en que se ensucia mucho), podré seguir explayándome con más detalles. Reduzcámonos entonces por ahora a lo más indispensable. Una vez que el hombre está acostado en la Cama, y ésta comienza a vibrar, la Rastra desciende sobre su cuerpo. Se regula automáticamente, de modo que apenas roza el cuerpo con la punta de las agujas; en cuanto se establece el contacto, la cinta de acero se convierte inmediatamente en una barra rígida. Y entonces empieza la función. Una persona que no esté al tanto, no advierte ninguna diferencia entre un castigo y otro. La Rastra parece trabajar uniformemente. Al vibrar, rasga con la punta de las agujas la superficie del cuerpo, estremecido a su vez por la Cama. Para permitir la observación del desarrollo de la sentencia, la Rastra ha sido construida de vidrio. La fijación de las agujas en el vidrio originó algunas dificultades técnicas, pero después de diversos experimentos solucionamos el problema. Le diré que no hemos escatimado esfuerzos. Y ahora cualquiera puede observar, a través del vidrio, cómo va tomando forma la inscripción sobre el cuerpo. ¿No quiere acercarse a ver las agujas? El explorador se levantó lentamente, se acercó, y se inclinó sobre la Rastra. —Como usted ve —dijo el oficial—, hay dos clases de agujas, dispuestas de diferente modo. Cada aguja larga va acompañada por una más corta. La larga se reduce a escribir, y la corta arroja agua, para lavar la sangre y mantener legible la inscripción. La mezcla de agua y sangre corre luego por pequeños canalículos, y finalmente desemboca en este canal principal, para verterse en el hoyo, a través de un caño de desagüe. El oficial mostraba con el dedo el camino exacto que seguía la mezcla de agua y sangre. Mientras él, para hacer lo más gráfica posible la imagen, formaba un cuenco con ambas manos en la desembocadura del caño de salida, el explorador alzó la cabeza y trató de volver a su asiento, tanteando detrás de sí con la mano. Vio entonces con horror que también el condenado había obedecido la invitación del oficial para ver más de cerca la disposición de la Rastra. Con la cadena había arrastrado un poco al soldado adormecido, y ahora se inclinaba sobre el vidrio. Se veía cómo su mirada insegura trataba de percibir lo que los dos señores acababan de observar, y cómo, faltándole la explicación, no comprendía nada. Se agachaba aquí y allá. Sin cesar, su mirada recorría el vidrio. El explorador trató de alejarlo, porque lo que hacía era probablemente punible. Pero el oficial lo retuvo con una mano, con la otra cogió del parapeto un terrón, y lo arrojó al soldado. Este se sobresaltó, abrió los ojos, comprobó el atrevimiento del hombre, dejó caer el rifle, hundió los talones en el suelo, arrastró de un tirón al condenado, que inmediatamente cayó al suelo, y luego se quedó mirando cómo se debatía y hacía sonar las cadenas. — ¡Póngalo de pie! —gritó el oficial, porque advirtió que el condenado distraía demasiado al explorador. En efecto, éste se había inclinado sobre la Rastra, sin preocuparse mayormente por su funcionamiento, y sólo quería saber qué ocurría con el condenado. — ¡Trátelo con cuidado! —volvió a gritar el oficial. Luego corrió en torno del aparato, cogió personalmente al condenado bajo las axilas, y aunque éste se resbalaba constantemente, con la ayuda del soldado lo puso de pie. —Ya estoy al tanto de todo -dijo el explorador, cuando el oficial volvió a su lado. —Menos de lo más importante —dijo éste, tomándolo por un brazo y señalando hacia lo alto—. Allá arriba, en el Diseñador, está el engranaje que pone en movimiento la Rastra; dicho engranaje es regulado de acuerdo a la inscripción que corresponde a la sentencia. Todavía utilizo los diseños del antiguo comandante. Aquí están —y sacó algunas hojas del portafolio de cuero—, pero por desgracia no puedo dárselos para que los examine; son mi
más preciosa posesión. Siéntese, yo se los mostraré desde aquí, y usted podrá ver todo perfectamente. Mostró la primera hoja. El explorador hubiera querido hacer alguna observación pertinente, pero sólo vio líneas que se cruzaban repetida y laberínticamente, y que cubrían en tal forma el papel, que apenas podían verse los espacios en blanco que las separaban. —Lea —dijo el oficial. —No puedo —dijo el explorador. —Sin embargo está claro —dijo el oficial. —Es muy ingenioso —dijo el explorador evasivamente—, pero no puedo descifrarlo. —Sí —dijo el oficial, riendo y guardando nuevamente el plano—, no es justamente caligrafía para escolares. Hay que estudiarlo largamente. También usted terminaría por entenderlo, estoy seguro. Naturalmente, no puede ser una inscripción simple; su fin no es provocar directamente la muerte, sino después de un lapso de doce horas, término medio; se calcula que el momento crítico tiene lugar a la sexta hora. Por lo tanto, muchos, muchísimos adornos rodean la verdadera inscripción; ésta sólo ocupa una estrecha faja en torno del cuerpo; el resto se reserva a los embellecimientos. ¿Está ahora en condiciones de apreciar la labor de la Rastra, y de todo el aparato? ¡Fíjese! —y subió de un salto la escalera, e hizo girar una rueda—. ¡Atención, hágase a un lado! El conjunto comenzó a funcionar. Si la rueda no hubiera chirriado, habría sido maravilloso. Como si el ruido de la rueda lo hubiera sorprendido, el oficial la amenazó con el puño, luego abrió los brazos, como disculpándose ante el explorador, y descendió rápidamente, para observar desde abajo el funcionamiento del aparato. Todavía había algo que no andaba, y que sólo él percibía; volvió a subir, buscó algo con ambas manos en el interior del Diseñador, se dejó deslizar por una de las barras, en vez de utilizar la escalera, para bajar más rápidamente, y exclamó con toda su voz en el oído del explorador, para hacerse oír en medio del estrépito: — ¿Comprende el funcionamiento? La Rastra comienza a escribir; cuando termina el primer borrador de la inscripción en el dorso del individuo, la capa de algodón gira y hace girar el cuerpo lentamente sobre un costado, para dar más lugar a la Rastra. Al mismo tiempo, las partes ya escritas apoyan sobre el algodón, que gracias a su preparación especial contiene la emisión de sangre y prepara la superficie para seguir profundizando la inscripción. Luego, a medida que el cuerpo sigue girando, estos dientes del borde de la Rastra arrancan el algodón de las heridas, lo arrojan al hoyo, y la Rastra puede proseguir su labor. Así sigue inscribiendo, cada vez más hondo, las doce horas. Durante las primeras seis horas, el condenado se mantiene casi tan vivo como al principio, sólo sufre dolores. Después de dos horas, se le quita la mordaza de fieltro, porque ya no tiene fuerzas para gritar. Aquí, en este recipiente calentado eléctricamente, junto a la cabecera de la Cama, se vierte pulpa caliente de arroz, para que el hombre se alimente, si así lo desea, lamiéndola con la lengua. Ninguno desdeña esta oportunidad. No sé de ninguno, y mi experiencia es vasta. Sólo después de seis horas desaparece todo deseo de comer. Generalmente me arrodillo aquí, en ese momento, y observo el fenómeno. El hombre no traga casi nunca el último bocado, sólo lo hace girar en la boca, y lo escupe en el hoyo. Entonces tengo que agacharme, porque si no me escupiría en la cara. ¡Qué tranquilo se queda el hombre después de la sexta hora! Hasta el más estólido comienza a comprender.'La comprensión se inicia en torno de los ojos. Desde allí se expande. En ese momento uno desearía colocarse con él bajo la Rastra. Ya no ocurre más nada; el hombre comienza solamente a descifrar la inscripción, estira los labios hacia afuera, como si escuchara. Usted ya ha visto que no es fácil descifrar la inscripción con los ojos; pero nuestro hombre la descifra con sus heridas. Realmente, cuesta mucho trabajo; necesita seis horas por lo menos. Pero ya la Rastra lo ha atravesado completamente y lo arroja en el hoyo, donde cae en medio de la sangre y el agua y el algodón. La sentencia se ha cumplido, y nosotros, yo y el soldado, lo enterramos. El explorador había inclinado el oído hacia el oficial, y con las manos en los bolsillos de la chaqueta contemplaba el funcionamiento de la máquina. También el condenado lo contemplaba, pero sin comprender. Un poco agachado, seguía el movimiento de las agujas
oscilantes; mientras tanto el soldado, ante una señal del oficial, le cortó con un cuchillo la camisa y los pantalones, por la parte de atrás de modo que estos últimos cayeron al suelo; el individuo trató de retener las ropas que se le caían, para cubrir su desnudez, pero el soldado lo alzó en el aire y sacudiéndolo hizo caer los últimos jirones de vestimenta. El oficial detuvo la máquina, y en medio del repentino silencio el condenado fue colocado bajo la Rastra. Le desataron las cadenas, y en su lugar lo sujetaron con las correas; en el primer instante, esto pareció significar casi un alivio para el condenado. Luego hicieron descender un poco más la Rastra, porque era un hombre delgado. Cuando las puntas lo rozaron, un estremecimiento recorrió su piel; mientras el soldado le ligaba la mano derecha, el condenado lanzó hacia afuera la izquierda, sin saber hacia dónde, pero en dirección del explorador. El oficial observaba constantemente a este último, de reojo, como si quisiera leer en su cara la impresión que le causaba la ejecución que por lo menos superficialmente acababa de explicarle. La correa destinada a la mano izquierda se rompió; probablemente, el soldado la había estirado demasiado. El oficial tuvo que intervenir, y el soldado le mostró el trozo roto de correa. Entonces el oficial se le acercó, y con el rostro vuelto hacia el explorador dijo: —Esta máquina es muy compleja, a cada momento se rompe o se descompone alguna cosa; pero uno no debe permitir que estas circunstancias influyan en el juicio de conjunto. De todos modos, las correas son fácilmente sustituibles; usaré una cadena; es claro que la delicadeza de las vibraciones del brazo derecho sufrirá un poco. Y mientras sujetaba la cadena, agregó: —Los recursos destinados a la conservación de la máquina son ahora sumamente reducidos. Cuando estaba el antiguo comandante, yo tenía a mi disposición una suma de dinero con esa única finalidad. Había aquí un depósito, donde se guardaban piezas de repuesto de todas clases. Confieso que he sido bastante pródigo con ellas, me refiero a antes, no ahora, como insinúa el nuevo comandante, para quien todo es un motivo de ataque contra el antiguo orden. Ahora se ha hecho cargo personalmente del dinero destinado a la máquina, y si le mando pedir una nueva correa, me pide, como prueba, la correa rota; la nueva llega por lo menos diez días después, y además es de mala calidad, y no sirve de mucho. Cómo puede funcionar mientras tanto la máquina sin correas, eso no le preocupa a nadie. El explorador pensó: Siempre hay que reflexionar un poco antes de intervenir decisivamente en los asuntos de los demás. El no era ni miembro de la colonia penitenciaria, ni ciudadano del país al que ésta pertenecía. Si pretendía emitir juicios sobre la ejecución o trataba directamente de obstaculizarla, podían decirle: "Eres un extranjero, no te metas." Ante esto no podía contestar nada, sólo agregar que realmente no comprendía su propia actitud, y de ningún modo pretendía modificar los métodos judiciales de los demás. Pero aquí se encontraba con cosas que realmente lo tentaban a quebrar su resolución de no inmiscuirse. La injusticia del procedimiento y la inhumanidad de la ejecución eran indudables. Nadie podía suponer que el explorador tenía algún' interés personal en el asunto, porque el condenado era para él un desconocido, no era compatriota suyo, y ni siquiera era capaz de inspirar compasión. El explorador había sido recomendado por personas muy importantes, había sido recibido con gran cortesía, y el hecho de que lo hubieran invitado a la ejecución podía justamente significar que se deseaba conocer su opinión sobre el asunto. Esto parecía bastante probable, porque el comandante, como bien claramente acababan de expresarle, no era partidario de estos procedimientos, y su actitud ante el oficial era casi hostil. En ese momento oyó el explorador un grito airado del oficial. Acababa de colocar, no sin gran esfuerzo, la mordaza de fieltro dentro de la boca del condenado, cuando este último, con una náusea irresistible, cerró los ojos y vomitó. Rápidamente el oficial le alzó la cabeza, alejándola de la mordaza y tratando de dirigirla hacia el hoyo; pero era demasiado tarde, y el vómito se derramó sobre la máquina. — ¡Todo esto es culpa del comandante! —gritó el oficial, sacudiendo insensatamente la barra de cobre que tenía enfrente—. Me dejarán la máquina más sucia que una pocilga —y con manos temblorosas mostró al explorador lo que había ocurrido—. Durante horas he tratado de hacerle comprender al comandante que el condenado debe ayunar un día entero
antes de la ejecución. Pero nuestra nueva doctrina compasiva no lo quiere así. Las señoras del comandante visitan al condenado y le atiborran la garganta de dulces. Durante toda la vida se alimentó de peces hediondos, y ahora necesita comer dulces. Pero en fin, podríamos pasarlo por alto, yo no protestaría, pero ¿por qué no quieren conseguirme una nueva mordaza de fieltro, ya que hace tres meses que la pido: ¿Quién podría meterse en la boca, sin asco, una mordaza que más de cien moribundos han chupado y mordido? El condenado había dejado caer la cabeza y parecía tranquilo; mientras tanto, el soldado limpiaba la máquina con la camisa del otro. El oficial se dirigió hacia el explorador, que tal vez por un presentimiento retrocedió un paso, pero el oficial lo cogió por la mano y lo llevó aparte. —Quisiera hablar confidencialmente algunas palabras con usted —dijo este último—. ¿Me lo permite? —Naturalmente —dijo el explorador, y escuchó con la mirada baja. —Este procedimiento judicial, y este método de castigo, que usted tiene ahora oportunidad de admirar, no goza actualmente en nuestra colonia de ningún abierto partidario. Soy su único sostenedor, y al mismo tiempo el único sostenedor de la tradición del antiguo comandante. Ya ni podría pensar en la menor ampliación del procedimiento, y necesito emplear todas mis fuerzas para mantenerlo tal como es actualmente. En vida de nuestro antiguo comandante, la colonia estaba llena de partidarios; yo poseo en parte la fuerza de convicción del antiguo comandante, pero carezco totalmente de su poder; en consecuencia, los partidarios se ocultan; todavía hay muchos, pero ninguno lo confiesa. Si usted entra hoy, que es día de ejecución, en la confitería, y escucha las conversaciones, tal vez sólo oiga frases de sentido ambiguo. Esos son todos partidarios, pero bajo el comandante actual, y con su doctrinas actuales, no me sirven absolutamente de nada. Y ahora le pregunto: ¿le parece bien que por culpa de este comandante y sus señoras, que influyen sobre él, semejante obra de toda una vida —y señaló la maquinaria— desaparezca ¿Podemos permitirlo? Aun cuando uno sea un extranjero, ) sólo haya venido a pasar un par de días en nuestra isla. Pero no podemos perder tiempo, porque también se prepara algo contra mis funciones judiciales; ya tienen lugar conferencias en la oficina del comandante, de las que me veo excluido hasta su visita de hoy, señor, me parece formar parte de un plan; por cobardía lo utilizan a usted, un extranjero, como pantalla. ¡Qué diferente era en otros tiempos la ejecución! Ya un día antes de la ceremonia, el valle estaba completamente lleno de gente; todos venían sólo para ver; por la mañana temprano aparecía el comandante con sus señoras; las fanfarrias despertaban a todo el campamento; yo presentaba un informe de que todo estaba preparado; todo el estado mayor —ningún alto oficial se atrevía a faltar— se ubicaba en torno de la máquina; este montón de sillas de mimbre es un mísero resto de aquellos tiempos. La máquina resplandecía, recién limpiada; antes de cada ejecución me entregaban piezas nuevas de repuesto. Ante cientos de ojos —todos los asistentes en puntas de pie, hasta en la cima de esas colinas— el condenado era colocado por el mismo comandante debajo de la Rastra. Lo que hoy corresponde a un simple soldado, era en esa época tarea mía, tarea del juez presidente del juzgado, y un gran honor para mí. Y entonces empezaba la ejecución. Ningún ruido discordante afeaba el funcionamiento de la máquina. Muchos ya no miraban; permanecían con los ojos cerrados, en la arena; todos sabían: ahora se hace justicia. En ese silencio, sólo se oían los suspiros del condenado, apenas apagados por el fieltro. Hoy la máquina ya no es capaz de arrancar al condenado un suspiro tan fuerte que el fieltro no pueda apagarlo totalmente; pero en ese entonces las agujas inscriptoras vertían un líquido ácido, que hoy ya no nos permiten emplear. ¡Y llegaba la sexta hora! Era imposible satisfacer todos los pedidos formulados para contemplarla desde cerca.. El comandante, muy sabiamente, había ordenado que los niños tendrían preferencia sobre todo el mundo; yo, por supuesto, gracias a mi cargo, tenía el privilegio de permanecer junto a la máquina; a menudo estaba en cuclillas, con un niñito en cada brazo, a derecha e izquierda. ¡Cómo absorbíamos todos esa expresión de transfiguración que aparecía en el rostro martirizado, cómo nos bañábamos las mejillas en el resplandor de esa justicia, por fin lograda y que tan pronto desaparecería! ¡Qué tiempos, camarada!
El oficial había evidentemente olvidado quién era su interlocutor; lo había abrazado, y apoyaba la cabeza sobre su hombro. El explorador se sentía grandemente desconcertado; inquieto, miraba hacia la lejanía. El soldado había terminado su limpieza, y ahora vertía pulpa de arroz en el recipiente. Apenas la advirtió el condenado, que parecía haberse mejorado completamente, comenzó a lamer la papilla con la lengua. El soldado trataba de alejarlo, porque a papilla era para más tarde, pero de todos modos también era incorrecto que el soldado metiera en el recipiente sus sucias manos, y se dedicara a comer ante el ávido condenado. El oficial recobró rápidamente el dominio de sí mismo. —No quise emocionarlo —dijo—, ya sé que actualmente es imposible dar una idea de lo que eran esos tiempos. De todos modos, la máquina todavía funciona, y se basta a sí misma. Se basta a sí misma, aunque se encuentra muy solitaria en este valle. Y al terminar, el cadáver cae como antaño dentro del hoyo, con un movimiento incomprensiblemente suave, aunque ya no se apiñan las muchedumbres como moscas en torno de la sepultura, como en otros tiempos. Antaño teníamos que colocar una sólida baranda en torno de la sepultura, pero hace mucho que la arrancamos. El explorador quería ocultar su rostro al oficial, y miraba en torno, al azar. El oficial creía que contemplaba la desolación del valle; le cogió por lo tanto las manos, se colocó frente a él, para mirarlo en los ojos, y le preguntó: — ¿Se da cuenta, qué vergüenza? Pero el explorador calló. El oficial lo dejó un momento entregado a sus pensamientos; con las manos en las caderas, las piernas abiertas, permaneció callado, cabizbajo. Luego sonrió alentadoramente al explorador, y dijo: —Yo estaba ayer cerca de usted cuando el comandante lo invitó. Oí la invitación. Conozco al comandante. Inmediatamente comprendía su propósito. Aunque su poder es suficientemente grande para tomar medidas contra mí, todavía no se atreve, pero ciertamente tiene la intención de oponerme su veredicto de usted, el veredicto de un ilustre extranjero. Lo ha calculado perfectamente: hace dos días que usted está en la isla, no conoció al antiguo comandante, ni su manera de pensar, está habituado a los puntos de vista europeos, tal vez se opone fundamentalmente a la pena capital en general y a estos tipos de castigo mecánico en particular; además comprueba que la ejecución tiene lugar , sin ningún apoyo popular, tristemente, mediante una máquina ya un poco arruinada; considerando todo esto (así piensa el comandante), ¿no sería entonces muy probable que desaprobara mis métodos? Y si los desaprobara, no ocultaría su desaprobación (hablo siempre en nombre del comandante), porque confía ampliamente en sus bien probadas conclusiones. Es verdad que usted ha visto las numerosas peculiaridades de numerosos pueblos, y ha aprendido a apreciarlas, y por lo tanto es probable que no se exprese con excesivo rigor contra el procedimiento, como lo haría en su propio país. Pero el comandante no necesita tanto. Una palabra cualquiera, hasta una observación un poco imprudente le bastaría. No hace ni siquiera falta que esa observación exprese su opinión, basta que aparentemente corrobore la intención del comandante. Que él tratará de sonsacarlo con preguntas astutas, de eso estoy seguro. Y sus señoras estarán sentadas en torno, y alzarán las orejas; tal vez usted diga: "En mi país el procedimiento judicial es distinto", o "En mi país se permite al acusado defenderse antes de la sentencia", o "En mi país hay otros castigos, además de la pena de muerte", o "En mi país sólo existió la tortura en la Edad Media". Todas éstas son observaciones correctas y que a usted le parecen evidentes, observaciones inocentes, que no pretenden juzgar mis procedimientos. Pero ¿cómo las tomará el comandante? Ya lo veo al buen comandante, veo cómo aparta su silla y sale rápidamente al balcón, veo a sus señoras, que se precipitan tras él como un torrente, oigo su voz (las señoras la llaman una voz de trueno) que dice: "Un famoso investigador europeo, enviado para estudiar el procedimiento judicial en todos los países del mundo, acaba de decir que nuestra antigua manera de administrar justicia es inhumana. Después de oír el juicio de semejante personalidad, ya no me es posible seguir permitiendo este procedimiento. Por lo tanto, ordeno que desde el día de hoy..." y así sucesivamente. Usted trata de interrumpirlo para explicar que no dijo lo que él
pretende, que no llamó nunca inhumano mi procedimiento, que en cambio su profunda experiencia le demuestra que es el procedimiento más humano y acorde con la dignidad humana, que admira esta maquinaria... pero ya es demasiado tarde; usted no puede asomarse al balcón, que está lleno de damas; trata de llamar la atención; trata de gritar; pero una mano de señora le tapa la boca... y tanto yo como la obra del antiguo comandante estamos irremediablemente perdidos. El explorador tuvo que contener una sonrisa; tan fácil era entonces la tarea que le había parecido tan difícil. Dijo evasivamente: —Usted exagera mi influencia; el comandante leyó mis cartas de recomendación, y sabe que no soy ningún entendido en procedimientos judiciales. Si yo expresara una opinión, sería la opinión de un particular, en nada más significativa que la opinión de cualquier otra persona, y en todo caso mucho menos significativa que la opinión del comandante, que según creo posee en esta colonia penitenciaria prerrogativas extensísimas. Si la opinión de él sobre este procedimiento es tan hostil como usted dice, entonces, me temo que haya llegado la hora decisiva para el mismo, sin que se requiera mi humilde ayuda. ¿Lo había comprendido ya el oficial? No, todavía no lo comprendía. Meneó enfáticamente la cabeza, volvió brevemente la mirada hacia el condenado y el soldado, que se alejaron por instinto del arroz, se acercó bastante al explorador, lo miró no en los ojos, sino en algún sitio de la chaqueta, y le dijo más despacio que antes: —Usted no conoce al comandante; usted cree (perdone la expresión) que es una especie de extraño para él y para nosotros;-sin embargo, créame, su influjo no podría ser subestimado. Fue una verdadera felicidad para mí saber que usted asistiría solo a la ejecución. Esa orden del comandante debía perjudicarme, pero yo sabré sacar ventaja de ella. Sin distracciones provocadas por falsos murmullos y por miradas desdeñosas (imposibles de evitar si una gran multitud hubiera asistido a la ejecución), usted ha oído mis explicaciones, ha visto la máquina, y está ahora a punto de contemplar la ejecución. Ya se ha formado indudablemente un juicio; si todavía no está seguro de algún pequeño detalle, el desarrollo de la ejecución disipará sus últimas dudas. Y ahora elevo ante usted esta súplica: Ayúdeme contra el comandante. El explorador no le permitió proseguir. — ¡Cómo me pide usted eso —exclamó—, es totalmente imposible! No puedo ayudarlo en lo más mínimo, así como tampoco puedo perjudicarlo. —Puede —dijo el oficial; con cierto temor, el explorador vio que el oficial contraía los puños—. Puede —repitió el oficial con más insistencia todavía—. Tengo un plan, que no fallará. Usted cree que su influencia no es suficiente. Yo sé que es suficiente. Pero suponiendo que usted tuviera razón, ¿no sería de todos modos necesario tratar de utilizar toda clase de recursos, aunque dudemos de su eficacia, con tal de conservar el antiguo procedimiento? Por lo tanto, escuche usted mi plan. Ante todo es necesario para su éxito que hoy, cuando se encuentre usted en la colonia, sea lo más reticente posible en sus juicios sobre el procedimiento. A menos que le formulen una pregunta directa, no debe decir una palabra sobre el asunto; si lo hace, que sea con frases breves y ambiguas; debe dar a entender que no le agrada discutir ese tema, que ya está harto de él, que si tuviera que decir algo, prorrumpiría francamente en maldiciones. No le pido que mienta; de ningún modo; sólo debe contestar lacónicamente, por ejemplo: "Sí, asistí a la ejecución", o "Sí, escuché todas las explicaciones". Sólo eso, nada más. En cuanto al fastidio que usted pueda dar a entender, tiene motivos suficientes, aunque no sean tan evidentes para el comandante. Naturalmente, éste comprenderá todo mal, y lo interpretará a su manera. En eso se basa justamente mi plan. Mañana se realizará en la oficina del comandante, presidida por éste, una gran asamblea de todos los altos oficiales administrativos. El comandante, por supuesto, ha logrado convertir esas asambleas en un espectáculo público. Hizo construir una galería, que está siempre llena de espectadores. Estoy obligado a tomar parte en las asambleas, pero me enferman de asco. Ahora bien, pase lo que pase, es seguro que a usted lo invitarán; si se atiene hoy a mi plan, la invitación se convertirá en una insistente súplica. Pero si por cualquier motivo imprevisible no fuera invitado, debe usted de todos modos pedir que lo inviten; es indudable que así lo harán. Por lo tanto,
mañana estará usted sentado con las señoras en el palco del comandante. El mira a menudo hacia arriba, para asegurarse de su presencia. Después de varias órdenes del día, triviales y ridículas, calculadas para impresionar al auditorio —en su mayoría son obras portuarias, ¡eternamente obras portuarias!—, se pasa a discutir nuestro procedimiento judicial. Si eso no ocurre, o no ocurre bastante pronto, por desidia del comandante, me encargaré yo de introducir el tema. Me pondré de pie y mencionaré que la ejecución de hoy tuvo fugar. Muy breve, una simple mención. Semejante mención no es en realidad usual, pero no importa. El comandante me da las gracias, como siempre, con una sonrisa amistosa, y ya sin poder contenerse aprovecha la excelente oportunidad. "Acaban de anunciar —más o menos así dirá— que ha tenido lugar la ejecución. Sólo quisiera agregar a este anuncio que dicha ejecución ha sido presenciada por el gran investigador que como ustedes saben honra extraordinariamente nuestra colonia con su visita. También nuestra asamblea de hoy adquiere singular significado gracias a su presencia. ¿No convendría ahora preguntar a este famoso investigador qué juicio le merece nuestra forma tradicional de administrar la pena capital, y el procedimiento judicial que la precede?" Naturalmente, aplauso general, acuerdo unánime, y mío más que de nadie. El comandante se inclina ante usted, y dice: "Por lo tanto, le formulo en nombre de todos dicha pregunta". Y entonces usted se adelanta hacia la baranda del palco. Apoya las manos donde todos pueden verlas, porque si no, se las cogerán las señoras y jugarán con sus dedos. Y por fin se escucharán sus palabras. No sé cómo podré soportar la tensión de la espera hasta ese instante. En su discurso no debe haber ninguna reticencia, diga la verdad a pleno pulmón, inclínese sobre el borde del balcón, grite, sí, grite al comandante su opinión, su inconmovible opinión. Pero tal vez no le guste a usted esto, no corresponde a su carácter, o quizás en su país uno se comporta diferentemente en esas ocasiones; bueno, está bien, también así será suficientemente eficaz, no hace falta que se ponga de pie, diga solamente un par de palabras, susúrrelas, que sólo los oficiales que están debajo de usted las oigan, es suficiente, no necesita mencionar siquiera la falta de apoyo popular a la ejecución, ni la rueda que chirría, ni las correas rotas, ni el nauseabundo fieltro, no, yo me encargo de todo eso, y le aseguro que si mi discurso no obliga al comandante a abandonar el salón, lo obligará a arrodillarse y reconocer: "Antiguo comandante, ante ti me inclino." Este es mi plan; ¿quiere ayudarme a realizarlo? Pero, naturalmente, usted quiere, aún más, debe ayudarme. El oficial cogió al explorador por ambos brazos, y lo miró en los ojos, respirando agitadamente. Había gritado con tal fuerza las últimas frases, que hasta el soldado y el condenado se habían puesto a escuchar; aunque no podían entender nada, habían dejado de comer, y dirigían la mirada hacia el explorador, masticando todavía. Desde el primer momento el explorador no había dudado de cuál debía ser su respuesta. Durante su vida había reunido demasiada experiencia, para dudar en este caso; era una persona fundamentalmente honrada, y no conocía el temor. Sin embargo contemplando al soldado y el condenado, vaciló un instante. Por fin dijo lo que debía decir: -No. El oficial parpadeó varias veces, pero no desvió la mirada. — ¿Desea usted una explicación? —preguntó el explorador. El oficial asintió, sin hablar. —Desapruebo este procedimiento —dijo entonces el explorador—, aun desde antes que usted me hiciera estas confidencias (por supuesto que bajo ninguna circunstancia traicionaré la confianza que ha puesto en mi); ya me había preguntado si sería mi deber intervenir, y si mi intervención tendría después de todo alguna posibilidad de éxito. Pero sabía perfectamente a quién debía dirigirme en primera instancia; naturalmente al comandante. Usted lo ha hecho más indudable aún, aunque confieso que no sólo no ha fortalecido mi decisión, sino que su honrada convicción ha llegado a conmoverme mucho, por más que no logre modificar mi opinión. El oficial callaba; se volvió hacia la máquina, se tomó de una de las barras de bronce, y contempló, un poco echado hacia atrás, el Diseñador, como para comprobar que todo
estaba en orden. El soldado y el condenado parecían haberse hecho amigos; el condenado hacía señales al soldado, aunque sus sólidas ligaduras dificultaban notablemente la operación; el soldado se inclinó hacia él; el condenado le susurró algo, y el soldado asintió. El explorador se acercó al oficial, y dijo: —Todavía no sabe usted lo que pienso hacer. Comunicaré al comandante, en efecto, lo que opino del procedimiento, pero no en una asamblea, sino en privado; además, no me quedaré aquí lo suficiente para asistir a ninguna conferencia; mañana por la mañana me voy, o por lo menos me embarco. No parecía que el oficial lo hubiera escuchado. —Así que el procedimiento no lo convence —dijo éste para sí, y sonrió, como un anciano que se ríe de la insensatez de un niño, y a pesar de la sonrisa prosigue sus propias meditaciones—. Entonces, llegó el momento —dijo por fin, y miró de pronto al explorador con clara mirada, en la que se veía cierto desafío, cierto vago pedido de cooperación. — ¿Cuál momento? —preguntó inquieto el explorador, sin obtener respuesta. —Eres libre —dijo el oficial al condenado, en su idioma; el hombre no podía creerlo—. Vamos, eres libre —repitió el oficial. Por primera vez, el rostro del condenado pareció realmente animarse. ¿Sería verdad? ¿No sería un simple capricho del oficial, que no duraría ni un instante? ¿Tal vez el explorador extranjero había suplicado que lo perdonaran? ¿Qué ocurría? Su cara parecía formular estas preguntas. Pero por poco tiempo. Fuera lo que fuese, deseaba ante todo sentirse realmente libre, y comenzó a debatirse en la medida que la Rastra se lo permitía. —Me romperás las correas —gritó el oficial—, quédate quieto. Ya te desataremos. Y después de hacer una señal al soldado, pusieron manos a la obra. El condenado sonreía sin hablar, para sí mismo, volviendo la cabeza ora hacia la izquierda, hacia el oficial, ora hacia el soldado, a la derecha; y tampoco olvidó al explorador. —Sácalo de allí —ordenó el oficial al soldado. A causa de la Rastra, esta operación exigía cierto cuidado. Ya el condenado, por culpa de su impaciencia, se había provocado una pequeña herida desgarrante en la espalda. Desde este momento, el oficial no le prestó la menor atención. Se acercó al explorador, volvió a sacar el pequeño portafolio de cuero, buscó en él un papel, encontró por fin la hoja que buscaba, y la mostró al explorador. —Lea esto —dijo. —No puedo —dijo el explorador—, ya le dije que no puedo leer esos planos. —Mírelo con más atención, entonces —insistió el oficial, y se acercó más al explorador, para que leyeran juntos. Como tampoco esto resultó de ninguna utilidad, el oficial trató de ayudarlo, siguiendo la inscripción con el dedo meñique, a gran altura, como si en ningún caso debiera tocar el plano. El explorador hizo un esfuerzo para mostrarse amable con el oficial, por lo menos en algo, pero sin éxito. Entonces el oficial comenzó a deletrear la inscripción, y luego la leyó entera. —"Sé justo", dice —explicó—; ahora puede leerla. El explorador se agachó sobre el papel, que el oficial, temiendo que lo tocara, alejó un poco; el explorador no dijo absolutamente nada, pero era evidente que todavía no había conseguido leer una letra. —"Sé justo", dice —repitió el oficial. —Puede ser —dijo el explorador—, estoy dispuesto a creer que así es. —Muy bien —dijo el oficial, por lo menos en parte satisfecho—, y trepó la escalera con el papel en la mano; con gran cuidado lo colocó dentro del Diseñador, y pareció cambiar toda la disposición de los engranajes; era una labor muy difícil, seguramente había que manejar
rueditas muy diminutas; a menudo la cabeza del oficial desaparecía completamente dentro del Diseñador, tanta exactitud requería el montaje de los engranajes. Desde abajo, el explorador contemplaba incesantemente su labor, con el cuello endurecido, y los ojos doloridos por el reflejo del sol sobre el cielo. El soldado y el condenado estaban ahora muy ocupados. Con la punta de la bayoneta, el soldado pescó del fondo del hoyo la camisa y los pantalones del condenado. La camisa estaba espantosamente sucia, y el condenado la lavó en el balde de agua. Cuando se puso la camisa y los pantalones, tanto el soldado como el condenado se rieron estrepitosamente, porque las ropas estaban rasgadas por detrás. Tal vez el condenado se creía en la obligación de entretener al soldado, y con sus ropas desgarradas giraba delante de él; el soldado se había puesto en cuclillas y a causa de la risa se golpeaba las rodillas. Pero trataban de contenerse, por respeto hacia los presentes. Cuando el oficial terminó arriba con su trabajo, revisó nuevamente todos los detalles de la maquinaria, sonriendo, pero esta vez cerró la tapa del Diseñador, que hasta ahora había estado abierta; descendió, miró el hoyo, luego al condenado, advirtió satisfecho que éste había recuperado sus ropas, luego se dirigió al balde, para lavarse las manos, descubrió demasiado tarde que estaba repugnantemente sucio, se entristeció porque ya no podía lavarse las manos, finalmente las hundió en la arena —este sustituto no le agradaba mucho, pero tuvo que conformarse—, luego se puso de pie y comenzó a desabotonarse el uniforme. Se le cayeron entonces en la mano dos pañuelos de mujer que tenía metidos debajo del cuello. —Aquí tienes tus pañuelos —dijo, y se los arrojó al condenado. Y explicó al explorador: —Regalo de las señoras. A pesar de la evidente prisa con que se quitaba la chaqueta del uniforme, para luego desvestirse, totalmente, trataba cada prenda de vestir con sumo cuidado; acarició ligeramente con los dedos los adornos plateados de su chaqueta, y colocó una borla en su lugar. Este cuidado parecía, sin embargo, innecesario, porque apenas terminaba de acomodar una prenda, inmediatamente con una especie de estremecimiento de desagrado, la arrojaba dentro del hoyo. Lo último que le quedó fue su espadín, y el cinturón que lo sostenía. Sacó el espadín de la vaina, lo rompió, luego reunió todo, los trozos de espada, la vaina y el cinturón, y lo arrojó con tanta violencia que los fragmentos resonaron al caer en el fondo. Ya estaba desnudo. El explorador se mordió los labios, y no dijo nada. Sabía muy bien lo que iba a ocurrir, pero no tenía ningún derecho de inmiscuirse. Si el procedimiento judicial, que tanto significaba para el oficial, estaba realmente tan próximo a su desaparición — posiblemente como consecuencia de la intervención del explorador, lo que para éste era una ineludible obligación—, entonces, el oficial hacía lo que debía hacer; en su lugar el explorador no habría procedido de otro modo. Al principio, el soldado y el condenado no comprendían; para empezar, ni siquiera miraban. El condenado estaba muy contento de haber recuperado los pañuelos, pero esta alegría no le duró mucho porque el soldado se los arrancó, con un ademán rápido e inesperado. Ahora el condenado trataba de arrancarle a su vez los pañuelos al soldado; éste se los había metido debajo del cinturón, y se mantenía alerta. Así luchaban, medio en broma. Sólo cuando el oficial apareció completamente desnudo, prestaron atención. Sobre todo el condenado pareció impresionado por la idea de este asombroso trueque de la suerte. Lo que le había sucedido a él, ahora le sucedía al oficial. Tal vez hasta el final. Aparentemente, el explorador extranjero había dado la orden. Por lo tanto, esto era la venganza. Sin haber sufrido hasta el fin, ahora sería vengado hasta el fin. Una amplia y silenciosa sonrisa apareció entonces en su rostro, y no desapareció más. Mientras tanto, el oficial se dirigió hacia la máquina. Aunque ya había demostrado con largueza, que la comprendía, era sin embargo casi alucinante ver cómo la manejaba, y cómo ella le respondía. Apenas acercaba una mano a la Rastra, ésta se levantaba y bajaba varias veces, hasta adoptar la posición correcta para recibirlo; tocó apenas el borde de la Cama, y ésta comenzó inmediatamente a
vibrar; la mordaza de fieltro se aproximó a su boca; se veía que el oficial hubiera preferido no ponérsela, pero su vacilación sólo duró un instante, luego se sometió y aceptó la mordaza en la boca. Todo estaba preparado, sólo las correas pendían a los costados, pero eran evidentemente innecesarias, no hacía falta sujetar al oficial. Pero el condenado advirtió las correas sueltas; como según su opinión la ejecución era incompleta si no se sujetaban las correas, hizo un gesto ansioso al soldado, y ambos se acercaron para atar al oficial. Este había extendido ya un pie, para empujar la manivela que hacía funcionar el Diseñador; pero vio que los dos se acercaban, y retiró el pie, dejándose atar con las correas. Pero ahora ya no podía alcanzar la manivela; ni el soldado ni el condenado sabrían encontrarla, y el explorador estaba decidido a no moverse. No hacía falta; apenas se cerraron las correas, la máquina comenzó a funcionar; la Cama vibraba, las agujas bailaban sobre la piel, la Rastra subía y bajaba. El explorador miró fijamente, durante un rato; de pronto recordó que una rueda del Diseñador hubiera debido chirriar; pero no se oía ningún ruido, ni siquiera el más leve zumbido. Trabajando casi silenciosamente, la máquina pasaba casi inadvertida. El explorador miró hacia el soldado y el condenado. El condenado mostraba más animación, todo en la máquina le interesaba, de pronto se agachaba, de pronto se estiraba, y todo el tiempo mostraba algo al soldado con el índice extendido. Para el explorador, esto era penoso. Estaba decidido a permanecer allí hasta el final, pero la vista de esos dos hombres le resultaba insoportable. —Volved a casa —dijo. El soldado estaba dispuesto a obedecerle, pero el condenado consideró la orden como un castigo. Con las manos juntas imploró lastimeramente que le permitieran quedarse, y como el explorador meneaba la cabeza, y no quería ceder, terminó por arrodillarse. El explorador comprendió que las órdenes eran inútiles, y decidió acercarse y sacarlos a empujones. Pero oyó un ruido arriba, en el Diseñador. Alzó la mirada. ¿Finalmente habría decidido andar mal la famosa rueda? Pero era otra cosa. Lentamente, la tapa del Diseñador se levantó, y de pronto se abrió del todo. Los dientes de una rueda emergieron y subieron; pronto apareció toda la rueda, como si alguna enorme fuerza en el interior del Diseñador comprimiera las ruedas, de modo que ya no hubiera lugar para ésta; la rueda se desplazó hasta el borde del Diseñador, cayó, rodó un momento sobre el canto por la arena, y luego quedó inmóvil. Pero pronto subió otra, y otras la siguieron, grandes, pequeñas, imperceptiblemente diminutas; con todas ocurría lo mismo, siempre parecía que el Diseñador ya debía de estar totalmente vacío, pero aparecía un nuevo grupo, extraordinariamente numeroso, subía, caía, rodaba por la arena y se detenía. Ante este fenómeno, el condenado olvidó por completo la orden del explorador, las ruedas dentadas lo fascinaban, siempre quería coger alguna, y al mismo tiempo pedía al soldado que lo ayudara, pero siempre retiraba la mano con temor, porque en ese momento caía otra rueda que por lo menos en el primer instante lo atemorizaba. El explorador, en cambio, se sentía muy inquieto; la máquina estaba evidentemente haciéndose trizas; su andar silencioso ya era una mera ilusión. El extranjero tenía la sensación de que ahora debía ocuparse del oficial, ya que el oficial no podía ocuparse más de sí mismo. Pero mientras la caída de los engranajes absorbía toda su atención, se olvidó del resto de la máquina; cuando cayó la última rueda del Diseñador, el explorador se volvió hacia la Rastra, y recibió una nueva y más desagradable sorpresa. La Rastra no escribía, sólo pinchaba, y la Cama no hacía girar el cuerpo, sino que lo levantaba temblando hacia las agujas. El explorador quiso hacer algo que pudiera detener el conjunto de la máquina, porque esto no era la tortura que el oficial había buscado sino una franca matanza. Extendió las manos. En ese momento la Rastra se elevó hacia un costado con el cuerpo atravesado en ella, como solía hacer después de la duodécima hora. La sangre corría por un centenar de heridas, no ya mezclada con agua, porque también los canalículos del agua se habían descompuesto. Y ahora falló también la última función; el cuerpo no se desprendió de las largas agujas; manando sangre, pendía sobre el hoyo de la sepultura, sin caer. La Rastra quiso volver entonces a su anterior posición, pero como si ella misma advirtiera que no se había librado todavía de su carga, permaneció suspendida sobre el hoyo. —Ayudadme —gritó el explorador al soldado y al condenado, y cogió los pies del oficial.
Quería empujar los pies, mientras los otros dos sostenían del otro lado la cabeza del oficial, para desengancharlo lentamente de las agujas. Pero ninguno de los dos se decidía a acercarse; el condenado terminó por alejarse; el explorador tuvo que ir a buscarlos y empujarlos a la fuerza hasta la cabeza del oficial. En ese momento, casi contra su voluntad, vio el rostro del cadáver. Era como había sido en vida; no se descubría en él ninguna señal de la prometida redención; lo que todos hallaban, el oficial no lo había hallado; tenía los labios apretados, los ojos abiertos, con la misma expresión de siempre, la mirada tranquila y convencida; y atravesada en medio de la frente la punta de la gran aguja de hierro. Cuando el explorador llegó a las primeras casas de la colonia, seguido por el condenado y el soldado, éste le mostró uno de los edificios y le dijo: —Esa es la confitería. En la planta baja de una casa había un espacio profundo, de techo bajo, cavernoso, de paredes y cielo raso ennegrecidos por el humo. Todo el frente que daba a la calle estaba abierto. Aunque esta confitería no se distinguía mucho de las demás casas de la colonia, todas en notable mal estado de conservación (aun el palacio donde se alojaba el comandante), no dejó de causar en el explorador una sensación como de evocación histórica, al permitirle vislumbrar la grandeza de los tiempos idos. Se acercó y entró, seguido por sus acompañantes, entre las mesitas vacías, dispuestas en la calle frente al edificio, y respiró el aire fresco y cargado que provenía del interior. —El viejo está enterrado aquí —dijo el soldado—, porque el cura le negó un lugar en el camposanto. Dudaron un tiempo dónde lo enterrarían, finalmente lo enterraron aquí. El oficial no le contó a usted nada, seguramente, porque ésta era, por supuesto, su mayor vergüenza. Hasta trató varias veces de desenterrar al viejo, de noche, pero siempre lo echaban. — ¿Dónde está la tumba? —preguntó el explorador, que no podía creer lo que oía. Inmediatamente, el soldado y el condenado le mostraron con la mano dónde debía de encontrarse la tumba. Condujeron al explorador hasta la pared; en torno de algunas mesitas estaban sentados varios clientes. Aparentemente eran obreros del puerto, hombres fornidos, de barba corta, negra y reluciente. Todos estaban sin chaqueta, tenían las camisas rotas, era gente pobre y humilde. Cuando el explorador se acercó, algunos se levantaron, se ubicaron junto a la pared, y lo miraron. —Es un extranjero —murmuraban en torno de él—, quiere ver la tumba. Corrieron hacia un lado una de las mesitas, debajo de la cual se encontraba realmente la lápida de una sepultura. Era una lápida simple, bastante baja, de modo que una mesa podía cubrirla. Mostraba una inscripción de letras diminutas; para leerlas, el explorador tuvo que arrodillarse. Decía así: "Aquí yace el antiguo comandante. Sus partidarios, que ya deben de ser incontables, cavaron esta tumba y colocaron esta lápida. Una profecía dice que después de determinado número de años el comandante resurgirá, desde esta casa conducirá a sus partidarios para reconquistar la colonia. ¡Creed y esperad!" Cuando el explorador terminó de leer y se levantó, vio que los hombres se reían, como si hubieran leído con él la inscripción, y ésta les hubiera parecido risible, y esperaban que él compartiera esa opinión. El explorador simuló no advertirlo, les repartió algunas monedas, esperó hasta que volvieran a correr la mesita sobre la tumba, salió de la confitería y se encaminó hacia el puerto. El soldado y el condenado habían encontrado algunos conocidos en la confitería, y se quedaron conversando. Pero pronto se desligaron de ello, porque cuando el explorador se encontraba por la mitad de la larga escalera que descendía hacia la orilla, lo alcanzaron corriendo. Probablemente querían pedirle a último momento que los llevara consigo. Mientras el explorador discutía abajo con un barquero el precio del transporte hasta el vapor, se precipitaron ambos por la escalera, en silencio, porque no se atrevían a gritar. Pero cuando llegaron abajo, el explorador ya estaba en el bote, y el barquero acababa de desatarlo de la costa. Todavía podían saltar dentro del bote, pero el explorador alzó del fondo del barco una pesada soga anudada, los amenazó con ella y evitó que saltaran.
LOS AEROPLANOS DE BRESCIA* (1909)
Franz Kafka
* Primera edición, Bohemia, Praga, 1909.
"La Sentinella Bresciana del 9 de setiembre de 1909 anuncia complacida lo siguiente: Tenemos en Brescia una multitud nunca vista, ni siquiera en tiempos de las grandes carreras de automóviles; los huéspedes de Venecia, Liguria, Piamonte, Toscana, Roma y hasta de Nápoles, las grandes personalidades de Francia, Inglaterra y América se agolpan en nuestras plazas, en nuestros hoteles, en todos los rincones de las viviendas particulares; todos los precios aumentan excelentemente; los medios de transporte no alcanzan para llevar a la multitud al circuito aéreo; las instalaciones del aeródromo no alcanzan para más de dos mil personas; muchos miles deben
renunciar a obtenerlas; sería necesaria la fuerza militar para proteger los bufetes; en los lugares baratos se instalan durante todo el día cincuenta mil personas." Cuando mis dos amigos y yo leemos esta noticia sentimos valor y miedo a la vez. Valor: pues con semejante multitud todo suele ocurrir de manera graciosamente democrática, y donde no hay lugar, no hay necesidad de buscarlo. Miedo: miedo por la organización italiana de tales empresas, miedo de las comisiones que nos atenderán, miedo de los ferrocarriles a los que la Sentinella acostumbra a atribuir retrasos de cuatro horas. Todas las expectativas son falsas, todos los recuerdos de Italia se mezclan de alguna manera, se confunden, no se puede confiar en ellos. Mientras vamos entrando en el negro agujero de la estación ferroviaria de Brescia, donde los hombres gritan como si ardiera el suelo bajo sus pies, nos conminamos uno al otro seriamente a permanecer unidos suceda lo que suceda. ¿No entramos acaso con cierta predisposición hostil? Bajamos; un coche que apenas se sostiene sobre sus cuatro ruedas nos acoge; el cochero está de muy buen humor; cruzamos las calles casi desiertas hasta el Palazzio de la Comisión, en el que se pasa por alto nuestra malignidad, como si no existiera; nos enteramos de todo lo necesario. El hostal que se nos aconseja nos parece a primera vista el más sucio que jamás hayamos contemplado, pero bien pronto deja de ser tan desagradable. Una suciedad que, en fin, está allí y de la que no se vuelve a hablar; una suciedad que ya no se transforma, que se ha vuelto vernácula, que en cierto sentido hace más sólida y terrestre la vida humana; una suciedad de la que el posadero nos sale presuroso al encuentro, orgulloso de sí mismo, piadoso, moviendo los codos y arrojando con sus manos (donde cada uno de los dedos es un cumplido) nuevas y renovadas sombras sobre su rostro, entre continuas reverencias, que reconocemos de nuevo en el aeródromo, por ejemplo, en Gabriele D'Annunzio; a decir verdad, ¿quién podría tener aún algo contra esta suciedad? El aeródromo está en Montechiari; se llega con el tren local que va a Mantua; apenas una hora de viaje. Las vías de este ferrocarril van por la carretera general los trenes ruedan modestamente, ni más altos ni más bajos que el resto del tránsito, entre los ciclistas que penetran con los ojos casi cerrados en la polvareda, entre los coches completamente inútiles que llenan toda la provincia, que llevan pasajeros, tantos como se quiera, y que así y todo son inconcebiblemente rápidos, y entre los automóviles a menudo enormes que con sus múltiples señales simplificadas por la velocidad quieren saltar, desatados, unos sobre otros. A veces, se pierde toda esperanza de llegar al circuito con este tren lamentable. Todo ríe alrededor de uno, a derecha e izquierda las risas invaden el tren. Yo estoy en una plataforma, apretado contra un gigante de pie con las piernas abiertas sobre los topes de dos vagones, en medio de una lluvia de hollín y polvo que cae de los techos endebles de los vagones sacudidos. Dos veces nos detenemos para esperar que pase el tren en sentido contrario, con tanta paciencia y tanto tiempo que parecería estar esperando un encuentro casual. Pasamos de largo con lentitud por algunas aldeas; cartelones estridentes aparecen aquí y allá con anuncios de la última carrera automovilística; las plantas del borde de la carretera son irreconocibles bajo la blanca polvareda. El tren acaba por detenerse del todo, tal vez porque ya no puede más. Un grupo de automóviles frena al mismo tiempo; a través del polvo divisamos no lejos de allí una agitación de banderas múltiples que, fuera de quicio y tropezando contra el suelo accidentado, corre literalmente hacia los automóviles. Hemos llegado. Delante del aeródromo hay una gran plaza con dudosas casitas de madera, frente a las cuales hubiéramos esperado otros carteles y no los de: Garage, Grana Buffet International, etcétera. Mendigos atroces, engordados en sus carritos, tienen sus brazos hacia el camino; debido a la prisa uno siente tentaciones de saltar por encima de ellos. Miramos arriba, pues para eso hemos venido. ¡Gracias a Dios no vuela nadie todavía! No nos apartamos de la carretera y, sin
embargo, no se nos atropella. En medio y detrás de los mil carricoches brinca la caballería italiana a su encuentro. Orden y accidente parecen imposibles por igual. Una vez en Brescia, quisimos llegar con rapidez a una determinada calle que creíamos bastante alejada de donde estábamos. Un cochero nos pide tres liras, le ofrecemos dos. El cochero renuncia al viaje y sólo por amistad nos da una idea de la terrible distancia a que se encuentra la calle. Empezamos a avergonzarnos de nuestra oferta. Bien, tres liras. Subimos, tres vueltas del coche por breves callejuelas y ya estamos. Otto, más enérgico que nosotros dos, explica que, desde luego, nada más lejos de su ánimo que pagar tres liras por un viaje de un minuto. Una lira es más que suficiente. Ahí tiene una lira. Ya es de noche, la calleja está desierta, el cochero es robusto. Monta en tal cólera que parecería una estafa. Qué se han creído. Tres liras son el trato y tres liras debe pagarse; vengan tres liras o, de lo contrario, ya verán. Otto: — ¡La tarifa o la policía! — ¿Tarifa? Aquí no hay tarifas. ¿Dónde habría tarifas para esto? Había sido un trato para un trayecto nocturno, pero, en fin, si le dábamos dos liras, nos dejaba ir. Otto, terrorífico: — ¡La tarifa o la policía! Un poco de gritería y búsqueda, y luego sale a luz una tarifa ilegible por la suciedad. Nos ponemos de acuerdo y le pagamos una lira y media; el cochero sigue su camino por la callejuela estrecha por donde le es imposible doblar; no sólo está enfurecido, sino también triste, me parece. Pues, desgraciadamente, nuestra conducta no ha sido la debida; ésa no es forma de entrar en Italia; en algún otro país podrá estar bien, pero allí no. ¡Pero quién se acuerda con la prisa! No hay nada que reprocharse, es imposible convertirse en italiano a la semana escasa de llegar. Pero el arrepentimiento no debe echarnos a perder la alegría de entrar en el campo de aviación; un arrepentimiento traería otro y saltamos más que andamos por el aeródromo, poseídos de un entusiasmo que, bajo este sol, invade de pronto una a una todas las articulaciones. Pasamos de largo frente a los hangares que, con sus cortinas bajas, parecen escenarios clausurados de comediantes nómadas. Sobre los galpones aparecen los nombres de los aviadores cuyos aparatos albergan y, más arriba, el tricolor patrio. Leemos los nombres: Cobianchi, Cagno, Rougier, Curtiss, Moucher (un triestino que lleva colores italianos, pues confía más en ellos que en los nuestros), Anzani, Club de los Aviadores Romanos. ¿Y Blériot?, preguntamos. Blériot, en quien habíamos estado pensando todo el tiempo, ¿dónde está Blériot? Dentro de la parcela cercada que rodea su hangar, Rougier corre en mangas de camisa; es un hombre pequeño, de nariz llamativa. Está ocupado en una actividad extrema y un poco confusa: agita los brazos y mueve animadamente las manos mientras, camina, se palpa por todos lados, envía a sus ayudantes al interior del hangar, los llama de vuelta, va él misino apartando a todos, entra, mientras su mujer, ataviada con un vestido ajustado y blanco y un pequeño sombrero negro muy encasquetado, levemente separadas sus piernas bajo el corto, abrigo, mira al vacío caluroso; una mujer de negociéis, con todas las preocupaciones en su cabecita. Frente al hangar vecino se sienta Curtiss. Esta completamente solo. Detrás de las cortinas que el viento levanta un poco se alcanza a divisar su aparato; es de los más grandes, según dicen. Cuando pasamos delante de él. Curtiss sostiene en alto el New York Herald y lee unas líneas de uno de los costados superiores; al cabo de media hora volvemos a pasar delante de él; ya está en el centro de la página; otra media hora después la ha terminado y empieza otra. Al parecer no ha de volar hoy. Nos volvemos y contemplamos el vasto campo. Es tan grande que todo lo que está en él parece abandonado: el asta de llegada cerca de nosotros, el mástil de señales a lo lejos, la catapulta de lanzamiento en algún lugar a la derecha, un automóvil de la Comisión, que agita al viento su
banderín amarillo, una curva por el campo, se detiene envuelto en su propia polvareda y sigue su camino. En esta tierra casi del trópico se ha instalado un desierto artificial, están reunidas aquí la alta nobleza de Italia, brillantes damas de París y miles de otras personas, para contemplar durante muchas horas, con ojos entrecerrados, este soleado desierto. En el campo no hay nada de lo que comúnmente da cierta variedad a los campos deportivos. Faltan las bellas caballerizas de los hipódromos, las rayas blancas de las canchas de tenis, el fresco césped de los campos de, fútbol, los pétreos desniveles de los autódromos y velódromos. Sólo en dos o tres oportunidades durante la tarde atraviesa la llanura alguna cabalgata policroma. Las patas de los caballos son invisibles bajo la polvareda; la uniforme luz del sol no se altera hasta pasadas las cinco de la tarde. Y para que nada perturbe la visión de la muchedumbre que llena las localidades baratas trata de satisfaceros necesidades del oído y de la impaciencia. El público de las tribunas más costosas, situadas detrás de nosotros, está tan silencioso que puede confundirse tranquilamente con la mudez de la llanura desierta. A un lado de la valla de madera que limita el campo se encuentra un grupo de gente. — ¡Qué pequeño! —exclama en francés un coro de voces suspirantes. ¿Qué pasa? Nos abrimos paso. En el campo hay un pequeño aeroplano amarillento muy cerca de nosotros; lo están preparando para volar. Ahora vemos también el hangar de Blériot y, al lado, el de su discípulo Leblanc; ambos se hallan emplazados dentro del mismo campo. Apoyado en una de las alas del aparato aparece, inmediatamente, reconocible, Blériot, y mira, la cabeza firme sobre el cuello, el movimiento de los dedos de sus mecánicos, que manipulan en el motor. ¿Con esta insignificancia de aparato piensa remontarse por los aires? Realmente, es más fácil andar por el agua. Al principio, se puede uno ejercitar en los charcos, luego en los estanques, después en los ríos y sólo mucho más tarde en la mar; para los aviadores, en cambio, no existe más que la etapa del mar. Ya está Blériot en su puesto, empuñando con la mano alguna palanca, pero deja todavía que los mecánicos examinen el aparato como si fueran niños muy aplicados. Mira lentamente hacia donde estamos nosotros, mira a un lado y a otro, pero su mirada no ve, sino que se concentra en sí misma. Ahora va a volar, nada más natural. Ese sentimiento de lo natural mezclado con el sentimiento universal de lo extraordinario, que no se aparta de él, le da esa apostura. Uno de los ayudantes coge una de las aspas de la hélice, tira de ella, hay una sacudida, se oye algo parecido a la respiración de un hombre vigoroso mientras duerme; pero la hélice vuelve a detenerse. Se la prueba otra vez, se la prueba diez veces; a veces, la hélice se para en seguida; a veces da girando un par de vueltas. Debe de ser el motor. Otra vez a trabajar en él; los espectadores se cansan más que los participantes. Todos los rincones del motor son aceitados; son aflojadas y ajustadas tuercas ocultas; un hombre corre hacia el hangar y vuelve trayendo una pieza de repuesto; pero tampoco sirve; corre de vuelta y, en cuclillas, la martilla sobre el suelo del hangar, sosteniéndola entre sus piernas. Blériot toma el puesto del mecánico, el mecánico toma el puesto de Blériot, tercia Leblanc. Prueba un hombre la hélice, luego otro hombre. Pero el motor es despiadado, como un alumno al que se ayuda repetidas veces: la clase dice que no, no, mas él no sabe, vuelve a interrumpirse, vuelve a hacerlo siempre en el mismo sitio y acaba por renunciar. Blériot se queda sentado un rato en su asiento; está silencioso; sus seis ayudantes le rodean sin moverse; todos parecen ensimismados. Los espectadores pueden tomar aliento y mirar a su alrededor. La joven esposa de Blériot se acerca a él, seguida de dos niños. Cuando su marido no puede volar, ella se disgusta, y cuando vuela, tiene miedo; por lo demás, su vestido es un poco abrigado para la temperatura reinante.
Se hace girar otra vez la hélice, tal vez mejor que antes, tal vez peor; el motor empieza a funcionar ruidosamente, como si no fuese el mismo de hace un instante; cuatro hombres sostienen la cola del aparato, y los golpes silenciosos del viento lanzado por la hélice atraviesan sus ropas de trabajo. No se oye una palabra; el ruido de la hélice parece gobernarlo todo; ocho manos sueltan el aparato, que corre sobre la tierra como una persona torpe sobre un piso de parqué. Se hacen muchas otras tentativas de vuelo y todas terminan de imprevisto. Cada una impulsa al público hacia lo alto; los sillones de paja, en los que se puede mantener uno en equilibrio y estirar al mismo tiempo los brazos, y mostrar, también al mismo tiempo, esperanza, miedo y alegría, se doblan hacia atrás. Durante las pausas, la nobleza italiana recorre las tribunas. Saludos recíprocos, reverencias, reconocimientos; hay abrazos, se sube y baja las gradas. Uno señala a otro a la principessa Laetitia Savoia Bonaparte; a la principessa Borghese, una señora de cierta edad cuyo rostro parece comprensivo; pero desde cerca, sus mejillas se pliegan extrañamente sobre las comisuras de los labios. Gabriele D'Annunzio, pequeño y débil, parece bailar tímidamente delante del conté Oldofredi, uno de los hombres más importantes de la Comisión. De la tribuna y por encima del cerco emerge el rostro severo de Puccini detrás de una nariz que bien podría considerarse propia de un bebedor. Pero a estas personas sólo se las divisa si se las busca; en general, no se ve más que altas damas a la moda, que lo desvalorizan todo. Prefieren caminar a permanecer sentadas; sus vestidos no les permiten sentarse bien. Todos los rostros, velados a la usanza asiática, pasan envueltos en una leve penumbra. El vestido, suelto en el busto, hace que desde atrás la figura toda parezca un poco recatada. Cuando estas damas aparecen tímidamente producen una impresión indecisa de desasosiego. El corpiño bajo, casi imperceptible; el talle más ancho que de costumbre, porque todo lo demás es ceñido: mujeres que quieren ser abrazadas más abajo. El aparato que había sido expuesto hasta ahora era sólo el de Leblanc. Pero ya llega el aparato con el que Blériot cruzó el canal; nadie lo ha dicho, todos los saben: éste es su aparato. Una larga pausa, y Blériot está en el aire. Se divisa su torso rígido, emergiendo sobre las alas; sus piernas se hunden profundamente, como si fueran parte de la maquinaria. El sol se ha inclinado y, bajo el techo de las tribunas, atraviesa el espacio e ilumina las alas en vuelo. Todos miran hacia arriba, hacia Blériot; en ningún corazón hay sitio para otro. Vuela trazando un pequeño círculo y luego aparece casi verticalmente sobre nosotros. Todo el mundo estira el cuello y mira cómo el aeroplano oscila y es estabilizado por Blériot y remontado aún a mayor altura. ¿Que pasa? Allí arriba, a veinte metros de la tierra, hay un hombre aprisionado en una armazón de madera defendiéndose de un peligro invisible, asumido en forma voluntaria. Nosotros, en cambio, estamos abajo, apretujados e insubstanciales, y contemplamos a aquel hombre. Todo sale bien. El mástil de señales indica que el viento se ha vuelto más favorable y que Curtiss volará por el Gran Premio de Brescia. ¿Así que es cierto? No bien se da uno cuenta de ello, ruge el motor de Curtiss; apenas se le ve a él, ya se aleja volando, ya vuela sobre la llanura que se extiende ante él, en dirección a los bosques lejanos que parecen subir, ellos también, cada vez más. Vuela largo rato sobre los bosques, desaparece; miramos hacia los bosques; no hacia él. Detrás de unas casas, Dios sabe dónde, vuelve a aparecer a la misma altura que antes y se precipita en nuestra dirección; sube, se alcanza a ver cómo se inclinan oscuros los planos inferiores del biplano; baja, brillan al sol los planos superiores. Vuela en torno del mástil de señales y gira indiferente en dirección contraria de la ruidosa salutación, y luego en línea recta, hacia el sitio de donde apareció; vuelve a empequeñecerse y a quedar solo. Da cinco vueltas iguales, vuela 50 kilómetros en 49'24" y obtiene el Gran Premio de Brescia, consistente en 30.000 liras. Es una obra perfecta, pero las obras perfectas no pueden ser apreciadas, de obras perfectas se considera, al fin, capaz todo el mundo; para realizar obras perfectas no parece necesaria ninguna clase de valor. Y mientras Curtiss trabaja solo allá sobre los bosques, mientras
su mujer, tan conocida por todos, se preocupa por él, la multitud casi lo ha olvidado. Sólo se oye la queja unánime porque no vuela Calderara (su aparato está roto). o porque Rougier hace ya dos días que manipula en su Voisin, o porque Zodíaco, el dirigible italiano, todavía no ha llegado. Sobre el accidente de Calderara corren rumores tan honrosos que se creería que el cariño de la nación lo podría elevar más seguramente por los aires que su avión Wright. Aún no ha terminado Curtiss su vuelo, y en tres hangares ya comienzan a rugir los motores como impulsados por una explosión de entusiasmo. El viento y el polvo golpean desde direcciones opuestas. No bastan dos ojos. Uno se revuelve en su asiento, vacila, empuja a cualquiera, pide disculpas; otro vacila, arrastra a uno consigo, y uno recibe las gracias. Comienza a caer la temprana noche del otoño italiano; ya no es posible ver el campo con nitidez. ¡En el mismo momento en que Curtiss pasa de largo después de su vuelo triunfal y, sin mirar, sonríe un poco y se quita la gorra, inicia Blériot un pequeño vuelo circular, del que todos lo creen de antemano capaz! No se sabe si aplauden a Curtiss o a Blériot o a Rougier, cuyo gran aparato se lanza ahora por los aires. Rougier está sentado frente a sus palancas como un señor delante de su mesa de despacho, a la cual se llega por una escalerilla situada a sus espaldas. Sube en pequeños círculos, sobrevuela a Blériot, lo convierte en espectador y no deja de ascender. Si queremos conseguir un coche, tenemos que irnos en seguida. Mucha gente se apretuja ya junto a nosotros. Se sabe que este vuelo es sólo un experimento; como son cerca de las siete, no se lo registra oficialmente. En la explanada del aeródromo están los chóferes y los sirvientes; señalan el sitio donde vuela Rougier; delante del aeródromo están los cocheros, con sus coches estacionados; señalan el sitio donde vuela Rougier; dos trenes repletos de gente no se mueven a causa de Rougier. Por suerte conseguimos un coche; el cochero se acuclilla delante de nosotros (no hay pescante) y, convertidos de nuevo en existencias independientes, partimos. Mas comenta con mucha razón que se podría y debería organizar algo parecido en Praga. No necesitaba ser una carrera aérea, opinaba él. aunque también esto valdría la pena; de todos modos, sería fácil invitar a un aviador, y ninguno de los interesados se arrepentiría. El asunto sería tan sencillo; Wright está volando actualmente en Berlín. Habría que persuadir, pues, a la gente a hacer el pequeño rodeo que significa pasar por Praga. Nosotros dos no respondemos nada; primero, porque estamos fatigados, y segundo, porque no tenemos nada que agregar. El camino dobla y Rougier aparece tan alto que se creería que pronto ha de fijar su residencia en las estrellas próximas a mostrarse en el cielo que se tiñe de oscuridad. No cesamos de dar vueltas y mirar hacia arriba; en ese momento, Rougier se eleva cada vez más, mientras nosotros nos hundimos cada vez más en la campagna.
Franz Kafka PREPARATIVOS PARA UNA BODA EN EL CAMPO4 (1907)
4
Primera edición: Die Neue Rundschau 62, Frankfurt/Main, 1951.
I
Eduard Raban avanzó por el pasillo, entró en la abertura del portal y vio que estaba lloviendo. Llovía poco. En la acera, ante él, había muchas personas que caminaban a distinto paso. A veces se adelataba uno y cruzaba la carretera. Una niñita sostenía un cansado perrito en sus brazos estirados. Dos señores se hacían mutuas confidencias. Uno tenía la mano con la palma hacia arriba y la movía regularmente, como si sostuviera una carga en vilo. Se veía una dama, con un sombrero muy cargado de cintas, broches y flores. Y un joven con un delgado bastón pasaba de prisa, la mano izquierda, como si estuviera impedida, doblada sobre el pecho. De vez en cuando venían hombres fumando precedidos por pequeñas, rígidas y apaisadas nubes de humo. Tres hombres —dos sujetaban ligeros gabanes en el antebrazo— caminaban desde las paredes de las casas hasta el borde de la acera, contemplando lo que allí sucedía, y de nuevo se volvían hablando. A través de los claros entre los caminantes peatones se veían las piedras, ensambladas con regularidad, de la carretera. Allí, coches sobre altas y blandas ruedas eran arrastrados por caballos estirados. Las personas que se recostaban sobre los acolchados asientos miraban en silencio a los peatones, las tiendas, los balcones y el cielo. Si un coche adelantaba a otro, los caballos se juntaban unos con otros y los arneses colgaban bamboleándose. Los animales tiraban del eje, el coche rodaba, bamboleándose, hasta que el arco alrededor del coche de delante había sido completado y los caballos se despegaban de nuevo; sólo las finas y tranquilas cabezas quedaban vueltas unas a otras. Algunas personas se acercaban corriendo hacia el portal de la casa, se quedaban parados en el seco mosaico, se volvían con tranquilidad y miraban la lluvia que caía a ráfagas en ese estrecho callejón. Raban estaba cansado. Sus labios eran pálidos, al igual que el descolorido rojo de su corbata ornada con un dibujo moro. La dama en el umbral de la puerta de enfrente, que hasta ahora había contemplado sus zapatos, muy visibles bajo su falda remangada, miraba ahora hacia él. Lo hizo con indiferencia, y además puede que sólo mirara la lluvia que caía delante ellos o los cartelitos de anuncios sujetos a la puerta por encima de sus ojos. Raban pensó que ella miraba asombrada. "Así que", pensó, "si se lo pudiera contar, ni se asombraría. Se trabaja tan exageradamente que se está incluso demasiado cansado como para disfrutar de las vacaciones. Pero con todo el trabajo no se consigue la pretensión de ser tratado por todos con cariño; al contrario, se está solo, se es un objeto de curiosidad. Y en tanto que digas "se" en lugar de "yo", no es nada y se puede contar esta historia, pero en cuanto te confieses que eres tú mismo, entonces eres formalmente atravesado y estás aterrorizado". Dejó el maletín revestido con una tela a cuadros en el suelo y al hacerlo dobló las rodillas. El agua de lluvia corría al borde de la carretera en riachuelos, que casi se estiraban hacia las zanjas colocadas más profundamente. "Pero si yo mismo distingo entre 'se' y 'yo', cómo me puedo quejar entonces de los otros. Tal vez no sean injustos, pero estoy demasiado cansado para poder recorrer sin esfuerzo el camino hasta la estación, que, sin embargo, es corto. ¿Así que por qué no me quedo en la ciudad durante estas pequeñas vacaciones para recuperarme? Soy imprudente. Este viaje me va a enfermar, lo sé con seguridad. Mi habitación no será cómoda, no es posible que sea de otra manera en el campo. Apenas si estamos en la primera mitad de junio, muchas veces el aire del campo es muy fresco. Si bien estoy bien vestido tendré que juntarme con personas que pasean tarde en la noche. Se pasearán por los estanques, casi seguro. Creo que me voy a resfriar. En cambio, resaltaré poco en las conversaciones. No podré comparar el estanque con otros estanques de países lejanos, pues nunca he viajado, y para hablar de la luna y para sentir la santidad y para subir exaltadamente a un montón de piedras estoy demasiado viejo. No quiero que se rían de mí."
La gente pasaba con las cabezas un poco bajas, sobre las que mantenían los oscuros paraguas. También pasó un camión, con un hombre sentado en el pescante lleno de paja que estiraba tan descuidadamente las piernas que un pie casi tocaba el suelo, mientras el otro permanecía sobre paja y harapos. Parecía como si estuviera sentado en el campo con buen tiempo. Pero sujetaba hábilmente las riendas de manera que el carro, en el que se entrechocaban las barras de hierro, se movía con soltura entre el gentío. En el suelo húmedo se veía pasar despacio el reflejo del hierro girando de hilera en hilera de piedras. El niño pequeño de la dama de enfrente estaba vestido como un viejo viticultor. Su traje era una especie de bolsa ceñida por una cinta de cuero debajo de las axilas. Su gorra medio esférica le llegaba hasta las cejas y de la punta dejaba caer una bola que le colgaba hasta la oreja izquierda. La lluvia lo alegraba. Salió de la puerta y miró al cielo con los ojos abiertos, para mojarse con el agua que caía. A veces saltaba, de manera que salpicaba mucho y los que pasaban lo reñían. Entonces la dama lo llamó y cogió de la mano; no lloró sin embargo. Entonces Raban se asustó. ¿No era ya demasiado tarde? Como llevaba el gabán y la levita desabrochados, extrajo rápidamente su reloj. No funcionaba. Malhumorado, preguntó la hora a un vecino que se hallaba un poco más adentro en el pasillo. Estaba conversando y todavía inmerso en la charla dijo: "Pasadas las cuatro", y se volvió. Raban abrió rápidamente su paraguas y cogió su maleta. Pero cuando iba a salir a la calle una mujer apresurada le cerró el camino y la dejó pasar. Mientras tanto miraba sobre el sombrero de una niña, trenzado con paja roja y una coronita verde en el ala. Todavía lo recordaba cuando ya estaba en la calle, que subía un poco en la dirección que él debía de seguir. Entonces lo olvidó, pues debía esforzarse; el maletín no resultaba liviano, y tenía el viento completamente en contra que le sacudía el gabán y le hacía doblar las varillas del paraguas. Respiró profundo; un reloj en la plaza cercana, en una hondonada, dio las cinco menos cuarto; debajo del paraguas veía los cortos y ligeros pasos de personas que venían hacia él; ruedas de carros rechinaban al frenar girando más despacio; los caballos estiraban sus delgadas patas delanteras, osadas como gamos en el monte. A Raban le pareció entonces que conseguiría soportar los largos y penosos próximos catorce días. No son más que catorce días, es decir, un tiempo limitado, y si bien los disgustos son cada vez mayores, el tiempo durante el cual hay que aguantarlos se reduce. Sin duda alguna su ánimo crece. "Todos los que me quieren torturar y que ahora han ocupado el espacio a mi alrededor, serán rechazados paulatinamente por el benévolo transcurso de estos días, sin que tuviera que ayudarlos siquiera en lo más mínimo. Y yo puedo, como resultará natural, permanecer débil y estar callado y dejar que se haga todo conmigo y a pesar de esto todo tiene que salir bien, sólo por los días que van transcurriendo. "¿Y además no puedo hacerlo como lo hacía de niño en asuntos peligrosos? Ni siquiera una vez necesito ir yo mismo al campo, no es necesario. Envío mi cuerpo vestido. Si se tambalea hacia afuera por la puerta de mi cuarto, el tambaleo no demuestra miedo, sino nulidad. Tampoco es excitación cuando tropieza en las escaleras, cuando se va gimoteando y llorando come allí su cena. Pues mientras tanto yo estoy tumbado en la cama, tapado con una manta marrón clara, expuesto al aire que circula por la cerrada habitación. Los coches y la gente del callejón transitan titubeantes por un reluciente suelo, pues aún estoy soñando. Los cocheros y los peatones son tímidos y cada paso que quieren avanzar lo solicitan de mí, observándome. Yo les animo; no encuentran ningún obstáculo. Acostado en la cama creo que tengo la figura de un gran escarabajo, de un gusano o de un abejorro." Se paró delante de una exposición de sombreros de caballeros, colgados de ganchitos observó detrás de un húmedo cristal, y los observó con los labios fruncidos. "Bueno, mi sombrero aguantará para estas vacaciones —pensó y siguió andando, y si nadie me puede aguantar por culpa de mi sombrero, tanto mejor. "Sí, la gran figura de un escarabajo. Me coloco las patitas contra mi panzudo cuerpo. Y cuchicheo un pequeño número de palabras, que son órdenes para mi triste cuerpo encorvado que apenas si está conmigo. Pronto habrá terminado; se inclina, se va fugazmente y todo lo hará perfectamente mientras yo descanso."
Alcanzó una puerta aislada y abovedada que llevaba de lo alto del pequeño callejón a una pequeña plaza rodeada por muchas tiendas ya iluminadas. En el centro de la plaza, un poco oscurecida por la luz de los costados, había una estatua baja de un hombre sentado y pensativo. La gente se movía como pequeñas placas deslumbrantes delante de la luz y, como los charcos creaban reflejos por doquier, la imagen de la plaza variaba permanentemente. Raban se adentró bastante en la plaza, esquivó temblando los coches que pasaban; saltaba de piedra seca en piedra seca y mantenía el paraguas abierto en la mano levantada para ver todo alrededor de sí. Hasta que se detuvo al lado de un farol —la parada del tranvía eléctrico— que estaba situada en una cuadrada plataforma empedrada. "Me espera en el campo. ¿Qué estarán pensando? No le he escrito en toda la semana, desde que está allí. Sólo hoy por la mañana. Al final imaginarán mi apariencia de otra forma. A lo mejor creen que me precipito sobre la gente, y esa no es mi costumbre; o que abrazo cuando llego, y tampoco hago eso. Les haré enfadar al intentar apaciguarles." Un coche pasó muy de prisa; detrás de sus dos faroles ardiendo había dos damas en los oscuros y pequeños asientos de piel. Una estaba recostaba y tenía la cara cubierta por el velo y la sombra del sombrero. Pero el tronco de la otra estaba erguido; su sombrero era pequeño, delimitado con finas plumas. Todos podían verla. Se mordía ligeramente el labio inferior. Nada más pasar el coche por delante de Raban, un poste interrumpió la visión del caballo, entonces un cochero cualquiera —que llevaba un gran sombrero de copa— sobre un pescante extraordinariamente alto se interpuso ante las damas —el vehículo ya se había desplazado— y entonces el coche dobló la esquina de una pequeña casa, que ahora resaltaba más, y desapareció de la vista. Raban siguió con la mirada con la cabeza inclinada, apoyó el mango del paraguas en el hombro para ver mejor. El pulgar de la mano derecha se lo había metido en la boca y frotaba los dientes contra él. Su maleta estaba a su lado, apoyada a un costado. Los coches iban por la plaza de callejón en callejón, los cuerpos de los caballos volaban horizontales como si hubieran sido empujados, pero el movimiento de la cabeza y el cuello mostraban el impulso y el esfuerzo del movimiento. Alrededor, en los bordes de las aceras de tres calles que confluyen aquí, había muchos desocupados que golpeaban el pavimento con bastoncitos. Entre ellos había unos quioscos en los que unas niñas servían limonadas; pesados relojes de calle sobre finas barras; hombres que llevaban en pecho y espalda grandes cartelones en los que había anunciados entretenimientos con letras multicolores; criados... {faltan dos hojas}... toda una pequeña sociedad. Dos coches señoriales que iban a través de la plaza hacia el callejón descendiente retuvieron a algunos señores de esta sociedad, pero detrás del segundo coche —ya lo habían intentado con miedo detrás del primero— se unieron en un solo grupo a los demás, con los que subieron a la acera en una fila más larga y entraron en las puertas de un café, empujados por las luces de las bombillas que colgaban en la entrada. Algunos vagones pasaban cerca, otros estaban lejos, confusamente quietos en las calles. "Qué encorvada es —pensó Raban cuando vio la escena; en realidad nunca se estira y a lo mejor tiene espaldas anchas. Tendré que prestar mucha atención. Y su boca es tan grande y su labio inferior sobresale sin duda por aquí; si, ahora me acuerdo también de eso. ¡Y el vestido! Naturalmente que yo no entiendo nada de vestidos, pero esas mangas pobremente cosidas son muy feas, parecen un vendaje. Y el sombrero, cuya ala tiene en cada lugar una altura distinta a la cara. Pero los ojos son bonitos, ocres si no me equivoco. Todos dicen que sus ojos son bonitos. Al pasar un tranvía delante de Raban, muchas personas de su alrededor se abalanzaron hacia la escalera del coche, con unos pocos paraguas abiertos y puntiagudos que sostenían con las manos apretadas contra los hombros. Raban, que tenía la maleta debajo del brazo, bajó de la acera y pisó con fuerza un charco invisible. En el coche había un niño de rodillas sobre un banco y apretaba las puntas de los dedos de ambas manos contra los labios, como
si se despidiera de alguien. Algunos pasajeros se apearon y tuvieron que caminar unos pocos pasos a lo largo del coche para salir del tumulto. Entonces una dama subió al primer escalón; la cola de su vestido, que sujetaba con ambas manos, llegaba casi al suelo. Un señor se sujetaba a la barra de latón y con la cabeza erguida le contaba algo a la dama. Todos los que querían subir estaban impacientes. El conductor gritó. Raban, que ahora se encontraba en el borde del grupo que esperaba, se volvió, pues alguien había gritado su nombre. —Ah, Lement —dijo con lentitud, y le ofreció al que se acercaba el dedo meñique de la mano con la que sujetaba el paraguas. —Así que este es el novio que viaja en pos de la novia. Pareces muy enamorado —dijo Lement, riendo con la boca cerrada. —Sí, tienes que perdonarme que me vaya hoy —dijo Raban—. Te he escrito al mediodía. Naturalmente que me hubiera gustado mucho ir mañana contigo, pero es sábado y todo estará muy lleno, el viaje es largo. —No importa. Me lo habías prometido, pero cuando se está enamorado... Tendré que viajar solo.— Lement tenía un pie en el adoquinado y otro en la acera y apoyaba el cuerpo ora en una pierna, ora en la otra.— Querías coger el eléctrico; en este momento se marcha. "Ven, vamos andando, te acompaño. Hay tiempo de sobra. —Por favor, ¿no es tarde? —No es ningún milagro que estés asustado, pero de verdad, aún tienes tiempo. Yo no estoy tan asustado, por eso no he encontrado a Gillemann. —¿Gillemann? ¿No se va también a vivir en las afueras? —Sí, él y su mujer quieren irse la próxima semana, por lo que le había prometido encontrarme con él cuando saliera de su despacho. Quería darme algunas indicaciones con respecto a la organización de su casa, por esto tenía que verle. Pero de alguna manera me he retrasado, tenía algunas cosas que hacer. Y justo cuando estaba pensando si debía ir a su casa te vi a ti, primero me sorprendió la maleta y te hablé. Pero ya es demasiado tarde para hacer visitas; es imposible ir a ver a Gillemann. —Naturalmente. Así que voy a tener conocidos fuera. Por cierto, nunca he visto a la señora Gillemann. — Ella es muy guapa. Es rubia y ahora, tras su enfermedad, está algo pálida. Tiene los ojos más bonitos que nunca he visto. —Por favor, ¿cómo son los ojos bonitos? ¿Es la mirada? Nunca he considerado bonitos los ojos. —Está bien, tal vez haya exagerado un poco. Pero es una hermosa mujer. A través de la ventana de un café cercano se veía a tres señores comiendo y leyendo en una mesa triangular, cerca de la ventana; uno había puesto el periódico en la mesa, mantenía una taza en alto, y con el rabillo del ojo miraba hacia el callejón. Detrás de estas mesas todos los sitios estaban ocupados en la gran sala por clientes sentados en pequeños grupos... {faltan dos hojas) ... —Pero casualmente no es un negocio desagradable, ¿no es cierto? Opino que muchos aceptarían esa carga. Entraron en una plaza bastante oscura, que había empezado en la acera que ellos iban, pues la de enfrente continuaba. En el lado por el que ellos iban había una hilera ininterrumpida de casas, de cuyas esquinas arrancaban dos filas muy separadas que se perdían en la lejanía, en la que parecían juntarse. La acera era estrecha ya que las casas eran generalmente pequeñas. No se veían comercios, no pasaba ningún coche. Un pilar de hierro, casi al final del callejón del que venían, tenía algunas lámparas sujetas a dos anillas que colgaban superpuestas horizontalmente. La llama con forma trapezoidal estaba encerrada en unas placas de cristal ensambladas en forma de pequeña habitación y que permitía mantener la oscuridad a unos cuantos pasos.
—Ahora seguro que es demasiado tarde; me lo has ocultado y voy a perder el tren. ¿Por qué lo has hecho? ... (faltan cuatro hojas) ... —... Sí, con mucho a Pirkersbrofer, aquí y allá. —Creo que ese hombre aparece en las cartas de Betty; ¿es aspirante a trabajar en el tren, no? —Sí, aspirante y persona desagradable. Me darás la razón en cuanto hayas visto esa pequeña y gorda nariz. Te digo que cuando se va con ése por aquellos campos de Dios... Por cierto, ya ha sido trasladado y se va de ahí, creo y espero, la próxima semana. —Espero, antes dijiste que me aconsejas quedarme todavía hoy por la noche. Lo he pensado, no saldría bien. He escrito que voy esta noche; me esperarán. —Eso es fácil. Pon un telegrama. —Sí, se podría hacer, pero no sería bonito si luego no voy, también yo estoy cansado, así que voy a ir. Si llegase un telegrama se asustarían. ¿Además, a qué conduce esto; adonde iríamos nosotros? —Es realmente mejor que vayas. Sólo estaba pensando. Además no podría ir hoy contigo, porque estoy adormilado; había olvidado decirlo. Me voy a despedir de ti ahora, pues no te voy a acompañar por el húmedo parque, ya de todas maneras voy a pasar a ver a Gillemann. Son las siete menos cuarto; a esta hora todavía se pueden hacer visitas a buenos amigos. Adiós. ¡Feliz viaje y saluda a todos de mi parte! Lement se volvió y tendió la mano derecha para despedirse, de manera que por unos momentos su brazo estuvo estirado. —Adiós —dijo Raban. Desde alguna distancia Lement le gritó: —Eduard, ¿me oyes? Cierra tu paraguas, hace rato que no llueve. Me olvidé de decírtelo. Raban no contestó, cerró el paraguas y el cielo se oscureció por encima de él. "Si por lo menos cogiera un tren equivocado —pensaba Raban—. Entonces me parecería como si la empresa hubiese comenzado y cuando más tarde volviera a esta estación, tras haber aclarado la equivocación, me sentiría mucho mejor. Pero si aquella comarca es aburrida, como dice Lement, eso no será en ninguna forma una desventaja, ya que se estará más en las habitaciones y en el fondo nunca se sabrá con certeza dónde están todos los demás; si hay ruinas en las cercanías se hará un paseo en común, tal y como con seguridad ya se ha planeado con anterioridad. Pero entonces hay que alegrarse; por ello es imposible no hacer el paseo. Pero si no hay una atracción semejante, entonces no se planea de antemano nada, pues se espera la coincidencia de todos; de repente, les atrae, contra toda la costumbre, la idea de una excursión grande, pues basta con enviar la niña a las casas de los otros, ubicados ante un libro o una carta y encantados con la noticia. Bueno, no es difícil protegerse contra semejantes invitaciones. Pero no sé si lo voy a poder hacer, pues no es tan fácil como yo me lo imagino; pues todavía estoy solo, a aún puedo hacerlo, puedo regresar cuando quiera, pues no voy a tener allí a nadie que pueda visitar cuando quiera, y nadie con el que pueda hacer fastidiosas excursiones, a enseñarme el estado de sus cereales o una cantera en explotación. Incluso no se está seguro con los viejos conocidos. Lement ha sido hoy simpático conmigo, me ha explicado ciertas cosas y me ha pintado las cosas tal como las voy a sentir. Me ha hablado y acompañado, a pesar de no quererse enterar de nada de lo mío y de que tenía otras cosas que hacer. Pero se ha ido de repente y, sin embargo, no creo haberlo ofendido con palabra alguna. Si bien era lógico, me he negado a pasar la noche en la ciudad; no lo puedo haber molestado: es un hombre sensato." El reloj de la estación dio las siete menos cuarto; Raban se paró porque sentía palpitaciones en el corazón, entonces caminó rápidamente a lo largo del estanque del parque, entró en un estrecho y mal iluminado camino entre arbustos, luego en una plaza en la que había muchos bancos apoyados contra los árboles, corrió entonces más despacio a través de una apertura en la reja hacia la calle, la cruzó, saltó la puerta de la estación, encontró la taquilla
después de un momento de búsqueda y hubo de golpear en la puerta metálica. Miró entonces al empleado, éste dijo que ya era la hora, cogió el billete pedido y lo arrojó ruidosamente sobre la repisa, junto con el cambio. Raban quería reparar el vuelto, pues pensaba que faltaba dinero, pero un empleado que pasaba cerca lo empujó por una puerta de cristal hacia el andén. Raban miró a su alrededor, mientras le gritaba al empleado "gracias, gracias" y, como no encontraba ningún mozo, trepó solo a un vagón por la escalera más cercana, colocando la maleta en el escalón superior y subiendo luego a él, apoyándose con una mano en el paraguas y con la otra sujetando la maleta. El vagón en el que entró estaba iluminado por la luz del hall de la estación en el que se encontraba; excepto algunas ventanas, todas estaban subidas, cerca colgaba una pila eléctrica que zumbaba, y las muchas gotas blancas de lluvia se deslizaban sobre el cristal de la ventana. Raban oía el ruido del andén, incluso cuando hubo cerrado la puerta del vagón y se sentó en el último espacio libre de un banco de madera marrón claro. Veía muchas espaldas y nucas, y entre éstas, las caras reclinadas en el banco opuesto. En algunos lugares había humo de pipas y puros, que a veces pasaba blandamente por delante de la cara de una niña. A menudo cambiaban los pasajeros de asiento y comentaban entre ellos este cambio; o cambiaban su equipaje, que estaba sobre un banco en una estrecha red de color azul, a otra red; Si asomaba algún palo o alguna golpeada esquina de maleta, se le hacía notar al propietario. Este iba y volvía a poner todo en orden. También Raban volvió en sí y empujó su maleta debajo de su asiento. A su izquierda, en la ventana, dos hombres estaban sentados uno frente al otro y hablaban sobre precios de mercancías. "Estos son viajantes de comercio. A veces van en coche de pueblo en pueblo. En ningún sitio tienen que permanecer mucho tiempo, pues todo debe suceder rápido y siempre han de hablar únicamente de mercancías. ¡Con qué alegría puede esforzarse uno en una profesión tan agradable!" El más joven había sacado de pronto una agenda del bolsillo trasero del pantalón, y con el índice humedecido pasaba con rapidez las hojas y leía en una página, mientras que seguía la línea con su dedo. Al levantar la vista vio a Raban, y al hablar ahora de precios no desvió la mirada de el, como cuando se mira fijamente a un sitio como para no olvidar nada de lo que se quiere decir. Mientras tanto fruncía los ojos, mantenía la agenda medio cerrada en la mano izquierda, y el pulgar sobre la hoja leída, para poder mirar con facilidad cuando lo necesitase. La agenda temblaba, pues no apoyaba este brazo en ningún sitio y el coche en marcha golpeaba como un martillo sobre las vías. El otro viajante, que se había recostado, escuchaba y asentía con la cabeza a intervalos regulares. Se podía ver que de ninguna manera coincidía con todo y que más tarde daría su opinión. Raban puso las ahuecadas palmas de las manos sobre las rodillas e inclinándose hacia adelante vio, entre las cabezas de los viajeros, la ventana, y por la ventana, luces que pasaban y otras que se alejaban hacia la lejanía. No comprendía nada de la conversación de los viajantes, tampoco iba a comprender la respuesta del otro. Era necesaria una gran preparación, pues eran personas que desde su juventud se han ocupado de mercancías. Pero si se ha tenido muchas veces un carrete de hilo en las manos y, sí se sabe el precio, se puede hablar de ello, mientras los pueblos se nos acercan y pasan a toda prisa, girando al mismo tiempo en la profundidad del campo, donde no tardan en desaparecer para nosotros. Y, sin embargo, esos pueblos están habitados y tal vez vayan allí viajantes, de comercio en comercio. Un hombre alto se levantó en la esquina del vagón, en la otra punta. Tenía unos naipes en la mano y gritó: —Tú, María, ¿has metido también las camisas de algodón? —Pues claro —dijo la mujer, sentada frente a Raban. Había dormido un poco, y al despertarla ahora contestó como si se lo dijera a Raban. —¿Usted va al mercado de Jungbunzlan, no? —le preguntó el vivaz viajante. —Sí. a Jungbunzlan. —Ese sí que es un mercado grande, ¿no es cierto?
—Sí, un mercado grande. Estaba somnolienta, colocó el codo izquierdo sobre un envoltorio azul y apoyó su cabeza pesadamente sobre la mano, que presionó a través de la carne de la mejilla hasta el hueso. —Que joven es —dijo el viajero. Raban sacó el dinero que había recibido del taquillera y lo contó. Sujetaba cada moneda largo tiempo entre el pulgar y el índice, y con la punta de éste lo hacía girar en la parte interior del pulgar. Contempló largo tiempo la efigie del emperador; le llamó la atención la corona de laurel y cómo estaba sujeta a la nuca con nudos y lazos. Por fin consideró que la suma era correcta y metió el dinero en un negro y grande portamonedas. Pero cuando iba a decirle al viajante: —Es un matrimonio, ¿no cree usted así? el tren se detuvo. El ruido de la marcha cesó; los cobradores gritaron el nombre de la localidad y Raban no dijo nada. El tren reanudó la marcha tan lentamente que uno se podía imaginar las vueltas de las ruedas; pero de inmediato se precipitó en una bajada y de repente parecía que a través de la ventana los largos barrotes de la barandilla de un puente eran arrancados y aplastados unos contra otros. A Raban le molestaba que el tren fuera tan rápido, pues hubiera deseado haberse quedado en el último pueblo. "Cuando es de noche allí, cuando no se conoce a nadie, tan lejos de casa. De día allí tiene que ser horroroso. ¿Pero es distinto en la próxima estación, o en la anterior, o en la siguiente, o en el pueblo al que voy?" El viajante habló repentinamente más alto. "Todavía falta mucho", pensó Raban. —Señor, usted lo sabe tan bien como yo, esos fabricantes no viajan en los peores trastos, se arrastran hacia el mas sucio tendero y ¿cree usted que le hacen precios distintos que a nosotros, los buenos comerciantes? Señor, déjeme que se lo diga, exactamente los mismos precios, ayer lo vi con claridad. Yo llamo a eso canallada. Se nos oprime, ya que en las circunstancias actuales nos es prácticamente imposible hacer negocio, se nos oprime. De nuevo volvió a mirar a Raban; no se avergonzó de las lágrimas en sus ojos, presionó los nudillos sobre su boca, porque le temblaban los labios. Raban se recostó suavemente y tiró de su bigote con la mano izquierda. La mujer de enfrente se despertó y sonriendo, se pasó la mano por la frente. El viajante habló más bajo. De nuevo la mujer se acomodó como si fuera a dormir, se apoyó medio tumbada sobre su envoltorio y suspiró. Sobre su cadera derecha se tensó la falda. Un señor estaba sentado detrás suyo. Llevaba un gorro de viaje y leía el periódico. La niña de enfrente de él, que seguro que era un familiar, le rogó —inclinando, al decirlo, la cabeza contra el hombro derecho— si podía abrir la ventana, pues hacía mucho calor. Este, sin mirarla, dijo que lo haría en seguida, pero que antes tenía que terminar de leer un párrafo del periódico, y enseñó a la niña el párrafo de referencia. La mujer no conseguía conciliar el sueño de nuevo; se sentó erguida y miró por la ventana; luego observó largo tiempo la lámpara de petróleo que lucía amarilla en una esquina del vagón. Raban cerró los ojos por un rato. En el instante en que los volvió a abrir la mujer mordía un trozo de tarta recubierto con mermelada marrón. El envoltorio que había junto a ella estaba abierto. El viajante fumaba callado y hacía como si sacudiese continuamente la ceniza. El otro escarbaba con la punta de un cuchillo en la maquinaria del un reloj de bolsillo de una manera audible. Con los ojos casi cerrados Raban vio vagamente cómo el señor con el gorro de viaje tiraba del marco de la ventana. Penetró un aire fresco; un sombrero de paja cayó de un gancho. Raban pensó que se despertaba y por eso estaban sus mejillas tan frías, o que se abría la puerta y le empujaban a la habitación o que se equivocaba de alguna manera, y pronto se durmió con una profunda inspiración.
II Aún temblaba un poco la escalerilla del coche cuando Raban bajó por ella. La lluvia le golpeó el rostro, que venía del calor del vagón, y cerró los ojos. Llovía ruidosamente sobre el techo de zinc del edificio de la estación, pero en el ancho campo la lluvia caía de tal manera que se creía oír soplar el viento. Un niño descalzo se acercó corriendo —Raban no vio de dónde venía— y le rogó, sin aliento, que le dejara llevar la maleta, pues estaba lloviendo, pero Raban le dijo que a pesar de todo iba a ir en el autobús. No lo necesitaba. El chico hizo un gesto como si considerara más distinguido caminar bajo la lluvia y dejar que le lleven la maleta que ir en el autobús; inmediatamente se volvió y se fue corriendo. Ya era demasiado tarde cuando Raban lo quiso llamar. Había dos faroles encendidos, y un funcionario de la estación salió de una puerta. Se dirigió sin dudarlo a través de la lluvia hacia la locomotora; estuvo allí con los brazos cruzados y esperó hasta que el maquinista se inclinó sobre la barandilla y le habló. Se llamó a un mozo, vino y luego se fue. En algunas ventanas del tren había pasajeros, y como tenían que ver un edificio de estación muy vulgar, pues su vista era triste, tenían los ojos casi cerrados, como durante el viaje. Una niña, que venía deprisa por la carretera hacia el andén con una sombrilla adornada con flores, dejó ésta en el suelo y pasó la punta de los dedos sobre su falda tensa. La luz de los dos faroles era mortecina. El mozo que pasaba se quejó de que se formaran charcos bajo la sombrilla, puso los brazos en círculo para enseñar el tamaño de estos charcos y los movió por el aire como si fuesen peces que se hunden en agua profunda, para aclarar que el tráfico se veía también interrumpido por la sombrilla. El tren reanudó la marcha, desapareció como una larga puerta corrediza, y detrás de los álamos, al otro lado de las vías, quedó un paisaje sobrecogedor. ¿Era una perspectiva oscura o un bosque; un estanque o una casa en la que ya dormía la gente; la torre de una iglesia o una garganta entre dos valles? Nadie tendría que atreverse a ir hasta allí, pero ¿quién podría resistirse? Y cuando Raban vio al empleado —ya estaba en el escalón camino a su despacho— corrió hacia él y lo paró: —Por favor, ¿está lejos el pueblo? Necesito ir allí. —No, a un cuarto de hora, pero con el autobús —está lloviendo— estará usted allí en cinco minutos. —Está lloviendo. No es una primavera bonita —contestó Raban. El empleado había apoyado su mano derecha en la cadera, y a través del triángulo que se formaba entre brazo y cuerpo Raban vio a la niña en su banco, que ya había cerrado la sombrilla. —Si uno va durante el frescor del verano y hay que permanecer allí, es de lamentarse. En el fondo pensaba que alguien vendría a esperarme. Miró alrededor de sí, para que fuera más creíble. —Me temo que va a perder el autobús. No espere tanto tiempo. No me dé las gracias. El camino está allí entre los setos. La calle frente a la estación no estaba alumbrada; sólo había un mortecino resplandor de tres ventanas de la estación que estaban al nivel del suelo, pero no llegaba muy lejos. Raban fue de puntillas por el fango y gritó "¡cochero!" y "¡hola!" y "¡ómnibus!" y "¡aquí estoy!" muchas veces. Pero cuando entró en los charcos casi continuos al lado oscuro de la calle tuvo que seguir andando con todo el pie hasta que de repente una húmeda boca de caballo le tocó la frente. Ahí estaba el ómnibus; rápidamente se subió al coche vacío, se sentó al lado del cristal que había detrás del pescante y se recostó en el ángulo, pues había hecho todo lo necesario. Si el cochero duerme se despertará hacia el amanecer; si está muerto vendrá un nuevo cochero o el posadero, pero si tampoco ocurre esto vendrán pasajeros con el primer tren; gente con prisa que hace ruido. En todo caso se puede permanecer en silencio, puedo correr yo mismo las cortinas ante las ventanas y esperar al
sacudón con que arrancará el coche. "Sí, es seguro que después de todo lo que he emprendido llevaré mañana a mamá y Betty; eso no lo puede impedir nadie. Lo único que está bien, y que era también de prever, es que mi carta llegará mañana, así que podría haberme quedado tranquilamente en la ciudad y haber pasado una noche agradable junto a Elvy, sin tener que temer al trabajo del día siguiente, que siempre me estropea todo placer. Pero mira, tengo los pies mojados." Encendió un cabo de vela que había sacado del bolsillo de su chaleco y lo colocó en el banco de enfrente. Había suficiente claridad; la oscuridad de afuera hacía que se vieran los lados del ómnibus pintados de negro, sin cristales. No había que pensar entonces en que bajo el suelo había ruedas y que delante estaba enganchado un caballo. Raban frotó a conciencia los pies sobre el banco, se puso los calcetines limpios y se irguió. Entonces oyó preguntar a gritos a alguien desde la estación si había algún pasajero. —Sí, sí, y ya tiene ganas de arrancar —contestó Raban, inclinándose por la puerta abierta, aferrando el poste con la mano derecha; la izquierda, abierta, cerca de la boca. La lluvia le entraba con fuerza por el cuello de la camisa. Envuelto con la lona de dos sacos cortados se acercaba el cochero; el resplandor de su farol metálico oscilaba entre los charcos que había delante de él. Malhumorado inició una explicación; había estado jugando a las cartas con Lebeda y estaban justo en el momento más animado cuando llegó el tren. Le hubiera sido imposible mirar si había alguien, pero que a pesar de todo no iba a reñir a quién no lo pudiera comprender. Además esto es una porquería de sitio indescriptible, y no se puede comprender qué tiene que hacer aquí semejante señor, y pronto se metería lo suficientemente dentro como para no poderse quejar en ningún sitio. Ahora mismo había entrado el señor Pirkershofer —perdón, es el Señor adjunto— y dijo que un hombrecillo rubio quería viajar con el ómnibus. Y bueno, ¿había preguntado si había alguien en el ómnibus o no? Se sujetó el farol a la punta de la barra; el caballo, arreado con una voz sorda, comenzó a tirar y el agua que se había depositado en el techo del ómnibus, al ser agitada, goteó dentro del coche. El camino debía ser montañoso, seguro que el barro saltaba en los ejes; detrás de las ruedas que giraban se formaban rápidamente abanicos de agua de los charcos; el cochero sujetaba al chorreante caballo con las riendas bastante sueltas. ¿No se podía utilizar todo esto como un reproche Raban? Inesperadamente, el farol colgado de la barra iluminaba muchos charcos, que se dividían, formando olas, bajo las ruedas. Esto ocurría sólo porque Raban iba hacia su novia, hacia Betty, una bonita chica ya mayorcita. ¿Y quién iba a estimar, en caso de que se quisiera hablar de ello, los merecimientos que tenía Raban aquí, y aunque fuera sólo el soportar aquellos reproches que, por cierto, nadie le podía hacer abiertamente? Por supuesto, él lo hacía a gusto; Betty era su novia, él la quería. Sería asqueroso que también ella le diera las gracias por ello, pero de todas maneras. Se golpeaba a menudo la cabeza sin querer contra la pared en la que estaba recostado; entonces miró un rato hacia el techo. Una vez su mano derecha se escurrió del muslo donde la había apoyado. Pero el codo permaneció en el ángulo entre el vientre y la pierna. El ómnibus ya iba entre las casas; aquí y allá y en el interior del coche recibía la luz de una habitación, una escalera —para poder ver sus primeros escalones Raban tendría que haberse levantado— que llevaba a una iglesia; delante de la puerta de un parque había una lámpara con una gran llama, pero una estatua de un santo resaltaba negra, tan sólo iluminada por la luz de un negocio; ahora Raban veía una vela, cuya cera derretida colgaba inamoviblemente del banco. Cuando el coche se detuvo ante la posada, se oía caer la lluvia con fuerza —posiblemente había alguna ventana abierta— y también las voces de los huéspedes, Raban se preguntó que sería mejor, si apearse ahora mismo o esperar hasta que viniera el posadero al coche. No sabía cómo era la costumbre en la ciudad, pero seguro que Betty ya había hablado de su novio, y según su aparición más o menos majestuosa, su prestigio iba a aumentar o disminuir y con ello el suyo propio. Pero ahora ni sabía qué prestigio tenía ella ni qué había contado de él; así, aún más desagradable y más difícil. ¡Bonita ciudad y bonito camino de
regreso a casa! Si llueve allí se va con el tranvía, sobre piedras mojadas, a casa; aquí con un carro por el lodo, a la posada. "La ciudad está lejos de aquí y si hoy amenazara morir de nostalgia, nadie me podría llevar. Bueno, tampoco me voy a morir —allí se me sirve en la mesa la comida esperada para hoy; detrás del plato, a la derecha, el periódico; a la izquierda, la lámpara; aquí me darán una comida extraordinariamente grasienta, no saben que tengo el estómago delicado, y además si lo supieran... un periódico extraño, muchas personas, a las que ya oigo, estarán allí y una sola lámpara lucirá para todos. ¿Qué luz puede ser suficiente para jugar a las cartas, pero no para leer el periódico? El posadero no viene, a él no le importan los huéspedes, es seguramente un hombre desatento. ¿O sabe que soy el novio de Betty y esto le da el motivo para no venir por mí? Esto coincidiría con el hecho de que el cochero me dejara esperar tanto tiempo. Betty ha contado a menudo cuanto tenía que soportar de los hombres libidinosos y cómo tenía que rechazar sus pretensiones; tal vez sea igual también aquí..." {Se interrumpe el manuscrito)
SEGUNDO MANUSCRITO Cuando Eduard Raban atravesó el pasillo y llegó al portal, pudo ver la lluvia. Llovía muy poco. En la acera, justo delante de él, ni más alto ni más bajo, caminaban muchos peatones bajo la lluvia. A veces se adelantaba uno y cruzaba la carretera. Una niña pequeña sostenía un perro gris en los brazos estirados. Dos señores se hacían mutuas confidencias acerca de un asunto cualquiera; a veces se inclinaban el uno hacia el otro y se volvían a erguir lentamente; hablaban con las puertas abiertas al viento. Uno tenía las manos con las palmas hacia arriba y las movía regularmente de arriba abajo, como si mantuviera una carga en vilo para comprobar su peso. Entonces se vio a una esbelta dama, cuya cara titilaba como la luz de las estrellas y cuyo sombrero plano estaba cargado de cosas irreconocibles hasta los bordes; a todos los que pasaba les parecía, sin duda, tan extraña como es una ley. Y un joven de fino bastón pasaba deprisa; la mano izquierda, como si estuviera impedida, yacía plana contra el pecho. Muchos iban camino al negocio, a pesar de que iban rápido, se los veía más tiempo que a los demás, ora en la acera, ora abajo; los gabanes les caían mal, no les importaba el comportamiento, se dejaban empujar por la gente y también ellos empujaban. Tres señores —dos sujetaban ligeros gabanes en el antebrazo— caminaban desde las paredes de las casas hasta el borde de la acera, para ver lo que acontecía en la carretera y en la acera de enfrente. A través de los claros entre los peatones se veían, mal al principio, luego cómodamente, las piedras regularmente ensambladas de la carretera, sobre las que los carros, tambaleándose sobre sus ruedas, eran tirados velozmente por caballos con los cuellos estirados. Las personas que estaban recostadas sobre los acolchados asientos contemplaban en silencio a los peatones, las tiendas, los balcones y el cielo. Si un coche adelantaba a otro los caballos se pegaban unos a otros y los arneses colgaban balanceándose. Los animales tiraban de la lanzadera, el coche rodaba tambaleándose deprisa, hasta que el arco alrededor del coche de delante había sido completado y los caballos se despegaban de nuevo, con las frías cabezas vueltas unas a otras. Un señor mayor llegó rápido hacia el portal de la casa, se quedó de pie sobre el seco mosaico y dio la vuelta. Contempló la lluvia que, forzada en este callejón, caía a ráfagas. Raban dejó en el suelo su maletín cosido con paño negro y dobló un poco la rodilla derecha al hacerlo. Ya corría el agua hacia los bordes de la carretera en riachuelos que casi se estiraban hacia los canales colocados más profundamente. El señor mayor se encontraba cerca de Raban, que se recostaba un poco contra la hoja de madera de la puerta, y miraba de vez en cuando hacia él, si bien para ello tenía que girar mucho el cuello. Pero sólo hacía esto por necesidad natural, ya que se hallaba desocupado, de observar atentamente todo aquello que se encontraba a su alrededor. El resultado de mirar aquí y allá sin sentido fue no advertir muchas cosas. Así no vio- que los labios de Raban estaban pálidos y no iban muy a la zaga del descolorido rojo de su corbata, que ostentaba un dibujo moro algo chocante. Pero si hubiera notado esto habría despertado en su interior un griterío que no hubiera sido correcto, pues Raban siempre estaba pálido, a pesar de que últimamente se lo habría podido causar algo especial. —Vaya un tiempo —dijo en voz baja el señor, y sacudió, sabiéndolo, un poco senilmente la cabeza. —Sí, sí, y si además hay que viajar —dijo Raban y se irguió rápidamente. —Y éste no es un tiempo que vaya a mejorar —dijo el señor y miró, para comprobar todo en el último instante, inclinándose hacia adelante, callejón arriba, abajo, luego al cielo—. Esto puede durar días, incluso semanas. Si no me acuerdo mal, las predicciones no son mejores para junio y principios de julio. Bueno, eso no agrada a nadie; yo, por ejemplo, voy a tener que renunciar a mis paseos, extraordinariamente importante para mi salud.
Al decirlo bostezó y pareció relajarse, pues sólo había oído la voz de Raban, y ocupado con esta conversación, no tenía interés en nada más, ni siquiera en la conversación. Todo provocó una cierta impresión en Raban, pues el señor se le había dirigido primero, por lo que intentó jactarse un poco, a pesar de que ni siquiera lo iba a advertir. —Exacto —dijo él—; en la ciudad se puede renunciar perfectamente a aquello que no le es saludable a uno. Si no se renuncia, uno sólo se puede hacer reproches por las malas consecuencias. Se sentirá pena y entonces se verá claramente, a causa de esto, cómo hay que comportarse la próxima vez. Y si esto separadamente... (faltan dos hojas). ...—No insinuó nada de ello. No insinuó absolutamente nada —se apresuró a decir a Raban, presto, si fuera posible, a perdonar la abstracción del señor, puesto que quería jactarse aún un poco más—. Todo pertenece a los libros que antes le nombré, que acabo de leer por la noche igual que otros en los últimos tiempos. Casi siempre estaba solo. Las relaciones familiares eran así. Pero prescindiendo de todo luego de la cena prefiero un buen libro. Desde siempre. El otro día leí en un prospecto una cita de no sé qué escritor: "Un buen libro es el mejor amigo." Y es realmente así, un buen libro es el mejor amigo. —Sí, así es cuando uno es joven —dijo el señor sin opinar nada especial, tan sólo quería expresar cómo llovía, que la lluvia había arreciado de nuevo y que ya ni siquiera iba a parar, pero a Raban le sonó como si el señor se considerara, con setenta años, fresco y joven, y que en cambio no valoraba para nada sus treinta años, y que quería decir, tanto como le fuera permitido, que a los treinta años había sido más razonable que Raban. Y que pensaba que a pesar de no tener nada que hacer, para un hombre mayor como él, por ejemplo, era una pérdida de tiempo permanecer en el corredor, delante de la lluvia; y si además se desperdiciaba el tiempo con la charla, éste se desperdiciaba doblemente. Raban pensaba desde hacía algún tiempo que ya no lo podía afectar nada de lo que sobre sus opiniones y habilidades dijeran otros; al revés, había abandonado aquel lugar, donde con languidez había escuchado todo, de manera que la gente ahora sólo hablaba en el vacío, contra o en favor suyo. Por eso dijo: —Hablamos de cosas diferentes, pues usted no ha entendido lo que yo quería decir. —¡Por favor, por favor!—dijo el señor. —Da igual, no es tan importante —dijo Raban—, sólo opinaba que los libros son útiles en todo sentido y sobre todo donde no se lo espera. Cuando se emprende algo, son precisamente los libros cuyo contenido no tiene nada que ver con la empresa, los más útiles. Pues el lector, que sin embargo se propone dicha tarea, en cierta forma está apasionado (y a pesar de que el libro sólo puede alcanzar formalmente este apasionamiento) y se ve forzado a efectuar algunos pensamientos relacionados con su empresa. Pero como el contenido del libro es completamente indiferente, el lector no se ve perturbado en esos pensamientos y cruza con ellos por medio del libro, como una vez los judíos por el Mar Rojo, diría yo. La personalidad del señor mayor adquirió ahora una expresión desagradable para Raban. Le parecía como si se le hubiera acercado especialmente, pero era solo apenas... {faltan dos hojas}. ...—También el periódico. Pero quisiera decir lo que viajo por el campo sólo por catorce días; me he tomado vacaciones por primera vez desde hace tiempo; eran necesarias a pesar de todo; por ejemplo, he leído recientemente sobre mi pequeño viaje más de lo que usted se puede imaginar. —Le oigo —dijo el señor. Raban estaba callado y tenía las manos, tan erguido como estaba, metidas en los bolsillos de su gabán, que le quedaban algo altos. El señor mayor no dijo, sino hasta después de un rato: —Este viaje parece tener una excepcional importancia para usted. —Así es, así es —dijo Raban, y se volvió a apoyar contra la puerta. Fue entonces cuando vio de qué manera se había llenado el pasillo de gente. Estaban incluso delante de la escalera de la casa, y un funcionario, que también había alquilado una habitación a la misma señora que Raban, tuvo que pedir, al bajar la escalera, que le hicieran sitio. Gritó a Raban —el cual
sólo señalaba con una mano la lluvia— por encima de más cabezas, que se volvieron todas hacia él: —¡Feliz viaje—y repitió una promesa aparentemente ya hecha antes, de visitar a Raban el próximo domingo. ... {Faltan dos hojas) ... tiene un cargo agradable, con el que está contento y que desde siempre estaba esperando de él. Es tan perseverante e interiormente tan divertido, que no necesita a nadie para su entretenimiento, pero todos lo necesitan a él. Siempre estuvo sano. ¡Ah!, no hable usted. —No voy a reñir —dijo el señor. —Usted no reñirá, pero tampoco reconoce su error. ¿Por qué se empeña en mantenerlo? Y si usted aún se acuerda de eso tan perfectamente, apuesto que se olvidaría de todo si hablara con él. Me reprocharía que ahora no lo haya refutado mejor. Cuando habla de un libro. Está igual de entusiasmado para todo lo bello...