1992: Crisis de las instituciones Manuel Caballero
Manuel Caballero, Las crisis de la Venezuela contemporánea. Coedició...
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1992: Crisis de las instituciones Manuel Caballero
Manuel Caballero, Las crisis de la Venezuela contemporánea. Coedición con
En la madrugada del 4 de febrero de 1992, los teléfonos de casi toda Venezuela colapsaron: había estallado una asonada militar. Un grupo de paracaidistas, comandados por un teniente coronel, Hugo Chávez Frías, había intentado tomar La Casona y el Palacio de Miraflores. El presidente Carlos Andrés Pérez no estaba en ninguna de las dos partes: regresaba apenas de un viaje a la ciudad suiza de Davos, donde había ido a exponer a la comunidad económica internacional las excelencias de su programa de ajustes, y en el propio aeropuerto de Maiquetía se impuso de la situación. Así, cuando los insurrectos llegaron a Miraflores, el Presidente escapó por un túnel trasero y corrió a la única estación de TV donde podía estar al abrigo y dirigirse al país1. La situación permaneció indecisa durante varias horas: en el estado Zulia el teniente coronel Francisco Arias Cárdenas, otro de los insurrectos, había logrado hacerse del control, poniendo bajo custodia incluso al gobernador del estado, Oswaldo Álvarez Paz. Pero, avanzado el día, el teniente coronel Chávez, quien se había acantonado en el Museo de Historia Militar, se rindió y aceptó aparecer ante las cámaras de televisión llamando a sus compañeros a rendirse ante el fracaso que «por ahora» había experimentado la rebelión. ¿Quiénes eran los insurrectos? El cuatro de febrero sólo se mostraron oficiales jóvenes, por lo tanto de graduación relativamente baja. Su jefe, el teniente coronel Hugo Chávez Frías era un oficial con una hoja de servicios normal, que además había efectuado estudios de Ciencias Políticas en la Universidad Simón Bolívar. Sin embargo, sus primeras declaraciones no contenían reflexiones políticas fuera de las habituales
denuncias de corrupción, sino una invocación a los genios tutelares de su acción: Simón Bolívar, Ezequiel Zamora y Simón Rodríguez. Era fácil ver allí una transposición ingenua de la Trinidad cristiana, lo que condujo de inmediato a sospechar la proposición por los insurrectos de una especie de fundamentalismo laico y patriótico no muy alejado de los religiosos que azotan el Medio Oriente2. Llamaba la atención la pobreza del discurso político de los insurrectos, impresión que se magnificó en ocasión del segundo alzamiento de ese año con su jefe, el contralmirante Hernán Gruber Odremán, cuyo lenguaje no dejaba de recordar las obscenidades de Queipo del Llano en la radio fascista durante la guerra civil española3. La rebelión no dio muestras de tener ramificaciones civiles. Parecía imposible que una insurrección militar no hubiese podido encontrar algunos de esos personajes que siempre están a la orden para servir, en el caso de un golpe de Estado, como secretarios de junta, ministros y hasta presidentes. Pero no fue así: la impresión que dieron los alzados fue de que no sólo era la suya una conspiración puramente militar, sino de que había en ella incluso la tácita intención de excluir a los civiles. Una semana antes de la intentona, una encuesta revelaba que el 74 por ciento rechazaba la acción de gobierno de Carlos Andrés Pérez. Nada resultaba más fácil entonces que atribuir el hecho a una respuesta, en el seno de las Fuerzas Armadas, a la insostenible situación política. Pero, como los mismos conjurados revelaron en los días siguientes al estallido del movimiento, ellos habían estado conspirando desde hacía unos diez años, durante el gobierno de Herrera Campíns y, presumiblemente, antes del «viernes negro». Como suele suceder, en el curso de una década pueden cambiar los actores: algunos pierden interés en una conjura a tan largo plazo; otros se dan cuenta del error de manifestar su descontento en esa forma, en lugar de hacerlo por los canales institucionales regulares; otros dejan de tener poder de fuego útil en una acción de ese tipo. Todo eso parece haber sucedido entre los conspiradores, pero además, el deterioro de la situación hacía que la conjura se mantuviese en sus líneas fundamentales, esperando la ocasión para lanzarse a la toma del poder. En el terreno estrictamente militar, esas ocasiones no faltaban. Existían en el seno del ejército fisuras producidas por un descontento que raramente trascendía a la calle. En primer lugar, había algo que venía de fuera: la clase media continuaba siendo duramente golpeada por los resultados de la crisis de 1983, magnificados por la política de ajustes que, a partir de 1989, había emprendido el gobierno de Carlos Andrés Pérez. En segundo lugar, se habían revelado, en las más altas esferas de las Fuerzas Armadas, serios escándalos de corrupción, con varios antiguos ministros de la Defensa enfrentando procesos por tal causa en los tribunales penales. La corrupción siempre ha sido el pretexto para los golpes militares en América Latina. En un sistema democrático, donde exista una amplia libertad de prensa, la combinación entre una situación real de falta de honradez en el manejo de los dineros públicos y la tendencia al escándalo para atraer lectores, suelen terminar dando la impresión de que la democracia y la corrupción son consustanciales.
Es entonces cuando, en la opinión popular, comienza a tomar cuerpo la idea de un «escobazo» que barra toda esa podredumbre, que barra con los partidos democráticos de tal manera emporcados y sobre todo, que cancele de una vez por todas la «sucia política». Un sentimiento generalizado de ese tipo, por supuesto, salta los muros de los cuarteles, y siempre encuentra oídos atentos. Al lado de eso, había, en el ejército venezolano, enfrentamientos de otro tipo, que no dejaban de recordar la situación previa al 18 de octubre de 1945. Muchos de los oficiales más jóvenes habían optado por seguir, conjuntamente con su carrera militar, estudios en las universidades y otros institutos equivalentes. Esto no era bien visto por una parte de los oficiales de mayor rango, que preferían que se tuviese una formación estrictamente militar. Al final, les fue concedida la razón a los primeros, cuando se legalizó una situación de hecho, pero que no podía dejar de crear descontento en los unos y desmesurada satisfacción en los otros. Y a todo eso se unían las tradicionales tensiones comunes en toda institución, y mucho más cuando ella es, por su condición intrínseca, bastante cerrada y por imposición constitucional, no deliberante. Fuera de los cuarteles, el descontento se evidenciaba en la encuesta a que se hacía alusión más arriba. El segundo gobierno de Pérez había arrancado mal, con un estallido popular anárquico provocado por un brusco aumento de la gasolina, el 27 de febrero de 1989. Desde entonces, aquel hombre que había sido electo por una confortable mayoría, no había logrado remontar la empinada cuesta de su impopularidad como gobernante. En la reunión de Davos (de donde regresó en la madrugada del 4 de febrero, cuando ya se escuchaban los disparos contra La Casona), había mostrado un panorama bastante optimista: pasado el primer mal trago del ajuste, el crecimiento de la economía del país era impresionante, uno de los porcentajes más altos del mundo. Pero los éxitos macroeconómicos seguían sin dejarse sentir en la calle y el descontento era general. De modo que lo que más llamaba la atención es que, teniendo tanto paño donde cortar, los insurrectos no hubiesen hecho ni siquiera el intento de presentar un programa de reivindicaciones civiles para justificar su acción militar4. ¿Se trataba de una simple intentona castrense, sin mayor importancia y sobre todo sin futuro? ¿Había razones fuera de las puramente militares para un estallido? La pregunta fundamental que todo el mundo se hizo desde el primer momento fue: ¿cuál sería la reacción popular? ¿Actuaría el pueblo como el 7 de septiembre de 1958, lanzándose al asalto de un cuartel con las manos desnudas para defender la recién conquistada democracia; o por el contrario reeditaría un «caracazo» para apoyar a quienes intentaban derrocar un gobierno que, según las encuestas, detestaba mayoritariamente? La primera reacción de la dirigencia de los partidos fue cerrar filas en la defensa de la democracia, amenazada por el viejo fantasma del golpe de Estado, que se creía enterrado desde hacía treinta años. Con ese fin, se apersonaron en la estación televisora donde el presidente Pérez se había dirigido a la nación los jefes más conspicuos de los partidos de oposición, de los organismos sindicales y empresariales, de los otros poderes del Estado y por supuesto del partido de gobierno. Como posición de principios, esa era una actitud inatacable. Pero los partidos de oposición cometieron de
seguidas un error de cuyas consecuencias no han cesado de lamentarse: en lugar de promover un debate amplio en el Congreso, donde se pudiera ciertamente condenar el golpe pero al mismo tiempo dejar claras sus diferencias con el gobierno, optaron por aprobar sin discusión un documento condenatorio. En otros términos, dejaban el manejo de la crisis al gobierno y parecían ver lo sucedido como un asunto a resolver sólo entre los vencedores y los vencidos de la intentona. Pero se produjo un acontecimiento sorpresivo que cambió todo el escenario político del momento y de los meses siguientes. Rafael Caldera, quien pese al enfriamiento de sus relaciones con la organización que había fundado seguía siendo su figura más relevante, se negó a someterse a la disciplina del partido y solicitó un derecho de palabra para dirigirse al parlamento y al país desde la tribuna de oradores. Su discurso se transformó en un acontecimiento tan sensacional como lo había sido el alzamiento mismo y su figura opacó a la del comandante de los insurrectos. Con intención polémica se quiso ver durante cierto tiempo su discurso como un apoyo a los golpistas, pero una lectura detallada del mismo permite una interpretación diferente. Luego de la introducción formal, Caldera calificó por primera vez al movimiento del 4 de febrero: consideraba la sublevación militar un incidente «deplorable y doloroso». Considerar aquello un simple «incidente» podría interpretarse como una manera, si no de acusar al gobierno de estar magnificando el suceso con fines de propaganda, por lo menos de reducir la importancia del alzamiento. Pero cualquier duda al respecto se aclaraba en el párrafo siguiente, acaso el más importante del discurso, tanto por su significación intrínseca como por ser el más deformado, el más malintencionadamente utilizado y el más incorrectamente citado. En la segunda línea de ese párrafo, Caldera se refiere al golpe militar como «felizmente frustrado». Y a continuación, manifiesta su escaso convencimiento de que ese golpe hubiese tenido como intención la de asesinar al Presidente de la República. Esto ha sido esgrimido en su contra como una defensa oblicua de los golpistas y en resumidas cuentas una justificación del golpe. Como se sabe, en su momento eso provocó la ira de David Morales Bello, arrancándole un grito que contrariaba una tradición venezolana venida del Decreto de Garantías de Falcón y de la Constitución de 1864 («¡Mueran los golpistas!»), y que pareció marcar el fin de su carrera parlamentaria. Si se aislaba la frase de Caldera de la segunda línea del contexto, no ya del discurso entero sino de ese mismo párrafo, era posible sostener la tesis de su «golpismo». En verdad esa frase y ese párrafo pueden ser objeto de otra lectura. Si no se le hubiese atravesado el jurista, Caldera no habría perdido su tiempo en examinar la inconsistencia «procesal» de la acusación, y así su intención hubiese sido más clara y esa «otra lectura» innecesaria. Pero eso cubrió y casi ocultó la importancia de las frases centrales de ese párrafo, que textualmente dicen: «Se me hace difícil entender que para realizar un asesinato, bien sea de un Jefe de Estado [...] haya necesidad de ocupar aeropuertos, de tomar bases militares, de sublevar divisiones [...]». La intención de Caldera parecía apuntar a otra cosa: convertir el acto del 4 de febrero en una simple tentativa de asesinato era reducir por allí mismo su importancia. Es lo que intentó hacer el gobierno, con el aditamento de que insistir en eso (por muy real que pudiera ser) podía ser tomado como una tentativa de presentar todo el suceso como un
simple enfrentamiento personal, producto del odio (irracional como todos los odios) contra una persona, contra Carlos Andrés Pérez, y no, como en realidad fue, como una conjura contra un sistema que, con todos sus vicios y defectos (si nos hemos de atener al resultado de todas las encuestas) sigue siendo el preferido por la determinante mayoría, casi la unanimidad de los venezolanos. Pretender que se trataba de un simple incidente personalizado era ocultar la grave situación en las Fuerzas Armadas: el 27 de noviembre demostró que eso era vana ilusión. Lo demás son las críticas que todo el mundo hacía en el momento y en cierto modo sigue haciendo al sistema, aun cuando hoy haya cambiado la cabeza del Estado. Es el diagnóstico de una sociedad, un sistema y un régimen enfermos, tal y como se hacía entonces y que Caldera no hizo sino sintetizar. En el penúltimo párrafo insistía, refiriéndose a lo que se ha escrito más arriba sobre aquel diagnóstico: «No es que yo diga que los militares que se alzaron hoy o que intentaron la sublevación que ya felizmente ha sido aplastada [...] se hayan levantado por eso, pero eso les ha servido de base, de motivo de fundamento, o por lo menos de pretexto para realizar sus acciones»5. En verdad, menos que un apoyo a la acción de los golpistas, lo que el discurso de Caldera señaló en su momento fue la falta de visión y de vigencia de unos partidos políticos que de tal manera habían abdicado de su derecho y su deber de opinar; que presentaban a la opinión una imagen cerrada y monopólica de organizaciones del status, y que daban la impresión de que en el terreno de la política partidista no existía oposición a un gobierno que sin embargo la mayoría detestaba por diversas razones pero sobre todo por la situación económica y social. El hecho de que fuese uno de los fundadores del sistema de partidos quien de tal manera se les enfrentaba no provocó en la opinión la desconfianza que en otras circunstancias hubiese sido normal, sino que sirvió para demostrar cuán profundo era su deterioro. Como sea, el discurso de Caldera se convirtió en uno de los acontecimientos más importantes y más discutidos de aquel mes de febrero y, como se ha dicho, logró momentáneamente desviar la atención de lo militar hacia lo civil. En los meses siguientes, algunas cosas acapararon la atención. Una fue la gran popularidad que alcanzaron los golpistas, a los cuales la extrema izquierda transformó poco menos que en sus ídolos: la foto de Chávez solía pegarse en ciertos sitios al lado de las de Fidel Castro y el Che Guevara; al mismo tiempo crecía su imagen también entre los dictatorialistas, los partidarios de una solución autoritaria. En cuanto al grueso de la población, su actitud era contradictoria: mientras por un lado crecía la popularidad de Chávez, por el otro en todas las encuestas aparecía que no deseaba vivir en otro régimen que no fuese el democrático. Una expresión práctica de esa actitud se tuvo cuando el segundo de los jefes golpistas, Francisco Arias Cárdenas, obtuvo la gobernación del Zulia por una elección popular si bien muy disputada, y por el auge de «La Causa R», partido que tomó posición abiertamente en favor de los insurrectos militares. Desde el primer momento, pero sobre todo luego de que Chávez fue puesto en libertad por el recién electo presidente Caldera, se discutió mucho si la popularidad del jefe
golpista se desinflaría o por el contrario crecería como una avalancha incontenible. Eso es irrelevante frente a lo sustantivo de la cuestión: la permanencia de un fondo de autoritarismo nostálgico en la sociedad venezolana que se había expresado hasta entonces, desde que hay elecciones, en algunos «fenómenos»: Pérez Jiménez en 1968, Carlos Andrés Pérez (por lo de «democracia con energía) en 1973. Esa no es ni una tendencia ni un rasgo venezolanos: se presenta en todas partes. No hay sino que ver Europa con la reaparición de los diversos fascismos y autoritarismos, respuesta irresponsable a la crisis. Irresponsable porque no es sino la tendencia a recluirse en el claustro materno. Las tiranías paternalistas, por crueles que sean, no son cosa del dictador solo, sino de la sociedad que lo soporta y a veces lo busca con voluntad mayoritaria, si no unánime. Por otra parte, hay la tendencia «anti-todo», un primitivismo anárquico que lleva a buena parte de la población marginada a votar o a servir de asiento a las opciones más extremas, no política, sino, moralmente. La misma población que rechaza el extremismo político se inclinará muchas veces por lo que signifique el proclamado polo opuesto de la situación que vive en el momento. Así, en la Italia de nuestros días, el fascismo no es visto tanto como un régimen determinado en un momento y un país dado, sino como lo contrario de una república que, incluso constitucionalmente, desde 1943 se proclama antifascista. En 1968, los votantes caraqueños, al elegir Senador a Pérez Jiménez, no tenían acaso mucha idea de lo que él había significado una década atrás: votaban por lo que el sistema, confesamente, aborrecía. En tercer lugar, hay quienes tienen la idea de que, en política, el enemigo de mi enemigo siempre es mi amigo. Eso existe en todos los partidos, en todas las situaciones históricas, en toda circunstancia, pero en el caso de las intentonas de 1992 se concentró en las dos versiones del antiadequismo visceral. Una, la de quienes llevan ese odio en la sangre, y por él se determinan: podrán perdonarle a «Acción Democrática» sus peores errores, salvo el 18 de octubre de 1945. Los otros son, por el contrario, «octubristas» de la primera hora, para quienes después de aquella fecha, AD no hizo sino degenerar. Se podría hablar en este caso de un complejo de Edipo al revés: son gente que odia a su madre nutricia (en este caso «Acción Democrática») y que está dispuesta a aliarse con el diablo para salir de ella. Hay un cuarto grupo de gentes atraídas, regular o circunstancialmente por opciones autoritarias: lo que llama la atención es que se trate de hombres de cultura. No nos referimos, por supuesto, a esos autoproclamados intelectuales y hasta «escritores» cuya obra ni ellos mismos conocen. En un programa de TV el 4 de febrero de 1994, una señora se presentó como «escritora» para mostrar que Chávez sí había tenido contacto con civiles (y hasta escritores) antes de su intentona. Cuando se le preguntó por su propia obra, ella mostró las actas que cuidadosamente había llevado de las reuniones de los conspiradores: parecía no tener idea de la diferencia entre «escritor» y «escribiente». No nos referimos pues a ellos, sino a gente que se supone entrenada en las lides de la inteligencia. No es cosa de escandalizarse: tal actitud es más corriente de lo que se supone. En el fondo de todo intelectual hay siempre un relente de admiración por la fuerza bruta: eso llevó a Drieu La Rochelle al fascismo y al suicidio, a Knut Hansum al nazismo.
Es lo que Rufino Blanco Fombona reprochaba amargamente a Gómez: que lo hubiera obligado, a él cuya vocación era la de un hombre de acción, a vivir como un contemplativo. Pero además, y esto sea dicho hablando en positivo, en esos organizadores del caos que por definición son los intelectuales, hay siempre el anhelo o la nostalgia del orden. Finalmente, la izquierda, que casi sin excepción se sintió solidaria del madrugonazo (por mucho que al principio lo condenara pensando quién sabe qué de sus autores, quienes no habían tenido la cortesía de presentar sus ideas o proposiciones políticas). En este caso, se puede hablar de una vieja tradición de inconsecuencia. Prácticamente no hay un solo caso en la historia latinoamericana después de los años treinta que en materia militar, no haya dicho la izquierda una cosa y casi a renglón seguido haya hecho la otra. Y no ha habido en este caso diferencias entre reformistas y revolucionarios: todos han procedido de la misma manera. Así, a mediados de los años veinte de este siglo, se formó en México el «Partido Revolucionario Venezolano» de Carlos León y Gustavo Machado; un partido destinado a combatir al mismo tiempo al caudillismo gomecista y al caudillismo antigomecista. Pero no se le ocurrió a sus fundadores nada menos que poner a presidirlo a uno de los más conspicuos representantes de este último tipo de caudillismo: el autoproclamado general Emilio Arévalo Cedeño. En 1929, el PRV parecía haberse dado cuenta de su error y expulsó al caudillo de sus filas [...] para aliarse en el asalto a Curazao y la invasión por Coro a otro representante de la vieja manera de hacer política, de la Venezuela que «tira la parada», Rafael Simón Urbina. Rómulo Betancourt criticó acremente esa posición, con argumentos inatacables que la historia confirmó [...] hasta que, en 1945, un grupo de militares le propuso «tirar la parada» a su vez. Allí se olvidaron todas sus enfáticas parrafadas sobre el asunto; allí hizo tragar a su partido, al cual había educado en la santa detestación de los «caracortada», nada menos que un pronunciamiento militar clásico. La izquierda comunista se opuso con sólidos argumentos no sólo al «octubrismo», sino a la insistencia de los adecos en tropezar con la misma piedra. Durante los años cincuenta, los militantes de ese partido fueron educados también en aquella santa detestación del «putschismo»... para practicarlo ad litteram en 1962, con los levantamientos de Carúpano y Puerto Cabello. En todos los casos, el argumento para el salto mortal ha sido el mismo. El mismo que escribió Rómulo Betancourt desde 1956 en la primera edición de Venezuela: política y petróleo: que se hubiera revelado un pésimo líder político si se hubiera encerrado a piedra y lodo en la casa del partido cuando los militares vinieron a decirle que en los cuarteles se decía lo mismo que él estaba gritando a diario en la prensa y en la calle. Hasta 1993 se empleó, además, el argumento de que, no siendo el venezolano un régimen parlamentario donde Carlos Andrés Pérez hubiese sido derrocado por un voto del Parlamento, ni un presidencialismo como el de los EEUU donde estaría en la cárcel, no quedaba más salida que el remedio heroico del alzamiento militar.
Desde el punto de vista político, ambos son argumentos inatacables, y son los mismos de la izquierda y otros «filochavistas». Salvo que ambos olvidaron un pequeño detalle: el golpe militar no es la solución, sino un problema cuya magnitud permite decir que suele convertirse en El problema. Después del 4 de febrero, el gobierno trató de capitalizar el apoyo que había logrado de los partidos democráticos y otros factores de la oposición en contra de la aventura militar, y logró que su sempiterno rival, Copei, consintiese en autorizar a varios de sus dirigentes a entrar al gabinete. Al mismo tiempo, creó una comisión consultiva bastante amplia, y convocó a Palacio a un grupo de intelectuales que, si bien en la oposición en su mayor parte, se habían pronunciado contra el golpe de Estado, para explicarles el porqué de las medidas económicas de ajuste y cómo sus aspectos positivos estaban comenzado a verse. Pero los propósitos de enmienda no fueron seguidos de los cambios que la opinión esperaba, y el gobierno no logró torcer el rumbo del desfavor que le señalaban las encuestas. El proceso de deterioro y desprestigio de los partidos políticos continuaba, sobre todo en la capital de la república. Curiosamente, quien más logró capitalizar ese sentimiento fue el fundador de uno de los dos grandes partidos que sostenían el sistema, Copei. A medida que se alejaba de su partido hasta finalmente separarse de él, crecía la popularidad de Caldera, lo que en 1993 lo llevó a ganar por segunda vez la presidencia, aunque no con la avalancha de votos que él mismo esperaba y que anunciaban las encuestas unos dos años atrás. Eso mismo llevó a un outsider, Aristóbulo Istúriz, a ganar las elecciones para la alcaldía de Caracas en diciembre de 1992. Con todo, la más peligrosa de las consecuencias inmediatas del 4 de febrero fue la sensación generalizada de que la intranquilidad en el ejército continuaba, de que lo que se había mostrado era la punta del iceberg y de que el «por ahora» del comandante Chávez era algo más que pura jactancia. Esto quedó demostrado el 27 de noviembre de ese mismo año, cuando estalló una nueva insurrección militar, esta vez más peligrosa que la anterior por tener entre sus dirigentes oficiales de alta graduación6. La insurrección fue copada finalmente, no sin derramamiento de sangre. Pero dos cosas quedaron en evidencia. Una fue que pese a que los golpistas parecían tener mucho del favor popular, como se demostró en el súbito apoyo del electorado caraqueño a Artistóbulo Istúriz, candidato de «La Causa R» (partido que no sin razón, según la posición pública de algunos de sus dirigentes, era muy cercano a los golpistas), sin embargo el pueblo desoyó los llamados a «echarse a la calle» para apoyar el golpe. Hay que decir que, aunque la segunda intentona pareciese más poderosa que la primera, y hubiese combates más intensos entre las fuerzas leales y los insurrectos, en este caso, como en el anterior, los jefes del alzamiento no dieron la impresión de querer hundirse con el barco una vez que a éste se le vio zozobrar. Uno de los oficiales más comprometidos en el asunto, el general Francisco Visconti, no quiso enfrentar las responsabilidades de su acción y mucho menos batirse hasta las últimas consecuencias:
en compañía de unos cuarenta oficiales tomó una unidad de la fuerza aérea y fue a dar a Iquitos, Perú. La segunda fue la sensación de que, pese a haber vencido por segunda vez un intento de derrocarlo, el régimen estaba herido de muerte. Sólo parecía mantenerlo el hecho de que se estaba apenas a un año de las elecciones, cuando todo eso podía cambiarse. Pero Carlos Andrés Pérez no aguantó ni ese lapso en la presidencia: en mayo del año siguiente fue depuesto legalmente, acusado de peculado (acusación que no se mantuvo) y malversación de fondos. En líneas generales, esos fueron los sucesos que marcaron decisivamente el año 1992. Pero no es nuestra intención, ni aquí ni en el estudio de las crisis anteriores, quedarnos en la descripción de los hechos, sino ver por qué se puede hablar de crisis, qué tipo de crisis y sobre todo, cuáles son los cambios más importantes que ha introducido en la sociedad venezolana, cuáles han sido las consecuencias a más largo plazo, las que sirven para clasificar la de 1992 como una crisis dentro de las características señaladas al principio de este estudio. 1. La primera de esas consecuencias es el entierro de una ilusión vieja de tres décadas: que el ejército venezolano «no era como los otros», sus colegas latinoamericanos; que era monolítico en su defensa de las instituciones y del sistema democrático. Esa impresión se había asentado durante treinta años que habían seguido a las dos décadas de intranquilidad militar iniciadas el 18 de octubre de 1945 y terminadas en junio de 1962, con la derrota de la última de las insurrecciones militares y la expulsión de los oficiales izquierdistas del seno de las Fuerzas Armadas. Durante las dos primeras décadas después de la instauración de ese sistema, cerca de doscientos oficiales que la dictadura de Pérez Jiménez había perseguido y expulsado de las Fuerzas Armadas fueron reincorporados y se les reconoció su antigüedad en el escalafón. Ellos fueron durante ese tiempo el dique contra las tentaciones golpistas, lo cual además se había reforzado con la derrota de la extrema izquierda militar en Carúpano y Puerto Cabello. Se pudo pensar luego que los oficiales educados bajo el sistema democrático estarían definitivamente vacunados contra el autoritarismo y las soluciones de fuerza. El año 1992 señaló, con sus dos intentonas, el fin de esa ilusión: para el sistema democrático, las Fuerzas Armadas resultaban como las lenguas de Esopo, de las cuales se podía esperar lo mejor y lo peor de este mundo. En el esquema que había presidido la instauración de la república democrática en 1958, se concebía éste como una mesa asentada sobre cinco patas: el ejército, los partidos políticos, los sindicatos, los empresarios capitalistas y la Iglesia Católica. Pero siendo como eran los sindicatos apéndices de los partidos, el empresariado una mujer demasiado bella y codiciada para asegurar fidelidad a nadie en particular y la Iglesia sin ningún poder efectivo, esa mesa se basaba en un equilibrio institucional entre el ejército y los partidos políticos. Estos últimos habían comenzado a deteriorarse y a desprestigiarse; en 1992 se derrumbó la quinta pata.
2. La crisis militar fue conjurada, pero ella abrió el cauce a una serie de crisis políticas e institucionales. Las dos más espectaculares fueron el proceso y la caída del presidente Carlos Andrés Pérez; y el remezón que en las elecciones de 1993 señaló el cambio en el cuadro político y parlamentario. La caída de Pérez tiene dos características que la hacen institucionalmente importante: no se dejó derrocar por dos fortísimos alzamientos militares, y en cambio sí lo hizo frente a una decisión de la Corte Suprema de Justicia y otra unánime del Senado permitiendo enjuiciarlo. Si Carlos Andrés Pérez se hubiese dejado derrocar en 1992, en Venezuela se habría instaurado un gobierno militar, lo cual muy posiblemente hubiese significado una dictadura militar. Por otra parte, si Pérez hubiese intentado resistir a su derrocamiento en 1993 por vías políticas diferentes al recurso ante la Corte Suprema de Justicia, el país probablemente se habría enfrentado a otras intentonas militares de diverso signo, esta vez acaso exitosas, y por lo tanto también a una dictadura militar. Cualquiera que sea el juicio que al final termine formándose acerca del presidente Pérez, debe partir de la base de que no cedió ante la fuerza de las armas, y sí lo hizo ante un voto desfavorable de la Corte Suprema de Justicia y su destitución por el Congreso Nacional. En ese sentido, tenía sobrada razón el Fiscal General de la República, Ramón Escovar Salom, cuando se presentaba ante las cámaras de televisión, jactándose de que había echado abajo al Presidente «con este librito», como decía blandiendo la Constitución. Es prácticamente imposible, en un país presidencialista, caudillista como Venezuela, que deje de personalizarse un suceso como éste. Pero, desde el primer momento, era posible intentar una apreciación que dejase de lado la persona misma del presidente Pérez para centrarse en su significado político más general; y (porque se refiere a procesos más que a sucesos) su posible significado histórico. Lo primero que podría decirse en relación con todo eso es que la salida de Carlos Andrés Pérez de la Presidencia de la República en estas circunstancias es sin duda un triunfo, acaso el primero verdaderamente significativo, del Estado liberal. Pero no es necesariamente un triunfo de la democracia. Esto último se pretendió en su momento, y por supuesto, a la victoria, como siempre, le aparecieron cien padres. Pero tal como se dieron las cosas, eso no fue así. Fueron notorias las opiniones, dadas antes de la decisión de la Corte Suprema de Justicia, de que el pueblo estaba esperando ansioso la decisión de la Corte Suprema de Justicia «para comenzar la fiesta». Pues bien, la decisión se dio y el Congreso la ratificó suspendiendo a Carlos Andrés Pérez. Pero aparte de unos cuantos gritos de las barras en el Congreso y en la acera de enfrente, la «fiesta» popular no se vio por ninguna parte. No es que el pueblo desaprobase lo actuado entonces: las encuestas parecen revelar lo contrario. Pero aquí no se produjo nada similar a la incontenible marejada del júbilo popular en Brasil cuando Collor de Mello salió de Palacio con las tablas en la cabeza. Eso no se puede atribuir al «carácter» de los brasileños: no es fácil creer que, en materia de «bonche», haya pueblo alguno, en el mundo, que le pueda dar lecciones al venezolano. Ni tampoco al hecho de que nuestro pueblo se esté enfrentando a una situación tan terrible que no tenga fuerzas ni para celebrar su victoria, porque por muy
grandes que sean los nuestros, los problemas de Brasil no son menores: tienen el tamaño de su tamaño. Ni se puede decir, como acaso él mismo lo pretenda, que eso refleje, en el fondo, alguna forma de simpatía por Carlos Andrés Pérez, su gobierno y su política. Sobrarán luego las explicaciones: por el momento, no queda más remedio que constatar eso, o sea que la salida de Carlos Andrés Pérez de la Presidencia no puede considerarse un triunfo de la democracia, porque la democracia (o sea el pueblo en las calles) no lo manifestó así. No se puede decir que no lo sintió así, pues nadie puede saber eso a ciencia cierta; pero queda el hecho del silencio popular. En cambio, sí es posible decir que la salida de Pérez sea un triunfo del Estado liberal. Eso se puede constatar con suma facilidad despersonalizando al extremo el asunto: el Poder Judicial, por una parte, y el Poder Legislativo, por la otra, se impusieron por encima del Poder Ejecutivo. Nunca en la historia de Venezuela había funcionado con tanta evidencia el esquema del Estado liberal, la idea del equilibrio de los Poderes. Que eso sea circunstancial, siempre lo es. Que eso sea efímero, no se puede saber todavía, pero en todo caso, aun si se trata de una golondrina solitaria, es un precedente demasiado importante para que pueda ser olvidado. Como sea, y es por eso que lo llamamos «precedente», no es fácil que se olvide por todo lo que ha debido pasar Carlos Andrés Pérez en ese, para él, annus horribilis de 1993. La justicia decidió en su momento y con sus métodos si él era culpable o inocente de corrupción: tampoco nadie puede garantizar que su decisión, cualquiera que ella hubiese sido, sea justa y acertada, pero es la suya. En todo caso, de ahora en adelante se haría mucho más difícil manejar a capricho ni siquiera unos fondos que, en todas partes del mundo, son secretos y por lo tanto, raramente sometidos a un control confiablemente imparcial. Ése es el verdadero y mayor, y mejor, resultado de todo este proceso que se le sigue a Pérez. Es, si no la muerte, por lo menos un durísimo golpe a la discrecionalidad presidencial. En este sentido, tiene tanto valor como la renuncia de Nixon a la Presidencia de los EEUU: el velo del misterio, acaso siempre necesario para algunas acciones de los gobernantes, no puede servir para encubrir cualquier manejo del hombre en el poder, sea doloso, sea negligente, o sea simplemente la inconsciencia de que, en un régimen democrático, no se puede proceder durante mucho tiempo con los modos de un despotismo electo. Cuando se dan casos como el que ahora se está dando en Venezuela, sucede que la voluntad de la democracia es equilibrada por las formas y la esencia del Estado liberal. Porque la democracia puede equivocarse y de hecho lo hace. ¿Acaso no fue Carlos Andrés Pérez reelecto por el voto popular, por la democracia? El Estado liberal da la posibilidad de corregir esos errores, cuando el pueblo mismo es incapaz, por falta de fuerza o de voluntad, de hacerlo por sí mismo. Y es así como en Venezuela, ese «librito» que blandía como arma mortal el Fiscal General de la República, logró lo que en Brasil se impuso por la voluntad y la fuerza popular. De modo que quienes, siguiendo las modas y los modos del humor popular, ven en la caída de Pérez la derrota, si no el entierro del «neo-liberalismo», no se daban cuenta de
que lo que estaba sucediendo era todo lo contrario: que el famoso equilibrio montesqueliano de los poderes públicos ha logrado lo que en este caso no pudo (como tampoco pudo el estallido social del 27 de febrero de 1989), o no quiso lograr, una marejada popular; no quiso o no pudo lograr la democracia. Ni tampoco, es preciso recordarlo, la pretensión de algunos aspirantes a salvadores de la Patria. Posiblemente haya otra consecuencia, y acaso positiva, de la degradación de Pérez, del despojo de sus arreos presidenciales por el Parlamento. Es tonto negar que la decisión del Parlamento sea política. Como un saludo a la bandera, se ha dicho que ella tiene un basamento jurídico; pero lo central de la resolución votada es esa famosa «conveniencia nacional», nombre eufemístico que los políticos suelen dar a sus particulares intereses. No creemos que haya por qué avergonzarse de esto; ni tampoco, como lo hace el propio Pérez, de echárselo en cara a sus adversarios. En cualquier caso, tal vez esto haya dado la pauta para una reforma de la Constitución que responda a una realidad y como tal sea correcta, necesaria y duradera. Se trata de la transformación del régimen presidencialista venezolano en uno parlamentario. Así, el control de las decisiones del Ejecutivo será más cercano, más cotidiano. No es que con eso se vaya a acabar con la corrupción, como no lo ha hecho en Italia, en Francia ni en España. Pero tal vez tengan razón quienes dicen que el único caso en toda la historia en el que un régimen presidencialista ha tenido éxito es el de los EEUU. Y eso tal vez sea atribuible a su formidable potencia económica, que podía hacer viable cualquier régimen. En el caso venezolano, y más generalmente latinoamericano, se temía que un régimen parlamentario acentuase la ingobernabilidad de la democracia. Pero esa es la importancia, más allá del caso personal de Carlos Andrés Pérez, de lo que está sucediendo en Venezuela. Si luego de todos esos embates el sistema democrático se sostiene esta vez sin ser interrumpido por un acto de fuerza, se está demostrando a la vez que un régimen donde el Ejecutivo sea responsable políticamente ante el Parlamento es viable y, sobre todo, es fuerte. La caída de Pérez fue así un triunfo del liberalismo. Y si nos apuran mucho, diríamos que se trata de un triunfo del neoliberalismo. Lo que sucede con este último término es que se suele darle un exclusivo significado económico. No: aquí se puede hablar de «neoliberalismo» porque se trata de un liberalismo corregido o equilibrado por la democracia, a través, generalmente, del sufragio universal. 3. Como se ha dicho antes, la segunda «pata» que sostiene el sistema democrático es, por lo menos a partir de 1958, el partido político. No se puede decir exactamente que su decadencia sea una consecuencia de la crisis de las instituciones manifiesta a partir de 1992, porque es un proceso de más larga data, pero esa situación se aceleró a partir de entonces, y no es imposible que ese resquebrajamiento haya sido un reflejo del experimentado por la otra «pata» institucional, el ejército. Como sea, es un hecho que el desprestigio del partido político nunca había llegado tan bajo desde 1958. Aquí conviene separar dos cosas: una es el desprestigio del two-party system tal como se había presentado desde el Pacto de Punto Fijo, y otra es el desprestigio de la institución partidista en general, la cual, al confundirse democracia y régimen de partidos, y más aún, régimen de partidos y política a secas, conduce a un rechazo de la democracia y de la política.
Lo primero hizo que los partidos que sintieran mayormente el impacto fueran los dos miembros de la tácita coalición bipartidista. En «Acción Democrática», eso era más que natural: por mucho que haya intentado tomar distancias con Carlos Andrés Pérez, lo que finalizó con su exclusión de las filas del partido, era normal que la impopularidad del Presidente recayera también sobre el partido del que había sido durante muchos años secretario general y dos veces candidato vencedor. Así, la primera consecuencia del desprestigio partidista fue la derrota de «Acción Democrática» en las elecciones de 1993. Sin embargo, no deja de llamar la atención que lo que todo el mundo presentía como la liquidación del partido (un poco como había sucedido con el Apra peruano) se transformó en una honrosa derrota, con el candidato Claudio Fermín quedando de segundo en la contienda y conservando siempre el primer grupo parlamentario. La situación de Copei fue algo diferente, si bien tampoco asumió su derrota las características de débacle que todo el mundo vaticinaba. Copei fue a las elecciones golpeado por una doble hemiplejia. Por una parte no sólo debía enfrentarse a su líder fundador y sempiterno candidato Rafael Caldera, sino que además lo hacía con un candidato sorpresivo, pues había triunfado en unas primarias que el aparato partidista creía ganadas ampliamente por Eduardo Fernández. Y sin embargo, su abanderado llegó en un honroso tercer lugar (no hubo diferencias abismales entre los cuatro candidatos presidenciales) y el partido conservó una no enteramente desdeñable fracción parlamentaria. En el resto del panorama político, lo más espectacular fue el avance de «La Causa R», cuyo candidato también le llegó muy cerca a sus contendores y que obtuvo una poderosa fracción parlamentaria. El calderismo («Convergencia») y el MAS se repartieron los restos. El resultado de la elección presidencial fue atípico, para no decir sorpresivo: Rafael Caldera, fundador y varias veces candidato del partido Copei, fue percibido esta vez como el líder de las corrientes contrarias al bipartidismo. Unió a los dispersos restos de la izquierda, las que Teodoro Petkoff llamó alguna vez «el chiripero», insulto que fue aceptado esta vez por Caldera, quien llegó incluso a editar un botón con la forma de una chiripa. De Caldera nadie podía decir que representase el antipartidismo: no solamente una gruesa parte de electorado lo veía todavía como el líder, si bien no el vocero de Copei, sino que arrastraba en su cauda electoral a una cantidad de pequeños partidos que no por su tamaño dejaban de ser partidos, algunos de ellos muy leninistas, como el mismísimo «Partido Comunista». Pero además, arrastraba a una buena parte del electorado antipartido y, ayudado esta vez por la propaganda de sus adversarios, acaso buena parte de esa opinión que en los días que siguieron al 4 de febrero, manifestó simpatías hacia los insurrectos. En 1993 se presentó un fenómeno que ya se veía venir, pero que esta vez adquirió caracteres preocupantes: la abstención electoral. Aquí se mostraba en estado puro lo que se señalaba antes: el rechazo no solamente al bipartidismo, sino a la política en general, y por lo tanto al sistema político por excelencia, la democracia.
4. Lo que más llama la atención en todo esto, sin embargo, es que pese a ese estruendoso derrumbe institucional, el sistema haya sobrevivido a más embates de los que hubiera jamás sufrido y que habían echado abajo a muchos de los gobiernos democráticos del continente: un sistema al que le faltase el apoyo de la calle y de las fuerzas armadas parecía imposible que pudiese sostenerse. Y sin embargo, el venezolano no se derrumbó: soportó varios meses de una dificultosa transición. El gobierno interino de Ramón J. Velásquez («esta Presidencia ni la busqué ni la quería») unía a su condición provisional el hecho de ser uno de los gobiernos más débiles en los últimos cuarenta años: los partidos que consintieron en elevarlo a la Presidencia, le negaron su apoyo en el parlamento. No solamente eludían ellos mostrarse como partidos «oficialistas» en una campaña electoral donde el oficialismo enfrentaba las peores perspectivas; sino que mucho menos querían verse ligados con medidas políticas impopulares, como presentían que cualquier gobierno se vería obligado a tomar, todo eso en un año electoral, y no cualquiera, sino uno de los más difíciles y reñidos desde 1958. De hecho, ninguna de las cuatro candidaturas pudo decir que «aplastó» a las otras y el Presidente fue electo con una mayoría muy pequeña. En el ejército las cosas andaban aún muy revueltas y se rumoraba que había varias conspiraciones en marcha. Fuese verdad o mentira, el hecho es que se daba la impresión de que el gobierno se sostenía porque ningún grupo de los conspiradores de diverso signo tenía fuerza suficiente para imponerse a los otros, y eso aseguraba un precario equilibrio. Como si eso fuera poco, con el derrumbe del Banco Latino, el gobierno provisional de Velásquez y el constitucional de Rafael Caldera, en sus primeros meses, debieron enfrentar una severa crisis financiera, la más grande en la historia no sólo del país, sino de América Latina e incluso (como decían sin exagerar demasiado los voceros del gobierno) del mundo entero. Un gobierno que decía y repetía que no tenía un centavo, que había que apretarse el cinturón, se vio obligado a sacar grandes cantidades de dinero para auxiliar a los bancos colapsados, ante el temor de una ruina generalizada de los ahorristas, cosa que ningún gobierno soportaría. En la calle, las cosas no se presentaban mejores. Las protestas se sucedían a diario, con huelgas y manifestaciones y con el formidable pretexto de que el gobierno debía auxiliarlos «como había hecho con los banqueros». A mediados de 1996, el gobierno se vio obligado a tomar las más impopulares medidas de ajuste, cosa que venía eludiendo desde su instalación: aumentó el precio de la gasolina para acercarlo a los del mercado internacional, devaluó el bolívar y estableció de nuevo el libre cambio. Eso no era nada nuevo en América Latina, aunque por lo general, se tomaban esas medidas cuando se estaba en los primeros meses de un gobierno, con el Presidente cabalgando todavía la cresta de la ola. Y ni así: Carlos Andrés Pérez inició sus programa de ajustes en medio de esas circunstancias favorables y el resultado fue el terrible «caracazo». Ningún gobierno, y menos si es interino o está en los primeros meses de su ejercicio, es capaz de soportar semejantes presiones. Sin embargo, el sistema resistió. Tal vez el más
importante resultado de esta crisis, en el largo plazo, sea la demostración de esa increíble e increída fortaleza7.
1 «Primera declaración de Pérez. “Salí de la Casona como pude. Un cambio de traje hubiese dado un giro a los acontecimientos”». El Universal, 5 de febrero de 1992, Cuerpo 1. pp. 14-15. 2 Esto ha sido desarrollado largamente en mi «Los mitos del 4 de febrero», Ni Dios ni Federación, Caracas: Planeta, 1995, pp. 203-225. 3 [Entre otros, Mario Vargas Llosa habló de los golpistas venezolanos como «cuadrumanos»] «contesté que tenía un quinto miembro de considerable dimensión entre las dos manos inferiores», y a mí me llama «encuerado con las cinco patas [...] el calificativo que él [...] merece: cabronsote», para rematar diciendo que él «como buen descendiente de agricultores alemanes, en el campo del amor, especialmente en la siembra de la yuca, ha dejado sendas huellas a la patria». Hernán Gruber Odremán, «El Azazel Caballero». El Mundo, 3 de julio de 1995, p. 4. 4 «Sería un error muy grave querer darles castas de nobleza a los golpistas, presentándolos como una suerte de campeones de la causa popular. [...] Una cosa es comprender que los comandantes alzados hayan pretendido navegar contando con el favor de la fuerte corriente de protesta hoy existente en el país, y otra muy distinta es aceptar como válido un procedimiento mediante el cual un grupo militar apoyándose en la fuerza, pueda decidir por sí y ante sí, el destino político de la nación y darle un gobierno cuya única fuente de legitimidad sería la ametralladora». Teodoro Petkoff, «¿Y ahora qué?», El Universal, 7 de febrero de 1992, Cuerpo 1, p. 4. Pese a esa advertencia de Petkoff, fue eso lo que sucedió: la izquierda convirtió a los alzados en una especie de héroes populares. 5 «Rafael Caldera: 'Es difícil pedirle al pueblo que se inmole por la libertad'». El Nacional, 5 de febrero de 1992, p. D-1. 6 Esta vez además, los conspiradores parecían más inclinados a acercarse a algunos medios civiles para su intentona. En todo caso, eso fue lo que declaró uno de los jefes de la segunda asonada, general Francisco Visconti desde su refugio de Iquitos, Perú: «Íbamos a gobernar con algunos notables». El Universal, 2 de diciembre de 1992. «Los Notables» eran un grupo, así llamado por la prensa, nucleado alrededor de Arturo Úslar Pietri y donde destacan Miguel Ángel Burelli Rivas, J.A. Cova, Ernesto Mayz Vallenilla. Sin embargo, el propio Visconti negó que Uslar Pietri estuviera involucrado en el movimiento. Idem. 7 Uno de los más interesante análisis de la crisis de 1992 está contenido en el libro Venezuela: 4-F, 1992, un análisis sociopolítico de Heinz R. Sonntag y Thaís Maingón, Caracas: Editorial Nueva Sociedad, 1992. También es importante, para una visión bastante heterodoxa del golpe, Alberto Arvelo Ramos, En defensa de los insurrectos, Mérida: Editorial Venezolana, 1992, que pese a su título es menos una defensa de los golpistas que un cuestionamiento a fondo de un sistema cuyas lacras alimentan las pulsiones insurreccionales. Para una visión más simpática de los sublevados, cf. Ángela Zago, La rebelión de los ángeles, Caracas: Editorial Fuentes, 1992.