LA EDAD DE ORO DE LA CIENCIA FICCIÓN II
Isaac Asimov (Recopilador)
Isaac Asimov Título original: Before de Golden Age...
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LA EDAD DE ORO DE LA CIENCIA FICCIÓN II
Isaac Asimov (Recopilador)
Isaac Asimov Título original: Before de Golden Age Traducción: Horacio González © 1974 Doubleday & Company Inc. © 1976 Ediciones Martínez Roca S. A. © 1986 Ediciones Orbis S.A. ISBN: 84-7634-478-3 Edición digital: Sugar Brown Revisión: Sadrac
A Sam Moskowitz, a mí mismo y a todos los demás miembros de «First Fandom» (aquellos dinosaurios de la ciencia-ficción) para quienes una parte del encanto desapareció del mundo en 1938.
ÍNDICE TERCERA PARTE: 1932 Tumithak de los corredores, Charles R. Tanner («Tumithak of the Corridors» © 1931) La Era de la Luna, Jack Williamson («The Moon Era» © 1931) CUARTA PARTE: 1933 El hombre que despertó, Laurence Manning («The Man Who Awoke» ©1933) Tumithak en Shawm, Charles R. Tanner («Tumithak in Shawm» © 1933)
TERCERA PARTE: 1932 La primavera de 1932 coincidió con el fin de mi paso por la escuela secundaria inferior 149. La clase celebró la ceremonia de graduación en un elegante local de algún punto de Brooklyn. Mi padre me regaló una estilográfica (el obsequio tradicional, naturalmente, muy adecuado en mi caso... aunque por aquel entonces, mi padre y yo aún no lo sabíamos). Pero lo más importante fue que tanto mi madre como mi padre consiguieron prescindir de las obligaciones de la confitería (no sé si la cerraron, o contrataron a un suplente para ese día) para poder asistir a la graduación. Eso demuestra que se la tomaron muy en serio. Sólo recuerdo dos cosas. La primera, que el orfeón de la escuela cantó el Gaudeamus Igitur. Cuando llegó el verso «la gloriosa juventud está con nosotros», me sobrecogió una aguda y dolorosa sensación de nostalgia, al pensar que acababa de graduarme, y que la juventud se alejaba rápidamente. Pero entonces sólo tenía doce años y aquí estoy, más de cuarenta años después, y la juventud todavía no se ha alejado (todavía no, ¡oh jóvenes maliciosos!). La segunda cosa que recuerdo es que fueron otorgados dos premios, uno al alumno más sobresaliente en biología y el otro al más sobresaliente en matemáticas. Los ganadores se pusieron en pie y subieron al escenario para ser cubiertos de gloria en presencia de sus orgullosos padres. Yo sabía que en algún lugar, entre el público, el ceño de mi padre se arrugaba con sombría desaprobación, porque yo no estaba entre los ganadores. Por cierto que cuando regresamos a casa mi padre, en tono terrible y patriarcal, quiso saber por qué no había yo ganado ninguno de los premios. —Papá —respondí (pues había tenido tiempo de pensar esa explicación)—, el chico que ganó el premio de matemáticas es un cateto en biología. El que ganó el premio de biología no sabe cuántas son dos y dos. Pero yo he quedado el segundo en ambas asignaturas. Era verdad, y eso me salvó. Nadie volvió a mencionar el tema. Los últimos meses en la escuela secundaria inferior fueron más alegres para mí gracias a Tumithak de los corredores, de Charles R. Tanner, que apareció en «Amazing Stories» de enero de 1932.
TUMITHAK DE LOS CORREDORES Charles R. Tanner 1 - El muchacho y el libro El sombrío pasillo se extendía hasta donde alcanzaba la vista. De cuatro metros y medio de altura y prácticamente igual anchura, avanzaba y avanzaba, y sus paredes pardas y vítreas presentaban siempre la misma uniformidad monótona. A lo largo de la bóveda aparecían a intervalos grandes lámparas brillantes, pantallas planas de fría luminosidad blanca que habían brillado durante siglos sin precisar reparaciones. A intervalos equivalentes había profundos nichos, cubiertos con cortinas de tela áspera semejante a la arpillera, con los umbrales desgastados por los pies de incontables generaciones. En ningún punto se interrumpía la monotonía del escenario, salvo cuando la galería se cruzaba con otra de parecida sencillez.
Pero no estaban desiertos, en modo alguno. Aquí y allá, en toda su longitud, se veían algunas figuras: hombres, casi todos de ojos azules, pelirrojos y vestidos con burdas túnicas de arpillera que ajustaban a la cintura mediante anchos cinturones con bolsas y enormes hebillas. También se veía a algunas mujeres, que se distinguían de los hombres por la longitud de las cabelleras y las túnicas. Todos tenían un aspecto furtivo, huidizo; aunque habían pasado muchos años desde que fue visto por última vez el Terror, no era fácil abandonar los hábitos de cien generaciones. Por eso el corredor, sus habitantes, las ropas de los mismos e incluso sus costumbres, se combinaban para dar la sensación de lúgubre uniformidad. De algún lugar muy por debajo de ese pasadizo llegaba como un latido el estrépito incesante de alguna máquina gigantesca; una pulsación continua, tan unida a la existencia de aquellas personas, que éstas difícilmente habrían reparado en ella. Pero ese latido las golpeaba, penetraba en sus mentes y, con su ritmo constante, afectaba todo lo que hacían. Cierto sector de la galería parecía mas poblado que el resto. Allí las luces brillaban con más fuerza, las cortinas que cubrían los umbrales estaban más nuevas y limpias, y se veía mayor número de personas. Entraban y salían de los nichos como los conejos de sus jaulas o los oficinistas de alguna importante empresa comercial. De una galería lateral salieron un muchacho y una chica. Tendrían unos catorce años y eran excepcionalmente altos. Evidentemente habían alcanzado ya su crecimiento máximo, aunque su inmadurez era notoria. Lo mismo que los mayores, tenían ojos azules y eran pelirrojos, característica debida a la eterna privación de luz solar y la exposición, durante toda la vida, a los rayos de la iluminación artificial. En su actitud había cierto aire de osadía y listeza, que arrancaba a muchos de los habitantes del corredor una mueca de desaprobación a su paso. Se adivinaba que los mayores juzgaban que la generación joven estaba precipitándose hacia la ruina. Tarde o temprano, la osadía y la listeza harían que el Terror descendiera desde la Superficie. Con sublime indiferencia frente a la desaprobación que tan manifiestamente suscitaban, los dos jóvenes continuaron su camino. Salieron de la galería principal para entrar en otra menos iluminada, y después de seguir por ella casi kilómetro y medio, pasaron a otra. El corredor donde se hallaban en ese momento era estrecho y se dirigía hacia arriba, con fuerte pendiente. Estaba desierto; la espesa capa de polvo y el mal estado de las lámparas indicaban que nadie lo frecuentaba desde hacía mucho tiempo. Los nichos carecían de aquellas cortinas que ocultaban el interior de los habitáculos en los pasillos importantes. Casi todos los umbrales estaban llenos de polvorientas telarañas. Mientras seguían pasadizo arriba, la muchacha se acercó al joven, pero sin manifestar otro signo de temor. Poco después, el corredor se hizo más empinado y terminó en un conducto ciego. Los dos se sentaron sobre la mugre que cubría el suelo y empezaron a hablar en voz baja. —Debe hacer muchos años que nadie viene por aquí —dijo la muchacha—. Tal vez encontremos alguna cosa de valor que olvidasen cuando abandonaron este pasadizo. —Creo que Tumithak exagera cuando nos habla de posibles tesoros perdidos en estos corredores —respondió el muchacho—. Es seguro que habrán sido recorridos por otros después de quedar abandonados, para registrarlos como hacemos nosotros. —Ojalá estuviese aquí Tumithak —comentó la muchacha poco después—. ¿Crees que vendrá? Sus ojos se esforzaron en vano por penetrar las tinieblas del pasillo. —Seguro que vendrá, Thupra —afirmó su compañero—. ¿Acaso Tumithak ha dejado de reunirse con nosotros cuando lo ha prometido? —Pero ¡venir solo! —protestó Thupra—. Si no estuvieras tú aquí, Nikadur, me moriría de miedo.
—En realidad, no hay ningún peligro —respondió—. Los hombres de Yakra no pueden alcanzar estos pasillos sin cruzar la galería principal. Y desde hace muchos, muchísimos años, no se ha visto un shelk en Loor. —El abuelo Koniak vio un shelk una vez —recordó Thupra. —Sí, pero no en Loor. Lo vio en Yakra, hace muchos años, cuando era joven y peleaba contra los yakranos. Recuerda que los loorianos ganaron la guerra contra los yakranos, los echaron de su ciudad y los desterraron a los corredores más apartados. Y de repente hubo llamas y terror, y apareció un grupo de shelks. El abuelo Koniak sólo vio uno, que estuvo a punto de atraparlo, pero él logró escapar. —Nikadur sonrió—: Es un relato estupendo, pero creo que sólo tenemos la palabra del abuelo Koniak. —Pero en realidad, Nikadur... La muchacha fue interrumpida por un crujido que salió de uno de los nichos cubiertos de telarañas. Ambos se levantaron a toda prisa, y huyeron aterrorizados por el pasillo sin echar siquiera una mirada hacia atrás. Por eso no vieron al joven que asomaba al umbral y se apoyaba contra la pared, viéndolos huir con una sonrisa cínica en el rostro. A primera vista, aquel joven no parecía diferente de los demás habitantes de los corredores: la misma cabellera roja y la piel clara y traslúcida, la misma túnica basta y el enorme cinturón de todos los loorianos. Pero un observador atento habría reparado en la inmensa frente, la nariz fina y aguileña, y los ojos penetrantes, anticipos de la grandeza que algún día iba a merecer. El muchacho contempló un rato a sus amigos mientras huían y luego lanzó un breve silbido, como de pájaro. Thupra se paró en seco y se volvió. Cuando reconoció al recién llegado llamó a Nikadur. Éste se detuvo también y regresaron juntos, bastante avergonzados, hasta el extremo del pasadizo. —Nos has espantado, Tumithak —dijo la muchacha en tono de reproche—. ¿Qué hacías en ese agujero? ¿No te da miedo entrar solo allí? —Allí no hay nada que pueda hacerme daño —respondió Tumithak con arrogancia—. He recorrido muchas veces estos pasillos y habitáculos, y hasta ahora nunca he visto un ser vivo, a excepción de las arañas y los murciélagos. —Luego sus ojos brillaron, y prosiguió—: Buscaba cosas olvidadas, y... ¡mirad! ¡He encontrado un libro! —Metió la mano en el pecho de la túnica, sacó el tesoro y se lo mostró orgullosamente a la pareja—. Es un libro antiguo —dijo—. ¿Veis? Indudablemente, era un libro antiguo. Le faltaban las tapas, así como más de la mitad de las páginas. Los bordes de las láminas de metal que constituían las hojas del libro habían empezado a oxidarse. Aquel libro había sido abandonado siglos atrás. Nikadur y Thupra lo miraron, impresionados, con ese respeto que toda persona analfabeta suele sentir ante el misterio de los mágicos signos negros que transmiten pensamientos. Tumithak sabía leer. Era hijo de Tumlook, uno de los hombres del alimento, o sea los que conservaban el secreto de la comida sintética con que se alimentaba aquel pueblo. Dichos hombres, lo mismo que los médicos y los mantenedores de la luz y la energía, poseían muchos secretos de la sabiduría de sus antepasados. El más importante de ellos era el arte imprescindible de leer; como Tumithak estaba destinado a seguir el oficio de su padre, Tumlook le había enseñado muy temprano ese arte maravilloso. Por eso, cuando sus amigos hubieron mirado el libro, manoseándolo y lanzando exclamaciones de asombro, le rogaron a Tumithak que lo leyera. A menudo le habían escuchado con los ojos abiertos de emoción cuando él les leía algo de aquellos raros textos que los hombres del alimento poseían, y jamás perdían una oportunidad de
observar la técnica, para ellos desconcertante, de convertir los extraños signos de las hojas de metal en palabras y frases. Tumithak sonrió ante la insistencia y luego, como en su fuero interno estaba tan impaciente como ellos por saber lo que contenía el texto largo tiempo olvidado, les indicó que se sentaran en el suelo junto a él, abrió el libro y empezó a leer: —«Manuscrito de Davon Starros; escrito en Pitmouth, Nivel Veintidós, el año ciento sesenta y uno de la Invasión o el tres mil doscientos dieciocho después de Cristo, según el calendario antiguo.» Tumithak se interrumpió. —Es un libro viejísimo —susurró Nikadur en tono de gran respeto, y Tumithak asintió. —¡Tiene cerca de dos mil años! —respondió—. ¿Qué significará tres mil doscientos dieciocho después de Cristo? Contempló el libro un instante y luego siguió leyendo: —«En la fecha en que escribo soy un anciano. Para quien recuerda la época en que los hombres aún osaban luchar de vez en cuando por la libertad, ciertamente es amargo ver cómo ha degenerado la raza. “Por estos días se ha generalizado entre los hombres una superstición fatal, a saber: la de que e! hombre nunca podrá vencer a los shelks, y ni siquiera debe tratar de combatirlos. Para luchar contra esa superstición, el autor se ha propuesto escribir la crónica de la Invasión, esperando que en algún futuro se alce el hombre dotado de valor para enfrentarse a los vencedores de la Humanidad y pelear de nuevo. Escribo esta historia con la esperanza de que aparezca ese hombre, y para que pueda conocer a los seres contra quienes luchará. “Los sabios que hablan de los días anteriores a la Invasión dicen que antiguamente el hombre era poco más que un animal. Después de muchos milenios, alcanzó poco a poco la civilización, aprendiendo el arte de vivir hasta que conquistó todo el mundo para su provecho. “Descubrió cómo producir alimentos a partir de los elementos simples, y copió el secreto de la luz vivificante del Sol. Sus grandes aeronaves volaron por la atmósfera tan fácilmente como sus navíos surcaban el mar. Maravillosos rayos desintegradores le allanaban todos los obstáculos y, en consecuencia, llevó el agua de los océanos hasta los desiertos inaccesibles por medio de largos canales, convirtiendo aquellos en las regiones más fértiles de la Tierra. De un polo al otro se extendían las grandes ciudades del hombre, y de uno a otro confín, el hombre fue señor supremo. “Durante miles de años, los hombres lucharon entre sí. Grandes guerras asolaron la Tierra, pero por último la civilización llegó a tal punto que cesaron las guerras. Una larga era de paz reinó sobre la Tierra. El mar y los suelos fueron explotados por el hombre, y éste comenzó a mirar hacia los demás mundos que giraban alrededor del Sol, preguntándose si sería posible conquistarlos también. “Hasta después de muchos siglos no supieron lo suficiente como para intentar un viaje por las profundidades del espacio. Había que hallar el modo de evitar los incontables meteoritos que recorrían el espacio entre los planetas, protegerse frente a los mortíferos rayos cósmicos. Parecía que cuando era superada una dificultad, surgía otra para reemplazarla. Pero todos los problemas del vuelo interplanetario fueron vencidos al fin, y llegó el día en que una poderosa nave de centenares de metros quedó lista para ser lanzada al espacio con la misión de explorar otros mundos.» Tumithak volvió a interrumpir la lectura. —Debe ser un secreto maravilloso —comentó—. Creo que estoy leyendo las palabras, pero no sé lo que significan. Alguien se fue a alguna parte, eso es todo lo que entiendo. ¿Queréis que continúe leyendo? —¡Sí! ¡Sí! —gritaron. Tumithak prosiguió:
—«Estaba a las órdenes de un hombre llamado Henric Sudiven; de la numerosa tripulación que llevaba, sólo él regresó al mundo humano para contar las terribles aventuras que les ocurrieron en el planeta Venus, el mundo que habían visitado. “La travesía fue afortunada y fácil. Al transcurrir las semanas el lucero vespertino, como lo llamaban los hombres, parecía cada vez más brillante y grande. La nave respondió perfectamente y, si bien el viaje les pareció largo, acostumbrados como estaban a cruzar el océano en una sola noche, no se les hizo demasiado aburrido. Llegó el día en que sobrevolaron las rojas llanuras onduladas y los espaciosos valles de Venus, bajo el denso manto de nubes, que en ese planeta oculta eternamente el Sol. Les maravilló ver las grandes ciudades y las obras de la civilización, que aparecían en todas partes. «Después de sobrevolar un rato una gran ciudad, aterrizaron y fueron recibidos por los seres extraños e inteligentes que eran los amos de Venus; son los mismos que hoy conocemos bajo el nombre de shelks. Los shelks los consideraron semidioses y estuvieron a punto de adorarlos. Pero Sudiven y sus compañeros, auténticos productos de la más noble cultura de la Tierra, se burlaron de tal error; cuando hubieron aprendido el idioma de los shelks, les dijeron con toda franqueza quiénes eran y de dónde venían. “El asombro de los shelks fue inenarrable. Estaban mucho más adelantados que los hombres en mecánica, y sus conocimientos de electricidad y química no eran inferiores; pero la astronomía y las ciencias afines les eran totalmente desconocidas. Como estaban aprisionados bajo el eterno manto de nubes que les ocultaba la visión del espacio exterior, jamás habían pensado en otros mundos más allá del que conocían. Les fue muy difícil convencerse de que el relato de Sudiven era verdadero. “Pero, cuando quedaron convencidos, la actitud de los shelks experimentó un cambio notable. Dejaron de ser respetuosos y amistosos. Sospechaban que el hombre sólo se proponía dominarlos, y decidieron ganarle a su propio juego. Hay cierta carencia de sentimientos benignos en el carácter de los shelks, y no entendían que la visita de los extranjeros de otro mundo pudiera ser simplemente amistosa. “Pronto los terrícolas se vieron encerrados en una gran torre de metal, a muchos kilómetros de su nave. Uno de los compañeros de Sudiven había comentado, en un momento de descuido, que aquella nave era la única que habían construido en la Tierra. Los shelks decidieron anticiparse, comenzando en seguida la conquista del planeta vecino. “Como primera providencia, se apoderaron de la nave terrícola, y con esa unanimidad que es tan característica de los shelks, y de la que el hombre tanto carece, iniciaron rápidamente la construcción de un gran número de aparatos semejantes. En todo el planeta, los grandes talleres vibraban y resonaban de actividad. Mientras la Tierra esperaba el regreso triunfal de sus exploradores, el día de su ruina estaba cada vez más cerca. “Pero Sudiven y los demás terrícolas, encerrados en la torre, no se habían abandonado a la desesperación. Una y otra vez intentaron escapar, y es indudable que los shelks habrían acabado con ellos, a no ser porque esperaban sacarles más datos antes de matarlos. En eso los shelks se equivocaron; debieron matar a todos los terrícolas sin excepción. Porque, como una semana antes de la fecha fijada para la partida de la gran flota de los shelks, Sudiven y doce de sus compañeros lograron escapar. “Corriendo tremendos peligros, llegaron hasta el lugar donde se hallaba la aeronave. Podemos hacernos una idea de la audacia que esto implicaba si pensamos que en Venus, o mejor dicho en el lado habitado, siempre es de día. No había oscuridad protectora que permitiera a los terrícolas moverse sin ser descubiertos. Pero al fin llegaron hasta la nave, vigilada únicamente por algunos shelks desarmados. La batalla que tuvo lugar entonces debería figurar en la historia de la humanidad para enseñanza de todas las eras futuras. Cuando concluyó, todos los shelks habían muerto, y sólo quedaban siete hombres para tripular la nave espacial en su regreso a la Tierra.
“La gran nave en forma de proyectil viajó durante semanas por el vacío del espacio, hasta llegar a la Tierra. Sudiven era el único superviviente; los demás habían sucumbido víctimas de una enfermedad extraña, un mal que los shelks les habían inoculado. “Pero Sudiven sobrevivió el tiempo necesario para dar la alarma. Frente al inesperado peligro, el mundo sólo pudo disponer medidas defensivas. En seguida dio comienzo la construcción de enormes cavernas y túneles subterráneos. El plan era construir grandes ciudades subterráneas donde el hombre pudiera ocultarse y luego salir para derrotar a sus enemigos en el momento oportuno. ¡Pero antes de que las obras hubieran adelantado lo suficiente, llegaron los shelks y comenzó la guerra! “Ni siquiera en la época en que el hombre luchaba contra el hombre, nadie habría imaginado una guerra semejante. Llegaron millones de shelks; se calculó que tomaron parte en la invasión doscientos mil vehículos espaciales. Durante varios días, las medidas defensivas del hombre impidieron que los shelks llegasen a aterrizar. Se vieron obligados a sobrevolar los continentes, lanzando sus gases letales y sus explosivos donde podían. Desde los corredores subterráneos, los hombres lanzaron enormes cantidades de gases tan letales como los que empleaban los shelks, y sus rayos desintegradores destruyeron centenares de vehículos espaciales, matando a los shelks como si fueran moscas. Y desde las naves, los shelks dejaron caer en los túneles que los hombres habían cavado grandes cantidades de productos incendiarios que ardían con terrible violencia y agotaban el oxígeno de las cavernas, haciendo morir hombres a millares. “A medida que eran derrotados por los shelks, los hombres se refugiaban cada vez más profundamente en el subsuelo. Sus maravillosos desintegradores horadaban la roca casi en menos tiempo del que un hombre tardaba en recorrer las galerías así excavadas. Finalmente, la humanidad quedó desterrada de la Superficie, y millones de complicadas conejeras, de túneles, corredores y pozos, recorrían el subsuelo a varios kilómetros de profundidad. Los shelks no pudieron llegar hasta el fondo de los innumerables laberintos, y gracias a eso el hombre alcanzó una posición de relativa seguridad. “De este modo, el final de la contienda quedaba indeciso. “La Superficie era dominio de los bárbaros shelks, mientras muy por debajo de ella, en los túneles y galerías, el hombre procuraba conservar los restos de civilización que le quedaban. Era una partida desigual, pues las desventajas estaban de parte de la Humanidad. El abastecimiento de materias primas para los desintegradores disminuyó pronto, y no hubo manera de reemplazarlas. Tampoco había madera, ni ninguna de las mil y una variedades de vegetación que son la base de tantas industrias; los habitantes de un sistema de corredores no podían comunicarse con los de otro. Además, los shelks bajaban con frecuencia a los túneles, en grupos, ¡para cazar hombres por deporte! “Su única salvación fue la maravillosa capacidad de crear alimentos sintéticos partiendo de la misma roca. “Así fue cómo la civilización humana, anhelada y conseguida después de tantos siglos de lucha, se derrumbó en una docena de años. Arriba se impuso el Terror. Los hombres vivían como conejos, atemorizados y temblorosos en sus agujeros subterráneos, arriesgándose cada vez menos a medida que pasaban los años y dedicando todo su tiempo y energías a prolongar aún más sus túneles hacia las profundidades. Actualmente parece como si la sumisión humana tuviera que ser definitiva. Desde hace más de un centenar de años, a ningún hombre se le ha ocurrido sublevarse contra los shelks, lo mismo que a ninguna rata se le ocurriría sublevarse contra el hombre. Incapaz de formar un gobierno unificado, incapaz incluso de entenderse con sus hermanos de los pasillos vecinos, el hombre ha aceptado con demasiada facilidad el lugar del más desarrollado de los animales inferiores. Las Bestias de Venus, semejantes a las arañas, son Amos Supremos de nuestro planeta y...» El manuscrito se interrumpía aquí. Sin duda, el libro debía ser mucho más largo; el fragmento conservado seguramente no era sino la introducción a un trabajo sobre la vida
y costumbres de los shelks, habiéndose perdido lo principal. El sonsonete de Tumithak cesó después de leer la última frase fragmentaria. Después de un rato de silencio, Thupra dijo: —Es difícil de comprender. He entendido que los hombres luchaban contra los shelks como si éstos fueran yakranos. —¿Quién habrá inventado semejante historia? —murmuró Nikadur—. Hombres luchando contra shelks: ¡es un cuento inverosímil! Tumithak no respondió. Permaneció sentado en silencio, mirando el libro como si hubiera tenido una repentina revelación. Por último dijo: —¡Esto es historia, Nikadur! No es un relato fantástico ni inverosímil. Algo me dice que esos hombres vivieron en realidad, que esa guerra ocurrió. ¿De qué otro modo se explica la vida que llevamos? Nos hemos preguntado con frecuencia, y nuestros padres antes que nosotros: ¿de dónde sacaron nuestros inteligentes antepasados la ciencia que les permitió construir los grandes túneles y corredores? Sabemos que poseían grandes conocimientos; ¿cómo los perdieron? ¡Bah!, ya sé que ninguna de nuestras leyendas se atreve a insinuar siquiera que los hombres hayan sido dueños del mundo... Al ver una mirada de incredulidad en los ojos de sus amigos, prosiguió: —Pero hay algo... en el libro hay algo que me hace creer que es verdad. ¡Piénsalo, Nikadur! ¡Ese libro fue escrito tan sólo ciento sesenta y un años después de que los bárbaros shelks invadieran la Tierra! El autor debía saber mucho más que nosotros, los que vivimos dos mil años después. ¡Antaño los hombres lucharon con los shelks, Nikadur! Se puso en pie y sus ojos brillaron con el primer resplandor de aquella luz fanática que, años después, haría de él un hombre distinto de los demás. —¡En otra época los hombres pelearon con los shelks! Y con la ayuda del Altísimo, ¡volverán a hacerlo! ¡Nikadur! ¡Thupra! ¡Algún día yo lucharé contra un shelk! —abrió los brazos—. ¡Algún día yo mataré un shelk! ¡Lo juro por mi vida! Se quedó un instante con los brazos levantados y luego, como si hubiera olvidado a sus amigos, salió corriendo por el pasadizo y desapareció en la oscuridad. Los otros dos se miraron, asombrados. Luego unieron las manos y regresaron andando tranquilamente. Sabían que algo había inspirado repentinamente a su amigo, pero no lograban discernir si era el genio o la locura. Y no lo sabrían con certeza hasta después de muchos años. 2 - Tres extraños regalos Tumlook contempló a su hijo con orgullo. Habían pasado varios años desde el descubrimiento del extraño manuscrito. Aún tenía aquella extraña obsesión, que tal vez había arruinado su mente como decían algunos. Físicamente, en cambio, aquellos años habían sido buenos para él. Tumithak medía un metro ochenta (altura excepcional entre los moradores de las galerías) y de pies a cabeza parecía esculpido en hierro. Aquel día, el de su vigésimo cumpleaños, sin duda habría sido reconocido como uno de los caudillos de la ciudad, a no ser por su descabellada manía. Porque ¡Tumithak había decidido matar un shelk! Durante años —de hecho, desde que halló el manuscrito, a los catorce— había encaminado todos sus afanes a ese fin. Había estudiado al detalle los mapas de los corredores, mapas antiguos que no se habían usado durante siglos, mapas que mostraban las salidas a la Superficie, y se le consideraba una autoridad en cuanto a los pasadizos secretos de aquel subterráneo. Apenas si tenía una vaga idea de cómo era realmente la Superficie; en las tradiciones de su pueblo había muy pocos datos al respecto. Pero de una cosa estaba seguro: en la Superficie encontraría a los shelks. Había estudiado las diversas armas en que el hombre todavía podía confiar: la honda, la espada y el arco. Era campeón en el manejo de las tres. Se había preparado por todos
los medios a su alcance para la gran tarea a la que había decidido consagrar su vida. Naturalmente, había tenido que vencer la oposición de su padre o, mejor dicho, la de toda la tribu, pero persistió en su propósito con la fuerza de voluntad que sólo da el fanatismo. Decidió que cuando alcanzara la mayoría de edad se despediría de su pueblo y emprendería el viaje a la Superficie. No había pensado mucho en lo que haría al llegar. Dependería de lo que hallase allí. Pero de una cosa estaba seguro; mataría un shelk y se llevaría su cadáver para, a su regreso, demostrarle a su pueblo que los hombres aún podían triunfar sobre quienes habían usurpado la herencia de la humanidad. Aquel día alcanzaba la mayoría de edad, al cumplir veinte años. Tumlook no dejaba de sentirse íntimamente orgulloso de su desconcertante hijo, aunque lo había intentado todo para disuadirlo de su sueño imposible. Ahora que Tumithak se disponía a emprender su misión absurda, Tumlook hubo de admitir que, en su corazón, hacia mucho tiempo que estaba de acuerdo con Tumithak, y deseaba con todas sus fuerzas verle cumplir lo prometido. Por eso dijo: —Hijo mío, durante años he intentado disuadirte de la misión imposible que te has fijado a ti mismo. Todos esos años te has opuesto a mí y has insistido en la posibilidad de llevar a cabo tu sueño. Y ha llegado el día de empezar a cumplir. No creas que había en mí otro motivo sino el amor paternal cuando me oponía a tu ambición y quería convencerte de que te quedaras en Loor. Pero ahora astas en libertad de hacer lo que quieras y, puesto que tu determinación de proseguir ese intento descabellado es firme, al menos permite que tu padre te ayude en todo lo que pueda. Se inclinó y depositó sobre la mesa una caja de regular tamaño. La abrió y sacó tres objetos de raro aspecto. —Presta atención —dijo con solemnidad—. Aquí tienes tres de los tesoros más preciados para los hombres del alimento. Son instrumentos creados por nuestros sabios antepasados de la antigüedad. —Alzó un tubo cilíndrico de unos tres centímetros de diámetro por treinta de largo—: Esto es una lámpara, una maravillosa lámpara portátil que te dará luz en los corredores tenebrosos, simplemente apretando este botón. No desperdicies su poder, pues no tiene la luz eterna que nuestros antepasados instalaron en los techos. Se basa en otro principio y, transcurrido cierto tiempo, su energía se agota. — Tumlook tomó con precaución el segundo objeto—: También esto te ayudará, aunque no es tan raro ni maravilloso como los otros dos. Se trata de una carga de potente explosivo, semejante a las que utilizamos a veces para cegar un pasadizo o extraer los materiales de que nos servimos para obtener nuestro alimento. Quién sabe si podrá serte útil en tu viaje a la Superficie. Y esto... —Levantó el último objeto, que parecía una pipa pequeña con un mango a un extremo, en ángulo recto—: Éste es el más maravilloso. ¡Dispara una pildorita de plomo, con tanta fuerza que incluso puede atravesar una placa de metal! Cada vez que se aprieta esta palanca, sale del cañón de la pipa una píldora, con fuerza terrible. Esto mata, Tumithak; este objeto mata con más rapidez que el arco, y con precisión muy superior. Úsalo con cuidado, porque sólo hay diez píldoras, y cuando se hayan terminado el instrumento quedará inservible. Dejó los tres objetos sobre la mesa, ante sí, y los empujó hacia Tumithak. El joven los tomó y los guardó cuidadosamente en las bolsas que colgaban de su ancho cinturón. —Padre —dijo, emocionado—, sabes que en mi corazón no hay nada que me obligue a abandonarte para emprender esa búsqueda. Se trata de algo superior a ti y a mí, cuya voz he escuchado, y debo obedecer. "Desde la muerte de mi madre, has sido para mí madre y padre y, por eso, probablemente te quiero más que lo que los hombres suelen querer a sus padres. ¡Pero he tenido una visión! Sueño con una época en que el hombre vuelva a poseer la Superficie, y no exista ni un solo shelk que se lo impida. Pero esa época no llegará mientras los hombres crean que los shelk son invencibles, y por tanto voy a demostrar que realmente pueden ser muertos... ¡por el hombre!
Se interrumpió y, antes de que pudiera continuar, la cortina se descorrió y entraron Nikadur y Thupra. Aquél era ya un hombre, y la responsabilidad familiar recaía sobre él desde la muerte de su padre, acaecida hacía dos años. Ella se había convertido en una hermosa mujer, con quien se casaría muy pronto Nikadur. Ambos saludaron a Tumithak con deferencia; cuando Thupra habló, lo hizo con voz respetuosa, como si se dirigiese a un semidiós. Por lo visto, también Nikadur había terminado por considerar a Tumithak algo más que un mortal. A excepción de Tumlook, seguramente los únicos que tomaban en serio a Tumithak eran ellos dos, y por ese motivo, sólo a ellos consideraba amigos suyos. —¿Nos dejas hoy, Tumithak? —preguntó Thupra. Tumithak asintió. —Sí —repuso—. Hoy mismo comienza mi viaje a la Superficie. ¡Antes de un mes, habré muerto en algún pasadizo lejano, o veréis la cabeza de un shelk! Thupra se estremeció. Ambas alternativas le parecían terribles. Pero Nikadur pensaba en los peligros más inmediatos del viaje. —No tendrás problemas al pasar por Nonone —dijo pensativo—. Pero, ¿no tendrás que cruzar la ciudad de Yakra, de paso hacia la Superficie? —Sí —respondió Tumithak—. Sólo hay un camino a la Superficie, y pasa por Yakra. Y después de Yakra están los Corredores Tenebrosos, que el hombre no ha pisado desde hace siglos. Nikadur reflexionó. La ciudad de Yakra era enemiga del pueblo de Loor desde hacía más de un siglo. Dada su situación, más de treinta kilómetros más cerca de la Superficie que Loor, tendrían una conciencia mucho más aguda del Terror. Por eso resultaba inevitable que la gente de Yakra envidiase a los loorianos su relativa seguridad, y no cejara en sus intentos de conquistar su ciudad. El pequeño pueblo de Nonone, situado entre las dos ciudades más grandes, a veces combatía con los yakranos y otras contra ellos, según sus alianzas con los jefes de las ciudades más poderosas. Durante los últimos veinte años había sido aliada de Loor; por eso Tumithak sabía que no tendría dificultades durante el viaje hasta llegar a Yakra. —¿Y los Corredores Tenebrosos? —inquirió Nikadur. —Más allá de Yakra no hay luz —respondió Tumithak—. Durante siglos, el hombre ha evitado esos pasillos. Están demasiado cerca de la Superficie y no son seguros. A veces los yakranos han intentado explorarlos, pero las partidas que enviaron jamás regresaron. Al menos, eso me han dicho los hombres de Nonone. Thupra se disponía a hacer un comentario, pero Tumithak se volvió para atender a la mochila de víveres que pensaba llevarse. Se la cargó a la espalda y se dirigió a la cortina. —Es hora de comenzar el viaje —declaró, no sin grandilocuencia—. Hace años que espero este momento. ¡Adiós, Thupra! ¡Nikadur, cuida mucho a mi amiga y... si no regreso, dad mi nombre a vuestro primer hijo! Con uno de aquellos gestos dramáticos que lo caracterizaban, apartó la cortina y salió al pasillo. Los tres lo siguieron, despidiéndolo y saludándolo mientras se alejaba por el pasillo, pero él no volvió la mirada atrás, sino que continuó hasta desaparecer a lo lejos. Se quedaron allí un rato; luego, ahogando un sollozo, Tumlook se volvió y entró en el habitáculo. —Jamás regresará —murmuró—. Está claro que no podrá regresar. Nikadur y Thupra aguardaron a que se tranquilizase, en incómodo silencio. No había nada reconfortante que. pudieran decir. Tumlook tenía razón, y habría sido estúpido querer prodigar consuelos que, evidentemente, habrían sido falsos. El camino de Loor a Nonone se desviaba poco a poco hacia arriba. Para Tumithak no era totalmente desconocido, pues hacía mucho tiempo había ido con su padre a la pequeña ciudad. Pero no la recordaba mucho, y vio muchas cosas que le interesaron mientras las luces de la parte habitada de la ciudad iban quedando a sus espaldas.
Continuamente aparecían entradas de nuevos corredores, construidos para complicar el laberinto e impedir que las criaturas de la Superficie lograsen alcanzar los grandes túneles. El camino no seguía siempre el ancho corredor principal. Durante largo trecho, Tumithak continuó por lo que parecía un pasillo insignificante, que luego desembocaba de súbito en el camino real y permitía continuar. No se crea que Tumithak había olvidado tan pronto su hogar, en su deseo de comenzar la búsqueda. A menudo, cuando pasaba cerca de algo conocido, se le hacía un nudo en la garganta y casi deseaba renunciar al viaje y regresar. Tumithak pasó dos veces junto a factorías de alimentos, donde las conocidas y místicas máquinas latían eternamente, sacando de la misma roca el combustible y las insípidas galletas alimenticias de que vivían aquellas personas. Entonces su nostalgia se agravó, por las muchas veces que había visto a su padre manejar máquinas como aquéllas. De súbito se dio cuenta de lo mucho que le importaba todo lo que dejaba detrás. Pero, como a todos los genios inspirados de la humanidad en momentos así, le parecía que algo superior a sí mismo se apoderaba de él y lo obligaba a continuar. Tumithak pasó del último gran corredor a un pasillo tortuoso, de no más de metro y medio de anchura. No presentaba habitáculos, y era mucho más empinado que cualquiera de los que había conocido. Así continuaba varios kilómetros, y luego desembocaba en otro mayor a través de un nicho aparentemente igual a las cien entradas de otros tantos habitáculos que bordeaban ese nuevo pasadizo. Evidentemente, se trataba de habitáculos, pero parecían desocupados, ya que no había señales de los moradores de aquella zona. Era posible que hubiese sido abandonada años atrás por cualquier motivo. Sin embargo, esto no extrañó a Tumithak. Sabía bien que aquellos cubículos sólo servían para desorientar a quienes intentasen penetrar hasta el laberinto de túneles. Siguió caminando, sin prestar atención a los diversos pasillos laterales, hasta que llegó al cubículo que buscaba. A juzgar por su aspecto, era una vivienda normal, pero Tumithak se dirigió derecho al fondo y empezó a palpar las paredes con cuidado. En un rincón encontró lo que buscaba: una escalera de metal que conducía hacia arriba. Inició la subida con decisión, metiéndose cada vez más en la oscuridad. Al pasar los minutos, el débil resplandor del pasadizo inferior se hacía cada vez más tenue. Por último, llegó al extremo superior de la escalera y se encontró en la boca del pozo, en un cuarto semejante al de abajo. Salió del nuevo cubículo a otro pasillo conocido, flanqueado de cortinas. Emprendió la dirección ascendente y continuó su caminata. Estaba en el nivel de Nonone, y sabía que dándose prisa llegaría a esa ciudad antes de la hora de descansar. Apretó el paso, y poco después vio a lo lejos un grupo de hombres que se acercaban poco a poco. Se ocultó en un nicho, desde donde atisbo con precaución hasta cerciorarse de que eran nonones. El color rojo de sus túnicas, los cinturones estrechos y el característico peinado le convencieron de que eran amigos los que venían. Tumithak se dejó ver y esperó a que el grupo se le acercara. Cuando lo vieron, el hombre que llevaba la delantera y que sin duda era el jefe, lo llamó. —¿No es éste Tumithak de Loor? —preguntó, y al responder Tumithak afirmativamente, prosiguió—: Yo soy Nennapuss, jefe del pueblo de Nonone. Tu padre nos ha informado de tu viaje, y nos pidió que saliéramos a buscarte hacia esta hora. Esperamos que pases el próximo descanso con nosotros. Si podemos contribuir en algo a la comodidad o a la seguridad de tu viaje, bastará que nos lo pidas. Tumithak se sonrió para sus adentros ante el solemne discurso que, evidentemente, el jefe se había aprendido de antemano. Respondió con formalidad que, en efecto, se sentiría obligado para con Nennapuss si pudiera asignarle un lugar donde dormir. El jefe
le aseguró que le suministraría el mejor cubículo de la ciudad. Se volvió y condujo a Tumithak en la dirección de donde venían él y su grupo. Recorrieron varios kilómetros de galerías desiertas, hasta llegar a los túneles habitados de Nonone. Una vez allí, la hospitalidad de Nennapuss se manifestó en toda su extensión. El pueblo de Nonone estaba reunido en la «Plaza Mayor» —así llamaban a la encrucijada de los dos túneles principales— y con su habitual oratoria, florida y fluida, Nennapuss les habló de Tumithak y de su misión, ofreciéndole, por así decirlo, las llaves de la ciudad. Después de un discurso de agradecimiento por parte de Tumithak, en el cual el looriano se dejó llevar por un torrente de arrebatada elocuencia sobre su tema favorito — el viaje—, les sirvieron un banquete; aunque la comida consistía en las insípidas galletas que eran el único alimento de aquel pueblo, se dieron un hartazgo. Tumithak se durmió pensando que allí, al menos, sabían apreciar el valor de un posible matador de shelks. Si el refrán no hubiera estado enterrado bajo siglos de ignorancia y olvido, probablemente habría murmurado que nadie es profeta en su tierra. Tumithak despertó al cabo de unas diez horas, y quiso despedirse del pueblo de Nonone. Nannapuss insistió en que el looriano desayunara con su familia, y Tumithak aceptó de buena gana. Durante la comida los hijos de Nennapuss, dos adolescentes, se mostraron entusiasmados con la maravillosa idea que Tumithak había sugerido. Aunque les resultaba increíble que un hombre pudiera enfrentarse a un shelk, parecían creer que Tumithak era algo más que un mortal común y lo acosaron a preguntas en relación con sus planes. Pero, salvo el haber estudiado el largo camino a la Superficie, los planes de Tumithak eran vagos, y no pudo explicarles cómo se las arreglaría para matar un shelk. Después de la comida volvió a echarse la mochila a la espalda y empezó a remontar el pasillo. El jefe y su séquito lo acompañaron por espacio de varios kilómetros y, mientras caminaban, Tumithak le preguntó a Nennapuss en qué estado se encontraban los corredores hasta Yakra y más allá. —A este nivel, el camino es muy seguro —respondió Nennapuss—. Lo patrullan hombres de mi ciudad, y ningún yakrano entra sin que lo sepamos. Pero el otro extremo del pozo que conduce al nivel de Yakra siempre está vigilado por yakranos, y estoy seguro de que tendrás problemas cuando intentes salir de ese pozo. Tumithak prometió tener mucho cuidado; poco después Nennapuss y sus acompañantes se despidieron de él y el looriano continuó solo. Avanzaba con más precaución pues, aunque los nonones patrullaban aquellos corredores, sabía que era posible que los enemigos burlasen a los guardias e invadieran los túneles, tal como había ocurrido con frecuencia en el pasado. Se mantuvo en el centro del pasillo, lejos de los nichos, cualquiera de los cuales podía ocultar un pasadizo secreto de Yakra. Rara vez pasaba por las encrucijadas sin espiar antes cuidadosamente. Pero Tumithak tuvo suerte; no halló a nadie en los pasadizos, y medio día después llegó a otro habitáculo donde estaba emplazado un pozo prácticamente idéntico al que lo había conducido a Nonone. Trepó por la escalera con más precauciones que antes, pues estaba seguro de que había un guardia yakrano junto a la boca del pozo, y no deseaba recibir un empujón cuando asomase. Mientras se acercaba al final de la escalera desenvainó la espada, pero la suerte volvió a favorecerlo, pues el guardia por lo visto había salido del cubículo donde terminaba el pozo. Tumithak entró en el mismo y se dispuso a salir al corredor. Cuando sólo había avanzado unos cuatro metros, su suerte le abandonó. Tropezó violentamente con una mesa que no había visto en la penumbra, y esto produjo un ruido que no podía dejar de ser oído fuera, en el pasillo. Al instante apareció, espada en mano, un individuo verdaderamente gigantesco que se abalanzó sobre Tumithak. 3 - El paso de Yakra
Tumithak habría sabido que aquel hombre era un yakrano aunque se lo hubiera encontrado en las profundidades de Loor. El looriano sólo conocía a los yakranos por los relatos de los viejos guerreros que recordaban las expediciones contra aquella ciudad, pero comprendió en seguida que aquél era el tipo de salvaje que le habían hecho imaginar los relatos. Medía diez centímetros más que Tumithak, era mucho más ancho y pesado, y ostentaba una poblada e hirsuta barba, prueba suficiente de que su propietario era de Yakra. Llevaba la túnica llena de pedazos de hueso y metal burdamente cocidos a la tela, los primeros teñidos de varios colores. Rodeaba su cuello un collar hecho con docenas de falanges ensartadas en una delgada tira de piel. Tumithak comprendió en seguida que tenía pocas posibilidades de ganarle a aquel yakrano en combate cuerpo a cuerpo. Mientras desenvainaba la espada y se disponía a pelear, buscó alguna estratagema. Al instante llegó a la conclusión de que lo mejor seria tratar de precipitarlo por el túnel; pero empujar a aquel coloso era casi tan imposible como derrotarlo en lucha de poder a poder. Antes de que Tumithak pudiera hallar un modo sutil de atacar a su adversario, descubrió que le convenía más pensar la manera de defenderse. El yakrano arremetió contra él, lanzando su ensordecedor grito de guerra. Sólo un ágil salto evitó que Tumithak recibiera el terrible golpe que le asestó. Tumithak cayó sobre una rodilla, pero se rehizo en seguida con el tiempo justo para evitar otro tajo de aquella espada relampagueante. Sin embargo, una vez en pie, se defendió a la perfección, y el yakrano no tuvo más remedio que retroceder uno o dos pasos para tratar de lanzarse otra vez a fondo. El yakrano arremetió una y otra vez, y sólo la pavorosa habilidad del looriano en esgrima, practicada largos años con la esperanza de enfrentarse a un shelk, lo salvó. Lucharon alrededor de la mesa y más o menos cerca del pozo, hasta que incluso unos músculos de acero como los de Tumithak comenzaron a cansarse. Pero, a medida que su cuerpo se cansaba, su cerebro funcionaba con más rapidez, y por fin se le ocurrió un plan para derrotar al yakrano. Permitió que le llevase poco a poco hacia el borde del pozo y luego, mientras rechazaba una embestida particularmente furibunda hizo un súbito ademán con la otra mano y gritó. El yakrano creyó que lo había alcanzado, sonrió salvajemente y retrocedió para preparar el golpe final. Se lanzó hacia delante asestando una estocada al pecho de Tumithak. Éste se agachó, aferrando los pies de su adversario. El gigante lanzó un aullido salvaje al tropezar con el cuerpo caído, pero cayó sin poder evitarlo cerca del mismísimo borde del pozo. ¡Tumithak lo pateó con todas sus fuerzas y el gigantesco yakrano, braceando frenéticamente, cayó por el pozo! Se oyó un fuerte grito en la oscuridad, un golpe seco y luego, silencio. Tumithak se detuvo varios minutos junto al pozo, jadeante. Era la primera vez que luchaba a muerte con un hombre y, aunque había salido victorioso, le parecía que había sido por milagro. ¿Qué dirían las gentes de Loor y de Nonone, se preguntó, si supieran que el autodenominado exterminador de shelks había estado tan cerca de ser vencido por el primer adversario que le atacó... no un shelk, sino un hombre y, para colmo, de la despreciada Yakra? El looriano descansó durante varios minutos, malhumorado. Pero luego pensó que, si los vencía a todos, no le importaría que hubiera de ser tan escaso el margen. Se puso en pie y salió del cubículo lleno de ardor. Estaba en Yakra y era preciso encontrar el modo de atravesar sin problemas la ciudad hasta llegar a los Corredores Tenebrosos situados más allá, y que eran paso obligado para acceder a la Superficie. Avanzó cuidadosamente, tratando de maquinar un plan para burlar a los yakranos. Pero hasta verse en el extrarradio de Yakra no se le ocurrió un idea plausible. Había una cosa que inspiraba un miedo invencible a todos los hombres de los túneles. Tumithak decidió aprovechar ese miedo irracional.
Echó a correr. Al principio fue sólo un paso rápido, pero según se acercaba a los pasillos habitados echó a correr cada vez más de prisa, hasta brincar como si tuviese a todos los demonios del infierno pisándole los talones. Y eso era precisamente lo que debía aparentar. Un grupo de yakranos se acercaba. Le miraron mientras el los miraba a ellos, y en seguida se abalanzaron sobre él, al darse cuenta de que no era de los suyos. En lugar de evitarlos, se metió en el centro del grupo, gritando con toda la fuerza de sus pulmones. —¡Shelks! —chilló como si estuviera loco de terror—. ¡Shelks! ¡Shelks! La actitud belicosa de los hombres se convirtió en otra de pánico infinito. Sin decir una palabra y sin echar siquiera una mirada atrás, se volvieron y huyeron, precedidos por el mismo Tumithak. Si hubieran sido hombres de Loor, tal vez habrían esperado a estar seguros de lo que ocurra o, al menos, habrían detenido e interrogado a Tumithak. Pero los yakranos no estaban para eso. Su ciudad se hallaba muchos kilómetros más cerca de la Superficie que Loor, y los ancianos aún recordaban la última vez que los shelks invadieron los corredores en una de sus poco frecuentes partidas de caza, dejando un rastro de muerte y destrucción que no sería olvidado mientras vivieran quienes lo habían visto. Por eso el terror era mucho más irresistible en Yakra que en Loor, para cuyos habitantes era poco más que leyenda negra del pasado. Y por eso, sin detenerse a preguntar, los yakranos huyeron por el largo pasillo detrás de Tumithak, recorriendo pasadizos que se bifurcaban y entrando en nichos que parecían simples accesos a los habitáculos, pero que en realidad conducían al túnel principal. A su paso encontraban otros hombres o grupos y, al terrorífico grito de «¡shelks!», todos dejaban sus ocupaciones y se unían al espantado tropel. Muchos emprendían pasillos secundarios, donde esperaban hallar mejor refugio, pero la mayoría continuó hacia el centro de la ciudad, a donde quería dirigirse también Tumithak. El looriano ya no llevaba la delantera, pues varios de los yakranos más veloces lo dejaban atrás. El terror poma alas en sus pies. La desbandada fue creciendo a medida que se acercaban al centro de la ciudad, hasta que el túnel quedó lleno de gentes aterrorizadas, entre quienes Tumithak pasaba totalmente inadvertido. Se acercaron a la encrucijada central, donde se agolpaba una gran masa de gente que salía de todos los corredores. Tumithak no supo cómo había corrido tanto la noticia, pero era evidente que toda la ciudad estaba ya enterada del supuesto peligro. Como ovejas o, mejor dicho, como humanos que eran, todos habían reaccionado del mismo modo: alcanzar el centro de la ciudad, donde creían que iban a estar más a salvo, amparados en la fuerza del numero. Pero aquel caos dio al traste con el plan que Tumithak había ideado para atravesar la ciudad sin ser visto. Sin duda, casi había ganado el centro, y los habitantes estaban tan espantados que seguramente no se fijarían en un extranjero. Pero la muchedumbre era tan numerosa que el looriano no conseguía abrirse paso hacia los corredores del otro lado. Sin reparar en que no había nada que hacer, Tumithak luchó con la multitud a brazo partido, con la esperanza de alcanzar un pasadizo relativamente viable antes de que la gente se calmara y emprendiese, como era de prever, la caza del embustero que había desencadenado el pánico. La plebe, cuyo terror centuplicaba esa extraña telepatía que se establece en toda congregación humana numerosa, empezaba a desmandarse. Los hombres no vacilaban en emplear los puños para abrirse paso, derribando a sus hermanos más débiles. En muchos lugares se oían riñas. Tumithak vio a un hombre tropezar y caerse; un instante después oyó el grito que lanzaba el desgraciado al ser pisoteado por los que le seguían. Apenas se habían apagado los ecos cuando se oyó otro grito al extremo opuesto del corredor, donde otro hombre había caído y no pudo volver a ponerse en pie. El looriano parecía una hoja flotando en el torrente de yakranos espantados y gesticulantes que llegaba al centro de la ciudad. Tropezó varias veces, y no logró recobrar
el equilibrio sino de milagro. Casi había llegado a la gran plaza en la encrucijada de los dos túneles principales, cuando volvió a tropezar con un yakrano caído y estuvo a punto de caer a su vez. Quiso pasar adelante, pero luego se detuvo. ¡El cuerpo que estaba a sus pies era el de una mujer que llevaba un niño en brazos! Tenía el rostro lleno de lágrimas y sangre y sus vestiduras estaban rasgadas, pero valientemente procuraba impedir que los pies de la muchedumbre lastimaran a su hijo. Tumithak se inclinó para ayudarla a levantarse. Pero, antes de poder hacerlo, la multitud lo empujó apartándolo de la mujer. Encolerizado, la emprendió a puñetazos con los individuos que corrían, capaces de pisotear al prójimo con tal de ponerse a buen recaudo. Los yakranos retrocedieron ante sus golpes, cediendo el paso unos instantes, que Tumithak aprovechó para inclinarse y ayudar a la mujer. Todavía estaba consciente, pues tuvo una débil sonrisa de agradecimiento. Aunque era de una raza enemiga de su pueblo, Tumithak sintió compasión y lamentó las consecuencias de su ardid para asustar a los yakranos. Ella quiso decirle algo, pero el frenético griterío era tan fuerte que no la entendió. Acercó su rostro al de ella para escuchar lo que decía. —¡La salida es por el otro lado del túnel! —le gritó ella al oído—. ¡Procura abrirte paso hasta la tercera galería, al otro lado del túnel! ¡Allí estarás a salvo! Tumithak la colocó ante sí, y rompió brutalmente por entre la multitud, alargando los puños para protegerla a ella mientras avanzaban. Era difícil no verse arrastrado contra su voluntad hacia la plaza central, pero finalmente el looriano consiguió alcanzar la galería; hizo entrar a la mujer y lanzó un gran suspiro de alivio cuando se vio libre de peligro. Se quedó un rato fuera, para cerciorarse de que nadie les había seguido, y luego se volvió hacia la mujer con el niño. Ella había arrancado un pedazo de la manga de su andrajoso vestido. Cuando Tumithak la miró, dejó de limpiarse la sangre y las lágrimas del rostro y le dirigió una tímida sonrisa. Tumithak no pudo dejar de observar la manifiesta delicadeza de aquella mujer de la salvaje Yakra. Desde su infancia le habían hecho creer que los yakranos eran gente peligrosa —idea parecida a nuestro concepto de los duendes y brujas—, pero aquella mujer podía compararse con una hija de cualquier familia distinguida de Loor. A Tumithak le faltaba aprender que, no importa en qué nación o época se halle uno, siempre puede encontrar delicadeza, si la busca, lo mismo que brutalidad. El niño, que estaba demasiado espantado para llorar, había callado como muerto todo el tiempo, pero luego prorrumpió en fuerte llanto. La madre trató de acallarlo con caricias y palabras suaves, pero finalmente decidió emplear el silenciador natural. Cuando el niño se calmó y empezó a mamar, ella se volvió a Tumithak haciéndole una seña, apartó la cortina y entró en el habitáculo. Tumithak la siguió al comprender cuál era su intención. Una vez dentro del trascuarto, la mujer señaló el techo y le mostró el agujero circular de un pozo. —Es la entrada de un viejo pasadizo que no más de veinte personas de Yakra conocen —explicó—, y que rodea la encrucijada hasta el limite superior de la ciudad. Podemos ocultarnos allí durante días, pues no es fácil que los shelks adviertan nuestra presencia. Allá estaremos a salvo. Tumithak asintió y empezó a subir por la escalera, deteniéndose sólo para comprobar si la mujer le seguía. La escalera se prolongaba unos nueve metros, y salieron a la oscuridad de un corredor que seguramente no había sido utilizado desde hacía muchos siglos. Estaba tan oscuro, que cuando se alejaron de la boca del pozo se quedaron a ciegas. En efecto, la mujer no se equivocaba al decir que era un pasadizo desconocido. Ni siquiera figuraba en los mapas de Tumithak. Sin embargo, ella parecía conocerlo bastante bien ya que, después de poner sobre aviso a Tumithak en voz baja, comenzó a explorar el corredor a tientas, deteniéndose únicamente para susurrarle palabras cariñosas al niño. Tumithak la siguió, apoyando una
mano en su hombro para no perderse, y siguieron a tientas hasta llegar a un trecho débilmente alumbrado por una solitaria lámpara. La mujer se sentó a descansar, y Tumithak hizo lo mismo. Ella metió la mano en un bolsillo, sacó una primitiva aguja y un hilo y se puso a remendar sus harapos. —Es terrible —susurró, como si temiera que los shelks pudieran oírla—. Me gustaría saber qué les impulsa a salir nuevamente de caza. —Tumithak no respondió, y ella prosiguió al cabo de un rato—: Mi abuelo fue muerto durante una incursión de los shelks. Esto sucedió hace casi cuarenta años. ¡Y ahora nos atacan otra vez! ¡Mi pobre marido! ¡Le perdí de vista cuando salimos de nuestro habitáculo! ¡Ay! Ojalá consiga refugiarse. Él no conoce este pasillo. ¿Crees que lo conseguirá? Necesitaba palabras de consuelo. Tumithak sonrió. —¿Me creerás si te digo que no puede pasarle nada? —preguntó—. Te prometo que, por esta vez al menos, no será muerto por los shelks. —Espero que sea verdad —empezó a decir la mujer y luego, como si se fijara en él por primera vez, agregó con aspereza—: ¡Tú no eres de Yakra! —Luego, en tono ya hostil y decidido—: ¡Tú eres un hombre de Loor! Tumithak vio que la mujer se había fijado en sus ropas de looriano, y no intentó negarlo. —Sí —respondió—, soy de Loor. La mujer se levantó, consternada, apretando al niño contra su pecho, como para protegerlo frente a aquel ogro de los corredores bajos. —¿Qué haces en estos pasadizos? —preguntó, atemorizada—. ¿Has provocado tú esta incursión contra nosotros? Si semejante cosa fuera posible, creo que los hombres de Loor seríais capaces hasta de aliaros con los shelks. Desde luego, es la primera vez que los shelks han atacado el sector bajo de la ciudad. Tumithak reflexionó. Le pareció innecesario ocultarle la verdad a aquella mujer. A él no podía perjudicarle, y la tranquilizaría en cuanto a la seguridad de su marido. —La primera, y seguramente la última —afirmó, y en pocas palabras le explicó el ardid y sus terribles consecuencias. —Pero, ¿por qué quieres ir más allá de Yakra —preguntó, incrédula—. ¿Te encaminas a los Corredores Tenebrosos? ¿Qué hombre en sus cabales desearía explorarlos? —No quiero explorar los Corredores Tenebrosos —respondió el looriano—. ¡Mi meta está más lejos! —¿Más allá de los Corredores Tenebrosos? —Sí —respondió Tumithak, poniéndose en pie. Como siempre que hablaba de su misión, salió a relucir su temperamento soñador y obstinado—. Soy Tumithak, el matador de shelks. ¿Quieres saber por qué quiero ir más allá de los Corredores Tenebrosos? Porque voy a la Superficie. ¡Allí hay un shelk que espera su destrucción sin saberlo! ¡Voy a matar un shelk! La mujer le miró con sorpresa, llegando a la conclusión de que estaba a solas con un loco. A nadie más se le ocurriría una idea tan descabellada. Abrazó a su hijo y se apartó de Tumithak. Tumithak se dio cuenta en seguida. No era la primera vez que la gente se apartaba de él cuando hablaba de su misión. Por eso, no le ofendió la actitud de ella, sino que se puso a explicarle por qué creía posible convencer a los hombres para que se alzaran contra los amos de la Superficie. La mujer le escuchaba. Hablando de manera cada vez más persuasiva, Tumithak notó que ella empezaba a creerle. Le contó cómo había encontrado el libro y cómo aquel suceso había determinado su misión en la vida. Le habló de los tres extraños regalos que le hiciera su padre, y de cómo esperaba que le sirvieran de ayuda en su búsqueda. Por último, vio en sus ojos la misma expresión que solían tener los de Thupra, y supo que ella le creía.
Pero los pensamientos de la mujer eran bien distintos de lo que Tumithak suponía. Desde luego, le escuchaba, pero mientras lo hacía recordaba la audacia con que Tumithak había atacado a la multitud espantada que iba a pisotearla. Contempló su figura erguida, su rostro afeitado y bien parecido, su aguda mirada, comparándolo con los hombres de Yakra. Y al fin le creyó, no por la elocuencia de Tumithak, sino gracias a la secular atracción de los sexos. —Te agradezco que me hayas salvado —dijo cuando el looriano concluyó su relato—. Te habría resultado imposible abrirte paso a través de los corredores inferiores. Por aquí puedes entrar en Yakra cuando quieras, o alejarte de la ciudad si lo prefieres. Voy a enseñarte por dónde se va al sector alto de la ciudad. —Se puso en pie—. Ven, te guiaré. Eres looriano y enemigo, pero me has salvado la vida. Además, el que mate a un shelk será, ciertamente, un verdadero amigo de toda la humanidad. Le tomó de la mano (aunque no era necesario) y lo guió a través de la oscuridad. Avanzaron largo rato en silencio y, finalmente, ella se detuvo y susurró: —El corredor termina aquí. Tumithak la siguió hacia un nicho y vio la claridad que subía por un pozo desde el corredor de abajo. Bajó por la escalera débilmente entrevista en la penumbra, y llegó en seguida al corredor inferior. La mujer le siguió y cuando salió a su vez le indicó un pasadizo. —Si vas a la Superficie, es por aquí. Hemos de separamos, pues yo regreso a la ciudad. ¡Oh, looriano! Me habría gustado conocerte mejor —se interrumpió, y antes de alejarse, se volvió para decir—: Ve a la Superficie, extranjero, y si triunfas en la empresa, no temas atravesar Yakra cuando regreses. Toda la ciudad te reverenciará y te respetará. Como si temiera decir demasiado, echó a correr por el pasadizo. Tumithak la siguió un instante con la mirada y luego, encogiéndose de hombros, se volvió y emprendió la marcha en sentido contrario. Había supuesto que llegaría a los Corredores Tenebrosos poco después de salir de Yakra, pero, si bien sus mapas detallaban la ruta a tomar, no reflejaban el estado de conservación de los corredores. Tumithak se dio cuenta de que no podría llegar aquel mismo día. La fatiga le venció y entró en uno de los muchos habitáculos vacíos que flanqueaban el corredor, se tumbó en el suelo y quedó profundamente dormido. 4 - Los Corredores Tenebrosos El looriano despertó horas después, con un sobresalto. Miró a su alrededor, desorientado. Había oído un leve crujido fuera, en el corredor. Se levantó conteniendo la respiración, se acercó de puntillas a la cortina y atisbo con cautela. El corredor estaba desierto, pero Tumithak tenía la seguridad de haber oído suaves pisadas. Regresó al habitáculo y recogió la mochila. Antes de salir volvió a mirar cuidadosamente, para asegurarse de que no hubiera nadie en el corredor, salió y se dispuso a seguir viaje. Pero antes de hacerlo desenvainó la espada y registró a fondo todas las cámaras vecinas. Le sorprendió no hallar a nadie. Estaba convencido, absolutamente seguro, de que había oído un ruido. Se sentía espiado desde algún lugar. Pero al fin tuvo que admitir que, o se había equivocado, o sus seguidores eran más listos que él. En consecuencia, procuró andar por el centro de la galería y reanudó la marcha. Durante horas anduvo a paso uniforme; la pendiente era siempre ascendente, el corredor era ancho y, para sorpresa de Tumithak, las luces no perdían fuerza. Casi había olvidado la causa de su sobresalto cuando, tras recorrer trece o catorce kilómetros, oyó otro leve ruido o crujido, semejante al primero. Salía de uno de los cubículos, a la izquierda. Tan pronto como lo supo, saltó hacia el nicho de entrada, desenvainando la espada. Registró el compartimiento anterior y luego el trascuarto. Por último, se quedó sin
saber qué hacer, mirando las desnudas paredes de color pardo que lo rodeaban. Lo mismo que el habitáculo que había revisado por la mañana, éste se hallaba desierto. Tampoco había ninguna escalera por la cual pudiera haber escapado su seguidor, ni escondrijo de ninguna especie. Tumithak se vio obligado a abandonar la búsqueda y reemprender su camino, aunque redoblando las precauciones. Ahora iba tan cautelosamente como antes de llegar a Yakra o más, en realidad, puesto que entonces sabía lo que le esperaba y ahora se enfrentaba a lo desconocido. Al cabo de algunas horas, Tumithak se convenció cada vez más de que alguien lo seguía, lo espiaba. A veces oía otros crujidos, que procedían del interior de los habitáculos o de alguna encrucijada mal alumbrada. Una de las veces estuvo seguro de oír ruido delante de él, en el mismo corredor por el que caminaba. Pero en ningún momento pudo echar un vistazo a los desconocidos seres que lo producían. Al fin llegó a una zona donde las luces comenzaban a disminuir. Al principio eran sólo algunas lámparas, cuya luz presentaba un extraño resplandor azulado, pero poco más adelante fueron haciéndose más numerosas, y muchas estaban apagadas del todo. Tumithak se movía en una oscuridad cada vez mayor, y comprendió que ya se acercaban los legendarios corredores tenebrosos. Ahora bien, Tumithak era descendiente de cien generaciones humanas acostumbradas a huir al más leve ruido sospechoso. Durante cientos de años después de la Invasión, todo ruido anormal significó un shelk a la caza de hombres, y un shelk significaba la muerte repentina, segura, ineluctable. La humanidad se había convertido en una raza de seres tímidos, huidizos, presas del pánico a la menor sospecha de peligro. En la profunda Loor, sin embargo, habían construido un laberinto tan estrecho y complicado, que no se veía a un shelk desde hacía muchos años. Por eso, los hombres eran más valientes en Loor, hasta que al fin apareció el visionario que se atrevía a soñar con matar un shelk. Pero, si bien Tumithak era más audaz que cualquier otro hombre de su generación, no había superado del todo la tara común a la humanidad de entonces. Incluso mientras avanzaba con tanta decisión por el corredor aparentemente ilimitado, su corazón latía con fuerza, y no se habría necesitado gran cosa para hacer que se volviera por donde había venido, con el corazón en un puño. Los que le seguían, sin embargo, sabían que no les interesaba agitar en exceso sus temores. A medida que entraba en corredores cada vez más oscuros, los ruidos fueron disminuyendo y Tumithak llegó a creer que estaba solo. Le pareció que sus seguidores habrían retrocedido, o que los había despistado en alguna encrucijada. Más de una hora estuvo atento a los ruidos, sin percibir ninguno; con esto se dio por satisfecho y avanzó cada vez más descuidadamente por el corredor. Pasó de una galería de eterna penumbra a otra de oscuridad total. En ésta las lámparas, si existieron alguna vez, ya no brillaban desde hacía mucho tiempo. Tumithak se acercó a la pared para continuar a tientas. En el corredor de abajo, unas siluetas oscuras y esqueléticas pasaron de la penumbra a la oscuridad y se precipitaron silenciosamente en pos de él. Si alguien las hubiera visto mientras caminaban, habría contemplado un extraño espectáculo. Monstruosamente delgados, con la piel de un extraño color pizarra, tal vez lo más sorprendente eran sus cabezas, envueltas en tiras de tela que les tapaban por completo los ojos, impidiendo que los alcanzara el más insignificante rayo de luz. Eran los salvajes de los Corredores Tenebrosos —hombres que nacían y crecían en las galerías de noche eterna—, y sus ojos eran tan sensibles que la menor claridad les producía un dolor insoportable. Todo el día habían seguido a Tumithak, sin quitarse nunca las vendas de los ojos. Se orientaban sólo gracias a la maravillosa agudeza de su oído y su tacto. Llegados a los corredores donde habitaban, se apresuraron a quitarse las molestas vendas, y hecho esto cercaron poco a poco a su víctima.
El primer indicio que tuvo de su presencia Tumithak, mientras avanzaba por la zona oscura, fue una carrera furtiva a su espalda. Se volvió con rapidez, desenvainó la espada e hizo molinetes a ciegas con ella. No consiguió sino cortar el aire. Oyó una risa burlona y luego nada. Arremetió con furia, y de nuevo no halló sino el aire. Entonces oyó otro crujido en la parte del corredor que ahora estaba a su espalda. Comprendió que estaba rodeado. Esgrimió la espada con ferocidad y se pegó a la pared, dispuesto a vender muy cara su vida. Notó que la hoja se clavaba en algo que cedía, oyó un grito de dolor, y de súbito el silencio volvió a reinar en el pasillo. Pero el looriano no se dejó engañar, sino que siguió haciendo molinetes con la espada, y tuvo la satisfacción de oír otro grito de dolor al herir a otro de los salvajes, que había intentado sorprenderle por debajo de su guardia. Aunque Tumithak seguía defendiéndose como podía y peleaba con un valor nacido de la desesperación, el desenlace de la batalla no era dudoso. Estaba solo, con la espalda contra la pared, frente a un número desconocido de enemigos que además iban siendo reforzados por otros que acudían a la lucha. Tumithak se dispuso a morir matando; lo único que lamentaba era tener que caer en aquella oscuridad ignorada, sin ver siquiera a los adversarios que le vencían... Entonces, de súbito, recordó su lámpara, el primero de los extraños regalos de su padre. Tanteó el cinturón con la mano izquierda y sacó el cilindro. Al menos, tendría la satisfacción de saber qué clase de seres le habían atacado. Al cabo de unos segundos encontró el botón e inundó de luz la galería. No había previsto el efecto que el haz deslumbrante de luz iba a producir en sus enemigos. Lanzaron gritos de dolor y sorpresa, y lo primero que vio Tumithak fue cómo una docena de espectros, flacos y oscuros, que ocultaban la cabeza entre los brazos y se volvían para huir aterrorizados corredor abajo. Llenos de pánico, lanzaron a sus compañeros roncos aullidos de alarma y huyeron de la luz como si Tumithak hubiera recibido la súbita ayuda de todos los guerreros de Loor. Tumithak se quedó un momento desconcertado. No comprendía la repentina desbandada de sus contrincantes, y creyó que huían dé algún peligro que él no podía ver. Atemorizado, paseó la luz por toda la galería. Mientras los gritos de los desconocidos seres se perdían a lo lejos, empezó a adivinar la verdad. Aquellas criaturas estaban tan adaptadas a la oscuridad, pensó Tumithak, que tenían miedo de la luz; aunque no entendía la razón de tal fenómeno, decidió llevar encendida su lámpara de mano mientras tuviera que viajar en la oscuridad. En consecuencia, el looriano continuó su camino, alumbrando a un lado y a otro los corredores, las encrucijadas y los nichos de los habitáculos. Sabía que no podría dormir en aquellos corredores tenebrosos, pero esto no le preocupaba demasiado. Al vivir durante siglos en túneles y pozos, la humanidad había olvidado los horarios regulares que solía observar en otros tiempos. Solían dormir entre ocho y diez horas cada treinta, pero podían pasar despiertos cuarenta o cincuenta horas sin sentir necesidad de descansar. Cuando trabajaba con su padre, Tumithak había pasado despierto ese número de horas y más; por eso estaba seguro de que iba a salir de los corredores tenebrosos mucho antes de que lo dominara la fatiga. De vez en cuando comía las galletas de comida sintética que llevaba, pero la mayor parte del tiempo la dedicaba a registrar concienzudamente las galerías por donde pasaba. Así transcurrieron las horas. Casi había olvidado sus temores, y estaba a punto de meterse en uno de los cubículos para descansar, cuando oyó, muy lejos, un extraño gruñido inhumano. El temor se adueñó de su ánimo. Sintió una especie de hormigueo en la nuca y, metiéndose sin vacilar en el nicho más cercano, apagó su lámpara y esperó, temblando, en un exceso de terror.
No es que Tumithak se hubiera convertido de improviso en un cobarde. Se había enfrentado con valentía al yakrano y a los salvajes de piel oscura. Lo que le aterrorizó fue el advertir que el ruido no era de origen humano. En los corredores bajos no se conocía ningún animal salvo las ratas, los murciélagos y otros bichos menores. Sólo quedaban los shelks. Sólo ellos perseguían al hombre en sus túneles; por eso era natural que sólo a ellos pudiese atribuir Tumithak el ruido que, sin duda, era debido a alguna criatura no humana y de gran tamaño. Aún no sabía que otros animales de la Superficie habían bajado también y se hallaban en aquellos corredores altos. Por ese motivo se agazapó en el cubículo, intentando darse ánimos para salir y hacer frente a su enemigo. Supongamos que sea un shelk, pensó. ¿Para qué había recorrido tantos kilómetros y vencido tantos peligros, sino para enfrentarse a un shelk? ¿No era él Tumithak, el héroe designado por la providencia para redimir al Hombre de su herencia de temor? Con estos argumentos y otros parecidos, su espíritu indomable logró hacer acopio de valor, hasta que por último se incorporó y regresó al corredor. Como suponía, estaba desierto. Su linterna iluminó más de ciento cincuenta metros de galería completamente desierta. Siguió avanzando, pero ahora prestando más atención a la parte inferior del pasillo que a la superior. Esto le permitió distinguir, en los confines de la zona iluminada, un extraño grupo de seres de escasa alzada que lo seguían a una distancia prudencial. Su excelente vista le indicó que aquellos seres no eran shelks ni hombres, aunque desde luego no supo lo que eran. Demasiadas generaciones habían transcurrido sin que los habitantes de los corredores bajos oyeran hablar del que antaño había sido el mejor y más fiel amigo del hombre: el perro. Se detuvo, indeciso, y observó a los desconocidos seres. Éstos retrocedieron, poniéndose fuera del alcance de los rayos de luz. Al verlo, Tumithak se volvió y siguió adelante, casi convencido de que no eran sino una especie de ratas de mayor tamaño, tan cobardes como sus hermanas menores. Pronto iba a saber que se equivocaba. No había recorrido mucha distancia cuando oyó un gruñido en el sector de la galería que tenía delante; como si fuera una señal, las bestias que lo seguían se acercaron más. Tumithak apretó el paso y por último echó a correr. Iba ligero, pero sus perseguidores eran más ligeros y acortaban distancias. Cuando los tuvo a menos de treinta metros reparó en sus amos. Los salvajes a quienes había vencido pocas horas antes regresaban, cubriéndose los ojos con los vendajes que habían usado para seguirle por los pasadizos cercanos a Yakra. Azuzaron en voz baja a los perros, y Tumithak se vio obligado a desenvainar de nuevo la espada, dispuesto a defenderse. Las bestias echaron a correr hacia él, y el looriano se vio rápidamente rodeado por un numeroso grupo de animales que se abalanzaban sobre él con feroces gruñidos. Era imposible defenderse. Mató a uno, y otro cayó aullando, con una gran herida en su lomo roñoso; antes de que pudiera hacer nada más, le arrebataron su linterna y adivinó que media docena de bultos peludos saltaban sobre él. Se desplomó en el suelo, arrastrando a los perros; la espada cayó de su mano y se perdió en la oscuridad. Tumithak creyó que iba a morir en aquel mismo momento. Recibió el cálido aliento de los monstruos en varias partes de su cuerpo, y lo embargó aquel extraño sentimiento de resignación que los hombres sienten en presencia de una muerte casi cierta. Pero luego... los perros fueron apartados, notó unas manos que lo tocaban y oyó los murmullos incomprensibles de los salvajes mientras éstos palpaban su cuerpo. Una docena de manos huesudas lo retenía contra el suelo; poco después lo ataron con tiras de ropa, inmovilizándole los brazos a los lados del cuerpo. Fue levantado y transportado a hombros. Después de recorrer cierto trecho de galería, doblaron un recodo y siguieron largo rato antes de detenerse y echarlo en el suelo. Oyó a su alrededor muchos ruidos furtivos,
conversaciones en susurros y movimientos. Llegó a la conclusión de que lo habían trasladado a la encrucijada central de las galerías que habitaban aquellas criaturas. Después de yacer así un rato, lo voltearon, unas manos lo palparon y una voz habló con firmeza y autoridad. Volvieron a recogerlo y lo transportaron otro breve trecho, arrojándolo por último a lo que supuso era el suelo de un habitáculo. Un objeto metálico resonó a su lado y oyó los pasos de sus adversarios que se alejaban corredor abajo. Tumithak permaneció un rato inmóvil, reflexionando. Se preguntó por qué no lo habían asesinado, adivinando a medias que los salvajes no se dispondrían a sacrificar la víctima sino después de preparar el banquete. Porque aquellos salvajes no conocerían la síntesis química de los alimentos; debían vivir a expensas de Yakra y otras ciudades más pequeñas, muy alejadas en el sistema de los corredores. Reducidos a tan terribles apuros, toda materia comestible devenía alimento. Eran caníbales desde hacía muchos siglos. Poco después, Tumithak se puso en pie. Le había resultado fácil deshacer los nudos de la tela con que lo habían atado; aquellos salvajes no sabían mucho de nudos, y al looriano le costó menos de una hora desatarse. Se puso a palpar con precaución las paredes del cubículo, tratando de averiguar la disposición de su cárcel. Medía poco más de diez metros cuadrados, y la única salida daba al corredor. Tumithak intentó salir, pero fue inmediatamente detenido por un gruñido feroz; un bulto de pelo áspero empujó sus piernas, obligándolo a regresar al habitáculo. Los salvajes habían dejado a los perros vigilando su prisión. Tumithak regresó al calabozo y, al hacerlo, su pie chocó con un objeto que echó a rodar por el suelo. Recordó el objeto metálico que habían arrojado a su lado y se preguntó qué sería. Lo buscó a tientas y comprobó con júbilo que era su lámpara. No pudo entender por qué la habían dejado allí los salvajes y supuso que para sus mentes supersticiosas sería un objeto temible. Tal vez pensaron que lo mejor era encarcelar juntos a los dos factores de peligro. De todos modos, allí estaba, y Tumithak no pedía otra cosa. Encendió su lámpara y miró a su alrededor. No se había equivocado en cuanto a las dimensiones y disposición del lugar. Ofrecía pocas posibilidades de escapar o, mejor dicho, ninguna, pues era necesario salir por entre aquellas fieras. A la luz, Tumithak vio que los salvajes no le daban oportunidades de huir: había más de veinte perros en el corredor, deslumbrados por la súbita claridad. Tumithak observó el pasadizo desde una distancia prudencial, advirtiendo que no había nadie. Se dijo que sin duda los salvajes descansaban, y comprendió que no tendría mejor oportunidad de huir que aquélla. Sentado en el suelo del cubículo, reflexionó febrilmente. En su mente germinaba una idea, una como convicción de que poseía medios para ahuyentar a los animales. Se puso en pie y los contempló, amontonados en el pasadizo como para cubrirse de los molestos rayos de su lámpara. Se volvió hacia el cuarto pero, evidentemente, allí no había nada que pudiera servirle. ¡La inspiración acudió de repente! Rebuscó en la bolsa que llevaba al cinto. Tomando un objeto, lo arrojó en medio de la jauría después de sacarle un pasador, y se echó de bruces al suelo. Era la bomba, el segundo regalo de su padre. Cayó al lado opuesto del corredor, y estalló con ensordecedor estampido. En el espacio cerrado del pasillo, los gases de expansión actuaron con fuerza terrible. Aunque se había tumbado en el suelo, Tumithak se vio levantado y proyectado con violencia contra la pared opuesta del habitáculo. En cuanto a las bestias, quedaron prácticamente destrozadas. Miembros descuartizados volaron en todas direcciones, y pocos minutos después, cuando un Tumithak herido y conmocionado salió al pasillo, no halló ni rastros de vida. La escena era caótica; había sangre y cuerpos destrozados en todas partes.
Alterado por aquel espectáculo de sangre y muerte, Tumithak se apresuró a poner la mayor distancia posible entre él y la espantosa carnicería. Corrió hendiendo el aire cargado de humo hasta que la atmósfera se aclaró y pudo olvidar los horrores de la escena. No vio a los salvajes, aunque por dos veces oyó un gemido que salía de uno de los nichos. Adivinó que alguien estaba agazapado allí, en la oscuridad, presa del pánico. Los salvajes de los corredores tenebrosos tardarían en olvidar al enemigo que había sembrado tal destrucción entre ellos. Tumithak reanudaba su marcha hacia la Superficie. Por primera vez desde que se puso en camino, retrocedió, pero con un propósito definido. Llegó al escenario de su lucha con los perros y recogió su espada, que encontró sin dificultad, advirtiendo con satisfacción que no había sufrido daños. Entonces volvió sobre sus pasos, siempre hacia la Superficie, y anduvo largo rato sin hallar nada que fuese motivo de alarma. Cuando llegó a la conclusión de que ya había pasado la parte peligrosa de los corredores, entró en un habitáculo y se dispuso a tomarse el descanso que tanto necesitaba... Durmió profundamente, sin pesadillas, y despertó después de más de catorce horas de sueño. En seguida continuó la caminata, comiendo sin dejar de andar y preguntándose qué le depararía aquella nueva etapa. No iba a tardar mucho en saberlo. Gracias a los mapas sabía que ya había cubierto más de la mitad del recorrido, y por eso no se sorprendió al ver que las paredes de los corredores empezaban a presentar un aspecto áspero e irregular, casi como las de una caverna natural, y muy diferente del acabado perfecto que tenían en Loor y los demás lugares visitados hasta entonces. Sabía que se acercaba a la zona que el hombre había excavado en los primeros días de pánico. Al principio de su huida hacia el interior de la Tierra, no se tomaba el tiempo de pulir las paredes ni de darles la sección rectangular uniforme que tenían los corredores bajos y habitados. Aunque no le sorprendió el aspecto de los pasillos, no estaba preparado para lo que vio más adelante. Después de recorrer cinco o seis kilómetros de cavernas tortuosas y angostas, llegó a un pozo muy escondido que conducía hacia arriba en la oscuridad. Vio que había luz y lanzó un suspiro de alivio, pues su lámpara empezaba a mostrar señales de agotamiento. Subió poco a poco por la escalera, con las acostumbradas precauciones. Asomó con cuidado por la boca del pozo, y entonces se halló en el corredor más extraño que hubiera visto nunca. 5 - El Corredor de los Estetas El corredor donde se hallaba Tumithak estaba más brillantemente iluminado que cualquiera de los que había visto en su vida. Las luces no eran del acostumbrado blanco transparente; lámparas azules y verdes competían con otras rojas y doradas, añadiendo belleza a un escenario que de por sí era lo más hermoso que la imaginación pudiera concebir. Por un momento, Tumithak no llegó a entender de dónde provenía la luz, pues no había pantallas en el centro del techo, como las que él conocía. Poco después halló la explicación del sistema de iluminación, al advertir que las pantallas estaban ingeniosamente montadas en las paredes. La luz indirecta producía un efecto de tenue suavidad. Y las paredes... las paredes ya no eran de piedra vitrificada corriente... ¡sino de sillares de purísimo color blanco! Y, por si esta maravilla no bastase para suscitar el asombro del looriano, las paredes aparecían cubiertas de orlas y figuras, esgrafiados y bajorrelieves. No quedaba ni un solo tramo sin decorar en las paredes o el techo, en toda la longitud del corredor. Hasta el suelo mostraba un motivo decorativo en mosaico de varios colores. Tumithak había crecido desconociendo la existencia de cosas tales. No había arte en los pasadizos inferiores, jamás había existido. La humanidad lo había olvidado mucho
antes de abrir la primera galería de Loor. Por eso Tumithak se quedó anonadado ante las maravillas que veía. Aunque predominaban los motivos decorativos geométricos, también había figuras. Mostraban en detalle muchas cosas maravillosas. Tumithak apenas podía creer que fuesen reales, pero allí estaban, y para su mente ingenua, el hecho de verlas representadas demostraba que existían de verdad en algún lugar. Aquí, por ejemplo, se veía un grupo de hombres y mujeres bailando. Formaban un corro y bailaban alrededor de algo que ocupaba el centro y que no se distinguía bien. Al mirar con más detenimiento, Tumithak volvió a notar que se le ponían los pelos de punta... era un ser con largas patas de arácnido. Desde algún rincón de su subconsciente, una voz le susurró: «Shelk». Se alejó de aquel relieve con un confuso sentimiento de repugnancia, y pasó a otro que representaba un largo corredor donde había un objeto cilíndrico que debía medir entre cinco y seis metros de longitud. Iba sobre ruedas, y a su alrededor se congregaba un grupo de seres humanos ansiosos y expectantes, con expresiones de alegría y emoción en sus rostros. Tumithak contempló largo rato los relieves, sin alcanzar a comprenderlos. No tenían sentido. ¡Aquellas personas no parecían temer a los shelks! Halló un mosaico que lo confirmaba. Reproducía de nuevo el largo objeto cilíndrico; al lado del mismo estaban tres seres que no podían ser sino shelks. También aquí los rodeaba un grupo humano. En aquellas imágenes aparecía un detalle que impresionó sobremanera a Tumithak. Todas las personas representadas eran obesas. No había nadie que no fuera rollizo y no pesara más de lo normal. El looriano se dijo que probablemente era algo natural en quienes vivían cerca de la Superficie y por lo visto se hallaban en buenas relaciones con los terribles shelks. Naturalmente, ese pueblo tendría pocos cuidados, salvo vivir y engordar. De este modo, meditando y mirando los relieves, siguió adelante hasta ver a lo lejos, en una encrucijada, una forma humana voluminosa. Comprendió que se acercaba a la parte habitada de los corredores. El desconocido dobló el recodo y desapareció. Tumithak se dijo que debía seguir con más cuidado, y avanzó un rato cautelosamente pegado a la pared del corredor, aprovechando todos los escondrijos. Vio miles de cosas que le sorprendieron; en realidad, se hallaba en continuo estado de asombro. Aquí eran unos grandes tapices que colgaban de la pared; allá le daba un vuelco el corazón al tropezar con un grupo de estatuas. Le costó persuadirse de que aquellas piedras talladas no fuesen hombres de verdad. Al principio no había cubículos en los lados del corredor, pero más adelante éste se ampliaba hasta una anchura de doce metros y empezaron a verse las entradas a los habitáculos. ¡No eran nichos, sino verdaderos pórticos y las «cortinas» que los cubrían eran de metal! Era la primera vez que Tumithak veía puertas de verdad, pues en Loor las cortinas de arpillera eran lo único que separaba los cubículos y los corredores. Tumithak anduvo durante varios minutos más. Los relieves de las paredes eran cada vez más complicados, y la galería más alta y ancha: poco después, Tumithak divisó un grupo de hombres que se acercaban. Como no le convenía ser visto, pensó volverse y desandar el camino, pero luego vio una puerta abierta. Era preciso actuar con arrojo y decisión, o emprender una retirada con escasas perspectivas de éxito. Tumithak no lo pensó mucho, sino que abrió de par en par la puerta y entró. Se detuvo un instante y sus ojos, acostumbrados a la brillante luz exterior, tuvieron que adaptarse a la penumbra de la habitación. Luego advirtió que no estaba solo, pues el cuarto se hallaba ocupado por un hombre que, a juzgar por las apariencias, estaba tan espantado por la repentina aparición de Tumithak que se había quedado sin habla. Tumithak aprovechó el manifiesto terror del otro para estudiarlo, y para buscar en el cuarto un modo de escapar u ocultarse.
El cuarto estaba bastante menos iluminado que el pasillo. La luz provenía de dos pantallas empotradas en la pared, cerca del techo. Las paredes eran de un azul mate uniforme, y en la de atrás había una puerta cubierta por un tapiz que conducía al cuarto interior. Una mesa, un sillón acolchado, una cama y un estante abarrotado de libros constituían el mobiliario del cuarto. Y en el medio de la cama yacía aquel hombre descomunal. Era una verdadera montaña de carne. Tumithak calculó que debía pesar unos ciento ochenta kilos. Medía bastante más de un metro ochenta, y su cuerpo desbordaba de la cama que ocupaba, donde habrían cabido sin dificultad tres de los compatriotas de Tumithak. Era un hombre rollizo y colorado; su pelo rubio pálido y su barba acentuaban la rubicundez de su rostro y cuello. Pero la deformidad del hombre quedaba compensada por el refinamiento de su vivienda. Ningún hombre de Loor habría soñado tales lujos. Las ropas de aquel desconocido eran de las más finas telas que cupiera imaginar, delicadas gasas teñidas en los tonos más delicados del rosa nacarado, el verde y el azul, que caían vaporosas sobre su cuerpo, suavizando y dando dignidad a su inmensa gordura. Las sábanas eran tan finas y suaves como las vestiduras del hombre, pero en tonos saturados de verde y castaño. La misma cama era un prodigio, un glorioso monumento de metales con aplicaciones diversas, que parecía forjado por algún genial artesano de la Edad de Oro. Y cubría el suelo una alfombra... ¡Y las pinturas de la pared...! El hombre recobró de súbito la voz. Lanzó un grito, un chillido agudo y femenino, que contrastaba extrañamente con su descomunal humanidad. Tumithak estuvo en un instante al lado del gordo, poniéndole la punta de la espada en la garganta. —¡Cállate! —le ordenó, tajante—. ¡Cállate ahora mismo o te liquido! El otro obedeció, y sus gritos se convirtieron en seguida en gemidos involuntarios y ahogados. Tumithak se puso en guardia, temiendo que el grito hubiera sido oído. Después de comprobar que nada turbaba el silencio exterior, depuso su actitud. El gordo habló entonces: —Usted es un salvaje —afirmó con voz cargada de terror—. ¡Usted es un salvaje de los corredores bajos! ¿Qué hace aquí, entre los Elegidos? Tumithak ignoró la pregunta. —Una palabra más, gordinflón —murmuró con energía—, y habrá en estos corredores una boca menos que alimentar. —Miró hacia la puerta y preguntó—: ¿Puede venir alguien aquí? El otro quiso responder pero, evidentemente, su miedo le impedía articular las palabras. Tumithak rió con desprecio y notó que le embargaba un extraño júbilo. Al looriano le agradaba ver que alguien le tenía tanto miedo. Ningún hombre había tenido oportunidad de gozar aquella sensación de poderío desde hacía siglos. Tumithak tuvo ganas de hacerle pasar un mal rato al otro, pero luego su curiosidad se impuso. Al darse cuenta de que era la espada lo que más aterrorizaba al gordo, la apartó y la devolvió a su vaina. El gordo respiró mejor entonces, pero aún tardó un poco en recodar el habla. Cuando habló, se limitó a repetir su pregunta: —¿Qué hace aquí, en los corredores de los Estetas? —dijo en tono temeroso. Tumithak lo pensó antes de responder. Sabía que aquella gente no temía a los shelks; por lo visto eran sus aliados. El looriano no estaba seguro de si le convenía fiarse del cobarde obeso pero, al mismo tiempo, le parecía absurdo tener miedo de él o de sus semejantes. Como poseía la fatuidad propia de todo gran genio, a Tumithak le gustaba alardear de su misión, por lo que finalmente respondió: —Voy a la Superficie. Vengo del túnel más bajo, tan lejos de aquí que nunca hemos oído mencionar los corredores de los Estetas, como tú los llamas. ¿Eres un Esteta?
—¡Va usted a la Superficie! —repitió el otro, que perdía rápidamente el miedo—. ¡Pero si no ha sido llamado! Lo matarán sin vacilar. ¿Acaso cree que los Sagrados Shelks permitirán que alguien llegue a la Superficie sin haber sido llamado? ¡Y, para colmo, un salvaje de los corredores inferiores! Arrugó la nariz con desdén. A Tumithak no le gustó el desprecio que adivinaba en la voz del otro. —Oye, gordo —dijo—, yo no necesito el permiso de nadie para visitar la Superficie. En cuanto a los shelks, mi único objetivo cuando llegue a la Superficie será matar uno de ellos. El otro lo miró con una expresión que Tumithak no logró descifrar. —Usted va a morir pronto —comentó el Esteta con imparcialidad—. Ya no he de tenerle miedo. Es indudable que al decir una blasfemia tan inaudita, queda condenado tan pronto como la pronuncia. —Se retrepó en la cama mientras hablaba y miró con curiosidad a Tumithak—. ¿De dónde, oh Salvaje, has sacado una idea tan absurda? El looriano quizá se habría enfadado ante el tono de su interlocutor, si la pregunta no le hubiera dado un pretexto para abordar su tema preferido. Le narró al Esteta toda la historia de su misión. Éste escuchaba con atención, tan interesado en apariencia, que Tumithak fue animándose cada vez más. Habló de su infancia, del hallazgo del libro, de la inspiración que éste le proporcionó. Habló de sus años de preparación para aquel viaje, y de las aventuras que había corrido desde su salida de Loor. Era extraño el interés del gordo, pero a Tumithak, absorto en la historia de su misión, no se le ocurrió pensar que el Esteta estaba ganando tiempo. Por eso, cuando terminó su narración, quiso saber cosas acerca de los Elegidos que vivían en los corredores de mármol. —Nosotros, los que vivimos en estos corredores —comenzó el Esteta—, somos los elegidos de la raza humana porque poseemos lo único que los Sagrados Shelks no tienen: el talento para crear belleza. Aunque los Amos son poderosos, carecen de capacidad artística. Sin embargo, saben juzgar el mérito de nuestro arte, y por eso han dejado en nuestras manos el procurarles las bellezas de la vida. Ellos nos encargan todas las grandes obras artísticas que decoran sus maravillosos palacios de la Superficie. Las obras maestras que has visto en las paredes de estos corredores han sido realizadas por mí y por mis conciudadanos. Los bellos cuadros y las estatuas que verás luego en nuestra plaza central son obras devueltas por los Sagrados Shelks. ¿Puedes imaginar la belleza de las piezas aceptadas, de. las que han llegado a la Superficie? A cambio de nuestro trabajo, los shelks nos alimentan y nos facilitan todos los lujos imaginables. De toda la humanidad, hemos sido elegidos como los únicos dignos de ser amigos y compañeros de los amos del mundo. Se detuvo un instante, agotado por lo que para él era, sin duda, un discurso excepcionalmente largo. Después de tomar aliento unos minutos, prosiguió: —Aquí, en estos pasillos de mármol, nacemos y somos educados los Estetas. Sólo trabajamos en nuestro arte, y sólo cuando deseamos hacerlo. Nuestras obras son cuidadosamente analizadas por los shelks, y las mejores se conservan. Los artistas que producen estas obras... escúchame con atención, salvaje... ¡los artistas que producen esas obras son llamados para formar parte de la gran comunidad de Elegidos que viven en la Superficie, y pasan el resto de sus vidas decorando los magníficos palacios y jardines de los Sagrados Shelks! Son los más afortunados, pues saben que sus obras son elogiadas por los mismísimos Señores de la Creación. —Jadeaba de esfuerzo después de haber hablado tanto, pero continuó con decisión—: ¿Te extraña, pues, que nos sintamos superiores a los hombres que han llegado a ser poco más que animales, poco más que conejos agazapados en sus madrigueras a muchos kilómetros bajo el suelo? ¿Te asombra que...?
Su discurso fue interrumpido por un sonido que llegaba del exterior. Era una sirena, cuyo tono se hizo cada vez más agudo, hasta que pareció superar la máxima frecuencia que puede captar el oído humano. Con súbita prisa, el Esteta se volvió de costado. Intentó bajarse de la cama, consiguiéndolo después de varias tentativas. Anduvo con torpeza hasta la puerta y luego se volvió. —¡Los Amos! —gritó—. ¡Los Sagrados Shelks! Han venido para llevarse otro grupo de artistas a la Superficie. Sabía que iban a venir pronto. Salvaje, y por eso he soportado tu larga y aburrida historia. Intenta escapar si puedes, aunque sabes tan bien como yo que nada escapa a los Amos. ¡Y ahora voy a decirles que estás aquí! Cerró de un portazo la puerta en las narices de Tumithak y desapareció. Tumithak se quedó en la habitación, incapaz de moverse. Le parecía increíble que los shelks estuvieran tan cerca. Estaba seguro de que la puerta se abriría de un momento a otro; los espantosos seres arácnidos entrarían en tropel y acabarían con su vida. Se vio en una trampa sin posibilidad de escapatoria. Tembló de miedo, pero luego y como siempre, se avergonzó de su reacción y procuró dominarse. Aún temblando fuertemente a causa de lo que estaba a punto de hacer, se acercó a la puerta y la observó con cuidado. Había decidido que más valía tratar de escapar por el corredor, y no esperar allí a ser capturado por los shelks. Le costó varios minutos el descubrir cómo funcionaba el cerrojo, pero luego abrió la puerta y salió al corredor. Por fortuna, no había nadie en la zona donde estaba Tumithak, pero a lo lejos aún se veía al obeso Esteta meneándose pesadamente. Otros, casi tan gordos como él, se le acercaban; todos avanzaban con tanta rapidez como les permitía su gran peso, evidentemente hacia la plaza de la ciudad. Tumithak los siguió a distancia prudencial y, poco después, vio que enfilaban otro pasillo. Se aproximó con cuidado a la encrucijada, y decidió matar cuanto antes al gordo que pensaba traicionarlo. Hizo bien al acercarse con cautela, pues cuando se asomó vio que estaba a menos de treinta metros de la plaza mayor. Jamás había visto una plaza semejante. Era una inmensa bóveda circular de más de cien metros de diámetro, cuyo suelo de mármol teselado y paredes con relieves ofrecían un espectáculo que obligó a Tumithak a ahogar un grito de admiración. Había estatuas montadas sobre pedestales de diferentes colores, y maravillosos tapices colgaban de los muros. La plaza estaba casi abarrotada de Estetas, ya que había más de quinientos. Mas no fue la bóveda, ni su decoración, ni sus ocupantes lo que más impresionó a Tumithak. Sus ojos estaban fijos en el gran cilindro de metal que se hallaba en el centro. Era idéntico al que había visto en bajorrelieve a su llegada: de cinco o seis metros de longitud, montado sobre cuatro gruesas ruedas y, según acababa de ver, provisto de una abertura redonda en la parte superior. Mientras miraba, varios objetos salieron volando por la abertura y aterrizaron suavemente delante de la multitud. Uno tras otro, como muñecos de una caja de resorte, salieron de la abertura y, cuando tocaban ágilmente el suelo, los Estetas prorrumpían en una ovación. Tumithak retrocedió precipitadamente; luego, cuando su curiosidad pudo más que su cautela, se atrevió a mirar de nuevo hacia la rotonda. ¡Por primera vez en más de cien años, un hombre de Loor veía un shelk! Su alzada era como de un metro veinte, y en efecto parecían arácnidos, como relataba la tradición. Vistos de cerca, no obstante, se advertía que el parecido era sólo superficial. Aquellos seres no eran peludos, y tenían diez patas en lugar de las ocho que posee un verdadero arácnido. Las patas eran largas, con tres articulaciones, y al extremo de cada una se veía una garra corta y rudimentaria, muy semejante a una uña. Dichas patas se distribuían cinco a cada lado, y se unían con el cuerpo entre la cabeza y el abdomen. Éste era muy parecido al de una avispa y aproximadamente del mismo tamaño que la cabeza, que, por cierto, era lo más sorprendente de aquellos seres.
En efecto, era una cabeza humana: los mismos ojos, la misma frente ancha, una boca de labios apretados y delgados, y la barbilla, daban a la cabeza de los shelks una sorprendente expresión humana. Sólo faltaban la nariz y el cabello para que el rostro fuese enteramente el de un hombre. Mientras Tumithak miraba, ellos pasaron a ocuparse del asunto que los traía al mundo subterráneo. Uno de ellos sacó un papel de una bolsa que colgaba de su cuerpo, lo cogió con habilidad entre dos de sus extremidades y comenzó a hablar. Su voz tenía un timbre raro y metálico, pero a Tumithak no le resultó difícil entender lo que decía. —¡Hermanos de los Túneles! —gritó—. Ha llegado el momento de que otro grupo de entre los vuestros construya su hogar en la Superficie. Los amigos que os dejaron la semana pasada esperan con impaciencia vuestra llegada, y sólo nos resta pronunciar los nombres de aquellos en quienes ha recaído el gran honor. Prestad atención; los que sean llamados, que entren en el cilindro. —Hizo una pausa para asegurarse de que sus palabras habían sido comprendidas y luego, en medio de un silencio impresionante, empezó a leer los nombres—: ¡Korystalis! ¡Vintiamia! ¡Lathrumidor! Uno tras otro, los corpulentos hombres de elefantiásico aspecto se adelantaron y treparon por una pequeña escalera que se había desplegado desde el cilindro. Tumithak vio que el tercero de los llamados era su interlocutor de antes. La expresión de su rostro, lo mismo que la de los demás, era de sorpresa y alegría, como si un suerte increíble acabase de favorecerle. Tumithak estaba tan distraído observando a los shelks y a su vehículo, que había olvidado la amenaza del Esteta. Cuando vio que éste se acercaba a los shelks, el looriano tuvo un movimiento de terror, aunque no pudo despegar los pies del suelo, como si estuvieran clavados, Pero su temor era vano, pues, por lo visto, la inesperada fortuna había borrado cualquier otro pensamiento de la mente sencilla del Elegido, en vista de que subía al cilindro sin hablar una sola palabra con los shelks que lo rodeaban. Tumithak lanzó un gran suspiro de alivio cuando lo vio desaparecer por el agujero. Seis eran los shelks, y seis Estetas fueron llamados; al oír sus nombres corrían para trepar, entre jadeos y resuellos, y meterse en el vehículo. Cuando todos hubieron pasado por la abertura redonda, los shelks se volvieron y los siguieron. Una tapa cubrió la boca de acceso, y se hizo el silencio en el corredor. Al poco, los demás Estetas empezaron a dispersarse. Como algunos entraban en el pasillo donde estaba escondido Tumithak, se vio obligado a retroceder y meterse en un habitáculo para no ser descubierto. Temía que entrase algún Esteta y lo descubriera, pero esta vez la suerte le sonrió. Al cabo de un rato miró y halló vacío el corredor. Salió y regresó rápidamente a la plaza. No quedaban Estetas en ella, pero, por algún motivo, el cilindro seguía en el mismo lugar. De improviso, Tumithak concibió una idea cuya misma audacia lo estremeció. ¡Era evidente que los shelks venían de la Superficie en aquel vehículo! Y en él regresarían. ¿No había dicho el Esteta, a quien los shelks llamaban Lathrumidor, que algunas veces los artistas eran llamados para vivir en la Superficie con los shelks? Sí; indudablemente, el cilindro estaba a punto de regresar a la Superficie. Y, con repentina e inspirada decisión, Tumithak supo que viajaría en él. Avanzó con rapidez y se aferró a la parte posterior de la máquina, buscando apoyo en los escasos salientes que logró encontrar. ¡En ese preciso instante, cuando apenas había logrado asirse a la máquina, ésta comenzó a moverse sin ruido, corriendo vertiginosamente por el túnel! 6 - La muerte del shelk Aquella travesía fue para Tumithak una caleidoscópica sucesión de imágenes renovadas sin cesar. El cilindro avanzaba con tanta velocidad que sólo de vez en cuando,
al reducir para doblar un recodo o recorrer una galería excepcionalmente estrecha, podía levantar la cabeza y mirar a su alrededor. Pasaron por corredores más intensamente iluminados que los que Tumithak había visto hasta entonces. Vio galerías de metal, pulidas y resplandecientes, y corredores de roca sin labrar, donde las sacudidas al pasar sobre las irregularidades del piso lo pusieron en peligro de ser derribado de su precaria posición. En una ocasión recorrieron lentamente un pasadizo de mármol, flanqueado por dos hileras de Estetas que entonaban un sonoro y solemne himno a medida que pasaba el coche de los shelks. Tumithak creyó que lo descubrirían, pero si alguno de los cantores lo vio no hizo caso, suponiendo tal vez que iba prisionero de los shelks. Ya no hallaron más encrucijadas; el único camino a la superficie era el ancho túnel principal que seguía la máquina. Tumithak estaba cada vez más cerca de su meta. Aunque la velocidad del coche no era excesiva en comparación con la de los coches que empleamos hoy, hemos de recordar que la máxima velocidad que podía imaginar el looriano era la de un atleta humano. Por eso le parecía viajar en alas del viento, y su alivio no tuvo limites cuando el coche redujo la velocidad, permitiéndole saltar al suelo en una zona del túnel que tenía trazas de estar deshabitada desde hacía muchos años. Había abandonado toda intención de continuar el viaje, y sólo deseaba abandonar aquella empresa endemoniada que tan temerariamente había comenzado. Tumithak decidió quedarse un rato donde había caído, al menos lo necesario para recobrar sus facultades embotadas. Entonces vio que el coche de los shelks se había detenido a menos de cien metros de distancia. Al punto se puso en pie para lanzarse hacia la primera puerta abierta que encontrase. El habitáculo en que entró estaba lleno de polvo y sin muebles; sin duda, llevaba mucho tiempo desocupado. Pareciéndole que allí no corría peligro, Tumithak se acercó a la puerta y miró. Al instante vio que la puerta o escotilla de la parte superior del coche estaba abierta, pero pasaron varios minutos antes de que comenzaran a salir los pasajeros. Asomó primero la gorda cabeza de uno de los Estetas, que se dejó caer dificultosamente por el costado del coche. Le siguió un shelk, que saltó ágilmente al suelo, y de este modo el coche fue vaciándose hasta que los doce ocupantes se encontraron en la galería; luego todos se volvieron y entraron en un habitáculo, el único del que colgaba una cortina para cubrir la entrada. Tumithak esperó un rato en su escondite, calculando su próximo movimiento. Su timidez instintiva le aconsejaba permanecer oculto, esperar varios días si fuese necesario, hasta que los shelks regresarían a su máquina y partieran. En cambio, su curiosidad le impulsaba a descubrir qué hacía aquel grupo tan heterogéneo detrás de la gran puerta cubierta por un tapiz. Y su prudencia le indicaba que, si pensaba proseguir su búsqueda, lo mejor era continuar en seguida por el túnel, mientras los shelks aún estuvieran dentro del habitáculo... pues sabía que se hallaba cerca de la superficie, de la meta que había perseguido tanto tiempo. Su buen juicio ganó y eligió esta última solución, olvidándose del grupo. Salió del cuarto y echó a correr, ligero y silencioso. Pero cuando llegó frente al gran umbral y vio que era fácil ocultarse allí, decidió echar una última mirada a los shelks y sus extraños amigos antes de continuar. Uniendo la acción a la idea, se acercó, entreabrió las cortinas, las corrió un poco y miró. Lo primero que llamó su atención fue el tamaño desmesurado del cubículo. Debía medir veinticinco metros de longitud y doce de anchura, por lo que le pareció un cuarto realmente enorme al looriano; en la penumbra no se alcanzaba a ver el techo. Era tan alto que las lámparas, dispuestas en las paredes a la altura del hombro, no alumbraban la parte superior. Tumithak tuvo la extraña impresión de que no había techo, de que las paredes se elevaban cada vez más, hasta alcanzar la Superficie. Sin embargo, no pudo entretenerse en analizar esta posibilidad, pues apenas se le había ocurrido sus ojos se
fijaron en la mesa. Era una enorme mesa baja, cubierta con un mantel de nívea blancura y llena de cosas raras que Tumithak notó ser alimentos. Pero el looriano los miró con sorpresa, pues eran alimentos de los que jamás había oído hablar, que sus antepasados no habían conocido durante muchas generaciones: las mil y una viandas suculentas de la Superficie. Alrededor de la mesa había una docena de divanes bajos, en algunos de los cuales estaban reclinados los Estetas, comiendo con enorme apetito. Cosa rara, los shelks no tomaban parte en el banquete. Cada uno de los corpulentos artistas tenía un shelk a su espalda. Para Tumithak, había algo de mal agüero en aquella actitud. Observaban en silencio todos los movimientos de los Estetas. Pero los que se llamaban a sí mismos Elegidos estaban a sus anchas, atracándose de comida y cambiando gruñidos de satisfacción entre sí. Tumithak tuvo que apartar la mirada, ante tan desagradable escena. De súbito se oyó una orden tajante del shelk situado detrás de la cabecera de la mesa. Los Estetas alzaron la vista, consternados, con expresiones de ansiedad y lastimera incredulidad en sus rostros. Pero antes de que pudieran moverse o lanzar un grito, los shelks se habían abalanzado sobre ellos, buscando y hallando infaliblemente con sus bocas de labios delgados las yugulares, bajo los pliegues de carne de los gruesos cuellos de los gordos. Los artistas forcejearon en vano; su resistencia débil y torpe no les sirvió de nada. Los ágiles shelks rechazaron fácilmente los brazos de los que intentaban defenderse, mientras sus dientes se clavaban cada vez más profundamente en la carne. Tumithak se ahogaba de espanto. Como en un trance, vio que los movimientos de los Estetas se hacían más lentos, hasta cesar del todo. La cabeza le daba vueltas. ¿Cuál... cuál podía ser el significado de aquello en Venus? ¿Qué relación había entre aquella escena espantosa y la larga explicación que Lathrumidor le había dado en los corredores de mármol sobre las vidas de estas personas? Observó la escena horrorizado, incapaz de apartar los ojos de ella. Los Estetas estaban yertos. Los shelks se apartaron y dio comienzo una febril actividad. Sacaron de debajo de la mesa varios cántaros transparentes de gran tamaño, y media docena de máquinas provistas de largas mangueras. Éstas fueron ajustadas a las heridas de los cuellos de los Estetas, y Tumithak vio que la sangre era extraída rápidamente de los cuerpos y traspasada a los cántaros. A medida que éstos se llenaban de líquido, los cuerpos de los Estetas decaían como globos de los que se escapa el aire. Poco después yacían en el suelo alrededor de la mesa, pálidos y arrugados. Los shelks no parecían excitados por su tarea; por lo visto era cosa de rutina. Sus serenos y rápidos movimientos multiplicaron el terror de Tumithak. Al fin éste superó la especie de parálisis que lo atenazaba, se volvió y se alejó a toda prisa. Subió cada vez más rápido por el corredor, y por último, agotado y jadeante, incapaz de dar un paso más, cruzó una puerta abierta y se echó en el suelo del apartamento, exhausto, anonadado. Poco a poco recobró el dominio de sí, la respiración y, más tarde, algo de valor. Censuró severamente su propia cobardía, y eso que aún temblaba al recordar el terrible espectáculo que había presenciado. A medida que se tranquilizaba empezó a considerar el significado de lo que había visto. Lathrumidor el Esteta le había hecho creer que los shelks eran amables protectores de los artistas geniales. Había dicho que el viaje a la Superficie era el honor supremo en la vida de un Esteta. El shelk que había hablado en la rotonda también dio a entender lo mismo. Por alguna razón desconocida, en la primera ocasión que se les presentó después de salir de la ciudad, los shelks habían asesinado a sus obedientes siervos, con arreglo a un rito que parecía habitual en ellos. Por más que se devanaba los sesos, Tumithak no lograba explicarse la evidente contradicción. Se
encogió sobre sí mismo en el cubículo, trastornado por la monstruosidad de las aventuras de aquella jornada, y durmió con sueño agitado. No era extraño que Tumithak quedase trastornado por tan raros acontecimientos. No conocía relaciones entre animales que le sirvieran como término de comparación para entender la que existía entre los Estetas y los shelks. En los túneles no había animales domésticos, y hacía siglos que el hombre había perdido todo recuerdo de ellos. Tendrían que transcurrir muchos siglos más antes de que volvieran a familiarizarse con ellos. Por eso, Tumithak no conocía nada parecido a las condiciones en que los shelks tenían a los Estetas. Hoy sabemos lo que eran: ¡ganado! Mantenidos en un sentimiento de falsa seguridad mediante mentiras hipócritas, seleccionados durante siglos hasta obtener la estupidez sanguínea y bovina que los caracterizaba, carentes de medios intelectuales salvo el instinto artístico que los shelks despreciaban, al cabo de muchas generaciones habían pasado a ser víctimas propiciatorias de las Bestias de Venus. Por una extraña combinación de las mentiras de los shelks con su propio engreimiento desmedido, se habían acostumbrado a esperar desde su primera infancia ese día feliz en que serían trasladados a la Superficie... para convertirse, sin saberlo, en alimento de sus amos. Así eran los Estetas, tal vez la más extraña de las diversas razas humanas obtenidas mediante selección por los shelks. Nada de esto se hallaba al alcance de la comprensión de Tumithak... o de cualquier otro hombre de su generación. Por ese motivo, después de despertar, reanudó su caminar sin entender todavía la extraña relación. Pero cuando una mente semisalvaje no puede resolver una dificultad, la olvida en seguida: poco después Tumithak avanzaba con la mente en paz. Desde el corredor de los Estetas cantores y la vertiginosa travesía, Tumithak no había visto señales de vida. Las galerías donde se hallaba quedaban demasiado cerca de la Superficie como para estar habitadas por el hombre. Por eso, Tumithak no halló a nadie en ellas y recorrió varios kilómetros sin ser molestado. El corredor terminaba sin otra salida sino una escalera de metal empotrada en la pared, que se elevaba hacia las tinieblas. Lleno de excitación contenida y latiéndole el corazón desenfrenadamente, Tumithak empezó a subir por el que, como sabía, era el último pozo antes de llegar a la Superficie. Salió a un corredor de extraña piedra negra, sacó de la bolsa el último regalo de su padre y emprendió la pendiente ascendente, sujetando cuidadosamente su arma. El paso era el más estrecho que había visto Tumithak y, a medida que caminaba, las paredes se acercaban aún más, hasta quedar separadas por unos sesenta centímetros de ancho. La pendiente se hizo cada vez más empinada y por último se convirtió en una escalera. Tumithak subió los escalones, con el corazón latiéndole más rápido por momentos. Finalmente vio su meta. Hacia delante, muy lejos en lo alto, brillaba una luz mucho más poderosa que la de los corredores y de un extraño color rojizo. Tumithak supo, mientras la miraba sobrecogido, que aquella era la luz de la Superficie. Se apresuró; la altura del techo era cada vez menor, y no tuvo más remedio que agacharse para franquear los últimos metros. Por último llegó al final de la escalera y se vio en un túnel superficial, a menos de un metro y medio de profundidad. Levantó la cabeza y dejó escapar una débil exclamación de absoluta incredulidad. Porque Tumithak acababa de ver la Superficie. La enormidad de la escena fue lo que más espantó al looriano. Le parecía haber salido a un domo o túnel gigantesco, tan enorme que ni siquiera se abarcaba su inmensidad. El techo y las paredes se unían formando una estupenda bóveda, semejante a un cuenco invertido, cuyos bordes tocaban el suelo en una línea tan lejana, que era absolutamente increíble. En muchos lugares el techo y las paredes eran de un azul maravilloso, el color de los ojos de una mujer. Ese azul brillaba como una joya y estaba veteado de grandes
manchas algo donosas de color blanco y rosado; mientras miraba, Tumithak creyó observar que esas enormes manchas onduladas se movían y cambiaban de forma lentamente. Incapaz de apartar los ojos del cielo, el asombro y el respeto de Tumithak iban convirtiéndose en un gran temor. Cuanto más miraba, más lejos parecía estar la gran cúpula, pero al mismo tiempo le rodeaba de modo misterioso y terrible. Un instante después tuvo la certeza de que las grandes manchas onduladas se movían, y experimentó la espantosa sensación de que estaban a punto de caer y aplastarlo. Enfermo y aterrorizado por la grandiosidad del escenario que se abría ante él, regresó al túnel y se encogió contra la pared, temblando, presa de un pánico desconocido e irracional. Como había nacido en los limitados confines de las galerías, y había vivido toda su vida bajo tierra, cuando vio por primera vez la Superficie, Tumithak fue víctima de la agorafobia, ese curioso temor a los espacios abiertos que hoy todavía padecen algunas personas. Su mente tardó casi una hora en rehacerse. ¿Había caminado tanto, se dijo a sí mismo, para volverse tan sólo por temor ante este aspecto de la Superficie? Ciertamente, si aquella gigantesca bóveda azul y manchada pudiera caerse, no habría esperado a que apareciera él. Respiró hondo, la razón prevaleció al fin, y volvió a salir. Esta vez sus ojos evitaron el cielo, y procuró fijarlos en el suelo del «habitáculo». Cerca del túnel el suelo estaba compuesto de polvo pardo y grueso, pero poco más allá éste se hallaba cubierto por una sorprendente alfombra, hecha con millares de largos pelos verdes y tupidos que ocultaban totalmente el suelo polvoriento. Un poco más lejos se veía un grupo de columnas altas e irregulares, cuya parte superior desaparecía entre un inmenso manojo de cosas verdes, del mismo color y aspecto que la alfombra. Cuando Tumithak miró más allá de la hierba y los árboles, vio una maravilla que superaba a todas las que había visto. Colgando de la cúpula, sobre los árboles, aparecía la gran lámpara de la Superficie, un orbe brillante y cegador que iluminaba con su luz roja la inmensidad. Mudo de asombro, Tumithak contempló la primera puesta de Sol de su vida. Volvió a sentirse mareado y enfermo por efecto de la agorafobia; pero la belleza de aquella visión le hizo olvidar su temor y lo tranquilizó gradualmente. Poco después volvió la mirada al lado opuesto... ¡y allí, alzándose a gran altura, estaban las casas de los shelks! Hasta donde abarcaba la vista, había doce torres a modo de obeliscos. Sus paredes de metal lanzaban reflejos rojos bajo la luz del sol poniente. No todas eran verticales, pues el extraño e inhumano sentido artístico de los shelks les hacia preferirlas en distintos ángulos desviados de la perpendicular, algunas hasta treinta grados. Eran de distinta altura, entre quince y sesenta metros, y de la parte superior colgaban largos cables que unían entre sí todas las torres. Carecían de ventanas, y el único acceso era una abertura redonda situada en la parte inferior. Puesto que ninguna de las torres tenía más de cuatro metros y medio de circunferencia, presentaban un aspecto comparable al de un puñado de agujas gigantescas. El looriano no habría sabido decir cuánto tiempo estuvo contemplando la sorprendente ciudad. De todas aquellas maravillas, la más notable fue el ocaso, el aparente hundimiento de la gran luz roja en el suelo. Cuando el Sol hubo desaparecido, Tumithak siguió mirando atentamente las paredes, que todavía brillaban con rojo resplandor... Y entonces... Tumithak no había oído ruido alguno. Aunque estaba absorto, sus sentidos permanecían instintivamente alertadas, y no había oído nada. Luego oyó un áspero crujido a su espalda, y una voz chillona y metálica ordenó con espasmódica pronunciación: —¡Regresa... a... ese... agujero! A Tumithak se le heló la sangre cuando vio al shelk, que estaba a dos pasos.
Para el looriano, aquel instante fue tan largo como un año. Al volverse para hacer frente a la bestia, mil pensamientos cruzaron por su mente. Recordó a Nikadur y a Thupra, y pensó en los muchos años que habían pasado juntos; pensó en su padre e incluso en su madre, a la que apenas recordaba; más extraño aún, pensó en el enorme yakrano, en cómo lo había empujado al pozo, y cómo había gritado mientras caía. Todos esos recuerdos pasaron por su mente mientras se volvía y levantaba el brazo para protegerse. La acción fue totalmente instintiva; era como si no tuviese el menor dominio de su cuerpo. Algo ajeno a él, o superior a él, le hizo flexionar los dedos. Al hacerlo, el revólver, último de los tres regalos de su padre, escupió llamas y estampidos. Como en sueños, lo oyó ladrar una, dos, tres... siete veces... ¡y el cadáver del shelk cayó dentro del túnel! Durante unos momentos, el héroe se quedó mirándolo estúpidamente. Luego, dándose cuenta de que había llevado a cabo su misión, se dejó invadir por un inmenso júbilo. Desenvainó rápida mente la espada y se puso a cortar las diez largas patas del shelk; mientras lo hacía, tarareó el himno de guerra que cantaban los loorianos cuando marchaban contra los yakranos. Se oían súbitos ruidos y tintineos procedentes de las casas de los shelks, pero él siguió despedazando sistemáticamente a su víctima, hasta separar la cabeza del cuerpo. Al notar que las voces de los shelks se acercaban, guardó la ensangrentada cabeza en la pechera de su túnica y bajó como el viento los escalones del pasadizo. 7 - El poder y la gloria Tumlook de Loor, padre de Tumithak, estaba sentado a la entrada de su habitáculo, mirando hacia el corredor. Durante las últimas semanas había llevado una vida solitaria y, aunque sus amigos habían intentado darle ánimos con la charla optimista de costumbre, sabía que todos estaban seguros de que su hijo jamás regresaría. Ni los más atrevidos osaban asegurar que Tumithak lograría llegar más allá de Yakra. Tumlook no ignoraba esa opinión de sus amigos y empezaba a creer lo mismo que ellos, aunque hacían cuanto les era posible para darle a entender que esperaban cosas maravillosas de su hijo. Se preguntó por qué había permitido que el joven emprendiera una empresa tan descabellada. ¿Por qué no había sido más severo con él, quitándole la idea de la cabeza cuando aún se hallaba a tiempo? Por eso estaba allí sentado, abrumándose a reproches, mientras esperaba la hora de acostarse y la vida de Loor pasaba por su lado como un torrente irregular y tumultuoso. Su rostro se animó un poco. Por el corredor se acercaban los dos enamorados cuya larga amistad con Tumithak era un vínculo que Tumlook, en cierto modo, había heredado. Nikadur saludó y, cuando llegaron, Thupra se puso de puntillas y lo besó impulsivamente en la mejilla. —¿Ha sabido algo de Tumithak? —salió la pregunta que casi había pasado a ser un saludo entre ellos. Tumlook meneó la cabeza. —¿Crees que eso es posible? —preguntó—. Después de tantas semanas, hay que darlo por muerto. Pero Thupra no estaba dispuesta a dejarse desalentar. En efecto, en todo Loor ella era la única que conservaba la confianza, casi la certeza, de que Tumithak estaba vivo y retornaría triunfante. —Regresará —dijo—. Estamos seguros de que llegó a Yakra. ¿No ha contado Nennapuss lo del gigante que hallaron muerto al pie de un pozo yakrano? Si Tumithak pudo vencer a un hombre como ése, ¿quién podría vencerlo a él? —Puede que Thupra tenga razón —intervino Nikadur seriamente––. En Nonone se rumorea que hubo un gran pánico en Yakra, durante el cual, según se dice, un hombre de
estos corredores pasó por la ciudad. Esos rumores son vagos y tal vez sean sólo habladurías, pero también es posible que Tumithak llegara a los Corredores Tenebrosos. —Sé que Tumithak regresará —repitió Thupra—. Es fuerte y... Se interrumpió; al fondo del corredor sus oídos percibieron un ruido, y prestó atención. Luego lo oyó también Nikadur, y por último hasta el propio Tumlook. Era un grito, un clamor lejano que se intensificó mientras escuchaban. Varios paseantes lo oyeron también y se detuvieron; luego dos hombres pasaron corriendo en dirección al lugar de donde provenía el clamor. Nuestros tres amigos intentaron captar lo que decían. Más hombres corrían por el túnel buscando el origen del ruido. —¡Vamos! —gritó de súbito Nikadur, con una expresión de angustia en el rostro—. Si es una invasión de los yakranos... Sin hacer caso de Thupra, salió corriendo. Tumlook sólo se demoró lo necesario para entrar en el cuarto y proveerse de armas. Thupra no pensaba quedarse atrás. En seguida alcanzó a Nikadur y, pese a sus objeciones, insistió en acompañarlo. De este modo los tres, en compañía de otros muchos, corrieron hacia el origen del tumulto. Tropezaron con un hombre que corría en sentido opuesto. —¿Qué pasa? —coreó una docena de voces. La respuesta del hombre fue un balbuceo incomprensible, mientras seguía corriendo. La ignorancia de la multitud no iba a durar mucho, porque al doblar el próximo recodo vieron la causa del alboroto. Por el corredor avanzaba una procesión increíble. Un grupo de loorianos abría el desfile, bailando y gritando como locos. Les seguía un personaje conocido: Nennapuss, jefe de los nonones, y su séquito de oficiales. Detrás de Nennapuss venía prácticamente toda la población de Nonone, todos muy excitados y hablando a gritos con los loorianos que iban encontrando. Pero éstos no miraban a los nonones, sino a los que venían detrás. A los hombres de Nennapuss les seguía una multitud de yakranos, y todos enarbolaban un bastón con un trapo blanco (que todavía, después de tantos siglos, simbolizaba una tregua). Datto, el hercúleo jefe de los yakranos, estaba allí, y también su gigantesco sobrino Thorp, y otros muchos a quienes los loorianos conocían por los relatos de los nonones. Y luego, a hombros de dos de los yakranos más fuertes, venía... ¡Tumithak! Pero cuando los ojos de los loorianos contemplaron a Tumithak, ya no vieron nada más. Pues el espectáculo era tan increíble, que les costó convencerse de que no estaban soñando. Venía ataviado con unas ropas que a todos les parecieron hermosas más allá de toda ponderación. Eran telas finísimas, gasas vaporosas teñidas en los tonos más delicados del rosa nacarado, el verde y el azul. Caían vaporosamente, adhiriéndose a su cuerpo y dándole el aspecto de un dios. Ceñía su cabeza con una banda de metal no muy distinta de una corona; una banda como las que, según la leyenda, solían usar los reyes de los shelks. ¡Y lo más increíble era que tenía el brazo en alto, y sostenía en la mano la arrugada cabeza de un shelk! Tumlook, Nikadur y Thupra se unieron automáticamente a la muchedumbre. Un momento antes bajaban por el corredor hacia la increíble procesión; al siguiente ésta los había absorbido, y ellos imitaban a la multitud vociferante y entusiasta que reía y se abría paso hacia la plaza mayor de Loor. Llegaron a la encrucijada de los dos túneles principales y formaron un gigantesco corro, cuyo centro ocupaban Tumithak y los yakranos. La multitud siguió alborotando un rato; luego Tumithak subió al pedestal de piedra tradicionalmente reservado a los oradores y levantó la mano reclamando silencio. La calma se impuso casi en seguida, y en ese silencio se oyó la voz de Nennapuss, maestro de ceremonias nato.
—¡Amigos de Loor! —gritó—. El día de hoy quedará para siempre en los archivos de las tres ciudades de los corredores bajos. Hacía incontables años que las tres ciudades no se reunían pacíficamente y para lograr esto ha sido necesario un acontecimiento tan fantástico, que resulta casi increíble. Porque, al fin, un hombre ha matado un shelk... Fue interrumpido por la sonora voz de Datto, el orgulloso jefe de los yakranos. —¡Basta! —rugió—. Hemos venido aquí para honrar a Tumithak, el looriano que ha matado un shelk. Cantemos himnos de alabanza. Nosotros, los jefes, inclinémonos ante él, Nennapuss, y llamemos a los jefes de Loor para que también se inclinen ante él, pues no habría dado muerte a un shelk si no fuese mucho más grande que todos nosotros. Nennapuss se mostró algo molesto al ver que no le dejaban practicar su afición preferida. Pero antes de que pudiera responder, Tumithak se puso a hablar. Al oírlo, el yakrano y el nonone escucharon con respeto. —Compañeros loorianos —comenzó—, hermanos de Nonone y de Yakra, no fue para ganar honores por lo que viajé hasta la Superficie y maté a la bestia cuya cabeza tengo en esta mano. Desde niño he creído que los hombres podían luchar contra los shelks. La ambición de mi vida era demostrar a todos esa verdad. Indudablemente, ningún ciudadano de Loor es menos valiente que yo. Pero muchos me consideraban sólo un soñador. Y os aseguro que no era mucho más. ¿No comprendéis que el hombre no es la criatura débil e insignificante que suponéis? ¡Vosotros, los yakranos. jamás os habéis inclinado aterrorizados cuando los hombres de Loor os atacaban! Loorianos, ¿alguna vez habéis temblado en vuestros habitáculos cuando los yakranos invadían los corredores? ¡Pero la palabra «shelk» os hace huir a vuestros hogares llenos de pánico! ¿No comprendéis que esos shelks, aunque poderosos, no son más que criaturas mortales como vosotros? Escuchad ahora la historia de mis hazañas, y decidme si hice algo que vosotros no pudierais alcanzar. Comenzó a narrar sus aventuras. Cuando habló de su paso por Yakra, los loorianos aplaudieron y hubo silencio entre los habitantes de Yakra; luego habló de los Corredores Tenebrosos, y los yakranos aplaudieron también cuando contó lo de la matanza de los perros. Habló de los corredores de los Estetas y describió con gran lujo de detalles las bellezas que había visto allí, esperando despertar en ellos el deseo de poseerlas. Cuando intentó hablarles de la Superficie, le faltaron palabras; con el limitado vocabulario de los corredores, era prácticamente imposible narrar la muerte del shelk. Por último, relató su regreso. —Por algún motivo, los shelks no me siguieron y llegué sin dificultad a los primeros corredores de los Estetas. Allí me descubrieron y tuve que luchar con seis gordos antes de proseguir. Los maté a todos —Tumithak, con su sublime vanidad inconsciente, olvidaba explicarles cuan fácil había sido acabar con sus voluminosos adversarios—, les quité estas ropas y seguí mi camino. Pasé otra vez por los Corredores Tenebrosos, pero nadie se me opuso. Tal vez el terrible olor del shelk era tan intenso que los salvajes tuvieron miedo de acercarse a mí. Así llegué a Yakra, y supe que la mujer a quien había conocido en el viaje de ida le había narrado la historia al jefe Datto, que estaba bien dispuesto, e impaciente por hacerme los honores a mi regreso. Luego pasé por Nonone, y aquí me tenéis. El discurso había terminado, y la multitud prorrumpió en una ovación. El clamor hizo vibrar las paredes y el gran túnel resonó como una campana. —¡Grande es Tumithak de los loorianos! —gritaron—. ¡Grande es Tumithak, matador de shelks! Tumithak se cruzó de brazos y recibió con satisfacción las aclamaciones, olvidando momentáneamente que su misión consistía en demostrar que no se necesitaba ser un gran hombre para matar a un shelk. Poco después el alboroto cesó y se oyó de nuevo la voz de Datto:
—¡Loorianos! —gritó—. Durante muchos, muchísimos años, los hombres de Yakra han sostenido una guerra interminable con los de Loor. Hoy, la guerra ha terminado. Hemos conocido a un looriano que es más grande que todos los yakranos, y por eso queremos vivir en paz con Loor. ¡Y para demostrar que digo la verdad, Datto jura obediencia a Tumithak! Estalló otra ovación, y luego Nennapuss se puso en pie. —Has hablado con sabiduría, ¡oh Datto! Realmente Tumithak es jefe de jefes. En el pasado hubo pocas enemistades entre Loor y Nonone, por lo que nuestro caso es distinto. Porque se dice que antaño el pueblo de Loor y el de Nonone eran uno. Por ejemplo, hemos sabido que en días del gran jefe Ampithat, que gobernó... —en ese momento, Datto se adelantó con impaciencia y le dijo algo al oído; el nonone se sonrojó y prosiguió—: En fin, será suficiente decir que también Nennapuss se inclina ante Tumithak, jefe de jefes y jefe de Nonone. El público volvió a vitorearlos, y Datto pidió la palabra. ¿No sería conveniente, preguntó frunciendo enérgicamente el ceño, que los loorianos también reconocieran como jefe a Tumithak, nombrándole así soberano de todos los corredores bajos? Los loorianos le ovacionaron y Tagivos, el más anciano de los doctores, se puso en pie para hablar: —El pueblo de Loor no se gobierna como el de Nonone y el de Yakra —explicó—. Hace muchos años que no tenemos jefes. Sin embargo, como sería útil que las tres ciudades estuvieran unidas, el Consejo se reunirá para decidir si Tumithak debe ser nombrado jefe. El consejo celebró una sesión de urgencia bajo la dirección de Tagivos, Tumlook y el viejo Sidango, y poco después proclamaban su decisión de reconocer a Tumithak como jefe. Y así, entre el ruidoso jolgorio que no dejaba entender nada de lo que se decía, Tumithak se convirtió en jefe de todos los corredores bajos. Datto y su hercúleo sobrino Thorps, los hombres más importantes de Yakra, fueron los primeros en jurarle obediencia; Tumithak aceptó luego la fidelidad de Sidango, Tagivos y los demás loorianos. A Tumithak le pareció raro tener que tocar la espada de su padre y recibir su juramento, pero mantuvo una postura digna y trató a Tumlook como a los demás mientras duró la ceremonia. Luego reclamó atención. —Amigos, conciudadanos, compatriotas —dijo—, he venido a anunciar un nuevo amanecer para el hombre. Han pasado más de treinta años desde que la guerra visitó estos pasadizos, y en ese período los hombres casi han olvidado las artes de la guerra. Hemos vivido apoltronados, mientras allá arriba los enemigos de toda la humanidad se hacen cada vez más fuertes. Pero al nombrarme vuestro jefe, habéis dado por terminada esa era de paz y habéis invocado una vida de acción. No seré un gobernante pacífico, pues yo, que he visto tanto mundo, no me conformaré con ocultarme ociosamente en los más profundos túneles. Pienso conduciros a la guerra contra los salvajes de los corredores tenebrosos, reivindicar para nosotros esos corredores y llevar allí las lámparas que aún brillan en otras galerías abandonadas. Y si vencemos a esos salvajes, os llevaré al dominio de los obesos Estetas, para mostraros lo que la belleza puede significar en la vida del hombre. Y sin duda llegará el momento, si la providencia lo permite, en que os acaudille contra los mismísimos shelks, porque lo que yo hice, todos vosotros podéis y debéis hacerlo. Y si alguien considera que es demasiado lo que exijo, que hable ahora, pues yo no quiero gobernar a ningún hombre contra su voluntad. Una ovación atronadora hizo resonar otra vez las paredes de la plaza mayor. En la emoción y el entusiasmo del momento, no había en la multitud un solo hombre que no estuviera convencido de que él también podía convertirse en un exterminador de shelks. Mientras gritaban, cantaban y se excitaban hasta el frenesí, Tumithak se apeó de la piedra y se volvió a su casa. * * *
Tumithak de los corredores fue, con mucho, el mejor y más emocionante relato que había leído hasta entonces. He de confesar que cuando releo estas narraciones antiguas no siento, a mis cincuenta y tantos años, la misma emoción que sentía en mi juventud. Ahora me doy cuenta de los defectos estructurales y estilísticos que entonces no advertía. Pero he de decir que los defectos me parecieron insignificantes cuando releí Tumithak de los corredores. Incluso ahora que mi pelo ha comenzado a encanecer, me he sentido tan conmovido como cuando era alumno de secundaria. Me pareció que los personajes eran humanos, y el héroe tanto más admirable por cuanto no ignoraba el miedo. El argumento me resultó interesante y hallé una profunda humanidad en la frase: «A Tumithak le faltaba aprender que, no importa en qué nación o época se halle uno, siempre puede encontrar delicadeza, si la busca, lo mismo que brutalidad». Éste era un punto de vista desusado en una época en que la literatura popular aceptaba sin discusión los prejuicios raciales. Pero lo fundamental es que había (y hay) algo fascinante para mí en la idea de un inmenso sistema de corredores subterráneos. Soy claustrófilo. Me gusta la sensación de estar encerrado. Me agradan los túneles y los pasillos, y no me molesta la ausencia de ventanas. Elegí la oficina donde trabajo porque da a un patio trasero. Mantengo corridas las cortinas y trabajo siempre con luz artificial. Siempre he sido así. Recuerdo que, de pequeño, cuando tomaba el metro para ir a la escuela, me fascinaban los quioscos que solía haber en las estaciones. A última hora de la noche los veía cerrados, y sabía que dentro se guardaban todas aquellas estupendas revistas «pulp» que no me permitían leer mis progenitores. En la imaginación me veía encerrado en uno de esos quioscos, aunque con la luz encendida, naturalmente, oyendo a intervalos regulares el estrépito del tren subterráneo al pasar, y leyendo, leyendo, leyendo. No me interpretéis mal. No padezco ninguna neurosis, en cuanto a esto. El apartamento donde vivo está en una vigésimo tercera planta, tiene amplias ventanas que dan a Central Park, y entra el sol durante todo el día. Bien; me he apartado de la cuestión. Los corredores me gustaron, y nunca los olvidé. En 1953, cuando escribí The Caves of Steel y describí con cariño la ciudad subterránea del futuro, no olvidé Tumithak de los corredores. Al releer el cuento reparé en un detalle que había olvidado. Está narrado en forma de crónica. El narrador se sitúa en un futuro lejano, rememorando hechos que tuvieron lugar en lo que constituye para él un pasado legendario. Al parecer, no me había fijado en esto, ya que no lo recordaba. Pero, ¿olvida uno realmente? Más tarde, cuando escribí mi trilogía de la Fundación en forma de crónicas noveladas del futuro, ¿respondía al vago recuerdo inconsciente del planteamiento narrativo de Tumithak de los corredores? En los últimos meses de mi paso por la escuela secundaria inferior, decidí solicitar mi ingreso en la escuela secundaria masculina de Brooklyn. Según el desarrollo normal de los acontecimientos, me tocaba asistir a la escuela secundaria Thomas Jefferson, que era la más cercana al lugar donde vivía. Los graduados de la escuela secundaria inferior 149 solían pasar en masse a la Jefferson, y también lo hicieron los de mi curso. Fui uno de los tres alumnos, según creo, que optaron por la otra. Como notaréis, en aquella época tenía ambiciones vagas pero más elevadas. La escuela secundaria masculina en cuestión era famosa por la calidad de su enseñanza.
Mis padres deseaban verme ingresar más adelante en la Facultad de Medicina, y les pareció que aquella era la mejor vía de acceso. He meditado a menudo sobre las consecuencias de tal decisión. La escuela secundaria Jefferson era mixta. Si hubiera transcurrido allí el comienzo de mi adolescencia, indudablemente me habría fijado en las chicas. Y, por consiguiente, habría tenido un poderoso motivo para ampliar mis actividades: aprender a bailar, por ejemplo, o saber desenvolverme con facilidad y corrección frente al sexo opuesto. De otro lado, también es de suponer que ello habría afectado desastrosamente a mi aplicación en el estudio. En la otra escuela, cuyo alumnado era exclusivamente masculino, me sumergí en una vida monástica, con pocas distracciones que me apartaran de las tareas escolares o me incitaran a ampliar mis actividades. Por esta razón, durante mi adolescencia y a comienzos de mi tercer decenio de vida, me sentía violento en presencia del elemento femenino. Desde luego, logré corregirme, me casé a los veintidós y durante muchos años he sido famoso por mi delicadeza con las señoras. Incluso he escrito un libro titulado The Sensuous Dirty Old Man («El viejo verde voluptuoso»), sin que nadie discutiera mi cualificación para realizar ese trabajo. En cambio, ¿qué habría ocurrido si hubiese asistido a la Jefferson y no a la escuela secundaria masculina? Pero ¿qué importa? Pudo ser mucho peor. Bien mirado, la mayoría de las chicas de mi clase habrían tenido dos años y medio más que yo. Les habría parecido ridículamente joven, carente de atractivo y falto de mundología. Es seguro que habría recibido calabazas de todas clases, y quién sabe a qué punto me habría acomplejado eso. La vida monástica del comienzo de mi adolescencia no se veía amenazada (o aliviada, si lo preferís) en modo alguno por mis lecturas de ciencia-ficción. En la década de los 30, la ciencia-ficción era un dominio casi exclusivamente viril. Al fin y al cabo, la inmensa mayoría de los lectores eran hombres, y lo mismo puede decirse de los autores. Naturalmente, en los relatos figuraban personajes femeninos. Pero ellas sólo servían para ser secuestradas, y luego rescatadas para que el bueno y el malo lucharan por ella (como ocurría en Awlo de Ulm). No tenían vida propia ni dejaban impresión duradera. Sin embargo, de aquellos primeros años recuerdo que una vez me sentí verdaderamente conmovido por la descripción de las relaciones entre hombre y mujer en un relato de ciencia-ficción. Tal vez era inevitable que la mujer no fuese en realidad una mujer. El relato en cuestión. La Era de la Luna, de Jack Williamson, fue publicado en «Wonder Stories» de febrero de 1932, y me enamoré de la selenita a quien Williamson llama la «Madre».
LA ERA DE LA LUNA Jack Williamson 1 Estábamos sentados a la mesa del gran comedor de la mansión de mi tío, en Long Island. La vajilla de plata resplandecía, y la comida había sido servida con un protocolo al que yo no estaba acostumbrado. Aunque sólo mi tío y yo estábamos en la mesa, aún me sentía incómodo. La tarea de comer sin cometer un imperdonable error en presencia de los criados absorbía toda mi atención.
Era la primera vez que veía a mi tío Enfield Conway. Un hombre alto, muy estirado y severamente vestido de negro. Su rostro, aunque delgado, no había enflaquecido como suele ocurrir a los setenta años. Tenía el cabello casi totalmente blanco pero abundante y lo peinaba con raya a un lado. Sus ojos eran azules y penetrantes; no usaba gafas. Un chofer de uniforme me había recogido en la estación aquella tarde. El mayordomo envió un camarero, de todo punto innecesario, a mi lujosa habitación. No vi a mi tío hasta que bajó al comedor. —Supongo, Stephen, que te preguntarás por qué te mandé llamar —empezó sin rodeos cuando los criados hubieron retirado los últimos platos, dejando cigarros y una botella de agua mineral para él. Asentí. Yo era profesor de historia en una pequeña escuela secundaria de Texas, donde recibí su telegrama. No explicaba nada, era tan sólo una orden de ir a Long Island. —Sabrás que algunas de mis patentes me han proporcionado considerables beneficios. Volví a asentir. —A la vista está. —Stephen, mi fortuna asciende a más de tres millones y medio. ¿Te gustaría ser mi heredero? —Pero, señor... no diré que no. Me gustaría mucho. —Si lo deseas, puedes obtener esa fortuna. Y cincuenta mil anuales mientras yo viva. Aparté la silla y me puse en pie, excitado. ¡Semejante riqueza era más de lo que me atrevía a soñar! Me eché a temblar. —Cualquier cosa... —balbucí—. ¡Haré lo que usted me mande para merecerla! Quiero decir... —Espera —dijo, mirándome con tranquilidad—. Todavía no sabes lo que voy a pedirte. No te comprometas demasiado pronto. —¿De qué se trata? —pregunté con voz temblorosa. —Llevo once años, Stephen, trabajando en un laboratorio particular que he instalado aquí. Me he dedicado a construir una máquina. He dedicado a ello toda mi capacidad. Cientos de miles de dólares y los esfuerzos de muchos ingenieros competentes y mecánicos especializados. Ahora la máquina está terminada y ha de ser probada. Los ingenieros que han trabajado conmigo se negaron a hacerlo. Afirman que es muy peligrosa. Y yo soy demasiado viejo para ese intento. Se necesita un joven fuerte, resistente y valeroso. Tú eres joven, Stephen. Pareces bastante fuerte. ¿Puedo suponer que gozas de excelente salud? ¿Estás bien del corazón? Eso es lo principal. —Supongo que sí —respondí—. Soy entrenador del equipo de rugby, y no hace tantos años jugaba yo mismo en la Universidad. —¿No tienes responsabilidades familiares? —Ninguna. Pero... ¿qué máquina es ésa? —Ven; te la mostraré. Se incorporó con bastante presteza para un hombre de su edad y me precedió al salir del gran salón. Recorrimos algunas de las espléndidas habitaciones de la gran casa. Salimos al espacioso y bien cuidado parque, silencioso y sereno bajo la luz de la Luna. Lo seguí sin más palabras. Estaba atolondrado, hecho un caos de pensamientos delirantes. ¡Toda aquella riqueza cuyas muestras me rodeaban iba a ser mía! No me importaban los lujos ni el dinero en sí. Pero la fortuna me permitiría liberarme de la. ingrata labor pedagógica. Libros, viajes. ¡Podría ver con mis propios ojos los escenarios de los momentos estelares de la historia! ¡Organizar expediciones arqueológicas financiadas con mis propios recursos! ¡Excavar con mis propias manos los secretos ocultos bajo las arenas de Egipto, desvelar los seculares enigmas de los montones de escombros que en otro tiempo fueron orgullosas ciudades de Oriente!
Nos acercábamos a una sencilla construcción de chapa galvanizada que parecía un hangar para aviones y brillaba como plata bajo los rayos de la Luna llena. Sin hablar, tío Enfield sacó una llave del bolsillo y abrió el gran candado que cerraba la puerta. Entró en el local y encendió las luces. —Entra —dijo—. Aquí la tienes. Te explicaré su funcionamiento lo mejor que pueda. Crucé el estrecho umbral, y se me escapó una involuntaria exclamación al ver la enorme máquina que descansaba sobre el limpio suelo de cemento. Dos inmensos discos de cobre, entre los cuales había un cilindro de metal brillante y cromado. Su forma recordaba un poco la de un carrete común de esparadrapo cuando se ha usado un poco del mismo; el cilindro brillante, cuyo diámetro era menor que el de los discos, representaría en ese caso el rollo de esparadrapo. Uno de los macizos discos, de unos seis metros de diámetro, descansaba directamente en el suelo. El cilindro intermedio era de cinco metros de diámetro por dos y medio de altura. El disco de cobre superior era de las mismas dimensiones que el que servía de base. Unos ojos de buey se abrían en las planchas roblonadas que formaban el cuerpo del cilindro. Se me ocurrió que parecía una casa, una vivienda circular de brillantes paredes metálicas, con el suelo y el techo de cobre. Mi tío se acercó al lado opuesto de la sorprendente máquina. Accionó un tirador, y una compuerta ovalada de un metro veinte de altura se abrió hacia dentro en la pared. Tenía diez centímetros de espesor y era de chapa gruesa de acero. Encajaba herméticamente en su marco provisto de gruesa guarnición de goma. Mi tío entró en la cabina a oscuras, y le seguí con creciente asombro y emoción. Me acerqué, tanteando a ciegas en la oscuridad. Luego oí un interruptor y la luz inundó aquella cabina circular. Miré a mi alrededor asombrado. Las paredes, el suelo y el techo estaban acolchados con una fibra suave y blanca. El pequeño recinto aparecía atestado de aparatos. Asegurada con bridas a la pared, se veía una hilera de esas largas botellas de acero en que se envasa el oxígeno comercial. Al otro lado había un grupo de acumuladores. La pared estaba cubierta, además, de instrumentos adecuadamente dispuestos. Sextantes, brújulas, manómetros y otros aparatos cuya utilidad no entendí de momento. También había utensilios de cocina, una pistola automática, cámaras, telescopios y prismáticos. En medio de la cabina aparecía una mesa o consola llena de interruptores, cuadrantes y palancas de maniobra. Un grueso cable, de aluminio al parecer, iba desde ella hasta el techo. Miraba a mi alrededor, extrañado. —No entiendo nada... —murmuré. —Naturalmente —dijo mi tío—. Se trata de un invento verdaderamente revolucionario. Ni siquiera los ingenieros que la han construido comprenden plenamente su funcionamiento; por mi parte, confieso que no domino del todo la teoría. Sin embargo, lo ocurrido fue bien sencillo. Hace once años descubrí un nuevo fenómeno. Había conectado dos láminas de cobre paralelas, cuya distancia guardaba una determinada relación con la suma de sus masas, a una corriente de alta tensión y de cierta frecuencia. Por alguna razón que no pretendo haber dilucidado, las láminas quedaron aisladas del campo de gravitación terrestre. Estaban sustraídas a la acción de la gravedad. Tal efecto se extendía a todo objeto colocado entre ellas. Mediante una ligera modificación en la intensidad de la corriente, pude aumentar la repulsión hasta que las láminas ascendieron con una fuerza aproximadamente igual a su propio peso. Mis esfuerzos por descubrir la causa de este fenómeno, que en mis notas he denominado Efecto Conway, no han tenido éxito. Pero he construido esta máquina que representa su aplicación práctica. Ahora que
está terminada, los cuatro ingenieros que contribuyeron a construirla me han abandonado. Se negaron a realizar ningún ensayo con ella. —¿Por qué? —inquirí. —Muller, el encargado de su construcción, ha planteado la hipótesis de que la suspensión o inversión de la gravedad era debida a un desplazamiento en una cuarta dimensión. Afirmó que tenía pruebas experimentales de esta hipótesis. Había construido modelos a escala reducida de la máquina. Al ponerlos en funcionamiento, se desvanecieron. No le hice caso. Pero, al parecer, los demás aceptan sus ideas. Sea como fuese, se han negado también a participar en los ensayos. Temían desaparecer como dice Muller que desaparecieron sus modelos, y no poder regresar. —¿Se supone que esto debe elevarse sobre el suelo? —pregunté. —En efecto —sonrió mi tío—. Basta neutralizar la fuerza de la gravedad para que la máquina se aleje de la Tierra siguiendo la tangente en el sentido de la rotación diurna. La velocidad inicial, que en estas latitudes equivale a bastante menos de mil seiscientos kilómetros por hora, puede aumentarse a voluntad invirtiendo el efecto gravitatorio para alejarse de la Tierra. —¡Alejarse de la Tierra! —me espanté—. ¿Y dónde caerá? —Esta máquina ha sido construida para un viaje a la Luna. Al comienzo del viaje, basta con neutralizar la gravedad, dejando que la máquina vuele en tangente hacia el punto de intersección con la órbita de la Luna. Una vez abandonada la atmósfera, puede utilizarse la repulsión para ganar aceleración. Al entrar en el campo de gravitación lunar, puede emplearse la gravedad positiva para aumentar la velocidad aún más, y luego invertir para disminuir la velocidad y realizar un alunizaje seguro. El regreso se realizará de modo análogo. No supe qué contestar. Un viaje a la Luna parecía algo irracional, una locura. Sobre todo, para un historiador poco familiarizado con los hechos científicos. Y debía ser peligroso si los ingenieros... Pero tres millones... ¿Qué peligros no arrostraría uno a cambio de semejante fortuna? —Se han tomado medidas para garantizar la seguridad y comodidad del pasajero — prosiguió—. Las paredes están aisladas con una capa de fibra estudiada para protegerlo del frío del espacio y de la radiación solar. La armadura de acero no sólo puede resistir la presión necesaria en el interior de la cabina, sino también el choque de cualquier meteorito. Ya has visto los cilindros de oxígeno, que proporcionan ese elemento esencial del aire, purificado además por medio de aparatos automáticos. La sosa cáustica absorbe el anhídrido carbónico, y unos tubos refrigeradores condensan el exceso de humedad. Las baterías, además de alimentar las láminas, tienen capacidad sobrada para suministrar luz, así como calor para cocinar. Con esto queda suficientemente explicada la máquina, me parece, lo mismo que el viaje proyectado. Dejo en tus manos la decisión. Tienes todo el tiempo que quieras para pensarlo, y no dejes de preguntarme lo que desees saber. Se sentó con cierta solemnidad en el sillón acolchado situado frente a la consola central, evidentemente destinada al piloto de la máquina, y me contempló atentamente con sus serenos ojos azules. Yo estaba terriblemente agitado. Las rodillas me temblaban y hubiera deseado sentarme, pero preferí pasear de arriba abajo, pisando el suelo de fibra blanca endurecida. ¡Tres millones! ¡Significarían tanto! Libros, revistas, mapas... ya no tendría que economizar. Años en el extranjero, o toda la vida si así lo prefería. Las tumbas de Egipto. Las ciudades enterradas bajo la arena del desierto de Gobi. Mi teoría de que los orígenes de la humanidad estaban en Sudáfrica. Todos esos enigmas que siempre había deseado estudiar. ¡Stonehenge! ¡Angkor! ¡La isla de Pascua!
Pero la empresa parecía una locura. ¡Un viaje a la Luna, en una nave condenada por los mismos ingenieros que la habían construido! Verse despedido de la Tierra a velocidades desconocidas para el hombre. Arrostrar los peligros ignotos del espacio. Peligros que nadie podía prever. Meteoritos viajando a tremendas velocidades. Los rayos cósmicos que todo lo penetran. El calor insoportable del Sol. El cero absoluto. Excepto algunas especulaciones y teorías, ¿qué sabían los hombres acerca del espacio? Yo no era astrónomo; ¿cómo haría frente a los imprevistos que pudieran surgir? —¿Cuánto tiempo llevaría? —pregunté de improviso. Mi tío esbozó una sonrisa. —Celebro que lo tomes en serio —dijo—. Naturalmente, la duración del viaje depende de la velocidad admisible. Un cálculo prudente sugiere una semana para la ida y otra para la vuelta. Y tal vez dos o tres días en la Luna. Para tomar notas. Sacar fotografías. Si es posible desplazarse por allí, descender a varios lugares diferentes. Hay oxígeno y provisiones para vivir seis meses, pero una quincena será suficiente. Repasaremos juntos los programas y los cálculos. —¿Podré salir de la máquina en la Luna? —No; carece de atmósfera. Además, de día es demasiado calurosa y de noche demasiado fría. Claro que podríamos fabricar un traje aislante y una máscara de oxígeno. Algo semejante a un traje de buzo. Pero no tengo nada preparado. Lo único que debes hacer es tomar algunas fotos y disponerte a describir lo que hayas visto. Seguí dando pasos sobre el suelo de fibra, deteniéndome a veces para contemplar algún aparato. ¿Qué experimentaría, me pregunté, al verme encerrado allí? Flotando en el espacio. Lejos de mi mundo natal. Solo. En silencio. Sepultado. ¿No enloquecería? Mi tío se puso en pie con súbita decisión. —Consúltalo con la almohada, Stephen —aconsejó—. Mañana por la mañana veremos. O, si lo prefieres, dentro de unos días. Apagó el alumbrado de la máquina y me condujo a la salida del cobertizo. La brillante luz de la Luna bañaba el extenso y magnífico parque, así como la casona. Ambas cosas estaban incluidas en el premio de aquella loca aventura. Mientras ponía el candado al cobertizo, contemplé la Luna. Un disco ancho y brillante. Plateado, moteado. Su esplendor argénteo eclipsaba las estrellas. Y de repente me invadió... el deseo de penetrar el enigmático misterio de aquel mundo compañero que ha suscitado la curiosidad de los hombres desde los orígenes de la especie. ¡Qué aventura! Ser el primer humano que pise ese planeta plateado. Ser el primero que resuelva sus enigmas seculares. ¿A qué pensar en Angkor, Stonehenge, Luxor o Karnak, cuando podría desvelar los secretos de la Luna? Aunque arriesgaba la vida, ¿qué importaba, en comparación con la magnitud de la aventura? Muchos hombres se jugarían gustosamente la vida por esa oportunidad. Me sentí fuerte. Olvidé toda vacilación. Todos los temores y dudas. Pocos segundos antes me había sentido tembloroso y había deseado sentarme. Ahora me embargaba una enorme energía, un júbilo extraordinario. Me volví, entusiasmado, hacia mi tío. —Regresemos —dije—. Enséñeme todo lo que pueda esta noche. Iré. Él me estrechó la mano con fuerza, sin decir nada, y entramos de nuevo en el hangar. 2 - Hacia la Luna Todo empezó dos semanas después de aquella decisión. Mi tío estaba un poco asustado e intentó persuadirme para que aplazase mi partida, arguyendo la necesidad de perfeccionar algunos detalles. Creo que me había tomado aprecio, pese a su comportamiento, decidido y autoritario. Debió preocuparle la opinión de los ingenieros, que estimaban muy improbable mi regreso.
Pero yo no veía motivos para posponer el viaje. El manejo de la máquina era sencillo y me había sido explicado con todo género de detalles. Al accionar una palanca, la corriente de las baterías era enviada a las bobinas, que la elevaban al potencial necesario para activar los discos de cobre. Y un gran reóstato controlaba la potencia, desde una ligera reducción de la gravedad hasta la inversión completa. Los aparatos auxiliares, que controlaban la temperatura y la composición de la atmósfera, funcionaban casi automáticamente, y no requerían mi limitada capacidad mecánica. Estaba seguro de que podría realizar cualquier corrección o ajuste que fuera necesario. Tenía ganas de lanzarme a la aventura. No lo dudé ni por un instante, una vez tomada mi decisión. No pensaba sino en alejarme de la Tierra, en ver escenas que habían estado siempre vedadas a los ojos humanos, en pisar el mundo que siempre ha sido el símbolo de lo inalcanzable. Mi tío hizo regresar a uno de los ingenieros, un joven de rostro cetrino llamado Gorton. El segundo día revisamos de nuevo la máquina para completar las enseñanzas de mi tío y familiarizarme con todos los mandos. Antes de irse, me lanzó una advertencia: —Si es tan idiota como para meterse en ese maldito trasto y ponerlo en marcha, jamás regresará. Muller lo dijo. Y lo demostró. Cuando las baterías y las bobinas se instalan fuera del campo de fuerza existente entre las láminas, éstas actúan según lo previsto y se elevan en el aire. Pero Muller hizo modelos autónomos. Con la batería y todo lo demás en el interior. Y no se elevaron. ¡Se fueron, desaparecieron! ¡Ni más ni menos! —chasqueó los dedos—. Muller dijo que esas cosas se movían en otra dimensión, fuera de nuestro mundo. Y sabía lo que decía. Se fueron al infierno. A otra dimensión. Se ha metido usted en un lío del que no podrá salir. Le di las gracias al hombre. Pero sus advertencias sólo sirvieron para aumentar mi impaciencia. Estaba a punto de rasgar el velo de lo desconocido. Si descubría nuevos mundos, poco importaba que fuese por error. ¿No encerrarían descubrimientos más interesantes que los yermos de la Luna? Podría convertirme en un nuevo Colón, un Balboa más grandioso. Dormí unas horas por la tarde, cuando se hubo ido Gorton. No me sentía cansado, pero mi tío insistió en que lo hiciera, y me quedé profundamente dormido tan pronto como me acosté. Al anochecer regresamos al cobertizo de la máquina. Mi tío puso en marcha un motor y el techo se abrió en dos hojas enormes, mediante poleas y cables. La rojiza claridad del cielo vespertino iluminó la máquina. Hicimos una revisión final de todos los aparatos. Mi tío volvió a explicarme los mapas e instrumentos que debía utilizar para navegar por el espacio. Por último me interrogó durante una hora, haciéndome explicar las diversas partes de la máquina y corrigiendo hasta el menor error. Hasta cerca de medianoche no emprendería viaje. Regresamos a la casa, donde nos esperaba una excelente cena. Comí distraídamente, sin reparar apenas en los criados que me habían intimidado tanto el primer día. Mi tío tenía ganas de hacer conversación. Habló de su vida e hizo muchas preguntas sobre la mía y sobre mi padre, pues no se habían visto desde que ambos eran muchachos. Pero yo estaba pensando en la aventura que me esperaba y sólo respondía con monosílabos. Como no ignoraba que se había encariñado conmigo, no me sorprendió al rogarme, una vez más, que aplazase la partida. Finalmente regresamos al hangar. Había salido la Luna, iluminando la reluciente máquina a través del techo abierto. Contemplé el disco luminoso. ¿Era verosímil que yo pudiera contemplar la Tierra desde allí, sólo una semana más tarde? ¡Parecía cosa de locos! ¡Pero de una locura sublime!
Abrí sin vacilar la escotilla. Mi tío me estrechó por última vez la mano. Había lágrimas en sus ojos y tenía la voz algo ronca. —Hasta la vuelta, Stephen. Hice girar la compuerta sobre sus macizos goznes, y atornillé el cierre estanco. Una última ojeada en tomo a la blanca pared de la máquina. Todo en orden. El cronómetro de la pared desgranó los segundos, hasta que llegó el momento. El rostro angustiado de mi tío se apretaba contra una de las ventanas circulares. Le sonreí. Saludé con la mano. Su mano se agitó ante la ventana. Abandonó el hangar. Me dejé caer en el gran sillón, junto a la consola, y cogí la palanca. Con la mano sobre ella, dudé una fracción de segundo. ¿Faltaba algo? ¿Qué había olvidado? ¿Me reclamaba alguien en la Tierra? ¿No estaba dispuesto a morir si fuese necesario? El zumbido de las bobinas situadas bajo la consola respondió intenso y grave a la acción de mi mano. Tomé luego el cursor del reóstato y lo puse en el cero de su escala, neutralizando totalmente la fuerza de la gravedad. Sentí exactamente como si alguien me hubiera quitado de debajo el sillón y el suelo. Fue como la sensación que uno experimenta cuando el ascensor inicia el descenso de manera inesperada. Estuve a punto de salir despedido del sillón. Tuve que sujetarme de sus brazos para permanecer en mi puesto. Durante un rato sufrí vértigo y náuseas. La abarrotada cabina blanca parecía girar alrededor de mí, caer infinitamente debajo de mí. Enfermo, desvalido y triste, me aferré débilmente al sillón. Caí... caí... caí. ¿No iba a llegar nunca al fondo? Al fin, comprendí que la causa de aquellas sensaciones era, simplemente, la falta de gravedad. ¡La máquina funcionaba! Aquello barrió de mi mente los últimos asomos de duda. Me embargó una inexplicable alegría. Volaba lejos de la Tierra. Volaba. Tal idea pareció alterar como por ensalmo mis sentidos. La náusea espantosa y el mareo fueron desplazados por una oleada de regocijo. De ligereza. Me invadía una sensación de poder y bienestar que nunca había experimentado. Me levanté del sillón y floté, en vez de caminar, hacia una de las ventanillas. Ya estaba a una altura considerable. Tan alto, que la Tierra se presentaba a mis ojos como una planicie oscura y nebulosa bajo la claridad lunar. Vi muchas luces; hacia el oeste, el cielo en brasas sobre Nueva York. Pero ya no me fue posible distinguir las luces de la mansión de mi tío. La máquina se había elevado a través del tejado abierto del cobertizo. ¡Volaba, conforme había previsto la teoría! Mi aventura empezaba bien. Mientras miraba, la Tierra iba alejándose visiblemente. Se convirtió en un gran cuenco cóncavo de plata empañada. La extensión abarcada se dilató al paso de los minutos. Y repentinamente, adoptó forma convexa. Una inmensa esfera oscura bañada por una pálida luz gris. Una hora después, cuando los instrumentos me indicaron que me encontraba más allá de la menor traza de atmósfera, regresé a la consola y aumenté la energía, poniendo el cursor del reostato en el último contacto. Miré los mapas y el cronómetro. Según los cálculos de mi tío, debía navegar cuatro horas con esa aceleración antes de reajustar los mandos. Regresé a la ventanilla y observé con espanto la Tierra, que acababa de ver como inmensa esfera gris plata inmóvil. ¡Giraba locamente, en sentido invertido! Los continentes parecían huir debajo de mí. A la altura a que me hallaba, podía ver gran parte del globo. Asia, Norteamérica, Europa, nuevamente Asia. Pasaban en cuestión de segundos.
¡Era de locura! La Tierra giraba en pocos instantes, y no en veinticuatro horas como hubiera sido normal. ¡Y lo hacía en sentido contrario! No era posible dudar de lo que veían mis ojos. Mientras miraba, el planeta pareció girar aún más rápido. ¡Cada vez más rápido! Los contornos de los continentes se difuminaron en vertiginosa confusión. Aparté los ojos de la Tierra enloquecida, espantado. El firmamento era muy negro. ¡Y las estrellas circulaban por él, con movimientos visibles! Entonces me fijé en el Sol, que corría por el espacio como un corneta llameante. Al instante desapareció de mi campo visual y se desvaneció. Volvió a aparecer. Desapareció de nuevo. Su movimiento era cada vez más rápido. ¿Qué podía significar aquella revolución aparente del Sol por el cielo? Recordé que eran, en realidad, la Tierra y la Luna las que giraban alrededor del astro. Por consiguiente, ¡había pasado un año! Pero, ¿cómo podían transcurrir años en un lapso de tiempo que, según mi cronómetro, era de segundos? Otra cosa extraña. Logré identificar las constelaciones del Zodíaco, que el Sol iba recorriendo a toda velocidad. ¡Pero lo hacía en orden invertido! ¡Del mismo modo que la Tierra giraba hacia atrás! Pasé a otra ventanilla y busqué la Luna, mi objetivo. Flotaba inmóvil entre las estrellas enloquecidas. Pero en su luz había una oscilación mucho más rápida que el fulgurante paso del Sol a través de los cielos enrojecidos. Me sorprendió, y luego comprendí que estaba viendo crecer y menguar la Luna al ritmo velocísimo de sus fases. Los meses se atropellaban con tal rapidez, que pronto la oscilación se convirtió en una mancha luminosa gris. El paso relampagueante del Sol se hizo más rápido. Hasta que no fue sino un cinturón de llamas en un cielo desconocido, donde las estrellas se movían y bailaban como seres vivos. ¡Un universo enloquecido! ¡Soles y planetas que rodaban desvalidos al azar de una tormenta cósmica! ¡La máquina desde donde miraba era el único lugar sensato en un mundo desbocado! Entonces mi razón acudió a socorrerme. La Tierra, la Luna, el Sol y las estrellas no podían haber enloquecido. ¡El problema era mío! Mis sentidos habían cambiado... La máquina... Lo pensé, despacio, hasta asegurarme de que había comprendido la verdad. El tiempo, el tiempo real, se mide por los movimientos de los cuerpos celestes. Un día es el tiempo que tarda la Tierra en girar una vez sobre su eje. Un año, el período de su revolución alrededor del Sol. Esos intervalos se habían acortado tanto, según mis sentidos, que era imposible distinguirlos. Así, pues, ¡los años innumerables discurrían hacia atrás mientras yo flotaba en el espacio, aparentemente inmóvil! ¡Increíble! Pero la conclusión era insoslayable. Y el movimiento aparente de la Tierra y el Sol se producía en sentido inverso. Ello significaba que estaba retrocediendo a través de las edades. ¡Sólo el pensarlo me daba escalofríos! Avanzaba a una velocidad incalculable hacia el pasado. Recordé algunos artículos de revistas sobre la naturaleza del espacio y el tiempo, que antaño había leído distraídamente. Una conferencia. Había sentido alguna curiosidad hacia el tema, aunque mis conocimientos no pasaban de ser los de un aficionado. El conferenciante había definido nuestro universo en términos de espacio-tiempo. Un continuum de cuatro dimensiones. Había dicho que el tiempo era la cuarta dimensión. Una dimensión tan verdadera como las tres que forman lo que denominamos espacio, y no bien diferenciada de éstas. Una dirección por donde el movimiento podía llevar hacia el pasado o hacia el futuro. Había afirmado que todo recuerdo es un tanteo a lo largo de esta dimensión, perpendicularmente a las otras tres del espacio. Los sueños, los recuerdos vividos,
insistió, trasladan la conciencia a lo largo de esta dimensión hacia la realidad pasada, hasta que el cuerpo, arrastrado implacablemente por la corriente del tiempo, vuelve a adelantarla. Entonces recordé que los ingenieros de mi tío se habían negado a probar la máquina. Recordé la advertencia de Gorton. Según ellos, Muller había afirmado que la máquina se movería por una cuarta dimensión, fuera de nuestro mundo. Había construido modelos a escala reducida, y éstos desaparecieron tan pronto como fueron puestos en marcha. Comprendí que Muller tenía razón. Sus modelos habían desaparecido porque fueron trasladados al pasado. Habían dejado de existir en el tiempo presente. Ahora yo me movía en esa cuarta dimensión. La dimensión temporal. Y a gran velocidad, pues los años pasaban tan rápidos que no podía contarlos. Se me ocurrió que la inversión de la gravedad debía ser un efecto secundario de aquel cambio de sentido en el tiempo. Pero no soy científico, y no puedo explicar el «Efecto Conway» mejor que mi tío, pese a todas las maravillas que ha traído a mi vida. Al principio fue espantosamente extraño y alucinante. No obstante, al hallar la explicación de las locas cabriolas de la Tierra, el Sol y la Luna, así como del rápido cambio de las constelaciones, dejé de estar asustado. Pude observar con alguna ecuanimidad el firmamento en ebullición al otro lado de los tragaluces. Me dediqué a estudiar el programa que había preparado mi tío, y reajusté el reóstato cuando el cronómetro indicó el momento previsto. Luego tuve hambre. Hice unas tostadas en el hornillo eléctrico, corté un buen pedazo del queso que encontré entre las provisiones, abrí un «termo» de chocolate humeante y comí con buen apetito. El espacio que me rodeaba seguía igual cuando terminé. Las estrellas erraban formando constelaciones desconocidas para mí. El Sol era un ancho cinturón de fuego dorado; el ojo no lograba precisar a qué cadencia iba descontando los años, llama viva que ceñía el firmamento. La gran esfera gris de la Tierra giraba tan rápidamente detrás de mí, que no se distinguía ningún detalle. Incluso la Luna, flotando delante de mi en el espacio, giraba poco a poco. Ya no volvía hacia mí y hacia la Tierra el hemisferio familiar. Yo había llegado a una época del pasado en que la Luna giraba sobre su eje en menos tiempo del que empleaba en orbitar alrededor de la Tierra. El ritmo de las mareas aún no había detenido totalmente la rotación aparente de la Luna. Pero si la Luna ya giraba, ¿qué vería al llegar a ella? Puesto que estaba lanzado hacia el pasado, ¿vería océanos cubriendo sus lechos marinos secos? ¿Existiría una atmósfera para suavizar los ásperos perfiles de sus escabrosas montañas? ¿Vería vida y vegetación en sus llanuras? ¿Sería testigo de la juventud renovada de un mundo envejecido? Parecía fantástico. Pero estaba ocurriendo. La velocidad de rotación aumentó poco a poco mientras yo miraba. Pasaron horas. Me vencía el sueño. Los dos días antes de la partida no habían sido de descanso. Había trabajado día y noche para familiarizarme con el manejo de la máquina. La tensión nerviosa era agotadora. Los sorprendentes acontecimientos del viaje me tenían tenso, minaban mis fuerzas. Según el programa, no era preciso ningún reajuste de los mandos hasta después de varias horas. Revisé los indicadores de composición de la atmósfera en el interior de la cabina. La proporción de oxígeno, la humedad y la temperatura eran satisfactorias. El aire estaba fresco y puro. Di por terminada la inspección, hallándolo todo en orden. Recliné el respaldo del sillón y me puse cómodo. Dormí bastantes horas, despertando a intervalos para hacer otras rondas de inspección. Durante las jornadas siguientes me pregunté varias veces si habría modo de regresar. Naturalmente, los modelos de Muller no transportaban ningún piloto para invertir los
mandos y regresar a través del tiempo al punto de partida. ¿Era posible invertir el sentido del viaje temporal? Si seguía las instrucciones del programa para el vuelo de regreso, ¿avanzaría a través de las eras hasta llegar a mi época? Mis reflexiones no me aportaron ninguna conclusión. Estaba viviendo una experiencia sensacional y única. Una aventura gloriosa. Ningún precio era excesivo en ese caso, ni siquiera a cambio de la muerte. Cuando descubrí que estaba viajando, en realidad, a través del tiempo, ni por un momento se me ocurrió tratar de regresar a la Tierra. Y, aunque hubiera querido hacerlo, no poseía suficiente dominio de la máquina como para realizarlo. Tenía que atenerme al plan de vuelo, y no habría sabido improvisar el regreso desde un punto intermedio. No sabía cómo viajar en dirección Tierra, a no ser aprovechando la gravedad inversa de la Luna. Mi viaje duró seis días, según el cronómetro. Mucho antes de llegar, la Luna giraba ya muy rápidamente. Su contorno aparecía nebuloso, por lo que deduje la existencia de atmósfera. Seguí mis instrucciones hasta hallarme en las capas superiores de aquella atmósfera. La superficie de la Luna giraba con gran rapidez debajo de mí y la atmósfera también, arrastrada por la rápida rotación del satélite. Fuertes vientos azotaban la máquina. Permanecí flotando en la atmósfera, con sólo la potencia necesaria para equilibrar la relativamente débil gravedad lunar, dejando que me arrastrase el vendaval arrollador. La superficie vagamente entrevista fue deteniéndose hasta quedar inmóvil debajo de mí. Descendí poco a poco, mediante una nueva reducción de la energía, y miré con atención por las ventanillas. Una empinada cumbre se destacaba, purpúrea, del paisaje. La tomé como punto de mira, aumentando un poco la energía. Por último, descendí sobre una meseta estrecha e irregular, cerca de la cumbre, que parecía cubierta por un suave musgo color escarlata. Corté poco a poco la alimentación. Con una imperceptible sacudida, la máquina se posó en el musgo. ¡Estaba en la Luna! ¡Era el primer individuo de mi especie que pisaba otro planeta! ¿Qué aventuras me esperaban? 3 - Cuando la Luna era joven Desconecté el fluido y corrí a una ventanilla. Pendiente de la maniobra de llegada, no había tenido tiempo de observar lo que me rodeaba. Entonces miré ansiosamente. El paisaje lunar era el espectáculo más extraño que hombre alguno haya presenciado. La máquina se había posado sobre un espeso musgo verde que parecía tan suave como una alfombra persa. Tenía treinta centímetros de espesor. Fibras de color verde oscuro apretadamente entrelazadas. Cubría como una alfombra ininterrumpida la meseta en declive donde me había posado, llegando casi hasta las estribaciones de la cumbre, al norte. Hacia el sur y el oeste se abría un gran valle con varios kilómetros de terreno despejado. Más allá se alzaba una cordillera verde con escabrosas cumbres desnudas y negras. Un ancho río, cuyas aguas lanzaban blancos reflejos, discurría por el valle del noroeste al sur. Por tanto, debía existir un océano en esa dirección. Una vegetación extraña cubría las tierras bajas, a diferencia del musgo verde de las montañas. Masas verdes. Setos amarillos flanqueando el ancho y sereno río. Densos bosques de plantas gigantescas, exóticas, de grotescas formas. Eran más exuberantes y talludas que la vegetación de las selvas terrestres, por ser mucho mas débil la gravedad que se oponía a su crecimiento. El cielo también presentaba un aspecto desconocido.
Más oscuro que el de la Tierra, debido tal vez a una menor densidad de la atmósfera. De un azul oscuro intenso, puro. Un azul que era casi violeta. Ninguna nube perturbaba su líquido esplendor cobalto. El sol lucía al este de aquel glorioso firmamento. Era más grande que el que yo conocía. Más blanco. Una esfera celeste de puro fuego blanco. Muy bajo, al oeste, se veía un disco sorprendente. Un inmenso balón blanco, un globo de luz lechosa. Su diámetro era varias veces mayor que el del Sol. Lo observé. ¡Y comprendí que era la Tierra! La Tierra, tan joven como Venus en mi época. Y, como Venus, completamente envuelta en blancas nubes. ¿Estarían aún candentes las rocas debajo de aquellas nubes?, me pregunté. ¿O habría nacido ya la vida... la vida de mis más lejanos antepasados? ¿Volvería a ver mi Tierra natal en aquel planeta fulgurante y cubierto de nubes? Cuando quisiera regresar, ¿me transportaría al futuro la máquina? ¿O me arrojaría aún más lejos en el pasado, precipitándome en las llamas de un mundo recién nacido? Decidí apartar tal pregunta de mi cabeza. Ante mí tenía un mundo nuevo. Un globo desconocido, inexplorado. ¿A qué preocuparse por el regreso al viejo? Volví la mirada al extenso valle, a las orillas del ancho río, a la majestuosa y verde cordillera. Masas doradas parecían las lejanas arboledas amarillas. Manchas verdes que suponía prados de césped. Extraños y misteriosos roquedales negros. Vi cosas que se movían. Pequeños objetos brillantes que subían y bajaban en vuelo por el aire. ¿Pájaros? ¿Insectos gigantescos? ¿O seres aún más extraños? Entonces vi los globos. Globos cautivos que flotaban sobre la selva, en el valle. Al principio sólo distinguí dos, el uno junto al otro, meciéndose lentamente. Más lejos, otros tres. Y luego docenas, veintenas de ellos esparcidos por todo el valle. Forcé la vista para verlos mejor. ¿Había, pues, seres inteligentes capaces de inventar globos? Pero ¿qué utilidad podían tener, colgados a centenares sobre las selvas? Recordé que a mis espaldas, en un estante, había unos excelentes prismáticos. Los cogí y enfoqué apresuradamente. Gracias a la óptica, la extraña selva se había acercado un paso de gigante. Indudablemente, aquellas cosas eran globos. Inmensas esferas de color púrpura, que brillaban con intensidad a la luz del Sol. Anclados con largos cables rojos. Calculé que algunos tendrían nueve metros de diámetro. Otros eran mucho más pequeños. Pero no logré ver las barquillas. Aunque me pareció distinguir pequeñas masas oscuras en la parte inferior, por donde estaban atadas las cuerdas rojas. Los dejé para inspeccionar la selva. Una masa de vegetación amarilla se presentó a mi campo visual. Una densa maraña de delgados tallos amarillos, provistos de terribles hileras de espinas, largas como bayonetas. Parecía un amasijo de afilados dardos amarillos, con los tallos reducidos al mínimo indispensable para la sustentación, por la débil gravedad de la Luna. Un muro de clavos crueles, impenetrable. Descubrí una mancha verde. Una masa de follaje suave y plumoso. Parecía una especie de enredadera que cubría las rucas y otras especies vegetales, aunque no el espino amarillo. En varios puntos se abrían enormes flores, deslumbradoramente blancas, en forma de campana. Un objeto volador cruzó el campo de los prismáticos. Parecía una mariposa gigantesca, con las frágiles alas empolvadas de plata. Luego distinguí un macizo de plantas muy raras. Tallos negros, tersos y erguidos, carentes de hojas y ramas. De ellos, los más altos parecían medir treinta centímetros de diámetro y seis metros de altura. Los coronaba una magnífica flor roja. Observé que no crecía cerca de ellas ninguna otra planta. Había un calvero circular alrededor de ellas. ¿Serian plantas de cultivo?
Pasé horas observando a través de las ventanillas aquel fascinante y asombroso paisaje lunar. Por último, recordé que mi tío me había encargado tomar fotos. Estuve dos o tres horas atareado con las cámaras. Dispare en todas direcciones a través de objetivos normales y telescópicos. Fotograbe el paisaje con filtros de color. Y rodé películas, desplazando la cámara para realizar tomas panorámicas. Casi anochecía cuando terminé. Me sorprendió que el día hubiera pasado tan pronto, y cuando miré mi cronómetro descubrí que no iba de acuerdo con la marcha del Sol; deduje que el período de rotación lunar debía ser bastante inferior a veinticuatro horas. Luego supe que era de unas dieciocho horas, divididas en días y noches de duración casi igual. Se hizo noche cerrada muy poco después del crepúsculo, debido a la relativa pequeñez y a la rápida rotación de la Luna. Las estrellas brillaron, magnificas, a través de aquella atmósfera tan límpida, formando constelaciones totalmente desconocidas para mí. Poco después, un abundante rocío empañó las ventanillas. Luego descubrí que casi nunca se formaban nubes en aquella atmósfera ligera. Prácticamente, todas las precipitaciones eran en forma de rocío, sorprendentemente abundante, sin embargo. Las minúsculas gotas que caían sobre el vidrio, pronto se convertían en torrentes. Pocas horas después, una enorme y gloriosa esfera níveamente blanca se elevó por el este. La Tierra. Maravillosa en su tamaño y brillo. Gracias a su albedo plateado, la extraña selva se veía casi tan bien como a la luz del día. Súbitamente me di cuenta de que estaba cansado y tenía mucho sueño. La angustia y la prolongada tensión nerviosa de la maniobra de llegada me habían agotado. Me eché después de abatir el respaldo del sillón y me quedé dormido en seguida. El blanco Sol estaba cerca del cénit cuando desperté. Me sentí como nuevo. Muy hambriento. Y consciente de una gran necesidad de ejercicio físico. Acostumbrado a una vida activa, llevaba siete días encerrado en aquella cabina circular. Necesitaba moverme, respirar aire fresco. ¿Podría salir de la máquina? Mi tío me había dicho que no, dada la falta de atmósfera. Pero, evidentemente, en la Luna joven había aire. ¿Sería respirable? Ponderé la cuestión. Sabía que la Luna estaba formada de materiales proyectados por la Tierra en proceso de enfriamiento. En consecuencia, ¿por qué no habría de contener su atmósfera los mismos elementos que la de la Tierra? Decidí intentarlo. Abriría un poco la escotilla para olfatear. La cerraría en seguida si me parecía que algo andaba mal. Aflojé los tornillos que aseguraban la pesada compuerta e intenté abrirla. Parecía inamovible. Tiré en vano de ella. Miré si me había olvidado un tornillo o pasaba algo con las bisagras. La compuerta no cedió. Permanecí varios minutos desconcertado. Luego se me ocurrió la explicación. La presión de la atmósfera exterior era mucho menor que la del interior de la máquina. Como la compuerta se abría hacia dentro, la diferencia de presiones la mantenía cerrada. Encontré la válvula que debía accionar para evitar todo exceso peligroso de oxígeno que pudiera producirse en la cabina, y la abrí. El aire silbó ruidosamente. Me senté a esperar en el sillón. Al principio, no experimenté síntomas debidos a la disminución de la presión. Luego se inició cierta sensación de ligereza, de euforia. Noté que respiraba más rápido. Me latían las sienes. Durante algunos minutos sentí un dolor sordo en los pulmones. Pero como la sensación no era demasiado alarmante, mantuve abierta la válvula. El sonido sibilante disminuyó poco a poco, hasta cesar por completo. Me incorporé para acercarme a la escotilla, sintiendo una dolorosa dificultad respiratoria mientras me movía. Ahora la pesada compuerta se abrió fácilmente. Respiré
el aire exterior. Tenía una fragancia extraña, espesa y desconocida, que debía provenir de la vegetación del valle. Me resultó extrañamente estimulante; debía ser más rico en oxígeno que la atmósfera de la máquina. Abrí del todo la escotilla y respiré hondo. Al principio pensaba limitarme a pasear un poco por el musgo, cerca de la máquina. Pero luego decidí alejarme hasta el límite inferior de la meseta alfombrada de verde, distante como un kilómetro y medio, y observar las lindes de la selva. Reuní algunos pertrechos. Una cámara portátil, por si veía algo digno de pasar al celuloide. Los prismáticos. Una botella «termo» llena de agua y algunos alimentos, para no tener que regresar en seguida a comer. Por último descolgué la pistola automática, una Colt 45. Debieron incluirla en la dotación de la máquina a modo de piadoso remedio, por si alguna avería ponía fin a la habitabilidad de la cabina redonda. Sólo había una caja de municiones. Cincuenta cartuchos. Cargué mi arma y me guardé el resto de los cartuchos en el bolsillo. Recogí los demás objetos, salí por la escotilla y me detuve al borde del disco inferior de cobre para cerrar y asegurar la compuerta. Luego pisé la Luna. Con gran sorpresa por mi parte, el musgo espeso y fibroso cedió bajo mis pies. Tropecé y caí sobre su verde suavidad. Al tratar de incorporarme, olvidé la menor atracción de la Luna, volé por el aire y volví a caer sobre el blando musgo. Al cabo de pocos minutos había aprendido el arte de caminar bajo aquellas nuevas condiciones, lo que me permitía avanzar con cierta confianza, dando grandes saltos, como si calzara botas de siete leguas. La primera vez que ensayé un salto, me remonté seis metros en el aire y gané el doble de esta distancia hacia delante. Creí flotar en el aire durante un tiempo desmesurado, y caí con gran lentitud. Pero no tomaba el suelo con acierto; parecía imposible colocar mis pies correctamente. Caí sobre un hombro y me habría hecho daño, a no ser por el espeso musgo. Comprendí que mi fuerza en la Luna estaba totalmente desproporcionada con respecto a mi cuerpo. Mis músculos estaban desarrollados para sustentar una masa de ochenta y cinco kilos. Aquí sólo pesaba catorce. Supuse que tardaría cierto tiempo en controlar el esfuerzo para obtener el desplazamiento deseado. En realidad, descubrí que me adaptaba a las nuevas condiciones en un plazo sorprendentemente breve. Durante algún rato padecí dificultades en la respiración, sobre todo después de un esfuerzo violento. Pero pronto me acostumbré a la menor densidad del aire, lo mismo que a la menor gravedad. Media hora después llegué al borde de la meseta roja. Una pendiente muy pronunciada daba al lindero de la selva, unos seiscientos metros más abajo. La pendiente estaba alfombrada con las gruesas fibras del musgo verde. Un escenario fascinante. Cielo claro y cerúleo, oscuro, ricamente azul. El inmenso globo blanco de la Tierra en ocaso, más allá de las montañas verdes. El ancho valle con la caudalosa corriente plateada serpenteando entre bosques dorados y manchas de verde. Los globos púrpura flotando en varios lugares, inmensas esferas meciéndose de los cables rojos que las mantenían ancladas sobre la selva. Me senté en el musgo, desde donde podía contemplar aquel valle de misterio infinito. Permanecí un rato allí, observando el valle, mientras me comía casi todas las provisiones que había llevado y me bebía media botella de agua. En ese momento decidí bajar al lindero de la selva. El sol estaba en el cenit. Por tanto, me quedaba toda la tarde, es decir, cuatro horas y media. Pensé que me sobraba tiempo para bajar por la pendiente hasta el comienzo de la selva y regresar antes de la repentina caída de la noche. No temía perderme. La resplandeciente estructura de la máquina se veía desde todos los puntos de la meseta. Y la triple cumbre rocosa situada al norte de ésta constituía un
punto de referencia que debía verse desde toda la región. No habría dificultades para el regreso. Tampoco temía ser atacado, aunque no ignoraba que la selva podía ocultar seres hostiles. Me proponía ser cauteloso y no penetrar más allá del lindero. Tenía la automática y estaba seguro de que con ésta poseía un poder de destrucción superior al de cualquier otro animal del planeta. Por último, en caso de dificultad podría confiar en la fuerza de mis músculos, pues en proporción con mi peso debían ser mucho más poderosos que los de las criaturas nativas. Era fácil caminar por la pendiente prolongada y cubierta de musgo. Mi agilidad bajo las condiciones de la gravedad lunar mejoraba con la práctica. Descubrí el modo de avanzar mediante saltos cautelosos y medidos que me hacían avanzar seis metros o más cada vez. Pocos minutos después llegaba al lindero de la selva. No era tan regular como parecía desde arriba. La primera vegetación diferente del musgo que vi fueron macizos de una planta que se parecía al cactus de mi tierra, el Sudoeste americano. Discos espesos y carnosos se amontonaban unos sobre otros. Pero, no eran verdes, sino de un curioso tono rosado, parecido al color carne. En lugar de espinas tenían pequeñas protuberancias o nudos negros, cuya función no pude adivinar. Las plantas a las que me acerqué primero eran pequeñas y parecían atrofiadas. Más abajo se veían otras de mayor tamaño, que crecían más espaciadas. Me detuve a observar una. La rodeé con curiosidad. La fotografié desde distintos ángulos. Luego me atreví a tocarla con el pie. Varios módulos negros se rompieron; eran vesículas de paredes delgadas que contenían un líquido negro. Un olor penetrante y sumamente desagradable asaltó mi olfato, por lo que me retiré a toda prisa. Cien metros más adelante hallé las enredaderas verdes. Los gruesos tallos se enroscaban como serpientes interminables, dando lugar a incontables ramificaciones que terminaban en vaporosos vilanos verdes. En algunos lugares nacían enormes flores blancas, de casi un metro ochenta de diámetro, parecidas a grandes campanas de plata bruñida. De ellas provenía el fuerte perfume que noté al abrir la escotilla de mi máquina. Las enredaderas formaban una espesura verde ininterrumpida, de bastante profundidad. Habría sido imposible penetrar sin aplastar el delicado follaje. Decidí no avanzar más en aquella dirección. La enredadera podía contar con medios de protección análogos a los sacos malolientes de las plantas carnosas de arriba. O dar cobijo a seres peligrosos, como las serpientes de la Tierra que viven ocultas en la espesura vegetal. Anduve cierta distancia bordeando la maraña de enredaderas. De vez en cuando me detenía para tomar fotografías. Me acerqué a un matorral o monte bajo amarillo. Era un seto vivo de tallos, con un grosor de tres centímetros, y provistos de unas espinas largas como puñales a intervalos de pocos centímetros. Calcule que la masa de espino tendría unos treinta metros de altura. Era tan espesa, que a una rata le habría resultado difícil colarse en ella sin quedar espetada en una de aquellas espinas, afiladas como agujas. Luego me detuve a contemplar uno de los globos púrpura que parecía bambolearse hacia mí, largando el cable rojo que lo anclaba en la selva. Era muy extraña aquella gigantesca esfera púrpura largando el delgado cable escarlata que la sujetaba. Parecía una cosa viviente, pensé. Lo fotografié varias veces, pero como aún estaba lejos me figuré que ninguna de las fotos sería satisfactoria. Parecía acercarse a mí, empujado tal vez por una brisa que no llegaba al suelo. Pensé que pronto estaría lo bastante cerca para tomar una buena foto. 4 - La amenaza del globo
Lo estudié de cerca, tratando de averiguar si llevaba piloto u ocupante racional. Pero no pude distinguir nada. Sin duda, no había barquilla. Pero numerosas palancas o brazos negros sobresalían de su parte inferior para maniobrar los cables. Estuve cerca de una hora observándolo. Durante ese tiempo se acercó bastante, hasta que, en realidad, quedó casi directamente sobre mí, a una altura de pocas decenas de metros. El cable rojo colgaba sobre la selva. Parecía estar suelto, flojo. Finalmente logré una foto que me pareció satisfactoria. Decidí continuar y observar de cerca la maraña de matorral amarillo de espino. Me había olvidado del globo púrpura y empezaba a alejarme, cuando atacó. Fui golpeado por un cable rojo. Cuando me di cuenta, ya lo tenía alrededor de mis hombros. Su extremo, más pesado, se enroscó varias veces alrededor de mi cuerpo, envolviéndome en espirales pegajosas. Era como de un centímetro y medio de diámetro, y estaba constituido por un gran número de fibras de color rojo, aglutinadas por el adhesivo que las recubría. Recuerdo con toda claridad su aspecto e incluso el olor fétido, penetrante y desagradable que emitía. Seis espiras de cable rojo me habían aprisionado antes de que pudiera reaccionar. Se puso en tensión de repente, arrastrándome sobre el musgo rojo donde me hallaba, hacia la selva. Horrorizado, levanté la mirada y descubrí que el cable había sido lanzado desde el globo púrpura que antes había contemplado. Ahora los brazos negros que había visto se afanaban cobrando cable con rapidez... y yo estaba atrapado en el extremo del mismo. La gran esfera descendió un poco cuando quedé colgado. Pareció dilatarse. Luego, después de arrastrarme hasta tenerme debajo de ella, fui alzado. Un terror inenarrable se apoderó de mí, y me latía el corazón con violencia. Me sentí dotado de una fuerza terrible. Me retorcí con rabia entre las viscosas ataduras, y luché con la fuerza de la desesperación por romper el cable rojo. Pero había sido trenzado para sujetar presas espantadas y forcejeantes como yo. No se rompió. Quedé colgado sobre la selva como un péndulo. ¡Me balanceaba cada vez más rápido! El cable estaba siendo izado. Volví a mirar hacia arriba, y vi un espectáculo que me heló de espanto y estupor. ¡Todo el globo era un ser vivo! Vi que sus dos ojos negros y terribles, relucientes de maldad, me observaban con sus múltiples facetas. Los miembros negros que había visto eran sus patas, que crecían juntas en la parte inferior de su cuerpo; en aquel momento, izaban frenéticamente el cable que había proyectado, como una araña su hilo, para cogerme. Vi anchas mandíbulas ansiosas, de negros y espantosos quelíceros, chorreando una saliva inmunda. Y un hocico en punta delgada como un estoque, que sin duda debía clavarse para libar los jugos corporales. La enorme esfera púrpura era un saco muscular de paredes delgadas y debía estar llena de un gas ligero, probablemente hidrógeno, que era producido por el cuerpo de la criatura. Este ser monstruoso flotaba sobre la selva, ajeno a todo peligro, dejándose llevar por el viento o anclado de su rojo pseudópodo, que también le servía para enlazar a su presa y acarrearla, a fin de celebrar su espantoso festín en el aire. Quedé un instante helado de horror, desvalido ante el espantoso pico aguzado, ante las negras mandíbulas en forma de tenaza. Luego el miedo me obligó a realizar un esfuerzo sobrehumano. Liberé mis brazos, sacándolos por debajo de las espirales pegajosas. Los levanté sobre mi cabeza, cogí el cable rojo con ambas manos e intenté quebrarlo. No se partió, pese a mis esfuerzos frenéticos.
Entonces recordé que tenía la pistola en el bolsillo. Si lograba sacarla a tiempo, tal vez pudiera matar el monstruo. Y el gas escaparía poco a poco por el receptáculo perforado, permitiéndome regresar a la superficie. Estaba ya a tal altura, que la caída habría sido peligrosa si hubiera triunfado en mi esfuerzo desesperado por romper el cable que me retenía. La secreción viscosa del cable se pegó a mis manos. Tuve que acudir a toda mi fuerza para despegarlas. Pero finalmente lo conseguí y busqué mi arma, desesperado. Una de las espiras rojas rodeaba el bolsillo donde la tenía. Tiré de ella. Tuve que realizar un esfuerzo agotador para moverla hacia arriba. Otra vez tenía los dedos pegados. Me despegué y saqué la automática. Al rozar la cuerda pegajosa se quedó adherida. La separé. quité el seguro con los dedos pegajosos y apunté hacia arriba, sobre mi cabeza. Aunque sólo habían transcurrido algunos segundos, ya me veía alzado a mitad de camino hacia el espantoso globo viviente. Miré abajo. La altura era espantosa, y además el globo había derivado y flotábamos sobre un matorral de espino amarillo. Empecé a disparar contra el monstruo. Era difícil apuntar, debido a los tirones que daban los horrorosos miembros negros al cobrar el cable. Tomé la pistola con ambas manos y disparé con sumo cuidado. El primer disparo no pareció surtir ningún efecto. Después del segundo oí un grito agudo, ensordecedor. Y vi que uno de los miembros negros colgaba fláccido. Apunté a los ojos negros de múltiples facetas. Aun sin conocer la anatomía de la criatura, era lógico que sus centros nerviosos más importantes estuvieran cerca de los ojos. Mi tercer disparo acertó en uno de los ojos. Una gran pompa de jalea transparente reventó de la superficie en facetas y quedó colgando. El monstruo volvió a gritar espantosamente. Los brazos negros trabajaban con celeridad, arrastrándome hacia arriba. Sentí un tirón violento más poderoso que los demás. En seguida comprendí la causa. Aquel ser había soltado el largo cable de anclaje con que se sujetaba. Subíamos con rapidez. El suelo de la Luna quedaba cada vez más lejos. Un nuevo disparo pareció no afectarle. Pero al quinto, los miembros negros se contrajeron convulsivamente. Estoy seguro de que la criatura murió casi en seguida. Los miembros dejaron de recoger cable y quedaron inmóviles. Por precaución, disparé los dos cartuchos que quedaban en la pistola. Aquello fue el comienzo de un delirante viaje aéreo. Cuando el cable se soltó, el globo se elevó con rapidez. Después de su muerte, el receptáculo muscular pareció relajarse y dilatarse. La ascensión se hizo aún más rápida. A los pocos minutos me vi a unos tres kilómetros y medio de altura. Abarcaba una gran extensión. La curvatura de la superficie lunar que, naturalmente, es mucho mayor que la de la Tierra, también podía ser apreciada con claridad. El gran valle aparecía debajo, entre las montañas verdes, moteado de azul y amarillo. El río serpenteaba, ancho y plateado. Vi otros valles, difuminados más allá de las extensiones verdes, y hacia el horizonte curvado aparecían más colinas, borrosas y oscuras debido a la distancia. La meseta donde había aterrizado parecía un mantel verde, muchos centenares de metros por debajo de mí. Logré distinguir un minúsculo disco brillante: la máquina que tan imprudentemente había abandonado. Aunque en el suelo había soplado poco viento, ahora me hallaba en un frente que avanzaba con rapidez hacia el noroeste. Fui arrastrado velozmente; el gran valle huía debajo de mí. Al cabo de pocos instantes perdí de vista la máquina. Naturalmente, me desesperé al verme alejado de mi vehículo. Traté de orientarme y tener en cuenta los
accidentes del terreno que pasaban por debajo. Afortunadamente, pensé, el viento me arrastraba hacia el valle en lugar de conducirme hacia los precipicios rojos. Podría regresar a la máquina siguiendo el gran río hasta ver la cumbre triple, cerca de donde había dejado la máquina. Pero me embargó el desánimo, al comprender que difícilmente podía atravesar tan gran extensión de la selva desconocida sin que mi ignorancia de sus peligros me llevase a cometer un error fatal. Se me ocurrió trepar por el cable hasta el cuerpo monstruoso y tratar de rajar el receptáculo púrpura para descender. Pero con eso no lograría sino enredarme aún más en las pegajosas espiras. Deseché la idea, comprendiendo que si caía con demasiada rapidez podría estrellarme en el suelo. Después de los primeros minutos de viaje, noté que el balón iba quedándose fofo a medida que el gas escapaba del receptáculo muscular agujereado. Cobré nuevas esperanzas y traté de recordar la ruta que debía seguir para regresar a la máquina. El viento me arrastraba a tal velocidad, que una hora después la triple cumbre había desaparecido detrás del horizonte curvado. Pero como me hallaba sobre el extenso valle, aún podría regresar siguiendo el río. Me pregunté si podría construir una balsa y navegar corriente abajo. La velocidad del globo disminuía a medida que se acercaba a la superficie. Pero, mientras sobrevolaba la selva, me di cuenta de que la velocidad aún era excesiva. Mientras colgaba al extremo del cable, desvalido, observé con angustia la selva sobre la cual descendía. Como la primera vez que había visto, estaba plagada de espino amarillo, salvo algunas zonas donde predominaba la exuberante enredadera verde. Si tenía la desgracia de caer en una mata espinosa, jamás lograría salir con vida. Y tuve presente otro peligro. Aunque tocara el suelo en un espacio despejado, si seguía soplando el viento, me vería arrastrado hacia el matorral puntiagudo antes de poder liberarme del cable. ¿No sería mejor soltarme tan pronto como hubiera descendido lo suficiente, y dejar que el globo continuara sin mí? Aquel parecía ser el único modo de escapar sin verme arrastrado a una trampa mortal. Sabía que podía dejarme caer desde una altura considerable, porque la aceleración de la gravedad lunar es de sólo sesenta centímetros por segundo... siempre que consiguiera caer en terreno despejado. ¿Cómo cortaría la cuerda? No llevaba cuchillo. En mi desesperación, se me ocurrió morderla hasta partirla por la mitad, pero comprendí que sería tan inútil como tratar de partir a mordiscos una soga de cáñamo de Manila. Pero tenía la pistola. Si la apoyaba contra el cable y disparaba, el tiro lo cortaría. Otra vez me llevé la mano al bolsillo, evitando la espiral adhesiva, y pude coger dos cartuchos. Aunque se pegaban a mis dedos viscosos, finalmente pude introducir uno en la recámara. Cuando hube cargado la pistola, vi que sobrevolaba una espesura aparentemente ilimitada de espino amarillo. Colgado del cable, fui arrastrado muy cerca del matorral espinoso mientras caía rápidamente. Al fin logré ver una mancha de grandes enredaderas. Durante un instante abrigué la esperanza de ser arrastrado más allá de los espinos. De súbito, éstos parecieron saltar hacia mí. Levanté los brazos para cubrirme la cara, aferrando la pistola con desesperación. En seguida fui arrastrado sobre los crueles espinos amarillos. Hacían un ruido seco y detonante al quebrarse bajo mi peso. Mil bayonetas puntiagudas y envenenadas me desgarraron, me acuchillaron, me cortaron. Era una agonía insoportable. Las espinas afiladas como navajas estaban impregnadas de veneno, y el menor rasguño quemaba como fuego líquido. Muchas de las puntas se clavaron profundamente.
Creo que caí cerca del borde del matorral. Estuve un instante entre los espinos. Luego, una ráfaga de viento empujó el globo y éste se remontó un poco, liberándome. Oscilé como un péndulo. Y volví a caer, más allá del matorral espinoso, en una franja de arena. Mis heridas sangraban profusamente y sufría dolores insoportables a causa del veneno. Comprendí que no lograría permanecer consciente mucho tiempo más. Entre tinieblas de agonía, cogí el cable rojo con una mano, apoyé contra él la pistola y apreté el gatillo. El estampido fue ensordecedor, estruendoso. Mi mano derecha, que sostenía el arma, fue empujada hacia atrás por el retroceso, y habría perdido la pistola si no la hubiera tenido pegada a los dedos. El cable fue golpeado con terrible violencia por el tiro, quebrándome casi la muñeca izquierda. (Y se partió! Me desprendí y caí, revoleándome sobre la arena. Permanecí consciente algunos minutos, tendido sobre la arena dura y fría. Recuerdo que en mi agonía pensé vagamente que por primera vez hallaba una zona no invadida por la vegetación. Las espinas habían hecho jirones mis ropas. Las profundas heridas de mi cuerpo atormentado sangraban copiosamente... y recuerdo qué oscura me pareció la sangre que cala sobre la arena blanca. Todo mi cuerpo padecía un dolor insoportable, debido al veneno, que ardía como si me hubiera sumergido en un mar de llamas. Sólo mi cara se había salvado de las espinas. Débil, mareado de dolor, quise ponerme en pie. Pero una vuelta de cable rojo aún me ceñía las piernas. Trastabillé y volví a caer sobre la arena blanca. Me sumí en la desesperación. Sentí una ira ciega e impotente ante mi estúpida imprudencia, por alejarme de la máquina, ante mi temeridad, por haberme aventurado hasta la selva. Entonces, el olvido acudió a aliviarme... Me despertó un sonido extraño. Un silbido débil y agudo, agradablemente melodioso. Las notas musicales llegaban con insistencia a mi cerebro y sin duda venían de muy cerca. Al despertar noté embotados mis sentidos. Mi mente estaba excepcionalmente torpe y lenta. No logré recordar dónde me hallaba. Al principio creí que estaba acostado en la cama de mi vieja habitación, en Midland, y que era el despertador lo que oía. Pero luego me di cuenta de que las fluidas notas cristalinas no podían ser de ningún despertador. Logré abrir los ojos con gran esfuerzo. ¿Qué era esa pesadilla horrible? Un amasijo de enredaderas verdes, increíblemente abundantes. Una pared de espinas amarillas. Más allá una montaña escarlata y globos púrpura flotando en un exquisito cielo azul. Traté de incorporarme. Mi cuerpo era un suplicio encendido. Me dejé caer otra vez. Tenía la piel cubierta de sangre seca. Las heridas más profundas me dolían. Y el veneno de las espinas había agarrotado mis músculos, por lo que padecía espantosos dolores al menor movimiento. El melodioso silbido había cesado tan pronto como me moví. Luego se oyó de nuevo. Detrás de mí. Intenté volver la cabeza. Ahora lo recordaba todo. El telegrama de mi tío. El vuelo a través del espacio y del tiempo. Mi expedición hasta el borde de la selva y sus espantosas consecuencias. Aún yacía sobre la arena, debajo del matorral de espino. Gemí sin darme cuenta, por lo que me dolía el cuerpo agarrotado. El débil gorjeo cesó de nuevo. Y el ser que lo emitía avanzó hasta situarse frente a mí para que pudiera verlo. Un ser extraño y maravilloso. Su cuerpo era esbelto, flexible como el de una anguila. Tendría como un metro y medio de longitud y era algo más grueso que mi brazo. Una pelusa o vello suave, dorado y corto lo cubría. Descansaba enroscado en parte sobre la arena, y alzaba la cabeza setenta u ochenta centímetros. Dicha cabeza era pequeña, no mucho más grande que mi puño. Una boca minúscula, con labios de mujer, llenos y rojos. Ojos grandes, oscuros e inteligentes, de intenso color
violeta, casi luminosos. De algún modo, parecían humanos, sin duda porque reflejaban expresiones humanas de curiosidad y compasión. Excepto la boca roja y los ojos oscuros, la cabeza no tenía rasgos humanos. Estaba cubierta de vello dorado. En la coronilla tenía un penacho o cresta azul brillante. Aunque parezca raro, poseía cierta belleza. Una belleza de proporciones exquisitas, de curvas suaves. Extraños apéndices, alas o élitros, crecían a los costados del cuerpo esbelto y dorado, exactamente detrás de la cabeza. En ese momento se hallaban alzadas, extendidas como para volar. Eran muy blancas, y formadas por una membrana delgada y suave. Su nívea superficie presentaba una delicada red de venas escarlata. Aquella criatura no poseía miembros, a excepción de sus alas blancas y membranosas. Un cuerpo esbelto, largo y flexible, cubierto de vello dorado. Cabeza pequeña y delicada, con boca roja y cálidos ojos oscuros, coronada de azul. Y delicadas alas abiertas a los lados. La contemplé. No tuve miedo de ella en ningún momento, pese a verme desvalido. Parecía poseer una especie de magnetismo que me infundió una serena confianza. Supe en seguida que no venía sino para bien. Sus labios se movieron. Y el débil silbido melodioso volvió a salir de ellos. ¿Me hablaba? Dije lo primero que se me ocurrió: —¡Hola! A propósito, ¿quién eres tú? 5 - La Madre El ser se acercó rápidamente a mí. Su cuerpo dorado, terso y redondo dejó una pequeña huella serpentina sobre la arena. Bajó un poco la cabeza al tiempo que apoyaba una de las alas blancas sobre mi frente. La extraña membrana veteada de rojo era suave, pero noté una extraña firmeza a! contacto con mi piel. Parecía despedir calor vital; vibraba de energía, de vida. Volvieron a oírse los silbidos. Creí notar una vaga respuesta en mi mente, que daba cuerpo a confusos pensamientos. Mientras se repetían una y otra vez los mismos sonidos, en mi mente se formaban preguntas inteligibles. —¿Qué eres? ¿Cómo llegaste aquí? Gracias a una especie de telepatía transmitida por la presión del ala sobre mi cabeza, entendí el melodioso mensaje. Me costó un poco salir de mi asombro para contestar. Respondí despacio, silabeando con la mayor claridad posible: —Soy nativo de la Tierra. Es el gran globo blanco que puedes ver en el cielo. He venido en una máquina que viaja en el espacio y en el tiempo. Al salir fui capturado y levantado por una de esas cosas púrpuras y flotantes. Rompí la cuerda y he caído aquí. Las espinas han desgarrado mi cuerpo y no puedo moverme. El desconocido ser volvió a silbar. Una sola nota estremecida. La repitió hasta que se formó el significado en mi mente: —Comprendo. —¿Quién eres? —pregunté. No entendí el significado de la respuesta hasta que la silbaba por tercera vez. —Soy la Madre. Los Eternos, que destruyeron a mi pueblo, me persiguen. Voy hacia el mar huyendo de ellos. La tenue música aflautada siguió elevándose, y esta vez me resultó más fácil de entender. —Parece que tu cuerpo es lento en curar de sus heridas. Tu fuerza mental es débil. ¿Quieres que te ayude?
—Desde luego —respondí—. En lo que puedas... —No te muevas. Confía en mí. No te resistas. Duerme. Cuando comprendí el significado de las notas, me tendí en la arena y cerré los ojos. Noté la presión cálida y vibrante del ala sobre mi frente. Un hálito vital y palpitante parecía pasar de ella a mi. No sentí miedo, pese a ser tan extraña la situación. Aquel ser me inspiraba confianza. Una serena confianza en su poder. Sentí que me ordenaba dormir. No me opuse. Una marea de energía vital me sumergió en el olvido. Me pareció que sólo había pasado un segundo, aunque transcurrieron sin duda varias horas. Una llamada insistente me sacó de mi sueño. Estaba lleno de fuerza. Incluso antes de abrir los ojos me sentí lleno de un vigor físico nuevo y desbordante, dueño de una salud perfecta. Rebosaba energías y buen humor. Al no experimentar ningún dolor corporal, supe que mis heridas estaban totalmente curadas. Abrí los ojos y vi a la sorprendente criatura que se llamaba a sí misma la Madre. Su flexible cuerpo dorado se enroscaba a mi lado, sobre la arena. Sus grandes ojos límpidos me observaban atentamente, con gran compasión. Me incorporé con viveza. Ya no tenía rígidos los miembros. Mi cuerpo aún estaba cubierto de sangre seca, y vestía los mismos andrajos. Aún colgaban de mi las viscosas espiras de cuerda roja. Pero mis heridas se habían cerrado sin dejar huellas, sino unas cicatrices lívidas. —¡Ya estoy bien! —le comuniqué a la Madre, agradecido—. ¿Cómo lo hiciste? El extraño ser silbó melodiosamente, y entendí casi en seguida: —Mi fuerza vital es más poderosa que la tuya. Simplemente, te he prestado energías. Me arranqué los restos de bejuco rojo que me rodeaban. La secreción viscosa debió secarse un poco; de lo contrario, nunca habría conseguido quitármelos. En seguida, la Madre se acercó a mi lado y me ayudó. Utilizaba como manos sus apéndices blancos y membranosos. Aunque parecían frágiles, cogieron con fuerza el cable rojo cerrándose en torno al mismo. Pocos minutos después pude ponerme en pie. La Madre volvió a hablarme con silbidos. No pude entenderla, aunque se formaban en mi mente unas imágenes vagas. Volví a arrodillarme sobre la arena, y ella se acercó a mí para tocar otra vez mi frente con el ala blanca jaspeada de rojo. Aquella extremidad tan delicadamente hermosa era un órgano sorprendente. Tan fuerte cuando actuaba como una mano. Y, como más adelante averiguaría, era la sede de un sentido misterioso. Capté claramente sus palabras ahora que el ala cálida y vibrante rozaba mi cabeza: —Dime algo más de tu mundo y de cómo llegaste aquí, aventurero. Mi pueblo es antiguo y tengo poderes vitales superiores a los tuyos. Pero jamás hemos podido abandonar la atmósfera de nuestro planeta. Ni siquiera los Eternos, con todas sus máquinas, han logrado salvar jamás el abismo del espacio. Y se cree que el planeta primario de donde dices venir todavía es demasiado caliente para el desarrollo de la vida. Hablamos muchas horas, yo con mi voz natural y la Madre con aquellos silbidos extrañamente melodiosos. Al principio, la transmisión de pensamiento a través del ala maravillosa fue lenta y difícil. A mí, sobre todo, me costaba entender, y la Madre se veía obligada a repetirme muchas veces las ideas más complicadas. Pero la comunicación mejoró con la práctica, y por último logré dialogar con fluidez aunque no me tocara la membrana blanca. Atardecía ya cuando desperté. Luego se hizo de noche y cayó sobre nosotros el rocío. Hablamos en la oscuridad. Salió la Tierra, iluminando la selva con su gloriosa luz plateada. Seguimos hablando hasta que se hizo de día. A medianoche el aire se enfrió bastante. Con la humedad del abundante rocío, tuve frío y me estremecí. Pero la Madre volvió a tocarme con la membrana blanca. Un calor intenso y palpitante pasó de su cuerpo al mío, y dejé de temblar.
Hablé largo rato del mundo que había dejado y de mi insignificante vida allí. Hablé de la máquina. Del viaje a través del espacio y a través de ignorados abismos de tiempo, hasta llegar a aquella Luna joven. La Madre me habló de su vida y de su pueblo perdido. Ella dirigía una comunidad de seres que vivían en las tierras altas, cerca del nacimiento del gran río que yo conocía. En ciertos aspectos, una comunidad semejante a las de las hormigas o las abejas terrestres. Contaba con miles de seres neutros, mujeres imperfectamente desarrolladas, obreras. Y ella era el único individuo capaz de procrear. Ahora era la única sobreviviente de su colonia. Al parecer, su raza era muy antigua y había alcanzado un alto grado de civilización. La Madre admitió que su pueblo no llegó a poseer ninguna especie de máquinas ni edificaciones. Afirmó que tales cosas eran señales de barbarie y que su cultura era superior a la mía. —En otra época tuvimos máquinas —me explicó—. Mis antepasadas madres vivían en celdas de metal y madera como las que tú describes. Y construyeron máquinas para ayudarse y proteger sus cuerpos débiles e ineficaces. Pero las máquinas debilitaron aún más sus lamentables cuerpos. Sus miembros se atrofiaron y desaparecieron por falta de uso. Hasta sus cerebros vinieron a menos, porque vivían una existencia fácil, dependiendo en todo de las máquinas, huyendo de las dificultades. Parte de mi pueblo comprendió el peligro. Abandonaron las ciudades y regresaron al bosque y al mar para vivir austeramente, fiados a los recursos de sus mentes y sus cuerpos, para seguir siendo seres vivos y no convertirse en frías máquinas. Las Madres se dividieron. Los más estaban entre los que regresaron al bosque. —¿Y qué les ocurrió a los que permanecieron en la ciudad, los que se quedaron con las máquinas? —pregunté. —Llegaron a ser los Eternos, mis enemigos. Generación tras generación, sus cuerpos degeneraron. Hasta que perdieron su naturaleza animal. Se convirtieron en meros cerebros provistos de ojos y débiles tentáculos. En lugar de cuerpos, utilizan máquinas. Son cerebros vivientes con organismos de metal. Estaban demasiado debilitados para reproducirse. Por eso buscaron la inmortalidad en su ciencia mecánica. Y algunos viven todavía en su espantosa ciudad de metal, aunque desde hace varias eras no se produce entre ellos ningún nacimiento. Son los Eternos. Pero al fin mueren, porque es ley de vida. Pese a todos sus conocimientos, no pueden vivir siempre. Caen uno a uno. Sus extrañas máquinas quedaron paralizadas, con los cerebros podridos en sus recipientes. Y los escasos millares de supervivientes han atacado a mi pueblo. Pensaban capturar a las Madres. Modificar la descendencia con sus artes espantosas y así conseguir nuevos cerebros para las máquinas. Cuando empezó la guerra, había muchas Madres. Y mi pueblo era mil veces más numeroso. Ahora sólo quedo yo. Pero no ha sido una victoria fácil para los Eternos. Mi pueblo peleó con valor. Más de un anciano cerebro fue destruido. Pero los Eternos utilizaban grandes máquinas de guerra, a las cuales no podíamos escapar, y que no podíamos destruir con nuestra energía vital. Todas las Madres, salvo yo, fueron capturadas. Y todas prefirieron morir a permitir que sus hijos fueran convertidos en máquinas vivientes. Sólo yo he escapado, porque mi pueblo sacrificó su vida por mí. En mi cuerpo llevo la simiente de una nueva raza. Busco un hogar para mis hijos. He dejado nuestra vieja tierra a orillas del lago para descender hacia el mar. Allí estaremos lejos de la tierra de los Eternos. Y puede que nuestros enemigos no nos encuentren. Pero los Eternos saben que he escapado. Me buscan. Me persiguen con sus extrañas máquinas. Cuando amaneció me sentí muy hambriento. ¿Dónde conseguir alimento en aquella selva extraña? Aunque hallara frutos o nueces, ¿cómo saber si no eran venenosos? Se lo dije a la Madre. —Ven —silbó ella.
Reptó sobre la arena blanca con sencilla y sinuosa elegancia. Era muy bella. Cuerpo esbelto, liso y cilíndrico. Delgado y fuerte. El vello dorado brillaba bajo la luz del sol; unos reflejos color zafiro jugaban en el penacho azul que coronaba su cabeza. Las maravillosas alas jaspeadas de rojo brillaban a sus lados. Permanecí un momento inmóvil, admirando su extraña belleza, y luego la seguí, distraído. Se volvió de súbito, y una expresión como de burla brilló en sus grandes ojos color violeta oscuro. —¿Es tan lento tu gran cuerpo que no puedes ir al mismo paso que yo? —silbó casi irónicamente—. ¿Tendré que llevarte? Por toda respuesta tomé impulso y salté. Mi pirueta me elevó unos seis metros por encima de ella y más adelante. Por desgracia caí de cabeza en la arena, aunque no me lastimé. Vi la risa en sus ojos mientras se deslizaba rápidamente hacia mí y me tomaba del brazo con una de las alas blancas para ayudarme a levantarme. —Podrías viajar muy bien si fuerais dos, y el otro te ayudase a salir de los espinos — dijo, de buen humor. Algo avergonzado por sus burlas, la seguí obedientemente. Llegamos a una masa de enredadera verde. Sin vacilar, ella se abrió paso a través del liviano follaje. La seguí. Me condujo hasta una de las enormes flores blancas, se inclinó sobre ella y se posó como una abeja dorada. Un instante después salió con las alas unidas, llevando en el hueco una considerable cantidad de polvo blanco y cristalino que había tomado de dentro del enorme cáliz. Me hizo unir las manos y vertió en ellas parte del polvo. Levantó las alas, pasó el resto del polvo a una de ellas y se puso a lamerlo delicadamente. Lo probé. Era dulce y con un punto de ácido, nada desagradable. Al humedecerse en la boca formaba una especie de pasta que se ablandaba y se disolvía a medida que seguía mascando. Ingerí una porción mayor y pronto despaché lo que la Madre me había dado. Visitamos otra flor. Esta vez me incliné yo, tomando el polvo con la mano. (Aquellos cristales debían cumplir sin duda la misma función que el néctar en las flores terrestres: atraer a los intermediarios que transportan el polen.) Dividí mi botín con la Madre. Aceptó sólo un poco, y en el cáliz encontré lo suficiente para satisfacer mi hambre. —Ahora debo continuar hasta el mar —silbó—. Ya me he retrasado demasiado contigo. Porque llevo la simiente de mi raza, y no debo abandonar la gran misión que ha recaído en mí. Pero me alegro de saber algunas cosas sobre tu desconocido planeta. Y resulta alentador conocer a un ser inteligente, después de haber vivido tanto tiempo sola. Me gustaría pasar más tiempo contigo. Pero he de obedecer a algo más importante que mis deseos. La perspectiva de separarme de ella me causaba una extraña tristeza. Mis sentimientos hacia ella eran en parte de gratitud, pues me había salvado la vida. Pero había algo más. Un sentimiento de camaradería. Éramos compañeros de aventuras en aquella selva hostil y solitaria. La soledad y mi deseo humano de compañía me acercaban a ella. Entonces se me ocurrió una idea. Ella bajaba por el valle hacia el mar. Y yo debía seguir la misma dirección hasta ver la cumbre triple que me serviría de orientación para hallar el emplazamiento de la máquina. —¿Puedo acompañarte hasta que lleguemos a la montaña donde dejé la máquina que me sirvió para venir a tu mundo? —le pregunté. La Madre me miró con sus expresivos ojos oscuros. Y de súbito se acercó a mí. Un ala blanca y membranosa cubrió mi mano, con cálida presión.
—Celebro que quieras acompañarme —silbó—. Pero no olvides que es peligroso. Recuerda que me persiguen los Eternos. A ti te destruirán también, si nos encuentran juntos. —Tengo un arma —respondí—. Y te defenderé si nos amenazan. Además, si viajara solo, probablemente sería víctima de cualquier peligro desconocido. —En marcha, extranjero. La cuestión quedaba zanjada. Había dejado caer mi cámara, mis prismáticos y mi «termo» de agua cuando el globo viviente me levantó por el aire. Se habían perdido en la selva. Pero me quedaba la pistola que tenía en la mano —o mejor dicho, pegada a ella— cuando caí en la arena. La recogí. La Madre no quería verme con ella porque era una máquina, y las máquinas debilitaban a quien las usaba. Pero observé que si nos atacaban los Eternos, tendríamos que luchar contra máquinas, y que era mejor combatir el fuego con el fuego. Lo admitió de buen grado. —Te demostraré que mi energía vital es más fuerte que tu burda arma para matar, aventurero —afirmó. Emprendimos la marcha casi en seguida. Ella se desplazaba bordeando la faja de arena, junto al matorral de espino. Y comenzó a mostrarme las formas de vida de la Luna, diciendo que siempre hallaría una zona despejada al borde de los espinos, porque sus raíces impregnaban el suelo con un veneno que impedía el crecimiento de otra vegetación. Tras recorrer tres o cuatro kilómetros llegamos a un lago cristalino, donde el abundante rocío se había reunido en el fondo de una concavidad rocosa. Allí bebimos. Luego la Madre se zambulló gozosamente. Con las alas blancas apretadas a los lados, hendió el agua como una anguila dorada. Me alegré de poder quitarme la ropa y lavarme de mugre y sangre seca. Empezaba a vestirme, y la Madre descansaba a mi lado a orillas del lago, con los ojos cerrados, secando al sol su piel dorada, cuando vi las barras espectrales. Eran siete columnas de luz verticales y delgadas, que nos rodearon. Barras rectilíneas de pálido brillo blanco. Se alzaban como columnas fantasmas alrededor de ambos, encerrándonos en un espacio de diez metros. Tendrían unos cinco centímetros de diámetro, y eran muy transparentes. Yo podía divisar a través de ellas la selva verde y las amarillas masas de espinos. No me importó mucho. En realidad, creí que las columnas espectrales eran sólo una ilusión óptica. Me froté los ojos y le pregunté con indiferencia a la Madre: —Los espíritus están construyendo una cerca alrededor de nosotros, ¿o no ven bien mis ojos? Sobresaltada, alzó su cabeza dorada con el penacho azul. Abrió mucho sus ojos violetas. Había alarma en ellos. Y terror. Se movió con sorprendente rapidez. Saltó como un resorte en toda su esbelta longitud. Y me tomó de un hombro con una de sus alas mientras lo hacía. Me hizo pasar entre dos de las extrañas columnas de luz inmóvil, sacándome del cerco que formaban. Caí en la arena y me puse en pie rápidamente. —¿Qué...? —comencé. —Los Eternos —sus notas dulces y agudas modulaban con rapidez—. Me han descubierto. Incluso aquí llega su perverso poder. Hemos de damos prisa. Se alejó apresuradamente. La seguí mientras terminaba de ponerme la ropa, avanzando fácilmente a la misma velocidad que ella, con mis saltos regulares de seis metros. La seguí, mientras me preguntaba qué peligro podían significar las columnas de luz espectral.
6 - ¡Perseguidos! Contorneábamos los peligrosos matorrales amarillos. La faja de terreno despejado por donde avanzábamos tendría de cincuenta a cien metros de anchura. El seto de espinos amarillos, el veneno de cuyas raíces impedía aquí el crecimiento de vegetación, se elevaba denso e impenetrable a nuestra derecha. Hacia la izquierda se abrían extensiones sin límite cubiertas de enredadera verde. Mares ondulantes de follaje liviano, color esmeralda, constelados de enormes flores blancas y separados en algunos lugares por otras especies de plantas desconocidas. Más allá, otros matorrales de espino amarillo. A lo lejos se alzaba la roja ladera de una montaña. Enormes globos púrpura se mecían sobre aquel alucinante paisaje lunar, iluminados por el sol, anclados de sus cables rojos. Calculo que anduvimos por la faja despejada por espacio de unos quince kilómetros. Empezaba a respirar con dificultad, efecto debido al ejercicio violento bajo la tenue atmósfera de la Luna. La Madre no mostraba señales de fatiga. Se detuvo bruscamente delante de mí y se metió en una especie de túnel abierto entre los espinos. Un pasadizo de un metro y medio de ancho por uno ochenta de altura, donde volvían a unirse los pinchos amarillos. El suelo era pelado y liso, apisonado como el de un sendero de mucho paso. El corredor parecía casi rectilíneo, pues se veía hasta una distancia considerable. La luz se filtraba a través de la espesura de crueles bayonetas que lo cubrían. —No me agrada utilizar este camino —explicó la Madre—. Porque sus constructores son seres hostiles. Aunque no son muy inteligentes, mi fuerza vital no les afecta, por lo que no puedo dominarlos. Si nos descubren estamos perdidos. Pero no hay otro remedio. Hemos de cruzar por el bosque de espinos. Menos mal que, estando en el túnel, no podrán vernos. Tal vez los Eternos pierdan nuestro rastro. Apresurémonos y confiemos en no tropezar con ninguno de los legítimos usuarios de este sendero. Si aparece, tendremos que ocultarnos. Tan pronto como entré en el túnel me vi en desventaja, pues ya no podía avanzar a grandes saltos. Emprendí una especie de trote. Llevaba la cabeza baja para evitar las espinas envenenadas. La Madre reptaba con soltura a mi lado, aunque no tan rápida como antes, afortunadamente. Era esbelta, joven y bella, a su manera no humana. Me alegré de que me permitiese acompañarla. A pesar de cuantos peligros nos amenazaban. Cuando pude recobrar el aliento dije: —¿Qué eran esas barras espectrales? —Los Eternos poseen misteriosos poderes científicos —fue la musical respuesta—. Es algo parecido a la televisión, de que me hablaste. Pero más perfeccionada. Nos han visto a orillas del lago. Proyectan esas barras brillantes mediante sus rayos de energía. Podrían hacernos daño. Pero no se exactamente cómo. Se trata de un arma nueva; no la empleaban durante la guerra. Recorrimos muchos kilómetros por el túnel. Era casi rectilíneo. No había bifurcaciones ni encrucijadas. No cruzamos ningún claro. El techo y las paredes de espino amarillo no presentaban solución de continuidad. Me pregunté qué clase de seres podían abrir un sendero tan largo y perfecto entre los espinos. La Madre se detuvo de súbito y se volvió a mirarme. —Se acerca uno de los habitantes del sendero —silbó—. Lo noto. Espera un momento. Desenvolvió sus anillos dorados y desapareció por el sendero. Llevaba la cabeza erguida. Y las alas rígidamente extendidas. Hasta ese momento siempre las había visto blancas, con delicadas venas rojas. Ahora las tenía completamente sonrosadas. Llevaba algo separados sus labios rojos y los ojos estaban dilatados, absortos, fijos. Parecían mirar más allá, contemplando escenas lejanas, inaccesibles a los sentidos normales.
Permaneció largo rato inmóvil, con los ojos color violeta lejanos y fijos. Luego se irguió de súbito. Se alzó sobre sus anillos dorados. Había alarma en sus grandes ojos, en su voz tenue y aflautada. —Nos sigue. Por este mismo sendero. Apenas tenemos el tiempo de salir a un claro. Hay que darse prisa. Esperó a que yo comenzara mi torpe carrera y me siguió con soltura. Corrí pesadamente. Con la débil gravedad lunar, tenía que andarme con cuidado para no tropezar con las púas del camino. Durante espantosas horas —al menos, eso me pareció— corrimos por el sendero, cruzando el interminable bosque de espino amarillo. Mi corazón latía con fuerza y mi respiración era angustiosa. Mi cuerpo no estaba preparado para el esfuerzo en una atmósfera tan tenue. La Madre me precedía, reptando sin esfuerzo. Comprendí que si hubiera querido, le habría sido fácil abandonarme. Por último tropecé, caí de cabeza y ya no tuve fuerzas para levantarme. Los pulmones me ardían y sentí un horrible dolor en el corazón. Sudaba a mares, me latían las sienes y un velo rojo nublaba mi vista. —¡Sigue! —logré decir entre jadeos—. Yo... intentaré... detenerlo. Busqué a ciegas mi arma. La Madre se detuvo y regresó hacia donde yo estaba. Sus notas tenían un acento apremiante. —Vamos. El claro está cerca. Y el bicho nos persigue. ¡No te quedes ahí tumbado! Envolvió mi brazo con su ala suave y flexible. Recibí una nueva oleada de vigor y energía. Entonces conseguí ponerme en pie, tambaleándome, y seguimos. Al mismo tiempo eché una mirada hacia atrás. Un bulto oscuro e informe apareció a mis ojos. Era tan grande que prácticamente ocupaba todo el hueco del túnel. Lo rodeaba un confuso círculo de claridad, debido a la luz que se filtraba en el sendero, entre los espinos. Corrí... corrí... corrí. Mis piernas avanzaban, avanzaban como palancas articuladas de un autómata. Las tenía insensibles. Cuando la Madre me tocó, incluso dejé de sufrir ardor en los pulmones. Y el corazón ya no me dolía. Me parecía flotar junto a mi cuerpo, como si fuese otro el que corría, corría, corría con monótona andadura de máquina. Tenía los ojos clavados en la Madre, que me precedía. Ella se deslizaba con gran rapidez por la penumbra del túnel. Su cuerpo esbelto, dorado, infatigable. Las alas blancas rígidamente extendidas, como para mantener mejor el equilibrio. La delicada cabeza erguida, con su penacho azul agitado por la carrera. Observé aquel penacho azul mientras corría. Bailaba burlonamente ante mí, siempre alejándose. Siempre lejos de mi alcance. Lo seguí entre la niebla cegadora de mi fatiga, que me hacía verlo todo fundido en un azul grisáceo con manchas de rojo sangre. Me sorprendió hallarme de nuevo a la luz del Sol. Una franja de arena junto al amarillo seto de espinos. Más allá la fronda fría y verde, el mar verde. Arriba, siniestros globos púrpura, sujetos de sus cables rojos. En la lejanía, una cordillera escarlata, empinada y escabrosa. La Madre dobló a la izquierda. La seguí de un modo automático. Mis reacciones se hallaban adormecidas. El esplendoroso paisaje lunar ya no me resultaba extraño. Hasta la amenaza de los globos púrpura me parecía lejana, sin consecuencias. No sé cuánto tiempo corrimos junto al bosque de espinos hasta que la Madre se volvió de nuevo y me condujo a un grupo de enredaderas.
—¡Quieto! —silbó—. Tal vez el monstruo no pueda encontrarnos. Agradecido, me oculté entre las frondas. Me quedé acostado, con los ojos cerrados, y respiré con grandes jadeos dolorosos. La Madre volvió a tocar mi mano con su ala suave y otra vez me sentí aliviado, aunque respirando con dificultad. —Tu reserva de energía vital es muy escasa —comentó. Saqué la pistola del bolsillo y la revisé para cerciorarme de su estado. La había limpiado y cargado antes de emprender viaje. La Madre levantaba cautelosamente su cabeza coronada de azul. Me arrodillé y vigilé la franja de arena en la dirección de donde veníamos. Vi que el bicho se acercaba a toda prisa. Era una esfera roja, brillante, como de un metro y medio de diámetro. Estaba siguiendo nuestra pista. —¡Nos ha localizado! —silbó bajito la Madre—. Y mi fuerza vital no puede atravesar su coraza. Quiere chupar la linfa de nuestros cuerpos. La miré. Había enrollado su cuerpo esbelto en una espiral dorada. Su cabeza se alzaba en el centro, y tenía extendidas las alas de un blanco puro, jaspeadas de líneas escarlata, aparentemente frágiles como los pétalos de una azucena. Sus grandes ojos oscuros aparecían serios y serenos y no mostraban signos de pánico. Levanté la pistola, decidido a no dejarme dominar por el temor y a hacer cuanto pudiera por salvarla. El globo escarlata estaba a menos de cincuenta metros. Logré distinguir las escamas de su coraza como láminas córneas pintadas de laca color rubí. No parecía tener miembros ni apéndices externos visibles. Pero vi en la parte superior de la coraza unos óvalos oscuros que al parecer se extendían mientras aquel ser rodaba. Empecé a disparar. No podía fallar a tan poca distancia. Me arrodillé entre las hojas de la enredadera verde y vacié sobre el globo un cargador entero. Siguió rodando hacia nosotros sin aminorar la velocidad. De su interior surgió un redoble rabioso e intenso. Un rugido reverberante de inesperada intensidad. Poco después le respondieron desde diferentes lugares, alrededor de nosotros. Eran redobles graves y prolongados, casi como truenos lejanos. Cargué de nuevo, desesperado. Aún no había armado la pistola cuando el monstruo nos alcanzó. Hasta ese momento parecía una esfera de superficie lisa. Pero ahora emitió seis largos tentáculos negros y brillantes, correspondientes a cada uno de los óvalos negros que había visto sobre la coraza roja. Eran delgados, de unos tres metros y medio, cubiertos de pellejo negro muy arrugado, sobre el cual brillaban minúsculas gotas de humedad. Debajo de cada uno aparecía un solo ojo, con un párpado negro. Uno de aquellos tentáculos negros avanzó hacia mí. Despedía un olor fétido y repugnante. Al extremo llevaba una garra ganchuda y afilada, junto a un orificio negro. Supuse que el monstruo se alimentaba por medio de aquellos horrorosos tentáculos retráctiles. Metí el cargador en la pistola y accioné la corredera. Apartándome del retorcido brazo tentacular, hice siete disparos seguidos contra el ojo de párpado negro. La coraza roja volvió a emitir el ensordecedor redoble. Los tentáculos negros se retorcieron, cayeron y súbitamente quedaron inmóviles y rígidos. El redoble se convirtió en un ronco estertor y luego cesó. —¡Lo has matado! —silbó melodiosamente la Madre—. Usas bien tu máquina, y es más poderosa de lo que creía. Tal vez consigamos salvarnos. Como en respuesta agorera, los ecos de un tamborileo lejano se dejaron oír en el bosque de espinos amarillos. Ella lo oyó y las alas blancas se irguieron con alarma. —Ha llamado a los suyos. Muy pronto estarán todos aquí. Hemos de darnos prisa.
Estaba tan cansado que cualquier movimiento era para mí una tortura, pero me levanté y seguí a la Madre que corría sobre la arena. Sólo me detuve un instante a contemplar el interesantísimo ser que había matado. Era algo insólito, tanto por su forma como por sus medios de desplazamiento. La coraza esférica debió formarse a lo largo de muchas eras de evolución en el matorral espinoso. Recogiendo sus miembros dentro de la armadura podía atravesar los espinos sin sufrir daño alguno. Supuse que lo hacía mediante contracciones rítmicas del caparazón, lo cual le permitía desplazarse fácilmente, teniendo en cuenta la menor gravedad lunar. Cuando no rodaba, se arrastraba o se elevaba sobre los largos apéndices musculares que me habían parecido tentáculos. Como estábamos de nuevo en lugar despejado, pude avanzar a grandes saltos que me permitían seguir a la Madre con menos esfuerzo que el empleado al correr. Mientras volaba por el aire, entre salto y salto, descansaba unos instantes y así compensaba el esfuerzo. De vez en cuando me volvía con aprensión. A] principio sólo distinguí la coraza escarlata del bicho muerto junto a las enredaderas verdes, donde habíamos acabado con él, cada vez más pequeño a medida que nos alejábamos. Entonces vi otras esferas saliendo del matorral amarillo. Rodaron por la franja de terreno descubierto y se reunieron alrededor de su congénere. Luego emprendieron leí persecución, rodando a tal velocidad, que no tardarían mucho en alcanzarnos. —Ya vienen —le dije a la Madre—. Son muchos y no voy a poder con todos. —Son implacables —respondió—. Cuando persiguen a alguna desgraciada criatura, no cejan hasta chuparle la linfa o al menos darle muerte. —¿Qué podemos hacer? —inquirí. —Cerca de nosotros, más allá de ese matorral, hay un peñasco, una elevación de laderas tan empinadas, que ellos no podrán subir. Si llegamos a tiempo tal vez podamos alcanzar la cumbre. Será un refugio temporal, porque los monstruos no nos dejarán mientras estemos con vida. Pero así retrasaremos nuestro fin... siempre que lleguemos a tiempo. Volví a mirar atrás. Nuestros perseguidores parecían un grupo de canicas rojas al lado del bosque amarillo. Se acercaban... muy de prisa. La Madre se apresuró. Las alas blancas estaban muy erguidas y sonrosadas. Bajo el delicado vello de su piel, los músculos dibujaban simétricas y graciosas ondulaciones. Traté de poner más vigor en mis saltos. Rodeamos el macizo de matorral, y apareció ante nuestros ojos el peñasco. Una mole destacada de granito negro. Sus laderas se alzaban empinadas y desnudas sobre las enredaderas verdes. Estaba coronado de musgo verde. Tendría unos nueve metros de altura y treinta de longitud. Nuestros perseguidores ya no parecían canicas cuando estuvimos a la vista del peñasco. Por lo menos eran como pelotas de baloncesto. Nos estaban dando alcance rápidamente. La Madre avanzó con la energía aparentemente inagotable de su cuerpo grácil y leonado. Y yo salté con el vigor de la desesperación, procurando adelantar lo más rápido que podía. Nos metimos en la espesa vegetación que rodeaba el peñasco. Hicimos alto al pie de su ladera negra y de aspecto siniestro. Las esferas rojas estaban a menos de cien metros. Cuando nos detuvimos junto al peñasco emitieron un súbito redoble. Vi en sus brillantes corazas rojas los óvalos oscuros que indicaban el emplazamiento de sus ojos y de los tentáculos ocultos. —¡No puedo subir por aquí! —silbó la Madre. —¡Yo saltaré! —grité—. Tengo músculos de terrícola. Te llevaré.
—Vale más que viva uno de nosotros —dijo—. Los entretendré hasta que llegues a la cumbre. Empezó a retroceder hacia las esferas, que rodaban a gran velocidad hacia nosotros. Me incliné y la cogí. Era la primera vez que la tocaba. El vello era corto y muy suave. Su cuerpo redondo era firme, musculoso, cálido y vibrante. Palpitaba de vida. Al contacto con él noté otra vez la oleada de energía que me inundaba. Con rápido movimiento me la cargué al hombro, corrí unos pasos y quise vencer de un salto aquella ladera de granito negro. En la Luna mi peso era de catorce kilos. La Madre, aunque musculosa y fuerte, no pesaría ni la tercera parte. Por tanto, el peso de ambos vendría a ser de unos veinte kilos. Como ella había dicho, era imposible llegar de un salto a la cumbre de la colina. Al principio creí que lo conseguiría, mientras medía a ojo la distancia que nos separaba de la corona de musgo rojo. Luego comprendí que nos estrellaríamos contra la pared de roca, sin llegar a la cumbre. Dicha pared era escarpada. Pero mis ojos atentos hallaron un pequeño saliente. Acercándome al pie del peñasco, clavé los dedos en aquel reborde. Fue un segundo de temerosa incertidumbre, pues la roca estaba resbaladiza, cubierta de musgo. 7 - ¡Los Eternos atacan! Mi mano izquierda resbaló. Pero la derecha encontró apoyo firme. Me alcé a pulso. La Madre se empinó sobre mi hombro y alcanzó la cumbre del peñasco. Rodeó mi mano izquierda con una de sus alas blancas y me puso a salvo. Temblando por el esfuerzo, me puse en pie sobre el suave musgo escarlata y pasé revista a nuestra fortaleza. La superficie cubierta de musgo era casi horizontal, de unos seis metros de anchura en el lugar donde nos hallábamos, y unos treinta de longitud. Todas las laderas parecían cortadas a pico, sobre todo en el lugar que habíamos escalado. —Gracias, extranjero —silbó melodiosamente la Madre—. Has salvado mi vida y la supervivencia de todo mi pueblo. —He pagado mi deuda —le respondí. Contemplamos los globos rojos. Poco después llegaban al pie del peñasco. Del grupo se alzó un estruendoso redoble. Y se desplegaron para poner cerco a nuestro refugio. Luego intentaron escalarlo. Sus fuerzas no alcanzaban a saltar como yo. Pero hallaban grietas y salientes, donde apoyaban sus largos tentáculos. Empezaban a subir poco a poco. Contorneando la cumbre del peñasco, disparé contra los que avanzaban más. Apuntaba cuidadosamente al ojo, o a la base de un tentáculo. Por lo general, un solo disparo me bastaba para enviarlos, rodando, al fondo cubierto de vegetación verde. Desde nuestra fortaleza se dominaba un panorama excepcional. A un lado se veía una gran extensión de matorral amarillo, y más lejos la cordillera de color carmesí. Al otro, la selva exuberante de enredaderas verdes, hasta llegar al ancho y plateado río. Amarillo y verde cubrían la pendiente que se extendía hasta las colinas escarlata. Nos defendimos durante todo un día. El sol se puso detrás de las montañas rojas cuando sólo llevábamos una o dos horas en aquella cumbre aislada. Una noche cerrada habría puesto inmediato fin a nuestras aventuras. Pero, por suerte, el inmenso disco blanco de la Tierra salió casi en seguida y durante toda la noche su luz nos permitió ver a nuestros enemigos, que no cejaban en su empeño de escalar los muros de nuestra fortaleza.
Al atardecer del día siguiente preparé mi último cartucho. Me volví para comunicarle a la Madre que ya no podría impedir que las esferas rojas escalaran el peñasco. Pronto acabarían con nosotros. —No importa —silbó—. Los Eternos han vuelto a localizar nuestro paradero. Miré nerviosamente a mi alrededor, y allí estaban otra vez las columnas de luz espectral. Siete barras delgadas y verticales de brillo plateado formaban un cerco a nuestro alrededor. Parecían idénticas a las que habíamos conseguido burlar la primera vez, a orillas del lago. —Hace rato que nos vigilan —dijo—. Antes logramos escapar, pero ahora será imposible. Enroscó serenamente su cuerpo leonado, plegando las alas blancas a ambos lados. Acurrucó la cabecita entre las espirales, dejando ver sólo el penacho azul. Sus ojos color violeta miraban serios, serenos y atentos, mas no expresaban temor ni desesperación. Las siete columnas de luz brillaban cada vez más. Una de las esferas rojas, adelantando sus tentáculos negros, se arrastró hacia nosotros sobre la roca. La Madre la vio, pero no hizo caso. Estaba fuera del círculo formado por las siete columnas. Permanecí inmóvil dentro de ese círculo, al lado de la Madre, mirando... esperando. Las siete columnas de luz emitían un brillo cegador, y luego dejaron de ser luz para convertirse en barras de puro metal. Al mismo tiempo me cegó un relámpago de luz insoportablemente brillante. Un estampido ensordecedor hirió mis oídos, seco como un tiro de escopeta y mucho más fuerte. Un espasmo de dolor recorrió mi cuerpo, como si hubiera recibido una poderosa descarga eléctrica. Creí notar una sacudida, como si el peñasco se hubiera movido bajo mis pies a causa de un seísmo lunar. Volábamos sobre una gran plataforma metálica. En su periferia se alzaban siete barras de metal que emitían luz blanca, y cuyas posiciones correspondían exactamente a las que habían ocupado las siete columnas espectrales. La Madre estaba enroscada sobre la plataforma, a mi lado. Sus ojos fríos y serenos no demostraban ninguna sorpresa. Yo, en cambio, estaba helado de asombro. Ya no estábamos en la selva. La plataforma metálica era parte de una complicada estructura de barras, serpentines de alambre y enormes tubos de cristal transparente, que se alzaba en medio de un gran patio con el suelo de metal brillante muy desgastado por el uso. Alrededor del patio se veían construcciones. Grandes edificios rectangulares de metal y vidrio. No eran artísticos, y además se hallaban en mal estado. El metal presentaba feas manchas de orín rojo. Muchos de los cristales estaban rotos. Por las calles pavimentadas con metal y el gran patio se movían unos objetos desconocidos. No eran seres humanos ni, desde luego, animales, sino ridículos objetos de metal. Máquinas. Tampoco presentaban un aspecto uniforme. Apenas se veían ejemplares idénticos. Manifiestamente, sus diferentes formas respondían a distintos propósitos. Sin embargo, muchos imitaban las apariencias de la vida, cual horribles caricaturas. —Estamos en el país de los Eternos —silbó bajito la Madre—. Éstos son los seres que destruyeron a mi pueblo, en busca de nuevos cerebros para sus gastadas máquinas. —¿Cómo nos han traído aquí? —pregunté. —Por lo visto han inventado un sistema para transmitir la materia a través del espacio. Un mero problema técnico. Transforman la materia en energía, transmiten la energía sin pérdidas mediante un rayo luminoso, y vuelven a condensarla en átomos. No tiene nada de particular que los Eternos sepan hacer semejante cosa, puesto que renunciaron a la vida verdadera para alcanzar ese poder. Puesto que cambiaron sus cuerpos a cambio de máquinas, ¿no iban a ganar algo con el cambio?
—¡Es increíble...! —Lo es para ti. La ciencia de tu mundo es joven. Si al cabo de pocos siglos ha progresado hasta conseguir la televisión, ¿qué no inventaréis en cien milenios? Pero esto es nuevo incluso entre los Eternos. Al fin han logrado transmitir objetos entre dos estaciones sin destruir su identidad. Pero no sabía que poseyeran este aparato de rayos transportadores, capaz de desintegrar nuestros cuerpos sobre el peñasco y crear una zona reflectante de interferencia que concentraría el rayo aquí, y... Sus silbidos cesaron de súbito. Tres grotescas máquinas se acercaban a la plataforma: extrañas cajas brillantes, llenas de palancas y ruedas. Miembros de articulaciones metálicas. Todos tenían en la parte superior una cúpula de cristal transparente, que contenía una informe masa gris. Una gelatina gris y vulnerable, con enormes ojos negros de mirada inexpresiva. ¡El cerebro de la máquina! ¡El Eterno! Aquellos seres de metal eran horribles simulacros de vida. Al principio, con sus movimientos rápidos y seguros, parecían verdaderamente vivos. Pero sólo emitían sonidos metálicos, martilleos y zumbidos. Eran groseros y horribles. Sus ojos me pusieron la carne de gallina. Enormes, negros y helados. No había calor en ellos, ni expresión humana. Eran indiferentes como culos de botella. Pero implicaban un peligro inminente. —¡No me cogerán viva! —silbó la Madre, irguiéndose a mi lado sobre sus leonadas espirales. Entonces, como si se hubiera disparado en mi mente un resorte, corrí hacia el Eterno que estaba más cerca, mientras buscaba un arma con los ojos. Agarré una de las barras metálicas. Su extremo inferior estaba alojado en una extraña pieza de cristal blanco, que imaginé sería un aislador. Se quebró cuando apoyé mi peso sobre la barra. La cogí con ambas manos, el resplandor blanco desapareció y vi que era de cobre. Así pues, disponía de una maciza cachiporra de metal, cuyo peso no me impedía manejarla con facilidad. En la Tierra seguramente no habría podido levantarla siquiera. Enarbolando mi arma, me planté enfrente de la primera máquina, un cajón metálico que avanzaba torpemente sobre sus miembros de metal, coronado por la cúpula de vidrio que albergaba el indefenso cerebro gris con sus desagradables ojos negros. Vi pequeños tentáculos —dedos débiles y translúcidos— que salían del cerebro para accionar las palancas de mando. La máquina se detuvo ante mí. Emitió un zumbido enojado e imperioso. Un gran brazo de metal, ganchudo y con muchas articulaciones, se alargó de súbito como para cogerme. Al instante golpeé, dejando caer la barra de cobre con todas mis fuerzas sobre la cúpula transparente. E! cristal era grueso, pero la barra de cobre tenía tanta inercia aquí como en la Tierra; sus cientos de kilos cayeron con fuerza terrible. La cúpula quedó hecha añicos. Y el cerebro gris quedó convertido en una papilla roja. Desde luego, los Eternos habían logrado apoderarse de la Madre sin dificultad. Probablemente eran superiores a cualquier otro habitante de la Luna, por cuanto poseían el rayo transmisor de materia. Pero no estaban preparados para enfrentarse a un individuo cuyos músculos le clasificaban entre los más fuertes de la Tierra. Los dos compañeros de mi víctima se abalanzaron sobre mí. Aunque la barra de cobre no me pesaba demasiado, su considerable inercia no permitía esgrimirla con soltura. Los miembros metálicos de la tercera máquina aprisionaron mi cuerpo mientras yo aplastaba el cerebro de la segunda con otro golpe demoledor. Me debatí con desesperación, pero no logré ponerme en posición para golpear. En ese momento intervino la Madre. El penacho azul se erguía sobre su cabeza dorada, y en sus ojos color violeta brillaba un ardor combativo. Tenía las alas extendidas a ambos lados, y parecían de color casi escarlata bajo la intensa luz que caía sobre ellas. Mi momentáneo desaliento cesó y comprendí que la Madre era invencible. Pensé que iba
a tocarme. Pero luego se alzó hasta dominar en altura el cerebro de la máquina que me sujetaba. Sus alas estaban encendidas, más encendidas que nunca. La máquina me soltó de improviso y sus miembros metálicos cayeron, inmóviles. Mi ensangrentada porra de cobre actuó una vez más, y la máquina cayó estrepitosamente a un lado. —Mi energía mental es más fuerte que la de los Eternos —silbó la Madre como tranquila explicación—. Pude intervenir en sus procesos neurales y paralizarla. —Se volvió rápidamente—: Destroza las piezas frágiles de la máquina que nos trajo aquí. Si tenemos la fortuna de escapar, no podrán secuestrarnos de nuevo. Debe ser la única que tienen, y creo que no podrán repararla en seguida. Mi cachiporra volvió a funcionar. Rompió delicadas bobinas. Destrozó prismas complicados, espejos y lentes. Destruyó alambres y sutiles rejillas incrustadas en bulbos de cristal, que debían ser válvulas electrónicas. Los tres enemigos que habíamos destruido eran los primeros que vimos. Pero muy pronto una veintena de ellos se acercaron por el patio de suelo metálico, profiriendo zumbidos como de ira y excitación. Cuando concluyó mi tarea, algunos de ellos estaban muy cerca ya. No iba a poder con todos. Era precisa huir. Me incliné para tomar en brazos el cuerpo cálido y aterciopelado de la Madre y corrí por la plataforma, derecho hacia el cerco de los seres mecánicos. Al llegar junto a ellos salté tan alto y lejos como pude. Pasé sobre sus cabezas y fui a parar bastantes metros más allá. Me vi en medio de un desgastado pavimento metálico. La calle, casi desierta de máquinas, estaba flanqueada de edificios antiguos y feísimos, y desembocaba en una pared de cierto material negro y brillante como la obsidiana. Corrí desesperadamente hacia el paredón, avanzando a grandes saltos. Los Eternos nos seguían, zumbante y martilleante pelotón que pronto quedó muy atrás. Naturalmente, los habíamos cogido desprevenidos. Y, tal como había observado la Madre, el depender de máquinas no desarrollaba rapidez de reacción frente a los imprevistos. Más tarde supimos que algunas de las máquinas podían correr mucho más que nosotros. Pero, según he comentado, no eran todas del mismo modelo, sino que diferían entre sí. Y ninguno de nuestros seguidores era de los más ligeros. Estoy seguro de que pudieron destruirnos con facilidad mientras escapábamos. Pero eso habría desbaratado sus planes. Querían a la Madre con vida. Llegamos al brillante muro negro con bastante ventaja sobre nuestros perseguidores. La pared era lisa y perpendicular; era de la misma altura que el peñasco que había escalado con la Madre. Pero aquí no había salientes que nos salvaran si el salto quedaba corto. Me detuve y solté la pesada porra. —Podrías lanzarme y saltar luego —propuso la Madre. No había tiempo que perder. Se enroscó rápidamente formando una esfera dorada. La arrojé como una pelota. Desapareció detrás del paredón. Recogí la porra y la arrojé por otro lado para no lastimar a la Madre. Los Eternos estaban cerca. El grupo de grotescas máquinas parecía un tropel desmandado. Zumbaban con rabia. Uno lanzó una especie de proyectil. Hubo una ensordecedora explosión junto a la pared negra y una llamarada de luz verde. Mientras saltaba tuve presente una vez más el peligro de estar separado de la Madre. El salto me bastó para pasar el muro, que sólo tenía un metro y medio o dos de espesor.
Caí en una exuberante espesura de enredaderas verdes. Cubrían el terreno en matas de treinta centímetros, de las que brotaban airosos vástagos, más altos que yo. Caí de costado sobre el blando follaje y me puse rápidamente en pie. La fronda verde no dejaba ver en todas direcciones, aunque pude distinguir la parte superior del paredón negro. Antes de caer había logrado vislumbrar hacia el este una extensa llanura verde, y al norte una lejana cordillera roja. Por tanto, la ciudad de los Eternos estaba al oeste. No vi a la Madre; a decir verdad, no se veía a más de tres metros a través de la exótica selva. —Por aquí —oí su cautelosa melodía aflautada—. Aquí tienes tu arma. Me abrí paso entre matas frondosas siguiendo la dirección de la voz. Hallé a la Madre ilesa, enroscada en dorado círculo junto a la barra de cobre. Ella emprendió su silenciosa marcha. Recogí la porra y la seguí procurando avanzar rápido y con sigilo. Antes de enfilar un angosto sendero, me volví, y vi a varios Eternos que habían escalado el paredón. Sin duda nos buscaban, pero creo que no nos vieron. Durante el resto del día —habíamos escapado a primera hora de la tarde— corrimos, y lo mismo toda la noche, por entre la espesura fantasmal y plateada bajo el claro de Tierra, hasta bien entrado el día siguiente. Sólo nos detuvimos para beber y bañarnos en un arroyo, y para recoger el dulce polvo blanco de algunas de las grandes flores blancas. Comíamos sin dejar de correr. La selva de trepadoras era espesa, y permanecíamos ocultos por sus exuberantes y delicadas frondas. Al principio estaba seguro de que nos seguirían. Pero como pasaban las horas y no había indicios de persecución, me sentí aliviado. No creía que los Eternos pudieran seguir nuestro rastro con rapidez suficiente para alcanzarnos. Mas no por eso abandonaba la barra de cobre. La Madre era menos optimista que yo. —Sé que nos siguen —me dijo—. Lo siento. Pero tal vez podamos despistarlos, si no consiguen arreglar la máquina que tú destruiste... y estoy segura de que no va a serles fácil. Nos acercábamos a un roquedal, y la Madre halló debajo de un saliente una pequeña cueva, donde entramos a descansar. Agotado, me tendí y me quedé dormido como un lirón. La Madre me despertó al amanecer. Vigilaba enroscada junto a la boca de la cueva, con sus delicadas alas erguidas y un poco teñidas de luz sonrosada. En sus ojos color violeta había una expresión atenta. —Los Eternos nos siguen —silbó—. Todavía están lejos. Pero debemos continuar. 8 - Un terrícola pelea Después de ganar la cumbre del roquedal llegamos a una enorme llanura cubierta de musgo verde. Por el llano se diseminaban algunas colinas bajas, pero lo que no variaba era el tipo de vegetación. Desde lejos, la llanura semejaba un extraño páramo cubierto de nieve verde. Tardarnos seis días en atravesar el altiplano cubierto de musgo. El cuarto día se nos acabó el polvo blanco que llevábamos, y el quinto y sexto no encontramos agua. Aunque los días eran sólo de dieciocho horas, la situación empezaba a ser apurada cuando descubrimos un valle poblado de enredaderas y bañado por un arroyo cristalino, cuyas aguas me parecieron las más dulces que hubiera probado nunca. Antes de continuar, comimos y descansamos durante dos noches y un día, aunque la Madre no dejaba de insistir en que los Eternos no habían abandonado la persecución. Durante diecisiete días seguimos el arroyo, que iba recibiendo numerosos afluentes y se convirtió en un majestuoso río. El decimoséptimo día vimos que desembocaba en otro aún más ancho, formando un valle de muchos kilómetros, cubierto de matorral amarillo y de enredaderas verdes, e infestado con miles de globos púrpura. Yo había aprendido a
evitarlos no saliendo de la espesura verde, donde no podían lanzar sus tentáculos con precisión. Cruzamos el río a nado y pasamos a la orilla este para continuar hacia el sur. Cinco días después avistamos la cumbre triple que yo recordaba tan bien. La mañana siguiente abandonamos la selva y subimos hacia la pequeña meseta alfombrada de musgo, donde yo había dejado la máquina. Había temido no hallarla, o encontrarla destruida. Pero estaba exactamente donde la había dejado el día después de mi llegada a la Luna, cilindro acorazado brillante, pulido y tachonado de ventanas, entre dos discos de resplandeciente cobre. Nos acercamos a la escotilla, y la Madre se puso a mi lado. Tembloroso de emoción, accioné el mecanismo y abrí la compuerta. Todo permanecía en orden, exactamente como yo lo había dejado: las botellas de oxigeno, las baterías, el refrigerador de alimentos, la consola central de mandos, sobre la cual estaba el plan de vuelo. En una semana —si el mecanismo funcionaba como yo esperaba— me hallaría de regreso en la Tierra. De nuevo en Long Island. Preparado para someter mi informe a mi tío y recibir el primer pagó de los cincuenta mil anuales. En pie junto a la escotilla, me volví para mirar a la Madre. Estaba enroscada a mis pies. El penacho azul que coronaba su dorada cabeza parecía colgar. Llevaba las alas blancas caídas a los lados, fláccidas. Sus ojos color violeta me miraban fijamente, y parecían ansiosos y tristes. Un súbito dolor laceró mi corazón y cerré los ojos, de modo que su dorada y hermosa imagen se desvaneció ante mí. Apenas había comprendido lo que su compañía significó para mí durante los largos días que pasamos juntos. Aunque su forma no era humana, para mí la Madre había terminado por serlo. Leal, valiente, amable: una camarada. —Acompáñame —balbucí con voz extrañamente ronca—. Ignoro si esta máquina regresará o no a la Tierra. Pero al menos nos libraremos de los Eternos. Por primera vez, el melodioso silbido de la Madre sonó incierto y sincopado, como ahogado de emoción. —No. Hemos caminado juntos bastante tiempo, extranjero. Y la separación no es fácil. Mas yo me debo a la gran obra. Llevo la semilla de mi especie, que no debe desaparecer. Los Eternos están cerca. Pero no me rendiré jamás, hasta que muera. Irguió su cuerpo leonado. Las alas fláccidas y pálidas volvieron a erguirse, luminosas y fuertes. Estrecharon mis manos en un apretón convulsivo. La Madre me miró un instante a la cara con sus profundos ojos color violeta: sinceros, solitarios y apasionados, en ellos se leía toda la tragedia de su raza. Luego se dejó caer al suelo y se escabulló con presteza. La seguí con los ojos húmedos hasta la mitad de la meseta. Iba hacia el mar, en busca de un hogar para la nueva raza que estaba por nacer. Con el corazón en un puño y un terrible nudo en la garganta, pasé por la escotilla, entré en la máquina y cerré. Pero no me dirigí a la consola de los mandos. Me detuve junto a una de las ventanillas redondas, contemplando a la Madre que se alejaba sobre la alfombra de musgo. Avanzaba sola... el último ejemplar de su raza... Luego pasé al lado opuesto y vi a los Eternos. Ella había asegurado que las máquinas vivientes estaban cerca. Vi cinco de ellos. Avanzaban rápidamente, siguiendo el mismo camino por donde habíamos llegado nosotros. Cinco ridículas máquinas. Las brillantes cajas metálicas eran más grandes que las que habíamos visto en la ciudad. Y sus extremidades mecánicas eran más largas. Se adelantaban como torres de metal movibles sobre cuatro patas articuladas. De sus lados colgaban largos brazos que parecían látigos de trillar. Las cúpulas de cristal resplandecían a la luz del sol... y protegían, como yo sabía, los frágiles cerebros grises que los controlaban. Los Eternos.
Cuando los vi estaban casi en el límite de la meseta. Me sobraba tiempo para asegurar la escotilla, cerrar la válvula que había abierto para igualar las presiones de aire a mi llegada, y elevarme a través de la atmósfera lunar, hacia el planeta blanco. Pero no hice nada de eso. Me quedé junto a la ventanilla mirando, apretando los puños hasta clavarme las uñas en las palmas de las manos, y mordiéndome los labios. Al ver que los enemigos seguían avanzando, me precipité hacia la escotilla sin pensarlo, movido por un impulso que no podía rechazar. Abrí, salí apresuradamente y recogí la gran barra de cobre que había dejado afuera. Me agaché junto a la máquina, expectante. Miré hacia el camino que había seguido la Madre, y la vi al borde de la meseta. Una silueta minúscula y lejana sobre el musgo verde. Comprendí que ella ya había visto las máquinas y, ante la inutilidad de todo intento de huida, se disponía a hacerles frente. A medida que se acercaban los seres mecánicos, su tamaño me dejó estupefacto. Las patas metálicas tenían un metro ochenta de longitud. Las vulnerables cúpulas de cristal se alzaban a dos metros y medio del suelo. Salté y golpeé el cerebro del más cercano cuando iba a pasar de largo. El golpe destruyó la coraza transparente y el blando cerebro que contenía. Pero la máquina se vino abajo de mi lado, y caí con ella al suelo, cruelmente lastimado bajo sus miembros metálicos. Mi pierna estaba aprisionada entre la máquina y el suelo, y no pude librarme en seguida de su peso. Pero no había soltado la barra de cobre, y cuando otro ser mecánico se inclinó como para observar al caído, cogí mi arma con ambas manos y asesté otro golpe mortal. La segunda máquina cayó rígida a mi lado, aunque sin dejar de emitir su extraño ruido zumbante, y su posición casi no me dejaba ver lo que ocurría. Forcejeé con rabia para sacar la pierna mientras los Eternos sobrevivientes formaban pelotón, entre incesantes zumbidos. Al fin logré salir, incorporándome hasta quedar de rodillas. Siempre lentos ante una situación inesperada, los seres mecánicos no habían hecho nada, limitándose a cambiar impresiones con sus zumbidos. Uno de ellos se abalanzó sobre mí mientras me ponía en pie, tratando de batirme con su brazo metálico. Conseguí esquivar el latigazo demoledor, y golpeé la caja de cristal con el extremo de la barra de cobre. La porra quebró la cúpula de cristal y destrozó el blando cerebro que contenía. Pero la máquina siguió moviéndose. Se alejó dando saltos mientras sus miembros metálicos repetían sin cesar los movimientos que ejecutaban en el instante de morir su cerebro director. Me dejé caer al suelo, rodando con rapidez para ponerme fuera de su alcance, y luego me puse otra vez en pie, sin soltar en ningún momento la barra de cobre. Los demás seres metálicos arremetieron contra mí, haciendo volar sus miembros metálicos. Salté con desesperación y me elevé tres metros por encima de sus cajas brillantes. Caí sobre la caja de uno de ellos, al lado de la cúpula de cristal que albergaba el cerebro. Aseguré los pies y le propiné un estacazo antes de que pudiera atraparme con sus palancas armadas de ganchos. Mientras mi enemigo caía al suelo, haciendo ruidos metálicos y agitando sus refulgentes extremidades, salté hacia el otro, esgrimiendo la barra. Pero sólo golpeé la caja metálica, sin hacerle daño, y caí sobre el musgo. Antes de que pudiera reaccionar, el monstruo apoyó su pata metálica sobre mi cuerpo. Aplastaba mi pecho con fuerza descomunal... Creo que estuve inconsciente unos segundos. Luego escupí una espuma sanguinolenta.
Yacía indefenso en el musgo rojo, y la espantosa seguridad de que iba a morir me invadió como una oleada negra que incluso me hacía olvidar el dolor. El miembro metálico se apartó de mí. Luego vi que estaba a mi lado la Madre. Acudía a socorrerme. Apretó su cálido y suave cuerpo contra el mío. Vi sus ojos color violeta empañados y suplicantes. Apoyó sus rosadas alas sobre mi costado. El dolor desapareció. Cobré un renovado vigor, por lo que pude incorporarme, aunque aún respiraba burbujas de sangre y sentía el ardor de una herida en el costado. El último ser mecánico sobreviviente se inclinaba buscando a la Madre. Volví a aferrar la barra de cobre y lancé un furioso mandoble contra la cúpula de cristal. Mientras se derrumbaba, agitando a ciegas sus grandes extremidades metálicas, mi nueva fuerza se disipó de improviso y volví a caer, escupiendo sangre de nuevo. En la confusión, la Madre había recibido un golpe terrible que la arrojó al suelo, a muchos metros de distancia. Se arrastró otra vez hacia mí, poco a poco, desfalleciente. Su vello dorado estaba manchado de rojo. Las alas colgaban, fláccidas y pálidas. En sus ojos había una expresión de agonía. Al llegar a donde yo me hallaba cayó sobre mí. Su voz melodiosa llegó muy débil a mis oídos y de repente cesó en un sonido ahogado. Había intentado decirme algo, pero no pudo. El último de los Eternos que nos habían perseguido estaba muerto. Poco después, las máquinas dejaron de zumbar y de agitarse sobre el musgo. Allí permanecimos hasta el anochecer, uno junto al otro, inmóviles. Y cuando cayó la misteriosa noche, cuando el inmenso disco blanco de la Tierra nos bañó con su esplendor plateado, en mi delirio confundía mi vida terrestre con las aventuras vividas con la Madre en aquel espeluznante mundo lunar. La Tierra descendía hacia el ocaso. Estábamos yertos y calados por el rocío, muy apretados para darnos calor mutuamente. Los sueños delirantes cesaron entonces. Durante algunos minutos sentí una fría lucidez. Recordé lo que había sido mi existencia anterior: una vida sin objetivos definidos, una agitación inútil. Y no me arrepentí de haber visitado la Luna. Retuve a la Madre entre mis brazos hasta notar que estaba inmóvil. Ningún esfuerzo de mi parte podría devolverle la vida. La enterré bajo el musgo verde, con los ojos arrasados en lágrimas. Luego me acerqué a la nave dando traspiés y subí. Cerré la escotilla, puse en marcha el mecanismo, y sentí que la nave me conducía rápidamente hacia la lejana Tierra, que me reclamaba. * * * A la edad en que empecé a escribir ciencia-ficción, aún no salía con chicas, y no me molestaba en incluir personajes femeninos en mis narraciones (véase The Early Asimov). No obstante, gracias a La Era de la Luna y otros relatos menos notables, descubrí la fuerza de una trama amorosa implícita. Más tarde aprendí a manejar el recurso de un amor imposible, especulando con barreras sociales o biológicas; aunque no creo haber alcanzado resultados muy satisfactorios. La Era de la Luna pudo influir inconscientemente sobre mis relatos Sally, Lennie y The Ugly Little Boy, por no hablar de mi novela The Naked Sun. En septiembre de 1932 ingresé en la escuela secundaria masculina, pero pasé la primera mitad del décimo grado (o, como solíamos llamarlo, «el tercer semestre», pues durante mi último año de escuela secundaria inferior había cursado ya los semestres primero y segundo de la superior) en el Anexo Waverley. Se trataba de un local pequeño
y destartalado que funcionaba como aliviadero, para impedir que la escuela se viese abarrotada. El Anexo contribuía con una crónica al periódico de la escuela secundaria (algo así como «noticias de Waverley») y me ofrecí a escribirla. No sé cuántos artículos llegué a redactar, pero recuerdo que en cierta ocasión suscité una tempestad en un vaso de agua, al comentar ingenuamente que tal día nos habían dejado salir más temprano, infringiendo con ello el reglamento. (El director del Anexo se vio obligado a dar algunas explicaciones, y desde entonces leyó mis artículos para darles el visto bueno antes de que pasaran a la redacción del periódico.) Esta croniquilla fue para mí la primera oportunidad de ver publicados mis escritos. Por primera vez leía palabras escritas por mí, con mi propia firma, en letra de molde. (En The Early Asimov he escrito que mi primera publicación fue un ensayo escrito en 1934. Me equivocaba. Había olvidado aquella colaboración anterior y ahora, al revolver entre los trastos viejos de mi desván mental, acabo de encontrarla.) Durante mi paso por el Anexo estaba convencido de que, tan pronto como asistiese a la escuela propiamente dicha, me uniría a los redactores del periódico escolar. Eso me parecía natural, puesto que no tenía la menor duda de mi capacidad como escritor. Más no fue así. Ante todo, descubrí que trabajar en el periódico exigía una serie de actividades fuera del horario de clases, y yo no podía hacerlo. Tenía que ocuparme de la tienda. Además, los estudiantes que redactaban el periódico eran bastante mayores y, dado mi carácter tímido, me parecían muy cínicos y mundanos. El miedo pudo más que yo, y me volví atrás. Por eso, nunca he colaborado en un periódico escolar, ya fuese de la secundaria o de la Universidad. Mi hermano Stanley, en cambio, desde su adolescencia ya fue siempre un joven mucho más seguro de sí mismo. Escribió en los periódicos, dirigió luego un periódico escolar, fue «mordido» por la vocación periodística y ahora es subdirector de redacción del «Newsday» de Long Island, gozando de mucho prestigio en su profesión. Pero no me arrepiento. Yo habría sido un mal periodista y un redactor jefe aún peor. CUARTA PARTE: 1933 Por fin, en febrero de 1933, pasé al edificio principal de la escuela secundaria masculina. Acababa de cumplir trece años y cursaba el «cuarto semestre». En cierto sentido, el edificio principal me causó una especie de trauma. Durante toda mi vida escolar había sido «el más inteligente de la clase» y tal vez «el más inteligente de la escuela», incluso en el Anexo Waverley. Ya no fue así. La escuela hacía honor a su prestigio de alto nivel docente, y había por lo menos doce estudiantes que obtenían siempre notas superiores a las mías. Uno de ellos alcanzaba un promedio de noventa y ocho sobre cien todos los semestres, mientras yo me daba por satisfecho si lograba alcanzar un noventa y tres. No obstante, pude superar la contrariedad inicial. Los demás estudiantes eran de bastante más edad que yo, y además poseía la madurez necesaria para saber que «inteligencia» no significa exactamente lo mismo que buenas calificaciones. Comprendí que algunos de mis compañeros sólo obtenían puntuaciones altas a costa de «empollar» muchas horas. Yo, naturalmente, seguía confiando en mi rápida comprensión y buena memoria. No me quedaba más remedio, puesto que después de la escuela me esperaba la confitería. Mi excelente opinión acerca de mí mismo (o, si lo preferís, mi carácter de «monstruo de vanidad y engreimiento») permaneció así incólume.
A mi padre, en cambio, sí le molestaba que yo no fuera el primero de la clase. Le irritaba sobre todo el no hallar mi nombre en el Arista, es decir, el cuadro de honor de la escuela. Desde luego, por mis calificaciones tenía derecho a figurar en él, pero eso no bastaba. Uno debía intervenir en actividades de tipo social, para demostrar capacidad de «realizarse» como persona. Eso no podía hacerlo yo, porque las actividades de extensión cultural exigían quedarse después de las clases, y eso era imposible. Tenía que regresar a casa y atender el maldito mostrador de la confitería. Jamás expliqué esto a las autoridades escolares, para que no pareciese que estaba mendigando favores. Tampoco se lo expliqué a mi padre, pues lo entristecería sin remediar en nada la situación. La tienda debía seguir siendo lo primero. Aquel año, mi padre traspasó el negocio por segunda vez. Había durado lo que la presidencia de Hoover. La nueva tienda, la tercera, estaba en la calle Decatur 1312, en el barrio Ridgewood de Brooklyn, a sólo una manzana y media del limite con Queens. (Esto significaba que podía ser socio de la Biblioteca Pública de Brooklyn y también de la Biblioteca Pública de Queens.) Era la primera vez, desde que llegamos a los Estados Unidos, diez años atrás, que salíamos de la zona del East New York. Jamás regresamos, ni siquiera para hacer una visita. A veces, alguien me pregunta si he regresado para recordar tal o cual escenario de mi infancia (incluso si he visitado Petrovichi), y mi respuesta es siempre negativa. A veces voy de paso, por motivos profesionales, pero jamás por razones sentimentales. No llegan a tanto mis flaquezas. De todos modos, es tarde para pensar en visitar East New York como peregrinación nostálgica. Según creo, actualmente es un barrio en decadencia (aunque en mis tiempos tampoco fuese demasiado próspero), y resulta del todo irreconocible. En la escuela secundaria me volví aún más solitario, en tanto que lector de cienciaficción. No encontré a nadie que compartiera mi afición, desde luego, pero en la secundario inferior al menos conseguía interesar repitiendo de viva voz los cuentos que leía. Eso no podía hacerse en el ambiente más anticuado y sobrio de una secundaria superior, con pretensiones de alta categoría docente. (En aquella época, naturalmente, la ciencia-ficción no merecía el menor interés por parte de las autoridades académicas, y estudiarla como asignatura habría sido totalmente impensable. Hubiera sido como proponer un ciclo de estudios sobre el reglamento de béisbol. En cambio, cuando mi hija asistió a la escuela secundaria, estudió la cienciaficción en Literatura y fue célebre gracias a su apellido. ¡Para que vean!) No era sólo que la gente no leyera ciencia-ficción. Uno podía no ser aficionado a leer relatos de detectives ni del oeste, pero no por ello se burlaba de quienes lo hacían. Por el contrario, la afición a la ciencia-ficción provocaba burlas. «Pero, ¿cómo puedes tragarte esas cosas?», le decían a uno. Como veis, la ciencia-ficción era literatura de evasión. Era más absolutamente de evasión que cualquier otro tipo de literatura popular, porque uno se evadía fuera de este mundo. Parece como si eso de evadirse fuese algo despreciable. Al mencionar esta cuestión, recuerdo siempre El hombre que despertó, de Laurence Manning, que apareció en «Wonder Stories» de marzo de 1933.
EL HOMBRE QUE DESPERTÓ Laurence Manning
1 - Banquero desaparecido. Los periódicos se ocuparon del caso durante todo el mes de septiembre. Las noticias llegaban de puntos tan dispares como Venezuela o Montecarlo: «LOCALIZADO EL BANQUERO DESAPARECIDO». Pero siempre resultaban erróneas. Por último, la desaparición de Norman Winters quedó como uno de aquellos misterios que sólo pueden resolver esos grandes detectives que son el Tiempo y la Casualidad. Sus datos personales fueron difundidos del uno al otro confín del mundo civilizado: estatura, un metro setenta y ocho; descripción, cabello castaño, ojos color gris oscuro, nariz aguileña, piel blanca; cuarenta y seis años; aficiones, historia y biología; señas particulares, un pequeño lunar al borde de la ventana derecha de la nariz. Su hijo no pudo dedicar mucho tiempo a la búsqueda, pues un mes antes de su desaparición Winters se había retirado prácticamente de los negocios, dejándolos en las capaces manos de aquél. No había ningún indicio en cuanto a sus motivos, porque carecía absolutamente de enemigos y disponía de todo el dinero necesario para satisfacer sus inclinaciones científicas. En octubre, sólo la generosamente pagada agencia de detectives que había contratado su hijo se acordaba del hombre desaparecido. Aquel año la nieve llegó temprana al suburbio de Westchester donde estaba sita la residencia de Winters, cubriendo la tierra con su manto blanco. En las colinas de la otra orilla del Hudson, los osos dormían el sueño invernal en sus madrigueras, debajo de la tierra y el hielo. En el estanque de la propiedad, los sapos habían desaparecido para ocultarse bajo el barro del fondo: un milagro de hibernación, un desafío a la agudeza de los biólogos. El mundo siguió ocupándose de sus asuntos invernales y se desentendió del banquero desaparecido. Y, sin embargo, les habría bastado fijarse en los sapos... o en los osos, para tener una pista. Pero el verdadero escondite de Norman Winters era aún más extraño. Yacía quince metros bajo la helada tierra, en una cámara cuya anchura era de tres metros y medio, hecho un ovillo entre suaves edredones apilados hasta un metro y medio de espesor, con los ojos cerrados. Vivía en la oscuridad de la noche eterna y en el silencio absoluto. Durante todo el mes de octubre su corazón latió lenta y levemente y, si alguien hubiera entrado con una luz, habría observado que su pecho subía y bajaba de vez en cuando. En noviembre, incluso esos indicios de vida cesaron y la figura quedó inmóvil. Transcurrieron semanas y la nieve se derritió. Los osos salieron hambrientos de sus cuarteles de invierno y se dispusieron a restaurar sus carnes enflaquecidas. Los sapos regresaron con las primeras noches cálidas de la primavera, tan melodiosos para los amantes de la naturaleza como odiosos para las personas de sueño ligero. Pero Norman Winters no despertó de su sueño a estos anuncios primaverales. Su cuerpo yacía inmóvil; con la inmovilidad de la muerte y sus rasgos tenían una palidez de cera. No se había iniciado la descomposición, y los tejidos estaban turgentes y frescos. Las heladas no llegaban a tan gran profundidad. Pero la temperatura que reinaba en la cámara no se explicaba por este solo hecho. En efecto, una caja cerrada situada en un rincón había irradiado durante todo el invierno una determinada cantidad de calorías. Por la pared de la cámara descendía una gruesa cañería de plomo procedente de un conducto tallado en la roca, hasta llegar a dicha caja cerrada. Otra tubería similar salía de ésta y desaparecía en el suelo. Sobre la caja había un cuadrante, a primera vista parecido a la esfera de un reloj. Su escala, expresada en millares, tenía cien divisiones, y el índice apuntaba un poco por debajo de la correspondiente al dos mil. Dos hilos de platino iban desde la caja hasta la figura inmóvil entre el rimero de edredones, conectados a dos bandas de oro: una que ceñía una muñeca, y la otra el tobillo del lado opuesto. Más allá, una especie de armario empotrado en la roca, cerrado y
misterioso como todo lo que contenía aquella cámara. Pero allí no había luz que permitiera ver todo esto, sólo oscuridad, la negrura de la noche eterna, la ciega y sofocante oscuridad de los sepulcros. La luz, fuente de vida y alegría estaba desterrada de aquel lugar. Un forro de plomo inalterable aprisionaba el aire; el polvo en suspensión se había precipitado a los pocos días, cosa que nunca ocurre en la atmósfera de nuestro mundo, dejando la de la cámara tan pura e inmóvil y tan estéril como un cristal. Porque sin cambio y movimiento, no puede haber vida. En el aire flotaba un débil olor a desinfectante, como si las bacterias tampoco estuviesen toleradas en aquel lugar de muerte. Al cabo del primer mes. Vincent Winters (el hijo del hombre desaparecido) efectuó un detenido análisis de todos los hechos y posibles pistas que los detectives habían logrado reunir en cuanto a la desaparición de su padre. No aclaraban nada. El viernes, ocho de septiembre, su padre había pasado la jornada en su residencia, había cenado solo, leyó un rato en la biblioteca, escribió una o dos cartas y se retiró temprano a su dormitorio. La mañana siguiente, no bajó para desayunar. Dibbs, el mayordomo, después de echar un vistazo a la alcoba, dijo que el señor no había dormido en su cama. Naturalmente, los criados fueron sometidos a un minucioso interrogatorio, aunque su honradez excluía prácticamente toda sospecha. Tan sólo uno, el más antiguo y leal de todos, se comportó y respondió a las preguntas de un modo que despertó la curiosidad de Vincent Winters. Se trataba de Carstairs, el jardinero, un inglés alto y desgarbado, de rostro alargado y melancólico. Llevaba veinte años al servicio del señor Winters. La noche de aquel viernes, cerca de las doce, había sido visto entrando en su cabaña con dos palas al hombro; este detalle en sí mismo tal vez no fuese una circunstancia acusatoria, pero la explicación carecía de verosimilitud. Dijo que había estado cavando en el jardín. —Pero, Carstairs, ¿por qué con dos palas? —preguntó Vincent por centésima vez. Recibió la misma respuesta invariable: —Se me olvidó dónde había dejado la primera, regresé y cogí otra, y al volver con ella encontré la primera. Vincent se puso en pie, intranquilo. —Vamos, enséñeme el sitio donde estaba cavando —dijo. Carstairs palideció un poco y meneó la cabeza. ¡Pero hombre! ¿Se niega a obedecerme? —Lo siento, señor Vincent. Sí, debo negarme a mostrarle eso. —Hubo un breve silencio. Vincent suspiró. —Bien, Carstairs, no me deja otra alternativa. Usted es casi una institución en esta casa; mis recuerdos infantiles están poblados de imágenes de su persona. Pero es mi deber entregarle a la policía —miró con dureza al viejo servidor. El hombre pareció muy sorprendido y abrió la boca como para hablar, pero volvió a cerrarla con obstinación verdaderamente británica. No habló hasta que Vincent se volvió y descolgó el teléfono. —No lo haga, señor Vincent. Vincent se volvió en su asiento para mirarlo, con el receptor en la mano. —No puedo enseñarle el sitio donde estaba cavando, porque el señor Winters me ordenó que no se lo dijera a nadie. —¡No pensará que me voy a creer eso! —Entonces, ¿insiste? —¡Absolutamente! —No tengo otra alternativa. Me ordenó que le dijera a usted estas palabras, en caso de absoluta necesidad: «El metabolismo, de Steubenaur». —¡Diantre! ¿Qué significa eso? —No fui informado, señor.
—¿Es decir, que mi padre le dio esas instrucciones, por si recaían sobre usted sospechas en cuanto a... ¡ejem!... una intervención de usted en su desaparición? El jardinero asintió en silencio. —¡Hum! Lo que ha dicho parece el título de un libro... Vincent fue a la biblioteca y consultó el bien ordenado catálogo. Allí estaba el libro, un viejo volumen encuadernado en piel de color castaño; correspondía a la sección de biología. Mientras Vincent lo abría con curiosidad, cayó al suelo un sobre. Lo recogió precipitadamente y descubrió que venía dirigido a él mismo. La letra era de su padre. Lo abrió con dedos temblorosos, impaciente, ya continuación leyó: Querido hijo mío: Tal vez sería mejor que no leyeras esto. Pero se trata de una precaución necesaria. Si quedase algo al azar, Carstairs podría ser relacionado con mi desaparición. Preveo esta posibilidad, porque es real. En efecto, me ha ayudado a desaparecer, pero cumpliendo mis órdenes. Obedeció con lágrimas en los ojos y después de negarse cien veces. Hasta el último instante ha sido, como siempre, un servidor fiel y abnegado. Por favor, ocúpate de que no pase necesidad hasta el fin de sus días. Hijo mío, el descubrimiento y el estudio de los llamados rayos «cósmicos» ha sido del mayor interés para nosotros, los biólogos. La vida es una reacción química que consiste fundamentalmente en el continuo fraccionamiento de las moléculas orgánicas, y su constante sustitución por estructuras nuevas, sintetizadas a partir de los alimentos que ingerimos. La materia inorgánica es, en comparación, muy estable. Un cristal de diamante, por ejemplo, está compuesto de moléculas que no se dividen fácilmente. En él no hay cambio, no hay vida. Las moléculas orgánicas y las células pueden considerarse «inestables». El porqué de tal diferencia no fue correctamente comprendido ni explicado, hasta el descubrimiento de los rayos cósmicos. Entonces sospechamos la verdad: el bombardeo de los tejidos vivientes por esas minúsculas partículas de alta velocidad provoca el incesante cambio infinitesimal que nosotros llamamos «vida». ¿Adivinas ahora la naturaleza de mi experimento? He trabajado tres años en mi idea. Herkimer, del Johns Hopkins, me facilitó el medicamento que voy a emplear. Mortimer, de Harvard, construyó una pantalla aislante conforme a mis instrucciones. Pero ninguno de los dos conocía la finalidad de mi investigación. La radiación no puede atravesar un espesor de dos metros de plomo enterrados a gran profundidad en el suelo. El año pasado instalé en mi finca, con ayuda de Carstairs, la cámara protectora que acabo de describir. Esta noche descenderé a ella. Carstairs enterrará la entrada del túnel y plantará césped sobre la tierra, para que no sea descubierta jamás. En mi cuarto de paredes de plomo tomaré el medicamento especial y caeré en un estado de coma que en la superficie de la tierra duraría, como máximo, algunas horas. Pero allí abajo, protegido de todo cambio, no despertaré sino cuando reciba una nueva dosis de radiación. He instalado en la pared un poderoso tubo emisor de rayos X. Cuando se cumpla el plazo asignado, se encenderá, recibiendo la energía producida por un caudal subterráneo que he desviado haciéndolo pasar por mi cámara. Espero que la dosis de rayos X baste para despertarme de mi largo sueño. Entonces me levantaré y saldré al mundo después de recorrer el túnel. Y mis ojos verán la gloria del mundo futuro, en que la Humanidad habrá ascendido por los peldaños de la ciencia hacia su magno destino. ¡No intentes buscarme! Debes casarte, consagrarte a tus obligaciones y olvidarme. Como sabes, toda mi riqueza está a tu nombre. Te habrás preguntado en su momento por qué la hacía. Ahora ya la sabes. Por favor, cásate. Ten hijos sanos. Espero conocer a tus futuros descendientes, porque me propongo viajar muy lejos: cuando despierte, habrán pasado por la faz de la Tierra ciento veinte generaciones, y la sangre de los Winters habrá tenido tiempo de multiplicarse por todo el mundo. ¡Oh, hijo mío! ¡Estoy impaciente! ¡Son las nueve de la noche, y debo prepararme para mi aventura! Esta llamada es más poderosa que la de la sangre. Cuando yo despierte,
Vincent, habrán pasado tres mil años desde tu muerte. No volveremos a vernos. ¡Adiós, hijo mío! ¡Adiós! Y así, la desaparición de Norman Winters pasó a formar parte de la crónica local. La agencia de detectives presentó su informe definitivo y recibió con pesar el último pago. Vincent Winters se casó un año después y se estableció en la residencia de su padre. Carstairs envejeció pronto, y le fueron asignados jóvenes y vigorosos ayudantes para ejecutar los trabajos. Años más tarde, pidió una entrevista con Vincent para solicitarle el favor de ser enterrado en la finca, a su muerte, al pie de un montículo donde crecía un abeto y una mata de rododendros. Vincent se echó a reír ante esta idea y le respondió que aún viviría muchos años; pero el viejo jardinero murió menos de un año después y Vincent hizo cavar una fosa más profunda de lo que se solía. Mientras los obreros trabajaban, lanzó frecuentes ojeadas, procurando disimular. Pero no vio sino tierra y piedras. Ordenó que erigieran allí mismo una pesada lápida de hormigón armado. —Si quieres saber mi opinión, todo esto es muy extraño —comentaba el viejo mayordomo Dibbs con el ama de llaves—. Como si el señor Vincent quisiera que la lápida de Carstairs durase mil años. ¡Las letras tienen quince centímetros de profundidad! Cuando le llegó su hora, Vincent Winters murió también y se le enterró al lado del jardinero, tal como había pedido insistentemente. En toda la Tierra, nadie se acordaba ya de Norman Winters. 2 - Despertar en... ¿qué año? Era de noche, y grandes cortinas de llamas azules iluminaban el cielo con un resplandor espectral. De súbito le envolvió un fogonazo cegador... sintió mil dolores terribles en todos los miembros... yacía desvalido en el suelo y sufría, y se desmayó unos instantes. Hasta doce veces despertó, siempre atormentado por dolores en todo el cuerpo, abriendo los ojos a un cuchitril alumbrado por una poderosa lámpara eléctrica de color azul. Repetidas veces intentó mover la mano derecha para cubrirse los ojos, pero no consiguió que sus músculos obedecieran a su voluntad. Así debió pasar varios días, yaciente, con el rostro bañado en sudor a causa de los esfuerzos. Al fin, cierto día, su mano se alzó poco a poco. Esperó un minuto, descansando. No sabía dónde se hallaba. Luego, desde una profundidad infinita, un vago recuerdo acudió a su cerebro embotado. Un recuerdo que implicaba un júbilo rebosante. Las cosas que lo rodeaban fueron adquiriendo significado y recorrió su cuerpo un gran estremecimiento. ¡Estaba despierto! ¿Lo habría logrado? ¿Se hallaría realmente vivo en el lejano futuro? Permaneció inmóvil un instante, meditando la gran realidad de su despertar. Volvió los ojos hacia el armario empotrado en la roca, al lado de su yacija. Alargó poco a poco la mano, abrió suavemente la puerta. En un compartimiento situado a nivel de su cabeza vio dos botellas que contenían un licor amarillento. Jadeando de angustia, cogió una y la atrajo hacia sí. Derramó parte de su contenido, pero consiguió verter un trago en su boca e ingerirlo. Luego descanso media hora, inmóvil, con los ojos enérgicamente cerrados y los labios apretados, sufriendo la tortura del lento despertar, mientras la medicina que había ingerido recorría sus venas como fuego y hacía hormiguear los nervios de los brazos y las piernas, hasta las puntas de los dedos de manos y pies. Cuando abrió de nuevo los ojos, se sentía débil pero en posesión de sus recursos. El armario contenía una caja metálica con pastillas de extracto de carne. Bebió con sumo cuidado de la otra botella. Luego sacó las piernas de los edredones, cuyo espesor inicial de metro y medio había quedado comprimido a menos de sesenta centímetros por su peso secular, y cruzó la cámara para acercarse al reloj.
«¡Cinco mil!», leyó con una exclamación de asombro, frotándose las delgadas manos. Pero, ¿podía ser cierto? ¡Era preciso salir! Abrió un grifo de la tubería de plomo, llenó de agua fría un vaso de vidrio, bebió ávidamente, volvió a llenarlo y bebió de nuevo. Miró con curiosidad a su alrededor, para observar los cambios que había producido en su cámara el paso del tiempo. Pero sus proyectos habían sido muy previsores, y casi no se apreciaban deterioros. La superficie de la tubería estaba algo resquebrajada. Había partículas de polvo blanco en los lugares donde el frío había condensado la humedad del aire. Para eso no había podido hallar solución, pues el caudal de agua que recorría aquel conducto era la única fuente de electricidad para el minúsculo motor que accionaba la calefacción de la cámara, y para la lámpara especial de rayos X que ahora infundía en todo su ser las radiaciones restauradoras de vida. Winters destapó la caja de mecanismos, y revisó con cuidado el motor y el generador. Las piezas cromadas y montadas sobre rubíes no mostraban el menor signo de desgaste. ¿Significaba esto, quizá, que no habían transcurrido sino muy pocos años? Desconfió de la precisión de su reloj. Volvió a colocar la tapa y se frotó las manos, por la capa de polvo que la cubría todo. Luego Winters revisó los elementos de caldeo y puso a calentar sobre ellos un recipiente de vidrio lleno de agua. Con una pastilla de extracto de carne hizo un caldo caliente, que bebió con satisfacción. Impaciente, se acercó a la compuerta de la coraza de plomo y tiró de la palanca de cierre, esta resistió, por lo que tiró con más fuerza, y finalmente hasta agotar todas sus energías. Fue inútil. ¡La puerta no cedía! Descansó un rato apoyado contra ella, jadeando, y luego se agachó para observar el batiente. Con un estremecimiento de temor, observó que la rendija entre compuerta y blindaje se hallaba taponada por una fina masilla blanca. ¡La compuerta se había oxidado, quedando herméticamente sellada! ¿Acaso no había despertado sino para morir allí, atrapado como una rata? Por el estado de debilidad en que se hallaba, la desesperación hizo presa en su cuerpo y su mente. Se dejó caer en la yacija, contemplando la puerta con desaliento. Hasta después de bastantes horas no se le ocurrió la sencilla solución a sus dificultades. ¡La palanca de cierre! Era de acero inoxidable, y se fijaba con un solo tornillo. Bastaron doce vueltas para aflojar la tuerca, y cayó en sus manos la palanca. Utilizando aquella barra rígida de metal le fue fácil practicar una muesca en la pared de plomo, al lado de la cerradura. Tomando apoyo, dejó caer su peso al extremo de la palanca. ¡La compuerta cedió un centímetro! Poco después sus esfuerzos se vieron coronados por el éxito. La puerta se abrió con un gemido de protesta, y Winters vio los antiguos escalones de piedra, débilmente alumbrados por la luz del cuarto. Colándose por la abertura, la ráfaga de viento agitó sus ropas, reducidas a andrajos por el tiempo. Regresó a la cámara y se puso a desenroscar una tapadera circular empotrada en la pared. Se abrió poco a poco, tras el prolongado silbido al paso del aire. La habían cerrado casi al vacío. Winters sacó la muda de ropa cuidadosamente doblada. Se alegró al encontrar la chaqueta de cuero en perfecto estado. La habían engrasado bien, y estaba tan flexible como si fuese nueva. Algunas prendas de lana aparecieron bastante estropeadas, pero los sólidos pantalones de hilo grueso se hallaban bien conservados y se los puso. Una campana de vidrio herméticamente sellada y llena de aceite contenía una pistola de aire comprimido, que disparaba balines de plomo, y un juego completo de herramientas elementales: la pequeña sierra, una lima, un puñal y el hacha. Lo guardó todo en el cinturón, que llevaba presillas para colgar las herramientas. Dio la última ojeada en redondo y enfiló la escalera, guiándose sólo por la luz de la cámara que dejaba atrás. Pisó piedras y tierra removida a medida que subía, y por último halló una capa de raíces entretejidas que le impedían el paso. Sus brazos debilitados manejaban el hacha con escaso vigor, y le costó varios minutos el cortar un trozo pequeño. La bóveda del túnel estaba agrietada y se había derrumbado en parte, bajo el
empuje de un árbol que crecía sobre ella. Al cortar la tercera raíz, la pequeña lluvia de tierra y guijarros cedió paso al primer rayo de sol. Se detuvo y, haciendo un esfuerzo de voluntad, regresó a la cámara; llenó de agua la botella de vidrio y se la colgó del cinturón; luego se metió en el bolsillo un puñado de alimentos concentrados y salió de la cámara para siempre, tras apagar la lámpara y cerrar la compuerta. Al cabo de pocos minutos, pasó la cabeza y los hombros por la abertura practicada entre las raíces y miró a su alrededor, mientras le latía con fuerza el corazón. Pero, ¿qué era aquello? ¡Estaba en medio de un bosque! Los árboles se alzaban por todas partes; enormes troncos parecían querer tocar el cielo. Entre ellos había macizos de arbustos cuya disposición simétrica, a intervalos regulares, revelaba la intervención de la inteligencia humana. El suelo estaba suavemente alfombrado de hojas muertas, y sobre ellas serpenteaban varias especies de plantas con zarcillos. Entre muchas variedades desconocidas, Winters distinguió el arándano agrio y las decorativas pirolas. Llegó a la conclusión de que era un bosque agradable y echó a andar con cierta inseguridad por entre los árboles, a ver qué lograba descubrir. Su cerebro no dejaba de hacer cábalas en cuanto al tiempo que habrían necesitado aquellos árboles para alcanzar tal desarrollo. A juzgar por el calor debía estar a mediodía y en pleno estío, pero ¿de qué año? ¡Desde luego, muchos de aquellos árboles tenían más de cien años! No habría avanzado más de cien metros cuando vio un claro y, al otro lado de unos matorrales, apareció ante su vista una gran carretera. Iba de norte a sur, o viceversa; Winters puso los pies en el firme, de un desconocido material verde y duro, semejante al vidrio, parecía casi pulido, y la pista era rectilínea, de una perfección extraordinaria. Podía ver a muchos kilómetros de distancia en ambas direcciones, pero no halló ni rastro de edificios hasta donde sus ojos lograban abarcar. Esto planteaba un problema difícil: ¿dónde estaban los suburbios de Nueva York? ¿Se habría perdido en el limbo la gran metrópoli? Winters se volvió, indeciso, y por último decidió seguir carretera adelante, hacia el norte. Como a un kilómetro y medio en aquella dirección, en sus tiempos se había alzado la ciudad de White Plains. Estaba cerca y, aunque ya no existiese la ciudad, sería para él un punto de partida tan bueno como cualquier otro. Andaba despacio, pero el aire fresco y la brillante luz del sol revigorizaron su sangre, y empezó á apretar el paso a medida que iba recobrando fuerzas. Al cabo de media hora sin ver la menor señal de vida humana, apareció en la carretera de cristal un hombre, a unos cien metros de distancia. Vestía de grana y encarnado, y hacía pantalla con la mano sobre los ojos para contemplar a Winters, este vaciló y luego siguió acercándose, estremecido por una fuerte emoción. Aquel hombre le pareció, no sabía por qué, «diferente». Era de piel oscura, bronceada; los rasgos eran regulares, redondeados, y los ojos, notó Winters al acercarse más, de color castaño claro. Su cuerpo ágil parecía respirar salud y, al mismo tiempo, tenía movimientos gráciles que le comunicaban una indefinible sensualidad e indolencia. No logró dilucidar a qué raza pertenecía aquel hombre del futuro; tal vez fuese una combinación de muchas. Entonces el desconocido hizo un gesto raro con la mano izquierda: trazó una especie de círculo en el aire. Winters quedó desconcertado pero luego, suponiendo que sería un saludo, lo imitó torpemente. —¡Wassum! ¡Yo diría que ha elegido un sistema bien lento para viajar! —No tengo prisa —replicó Winters, decidido a aprender cuanto, pudiera antes de descubrirse. Tuvo que reprimir sus naturales impulsos de excitación y alegría. Le habría gustado gritar y abrazar al desconocido. —¿Viene de lejos? —He viajado durante años.
—Acompáñeme. Lo llevaré a nuestra orig. Apuesto a que necesita comida, bebida y cobijo. Hablaba despacio y su paso era lento, a tal punto que Winters se sintió un poco impaciente. Aquella sensación iba a reproducirse luego muchas veces, durante sus tratos con las gentes del futuro. Pensándolo bien, era extraño que el hombre hablara en inglés, aunque ello no dejaba de ser ventajoso. Naturalmente, usaba palabras nuevas y su acento le resultaba un poco raro; la A abierta sugería un origen europeo, como las R que eran decididamente continentales. Estaba cavilando si la radio y las grabaciones podían explicar la persistencia del antiguo idioma, cuando llegaron a un agradable claro flanqueado de casas de dos pisos pintadas en pardo brillante. Las paredes eran perfectamente lisas, como sacadas de un molde para productos plásticos. Pero cuando entró en la casa, precedido por el guía, notó que toda la pared era transparente a la luz exterior; las minúsculas ventanas sólo servían para asomarse ya fines de ventilación. Tuvo poco tiempo de mirar a su alrededor, pues un tipo moreno y corpulento le clavaba los ojos, debajo de unas pobladas cejas grises. —Un extranjero que venía a pie —dijo el guía y luego se volvió hacia Winters—: Nuestro jefe, Guardamonte. Girando sobre sus talones, salió sin demostrar la menor curiosidad. —¡Wassum, extranjero! ¿Dónde está tu orig? —preguntó el Guardamonte. —¿Mi orig? No entiendo. —Tu aldea. —No tengo. —¡Caray! ¿Un trogling? —No entiendo. —Un salvaje... un ermitaño... ¿No entiendes el habla humana? —Yo soy de un lugar donde había distintas formas de habla humana, señor. —¿Cómo es eso? ¡Desde el nacimiento de la civilización, hace dos mil años, sólo existe una lengua común a todo el mundo! Winters, excitado, tomó nota mentalmente de la fecha. ¡Habían transcurrido al menos dos mil años desde su reclusión en la cámara! —He venido para aprender, señor. Me gustaría pasar algunos días en tu aldea estudiando vuestras costumbres de... ¡hum!... de manera elemental. Por ejemplo, ¿cómo obtenéis alimentos en medio del bosque? No he visto granjas ni campos. —Sé wassum a nuestro refugio, pero... ¿qué son granjas? ¡y campos! ¡Gracias a nuestros antepasados, tendrías que viajar muchísimos kilómetros antes de encontrar un campo! Estamos bien situados en medio de excelentes bosques. —¿Y los alimentos? El Guardamonte alzó las cejas. —¿Alimentos...? ¡Acabo de decir que poseemos buenos bosques, un centenar de kilos cuadrados! ¡Comida de sobra! ¿Acaso andas con los ojos cerrados? —Vengo de un lugar donde no estábamos acostumbrados a obtener alimentos de los bosques. ¿Qué clase de alimentos halláis en ellos? Señor, recuerda que vengo en busca de la información más elemental. —¡Elemental, por cierto! Naturalmente, harina de castaño para hornear, nueces de postre y verduras como la algarroba, la Keawela catalpa y cien más... Todos los alimentos que el hombre pueda desear. Los troncos caídos nos ofrecen su cosecha de setas... en esta orig tenemos una famosa receta de setas a la brasa. Y, por supuesto, los cerdos engordados con bellotas para obtener tocino y grasas invernales. Y los pinos de tea que nos dan aceites de máquina... Son los productos normales del bosque. ¿Cómo es posible que ignores, cosas cotidianas que saben hasta los escolares?
—Mi historia es extraña, señor. Si respondes a mis preguntas, luego te explicaré cuanto desees saber acerca de mí. Respóndeme como si yo fuera... ¡bah!, un ser de otro planeta, o del pasado lejano —concluyó Winters con una risa forzada. —¡Son muy raras tus palabras! —Pues cuando te haya contado mi historia, te parecerá aún más rara te lo aseguro. —¡Ja, ja! ¡Este juego... puede llegar a ser divertido! De acuerdo; voy a dedicar la tarde a enseñarte cosas y responder a tus preguntas. Por la noche, después de la cena, me contarás tu historia... ¡Pero te advierto que... procura que sea buena como para merecer el tiempo que te dedico! Salieron a la luz del sol. La aldea era un grupo de unas cincuenta casas grandes que ocupaban una extensión de ochocientos metros en un claro largo y estrecho. Más allá se veían los enormes troncos, las ramas nudosas y el oscuro verdor del bosque. El Guardamonte era un viejo bastante activo; los demás aldeanos, en cambio, se caracterizaban por aquel vago aire de indolencia que había observado en su primer interlocutor. Había grupos descansando graciosamente a la sombra de los árboles y, para la mentalidad de un hombre de negocios como Winters, las pocas personas que se movían parecían caminar arrastrando los pies. Le pareció que aquella gente era perezosa, ni más ni menos y luego comprobó que esto era casi siempre cierto. Cumplían con los trabajos de la aldea en una o dos horas diarias... y aún ese tiempo regateaban, haciendo toda clase de tentativas para escabullirse. De hecho, consagraban a esta finalidad toda su ciencia. La gente vestía ropas de colores llamativos; el césped verde y el hermoso color pardo de los edificios servían de fondo al pintoresco cuadro. En todos vio las mismas características raciales: rostros oscuros y cetrinos, y ojos castaños de mirada líquida y apacible. Eran algo raros aquellos ojos, como si no estuvieran colocados en la cara por lo derecho, sino un poco oblicuos. Prestaron muy poca atención a la presencia de Winters, aunque de vez en cuando lanzaban una mirada de ociosa curiosidad a sus exóticos ropajes. Le pareció que las mujeres eran excepcionalmente atractivas, y los hombres algo afeminados y demasiado blandengues. No es que no gozaran de buen aspecto físico, sino que sus rostros eran demasiado suaves y sus cuerpos demasiado gráciles, en contraste con las opiniones de un individuo del siglo veinte acerca de cómo debe ser un hombre bien constituido. Sus cuerpos sugerían algo felino: la gracia y la pereza del gato, combinados con una fuerza ágil. Winters supo que una «orig» generalmente estaba formada por unas mil personas. En ese momento había un exceso de varios centenares de habitantes, y a setenta y cinco kilómetros hacia el norte estaban preparando una «colorig», donde los árboles contaban ya con medio siglo de edad, en espera de acoger la nueva colonia. —¿Por qué no se limitan a ampliar la aldea para dar cabida al exceso de población? —El bosque sólo alimenta cómodamente a un determinado número de personas... Ahora mismo empezamos ya a tener ciertas dificultades. —Pero, ¿no hay aldeas mayores para la producción manufacturera? —Claro que sí. En el norte hay origs fabriles, cerca de las Grandes Cataratas. Nuestra rueda aérea va allí dos veces por semana... un vuelo de dos horas. Pero hay muy poca gente allí, sólo la imprescindible para ocuparse de las máquinas. Los habitantes de la aldea parecían felices y muy contentos de su vida, pero a Winters la mayoría de los hombres y mujeres más jóvenes le parecieron demasiado serios. Sus rostros bronceados rara vez mostraban una sonrisa. Entró en varias casas y, entre ellas, visitó el gremio de fabricantes de tejidos. Le interesó grandemente, como si hubiera reconocido a un viejo amigo, al ver cómo hacían pasar la pulpa de madera desde una tubería ya través de unas hileras, para ser finalmente endurecida en un baño ácido. Naturalmente, reconoció el proceso de fabricación del rayón, nuevo en su juventud, pero considerado allí de una antigüedad prehistórica.
—¿Cuántas horas al día trabajas aquí? —le preguntó al anciano encargado. —La semana pasada he trabajado tres horas diarias preparando ropas para los nuevos colonos —respondió, quejumbroso—. ¡A ver si tenemos un poco de paz en esta orig cuando se hayan ido los jóvenes! ¡Al menos habrá terminado la penuria de todo! Mientras hablaba, un joven que sin duda era su hijo entró en la sala de hilados y contempló a su padre y al Guardamonte con ojos fríos y altaneros. —¡Wassum! —saludó el encargado, pero el joven se limitó a fruncir el ceño sin contestar. Observó a Winters en silencio y con desconfianza y salió sin decir palabra. —¡Es un joven muy arisco su hijo! —Sí. Como todos los de su generación... Se toman la vida demasiado en serio. —Pero, ¿no se divierten nunca? —¡Ah, sí! En otoño tienen la temporada de caza. Los jóvenes acosan al ciervo y lo persiguen a pie, a veces durante varios días, para atraparlo luego. No deben emplear sino las manos. Mi hijo es un famoso perseguidor de ciervos. Hace ejercicio todo el año para la temporada otoñal. —¿Pero no hay... pasatiempos más alegres? —Las fiestas. Pronto llegará la fiesta de las hojas de otoño. Cuando llega el equinoccio, los jóvenes se visten de rojo, púrpura y dorado, y bailan en un claro del bosque, elegido por su excepcional belleza de colores otoñales. Las jóvenes compiten con sus atuendos. —¿Y los más jóvenes... los niños? —Asisten a la escuela hasta que cumplen veinte años. La edad escolar es la del trabajo arduo y el estudio. No se les permiten juegos ni pasatiempos, salvo los ejercicios necesarios para su salud. Cuándo salen de la escuela, han merecido el acceso a los derechos y placeres de la madurez... por eso trabajan con más ahínco aún, para terminar la escuela cuanto antes. Cuando salieron, Winters vio una pequeña aeronave que aterrizaba en la plaza de la aldea. El Guardamonte dijo que era la rueda aérea y que no despegaría hasta el anochecer. —Nunca he estado en una de ellas —comentó Winters. —Tú eres un trogling —exclamó el Guardamonte—. ¿Qué te parecería un vuelo corto? Winters se apresuró a aceptar. Se acercaron a la máquina y Winters la observó con curiosidad. Al menos en esto se notaban los tres mil años de progreso: la cabina cerrada daría cabida a unas veinte personas. No tenía alas, sino tres ruedas horizontales (dos delante y una detrás), que coronaban la cabina. En el morro tenía una hélice, que aún giraba cuando se acercaron. El Guardamonte explicó sus deseos al piloto y éste le preguntó qué dirección preferían tomar. —¡Al sur, hacia el mar, y luego regresemos! —respondió Winters, con la memoria poblada de visiones de la próspera metrópoli neoyorquina, en su época. Se acomodaron y la rueda despegó suavemente, sin apenas ruido; el vuelo era prácticamente silencioso, y avanzaban a una velocidad tremenda. Al cabo de diez minutos avistaron el mar, y Winters contuvo una interjección al ver por las ventanillas de cristal varias islas de distinto tamaño, cubiertas por el verde manto del bosque frondoso. Poco a poco resolvió el enigma: evidentemente, aquélla era Long Island, y más allá aparecía Staten Island; lo que tenía abajo, pues, era el istmo de Manhattan. El bosque lo cubría todo de manera uniforme. —Hay ruinas bajo los árboles —comentó el Guardamonte al notar su interés—. He estado varias veces allí. Nuestros historiadores suponen que los pueblos antiguos que vivían aquí debían temer el aire libre, pues se ocultaban bajo tierra o levantaban edificios de piedra donde se podía entrar sin exponerse al exterior. El suelo está horadado por túneles en todas direcciones, que les servían de carreteras.
3 - ¡Tiene apéndice! En ese momento la aeronave hizo una maniobra, y Winters divisó un pilar gris de mampostería, resto de una torre, que sobresalía por encima del bosque. ¡Seguramente se habrían necesitado miles de años para olvidar a tal punto Nueva York! Pero entonces recordó que basta un siglo para dar antigüedad a cualquier obra humana. No quiso mirar por la ventanilla durante el viaje de regreso, envuelto en tristes pensamientos y recuerdos lúgubres. Aterrizaron en el claro y continuó la visita bajo la guía del Guardamonte, que no narraremos aquí para no alargar en exceso el relato. Al caer la tarde disponía de una noción aproximada sobre la vida en la nueva era. Los metales eran cuidadosamente recuperados, y cuando se fundaba una nueva colonia, el equipo de utensilios y herramientas de metal se estimaba como el regalo más espléndido de las aldeas principales. La agricultura era totalmente desconocida y los granos, que el Guardamonte sólo conocía como «semilla de planta», no se empleaban como alimento, aunque no ignoraba que las razas antiguas les habían dado este uso. Ahora todo provenía de los árboles: alimentos, casas, vestiduras... incluso el combustible de las aeronaves, que era alcohol metílico. La vida de los aldeanos era ociosa y placentera, pensó Winters. Tenían muy pocas horas de trabajo, y dedicaban la mayor parte del día a las diversiones sociales y los pasatiempos científicos y artísticos. En la aldea había artistas, la mayoría de los cuales cultivaban un estilo caprichoso, cuyas obras Winters no entendía en absoluto (pintaban árboles, y de este modo intentaban expresar emociones). Pero algunas casas poseían muchas piezas maravillosas de escultura. Recibían la energía eléctrica a través del aire desde las Grandes Cataratas, donde se generaba, y cada enchufe daba corriente sin necesidad de cables. La aldea producía sus propios alimentos y manufacturaba sus ropas, materiales de construcción, papel, alcohol metílico, trementina y aceites. Al parecer, el resto del mundo estaba formado por aldeas idénticas. Winters supuso que aquella civilización consistía en un gran número de aldeas aisladas prácticamente autosuficientes, a excepción de los metales. Si uno viajaba en rueda aérea de una aldea a otra y allí cambiaba a otra nave, pronto habría recorrido todos los continentes y océanos del globo. Pero la investigación científica y artística era cosa de individuos aislados, pues el intercambio de ideas resultaba fácil gracias a una televisión maravillosamente realista y a las comunicaciones por radio. Al anochecer cenaron en casa del jefe Guardamonte. —Debo pedirte disculpas en cuanto a la comida —dijo—. Hemos tenido que racionar un poco nuestras provisiones, porque nuestra población ha crecido más pronto que nuestros nuevos plantíos. Será una buena comida; no pienso matarte de hambre, pero no podrás repetir de ningún plato, y tendrás que perdonar la falta de lujos en mi mesa. Dejó caer su corpulenta humanidad sobre un sillón. —¿No hay otra solución sino racionar las cosas mientras aguardáis a que los nuevos bosques den sus frutos? El Guardamonte rió con cierta amargura. —Sin duda... pero a determinado precio. Podríamos cortar algunos árboles para que crezcan más setas en los troncos muertos, y también podríamos recoger la médula comestible un poco antes de que maduren... y así sucesivamente. Esto retrasaría en algunos años, como mucho, nuestra planificación, pero no vale la pena discutirlo. El Consejo de la Juventud ha reivindicado los Derechos de su Generación. El futuro les pertenece, naturalmente, y se oponen a que gastemos ahora un poco de sus recursos. Nosotros los mayores tenemos opiniones un poco más liberales... no egoístas, sino basadas en principios de sentido común. Por desgracia, ha habido algunas palabras fuertes y la cuestión aún no está solucionada, pues la actitud de ellos es casi fanática e
irracional. Pero no quiero aburrirte más con nuestros asuntos locales —intentó cambiar de conversación. Empleaba a menudo la expresión «gracias a nuestros antepasados», cosa que le llamó la atención a Winters. Hasta ese momento, Winters había eludido una cuestión: la historia de las épocas pasadas, durante las cuales se habían emprendido todos aquellos cambios drásticos. Al concluir la cena, cuando llegó el momento de narrar su historia según lo convenido, reflexionó sobre cómo obtener tal información. —He viajado mucho, pero a través del tiempo... no en distancia —empezó. El Guardamonte se quedó con el tenedor en el aire y arqueó las cejas. —¿Qué tonterías dices? —inquirió. —No son tonterías... Estas setas están realmente deliciosas... He logrado el control de un estado de muerte aparente. Entré en letargo hace muchísimos años, y he despertado esta mañana. El Guardamonte se mostró incrédulo. —¿Cuánto tiempo crees que ha transcurrido? —No lo sé con certeza —respondió Winters—. Mis instrumentos señalaban cierta fecha pero, para estar absolutamente seguro, preferiría que me contaras la historia de tu gente según vuestros conocimientos. Sólo necesito los hechos más destacados. —¡Ja, ja! ¡Me prometiste tu historia y te muestras de lo más chistoso al cumplir tu promesa, extranjero! —¡Al contrario! Hablo en serio. —No te creo... pero podría ser un juego divertido. Veamos... El año pasado los cinamomos dieron fruto por primera vez en las zonas de temperatura más baja de la Tierra. Puedes probar los que tienes en tu plato. Esto ha modificado enormemente nuestro modo de vida, y quizá pronto resulte innecesario moler harina de castaño. —Interesante —comentó Winters—. Pero retrocedamos mil años más. El Guardamonte abrió los ojos de par en par. Luego rió encantado. —¡Bien! ¡Más te vale que no sea una vil fanfarronada, ¡eh! Mil años... Eso sería hacia la época del gran proceso del aluminio. Como ya sabes, antes de esa época el mundo necesitaba desesperadamente metales. Cuando Koenig perfeccionó su procedimiento para la obtención del aluminio a partir de la arcilla, la economía del mundo quedó trastornada y... ¡bien! ¿Qué más quieres? —Creo que podrías retroceder dos mil. El Guardamonte rompió a reír pero, a una súbita ocurrencia, se puso serio. Miró un instante a su invitado, con expresión astuta, y sus ojos reflejaron una ligera frialdad. —¡No pretenderás que lo tome en serio! —exclamó. —Así es. —¡Es absurdo! En aquellos días el organismo humano aún conservaba el apéndice. Fue después de la Gran Revolución, cuando los derrochadores fueron derrotados al fin, y la Verdadera Economía alzó su antorcha para guiar al mundo en su sendero ascendente. ¡Hace dos mil años! ¡De esa época arranca la historia civilizada! Costumbres tan arcaicas como las supersticiones organizadas, el dinero, la propiedad privada del suelo y la división de la humanidad en grupos que hablaban idiomas distintos dejaron de existir en esa época. ¡Fue un período agitado! —De acuerdo. Retrocedamos otros quinientos años. —¡El apogeo de la falsa civilización del Derroche! Los fósiles vegetales eran implacablemente quemados en hornos para suministrar calor. Se consumía el petróleo por millones de barriles. Se construían coches baratos de metal, que eran abandonados para que se oxidaran al cabo de pocos años de uso. Los hombres se apiñaban en mal ventiladas aldeas de un millón de habitantes... algunos historiadores aseguran que de varios millones. Fue la época de las luchas raciales, cuando países enteros convocaban
al populacho, poniendo explosivos y venenos en sus manos para enviarlos a destruir otros países. ¿Tú dices provenir de ese período vergonzoso? —Es exactamente lo que solíamos hacer —respondió Winters—, aunque no lo llamábamos así. Apenas podía contener su júbilo. No le cabía la menor duda: ¡Vivía en el año 5000! ¡Su reloj había funcionado con precisión! El rostro del Guardamonte estaba congestionado. —¡Maldito sea el zoquete! Ya te has divertido bastante... Ahora dime la verdad: ¿dónde queda tu orig? —No entiendo. Te he dicho la verdad. —¡Te aseguro que es una soberana idiotez! ¿Qué vas a ganar con semejante historia? ¡Aunque la gente fuese tan estúpida como para creerte, supongo que no te harías muy popular! —¿Cómo? —dijo Winters, sorprendido—. ¿Acaso tú no agradeces a tus antepasados todo lo que han hecho? ¡Yo soy uno de vuestros antepasados! El Guardamonte lo miró, algo confuso. —Eres buen actor —comentó secamente—. Pero estoy convencido de que no ignoras que sólo estamos agradecidos a los antepasados planificadores de nuestros bosques y enemigos del Derroche. ¿Qué habríamos de agradecer a los humanos de hace tres mil años? ¿El haber agotado las reservas de carbón del mundo? ¿El dejarnos sin petróleo para nuestras fábricas químicas? ¿El destruir los bosques de las montañas y entregar el suelo de los valles a la erosión? ¿Acaso hemos de darles las gracias por el desierto de Sahara o el de Gobi. —Pero el Sahara y el Gobi ya eran desiertos cinco mil años antes de mi época. —No sé qué significa eso de «tu» época. Pero si fue así, con más razón debisteis aprender la lección que os daban esos desiertos. ¡Vamos! Me has fastidiado con tus necedades. ¡Exijo el desquite! ¿Sigues afirmando que eres un ser humano de la época del Derroche? Winters guardó silencio, no sabiendo a qué atenerse. El Guardamonte rió diabólicamente. —¡No importa! ¡Tú ya has afirmado que lo eres! De acuerdo. Puede comprobarse fácilmente. De ser cierto, debe tener un apéndice y... sí... ¡pelo en el pecho! Estas dos características no han aparecido en los últimos dos mil años. ¡Te someteremos a una revisión y, si resulta que me has mentido, se pensará en un castigo adecuado! Trataré de pensar en una recompensa tan divertida como tus mentiras delirantes. Tenía los ojos encendidos cuando apretó un pulsador oculto en el brazo del sillón, y al poco entraron dos jóvenes. Físicamente Winters no estaba en condiciones de resistirse, y le quitaron rápidamente la ropa. Su pecho no era demasiado velludo, pero indiscutiblemente allí había pelo, y el Guardamonte se acercó lanzando una exclamación de incredulidad. Luego cogió las ropas y palpó con cuidado la tela, examinando con atención el lino a la luz de una lámpara eléctrica empotrada en la pared. —¡Llevadlo a la sala de sanidad! —gritó. El pobre Winters fue arrastrado sin miramiento por el pasillo e introducido en un recinto de suave cristal blanco, equipado de aparatos quirúrgicos. El lugar olía a desinfectante. Apoyaron sus espaldas en una pantalla negra, y el Guardamonte conectó una lámpara de rayos X para mirar su cuerpo desnudo a través de una mascarilla de cristal azulado. Al cabo de un rato salió de la habitación, y regresó casi enseguida con un libro. Lo abrió por una página llena de ilustraciones que estudió con sumo cuidado, mirando luego nuevamente a través de la mascarilla. Por último lanzó un gruñido de asombro y volvió los ojos azorados a sus dos asistentes. —¡Tiene apéndice...! ¡No cabe duda! ¡Esto es lo más sorprendente que haya visto! ¡El extranjero que aquí veis afirma haber sobrevivido desde los antiguos tiempos, desde la
Época del Derroche! ¡Y tiene apéndice, jóvenes camaradas! ¡Debo hablar con los biólogos y los historiadores de todo el país! Esto interesará a todo el mundo. Acompañadlo y ocupaos de asignarle un lugar para que descanse esta noche. Salió y Winters le oyó en la habitación contigua, hablando excitadamente por el videoteléfono. Los dos jóvenes asistentes lo condujeron por el pasillo. Al pasar vio que el Guardamonte hablaba con un hombre gordo, pelirrojo y colorado que aparecía en el videoteléfono y que, por lo visto, no se dejaba convencer. Winters lo contempló con curiosidad, pues entre los que había visto era el único que no tenía rostro cetrino y delgado. Acompañaron a Winters por el pasillo y le autorizaron a vestirse. Estaba excitado. ¡Al fin producía revuelo su llegada al nuevo mundo! Por la mañana, tal vez la rueda aérea traería docenas de científicos interesados en su caso. Empezaba a sentirse débil y agotado después de la jornada de emociones, pero aquel júbilo del último momento dio empuje a sus nervios y la energía precisa para labrar su propia ruina. Cuando salieron de la casa, uno de los asistentes se alejó a toda prisa. El otro lo guió hacia el límite de la aldea. —Nosotros los jóvenes de la aldea celebramos una reunión esta noche, señor. Se llama Consejo de la Juventud, y en él discutimos los problemas importantes para nuestra generación. ¿Sería demasiado pedirle que hablara en nuestra reunión y nos narrase sus experiencias? Aquello estimuló su vanidad, y asintió débilmente, pese a que estaba cansado y soñoliento. El guía le explicó que el lugar de reunión estaba muy cerca. Mientras tanto, el joven que se había adelantado entró en un cuartito anexo al salón de reuniones. Allí sólo había tres personas que alzaron la vista cuando apareció el recién llegado. —Camaradas, es lo que sospechábamos: los Viejos lo han traído con algún propósito. ¡Dice haber dormido tres mil años y ser una reliquia humana de la época del Derroche! Los demás se echaron a reír. —¿Qué intentarán hacemos tragar después? —preguntó uno de ellos con indolencia. —Fuerte lo traerá aquí Y. si puede, lo convencerá de que hable ante nosotros durante la reunión —prosiguió el recién llegado—. ¿Comprendéis el plan? Asintieron tranquilamente con la cabeza. —¿Conoce la ley del Consejo? —Tal vez sí. Pero en todo caso vale la pena el intento... ¿Sabéis? En realidad, no juraría que no sea de los viejos tiempos. Al menos, es una imitación sorprendentemente buena. ¡Ese hombre tiene pelo en el cuerpo! Se alzó un clamor de asombrada incredulidad, que fue decayendo ante la actitud de seguridad serena y enfática del que había hablado. Luego hubo un momento de silencio. —¡Camaradas, podéis estar seguros que es una triquiñuela de los Viejos! Que ese hombre hable ante el Consejo. Si comete un error, por insignificante que sea, podremos manipular la reunión y convencer a los demás de que la situación es crítica. ¡Todo medio es justo, cuando se trata de evitar que nuestra herencia sea despilfarrada! He oído decir que la orden para cortar los árboles antes de que hayan madurado saldrá mañana, si no logramos impedirlo. Veremos qué se puede hacer esta noche... hay que estar dispuestos a todo. Cuando Winters llegó al salón, los tres jóvenes lo esperaban en el estrado para darle la bienvenida. La sala era de techo bajo, y tendría unos cincuenta metros cuadrados de superficie. Estaba llena de jóvenes morenos. Lo que más impresionó a Winters fue el lujo de los asientos. ¡Cada persona ocupaba un gran sillón tapizado! Qué diferente de las salas donde se celebraban los «meetings» de su época, pensó, con sus bancos de madera y su atmósfera cargada y sofocante.
La iluminación eléctrica estaba empotrada en las paredes, y en aquel momento envolvía la sala en un resplandor sonrosado, aunque el color cambiaba a intervalos, a rojo, púrpura o azul y resultaba extrañamente reconfortante. Cesó el murmullo de las conversaciones. Uno de los jefes jóvenes se adelantó. —¡Camaradas! Este extranjero es de otra generación. ¡Ha venido especialmente para hablarnos de las condiciones que imperaban en los antiguos días... Nos hablará de su experiencia personal en la época del Derroche, camaradas, a la que ha sobrevivido mediante un letargo artificial! ¡El Guardamonte de nuestra orig, que es lo bastante viejo como para saber la verdad, así lo ha afirmado! Winters no captó el sarcasmo. Estaba cansado y lamentó haber aceptado asistir. Los asistentes prorrumpieron en exclamaciones de fingido asombro y risotadas burlonas, que habrían constituido una advertencia para cualquiera. Pero Winters, agotado, sólo pensaba en lo que debía decir ante los jóvenes. Carraspeó. —No estoy seguro de tener algo interesante que deciros. Unos historiadores o médicos serían un auditorio más adecuado para mí. Pero quizás os interese saber qué me han parecido los cambios acontecidos en esos tres mil años. Vuestra vida es mucho más sencilla que la de mi época. Los hombres morían por falta de alimentos, y los jóvenes no tenían siquiera la seguridad de poder ganarse la vida, sino que debían luchar por ella — con gran asombro de Winters, esta frase arrancó algunos aplausos—. En mi opinión, esta gran seguridad de que nunca os faltará comida ni ropa es el cambio más sorprendente que han producido los años. Se interrumpió, inseguro, y uno de los jefes preguntó algo sobre «si quizá nosotros nos precipitamos al dar por sentada tal seguridad». —Me parece que no entiendo lo que quieres decir. Vuestro jefe Guardamonte me dijo algo de unas diferencias de opinión económicas. No conozco bien los hechos. Sin embargo, creo que tenéis una opinión excesivamente mala de mi época, sin duda por nuestro imprudente consumo de recursos naturales. Incluso entonces había hombres que lo censuraban, pero nosotros creíamos que, cuando se agotaran el petróleo y el carbón, la humanidad hallaría un nuevo combustible para reemplazarlos. He visto que no nos equivocábamos en este sentido, pues vosotros utilizáis el alcohol metílico: un excelente sustituto. Un joven se puso en pie de un salto, excitado. —¡Y por eso, camaradas, el extranjero cree que su época queda justificada, después de agotar el petróleo y los combustibles del mundo! —dijo a voces. Se oyó un rumor que concluyó con algunos gritos roncos y una agitación nerviosa entre el público. Winters estaba cada vez más embotado por el cansancio, y no lograba entender lo que ocurría. —Lo que usted dice nos interesa sobremanera —explicó otro de los jóvenes que estaban a su lado—. ¿Era corriente quemar carbón para obtener simplemente calor? —Sí. Se quemaba en todas las casas... también en la mía. Hubo un movimiento amenazador entre el auditorio, como si se dispusieran a asaltar el estrado. La multitud era como un paquidermo excitado, pese a su lentitud, por el continuo aguijoneo de las afiladas lenguas de sus dirigentes. —¿Y también quemabais petróleo como combustible? —Por supuesto. Todos lo quemábamos en nuestros automóviles. —¿Era algo normal cortar árboles con la mera finalidad de despejar terreno? —Pues... sí. Yo plantaba árboles en mi propiedad, pero debo decir que también tenía un gran espacio cubierto sólo de césped. En este momento, Winters se sintió débil y mareado. Se dirigió humildemente al joven que lo había traído: —Creo que necesito descanso. Me encuentro mal.
—Sólo una pregunta más —respondió el otro en voz baja; luego agregó en voz alta—: ¿Le parece que el Consejo de la Juventud debe tolerar que nuestra herencia sea sacrificada, siquiera parcialmente, en nombre de la comodidad actual? —Si no se cometen excesos, en principio no veo nada malo en ello... Siempre podéis plantar más árboles... Pero voy a retirarme, pues me siento... 4 - La rebelión de los jóvenes. No pudo concluir la frase. En el salón del Consejo se elevó un clamor enfurecido. Uno de los jefes gritó reclamando silencio. —¡Ya lo habéis oído, camaradas! ¡Observad qué clase de hombre han enviado para que nos hable! ¡Se diría que nosotros, los jóvenes, hemos de recibir lecciones de la época del Derroche! ¡Al menos, así lo creen los viejos! La crisis actual es de escasa importancia pero, si cediéramos la primera vez, ¿dónde se detendrían? ¿Qué concepto tienen de nuestra inteligencia, cuando esperan que nos creamos esa historia de los tres mil años de letargo? ¡Su presencia es un insulto! ¡Y el mensaje que han puesto en su boca excede todos los límites de la paciencia! ¡Sólo puede haber una respuesta! —Se volvió hacia el pobre y atontado, Winters, embotado por los efectos de su prolongada fatiga—. ¡Haremos con esta persona un escarmiento que grabará para siempre nuestros principios en las mentes de todos! Se oyeron voces, y varios jóvenes subieron corriendo al estrado para apoderarse de Winters. —¡Ha confesado que transgredió las leyes básicas de la economía! —gritó el jefe—. ¿Qué castigo merece? Se oyeron gritos de «¡Matadlo! ¡Exiliadlo! ¡Desterradlo a las planicies!» Y un grupo coreaba salvajemente: «¡A muerte! ¡A muerte!» —He oído que muchos de vosotros exigís una condena a muerte —chilló el jefe—. Verdad es que matar equivale a derrochar una vida... pero, ¿qué otro trato merece quien ha vivido toda una existencia de despilfarro! —Hubo aullidos de vehemente aprobación—. ¡Todos a vuestras casas! Encerraremos en el sótano del local a este individuo que afirma tener tres mil años de edad. ¡Mañana volveremos a reunirnos aquí y lanzaremos a los Viejos nuestro público desafío! ¡Sólo una palabra más, camaradas! ¡El camarada Fuerte ha oído decir que a primera hora de la mañana los Viejos presentarán la orden de tala de nuevos árboles! La sala estaba tan agitada que sus paredes temblaron. Winters fue sacado de allí, medio dormido y arrastrando los pies, y lo echaron en una litera del sótano situado debajo del salón. Cayó vencido por el agotamiento total, y ni siquiera oyó el roce de los pies que se alejaban. El horror y el miedo unidos a su fatiga le tenían paralizado, y quedó inconsciente, más que dormido. Arriba, en el cuartito anexo al salón ahora desierto, tres jóvenes celebraban su éxito, con un brillo de regocijo en sus ojos castaños, y cambiaron impresiones durante unos minutos. Les parecía que habían protegido los derechos de su generación, no importando los medios empleados para perseguir tal finalidad. Se despidieron hasta la mañana siguiente con aquel extraño gesto circular que reemplazaba el antiguo apretón de manos. Pero mientras conversaban (tan rápida es la traición), otro joven se arrastraba hacia las sombras de la casa del Guardamonte y manoseaba el pasador de una puerta trasera, que daba al bosque. Mientras los jóvenes se despedían, una voz hablaba rápidamente al oído del jefe Guardamonte, cuyo rostro arrugado y espeso entrecejo fruncido expresaron, alternativamente, asombro, indignación, ira y una enérgica decisión. Winters despertó y vio sobre el piso de tierra un círculo de luz matutina. Tenía el cuerpo molido por el rudo trato, y sus músculos faltos de ejercicio transidos de agujetas y calambres. Pero su cerebro volvía a funcionar con claridad, y recordó los acontecimientos
de la reunión. ¡Qué tonto había sido! ¡Cómo había dejado que le condujeran a su propia ruina! Siguió con la vista el rayo de luz hasta la ventana enrejada que se abría sobre la litera, donde se recortaba un pedacito de cielo azul recorrido por una pequeña nube algodonosa, que parecía un pato en un estanque. Le embargó una oleada de nostalgia. ¡Ah!, ver un rostro amistoso... Algo conocido, aunque no fuese más que un trozo de periódico en el suelo de la celda. Pero tales deseos carecían de sentido. Mediaban treinta siglos entre aquellas cosas y él, como un océano entre un marino náufrago y su tierra natal. Pero luego mudó de pensamientos, y su natural curiosidad volvió a despertar en él. Al fin y al cabo, aquella época era una reacción contra la suya. Se había oscilado de un extremo a otro: así lo vería la Historia. La verdad no estaba en ninguno de los dos, sino en algún camino medio y más moderado. La humanidad sabría hallarlo al correr del tiempo. Tal vez pasados otros mil años o más. Pero ¿qué podía importarle a él ahora? Iba a morir pronto. Dentro de un rato, los jóvenes vendrían a buscarlo y lo sacrificarían para vengar alguna ofensa imaginaria. En su estado de debilidad, todo le pareció indeciblemente patético y las lágrimas anegaron sus ojos, hasta que se tranquilizó considerando la amarga ironía de la situación. Le sacó de su meditación el ver una sombra que cruzaba por delante de la reja, y se sobresaltó creyendo oír gente que hablaba en voz baja. Al instante fue presa de intenso temor. ¡No sería conducido tan dócilmente a la muerte! Se volvió en la litera para ponerse en pie, y notó que tenía debajo un objeto duro. Tanteó y encontró el revólver, que revisó enseguida, con todos los sentidos dirigidos a captar señales de peligro. Pero no volvió a oír nada. La pistola era de aire comprimido y disparaba balas de plomo calibre 22. Sólo era mortal a distancias muy cortas, menos de diez metros, y la palanca de carga comprimía aire para diez disparos. De todos modos, era algo. Accionó apresuradamente la palanca, cargó y apretó el gatillo para escuchar el satisfactorio «smac» del plomo contra la pared de piedra. Ahora su mente funcionaba a todo rendimiento. Sacó la lima del cinturón y se acercó a la ventana enrejada, poniéndose en pie sobre la litera. ¡Si lograba aserrar los barrotes escaparía por allí! Descubrió con sorpresa que los barrotes eran de madera, y su corazón se llenó de esperanza. Extrajo el serrucho del cinturón y se puso a trabajar febrilmente. A costa de fuertes calambres en el brazo, aserró cuatro barrotes en otros tantos minutos. Amanecía ya, y empezó a sentir pánico; sacó el hacha y con tres golpes derribó el resto de la reja. Mientras lo hacía, una sombra se acercó y un rostro se arrimó a la ventana. Winters retrocedió, agachado, apuntando la pistola con el dedo sobre el gatillo. —¡Aquí está! —dijo el desconocido, y entonces Winters reconoció la voz del jefe Guardamonte, absteniéndose por ello de disparar—. Toma mi mano, extranjero, que vamos a sacarte de aquí. Hace media hora que te buscamos. ¡No temas! No permitiremos que te hagan daño. Winters no estaba muy seguro de ello. —¿Quién me protegerá? —¡Apresúrate, extranjero! Has caído tontamente en manos de los jóvenes exaltados de la orig... la culpa es mía por no haberlo pensado... pero me acompañan cien adultos. No correrás peligro con nosotros. Winters permitió que lo izaran a través de la ventana y se detuvo bajo la luz matinal. Estaba rodeado de hombres que lo miraban con interés y respeto. Tal actitud disipó sus últimas sospechas. —Hemos de darnos prisa —dijo el Guardamonte— Sospecho que los más jóvenes buscarán camorra. Tratemos de llegar a mi casa lo más pronto que podamos. El grupo echó a andar por el claro; casi enseguida aparecieron dos jóvenes a la puerta de un edificio cercano. Cuando vieron a Winters en medio de los adultos, se volvieron y salieron corriendo en distintas direcciones, gritando algo que aquellos no lograron entender.
—¡Démonos prisa! Un hombre bajo y gordo, pelirrojo y de rostro colorado, tomó a Winters bajo los brazos y lo ayudó a avanzar. El rostro le era conocido, y Winters recordó al hombre que había visto en la pantalla del videoteléfono el día anterior. Tenía una fuerza colosal y parecía infatigable. Winters simpatizó con él, por cuanto contrastaba en aquella época de indolencia. —Soy Stalvyn de Historia en la orig vecina —le explicó a Winters mientras corrían—. ¡Eres muy valioso para mí, y espero que no te moleste que me encargue personalmente de tu protección! La distancia era de cuatrocientos metros, y habían cubierto la mitad de ella cuando, por detrás de una casa situada enfrente, salió un grupo de jóvenes lanzando gritos. Hubo un momento de indecisión, como si la natural aversión al ejercicio físico aún pudiera impedir la pelea. Pero, evidentemente, sus jefes los azuzaban. De pronto arremetieron, arrojando una lluvia de piedras y esgrimiendo cachiporras. Al cabo de un instante se produjo el choque, y los contendientes formaron un confuso barullo; era una pelea bárbara y primitiva, sin tácticas ni técnicas. Aquí dos jóvenes dejaban inconsciente a un anciano con sus cachiporras, y se abalanzaban juntos sobre la próxima víctima. Allí un adulto musculoso como un toro corría ebrio de violencia entre los mozuelos, aplastándolos entre sus poderosos brazos o estrellando sus puños grandes como jamones en los rostros que se le ponían por delante. Mientras luchaban, los atacados seguían avanzando hacia su objetivo. Cuando habían recorrido casi otros cien metros, los jóvenes se retiraron. La superioridad numérica de los adultos había inclinado la balanza. Sin embargo, sólo quedaban cincuenta hombres ilesos alrededor del jefe Guardamonte. Los demás habían abandonado la lucha o quedaban heridos... o quizá muertos, pensó Winters al mirar la veintena de figuras inmóviles que yacían en el suelo. Los jóvenes sólo se habían alejado unos treinta metros y seguían de lejos a los fugitivos. Nuevos grupos de jóvenes llegaban corriendo de todas direcciones, y era cuestión de minutos que se reanudase el ataque, aunque esta vez la desventaja recaería sobre el otro bando. Winters y el Stalvyn, su sedicente guardaespaldas, no habían tomado parte en la lucha, pues iban en medio del grupo de rescate. Pero ahora se adelantaron poniéndose al frente del grupo, para avanzar con decisión al lado del Guardamonte. Winters mostró a éste la pistola. —Con esto puedo matarlos cuando estén cerca. ¿Puedo usarlo? El Guardamonte lanzó un gruñido. —Mátalos. ¡Es lo que pretenden hacer contigo! Mientras hablaba, la cuadrilla de jóvenes se abalanzó sobre ellos con furia asesina. Los adultos cerraron filas y Winters disparó contra los atacantes más cercanos; tres de ellos cayeron y eso frenó la fuerza de la acometida, pues los que venían detrás tropezaron y cayeron. El Stalvyn y el Guardamonte avanzaron y se entabló la lucha alrededor de los caídos. Winters se agachó detrás de ellos, accionó rápidamente la palanca, cargó los proyectiles y apretó el gatillo, actuando mecánicamente, como en una pesadilla. Los gritos de rabia y dolor se mezclaron con el ruido de los golpes y los jadeos de los luchadores. Fue una escena feroz, cuyo horror agravaba la evidente torpeza de aquella gente pacífica en tal género de actividad. De repente, los atacantes se retiraron llevándose a los heridos. Las dos docenas de adultos que quedaban en pie miraron con asombro a su alrededor, viendo expedito el camino hasta el refugio. En el suelo había cincuenta o más caídos, y el Guardamonte llamó a los que curioseaban desde las ventanas para que bajasen a curar a los heridos, tanto los amigos como los enemigos. Obedecieron enseguida, aunque con su lentitud característica. El Guardamonte condujo al pequeño grupo hasta su casa y los hizo entrar.
—Dale comida y bebida al extranjero, Stalvyn —dijo con flema un hombre alto y delgado, de aspecto desgarbado, que era el biólogo de una orig distante casi mil quinientos kilómetros—. ¡Me figuro que nuestra Juventud no desperdiciaría alimentos para un hombre destinado a morir tan pronto! —Dedicó a Winters una sonrisa perezosa y burlona, mientras ponía en sus manos un vaso lleno de un líquido pardo—: Beba sin temor. Lo estimulará y alimentará al mismo tiempo. Winters padecía una extrema fatiga; el Stalvyn tuvo que ayudarle a beber y luego lo condujo a un sillón, donde le hizo un breve examen médico. —Debe descansar —declaró—. Que no se le moleste con preguntas. Voy a preparar algún medicamento. Dicho esto, salieron todos del cuarto. Winters bebió un poco más y cayó en un profundo sueño. Apostaron una guardia junto a la puerta de su cuarto, y el biólogo lo atendió día y noche. Así permaneció durante una semana. Mientras dormía tuvo vagas impresiones de que le daban masajes, lo bañaban, lo alimentaban y lo auscultaban; impresiones que eran como pesadillas de un sueño anormal. Gracias a los expertos cuidados, sus delgadas mejillas se llenaron y su atrofiada musculatura se recuperó. Al fin, una tarde, Winters despertó. Su sangre circulaba con vigor por todo su cuerpo, y tan pronto como abrió los ojos se sintió despejado. Vio sus ropas sobre un taburete, de modo que se levantó y se vistió. En su cinturón aún estaban la pistola, el hacha y las demás herramientas. Sintiéndose un hombre nuevo, anduvo hasta la puerta y la abrió. En la habitación contigua se vio rodeado por un grupo de hombres morenos, integrado por los doce científicos más importantes del mundo. Para entonces, la noticia de su venida ya había llegado a todas partes, y aquellos habían tenido tiempo de acudir desde los puntos más alejados. Le sometieron a una prolongada sesión de preguntas y exámenes científicos. El Stalvyn y los demás historiadores lo acosaron a preguntas, no siempre fáciles en relación con la vida y las costumbres de su época; los biólogos le exigieron que revelara el secreto de su droga para dormir y el procedimiento para controlar la duración del letargo; fue colocado bajo el fluoroscopio y fotografiaron su apéndice; tomaron sus medidas e hicieron moldes en escayola de su mano, su pie y su cabeza, con destino a los museos científicos. Durante estas pruebas, Winters experimentaba un sentimiento de satisfacción: ésta era una de las cosas en que había pensado cuando preparó su viaje al futuro. Aquí había grandes inteligencias que sabían valorar su trabajo y le respetaban por su hazaña. Mas, por otra parte, echaba en falta una cosa: no tenía la sensación de pertenecer a aquel pueblo. Había abrigado la esperanza de hallar dioses en forma humana viviendo en Utopía. Pero los que veía eran hombres con pasiones y debilidades humanas y corrientes. Desde luego, habían progresado... pero la curiosidad insaciable de Winters ya le urgía a averiguar qué más podía deparar el futuro. Después de compartir una cena con todos, Winters se retiró a su habitación con el jefe Guardamonte, el biólogo y el Stalvyn. Los cuatro hombres iniciaron una plácida conversación. —¿Qué piensas hacer ahora? —preguntó el biólogo, calmoso. Winters suspiró. —No lo sé con exactitud. —Te invitaría a quedarte en mi orig —observó el Guardamonte— pero la mayoría de nuestros jóvenes, y algunos de los adultos, que deberán ser más sensatos, te acusarían de las recientes dificultades, y no podría enfrentarme a todos ellos. —¡Me acusarían a mí! —exclamó Winters con amargura—. ¿Qué tuve que ver con ello? —Tal vez nada. El caso es que los derechos de la Nueva Generación aún no están bien definidos. El Consejo de la Juventud se ha encerrado en su obstinación, y hay que darles tiempo para que recapaciten. Ahora sus jefes creen que tú fuiste traído, de alguna
manera, por nosotros, a fin de persuadirles para que consientan en talar árboles aquí y allá, a capricho del primer adulto que se presente. No sé a dónde nos llevará este asunto. El Stalvyn le tocó el hombro con gesto amistoso. —La naturaleza humana casi nunca es razonable. Naturalmente, la actitud de ellos es absurda. ¡Olvídalo! Te sacaremos tranquilamente de aquí en una aeronave, y vendrás a vivir conmigo. ¡Juntos revisaremos y volveremos a escribir la historia de tu época como nunca pudo hacerse hasta ahora! —¡Alto! ¿Significa eso que tendré que huir clandestinamente de esta aldea? Los otros callaron, avergonzados, y el Guardamonte asintió con la cabeza. —No puedo evitarlo. Tal vez estarían a nuestro favor veinte o treinta hombres, pero lamento decir que a la mayoría de los aldeanos no les preocupa la suerte que tú corras. No quieren quebraderos de cabeza. —¿Temen a los jóvenes? —¡No, claro que no! Los superamos en número. Es, sencillamente, que nadie está dispuesto a trabajar más de lo que impone el horario de la aldea: una hora y cincuenta minutos. Sospecho que no iban a ponerse de tu lado, a excepción de nosotros cuatro y algunos de los más ancianos de aquí. Ya sabes, ¡así está hecho el mundo! —se encogió de hombros expresivamente. —Escapar de aquí es muy sencillo —aseguró el biólogo—. ¿Por qué no te dedicas a viajar por el mundo y verlo todo antes de decidir tus futuros planes? Winters meneó la cabeza con hastío. —Amigos, agradezco vuestra amabilidad. En esta época no hay lugar para mí. Renuncié a mi propia edad por amor a un ideal. He buscado el secreto de la felicidad. Creí encontrarlo aquí, pero vosotros no sabéis de ella más de lo que sabíamos nosotros hace tres mil años. Por tanto, me despediré y... continuaré hacia algún período futuro. Quizá dentro de cinco mil años despierte a una época que me resulte más agradable. —¿Podrá soportar tu cuerpo otro largo período de enflaquecimiento? —inquirió lentamente el biólogo. A juzgar por tu aspecto, apenas has envejecido durante tu primer letargo, pero... ¡cinco mil años! —Me siento un poco más viejo que cuando dejé mi propia época. Tal vez en uno o dos años. Gracias a vuestros cuidados, de nuevo gozo de una salud perfecta. Sí, podré hacer la travesía una vez más. —¡Ah, amigo mío! —suspiró el pelirrojo Stalvyn—. ¡Daría mi mano derecha por acompañarte! Pero me debo a mi propia época. —¿Está cerca tu escondite? —preguntó el Guardamonte. —Sí, pero prefiero no decir a nadie dónde se encuentra... ni siquiera a vosotros tres. Está muy oculto, y no podéis ayudarme. —¡Yo sí! —intervino el biólogo—. Durante la semana que permaneciste inconsciente he estudiado tu metabolismo y preparé una fórmula. Haré con ella un elixir que llevarás contigo. Cuando despiertes de tu largo sueño, si es que despiertas, beberás de él, y restaurará maravillosamente tu vitalidad en pocas horas. —Gracias —respondió Winters—. Tal vez constituya la diferencia entre el éxito y el fracaso. —¿Cómo alcanzarás tu escondite? ¿Si algún joven te ve y te sigue... guardando viejos rencores, como es propio de la juventud? —Me iré en secreto, antes del amanecer —respondió Winters pensativamente—. Sé cómo llegar allí. Cuando sea de día, me habré ocultado para siempre mucho antes de que despierten los aldeanos. —¡Bien! Esperemos que sea así. ¿Cuándo te vas? —¡Mañana mismo! Se despidieron con muchas palabras de advertencia y consejos. Winters se echó a dormir, y le pareció que no habían transcurrido sino segundos cuando entró el
Guardamonte y lo sacudió para que despertara. Winters empezó a preparar las cosas que se llevaría. El Stalvyn y el biólogo le ayudaron, a oscuras (no se atrevían a encender la luz), y luego Winters ingirió un desayuno ligero antes de despedirse definitivamente. Los tres amigos vieron cómo su silueta se desvanecía entre los árboles y desaparecía en la noche oscura. Durante casi una hora Winters siguió con muchas precauciones la carretera por donde había venido. Estaba seguro de no haber hecho ruido al salir. Pareciéndole que debía hallarse cerca del lugar, abandonó el camino y se adentró en el bosque, donde esperó con impaciencia el amanecer. Pasó media hora oculto entre los matorrales, junto al camino, hasta que la claridad fue suficiente para proseguir. Antes de ponerse en marcha miró hacia la carretera desde su escondite frondoso. ¡Horrorizado, vio a lo lejos dos figuras que avanzaban a toda prisa hacia donde él estaba! Con un jadeo de temor, volvió a adentrarse en el bosque. Era como buscar una aguja en un pajar. Los segundos le parecían horas y sus oídos estaban atentos a cualquier señal de sus perseguidores. Sudoroso, jadeante, con el corazón en un puño, corrió de un lado a otro, desorientado por el pánico. Perdida la serenidad, corrió cada vez más deprisa, hasta que tropezó en una piedra y cayó. Se puso de rodillas y permaneció inmóvil, yerto, pues había oído voces. Aún estaban lejos, pero no se atrevió a moverse. Su mirada cayó sobre la piedra en que había tropezado. Era una losa ancha, casi cuadrada. En ella había algunos signos, medio borrados por el tiempo. Apartó con indiferencia algunas hojas muertas, y ante sus ojos sorprendidos apareció la siguiente inscripción: «Aquí descansa el jardinero Carstairs, sirviente fiel hasta el fin; fue enterrado en este lugar cumpliendo su última voluntad.» Enterrado en este lugar cumpliendo su voluntad... ¡Pobre viejo Carstairs! ¿Era posible? ¡Si la tumba se hallaba sobre la cámara subterránea, entonces la entrada se hallaría a sólo quince metros al sur! ¡Se arrastró con repentina esperanza por el suelo del bosque y allí, en efecto, se alzaba un árbol conocido! Y, en su base, ¡un hoyo cubierto con hojas! Las voces se alejaban y él se metió con impaciencia en el hoyo, apartando las hojas con los pies. Luego sacó un gran brazado de hojas y desapareció después de cubrir nuevamente la entrada con aquél; ya dentro, buscó raíces cortadas e hizo un bastidor para completar el camuflaje de su escondite. En plena tarea hizo un alto, espantado, al oír voces cerca. No pudo entender lo que decían y aguardó un buen rato, con el ánimo en suspenso. Luego volvió a oír las voces. ¡Alejándose! Llegó el invierno y los sapos volvieron a sus escondrijos bajo el barro del pequeño lago, donde antaño estuviera el estanque. La primavera siguiente, el gran árbol había comenzado a extender una nueva red de raíces, que cerrarían para siempre la entrada de aquella cámara blindada de plomo donde, en oscuridad total, una figura inmóvil yacía entre edredones. Los últimos pensamientos del durmiente lo habían trasladado en imaginación a su juventud, y el rostro blanco como la cera mostraba una débil sonrisa, como si Winters hubiera descubierto por fin el secreto de la felicidad humana. * * * Como otros muchos autores de ciencia-ficción, Manning tuvo un período de esplendor, y luego no se supo más de él. Publicó quince relatos entre 1932 y 1935, y más adelante ninguno. Fue un caso parecido a los de Meek y Tanner. Me parece que puedo explicar el porqué. En aquella época, los autores de cienciaficción no ganaban casi nada y aun eso después de muchos retrasos. Por tanto, la gente no perdía el tiempo en una ocupación tan poco lucrativa, salvo casos de verdadera vocación.
Manning fue uno de los autores cuya falta sentí más. Como en aquella época yo desconocía los mecanismos económicos de la literatura, solía preguntarme tristemente por qué habría dejado de escribir. Aparecieron cinco entregas más en números correlativos de la revista. En cada una de ellos. Norman Winters continuaba su viaje a través del tiempo y conocía otra sociedad insólita. Pero me interesa subrayar ante todo que, ya en la primera entrega, Winters hallaba una sociedad perjudicada por el irresponsable consumo de carbón y petróleo que hicieron sus antepasados, y que se ajustaba a un severo ciclo de recuperación impuesto, en parte, por el despilfarro secular. En la década de los 70 todos conocemos la crisis energética y padecemos sus consecuencias. Manning lo comprendió hace cuarenta años, y yo también gracias a él. Del mismo modo, estoy seguro, lo comprendieron los más conscientes de entre los jóvenes lectores de ciencia-ficción. ¿Es eso evasión? No es poco el mérito de una literatura de evasión que consigue alertar a sus lectores frente a las consecuencias del derroche de combustibles fósiles, cuarenta años antes de que los adultos supuestamente más razonables y sensatos se dieran cuenta de que ahí tenían un problema digno de reflexión. Hube de advertir también que la visión futurista de Manning implicaba, no sólo nuevos inventos, sino nuevas sociedades, nuevos modos de pensamiento, nuevas modificaciones del lenguaje. No lo olvidé. Cuando llegó el momento de escribir mi novela sobre el tema de los viajes a través del tiempo, The End of Eternity, cerca de veinte años después, lo tuve en cuenta. El año 1932 fue memorable, además, por la tan esperada continuación de Tumithak de los corredores. Este cuento había sido acogido con entusiasmo y muchos lectores solicitaron una continuación. Pero Tanner, por lo visto, no era escritor prolífico, y la continuación, Tumithak en Shawm, no apareció sino un año y medio después, en «Amazing Stories» de junio de 1933.
TUMITHAK EN SHAWM Charles R. Tanner Prólogo Cinco mil años han pasado desde que los shelks, abandonando su planeta nativo, Venus, invadieron la Tierra y desplazaron a la humanidad de la Superficie hacia los túneles y corredores que constituirían su hogar durante veinte siglos. Cuando por fin emergió dio lugar a una nueva Época Heroica, y hoy nosotros consideramos a los dirigentes de aquella gran rebelión poco menos que semidioses. De todas las tradiciones distorsionadas y exageradas, tal vez la más abundante en maravillas y prodigios sea la de Tumithak de Loor. Fue el primero, y en realidad el más grande de una larga serie de exterminadores de shelks. Desde el principio, los hombres se han inclinado a atribuirle poderes sobrenaturales, o cuando menos sobrehumanos, y a conferirle incluso la categoría de elegido por la Providencia. Sin embargo, y gracias a los datos que hemos obtenido en recientes investigaciones arqueológicas, nos es posible reconstruir aproximadamente la vida de aquel gran héroe de manera racional. Descartando profecías, milagros y maravillas, nos queda la biografía
de un joven que, inspirado por relatos de las grandes hazañas del pasado, decidió arriesgar su vida para demostrar que los shelks eran vulnerables y podían ser vencidos. El autor ya ha narrado a los lectores cómo demostró esto a su pueblo; ahora presenta la crónica de sus siguientes hazañas, en esta continuación de las aventuras de «Tumithak de los Corredores». 1 - Shawm El largo corredor se extendía casi hasta donde abarcaba la vista; sus bellas paredes de mármol resplandecían bajo una gran cantidad de luces multicolores que, artísticamente dispuestas en los muros, producían en el corredor un efecto de agradable suavidad. Las figuras y motivos geométricos tallados en la fina piedra blanca parecían hechos a propósito para contrastar con las luces, produciendo un armonioso efecto de bajorrelieve. En algunos lugares los umbrales estaban decorados con grandes puertas de bronce que ostentaban orlas y figuras cuya belleza rivalizaba con la de los muros. Otros umbrales carecían de puertas, pero se cerraban con grandes cortinajes y tapices, bordados con hilos de oro y plata y teñidos de todos los colores del espectro. Pero las bellezas de aquella magnifica galería eran vanas, pues en toda su longitud no existía ni un solo espectador capaz de apreciarlas. Por otra parte, el espeso polvo que cubría el suelo y las telarañas de las paredes indicaban que estaba abandonada desde hacía meses, como mínimo. De hecho, durante varios años nadie había visitado aquella zona del corredor, desde que un hombre venido de muy abajo surgió de uno de los pozos y recorrió aquella galería en tránsito hacia la Superficie de la Tierra, situada muy arriba. Incluso antes de su llegada, los obesos moradores de aquel pasadizo habían temido siempre dicha zona y procuraban evitarla, pues conducía a los túneles de los «salvajes», y en la vida sibarítica de los Estetas, la mera idea de peligro era algo desagradable, y más valía no mencionarla. Por eso aquel corredor, pese a su belleza excepcional, se hallaba siempre desierto. Pero ahora, después de mucho tiempo, algunos ruidos turbaban el silencio del pasadizo. De uno de los cubículos surgían murmullos cautelosos, susurros discretos y ahogadas exclamaciones. Poco después, un rostro salvaje atisbo desde un umbral; luego, al ver que el pasadizo se hallaba totalmente desierto, salió un hombre. Miró a un lado y a otro como si temiera ser atacado por algún enemigo oculto, pero, después de revisar algunos habitáculos y convencerse de que el pasillo se hallaba verdaderamente desierto, envainó la gran espada y regresó a la puerta por donde había salido. Los intrusos del corredor Aquel intruso era un sujeto enorme de aspecto salvaje, de más de un metro ochenta de estatura, con ancho pecho velludo, hombros musculosos y el mentón cubierto por una inmensa barba roja. Llevaba una sola prenda, una túnica burda de arpillera que le llegaba a las rodillas, en cuya tela estaban cosidas docenas de trocitos de metal y huesos, estos últimos teñidos de varios colores y formando un tosco dibujo. Su cabellera color orín era larga, y rodeaba su cuello con un collar formado por decenas de falanges humanas enhebradas en una delgada correa de piel. Permaneció un momento inmóvil antes de dejar el corredor; luego entró en el habitáculo y llamó suavemente. Le respondieron con una voz apagada, y en seguida se reunió con el otro hombre, más alto y joven, que vestía de modo muy distinto. El recién llegado usaba una túnica hecha con el tejido más fino que pueda imaginarse, gasa delicada teñida en los tonos más suaves del rosa nacarado, así como en verde y en azul. No era una prenda nueva, sino que estaba gastada, rota y remendada, como si su propietario le atribuyera un valor
especial y hubiera decidido usarla hasta que se cayera de vieja. La recogía en el centro un ancho cinturón con muchas bolsas y una hebilla inmensa, del que colgaban además una espada y, extraño anacronismo, ¡una pistola! Ceñía la cabeza del recién llegado una banda de metal no muy diferente de una corona, y semejante a la que usaban los jefes de los enemigos de la humanidad: los shelks. Aunque este hombre no poseía la fuerza tremenda y la perfección física del primero, era muy superior al hombre medio en estatura y desarrollo muscular. Con sólo una mirada, cualquier espectador habría notado que el segundo era el más inteligente de los dos. Y también se daría cuenta de que, juntos, aquella pareja constituiría una combinación capaz de enfrentarse a lo que fuese, con muchas posibilidades de vencer. Durante un rato miraron en silencio a un lado y a otro del pasadizo y, por último, el segundo hombre se dirigió a su compañero. Tumithak de los corredores —Datto, ¿qué opinas de los corredores de los Estetas? —preguntó—. ¿No son tan maravillosos y hermosos como os los he descrito? —Son maravillosos, en efecto, Tumithak —respondió el otro—. Aunque no entiendo cuál pueda ser la utilidad de estos dibujos extraños. Tampoco comprendo por qué los cortinajes de las puertas son de tantos colores. —Se interrumpió, y sus ojos se encendieron a medida que continuaba—: Pero las puertas de metal son magníficas. Conviene que nos llevemos algunas a los pasadizos inferiores. Poniendo una en su habitación, un hombre podría resistir fácilmente a un centenar de enemigos. —Ahora nuestros únicos enemigos son los shelks —replicó Tumithak—. No creas que con esas puertas de metal lograrías impedir que entraran esas bestias salvajes, Datto. Datto gruñó y continuó con su desdeñoso examen del corredor. Era evidente que desconocía aquel sentido de la belleza que se agitaba, aunque débilmente, en el pecho de Tumithak. —¿Cuál es el camino a la Superficie? —preguntó Datto concisamente y, cuando Tumithak se lo indicó, prosiguió—: Llamémosla los demás. Sin duda, aguardan la señal con impaciencia. Tumithak convino en ello, por lo que su compañero regresó al cubículo y repitió la consigna que había lanzado antes. Al cabo de un instante, los hombres empezaron a salir del trascuarto. Habían esperado impacientemente en el fondo del pozo que daba al cubículo. Ahora, al recibir la llamada de Datto, subían apresuradamente la escalera para llegar adonde se encontraban sus jefes. El primero en salir fue un joven delgado, de rostro de halcón. Su cabello corto y ancho cinturón con bolsos indicaban que era conciudadano de Tumithak. Se llamaba Nikadur y, como amigo de infancia de Tumithak, había sido el primero en jurar que seguiría al matador de shelks dondequiera que fuese. A este joven lo seguía otro y, si Nikadur daba a entender que era seguidor de Tumithak, el otro mostraba claramente parecida relación con Datto. Se llamaba Thorpf; era sobrino de Datto y lugarteniente suyo en el mando de la ciudad de Yakra, situada muy por debajo de la Superficie. A estos dos les seguían muchos más: Tumlook, padre de Tumithak; Nennapuss, jefe de la ciudad de Nonone, con sus hijos y sobrinos; y a continuación hombres de menor jerarquía en las ciudades de los corredores bajos, hombres que nunca se habían distinguido y cuyo único mérito residía en su indiscutible lealtad hacia sus jefes. Les acompañaban los miembros de una tribu que la población de los corredores bajos todavía consideraba con recelo: los salvajes de los corredores tenebrosos, cuyos ojos estaban envueltos en tiras de tela para protegerlos de la luz que producía dolores insoportables en sus nervios ópticos sumamente sensibles. Ahora eran esclavos, pues hacía poco habían
sido sometidos por los hombres de los corredores bajos, pero la abundancia de alimentos hacía de ellos unos servidores complacientes. Los guerreros de Tumithak En total salieron del pozo más de doscientos hombres, que formaron en el pasadizo, esperando la orden de Tumithak para comenzar la invasión del territorio de los Estetas. Guardaron silencio mientras Tumithak les explicaba en breves términos lo que sabía de los corredores y pasillos de aquella zona y luego, después de una breve orden, todo el grupo avanzó con cautela por la galería. Este ataque a los Estetas era el primero que intentaba la población de los corredores bajos. Hacía dos años que Tumithak había regresado de la Superficie y se había convertido en jefe supremo. Invirtió la mayor parte del tiempo en consolidar su régimen. Entre los yakranos e incluso entre los loorianos hubo algunos descontentos, que hubieron de sentir la mano dura del nuevo gobernante. Finalmente, las tres ciudades quedaron unificadas, y muchos grupitos o «aldeas» de los corredores laterales se sometieron al dominio looriano. Por último, todos los corredores bajos reconocieron sin reservas a Tumithak. Sus pobladores invadieron los corredores tenebrosos. Poco después los salvajes fueron dominados y reducidos a la esclavitud, y todos los túneles situados debajo de los corredores de los Estetas juraron obediencia al nuevo soberano. Entonces Tumithak decidió que había llegado el momento de emprender una incursión a los pasillos de aquella raza de corpulentos artistas que rendían culto y obediencia a los shelks. El looriano no se engañaba con respecto a lo que ello implicaba. Aunque no comprendía del todo la relación entre los Estetas y los shelks, sabía que las obesas criaturas consideraban a los shelks como sus amos y no dudarían en reclamar su ayuda si algún peligro los amenazaba. Por tanto, Tumithak sabía que atacar a los Estetas equivalía a desafiar a sus amos. Los shelks habían «domesticado» a los Estetas y los empleaban como nosotros utilizamos el ganado, adormeciendo sus sospechas con mentiras hipócritas y halagos. Al mismo tiempo los cebaban para fomentar su estupidez y confianza bovinas. Una incursión contra los Estetas domesticados Tumithak había postergado la incursión hasta obtener la alianza de todos los corredores bajos pero, hecho esto, no vio motivos para seguir esperando. Solicitó dos clases de voluntarios: los que eran lo bastante valientes para luchar contra los satélites de los shelks, y los que le seguirían adonde fuera, incluso hasta la Superficie. Tumithak sabía que no podía llevar consigo ejércitos sino de voluntarios; por eso, cuando de toda la población de los corredores bajos sólo respondieron doscientos guerreros, hubo de darse por satisfecho con este número y emprendió viaje. Por suerte, pensaba, sus dos categorías de voluntarios eran casi equivalentes. Ahora los intrépidos doscientos se apiñaban en los corredores de los Estetas, con las espadas desenvainadas y los gritos de guerra a flor de labios, esperando que Tumithak diera la orden de ataque. Sin embargo, el jefe no tenía prisa y los condujo de un corredor a otro, ya que su plan era acercarse cuanto fuese posible al centro de la ciudad, antes de ser descubierto. Por último, viéndose cerca de la Plaza Mayor de los Estetas, dio la orden y, en un abrir y cerrar de ojos, se armó el pandemónium. La incursión fue una matanza
No es necesario describir la batalla que tuvo lugar entonces. En realidad no fue una batalla sino una matanza y, a no ser porque lo consideraba necesario, Tumithak no se habría molestado en luchar contra los Estetas. Pero recordaba a Lathrumidor, el artista que había intentado traicionarlo en ocasión de su viaje anterior a la Superficie. Por ello, como comprendía la naturaleza traicionera de los corpulentos Estetas, decidió que debían morir. Y murió hasta el último. Cuando, cerca de cuarenta horas después, el grupo vencedor se reunió en la parte superior de la galería de los Estetas, pudo verse un abigarrado espectáculo. Muchos se habían puesto las delicadas gasas de los Estetas, pero otros aún seguían vestidos con la burda arpillera de sus corredores nativos. Unos portaban las espadas que habían llevado y otros las espadas y lanzas que los Estetas habían creado, no como armas, sino en calidad de panoplias decorativas. Pero ahora iban a servir de armas, como otras muchas creaciones de los artistas. Un hombre incluso esgrimía una delicada estatuilla de bronce cuyo zócalo estaba cubierto de sangre y pelo, porque ya había golpeado a algún Esteta con ella. Tumithak se volvió hacia sus hombres y volvió a explicarles que era necesario continuar en seguida. Les dijo que los shelks visitaban a los Estetas con frecuencia. Era imposible saber en qué momento aparecían por allí. ¡Para que los shelks no sorprendieran a los hombres de los túneles, valía más que éstos salieran inmediatamente a la Superficie y sorprendieran a los shelks! —Por consiguiente, los que queráis seguirme estad preparados para después del próximo descanso, pues tengo la intención de conducir a mi grupo al combate —concluyó con un saludo a los guerreros y se retiró para tratar de ganar el reposo tan necesario. Después del descanso, Tumithak recibió la agradable sorpresa de descubrir que sólo diez hombres deseaban quedarse en los Corredores de los Estetas. Éstos se pusieron a las órdenes de Thurranen, uno de los hijos de Nennapuss. Luego, con sus cerca de doscientos seguidores, continuó el viaje a la Superficie y al encuentro de... ¡los shelks; La campaña contra los shelks Por fin llegaron al estrecho pasillo de piedra color negro azabache, y Tumithak supo que se hallaban peligrosamente cerca de la Superficie. Reunió a sus jefes y celebró un consejo de guerra. Fue un consejo trascendental, pues en diecinueve siglos probablemente era la primera vez que los hombres proyectaban deliberadamente una ofensiva contra los shelks. El consejo decidió que lo más importante de que carecían los hombres de los túneles era un buen conocimiento de la Superficie y de las costumbres de los shelks. Comprendían que tal inferioridad debía ser enmendada en seguida o, de lo contrario, toda posibilidad de victoria estaría comprometida desde el principio. Sin duda, sería preciso enviar exploradores a la Superficie para que explorasen las condiciones reinantes. Datto el yakrano rió con estentóreo desdén ante esta sugerencia, expuesta por Nennapuss. Dijo que, en dos mil años, sólo un hombre había tenido el coraje suficiente para enfrentarse a los peligros de la Superficie. ¡Y ahora Nennapuss hablaba de enviar exploradores, como si fuese cuestión de invadir cualquier corredor tenebroso! ¿Tenana Nennapuss la bondad de decir a quién pensaba confiar la misión de explorador? Nennapuss estaba a punto de responder acalorado, cuando intervino Tumithak. —Cuando los pobladores de un corredor invaden los dominios de otros, la misión de explorador o espía es peligrosa, aunque no demasiado importante ni honrosa —afirmó el looriano—. Pero en esta guerra, el explorador es de primordial importancia, pues no sólo nuestras vidas, sino el futuro de la humanidad puede depender de la información que consiga suministrar. Ahora bien; sólo vuestro servidor ha estado en la Superficie y, si
estima que es su deber guiar a los exploradores que van a preceder a su ejército, ¿puede alguien negarle este derecho? Los segundos jefes quedaron atolondrados. —Pero ¡te necesitamos para dirigir el ejército, Tumithak! —protestaron—. Un jefe no debe arriesgarse a dejar a sus hombres sin dirección. Porque, si él muriese, la Gran Rebelión habría fracasado. Tumithak sonrió. —¡Reunid al ejército y pedid voluntarios que vayan a la Superficie sin mí! Los jefes guardaron silencio. Ni ellos mismos estaban dispuestos a aventurarse solos en la Superficie, aunque todos habrían dado gustosamente sus vidas a las órdenes de Tumithak. El primero entre los exploradores El matador del shelk aguardó un instante y luego continuó: —¿Lo veis? Está claro que debo dirigir a los exploradores. Por la misma razón serán los jefes, los principales guerreros, quienes compongan este grupo de exploradores. Es entre vosotros, los que formáis mi consejo, donde busco a mis voluntarios. Al instante, doce espadas fueron presentadas con la empuñadura hacia delante, hacia Tumithak. Todos los miembros del consejo aceptaban de buena gana seguir al matador del shelk, cuando nadie había estado dispuesto a precederle. Tumithak vaciló, y luego eligió a tres hombres. A Nikadur, el compañero de su infancia, pues conocía tan bien al looriano que se sabía capaz de predecir sus reacciones ante cualquier eventualidad. Además, Nikadur era un excelente arquero, o sea que dominaba la única arma capaz de matar a distancia que conocían los hombres de los corredores. También escogió a Datto, el jefe yakrano, por su gran sentido práctico y su valor indomable, así como por su fuerza inmensa y su gran resistencia. Y por último escogió a Thorpf, el sobrino de Datto. Así, pocas horas después, los cuatro subían por el pasadizo angosto y de muros negros, espada en mano y con las mochilas a la espalda; tras ellos, el ejército, a cargo de Tumlook y Nennapuss, aguardaba con ansia su regreso. La llegada a la Superficie Llegaron a una estrecha escalera, subieron por ella y vieron a lo lejos la abertura por donde se salía a la Superficie. Pero, con gran sorpresa de Tumithak, no se veía la luz rojiza que conocía de su visita anterior, jüe hecho, apenas llegaba luz de la Superficie al pasadizo! Tumithak estaba desconcertado. Indicó a los otros tres que le esperasen y se arrastró cautelosamente hasta la abertura que constituía la meta de la ambiciosa expedición. Con sumo cuidado, el matador del shelk sacó la cabeza a ras del suelo y miró a su alrededor. ¡Era lo que había temido: toda la Superficie estaba a oscuras! Sintió una punzada de pánico, preguntándose si los shelks habrían descubierto el avance de sus hombres y, de algún modo, dejado a oscuras la Superficie. ¿Tal vez estaban ahora mismo al acecho, esperando a que salieran los hombres de los corredores bajos para acabar con ellos? Tumithak retrocedió involuntariamente por el pasadizo, pero se detuvo, apelando a su desfallecido valor. Una vez más, como la primera que había recorrido solo aquel camino, y mientras recordaba viejas leyendas según las cuales los shelks odiaban la oscuridad, su cerebro frío y fanático supo imponerse a sus emociones. En su maravilloso libro, el manuscrito que había encontrado cuando era muchacho, decía que los shelks eran oriundos de una tierra donde nunca había oscuridad. Ese relato, unido a las nebulosas tradiciones de su tribu, donde se afirmaba que ningún shelk lucharía a oscuras, si se le daba a elegir, lo persuadió de que la oscuridad no podía ser cosa de los shelks.
¡Por tanto, regresó a la boca del túnel y, con gran osadía, saltó y puso pie en la Superficie! La gran oscuridad y las estrellas Poco después sus ojos parecieron habituarse a la oscuridad y logró divisar a lo lejos algunos contornos. Vio árboles, esas columnas cuya parte superior desaparecía en extrañas masas verdes, ahora tan densas como cortinas negras sobre un fondo apenas un poco menos oscuro. A poca distancia, y precisamente enfrente, aparecían los habitáculos de los shelks, unas torres agudas como obeliscos e inclinadas en ángulos peligrosos, que se recortaban contra el techo. Y, al mirar hacia arriba, Tumithak quedó asombrado al descubrir que ese techo —pues eso creía que era— estaba tachonado de cientos, no, miles de minúsculos puntos brillantes que resplandecían y titilaban sin cesar, pero con tan poca luz que apenas cabía decir que remediasen la densa oscuridad. El looriano permaneció un rato allí y luego, como nada perturbaba la quietud y serenidad de la noche, regresó al túnel y llamó a sus amigos. Poco después salió del túnel Datto, inmediatamente seguido de Thorpf y Nikadur. Miraron a su alrededor, manifiestamente preocupados por la oscuridad, pero no se atrevieron a hacer preguntas, temiendo que el ruido de sus voces pudiera traicionarlos. Por ello guardaron silencio, esperando órdenes de Tumithak hasta que, con repentina decisión, el matador del shelk se echó boca abajo y empezó a arrastrarse lentamente hacia las torres de los shelks, después de dirigirles una seña para que lo imitaran. Tardaron un buen rato en llegar, pues la menor brisa que agitaba los árboles sobresaltaba a los hombres de los túneles y los inmovilizaba durante varios minutos. Por último llegaron y se irguieron a la sombra de una de las torres. Jadeaban, no tanto por lo que les había costado arrastrarse sobre el césped, sino al comprender el terrible peligro que corrían. Pero después de algunos minutos de tensa atención, se animaron lo suficiente como para mirar a su alrededor y prestar atención a lo que los rodeaba. Se hallaban a la sombra de un edificio extraño, hecho de algún metal rígido que los hombres de los túneles no conocían. Era un prisma de cuatro caras que alcanzaba casi treinta metros de altura y no tendría más de cuatro y medio de lado en la base. Y se inclinaba en un ángulo de casi veinticinco grados hacia la dirección de donde venían los hombres. Parecía vencerse sobre ellos y daba la sensación de que en cualquier momento caería y los aplastaría. Pero, cuando contemplaron su firme base, comprendieron que estaba hecho para durar siglos. Después de llegar tan lejos, el flaqueante ánimo de los hombres de los corredores les impidió adentrarse en la ciudad de los shelks, y por eso aguardaron largo rato, indecisos, preguntándose qué hacer. Aunque no dejaron de guardar un silencio absoluto, no oyeron ningún ruido de los shelks ni vieron nada que se moviese. Por fin, Nikadur habló en voz baja al oído de Tumithak: —Algo pasa con la pared de la Superficie, a nuestra derecha, Tumithak —murmuró—. Parece despedir una luz débil. Luz en la Superficie Tumithak se sorprendió. ¡Era cierto! Una luz débil e incierta brillaba tenuemente en el cielo, a su derecha. Al fijarse más vio que el resplandor cubría toda la Superficie. ¡Logró distinguir los rostros de sus camaradas y ver los accidentes del terreno! Datto y Thorpf comentaban en voz queda la asombrosa maravilla de los árboles, que ahora eran bastante visibles y se distinguían por separado. Tumithak se dirigió a sus camaradas:
—O la luz regresa, o va a salir otra. Resulta extraño, pues cuando estuve aquí la luz estaba al lado opuesto de la Superficie. —Pronto habrá luz suficiente como para que asomen los shelks —susurró Datto—. Tumithak, ¿no valdría más regresar al túnel? El looriano estaba a punto de responder afirmativamente, cuando Thorpf ahogó una exclamación y, temblando, señaló un lugar bajo los árboles, al otro lado del túnel. ¡Allí se veían unas formas indefinibles que avanzaban hacia las torres, y desde lejos les llegó un repiqueteo de voces inhumanas! ¡Un grupo de shelks se acercaba a ellos! Al momento el terrible temor, casi instintivo en el hombre, se había apoderado de los cuatro. Dominados por el pánico, buscaron escapatoria. Regresar al túnel era imposible, porque el grupo de seres arácnidos acababa de rebasarlo. También era inútil huir hacia los árboles que había a ambos lados, pues no impedirían que los vieran en seguida. Sólo un camino les ofrecía alguna posibilidad de pasar desapercibidos, y a los cuatro se les erizaron los cabellos al pensar en ese camino. Pero si no lo hacían, y a toda prisa, inevitablemente serían descubiertos de un momento a otro. Huyeron, pues, rodeando la torre e internándose en la ciudad de los shelks, atentos sólo a evitar el mal presente y dejar que el futuro cuidara de sí mismo. Mientras lo hacían, numerosos crujidos y algunas voces cacareantes les indicaron que la ciudad empezaba a despertar. Paralizados de terror, se pegaron a las paredes de la torre... y luego, de súbito, tropezaron con una puerta, una vieja puerta de madera, bastante destartalada. Tumithak la abrió sin vacilar y les empujó hacia el interior de la torre. De esperarles un enemigo dentro, habría podido acabar con ellos fácilmente mientras entraban, pues al pasar de la luz que se intensificaba rápidamente. fuera a la lúgubre tiniebla interior, la habitación les resultó tan oscura como el Averno. Pero sus ojos se acomodaron rápidamente y pudieron entrever la estructura de la torre. Grande fue su alivio al comprobar que aquélla no podía ser una de las torres habitadas por sus enemigos. La red de cuerdas de la torre El suelo estaba desnudo, salvo una capa de polvo fuertemente apisonado como todo el suelo de la Superficie; no había ninguna clase de mobiliario, a menos que un jergón de paja echado en un rincón pudiera catalogarse como una especie de cama. Pero en algunos lugares del recinto colgaban viejas sogas raídas. Mirando hacia arriba, Tumithak observó en la penumbra que aquellas sogas colgarían unos seis metros; a esta altura, una gran masa de maromas retorcidas, sogas y cordeles cruzaban de un lado a otro todo el interior de la torre. Era una verdadera red de cuerdas, una tela, pensó recordando el parecido de los shelks con las arañas. Y no se equivocaba demasiado, porque los shelks sólo empleaban las torres como dormitorios. De noche se retiraban a la parte superior donde, en una especie de hamaca formada por cientos de cables y sogas que se entrecruzaban en todas direcciones, dormían durante las horas de oscuridad. Por suerte para Tumithak y sus compañeros, la torre donde habían entrado era vieja; sus constructores habían estimado que ya no era adecuada para su uso, y pronto veremos el que le daban ahora. Los espantados hombres de los corredores aguardaron varios minutos en el estrecho recinto de la torre. Apenas recuperaban el ritmo normal sus corazones, cuando oyeron una vez más la temible voz de carraca de un shelk, ahora muy cerca de la puerta. ¡Su intensidad aumentó y los hombres supieron, con súbita certeza, que los shelks se acercaban precisamente a aquella torre! Miraron a su alrededor buscando con desesperación un lugar donde refugiarse, pero al mismo tiempo sabían que no había más que uno. El intento de esconderse en el laberinto de sogas y maromas que colgaba en el interior del recinto parecía equivalente a una rendición incondicional; sin embargo, no
quedaba otra alternativa. Por eso, un instante después trepaban por las sogas y desaparecían en el espeso cordaje. Cerca del suelo, la red no era muy densa, pero tres metros después de meterse en ella la encontraron tan espesamente entretejida, que desde abajo habría sido imposible descubrir a quien estuviera escondido allí. Los exploradores dejaron de trepar cuando llegaron a lo más espeso y, tumbándose en la tela, prestaron oídos al ruido que ahora provenía directamente de la parte exterior de la entrada. Al separar un poco las sogas que lo ocultaban, Tumithak descubrió que podía vigilar cómodamente lo que ocurriese abajo. En efecto se habían escondido en el momento justo, pues apenas habían tomado posiciones entre el cordaje, la puerta se abrió y entró un grupo muy sorprendente. 2 - Los sabuesos de Hun-Pna Primero entró un shelk; Tumithak notó cómo se estremecían las cuerdas que ocupaban él y sus compañeros, pues los hombres de los subterráneos temblaban de miedo al ver por primera vez uno de los monstruos salvajes de Venus. La bestia era un buen ejemplar de su especie: alrededor de un metro veinte de altura, diez largas patas como de araña y una cabeza que, salvo la falta de cabello y de nariz, podría parecer la de un hombre. Aquel shelk sostenía entre dos de sus miembros, lo mismo que un hombre podría sujetar un bastón entre el pulgar y el índice, una varilla de metal en cuyo extremo brillaba una intensa luz. A la espalda llevaba una caja de raro aspecto, de la cual salía un tubo enrollado que terminaba en una vara larga envainada en una especie de funda sujeta a la caja. Le seguía otro shelk que bien podría haber sido hermano gemelo del primero, y dos hombres cerraban el insólito cortejo. La anormalidad de dichos hombres hizo que los ocultos espectadores tuvieran que ahogar un grito de asombro. Eran altos, incluso más altos que Tumithak; de hecho, el más alto de los dos debía medir cerca de dos metros y medio. Mas no fue la estatura lo que asombró a Tumithak y a sus amigos, sino su increíble delgadez y el aspecto brutal de sus rostros. Sus brazos y piernas eran largos y huesudos; sus muslos eran poco más gruesos que el brazo de Tumithak. Aunque su cintura era sorprendentemente delgada y su cuello esquelético, el tórax y las manos eran enormes. Pero aquellos miembros no parecían desproporcionados, no; en cierto modo hacían pensar que, para determinados cometidos, las proporciones de aquellos hombres podían ser más idóneas que las de Datto, el coloso de los túneles. Esta comparación ponía de manifiesto que aquéllos eran hombres de otra raza, lo mismo que los Estetas. Si comparásemos un retrato de aquellos antiguos perros de la Edad de Oro que se llamaban galgos con los perros actuales, podríamos entender la diferencia que había entre los hombres de los corredores y aquellas criaturas de los shelks. Tlot y Trak Los hombres vestían una sola prenda, una falda que rodeaba sus cinturas y les llegaba hasta las rodillas; sobre ella llevaban un cinturón y de éste colgaba una espada. En la mano llevaban un látigo de aspecto peligroso, hecho con el pellejo de algún animal; y como si todo esto no fuera suficiente para distinguirlos, sus cabelleras y sus exuberantes barbas eran... ¡negras! Los hombres de los corredores, que nunca habían visto cabelleras de color distinto al rojo de las suyas —salvo las melenas rubias de los Estetas— no se habrían sorprendido más si hubieran visto cabellos verdes. Entraron con los shelks en el recinto y en seguida se echaron sobre los jergones de paja. Los shelks les hablaron con susurros bajos y ásperos; luego, apagando las luces que llevaban, dieron media vuelta y salieron de la torre. Los hombres se quedaron allí,
tumbados sobre la paja en actitud de gran fatiga. Poco después, uno de ellos habló lánguidamente: —Aunque no lo creas, Tlot, en Kaymak he visto cacerías de verdad —empezó con un deje de burla en su voz—. He conocido temporadas en que se cobraban tres e incluso cuatro salvajes antes del anochecer. Me gustaría que vieras una cacería en la gran ciudad. El hombre llamado Tlot gruñó. —Mira, Trak: cuando ves una cacería en Shawm, sabes que estás acosando un auténtico salvaje. Los llamados salvajes que se cazan en Kaymak están domesticados; los crían a este propósito, y tú lo sabes. Trak bajó la cabeza, se removió en su yacija y sacó un jarro pequeño de entre la paja. Vertió un poco de aceite en su mano y se puso a engrasar el látigo. Luego se animó a seguir la conversación. —Por algo le llaman el cauteloso a Hun-Pna —comentó—. Nunca he visto un cazador que actuase con tanta cautela. Se podría pensar que él temía que uno de los salvajes fuese a volverse para comérsenos a todos. Anoche pudimos dar caza al que perseguíamos y regresar a Shawm antes del anochecer, pero tuvimos que desistir porque temía dejarnos fuera. Tlot se incorporó en el jergón y miró a su compañero. Era evidente que compartía la opinión del otro en cuanto al shelk que era el amo y señor de ambos. —Cuando hayas pertenecido a Hun-Pna tanto tiempo como yo —declaró—, estarás acostumbrado a sus extrañezas. —Revolvió entre la paja, sacó un jarro más grande, y después de beber ruidosamente prosiguió—: ¡Lo he visto renunciar a una cacería y hacernos regresar tras horas de persecución, porque el salvaje se revolvía al verse acorralado! —Siempre se defienden cuando están acorralados, ¿no? —preguntó Trak, que por lo visto era el más joven y quería aprovechar los conocimientos del otro. —De cada cinco, sólo uno pelea de verdad —respondió el mayor—. Los demás lo hacen débilmente y no presentan una resistencia que pueda preocupar. Tienen seso suficiente para saber que, si se mostrasen verdaderamente peligrosos, los shelks acabarían con ellos en seguida. Los dos conversadores guardaron un rato de silencio y arriba, sobre sus cabezas, cuatro espectadores perplejos reflexionaron sobre lo que acababan de oír. Luego, el que parecía mayor volvió a hablar: —He visto algunos salvajes que presentaban batalla a muerte. Las mujeres de los tainos son famosas por su furia. Recuerdo una cacería en la que participé hace dos años. Fue la pelea más difícil que tuve. Con una mujer. Pero ella no huyó como el de ayer. Ahora, su cuero cabelludo decora la torre de Hun-Pna. Tlot mostró interés. —Cuéntame —pidió. Una gran cacería —Bien —comenzó el otro, y había en su voz cierta fanfarronería que enfureció a los hombres de los túneles mientras escuchaban desde arriba—. Hun-Pna daba una gran fiesta para celebrar la Conjunción, y fueron invitados la mitad de los shelks de Shawm. Había allí cerca de un centenar de shelks, hasta el viejo Hakh-Klotta en persona. Una de las atracciones principales de la fiesta iba a ser el sacrificio al planeta madre. Sabrás, supongo, que no sacrifican Estetas para las Ceremonias de la Conjunción. Por eso nos dejaron salir, a ver si lográbamos traer algunos salvajes con vida. Bien, decidimos buscar tainos; Hun-Pna siempre caza tainos porque los corredores llegan hasta muy cerca de la Superficie. Bajar a uno de los corredores más profundos sería arriesgar demasiado la
cabeza, y eso no le cuadra al cauteloso. Nos dejó en la entrada del túnel y se sentó a esperar que levantásemos algunos salvajes y les diéramos acoso llevándolos adonde él estaba. Entonces yo, con otros dos mogs, empecé a bajar por los pasillos de los tainos. Llevaba la espada, por supuesto, y el látigo, lo mismo que los demás; es protección suficiente contra los tainos. Son inteligentes, pero tienen miedo hasta de su propia sombra. Bien, poco después uno de los mogs descubrió un taino, lo persiguió hasta la Superficie y, en el instante en que desaparecían por el pasadizo, tropecé con una mujer que llevaba un bebé en brazos. Comprenderás que era una presa magnifica; los shelks siempre celebran que captures un cachorro vivo. Así que me lance sobre ella, creyendo que sería una presa fácil, pero se defendió como una loba. Tenía una maza en la mano, y antes de que pudiera levantar mi látigo me atontó de un golpe en el cuello y desapareció corriendo hacia la Superficie. Debía estar desorientada por el miedo pues, de lo contrario, jamás habría tomado el camino de la Superficie, que no tiene ningún pasadizo lateral ni bifurcación. El golpe me dejó aturdido y perdí unos momentos reponiéndome antes de perseguirla. Me dirigí a la entrada, sin apurarme demasiado. Creí que los shelks la habrían atrapado en seguida pero, desgraciadamente, estaban ocupados con el taino que había levantado el otro mog; cuando salí comprobé, desalentado, que ella se alejaba del grupo y corría como loca hacia el bosque. Le grité a Hun-Pna pidiendo ayuda y me lancé a la persecución sin mirar siquiera hacia atrás para asegurarme de si me seguían. Naturalmente, lo daba por descontado. Bien, la taina me llevaba bastante ventaja y ya sabes lo montañoso y pedregoso que es el terreno junto al túnel de los tainos. Hasta mis piernas se negaban a llevarme con rapidez suficiente para alcanzarla, pero luego ella comenzó a cansarse. Por último trepó a una roca de la colina y se revolvió con una mueca espantosa. Me acerque con cuidado, recordando que debía cogerla viva si era posible. ¡Me volví para ver a qué distancia se hallaban los shelks, y figúrate mi sorpresa al ver que no aparecían por ningún lado! Por un momento pensé que tendría que abandonar la presa, pues ya sabes que nosotros no estamos acostumbrados a luchar sin tener un shelk que nos cubra la espalda, pero al fin tomé una decisión intrépida. Atacaría y vencería a aquella taina yo solo. Conque me acerqué a ella con toda la diplomacia posible... La caza en solitario de la taina y su hijo —Ella me esperaba jadeando de fatiga y sujetando al niño. Cuando me acerqué, empezó a hacer molinetes con la maza a su alrededor. «Ríndete, estúpida», le dije. «No voy a hacerte daño. Te quiero viva.» «¿Viva?», se burló. «¿Para qué? ¿De pareja o de comida?» No respondí, pues no habría servido de nada. No me acoplaría con una de esas salvajes ni aunque me muriera por no hacerlo; y si le dijera que la necesitaba para el sacrificio, eso tampoco la amansaría. La hostigué con mi látigo y comenzó la pelea. ¡Qué pelea! Minuto a minuto, mientras luchábamos, recibí más de un golpe de aquella maza infernal, y ella sangraba por muchas heridas que mi látigo había abierto en su piel. ¡Finalmente se me ocurrió una idea, y empecé a dirigir los latigazos, no a ella, sino a su hijo! Entonces me pareció que mi victoria sería fácil. Estaba tan ocupada protegiendo a su hijo, que no le daba tiempo para atacar. Luego se puso a sollozar y a insultarme. Dijo que yo era un demonio y que no merecía llamarme hombre. Ya sabes lo que quiero decir, pues has oído a muchos salvajes decir lo mismo. Bien, eso jamás me ha molestado. Nací mog, y mog moriré. Pero cuando empezó a insultarme supe que estaba a punto de rendirse, y pensé que podría cogerlos vivos a ambos... La muerte del niño y de su madre —Precisamente cuando yo esperaba que ella cayera y se rindiera, gritó de repente un ¡no!, alzó al niño sobre su cabeza, lo arrojó al suelo y le partió la cabeza con la maza.
Luego arremetió furiosa contra mí, arañando, mordiendo y escupiendo hasta que, en defensa propia, me vi obligado a emplear la espada. Regresé de la cacería con el cuero cabelludo de la mujer; Hun-Pna lo colgó entre sus trofeos y todavía sigue allí. El narrador guardó silencio y, envolviéndose con un poco de paja, se preparó para descansar. Poco después el otro decidió imitarlo, pero se vio brutalmente interrumpido en sus disposiciones por la decisión que habían tomado los hombres ocultos entre las sogas de arriba. Los espectadores habían escuchado horrorizados el espantoso relato. La idea de que existieran hombres tan bajos y viles, capaces de acosar a los de su propia especie para solaz de los shelks, era algo que no les cabía en la cabeza. No les había sorprendido la existencia de los Estetas, gracias al relato de Tumithak, pero ahora descubrían que en la escala de la humanidad había una raza de adoradores de shelks aún más baja que los Estetas. A medida que adelantaba el relato, el carácter odioso de aquellas criaturas iba haciéndose patente para Tumithak y sus compañeros. Cuando Tlot terminó de hablar, una misma idea se leía claramente en los ojos de todos. Juzgaron que aquellos seres habían vivido demasiado. Un furor negro e irracional ahogaba a los hombres de los túneles y, sin hablar, con sólo una mirada interrogante de Datto y de Thorpf y un movimiento afirmativo de cabeza por parte de Tumithak, los cuatro se dejaron caer al suelo frente a los asombrados mogs, decididos a poner fin a sus miserables existencias. No cabe duda de que las rápidas victorias conseguidas por los hombres de los corredores les habían infundido una seguridad excesiva. Los salvajes de los Corredores Tenebrosos se habían rendido a la fuerza de sus brazos, los Estetas habían sucumbido sin luchar, y los cuatro estaban seguros de que aquélla no iba a ser una batalla, sino una ejecución. En ventaja de cuatro contra dos, y atacando por sorpresa, pensaban despachar a los mogs en un abrir y cerrar de ojos. Pero no tardaron en comprender su error, así que estuvieron en el suelo. Casi antes de que se dieran cuenta, los mogs estaban de pie, espalda contra espalda y espada en mano, defendiéndose con tal energía que por un momento el resultado de la batalla pareció incierto. Mientras luchaban, los mogs daban voces... ¡gritaban con toda la fuerza de sus pulmones para que sus amos vinieran a ayudarlos! El desatinado ataque contra los mogs Tumithak comprendió que el asalto era un error casi en el mismo instante de ordenarlo; aun así no pudo dejar de parecerle que, en cierto modo, estaba justificado. Y, si lograban acabar con los mogs, no habrían sacrificado sus vidas en vano. Uno de los seres altos y pelinegros había caído. Thorp se abalanzó sobre él y lo mató de una estocada en la garganta: pero esto distrajo un momento a sus compañeros, y el otro mog se volvió, pasando como un ciervo junto a Datto, y huyó sin dejar de dar voces para poner sobre aviso a los shelks. Datto rugió de ira y quiso salir tras él, pero Tumithak lo detuvo apoyándole una mano en el hombro. —¡Pronto, Datto! ¡Hemos de ocultarnos otra vez! —susurró, nervioso—. ¡Trepad por las sogas! ¡Rápido! Sin vacilar ni un instante, Nikadur se colgó de una soga y empezó a trepar; los otros tres lo siguieron en seguida. Fuera se acercaba el áspero ruido de voces de los shelks. Apenas los loorianos se pusieron a cubierto entre la maraña de cables, entró corriendo en el recinto el mog seguido de un grupo de shelks. Los monstruos venían armados y cada uno llevaba una caja con tubo como el que había entrado antes. Pero ahora la vara larga no estaba en la funda, sino que la llevaban cogida entre dos patas.
Los shelks miraron a su alrededor, indecisos, y luego uno de ellos apuntó hacia arriba. Los hombres de los subterráneos seguían trepando, pues estaban convencidos de que la red de cuerdas llegaba hasta la cúspide de la torre, y decididos a alejarse cuanto pudieran de los monstruosos amos de la Superficie. Sin embargo, sabían que no había escapatoria, y perdieron las pocas esperanzas que pudieran restarles al ver que dos de los shelks desenvainaban sus armas y empezaban a seguirlos con increíble agilidad. En lo alto, los cuatro desesperados hombres de los corredores poco podían hacer, salvo continuar su insensata escalada y confiar su salvación a un milagro. Nikadur subía el primero seguido cíe cerca por el ágil Tumithak; la corpulencia de Datto y su hercúleo sbrino era una desventaja para ellos, por lo que venían rezagados varios metros por debajo de los loorianos. La red laberíntica de sogas y cables se hacía más espesa a medida que ascendían, hasta que no dejó ver el suelo; pero los ruidos de abajo indicaban que los shelks se acercaban con rapidez. De repente se oyó un grito debajo de Tumithak: un grito humano, una exclamación de agonía. Luego hubo una rápida y violenta lucha, ruido de cuerpos al caer de la red, y un golpe. Tumithak se volvió para mirar, pero la espesa maraña de cuerdas obstaculizaba su visión, hasta que se entreabrió de improviso, y apareció el rostro feroz de Datto, cuya palidez mortal contrastaba enormemente con su barba y su cabellera rojas. Thorpf y los shelks —¡Thorpf! —gritó, dolorido—. ¡Tumithak, han cogido a mi sobrino Thropf! Ha caído abajo. ¡Saltaron sobre él e intentaron romperle el cuello con sus colmillos infernales! Él luchó, pero perdió pie y cayó. ¡Pero los arrastró en su caída! ¡Los arrastró! ¡Ya no eres el único matador de shelks, oh Soberano de Loor! Sin dejar de trepar, el robusto yakrano lloraba, pues quería mucho a su sobrino y lo había destinado a ser el futuro señor de Yakra. Tumithak también sintió dolor de corazón al saber que Thorpf había muerto, pero no respondió, reservando todas sus fuerzas para la escalada. Luego Nikadur, que había desaparecido en la parte superior de la red, lanzó también un grito; por un momento, el ánimo de Tumithak se hundió en una negra desesperación. ¿Iba a perder también a su amigo? ¿Habrían sido atacados desde arriba por los shelks? Se apresuró, desesperando de llegar a tiempo para ayudar a Nikadur. Entreabrió las cuerdas, escaló otro trecho y vio una luz débil que se colaba a través de la red. Al momento vio la silueta de Nikadur. La luz venía de un lado, y cuando Tumithak llegó adonde estaba su amigo comprendió el motivo de su grito. La luz entraba por una claraboya circular abierta en lo más alto de la torre. Nikadur había gritado involuntariamente al mirar afuera y ver por primera vez la Superficie a plena luz del día. Cuando Tumithak se asomó a la claraboya, tuvo que contenerse para no gritar a su vez. La abertura daba a la ciudad de los shelks, y colgaba de ella por fuera un amasijo de gruesas maromas. Cada una de ellas conducía a la claraboya de otra torre; evidentemente, los shelks habían tendido esos cables para ir de una ventana a otra sin pasar por el suelo. Abajo Tumithak vio las bases de otras torres y una multitud de shelks, cada vez más numerosa, en la que se mezclaban algunos mogs, delgados y de rostro peludo. Sin embargo, no había sido la multitud de abajo, ni los cables de comunicación, ni siquiera el vasto panorama que se abarcaba desde el tragaluz, lo que hizo gritar de asombro a Nikadur. ¡Había visto por primera vez el Sol! Incluso en aquella coyuntura desesperada, fue lo que más le impresionó al contemplar la Superficie terrestre totalmente iluminada. Por cierto, la sorpresa de Tumithak no fue mucho menor, aunque no era la primera vez que veía el Sol. Pero el Sol que conocía era una bola roja de brillo mortecino,
poniéndose al oeste, mientras que aquel gran orbe, resplandeciente con intensa luminosidad blanca, colgaba exactamente al lado opuesto del cielo. Quedó desconcertado un instante, pero luego procuró quitarse el asombro de la cabeza y pensar sólo en un medio de salvación. Los muros metálicos de la torre inclinada eran tan lisos como las paredes vítreas y brillantes de su corredor natal: por allí no había posibilidad de escape. Además, nada se adelantaría bajando por el costado de la torre, porque abajo la multitud de shelks era tan numerosa que cubría todo el terreno. Tumithak los vio señalar y gesticular, lo mismo que habría hecho una multitud humana en circunstancias semejantes. Datto se reúne con sus dos compañeros De repente apareció Datto entre los dos loorianos, apoyando su enorme tórax al borde de la claraboya. Aún tenía los ojos llenos de lágrimas por la muerte de Thorpf, pero no aludió a su dolor. Su mente también estaba ocupada con el problema de escapar. —Se acercan, Tumithak —dijo—. Vienen más shelks por las sogas. ¿Qué hacemos ahora? ¿Volvernos y luchar contra ellos? El corazón del looriano se alegró al comprender que Datto ardía en deseos de combatir a los shelks. Al menos este hombre había aprendido la lección que Tumithak predicaba desde hacía tanto tiempo y con tanto ahínco entre los hombres de los subterráneos. Pero meneó negativamente la cabeza ante la proposición de Datto y siguió mirando por la claraboya. Aún parecía quedar un camino, pero tan poco viable que Tumithak no se atrevía a proponerlo. Por último oyó ruidos que se acercaban y, sabiendo que sus perseguidores pronto iban a darles alcance, decidió ejecutar su plan desesperado. Los cables que pendían del borde de la claraboya conducían a otras torres que, en su mayoría, se veían habitadas. Tumithak podía ver los rostros de los shelks junto a las aberturas y, en una, incluso logró distinguir la barbuda cara de un mog. Pero había dos claraboyas vacías, y Tumithak indicó la más cercana. —Es la única posibilidad —dijo, procurando disimular su desesperación—. Sé que es muy remota, pero quizá logremos descolgarnos hasta allí y escapar desde esa otra torre. Nikadur, que era el mejor situado junto a la claraboya, comprendió en seguida la idea, se izó a través del orificio y se colgó del cable. Avanzó por la soga, una mano detrás de otra, y Tumithak hizo seña a Datto para que lo siguiera. El fornido yakrano meneó la cabeza. —No es momento de andarse con heroísmos, Soberano de Loor —dijo—. Los corredores bajos te necesitan mucho más que a mí. Las probabilidades de escapar son muy remotas. Sal tú, que yo te seguiré y cubriré la retirada. La sugerencia no agradó a Tumithak, y por un instante quiso discutir, pero el peligro cada vez más cercano le hizo comprender que cada segundo era precioso, por lo que cruzó la claraboya y siguió a Nikadur por el cable. La huida de la forre. El sacrificio de Datto Tumithak miró abajo mientras colgaba de la soga como un mono, pero el vértigo le disuadió de seguir mirando. No estaba muy rezagado respecto de Nikadur, y se detuvo para mirar atrás y comprobar si venía Dato. Entonces fue testigo de un espectáculo que iba a perdurar en su memoria durante muchos años. Los shelks habían llegado a la ventana y Datto se vio obligado a volverse y atacarlos. Cuando Tumithak miró, vio que el enorme jefe de Yakra, a cuya espalda se había aferrado desesperadamente un shelk, alzaba a otro y lo arrojaba por la ventana, entre chillidos. Luego desenvainó la espada y gritó:
—¡Estoy cogido, Tumithak! ¡No puedo con ellos! Son demasiados —dudó y luego agregó, como si de repente se le hubiera ocurrido una idea—: ¡Sujetaos con fuerza al cable! El jefe looriano miró con desconcierto y angustia a Datto, quien alzó su espada. El jefe yakrano volvió a gritarle que se sujetara con fuerza, y el filo golpeó el cable, cortándolo casi. Espantado al no comprender la acción de Datto, Tumithak se aferró con más fuerza al cable y luego la espada volvió a caer, cortando por completo el cable, que se soltó de la ventana. Tumithak logró ver que Datto era empujado hacia dentro de la torre mientras cortaba con la espada; luego el looriano empezó a caer. Tumithak creyó que iba a morir, pero algún instinto profundo le hizo obedecer la última intimación de Datto y aferrarse fervientemente a la soga. Vio que el suelo se acercaba cada vez más, y que caían hacia la torre de donde estaba sujeto el otro extremo del calle; luego recibió una sacudida terrible y oyó que Nikadur gritaba arriba, espantado. La maroma había sobrepasado la torre inclinada y su extremo, cargado con el peso de los loorianos, era como un inmenso péndulo. El suelo, que habían tenido terriblemente cerca, volvía a alejarse. Los dos apenas habían comprendido que de algún modo escapaban a la muerte, cuando Tumithak empezó a resbalar por la soga. Quiso sujetarse al objeto más cercano, que era la pierna de Nikadur; oyó gritar otra vez a su compañero; luego volaron por el aire un segundo después aterrizaron en las ramas de un copudo árbol le se hallaba detrás del grupo de torres. La caída Aun aturdidos y heridos por la caída, los loorianos no dudaron en aprovechar la oportunidad. Al instante se dejaron caer de las frondosas ramas. Aunque Tumithak apenas comprendía en qué lugar extraño se hallaba, el hecho de que no fuera hostil le bastó para ignorarlo y centrar su atención en la tarea de huir de sus enemigos. El que los shelks no intentaran perseguirlos en seguida indicaba que habían sido sorprendidos por la rápida sucesión de los acontecimientos. Cuando los loorianos bajaron del árbol, de las torres salían voces y gritos indicando que los shelks organizaban una batida. Miraron a su alrededor con la vana esperanza de distinguir su túnel, mas éste quedaba lejos y a la derecha, oculto entre los árboles. En consecuencia, Tumithak le dijo a Nikadur que lo siguiera y se adentró más en el bosque, alejándose de Shawm. Los dos hombres de los corredores huyeron como conejos entre los matorrales, jadeantes, lastimados, con sus valientes ideas de conquista bien alejadas de su mente, mientras a sus espaldas sonaba cada vez más intenso el tumulto de la batida. 3 - Tholura, la taina Para un autor de la época actual resulta difícil imaginar los pensamientos que pasaban por las cabezas de los loorianos mientras huían despavoridos a través del bosque. Tres mil años separan aquellos seres del mundo actual, años de cambio y progreso casi continuos; en la seguridad casi exenta de acontecimientos en que vivimos, muy pocas cosas nos permitirían evocar sus sobrecogedoras emociones. Como es natural, podemos suponer que sería un temor negro e irracional, como el que a veces nos producen las pesadillas, lo que probablemente estaría en sus mentes. Pero es posible que hubiera otras sensaciones, otros sentimientos. Por ejemplo, ¿qué les parecían los árboles que crecían alrededor de ellos con tanta abundancia? Aquellas formas de vida debían extrañar sobremanera a las criaturas del mundo subterráneo, en cuyas vidas la vegetación no existía ni siquiera como leyenda.
¿Que pensaban del piar espantado de los pájaros, o de la repentina aparición, digamos, de un conejo, sorprendido por la precipitada carrera de los hombres? ¿Cómo reaccionarían ante un arroyo, o ante los zarzales que aferraban y rasgaban sus ropas? ¿O ante el enorme Sol redondo que lucía a través de los árboles, cada vez más ardiente y más alto sobre sus cabezas? Podemos suponer que todo esto impresionó a los loorianos mientras huían, que no dejó de producir cierto efecto. Y sobre estas impresiones confusas, dominándolo todo, estaban las voces inhumanas de los perseguidores, cada vez más cercanas. Sin duda fue una suerte para los loorianos que los shelks, en su sorpresa, no hubieran reaccionado en seguida. Cuando lograron organizar la batida, los hombres de los corredores ya estaban en la espesura del bosque, detrás del límite de la ciudad. Los mogs llamados por los shelks tardaron cinco minutos en hallar el rastro y emprender la persecución. Para entonces, Tumithak y su compañero ya habían escalado una ladera pedregosa y bajaban por la vertiente opuesta. Huyeron aterrorizados, sin detenerse a reflexionar, pues sólo pensaban en alejarse cuanto pudieran de la ciudad de sus enemigos. En aquella ladera de la colina escaseaban los árboles, pero el descenso resultaba cada vez más difícil debido a las hierbas altas y los matorrales que crecían allí. Si hubieran conocido la topografía del lugar, habrían sabido que bajaban al valle de un río ancho y poco profundo que discurría no lejos de Shawn. Normalmente, aquel río no tendría sino algunos metros de ancho y pocos palmos de profundidad, pero las lluvias de primavera lo habían convertido por algunos días en un torrente turbulento y agitado que describía un ancho recodo a través del valle en su camino hacia el mar. Los loorianos corrían hacia esta corriente, y poco después se internaron en el denso grupo de sauces y alisos que crecían a orillas del río, confiando sin demasiadas esperanzas en que la densa vegetación los ocultara de sus perseguidores. Los fugitivos son descubiertos Mientras se adentraban entre los árboles, Tumithak tuvo ánimos para lanzar una rápida ojeada hacia atrás. Vio que el grupo de perseguidores ya alcanzaba la colina y corría hacia el valle. Eran doce shelks por lo menos, la mayoría de los cuales llevaban las extrañas cajas de las que salía un tubo. Les precedía una trailla de cazadores de hombres, los mogs. Mientras Tumithak miraba, uno de los mogs lo descubrió y, lanzando un grito ronco, llamó la atención de los demás hacia la presa. Tumithak estaba lleno de desesperación pues nunca, desde el comienzo de sus aventuras, se había visto en una situación tan comprometida. Y si alguien le hubiera dicho que la situación podía ser aún peor, no lo habría creído. ¡Pero mientras se volvía para refugiarse en la espesura de los sauces oyó que Nikadur, que iba delante, lanzaba un grito de consternación! Se adelantó con rapidez, preguntándose qué nuevo desastre se había presentado, y vio que su compañero había dejado de correr. ¡Estaba detenido porque había llegado a la orilla del río y no podía continuar! Aquello era el fin para los desesperados hombres de los corredores. Ninguno de los dos veía escapatoria, pues el río trazaba su recodo en donde ellos se hallaban, y no había salida a la derecha ni a la izquierda. A sus espaldas se alzaban los bramidos de los mogs y las voces extrañas e inhumanas de los shelks. Nunca, en toda la historia de la humanidad, la frase «entre la espada y la pared» describió más exactamente una situación. A orillas del río
Como un animalillo acorralado al fin por una fiera carnicera, Nikadur se dejó caer junto a la orilla y escondió el rostro entre los brazos. Tumithak lo habría dado todo a cambio de la decisión de rendirse, para experimentar el alivio de la resignación total que sentía Nikadur en aquellos momentos. Pero un instinto más fuerte lo incitaba a morir luchando. Sacó la pistola, donde quedaban tres preciosas balas desde el día que mató al shelk; le consolaba pensar que, si tenía que morir, al menos lo haría luchando contra los enemigos del hombre, honor que seria el primero de su tribu en ganar. Pero ignoraban que ninguno de los dos estaba destinado a morir así ni antes de muchos años. Días antes de que llegaran a aquel lugar, la naturaleza ya había preparado el camino salvador. Se hallaban muy cerca del río, cuya orilla era alta y como cortada a pico; las aguas de la crecida primaveral la habían arrastrado, y el lugar donde estaban los loorianos sobresalía bastantes centímetros hacia el agua. El peso de los dos hombres la había debilitado tanto, que la menor vibración iba a bastar para que se derrumbara, cayendo al torrente. Mientras permanecían allí, y mientras los shelks y sus hombres de presa comenzaban a abrirse paso entre los árboles para cogerlos, un enorme tronco que había sido arrancado por un remolino tropezó en la orilla, dándole un tremendo golpe... jy la erosión vio culminada su obra! Tumithak notó que el terreno cedía de repente bajo sus pies. El mundo giró locamente a su alrededor, y luego cayó en el agua helada. Jadeó y se debatió, convencido de que iba a ahogarse. Aún cogía con fuerza la pistola, y su insólito y sublime instinto de pelea hizo que la retuviera durante los asombrosos acontecimientos que tuvieron lugar entonces. En el agua helada Cuando Tumithak salió a la superficie después del primer chapoteo glacial, meneó los brazos en un esfuerzo instintivo para no hundirse. No tenía ni idea de lo que era nadar; en realidad, no había visto en su vida agua suficiente en la que nadar, pero el instinto hizo que agitara los brazos. Al hacerlo su mano tropezó con el tronco que había sido la causa de su repentina caída en aquel sorprendente mundo acuático. Agarró el tronco, le pasó un brazo por encima y se colgó de él. La mano en que llevaba el revólver tropezó con una húmeda cabeza pelirroja, y vio con sorpresa el rostro pálido y atemorizado de Nikadur, que evidentemente había logrado alcanzar el tronco y flotaba al otro lado. Cuando los dos loorianos recobraron el aliento y se tranquilizaron lo suficiente para ver lo que los rodeaba, descubrieron que el leño se había alejado del recodo y derivaba de nuevo corriente abajo, cada vez más lejos de la orilla. Por un momento las esperanzas renacieron en sus corazones, viéndose a salvo de morir inmediatamente en manos de los shelks, pero una breve reflexión les hizo comprender que no habían ganado nada; lo que pudo ser una extinción fácil y rápida, ahora amenazaba convertirse en una prolongada agonía. Pero siguieron aferrando con desesperación el madero, aunque lo único que les impelía a luchar era el mero instinto de conservación. Contemplaron la orilla, apáticos, mientras se alejaban cada vez más. Cuando habían llegado casi al centro de la corriente, Nikadur lanzó un grito inarticulado y apuntó al lugar desde donde habían caído al agua. Los shelks asomaban de la espesura y se detuvieron, sorprendidos, preguntándose dónde podían estar los hombres de los corredores. Luego un mog los vio y dio la alarma a sus amos. Tumithak observó que los shelks preparaban los extraños tubos y apuntaban hacia ellos. Pequeños chorros de vapor brotaron del agua a unos doce metros de donde ellos se hallaban pero, por lo visto, la distancia era excesiva y no podían dañar seriamente con sus armas. En un momento dado sintió en la cara un calor espantoso, como e! que despide la boca de un horno, pero fue sólo un malestar pasajero. Poco después los shelks desistieron y se dedicaron a seguir a los loorianos con la mirada, hasta que éstos desaparecieron por el recodo del río.
La huida Mientras les arrastraba el tumultuoso caudal, los loorianos tuvieron tiempo de mirar a su alrededor y fijarse en los detalles de aquel nuevo mundo donde se encontraban. La corriente era bastante rápida, pero como avanzaban llevados por ella, no se daban cuenta de este hecho; en efecto, la única molestia que sentían era una fatiga cada vez mayor en los brazos. Contemplaron la orilla, maravillándose ante los árboles y matorrales que parecían extenderse hasta el infinito en las riberas, y preguntándose cómo hallarían el camino de regreso a través de aquella aparente impenetrabilidad, supuesto que pudieran alcanzar la orilla. Miraron al cielo, cuyas nubes les sorprendieron al fijarse en ellas por primera vez. Pero lo que más los asombró fue el Sol, que ahora había alcanzado ya el cénit, por lo que no dudaron de que aquella maravillosa lámpara de la Superficie se movía poco a poco por el firmamento. Pasó una hora y los hombres de los túneles aún seguían en el río, colgados del tronco flotante. El problema de llegar hasta la orilla seguía sin resolver. Tumithak había intentado trepar sobre el madero y sentarse a horcajadas en él, pero al hacerlo estuvo a punto de perder a su compañero, pues el leño giró de repente. Por consiguiente, abandonó la idea y siguió aferrándose con los cansados brazos, tal como habían hecho al principio. Transcurrió otra hora y, con los brazos llenos de calambres y los cuerpos empapados, los loorianos empezaron a pensar que incluso el correr perseguidos por los shelks podía ser preferible a aquello. Tumithak empezaba a preguntarse qué sucedería si soltaba el leño, cuando notó que sus pies tocaban algo, flotaban y volvían a tocarlo. Soltó un poco el leño y comprendió que tocaba el fondo del río. El madero estaba llegando a otro gran recodo de la corriente y se había acercado imperceptiblemente a la orilla, donde había un banco de arena. Tumithak se soltó con precaución, se hundió un poco y tocó fondo, con el agua al cuello. Miró a su alrededor y, viendo que la orilla estaba tan cerca, empujó el tronco y le gritó a Nikadur que hiciera lo mismo. Luego se volvió y anduvo con dificultad hasta la orilla. Su compañero imitó el ejemplo y, poco después, ambos tropezaron con el banco de arena y cayeron en un matorral, doloridos y exhaustos por haber permanecido tanto tiempo en remojo. Otra vez en tierra Ocultos entre las malezas y los sauces, su primer cuidado fue tratar de descubrir si habían sido seguidos. Vigilaron largo rato las orillas del río, estremeciéndose de miedo a cada rumor procedente del bosque que tenían a la espalda. Pero a medida que pasaba el tiempo sin que apareciera ningún shelk para matarlos ni se oyeran los ásperos gritos de los monstruos, llegaron a la conclusión de que habían logrado despistar a sus perseguidores. En ese momento, sus cuerpos excesivamente castigados empezaron a reclamar con insitencia el necesario descanso. Sin poderlo evitar, cedieron a la naturaleza y se quedaron dormidos. «El sueño del agotamiento total» es una frase que solemos utilizar para designar un descanso profundo e imperturbable. Aquella tarde los loorianos supieron lo que cualquiera que haya estado agotado podría corroborar: que el sueño de una persona extremadamente cansada es cualquier cosa menos sereno. Los dos loorianos despertaron repetidas veces, sobresaltados por algún ruido procedente del bosque; una y otra vez se disparaban sus nervios sobreexcitados, y ambos se veían sentados, mirando hacia el bosque con palpitante angustia. Por último, hacia el anochecer, cuando al fin pudieron conciliar el sueño, las pesadillas ocuparon sus mentes intranquilas. Pero algo pudieron descansar y, a la mañana siguiente, fue un Tumithak renovado y vigoroso el que abrió los ojos y contempló el mundo que tanto le había espantado el día anterior.
Acababa de salir el Sol y su luz se reflejaba gloriosamente en las aguas; los pájaros empezaban a cantar y sobre la cabeza de Tumithak, un enorme y viejo peral dejaban caer un millón de pétalos de sus ramas. Soplaba una brisa matinal y las nubes corrían sonrosadas hacia el este. Era una mañana primaveral perfecta, pero Tumithak no reparaba en su belleza, pues su mente estaba empeñada en averiguar cuáles de aquellas cosas podían ser hostiles y en qué momento podía temer que se volvieran peligrosas. Finalmente, se volvió y despertó a Nikadur. Éste se sentó, miró a su alrededor y se dejó caer otra vez, desesperado. Parecía un sueño de terror —Creí que sólo era un sueño, Tumithak —comentó con pesar. Tumithak sonrió y se encogió de hombros. —Desgraciadamente, no fue así —respondió con amargura—. Estamos lejos de la seguridad de Loor, amigo Nikadur. Mientras hablaba, se quitó la mochila que aún llevaba a la espalda y sacó de ella un paquete de pastillas alimenticias. Ofreció la mitad a Nikadur y ambos compartieron en silencio el sencillo desayuno, primer alimento que ingerían desde que salieran del túnel. Cuando terminaron, se dedicaron a contemplar los detalles del maravilloso lugar donde estaban. Durante un rato, el suelo cautivó toda su atención, y no pudieron decidir si era un polvo grueso y denso que había caído allí, o si se había desmenuzado y deteriorado el suelo rocoso originario. Sin embargo, olvidaron esta duda frente a misterios mayores; dondequiera que mirasen, otras novedades reclamaban su interés. Un pájaro voló y, si bien conocían los murciélagos de los corredores, se maravillaron al observar los colores de aquella criatura de la Superficie y la perfección de su vuelo. Las flores que crecían profusamente entre los árboles despertaron su admiración pues, aun tratándose indudablemente de seres vivos, no conseguían entender que fuesen inofensivos y no pudieran trasladarse de un sitio a otro. En dos ocasiones divisaron pequeños animales, uno de los cuales huyó mientras el otro los miraba con curiosidad desde un agujero situado debajo de una roca. Para entonces, Tumithak ya había logrado vencer, hasta cierto punto, su miedo. Por eso comprendió que no tenía nada que temer de aquellas pequeñas criaturas de la Superficie. Hacía más de una hora que inspeccionaban aquel mundo desconocido, cuando Nikadur expresó en voz alta un pensamiento que venía preocupando a Tumithak desde hacía rato: —¿Cómo regresaremos a nuestros corredores, Tumithak? —preguntó—. ¿Has pensado qué camino hemos de tomar? —Si pudiéramos andar en dirección opuesta a la que nos obligó a seguir la fuerza del agua, nos acercaríamos a la ciudad de los shelks y podríamos buscar la entrada de nuestro hogar. Pero tal vez nos persiguen todavía. ¿Te atreverás a desafiar otra vez los peligros de Shawm? Los hombres de los corredores esperaban en la Galería de los Estetas Nikadur tembló, pero cuando empezó a hablar, Tumithak pudo ver que los acontecimientos de los últimos días no habían quebrado el espíritu valeroso de su amigo, pues respondió valientemente: —Nennapuss y nuestros guerreros esperan en la Galería de los Estetas. ¿No es nuestro deber tratar de reunimos con ellos? El matador del shelk sonrió y palmeó la espalda de su camarada. —En marcha —dijo.
Se levantaron y emprendieron viaje, manteniéndose tan cerca como podían de las riberas del río y confiando en no tropezar con ningún peligro nuevo y desconocido. Sin embargo, al poco se dieron cuenta de que sería imposible seguir mucho tiempo río arriba. Los ribazos eran cada vez más empinados y la vegetación más densa; finalmente los loorianos renunciaron al intento de seguir el río y se adentraron en el bosque con la esperanza de hallar un camino más despejado. No habían recorrido sino unas decenas de metros cuando encontraron un sendero bien marcado, que discurría en la misma dirección que ellos deseaban tomar. Como no sabían nada de silvicultura ni de otras artes semejantes, la idea de que aquél fuese un sendero trazado por los shelks jamás les pasó por la cabeza. En seguida enfilaron el sendero y siguieron viaje, con sublime ignorancia, hacia el peligro cada vez más cercano. Avanzaron más de un kilómetro y medio sin incidentes molestos. Se felicitaron varias veces por el afortunado descubrimiento del sendero, y ya confiaban en alcanzar el túnel cuando, de súbito, al coronar una pequeña loma, oyeron un fuerte alboroto en el pequeño valle que desde allí se dominaba. Al instante se arrojaron entre los matorrales, conteniendo la respiración; luego se arrastraron con cautela hasta la cumbre y, tendidos de bruces, pudieron contemplar una escena sorprendente. Una lucha entre humanos organizada por los shelks Era una escena de acoso, semejante a la que había descrito Tlot, el mog, mientras ellos estaban escondidos entre el cordaje de la torre de los shelks. En la hondonada había siete personajes: tres shelks y cuatro humanos. Tres de los humanos eran mogs y estaban armados con jabalinas cortas y gruesas, semejantes al antiguo pilum romano; el cuarto era una mujer, que apoyaba la espalda contra el tronco de un gran árbol y amenazaba furiosamente a los mogs con una espada larga y afilada que, por lo visto, bastaba para tener a raya a los tres salvajes. A sus pies había tres látigos rotos, lo cual indicaba que la batalla venía durando bastante rato, y que la muchacha sabía defenderse. Los tres shelks no participaban en la pelea; se mantenían a cierta distancia y azuzaban a los mogs con palabras burlonas e hirientes. Dos de ellos parecían ir desarmados, y el tercero portaba la conocida caja con el tubo, cuyo largo extremo sostenía entre dos de sus miembros, de modo parecido a como un hombre sujetaría un lápiz entre el pulgar y el índice. Observaban con interés el combate y Tumithak comprendió que, si la batalla parecía favorecer excesivamente a la valiente muchacha, el shelk le pondría fin de inmediato acabando con ella. Detrás de los shelks se veía un vehículo extraño, un coche largo y angosto, de dos ruedas, que permanecía curiosamente equilibrado sobre ellas. Delante iba equipado con una coraza alta y transparente en forma de V, detrás de la cual se divisaban los numerosísimos mandos. Evidentemente, los shelks y sus esclavos mogs viajaban a alguna parte en el vehículo y habían hecho alto sólo para entretenerse con el asesinato de la muchacha. El extraño vehículo. La pelea. La flecha de Nikadur Durante el breve reconocimiento que Tumithak dedicó a la máquina, observó también una caja en la trasera, que contenía varas metálicas blancas y brillantes. Parecían hechas de un metal semejante al de las placas que iluminaban los corredores. El resplandor no era tan brillante como el de las placas, sino poco más que una luminiscencia, lo cual indicaba que no eran exactamente de lo mismo. El interés de Tumithak hacia el vehículo era circunstancial, por cuanto sólo le lanzó una ojeada apresurada; cuando fijó sus ojos en la lucha le dio un vuelco el corazón. Uno de los mogs le había dado un golpe muy fuerte a la espada de la muchacha, y antes de que
ella lograse ponerse de nuevo en línea de defensa, otro mog bajó su arma y luego... ¡hubo un silbido en el aire, cerca de la cabeza de Tumithak, y antes de llegar a asestar el golpe, el mog se venció de súbito hacia delante y cayó al suelo con el corazón atravesado por una flecha! Tumithak se volvió y vio a Nikadur arrodillado en el césped, colocando otra flecha en su arco. Al comprender lo que había hecho su camarada sonrió, entre asombrado y complacido por la valentía recobrada de Nikadur. Luego sacó la pistola y volvió a prestar atención a la pelea. Los shelks estaban espantados ante la muerte repentina e inexplicable del cazador, y ello dio a los loorianos el necesario segundo de ventaja. Mientras Tumithak se volvía, el shelk armado ya apuntaba su misterioso tubo... ¡y luego, sorprendido, vio con que prendía fuego en los matorrales situados a su derecha, donde señalaba el tubo! El estupendo tubo del shelk agonizante Tumithak disparó en seguida y, por puro milagro, la bala acertó al shelk en pleno cuerpo. Lanzó un grito extraño, sus miembros quedaron yertos y cayó al suelo, soltando el tubo. Cuando éste cayó, Tumithak descubrió algo maravilloso. ¡El largo extremo del tubo describía una trayectoria y, donde quiera que apuntase, la vegetación se incendiaba inmediatamente! El sendero de llamas brotó a la izquierda, en las copas de los árboles, sobre sus cabezas y detrás de los shelks; luego, cuando el tubo cayó al suelo, quedó una larga franja de tierra ennegrecida que comenzaba junto a la boca del tubo y se extendía hacia el bosque. En algún lugar, una enorme rama separada del tronco por el rayo de calor cayó estruendosamente al suelo. Esto hizo que Tumithak volviese a fijarse en la escena de la batalla, precisamente cuando otro de los shelks trataba de recoger el tubo. ¡Tumithak volvió a disparar... y falló! Iba a disparar la última bala que le quedaba, cuando oyó vibrar el arco de Nikadur y vio que el segundo shelk caía al suelo, agitando débilmente las patas y procurando arrancarse la flecha que había atravesado su cuerpo. Ahora sólo quedaban dos mogs y un shelk, y la ventaja de la sorpresa seguía del lado de los loorianos. El último shelk quiso recoger el arma de su hermano muerto, pero mientras lo hacía Tumithak y Nikadur, empujados por la fiebre de la batalla, arremetieron decididos a impedirlo. Cuando llegaron a la mitad de la pendiente, ambos se detuvieron para disparar sus armas, y cuando se vieron abajo sólo les hizo frente un mog. Porque los dos cazadores estaban enfrascados en la batalla con la muchacha y apenas habían reparado en lo que ocurría a sus espaldas. En el mismo momento en que Tumithak y Nikadur llegaban al pie de la colina, la muchacha, con un golpe de suerte, mató a uno de los mogs. El otro quiso volverse para recurrir a sus amos. El verlos caídos en el suelo fue demasiado para el cobarde mog. Lanzó un aullido, abandonó la pelea y huyó. De primera intención, a Tumithak no le importó que escapara, pero lo pensó mejor, recordando al mog que había escapado de la torre de los shelks en Shawm. Por ello lanzó una rápida orden a Nikadur, y una veloz flecha alcanzó al cazador, silenciando para siempre sus aullidos. Luego los loorianos se acercaron a la muchacha. Aún estaba con la espalda apoyada contra el árbol; su pecho subía y bajaba, agitado por el esfuerzo de la batalla. Su larga cabellera, que era negra como la de los mogs, le caía sobre los hombros y estaba empapada del sudor vertido durante el combate. Vestía una túnica larga no muy distinta de los vestidos que usaban las loorianas, pero al parecer su tribu poseía el secreto de los tintes, porque era de color azul intenso. Tumithak pensó que nunca había conocido una mujer con la mitad de la energía y el valor que había mostrado aquella muchacha desconocida. El matador de shelks se acercó cautelosamente a ella, sintiéndose cohibido, por primera vez en su vida, en presencia de una mujer. No pudo articular palabra; de hecho, fue Nikadur quien finalmente rompió aquel embarazoso silencio.
Entablan amistad con la muchacha —Somos amigos —afirmó y, por cierto, no estaba de más el decirlo, pues la muchacha mantenía la espada en guardia, no sabiendo cómo sería tratada por los recién llegados. A las palabras de Nikadur, bajó la espada poco a poco y relajó su tensa postura. —¿Quiénes sois? —preguntó en tono de asombro——. ¿Quiénes sois vosotros, que matáis lo mismo shelks que mogs con extrañas armas de trueno? Tumithak sacó el pecho con arrogancia. Había recobrado su compostura y, al oír las palabras de la muchacha, volvió a llenarse de aquella vanidad que le caracterizaba. —¡Yo soy Tumithak, el matador de shelks! —anunció—. ¡Tumithak, Señor de Loor, jefe de Yakra y de Nonone, Amo de los Corredores Tenebrosos y de las Galerías de los Estetas! ¡He venido a la Superficie para exterminar a los shelks y enseñar al Hombre a combatir de nuevo por la reconquista de su antigua herencia! Mi compañero se llama Nikadur... y también mata shelks. Mientras hablaba, Tumithak pareció comprender que ya no era «el matador de shelks», sino que ahora debía compartir tal honor con su camarada. Se volvió hacia Nikadur, lo cogió de los hombros y lo besó en la mejilla. —Amigo mío, ahora tú también eres un matador de shelks —dijo—. Corta pronto las cabezas, para que podamos mostrárselas a nuestros amigos cuando regresemos a nuestros corredores. Nikadur obedeció y fue a ocuparse de los cuerpos de los shelks mientras Tumithak conversaba con la desconocida, que ahora era amiga. Tumithak y la muchacha, amigos. Los tainos —Jamás he oído hablar de esos lugares que tú nombras —dijo la muchacha, mientras acomodaba la espada en una presilla de su cinturón—. ¿Es posible que vengáis de otro corredor? Esta suposición le pareció razonable a Tumithak, pues en sus corredores nunca había visto a nadie con una cabellera como la de la muchacha. —Supongo que tienes razón —respondió—. ¿Cómo se llama tu corredor, y cuál es tu nombre? —Soy Tholura la taina, y vengo del corredor de los tainos —la muchacha le mostró la garganta, donde llevaba un cuidadoso tatuaje en forma de estrella azul de seis puntas—. Éste es el distintivo de todos los tainos —explicó. —Y ¿qué haces en la Superficie? —inquirió Tumithak—. ¿Es costumbre entre los tuyos salir a la Superficie y desafiar a los shelks? Había un gran desdén en la voz de la muchacha cuando respondió: —En toda mi vida no he oído decir nunca que un taino se enfrentase voluntariamente ni siquiera a un mog. ¡Los tainos son una raza de conejos! Se agazapan aterrorizados en lo profundo de los corredores más bajos, y cuando los shelks y los inmundos mogs vienen a cazarlos, huyen aterrorizados o sacrifican a uno de los suyos para que los demás puedan vivir. —Pero tú... —insistió Tumithak—. ¿Cómo tuviste valor para dejar el túnel? ¿Cómo estás en la Superficie? —No lo sé. —repuso Tholura vagamente—. Siempre he sido algo diferente de los demás tainos. Me parece degradante huir frente al enemigo. Muchas personas de mi pueblo me juzgan loca porque opino que es más noble morir que huir. Pero jamás había pensado en aventurarme hasta la Superficie hasta hace tres días, cuando un grupo de cazadores mogs invadió nuestros corredores y mató a mi hermana.
La muerte de la hermana de Tholura. Su venganza —Quise convencer a mi padre y a mis hermanos de que los siguieran, porque estaba segura de que los alcanzaríamos antes de que salieran de nuestro túnel. Pero como cobardes y pusilánimes que son todos los tainos, se agazaparon en nuestro habitáculo y dijeron que estaba loca al pensar semejante cosa. Tal vez lo estoy, pues cogí la espada de mi padre y volví mi rostro hacia la Superficie, jurando que iría y no regresaría sin haber tomado venganza de los asesinos de mi hermana. Se interrumpió al acercarse Nikadur para echar las cabezas de los shelks a los pies de Tumithak. Las contempló un instante, fascinada y curiosa. Luego, con femenino gesto de repugnancia, volvió la cabeza y prosiguió: —Llegué hasta la entrada del túnel, pero no encontré a los mogs que habían asesinado a mi hermana. Así que salí a la Superficie y hoy, después de caminar mucho, mucho rato, encontré este otro grupo. Pude evitarlos dando un rodeo, pero me descubrieron antes de que yo consiguiera esconderme. Por eso me enfrenté a ellos, confiando en matar uno o dos mogs antes de morir. No podía yo soñar que existía un héroe capaz, no sólo de impedir mi muerte a manos de los mogs, sino también de vencer a sus monstruosos amos. La mirada que dedicó a Tumithak al decir estas palabras hizo que Nikadur sonriera discretamente, se apartara y se pusiera a estudiar las diversas pertenencias de los shelks. 4 - Las varas de metal blanco Tumithak y Tholura estuvieron sentados un rato bajo el gran árbol, hablando de la vida que cada uno había llevado en los corredores. Tumithak estaba asombrado de conocer a aquella muchacha cuyo carácter era tan sorprendentemente paralelo al suyo, y le hizo muchas preguntas con respecto a su pasado. Naturalmente, ella también le preguntó muchas cosas y Tumithak hubo de narrar una vez más la gran aventura que lo había llevado por primera vez hasta la Superficie desde sus corredores natales, situados en las mismas entrañas de la Tierra, y podéis figuraros que el relato fue épico. Mientras tanto, Nikadur había hecho algunos descubrimientos que le interesaron sobremanera. El arma que lanzaba el rayo de calor aún estaba donde había caído, y la franja de tierra quemada y ennegrecida empezaba a ponerse al rojo debido a la intensidad del calor. A cierta distancia se elevaba un humo denso, donde la vegetación verde humeaba y se quemaba. Nikadur se acercó con cuidado al arma shelk, preguntándose cómo era posible que una cosa fría como aquel tubo pudiera producir un calor tan intenso. Pero esto era algo que excedía la capacidad de su intelecto; por tanto, lo catalogó como una maravilla shelk que no podía ser entendida por los hombres y volvió su atención al vehículo largo y estrecho. La máquina tendría unos seis metros de longitud; era baja y aerodinámica, y estaba hecha de un metal amarillo desconocido. Estaba en equilibrio sobre las dos ruedas y, cuando Nikadur se acercó, oyó dentro de ella un zumbido apagado y continuo. Miró los mandos pero, como no podía comprenderlos, se acercó a la trasera del coche, donde estaba la caja de varas brillantes. Dudó en acercarse, medio convencido de que estarían en incandescencia, pero al aproximar la cara comprobó que no despedían ningún calor. Por último, reunió el valor suficiente para coger una con la mano, y le sorprendió el hallarla fría al tacto. Nikadur la estudió con atención. Tenía cerca de un metro veinte de longitud y poco más de un centímetro de diámetro. Mientras la hacía girar sobre su cabeza, Nikadur tuvo una idea brillante: aquellas varas de metal serían excelentes empuñaduras de hacha. Pensó que se sentiría muy orgulloso de poseer un arma tan hermosa. Luego, al pensar en armas, volvió instintivamente la mirada hacia la caja y el tubo caídos a su derecha.
Aquélla sí que sería un arma, pensó, si pudiera descubrir el modo de graduar el calor o de encenderla y apagarla como, evidentemente, hacían los shelks. Nikadur comprendió por primera vez que en manos de un hombre aquel tubo podía ser tan peligroso para un shelk como hasta entonces lo había sido para los humanos. Fue un pensamiento trascendental, y Nikadur merece por ello todos los honores. Se volvió hacia donde estaban hablando Tumithak y la muchacha, y llamó al jefe looriano. —¿Qué haremos con el arma shelk, Tumithak? —preguntó—. ¿Crees que hay algún modo de apagar esta ráfaga terrible de calor, como hacen los shelks? Tal vez encontremos el modo de manejarla, y así podremos quedárnosla. Tumithak estaba a punto de responder, cuando Tholura lanzó una risa de enfado y se acercó al arma. —¡Qué tonta he sido! —exclamó—. Debí darme cuenta en seguida. La muchacha levantó el largo tubo, desplazó hacia atrás una pequeña palanca... ¡y el arma se volvió inofensiva! Los loorianos lanzaron un grito de admiración. —¿Sabes cómo manejar un arma semejante? —gritó Tumithak—. ¿Dónde aprendiste? ¿Qué más sabes de las costumbres de los shelks? La muchacha sonrió. —Sé muy poco de las costumbres de los shelks —repuso—. Pero creo que sé mucho más que tú acerca de las costumbres de nuestros antepasados. Lo que me has contado de Loor y de tus corredores indica que habéis conservado muy poco o casi nada de la sabiduría de los antiguos. En esto, al menos, los tainos os superan. Durante muchos cientos de años han conservado las tradiciones de gran sabiduría de nuestros antepasados, y en nuestros museos, que también son nuestros lugares sagrados, tenemos muchas armas y máquinas que en otra época fueron utilizadas por nuestros sabios antepasados, y que los sacerdotes mantienen siempre en perfecto estado. Pero, por desgracia, el combustible, la energía que los hace funcionar, no se halla a nuestro alcance. Por eso, los tainos no están mucho mejor que los más ignorantes entre esos salvajes ciegos de los que me has hablado. Pero si llegara el día en que recobrásemos el secreto de esa energía perdida... —Tholura se interrumpió, con los ojos brillantes—. ¡Oh, matador de shelks! ¡Ésta sí que es una misión digna de ti! —gritó—. Si hallásemos el secreto de esa energía perdida, podríamos combatir a los shelks en igualdad de condiciones. Y entonces... —¡Y entonces —gritó Tumithak, haciéndose eco de su entusiasmo y tomando de las manos de ella el arma shelk—, invadiríamos ese asqueroso agujero de Shawm! ¡Las mangueras de fuego echarían abajo torre tras torre! ¡Los inmundos mogs y los salvajes shelks huirían juntos a los bosques, aterrorizados! Alarma repentina a lo lejos No había terminado sus ensueños fantásticos, pero se interrumpió de repente al oír un ruido a través del bosque, procedente de Shawm. Nikadur también lo oyó y tocó el brazo de su jefe, en muda advertencia. Los tres guardaron silencio y tendieron el oído. A lo lejos se alzaba lo que sin duda era el parloteo de un grupo de shelks que se acercaban, y manifiestamente un grupo no pequeño. Tumithak y Tholura cayeron de las alturas de sus sueños a las profundidades de la realidad. Su naturaleza humana los traicionó, e instintivamente se volvieron para huir en dirección contraria a la de procedencia de las voces. Cosa curiosa, fue Nikadur quien los detuvo. Aún no había mostrado a Tumithak las varas blancas y relucientes que había descubierto. Cierta obstinación que lo caracterizaba lo hizo detenerse para coger algunas antes de huir. Por eso retuvo a Tumithak tomándole del brazo.
—¿Te irás sin coger las cabezas de los shelks, Tumithak? —preguntó—. ¿Estas varas no serían magníficas empuñaduras de hacha? Llevemos al menos algunas varas a nuestros corredores, como trofeos que presentar. Tumithak se detuvo en seguida, bastante avergonzado de su terror repentino. Cogió dos cabezas de shelks y las ató a su cinturón, mientras Nikadur tomaba la tercera. Luego se acercó al vehículo, y por primera vez echó una ojeada atenta a la máquina y a lo que contenía. Le maravilló, lo mismo que a Nikadur, la belleza y manifiesta utilidad de las varas relucientes de metal. Cada uno de los loorianos cogió alrededor de una docena de varas y luego Tholura, con cierta previsión, transportó las demás a alguna distancia del sendero y las ocultó bajo un montón de hojas. Entonces huyeron los tres, abandonando el sendero y corriendo en la dirección emprendida por Tholura. —Por aquí se va al túnel de los tainos —explicó la muchacha—. Ahora no podréis regresar a vuestros corredores sin tropezar con el grupo de shelks que se acercan, y eso sería correr un peligro absurdo e innecesario. Tal vez podáis infundir un poco de valor a esos cobardes tainos, visitándoles en sus propios corredores. La cautela de Tumithak frente al peligro Tumithak estaba ansioso por regresar a sus corredores. Pero, a pesar de sus palabras valientes y fanfarronas, aún poseía la prudencia necesaria para evitar el contacto con un grupo considerable de shelks. Sabía bien que no era un superhombre, y en ese momento juzgó que el valor bien entendido consistía en ponerse a salvo bajo tierra, donde las condiciones le serian más familiares que en aquel sorprendente mundo de la Superficie. Sus compañeros del túnel de Loor probablemente podrían ocuparse de sí mismos durante uno o dos días más, sin precisar de su ayuda; de hecho, lo más seguro era que lo hubieran dado por muerto y regresado a sus ciudades. Por tanto, Tumithak decidió volver sus pasos hacia el túnel de los tainos. Los tres corieron rápidamente por entre los árboles, mientras las voces de los shelks se oían cada vez más distantes. Por último dejaron de oírlas, y los aventureros adoptaron una marcha rápida. Los loorianos tuvieron tiempo de hacer un atado con las varas brillantes para echárselas a la espalda y así tener las manos libres. Tumithak también cargó con el tubo de fuego del shelk, y luego prosiguieron la caminata muy animados, pues no ignoraban que aquel día habían logrado más que otros en una docena de siglos, por lo menos. El descanso vespertino. Fin de la alarma Mediada la tarde habían cubierto una gran distancia y casi habían olvidado el grupo de shelks. Tumithak se distrajo familiarizándose con el empleo del tubo mortal, y pegó fuego a muchas ramas y pequeños matorrales cuando lanzó sobre ellos el rayo de calor. Más adelante, los árboles empezaron a espaciarse y luego el bosque pasó a ser una llanura semejante a un parque no muy poblado, lo que les permitió avanzar con mucha más rapidez. Por último, los árboles desaparecieron y ellos salieron a un ancho valle o pradera. Allí, junto a una gran roca glaciar de casi dos metros y medio de altura, los tres se sentaron para descansar y comer de la mermada provisión de pastillas alimenticias que llevaba Tumithak. Comieron en silencio y después Tholura habló quedamente: —Mucho podemos hacer, Tumithak, con el arma shelk que poseemos. Creo que sería mejor consultar con Zar-Emo, el sumo sacerdote de los tainos. Tiene muchos conocimientos de la sabiduría de los antiguos, y puede aconsejarnos el mejor modo de emplear el poder que ha caído en nuestras manos. Conviene buscarle tan pronto como lleguemos al corredor donde vivo.
Tumithak convino en ello, y volvieron a guardar silencio. Estaban fatigados por la gran caminata, el cálido sol de la tarde doraba sus rostros, y en el fresco aire primaveral flotaba una modorra que parecía inundarlos y apoderarse de sus almas. Dieron cabezadas y Tholura, que la noche anterior prácticamente no había descansado, estaba ya dormida cuando Tumithak se irguió de improviso, con todos los sentidos en tensión, llevándose un dedo a los labios para imponer silencio a Nikadur. ¡Al otro lado de la roca se oía un ruido, un rascar de uñas que les sonó familiar! Algún ser vivo se había movido detrás de la roca. ¿Era shelk, hombre o animal inferior? Los dos loorianos permanecieron inmóviles y en guardia. El sonido se oyó de nuevo; por lo visto, el intruso acababa de llegar e ignoraba que al otro lado de la roca había un grupo, puesto que no se molestaba en andar con cautela. Tumithak desató el arma shelk que llevaba a la espalda, empuñó el tubo y caminó de puntillas rodeando la roca. Cuando se creyó cerca, bajó la cabeza y se asomó con cuidado, muy despacio. Hubo una descarga sibilante, y Tumithak encogió bruscamente la cabeza. A pocos centímetros de donde estaba, la hierba se puso a arder. Tumithak se llevó la mano a la cabeza, donde un gran mechón de cabello quemado atestiguaba que había esquivado la muerte en el momento justo. ¡Antes de que pudiera hablar o dar la alarma a los demás, apareció un shelk con su tubo de fuego entre las garras y una expresión de rabia salvaje en sus ojos fríos! Un shelk ataca a Tumithak No cabe duda de que, si tal encuentro hubiera ocurrido una docena de años después —cuando Tumithak, como Señor de Kaymak, había convertido su nombre en una palabra mítica y odiada en todas las regiones de los shelks—, el jefe looriano habría tenido más probabilidades. Pero en aquellos tiempos, los shelks aún eran amos de toda la Tierra, y para un hombre era impensable el combatir cara a cara con un shelk. Por tanto el shelk, cuando vio que Tumithak se agazapaba detrás de la roca, creyó que aquello no era más que un incidente normal de su deporte favorito, y se aprestó a iniciar el acoso. No adoptó ninguna precaución, pues estaba seguro de que el hombre de los subterráneos sólo podía llevar una espada o un arco. Escaló de un salto el peñasco, sin molestarse en apuntar su rayo de calor, para quedar enfrente del tubo de fuego que Tumithak tenía en la mano. El looriano accionó la palanca, hubo un chasquido y un grito gutural, y el shelk desapareció. Otro enemigo del hombre había ido a reunirse con sus antepasados en la tierra legendaria del planeta originario. Tumithak estaba sereno, pero su mente funcionaba a todo vapor. Casi al instante se le ocurrió que lo mejor sería explotar la momentánea ventaja y, poniendo en práctica la idea, volvió a rodear la roca, apuntando ante sí con el arma dispuesta. Rodeó la base de la gran piedra, casi seguro de que iba a enfrentarse con el grupo que habían oído antes, pero lo que vio le hizo sonreír, satisfecho, y felicitarse a sí mismo por su hazaña. No había shelks, pero a doscientos metros corrían dos mogs, escabullándose de un árbol a otro; en el suelo quedaban dos extraños bultos informes, seguramente abandonados por los cazadores al ver la muerte de su amo. Tumithak libera a los capturados Datto y Thorpf Tumithak se volvió para hacer seña a sus dos compañeros y luego, viendo que los dos mogs que huían estaban lejos del alcance del tubo de fuego, los ignoró y se acercó a los bultos. Los observó con cuidado, y su tamaño y forma peculiares le hicieron sospechar cuál podía ser el contenido. A mitad de camino se detuvo, espantado... ¡Había entrevisto facciones humanas a un lado de uno de los bultos! No se había equivocado. ¡Había
hombres allí! Su grito de alarma se convirtió en una exclamación de sorpresa y alegría. Corrió hacia los bultos y se puso a cortar sogas y cordeles como un loco. Nikadur y Tholura, que habían seguido con poca convicción a Tumithak, oyeron el grito y retrocedieron. Luego comprendieron que no era un grito de temor, y se apresuraron a averiguar qué era lo que causaba tanta sorpresa a su jefe. Aún estaban lejos cuando Tumithak gritó: —¡Nikadur! ¡Ven a ayudarme! Nikadur sacó la espada y echó a correr mientras Tumithak cortaba el último cordel que envolvía el cuerpo de... ¡Datto el yakrano! Durante un buen rato, la mente de Nikadur fue un lio de pensamientos confusos. ¡Tumithak había encontrado a los yakranos! ¿Cómo habían llegado allí? ¿Estaban vivos o muertos? ¿Por qué los habían llevado allí los shelks? La voz de Tumithak le sacó de sus cavilaciones: —¡Desata a Thorpf! Están débiles por culpa de esos cordeles tan apretados. Pronto se recuperarán. Nikadur obedeció en seguida. Poco después los yakranos quedaban libres de las cuerdas y Tholura les daba de beber, mientras Tumithak y Nikadur les frotaban las extremidades para reactivar la circulación. Los yakranos tardaron bastante rato en darse cuenta de lo que les rodeaba; parecían encontrarse medio inconscientes. Al fin Thorpf se incorporó, empezó a frotarse los brazos y dijo en tono burlonamente solemne: —Amigo Tumithak, algunas personas de Loor y Yakra aseguran que eres un superhombre. Hasta hoy, nunca lo había creído, pero ahora no sé de qué otro modo podría explicar tu presencia aquí, con el cinto lleno de cabezas de shelks y armas de shelk en tus manos. Explícame pronto cómo llegaste hasta aquí, antes de que deba sospechar que eres un dios. Tumithak narra sus aventuras a los compañeros rescatados Tumithak se echó a reír. Nada podía halagar tanto su vanidad como aquel discurso, pero no entraba en sus planes el exagerar sus proezas envolviéndose en un velo de misterio. Por eso respondió sin dilación; dio a los yakranos referencia bastante detallada de sus aventuras, y les presentó a Tholura. Datto y Thorpf quedaron asombrados al enterarse de la existencia de otros corredores, porque jamás había pasado por sus cabezas tal idea. Para ellos el mundo estaba integrado por los túneles de Loor y Yakra que, confirmando la leyenda, se abrían a la Superficie. Y ésta, en su opinión, no era sino un túnel más alto y espacioso, con más comodidades y lujos. Pero cuando supieron de los corredores de los tainos, entendieron al punto que lo más conveniente sería visitar esos corredores y tratar de hacer un pacto con sus habitantes. Los loorianos y Tholura estaban impacientes por emprender viaje, pero los yakranos se hallaban agarrotados y doloridos por las muchas horas que habían pasado hechos embutido, y rogaron a los demás que los dejaran descansar un poco para recobrar las fuerzas. Quedaron de acuerdo en ello, y Tumithak propuso que, mientras tanto, los yakranos explicaran cómo habían llegado allí, porque a los loorianos les maravillaba tanto la presencia de los yakranos como a éstos la aparición de los primeros. Los dos yakranos narran sus aventuras Datto, que parecía estar en mejores condiciones que Thorpf, se dispuso a hablar. —Cuando corté la soga de la que tú colgabas, Tumithak, no pude ver si había salvado tu vida o si sólo te había arrastrado a una muerte más piadosa, pues los shelks se abalanzaban sobre mi y, aunque luché con todas mis fuerzas, me ganaron por el número. No podían utilizar sus armas entre el cordaje del que colgábamos, y a esto atribuyo el
hecho de que no me mataran allí mismo. Pero, por lo visto, cuando me bajaron al suelo habían meditado la cuestión, y decidieron que no me matarían hasta que el jefe tuviera oportunidad de verme. Cuando llegué al suelo tuve la alegría de ver que Thorpf estaba vivo y no demasiado lastimado. Cuatro mogs le sujetaban pies y manos a mi lado. En seguida fui puesto bajo la vigilancia de cuatro mogs y, a una orden de los shelks, todos salimos de la torre y fuimos conducidos al centro de la ciudad. Te aseguro que busqué señales de ti tan pronto como salimos, pero no vi nada que me indicara lo que había sucedido contigo. Sin embargo, uno de los mogs sabía que habías escapado, pues me mostró una numerosa patrulla de shelks armados que se alejaban de la escena de nuestra batalla, y apuntó adonde se dirigían. «Van a dar caza a tus amigos, salvaje», dijo burlonamente. «Pronto te reunirás con ellos. En este momento, medio Shawm los persigue.» No le respondí, Tumithak, porque en mi fuero interno pensé que tenía razón y que no tardarías en compartir mi suerte. Poco después llegamos a una torre más alta que las demás, y hecha de un metal distinto. Nos hicieron entrar y nos arrojaron al suelo. Entonces se descolgó de las cuerdas de arriba un shelk que llevaba en la cabeza una corona como la que tú usas, Tumithak. Por eso supe que era el jefe de aquella ciudad de shelks. Los shelks que me habían capturado hablaron con él, y discutieron un rato en su asquerosa lengua shelk, pero no entendí nada. Luego el jefe shelk se dirigió a Tlot, el mog con quien habíamos luchado. «Me han dicho que uno de los salvajes, que ahora está siendo perseguido por el bosque, lleva una corona como la mía. ¿Es cierto eso?» El mog, temblando, afirmó que así era. «¿También es cierto que lleva ropas como las que usan los Estetas?» El mog volvió a mover la cabeza afirmativamente, y la ira del jefe shelk fue terrible. Luego se volvió hacia Thorpf y hacia mí. La muerte del Gobernador-Subalterno de Shawm —«Hace tres años», habló con su áspera voz, «el Gobernador-Subalterno de la ciudad de Shaw fue asesinado junto a la entrada de un túnel de hombres, le cortaron la cabeza y se la llevaron. Algunos shelks supersticiosos han dicho que fue obra de un salvaje salido de los corredores, pero todos nos mofamos de ellos. Creíamos que aún no había nacido un hombre con valor suficiente para hacer tal cosa. Pero al parecer ellos tenían razón y nosotros estábamos equivocados. ¿De dónde venís, salvajes? Mostradnos el camino a vuestro túnel, para que podamos acabar con el peligro que nos amenaza.» Yo estaba a punto de decírselo, Tumithak, pues temblaba de miedo y me asustaba la idea de morir, pero de repente sentí renacer mi valor en medio de la desesperación. Pensé que, si de todos modos iba a morir, ¿por qué habría de ayudar a mis enemigos para que mataran a mis parientes y amigos? Le respondí al shelk de un modo que debió sorprenderlo enormemente, puesto que me asombró a mí mismo. Le dije: «Arácnido inmundo: ¡demasiado tiempo ha temblado mi gente y ha huido ante ti! Si decido no contestar a tu pregunta, ¿cómo podrás obligarme a hacerlo? ¡Pregunta a tus Estetas de dónde salió el enemigo que acabó con ellos! Tal vez ellos puedan satisfacer tu curiosidad.» Tumithak se echó a reír, lo mismo que Nikadur, y Tholura no daba crédito a sus oídos. —¿Le dijiste eso? —preguntó Tumithak, dejando de reír—. ¿Y qué hizo entonces, Datto? Ira del shelk ante la respuesta de Datto —Su ira aumentó aún más, si esto fuera posible. Dio una orden y varios shelks salieron apresuradamente del cuarto, sin duda a ver qué había ocurrido con los Estetas. Luego lanzó otra orden, pero esta vez varios shelks parecieron discrepar. Hablaron un rato y uno de los inmundos mogs, supongo que para asustarme, me dijo que el jefe shelk, a quien llamó Hakh-Klotta, deseaba asesinarme en seguida, mientras los demás sostenían que
ambos debíamos ser enviados a un sitio llamado Kaymak, la gran ciudad de esta zona de la Superficie, pues allí había shelks capaces de obligamos a divulgar lo que sabíamos, por más que prefiriésemos morir a hablar. Finalmente, la opinión de estos shelks prevaleció sobre la del viejo Hakh-Klotta. Nos sacaron de la gran torre y nos arrojaron en otra, donde quedó un shelk y doce mogs para vigilarnos. Permanecimos allí muchas horas y volvió el tiempo oscuro, y mientras el shelk dormía, los mogs montaron guardia por turnos. Cuando volvió la luz, Thorpf y yo fuimos sacados afuera y conducidos otra vez delante de la gran torre. Esperamos un poco y luego apareció una gran maravilla: ¡una enorme máquina que volaba como un murciélago, Tumithak! Sobrevoló las torres de los shelks y se detuvo en el suelo cerca de nosotros. Luego se abrió una puerta y nos acercaron apresuradamente. De ella salieron shelks que nos arrastraron adentro, y luego vimos horrorizados que la máquina volvía a elevarse y se nos llevaba. El prisionero Datto derriba la máquina voladora —No habíamos volado muy lejos cuando Thorpf notó algo maravilloso. Uno de los shelks estaba sentado en la parte delantera de la pequeña cabina donde nos hallábamos y no apartaba los ojos de una ventana que tenía delante. Sujetaba entre las garras el extremo de una varita que estaba metida en la tapadera de una caja instalada al lado de la ventana. Cuando movía la vara a la derecha o a la izquierda, la máquina voladora hacia el mismo movimiento. ¡Y cuando bajaba la vara, la máquina también bajaba! Fue Thorpf quien lo notó, y mi mente formó un plan desesperado. Sin explicar a Thorpf los detalles de mi plan, di un rápido salto apartándome de los mogs que me sujetaban, y me abalancé sobre el shelk que manejaba la vara. Mientras caía sobre él, cogí la vara y la bajé todo lo que pude. Los shelks gritaron asustados y quisieron sacarme de allí. Me volví dando puñetazos a diestro y siniestro, y luego hubo un choque y ya no supe nada... ¡Cuando recobré el conocimiento, estaba atado como tú me encontraste y los mogs nos transportaban a través del bosque! Luego apareciste tú, y ya sabes lo demás. —La máquina voladora quedó tan destrozada que no servía —agregó Thorpf, que evidentemente había visto algo más que Datto—. Murieron dos mogs y tres shelks, y sólo se salvó un shelk y los dos mogs que han escapado. Sin duda, el último shelk pensaba regresar a Shawm y pedir otra máquina voladora, porque ordenó a los mogs que regresaran con nosotros a la ciudad. Nos ataron de pies a cabeza, para impedir que pudiéramos hacer daño, y luego el shelk les ordenó que emprendieran el camino. Supongo que llevábamos cuatro horas de marcha cuando, fatigados de llevar cargas tan pesadas, los mogs insistieron en descansar junto a esa enorme roca donde nos encontraste. —¿Habéis aprendido muchas cosas acerca de los shelks? —preguntó Tumithak—. ¿Cómo manejan sus máquinas extrañas? ¿Qué otras clases de armas poseen? ¿Cómo viven y qué comen? Cada vez estoy más convencido de que nuestra mayor desventaja es el desconocimiento del enemigo. Las observaciones de Datto entre los shelks Datto vaciló. —He averiguado algunas cosas sobre ellos, ¡oh Señor de Loor! —respondió—. Y reparé en algo que tal vez pueda servirnos en adelante. ¿Recuerdas cuan silenciosa y vacía nos pareció la ciudad cuando llegamos? ¿Y que despertó con la llegada de la luz? Pues bien, cuando la luz de la Superficie volvió a hundirse en el suelo y llegó la oscuridad, la ciudad quedó otra vez en silencio. Al principio, Thorpf y yo no lográbamos comprender la causa de tal silencio, pero luego nos dimos cuenta, Tumithak. Los shelks emplean esos períodos oscuros para descansar, y se van a dormir todos hasta que regresa la luz, salvo
algunos que se quedan despiertos haciendo guardia. Si alguna vez regresamos a nuestro túnel y volvemos a atacar a los shelks, convendrá hacerlo durante el tiempo que dura la oscuridad. —Este descubrimiento puede ser valioso —opinó Tumithak, y estaba a punto de hacer otro comentario cuando Tholura le interrumpió. —¿No podríamos dejar para luego estas discusiones? —sugirió—. La luz se acerca al suelo y todavía estamos bastante lejos del túnel de los tainos. Pongámonos en marcha. Tumithak comprendió el acierto de su proposición, y poco después el grupo cruzaba la gran llanura que conducía a las colinas lejanas. Nikadur se había apoderado del tubo de fuego del shelk muerto y había cedido su arco a Thorpf, que era un excelente arquero. Datto recogió una espada corta que uno de los mogs había dejado caer en su apresurada huida. En marcha hacia el túnel de los tainos. Aparición de los shelks Viajaron varias horas y, según Tholura, estaban muy cerca de la entrada del túnel cuando Thorpf lanzó un grito de temor: —¡A tu espalda, Tumithak! ¡Nos persiguen! En efecto, se veía a lo lejos un numeroso grupo de shelks que se acercaban con rapidez. Los hombres de los corredores se sorprendieron al ver con qué velocidad avanzaban las bestias. No corrían, sino que daban grandes saltos que los elevaban sobre el suelo, a una cadencia terrible. Sin duda era el mismo grupo que habían oído antes y probablemente habrían sido puestos sobre su pista por los mogs que huyeron después del combate junto a la roca. Era evidente que estaban siendo perseguidos por aquellos shelks. Tumithak lanzó una interjección de disgusto y desesperación, y estuvo a punto de lanzarse a su encuentro, pero Tholura le empujó a un lado. —¡Pronto! —gritó la muchacha—. Casi hemos llegado a la entrada del túnel. Una vez dentro, quizá podamos despistarlos en el laberinto de corredores. Así pues, se volvieron y huyeron hacia las colinas. Durante media hora corrieron locamente tras la muchacha vestida de azul. Pero cuando volvían la vista descubrían que la partida de shelks se acercaba más y más. Al fin, cuando Tumithak ya creía que no había otra elección sino volverse y luchar o morir huyendo, la muchacha se detuvo de repente. —¡Aquí! ¡Detrás de esa piedra! —exclamó y, al mirar adonde ella señalaba, Tumithak vio una estrecha grieta entre dos rocas—. ¡Adentro! —jadeó—. Puede que aún los burlemos. Pero Tumithak sabía que no podían limitarse a correr, porque los shelks estaban demasiado cerca. Los arácnidos se hallaban a menos de cien metros y, cuando el grupo se metió en el túnel, Tumithak vio que el jefe de la partida, que llevaba la delantera, alzaba ya su tubo de fuego para apuntar. Anticipándose, envió una ráfaga de calor hacia los shelks y luego se metió en la boca del túnel, muy semejante a una cueva natural. Disponen que el grupo se divida al entrar en el túnel taino —Están demasiado cerca —le gritó a Tholura—. Datto, Thorpf y tú, acompañad a Tholura hasta que se reúna con su pueblo. Nikadur y yo tenemos armas shelks. Nos quedaremos aquí para alejar a este grupo de shelks. Si huyéramos todos, nos seguirían hasta la ciudad y destruirían a todos los tainos. ¡Vamos, Nikadur! Tumithak regresaba hacia la entrada. Los demás vacilaron un momento. Luego, Nikadur se puso a la izquierda de su jefe, empuñando el tubo de fuego. Con gran sorpresa de Tumithak, Tholura se puso a su derecha.
—No puedo dejarte, Tumithak —dijo—. No te abandonaré para que mueras por mí y mi pueblo. Tumithak hizo un gesto de impaciencia. —No soy tan tonto que desee morir por un pueblo del que no sé nada, Tholura. Esto no será tan difícil como supones. Aquí en la entrada estamos a cubierto, y tenemos las mismas armas que ellos. En cambio, ellos no pueden cubrirse, e ignoran que yo poseo y sé manejar una de sus armas de fuego. Verás cómo los despacho pronto. Levantó el tubo de fuego mientras hablaba y disparó una ráfaga de calor. Los shelks lanzaron un resonante chillido de sorpresa. Tholura miró por encima del hombro de él y vio que los enemigos trataban de cubrirse. Tres de ellos yacían en el suelo, uno muerto y los otros dos gravemente quemados. Tumithak rió y su proyector de fuego volvió a lanzar un rayo invisible. Un cuarto shelk se dejó caer y replicó al fuego, y un lado de la cueva se puso al rojo mientras volaban esquirlas de roca alrededor de los defensores. Cuando se atrevieron a asomarse otra vez, los shelks ya habían logrado cubrirse detrás de rocas y árboles, y la batalla se convirtió en un juego de paciencia. Poco después, Nikadur ahogó una exclamación satisfecha y apuntó con su tubo. Uno de los grandes árboles empezó a arder cerca de la base, donde había recibido el rayo térmico, y el shelk, lanzando un áspero grito de angustia, salió del escondite que el calor hacía insoportable y corrió hacia una roca cercana. El rayo de Nikadur cortó su carrera, y cayó hecho cenizas irreconocibles. La risa de los loorianos mientras luchan contra los shelks Los loorianos volvieron a reír. Los combates de la jornada habían sido tan afortunados, que empezaron a subestimar a los shelks, a creer que aquellos enemigos no eran tan peligrosos como parecían. Mas pronto iba a ocurrir algo que les enseñaría a respetar a los shelks y les haría comprender que, al fin y al cabo, sabían muy poco acerca del uso de las armas shelks. Mucho tiempo faltaba todavía para que realmente pudieran combatir a aquellas fieras en igualdad de condiciones. El primer indicio de que pasaba algo raro lo observó Tholura al mirar hacia el techo de la cueva. Tenía un brillo rojo oscuro, porque recibía el fuego de algún shelk invisible para ellos. Tumithak no creyó que fuese peligroso, pues el techo estaba a varios metros por encima de sus cabezas. Y sin embargo, los shelks seguían concentrando sobre él sus rayos. Tholura gritó, cogió a Tumithak del hombro y lo arrastró hacia el interior de la caverna. —¡Atrás, loorianos! ¡Pronto! —gritó al mismo tiempo, y sólo el antiguo miedo instintivo les permitió retroceder con rapidez suficiente. Con un estrépito y un fragor que casi los ensordeció en aquel recinto cerrado, toda la entrada se derrumbó hacia dentro. Si se hubieran demorado un segundo más, todos habrían perecido aplastados bajo las rocas. 5 - La sabiduría de Zar-Emo Al comprobar cuan estrecho había sido el margen de tiempo que les permitió salvarse, todo el grupo se estremeció. Thorpf y Nikadur tenían pequeñas heridas donde habían sido alcanzados por fragmentos proyectados de roca. Tumithak se quedó unos momentos verdaderamente aturdido. Luego Tholura lanzó una risa temblorosa. —Aún estamos vivos, looriano —dijo—. Sinceramente, Tumithak, empiezo a creer de veras que tienes una suerte sobrenatural. Está claro que los shelks pensaban aplastarnos bajo las rocas de la entrada, pero ellos mismos han inutilizado sus esfuerzos. No sólo estamos salvos y casi sanos, sino que nos hemos librado de ellos, al menos por ahora.
Los hombres no respondieron. No compartían el alivio de Tholura, pues comprendían que, aun viéndose a salvo de los shelks, estaban aislados y no podían regresar a casa, incomunicados en un corredor cuyos habitantes podían resultar hostiles. Poco después, Tholura comenzó a bajar por el corredor. La siguieron en silencio, agitados aún por la última aventura, y luego empezaron a fijarse en los pasillos que atravesaban. Tumithak nunca había visto semejante laberinto de corredores ciegos y falsos cubículos, y la cabeza le daba vueltas cuando quería recordar el camino que seguían. Habían andado poco más de una hora, y empezaron a hallar habitáculos ocupados. Tumithak estaba sorprendido. Por la conversación de los mogs en la torre, y luego por boca de Tholura, sabía que el túnel de los tainos era muy superficial; pero el que la gente viviese a sólo una hora de la Superficie le pareció excesivamente temerario. No era raro que los shelks prefirieran cazar en los túneles de los tainos. Comparado con una cacería en este túnel, un ataque contra Yakra habría parecido una empresa de larga duración. En el túnel de los tainos. La gran ciudad Pronto iba a saber Tumithak que los tainos contaban con cierta protección en aquellos corredores laberínticos. Tholura los condujo por espacio de otros tres kilómetros a través de una serie de túneles y pasadizos que los dejaron totalmente desorientados. Por último, se detuvo después de bajar por una escalera que desembocaba en un corredor largo y ancho. —Aquí empieza la ciudad de los tainos, Tumithak —explicó—. Creo que será mejor que me adelante y anuncie tu llegada. Esperad aquí hasta que... Lanzó una exclamación cuando salió repentinamente un personaje de un cubículo cercano y se abalanzó sobre Tumithak. Era un muchacho, un joven de unos dieciséis años armado con una espada corta, pero su ataque era tan impetuoso que por un momento Tumithak se vio en un aprieto para defenderse. —¡Huye, Tholura! —gritó el muchacho, esgrimiendo la espada con gran habilidad—. ¡Huye mientras los contengo! —Luego se volvió hacia los loorianos—: ¡Inmundos mogs! ¡Jamás tocaréis a mi hermana mientras yo viva! ¡Vais a morir! Datto estaba a punto de atravesar al muchacho con la espada en su afán de proteger a Tumithak, pero las palabras de Tholura lo detuvieron. —¡Detente, Luramo! —gritó—. ¡Estáte quieto, te digo! Son amigos. —Luego le dijo a Tumithak—: ¡No le hagas daño! ¡Es mi hermano! Tumithak y Datto bajaron las espadas, y en seguida el muchacho les imitó, sonriendo avergonzado. —Es mi hermano Luramo —lo presentó Tholura, rodeando los hombros del joven con un brazo—. Es el menor y creo que el más valiente. Luramo relucía de satisfacción. —Raros amigos traes, Tholura —dijo—. Ahora veo que no son tainos ni mogs. Dime, ¿quiénes son? —Los que están aquí son más grandes que los tainos y los mogs —respondió Tholura—. ¡Éste es Tumithak, el matador de shelks, y sus compañeros, que también han matado shelks! ¡Salí a la Superficie, Luramo, y allí fui perseguida por tres mogs y tres shelks! ¡Y mientras luchaba con los mogs, Tumithak, con la ayuda de sólo uno de sus amigos, mató a los seis y me salvó! ¡Contempla las pruebas de su grandeza! Hizo que Tumithak se volviera para que Luramo pudiera ver la cabeza de shelk que colgaba de su cinturón. Luramo miró, espantado. Estuvo un minuto mirando y es fácil imaginar, mejor que describir, lo que pasó por su imaginación. Después de una vacilación, presentó su espada a Tumithak, con el gesto secular de lealtad. Tumithak sonrió y, tocando suavemente la
espada, aceptó la fidelidad del muchacho. Aunque en aquel momento no dio mayor importancia al acto, años después valoraría aquella fidelidad por encima de casi todas las demás, y Luramo se revelaría como uno de sus más valientes guerreros. La lealtad del joven Luramo Tholura contemplaba a Luramo con perplejidad, y le espetó: —¿Qué te ha traído hasta el límite de la ciudad, hermano? ¿Están todos bien en casa? —Supongo que bastante bien —respondió Luramo desdeñosamente—. Padre aún vive escondido en el habitáculo y se duele de que sus dos hijas hayan muerto a manos de los mogs, porque está convencido de que tú también has muerto. Luragra y Bathlura intentan consolarlo y juran que serás vengada si los mogs vuelven a aparecer por la ciudad. Pero no intentan seguir tu ejemplo, aun sabiendo que cuando saliste del túnel ibas hacia una muerte segura. He perdido muchas horas intentando persuadirlos para que saliéramos a buscarte. Ellos no ahorraban excusas para no moverse, y por eso, finalmente, decidí salir yo solo. Como habrás visto, no creí que realmente hubieras salido. Pensé que te extraviarías en estos pasadizos y que te encontraría aquí. Creo... creo que yo habría tenido miedo de salir a la Superficie —confesó, algo avergonzado. Tumithak se echó a reír y a continuación estrechó la mano del muchacho. —Luramo —dijo encantado—, sin duda tengo en ti y en tu maravillosa hermana dos aliados que van con mi manera de ser. No te avergüences de lo que no has hecho. Ignoro si habrá en toda la ciudad de los tainos otro hombre con valentía suficiente para llegar adonde tú has llegado. Luramo sonrió con orgullo y, mientras Tholura se disponía a proseguir el viaje interrumpido, envainó la espada y siguió a Tumithak, acompañando a los yakranos y a Nikadur. Poco después Tholura lo llamó y le dijo: —Conviene que te adelantes para anunciar nuestra llegada a la población. De lo contrario, alguien podría cometer el mismo error que tú y ponemos en un apuro. Luramo echó a correr y desapareció por un recodo del pasillo. Durante quince minutos, el grupo siguió andando por el corredor, y luego vieron a Luramo que se acercaba a la cabeza de una gran multitud. La gente se adelantaba con cautela, con el miedo característico de los hombres, pero al parecer podía más la curiosidad, excitada por las maravillas que Luramo les había prometido. En medio de ellos caminaba un anciano, un hombre que vestía una túnica blanca y cuya barba larga y rala le llegaba casi a la cintura. —Es Zar-Emo —susurró Tholura, señalándolo—. He aquí al sumo sacerdote de los tainos, el más sabio de todos en cuanto se refiere a la ciencia de nuestros sabios antepasados. Zar-Emo, el sumo sacerdote El sacerdote se acercó con la mano derecha extendida hacia arriba y hacia fuera, signo de paz que Tumithak entendió e imitó. El grupo de tainos se detuvo a poca distancia, y durante un rato todos se miraron con curiosidad. Tholura habló: —He estado en la Superficie, Zar-Emo, y regreso con invitados. Sin duda, Luramo te habrá contado ya cómo me salvaron estos hombres, matando shelks y mogs con sus armas prodigiosas. Éste es el jefe Tumithak, el más grande de los matadores de shelks, y sus compañeros son Nikadur, Datto y Thorpf. Después de las presentaciones, Zar-Emo dijo: —Bienvenidos a la ciudad de los tainos, extranjeros. Han pasado muchas generaciones desde la última vez que nos visitó alguien que no era inmundo mog ni shelk salvaje. Una antigua profecía dice que algún día bajará desde la Superficie un héroe que nos enseñará a manejar las poderosas armas de nuestros antepasados. ¿Eres tú?
Tumithak meneó la cabeza con pesar. —No, Zar-Emo. He oído hablar de la gran sabiduría de vuestros antepasados y, si es cierto lo que me ha contado Tholura, sé mucho menos que vosotros. Sin embargo, gracias a un golpe de suerte, tengo un arma shelk. Tal vez os permita averiguar algo sobre las máquinas y las armas de la antigüedad. Mientras hablaba, desató el tubo de fuego y se lo presentó al viejo sacerdote. Éste iba a cogerlo, cuando reparó en las varas blancas y brillantes que Tumithak aún llevaba atadas a la espalda. Al verlas, los ojos del sacerdote se abrieron de asombro y sus manos, que había alargado para tomar el tubo de fuego, cayeron inertes a sus costados. Permaneció en silencio, como si se hubiera quedado mudo de sorpresa, pero finalmente volvió en sí y habló. La historia de las varas encontradas en el coche —¡Oh matador de shelks! Llevas una cosa que es mucho más importante que la cabeza de shelk o el tubo de fuego. ¿Dónde conseguiste esas varas blancas y brillantes? Tumithak le narró sucintamente la batalla que había dado lugar al rescate de Tholura, y el descubrimiento de las varas en el vehículo, después de la victoria. Zar-Emo asintió. —Estoy seguro de no equivocarme —dijo con expresión de asombro. Tomó el tubo de fuego que aún le alargaba Tumithak, destornilló el extremo, quitó una tapadera... ¡y sacó un pedazo de vara blanca, medio consumido! —¡He aquí el Poder! —gritó con teatralidad—. ¡El combustible que propulsa las máquinas de los shelks! ¡Y tú, oh Tumithak, eres en verdad el enviado según nuestra profecía, pues has traído lo que necesitábamos para poner en funcionamiento las muchas máquinas que conservamos en nuestros museos! Mientras hablaba, sus seguidores inclinaron la cabeza en señal de acatamiento y respeto. Zar-Emo gesticuló esgrimiendo la vara ante Tumithak, mientras proseguía casi en un ataque de fanatismo: —¡Con esto los tainos podrán alimentar los tubos de fuego que tenemos en nuestros museos! ¡Con esto podremos propulsar las poderosas máquinas que abren túneles en el suelo! ¡Podremos hacer nuevos corredores, mucho más profundos que los habitados por nosotros ahora, tan profundos que los shelks y los inmundos mogs jamás podrán alcanzarnos! Con esto, los tainos conoceremos al fin la seguridad. —Con esto —le interrumpió Tumithak con un movimiento imperioso—, ¡enseñaremos a los salvajes shelks que el hombre aún es dueño de su destino! ¡Con esto expulsaremos a los shelks de sus apestosas torres de Shawm y con esto, finalmente, mataremos hasta la última de las bestias que hasta ahora han sojuzgado la Tierra! El joven Luramo le aclamó; Datto dio una vigorosa palmada en la espalda de su jefe, y Tholura asintió excitada con la cabeza. Zar-Emo y los demás tainos apenas daban crédito a sus oídos. Tumithak pensó que el momento era propicio para convertirlos a sus creencias, y lanzó un discurso muy semejante al que había pronunciado tantas veces en Loor y Yakra. El discurso de Tumithak Habló de su vida y de su misión; de su primer gran viaje a través de los corredores y también de cómo había matado al primer shelk, y de su posterior elevación a la soberanía de todos los corredores bajos. Luego rogó a los tainos que se fijaran bien, que comprendieran que él no era sino un hombre corriente, y que cualquier otro podía hacer lo mismo que él. La conclusión de su discurso fue la misma de siempre. Los tainos lo respetaron como a un ser sobrehumano; todos, y Zar-Emo el primero, le juraron
obediencia, y casi unánimemente se negaron a creer que fuese posible para ellos el luchar contra los shelks. Tumithak se dirigió al anciano sacerdote y le rogó que le asignaran un cobijo. —Sin duda pasaré aquí algún tiempo —explicó—, pues el camino a la Superficie está bloqueado y no veo el modo de regresar con mi gente si no logramos abrirnos paso. Y habrán de pasar muchos descansos antes de que lo consigamos. —No tantos como crees, quizá —respondió el sacerdote—. No quiero que te hagas ilusiones, pero tal vez haya modo de llegar a tus corredores sin necesidad de pasar por la Superficie. Te lo explicaré mejor cuando lo haya comprobado. Zar-Emo se volvió y los condujo hasta los corredores habitados. Durante un período equivalente a tres días, Tumithak vivió con los tainos y gozó de su hospitalidad. Le maravillaron los alimentos de los tainos, pues ellos habían conservado el procedimiento para que las pastillas de alimentos sintéticos tuvieran sabor. Por primera vez en su vida, Tumithak supo que el comer podía ser un placer y no la mera satisfacción de una necesidad. Tanto él como Datto, Nikadur y Thorpf estuvieron cerca de padecer un empacho. La vida entre los tainos La mayor parte del tiempo que no ocupaban en comer o dormir, Tumithak y sus compañeros estaban en el gran corredor del templo o museo, estudiando las maravillosas máquinas que habían legado los antepasados de los tainos. Los tainos las mantenían en excelente estado y todas podían servir, a pesar de los siglos transcurridos. Zar-Emo cargó un tubo de fuego y una máquina desintegradora para mostrar al grupo cómo funcionaban. Las dos máquinas interesaron sobremanera a Tumithak, pues sabía manejar la primera y la segunda era citada con frecuencia en el famoso libro que hacía tanto tiempo halló en una de las galerías desiertas de Loor. Pero aquellas no eran las únicas máquinas que conservaban los tainos y cuyo manejo o utilidad conocía Zar-Emo. El sacerdote mostró a los extranjeros armas maravillosas que mataban con sonidos agudos y otras que, según dijo, convertían el mismísimo aire en un veneno irrespirable. También había máquinas útiles al hombre, entre ellas las que producían la luz blanca y fría que iluminaba aquellos corredores. Y ahora todas servían, aunque convenía economizar, porque las varas que habían traído los loorianos no iban a durar siempre. Aquellas varas estaban hechas de un metal activado por medio de un tratamiento; sus átomos se desintegraban a una velocidad pasmosa. Cuando se exponía a cierto rayo generado por las máquinas, su transmutación en energía se aceleraba inmensamente. Pero, aunque este método de obtención de energía permitía almacenar una enorme cantidad de combustible en un espacio muy reducido, incluso las varas blancas terminaban por consumirse y quedar inservibles. Tumithak decidió consultar con Zar-Emo el mejor uso que podía darse a las varas, a fin de aprovecharlas al máximo. Él y sus compañeros se armarían de tubos de fuego e intentarían regresar a sus corredores. Zar-Emo meneó la cabeza. Se discute la posibilidad de una alianza —Sería muy expuesto tratar de abrirte paso hasta tus corredores, Tumithak —explicó, muy serio—. Creo que puedo ayudarte, de manera que no sólo evitaréis todos los peligros, sino que unirá tu pueblo y el mío en una alianza más estrecha de lo que puedas imaginar. Desconcertado, Tumithak le rogó al taino que se explicase, pero Zar-Emo volvió a menear la cabeza.
—No estoy seguro de que mi proyecto sea factible —explicó—, conque prefiero no fomentar esperanzas que tal vez no pueda satisfacer. Pero al día siguiente, el anciano llamó a Tumithak y a Nikadur y los condujo a un corredor desierto, donde había una extraña máquina. Era un aparato demasiado complicado para el entendimiento de los loorianos. Parecía una caja de metal de un metro y medio de altura, coronada de extraños tubos transparentes, dentro de los cuales brillaban raros resplandores. De un lado de la caja metálica salía un largo brazo, en cuyo extremo había un gran tarugo blando, fijado al muro del corredor a modo de ventosa. ZarEmo apuntó al lado opuesto y allí, a unos cien metros, estaba otra máquina igual. Uno de los sacerdotes de Zar-Emo ocupaba un pequeño taburete al lado de la caja metálica. A una palabra de su superior, se puso en pie y se caló en la cabeza un curioso aparato que le cubría las orejas. Luego movió una perilla de la caja, se volvió y llamó al hombre que manejaba la otra máquina. Éste se puso también en la cabeza un aparato idéntico y puso en marcha su dispositivo. Probando una máquina detectara de sonidos en los corredores Durante varios minutos ambos manipularon las perillas, y de vez en cuando escuchaban con atención, como si oyeran algo que resultaba inaudible para los demás. Después el más cercano habló con Zar-Emo: —Aquí se capta un tono distinto, Zar-Emo —dijo—. ¿Cómo podremos saber qué significa? El sacerdote le indicó que se levantara, y luego le ofreció el puesto a Tumithak. El looriano hizo lo que le pedían, aunque no entendía nada, y se caló cuidadosamente el aparato sobre los oídos. Al hacerlo le ensordeció de repente un ruido extraño, un zumbido continuo y monótono. Tumithak se quitó el aparato e interrogó con la mirada al sumo sacerdote. Al ver el desconcierto en los ojos de Tumithak, Zar-Emo le explicó: —Esta máquina era utilizada por nuestros antepasados para detectar filones subterráneos de metal, venas de agua e incluso cavernas subterráneas. Se basa en el principio del eco. Una parte de este brazo pegado al muro del corredor envía un sonido a través de la roca, aunque es tan agudo que los oídos humanos no pueden percibirlo. El sonido viaja a través de la roca hasta que choca con alguna materia diferente, y allí se refleja en parte para ser recogido por el mismo brazo, en un receptor que lo capta y lo modifica a fin de que sea audible a través de los auriculares que lleva Coritac. Ten en cuenta que este sonido no es como los ruidos que estamos acostumbrados a oír. Como decía, es demasiado agudo para el oído humano, y se propaga de un modo totalmente distinto a los sonidos normales. En primer lugar, estas ondas sonoras pueden concentrarse en un haz, como las ondas luminosas; además, sufren pequeñas alteraciones según la densidad de la materia que las refleja. Así podemos saber exactamente en qué dirección se halla el material reflector, y si es líquido, sólido o, digamos, una caverna o agujero. He pensado, Tumithak, que si descubriésemos una excavación en línea recta a través del subsuelo, podríamos suponer con bastante certeza que eran tus corredores nativos. De este modo sabríamos en qué dirección se hallan. Con ayuda de otra máquina emplazada a cierta distancia, podríamos averiguar la distancia exacta que media entre estos corredores y los tuyos. Localización de los corredores toorianos mediante el sonido Tumithak le escuchaba con asombro. No había comprendido sino en parte lo que le explicaba el taino, pero al final se perdió por completo. Zar-Emo tuvo que explicarle el misterio de los dos ángulos y el lado comprendido, con los cálculos necesarios para
averiguar la distancia entre su hogar y aquel corredor lejano. Y cuando lo comprendió, su asombro fue aún mayor. —Realmente, Zar-Emo —exclamó—, los prodigios de tus antepasados superan todo lo conocido. Pero me gustaría saber una cosa: ¿por qué te interesa tanto localizar mis corredores? El taino sonrió con orgullo mientras se acercaba y ocupaba el asiento del que Tumithak, en su excitación, se había levantado. —¿Has olvidado la máquina desintegradora? —preguntó—. ¡Me propongo abrir un nuevo corredor, desde el túnel de los tainos hasta el de los loorianos! Las horas siguientes fueron apasionantes. Varias veces los operarios creyeron descubrir el corredor lejano, pero al hacer un análisis más detallado averiguaron que sólo habían descubierto una pequeña caverna o una corriente subterránea de agua. Pero al fin detectaron algo que, dada su orientación lineal y regular, sólo podía ser una galería abierta por el hombre. Luego Zar-Emo y sus hombres realizaron una serie de comprobaciones, que dieron lugar al cálculo de la distancia y dirección exactas en que se hallaba el corredor natal de Tumithak. El grupo regresó a la zona habitada del túnel y todos, muy animados, se prepararon para el trabajo del día siguiente. La máquina desintegradora fue trasladada desde el almacén hasta el emplazamiento de los detectores. Era un artefacto raro y monstruoso, cuya parte delantera llevaba un gran emisor de rayos en forma de trompeta, y en la de atrás tres asientos que debían ocupar los hombres que la manejaban. Zar-Emo dejó que sus subordinados cuidaran de la máquina, y regresó con Tumithak a la ciudad para cenar. —Creo que debes ser uno de los encargados de manejar la máquina, Tumithak —le dijo al looriano cuando terminó la cena—. No sólo porque te corresponde ese honor, sino porque conviene que estés presente para convencer a tus amigos de que nuestra misión es pacífica. Tu puesto en la máquina será secundario, y no te costará mucho aprender. Después del tiempo de descanso el grupo volvió al corredor donde se hallaba la máquina de rayos desintegradores. Nikadur y los yakranos, que se proponían acompañar a Tumithak adonde fuese, recibieron sendos tubos de fuego, lo mismo que el joven Luramo, que insistió en formar parte del grupo de Tumithak. Y, para sorpresa de Tumithak, hubo otra persona que solicitó ser considerada como guerrero... nada menos que Tholura, quien afirmó que no permitiría que sus nuevos amigos corrieran peligro sin acompañarles en él. Por último consintieron en ello y Zar-Emo se acercó a Tumithak, que ya había ocupado su puesto en la máquina, para instruirle en lo que debía hacer. El manejo de la máquina —Mira aquí, looriano —indicó el sacerdote—. Detrás de ti, en esa pared, hay una gran cruz blanca. Cuando mires por este ocular que tienes delante verás otra cruz pintada en el espejo, donde también observarás la imagen de la primera cruz. Siempre que la cruz reflejada coincida con la otra, la máquina avanzará en la dirección correcta. Si se desvía siquiera el ancho de un cabello, debes avisar en seguida a los dos hombres que manejan la máquina. Esto es todo; los míos se ocuparán de lo demás. Tu grupo te seguirá cuando la roca se haya enfriado lo suficiente para poder pasar. Adiós. Que todo salga bien. Entonces se volvió para dar una orden a los hombres que acompañaban a Tumithak. Uno de ellos accionó una palanca, se produjo un relámpago cegador de luz y, mientras el resplandor adquiría un tono violáceo, Tumithak vio que se abría un gran agujero en la pared adonde apuntaba el emisor en forma de trompeta. El otro accionó una palanca que tenía a su lado, apretó un pulsador y la máquina avanzó poco a poco hacia la abertura. A medida que avanzaba, el agujero se hacía más grande y despedía una ráfaga de aire caliente, con un olor extraño. La máquina penetró en el agujero y la tierra siguió
volatilizándose. ¡Tumithak y sus amigos reanudaban un trabajo que los hombres habían abandonado desde hacia casi dos mil años. Abriendo el túnel Tumithak no apartó la mirada del visor en varias horas. Era una tarea tediosa, porque la máquina no solía desviarse del rumbo fijado. De vez en cuando tropezaban con un filón de roca dura, y esto producía una ligera desviación que era señalada por Tumithak a los demás, para ser inmediatamente corregida. La gran cruz blanca que Zar-Emo había pintado en el corredor disminuyó a medida que se alejaba la máquina, y cuando Tumithak ya no pudo verla centró la mira en la lejana boca del nuevo pasadizo. La máquina siguió su camino. El calor era terrible. Los rostros de Tumithak y de los dos sacerdotes estaban bañados en sudor. Por último, después de horas de continuo trabajo, convinieron en hacer un alto. Pararon la máquina y se acomodaron en los asientos para el merecido descanso. Una hora después pusieron de nuevo en marcha la máquina. —Seguramente habremos hecho más de la mitad —dijo uno de los sacerdotes—, pero la segunda mitad será mucho más difícil que la primera. Aquí el calor no se disipa como sucedía cuando estábamos cerca de la salida. Tenía razón. Tumithak nunca había sentido tanto calor y el tiempo se le hacía muy largo. Le parecía que tardaban días, semanas de ahogo abrasador e implacable, hasta que uno de los hombres anunció que por fin se acercaban a la meta. Tumithak se entusiasmó y, naturalmente, creyó que ahora el tiempo discurría con más rapidez. Finalmente, empezaron a oír una resonancia hueca en la roca que excavaban; poco después se abrió un agujerito que aumentó de tamaño rápidamente y, mientras los sacerdotes desconectaban la energía de la máquina, Tumithak saltó de su asiento y se vio en una antigua y conocida galería. Un pasadizo familiar para Tumithak. Una carta de su padre escrita en la pared Estaba en una zona del corredor ruinoso y abandonado que conducía de la Superficie a las Galerías de los Estetas. No lejos de allí había visto en cierta ocasión cómo los shelks asesinaban a un grupo de Estetas y, temblando de horror, se había preguntado por qué lo hacían. A menos de tres kilómetros de allí, si recordaba bien, debían estar esperándole sus guerreros. ¿Estarían allí todavía o les habrían dado por muertos, regresando a Loor y Yakra?, se preguntó. ¿O quizás habrían sido sido descubiertos y exterminados por los shelks? Tumithak recordó con súbito recelo que Datto se había gloriado ante el jefe shelk por la expedición a las Galerías de los Estetas. ¡Y el jefe shelk había ordenado una investigación! Presa de angustia, y pensando en mil y una desgracias que podrían haber ocurrido, hizo seña a los dos sacerdotes para que lo siguieran y echó a correr. Mientras se acercaba al lugar donde había dejado a su grupo, su angustia aumentó, pues el silencio reinante indicaba que el pasillo estaba desierto. Cuando llegó creyó hallar confirmados todos sus temores. Pero en una de las paredes, su padre había garabateado un mensaje que decía: Tumithak: nuestros guardias nos avisan de que se acerca un grupo de shelks. Los salvajes de los Corredores Tenebrosos se han ofrecido a ocultamos en las grietas y cavernas de su región. Allí estaremos. Si alguna vez regresas, búscanos en los Corredores Tenebrosos. Tumlook.
En seguida, Tumithak quiso continuar viaje hacia los Corredores Tenebrosos, pero pensándolo mejor, decidió esperar a la llegada de la expedición que venía de la ciudad de los tainos, pues sabía que pasarían tan pronto como estuviera practicable el camino. Volvió adonde sus compañeros y se pusieron a comer de sus provisiones; luego entraron en un habitáculo oculto y se dispusieron a descansar. El encuentro Despertaron al oír ruidos fuera. Allí se hallaban Nikadur, Tholura y los demás, que habían llegado mientras ellos dormían y estaban muy preocupados por su desaparición. Nikadur había descubierto el mensaje de Tumlook, y estaba a punto de dirigir a los suyos hacia los Corredores Tenebrosos cuando salieron Tumithak y sus compañeros. Los recién reunidos decidieron emprender en seguida la búsqueda de Nennapuss y los demás guerreros; no habrían recorrido más de un kilómetro y medio cuando se toparon con todo el grupo, que regresaba al campamento con grandes precauciones. Se habían ocultado en los corredores tenebrosos mientras los shelks registraban los de arriba. Cuando estuvieron seguros de que el enemigo había regresado a la Superficie, se dispusieron valientemente a ocupar de nuevo los Corredores de los Estetas. Nennapuss y Tumlook, que estaban al mando de la partida, se regocijaron viendo sanos y salvos a sus camaradas, y los acosaron a preguntas. Tumithak narró sus aventuras en pocas palabras, y les habló de las maravillosas máquinas de que ahora disponían. El entusiasmo de los loorianos y los yakranos no tuvo límites, y rompieron en una triunfal aclamación que despertó los ecos dormidos de los corredores. Luego los jefes conferenciaron y empezaron a trazar un plan para atacar la ciudad de Shawm. 6 - Shawm invadida Las horas siguientes fueron de gran ajetreo para los pobladores de los subterráneos. Los diez o doce kilómetros del nuevo corredor se convirtieron en un activo mercado, por donde iban y venían tainos, loorianos y yakranos, cambiando los tesoros capturados a los Estetas por los maravillosos alimentos que eran la exclusiva de los tainos, y por las armas antiguas ahora tan poderosas. Tumithak regresó a la ciudad de los tainos y acompañó a Zar-Emo por el nuevo pasillo, para discutir con los demás jefes las posibilidades de atacar Shawm. Hablaron e hicieron proyectos durante varios días, hasta quedar de acuerdo. Nikadur se quedaría con Tumlook, Nennapuss, los loorianos y los nonones, mientras Tumithak, con Datto, Thorpf y los demás yakranos, pasaría por la región de los tainos y saldría a la Superficie para atacar la ciudad por el otro flanco. Los que permanecieran en el túnel esperarían cincuenta horas y luego, a la hora tercera de la noche siguiente a la expiración de dicho plazo, atacarían a su vez. Si los planes salían bien, los dos ataques por sorpresa coincidirían y serían, sin duda, abrumadores. Los shelks quedarían cogidos entre dos fuegos y de este modo los hombres de los túneles confiaban en poder exterminarlos hasta el último. La ciudad de Shawm quedaría en manos de los hombres, con todas sus máquinas y recursos maravillosos, y el hombre volvería a ocupar un lugar bajo el Sol, en la superficie del mundo. Fue un Tumithak orgulloso el que conduio a los yakranos, entre cánticos de batalla, a través de la ciudad de los tainos y los corredores laberínticos y hasta la entrada que los shelks habían cerrado con el rayo de calor. Hicieron alto mientras uno de los tainos despejaba la salida con una máquina desintegradora, y luego continuaron hacia la Superficie. Allí Tumithak fue detenido por un grupo de tainos que les había seguido por el corredor. Eran unos diez, y los mandaba el joven Luramo.
—¡Espera, Tumithak! —gritó—. Aquí hay algunos guerreros que quieren ir contigo. No todos los tainos son tan cobardes como supones. El grupo se adelantó y Tumithak vio que la mayoría eran muchachos, jóvenes en quienes aún no había hecho presa aquel miedo terrible que agarrotaba a los mayores. Tumithak les pasó revista, y de súbito abrió los ojos con sorpresa. —¿Tú, Tholura? —preguntó, asombrado—. ¿Pretendes acompañar a estos guerreros? Opino que una misión de guerra no es empresa apropiada para una mujer. La muchacha le respondió con indignación. —Vas a retirar ahora mismo lo que has dicho, Tumithak. Sin duda recordarás que, de todos los tainos, fui la primera que se atrevió a pisar la Superficie. ¿Acaso has olvidado que dijiste que yo era una aliada, y que iba con tu manera de ser? ¿Crees qué voy a quedarme oculta en los pasadizos mientras los demás van al combate contra los enemigos del hombre? Tholura acompaña a los guerreros Tumithak sonrió. La muchacha le había cogido con sus propias palabras y, pensándolo bien, no había motivos para obligarla a quedarse. Mas, de pronto, y por alguna razón inexplicable, le pareció que sería terrible vivir si Tholura sucumbía en la lucha. Había querido protegerla del modo más sencillo: ordenándole que regresara a los pasadizos. Pero, al ver que ella no iba a obedecerle, se encogió de hombros y le hizo sitio a su lado, junto con Datto y Thorpf. La partida cruzó sin incidentes ni aventuras las colinas y la sabana de hierbas. Al adentrarse en el bosque, Tumithak se sintió más seguro, sobre todo porque ya anochecía y, aunque esto los obligaría a marchar más despacio, no correrían peligro de ser sorprendidos por el enemigo. El amanecer los halló cerca del lugar donde habían dejado el resto de las varas blancas; poco después experimentaban la satisfacción de hallarlas bajo las hojas donde las había escondido Tholura. En vista de que no podían hallarse muy lejos de la ciudad de Shawm, los guerreros avanzaron con gran cautela, acaudillados por Tumithak. Éste saltaba de un árbol a otro, o se arrastraba entre los matorrales cuando éstos eran lo bastante espesos para ocultarse. Por último escalaron una colina rocosa y pelada. Al mirar hacia abajo descubrieron a lo lejos las torres de Shawm. Las torres como agujas, con sus cables de comunicación y sus resplandecientes paredes metálicas, eran un espectáculo sorprendente para los hombres de los subterráneos, pero después de una jornada tan llena de sucesos extraordinarios lo único que experimentaron fue un sentimiento de satisfacción al verse cerca de la meta. Tumithak siguió oteando más allá de las torres como si buscara algo, y luego lanzó un grito de alegría. La entrada a Loor —¡Mira allí, Datto! —gritó—. ¿Ves la entrada a nuestro túnel? Detrás del grupo de torres se distinguía, muy lejana, la trinchera que constituía la entrada a los amplios corredores de acceso a Loor. Allí, bajo tierra, Tumlook y Nennapuss esperaban con su ejército el momento de salir y emprender la conquista de Shawm. Tumithak indicó la boca del túnel a los demás; Tholura y Luramo mostraron especial interés. Mientras miraban, uno de los tainos lanzó un grito, por lo que Tumithak se volvió. Apuntaba al cielo. El looriano alzó la mirada, y se le escapó un grito de temor. Sobre ellos pasaba una de las máquinas voladoras de los shelks, una máquina enorme que como mínimo daría cabida a una docena de shelks.
Al instante, la escena se convirtió en un caos indescriptible. Las valientes ambiciones de conquista habían desaparecido, y los hombres no recordaban otra cosa sino aquel gran temor ancestral que durante tantas generaciones los había dominado. Los tainos y, por cierto, muchos de los yakranos, pese a ser éstos más valientes, se alejaron y huyeron buscando con desesperación las rocas, los árboles, los matorrales o cualquier otra cosa que pareciera ofrecer protección. En menos de dos minutos, sólo quedaban junto a Tumithak: Datto, Thorpf, Tholura, el joven Luramo y otros tres yakranos. Como iban armados con tubos de fuego, no cedieron terreno y observaron la nave que se acercaba. La máquina revoloteó un instante como un pájaro gigantesco y luego se posó en el suelo. A un lado se abrió una puerta... ¡y Tumithak le dirigió una ráfaga de fuego! Se oyó un grito estridente, y la puerta se cerró. Tumithak sonrió torvamente, haciendo seña a los demás para que retrocedieran. A unos veinte metros había un peñasco, y los condujo apresuradamente allí, donde se cubrieron y esperaron el próximo movimiento de los shelks. Por fortuna para Tumithak, la nave era de transporte y no venía armada para el combate. Desde luego, varios de los shelks que la ocupaban llevaban armas, pero no había armamento exterior, ni era posible disparar los tubos de fuego desde el interior con las puertas cerradas. Por tanto, los shelks no podían atacar. Pero, aunque parezca raro, a Tumithak y a sus compañeros no se les ocurrió que el avión estaba a su merced. Durante demasiados siglos, las armas del hombre sólo se habían vuelto contra el hombre; la idea de destruir a los shelks abrasándolos con su nave no pasó en ningún momento por la cabeza de Tumithak. Al parecer, la batalla estaba en punto muerto. La máquina voladora captura a Tholura y a otros dos De improviso, como si los de dentro hubieran tomado una decisión, la nave shelk se elevó quince metros y sobrevoló la roca que ocultaba a los expedicionarios. Se detuvo allí un instante, y sacó de la parte inferior del casco una enorme mano de metal, parecida a una garra. ¡La nave descendió con vertiginosa rapidez, y la garra cogió a tres componentes del grupo llevándoselos hacia arriba! ¡Tumithak exhaló un grito terrible, lo mismo que los demás, porque entre los tres atrapados estaba Tholura! Mientras veía alejarse la nave, la mente de Tumithak era un hervidero de emociones confusas. Revivió mentalmente la batalla durante la cual había conocido a Tholura; recordó su valentía y su belleza; pensó lo aburrido y poco interesante que iba a ser su mundo si le faltaba ella... y, de pronto, comprendió que la amaba. ¡Y estaban llevándosela de su lado! Pensó con angustia en la manera de salvarla. Demasiado tarde se le ocurría el tratar de reventar la nave con su tubo de fuego, pues ya volaba demasiado alta y, si lo intentaba, seguramente Tholura iba a morir en la caída. Mientras desechaba la ocurrencia, vio que la nave sobrevolaba el bosque y desaparecía hacia las torres de Shawm. ¡Si no había muerto aún, Tholura era prisionera de los shelks! Tumithak se dejó vencer por el dolor. El joven Luramo se acercó y le tomó de la mano. Tumithak vio lágrimas en los ojos del muchacho pero, sabiéndose observado, el joven hizo un esfuerzo por sonreír y dijo valerosamente: —Aún no ha terminado todo, Tumithak. Lloremos a mi hermana después que la hayamos vengado. Estas palabras animosas galvanizaron a Tumithak. No ignoraba cuánto quería Luramo a su hermana, pero ahora el muchacho le recordaba que la misión exigía sacrificios aún mayores, si fuese posible. Y Tumithak se dijo que lo tendría en cuenta. Dolor y cólera de Tumithak
Pocos minutos después, Tumithak volvía a ser el de siempre. Reunió a todos los yakranos y tainos que pudo encontrar, los reprendió severamente por su cobardía y los incitó a enmendar tal actitud en la próxima batalla. Luego llamó a Luramo, le indicó la boca del túnel looriano que se veía a lo lejos y le preguntó: —Luramo, ¿crees que podrías abrirte paso a través del bosque hasta la boca del túnel? —El muchacho contestó afirmativamente y Tumithak prosiguió—: Debes ir derecho allá y decirle a Nikadur que el ataque debe comenzar en seguida. Sin duda, los shelks advertirán a Shawm de nuestra presencia, de modo que ya no podemos esperar. Nosotros iniciamos el ataque inmediatamente. ¡Apresúrate, Luramo! El joven taino bajó corriendo la colina y, un instante después, se adentró en el bosque. Luego, Tumithak gritó una orden y el grupo se dispuso a atacar Shawm. En la ciudad shelk de Shawm habían ocurrido acontecimientos insólitos. No era una ciudad grande, ni más antigua que la mayoría; constituía poco más que una colonia reciente en aquella comarca sin cultivar y despoblada, que durante muchos siglos habían tenido abandonada los shelks. Por eso, en la historia de la ciudad jamás había pasado nada comparable a los últimos acontecimientos. De la profundidad de los corredores había surgido una raza de hombres manifiestamente salvajes, y peligrosos sin lugar a dudas. Lo primero, el extraño asesinato de un mog con la persecución y ulterior evasión de los individuos que lo habían matado; a continuación de esa insólita catástrofe, la noticia de que un grupo de shelks y mogs habían sido muertos con sus propias armas en el bosque cercano a Shawm. Prácticamente todo el grupo que salió de batida había sido exterminado, y los que escaparon regresaron hablando de hombres armados con tubos de fuego que habían huido por el túnel de los tainos. Y no era esto lo más desconcertante, sino que uno de los salvajes capturados y supuestamente enviados a Kaymak había dado a entender que venía de la región donde estaban situadas las Galerías de los Estetas. Los shelks iniciaron preparativos para invadir ambos túneles y restablecer la seguridad, borrando hasta el recuerdo de los hombres que habitaban en ellos, cuando llegó a la ciudad una nave con la noticia de que se acercaba un numeroso grupo de hombres armados con rayos de calor. Como prueba traían tres ejemplares cogidos con la garra mecánica. En seguida se desató una excitación incontenible. Los shelks corrieron de un lado a otro, se armaron, se apostaron en varios lugares de la ciudad para reforzar la guardia y defender la zona del bosque por donde se anunciaba el peligro. Todo el estupendo armamento, orgullo de la pequeña ciudad, estaba preparado. Hakh-Klotta, el GobernadorSubalterno, incapaz de creer que los hombres verdaderamente pudieran ser tan inteligentes como para emplear rayos de calor, reunió a un grupo de cazadores entrenados y los envió en la dirección de donde había venido la nave. Desde una torre observó cómo cruzaban el claro entre la ciudad y el bosque, y sonrió cruelmente al ver que no pasaba nada. Si el bosque hubiera estado lleno de salvajes, pensó, habrían carbonizado a los mogs antes de que éstos pudieran alcanzar la relativa protección de los árboles. Pero apenas había llegado a esta conclusión, brotó una columna de humo del suelo delante de los mogs, luego otra y otra, y los mogs cayeron ante sus ojos hechos antorchas vivientes por la acción de los rayos de calor disparados desde el bosque. Un verdadero peligro amenaza la ciudad Hakh-Klotta se convenció de que el peligro era real, y empezó a reflexionar con más detenimiento. Se preguntó si sería posible atacar a los desconocidos, pues éstos se mantenían escondidos entre los árboles, fuera del alcance de las defensas de la ciudad. Los hombres de los subterráneos no se atrevían a abandonar la protección de los árboles, pero tampoco los shelks podían abandonar el refugio de las torres. Por tanto, la batalla se asemejaría a un asedio.
En realidad, la idea de un asedio no había pasado por la mente de Tumithak. Sabía que desde aquel punto no podría acercarse a Shawm, por cuanto quedaba un espacio despejado de casi cuatrocientos metros entre el bosque y las torres. El looriano recordó que, en el lugar por donde había escapado de Shawm, los árboles prácticamente llegaban hasta las torres. Conque dejó un destacamento a las órdenes de Datto y Thropf para que asediaran aquella parte de la ciudad y, con doce hombres, se dispuso a atacar por el otro punto. El ataque Fue una suerte para Tumithak que se le ocurriese tal idea en seguida, porque el anciano Hakh-Klotta no era lerdo y lo pensó casi al mismo tiempo que aquél. Al instante envió un grupo de shelks para que cubrieran aquel flanco. Por eso, mientras Tumithak y sus guerreros se acercaban por entre los árboles, vieron que los shelks hacían lo mismo pasando de una torre a otra. Tumithak ordenó a sus hombres que atacaran ya. En ese momento, el pelotón de shelks disparó varias ráfagas de calor. Cubriéndose detrás de un árbol, indicó a sus hombres que le imitaran; luego conectó su tubo de fuego y apuntó el rayo a una de las torres donde se resguardaban los shelks. Los shelks replicaron disparando sus rayos sobre los troncos de los árboles que servían de protección a sus adversarios. Evidentemente, se proponían quemar el árbol y luego alcanzar al hombre oculto. Pero Tumithak tuvo una idea mejor, y ordenó en voz baja a sus hombres que dirigieran el fuego a las torres situadas a derecha e izquierda de los shelks, quemando únicamente las paredes que estuvieran más cerca de los defensores. Los demás comprendieron su intención y la pusieron en práctica sin vacilar. Los árboles estaban cargados de la savia de comienzos de primavera y ardían mal, pero las torres de metal absorbían el calor con rapidez y, antes de que los rayos de calor llegasen a quemar los árboles, Tumithak había logrado su objetivo. Dos torres situadas a derecha e izquierda de los shelks se derrumbaron de súbito, derretidas por la base, y cayeron estrepitosamente aplastando todo el grupo de shelks. Casi todos murieron allí, otros quedaron gravemente heridos, y el único que por lo visto había salido ileso se volvió y huyó hacia el centro de la ciudad como alma que lleva el diablo. Los hombres lo vieron atónitos, no dando crédito a sus ojos. Aunque les parecía increíble, estaban viendo realmente a un shelk que huía de un grupo de hombres. Se quedaron un rato atolondrados, hasta comprender que eran los vencedores de aquella primera escaramuza con los shelks. ¡Los defensores estaban muertos o agonizantes, y la entrada a Shawm quedaba expedita! Mas Tumithak no quiso lanzarse temerariamente hacia la ciudad. Dio órdenes de abrasar metódicamente las torres de aquella zona de Shawm. Las torres cayeron, y sus cimientos estallaron por efecto del terrible calor de los tubos de fuego que manejaban los yakranos. Las torres caídas, la ciudad indefensa A medida que caían las torres, los hombres de los túneles avanzaban entre las ruinas y, poniéndose siempre a cubierto, dio principio la destrucción de otras torres situadas más al interior de la ciudad. Pero no se les dejó continuar muchos minutos su obra destructiva. Habían echado abajo media docena de torres cuando nuevos grupos de shelks presentaron combate y, en un momento de descuido, dos yakranos cayeron por no haberse ocultado a tiempo. Una vez dentro de la ciudad, los hombres de los túneles contaban con una ventaja. Los shelks, aunque desesperados, procuraban combatir a sus enemigos sin destruir sus
casas, mientras los hombres no tenían por qué andarse con miramientos, y habrían destruido de buena gana toda Shawm para matar un solo shelk. Por ello, y pese a las bajas, Tumithak y sus hombres avanzaron hasta llegar a una pequeña elevación, desde donde podían atacar al grupo de shelks que defendía el lado asediado por Datto y sus hombres. En aquel momento, el fornido jefe yakrano, su sobrino aún más fornido y los salvajes guerreros asaltaban el espacio despejado y un instante después entraban en la ciudad. Atacaron a los shelks lanzando fieros gritos y olvidando, ahora que se enfrentaban cuerpo a cuerpo con los monstruos, el empleo de los tubos de fuego y los rayos desintegradores. A tan corta distancia, los rayos venían a ser armas de doble filo, pudiendo alcanzar tanto al amigo como al enemigo; incluso los shelks comprendieron este peligro y dejaron de emplearlos. En sus garras aparecieron armas no vistas hasta entonces, como cuchillos y afilados molinillos de aspas de acero montados sobre un mango, que giraban a gran velocidad, como suelen hacer los de los niños; eran armas peligrosas, pues cada vez que tocaban un brazo, una pierna o una cabeza, el miembro quedaba cortado al instante. De modo que la batalla se convirtió en una lucha cuerpo a cuerpo comparable a las batallas del mundo antiguo, anteriores a la era científica. Por primera vez en casi dos mil años, la Humanidad se enfrentaba a sus enemigos en igualdad de condiciones. Y no hacía mal papel. Los shelks ya retrocedían ante los hombres, cuando un clamor lejano indicó a Tumithak que Nikadur y los loorianos habían salido del túnel. Lanzó en respuesta un grito de triunfo y atacó a los shelks con renovado vigor. No disponemos de espacio para narrar todas las incidencias de la batalla. Ésta se había convertido en una serie de enfrentamientos individuales y, en este género de lucha, los actos heroicos se cuentan por docenas. Thurranen de Nonone fue de los que más se distinguieron en esta lucha, al igual que otros muchos, que después serían famosos caballeros del reino de Tumithak; Luramo confirmó la buena opinión que Tumithak había formado de él mientras Datto, Nikadur, Thorpf, Nennapuss, Tumlook y sus pares sumaron proezas por la eficacia terrible con que destruyeron un shelk tras otro. La batalla toca a su fin Por dos veces estuvo Tumithak cerca del viejo Hakh-Klotta; dos shelks murieron valerosamente para que el viejo gobernador pudiera huir del terrible jefe de los hombres de los corredores. Tumithak se asombró al ver cómo los shelks se sacrificaban por defender a un anciano. Por primera vez recibía pruebas de aquel extraño instinto social que más tarde le permitiría obtener grandes victorias sobre los shelks. Años después sabría que una batalla con los shelks venía a ser como el juego del ajedrez: capturado el rey, partida terminada. Pero entonces el looriano ignoraba tal hecho y, mientras Hakh-Klotta se batía en retiraba, se contentaba con atacar a algún shelk subordinado. La batalla continuó y los shelks morían uno tras otro. Para ellos la derrota debía ser inconcebible. ¡Imaginaos a un hombre vencido en una batalla contra ovejas y cerdos armados de revólveres y cuchillos, y aliados para atacar una aldea! Probablemente, ésta es la comparación más aproximada que nosotros, hombres modernos, podemos imaginar. No se crea que la batalla fuese fácil para los hombres de los túneles. En algunos puntos, los shelks obtenían momentánea ventaja, y docenas de hombres caían bajo sus cuchillas giratorias. A veces algunos hombres quedaban aislados de los demás, y entonces un tubo de fuego, manejado por algún shelk, los convertía en cenizas sin darles cuartel. Pero por cada hombre que moría bajo las cuchillas giratorias de los shelks, dos de éstos perecían bajo las espadas o atravesados por las flechas de los hombres; por cada
grupo abrasado por los tubos de fuego de los shelks, muchos monstruos caían ante el fuego de los hombres de los corredores. Retirada hacia la maquina voladora Finalmente, el sol se hundió en el horizonte y el último grupo de shelks se retiraba hacia la enorme máquina voladora inmovilizada en el centro de la ciudad, tratando de defender aquella posición. Si antes habían esperado poder subir y escapar por el aire para pedir ayuda a la capital, Kaymak, ahora lo impedía Tumithak al ordenar a uno de sus hombres que barriera el terreno frente a la escotilla desde una torre cercana. De este modo se frustraba la última esperanza de los shelks. No obstante, ellos resistieron allí con todas sus energías, por si la fortuna les permitía alcanzar la nave y huir. En aquel momento, tal eventualidad no parecía muy probable. Pronto iban a ser exterminados. Pero luego el looriano que cubría la nave lanzó un grito y cayó de espaldas, con la cabeza carbonizada por el rayo de calor de un tirador shelk apostado. Nikadur volvió inmediatamente su tubo de fuego hacia el lugar de donde había surgido el rayo, y tuvo la satisfacción de ver que el shelk, alcanzado, caía gritando desde la claraboya de la torre. Pero, en los pocos segundos que la escotilla del navio había quedado imbatida, parte de los shelks sobrevivientes pudieron entrar y cerrar la puerta. No hace falta decir que Hakh-Klotta fue el primero en entrar. Mientras la puerta se cerraba, los shelks rezagados murieron todos bajo los rayos de los yakranos. Tumithak estaba a punto de ordenar que los tubos de fuego convirtieran la nave en metal derretido, cuando se le ocurrió una idea espantosa. No habían hallado en ningún lugar de Shawm a Tholura ni a los dos yakranos capturados. ¿Era posible que siguieran dentro de la nave? En tal caso, abrasar la nave era condenarlos a una muerte segura. Tumithak se sintió desfallecer pensando que había estado a punto de dar la orden fatal. Ordenó a sus hombres que se apartaran de la nave, y aguardó angustiado a que despegara, llevándose al jefe shelk y a lo que Tumithak más amaba en el mundo. Pero como pasaba el tiempo y la nave no se movía, recobró la esperanza. Tal vez estaba averiada y no podía despegar. Tholura, matadora de shelks Quizá los shelks estaban malheridos y no podían manejar la máquina. Ya Tumithak se disponía a dar la orden de atacar la máquina y forzar la entrada, cuando se abrió la puerta, dejando ver una figura desgreñada y pálida. Era Tholura. En la cabeza lucía la banda dorada que había sido del Gobernador-Subalterno de Shawm En la mano alzaba una cabeza chamuscada y chorreante... ¡la cabeza de Hakh-Klotta de Shawm! —¡Tumithak! —gritó débilmente y luego, viéndole correr hacia ella, agregó—: Tumithak, llévame contigo. Te quiero, y ahora soy digna de ti... yo también soy matadora de shelks. 7 - Las murallas de Shawm Pronto se supieron las peripecias de Tholura. Mientras la nave volaba hacia Shawm, ella y los dos yakranos fueron empujados a la bodega del aparato, desarmados y brutalmente arrojados a un rincón, donde se agazaparon llenos de terror preguntándose que iba a pasarles. La confusión provocada por las noticias que traían los tripulantes de la nave, y el tumulto de la batalla que se desencadenó en seguida, sin duda sirvieron para que los shelks se olvidaran de ellos, y permanecieron encerrados en la nave durante toda la batalla. Hacia el final de ésta, Tholura había recobrado su valor y empezó a explorar la nave. Revolvió algunas cosas, estudió los mandos y llegó a la conclusión de que eran demasiado complicados para ensayar con ellos. Mientras buscaba por todas partes alguna clase de arma, tuvo la grata sorpresa de hallar las suyas, que les habían quitado al
hacerlos prisioneros. Los shelks las habían arrojado negligentemente al pañol, y allí las encontró. Estaba claro que, tanto en este caso como en la batalla que se libraba fuera, las shelks habían subestimado la inteligencia de los hombres contra quienes luchaban. Y, lo mismo allí dentro que fuera, pagaron caro su error. Tholura se echó la caja a la espalda, con decisión, y se sentó junto a la escotilla para esperar el regreso de los shelks. Cuando abrieron, se ocultó hasta dar entrada a un número prudencial de enemigos. Entonces los atacó con el rayo de calor. Los shelks no pudieron hacer nada. En su excitación, Tholura olvidó que el uso del tubo de fuego en un lugar cerrado aumentaría la temperatura del ambiente. Ella y los dos yakranos quedaron casi sofocados, y por eso les costó un rato abrir la puerta para salir al aire libre. Fin de la batalla. Muerte del último shelk La batalla había concluido; todos los shelks estaban muertos. Tumithak y Tholura se veían de nuevo juntos, y los hombres de los corredores los aclamaron con entusiasmo cuando Tumithak anunció que se casaría con Tholura en la primera oportunidad. A propuesta de Datto, permitió que los guerreros rompieran filas, y les entregó la ciudad para que la saquearan; mientras tanto se reunía con sus oficiales para estudiar la manera de hacerse fuertes en la posición conquistada. La mañana siguiente, Nennapuss se acercó al jefe looriano con aires de importancia y pidió permiso para dar lectura a una lista que había preparado. Tumithak lo concedió, el nononés carraspeó y, con solemnidad que lo caracterizaba, empezó a hablar: —He aquí un inventario de todos los artefactos y máquinas capturados al tomar la ciudad. Me he tomado la libertad de tomar declaración a todos los hombres que se han apoderado de dichas máquinas, y voy a leer un resumen de estos datos. Hemos ganado veintisiete tubos de fuego que, sumados a los cuarenta y cuatro que han proporcionado los tainos, ascienden a setenta y uno en total. Tenemos doscientas cincuenta varas de metal productoras de energía, y en la torre del jefe shelk se ha encontrado un almacén de ellas. Veintiséis máquinas pequeñas de las que convierten en nada las cosas; cuatro máquinas extrañas que funcionan, pero que nadie sabe para qué sirven; una máquina de brazos fuertes que parece hecha para levantar objetos de gran tamaño; una máquina que vuela, y setenta y dos máquinas que tampoco sabemos para qué sirven. Tumithak sonrió ante la magnífica relación preparada con tanto cuidado por el jefe de Nonone, y luego meditó un instante. —Los tubos de fuego y las varas de metal pueden quedárselos quienes los encontraron —declaró—. Las máquinas cuyo uso desconocemos permanecerán en depósito hasta que averigüemos su utilidad. Pero las máquinas desintegradoras deben quedar en propiedad del consejo, que las empleará en la protección de la ciudad. Ordena a Datto y a Zar-Emo que se presenten ante mí. Los dos jefes se presentaron, y Tumithak les explicó el plan que había ideado para la defensa de la ciudad. Zar-Emo y Datto se alejaron entusiasmados, para ir a emplazar las máquinas desintegradoras como se les indicaba. Dibujaron en el suelo un gran círculo alrededor de Shawm, y luego emplazaron las máquinas a intervalos ¡guales. Los tainos se dedicaron a enseñar su manejo a los guerreros que habían sido designados para este servicio. Un guardia —uno de los muchos que Tumithak había situado en las torres y en las alturas próximas a la ciudad— llegó corriendo para anunciar, con voz llena de terror, que una bandada de grandes pájaros había aparecido en el horizonte y se acercaban con rapidez a Shawm. —¡Son las naves de los shelks, Tumithak! —gritó aterrorizado—. ¡Huyamos a los túneles, pronto!
El matador de shelks le impuso silencio con severo gesto, se volvió y ordenó a un mensajero que convocase a los demás jefes. Una vez reunidos les impartió instrucciones para la defensa de la ciudad. Algunos mensajeros corrieron a los emplazamientos de las máquinas desintegradoras; otros reunieron en el centro de la ciudad a los portadores de tubos de fuego, y otros se ocuparon de evacuar a las mujeres y a los niños hacia los corredores, para que estuvieran a salvo caso de que la batalla fuese desfavorable a los defensores. Hecho todo esto, vieron que la flota shelk —que, si bien Tumithak no podía saberlo, probablemente no era sino un transporte que ignoraba la conquista de Shawm y traía provisiones de alguna metrópoli importante a la pequeña ciudad— se hallaba a pocos kilómetros de la ciudad. Tumithak vigiló su aproximación desde una pequeña elevación, cerca del centro de Shawm. Tholura y los demás jefes le rodeaban. Las naves shelks eran ornitópteros, y el perezoso batir de las alas metálicas lanzaba intermitentes destellos bajo el sol. Siguieron sin sospechar nada hasta llegar a menos de cien metros de la ciudad, y empezaron a descender. El zumbido de sus máquinas se oía con claridad, y Tumithak miró con aprensión hacia el círculo defensivo que rodeaba la urbe. ¿Funcionaría su plan, o estarían a punto de entablar una batalla desesperada que pondría en cuestión su misma supervivencia? Destrucción de la flota Ya empezaba a desesperar el looriano, cuando se produjo el acontecimiento previsto. La primera de las naves resplandeció instantáneamente con una luz deslumbradora... jy desapareció! Cuando el aire llenó el repentino vacío, oyeron un estampido atronador, y eso fue todo. Tumithak sonrió con alivio y se volvió a Tholura: —Las máquinas desintegradoras —explicó—. Han sido colocadas de tal modo que forman un gran dosel de rayos sobre Shawm. Nada puede pasar si no apagamos las máquinas. He puesto un centinela junto a ellas y, tan pronto como aparezca algo extraño en el cielo, entran en acción. Se volvió para contemplar las demás naves. El resto de la escuadrilla, formada por unos siete aparatos, seguía al primero y no intentó detenerse cuando aquél fue alcanzado. No podían saber que la nave había sido atacada desde el suelo, y los que repararon en su destrucción la creyeron debida a un accidente ocurrido dentro de la nave. Por eso, sin poder remediarlo, entraron también en el radio de acción de los rayos y en cuestión de un segundo pasaron a la nada. Una máquina voladora rezagada logró evitar algunos instantes el infortunio general, y Tumithak la contempló con angustia, temiendo que consiguiera escapar regresando a alguna capital de los shelks, donde se alzaría un ejército aplastante. Pero por fortuna esto no ocurrió, pues los sirvientes de las máquinas desintegradoras habían hecho cuestión de honor el completo exterminio de la flota shelk. Una batería de seis máquinas fue apuntada contra los fugitivos, y la última nave estalló ruidosamente (los rayos desintegradores eran débiles a tanta distancia). Una fina lluvia de polvo cayó sobre el bosque, como única muestra de la destrucción. La brisa empezaba a soplar cuando conectaron los desintegradores; después de convertirse en un fuerte viento, cesó de súbito. Tumithak se volvió hacia Tholura y le dio un beso triunfal. Luego lanzó un suspiro de profundo alivio, porque hasta el último momento no había estado seguro de que su sistema fuese eficaz. —Hemos ganado una vez más —afirmó serenamente—. Ellos volverán, Tholura, no lo dudes... Pero cuando vuelvan, estaremos preparados. * * *
El realismo de Tanner me sorprende todavía. En la batalla entre el mog y la mujer, no hay salvación «in extremis» de la mujer ni arrepentimiento del mog en el último segundo. Parece evidente que Tanner proyectaba otras continuaciones, pero éstas no llegaron. Nueve años después, en «Super Science Stories» de noviembre de 1941, apareció la tercera entrega de la serie: Tumithak of the Towers of Fire. Sin embargo, no la leí. Tal vez hice bien, pues quizá me habría defraudado. La batalla entre los humanos y los shelks quedó grabada en mi memoria y, naturalmente, influyó en mi descripción de la batalla (a mayor escala) entre seres humanos y Lhasinu en The Black Friar of the Flames. La Gran Depresión alcanzó su punto crítico en 1933, poco antes de que Franklin D. Roosevelt asumiera la presidencia. Las revistas de ciencia-ficción también padecían la crisis. Se produjo un colapso general. La que más sufrió fue «Astounding Stories». De las tres, había sido la mejor acogida en cuanto a circulación y beneficios —supongo—, pero los editores tenían otras dificultades, producto de la Depresión, y cuando el corazón murió los miembros se marchitaron. La «Astounding» de junio de 1932 fue la decimotercera y última de periodicidad mensual. En adelante, la revista pasó a ser bimensual. Así aparecieron cuatro números más pero, con el de marzo de 1933, la «Astounding» de Clayton murió. La pérdida de la «Astounding» de Clayton no me entristeció demasiado, porque no me había gustado nunca. Ahora bien, era evidente que su fin hacía presagiar más dificultades para todo el género. Según avanzaba 1933, se acumulaban cada vez más indicios de que pronto no quedarían revistas de ciencia-ficción. Después del número de junio de 1933, «Wonder Stories» también pasó a ser bimensual, y en noviembre de 1933 volvió al tamaño «pulp», esta vez para siempre. «Wonder Stories Quarterly», después de catorce números sucesivos de periodicidad trimestral —los tres primeros se llamaron «Sience Wonder Quarterly»—, murió finalmente con el número del invierno de 1933. Como siempre, «Amazing Stories» era la mejor, pero incluso ella se debatía entre dificultades. En primer lugar, cambió de aspecto. Desde que empezó a publicarse, el título «Amazing Stories» había figurado en la cubierta en letras mayúsculas, con una A inicial gigante seguida de las demás en rápida disminución de tamaño. En 1933 esta gradación desapareció y, en evidente esfuerzo por ganar lectores dándose un aspecto más respetable, «Amazing Stories» apareció con titulares de tamaño uniforme, cruzando diagonalmente la cubierta. La ilustración de cubierta pasó a ser más monocroma y con pretensiones modernistas. La aborrecí entonces y, cuando Sam Moskowitz me envió el número que incluía Tumithak en Shawm y descubrí que tenía la cubierta del nuevo estilo, la aborrecí una vez más. A mediados de 1933, «Amazing Stories» faltó de las estanterías por primera vez en sus siete años y medio de existencia. Luego salió un número de agosto-septiembre de 1933. No obstante, esto no significó el paso a la periodicidad bimensual. Con el número de octubre de 1933, «Amazing Stories» reanudó su aparición mensual, pero había pasado también al formato «pulp». Es decir que, a fines de 1933, las revistas de ciencia-ficción en formato de lujo habían desaparecido. (Más adelante hubo varios intentos de volver a lanzar revistas de ciencia-ficción en formato grande, pero todos fracasaron.) En cuanto a «Amazing Stories Quarterly», salía cada vez más irregularmente. Sólo fueron publicados tres números en 1932, dos en 1933 y uno, el último, en 1934.
Cuando peor era el desastre, empezaron a asomar algunos indicios esperanzadores. «Wonder Stories», que había pasado al formato «pulp», regresó a la periodicidad mensual. Y «Astounding Stories» tuvo una sorprendente resurrección. Ocurrió que la editora Street & Smith Publications, Inc., adquirió «Astounding Stories» después de la bancarrota de Clayton, y decidieron publicarla por su cuenta. El primer número lanzado bajo el nuevo régimen fue el de octubre de 1933. Al principio no parecía que eso fuese a tener mucha trascendencia. Los primeros números publicaban el material de que se disponía antes de que muriese la «Astounding» de Clayton, y no me gustaron. Pero el nuevo director, F. Orlin Tremaine, que iba a desempeñar ese cargo durante cuatro años y medio (época que actualmente se denomina «la Astounding de Tremaine»), llegaba cargado de ideas nuevas y revolucionarias. Muy pronto podríamos constatar los resultados de tal metamorfosis. FIN