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(Contratapa) La vida es difícil. es siempre un Scott Peck, norteamericano, dificultades y Enfoca temas responsabilidad, relaciones amor romántico, dependencia y reconocer la cómo distinguir dencia, cómo auténtica y un discusión sobre tional Catholic original desde
Resolver sus problemas proceso doloroso. El Dr. destacado psiquiatra nos alienta a enfrentar las cambiar nuestra vida. como la autodisciplina, la la naturaleza de las amorosas: el mito del los riesgos de la indel compromiso, cómo verdadera compatibilidad, el amor de la depenllegar a ser una persona padre sensible. “Esta el amor -ha dicho el NaReporter- es la más Erich Fromm”.
Por la simple recomendación de los lectores, sin mayor promoción, este libro lleva vendidos millones de ejemplares. Permanece desde hace más de cuatro años entre los best sellers de The New York Times. Se lo considera un clásico de nuestro tiempo.
DR. M. SCOTT PECK
LA NUEVA PSICOLOGÍA DEL AMOR EMECÉ EDITORES
Título original: The Road Less Traveled - A New Psvchology of Love, Traditional Values and Spiritual Growth Copyright © 1978 by M. Scott Peck MD. Todos los derechos reservados, inclusive el derecho de reproducción total o parcial, en cualquier forma. Esta edición se publica mediante convenio con el editor original Simon & Schuster, New York. Emecé Editores, SA, 1986 Alsina 2062 - Buenos Aires, Argentina Ediciones anteriores: 34.000 ejemplares. a impresión en offset: 3.000 ejemplares.
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Impreso en Compañía Impresora Argentina S.A., Alsina 2041/49, Buenos Aires, enero de 1992 PRINTED IN ARGENTINA I.S.B.N.:
950-04-05180 23.329
INTRODUCCIÓN Las ideas aquí expuestas proceden en su mayor parte de mi trabajo clínico cotidiano con pacientes que se esfuerzan por alcanzar mejores niveles de madurez o pugnan por evitarlo. En consecuencia, este libro contiene partes de varias historias clínicas reales. El carácter confidencial es esencial a la práctica psiquiátrica, de modo que en todas las descripciones de casos hemos alterado los nombres y otras particularidades a fin de preservar el anonimato de mis pacientes procurando empero no deformar la realidad esencial de nuestra mutua experiencia. Sin embargo, puede hacer cierta deformación a causa de la brevedad de las exposiciones de los casos. La psicoterapia rara vez es un proceso breve, pero como por fuerza tuve que concentrarme en los puntos descollantes de un caso, el lector puede quedar con la impresión de que dicho proceso es un drama claro. El drama es real y se lo podrá considerar claro pero es preciso recordar que a los efectos de facilitar la lectura hemos omitido de las descripciones aquellos períodos prolongados de confusión y frustración que son inherentes a casi toda terapia. También quisiera excusarme por referirme continuamente a Dios empleando la imagen tradicionalmente masculina; pero procedí así más por razones de simplicidad que porque sostenga un rígido concepto en cuanto al género. Como psiquiatra me doy cuenta de que es importante mencionar desde el principio dos postulados que están en la base de este libro. Uno es el de que no hago ninguna distinción entre mente y espíritu y, por lo tanto, no distingo entre el proceso de alcanzar crecimiento espiritual y el proceso de alcanzar crecimiento mental. El otro postulado es la implicación de que dicho proceso de crecimiento es una empresa compleja, ardua, que dura toda la vida. La psicoterapia, si pretende aportar una asistencia sustancial al proceso de desarrollo espiritual y mental, no es un procedimiento rápido o sencillo. No pertenezco a ninguna escuela en particular de psiquiatría o psicoterapia; no soy ni freudiano, ni junguiano, ni adleriano, ni conductista, ni gestaltista. No creo que haya una sola respuesta fácil. Considero que las formas breves de psicoterapia pueden ser útiles y que por eso no hay que desacreditarías, sólo que la ayuda que procuran es inevitablemente superficial. La jornada de desarrollo espiritual es un largo camino. Quisiera agradecer a aquellos pacientes míos que me concedieron el privilegio de acompañarlos en importantes tramos de su jornada. Pues esa jornada fue también la mía y buena parte de lo que presento aquí es lo que aprendimos juntos. Quiero también agradecer a muchos de mis maestros y colegas. Entre ellos la principal es mi mujer, Lily. Ha entregado tanto de su persona a este trabajo que resulta difícil distinguir su saber y prudencia como esposa, madre, psicoterapeuta y persona de los míos propios.
SECCION I – LA DISCIPLINA Problemas y dolor La vida es dificultosa. Ésta es una gran verdad, una de las más grandes.1 Es una gran verdad porque una vez que la comprendemos realmente, la trascendemos. Cuando realmente nos damos cuenta de que la vida es dificultosa -una vez que lo hemos comprendido y aceptado verdaderamente así- la vida ya no resulta dificultosa. Porque una vez que se aceptó aquella verdad, el hecho de que la vida sea dificultosa ya no importa. La mayor parte de la gente no comprende cabalmente esta verdad de que la vida sea difícil. En cambio, no deja de lamentarse ruidosa o delicadamente de la enormidad de sus propios problemas, de la carga que ellos representan y de todas sus dificultades como si la vida fuera en general una aventura fácil, como si la vida debiera ser fácil. Esas personas manifiestan su creencia, de manera ruidosa o sutil, de que sus dificultades representan una clase única de desgracia que no debería haberles tocado en suerte, pero que de alguna manera cayó especialmente sobre ellas o sobre su familia, su tribu, su clase, su nación, su raza o hasta su especie... y no sobre otros. Conozco bien esos lamentos porque yo mismo hube de lanzarlos alguna vez. La vida es una serie de problemas. ¿Hemos de lamentamos de ellos o resolverlos? ¿No deseamos enseñar a nuestros hijos a resolverlos? La disciplina es el instrumento básico que necesitamos para resolver los problemas de la vida. Sin disciplina no podemos resolver nada. Con sólo un poco de disciplina podemos resolver únicamente algunos problemas. Con una disciplina total podemos resolver todos los problemas. Lo que hace la vida dificultosa es el hecho de que el proceso de afrontar y resolver problemas es un proceso penoso. Los problemas, según su naturaleza, suscitan en nosotros frustración o dolor o tristeza o sensación de soledad o culpabilidad o arrepentimiento o cólera o miedo o angustia o ansiedad o desesperación. Éstas son sensaciones desagradables, a menudo muy desagradables, a veces tan penosas como cualquier dolor físico, y a veces igualan a los peores dolores físicos. Ciertamente , a causa del dolor que los acontecimientos o conflictos provocan en nosotros, los llamamos problemas. Y como la vida plantea una interminable serie de problemas, siempre es dificultosa y está tan llena de dolores como de alegrías. Sin embargo, la vida cobra su sentido precisamente en este proceso de afrontar y resolver problemas. Los problemas hacen que distingamos agudamente entre éxito y fracaso. Los problemas fomentan nuestro coraje y nuestra sabiduría; más aún, crean nuestro coraje y nuestra sabiduría. Sólo a causa de los problemas crecemos mental y espiritualmente. Cuando deseamos alentar el desarrollo y el crecimiento del espíritu humano, lanzamos un desafío a la capacidad del hombre para resolver problemas, así como en la escuela deliberadamente proponemos problemas a los niños para que los resuelvan. Por el dolor, que supone afrontar y resolver problemas, aprendemos. Como dijo Benjamín Franklin: “Aquellas cosas que lastiman instruyen “. Por eso las personas sabias aprenden a no temer los problemas, sino que por el contrario los acogen de buen grado así como aceptan los dolores inherentes a los problemas. La mayor parte de nosotros no es tan sabia. Como tememos el dolor, casi todos, en mayor o menor medida, procuramos evitar los problemas. Diferimos su consideración, con la esperanza de que desaparezcan. Los ignoramos, los olvidamos, pretendemos que no existen. Hasta tomamos drogas para que nos ayuden a ignorarlos, pues al embotar nuestra conciencia del dolor podemos olvidar los problemas que los causan. Intentamos eludir todos los problemas en lugar de afrontarlos directamente. Procuramos eludirlos para evitarnos sufrimientos. Esta tendencia a eludir los problemas y los sufrimientos inherentes a ellos es la base primaria de toda enfermedad mental. Como los más de nosotros tenemos esa tendencia en mayor o menor 1
La primera de las “cuatro nobles verdades” que enseñó Buda fue “La vida es sufrimiento.
grado, la mayoría de nosotros estamos mentalmente enfermos en mayor o menor grado, es decir, no gozamos de una, salud mental completa. Algunos vamos tan extraordinariamente lejos en nuestro empeño de evitar los problemas y los sufrimientos que ellos causan que nos alejamos mucho de todo cuanto es claramente bueno y sensato a fin de tratar de encontrar una manera fácil y, así, forjamos las más elaboradas fantasías a veces con total exclusi6n de la realidad. Digámoslo con las breves y elegantes palabras de Carl Jung: “La neurosis es siempre un sustituto de genuinos sufrimientos”2 Pero el sustituto termina por convertirse en algo más penoso que el sufrimiento legítimo que el que debía evitar. La neurosis misma se convierte en el máximo problema. Muchos intentan entonces evitar ese dolor y ese problema colocando capa tras capa de neurosis. Afortunadamente sin embargo algunos tienen el valor de hacer frente a sus neurosis y comienzan a aprender -generalmente con la ayuda de la psicoterapia- el modo de experimentar el sufrimiento genuino. En todo caso, cuando eludimos el sufrimiento genuino que resulta de afrontar problemas, nos privamos también de la posibilidad de crecimiento que los problemas nos ofrecen. Por eso, en las enfermedades mentales crónicas, se detiene nuestro proceso de crecimiento y quedamos atascados. Y, sin una cura. el espíritu humano comienza a encogerse y a marchitarse. Por eso debemos inculcar en nosotros y en nuestros hijos los medios de alcanzar la salud mental y espiritual. Quiero decir con esto que debemos enseñarnos a nosotros mismos y enseñar a nuestros hijos la necesidad de sufrir y el valor que ello tiene, la necesidad de afrontar directamente los problemas y de experimentar el dolor que ellos nos acarrean. Dije que la disciplina es el instrumento fundamental que necesitamos para resolver los problemas de la vida. Como veremos, este instrumento comprende varias técnicas de sufrimiento, medios en virtud de los cuales experimentamos el dolor de los problemas de manera tal que los penetramos con esfuerzo y terminamos por resolverlos; éste es un proceso de aprendizaje y crecimiento. Cuando enseñamos la disciplina (a nosotros mismos o a nuestros hijos) nos estamos enseñando y les estamos enseñando a ellos la manera de sufrir y también la manera de desarrollarnos y crecer. ¿Cuáles son estos instrumentos, esas técnicas de sufrimiento, esos medios de experimentar el dolor de los problemas de modo constructivo, eso que yo llamo disciplina? Hay cuatro: postergación de la gratificación, aceptación de la responsabilidad, dedicación a la verdad y equilibrio. Según habremos de ver, éstos no son instrumentos complejos cuya aplicación exija gran entrenamiento. Por el contrario, son instrumentos simples y casi todos los niños ya los utilizan a los diez años de edad. Sin embargo, reyes y presidentes a menudo se olvidan de usarlos con gran detrimento para ellos. La cuestión es, no la complejidad de tales instrumentos, sino la voluntad de utilizarlos. En efecto, se trata de instrumentos con los cuales se afronta el dolor en lugar de evitarlo, de suerte que si uno procura elidir los sufrimientos legítimos, no hará uso de estos instrumentos. Por eso, después de analizarlos uno por uno en la sección siguiente, consideraremos la voluntad de usarlos, que es el amor. Postergación de la gratificación No hace mucho tiempo una analista de finanzas de unos treinta años se me quejó durante varios meses de la tendencia que tenía a holgazanear en su trabajo. Habíamos analizado sus sentimientos respecto de los jefes y los sentimientos respecto de la autoridad en general y especialmente de sus padres. Habíamos examinado las actitudes de la paciente frente al trabajo y al éxito y habíamos establecido que esas actitudes tenían relación con su matrimonio, con su identidad sexual, con su deseo de competir con el marido y con sus temores de semejante competencia. Sin embargo, a pesar de todo este laborioso trabajo psicoanalítico,, la paciente continuaba dejando pasar el tiempo en su trabajo así como hacía antes. Por fin, un día me atreví a considerar algo que parecía evidente y le pregunté: “¿Le gustan las tartas?” Me contestó que le gustaban. “¿Qué parte de la tarta prefiere usted?”, continué. “¿La tarta misma, o la capa de merengue?” “¡Oh, la capa de merengue!” Replicó con entusiasmo. “¿Y cómo come usted un trozo de tarta?” le pregunté sintiendo que yo debía ser el psiquiatra más tonto de todo el mundo. “Primero como la capa de merengue, por 2
Collected Works of C.G. Jung, Bollingen Ser., No. 20, 2d Ed. Princeton, N.J. (Princeton University Press) 1973, traducción R.F.C. Huil, Vol. II, Psychology and Religion: West and East, 75.
supuesto”, contestó la paciente. De su costumbre de comer las tartas pasamos a considerar sus hábitos de trabajo y, como cabía esperar, descubrí que en cualquier trabajo dado del día la paciente dedicaba la primera hora a la parte más gratificante de su trabajo y luego dejaba el desagradable resto para las otras seis horas. Le indiqué que, si se obligaba a realizar la parte desagradable de su trabajo en la primera hora, después quedaría en libertad de disfrutar de las otras seis. Le dije que me parecía que una hora de desplacer seguida por seis horas de placer era preferible a una hora de placer seguida por seis horas desagradables. La paciente manifestó que estaba de acuerdo y, como era una persona con fuerza de voluntad, ya no holgazaneó en su trabajo. Dilatar la gratificación es un proceso que supone programar lo agradable y lo desagradable de la vida de manera tal que aumente el placer al experimentar primero el desplacer con el cual se acaba. Esa es la única manera decente de vivir. Este instrumento o proceso de programación es algo que la mayor parte de los niños aprenden en edad temprana, más o menos a los cinco años. Por ejemplo, a veces cuando un niño de cinco años está jugando una partida con un compañero dirá a éste que juegue el primer turno, para luego poder gozar él del suyo. A los seis años los niños pueden comenzar a comer primero la tarta y dejar para lo último el merengue. Durante toda la escuela primaria el niño ejerce diariamente esta temprana capacidad de postergar la gratificación, especialmente en lo que se refiere a las tareas que deba hacer en su casa. A los doce años algunos niños ya son capaces de sentarse a realizar sus tareas sin que los padres se lo indiquen y antes de ponerse a mirar televisión. A los quince o dieciséis años se espera esa conducta de los adolescentes y esto es considerado normal. Pero, como los educadores saben, a esta edad hay muchos adolescentes que en modo alguno cumplen tal norma. Si bien muchos tienen una capacidad bien desarrollada de diferir la gratificación, algunos adolescentes de quince o dieciséis años no parecen haberla desarrollado y algunos hasta parecen carecer enteramente de dicha capacidad. Ésos son los estudiantes con problemas. A pesar de que su cociente de inteligencia es bueno, su rendimiento escolar es pobre, sencillamente porque no trabajan. Pierden clases o faltan completamente a la escuela por cualquier capricho del momento. Son impulsivos y su impetuosidad se derrama también en toda su vida social. Tienen frecuentes riñas, entran en contacto con las drogas, comienzan a verse en dificultades con la policía. “Goza ahora y paga después” es su lema. Entonces los padres acuden a los psicólogos y psicoterapeutas, pero casi siempre es demasiado tarde. Esos adolescentes se molestan ante cualquier intento de intervenir en su vida impulsiva, y aun cuando se puede vencer ese enojo mediante actitudes amistosas y efusivas por parte del terapeuta, la impetuosidad de esos jóvenes es tan grande que les impide participar en el proceso psicoterapéutico de una manera significativa. Faltan a las sesiones, evitan toda situación importante y penosa. De manera que en general la intervención terapéutica fracasa y esos chicos terminan por abandonar los estudios y continúan en una serie de fracasos que frecuentemente desembocan en desastrosos matrimonios, en accidentes, en hospitales psiquiátricos o en la cárcel. ¿A qué se debe esto? ¿Por qué una mayoría de chicos puede desarrollar la capacidad de postergar la gratificación en tanto que una minoría considerable no logra desarrollar dicha capacidad? La respuesta no se conoce científicamente de una manera absoluta. El papel que desempeñan los factores genéticos no es claro. Las variables no pueden controlarse suficientemente mediante la prueba científica. Pero la mayor parte de los signos apunta claramente a la calidad de su crianza y a la condición de los padres como factores determinantes. Los pecados de los padres Y a veces en los hogares de esos chicos indisciplinados no falta realmente disciplina parental de alguna clase. Por lo común esos niños son castigados frecuentemente durante toda su niñez: son abofeteados, víctimas de puñetazos, de puntapiés, son golpeados y azotados por sus padres por cualquier pequeña infracción. Pero semejante disciplina no tiene sentido porque es una disciplina indisciplinada. Una de las razones por las que tal disciplina carece de sentido es la de que los propios padres son indisciplinados y por lo tanto sirven como modelos de indisciplina a sus hijos. Son los padres que declaran “Haz lo que digo, no lo que hago”. Frecuentemente se muestran borrachos en presencia
de los hijos; se pelean ante los hijos sin dignidad ni racionalidad, ni contención. A veces aparecen desaliñados y hacen promesas que luego no cumplen. Sus mismas vidas son con frecuencia desarregladas y desordenadas de modo que los intentos que hacen para ordenar la vida de sus hijos no parecen a éstos muy razonables. Si el padre pega regularmente a la madre, ¿qué sentido tiene para un chico que su madre lo azote porque él ha pegado a su hermanita? ¿Tiene algún sentido decirle que debe aprender a controlar sus arranques? Como cuando somos pequeños no poseemos el beneficio de la comparación, nuestros padres son figuras semejantes a dioses a nuestros ojos infantiles. Cuando los padres hacen las cosas de cierta manera, al niño le parece que ésa es la manera de hacerlas, la manera en que ellos deberían hacerlas. Si un niño ve que sus padres se conducen día tras día de manera disciplinada, contenida, digna y si muestran la capacidad de ordenar sus propias vidas, el hijo llegará a sentir en las más profundas fibras de su ser que así es como hay que vivir. Si un hijo ve que sus padres días tras día se entregan a sus arranques sin disciplina alguna, llegará a creer hasta en las fibras más profundas de su ser que ésa es la manera en que hay que vivir. Pero aun más importante que el modelo es el amor. En efecto, aun en hogares caóticos y desordenados en ocasiones está presente el genuino amor, y de esos hogares pueden salir muchachos bien disciplinados. Y no pocas veces padres que ejercen profesiones -médicos, abogados, mujeres filantrópicas- y que llevan una vida estrictamente ordenada y decorosa pero sin experimentar genuino amor, echan al mundo hijos que resultan tan indisciplinados, destructivos y desorganizados como un niño salido de un hogar caótico y pobre. En última instancia el amor lo es todo. Examinaremos el misterio del amor en partes posteriores de este libro, sin embargo podría ser útil hacer aquí una breve y limitada mención del amor y de la relación que tiene con la disciplina. Cuando amamos alguna cosa, esa cosa es valiosa para nosotros y cuando algo es valioso para nosotros le dedicamos tiempo, tiempo para gozarla y tiempo para cuidarla. Obsérvese a un adolescente enamorado de su automóvil y véase cuánto tiempo dedica a admirarlo, a lustrarlo, a repararlo, a ponerlo a punto. O considérese una persona madura que posee un amado rosedal y cuánto tiempo dedica a podar los rosales, a protegerlos, a fertilizar la tierra y a estudiarlos. Lo mismo ocurre cuando amamos a los hijos; destinamos mucho tiempo a admirarlos y a cuidarlos. Les damos nuestro tiempo. La buena disciplina exige tiempo. Cuando no tenemos tiempo para dedicar a nuestros hijos o no estamos dispuestos a dedicárselo, ni siquiera los observamos lo suficiente para darnos cuenta de cuando ellos expresan sutilmente la necesidad que tienen de nuestra disciplina y ayuda. Si su necesidad de nosotros es lo bastante grande para molestar a nuestra conciencia, aun podemos ignorar esa necesidad alegando que es mejor dejarlos que hagan lo que quieran y decimos “hoy no tengo la fuerza necesaria para ocuparme de ellos”, O si nos vemos obligados a emprender alguna acción por sus fechorías y por nuestra irritación, impondremos la disciplina a menudo de modo brutal, por cólera antes que por deliberación, sin examinar el problema y sin pararnos a considerar qué forma de disciplina es la más apropiada para el problema en cuestión. Los padres que dedican tiempo a sus hijos, aun cuando éstos no hayan cometido una obvia fechoría, perciben en esos niños sutiles necesidades de disciplina a las cuales los padres habrán de responder con una suave exhortación o con una reprimenda, o con un elogio, empleando siempre reflexión y cuidado. Habrán de observar de qué manera comen sus hijos, como estudian; observarán cuándo dicen mentiras, cuándo eluden problemas en lugar de afrontarlos. Y entonces se tomarán el tiempo necesario para llevar a cabo estas correcciones y ajustes menores, escucharán a sus hijos y les responderán aflojando un poco aquí, apretando un poco allá, les leerán libros, les contarán cuentos, les darán un abrazo y un beso, palmaditas en la espalda y ligeras reprimendas. De manera que la cualidad de la disciplina suministrada por padres cariñosos es superior a la disciplina de padres que no son cariñosos. Pero esto es sólo el comienzo. Al tomarse tiempo para observar las necesidades de sus hijos y pensar en ellas, los padres que los aman frecuentemente se encontrarán debatiéndose con las decisiones que deben tomar y en un sentido muy real sufrirán junto con sus hijos. Y éstos no son ciegos. Se dan cuenta de que sus padres están dispuestos a sufrir con ellos y aunque tal vez no respondan con gratitud inmediata, también ellos aprenderán a sufrir y se dirán: “Si mis padres están dispuestos a sufrir conmigo, luego el sufrimiento no debe de ser tan malo y yo mismo estaría dispuesto a sufrir”. Éste es el comienzo de la autodisciplina.
El tiempo y la calidad del tiempo que los padres les dedican indican a los hijos el grado en que son valorados por los padres. Algunos padres que verdaderamente no sienten amor por sus hijos intentan encubrir su falta de cariño haciendo frecuentes declaraciones de amor a sus hijos y repetida y mecánicamente les dicen que son valorados, pero no les dedican un tiempo significativo. Esos niños nunca se engañan enteramente semejantes palabras huecas. Conscientemente suelen aferrarse a ellas pues desean creer que son amados, pero inconscientemente saben que las palabras de sus padres no están a la altura de sus actos. Por otro lado, niños que son realmente amados, aunque en momentos de enojo pueden conscientemente sentir y proclamar que se los descuida, inconscientemente se saben valorados. Y ese conocimiento vale más que todo el oro del mundo. En efecto, cuando un niño sabe que es valorado, cuando siente en las partes más profundas de su ser que es valorado, se siente en verdad valioso. El sentimiento de ser valioso -“Soy una persona valiosa”- es esencial a la salud mental y es la piedra angular de la autodisciplina. Ese sentimiento es un producto directo del amor parental. Y debe cobrarse durante la niñez; se trata de una convicción extremadamente difícil de adquirir durante la edad adulta. Inversamente, cuando los niños aprendieron en virtud del amor de sus padres a sentirse valiosos, es casi imposible que las vicisitudes de la vida adulta les destruyan esa convicción. El sentimiento de ser valioso constituye una de las bases de la autodisciplina porque cuando uno se considera valioso se cuida a si mismo de todas las maneras que sea necesario. La autodisciplina implica estimarse y cuidarse a sí mismo. Por ejemplo -puesto que estamos discutiendo el proceso de postergar la gratificación y de ordenar y programar el tiempo- examinemos brevemente la cuestión del tiempo. Si nos sentimos valiosos, sentiremos que también nuestro tiempo es valioso y si sentimos que es valioso, desearemos emplearlo bien. La analista de finanzas que holgazaneaba en su trabajo no valoraba su tiempo. Si lo hubiera valorado no se permitiría pasar la mayor parte de su jornada laboral de manera tan desdichada e improductiva. No dejó de tener consecuencias para ella el hecho de que en su niñez los padres la enviaran a pasar las vacaciones escolares al campo con un matrimonio contratado, aunque los padres podrían haberse hecho cargo perfectamente de la niña si así lo hubieran deseado. Sencillamente no la valoraban. No deseaban cuidarla. Y así la niña creció sintiendo que era algo de poco valor, que no valía la pena ocuparse de ella; y por lo tanto ella misma no se estimaba ni se cuidaba. No sentía que en su caso valiera la pena disciplinarse. A pesar de que era una mujer inteligente y competente, necesitaba la más elemental instrucción en cuanto a disciplina porque le faltaba una estimación realista de su propio valor y del valor de su tiempo. Una vez que logró darse cuenta de que su tiempo era valioso, naturalmente deseó organizarlo para usarlo mejor. Como resultado de experimentar un coherente amor parental y cariñosos cuidados durante toda la niñez, esos niños afortunados entran en la edad adulta no sólo con una profunda sensación interna de su propio valor, sino también con un profundo sentido interno de seguridad. Todos los niños tienen miedo de que los abandonen..., y con razón. Ese temor de ser abandonados comienza alrededor de los seis meses, tan pronto como el pequeño es capaz de percibirse como un ser individual, separado de sus padres. Y al percibirse como individuo separado se da cuenta de que como tal es enteramente impotente, que está totalmente desamparado y que se encuentra por entero a merced de sus padres en lo que se refiere a todas las formas de sustento y. medios de supervivencia. Para el niño, ser abandonado por sus padres equivale a la muerte. La mayor parte de los padres, aun cuando en otros aspectos sean relativamente ignorantes o insensibles, perciben instintivamente el miedo de los pequeños a ser abandonados y por eso día tras día repiten centenares y millares de veces palabras que los tranquilicen: “Sabes que mamá y papá no te van a dejar solo”. “Por supuesto, mamá y papá volverán para buscarte”, “Mamá y papá no se olvidarán de ti ciertamente”. Si estas palabras van acompañadas por obras durante meses y años, al llegar a la adolescencia el niño habrá perdido el miedo a ser abandonado y experimentará en cambio una profunda sensación interior de que el mundo es un lugar seguro, en el cual hallará protección cuando la necesite. Con ese sentimiento interno de seguridad, ese niño tiene la libertad para dilatar la gratificación de uno u otro género pues sabe seguramente que la oportunidad de obtener gratificación, lo mismo que el hogar y los padres, está siempre presente y es accesible cuando se la necesita. Pero muchos no son tan afortunados. Un número sustancial de niños son realmente abandonados por sus padres durante. la niñez, ya por muerte, ya por deserción, ya por simple negligencia o, como en el caso de la analista de finanzas, sencillamente por falta de interés. Otros, si bien
no son realmente abandonados, no reciben de sus padres las tranquilizadoras palabras de que no se los abandonará; por ejemplo, hay algunos padres que en su deseo de imponer disciplina del modo más fácil y rápido amenazan con el abandono abierta o sutilmente, para alcanzar este fin. El mensaje que dan a sus hijos es: “Si no haces exactamente lo que deseo que hagas, no te querré más y ya puedes imaginarte lo que eso podría significar”. Por supuesto significa abandono y muerte. Esos padres sacrifican el amor por su necesidad de controlar y dominar a los hijos y lo que logran es niños excesivamente temerosos del futuro. Y así esos niños, abandonados psicológicamente o realmente, entran en la edad adulta careciendo del profundo sentimiento de que el mundo es un lugar seguro en el que puede hallarse protección. Por el contrario, perciben el mundo como algo peligroso y temible, y no están dispuestos a desechar ninguna gratificación o seguridad en el presente por la promesa de una gratificación o seguridad mayor en el futuro, puesto que el futuro les parece ciertamente dudoso. En suma, para que los niños desarrollen la capacidad de postergar gratificaciones, es necesario que tengan modelos disciplinados, que posean un sentido del propio valor y cierto grado de confianza en la seguridad de su existencia. Estas “posesiones” se adquieren idealmente en virtud de la autodisciplina y de los cuidados congruentes y genuinos de los padres; esos cuidados son los dones más preciosos que madres y padres pueden legar. Cuando un niño no ha recibido estos dones de sus propios padres, puede quizá adquirirlos de otras fuentes, pero en ese caso el proceso de adquisición es invariablemente un penoso camino cuesta arriba que a menudo dura toda la vida y que a menudo resulta infructuoso. Resolver problemas y tomarse tiempo Hemos considerado algunas de las maneras en que el amor parental o su falta pueden influir en el desarrollo de la autodisciplina en general y en la capacidad de diferir la gratificación en particular; examinemos ahora algunas de las maneras más sutiles pero más devastadoras en que la incapacidad de dilatar la gratificación afecta la vida de la mayor parte de los adultos. En efecto, aunque los más de nosotros afortunadamente desarrollamos suficiente capacidad de dilatar gratificaciones, lo cual nos permite pasar por el colegio y la universidad y lanzarnos a la vida adulta sin ir a parar a la cárcel, nuestro desarrollo suele ser, ello no obstante, imperfecto e incompleto, de suerte que nuestra capacidad para resolver los problemas de la vida es también imperfecta e incompleta. A los treinta y siete años aprendí a reparar cosas. Antes, casi todos mis intentos de hacer trabajos de plomería, arreglar juguetes o armar algún mueble según las jeroglíficas instrucciones contenidas en un folleto, terminaban en el fracaso, la confusión y la frustración. A pesar de habérmelas compuesto para aprobar todas las materias de la facultad de medicina y para mantener una familia en mi condición de psiquiatra de más o menos éxito, me consideraba un tonto en materia de mecánica. Estaba convencido de que era deficitario en cuanto a algún gen o que sufría alguna maldición de la naturaleza que me negaba la capacidad mecánica. Luego llegó un día, cuando estaba al cabo de mis treinta y siete años de edad, en que mientras daba un paseo un domingo de primavera, encontré a un vecino que estaba reparando una cortadora de césped. Después de saludarlo observé: “¡Vaya, lo admiro a usted: yo nunca fui capaz de arreglar esta clase de cosas o algo parecido”. Mi vecino, sin vacilar un solo instante me replicó. “Eso le ocurre porque no se toma el tiempo suficiente”. Reanudé mi paseo, algún tanto inquieto por la simplicidad, la espontaneidad y el carácter categórico de su respuesta. “¿No podría tener razón ese hombre?” me pregunté. De alguna manera aquello me quedó grabado y a la vez siguiente que tuve la oportunidad de hacer una reparación menor recordé ante todo que debía tomarme tiempo. El freno de mano del automóvil de una paciente había quedado trabado y ella sabía que algo había que hacer debajo del guardabarros para soltarlo, pero no sabía exactamente lo que había que hacer. Me eché al suelo, debajo del asiento del conductor del automóvil. Me tomé todo el tiempo necesario para sentirme cómodo. Una vez que estuve cómodo, también me tomé mi tiempo para examinar la situación. Lo miré todo durante varios minutos; al principio lo que vi fue una confusa maraña de cables, caños y varillas cuya significación no conocía. Pero poco a poco, sin apresurarme, logré localizar el aparato del freno y recorrer con la vista todas sus partes. Después advertí claramente una especie de pequeño picaporte que impedía soltar el freno. Con toda lentitud estudié esa pieza hasta que comprendí que si la empujaba hacia arriba con la punta del dedo se movería fácilmente y soltaría el freno; y así lo hice, un solo
movimiento, una pequeña presión de mi dedo y el problema estaba resuelto. ¡Ya era un mecánico maestro! En realidad, no tengo los conocimientos ni el tiempo disponible para hacer reparaciones mecánicas puesto que he preferido concentrar mi tiempo en cuestiones no mecánicas. Por eso por lo común suelo acudir al hombre especializado para una determinada reparación. Pero ahora sé que se trata de una elección que yo hago y no de una maldición o de un defecto genético y que no soy un incapacitado ni un impotente en cuestiones mecánicas. Sé que yo y cualquier otro que no sea mentalmente deficiente puede resolver todo problema si está dispuesto a tomarse su tiempo. La cuestión es importante porque mucha gente sencillamente no se toma el tiempo necesario para resolver problemas intelectuales, sociales o espirituales de la vida, así como antes yo no me tomaba tiempo para resolver problemas mecánicos. Antes de mi “iluminación” mecánica, yo habría metido torpemente la cabeza debajo del guardabarros del automóvil de mi paciente, habría palpado unos cuantos cables sin tener la más remota idea de lo que estaba haciendo y luego, como no habría resultado nada constructivo, me habría levantado y habría dicho: “Esto está más allá de mi capacidad...“. Y esa es precisamente la manera en que muchos de nosotros afrontamos otros problemas de nuestra vida diaria. La analista de finanzas ya mencionada era fundamentalmente una madre amorosa y dedicada a sus dos hijitos, pero era también una madre bastante poco eficiente. Estaba atenta y se preocupaba lo bastante como para percibir cuando los hijos padecían algún tipo de problema emocional o cuando algo no marchaba bien en su modo de criarlos. Pero luego inevitablemente adoptaba dos tipos de acción con los niños: o bien, hacía lo primero que se le pasaba por la cabeza en unos pocos segundos -por ejemplo, los obligaba a comer más en el desayuno o los mandaba a la cama temprano, sin detenerse a considerar si semejante decisión tenía algo que ver con el problema-, o bien, acudía a la siguiente sesión terapéutica conmigo -el encargado de reparar cosasy desesperada declaraba: “Está más allá de mi capacidad. ¿Qué haré?”. Esa mujer tenía una mente muy aguda y analítica y cuando no holgazaneaba era perfectamente capaz de resolver complejos problemas en su trabajo. Pero cuando se encontraba frente a un problema personal se conducía como si careciera enteramente de inteligencia. La cuestión aquí era una cuestión de tiempo. Una vez que la paciente cobraba conciencia de su problema personal exigía una solución inmediata y no estaba dispuesta a tolerar su desazón lo bastante como para poder analizar el problema. Para ella, solucionar un problema representaba una gratificación, pero era incapaz de dilatar esa gratificación por más de dos o tres minutos; el resultado era que las soluciones que encontraba resultaban generalmente inapropiadas, de suerte que su familia se encontraba en una crónica agitación. Afortunadamente, y como perseverara en la terapia, poco a poco fue aprendiendo a disciplinarse y a tomar el tiempo necesario para analizar los problemas de la familia y encontrar soluciones efectivas y bien pensadas. No estamos hablando aquí de defectos esotéricos asociados tan sólo con personas que exhiben perturbaciones psiquiátricas. La analista de finanzas es un ser humano corriente. ¿Quién de nosotros puede decir que infaltablemente dedica tiempo suficiente a analizar los problemas de sus hijos olas tensiones que se perciben en el seno de la familia? ¿Quién de nosotros es tan autodisciplinado que nunca diga resignadamente ante problemas de la familia: “Esto está más allá de mi capacidad”? En realidad, en la manera de afrontar problemas hay algo más primitivo y más destructivo que los inapropiados intentos de hallar soluciones instantáneas. Es la esperanza de que los problemas desaparezcan por sí solos. Un viajante de comercio soltero de treinta años, que estaba haciendo terapia de grupo en una pequeña ciudad, comenzó a tener citas con la mujer, recientemente separada, de otro miembro del grupo, un banquero. El viajante sabía que el banquero era un hombre permanentemente iracundo que estaba muy alterado por el hecho de que su mujer lo hubiera abandonado. Nuestro hombre sabía que no era honesto ni con el grupo ni con el banquero no confiar sus relaciones con la ex mujer del banquero. También sabía que era casi inevitable que tarde o temprano el banquero se enteraría de aquellas relaciones. Sabía que la única solución sería confesarlo todo al grupo y soportar la cólera del banquero con el apoyo del grupo. Pero no hizo nada. Al cabo de tres meses el banquero se enteró de aquellas relaciones, se enfureció como cabía esperar y se valió del incidente para abandonar la terapia. Cuando los miembros del grupo le hicieron notar su desastrosa conducta, el viajante de comercio dijo: “Yo sabía que hablar sobre el asunto traería una disputa y supongo que me pareció que si no decía nada tal vez podría salir del asunto sin ninguna pelea. Seguramente pensé que si aguardaba lo suficiente el problema desaparecería por su cuenta”.
Los problemas no desaparecen. Es menester vivirlos, experimentarlos, pues de otra manera permanecen y constituyen para siempre una barrera que se opone al desarrollo y crecimiento del espíritu. Los miembros del grupo hicieron comprender al viajante de manera bastante clara que su tendencia a no considerar los problemas, ignorándolos con la esperanza de que desaparecerían por si mismos, era el principal problema. Cuatro meses después, a principios del otoño, el viajante de comercio obedeciendo a sus fantasías abandonó repentinamente su trabajo de ventas y puso un negocio propio de reparación de muebles que no le exigía viajar. El grupo deploró que su amigo pusiera todos los huevos en una sola canasta y también dudó de la prudencia de hacer aquel cambio cuando se aproximaba el invierno, pero el viajante de comercio les aseguró que ganaría lo suficiente en su nuevo negocio. No se habló más del asunto. Luego, a principios de febrero, el hombre anunció que debía abandonar el grupo porque ya no podía pagar los honorarios. Estaba completamente arruinado y ahora debía comenzar de nuevo a buscar otro trabajo. En cinco meses había reparado un total de ocho piezas de mueblería. Cuando le preguntaron por qué no había empezado a buscar antes un trabajo, replicó: “Hace seis semanas sabía que el dinero se me estaba yendo rápidamente, pero no podía creer que llegaría a este punto. La cuestión no me parecía muy urgente, pero ¡vaya! es urgente ahora”. Claro está, el hombre había ignorado su problema. Lentamente comenzó a vislumbrar que hasta no resolver este problema capital suyo de ignorar los problemas nunca iría más allá del primer paso, ni siquiera con la ayuda de toda la psicoterapia del mundo. Esta inclinación a ignorar problemas es a su vez una simple manifestación de la actitud de no estar dispuesto a postergar las gratificaciones. Como dijimos, afrontar problemas es penoso. Afrontar un problema voluntariamente y temprano, antes de que nos veamos obligados por las circunstancias a afrontarlo, significa hacer a un lado algo agradable o menos penoso para emprender algo más penoso. Significa decidir sufrir ahora con la esperanza de de una gratificación futura en lugar de continuar entregándonos a la gratificación presente con la esperanza de que el sufrimiento futuro no sea necesario. Puede parecer que el viajante de comercio que pasaba por alto problemas tan palmarios fuera emocionalmente inmaduro o psicológicamente primitivo, pero vuelvo a decirlo, era un hombre ordinario, corriente y su inmadurez y su primitivismo están en todos nosotros. Un gran general que mandaba un ejército me dijo una vez: “El único gran problema de este ejército o, supongo, de cualquier organización, es el de que la mayor parte de los jefes permanece en sus unidades mirando los problemas, contemplándolos bien de frente, sin hacer nada, como si los problemas fueran a desaparecer si ellos permanecen allí sentados el tiempo suficiente”. Ese general no estaba hablando de débiles mentales o de hombres anormales; hablaba de otros generales y coroneles, hombres maduros de probada capacidad y entrenados en la disciplina. Los padres son como ejecutivos y a pesar de que por lo común están mal preparados para esta tarea, ella puede ser tan compleja en sus detalles como dirigir una compañía o una corporación. Y lo mismo que los jefes del ejército, la mayor parte de los padres advertirá problemas en sus hijos o en sus propias relaciones con los hijos durante meses o años antes de emprender una acción efectiva, si es que la emprenden alguna vez. “Pensábamos que tal vez desaparecería con la edad” dicen los padres cuando acuden al psiquiatra de niños con un problema que ya dura cinco años y con respecto a la complejidad de la situación de ser padres hay que reconocer que las decisiones parentales son difíciles y que con frecuencia a los niños “el mal se les pasa con la edad”. Pero casi nunca hace daño tratar de ayudar a que se les pase o considerar más atentamente el problema. Y si bien a menudo a los niños “se les pasa con la edad”, muchas veces no ocurre esto; y, como acontece con tantos otros problemas, cuanto más tiempo se ignoren las dificultades de los niños más crecen y más difíciles son de resolver. La responsabilidad No podemos resolver los problemas de la vida sino resolviéndolos. Esta afirmación puede parecer tontamente tautológica o evidente por sí misma, y sin embargo está aparentemente más allá de la comprensión de muchos representantes del género humano. Esto se debe a que debemos aceptar la responsabilidad de un problema antes de resolverlo. No podemos resolver un problema
diciendo “no es mi problema”. No podemos resolver un problema esperando que otro lo resuelva por nosotros. Puedo resolver un problema solamente cuando digo: “Éste es mi problema y me corresponde a mí resolverlo”. Pero muchos, demasiados, procuran evitar la molestia de sus problemas diciéndose: “Este problema me fue provocado por otra persona o por circunstancias sociales que están más allá de mi control y, por lo tanto, corresponde a esa otra persona o a la sociedad resolver este problema por mí. Realmente no es mi problema personal” Hasta qué punto llegan psicológicamente algunas personas en su intento de evitar asumir la responsabilidad de problemas personales, es algo que si bien es siempre triste, resulta a veces casi ridículo. Un sargento del ejército, acantonado en Okinawa, que se hallaba en serias dificultades por entregarse excesivamente a la bebida, me fue remitido para que realizara su evaluación psiquiátrica y, de ser posible, para que lo ayudara. El hombre negó que fuera un alcohólico y hasta que el alcohol fuera un problema personal y decía: —En Okinawa por las noches no hay nada que hacer, salvo beber. —¿No le gusta leer? —le pregunté. —Oh, sí, claro está, me gusta leer. —Entonces, ¿por qué no lee por las noches en lugar de beber? —En los cuarteles hay demasiado ruido para poder leer. —Bien, pero entonces, ¿por qué no va a la biblioteca? —La biblioteca está muy lejos. —¿Está la biblioteca más lejos que el bar que usted frecuenta? —Bueno, la verdad es que no soy muy buen lector. Mi interés no está en eso. —¿Le gusta la pesca? —le pregunté entonces. —Por cierto, me encanta pescar. — ¿Por qué no va a pescar en lugar de beber? —Porque tengo trabajo durante todo el día. —¿No puede usted pescar por la noche? —No, en Okinawa no se pesca de noche. —Pero si —le dije—. Conozco varias organizaciones que pescan aquí por la noche. ¿Quiere que lo ponga en contacto con algunas de ellas? —Bueno, realmente, no me gusta pescar. —Por lo que usted dice —aclaré—, en Okinawa hay otras cosas que hacer que no son beber, pero en Okinawa lo que más le gusta a usted hacer es beber. —Sí, supongo que es así. —Pero la bebida lo está poniendo en dificultades, de modo que usted se encuentra frente a un problema real, ¿no es así? —Esta maldita isla haría beber a cualquiera. Durante un rato continué tratando de convencer al sargento, pero éste en modo alguno estaba interesado en ver su inclinación a beber como un problema personal que podría resolver con ayuda o sin ayuda, de modo que lamentándolo mucho comuniqué al comandante que no era posible prestar ayuda a aquel hombre, que continuó bebiendo y que terminó por quedar separado del servicio en la mitad de su carrera. Una esposa joven, que residía también en Okinawa, se cortó la muñeca con una navaja de afeitar e inmediatamente fue conducida a la sala de urgencia donde la entrevisté. Le pregunté por qué había hecho eso. —Quería matarme, por supuesto.
—¿Por qué quería matarse? —Porque no soporto vivir en esta maldita isla. Usted tiene que hacerme volver a los Estados Unidos. Me mataré si debo permanecer aquí más tiempo. —¿Que es lo que le hace tan penoso vivir en Okinawa? —le pregunte. La mujer rompió a llorar y en medio de sus sollozos dijo: —Aquí no tengo amigos, estoy siempre sola. —Eso es ciertamente malo. ¿Cómo no logró hacer amistades? —Tengo que vivir en esa estúpida zona de Okinawa en la que ninguno de mis vecinos habla inglés. —¿Por qué no va en su automóvil a la zona residencial norteamericana o al club de señoras durante el día para entablar alguna amistad? —Porque mi marido se lleva el automóvil para ir a su trabajo. —¿Y no podría llevarlo usted misma al trabajo puesto que está sola durante todo el día y se aburre? —pregunté. —No. Es un coche con caja de cambios de marcha manual, y yo no sé manejar un automóvil de esa clase; sólo sé conducir los que tienen caja automática. —Pero usted podría aprender a conducir un automóvil con caja manual. La mujer se quedó mirándome y luego exclamó: —¿En estos caminos? Usted debe de estar loco. Neurosis y trastorno de carácter La mayor parte de las personas que van a ver a un psiquiatra sufren de lo que se llama una neurosis o un desorden de carácter. Para decirlo en términos sencillos, estas dos afecciones son desórdenes de responsabilidad y como tales son dos modos opuestos de estar en relación con el mundo y con sus problemas. El neurótico asume demasiada responsabilidad; la persona que presenta trastornos de carácter no la asume lo suficiente. Cuando los neuróticos se encuentran en un conflicto con el mundo automáticamente sienten que ellos mismos tienen la culpa de la situación; cuando los que sufren desórdenes de carácter están en conflicto con el mundo, automáticamente sienten que el mundo tiene la culpa. Los dos personajes que acabamos de mencionar padecían de trastornos de carácter: el sargento sentía que su inclinación a la bebida se debía a Okinawa, que él no tenía la culpa de ello; y la mujer también consideraba que no podía hacer nada para remediar su aislamiento. Una mujer neurótica, por otra parte, que también sentía que estaba sola y aislada en Okinawa se quejaba: —Todos los días me voy en mi automóvil al club de mujeres de suboficiales y trato de entablar alguna amistad, pero no me siento cómoda en ese lugar, pienso que a las demás mujeres no les gusto. Algo debe andar mal en mí, tendría que ser capaz de hacer amigos con mayor facilidad, debería ser más sociable. Deseo saber qué es lo que hay en mí que me hace tan impopular. Aquella mujer se atribuía toda la responsabilidad por estar sola y sentía que ella era la única culpable. En el curso de la terapia vino a darse cuenta de que era una persona extraordinariamente inteligente y ambiciosa y de que se sentía incómoda con las mujeres de los otros sargentos, así como con su propio marido, porque era mucho más inteligente y ambiciosa que aquellas mujeres y el marido. Llegó a comprender que su soledad, si bien constituía su problema, no se debía necesariamente a una falta o defecto suyo. Posteriormente se divorció, se puso a estudiar mientras educaba a sus hijos, llegó a ser secretaria de redacción de una revista y por fin se casó con un editor de éxito. Hasta los modos de expresión de los neuróticos y de los que presentan trastornos de carácter son diferentes. El discurso del neurótico se distingue por expresiones tales como “yo debería”
“tendría que” y “no debería”, lo cual indica que la imagen de sí mismo que se forjó el individuo lo presenta como un hombre o una mujer inferior que siempre se queda corto, que siempre toma decisiones equivocadas. El discurso de una persona con desórdenes de carácter se distingue en cambio por expresiones como estas “no puedo”, “no podría”, “tengo que”, y “tuve que”, las cuales muestran la imagen de una persona que no tiene ningún poder de decidir, cuya conducta está completamente dirigida por fuerzas exteriores que se hallan por entero fuera de su control. Como cabría imaginar, los neuróticos, comparados con personas que exhiben desórdenes de carácter, son fáciles de tratar con psicoterapia porque asumen la responsabilidad de sus dificultades y por lo tanto comprenden que tienen problemas. Los que presentan trastornos de carácter son mucho más difíciles de tratar, si no ya imposible, porque no se ven a sí mismos como la fuente de sus problemas; antes bien, consideran que el mundo, y no ellos, es lo que debe cambiar, de manera que no llegan a reconocer la necesidad del autoexamen. En verdad, muchos individuos padecen de una neurosis y de un trastorno de carácter y se los remite al psiquiatra con el diagnóstico de “neuróticos de carácter”, con lo cual se indica que en algunos sectores de su vida los pacientes se sienten abrumados de culpabilidad por haber asumido una responsabilidad que no es realmente de ellos, mientras que en otros sectores de su vida no asumen con realismo la responsabilidad que les corresponde. Felizmente, una vez que se ha logrado infundir en tales individuos confianza en el proceso psicoterapéutico al ayudarlos en la parte neurótica de su personalidad, a menudo es posible luego inducirlos a examinar y corregir su falta de disposición a asumir responsabilidades cuando corresponde hacerlo. Pocos de nosotros escapamos de ser neuróticos o de padecer algún trastorno de carácter, por lo menos en cierta medida, (que es lo que esencialmente permite que cada uno de nosotros pueda beneficiarse con la psicoterapia si está seriamente determinado a participar en el proceso). Esto se debe a que el problema de distinguir aquello de que somos responsables y aquello de que no somos responsables en esta vida es uno de los máximos problemas de la existencia humana. Es un problema que nunca llega a resolverse por completo; durante toda la vida debemos estimar y tornar a estimar continuamente dónde están nuestras responsabilidades en medio del continuo cambio de los acontecimientos. Y esta operación de estimar y tornar a estimar no deja de ser penosa aunque se la cumpla adecuada y conscientemente. Para llevar a cabo este proceso adecuadamente debemos estar resueltos a sufrir un autoexamen continuo y debemos poseer la capacidad de soportarlo. Y esa capacidad o disposición no es inherente a ninguno de nosotros. En cierto sentido, todos los niños presentan trastornos de carácter puesto que su tendencia instintual los lleva a negar su responsabilidad en el caso de muchos conflictos en que se encuentran. Por ejemplo, dos hermanos que se pelean se culparán siempre recíprocamente de haber iniciado la pelea y cada uno negará que sea él el culpable. Análogamente, todos los niños padecen de neurosis, ya que instintivamente asumen la responsabilidad de ciertas privaciones que experimentan, pero que no comprenden todavía. Por ejemplo, el niño que no es amado por sus padres siempre supone que no es digno de amor en lugar de ver en los padres una deficiencia en su capacidad de amor. También los que entran en la adolescencia y todavía no logran concertar citas o no alcanzan éxitos en los deportes se consideran seres humanos seriamente deficitarios en lugar de verse como los jóvenes perfectamente lozanos que en realidad son. Sólo por obra de una vasta experiencia y un largo y feliz proceso de maduración cobramos la capacidad de ver el mundo y el lugar que ocupamos en él de manera realista y sólo así estamos en condiciones de estimar con realismo nuestra responsabilidad frente a nosotros mismos y al mundo. Muchas cosas pueden hacer los padres para ayudar a sus hijos en este proceso de maduración. Miles de veces se les presentan oportunidades de hacerlo durante el crecimiento de los hijos; entonces los padres pueden hacerles ver la tendencia a evitar o eludir la responsabilidad de sus propias acciones o pueden tranquilizarlos en cuanto a ciertas situaciones de las cuales los niños no tienen la culpa. Pero, para aprovechar esas oportunidades es menester, como ya dije, que los padres sean sensibles a las necesidades de los hijos y que estén dispuestos a dedicarles tiempo y esfuerzos para ayudarlos a satisfacer esas necesidades. Y esto requiere a su vez amor por parte de los padres que deben asumir su responsabilidad para fomentar el crecimiento de los hijos. Por otro lado, hay muchas cosas que los padres pueden hacer para obstaculizar este proceso de maduración. Los neuróticos, a causa de su tendencia a asumir responsabilidades, pueden ser excelentes padres siempre que su neurosis sea relativamente leve y no se sientan tan abrumados por responsabilidades innecesarias que le queden exiguas energías para las necesarias responsabilidades del papel de padres. En cambio, las personas con desórdenes de carácter resultan padres desastrosos, que felizmente no se dan cuenta de que tratan a sus hijos con nocivo espíritu destructivo. Se dice que
“los neuróticos se hacen infelices y los que padecen trastornos de carácter hacen infelices a todos los demás”. Y entre las personas a quienes hacen infelices 1os padres con desórdenes de carácter están en primer lugar sus hijos. Lo mismo que en otros ámbitos de su vida esos padres no asumen la apropiada responsabilidad de ser padres. Tienden a desentenderse de sus hijos de mil maneas sutiles en lugar de dedicarles la necesaria atención. Cuando los chicos llegan a ser delincuentes o cuando tienen dificultades en la escuela, los padres con trastornos de carácter automáticamente echarán la culpa al sistema escolar o a otros niños que, según insisten, representan una “mala influencia” en sus propios hijos. Esta actitud, claro está, ignora el problema. Como eluden toda responsabilidad, esos padres con desórdenes de carácter sirven como modelos de irresponsabilidad a sus hijos. Por fin, en sus esfuerzos por eludir toda responsabilidad en cuanto a sus propias vidas, esos padres a menudo transfieren esa responsabilidad a sus hijos y dicen: “La única razón por la que continúo casada con vuestro padre (o madre) son ustedes, chicos” o “Vuestra madre es un manojo de nervios a causa de vosotros” o “Yo podría haber ido a la universidad y haber tenido éxito si no hubiera tenido que mantenerlos”. De esta manera tales padres están diciendo realmente a sus hijos: “Vosotros sois los responsables de la calidad de mi matrimonio, de mi salud mental y de mi falta de éxito en la vida”. Como les falta la capacidad de comprender cuán inapropiada es esta actitud, los hijos a menudo aceptan esta responsabilidad y en la medida en que la acepten llegarán a ser neuróticos. De esta manera los padres que presentan trastornos de carácter producen casi invariablemente hijos neuróticos o con desórdenes de carácter. Los padres mismos echan sus pecados sobre sus hijos. No sólo en su papel de padres estos individuos con desórdenes de carácter son negativos y destructivos; esos mismos rasgos de carácter se extienden por lo común a su matrimonio, a sus amistades y a sus negocios... a toda esfera de su existencia en la que no asumen su responsabilidad propia. Y esto es inevitable, porque, según dijimos, no se puede resolver un problema si el individuo no asume la responsabilidad de resolverlo. Cuando individuos con desórdenes de carácter echan la culpa a otro (al cónyuge, al hijo, al amigo, al padre, al jefe... o se la echan a alguna otra cosa, como malas influencias, la escuela, el gobierno, el racismo, el sexismo, la sociedad, el “sistema”) de sus problemas, esos problemas persisten, nada se hace para resolverlos. Al rechazar su propia responsabilidad esas personas pueden sentirse tranquilas consigo mismas, pero así cesan de resolver los problemas de la vida, cesan de crecer espiritualmente y se convierten en un peso muerto para la sociedad . Así proyectan su desasosiego a la sociedad. El dicho de la década de 1960 (atribuido a Eldridge Cleaver) se refiere a todos nosotros en todo momento: “Si uno no es parte de la solución, entonces es parte del problema”. Huir de la libertad Cuando un psiquiatra da el diagnóstico de un trastorno de carácter lo hace porque resulta relativamente llamativa la tendencia del individuo en cuestión a eludir responsabilidades. Sin embargo, casi todos nosotros de vez en cuando tratamos de eludir -de maneras que pueden ser muy sutiles- la molestia de asumir la responsabilidad de nuestros propios problemas. Debo a Mac Badgely la curación de mi sutil trastorno de carácter que me aquejaba a los treinta años. En aquel momento Mac era el director de la clínica psiquiátrica para pacientes externos en la que yo estaba completando mi formación psiquiátrica como médico residente. En la clínica se nos asignaba por turno de rotación nuevos pacientes a mis colegas y a mí. Tal vez porque yo me dedicaba más a mis pacientes que los demás colegas residentes, me encontré trabajando muchas más horas que ellos. Los demás psiquiatras solían ver a sus pacientes sólo una vez por semana. Yo solía ver los míos dos o tres veces por semana. En consecuencia, veía cómo mis colegas abandonaban la clínica a las cuatro y media todas las tardes para irse a su casa, en tanto que a mi todavía me aguardaban citas hasta las ocho o nueve de la noche, cosa que me contrariaba en extremo. A medida que iba cobrando conciencia de mi profundo enojo y como me sentía cada vez más agotado comprendí que algo tenía que hacer para remediar aquello. Fui pues a ver al doctor Badgely y le expliqué la situación, le pregunté si no podría durante unas pocas semanas verme eximido de aceptar nuevos pacientes para poder así ordenar mi tiempo. ¿Sería factible? Le pregunté a él si se le ocurría otra solución. Mac me escuchó con mucha atención sin interrumpirme en ningún momento. Cuando terminé de hablar y al cabo de un instante de silencio, Mac me dijo con gran simpatía: —Bueno, veo que tiene usted un problema. Sentí que el hombre me había comprendido y le dije:
—Gracias. ¿Qué le parece que debería hacer? Y entonces Mac me replicó: —Ya le dije, Scott, que usted tiene un problema. En modo alguno era ésa la respuesta que yo esperaba y le dije ligeramente molesto: —Sí, ya sé que tengo un problema, por eso vine a verlo. ¿Qué cree usted que podríamos hacer? Mac me respondió: —Scott, aparentemente usted no oyó lo que le dije; yo, por mi parte, lo escuché atentamente y estoy de acuerdo con usted. Usted tiene un problema. — ¡Maldición! -exclamé-, ya sé que tengo un problema, y lo sabía cuando vine aquí, la cuestión es ésta: ¿qué voy a hacer para resolverlo? —Scott —replicó Mac—, ponga atención. Atienda pues voy a decírselo de nuevo; estoy de acuerdo con usted. Usted tiene un problema. Específicamente usted tiene un problema con el tiempo, con su tiempo, no con mi tiempo. No es problema mío. Es su problema con su tiempo. Usted, Scott Peck, tiene un problema con su tiempo. Eso es todo lo que tengo que decirle. Me volví y salí enfurecido del despacho de Mac. Y continué furioso. Odiaba a Mac Badgely. Durante tres meses lo odié. Estaba seguro de que el hombre sufría de un grave trastorno de carácter. ¿Cómo podía ser tan insensible? Yo había acudido humildemente a él sólo para pedirle un poco de ayuda, para pedirle un consejo, y el maldito no estaba dispuesto a asumir su responsabilidad de prestarme ayuda y ni siquiera a hacer su trabajo como director de la clínica. Se suponía que como director de la clínica tenía que ayudar a resolver semejantes problemas. Pero al cabo de tres meses vine a darme cuenta de que Mac tenía razón y que era yo, y no él, quien padecía de un trastorno de carácter. Mi tiempo era responsabilidad mía. Me correspondía a mí y solamente a mí decidir cómo utilizar y ordenar mi tiempo. Si deseaba dedicarlo a mi trabajo más de lo que hacían mis colegas residentes, eso era una decisión mía y las consecuencias de semejante decisión eran de mi responsabilidad. Podría resultarme penoso ver cómo mis colegas abandonaban sus consultorios dos o tres horas antes que yo y podría ser penoso escuchar las quejas de mi mujer de que no estaba dedicando suficiente tiempo a la familia, pero, esos sinsabores eran consecuencias de la decisión que yo había tomado. Si no deseaba sufrirlos, tenía la libertad de no trabajar tanto y de estructurar mi tiempo de manera diferente. Mi trabajo intenso no era una carga que me hubiera impuesto un destino de duro corazón o un director de clínica insensible; era la manera en que yo había decidido vivir mi vida y ordenar las cosas que tenían prioridad para mí. Lo cierto es que no modifiqué mi estilo de vida. Pero con mi cambio de actitud, desapareció el resentimiento que sentía por mis colegas. Sencillamente ya no tenía sentido enojarme con ellos por el hecho de que hubieran elegido un estilo de vida diferente del mío cuando yo era completamente libre de hacer lo que ellos hacían, si así lo deseaba. Enojarme con ellos era enojarme con mi propia decisión de ser diferente de ellos, una decisión con la que me sentía feliz. La dificultad que tenemos para aceptar la responsabilidad de nuestra conducta estriba en el deseo de evitar la desazón de las consecuencias de dicha conducta. Al pedir a Mac Badgely que asumiera la responsabilidad de estructurar mi tiempo, yo trataba de evitar la molestia de trabajar durante largas horas, aun cuando trabajar esas largas horas era una consecuencia inevitable de mi decisión de dedicarme a mis pacientes y de mejorar mi formación. Al obrar así, yo también estaba buscando sin saberlo aumentar la autoridad de Mac sobre mí. Le estaba entregando mi poder, mi libertad. En realidad, le estaba diciendo “Hágase cargo de mí. Usted es el jefe”. Cuando tratamos de eludir la responsabilidad de nuestra propia conducta, procuramos transferir esa responsabilidad a otro individuo o a otra organización o a otra entidad. Pero eso significa renunciar a nuestro poder en favor de esa entidad, ya sea el “destino”, ya sea la “sociedad” o el gobierno o una corporación o nuestro jefe. Por eso resulta apropiado el título que dio Erich Fromm a su estudio del nazismo y el autoritarismo, El miedo a la libertad. Al procurar eludir la desazón de la responsabilidad, millones y hasta miles de millones de seres humanos intentan diariamente huir de la libertad. Conozco a un hombre de brillantes dotes, aunque muy arisco, que cuando se lo permito, habla sin cesar y elocuentemente de las opresivas fuerzas que obran en nuestra sociedad: el racismo, el
sexismo, el régimen militar e industrial y la policía del país que los arresta a él y a sus amigos porque llevan los cabellos largos. Una y otra vez traté de persuadirlo de que no es un niño. Cuando somos niños, a causa de nuestra real y total de pendencia, nuestros padres ejercen un poder real y total sobre nosotros. En verdad, nuestros padres son responsables en gran medida de nuestro bienestar y nosotros nos hallamos también en igual medida a merced de ellos. Cuando los padres son opresivos, como suelen serlo, los niños son impotentes para remediarlo; cuando somos niños nuestras decisiones y elecciones son limitadas. Pero cuando somos adultos y cuando gozamos de buena salud física nuestras decisiones y elecciones son casi ilimitadas. Esto no significa que no sean penosas. Frecuentemente nuestras elecciones se realizan entre el menor de dos males, pero está dentro de nuestro poder realizarlas. Sí, convengo con mi conocido, hay ciertamente fuerzas opresoras que obran en el mundo. Sin embargo, tenemos la libertad de elegir cada paso que demos para responder a esas fuerzas y enfrentarías. Mi conocido decidió vivir en una zona del país en la cual a la policía no le gustan “los tipos de pelo largo” y él aún decide llevar el pelo largo. Tiene la libertad de mudarse de ciudad o de cortarse el cabello y hasta de organizar una campaña electoral para obtener el cargo de comisionado de policía. Pero a pesar de todo su brillo intelectual el hombre no reconoce estas libertades. Prefiere lamentarse de su falta de poder político en lugar de aceptar y aumentar su inmenso poder personal. Habla de su amor a la libertad y de las fuerzas opresoras que la coartan, pero cada vez que habla de la manera en que resulta víctima de tales fuerzas, lo que realmente hace es renunciar a su libertad. Espero que algún día deje de estar enojado con la vida sencillamente porque algunas de las decisiones que hay que tomar en ellas son penosas.3 La doctora Hilde Bruch, en el prefacio a su libro Learning Psychotherapy4, declara que fundamentalmente todos los pacientes acuden a los psiquiatras con “un problema común”: la sensación de impotencia, el temor y la convicción íntima de ser incapaces de afrontar y modificar las cosas. En la mayoría de los pacientes, una de las raíces de esta “sensación de impotencia” es el deseo de eludir parcial o totalmente el desasosiego de la libertad y por eso también la negativa parcial o total a aceptar la responsabilidad de sus vidas. Se sienten impotentes porque en realidad renunciaron a su poder. Tarde o temprano si han de curarse, deben aprender que la integridad de la vida de un adulto es una serie de elecciones, de decisiones personales. Si lo aceptan por entero, se convierten en personas libres. En la medida en que no lo acepten se sentirán siempre víctimas. Dedicación a la realidad El tercer instrumento de la disciplina o técnica para afrontar la desazón de resolver problemas, instrumento que debemos utilizar continuamente si queremos que nuestras vidas sean saludables y que nuestro espíritu se desarrolle, es la dedicación a la verdad. Superficialmente esto parece evidente, pues la verdad es la realidad. Lo falso es irreal. Cuanto más claramente veamos la realidad del mundo, mejor equipados estaremos para tratar las cuestiones del mundo. Cuanto menos claramente veamos la realidad del mundo -cuanto más confundido esté nuestro espíritu por el error, las percepciones falsas y las ilusiones- menos capaces seremos de adoptar líneas correctas de acción y de tomar decisiones sensatas. Nuestra visión de la realidad es como un mapa en el cual se representa el terreno de la vida. Si el mapa es verdadero y exacto, generalmente sabremos dónde estamos, y si decidimos adónde deseamos ir, por lo general, sabremos cómo llegar al punto propuesto. Si el mapa es falso e inexacto, nos perderemos. Si bien esto es evidente, la mayor parte de la gente, en mayor o menor grado, prefiere ignorarlo. Prefiere ignorarlo porque el camino que conduce a la realidad no es fácil. Ante todo no hemos nacido con mapas, sino que debemos hacerlos, y trazar esos mapas exige esfuerzos. Cuanto mayores esfuerzos hacemos para percibir y apreciar la realidad, más amplios y más exactos serán nuestros mapas. Pero muchos no desean hacer estos esfuerzos. Algunos dejan de hacerlos al término 3
Que yo sepa, en ninguna otra parte está más elocuente y poéticamente definida la cuestión de la libertad de decidir entre dos males que en el capítulo “Libertad y necesidad”, del libro How People Change, del psiquiatra Allen Wheelis, Nueva York, (Harper y Row), 1973. Hasta sentí la tentación de citar el capítulo en su totalidad; recomiendo su lectura a quien desee estudiar más detalladamente la cuestión. 4
Cambridge, Mass. (Harvard Univ. Press), 1974, pág. XI.
de la adolescencia. Sus mapas son pequeños y esquemáticos, su visión del mundo es estrecha y errónea. Al terminar la edad mediana la mayor parte de las personas ha dejado de hacer esfuerzos. Están seguras de que sus mapas son completos y de que su Weltanschauung es correcta (y hasta sacrosanta); ya no están interesados en adquirir nueva información. Es como si estuvieran cansados. Sólo unos pocos afortunados continúan hasta el momento de la muerte indagando el misterio de la realidad, ampliando y tornando a definir su concepción del mundo y de lo que es verdadero. Pero el máximo problema de trazar mapas no es el de que debamos comenzar partiendo de inseguros esbozos sino que es el problema de revisarlos y corregirlos continuamente para que nuestros mapas sean exactos. El mundo mismo está en constante cambio. Aparecen glaciares y desaparecen glaciares. Aparecen culturas y desaparecen culturas. Y lo más dramático es que el punto desde el cual enfocamos el mundo también cambia constantemente y con gran rapidez. Cuando somos niños somos dependientes e impotentes. Adultos podemos ser muy poderosos, aunque por la enfermedad o en la vejez podemos volver a ser nuevamente impotentes y dependientes. Cuando tenemos hijos a quienes cuidar, el mundo se nos manifiesta diferente de cuando no teníamos hijos; cuando criamos a pequeños el mundo nos parece diferente de cuando educamos adolescentes. Cuando somos pobres, el mundo nos parece diferente de cuando somos ricos. Diariamente nos vemos bombardeados con nueva información sobre la naturaleza de la realidad. Si queremos incorporar esa información debemos revisar y corregir continuamente nuestros mapas y a veces si se ha acumulado una buena dosis de información debemos hacer correcciones sustanciales. El proceso de llevar a cabo revisiones y especialmente correcciones mayores es penoso, a veces extremadamente doloroso. Y allí está la principal fuente de muchos de los males de la humanidad. ¿Qué ocurre cuando uno ha elaborado largamente y con tenaces esfuerzos una visión viable del mundo, un mapa aparentemente útil y luego la nueva información me indica que esa concepción es errónea y que es menester volver a trazar el mapa? Los esfuerzos necesarios para llevar a cabo esta tarea parecen enormes, casi abrumadores. Lo que solemos hacer entonces y habitualmente de manera inconsciente es pasar por alto la nueva información. A menudo este acto de ignorarla no es pasivo. Podemos denunciar la nueva información y tildarla de falsa, peligrosa, herética, considerarla obra del demonio. Y hasta podemos emprender una cruzada contra ella e intentar manipular el mundo de suerte que éste se sujete a nuestra concepción de la realidad. Antes que tratar de modificar su mapa, un individuo puede tratar de destruir la nueva realidad. Y es triste comprobar que semejante persona puede dedicar mucha más energía a defender una visión anticuada del mundo que la que habría necesitado para revisarla y corregirla. La transferencia. El mapa anticuado Esta actitud de aferrarse activamente a una concepción anticuada de la realidad constituye la base de muchas enfermedades mentales. Los psiquiatras se refieren a este proceso con la expresión transferencia. Probablemente haya tantas sutiles variaciones en la definición de transferencia como hay psiquiatras. Mi definición personal es ésta: La transferencia es aquella serie de modos de percibir el mundo y reaccionar a él que se desarrollaron en la niñez y que habitualmente resultan enteramente apropiados al ambiente de la niñez, pero que son inapropiadamente transferidos al ambiente del adulto. Las maneras en que se manifiesta la transferencia (aunque siempre destructivas y penetrantes) son con frecuencia sutiles. Con todo, los ejemplos más claros no son sutiles. Uno de estos ejemplos fue el de un paciente cuyo tratamiento fracasó a causa de su transferencia. Tratábase de un brillante técnico de computadoras, tenía algo más de treinta años y vino a verme porque su mujer lo había abandonado y se había llevado a sus dos hijos. No se sentía particularmente desdichado por la pérdida de la esposa, pero lo había demolido la pérdida de sus hijos a quienes se sentía unido por un profundo lazo afectivo. Inició las sesiones de psicoterapia con la esperanza de recuperarlos pues su mujer habla declarado firmemente que no regresaría junto a él si no se sometía a tratamiento psiquiátrico. La mujer se quejaba principalmente de que el marido se mostraba continua e irracionalmente celoso y al mismo tiempo distanciado de ella, frío, distante, nada comunicativo ni afectuoso. También se quejaba de los frecuentes cambios de empleo de su marido. La vida de éste había sido pronunciadamente inestable desde la adolescencia. Durante la adolescencia había tenido frecuentes altercados con la policía, había estado en la cárcel tres veces por embriaguez,
beligerancia, “vagancia” y por “interferir en los deberes de un oficial público”. Abandonó los estudios en la Universidad, donde estudiaba ingeniería eléctrica porque, según dijo, “Mis profesores eran un puñado de hipócritas en nada diferentes de los policías”. A causa de su disposición y creatividad en el campo de la técnica de las computadoras, la industria se disputaba sus servicios. Sin embargo nunca logró progresar ni conservar un trabajo por más de un año y medio; en ocasiones fue despedido y las más de las veces abandonaba el trabajo después de disputas con sus superiores a quienes calificaba de “tramposos y mentirosos, sólo interesados en proteger su propia situación”. Su frase más frecuente era: “Vaya usted a confiar en alguien”. Decía que su niñez había sido “normal” y que sus padres eran “lo corriente”. En el breve período de tiempo que estuvo conmigo me contó, con aire indiferente y sin emoción alguna, numerosos incidentes de su niñez en los cuales los padres lo habían defraudado. Le prometieron una bicicleta para el día de su cumpleaños pero se olvidaron de su promesa y le regalaron otra cosa. Una vez se olvidaron por completo de su cumpleaños, pero el paciente no veía nada profundamente malo en esto ya que “ellos estaban muy ocupados”. Los padres le prometían hacer cosas con él los fines de semana, pero generalmente estaban “demasiado atareados”. En numerosas oportunidades se olvidaron de ir a recogerlo a reuniones o fiestas porque “tenían tantas cosas en la cabeza”. Lo que le ocurría a este hombre era que cuando niño sufrió penosas decepciones por la falta de cuidados de sus padres. Gradualmente o súbitamente -no lo sé de fijo- llegó a la inquietante conclusión, a mediados de su niñez, de que no podía confiar en sus padres. Pero una vez que lo comprendió así comenzó a sentirse mejor y su vida su hizo más llevadera. Ya no esperaba nada de sus padres, ni alentaba esperanzas cuando éstos le hacían promesas. Cuando dejó de confiar en los padres, la frecuencia y gravedad de sus decepciones disminuyó enorme mente. Pero un ajuste de esta índole constituye la base de futuros problemas. Para un niño sus padres lo son todo, representan el inundo. El niño no dispone de una perspectiva que le permita ver que otros padres son diferentes y frecuentemente mejores. Supone que la manera en que sus padres obran es la manera en que se hacen las cosas. En consecuencia, la conclusión -su “realidad”- a que llegó ese niño fue no sólo “No puedo confiar en mis padres”, sino “No puedo confiar en la gente”. No confiar en la gente vino convertirse pues en el mapa con el cual el individuo entró en la adolescencia y la edad adulta. Con ese mapa y con una abundante carga de resentimiento, resultado de sus múltiples decepciones, era inevitable que el individuo entrara en uno y otro conflicto con figuras representantes de la autoridad: policías, profesores, empleadores. Y esos conflictos sólo sirvieron para reforzar su sensación de que no podía confiarse en la gente. El hombre tuvo muchas oportunidades de revisar y corregir su mapa, pero las dejó pasar todas. Por un lado, la única manera en que podía saber si había o no personas en el mundo de los adultos en quienes se pudiera confiar era arriesgarse a confiar en ellas y eso suponía apartarse del mapa que se había trazado. Por otro lado, esa experiencia le exigía revisar también el concepto que tenía de sus padres y darse cuenta entonces de que éstos no lo amaban, de que él no había vivido una niñez normal y de que sus padres no eran “lo corriente” por su insensibilidad a las necesidades del hijo. Comprender todas esas cosas habría sido extremadamente doloroso. Por último, como su desconfianza de la gente era un ajuste realista a la realidad de su niñez, se trataba de un ajuste destinado a disminuir el dolor y sufrimiento del individuo. Como resulta extremadamente difícil abandonar un ajuste que antes funcionó tan bien, el individuo continuó desconfiando, continuó creando inconscientemente situaciones que servían para reforzarlo, continuó distanciándose de todos y así se le hizo imposible gozar del amor, de la calidez, de la intimidad y del afecto. Ni siquiera podía permitirse sentirse cerca de su mujer pues tampoco en ella podía confiar. Las únicas personas con las que podía trabar íntimas relaciones afectivas eran los dos hijos. Eran las únicas personas sobre las que tenía control, las únicas que no ejercían autoridad sobre él, las únicas de todo el mundo en las que podía confiar. Cuando entran en juego problemas de transferencia, como generalmente ocurre, la psicoterapia es, entre otras cosas, un proceso de revisión de mapas. Los pacientes recurren a la terapia porque sus mapas evidentemente no les dan buenos resultados. ¡Pero cómo se aferran a ellos y cómo se resisten al pro ceso en cada paso del camino! Con frecuencia necesitan aferrarse a sus mapas y resistirse a perderlos y esa necesidad es tan grande que la terapia se hace imposible, como ocurrió en el caso del técnico de computadoras. Al principio pidió yerme los sábados. Después de tres sesiones dejó de acudir porque había tomado un trabajo suplementario de mantenimiento de césped los sábados y los domingos. Le ofrecí verlo los jueves al atardecer. Se presentó a dos sesiones y luego dejó de acudir porque estaba haciendo trabajo suplementario fuera de las horas regulares en la planta. Volví
entonces a modificar mi horario de citas a fin de poder verlo los lunes al atardecer cuando, según él había dicho, era improbable que tuviera trabajo suplementario. Al cabo de dos sesiones más dejó sin embargo de venir porque parecía haber aceptado trabajo los lunes por la noche. Le hice ver entonces la imposibilidad de practicar la terapia en semejantes circunstancias. El paciente admitió que no estaba obligado a aceptar trabajo suplementario, pero declaró que necesitaba dinero y que el trabajo era para él más importante que la terapia. Declaró que podría verme únicamente aquellos lunes por la tarde en que no tuviera que trabajar horas suplementarias y que me llamaría a las cuatro de la tarde todos los lunes para decirme si podría asistir a la sesión aquella noche. Le dije que semejantes condiciones no eran aceptables, y que no estaba dispuesto a modificar mis planes todos los lunes por la posibilidad de que él pudiera acudir a las sesiones. Él pensó que mi actitud era irrazonable y rígida, que no me importaban sus necesidades, que yo sólo estaba interesado en mi propio tiempo y que ciertamente él no me importaba nada; de manera que no se podía confiar en mí. Así terminó nuestro intento de trabajar juntos y yo vine a ser otro hito en su viejo mapa. El problema de la transferencia no es sencillamente un problema entre los psicoterapeutas y sus pacientes. Es un problema que se manifiesta entre padres e hijos, entre maridos y esposas, entre empleadores y empleados, entre amigos, entre grupos y hasta entre naciones. Es interesante especular, por ejemplo, sobre el papel que la transferencia desempeña en las cuestiones internacionales. Nuestros líderes nacionales son seres humanos que vivieron una niñez y tuvieron experiencias infantiles que los formaron. ¿Qué mapa seguía Hitler y de dónde procedía ese mapa? ¿Qué mapa seguían los líderes norteamericanos al iniciar, realizar y mantener la guerra de Vietnam? Evidentemente era un mapa muy diferente del de la generación siguiente. ¿En qué medida la experiencia nacional de los años de depresión contribuyó a trazar su mapa y en qué medida la experiencia de las décadas de 1950 y 1960 contribuyó a trazar el mapa de la generación más joven? Si la experiencia nacional de las décadas de 1930 y 1940 contribuyó a forjar la conducta de los líderes norteamericanos en cuanto a librar la guerra de Vietnam, ¿hasta qué punto era apropiada esa experiencia a las realidades de las décadas de 1960 y 1970? ¿Qué podemos hacer para revisar más rápidamente nuestros mapas? La verdad o la realidad se evita cuando es penosa. Podemos revisar y corregir nuestros mapas sólo cuando tenemos la disciplina de superar ese dolor. Pero para adquirir semejante disciplina es necesario que nos entreguemos enteramente a la verdad. Es decir, siempre debemos considerar la verdad (del mejor modo que podamos determinaría) como más importante, más vital a nuestro propio interés que nuestra propia comodidad. Inversamente, debemos considerar siempre nuestra desazón personal relativamente poco importante y, es más aún, debemos acogerla de buen grado para ponerla al servicio de la busca de la verdad. La salud mental es un proceso continuo de dedicación a la realidad a toda costa. Aceptar el desafío ¿Qué significa una vida de total consagración a la verdad? Significa ante todo una vida de continuo e incesante autoexamen riguroso. Conocemos el mundo sólo a través de nuestra relación con él. Por eso, para conocer el mundo, no solo debemos examinarlo sino examinar también simultáneamente al examinador. Los psiquiatras aprenden esto en su formación y saben que es imposible comprender verdaderamente los conflictos y transferencias de sus pacientes sin comprender sus propias transferencias y conflictos. Por eso se estimula a los psiquiatras para que se sometan a psicoterapia o a psicoanálisis como parte de su formación y desarrollo. Desgraciadamente no todos los psiquiatras responden a este estímulo. Hay muchos psiquiatras que examinan rigurosamente el mundo pero no se examinan tan rigurosamente a sí mismos. Pueden ser individuos competentes (desde el punto de vista en que el mundo juzga la competencia), pero nunca son sabios. Una vida de sabiduría debe ser una vida de contemplación combinada con acción. En la pasada cultura norteamericana, la contemplación no era tenida en gran estima. En la década de 1950 se consideraba a Adlai Stevenson un “intelectual” y no se creía que sería un buen presidente, precisamente porque era un hombre contemplativo entregado a profundas reflexiones. He oído a padres que decían a sus hijos adolescentes con toda seriedad: “Piensas demasiado”. Esto es absurdo considerando que son nuestros lóbulos frontales, nuestra capacidad de pensar y de examinarnos a nosotros mismos, los que nos hacen humanos. Afortunadamente, semejantes actitudes parecen estar cambiando y ahora comenzamos a darnos cuenta de que las fuentes de peligro para el mundo están
más adentro que afuera y de que el proceso de la constante contemplación y del autoexamen es esencial a nuestra supervivencia. Claro está que me refiero a un número relativamente pequeño de personas que están cambiando de actitud. El examen del mundo exterior no es nunca tan penoso personalmente como el examen del mundo interior y ciertamente, a causa de la desazón que implica en la vida un genuino autoexamen, la mayoría de la gente se abstiene de practicarlo. Pero cuando uno está dedicado a la verdad, esa desazón parece relativamente poco importante... y cada vez menos importante (y, por lo tanto, cada vez menos penosa) cuanto mas avanza uno por la senda del autoexamen. Una vida de total dedicación a la verdad significa también una vida en la cual el individuo esté dispuesto a aceptar desafíos. La única manera de estar seguros de que nuestro mapa de la realidad es válido es exponerlo a la crítica y al cuestionamiento de otros hacedores de mapas. Si no lo hacemos así, vivimos en un sistema cerrado, dentro de una campana de vidrio para usar la analogía de Sylvia Plath, en el que tornamos a respirar sólo nuestro propio aire fétido y en el que estamos cada vez más sujetos a la alucinación. Sin embargo, a causa de la inquietud inherente al proceso de revisar nuestro mapa de la realidad, generalmente tendemos a evitar o a rechazar todo cuestionamiento de su validez. Les decimos a nuestros hijos: “No me repliques, soy tu padre”, decimos a nuestro cónyuge: “Vive y deja vivir. No me critiques, si lo haces lo lamentarás.” La persona anciana trasmite a su familia y al mundo este mensaje: “Soy viejo y frágil. Si me contrarías puedo morir o por lo menos llevarás en tu cabeza la responsabilidad de haberme hecho infeliz en mis últimos días”. A nuestros empleados les decimos: “Si tienen la audacia suficiente para criticarme lo mejor es que lo hagan con circunspección pues de otro modo se encontrarán en la situación de tener que buscar otro trabajo”.5 La tendencia a evitar críticas y desafíos es tan general en los seres humanos que propiamente se la puede considerar una característica de la naturaleza humana. Pero decir que es natural no significa que sea una conducta esencial o beneficiosa o inmutable. También es natural no cepillarse nunca los dientes, pero nos acostumbramos a hacer algo no natural hasta el punto de que se convierte en una segunda naturaleza. En verdad, toda autodisciplina podría definirse como un proceso en el que aprendemos a hacer algo que no es natural. Otra característica de la naturaleza humana -acaso la que nos hace más humanos- es nuestra capacidad de hacer cosas innaturales, de trascender y, por lo tanto, de transformar nuestra propia naturaleza. Ninguna acción es más innatural y, en consecuencia, más humana que la de someterse a psicoterapia. En efecto, en virtud de este acto, deliberadamente nos sometemos a la más profunda crítica por parte de otro ser humano y hasta le pagamos por el servicio de escrutarnos y discernir lo que hay en nosotros. Este sometimiento a la crítica y al desafío es una de las cosas que puede simbolizar el estar tendido en el diván del consultorio del psicoanalista. Entrar en un proceso psicoterapéutico es un acto de supremo coraje. La primera razón por la que la gente no se somete a psicoterapia no es la de de que le falte dinero; lo que les falta es el coraje. Y lo mismo cabe decir de muchos psiquiatras que nunca parecen considerar conveniente iniciar su propia terapia a pesar de que tienen más razón que otros para someterse ellos mismos a la disciplina que supone el proceso terapéutico. Por otro lado, porque poseen ese coraje, muchos pacientes psicoanalíticos, aun al 5
No sólo los individuos sino también las organizaciones se distinguen por su actitud de protegerse contra toda critica. En cierta ocasión el jefe del estado mayor del ejército me encargó que preparara un análisis de las causas de las atrocidades de My Lai y de su ulterior encubrimiento; además me recomendaba llevar a cabo una investigación a fin de impedir que semejante conducta se repitiera en el futuro. El estado mayor del ejército no aprobó esa recomendación alegando que la investigación no podría mantenerse en secreto. “La existencia de esa investigación podría hacernos vulnerables a mis críticas. Y en este momento ni el presidente ni el ejército necesitan más críticas”, me dijeron. De manera que el análisis de las razones que habían determinado un incidente, que hubo que encubrir, quedó el mismo encubierto. Semejante conducta no se limita a los militares o a la Casa Blanca; por el contrario, también es común al Congreso, a otros departamentos federales, a corporaciones y hasta a universidades y organizaciones caritativas, en suma, es común a todas las organizaciones humanas. Así como es necesario que los individuos acepten hasta de buen grado las críticas que se hagan a sus mapas de la realidad y modus operandi si pretenden acrecentar su sabiduría y efectividad, también es necesario que las organizaciones acepten de buen grado los desafíos y críticas si pretenden ser instituciones viables de progreso. Esta circunstancia se reconoce cada vez más especialmente por individuos tales como John Gadner de Common Cause, para quien es evidente que una de las tareas más excitantes e importantes que debe afrontar nuestra sociedad en las próximas décadas es instaurar en las estructuras burocráticas de nuestras organizaciones un espíritu abierto a las críticas, un espíritu que responda a ellas y que reemplace la resistencia institucionalizada que actualmente es típica de las organizaciones.
comienzo de la terapia y contrariamente a su imagen estereotípica, son personas fundamentalmente mucho más fuertes y saludables que el término medio. Mientras someterse a psicoterapia es en definitiva una forma de permanecer abiertos al desafío, nuestras interacciones más corrientes nos ofrecen día a día análogas oportunidades para mostrarnos abiertos: cuando nos encontramos con otros al ir a tomar un refresco, cuando estamos en una conferencia o en una partida de golf o a la mesa; cuando alternamos con nuestros colegas, con nuestros jefes y empleados, con nuestros amigos, con nuestros padres y con nuestros hijos. Una mujer cuidadosamente peinada, que hacía algún tiempo que me veía en el consultorio, dio de pronto en pasarse un peine por los cabellos cada vez que se levantaba del diván al terminar una sesión. Le hice un comentario sobre su nuevo modo de proceder, y ella me explicó enrojeciendo: “Hace unas semanas mi marido advirtió que llevaba el pelo aplastado por detrás cuando regresaba de una sesión, no quise decirle por qué. Temo que me haga bromas si sabe que estoy aquí acostada en un diván”. Ahí teníamos, pues, otra cuestión para trabajar. El mayor valor de la psicoterapia consiste en el hecho de que la disciplina practicada durante la “hora de cincuenta minutos” se extienda a las relaciones y hechos diarios del paciente. El espíritu no queda completamente curado hasta que la aceptación de todo desafío se convierta en un modo de vida. Esa mujer no se hallaría del todo bien hasta no mostrarse tan sincera con su marido como conmigo. Entre todos aquellos que acuden a un psiquiatra o a un psicoterapeuta muy pocos son los que al principio quieren llegar a un plano consciente de desafío o educarse en la disciplina. La mayor parte sencillamente busca alivio. Cuando se dan cuenta de que van a ser sometidos a un desafío, muchos huyen y otros se sienten tentados a hacerlo. Enseñarles que el único alivio verdadero llegará a través del desafío y la disciplina es una tarea delicada, a menudo prolongada y frecuentemente infructuosa. Por eso, nosotros hablamos de “seducir” a los pacientes para que perseveren en la psicoterapia. Y podemos decir de algunos pacientes a los que hemos estado tratando durante un año o más que realmente todavía no entraron en el proceso terapéutico. En psicoterapia se estimula la franqueza particularmente por la técnica de la “asociación libre”. Cuando se emplea esta técnica se le dice al paciente: “Diga cuanto le pasa por la cabeza sin considerar si es algo aparentemente insignificante o embarazoso o penoso o sin sentido. En su pensamiento hay más de una cosa al mismo tiempo, de modo que debe usted hablar de aquello que más se resiste a expresar”. Esto es mas fácil de decir que de hacer. Sin embargo, quienes se entregan concienzudamente a este procedimiento realizan por lo general rápidos progresos. Pero algunos se resisten tanto al desafío que simplemente fingen asociar libremente. Hablan con volubilidad de esto o de aquello, pero dejan de lado detalles decisivos. Una mujer podrá hablar durante toda una hora sobre las desagradables experiencias de su niñez, pero no mencionará la circunstancia de que aquella mañana el marido le reprochó que hubiera girado en descubierto en la cuenta bancaria conjunta por un millar de dólares. Semejantes pacientes intentan transformar la hora psicoterapéutica en una especie de conferencia de prensa. En el mejor de los casos malgastan el tiempo en sus esfuerzos para evitar el desafío y, por lo general, se entregan a una sutil forma de mentira. Para que los individuos y organizaciones estén abiertos al desafío es necesario que sus mapas de la realidad estén realmente abiertos a la inspección por parte del público. Aquí se necesita más que una conferencia de prensa. De ahí que una vida de total dedicación a la verdad signifique una vida de total honestidad. Trátase de un continuo e incesante proceso de escrutarse uno mismo para asegurarse de que las comunicaciones que se hacen -no sólo las palabras que decimos- reflejen invariablemente y lo más precisamente posible la verdad o realidad tal como la conocemos. Esa honestidad no deja de implicar sufrimientos. La gente miente para evitar el sufrimiento del desafío y sus consecuencias. La mentira del presidente Nixon sobre Watergate no era más refinada que la clase de mentira de un niño de cuatro años que dice a su madre que la lámpara se cayó sola de la mesa y se rompió. En la medida en que la naturaleza del desafío es legítima (y generalmente lo es), mentir es un intento de eludir el legítimo sufrimiento y esto determina enfermedad mental. El concepto de eludir o pasar alrededor de una cosa plantea la cuestión de “tomar por un atajo”. Cuando intentamos evitar un obstáculo buscamos una senda que nos lleve a nuestra meta y que sea más fácil y rápida: un atajo. Como creo que el crecimiento del espíritu humano es el fin de la existencia del hombre, estoy ciertamente consagrado a la idea de progreso. Es apropiado y correcto que los seres humanos crezcan y progresen lo más rápidamente posible. Por eso es apropiado y correcto que busquemos un atajo legítimo para alcanzar un crecimiento personal. Aquí la palabra
clave es “legítimo”. Los seres humanos tienen casi todos la tendencia a ignorar los atajos legítimos y a buscar los ilegítimos. Por ejemplo, un atajo legítimo es estudiar una sinopsis de un libro en lugar de leer en su totalidad la obra original para preparar un examen. Si el resumen es bueno y si asimilamos el material podemos obtener los conocimientos esenciales de una manera que nos ahorre considerables tiempo y esfuerzos. Pero valerse de un fraude no es un atajo legítimo. Podrá ahorramos más tiempo y, si obtenemos éxito al aplicar el fraude, podremos obtener una nota de aprobación en el examen y el ansiado título, pero no habremos obtenido los conocimientos esenciales. Por eso el diploma es una mentira, una falsedad. En la medida en que el título se convierte en base de la vida del que cometió el fraude, esa vida se convierte en una mentira y una falsedad permanentes y a menudo debe dedicársela a cubrir y preservar la mentira. La genuina psicoterapia es un atajo legítimo para realizar el crecimiento personal, atajo que a menudo se ignora. Una de las mus frecuentes racionalizaciones para ignorarlo es la cuestión de su legitimidad y entonces la gente suele decir: “Temo que la psicoterapia pueda convertirse en una muleta, y yo no deseo depender de una muleta”. Pero generalmente esto encubre temores muy significativos. Valerse de la psicoterapia no es recurrir a una muleta, así como no es inútil emplear martillo y clavos para construir una casa. Es posible construir una casa sin martillos ni clavos, pero el procedimiento no es en general deseable ni satisfactorio. Análogamente, es posible lograr el crecimiento personal sin emplear la psicoterapia, pero a menudo esa tarea resulta innecesariamente tediosa, prolongada y difícil. En general tiene sentido utilizar instrumentos accesibles como atajos. Por otro lado, puede recurrirse a la psicoterapia como un atajo legítimo. Esto ocurre por lo común en ciertos casos de padres que recurren a la psicoterapia para sus hijos. Desean que los hijos cambien de alguna manera: que dejen de tomar drogas, que dejen de tener arrebatos de ira, que dejen de obtener malas notas. Algunos padres, habiendo agotado sus propios recursos para ayudar a sus hijos, se dirigen al psicoterapeuta genuinamente dispuestos a trabajar en el problema. Otros acuden conociendo perfectamente la causa del problema del hijo y esperan que el psiquiatra pueda hacer algo mágico para cambiar al hijo sin tener que cambiar la causa fundamental del problema. Por ejemplo, algunos padres dicen francamente: “Sabemos que tenemos una dificultad en nuestro matrimonio y esta circunstancia es probable que tenga algo que ver con el problema de nuestro hijo. Sin embargo no deseamos mezclar nuestro matrimonio en el asunto; no queremos someternos a la terapia; lo que deseamos es que usted trabaje sólo con nuestro hijo y si es posible que lo ayude a ser más feliz”. Otros son menos francos. Declaran que están dispuestos a hacer todo lo necesario, pero cuando se les explica que los síntomas de su hijo son expresión del enojo con que el hijo mira todo el estilo de vida de la familia, los padres dicen: “Es ridículo pensar que nosotros tengamos que cambiar todo nuestro modo de ser a causa de él”, y entonces irán a ver a otro psiquiatra, a alguien que tal vez les ofrezca un atajo indoloro. Y luego es probable que se digan a sí mismos y digan a sus amigos: “Hemos hecho todo lo que es posible hacer por nuestro muchacho; hasta hemos acudido a cuatro psiquiatras diferentes, pero nada pudo mejorarlo”. Mentimos, claro está. no sólo a los demás, sino que nos mentimos a nosotros mismos. Las críticas a nuestro ajuste -a nuestros mapas- debidas a nuestra propia conciencia y a nuestras propias percepciones realistas pueden ser tan legítimas y penosas como cualquier censura por parte del público. De las innumerables mentiras que la gente se dice, dos de las más comunes, potentes y destructivas son: “Realmente amamos a nuestros hijos” y “Realmente nuestros padres nos aman”. Puede ser que nuestros padres nos amen y que nosotros amemos a nuestros hijos, pero cuando éste no es el caso, la gente llega a extremos extraordinarios para no admitirlo. Yo suelo decir que la psicoterapia es “el juego de la verdad” o la “partida de la honestidad” porque una de sus finalidades es ayudar a los pacientes a afrontar semejantes mentiras. Una de las raíces de las enfermedades mentales es invariablemente el sistema entretejido de mentiras que nos han dicho y mentiras que nos hemos dicho nosotros mismos. Y sólo en una atmósfera de extremada honestidad pueden descubrirse y extirparse esas raíces. Para crear esa atmósfera es esencial que los terapeutas en sus relaciones con los pacientes tengan una capacidad total de apertura y veracidad. ¿Cómo puede esperarse que un paciente soporte el dolor de afrontar la realidad si nosotros no somos capaces del mismo dolor? Podemos guiar sólo si vamos adelante. Retener la verdad
Las mentiras pueden dividirse en dos tipos: mentiras blancas y mentiras negras.6 Una mentira negra es una enunciación que hacemos sabiendo que es falsa. Una mentira blanca es una enunciación que no es en si misma falsa pero que deja de lado una parte significativa de la verdad. El hecho de que una mentira sea blanca no hace que sea menos mentira o más excusable. Las mentiras blancas pueden ser tan destructivas como las negras. Un gobierno que rehúsa información esencial al pueblo, mediante la censura, no es más democrático que otro gobierno que dice falsedades. La paciente que no mencionó el hecho de que habla girado en descubierto en la cuenta bancaria de la familia estaba amenazando su progreso en la terapia en no menor medida que si hubiera mentido directamente. En verdad, porque puede parecer menos reprensible, callar información esencial es la forma más común de mentira y, porque puede ser más difícil detectarla, es a veces hasta más perniciosa que la mentira negra. La mentira blanca se considera socialmente aceptable en muchas de nuestras relaciones porque “no queremos herir a la gente en sus sentimientos”. Pero entonces podemos lamentarnos de que nuestras relaciones sociales sean generalmente superficiales. Que los padres alimenten a sus hijos con un conjunto de mentiras blancas se considera no sólo aceptable sino beneficioso y prueba de amor parental. Hasta cónyuges que tuvieron la suficiente valentía para ser enteramente sinceros el uno con el otro encuentran a menudo difícil serlo con sus hijos. No les dicen que fuman marihuana o que tuvieron una riña la noche anterior con respecto a sus relaciones o que están enojados con los abuelos o que el médico declaró que uno de ellos o los dos presentaban trastornos psicosomáticos o que están haciendo una inversión financiera arriesgada o cuánto dinero tienen todavía en el Banco. Generalmente esa retención de la verdad y esa falta de franqueza son racionalizadas sobre la base de un amoroso deseo de proteger a sus hijos y escudarlos contra innecesarias preocupaciones. Sin embargo, las más veces, semejante “protección” resulta infructuosa. Los hijos saben de todos modos que mamá y papá fuman hierba, que la noche anterior tuvieron una disputa, que los abuelos están enojados, que mamá está nerviosa y que papá está perdiendo dinero. El resultado pues es no protección sino privación, los niños se ven privados de conocimientos que podrían tener sobre el dinero, la enfermedad, las drogas, la sexualidad el matrimonio, sus padres, sus abuelos y la gente en general. También se ven privados de las tranquilizadoras palabras que podrían haber recibido de sus padres, si éstos hubieran discutido esos temas con más franqueza. Y por último se ven privados de franqueza y de honestidad, pues en cambio se les ofrecen modelos de parcial honestidad, franqueza incompleta y limitado coraje. En algunos padres el deseo de “proteger” a sus hijos reconoce como motivo un genuino pero mal encaminado amor. En otros, sin embargo, el “amoroso” deseo de proteger a los hijos sirve más para encubrir y racionalizar de el deseo de evitar toda censura por parte de los hijos y el deseo de conservar la autoridad sobre ellos. Esos padres dicen en realidad: “Miren, chicos, permanezcan ustedes con sus preocupaciones infantiles y déjennos a nosotros las preocupaciones de los adultos. Mírennos como fuertes y amorosos guardianes, siempre vigilantes. Esa imagen es buena .para todos, de manera que no nos critiquen. A nosotros nos permite sentirnos fuertes y a ustedes seguros, y será bueno que no consideremos estas cosas demasiado profundamente”. No obstante, puede surgir un verdadero conflicto cuando el deseo de una totalidad honestidad se encuentra frente a las necesidades de algunas personas de contar con cierta clase de protección. Por ejemplo, aun padres con excelentes matrimonios pueden considerar ocasionalmente el divorcio como una de sus posibles opciones e informar a sus hijos sobre tal posibilidad en un momento en que no es probable que estén dispuestos a divorciarse; esto significa colocar una carga innecesaria en los hijos. Para un niño, la idea del divorcio representa una: amenaza a su sentido de seguridad, una amenaza que los niños no pueden percibir en todo su alcance por carecer de la perspectiva adecuada. Se siente seriamente amenazado por la posibilidad del divorcio aun cuando ella sea remota. Si el matrimonio de sus padres naufraga definitivamente, los niños tendrán que afrontar la amenazadora posibilidad del divorcio hablen o no hablen sus padres del asunto. Pero si el matrimonio es fundamentalmente sano, los padres harían realmente a sus hijos un mal servicio si les dijeran con entera franqueza “Mamá y papá hablaban anoche sobre la posibilidad de divorciarse, pero en este momento no la consideramos seriamente”. Por otro lado, frecuentemente es necesario que los psicoterapeutas se reserven sus pensamientos y opiniones y los oculten a los pacientes en las primeras fases de la psicoterapia porque los pacientes todavía no están en condiciones de recibirlos o 6
La CIA, que es particularmente experta en este terreno, naturalmente emplea un sistema de clasificación más elaborado y habla de propaganda blanca, propaganda gris y propaganda negra; la gris es una sola mentira negra y la propaganda negra es una mentira negra falsamente atribuida a otra fuente.
afrontarlos. Durante mi primer año de formación psiquiátrica un paciente me contó en su cuarta visita un sueño que evidentemente manifestaba cierta preocupación por la homosexualidad. En mi deseo de mostrarme brillante terapeuta le dije: “Su sueño indica que a usted le preocupa la idea de poder ser homosexual”. El paciente dio muestras de visible ansiedad y no acudió a las tres sesiones siguientes. Sólo con gran trabajo y con mucha suerte logré persuadirlo para que retornara a la terapia. Mantuvimos otras veinte sesiones antes de que el paciente abandonara la región por haber cambiado de destino en su trabajo. Esas sesiones le resultaron considerablemente beneficiosas a pesar de que en ningún momento volvimos a tocar el tema de la homosexualidad. El hecho de que su inconsciente se hubiera preocupado por la cuestión no significaba que el paciente estuviera listo para afrontarla en un plano consciente, y por no abstenerme de expresar mi pensamiento le causé un perjuicio; casi lo perdí no sólo como paciente mío sino como paciente en general. Mantener reservadas de manera selectiva las opiniones es algo que también debe practicarse de vez en cuando en el mundo de los negocios o de la política, si uno pretende ser acogido en los círculos de poder. Si sobre cuestiones importantes o insignificantes fuéramos a decir siempre lo que pensamos, se nos consideraría insubordinados. Tendríamos fama de ser hombres faltos de discreción y no se nos considerarla dignos de confianza para ser nombrados siquiera voceros de una organización. Si uno ha de ser eficaz en el seno de una organización debe convertirse parcialmente en una “persona de la organización”, ser circunspecto en la expresión de opiniones individuales y fundir a veces la propia identidad personal con la de la organización. Por otro lado, si uno considera su efectividad dentro de una organización como la única meta de su conducta y se permite sólo expresar opiniones que no levanten olas, uno toma partido por el fin para justificar los medios y habrá perdido la integridad y la identidad personales al convenirse por entero en persona de la organización. El camino que deben recorrer los grandes ejecutivos entre la conservación y la pérdida de su identidad e integridad es extraordinariamente estrecho y pocos, muy pocos, realmente logran recorrerlo felizmente. Se trata de un enorme desafío. De manera que de vez en cuando es menester abstenerse de expresar opiniones, sentimientos, ideas y hasta conocimientos en muchas circunstancias de los negocios humanos. ¿Qué normas, pues, puede uno seguir si está consagrado a la verdad? Primero no decir nunca una falsedad. Segundo, tener en cuenta que retener la verdad es siempre potencialmente mentir y que en cada caso en que se oculta la verdad hay que tomar una significativa decisión moral. Tercero, la decisión de callar la verdad nunca debería basarse en necesidades personales, como la necesidad de adquirir poder, la necesidad de producir buena impresión o la necesidad de proteger nuestro propio mapa contra la censura. Cuarto, la decisión de callar la verdad debe basarse siempre y por entero en las necesidades de la persona o personas a quienes se oculta la verdad. Quinto, la estimación de las necesidades de otra persona es un acto de responsabilidad tan complejo que sólo se puede realizar sabiamente cuando uno obra con genuino amor por la otra persona. Sexto, el factor primario para estimar las necesidades de otro es a estimación de la capacidad de esa persona para utilizar la verdad con miras a su crecimiento espiritual. Por último, al estimar la capacidad ajena de utilizar a verdad para alcanzar crecimiento espiritual personal, debemos tener en cuenta que generalmente tendemos a subestimar antes que a sobreestimar dicha capacidad. Todo esto podrá parecer una tarea extraordinaria, imposible de llevar a cabo alguna vez a la perfección, una carga, una verdadera traba crónica e interminable. Y precisamente porque se trata de una incesante carga de autodisciplina, la mayoría de la gente opta por una vida de honestidad y franqueza limitadas y de relativa reserva, pues rehúsa mostrarse al mundo y mostrarle sus mapas. Este es el camino más fácil. Sin embargo, las recompensas de la difícil vida de honestidad y dedicación a la verdad son más que proporcionadas a las demandas exigidas. Por el hecho de que sus mapas sean continuamente puestos en tela de juicio, las personas abiertas crecen continuamente. En virtud de su apertura pueden establecer y mantener relaciones íntimas mucho más eficazmente que las personas cerradas. Como nunca dicen falsedades pueden sentirse seguras y orgullosas sabiendo que en nada han contribuido a la confusión del mundo, sino que por el contrario sirvieron como fuentes de iluminación y clarificación. Por último, son tota1mente libres, no se ven agobiadas por la necesidad de ocultar nada, no tienen que escabullirse entre sombras. No tienen que inventar nuevas mentiras para cubrir las viejas. No necesitan malgastar esfuerzos para cubrir rastros o conservar disfraces. Y en última instancia comprueban que la energía que exige la autodisciplina de la honestidad es mucho menor que la energía necesaria para mantener las cosas en secreto. Cuanto más honesto es uno tanto más fácil resulta continuar siendo honesto, así como cuanto más miente uno
más necesario es mentir de nuevo. En virtud de su franqueza, la gente dedicada a la verdad vive a la luz del día y, al ejercitar el coraje de vivir al descubierto, se ve libre de todo temor. El equilibrio Espero que el lector ya haya comprendido claramente que el ejercicio de la disciplina es una tarea no sólo dificultosa y compleja sino que exige además flexibilidad y juicio. Las personas valientes deben esforzarse continuamente por ser honestas, pero también han de poseer la capacidad de retener alguna parte de la verdad cuando esto es apropiado. Para ser personas libres debemos asumir la responsabilidad total de nuestros actos, pero debemos también tener la capacidad de rechazar la responsabilidad que no es realmente nuestra. Para estar organizados y ser eficientes, para vivir con cordura, diariamente debemos postergar la gratificación y mantener un ojo fijo en el futuro. Con todo, para vivir jubilosamente debemos además poseer la capacidad de vivir en el presente y de obrar con espontaneidad. En otras palabras, la disciplina tiene que ser disciplinada. El tipo de conducta para llegar a la disciplina disciplinada es lo que yo llamo equilibrio, que constituye el cuarto y último argumento. El equilibrio es lo que nos da flexibilidad. En todas las esferas de actividad se necesita extraordinaria flexibilidad si uno quiere alcanzar éxito. Para considerar sólo un ejemplo, tengamos en cuenta la cuestión del enojo y su expresión. El enojo es una emoción engendrada en nosotros (y en organismos menos evolucionados) por incontables generaciones a fin de promover nuestra supervivencia. Experimentamos enojo o cólera cuando comprobamos que otro organismo intenta invadir nuestro territorio geográfico o psicológico o cuando trata de someternos de una u otra manera. Esa emoción nos lleva a devolver el golpe. Sin nuestra cólera, estaríamos retrocediendo continuamente hasta quedar por entero aplastados y exterminados. Sólo con el enojo podemos sobrevivir. Sin embargo muy a menudo, cuando al principio vemos que otros se están entremetiendo en nuestras cosas, nos damos cuenta después de un examen más atento que no era esa la intención que tenían. O puede darse el caso de que cuando alguien está realmente invadiendo nuestro terreno podemos darnos cuenta de que, por una razón u otra, no nos conviene responder con enojo. Es pues necesario que los centros superiores del cerebro (el juicio) puedan regular y modular los centros inferiores (las emociones). Para manejarnos con felicidad en nuestro complejo mundo hemos de poseer la capacidad de no sólo expresar nuestra cólera, sino también la capacidad de no expresarla. Además debemos poder expresar nuestro enojo de diferentes maneras. A veces, por ejemplo, conviene expresarlo sólo después de madura reflexión. Otras veces nos es más provechoso expresarlo inmediatamente y de manera espontánea. A veces es mejor expresarlo con frialdad y calma, y otras en voz alta y con calor. De modo que debemos saber, no sólo cómo tratar nuestra cólera de diferentes maneras en diferentes momentos, sino también determinar cual debe ser el momento oportuno de manifestarla y cuál debe ser el estilo correcto de expresarla. Para manejar nuestro enojo con toda competencia y propiedad se requiere un elaborado y flexible sistema de respuestas. No ha de sorprender pues que el aprendizaje de las maneras de manejar nuestra cólera sea una tarea compleja que en general no se puede completar antes de la edad adulta o a mediados de la vida y que a veces nunca llega a completarse. En mayor o menor grado, todas las personas tienen fallas en sus sistemas flexibles de respuesta. Buena parte del trabajo de psicoterapia consiste en ayudar a nuestros pacientes a elaborar sistemas de respuestas más flexibles que los que tienen. En general, cuanto más afectados están nuestros pacientes por la ansiedad, la culpabilidad y la inseguridad, más difícil resulta esta tarea. Por ejemplo, trabajé con una mujer esquizofrénica de treinta y dos años para quien fue una verdadera revelación enterarse de que hay algunos hombres a los que no debería dejar pasar de la puerta de calle, otros a los que podía hacer entrar en el salón pero no en su dormitorio, y algunos por fin a los que podía introducir en su dormitorio. Anteriormente la paciente se había comportado según un sistema de respuestas por el cual o bien dejaba entrar a todo el mundo en su dormitorio o bien (cuando esta respuesta no parecía dar resultado) no les permitía pasar de la puerta de calle. De esta manera fluctuaba entre una promiscuidad degradante y un árido aislamiento. La paciente se sentía obligada a enviar una elaborada carta perfectamente redactada y escrita a mano para responder a toda invitación o regalo que recibía. Era inevitable que no pudiera sobrellevar continuamente semejante carga y entonces o no escribía ninguna misiva o rechazaba todas las invitaciones. También aquí se mostró sorprendida al enterarse de que en el caso de ciertos regalos no era necesario enviar
notas de agradecimiento y que cuando correspondía hacerlo una breve esquela era suficiente a veces. La madura salud mental exige pues una extraordinaria capacidad de mantener flexiblemente y continuamente un delicado equilibrio entre necesidades, finalidades, deberes, responsabilidades, etcétera, que pueden estar en conflicto. La esencia de esta disciplina de equilibrio es saber renunciar. Recuerdo la primera lección que recibí sobre esto una mañana de verano cuando tenía nueve años. Acababa de aprender a montar en bicicleta y jubilosamente estaba probando hasta qué punto llegaban mis nuevas habilidades. Más o menos a una milla de nuestra casa, el camino corría empinadamente cuesta abajo, y yo, descendiendo aquella mañana por la colina, experimentaba el aumento de velocidad como un éxtasis. Aplicar los frenos y renunciar a ese éxtasis me parecía un absurdo proceder. Resolví pues conservar la velocidad y tomar con cuidado la curva que comenzaba al terminar la pendiente. Mi éxtasis terminó a los pocos segundos cuando me vi proyectado a unos tres metros fuera del camino entre los arbustos. Tenía rasguños y sangraba, en tanto que la rueda delantera de mi nueva bicicleta se había retorcido por el choque contra un árbol. En aquella ocasión habla perdido mi equilibrio. Mantener el equilibrio es una disciplina precisamente porque supone renunciar a algo y eso siempre resulta penoso. En ese caso, yo no había querido renunciar a la velocidad que me embriagaba a fin de poder mantener el equilibrio al llegar a la curva. Aprendí sin embargo que perder el equilibrio es en definitiva más penoso que renunciar a algo para mantenerlo. De un modo u otro ésa fue una lección que tuve que continuar aprendiendo durante toda mi vida. Como hace todo el mundo; pues para tomar las curvas y esquinas de nuestra vida, debemos continuamente abandonar partes de nosotros mismos. La única alternativa de esta renuncia es no avanzar en modo alguno en la jornada de la vida. Podrá parecer extraño, pero la mayoría de la gente elige esta alternativa, en lugar de seguir avanzando por el camino de la vida, a fin de evitar la penosa experiencia de desembarazarse de partes de sí mismo. Y si esto parece extraño se debe a que no comprendemos la profundidad del dolor que semejante renuncia supone. En sus formas mayores la renuncia es la experiencia humana más penosa. Hasta ahora sólo me referí a formas menores de renunciamiento: sacrificar la velocidad de la bicicleta o el lujo de estallar en cólera o la seguridad de contener el enojo o la prolijidad de una carta de agradecimiento. Consideremos ahora lo que supone renunciar a ciertos rasgos de la personalidad, a bien establecidos esquemas de conducta, a ideologías y hasta a estilos de vida. Estas son formas mayores de renunciamiento, necesarias si uno pretende avanzar muy lejos por el camino de la vida. Hace poco, una noche decidí destinar mi tiempo libre para afianzar y hacer más íntimas mis relaciones con mi hija de catorce años. Durante varias semanas mi hija me habla estado invitando a que jugara una partida de ajedrez con ella, por eso aquella noche sugerí que lo hiciéramos. Ella aceptó ansiosamente y nos sentamos para jugar una partida de ajedrez sumamente pareja. Sin embargo, mi hija debía asistir a clase por la mañana siguiente y a las nueve me preguntó si yo no podría ser más rápido en mis movimientos de las piezas porque debía irse temprano a la cama; tenía que levantarse a las seis de la mañana. Yo sabía que mantenía una rígida disciplina en sus hábitos de sueño y me pareció que debería poder reducir un tanto esa rigidez. Entonces le dije: “Vamos, puedes ir a la cama un poquito más tarde por una vez. No deberías entablar -una partida que luego no puedes terminar. Estamos pasándolo bien”. Continuamos jugando durante otros quince minutos en los cuales mi hija visiblemente quedaba en desventaja. Por fin me rogó “por favor, papá, por favor apresúrate en los movimientos”. “No, de ninguna manera”, repliqué. “El ajedrez es un juego serio. Si hemos de jugarlo bien debemos hacerlo lentamente. Si no deseas jugar seriamente sería mejor que no jugaras”. Y así mientras ella se sentía cada vez más desdichada continuamos jugando otros diez minutos hasta que de pronto rompió a llorar, me manifestó que daba por perdida aquella estúpida partida y se fue llorando escaleras arriba. Al punto sentí como si yo tuviera otra vez nueve años y me encontrara tendido en el suelo ensangrentado entre los arbustos, junto al camino y a mi bicicleta. Evidentemente había cometido un error. No había sabido tomar bien aquella curva del camino. Había comenzado la velada con el deseo de pasar un buen rato con mi hija. A los noventa minutos ella estaba tan encolerizada y llorosa que apenas podía dirigirme la palabra. ¿Que habla salido mal? La respuesta era evidente, sólo que yo no quería verla, de modo que me pasé dos horas de zozobra hasta llegar a aceptar el hecho de que yo había echado a perder aquella velada al permitir que mi deseo de ganar una partida de ajedrez fuera
más importante que mi deseo de consolidar una buena relación con mi hija. Esa comprobación me deprimió seriamente. ¿Cómo había podido perder así el equilibrio? Poco a poco fui vislumbrando que mi deseo de ganar era muy grande y que habría sido necesario desechar una parte de ese deseo. Sin embargo aun esa pequeña renuncia me pareció imposible. Durante toda mi vida el deseo de ganar me fue provechoso pues gané muchas cosas. ¿Cómo era posible jugar al ajedrez sin desear ganar? Nunca me gustó hacer las cosas sin entusiasmo. ¿Cómo podía jugar al ajedrez con entusiasmo pero no seriamente? Sin embargo debía cambiar algo pues me daba cuenta de que mi entusiasmo, mi espíritu de competencia y mi seriedad formaban parte de un esquema de conducta que resultaba eficaz y, que, por otro lado, contribuía a alejar a mi hija de mí, de manera que si yo no conseguía modificar ese esquema de conducta se repetirían otras veces esas innecesarias escenas de amargura y llanto. Mi depresión continuó. Pero ahora ya ha quedado superada. Renuncié a parte de mi deseo de ganar todas las partidas. Me desembaracé de esa parte que murió. Tuve que matarla. La maté con mi deseo de ganar en mi papel de padre. Cuando era niño mi deseo de ganar siempre me era provechoso. Ahora como padre, reconocía que semejante deseo era un obstáculo en mi camino. Los tiempos habían cambiado. Para estar de conformidad con ellos tuve que renunciar a algo. Y no lo echo de menos. Creía que iba a echarlo de menos, pero no fue así. El aspecto saludable de la depresión El anterior es un simple ejemplo de aquello por lo que deben pasar, y a veces muchas veces, en el proceso de la psicoterapia aquellas personas que tienen la valentía de considerarse pacientes. El período de psicoterapia intensiva es un periodo de intenso crecimiento durante el cual el paciente puede sufrir más cambios que los que experimentan algunos individuos en toda su vida. Para que se produzca abundantemente ese crecimiento, es menester renunciar a cierta dosis del “antiguo modo de ser”. Esta es una parte inevitable de toda psicoterapia que logra éxito. En realidad, este proceso de renunciamiento en general comienza antes de que el paciente acuda por primera vez al consultorio del psicoterapeuta. Por ejemplo, con frecuencia la decisión de buscar atención psiquiátrica representa en sí misma una renuncia a la imagen que el individuo se ha forjado y que se expresa así: “Estoy bien”. Desechar esta imagen puede resultar particularmente difícil a los varones de nuestra cultura para quienes “No estoy bien y necesito ayuda para comprender por qué no estoy bien y para volver a estar bien” es frecuentemente equiparada con “soy débil, poco masculino e inadecuado”. A decir verdad, el proceso de renuncia comienza a menudo aun antes de que el paciente haya tomado la decisión de hacerse tratar psiquiátricamente. Ya dije que durante el proceso de desembarazarme de mi deseo de ganar siempre, me sobrecogió la depresión. Esto ocurre porque la sensación asociada con la renuncia a algo que uno quiere -o por lo menos a algo que es parte de nosotros mismos y nos es familiar- es la depresión. Puesto que los seres humanos mentalmente sanos deben desarrollarse y crecer y como perder el antiguo modo de ser o renunciar a él es una parte integrante del proceso de crecimiento mental y espiritual, la depresión es un fenómeno normal y fundamentalmente saludable. Resulta anormal o patológico sólo cuando algo interfiere en el proceso de renunciamiento; entonces la depresión se prolonga y no se resuelve al completarse el proceso.7 Una de las principales razones de que la gente piense en recurrir a la ayuda psiquiátrica es la depresión que experimenta. En otras palabras, los pacientes con frecuencia ya han entrado en un proceso de renunciamiento o crecimiento antes de considerar la posibilidad de acudir a la psicoterapia y son precisamente los síntomas de ese proceso de crecimiento los que los llevan al consultorio del terapeuta. El trabajo de éste consiste pues en ayudar al paciente a completar un proceso de crecimiento que el paciente mismo ya inició. Esto no quiere decir que los pacientes tengan siempre conciencia de lo que les está ocurriendo. Por el contrario, por lo genera sólo desean encontrar alivio de los síntomas de su depresión “para que las cosas puedan ser como eran antes”. 7
Muchos son los factores que pueden interferir en el proceso de renunciamiento y que por lo tanto prolongan una depresión normal y saludable que se convierte entonces en depresión patológica crónica. De todos los posibles factores, uno de los más comunes y poderosos es una serie de experiencias vividas en la niñez, episodios en los cuales los padres, insensibles a las necesidades del niño, lo privan de “cosas” antes de que el niño esté psicológicamente pronto para renunciar a ellas o sea suficientemente fuerte para aceptar realmente la pérdida de esas cosas. Ese esquema de experiencias de la niñez sensibiliza al niño a la experiencia de la pérdida y le crea una tendencia mucho más fuerte que la que se encuentra en individuos más afortunados a aferrarse a las “cosas” y a tratar de evitar el sufrimiento de la pérdida o de la renuncia las cosa. Por esta razón, aunque todas las depresiones patológicas supongan algún obstáculo en el proceso de renunciamiento, creo que existe un tipo de depresión neurótica crónica que tiene su raíz central en un daño traumático inferido a la capacidad fundamental del individuo para renunciar a algo; a este subtipo de depresión lo llamaría yo “neurosis de renuncia”.
No saben que las cosas ya no pueden ser “lo que eran antes”. Pero el inconsciente lo sabe. Precisamente porque el inconsciente en su sabiduría sabe que “las cosas como eran antes” ya no son viables ni constructivas, el proceso de crecimiento y de renunciamiento comienza en el nivel inconsciente en el cual se experimenta la depresión. Lo más probable es que el paciente informe: “No tengo la menor idea de por qué estoy deprimido” o atribuya la depresión a factores que no vienen al caso. Como los pacientes no están todavía conscientemente dispuestos a reconocer que “el viejo modo de ser y las “cosas como eran” son obsoletas, no se dan cuenta de que su depresión está señalando ese cambio profundo que se necesita para alcanzar una adaptación evolutiva apropiada. El hecho de que el inconsciente esté un paso adelantado a la conciencia podrá parecer extraño a los lectores legos; sin embargo es un hecho cierto no sólo en este caso especifico sino en general pues se trata de un principio básico del funcionamiento mental. En la sección final de este libro trataremos este tema más profundamente. Recientemente se ha estado hablando mucho de la “crisis de la edad mediana”. En realidad, ésta es sólo una de las muchas “crisis” o estadios críticos de desarrollo en la vida, como lo mostró Erik Erikson hace ya treinta años. (Erikson describió ocho crisis; quizás haya más). Lo que convierte en crisis estos períodos de transición en el ciclo vital -es decir, lo que los hace problemáticos y penosos- es el hecho de que al lograr pasar con éxito a través de ellos renunciamos nociones queridas y a viejos modos de obrar y de considerar las cosas. Muchas personas no están dispuestas a sufrir el dolor de semejante renuncia o son incapaces de soportarlo. En consecuencia, se aferran, a menudo para siempre, a sus viejos esquemas de pensamiento y conducta; así no vencen ninguna crisis, ni experimentan verdadero crecimiento, ni tienen la jubilosa experiencia de renacer que acompaña el paso feliz a una mayor madurez. Aunque podría escribirse todo un libro sobre cada uno de ellos, aquí nos limitamos simplemente a enumerar, en su orden de aparición, algunos de los principales deseos, condiciones y actitudes a los que hay .que renunciar en el curso de una vida que evoluciona satisfactoriamente: • El estado infantil en el cual no es necesario responder a exigencias exteriores. • La fantasía de la omnipotencia. • El deseo de la posesión total (incluso sexual) de uno de los padres. • La dependencia de la niñez. • Las imágenes deformadas de los padres de uno. • La omnipotencia de la adolescencia. • El deseo de verse libre de todo compromiso. • La agilidad de la juventud. • La atracción y potencia sexuales de la juventud. • La fantasía de la inmortalidad. • La autoridad sobre los hijos. • Las varias formas de poder temporal. • La independencia de la salud física. • Y, por último, la vida misma. Renuncia y renacimiento En lo tocante al último de los puntos mencionados, podrá parecer a muchos que ese requisito -renunciar a uno mismo y a la propia vida- representa una crueldad por parte de Dios o del destino que convierte nuestra existencia en una especie de mala broma que nunca puede ser aceptada por completo. Esta opinión es particularmente cierta en nuestra actual cultura occidental en la cual el sí mismo es considerado sagrado y la muerte un indecible insulto. Sin embargo la realidad es todo lo contrario. En la renuncia a su propio sí mismo, los seres humanos pueden hallar el júbilo más sólido
y duradero de la vida. Y es la muerte lo que confiere a la vida toda su significación. En este “secreto” estriba la fundamental sabiduría de la religión. El proceso de renunciar a uno mismo (que tiene relación con el fenómeno del amor, como veremos en la siguiente sección de este libro) es para la mayor parte de nosotros un proceso gradual que se desarrolla en una serie de arranques y accesos. Una forma de renunciamiento transitorio merece especial mención porque su práctica es un requisito absoluto para cobrar significativo aprendizaje durante la edad adulta y, por lo tanto, para alcanzar significativo crecimiento espiritual. Me refiero a un subtipo de la disciplina de equilibrio que yo llamo “paréntesis”. Poner entre paréntesis es esencialmente el acto equilibrar la necesidad de estabilidad y afirmación de uno mismo y la necesidad de nuevos conocimientos y acrecentada comprensión mediante el proceso de renunciar transitoriamente a uno mismo -ponerse a un lado, por así decirlo- a fin de dar espacio a la incorporación de nuevo material en uno mismo. Esta disciplina fue bien descrita por el teólogo Sam Keen en To a Dancing God: “El segundo paso exige que yo trascienda la percepción idiosincrásica y egocéntrica de la experiencia inmediata. La madura conciencia fue posible sólo cuando asimilé y compensé las tendencias y prejuicios que constituyen el residuo de mi historia personal. La conciencia de lo que se presenta ante mí implica un doble movimiento de atención: Acallar lo familiar y acoger lo nuevo y extraño. Cada vez que encuentro un objeto, una persona o un suceso extraño tengo la tendencia a dejar que mis necesidades actuales, mi experiencia pasada o mis expectaciones sobre el futuro determinen lo que he de ver. Si pretendo apreciar el carácter único de cualquier dato, debo tener suficiente conciencia de mis ideas preconcebidas y de mis deformaciones emocionales características para ponerlas entre paréntesis el tiempo necesario para poder recibir lo extraño y lo nuevo en mi mundo perceptivo. Esta disciplina de poner entre paréntesis, de compensar o de acallar exige refinado conocimiento de uno mismo y valiente honestidad. Sin esta disciplina cada momento presente es sólo la repetición de algo ya visto o experimentado. Para que lo genuinamente nuevo pueda surgir, para que la presencia única de cosas, personas o sucesos pueda echar raíces en mí, debo sufrir el proceso de una descentralización del yo8.” La disciplina de poner entre paréntesis ilustra la consecuencia más importante del renunciamiento y de la disciplina en general: cuanto más importante sea aquello a lo que se renuncia tanto más se gana. El proceso de autodisciplina es un proceso de autocrecimiento. El sufrimiento de renunciar es el sufrimiento de la muerte, pero la muerte de lo viejo es nacimiento de lo nuevo. El sufrimiento de la muerte es el sufrimiento del nacimiento y el sufrimiento del nacimiento es el sufrimiento de la muerte. Para desarrollar una nueva idea, un nuevo concepto, una nueva teoría es menester que muera una vieja idea, un viejo concepto, una vieja teoría. Así, al terminar su poema “Journey of the Magi”, T.S. Eliot describe a los tres hombres sabios en su sufrimiento de renunciar a su anterior visión del mundo cuando abrazan el cristianismo. Todo esto ocurrió hace mucho tiempo, lo recuerdo, Y lo haría de nuevo, pero quisiera averiguar esto, Sí, esto: ¿Fuimos llevados todo ese camino hacia el nacimiento o la muerte? Hubo por cierto un nacimiento, tuvimos pruebas y ninguna duda. Vi nacimiento y muerte, sólo que me los había imaginado diferentes; este nacimiento fue angustiosa y amarga zozobra para nosotros, como la muerte, como nuestra muerte. 8
Nueva York, (Harper & Row), 1970, pág. 28.
Regresamos a nuestros lugares, a estos reinos, Pero ya no nos sentimos a nuestras anchas aquí en el régimen de la antigua ley, con gentes extrañas, agarradas a sus dioses. Me complacería otra muerte. 9 Puesto que nacimiento y muerte parecen. ser sólo diferentes caras de la misma moneda, no es en modo alguno irrazonable prestar más atención que la que generalmente prestamos en Occidente al concepto de la reencarnación. Pero estemos o no dispuestos a considerar seriamente la posibilidad de algún tipo de renacimiento que se dé simultáneamente con nuestra muerte física, lo cierto es que esta vida es una seria de simultáneos renacimientos y muertes. “Durante toda la vida uno debe continuar aprendiendo a vivir”, dijo Séneca hace dos milenios, “y lo que más os asombrará es que durante toda la vida uno debe aprender a morir”. 10 También es evidente que cuanto mas avanza uno por el camino de la vida más nacimientos experimentará y, por lo tanto, más muertes, más alegrías y más dolores. Esto plantea la cuestión de saber si será posible alguna vez liberarse del dolor en esta vida. O, para decirlo de manera más sencilla, ¿es posible evolucionar espiritualmente a un nivel de conciencia en el que el dolor de vivir quede por lo menos atenuado? La respuesta es afirmativa y negativa. Es afirmativa porque una vez que se acepta completamente el sufrimiento, en cierto sentido deja de ser sufrimiento. Es también afirmativa porque la práctica incesante de la disciplina lleva a una situación de dominio y la persona espiritualmente evolucionada domina en el mismo sentido en que el adulto domina en la relación con el niño. Cuestiones que representan grandes problemas para el niño y le causan gran desazón pueden no tener importancia para el adulto. Por fin, la respuesta es afirmativa porque el individuo espiritualmente evolucionado es (como lo mostraremos en la próxima sección) un individuo capaz de extraordinario amor y con su extraordinario amor experimenta extraordinario júbilo. Pero la respuesta es negativa porque en el mundo hay un vacío de capacidad que es menester llenar. En un mundo que clama desesperadamente por capacidad, una persona extraordinariamente competente y llena de amor no puede negar su capacidad, así como esa persona no negaría alimento a un niño hambriento. Las personas espiritualmente evolucionadas en virtud de su disciplina, su dominio y su amor tienen extraordinaria capacidad y están llamadas a servir al mundo; su amor las lleva a responder el llamado. Son por eso personas de gran poder aunque generalmente e1 mundo las mire como seres completamente comunes puesto que las más veces ejercen su poder de manera callada y hasta oculta. Ello no obstante ejerce su poder y al hacerlo sufren extremadamente, terriblemente. En efecto, ejercer poder significa toma decisiones, y el proceso de decidir con completa conciencia es con frecuencia infinitamente más doloroso que tomar decisiones con conciencia limitada o embotada (que ésta es la manera en que se toman generalmente las decisiones y la razón de que en última instancia se revelen equivocadas). Imaginemos a dos generales cada uno de los cuales debe decidir si lanzará o no una división de diez mil hombres al combate. Para uno de los generales la división no es más que una cosa, una unidad de tropas, un instrumento de la estrategia y nada más. Para el otro general la división es esas cosas, pero el hombre tiene también conciencia de cada una de las diez mil vidas y de las vidas de las familias de cada uno de sus soldados. ¿Para quién es más fácil la decisión? Para el general que embotó su conciencia precisamente porque no puede tolerar el sufrimiento que le acarrearía una conciencia más completa. Puede sentirse tentado a decir: “¡Ah, pero un hombre espiritualmente evolucionado nunca será un general de primera línea!”. Y lo mismo cabe decir del presidente de una compañía, de un médico, de un maestro, de un padre. Siempre hay que tomar decisiones que afectan la vida de otras personas. Quienes toman mejores decisiones son aquellos que están dispuestos a sufrir a causa de sus decisiones sin perder empero su capacidad de decidir. Una medida -quizá la mejor medida- de la grandeza de una persona es su capacidad de sufrimiento. Pero los grandes también son capaces de júbilo. Esta es pues la paradoja. Los budistas tienen a ignorar los sufrimientos de Buda y los cristianos olvidan el júbilo de Cristo. Buda y Cristo no eran hombres diferentes. El sufrimiento de Cristo en la cruz y el júbilo de Buda bajo el árbol bodhi son una sola cosa. 9
10
Complete Poems and Plays, 1909-1950, New York (Harcourt Brace), 1952, pág. 69. Citado por Erich Fromm, The Sane Society, Nueva York (Rinehart), 1955.
De manera que si nuestra meta es evitar el dolor y eludir los sufrimientos no sería aconsejable que tratáramos de llegar a niveles superiores de conciencia o de evolución espiritual. En primer lugar, uno no puede alcanzar esos niveles sin sufrir y, en segundo lugar, en la medida en que se llegue a esos niveles, es probable que uno sienta llamado a servir al mundo de manera más dolorosa de las que uno mismo puede imaginar ahora. Podrá uno preguntar, ¿por qué hemos pues de desear evolucionar? Quien formule esta pregunta acaso no conozca suficientemente lo que es el júbilo. Tal vez podrá encontrar una respuesta en lo que resta del libro o tal vez no la encuentre. Digamos unas palabras finales sobre la disciplina del equilibrio y su esencia, el renunciamiento. Uno debe poseer algo para poder renunciar a ese algo. Uno no puede renunciar a nada que no haya obtenido antes. Si uno renuncia a ganar sin haber ganado nunca, está en el mismo lugar que al principio, en él lugar del perdedor. Antes de poder renunciar a la propia identidad uno tiene que habérsela forjado. Es menester desarrollar un yo antes de poder perderlo. Esto podrá parecer increíblemente elemental, pero creo que es necesario decirlo pues hay muchas personas que tienen una visión de la evolución aunque no la voluntad de llevarla a cabo. Desean y creen que es posible prescindir de la disciplina, encontrar un atajo que conduzca a la santidad. Con frecuencia intentan a imitando sencillamente las actitudes superficiales de los santos, retirándose al desierto o haciéndose carpinteros. Algunos hasta creen que en virtud de semejante imitación pueden llegar a ser realmente santos y profetas y no son capaces de reconocer que continúan siendo aún niños ni de afrontar el hecho penoso de que deben comenzar por el principio y recorrer todo el camino. Hemos definido la disciplina como un sistema de técnicas para tratar constructivamente el sufrimiento de resolver problemas -en vez de eludir ese sufrimiento-, de suerte que puedan resolverse todos los problemas de la vida. Hemos distinguido cuatro técnicas básicas: postergar la gratificación, asumir responsabilidades, dedicarse a la verdad o realidad, y ser capaces de equilibrio. La disciplina es un sistema de técnicas porque estas técnicas están estrechamente interrelacionadas. En un solo acto puede uno utilizar dos o tres o hasta todas las técnicas al mismo tiempo y de manera tal que no sea posible distinguir una de otra. Como veremos en la sección siguiente, el amor es lo que suministra la fuerza, la energía y la disposición para utilizar éstas técnicas. No pretendo que este análisis de la disciplina sea exhaustivo pues es posible que haya pasado por alto una o más técnicas fundamentales, aunque sospecho que no es el caso. También es razonable preguntarse si procesos tales como la retroalimentación biológica, la meditación, el yoga y la psicoterapia no son técnicas de disciplina, pero a esto yo replicaría que, a mi juicio, son auxiliares técnicos antes que técnicas básicas. Como tales pueden ser muy útiles pero no son esenciales. Por otro lado, las técnicas básicas aquí descritas, si se las practica incesante y genuinamente, permiten por sí solas a quien practique la disciplina, es decir, al “discípulo”, evolucionar hacia niveles espiritualmente superiores.
SECCION II – EL AMOR Definir el amor Hemos indicado que la disciplina es el medio de la evolución espiritual del hombre. En esta sección examinaremos lo que hay detrás de la disciplina, lo que suministra el motivo, la energía para ejercer la disciplina. Creo que esta fuerza es el amor. Tengo plena conciencia de que cuando intentamos examinar el amor comenzamos a juguetear con el misterio. En un sentido muy real procuraremos examinar lo inexaminable y conocer lo incognoscible. El amor es algo demasiado grande, demasiado profundo para que verdaderamente se lo pueda comprender o medir o limitar dentro del marco de las palabras. No habría escrito esto si no creyera que el intento tiene algún valor, aunque no sé hasta qué punto es valioso; por eso comienzo por declarar que el intento será en algunos aspectos inadecuado. Una consecuencia de la naturaleza misteriosa del amor es la de que hasta ahora nadie, que yo sepa, llegó a dar una definición. verdaderamente satisfactoria del amor. Los esfuerzos para explicarlo condujeron a dividir el amor en varias categorías: eros, filia, ágape, amor perfecto, amor imperfecto, etc. Yo me propongo empero dar una sola definición de amor aunque sin dejar de tener conciencia de que es probable que de una manera u otra sea inadecuada. Yo defino el amor del modo siguiente: la voluntad de extender el sí mismo de uno con el fin de promover el crecimiento espiritual propio o de otra persona. Quisiera hacer un breve comentario sobre esta definición antes de considerar una formulación más elaborada. Primero, habrá de advertirse que se trata de una definición teleológica; la conducta se define aquí atendiendo a la meta o finalidad a la que parece servir, en este caso el crecimiento espiritual. Los hombres de ciencia tienden a considerar sospechosas las definiciones teleológicas y tal vez mirarán también ésta como sospechosa. Sin embargo, no llegué a ella en virtud de un proceso claramente teleológico de pensamiento. Por el contrario, llegué a ella por la observación en mi práctica clínica de la psiquiatría (que incluye la autoobservación), en la cual la definición del amor es una cuestión de considerable importancia. En efecto, los pacientes generalmente están muy confundidos en cuanto a la naturaleza del amor. Por ejemplo, un joven tímido me decía: “Mi madre me amaba tanto que no me dejó ir a la escuela en el ómnibus colegial hasta mi último año del colegio secundario. Y aun en ese momento tuve que rogarle que me dejara ir solo. Comprendo que estaba temerosa de que pudiera sufrir algún accidente, por eso ella misma me conducía a la escuela y me iba a buscar todos los días, lo cual era una pesada tarea para ella. Me amaba verdaderamente”. Al tratar la timidez de este individuo fue necesario, lo mismo que en muchos otros casos, hacerle ver que su madre podría haber estado motivada por otra cosa que no era amor y que lo que parece amor no es con frecuencia en modo alguno amor. Mi experiencia me permitió acumular un conjunto de ejemplos de lo que parecían actos de amor y de lo que no parecía amor. Uno de los principales rasgos que distinguían a estas dos categorías parecía ser la finalidad consciente o inconsciente del que profesaba amor o no lo profesaba. Segundo, se advertirá que según mi definición el amor es un proceso extrañamente circular pues el proceso de extender el propio ser de uno es un proceso de evolución. Cuando uno ha logrado extender sus propios límites, ha crecido y se encuentra en un estado mayor de ser. De manera que el acto de amar es un acto de autoevolución aun cuando la finalidad del acto sea el crecimiento de alguna otra persona. Evolucionamos en virtud de que tendemos hacia la evolución. Tercero, esta definición unitaria del amor incluye el amor por uno mismo y el amor por otro. Como todos somos humanos, amar a los seres humanos significa amarme a mí mismo. Consagrarse al desarrollo espiritual humano es consagrarse al género del que uno forma parte, y por eso significa consagrarse al desarrollo de uno mismo así al de los demás. En verdad, según ya lo señalamos, somos incapaces de amar a otra persona si no nos amamos a nosotros mismos, así como somos incapaces de enseñar autodisciplina a nuestros hijos si nosotros mismos no somos disciplinados. En verdad, es imposible dejar de lado nuestro propio desarrollo espiritual en favor del desarrollo de alguna otra persona. No podemos dejar de lado la autodisciplina y al mismo tiempo ser disciplinados cuando nos ocupamos de otro. No podemos ser una fuente de fuerza si no promovemos nuestra propia fuerza. A medida que avancemos en nuestro examen de la naturaleza del amor creo que
llegará a ser evidente que no sólo el amor de uno mismo y el amor a los demás van acompañados sino que, en última instancia, no se los puede distinguir. Cuarto, el acto de extender los límites de uno mismo implica esfuerzos. Uno extiende sus límites sólo superándolos y esa superación requiere esfuerzos. Cuando amamos a alguien, nuestro amor se demuestra sólo a través de nuestras obras, por el hecho de que por ejemplo por esa persona (o por nosotros mismos) somos capaces de caminar una milla más o de dar un paso más. El amor no está exento de esfuerzos, por el contrario supone esfuerzos. Por fin, al emplear la palabra “voluntad” procuro trascender la distinción entre deseo y acción. El deseo no se traduce necesariamente en acción. La voluntad es un deseo de intensidad suficiente para traducirse en acción. La diferencia entre ambas cosas es igual a la diferencia que hay entre decir “Me gustaría ir a nadar esta noche” e “Iré a nadar esta noche”. En nuestra cultura todos deseamos en cierta medida amar, pero muchos realmente no aman. Por eso llego a la conclusión de que el deseo de amar no es en sí mismo amor. El amor es un acto de voluntad, es intención y acción. La voluntad también implica elección. No tenemos que amar, sino que elegimos, decidimos amar. Por más que podamos pensar que queremos amar, si en realidad no amamos ello se debe a que hemos decidido no amar y, por lo tanto, no amamos a pesar de nuestras buenas intenciones. Por otro lado si realmente nos esforzamos en la causa del crecimiento espiritual ello se debe a que hemos decidido hacerlo así. Hemos elegido el amor. Como ya lo indiqué, los pacientes que recurren a la psicoterapia invariablemente están más o menos confundidos acerca de la naturaleza del amor. Lo que ocurre es que frente al misterio del amor abundan las falsas concepciones. Si bien este libro no hará que el amor deje de ser un misterio, espero que pueda clarificar suficientemente la cuestión para contribuir a desechar esas falsas concepciones que provocan sufrimientos no só1o a los pacientes sino a todas las personas cuando intentan encontrar sentido a sus experiencias amorosas. Algunos de esos sufrimientos me parecen innecesarios, puesto que esas erróneas concepciones populares podrían llegar a ser menos populares por obra de una definición más precisa del amor. Por eso decidí comenzar por escrutar la naturaleza del amor examinando aquello que no es amor. Enamorarse De todas las falsas concepciones del amor, la más vigorosa y difundida es la creencia de que “enamorarse” es amar o por lo menos que ésta es una de las manifestaciones del amor. Es una concepción falsa poderosa porque enamorarse se experimenta subjetivamente de modo muy vigoroso o como una experiencia de amor. Cuando una persona se enamora expresa ciertamente lo que siente diciendo “lo amo” o “la amo”. Pero aquí inmediatamente se ponen de manifiesto dos problemas. El primero es el de que la experiencia de enamorarse tiene relación específica con una experiencia erótica vinculada con el sexo. No nos enamoramos de nuestros hijos aun cuando los amemos profundamente. No nos enamoramos de nuestros amigos del mismo sexo -a menos que seamos homosexuales- aun cuando los estimemos enormemente. Nos enamoramos sólo cuando consciente o inconscientemente estamos sexualmente motivados. El segundo problema es el de que la experiencia del enamoramiento es invariablemente transitoria. Cualquiera sea la persona de la que nos hayamos enamorado, tarde o temprano dejaremos de estar enamorados si la relación continúa el tiempo suficiente. Esto no quiere decir que invariablemente dejemos de amar a la persona de la que nos hemos enamorado. Quiere decir que la sensación de éxtasis que caracteriza la experiencia de enamorarse siempre pasa. La luna de miel siempre termina. La lozanía del idilio siempre se marchita. Para comprender la naturaleza del fenómeno de enamorarse y su fin inevitable, es necesario examinar la naturaleza de lo que los psiquiatras llaman las fronteras del yo. Según lo que podemos determinar por testimonios indirectos, durante los primeros meses de vida el recién nacido no distingue entre sí mismo y el resto del universo. Cuando mueve sus brazos y piernas el mundo se está moviendo. Cuando tiene hambre el mundo tiene hambre. Cuando ve que su madre se mueve es como si él mismo se estuviera moviendo. Cuando su madre canta, el bebé no sabe si él mismo no está emitiendo aquellos sonidos. No puede distinguirse de la cuna, de la habitación, ni de sus padres. Lo animado y lo inanimado son lo mismo. Todavía no hay distinción entre yo y tú. El bebé y el mundo son una sola cosa. No hay fronteras, no hay separaciones. No hay identidad.
Pero con el tiempo el niño comienza a experimentarse él mismo, es decir, como una entidad separada del mundo. Cuando siente hambre, la madre no siempre aparece para alimentarlo. Cuando quiere jugar, no siempre la madre quiere jugar. Entonces el niño tiene la experiencia de que sus deseos no son una orden para su madre. La voluntad del bebé es experimentada como algo separado de la conducta de su madre. Comienza a desarrollarse cierto sentido del “yo”. Esta interacción entre el pequeño y la madre se considera el terreno del cual comienza a brotar el sentido de identidad del niño. Se ha observado que cuando la interacción de madre hijo está muy perturbada -por ejemplo, cuando falta la madre o cuando no hay una madre sustituta satisfactoria, o cuando la propia enfermedad mental de la madre hace que ella esté totalmente desinteresada y no prodigue ningún cuidado al hijo- el pequeño crece hasta llegar a ser un niño o un adulto cuyo sentido de la identidad es muy deficiente. Cuando el pequeño reconoce su voluntad como suya propia y no como la del universo, comienza a hacer distinciones entre él mismo y el mundo. Cuando quiere movimiento agita los brazos ante sus ojos, ni la cuna ni el cielo raso se mueven. Así el niño aprende que su brazo y su voluntad están conectados y que por eso su brazo es suyo y no de ningún otro. De esta manera durante el primer año de vida aprendemos los elementos fundamentales de quiénes somos y quiénes no somos, de lo qué somos y de lo que no somos. Hacia finales del primer año sabemos que éste es mi brazo, mi pie, mi cabeza, mi lengua, mis ojos, mi voz, mis pensamientos, mi dolor de estómago y hasta mis sensaciones. Conocemos nuestro tamaño y nuestros límites físicos. Esos límites son nuestras fronteras. El conocimiento de estos límites dentro de nuestra mente es lo que se entiende por fronteras del yo. El desarrollo de las fronteras del yo es un proceso que continúa durante toda la niñez y alcanza a la adolescencia y hasta la edad adulta, pero las fronteras establecidas posteriormente son más psíquicas que físicas. Por ejemplo, la edad que va de los dos a los tres años es típicamente un momento en el que el niño llega a un arreglo con los límites de su poder. Sí bien antes de ese momento el niño aprendió que su deseo no es necesariamente una orden para su madre, todavía se aferra a la posibilidad de que su deseo pueda ser una orden para su madre. A causa de esta esperanza y de esta sensación el niño de dos años generalmente intenta obrar como un tirano, como un autócrata que da órdenes a sus padres, hermanos y animales domésticos de la familia, como si fueran elementos subalternos de su propio ejército privado, y que responde con regia furia cuando no ve cumplidas las órdenes. Los padres suelen referirse a esta edad llamándola “los terribles dos años”. Alrededor de los tres años el niño generalmente se ha hecho más tratable y suave por haber aceptado la realidad de la relativa impotencia en que ciertamente está. Sin embargo, la posibilidad de la omnipotencia es un sueño dulce, tan dulce que el niño no puede desecharlo por completo ni siquiera después de varios años de afrontar muy dolorosamente su real impotencia. Aunque el niño de tres años llegó a aceptar las fronteras de su poder, continuará todavía durante algunos años escapándose a un mundo de fantasías en el que todavía existe la posibilidad de la omnipotencia (particularmente la suya). Ése es el mundo de Superman y del Capitán Maravilla. Pero poco a poco hasta los superhéroes se dejan de lado y a mediados de la adolescencia los jóvenes saben que son individuos confinados dentro de las fronteras de su carne y de los límites de su poder, que son organismos relativamente frágiles e impotentes, que existen sólo por la cooperación en el seno de un grupo de organismos semejantes llamado la sociedad. Dentro de ese grupo no se distinguen particularmente aunque estén separados de los demás por identidades, fronteras y límites individuales. Dentro de esas fronteras está solo. Algunas personas -especialmente aquellas a quienes los psiquiatras llaman esquizoides-, debido a experiencias desagradables y traumatizantes de la niñez, perciben el mundo exterior como un lugar irremisiblemente peligroso hostil confuso y nada estimulante. Esas personas sienten que sus propias fronteras lo protegen y encuentran cierta sensación de seguridad en su soledad. Pero casi todos nosotros sentimos la soledad como algo penoso y anhelamos escapar de ella, salir de detrás de los muros de nuestras identidades individuales para encontrar una situación en la que nos sintamos más unificados con el mundo exterior. La experiencia de enamorarse nos permite esa evasión… transitoriamente. La esencia del fenómeno de enamorarse es un repentino desmoronamiento de una parte de las fronteras del yo, lo cual permite que uno funda su identidad con la de otra persona. Ese súbito movimiento que nos hace salir de nosotros mismos, que nos hace derramamos de manera explosiva en la persona amada y la dramática cesación de la soledad que se produce al desmoronarse las fronteras del yo, es experimentada por la
mayoría de nosotros como un estado de éxtasis. ¡Nosotros y la persona amada somos uno! ¡Ya no existe la soledad! En algunos aspectos (aunque ciertamente no en todos) el acto de enamorarse es un acto de regresión. La experiencia de fundirse con la persona amada reconoce ecos de la época en que estábamos fundidos con nuestra madre en la infancia. Junto con esa fusión volvemos a experimentar también aquella sensación de omnipotencia que tuvimos que hacer a un lado en nuestra peregrinación por la niñez. ¡Ahora todo parece posible! Unidos con la persona que amamos sentimos que podemos vencer todos los obstáculos. Creemos que la fuerza de nuestro amor hará que las fuerzas que se nos oponen se dobleguen sumisamente, se aparten y desaparezcan en las tinieblas. Todos los problemas serán superados. El futuro será todo luminoso. La irrealidad de estos sentimientos cuando nos enamoramos es esencialmente la misma irrealidad del niño de dos años que se siente el rey de la familia y del mundo con poderes ilimitados. Así como la realidad irrumpe en las fantasías de omnipotencia del niño de dos años, la realidad irrumpe en la fantasía de unidad de la pareja enamorada. Tarde o temprano, en respuesta a los problemas de la vida diaria, la voluntad individual volverá a afirmarse. Él desea relaciones sexuales, ella no las desea. Ella desea ir al cinematógrafo, él no. El desea colocar dinero en el Banco, ella desea una máquina de lavar platos. Ella desea hablar de su trabajo, él desea hablar del suyo. A ella no le gustan los amigos que él tiene, a él no le gustan los de ella. Y así los dos en la intimidad de sus corazones comienzan a comprender penosamente que no son uno con la persona amada, que ésta tiene y continuará teniendo sus propios deseos, gustos y prejuicios diferentes de los de la otra persona. Una a una, poco a poco o súbitamente, las fronteras del yo vuelven a erigirse en su lugar; poco a poco o súbitamente los miembros de la pareja dejan de estar enamorados. De nuevo son dos individuos separados. En este punto comienzan a disolverse los lazos de su relación o bien se inicia la obra del verdadero amor. Al emplear la palabra “verdadero” o “real”, digo implícitamente que la percepción que tenemos cuanto estamos enamorados es una percepción falsa, que nuestro sentido subjetivo de amar es una ilusión. En una parte posterior de esta sección discutiremos plenamente lo que entendemos por amor verdadero o real. Sin embargo, al declarar que cuando una pareja deja de estar enamorada puede comenzar el verdadero amor también digo implícitamente que el amor real o verdadero no tiene sus raíces en un sentimiento de amor. Por el contrario, el verdadero amor a menudo se da en un contexto en el que el sentimiento de amor falta, cuando obramos con amor a pesar de que no sentimos amor. Partiendo de la definición de amor que hemos dado, la experiencia de “enamorarse” no es verdadero amor por las varias razones siguientes. Enamorarse no es un acto de voluntad, no es una decisión consciente. Por más ansiosos que estemos de enamoramos esa experiencia puede eludirnos. En cambio puede sobrecogemos en momentos en que decididamente no la buscamos, cuando resulta inconveniente e indeseable. Y es probable que nos enamoremos de alguien que no esté ciertamente a nuestra altura y también de alguien más conveniente. En verdad, podemos no admirar al objeto de nuestra pasión que hasta puede no gustarnos; no somos capaces de enamorarnos tan sólo de una persona a la que respetemos profundamente y con la cual sería deseable mantener una buena relación. Esto no quiere decir que la experiencia de enamorarse sea inmune a la disciplina. Los psiquiatras, por ejemplo, frecuentemente se enamoran de sus pacientes y viceversa, sin embargo conociendo los deberes que tienen con sus pacientes generalmente logran remediar el desmoronamiento de las fronteras de su yo y hacen a un lado a la paciente que consideran como un objeto romántico. La lucha interior y los sufrimientos propios de la disciplina pueden ser enormes. Pero la disciplina y la voluntad sólo pueden controlar la experiencia, no pueden crearla. Podemos decidir sobre la manera de responder a la experiencia de enamorarnos, pero no podemos elegir la experiencia misma. Enamorarse no supone una extensión de las fronteras de uno mismo, sino que es un derrumbe parcial y transitorio de esas fronteras. La ampliación de nuestros límites exige esfuerzos; enamorarse no supone ningún esfuerzo. Individuos perezosos e indisciplinados pueden enamorarse lo mismo que los enérgicos y ordenados. Una vez pasado el precioso momento del enamoramiento y cuando las fronteras del yo han vuelto a su lugar, el individuo podrá quedar desilusionado, pero la experiencia por lo común no lo habrá desarrollado más. En cambio, cuando nuestros límites se extienden o amplían tienden a permanecer ampliados. El verdadero amor es una experiencia de permanente extensión de la personalidad.
Enamorarse tiene poco que ver con la finalidad de promover el desarrollo espiritual. Si tenemos alguna finalidad cuando nos enamoramos es la de poner término a nuestra soledad y acaso asegurar ese resultado mediante el matrimonio. Ciertamente no pensamos en nuestro desarrollo espiritual. En verdad, al enamoramos y antes de que cese ese estado sentimos que hemos llegado a las alturas máximas y que no es necesario ni posible subir más arriba. No sentimos ninguna necesidad de desarrollo; estamos perfectamente contentos con el estado en que nos hallamos. Nuestro espíritu está en paz. Tampoco nos damos cuenta de si nuestro objeto de pasión necesita desarrollo espiritual. Por el contrario, lo percibimos como un ser perfecto. Si advertimos algunos defectos, nos parecen insignificantes, pequeños caprichos o encantadoras excentricidades que sólo le agregan color y gracia. Si enamorarse no es amar, ¿que otra cosa puede ser entonces además de un derrumbe transitorio y parcial de las fronteras del yo? No lo sé. Pero el carácter sexual del fenómeno me hace sospechar que es un componente espiritual genéticamente determinado de la conducta de apareamiento. En otras palabras, el colapso transitorio de las fronteras del yo, que es enamorarse, constituye una respuesta estereotípica de los seres humanos a una configuración de pulsiones sexuales internas y de estímulos sexuales exteriores, configuración que sirve para aumentar las probabilidades de apareamiento sexual y afianzar así la supervivencia de la especie. O para expresarlo de una manera más cruda, el enamorarse es un ardid que nuestros genes usan con nosotros para nublar nuestro espíritu, que de otra manera sería perceptivo, y engatusarnos y hacernos caer en la trampa del matrimonio. Frecuentemente la artimaña se desquicia de una u otra manera, como cuando las pulsiones y los estímulos sexuales son homosexuales o cuando otras fuerzas -interferencia parental, enfermedad mental, responsabilidades en conflicto o madura disciplinaintervienen para impedir la unión. Por otro lado, sin ese ardid, semejante regresión ilusoria e inevitablemente pasajera (no sería práctica si no fuera pasajera) al estado infantil de fusión y omnipotencia, muchos de nosotros, que estamos felizmente o infelizmente casados hoy, nos habríamos arredrado ante el realismo de los votos matrimoniales. El mito del amor romántico Para servir tan efectivamente como añagaza que nos apresa en el matrimonio, la experiencia de enamorarse probablemente tenga como característica la ilusión de que esa experiencia habrá de durar para siempre. En nuestra cultura semejante ilusión se ve fomentada por el mito tan difundido del amor romántico que tiene su origen en nuestros cuentos de hadas favoritos de la niñez, cuentos en los que el príncipe y la princesa una vez unidos viven siempre felices. El mito del amor romántico nos dice, en efecto, que para cada joven del mundo hay una joven que le está destinada y viceversa. Además el mito implica que hay sólo un hombre destinado a una mujer y sólo una mujer a un hombre, lo cual está predeterminado por los astros. Cuando encontramos a la persona a la cual estamos destinados, la reconocemos al enamorarnos de ella. Nos hemos encontrado con la persona señalada por el cielo y como la unión es perfecta estaremos en condiciones de satisfacer siempre y para siempre todas las necesidades de esa otra persona y luego viviremos felices en una unión perfecta y en armonía. Pero ocurre que no satisfacemos todas las necesidades de la otra persona, sino que surgen fricciones y dejamos de estar enamorados; entonces vemos con claridad que cometimos un terrible error, que interpretamos equivocadamente los astros, que no nos entregamos a la única y perfecta persona que nos estaba destinada, que lo que pensamos que era amor no era amor “verdadero” o “real”; en esta situación nada se puede hacer, como no sea continuar viviendo en la infelicidad o divorciarse. Si bien en general compruebo que los grandes mitos son grandes precisamente porque representan verdades universales que en ellos cobran cuerpo (más adelante hemos de examinar varios de estos mitos), el mito del amor romántico es una tremenda mentira. Quizá sea una mentira necesaria por cuanto asegura la supervivencia de la especie al alentar y aparentemente validar la experiencia de enamorarnos que nos atrapa en el matrimonio. Pero como psiquiatra debo lamentar en lo profundo de mi corazón casi todos los días la enorme confusión y los profundos sufrimientos que engendra este mito. Millones de personas malgastan grandes cantidades de energía en un intento fútil y desesperado de hacer que la realidad de sus vidas se ajuste a la irrealidad del mito. La señora A. se somete absurdamente al marido movida por un sentimiento de culpa. “Realmente no amaba a mi marido cuando me case”, dice. “Fingí que lo amaba. Supongo que lo engatusé, de modo que ahora
no tengo derecho a quejarme y debo hacer todo cuanto él desea.” El señor B. se lamenta: “Deploro no haberme casado con la señorita C. Creo que habríamos hecho un buen matrimonio. Pero no me sentía locamente enamorado de ella y entonces pensé que tal vez no fuera la persona conveniente para mí”. La señora D., casada dos años atrás, se siente profundamente deprimida sin causa aparente e inicia la terapia declarando: “No sé qué marcha mal. Obtuve todo lo que necesitaba, incluso un matrimonio perfecto”. Sólo unos meses después la paciente es capaz de aceptar que ya no está enamorada de su marido y que esto no significa que haya cometido un horrible error. El señor E., también casado dos años atrás, comienza a sufrir intensos dolores de cabeza por las noches y no puede creer que esos dolores sean psicosomáticos. “Mi vida conyugal es excelente. Amo a mi mujer tanto como el día en que me casé con ella. Es todo lo que puedo desear”, pero dice, que los dolores de cabeza no lo dejan tranquilo hasta un año después cuando llega a admitir: “Me enloquece con su manera de estar siempre pidiéndome y pidiéndome cosas sin considerar mi sueldo”; sólo entonces el hombre es capaz de reprocharle sus extravagancias. El señor y la señora F. reconocen mutuamente que han dejado de estar enamorados y entonces se entregan a bajas infidelidades en su afán por encontrar un “amor verdadero”, sin advertir que ese reconocimiento mismo podría marcar el comienzo de su matrimonio en lugar de marcar su fin. Aun cuando las parejas hayan reconocido que la luna de miel terminó, que ya no están románticamente enamorados, continúan aferrándose al mito al cual intentan ajustar sus vidas. “Si bien ya no estamos enamorados, si obramos mediante la fuerza de voluntad como si todavía lo estuviéramos, tal vez el amor romántico vuelva a nuestra vida”, piensan. Esas parejas valoran en alto grado la unión. Cuando entran en terapia grupal de parejas (que es el marco en el cual mi mujer, yo y nuestros colegas allegados llevamos a cabo nuestro asesoramiento conyugal más serio), sus miembros suelen sentarse juntos, uno habla por el otro, uno sale en defensa de los defectos del otro y tratan ambos de presentar al resto del grupo un frente unido, en la creencia de que semejante unidad es un signo del relativo bienestar del matrimonio y un requisito para su mejoramiento. Tarde o temprano, generalmente temprano, tenemos que decirles a las parejas demasiado íntimamente unidas que necesitan establecer cierta distancia psicológica entre sí antes de poder trabajar constructivamente en sus problemas. A veces hasta es necesario separar a los miembros de una pareja físicamente, hacerlos sentar apartados el uno del otro en el círculo del grupo. Siempre es necesario pedirles que se abstengan de hablar el uno por el otro o de defender el uno al otro contra el grupo. Una y otra vez debemos decir “Deje que Mary hable por sí misma, John” y “John puede defenderse por sí mismo, Mary, es bastante fuerte”. Por fin, si continúan en la terapia, todas las parejas aprenden que aceptar verdaderamente la individualidad de cada cual y su separación es la única base sobre la cual puede fundarse un matrimonio maduro y puede crecer un verdadero amor.11 Algo más sobre las fronteras del yo Después de haber declarado que la experiencia de “enamorarse” es una especie de ilusión que en modo alguno constituye el amor verdadero, habré de concluir modificando algún tanto la perspectiva para señalar que enamorarse es algo que en verdad está muy cerca del amor verdadero. En realidad, la falsa concepción de que enamorarse es un tipo de amor está tan difundida precisamente porque contiene algo de verdad. La experiencia del amor verdadero tiene también que ver con las fronteras del yo puesto que supone una extensión de los límites de uno. Los límites de uno son las fronteras del propio yo. Cuando ampliamos nuestros propios límites por obra del amor lo hacemos extendiéndolos, por así decirlo, hacia el objeto amado cuyo crecimiento deseamos promover. Para que podamos hacerlo, el objeto amado debe primero sernos amado; en otras palabras un objeto exterior a nosotros que está más allá de las fronteras de nuestro yo debe atraernos, debe ser susceptible de que nos entreguemos a él y nos comprometamos con él. Los psiquiatras llaman a este proceso de atracción, entrega y compromiso, “catexia” y dicen que “catectizamos” el objeto amado. Pero cuando catectizamos un objeto exterior a nosotros también incorporamos psicológicamente en nosotros una representación de ese objeto. Por ejemplo, consideramos el caso de un hombre que tiene por hobby la jardinería. Ese 11
Quienes hayan leído el libro de O’Neils Open Marriage reconocerán que éste es el principio básico del matrimonio abierto a diferencia del matrimonio cerrado. Mi trabajo con parejas me ha llevado a la firme conclusión de que el matrimonio abierto es la única clase de matrimonio maduro realmente saludable y no seriamente destructivo de la salud y crecimiento espirituales de los miembros de la pareja.
hombre “ama” la jardinería. Su jardín significa mucho para él. Ha catectizado su jardín. Lo encuentra atrayente, está entregado al jardín, está comprometido con él, tanto que es capaz de levantarse muy temprano un domingo por la mañana para cuidarlo; ese hombre puede negarse a viajar para no alejarse del jardín y hasta puede descuidar a su mujer. En esa catexia y a fin de cultivar sus flores y arbustos ese hombre aprende muchísimas cosas, llega a ser un experto en jardinería, en suelos y fertilizantes, en la poda conveniente. Y conoce su jardín en todos sus detalles, su historia, las clases de flores y plantas que hay en él, su disposición general, sus problemas y hasta su futuro. A pesar de que su jardín existe fuera de él, por obra de la catexia el jardín ha llegado a existir también en el interior de ese hombre. El conocimiento que tiene de él y todo cuanto significa para el jardinero forman parte de él mismo, parte de su identidad, parte de su historia, parte de su saber. Al amar y catectizar el jardín ese hombre lo incorporó dentro de sí de una manera completamente real, y en virtud de esa incorporación su persona ha crecido y las fronteras de su yo se han extendido. Lo que ocurre pues en el curso de muchos años de amor, de extender nuestros límites por obra de nuestras catexias, es una gradual y progresiva ampliación de la persona, una incorporación en ella del mundo exterior y un crecimiento, en tanto que se opera un debilitamiento de las fronteras de nuestro yo. De esta manera cuanto más nos extendemos, más amamos y menos nítida se hace la distinción entre uno mismo y el mundo. Llegamos a identificamos con el mundo. Y a medida que se atenúan y debilitan las fronteras de nuestro yo, experimentamos cada vez más intensamente ese mismo éxtasis que habíamos experimentado cuando se derrumbaron parcialmente las fronteras de nuestro yo y nos “enamoramos”. Sólo que en lugar de habernos fundido transitoriamente e ilusoriamente con un objeto amado, nos fundimos de manera más permanente y realista con gran parte del mundo. Así puede establecerse una “unión mística” con todo el mundo. La sensación de éxtasis o bienaventuranza que acompaña a esta unión, si bien puede ser más suave y menos dramática que la sensación que acompaña al enamoramiento, es sin embargo mucho más estable, duradera y satisfactoria. Esa es la diferencia que hay entre la experiencia de la cumbre, tipificada por el enamoramiento, y lo que Abraham Maslow caracterizó como la “experiencia de la meseta” 12. Aquí las alturas no brillan repentinamente para luego perderse; se las alcanza para siempre. Es obvio que la actividad sexual y el amor, si bien pueden darse simultáneamente, con frecuencia están disociados porque son fenómenos fundamentalmente separados. En sí mismo, el acto de hacer el amor no es un acto de amor. Sin embargo, la experiencia del acto sexual y especialmente del orgasmo (aun en la masturbación), es una experiencia asociada también con un grado mayor o menor de derrumbe de las fronteras del yo y del éxtasis correspondiente. A causa de este colapso de las fronteras del yo podemos exclamar en el momento culminante “¡Te amo!”, y decírselo a una prostituta por la cual unos instantes después (cuando las fronteras del yo recuperan su lugar) no sintamos ni pizca de afecto. Esto no quiere decir que el éxtasis del orgasmo no pueda acrecentarse si se lo comparte con una persona amada; en efecto puede acrecentarse. Pero aun sin tratarse de una persona amada el colapso de las fronteras del yo que se da conjuntamente con el orgasmo puede ser total; durante un segundo podemos olvidamos por completo de quienes somos, perdernos en el tiempo y el espacio, sentirnos fuera de nosotros mismos, transportados. Podemos fundirnos con el universo... pero sólo durante un segundo. Usé la expresión “unión mística” para designar la prolongada “unidad con el universo” que se experimenta en el verdadero amor a diferencia de la momentánea unidad propia del orgasmo. El misticismo es esencialmente una creencia según la cual la realidad es unidad. El místico más profundo cree que nuestra percepción común del universo que ve en él multitud de objetos diferentes -astros, planetas, árboles, pájaros, casas, nosotros mismos- todos separados por fronteras es una percepción falsa, una ilusión. Los hindúes y budistas usan la palabra “Maya” para designar esta general percepción falsa, este mundo de ilusión que nosotros erróneamente creemos que es real. Ellos y otros místicos sostienen que la verdadera realidad sólo puede conocerse experimentando la unidad, lo cual se logra eliminando las fronteras del yo. Es imposible captar realmente la unidad del universo mientras uno continúe considerándose como un objeto separado y distinto del resto del universo de alguna manera. Por eso, frecuentemente los hindúes y budistas afirman que el niño antes de desarrollar las fronteras del yo conoce la realidad, en tanto que los adultos no la conocen. Y hasta sugieren que la senda que conduce a la iluminación o conocimiento de la unidad de la realidad exige 12
Religión, valores y experiencias cumbre, Religions, Values, and Peak-Experiences, Nueva York (Viking), 1970, Prefacio.
que suframos un proceso de regresión para hacernos como niños. Ésta puede ser una doctrina peligrosamente tentadora para ciertos adolescentes y jóvenes que no están preparados para asumir las responsabilidades del adulto, las cuales les parecen abrumadoras y más allá de su alcance. Tales personas pueden pensar “No tengo que pasar por todas esas cosas; puedo tratar de renunciar a ser un adulto y retirarme a la santidad sin asumir las responsabilidades del adulto”. Pero, al obrar de conformidad con esta suposición, lo que se da es la esquizofrenia antes que la santidad. Casi todos los místicos comprenden la verdad que expusimos al terminar nuestra discusión sobre la disciplina: que debemos poseer algo o haber alcanzado algo antes de poder renunciar a ello y conservar sin embargo nuestra capacidad y competencia. El pequeño que no tiene todavía fronteras de su yo puede estar en contacto más íntimo con la realidad que sus padres, pero es incapaz de sobrevivir sin el cuidado de los padres e incapaz de comunicar su saber. El camino que conduce a la santidad pasa a través de la edad adulta. Aquí no hay atajos rápidos ni fáciles. Las fronteras del yo deben consolidarse y endurecerse primero. Es menester que se establezca una identidad antes de que se la pueda trascender. Uno debe encontrar su propio yo antes de poder perderlo. La transitoria eliminación de las fronteras del yo que se produce al enamorarnos, al practicar el acto sexual o al usar ciertas drogas psicoactivas puede darnos un atisbo del nirvana, pero no el nirvana mismo. Una de las tesis de este libro es la de que el nirvana o la iluminación duradera o el verdadero crecimiento espiritual pueden alcanzarse sólo en virtud del persistente ejercicio del amor real. En resumen, pues, la pérdida temporaria de las fronteras del yo cuando nos enamoramos o cuando practicamos el acto sexual no sólo nos lleva a comprometemos con otra persona, sino que además nos da un pregusto (y por lo tanto un incentivo) del éxtasis místico al que podemos llegar en una vida de amor. Por eso, aunque enamorarse no es en sí mismo amar, esa experiencia forma parte del esquema grande y misterioso del amor. La dependencia La segunda concepción falsa, sumamente común, del amor es la idea de que la dependencia es amor. Es ésta una concepción errónea que los psicoterapeutas deben afrontar casi diariamente. Sus efectos más dramáticos se ven en el individuo que intenta suicidarse o amenaza con suicidarse o es presa de profunda depresión porque el cónyuge o amante lo rechazó o se separó de él. Esa persona dirá “No deseo vivir, no puedo vivir sin mi marido (mujer, amiga, amigo> lo amo tanto” y cuando yo respondo, como frecuentemente hago “Está usted en un error, usted no ama a su marido <mujer, amiga, amigo)”, me dirigen la airada pregunta “¿Qué quiere usted decir? Dije que no puedo vivir sin él (o ella)”. Entonces trato de explicar: “Lo que usted, está describiendo es parasitismo, no amor. Cuando usted necesita a otro individuo para vivir usted es un parásito de ese individuo. En esa relación no hay ninguna libertad, ninguna elección. Es una cuestión de necesidades antes que de amor. El amor es el libre ejercicio de la facultad de elegir. Dos personas se aman únicamente cuando son capaces de vivir la una sin la otra, pero deciden vivir juntas. Defino la dependencia como la incapacidad de experimentar la totalidad de la persona o de funcionar adecuadamente sin la certeza de que uno sea objeto de los activos cuidados de otro. La dependencia en adultos físicamente sanos es patológica, es siempre enfermiza, es siempre manifestación de enfermedad o deficiencia mental. Hay que distinguirla de lo que comúnmente llamamos necesidades de dependencia. Todos nosotros, aun cuando tratemos de ocultarlo a los demás y a nosotros mismos, tenemos necesidades y sentimientos de dependencia. Todos tenemos deseos de que nos mimen, de que nos prodiguen cuidados sin esfuerzo de nuestra parte personas más fuertes que nosotros que toman realmente en serio nuestro bienestar. Por fuertes que seamos, por adultos y responsables que seamos, si nos observamos atentamente, encontraremos el deseo de que alguien se haga un poco cargo de nosotros, siquiera para variar. Cada uno de nosotros, por anciano y maduro que sea, quisiera tener en su vida una figura materna y una figura paterna satisfactorias. Pero en la mayoría de los casos estos deseos o sentimientos de dependencia no rigen nuestras vidas, no son el tema predominante de nuestra existencia. Cuando rigen nuestras vidas y dictan la calidad de nuestra existencia, entonces se trata de algo más que de necesidades o sentimientos de dependencia; somos dependientes. Alguien cuya vida está regida por las necesidades de dependencia está padeciendo un trastorno psiquiátrico que nosotros diagnosticamos con la expresión de “trastorno de
personalidad dependiente pasiva”. Tal vez sea éste el más común de todos los trastornos psiquiátricos. Las personas dependientes pasivas están tan atareadas tratando de que se las ame, que no les queda energía alguna para amar. Son como hambrientos que devoran todo alimento que puedan obtener y que nada tienen que dar a los demás. Es como si tuvieran un vacío interior, un pozo sin fondo que hay que llenar, pero que nunca puede llenarse. Nunca se sienten plenamente colmados ni tienen el sentido de ser personas completas. Sienten siempre que “algo les falta”. Toleran muy mal la soledad. No tienen verdadero sentido de la identidad propia y se definen tan sólo por sus relaciones. Un operario de imprenta de unos treinta años, extremadamente deprimido, vino a verme tres días después de haberlo abandonado su mujer que se había llevado a los dos hijos. Ya antes por tres veces la mujer había amenazado abandonarlo pues se quejaba de la falta total de atención para con ella y con los hijos. En cada ocasión él le había rogado que no se marchara y le había prometido cambiar, pero el cambio no había durado más de un día; esta vez la mujer había cumplido su amenaza. Hacía dos noches que el hombre no dormía; se presentó todo tembloroso derramando lágrimas de angustia y contemplaba seriamente la posibilidad de suicidarse. -No puedo vivir sin mi familia, la amo tanto- dijo sollozando. -Me deja usted perplejo- le repliqué. Me dijo que las quejas de su mujer eran legítimas, que usted nunca hizo nada por ella, que regresaba a su casa sólo cuando se le antojaba, que no estaba interesado por ella ni sexual ni emocionalmente, que pasaba meses sin que usted hablara siquiera con sus hijos, que nunca jugaba con ellos ni los llevaba a un paseo. Usted no tiene ninguna relación con su familia, por eso no comprendo por qué está tan deprimido por la pérdida de una relación que nunca existió. -Pero, ¿no lo ve usted?- replicó. Ahora no soy nada ¡nada! No tengo mujer, no tengo hijos, no sé quién soy. Puedo no haberme preocupado por ellos, pero los amo. Sin ellos no soy nada. Como estaba gravemente deprimido -pues había perdido la identidad que su familia le procuraba- lo cité para que me viera dos días después. No esperaba yo gran mejoría. Pero cuando regresó se precipitó en el consultorio con una alegre sonrisa y me anunció: -Ahora todo está bien. -¿Volvió a reunirse con su familia?- le pregunté. -¡Oh, no!- replicó con aire feliz, -nada supe de ellos desde que lo vi a usted. Pero anoche conocí en mi bar a una chica. Me dijo que realmente le gusto. También ella está separada, lo mismo que yo. Nos hemos citado para vernos otra vez esta noche. Ahora me siento de nuevo un ser humano. Supongo que no tengo que volver a verlo a usted. Estos rápidos cambios son característicos de los individuos dependientes pasivos. Es como si no tuviera importancia la persona de quien dependen siempre que haya alguien de quien dependan. No les importa cuál sea su identidad, siempre que alguien les procure una identidad. En consecuencia, sus relaciones, aunque aparentemente dramáticas por su intensidad, son en realidad muy superficiales. A causa de la intensidad de su sensación de vacío y a causa del ansia de llenarlo, las personas dependientes pasivas no soportan ninguna dilación en cuanto a gratificar su necesidad de otros. Una hermosa joven, brillante y en algunos aspectos muy saludable, se había pasado desde los diecisiete años a los veintiuno manteniendo una serie casi ininterrumpida de relaciones sexuales con hombres inferiores a ella en cuanto a inteligencia y capacidad. Pasaba de un amante a otro. El problema, como hube de establecerlo, consistía en que la joven no era capaz de esperar lo suficiente para encontrar a un hombre adecuado a ella. A las veinticuatro horas de haber puesto término a una relación se agarraba del primer hombre que conocía en un bar y en la siguiente sesión terapéutica venía a contarme sus alabanzas: -Sé que por ahora no trabaja y que bebe demasiado, pero es fundamentalmente talentoso y realmente le importo. Sé que esta relación marchará bien. Pero nunca marchaban bien esas relaciones, no solo porque la joven no había elegido bien, sino además porque se apegaba excesivamente al hombre de turno, a quien le exigía cada vez más y más pruebas de afecto y con quien trataba de estar constantemente.
“Porque te amo tanto no puedo estar separada de ti”, le decía. Pero tarde o temprano el hombre se sentía completamente asfixiado y atrapado por su “amor”, sin espacio para moverse. Inevitablemente estallaba un violento altercado, la relación terminaba y el ciclo recomenzaba al día siguiente. Aquella mujer logró romper el ciclo sólo después de tres años de terapia durante los cuales llegó a apreciar su propia inteligencia y capacidad, a identificar su vacío interior y su ansia de llenarlo; se dio cuenta de que sus ansias no eran genuino amor y de que la empujaban a iniciar relaciones a las que ella luego se aferraba en detrimento propio; por fin advirtió la necesidad de ejercer cierta disciplina sobre sus ansias si pretendía capitalizar sus capacidades. En el diagnóstico se emplea la palabra “pasivo” en conjunción con la palabra “dependiente” porque a esos individuos les interesa lo que otras personas pueden hacer por ellos sin considerar lo que ellos mismos puedan hacer. Una vez, trabajando con un grupo de cinco pacientes, todos dependientes pasivos, les pedí que expresaran sus deseos sobre las situaciones en que quisieran encontrarse al cabo de cinco años. De un modo u otro, cada uno de ellos respondió “Deseo casarme con alguien a quien le importe y realmente me cuide”. Ninguno dijo que deseaba obtener un trabajo excitante, o crear una obra de arte, o hacer una contribución a la comunidad o encontrarse en una situación de amor en la cual pudiera tener hijos. La idea del esfuerzo no entraba en sus ensoñaciones; sólo contemplaban la posibilidad de un estado pasivo que no requiriera esfuerzos y en el que fueran objeto de cuidados. Les dije, lo mismo que a muchos otros: “Si lo que pretenden es ser amados, nunca alcanzarán esa meta. La única manera de asegurarse de que uno será amado es ser una persona digna de amor y ustedes no pueden ser personas dignas de amor cuando la meta primaria que consideran es la de ser amados pasivamente”. Esto no quiere decir que las personas dependientes pasivas no hagan nunca cosas por otros. Pero, el motivo que las mueve a hacerlas es consolidar el apego de las otras personas para asegurarse sus cuidados. Y cuando no interviene esa posibilidad de recibir cuidados de otros, semejantes pacientes experimentan grandes dificultades para hacer cosas. Todos los miembros del grupo mencionado consideraban terriblemente difícil comprar por su cuenta una casa, separarse de sus padres, conseguir un trabajo, abandonar un trabajo insatisfactorio o dedicarse a un hobby. En los matrimonios hay normalmente una diferenciación de los roles de los dos cónyuges, una división del trabajo normalmente eficiente. La mujer generalmente se ocupa de cocinar, de la limpieza de la casa, de hacer las compras y de cuidar a los hijos; el hombre por lo común desempeña un empleo, maneja las finanzas del hogar, corta el césped y hace reparaciones. Las parejas saludables instintivamente intercambian sus papeles de vez en cuando. El hombre puede preparar una comida alguna vez, pasarse un día por semana con los niños, limpiar la casa para sorprender a su esposa; la mujer puede obtener algún trabajo de pocas horas, cortar el césped el día del cumpleaños del marido o hacerse cargo de las cuentas y facturas domésticas. Frecuentemente la pareja ve en este cambio de papeles una especie de juego que agrega sabor y variedad al matrimonio. Éste es un importante proceso (aunque se desarrolle inconscientemente) que disminuye la mutua dependencia de los cónyuges. En cierto modo, cada uno de ellos se está ejercitando para sobrevivir en el caso de la pérdida del otro. Pero para la persona dependiente pasiva, la posibilidad de perder a su pareja es una perspectiva tan horrenda que no concibe prepararse para semejante evento o tolerar un proceso que pudiera disminuir la dependencia. Por consiguiente, una de las señales claves de las personas dependientes pasivas en el matrimonio es la rígida diferenciación de papeles; buscan aumentar en lugar de disminuir la dependencia recíproca, con lo cual convierten el matrimonio en algo así como una trampa. Al obrar de esa suerte, en nombre de lo que llaman amor pero que en realidad es dependencia, reducen su libertad propia y la del cónyuge. Ocasionalmente y como parte de este proceso, las personas dependientes pasivas cuando se casan olvidan habilidades que tenían antes del matrimonio. Un ejemplo es el síntoma bastante común de la mujer que “no puede” conducir el automóvil. En estas situaciones la mitad de las veces la mujer no había aprendido a hacerlo pero en los casos restantes y, según alegan, a causa de un accidente menor, la mujer presenta una “fobia” de conducir una vez casada y efectivamente deja de hacerlo. El efecto de esa “fobia” en zonas rurales y suburbanas es hacerla casi totalmente dependiente del marido y encadenar al marido a causa de la impotencia de ella. Ahora es él quien debe hacer las compras para toda la familia o debe conducir a su mujer en las expediciones de compras. Como esta conducta generalmente gratifica las necesidades de dependencia de ambos cónyuges casi nunca se la considera enfermiza o como un problema que conviene resolver. Cuando le sugerí a un banquero extremadamente inteligente que su mujer (la cual había dejado de manejar súbitamente automóviles a los cuarenta y siete años a causa
de una “fobia”) podría tener un problema que merecía atención psiquiátrica, el hombre exclamó “Oh, no, el médico le dijo que eso se debía a la menopausia y que en esto nada se puede hacer”. La mujer estaba segura de que el marido no tendría ninguna aventura amorosa porque estaba demasiado ocupado después de las horas de trabajo en las compras y en llevar a los hijos a una y otra parte. Él, por su parte, estaba seguro de que su esposa no tendría una aventura amorosa porque no disponía de la movilidad para encontrarse con otro hombre cuando él no estaba en la casa. Por obra de esa conducta los matrimonios dependientes pasivos pueden llegar a ser seguros y duraderos, sólo que no puede considerárselos ni saludables ni resultado del amor, porque la seguridad es adquirida al precio de la libertad, de manera que la relación tiende a retrasar o impedir el crecimiento espiritual de los miembros de la pareja. Una y otra vez les decimos a las parejas que “un buen matrimonio sólo existe entre dos personas fuertes e independientes La dependencia pasiva tiene su origen en la falta de amor. La sensación de vacío interno que experimenta el dependiente pasivo es el resultado directo de una falla de sus padres que no satisficieron las necesidades de afecto, de atención y de cuidados durante la niñez del individuo. En la primera sección de este libro dijimos que los niños amados y cuidados con relativa coherencia durante la niñez entran en la vida adulta con un bien afianzado sentimiento de que son amados y valiosos y de que, por lo tanto, serán amados y objeto de cuidados mientras ellos continúen siendo fieles a sí mismos. Los niños que crecen en una atmósfera en la que faltan el amor y los cuidados parentales entran en la vida adulta con una sensación de inseguridad interior y con una sensación de “no tengo lo suficiente”; el mundo les parece impredecible y mezquino. También dudan de que sean personas valiosas y dignas de ser amadas. No ha de asombrar pues que experimenten la necesidad de precipitarse sobre el amor, los cuidados y las atenciones donde puedan encontrarlos y una vez que los encontraron se aferren con tal desesperación que los lleva a una conducta maquiavélica, manipulativa, desagradable que destruye las relaciones mismas que ellos tratan de preservar. Como también indicamos en la sección anterior, el amor y la disciplina van juntos, de manera que padres despreocupados y sin amor son personas a las que también les falta disciplina y cuando no infunden en sus hijos la sensación de ser amados tampoco les dan la capacidad de la autodisciplina. De manera que la dependencia excesiva de los individuos dependientes pasivos es sólo la manifestación principal del desorden de su personalidad. A los dependientes pasivos les falta autodisciplina. Son incapaces de dilatar la gratificación de su sed de atención y amor. En su desesperación por formar y conservar vínculos afectivos prescinden de toda honestidad. Se aferran a relaciones ya desgastadas cuando deberían renunciar a ellas. Y, lo que es sumamente importante, les falta el sentido de la responsabilidad. Pasivamente miran a los demás, con frecuencia hasta a sus propios hijos, como la fuente de su felicidad y plena realización, de suerte que cuando no se sienten felices ni realizados consideran a los demás culpables de ello. En consecuencia, están permanentemente airados porque permanentemente se sienten dejados en la estacada por los otros, que en realidad nunca pueden satisfacer todas sus necesidades ni hacerlos felices. Tengo un colega que suele decir a sus pacientes “Mire usted, si se permite depender de otra persona, ése es el mayor mal que puede infligirse. Sería mejor hacerse dependiente de la heroína. Mientras tenga usted heroína estará ahí y siempre lo hará feliz, pero si usted espera que otra persona lo haga feliz quedará continuamente decepcionado.” Evidentemente, no se debe a accidente alguno el hecho de que las personas dependientes pasivas, además de ser dependientes de sus relaciones con otros, sean dependientes del alcohol y de las drogas. Son “personalidades adictas”. Son personas que chupan y engullen y cuando no tienen a nadie a quien chupar y engullir a menudo recurren a la botella o a la aguja o a la píldora como sustitutos de personas. En suma, la dependencia puede parecer amor porque es una fuerza que hace que alguien se apegue violentamente a otro. Pero en realidad no es amor, es una forma de “antiamor”. Tiene su origen en una falla parental que se perpetúa. El dependiente pasivo trata de recibir en lugar de dar. La dependencia fomenta el infantilismo, no el crecimiento espiritual. Atrapa y oprime en lugar de liberar. En definitiva, destruye las relaciones en lugar de construirlas, así como destruye a las personas. Catexia sin amor Un aspecto característico de la dependencia es el hecho de que ella nada tiene que ver con el crecimiento espiritual. Las personas dependientes están interesadas en su propio bienestar y nada
más; desean llenar su vacío interior, desean ser felices; pero no desean desarrollarse ni crecer, ni están dispuestas a tolerar el sufrimiento y la soledad que supone el crecimiento. Las personas dependientes tampoco se preocupan por el crecimiento espiritual del otro, del objeto de su dependencia; sólo les importa que el otro esté presente para satisfacerlas. La dependencia no es más que una de las formas de conducta a las que incorrectamente aplicamos la palabra “amor” cuando está ausente la preocupación por el crecimiento espiritual. Ahora consideraremos otras formas y esperamos demostrar nuevamente que el amor nunca es promoción o catexia sin miras al crecimiento espiritual. Con frecuencia hablamos de personas que aman objetos inanimados o actividades. Decimos, por ejemplo “Juan ama el dinero” o “Ama el poder” o “Ama su jardín” o “Ama el golf”. Ciertamente un individuo puede extenderse mucho más allá de los límites personales corrientes, si trabaja sesenta o setenta u ochenta horas por semana para amasar una fortuna o acumular poder. Sin embargo, a pesar del acrecentamiento de la fortuna o la influencia, todo ese trabajo puede no ampliar en modo alguno la personalidad. En verdad, hasta podemos decir de un magnate industrial: “Es una persona vil, mezquina, despreciable”. Y si decimos que una determinada persona ama el dinero o el poder frecuentemente no la percibimos como alguien capaz de amor. ¿Por qué? Porque la riqueza o el poder se ha convertido para esa persona en un fin en sí mismo y no es un medio para llegar a una meta espiritual. El único fin verdadero del amor es el crecimiento o evolución espiritual del hombre. Los hobbies son actividades que fomentan el desarrollo de la personalidad. Al amarnos -es decir, al fomentar nuestro desarrollo con miras al crecimiento espiritual- necesitamos proveemos de toda clase de cosas que no son directamente espirituales. Para nutrir el espíritu es menester nutrir también el cuerpo. Necesitamos alimento y abrigo. Por dedicados que estemos a nuestro desarrollo espiritual, también necesitamos descanso, ejercicio y distracción. Los santos deben dormir y hasta los profetas deben jugar. De manera que los hobbies pueden ser medios a través de los cuales nos amamos. Pero si un hobby se convierte en un fin en sí mismo, entonces viene a ser un sustituto del autodesarrollo en lugar de ser un medio de desarrollo. A veces precisamente porque son sustitutos del autodesarrollo los hobbies son tan populares. En la actividad del golf, por ejemplo, podemos encontrar a hombres y mujeres de edad madura cuya principal meta en la vida es hacer hoyos con unos cuantos golpes menos. Este esfuerzo por mejorar su destreza sirve para darles una sensación de progreso en la vida y los ayuda así a ignorar la realidad de que han dejado de progresar, de que han renunciado a todo esfuerzo para mejorarse como seres humanos. Si se amaran más no perseguirían una meta tan superficial y un futuro tan estrecho. Por otro lado, el poder y el dinero pueden ser medios para alcanzar una meta de amor. Por ejemplo, una persona puede abrazar la carrera política con el principal propósito de utilizar el poder político para mejorar el género humano. O una persona puede anhelar riquezas, no por el dinero mismo, sino para poder enviar a sus hijos a la universidad o para procurarse ella misma la libertad y el tiempo de estudiar o reflexionar con miras a promover su crecimiento espiritual. Lo que aman esas personas no es el poder ni el dinero, aman a la humanidad. Entre otras cosas que digo aquí y que diré en esta sección del libro, hago notar que la acepción que damos a la palabra “amor” está tan generalizada y es tan vaga que constituye un obstáculo a nuestra comprensión del amor. No tengo grandes esperanzas de que el lenguaje vaya a cambiar en este sentido. Pero mientras continuemos usando la palabra “amor” para designar nuestra relación con algo que es importante para nosotros, con algo que catectizamos, sin considerar la calidad de esa relación, continuaremos teniendo dificultades para distinguir la diferencia que hay entre lo sabio y lo necio, lo bueno y lo malo, lo noble y lo innoble. Si aplicamos nuestra definición, más específica, es evidente que sólo podemos amar a seres humanos; en efecto, sólo los seres humanos poseen un espíritu capaz de un crecimiento sustancial.13 Consideremos la cuestión de los animales domésticos. “Amamos” al perro de la familia. Lo alimentamos y lo bañamos, lo mimamos y acariciamos, lo adiestramos y jugamos con él. Cuando se 13
Reconozco la posibilidad de que esta concepción pueda ser falsa y que toda materia, animada e inanimada, pueda poseer espíritu. La distinción que hacemos entre nosotros mismos como seres humanos y los animales “inferiores”, las plantas, la tierra y las rocas inanimadas es una manifestación de maya o ilusión en el marco de referencia místico: Lo cierto es que hay diferentes niveles de comprensión. En este libro trato el amor en un determinado nivel. Desgraciadamente mi capacidad de comunicación es inadecuada para abarcar más de un nivel a un tiempo o inapropiada para ofrecer algo más que un ocasional atisbo de un nivel diferente de aquel en que me estoy expresando.
enferma abandonamos lo que estamos haciendo y nos precipitamos en busca del veterinario. Cuando se escapa o muere nos afligimos profundamente. En verdad, para muchas personas solitarias que no tienen hijos sus animalitos pueden llegar a ser la única razón de su existencia. Si esto no es amor, ¿qué es entonces? Pero consideremos las diferencias que hay entre nuestra relación con un animal doméstico y con otro ser humano. En primer lugar, el grado de nuestra comunicación con nuestros queridos animales es extremadamente limitado en comparación con el grado en que podemos comunicarnos con otros seres humanos. No sabemos lo que está pensando el animal. Esta falta de conocimiento nos permite proyectar en él nuestros pensamientos y sentimientos y, por lo tanto, sentir una afinidad emocional con el animal querido que puede no corresponder en modo alguno a la realidad. En segundo lugar, consideramos satisfactorios a los animales domésticos sólo en la medida en que su voluntad coincida con la nuestra. Generalmente ésta es la base sobre la que elegimos nuestros animales domésticos y si su voluntad comienza a apartarse significativamente de la nuestra, nos desembarazamos de ellos. No conservamos mucho tiempo a los animales domésticos cuando protestan o no son dóciles. La única escuela a la que enviamos a nuestros animalitos para el desarrollo de su vida psíquica o espiritual es la escuela de la obediencia. Pero es posible que deseemos que otros seres humanos desarrollen una “voluntad propia”; y, en verdad, es este deseo de diferenciación lo que constituye una de las características del genuino amor. Por último, en nuestra relación con los animalitos procuramos fomentar su dependencia. No deseamos que se desarrollen independientemente y abandonen nuestra casa. Queremos que permanezcan en ella, dependientes y junto al fogón. Lo que valoramos en ellos es más su apego a nosotros que su independencia respecto a nosotros. Esta cuestión del “amor” a los animal es domésticos tiene enorme importancia porque muchas, muchas, personas son capaces de “amar” sólo a animales e incapaces de amar genuinamente a otros seres humanos. Muchos soldados norteamericanos contrajeron idílicos matrimonios con “novias de guerra” alemanas, italianas o japonesas, con las cuales no podían comunicarse verbalmente. Pero cuando esas mujeres aprendieron inglés, los matrimonios comenzaron a disolverse. Los soldados ya no podían proyectar en sus mujeres sus pensamientos, sentimientos, deseos e ideales ni sentir la misma clase de afinidad que uno siente con un animalito querido. Por el contrario, cuando sus mujeres aprendieron inglés, los hombres comenzaron a darse cuenta de que aquellas mujeres tenían ideas, opiniones y sentimientos diferentes de los suyos propios. En algunos casos, allí comenzó a desarrollarse verdaderamente el amor; pero quizás en la mayor parte de ellos el “amor” se acabó. La mujer liberada tiene razón al desconfiar del hombre que con afecto la llama su “gatita”. Ciertamente puede tratarse de un hombre cuyo afecto depende de que ella sea un animalito mimado, un hombre a quien le falta la capacidad de respetar su fuerza, su independencia y su individualidad. Probablemente el ejemplo más entristecedor de este fenómeno es el de las innumerables mujeres que son capaces de “amar” a sus hijos sólo cuando éstos son pequeños. Estas mujeres abundan en todos los medios. Son madres ideales hasta que los hijos llegan a los dos años, infinitamente tiernas, los amamantan gozosamente, los miman y juegan con sus bebés, están llenas de afecto, totalmente dedicadas a su crianza y se sienten bienaventuradas y dichosas en su maternidad. Luego, casi de la noche a la mañana, este cuadro cambia. Apenas el pequeño comienza a afirmar su voluntad, a desobedecer, a lloriquear, a negarse a jugar, a rechazar ocasionalmente los mimos de que es objeto, a aficionarse a otra persona, es decir, a moverse en el mundo con un poco de independencia, el amor de la madre cesa. La mujer pierde interés en el hijo, le retira su catexia y lo percibe sólo como un fastidio. Al mismo tiempo, siente con frecuencia una necesidad abrumadora de quedar de nuevo embarazada, de tener otro bebé, otro animalito mimado. Generalmente lo logra y el ciclo torna a repetirse. Si no ocurre esto, la mujer suele buscar ávidamente la oportunidad de cuidar a pequeños bebés de las vecinas mientras ignora casi por completo las necesidades de su propio hijo. Para los niños que llegan a los “terribles dos años” éste es no sólo el final de su infancia, sino el final de la experiencia de ser amado por la madre. El dolor y la privación que experimentan estos niños son evidentes para todos menos para la madre, ocupada con su nuevo bebé. Los efectos de esta experiencia generalmente se ponen de manifiesto cuando esos individuos llegan a la edad adulta en la cual presentan un tipo de personalidad dependiente, pasiva o depresiva. Esto indica que el “amor” a los bebés, a los animalitos domésticos y hasta a los cónyuges obedientes y dependientes es un esquema instintivo de conducta al que propiamente se aplica la expresión de “instinto materno” o mas generalmente “instinto parental”. Podemos compararlo con la conducta instintiva de “enamorarse”: no se trata de una forma genuina de amor, por cuanto no requiere relativamente esfuerzos, ni es enteramente un acto de voluntad o de decisión; ese instinto
favorece la supervivencia de la especie, pero no apunta a su mejoramiento o crecimiento espiritual; está cerca del amor pues se trata de un tender uno hacia otro y sirve para iniciar vínculos interpersonales de los cuales podría nacer el verdadero amor; pero se necesita mucho más para desarrollar un matrimonio saludable y creativo, para criar hijos sanos, capaces de crecimiento espiritual o para contribuir a la evolución de la humanidad. La crianza puede ser y debería ser mucho más que la simple alimentación, y promover el crecimiento espiritual es un proceso infinitamente más complicado que el que puede dirigir el instinto. Aquella madre que mencionamos al comienzo de esta sección y que no permitía que su hijo fuera solo en ómnibus a la escuela es un ejemplo. Al llevarlo ella misma a la escuela y al ir a buscarlo estaba cuidándolo en cierto sentido, pero se trataba de cuidados que el hijo no necesitaba y que claramente retrasaban su crecimiento espiritual en lugar de fomentarlo. Los ejemplos abundan: madres que atiborran de alimentos a sus hijos ya excedidos de peso; padres que compran a sus hijos cuartos enteros de juguetes y a sus hijas guardarropas completos de vestidos; padres que no ponen limites a los deseos de sus hijos y nada les niegan. El amor no es sencillamente dar, es dar atinadamente, juiciosamente y también negar juiciosamente. Amar significa alabar juiciosamente y criticar juiciosamente; significa discutir, luchar, exhortar, apretar y aflojar juiciosamente además de reconfortar. Amar es guiar. La palabra “juiciosamente” indica que se requiere juicio, y el juicio es algo más que el instinto pues requiere tomar decisiones reflexivas y a menudo penosas. El “autosacrificio” Los motivos que hay detrás de los actos de dar sin cordura y de prodigar cuidados desordenadamente son muchos, pero esos casos invariablemente tienen un rasgo en común: el que da, a guisa de amor, está satisfaciendo sus propias necesidades sin atender a las necesidades espirituales del receptor. Vino a yerme una vez a regañadientes un ministro porque su mujer sufría de depresión crónica y sus hijos habían abandonado los estudios y, viviendo en la casa paterna, eran tratados psiquiátricamente. A pesar de la circunstancia de que toda la familia estaba “enferma”, el hombre al principio se mostró completamente incapaz de comprender que él mismo podría estar desempeñando un papel en la enfermedad familiar. “Hago todo cuanto puedo por cuidarlos y resolver sus problemas”, decía. “No hay momento en que no me preocupe por ellos”. El análisis de la situación revelaba que aquel hombre se esforzaba extremadamente para satisfacer las exigencias de su mujer y sus hijos. Había regalado a sus hijos nuevos automóviles y pagaba el seguro de los coches aun cuando se daba cuenta de que los muchachos deberían hacer algún esfuerzo para bastarse a sí mismos. Todas las semanas llevaba a su mujer a la ópera o al teatro aun cuando le disgustaba enormemente trasladarse a la ciudad y la ópera lo aburría al extremo. Por más ocupado que estuviera, pasaba la mayor parte de su tiempo libre atendiendo a su mujer. y a los hijos, que eran muy desordenados en las cuestiones domésticas. “¿No se cansa usted de estar siempre detrás de ellos?” le pregunté. “Por supuesto, pero ¿qué otra cosa puedo hacer? Los quiero y no puedo dejar de cuidarlos. Mi preocupación por ellos es tan grande que nunca me permitiré permanecer indiferente mientras ellos tengan alguna necesidad. Puedo no ser un hombre brillante, pero por lo menos tengo amor y dedicación.” Fue interesante saber luego que su propio padre había la sido un brillante estudioso, de considerable renombre, pero también un alcohólico y un galanteador que no mostraba la menor preocupación por la familia a la que descuidaba en general. Poco a poco mi paciente llegó a darse cuenta de que cuando era niño había jurado ser lo más diferente posible de su padre, ser cariñoso y preocuparse por la familia en oposición a la frialdad y despreocupación de su padre. También después de un tiempo llegó a comprender que asignaba enorme importancia a mantener una imagen de sí mismo como padre cariñoso y amante y que buena parte de su conducta, incluso de su carrera en el ministerio, estaba dedicada a apuntalar esa imagen. Lo que no comprendía tan fácilmente era el grado en que estaba infantilizando a su familia. Continuamente se refería a su mujer llamándola “mi gatita” y cuando hablaba de sus hijos ya adultos y robustos decía mis “pequeños”. “¿De qué otra manera puedo comportarme? Por reacción a mi padre tal vez sea cariñoso, pero eso no significa que pueda llegar a convertirme en un hombre frío o duro.” Lo que literalmente había que enseñarle era que amar es una actividad bastante complicada que requiere la participación de todo el ser, la cabeza y el corazón. A causa de esa necesidad de ser lo más diferente posible de su padre no había logrado desarrollar un sistema flexible de respuesta para expresar su amor. Debía aprender que no dar en el
momento oportuno revelaba más cariño que dar en el momento inoportuno y que fomentar la independencia de los demás era más señal de amor que cuidar a personas que por otro lado podían cuidarse ellas mismas. Debía aprender que expresar sus propias necesidades, su enojo y sus esperanzas era tan necesario para la salud mental de su familia como su propio autosacrificio y que por lo tanto el amor debe manifestarse no sólo en una beatífica aceptación sino también en el enfrentamiento. Como poco a poco llegó a comprender que infantilizaba a su familia, el hombre comenzó a hacer algunos cambios. Dejó de andar detrás de cada cual y manifestó abiertamente su enojo cuando los hijos no ponían cuidado en el mantenimiento del buen orden del hogar. Se negó a continuar pagando el seguro de los automóviles de sus hijos y les dijo que si querían conducir los autos debían pagarlo ellos mismos. Sugirió que su mujer fuera sola a la Ópera de Nueva York. Al hacer estos cambios corrió el riesgo de parecer “malo” y debió renunciar a la omnipotencia de su anterior papel como proveedor de todas las necesidades de la familia. Pero aun cuando su anterior conducta había sido motivada principalmente por la necesidad de mantener una imagen de sí mismo que lo mostrara como persona cariñosa, el paciente poseía la capacidad de genuino amor y a causa de esa capacidad logró realizar estas modificaciones en sí mismo. Al principio la mujer y los hijos reaccionaron con enojo a estos cambios. Pero pronto uno de los hijos retornó a sus estudios y el otro encontró un trabajo que le permitió instalarse por sí mismo en un departamento. La mujer comenzó a gozar de su nueva independencia y desarrollo modos de ser propios. En cuanto el hombre comprobó que su actividad de ministro era más efectiva y al mismo tiempo que su vida se hacía más agradable. El mal guiado amor de aquel ministro rayaba en la más seria perversión del amor que es el masoquismo. Los legos suelen asociar el sadismo y el masoquismo con actividades puramente sexuales y piensan que se trata del goce sexual procurado por el hecho de infligir dolor físico o recibirlo. En realidad, el verdadero sadomasoquismo sexual es una forma relativamente rara de psicopatología. Mucho más común y, en última instancia, más grave es el fenómeno de sadomasoquismo social en el cual las personas desean inconscientemente herir y ser heridas por obra de sus relaciones interpersonales. Es típico que una mujer busque atención psiquiátrica para su depresión en respuesta al abandono por parte de su marido. Entonces confiará al psiquiatra un interminable cuento de malos tratos que le hacía sufrir el marido: no le prestaba atención, tenía una infinidad de amantes, se jugaba el dinero necesario para el mantenimiento del hogar, desaparecía durante días cuando se le antojaba, regresaba a la casa borracho y la golpeaba y ahora, por último, la había abandonado a ella y a los hijos en vísperas de Navidad... ¡antes de Nochebuena! El terapeuta neófito tiende a pensar “pobre mujer” y acoge el relato con instantánea simpatía, pero esa simpatía no tarda mucho en evaporarse a la luz de ulteriores conocimientos. Primero, el terapeuta descubre que aquellos malos tratos se prolongaron durante veinte años y si bien la pobre mujer se divorció dos veces del bruto de su marido, también se había vuelto a casar dos veces con él y que a innumerables separaciones siguieron innumerables reconciliaciones. Luego, después de trabajar con la paciente durante un mes o dos para ayudarla a cobrar independencia y cuando aparentemente todo parece marchar bien y la mujer manifiesta que goza de la tranquilidad de la vida separada del marido, el terapeuta ve que el ciclo comienza de nuevo. Un día la mujer se precipita en el consultorio y anuncia: “Bueno, Henry ha vuelto. La otra noche me llamó por teléfono para decirme que deseaba verme y entonces lo vi. Me rogó que volviera a él y realmente parece cambiado. Por eso volvimos a reunirnos”. Cuando el terapeuta le hace notar que todo aquello no parece sino una repetición de un esquema de conducta que ambos habían convenido en considerar destructivo, la mujer declara: “Pero lo amo. Uno no puede negar el amor.” Si el terapeuta intenta examinar ese amor con alguna tenacidad y energía, entonces la paciente abandona la terapia. ¿De qué se trata aquí? Al tratar de comprender lo ocurrido el terapeuta recuerda la evidente fruición con que aquella mujer tornaba a contarle la larga historia de brutalidades y malos tratos. De pronto vislumbra una extraña idea: tal vez esa mujer soporta los malos tratos del marido y hasta los busca por el placer de poder hablar de ello. Pero ¿de qué naturaleza es ese placer? El terapeuta recuerda el fariseísmo de aquella mujer. ¿No será que lo más importante en su vida es tener una sensación de superioridad moral y que para conservarla necesita ser maltratada? Ahora se aclara la naturaleza de ese placer. Al permitir que se la trate vilmente puede sentirse superior. En última instancia, hasta puede experimentar el sádico placer de ver cómo su marido le ruega que vuelva a él y que momentáneamente reconoce la superioridad de la mujer desde su humilde posición, en tanto que ella decide si será o no magnánima y si accederá a recibirlo de nuevo. En ese momento la mujer logra su venganza. Cuando se examinan mujeres de esta clase generalmente se comprueba que
cuando eran niñas sufrieron humillaciones. En consecuencia, buscan desquitarse valiéndose de su sensación de superioridad moral, que exige repetidas humillaciones y malos tratos. Si el mundo nos trata bien no tenemos necesidad de vengarnos de él. Si vengarnos es la meta que tenemos en la vida, tendremos que procurar que el mundo nos trate mal a fin de justificar nuestra meta. Los masoquistas consideran su sometimiento a los malos tratos como prueba de amor cuando en realidad es la necesidad que sienten de vengarse permanentemente, necesidad motivada sobre todo por el odio. La cuestión del masoquismo arroja luz también sobre otra concepción terriblemente errónea del amor, la concepción de que el amor es autosacrificio. En virtud de esa creencia aquella masoquista prototípica podía considerar su tolerancia a los malos tratos como autosacrificio y en consecuencia como amor; así no tenía que reconocer su odio. El ministro también veía como amor su conducta de autosacrificio, aunque ésta estaba en verdad motivada, no por las necesidades de su familia, sino por su propia necesidad de conservar cierta imagen de sí mismo. Ya al comienzo del tratamiento hablaba continuamente sobre las cosas que hacía por su mujer y sus hijos y hasta que se podía creer que él mismo no obtenía provecho alguno de sus actos. Pero esto no era así. Cuando pensamos que estamos haciendo algo por alguien, en cierto modo estamos negando nuestra propia responsabilidad. Lo que hacemos lo hacemos porque lo hemos decidido y hemos decidido algo porque es lo que nos satisface más. Lo que hacemos por otro lo hacemos porque así satisfacemos una necesidad nuestra. Los padres que dicen a su hijo “Deberías estar agradecido por todo lo que hemos hecho por ti” son padres que invariablemente no sienten amor en un grado significativo. Quien ama genuinamente conoce el placer de amar. Cuando amamos genuinamente lo hacemos porque deseamos amar. Tenemos hijos porque deseamos tener hijos, y si somos padres amorosos, eso se debe a que deseamos serlo. Es verdad que el amor supone un cambio en la persona, pero ese cambio es una extensión del yo antes que su sacrificio. Como hemos de considerarlo luego nuevamente, el genuino amor es una actividad que se colma a sí misma. En realidad, es algo más pues amplía en lugar de reducir la persona; colma la persona, en lugar de vaciarla. En un sentido real, el amor es tan egoísta como el no amor. Aquí tenemos de nuevo una paradoja en el hecho de que el amor es tanto egoísta como altruista al propio tiempo. No es el egoísmo ni el altruismo lo que distingue el amor del no amor; es su meta. En el caso del genuino amor la meta es siempre el crecimiento espiritual. En el caso del no amor, la meta es siempre otra cosa. El amor no es un sentimiento Ya dije que el amor es una acción, una actividad. Esto nos lleva a considerar la principal falsa concepción del amor que es menester corregir. El amor no es un sentimiento. Muchas personas tienen un sentimiento amoroso y, aun obrando en respuesta a ese sentimiento actúan de maneras destructivas y nada amorosas. Por otro lado, un individuo que ama genuinamente a menudo obra de manera constructiva respecto de una persona que conscientemente le disgusta, por la que en ese momento no siente ningún amor y a la que encuentra tal vez hasta repugnante de alguna manera. El sentimiento amoroso es la emoción que acompaña la experiencia de catectizar. Como se recordará, catectizar es el proceso por el cual un objeto llega a ser importante para nosotros. Una vez catectizado el objeto (comúnmente llamado “objeto de amor”) es cargado con nuestra energía como si fuera parte de nosotros mismos y esa relación entre nosotros y el objeto catectizado se llama catexia. Como podemos tener muchas de esas relaciones al mismo tiempo, hablamos de nuestras catexias. El proceso de retirar nuestra energía de un objeto de amor, de suerte que éste pierde su sentido de importancia para nosotros, se conoce como descatectizar. La errónea concepción de que el amor es un sentimiento se debe a que confundimos catectizar con amar. La confusión es comprensible puesto que se trata de procesos semejantes, aunque también presentan notables diferencias. Ante todo, como ya lo señalamos, podemos catectizar cualquier objeto, animado o inanimado, con espíritu o carente de espíritu. Por ejemplo, una persona puede catectizar acciones de una compañía o una joya y puede sentir amor por esas cosas. Segundo, el hecho de que hayamos catectizado a otro ser humano no significa que nos importe el desarrollo espiritual de su persona. La persona independiente, en efecto, generalmente teme el desarrollo espiritual de un cónyuge catectizado. Aquella madre que insistía en llevar a su hijo adolescente a la escuela e ir a buscarlo allí evidentemente catectizaba al muchacho; éste era importante para ella, pero no lo era su crecimiento espiritual. Tercero, la intensidad de nuestras catexias frecuentemente no tiene nada que ver con la sabiduría o la dedicación. Un hombre y una mujer pueden conocerse en un bar y catectizarse de
manera tal que en ese momento no hay nada -ni citas anteriormente concertadas ni promesas hechas ni estabilidad familiar- más importante que la consumación de su acto sexual. Por último, nuestras catexias pueden ser momentáneas y fugaces. Inmediatamente después de haber consumado el acto sexual, los miembros de la pareja a que acabamos de referimos pueden experimentarse el uno al otro como indeseables y poco atractivos. Podemos descatectizar algo casi tan rápidamente como lo hemos catectizado. Por otro lado, el genuino amor implica dedicación y ejercicio de sabiduría. Cuando estamos interesados en promover el crecimiento espiritual de alguien sabemos que una falta de dedicación puede resultar dañosa y que probablemente la otra persona sienta la necesidad de que nosotros manifestemos efectivamente nuestro interés. Por esta razón la dedicación es la piedra angular de la relación psicoterapéutica. A un paciente le resulta casi imposible llevar a cabo un significativo crecimiento de su personalidad sin una “alianza terapéutica”.con el terapeuta. En otras palabras, antes de que el paciente pueda experimentar un cambio debe sentir la seguridad y la fuerza que le vienen de creer que el terapeuta es su aliado constante y estable. Para que se produzca esa alianza el terapeuta debe mostrar al paciente, generalmente después de transcurrido bastante tiempo, su permanente y coherente interés, y esto sólo puede manifestarse en virtud de su capacidad de dedicación. Eso no significa que al terapeuta le guste siempre escuchar al paciente. La dedicación significa que el terapeuta escucha al paciente, le guste o no le guste. Y en un matrimonio las cosas no son diferentes. En un matrimonio constructivo, así como en una terapia constructiva, los participantes deben, de un modo rutinario y programado, prestarse atención el uno al otro y prestar atención a su relación. Como ya dijimos, las parejas tarde o temprano siempre dejan de estar enamoradas y es en ese momento cuando comienza a surgir la oportunidad de un genuino amor. Su amor comienza a ser puesto a prueba y podrá establecerse si existe o no cuando los cónyuges ya no sientan la necesidad de estar siempre juntos, cuando pasan algún tiempo en otra parte. Esto no quiere decir que los miembros de una relación estable, constructiva, como el matrimonio o la psicoterapia intensiva no se catecticen y no se catectice la relación misma de varias maneras. Lo que quiero decir es que el genuino amor trasciende la cuestión de las catexias. Cuando existe amor, existe con catexia o sin ella y con sentimientos amorosos o sin ellos. Es mejor -y ciertamente más placentero- amar con catexia y con sentimientos amorosos. Pero es posible amar sin catexia y sin sentimientos de amor, y en la realización de esta posibilidad es donde el amor genuino y trascendente se distingue de la simple catexia. Aquí la palabra clave es “voluntad”. He definido al amor como la voluntad de extender nuestra persona con el fin de promover nuestro propio crecimiento espiritual o el de otra persona. El genuino amor es volitivo antes que emocional. La persona que realmente ama, ama a causa de una decisión de amar. Esa persona se ha comprometido a amar, experimente o no sentimientos amorosos. Si los experimenta tanto mejor; pero si no los experimenta, el compromiso de amar y la voluntad de amara aun permanecen y son aplicados. Inversamente, es no sólo posible sino necesario que una persona que ame evite obrar por sentimientos de amor. Puedo conocer a una mujer que me atrae fuertemente y a la que me gustaría amar, pero como tener una aventura amorosa en este momento destruiría mi matrimonio, diré en mi fuero interno y en el silencio de mi corazón “Me gustaría amarte, pero no lo haré”. Análogamente puedo negarme a aceptar a una nueva paciente sumamente atractiva y con probabilidades de alcanzar éxito en la terapia porque mi tiempo ya está comprometido con otras pacientes, algunas de las cuales pueden ser mucho menos atractivas y más difíciles de tratar. Mis sentimientos amorosos pueden ser ilimitados, pero mi capacidad de amar es limitada. Por lo tanto, debo elegir a la persona en quien concentre mi capacidad de amar, hacia quien dirija mi voluntad de amar. El verdadero amor no es un sentimiento que nos sobrecoja. Es una decisión reflexiva, de dedicación. La común tendencia a confundir el amor con el sentimiento de amor permite a la gente engañarse de múltiples maneras. Un alcohólico cuya mujer e hijos necesitan desesperadamente de su atención en ese mismo momento, puede estar sentado en un bar diciéndole al barman con lágrimas en los ojos “Realmente amo a mi familia”. Las personas que descuidan a sus hijos de maneras tan groseras generalmente se consideran padres amorosísimos. Claro está que puede haber un interés personal en esta tendencia a confundir el amor con el sentimiento de amor; es fácil y no del todo desagradable encontrar la prueba del amor en los sentimientos que uno experimenta. Puede ser difícil y doloroso buscar la prueba del amor en las propias acciones. Pero, como el verdadero amor es un acto de voluntad que trasciende con frecuencia los efímeros sentimientos de amor o la catexia,
es correcto afirmar “Amores proceder con amor”. Amor y no amor, como bien y mal son fenómenos objetivos y no puramente subjetivos. El trabajo de atender Hemos considerado algunas de las cosas que no son amor; examinemos ahora algunas que son amor. En la introducción a esta sección dijimos que el amor suponía esfuerzo. Cuando nos extendemos, cuando damos un paso adicional o caminamos una milla más, lo hacemos en oposición a la inercia de la pereza o en oposición al temor. La extensión de nosotros mismos o el movimiento contra la inercia de la pereza es lo que llamamos trabajo. Cuando vencemos el miedo decimos que hemos tenido coraje. El amor es pues una forma de trabajo o una forma de coraje. Es trabajo o coraje enderezado a promover nuestro propio crecimiento espiritual o el de otra persona. Podemos trabajar o ejercitar nuestro coraje en direcciones que no sean las que llevan al crecimiento espiritual y por eso no todo trabajo ni todo coraje es amor. Pero, como el amor exige la extensión de nosotros mismos, es siempre trabajo o coraje. Si un acto no es acto de amor o de coraje, entonces no es un acto de amor. Aquí no hay excepciones. La forma principal que asume e trabajo de amor es la atención. Cuando amamos a alguien le dedicamos nuestra atención; atendemos al crecimiento de esa persona. Cuando nos amamos a nosotros mismos atendemos a nuestro propio crecimiento. Cuando prestamos atención a alguien ello quiere decir que ese alguien nos importa. El acto de prestar atención requiere que realicemos el esfuerzo de hacer a un lado nuestras preocupaciones del momento (según dijimos al describir la disciplina de poner ciertas cosas entre paréntesis) y que activemos nuestra conciencia. La atención es un acto de voluntad, de trabajo contra la inercia de nuestra mente. Como dice Rollo May: “Cuando analizamos la voluntad con todos los instrumentos modernos que nos ofrece el psicoanálisis, comprobamos que el nivel de la atención o la intención es el asiento de la voluntad. El esfuerzo que requiere el ejercicio de la voluntad es en realidad esfuerzo de atención; la tensión volitiva es el esfuerzo de mantener clara la conciencia, es decir, el esfuerzo de mantener concentrada la atención.”14 De lejos el modo más corriente e importante en que podemos ejercitar nuestra atención es el acto de escuchar. Pasamos una enorme cantidad de tiempo escuchando y malgastamos la mayor parte de ese tiempo porque en general escuchamos prestando muy poca atención. Un psicólogo industrial me señaló una vez que la cantidad que dedicamos a enseñar ciertas materias a nuestros chicos en la escuela es inversamente proporcional a la frecuencia con que esos chicos harán uso de tales conocimientos cuando lleguen a adultos. Por ejemplo, el ejecutivo de una empresa se pasara una hora de su tiempo leyendo, dos horas hablando y ocho horas escuchando. Pero en las escuelas dedicamos mucho tiempo a enseñar a leer a los niños, muy poco tiempo a enseñarles a hablar y generalmente no destinamos tiempo alguno a enseñarles a escuchar. No creo que sería bueno que se enseñara en la escuela aquello exactamente proporcional a lo que se hace después de la escuela, pero pienso que sería sensato dar a nuestros hijos alguna instrucción sobre el proceso de escuchar, no para que les resulte fácil escuchar, sino más bien para que comprendan hasta qué punto es difícil escuchar bien. Escuchar bien es un ejercicio de atención y, por lo tanto, un trabajo duro. La mayor parte de la gente no escucha bien porque no comprende esto que acabo de decir o porque no está dispuesta a llevar a cabo ese trabajo. No hace mucho tiempo asistí a la conferencia que daba un hombre famoso sobre un aspecto de la relación que hay entre psicología y religión, aspecto que me interesaba desde hacía mucho tiempo. A causa de ese interés tenía bastantes conocimientos sobre el tema e inmediatamente me di cuenta de que el conferenciante era un gran sabio. También sentí amor en el tremendo esfuerzo que el hombre realizaba para comunicar con toda suerte de ejemplos, conceptos en alto grado abstractos que nos resultaban difíciles de comprender a quienes lo escuchábamos. Por eso lo escuché con toda la intensidad de la atención de que era capaz. Al cabo de una hora y media de conferencia el sudor manaba literalmente de mi rostro a pesar del aire acondicionado de la sala. Experimentaba un agudo dolor de cabeza; los músculos del cuello estaban rígidos por mi esfuerzo de concentración y yo mismo me sentía completamente vacío y agotado. Aunque consideraba que sólo había comprendido la mitad de lo que había dicho aquel grande hombre esa tarde, quedé deslumbrado por la cantidad de brillantes intuiciones que me había procurado. Después de la conferencia, a la que asistieron muchos 14
Love and Will, Nueva York, (Delta Books, Dell Pub.), 1969, pág. 220. Traducción al español: El amor y la voluntad, Buenos Aires (Emecé Editores), 1971.
miembros de medios culturales, me puse a escuchar los comentarios del público mientras tomábamos café. En general, todos estaban decepcionados. Sabedores de su reputación, habían esperado más de aquel hombre. Les había resultado difícil seguirlo y la exposición les parecía confusa. No era un orador competente como el que habían esperado oír. Una mujer proclamó en medio de movimientos de asentimiento por parte de los demás: “Realmente no nos dijo nada”. A diferencia de los demás, yo logré captar mucho de lo que dijo aquel hombre precisamente porque estaba dispuesto a realizar el trabajo de escucharlo. Y estaba dispuesto a realizar ese trabajo por dos razones: primero, porque reconocía su grandeza y sabía que lo que diría probablemente tendría gran valor; segundo, a causa de mi interés por ese tema, deseaba enormemente absorber lo que el conferenciante dijera a fin de acrecentar mi comprensión y crecimiento espiritual. Mi manera de escucharlo era un acto de amor. Yo lo amaba porque me daba cuenta de que era una persona de gran valor, digna de que se le prestara atención y me amaba a mi mismo porque estaba dispuesto a realizar un trabajo en procura de mi crecimiento. Como él era el maestro y yo el alumno, como él era el que daba y yo el que recibía, mi amor estaba primariamente dirigido a mi propia persona, motivado por lo que podría obtener yo de nuestra relación y no por lo que yo podría darle a él. Ello no obstante, es muy posible que el conferenciante sintiera en medio de su público la intensidad de mi concentración, de mi atención, de mi amor, y que esa sensación haya representado para él una recompensa. El amor, como veremos una y otra vez, es invariablemente un fenómeno en dos direcciones, un fenómeno de reciprocidad en el cual quien recibe también da y quien da también recibe. De este ejemplo de escuchar en el papel de quien recibe, pasemos a considerar ahora nuestra más corriente oportunidad en el papel de quien da: la oportunidad de escuchar a nuestros hijos. El proceso de escuchar a los niños es diferente y depende de la edad del niño. Consideremos por ahora el caso de un niño de seis años que está en primer grado. Si se le da ocasión, ese niño hablará casi incesantemente. ¿Cómo deberán afrontar los padres esa interminable charla? Tal vez la manera más fácil sea prohibiría. Crease o no, hay familias en las que los niños tienen la virtual prohibición de hablar y en las cuales se aplica durante las veinticuatro horas del día el dicho: “A los niños habría que verlos y no oírlos”. Esos niños nunca están en interacción con los demás, miran silenciosamente a los adultos desde los rincones como mudos espectadores desde la sombra. Otra manera consiste en permitir la charla, pero sencillamente sin escucharla; así el niño no estará en interacción con uno, sino que literalmente estará hablando al aire o consigo mismo, lo cual crea un fondo de ruido que puede resultar molesto o no. Una tercera manera es fingir escuchar mientras uno prosigue con lo que está haciendo o continuar enfrascado en sus propios pensamientos con la apariencia de prestar atención al niño mientras exclama ocasionalmente “Oh, Oh”, o “Eso está bien”, ruidos más o menos oportunos en respuesta al monólogo del niño. Una cuarta manera es escuchar selectivamente, que constituye una forma particularmente atenta de fingir escuchar; aquí los padres podrán aguzar el oído si el hijo parece estar diciendo algo de importancia y esperan poder separar el grano de la paja con un mínimo esfuerzo. El problema de este modo de obrar estriba en que la capacidad de la mente humana para filtrar selectivamente no es muy competente ni eficiente y por lo tanto puede quedar una gran cantidad de paja mientras se pierde una gran cantidad de trigo. La quinta y última manera es, desde luego, escuchar realmente al niño prestándole completa atención, sopesando cada una de sus palabras y comprendiendo cada una de sus afirmaciones. Estos cinco modos de responder a la charla de los niños fueron presentados en orden ascendente de esfuerzo; el quinto modo, el de escuchar verdaderamente, exige de los padres una considerable energía en comparación con los otros modos, que requieren menos esfuerzo. El lector puede suponer ingenuamente que recomendaré a los padres que sigan siempre el quinto modo y que siempre escuchen verdaderamente a sus hijos. ¡De ninguna manera! Ante todo, la propensión a hablar que tiene el niño de seis años es tan grande que un padre que lo escuchara siempre verdaderamente, no tendría tiempo para hacer ninguna otra cosa. Segundo, el esfuerzo que exige escuchar verdaderamente es tan grande que el padre quedaría agotado para realizar cualquier otra cosa. Por último, seria enormemente aburrido porque lo cierto es que la charla de un niño de seis años es generalmente aburrida. Por eso lo que se necesita aquí es un equilibrio de los cinco modos de escuchar. A veces es necesario decirles a los niños sencillamente que se callen, cuando por ejemplo, su charla puede distraer al adulto en situaciones que requieren seriamente su atención o cuando esa charla puede representar una ruda interrupción de lo que otros dicen y un intento de lograr hostil dominio sobre los demás. Frecuentemente los chicos de seis años charlan por el puro placer de
charlar y nada se gana prestándoles atención cuando ellos ni siquiera la piden y están ciertamente felices charlando con ellos mismos. Otras veces el niño no se contenta con hablar consigo mismo sino que desea la interacción con los padres; aquí esa necesidad puede quedar adecuadamente satisfecha cuando los padres fingen escuchar. En esos momentos, lo que el niño desea de la interacción no es comunicarse sino simplemente sentir intimidad, de modo que si uno finge escucharlo eso bastará para satisfacer su sentido de “estar con los padres”, que es lo que desea. Además los mismos niños a menudo establecen una comunicación que luego interrumpen, de modo que comprenden el hecho de que sus padres los escuchen selectivamente pues ellos están comunicándose también sólo selectivamente. Comprenden que ésta es la regla del juego. De manera que únicamente durante una proporción relativamente pequeña del tiempo en que hablan, los niños de seis años necesitan o desean que sus padres los escuchen de manera total y verdadera. Una de las muchas tareas extremadamente complejas de los padres es tratar de acercarse lo más posible al equilibrio ideal de los diferentes estilos de escuchar y de no escuchar a fin de responder con el estilo apropiado a las variables necesidades del hijo. Con frecuencia los padres no alcanzan ese equilibrio pues muchos no están dispuestos (o no son capaces de) a dedicar la energía necesaria a escuchar verdaderamente. Tal vez la mayor parte de los padres. Los padres podrán acaso pensar que están escuchando cuando lo que hacen es fingir escuchar, pero este es un engaño destinado a ocultarse su propia pereza. En efecto, escuchar verdaderamente, por breve que sea el momento en que se lo haga, requiere un tremendo esfuerzo. Ante todo, exige una concentración total. Uno no puede escuchar realmente a alguien y hacer al mismo tiempo otra cosa. Si un padre desea realmente escuchar a su hijo deberá hacer a un lado cualquier otra cosa. El tiempo destinado a escuchar verdaderamente debe dedicarse tan sólo al hijo; tiene que ser tiempo del hijo. Si uno no está dispuesto a hacer a un lado todo lo demás, incluso sus preocupaciones por un tiempo, entonces no está realmente dispuesto a escuchar al hijo. Segundo, el esfuerzo que exige una concentración total en las palabras del niño de seis años es considerablemente mayor que el que exige escuchar a un gran conferenciante. Los esquemas del discurso del niño son desiguales -ocasionales borbotones de palabras interrumpidas por pausas y luego repeticiones-, lo cual hace difícil la concentración. Además, el niño hablará de cosas que no tienen ningún interés para el adulto, mientras que quien escucha a un gran conferenciante tiene interés especial en el tema de la disertación. En otras palabras, resulta molesto escuchar a un niño de seis años, lo que hace doblemente difícil mantener la concentración. En consecuencia, escuchar verdaderamente a un niño de esta edad es ciertamente una obra de amor. Sin el amor que lo motive el padre no podría hacerlo. Pero, ¿por qué incomodarse? ¿Por qué hacer todo ese esfuerzo para concentrarse por entero en la aburrida cháchara de un niño de seis años? Primero, la decisión de hacerlo es la mejor prueba concreta que pueda darse a un niño de que uno lo estima. Si uno es capaz de estimar a su hijo, así como estima a un gran conferenciante, el hijo sabrá que es valorado y por lo tanto se sentirá valioso. Valorar a los niños es la mejor manera de enseñarles que son personas valiosas. Segundo, cuanto más valiosos se sienten los hijos, con más frecuencia comenzarán a decir cosas de valor. Se elevarán a lo que uno espera de ellos. Tercero, cuanto más escucha uno a su hijo tanto más comprenderá que, en medio de las pausas y los tartamudeos de la charla aparentemente inocente, el niño tiene realmente cosas valiosas que decir. El dicho de que la gran sabiduría procede de “la boca de los niños” es reconocido como un hecho absoluto por todo aquel que realmente escucha a sus hijos. Si uno escucha suficientemente a su hijo llegará a darse cuenta de que es un individuo en verdad extraordinario. Y cuanto más extraordinario considere uno a su hijo, tanto más dispuesto estará uno a escucharlo y tanto más aprenderá de él. Cuarto, cuanto más conozca uno de su hijo, tanto más capaz será de enseñarle. Si uno sabe poco sobre sus hijos generalmente les enseñará cosas que no están prontos para aprender o que ya saben y acaso comprenden mejor que uno mismo. Por último, cuanto más sepa el niño que uno lo valora, que uno lo considera una persona extraordinaria, más predispuesto estará a escuchar lo que uno le diga y a depararle la misma estima. Y cuanto más apropiada sea nuestra enseñanza basada en el conocimiento que tenemos de ellos, más ávidos estarán nuestros hijos de aprender de nosotros y cuanto más aprendan más extraordinarios se harán. Si el lector repara en el carácter cíclico de este proceso apreciará la verdad de la reciprocidad del amor. En lugar de ser un círculo vicioso hacia abajo es un ciclo creativo hacia arriba, un ciclo de evolución y crecimiento. Los valores crean valores, el amor engendra amor. Y así padres e hijos giran juntos hacia adelante cada vez más rápidamente en el pas de deux del amor.
Hemos estado discurriendo teniendo en cuenta a un niño de seis años. Con niños menores o mayores el equilibrio apropiado de escuchar y no escuchar es diferente, pero el proceso es fundamentalmente el mismo. Con niños menores la comunicación es principalmente no verbal pero idealmente exige también períodos de concentración total. Uno puede jugar muy bien a las tortitas de manteca mientras piensa en cualquier otra cosa. Y si uno sólo puede jugar a las tortitas de manteca fría e indiferentemente corre el riesgo de que su hijo sea frío e indiferente. Los adolescentes requieren menos tiempo total de que se les escuche que el tiempo que exige el niño de seis años, pero necesitan más tiempo de que se los escuche realmente. Los adolescentes generalmente no charlan sin una finalidad y cuando se ponen a hablar desean que sus padres les presten completa atención. Y la necesidad de ser escuchado por los padres nunca pasa con la edad. Un profesional talentoso de treinta años, sometido a tratamiento por una ansiedad experimentada en relación con su poca autoestima, recordaba numerosos casos en los que sus padres, también profesionales, no habían estado dispuestos a escucharlo o habían considerado escasamente interesante y sin importancia lo que él tenía que decir. Pero de todos esos recuerdos el más vivo y penoso era uno que se remontaba a los veintidós años, cuando redactó una extensa y audaz tesis que le valió su titulo de graduado con honores. Como los padres abrigaban ambiciones para él se mostraron encantados a causa de los honores obtenidos por el hijo. Pero a pesar de que éste dejó durante todo el año una copia de la tesis en el salón a la vista de la familia y a pesar de haber hecho frecuentes insinuaciones a los padres para que “le echaran un vistazo al trabajo”, ninguno de ellos encontró el tiempo necesario para leerlo. “Supongo que deberían haberlo leído”, me dijo hacia el final de la terapia. “Me figuro que debería complacerles que yo les dijera ‘¿No les gustaría leer mi tesis? Deseo que conozcan la clase de cosas que yo pienso’. Pero, ¿qué significaba eso de andar rogando que me prestaran atención? ¡De ninguna manera a los veintidós años yo habría mendigado su atención! Si lo hubiera hecho me habría sentido insignificante, sin valor.” El escuchar verdaderamente y el concentrarse por entero en la otra persona es siempre una manifestación de amor. Una parte esencial de este proceso es la disciplina de poner cosas entre paréntesis, el abandono transitorio de nuestros propios prejuicios, marcos de referencia y deseos para poder experimentar lo más posible el mundo del que nos habla, desde el interior, colocándonos dentro de él. Esta unificación de hablante y oyente es en verdad una extensión y ampliación de nosotros mismos que siempre cobramos nuevos conocimientos en tal situación. Además, como escuchar verdaderamente implica poner cosas entre paréntesis y hacer a un lado la propia persona, esto supone también transitoriamente una aceptación total de la otra persona. Al advertir esa aceptación el hablante se sentirá cada vez menos vulnerable y más inclinado a abrir las partes más recónditas de su espíritu al oyente. Cuando ocurre esto, hablante y oyente comienzan a apreciarse de manera creciente y la danza del dúo de amor torna a comenzar de nuevo. La energía necesaria para ejercitar la disciplina de poner entre paréntesis y de concentrar la atención es tan grande que sólo puede alcanzarla el amor, la voluntad de extenderse uno con miras a un mutuo crecimiento. Las más veces nos falta esa energía. Aun cuando nos parezca que en nuestros tratos profesionales o en nuestras relaciones sociales estamos escuchando con gran atención, lo que realmente hacemos es escuchar selectivamente, con ciertos designios en la cabeza; y mientras escuchamos nos preguntamos cómo podremos alcanzar ciertos resultados deseados y finalizar la conversación lo más pronto posible o re orientarla de maneras más satisfactorias para nosotros. Como el escuchar verdaderamente es amor en acción, en ninguna parte resulta más apropiado que en el matrimonio. Sin embargo, la mayoría de las parejas nunca se escuchan verdaderamente. En consecuencia, cuando acuden a nosotros en busca de asesoramiento o de terapia, una de las principales misiones que debemos cumplir para que el proceso tenga éxito es enseñarles a escucharse. No pocas veces fracasamos pues la energía y la disciplina que se necesitan aquí son más de lo que los miembros de una pareja están dispuestos a dedicar. A menudo las parejas se sorprenden y hasta se horrorizan cuando les sugerimos que, entre otras cosas, deberían conversar según un programa fijo. Esto les parece rígido, poco romántico y nada espontáneo. Sin embargo, escuchar verdaderamente es algo que se puede hacer sólo cuando se le destina el tiempo conveniente y cuando las condiciones le prestan apoyo. No es algo que se pueda hacer cuando una persona está conduciendo un automóvil o cocinando o cuando está cansada y desea dormir o cuando tiene prisa. El “amor” romántico no requiere esfuerzos y las parejas con frecuencia se muestran reacias a realizar el esfuerzo y someterse a la disciplina del amor verdadero y escuchar. Pero cuando por fin lo hacen,
los resultados son enormemente gratificantes. Una y otra vez hemos tenido la experiencia de oír cómo un cónyuge decía al otro con verdadera alegría una vez comenzado el proceso de escuchar verdaderamente: “Hemos estado casados durante veintinueve años y sólo ahora vengo a darme cuenta de este aspecto tuyo”. Cuando ocurre esto sabemos que ha comenzado un proceso de crecimiento en ese matrimonio. Si bien es cierto que la capacidad de escuchar verdaderamente puede mejorar gradualmente con la práctica, nunca se trata de un proceso sin esfuerzo. Quizás el requisito primero de un buen psiquiatra sea la capacidad de escuchar verdaderamente; sin embargo media docena de veces durante la “hora de cincuenta minutos” me sorprendo no prestando verdadera atención a lo que el paciente me dice. A veces pierdo el hilo de las asociaciones del paciente y entonces debo decir “Lo siento, pero me distraje por un instante y realmente no escuché lo que decía. ¿Puede volver a repetirme sus últimas frases?” Es interesante comprobar que en general los pacientes no se enfadan cuando ocurre esto. Por el contrario, parecen comprender intuitivamente que un elemento vital de la capacidad de escuchar verdaderamente está alerta en esos breves períodos en que uno no escucha con atención, y el hecho de que yo reconozca que me distraje por unos instantes les da la seguridad de que la mayor parte del tiempo los estoy escuchando verdaderamente. Ese conocimiento de que uno está escuchando verdaderamente tiene con frecuencia un notable efecto terapéutico. En aproximadamente una cuarta parte de nuestros casos, independientemente de que los pacientes sean adultos o niños, se registran considerables y hasta espectaculares mejorías durante los primeros meses de psicoterapia, aun antes de que hayamos llegado a las raíces ocultas de los problemas o hayamos dado interpretaciones significativas. Hay varias razones que explican este fenómeno, pero creo que la principal de ellas es la de que el paciente siente que es verdaderamente escuchado, a menudo por primera vez durante años y acaso por primera vez en toda su vida. Si bien el escuchar es con mucho la forma más importante de atender, también otras formas son necesarias en casi todas las relaciones de amor, especialmente con los niños. Es grande la variedad de esas formas posibles. Una son los juegos. Mientras que con el pequeño se jugará a las tortitas de manteca y a hacer aparecer y desaparecer cosas, con el chico de seis años se harán tretas de magia y prestidigitación, se irá a pescar o se jugará al escondite; con chicos de doce años se jugarán partidas con raquetas y se jugará a los naipes, etc. Leer cuentos a los pequeños es prestarles atención, así como lo es ayudar a los mayores en sus tareas escolares. Las actividades familiares son importantes: el cinematógrafo, los picnics, las excursiones, los viajes, las ferias, las fiestas de carnaval. Algunas formas de atención se hacen puramente en servicio del niño; por ejemplo, cuando uno está sentado en la playa vigilando a un niño de cuatro años o cuando el adolescente necesita que se le enseñe a conducir un automóvil. Pero lo que todas estas formas de atención tienen en común -y lo tienen en común también con el acto de escuchar- es el hecho de que suponen tiempo pasado con el niño. Fundamentalmente, atender a alguien es dedicarle tiempo y la calidad de la atención es proporcional a la intensidad de concentración durante ese tiempo. El tiempo pasado con los niños en esas actividades, si se lo emplea bien, da a los padres incontables oportunidades de observar a sus hijos y conocerlos mejor. Sabrán silos hijos son malos o buenos perdedores, cómo realizan sus trabajos escolares, cómo aprenden y estudian, qué los atrae y qué no los atrae, cuándo son valientes y cuándo se muestran temerosos en ciertas actividades... Todas estas son informaciones valiosas para los padres amantes. Ese tiempo pasado con el hijo en actividades varias ofrece también a los padres innumerables oportunidades para enseñarles habilidades de destreza física y los principios básicos de la disciplina. La utilidad de tales actividades en lo tocante a observar y enseñar al hijo es, desde luego, el principio básico de la terapia de juegos, de manera que los terapeutas de niños experimentados pueden ser muy partidarios de pasar con sus pequeños pacientes el tiempo asignado jugando con ellos para realizar significativas observaciones e intervenciones terapéuticas. Vigilar con un ojo al pequeño de cuatro años en la playa, concentrarse en la incoherente e interminable historia que cuenta un niño de seis años, enseñar a un adolescente a conducir un automóvil, escuchar verdaderamente lo que dice un cónyuge sobre el día que pasó en la oficina o en la lavandería y comprender sus problemas desde su interior, tratando de ser pacientes y poniendo entre paréntesis lo más posible… todas éstas son cosas a menudo aburridas, frecuentemente inconvenientes y siempre consumidoras de energía; significan trabajo. Si fuéramos más perezosos no podríamos realizarlas en modo alguno. Si fuéramos menos perezosos las realizaríamos mejor y más a menudo. Como el amor es trabajo, la esencia del no amor es la pereza. El tema de la pereza es extremadamente importante. Se trata de un tema que recorre de manera encubierta toda la primera
sección dedicada a la disciplina y ésta dedicada al amor. Habremos de enfocarlo específicamente en la sección final cuando hayamos cobrado una perspectiva más clara. Los riesgos de la pérdida El acto de amor -la extensión de uno mismo- exige, según ya dije, obrar contra la inercia de la pereza (trabajo) o contra la resistencia engendrada por el temor (coraje). Dejemos ahora de lado el trabajo de amar y consideremos el coraje de amar. Cuando nos extendemos, nuestro yo entra, por así decirlo, en territorios nuevos, desconocidos. Nuestra persona se convierte en una persona nueva y diferente. Hacemos cosas que no estamos acostumbrados a hacer. Cambiamos. La experiencia del cambio, de una actividad inacostumbrada, la experiencia de encontrarse en un terreno no familiar, de hacer cosas de manera diferente, suscita temores. Siempre fue así y siempre lo será. La gente afronta su temor al cambio de diferentes maneras, pero el temor es ineludible si la persona en efecto cambia. El coraje no es la ausencia del temor; significa llevar a cabo una acción a pesar del miedo, obrar contra la resistencia engendrada por el temor y adentrarse en lo desconocido y en el futuro. En cierto nivel, el crecimiento espiritual y por lo tanto, el amor requiere coraje y supone riesgos. Hemos de considerar ahora los riesgos de amar. Si el lector acude regularmente a la iglesia, tal vez pueda advertir a una mujer que todavía no ha llegado a los cincuenta años y que todos los domingos exactamente cinco minutos antes de que comience el servicio religioso ocupa el mismo banco sin llamar la atención en una nave lateral y en el fondo mismo de la iglesia. Cuando termina la ceremonia, la mujer silenciosa pero rápidamente se dirige a la puerta y se marcha antes que ningún otro de los fieles y aun antes de que el ministro pueda salir a la escalinata para reunirse con ellos. Si se consigue abordarla -lo cual es improbable- y se la invita a la hora del café social que sigue al servicio religioso, la mujer agradecerá cortésmente, apartará nerviosamente la mirada y dirá que tiene un compromiso urgente; luego se marchará presurosa. Si el lector la siguiera hacia aquel compromiso urgente comprobará que la mujer regresa directamente a su casa, un pequeño departamento con las persianas siempre cerradas, que abre la puerta, entra, la cierra inmediatamente con llave, y ya no se la ve hasta el próximo domingo. Si uno pudiera continuar observándola comprobaría que trabaja como simple dactilógrafa en una gran oficina en la cual toma las hojas que se le destinan sin decir una palabra, las copia a máquina sin cometer faltas y devuelve el trabajo terminado sin ningún comentario. Almuerza en su mismo escritorio y no tiene amigos. Regresa a pie a su casa, se detiene siempre en el mismo supermercado impersonal para comprar unas pocas provisiones y luego desaparece detrás de su puerta hasta el día siguiente en que sale a trabajar. Los sábados por la tarde va sola a un cinematógrafo local que cambia semanalmente de programa. La mujer tiene un aparato de televisión. No tiene teléfono. Casi nunca recibe cartas. Si de alguna manera lograra uno decirle que su vida parece solitaria, ella replicaría que, antes bien, goza de su soledad. Si le preguntara uno si no tuvo nunca animalitos domésticos, ella contestaría que tuvo una vez un perro al que quería mucho, pero que había muerto ocho años atrás y que ningún otro perro podría ocupar su lugar. ¿Quién es esa mujer? No conocemos los secretos de su corazón. Lo que sabemos es que toda su vida está dedicada a evitar riesgos y que en semejante empeño, lejos de ampliar su yo, lo ha encogido y estrechado casi hasta el punto de no existir. La mujer no catectiza ninguna cosa viva. Ahora bien, hemos dicho que la simple catexia no es amor y que el amor trasciende la catexia. Eso es cierto, pero el amor exige catexia para comenzar. Sólo podemos amar aquello y le de una manera u otra tiene importancia para nosotros. Pero con la catexia siempre existe el riesgo de perder el objeto catectizado o de que éste nos rechace. Si uno pretende acercarse a otro ser humano, siempre corra el riesgo de que la persona en cuestión se aparte de uno y lo deje más penosamente solo de lo que estaba. Ama cualquier cosa que viva -una persona, un animal, una planta- y esa cosa perecerá. Confía en alguien y puedes ser herido por ese alguien. Depende de alguien y ese alguien puede dejarte en la estacada. El precio de la catexia es el dolor. Si alguien está determinado a no correr el riesgo del dolor, luego esa persona debe vivir prescindiendo de muchas cosas: de tener hijos, de casarse, del éxtasis del sexo, de la esperanza, de la ambición, de la amistad... cosas todas que hacen de la vida algo intenso e importante. El crecimiento en cualquier dimensión supone tanto dolor como alegría. Una vida plena estará colmada de dolor. Pero la única alternativa es no vivir plenamente o no vivir en modo alguno.
La esencia de la vida es el cambio. Un proceso de crecimiento y decadencia. Si uno escoge en la vida el crecimiento, escoge el cambio y las perspectivas de la muerte. Un factor probablemente determinante de la vida aislada y estrecha de la mujer que acabo de describir fue sin duda una experiencia de la muerte o una serie de experiencias de la muerte que le resultaron tan penosas que la mujer resolvió no volver nunca más a experimentarlas aun al precio de sacrificar la vida. Al evitar la experiencia de la muerte debía sacrificar el crecimiento y el cambio. La mujer eligió una vida monótona, libre de todo lo nuevo, de todo lo inesperado, una muerte en vida sin riesgos ni desafíos. Ya dije que el intento de evitar el legítimo sufrimiento está en la raíz de toda enfermedad emocional. No sorprende que la mayor parte de los pacientes psicoterapéuticos (y probablemente la mayor parte de las personas no pacientes, puesto que la neurosis es la norma antes que la excepción), jóvenes o ancianos, tengan el problema de afrontar clara y derechamente la realidad de la muerte. Lo que sorprende es el hecho de que la bibliografía psiquiátrica sólo ahora esté comenzando a examinar la significación de este fenómeno. Si logramos vivir con el conocimiento de que la muerte es nuestra constante compañera que marcha con nosotros “hombro con hombro”, la muerte puede convertirse, según las palabras de don Juan, en nuestra “aliada”, espantosa, pero así y todo una continua fuente de sabio consejo15. Si tenemos a la muerte como nuestra constante consejera, que nos señala el límite del tiempo en que hemos de vivir y amar, nos veremos siempre guiados a hacer el mejor uso de nuestro tiempo y a vivir la vida en su plenitud. Pero si nos resistimos a afrontar plenamente la espantosa presencia de la muerte junto a nuestro hombros nos privaremos de sus consejos y posiblemente no podremos vivir ni amar con claridad. Cuando nos arredramos ante la muerte, ante la naturaleza siempre cambiante de las cosas, inevitablemente nos arredramos ante la vida. Los riesgos de la independencia La vida misma representa un riesgo y cuanto más amemos en la vida más riesgos correremos. De los millares y acaso millones de riesgos que podemos correr en la vida, el mayor de todos es el de crecer. Crecer es el acto de pasar de la niñez a la edad adulta. En realidad, se trata más de un temido salto que de mi paso y éste es un salto que muchas personas nunca llegan a dar realmente en su vida. Aunque exteriormente parezcan adultos y aun adultos con éxito, quizá la mayoría de las personas “mayores” permanecen hasta su muerte siendo psicológicamente niños que nunca se separaron totalmente de sus padres y que continuaron sufriendo el poder que sus padres tenían sobre ellos. Para mí fue una experiencia punzante el paso gigante que di para entrar en la edad adulta poco antes de los dieciséis años, por fortuna en un estadio muy temprano de mi vida. Mi caso puede ilustrar bien la esencia del crecimiento y la enormidad del riesgo que éste supone. Aunque ese paso fue una decisión consciente, en aquel momento yo no me daba cuenta de que lo que hacía era crecer. Sólo sabía que estaba dando un salto hacia lo desconocido. A los trece años salí de mi casa para ingresar en la Phillips Exeter Academy, una escuela preparatoria de varones que gozaba de excelente reputación y a la cual mi hermano había asistido antes. Sabía que tenía suerte por ir a aquel establecimiento porque ser alumno de Exeter era parte de una bien definida estructura que luego me llevaría a las mejores facultades de la Ivy League y de allí pasaría a ocupar las gradas más altas del orden social cuyas puertas se me abrirían de par en par a causa de mi formación y mis antecedentes educacionales. Me sentía muy feliz por ser el hijo de padres acomodados que podían permitirse dar a su hijo “la mejor educación que puede procurar el dinero” y experimentaba una sensación de gran seguridad por el hecho de formar parte de lo que evidentemente era una estructura apropiada. El único problema fue el de que casi inmediatamente después de comenzar mi vida en Exeter me sentí profundamente desdichado. Las razones de mi infelicidad me eran totalmente desconocidas en aquel momento y aún hoy me resultan profundamente misteriosas. Sencillamente no me adaptaba al ambiente. No podía adaptarme a la facultad, a los estudiantes, a los cursos, a la arquitectura, a la vida social, al ambiente en su conjunto. Sin embargo, no cabía hacer otra cosa que tratar en lo posible de ajustarme a todo eso y de corregir mis imperfecciones, para poder sentirme más cómodamente dentro de esa estructura que se me había destinado y que evidentemente era la estructura correcta. Y, en efecto, traté de adaptarme durante dos años y medio. Sin embargo cada día mi vida me parecía más carente de sentido y eso me hacía desgraciado. El último año no hice casi nada sino dormir, pues únicamente en el sueño me 15
Véase de Carlos Castaneda. The Teachings of Don Juan: A Yaqui Way of Knowledge, A Separate Reality, Journey to Ixtian y Tales of Power. En un nivel importante, éstos son libros sobre el proceso psicoterapéutico.
encontraba a mis anchas. Ahora pienso retrospectivamente que al dormir yo reposaba e inconscientemente me estaba preparando para dar el salto decisivo. Lo di cuando regresé a casa en las vacaciones de primavera de mi tercer año de estudios y anuncié que no volvería al colegio. Mi padre dijo: -Pero no puedes abandonar así los estudios.. es la mejor educación que puede obtenerse. ¿Te das cuenta de lo que estás desdeñando? -Sé que es un buen colegio- contesté, -pero no regresaré allí. -¿Por qué no puedes adaptarte? ¿Por qué no haces otro esfuerzo?- me preguntaron mis padres. -No lo sé- respondí. -Ni siquiera sé por qué lo odio tanto, pero lo cierto es que odio ese colegio y no volveré a él. -Muy bien. ¿Qué harás entonces? Puesto que parece que deseas jugar con tanta ligereza tu futuro, ¿cuáles son tus planes? -No lo sé. Lo que sé es que no volveré de nuevo allí. Mis padres estaban comprensiblemente alarmados e inmediatamente me enviaron a un psiquiatra quien declaró que yo estaba deprimido y recomendó un mes de hospitalización; me dio un día para que decidiera si deseaba o no internarme en el hospital. Aquella fue la única vez de mi vida en que consideré la posibilidad del suicidio. Me parecía natural que me internaran en un hospital psiquiátrico. Como el psiquiatra había dicho, estaba deprimido. Mi hermano se había adaptado a la vida del Exeter; ¿por qué no podía adaptarme yo? Sabía que el hecho de no poder adaptarme era culpa mía, de suerte que me sentía enteramente incapaz, incompetente e insignificante. Y lo peor es que creía que posiblemente estuviera loco. ¿No había dicho acaso mi padre? “¿Debes de estar loco para desdeñar una educación tan buena como ésa”? ¿Si volvía a Exeter me encontraría otra vez con todo lo que era seguro, correcto, apropiado, constructivo, conocido y probado? Pero eso no era para mí; en las profundidades de mi ser sabía que aquél no era mi camino. Pero ¿cuál era mi camino? Si no regresaba al colegio, todo lo que se extendía ante mí era desconocido, incierto, inseguro, impredecible. Quien eligiera semejante camino debía de estar loco. Me asusté. Pero luego, en el momento de mi mayor desesperación, desde mi inconsciente afloraron ciertas palabras cual un extraño oráculo pronunciado por una voz que no era la mía: “La única seguridad verdadera en la vida está en saborear la inseguridad de la vida”. Aunque esto significara estar loco y romper con todo lo que parecía sagrado, decidí ser yo mismo. Decidí no volver al colegio. Por la mañana fui a ver al psiquiatra y le comuniqué que nunca volvería a Exeter pero que estaba decidido a internarme en su hospital. Así di el gran salto hacia lo desconocido. Había tomado mi destino en mis manos. El proceso de crecimiento se desarrolla por lo general muy gradualmente, con múltiples saltitos a lo desconocido, como cuando un chico de ocho años se arriesga por primera vez a lanzarse cuesta abajo en su bicicleta o cuando un adolescente de quince años concierta su primera cita con una chica. Si el lector duda de que estos hechos entrañen verdaderos riesgos, sin duda no recuerda la ansiedad que sintió en circunstancias semejantes. Si observamos al más sano de los niños, vemos no sólo su avidez por arriesgarse a nuevas actividades propias del adulto sino también junto a esa avidez una cierta vacilación, un movimiento de retroceso que lo mantiene aferrado a lo seguro y familiar, a la dependencia y a la niñez. Además, en niveles más o menos sutiles, puede uno encontrar esa misma en un adulto, en uno mismo, esa tendencia particular a aferrarse a lo viejo, a lo conocido y a lo familiar. Casi diariamente a los cuarenta años se me presentan oportunidades de obrar de maneras diferentes de las habituales, oportunidades de crecimiento. Todavía estoy en proceso de crecimiento, aunque no tan rápidamente como podría estarlo. Además de todos los pequeños saltos que podríamos dar hay también algunos que son enormes, como cuando al abandonar el colegio yo rechazaba también toda una estructura de vida y de valores, de conformidad con los cuales había sido educado. Muchos nunca dan ninguno de estos saltos potencialmente enormes y, en consecuencia, no crecen realmente en modo alguno. A pesar de sus apariencias exteriores muchas personas continúan siendo psicológicamente los hijos de sus padres, viviendo según los valores que ellos les inculcaron, motivados primariamente por la aprobación o la desaprobación de los padres (aun cuando esos Padres hayan muerto hace mucho tiempo), sin atreverse nunca a tomar su destino en sus propias manos.
Si bien los grandes saltos se dan comúnmente durante la adolescencia, pueden darse empero a cualquier edad. Una mujer de treinta y cinco años, madre de tres hijos y casada con un marido dominante, inflexible, chauvinista, llega poco a poco a comprender que depende absolutamente de ese marido y que su matrimonio es una muerte en vida El hombre anula todos los intentos que ella hace para modificar la naturaleza de sus relaciones. Con increíble valentía, la mujer se divorcia, soporta las recriminaciones del marido y las criticas de los vecinos y se arriesga a afrontar un futuro desconocido sola con sus hijos, pero por primera vez en su vida es libre para ser ella misma. Deprimido después de un ataque cardíaco, un hombre de negocios de cincuenta y dos años considera retrospectivamente su vida de frenética ambición, consagrada exclusivamente a ganar cada vez más dinero y a elevarse cada vez más alto en la jerarquía de su compañía… y comprueba que esa vida carece de sentido. Después de larga reflexión se da cuenta de que ha sido empujado por la necesidad de obtener la aprobación de una madre dominante que constantemente lo criticaba; se había matado trabajando para poder mostrar sus méritos ante la madre. Arriesgándose a la desaprobación de ésta por primera vez en su vida y desafiando la cólera de su mujer y de sus hijos acostumbrados a un gran tren de vida, el hombre se traslada a un lugar del campo y abre un pequeño taller donde repara muebles antiguos. Esos cambios importantes, esos saltos dados hacia la independencia y la autodeterminación, son enormemente dolorosos a cualquier edad y requieren supremo coraje no pocas veces son el resultado de la psicoterapia. A decir verdad y a causa de los riesgos que se corren, esos saltos a menudo necesitan de la psicoterapia para darse, no porque, la terapia disminuya los riesgos sino porque presta apoyo y coraje al individuo. Pero ¿qué tiene que ver esta cuestión del crecimiento con el amor, independientemente del hecho de que la extensión del yo que implica amar es una ampliación del yo en nuevas dimensiones? Ante todo, los ejemplos de cambio descritos y otros cambios mayores de índole parecida son actos de amor a sí mismos. Precisamente porque me valoraba no estaba dispuesto a seguir sintiéndome desdichado en el colegio y en todo ese ambiente social que no satisfacía mis necesidades. Porque aquella ama de casa había pensado en sí misma se negó a continuar tolerando un matrimonio que limitaba tanto su libertad y reprimía su personalidad. Porque aquel hombre de negocios se amaba a sí mismo ya no quiso continuar matándose trabajando para satisfacer las exigencias de su madre. En segundo lugar, el amor no sólo suministra el motivo de cambios tan importantes; el amor no sólo suministra el motivo de los cambios sino que es también la base del coraje necesario para arriesgarse a tales cambios. Sólo porque mis padres me habían amado y valorado cuando era niño me sentí suficientemente seguro de mí mismo para desafiar sus expectativas y apartarme radicalmente del esquema de vida que habían preparado para mí. Aunque me sentía incapaz, insignificante y posiblemente loco al obrar como lo hice, logré soportar estos sentimientos porque al mismo tiempo, en un nivel más profundo sabía que yo era una buena persona, por más que fuera diferente de los demás. Al arriesgarme a ser diferente, aun cuando esto significara estar loco, yo estaba respondiendo a anteriores mensajes amorosos de mis padres, a centenares de esos mensajes que me decían: “Eres un individuo bello y amado. Te amaremos sin importarnos lo que hagas, siempre que seas tú” Sin esa seguridad del amor de mis padres reflejado en mi propio amor por mí mismo, seguramente habría elegido lo conocido en lugar de lo desconocido y habría seguido el esquema preferido por mis padres al subido precio de sacrificar el carácter único de mi yo. Por último, sólo cuando uno da el salto a lo desconocido de la personalidad total, de la. independencia psicológica y de la individualidad única, tiene la libertad de avanzar por sendas aun más elevadas de crecimiento espiritual y la libertad de manifestar amor en sus máximas dimensiones. Cuando uno se casa o abraza una carrera o tiene hijos para satisfacer a sus padres o a cualquier otra persona o a la sociedad en general, la dedicación y el compromiso son por su naturaleza superficiales. Cuando uno ama a sus hijos primariamente porque se espera que uno se comporte de manera amorosa con los hijos, el padre será insensible a las necesidades más sutiles de sus hijos e incapaz de expresar amor de las maneras más delicadas pero a menudo más importantes. Las formas más elevadas de amor son inevitablemente elecciones enteramente libres y no actos de conformidad. Los riesgos de asumir compromisos Sea superficial o no lo sea, el compromiso es el fundamento, la firme roca, de toda relación genuina de amor. Comprometerse profundamente no garantiza el éxito de la relación, pero ayuda
más que cualquier otro factor a asegurarla. Compromisos al principio superficiales pueden llegar a ahondarse con el tiempo; si esto no ocurre la relación probablemente se deshaga o se torne inevitablemente enfermiza o sea crónicamente endeble. Frecuentemente no nos damos cuenta de la inmensidad del riesgo que supone asumir un compromiso profundo. Ya sugerí que una de las funciones que cumple el fenómeno instintual de enamorarse consiste en suministrar a los participantes una capa mágica de omnipotencia que los enceguece a los riesgos de lo que están haciendo cuando deciden casarse. Por mi parte, yo estaba razonablemente tranquilo hasta el momento mismo en que mi mujer se unió a mí ante el altar; entonces todo mi cuerpo comenzó a temblar. Me sentía tan espantado que casi no recuerdo nada de la ceremonia o de la recepción que siguió. En todo caso, es nuestro sentido de obligación y compromiso después de las bodas lo que hace posible el paso de estar enamorado a amar genuinamente. Y después de la concepción de hijos, es nuestro sentido del compromiso lo que nos transforma de padres biológicos en padres psicológicos16. Asumir compromisos es algo inherente a la genuina relación de amor. Quien está verdaderamente interesado en el crecimiento espiritual de otro, sabe consciente o instintivamente, que puede fomentar ese crecimiento sólo en virtud de una relación constante. Los niños no pueden alcanzar madurez psicológica en una atmósfera insegura, impredecible, amenazada por el espectro del abandono. Las parejas no pueden resolver serenamente las cuestiones universales del matrimonio –dependencia e independencia, dominio y sumisión, libertad y fidelidad, por ejemplo- si no tienen la seguridad de saber que el hecho de debatirse con esas cuestiones no habrá de destruir la relación misma. Problemas relacionados con el hecho de asumir compromisos son una parte inherente a la mayoría de los trastornos psiquiátricos y las cuestiones de compromiso y obligación son cruciales en el curso de la psicoterapia. Individuos con trastornos de carácter tienden a asumir sólo compromisos leves y, cuando sus trastornos son graves, parece que a esos individuos les falta por entero la capacidad de asumir compromiso alguno. No es tanto que teman el riesgo de comprometerse, sino que no comprenden de ninguna manera lo que es fundamentalmente un compromiso. Como sus padres no se sintieron seriamente obligados ni comprometidos con ellos cuando eran niños, crecieron sin la experiencia de lo que es la obligación. Para ellos, un compromiso es algo abstracto que está más allá de su alcance, un fenómeno que no pueden concebir. Por otro lado, los neuróticos en general tienen conciencia de la naturaleza del compromiso pero frecuentemente los paraliza el temor a comprometerse. Por lo común, en la niñez tuvieron la experiencia de que sus padres se sentían suficientemente obligados para con ellos, de suerte que a su vez pudieron sentirse obligados y comprometidos con sus padres. Pero posteriormente una cesación del amor parental a causa de la muerte o el abandono, determinó que el niño experimentara el compromiso como un dolor intolerable. Naturalmente, luego el niño teme asumir nuevos compromisos. Esos daños sólo pueden curarse si la persona en cuestión tiene en un período posterior una experiencia más satisfactoria al asumir compromisos. Por esta razón, entre otras, la cuestión del compromiso es la piedra angular de la relación psicoterapéutica. A veces me estremezco por la enormidad de lo que estoy haciendo cuando acepto a otro paciente para llevar a cabo una terapia de largo plazo. Para que se produzca realmente la cura es necesario que el psicoterapeuta aporte a su relación con un nuevo paciente, el mismo sentido y grado de compromiso que relaciona a los padres genuinamente amorosos con sus hijos. El sentido de obligación y de interés constante del terapeuta se revelará inevitablemente al paciente de mil maneras durante los meses o años de terapia. Rachel, una mujer de veintisiete años, fría y de disposición distante, vino a verme al término de un breve matrimonio. El marido, Mark, la había abandonado a causa de su frigidez. -Sé que soy frígida- reconoció Rachel. -Pensé que con el tiempo me haría más cálida con Mark pero eso nunca ocurrió. No creo que Mark tenga la culpa. Nunca experimenté goce sexual con nadie y, para decirle la verdad, no estoy segura de que lo desee. Una parte de mí misma lo desea porque me gustaría tener alguna vez un matrimonio feliz y porque me gustaría ser normal; parece que las personas normales encuentran algo maravilloso en la sexualidad. Pero otra parte de mí misma está perfectamente contenta con permanecer como soy. Mark siempre me decía “Relájate y abandónate”; tal vez no desee relajarme ni abandonarme aun cuando pudiera hacerlo.
16
La importancia de la distinción entre paternidad biológica y paternidad psicológica está elegantemente expuesta en Goldstein, Freud y Solnit, Beyond the Best Interests of the Child, (Macmillan) 1973.
Al tercer mes de nuestro trabajo conjunto le hice notar a Rachel que siempre me decía por lo menos dos veces, aun antes de que comenzara la sesión: “Muchas gracias”, palabras que también dijo en el momento en que fui a buscarla a la sala de espera y luego cuando entró en el consultorio. -¿Hay algo de malo en ser atenta?- me preguntó. -Nada en sí mismo- le repliqué, -pero en este caso particular parece completamente innecesario. Usted procede como si fuera una visita y como si ni siquiera estuviera segura de ser bien recibida. -Pero si aquí soy una visita. Ésta es su casa. -Es verdad. Pero también es cierto que usted me paga cuarenta dólares la hora mientras está aquí. Usted ha adquirido este tiempo y este espacio de mi consultorio, y como lo ha adquirido tiene derecho a ellos. Usted no es una visita. Usted tiene derecho a este consultorio, a esta sala de espera y al tiempo que pasamos juntos. Son suyos. Usted me paga por ese derecho. ¿Por qué agradecerme entonces lo que es suyo? -No puedo creer que usted piense realmente eso- exclamó Rachel. -Entonces debe de creer que yo puedo echarla a puntapiés de aquí en cualquier momento que se me antoje- le repliqué. -Usted debe pensar que sería posible que alguna mañana llegara aquí y que yo le dijera “Rachel, trabajar con usted se me ha hecho muy aburrido; he decidido no volver a verla. Adiós y buena suerte.” -Eso es exactamente lo que pienso- convino Rachel. -Nunca se me ocurrió que se tratara de mi derecho, por lo menos no en relación con otra persona. ¿Quiere usted decirme que podría echarme? -Supongo que podría, pero no lo haré. Ni siquiera lo deseo. Entre otras cosas, no sería ético. Mire Rachel, cuando acepto un caso como el suyo e inicio una terapia de largo plazo asumo un compromiso con ese caso, con esa persona. De modo que tengo una obligación con usted. Trabajaré con usted mientras sea necesario, aunque tarde un año o cinco años o diez años o lo que sea. No sé si usted abandonará nuestro trabajo conjunto cuando se sienta bien o antes de sentirse bien. Pero de cualquier manera será usted la que ponga término a nuestra relación. Salvo en el caso de que me muera, mis servicios le serán siempre accesibles mientras usted los desee. No me resultó difícil comprender el problema de Rachel. Al comienzo mismo de la terapia el ex marido, Mark, me había dicho: -Creo que la madre de Rachel tiene mucho que ver con todo esto. Es una mujer bastante notable. Sería una excelente presidente del directorio de la General Motors, pero no estoy seguro de que sea una muy buena madre. Y efectivamente eso era cierto. Rachel había sido criada o, mejor dicho, gobernada con la sensación de que en cualquier momento podría ser expulsada de la casa si no se ajustaba a lo que se le prescribía. La madre de Rachel en lugar de hacerla sentir una niña segura en su casa -sensación que sólo pueden procurar los padres que se sienten obligados con los hijos- le había hecho sentir todo lo contrario, como si fuera una empleada a la que se podía despedir; la posición de Rachel en el hogar estaba garantizada sólo en la medida en que ella se comportara de acuerdo con las normas impuestas. Puesto que su lugar en el hogar no era seguro, ¿cómo podía sentir que su lugar en su relación conmigo era segura? Esos daños causados por la falta de dedicación y compromiso parentales no se curan con unas pocas palabras tranquilizadoras. Hay que ahondar en niveles cada vez más profundos una y otra vez para trabajar un caso semejante. Uno de los resultados se manifestó más de un año después. Habíamos estado considerando el hecho de que Rachel nunca lloraba en mi presencia; ésa era otra manera en que ella no se permitía “abandonarse”. Un día cuando me describía la terrible sensación de soledad que experimentaba por tener que estar constantemente en guardia, advertí que Rachel se encontraba al borde del llanto pero que necesitaba un ligero empujón de mi parte para romper a llorar; hice pues algo que salía de lo corriente: me acerque al diván en que ella estaba acostada y suavemente le di unos golpecitos en la cabeza al tiempo que murmuraba: -¡Pobre Rachel! ¡Pobre Rachel!
Aquel movimiento fracasó. Rachel inmediatamente se puso rígida y se sentó con los ojos secos. -No puedo hacerlo- dijo. -No puedo abandonarme. Esto ocurría hacia el final de la sesión. En la sesión siguiente Rachel entró en el consultorio y fue a sentarse en el diván en lugar de acostarse en él. -Bueno, ahora le toca a usted hablar- anunció. -¿Qué quiere usted decir? -Va usted a decirme todo lo que marcha mal en mí. Me quedé desconcertado y le conteste -Continúo sin comprender lo que quiere decir, Rachel. -Esta es nuestra última sesión. Va usted a resumirme todas las cosas que andan mal en mí, todas las razones por las que usted ya no puede continuar tratándome. - No tengo la menor idea de lo que le está ocurriendo. Esta vez fue Rachel la que se quedó desconcertada. Luego dijo: -Pues bien, en la última sesión usted deseaba que yo llorara. Hace tiempo que desea usted que llore. En la última sesión hizo todo lo posible para ayudarme a llorar y así y todo no pude hacerlo. Usted quiere ahora abandonar mi tratamiento. No puedo hacer lo que usted quiere que haga. Por eso hoy será nuestra última sesión. -¿Cree realmente que me dispongo a rechazarla, Rachel? -Sí. Cualquiera lo creería. -No, Rachel, cualquiera no. Su madre tal vez, pero yo no soy su madre. Y nadie en este mundo es como su madre. Usted no es mi empleada. Usted no está aquí para hacer lo que yo quiera. Usted está aquí para hacer lo que quiera usted y cuando usted quiera hacerlo. Puedo darle un pequeño empujón pero no tengo ningún poder sobre usted. Nunca la echaré y usted continuará aquí mientras lo desee. Uno de los problemas que la gente suele tener en la edad adulta y en sus relaciones si no ha recibido de sus padres la firme seguridad de su compromiso respecto del hijo es el síndrome “Te abandonaré antes de que tú me abandones”. Este síndrome puede asumir muchas formas, y una de ellas era la frigidez de Rachel. Aunque esto nunca se daba en un plano consciente, lo que expresaba la frigidez de Rachel a su marido y a sus anteriores amigos era “No voy a entregarme a ti cuando sé muy bien que habrás de dejarme uno de estos días”. Para Rachel “abandonarse”, sexualmente o de otra manera, representaba adquirir un compromiso y no estaba dispuesta a comprometerse cuando el mapa de su pasada experiencia le mostraba como cosa segura que los demás no asumirían ningún compromiso con ella. El síndrome “Te abandonaré antes de que tú me abandones” se agudiza cuanto más estrecha se haga la relación de una persona como Rachel. Al cabo de un año de terapia desarrollada en dos sesiones semanales, Rachel me anunció que ya no podía permitirse gastar ochenta dólares semanales en la terapia. Dijo que desde su divorcio había tenido dificultades para llegar hasta fin de mes y que simplemente dejaría de verme o reduciría el tratamiento a una sesión por semana. Desde un punto de vista realista, esto resultaba ridículo. Sabía yo que Rachel tenía una herencia propia de cincuenta mil dólares además del modesto sueldo que ganaba con su trabajo; en general, era conocida como miembro de una antigua y acaudalada familia. Normalmente la habría reprendido con vigor y le habría hecho notar que podía permitirse mis servicios con más facilidad que muchos otros pacientes y que evidentemente estaba usando la cuestión del dinero de manera espuria para huir de la creciente intimidad conmigo. Pero, por otro lado, también sabía que aquella herencia representaba para Rachel algo más que el dinero. Era algo suyo, algo que no la abandonaría, era como una especie de baluarte seguro en un mundo que no se comprometía con ella. Aunque hubiera sido perfectamente razonable que yo le sugiriera que recurriera a esa herencia para pagar mis honorarios, supuse que la sugestión sería arriesgada pues Rachel no estaba todavía pronta a correr ese riesgo y que si yo insistía realmente abandonaría la terapia. Considerando sus ingresos había dicho antes que podía permitirse pagar cincuenta dólares por semana y me ofreció esa suma por una sesión semanal. Le repliqué que reduciría mis honorarios a veinticinco dólares por sesión y que continuaría viéndola dos veces por semana. Se quedo mirándome con una mezcla de temor, incredulidad y júbilo.
-¿Realmente haría eso?- preguntó. Yo asentí. Siguió un largo momento de silencio; por fin, al borde de las lágrimas como nunca había estado antes, Rachel declaró: -Como pertenezco a una familia rica los comerciantes de la ciudad siempre me cobran los precios más altos que pueden. Y usted me está ofreciendo una rebaja. Nunca antes nadie me ofreció una rebaja. En realidad, Rachel interrumpió la terapia varias veces durante el año siguiente; debatiéndose con la cuestión de si permitiría que aumentara nuestro mutuo compromiso. Mediante una combinación de cartas y llamadas telefónicas logré cada vez persuadirla para que retomara al tratamiento. Por fin, al terminar el segundo año de terapia conseguimos tratar de manera más directa los problemas del caso. Me enteré de que Rachel escribía poesía y le pedí que me mostrara algún poema. Al principio se negó. Luego estuvo de acuerdo pero, semana tras semana, “se olvidaba” de llevarme las poesías. Le hice notar que negarme sus poesías tenía la misma significación que negar su sexualidad a Mark y a otros hombres. ¿Por qué pensaba que mostrarme sus poemas significaba comprometerse enormemente? ¿Por qué pensaba que compartir su sexualidad representaba también un compromiso total? ¿Acaso si no me gustaban los poemas significaría eso que yo la rechazaba a ella? ¿Pondría yo término a nuestra relación porque ella no era una gran poeta? Tal vez el hecho de mostrarme sus poesías ahondaría nuestras relaciones. ¿Por qué temía ese ahondamiento? Etcétera. Etcétera. Etcétera. Por último, habiendo llegado a aceptar que tenía un compromiso conmigo, en el tercer año de terapia Rachel comenzó a “abandonarse”. Por fin, corrió el riesgo de mostrarme sus poemas, luego logró llorar cuando estaba triste, pero también se hizo capaz de reír y hacer bromas. Nuestra relación, que antes había sido rígida y formal, se hizo cálida, espontánea y a menudo alegre y jovial. -Nunca supe con otra persona lo que era estar relajada- me dijo. -Éste es el lugar en que por primera vez en mi vida me siento segura. Partiendo de la seguridad que le infundían el consultorio y el tiempo que pasábamos juntos, rápidamente se aventuró a entablar otras relaciones. Se dio cuenta de que el sexo no era una cuestión de compromiso sino que era autoexpresión, juego, exploración y gozoso abandono. Sabiendo que si quedaba magullada siempre podía contar conmigo, como la buena madre que nunca tuvo, se sintió libre para permitir que toda su sexualidad hiciera explosión. Desapareció la frigidez y, en el momento de terminar la terapia en el cuarto año, Rachel se había convertido en una persona vivaz y apasionada que gozaba con todo lo que pueden ofrecer las relaciones humanas. Tuve la suerte de poder ofrecer a Rachel el grado de dedicación y compromiso suficientes para vencer los malos efectos que su falta durante la niñez había determinado. No siempre tuve tanta suerte. Aquel técnico de computadoras al que me referí en la primera sección del libro para ilustrar la transferencia fue uno de esos casos. Su necesidad de que yo le comprometiera mi dedicación era tan grande que no pude (o no quise) satisfacerla. Si el compromiso asumido por el terapeuta es insuficiente y no logra prevalecer frente a las vicisitudes de la relación terapéutica no se producirá una cura efectiva. Pero cuando ese compromiso del terapeuta es suficientemente profundo, en general -aunque no inevitablemente- el paciente responderá tarde o temprano, asumiendo a su vez un compromiso con el terapeuta y con la terapia misma. El momento en que el paciente comienza a mostrar señales de ese compromiso es el punto decisivo de la terapia. Creo, que en el caso de Rachel ese momento fue aquel en el que por fin me dio a leer sus poesías. Es extraño que muchos pacientes no lleguen nunca a ese punto, por más que hayan acudido asiduamente a las sesiones dos o tres veces por semana durante años. Otros pueden alcanzarlo en los primeros meses de tratamiento. Pero es necesario llegar a ese momento decisivo para que se dé la curación. Para el terapeuta es un momento maravilloso de alivio y júbilo pues sabe que el paciente ha asumido realmente el compromiso de curarse y que por lo tanto la terapia tendrá éxito. El riesgo de comprometerse con la terapia no es sólo el riesgo del compromiso mismo, sino también el riesgo del enfrentamiento consigo mismo y con el cambio. En la sección anterior, cuando tratamos la disciplina de la dedicación a la verdad, nos referimos a las dificultades que supone cambiar el mapa de la realidad que uno se ha trazado, su concepción del mundo y sus transferencias. Pero el cambio debe verificarse si aspira uno a una vida de amor con frecuentes extensiones a nuevas dimensiones y territorios. En el proceso de crecimiento espiritual (se desarrolle éste sin ayuda terapéutica o se desarrolle con la ayuda de un terapeuta) hay muchos momentos en que uno debe emprender acciones nuevas y no familiares de conformidad con su nueva visión del mundo. Emprender esas nuevas líneas de acción -como portarse de manera diferente de aquella en que uno
siempre se ha comportado antes- puede representar un extraordinario riesgo personal: el joven homosexual pasivo que por primera vez toma la iniciativa de pedir una cita a una chica; la persona que nunca confió en nadie y está tendida ahora por primera vez en el diván del analista que permanece oculto a su vista; el ama de casa antes dependiente que anuncia a su dominante marido que, le guste o no le guste, buscará un trabajo y vivirá su propia vida; el cincuentón “nene de mamá” que le dice a la madre que deje de llamarlo con sobrenombre infantil; el hombre “fuerte”, aparentemente frío y autosuficiente, que por primera vez se permite llorar en público; o Rachel que se “abandona” y llora por primera vez en mi consultorio. Estos actos y muchos otros suponen un riesgo personal y, por lo tanto, con frecuencia más temible que el que corre cualquier soldado al entrar en la batalla. El soldado no puede huir porque las armas apuntan a su espalda, así como lo apuntan desde el frente. Pero el individuo que trata de crecer siempre puede retirarse a los esquemas fáciles y familiares de un pasado más limitado. Se ha dicho que el psicoterapeuta que obtiene éxito debe aportar a la relación psicoterapéutica el mismo coraje y el mismo sentido de compromiso del paciente. El terapeuta debe también arriesgarse al cambio. De todas las buenas y útiles reglas de psicoterapia que me enseñaron, hay muy pocas que yo no haya decidido transgredir en un momento u otro, no por pereza o por falta de disciplina, sino más bien porque la terapia de mi paciente parecía exigir que de una manera u otra me apartara de las prescripciones del analista y apelara a medios diferentes y no convencionales. Cuando considero retrospectivamente aquellos casos en que obtuve éxito, compruebo que en algún momento y en cada caso tuve que sufrir yo también. Que el terapeuta esté dispuesto a sufrir en esos momentos es quizá la esencia de la terapia y cuando el paciente lo percibe, como generalmente ocurre, los efectos son siempre terapéuticos. Y los propios terapeutas crecen y cambian precisamente por estar dispuestos a sufrir con sus pacientes. Cuando torno a examinar los casos en que obtuve éxito veo que todos ellos determinaron cambios muy significativos, a menudo radicales, en mis actitudes y perspectivas. Y eso debe ser así. Es imposible comprender realmente a otra persona sin darle cabida dentro de uno mismo. Este proceso, que supone ejercitar la disciplina de poner entre paréntesis las propias preocupaciones, requiere una extensión del yo y por lo tanto un cambio de éste. Esto se verifica tanto en los buenos padres como en los buenos psicoterapeutas. Ese poner entre paréntesis y esa extensión de nosotros mismos está implícita en el acto de escuchar a nuestros hijos. Para responder a sus sanas necesidades debemos cambiar nosotros mismos. Sólo cuando estamos dispuestos a sufrir el cambio podemos llegar a ser los padres que nuestros hijos necesitan. Y como los niños están en constante crecimiento y sus necesidades son cambiantes, estamos obligados a cambiar y a crecer con ellos. Todo el mundo conoce, por ejemplo, a padres que obran eficazmente con sus hijos hasta que éstos se hacen adolescentes, pero luego resultan padres enteramente ineficaces porque no son capaces de cambiar ni ajustarse a sus hijos, ahora mayores y diferentes. Y sería incorrecto (como en otros casos de amor) considerar el sufrimiento y el cambio que exige una buena paternidad como una especie de autosacrificio o martirio; por el contrario, los padres tienen que ganar más que sus hijos de este proceso. Los padres que no quieren correr el riesgo de sufrir en virtud del cambio, el crecimiento .y la enseñanza que pueden obtener de sus hijos, echan a andar por la senda de la senilidad -lo sepan o no lo sepan-, y sus hijos y el mundo los dejarán muy atrás. Aprender de los hijos es la mejor oportunidad que la gente tiene para asegurarse una edad madura con sentido. Es una lástima que la mayor parte de las personas no aproveche esta oportunidad. Los riesgos del enfrentamiento El último riesgo de amar, y posiblemente el mayor de todos, es el riesgo de ejercer poder con humildad. El caso más común es el acto del enfrentamiento con amor. Cuando enfrentamos a alguien, esencialmente le decimos a esa persona “Tú estás equivocado; yo tengo razón”. Cuando un padre enfrenta a su hijo y le reprocha “Eres hipócrita”, ese padre está en verdad diciéndole “Tu hipocresía es mala, tengo el derecho de criticarla porque yo no soy hipócrita”. Cuando un marido reprocha a su mujer su frigidez le está diciendo: “Eres frígida y es malo que no me respondas sexualmente con más ardor, pues yo en ese aspecto y en otros soy normal y estoy bien; tú tienes un problema sexual, yo no lo tengo”. Cuando una mujer enfrenta a su marido para darle su opinión de que no pasa suficiente tiempo con ella y los hijos, le está diciendo en realidad: “El interés que pones en tu trabajo es excesivo y malo. Aunque yo no tengo tu trabajo puedo ver las cosas más claramente
que tú y sé muy bien que sería mejor que pusieras tu interés en otras cosas”. La capacidad de enfrentar a otro y decir “Yo tengo razón, tú estás equivocado y deberías ser diferente”, es una facultad que mucha gente no tiene dificu1tad en ejercitar. Padres, cónyuges y personas en otros varios papeles lo hacen rutinaria y superficialmente y lanzan críticas a diestra y siniestra. Las más de esas críticas y censuras, dichas por lo general impulsivamente en estados de cólera o impaciencia, no hacen sino aumentar 1a confusión en es te mundo en lugar de arrojar luz sobre él. En el caso de la persona que realmente ama, el acto de criticar o censurar no es fácil, pues comprende que ese acto entraña potencialmente gran arrogancia. Reprender a la persona amada significa asumir una posición de superioridad moral e intelectual sobre ella, por lo menos en lo tocante a la cuestión tratada. Pero el amor genuino reconoce y respeta la individualidad única y la identidad diferente de la otra persona. La persona que verdaderamente ama, que valora el carácter único y diferente de la persona amada, se resistirá ciertamente a suponer “Yo tengo razón, tú estás equivocado; sé mejor que tú lo que te conviene”. Pero la realidad de la vida es de tal condición que a veces una persona sabe mejor que la otra lo que le conviene a esta última y realmente se halla en una posición de conocimiento o saber superiores en lo que se refiere a la cuestión tratada. En esas circunstancias, el más sabio de los dos tiene en verdad la obligación (movido por el interés amoroso de promover el crecimiento espiritual del otro) de enfrentarlo con el problema. Por eso la persona que ama frecuentemente se encuentra en el dilema de decidir entre el respeto amoroso por el estilo de vida de la persona amada y su responsabilidad de guiarla con amor cuando la persona amada parece necesitar esa guía. El dilema sólo puede resolverse mediante un escrupuloso examen de uno mismo en el cual el que ama analiza rigurosamente su “sabiduría” y los motivos reales que le hacen sentir esa necesidad de guiar al otro. “¿Realmente veo las cosas con claridad o estoy obrando por oscuros motivos? ¿Comprendo realmente al ser que amo? ¿No sería posible que la senda que él tomó sea sensata y que mi manera de percibirla como insensata sea el resultado de una visión limitada de mi parte? ¿Tengo mis motivos personales para creer que el ser que amo necesita una reorientación?” Estas son preguntas que debe hacerse de continuo el que realmente ama. Este autoexamen, lo más objetivo posible, es la esencia de la humildad o mansedumbre. Para decirlo con las palabras de un anónimo monje y maestro espiritual británico del siglo XIV, “La mansedumbre en sí misma no es otra cosa que conocerse y sentirse un hombre tal como él es. Todo hombre que realmente se ve y se siente como es, seguramente será manso17”. Hay pues dos maneras de enfrentar y criticar a otro ser humano: con la certeza instintiva y espontánea de que uno tiene razón o con la creencia de que uno probablemente tiene razón después de haberlo dudado escrupulosamente y de haberse examinado con todo rigor. El primero es el modo de la arrogancia; es el modo más común de padres, cónyuges, maestros y de la gente en general en sus tratos cotidianos; por lo común es un modo que no da resultado positivo, pues produce enojo y otros efectos que eran no esperados. El segundo es el modo de la humildad; no es común y su ejercicio exige una genuina extensión de la personalidad; es probable que dé resultados positivos y, según mi experiencia, nunca es destructivo. Hay un número considerable de individuos que por una razón u otra aprendieron a contener su instintiva tendencia a criticar o reprender con arrogancia espontánea, pero que se queda en esa fase y se oculta en la seguridad moral de la mansedumbre, sin atreverse nunca a ejercer poder. Una de esas personas era un pastor protestante, padre de una paciente de edad mediana, que sufría de una neurosis depresiva que le duraba toda la vida. La madre de mi paciente era una mujer colérica, violenta, que dominaba la casa con sus arrebatos iracundos y sus maniobras y que no pocas veces castigaba físicamente al marido en presencia de la hija. El pastor nunca replicaba ni devolvía los golpes y aconsejaba a su hija que también ella respondiera a la madre presentando la otra mejilla; en nombre de la caridad cristiana, era un ser infinitamente sumiso y respetuoso. Cuando mi paciente comenzó a tratarse, reverenciaba a su padre por su suavidad y ternura. Pero, no pasó mucho tiempo sin que viniera a darse cuenta de que aquella mansedumbre del padre era debilidad y que, con su pasividad, la había privado de adecuados cuidados parentales, en tanto que la madre habla impuesto su mezquino egocentrismo. Por último, la paciente comprendió que el padre nada había hecho para protegerla de los malos manejos de la madre ni los había censurado, de manera que no le quedaba otra alternativa que la de tomar como modelo a la madre con sus bajas manipulaciones y, por otro 17
The Cloud of Unknowing, traducción de Ira Progoff, Nueva York, (Julian Press), 1969, pág. 92.
lado, tomar como modelo la seudo-humildad del padre. No reprender cuando es necesaria la censura a fin de promover el crecimiento espiritual es una falta de amor, así como lo son la crítica y la condena absolutas y otras formas de no brindar activos cuidados. Si aman a sus hijos, los padres deben (quizá moderada y cuidadosamente, pero activamente) enfrentarlos y criticarlos de cuando en cuando, así como deben permitir también a sus hijos que a su vez los censuren y critiquen. Análogamente los cónyuges que se aman deben enfrentarse una y otra vez si la relación conyugal pretende tener la función de promover el crecimiento espiritual de los miembros de la pareja. Ningún matrimonio puede juzgarse verdaderamente feliz si marido y mujer no son cada uno los mejores críticos del otro. Lo mismo cabe decir de la amistad. Hay un concepto tradicional según el cual la amistad es una relación libre de conflictos, un esquema que responde a “Si me rascas la espalda yo te rasco la tuya” y que se basta tan sólo en un mutuo intercambio de favores y cumplimientos como lo establecen las buenas maneras. Semejantes relaciones son superficiales, faltas de intimidad y no merecen el nombre de amistad que comúnmente se les aplica. Afortunadamente, hay señales de que nuestro concepto de amistad comienza a profundizarse. El mutuo enfrentamiento con amor es una parte importante de todas las relaciones humanas que tienen éxito y sentido. Sin ese enfrentamiento la relación fracasa o es superficial. Censurar o criticar es una forma de ejercer poder o liderazgo. El ejercicio del poder es nada más y nada menos que el intento de influir en el curso de los hechos, humanos o no humanos, por obra de las acciones de uno de manera consiente o inconscientemente determinada. Cuando reprendemos o criticamos a alguien lo hacemos porque deseamos modificar el curso de la vida de la persona en cuestión. Es evidente que existen muchos otros modos a menudo superiores, de influir en el curso de los acontecimientos; por el ejemplo, la sugestión, por la parábola, por la recompensa y el castigo, por el cuestionamiento, por la prohibición o el permiso, por la creación de experiencias, etcétera. Se pueden escribir volúmenes enteros sobre el arte de ejercer poder: Pero para nuestros fines basta decir que los individuos que aman, deben preocuparse por ese arte, pues si uno desea promover el crecimiento espiritual de alguien debe conocer el modo más eficaz de lograrlo e cualquier circunstancia dada. Los padres amorosos, por ejemplo, deben primero examinarse ellos mismos y examinar su valores rigurosamente antes de determinar que saben lo que más le conviene a su hijo. Luego, una vez hecha esta determinación, deben también prestar gran atención al carácter y las facultades del hijo antes de decidir si éste habrá de responde más favorablemente al reproche que a la alabanza. Censurar a alguien por algo que ese alguien no puede dominar será una pérdida de tiempo en el mejor de los casos y probablemente tendrá efectos nocivos. Si deseamos que se nos escuche debemos hablar un lenguaje que pueda comprender quien nos oye y hacerlo en un nivel en que éste sea capaz de moverse. Si amamos debemos extender nuestra persona y ajustar nuestra comunicación a las facultades de aquel a quien amamos. Ciertamente ejercer poder con amor exige gran trabajo, pero ¿qué decir del riesgo que esto supone? El problema está en que cuanto más ama uno, más humilde es; pero cuanto más humilde es uno más se espanta de la potencial arrogancia que supone ejercer poder. ¿Quién soy yo para influir en el curso de los acontecimientos humanos? ¿En virtud de qué autoridad decido sobre lo que le conviene a mi hijo, a mi cónyuge, a mi país o al género humano? ¿Quién me da el derecho de atreverme a creer en mi propio entendimiento y luego pretender ejercer mi voluntad sobre el mundo? ¿Quién soy yo para hacer de Dios? Ése es el riesgo. En cualquier caso en que ejercemos poder estamos intentando influir en el curso del mundo, de la humanidad y por lo tanto desempeñando el papel de Dios. La mayor parte de los padres, maestros, dirigentes políticos -la mayor parte de quienes ejercemos algún poder- no nos damos cuenta de esto. En la arrogancia de ejercitar poder sin la total autoconciencia exigida por el amor, ignoramos ciegamente pero destructivamente el hecho de que estamos desempeñando el papel de Dios. Pero aquellos que aman verdaderamente, y que por lo tanto obran a la luz de la sabiduría que exige el amor, saben que obrar es hacer de Dios. Sin embargo también saben que la alternativa es la inacción y la impotencia. El amor nos empuja a desempeñar el papel de Dios con plena conciencia de la enormidad de lo que estamos haciendo. Con esa plena conciencia, la persona que ama asume la responsabilidad de intentar ser Dios y no de hacer negligentemente el papel de Dios, realizar la voluntad de Dios sin equivocarse. Llegamos así a otra paradoja: sólo a causa de la humildad del amor pueden los seres humanos atreverse a ser Dios. El amor es disciplinado
Ya indiqué que la energía ara realizar el trabajo de la autodisciplina deriva del amor, que es una forma de voluntad. Síguese pues de ello que la autodisciplina es generalmente amor traducido en acción y que quien ama genuinamente se comporta con autodisciplina; además, toda relación de genuino amor es una relación discip1inada. Si verdaderamente amo a otra persona, ordenaré mi conducta de manera que ella contribuya lo más posible a fomentar su crecimiento espiritual. Una pareja joven, inteligente, artística y “bohemia” con la que traté de trabajar una vez, llevaba cuatro años de unión caracterizados casi diariamente por riñas violentas en las que se lanzaban platos, se gritaban y se rasguñaban la cara; casi no pasaba semana sin que se registrara alguna infidelidad y casi todos los meses sobrevenía alguna separación. Poco después de haber comenzado a trabajar conmigo, los dos miembros de la pareja se dieron cuenta de que la terapia los llevaría a un aumento de autodisciplina y por consiguiente a una relación menos desordenada. -Pero usted quiere eliminar la pasión en nuestras relaciones- decían. -La idea que usted tiene del amor y el matrimonio no deja ningún lugar para la pasión. Casi inmediatamente abandonaron la terapia, y yo vine a enterarme de que a los tres años, después de haber visto a otros terapeutas, continuaban riñendo diariamente según aquel caótico esquema de su matrimonio. No hay duda de que la unión de aquellos jóvenes es en cierto sentido muy colorida. Pero los colores de su relación son como los colores primarios de las pinturas de los niños que, distribuidos descuidadamente sobre el papel, generalmente carecen de encanto y exhiben siempre esa uniformidad y monotonía que caracteriza el arte de los niños. En los matices bien controlados de un Rembrandt encuentra uno el color, pero infinitamente más rico, de una calidad única y significativa. La pasión es un sentimiento de gran profundidad. El hecho de que un sentimiento sea incontrolado no indica que sea más profundo que un sentimiento disciplinado. Por el contrario, los psiquiatras conocen muy bien la verdad de los antiguos dichos “Los arroyos de poca agua son ruidosos” y “Las aguas mansas corren en lo profundo“. No debemos suponer que no es una persona apasionada aquella cuyos sentimientos están modulados o controlados. Si bien uno no debe ser esclavo de sus sentimientos, la autodisciplina no significa que debamos ahogarlos hasta el punto de anularlos. Frecuentemente digo a mis pacientes que sus sentimientos son sus esclavos y que el arte de la autodisciplina es como el arte de manejar a los esclavos. Ante todo, los sentimientos son la fuente de nuestra energía; nos suministran la fuerza o la energía de los esclavos que nos hace posible realizar las tareas de la vida. Puesto que ellos trabajan para nosotros, deberíamos tratarlos con respeto. Hay dos errores comunes en que pueden incurrir los amos de esclavos y que representan dos formas extremas y opuestas de tratarlos. Una clase de amo de esclavos no les impone disciplina, no les da ninguna estructura, no les fija límites, no les marca direcciones y no les hace ver claramente quién es el amo. Lo que ocurre en este caso, desde luego, es que siempre llega el momento en que los esclavos dejan de trabajar y se ponen a recorrer la casa para saquear la bodega de las bebidas y forzar los muebles; pronto el amo comprueba que es el esclavo de sus esclavos y que vive en el mismo caos en que vivía aquella pareja “bohemia” tan desordenada. Pero el estilo contrario de control, que el neurótico con frecuencia ejerce sobre sus sentimientos, es igualmente destructivo. En este estilo el amo de esclavos está tan obsesionado por el temor de que ellos (los sentimientos) puedan escaparse al control y está tan resuelto a que no le causen ninguna molestia que los azota rutinariamente para reducirlos a la sumisión y los castiga severamente ante la primera señal de rebeldía. Este estilo determina que en un tiempo relativamente breve, los esclavos se hagan cada vez menos productivos a medida que su voluntad de trabajo se ve minada por el duro trabajo de que son objeto; o bien su voluntad los llevará cada vez más a una decisión de rebelarse. Si este proceso continúa el tiempo suficiente, los temores del amo terminarían por ser verdaderos y los esclavos se sublevarían y quemarían la casa con el amo dentro de ella. Así es la génesis de ciertas psicosis y neurosis graves. El manejo apropiado de nuestros sentimientos es el de un camino intermedio, equilibrado y complejo (y por lo tanto ni sencillo ni fácil) que exige constante reflexión y constantes ajustes. Según este estilo el amo trata a sus sentimientos (los esclavos) con respeto, los alimenta con buena comida, les da abrigo y les procura cuidados médicos, los escucha y responde a sus voces, los alienta, les pregunta sobre su salud, pero también los organiza, les fija límites, los reorienta y les enseña, no sin hacerles ver claramente quién es el amo. Ése es el modo de la autodisciplina saludable. El sentimiento amoroso es uno de los sentimientos que hay que someter a disciplina. Como ya dije, este sentimiento no es en sí mismo amor genuino, sino que es el sentimiento que tiene que ver
con la catexia. Hay que respetarlo a causa de la energía creadora que aporta, pero si se le da rienda suelta el resultado será, no el amor genuino, sino la confusión y la esterilidad. Como el amor genuino supone una extensión de uno mismo, se necesitan grandes cantidades de energía y, gústenos o no, el depósito de nuestras energías es tan limitado como las horas de nuestros días. Sencillamente no podemos amar a todo el mundo. Verdad es que podemos tener un sentimiento de amor por la humanidad y ese sentimiento puede ser también útil al proveernos de la energía suficiente para manifestar genuino amor por unos pocos individuos determinados. Pero el genuino amor por relativamente pocos individuos es todo lo que está a mi alcance. Intentar ir más allá de los límites de nuestra energía significa ofrecer más de lo que podemos dar y hay un punto más allá del cual, el intento de amar a todo el mundo se hace fraudulento y dañoso para aquellos mismos a quienes deseamos ayudar. En consecuencia, si tenemos la suerte de encontrarnos en una situación en la cual muchas personas demandan nuestra atención, debemos elegir a aquellos a quienes hemos de amar verdaderamente. La elección no es fácil; puede ser enormemente dolorosa, como lo es asumir un poder semejante al de Dios. Pero es menester elegir. Aquí deben tenerse en cuenta múltiples factores, en primer término, la capacidad del presunto objeto de nuestro amor para responder a ese amor con crecimiento espiritual. Esta capacidad es diferente según las personas, hecho del que luego nos ocuparemos más extensamente. Sin embargo es incuestionable que muchas personas tienen el espíritu tan cerrado detrás de una impenetrable armadura, que hasta los mayores esfuerzos para su crecimiento están condenados seguramente al fracaso. Procurar amar a alguien que no puede beneficiarse con nuestro amor desarrollándose espiritualmente es malgastar energías, sembrar en tierra árida. El genuino amor es algo precioso y quienes son capaces de amar genuinamente saben que su amor debe ser lo más productivo y fértil posible por obra de la autodisciplina. También debemos examinar el problema inverso de amar a demasiadas personas. A algunas personas por lo menos les es posible amar más de una persona al mismo tiempo y mantener simultáneamente una serie de relaciones de genuino amor. Éste es un problema por varias razones, una de ellas es el mito occidental del amor romántico, según el cual ciertas personas están destinadas a otras, de suerte que, por extrapolación, no pueden estar destinadas a ninguna otra. Por eso, el mito prescribe la exclusividad en las relaciones amorosas, muy particularmente la exclusividad sexual. Probablemente el mito resulte útil en cuanto a contribuir a la estabilidad de las relaciones humanas, puesto que la gran mayoría de los seres humanos se ven así exigidos al límite de su capacidad para extenderse y desarrollar relaciones de genuino amor solamente con sus cónyuges y sus hijos. En verdad, si uno puede afirmar que ha construido relaciones de genuino amor con su cónyuge y sus hijos, ha logrado realizar más de lo que consigue realizar la mayor parte de la gente. Frecuentemente hay algo patético en el individuo que no logró constituir su familia en una unidad de amor y que incansablemente busca relaciones amorosas fuera de la familia. La primera obligación de una persona que ama genuinamente será siempre su relación conyugal y su relación parental. Ello no obstante, hay algunas personas cuya capacidad de amar es suficientemente grande como para establecer relaciones de amor felices en el seno de la familia y aun les quedan energías para otras relaciones. Para esas personas el mito de la exclusividad es no sólo palmariamente falso, sino que también representa una limitación innecesaria a su capacidad de darse a otros fuera de la familia. Es posible superar esta limitación, pero se necesita gran autodisciplina a fin de no “derramarse uno de manera demasiado diluida”. A esta cuestión extraordinariamente compleja (que aquí sólo rozamos) se refería Joseph Fletcher, el teólogo episcopal autor de The New Morality, cuando le dijo a un amigo mío: “El amor libre es un ideal. Desgraciadamente es un ideal del cual muy pocos de nosotros somos capaces”. Lo que quería significar era que muy pocos tenemos una capacidad de autodisciplina suficientemente grande, como para mantener constructivas relaciones de amor tanto en el seno de la familia como fuera de ella. Libertad y disciplina son criadas que están a nuestro servicio; sin la disciplina del genuino amor, la libertad es invariablemente destructiva. Al llegar a este punto algunos lectores podrán sentirse saturados por este concepto de la disciplina y llegar a la conclusión de que estoy abogando por un estilo de vida de sequedad calvinista. ¡Constante autodisciplina! ¡Constante autoexamen! ¡Deber! ¡Responsabilidad! Podrán llamarlo neopuritanismo, llámeselo como se quiera, el genuino amor con toda la disciplina que requiere es la única senda de esta vida que lleva a una alegría sustancial. Échese a andar por otro camino y se encontrarán raros momentos de extática alegría, pero serán momentos fugaces, cada vez más engañosos. Cuando amo genuinamente estoy extendiendo mi persona y al extenderme estoy creciendo. Cuanto más amo, más amplio me hago. El genuino amor se alimenta a sí mismo. Cuanto
más promuevo el crecimiento espiritual de otros tanto más promuevo mi propio crecimiento espiritual. Soy un ser humano enteramente egoísta. Nunca hago nada por otro, sino que lo hago por mí mismo. Y a medida que crezco por obra del amor, crece mi júbilo cada vez más presente. Tal vez yo sea un neopuritano, pero soy también un alegre extravagante. Como canta John Denver: El amor está en todas partes, lo veo. Eres todo lo que puedes ser, continúa siendo lo que puedes ser. La vida es perfecta, lo creo. Ven y juega conmigo la partida18 El amor respeta la individualidad Si bien el acto de fomentar el crecimiento espiritual de otro tiene el efecto de fomentar el nuestro, una característica importante del genuino amor es la de mantener y preservar la distinción entre uno mismo y el otro. El que ama genuinamente siempre percibe a la persona amada como alguien que posee una identidad enteramente separada. Además, el que ama genuinamente siempre respeta y hasta alienta ese carácter separado y esa individualidad única de la personalidad. No percibir ni respetar esa individualidad es sin embargo algo muy común y es causa de enfermedad mental y de innecesarios sufrimientos. La forma más extrema de no percibir el carácter separado y la individualidad de los demás se llama narcisismo. Los individuos francamente narcisistas son ciertamente incapaces de percibir a sus hijos, a sus cónyuges o amigos como seres separados de ellos mismos en el plano emocional. La primera vez que llegué a comprender cabalmente lo que significaba el narcisismo fue durante la entrevista que tuve con los padres de una paciente esquizofrénica a quien llamaré Susan X. En aquel momento Susan tenía treinta y un años. Desde los dieciocho había hecho varios serios intentos de suicidarse y durante los trece años anteriores había estado casi continuamente internada en diversos hospitales y sanatorios. Sin embargo, debido en gran medida a los excelentes cuidados psiquiátricos que recibió de otros psiquiatras durante esos años, comenzaba por fin a mejorar. Durante algunos meses de nuestro trabajo, Susan había demostrado creciente capacidad de confiar en personas dignas de confianza, de distinguir entre personas dignas de confianza y personas que no lo eran, de aceptar el hecho de que padecía una enfermedad esquizofrénica y que debía ejercer una buena dosis de autodisciplina durante el resto de su vida, para afrontar esa enfermedad, para respetarse a sí misma y para hacer todo cuanto fuera necesario sin tener que contar con otros que la sostuvieran continuamente. A causa de ese gran progreso me pareció que pronto llegaría el momento en que Susan podría salir del hospital y que por primera vez en su vida podría llevar una existencia independiente y normal. Fue en ese momento cuando me reuní con sus padres, una pareja de personas atractivas de alrededor de cincuenta y cinco años. Me sentía muy contento por poder informarlos sobre los enormes progresos que había hecho Susan y explicarles en detalle las razones de mi optimismo. Pero con gran sorpresa de mi parte, poco después de haber comenzado a hablar comprobé que la madre de Susan lloraba silenciosamente y continuó llorando a medida que yo les exponía mi esperanzado mensaje. Al principio pensé que eran lágrimas de alegría pero por la expresión de su cara me di cuenta de que estaba muy triste. Por fin dije: -Me deja usted perplejo, señora X. Le he estado contando cosas que hacen abrigar grandes esperanzas y sin embargo usted parece triste. -Desde luego que estoy triste- replicó la señora. -No puedo sino llorar cuando pienso en todo lo que debe sufrir la pobre Susan.
Me lancé entonces a una prolongada explicación, en la que establecía que, si bien Susan había sufrido mucho en el curso de esa enfermedad, también era cierto que había aprendido muchas cosas de ese sufrimiento, que lo había superado y que a mi juicio, era improbable que en el futuro sufriera más que cualquier otro adulto. En realidad, hasta podría sufrir considerablemente menos que 18
Love is Everywhere by John Denver, Joe Henry, Steve Weisberg y John Martin Sommers, copyright 1975. Cherry Lane Music Co. Reproducido con permiso.
cualquiera de los que allí estábamos, a causa del saber que había cobrado en su lucha contra la esquizofrenia. Pero la señora X continuaba llorando silenciosamente. -Francamente, sigo estando perplejo señora X- le dije. -En los pasados trece años usted tiene que haber participado por lo menos en una docena de entrevistas como ésta con los psiquiatras de Susan y, por lo que sé, ninguna de esas entrevistas fue tan optimista como ésta. ¿No siente cierta alegría, además de tristeza? -Sólo puedo pensar en lo difícil que es la vida para Susan- replicó la señora X en medio de sus lágrimas. -¿No puedo decirle nada sobre Susan que la aliente a usted y la haga sentir más contenta? -La vida de la pobre Susan está cargada de dolores- sollozó la señora X. De pronto me di cuenta de que la señora X no estaba llorando por Susan sino que lo hacía por ella misma. Lloraba por su propio dolor y sufrimiento. Sin embargo, la entrevista era sobre Susan, no sobre la señora X, que lloraba en nombre de Susan. Me pregunté cómo podría hacer semejante cosa. Y luego comprendí que la señora no era en verdad capaz de distinguir entre Susan y ella misma. Lo que sentía ella debía sentirlo Susan. Usaba a Susan como un vehículo para expresar sus propias necesidades. No lo hacía conscientemente ni maliciosamente; en realidad, en el plano emocional no podía percibir a Susan como una persona de identidad separada de la suya. Susan era ella misma. En su pensamiento, Susan sencillamente no existía como un individuo único y diferente con una vida única y diferente… y probablemente ninguna otra persona existía para ella. Intelectualmente la señora X podía reconocer a otras personas como seres diferentes a ella misma. Pero en un nivel más profundo, los demás no existían para ella. En las profundidades de su mente la totalidad del mundo era ella, la señora X, ella sola. En ulteriores experiencias hube de comprobar frecuentemente que las madres de hijos esquizofrénicos son personas extraordinariamente narcisistas, como la señora X. Esto no quiere decir que tales madres sean siempre narcisistas o que las madres narcisistas no puedan criar hijos no esquizofrénicos. La esquizofrenia es un trastorno extremadamente complejo que reconoce evidentes factores genéticos así como evidentes factores ambientales. Pero puede uno imaginar la profunda confusión producida en la niñez de Susan por el narcisismo de su madre y apreciar objetivamente esa confusión cuando observa la interacción de las madres narcisistas con sus hijos. Una tarde, cuando la señora X estuviera quizá apesadumbrada por alguna razón, Susan podría haber llegado a la casa después de la escuela llevando algunas pinturas que había hecho y que la maestra había premiado con una buena nota. Si Susan le hubiera hablado orgullosamente a su madre sobre los progresos que estaba haciendo en el arte, la señora X podría haberle respondido: “Susan, vete a dormir una siesta. Te cansa demasiado tu trabajo escolar. De todos modos el sistema escolar no es bueno. En las escuelas ya no se cuida a los niños”. Y, por otro lado, en una tarde en que la señora X se encontrara de muy buen humor Susan podría haber llegado a la casa llorando porque varios chicos la habían molestado en el ómnibus escolar y la señora X podría haberle dicho: “¿No es una suerte de que el señor Jones sea tan buen chofer del ómnibus escolar? Es tan paciente con los chicos y con sus peloteras. Deberías hacerle un lindo regalito para Navidad”. Puesto que no perciben a los demás como otras personas sino que los ven sólo como extensiones de ellos mismos, a los individuos narcisistas les falta la capacidad de la empatía, que es la capacidad de sentir lo que otro está sintiendo. Faltos de empatía los padres narcisistas por lo común responden de manera inapropiada a sus hijos en el plano emocional y no reconocen ni verifican los sentimientos de sus hijos. No debe asombrar pues que esos niños crezcan con graves dificultades para reconocer sus propios sentimientos, aceptarlos y habérselas con ellos. Aunque no tan narcisistas como la señora X, la gran mayoría de los padres no logra reconocer adecuadamente o apreciar plenamente la individualidad única de sus hijos. Los ejemplos son abundantes. Los padres suelen decir de un hijo “es una astilla del viejo tronco” o decirle al hijo “eres el vivo retrato de tu tío Jim”, como si los hijos fueran una copia genética de los padres o de los miembros de la familia, cuando en realidad los hechos de las combinaciones genéticas son de tal condición que todos los niños son extremadamente diferentes tanto de sus padres como de todos sus antepasados. Padres atléticos empujan a sus hijos estudiosos para que jueguen al fútbol y padres estudiosos empujan a sus atléticos hijos hacia los libros, con lo cual determinan innecesarios
sentimientos de culpa e intranquilidad en los muchachos. La mujer de un general se queja de su hija de diecisiete años: -Cuando está en casa, Sally se encierra en su cuarto y pasa todo el tiempo escribiendo tristes poesías. Eso es morboso, doctor. Y siempre se niega a salir e ir a fiestas. Temo que esté seriamente enferma. Después de entrevistar a Sally, una joven encantadora y vivaz que figura en el cuadro de honor de la escuela y que tiene muchos amigos, les digo a los padres que me parece que Sally esta perfectamente sana y sugiero que aflojen un poco la presión que ejercen sobre ella, para que sea una copia en papel carbónico de ellos mismos. Los padres salen del consultorio para buscar a otro psiquiatra que esté dispuesto a diagnosticar extravíos en Sally. Los adolescentes frecuentemente se quejan de que se los reprende, no por genuino interés de los padres sino porque éstos temen que los hijos ofrezcan una mala imagen parental. -Mis padres están insistiendo continuamente en que me corte el pelo- solían decir los muchachos adolescentes hace unos años. No pueden explicarme por qué los cabellos largos son algo malo, que no me conviene. Sencillamente no quieren que otra gente vea que tienen muchachos con cabellos largos. Realmente no les importa nada de mí. Lo que en verdad les preocupa es su propia imagen. En general el enojo de estos adolescentes está justificado. Los padres, por lo común, no aprecian la individualidad única de sus hijos sino que los miran como extensiones de sí mismos. más o menos como miran sus finas ropas y sus bien cuidados céspedes y brillantes automóviles que consideran como extensiones de sí mismos y que representan su status en el mundo. A estas formas suaves pero así y todo destructivas del narcisismo parental se refiere Kahlil Gibran con las palabras quizá más agudas que se hayan escrito sobre educación de los niños: Tus hijos no son tus hijos, Son los hijos e hijas del anhelo mismo de la Vida. Vienen a través de ti pero no de ti. Y aunque están contigo no te pertenecen. Puedes darles tu amor, pero no tus pensamientos, Pues ellos tienen sus propios pensamientos. Puedes alojar sus cuerpos pero no sus almas, Pues sus almas moran en el mañana, Casa que tú no puedes visitar ni siquiera en tus sueños. Puedes esforzarte por ser como ellos, pero no trates De hacerlos semejantes a ti. Pues la vida no marcha hacia atrás ni se demora en el ayer. Vosotros sois los arcos desde los cuales se lanzan Vuestros hijos cual flechas vivas. El arquero ve en el infinito el blanco. Y os dobla con su poder para que sus flechas Vuelen veloces y lejos. Dejaos doblar jubilosamente Por la mano del arquero. Pues así como El ama la flecha que vuela, Ama también el arco que está fijo.19 La dificultad que generalmente parecen tener las personas en cuanto a apreciar el carácter individual y separado de quienes están cerca de ellas pone trabas no sólo a sus funciones parentales sino también a todas las relaciones íntimas, incluso la del matrimonio. No hace mucho tiempo en un grupo de parejas oí a uno de los miembros declarar que la “finalidad y función” de su mujer era 19
The Prophet, Nueva York, (Alfred A. Knopf), 1955, págs. 17-18
mantener la casa en orden y a él bien alimentado. Me quedé estupefacto ante lo que me pareció un terrible “machismo”. Pensé que podría demostrárselo pidiendo a los demás miembros del grupo que declararan cómo concebían la finalidad y función de sus cónyuges. Para horror mío los otros seis, hombres y mujeres por igual, dieron respuestas análogas. Todos ellos definían la finalidad y funciones de sus maridos o mujeres con referencia a sí mismos; ninguno de ellos se daba cuenta de que su consorte podría tener una existencia fundamentalmente separada de la suya propia o un destino aparte del de su matrimonio. -¡Por Dios!- exclamé. -No me sorprende que todos ustedes tengan dificultades en sus matrimonios; y continuarán teniéndolas hasta que lleguen a reconocer que cada uno de los miembros de la pareja tiene un destino diferente que cumplir. Los miembros del grupo se sintieron no sólo maltratados sino profundamente confundidos por mi declaración. Con un tono algún tanto belicoso me pidieron que definiera la finalidad y funciones de mi mujer. -La función y finalidad de Lily- respondí -es desarrollarse y crecer lo más que pueda, no para provecho mío, sino para el de ella misma y para gloria de Dios. Sin embargo, estas ideas permanecieron extrañas para ellos durante algún tiempo. El problema de la individualidad y su carácter separado en relaciones íntimas atormentó a la humanidad en todas las edades. Sin embargo se le ha prestado mayor atención desde un punto de vista político que desde un punto de vista conyugal. El comunismo puro, por ejemplo, manifiesta una filosofía no muy diferente de la de las parejas a que acabo de referirme; el comunismo postula que la finalidad y función del individuo es servir al grupo, a la colectividad, a la sociedad. Aquí sólo se considera el destino del estado y se piensa que el destino del individuo no tiene importancia. El capitalismo puro, por otro lado, aboga por el destino del individuo aun a expensas del grupo, de la colectividad, de la sociedad. Viudas y huérfanos pueden morirse de hambre, pero esto no impide que individuos emprendedores gocen de los frutos de su iniciativa individual. Para un espíritu equilibrado es evidente que ninguna de estas soluciones al problema de la individualidad en el seno de las relaciones será fructífera. La salud del individuo depende de la salud de la sociedad y la salud de la sociedad depende de la salud de sus individuos. Cuando tratamos a parejas, mi mujer y yo recurrimos a la analogía que hay entre el matrimonio y un campamento (una tienda, o una rústica cabaña) usado como base para escalar montes. Si uno desea escalar montañas debe disponer de un buen campamento como base de operaciones, un lugar en el que haya abrigo y provisiones, en el que uno pueda alimentarse y descansar antes de aventurarse de nuevo a otro pico. Los buenos escaladores saben que deben pasar por lo menos tanto tiempo (si no más) en preparar su campamento como el que destinan a escalar las montañas, pues su supervivencia depende de que su base de operaciones esté sólidamente construida y bien provista. Un problema conyugal masculino común y tradicional es el que crea el marido que una vez casado dedica todas sus energías a escalar montañas y no dedica ninguna a atender a su matrimonio (o campamento) esperando que allí todo esté en orden cuando se le ocurra regresar a él para descansar y recrearse sin asumir ninguna responsabilidad por su mantenimiento. Tarde o temprano este enfoque “capitalista” del problema fracasa y el hombre regresa para comprobar que su descuidada base de operaciones está en ruinas, que su mujer ha tenido que ser hospitalizada a causa de un colapso nervioso o que huyó con otro hombre o que de algún otro modo renunció a su carácter de cuidadora del campamento. Un problema conyugal también muy común y tradicionalmente femenino es el que crea la mujer que una vez casada piensa que ya ha llegado a la meta de su vida. Para ella, el campamento es el pico. No puede comprender las necesidades del marido, ni simpatizar con ellas; el marido desea realizaciones y experiencias más allá del matrimonio; entonces la mujer reacciona con celos y exigencias interminables para que el marido dedique cada vez más energía al hogar. Lo mismo que otras soluciones “comunistas” del problema, ésta crea una relación que es sofocante y frustrante pues el marido sintiéndose atrapado y asfixiado probablemente huya del hogar en ese momento de la “crisis de la edad mediana”. El movimiento de liberación de la mujer resultó útil en señalar la única solución evidentemente ideal: el matrimonio es una institución cooperativa que exige contribuciones y cuidados mutuos, tiempo y energía, pero que existe con la finalidad primaria de promover el progreso de cada uno de los participantes en su peregrinación individual
hacia las cimas individuales de crecimiento espiritual. El hombre y la mujer deben ambos atender el hogar y aventurarse ambos en el futuro. Cuando era muchacho me solían emocionar las palabras de amor que la poetisa norteamericana Ann Bradstreet dirigió a su marido: “Si alguna vez dos fueron uno, esos fuimos nosotros” 20. Pero cuando crecí me di cuenta de que lo que enriquece la unión es la individualidad separada de los miembros de la pareja. Individuos que están asustados de su fundamental soledad y buscan fundirse con alguien en el matrimonio no pueden construir grandes matrimonios. El genuino amor no sólo respeta la individualidad del otro, sino que tiende a cultivarla, aun corriendo el riesgo de la separación o de la pérdida. La meta última de la vida es siempre el crecimiento espiritual del individuo, esa peregrinación solitaria hacia los picos a los que únicamente se puede llegar si uno está solo. No pueden llevarse a cabo jornadas significativas sin el alimento suministrado por un matrimonio feliz o una sociedad feliz. Matrimonio y sociedad existen con la finalidad fundamental de promover esas peregrinaciones individuales. Pero, como ocurre con todo genuino amor, los “sacrificios” hechos para fomentar el crecimiento del otro redundan en igual o mayor crecimiento de uno mismo. Es el retomo del individuo al matrimonio o a la sociedad que lo nutrieron, retomo desde las cimas alcanzadas por el individuo lo que eleva ese matrimonio o esa sociedad a nuevas alturas. De suerte que el crecimiento del individuo y el crecimiento de la sociedad son interdependientes aunque siempre e inevitablemente hay una fase solitaria en el proceso de crecimiento. Al referirse al matrimonio, el profeta de Kahlil Gibran nos habla desde la soledad de su sabiduría: Pero dejad que haya espacios en vuestra unión, Dejad que los vientos de los cielos dancen entre vosotros. Amaos el uno al otro, pero no hagáis una atadura de amor, Permitid más bien que un mar en movimiento Se agite entre las costas de vuestras almas. Llenaos uno a otro la copa, pero no bebáis de una copa; Daos el pan, pero no comáis de la misma hogaza. Bailad y cantad juntos y sed alegres, Pero que cada cual permanezca solo Así como las cuerdas de un laúd están solas aunque Vibren con la misma música. Daos vuestros corazones, pero no conservéis el de uno en el otro, Pues solo la mano de la vida puede contener vuestros corazones. Permaneced juntos, pero no excesivamente: Pues las columnas del templo se yerguen separadas Y el roble y el ciprés no crecen Cada uno a la sombra del otro. 21 Amor y psicoterapia Me resulta difícil recordar ahora los motivos y pensamientos que me llevaron a abrazar hace quince años la psiquiatría. Ciertamente deseaba “ayudar” a la gente. Ayudar a la gente en otras ramas de la medicina suponía aplicar técnicas que no me agradaban y que, por otro lado, me parecían demasiado mecánicas para coincidir con mis gustos. Además comprobé que hablar a la gente era más interesante que palparla y pincharla y también me parecían más interesantes los extravíos de la mente humana que las dolencias del cuerpo y los gérmenes que lo infestaban. No tenía la menor idea de cómo los psiquiatras ayudaban a la gente, salvo fantasías tales como la de que los psiquiatras poseían palabras y técnicas mágicas para estar en interacción con los pacientes, recursos que ponían mágicamente en orden los desarreglos de la psique. Quizá yo deseaba ser un mago. No presentía que el trabajo en cuestión tendría algo que ver con el crecimiento espiritual de los pacientes y por cierto 20
To My Dear and Loving Husband, 1678, contenido en The Líterature of the United States. Walter Blair y otros, Ed. Glenview III, (Scott, Foresman), 1953, pág. 159. 21
The Prophet, págs. 15-16
que no vislumbraba en modo alguno que ese crecimiento entrañaría también mi propio crecimiento espiritual. Durante mis primeros diez meses de formación trabajé con pacientes internos muy perturbados que parecían mejorar mucho más con píldoras o tratamientos de choque o buenos cuidados de los enfermeros que por mi actuación, pero llegué a aprender las tradicionales palabras mágicas y las técnicas de interacción. Después de ese período comencé a ver a mi primera paciente neurótica en una psicoterapia de largo plazo. La llamaré Marcia. Marcia iba a verme tres veces por semana. El tratamiento fue una verdadera lucha. Marcia no hablaba sobre las cosas que yo deseaba y si hablaba de ellas no lo hacía como yo lo deseaba; a veces sencillamente no hablaba. Nuestros valores eran muy diferentes; en la pugna que entablamos, la paciente llegó a modificar algún tanto los suyos y yo también modifiqué un tanto los míos. Pero la lucha continuó, a pesar de mi depósito de palabras técnicas y actitudes mágicas, y no se percibía señal alguna de que Marcia mejorara. En verdad, poco después de haber comenzado la terapia se entregó a una conducta de promiscuidad realmente ignominiosa, y durante meses me contó con toda naturalidad innumerables incidentes de “mala conducta”. Por fin, después de un año me preguntó en medio de una sesión: -¿Me considera usted una basura? -Me parece que me está pidiendo que le dé mi opinión sobre usted- repliqué tratando de ganar tiempo. Me dijo que deseaba exactamente que le diera mi opinión. Pero ¿qué hacía yo entonces? ¿Qué palabras o técnicas mágicas podrían ayudarme? Podía decirle “¿por qué me pregunta eso?” o “¿qué se imagina que pienso de usted?” o “lo que es importante, Marcia, no es lo que yo piense de usted, sino lo que usted piensa de sí misma”. Sin embargo, tenía la profunda sensación de que éstas eran escapatorias y que después de todo un año de verla tres veces por semana, Marcia tenía derecho a recibir una respuesta honesta sobre lo que yo pensaba de ella. Pero aquí yo no disponía de precedentes; decirle honestamente a una persona en la cara lo que uno piensa de ella no era ninguna de las palabras o técnicas mágicas que mis profesores me habían enseñado. Era una interacción que nunca se me había indicado o recomendado durante mi formación; el hecho mismo de que no se la hubiera mencionado me indicaba que se trataba de una interacción desaprobada, de una situación en la que ningún psiquiatra serio se permitiría incurrir. ¿Qué hacer? Con el corazón palpitante recurrí a lo que me pareció un recurso muy incierto. -Marcia- le dije, -hace más de un año que la veo a usted. Durante ese largo período las cosas no han sido fáciles para nosotros. Hemos pasado buena parte del tiempo disputando y esa lucha a veces fue aburrida, a veces enervante, o enojosa para los dos. Pero, a pesar de todo, usted continuó viniendo con considerables esfuerzos e inconvenientes, sesión tras sesión, semana tras semana, mes tras mes. Usted no habría podido hacer semejante cosa si no estuviera resuelta a mejorar y dispuesta a trabajar seriamente para ser una persona mejor. Yo no podría pensar de alguien que trabaja con tanta intensidad para mejorar, como lo hace usted, que sea una basura. Por eso le respondo no, no creo que sea usted una basura, En realidad, la admiro mucho. De la docena de amantes que tenía Marcia, eligió uno y entabló una relación significativa que terminó en un matrimonio en alto grado satisfactorio. Ya no se entregó a la promiscuidad. Inmediatamente comenzó a hablar sobre los aspectos positivos de su persona. Instantáneamente desapareció el carácter estéril de nuestra lucha, y nuestro trabajo se hizo fluido y alegre con progresos increíblemente rápidos. Por extraño que parezca, mi arranque de franqueza, que revelaba mis verdaderos sentimientos positivos por la paciente, antes que chocarla tuvo por lo visto un gran efecto terapéutico y representó el momento decisivo de nuestro trabajo conjunto. ¿Qué significa esto? ¿Significa que todo cuanto hemos de hacer en una psicoterapia es decirle a nuestros pacientes que pensamos bien de ellos? En modo alguno. Ante todo, en terapia es necesario ser honesto en todo momento. Marcia me gustaba y honestamente la admiraba. Segundo, mi admiración y gusto por ella tuvieron significación para la paciente precisamente por el largo tiempo pasado desde que yo la conocía y por la profundidad de nuestras experiencias en la terapia. En realidad, la esencia de ese cambio decisivo nada tenía que ver con mi admiración ni con el hecho de que Marcia me gustara; tenía que ver con la naturaleza de nuestra relación. Un momento decisivo, igualmente espectacular, se produjo en la terapia de una joven a quien llamaré Helen; la estuve viendo dos veces por semana durante nueve meses sin éxito perceptible; era
una paciente por la cual no sentía yo sentimientos realmente positivos, A decir verdad, al cabo de todo ese tiempo ni siquiera sabía bien quién era Helen. Nunca antes habla tratado a un paciente durante tanto tiempo sin haberme hecho alguna idea sobre su personalidad y la naturaleza del problema que habla que resolver. Me sentía enteramente desorientado y me pasé buena parte de varias noches tratando de encontrar algún sentido en aquel caso. Lo que me resultaba evidente era que Helen no confiaba en mí. A gritos se quejaba de que ella no me importaba genuinamente en modo alguno y que a mí sólo me interesaba su dinero. De ese modo hablaba durante una sesión después de nueve meses de tratamiento: -No puede usted imaginarse, doctor Peck, hasta qué punto me siento frustrada en mis intentos de comunicarme con usted, pues ciertamente yo no le intereso y usted pasa por alto mis sentimientos. -Helen- le repliqué, -me parece que eso es frustrante para los dos. No sé lo que le parecerá esto, pero le diré que usted es el caso en que más frustrado me he sentido durante una década de práctica de la psicoterapia. Nunca conocí a nadie con quien haya hecho menos progresos en un tiempo tan largo. Tal vez usted tenga razón en creer que yo no soy la persona indicada para trabajar con usted. No sé. No deseo abandonar su caso, pero ciertamente usted me desconcierta y me pregunto casi hasta volverme loco qué diablos marcha mal en nuestro trabajo conjunto. Una brillante sonrisa apareció en el rostro de Helen que me dijo: -Después de todo, yo le importo. -¿Qué?- pregunté. -Si realmente yo no le importara nada, usted no se sentiría tan frustrado- me replicó como si todo fuera perfectamente evidente. En la sesión siguiente, Helen comenzó a decirme cosas que antes me había ocultado o sobre las que me había mentido, y al cabo de una semana tuve una clara idea de su problema fundamental, pude formular un diagnóstico y supe en términos generales cómo debería desarrollar la terapia. También aquí mi reacción ante Helen tenía sentido y era significativa para ella precisamente por la profundidad de mi participación y la intensidad de la pugna que habíamos entablado. Podemos comprender ahora el elemento esencial que hace efectiva y lograda una psicoterapia. No es “la mirada positiva incondicional” ni son palabras y técnicas mágicas; es la participación y el interés humanos. Es el hecho de que el terapeuta esté dispuesto a extenderse con el fin de fomentar el crecimiento del paciente, es el hecho de que el terapeuta esté dispuesto a pugnar realmente con el paciente y consigo mismo. En suma, el elemento esencial de la psicoterapia que alcanza éxito es el amor. Es notable, casi increíble, que la voluminosa bibliografía profesional publicada en Occidente sobre el tema de la psicoterapia ignore la cuestión del amor. Los gurú hindúes generalmente no andan con rodeos para reconocer que el amor es la fuente de su poder. 22 Pero lo más que llega a aproximarse la bibliografía occidental a esta cuestión está representado por artículos que tratan de analizar las diferencias entre psicoterapeutas que obtienen éxito y aquellos que no lo obtienen y que terminan mencionando como caracteres propios de los psicoterapeutas que alcanzan éxito, la “empatía” y el “calor” personales. Parecería que el tema del amor nos embarazara. Y hay una serie de razones de este estado de cosas. Una es la confusión entre amor genuino y amor romántico, confusión que invade nuestra cultura, lo mismo que otras confusiones a la que nos hemos referido en esta sección. Otra razón es nuestra tendencia a lo racional, lo tangible y lo mensurable en “medicina científica”, y lo que la psicoterapia supone está en gran medida fuera de la “medicina científica”. Como el amor es algo intangible, no mensurable y suprarracional, es un fenómeno que no se presta al análisis científico. Otra razón es el vigor de la tradición psicoanalítica en psiquiatría, tradición que concibe a un analista distanciado y de la cual parecen más responsables los discípulos de Freud que el propio Freud. En esa tradición cualquier sentimiento de amor que el paciente experimente por el terapeuta se designa generalmente con el termino “transferencia” y cualquier sentimiento de amor que el terapeuta experimente por el paciente se llama “contratransferencia”; lo que implica que semejantes 22
Véase Peter Brent, The Gold Men of India, Nueva York, (Quadrangle Books) 1972.
sentimientos son anormales, considerando el problema antes que su solución y que por lo tanto, esos sentimientos han de ser evitados. Esto es completamente absurdo. La palabra transferencia, como dijimos en la sección anterior, designa inapropiados sentimientos, percepciones y respuestas. No es inapropiado que algunos pacientes sientan amor por un terapeuta que realmente les presta atención, hora tras hora, sin juzgarlos, que los acepta probablemente como nunca fueron aceptados antes, que se abstiene absolutamente de usarlos y que los ha ayudado a aliviar sus sufrimientos. En muchos casos, la esencia de la transferencia consiste en que ella impide al paciente desarrollar una relación amorosa propiamente dicha con el terapeuta, y la cura consiste en elaborar la transferencia a fin de que el paciente pueda experimentar una feliz relación de amor, muy a menudo por primera vez. Análogamente, no es en modo alguno inapropiado que un terapeuta sienta amor por su paciente cuando éste se somete a la disciplina de la psicoterapia, coopera en el tratamiento, está dispuesto a aprender del terapeuta y comienza a crecer felizmente por obra de la relación. En muchos aspectos la psicoterapia intensiva es un proceso de nueva paternidad. No es más inapropiado que un terapeuta experimente sentimientos de amor por un paciente que un buen padre experimente sentimientos de amor por un hijo. Por el contrario, es esencial que el terapeuta ame al paciente para que la terapia alcance éxito, y si la terapia lo alcanza, la relación terapéutica se convertirá en una relación de mutuo amor. Es inevitable que el terapeuta experimente sentimientos amorosos que coinciden con el genuino amor que ha demostrado por el paciente. En su mayor parte, las enfermedades mentales están causadas por una falta o defecto de amor que un determinado niño necesitaba de sus padres para lograr una maduración apropiada y crecimiento espiritual. Es evidente, pues, que para que la psicoterapia lo cure, el paciente debe recibir del psicoterapeuta por lo menos una dosis del genuino amor de que ese paciente se vio privado. Si el psicoterapeuta no puede amar genuinamente al paciente no se producirá una verdadera cura. Por más títulos y experiencia que tengan los psicoterapeutas, si no son capaces de extenderse por obra del amor hasta sus pacientes, los resultados de su práctica psicoterapéutica serán por lo común insatisfactorios. Inversamente, un terapeuta lego con mínimo adiestramiento y sin título alguno pero que tenga una gran capacidad de amar logrará resultados psicoterapéuticos iguales a los de los mejores psiquiatras. Puesto que amor y sexo están tan estrechamente relacionados conviene mencionar aquí brevemente la cuestión de las relaciones sexuales entre los psicoterapeutas y sus pacientes, una cuestión de la que frecuentemente se ocupa la prensa. A causa de la naturaleza íntima y necesariamente amorosa de la relación psicoterapéutica es inevitable que tanto pacientes como terapeutas sientan fuerte atracción sexual. La fuerza de esa atracción puede ser enorme. Sospecho que quienes ejercen la psicoterapia y arrojan piedras al terapeuta que tuvo relaciones sexuales con una paciente pueden no ser ellos mismos terapeutas amorosos y por lo tanto pueden no comprender realmente la enormidad de las presiones del caso. Además, si alguna vez tuviera yo un caso sobre el cual llegara a la conclusión, después de maduro y cuidadoso examen, de que el crecimiento espiritual de mi paciente se vería sustancialmente promovido por nuestras relaciones sexuales, yo no vacilaría en practicarlas. Pero en mis quince años de práctica no tuve todavía un caso semejante y me resulta difícil imaginar que alguna vez pueda tenerlo. Ante todo, como ya dije, el papel del buen terapeuta es primariamente el de un buen padre, y los buenos padres no mantienen relaciones sexuales con sus hijos por varias razones muy terminantes. La misión de un padre es ser útil al hijo y no usar al hijo para su satisfacción personal. La misión de un terapeuta es ser útil a un paciente y no usarlo para satisfacer sus propias necesidades. La tarea de un padre es alentar al hijo por la senda de la independencia y la tarea de un terapeuta con su paciente es la misma. Es difícil ver cómo un terapeuta que mantiene relaciones sexuales con una paciente no la esté usando para satisfacer sus propias necesidades o ver cómo el terapeuta alentaría así a la paciente por la senda de la independencia. Muchos pacientes, especialmente los más seductores, mantienen apegos sexualizados con sus padres y esto ciertamente se opone a su libertad y crecimiento. Tanto la teoría como las pruebas no muy abundantes que poseemos sugieren que una relación sexual entre un terapeuta y una paciente de esta índole probablemente afiance los lazos de apego inmaduro de la paciente antes que aflojarlos. Aun cuando no se consume el acto sexual, es nocivo que el terapeuta “se enamore” de la paciente puesto que, según vimos, enamorarse entraña un derrumbe de las fronteras del yo y una disminución del sentido normal de separación entre los individuos.
El terapeuta que se enamora de una paciente no puede ser objetivo tocante a las necesidades de la paciente ni puede separar esas necesidades de las suyas propias. Por amor a sus pacientes los terapeutas no se permiten enamorarse de ellos. Como el genuino amor exige respeto por la identidad propia de la persona amada, el terapeuta genuinamente amoroso reconocerá y aceptará que el camino del paciente en la vida es y debe ser un camino diferente y separado del camino del terapeuta. Para muchos terapeutas esto significa que su propio camino y el de los pacientes nunca deberían cruzarse fuera de la hora terapéutica. Aunque respeto esta posición, por mí parte me parece excesivamente rígida. Si bien tuve una experiencia en la cual mi relación con una ex paciente pareció claramente perjudicial para ella, tuve varias otras experiencias en las que las relaciones sociales con ex pacientes resultaban beneficiosas tanto para ellas como para mí mismo. También tuve la suerte de analizar con éxito a varios amigos muy íntimos. Sin embargo, el contacto social con los pacientes fuera de la hora terapéutica, aun después de haber terminado formalmente el tratamiento, es una cuestión que deberá abordarse con grandes precauciones y riguroso autoexamen para establecer si el contacto satisface las necesidades del terapeuta y va en detrimento del paciente. Hemos dicho que la psicoterapia deberá ser (debe ser para alcanzar éxito) un proceso de genuino amor, ciertamente idea herética en los círculos psiquiátricos tradicionales. La otra cara de la misma moneda es en todo caso igualmente herética: si la psicoterapia entraña genuino amor, ¿es siempre terapéutico el amor? Si amamos genuinamente a nuestro cónyuge, a nuestros padres, a nuestros hijos, a nuestros amigos, si tendemos hacia ellos con miras a su crecimiento espiritual, ¿estaremos practicando así psicoterapia con ellos? Mi respuesta es: ciertamente. De vez en cuando en reuniones sociales alguien me dice: -Debe resultarle difícil, doctor Peck, separar su vida social de su vida profesional. Después de todo, uno no puede andar analizando continuamente a los miembros de su familia y a sus amigos. ¿No es así? Generalmente mi interlocutor está haciendo una observación ociosa y no tiene interés en obtener una contestación seria. Pero en ocasiones la situación me da la oportunidad de enseñar aquí y allá, de practicar psicoterapia en el momento; lo cual explica por qué ni siquiera intento separar mi vida profesional y mi vida personal. Si me doy cuenta de que mi mujer o mis hijos o mis padres o mis amigos padecen una ilusión o creen en una falsedad o ignoran algo o encuentran un impedimento innecesario, me siento obligado a extenderme hacia ellos para corregir la situación en la medida de lo posible, lo mismo hago con los pacientes que me pagan por mis servicios. ¿He de negar mis servicios, mi saber y mi amor a mi familia y a mis amigos porque no me contrataron ni me pagaron para que atendiera a sus necesidades psicológicas? De ninguna manera. ¿Cómo puedo ser un buen amigo, un padre, un marido o un hijo si no aprovecho las oportunidades que se me ofrecen para intentar, con las, técnicas que domino, enseñar a las personas que amo lo que sé y prestarles ayuda en su peregrinación de crecimiento espiritual? Además, espero los mismos servicios de parte de mis amigos y mi familia dentro de los límites de su capacidad. Aunque sus criticas a mi persona sean a veces ingenuas y no tan reflexivas como las de un adulto, aprendo muchas cosas de mis hijos. Mi mujer me guía así como yo la guío a ella. No llamaría amigos a mis amigos si no tuvieran la honestidad de manifestarme su desaprobación en ciertas cosas o su amoroso interés sobre la manera en que dirijo mi vida. ¿No puedo crecer más rápidamente con su ayuda que sin ella? Toda relación genuinamente amorosa es una relación de psicoterapia mutua. No siempre vi las cosas de este modo. En años pasados estimaba más la admiración de mi mujer que sus críticas y hacía todo lo posible para aumentar su dependencia. La imagen que me había forjado como marido y padre era la del proveedor: mi responsabilidad terminaba con llevar el pan al hogar. Deseaba que el hogar fuera un lugar acogedor y cómodo, no un lugar de desafío. En aquella época habría estado de acuerdo con la opinión de que es peligroso, inmoral y destructivo que un terapeuta practique su arte en sus amigos y en los miembros de su familia. Pero en mi caso esa idea estaba motivada tanto por pereza como por temor a abusar de mi profesión. Pues la psicoterapia, lo mismo que el amor, es trabajo y resulta más llevadero trabajar ocho horas por día que hacerlo durante dieciséis horas. También es más fácil amar a una persona que busca el saber de uno, que se molesta en visitarlo para obtener ayuda, que le paga a uno por su atención y cuyas exigencias están estrictamente limitadas a los cincuenta minutos cada vez, que amar a alguien que considera un derecho la atención que uno le preste, cuyas exigencias pueden no ser limitadas, que no lo considera a uno una autoridad y que no solicita las enseñanzas que uno pueda brindarle. Practicar la psicoterapia en casa o con amigos exige los mismos intensos esfuerzos y la misma autodisciplina
que el trabajo del consultorio, sólo que esa psicoterapia se realiza en condiciones mucho menos ideales; en una palabra, el trabajo realizado en casa exige aun más esfuerzos y amor. Espero, en consecuencia, que otros psicoterapeutas no tomen estas palabras como una exhortación a comenzar a practicar inmediatamente la psicoterapia con sus consortes e hijos. Si uno ha echado a andar por el camino del crecimiento espiritual, su capacidad de amar crece cada vez más. Pero siempre es limitada y uno ciertamente no debería intentar practicar la psicoterapia más allá de su capacidad de amor, puesto que la psicoterapia sin amor habrá de ser infructuosa y hasta nociva. Si alguien es capaz de amar durante seis horas por día debe contentarse por el momento con eso, pues su capacidad ya es mucho mayor que la de la mayoría de la gente; la jornada es larga y el acrecentamiento de la capacidad de amor requiere tiempo. Practicar psicoterapia con sus amigos y miembros de la familia y amarlos continuamente es un ideal, es una meta a la que podrá uno tender con esfuerzos, pero a la que no se llega instantáneamente. Como, según indiqué, los laicos pueden practicar con éxito la psicoterapia aunque carezcan de formación profunda, siempre que sean seres humanos genuinamente amorosos, las observaciones que acabo de hacer no se aplican sólo a los terapeutas profesionales; se aplican a todo el mundo. Ocasionalmente algunos pacientes me preguntan cuándo considero que quedará terminada la terapia y yo respondo: “Cuando usted mismo sea un buen terapeuta”. Esta respuesta resulta con frecuencia sumamente útil en terapia de grupo, en la cual los pacientes desde luego practican la psicoterapia los unos en los otros y en la que se les pueden señalar sus errores cuando no desempeñan bien su papel de psicoterapeutas. A muchos pacientes no les gusta esta respuesta y algunos hasta dicen: -Es demasiado trabajo. Hacer esto significa tener que pensar continuamente en mis relaciones con la gente. No deseo pensar tanto. No deseo trabajar tanto. Sólo deseo estar tranquilo. Algunos pacientes suelen responder de manera análoga cuando les hago notar que todas las interacciones humanas son oportunidades de aprender o de enseñar (de dar o recibir terapia) y que cuando no aprenden ni enseñan en una interacción están desperdiciando una oportunidad. La mayor parte de la gente está en lo cierto cuando dice que no desea alcanzar metas tan elevadas ni trabajar tanto en la vida. La mayoría de los pacientes, aun cuando sean tratados por los terapeutas más hábiles y llenos de amor, terminan su terapia antes de haber realizado por completo sus potencialidades. Recorren una breve distancia o hasta una buena distancia de peregrinación del crecimiento espiritual, pero hacer toda la jornada no es cosa para ellos. Eso les parece demasiado difícil. Se contentan con ser hombres y mujeres corrientes y no aspiran a ser semejantes a Dios.
El misterio del amor Comenzamos a tratar este tema muchas páginas atrás cuando observamos que el amor es un asunto misterioso y hasta ahora hemos pasado por alto ese misterio. Hemos dado respuesta a todas las preguntas formuladas hasta aquí. Pero hay otras cuestiones a las que no resulta fácil dar respuesta. Una serie de esas cuestiones se desprende lógicamente del material que hemos estado discutiendo. Por ejemplo, hemos aclarado que la autodisciplina se desarrolla partiendo del fundamento del amor. Pero esto deja sin respuesta la cuestión de saber de dónde procede el amor. Y si formulamos esa cuestión debemos también preguntar cuáles son las causas de la ausencia de amor. También hemos dicho que la ausencia de amor es la causa principal de enfermedades mentales y que en consecuencia la presencia del amor es el elemento curativo esencial en psicoterapia. Si ello es así, ¿cómo se explica que algunos pocos individuos, nacidos y criados en un ambiente de desamor, de descuido y de brutalidad, se las compongan para trascender su niñez, a veces incluso sin la amorosa ayuda de la psicoterapia, y lleguen a ser personas maduras, saludables y acaso hasta santos? Inversamente, ¿cómo se explica que algunos pacientes, aparentemente no más enfermos que otros, dejen de responder parcial o totalmente al tratamiento psicoterapéutico aplicado por el más sabio y amoroso terapeuta? En la sección final, que trata sobre la gracia, intentamos dar respuesta a esta serie de cuestiones. El intento no satisfará por completo a nadie, ni siquiera a mí mismo, pero espero que arroje cierta luz sobre la cuestión.
Hay otra serie de cuestiones que tienen que ver con asuntos que deliberadamente hemos omitido al tratar el amor. Cuando mi amada se encuentra ante mí por primera vez desnuda y se ofrece a mi vista, me recorre todo el ser un hondo sentimiento que es el pavor. ¿Por qué? Si el sexo no es más que un instinto, ¿por qué no habría de sentirme sólo excitado o ávido? La simple excitación bastaría para asegurar la propagación de la especie. ¿Por qué pavor? ¿Por qué habría de complicarse el sexo con un sentimiento de reverenda? Y, ¿qué es lo que determina la belleza? Dije que el objeto de genuino amor debe ser una persona, pues sólo las personas tienen espíritu capaz de crecimiento. Pero, ¿qué decir de la más delicada creación de un imaginero? ¿O de las esculturas de madonas medievales? ¿O de la estatua de bronce del auriga griego de Delfos? ¿No amaron sus creadores estos objetos inanimados y su belleza no está de algún modo relacionada con el amor de sus creadores? ¿Y qué decir de la belleza de la naturaleza a la que a veces damos el nombre de “creación”? ¿Y por qué ante la presencia de la belleza tenemos tan a menudo la extraña, paradójica reacción de la tristeza o las lágrimas? ¿Por qué cierta música o canción cantada de cierta manera nos conmueve tanto? ¿Y por qué se me llenan los ojos de lágrimas cuando mi hijo de seis años, que acaba de regresar del hospital después de haber sufrido una amigdalotomía, se acerca adonde yo estoy acostado y fatigado en el suelo y comienza a acariciarme suavemente la espalda? Por cierto, hay dimensiones del amor que no hemos tratado y que son muy difíciles de comprender. No creo que las cuestiones planteadas por estos aspectos (y muchos más) puedan ser respondidas por la sociobiología. La psicología con sus conocimientos de las fronteras del yo puede ayudar un poco... pero sólo un poco. Quienes conocen más sobre estas cosas son los religiosos que estudian el misterio. Debemos volvernos a ellos y al tema de la religión si pretendemos alcanzar algún atisbo de comprensión en estos asuntos. El resto de este libro versará sobre ciertas facetas de la religión. En la sección siguiente se discutirá de manera muy limitada la relación entre procesos de crecimiento y religión. Y la última sección se concentrará en el fenómeno de la gracia y el papel que ella desempeña en este proceso. El concepto de gracia fue familiar a la religión durante milenios, pero es ajeno a la ciencia, incluso a la psicología. Ello no obstante, creo que la comprensión del fenómeno de la gracia es esencial para comprender el proceso de crecimiento de los seres humanos. Espero que lo que sigue represente una contribución al lento proceso de acercamiento de la religión y la ciencia de la psicología.
SECCION III – CRECIMIENTO Y RELIGION Visiones del mundo y religión A medida que los seres humanos acrecientan su disciplina, su amor y su experiencia de la vida, naturalmente también aumenta su comprensión del mundo y del puesto que ocupan en él. Por otro lado, si una persona no crece en cuanto a disciplina amor y experiencia vital su comprensión tampoco crece. En consecuencia, entre los miembros del género humano existe una extraordinaria variación en cuanto a la extensión y refinamiento de nuestra concepción de la vida. Esta concepción es nuestra religión. Como todo el mundo tiene alguna concepción -alguna visión del mundo, por limitada o primitiva o inexacta que sea- todo el mundo tiene una religión. Este hecho, no muy reconocido, es sin embargo de máxima importancia: todos tenemos una religión. Creo que tenemos la tendencia a definir la religión de un modo demasiado estrecho. Tendemos a pensar que la religión debe comprender una creencia en Dios o alguna práctica ritual o algún grupo de cultos. Solemos decir de quien no asiste a la iglesia ni cree en un ser superior: “esa persona no es religiosa”. Hasta he oído decir a hombres cultos cosas tales como “el budismo no es realmente una religión” o “los unitarios excluyeron la religión de su credo” o “el misticismo es más una filosofía que una religión”. Tendemos a concebir la religión como algo monolítico y entonces, con este concepto simplista, nos desconcierta ver cómo dos personas muy diferentes puedan llamarse cristianas. O judías. O cómo un ateo puede tener un sentido de la moral cristiana más elevado que el de un católico que asiste rutinariamente a misa. Al supervisar a otros psicoterapeutas compruebo generalmente que prestan muy poca atención a la manera en que sus pacientes ven el mundo. Hay varias razones que explican esto. Una de ellas es la idea de que si los pacientes no se consideran religiosos por no creer en Dios o por no ser miembros de alguna iglesia les falta la religión que otros tienen y que, por lo tanto, la cuestión no merece más examen. Pero lo cierto es que todos tenemos una serie explícita o implícita de ideas y creencias sobre la naturaleza esencial del mundo. ¿Consideran los pacientes el universo como algo fundamentalmente caótico y sin sentido de suerte que lo único sensato es obtener de él cualquier placer que pueda ofrecernos? ¿Ven el mundo como un lugar de lucha a muerte en el que la crueldad es esencial para sobrevivir? ¿O lo ven como una especie de lugar placentero en el que siempre se encontrará algo bueno y en el que no hay necesidad de incomodarse mucho por el futuro? ¿O como un lugar que debe darnos sustento, cualquiera sea la conducta que tengamos? ¿O como un universo de rígidas leyes en el que serán castigados y del cual serán expulsados si se apartan ligeramente siquiera de la línea trazada? La gente tiene toda clase de concepciones diferentes del mundo. Tarde o temprano, en el curso de la psicoterapia, los terapeutas llegan a reconocer las visiones del mundo que tienen los pacientes, pero si el terapeuta se propone buscar la cosmovisión de su paciente la reconocerá más pronto. Y es esencial que el terapeuta llegue a este conocimiento pues la concepción del mundo de los pacientes es siempre una parte esencial de sus problemas y a veces es necesaria una corrección de su cosmovisión para lograr la cura. Por eso, siempre les digo a quienes superviso: “Establezcan cuál es la religión de sus pacientes, aunque ellos digan que no tienen ninguna”. Generalmente la religión o cosmovisión de una persona es en el mejor de los casos sólo a medias consciente. A menudo los pacientes no saben cómo conciben el mundo y a veces hasta piensan que tienen cierta religión cuando en realidad creen algo completamente diferente. Stewart, un ingeniero industrial de éxito, vino a yerme con una grave depresión a los cincuenta y cinco años. A pesar de sus éxitos en el trabajo y a pesar de haber sido un marido ejemplar y un buen padre, se sentía malo e insignificante. -El mundo sería un lugar mejor si yo me muriera- me declaró. Y lo decía formalmente. Stewart había intentado suicidarse seriamente dos veces. Ninguna consideración realista podía borrar la irrealidad de la imagen despreciable de sí mismo que se habla forjado. Además de los habituales síntomas de una depresión grave, como insomnio y agitación, Stewart también tenía gran dificultad para tragar alimentos. -No se trata sólo de que los alimentos tienen mal gusto- dijo. -Eso también lo siento. Pero es como si tuviera una hoja de acero metida en la garganta, de modo que solo los líquidos pueden pasar por ella.
Ni los rayos X ni otras pruebas revelaron una causa física de esa dificultad. Stewart no se andaba con rodeos en cuanto a la religión. -Lisa y llanamente soy un ateo- declaró. -Soy un científico. Las únicas cosas en que creo son aquellas que se pueden ver y tocar. Tal vez fuera mejor que tuviera un poco de fe en un Dios dulce y amoroso, pero francamente no me puedo tragar semejante creencia. Cuando era niño tenía la cabeza atiborrada de esas cosas, ahora felizmente me he librado de ellas. Stewart se había criado en una pequeña comunidad del Medio Oeste; era hijo de un rígido predicador fundamentalista y de una mujer igualmente rígida y fundamentalista. Había abandonado el hogar y la Iglesia en la primera oportunidad que se le ofreció. Varios meses después de haber iniciado el tratamiento, Stewart contó el breve sueño siguiente: -Me encontraba de nuevo en la casa de mi niñez, en Minnesota. Era como si todavía estuviera viviendo allí, como cuando era niño, sin embargo también sabía que tenía la edad que ahora tengo. Era por la noche. Un hombre había entrado en la casa. Iba a degollarnos. Nunca había visto antes a ese hombre pero, por extraño que parezca, sabia quién era: el padre de una chica con la que había tenido un par de citas en el colegio. Eso fue todo. No hubo una conclusión de la escena. Me desperté asustado y sabiendo que aquel hombre quería degollamos. Le pedí a Stewart que me dijera todo lo que supiera de ese hombre de su sueno. -No puedo decirle realmente nada- manifestó. -Nunca conocí a ese hombre. Sólo me cité con su hija un par de veces y en realidad no se trataba de citas, únicamente la acompañé hasta la puerta de su casa después de las reuniones de un grupo de jóvenes de la Iglesia. Una vez logré robarle un beso en la oscuridad detrás de unos arbustos y durante uno de esos paseos -aquí Stewart lanzó una risita nerviosa y prosiguió- en mi sueño tenía la sensación de que no había visto nunca a su padre, aunque sabía quién era. A decir verdad, en la vida real lo vi, aunque a distancia. Era el jefe de la estación de nuestra pequeña ciudad. Ocasionalmente lo veía cuando me llegaba a la estación para mirar los trenes que pasaban en las tardes estivales. De pronto se me ocurrió algo. Yo también cuando era niño pasaba las perezosas tardes de verano mirando correr los trenes. La estación del tren era el lugar donde se desarrollaba la acción y el jefe de la estación era el director de la acción. Ese hombre conocía los distantes lugares desde los que los grandes trenes llegaban a tocar nuestra pequeña ciudad y los remotos lugares hacia los cuales se dirigían. El hombre sabía cuáles trenes se detendrían y cuáles continuarían su marcha rugiendo y haciendo temblar la tierra. Manejaba los botones, las señales, recibía el correo y lo despachaba. Y cuando no estaba haciendo esas cosas maravillosas, hacía algo más maravilloso aún sentado en su oficina: tocaba una mágica tecla y valiéndose de un lenguaje misteriosamente rítmico, enviaba mensajes a todo el mundo. -Stewart- le dije, -usted me dijo que era ateo y yo le creo. Hay una parte de su espíritu que cree que no hay Dios. Pero estoy comenzando a sospechar que otra parte de su espíritu cree en Dios. Un dios peligroso, un dios degollador. Mi sospecha resultó cierta. Poco a poco, a medida que avanzábamos en nuestro trabajo conjunto, a regañadientes y ofreciendo resistencia, Stewart comenzó a reconocer que anidaba en él un credo extraño y feo: más allá de su ateísmo, suponía que el mundo estaba controlado y dirigido por una fuerza malévola, una fuerza que no sólo podía degollarlo, sino que estaba ansiosa por hacerlo, ansiosa de castigarlo por sus transgresiones. Lentamente comenzamos a considerar sus transgresiones”, casi todas incidentes sexuales sin importancia simbolizados por aquel “beso robado” a la hija del jefe de la estación. Por fin, se hizo evidente que (entre otras razones de su depresión) Stewart estaba haciendo penitencia y en sentido figurado se estaba cortando el cuello con la esperanza de que al hacerlo pudiera impedir que Dios se lo cortara literalmente. ¿De dónde procedía esta idea que se había forjado Stewart de un Dios perverso y un mundo malévolo? ¿Cómo se desarrollan las religiones de la gente? ¿Qué determina que una persona tenga una visión del mundo particular? Existen múltiples y complejos factores determinantes, pero en este libro no podemos examinar la cuestión en profundidad. Sin embargo el factor más importante en la formación de las creencias religiosas de la gente es evidentemente su cultura. Si somos europeos es probable que creamos que Cristo era un hombre blanco y si somos africanos que era un hombre negro. Si uno es un indio nacido y criado en Benarés o Bombay es probable que se haga hindú y
tenga lo que se ha llamado una concepción pesimista de la vida. Si uno es un norteamericano nacido y criado en Indiana es más probable que llegue a ser cristiano antes que hindú y que tenga una concepción del mundo algo más optimista. Tendemos a creer lo que cree la gente que nos rodea y a aceptar como verdad lo que esa gente nos dice sobre la naturaleza del mundo cuando la escuchamos durante nuestros años de formación. Pero menos evidente (salvo para los psicoterapeutas) es el hecho de que la parte más importante de nuestra cultura está representada por nuestra familia. La cultura más importante en la que nos desarrollamos es la cultura de nuestra familia, de suerte que nuestros padres son “portadores de esa cultura”. Además, el aspecto más significativo de dicha cultura es, no lo que nuestros padres nos dicen sobre Dios y la naturaleza de las cosas, sino más bien lo que hacen, su modo de comportarse el uno con el otro, con nuestros hermanos y sobre todo con nosotros. En otras palabras, lo que aprendemos sobre la naturaleza del mundo cuando crecemos está determinado por la naturaleza de nuestras experiencias en el microcosmos de la familia. Lo que determina nuestra cosmovisión no es tanto lo que nuestros padres nos dicen como el mundo único que crean para nosotros en virtud de su conducta. -Convengo en que tengo esa idea de un Dios degollador- dijo Stewart-, -pero ¿de dónde me vino? Mis padres ciertamente creían en Dios, hablaban incesantemente de Dios… pero el suyo era un Dios de amor. Jesús nos ama. Dios nos ama. Nosotros amamos a Dios y a Jesús. Amor, amor, amor. Así lo repetían constantemente. -¿Tuvo usted una niñez feliz?- le pregunté. Stewart se me quedó mirando y exclamó: -Deje de hacerse el tonto, usted sabe muy bien que no fue feliz. Usted sabe que fue desdichada. -¿Por qué? -También usted lo sabe. Usted sabe como fue mi niñez. Me aporreaban por cualquier cosa. Usaban lo que más cerca tenían: cinturones, palos, escobas, cepillos, cualquier cosa que tuvieran a mano. No había cosa que yo hiciera que no mereciera una paliza. Una paliza diaria mantiene al médico lejos y hace que uno llegue a ser un buen cristiano. -¿Intentaron alguna vez degollarlo? -No, pero estoy seguro de que lo habrían hecho si yo no hubiera tenido cuidado. Sobrevino un largo momento de silencio. El rostro de Stewart revelaba profunda depresión. Por fin dijo: -Estoy comenzando a comprender. Stewart no era la única persona que creía en lo que yo he llegado a llamar el “Dios Monstruo”. Había tenido una serie de pacientes con conceptos de Dios similares y con ideas también aterradoras acerca de la naturaleza de la existencia. Lo que sorprende es que ese Dios monstruo no sea más común en las mentes de los hombres. En la primera sección de este libro se hizo notar que cuando somos niños nuestros padres son figuras semejantes a dioses a nuestros ojos infantiles y que el modo en que ellos hacen las cosas parece ser el modo en que deben hacerse las cosas en el universo. Nuestra primera (y a menudo nuestra única) idea de la naturaleza de Dios es una simple extrapolación de la naturaleza de nuestros padres, una simple mezcla de los caracteres de nuestras madres y padres o de sus sustitutos. Si tenemos padres amorosos, indulgentes, es probable que creamos en un Dios de amor y de perdón y en nuestra concepción adulta del mundo éste nos parecerá un lugar ameno como lo fue en nuestra niñez. Si nuestros padres fueron duros y punitivos es probable que nos desarrollemos forjando un concepto de un Dios monstruo, duro y punitivo. Y si los padres no nos brindaron cuidados, es probable que concibamos el universo como un lugar de desamparo.23 23
Frecuentemente (aunque no siempre) la esencia de la niñez de un paciente y, por lo tanto, la esencia de su cosmovisión se capta en el “primer recuerdo”. Por eso a menudo digo a mis pacientes: “Cuénteme el primer recuerdo que tenga.” Ellos podrán asegurar que no pueden hacerlo, que tienen muchos recuerdos tempranos. Pero cuando los fuerzo para que elijan uno, la respuesta puede variar desde “Bueno, recuerdo a mi madre que me alzaba y me llevaba afuera en sus brazos para mostrarme una hermosa puesta de sol” hasta “Me recuerdo sentado en el suelo de la cocina. Me había
El hecho de que nuestra religión o nuestra cosmovisión esté inicialmente determinada en gran medida por nuestras experiencias únicas de la niñez nos lleva a considerar un problema central: la relación entre religión y realidad. Trátase del problema del microcosmo y el macrocosmo. La cosmovisión que tenía Stewart del mundo se lo representaba como un lugar peligroso en el que lo degollarían si no ponía mucho cuidado. Y esta visión era perfectamente realista ateniendo al microcosmo de la niñez pasada en el hogar; había vivido bajo el dominio de dos adultos malignos. Pero no todos los padres son malignos, ni todos los adultos lo son. En el mundo mayor, en el macrocosmo, hay muy diferentes clases de padres, de gentes, de sociedades y de culturas. Para desarrollar en nosotros una religión o una cosmovisión que sea realista -es decir que convenga a la realidad del cosmos y al papel que desempeñamos en él, en la medida en que conozcamos esa realidad- debemos revisar constantemente nuestros conocimientos y ampliarlos a fin de dar cabida a nuevos conocimientos del mundo. Debemos ampliar constantemente nuestro marco de referencias. Nos estamos refiriendo aquí a las cuestiones de trazar mapas y de la transferencia, que tratamos bastante extensamente en la primera sección del libro. El mapa de la realidad que se había trazado Stewart era exacto en lo tocante al microcosmo de su familia, pero Stewart había transferido inapropiadamente ese mapa a un mundo mayor en el cual el mapa resultaba muy incompleto y por lo tanto era defectuoso. En alguna medida, la religión de la mayor parte de los adultos es el producto de una transferencia. La mayoría de nosotros obra partiendo de un marco de referencias más estrecho que aquel de que somos capaces, pues no hemos trascendido las influencias de nuestra cultura particular, no hemos trascendido nuestras particulares experiencias de nuestros padres y de nuestra niñez. No ha de asombrarnos pues que el mundo de la humanidad esté tan plagado de conflictos. Estamos en una situación en la cual los seres humanos que deben tratarse unos a otros tienen concepciones enormemente diferentes sobre la naturaleza de la humanidad aunque cada cual cree que la suya propia es la correcta puesto que se basa en el microcosmo de su experiencia personal. Y para empeorar las cosas, los más de nosotros no tenemos siquiera plena conciencia de nuestras propias cosmovisiones y mucho menos del carácter único de la experiencia de que de ellas derivan. Bryant Wedge, un psiquiatra especializado en el campo de las relaciones internacionales, al estudiar las negociaciones entre los Estados Unidos y la Unión Soviética logró señalar una serie de supuestos básicos sobre la naturaleza de los seres humanos, de la sociedad y del mundo en que se apoyaban los norteamericanos, supuestos que diferían radicalmente de los supuestos de los rusos. Tales supuestos dictaban la conducta negociadora de ambas partes. Sin embargo, ninguna de ellas se daba cuenta de sus propios supuestos o de que la otra parte estaba trabajando de conformidad con una serie diferente de supuestos. El inevitable resultado era el de que la conducta negociadora de los rusos parecía insensata o deliberadamente perversa a los norteamericanos en tanto que el modo de obrar de éstos parecía a los rusos igualmente insensato o perverso.24 Somos verdaderamente como aquellos tres ciegos proverbiales, cada uno de los cuales estaba en contacto sólo con una determinada parte del elefante y pretendía empero conocer la naturaleza de todo el animal. A sí nosotros disputamos por nuestras diferentes cosmovisiones, y todas nuestras guerras son guerras santas. La religión de la ciencia El crecimiento espiritual es una peregrinación desde el microcosmo a un macrocosmo cada vez mayor. En sus primeras fases (de las que se ocupa este libro), es una peregrinación de conocimiento mojado los pañales y veía a mi madre de pie agitando un gran cucharán en el aire mientras me gritaba”. Es probable que estos primeros recuerdos, lo mismo que el fenómeno de los recuerdos encubridores, sean recordados precisamente porque simbolizan exactamente la naturaleza de la primera infancia de una persona. No resulta sorprendente pues que la modalidad de esos primeros recuerdos sea con frecuencia la misma que tienen los más profundos sentimientos de un paciente respecto de la naturaleza de la existencia. 24
Bryant Wedge y Cyril Morumcew, “Psychological Factors in Soviet Disarmament Negotiation”, Journal of Conflict Resolution, 9, no. 1 (Marzo 1965), 18-36 (Véase también Bryant Wedge, “A Note on Soviet-American Negotiation,” Proceedings of the Emergency Conference on Hostility, Aggresion, and War, American Association for Social Psychiatry, Nov. 17-18, 1961).
y no de fe. Para escapamos del microcosmo de nuestras anteriores experiencias y para librarnos de transferencias es necesario que aprendamos. Debemos ampliar continuamente nuestra esfera de conocimientos y nuestro campo de visión ingiriendo y asimilando nueva información. El proceso de expansión de los conocimientos fue un tema principal de este libro. Se recordará que en la sección anterior definimos el amor como una extensión -es decir, una expansión- de nosotros mismos e hicimos notar que entre los riesgos que supone el amor está el de aventurarse a lo desconocido de nuevas experiencias. Y al final de la primera sección, que versaba sobre la disciplina, también se hizo notar que aprender algo nuevo, exige abandonar el antiguo modo de ser y eliminar conocimientos ya gastados. Para desarrollar una visión más amplia debemos estar dispuestos a abandonar, a dar muerte a nuestra visión más estrecha. A corto plazo es más cómodo no hacerlo, es más cómodo permanecer donde estemos, continuar usando el mismo mapa microcósmico para evitar el sufrimiento que supone la muerte de ideas antes atesoradas. Pero el camino del crecimiento espiritual tiene una dirección opuesta. Comenzamos por destruir aquello en lo que ya creemos; buscamos activamente lo que parece amenazador y no familiar, ponemos deliberadamente en tela de juicio la validez de lo que antes se nos enseñó y que nos era querido. La senda que conduce a la santa beatitud supone ponerlo todo en tela de juicio. En un sentido muy real, comenzamos con una actitud científica. Comenzamos reemplazando la religión de nuestros padres por la religión de la ciencia. Debemos rebelarnos contra la religión de nuestros padres y rechazarla, pues inevitablemente la cosmovisión de ellos es más estrecha que aquella de que somos capaces nosotros, si aprovechamos plenamente toda nuestra experiencia personal, que incluye la experiencia de la edad adulta y la experiencia de una generación más de historia humana. No existe una buena religión ya hecha. Nuestra religión, para ser vital, para ser vital, para ser lo mejor de que somos capaces, debe ser una religión enteramente personal, forjada por el fuego de nuestros cuestionamientos y dudas en el crisol de nuestra propia experiencia de la realidad. Como dijo el teólogo Alan Jones:
Uno de nuestros problemas consiste en que pocos somos los que desarrollamos una vida distintivamente personal. Todo cuanto nos atañe parece de segunda mano, hasta nuestras emociones. En muchos casos tenemos que contar con información de oídas para vivir. Acepto la palabra de un médico, de un científico, de un granjero, y confío en ella. No me gusta hacerlo, pero debo confiar porque ellos poseen conocimientos vitales de la vida que yo ignoro. La información por conducto indirecto sobre el estado de mis riñones, sobre los efectos del colesterol y sobre la cría de aves debe bastarme. Pero cuando se trata de cuestiones de significación, finalidad y muerte la información de segunda mano no basta. No puedo vivir con una fe de segunda mano en un Dios de segunda mano. Si pretendo estar vivo tiene que ser una palabra personal, una confrontación única.25 De manera que para asegurar nuestra salud mental y nuestro crecimiento espiritual debemos desarrollar nuestra propia religión personal y no apoyarnos en la de nuestros padres. Pero ¿qué significa eso de “religión de la ciencia”? La ciencia es una religión porque constituye una cosmovisión de considerable complejidad con una serie de principios importantes. Los principales de esos principios son los siguientes: el universo es real y por lo tanto es un objeto válido de examen; tiene valor el hecho de que los seres humanos examinen el universo; el universo tiene sentido, es decir, obedece a ciertas leyes y es predecible; sólo que los seres humanos son menguados examinadores, sujetos a supersticiones, predisposiciones, prejuicios y a una profunda tendencia a ver lo que desean ver antes que lo que realmente es; por consiguiente, para examinar y comprender con exactitud es necesario que los seres humanos se sometan a la disciplina del método científico. La esencia de esa disciplina es la experiencia, de suerte que no podemos considerar que sabemos algo a menos de haberlo experimentado efectivamente; si bien la disciplina del método científico comienza con la experiencia, la experiencia misma no es digna de confianza; para que podamos confiar en ella, la experiencia ha de poder repetirse, generalmente en la forma de un experimento; además, la experiencia debe ser verificable, es decir, otras personas deben tener la misma experiencia en las mismas circunstancias. Las palabras claves son “realidad”, “examen”, “conocimiento”, “desconfiar”, “experiencia”, “disciplina”. Estas son palabras que hemos estado empleando en toda nuestra exposición. La ciencia 25
Journey Into Christ, Nueva York (Seabury Press) 1977 págs. 91-92.
es una religión de escepticismo. Para escapar del microcosmo de nuestra experiencia infantil, del microcosmo de nuestra cultura particular y de sus dogmas, de las verdades a medias que nuestros padres nos dijeron, es esencial que seamos escépticos sobre lo que hemos aprendido hasta el momento. Es esa actitud científica la que nos permite transformar nuestra experiencia personal del microcosmo en una experiencia personal del macrocosmo. Debemos comenzar por hacernos científicos. Muchos pacientes que ya han asumido esta posición suelen decirme: -Yo no soy religioso. No voy a la iglesia, ya no creo gran cosa en lo que dice la iglesia y me dijeron mis padres. No tengo la fe de mis padres. Supongo que no soy muy espiritual. A menudo se sobresaltan cuando yo pongo en tela de juicio esa creencia de que no son espirituales y suelo decirles: -Usted tiene una religión, una religión bastante profunda, usted rinde culto a la verdad. Cree en la posibilidad de su crecimiento y mejora, en la posibilidad del progreso espiritual. En aras de su religión usted está dispuesto a sufrir los sinsabores del cuestionamiento y a olvidar lo que ha aprendido. Usted se arriesga a someterse a tratamiento y todo lo hace por su religión. No estoy del todo seguro de que sea exacto afirmar que usted es menos espiritual que sus padres; por el contrario, sospecho que usted evolucionó espiritualmente más allá, que su espiritualidad es mayor que la de ellos, la cual es insuficiente para darle el coraje de cuestionar. Algo que indica que la ciencia, como religión, representa una mejora, un perfeccionamiento evolutivo respecto de otras concepciones del mundo, es su carácter internacional. Hablamos de la comunidad científica mundial, la cual se está aproximando a constituir una verdadera comunidad, a convenirse en una comunidad considerablemente más unida que la Iglesia Católica, la cual es lo que más se acerca probablemente a una verdadera fraternidad internacional. Los hombres de ciencia de todos los países se comunican entre sí mucho mejor que la mayoría del resto de nosotros. Hasta cierto punto lograron trascender el microcosmo de su cultura y en cierta manera se están convirtiendo en sabios. Pero sólo hasta cierto punto. Si bien creo que la cosmovisión escéptica del hombre de espíritu científico representa una evidente mejora respecto de la visión del mundo basada en la ciega fe y la superstición local, también creo que la mayoría de los hombres con espíritu científico apenas comenzaron la peregrinación del crecimiento espiritual. Creo que la concepción que tiene la mayor parte de la gente de espíritu científico sobre la realidad de Dios es casi tan parroquial como la de los simples campesinos que siguen ciegamente el credo de sus padres. Los hombres de ciencia encuentran gran dificultad en afrontar la realidad de Dios. Cuando desde nuestra posición refinadamente escéptica consideramos el fenómeno de la creencia en Dios, no nos sentimos impresionados. Vemos el dogmatismo y los procedimientos del dogmatismo, vemos guerras de religión, inquisiciones y persecuciones; vemos hipocresía: hombres que profesan la fraternidad y que matan a sus semejantes en nombre de la fe, que se llenan los bolsillos a expensas de otros y que practican toda suerte de brutalidades. Vemos una desconcertante multiplicidad de ritos e imágenes sin consenso alguno: esta divinidad es una mujer con seis brazos y seis piernas; ésa es un hombre sentado en un trono; aquella otra es un elefante; y esa otra la esencia de la nada; vemos panteones, dioses domésticos, trinidades, unidades. Y en todo esto vemos ignorancia, superstición, rigidez. Resulta tentador pensar que la humanidad podría encontrarse mejor sin la creencia en un Dios. Parecería razonable llegar a la conclusión de que Dios es una ilusión del espíritu humano -una ilusión destructiva- y que la creencia en Dios es una forma común de psicopatía humana que debería ser curada. De modo que debemos preguntamos: ¿Es una enfermedad la creencia en Dios? ¿Es una manifestación de transferencia, un concepto de nuestros padres, derivado del microcosmo e inapropiadamente proyectada al macrocosmo? O, para expresarlo de otra manera, ¿es semejante creencia una forma de pensamiento primitivo o infantil que deberíamos superar con la edad a medida que vamos en busca de niveles superiores de conciencia y madurez? Si pretendemos dar una respuesta científica a estas preguntas es esencial que nos volvamos a la realidad de los datos clínicos. ¿Qué ocurre con la creencia en Dios cuando uno crece en virtud del proceso psicoterapéutico?
El caso de Kathy Kathy fue la persona más aterrorizada que yo haya conocido. Cuando entré en su habitación por primera vez ella estaba sentada en el suelo, en un rincón, entonando algo que parecía un cántico. Levantó los ojos y me miró mientras yo permanecía junto a la puerta; los ojos se le agrandaron de terror. Se puso a gemir y empujó violentamente su cuerpo contra las paredes del rincón como si quisiera pasar a través de ellas. Entonces le dije: -Kathy, yo soy un psiquiatra y no voy a hacerle daño. Tomé una silla, me senté a cierta distancia de la paciente y esperé. Durante otro minuto, Kathy continuó empujando su cuerpo contra el rincón. Luego comenzó a distenderse, pero sólo para comenzar a llorar inconsolablemente. Al cabo de un rato dejó de llorar y comenzó de nuevo a cantar para sí misma. Le pregunté qué la atormentaba. -Me voy a morir- soltó abruptamente casi sin interrumpir la cadencia de su canto. No me dijo nada más y continuó cantando. Más o menos cada cinco minutos se detenía, aparentemente agotada, sollozaba un rato y luego reanudaba su canto. A cualquier pregunta que le hacía ella respondía sólo con: -Me voy a morir. Pero en ningún momento interrumpía el ritmo del canturreo; pensaba tal vez que podría impedir su muerte con ese canto y que por eso no podía permitirse descansar ni dormir. El marido, Howard, un joven policía, me informó sobre los hechos mínimos. Kathy tenía veinte años. Se había casado dos años atrás. No hubo problemas en el matrimonio. Kathy estaba muy apegada a sus padres, pero nunca había tenido antes una dificultad psiquiátrica. La situación actual había sido una completa sorpresa. Aquella mañana se había mostrado perfectamente bien. Había llevado al marido en automóvil a su trabajo. Dos horas después la hermana de Howard lo había llamado. Había ido a visitar a Kathy y la había encontrado en ese estado. La llevaron inmediatamente al hospital. En los últimos tiempos no había estado actuando de manera extraña. Salvo tal vez en un punto. Hacía alrededor de cuatro meses que parecía temerosa de frecuentar lugares públicos. Para ayudarla, Howard había estado haciendo todas las compras en el supermercado mientras ella aguardaba en el automóvil. Pero Kathy también parecía tener miedo de quedarse sola. Rezaba mucho… pero eso era algo que siempre había hecho desde que él la conocía. La familia de Kathy era muy religiosa. La madre asistía a misa por lo menos dos veces a la semana. Lo curioso era que Kathy había dejado de ir a misa apenas se casaron. Lo había hecho en atención a él, pero continuaba rezando mucho. ¿Su salud física? Oh, era excelente. Nunca había sido internada en un hospital. Se había desmayado una vez en una boda años atrás. ¿Anticonceptivos? Kathy tomaba la píldora. Alrededor de un mes atrás le había dicho al marido que dejaría de tomar la píldora pues había leído que era peligrosa o algo por el estilo. Él no le había prestado gran atención. Di a Kathy fuertes dosis de tranquilizadores y sedantes para que pudiera dormir por las noches; sin embargo, en los dos días siguientes, su conducta no sufrió cambio alguno: incesante canturreo e incapacidad para comunicar cualquier cosa que no fuera su muerte inminente y su irresistible terror. Por último, en el cuarto día, le di una inyección endovenosa de amital sódico. -Esta inyección la pondrá soñolienta, Kathy- le dije, -pero no se quedará dormida. Ni se morirá. La inyección hará que usted pueda dejar de cantar. Se sentirá muy relajada y podrá hablar conmigo. Quiero que usted me diga lo que ocurrió aquella mañana en que vino al hospital. -No ocurrió nada- me respondió Kathy. -¿Llevó usted a su marido al trabajo? -Sí. Y luego me fui en el automóvil a casa. Entonces supe que iba a morirme. -¿Volvió a su casa igual que todas las mañanas después de haber conducido a su marido al trabajo? Kathy comenzó a cantar de nuevo. -Deje de cantar, Kathy- le ordené. -Usted está aquí en completa seguridad. Se siente muy distendida. Pero aquella mañana ocurrió algo diferente de lo habitual y usted va a decirme qué fue.
-Tomé un camino diferente. -¿Por qué lo hizo? -Tomé el camino que pasa por la casa de Bill. -¿Quién es Bill?- le pregunté. Kathy comenzó a cantar una vez más. -¿Bill es un amigo de usted? -Sí, era mi amigo antes de que me casara. -Usted echa mucho de menos a Bill, ¿no es cierto? Kathy sollozó y exclamó: -Oh, Dios mío, me voy a morir. -¿Vio a Buí aquel día? -No. -Pero usted deseaba verlo. -Me voy a morir- replicó Kathy. -¿Tiene usted la impresión de que Dios la ha de castigar por desear ver a Bill de nuevo? -Sí. -¿Por eso cree usted que va a morirse? -Sí. Una vez más Kathy se puso a cantar. Dejé que lo hiciera durante diez minutos mientras yo reflexionaba. Por fin le dije: -Kathy, usted cree que va a morirse porque cree que conoce los pensamientos de Dios. Pero está equivocada porque usted no conoce los pensamientos de Dios. Todo cuanto sabe lo que le dijeron sobre Dios y buena parte de lo que le han dicho sobre Dios es falso. Yo no sé todo lo que se refiere a Dios, pero, sé más que usted y más que las personas que le hablaron de Dios. Por ejemplo, todos los días veo a hombres y mujeres, como usted misma, que desean ser infieles, y algunas de esas personas lo son, y sin embargo Dios no las castiga. Lo sé porque vienen a verme de continuo y hablan conmigo. Y entonces se quedan más contentas, como le ocurrirá a usted misma. Porque hemos de trabajar juntos. Y usted se dará cuenta de que no es una mala persona. Se enterará de la verdad sobre usted misma y sobre Dios. Y entonces se quedará más contenta con usted misma y con la vida. Pero ahora va a dormirse. Y cuando se despierte ya no tendrá miedo de morirse. Cuando la vea mañana de nuevo usted podrá hablar conmigo y los dos hablaremos sobre Dios y sobre usted misma. Por la mañana siguiente Kathy estaba mejor. Se encontraba todavía algo atemorizada y no estaba del todo convencida de que no iba a morir. Lentamente, en aquel día y muchos otros, comenzó a surgir toda su historia, trozo por trozo. En el último año de la escuela secundaria había mantenido relaciones sexuales con Howard. Éste quería casarse con ella y Kathy convino en hacerlo. Dos semanas después cuando asistían a la boda de un amigo pensó de pronto que no deseaba casarse. Se desvaneció. Posteriormente se sintió confusa pues no sabía si amaba a Howard. Pero sentía que era menester casarse porque ya había pecado al tener relaciones preconyugales con Howard y ese pecado sería enorme si no consagraba su relación en el matrimonio. Pero tampoco deseaba tener todavía hijos, por lo menos hasta estar segura de que amaba a Howard. Comenzó entonces a tomar la píldora… Otro pecado. No se sentía con fuerza para confesar estos pecados y decidió dejar de ir a misa después de su matrimonio. Le gustaba la actividad sexual con Howard, pero casi a partir del mismo día de la boda, Howard perdió interés sexual por ella. Continuó siendo un proveedor ideal que le hacía regalos, que la trataba con deferencia, que trabajaba muchas horas suplementarias, que no permitía que ella trabajara. Pero Kathy casi debía rogarle que se entregaran a la sexualidad y esa
sexualidad, de la que gozaba más o menos cada quince días, era todo cuanto tenía para aliviar su irremisible aburrimiento. La idea del divorcio estaba excluida; eso era pecado, era inconcebible. A pesar de sí misma, Kathy comenzó a tener fantasías de infidelidad sexual. Pensó que acaso podría librarse de ellas si rezaba más y entonces comenzó a orar de manera ritual cinco minutos cada hora. Howard lo advirtió y le hizo bromas. Entonces ella decidió ocultar el hecho de que rezaba orando más durante las horas del día, cuando Howard no estaba en casa, y compensar así los momentos en que no lo hacía cuando Howard estaba por las noches. Esto significaba que Kathy debía rezar más frecuentemente o más rápidamente. Decidió hacer ambas cosas. Comenzó a rezar cada media hora y en los cinco minutos de oración duplicó la rapidez del rezo. Sin embargo, continuaban aquellas fantasías de infidelidad que se hacían cada vez más frecuentes e insistentes. Cuando salía a la calle se ponía a mirar a los hombres. Esto empeoró las cosas. Tuvo miedo de salir sin Howard y aun cuando estaba con él temía los lugares públicos en los que podría ver hombres. Pensó que tal vez debería retornar a la iglesia. Pero luego se dio cuenta de que si regresaba a la iglesia y no lo confesaba todo al sacerdote, incluso sus fantasías de infidelidad, estaría pecando. Y no se sentía capaz de semejante confesión. Volvió a redoblar la velocidad de su oración. Para facilitarlo desarrolló un elaborado sistema en el que una sola sílaba cantada representaba toda una oración. Este era el origen de su canturreo. En un momento podía cantar así un millar de oraciones. Al principio mientras estuvo ocupada perfeccionando su sistema de canto, parecían disminuir las fantasías de infidelidad, pero una vez que tuvo el sistema bien establecido las fantasías retomaron con toda su fuerza. Comenzó a considerar cómo podría ponerlas realmente en obra. Pensó en visitar a Bill, su viejo amigo. Pensó en los bares que podría frecuentar por las tardes. Horrorizada de que realmente pudiera hacer esas cosas dejó de tomar la píldora con la esperanza de que el temor de quedar embarazada la ayudaría a vencer sus tentaciones. Pero el deseo se hacía cada vez más violento. Una tarde se sorprendió comenzando a masturbarse. Se quedó aterrada, ése era acaso el peor de todos los pecados. Había oído hablar de duchas frías para vencerlo y tomó una ducha lo más fría que pudo. Esto la sostuvo hasta que Howard llegó a la casa. Pero al día siguiente todo comenzó de nuevo. Por último, aquella mañana cedió. Después de conducir a Howard al trabajo se fue directamente a la casa de Bill. Estacionó el automóvil frente a ella y aguardó. No pasaba nada. Parecía que en la casa no hubiera nadie. Bajó del automóvil y se quedó apoyada contra él en una actitud seductora. Rogaba silenciosamente “Ojalá me vea Bill, ojalá se dé cuenta de que estoy aquí”. Pero no ocurría nada. “Que alguien me vea, cualquiera. Tengo que hacer el amor con alguien. Oh, Dios mío, soy una prostituta. Soy la prostituta de Babilonia. Oh, Dios, mátame, merezco morir”. Entonces se metió de nuevo en el automóvil y regresó a prisa a su casa. Tomó una hoja de afeitar y se disponía a cortarse las muñecas. No pudo hacerlo. Pero Dios podía. Dios lo haría. Dios le daría el castigo que merecía. Él le pondría fin a todo eso y a ella misma. “Oh, Dios, cuánto miedo tengo, por favor apresúrate, tengo tanto miedo”. Y comenzó a cantar mientras esperaba. Y así fue como la encontró su cuñada. Toda esta historia fue obtenida durante meses de penoso trabajo. Gran parte del trabajo se concentró sobre la cuestión del pecado. ¿Dónde habla aprendido que la masturbación es un pecado? ¿Quién le había dicho que era un pecado? ¿Cómo sabía la persona que se lo habla dicho que eso era un pecado? ¿Qué hacía que la masturbación fuera un pecado? ¿Por qué es un pecado la infidelidad? ¿Qué es lo que hace que algo sea un pecado? No conozco ninguna profesión más excitante y más privilegiada que la de practicar psicoterapia, aunque a veces puede llegar a ser casi tediosa cuando se impone poner en tela de juicio las actitudes de toda la vida de un paciente, una por una. A veces ese cuestionamiento logra por lo menos éxito parcial aun antes de que haya salido a la luz toda la historia. Por ejemplo, Kathy pudo hablarme de muchos de estos detalles, como sus fantasías y su tentación de masturbarse, sólo después de haber comenzado a cuestionar la validez de su culpabilidad y de sus presuntos pecados. Al plantear estas cuestiones también fue necesario considerar la validez de la autoridad y sabiduría de toda la Iglesia Católica, por lo menos tales como Kathy las había experimentado. No es fácil levantarse contra la Iglesia Católica. Ella pudo hacerlo sólo porque contaba con la fuerza de mi alianza, porque poco a poco llegó a sentir que yo estaba realmente de su parte, que me interesaba de corazón su suerte y que no habría de dejarla en aquella mala situación. Esa “alianza terapéutica”, como la que poco a poco elaboramos Kathy y yo, es un requisito previo de toda psicoterapia que logra éxito.
Parte de este trabajo se llevó a cabo fuera del hospital. Kathy había sido dada de baja una semana después de aquella entrevista en que le apliqué una inyección de amital sódico. Pero sólo después de cuatro meses de terapia intensiva logró decir respecto de sus ideas de pecado: “Supongo que la Iglesia Católica me engatusó”. Aquí comenzó una nueva fase de la terapia pues nos pusimos a considerar las cuestiones de cómo podría haber ocurrido todo aquello, de por qué Kathy se había dejado engatusar por completo, de por qué no había sido capaz de pensar más por sí misma y de desafiar los conceptos tradicionales de la Iglesia. -Mamá me dijo que no debía cuestionar las cosas de la Iglesia- repetía Kathy. Y entonces comenzamos a trabajar sobre las relaciones de Kathy con sus padres. Con el padre no había relación alguna. No era alguien con el que se pudiera relacionar uno. El padre trabajaba, eso era todo lo que hacía. Trabajaba y trabajaba y cuando llegaba a la casa lo hacía para adormecerse en su sillón con su cerveza, salvo los viernes por la noche. Esos días tomaba la cerveza afuera. La madre manejaba la familia. Lo hacía sola, sin que nadie la desafiara, la contradijera, se le opusiera; lo dirigía todo, era dulce pero firme. Daba pero nunca cedía. Era calmosa e implacable. -No debes hacer eso, querida. Las chicas buenas no hacen eso. No debes usar esos zapatos, querida. Las chicas que pertenecen a casas decentes no usan esa clase de zapatos. No se trata de que desees ir a misa o no, querida. El Señor desea que vayas a misa. Gradualmente Kathy llegó a vislumbrar que detrás del poder de la Iglesia Católica estaba el enorme poder de la madre, una persona muy suave pero tan dominante que resultaba inconcebible desafiarla. Pero rara vez las cosas resultan fáciles en psicoterapia. Seis meses después de haber abandonado el hospital, Howard me llamó un domingo por la mañana para decirme que Kathy se había encerrado en el cuarto de baño del departamento y que se había puesto a canturrear de nuevo. Siguiendo mis instrucciones Howard la persuadió para que regresara al hospital donde me encontré con ella. Kathy estaba casi tan aterrorizada como el primer día en que la vi. Howard no tenía la menor idea de lo que había causado aquello. Conduje a Kathy a su habitación. -Deje de cantar- le mandé. -Y dígame lo que ocurre. -No puedo. -Sí, usted puede, Kathy. Haciendo un esfuerzo de respiración para no interrumpir su canturreo me dijo: -Tal vez pueda si usted me da otra vez aquella droga. -No, Kathy- repliqué. -Esta vez será usted suficientemente fuerte para hacerlo por sí misma. Se puso a sollozar. Luego se me quedó mirando y reanudó su canturreo. Pero me pareció descubrir en su mirada cólera, casi furia contra mí. -Usted está enojada conmigo- declaré. Kathy sacudió la cabeza mientras continuaba cantando. -Kathy- dije, -puede haber una docena de razones por las que usted esté enojada conmigo, pero no sabré cuál es si usted no me la dice. Usted puede decírmela y todo marchará bien. -Voy a morirme- se quejó. -No. Kathy. Usted no se va a morir porque está enojada conmigo. Yo no voy a matarla porque usted esté enojada conmigo. Quizá tenga razón en estar enojada conmigo. -Mis días no son largos- se lamentó Kathy. -Mis días no son largos. Aquellas palabras me parecieron extrañas. No eran las que yo esperaba oír. No parecían naturales. Pero no estaba seguro sobre lo que debería decirle. -Kathy, yo la quiero- le dije. -La quiero, aunque usted me odie. Eso es amor. ¿Cómo podría yo castigarla por odiarme puesto que la quiero por más que usted me odie?
-No es a usted a quien odio- murmuró sollozando. De pronto comprendí. -Tus días no son largos. No son largos en esta tierra. ¿No es eso, Kathy? Honra a tu madre y a tu padre para que tus días sean largos en esta tierra. El Quinto Mandamiento. Hónralos o muere. Eso fue lo que ocurrió, ¿no es así? -La odio- murmuró Kathy y luego en voz alta como si la animara el sonido de su propia voz para decir las terribles palabras. -La odio. Odio a mi madre. La odio. Nunca me dio... nunca me dio... Nunca me dio a mí misma. Nunca dejó que fuera yo misma. Me hizo a su imagen. Me hizo, me hizo, me hizo. Nunca me dejó ser yo misma. En realidad, la terapia de Kathy estaba todavía en sus fases tempranas. El verdadero terror que sentía día tras día todavía estaba presente. El terror de ser realmente ella misma. Al reconocer que su madre la había dominado por completo, Kathy tuvo luego que afrontar el interrogante de por qué había permitido que esto sucediera. Al rechazar el dominio de la madre, Kathy debía afrontar el proceso de establecer sus propios valores y tomar sus propias decisiones, y esto la atemorizaba mucho. Era más seguro dejar que la madre tomara las decisiones, mucho más sencillo adoptar los valores de la madre y los de la Iglesia. Suponía mucho más trabajo dirigir ella su propia existencia. Posteriormente Kathy iba a decir: -Mire usted, por nada del mundo cambiaría mi lugar por el de la persona que antes yo era, y sin embargo a veces aún añoro aquellos días. Mi vida era más fácil entonces. Por lo menos en cierto modo. Al comenzar a actuar con mayor independencia, Kathy reprochó a Howard su fracaso como amante. Howard prometió cambiar. Pero no ocurrió nada. Kathy lo apremiaba. Howard comenzó a sufrir ataques de ansiedad. Cuando vino a yerme a causa de esos ataques, lo remití a otro psicoterapeuta para que lo tratara. Howard comenzó por afrontar ciertos sentimientos homosexuales profundamente arraigados, contra los cuales se había defendido al casarse con Kathy. Como ésta era una muchacha físicamente muy atractiva, la había considerado una “verdadera presa”, un buen botín cuya conquista les probaría a él mismo y al mundo su competencia masculina. Habiendo llegado a reconocer esta situación, Howard y Kathy convinieron en divorciarse en términos amistosos. Kathy fue a trabajar como vendedora a una gran tienda. Poco a poco adquirió mayor confianza y seguridad en sí misma. Dio citas a muchos hombres con miras a contraer un nuevo matrimonio y a ser madre, pero por el momento se limitaba a gozar de su trabajo. Llegó a ser ayudante de compras en la tienda. Después de terminar la terapia fue promovida a agente de compras y según me enteré últimamente trabajaba ahora en otra firma más importante en las mismas funciones; a los veintisiete años Kathy se sentía perfectamente complacida. Ya no va a la iglesia ni se considera católica. Ni siquiera sabe si cree en Dios o no, pero dice francamente que la cuestión de Dios simplemente no le parece una cuestión muy importante en este momento de su vida. He descrito el caso de Kathy con ciertos detalles precisamente porque es típico de la relación entre educación religiosa y psicopatología. Hay millones de Kathys. Yo solía decir en broma que la Iglesia Católica me suministraba suficiente material para asegurarme el sustento como psiquiatra. Podría haberlo dicho igualmente de la Iglesia Bautista, de la Iglesia Luterana, de la Iglesia Presbiteriana o de cualquier otra Iglesia. Por supuesto, la Iglesia no era la única causa de la neurosis de Kathy. En cierto sentido la Iglesia era sólo un instrumento que usaba la madre de Kathy para cimentar y aumentar su excesiva autoridad parental. Con razón podríamos decir que la naturaleza dominante de la madre, favorecida por un padre ausente, era la causa fundamental de la neurosis, y también en este aspecto el caso de Kathy era típico. Ello no obstante, la iglesia también comparte la culpa. Ninguna monja de la escuela parroquial a la que asistía Kathy y ningún sacerdote de su clase de catecismo la alentó para analizar razonablemente la doctrina religiosa ni para que pensara .por sí misma. La Iglesia nunca manifestó preocupación de que su doctrina pudiera ser enseñada con excesiva rigidez, con criterio irreal o sujeta al abuso y a la mala aplicación. Una manera de exponer el problema de Kathy sería decir que mientras por un lado ella creía de todo corazón en Dios, en los mandamientos y en el concepto del pecado, su religión y concepción del mundo eran sistemas ya fabricados que no se adaptaban a las necesidades de la paciente. Kathy no había puesto nada en tela de juicio, no había desafiado ningún concepto y no había pensado por sí misma. Sin embargo la
Iglesia de Kathy -y esto también es típico- no hizo el menor esfuerzo para ayudarla a elaborar una religión personal más apropiada para ella. Parecería que en general las iglesias están en favor de versiones rígidas de la religión que representan. Como el caso de Kathy es tan típico y común, muchos psiquiatras y psicoterapeutas ven la religión como el enemigo. Hasta pueden llegar a concebir la religión como una neurosis como un conjunto de ideas irracionales que sirven para encadenar el espíritu de la gente y oprimir los instintos que tienden hacia el crecimiento mental. Freud, un racionalista y un hombre de ciencia por excelencia, parecía ver las cosas más o menos a esta luz y como es la figura más influyente en la psiquiatría moderna (por muchas y buenas razones), las actitudes de Freud contribuyeron a afianzar el concepto de religión como neurosis. Y ciertamente resulta tentador para los psiquiatras concebirse como caballeros de la ciencia moderna empeñados en noble combate contra las fuerzas destructoras de la superstición religiosa y del dogma irracional pero autoritario. Y lo cierto es que los psicoterapeutas deben dedicar enormes cantidades de tiempo y esfuerzo a la lucha por liberar la psique de sus pacientes de ideas religiosas anticuadas y conceptos claramente destructivos. El caso de Marcia Pero ciertamente no todos los casos son como el de Kathy. Hay muchas otras configuraciones y algunas muy comunes. Marcia fue uno de mis primeros casos de tratamiento de largo plazo. Era una joven rica de unos veinticinco años que acudió a mí a causa de una apatía generalizada. Si bien podía permitirse evitar toda cosa desagradable en su existencia, Marcia encontraba la vida inexplicablemente insípida, triste, y en efecto tenía aspecto de tristeza. A pesar de su riqueza y de su educación superior parecía una inmigrante pobre, avejentada, que se ha arrastrado por los suelos. Durante todo el primer año de terapia invariablemente se presentó con vestidos que le quedaban mal, azules, grises, negros o marrones, junto con un enorme y mugriento bolso de parecido tono. Era la única hija de unos padres intelectuales, ambos profesores universitarios conocidos, ambos socialistas de esos que creen que la religión es “cosa para niños”. Se habían burlado de ella cuando siendo adolescente Marcia había ido a la iglesia con una amiga. En el momento de iniciar la terapia, Marcia estaba completamente de acuerdo con sus padres. Y en el instante mismo de comenzar me anunció con cierto orgullo que era atea, no una atea afectada, sino una verdadera atea pues creía que el género humano estaría mucho mejor si pudiera librarse del engaño de que Dios existe o pudiera existir. Lo interesante era que los sueños de Marcia estaban llenos de símbolos religiosos, como aves que entraban volando en las habitaciones llevando en sus picos rollos de pergamino con oscuros mensajes escritos en una lengua antigua. Pero yo no hice notar a Marcia este aspecto de su inconsciente. A decir verdad, en ningún momento tratamos cuestiones de religión durante los dos años que duró su terapia. Lo que consideramos primariamente y con todo detalle fue su relación con los padres, dos individuos sumamente inteligentes y racionales que la habían provisto de todo económicamente pero que habían permanecido extraordinariamente distantes, en el plano emocional a causa de su modo de ser intelectual y austero. Además de permanecer emocionalmente distanciados, los padres estaban entregados por entero a sus propias carreras, de modo que tenían poco tiempo o energías para dedicar a Marcia. El resultado de esta actitud fue que si bien Marcia tenía un hogar cómodo y seguro, era empero la proverbial “pobre niña rica”, una huérfana psicológica. Pero ella se resistía a verlo así y se enojaba cuando yo le sugería que sus padres la habían privado de muchas cosas; también se enojaba cuando le hacía notar que se vestía como una huérfana. Ella replicaba que aquel era el nuevo estilo y que yo no tenía derecho a criticarla. Con Marcia los progresos terapéuticos fueron penosamente lentos, pero notables. La clave estaba en el carácter cálido e íntimo de la relación que poco a poco establecimos entre nosotros y que contrastaba con la relación que Marcia tenía con sus padres. Una mañana, al comenzar el segundo año de terapia, Marcia se presentó en la sesión con un nuevo bolso. Era tres veces más pequeño que el antiguo y llamativo por sus brillantes colores. A partir de entonces cada mes Marcia agregaba un nuevo vestido de color diferente -anaranjados, amarillos, celestes y verdes- a su guardarropa, casi como una flor que abre sus pétalos. En la penúltima sesión se puso a comentar lo bien que se sentía y dijo:
-Mire usted, es extraño pero no sólo mi interior ha cambiado; me parece que todo el mundo exterior también cambió. Aun cuando continúo viviendo en la misma vieja casa de antes y haciendo las mismas cosas, todo el mundo parece muy diferente, lo siento muy diferente. Lo siento como un lugar cálido y seguro, un lugar de amor, estimulante y bueno. Recuerdo que le dije a usted que yo era una atea. Ahora no estoy segura de seguir siéndolo. En realidad, creo que no lo soy. Ahora, a veces, cuando el mundo me parece tan perfecto me digo “Mira, apostaría a que realmente Dios existe. El mundo no podría ser tan bueno sin un Dios”. Es cómico. No sé hablar de esta clase de cosas. Sólo me siento como conectada al todo, a lo real, como si fuera parte de un cuadro muy grande, y aun cuando no pueda ver mucho de ese cuadro sé que está allí, que es bueno, y yo se que soy parte de él. En virtud de la terapia Kathy pasó de una dimensión en la que la idea de Dios era lo más importante a una dimensión en la que esa idea no tenía ninguna importancia. En cambio, Marcia pasó de una posición desde la que rechazaba la idea de Dios a una posición en la cual esa idea tenía pleno sentido. El mismo proceso, el mismo terapeuta y sin embargo resultados aparentemente opuestos ambos coronados por el éxito. ¿Cómo hemos de explicarlo? Antes de que intentemos hacerlo consideremos otro caso más de tipo diferente. En el de Kathy fue necesario que el terapeuta atacara activamente sus ideas religiosas para determinar un cambio y disminuir la influencia que el concepto de Dios tenía en su vida. En el caso de Marcia, el concepto de Dios comenzó a asumir cada vez mayor influencia, aunque el terapeuta en ningún momento atacó los conceptos religiosos de la paciente. ¿Es necesario, podemos preguntarnos, que un terapeuta ataque activamente el ateísmo o el agnosticismo de un paciente y lo oriente deliberadamente en la dirección de la religiosidad? El caso de Theodore Ted tenía treinta años cuando vino a yerme y era una especie de ermitaño. Los siete años anteriores había vivido en una pequeña cabaña perdida en los bosques. Tenía pocos amigos y ninguna persona íntima. Ocasionalmente hacía algunos pequeños trabajos de carpintería, pero por lo común se pasaba los días pescando, leyendo y tomando decisiones tan poco importantes como lo que cocinaría aquella noche y cómo lo prepararía o si podía permitirse o no comprar una herramienta nada costosa. En realidad, a causa de una herencia su situación era muy desahogada. También era un hombre intelectualmente brillante, que estaba paralizado, como me dijo en aquella primera sesión. -Sé que debería hacer algo más constructivo con mi vida- se lamentaba, -pero ni siquiera puedo tomar la más insignificante de las decisiones y mucho menos tomar grandes decisiones. Debería tener una carrera. Debería asistir a un colegio de graduados y aprender algo que me dé una ocupación, pero no siento genuino entusiasmo por nada. Pensé en todo lo imaginable (docencia, trabajo de investigación, relaciones internacionales, medicina, agricultura, ecología), pero nada me atrae realmente. Algo puede interesarme por uno o dos días, pero luego cualquier campo de acción me parece que presenta problemas insuperables. Parece que la vida misma es un problema insuperable. El problema de Ted comenzó, según dijo, cuando tenía dieciocho años e ingresó en la facultad, hasta entonces todo había marchado bien. Había tenido una niñez corriente en el seno de un hogar estable y acomodado con dos hermanos mayores; los padres le brindaban cariñosos cuidados aun cuando entre sí no se llevaran muy bien; había obtenido buenas notas y satisfacciones en una escuela privada para alumnos internos. Luego -y quizás esto fue decisivo- vivió un apasionado episodio amoroso pero con una mujer que lo rechazó una semana antes de ingresar en la universidad. Abatido, se pasó la mayor parte de su primer año borracho. Así y todo continuaba obteniendo buenas calificaciones. Después tuvo varias aventuras amorosas, cada una más superficial y menos satisfactoria que la anterior. Sus notas comenzaron a bajar. No se decidía a escoger un tema para sus monografías. Un amigo íntimo, Hank, se mató en un accidente automovilístico mientras cursaba el primer año, pero él soportó bien el golpe y ese año hasta dejó de beber. Se aguzó en cambio el problema de tomar decisiones. Sencillamente no logró elegir un tema sobre el cual escribir su tesis. Terminó sin embargo de cursar la carrera. Entonces alquiló una habitación fuera del terreno de la universidad. Todo lo que necesitaba para graduarse era presentar una breve tesis que podría haber hecho en un mes. Se pasó en eso los tres años siguientes, y luego nada. Siete años antes se había recluido en los bosques.
Ted estaba seguro de que su problema tenía sus raíces en la sexualidad. Después de todo, ¿no habían comenzado sus dificultades con una aventura amorosa fracasada? Además, Ted había leído casi todo lo escrito por Freud (y mucho más de lo que yo mismo había leído). De manera que durante los primeros seis meses de terapia nos sumergimos en las profundidades de su sexualidad durante la niñez; pero eso no nos llevó a ninguna parte. Sólo que en ese periodo surgieron varias facetas interesantes de su personalidad. Una era la falta total de entusiasmo. Ted podía desear que hiciera buen tiempo, pero si en efecto amanecía un lindo día se encogía de hombros y decía “Realmente no veo la diferencia; en el fondo un día es igual que el otro”. Un día en el lago pescó un enorme sollo. -Pero era muy grande y yo no podía comerlo todo y, como no tenía amigos para compartirlo, volví a arrojarlo al agua- me dijo. Esta falta de entusiasmo tenía algo que ver con una especie de esnobismo general; era como si encontrara el mundo y todo lo que en él había como algo carente de buen gusto. Tenía ojo crítico. Llegué a sospechar que empleaba ese esnobismo para conservar cierta distancia entre él mismo y las cosas, que de otra manera podrían afectarlo emocionalmente. Por fin, Ted mostraba una enorme inclinación por mantenerlo todo en secreto, lo cual determinaba que la terapia se desarrollara muy lentamente. Había que sacarle con tirabuzón los hechos más importantes de algún incidente. Una vez tuvo un sueño que me contó así: -Me encontraba en una clase. Había un objeto (no sé qué objeto era) que había metido en una caja. Hice la caja alrededor del objeto de modo que nadie pudiera decir lo que había adentro y había puesto la caja dentro de un árbol hueco. Sujeta con unos finos tornillos de madera había vuelto a colocar la corteza sobre la caja. Pero mientras estaba en el aula pensé repentinamente que no estaba seguro de haber disimulado bien los tomillos que sujetaban la corteza. Sentí gran inquietud. Me precipité al bosque y dispuse los tomillos de manera tal que nadie pudiera distinguirlos de la corteza. Entonces me sentí mejor y regresé a la clase. Como ocurre en muchos casos, la clase y el aula eran símbolos de la terapia en los sueños de Ted. Era evidente que él no deseaba que yo llegara a la parte medular de su neurosis. La primera pequeña rajadura de la armadura de Ted se produjo en una sesión del sexto mes de terapia. Ted había pasado la velada anterior en la casa de un conocido. -Fue una noche terrible- se lamentó Ted. -Quería hacerme escuchar el nuevo disco que había comprado, la música de Neil Diamond para la película Juan Salvador Gaviota (Jonathan Livingston Seagul). Era horrible. No comprendo cómo personas cultas pueden gozar de semejante bazofia podrida o siquiera llamarla música. La intensidad de aquella reacción de esnobismo me hizo aguzar el oído. -Jonathan Livingston Seagul es un libro religioso- comenté. -¿Era la música también religiosa? -Supongo que podrá llamarla religiosa lo mismo que llamarla música. -Tal vez fue el aspecto religioso lo que lo ofendió a usted-, sugerí -y no la música. -Bueno..., ciertamente me parece ofensiva esa clase de religión- replicó Ted. -¿Qué clase de religión es ésa? -Sentimental, nauseabunda, repugnante- dijo Ted casi escupiendo las palabras. -¿Qué otra clase de religión hay?- le pregunté. Ted pareció perplejo, desconcertado. Por fin dijo: -No muchas, supongo. Y, en general, la religión no me parece atrayente. -¿Siempre pensó así? Ted se rió tristemente y dijo: -No, cuando era un adolescente de sesos blandos estaba muy metido en la religión. Durante mi último año de colegio secundario llegué a ser hasta diácono de la pequeña iglesia que temamos. -¿Y luego?
-¿Y luego qué? -¿Qué ocurrió con su religión?- pregunté. -Supongo que se me pasó con los años. -¿Que se le pasó con los años? -¿Qué quiere usted decir con eso?- visiblemente Ted se estaba irritando. -¿Cómo hace uno para superar algo? Yo sencillamente lo superé; eso es todo. -¿Cuándo lo superó? -No lo sé. Ocurrió y nada más. Ya se lo conté, nunca fui a la iglesia en la universidad. -¿Nunca? -Ni una vez. -De manera que en el último año de la escuela secundaria usted fue diácono en la iglesiacomenté. -Luego aquel verano sufrió una decepción amorosa y no volvió a ir a la iglesia. Eso fue un cambio brusco. ¿No cree que el rechazo de aquella muchacha haya tenido algo que ver con el cambio? -No creo nada. Lo mismo les ocurrió a muchos de mis compañeros de clase y de cualquier manera ésta es una época en la que la religión ya no está de moda. Tal vez aquella muchacha haya tenido algo que ver y tal vez no. ¿Cómo podría saberlo? Lo único que sé es que dejó de interesarme la religión. El progreso siguiente se produjo un mes después. Habíamos estado considerando la notable falta de entusiasmo de Ted por cualquier cosa; y él lo reconocía. -La última vez que recuerdo que tuve entusiasmo- dijo -fue hace diez años, cuando estaba en el primer año de la facultad. Sentía entusiasmo por un artículo que estaba escribiendo, al terminar el semestre de otoño, sobre poesía inglesa moderna. -¿Sobre qué trataba el artículo?- pregunté. -No sé si puedo recordarlo… hace tanto tiempo. -Tonterías- le dije. -Usted puede recordarlo si lo desea. -Bueno, creo que se trataba de Gerard Manley Hopkins. Fue uno de los primeros poetas verdaderamente modernos. Probablemente en mi artículo hablaba del poema Pied Beauty. Salí del consultorio, me llegué hasta la biblioteca y volví con un polvoriento volumen de poesía inglesa que databa de mis años de colegio. Esa Pied Beauty estaba en la página 819. Leí: Gloria a Dios por las graneadas cosas Por los cielos multicolores cual abigarrada vaca, Por las rosadas manchas en el lomo de la nadadora trucha, Las rojas hojas otoñales del castaño, las alas de los pinzones, Los parcelados y unidos campos… apriscos, barbechos y Surcos de arado; Y por todas las actividades, sus aparejos, herramientas y avíos. Todas las cosas contrapuestas, originales, equilibradas, extrañas; Toda cosa es voluble y está moteada (¿quién sabe cómo?) Con movimientos rápidos, lentos; son dulces y agrias; deslumbrantes y deslucidas; Él todo lo engendra y la belleza de todo es pasajero cambio: Alabado sea Se me llenaron los ojos de lágrimas y dije: -Pero este es un poema hecho con entusiasmo. -Sí.
-Es también un poema muy religioso. -Sí. -Usted escribió el artículo sobre este poema a fines del semestre de otoño. Eso debe de haber sido por el mes de enero. -Sí. -Si calculo bien, fue en el mes siguiente, febrero, cuando murió su amigo Hank. -Sí. Sentía que mi excitación subía increíblemente de punto. Pero no estaba seguro sobre lo que convendría decirle a Ted. Esperando tener éxito arremetí y dije: -De manera que fue rechazado por una muchacha a quien realmente amaba por primera vez a los diecisiete años y entonces dejó de sentir entusiasmo por la Iglesia. Tres años después murió su mejor amigo y usted dejó de sentir entusiasmo por todo. -No dejé de sentir entusiasmo, me lo quitaron- dijo casi a gritos Ted, más emocionado que nunca. -Dios lo rechazó a usted y entonces usted rechazó a Dios. -Y bien, ¿por qué no había de hacerlo?- preguntó Ted. -Éste es un mundo de mierda y siempre fue un mundo de mierda. -Yo creía que su niñez fue muy feliz. -No, también fue una porquería. Y así era en efecto. Por debajo, de su calma exterior el hogar de Ted había sido para él un continuo campo de batalla. Sus dos hermanos mayores lo habían atormentado de manera singular. Sus padres, demasiado entregados a sus propios asuntos y al odio que sentían el uno por el otro, no estaban interesados en los problemas aparentemente menores de los hijos, de modo que no habían dado a Ted la menor protección. Su gran solaz consistía en hacer largas y solitarias caminatas por el campo, y por fin logramos establecer que su afición por la vida de ermitaño tenía sus raíces en el periodo anterior a la edad de diez años. La escuela secundaria donde estuvo internado había sido un alivio a pesar de sus pequeñas crueldades. Al hablar de estas cosas aumentaba el enojo de Ted con el mundo o, mejor dicho, el desahogo de ese enojo. En los meses siguientes revivió no sólo los dolores de su niñez y el dolor de la muerte de Hank sino también los dolores de millares de muertes más pequeñas, de rechazos y de pérdidas. Toda la vida le parecía un torbellino de muerte y sufrimiento, de peligro y salvajismo. Después de quince meses de terapia llegamos a un punto decisivo. Ted llevó a la sesión una libreta. -Usted siempre dice que yo soy muy discreto y amigo del secreto... y por supuesto lo soy- dijo. -Anoche estuve revolviendo viejas cosas y encontré este diario que llevaba durante mi segundo año en la universidad. Pensé que tal vez le gustaría leer esta versión no expurgada de hace una década. Le dije que en efecto me gustaría leerlo y dediqué las dos noches siguientes a su lectura. En realidad, el diario no revelaba gran cosa, pero confirmaba el modo de ser solitario y aislado de Ted, profundamente atrincherado detrás del esnobismo. Pero un pequeño bosquejo literario atrajo mi atención. Ted contaba cómo habiendo salido solo a hacer una caminata un domingo de enero, habla sido sorprendido por una violenta tormenta de nieve y había vuelto a su dormitorio varias horas después de haber oscurecido. “Sentí gran excitación”, había escrito Ted, “Una sensación de seguridad al encontrarme de nuevo en mi habitación, una sensación no muy diferente de la que había experimentado el pasado verano cuando estuve tan cerca de la muerte”. Al día siguiente le pedí en la sesión que me contara cómo había estado tan cerca de la muerte. -Oh, pero si ya se lo dije- exclamó Ted. Ya en aquellos días sabía yo muy bien que cuando Ted proclamaba que me había dicho algo, en realidad estaba tratando de ocultármelo y le hice notar:
-Otra vez está teniendo secretos conmigo. -Sin embargo, estoy seguro de haberlo dicho. Tengo que habérselo dicho. Usted recuerda que yo me encontraba en la Florida aquel verano entre mi primer ano y mi segundo año. Se desató un huracán. A mi me gustan las tempestades, ya lo sabe. Cuando la tormenta estaba en su punto máximo, me fui a un espigón. Una gran ola me barrió, luego otra me empujó de vuelta. Eso fue todo. Ocurrió muy rápidamente. -¿Se fue usted hasta el extremo de una escollera en medio de una tormenta?- le pregunté incrédulo. -Ya se lo dije, me gustan las tormentas. Quería estar cerca de los elementos en toda su furia. -Lo comprendo- le dije. -A los dos nos gustan las tormentas. Pero no creo que yo me hubiera puesto en peligro como hizo usted. -Bueno, usted sabe que tengo cierta vena de suicida- replicó Ted en voz muy baja. -Y ciertamente aquel verano me sentía con ánimo suicida. Lo he analizado. Francamente, no puedo recordar que me haya aventurado por la escollera con la intención consciente de suicidarme. Pero seguramente no me importaba mucho la vida y reconozco la posibilidad de que tuviera la intención de suicidarme. -¿Fue barrido por una ola? -Sí. Apenas me di cuenta de lo que ocurría. Habla tanta espuma que no podía ver gran cosa. Supongo que fue una ola particularmente grande. Sentí que caía sobre mí, que me arrastraba y luego me sentí perdido en el agua. Nada podía hacer para salvarme. Estaba seguro de que moriría. Tuve miedo. Durante un minuto sentí que las aguas me empujaban hacia atrás (debe de haber sido una ola que retrocedía) y un segundo después era arrojado contra el cemento del espigón. Me aferré a él, y trepando logré subir de nuevo. Estaba un poco magullado, eso era todo. -¿Y qué piensa usted de esa experiencia? -¿Cómo que qué pienso de esa experiencia?- pregunto Ted con su característico modo de resistirse. -Sólo lo que le pregunté. ¿Qué piensa usted de ella? -¿De haberme salvado?- preguntó. -Sí. -Bueno, creo que fue una suerte. -¿Una suerte? ¿Se debió sólo a una inhabitual casualidad el hecho de que la ola lo devolviera a tierra firme? -Sí, eso es todo. -Algunos dirían que fue milagroso- comenté. -Supongo que tuve suerte. -Supone que tuvo suerte- repetí para aguijonearlo. -Si, maldita sea, pienso que tuve suene. -Es interesante, Ted- le dije, -ver que cualquier cosa significativamente penosa que le ocurre a usted será culpa de Dios; usted se queja de este mundo de porquería, de este terrible mundo y lo culpa a Él, pero cuando le ocurre algo bueno usted dice que tuvo suerte. Sufre una tragedia menor y Dios tuvo la culpa. Le ocurre algo milagroso y usted dice que tuvo un poco de suerte. ¿Cómo explica eso? Confrontado con la incoherencia de su actitud frente a la buena fortuna y a la mala fortuna, Ted comenzó a reparar más en las cosas buenas de este mundo, en las cosas agradables así como en las amargas, en las deslumbrantes así como en las empañadas. Habiendo analizado el dolor de la muerte de Hank y las otras muertes que había experimentado, Ted comenzó a examinar la otra cara de la moneda de la vida. Llegó a aceptar la necesidad de sufrir por la naturaleza paradójica de la
existencia, “las graneadas cosas”. Esta aceptación se produjo desde luego en la atmósfera cálida y cada vez más agradable de la relación terapéutica. Ted comenzó a salir de su inercia. Comenzó a expresar débiles entusiasmos. Su naturaleza religiosa hizo eclosión. A cualquier parte donde mirara veía el misterio de la vida y de la muerte, de la creación, la decadencia y la regeneración. Leyó teología. Escuchaba Jesucristo Super Star y hasta se compró un ejemplar de Jonathan Livingston Seagull. Después de dos años de terapia, Ted me anunció una mañana que había llegado el momento de emprender algo. -Estuve pensando en ingresar en alguna facultad de psicología- dijo. -Sé que usted dirá que lo estoy imitando, pero he considerado la cuestión y no lo creo. -Continúe- lo animé. -Reflexionando me pareció que debería tratar de hacer lo más importante. Si he de estudiar algo, deseo estudiar las cosas más importantes. -Adelante. -Así llegué a la conclusión de que el espíritu humano es importante y que practicar terapia es importante. -¿De manera que lo más importante es el espíritu humano y la psicoterapia?- le pregunté. -Bien, supongo que Dios es lo más importante. -Entonces, ¿por qué no estudia a Dios?- pregunté. -¿Qué quiere usted decir? -Si Dios es lo más importante, ¿por qué no estudia usted a Dios? -Lo lamento, pero sencillamente no lo entiendo- dijo Ted. -Eso le ocurre porque usted mismo pone trabas a su comprensión- repliqué. -Realmente no lo comprendo. ¿Cómo puede uno estudiar a Dios? -Uno estudia psicología en una facultad y uno estudia a Dios en una facultad- le respondí. -¿Se refiere a la facultad de teología? -Sí. -¿Insinúa que me haga pastor o ministro? -Sí. -Oh, no, no podría hacer semejante cosa- dijo Ted despavorido. -¿Por qué no? Ted se puso molesto y declaró: -No hay necesariamente una diferencia radical entre un psicoterapeuta y un ministro religioso. Quiero decir que los pastores también hacen mucha terapia. De manera que si yo practico psicoterapia... Bueno… es como ejercer el sacerdocio. -Entonces, ¿por qué no se hace sacerdote? -Usted me está presionando- dijo Ted enojándose. -Elegir una carrera es una decisión personal. Yo debo decidir cuál es la carrera que deseo abrazar. Los terapeutas no han de dirigir a sus pacientes. No le corresponde a usted tomar decisiones por mí. Yo tomaré mis propias decisiones. -Mire- dije, -no estoy tomando una decisión por usted. Aquí estoy asumiendo una actitud puramente analítica. Estoy analizando las posibilidades que se le ofrecen a usted. Y es usted el que por alguna razón no desea considerar una de esas posibilidades. Es usted el que desea hacer lo más importante.
Es usted el que siente que Dios es lo más importante. Sin embargo, cuando yo le indico que considere la posibilidad de abrazar una carrera que tiene a Dios por objeto, usted la excluye y dice que no podría hacer tal cosa. Está muy bien si usted no puede hacerla, pero corresponde que me interese en saber la razón por la cual usted piensa que no puede; la razón por la cual usted excluye esa posibilidad. -Sencillamente no podría ser ministro religioso- dijo Ted en voz baja. -¿Porqué no? -Porque... porque siendo uno ministro es públicamente un hombre de Dios. Quiero decir que debo mostrar en público mi creencia en Dios. Y no quiero ser públicamente entusiasta en ese punto. No podría serlo. -No, usted quiere mantenerlo todo en secreto, ¿no es así?- le dije. -Ésa es su neurosis. Usted no puede ser públicamente entusiasta. Debe mantener en la intimidad y en secreto su entusiasmo, ¿no? -Mire- se lamentó Ted, -usted no sabe lo que eso significa para mí. Realmente no lo sabe. Cada vez que abría la boca para expresar mi entusiasmo por algo, mis hermanos se burlaban de mí. -Me parece que todavía está en los diez años de edad- observé -y que sus hermanos aún lo están molestando. Ted estaba realmente al borde de las lágrimas en su frustración. -Y eso no es todo- dijo sollozando. -Así era como me castigaban mis padres. Cuando yo hacia algo malo, me quitaban lo que yo más quería. Veamos, ¿qué le entusiasma más a Ted? Ah, sí, hacer el viaje a la casa de su tía la semana próxima. Estaba realmente excitado por la idea. Le diremos entonces que porque se portó mal no irá a ver a su tía. Eso es. Luego están las flechas y el arco. A Ted le gustan realmente sus flechas y su arco. Entonces se los quitaremos. Es muy simple. Un sistema muy simple. Me privaban de todo aquello que en mí despertaba entusiasmo. Perdí toda cosa que yo amaba. Y así llegamos a lo más profundo de la neurosis de Ted. Poco a poco y con fuerza de voluntad, fue imponiéndosele la idea de que ya no tenía diez años, de que ya no estaba bajo el talón de sus padres ni al alcance de las burlas de sus hermanos. Y así llegó a comunicar su entusiasmo, su amor a la vida y su amor a Dios. Decidió ingresar en la escuela de teología. Unas semanas antes de que abandonara el tratamiento me entregó un cheque en pago de las sesiones del mes anterior. En el cheque algo me llamó la atención. La firma de Ted parecía más larga. La miré atentamente. Antes siempre había firmado “Ted”; ahora firmaba “Theodore”. Le llamé la atención sobre ese cambio. -Esperaba que usted lo advirtiera- dijo. -Sigo guardando secretos, ¿no? Cuando yo era muy joven mi tía me dijo que debía estar orgulloso de mi nombre Theodore porque significa “el que ama a Dios”. Y realmente estaba orgulloso. Fui y se lo conté a mis hermanos. ¡Dios mío, como se burlaron de mí! Me llamaron nene afeminado de diez maneras diferentes. “Monaguillo, ¿por qué no vas a besar el altar? ¿Por qué no vas a besar al maestro del coro?” Ya sabe usted lo que son esas cosas. Entonces me sentí molesto con el nombre. Hace unas semanas me di cuenta de que ese nombre ya no me embarazaba. De manen que decidí usar ahora mi nombre completo. Después de todo soy un amante de Dios, ¿no es así? El bebé y el agua del baño Expusimos las anteriores historias clínicas para responder a una pregunta: ¿Es la creencia en Dios una forma de psicopatología? Trátase de una cuestión que debemos formular si pretendemos superar las enseñanzas de la niñez, la tradición local y la superstición. Pero estas historias clínicas indican que la respuesta no es sencilla. A veces la respuesta es afirmativa. La creencia de Kathy en el Dios que le enseñaron su Iglesia y su madre retrasó ciertamente su proceso de crecimiento y perjudicó su vida espiritual. Sólo al cuestionar y descartar esa creencia, Kathy logró llevar una vida más amplia, más satisfactoria y fructífera. Sólo entonces tuvo la libertad de crecer. Pero a veces también la respuesta es negativa. Cuando Marcia salió del frío microcosmo de su niñez para entrar en un mundo más cálido y amplio, se desarrolló en ella de manera calma y natural la creencia en
Dios. Y la abandonada creencia en Dios que tuviera Ted tuvo que renacer como parte esencial de la liberación y resurrección de su espíritu. ¿Cómo explicar estas respuestas afirmativas y negativas? Los hombres de ciencia se hacen preguntas en su busca de la verdad. Pero también ellos son seres humanos y, como todos los seres humanos, quieren que sus respuestas sean claras, limpias y fáciles. En su deseo de hallar soluciones simples, los hombres de ciencia muestran la tendencia a caer en dos trampas cuando hacen preguntas sobre la realidad de Dios. La primera consiste en arrojar al bebé con el agua del baño. Y la segunda es la visión del túnel. Ciertamente hay mucha agua sucia en el baño que rodea la realidad de Dios; “guerras santas, inquisiciones, sacrificios animales, sacrificios humanos, supersticiones, embrutecimiento, dogmatismo, ignorancia, hipocresía, fariseísmo, rigidez, crueldad, quema de libros, quema de brujas, temor, conformismo, culpabilidad morbosa, insanía. La lista es casi interminable, pero ¿es esto todo lo que Dios hizo a los hombres o lo que los hombres hicieron a Dios? Hay pruebas evidentes de que la creencia en Dios puede ser a veces dogmática y destructiva. Entonces ¿cuál es el problema? ¿El de que los hombres tienden a creer en Dios o el de que los hombres tienden a ser dogmáticos? Todo aquel que haya conocido a un ateo a ultranza sabe que semejante individuo puede ser tan dogmático en punto a incredulidad como un creyente puede serlo en punto a creencias. ¿Debemos desembarazarnos de la creencia en Dios o del dogmatismo? Otra razón de que los hombres de ciencia sean tan proclives a tirar al bebé con el agua del baño es el hecho de que la ciencia misma, según hemos indicado, es una religión. El hombre de ciencia neófito, recientemente convertido a la cosmovisión de la ciencia, puede ser tan fanático como un cruzado cristiano o un soldado de Alá. Y esto ocurre particularmente cuando llegamos a abrazar la ciencia partiendo de una cultura y de un hogar en los que la creencia en Dios está firmemente asociada con la ignorancia, la superstición, la rigidez y la hipocresía. Entonces tenemos tanto motivos emocionales como motivos intelectuales para destruir los ídolos del credo primitivo. Pero una señal de madurez en los hombres de ciencia es que se den cuenta de que la ciencia puede estar tan sujeta al dogmatismo como cualquier otra religión. He afirmado categóricamente que para promover nuestro crecimiento espiritual es esencial que adoptemos una actitud científica, que seamos escépticos respecto de lo que se nos ha enseñado, es decir, respecto de las ideas y supuestos corrientes de nuestra cultura. Pero los conceptos mismos de la ciencia a menudo se convierten en ídolos culturales, de manen que es necesario que también nos hagamos escépticos respecto de esos conceptos. Ciertamente podemos madurar sin una creencia en Dios. Pero quisiera asimismo afirmar que también podemos madurar con una creencia en Dios. El ateísmo escéptico o el agnosticismo no son necesariamente los estados supremos de comprensión a que pueden llegar los seres humanos. Por el contrario, hay razones para creer que detrás de las espurias ideas y los falsos conceptos de Dios existe una realidad que es Dios. Esto es lo que quiso decir Paul Tillich cuando se refirió “al dios que está más allá de Dios” y es la razón de que algunos cristianos alambicados proclamaran jubilosamente “Dios ha muerto. Larga vida a Dios”. ¿Es posible que el camino del crecimiento espiritual lleve primero desde la superstición al agnosticismo y luego del agnosticismo a un conocimiento preciso de Dios? De este camino estaba hablando hace más de novecientos años, el sufí Aba Said ibn Adi-l-Jair cuando dijo: Esta santa obra nuestra no quedará cumplida Hasta que no se hayan derrumbado el colegio y el minarete. Hasta que la fe no se convierta en rechazo y el rechazo no se convierta En creencia No habrá un verdadero musulmán26 Que la senda del crecimiento espiritual conduzca o no necesariamente desde un ateísmo escéptico o agnosticismo a una creencia precisa en Dios, lo cieno es que algunas personas escépticas e intelectualmente cultas, coma Marcia y Ted, parecen crecer y progresar en la dirección de la creencia. Ha de advertirse que esa creencia en la que crecieron no era en modo alguno semejante a aquella a partir de la cual evolucionó Kathy. El Dios que se presenta antes del escepticismo puede tener muy poca semejanza con el Dios que se presenta después de haber superado el escepticismo. 26
Citado de Idries Shah, The Way of the Sufi, Nueva York, (Dutton paperback) 1970, pág. 44.
Como dije a] comienzo de esta sección, no hay una sola religión monolítica. Hay muchas religiones y acaso muchos niveles de creencia. Algunas religiones pueden no ser saludables para ciertas personas; otras pueden serlo. Todo esto tiene particular importancia en el caso de aquellos hombres de ciencia que son psiquiatras o psicoterapeutas. Como tratan tan directamente el proceso de crecimiento, ellos más que ningún otro son los llamados a formular juicios sobre el carácter saludable del sistema de creencias de un individuo. Y como los psicoterapeutas generalmente pertenecen a una tradición escéptica o estrictamente freudiana, tienen la tendencia a considerar patológica, toda creencia apasionada en Dios. En ocasiones esa tendencia puede ser exagerada y asumir la condición del prejuicio. No hace mucho tiempo conocí a un estudiante de últimos años de la universidad que estaba considerando seriamente la posibilidad de entrar en un monasterio unos años más adelante. Durante el año anterior había estado sometido a psicoterapia y el tratamiento continuaba: -Pero no fui capaz de decirle a mi terapeuta que me proponía entrar en un monasterio, ni pude hablarle de la profundidad de mi creencia religiosa- me confió. -No creo que mi terapeuta pueda comprenderme. Yo no conocía lo bastante a aquel joven para estimar si el deseo de ingresar en un monasterio era algo natural en él o si estaba neuróticamente determinado. Pero me hubiera gustado mucho decirle: “Realmente debería usted hablarle a su terapeuta de estas casas. Para que la terapia dé resultado es esencial que usted sea franco en todo, especialmente en una cuestión tan seria como ésta. Debe confiar en que su terapeuta sea objetivo. “Pero no le dije nada, pues no estaba seguro de que su terapeuta fuera objetivo, de que comprendiera, en el verdadero sentido de la palabra. Las psiquiatras y psicoterapeutas que asumen posiciones simplistas frente a la religión suelen prestar un flaco servicio a cientos de pacientes. Y esto ocurre aun cuando consideren que toda religión es buena, o saludable. Y también ocurre si tiran al bebé junto con el agua del baño y consideran toda religión como enfermedad o como el Enemigo. Y por último también es cierto si frente a la complejidad del asunto, se abstienen de tratar las cuestiones religiosas de sus pacientes y se ocultan detrás de una objetividad total, pues no consideran que les corresponda participar de alguna manera en cuestiones espirituales o religiosas. Pues muy a menudo sus pacientes necesitan la participación de los terapeutas. Esto no quiere decir que los terapeutas deban perder su objetividad, ni que sea fácil mantener el equilibrio de objetividad y espiritualidad. Esto no es fácil. Por el contrario, yo recomendaría que los psicoterapeutas de todas las clases traten, no de desentenderse de las cuestiones religiosas como frecuentemente hacen, sino más bien que traten de ser más flexibles y profundos en esas cuestiones. La visión científica del túnel En ocasiones los psiquiatras topan con pacientes que padecen una extraña perturbación de la visión; tales pacientes sólo ven una zona muy limitada que se extiende directamente frente a ellos. No ven nada que esté a la izquierda o a la derecha, arriba o abajo de su estrecha campo de visión. No pueden ver dos objetos adyacentes al mismo tiempo, sólo pueden ver una cosa por vez y tienen que volver la cabeza si quieren ver otra. Los psiquiatras comparan este síntoma con el hecho de mirar por un túnel a través del cual sólo se ve un pequeño círculo de luz y claridad en el extremo. En el sistema visual de esos pacientes no se comprueba ninguna perturbación física que explique el síntoma. Es como si por alguna razón no quisieran ver más que lo que se ofrece inmediatamente al ojo; más que aquello a lo cual deciden prestar su atención. Otra importante razón de que los científicos tengan la inclinación a arrojar el bebé junto con el agua del baño es el hecho de que no ven al bebé. Muchos científicos sencillamente no prestan atención a los testimonios de la realidad de Dios. Padecen de una especie de visión del túnel, usan una serie de anteojeras que ellos mismos se impusieron psicológicamente y que les impide prestar atención a la esfera del espíritu. De las causas de esta visión científica del túnel me ocuparé de dos que son resultadas de la índole de la tradición científica. La primera es una cuestión de metodología. La ciencia, en su laudable insistencia en la experiencia, en la observación precisa y en la verificación, puso gran
énfasis en la medición.. Medir algo es experimentarlo en cierta dimensión, una dimensión en la cual podemos hacer observaciones de gran precisión que otros pueden repetir. El uso de la medición permitió a la ciencia enormes progresos en la comprensión del universo material. Pero en virtud de su éxito, la medición llegó a convertirse en una especie de ídolo científico. Esto determinó, de parte de muchos hombres de ciencia, la adopción de una actitud no sólo de escepticismo sino de repudio directo de todo aquello que no puede medirse. Es como si dijeran: “No podemos conocer lo que no podemos medir; no tiene sentido preocuparse por lo que no podemos conocer; por lo tanto, lo que no puede medirse carece de importancia y no es digno de nuestra observación”. A causa de esta actitud muchos científicos excluyen de sus consideraciones serias todas las cuestiones que son intangibles o parecen serlo. Incluso, desde luego, la cuestión de Dios. Este extraño pero extraordinariamente corriente supuesto de que las cosas que no son fáciles de estudiar no merecen estudiarse, está comenzando a ser combatido por algunos descubrimientos relativamente recientes producidos en el seno de la ciencia misma. Uno es el desarrollo de métodos de estudio cada vez más refinados. Mediante el empleo de elementos como los microscopios electrónicos, los espectrofotómetros y las computadoras y mediante la aplicación de técnicas estadísticas, estamos en condiciones de llevar a cabo mediciones de fenómenos crecientemente complejos que unas pocas décadas atrás no podían ser objeto de mediciones. De manera que el alcance de la visión científica se está expandiendo. Si continúa ampliándose quizá pronto podamos decir: “Nada hay más allá de los límites de nuestra visión. Si deseamos estudiar algo, siempre podemos hallar la metodología para hacerlo.’> El otro fenómeno que nos está llevando a abandonar la visión científica del túnel es el descubrimiento relativamente reciente de la realidad de la paradoja, descubrimiento hecho por la propia ciencia. Hace cien años la paradoja significaba error para el espíritu científico. Pero estudiando fenómenos como la naturaleza de la luz, el electromagnetismo, la mecánica cuántica y la teoría de la relatividad, la ciencia física maduró en estos últimos cien años hasta el punto de que cada vez más se reconoce que cierto nivel de la realidad es paradójico. Por ejemplo, J. Robert Oppenheimer escribió: Tendemos a no dar respuesta alguna a las que parecen las preguntas más simples o bien a darles una respuesta que a primera vista hará pensar más en un extraño catecismo que en las categóricas afirmaciones de la ciencia física. Por ejemplo, cuando preguntamos si la posición del electrón continúa siendo la misma, debemos decir “no”; cuando preguntamos si la posición del electrón cambia con el tiempo, debemos decir “no”; cuando preguntamos si el electrón está en reposo, debemos decir “no” cuando preguntamos sí está en movimiento, debemos decir “no”. Buda dio respuestas como éstas cuando se lo interrogó sobre la condición de la persona de un hombre después de su muerte; pero éstas no son las familiares respuestas de la tradición de la ciencia de los siglos XVII y XVIII.27 A través de los siglos los místicos nos han hablado valiéndose de paradojas. ¿Es posible que estemos comenzando a ver un terreno en el que la ciencia y la religión se encuentran? Cuando podemos decir que “un ser humano es mortal y eterno al mismo tiempo” y que “la luz es tanto una onda como una partícula al mismo tiempo”, hemos comenzado a hablar el mismo lenguaje. ¿Será posible que el camino del crecimiento espiritual que parte de la superstición religiosa y se dirige al escepticismo científico pueda en última instancia conducimos a una genuina realidad religiosa? Esta incipiente posibilidad de unificación de la religión y la ciencia es el acontecimiento más significativo y estimulante de nuestra actual vida intelectual. Pero éste es sólo el comienzo. En su mayoría, tanto los científicos como los religiosos se atienen a los estrechos marcos de referencia que ellos mismos se impusieron y cada uno permanece aún en gran medida cegado por su tipo especial de visión del túnel. Consideremos, por ejemplo, la conducta de ambas en lo que se refiere a la cuestión de los milagros. La idea misma del milagro es anatema para la mayoría de los científicos. Durante los últimos cuatrocientos años la ciencia ha descubierto una serie de “leyes naturales” tales como:”Dos objetos se atraen en proporción a su masa y en proporción inversa a la distancia que hay entre ellos” o “La energía no puede crearse ni destruirse”. Pero habiendo obtenido éxito en el descubrimiento de leyes naturales, los científicos convirtieron en un ídolo el concepto de ley natural, así como convirtieron en un ídolo el concepto de medición. El resultado de ello es el de que 27
Science and the Common Understanding, New York (Simon and Schuster), 1953, pág.40.
cualquier hecho que no puede ser explicado mediante las leyes naturales corrientemente comprendidas, es considerado irreal por los científicos. En lo tocante a metodología, la ciencia ha tendido a decir “lo que es muy difícil de estudiar no merece ser estudiado” y respecto de las leyes naturales, la ciencia tiende a decir “Lo que es muy difícil de comprender no existe.” La Iglesia ha sido algo más amplia en su mentalidad. Para el orden religioso lo que no puede comprenderse atendiendo a las leyes naturales conocidas, es un milagro y los milagros existen. Pero aparte de autenticar la existencia de los milagros, la Iglesia no se preocupó por considerar muy atentamente los milagros. La actitud religiosa predominante es ésta: “Los milagros no tienen por qué ser examinados científicamente. Deben ser sencillamente aceptados como actos de Dios”. El religioso no quiso que su religión fuera sacudida o conmovida por la ciencia, así como el científico no quiso que su ciencia fuera sacudida o conmovida por la religión. Curaciones milagrosas, por ejemplo, fueron usadas por la Iglesia Católica para autenticar a sus santos y son aceptadas regularmente por muchas iglesias protestantes. Sin embargo las iglesias nunca dijeron a los médicos y físicos: “¿No querrían ustedes unirse con nosotros para estudiar estos fenómenos tan fascinantes?”. Ni los médicos dijeron: “¿No podríamos trabajar juntos para examinar científicamente estos fenómenos, que tendrían tanto interés para nuestra profesión?” Por el contrario la profesión médica adoptó la posición de que las curas milagrosas no pueden existir, de que la enfermedad de la que fue curada una persona no existía en primer lugar o bien se trataba de un trastorno imaginario, como una reacción histérica, o bien se trataba de un diagnóstico falso. Afortunadamente, sin embargo, unos pocos hombres de ciencia serios y buscadores de la verdad, están actualmente comenzando a examinar la naturaleza de fenómenos tales como las curaciones espontáneas en pacientes enfermos de cáncer y ejemplos de lograda curación psíquica. Hace quince años, cuando me gradué en la facultad de medicina, estaba seguro de que no podía haber milagros. Hoy estoy seguro de que los milagros abundan. Este cambio producido en mi espíritu fue el resultado de dos factores que obraron conjuntamente. Uno de ellos es la variedad de experiencias que tuve como psiquiatra, experiencias que al principio me parecían perfectamente corrientes, pero que, cuando las consideré más profundamente, parecían indicar que mi trabajo con los pacientes y con miras a fomentar su crecimiento, se veía notablemente ayudado de maneras a las que no podía encontrar explicación lógica, es decir, maneras que eran milagrosas. Esas experiencias -y habré de referirme a algunas de ellas- me llevaron a cuestionar mi anterior supuesto de que los sucesos milagrosos eran imposibles. Una vez que puse en tela de juicio ese supuesto pude considerar la posible existencia de lo milagroso. Esta apertura mental, que fue el segundo factor que determinó cambio e parecer, me permitió luego comenzar a mirar la existencia ordinaria con un ojo puesto en lo milagroso. Cuanto más miraba, más elementos milagrosos encontraba. Mi más ferviente deseo es el de que el lector de lo que resta de este libro posea la capacidad de percibir lo milagroso. Recientemente se ha escrito lo siguiente sobre esa capacidad: La realización de la persona es innata y madura hasta convertirse en un tipo distintivo de conciencia, una conciencia que ha sido descrita de maneras muy diferentes por muy diferentes personas. Los místicos, por ejemplo, hablaron de esa conciencia como la percepción de la divinidad y la perfección del mundo. Richard Bucke la llamó conciencia cósmica; Buber la describió atendiendo a la relación “yo-tú” y Maslow la llamó “cognición del Ser”. Nosotros emplearemos el término de Ouspensky y la llamaremos la percepción de lo milagroso. Lo “milagroso” designa aquí no sólo los fenómenos extraordinarios sino también los fenómenos comunes pues absolutamente cualquier cosa puede evocar esta conciencia especial siempre que se le preste la debida atención. Una vez que la percepción queda desembarazada del dominio de la preconcepción y del interés personal, tiene la libertad de experimentar el mundo tal como éste es en sí mismo y contemplar su inherente magnificencia... La percepción de lo milagroso no requiere ninguna fe. Es simplemente una cuestión de prestar plena y estrecha atención a los hechos dados de la vida, es decir, a lo que está siempre presente y se da generalmente por descontado. La verdadera maravilla del mundo es accesible en todas partes, en las porciones más diminutas de nuestro cuerpo, en las vastas extensiones del cosmos y en la íntima interrelación de estas cosas y de todas las cosas... Nosotros formamos parte de un ecosistema delicadamente equilibrado en el cual la interdependencia corre pareja con la individuación. Todos somos individuos, pero también somos partes de un todo mayor, estamos unidos en algo vasto y bello que escapa a toda descripción. La percepción de lo milagroso es
la esencia subjetiva de la autorrealización, la raíz de la que nacen las experiencias y los rasgos más elevados del hombre.28 Al considerar los milagros, creo que nuestro marco de referencia fue demasiado espectacular. Nos hemos puesto a buscar la zarza ardiente, la división de las aguas del mar, la voz proveniente del cielo, en lugar de mirar los acontecimientos ordinarios y cotidianos de nuestra vida para encontrar pruebas de lo milagroso, sin dejar por ello de sustentar una orientación científica. Y esto es lo que me propongo hacer en la sección siguiente, cuando examine hechos corrientes en la práctica de la psiquiatría que me llevaron a comprender el extraordinario fenómeno de la gracia. Pero quisiera terminar el capítulo con otra advertencia. Este terreno de encuentro entre ciencia y religión puede ser un terreno peligroso, de arenas movedizas. Tendremos que considerar la percepción extrasensorial y fenómenos “paranormales” también llamados “psíquicos”, así como otras variedades de lo milagroso. Es esencial que mantengamos bien vivos nuestros sentidos. Hace poco asistí a una conferencia sobre el tema de las curaciones por la fe en la cual una serie de oradores cultos presentó anécdotas y testimonios que indicarían que ellos mismos u otras personas poseían poderes curativos; presentaban los hechos de modo que los testimonios parecieran rigurosos y científicos cuando, en realidad, no lo eran. Si un curandero pone sus manos sobre la articulación inflamada de un enfermo y al día siguiente la articulación ya no está inflamada, eso no significa que el enfermo haya sido curado por el curandero. Las coyunturas inflamadas generalmente se desinflaman tarde o temprano, lenta o repentinamente, sin que importe lo que se haga en ellas. El hecho de que dos sucesos se den juntos en el tiempo no significa necesariamente que estén en una relación causal. Como todo este terreno es tan oscuro y ambiguo, tanto más importante resulta que lo enfoquemos con saludable escepticismo a fin de no equivocarnos nosotros ni hacer equivocar a los demás. Una de las maneras en que otros pueden verse extraviados es, por ejemplo, percibir la falta de escepticismo y de rigurosas pruebas en aquellos individuos que defienden públicamente la realidad de los fenómenos paranormales. Esos individuos dan un mal nombre al campo. Como el campo de los fenómenos paranormales atrae a tanta gente que se conforma con pobres pruebas, resulta tentador para los observadores más realistas llegar a la conclusión de que tales fenómenos psíquicos son irreales, aunque éste no sea el caso. Hay muchos que intentan encontrar respuestas fáciles a cuestiones difíciles haciendo un maridaje de conceptos científicos populares y conceptos religiosos, de grandes esperanzas y pobre pensamiento. El hecho de que muchos de esos maridajes fracasen, no quiere decir que el maridaje sea imposible o inaceptable. Pero así como es esencial que nuestra visión no quede reducida por la visión científica del túnel, también es esencial que nuestras facultades críticas y nuestra capacidad de escepticismo no queden enceguecidas por la brillante belleza de la esfera espiritual.
28
Michael Stark y Michael Washburn, “Beyond the Norm: A Speculative Model of Self-Realization”, Journal of Religion and Health, Vol. 16, Nº 1 (1977), págs.58-59.
SECCION IV – LA GRACIA El milagro de la salud ¡Admirable gracia! ¡Cuán dulce eres, Que salvaste a un miserable como yo! Estuve perdido, pero ahora me he encontrado, Estaba ciego pero ahora veo. Fue la gracia la que enseñó a mi corazón a temer, Y la gracia mitigó mis temores. ¡Qué preciosa me pareció la gracia En aquella hora en que por primera vez creí! Pasando por muchos peligros, trabajos y acechanzas, Por fin llegué; Esa gracia me ha salvado hasta ahora Y ella me conducirá a puerto seguro. Y cuando hayamos pasado allá diez mil años, Resplandecientes y brillantes como el sol, Tendremos no menos días para alabar a Dios Que cuando comenzamos a hacerlo por primera vez29 La primera palabra asociada con la gracia en este famoso y antiguo himno evangélico norteamericano es “admirable”. Cuando algo no sigue el curso ordinario de las cosas nos admira; nos admira lo que no puede predecirse por las “leyes natura1es” conocidas. Lo que sigue habrá de demostrar que la gracia es un fenómeno común y hasta cierto punto predecible. Pero la realidad de la gracia continuará siendo inexplicable dentro del marco conceptual de la ciencia convencional y de las “leyes naturales” tales como las entendemos. La gracia continuará siendo algo milagroso y admirable. Hay una serie de aspectos en la práctica de la psiquiatría que nunca dejan de admirarme; y lo mismo les ocurre a otros psiquiatras. Uno de esos aspectos es la circunstancia de que nuestros pacientes estén admirablemente sanos mentalmente. Es habitual que otros especialistas médicos acusen a los psiquiatras de practicar una disciplina inexacta y anticientífica. Pero lo cierto es que se conoce más sobre las causas de las neurosis que lo que se conoce sobre la gran mayoría de otros trastornos humanos. En virtud del psicoanálisis es posible rastrear la etiología y desarrollo de una neurosis en un individuo con una exactitud y una precisión que rara vez se alcanzan en otras esferas de la medicina. Es posible llegar a conocer exactamente y precisamente cómo, cuándo, dónde y por qué un individuo desarrolló un determinado síntoma neurótico o un determinado esquema de conducta. También es posible conocer con igual exactitud y precisión cómo, cuándo, dónde y por qué una determinada neurosis puede curarse o ha sido curada. Lo que no sabemos, sin embargo, es por qué la neurosis no es más severa, por qué nuestro paciente levemente neurótico no es un neurótico grave, por qué nuestro paciente gravemente neurótico no es enteramente psicótico. Inevitablemente comprobamos que el paciente sufrió un trauma o una serie de traumas de una cualidad dada que le producen una determinada neurosis, pero esos traumas son de una intensidad tal que de conformidad con el curso natural de las cosas deberían haber producido una neurosis más severa que la que presenta el paciente. Un hombre de negocios que había alcanzado notable éxito vino a verme a los treinta y cinco años a causa de una neurosis que sólo podía calificarse como leve. Era hijo ilegítimo y durante su infancia y la niñez temprana había sido guiado solo por la madre, que era sordomuda y vivía en los 29
“Amazing Grace”, por John Newton (1725-1807).
arrabales de Chicago. Cuando cumplió cinco años, el Estado, pensando que semejante madre no era competente para educar a un niño, se lo quitó sin explicación ni advertencia previa y lo colocó en tres sucesivos orfanatos en los que sufrió los ordinarios tratos indignos y experimentó una falta total de afecto. A los quince años quedó parcialmente paralítico por la ruptura de un aneurisma congénito de uno de los vasos cerebrales. A los dieciséis años salió del último orfanato y comenzó a ganarse la vida por su cuenta. Como era de prever, a los diecisiete años fue a parar a la cárcel a causa de un asalto particularmente tonto. En la cárcel no recibió ninguna atención psiquiátrica. Al quedar libre, al cabo de seis meses de aburrido confinamiento, las autoridades le consiguieron un trabajo como empleado de ínfima categoría en una empresa. Cualquier psiquiatra o asistente social habría pronosticado un futuro bien sombrío. Pero transcurridos tres años, el hombre se había convertido en el jefe de departamento más joven que se hubiera registrado en la historia de la compañía. Transcurridos cinco años después de haberse casado con otra ejecutiva, abandonó la compañía e instaló su propia empresa, con lo que llegó a convertirse en un hombre relativamente acaudalado. En el momento en que inició su tratamiento conmigo era además un padre amante y efectivo, un intelectual autodidacto, una figura importante en la comunidad y un acabado artista. ¿Cómo, cuándo, por qué, dónde ocurrió todo esto? Si aplicamos los conceptos corrientes de causalidad no nos lo explicamos. Mi paciente y yo logramos rastrear con exactitud, dentro del habitual marco de causa y efecto, los factores que determinaron su neurosis leve. Pero, no logramos en modo alguno determinar los orígenes de su éxito que nadie podía prever. Cito este caso precisamente porque los traumas observables eran muy dramáticos y las circunstancias de su éxito eran evidentes. En la gran mayoría de los casos, los traumas de la niñez son considerablemente más sutiles (aunque por lo común igualmente devastadores) y las pruebas de salud menos simples, pero el esquema es básicamente el mismo. Por ejemplo, rara vez vemos pacientes que no sean fundamentalmente más saludables en el aspecto mental que sus padres. Sabemos muy bien por qué la gente se enferma mentalmente. Lo que no comprendemos es porqué la gente sobrevive tan bien a los traumas de su vida. Conocemos exactamente la razón de que ciertas personas se suiciden. Pero, ateniéndonos a los conceptos corrientes de causalidad, no sabemos por qué otras personas no se suicidan. Todo cuanto podemos decir es que existe una fuerza cuyo mecanismo no comprendemos plenamente y que parece operar en la mayor parte de las personas con el fin de proteger y promover su salud mental aun en as condiciones más adversas. Aunque los procesos que intervienen en los trastornos mentales frecuentemente no corresponden a los procesos de enfermedades físicas, en este respecto aparentemente corresponden. Sabemos mucho más sobre las causas de la enfermedad física que sobre las causas de la salud física. Por ejemplo, si se le pregunta a un médico qué causa la meningitis meningocócica responderá inmediatamente “Pues, el meningococo, por supuesto”. Sin embargo aquí hay una dificultad. Si este invierno yo tuviera que hacer cultivos diarios de esta bacteria tomando muestras de las gargantas de los habitantes de la pequeña aldea en que vivo, descubriría que esa bacteria está viva aproximadamente en nueve de cada diez personas. Sin embargo en mi pequeño pueblo nadie ha sufrido de meningitis meningocócica durante muchos años, y es probable que este invierno pase lo mismo. ¿Cómo se explica esto? La meningitis meningocócica es una enfermedad relativamente rara, aunque el agente que la causa es en extremo común. Los médicos aplican el concepto de resistencia para explicar este fenómeno y postulan que el cuerpo posee una serie de defensas que resisten la invasión de los meningococos así como de las otras multitudes ubicuas de microorganismos que producen enfermedades. Naturalmente esto es cierto; sabemos bastante sobre estas defensas y su modo de operar, pero aun así quedan enormes incógnitas. Si bien algunas de las personas de esta nación que este invierno habrán de morir de meningitis meningocócica pueden estar debilitadas o tener una resistencia defectuosa, la mayoría de la gente que muera de esta enfermedad habrá sido antes saludable y no se habrán conocido defectos en sus sistemas de resistencia. En cierto nivel, podemos decir con bastante seguridad que el meningococo fue la causa de la muerte de esas personas, pero ese nivel es evidentemente superficial. En un nivel más profundo, no sabremos por qué murieron. Lo más que podemos decir es que las fuerzas que normalmente protegen nuestra vida no operaron en ellos. Aunque el concepto de resistencia se aplica generalmente a las enfermedades infecciosas como la meningitis, puede también aplicarse a todas las enfermedades físicas de un modo u otro, sólo que en el caso de las enfermedades no infecciosas casi no tenemos conocimiento de la manera en que obra la resistencia. Un individuo puede sufrir un solo ataque relativamente leve de colitis ulcerosa
-un desorden que según se acepta generalmente es psicosomático-, recobrarse por completo y continuar durante toda la vida sin experimentar nunca de nuevo esa perturbación. Otro puede sufrir repetidos ataques y quedar crónicamente inválido por el trastorno; un tercero puede presentar un curso fulminante y morir rápidamente del primer ataque. La enfermedad parece ser la misma, pero el desenlace es enteramente, diferente. ¿Por qué? No tenemos la menor idea. Sólo podemos decir que individuos con una cierta estructura de la personalidad parecen tener diferentes tipos de dificultad para resistir la afección, en tanto que la vasta mayoría de nosotros no tiene ninguna dificultad. ¿Cómo explicarlo? No sabemos. Esta clase de preguntas puede formularse sobre casi todas las enfermedades, incluso las más comunes, como ataques cardíacos, ataques cerebrales fulminantes, cáncer, úlceras pépticas y otras. Un número cada vez mayor de investigadores comienza a sugerir que casi todos los trastornos son psicosomáticos, que de alguna manera la psique interviene en la causa de las varias fallas que se registran en el sistema de resistencia. Pero lo admirable es, no el hecho de que el sistema de resistencia falle; lo admirable es que el sistema de resistencia trabaje tan bien como lo hace. Según el curso normal de las cosas deberíamos ser comidos vivos por las bacterias, consumidos por el cáncer, entorpecidos por las grasas y los coágulos, erosionados por los ácidos. No es notable el hecho de que nos enfermemos y muramos; lo que es realmente notable es que no nos enfermemos más a menudo y que no nos muramos muy rápidamente. Por eso podemos decir sobre los trastornos físicos lo mismo que dijimos sobre los trastornos mentales: hay una fuerza cuyo mecanismo no comprendemos enteramente y qué parece operar en la mayoría de las personas con el fin de proteger y apuntar su salud física aún en las condiciones mas adversas. La cuestión de los accidentes plantea otras interesantes cuestiones. Muchos médicos y psiquiatras han tenido ocasión de enfrentar el fenómeno de la predisposición a los accidentes. Entre los muchos ejemplos de mi carrera, el más espectacular fue el de un muchacho de catorce años a quien me pidieron que viera a fin de que lo admitieran en un centro para delincuentes juveniles, donde recibiría tratamiento psiquiátrico. La madre había muerto en el mes de noviembre cuando el niño tenía ocho años. En noviembre de su noveno año se cayó de una escalera y se fracturó el húmero; en noviembre de su décimo año de vida sufrió un accidente de bicicleta y una fractura cerebral con severa concusión. En noviembre de su undécimo año se cayó por un tragaluz y se fracturó la cadera; en noviembre de su duodécimo año tuvo una caída con sus patines y se fracturó una muñeca. En noviembre de su decimotercer año fue arrollado por un automóvil, accidente que le provocó una fractura de pelvis. Nadie pondrá en duda que ese muchacho tenía ciertamente predisposición a los accidentes, pero ¿de qué manera se daban esos accidentes? El chico no los provocaba conscientemente. Tampoco tenía conciencia de su aflicción por la muerte de la madre, pues me dijo que “lo había olvidado todo sobre su madre”. Para comenzar a comprender la cuestión de cómo ocurrían esos accidentes, creo que necesitamos aplicar el concepto de resistencia al fenómeno de los accidentes así como lo aplicamos al fenómeno de la enfermedad y creo que debemos postular una resistencia a los accidentes, así como una predisposición a los accidentes. No se trata sencillamente de que ciertas personas en determinados momentos de su vida tengan predisposición a los accidentes; se trata también de que según el curso ordinario de las cosas la mayor parte de nosotros tiene una resistencia a los accidentes. Un día invernal cuando tenía nueve años y regresaba a mi casa desde la escuela, al cruzar una calle cubierta de nieve y con poca luz, resbalé y me caí al suelo. En ese momento se acercaba rápidamente un automóvil que patinó al frenar, de suerte que mi cabeza quedó a la altura del paragolpes, en tanto que mis piernas y el torso quedaban debajo del coche. Me arrastré para salir de aquella posición y con pánico corrí hacia mi casa ileso. En sí mismo el accidente no parece muy notable y uno podría decir que simplemente tuve suerte. Pero, hay que considerarlo en el conjunto de otros casos: las veces que por un pelo no fui arrollado por automóviles en la calle mientras caminaba o andaba en bicicleta; las veces en que conduciendo un automóvil no me llevé por delante a peatones o a ciclistas en la oscuridad; las veces en que aplicando violentamente los frenos apenas detuve el coche a una pulgada de otro vehículo; las veces en que faltó poco para que patinando sobre la ruta fuera a estrellarme contra los árboles; las veces en que un palo de golf blandido con fuerza pasó a unos centímetros de mi cabeza, etcétera. ¿Qué significa todo esto? ¿Llevo una existencia encantada? Si los lectores examinan sus propias vidas, sospecho que la mayoría encontrará experiencias parecidas de desastres apenas evitados por un pelo, de una serie de accidentes casi ocurridos, cuyo número es mucho mayor que el de los accidentes realmente ocurridos. Además, creo que los lectores reconocerán que sus experiencias personales de supervivencia, de resistencia a los accidentes, no son el resultado de ningún proceso consciente de decisión. ¿Será que la mayor parte de nosotros tiene
“vidas encantadas”? ¿Será realmente cierto lo que expresa aquel verso “Esa gracia me ha salvado hasta ahora”? Algunos podrán pensar que todo esto no tiene nada de excitante, que los hechos de que hemos estado hablando son simplemente manifestaciones del instinto de supervivencia. Pero ¿acaso nombrar una cosa lo explica? Nuestra comprensión de los orígenes y mecanismos de los instintos es mínima. En realidad, la cuestión de los accidentes sugiere que nuestra tendencia a sobrevivir puede ser otra cosa -y aun más milagrosa- que es el instinto, el cual es un fenómeno bastante milagroso en sí. Si bien comprendemos poco sobre el funcionamiento del instinto, lo concebimos como algo que opera dentro de las fronteras del individuo que lo posee. Podemos imaginar que la resistencia a las enfermedades mentales o físicas esté localizada en el inconsciente o en los procesos corporales del individuo. Sin embargo los accidentes suponen interacciones entre individuos o interacciones entre individuos y cosas inanimadas. ¿Acaso las ruedas de aquel automóvil no me aplastaron cuando tenía yo nueve años a causa de mi instinto de supervivencia, o a causa de que el conductor tenía una resistencia instintiva a matarme? Quizá tengamos el instinto no sólo de preservar nuestras vidas sino también de preservar las vidas de los demás. Aunque personalmente no tuve esas experiencias, varios amigos míos fueron testigos de accidentes automovilísticos en los cuales las “víctimas” habían salido intactas de vehículos destrozados por completo. La reacción de esos amigos era de puro asombro y admiración. “No veo cómo alguien pueda haber sobrevivido a semejante desastre y menos sin ninguna herida seria”, dicen. ¿Cómo explicarlo? ¿Pura suerte o casualidad? Esos amigos, que no son personas religiosas, estaban pasmados precisamente porque el azar no parecía intervenir en estos incidentes. “Nadie podría haber sobrevivido”, decían. Aunque no eran religiosos y sin pensar siquiera muy profundamente en lo que estaban diciendo al tratar de explicarse esos hechos, mis amigos hacían observaciones como éstas “Y bien, supongo que Dios protege a los borrachines” o “Todavía no le había llegado la hora”. El lector tiene la libertad de atribuir el misterio de semejantes hechos al “puro azar” o a un inexplicable “capricho del destino” y quedar así satisfecho sin ulterior indagación. Pero si examinarnos algo más esos hechos, nuestro concepto de un instinto para explicarlos resulta terriblemente insatisfactorio. ¿Posee la máquina inanimada de un automóvil un instinto que hace que se destroce precisamente de una manera que respete el contorno del cuerpo humano que está dentro de ella? ¿O posee el ser humano un instinto que en el momento del impacto hace que su contorno se adapte a las formas del automóvil que se está destrozando? Semejantes preguntas parecen ciertamente absurdas. Si decido indagar más la posibilidad de que incidentes de esta índole tengan una explicación, es evidente que nuestro tradicional concepto de instinto no nos ayudará gran cosa. Más ayuda nos prestará quizás el concepto de sincronicidad. Pero antes de examinar el concepto de sincronicidad, será conveniente que consideremos primero algunos aspectos del funcionamiento de esa parte de la psique humana que llamamos el inconsciente. El milagro del inconsciente Cuando comienzo a trabajar con un nuevo paciente frecuentemente trazo un gran círculo y luego dibujo en la circunferencia una pequeña casilla. Señalo el interior de la casilla y digo: -Esto representa su psique consciente. El resto del círculo, un noventa y cinco por ciento o más, representa su inconsciente. Si usted trabaja el tiempo suficiente con suficiente intensidad para comprenderse, llegará a descubrir que esta vasta parte de su espíritu, de la cual ahora apenas se da cuenta, contiene riquezas que trascienden todo lo imaginable. Desde luego, uno de los medios de conocer la existencia de esta vasta pero oculta esfera del espíritu y las riquezas que ella contiene es a través de los sueños. Un hombre de cierta prominencia vino a yerme a causa de una depresión que le duraba desde hacía muchos años. Su trabajo no le procuraba ningún placer, pero no tenía la menor idea de la razón de ello. Aunque sus padres eran relativamente pobres y desconocidos, algunos de sus antepasados por la línea paterna habían sido hombres famosos. Mi paciente casi ni los mencionó. Su depresión estaba causada por muchos factores. Sólo al cabo de varios meses comenzamos a considerar la cuestión de sus ambiciones. En la sesión que siguió a aquella en que por primera vez tocamos el tema de la ambición, el paciente me contó un sueño que había tenido la noche anterior; un fragmento de ese sueño era así:
-Nos hallábamos en una casa llena de enormes, opresivos muebles. Yo era mucho más joven de lo que soy ahora. Mi padre deseaba que yo cruzara la bahía para ir a buscar un bote que él por alguna razón había dejado en una isla situada más allá de la bahía. Me entusiasmé con la idea de aquel viaje y le pregunté como podría encontrar el bote. Él me llevó aparte, donde se hallaba un mueble particularmente enorme y opresivo, un arcón voluminoso por lo menos de tres metros de largo que llegaba hasta el cielo raso y que tenía acaso veinte o treinta gigantescos cajones; mi padre me dijo entonces que podría encontrar el bote si usaba como mira el borde de aquel arcón. Al principio la significación del sueño no resultaba clara de modo que, como es habitual, pedí al paciente que se entregara a la asociación libre en lo tocante a los cajones de esa enorme arca. Inmediatamente el paciente me dijo: -Por alguna razón, quizá porque el mueble me parecía tan opresivo, me hace pensar en un sarcófago. -¿Y los cajones?- pregunté. Entonces él súbitamente sonrió y dijo: -Tal vez deseo desembarazarme de todos mis antepasados. El mueble me hace pensar en un panteón o en una bóveda de familia y cada uno de los cajones es lo suficientemente grande para contener un cadáver. Ahora la significación del sueño era clara. En su juventud le habían dado una mira, una mira para su vida, cuando le hicieron visitar las tumbas de sus famosos antepasados paternos y él había seguido esa mira que apuntaba a la fama. Pero en su vida el paciente se sentía oprimido por una fuerza extraña y deseaba dar muerte psicológicamente a todos sus antepasados a fin de verse libre de esa fuerza compulsiva. Quienquiera que haya trabajado bastante con sueños reconocerá que éste es típico. Uno de los aspectos típicos es su utilidad. Aquel hombre tenía un problema. Casi inmediatamente su inconsciente tramó un drama que reveló la causa del problema, una causa en la cual el paciente no había reparado antes. El inconsciente hizo esta revelación valiéndose de símbolos y lo hizo de una manera tan elegante como la que pueda emplear el más atildado comediógrafo. Es difícil imaginar que alguna otra experiencia que se hubiera producido en esta etapa de la terapia fuera tan elocuentemente útil para él y para mí como ese sueño. El inconsciente parecía que deseaba ayudarlo y facilitar nuestro trabajo conjunto, y lo hizo con consumada destreza. Precisamente porque los sueños son habitualmente tan útiles, los psicoterapeutas suelen hacer del análisis de los sueños una parte importante de su trabajo. Debo confesar que hay muchos sueños cuyo significado se me escapa por completo y que a veces uno desea petulantemente que el inconsciente tenga la decencia de hablamos en un lenguaje más claro. Sin embargo, en aquellas ocasiones en que logramos traducir los sueños, el mensaje siempre parece destinado a promover nuestro crecimiento espiritual. Según mi experiencia, los sueños que pueden interpretarse suministran invariablemente información útil al soñante. Esa ayuda se presenta en muy variadas formas: como advertencias de peligros personales, como guías para hallar la solución de problemas que hemos sido incapaces de resolver, como indicación apropiada de que estamos equivocados cuando pensamos que tenemos razón y como correcto aliento de que estamos en lo cierto cuando pensamos que probablemente estamos equivocados; como fuente de la necesaria información que nos falta sobre nosotros mismos; como orientadores cuando nos sentimos perdidos y como señaladores del camino que debemos recorrer cuando andamos tropezando y a los tumbos. El inconsciente puede comunicarse con nosotros cuando estamos despiertos con tanta elegancia y utilidad como cuando estamos dormidos, aunque lo hace en forma ligeramente diferente. Esta es la forma de los “pensamientos vanos” o hasta fragmentos pensamientos. Generalmente, lo mismo que ocurre con los sueños, no prestamos ninguna atención a esos vanos pensamientos y los hacemos a un lado como si carecieran de toda significación. Por eso se les pide una y otra vez a los pacientes sometidos a psicoanálisis que digan cualquier cosa que se les pase por la cabeza por más que parezca tonta o insignificante. Cada vez que un paciente dice “Es ridículo, pero este tonto pensamiento no deja de acudir a mi espíritu… no tiene ningún sentido, pero usted me dijo que tenía que decir esas cosas”, sé que nos encontramos ante un punto decisivo, que el paciente acaba de recibir del inconsciente un mensaje extremadamente valioso, un mensaje que esclarecerá significativamente su situación.
Si por un lado estos “vanos pensamientos suelen procuramos una comprensión de nosotros mismos también nos procuran una espectacular comprensión de otras personas o del mundo exterior a nosotros. Como ejemplo de un mensaje de vano pensamiento procedente del inconsciente, ejemplo que entra en esta última categoría, describiré una experiencia de mi propio espíritu mientras trabajaba con una paciente. La paciente era una joven que desde la adolescencia temprana padecía de una sensación de vértigo, sensación que le hacía temer que pudiera desvanecerse en cualquier momento; no se había podido determinar ninguna causa física de esa dolencia. A causa de esa sensación de vahído la muchacha caminaba con las piernas derechas, con un paso largo que era casi un tambaleo. La joven era muy inteligente y encantadora y al principio yo no tenía idea de lo que pudiera causar aquella sensación de vértigo, por la cual había estado en psicoterapia sin éxito durante varios años; así y todo últimamente había recurrido a mí por ver si podía ayudarla. Nos hallábamos en medio de nuestra tercera sesión y ella hablaba de una y otra cosa, cuando de pronto acudió a mi conciencia una palabra: “Pinocho”. Traté de concentrarme en lo que decía la paciente e inmediatamente aparté aquella palabra de mi conciencia. Pero al cabo de un minuto y contra mi voluntad la palabra tomó a presentarse en mi espíritu, casi de manera visible, como si alguien la deletreara ante mis ojos: P i n o c h o. Molesto pestañeé y volví a prestar atención a mi paciente. Sin embargo, como si aquella palabreja tuviera una voluntad propia, al minuto siguiente se me presentó de nuevo a mi conciencia como exigiéndome atención. Entonces me dije: “Veamos, si esta palabra está tan ansiosa por entrar en mi mente, será mejor que le prestemos atención porque sé que estas cosas pueden ser importantes y porque sé que si mi inconsciente está tratando de decirme algo, yo debería escucharlo”. Y así lo hice. “¡Pinocho! ¿Qué diablos significaría Pinocho? No podía tener ninguna relación con mi paciente, ¿no? No es posible suponer que ella es Pinocho ¿no es así? Pero veamos un poco; la paciente es mona como una muñequita. Se viste de rojo, blanco y azul. Cada vez que vino aquí lo hizo vestida de rojo, blanco y azul. Anda de una manera cómica, como un soldadito de madera de tiesas piernas. ¡Vaya! ¡Eso es! Ella es una muñeca, un títere. ¡Dios mío, ella es Pinocho! Ella es un títere”. En un instante se me reveló la esencia del modo de ser de la paciente: no era una persona real; era un pequeño títere tieso, de madera, que trataba de actuar como una persona viva pero que temía en cualquier momento tropezar y caer en una maraña de hilos. Rápidamente comenzaron a surgir hechos que prestaban apoyo a esta idea: una madre increíblemente dominante que manejaba los hilos y que estaba muy orgullosa de haber podido “de la noche a la mañana” imponer a su hija el control de esfínteres; se reveló así una voluntad totalmente dedicada a cumplir lo que otros esperaban de ella, a ser limpia, ordenada, pulcra, aseada, una persona que decía todas las cosas convenientes mientras trataba de satisfacer frenéticamente lo que se exigía de ella; una falta total de motivaciones propias e incapacidad total de tomar decisiones autónomas. Esta percepción inmensamente valiosa de mi paciente se presentó a mi conciencia como una intrusa no bienvenida. Yo no la había invitado. Yo no deseaba que se presentara. Su presencia me parecía ajena a mí y nada pertinente al trabajo en que estaba empeñado, era una innecesaria distracción. Al principio la resistí y traté varias veces de cerrarle la puerta por la que había llegado. Este carácter aparentemente ajeno y no deseado es propio del material inconsciente y es su manera de presentarse a la conciencia. En parte a causa de ese carácter y de la resistencia de la conciencia, Freud y sus primeros discípulos tendieron a concebir el inconsciente como un depósito de lo primitivo, de lo antisocial y de o malo que mora en nosotros. Era como si supusieran (por el hecho de que la conciencia no lo deseara) que el material inconsciente era “malo”. Según esto, tendían también a suponer que de alguna manera la enfermedad mental tenía su asiento en el inconsciente y que era como un demonio en las profundidades subterráneas de nuestra psique. A Jung le cupo la responsabilidad de comenzar a corregir esta concepción y lo hizo de muchas maneras, incluso la de acuñar frases como “La sabiduría del inconsciente”. Mi experiencia ha confirmado el concepto de Jung en este aspecto, hasta el punto de que he llegado a la conclusión de que la enfermedad mental no es un producto del inconsciente; por el contrario, creo que es un fenómeno de la conciencia o una relación desquiciada entre lo consciente y lo inconsciente. Consideremos, por ejemplo, la cuestión de la represión. Freud descubrió en muchos de sus pacientes deseos sexuales y sentimientos hostiles de los que los pacientes no se daban cuenta, pero que claramente los hacían sentirse enfermos. Como se suponía que esos deseos y sentimientos estaban radicados en el inconsciente, nació la idea de que el inconsciente era lo que “causaba” la enfermedad mental. Pero ¿por qué, ante todo, estaban situados en el inconsciente esos deseos y sentimientos? ¿Por qué eran reprimidos? Se responde que la psique consciente no los desea. Y es en este no desearlos, en este repudio, donde está el problema. El problema no consiste en que los seres humanos tengan deseos sexuales y sentimientos hostiles, sino más bien en que los seres humanos tienen un espíritu consciente que con frecuencia es reacio a
enfrentar esos sentimientos y de tolerar el dolor de afrontarlos y por lo tanto está muy predispuesto a esconderlos bajo el felpudo. Una tercera manera en que se manifiesta el inconsciente y nos habla, si le prestamos cuidadosa atención (lo cual generalmente no hacemos), es una manera que se revela a través de nuestra conducta. Me refiero a los deslices verbales y otros “errores” de conducta, los llamamos “deslices freudianos”que, según Freud en su Psicopatología de la vida cotidiana, son manifestaciones del inconsciente. El hecho de que Freud empleara la palabra “psicopatología” para designar estos fenómenos indica nuevamente su orientación negativa respecto del inconsciente; lo concebía desempeñando un papel dañino o por lo menos como un malévolo demonio, en lugar de verlo como un buen agente que pugnaba por hacernos honestos. Cuando en psicoterapia un paciente incurre en un desliz, el suceso invariablemente favorece el proceso de la terapia o la curación. En esos momentos el espíritu consciente del paciente está empeñado en combatir la terapia, en ocultar al terapeuta y a su propia conciencia la verdadera naturaleza de su modo de ser. Pero el inconsciente, que está aliado con el terapeuta, pugna en dirección de la franqueza, de la honestidad, de la verdad y la realidad para que el paciente “diga lo que es”. Daré algunos ejemplos: una mujer muy escrupulosa, completamente incapaz de reconocer en sí misma la emoción de la cólera y por lo tanto incapaz de expresar abiertamente cólera, comenzó sistemáticamente a llegar unos minutos tarde a las sesiones terapéuticas. Le sugerí que eso podía deberse a que estaba de alguna manera enfadada conmigo o fastidiada con la terapia. La paciente negó firmemente esa posibilidad y me explicó que llegaba tarde por cuestiones accidentales de la vida; además me aseguró que me apreciaba sinceramente y que se sentía motivada para trabajar conjuntamente. La noche que siguió a esa sesión la paciente pagó sus cuentas mensuales, incluso mis honorarios. El cheque me llegó sin firma. En la sesión siguiente la informé sobre esa circunstancia y de nuevo le sugerí que no me había pagado precisamente porque estaba enfadada conmigo. Ella replicó: -¡Pero eso es ridículo! En toda mi vida nunca dejé de firmar un cheque, usted sabe hasta qué punto soy escrupulosa en estas cuestiones. Es imposible que no le haya firmado su cheque. Entonces le mostré el cheque sin firma y aunque la paciente siempre se había mostrado muy controlada en nuestras sesiones rompió de pronto a sollozar. -¿Qué me está pasando? Me estoy desdoblando, es como si en mí hubiera dos personas. En su desazón y al reconocer yo que realmente ella era como una casa dividida contra sí misma, la paciente comenzó a aceptar por primera vez la posibilidad de que por lo menos una parte de su persona pudiera abrigar el sentimiento del enojo. Éste fue el primer progreso que logramos. Otro paciente que presentaba un problema de cólera era un hombre que creía irrazonable sentir cólera y mucho más expresar cólera contra algún miembro de su familia. Como en esa época tenía la visita de su hermana, el paciente me hablaba de ella a la que describió como una “persona perfectamente deliciosa”. Poco después, en la sesión, me habló de una pequeña cena a la que estaba invitado aquella noche y de la que participarían, según dijo, una pareja vecina y “por supuesto, mi cuñada”. Le hice notar que acababa de referirse a su hermana llamándola cuñada. -Supongo que ahora usted me va a decir que se trata de uno de esos deslices freudianosobservó jocosamente. -Sí, se trata de eso- repliqué. -Lo que su inconsciente dice es que usted no desea que su hermana sea su hermana, que, en lo que a usted concierne, ella es solamente su cuñada y que en el fondo usted la detesta. -No, no la detesto- respondió el paciente, -pero es una persona que habla sin cesar y sé que en la comida de esta noche acaparará toda la conversación. Supongo que tal vez a veces ella me molesta. También aquí habíamos iniciado un pequeño avance. No todos los deslices expresan hostilidad o sentimientos “negativos” denegados. Expresan todos sentimientos denegados, que pueden ser negativos o positivos. Expresan la verdad, la manera en que las cosas realmente son y no como nos agrada pensar que son. Quizás el ejemplo más notable de desliz verbal, según mi experiencia, fue el que me ofreció una joven en la primera visita que me
hizo. Yo sabía que sus padres eran personas distantes e insensibles, que la habían criado con abundancia de cosas pero con una falta total de afecto o de genuinos cuidados. Se me presentó como una persona extremadamente madura, muy segura de sí misma, emancipada, como una mujer de mundo independiente, que quería que yo la tratara porque según me explico: -En este momento no tengo ocupaciones fijas, dispongo de tiempo y se me ocurrió que un poco de psicoanálisis podría contribuir a fomentar mi desarrollo intelectual. Cuando le pregunté por qué no tenía ninguna ocupación en ese momento, vine a saber que acababa de abandonar la universidad porque tenía un embarazo de cinco meses. No deseaba casarse. Vagamente pensaba que podía confiar el bebé a alguien que lo adoptara después del parto y luego pensaba marcharse a Europa para continuar estudiando. Le pregunté si había informado sobre su embarazo al padre del bebé, a quien la paciente no veía desde hacía cuatro meses. -Sí- dijo, -le envié una esquela para hacerle saber que nuestra relación era el producto de un hijo. Lo que quería decir era que un hijo era el producto de sus relaciones y así me había revelado que, por debajo de su máscara de mujer de mundo, era una pequeña niña sedienta de afecto que había quedado embarazada en un intento desesperado de obtenerlo al convertirse en madre. No le hice notar su desliz porque todavía no estaba en modo alguno pronta para aceptar sus necesidades de dependencia o experimentarlas sin detrimento. Ello no obstante, el desliz nos fue útil pues me ayudó a darme cuenta de que aquella persona era realmente una pequeña niña amedrentada que necesitaba protección, dulzura y que se le prodigaran toda clase de cuidados, hasta físicos, por un buen tiempo. Estos tres pacientes que incurrieron en deslices verbales no trataban de esconderse de mí, ni tampoco de engañarse a si mismos. La primera realmente creía que no sentía ni pizca de enojo. El segundo estaba completamente convencido de que no experimentaba ninguna animosidad por ningún miembro de su familia. La última no se concebía de otra manera que como una mujer de mundo. En virtud de un conjunto de factores, el concepto consciente que tenemos de nosotros mismos casi siempre difiere en mayor o menor grado de lo que somos realmente. Casi siempre somos más o menos competentes que lo que creemos ser. Pero el inconsciente sabe cómo somos realmente. Una tarea importante, esencial, en el proceso del desarrollo espiritual es el continuo trabajo tendiente a hacer que el concepto conciente de uno mismo se aproxime progresivamente a la realidad. Una vez cumplida una buena parte de esta tarea, que dura toda la vida, y una vez que se la cumple con relativa rapidez, como podría ser por obra de una psicoterapia intensiva, el individuo suele sentirse como “renacido”. El paciente dice con frecuencia y verdadero júbilo: “Soy una persona enteramente nueva, diferente”, y esa persona no tendrá dificultades para comprender las palabras del poema: “Estuve perdido pero ahora me he encontrado, estaba ciego pero ahora veo”. Si identificamos nuestro yo con el concepto que tenemos de nosotros mismos o con la autoconciencia, debemos decir que el inconsciente es una parte de nosotros más sabia que nosotros mismos. Ya nos hemos referido a esta “sabiduría del inconsciente” cuando hablamos del conocimiento y revelación del yo. En el ejemplo de mi paciente que mi inconsciente me señalaba como Pinocho, intenté demostrar que el inconsciente es más sabio que nuestra conciencia en lo tocante a otras personas, así como a nosotros mismos. Lo cierto es que nuestro inconsciente es más sabio que nuestro yo consciente en todas las cosas. En una ocasión mi mujer y yo tomamos nuestras vacaciones en Singapur, lugar que visitábamos por primera vez. Después de anochecer salimos del hotel para dar un paseo. Pronto llegamos a un gran espacio abierto en cuyo extremo, a unas dos o tres cuadras de distancia, podíamos distinguir en medio de la oscuridad las vagas formas de un gran edificio. -¿Qué será ese edificio?- dijo mi mujer, y yo inmediatamente le respondí con total seguridad: -Oh, ése es el Singapur Cricket Club. Las palabras me salieron de la boca con entera espontaneidad y casi en ese mismo momento me arrepentí de haberlas dicho, pues no tenía en qué basarme para semejante afirmación. Nunca antes había estado en Singapur, no había visto un club de cricket a la luz del día y mucho menos aún en la oscuridad. Pero cuando nos llegamos hasta el edificio y le dimos la vuelta para ver el frente, con gran admiración vi una placa de bronce en la que se leía Singapore Cricket Club.
¿Cómo pude saberlo? Entre las posibles explicaciones, una es la teoría de Jung. del “inconsciente colectivo” según la cual heredamos la sabiduría de la experiencia de nuestros antepasados sin haber tenido nosotros la experiencia personal. Si bien este tipo de conocimiento puede parecer extravagante en nuestro lenguaje cotidiano corriente. Consideremos, por ejemplo, la palabra “reconocer” misma. Cuando estamos leyendo un libro y tropezamos con alguna idea o teoría que nos atrae, algo en nosotros nos dice que esa teoría es cierta, verdadera, la “reconocemos” y sin embargo nunca antes habíamos pensado conscientemente en tal idea o teoría. “Re-conocer” significa volver a conocer, como si alguna vez hubiéramos conocido algo, lo hubiéramos olvidado y luego volviéramos a conocerlo o reconocerlo como un viejo amigo. Es como si todos los conocimientos y todo el saber estuvieran contenidos en nuestro espíritu, de modo que cuando aprendemos “algo nuevo” en realidad estamos sólo redescubriendo algo que siempre existió en nuestra mente. Este concepto está también reflejado en la palabra “educación” que deriva del verbo latino educo el cual literalmente significa ‘‘sacar de, extraer de’’. Por lo tanto, cuando educamos a una persona no llenamos su cabeza con material nuevo, sino que más bien lo extraemos de ella, lo sacamos del inconsciente y lo llevamos a la conciencian. Los educandos poseen el conocimiento desde siempre. Pero, ¿cuál es la fuente de este conocimiento? No lo sabemos. La teoría de Jung del inconsciente colectivo sugiere que nuestro saber es heredado. Recientes experimentos científicos con material genético en relación con el fenómeno de la memoria, señalan que es realmente posible heredar conocimientos que se almacenan en la forma de códigos de ácido nucleico en el interior de las células. El concepto de almacenamiento químico de información nos permite comenzar a entender la manera en que la información potencialmente accesible al espíritu humano, podría estar almacenada en unos pocos centímetros cúbicos de sustancia cerebral. Pero, hasta este modelo extraordinariamente refinado que explica el almacenamiento en un pequeño espacio de conocimientos heredados y de conocimientos adquiridos, deja sin respuesta las cuestiones más desconcertantes del espíritu. Cuando nos ponemos a especular sobre la tecnología de semejante modelo -el modo en que podría construirse, el modo en que está sincronizado, etcétera- aún nos quedamos pasmados ante el fenómeno del espíritu humano. Especular sobre estas cuestiones no es muy diferente de especular sobre un modelo de control cósmico según el cual Dios manda a ejércitos y cohortes de arcángeles, ángeles, serafines y querubines quienes lo ayudan en su tarea de regir el universo. La mente humana, que a veces pretende creer que no existe algo que pueda llamarse milagro, es ella misma un milagro. El milagro de la serendipity Si bien acaso sea posible concebir la extraordinaria sabiduría del inconsciente y explicarla en última instancia atendiendo a moléculas cerebrales que obran según una tecnología milagrosa, aún no tenemos una explicación plausible de los llamados fenómenos paranormales y psíquicos, que tienen claramente relación con el funcionamiento del inconsciente. Con una serie de rigurosos experimentos, Montague Ullman, doctor en medicina, y Stanley Krippner, doctor en filosofía, demostraron concluyentemente que es posible que un individuo despierto “transmita” repetidamente imágenes a otro individuo que está durmiendo a muchas habitaciones de distancia y demostraron que esas imágenes aparecen en los sueños del soñante30. Semejantes transmisiones no se dan sólo en el laboratorio. Por ejemplo, no es extraño que dos individuos que se conozcan tengan independientemente los mismos sueños o sueños increíblemente parecidos. ¿Cómo se explica esto? No tenemos la más remota idea. Pero lo cierto es que estas cosas ocurren. Su validez está científicamente probada desde el punto de vista de las probabilidades. Una noche yo mismo tuve un sueño que consistía en una serie de siete imágenes. Luego me enteré de que un amigo, cuando dormía en mi casa dos noches antes, había tenido un sueño en el que aparecían las mismas siete imágenes en la misma sucesión. No pudimos determinar ninguna razón de este hecho. No podíamos relacionar los sueños con alguna experiencia que hubiéramos tenido o compartido, ni podíamos dar una interpretación con sentido a nuestros sueños. Sin embargo sabíamos que había acaecido algo muy significativo. Para construir un 30
“An Experimental Approach to Dreams and Telepathy: II Report of three Studies’, American Journal of Psychiatry, marzo, 1970, págs. 1282-89. Recomendamos la lectura de éste artículo a quie no esté todavía convencido de la realidad de la percepción extrasensorial o sea escéptico en cuanto a su validez científica.
sueño mi espíritu tiene a su disposición millones de imágenes, de modo que son mínimas las probabilidades de que la sola casualidad haya elegido las mismas siete imágenes en la misma secuencia del sueño de mi amigo. Esto era tan improbable que ambos sabíamos que no podía haber ocurrido por accidente. La cuestión de que hechos en alto grado improbables, a los cuales no se puede señalar ninguna causa dentro del marco de las leyes naturales, se den con improbable frecuencia, ha llegado a conocerse como el principio de sincronicidad. Ni mi amigo ni yo conocíamos la causa o la razón de que hubiéramos tenido sueños tan semejantes, pero un aspecto del suceso era el de que habíamos tenido esos sueños en un tiempo aproximadamente cercano. El elemento del tiempo parece importante y quizá decisivo en estos sucesos improbables. Antes, al ocuparnos de la predisposición a los accidentes y de la resistencia a los accidentes, hicimos notar que no pocas veces las personas salen ilesas de vehículos enteramente destrozados y que parecía ridículo pensar que el automóvil instintivamente se destrozara en una configuración tal que protegiera al automovilista o que éste, instintivamente, se adaptara a las formas de la máquina en destrucción. No hay ninguna ley natural conocida según la cual la configuración del vehículo (hecho A) determine que el automovilista sobreviva o que la forma adoptada por el automovilista (hecho B) determine que el vehículo se deshaga de cierta manera. Ello no obstante, aunque un hecho no determina el otro, el hecho A y el hecho B se dieron sincrónicamente -es decir, juntos en el tiempo- de manera tal que el automovilista sobrevivió. El principio de sincronicidad no explica por qué ni cómo ocurrió esto; simplemente establece que semejantes improbables conjunciones de hechos en el tiempo se dan más frecuentemente que lo que se darían si se debiera sólo a la casualidad. Este principio de la sincronicidad no explica los milagros. Sólo sirve para significar que los milagros parecen cuestiones de tiempo y cuestiones asombrosamente comunes. El hecho que se den sueños semejantes casi sincrónicos se califica, en virtud de su imposibilidad estadística, como un fenómeno genuinamente “paranormal” aun cuando la significación del incidente sea oscura. Probablemente la significación de la mayoría de los fenómenos psíquicos paranormales sea igualmente oscura. Así y todo, otra característica de los fenómenos paranormales, independientemente de su improbabilidad estadística, es el hecho de que buen número de tales sucesos parecen ser afortunados, de algún modo beneficiosos para los participantes humanos del caso. Un respetable y maduro hombre de ciencia, en alto grado escéptico y a quien yo analizaba, me contó no hace mucho el siguiente hecho: “Después de nuestra última sesión, como el día era tan lindo, decidí regresar a casa por el camino que bordea el lago. Como usted sabe, el camino del lago tiene muchas curvas cerradas. Me estaba acercando quizás a la décima de esas curvas, cuando de pronto se me ocurrió que otro automóvil podría aparecer repentinamente por la curva y entrar en la mano derecha del camino que era la mía. Sin pensarlo más, apliqué vigorosamente los frenos y detuve el automóvil a un costado del camino. Apenas lo hube hecho apareció un automóvil a toda velocidad por la curva, sus ruedas pasaron unos dos metros más allá de la línea divisoria amarilla y casi arrolló mi automóvil que estaba sin embargo detenido a mano derecha del camino. Si no me hubiera detenido, inevitablemente habríamos chocado en la curva. No tengo idea de qué fue lo me hizo detener. Podría haber parado en cualquiera de las otras curvas, pero no lo hice. Muchas veces antes había recorrido aquel camino y aunque había pensado que era peligroso nunca me detuve. Me pregunto si realmente no hay algo de cierto en eso de las percepciones extrasensoriales y cosas por el estilo. No puedo encontrarle ninguna otra explicación.” Es posible que hechos estadísticamente improbables hasta el punto de sugerir que son ejemplos de sincronicidad o de sucesos paranormales puedan ser dañosos, así como son beneficiosos. Aun cuando este terreno esté plagado de peligros metodológicos, se impone ciertamente investigarlo. Por el momento sólo puedo declarar mi impresión muy firme, aunque “no científica”, de que la frecuencia de esos hechos estadísticamente improbables y claramente beneficiosos es mayor que la frecuencia de aquellos cuyo resultado parece prejudicial. Loa resultados beneficiosos de tales hechos no tiene porqué ser siempre salvar la vida; las más veces sencillamente fomentan o promueven el crecimiento espiritual. Un excelente ejemplo de esto es 1a experiencia del “sueño del escarabajo” de Carl Jung que él cuenta en su artículo “Sobre la Sincronicidad” y que citamos por entero:31 31
The Portable Jung, Joseph Campbell, ed. Nueva York, (Viking Press) 1971, pág. 511 y 512.
Mi ejemplo se refiere a una joven paciente que, a pesar de los esfuerzos realizados por ambas partes, resultaba psicológicamente inaccesible. La dificultad consistía en que la paciente siempre sabía mejor todas las cosas. Su excelente educación le había suministrado un arma idealmente apropiada para ese fin: un racionalismo cartesiano muy pulido con una idea de la realidad impecablemente “geométrica”. Después de varios infructuosos intentos para suavizar su racionalismo con algo de comprensión más humana, tuve que limitarme a la esperanza de que sucediera algo inesperado e irracional, algo que hiciera estallar la retorta intelectual en la que la paciente se había encerrado. Me encontraba sentado frente a ella de espaldas a la ventana escuchando el flujo de su retórica. La noche anterior la paciente había tenido un sueño en el cual alguien le había regalado un escarabajo de oro, un delicado trabajo de orfebrería. Mientras ella me contaba aquel sueño, oí a mis espaldas un suave ruidito sobre la ventana. Me volví y vi que se trataba de un insecto volador bastante grande que golpeteaba el vidrio de la ventana desde el exterior, en un evidente esfuerzo por penetrar en la habitación oscura. Me pareció muy extraño. Abrí la ventana e inmediatamente atrapé el insecto en el aire cuando huía. Era un coleóptero del tipo del escarabajo (cetonia aurata), cuyo color verde dorado se asemeja mucho al de un escarabajo de oro. Tendí el coleóptero a mi paciente y le dije: “Aquí está su escarabajo”. Esa experiencia abrió el deseado agujero en su racionalismo y rompió el hielo de su resistencia intelectual. El tratamiento pudo continuar con satisfactorios resultados. A lo que nos estamos refiriendo aquí cuando hablamos de hechos paranormales con consecuencias beneficiosas es el fenómeno de la serendipity. El Diccionario Webster define la serendipity como “el don de hallar cosas valiosas o agradables no buscadas”. Esta definición contiene ciertos elementos que pueden intrigamos. Uno es el hecho de considerar la serendipity como un don, lo cual implica que algunas personas lo poseen en tanto que otras no lo poseen, que algunas personas tienen esa suerte y otras no la tienen. Una tesis importante de esta sección es la de que la gracia, manifestada en parte por “cosas valiosas o agradables no buscadas” es accesible a todos, sólo que mientras algunas personas la aprovechan, otras no lo hacen. Al atrapar a aquel coleóptero y presentárselo a su paciente, Jung claramente la estaba aprovechando. Algunas de las razones por las cuales la gente no saca provecho de la gracia serán consideradas después en el parágrafo titulado Resistencia a la gracia. Por el momento me limitaré a indicar que una de las razones por las cuales no aprovechamos plenamente la gracia es la de que no tenemos plena conciencia de su presencia, es decir, no encontramos cosas valiosas no buscadas porque no apreciamos el valor del don cuando nos es dado. En otras palabras los hechos que llamamos serendipity se dan a todos nosotros, pero frecuentemente no reconocemos su naturaleza; consideramos esos hechos completamente irrelevantes y, en consecuencia, no los aprovechamos. Hace cinco años, debiendo pasar dos horas en una ciudad, entre citas profesionales, pregunté a un colega que vivía allí si podía pasar esas horas en la biblioteca de su casa para trabajar en la redacción de la primera sección de este libro. Cuando llegué a la casa me recibió la mujer de mi colega, una persona fría y reservada que nunca pareció reparar en mí y que incluso en varias ocasiones se había mostrado hostil y casi arrogante. Charlamos forzadamente tal vez unos cinco minutos. En el curso de nuestra superficial conversación me dijo que sabía que yo estaba escribiendo un libro y me preguntó cuál era su tema. Le dije que se trataba del crecimiento espiritual y no le di más detalles. Luego me puse a trabajar en la biblioteca. Al cabo de media hora me encontré en un atolladero. Buena parte de lo que había escrito sobre el tema de la responsabilidad me pareció enteramente insatisfactorio. Era evidente que debía ampliar considerablemente el texto para que tuvieran sentido los conceptos que trataba en él, pero me daba cuenta de que esa ampliación restaría fluidez al trabajo. Por otra parte, no estaba dispuesto a suprimir enteramente la sección puesto que me parecía necesario mencionar aquellos conceptos. Me debatí con este dilema durante una hora sin llegar absolutamente a ninguna parte. Me sentía cada vez más frustrado, impotente para resolver la cuestión. Me encontraba en esa situación cuando la mujer de mi colega entró silenciosamente en la biblioteca. Mostraba una actitud tímida y vacilante, respetuosa, sin embargo había en ella algo cálido y suave, todo lo contrario de lo que había exhibido en los otros encuentros conmigo. -Scotty, espero no interrumpirlo- dijo. -Si lo molesto, dígamelo.
Le contesté que no me interrumpía, que me encontraba empantanado en mi trabajo y que por el momento no podría continuar en él. La mujer de mi colega tenía en las manos un librito y me dijo: -Encontré este libro. Pensé que podría interesarle. Probablemente no le interese. Pero se me ocurrió que tal vez pudiera serle útil. No sé por qué. Me sentí irritado y sometido a presión y podría haberle dicho que estaba hasta la coronilla de libros (lo cual era cierto) y que no había manera de que encontrara tiempo para leerlo en un futuro cercano. Pero aquella extraña humildad de la mujer suscitó en mí una respuesta diferente. Le dije que apreciaba su amabilidad y que trataría de leer el libro lo más pronto posible. Lo llevé a casa sin saber cuando sería aquel “lo más pronto posible”. Sin embargo aquella misma noche algo me empujó a hacer a un lado los otros libros que estaba consultando para leer el que acababan de darme. Era un delgado volumen titulado How People Change de Alien Wheelis. Buena parte de él se refería a la responsabilidad. En un capítulo estaba elegante y profundamente expresado lo que yo había tratado de decir en la ampliación de la sección de mi libro. A la mañana siguiente condensé aquella sección, que quedó convertida en un conciso párrafo, y en una nota de pie de página remití al lector al libro de Wheelis si deseaba leer una exposición elaborada. Mi dilema quedaba resuelto. Ése no fue un acontecimiento estupendo, no hubo trompetas que lo anunciaran. Yo habría podido ignorarlo y lo mismo habría sobrevivido. Sin embargo, había sido tocado por la gracia. El hecho era tanto extraordinario como ordinario, extraordinario porque resultaba en alto grado improbable, ordinario porque esos hechos en alto grado improbables y beneficiosos nos ocurren de continuo, silenciosamente, son hechos que golpean a la puerta de nuestra conciencia con tanta suavidad como golpeteaba suavemente aquel coleóptero en el vidrio de la ventana. Hechos análogos me han ocurrido siempre desde que la mujer de mi colega me prestó su libro. Algunos los reconozco. Puedo haberme aprovechado de algunos de ellos sin tener conciencia de su carácter milagroso. Pero no tengo manera de saber cuántos he dejado escapar sin provecho. La definición de gracia Hasta ahora en esta sección he descrito toda una variedad de fenómenos que presentan las siguientes características en común: a) Sirven para promover -prestar apoyo, proteger y fomentar la vida humana y el crecimiento espiritual. b) El mecanismo de su acción se comprende de manera incompleta como en el caso de la resistencia física y los sueños) o resulta totalmente oscura (como en el caso de los fenómenos paranormales) de conformidad con los principios de las leyes naturales según los interpreta el pensamiento científico actual. c) Su aparición es frecuente, común y esencialmente universal en la humanidad. d) Aunque potencialmente influidos por la conciencia humana, el origen de esos fenómenos está fuera de la voluntad consciente y más allá del proceso de tomar conscientemente decisiones. Aunque normalmente se los considera separados, me he convencido de que su carácter común indica que estos fenómenos son parte de un solo fenómeno o manifestaciones de de él; una vigorosa fuerza que, teniendo su origen fuera de la conciencia humana, promueve el crecimiento espiritual de los seres huma Durante centenares y aun millares de años antes de la conceptualización científica de cosas tales como globulinas inmunes, estados oníricos e inconsciente, esa fuerza fue reconocida por los espíritus religiosos que le dieron el nombre de gracia y le cantaron alabanzas: “¡Admirable gracia, cuan dulce...” ¿Cómo hemos de considerar -nosotros que somos propiamente escépticos y con espíritu científico- esa “vigorosa fuerza que, teniendo su origen fuera de la conciencia humana, promueve el crecimiento espiritual de los seres humanos”? No podemos palpar esa fuerza; no tenemos medio apropiado para medirla. Pero existe, es real. ¿Habremos de proceder de conformidad con la visión del túnel e ignorarla porque no se ajusta fácilmente a los tradicionales conceptos científicos de ley
natural? Esto no parece prudente. No creo que podamos esperar lograr una plena comprensión del cosmos, del lugar que ocupa el hombre en el cosmos, ni de la naturaleza de la humanidad misma, si no incorporamos el fenómeno de la gracia en nuestro marco conceptual. Sin embargo, ni siguiera podemos situar o localizar esa fuerza. Hemos dicho solamente dónde no está: no reside en la conciencia humana. Entonces ¿dónde reside? Algunos de los fenómenos que hemos tratado, como los sueños, por ejemplo, sugieren que la gracia reside en el inconsciente del individuo. Otros fenómenos, tales como la sincronicidad y la serendipity, indican que esta fuerza existe más allá de las fronteras del individuo. No sólo porque somos científicos encontramos dificultad en situar la gracia. Los religiosos, que por supuesto atribuyen a Dios el origen de la gracia y creen que ésta es literalmente amor de Dios han tenido a través de las edades la misma dificultad para situar a Dios. En teología hay dos grandes tradiciones opuestas sobre esta cuestión: una, la doctrina de la emanación, sostiene que la gracia emana de un Dios exterior y desciende a los hombres; la otra, la doctrina de la inmanencia, sostiene que la gracia es inmanente en el interior divino del ser del hombre. Este problema -y en realidad todo el problema de la paradoja- se debe en primer lugar a nuestro deseo de situar las cosas. Los seres humanos tienen una profunda tendencia a conceptuar todo en entidades separadas. Percibimos el mundo como algo compuesto de tales entidades: barcos, zapatos y otras categorías. Y tendemos a comprender un fenómeno colocándolo en una determinada categoría y diciendo que ese fenómeno corresponde a una determinada entidad. Es una cosa o la otra, pero no puede ser ambas. Los barcos son barcos y no zapatos. Yo soy yo y tú eres tú. La entidad yo es mi identidad y la entidad tú es tu identidad y solemos quedar completamente desconcertados y frustrados si nuestras entidades llegan a mezclarse o confundirse. Según observamos antes, pensadores hindúes y budistas creen que nuestra percepción de entidades separadas es ilusión, maya, y los físicos modernos que estudian la relatividad, los fenómenos de ondas y partículas, el electromagnetismo, etcétera, se están dando cuenta cada vez más de las limitaciones del enfoque conceptual por medio de entidades. Pero es difícil salirse de este marco. Nuestra tendencia a pensar en entidades nos lleva a querer situar cosas, aun cosas tales como Dios o la gracia, y aun cuando sepamos que esa tendencia nuestra pone obstáculos a nuestra comprensión de estas cuestiones. Por mi parte, procuro no concebir al individuo como una verdadera entidad y en la medida en que mis limitaciones intelectuales me empujan a pensar (o escribir) en términos de entidades, concibo las fronteras del individuo como una especie de membrana sumamente permeable, un cerco si se quiere, en lugar de un muro, un cerco a través del cual, por debajo del cual y por encima del cual, pueden pasar y escurrirse otras “entidades”. Así como nuestra psique es continua y parcialmente permeable al inconsciente, nuestro inconsciente es permeable a la mente exterior, a la “mente” que nos penetra y que empero no es nosotros en cuanto a entidades. Una descripción más elegante y apropiada que la que ofrece el lenguaje científico del siglo XX al hablar de membranas permeables es el lenguaje religioso de Dame Julian, una anacoreta del siglo XIV (circa 1393) de Norwich cuando describe la relación de la gracia y la entidad individual: “Pues así como el cuerpo está metido en el ropaje y la carne en la piel y los huesos en la carne y el corazón en el todo, así también estamos nosotros, alma y cuerpo, metidos en la bondad de Dios y encerrados en ella. Sí, y más sencillamente; pues todas esas cosas pueden desgastarse y consumirse, pero la bondad de Dios es eternamente el todo”.32 En todo caso, independientemente de cómo los concibamos, a qué los atribuyamos o dónde los situemos, los “milagros” a que nos hemos referido, indican que nuestro crecimiento como seres humanos se ve ayudado por una fuerza que no es la de la de nuestra voluntad consciente. Para comprender mejor la naturaleza de esta fuerza, creo que podría ser útil considerar aún otro milagro: el proceso de crecimiento de toda la vida misma, proceso al que hemos dado el nombre de evolución. El milagro de la evolución Aunque hasta ahora no hemos considerado especialmente este concepto de evolución, de una manera u otra nos hemos ocupado de él a lo largo de este libro. El crecimiento espiritual es la 32
Revelations of Divine Love, Grace Warrack, ed., New York, (British Book Centre), 1923, Cap. VI.
evolución de un individuo. El cuerpo del individuo podrá sufrir los cambios propios del ciclo vital, pero no evoluciona; aquí no se forjan nuevas estructuras físicas. La decadencia de las aptitudes físicas en la vejez es algo inevitable. Pero el espíritu humano puede evolucionar espectacularmente en el curso de una vida individual. Aquí pueden forjarse nuevas estructuras. La competencia espiritual puede aumentar (aunque generalmente no ocurra esto) hasta el momento de la muerte en edad avanzada. La vida nos ofrece ilimitadas oportunidades de crecimiento espiritual hasta el fin. Si bien el tema principal de este libro es la evolución espiritual, el proceso de la evolución física es análogo al de la evolución del espíritu y nos suministra un modelo que nos permite comprender mejor el proceso de crecimiento espiritual y la significación de la gracia. El rasgo más llamativo del proceso de la evolución física es que ésta es un milagro. De conformidad con lo que sabemos del universo, la evolución no debería darse, el fenómeno no debería existir en modo alguno. Una de las leyes naturales fundamentales es la segunda ley de la termodinámica que establece que la energía fluye naturalmente de un estado de organización superior o mayor a un estado de organización menor, de un estado de diferenciación superior a un estado de diferenciación inferior. En otras palabras, el universo se encuentra en un proceso descendente, declinante. El ejemplo que frecuentemente se emplea para ilustrar este proceso es el de una corriente de agua que naturalmente fluye cuesta abajo. Se necesita energía o trabajo -bombas, esclusas, cangilones y otros medios- para invertir el proceso, para volver las cosas al estado anterior, para devolver el agua a lo alto de la colina. Y esa energía hay que sacarla de alguna otra parte. Hay que explotar algún otro sistema de energía para realizar esa operación. En última instancia, de conformidad con la segunda ley de la termodinámica, dentro de billones de años, el universo declinará por completo hasta llegar al punto más bajo y amorfo y convertirse en una especie de “burbuja” desorganizada, enteramente indiferenciada en la que ya no ocurre nada más. Ese estado de total desorganización e indiferenciación se llama la entropía. El flujo natural descendente de la energía hacia el estado de entropía podría llamarse la fuerza de la entropía. Bien se nos alcanza que el “fluir” de la evolución marcha contra la fuerza de entropía. El proceso de la evolución fue un desarrollo de los organismos que los llevó de estados inferiores a estados superiores de mayor complejidad, diferenciación y organización. Un virus es un organismo extremadamente simple, algo más que una molécula. Una bacteria es más completa, más diferenciada, pues posee una pared celular, metabolismo y diferentes tipos de moléculas. Un paramecio tiene un núcleo, cilios y un sistema digestivo rudimentario. Una esponja tiene no sólo células sino que comienza a tener diferentes tipos de células interdependientes entre sí. Los insectos y los peces tienen sistema nervioso con complejos métodos de locomoción y hasta organizaciones sociales. Y así prosigue la escala de la evolución, una escala de creciente complejidad, organización y diferenciación, hasta llegar al hombre que posee una enorme corteza cerebral y tipos de conducta extremadamente complejos; y que sepamos, el hombre ocupa el vértice de esta pirámide. Declaro que el proceso de la evolución es un milagro porque tratándose de un proceso de creciente organización y diferenciación va contra la ley natural. Según el curso ordinario de las cosas nosotros que escribimos y leemos este libro no deberíamos existir.33 El proceso de evolución puede representarse gráficamente por una pirámide en cuyo vértice está el hombre, el organismo más complejo y en cuya base están los virus, los organismos más numerosos pero menos complejos:
33
El concepto de que la evolución va contra la ley natural no es ni nuevo ni original. Recuerdo que en mis años de universidad alguien dijo: “La evolución es una corriente contra la segunda ley de termodinámica”, pero desgraciadamente no pude localizar la referencia. Más recientemente el concepto ha sido expuesto por Buckminster Fuller en su libro And It Carne to Pass - Not to Stay, Nueva York, (Macmillan), 1976.
El vértice se yergue desafiando la fuerza de la entropía. En el interior de la pirámide he puesto una flecha que simboliza ese impulso evolutivo, ese “algo” que desafió tan coherentemente y con tanto éxito la “ley natural” durante millones de generaciones y que debe representar él mismo una ley natural todavía no definida. La evolución espiritual de la humanidad puede representarse también con un diagrama:
Una y otra vez hice notar que el proceso de crecimiento espiritual es difícil y exige esfuerzo. Esto se debe a que se realiza contra una resistencia natural, contra la natural inclinación a conservar el estado en que nos hallamos, a aferramos a los viejos mapas y a los viejos modos de hacer las cosas, a echar a andar por el camino fácil. Poco después tendré algo más que decir sobre esta resistencia natural, esta especie de fuerza de entropía que obra en nuestra vida espiritual. Pero, lo mismo que en el caso de la evolución física, el milagro consiste aquí en que podamos vencer esa resistencia. Podemos crecer. A pesar de todo lo que se opone al proceso, nos hacemos seres humanos mejores. No todos nosotros, ni fácilmente. Pero, muchos seres humanos logran de algún modo mejorarse y mejorar su cultura. Se trata de una fuerza que nos empuja a elegir el camino más difícil, a fin de que podamos trascender el cieno y la basura en medio de los cuales con frecuencia hemos nacido. Este diagrama del proceso de la evolución espiritual puede aplicarse al individuo. Cada uno de nosotros tiene su propio impulso a crecer y cada uno de nosotros al obedecer a ese impulso lucha solo contra su propia resistencia. El diagrama también se aplica a la humanidad en su conjunto. Cuando evolucionamos como individuos determinamos que nuestra sociedad también evolucione. La cultura que nos nutre en la niñez es a su vez nutrida por nuestra acción en la edad adulta. Los que logran crecer no sólo gozan de los frutos de su crecimiento sino que dan los mismos frutos al mundo. Al evolucionar como individuos, llevamos a cuestas la humanidad. Y así la humanidad evoluciona. La idea de que el desarrollo espiritual de la humanidad está en un proceso ascendente, difícilmente pueda parecer realista a una generación desilusionada del sueño del progreso. En todas partes vemos guerras, corrupción y contaminación. ¿Cómo puede alguien sugerir razonablemente que el género humano está progresando espiritualmente? Y sin embargo es exactamente lo que afirmo. Nuestro sentido de desilusión se debe a que esperamos más de nosotros mismos de lo que nuestros antepasados esperaban de sí mismos. Una conducta humana que hoy consideramos repugnante y ultrajante era considerada ayer como algo natural. Por ejemplo, un tema importante de este libro fue el de la responsabilidad de los padres en cuanto al crecimiento espiritual de sus hijos. Hoy éste no es un tema de discusión, pero hace varios siglos ni siquiera constituía una preocupación humana. Si bien me parece que el término medio de los actuales cuidados parentales es terriblemente
pobre, debo empero creer que es muy superior al de unas pocas generaciones atrás. Una reciente reseña de un aspecto de los cuidados brindados a los niños comienza, por ejemplo, haciendo notar: El derecho romano daba al padre el control absoluto de sus hijos, a los que aquél podía vender o condenar a muerte con impunidad. Este concepto de un derecho absoluto pasó al derecho inglés, donde prevaleció hasta el siglo XIV sin cambios apreciables. En la Edad Media, la niñez no era considerada esa fase única de la vida como la concebimos hoy. Era habitual enviar a los niños ya desde los siete años a servir o a realizar actividades de aprendiz en las que la instrucción era secundaria respecto del trabajo cumplido por el niño para su amo. El niño y el sirviente no se distinguían en cuanto al modo en que eran tratados y ni siquiera el lenguaje ofrecía términos diferentes para designar a uno y otro. Hubo que esperar hasta el siglo XVI para que el niño comenzara a ser considerado como una criatura de particular interés, que debía desarrollar importantes y específicas tareas y que era digno de afecto.34 Pero ¿cuál es esa fuerza que nos empuja como individuos y como especie a crecer contra la resistencia natural de nuestro propio letargo? Ya la hemos nombrado. Es el amor. Nosotros definimos el amor como “la voluntad de extender el yo con el fin de promover nuestro propio desarrollo espiritual o el de otra persona”. Cuando crecemos lo hacemos porque estamos empeñados en hacerlo y trabajamos en ese empeño porque nos amamos. Nos elevamos por obra del amor. Y por obra del amor a otros, los ayudamos para que se eleven. El amor, la extensión del yo, es el acto mismo de la evolución. Es evolución en progreso. La fuerza evolutiva presente en toda vida se manifiesta en la humanidad como amor humano. En la humanidad el amor es la fuerza milagrosa que desafía la ley natural de la entropía. Alfa y omega Así y todo, todavía no hemos respondido a la pregunta que formulamos al terminar la sección sobre el amor: ¿de dónde procede el amor? Sólo ahora podemos ampliar los términos y formular una pregunta más general aún: ¿de dónde procede toda la fuerza de la evolución? Y a esta pregunta podemos agregar nuestra perplejidad respecto del origen de la gracia. Pues el amor es consciente, pero la gracia no lo es. ¿De dónde proviene esa fuerza vigorosa que, teniendo su origen fuera de la conciencia humana, promueve el desarrollo espiritual de los seres humanos”? No podemos dar respuesta a estas preguntas de la misma manera científica en que podemos decir de dónde procede la harina o el acero. Las cuestiones que planteamos resultan demasiado intangibles y hasta demasiado generales para nuestra “ciencia” en su estado actual. Y no son estas las únicas cuestiones fundamentales a las que la ciencia no puede dar respuestas. ¿Sabemos realmente, por ejemplo, qué es la electricidad? ¿Sabemos de dónde proviene la energía? ¿O el universo? Tal vez algún día nuestra ciencia pueda dar respuesta a estas cuestiones tan fundamentales. Pero mientras tanto sólo podemos especular, teorizar, postular, formular hipótesis. Para explicar los milagros de la gracia y la evolución postulamos la existencia de un Dios que desea que crezcamos, de un Dios que nos ama. Para muchos esta hipótesis resultará demasiado simple, demasiado fácil, demasiado fantasiosa, pueril e ingenua. Pero, ¿qué otra cosa podemos hacer? Ignorar los datos refugiándonos en la visión del túnel no es una respuesta. No podemos obtener una respuesta si no formu1ando preguntas. Por sencillo que parezca, nadie que haya observado los datos y formulado las pertinentes preguntas logró dar una hipótesis mejor o dar siquiera una verdadera hipótesis. Mientras alguien no lo haga, nos atenemos a esta idea extrañamente pueril de un Dios de amor o como alternativa tenemos un vacío teórico.
34
1369.
André P. Derdeyn, “Child Custody Contest in Historical Perspective”, American Journal of Psychiatry, Vol. 133, Nº 12, Dic. 1976, pág.
Si postulamos que nuestra capacidad de amar, ese impulso de crecer y evolucionar, es de alguna manera “insuflado” en nosotros por Dios, debemos entonces preguntamos con qué fin lo hace así Dios. ¿Por qué desea Dios que crezcamos? ¿En que dirección estamos creciendo? ¿Cuál es el punto final, la meta de la evolución? ¿Qué desea Dios de nosotros? No tengo aquí la intención de entregarme a sutilezas teológicas y espero que los especialistas me perdonen si paso por alto todos los peros de la teología propiamente especulativa. Lo cierto es que por más que queramos andar con tiento y ser evasivos, todos los que postulamos un Dios de amor llegamos en última instancia a concebir una idea sobrecogedora: Dios desea que nos convirtamos en Él mismo (o Ella misma, o Ello mismo). Estamos creciendo en dirección de a la divinidad. Dios es la meta de la evolución. Dios es la fuente de la fuerza evolutiva y Dios es su destino. Esto es lo que queremos significar cuando decimos que Dios es Alfa y Omega, el principio y el fin. Cuando dije que ésta es una idea sobrecogedora me quedé corto. En realidad es una idea muy vieja, pero los seres humanos huyen de ella por millones, llenos de pánico. Pues nunca se concibió una idea que represente una carga tan pesada para el hombre. Es, en toda la historia de la humanidad, la idea que exige más cosas del hombre. No porque sea difícil de concebir; por el contrario, esa idea es la esencia de la simplicidad, sino porque si creemos en ella, nos exigirá que demos todo lo que podemos dar, todo lo que tenemos. Una cosa es creer en un buen Dios que se ocupa amorosamente de nosotros desde una elevada posición de poder a la que nosotros nunca podremos llegar y otra cosa muy diferente es creer en un Dios que se propone precisamente que nosotros lleguemos a su posición, a su poder, a su sabiduría, a su identidad. Si creyéramos que es posible que el hombre se convierta en Dios, esta creencia por su naturaleza misma nos impondría la obligación de intentar alcanzar lo que es posible. Pero nosotros no queremos esa obligación. No queremos trabajar tanto. No queremos la responsabilidad de Dios. No queremos la responsabilidad de tener que pensar de continuo. Mientras creamos que la divinidad es un logro imposible para nosotros, no tenemos que preocuparnos de nuestro crecimiento espiritual. No tenemos que esforzarnos por alcanzar niveles de conciencia cada vez altos; podemos relajarnos y ser sólo humanos. Si Dios está en su cielo y nosotros estamos aquí abajo, podemos dejar que Él tenga toda la responsabilidad de la evolución y la marcha del universo. Nosotros podemos hacer todo lo posible para asegurarnos una vejez cómoda en la que gocemos de salud y tengamos hijos y nietos felices y agradecidos; pero no tenemos que incomodarnos por nada más. Estas metas son también difíciles de alcanzar y no hay que menospreciarlas. Sin embargo, apenas creamos que es posible que un hombre se convierta en Dios ya no podremos realmente descansar nunca más, ni decir: “He terminado mi trabajo”. En ese caso debemos esforzarnos constantemente por alcanzar cada vez más sabiduría y más efectividad. En virtud de esa creencia quedaremos empeñados hasta la muerte en el esforzado tráfago de nuestro mejoramiento y nuestro crecimiento espiritual. La responsabilidad de Dios deberá ser nuestra responsabilidad. No ha de sorprender que la creencia en la posibilidad de llegar a la divinidad resulte odiosa. La idea de que Dios nos está nutriendo activamente para que podamos crecer y ser como Él, nos coloca frente a frente con nuestra pereza. Entropía y pecado original Como este libro trata del crecimiento espiritual también trata inevitablemente de la otra cara de la misma moneda: los obstáculos que se oponen al crecimiento espiritual. En definitiva, hay sólo un obstáculo que es la pereza. Si vencemos la pereza, todos los otros impedimentos quedarán superados. Si no vencemos la pereza ninguno de los otros impedimentos será superado. De manera que éste es también un libro sobre la pereza. Cuando consideramos la disciplina nos referimos a la pereza, que supone tratar de evitar el necesario sufrimiento o echar a nadar por el camino más fácil. Al examinar el amor también consideramos la circunstancia de que el desamor es la falta de disposición a extender el propio yo. La pereza es lo opuesto del amor. El crecimiento espiritual supone esfuerzo, como hubimos de señalarlo una y otra vez. Ahora estamos en condiciones de poder examinar la naturaleza de la pereza en una buena perspectiva y de comprender que la pereza es la fuerza de entropía tal como se manifiesta en la vida de todos nosotros.
Durante muchos años consideré que la idea del pecado original carecía de sentido y hasta que era objetable. La sexualidad no me chocaba como algo particularmente pecaminoso. Lo mismo ocurría con mis otros apetitos. Con frecuencia podré entregarme al placer de comer en exceso un excelente plato y si bien sufro los dolores de la indigestión ciertamente no siento remordimientos de conciencia ni culpabilidad. En el mundo, el pecado estaba para mí en el engaño, el prejuicio, la tortura, la brutalidad. Pero no podía percibir nada pecaminoso en los niños, ni me parecía racional creer que los recién nacidos estuvieran malditos porque sus antepasados hubieran comido del fruto del árbol del conocimiento del bien y del mal. Sin embargo poco a poco me fui dando cuenta de que la pereza era ubicua. En los esfuerzos que hacía para ayudar a crecer a mis pacientes, comprobaba que mi principal enemigo era invariablemente su pereza. Y en mí mismo advertí una análoga resistencia a extenderme a nuevas esferas de pensamiento, responsabilidad y madurez. Evidentemente, si tenía algo en común con toda la humanidad era mi pereza. Fue entonces cuando para mí cobró sentido el relato sobre la serpiente y la manzana. La cuestión clave está en lo que falta. El relato dice que Dios tenía la costumbre de “andar por el jardín con el fresco del día” y que existían medios de comunicación entre Él y el hombre. Pero en ese caso ¿por qué Adán y Eva, juntos o separados, antes o después de la tentación de la serpiente, no hablaron con Dios? ¿Por qué no le dijeron “Teníamos la curiosidad de saber por qué no deseas que comamos el fruto del árbol del conocimiento del bien y del mal. Realmente nos encontramos muy bien aquí y no deseamos parecer desagradecidos, pero tu ley en este aspecto no tiene mucho sentido para nosotros y en verdad nos agradaría mucho que nos la explicaras”? Pero, por supuesto, Adán y Eva no lo hicieron. En cambio procedieron a transgredir la Ley de Dios, sin siquiera haber comprendido la razón de aquella ley, sin siquiera hacer el esfuerzo de enfrentar directamente a Dios, poner en tela de juicio su autoridad o comunicarse con él en un nivel razonable. Prestaron oídos a la serpiente y no oyeron lo que Dios tenía que decirles antes de que ellos obraran. ¿Por qué no lo hicieron? ¿Por qué no dieron ningún paso entre la tentación y la acción? Ese paso que no se dio es la esencia del pecado. El paso que no se dio es el paso del debate. Adán y Eva podrían haber suscitado un debate entre la serpiente y Dios, pero al no dar ese paso no escucharon lo que Dios tenía que decirles sobre la cuestión. El debate entre la serpiente y Dios es simbólico del diálogo entre el bien y el mal que se desarrolla dentro del espíritu de los seres humanos. La circunstancia de no llevar a cabo -o de no llevarlo a cabo honda y sinceramente- este debate interno entre el bien y el mal es la causa de todos los actos malos que constituyen el pecado. Al discutir la sensatez de una determinada línea de acción propuesta, generalmente los seres humanos dejan de escuchar lo que Dios tiene que decirles sobre el asunto. No escuchan al Dios que mora dentro de ellos, no atienden al conocimiento de lo justo que reside en el interior del espíritu de toda la humanidad. Y dejamos de hacerlo porque somos perezosos. Cuesta trabajo desarrollar estos debates internos que exigen tiempo y energía. Y cuando los tomamos seriamente -cuando escuchamos seriamente la voz de ese “Dios que mora en nosotros” -generalmente nos sentimos impulsados a echar a andar por la senda más difícil, la senda del mayor esfuerzo, no del menor esfuerzo. Llevar a cabo el debate es exponernos a la lucha y el sufrimiento. Cada uno de nosotros con mayor o menor frecuencia se apartará de de ese trabajo y esfuerzo, tratará de evitar ese penoso paso. Lo mismo que Adán y Eva y como nuestros antepasados, somos todos perezosos. El pecado original existe, es nuestra pereza. Es un pecado muy real. Existe en cada uno de nosotros: recién nacidos, niños, adolescentes, adultos maduros, ancianos, sabios o estúpidos, inválidos o válidos. Algunos podrán ser menos perezosos que otros, pero todos somos perezosos en alguna medida. Por más enérgicos, ambiciosos y sabios que seamos, si miramos realmente en nuestro interior hallaremos la pereza que acecha desde algún lugar. Es la fuerza de la entropía dentro de nosotros, es la fuerza que nos empuja hacia abajo y nos impide nuestra evolución espiritual. Algunos lectores podrán decirse: “Pero yo no soy perezoso. Trabajo sesenta horas por semana. Y por la noche y los fines de semana, aun cuando esté cansado, salgo con mi mujer, llevo a los chicos al jardín zoológico, ayudo en los quehaceres domésticos. A veces tengo la impresión de que eso es todo cuanto hago, trabajar, trabajar, trabajar.” Puedo sentir simpatía por esos lectores, pero he de insistir en que así y todo hallarán la pereza en ellos mismos si miran bien. En efecto, la pereza asume formas diferentes de las que tienen relación con el número de horas pasadas trabajando o con las responsabilidades de uno con los demás. Una forma principal que asume la pereza es el temor. Podemos emplear otra vez el mito de Adán y Eva para ilustrar esta idea. Por ejemplo, podríamos decir que no fue la pereza lo que impidió que Adán y Eva preguntaran a Dios las razones que éste tenía para establecer su ley, sino que fue el temor, el temor ante la grandeza de Dios, el temor a la ira
de Dios. Pero, si bien todo temor no es pereza, muchos temores son exactamente pereza. Tenemos mucho miedo de que se produzca el cambio en el status quo en que nos hallamos, miedo de perder lo que tenemos si nos aventuramos a otra cosa. En la sección sobre la disciplina hice notar que la gente suele sentir claramente amenazadora toda nueva información, porque si la incorpora tendrá que realizar considerable trabajo para corregir sus mapas de la realidad, e instintivamente la gente trata de evitar ese trabajo. En consecuencia, casi siempre combatirá la nueva información en lugar de asimilaría. Esa resistencia está motivada por el temor, sí, pero la base de ese temor es la pereza; es el temor al trabajo que tendrá que hacer. Asimismo, en la sección sobre el amor hablé de los riesgos de extendernos a nuevos territorios, de asumir nuevos compromisos y responsabilidades, de entablar nuevas relaciones y entrar en nuevos niveles de existencia. Aquí también el riesgo es la pérdida del statu quo y el temor es el temor al trabajo que supone llegar a un nuevo statu quo. De manera que es muy probable que Adán y Eva: temieran lo que pudiera ocurrirles si hacían preguntas directamente a Dios; trataron pues de tomar el camino más fácil, el ilegítimo atajo que utilizaron a hurtadillas para adquirir el conocimiento sin esfuerzo y con la esperanza de poder escurrir el bulto. Preguntar a Dios puede suponer un enorme trabajo, pero la moraleja del relato nos dice que hay que hacerlo. Los psicoterapeutas saben que si bien los pacientes acuden a nosotros en busca de cambio de una índole u otra, en realidad están aterrados del cambio, del trabajo que supone el cambio. A causa de este terror o esta pereza, muchísimos pacientes -quizá nueve de cada diez- que comienzan el proceso psicoterapéutico, abandonan la terapia mucho antes de que ésta se haya completado. La mayoría de estos abandonos se producen durante las primeras sesiones o los primeros meses de tratamiento. La dinámica suele ser muy clara en el caso de los pacientes casados que, durante las primeras sesiones terapéuticas, cobran conciencia de que su matrimonio está horriblemente desordenado o es destructivo y que el camino que lleva a la salud mental es o bien el divorcio o bien un proceso enormemente difícil y penoso para reestructurar por completo el matrimonio. En realidad, estos pacientes suelen tener un conocimiento subliminal de la situación aún antes de buscar ayuda psicoterapéutica, de modo que las primeras sesiones de terapia les confirman lo que ya sabían y temían. En todo caso se sienten sobrecogidos por el temor de tener que afrontar solos las dificultades de la vida o las dificultades e trabajar durante meses y año con su cónyuge para mejorar radicalmente sus relaciones. De manera que interrumpen el tratamiento, a veces después de dos o tres sesiones, a veces después de diez o veinte. Abandonan el tratamiento alegando excusas tales como “Nos hemos dado cuenta de que cometimos un error cuando calculamos que teníamos dinero para pagar el tratamiento” o bien interrumpen honestamente el tratamiento y reconocen con franqueza: “Temo lo que la terapia pueda hacer a mi matrimonio. Sé que ahora lo dejo plantado. Tal vez algún día tenga el valor de regresar”. En todo caso, se deciden por el mantenimiento de un miserable statu quo en lugar de realizar los tremendos esfuerzos, como bien comprenden, que será necesario hacer para poder salir de su atolladero particular. En las primeras fases del crecimiento espiritual, los individuos generalmente no se dan cuenta de su pereza, aunque digan de labios afuera, por ejemplo: “Por supuesto, como todos los demás tengo mis momentos de pereza”. Esto ocurre porque la parte perezosa del yo, como el demonio que realmente puede ser, es inescrupulosa y ducha en taimados disfraces. Esa parte del yo encubre su pereza con toda clase de racionalizaciones que la parte en crecimiento del yo no puede todavía ver o combatir porque es aún demasiado débil. Así una persona responderá a la sugestión de que puede cobrar algún nuevo conocimiento en una cierta esfera: “Esa esfera fue estudiada por mucha gente que no logró encontrar ninguna respuesta válida” o “Conocí a un hombre dedicado a ese estudio que era alcohólico y se suicidó” o “Soy perro demasiado viejo para aprender nuevas tretas” o “Usted trata de manipularme para convertirme en una fiel copia de usted mismo y se supone que no es eso lo que deben hacer los psicoterapeutas”. Todas estas respuestas y muchas más sirven para encubrir la pereza de los pacientes, para disimularla no tanto a los terapeutas como a ellos mismos. Pues reconocer la pereza que uno tiene, significa comenzar ya a reducirla. Por estas razones, quienes se hallan en estadios relativamente avanzados de crecimiento espiritual son los que conciencia más aguda tienen de su propia pereza. Son los menos perezosos los que se saben remolones. En mi pugna personal por alcanzar madurez, poco a poco cobro conciencia de nuevas intuiciones que tienden, como por voluntad propia a escaparse o vislumbro nuevas avenidas del pensamiento en las que mis pasos, aparentemente por su propia cuenta, comienzan a
arrastrarse. Sospecho que en general se me escapan esos valiosos pensamientos sin que yo lo advierta y que ando por esas valiosas avenidas sin saber lo que estoy haciendo. Pero cuando adquiero conciencia de que estoy arrastrando los pies me siento impulsado a ejercer la voluntad de apresurar mi paso precisamente en la dirección que estoy tratando de evitar. La lucha contra la entropía nunca termina. Todos poseemos un yo enfermo y un yo sano. Por neuróticos o por psicóticos que seamos, siempre hay aún una parte de nosotros que desea que crezcamos, que quiere el cambio y el desarrollo, que se siente atraída hacia lo nuevo y lo desconocido y que está dispuesta a realizar el trabajo que supone la evolución espiritual y a correr los riesgos que ésta entraña. Y por más aparentemente sanos y espiritualmente evolucionados que seamos, siempre hay una parte de nosotros que no desea que nos esforcemos, que se aferra a lo viejo y familiar, que teme todo cambio o esfuerzo, que desea la comodidad a toda costa y la ausencia de dolor a cualquier precio, aun cuando el resultado sea la ineficacia, el estancamiento o la regresión. En algunos de nosotros el yo sano parece patéticamente pequeño, enteramente dominado por la pereza y temeroso de nuestro monumental yo enfermo. Otros podrán tener un rápido proceso de crecimiento en el que el yo sano predominante tienda ansiosamente hacia arriba en su pugna por evolucionar hacia lo divino; el yo sano, sin embargo debe vigilar siempre la pereza del yo enfermo que siempre acecha en nuestro interior. En esto todos los seres humanos somos iguales. Cada uno de nosotros posee un yo enfermo y un yo sano, la pulsión de vida y la pulsión de muerte, si se quiere. Cada uno de nosotros representa todo el género humano; en cada uno de nosotros está el instinto que tiende a la divinidad y en cada uno de nosotros está el pecado original de la pereza, esa fuerza siempre presente en la entropía que nos impulsa regresivamente a la niñez, al útero materno, partiendo del cual hemos evolucionado. El problema del mal Después de haber manifestado que la pereza es el pecado original y que la pereza en la forma de nuestro yo enfermo hasta podría ser el demonio, conviene completar el cuadro con algunas observaciones sobre la naturaleza del mal. El problema del mal es tal vez el mayor de todos los problemas teológicos. Sin embargo y como ocurrió con otras cuestiones “religiosas”, la ciencia de la psicología obró, salvo raras excepciones, como si el mal no existiera. Potencialmente empero la psicología puede hacer muchas contribuciones a este tema. Espero poder contribuir a esta empresa en una obra posterior de cierta extensión. Por ahora, puesto que el problema del mal es solo periférico respecto del tema de este libro, me limitaré a exponer brevemente cuatro conclusiones a las que llegué en lo tocante a la naturaleza del mal. Primero, he llegado a la conclusión de que el mal es real. No es el producto de la imaginación de una mentalidad religiosa primitiva que trata de explicar lo desconocido. Existen realmente personas e instituciones representadas por personas que reaccionan con odio a la presencia del la bondad y que están dispuestas a destruir lo bueno en la medida en que está en su poder hacerlo. No obran con malicia consinete, sino que obran ciegamente sin tener conciencia de su propio mal, mas aun, tratan de evitar esa conciencia. Como se ha dicho del demonio en la literatura religiosa, esas personas odian la luz e instintivamente hacen cualquier cosa por eludirla y hasta intentan apagarla. Apagarán la luz en sus propios hijos y en todos los demás que estén sujetos a su poder. Los malos odian la luz porque ésta los revela sí mismos. Odian el bien porque éste revela su maldad; odian el amor porque el amor revela su pereza. Apagarán la luz, destruirán la bondad y el amor para evitar el sufrimiento de la conciencia de sí mismos. De manera que mi segunda conclusión es la de que el mal es la pereza llevada a su extremo último. Según lo definí, el amor es la antítesis de la pereza. La pereza corriente es la incapacidad pasiva de amar. Algunas personas corrientemente perezosas no levantarán un dedo para extenderse y ampliar su persona a menos que se vean obligadas a hacerlo. Su ser es una manifestación de desamor; pero aún no son personas malas. Las personas verdaderamente malas evitan activamente antes que pasivamente extenderse, ampliarse. Harán cualquier cosa que esté a su alcance para proteger su pereza, para preservar la integridad de su yo enfermo. En lugar de nutrir a otros, realmente se proponen destruirlos. Si es necesario hasta matarán para rehuir el sufrimiento de su propio crecimiento espiritual. Como la integridad de su yo enfermo se ve amenazada por la salud espiritual de quienes están alrededor, tratarán por todos los medios de aplastar y destruir la salud espiritual que pueda existir cerca de ellos.
Defino luego el mal como el ejercicio del poder político, es decir, la imposición de la voluntad propia a los demás mediante una coacción encubierta o declarada con el fin de evitar que se extienda el yo con miras al crecimiento espiritual de otros. La pereza ordinaria es desamor; el mal es antiamor. Mi tercera conclusión es la de que el mal existe de manera inevitable, por lo menos en este estadio de la evolución humana. Como está la fuerza de la entropía y está el hecho de que el ser humano posee libre voluntad, es inevitable que la pereza sea contenida y dominada en algunos y esté completamente desatada en otros. Como la entropía, por un lado, y el flujo evolutivo del amor, por el otro, son fuerzas opuestas, es natural que esas fuerzas se encuentren relativamente en equilibrio en la mayor parte de la gente, en tanto que unas pocas personas situadas en un extremo manifestarán casi puro amor y unas pocas situadas en el otro extremo manifestarán pura entropía o mal. Puesto que son fuerzas que están en conflicto es también inevitable que los que están situados en los extremos se empeñen en lucha; es tan natural que el mal odie la bondad como lo es que la bondad odie el mal. Por último, llegué a la conclusión de que aunque la entropía es una fuerza enorme, en su forma más extrema de mal humano resulta extrañamente ineficaz como fuerza social. Yo mismo he sido testigo del mal en acción que atacaba y destruía efectivamente espíritus de criaturas humanas. Pero el mal fracasa en el gran cuadro de la evolución humana. En efecto, por cada alma que destruye -y son muchas las almas destruidas- instrumenta la salvación de otras. Sin saberlo, el mal hace de faro que advierte a otros de la presencia de bancos de arena. Como la mayor parte de nosotros tenemos una sensación casi instintiva de horror frente a la atrocidad del mal, cuando reconocemos su presencia, estamos afilados para afrontarlo por la conciencia aguda de su existencia. Nuestra conciencia del mal es una señal para purificarnos. Fue el mal, por ejemplo lo que hizo que Cristo subiera a la cruz, lo cual nos permite verlo desde lejos. Nuestra intervención personal en la lucha contra el mal del mundo es un modo de crecimiento. La evolución de la conciencia Hemos empleado repetidamente las expresiones “tener conciencia” y “darse cuenta”. Los malos se resisten a darse cuenta de su propia condición. Una señal de avanzada espiritualidad es la circunstancia de darse cuenta uno de su propia pereza. Generalmente la gente no tiene conciencia de su propia religión o cosmovisión y en el proceso de su crecimiento religioso debe adquirir conciencia de los supuestos y tendencias que alberga. Al poner entre paréntesis nuestras preocupaciones del momento y al prestar atención al amor, adquirimos más conciencia de nuestro objeto amado y del mundo. Una parte esencial de la disciplina es el desarrollo de la conciencia de nuestra responsabilidad y de nuestra facultad de elegir. Asignamos la capacidad de darse cuenta a esa porción del espíritu que llamamos parte consciente o conciencia. Desde este punto de vista podemos definir el crecimiento espiritual como el crecimiento o evolución de la conciencia. La palabra “consciente” deriva del prefijo latino con que significa “con” y del verbo scire que significa “conocer”. Ser consciente significa literalmente “conocer con”. Pero ¿cómo hemos de entender ese “con”? ¿Conocer con qué? Hemos dicho que la parte inconsciente de nuestra psique posee extraordinarios conocimientos. Sabe más de lo que sabemos conscientemente. Cuando adquirimos conciencia de una nueva verdad lo hacemos porque reconocemos que es verdadera; reconocemos aquello que sabíamos desde siempre. Por lo tanto, no podríamos llegar a la conclusión de que hacerse consciente es conocer con nuestro inconsciente? El desarrollo de la conciencia es el desarrollo de la facultad de darse cuenta de un conocimiento que tiene nuestra psique junto con nuestro inconsciente, que ya posee ese conocimiento. Trátase de un proceso del espíritu consciente sincronizado con el inconsciente. Éste no es un concepto extraño a los psicoterapeutas, que frecuentemente definen su terapia como un proceso de “hacer consciente lo inconsciente” o ampliar la esfera de la conciencia en relación con la esfera del inconsciente. Pero aún no hemos explicado cómo el inconsciente posee todos esos conocimientos que sin embargo no hemos aprendido conscientemente. Aquí de nuevo la cuestión es tan vasta que no podemos dar una respuesta científica. Sólo podemos dar hipótesis. Y no conozco ninguna hipótesis tan satisfactoria como la de postular un Dios íntimamente asociado con nosotros, tan íntimamente que es parte de nosotros. Si se halla uno en busca de la gracia, el lugar más próximo en que ha de buscarla es su propio interior. Si uno aspira a una sabiduría mayor de la que posee, podrá hallarla en
su interior. Lo que estas afirmaciones indican es que el terreno en que se encuentran Dios y el hombre es por lo menos en parte el terreno divisorio entre nuestro inconsciente y nuestra conciencia. Para decirlo llanamente, nuestro inconsciente es Dios. Dios que mora en nosotros. Siempre fuimos parte de Dios. Dios estuvo siempre con nosotros, está ahora con nosotros y estará siempre. ¿Cómo puede ser esto? Si el lector se horroriza por la idea de que nuestro inconsciente es Dios, debería recordar que éste en modo alguno es un concepto herético, pues es en esencia el mismo concepto cristiano del Espíritu Santo que mora en todos nosotros. Me parece sumamente útil para comprender esta relación de Dios y nosotros comparar nuestro inconsciente con un rizoma o con una raíz enormemente grande y rica que nutre la delgada planta de la conciencia que brota del inconsciente y se hace visible. Debo esta analogía a Jung que, al describirse a sí mismo como “una astilla de la deidad infinita”, dice luego: La vida siempre me pareció comparable a una planta que vive de su rizoma. Su verdadera vida es invisible, está oculta en el rizoma. La parte que aparece por encima de la tierra dura sólo un verano. Luego se agosta... es una aparición efímera. Cuando pensamos en el interminable crecimiento y decadencia de la vida y de las civilizaciones, no podemos evitar la impresión de nulidad absoluta. Sin embargo, nunca he perdido el sentido de que algo vive y perdura por debajo del eterno fluir. Lo que vemos es la flor que pasa. El rizoma permanece.35 Jung nunca llegó en realidad a afirmar que Dios existía en el inconsciente, aunque sus escritos señalan directamente en esa dirección. Lo que Jung hizo fue dividir el inconsciente en un “inconsciente personal”, individual, más superficial y un “inconsciente colectivo” más profundo, que es común a toda la humanidad. Para mí, el inconsciente colectivo es Dios; la parte consciente del hombre es individual y el inconsciente personal es el terreno de separación entre ambos. Es inevitable pues que el inconsciente personal sea un lugar de turbulencias, el escenario de alguna lucha entre la voluntad de Dios y la voluntad del individuo. Ya dije antes que concebía el inconsciente como una esfera benigna y de amor. Y creo que realmente es así. Pero los sueños, aunque contienen mensajes de amante sabiduría, contienen también muchos signos de conflicto; si bien pueden ser renovadores agradables del yo, pueden ser también tumultuosos, ser espantosas pesadillas. A causa de ese carácter tumultuoso se ha situado la enfermedad mental en el inconsciente como si el inconsciente fuera el asiento de la psicopatología y los síntomas fueran como demonios subterráneos que afloran para atormentar al individuo. Como ya dije, opino lo contrario. Creo que la conciencia es el asiento de la psicopatología y que los trastornos mentales son desórdenes de la conciencia. Porque nuestro yo consciente se resiste a la sabiduría del inconsciente, nos enfermamos. Precisamente porque nuestra conciencia está trastornada sobreviene el conflicto entre ella y el inconsciente que procura curarla. En otras palabras, la enfermedad mental se da cuando la voluntad consciente del individuo se aparta sustancialmente de la voluntad de Dios, que es la voluntad inconsciente del individuo. Dijimos que la meta última del crecimiento espiritual es la identificación del individuo con Dios, es conocer con Dios. Puesto que el inconsciente es Dios, podemos ampliar la definición de la meta del crecimiento espiritual y decir que es el logro de la divinidad por el yo consciente. Se trata de que el individuo se convierta totalmente, enteramente en Dios. ¿Significa esto que la meta constituye la fusión de la vida consciente con el inconsciente, de suerte que todo sea inconsciente? En modo alguno. Y aquí llegamos al punto decisivo. La cuestión es convertirse en Dios conservando la propia conciencia. Si el capullo de la conciencia que crece del rizoma del inconsciente, que es Dios, puede convertirse él mismo en Dios, luego Dios asumirá una nueva forma de vida. Ésa es la significación de nuestra existencia individual. Hemos nacido para poder convertirnos, como individuos conscientes, en una nueva forma de vida de Dios. La conciencia es la parte ejecutiva de nuestro ser total. La conciencia es la que toma decisiones y las traduce en actos. Si fuéramos enteramente inconscientes, seríamos como el niño recién nacido, una sola cosa con Dios, pero incapaces de las acciones que podrían hacer sentir la presencia de Dios en el mundo. Según ya dije, hay un concepto regresivo en el pensamiento místico de cierta teología hindú y budista, en la cual la condición del niño pequeño, sin fronteras del yo, se compara con el nirvana y la entrada en el nirvana parece semejante al retomo al seno materno. La meta de la teología que exponemos aquí (que es la de la mayor parte de los místicos) representa un punto de vista exactamente opuesto. No se trata de convertirse uno en una criatura sin yo, inconsciente. Trátase por 35
C.G. Jung, Memories, Dreams, Reflections. Aniela Jaffe, ed., Nueva York, (Vintage Books) 1965, pág. 4.
el contrario de desarrollar un yo consciente y maduro que luego puede llegar a ser el yo de Dios. Si como adultos, capaces de llevar a cabo elecciones independientes que influyan en el mundo, podemos identificar nuestra madura y libre voluntad con la de Dios, luego Dios habrá asumido en virtud de nuestro yo consciente una nueva y potente forma de vida. Nos habremos convertido en agentes de Dios, en su brazo, por así decirlo, y por lo tanto en parte de Dios. Y en la medida en que podríamos influir en el mundo en virtud de nuestras decisiones conscientes de conformidad con la voluntad de Dios, nuestras vidas mismas se convertirían en los agentes de la gracia de Dios. Nosotros mismos nos habremos convertido en una forma de la gracia de Dios al trabajar según la voluntad de Dios entre los hombres, al crear amor donde antes no existía amor, al arrastrar a nuestros semejantes al nivel de conciencia nuestro, al impulsar aún más la evolución humana. La naturaleza del poder Hemos llegado al punto desde el cual podemos comprender bien la naturaleza del poder. Ésta es una cuestión que ha sido muy mal interpretada. Una razón de este equivoco es la de que existen dos clases de poder: poder político y poder espiritual. La mitología religiosa siempre se ha esforzado por establecer la distinción entre ambos poderes. Por ejemplo, antes del nacimiento de Buda los adivinos informaron al padre que Buda llegaría a ser el más poderoso de los reyes del país o bien que llegaría a ser un hombre pobre pero el líder espiritual más grande que jamás conociera el mundo. Una de las dos cosas, pero no las dos. Y Satanás le ofreció a Cristo “todos los reinos del mundo y la gloria”, pero Cristo rechazó esa posibilidad y prefirió morir en la cruz, aparentemente impotente. El poder político es la capacidad de ejercer coacción sobre otros, de manera encubierta o declarada, la capacidad de imponer la voluntad de uno. Esta capacidad se debe a una posición, como de la realeza o la de la presidencia o bien al dinero. Esa capacidad no está en la persona que ocupa la posición o posee dinero. En consecuencia, el poder político no tiene relación con la bondad o la sabiduría. Personas muy tontas y personas muy malas gobernaron como reyes esta Tierra. En cambio, el poder espiritual está enteramente en el individuo y nada tiene que ver con la capacidad de ejercer coacción sobre los demás. Personas de gran poder espiritual podrán ser ricas y en ocasiones ocupar importantes posiciones políticas, pero lo más probable es que sean pobres y carentes de autoridad política. Entonces, ¿cuál es la capacidad del poder espiritual si no es la capacidad de ejercer coacción? Es la capacidad de tomar decisiones con la máxima conciencia, es la capacidad de la conciencia misma. La mayor parte de la gente generalmente toma decisiones sin darse casi cuenta de lo que hace. Emprende acciones con escasa comprensión de los motivos que la mueven a hacerlo y sin conocer las ramificadas consecuencias de sus decisiones. ¿Realmente sabemos lo que estamos haciendo cuando aceptamos o rechazamos a un posible cliente? ¿Cuándo damos una paliza a un niño, ascendemos a un subordinado, cortejamos a una conocida? Quienquiera que haya trabajado lo bastante en el terreno de la política sabe que actos realizados con la mejor intención a menudo fracasan y a la postre resultan dañosos; o que personas con indecentes motivaciones pueden promover una causa aparentemente inicua que en última instancia resulta constructiva. Y lo mismo ocurre en la esfera de la crianza de los niños. ¿Qué es mejor? ¿Hacer lo correcto por razones equivocadas o hacer algo malo por razones correctas? Frecuentemente nos encontramos en plena oscuridad cuando nos sentimos más seguros y estamos en lo cierto cuando nos sentimos más confusos. ¿Qué hemos de hacer si andamos a la deriva en un mar de ignorancia? Algunos son nihilistas y dicen: “Nada”. Proponen tan sólo que continuemos a la deriva como si no fuera posible trazar un rumbo en ese vasto mar y no pudiéramos llegar a ningún puerto seguro donde viéramos claridad. Pero otros, que saben que están perdidos, se atreven a esperar que mediante su esfuerzo podrán salir de la ignorancia si desarrollan una conciencia más aguda y profunda. Y tienen razón, esto es posible. Sólo que esa conciencia más honda no se alcanza en una sola iluminación deslumbrante, sino que se desarrolla lentamente, parte por parte y cada una de esas partes debe ser elaborada con el paciente esfuerzo del estudio y la observación de toda cosa, incluso de uno mismo. Son estudiantes humildes. El camino del crecimiento espiritual es un camino de aprendizaje que dura toda la vida. Si se echa a andar por ese camino durante bastante tiempo y con bastante seriedad, los fragmentos de conocimiento comienzan a ocupar su lugar. Gradualmente las cosas comienzan a
adquirir sentido. Se encontrarán callejones sin salida, habrá decepciones, se llegará a conceptos que luego habrá que descartar. Pero gradualmente nos es posible llegar a una comprensión cada vez más profunda de lo que es nuestra existencia. Y gradualmente podremos llegar al lugar en el cual realmente sabemos lo que estamos haciendo. Podemos llegar al poder. La experiencia del poder espiritual es fundamentalmente una experiencia de júbilo. Es el júbilo que acompaña a la maestría. Realmente no hay mayor satisfacción que la que depara ser un experto, saber realmente lo que uno está haciendo. Aquellos que crecieron espiritualmente son expertos en el arte de vivir. Y aquí se da una alegría aún mayor; es la alegría de la comunión con Dios. Pues cuando verdaderamente sabemos lo que estamos haciendo, participamos en la omnisciencia de Dios. Dándonos enteramente cuenta de la naturaleza de una situación, de los motivos que nos llevan a obrar y de los resultados y consecuencias de nuestra acción, llegamos a ese nivel de conciencia que normalmente sólo atribuimos a Dios. Así, nuestro yo consciente alcanza el nivel de la mente divina. Sabemos con Dios. Sin embargo los que han alcanzado este estadio de crecimiento espiritual, esa gran conciencia, están invariablemente penetrados de una gozosa humildad. Pues una de las cosas de que se dan cuenta es que su extraordinaria sabiduría tiene su origen en el inconsciente. Se dan cuenta de que tienen una conexión con el rizoma y de que su conocimiento fluye a ellos desde el rizoma en virtud de esa conexión. Los esfuerzos que realizan para aprender son sólo esfuerzos para abrir el canal y se dan cuenta de que su rizoma, su inconsciente, no es solo de ellos, sino que es de toda la humanidad, de toda la vida, de Dios. Cuando se les pregunta sobre la fuente de su conocimiento y poder, invariablemente responden quienes son realmente poderosos: “No es mi poder. El poco poder que tengo es tan sólo una mínima expresión de un poder mucho mayor. Yo soy meramente un conducto. No se trata de mi poder en modo alguno”. Dije que esta humildad es jubilosa. Ello se debe a que dándose cuenta de su nexo con Dios, los verdaderamente poderosos experimentan una disminución de su sentido del yo. “Hágase tu voluntad, no la mía. Haz de mí tu instrumento” es su único deseo. Esa pérdida del yo siempre lleva consigo una especie de tranquilo éxtasis, una experiencia no muy diferente de la de estar enamorado. Dándose cuenta de su íntima unión con Dios, los espiritualmente poderosos dejan de sentir su soledad pues están en comunión con Dios. La experiencia del poder espiritual, por más que entrañe júbilo, es también pavorosa. Cuanto más profunda es la conciencia de uno, más difícil es obrar. Al terminar la primera sección aludí a este hecho cuando comparé la conducta de dos generales que debían tomar una decisión sobre comprometer en la batalla a una división. El general que mira a su división simple y exclusivamente como una unidad estratégica puede dormir tranquilamente después de haber tomado su decisión. Pero el otro general, que tiene en cuenta la vida de cada uno de sus hombres, sentirá grandes zozobras al tomar la decisión. Todos nosotros somos generales. Cualquier acción que llevemos a cabo puede influir en el curso de la civilización. La decisión de alabar o castigar a un niño puede tener enormes consecuencias. Es fácil obrar teniendo en cuenta datos limitados y dejar que las cosas salgan a su modo. Pero cuanto más aguda es nuestra conciencia, más datos debemos asimilar y tener en cuenta al tomar decisiones. Cuando más sabemos más complejas se hacen las decisiones. Pero cuanto más sabemos, más posible se hace predecir de qué manera van a darse las cosas. Si asumimos la responsabilidad de tratar de predecir con precisión cómo habrán de salir las cosas, es probable que nos sintamos abrumados por la dificultad y complejidad de la tarea hasta el punto de quedar sumidos en la inacción. Pero la inacción es ella misma una forma de acción, y si no hacer nada podría ser en ciertas circunstancias lo mejor, en otras puede ser desastroso y destructivo. De manera que el poder espiritual no es simplemente darse cuenta de las cosas; es la capacidad de continuar tomando decisiones con conciencia cada vez más aguda y profunda. Y el poder semejante al poder divino es el poder de tomar decisiones con conciencia total. Pero a diferencia de la idea popular de omnisciencia, ésta no hace más fácil el tomar decisiones, sino que, por el contrario, lo hace más difícil. Cuanto más se aproxima uno a la divinidad tanto más simpatía siente por Dios. Participar de la omnisciencia de Dios es compartir también su agonía. En relación con el poder se presenta otro problema: el de la soledad. Aquí hay cierta similitud, por lo menos en una dimensión, entre el poder espiritual y poder político. Aquel que se está aproximando a la cima de la evolución espiritual es como aquel que se encuentra en la cúspide del poder político. Por encima no hay nadie a quien pueda apelar, nadie a quien pueda echar culpas, nadie que le aconseje cómo hacer algo. Ni siquiera habrá nadie en el mismo nivel para compartir su zozobra o su responsabilidad. Otros podrán aconsejarlo pero la decisión será solo suya. Él solo será
el responsable. En otra dimensión, la soledad del poder espiritual es aun mayor que la del poder político. Como su nivel de conciencia rara vez está a la altura de las altas posiciones que ocupan, los poderosos políticamente casi siempre tienen sus iguales con quienes pueden comunicarse. Por ejemplo, los presidentes y reyes tendrán sus amigos y camaradas. Pero la persona que ha evolucionado hasta el nivel supremo de conciencia, al nivel supremo de poder espiritual, probablemente no tenga en su círculo de conocidos nadie con quien compartir la profundidad de su visión. Uno de los temas más punzantes de los Evangelios es la continua sensación de frustración que tiene Jesucristo al comprobar que nadie lo comprende realmente; por más que procure tenderse hacia los demás, no puede elevar a su propio nivel ni siquiera los espíritus de sus propios discípulos. Los más sabios lo seguían, pero no podían elevarse al nivel de Cristo y todo el amor de Éste no lo aliviaba de la necesidad de dirigir a los otros y de avanzar siempre en su extrema soledad. Esta clase de soledad es “compartida” por todos aquellos que han llegado lejos en el camino del crecimiento espiritual. Se trata de una carga tal que no podría soportarse si no fuera por el hecho de que a medida que nos distanciamos de nuestros semejantes, inevitablemente se estrecha nuestra relación con Dios. La comunión con Dios, la creciente conciencia y el saber con Dios entrañan suficiente júbilo para sustentamos. La gracia y la enfermedad mental. El mito de Orestes Sobre la naturaleza de la salud mental y de la enfermedad mental se han formulado una serie de afirmaciones aparentemente dispares: “la neurosis es siempre un sustituto de legítimo sufrimiento”; “la salud mental es dedicación a la realidad a cualquier precio” y “la enfermedad mental se da cuando la voluntad consciente del individuo se desvía sustancialmente de la voluntad de Dios, que es la voluntad inconsciente del individuo”. Examinemos ahora más atentamente la cuestión de la enfermedad mental y unamos estos elementos en un todo coherente. Vivimos nuestra vida en un mundo real. Para vivirla bien es necesario que lleguemos a comprender la realidad del mundo lo mejor que podamos. Pero no es fácil llegar a esa comprensión. Muchos aspectos de la realidad del mundo y de nuestra relación con el mundo nos son penosos. Podemos comprenderlos sólo mediante esfuerzos y sufrimientos. Todos nosotros, en mayor o menor medida, procuramos evitar esos esfuerzos y sufrimientos. Ignoramos aspectos dolorosos de la realidad desalojando de nuestra conciencia ciertos hechos desagradables. En otras palabras, procuramos defender nuestra conciencia contra la realidad. Lo hacemos valiéndonos de varios expedientes que los psiquiatras llaman mecanismos de defensa. Todos empleamos esas defensas y así limitamos nuestra conciencia. Por pereza y por temor al sufrimiento defendemos excesivamente nuestra conciencia y entonces ocurre que nuestra comprensión del mundo guarda poca relación o ninguna relación con la realidad. Como nuestros actos se basan en nuestra comprensión, nuestra conducta no será entonces realista. Cuando ocurre esto de manera suficientemente pronunciada nuestros conciudadanos dirán que estamos “fuera de contacto con la realidad” y nos considerarán mentalmente enfermos aun cuando nosotros mismos estemos convencidos de nuestra salud36. Pero mucho antes de que las cosas hayan llegado a este extremo y de que nuestros conciudadanos hayan advertido nuestra enfermedad, nuestro inconsciente nos habrá dado noticias de nuestro deficiente ajuste. El inconsciente nos da aviso de nuestro trastorno valiéndose de varios medios: malos sueños, ataques de ansiedad, depresiones y otros síntomas. Aunque nuestra psique consciente haya negado la realidad, nuestro inconsciente, que es omnisapiente, conoce la verdadera situación e intenta ayudarnos mediante la formación de síntomas para estimular a nuestro yo consciente a que se dé cuenta de que algo marcha mal. En otras palabras, los síntomas penosos y no deseados de la enfermedad mental son manifestaciones de gracia. Son los productos de una “poderosa fuerza que, teniendo su origen fuera de la conciencia, promueve nuestro crecimiento espiritual”. Al final de la primera sección, que versaba sobre la disciplina, señalé al ocuparme brevemente de la depresión que los síntomas depresivos son una señal para el paciente de que no todo marcha bien en él y de que es necesario llevar a cabo un ajuste importante. Muchos de los casos clínicos que 36
Reconozco que este esquema de la enfermedad mental es algo ultra-simplificado. Por ejemplo, no tiene en cuenta factores físicos o bioquímicos que en ciertos casos pueden tener gran significación y hasta significación predominante. También reconozco que es posible que individuos que estén mucho más en contacto con la realidad que sus conciudadanos podrán ser considerados “insanos” por una “sociedad enferma”. Así y todo, el esquema que aquí presentamos es válido en la vasta mayoría de los casos de enfermedad mental.
presenté para demostrar otros principios pueden emplearse también para ilustrar éste: los síntomas desagradables de enfermedad mental sirven para dar aviso de que una persona ha echado a andar por mal camino, de que se ha detenido su crecimiento espiritual y que se halla gravemente amenazado. He de presentar brevemente otro caso para demostrar especialmente el papel de los síntomas. Betsy era una joven de veintidós años, inteligente y encantadora, que vino a verme a causa de severos ataques de ansiedad. Era la hija única de padres católicos, pertenecientes a la clase trabajadora, que se habían afanado por ahorrar dinero a fin de poder enviarla a la universidad. Pero después de un año de estudios y a pesar de que el rendimiento de la joven era bueno, decidió abandonarlos y casarse con un joven vecino, un mecánico. Comenzó a trabajar como empleada en un súper-mercado. Todo marchó bien durante dos años, pero luego súbitamente la sobrecogieron aquellos ataques de ansiedad. De manera totalmente inesperada. Esos ataques eran impredecibles, salvo que se daban siempre cuando la joven se encontraba fuera de su casa y sin la compañía del marido. Se producían cuando hacía las compras, cuando trabajaba en el supermercado o sencillamente cuando andaba por la calle. La intensidad del pánico que experimentaba en esas ocasiones era sobrecogedora. Tenía que dejar de hacer cualquier cosa que estuviera haciendo y correr literalmente a su casa o al garaje en el que trabajaba el marido. Sólo cuando Betsy estaba con él o en su casa cedía el pánico. A causa de esos ataques había tenido que abandonar su trabajo. Cuando los tranquilizantes que le administrara su médico clínico ya no evitaban los ataques de pánico y ni siquiera mitigaban su intensidad, Betsy vino a verme y me dijo sollozando: -No sé lo que me pasa. En mi vida todo era magnífico. Mi marido es bueno conmigo. Nos queremos mucho. Me gustaba mi trabajo. Ahora todo es terrible. No sé por qué me ocurrió semejante cosa. Me parece que podría volverme loca. Por favor, ayúdeme. Ayúdeme para que las cosas vuelvan a ser lindas como eran. Pero, por supuesto, en nuestro trabajo conjunto Betsy descubrió que las cosas no eran tan “lindas” como ella decía. Primero, lenta y penosamente surgió la circunstancia de que, si bien el marido era bondadoso con ella, varias cosas del hombre la irritaban. Sus maneras eran toscas, el campo de sus intereses era estrecho. Todo lo que deseaba como entretenimiento era mirar TV. El hombre la aburría. Luego Betsy comenzó a reconocer que el trabajo de cajera en un supermercado también la aburría. Así comenzamos a considerar la cuestión de por qué había abandonado los estudios para abrazar una vida tan poco excitante. -Y bien, cada vez me sentía más incómoda allí- reconoció Betsy. -Los muchachos estaban entregados a las drogas y al sexo. A mí, eso no me parecía bien. Y me criticaban, no sólo los muchachos que querían acostarse conmigo, sino hasta mis compañeras. Pensaban que yo era ingenua. Y así fue como comencé a cuestionarme yo misma, a cuestionar a la Iglesia y hasta algunos de los valores de mis padres. Supongo que me asusté de eso. En la terapia Betsy comenzó a reanudar el proceso de cuestionamiento que había interrumpido al abandonar la universidad. Terminó por reanudar sus estudios. Afortunadamente, en este caso, el marido se mostró dispuesto a desarrollar sus facultades junto con su mujer y también ingresó en la universidad. El horizonte de la pareja se amplió rápidamente. Y, por supuesto, los ataques de ansiedad de Betsy cesaron. Este caso bastante típico puede considerarse de varias maneras. Los ataques de ansiedad de Betsy eran ciertamente una forma de agorafobia (literalmente, miedo a la plaza, pero en general miedo a espacios abiertos) y para ella representaban miedo a la libertad. Sufría aquellos ataques cuando estaba fuera de su casa, libre en sus movimientos y libre para relacionarse con otras personas. El miedo a la libertad era la esencia de su enfermedad mental. Algunos podrán decir que los ataques de ansiedad, que representaban su miedo a la libertad, eran la enfermedad mental. Algunos podrán decir que los ataques de ansiedad, que representaban su miedo a la libertad, eran la enfermedad que la aquejaba. Pero a mí me parece más útil y esclarecedor enfocar las cosas de otra manera. Pues, en efecto, el miedo a la libertad de Betsy era muy anterior a sus ataques de ansiedad. A causa de ese miedo Betsy había abandonado sus estudios y comenzado el proceso de restringir su desarrollo. A mi juicio, Betsy ya estaba enferma en aquella época, es decir, tres años antes de que comenzaran los síntomas. Sin embargo no se daba cuenta de su enfermedad, ni del daño que se estaba haciendo al restringir su desarrollo. Fueron esos síntomas, esos ataques de ansiedad no deseados ni pedidos, que ella sentía como una maldición inopinada, los que por último le hicieron
cobrar conciencia de su enfermedad y la impulsaron por el camino de la corrección y el crecimiento. Creo que este esquema resulta válido en la mayor parte de las enfermedades mentales. Los síntomas y la enfermedad no son la misma cosa. La enfermedad existe mucho antes que los síntomas. Lejos de ser la enfermedad, el síntoma es el comienzo de su cura. El hecho de que no sean deseados los hace tanto más un fenómeno de gracia, un don de Dios, un mensaje del inconsciente, sí se quiere, para que el individuo inicie su autoexamen y el proceso de reparación. Suele ocurrir con la gracia que la mayor parte de las personas rechacen este don y no escuchen el mensaje. Lo hacen de varias maneras, las cuales representan todas un intento de evitar la responsabilidad en cuanto a su enfermedad. Tratan de ignorar los síntomas pretendiendo que no son realmente síntomas, que todo el mundo “sufre estos pequeños ataques de cuando en cuando”. Tratan de eludirlos abandonando determinadas actividades, dejando de conducir el automóvil, mudándose a otra ciudad, etcétera. Procuran librarse de los síntomas mediante analgésicos, píldoras que les recomienda el médico o anestesiándose con alcohol y drogas. Aun cuando acepten el hecho de que tienen síntomas, generalmente echarán la culpa de ellos, de muy sutiles maneras, al mundo exterior: despreocupación de los parientes, amigos falsos, organizaciones codiciosas, una sociedad enferma y hasta el destino. Sólo aquellos que aceptan la responsabilidad de sus síntomas, que comprenden que sus síntomas son la manifestación de un trastorno que aqueja su alma, prestan oídos al mensaje del inconsciente y aceptan su gracia. Admiten su desajuste y aceptan el sufrimiento de trabajar para curarse. A esos pacientes empero, como en el caso de Betsy y de todos los demás dispuestos a soportar el sufrimiento de la psicoterapia, les está reservada una gran recompensa. De ellos hablaba Jesucristo cuando dijo: “Bienaventurados los pobres de espíritu pues de ellos es el reino de los cielos”.37 Todo cuando estoy diciendo aquí sobre la relación de la gracia y la enfermedad mental está hermosamente representado en el antiguo mito griego de Orestes y las Furias.38 Orestes era nieto de Atreo, un hombre que inicuamente trató de ser más poderoso que los dioses. A causa del crimen cometido contra ellos, los dioses castigaron a Atreo con una maldición que alcanzaría a todos sus descendientes. Esta maldición se cumple en la casa de Atreo cuando Clitemnestra, la madre de Orestes, da muerte a Agamenón, su marido y padre de Orestes. Este crimen extiende la maldición sobre la cabeza de Orestes porque, a causa del código de honor griego, un hijo estaba obligado sobre todas las cosas a dar muerte al asesino de su padre. Pero el máximo pecado que un griego podía cometer era el pecado de matricidio. Orestes se debatía en ese dilema. Por fin hizo lo que aparentemente debía hacer y dio muerte a su madre. Por ese pecado los dioses castigaron luego a Orestes enviándole a las Furias, tres espectrales y horribles figuras que sólo él podía ver y oír que lo atormentaban día y noche con sus aviesas observaciones y su aterradora apariencia. Perseguido por las Furias, cualquiera fuera el lugar a que se dirigiera, Orestes iba recorriendo el país tratando de expiar su crimen. Después de muchos años de solitaria reflexión y penurias, Orestes rogó a los dioses que levantaran la maldición de la casa de Atreo y que cesaran de atormentarlo las Furias, pues creía que ya había expiado el crimen de haber dado muerte a su madre. Los dioses fueron convocados al juicio de Orestes. Apolo, que hablaba en defensa de Orestes, explicó que él mismo había dispuesto aquella situación, de tal manera que a Orestes no le quedaba más remedio que dar muerte a su madre; por lo tanto, no podía ser considerado realmente responsable del crimen. Entonces Orestes saltó de su asiento y contradijo a su defensor con estas palabras: “Fui yo, no Apolo, el que mató a mi madre”. Los dioses quedaron admirados. Nunca antes un miembro de la casa de Atreo había asumido semejante responsabilidad sin echar las culpas a los dioses. Los dioses se pronunciaron en favor de Orestes y no solo levantaron la maldición de la casa de Atreo sino que también transformaron a las Furias en las Euménides, espíritus amables que en virtud de sus sabios consejos permitieron que Orestes continuara en su buena fortuna. La significación de este mito no es oscura. Las Euménides, o las “Benignas”, se llaman también las “portadoras de la gracia”. Las Furias de la alucinación, que sólo podían ser percibidas por Orestes, representan los síntomas de éste, el infierno de su enfermedad mental. La transformación de las Furias en las Euménides es la transformación de la enfermedad mental en un 37
San Mateo V, 3. Hay varias versiones distintas de este mito que presentan sustanciales diferencias entre si. Ninguna es la versión correcta. La que presentamos aquí está tomada en su mayor parte de Edith Hamilton, Mythology. Nueva York, (Mentor Books New American Library) 1958. Fui llevado a considerar este mito por el empleo que hacen de él Rollo May en su libro Amor y voluntad y T.S. Fllot en su pieza Reunión de Familia. 38
buen estado saludable. Esta transformación ocurrió porque Orestes estaba dispuesto a aceptar la responsabilidad de su enfermedad mental. Si bien trataba de librarse de las Furias, Orestes no las veía como un castigo injusto , ni él mismo se consideraba una víctima de la sociedad o de los dioses. Como eran el inevitable resultado de la maldición original echada sobre la casa de Atreo, las Furias también simbolizan el hecho de que la enfermedad mental es un asunto de familia pues los pecados de los padres y de los abuelos recaen sobre los hijos. Pero Orestes no echó la culpa a su a su familia -a sus padres o a su abuelo- como muy bien podría haber hecho. Tampoco culpó a los dioses o al “destino”. Aceptó, en cambio, su dolencia como algo debido a él mismo e hizo el esfuerzo de curarla. La curación fue un largo proceso, como suele ser casi toda terapia. Pero el resultado fue la curación y, en virtud de ese proceso curativo debido a su propio esfuerzo, las mismas cosas que antes lo habían atormentado se convirtieron en aquellas que le aportaban sabiduría. Todos los psicoterapeutas experimentados asistieron al acting out de este mito en su práctica terapéutica y fueron realmente testigos de la transformación de las Furias en las Euménides, transformación operada en la vida de los pacientes curados. No se trata de una transformación fácil. Apenas se dan cuenta de que el proceso psicoterapéutico les exigirá asumir la responsabilidad total de su enfermedad y de su cura, la mayor parte de los pacientes, por más ansiosos que hayan estado al comenzar la terapia, abandonan el tratamiento. Prefieren estar enfermos y tener a los dioses para culpar a alguien, a sentirse bien sin tener a nadie a quien echarle las culpas. De la minoría de pacientes que perseveran en la terapia, los más de ellos necesitan aún que se les enseñe a asumir la responsabilidad total como parte de su curación. Esta enseñanza -“entrenamiento” podría ser una palabra más exacta- es una tarea penosa, pues el terapeuta metódicamente debe hacer ver a los pacientes que tratan de evitar toda responsabilidad y debe hacerlo una y otra vez, sesión tras sesión, mes tras mes, y a veces año tras año. Con frecuencia, como niños obstinados, los pacientes patalean y gritan cuando se los lleva a asumir la total responsabilidad de sí mismos. Pero terminan por llegar a ese punto. Es raro el paciente que inicia la terapia estando dispuesto a asumir la responsabilidad total desde el comienzo. En esos casos la terapia, aunque pueda necesitar un año o dos, es un proceso relativamente breve, relativamente tranquilo y con frecuencia placentero tanto para el paciente como para el terapeuta. En todo caso, de manera relativamente fácil o difícil o prolongada, la transformación de las Furias en las Euménides es un proceso que ocurre. Quienes han afrontado su enfermedad mental, aceptado la responsabilidad total de ella y hecho los cambios necesarios en sí mismos para superarla, se encuentran no sólo curados y libres de las maldiciones de su niñez y de sus antepasados sino que se encuentran además viviendo en un mundo nuevo y diferente. Lo que antes percibían como problemas les parecen ahora oportunidades. Lo que antes eran pesadas barreras son ahora bienvenidas excitaciones. Pensamientos antes desagradables se convierten en útiles intuiciones, sentimientos que antes se desautorizaban son ahora fuente de energía. Hechos que antes parecían cargas se manifiestan como dones, incluso los síntomas mismos de que dichos pacientes se recobraron. “Mi depresión, mis ataques de ansiedad fueron las mejores cosas que me ocurrieron”, dirán por lo general al terminar una terapia coronada por el éxito. Aun cuando salgan de la terapia sin una creencia en Dios, esos pacientes experimentan en un sentido muy real que han sido tocados por la gracia. Resistencia a la gracia Orestes no recurrió a un psicoterapeuta; se curó él mismo. Y aunque hubiera habido expertos psiquiatras en la antigua Grecia, Orestes habría tenido que curarse él mismo. Pues, como ya dijimos, la psicoterapia es sólo un instrumento, una disciplina. Al paciente le toca elegir o rechazar el instrumento y, una vez elegido éste, es el paciente quien determina cómo usarlo y para qué fin hacerlo. Hay personas que superan toda clase de obstáculos -por ejemplo, dinero insuficiente, anteriores experiencias desastrosas con psiquiatras o psicoterapeutas, parientes que desaprueban el tratamiento, clínicas frías- para obtener una terapia y beneficiarse lo más posible con ella. Pero otros rechazan la terapia aunque se la ofrezcan en bandeja de plata o, aun cuando entablen una relación terapéutica, permanecerán sentados en el consultorio como palos sin beneficiarse casi nada por grande que sea la habilidad, el esfuerzo y el amor del terapeuta. Si bien al terminar con éxito un caso me siento tentado a pensar que he curado al paciente, sé que en realidad no he sido más que un agente catalizador, que tuvo suerte por serlo. Puesto que en definitiva la gente se cura con el instrumento de la psicoterapia o sin él, ¿por qué son tan pocos los que se curan y tantos los que no se
curan? Puesto que el camino del crecimiento espiritual, aunque dificultoso, está abierto a todos, ¿por qué son tan pocos los que deciden transitar por él? A esta cuestión se refería Cristo cuando dijo “Muchos son llamados pero pocos escogidos”39. Pero ¿por qué pocos son escogidos y qué distingue a esos pocos de los muchos? La respuesta que la mayor parte de los psicoterapeutas suelen dar, se basa en el concepto de diferente grado de psicopatología. En otras palabras, creen que si bien casi todos están enfermos algunos están más enfermos que otros y que cuanto más enfermo esté uno es más difícil de curar. Además, el grado de gravedad de una enfermedad mental está directamente determinado por el grado de severidad en que el paciente se vio desprovisto de cuidados parentales durante la niñez. Específicamente, individuos que presentan psicosis recibieron cuidados paren tales extremadamente pobres en los primeros nueve meses de vida; la enfermedad resultante puede mejorarse mediante una u otra forma de tratamiento pero es casi imposible de curar. Se considera que los individuos con trastornos de carácter recibieron adecuados cuidados en la primera infancia, pero cuidados muy deficientes durante el período que va aproximadamente de los nueve meses a los dos años; de ello resulta que están menos enfermos que los psicóticos, pero ciertamente están enfermos y resultan difíciles de curar. Se considera que individuos con neurosis recibieron adecuados cuidados parentales en la primera infancia pero que luego, después de los dos años y antes de los cinco o seis, recibieron muy pobres cuidados. Por eso los neuróticos se consideran menos enfermos que los que presentan trastornos de carácter o los psicóticos y, en consecuencia, son mucho más fáciles de tratar y curar. Creo que hay buena parte de verdad en este esquema que forma un cuerpo de teoría psiquiátrica muy útil para los que practican la terapéutica. No debería criticárselo con ligereza. Sin embargo ese esquema no es completo. Entre otras cosas, pasa por alto la enorme importancia de la acción parental en la niñez tardía y en la adolescencia. Hay buenas razones para creer que una acción parental pobre en esos años puede producir enfermedad mental y que la buena acción parental durante años posteriores pueden curar muchas cosas y acaso todas las heridas causadas por la anterior deficiencia parental. Además, si bien el esquema tiene valor de predicción en el sentido estadístico -los neuróticos son, en su término medio, más fáciles de tratar que las personas que presentan trastornos de carácter y éstas son, en su término medio, más fáciles de tratar que los psicóticos- no predice muy bien el curso del crecimiento en un caso individual. Por ejemplo, el curso más rápido de análisis completamente coronado por el éxito que me tocó tratar a mi, fue el de un hombre que se me presentó con una psicosis grave y sin embargo su terapia se terminó nueve meses después. Por otro lado, trabajé durante tres años con una mujer, que claramente padecía “sólo” de una neurosis, sin obtener más que una mejoría mínima. Entre los factores que el esquema del diferente grado de enfermedad mental no tomó en cuenta está un factor que es propio del paciente individual y que podríamos llamar “vó1untad de crecer”. Es posible que un individuo esté extremadamente enfermo y que al mismo tiempo posea una “voluntad de crecer” extremadamente fuerte; en ese caso se producirá la curación. Por otra parte, una persona que esté sólo levemente enferma pero a la que le falta la voluntad de crecer no se moverá un centímetro de la posición morbosa. Por eso creo que la voluntad de crecer de un paciente es un factor decisivo del éxito o del fracaso en psicoterapia. Sin embargo es un factor no bien entendido o siquiera reconocido por la teoría psiquiátrica contemporánea. Aunque estoy afirmando la extrema importancia de esta voluntad de crecer, no sé hasta qué punto podré contribuir a su comprensión puesto que el concepto nos lleva otra vez más al borde del misterio. Habrá de comprenderse que la voluntad de crecer es en esencia el mismo fenómeno que el fenómeno del amor. El amor es la voluntad de extenderse uno con miras al crecimiento espiritual. Personas que experimentan genuino amor son por definición personas en crecimiento. Hemos dicho que la capacidad de amar es nutrida en nosotros por la acción parental amorosa, pero también hice notar que la sola acción parental no explica la existencia de esa capacidad en todas las personas. El lector recordará que la segunda sección de este libro terminaba con cuatro preguntas sobre el amor, dos de las cuales estamos considerando ahora: ¿por qué algunas personas no responden al tratamiento de los mejores terapeutas y por qué algunas personas trascienden el profundo desamor que experimentaron en su infancia (con ayuda de la psicoterapia o sin ella) para convertirse en personas llenas de amor? El lector también recordará que entonces dije que dudaba de poder dar respuesta a estas preguntas con entera satisfacción. Sugerí sin embargo que si se considera el concepto de la gracia es posible arrojar cierta luz sobre estas cuestiones. 39
San Mateo, XXII, 14;véase también XX, 16.
He llegado a creer y traté de demostrar que la capacidad de amar y, por lo tanto, la voluntad de crecer es nutrida no sólo por el amor de los padres durante la niñez, sino también por la o (¿??) amor de Dios durante toda la vida. Trátase de una vigorosa fuerza exterior a la conciencia que opera a través de la acción de personas que experimentan amor y que no son los padres. Por la gracia pueden ciertas personas trascender los traumas del desamo parental y convertirse en individuos amantes que se han elevado encima de sus padres en la escala de la evolución humana. ¿Por qué, pues, sólo algunas personas crecen y evolucionan espiritualmente más allá de las circunstancias de sus padres? Creo que la gracia es accesible a todos, que todos estamos envueltos en el amor de Dios, ninguno menos noblemente que otro. Por eso la única respuesta que puedo dar aquí es la de que la mayoría de nosotros decide no prestar oídos al llamado de la gracia y rechazar su asistencia. Para mi, la afirmación de Cristo “Muchos son llamados pero pocos escogidos” tendría este sentido. “Todos nosotros somos llamados por la gracia pero pocos decidimos escuchar el llamado”. La cuestión pues llega a ser: ¿por qué tan pocos de nosotros decidimos escuchar el llamado de la gracia? ¿Por qué los más de nosotros nos resistimos a la gracia? Dijimos antes que la gracia nos proporcionaba cierta resistencia inconsciente a la enfermedad. ¿Cómo se explica entonces que poseamos, según parece, una resistencia casi igual a la salud? En realidad, ya hemos dado la respuesta a esta pregunta. Se trata de nuestra pereza, el pecado original de la entropía con el que todos estamos malditos. Así como la gracia es la fuente última de la fuerza que nos impulsa a ascender por la escala de la evolución humana, la entropía es lo que nos hace resistir a esa fuerza, a permanecer en nuestro lugar cómodo y fácil, en el lugar en que ahora estamos, y es incluso lo que nos hace descender a formas de existencia cada vez, menos exigentes. Tratamos con extensión el tema de la dificultad que supone ser disciplinados, amar genuinamente, crecer espiritualmente. Es natural que rehuyamos las dificultades. Si bien ya consideramos los elementos básicos de la entropía o pereza, el problema presenta un aspecto que una vez más merece particular mención: la cuestión del poder. Los psiquiatras y muchos legos están familiarizados con el hecho de que los problemas psiquiátricos se dan con notable frecuencia en individuos que acaban de ser promovidos a posiciones de mayor poder y responsabilidad. El psiquiatra militar, que está particularmente familiarizado con este problema de la “neurosis del ascenso”, también sabe que el problema no se da con frecuencia aun mayor porque muchos soldados se resisten a ser promovidos a grados superiores. Hay gran número de suboficiales que sencillamente no desean ser ascendidos a sargentos primeros o a sargentos mayores. Y hay también muchos suboficiales inteligentes que preferirían morir antes que convertirse en oficiales y que repetidamente rechazan ofrecimientos de ser adiestrados para convertirse en oficiales puesto que su inteligencia y capacidad parecía capacitarlos para esa promoción. Y en el crecimiento espiritual ocurre como en la vida profesional. Pues el llamado de la gracia es una promoción, es un llamado para ocupar una posición de mayor responsabilidad y poder. Darse cuenta de la gracia, experimentar personalmente su constante presencia, saber que uno está próximo a Dios es conocer y experimentar continuamente una paz y una tranquilidad que pocos poseen. Pero, por otro lado, ese conocimiento y esa conciencia acarrean consigo una enorme responsabilidad. Pues experimentar que uno está cerca de Dios es también experimentar la obligación de cómo Dios, de ser el agente de su poder y de su amor. El llamado de la gracia es un llamado a una vida de esfuerzos y cuidados, a una vida de prestar servicios y de hacer cualquier sacrificio que parezca necesario. Es un llamado que nos lleva desde la niñez espiritual a la edad adulta espiritual, un llamado a ser padres de la humanidad. T. S. Eliot describió bien esta cuestión en el sermón de Navidad que hace pronunciar a Thomas Becket en la obra teatral Asesinato en la Catedral: Pero pensad un momento en la significación de esta palabra “paz”. ¿Os parece extraño que los ángeles hayan anunciado la paz cuando el mundo estuvo incesantemente sacudido por la guerra y el miedo a la guerra? ¿Os parece que las voces angélicas estaban equivocadas y que la promesa era un fraude y un engaño? Reflexionad ahora en cómo nuestro Señor mismo habló de la paz. Les dijo a sus discípulos “Mi paz os dejo, mi paz os doy”. ¿Se refería a la paz tal como la concebimos nosotros? ¿El reino de Inglaterra en paz con sus vecinos, los barones en paz con el rey, el amo de casa contando con sus pacíficas ganancias, el deshollinado hogar, su mejor vino para un amigo sentado a su mesa, su mujer cantando a los hijos? Aquellos hombres, sus discípulos, nada supieron de estas cosas: viajaron lejos para sufrir en el mar y en la tierra, para conocer la tortura, la prisión, el desengaño, para sufrir muerte por martirio. ¿Qué quiso decir, pues, Jesús? Si os preguntáis
esto, recordad que Jesús también dijo: “Os doy, no como el mundo da”. De modo pues que dio la paz a sus discípulos, pero no la paz que da el mundo.40 De modo que con la paz de la gracia sobrevienen angustiantes responsabilidades, deberes, obligaciones. No ha de sorprender que tantos sargentos bien calificados no tengan deseo de convertirse en oficiales. Y no ha de asombrar que pacientes en psicoterapia no sientan ningún gusto por el poder que acompaña a la salud mental. Una joven, que estuvo sometida a terapia conmigo durante un año a causa de profunda depresión y que había llegado a conocer bastante sobre la psicopatología de sus parientes, estaba entusiasmada un día porque había logrado manejar una situación de familia con gran sabiduría, ecuanimidad y facilidad. “Realmente me sentí muy bien por eso”, dijo. “Me gustaría sentirme así más a menudo”. Le manifesté que podría sentirse así más a menudo y le indiqué que la razón de que se hubiera sentido tan bien, en los tratos con su familia, era la de que se encontraba en una posición de poder, desde la cual se daba cuenta de todas las comunicaciones deformadas y los tortuosos modos en que los miembros de la familia habían intentado manipularía para que ella se aviniera a sus exigencias; al fin, la paciente había logrado colocarse por encima de la situación. Le dije que a medida que fuera capaz de extender este tipo de conciencia a otras situaciones se sentiría cada vez más “por encima de las cosas” y que, por lo tanto, experimentaría con mayor frecuencia esa buena sensación. La paciente me miró con una expresión de horror. -¡Pero eso me obligaría a estar pensando todo el tiempo!- dijo. Convine con ella en que reflexionando mucho podría desarrollar y conservar su poder y que así se vería libre de esa sensación de impotencia que estaba en la raíz de su depresión. La paciente se puso furiosa y rugió: -¡No quiero tener que pensar continuamente! ¡No vine aquí para hacer que mi vida resulte más difícil! Lo único que deseo es estar tranquila y gozar de la vida. ¡Usted pretende que yo sea una especie de diosa o algo por el estilo! Fue triste comprobar que poco después, esta mujer potencialmente brillante abandonó el tratamiento aterrada por las exigencias propias de la salud mental. Podrá parecer extraño a los legos pero los psicoterapeutas están familiarizados con el hecho de que la gente en general teme la salud mental. Una parte importante del trabajo psicoterapéutico es, además de hacer que los pacientes se sientan mentalmente sanos, impedir (mediante actitudes y palabras tranquilizantes, consoladoras, acompañadas de cierto rigor) que huyan de esa experiencia una vez que la han logrado. Un aspecto de este miedo a la salud mental es bastante legítimo y en sí mismo no es morboso; uno puede temer que al hacerse poderoso abuse del poder. San Agustín escribió: “Dilige et quod vis fac” que significa “Sé diligente y haz lo que quieras”41. Si una persona progresa lo suficiente en psicoterapia, terminará por superar la sensación de que no puede habérselas con un mundo cruel y abrumador y un día de pronto llegará a darse cuenta de que está en su poder hacer cualquier cosa que desee. Comprender esta libertad es algo pavoroso pues uno se dirá “Si puedo hacer lo que quiera, ¿qué me impide cometer grandes errores, cometer crímenes, ser inmoral, abusar de mi libertad y poder? ¿Bastan mi diligencia y mi amor por sí solos para gobernarse? Si la comprensión del propio poder y libertad se experimenta como un llamado de la gracia, como frecuentemente acontece, la respuesta del individuo será también “¡Oh, Señor, no soy digno de que confíes en mí!” Ese temor es, desde luego, una parte de la diligencia y del amor y por lo tanto es útil para gobernarse a si mismo e impedir el abuso del poder. Por eso no hay que descartarlo, pero ese temor no debería ser tan grande que impida a una persona prestar oídos al llamado de la gracia y asumir el poder de que sea capaz. Algunos que fueron llamados por la gracia podrán debatirse durante años con ese temor antes de lograr trascenderlo y aceptar su condición semejante a la de Dios. Cuando ese temor y la sensación de insignificancia propia son tan grandes que impiden asumir el poder, se trata de un problema neurótico y ésa puede ser la cuestión central que es menester considerar en la psicoterapia. Pero en la mayor parte de las personas el temor de que puedan abusar del poder no es la cuestión central en la resistencia que ofrecen a la gracia. Lo que causa desazón no es la parte de la 40 41
The Complete Poems and Plays, 1909-1950, Nueva York (Harcourt Brace) 1952, págs. 198-99. 1 Jn. 7. Patrologia Latina, 35, 2033.
máxima de San Agustín “haz lo que quieras”, sino la parte que reza “Sé diligente”. La mayor parte de nosotros somos como niños o jóvenes adolescentes; creemos que nos corresponden la libertad y el poder de la edad adulta, pero nos gustan poco la responsabilidad y la disciplina de los adultos. Por más que nos sintamos oprimidos por nuestros padres o por la sociedad o el destino, parecería que necesitáramos realmente que haya poderes por encima de nosotros para poder culparlos de nuestros males. Llegar a elevarse a una posición de poder tal, en la cual sólo podemos culparnos a nosotros mismos, supone un temible estado de cosas. Como ya dijimos, si no fuera por la presencia de Dios que nos acompaña en esa posición elevada estaríamos sobrecogidos por nuestra soledad. Y muchos poseen tan poca capacidad para tolerar la soledad del poder que prefieren rechazar la presencia de Dios antes que sentirse los únicos amos de su existencia. La mayor parte de las personas desea la paz sin la soledad del poder y desea la seguridad del adulto sin haber crecido. Ya nos hemos referido de varias maneras a lo difícil que es crecer. Unos pocos marchan sin ambivalencia y sin vacilación hacia la edad adulta cada vez más ansiosos de nuevas y mayores responsabilidades. La mayoría arrastra los pies y esos individuos en realidad nunca llegan a ser más que adultos parciales, que se arredran siempre ante las exigencias de la edad adulta total. Y así ocurre con el crecimiento espiritual que es inseparable del proceso de maduración psicológica. Pues en última instancia el llamado de la gracia es una exhortación a que nos unamos a Dios, a que nos elevemos a su propio plano. Estamos acostumbrados a imaginar la experiencia de la conversión o del repentino llamado de la gracia como un fenómeno de júbilo. Pero, según mi experiencia, generalmente y por lo menos en parte, es un fenómeno que produce pavor. En el momento en que prestamos por fin oídos al llamado podemos decir “¡Oh, gracias, Señor!” o podemos decir “¡Señor, no soy digno!” o “¡Señor, ¿tengo que hacerlo?!” De manera que el hecho de que “muchos sean llamados pero pocos escogidos” es fácilmente explicable atendiendo a las dificultades inherentes al hecho de responder al llamado de la gracia. La cuestión que queda pendiente no es la de por qué la gente no acepta la psicoterapia, ni se beneficia siquiera en las mejores manos terapéuticas o por qué los seres humanos se resisten por lo común a la gracia, pues la fuerza de la entropía determina que esto resulte natural y sea así; la cuestión que queda pendiente es la opuesta: ¿cómo se explica que sólo unos pocos escuchen el llamado que resulta tan difícil? ¿Qué distingue a los pocos de los muchos? No puedo dar respuesta a esta cuestión. Esos pocos pueden provenir de ambientes ricos y cultos o de ambientes pobres y supersticiosos. Pueden haber experimentado buenos y amorosos cuidados parentales, pero también pueden haber carecido del afecto y del genuino interés de los padres. Pueden iniciar la psicoterapia a causa de dificultades menores de ajuste o a causa de una grave enfermedad mental. Pueden ser jóvenes o viejos. Pueden escuchar el llamado de la gracia de manera repentina y con aparente tranquilidad o pueden bregar contra ese llamado y maldecidlo, y sólo poco a poco y penosamente hacerle lugar centímetro a centímetro. Por consiguiente y atendiendo a la experiencia de los años, me he hecho menos selectivo, en lugar de más selectivo, al determinar a quién he de atender terapéuticamente. Pido disculpas a quienes quedaron excluidos de la terapia como resultado de mi ignorancia. Pues he llegado a comprender que, en las primeras fases del proceso psicoterapéutico, de ninguna manera soy capaz de predecir cuál de mis pacientes dejará de responder a la terapia, cuál habrá de responder con un crecimiento significativo pero sólo parcial y cuál, milagrosamente, habrá de crecer de continuo hasta alcanzar el estado de gracia. El propio Jesucristo se refirió al carácter impredecible de la gracia cuando dijo Nicodemo: “El viento sopla donde quiere; tú oyes su sonido, a mas no sabes de dónde viene ni adónde va: así acontece con todo aquel que ha nacido del Espíritu. No sabemos a quién habrá de acordar esta vida procedente del cielo”.42 Por más que hayamos dicho muchas cosas sobre el fenómeno de la gracia, a la postre hemos de reconocer que su naturaleza continúa siendo un misterio. La bienvenida a la gracia Y de nuevo nos encontramos aquí ante la paradoja. A lo largo de todo este libro nos ocupamos del crecimiento espiritual como si éste fuera un proceso ordenado y predecible. Hemos procedido como si él proceso espiritual pudiera aprenderse como se aprende una disciplina siguiendo el programa de estudios de un doctorado en filosofía, por ejemplo: sí uno se empeña en estudiar 42
Juan, III, 8. Esta traducción está tomada de la Living Bible que me parece superior a la versión de King James.
seriamente, por supuesto, dominará los conocimientos del caso y obtendrá el título. Interpreté las palabras de Cristo “Muchos son llamados pero pocos escogidos” como que son muy pocos los que deciden prestar oídos al llamado de la gracia a causa de las dificultades que éste entraña. Con esta interpretación indiqué que el que seamos o no bendecidos por la gracia es una cuestión que depende de nuestra elección. En esencia, vine a decir que la gracia se gana y sé que es así. Pero al mismo tiempo sé que no es enteramente así. No nos acercamos a la gracia sino que la gracia viene a nosotros. Por mas que nos esforcemos por obtener la gracia ésta puede eludirnos. Y si no la buscamos ella puede encontrarnos. De manera consciente podemos desear ávidamente la vida espiritual pero descubrir luego toda clase de obstáculos en nuestro camino. O bien podemos sentir poco gusto por la vida espiritual y sin embargo sentirnos vigorosamente llamados a ella a pesar de nosotros mismos. Si bien en un nivel decidimos prestar oídos o no al llamado de la gracia, en otro nivel parece claro que es Dios quien lo decide. La experiencia común de quienes alcanzaron un estado de gracia, de aquellos a quienes les fue acordada esa “vida procedente del cielo”, es una experiencia de admiración por haber llegado a ese estado. No sienten que se lo han ganado. Si bien pueden tener una conciencia realista de la particular bondad de su naturaleza, no atribuyen su naturaleza a su propia voluntad, sino que más bien sienten con claridad que la excelencia de su naturaleza ha sido creada por manos más sabias y más diestras que las suyas propias. Quienes están más cerca de la gracia son los que tienen conciencia más aguda del misterioso carácter del don recibido. ¿Cómo resolver esta paradoja? No sé. Quizás lo sumo podamos decir que, si bien no podemos obtener la gracia por nuestra voluntad, podemos por nuestra voluntad abrirnos a su milagrosa llegada. Podemos prepararnos a ser terreno fértil, a darle la bienvenida. Si nos hacemos enteramente disciplinados, si nos convertimos en individuos llenos de amor, entonces, aun cuando seamos ignorantes de la teología y no dediquemos ningún pensamiento a Dios, nos habremos preparado bien para que llegue a nosotros la gracia. Inversamente, el estudio mismo de la teología es un medio relativamente pobre de preparación y, en sí mismo, completamente inútil. Sin embargo, escribí esta sección porque creo que darse cuenta de la existencia de la gracia puede ayudar considerablemente a quienes decidieron echar a andar por la difícil senda del crecimiento espiritual. En efecto, esa conciencia facilitará su jornada por lo menos de tres maneras: los ayudará a beneficiarse con la gracia durante todo el camino; les dará un seguro sentido de la dirección y les prestará aliento. La paradoja de que tanto elegimos la gracia como somos elegidos por la gracia es la esencia del fenómeno de la serendipity. Hemos definido la serendipity como “el don de encontrar cosas valiosas y agradables no buscadas”. Buda alcanzó la iluminación sólo cuando dejó de buscarla, cuando dejó que la iluminación viniera a él. Por otro lado, ¿quién puede dudar de que la iluminación le llegó precisamente porque había dedicado por lo menos dieciséis años de su vida a buscarla, dieciséis años preparándose? Buda debía tanto buscar la iluminación como no buscarla. Las Furias se transformaron en las portadoras de gracia también precisamente porque Orestes se esforzó por alcanzar el favor de los dioses y al mismo tiempo no esperaba que los dioses le facilitaran el camino. En virtud de esta misma mezcla paradójica de buscar y no buscar, Orestes obtuvo el don de la serendipity y las bendiciones de la gracia. La manera en que los pacientes utilizan los sueños en psicoterapia demuestra habitualmente ese mismo fenómeno. Algunos pacientes, sabiendo que los sueños contienen respuestas a sus problemas, tratan ávidamente de buscar esas respuestas y registran de manera deliberada, mecánica y con muchos esfuerzos cada uno de sus sueños en todos sus detalles, de manera que llevan a las sesiones terapéuticas literalmente montones de sueños. Pero tales sueños los ayudan poco. En realidad, todo ese material onírico puede constituir un impedimento a su terapia. En primer lugar, no se dispone de bastante tiempo en la hora terapéutica para analizar todos esos sueños. Luego, ese voluminoso material onírico puede impedir trabajar en sectores más fructíferos del análisis. Y, por fin, es probable que todo ese material resulte singularmente oscuro. Hay que enseñar a esos pacientes a que cesen de andar tras sus sueños, a dejar que los sueños lleguen espontáneamente a ellos, a dejar que su inconsciente decida cuáles sueños han de entrar en la conciencia. Esta enseñanza misma puede resultar muy difícil pues exige que el paciente afloje un poco su control y entre en una relación más pasiva con su propia psique. Pero una vez que el paciente aprende a no hacer esfuerzos conscientes para atrapar sueños, el material onírico recordado disminuye en cuanto a cantidad pero aumenta espectacularmente en cuanto a calidad. De esta manera los sueños del paciente -esos dones del
inconsciente ahora ya no buscados- facilitan el proceso curativo que se desea. Si miramos la otra cara de la moneda, empero, comprobamos que hay muchos pacientes que entran en psicoterapia sin tener el menor conocimiento o la menor comprensión del inmenso valor que pueden tener los sueños para ellos. Por lo tanto apartan de su conciencia todo el material onírico pues lo consideran carente de importancia. A esos pacientes hay que enseñarles primero a recordar sus sueños y luego a percibir y apreciar los tesoros que ellos contienen. Para utilizar efectivamente los sueños debemos trabajar para adquirir conciencia de su valor y beneficiamos cuando acuden a nosotros, y debemos también trabajar a veces para no buscarlos o esperarlos. Debemos dejar que sean verdaderos dones. Así ocurre con la gracia. Ya vimos que los sueños son sólo una forma o una manera en que se nos dan los dones de la gracia. El mismo enfoque paradójico debería emplease en todas las otras formas: intuiciones repentinas, premoniciones y toda una multitud de hechos sincrónicos; y también debería emplearse con el amor. Todo el mundo desea ser amado. Pero primero tenemos que hacernos dignos de amor. Debemos preparamos para ser amados. Lo hacemos convirtiéndonos en seres humanos de amor y de disciplina. Si buscamos ser amados -y si esperamos ser amados-, esto es algo que no se cumplirá; seremos sólo dependientes y pegadizos, pero no genuinamente amantes. En cambio, cuando promovemos nuestro crecimiento y el de otros sin el interés primario de hallar una recompensa, nos haremos dignos de amor y nos vendrá la recompensa de ser amados, la recompensa que no hemos buscado. Así ocurre con el amor humano y así ocurre con el amor de Dios. Una de las principales finalidades de esta sección sobre la gracia fue ayudar a aprender la capacidad de la serendipity a quienes marchan por el camino del crecimiento espiritual. Y volvamos a definir ahora la serendipity entendida no ya como un don en sí mismo sino como una capacidad aprendida para reconocer y utilizar los dones de la gracia que nos son dados desde más allá de la esfera de nuestra voluntad consciente. Con esa capacidad comprobaremos que nuestra jornada de crecimiento espiritual está guiada por la invisible mano y la inimaginable sabiduría de Dios con una exactitud infinitamente mayor de la que podría ser capaz nuestra sola voluntad consciente. Con semejante guía, la jornada se hace cada vez más rápidamente. De una u otra manera estos conceptos fueron formulados antes por Buda, por Cristo, por LaoTsé y muchos otros. La originalidad de este libro estriba en que yo llegué a las mismas ideas a través de los desviados caminos individuales de mi vida en el siglo XX. Si el lector aspira a una comprensión mayor que la que ofrecen estas modernas anotaciones, debe remitirse a los antiguos textos. Podrá encontrar en ellos mayor comprensión; pero no espere encontrar más detalles. Hay muchos que por obra de su pasividad, dependencia, temor y pereza quieren que se les muestre cada centímetro del camino y que se les demuestre que cada paso habrá de ser seguro y digno del esfuerzo. Esto no se puede hacer. En efecto, la jornada del crecimiento espiritual exige coraje, iniciativa e independencia de pensamiento y acción. Si bien nos son accesibles las palabras de los profetas y la ayuda de la gracia, uno debe recorrer el camino solo. Ningún maestro puede guiamos por él. No hay fórmulas precisas. Los ritos son sólo medios auxiliares de aprendizaje, pero no son el saber mismo. Comer carne, decir cinco avemarías antes del desayuno, rezar mirando al este o al oeste o ir a la iglesia los domingos, no nos llevará a nuestro destino. Ninguna palabra, ninguna doctrina librará al viajero espiritual de la necesidad de recorrer su propio camino, con esfuerzo y angustia a través de las circunstancias únicas de su propia vida, hacia la meta de identificar su yo individual con Dios. Aun cuando realmente comprendamos estas cuestiones, la jornada del crecimiento espiritual es tan solitaria y dificultosa, que a menudo nos desalentamos. Lo cierto es que vivimos en una era científica, que, si bien es positiva en ciertos aspectos, en otros fomenta nuestro desaliento. Creemos en los principios mecánicos del universo, no en los milagros. Por obra de nuestra ciencia sabemos que el lugar en que moramos no es más que uno de los planetas de un astro perdido en medio de una galaxia entre muchas otras galaxias. Y así como nos parece estar perdidos en medio de la enormidad del universo exterior, así la ciencia también nos llevó a forjar una imagen de nosotros mismos, que nos muestra como seres irremisiblemente determinados y regidos por fuerzas internas que no están sometidas a nuestra voluntad, por moléculas químicas de nuestro cerebro y por conflictos de nuestro inconsciente que nos impulsan a sentir y a comportarnos de ciertas maneras cuando ni siquiera nos damos cuenta de lo que estamos haciendo. De modo que el reemplazo de nuestros mitos humanos por la información científica determinó que nos sintiéramos personalmente insignificantes. ¿Qué posible significación podríamos tener como individuos o siquiera como especie, zarandeados como
estamos por fuerzas químicas y psicológicas que no comprendemos, invisibles en un universo cuyas dimensiones son tales que ni siquiera nuestra ciencia puede medir? Y sin embargo es esa misma ciencia la que en cierto modo me ayudó a percibir la realidad del fenómeno de la gracia. He procurado transmitir esa percepción. Pues, una vez que percibimos la realidad de la gracia, vacila esa imagen que nos presenta como seres insignificantes y sin valor. El hecho de que exista más allá de nosotros y de nuestra voluntad consciente una vigorosa fuerza que nutre nuestro crecimiento y evolución, basta para modificar radicalmente esas ideas sobre nuestra insignificancia. En efecto, la existencia de esa fuerza (una vez que la percibimos) indica con incontrovertible certeza que nuestro crecimiento espiritual humano es de suma importancia para algo más grande que nosotros mismos. Llamamos Dios a ese algo. La existencia de la gracia es prima facie prueba no sólo de la realidad de Dios sino también de la realidad de que la voluntad de Dios está dedicada al crecimiento del espíritu humano individual. Lo que antes parecía ser un cuento de hadas resulta ser la realidad. Vivimos nuestras vidas a la vista de Dios y no en la periferia de su visión sino en el centro de su visión y de su interés. Es probable que el universo tal como lo conocemos no sea más que un peldaño de la escala que lleva a entrar en el reino de Dios. Y no estamos en modo alguno perdidos en el universo. Por el contrario, la realidad de la gracia indica que la humanidad está en el centro del universo. Este espacio y este tiempo existen para que nosotros los recorramos. Cuando mis pacientes pierden de vista su significación e importancia y se descorazonan por el esfuerzo que les exige el trabajo que hacemos, les digo a veces que el género humano está dando un salto evolutivo. “Que tengamos éxito o no en ese salto”, les digo, “es una cuestión de su responsabilidad personal”. Y de la mía. El universo, ese peldaño, ha sido puesto para prepararnos un camino. Pero nosotros mismos debemos recorrerlo trecho por trecho. La gracia nos ayuda a no dar tropiezos y por la gracia sabemos que somos bienvenidos. ¿Qué más podemos decir?
EPILOGO Durante el tiempo transcurrido desde su primera publicación tuve la satisfacción de recibir muchas cartas de lectores de La nueva psicología del amor. Eran todas cartas extraordinarias, inteligentes y bien articuladas y también afectuosas. Además de expresar reconocida comprensión, las más de ellas contenían otros regalos: poesías apropiadas, útiles citas de otros autores, dosis de sabiduría y descripciones de experiencias personales. Esas cartas enriquecieron mi vida. Se me hizo patente así que en todo el país hay una multitud -mucho más vasta que lo que yo había creído- de personas que estuvieron recorriendo silenciosamente largas distancias por ese poco transitado camino del crecimiento espiritual. Esas personas me agradecían por haber logrado reducir su sensación de soledad en la jornada y yo a mi vez les agradezco por el mismo servicio. Unos pocos lectores pusieron en tela de juicio mi fe en la eficacia de la psicoterapia. Yo dije que la calidad de los psicoterapeutas varía enormemente. Y continúo creyendo que la mayor parte de aquellos que no logran beneficiarse con el trabajo de un terapeuta competente, deben echar la culpa de ello a su falta de disposición y voluntad para afrontar los rigores del trabajo terapéutico. Sin embargo, no dije claramente que una pequeña minoría de personas -acaso el cinco por ciento- tiene problemas psiquiátricos de una naturaleza tal que no responden a la psicoterapia y que pueden agravarse en virtud de la introspección profunda que supone la labor psicoterapéutica. Es muy improbable que pertenezca a ese cinco por ciento quien haya leído enteramente este libro y haya entendido su mensaje. En todo caso, un terapeuta competente tiene la responsabilidad de distinguir cuidadosamente, cosa que a veces debe hacer gradualmente, a los pocos pacientes a quienes no conviene someter al trabajo psicoanalítico, sino que corresponde orientarlos hacia otras formas de tratamiento que puedan resultarles beneficiosas. Pero, ¿qué es un psicoterapeuta competente? Varios lectores de mi libro que buscaban ayuda psicoterapéutica me escribieron para preguntarme qué debían hacer para elegir al terapeuta adecuado y distinguir entre el competente y el incompetente. Mi primer consejo es el de que se tome seriamente tal elección. Es una de las decisiones más importantes que uno pueda hacer en su vida. La psicoterapia representa una inversión mayor no sólo de dinero sino de valioso tiempo y energía. Es lo que los corredores de Bolsa llamarían una inversión de alto riesgo. Si la elección es acertada arrojará bonitos dividendos espirituales con los que el paciente ni siquiera había soñado. Si bien no es probable que una mala elección produzca efectivamente daños, ella significa sin embargo malgastar dinero, tiempo y energías. De manera que no hay que vacilar en buscar una y otra vez lo que resulta conveniente. Ni tampoco hay que vacilar en confiar en las primeras impresiones o intuiciones. Generalmente y en una sola entrevista con un terapeuta, el paciente puede tener buenas o malas “corazonadas”. Si son malas pagará los honorarios correspondientes a esa entrevista e irá a ver a otro. Esas impresiones son por lo general intangibles, pero pueden tener como causa pequeños indicios tangibles. Cuando en 1966 me sometí a terapia, estaba muy preocupado por la circunstancia, para mí inmoral, de que los Estados Unidos intervinieran en la guerra de Vietnam. En la sala de espera de mi terapeuta había ejemplares de Ramparts y de la New York Review of Books, ambas publicaciones liberales, de actitudes antibélicas. Ya antes de haber visto al terapeuta tenía yo una buena impresión de él por ese detalle. Pero más importante que las inclinaciones políticas, la edad o el sexo del terapeuta, es el hecho de que sea una persona capaz de interesarse genuinamente por el paciente. También esto se puede experimentar rápidamente aunque el terapeuta no se precipite hacia uno con estridentes y efusivas palabras de amabilidad. Si los terapeutas son capaces de preocuparse por el paciente serán también cautelosos, disciplinados y habitualmente reservados, pero una persona siempre puede intuir si la reserva encubre frialdad o calidez. Como los terapeutas al entrevistar a un presunto paciente consideran el hecho de aceptarlo o no, es perfectamente correcto que uno lo estudie a su vez a él. Es importante que el presunto paciente no se abstenga de preguntarle al terapeuta qué piensa sobre determinadas cuestiones, como por ejemplo, la liberación de las mujeres o la homosexualidad o la religión.
Uno tiene derecho a recibir respuestas honestas, francas y claras. En cuanto a otro tipo de cuestiones -como la de saber cuánto tiempo podría durar la terapia o si el salpullido de la piel es un síntoma psicosomático-, es bueno confiar en el terapeuta que dice que no lo sabe. En verdad, las personas muy instruidas, que han alcanzado éxito en cualquier profesión y que admiten su ignorancia, son por lo general las más experimentadas y dignas de confianza. La capacidad de un terapeuta guarda muy poca relación con los títulos que pueda poseer. Los diplomas universitarios no certifican el amor, el coraje y la sabiduría. Por ejemplo, psiquiatras que cuentan con certificados de juntas de profesionales reconocidos, terapeutas con muchos títulos, tienen que haber pasado por cursos de formación suficientemente rigurosos para que uno tenga la relativa seguridad de no caer en manos de un charlatán. Pero un psiquiatra no es necesariamente un terapeuta mejor que un psicólogo o un asistente social o un sacerdote... y a veces ni siquiera es tan bueno como éstos. Y lo cierto es que dos de los mejores terapeutas que conozco carecen de títulos universitarios. El informe oral es a menudo el mejor elemento para comenzar a buscar a un psicoterapeuta. Si el lector tiene algún amigo al que respeta y que se ha sentido satisfecho con los servicios de un determinado terapeuta, ¿por qué no comenzar según su recomendación? Otra manera particularmente aconsejable, si los síntomas son graves o si el paciente tiene además dificultades físicas, seria comenzar con un psiquiatra. A causa de su formación médica los psiquiatras son generalmente los terapeutas más costosos, pero están en las mejores condiciones para comprender todos los aspectos de la situación. Al terminar la hora, una vez que el psiquiatra tuvo ocasión de estimar las dimensiones del problema, se le puede pedir que lo remita a uno a un terapeuta menos costoso aunque no sea médico. Los mejores psiquiatras estarán ciertamente dispuestos a indicar a los terapeutas legos de la comunidad que son particularmente competentes. Por supuesto que si ese médico nos produce buena impresión y él mismo está dispuesto a aceptarnos como paciente conviene quedamos con él. Si uno está corto de recursos financieros y no dispone de una obra social que cubra la psicoterapia, la única opción es la de solicitar la asistencia de una clínica de salud mental o establecimiento psiquiátrico sostenido por el gobierno. Allí se fijará una retribución que esté de acuerdo con los medios del paciente quien puede estar completamente seguro de que no caerá en manos de un chapucero. Por otro lado, la psicoterapia practicada en las clínicas suele ser superficial, de manera que las posibilidades de elegir a un terapeuta adecuado pueden ser muy limitadas. Así y todo, con frecuencia se obtienen allí muy buenos resultados. Estas breves pautas tal vez no hayan sido tan específicas como hubieran querido los lectores. Pero el mensaje central consiste en que, como la psicoterapia exige una relación psicológicamente intensa e íntima entre dos seres humanos, no se puede rehuir la responsabilidad de elegir personalmente al otro ser humano en quien uno pueda confiar como guía. El mejor terapeuta para una persona puede no ser el mejor para otra. Cada persona, terapeuta y paciente, es única, de modo que uno debe confiar en su propio juicio intuitivo que es único. Como todo esto supone ciertos riesgos, deseo suerte al lector y, como el acto de someterse a psicoterapia con todo lo que ésta supone es un acto de coraje, quien da ese paso cuenta con mi admiración. M. Scott Peck Blis Road New Preston, Conn. 06777 Marzo de 1979
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