L A
O N D I N A
B A R Ó N F R I E D R I C H H I E N R I C H K A R L D E L A M O T T E F O U Q U E
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L A
O N D I N A
B A R Ó N F R I E D R I C H H I E N R I C H K A R L D E L A M O T T E F O U Q U E
Ediciones elaleph.com
Editado por elaleph.com
Traducción: Pedro Pedraza y Paez 2000 – Copyright www.elaleph.com Todos los Derechos Reservados
LA ONDINA
I LA LLEGADA DEL CABALLERO Hace muchos siglos, un buen anciano pescador, hallábase sentado, al atardecer, a la puerta de su casucha, remendando las redes. El lugar era amenísimo: un promontorio se internaba en un lago cual si le impulsase un sentimiento de amor hacia las ondas límpidas y azules, y una masa de agua purísima parecía rodear el promontorio con sus brazos enamorados. Insinuábanse uno en la otra ofreciendo un cuadro encantador. Sobre el promontorio tenían su vivienda el pescador y su familia, únicos habitantes de aquella lengua de tierra, pues entre el promontorio y la un espeso y sombrío bosque en, el que nadie se aventu3
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raba por temor a encontrar fantasmas o ser víctima de algún encantamiento. Sólo el anciano lo atravesaba tranquilamente cuando iba a la ciudad a vender pescado; mas, como era un hombre de bien, nada le reprochaba la conciencia y rezaba con unción religiosa en voz alta oraciones y exorcismos, nadie le había molestado jamás. Mientras aquella tarde remendaba sus redes, sentado a la puerta de su casucha, como hemos dicho, sintióse, de pronto, invadido de indecible espanto al percibir que desde las sombras del bosque se dirigían hacia el promontorio unos pasos que le parecieron de un hombre de armas a caballo. Entonces cruzaron por su imaginación los fantasmas con los que en noches de tempestad había soñado, y la imagen que más le aterrorizó fue una figura gigantesca, blanca como la nieve, que movía incesantemente la cabeza con extraños gestos. Dirigió sus miradas al bosque y creyó distinguir, a través del ramaje, el espantoso fantasma que no cesaba de oscilar. Mas reflexionó un instante, y acordándose de que nunca, había tenido en el bosque el menor tropiezo desagradable, rezó devotamente una oración que le devolvió al punto su perdido 4
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valor, permitiéndole echar de ver que aquella figura blanca e inquieta no era otra cosa que el conocido riachuelo que, saliendo de la selva, desaguaba espumeante en el lago. No por esto se tranquilizó por completo y, quiso saber la causa del ruido que le había asustado. Momentos después se detenía delante de la vivienda del pescador un elegante caballero vestido con ferreruelo escarlata, que le caía airosamente sobre la espalda, y jubón de color violeta con bordados de oro. Vistosas plumas carmesíes y violáceas ondeaban sobre su espléndido birrete, y de su cintura pendía brillante espada de rica empuñadura guarnecida de piedras preciosas. El caballo era blanco y más fino de lo que suelen ser los de guerra; pisaba la hierba con tanta suavidad que apenas dejaba huella de sus pasos. El pescador, aunque comprendiendo que semejante aparición no debía atemorizarle, quedóse perplejo y visiblemente turbado; llevóse seguidamente la mano al sombrero, en señal de saludo, y continuó tejiendo sus redes.
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El caballero se detuvo y le preguntó si él y su caballo podían encontrar comida y alojamiento para aquella noche. -Para vuestro caballo - repuso el pescador - no podría indicaros mejor cuadra que este umbroso prado ni mejor pasto que la hierba que en él crece; a vos no puedo ofreceros más que mi humilde vivienda, una cena modesta y un lecho pobre como el nuestro. -Aunque os hubiese encontrado, buen anciano, menos hospitalario conmigo y menos dispuesto a recibirme, no hubiera, podido libraros de mi presencia, pues, según observo, ante nosotros no hay más que agua y a nuestras espaldas el bosque encantado... ¡que Dios me libre de volver a cruzarlo de noche! -No hablemos de esto - dijo el pescador con tono seco y desabrido, e hizo entrar en la casa al caballero, que ya había echado piel a tierra y quitado los arneses a su montura. En el hogar ardía un alegre fuego que iluminaba la estancia, que estaba amueblada, con suma modestia, pero resplandeciente de limpia. Junto a la chimenea, arrellanada en amplio sillón, hallábase la esposa del pescador, anciana como él. 6
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Al ver entrar al noble forastero se levantó, saludó cortésmente con una inclinación de cabeza, y volvió a sentarse, sin ofrecerle su sitio. -No os ofendáis, señor -dijo entonces, sonriendo, el marido,- de que no os ofrezca el mejor asiento de la casa; entre nosotros, pobres e ignorantes pescadores, subsiste la costumbre de que lo ocupe el más anciano de la familia y... -¿Qué excusas son ésas, esposo mío? interrumpió la dueña de la casa.- El señor tiene aspecto de un buen cristiano, y no creo que le pase por las mentes la idea de hacer levantar de su sillón a una pobre anciana. Sentaos, caballero - agregó, dirigiéndose al recién llegado; - ahí tenéis un escabel, pero andaos con cuidado, porque está algo desvencijado. El interpelado acercó con precaución el banquillo a la chimenea, y se sentó alegre y contento como si en vez de forastero fuese un pariente de aquellos buenos ancianos, que acababa de llegar de un largo viaje. La conversación recayó sobre cosas baladíes. El pescador se esforzaba para que no se hiciera alusión al bosque encantado. 7
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-Hay cosas - decía en tono sentencioso - de las que no conviene hablar cuando cae la noche. El matrimonio discurrió largo y tendido acerca de su propia casa y de sus quehaceres cotidianos, y escuchó con placer el relato que de su viaje les hacía el caballero, quien, según decía., poseía un castillo en las orillas del Danubio y se llamaba Huldbrand de Rï ngstetten. Mientras el caballero hablaba, había oído repetidas veces, en el exterior, junto a la ventana, un ruido que parecía producido por alguien que chapoteaba en el agua y aun creyó notar que algunas salpicaduras chocaban contra los cristales. El anciano fruncía el ceño a cada momento, esforzándose por disimular su enojo; pero cuando, finalmente, un verdadero chorro de agua batió los cristales y haciendo ceder los poco resistentes postigos penetró en la estancia, se puso en pie violentamente y exclamó indignado: -¡Ondina! ¿Vas a acabar de una vez con tus travesuras? ¿No te fijas en que tenemos un huésped en casa? Cesó al punto el chapoteo del agua y resonó una alegre carcajada. 8
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El pescador volvió a ocupar su asiento, calmado por completo. -Os ruego, caballero - dijo, - que perdonéis esta broma poco cortés, y seguramente demasiado pesada, pues la muchacha no sabe lo que se hace. Me refiero a Ondina, nuestra hija adoptiva, que si bien ha cumplido los diez y ocho años, es traviesa como una chiquilla; pero en el fondo no es mala... -Eso lo dices tú - interrumpió la vieja moviendo a un lado y a otro la cabeza;- cuando vuelves a casa de la ciudad y la ves correr hacia ti con los brazos abiertos y te cubre de caricias, es muy natural que la halles buena y graciosísima; pero si tuvieras que aguantarla todo el día, sin oírle jamás una palabra sensata ni hacer nada a derechas y sin que podamos, pobres viejos como somos, encontrar en ella una pequeña ayuda en el gobierno de la casa, antes al contrario, tener que vigilarla constantemente para que no haga un desaguisado, de otro modo hablarías... pues al fin y al cabo la paciencia tiene sus limites. - ¡Bah! Tú la has tomado con la chica como yo con el lago. A menudo se traga el lago mis anzuelos y mis redes, sin devolverme ni un pescado, y sin embargo, lo quiero. De la misma manera, pese a las 9
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rabietas que te hace pescar nuestra chiquilla, la quieres entrañablemente. - ¡Oh, demasiado lo sé! - contestó la vieja. - La verdad es que no siempre se puede estar malhumorada con ella y que hace perder la seriedad - añadió, sonriendo para confirmar sus palabras. En aquel momento se abrió bruscamente la puerta, dando paso a una bellísima joven, rubia, sonriente y bulliciosa. -¡Te has burlado de mi, papá! - exclamó. - ¿Dónde está el huésped? Mas apenas hubo paseado su mirada por la estancia y visto al caballero, se quedó inmóvil y silenciosa. Huldbrand contempló extasiado aquella preciosa criatura, como si quisiera grabar en su mente todos los encantos de su personilla seductora. Ondina permanecía en pie frente a él, con el estupor reflejado en el semblante, y el caballero temía que, pasada la primera impresión, la timidez haría que corriese a ocultarse de sus miradas. Pero se engañó, pues la joven, después de haberlo examinado de pies a cabeza, se acercó a él y arrodillándose delante se puso a juguetear con una 10
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medalla de oro que Huldbrand llevaba en el cuello, pendiente de una rica cadena del mismo metal. -Huésped cortés - preguntó luego, -¿cómo es que has llegado hasta aquí? ¿Cuántos años transcurrirán antes de que vuelvas a esta casa? ¿Vienes quizá del bosque solitario? La vieja no dio tiempo a la respuesta, y en tono de reproche exhortó a la joven a que se levantase y se ocupara en algún trabajo. Ondina, sin replicar, acercó un taburete al banquillo de Huldbrand, se sentó, colocándose una labor sobre las rodillas, y dijo con gracioso mohín: -¡Quiero trabajar aquí! El anciano pescador, como suelen hacer los padres con sus hijos demasiado mimados, fingió no darse cuenta de aquella desobediencia y reanudó la conversación, tratando de darle otro giro. Pero la joven no le dejó proseguir. -He preguntado a nuestro huésped de dónde venía y no me ha contestado - interrumpió. -Vengo del bosque - contestó el interpelado. -Pues dime cómo has entrado; nadie se atreve a cruzarlo y tú lo has hecho; luego tendrás muchas aventuras maravillosas que contarme. 11
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Huldbrand se estremeció al oír estas palabras e involuntariamente miró hacia la ventana, como si allí hubiese de aparecer un monstruo; pero a través de los cristales no pudo ver más que las sombras de la noche. Hizo entonces un esfuerzo para dominar su emoción y estaba a punto para comenzar su relato, cuando el pescador se lo impidió, diciendo con sequedad: -No, señor caballero; no es este el momento oportuno para hablar de eso. Ondina, despechada, saltó de su asiento, y mirando a su padre adoptivo chilló puesta en jarras: -¿De manera, papá, que no quieres que me cuente sus aventuras? ¡Pues yo se lo mando y debe obedecerme! Y esto diciendo, dio unas pataditas en el suelo, haciendo mohines tan graciosos y de tal modo seductores, que Huldbrand quedó prendado de ella. El anciano, empero, se enojó de veras y la reprendió severamente por su impertinencia. La vieja chilló no menos que su marido, afeando a su hija la conducta que observaba ante un forastero, y cuando éstos hubieron acabado de gritar, exclamó Ondina encolerizada: 12
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-Puesto que siempre hemos de tener rencillas y no soy dueña de hacer en esta casa mi voluntad, quedaos a dormir solos en vuestra choza vieja y humosa. ¡Yo me voy! Y uniendo la acción a la palabra, salió de la estancia como una flecha y desapareció en las tinieblas.
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II LA HISTORIA DE ONDINA Huldbrand y el pescador abandonaron prontamente sus asientos para detener a la muchacha; pero, antes que llegasen a la puerta, había aquélla desaparecido entre las sombras de la noche sin dejar huella de su ligero paso. El caballero miró al anciano como pidiéndole una explicación de aquel hecho insólito, pareciéndole que aquella preciosa criatura, desvanecida en las tinieblas, no era más que una continuación de los encantamientos del bosque. Entre tanto, el pescador repetía: -No es la primera vez que, lo hace, dejándonos toda la noche llenos de angustia. ¡Quién sabe las desgracias de que puede ser víctima mientras vaga al azar en medio de las tinieblas hasta que amanece! 14
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- ¡Pero vamos a buscarla! -¿Para qué? Sería inútil. Cumpliría yo muy mal con los deberes de la hospitalidad si os dejase ir solo en busca de esa loca; yo no podría acompañaros, pues ya mis débiles piernas no me permitirían alcanzarla, aunque supiese su paradero. -Llamémosla, al menos procuraremos persuadirla de que debe volver. ¡Ondina, querida Ondina, ven! El pescador movía la cabeza, repitiendo: -No quiere usted convencerse de que pierde tiempo y saliva. Ondina es más terca que una mula. Sin embargo, Huldbrand continuaba gritando a voz en cuello: -¡Ondina, querida Ondina, te lo ruego... vuelve a casa aunque sólo sea por esta vez! Pero Ondina no se dejaba ver por ninguna parte. El caballero insistió sobre la necesidad de ir en su busca; pero el viejo se opuso más enérgicamente aún que las veces anteriores y ambos entraron en la casa. El fuego habíase casi apagado y la vieja que se preocupaba mucho menos que su marido por los peligros que podía correr Ondina, habíase retirado ya a descansar. 15
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El pescador amontonó los tizones, añadió algunas ramas secas, y a la luz de la nueva llama buscó un jarro de vino que colocó entre él y su huésped. -Señor caballero -, dijo luego, - me parece que estáis inquieto por la huida de esta tontuela; os repito que no vale la pena; pero, como si nos acostásemos no podríais conciliar el sueño pensando en Ondina, os aconsejo que permanezcáis aquí y pasemos buena parte de la noche charlando y bebiendo. Huldbrand aceptó gustoso la proposición y se sentó en el puesto de honor, esto es, en él sillón, que la vieja no ocupaba ya y que el pescador le había ofrecido. De vez en vez, cuando les parecía oír algún ruido fuera de la casa, se miraban fijamente como diciéndose: «¡Ya está ahí!».Guardaban silencio unos segundos, exhalaban luego un suspiro y reanudaban su conversación. Pero ambos estaban tan preocupados por la suerte de la joven, que acabaron por hablar exclusivamente de ella. El caballero quiso saber cómo había sido recogida por el pescador, y éste le refirió toda la historia de Ondina. 16
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-¡Han transcurrido ya quince años desde aquel día! -comenzó diciendo. - Atravesaba, yo el bosque, de vuelta del pueblo, adonde había llevado mi pesca... »Mi mujer, como de costumbre, habíase quedado en casa; pero entonces existían razones poderosas para que no me acompañase. »El Cielo nos había concedido una hijita cuando ya no éramos jóvenes, y más de una vez nos preguntábamos si tendríamos que abandonar este promontorio para educarla en un lugar más habitado. »Esto hubiera sido para nosotros, pobres pescadores, un gran sacrificio, pero nos lo hubiéramos impuesto gustosos. »Camino haciendo, iba yo rumiando este pensamiento que me entristecía, porque la sola idea de tener que vivir lejos de este promontorio, que me es tan querido, y en medio del bullicio de la ciudad, me oprimía el corazón. »No por esto murmuraba yo contra el Señor, y debo confesar que, ni a la ida ni a la vuelta, corrí ningún peligro en el bosque ni vi cosa alguna que me infundiera espanto o me pusiera sobre cuidado. ¡Dios estaba conmigo en la sombra misteriosa! »Y 17
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esto diciendo se quitó la gorra y permaneció unos instantes absorto en religiosa meditación. -Al lado de acá del bosque... me esperaba el dolor personificado. Mi mujer, vestida de negro y deshecha en llanto, venía a mi encuentro. »-¡Dios mío! - exclamé al verla. -¿Dónde está nuestra hija? »-Junto al trono de Aquel a quien invocas - me contestó. »Nos encaminamos a nuestra vivienda silenciosos y llorando a lágrima viva. »Quise ver el amado cadáver de la pequeñuela y entonces supe la verdad de lo ocurrido. »Mi mujer estaba sentada a orillas del lago, teniendo sobre el regazo a la niña. »Madre e hija jugaban alegres y descuidadas, cuando la pequeñita se inclinó sobre el agua, como si en ella viese alguna cosa que la atrajese, tendió sus manitas sonrió y, deslizándose de los brazos maternos, cayó en el agua... »Yo traté luego de hallar su cuerpo, pero fue en vano. »Volvimos a nuestra desierta casa mudos y desconsolados, y estando sentados junto a la chimenea, con la mirada fija en el fuego, nos sacó de nuestro 18
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ensimismamiento un ligero ruido que venía del exterior. »De pronto se abrió la puerta y apareció en el umbral una preciosa niña de unos cuatro años de edad. »Llevaba riquísimos vestidos y sonreía como deben sonreír los ángeles. »Imaginaos cuál seria nuestro estupor. »De momento no pude darme cuenta exacta de si era un ser fantástico o real; pero, cuando me fijé en que sus blondos cabellos y sus vestidos chorreaban agua, comprendí que acababa de salir del agua y que era preciso socorrerla. »-Esposa mía -dije,- nadie nos ha salvado nuestra hija; sin embargo, hagamos a los otros un bien que hubiese sido para nosotros una felicidad si ellos nos lo hubieran hecho. »Desnudamos a la pequeñuela, la arropamos en la cama y le dimos una infusión bien caliente. »La niña no hablaba, pero nos miraba con sus ojos azules como el lago. »El día siguiente, le pregunté el nombre de sus padres y cómo había ido a parar a mi casa. »Pero me contestó de una manera tan confusa que no pude sacar nada en limpio. 19
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»Evidentemente hubo de nacer en un punto muy distante de estas cercanías, pues en quince años no he podido conocer su origen. »Decía entonces, y a veces las repite ahora, cosas tan extrañas que nos haría creer que había caldo de la luna. »Habla de palacios de oro, de tejados de cristal y Dios sabe de cuántas extravagancias más. »Un solo hecho nos refirió, y es que, cierto día, paseando en barco por el lago, acompañada de su madre, cayó en el agua, perdió el conocimiento, y, cuando se recobró, hallóse en esta orilla. »Una angustiosa duda atormentaba a mi esposa y a mí. »Decidimos que la niña encontrada ocupase en nuestro hogar el sitio de la pobrecita ahogada: pero, ¿quién podría asegurarnos que estaba bautizada? »Claro está que ella misma no podía desvanecer nuestra duda: era buena, halagaba a Dios y se mostraba dispuesta a recibir las aguas bautismales. »Por último, nos dijimos: »-Si no está bautizada, no hay tiempo que perder; si lo ha sido ya, mejor que mejor, de lo bueno más vale mucho que poco. 20
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»Nos pareció que Dorotea era un nombre muy lindo y apropiado, pues yo había oído decir que significaba «don de Dios» y la niña fue, en verdad, un presente que nos enviaban del Cielo para consolarnos en nuestra desventura. »Pero la pequeñuela se opuso resueltamente, diciendo que Ondina la llamaban sus padres y que Ondina quería ser llamada. »Este nombre no se encuentra en el santoral y me pareció pagano. » ¿Qué hacer? »No quedaba más que un medio: ir a la ciudad y consultar el caso a un sacerdote. »Así lo hice, y el ministro de la Iglesia me dio la razón y tras de hacerse de rogar no poco consintió en venir a bautizarla. »La niña salió a nuestro encuentro saltando y riendo, y tan alegre y graciosamente, que el sacerdote no fue dueño de disimular su emoción. »Traviesa y avispada como era, se puso a acariciarle haciendo mil monerías, y contestó tan bien a todas las preguntas que le dirigió, que el bueno del sacerdote no acertó a dar con una razón convincente para no imponerle el nombre de Ondina. 21
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»Durante la ceremonia estuvo quieta y seria como una mujercita. ¡Quién hubiera podido decir que, con la edad, habíase de hacer tan pizpireta y voluble! »Mi mujer, en algunas ocasiones, tiene razón. »¡Si supieseis cuántos disgustos nos ha dado! »¡Oh, si os contase todas sus diabluras, no acabaría nunca!» De pronto el caballero interrumpió con un gesto al pescador. Mientras el anciano hablaba, Huldbrand había oído fuera un ruido semejante al que produce el agua corriente; y luego que esta agua pasaba rasando las paredes de la casa. Ambos se levantaron apresuradamente, y abriendo la puerta vieron con sorpresa que el arroyuelo que salía del bosque habíase trocado en torrente que desembocaba violentamente en el lago, arrastrando piedras y troncos de árboles. Los negros nubarrones que rápidos pasaban por delante de la luna, deshiciéronse de improviso en lluvia torrencial los árboles gemían desde las raíces hasta la copa y se inclinaban sobre el agua. -¡Ondina, por amor de Dios, Ondina, contesta! gritaron, aterrados, los dos hombres. 22
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Pero no obtuvieron ninguna respuesta. Entonces, sin añadir palabra, se lanzaron en su busca, corriendo desesperadamente.
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III CÓMO DIERON CON ONDINA La tristeza y la inquietud de Huldbrand aumentaban a medida que corrían a través de las tinieblas buscando inútilmente a la fugitiva. De nuevo cruzó por su mente la idea de que Ondina sólo había sido una vana aparición, y en medio del ruido del torrente, de los fragores de la tormenta, de los mugidos del viento y de los bramidos del alborotado lago, en vista de la transformación de aquel paraje, tan ameno poco antes, parecíale que el promontorio, la vivienda del pescador y sus moradores no hablan sido otra cosa que una alucinación de sus sentidos. Mientras tanto, mezclados con el estrépito de la tempestad, percibíanse, a lo lejos, los gritos de angustia del pescador y las voces estridentes de su an24
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ciana esposa, que había abandonado precipitadamente el lecho y alternaba sus chillidos con fervorosas plegarias. El caballero había llegado a la orilla del desbordado torrente, y al claror de la luna, que apareció a través de las nubes, vio que las aguas rodeaban el promontorio de forma que lo convertían en una isla. -¡Dios mío! -exclamó.- ¡Si Ondina, despechada porque no le he contado mi aventura, se habrá aventurado en esos lugares donde ha encontrado la muerte! Un grito de terror escapó de su garganta y seguidamente asióse de los troncos desarraigados por las aguas, resuelto a lanzarse al torrente, atravesarlo a nado y buscar en la orilla opuesta a la joven. En aquel momento desfilaron ante su imaginación todas las visiones que habíansele aparecido durante el día; luego creyó ver en la otra margen un hombre de gigantesca estatura y vestido de blanco que movía la cabeza. La vista de aquella figura espantosa le infundió valor en vez de atemorizarlo, sospechando que Ondina estuviese en su poder medio muerta de angustia. 25
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Había tomado una gruesa rama de pino y apoyándose en ella estaba a punto de aventurarse animosamente a través de las olas, cuando oyó una voz dulcísima que le decía: -No te fíes, no te fíes, que el viejo torrente es muy traidor. Reconoció el sonido de aquella voz y se quedó perplejo escuchándola, mientras las furiosas olas azotábanle las piernas y le producían vértigos. -¡No estás viva! - gimió.- ¡Me engañas, yo quiero morir contigo, mi adorada Ondina! Repitió estas palabras con voz fuerte y avanzó unos pasos más en la corriente. Pero de nuevo dijo la voz querida: -¡No te fíes! Mira en tu derredor; mírame antes de que te pierdas irremisiblemente. El caballero paseó entonces la vista en torno suyo y al claror de la luna vio, en medio de las olas, a corta distancia, un islote, en el que se hallaba Ondina tendida indolentemente sobre la hierba, a la sombra del espesísimo follaje y contemplándole sonriente. ¡Oh, con qué indecible alegría volvió a apoyarse el caballero en su rama de pino! 26
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En pocos segundos atravesó las aguas y se encontró al lado, de la joven. Ondina se incorporó y ciñéndole el cuello con sus lindos brazos, lo atrajo hacia sí, haciéndole sentar en el mullido lecho de hierbas. -Aquí puedes contarme tu historia, amigo mío dijo. - Ese par de viejos fastidiosos no nos interrumpirán y este blando y verde lecho vale más que su mísera vivienda. -¡Esto es el Paraíso! - exclamó Huldbrand, estrechando contra su pecho a la joven que le acariciaba. En aquel momento llegó el pescador a la orilla y se puso a gritar: -¡Eh, señor caballero! Os he dado hospitalidad como corresponde a un hombre de bien, y en recompensa os estáis solazando con mi hija, sin preocuparos por mi desesperación y permitiendo que vaya yo por la noche recorriendo estos parajes en busca vuestra. Esto... -Acabo de encontrarla ahora mismo - interrumpió Huldbrand. -Mejor que mejor - repuso el pescador; - conducidla aquí en seguida. Ondina no estaba dispuesta a obedecer. 27
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Hubiera preferido entrar en el bosque encantado, en compañía del forastero, a volver a su casita donde no podía hacer su voluntad y en la que, tarde o temprano, hubiera debido separarse del apuesto y amable caballero. Así, pues, por toda respuesta, se puso a cantar: Por el valle vaporoso veloz corría la onda de la felicidad en pos. Llegó al mar... y de allí jamás volvió. El anciano prorrumpió en llanto, pero Ondina permaneció impasible. No sucedió lo mismo a Huldbrand, quien le dijo: -Si las lágrimas de este anciano no te conmueven, a mi me llegan al alma; vamos, pues, a reunirnos con él. La joven, estupefacta, abrió desmesuradamente sus ojos grandes y azules, y respondió con lentitud: -Si tú lo quieres, hágase tu voluntad, pero con una condición: mi padre me ha de prometer desde allí que te permitirá contarme tus aventuras en el bosque... y así todo irá como una seda. 28
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-¡Ven, hija mía, ven! - gritó el pescador, sin poder añadir nada más, pero prometiendo, con los brazos y la cabeza acceder a todo lo que su hija quisiera. Caíanle sobre el rostro caprichosamente sus luengos cabellos, y al verle así, quedó Huldbrand asombrado del gran parecido que tenía con el hombre blanco del bosque. Tranquilo, empero, tomó a la joven en sus brazos vigorosos y atravesó de nuevo la corriente llevando su preciosa carga. El anciano se arrojó al cuello de su hija y la cubrió de caricias. La vieja, que llegaba en aquel momento, la abrazó también con maternal ternura. Ni ella ni su esposo pensaron siquiera en reprender a la joven, tanto más que Ondina, olvidándose de su despecho, había embobado ya a los ancianos con sus mohines y frases cariñosas. La aurora comenzaba a iluminar la superficie, del lago, cuando emprendieron la vuelta a la casita del promontorio; el cielo habíase despejado y los pájaros cantaban alegremente en las ramas aun bañadas por el agua de la lluvia.
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Pero Ondina se obstinaba en oír la historia del caballero y sus padres adoptivos, hubieron de doblegarse a su voluntad. Se desayunaron bajo los árboles que se erguían detrás de la casita, de la parte del lago, y Ondina, para oír mejor la narración de Huldbrand, se sentó a sus pies.
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IV LAS AVENTURAS DEL CABALLERO -Hoy hace ocho días que me encontraba en la ciudad imperial, situada al otro lado del bosque, y tomaba parte en un torneo, en el que se corría un anillo. »Me detuve un momento junto al vallado, para descansar, y mientras entregaba el yelmo a mi escudero, tropezaron mis ojos con los de una bellísima joven, ricamente vestida, que presenciaba las justas desde uno de los palcos. »Pregunté a un caballero que estaba a mi lado quién era aquella encantadora criatura, y éste me dijo que se llamaba Berta, y que era hija adoptiva de uno de los duques más poderosos de este país. »Noté que me observaba fijamente y, en consecuencia, yo, que jamás habíame distinguido en las 31
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justas, sentí nuevos bríos y centupliqué mi celo para lograrlo en aquella ocasión. »Por la noche se celebró un baile y yo fui designado caballero de la hermosa Berta; desempeñé estas agradables funciones mientras duraron las fiestas.» Un incidente interrumpió el relato. Mientras Huldbrand hablaba, sintió de pronto un agudo dolor en la mano izquierda: era que Ondina había clavado sus finos dientecillos en un dedo del caballero y le miraba con expresión de reproche. Luego, bruscamente, le contempló con aire de cariñosa tristeza y murmuró con voz entrecortada, cubriéndose el rostro con las manos: - ¡Tú también eres como todos! Huldbrand se quedó confuso y sorprendido de la actitud de la joven, pero continuó su narración. -Berta era una muchacha orgullosa y extravagante. »El segundo día me gustaba menos que el primero y al tercero casi la detestaba. »Sin embargo, yo no podía separarme de ella, porque se mostraba conmigo más cortés que con los demás caballeros; y esto hizo que, en tono de broma, le pidiese uno de sus guantes. 32
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»-Con mucho gusto - me respondió, pero a condición de que habéis de ir, solo, desde luego, al bosque encantado, y referirme lo que veáis en él. »Su guante me importaba poco... pero se lo había pedido yo mismo y no podía rehusarlo. »Por otra parte, un caballero no da lugar a que lo inviten dos veces a dar una prueba de su valor ... » -Me parece que Berta no te quería, mucho - interrumpió Ondina. -Lo mismo he pensado. - ¡Oh! - exclamó la joven sonriendo. -¡Debe ser tonta de remate! Alejar de su lado al hombre que ama y, por añadidura, lanzarlo al bosque encantado... eso no se le puede ocurrir a nadie que no se llame Berta. Si yo hubiera estado en su pellejo, te aseguro que me hubiese tenido sin cuidado el bosque y sus misterios. -Ayer mañana - prosiguió el caballero, - me puse en camino. »Los troncos de los añosos árboles eran muy distintos a plena luz natural y las hojas susurraban tan ligeramente que, en mi interior, no pude menos de reírme de los que suponen que en este delicioso lugar se han de encontrar cosas sobrenaturales. 33
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»-No he de gastar mucho tiempo en atravesar el bosque de un lindero a otro -me dije con íntimo placer,- y me lancé a través de las más densas y frescas sombras, de suerte que, al volver la cabeza, no pude ver nada del valle que había dejado atrás. »Comprendí entonces que era fácil extraviarme en aquellas espesuras, y que éste era el único peligro que podía temer el viandante. »Me detuve un momento para orientarme y levanté la vista, hacia el sol, que estaba ya muy alto. »Mirando así, vi una masa negra a través de las ramas de una encina secular. »Creí que era un oso y requerí la espada; pero, en aquel instante, oí una voz ronca que me decía: »-Si no cortase yo estas ramas, ¿con qué leña serías asado a media noche, señor imprudente?» Y esto diciendo, comenzó a agitar las ramas con tal violencia, que mi caballo, espantado, emprendió vertiginosa carrera, antes de que yo hubiese podido ver qué clase de bestia o demonio era aquello.» -¡No me lo nombréis! - exclamó el pescador, persignándose precipitadamente. ¡No mentéis al demonio! Su mujer le imitó. 34
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- ¡Si es lo más interesante del relato! - exclamó a su vez Ondina. - ¡Ya veis que no le asaron! ¡Adelante! -No sé cómo no me deshice el cráneo contra aquellos árboles. El caballo, bañado de sudor y estremeciéndose de miedo, corría desenfrenadamente a través del bosque y en dirección a un barranco. »Me consideraba ya perdido y sin remedio, cuando, de improviso, apareció un hombre de elevada estatura y vestido de blanco que con sólo su presencia detuvo a mi corcel al borde del precipicio. »Tiré entonces las riendas y observé, con sorpresa, que no es para dicha, que mi salvador no era un hombre sino un riachuelo que baja del alcor e interceptaba el camino.» -¡Gracias, querido arroyuelo! - exclamó Ondina, palmoteando alegremente. El pescador, en cambio, permanecía taciturno, con la vista fija en el suelo. -Apenas habíame afirmado en la silla -prosiguió Huldbrand, - vi frente a mi a un hombre despreciable y feo sobre toda ponderación, de color morena, amarillenta que causaba repugnancia, y nariz descomunal. 35
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»Me miraba fijamente con expresión estúpida, se inclinaba con burlona cortesía y sonreía abriendo una boca enorme que parecía la de un horno. »Cansado de su impertinencia, le di las gracias por sus ceremoniosos saludos y espoleé mi montura, deseando tener otro encuentro y resuelto a volverme si nada más hallaba. »El sol declinaba hacia poniente. »El monstruo, en vez de dejarme el paso franco, se plantó con los brazos cruzados ante mi corcel. »-Apártate - le dije, - pues el caballo está espantado y podría atropellarte. »- ¡Bah! - profirió el hombrecillo.- Dadme una buena recompensa, puesto que os he salvado la vida: si no llego a detener vuestra cabalgadura caéis en el precipicio. »-No hagas más muecas, horrible impostor - repliqué. - Ahí va una buena propina, pero ten entendido que no has sido tú el que me has salvado sino este riachuelo. »Esto diciendo, le arrojé una moneda de oro que el renacuajo recogió hábilmente en su gorra. »Puse el caballo al trote y el hombrecillo continuó a su lado; arranqué al galope, ¡pero él también galopó! 36
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»Aquella carrera casi desenfrenada, le iba rindiendo; hacía horribles y ridículas contorsiones con el cuerpo y llevaba un palmo de lengua fuera de la boca; pero no por esto se daba por vencido: proseguía dando saltos, y echando al aire la moneda y volviéndola a recoger, exclamaba: »-¡Dinero falso, moneda falsa! ¡Moneda falsa! ¡Dinero falso! »Era tal el esfuerzo que tenía que hacer, que a cada grito que daba me parecía verle, caer reventado. »No pude contenerme por más tiempo y le pregunté: »-¿Qué es lo que quieres? Toma otra moneda, no, dos, y déjame en paz. »Volvió otra vez a deshacerse en saludos y reverencias y balbuceó con voz jadeante: »-Oro no, caballero; no es oro lo que quiero, pues tengo demasiado, como lo vais a ver ahora mismo. »De pronto me pareció ver que la tierra se ponía redonda como una bola de cristal y transparente como el cristal. »En su derredor había una multitud de diablillos que jugaban con plata y con oro. 37
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»Saltaban, se echaban a rodar, reñían a brazo partido, y se arrojaban recíprocamente polvo de oro a los ojos. »El monstruo que me acompañaba tenía medio cuerpo fuera del globo y dejaba que los diablillos le tirasen puñados de oro que me mostraba y volvía a tirar adentro. »Yo creía percibir el sonido metálico que producía al rodar al fondo del abismo. »Seguidamente enseñó las monedas de oro que yo le había dado, y aquellos diablillos prorrumpieron en risotadas, burlándose de mí. »Por último, todos ellos tendieron hacia mí sus afilados dedos y vi, inmóvil y estupefacto, que aquel hormiguero, cada vez más numeroso y amenazador, se me acercaba. »Entonces me sentí invadido de verdadero espanto. » Herí con fuerza los ijares del caballo y no sabría decir a dónde me transportó. »Cuando se detuvo, todo respiraba calma en mi derredor, y comenzaba a soplar la brisa de la tarde. »A través del follaje divisé un sendero y creyendo que me conduciría a la ciudad lo seguí sin vacilar. 38
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»Me daba prisa por llegar cuanto antes, pero un rostro curioso, blanco y confuso, de rasgos siempre variables, me miraba por entre las ramas. »Al fin, encolerizado, le eché encima el caballo, y el noble bruto y yo nos vimos al punto llenos de espuma. »Así es que, medio cegados, hubimos de retroceder y seguir el camino que nos dejaban libre. »La figura de rostro variante anduvo largo trecho detrás de nosotros pero sin molestarnos. »Cuando pude verle a mi sabor, observé que aquella cabeza estaba puesta sobre un cuerpo blanco también, pero gigantesco. »Tan extraño fantasma parecía una columna de agua que caminaba. »Aunque rendidos por el cansancio, continuábamos avanzando, y el fantasma bajaba y levantaba la cabeza, como diciendo: »-Eso es, así va bien. »Llegamos, finalmente, a la salida del bosque y entonces vi estos prados, el lago y esta casita. »El fantasma había desaparecido.» -Debemos alegrarnos de que se haya alejado observó el pescador, y seguidamente comenzó a explicarle el medio más seguro para volver a la ciudad. 39
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Ondina sonrió maliciosamente. Huldbrand lo notó y, creyendo haber interpretado justamente aquella sonrisa, le preguntó: -Creía que te alegraba mi presencia y te ríes y te muestras gozosa ahora, cuando disponemos precisamente mi marcha. -Porque no te marcharás. Prueba a cruzar el torrente desbordado: ni en barca ni a caballo, ni a nado ni a pie podrías conseguirlo. Así, es mejor que no lo intentes siquiera, porque te arrastraría la corriente. Tampoco debes pensar en el lago, pues la barquilla de mi padre no puede alejarse mucho de la orilla. Huldbrand se levantó para comprobar si era cierto lo que Ondina acababa de decir. El pescador y su hija le siguieron, convenciéndose todos de que no había que pensar siquiera en regresar a la ciudad. El promontorio estaba convertido en una isla, y el caballero se resignó a permanecer en la casita hasta que se retirasen las aguas. De vuelta en la morada del pescador, Huldbrand dijo en voz baja a Ondina: -¿Te gusta, Ondina, que me quede? 40
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-¡Ah! -profirió la muchacha con el ceño fruncido.- ¡Sí no llego a morderte, quién sabe lo que hubieras contado aún de esta Berta! ...
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V QUÉ VIDA HACÍA EL CABALLERO EN EL PROMONTORIO Seguramente, querido lector, te habrás detenido en alguno de tus viajes en un lugar donde has sentido más intensamente que en cualquier otro y donde se ha despertado con mayor vehemencia en tu ánimo el amor al hogar doméstico y a sus íntimas alegrías. Entonces creías verte en tu tierra nativa, adornada de nuevo con todas las preciosas flores que embellecieron tu infancia; los más dulces afectos conmovieron tu corazón y pensaste que serías dichoso viviendo allí en fina choza construida con tus propias manos, sin preocuparte de si te engañabas o no y de si habías de expiar tu error. 42
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Evoca, pues, el recuerdo de los inefables sentimientos que entonces te embargaron, de aquella especie de augurio de paz que te subyugó y así podrás comprender, cuáles eran los pensamientos que ocupaban la mente y el corazón de Huldbrand durante su forzada permanencia en el promontorio. Observaba el caballero, con indecible placer, que la corriente se extendía cada día más furiosa, prolongando el tiempo de su prisión. La mayor parte del día pasábalo entregado a la caza en los alrededores de la casita, sirviéndose de una ballesta vieja que encontró en un rincón y arregló lo mejor que pudo. Cuando lograba herir alguna ave de paso, saboreaba en la cena el exquisito asado. Cada vez que volvía con una presa, Ondina le recriminaba por haber arrebatado aquellos animalitos al espacio azul, y no era dueña de contener las lágrimas al ver muertas las pobres avecillas. Pero si el caballero volvía con las manos vacías, encontraba también un pretexto para reprocharle su falta de destreza y le obligaba a comer únicamente pescado y mariscos.
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Huldbrand gozaba sobremanera con los caprichos de la joven, cuyo mal humor se disipaba en seguida, prodigándole castas caricias. El anciano matrimonio habíase resignado con la familiaridad de los dos jóvenes, y aun llegaron a creer que eran prometidos, mejor dicho, esposos que el Cielo les enviaba para que fuesen el consuelo de su vejez. Es lo cierto, por otra parte, que la soledad había hecho germinar en la mente del caballero la idea de que había de tomar por esposa a Ondina, persuadido de que le sería imposible volver a vivir en la sociedad de los demás hombres. Mas en cuanto relinchaba el caballo, como queriendo invitar a su amo a acometer arriesgadas empresas; en cuanto posaba su mirada en el escudo, en la silla recamada, en las gualdrapas de su corcel, o bien creía que la espada, saliendo de su funda, iba a caerse del clavo de que pendía, para recordar al caballero su elevado linaje, preguntábase a sí mismo si semejante enlace era digno de él. Tranquilizábale, empero, la idea de que Ondina no era hija de pescadores y que podía muy bien ser descendiente de alguna familia de príncipes extranjeros. 44
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Lo único que le desagradaba era oír constantemente a la vieja reprendiendo a Ondina en su presencia. La muchacha reía sin que, al parecer, le molestasen aquellos malos tratamientos; pero el caballero sospechaba que esas recriminaciones iban dirigidas especialmente a él. Sin embargo, no podía quitar la razón a la mujer del pescador, pues Ondina merecía siempre, y nos quedamos cortos, cien reprimendas más de las que, recibía cada día. Así, pues, se veía obligado a oír y callar. No obstante, su vida en la casita se deslizaba pacífica y tranquila. Después de la comida, y a veces al caer de la tarde también, el pescador y el caballero solían apurar mano a mano un buen jarro de vino. Pero en fuerza de escanciar copa tras copa, se agotaron las provisiones y los dos hombres parecían taciturnos y melancólicos. Ondina se burló todo el día de ellos, pero no logró que renaciera la alegría en sus corazones, a despecho de sus chistosas ocurrencias y de sus divertidas travesuras. 45
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Por la noche salió de la casita, dispuesta a no volver más, según ella misma dijo, porque le crispaba los nervios ver aquellas dos caras sombrías. El caballero y el pescador salieron apresuradamente en seguimiento de la atolondrada muchacha. La opaca luz del crepúsculo presagiaba un temporal. El agua que rodeaba el promontorio estaba agitadísima, produciendo pavorosos rumores, y temieron que Ondina volviese a renovar el espanto que experimentaron la noche siguiente de la llegada de Huldbrand. Pero la joven se volvió atrás en seguida, batiendo palmas en señal de alegría. - ¿Qué me daréis si os proporciono un poco de vino? - preguntó a sus perseguidores. - Pero no, no quiero nada; con veros alegres me doy por satisfecha. Vaya, venid conmigo - añadió sonriendo. - El torrente del bosque ha arrojado un barril y apostaría a que está lleno de vino. Los dos hombres la siguieron y, en efecto, encontraron un barril medio oculto en la maleza. Hiciéronlo rodar sin pérdida de tiempo hacia la casita, porque el temporal avanzaba veloz de la 46
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parte de poniente, y, en el lago, las olas levantaban su cresta blanca y espumeante. Ondina ayudaba a hacer rodar el barril y cuando, de pronto, se oyó el fragor del trueno, habló a las nubes, diciendo: -¡Eh! ¡Cuidadito con darnos un remojón! Esperad a que estemos bajo techado. El anciano pescador la reprendió por su temeridad; pero la joven lanzó una carcajada, y así terminó la escena sin que se produjeran nuevos incidentes. Apenas hubieron entrado en la casa llevando su tesoro, y antes de que tuviesen tiempo de destapar el barril y probar el vino, comenzó a llover a cántaros y estalló fragorosamente la tempestad. Trasegaron del barril, que prometía numerosas libaciones en los días sucesivos, algunos jarros de vino, y mientras arreciaba el temporal, bebieron y conversaron alegremente en torno del fuego que ardía en el hogar. De pronto el anciano se puso grave y pensativo y exclamó: -¡Oh, Dios mío! Nos regocijamos de haber encontrado este barril y bebemos alegremente su contenido, sin pensar que acaso ha perecido su dueño arrastrado por la corriente. -¡Bah! 47
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-Quizá os engañáis - repuso Ondina sonriendo y ofreció de beber al caballero. -Os juro por mi honor - replicó Huldbrapd - que si supiese que estaba en mi mano la salvación del propietario del barril, no vacilaría en acudir en su auxilio a pesar de la tempestad. Pero os prometo que si vuelvo algún día a los países habitados, no he de descansar hasta que dé con él o con uno de sus herederos para entregarles el doble del valor de este vino. Esta promesa tranquilizó al anciano, quien le aprobó con una inclinación de cabeza y apuró de un trago otro vaso del codiciado licor. -Puedes recompensarlo con todo el dinero que quieras -contestó Ondina al caballero;- pero, en cuanto a salir de aquí en su auxilio, te digo que no debes pensar siquiera en semejante... majadería. ¡Yo no cesaría de llorar mientras estuvieras fuera! ¿No es mejor que te quedes aquí en mi compañía y en la de ese jarro de excelente vino? -¡Ciertamente! - repuso Huldbrand sonriendo. -Luego, repito que has dicho una majadería, puesto que el mejor prójimo es uno mismo. ¿Qué nos importan los demás? 48
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La vieja volvió la cabeza, para no mirarla, y el anciano, olvidándose de su acostumbrada indulgencia, no pudo por menos de exclamar: -Si hubieras sido educada entre paganos o turcos, tendrías razón para hablar así. ¡Dios me perdone y a ti también, hija insensata! -Háyame educado en una parte u otra, el hecho es que pienso así... ¿Creéis que vuestras palabras me harán cambiar de sentimientos? - ¡Calla! - rugió el anciano. Y como Ondina, a pesar de sus impertinencias, era, a veces, muy tímida, se aproximó, atemorizada, a Haldbrand y le preguntó en voz baja: - ¿Tú también estás enojado conmigo? El caballero le estrechó la mano y acarició sus cabellos, pero no pudo responder, porque el despecho que engendró en su corazón el rigor de los dos ancianos le había paralizado la lengua. Y sentándose muy juntitos, permanecieron silenciosos y malhumorados contemplando el fuego que ardía en el hogar
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VI BENDICIÓN NUPCIAL Un golpe ligero dado en la puerta interrumpió aquel silencio. Sucede a veces, dadas ciertas disposiciones del espíritu, que una nonada imprevista cualquiera engendra pensamientos pavorosos. Esto aconteció a los moradores de la casita del pescador. Pensaron en que estaban muy próximos al bosque encantado, y, como les parecía que el promontorio no era accesible a viviente, aquel golpe dado en la puerta les llenó de espanto. Miráronse unos a otros, interrogándose recíprocamente con los ojos si convenía o no abrir al que llamaba. 50
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De nuevo oyóse el golpecito dado en la puerta, seguido de un hondo suspiro. El caballero se precipitó sobre su espada, pero el pescador le contuvo, diciéndole: -Si es el que yo me figuro, las armas son perfectamente inútiles. Ondina avanzó resueltamente hacia la puerta, y como hablando con el que estaba fuera, dijo con imperturbable calma : -Si pensáis hacer alguna de vuestras locuras, espíritus de la tierra, os advierto que Kühleborn os castigará. Al oír este lenguaje aumentó extraordinariamente el miedo de los que la escuchaban. Miraron con aire sospechoso a la muchacha, y Huldbrand iba a dirigirle una pregunta, cuando de la parte de afuera contestó una voz. -No soy ningún espíritu terrenal, sino un hombre como vos; si tenéis temor a Dios, y queréis socorrerme, os suplico que me abráis. Ondina se apresuró a obedecer y saliendo provista de una lámpara, vio ante sí a un sacerdote anciano. Este retrocedió a la vista inesperada de la bellísima joven. 51
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Supuso, sin duda, que semejante aparición en el umbral de aquella casa era obra de encantamiento, y exclamó con acento de compunción: -¡Que todos los buenos espíritus alaben al Señor! -¡No tengo nada de demonio! - exclamó la joven sonriendo. - ¿Tan fea os parezco? Además, ya estáis viendo que no temo vuestros conjuros. También yo amo a Dios, y le ruego... sólo que cada cual lo hace a su modo. ¿No nos ha creado para amarle y suplicarle? Vaya, entrad, reverendo, que somos personas honradas y temerosas del Señor. El sacerdote traspuso el umbral saludando digna y afablemente. El agua chorreaba de sus hábitos, de su luenga barba y de su cabellera rizada. El caballero y el pescador le acompañaron a una habitación contigua a la cocina para que se cambiase de ropa mientras la anciana ponía a secar a la lumbre la que el sacerdote se quitara. Huldbrand le brindó con su espléndido manto, pero el ministro de la Iglesia lo rehusó, aceptando, en cambio, el capote de pescador que le ofreció el dueño de la casa.
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De vuelta en la cocina, la vieja le cedió al punto el amplio sillón que ocupaba y no estuvo tranquila hasta que vio sentado a su nuevo huésped. -Estáis cansado - le decía, - sois viejo y, por añadidura, sacerdote. Ondina le puso a los pies el escabel en que solía sentarse al lado de, Huldbrand, y mostróse afabilísima con él. Cuando el caballero, en son de broma, le susurraba algo al oído, contestaba ella invariablemente con la mayor seriedad: -Sirve a Aquel que nos ha creado; dejaos, pues, de burlas. Huldbrand y el pescador le ofrecieron también vino y alimentos, cumpliendo plenamente con los deberes de la más cordial hospitalidad. Cuando se hubo reconfortado un tanto, el sacerdote refirió que el día anterior había salido de un convento situado muy lejos, al lado de allá del lago, para visitar al obispo y hacerle presente la triste situación por que atravesaban los pueblecillos tributarios a causa de las inundaciones. Había recorrido muchos senderos, pero al caer de la tarde se convenció de que no le quedaba otro remedio, si quería continuar adelante, que recurrir a 53
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la ayuda de buenos remeros y atravesar en barca buen trecho de las aguas desbordadas. -Así lo hice - prosiguió, - mas apenas hubo avanzado unos codos la barquilla, arreció el temporal con horrorosa furia. Parecía que las olas sólo esperaba a nosotros para entregarse a un baile vertiginoso. Los remos se escaparon de las manos de los barqueros y fueron juguete de las alborotadas aguas. Privados de toda ayuda y víctimas de la fuerza despiadada de la Naturaleza, nos encontramos en la parte más alta del lago y fuimos luego impelidos hacia esta orilla que veíamos ya delinearse a través de la niebla y de la espuma de las olas. Al llegar a estas costas sólo recuerdo que la barquilla volcó, que yo, loco de terror, me arrojé al lago y que las mismas aguas me arrojaron bajo los árboles de vuestra isla -Sí, decís bien, nuestra isla - interrumpió el pescador; - antes era un cabo, pero el torrente del bosque y las olas furiosas del lago la han convertido en isla. -Me pareció una isla - repuso el sacerdote,- porque, caminando en la obscuridad a lo largo de la costa, sólo agua encontraba por todas partes y no percibía otro rumor que el de sus mugidos. Finalmente, descubrí un sendero trillado que se perdía en 54
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la maleza y lo seguí; vi la luz de vuestra casa y me determiné a pediros asilo. ¡Gracias doy desde el fondo de mi corazón al Todopoderoso, porque después de haberme salvado del naufragio me ha guiado a un hogar honrado y piadoso! ¡Quién sabe si seréis vosotros mis únicos semejantes a quienes veré en los años que me resten de vida! -¿Qué queréis decir? - preguntó el pescador. -¿Sabéis, acaso, cuánto tiempo puede durar este temporal? - repuso el sacerdote. - Yo soy ya muy viejo; el torrente de mi vida se secará mucho antes, quizá, de que se retire el torrente del bosque. Por otra parte, amigos míos, puede ocurrir que aumente la inundación entre el bosque y nosotros, hasta el punto de que no sea posible ir ni con barca a tierra firme; quedaríamos, pues, aislados del resto del mundo. Los habitantes del otro lado del lago están demasiado ocupados con sus negocios y no hay que esperar que se acuerden de nosotros... - ¡Dios nos tenga de su santa mano! interrumpió la vieja, haciendo la señal de la cruz. El pescador sonrió. -¡He aquí lo que es el hombre! -profirió.- Aunque, eso sucediese, nuestra vida no había de ser diferente de la que hasta ahora hemos llevado. ¿Te 55
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has acercado muchas veces a los linderos del bosque en los largos años que residimos aquí? ¿Has visto a otras personas fuera de Ondina y de mi? Ahora nos han llegado, primero, el caballero y después el sacerdote; de manera que si ocurriere lo que el reverendo supone, todavía saldrías ganando, pues se verían forzados a vivir en nuestra compañía. -Es cierto - replicó la anciana, - pero no sé por qué, me disgustaría estar incomunicada con el resto de nuestros semejantes, aunque no conozco a nadie. - ¿Tú te quedarías gustoso a vivir con nosotros? preguntó Ondina a Huldbrand, sentándose a su lado. El caballero no le contestó, porque estaba embebecido en profundas e intimas reflexiones. Parecíale que, después de las últimas palabras del sacerdote, el país existente al otro lado del bosque se disipaba en las sombras y en la lejanía y que aquel en que se encontraba era una isla florida y verdegueante, alegre y risueña sobre toda ponderación; veía la joven hermosa y sonrosada, más preciosa que la rosa más linda que brotara en aquella lengua de tierra y en el mundo entero... y el sacerdote estaba allí, enviado por él Cielo para unirle a ella con lazos indisolubles... 56
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Mientras así fantaseaba el caballero, una mirada colérica de la vieja, que amenazaba con un aluvión de improperios, impresionó a Ondina, la cual se hizo cargo al punto de que la cólera de su madre obedecía a verla tan arrimada a Huldbrand sin reparar en la presencia del sacerdote. Esta mirada fue el móvil que indujo al caballero a hablar. -Reverendo - dijo, - tenéis delante de vos a dos prometidos esposos; si esta joven y sus padres no se oponen, esta misma noche debéis bendecir nuestra unión. Los ancianos cónyuges se miraron estupefactos. A decir verdad, más de una vez habían pensado en la posibilidad de aquel matrimonio; pero no habían hablado jamás sobre el particular, de manera que la proposición que acababan de oír les pareció una cosa nueva e inesperada. Ondina se puso de repente seria y pensativa; el sacerdote, entretanto, pedía a los ancianos su consentimiento. Después de mucho discutir el pro y el contra, acabaron por ceder. La vieja comenzó a hacer en seguida los preparativos para la ceremonia y fue a buscar dos velas 57
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benditas que tenía muy guardaditas, pensando que a la larga habría tenido necesidad de ellas para un caso como el presente. Entretanto, el caballero daba vueltas entre sus dedos a su cadena de oro, estudiando la manera de sacar dos anillos para servirse de ellos en la ceremonia. -No es necesario - dijo Ondina; - no me enviaron mis padres al mundo enteramente pobre; es más, tuvieron presente que un día u otro había de llegar este caso. Dicho esto, fue a su aposento y volvió enseguida llevando dos magníficos anillos, de los que dio uno al caballero quedándose con el otro. El pescador, y mucho más su mujer, se quedaron atónitos, pues ignoraban que su hija poseyese tan ricas alhajas. Pero ésta disipó sus dudas, diciendo: -Mis padres cosieron estos anillos en las ropas que traía cuando llegué a esta casa, pero me prohibieron enseñarlos hasta el día de mi boda. Por eso los he tenido hasta ahora cuidadosamente escondidos. El sacerdote no dio lugar a que los ancianos formularan nuevas preguntas; encendió las dos ve58
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las benditas, las colocó sobre la mesa y ordenó a la enamorada pareja que se diesen la diestra. Breve fue la ceremonia: los ancianos bendijeron también a la esposa que, temblorosa de emoción, abrazó con fuerza al caballero. - ¡Qué gente más singular sois vosotros, amigos míos! - exclamó el sacerdote cuando hubo terminado. - Me dijisteis que erais los únicos habitantes de esta isla, y durante toda la ceremonia he visto un hombre muy alto, envuelto en blanca túnica, que miraba a través de la ventana. Seguramente está ahí fuera todavía y si queréis hacerle entrar... - ¡Dios nos libre! - interrumpió la vieja aterrada. El pescador movió tristemente la cabeza y Huldbrand, de un salto, se colocó junto a la ventana. Le pareció ver una figura blanca que se perdía en medio de las tinieblas; sin embargo, aseguró al sacerdote que se había engañado y, así, tranquilizados todos, se sentaron en torno del hogar.
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VII NOCHE DE BODAS Durante la bendición nupcial, Ondina estuvo humilde, grave y compuesta; pero en cuanto hubo acabado la ceremonia, pareció que se renovaran sus extraños caprichos con mayor vehemencia. Molestaba con toda clase de bromas pueriles lo mismo a su esposo que a sus padres y al sacerdote. La vieja quiso reprenderla, pero, apenas había despegado los labios, le atajó el caballero llamando a Ondina su ama y señora. A decir verdad, no le agradaba poco ni mucho la actitud nada seria de la joven que no hacia caso ni de señales de desaprobación ni de frases de reproche; pero no sabía cómo arreglárselas para corregir a su esposa sin disgustarla. 60
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Esta, en cuanto echaba de ver el enojo de su marido, callaba bruscamente, sentándose a su lado, y, prodigándole caricias, le susurraba al oído palabras que tenían la virtud de calmarle por completo y hacerle sonreír. Pero en seguida cruzaba por su imaginación otra idea estrambótica y volvía peor que antes a las andadas. El sacerdote se creyó obligado a decirle entre grave y sonriente: -Graciosa jovencita, sois tan amable, que no es posible miraros con desagrado; por esto precisamente, debéis procurar que vuestra alma se armonice con la de vuestro esposo para que jamás se interponga entre vosotros el demonio de la discordia. -¡Mi alma! -repuso Ondina riendo. - Esa palabra suena muy bien en los que tienen alma... ¿Cómo se haría para armonizarlas si uno de los dos careciese de ella? ¡Yo soy así! ¡No tengo alma! El sacerdote, escandalizado, volvió a otra parte la cabeza. Ondina se apresuró a acercarse al ministro de la Iglesia con ánimos de tranquilizarle. 61
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-No me condenéis sin escucharme primero - le dijo; - vuestra mirada me entristece, y no tenéis razón para apenar a una criatura que ningún mal os ha hecho... Tened paciencia y escuchad lo que pasa dentro de mí... Dispusiéronse todos a no perder sílaba del ofrecido relato; pero Ondina hizo una larga pausa y prorrumpió luego en largo llanto, que ni súplicas ni halagos pudieron calmar. Finalmente, cuando cesó de llorar, se dirigió al sacerdote, balbuceando: -El alma será una cosa muy buena, pero a la vez espantosa. Por amor de Dios, piadoso ministro del Señor, decidme: ¿no sería mejor no tenerla? Volvió a guardar silencio esperando la respuesta. Horrorizados todos al oír semejante pregunta, se pusieron en pie rodeando a la joven; pero ésta parecía no tener ojos sino para mirar al sacerdote, y reflejaba su rostro tal expresión de medrosa curiosidad, que desconcertaba a los que la contemplaban. -¡Debe ser muy pesada el alma! - prosiguió Ondina- ¡muy pesada! Su imagen, que se acerca, me llena de terror y angustia. ¡Ah! ¡yo era tan despreocupada y estaba siempre tan contenta! 62
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Y de nuevo estalló en lágrimas tapándose el rostro con el delantal. El sacerdote se acercó entonces a ella y la conjuró en nombre de todos los Santos, a desgarrar el misterioso velo que envolvía su espíritu. Ondina cayó de rodillas, repitió las preces que iba diciendo el sacerdote y entre alabanzas al Señor juró que amaría siempre a su prójimo. Tranquilizado por completo, el ministro del Señor, volvióse a Hulábrand y le dijo: -Caballero, os dejo solo con la mujer a la que os he unido... Después de lo que acabo de oír puedo aseguraros que es de buen natural y de excelente carácter... aunque algo extraño. Os recomiendo prudencia, amor y fidelidad. Y salió del aposento, seguido de los pescadores , haciendo la señal de la cruz. Ondina, que continuaba de rodillas, descubrióse la cara, y mirando tímidamente a Huldbrand murmuró con voz entrecortada: -¡Tú no me quieres ya! ¡No me quieres, y, sin embargo, nada he hecho para que me prives de tu amor! Estaba tan hermosa y conmovedora en aquella actitud, que el caballero, olvidándose de todo temor 63
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y del misterio que la rodeaba, la ayudó a levantarse y la estrechó amorosamente entre sus brazos. En aquel momento, Ondina podía ser comparada con la aurora que jugueteaba sobre los arroyuelos. -¡No me abandones! - murmuró, acariciando con sus manos suaves las mejillas de su esposo. Hulbrand se esforzaba para ahuyentar los siniestros pensamientos que turbaban su mente, alimentando la de haberse casado con una bruja, hada o genio malo del mundo de los espíritus. Mas, pese a la firmeza de sus propósitos, no pudo por menos de preguntarle: -Dime, Ondina adorada, ¿qué hablaste de espíritus terrenales y de Kühleborn cuando el sacerdote llamó a la puerta pidiendo asilo? - ¡Oh, tonterías, locuras de muchachos! - respondió la joven, riendo con su habitual alegría. -Primero os asusté yo a vosotros y luego me asustasteis vosotros a mí. ¡Este es el final del cuento y de la noche de nuestra boda! - ¡Qué ha de ser este el final! -exclamó el caballero ebrio de amor. Apagó las velas benditas y ciñendo por la cintura a su bella esposa, la substrajo a las miradas indis64
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cretas de la luna que, a través de la ventana, iluminaba la alcoba nupcial.
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VIII EL DÍA SIGUIENTE La nueva aurora saludó a los jóvenes esposos. Ondina, avergonzada, se tapó la cara con la colcha, y Huldbrand se quedó silencioso y pensativo. Cada vez que aquella noche había conciliado el sueño, turbáronselo extrañas visiones de fantasmas. Aparecíansele horribles espectros que de pronto se transformaban en bellísimas mujeres, las cuales, a su vez, se convertían en dragones, y sus imágenes horrorosas oprimíanle de tal modo el pecho que le hacían despertar sobresaltado. Miró entonces a su derredor, sin percibir, a favor de la pálida luz del alba que comenzaba a filtrarse por la ventana, nada más que a su bellísima Ondina, sobre cuyo seno reclinaba su cabeza, pero dormía tranquilamente. 66
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Posó sus labios sobre los coralinos de su amada, y volvió a adormecerse para despertar en seguida presa de mortal angustia. Por último, cuando estuvo bien despierto y hubo reflexionado largamente, se reprochó haber sospechado de su esposa y trató de confesárselo con sinceridad; pero ella le puso una mano en la boca para que no continuase, exhaló un profundo suspiro y guardó silencio. Sin embargo, una mirada lánguida, apasionada, sentimental, como jamás había sorprendido otra en los ojos de Ondina, disipó todas las dudas que abrigara Huldbrand sobre la bondad de su mujercita. Tranquilizado por completo, abandonó el lecho, vistióse prontamente y salió a la cocina en la que encontró a los pescadores y al sacerdote sentados en torno del encendido hogar, poseídos todos de un secreto temor que no se atrevían a manifestar. El sacerdote oraba, pero sus plegarias parecían más bien conjuros para alejar alguna desgracia. Cuando vieron al recién casado alegre y sonriente, renació la calma en sus pechos, y el pescador comenzó a hablarle en tono tan franco y jovial, que hasta la vieja, que era la más acongojada, soltó el trapo a reír. 67
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Entretanto, Ondina habíase vestido y apareció en el marco de la puerta de su aposento. Todos quisieron correr hacia ella para abrazarla, pero ninguno se movió de su asiento, contemplándola atónitos: tan diferente les pareció de la Ondina de antes. El sacerdote la envolvió en una mirada paternal y levantó la mano para bendecirla. Ondina, con los ojos fulgurantes y el cuerpo tembloroso se arrodilló ante él y luego, humilde y compungida, le pidió perdón por las locuras cometidas el día anterior, suplicándole que rogase al Cielo, para la salvación de su alma. Levantóse después lentamente, y besando con profundo cariño al los pescadores, les dijo: -¡Oh, padres míos, ahora reconozco todo el bien que me han hecho! Y les colmó de caricias. Más tarde echó de ver que la vieja preparaba el desayuno, y acercándose al hogar quiso hacerlo por si misma; pero la anciana se opuso a que se impusiera semejante trabajo. Todo el día se mostró seriecita, atenta y graciosa como una mujercita de costumbres honestas y delicadas. 68
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El caballero y, sobre todo, los pescadores, que sabían cuán caprichosa era, esperaban a cada momento verla cambiar de repente; pero se engañaron. Permanecía dulce y tranquila como un ángel, y el sacerdote, que no la perdía de vista ni un momento, repetía incesantemente a Huldbrand: -Ayer la bondad divina os confió un tesoro por mi mano, aunque de ello no soy digno; conservadlo como se merece, porque será vuestra alegría en la tierra y os guiará por la senda que conduce al Cielo. Al atardecer, Ondina se apoyó con dulce abandono en el brazo de su esposo y ambos salieron de la casita. El sol enviaba sus últimos rayos sobre las frescas hierbas y las floridas ramas de los árboles. Amorosa melancolía velaban los ojos de la joven y sus labios temblorosos hubieran denunciado la angustia secreta que oprimía su pecho de no revelarla los profundos y frecuentes suspiros que exhalaban. Sin decir palabra, condujo a su marido a un sitio algo apartado de la vivienda, respondiendo a todas sus preguntas con ciertas miradas a las que, si bien no hallaban explicación que satisficiese su creciente 69
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curiosidad, leía, en cambio, un entero canto de amor y la más tímida obediencia. Llegaron al torrente y el caballero se quedó estupefacto al ver cómo había decrecido y la tranquilidad con que se deslizaba el poco caudal de agua que aun conservaba. -Mañana estará completamente seco -dijo Ondina sollozando - y podrás marcharte a donde a bien lo tengas. -Marcharé, sí, pero contigo, Ondina querida - repuso el caballero. - Estamos unidos para siempre y aún cuando se me ocurriese la mala idea de abandonarte y poner esa idea en ejecución, la Iglesia, el clero, el emperador y el Estado te harían justicia obligándome a volverme a tu lado. -Todo depende de tu voluntad... pero confío en que nunca te separarás de mí... ¡Te quiero tanto! -Ahora condúceme a aquella isleta que se ve allí enfrente y después hablaremos. Podría vadear fácilmente el río pero prefiero atravesarlo en tus brazos. Así, si llegases a repudiarme, tendré la seguridad de verme en ellos aunque sólo sea una vez más.
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Huldbrand, con el corazón oprimido por nueva angustia, no acertó a contestar; y levantando en sus brazos a Ondina la transportó a la orilla opuesta. El caballero reconoció enseguida aquella isleta: era la misma en que encontró a la joven fugitiva la misma noche de su llegada. Depositó su preciosa carga sobre la hierba e iba a sentarse a su lado, cuando Ondina se lo impidió diciendo: -No, ahí , frente a mí. Quiero leer en tus ojos negros antes de que hablen tus labios. Escucha, pues, lo que te voy a contar. »Debes saber, amor mío, que existen en los elementos algunos seres que por el aspecto se parecen, pero que se dejan ver muy raras veces. »En las llamas se deslizan salamandras maravillosas; en las entrañas de la tierra habitan los gnomos malignos; en las florestas vagan los espíritus de los bosques, que pertenecen al aire: en los lagos, en los ríos y en los arroyuelos nada la familia de los espíritus de agua. » ¡Qué bien se vive bajo las bóvedas de cristal a través de las cuales se ven el sol, la luna y las estrellas! 71
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»¡Qué hermosas flores de coral brillan en sus jardines! »Allí se camina sobre arena limpia y suave, pisando preciosas conchas. »Todas las cosas bellas que ni el mundo antiguo ni el moderno poseen ya, se encuentran en ese fondo cubiertas por el plateado velo del agua. »Elévanse allí grandiosos monumentos, dulcemente acariciados por las olas amantes que la enguirnaldan con llores algas olorosas. »Los habitantes de aquellos lugares son amables y más hermosos que los más bellos hombres. »A veces le ha sido dado al pescador oír el canto delicioso de alguna ninfa, salida a flor de agua, y como contaba luego esa aparición, tales criaturas sobrehumanas fueron conocidas por los hombres quienes les dieron el nombre de ondinas. »Pues bien, amigo mío, ante tus ojos tienes una ondina: ¡soy yo!» Supuso el caballero que su esposa se burlaba de él volviendo a sus bromas y caprichos sin embargo, sintió que le corría un escalofrío por todo el cuerpo, y sin poder articular palabra, miró a la joven con mayor atención.. 72
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Ondina prosiguió moviendo tristemente la cabeza: -Seriamos, ciertamente, más felices que los demás seres, pues seres somos, si se considera sólo nuestra naturaleza; pero tenemos un grave defecto: nos consumimos y nos disolvemos, espíritu y cuerpo, sin que quede vestigio de nuestra existencia. »Cuando vosotros despertéis en la vida eterna, nosotros habremos pasado ya como pasan la arena, el rayo, el viento y las olas. »No tenemos alma; el elemento nos mueve y nos obedece mientras estamos vivas; pero cuando morimos nos reduce a la nada. »No conocemos las penas, estamos siempre alegres, como los ruiseñores, como los pececillos, ¡pero nada más! »¡Oh, qué ansias de progresar, qué ansias de mejoramiento sienten todos los seres! »Mi padre, que es un poderoso príncipe del mar Mediterráneo, no quiso que su hija única quedase cual, había sido hecha por la Naturaleza, sino que ansió verla dotada de alma, para que sufriese los dolores que afligen a la humanidad. »Para adquirir alma es preciso, que nos unamos en matrimonio con algún ser de nuestra especie. 73
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»Ahora, ya estoy animada; te doy las gracias por el alma que me has dado, adorado mío, y agradecida te viviré aunque me hicieras desgraciada para siempre... »¡Piénsalo, bien, amor mío! ¿Qué sería de mí si, horrorizado al saber quien soy, me repudiases? »Sin embargo, no he querido continuar el engaño. Si tratas de abandonarme, hazlo en seguida, ahora mismo... me arrojaré al torrente, que es mi tío... Aunque se deslice su vida en el bosque solitario, es poderoso y respetado... »De la misma manera que me llevó ligera y sonriente niña, a casa de los pescadores, así también me devolverá a casa de mis padres, ahora que estoy dotada de alma y soy mujer amante y apasionada...» Ondina hubiera continuado hablando; pero Huldbrand la atrajo hacia si, conmovido y enamorado, la levantó en sus brazos, y antes de que la joven pudiese volver en sí de su sorpresa la depositó en la otra orilla. Y allí le juró entre lágrimas y besos, que no abandonaría jamás a su esposa adorada, pues se consideraba más dichoso que el griego Pigmalión, el cual dio vida, con su amor, a su Venus de mármol. 74
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Ondina, apoyada de nuevo, serena y confiada, en el brazo de su marido, volvió a la casita de los pescadores, y por primera vez conoció que no, debía echar de menos los desiertos palacios de cristal de su padre.
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IX DE CÓMO EL CABALLERO SE LLEVÓ CONSIGO A SU ESPOSA Cuando, a la mañana siguiente, Huldbrand se despertó, no vio a su lado a su mujercita, y al punto cruzó por su mente la idea atormentadora de que su matrimonio y la propia Ondina no habían sido otra cosa que ilusiones de su fantasía. Pero en aquel momento apareció Ondina en el umbral, se acercó a su esposo, le besó con ternura y sentándose en la cama le dijo: -He salido unos instantes para ver si mi tío había cumplido su palabra. En efecto, ha recogido ya las aguas y se retira, como antes, pensativo y solitario al bosque. Sus, aliados, el aire y el agua, también descansan, y en breve estará completamente tranquilo 76
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este ameno lugar y podrás sentar tu planta sobre terreno enjuto e ir a donde te parezca. Huldbrand no veía muy claro en este extraño parentesco de su mujer con los elementos y creyó que soñaba despierto; sin embargo, no exteriorizó su pensamiento, y contemplando la radiante hermosura de Ondina desechó toda idea penosa. Al poco rato salieron ambos de la casita, y viendo emerger el promontorio verdegueante y florido de las aguas que le rodeaban, el caballero experimentó tal sensación de placer, que lamentando tener que abandonar aquel delicioso paraje que había sido la cuna de su amor, no pudo por menos de exclamar : -¡Cómo! ¿Hemos de partir hoy, precisamente? ¿Dónde podremos ser más felices que aquí? ¡Ah, contemplemos dos o tres veces más esta puesta del sol! -Lo que mande mi dueño - repuso Ondina. -Una sola cosa me entristece y es que si los viejos pescadores, que con tan honda pena se separarán de mi, llegasen a comprender que ahora tengo alma y que, por lo tanto, puedo amarlos y respetarlos, morirían de dolor. No creen los pobrecillos que sea ahora más buena que antes y suponen aún que la 77
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piedad religiosa y la serenidad de espíritu es en mi lo que la calma del lago cuando el viento lo agita: de la misma manera que hubiesen cobrado cariño a un árbol o a una flor, se encariñaron conmigo... Por eso quisiera ocultarles los tesoros de afecto que encierra ahora mi corazón; ¿Pero podría hacerlo permaneciendo mucho tiempo a su lado? Comprendió Huldbrand que su esposa tenía razón, y en seguida fue a ver a los ancianos para convencerlos de la necesidad en que se veía de ponerse en camino en aquel mismo momento. El sacerdote se ofreció a acompañarlos. La despedida fue breve. El caballero y el sacerdote ayudaron a Ondina a montar en el caballo y la reducida comitiva emprendió la marcha, caminando por el lecho, ya enjuto, del torrente. Ondina, afligidísima, devoraba sus lágrimas en silencio; los ancianos, por el contrario, lloraban ruidosamente. Diríase que comprendían toda la importancia de la pérdida que experimentaban por la marcha de su hija adoptiva. Los tres viajeros llegaron al corazón del bosque sin haber desplegado les labios. 78
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¡Qué hermoso cuadro ofrecían la gentil y bellísima figura de aquella mujer, cabalgando sobre brioso corcel y rodeada del venerable sacerdote y del intrépido caballero! Huldbrand contemplaba extasiado a su esposa, que había enjugado sus lágrimas, y ella no apartaba sus ojos de los de su amado, diciéndose mil ternezas en el lenguaje mudo y expresivo de las miradas y los gestos. De pronto notaron que el sacerdote conversaba con otro viajero que se había unido a la comitiva sin ser visto por ellos. Vestía aquel nuevo personaje una túnica, con capucha, que le ocultaba casi la mitad del rostro, y tan amplia, larga y ligera que a cada movimiento tenía que recoger los pliegues con rápidos ademanes. Sin embargo, este incesante trabajo no le impedía de ningún modo proseguir su camino con desenvoltura. Cuando se dio cuenta de que había sido visto por los recién casados, se apresuró a presentarse por si mismo, diciendo: -Hace muchos años, señor, que habito en este bosque, no para hacer penitencia, pues me parece que maldita la falta que me hace. Me gustan estos 79
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parajes porque son hermosos, de una belleza singular, y gozo paseando vistiendo esta túnica blanca y holgada entre el espeso follaje y en medio de las tétricas sombras, a través de las cuales me sonríe, a veces, un suave rayo de sol. -Sois un ser original y me gustaría conoceros más a fondo - dijo el sacerdote. -Perfectamente - repuso el aludido;- ¿Y vos quién sois? -Mi nombre es Heilmann, soy sacerdote y vengo del convento del Avemaria, que está situado bastante lejos de la otra orilla del lago. -Muy bien, muy bien... Yo soy Kühleborn o, si queréis tratarme con alguna cortesía, el señor Kühleborn, puesto que soy libre como el pájaro de la selva... o quizá más. Bueno, ahora quiero decir dos palabras a esa joven. Y antes de que el sacerdote hubiese podido contestarle, le vio junto a Ondina. Con objeto de poder hablarle al oído, el extraño personaje de la blanca túnica había aumentado extraordinariamente su ya excesiva estatura. La señora de Ringstetten no pudo reprimir un grito y volvió la cabeza espantada. 80
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-Nada tengo ya que ver con vos - murmuró luego. -¿Tan esclarecido y encumbrado es el linaje de vuestro esposo que os permite desdeñar a un pariente como yo? - repuso irónicamente el habitante del bosque. -¿Habéis olvidado que fue Kühleborn, vuestro amante tío, quien os trajo en sus brazos a este país? -Retiraos, os lo ruego - contestó secamente la joven,- y no volváis a dejaros ver de mi ni de los míos. ¿No pensáis en que mi esposo, si os ve, puede sentir horror de mi y de mi familia? Cesad, pues, de acompañarnos, desistid de vuestros proyectos, cualesquiera que sean. -No puedo complacerte, sobrinita mía; ten presente que debo escoltarte para evitar, con mi presencia, que os molesten los espíritus terrenales. Ese anciano es muy perspicaz, y asegura que yo iba con él en la barca que naufragó en el lago. En efecto, yo fui el torbellino que lo arrojó a la costa para que bendijese tu casamiento. -Veo ya el final del bosque - dijo Ondina; - por lo tanto, tu compañía es innecesaria. Vete, pues, y déjame en paz. 81
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Kühleborn frunció el ceño y miró a su sobrina con expresión tan amenazadora, que Ondina lanzó un grito de terror pidiendo socorro a su marido. Huldbrand se colocó de un salto frente al misterioso personaje, y empuñando con ambas manos la espada, la descargó con todas sus fuerzas sobre la cabeza de aquél; pero la reluciente hoja se hundió en una cascada de agua que brotó en aquel instante con un ruido que semejaba una carcajada sarcástica, bañando a toda la comitiva de pies a cabeza. Vuelto en si de su asombro murmuró el sacerdote: -Me temía alguna mala pasada, pues el riachuelo que corre al pie de la Colina cambió repentinamente de curso avanzando hacia nosotros. Sin embargo, aseguraría que era un hombre que me estaba hablando... En aquel momento Huldbrand oyó una voz que le decía al oído: -Esforzado y audaz caballero, nada tengo contra vos, ni te disputo nada; pero te recomiendo que ames y defiendas a tu mujer como acabas de hacerlo en esta ocasión. Anduvieron nuestros viajeros algunos centenares de pasos más y llegaron a campo abierto, ofrecién82
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dose a su vista la ciudad imperial que se extendía vasta y espléndida frente a ellos. Y el sol que doraba las torres secó bien pronto las bañadas ropas de los tres viandantes.
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X DE VUELTA EN LA CIUDAD La repentina desaparición del caballero de Ringstetten había consternado a la ciudad y especialmente a los que no sólo admiraban su destreza en los torneos y su elegancia en el baile, sino que le querían también por las bellas cualidades de su alma. Los hombres de su séquito no quisieron partir sin su señor; pero ninguno osó ir a buscarlo entre las sombras del bosque encantado. Permanecieron, por el contrario, ociosos en la posada, acariciando vanas esperanzas y manteniendo vivo, con sus lamentos, el recuerdo del desaparecido. Apenas se tuvo conocimiento del temporal que se había desencadenado y de las inundaciones con84
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siguientes, nadie dudó ya de que el caballero había perecido. Berta no fue dueña de disimular su tristeza y se recriminó a si misma por haberle inducido a acometer tan desgraciada empresa; y cuando los duques, sus padres adoptivos, fueron por ella para conducirla de nuevo a su, castillo, la joven les persuadió a que se quedasen en la ciudad hasta que tuviese plena confirmación la muerte de Huldbrand. Berta había estimulado a varios jóvenes que le hacían la corte, para que fuesen en busca del esforzado caballero; pero, como estaban dispuestos a cederle, en caso de encontrarle vivo, la mano de la hermosa y rica heredera, ninguno quiso exponer su vida yendo en busca de un peligroso rival, a pesar de que la recompensa ofrecida por Berta había sido un guante, un lazo o un beso que posaría con sus coralinos labios en las mejillas del que le llevase noticias ciertas de Huldbrand. Cuando, finalmente, regresó éste, todos sus criados y los habitantes todos de la ciudad se regocijaron. Berta, por el contrario, se puso más triste aún al ver que acompañaban al caballero una joven lindísima y el sacerdote Heilmann, que les había unido 85
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en matrimonio. La hija adoptiva de los duques amaba a Huldbrand con toda su alma, y la población entera echó de ver el profundísimo dolor que experimentara la joven por la desaparición de su amado. Sin embargo, en tal difícil trance, siguió los consejos de la prudencia y se mostró amabilísima con Ondina, a la que los habitantes de la ciudad tenían por una princesa librada de su encantamiento por el valor y las virtudes del caballero. Ondina callaba o evadía hábilmente las preguntas que le dirigían acerca de sus padres. Heilmann, por su parte, guardó también absoluto silencio, volviendo en seguida a su monasterio, de suerte que los curiosos debieron contentarse con las conjeturas que se hacían, dando rienda suelta a su imaginación. La propia Berta no fue más afortunada respecto a conocer los antecedentes de la esposa de Huldbrand. Esto no entibió, empero, la naciente amistad entre las dos jóvenes; antes al contrario, se estrechaban por momentos más y más con lazos de sincero afecto. -Me parece - solía decirle Ondina -que nos hemos visto en alguna parte antes de ahora y que 86
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existe entre nosotras un vínculo misterioso. De otro modo no se podría explicar la simpatía, el profundo cariño que desde el primer momento hemos, sentido una hacia otra. Berta, aun creyendo que tenía poderosos motivos para envidiar a su rival afortunada, sentíase atraída hacia ella por un dulcísimo y fraternal afecto. Impulsadas ambas por este recíproco afecto, y persuadiendo una a sus padres adoptivos y la otra a su esposo, lograron retardar el día de su salida de la ciudad, después de convenir en que Berta acompañaría a Ondina al castillo de Ringstetten. De este proyecto volvieron a hablar cierta noche mientras paseaban por las alamedas que rodeaban la plaza del Mercado. Los dos esposos, acompañados de Berta, a la que habían ido a recoger a su morada, paseaban amigablemente bajo la bóveda del cielo azul obscuro, deteniéndose de vez en cuando para admirar la magnífica fuente erigida en el centro de la plaza y oír el murmullo de sus límpidas aguas. ¡Qué a gusto se encontraban allí, bajo los copudos árboles cuyas sombras cortaban únicamente las luces de las casas vecinas y donde sólo se percibía, a 87
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lo lejos, la alegre algarabía de los niños entregados a sus juegos y la voz de algún transeúnte! En aquel paraje ameno y tranquilo cada uno de ellos gozaba de la calma de la soledad y a la vez del consuelo de la compañía de personas queridas. Y esta paz del espíritu les inducía a considerar fácil y natural lo que el día antes tuvieran por imposible y absurdo, y a desear, con mayor ahínco, que se realizase el proyectado viaje de Berta al castillo de Ringstetten. Mas en el momento en que iban a fijar el día y la hora de la partida, apareció en medio de la plaza. un hombre alto y blanco que adelantóse hacia ellos, se inclinó respetuosamente y susurró unas palabras al oído de Ondina. Esta, inquieta y turbada por la presencia del recién llegado, se apartó a un lado con él y entablaron un vivo diálogo en una lengua desconocida. Haldbrand creyó reconocer a aquel hombre y de tal modo se quedó embebecido contemplándole, que no oyó las preguntas que le dirigía Berta. De pronto, Ondina, riendo y palmoteando alegremente, se separó del desconocido, el cual, como de costumbre, movió la cabeza con aire de mal hu88
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mor, retrocedió lentamente y desapareció de improviso en cuanto llegó a la fuente. Entonces se disiparon todas las dudas de Huldbrand. -¿Qué te quería el fontanero? - preguntó Berta a Ondina. -Pasado mañana, el día de tu santo, lo sabrás repuso sonriendo la esposa del caballero. No se habló más de aquel incidente. Ondina instó a su amiga para que, acompañada de sus padres, asistiese al banquete que daría en su casa, y poco después se separaron. En cuanto estuvieron solos los dos esposos, y mientras por calles solitarias y obscuras se dirigían a su alojamiento, Huldbrand preguntó a su compañera: -¿Era Kühleborn? Y un escalofrío de muerte corrió por todo su cuerpo. -Sí, era él. Trató de hacerme creer mil necedades, pero, a pesar de su astucia y en contra de su voluntad, se ha dejado escapar una revelación muy importante. Si quieres saberla, si me mandas que te la diga, obedeceré al punto; pero me atrevo a supli89
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carte que esperes hasta pasado mañana, para que sea mayor tu sorpresa. Accedió el caballero a lo que con tanta gracia le pidiera su esposa, y más tarde, al tiempo de dormirse, murmuró Ondina: - ¡Qué contenta se pondrá Berta cuando sepa lo que me ha dicho el fontanero..!
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XI EL SANTO DE BERTA Los comensales estaban sentados a la mesa. Berta ocupaba la cabecera y tenía ante si las joyas, las flores y todos los regalos que, con ocasión de su onomástico, le habían regalado sus padres y amigos. Su atavío la asemejaba con la diosa de la, primavera. Al llegar a los postres, y siguiendo una antigua costumbre alemana, se abrieron las puertas, para que el pueblo también, entre el que repartían los criados dulces y licores, pudiese gozar y alegrarse con el regocijo de sus señores. Huldbrand y Berta esperaban con secreta impaciencia la prometida explicación del enigma y asediaban con interrogadoras miradas a Ondina. 91
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Pero ésta permanecía muda y sonriente, gozándose de antemano con la grata sorpresa que tenía reservada a su amiga. Los que estaban al tanto de su promesa, observaban que a cada instante entreabría los labios para revelar el arcano en que se recreaba y que al punto desistía de su propósito, como queriendo prolongar aún la satisfacción que experimentaba poseyendo ella sola el secreto, con el ingenuo placer que sienten los niños cuando se esfuerzan por guardar para más tarde una golosina que les gusta. Berta y Huldbrand saboreaban también la última voluptuosidad de tal sentimiento en la dulce ansia que les producía la espera de una noticia grata que cual rocío había de caer de los labios de Ondina. Los comensales pidieron a coro a la recién casada que alegrase el banquete con una canción. Ondina juzgó llegado el momento, y requiriendo un laúd, cantó lo que sigue: «Espléndida es la mañana; las flores multicolores exhalan sus aromas; olorosa es la hierba que brota en las onduladas orillas del lago. » ¿Qué es eso que brilla en medio de la hierba? » ¿Es, quizá, una blanca flor caída del cielo en el seno del prado? 92
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» ¡Ah, no; es una niñita preciosa! »Inocente, se divierte con las flores y contempla los rosicleres de la aurora. » ¿De dónde vienes, angelical criatura? »De muy lejos; de playas ignotas; el lago te depositó en esta orilla. »No, preciosa niña; nada busques en tu derredor; ninguna mano tocará tu manita; no te conocen las mudas flores. »No saben más que ser muy bellas, adornarse de gracia y esparcir sus perfumes embriagadores. »Nadie se acerca a ti y el seno transido de dolor de tu madre está muy lejos. »Apenas traspuesto el umbral de la vida y con la sonrisa del cielo en el rostro, has perdido ya lo que existe de más dulce y precioso, pobre niña, y no lo sabes... »Pero... un noble duque te encuentra y detiene a su corcel para recogerte. »En el amor a las bellas artes y a las buenas costumbres te educa en su castillo. »Ciertamente has ganado mucho con tu feliz encuentro, tú, que eres la joven más bella de este país; pero, ¡ay! dejaste las más dulces alegrías en aquella playa ignota.» 93
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Cuando Ondina dejó el laúd, los padres adoptivos de Berta tenían los ojos inundados de lágrimas. El duque, hondamente conmovido, exclamó: -Así fue como te encontré, pobre huérfana; la hermosa cantora tiene razón; pero... ¿no nos es dado ver ese algo tan precioso de que habla? -Oigamos antes los ayes dolorosos de los afligidos padres - repuso Ondina. Y tomando de nuevo el laúd, prosiguió: «La madre de vuelta en su casita, busca algo sin saber qué, en todas las habitaciones, entre todos los objetos; y buscando, suspira y llora y nada encuentra. » ¡La casa, ¡oh, dolor! está vacía! »No está en ella la adorada hijita que de día enseñaba a andar y de noche la mecía en su cuna. »Reverdecen las hayas; de huevo vuelve la luz del sol... pero cesa, pobre madre, de buscar inútilmente: tu hijita no volverá más. »Y cuando sopla la brisa de la noche, el padre se sienta sobre el hogar doméstico; en sus labios vaga una sonrisa, pero en seguida la borran lágrimas silenciosas y ardientes.
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»Sabe que es su casa un sepulcro; oye los gemidos de su esposa y no ve a su hijita esforzándose para encaramarse sobre sus rodillas.» -¡Por amor de Dios, Ondina, dime dónde están mis padres! - exclamó Berta llorando a lágrima viva. - Tú lo sabes, seguramente, pues de lo contrario no me habrías destrozado el corazón. ¿Están ya aquí , por ventura? ¿Seria posible...? Y esto diciendo, paseó su mirada por los comensales, deteniéndola en una princesa que estaba sentada junto al duque. Entonces Ondina, con los ojos humedecidos por el llanto, se volvió hacia la puerta, diciendo: -Que avancen los padres. A esta orden, se adelantaron hacia la mesa el anciano pescador y su esposa. Interrogaron a Ondina con la mirada, y cuando ésta, indicando a Berta con la mano, les dijo: «Esta joven es vuestra hija», llorando y riendo a la vez se arrojaron al cuello de ésta, dando gracias a Dios por haberles devuelto una hija que consideraban perdida para siempre. Pero Berta, ofendida y despechada, los rechazó bruscamente. 95
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Era demasiado humillante para ella, tan orgullosa, el ser reconocida por hija de padres de tan miserable condición social, precisamente en el momento en que esperaba aumentar su esplendor y soñaba con sentarse bajo dosel ciñendo una corona. Sospechando que aquella escena había sido urdida por su rival con objeto de rebajarla a los ojos de Huldbrand y de los convidados, prorrumpió en denuestos contra Ondina llamándola intrigante y contra los pobres viejos a quienes acusaba de haberse vendido a ésta para la realización de un plan tan inicuo. -¡Cielo santo! - murmuraba entretanto la madre verdadera -es muy mala y, no obstante, siento que en mi seno ha sido engendrada. El pescador juntó ambas manos con ademán desesperado, y pedía a Dios en silencio que aquella joven soberbia no fuese su hija. Ondina, pálida y trastornada, miraba alternativamente a Berta y a los padres de ésta. Parecíale haber caído de la celestial felicidad con que había soñado en un tétrico abismo de dolor que jamás se hubiera podido imaginar. Y para hacer entrar en razón a su amiga, exclamó con voz angustiosa: 96
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-¿Pero tienes tú alma, Berta? ¿Estás dotada de alma realmente? Mas, viendo que la joven se exasperaba más y más, llenando de improperios a sus repudiados padres y que los comensales hacían comentarios en alta voz poniendo en duda sus aseveraciones, invocó sus derechos de dueña de casa para que la escuchasen con la atención que de todos exigía. Al punto se hizo el silencio y todas las miradas convergieron hacia Ondina que, grave, altiva y majestuosa, fue a colocarse a la cabecera de la mesa, en el mismo sitio que ocupara Berta, y habló así: -Con vuestras disputas y altercados habéis turbado la alegría de esta fiesta, y obligados estáis a escucharme. Ignoraba vuestras costumbres, a las que jamás me podré amoldar. Si lo que yo creía una dicha imponderable se ha trocado en profundo disgusto, la culpa es vuestra, aunque quizá no lo creáis. Sólo tengo que añadir que no he mentido. No puedo ni debo daros otra prueba de mi aserto que mi palabra honrada; pero me es licito haceros saber que el secreto que acabo de revelaros lo he sabido de labios del mismo que un día robó a Berta a sus padres y la depositó en el prado donde la encontró, el duque. 97
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-¡Es una bruja! - exclamó Berta. -¡Es una bruja que tiene tratos con los espíritus malignos! ¡Ella misma, lo confiesa! -No soy bruja, miradme, - repuso Ondina -y en sus ojos brillaban la inocencia y la fe - ¡Miente y de sus mentiras hace alarde! - insistió Berta. - No puede demostrar que yo soy hija de gente tan baja. ¡Ah, señor duque, llevadme de aquí, muy lejos de esta ciudad donde se me quiere mancillar! El anciano duque no se movió de su asiento, y la duquesa replicó: -No abandonaremos esta casa hasta que hayamos puesto la verdad en claro. -¡Sois muy buena y temerosa de Dios, señora duquesa! - dijo entonces la pescadora, haciendo una profunda reverencia.- Hay un medio infalible para disipar todo género de dudas: mi hija tenía una señal, parecida a una violeta, en la espalda y en la caña del pie izquierdo. Si la señorita quisiera salir un momento conmigo. -¡Yo no me, desnudo en presencia de una mujer del pueblo! - exclamó Berta, volviéndole desdeñosamente la espalda. 98
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- ¡Pero sí lo haréis ante mi! - profirió resueltamente la duquesa. - Seguidme a la habitación contigua, esta buena anciana nos acompañará. Salieron las tres mujeres y los demás permanecieron en el comedor presa de viva expectación y guardando absoluto silencio. A los pocos momentos, volvieron la pescadora, Berta, que estaba palidísima, y la duquesa, que dijo prontamente: -La señora Ondina ha dicho la verdad; por consiguiente, declaro que Berta es hija de estos pescadores y nadie tiene que saber más. Y esto dicho, los duques abandonaron la casa, acompañados de su hija adoptiva, del pescador y de su mujer. Del resto de los comensales, unos se retiraron silenciosos y otros murmurando, en voz baja. Cuando se quedaron solos, Ondina se echó en brazos de su esposo llorando amargamente.
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XII LA PARTIDA El caballero de Rinastetten hubiera estado más contento si la fiesta de aquel día hubiese tenido otro final; sin embargo, no sintió demasiado lo ocurrido, pues había tenido ocasión de admirar la grandeza de alma y de corazón de la encantadora joven que había tomado por esposa. -Si es cierto que, yo le he transmitido el alma - se repetía a sí mismo evidentemente se la he dado mucho mejor que la mía. Y por esta razón se esforzaba por consolar a la afligida Ondina, y pensó marchar con ella al día siguiente, considerando que después de lo ocurrido habíale de resultar muy penosa su permanencia en la ciudad. 100
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A decir verdad, la gente, que estaba ya casi habituada a las rarezas de Ondina, no pensó mal de ella, y el descubrimiento de los padres de Berta no produjo honda sensación. Pero todos censuraron unánimemente a la joven que, al oír la historia de su nacimiento, no supo adoptar una actitud más digna. Los recién casados ignoraban, empero, lo que acerca de ellos se decía, y Ondina estaba tan afligida que ansiaba llegase el momento de dejar a sus espaldas las viejas murallas de la vetusta ciudad. Con los primeros rayos del sol del nuevo día apareció en la puerta de la posada una elegante silla de posta que esperaba a Ondina, mientras los caballos de Huldbrand y de su escudero piafaban impacientes. En el momento que el feliz matrimonio salía a la puerta para emprender su viaje, repararon en una joven pescadora que estaba en la acera. -No tenemos necesidad de pescado, pues ya ves que nos vamos - le dijo Huldbrand. La pescadora prorrumpió en llanto, y los esposos reconocieron en ella a Berta. Entraron en la posada y ésta les contó cómo los duques, indignados por el orgullo y la dureza con 101
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que había tratado a los viejos pescadores, la habían arrojado de su casa, después de haberle regalado una rica dote, y cómo habían regresado aquéllos a su casita del promontorio, cargados de espléndidos presentes. -Yo quise seguirles - añadió, - pero el viejo que dicen que es mi padre... -Lo dicen porque lo es - interrumpió Ondina. Aquel hombre que supusiste era el fontanero, me descubrió involuntariamente el secreto, cuando trataba de disuadirme de llevarte conmigo al castillo. -Pues bien - prosiguió Berta, - mi padre... si realmente es mi padre, me dijo: «No pondrás los pies en mi casa hasta que seas buena; aventúrate a cruzar sola el bosque encantado para reunirte a nosotros, y así nos darás una prueba de tu cariño. Pero no te presentes vestida con ese lujo, sino como debe vestir la hija de unos pobres pescadores.» Así, puesto que todos me abandonan, estoy resuelta a hacer lo que me ha mandado; sí, iré, vestida pobremente, a la casa de mis padres, en la que quiero vivir y morir. Me estremezco al pensar que he de atravesar el bosque, en el que se aparecen fantasmas espantosos ... ¡Soy tan miedosa! Pero no importa ... He venido con objeto de pedir perdón a la señora de Ringstet102
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ten, con quien tan injusta fui ayer. Hablasteis con buen fin, lo sé; ciertamente no pensasteis ofenderme... ni os disteis por ofendida cuando la sorpresa y la desesperación me hicieron proferir palabras tan injuriosas. ¡Ah, perdonadme, Ondina, perdonadme! ¡Soy tan desgraciada! Pensad, señora, en lo que yo era ayer por la mañana, al comenzar la fiesta con que nos regalasteis, y lo que soy ahora.... Las palabras le afluían junto con las lágrimas, y Ondina, llorando también, le echó los brazos al cuello. Largo rato permanecieron abrazadas y silenciosas, y, al fin, la señora de Huldbrand, exclamó conmovida: -¡Vendrás con nosotros a Ringstetten! Todo volverá a su primitivo estado y, entretanto, te ruego que no me llames señora y me tutees. Siendo niñas fuimos cambiadas una por otra y desde entonces se ligaron nuestras existencias; ¡que nada en el mundo pueda romper estos lazos! Ven con nosotros a Ringstetten; allí viviremos como hermanas. Berta miró a Huldbrand con expresión suplicante, y el caballero, compadecido del dolor de la bella afligida, le tendió la mano, y en términos afables la exhortó a tener confianza en su amiga. 103
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-Enviaremos un mensajero a nuestros padres agregó - para que les explique el motivo por el cual no habéis ido a reuniros con ellos. Iba a añadir algunas frases encomiásticas de los buenos pescadores, cuando observó que Berta se estremecía con sólo oírlos nombrar y se contuvo. Ofrecióle su brazo y la acompañó a la carroza, y apenas estuvo Ondina sentada al lado de su amiga, saltó sobre su montura y ordenó al postillón que fustigase a los caballos para salir cuanto antes de una ciudad que les despertaba tan tristes recuerdos. Las dos jóvenes olvidaron todos sus pesares, contemplando los panoramas encantadores que se ofrecían a su vista y respirando con fruición el aire puro de la mañana. Al cabo de varios días de viaje llegaron felizmente un atardecer al castillo de Ringstetten. La servidumbre y los vasallos del caballero debían informarle de todos los hechos ocurridos durante su prolongada ausencia, y como Ondina y Berta quedaron solas, subieron a pasear por las murallas, extasiándose en la contemplación del hermosísimo paisaje que se extendía en su derredor. De pronto, apareció como por arte de encantamiento un hombre de muy elevada estatura y 104
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vestido de blanco, que se acercó a ellas saludando con la mayor cortesía. Berta creyó reconocer en él al supuesto fontanero de la ciudad; pero, antes de que tuviera tiempo de comprobar tal semejanza, Ondina, ceñuda y amenazadora, hizo seña al hombre de que se retirase y, como la vez anterior, aquél se apresuró a obedecer y desapareció entre la hierba. -No temas, querida Bertita - le dijo Ondina para tranquilizarla; - esta vez el fontanero no te causará ningún mal. Y le contó minuciosamente su historia, explicándole con todo lujo de pormenores cómo fue Berta arrebatada del regazo de su madre y por qué fue ella a reemplazarla en casa de los pescadores. La joven temió, al principio, que su amiga hubiese perdido el juicio; pero reflexionando sobre lo que acababa de oír, se convenció de que era rigurosamente cierto, pues los hechos referidos armonizaban con sus palabras, y experimentó ese sentimiento intimo que es confirmación de la verdad. Le pareció extraño el vivir en medio de seres sobrehumanos, como había leído en los libros de cuentos fabulosos; miró a Ondina con admiración, 105
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pero no pudo impedir que se apoderase de ella un sentimiento de repulsión hacia su amiga. Por la noche sorprendióse de ver a Huldbrand tan solicito y enamorado de un ser que, después de lo que acababa de saber, le parecía más fantástico que humano.
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XIII LA VIDA EN RINGSTETTEN El autor de esta novela teniendo el corazón oprimido por la angustia y esperando conmoverte, te pide, lector querido, un favor: sé indulgente si pasa por alto los hechos ocurridos en un intervalo bastante largo o les dedica pocas palabras. Sabe perfectamente el autor que, según las reglas del arte, debería seguir paso a paso a Huldbrand para observar el cambio que se va operando en sus sentimientos por ondina, y el amor avasallador que siente por Berta; y que debería decir cómo ésta se enamoró perdidamente del caballero de suerte que ambos consideraban a Ondina más peligrosa que digna de compasión, cómo lloraba incesantemente la joven esposa, despertando en su marido, no el amor de antes, sino el remordimiento que le obliga107
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ba, a veces, a extremar con ella su amable cortesía, y cómo, al fin, el hastío y el horror que la hija de los mares le inspiraba, le llevó de nuevo y definitivamente a entregarse a Berta, que era una criatura enteramente humana. El autor sabe que puede, y aún debe, quizá, referir todo esto; pero le ahogaría la pena, pues ha tenido el dolor de pasar por un caso parecido y se ha dejado vencer por la tristeza de aquel recuerdo. Probablemente, lector, has experimentado semejantes sentimientos, pues son propios de los mortales. Dichoso tú si en la vida recibiste más de lo que distribuiste, pues en el mundo es más afortunado el que recibe que el que da. Si así te ha sucedido, ciertos recuerdos despertarán en tu alma una tristeza casi agradable y quizá ruede por tus mejillas una lágrima que irá a caer en el arriate mustio de las flores que un día te recrearon. Pero basta, ¿a qué atormentarte el corazón? No añadamos una palabra más sobre lo que sucedió en el castillo. La pobre Ondina estaba afligidísima; pero tampoco estaban alegres los otros dos a su lado. Cada vez que por mera casualidad no veía realizados sus deseos o experimentaba la menor contra108
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riedad, atribuíalo a las artes de su rival ofendida y los celos la devoraban. Trataba a Ondina con provocadora altivez y humillante orgullo que a veces alentaba con su vituperable conducta el enamorado caballero a quien el amor culpable había cegado por completo. Mas, lo que sobre todo molestaba a los moradores del castillo era la aparición de ciertos fantasmas, nunca vistos hasta entonces, que Huldbrand y Berta encontraban a menudo en los sombríos corredores. El hombre alto y blanco en el que el castellano reconocía a Kühleborn y su amante al fantástico fontanero, se les aparecía a cada momento, especialmente a Berta, la cual, llena de terror, había enfermado y concebido el proyecto de huir del castillo para substraerse a la persecución de que la hacia objeto. Pero en seguida desechaba este pensamiento, pues amaba apasionadamente a Huldbrand y no hubiera podido vivir lejos de él. Además, como entre ellos no habían mediado aún declaraciones de amor, Berta creía aún en su propia inocencia y, por otra parte, no sabía adónde dirigirse cuando abandonase el hospitalario hogar de su amiga. Entretanto, el pescador, a quien enviaron un mensajero, había contestado con unas cuantas líneas 109
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torpemente trazadas, lo mejor, empero, que podía hacer un medio iletrado, de suerte que a duras penas pudieron descifrarlas. La respuesta estaba concebida en los siguientes términos: «Ahora me encuentro demasiado viejo y viudo, pues mi compañera ha muerto; pero aunque viva solo en mi pobre choza, prefiero que Berta habite en el castillo a que pase sus días a mi lado... ¡Guárdese, empero, muy mucho de causar el menor perjuicio o cualquier daño a mi amada Ondina, pues la maldeciría!» Berta, como a veces sucede a muchos de nosotros, se desentendió de la amenaza que se le hacia al final de la carta, alegrándose lo indecible ante la idea de vivir lejos de su padre. Cierto día, apenas hubo salido Huldbran, Ondina llamó a toda la servidumbre y les ordenó que transportasen una enorme piedra al pozo, que estaba en el centro del patio, y tapasen con ella el brocal. Hiciéronle observar que en lo sucesivo sería preciso ir por agua al bosque; pero ella repuso sonriendo tristemente: -Siento en el alma, hijos míos, aumentar vuestro trabajo; preferiría llevar yo misma los cubos... pero 110
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es necesario tapar el pozo. Creedme, es necesario: sólo así se puede evitar una gran desgracia. Entonces los criados, contentos de tener ocasión de complacer a su señora, pusieron manos a la obra. Mas en el momento en que se disponían a levantar la piedra para tapar con ella la boca del pozo, llegó Berta gritando que suspendiesen el trabajo. No podía consentir la joven que cerrasen el pozo del que sacaban el agua que era tan eficaz para conservar la delicadeza de su sedosa piel. Ondina, como de costumbre, respondió con dulzura, pero con firmeza a la vez, que, como dueña de su casa, podía hacer y ordenar en ella lo que tuviese por conveniente, añadiendo que de sus acciones no tenía que dar cuentas más que a su marido. -¡Es curioso! - exclamó desdeñosamente Berta.Esta agua miserable se rebela contra quien le quiere impedir que vea la luz del sol y de reflejar los rostros humanos, para lo cual ha sido creada. En efecto, el agua parecía hervir y agitarse de un modo extraño, como si luchase con una fuerza invisible; pero Ondina, más grave y ceñuda aún, insistió en que se hiciese lo que había mandado. A decir verdad, no era necesario que se pusiese seria, pues los criados gozaban obedeciendo a su 111
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joven señora, a la vez que se mostraban satisfechos cuando tenían ocasión de humillar a la altiva Berta; y por más que ésta gritase profiriendo amenazas, la piedra fue colocada en el sitio designado por la castellana. Ondina se inclinó sobre la losa en la que, al parecer, escribió unas palabras cabalísticas. . Esta conjetura tuvo confirmación cuando, al retirarse, observaron que tenia en la mano un objeto agudo y punzante y vieron en la piedra unos signos que sólo ella podía haber grabado, pues nadie los había visto antes. Cuando, por la noche, volvió el caballero, Berta le recibió llorando y lamentándose del proceder de Ondina. Huldbrand dirigió a su esposa una mirada preñada de cólera, y la pobre joven, afligida y con los ojos bajos, pero con voz segura, replicó: -Señor y esposo mío: nadie condena a sus vasallos, si quiere ser justo, sin oír antes sus disculpas; mucho menos, por lo tanto, puede hacerlo un caballero con su esposa. -Te escucho, pues; ¿por qué motivo has mandado cegar el pozo? 112
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-Quisiera decírtelo a solas... - contestó Ondina suspirando. -Puedes hablar delante de Berta - interrumpió Huldbrand con sequedad y tono imperioso. -Te obedeceré, si me lo mandas; pero te suplico, te lo suplico con toda mi alma que no me lo mandes. El caballero no pudo resistir al tono humilde y rebosante de cariño con que su linda esposa le hizo este ruego; parecióle que atravesaba su corazón un rayo de aquel sol que había brillado en sus pasados días de inefable dicha. Y ofreciéndole gentilmente el brazo, la condujo a sus habitaciones, donde ella se expresó en los siguientes términos: -Ya sabes cuán malo es mi tío Kühleborn. A menudo te has tropezado con él en los corredores del castillo, y Berta ha enfermado a consecuencia del espanto que le han ocasionado sus repetidas apariciones. Procede Kühleborn de este modo porque no está dotado de alma como nosotros, porque es uno de los espíritus del elemento: en él se refleja el mundo exterior; pero en el interior nada puede reflejarse. Se aparece cada vez que tú te quejas de mi o cuando yo, en mi excesiva ingenuidad, lloro amargamente, 113
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pensando que tal vez al mismo tiempo Berta ríe de placer. Ahora bien, mi tío se imagina toda clase de males y por eso, sin que nadie le llame, se mezcla de mil modos en nuestra existencia. Yo le reprendo y le despido encolerizada, pero es en vano, no me hace caso. No comprende que los dolores y las alegrías del amor están de tal suerte ligados que ninguna fuerza humana puede separarlos; le es imposible hacerse cargo que del llanto nace la sonrisa y ni de que, a veces, la sonrisa haga brotar las lágrimas. Diciendo esto, miraba fijamente a Huldbrand en quien se despertaban todos los encantos de su antiguo amor. Ondina se dio cuenta de ello, y echándole los brazos al cuello, prosiguió, enajenada de gozo: -Y como el disturbador de nuestra paz no puede avenirse a razones, he pensado cerrarle la puerta por la que entraba en nuestra casa; y esa puerta era precisamente la boca del pozo. Está enemistado con los espíritus buenos que habitan en las aguas de los valles vecinos, y sólo allá lejos, en las cuencas del Danubio, encuentra amigos y recobra todo su poder. He aquí por qué he mandado tapar la boca del pozo y he escrito sobre la piedra unos signos que anulan la osadía de mi tío y le impiden que vuelva a 114
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aparecerse a ti o a Berta. Fácilmente pueden los criados remover o quitar la losa que han puesto, porque los signos no son ningún obstáculo para ello; de manera que si deseas complacer a Berta se hará tu voluntad... pero piensa bien que ella no sabe lo que pide. El insolente Kühleborn la ha hecho objeto de sus persecuciones. Además, sabe que si se realizasen algunos de los presagios que me ha anunciado, y que no podrán realizarse si tú no das la ocasión para que sean un hecho, tampoco tú, querido mío, escaparías al tremendo peligro que os amenaza. Huldbrand se sintió hondamente conmovido por la grandeza de alma de su desdeñada esposa que alejaba de ella a su único protector, y comprendió cuán poderosos motivos tenía para estar resentidísima de Berta, la cual habíala ofendido sin piedad. Incapaz, pues, de contenerse, la estrechó amorosamente contra su pecho, murmurando con voz entrecortada por la emoción: -Nadie tocará la piedra del sitio en qué tú has mandado colocarla; aquí no se obedecerá a nadie más que a ti, pues tu voluntad es la mía. Ondina, al oír estas palabras de amor tan largo tiempo esperadas, le acarició con melancólica ternura y añadió con acento suplicante: 115
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-Amigo mío, ya que eres tan bueno y cariñoso, ¿Me permites que te haga un ruego? Escucha, tú haces como el verano, que, cuando es puro su esplendor, se adorna con la corona tonante y flamígera de las tempestades, a fin de que le admiren más cual a verdadero señor de las estaciones. De la misma manera tú, a veces, produces verdaderas tempestades con los ojos y con la lengua... Mas aunque yo, tontuela como soy, lo sienta y llore, conozco que eso dice muy bien a tu carácter y a tu temperamento. Así, pues, lo único que quiero pedirte, es que no te enojes conmigo o, por lo menos, que no me riñas mientras estemos en las aguas o cerca de ellas. Allí recobran sus derechos mis parientes, y como son inexorables, me substraerían a tu poder, suponiendo que ofendías en mi a un ente de su especie. Si tal cosa sucediera, yo tendría que vivir allá abajo, en los palacios de cristal, no podría volver a salir, y si saliese... ¡Dios mío! el mal sería inconmensurablemente mayor. No, amigo mío, no des lugar a que venga el temporal, si es que amas verdaderamente a tu Ondina... Huldbrand le prometió solemnemente hacer lo que le pedía y ambos salieron del aposento satisfechos y radiantes de amor. 116
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En aquel momento llegó Berta, acompañada de algunos trabajadores del campo, a los que había hecho llamar, y con el aire altivo y retador que desde hacia algún tiempo había adoptado, dijo en tono seco y breve, dirigiéndose a los vasallos del castillo: -Ya ha terminado el secreto conciliábulo y nada impide que se quite la piedra: haced, pues, lo que os tengo mandado. Pero Huldbrand, indignado por la arrogancia con que se expresaba la orgullosa joven, replicó con acento que no dejaba lugar a dudas de que quería ser obedecido: -Dejad la piedra, donde está y volved a vuestro trabajo. Seguidamente reprochó a Berta su desconsiderado proceder para con Ondina, con gran contentamiento de los trabajadores, los cuales se retiraron jubilosos por la reprimenda que, en su presencia, habíase llevado la joven que, roja de indignación y de vergüenza, corrió a devorar su rabia en la soledad de su habitación. A la hora de la cena en vano la esperaron sentados a la mesa. El criado que fue enviado a prevenirle que la aguardaban los señores, encontró el 117
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cuarto vacío y sobre la mesa un pliego sellado que llevó al caballero, pues a éste iba dirigido. Huldbrand, atónito, rompió la nema y leyó lo siguiente: «Reconozco, avergonzada, que soy hija de pescadores; habíalo olvidado un instante y quiero expiar mi falta en la cabaña de mi padre. Adiós, sed feliz al lado de vuestra esposa encantadora.» Ondina, afligidísima por la determinación tomada por Berta, rogó encarecidamente que saliese sin pérdida de momento en busca de su amiga y la condujese de nuevo al castillo. No tenía, empero, Huldbrand, necesidad de que se lo rogasen. Su pasión por la hija adoptiva de los duques se despertó nuevamente en su corazón impetuosa, avasalladora. Buscóla por los alrededores del castillo preguntando si la habían visto salir y qué camino había tomado; pero, como nadie pudiera darle razón de la joven, volvió al patio y se disponía a montar a caballo, resuelto a recorrer a la ventura los senderos que necesariamente había de seguir Berta para alejarse de Ringstetten con dirección a un pueblo cualquiera de las cercanías, cuando llegó un escudero asegu118
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rándole que había visto a la señorita en el atajo que conducía al bosque de Schwarzthal. Con la rapidez del relámpago salió Huldbrand en la dirección indicada, sin escuchar los gritos de espanto de Ondina que le decía desde la ventana: -¡No vayas al Schwarzthal, amado mío, no vayas a ese bosque, te lo suplico! ¡Ah, por Dios te lo pido, llévame contigo! Y viendo que sus gritos y súplicas eran inútiles, Ondina mandó ensillar en seguida un caballo blanco y siguió a su marido sin pensar siquiera en que la acompañase un escudero.
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XIV DE QUÉ MODO VOLVIERON AL CASTILLO BERTA Y HULDBRAND El profundo valle llamado Schwarzthal yacía entre los montes. Se ignora el origen de su nombre; pero es lo cierto que los habitantes de los alrededores le llamaban así a causa de las sombras que proyectaban los innumerables abetos que en él crecían. Hasta el riachuelo que corría por entre las rocas era obscuro carecía de ese aspecto agradable a la vista de las corrientes de agua cuando se reflejan en ellas el cielo azul. A la hora del crepúsculo, cuando el caballero, jinete en brioso corcel, trotaba a lo largo del riachuelo, el valle estaba tétrico y salvaje. Huldbrand caminaba irresoluto; a veces temía que, deteniéndose, le ganase demasiada ventaja la fugitiva, y otras 120
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creía que, si espoleaba el caballo, corría el riesgo de dejarla muy atrás. Entretanto, habíase, internado en el bosque, confiado en que, si no había equivocado el camino, daría pronto con la joven; pero de nuevo le asaltó el temor de no seguir sus verdaderas huellas. ¿Qué sería de ella y dónde se refugiaría para pasar la noche tempestuosa que se avecinaba? Mirando, a través de las ramas descubrió, en un declive del terreno, un objeto blanco y reluciente, y creyendo que era el vestido de Berta trató de dirigirse hacia allá; pero el caballo se obstinó en no continuar adelante, encabritándose cada vez que el caballero le hería en los ijares; y Huldbrand comprendiendo que a través de los espesos matorrales su montura, espantada, serviríale de estorbo más bien que de ayuda, ató las bridas a un olmo y avanzó cautelosamente por entre la maleza. Las ásperas ramas rozábanle la frente y las mejillas dejando la huella de la fría humedad de la tarde; el trueno retumbaba a lo lejos entre las gargantas de los montes; la naturaleza entera estaba de tal modo trastornada y amenazadora, que Huldbrand comenzó a sentir miedo de aquella pálida figura que yacía en el suelo a algunos pasos de distancia. 121
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Parecióle una mujer envuelta en una túnica blanca y holgada, semejante a la que Berta había llevado aquel mismo día, pero no pudo darse cuenta de si aquella mujer dormía o estaba desmayada. Adelantóse produciendo ruido con su espada y las ramas, pero la blanca figura no se movió. - ¡Berta! - llamó en voz queda. -¡Berta! -repitió gritando. - ¡Berta! -prosiguió llamando con acento de angustia, y cuando, con un supremo esfuerzo pronunció por última vez el nombre querido gritando a voz en cuello, el eco resonó en los montes y en las cavernas, repitiendo: - ¡Berta! Pero la bella durmiente no se despertó. Entonces se inclinó sobre ella. La obscuridad de la noche, que entretanto había descendido rápidamente, le impidió reconocer los rasgos fisonómicos de la que suponía que era su amada. Empero, apenas se había arrodillado junto al cuerpo yacente, un relámpago iluminó el valle y a favor de su lívida claridad, vio una cara horrible que haciendo muecas espantosas le decía con voz ronca: -¡Dame un beso, enamorado pastor! Huldbrand, presa de terror pánico, se levantó violentamente. 122
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El fantasma le imitó, y siguiéndole de cerca repetía: -¡Vuelve a tu casa! ¡Vuelve a tu casa! Las brujas se han despertado. ¡Vuelve a tu casa o me apodero de ti! Y esto diciendo, extendía hacia el caballero sus largos y blancos brazos. -¡Ah! - exclamó Huldbrand recobrando su sangre fría.- ¡Eres tú, maldito Kühleborn, genio del mal! ¡Pues bien, toma el beso que me pides! Y con la espada desenvainada se abalanzó al fantasma; pero éste se transformó súbitamente en agua, bañándole de pies a cabeza, lo cual no dejó dudas al caballero acerca del enemigo con el que tenía que habérselas. -Quiere asustarme para que desista de buscar a Berta - se dijo.- Espera que me deje vencer por sus vanos encantamientos y le sacrifique esa pobre y desventurada joven sobre la cual ansía hacer pesar su venganza. ¡Cuán engañado, está! Un impotente fantasma no puede alcanzar lo que le disputa un hombre de corazón que quiere con todas las veras de su alma.
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Convencido de la verdad de sus propias palabras, cobraba nuevos ánimos y se sentía con bríos para desafiar los mayores peligros. La fortuna vino también en su ayuda, pues antes de que hubiese llegado al sitio donde dejó su caballo, oyó la voz angustiosa de Berta confundida en los fragores del trueno. Cual si tuviese alas en los pies, en un abrir y cerrar de ojos llegó al punto de donde partían las voces y vio a la joven que hacia desesperados esfuerzos para ganar la cumbre de la montaña huyendo de las tinieblas del bosque. Al percibir al caballero que acudía en su auxilio, Berta, a pesar de que la soberbia y el orgullo habíanla inducido a tomar su atrevida determinación, experimentó vivísima alegría porque era su amigo quien iba a arrancarla a los horrores de aquella soledad, y le pareció que la cómoda vida del castillo la atraía de nuevo con seductoras promesas. Siguió, pues, a Huldbrand sin oponer resistencia, pero tan visiblemente cansada, que el caballero no respiró con satisfacción hasta que, llegados al paraje en que había dejado el caballo, la hizo montar en la silla y llevando él las bridas emprendió la marcha a pie por un sendero apenas trillado. 124
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El noble bruto estaba, empero, asustado todavía por la aparición de Kühleborn, y comprendiendo que, ni él mismo hubiera sido capaz de frenarlo, el caballero invitó a Berta a proseguir ambos a pie con objeto de evitar una desgracia. Llevando, pues, del diestro al caballo, sostenía con el otro brazo a Berta que, por su parte, hacía poderosos esfuerzos para salir cuanto antes del centro tenebroso del bosque. El cansancio, empero, la vencía; a duras penas podía dar un paso. No se había repuesto aún del miedo que experimentó al verse perseguida por Kühleborn, y a las recientes angustias uníase la inquietud que le producían la violencia de la tempestad y los horrísonos truenos que retumbaban en las gargantas de los montes. Finalmente, no pudo más y deslizándose de los brazos de su acompañante cayó exhausta sobre la hierba murmurando: -Dejadme, señor; debo expiar mi locura y morir aquí de espanto y de dolor. - ¡No puedo abandonaros, querida mía! -exclamó angustiado Huldbrand. 125
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En aquel momento el caballo, más asustado que nunca lo estuviera, comenzó a dar coces y a levantarse sobre sus cuartos traseros echando espuma por la boca. El caballero logró calmarlo un poco llevándolo a un paraje apartado del en que había caído Berta; mas apenas anduvo unos pasos, prorrumpió la joven en gritos desgarradores, creyendo que la iba a dejar abandonada. Huldbrand no sabia qué hacer. De buena gana hubiese soltado al caballo sin importarle un ardite que, corriendo desbocado, se estrellase contra un árbol; pero le contenía el temor de que, en medio de la obscuridad reinante, pisotease a Berta con sus herrados cascos. Afortunadamente, cuando comenzaba ya a desesperar de encontrar un medio que le permitiese salir de tan critica situación, oyó el ruido de un carro que pasaba a poca distancia por un camino pedregoso. A los pocos momentos desembocaron en el claro dos caballos blanquísimos guiados por un hombre vestido de blanco, como blanco era también el toldo del carro. 126
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- ¡Sooo! -gritó el carretero, y los caballos se detuvieron. Acercóse luego a Huldbrand y ayudándole a contener su corcel, que tenía la boca llena de espuma, le dijo: -Yo sé lo que hay que hacer; también se espantaron mis caballos la primera vez que pasaron por aquí. Esto obedece a que habita en el bosque un espíritu maligno que se divierte molestándonos; pero yo sé una palabra mágica que hará a vuestro caballo, tan dócil como a los míos, si me permitís que se la diga. Haced lo que gustéis, con tal de sacarme de este atolladero -repuso Huldbrand impaciente. -El carretero obligó al caballo, a bajar la cabeza y le habló al oído. Inmediatamente se calmó el enfurecido corcel; únicamente su respiración fatigosa y el continuo piafar denunciaban el espanto de que había estado poseído momentos antes. Huldbrand no perdió tiempo en preguntar qué clase de sortilegio era aquél, pues sólo pensó en acomodar a Berta en el carro que, según manifestación del conductor, estaba cargado de balas de algodón, para conducirlo a Ringstetten. 127
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Quería Huldbrand seguir el carro a caballo, pero tan cansado estaba el pobre bruto por el terrible espanto que se había apoderado de él, que no podía soportar el peso de su amo. El carretero le aconsejó que se sentase al lado de Berta y reatase su cabalgadura. -Vamos cuesta abajo - le dijo - y el peso de dos personas no será excesivo para mis caballos, que están acostumbrados a grandes cargas. Aceptó el caballero la proposición, y se colocó como mejor pudo junto a la joven, después de haber atado su montura a la trasera del vehículo, que en seguida se puso en marcha, caminando el conductor con paso seguro pegado a los varales. En el silencio de la noche, que por momentos se ponía negra como boca de lobo, mientras el temporal se perdía en lontananza, los dos jóvenes tranquilos ya y contentos por el inesperado medio que habían encontrado para continuar cómodamente su camino, entablaron conversación. El caballero reprochaba a Berta su conducta, empleando frases cariñosas; y la joven, humilde y conmovida, se excusaba en términos que dejaban traslucir que poseía el secreto de su amante, pero se guardaba de exteriorizarlo. 128
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Comprendía Huldbrand el vago sentido de sus palabras, y contestaba en la misma forma. De pronto, gritó el carretero con voz estridente: - ¡Ea, caballos, levantad los cascos y acordaos de lo que sois! Huldbrand alargó la cabeza y vio, con la sorpresa que es de suponer, que los caballos no andaban sobre terreno firme, sino que nadaban en aguas espumeantes: las relucientes ruedas giraban como las astas de un molino y el conductor para no ser arrastrado por la corriente, habíase subido al carro. ¿Qué camino es éste que nos ha llevado a meternos en el río? - preguntó el caballero. -Al contrario, es el río el que ha venido hacia nosotros interceptándonos el camino - repuso el carretero. - Mirad, todo este terreno está inundado. En efecto, en el bosque no se oía otro ruido que el producido por las aguas impetuosas que lo iban inundando con pasmosa rapidez. -Es Kühleborn, el genio malo de los ríos, que nos quiere ahogar - observó el caballero. - ¿No sabes ninguna palabrita mágica contra él? -Sí, pero no la diré hasta que adivinéis quién soy yo. 129
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-No es éste el momento más, oportuno para andarse con acertijos - repuso Huldbrand. - El agua aumenta de un modo alarmante, y me tiene sin cuidado saber quién eres tú... -¿Conque os tiene sin cuidado? - interrumpió el carretero. - Pues bien, yo soy Kühleborn. Y esto diciendo, volvió hacia su interlocutor su arrugado semblante. El carro y los caballos parecían trocados en espuma, en ola rugiente; el conductor se inclinaba con la flexibilidad de una onda gigantesca frenando al brioso tiro que avanzaba velozmente, en las crecientes y amenazadoras aguas. Juguetes de la corriente, cuyos flujos levantaban el vehículo a alturas asombrosas, amenazando sumergirlo en su ya profundo seno, los dos jóvenes se tuvieron por irremisiblemente perdidos. En aquel momento se oyó la voz dulcísima de Ondina en medio del fragor de la tempestad. La luna rasgó las nubes y Ondina apareció sobre la cumbre de un collado que limitaba el valle por aquella parte. Con acento encolerizado recriminó a las aguas y al punto, como por arte de encantamiento, bajaron las ondas y a la luz de la luna se las vio cambiar rápidamente de dirección. 130
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Entonces, semejante a blanca paloma, pareció que Ondina levantó su vuelo en el collado y fue a caer junto a Huldbrand y Berta a quienes puso en salvo depositándolos, medio desvanecidos, sobre la verde y fresca ladera. Y allí, haciéndoles tomar unas gotas de cierto licor de que iba provista, impidió que se desmayaran por completo. Hecho esto, ayudó a Berta a montar en su blanco caballo y regresaron juntos a Ringstetten.
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XV VIAJE A VIENA Reinó la paz en el castillo de Ringstetten después de los sucesos que acabamos de relatar. Huldbrand fue nuevamente reconquistado por su esposa que tan gallarda muestra había dado de grandeza de alma y nobleza de corazón salvándole, junto con Berta, de una muerte segura en el bosque de Schwarzthal. Ondina gozaba de esa paz y tranquilidad de espíritu que no falta jamás a quien nada le reprocha la conciencia, y el amor y estimación de su marido la resarcían de los pasados sinsabores. Berta se mostraba humilde y apesadumbrada, y si los esposos hablaban casualmente de la clausura del pozo o de la aventura del Schwarzthal, les suplicaba 132
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que no despertasen recuerdos que la hacían enrojecer de vergüenza y temblar de miedo. Así, en lo sucesivo, procuraron no hacer la más ligera alusión a aquellos hechos. La paz y la alegría reinaban, pues, en el castillo, y todos se deleitaban pensando que, en el porvenir, la vida no les brindaría más que con dulzuras inefables. Había pasado ya el invierno; la primavera, con los alegres matices verdes de los campos, y el cielo siempre azul, recreaba el ánimo. Todo, hombres y cosas, estaba jubiloso y festivo, y las cigüeñas y las golondrinas incitaban, con su ejemplo, a moverse y viajar. Cierto día, mientras el caballero y las señoras paseaban por las orillas del Danubio, Huldbrand habló de la importancia de éste río, describió su curso y los países que cruzaba, ponderando sus bellezas naturales, y habló de Viena, la gran ciudad que se alzaba en sus márgenes espléndidas. -¡Qué encantador resultaría un viaje a Viena! exclamó Berta, pero, arrepentida en seguida, guardó silencio poniéndose del color de la amapola. -¿Qué o quién puede impedirnos que lo realicemos? - repuso Ondina. 133
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Berta se estremeció de júbilo y al punto las dos amigas comenzaron a hablar de su excursión por la cuenca del Danubio, figurándosela pintada con los más vivos colores que puede forjar la fantasía. Huldbrand consintió en realizarla, pero se le ocurrió, de pronto, una duda, y dijo en voz baja a su esposa: -Kühleborn es allí poderosísimo y... -Nada temas, yendo en mi compañía; basta mi presencia para impedir que os cause algún mal. Descartada, pues, la posibilidad de un encuentro desagradable con el genio maligno de las aguas, se hicieron prontamente los preparativos del viaje y, por último, se pusieron en camino halagados por las más risueñas esperanzas. Mas, no os sorprenda, queridos lectores, que esas esperanzas se viesen defraudadas. Los espíritus malignos están siempre en acecho para obrar el mal y suelen cantar a sus víctimas preferidas mientras duermen dulces canciones y hacerles desear doradas quimeras. En cambio, el mensajero del Cielo llama estrepitosamente a nuestra puerta y nos asusta.
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Durante los primeros días el viaje fue agradabilísimo y se hacía más atrayente a medida que se avanzaba a lo largo del río de espléndidas riberas. Mas, precisamente cuando más contentos estaban nuestros viajeros, el indomable Kühleborn, comenzó a dejar sentir su poder levantando tempestades de viento y de agua. Ondina amonestó a este último elemento y al punto se calmaron, las alborotadas olas; pero a los pocos momentos recrudeció el temporal y la excursión perdió todos sus encantos. Los barqueros, asustados, hablaban entre sí en voz baja, mirando a sus señores con aire de desconfianza. Entretanto, Huldbrand, se decía para su coleto: -¡He aquí a lo que se expone el hombre que se casa con una sirena! Yo ignoraba, empero, que Ondina no era criatura humana, y si, por un capricho mío, he entrado a formar parte de esa extraña familia, sólo al amor puede culparse que no a mi voluntad. Despechado por tantas molestias y contrariedades, sentía cada vez más que su corazón se rebelaba, alejándole de Ondina. 135
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La pobre joven no acertaba a comprender el motivo de las aviesas miradas que le dirigía. Al anochecer, exhausta por el dolor y el cansancio, y mecida por el movimiento de la barca, se adormeció. Apenas hubo cerrado los ojos, apareció, por el lado opuesto de la embarcación, una cabeza monstruosa que miraba fijamente. Salía de las olas, no inclinada como la de un nadador, sino vertical, como si estuviese clavada en un palo, y avanzaba rápidamente hacia la barca. El caballero, Berta y los remeros quedaron mudos y aterrados; cada cual quería mostrar a su compañero la aparición, pero todos los rostros reflejaban el mismo espanto e instintivamente, apenas repararon un instante en aquella cara horrorosa, volvieron la cabeza con gesto de repugnancia y de miedo. De pronto, mientras viajeros y tripulantes procuraban hallar una explicación a semejante fenómeno, el monstruo sacó todo el cuerpo del agua y en torno de la barca aparecieron ejércitos de diablillos. El grito que se escapó de todos los pechos despertó a Ondina, y antes de que ésta hubiese levanta136
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do por completo los párpados se desvaneció la aparición. Huldbrand, empero, estaba fuera de sí por la desagradable aventura, y hubiera prorrumpido en invectivas y denuestos contra su esposa, si ésta no le hubiese susurrado al oído: - ¡Por amor de Dios, cálmate, y no me riñas aquí! ¡Acuérdate de que nos encontramos sobre las aguas del río! El caballero se contuvo, entregándose, empero, a sombríos pensamientos. Ondina prosiguió: -¿No sería preferible, amor mío, que renunciásemos a este viaje y volviésemos en paz a Ringstetten? Huldbrand no fue dueño de frenar su cólera, excitada aún más, si cabe, al oír semejante proposición. -¿De manera –exclamó- que estoy condenado a vivir prisionero en mi castillo y sólo puedo pasear y hacer lo que me venga en ganas si el pozo está tapado? ¡Oh! esto es demasiado, y quisiera que tus estúpidos parientes...
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Ondina le puso una mano en la boca y el caballero guardó silencio, recordando las advertencias y el ruego que en otra ocasión habíale hecho su esposa. Entretanto, Berta reflexionaba sobre el caso de Ondina. Conocía su origen, pero no a fondo, y el odiado Kühleborn era para la joven un enigma inexplicable; le temía de tal modo que no osaba pronunciar su nombre. Absorta en estos pensamientos y sin saber lo que hacía, quitóse del cuello una cadena de oro que hacía pocos días le había regalado Huldbrand, y comenzó a juguetear con ella haciéndola rozar la superficie del río. Divertíale ver los brillantes resplandores que despedía la cadena a través de los reflejos del agua iluminada por los rayos del sol poniente; mas, de improviso, salió de la corriente una mano enorme que ya desapareciendo al punto con ellas bajo las olas. Berta lanzó un grito al que siguió una sarcástica carcajada procedente del fondo del río. El caballero, perdida por completo la paciencia, se levantó violentamente, prorrumpiendo en amenazas e imprecaciones contra todos los seres que se inmiscuían en su existencia y desafiando, con la es138
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pada desnuda, a todos los genios y sirenas que tuviesen valor para hacerle frente. Berta lloraba desconsoladamente por la pérdida de tan rica joya, y sus lágrimas calmaron un tanto al enfurecido caballero. Ondina, compadecida, extendió un brazo fuera de la barca e introduciendo la mano en el agua murmuró, volviéndose hacia su esposo: -No te enojes conmigo, amor mío, y no me reprendas aquí; en cualquier otra parte en que no haya agua, puedes maltratarme, si quieres. Cuando le vio más tranquilo, retiró la mano del agua, y sacando un magnífico collar de coral, lo ofreció a Berta, diciéndole: -Tómalo, amiga mía; lo he hecho venir a mis manos para consolarte del que has perdido. El caballero se interpuso, de un salto entre ellas, y, arrebatándole a Ondina el collar, lo arrojó al río, gritando rojo de ira: -¿De manera que estás en relaciones con ellos? Ve, pues, a reunirte con esos malditos espíritus y llévales todas tus joyas; ve a reunirte con las brujas y déjame para siempre en paz, ¡hechicera! Inmóvil y con los ojos anegados en lágrimas, Ondina le miró, sin bajar la mano que había llevado 139
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el rico presente a Berta; y cuando los sollozos le permitieron balbucear algunas frases, replicó: -Adiós, amigo mío. Los espíritus no te molestarán, pero... si yo he de prohibirles que te causen el menor daño, has de serme fiel... Tengo que separarme de ti... que dejarte para siempre... ¡Ah! ¿qué has hecho? ¿qué has hecho, desventurado? Y desapareció fuera de la barca. ¿Fue que ella se arrojó al agua o que el agua la atrajo hacia sí y la sepultó en su seno? No se ha podido saber jamás. Quizá sucedió ambas cosas y tal vez ni una ni otra: lo cierto es que se sumergió rápidamente y que del río salía un gemido, una voz plañidera, que repetía: -¿Qué has hecho, desventurado? ¡Ay de mi! ¡Has de serme fiel! Huldbrand prorrumpió entonces en copioso llanto y la fuerza del dolor le hizo perder el conocimiento.
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XVI INCERTIDUMBRES DE HULDBRAND ¿Es un bien o un mal la corta duración de nuestras penas? Me refiero a ese profundo duelo del alma que casi se confunde en una misma cosa con la persona amada y perdida para siempre, de tal modo que, a menudo, se cree que no ha muerto realmente y se crea uno con la imaginación un símbolo que nos acompaña toda la vida, un símbolo al que las buenas almas suelen rendir culto. El acerbo dolor que se experimenta en el primer momento de la desventura no dura siempre; sobrevienen nuevos sucesos, se suceden nuevas y diversas imágenes y el hombre se da, al fin, cuenta de que su duelo, como todo lo que es terreno, ha sido pasajero. 141
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Por mi parte, tengo por un gran mal la escasa duración de semejantes dolores. El castellano de Ringstetten pasó también por esta evolución de sentimientos; más adelante sabremos qué consecuencias tuvo. Al principio, no hacía más que llorar, llorar amargamente, como había llorado la pobre Ondina cuando le arrebató de las manos el collar con que quería reparar el mal que había causado involuntariamente. Y con las manos extendidas, como Ondina las había extendido, esperaba que el dolor acabaría pronto con su mísera existencia. ¿No suele sucedernos lo mismo cuando, en las grandes aflicciones, cruzan por nuestra mente pensamientos tan tristes? Berta también lloró copiosamente. Al cabo de algún tiempo, de vuelta en el castillo, comenzaron a recobrar su tranquilidad de espíritu y vivieron juntos honrando siempre la memoria de Ondina, sin pensar en el sentimiento de amor que en otro tiempo les había agitado. Ondina se aparecía con frecuencia en sueños a su marido, le acariciaba con ternura y se retiraba llorando. 142
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Huldbrand, al despertarse, hallaba húmeda por las lágrimas la almohada y no acertaba a explicarse si aquel llanto había sido verdadero o bien una remembranza del sueño. Las visiones fueron menos frecuentes con el andar del tiempo y el dolor del caballero iba siendo menos intenso; sin embargo, pensaba siempre en su Ondina y hablaba de ella. Cierto día se presentó de improviso el viejo pescador, reclamando a su hija Berta. Había tenido conocimiento de la desaparición de Ondina y no podía consentir que Berta viviese bajo el mismo techo que el joven viudo. -No me importa que mi hija me quiera o me aborrezca - terminó diciendo- cuando se trata de mi honra no discuto. La manifiesta voluntad del anciano, que estaba firmemente resuelto a no marcharse sin la joven, y la soledad que, con la partida de ésta, amenazaba al caballero en su triste castillo, hicieron renacer de repente los sentimientos de amor que la muerte de Ondina acalló momentáneamente; y Huldbrand expresó al punto su deseo de tomar por esposa a Berta. 143
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El anciano pescador se opuso resueltamente a semejante enlace, pues el amor hacia Ondina no se había extinguido ni entibiado en su corazón y, por otra parte, no le constaba que hubiese muerto realmente. Además, pensaba el buen viejo, que si el cadáver de Ondina yacía en el lecho del Danubio o, arrastrado por la corriente, en el fondo del Océano, Berta tenía buena parte de culpa en esa desgracia; y no le parecía bien que fuese su hija la que substituyese en el tálamo nupcial a la pobre esposa despreciada. Pero poco a poco, llevado del profundo afecto que sentía hacia el caballero y conmovido por los incesantes ruegos de Berta, que se había conquistado por entero su cariño con sus zalamerías y dulzura de trato así como con las abundantes lágrimas que arrancaba a sus ojos el recuerdo de Ondina, se dejó vencer y acabó por dar su consentimiento, resignándose, además, a pasar el resto de su vida en el castillo. Sin pérdida de tiempo, fue enviado un mensajero al sacerdote Heilmann, que en días más felices bendijo el enlace de Ondina con Huldbrand, rogándole 144
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que se trasladase a Ringstetten para unir al caballero en matrimonio con Berta. Apenas hubo leído el sacerdote el mensaje se puso en camino, salvando la distancia que le separaba del castillo en menos tiempo del que empleó el portador de la misiva. Cuando sentíase desfallecer por las penalidades y el cansancio del largo viaje, recobraba nuevos bríos, repitiéndose: -Tal vez llegaré a tiempo de impedir que se consume una tremenda injusticia: no me detendré un momento hasta que haya alcanzado la meta o caiga exhausto mi cuerpo. Finalmente, tras no pocas fatigas, llegó una noche a Ringstetten el venerable ministro de la Iglesia, apeándose de su cansada cabalgadura en el patio del castillo. Los novios estaban sentados muy juntitos bajo los copudos árboles; a su lado se hallaba el anciano pescador absorto en sus pensamientos. Apenas vieron a Heilmann, se pusieron vivamente en pie y corrieron a su encuentro para darle la bienvenida en los términos más afectuosos; pero el sacerdote, sin perder tiempo en vanos cumplidos ni en palabras inútiles, rogó al caballero que le con145
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dujese a un aposento donde pudiera hablarle a solas. -¿Mas, qué necesidad hay de que os hable en secreto? -añadió al notar que Huldbrand, sorprendido, vacilaba en acceder a su ruego. - Al contrario, lo que tengo que deciros es conveniente, mejor dicho, necesario que lo oigan Berta y su padre. Y añadió, desentendiéndose de las miradas de sorpresa que el caballero cambiaba con su prometida: -¿Estáis bien seguro, señor, de que vuestra primera esposa ha muerto realmente? Yo lo dudo, me parece increíble... no os digo más. Ignoro qué extrañas relaciones eran las que Ondina tenía con seres no menos singulares, pero me consta que era muy religiosa y que siempre os ha sido fiel. El sacerdote hizo una breve pausa y exhalando un suspiro, prosiguió: -Durante cuarenta noches consecutivas se me ha aparecido en sueños, y juntas las manos en ademán suplicante y arrasados los ojos en lágrimas, me decía entre sollozos: «¡Impedidle, padre mío, impedidle que realice lo que intenta! ¡Salvadle el cuerpo! ¡Salvadle el alma!» No acertaba yo a adivinar lo que de mi quería; mas en cuanto ¡el vuestro mensaje heme 146
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apresurado a venir no para ligar sino para separar lo que no puede ser unido. ¡Dejadla, Huldbrand! ¡Y vos, Berta, desistid de vuestro proyecto matrimonial! Este caballero pertenece aún a otra mujer: ¿no veis en sus mejillas las huellas que han dejado el dolor por la amada esposa que cree haber perdido para siempre? Un novio que en breve ha de ver realizadas sus ansias amorosas no puede tener ese aspecto triste, y el corazón me dice que no seréis feliz con él. Los tres oyentes del sacerdote estaban convencidos de que era cierto lo que decía, pero disimularon sus sentimientos. El pescador, lejos de exteriorizar lo que sentía, sostuvo con ahínco que no existía ningún impedimento por el cual aquel matrimonio no pudiera ni debiera realizarse. Así, pues, rebeláronse todos contra las admoniciones del sacerdote, y éste, con el corazón transido de dolor, y reflejando en su rostro la honda pena que le embargaba, abandonó al punto el castillo rehusando la hospitalidad con que le brindaron. Huldbrand, persuadido de que Heilmann se había vuelto loco de repente, envió a buscar un fraile del convento más cercano al castillo, y convino con 147
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él en que se celebraría la boda al cabo de muy contados días.
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XVII EL SUEÑO DEL CASTELLANO Despuntaba el alba. El caballero dormitaba aún en su lecho, con penosa somnolencia, pues habían turbado constantemente su sueño horribles pesadillas en las que tuvo fantásticas y espantosas visiones. Disponíase, empero, a levantarse, para distraer su imaginación de las preocupaciones que la atormentaban, cuando oyó en torno de sí un rumor parecido al producido por el aleteo de un cisne o el murmullo de olas ligeras que le hizo caer en nuevo sopor. Volvió a dormirse y tuvo otro sueño maravilloso. Un cisne gigantesco extendió sobre él sus alas y le remontó en los aires cantando suavemente: -El aleteo del cisne es signo de muerte. Indicio de muerte segura es el canto del cisne. 149
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Parecióle luego que estaba suspendido sobre un vasto mar y que el canto del cisne le decía: -¡Es el Mediterráneo! Mientras miraba las olas, éstas se hicieron transparentes como el cristal, de suerte que pudo ver el fondo del mar. Allí distinguió a Ondina y conoció cuál era el género de vida que hacía bajo las translúcidas bóvedas. Le pareció que estaba mucho más triste que cuando vivía con él en Ringstetten y mucho más llorosa que en los días aciagos de la excursión por el Danubio. El caballero recordó todos los pormenores de aquellos sucesos, y sospechó que Ondina le estaba viendo. Kühleborn se acercó a ella reprendiéndola porque lloraba; pero Ondina irguió la cabeza con tal aire de fiereza, que su tío retrocedió asustado. -Aunque more de nuevo bajo las aguas - le dijo con acritud, - he estado dotada de alma y debo llorar la pérdida del ser amado. ¡Ah, si tú supieras lo que significan estas lágrimas! Yo las amo, porque hasta el dolor se ama cuando se posee un alma fiel. 150
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Kühleborn movía la cabeza a un lado y a otro en señal de duda. -Sin embargo, sobrinita mía -repuso, - estás aún sometida a las leyes de los elementos; y puesto que tu marido te traiciona casándose con otra, debes hacer justicia condenándole a muerte. -Hasta ahora permanece libre, no me ha reemplazado con otra mujer, me ama todavía y llora por mí. -Perfectamente; pero dentro de dos días se habrá celebrado la ceremonia nupcial... Entonces será la ocasión de que vuelvas a reunirte con ese marido de dos mujeres. -No volveré jamás al castillo, pues yo misma mandé cerrar el pozo con objeto de que no puedan servirse de él mis parientes ni yo misma. -Pero si saliese del castillo o permitiese que levantaran la losa que cubre la boca del pozo... El caballero no da importancia a ciertas cosas... -Precisamente por eso, he dispuesto que vuele en espíritu sobre los mares y nos vea y oiga lo que estamos hablando - repuso Ondina llorando y sonriendo al mismo tiempo. Kühleborn, lleno de ira, levantó su mirada hacia Huldbrand, le amenazó con los puños cerrados, y 151
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dando una tremenda patada en el suelo se hinchó como una ballena y se remontó a la superficie de las aguas. El cisne volvió a entonar su canto y a agitar sus alas. Creyó el caballero que le transportaban de nuevo sobre los montes y las llanuras y que le depositaban en su lecho, del que le bahía arrebatado el cisne. En aquel momento se despertó sobresaltado, y apenas hubo terminado de vestirse se le presentó un escudero para anunciarle que el sacerdote Heilmann se encontraba aún en los alrededores del castillo y que durante la noche habíale visto refugiado en una cabaña que él mismo se había construido con ramas secas y helechos entretejidos. Le preguntó qué hacia allí y por qué no había querido bendecir el casamiento de sus señores, a lo cual respondió el sacerdote: -Hay muchas otras bendiciones además de las que se importen en el altar... y si no he podido bendecir unos desposorios, quizá intervenga en otra ceremonia. Esperemos. Un casamiento y un entierro son muy parecidos... qui potest capere capiat: quien pueda entender que entienda. 152
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Huldbrand se perdía en un mar de conjeturas acerca de estas palabras, esforzándose por relacionarlas con el último sueño que acababa de tener; pero, como es muy difícil hacer desistir de su empeño a un hombre terco, decidió celebrar la boda cuanto antes, desentendiéndose de consejos y desechando hondas preocupaciones.
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XVIII SEGUNDAS NUPCIAS La celebración de la boda llevó aparejada una serie de acontecimientos que se podrían comparar con un cúmulo de cosas bellas, preciosas, sobre las cuales se hubiese extendido un velo negro: y la magnificencia de la fiesta, si en la nulidad de las cosas terrenas se piensa, parecerá una ironía. Ningún ser perteneciente al mundo de los espíritus turbó el convite, pues el castillo, como sabemos, había sido defendido por Ondina contra los encantamientos. No obstante, reinaba cierta tristeza, pues lo mismo al caballero que al pescador y a sus huéspedes parecía que echaban de menos a la persona principal de la fiesta, y esa persona no podía ser otra que Ondina. 154
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Cada vez que se abría una puerta todas las miradas se dirigían involuntariamente hacia aquella parte, y como sólo viesen entrar a los criados que llevaban los manjares y los coperos con nuevos vinos, todos los rostros se entristecían, de suerte que los relámpagos de alegría que brillaban aquí y allá se extinguían al punto por la emoción que producía la evocación de dolorosos recuerdos. La esposa estaba despreocupada y, por consiguiente, jubilosa; sin embargo, no podía evitar que de vez en cuando le asaltase la idea de que mientras ella se sentaba a la cabecera de la mesa coronada de llores y vestida de brocados, el cadáver de Ondina yacía en el fondo del Danubio o, arrastrado por la corriente, en el fondo del océano. Desde el día en que su padre le había dicho aquellas palabras, parecíale que constantemente se las repetían al oído, sobre todo en aquel momento de alegría. Los convidados se retiraron al atardecer, sin esperar a que la impaciencia del esposo les despidiese, de manera que la fiesta terminó fríamente, dejando en el ánimo de todos el presentimiento de una gran desgracia que se avecinaba. 155
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Berta, acompañada de sus doncellas, y Huldbrand, ayudado por sus criados, fueron a desnudarse de sus galas sin el acostumbrado cortejo de alegres jovencitos y lindas muchachas que, según el uso establecido, rodeaban a los recién casados hasta la cámara nupcial. Berta se esforzaba por devolver la tranquilidad a su turbado espíritu. Se hizo llevar y exponer ante su vista todos los regalos que le habían hecho con ocasión de su casamiento y trató de recrearse contemplando los riquísimos vestidos, los velos finísimos y las mil preseas con que había de ataviarse al día siguiente. Sus doncellas expresábanle, entretanto, sus votos porque gozase siempre de dichas sin fin y no se marchitase jamás su singular belleza. -¡Ah! - exclamó Berta, mirándose al espejo mientras las criadas ponderaban su hermosura. Mirad qué manchas me han salido en el cuello, a causa, sin duda, de haberme expuesto demasiado a los rayos del sol. Las sirvientas observaron que era cierto lo que decía su ama, pero se creyeron obligadas a halagarla asegurando que contribuían a hacer resaltar su hermosura y la impecable blancura de su cutis. 156
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-Las manchas siempre son manchas y a nadie embellecen - repuso Berta.- Quisiera hacerlas desaparecer, pero, desgraciadamente, está cerrado con pesada losa el pozo del agua purificadora con que antes me lavaba. ¡Oh, no sé lo qué daría por tener una botella de esa agua! -¿Es eso todo lo que desea la señora? -exclamó una de sus doncellas, saliendo como un rayo de la estancia. -Supongo que no cometerá la locura de remover la losa precisamente esta noche dijo Berta, sorprendida de la premura de su doncella. Momentos después se oyeron en el patio pasos de hombres armados de picos y de otras herramientas que, guiados por la solícita doncella, se acercaban al pozo. -Me alegro; tiempo ha que deseo que se levante esa losa -dijo para su interior la nueva castellana. Y halagada al ver la prontitud con que se satisfacían hasta sus ligeros caprichos, permaneció asomada a la ventana siguiendo con la mirada los trabajos que se realizaban en el patio a la luz de la luna.
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Los robustos campesinos levantaron sin grandes esfuerzos la gruesa piedra que tapaba la boca del pozo. Algunos de ellos sentían destruir la obra de su amada y ya difunta señora, y todos se maravillaron de la facilidad con que pudieron levantar la losa, cuando tanto trabajo les costó ponerla en aquel sitio. Diríase que desde el pozo una fuerza misteriosa impulsaba la piedra hacia arriba, y los campesinos interrumpieron su tarea repetidas veces para observar el extraño fenómeno. Para colmo de su asombro, apenas hubieron removido la piedra una vez apartada del brocal, ésta fue a parar bastante lejos, produciendo un ruido sordo. Casi al mismo tiempo salió del pozo algo parecido a una blanquísima columna de agua. Al principio, todos creyeron que era un efecto natural de las aguas tanto tiempo contenidas, pero bien pronto echaron de ver que era una figura de mujer envuelta en cándidas vestiduras. Aquella mujer lloraba. Apenas salida, levantó los brazos al cielo e inclinó la cabeza en señal de profundo dolor, y, en esa 158
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actitud, grave y majestuosa, atravesó lentamente el patio con dirección al castillo. Los campesinos huyeron despavoridos unos en pos de los otros; pero la nueva castellana y su doncella permanecieron inmóviles en la ventana, aterradas por el espanto que les produjera la aparición.. Cuando el fantasma pasó por debajo de aquella ventana, levantó los ojos y dejó escapar un gemido. Berta reconoció al punto, a pesar del velo que cubría el rostro de la blanca figura, las facciones de Ondina. La hija de los mares continuó su camino lentamente, como si no anduviese de buen grado, sino impulsada por una fuerza invisible, y a cada instante se separaba. Parecia un reo conducido al patibulo. Al reconocer a Ondina, Berta se estremeció convulsivamente, lanzó un grito de angustia y ordenó que fuesen en seguida a avisar a su esposo; pero ninguna de sus criadas se atrevió a separarse de su lado, y de nuevo, pálida, muda y temblorosa se reclinó en el alféizar de la ventana. La extraña peregrina entró en el castillo, subió las escaleras y atravesó los corredores, que tan conocidos le eran, siempre taciturna y llorosa. 159
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¡Ah, qué diferente era la Ondina que se alojó en tiempos felices dentro de aquellos muros sombrios! Entretanto el caballero, que había despedido a sus criados, estaba, medio desnudo, ante un gran espejo. Siniestros pensamientos le atormentaban. El aposento estaba débilmente, alumbrado por una candela. De pronto, oyó unos golpecitos en la puerta. Así era como solía llamar Ondina bromeando, y el caballero recordó aquellas ocasiones en que con indecible placer respondía presuroso a la llamada de su esposa encantadora. -¡Qué tontería! -murmuró. - Son aprensiones mías; el tálamo me espera... -No, lo que te espera es el frío lecho del sepulcro - contestó una voz desde fuera. Huldbrand, que no apartaba los ojos del espejo, vio cómo se abría la puerta y entraba pausadamente una figura blanca y velada que, después de haber vuelto a cerrar sin hacer ruido, se acercó a él, y le dijo en voz baja: -Han quitado del pozo la piedra que yo mandé poner, y aquí me tienes... Ha sonado la última hora de tu vida. 160
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Comprendió Huldbrand que era cierto el fatal anuncio, pues el corazón se le iba paralizando; y cubriéndose el rostro con las manos tartamudeó con indecible angustia: -Puesto que he de morir no me hagas enloquecer de horror en mis postreros instantes. Si esos velos ocultan un semblante espantoso, no me lo enseñes, mátame antes que lo vea. -¿De veras no me quieres ver por última vez? Soy tan bella como cuando me, conociste en el promontorio ... - ¡Si eso fuese cierto! ... Si fuese cierto lo que me dices, quisiera morir besándote... -Pues convéncete de que no te engaño, amor mío. Y arrancándose el velo con rápido ademán, dejó ver la celestial belleza de su rostro sin igual. Tembloroso y palpitante de amor y de espanto, Huldbrand, oyendo ya los silenciosos pasos de la muerte que se avecinaba, se echó en brazos de Ondina. La repudiada esposa le estrechó contra su corazón, cubriendo de caricias y de lágrimas la cabeza del ser querido. 161
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Penetraron esas ardientes lágrimas en los ojos del caballero, ocasionándole en el pecho un dolor agudísimo y voluptuoso a la vez, y poco a poco, sofocado por el llanto, le fue faltando la respiración y reposó dulcemente, en los brazos del espectro, como reposa el cadáver en la almohadilla del ataúd. Al poco rato, al atravesar Ondina uno de los corredores, encontró a varios sirvientes, y les dijo: -Vuestro señor acaba de morir; le he matado yo con mis lágrimas. Y volvió al pozo con la misma lentitud y majestad con que había cruzado, antes el patio del castillo.
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XIX LAS EXEQUIAS Apenas se esparció la noticia de la muerte del señor de Ringstetten, el sacerdote Heilmann corrió al castillo adonde llegó en el preciso momento que el fraile que había bendecido el casamiento del caballero con Berta, huía despavorido. -Perfectamente - dijo Heilmann en cuanto lo supo;- ahora comienza mi misión y ese pusilánime me ha dejado solo. Fue su primer cuidado prodigar frases de consuelo a la joven que había quedado viuda a los pocos momentos de casada; pero sus exhortaciones de cristiana resignación no hacían mella en el corazón ni en el ánimo de aquella mujer que hasta entonces sólo había pensado en cosas mundanas. 163
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El anciano pescador, pese a su aflicción sincera, parecía contento de que hubiesen tenido semejante desenlace los amores de su hija con el castellano de Ringstetten, y mientras Berta lanzaba denuestos y maldiciones contra Ondina llamándola asesina y bruja de los infiernos, él repetía tranquilamente: -Tenía que acabar así; en esto veo el dedo de Dios. Sin embargo, a nadie ha podido causar mayor dolor la muerte de Huldbrand, pues amaba entrañablemente a la pobre Ondina. Y, entretanto, tomaba las medidas necesarias para que los funerales correspondiesen a la elevada categoría del difunto, que había de recibir cristiana sepultura en el panteón que sus antepasados hicieron construir en la iglesia del pueblo. Colocaron sobre el féretro el escudo y el yelmo, pues siendo Huldbrand el último de su estirpe, debían descender con él al sepulcro esos atributos. La fúnebre comitiva se puso en marcha, llevando a hombros el cadáver los servidores del castillo, en medio de los cantos funerarios que subían al cielo azul y alegre. Precedía el cortejo el sacerdote Heilmann, con el crucifijo en la diestra, y Berta, apoyada en el brazo de su padre, seguía detrás del ataúd. 164
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De pronto, apareció entre las mujeres que acompañaban a la viuda, una figura blanca y velada que, sollozando amargamente, extendía ambas manos con las palmas vueltas hacia arriba. Los que se encontraron a su lado sintieron escalofríos de muerte y se apartaron de ella con horror mientras otros huían precipitadamente introduciendo la confusión y el desorden en el acompañamiento. Varios hombres de armas tuvieron la osadía de dirigirle la palabra intimándola que se retirase, y el fantasma desapareció al punto de su vista para volver aparecer en seguida y caminar de nuevo un poco más adelante con el mismo paso majestuoso y grave. Finalmente, habiéndose separado, una tras de otra, todas las mujeres del lado de Berta, la blanca figura se colocó a espaldas de la viuda sin que ésta notase su presencia, y ajustando su paso al de ella continuó avanzando hasta que llegaron a la iglesia y el duelo formó un circulo en torno del sepulcro en que debía ser depositado el cadáver del señor de Ringstetten. Entonces fue cuando reparó Berta en el fantasma que la había seguido tan de cerca y roja de ira y temblando de miedo le ordenó que se alejara de 165
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aquel sagrado lugar que estaba profanando con su presencia. La blanca figura movió la cabeza con gesto negativo y tendió sus manos en actitud suplicante hacia Berta, la cual no pudo por menos de pensar en Ondina cuando, navegando por el Danubio, en aquella misma actitud le ofrecía el collar de coral que acababa de sacar de las aguas. A una señal del sacerdote reinó el más profundo silencio y todos elevaron sus preces al cielo por el eterno descanso del caballero que en aquel momento era depositado en su tumba. Berta se arrodilló y la fúnebre comitiva imitó su ejemplo. Cuando cayó, al fin, la pesada losa sobre el sepulcro que encerraba los restos mortales del castellano de Ringstetten, observaron todos con indescriptible sorpresa que el blanco fantasma había desaparecido del cementerio de la iglesia y que en el lugar que ocupara brotaba un arroyuelo que corrió murmurante rodeando la recién cerrada tumba y prosiguió su curso para desembocar en un pequeño lago que existía a corta distancia de aquel sagrado recinto. 166
LA ONDINA
Muchos años después los habitantes de la aldea mostraban al viajero aquel arroyuelo que, según decían, era la abandonada Ondina que rodeaba con sus brazos amorosos al hombre que tanto amaba.
FIN DE «LA ONDINA»
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