L A S E Ñ O R I T A R A I M U N D A E D U A R D O
C A D O L
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L A S E Ñ O R I T A R A I M U N D A E D U A R D O
C A D O L
Ediciones elaleph.com
Editado por elaleph.com
Traducción de Luis Almerich 2000 – Copyright www.elaleph.com Todos los Derechos Reservados
LA SEÑORITA RAIMUNDA
LA SEÑORITA RAIMUNDA I "Señor don... "A causa de un luto de familia, el señor y la señora de Tilloy tienen el honor de comunicarle el aplazamiento de la boda de su hija Alina con el joven Rogerio Prévallon, que debía verificarse el martes, 28 de abril de 18... en la iglesia de Nuestra Señora de los Campos." Los periódicos parisienses, por otra parte, entre sus correspondencias regionales, publicaban la siguiente: "INDRE Y CHER. -Nos escriben de Ferguson: 3
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"El señor de P…, notario de Prefectura, teniente de alcalde, presidente del Consejo del distrito, delegado cantonal, Caballero de la Legión de Honor, ha desaparecido de esta población, dejando un déficit considerable. El suceso ha producido gran consternación en todas las clases de la sociedad fergusona, entre la cual el señor de P… gozaba de ilimitada confianza." Cuando se hizo saber a la novia que en realidad no existía tal aplazamiento, sino que se trataba de una ruptura definitiva, Alina se echó a llorar. El señor de Tilloy reprendióla severamente. -Pero, papá -objeto la joven; -si el tío de Rogerio ha procedido incorrectamente, ¿qué culpa tendrá en ello mi futuro esposo? La señora de Tilloy declaró que la objeción era inconveniente en grado sumo; y, para ofrecer la medida exacta de su indignación, levantó los brazos en alto y elevó sus ojos, grandes y animados, al cielo. El señor de Tilloy, que hablaba al mismo tiempo que su esposa, insistió en sus sermones, tratando a su hija de desvergonzada y prometiendo infligirle el más contundente castigo si seguía lloriqueando. Pero la amenaza no surtió el efecto apetecido, antes al 4
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contrario, Alina mostróse más inconsolable, más llorosa aún, tanto; que su madre, encolerizada, y su padre, indignado, le ordenaron que se encerrara en sus habitaciones, prohibiéndole terminantemente que volviera a pensar en el señor de Prévallon, y, sobre todo, que pronunciara jamás el nombre de Rogerio. Pero... ¡que demonio! No habían procedido con justicia. Al fin y al cabo, no había partido de Alina la iniciativa del proyectado matrimonio. Si había soñado en él, si lo había deseado, debíase a sus parientes, que pusieron empeño en conseguirlo. Ellos fueron los que hablaron a los esposos Tilloy de un joven que conocían y que, a juicio suyo, habría de convenir a la señorita de Tilloy. Y los padres de Alina, ni cortos ni perezosos, buscaron, inquirieron, preguntaron... No había duda: Rogerio pertenecía a una excelente familia; su padre, coronel retirado y, por méritos de guerra, condecorado sobre el mismo campo de batalla, era hombre meticuloso y severo de por sí, que sabía poner por encima de todas las virtudes el sentimiento del honor. Esto ya era mucho en el catálogo de las investigaciones, pero existían aún más y mejor: el jo5
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ven Rogerio, que poseía una cuantiosa fortuna, heredada de su madre, tenía amor al trabajo; estimaba que había venido al mundo para algo más que para vagar sin fruto, y se dedicaba, con no escaso acierto, a trabajos literarios sobre economía política e industrial, que merecían elogios cumplidísimos y justos. Y como si esto fuera poco, averiguaron que Rogerio de Prévallon era mozo de todas prendas, como corresponde a joven de esmerada educación, y que unía a tan altos méritos un buen humor envidiable. Remate de tan soberbias dotes fue su fotografía que, con retoques o no -averígüelo Vargaspuso de manifiesto una figura gallarda, esbelta, elegante, con cierto desaire de buen tono, que venía a avalorar un rostro bien parecido. -¿Y la salud? -¡Un roble! ¿A qué pedir más? Por esta vez, los esposos Tilloy; que andaban siempre a la greña, enfrascados en fútiles querellas, gracias a haber encarnado el espíritu de la contradicción en la señora de Tilloy, de suyo dispuesta en toda ocasión a contrariar a su marido, estuvieron de acuerdo. La señora de Tilloy, que gustaba de ir 6
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siempre contra la corriente, aun a trueque de desmentir lo que antes hubiese sostenido, reconoció con su esposo -¡oh, milagro de adaptación conyugal!- que Rogerio era el yerno deseado, esto sin contar con que los Prévallon, sin que su abolengo se remontara a los tiempos de Carlomagno, eran de más esclarecida estirpe que los Tilloy, de cuyos ascendientes recordábase sólo al bisabuelo, mesonero en Chauny (Aisne), que así alojaba amablemente y a precio módico peatones como caballeros. Apenas los Tilloy dieron cuenta de su impresión a los entrometidos que metieron baza en el asunto, a título de curiosos, éstos prepararon una entrevista de los jóvenes, por medio de una comida que a sus costas dieron a las dos familias interesadas en el casorio. Como es natural, Alina y Rogerio, si nada sabían de cierto, algo debíande sospechar de todo lo que se tramaba a su alrededor y que no habría llegado a cristalizar a no haberse informado previamente a los dos jóvenes. Sin embargo, al saberlo, lo lamentaron. Eso sí, dulcemente... Lo lamentaron en principio. Pero ni una ni otro pusieron reparos. Faltaba sólo que se conocieran... Y, claro, nada más legítimo. 7
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Y es por ello que se les ofrecían ocasiones oportunas, mediante encuentros que se decían fortuitos, o comidas campestres, o veladas familiares, fiestas deliciosas, donde les es permitido a los jóvenes hablar de amores y amoríos, aprovechando el torbellino de un vals o de una polca, cuyo ritmo sabe a besos que quedaron en flor. Fue en una de estas ocasiones, sabiamente amañadas, que Rogerio solicitó cortésmente de Alina que le permitiera pedir su mano en forma oficial, y aun agregó, en términos de amorosa discreción, que esperaba con ello darle una alegría, ya que su corazón enamorado creía poseer el cariño de la joven. Alina enrojeció, cosa puesta en razón, y se turbó tanto, que acertó apenas a murmurar un "sí", que Rogerio entendió admirablemente -paradojas del amor- porque fue dicho en voz baja. Y a su vez tocóle el turno de la emoción, quedándose sin saber qué replicar. Afortunadamente, tenía a Alina de la mano y se la estrechó dulcemente; no era menester más. Aquel apretón de manos equivalía a miles y miles de "gracias". Así lo comprendió, como muchacha inteligente, la señorita de Tilloy y no cuidó de disimular que era sensible a aquella muestra de cariño, mucho más 8
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cuando era la primera vez que le estrechaban la mano de aquel modo. Y cuando, terminado el vals demasiado pronto, a juicio de ellos,- Rogerio acompañó a Alina al lado de su madre, saludándola con un significativo: "gracias, señorita", la joven sintió que este "gracias" lo decía el mozo más expresivamente que de costumbre y, levantando hasta él sus ojos, pagóle con una sonrisa, que penetró en su alma como lluvia de sol. ¡Oh, adorables comienzos, castos y encantadores! ¿Cómo no han de recordarse luego, más tarde, al rodar de los años?... Al día siguiente, sin perder tiempo, el padre del joven, correctamente vestido, enguantado y con la barba recortada con exquisita pulcritud, presentóse en casa de los señores de Tilloy, que le dispensaron cariñosa acogida. -¿…? -¡El honor es nuestro, coronel, el honor es nuestro! -En cuanto a la dote de mi querido hijo... -¡Nos es conocida, coronel; nos es conocida! Y de igual suma que la de Rogerio será la dote, de nuestra hija... 9
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-¡Muy bien, muy bien! ¡He aquí un nuevo hogar, donde nada va a echarse de menos! En tales condiciones -no hubo otras,- sólo quedaba un requisito que cumplir: ver al alcalde y llamar al cura para proceder a las amonestaciones... ¡Gracias a Dios! Pero... Todo en el mundo tiene su pero, y el pero de la suspirada boda fue la tía de la señora de Tilloy, que cristiano a Alina y que no sabía pasar sin ella, por la potísima razón de que era una madrina acaudalada, que en un instante de despecho o de malhumor podía hacer de su capa un sayo, o, lo que es lo mismo, legar sus bienes al primero que le viniese en ganas. Así lo decía la señora de Tilloy, pero pónganlo en duda. Maldito lo que le importaba a la buena señora que su sobrinilla anduviera o no con ganas de matrimoniar, y a buen seguro que habría mandado al diablo a quien le hubiese propuesto frustrar tales intentos. Sin embargo, no siempre las cosas son como son, sino como se quiere que sean, y la señora de Tilloy juzgó conveniente aguardar a que su tía hubiese terminado una cura que la retenía en Bourbonneles-Bains, después de la cual, a invitación de la enferma, las dos familias pasarían seis u ocho se10
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manas cerca de ella, en sus propiedades de Normandía. Y así se hizo. De esta manera, los novios, viviendo un mismo ambiente, bajo un mismo techo, pudieron establecer ataduras más francas, más leales de lo que pudieran serlo las que crearan amigos y parientes. Inconvenientes que ofrece la intimidad entre gentes delicadas. De ahí vino que cuando se hizo inevitable la separación, para regresar a París, Alina observara en el rostro de Rogerio señales de tristeza, que quiso borrar a fuerza de pasión y de cariño. ¿Por qué entristecerse, a fin de cuentas, si iban a verificarse los esponsales? El nombre de los dos jóvenes leíase en letras grandes, en un cuadro alambrado, que colgaba de la puerta de las alcaldías respectivas, en tanto que el domingo, desde el púlpito, un vicario proclamaría la buena nueva, preguntando si, por acaso, había alguien que alegara impedimento para la unión de los dos enamorados... ¿Y quién había de alegarlo? Los demás no se daban tampoco punto de reposo. Iban de un lado para otro, hacían consultas, interrogaban, y en casa de la tía la animación crecía por momentos. ¿Que era necesario elegir habita11
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ción, comprar muebles, combinar los colores de la decoración de los salones? Vengan conferencias, cabildeos, discusiones, ¡como si estuviera sobre el tapete un problema trascendentalísimo! Y todavía no se atinaba en todo. -A propósito, Alina, ¿ha elegido la estatuílla de bronce que ha de colocarse sobre la chimenea del salón? -Viene a cuento... ¿Irá usted, Rogerio, con mamá, a probar el piano, en casa del fabricante? ¿Estará usted allí? -¿Cómo no? Por último, a Dios gracias, la fecha del matrimonio quedó determinada, las esquelas de participación de enlace fueron cursadas... ¡Ya era hora! Una mañana, el coronel Prévallon presentóse, insistiendo, a pesar de la hora, en la necesidad de conferenciar con el señor de Tilloy. El pundonoroso militar estaba pálido; tenía el rostro contraído y en su guerrera no aparecía la condecoración. -¿Qué ocurre, mi querido coronel? El oficial se lo dijo sencillamente y sin rodeos: su hermano acababa de cometer un acto reprobable, deshonroso. 12
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-Es por esto, señor -concluyó, sofocando un sollozo que le ahogaba, -que le devuelvo a usted su palabra. El padre de Alina, cortado, aturdido, balbució algunas vulgaridades, dejando, contra su deseo, entrever un asomo de esperanza, aunque por cortesía únicamente. -¡Hum! No, señor -replicó el viejo militar, enjugando con el revés de su mano una lágrima rebelde que escapó de sus párpados enrojecidos. -Este casamiento es imposible; mi hijo y yo haremos entrega de todo cuanto poseemos a los acreedores de mi hermano. Los parientes de la novia encontraron este rasgo admirable, casi sublime, especialmente en estos tiempos; ¡pero la señora de Tilloy!… Dos días después, sus amigos recibían la esquela aplazando la ceremonia. Ahora bien: ¿cabía censurar a Alina por sus lágrimas? ¿No era una injusticia acusarla de inconveniente y de desvergonzada? Así, por lo menos, opinaba ella. Y cuando, a causa de otros sermoneos de sus padres, Alina supo que el coronel y su hijo habían quedado reducidos a la miseria para atenuar en lo posible el desastre 13
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causado por su indigno pariente, sintióse fieramente orgullosa de haber inspirado una pasión sincera a tan noble joven. ¡Oh, si ella fuera mayor de edad, reclamaría el derecho de participar en la bella acción que llevaban a cabo Rogerio y su padre! Y él no dudaría, ella lo esperaba. ¡Virgen Santa! si él llegase a dudar; si, desconociendo sus buenas disposiciones, fuera a suponerla con el alma seca, el espíritu estrecho...; si la imaginara insensible al dolor que les atormentaba... Este pensamiento fue para la joven una tortura insufrible que la indujo, con la más pura intención, a salirse de las reservas que las buenas costumbres imponen a las jovencitas francesas de su edad y condición: a escribir a Rogerio. Puede suponerse fácilmente lo que ella escribiría. ¿Qué había de ser sino que le amaba, infinitamente más, mucho mas todavía que en aquellos tiempos en que su familia, consentía en sus amores, y que no había de amar jamás a otro? Esto era, por lo menos, lo que parecía desprenderse de la carta, ya que sin recurrir a frases ni galanuras literarias, poco habrían perdido su educación ni su timidez natural, de haber dicho las cosas con precisión y claridad. Y 14
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menos mal que no se olvidó de firmar con todas sus letras. No todos fueron tan severos como el señor y la señora de Tilloy. Alina tenía amigas de su misma edad, que la compadecían; y la mayor parte, sinceramente. Por el hermano de una de ellas, gran amigo de Rogerio, supo que su ex novio, no contento con arruinarse, se había comprometido a liquidar las deudas de su tío, en un plazo determinado, a fin de que no continuase la acción judicial. En una palabra: había sacrificado su vocacion, su porvenir, su dicha, la paz del hogar, pero aun hizo más: aceptó voluntariamente el destierro a tierras ingratas, cuyo clima era poco favorable a los europeos. ¿Qué se iba a hacer? La señorita de Tilloy sintió nacer en su alma una veneración melancólica y serena por su novio, veneración que no supo contener y expresó en nuevas cartas apasionadas... ¡Dios mío! Recuerdo ahora que dentro del estado actual de nuestras costumbres, estas manifestaciones son quizás algo inconvenientes... En todo caso, no olvidemos que existían circunstancias atenuantes: Rogerio había sido probado y no merecía tan ruda prueba. Recordemos asimis15
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mo que, cediendo a un arranque de sensibilidad, Alina había resuelto continuar soltera, estimándolo como una muestra de fidelidad hacia Rogerio o hacia su recuerdo, si llegaba a perecer alejado de su patria. ¡Jamás, jamás se casaría! Teníase por viuda, y si el clima y las fatigas la separaban de aquel a quien ella estaba segura de amar siempre, pronunciaría votos eternos, se haría hermana de la caridad, dejaría cortar sus hermosos cabellos... sentárale bien o no la blanca toca. Dominada, por esta idea fija, nada le parecía más fácil: esto no había de ofrecerle dificultad alguna. ¡Inocente! ¿Sabía, acaso, ella nada de la vida? ¿Cómo podía prever que nuevas acometidas paternales la atormentarían hasta el punto de que un día, loca, cansada de luchar y de sufrir, se casaría, a ojos cerrados, en un instante de desesperación, con un "hombre cualquiera", para substraerse al martirio que le infligían sus padres, cada vez más tiranos, cada vez más crueles? Y ese momento llegó. Era preciso ceder o afrontar las consecuencias de un escándalo ruidoso, u otra cosa peor aún: el suicidio. No había otra solución, porque el señor y la señora de Tilloy hacían su vida intolerable. 16
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Aquel "cualquiera" llamábase Oliverio de Barbazán. No era antipático y aun si se quiere las líneas de su rostro eran correctas y agradables; tenía, además, una buena cualidad: era rico; la suprema razón para los padres de Alina. Por desgracia, Oliverio resultaba quizás el único marido incapaz de consolar a la enamorada joven, de llevarla a olvidar las dulces horas del amor perdido; el único que, por la comparación -aunque ésta fuese involuntaria- hacía más alto, más grande el pedestal de recuerdos sobre el cual se erguía la imagen de Rogerio. Era uno de esos espiritus tardíos que, en una época de aristocracias improvisadas, se empeñan en creer que el ser de "sangre azul" basta para todo. Y él lo era, ¡qué duda cabe! Los Barbazán, en muchas ocasiones aliados a los Comminges, descendían por línea femenina, de los condes de Tolosa. Su padre no había tenido jamás otro título que el de archipámpano de Sevilla; ¿por qué diablos Oliverio había de buscar otro más largo? Era hombre de "calidad" y eso bastaba. Por lo demás, mientras no se le tratara con mezquindad, con tacañería, no había que temer insolencias. Al contrario, era un mozo alegre ese último retoño de los Barbazán. Quizá demasiado. 17
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Ignorante como una carpa, y por contera, de una inconsciencia, de una irresponsabilidad que le procuraban el sueño del justo y un apetito heliogabalesco, no sabiendo qué hacer, se casó. Y estaba cortés con su esposa, pero esto era todo. Afección, cariño... ¡Ta, ta, ta! Cierto que no podía reprochársele su indiferencia; pero él no sabía qué eran aquellas cosas, porque, aparte de su persona, no sintió jamás afectos por nadie. Fuera de sí mismo, nada podía serle interesante. A cambio de estos defectos, era un gentleman acabado. En achaques deportivos, en la caza, en el tiro, no temía competencias. Ningún cochero habría podido envanecerse como él de saber conducir un tronco por las calles de París. Sabíase de memoria la geneología de todo caballo de carreras, su peso, sus éxitos, y jockeys y adiestradores tenían para él toda suerte de consideraciones. Doctor en juegos de azar, en el Casino se le consultaba, en las jugadas dudosas, y en el baccarat, sabía explicar maravillosamente por qué era menester siempre "tirar a cinco". Por añadidura, había tenido tres duelos, de los que escapó enteramente ileso. Para decirlo todo de una vez: Oliverio se desvivía por continuar la historia de su casa, convertido 18
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en "señor Payaso" en los circos que gustaban de la high-life. Se comprende que todo esto le ocupara mucho tiempo; y así, abandonaba a su mujer, durante meses enteros; apenas se anunciaban carreras o regatas, tanto en Inglaterra, como en Niza, como en cualquiera de las restantes poblaciones francesas. Y tras de tales ausencias: -Buenos días, querida. ¿Te distraes mucho? Es menester que te diviertas... ¿Quién te lo impide? Se hablaba de ello, indudablemente. Pero los amigos que actuaban de abogados de oficio pensaban engañarla repitiendo: -¡Posición obliga! ¡Es un hombre tan solicitado! -Además, a buen seguro que él es el primer perjudicado al abandonar a una mujer tan linda... -¡Ah, señora!... ¿Qué puede hacerse? El es así... No, no había peligro, ni siquiera la sombra de un riesgo. Aquel cernícalo era hombre de suerte. Alina amaba a Rogerio de Prévallon y esto mismo preservaba a Oliverio de toda liviandad. Cierto que esto no había de tranquilizar al marido, si por casualidad éste tuviera noticia de las causas de su seguridad; pero él no dudaba y estaba satisfecho, 19
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bebiendo fuerte y burlando a su mujer cuanto podía y en todas las clases de la sociedad. ¿Lo sabía ella? ¡Vaya! Todas sus amigas, y aun muchos de los amigos de Oliverio, se lo habían dicho, como era de suponer: ellas, para mortificarla; ellos, con la vaga esperanza de incitar en la joven esposa deseos de represalias... en provecho propio. Perdían el tiempo ambas partes; destruíanse todos sus cálculos. Conocedora de lo que ocurría, Alina pagaba todas estas confidencias con un "Uf" desdeñoso, que la aliviaba. Y cuando después de saberlo, vió a Oliverio, limitóse a decirle: -Amigo mío, colocas mal, muy mal, tu confianza. Prueba de ello es que me han puesto al corriente de todas tus picardías. Si no estuviera próxima a ser madre, yo te libraría de mí sin recriminaciones; pero el hijo que va, a nacer me lo prohibe. ¿Y tú, tú te prestarás a estas relaciones amistosas que me alejarán de toda suposición de rivalidad con tus... amigas, verdad? Quiero decir que te dejo en completa libertad y que en lugar de tu mujer, hallarás en mí una amiga, si te place, o simplemente la madre de tu hijo. Esta manera de romper el sagrado lazo, sin reproches, sin lágrimas, sin frases violentas, sorpren20
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dió a Barbazán. Otro, habría comprendido que el nudo conyugal acababa de desatarse en el corazón de su mujer; él no vió en ello más que una pequeña tortura... quizás algo parecido al enojo que causa una caricia inoportuna. Pero si no acertó a adivinar toda la serena grandeza que encerraban las palabras de la "señora de Barbazán", se atribuyó el mérito de haberlas provocado. Creía que se debían a su influencia. -"Quien con lobos anda, a aullar aprende" -Pensó él, pavonéandose. Su padre se mostró algo más justo. -¡Vamos! -dijo. -¡ Es una mujer valiente! Y no hubo otras lamentaciones en casa de él ni en casa de ella. Siguieron ambos en paz, hasta que el anuncio de un recién nacido suavizó las asperezas de ambos cónyuges y llenó de alegría al padre de Oliverio, que soñaba constantemente con un chiquillo, un futuro marqués de Barbazán. ¡Oh, qué delicioso personaje era este viejo gentilhombre, poniendo todos sus pensamientos en el heredero de Barbazán y de todo cuanto a Barbazán oliera. Tenía, sin embargo, en muchos extremos, innegable superioridad sobre aquel mastuerzo que Dios 21
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le había dado por hijo. Gran lector, filósofo escéptico -aunque cumpliendo sus deberes religiosos con ostentación, para distinguirse de los "burgueses"; -buen músico, inteligente en cosas de arte; sabiendo viajar y retener en la memoria lo que veía, había conseguido escribir con facilidad de cosas vistas, con estilo un poco anticuado, pero castizo y elegante; burlón e irónico a ratos, nadie como él había sabido poner entre líneas una gentil donosura, sabrosilla y picaresca. Hombre de mundo además, y siempre hombre de mundo, porque esto era innato en él, sacrificó a su esposa cuanto le fue posible, y de tal modo culebreó en malandanzas mujeriegas, que la buena señora estimó mejor refugiarse en el Paraíso, cuyas puertas le fueron abiertas sin reparo: su marido se lo había hecho ganar por partida doble. Una sola debilidad le dominaba, una sola, pero irresistible: el fetichismo de su nombre… Esto le sacaba de quicio, casi tanto como a Oliverio. Y porque éste era su hijo, porque continuaba el nombre de los Barbazán, le admiraba; ni más, ni menos. Cuanto éste hacía, le parecía perfecto. Y aun cuando el joven contestara con bostezos formidables que amenazaban desencajarle las man22
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díbulas, a los consejos del padre, el viejo marqués se enorgullecía de ello: -Es la raza el pasado que reaparece -pensaba. -No, no era a fe, un hombre moderno su hijo; sus actos, sus movimientos, denunciaban en él un Barbazán de la Edad Media, perdido entre las mezquindades de la vida actual. No había otro como él para disparar un fusil, escalar una montaña, cazar un oso, cuando tenía ocasión de escapar y dar un paseo por los Pirineos. ¡Y nunca fatigado, nunca enfermo, aquel loco!... Su padre creía estar en la gloria. En casa de Alina, el señor de Tilloy estaba indignado, y la señora de Tilloy compartía la indignación con su marido. -Será todo lo Barbazán que se quiera, pero en realidad este hombre no es más que un palafrenero, cuyas aficiones estarían más en carácter en la pista de un circo que en el interior de un hogar tranquilo... ¡Villano!... ¿Y sus costumbres? ¡ Cómo se portaba con aquella niña! ¡Un horror, un verdadero horror! "¡Nuestra pobre Alina!..." Oliverio, sin querer, vengaba a aquella, "pobre Alina" que sus padres habían tiranizado hasta que, desesperada, se casó no importa cómo, con no importa quién. 23
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-No se lamenten ustedes -respondía ella; -ustedes le habían elegido, ustedes lo quisieron. Y a pesar de esto, Alina no les guardaba rencor alguno. Su situación la había hecho clarividente y comprendía que, bien considerado, la humanidad tiene más de estúpida que de mala. Esto la aliviaba un poco; además, sabía que no había nacido afortunada. Por inconscientes que fuesen, parientes y marido habíanla aleccionado. La criaturita que Alina, puso en el mundo fue una niña. Una decepción para Oliverio y una decepción irremediable, porque él mismo había convertido a Alina de esposa en amiga inabordable al amor... -¡Bah! ¿Quién sabe? -dijo el viejo marqués. Quizá esta muñequita, andando el tiempo, será más razonable. Y evitó discretamente ahondar más en el asunto. Por desgracia, tuvieron mal principio los bellos propósitos del marqués, ya que comenzó contrariando a la madre, exigiendo que la niña se llamara Raimunda. Alina encontró este nombre feo, vulgar, bárbaro, inadmisible. La señorita Tilloy habría de ceder. Era menester que la pequeña se llamara Raimunda, por la razón 24
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"perentoria" -dijo, -de que los Barbazán descendían, por línea femenina, de Raimundo IV, conde de Tolosa, que fue, como todos saben, uno de los jefesde la primera cruzada, a quien recompensó el Papa encargando a Simón de Montfort que organizara otra para despojar más tarde a Raimundo VI, no menos conde de los mismos Estados de Tolosa y otros lugares circunvecinos. Y era así que, aun en las cosas más nimias, Alina se encontraba fuera de su centro entre los Barbazán, mientras el recuerdo de Rogerio de Prévallon manteníase intacto en su pensamiento, se embellecía, se poetizaba a medida que el tiempo ponía años por delante. Un día, Alina regresaba del bosque en su demi-fortune, un calesín conducido por un solo caballo, que era preciso contener. Pero aquel día no hacía falta este cuidado. Alina estaba sentada en el fondo, teniendo a su lado una nodriza robusta y buena moza sobre cuyas rodillas dormía Raimunda, con su vestido cubierto de cintas. Magníficos trajes, tren espléndido, caballo veloz, cochero correctamente galoneado; nada de esto, sin embargo, hacía que la señora de Barbazán se sintiese tan íntimamente orgullosa como de los son25
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rosados mofletes de su hijita. La existencia de esta niña consolábala de muchas de sus aflicciones, mientras su alma aparecía inundada de una beatitud indefinible, de esa placidez de espíritu que sucede a las crisis que han puesto en tensión todo el sistema nervioso. Las peripecias de la lucha se olvidan, se tornan vagas, se difuman y las substituye el sentimiento de un reposo, de una paz moral que parece bienhechora. Y Alina, en este estado, paseaba su mirada indiferente por la masa de los transeuntes que se cruzaban con ella o ante los cuales paraba rápidamente su demi-fortune. Hacia el segundo tercio de los Campos Elíseos, un obstáculo hizo disminuir el trote del caballo, y luego parar el coche. De pronto, Alina sintió latir con fuerza su corazón al advertir un joven sentado en una de las sillas que bordean la calzada. Este joven era su novio de otros tiempos, Rogerio de Prévallon. La señora de Barbazán tuvo un instante de duda. Rogerio estaba desconocido, avejentado, como si sobre su cuerpo de antes pesara una carga de quince años. Pálido, encanijado, los cabellos tirando a gris, parecía la sombra de sí mismo. La enferme26
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dad, la fiebre le había reducido a aquel estado. Y en su sombrero, un ancho crespón señalaba un dolor. Una angustia inexplicable apoderóse de la joven. Sin grandes esfuerzos de deducción, Alina adivinó las causas de la postración del infortunado mozo. El clima de regiones lejanas, donde había tenido que ganar lo que reclamaban las víctimas de su tío, no respetó su juventud, su vigor, su robustez. La consunción, la tisis quizá, le minaba. No había esperanza. Alina no se engañaba. A estas causas uníase el dolor de haberla perdido, y él no tenía ya fuerzas para resistir al mal. ¿A qué seguir lejos de la patria? Su tío nada debía ya. Por esto volvió a Francia; por esto y porque su padre deseaba morir en sus brazos. No hay que decir que el coronel le aguardaba. Llegó a París una mañana y Rogerio apenas si tuvo tiempo para abrazarle, recibir su último suspiro y cerrarle piadosamente los ojos. Ni una sola frase... el anciano coronel no hablaría más. Con los ojos solamente, con una dulce y tierna mirada, el bravo militar, sonriente, le dió su bendición. Y estrechándole sus manos, abandonó este mundo. Nada legó a Rogerio... Decimos mal, sí: su cruz. 27
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Esto es lo que el malparado joven contó sencillamente a Alina, cuando se hablaron. Y no hubo en ello nada de novelero, de dramático. Ni misterio, ni intriga. Todo fue hecho a pleno día, a rostro descubierto. Si desde su coche la joven había visto y reconocido a Rogerio, éste la había visto y reconocido desde su silla. A pesar de su emoción, la saludó, y Alina, tocando con su sombrilla la espalda del cochero, indicóle que se detuviese al borde de la acera. Rogerio se levantó y se acercó a ella. En presencia de la nodriza, sólo se atrevieron a pronunciar unas cuantas generalidades. -Puesto que se dispone usted a partir -dijo la señora de Barbazán al terminar -¿puedo pedirle que venga a despedirse? Rogerio ofreció hacerlo. -Mañana, ¿quiera usted, señor de Prévallon? -Mañana, señora. -Le esperaré a usted a partir de las diez. El se inclinó; ella le tendió la mano, y en la forma cómo estrechó la suya, pudo Rogerio convencerse de que el cariño exprespdo en las cartas de Alina no había sufrido alteración alguna. 28
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¡Sus cartas! Era para restituirlas a su dueña, que él había accedido a ir a su casa, puesto que no se creía con derecho a guardarlas ni a destruirlas. Sabiendo que no se encontraba lejana su última hora, quería que Alina estuviese tranquila respecto a su correspondencia. Pudo llegarse a esto fácilmente, por fortuna; de no ser así, él se habría ingeniado para conseguirlo. Presentóse Rogerio a la hora convenida y entregó su tarjeta a un sirviente. Alina le recibió sin precaución de ningún género, y en la entrevista, que duró largo rato, no hubo nada que diera pie a despertar la curiosidad de los criados ni a provocar suspicacias peligrosas. Oliverio veraneaba entonces en casa de un cierto barón de Fonténe, cuya mujer lindísima tenía "un chic" extraordinario. De este modo pudo Rogerio visitar varias veces a Alina, y siempre con el mismo comedimiento, antes de emprender su viaje. Seguramente, si se les hubiera escuchado tras de una puerta, habrían sorprendido sus conversaciones, pero ninguno de los criados pensó siquiera en ello. "Este señor" iba allí, como todo el mundo; su vestido, sus maneras, eran las de toda persona en visita. Se sabía que venía de lejos y que 29
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se disponía a marchar otra vez, después de haber arreglado no se sabe qué, de la herencia de su padre. Además, ¡estaba tan enfermo! Subir las escaleras érale un tormento, y cuando empezaba a toser daba lástima. Una vez vieron que llevaba el pañuelo a sus labios y que lo apartaba manchado de sangre. "¡Pobre señor! ¡Está dando las boqueadas!" La última vez que fue a casa de Alina le anunció que dejaría París aquella misma tarde, tomando un tren que salía para San Nazario. Largo tiempo estuvieron aparentemente serenos, uno frente del otro. Aquellas dos existencias malogradas, perdidas, llenas de hiel, procuraban dominar su infortunio, vencerlo, ser más fuertes; se lo habían dicho ya todo; conocían hora por hora las fases de su vida, después de su separación, y ambos tenían conciencia exacta de su situación. Se sentían seguros de sí mismos, sobrado poderosos para ver un nudo más en la injusticia que los había separado. Pero cuando Rogerio se levantó para despedirse y cuando pronunció la terrible palabra: "¡Adiós!", Ana cedió impotente, al dolor que la ahogaba y derramando ardientes lágrimas, se arrojó en brazos del joven. Va usted a morir... ¡Ah! ¡Cómo le envidio a usted, Rogerio! Esto será para usted una liberación, 30
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mientras que para mí será una esclavitud eterna, una humillación, una sujeción a unos deberes repugnantes, detestados... Al menos, sépalo usted, amigo mío: ¡Yo no puedo amar a otro! Quiero convencerle de la fidelidad de mi amor, fidelidad que es mi gloria, mi alegría y que va a ser el consuelo de no haberle pertenecido. Estrechóle luego contra su corazón, y, como la víspera de su desastre, besóle en la frente. -¡Te amo! -murmuró.
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II Hemos dicho en el capítulo precedente, que el señor barón de Fonténe poseía una esposa dotada de un "chic extraordinario". Esta era, por lo menos, la agradable reputación de que ella gozaba en el "boulevard"; o, lo que es lo mismo, entre la mundana pléyade que se engalana con el título de "alta sociedad", en aras de su capricho. Antes, la cualidad de "parisiense" bastaba a legitimar la última opinión de su propia superioridad sobre todos los provincianos y, aun sobre los extranjeros; pero cuando París ha perdido su carácter localista y ha pasado a ser la patria mundial, la cualidad excelsa es la de "boulevadier". Este es el fin del fin de todas las cosas; suprema distinción que 32
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arranca desde la suela de los zapatos y llega hasta la coronilla,... En una palabra: la nata y flor. El bulevar no tiene punto fijo, depende de la temporada, y unas veces lo vemos en las playas normandas, otras en Niza, Luchón, en el Interlaken, en todos aquellos sitios que frecuenta la llamada "alta sociedad". Y de ahí que el "chic extraordinario" de la señora de Fontene estuviera reconocido, proclamado casi universalmente. En cuanto al barón, algo había de halagarlo en su vanidad tal reconocimiento, pero en su fuero interno, a buen seguro que hubiera preferido menos notoriedad para la baronesa, en el bulevar. Y es que esta notoriedad valía necesariamente a la dama tal cantidad de homenajes, que el barón se creía obligado a dormir con un solo ojo. No quiere esto decir que se mostrara celoso, no; era demasiado buen "boulevadier" para caer en el ridículo. ¿Hay nada más risible pregunto yo? Claro está que el hombre no olvidaba los solemnes juramentos que en la alcaldía y en la iglesia la señora de Fontene había pronuncia -do, con no menos modestia que libre albedrío. ¿Pero sabe alguien hasta dónde puede llegarse? No estaba in33
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quieto, si se quiere; no sentía desconfianza alguna; limitábase a estar ojo avizor. He aquí todo. ¿Sospechar de Oliverio de Barbazán? ¡Vamos! ¡Sólo habría faltado eso! Un amigo, Oliverio, su hermano del alma; más que un amigo, un íntimo, a quien hablaba a corazón abierto, lo mismo de la señora Fontene que del pequeño disgusto que le causaba que ella tuviese un "chic" así, tan "enorme". Y Oliverio le compadecía. ¿Que no eran verdaderos amigos? ¡Cómo dudarlo! ¡Si esto todos lo reconocían! Otra prueba, no menos convincente, ésta en que, alguna vez, Oliverio arrojaba una piedra dentro del jardín de la baronesa, o le decía algún chiste, o le gastaba una burla. ¡Bien, Oliverio! ¡Este es un buen amigo! Además, ¿qué temer de Oliverio, si también está casado? Es por lo que, si el barón, retenido aquí o allá, no podía acompañar a su mujer a alguna reunión, rogaba a Barbazán que fuese su caballero... No, nada, un servicio de amigo... Entre amigos, ¡no faltaba más! Con la condición de que haya desquite, ¿eh? Y si Oliverio consentía, no pueden ustedes imaginarse cuán tranquilo se quedaba el barón. De otra parte, no es de creer que la confianza del barón en 34
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su amigo fuera la resultante de una simpatía irreflexiva. Hacía ya mucho tiempo que se conocían. Habían corrido sus primeras calaveradas juntos, a los diez y nueve años. Respetuoso con el decoro, Oliverio se había reservado, como en su juventud, el derecho de anclar a picos pardos, pero procurando siempre cubrir las apariencias, ocultar sus picardías. Correcto en grado superlativo, habíase hecho preparar, fuera de la casa paterna, un cuartito de soltero, lindo y perfumado, apartado y discreto, en un rincón de París. Un entresuelo, tres habitaciones, un mobiliario sencillo y de buen gusto. Chiquitín, chiquitín, tanto, que había que andar en él a codazos, pero a cambio de esto, a cubierto de toda fisgonería. ¡Sean ustedes correctos, hijos míos! Pasó este tiempo. ¡Lástima! Hoy todos están casados y yo mismo no sé si se divertirían aún con aquello que tanto les divertía entonces. -Será menester que me desprenda de aquel buen retiro -observó un día Oliverio. -¡Cómo! ¿Lo tienes todavía? -Seis meses antes de mi matrimonio, renové el contrato de alquiler. ¿Y quién me va a comprar ahora los muebles? 35
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-Aguarda, Oliverio. Yo encontraré uno que te los comprará, junto con el arriendo. ¿Cuánto tiempo ha de durar el contrato? -Seis años. -Pues, cosa hecha –repitió el barón. -Uno de mis primos, Francisco Del Toque; tú lo conoces bien... -Sí. ¡Pero si está casado! -¡Precisamente! -¿Y engaña a su mujer? -¡De continuo! -¡Tiene gracia! -¡Está tan delicada la pobre! -¿Por virtud, entonces? ¡Oh, la abnegación! -dijo Oliverio, riendo. -Bueno, en realidad, esto ya no me incumbe. Si puedo, gracias a ti, colocar en mano ajena el contenido y el continente, me daré por satisfecho. -Es muy posible -concluyó el barón. Al cabo de unas semanas de esta escena, el señor barón de Fontene, pasando, por casualidad, bajo las ventanas del cuartito de soltero de su excelente amigo, admiróse de que las ventanas estuviesen abiertas. Corría el mes de noviembre. El día, por tanto, declinaba más rápidamente, y el cielo desapa36
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recía ensombrecido por una mar de vapores grises. Detúvose y observó la claridad de una luz. Sin idea determinada, atravesó la calle y preguntó al portero: -¿Está en casa el señor de Barbazán? El portero conocía al barón. En cierta ocasión había recibido cien francos, para acompañar al barón -no todo lo seguro sobre sus piernas que convenía al prestigio de su nombre- a su domicilio. -¡Caramba, -dijo, -llega usted a tiempo! Acaba de pedir un coche que mi chico ha ido a buscar. Es raro encontrarlos en este barrio. -¿Está solo? -repuso Fontene. -Mi mujer no me ha dicho que el señor hubiese venido acompañado. El barón subió las escaleras y llamó. Un momento después, el propio Oliverio abría, diciendo: -¿El coche aguarda? Muy bien... Pero reconociendo a su amigo, cuando creía abrir al chico de la portera, quedóse parado, sin saber qué decir, con una luz en la mano y abriendo desmesuradamente los ojos, embarazado, desconcertado, aturdido. Luego, elevando la voz, pero sin abandonar la puerta : 37
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¡ Cómo! ¿Eres tú, Fonténe, eres tú, barón? -dijo. -Me alegro mucho... Sí yo hubiese sabido que eras tú... ¡Caramba! Habría salido inmediatamente... Habría... Espera... Voy a tomar el abrigo... ¿Me permites?... Yo... -Pero, hombre de Dios -dijo el barón, admirado, -¿qué te ocurre? Si tienes tiempo de sobra. El coche no ha llegado aún, y puesto que veo el hogar encendido en tu salón, deja que vaya a templar un poco el cuerpo: tengo los pies helados. Oliverio había perdido la cabeza. No se atrevió a rechazar a su amigo y fue retrocediendo y, comprobando de una ojeada que el salón estaba vacío, puso sobre la mesa la luz, una pequeña lámpara que parecía pesarle un mundo al sostenerla con su brazo tembloroso. "El corazón le había dado un vuelco", según una gráfica expresión popular; todo su ser se había crispado, bajo la acción de un terror pánico. Y cuando creyó que el peligro estaba conjurado, los nervios se distendieron, dejándole inerte, aplanado, atónito. Y es que su situación era realmente espinosa. No hace falta, gran penetración para adivinar que el descendiente de los condes de Tolosa no estaba 38
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solo en su cuartito. Una dama le hacía compañía, y si el barón de Fontene la hubiese visto, el resultado habría sido bastante dramático, porque aquella mujer... era la suya. El barón examinó curiosamente la estancia y descubrió también la joya de la casa: la luz, bajo la pantalla, alumbró el borde de las cortinillas de una ventana, por debajo de cuyo fleco asomaban dos lindos pies admirablemente calzados, unas medias caladas de seda, dentro de finísimos zapatos, de una pequeñez admirable, que parecían surgir de una falda primorosamente bordada. El barón no fue insensible a tan delicadas elegancias, al contrario, le enardecieron; afortunadamente, su caridad le hizo pensar en los peligros que corría su amigo en negocio de tal jaez. Y lo reprendió, sin preocuparse porque la desconocida le oyese. La reprensión tenía dos fines. Como Oliverio creía firmemente que la dama, advertida por sus exclamaciones, se había puesto en lugar seguro; atravesando las habitaciones vecinas -retirada que ella no pudo efectuar, puesto que para ganar la puerta de comunicación, tenía que atravesar el espacio que los ojos de su marido abarcaban, desde la antecámara, -Oliverio, decimos, estaba po39
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co dispuesto a oir sermones. De buena gana habría mandado a freír espárragos a su amigo, cuando, por un movimiento de las cortinillas, se hizo cargo de la situación. Sin acordarse para nada de su valeroso antecesor el conde de Tolosa, el último vástago de los muy altos y esforzados señores de Barbazán se encontraba poseído de un miedo cerval, en un estado lastimoso, más que lastimoso. De tal suerte, que sólo se le ocurrió una cosa: dar tiempo al tiempo, dejar hablar al barón, que terminara su arenga, esperando que las circunstancias solucionaran el conflicto. Y el señor de Fontene prosiguió: -Te quiero demasiado, Oliverio, para no aconsejarte. ¡Sería una traición! He de serte fiel como un perro de Terranova; debo advertirte del peligro; es un caso de conciencia. Ahí tienes; supongamos... eso, sí; supongamos que yo los tengo aquí, que ella y tú están oyendo las palabras que me sugiere mi cariño. Pues bien, yo les digo: ¿Qué salida encuentran ustedes a este atolladero? ¡Y qué existencia la de ustedes! Son éstas unas relaciones inciertas, peligrosas... ¿entienden? Se meten ustedes en un coche, y el cochero, cansado de rodar y rodar a la ventura, sin detenerse, les dirige frases molestas que han de so40
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portar ustedes resignadamente, porque al menor reproche, se creerá autorizado para dar sus nombres y señas personales... Y luego, los obstáculos imprevistos... Un caballo que resbala, un atropello que origina un proceso verbal, una información, testigos, la intervención de la justicia... En cuanto a ella, deslizarse veladamente en un restaurant la aterroriza; si alguna de sus amistades se cruzara con ella en la escalera, por la que sube, anhelante y temerosa bajo su triple velo... Y en cuanto a ti: un guante, un paraguas olvidados. Son otras tantas amenazas terribles, pues el deber más imperioso que la honradez impone en estos casos es la reserva, que se ha de mantener, cueste lo que cueste... Se dirán ustedes -"¡Yo te amo!" en aquel cuarto reservado donde los espejos están cubiertos de inscripciones licenciosas, en esas habitaciones de fonda, donde el cigarro del último ocupante ha dejado la neblina del humo... ¿Es que puede el amor descender a tales lugares? ¡Ah! ¡Tú lo comprendes y lo lamentas! Pero estás seguro. La mujer... ¡esa sí que está en situación peligrosísima! ¡Oh, si no se lo impidiera el sonrojo de ser la primera en romper el silencio, ya haría rato que estaría hablando! Anda, contesta... ¿Qué me dices? 41
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-¿Yo? ¡Nada! -dijo Oliverio con alguna sequedad. ¡Te lo dices tú todo! -¡Bah! No quieras mostrarte indiferente. Tu rostro desencajado te traiciona... Estás tascando el freno; te encuentras en el potro. -Bueno, sí, es verdad, lo confieso -contestó el marido de Alina. -Es que mis frases te llegan al alma. Vaya, Oliverio, es menester que reflexiones, ¡qué diablo! Tengo lástima de tu desgracia... Si tú eres hombre de honor, debes pensar en las consecuencias de una sorpresa... ¡Ah! -prosiguió el barón, con la mayor buena fe del mundo, -por ti mismo, ¡pardiez !, no seas tonto. Al fin, un hombre valiente termina colocándose frente a una espada, pero... ¡una mujer!: un proceso escandaloso, la venganza de su marido, un trágico fin quizá... -¡Calla, te lo ruego! -interrumpió Barbazán, muy conmovido. -¿Por qué no? -continuó Fontene, admirado de su propia elocuencia. -¿Y cómo podrás evitarlo? Pero -agregó como si se objetara a sí mismo -yo presiento ya tu respuesta: "¡Yo la amo!..." En efecto, ésta es la palabra mágica, que lo excusa y lo ennoblece todo. Tú la amas y no tienes otro recurso que 42
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burlar al amigo a quien estrechas la mano. Tú la amas... pues bien, hazte su comensal, su confidente, ¡procúrate el acceso en la casa que deshonras! -¡Barón! -exclamó Oliverio, que estaba sobre ascuas, como suele decirse. -¿por qué te has de indignar? -continuó el moralista, con cierto interés implacable. -¡Si es ella la que te condena a este papel repugnante! Y yo me pregunto: ¿qué prestigio vas a guardar ante sus ojos? ¿Crees que pones en ridículo al marido? Al contrario, es a ti a quien convierte ella en risible y miserable; Werther, complaciente, apocado y temeroso, al que todo inquieta, cuida de estar impasible ante aquel marido, tan pronto familiar, tan pronto brutal, que acaricia o maltrata a su adorada... He aquí el resumen de los amores de ustedes -terminó el barón: -un poema repugnante, lleno de farsas, de complicidades rastreras, de escenas vulgares, que les obligan a enrojecer cuando están ustedes frente a frente y que habrá de conducirles a compromisos deshonrosos. ¡Por fin! El barón había terminado. Estaba contento. Y porque lo estaba, se levantó ¡Ea! -dijo con tono indulgente, -yo me voy y te abandono a tus meditaciones. 43
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Y tendió la mano a Oliverio, el cual estaba tan trastornado, que vaciló un momento en aceptarla. -¿No la quieres? -dijo el señor de Fontene, sonriendo desde lo alto de su triunfo. Y luego, a flor de oído y estrechándole la mano con fuerza., agregó, lanzando una mirada a los bajos de las cortinillas: -¡Bobo! -murmuró, -¡mira!… Oliverio advirtió los piececillos de su cómplice, y un estremecimiento de terror corrió por todo su cuerpo. -¿Te enteras, eh? -prosiguió el barón con aire de chanza. -Te felicito; calza admirablemente; se conoce que su marido la trata bien. ¡Ah, pícaro! ¡Buen pillín estás tú! Voy a contárselo a mi mujer... Y dime, dime; ¿es, quizá, alguna de nuestras amigas? Confíamelo: ¿es visita de casa? Mientras hablaba, fue encaminándose hacia la puerta, y ya en el umbral, riendo francamente, añadió-Te he fastidiado, ¿no es eso? Yo hubiese querido verle el rostro... ¡Ah! Entonces, yo te lo aseguro, habría vencido... No habían transcurrido aún quince días, cuando el entresuelo había cambiado de inquilino. El primo 44
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del barón, señor Del Toque, lo había adquirido del señor de Barbazán. -En buena hora -dijo Fontene a éste. -Veo que mi sermón no ha caído en saco roto. ¿Han reñido ustedes? -¡Sí, sí! -¡Bravo! Algunos días después, el barón y la baronesa daban una comida. Quince o veinte invitados a lo sumo. Por la tarde, recibían y se danzaría un poco, al piano únicamente. El señor y la señora de Barbazán asistirían, aunque Alina había opuesto algunas dificultades antes de aceptar la invitación. Su marido tuvo que insistir. No le era muy agradable sentarse a la mesa de este barón a quien Oliverio burlaba. Además, la obligación de sufrir el contacto de la dueña de la casa le era penosa y repugnante. No habían faltado almas caritativas que pusieran al corriente a Alina de la intriga, que sólo ignoraba, como sucede de ordinario, el propio interesado: el barón. Entretanto, Alina tuvo que vencer sus repugnancias, ya que no tenía valor para declarar a Oliverio que "lo sabía todo".
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En ciertas esferas de la sociedad, estos casos son muy frecuentes, y es de buena educación acomodarse a ellos. Un poco antes de la velada, el primo del barón llamó aparte al señor de Fonténe. -Vamos a ver... ¿Te unen lazos muy estrechos con el señor de Barbazán? -preguntóle. -¡Mucho, mucho! Nos hemos sentado juntos en los bancos de la misma escuela... ¡Calcula, pues!... ¿Por qué me lo preguntas? -Ya verás: imagina que he hallado una pequeña joya en el entresuelito que me cedió el señor de Barbazán. Indudablemente, es de escaso valor, pero lo bastante para que yo no me desprenda de ella. Por otra parte, es muy probable que alguien esté sumamente afligido por la pérdida de la alhaja; y como yo no tengo apenas amistad con el señor de Barbazán, debes comprender cuán molesto ha de ser para él y para mí la devolución de esta chuchería. -Lo comprendo -dijo el barón. -¿Y qué es esa joya? -Una arracada. -¿La llevas contigo? -Sí, porque sabía que había de comer a su lado. -Veamos. 46
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Y el señor Del Toque, sacando la joya del bolsillo del chaleco, la entregó a su primo Fontene, que la examinó. -Querido, tus escrúpulos son excesivos agregó al cabo de un instante. -Esto no vale más allá de tres luises; modelo vulgar al alcance de todas las fortunas. -Bueno, en ese caso -repuso el primo, mejor será no decirle nada a tu amigo. -Quizá tengas razón -respondió Fontene, haciendo ademán de devolver el objeto. Pero, cambiando de opinión, a causa de una tentación maliciosa: -Espera, no -dijo riendo por adelantado, ¡déjame hacer! Voy a darle un disgustillo a ese Tenorio. Se la haré restituir por mi mujer. -¡Perfectamente, pero conste que yo no tengo vela en este entierro! -dijo Del Toque. -No tengas cuidado. Asumo toda la responsabilidad. Al barón no le guiaba otro propósito que el de gastarle una inocente broma a su amigo. Prometíase observar un rato a su camarada y reír a su costa. ¡Es tan corrido este diablo de Oliverio! Y su buen ami47
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go Fontene solazábase de antemano, imaginando la cara que aquél pondría. Así que, apenas vio venir a su esposa, la llamó, con el deseo de ponerla al corriente del complot. -¿Qué me quieres? -preguntó ella acercándose. -¡Psit! -hizo el barón, con tono misterioso y picaresco. Luego le presentó la alhaja: -Toma, -díjole; -ahí tienes una arracada que... La joven la tomó con la mayor sencillez del mundo, y con la mayor sencillez del mundo interrumpió también a su marido, diciéndole -¿Así, pues, tú la has encontrado?... Fontene estuvo a punto de desvanecerse. Parecióle que la casa se le venía encima y buscó una silla donde dejarse caer. -¿Pero, es tuya? -preguntó. -Sí -repuso la baronesa con su acostumbrada tranquilidad. -Hace cinco o seis semanas que la perdí. Si me la hubieras entregado antes, me habrías ahorrado buscarla tanto tiempo. Y, cuidadosa de sus deberes de dueña de casa, giró sobre sus talones para regresar al lado de los invitados. 48
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Si Fontene no hubiese sido un "hombre de mundo", habría cedido al furioso deseo de estrangularla allí mismo. Pero el "qué dirán", el escándalo, le dió miedo. Sin embargo, el infeliz sufría horriblemente. No cabía ni la más ligera sombra de duda en su espíritu: aquel par de piececillos que advirtió bajo las cortinillas del cuarto de su amigo Oliverio de Barbazán pertenecían a la baronesa de Fontene, su legítima esposa; persona de la más alta sociedad, de la cual, Europa, por sus cuatro costados, proclamaba el "chic" enorme. ¡Su mujer! ¡Su amigo! ¡Le engañaban, se mofaban de él! ¿Era esto posible, era cierto? La amistad escarnecida; el amor propio gravemente herido, pesaban sobre su corazón; y el desdichado, perdida la noción de sí mismo, se sentía atontado, embrutecido, loco. ¿Qué había hecho para merecer semejante afrenta? Otros le habrían aclarado este punto. El no acertaba a explicárselo. No comprendía más que una sola cosa: su mujer y su amigo habían estado abusando de su confianza. Esto le parecía de una crueldad inaudita. El, sólo él, naturalmente, había de poner los medios para escapar a esta vergüenza. ¡Y 49
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pensar que había tenido a la baronesa a dos pasos, cuando él daba lecciones de moral a Oliverio; que al salir le había felicitado por la elegancia de su cómplice; que se habían reído de él, de él, tan cómico, tan ridículo, marchándose confiadamente después de haberles regalado los oídos con un discurso conmovedor! El barón se los imaginaba ya, riendo... creía oír sus carcajadas... ¡Reír! Esta idea fue la más dolorosa de todas. Reír, ¿y de qué? ¿De él, del señor de Fontene? Rían ahora, si quieren, que pronto cesará su risa. Desde aquel instante, la cólera dominó sus pensamientos, una cólera fría, reconcentrada, que le dotaba, de golpe, de una firmeza inquebrantable. Estaba firmemente decidido. Hacia media noche, la señora de Barbazán levantóse para salir y el barón siguió a Oliverio hasta la antecámara. Una vez allí, a media voz, mientras Oliverio se colocaba el abrigo, le dijo: -Te aguardo en el círculo. Ya sé quién estuvo contigo en el entresuelo, cuando fui la última vez. Hace falta... ¡ya puedes comprenderme! Quiero arreglar este asunto inmediatamente. Una hora, después, encontrábase el barón con el marido de Alina en la puerta del círculo. 50
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-Ven -le dijo el barón, llevándole hacia un callejón cercano. Y cuando se hubieron alejado algunos pasos: -Vamos a entrar en el círculo, dentro de unos momentos -díjole. -Yo dirigiré la conversación hacia la política. Tú me replicarás con violencia y harás de manera que podamos batirnos a espada mañana por la mañana. Entendidos, ¿eh? Si no lo haces así, cuando regrese a mi casa estrangulo a la baronesa. Al día siguiente, en efecto, en el bosque de Meudon, hacia las diez, los dos amigos, asistidos de dos padrinos y su médico, cruzaban sus aceros. Oliverio mostraba una calma perfecta. El pretexto aducido ante la galería, le satisfacía, le envanecía completamente. En cuanto a las consecuencias del combate, no le preocupaban, porque sabía la manera de llevar las cosas a un extremo que se había fijado después de madura reflexión. Reflexión y lucha interior entre la generosidad y la sana razón. La generosidad le llevaba a dejarse herir. Oliverio reconocía deber esta satisfacción a su amigo. Pero la sana razón le objetaba juiciosamente que Fontene no se daría por satisfecho, y que querría, probablemente, un suplemento. ¿Pero cuál? ¿Volver a batirse cuando su adversario estuviese curado? Sea, aunque 51
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dejarse herir de nuevo exigía mucha abnegación. ¿Mas quedaría así zanjado para siempre el asunto? ¿No reclamaría, entonces, un nuevo encuentro? No, causaría extrañeza. ¿Pero, qué se propondría el barón? Y además, ¿quién sabe si el rencor del barón alcanzaría a su esposa? ¡Vaya por Dios! ¿No sería más razonable violentar la generosidad, procurando un cambio de papeles? El barón -muerto, no; Oliverio no pensaba en ello- herido solamente, durmiendo de lado, durante tres semanas largas, es decir, imposibilitado de obrar, de atentar contra la baronesa... Y luego, en tres semanas de cama, ha de reflexionarse forzosamente. Es menester calmarse, para poder curarse. La venganza pierde energía, se atenúa. Se ven con mayor parsimonia, con más serenidad, las consecuencias de una nueva violencia... ¡Bah! Todo quedará apaciguado al fin. Es preciso herir al barón, en interés de todos; en su propio interés, en primer lugar. Se le prestará un excelente servicio. Esta fue, cuando menos, la conclusión a que llevaba su "sano juicio" al señor de Barbazán. Y al fin, ¿qué? Herir al barón no era más que un juego para él, que era ducho en el arte de la esgrima. Por otra parte, a menudo habían probado sus armas ambos 52
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amigos. El marido de Alina conocía a fondo el juego del barón. Era un rocín... No tenía más que buen puño. Empezó el lance. El barón, desdeñando la enseñanza adquirida en las salas de armas, apenas se dio la señal, rojo de ira, hizo un salto de tigre hacia adelante, e inutilizando la parada de Oliverio, clavó el acero en su pecho con tal furor, que le atravesó de parte a parte, quebrándose la hoja en la herida. -¿He obrado con lealtad? -preguntó fríamente el barón a los testigos. Estos contestaron con un signo afirmativo, al mismo tiempo que ponían cara de perro, imaginando las molestias que habría de ocasionarles la Justicia. En cuanto a Oliverio, que no había llegado a hacerse cargo de la acometida del barón, quedóse un instante tan alelado como sus padrinos, estupefacto, incrédulo. Pero este momento duró poco. Una bocanada de sangre subió hasta sus labios; los ojos se le abrieron desmesuradamente; sus brazos se agitaron en el vacío, y cayó. Alina había quedado viuda. 53
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De todos aquellos a quienes este suceso interesaba, el más lastimado fue el padre de Oliverio, el viejo marqués de Barbazán. En el curso de su vida, ya larga, habían desaparecido varios de sus seres queridos: su padre y su madre; un hermano menor, hombre inteligente, abierto a las ideas modernas, que se había arruinado en empresas industriales. Había perdido, por último, a su esposa, sin contar diversos parientes más o menos cercanos. Todos estos duelos habían pasado cerca de él, sin rozarle apenas. Se habría dicho que los tenía, previstos. Pero la muerte de su hijo le causó una sorpresa, una amargura, que le puso taciturno. Jamás había imaginado que pudiese ocurrir tamaño accidente. Luego, el sentimiento de no poseer ya aquel hijo que él adoraba de una manera especial, ciega, con una especie de admiración ilógica, arbitraria, le causó un dolor profundo, porque vio desmoronarse todas sus ambiciones, todas sus esperanzas, que se fundaban únicamente sobre Oliverio. Desde el primer momento, la noticia trastornó las facultades del viejo hidalgo. Quedó anonadado, sin comprender, llorando, lamentándose, acusando al Cielo... ¿Pero es que hay Cielo? ¿Hay algo, sea lo que fuere? El no lo sabía. Su hijo había sido para él 54
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la luz que alumbrara el mundo exterior. Esa luz se había apagado, era una sombra, el vacío, la nada. ¿Por qué y por quién interesarse ahora? Por sí mismo. Sí, bien, pero ¿a qué? ¿Con qué objeto, con qué fines? ¡Ah, sí! Todo aparecía ensombrecido. Todo... hasta el nombre: Oliverio dejaba una hija. ¡Acababan los Barbazán! ¡No valía la pena de descender, por línea de mujer, de los condes de Tolosa! Afortunadamente, llegó la hora que amenguó su pesimismo. Reaccionó la naturaleza, reanimóse su espíritu, dejándole entrever el consuelo del "más pudo ser". Pálida esperanza, menguada compensación, pero que le devolvía su perdida tranquilidad. Su hermano, más afortunado que él, había tenido un hijo. Un Barbazán, dos veces huérfano, y, como Oliverio, también descendiente de los condes de Tolosa, siempre por línea femenina. El marqués era su tutor. El niño, ya mayorcito, seguía sus estudios en el colegio de San Gaudencio; tenía sus gastos pagados, y además, liquidadas sus cuentas, quedábanle alrededor de tres mil francos de renta y, del dominio paternal, una quinta, rodeada de un pequeño bosque, enclavada en las tierras del marqués. 55
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Llamábase Roberto. Unas azotainas aplicadas con oportunidad habíanle enseñado a desprenderse de su corteza salvaje y a convertirse en un espíritu rectilíneo. Para él, no había más que el "dos y tres son cinco". Este era su fuerte. Le dominaba la línea recta. No es que fuera montaraz; antes al contrario, su rostro, sonriente y agradable, denotaba un hombre de temple, pero sin ambición alguna. No le preocupaba el porvenir; no se ocupaba de él; le bastaba ocuparse de sí mismo. Y de niño, muy niño, cuando le faltaban juguetes, se los fabricaba; algunas veces, bastante complicados. Gran lector, como su tío, y con disposiciones naturales sobresalientes para el dibujo y la pintura. Una de las cosas que más le divertía a los doce años, era retratar a las criadas... ¡y a fe que muy parecidas! El paisaje también le atraía. Y, miel sobre hojuelas, tenía eso que los artistas llaman "pasta", un estilo personal, inconfundible. Durante largo tiempo, el marqués estuvo velando cuidadosamente por su sobrino. Le guiaba el egoísmo. ¿Por qué Roberto no había de casarse con Raimunda? Poco a poco; el padre de Oliverio fue alimentando esta ilusión, que se le había metido entre ceja y ceja; y así se lo hizo saber a la viuda de su hi56
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jo. Alina reflexionó. -¿Por qué no? Y aun cuando andaba tan desconcertada como su suegro, aceptó ir con él a vivir a su castillo de Barbazán, donde esperaba encontrar un retiro tranquilo y apacible. Los señores de Tilloy pusieron el grito en el cielo. ¡Le tenía sin cuidado! Así como así, hacía ya tanto tiempo que estaban acostumbrados a su aciaga suerte Lo cual no fue obstáculo para que le insinuaran que una mujer de su edad no podía prolongar su viudez, sin que su honor padeciera. ¡Mil gracias! ¿Volver a casarla? Pase que hubiesen querido casarla con Rogerio de Prévallon, sin perjuicio de que luego se opusieran. Acabó aquello. El noble joven había sucumbido. Y si Alina vestía luto riguroso, guardaba un segundo luto en su corazón, más sentido y más sincero. Con Oliverio había tenido bastante para pensar en casarse con otro individuo. Al contrario. -"Adiós, papá; adiós mamá. Queden con Dios." Y con El quedaron. Pero sintiendo que el adiós de su hija era más verdadero de lo que lo parecía, que se apartaba Alina de ellos; sobrepusiéronse a su pasión reconociendo a su pesar, y bien a su pesar, que todo ello no era más que una cosecha merecida 57
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de lo que habían sembrado. Ambos esposos disputaron una vez más. Esto fue todo. Poco tiempo después, la señora de Tilloy pilló un enfriamiento, quiso curarse por sí misma y... el desenlace fue fatal. Tal vez hubiera logrado vencer la enfermedad de haber cedido a los consejos de su marido, que estaba empeñado en hacerla visitar por un médico. Viéndose solo y no teniendo con quien regañar, el señor de Tilloy encontróse fuera de su órbita. Este hombre que, desde hacía treinta años, no había pasado una comida, una velada tranquila, disputando sobre cualquier cosa, por la sola manía de demostrar que tenía razón, cuando la tuvo de la noche a la mañana, de la mañana a la noche, en toda ocasión, sintióse poseído del tedio... Algo así como el náufrago que advierte la orilla lejana, y duda de alcanzarla y se deja hundir, por la laxitud de un estado de embotamiento y falta de volun- tad. Los años se sucedieron. Alina vivía en casa de su suegro y en comunidad de ideas de intenciones; Raimunda fue creciendo. Su primo Roberto, hecho un hombrecillo, tratábala como novia, e ingenuamente ella le amaba, como una joven de diez y seis años bien educada puede amar. 58
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Esto maravillaba a todo el mundo. ¡Paciencia! Dejen que pasen todavía dos o tres años, y verán ustedes qué nueva familia va a formarse. Sobrevino una inquietud. Alina, aunque fuerte, no podía ya andar de prisa. Su pecho se oprimía: el corazón le latía con violencia. -Son palpitaciones -dijo el doctor. -Esto no tiene importancia. Bastará con evitar los largos paseos, las ascensiones fatigosas y, especialmente, las emociones bruscas. Alina procuró ceñirse a este régimen. Un día, mientras enseñaba un plato a la cocinera, recién entrada en la casa, una gordinflona que deseaba adelgazar, ésta hizo un movimiento desgraciado y vertió el aceite de la sartén sobre el fogón. El efecto fue inmediato. Llamas de dos metros de altura, lamiendo los muros, empezaron a rozar el techo. Era un incendio que se iniciaba. ¿Cómo acabaría? Gritos, voces de auxilio... Quién más, quién menos, todos hablan perdido la cabeza: Alina, más que ninguno, a causa de que Raimunda tenía su habitación, precisamente, encima de la cocina. La joven madre veía, en su imaginación, el castillo convertido en pavesas y a su pequeña carbonizada... ¡Horror! 59
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Por esto, echándolo todo a rodar, loca de terror, lanzóse hacia la escalera, cuyos peldaños subió de cuatro en cuatro y corrió hacia la habitación de la niña. ¡Ah, qué alegría! Raimunda no estaba allí... Sí, justo... véanla, en el fondo, a lo lejos, al final del parque, con su abuelo... ¡Qué peso se le quitó de encima! Pero los nervios habían estado demasiado en tensión, y mientras descendía por las escaleras, acometiéronla unas ansias locas de reír. Su mano temblaba sobre la barandilla, las piernas se le doblaban, y para ganar el vestíbulo tuvo que apoyarse, en los muebles, en los muros, y allí, en el umbral de una puerta, a los ojos de su hija y del marqués, lanzó un grito, llevóse las manos al corazón, dejó escapar una bocanada de sangre y se cayó desplomada. La rotura de un aneurisma la mató. -¡Una muerte dulce! -dijeron en San Gaudencio. Y todo San Gaudencio asistió al entierro. Y no sólo San Gaudencio: de las villas de los alrededores, de Montréjean, de Muret, de Luchón, de Isle-en-Dodon, de San Bertrán de Comminges, de Valentine, de Girac, y aun del mismo Tolosa, es decir, de Bazus, llegaron carruajes a Barbazán, condu60
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ciendo buen número de personas, toas de la "alta sociedad", a las que fue necesario dar de comer, siguiendo una antigua costumbre. Por algo dicen que los duelos con pan son menos. Afortunadamente, el tiempo era magnífico y pudieron colocarse mesas al aire libre. Terminada la ceremonia, el castillo quedó solitario y triste, y durante más de un mes, abuelo y nieta no pudieron verse sin llorar y abrazarse, dando rienda suelta a sus congojas. Una tarde, el marqués, haciendo un supremo esfuerzo, penetró en la estancia de Alina. Quería poner en orden cuanto ella había dejado; guardar sus joyas, guardar, como reliquias, sus pequeños objetos familiares, que su hija más tarde habría de recobrar. Entro aquellas chucherías, había papeles cartas de los esposos Tilloy, cartas de Oliverio, y otras firmadas por Alina. ¿Cómo habían vuelto a poder de ésta? Estaban todas dirigidas a Rogerio de Prévallon, un nombre absolutamente desconocido para el marqués, quien se puso a leerlas. A las tres de la madrugada leía aún. El nombre de Prévallon se repetía en las cartas de la madre de Alina. Las amigas de colegio también lo estaban por medio de iniciales: "Señor don R. de P..." 61
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Cuando, al día siguiente, Raimunda bajó al comedor para desayunarse, parecióle notar cierta fatiga en su abuelo. Tenía los ojos enrojecidos, el rostro pálido y rehuyó el abrazo de su nieta. -Raim unda -le dijo, -un asunto urgente reclama mi atención en París. Tú no puedes quedarte sola aquí, durante mi ausencia, que no sé si será corta o larga. Para esperar mi regreso, vas a entrar en un convento. -¿Me llevarás tú abuelito? -¡Imposible! Necesito preparar papeles, arreglar documentos... -¿Y cuándo partiré? -Cuando termines el desayuno. -¿Quién me acompañará? -Tu nodriza; la vieja Ceferina. Come de prisa, que te aguarda. -Pero tú, abuelito, ¿no vas a desayunarte? -Ya lo he hecho, Raimunda. El tiempo me apremia. Y la dejó. Raimunda quedóse afligida, y de aquella aflicción resintióse su apetito. Cuando estuvo lista, quiso despedirse de su abuelo, abrazarle. Partió. El notario de San Gaudencio la aguardaba. 62
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¿Y Roberto? Antes de amanecer, su tío le había escrito encargándole una comisión urgente y citándole luego en San Gaudencio. ¿De modo que no volvería a abrazar a Roberto? La chiquilla imaginó que le amenazaba una gran desdicha. Y por la noche, dormíase, después de haber azotado sus lágrimas, en un cuartito del convento de Madres Benedictinas de Tolosa.
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III El castillo de Barbazán no es otra cosa que un edificio endeble y ruinoso que se mantiene en pie por un prodigio de equilibrio, realmente inverosímil. En la vecindad, hombre alguno recuerda haber visto que en él se practicaran reparaciones. Un martillazo dado violentamente contra sus muros, bastaría para que la construcción entera se viniera abajo. Además, se encuentra tan apartado de todo centro productor, allá, en lo más alto de uno de los estribos de la cadena pirenaica, que es un problema difícil, insoluble casi, el de procurarse obreros para reparar la finca. Pero si ésta no vale un centavo, los bienes que de ella dependen representan una gran fortuna. Es, asimismo, refugio pintoresco y agradable, los dos 64
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tercios del año. De un lado, el valle del Garona, bordeado en la margen opuesta, por los ribazos sobre los cuales se levanta San Gaudencio, con Valentine a sus pies, y a lo lejos Montréjean. Del otro, el amplio círculo verdegueante, en el centro del cual se eleva majestuosamente San Bertrán de Comminges, como un gigantesco pilón de azúcar, coronado por una catedral, que ha sido testigo de multitud de acontecimientos desde la cruzada de los Albigenses. Y era en aquel castillo donde, de vez en cuando, se encerraba el padre de Oliverio. Había envejecido mucho; avisado y prudente, conservaba, empero, su aire jovial y desenfadado. Por su traje, se le habría podido tomar por un vendedor de cerdos, título que agregaba a su cualidad de marqués. A pesar de sus riquezas, no era desconfiado Las puertas carcomidas que mal cerraban aquella especie de parque que rodeaba la casa, encontrábanse abiertas noche y día para quien quería pasarlas. Bestias y personas penetraban en la finca, como en la casa propia, y aun, si en alguna ocasión, les cazadores furtivos hacían de las suyas, procurándose la cena, sin permiso, el castellano desentendíase caritativamente. 65
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-¿Ha oído usted esta noche, señor marqués, disparos de fusil? -No, hija mía. La noche se ha hecho para dormir, y cuando yo me meto en la cama es para cumplir debidamente con ella, a Dios gracias. Filósofo en estas y otras andanzas, el señor dé Barbazán, no se creía en el caso de molestarse por liebre de más o conejo de menos. Por otra parte, la caza no le era manjar favorito. Había pasado ya para él la edad en que el cazar place y divierte. No, él no se pone de mal humor recordando otros tiempos; no siente la añoranza de la caza ni de los demás placeres del gran mundo, en el campo o en la ciudad. ¡Palabra que no!... En los aristocráticos salones de Tolosa, en los de Luchón, durante el verano, en el barrio de San Germán, de París, encontraría aún venerables mamás que guardan recuerdo de cómo valsaba "a la alsaciana", en cuyo género de danza había causado furor... Pero si ahora no valsa, posee la gota, que no es precisamente una compensación, aun cuando no falte quien asegure que da patente de longevidad. Sin embargo, el señor de Barbazán no se queja, antes al contrario, se burla de sí mismo, de sus acha66
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ques, y charla con su habitual gracejo con la primera persona que se le pone delante. Solo, en aquel vasto edificio, donde él mismo se ha preparado un rinconcito confortador, emplea la mayor parte de su tiempo releyendo sus libracos, en cuyas páginas dejó manchones amarillentos la humedad. En cuanto le es posible, se abstrae, se olvida de sí mismo, por ver si consigue olvidar a su vez añejos dolores. En su alma, en su conciencia, siente el convencimiento de que el Cielo ha sido ingrato con él y le pone mal ceño. La soledad no ha sabido comprenderle, y menosprecia una sociedad compuesta de advenedizos de la peor condición, para los cuales un hombre como él no es más que un hombre como todos. Su desprecio hacia el resto, es inofensivo. Le tiene por "acabado" y si su escéptica acritud tiende al cinismo, sus chanzas parecen revelar escasos sufrimientos. Sírvenle mujeres; viejas y jóvenes, nacidas en Barbazán en su mayoría. Todas forman parte de la casa, más como muebles que como criadas, y menos afectas al dueño que a los sillares del edificio; parécense a esos gatos que se dejan morir de hambre 67
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en plena calle, antes que seguir a su amo a un nuevo domicilio. Entre las jóvenes, había una, Lucía, algo más afecta al castillo. Su madre, la vieja Ceferina, había criado a la nieta del marqués. Por esto Lucía, a pesar de su juventud, gozaba de cierta supremacía que nadie pensaba en discutir. Una mañana de noviembre, Lucía advirtió por el amplio ventanal del piso bajo un forastero instalado en una silla de tijera y con un álbum sobre sus rodillas, tomando unos apuntes. -Vamos -pensó Lucía, -todavía queda quien dibuje el castillo del señor marqués. -Y a fe que sólo el exterior ofrecía un aspecto interesante. La hiedra había invadido los muros, coronando el marco de las ventanas y formando losanges de variados tonos, dentro la gama de un verde botella. Esto era alegre, no cabe duda, pero el artista debía de ser insensible, porque corría un airecillo que engarabitaba los dedos y los árboles veíanse cubiertos de escarcha. Con una bondad ligeramente maliciosa, Lucía reavivó las cenizas de la inmensa chimenea, donde dos troncos, ardiendo de cabo a cabo, calcinábanse y crujían, y puso entre la ceniza una vasija de barro. 68
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-Supongo que no le sentará mal un vaso de leche -se dijo la joven sirvienta. Y no es que ella tuviera motivo alguno que justificara sus cuidados; ni aun le había visto de cerca. Pero no era el primero que andaba, lápiz en ristre, por el interior de la casa. Pocos eran los pintores que, pasadas las vacaciones, desdeñaran dibujar las líneas principales del castillo, en ligeros trazos. Y cada vez que esto ocurría, entraban en la planta baja para pedir un vaso de agua fresca en verano o para desentumecerse al amor de la lumbre, en el invierno. Pero este pintor no hizo como los demás, con gran sorpresa por parte de Lucía. Cerrado el álbum, recogidos los demás útiles de su "oficio" dispúsose a salir. La joven le tuvo lástima. -¡Caballero! ¡caballero! -dijo, entreabriendo la ventana; -hay aquí un hermoso fuego donde puede usted calentarse, si lo desea. El dibujante no se hizo de rogar. -De mil amores, bella niña -dijo con gracejo el artista. -Es usted amabilísima, y no es cosa de rechazar su invitación, mucho más cuando tengo los dedos convertidos en carámbanos. Acercése a la casa, y cuando penetró en la sala chisporroteó en el hogar un haz de ramas, cuyas 69
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llamas lamían la pared, serpenteando a la altura, de un hombre. ¡Oh, qué hoguera tan confortadora para un aterido! Pero... lo que es la afición: el mozo -un joven nada vulgar, con sus ojazos asiáticos, separados por una nariz aguileña -olvidó el aguijoneo de sus dedos arrecidos, para echar una ojeada curiosa a aquella estancia. Otros no habrían sabido ver en ella, seguramente, más que una habitación espaciosa, de techumbre artesonada, con muebles proporcionados a las dimensiones generales, y una soberbia chimenea donde habrían podido asarse dos bueyes a la vez. El artista vio todo esto, pero acertó a descubrir en ello algo más: "¡el carácter!" Con decir "el carácter" está dicho todo, a lo que parece. Entre pintores, es de fácil comprensión. Y aun se diría que lo que posee "carácter" los enamora y los complace. El examen, o mejor, la contemplación que llevaba a cabo el joven, no extrañó a Lucía. ¡Lo mismo, lo mismito habían hecho los pintores que le habían precedido! Y se dispuso a trasladar la leche caliente a una taza, pronta a responder a las preguntas que se 70
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le hicieran, porque tenía descontado que se las harían. Pero se equivocó por completo. El joven bebió con placer la leche, paladeándola; sentóse ante el fuego, sobre un alto sillón de enea; agradeció a la rapaza sus atenciones y empezó a hablar de... unas cosas y de otras; pero del castillo y de sus moradores, ni una palabra. ¡Era un tipo bien original! Y cuando hubo entrado en reacción, púsose en pie. -¿No quiere usted beber otra taza de leche, caballero? -insinuó Lucía. -Gracias, niña. Y metiendo mano en su bolsillo, sacó una moneda de plata, que ofreció a la sirvienta. Esta le miró con extrañeza, rechazó la oferta con un gesto y agregó, sonriente: -¿Para mí? No puedo aceptarlo, señor; me reñirían. Además, no soy yo quien le ha ofrecido a usted este ligero obsequio, sino el señor marqués de Barbazán. -¡Ah! Entonces, me encuentro en casa del... -...del marqués de Barbazán, sí, señor. -Muy bien -repuso el joven. -Pásele usted mi tarjeta y dígale que agradezco infinito su amabilidad. La joven bajó los ojos y leyó: 71
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-"Lévy Rodrigo" -y al leer, enarcó las cejas, con aire de asombro. Usted es... -¿Judío? ¡Dio usted en el clavo! -contestó alegremente el joven. -Pero, por Dios, no vaya usted a imaginarse ahora que ando vendiendo lentes por el mundo... Puede responder por mí, en esta misma comarca, el propio sobrino del marqués. -¿El señorito Roberto? -En cuya, casa estoy de veraneo, desde hace tres días, y de la cual, palabra de honor, no ha desaparecido todavía joya alguna. Lucía se echó a reir. -¡Pobre señorito Roberto! -agregó, -tiempo ha que le faltan algunas... Pero le ruego a usted que me perdone... -¿De qué? ¿De haberme tomado por un vendedor de gafas? ¡Bah! No sienta usted escrúpulos por ello, pues ya estoy acostumbrado. -¿Cuando vuelva usted a casa del señorito Roberto, querrá darle una gran noticia?... -No será necesario, puesto que podrá usted decírsela, a él mismo -replicó Rodrigo; -por allí viene. -¡Sí, sí! ¡Es él! -exclamó con alegría la joven sirvienta. 72
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Veíase, en efecto, llegar apresuradamente a un joven de buena estatura y porte distinguido, a pesar de su traje de campesino. -¿Tú aquí? -dijo con sorpresa a Rodrigo. Pero otro era el objeto de su visita, porque anticipándose a la contestación de su amigo: -Lucía -añadió, -esta mañana me han asegurado que habían visto pasar el falucho de mi tío, con rumbo hacia aquí. -Y han visto bien, señorito Roberto. -¿Quién vino en él? -Adivínelo usted. -¿Ha vuelto Raimunda del convento? -Escuche usted -dijo Lucía, poniendo el oído atento. En efecto: alguien descendía brincando por la escalera, bajando los peldaños de cuatro en cuatro. -¡Raimunda! -murmuró Roberto, llevándose la mano a su corazón, para dominar sus latidos. -¿Qué te pasa? -preguntó Rodrigo. -Más tarde lo sabrás. Vete; en casa encontrarás buen fuego y el desayuno preparado... ¡anda, ve de prisa! -¿Me echas? 73
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-¡Vete, con mil demonios! Ya te diré luego por qué... Anda, anda,... Rodrigo, intrigado, recogía por segunda vez sus bártulos, cuando se abrió bruscamente una puerta interior, franqueando el paso a una joven -mejor una niña- rubia, rosada, encantadora, bajo el severo traje de novicia. Sin mirar a su alrededor, brillantes los ojos, respirando toda ella dicha y alborozo, corrió hacia Roberto y se arrojó en sus brazos, estrechándola contra su corazón y ofreciéndole ambas mejillas que el joven besó repetidas veces. Volviendo a cada instante la cabeza hacia la puerta, Rodrigo ponía una cara tan extravagante, que el sobrino del marqués no pudo contener la risa. -Nada... hemos hecho tarde -le dijo alegremente. -Ahora no tengo más remedio que presentarte a mi prima. Y agregó, dirigiéndose a ésta: -Adorada Raimunda; te ruego que acojas amablemente a mi mejor amigo: Lévy Rodrigo, premio de Roma en la Escuela de Bellas Artes, y que en este momento se despide de nosotros. 74
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Raimunda saludó cariñosamente, y el artista completaba la presentación, cuando Roberto le interrumpió: -Continuará en la próxima sesión; ¡hola, hola! ¡vete de una vez! -¡Voy, hombre, voy! -exclamó el pintor disponiéndose a salir. Raimunda tendióle la mano, riendo. -Que usted siga bien, caballero. -¡Al fin solos! ¡Gracias a Dios!... -exclamó Roberto, viendo que Lucía se retiraba discretamente. -Ven, ven a sentarte cerca de la ventana, que yo te vea, que yo te admire. ¡Cómo has crecido! ¡Y qué hermosa te ha puesto! -¿Y me sigues queriendo, primito? -preguntó la joven, como mujer que, sabe de sobra lo que interroga. -¿Y tú, primita? -replicó el joven, con mismo tono. -Amándote acato la voluntad de mi pobre madre -respondió Raimunda.- Inculcáronme de chiquilla la idea de que había de ser tu esposa, y no era en el convento, donde mi abuelo me ha tenido durante dos años, que habían de variar mis intenciones, te lo juro. -¡Dos años! -replicó Roberto suspirando. 75
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-Sí, dos años interminables, amigo mío. Jamás pude adivinar por qué me tuvo alejada de su lado durante tanto tiempo. ¡Había sido el abuelito tan bueno, tan cariñoso conmigo! Tú recordarás con qué calor, casi con impaciencia, aprobó el proyecto de casarnos. Y luego, de golpe y porrazo, al día siguiente de la muerte de mamá, me apartó de sí, negándome el consuelo de un abrazo. A mis cartas, jamás ha contestado directamente. ¿Por qué? ¿Se lo has preguntado alguna vez? -Sí, pero siempre... -¿Ha eludido?... -Completamente. Con la mayor tranquilidad del mundo, me ha mandado a paseo. ¡Oh, Raimunda! ¡ Cuántas amarguras nos aguardan! He agotado ya toda suerte de súplicas, de ruegos... todo ha sido inútil. He llegado a temer que, por ambición senil, mi tío no me encuentra bastante rico para unirme a ti. -¡Qué idea, Roberto!... -¡Qué quieres! -continuó el joven. -Quizás piensa en entregar tu mano a otro que te iguale en riquezas y en posición, por el señuelo de la gloria y de la vanidad, que ya sabes son su manía. -Raimunda, tomó la mano de su primo. 76
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-¡Bah! Mira, primo -añadió la joven con una firmeza impropia de su edad; -¿ves tú cuán respetuosa soy con la autoridad del abuelito? Pues, no temas; soy también de las que no ceden por miedo. Sacrificar mis ilusiones, pase; pero hacer lo que no quiero, Roberto, eso... no lo esperen de mí. Tú lo sabes, y tú no dudas de mí, ¿verdad? -Mira si dudo, que he estudiado ya los medios para robarte. La joven miróle con sus ojazos desmesuradamente abiertos. -¡Ah, pillín! -díjole, con acento cariñoso. -Qué ¿no querrías seguirme? -Vamos, tontín, quieres que te regalen los oídos -repuso ella en tono jocoso. -Pero ya ves que esto sería inútil, puesto que vuelves a tenerme en esta casa. -¿Por cuánto tiempo? -Definitivamente, según creo. -¿Mi tío te lo ha dicho? -No lo he visto aún. Pero lo que me da esta seguridad de que renuncia a enviarme de nuevo al convento es el hecho de que al entrar en mi cuarto esta mañana he encontrado en él ropas, cintas, ade77
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rezos... que me quedé maravillada. De ahí que sospeche que prepara mi entrada en sociedad. -¿Quién te acompañará? -preguntó Roberto, con vaga inquietud. -El mismo... ¿quién iba a ser? A pesar de su edad, goza de buena salud, y, además, en París posee muchas relaciones. Roberto hizo un movimiento negativo con la cabeza. -No fíes mucho en tus esperanzas, Raimunda -dijo. -Mi tío sólo tiene un deseo; un deseo que le domina por encima de todo: el orgullo de su raza, la perpetuidad de su nombre. Desde el día en que perdió a su hijo, rompió con el mundo, y, enfermo y achacoso, ha hecho voto de no salir vivo de aquí. La joven, que había escuchado atentamente, quedó silenciosa un momento, y luego, como hablando consigo misma: -En este caso -dijo lentamente, -¿qué se propone hacer conmigo? Estos adornos casan bastante mal con la vida campestre. Roberto guardó silencio a su vez. La joven añadió en tono grave: -Si me conoces bien, no se te ocultará que tengo derecho a saberlo todo de ti. 78
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-¡Quizá sea mejor! Oye, pues: Desde la humilde casita que me queda de los bienes de mi padre, veo, sin necesidad de moverme, cuanto ocurre aquí. Mi tío, desde hace algún tiempo, recibe personas extrañas... Interrumpióse, y tomando de la mano a Raimunda acompañóla hasta la ventana: -Convéncete por tus propios ojos -le dijo. -¡Mira! Un instante después, aparecía a su vista un hombre vestido con una especie de uniforme de guarda-bosque, que se acercaba con paso lento y regular. Probablemente Lucía estaba prevenida, puesto que los jóvenes viéronla pasar por delante de ellos, cambiar con el recién llegado algunas palabras como indicándole que aguardara y volver al interior de la casa por otra puerta, mientras el forastero se paseaba con indiferencia. -¿Quién es ese hombre? -preguntó Raimunda. -Matías. Este nombre no satisfizo la curiosidad de la joven, y Roberto prosiguió:
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-¿Tú no sabes nada de una dramática historia ocurrida el año pasado y de la cual Matías fue el héroe judicial? -En el convento, ¿cómo quieres tú?... -Tienes razón. Pues bien, este Matías fue acusado de haber dado muerte a un carabinero en la frontera española, por motivos de contrabando. Después de algunos meses de prisión preventiva, fue puesto en libertad por falta de pruebas. -¿Pero qué relaciones puede tener mi abuelo con semejante individuo? -Con él, nada. Pero con su amo, ya es cosa distinta. Se trata de un cierto señor de Larima, que apareció por vez primera en el país algún tiempo después de tu salida. El compró... a crédito, el pabellón de caza que en otros tiempos, formaba parte de los dominios de mi padre. Yo dudo de que llegue a pagar su importe íntegramente, y se ha dicho en diversas ocasiones que sería preciso desahuciarle. En lo exterior, es un excelente sujeto, de rasgos fisonómicos regulares, correctamente vestido; pero dando pruebas de una suspicacia ligeramente agresiva. ¿Procede de España, de Italia, de las colonias, como este nombre de Larima hace suponer? No se 80
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sabe. ¿Cuáles son sus recursos? Se ignora. Hay en él, en su manera de ser y de vivir, algo misterioso que predispone en contra suya, a despecho de su cortesía y de su caballerosidad. Por mi parte, creería que se trata de un aventurero, para no aplicarle una palabra más fea. Supongo que ha sido arrojado de diversos centros aristocráticos y deja que pase la tormenta en este retiro, en espera de que le olviden aquellos que le conocieron demasiado. Ha de haber en su pasado algunos puntos obscuros, algo poco honroso. -Aunque sea así -contestó ingenuamente Raimunda, -¿qué nos importa a nosotros? -¡Aguarda! -continuó Roberto. -Hace unos ocho días, este personaje presentóse aquí. Lo he sabido por Lucía. Tu abuelo, que guardaba cama a consecuencia de un ataque de gota, no pudo recibirle y se hizo excusar. Ahora, juraría que Matías viene a recibir órdenes del marqués con vistas a una próxima conferencia. El gracioso rostro de Raimunda animóse un poco. -¿Tú no supondrás -dijo con cierto tonillo placentero -que el abuelo tenga intención de proponérmelo como marido? 81
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-¡Quién sabe!... -¡Estás loco, primo! -exclamó alegremente la educanda. -El abuelito sabe de sobras que sólo puedo quererte a ti. Continuaban charlando, sin cuidarse del tiempo que iba transcurriendo, cuando Lucía, descendiendo del piso superior, les anunció la presencia del marqués. -¿Cómo anda hoy de humor? -preguntó su sobrino. -Jocoso, como de costumbre -respondió la hermana de leche de Raimunda. Oyéronse pasos en la escalera. El maderamen de los peldaños carcomidos crujía, y los jóvenes, silenciosos, no acertaban a librarse de la ansiedad que oprimía sus corazones. Abrióse la puerta y apareció el marqués. No había mentido Lucía. El viejo mostraba su rostro animado por una sonrisa indefinible que parecía disimularse entre el espesor de unas cejas espesas y rebeldes. Yo no sé qué habrían pensado los condes de Tolosa, si en aquella ocasión hubiesen visto al último descendiente de uno de sus más preclaros miembros, vestido con una modestia y una parque82
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dad reñidas con la elegancia. De encontrarlo, sin conocerle, le habrían tomado por un colono astuto y redomado. Las viudas, aquellas viudas que había hecho valsar en sus mocedades, difícilmente habrían reconocido en él a aquel brillante caballero, apuesto y rozagante, de los salones de Luis XVIII y de Carlos X. Arrastrando la pierna hinchada por un resto de gota, algo encorvado, desaliñados sus cabellos blancos, que caían descuidadamente sobre sus espaldas, tenía el aire de un hombre acabado, a quien poco le queda que hacer en este mundo. -¡Ah, viejo zorro! -decían sus criadas. ¡He aquí uno que sabe lo que se hace! De una, ojeada, algo. más picaresca que de ordinario, abarcó a su sobrino y a su nieta. Y como ésta corriera a abrazarle, la apartó con un gesto: -¡Quita allá, querida -le dijo; -no ha llegado el momento! Y sin hacer caso de la consternación de la joven: -¡Diantre!... -añadió con equívoca benevolencia; -¡estás hecha una, buena, moza! ¡Y robusta, a fe mía !... Parece que no te han tratado mal las monjas. ¿Verdad, sobrino? -agregó, tendiendo una mano a Roberto. -Y tú, ¿te encuentras bien? 83
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-Pero, tío -murmuró el mozo; -¿por qué no abraza usted a Raimunda? -Ya he dicho que no era hora todavía -repitió el marqués. -Además, tú, seguramente, la abrás abrazado ya por toda la familia. Conviene que no abusen ustedes, y, ya que has venido, hablemos un poco: he de arrancarte las orejas. -¿A mí, tío? -¡Sí, sí, a ti! No te hagas el inocente. Luego, dirigiéndose a Raimunda, que no había vuelto en sí todavía de la penosa estupefacción que le había causado la acogida del viejo, agregó: -Anda, ve a quitarte ese uniforme, Raimunda. Ya te mandaré llamar. Como un niño que ha sido castigado injustamente, la nieta del marqués tenía los ojos anegados en lágrimas. -No, llores -le dijo Roberto, deteniéndola al pasar. -Dejemos que se explique tu abuelo. Mientras el joven acompañaba a su prima, Lucía, abriendo la puerta exterior, llamó al gruardabosque, con quien la había visto conversar Roberto. -Aquí está el señor marqués -dijo Lucía franqueando el paso al forastero. 84
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-Pero, tío, ¿qué relaciones puede usted tener con ese individuo? -preguntó vivamente Roberto. -Si te lo preguntan, amigo mío, dirás que no sabes una palabra. Quédate ahí... Y llamando aparte a Matías: -¿Qué hay?… -preguntóle. Sin saludar, sin descubrirse, Matías contestó calurosamente, en un tono de perfecta indiferencia: -El señor Larima se presentará en el castillo a la hora convenida. -¿Así, pues, no tardará en venir? -Se preparaba cuando yo salí. -Está bien. Eso era lo que yo quería saber. Puedes retirarte -añadió el viejo. Y sin más saludos que a su entrada, salió el guarda-bosque, echando una ojeada a su alrededor, sin descubrir a nadie. Por impaciente que estuviese Roberto, deseoso de celebrar la conferencia con su tío, no tuvo más remedio que aguardar a que éste, en voz baja, diera órdenes a Lucía. -Cuando se presente el amo de Matías -le dijo el marqués, -si estoy todavía con mi sobrino, hazle esperar, pero de modo que ambos jóvenes no puedan verse. 85
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-Bien, señor -contestó Lucía. Y, saliendo, lanzó una melancólica mirada a Roberto. Presentía, que se avecinaban grandes dolores para la enamorada pareja. -Ahora nosotros, Roberto -dijo alegremente el viejo Barbazán, colocándose bajo la campana de la chimenea. -Estoy a sus órdenes, tío. Pero antes de empezar, permítame usted una pregunta: ¿sabe usted ya quién es ese individuo que acaba de salir? -¿Matías? Un hombre listo. -¡Diga usted mejor que un mal hombre, un asesino! -¡Eh! -No lo crea usted. El tribunal ha tenido a bien soltarle por falta de pruebas materiales, pero es él, no lo dude usted, el asesino del carabinero. -Escucha; yo no estaba presente -replicó con cierta filosofía acomodaticia el marqués; no puedo, por lo tanto, asegurarlo. Y a decir verdad, tú tampoco estabas, de modo que ambos sabemos lo mismo. Pero, en fin, tranquilízate; no pienso convertirle en contertulio mío. Por otro lado, no es su fuerte la oratoria. Además, existiría siempre el temor de que la policía estuviera husmeando tras de una puerta, 86
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fisgoneo que no había de divertirme mucho. Y ya que pareces intrigado por su presencia, te diré buenamente que ha venido a anunciarme la visita de su amo. ¿Estás satisfecho? -¡Ah! ¿ De modo que es cierto? ¿Va usted a recibir al señor Larima? -Cuando te hayas marchado. -¡En esta casa, ese aventurero; el cómplice de Matías! -¡Poco a poco, sobrino! -El le salvó valiéndose de un testigo falso -exclamó el joven con energía. -¿La prueba? -preguntó el viejo mirando fijamente a Roberto. -No la tengo; pero... -Pues en ese caso, señor sobrino, guárdate de juicios temerarios, que podrías comprometer con ellos tu parte de Paraíso, que está bastante alta, por cierto. Dijo esto con acento duro, que no admitía réplica. Pero suavizando la voz y tirando amistosamente de una oreja de su sobrino: -¿Eso te contraría, verdad? -dijole con aire burlón. -¡Cómo ha de ser! No ha llegado todavía la moda- quizá algún día llegue, no digo que no -de 87
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que los tíos rindan cuentas de sus actos a sus sobrinos. Y observa que no es menester contar contigo para recibir a uno en mi casa. Está tranquilo, badulaque. Para recibir a ese individuo, debo tener mis razones... ¿Que cuáles son y qué representan?... Muy señor mío y de mi más distinguida consideración: esto no te importa un bledo. Una vez más te lo digo ¿estás contento? Por fortuna, ya sé cómo desarrugar tu entrecejo. Siéntate y óyeme. El marqués no parecía ya el mismo hombre. Su rostro había tomado una expresión triste y cariñosa, que contrastaba vivamente con su rostro radiante del principio, y en sus ojos notábase un no sé qué de dulce y doloroso a la vez. -Ante todo -dijo, -partamos de un punto: que te quiero mucho, Roberto. Tienes un carácter noble, un corazón firme y entero, un espíritu animoso, como conviene a Barbazán. Así, no quiero que continúes viviendo en ese estado de mediocridad a que te ha reducido la ruina de tus padres. A contar de hoy, te pasaré una pensión que... -Gracias, tío -replicó Roberto. -Es inútil; no necesito nada. Los músculos del marqués se contrajeron. 88
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-Te prohibo que me interrumpas -exclamó arrebatadamente; -y más cuando no es cierto que no necesitas nada. -¡Si lo sabré yo! -¿A que lo sé mejor que tú? Si no, ahí van las pruebas. ¿Por qué, procediendo como no corresponde a un hombre de tu nacimiento y de tu calidad, para quien la pintura no puede ser más que un entretenimiento, has mandado un paisaje tuyo a la exposición de Burdeos? ¿Qué respondes a eso? -¿Quién se lo ha dicho a usted? -¡Ah, Ah! -dijo el abuelo de Raimunda, picarescamente. -¡Te pillé, insigne papanatas, gran embustero! ¡Claro! ¡Tú te creías a cubierto con un nombre de guerra! ¡Ja, ja! Mira, levanta la cabeza, ¡allá arriba tienes tu paisaje, majadero! -¿Ha sido usted el comprador? -Carillo me ha costado. No es que esté mal al contrario. Tienes condiciones... pero, ¿podía sufrir que la obra de un Barbazán fuese a manos de un cualquiera que hubiese tenido dinero para pagarla? ¡Vamos, ni por pienso! Tú vas a ponerme en él una dedicatoria, y, para que no te arrepientas, vas a hacerme el favor, en llegando a tu casa, de preparar la 89
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maleta, a fin de tomar el tren de París, mañana por la mañana. Roberto mostróse sorprendido. -¿Yo? -dijo. -¿Que yo vaya a París? Pero tío, ¿qué voy a hacer en París? -Un excelente papel en la alta sociedad, donde nuestros amigos no tardarán en procurarte un magnífico casamiento. Tan rudo fue el golpe, que el joven creyó haber oído mal. Luego, mirando con atención a su tío, preguntóse si éste estaba en su cabal juicio. ¿Habría perdido la memoria? -Pero no; el marqués seguía, sin duda, un plan determinado, estudiado detenidamente con arreglo a una segunda intención claramente formulada en su espíritu. ¡Pues bien, claridad por claridad! -Tío -declaró Roberto con voz ligeramente trémula; -tengo el honor de repetirle a usted que no necesito de pensión alguna, que no tengo nada que hacer en París y que no me casaré con otra mujer que no sea Raimunda. -¡Hola! -Raimunda, sí, tío. Me casaré con ella, porque la quiero; porque desde nuestra niñez fue esto un proyecto convenido en familia; proyecto al cual usted 90
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mismo dio, durante mucho tiempo, pleno y absoluto asentimiento... ¡Ah! ¡no me diga usted que no! -exclamó el joven, viendo que el marqués se ponía lívido. -Yo no niego nada, caballero, contestó violentamente el viejo Barbazán. -Sí, esto había sido un proyecto de familia; sí, yo lo había visto con buenos ojos; pero... pero, he cambiado de idea; he aquí todo. -Lo siento mucho, tío. Ha hecho usted tarde y me casaré con Raimunda... -¡Jamás! -replicó el marqués dando un puñetazo sobre la mesa. Luego, dominando, no sin terrible esfuerzo, su cólera, quedóse impasible. -Escúchame bien, Roberto -dijo con voz breve: -¡jamás de la vida! Y no te digas: "El tío es viejo; se irá del mundo antes que nosotros, y si esto no ocurriese, aquella a quien amo, pronto estará en la mayor edad". Sería inútil. Cuando digo que jamás podrás casarte con Raimunda, es porque no puede ser de otra manera. Ya conoces mi testarudez. -Será usted tan testarudo como quiera, pero aun cuando tuviera que pegar fuego al mundo por sus cuatro costados... 91
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Detúvose. El viejo Barbazán echósele a reír en sus propias barbas. -¡Los cuatro costados del mundo! -dijo, encogiendo los hombros. -¡No seas bruto! ¿No sabes que es redondo? ¡Bah, bah! -prosiguió, aparentemente calmado, -puedes rabiar cuanto quieras, te lo permito. Es lo menos que puedo hacer. Cuando la rabia ceda a fuerza de perderse en el vacío, podrás tomar partido. ¿Qué vas a hacer tú? Veamos. Un sollozo impidióle a Roberto contestar. -Vaya, ¿lloras? -agregó el viejo, profundamente turbado. -Vamos, Roberto -prosiguió con voz más dulce, -repito que te quiero. Sé lo que vales, lo que mereces. Tú ocupas en mis afectos la plaza de aquellos que perdí, hasta la de mi desgraciado hijo, al que tanto te pareces. No sabría decirte nada mejor; debes, pues, obedecerme. -Bien lo quisiera tío, pero no podré. -Pues será preciso que puedas -exclamó el marqués con acritud. -Yo haré que puedas. -Le desafío a usted a que lo consiga -replicó Roberto, en el mismo tono. -¡Veremos! -¿Que no me caso con Raimunda? ¡La robaré! 92
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-¿Siendo menor?... ¿Y la policía? ¡Bah! Me río de ti... y basta por ahora. Soy el jefe de la familia, y conocida mi voluntad, lo demás es superfluo. Vuelve a tu casa; otros asuntos me reclaman. -Adiós, tío. No volveré a verle en mi vida. -Sea; márchate. En cuanto a la pensión, mi administrador te la entregará cuando llegue el primer semestre. -¡No la tomaré! -gritó Roberto, franqueando ya el umbral. -Te la arrojará a la cara -gritó a su turno el marqués, con el rostro contraído. -¿Creías dominarme a tu antojo? Tú serías el primero, amigo, y no puede ser. ¡Márchate! -¡Ah! ¡Ya lo verá usted, ya lo verá! -repitió el joven, con el puño levantado y cerrando con tanta violencia la puerta tras de sí, que los cristales corrieron peligro de hacerse añicos. Una vez solo, el marqués se tranquilizó. Con mirada paternal, siguió los pasos del mozo, que se alejaba de la mansión de su tío como de una casa apestada. -¡Oh! -se dijo el abuelo de Raimunda; -decididamente, es un niño. ¡Pobre diablo! Siento haberle hecho sufrir. 93
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Sus ojos se cubrieron de lágrimas. -¡Ah! -murmuró con amargura, -¡qué representa este dolor suyo al lado del que me devora desde hace dos años! Parecían sus palabras un grito de dolor intenso, que le abatió por unos instantes. Sacudió luego la cabeza y levantó la frente. -¡Bah! -díjose, -todo se andará. Lo más difícil ya está hecho. Vamos a los otros, y que esto acabe de una vez... Llamo, y a los pocos intantes entró Lucía. -¿El señor Larima? -preguntó. -No ha llegado aún. El marqués dirigió una mirada al viejo reloj, cuyas pesas pendían a lo largo del muro. -El tunante se hace esperar -murmuró entre dientes. -Es preciso tener paciencia. Y se levantó, encaminándose hacia la escalera que conducía a sus habitaciones. -Cuando llegue, Lucía, hazle subir a mi cuarto. Una hora más tarde, un jinete montado sobre un excelente caballo de Tarbes atravesó al trote el parque del castillo. Un mozo de la casa le aguardaba al pie de la escalinata, y, sin que mediara entre ambos palabra al94
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guna, tomó al animal por la brida, entrándole en la cuadra. Sin gastar cumplidos, Lucía guió al visitante, diciéndole simplemente: -Por aquí. Esta acogida, en la cual andaban unidas la frialdad y la repugnancia, no pareció preocupar al joven, sea que se creyera muy por encima de su acompañante, sea que supiera por adelantado la forma en que se le recibiría, y no manifestó disgusto ni afectada indiferencia. Tranquila y pausadamente, siguió a la criada que, haciendo crujir un peldaño, abrió una puerta, le hizo pasar, sin otro anuncio, y se marchó. Aquella puerta daba acceso a una pieza de medianas dimensiones, disminuídas por los anaqueles de una biblioteca que cubría las paredes. Nada de adornos en relieve en los estantes. Sólo viejos libracos, en rústica la mayoría, exactamente alineados y limpios de polvo. Una ancha mesa en el centro de la habitación, con un tapete de paño verde, sobre la cual veíanse tal cantidad de libros, grabados y periódicos, que apenas quedaba sitio para escribir. 95
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Todo, desde luego, sin polvo, hasta los montones de papeles. Dos sillones, cuatro sillas y una escalera de mano apoyada en la estantería, completaban el ajuar. Y el embaldosado desaparecía bajo todo género de tapices, pieles, esteras, embutidos unos dentro de otros. Una estufa de mayólica, encajada en el espesor del muro, mantenía una temperatura tibia en este gabinete de trabajo, donde el marqués pasaba lo mejor de su tiempo. Todo era allí sombrío, y de los libros, de los muebles, de las paredes, desprendíase un vago olor a rancio, a moho, que encajaba perfectamente en el temperamento del propietario de la finca. Sin moverse de su sitio, el marqués contestó al saludo de su huesped con un "buenos días" un poco impertinente y le indicó una silla cerca de la estufa. Luego, hundiéndose más en su sillón, dio media vuelta. -Lo que voy a decirle a usted -empezó el noble viejo, sin buscar requilorios de frase -es cosa de mucha importancia. Y para que no haya sorpresa ni exista equívoco, permítame usted que le demuestre que sé con quién voy a tratar. -¡Sea! -contestó el forastero, sentándose. 96
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-Ante todo, caballero -agregó el marqués con el tono más natural del mundo, -convengamos en que tiene usted una reputación deplorable... -¿Eh? -No se haga usted de nuevas. Nadie nos oye, y esto retardaría nuestra conferencia. Prosigo: Avido de placeres y poco delicado, respecto la elección de medios para satisfacerlos, orgulloso unas veces, provocador en otras, usted es, en suma, uno de esos individuos ante el cual todas las puertas se cierran y, de abrirse, en contra de su voluntad. -En este caso, caballero, ¿por qué me abre usted la suya, sin que yo lo haya pedido? -Eso vendrá más tarde, si hay ocasión -replicó el tío de Roberto. -De momento, me limito a resumir lo que se dice de usted. El visitante inició una sonrisa. -Quien tal haya dicho -agregó, -será un ser despreciable. -¡Bueno, bueno! -repuso, desdeñosamente el marqués. -Ya sabemos que es usted diestro en toda clase de armas. Pero no es de esto de lo que se trata aquí. Yo no me bato ya. Y usted saldrá beneficiado no interrumpiéndome. Ahora bien; a lo que llevo dicho, se agrega que usa usted un nombre que no le 97
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pertenece. Entretanto, he aquí mi opinión personal: usted es realmente el conde Máximo de Larima, descendiente de una familia española que se estableció en los Ardennes, en tiempos de la dominación; usted nació en un castillo, que los acreedores de su padre hicieron vender, cuando éste murió. Ya ve usted que en esto estoy en lo cierto. Dígame ahora si me engaño en lo demás. -Veamos. -Si usted ha vivido bastante mal -repuso tranquilamente el anciano; -si le han preocupado algo, muy poco, los procedimientos conducentes a procurarse los objetos que envidiaba, fue todo por la necia creencia de que la pobreza humilla. De modo que, probablemente, para ser un hombre honrado, sólo le ha faltado a usted una fortuna que le hubiera mantenido en la clase que deseaba. ¿No es eso? -Podría ser. Pero esto, ¿qué le importa a usted? El marqués le envolvió en una astuta mirada, de superioridad. -Va usted a saberlo, joven -contestó. Hizo una pausa, y fijando sus ojos en el forastero: -Pues bien -añadió, -esa fortuna... voy a ofrecérsela a usted. 98
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El joven permaneció indiferente. -¡Qué! -exclamó el viejo, algo descorazonado. -¿Esto le deja a usted impasible? Pues me parece que no puede ser más agradable... En fin, ¿qué contesta usted, señor conde?... Máximo, que había sostenido su mirada, levantóse lentamente; luego, en tono glacial: -Señor marqués -dijo, -tiene usted setenta años, y... no quisiera olvidarlo. -¡Comediante! -replicó el abuelo de Raimunda, encogiéndose de hombros. -Vaya, vaya, no lo olvidará usted, pues eso sería dar al traste con sus proyectos. Le tengo a usted sabido de memoria. Siéntese usted otra vez y óigame hasta el final. Viendo que el joven se sentaba en efecto: -En buena hora -dijo Barbazán. -A lo que interesa, y procure usted no interrumpirme. Como usted sabe -continuó con más gravedad, -tengo cerca de mí una joven llamada Raimunda de Barbazán. Joven, hermosa, instruida, honesta. Además, por parte de su madre, fallecida hace dos años, posee 800.000 francos limpios de gabelas, y por parte de mi hijo, muerto también, algún tiempo antes, puede reclamar otros 600.000 francos que figuran en los capítulos matrimoniales. 99
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-Un millón cuatrocientos mil francos -observó Máximo. -Justo. -Y la... -¿Esperanza? -puntualizó el marqués... Si quiere usted alimentarla... -¿Cómo, "si quiero"? -Perdone usted, joven -añadió burlonamente Barbazán. -Paréceme una grosería hablar de mi muerte, para calcular la importancia de mi legado. ¿Qué poseo yo? No lo sé y aun sospecho que cuando los notarios quieran averiguarlo, necesitarán varios meses para ponerlo en claro. Ante el temor de que pudiera descontarme, dejémoslo de lado y responda usted, querido, a lo que voy a proponerle. Por todas estas consideraciones, es usted el hombre indicado para casarse con la señorita Raimunda, mediante las siguientes condiciones: El día de la boda, contaré yo mismo, sobre esta mesa, los ochocientos mil francos de su madre, más los intereses de dos años; y... -¿Y...? -repitió Larima, viendo que el marqués vacilaba.
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-¡Ah, ah! -dijo éste. -Parece que esto la hace olvidar su enojo. Es usted hombre listo... y precisamente por esto impongo una restricción. -No lo dudé un momento -respondió secamente el joven. El marqués soltó una carcajada. -¡Jactancioso! -dijo. -¡No faltaba más! Usted no puede ignorar nada; su imaginación, a buen seguro, está suponiendo ya alguna monstruosidad. Se equivoca; aquí se trata únicamente de saber si respecto a tan importante suma está usted dispuesto a darme una prima, es decir, a embolsar sólo ochocientos noventa y seis mil francos, reconociendo haber recibido un millón cuatrocientos mil. El joven quedóse un instante silencioso. Aunque fascinado por aquella cifra, cercana al millón, intentaba descubrir los motivos por los que el viejo le hacía tal proposición, a él, que tan mal conceptuado estaba a sus ojos. -No le comprendo a usted -dijo. -¿Qué quiere usted decir con eso? ¿Qué pretende? -¡Curioso! -contestó maliciosamente el señor de Barbazán. -Es que me gusta saber de fijo lo que hago... 101
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-Pues es muy fácil. Se está usted haciendo el tonto, señor mío -agregó el marqués, advirtiendo un movimiento de su interlocutor. La situación de usted es muy precaria, señor vecino. Cualquier día, uno de los recursos de que usted se vale para seguir adelante puede fallarle y ponerle en manos de la justicia. Y desde tal punto y hora, ¡adiós consideración! Estará usted perdido, será arrojado de todas partes, a despecho de su conocimiento de la esgrima... porque ¿quién va a comprometer su reputación batiéndose con usted? En cambio, más de cuarenta mil francos de renta, permiten hacer buen papel a un mozo en nuestra moderna sociedad. Reflexione usted con prontitud, y conteste cuanto antes, pues hay que acabar en seguida: ¿sí o no? -Pero -objetó Larima, -todo eso está pronto dicho; mas ¿quién asegura que la señorita Raimunda consentirá?... -No hemos llegado todavía a este punto... -Pero, entretanto, ella ama a su primo. -¿Mi sobrino Roberto?... ¡Ah, pícaro! ¿Quién le ha informado a usted? ¿Y qué más le han dicho? -Nada más, palabra de honor. El marqués tuvo una sonrisa implacable. 102
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-¿De honor? -repitió, guiñando un ojo. Vamos, está usted de broma, amigo... De un salto, Máximo colocóse cerca, a dos pasos del anciano, con espuma en los labios, con fuego en los ojos. -¡Ah, tome usted!… -exclamó, levantando la mano. Pero la calma imperturbable del marqués le desconcertó. -¡Alto allá! Comprendo lo que le exaspera a usted y debo aclarárselo. No se trata aquí de ocultar una falta... La señorita Raimunda es una muchacha virtuosa. -Entonces, ¿por qué me la da usted? -¡Ese, ése es el grito del corazón! ¿Puede usted suponer que si estuviera dispuesto a explicar los motivos que me impulsan, habría acudido a usted? Era demasiado. La cólera del conde estalló. -A fe mía, que no sé cómo puedo contenerme para no mandar al diablo sus proyectos, señor marqués, y dirigirme a su nieta y a su sobrino y a todo el mundo, informándolos de lo que usted pretende, aunque sólo fuera por el placer de verle a usted ahogado por la rabia. 103
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-¡Bah! -dijo el marqués. -Eso ¿lo haría usted gratis? -Sí; porque es una iniquidad insultar a un hombre, amparándose en la edad. -Entonces, ¿usted rehusa?... -No tanto, acepto; pero con una condición. -¿Cuál? -Puesto que he de llevar a término tan tenebroso asunto, exijo seguridades. -Ya entiendo: la comunidad de bienes. -¡Vaya!... No soy tan vanidoso que cuente con que se enamore de mí la que será mi esposa contra su voluntad. Por tanto, una vez emancipada, en virtud de su matrimonio, puede, por consejo de sus amigos, pedir la separación o el divorcio. -Puede ser -dijo el marqués; -pero, entretanto, caballero, usted, que en todo piensa, en caso de comunidad, ¿quién me asegura que no va a ser usted el que reclame una ruptura? -Mi firme deseo de recoger su herencia. -Va usted muy de prisa. -¡Vale la pena! -¡Ya lo creo!... Dos millones y medio, por lo menos, querido; ¡no es usted ambicioso!... Vamos, 104
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sus razones me persuaden. Sea la comunidad. ¿Está dicho todo? -Todo. -Perfectamente... Esta misma tarde mandaré lejos de aquí a la señorita Raimunda. En cuanto a usted, procure estar en Roma, dentro de seis semanas, porque en Roma será donde se celebre el matrimonio. ¿Entendidos? -Entendidos. Máximo hizo ademán de retirarse. -Espere usted -dijo Barbazán, deteniéndole. Llamó, y Lucía presentóse a los pocos instantes. -Dile a la señorita Raimunda que tenga la bondad de presentarse. Cuando la sirvienta hubo desaparecido, el marqués agregó, dirigiéndose a su huésped: -Por mi parte, como regalo de bodas, haré comprar la propiedad que poseía su difunto padre y se la cederé a usted, para que pueda aportar su dote correspondiente. El conde se inclinó, dándole las gracias. -Una palabra nada más, la última -continuó el anciano. -Cualquiera suposición que pueda sugerirle a usted mí conducta, tenga usted presente que no quiero que sufra daño alguno la joven con quien va 105
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usted a casarse. Lo repito, merece todos mis respetos y exijo que se conduzca usted con ella de modo conveniente. Esta vez tocóle a Máximo el chancearse. -El precio que por ello paga su ternura paternal -dijo -puede tranquilizarle en este punto. -¡Bribón! -penso Barbazán. Pero al mismo tiempo que recordaba la escena que acababa de desarrollarse, pensaba en aquella infortunada que obligaba a unirse con semejante "bribón". -¡Pobre niña! -murmuró a pesar suyo. -¡Ella no tiene la culpa!... Luego, enrojeciendo de repente, como si se le reprochara de alguna culpable debilidad: -¡Bah! -continuó mentalmente, -la especie humana está condenada y no somos nosotros quienes mordimos la manzana del Paraíso perdido... ¡Qué más da! ¡Acabemos! El roce de unas faldas advirtióle la presencia de Raimunda, que entró en la habitación. -Hija mía -dijo el marqués, sin darle tiempo a que reconociese al forastero, -te presento al señor conde Máximo de Larima, que solicita el honor de ser tu esposo. 106
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La joven sintió un ligero temblor, pero dominando su emoción: -Antes de resolver -contestó con voz entera, -le ruego a usted me conceda una corta entrevista. El anciano quedó algo sorprendido de la calma de la joven. Todo lo esperaba menos esto; lágrimas, súplicas, contra las cuales se había abroquelado previamente... ¿De modo que debía reñir un combate más serio? ¿Aquella calma, aquella firmeza en el acento presagiaban una resistencia tenaz? ¿Haríase necesario recurrir a medidas extremas, a medios crueles, para romper, para quebrar aquel carácter? La perspectiva le era dolorosa; habría preferido evitarle penas a la joven; sin embargo, tomó la resolución de no retroceder por nada ni por nadie. Era preciso que, a cualquier precio, Raimunda se casara con el conde. -Venga usted, caballero -díjole a éste, llevándole fuera de la biblioteca. Y luego, desde lo alto de la escalera: -Pase usted al salón... Ya le llamaré en el momento oportuno. Cuando el marqués volvió a entrar en su habitación, Raimunda se abrazó a él, afligida, desolada. 107
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-¡Padre, padre mío! -exclamó entre sollozos. -¿Qué tiene usted contra mí? ¿En qué le he enojado? ¿Por qué castiga usted esta ternura mía? ¡Dígamelo usted, abuelo, que yo lo sepa! Porque yo no sé más que una cosa: que le amo, que le venero; ¡no me abandone usted!... Profundamente conmovido, el viejo pugnaba por desasirse de los brazos de su nieta. -¡Ah, no; no, abuelo! -continuó la joven. -Sólo tengo a usted en el mundo. ¿Quién me sostendrá? ¿Quién me guiará? ¿Por qué abandonarme? ¡Soy tan joven! ¿Qué pecado he cometido, padre mío? -Pero... pero... si yo no te acuso de nada, hija mía. Si esto no es obra de falta alguna, sino de las circunstancias, que son más fuertes que la voluntad. Y pues deben sufrirse, lo mejor es inclinar la cabeza resignadamente. -¿Qué circunstancias, abuelito? ¿Qué ha ocurrido aquí, que yo lo ignoro? ¿Cómo, después de habérseme permitido que me acercara a Roberto, que viera en él a mi futuro esposo y el dueño de mis destinos, podía esperar que me impusieran otro marido?... ¡y qué marido! -Hace falta tener resignación. 108
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-Pero, una vez más, diga usted, abuelo, ¿por qué? -Mejor es que lo ignores. Por otro lado, el deber no debe discutirse. -¡Qué! ¿Es que puedo sacrificarme por un deber que desconozco? -Se impone, y debe bastarte mi palabra -replicó el viejo marqués con tal sequedad que exasperó a Raimunda. -¡No! -respondió. -¿Es que quieres obligarme a qué haga uso de mi autoridad? -¡Ah! Perdón, pero ella no sería bastante a violentar mis resoluciones. -¿Te atreverías a resistirme? -¡Abiertamente! No amo al señor de Larima, y rehuso unir mi vida a la suya. La lucha transfigurábalos. Raimunda, pálida, en tensión los nervios, guardaba una actitud impasible, mientras el marqués, congestionado, fruncidas las cejas, la mirada encendida, agitábase en su sillón. Sin poderse contener, levantóse, y acercándose a su nieta:
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-Reflexiona -díjole con violencia, -y sabe que si no me obedeces, ya buscaré la manera de dominarte... -¿Dominarme? -repitió ella dulcificando la voz. ¡Ah, abuelito... usted no me conoce! No hay poder humano que me obligue a cometer una mala acción. Y lo sería burlar a Roberto, casarme con una persona a quien no sabría amar ni honrar debidamente. ¡Oh! ... Permita usted que termine -prosiguió la joven, cortando una réplica del marqués. -Es usted libre de amarme o no; pero no puede usted impedir que yo le ame, porque su amenaza no ha hecho presa en mi conciencia, ni deja rastro en mi corazón. Respondo de ello con la sangre que circula por mis venas. El marqués tornóse lívido súbitamente. -¡La sangre que corre por tus venas! -repitió, lanzando a la joven una mirada impregnada de odio. Raimunda no comprendió. -La de usted, creo. -¡Quita allá! -rugió sordamente el viejo Barbazán, dominado por la ira. -¡Sí, calla, no tientes mi paciencia! ¡Por ti misma, por la memoria de aquellos que fueron, obedece y calla, créeme!… 110
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¿Qué entendía él por "la memoria de aquellos que fueron"? ¿Qué secreto ocultaba esta insinuación? La joven estremecióse, y mirando fijamente en los ojos de su abuelo: -¿La memoria de quién? -interrogó resueltamente. -¡Ah! usted no puede hablar así, sin aclarar sus palabras... ¡Quiero saberlo! ¡Soy su nieta, después de todo! Sin darse cuenta, la desdichada joven había colmado la medida. El marqués, mirando a su alrededor, veíalo de color de sangre. Y exasperado por la inflexibilidad de aquella niña, fuerte, indomable, ante su voluntad que todos acataban intimidados, lanzó un grito furioso: -¿Mi nieta? -repitió, como si rechazara una injuria. -Tanto peor para ti, tú lo habrás querido. No, no, tú no eres mi nieta. Aquí eres tú una forastera, un parásito introducido fraudulentamente bajo mi techo, donde usurpas el lugar que ocupas. Yo te aconsejé que obedecieras, te mandé que callarás; te resististe, bien; tú has querido saber... Perfectamente; sábelo todo, pues: ¡tú no eres la hija de Oliverio de Barzabán!… 111
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Aterrada, Raimunda tambaleóse, dejándose caer sobre una silla; y cubriéndose el rostro con las manos, dio rienda suelta a las lágrimas. El anciano aristócrata la contempló, asustado de su propia brutalidad. Pero luego se regocijó; había triunfado; Raimunda estaba en su poder. Seguro de esto, su rostro se dulcificó: -¿Comprendes ahora -díjole -por qué sentimiento de caridad te conjuraba a obedecerme en silencio? La joven secó sus ojos, y el marqués pudo convencerse de que había cantado victoria demasiado Pronto. -¿Obedecer? -repitió Raimunda... -Pero, señor, si ningún lazo de parentesco me une a usted, ¿por qué debo obedecerle? ¿Con qué derecho fijaría usted mi destino? Basta con que deje esta casa, con que me vaya. -Olvidas que llevas mi nombre. -¡Y qué importa! -contestó la joven arrebatadamente, -¡si es cierto que estoy deshonrada!... -¡Calla, por piedad! -gritó el marqués enloquecido de furor. Raimunda irguióse como un espectro ante él. 112
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-¿Piedad? -dijo con indignación, -¿De quién? ¿De usted, viejo malvado, que no ha hecho gracia de tanto dolor a una huérfana inocente?... ¡Ah!... Que Dios se lo perdone a usted; pero yo... -¿Vas a insultarme? -preguntó Barbazán, volviendo a enfurecerse. -¡Bah! -respondió desdeñosamente la joven. -¿No ha arrojado usted un puñado de lodo sobre la tumba de mi madre? ¿Por qué he de respetarle, pues? Pero, a fin de cuentas... usted tendrá pruebas de su acusación, ¿no es cierto ? El marqués abrió un cajón de su escritorio. -Ahí están -díjole. -Son cartas descubiertas al día siguiente de la muerte de tu madre. De ti depende que no se lean en pleno tribunal. -¡No, oh, no! -exclamó Raimunda, abatida por tan rudo golpe. -¡Todo... todo antes que eso! Prodújose un largo silencio. Y por esta vez, el marqués comprendió que había ganado la causa. En efecto, la joven, haciendo acopio de sangre fría, sacudió su linda cabeza, como si quisiera ahuyentar las penas, y contestó con voz. Breve: -¿A ese hombre que aguarda mi respuesta, le ha dicho usted...? -Nada. 113
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-¿Puede usted jurarlo ante Dios? -Lo juro -dijo lentamente Barbazán, extendiendo la mano; -juro que este asunto habría bajado conmigo a la tumba, si tú no me hubieses obligado a revelártelo. Raimunda reflexionó un instante, y luego, con toda solemnidad: -¡Bueno! -dijo. -Jure usted, además que el día de mi matrimonio quemará usted estas cartas en mi presencia. -Lo juro. -¿En mi presencia?... -En tu presencia. -Perfectamente. Mande usted llamar al señor Larima. El marqués salió inmediatamente, y al verse sola, Raimunda no pudo retener por más tiempo sus sollozos. -Pero, Dios mío -murmuró; -¿qué te he hecho, para que me trates así? Todo su pasado aparecíasele como a través de un espejo mágico. ¿Qué le reservaba el porvenir? Fuese lo que fuese, aceptó, sostenida por la convicción de que así rescataba el nombre querido de su madre, amenazado por una intervención judi114
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cial. La muerta, que tanto había amado, merced a su sacrificio, seguiría siendo siempre, su "mamá", su buena "mamá2. Su hija la excusaba, la creía inocente. Pensando en las condiciones en que iban a casarla a ella, tenía la intuición de que eran parecidas a aquellas que obligaron a Alina a casarse con Oliverio de Barbazán. Y esto era lo que lamentaba Raimunda. Oyendo resonar de pasos, secóse vivamente las lágrimas y esperó: los dos hombres entraron. -Caballero -dijo con toda claridad Raimunda, dirigiéndose a Máximo; -yo estaba prometida al señor Roberto de Barbazán. El señor marqués, su tío, dispone otra cosa, y yo me someto a su voluntad, si le basta a usted que sea únicamente su mujer ante la ley y ante el mundo. ¿Comprende usted?... El joven inclinóse, haciendo un signo de aquiescencia, viendo lo cual, la joven se retiró, sin anadir una palabra más a su corto discurso.
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IV Eran las cinco de la mañana. En el interior de los numerosos hoteles de Niza, una nube de criados barría, lustraba, fregaba escaleras, pasillos, salas, mientras los proveedores del establecimiento iban entregando a los mozos los objetos de consumo que había de absorber la clientela durante todo el día. Las brigadas municipales empezaban la limpieza de las calles. Los carros de la carne y del pan iban al trote largo, volviendo las esquinas rápidamente, sin preocuparse de que podían atropellar al que se encontrara en la acera. De vez en cuando, hombres de todas edades, con el cuello del gabán levantado, despeinado el cabello, las botas polvorientas, el rostro alargado, fumando la punta de un cigarro, atravesaban aquel 116
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mundo laborioso y madrugador, para tumbarse en el lecho, después de una noche, pasada en el juego o en el baile. Cualquiera se habría creído en pleno Montmartre, el amanecer de un día de riguroso invierno. Y a través de las persianas de alguna que otra aristocrática villa, advertíase el luciente amarilleo de las bujías y los ritornelos de la orquesta. En una de estas villas vivían el conde y la condesa de Larima. Sus salones estaban todavía ocupados por escogida concurrencia. De un lado, se danzaba, de otro, se apuntaba al baccarrat, y en el jardín, transformado en comedor, los criados perdíanse en un mar de vajilla, sucia, copas a medio vaciar, vituallas abandonadas, ramos, abanicos, guantes olvidados y servilletas tiradas al azar, a la ventura, sobre los parterres. En una especie de gabinetito, lleno de plantas exóticas, uno de los invitados, enfundado dentro de un alto sillón, dormía profundamente y roncaba, mecido por el ritmo del cotillón y por la perpetua repetición de las frases de la mesa de juego: -¡Jueguen, señores! ¿Está? No va más. ¡sirvo! -Nueve. -Carta. 117
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-Tres. -Baccarrat. -Que pague el as; recoja el dos. Y el dormilón seguía roncando. Era joven y de buen ver, correctamente vestido de frac. Pero su barba revuelta, sus cabellos largos y a la buena de Dios, le distinguían de los tipos de la juventud boulevardiere. Su rostro, a pesar de la fatiga, ofrecía un carácter particular, una fisonomía especial, y los párpados cerrados dejaban ver unas pestañas espesas y largas. Quizá no era un hombre bello, pero al menos merecía el dictado de buen mozo. Al cabo de un rato, fatigado por su molesta posición, dio un gran suspiro, entreabrió los ojos y continuó soñando. -¡Esto ocurre por el abuso de ciertos principios -murmuró con alguna solemnidad, -que agravan, que precipitan las decadencias!... Oyó entonces que el banquero decía: -No va más. Y él, siguiendo su idea, tomó una fisonomía severa: -¡Pardiez! -agregó. -¿De quién es la culpa, si no va más? ¿Y cómo no va cuando la diferencia se ex118
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tiende sobre todos los ideales que hicieron vibrar a nuestros ascendientes? El ideal religioso; el ideal artístico o patriótico, ¿qué cuidados merecen en nuestros días? ¿Con qué los substituyen las modernas aristocracias? -Jueguen, señores -repitió el banquero en el salón vecino. El joven se frotó los ojos. -¿El juego? -preguntóse. -¿ Dónde estoy? ¿Qué hora es? Sacó el reloj, pero éste estaba parado. -¡Ah! sí, ya recuerdo. Me dormí después de cenar... Tenía la cabeza pesada, sentía cierto hormigueo en las piernas... ¡Y juegan aún, y bailan!... ¡Qué caterva de imbéciles! ¿Pero que es lo que hago ahora aquí?... ¡Cualquiera creería que vine a Niza para descansar! ¡Vaya al diablo! Me voy a dormir. Era lo mejor; ¿pero qué había hecho de su sombrero? Pesado, aturdido aún, andaba buscándolo por todos aquellos sitios donde no estaba. Y cuando, al fin, lo descubrió, hizo un gesto de disgusto. El sombrero estaba en el mismo sillón donde dormitaba el joven. ¡Había pasado dos horas durmiendo sobre él! ¡Y menos mal si no se habían estropeado los resortes!... 119
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No del todo, aunque el sombrero ofrecía visibles señales del peso que resistiera. De un lado los muelles sosteníanse regularmente, pero del otro... ¡qué lamentable destrozo! El joven lanzó una interjección vigorosa; luego, echóse a reír, y, encasquetándose la alicaída chistera, dirigíóse al guardarropa para tomar su sobretodo. En aquel momento vio a la dueña de la casa que disponía se abrieran las ventanas que daban a la terraza. -¡Hace calor! -decía. -Y por otra parte, está ya clareando. -Buenos días, señora -dijo Lucía, que apareció apenas estuvieron corridas las persianas. ¡Oh, qué hermoso el paisaje! ¡Qué agradable el fresco de la madrugada! Allá, a lo lejos, uníanse dos inmensidades azules: mar y cielo, y entre ellas, balanceábanse multitud de velas blancas, hinchadas por la brisa. El joven quedóse extasiado, aspirando con delicia aquel perfume del mar que ensanchaba los pulmones. ¡Qué bien se estaría allá abajo! ¡Y qué mal en aquel salón que caldeaba la llama trémula de las bujías! 120
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La atmósfera densa, oliendo a flores mustias, a comidas picantes, a alcohol, a humo de tabaco, oprimía, ahogaba; mientras las ráfagas de aire que penetraban por las ventanas abiertas dilataban el pecho fatigado. La dueña de la casa no había reparado en su huésped. Apoyada de espaldas en uno de los montantes de la ventana, contemplaba la belleza del panorama, y el joven admirábase de la aparente serenidad de aquella mujer, joven, fresca, rozagante, tras el cansancio de tan larga vela. Recordábala con su vestido de novicia, cuando la vió por primera vez en el castillo de Barbazán. Hacía ya dos años que Roberto le había presentado su prima en aquel viejo salón, donde, la propia Lucía habíale servido una taza de leche. Aparte las ropas, en nada habían cambiado una y otra. Por señora y condesa que fuera ahora, legalmente, Raimunda seguía siendo la "niña" de otros tiempos. Alegre, con sus ojazos de pájaro curioso, ingenuos y dulces, pero que a veces un imperceptible fruncimiento de cejas transformaba, dotándolos de extraordinaria energía. Durante aquella noche agitada, el joven la había observado con persistencia, procurando adivinar el 121
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estado de su alma. Fue en vano. Si su charla amena, su sonrisa atrayente, hacían suponer que impotente contra el destino, lo había aceptado con resignación, cuando podía aislarse, huir de la algarabía de la fiesta, de aquella animación ligeramente febril, su rostro mostraba preocupaciones, si no dolorosas, al menos de alguna gravedad. Pero... ¡qué hermosa estaba con su traje de baile, sencillo y elegante! Un vestido de blonda, negra, sobre una falda y cuerpo de seda, de color pajizo, que dejaba al descubierto el rosa mate de sus divinos hombros y de sus brazos, aniñados aún, a despecho de su prematuro desarrollo. Parecía descollar entre las demás mujeres, excesivamente emperifolladas; descollar involuntariamente, porque sí, por el propio poder de una distinción innata, que jamás pensó aprovechar. Y Rodrigo -porque este invitado no era otro que aquel joven pintor, premio de Roma, con quien trabamos amistad en el capítulo precedente, -acabóse de persuadir de lo que sólo sospechaba, es decir, de que la novia de Roberto había procurado sacar partido de aquella unión que el viejo Barbazán obligóle a contraer, aunque ignorara el objeto que Raimunda perseguía. 122
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Razón de más para retirarse, buscando un reposo que le era muy necesario, particularmente en vísperas de varias horas de ferrocarril que le conduciría a París. Por esto le dolía pasar cerca de Raimunda. Habría preferido desaparecer "a la inglesa". Pero no había medio. -Permítame usted, señora -dijo, -que, agradeciendo sus atenciones, me despida. -Soy yo la que agradece su visita -contestó Raimunda. -Aunque apenas si le he visto a usted, en medio de este mundo al que me debo... ¿Es que resueltamente deja usted Niza? -Mañana, a esta misma hora, estaré en París. La joven dama retuvo la mano de Rodrigo entre las suyas, mirándole con fijeza. Y agregó, tras de un instante de vacilación -¿Le verá usted?... -¿A Roberto? Seguramente, señora. Raimunda se puso pálida. A su vez, Rodrigo vaciló. -Si él me pregunta -interrogó, -¿ qué debo decirle ? -¡Nada!… ¡Ah, nada, caballero!… Ni siquiera que nos hemos visto. 123
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-Perfectamente -dijo Rodrigo. -El pobre es bastante desgraciado, créalo usted. -¡El! -No puede usted imaginarse hasta qué punto lo es. El tiempo no pasa para él. No ha variado desde aquella tarde en que me presentó a usted, de modo bien singular por cierto. ¡Si usted le hubiese visto cuando supo que usted había obedecido a su abuelo en virtud de algo oculto! ¡Estuvo loco de dolor y de ira! Sacudiendo el estupor que le produjo la noticia, y dando de pronto, tregua a sus imprecaciones, saltó sobre sus armas, lanzándose en dirección al domicilio del señor de Larima, resuelto a provocarle, por los medios que fuesen, para acabar de una vez, en seguida, aquella misma noche. A duras penas, conseguí darle alcance y, por fortuna, Matías estaba solo en la casa, que su dueño había abandonado a mediodía. Roberto dirigiése a Matías, amenazándole, para obligarle a que dijera a dónde se había dirigido el señor de Larima. Pero usted ya conoce la fuerza de voluntad de Matías. Ruegos, promesas, injurias, nada consiguió moverle a que despegara los labios, sólo haciendo nacer en su corazón una esperanza, la de verla a usted, a su regreso, logré arrancarle de aquel sitio. 124
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-¡Ay, señora! -continuó Rodrigo, -¡esa prolongada espera de una carta, de una noticia de usted, espera siempre defraudada, fue lo más duro! Tanto lo fue, que, a pesar de que debía ir a la Escuela de Roma, en la cual tenía aún que pasar dos años, no me atreví a abandonarlo en el estado en que se encontraba. Temí una desgracia. Luego, el abatimiento sucedió a los transportes de cólera, y dejóse llevar, inerte, como un soldado vencido que renuncia a salvarse. ¡Ah! Sí, señora -terminó Rodrigo, -¡es muy desdichado! Silenciosa y conmovida, Raimunda escuchaba, esforzándose en retener las lágrimas que humedecían sus párpados. -Por yo no sé qué intuición -dijo ella, tuve siempre el presentimiento de las crisis que sufría Roberto. ¡Oh! ¡cuántas inquietudes secretas! ¡Cuántos sacrificios para substraerme a mis recuerdos, para fortalecer mi espíritu, asustado ante la idea de encontrarme alguna vez con Roberto! ¡Ay! Aquellas horas, ¡qué amargas, qué crueles fueron para mí! Pero él no me olvida... ¿Qué hace entretanto? -¡Trabaja! -¿En nuestra casa, en nuestro castillo? 125
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-No. Al saber el próximo regreso de su tío a Barbazán, marchó de allí, temeroso de no poder contenerse, y se instaló en París, volviendo a sus pinceles. Ha seguido escribiéndome y su correspondencia me ha tranquilizado. En el Salón, ha obtenido varios triunfos. Y a pesar de continuar rechazando la pensión de su tío, no se ha visto obligado a vender lo poco que le queda de los bienes de su padre. No es que sea rico, pero sus cuadros empiezan a ser buscados en el mercado y se venden a buen precio. Hace seis meses le escribí, pidiéndole que fuera a Roma, para visitar juntos la mayor parte de Italia. Entonces fue cuando, por primera vez, la encontré a usted: en Nápoles, y desde aquel día no he insistido, huyendo el peligro de un encuentro inoportuno, que podría renovar estériles sufrimientos y producir un choque entre Roberto y el conde de Larima. -Ha obrado usted con mucha cordura. -Pero, veamos -repuso el joven; -si al volver a verle, dentro de unas horas, me habla de usted -y me hablará, ¡vaya si me hablará! -¿será preciso mentir, ocultarle nuestro doble encuentro en Nápoles y en Niza? Si la obra del tiempo está cumplida; si su dolor ha llegado a dulcificarse de tal modo que desee 126
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saber qué se ha hecho de usted y si usted le recuerda, ¿qué le responderé? -Dígale usted cuanto ha visto. -Lo que yo he visto no me da idea de cómo vive usted con el conde. ¿Sé yo acaso si tiene usted que lamentar alguna tortura?... -¡Ninguna! -replicó la joven, -¡ninguna que no sea la ya conocida! El conde hace lo que le viene en gana y me deja tranquila, según lo convenido, respetando, hasta ahora, todas las condiciones que impuse. Almorzamos juntos a menudo. De cuando en cuando voy con él de paseo, asisto a actos de sociedad, para no dar pretextos a la curiosidad ni a los comentarios de la galería. Y si él recibe, como hoy, por ejemplo, hago, con toda la amabilidad de que soy capaz, los honores de la casa. Eso es todo. Y supongo que continuará siendo así, hasta que llegue el instante que con toda el alma deseo. Rodrigo la miró, asombrado por el acento duro con que la joven pronunció sus últimas palabras. ¿Qué hora sería aquella de que hablaba Raimunda como de una esperanza suprema? ¿Qué esperaba? Y se lo preguntó.
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Raimunda, a su vez, abarcóle con una mirada de sorpresa, no acertando a sospechar que se le hubiera escapado el verdadero sentido de sus palabras. -¡Cómo! ¿Pregunta, usted qué aguardo? ¡La libertad! -contestó con una expresión de ardiente entusiasmo. -¿Cree usted, caballero, que voy a pasar así toda mi vida? ¿Puede usted imaginar que yo acepte para siempre esta situación odiosa, atroz?... ¡Oh, no, no! Tarde o temprano, hora llegará en que pueda decir: "La prueba terminó, la redención está pagada me recobro; me recupero; he rescatado mi alma, y todo mi ser ha reconquistado su libertad..." ¿Le sorprendo a usted? -prosiguió, observando un movimiento del joven. -¿Pero qué idea se había formado usted de mi carácter? ¿O es que usted admite como artículo de fe alguna de las novelas amañadas a propósito de las causas que me indujeron a casarme?... Seguramente cree usted, como Roberto, en una traición mía; que fuí débil, que cedí por cobardía... y eso, caballero, es para mí lo más cruel. ¡Saber que desconfía de mí, que se me acusa y que no puedo disculparme! Pero, se lo repito, día llegará en que, rotas las cadenas, podré levantar la voz, defenderme ante Roberto, y decirle: "Te has engañado. No has sabido comprenderme. Vencida, aherrojada, 128
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he sufrido, por fuerza, un yugo horrible, sin rendirme jamás y guardándome toda entera. El Cielo, al fin, rompe esta tiranía que por todas partes me encerraba, y desde el primer momento me substraigo a toda esclavitud." Rodrigo no la comprendió, porque ignoraba los sucesos que habían determinado su casamiento. -Pero esta esclavitud, señora, no puede romperse. -¡Bah! -exclamó la joven, -¿qué necesita ese hombre que pusieron a mi lado como si fuera un carcelero? Algo con que satisfacer sus gustos, sus pasiones, su concupiscencia y su vanidad: dinero en una Palabra. ¡Sea! Le entregaré cuanto poseo. -¿Pero si él no fuera así, como usted imagina? -Tanto peor para él. -¡Pero si todo está contra usted! -¡Peor aún! No será entonces una falta si, forzada, me coloco fuera de las leyes y de la sociedad. -¡Me asusta usted, señora! -¿No querrá usted decir que le escandalizo? preguntó Raimunda, con una triste sonrisa. -No, pero temo que se haga usted ilusiones. Sola, sin apoyo, contra un adversario tanto más peligroso cuanto que es un hombre sin escrúpulos 129
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como lo ha demostrado casándose con usted, sabiendo que usted amaba a roberto, -no acierto a ver qué podría usted hacer por quedar libre. -Tampoco lo sé yo todavía; no he previsto aún el instante supremo. Sin embargo, conociendo al señor de Larima, tengo mis razones para creer que las dificultades se resolverían por medio de un nuevo contrato. Y estoy dispuesta a dar este paso. Pero, si me engañara respecto a eso , yo sola , colocándome a su nivel, no retrocedería ante nada. Y por sola, por sin apoyo que esté, como usted observa, firmemente resuelta a correr ese albur, ¡yo se lo juro, caballero, sabré libertarme! -¿Pero, cómo? ¿Un proceso?… -Lo perdería, seguramente; sea casualidad, sea táctica, mi pretendido esposo no me ha proporcionado arma alguna que hacer valer… -¡Entonces!… -La joven sonrió bondadosamente. -¡Sí! Adivino su pensamiento. Usted espera que diga: "Prevenga usted a Roberto de mis disposiciones, y, en el momento oportuno, únase usted a él." -Es cierto -repuso el pintor. -Esto esperaba. Le conozco a usted apenas; pero tengo por Roberto un cariño profundo. Ignoro los motivos por los cuales 130
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se sacrificaría usted; mas sean los que fueren, me es igual, y sin preguntarle nada, le ofrezco a usted mi cooperación. Raimunda, conmovida, le tendió de nuevo la mano. -Gracias -repuso ella, con voz velada por la emoción; -pero, se lo repito a usted: ¡quiero exponerme sola! -¿Por qué? -Porque corro menos peligro que cualquier otro; y desde luego, menos que mi pobre Roberto, que se expondría fríamente, sin reflexionar. De momento, próxima o lejana, la hora de mi liberación no ha sonado todavía. Rodrigo la contempló en silencio. -¿Pero qué clase de mujer es usted? -acabó por decir, con acento admirado. Usted que, acusada de ingratitud por el que ama, sospechosa de perjurio, con luto en el alma, los ojos llenos de lágrimas, declina el apoyo que se ofrece, domina sus sufrimientos y persiste en esperar... Esperar ¿qué? -Aquello mismo que durante dos mil años -respondió gravemente la prometida de Roberto, -la raza de usted, proscripta, martirizada, injuriada, diezmada, espera en silencio, con la frente hundida 131
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en el polvo; pero siempre radiante de fe interior, a pesar del oprobio y del desprecio; en una palabra, aquello que nunca falta: ¡la justicia de Dios! -¡Me inclino! -dijo el joven israelita, -y por tanto... -Pero -interrumpió Raimunda, mostrándole el espacio, -¡vea usted cómo el cielo desde sus impenetrables alturas, con su inmaculada pureza, invita a esperar, a orar y a creer!... Recuerde usted lo que dijo el poeta, el profeta de los modernos tiempos: Nuestros males nacieron de nuestras faltas, y quizá si seguimos puestos de hinojos, Dios, una vez benditos los inocentes y los arrepentidos, vendrá a nosotros!... -No insisto -terminó Rodrigo. -Al menos, señora, hágame usted el honor de recordar... que estaré siempre a sus órdenes... -¡Gracias! -replicó dulcemente la joven. Ambos habían llegado hasta la terraza. Raimunda contestó al adiós del artista, e inclinando su cuerpo sobre la balaustrada, que el sol comenzaba a 132
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bañar, quedóse allí, en actitud contemplativa, y absorta. Poco a poco, los puntos, más o menos gananciosos, iban retirándose de la mesa de juego. En el salón del baile observábase la misma progresiva retirada. A través de las persianas filtrábase la claridad del exterior, dando a las luces un aspecto sepulcral que helaba los entusiasmos de los danzarines. Las mujeres, despeinadas, amarillentas, con el vestido ajado, temían el despertar del nuevo día. Y en el guardarropa, las prisas, reclamando abrigos y sombreros, tomaban un carácter alarmador de "sálvese quien pueda". De pronto, la orquesta paró, mientras el último banquero, repetía inútilmente: -¡Hagan juego, señores! Diez minutos después, la villa alquilada para la estación por el conde y la condesa de Larima, quedaba silenciosa y triste. Sin motivo, sin objeto, maquinalmente, Máximo levantóse de su sitio, atravesó los salones vacíos, donde el desorden daba lástima, y subió a su cuarto. Incierto respecto a lo que haría, causábale pereza desnudarse para ponerse el traje de dormir. Tomó un cigarrillo, lo encendió y acercando un sillón a la 133
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ventana abierta, arrojó una mirada rápida sobre el panorama que se desarrollaba espléndidamente ante sus ojos. Una inexplicable molestia fue invadiéndole lentamente; la impresión de una decepción indefinible. Encontrábase ignorante, cándido... ¿Ignorante de qué?... De todo, incluso de sí mismo. Y se decía mentalmente: -¡Hela aquí aquella existencia por la cual tanto suspiraba! La imaginé tan deliciosa, que no vacilé en sacrificarle todo escrúpulo. ¿Y qué es en suma? Mucho ruido, confusión, frivolidades, ¡una cohorte de indiferentes, vulgares y corrompidos en su mayoría!... ¡Si estas cosas se supieran antes!... ¡Si yo las hubiese sabido! ... ¡Y sin embargo, esto parece bastar a los otros, mientras se revuelve contra mí la punzante angustia de los deseos inasequibles de otros tiempos!... ¿Es que padeceré un espíritu insaciable? -preguntábase de buena fe. -¿Tendré la imaginación enferma? Cuanto he conquistado perdió ya su valor para mí, y en vez de cantar victoria, me siento triste, humillado, descontento de mi suerte, descontento de los demás y de mi... ¿Por qué? 134
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En los relojes públicos dieron las seis y en el aire vibró el toque del Angelus. Máximo estremecióse. -¡Cuántas veces -pensó -estas campanas han turbado mi sueño! Cuántas veces, oyéndolas, he pensado en romper bruscamente con lo actual, en salvarme, en desaparecer, después de haberme arrojado a los pies de Raimunda, diciéndole: "¡Perdón!... ¡Ten esperanza; son- ríe de nuevo a la vida, te dejo en libertad! ¡Cuanto ha pasado entre nosotros no ha sido más que un sueño penoso, del cual la aurora de mañana disipará el recuerdo!..." Y así estuvo pensando durante largo rato. De nuevo volvió a engolfarse en no se sabe qué novelerías confusas, cuya inverosimilitud, volvióle de golpe a la realidad. Su situación era lastimosa. ¿A quién contaría su enfermedad moral? -¡Qué loco soy! -murmuró, levantándose. -¿A qué obstinarme en buscar nombre a mi mal? La verdad es que todas mis energías, todos mis esfuerzos de voluntad, no han bastado a substraerme al encanto de ella... ¡La adoro! Y ella es mi tormento, la que inutiliza mi triunfo. ¡Sí, la adoro! Y ella... 135
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He aquí adónde había llegado el señor de Larima, después de dos años de vivir en común con Raimunda. Realmente, si cuando aceptó el trato que le propuso el marqués de Barbazán le hubiesen asegurado que acabaría por adorar a la joven, habría hecho un gesto desdeñoso, acompañado de un encogimiento de hombros, como signo de incredulidad. La condición estipulada de que no sería su. mujer más que en apariencia, y la declaración formal de que amaba a Roberto, habían herido con demasiada dureza el orgullo del aventurero, para que pudiese admitir que acabaría por enamorarse de ella. Y hoy, no solamente esto era cierto, sino que no le molestaba, no le zahería; no sentía castigado su amor propio. ¿Qué había, pues, ocurrido entre ellos? Nada; nada absolutamente. Raimunda no había mentido al hablar a Rodrigo de sus relaciones con su esposo. "Almorzaban juntos a menudo. A veces, ella le acompañaba en el paseo, en reuniones, a las cuales eran ambos invitados, y si él recibía, ella cumplía sus deberes como dueña de casa. Nada más." ¿De qué hablaban, cuando estaban juntos? De lo que suelen hablar dos personas a quienes unen so136
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lamente lazos de cortesía: "-Buenos días; buenas noches; ¿cómo está usted? Gracias." Esto era todo. O de pequeñas interioridades, tales como: -"¿Le gusta a usted esto o lo otro, o lo de más allá? Fulánez desea que vayamos a su casa; ¿vendrá usted? ¿Quiere usted prolongar, o abreviar su estancia aquí?" A todo ello respondía Raimunda, amable y bondadosa. Por lo demás, cada cual arreglábase a su gusto. Ninguna comunidad de trato, salvo aquella que imponía la presencia de gente extraña y de los criados y que les hacía aparecer como un matrimonio modelo. ¡Quién sabe si esto precisamente, si esta misma indiferencia imperturbable caracterizada por una corrección perfecta, había ejercido una especie de fascinación en el alma del aventurero! Sin quererlo -¡al contrario! -aquella mujer joven, elegante, dotada de inteligencia y firme como una roca, había deslizado en su corazón un fluído, que podríamos llamar magnético, a falta de otro nombre mejor, a falta de una expresión que defina ese "algo" que atenaceando el pensamiento, obliga a pensar en una mujer. De hecho, Raimunda reinaba como dueña y señora en el espíritu del conde. Y éste, que lo notaba, 137
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quería sacudir el yugo mortificante; y procuró reaccionar, alejándose de ella, huyendo su encuentro, pidiendo a devaneos exteriores una diversión que le librara de preocupaciones que estimaba contrarias a su dignidad. Tiempo perdido. Pero, al menos, que esta debilidad humillante, a su juicio, continuara en secreto... ¡Qué vergüenza, si jamás Raimunda hubiese sospechado la verdad! ¡Y qué diablos! Sí, una verdad de a folio, contra la cual bien pronto nada se podría. Ante Raimunda, en la mesa, Máximo, sentía un bienestar indefinible que aceleraba los latidos de sus arterias. Si, dispuesto a salir, oía el piano Y luego, la voz de Raimunda, olvidaba su marcha. El caballo preparado, el coche enganchado, aguardaban, mientras él, dominando los impulsos de su corazón, escuchaba; escuchaba encantado, cautivado, vencido por la gracia de aquella mujer. ¡Esto era un castigo, quizá! Aunque no era Máximo hombre para comprenderlo así; antes creía que esto era su redención. -¡Después de todo -decíase, -es mi esposa! Y luego, ¿no podía ocurrir que esta influencia innegable afectara a su vez a Raimunda? Esto era lo 138
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que se preguntaba una vez más, la mañana en que volvemos a hallar a ambos en Niza. Engolfado en la incertidumbre de sus ideas, habíase acercado hasta el alféizar de la ventana que daba justamente encima el sitio de la terraza donde Raimunda, de codos sobre la balaustrada, soñaba como él. Al verla, Máximo sintió el vértigo. Parecióle de momento insoportable aquella vida, siempre, a todas horas, extraño para aquella mujer que adoraba y que era suya; que, por toda suerte de leyes sociales, le pertenecía. Era aquél un suplicio excesivamente prolongado, una tentación continua. ¡ Hacíase indispensable cortar por lo sano; saber a qué atenerse, y acabar con tal tormento! Anhelante tomada la voz, crispados los nervios hasta hacerle daño, bajó a la terraza, encaminando directamente sus pasos hacia Raimunda. Pero al volver ésta el rostro, su sobreexcitación desapareció como por ensalmo. Tuvo miedo, y a la primera pregunta de la joven, contestó con voz temblorosa: -Raimunda... Hay momentos en la vida en que una sola palabra puede variar el destino de un hombre. A pesar del cansancio de una noche en vela, ¿quiere usted oírme, Raimunda? 139
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-Sí -repuso ella simplemente. -El aire matinal ha disipado la fatiga, y si me disponía a subir a mis habitaciones, más bien era para cambiar de traje que para descansar. ¿Qué desea usted ? Máximo no buscó rodeos. -¡Raimunda -replicó, -yo le ruego a usted que me perdone! El temía que Raimunda se asustara. No hubo tal. En vez de huir, miróle en los ojos, como en un duelo se mira al adversario. Presentía un asalto capital. -Perdonarle ¿de qué? -preguntó pausadamente. -¡Si de nada le hago a usted responsable! Intereses que sigue usted desconociendo, lleváronle a casarse conmigo en condiciones especialísimas. Esto no es un pecado suyo, porque no ha sido usted el instigador, ni debo hacérselo pagar a usted. Por lo tanto, ni le guardo a usted rencor, ni tengo nada que perdonarle. Reconozco, además, espontáneamente, que en los dos años que este matrimonio dura, usted no me ha regateado ninguno de los miramientos que en derecho me correspondían. -Pero este mismo matrimonio, que puede usted echarme en cara, es lo que legitima el desdén y la 140
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indiferencia con que usted me trata. Es este pacto que, al enriquecerme, me hizo cómplice de los que la sacrificaron, lo que me mueve a arrepentirme y a pedirle perdón. -¡Bah! -dijo la joven. -De no haber sido usted, otro se habría encontrado sin tales escrúpulos... aunque éstos sean tardíos! Máximo sintió el latigazo, pero calló. Se habría dicho que aquella mujer le intimidaba, no dejándole continuar y cubriendo su rostro con un velo de tristeza. -¡De modo -agregó con voz acabada, -que ni aun con su resentimiento me honra usted! -¿De qué nos serviría a uno y a otro? -Reconozca, usted entonces que el desprecio predomina en usted, y que, sorprendida de mi actitud, está usted preguntándose qué segunda intención se oculta en este lenguaje mío. Raimunda no contestó. -¡Calla usted! -prosiguió el conde. -¡Entonces ésa es realmente su impresión!... Pero, ¿y si se engañara usted? ¿Es esto imposible después de todo? ¿Por qué el bien no puede ser contagioso? ¿Cree usted que puedan existir únicamente seres malvados?... 141
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¡Malvados! -prosiguió, animándose. -Si yo pude volverme malo, no lo fuí siempre. Mi juventud fue tierna, generosa, confiada. Luego me encontré solo en el mundo, lanzado de mi casa por gente lista que supo explotar, despojar a mi padre. Mi error... -digamos: mi crimen, si usted quiere, -es el de no haber sabido inclinar la cabeza. Me he insubordinado, en vez de dejar que corrieran sueltamente mis lágrimas. He preferido lanzar un reto, una bravata, contra esta sociedad que cobraba en mí el desorden de mis padres y me infligía el inmerecido castigo de la miseria, lanzándome fuera de los de mi clase, colocándome entre los indigentes, los necesitados, los parías de la civilización... Y luego -continuó Máximo, cambiando de tono, -he vivido cerca de usted. Mi indignación ha desaparecido, cediendo su sitio al renlordimiento; he domado mi orgullo y... ¡lloro a los pies de usted, señora! La joven no dudó de su sinceridad. Pero al mismo tiempo, no dejó de considerar que era cómodo este arrepentimiento, cuando no le amenazaba la miseria y se veía ocupando el rango correspondiente. Sin embargo, fue caritativa, compadecióse de él y le contestó con dulzura: 142
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-Injustamente castigada como usted, puedo, cuando menos, compadecerle... -¡Raimunda! exclamó Larima, con voz suplicante. -¡No basta la compasión! -¿Qué más puedo hacer? -preguntó algo inquieta. -¡Sufrir que la adore!… -¡Jamás !... -contestó ella, en una explosión de indecible terror. Raimunda había retrocedido. Máximo adelantó. -Tranquilícese usted -dijo, haciéndose humilde y sumiso. -No pido nada. Aguardaré a que mi arrepentimiento la conmueva; a que el tiempo le dé pruebas de él... ¡No me quite usted toda esperanza!... ¡Salve usted mi alma de sí misma!... Se lo juro a usted, Raimunda... ¡Sólo mis respetos llegarán hasta usted!... ¡No, no hable usted! -prosiguió Máximo interrumpiéndola. -Déjeme creer que al correr de los años que nos quedan de vida, surgirá una aproximación que se ha convertido en mi supremo y único ideal. Muy pálida, pero muy firme, Raimunda, sacudió negativamente la cabeza. 143
DUARDO CADOL
-¡No, no! No quiero mentir... ¡y aun sólo callar, sería engañarle a usted! -Pero, señora -objetó Máximo, -¿qué sabe usted de lo que nos tenga reservado el porvenir? -Sé, caballero, que existe el imposible entre nosotros. Ayer, su amor me habría humillado; hoy me espanta. Y profundamente turbada, ocultó el rostro entre sus manos, añadiendo como si hablara consigo misma: -¡Dios mío! ¿ Estaré perdida?... Máximo creyó que la joven se encontraba desconcertada, y la tomó de la mano, para llevarla hacia él: -¿Perdida? ¡No! -murmuró; -pero respetada, adorada... Con un movimiento rápido, Raimunda desprendióse de las manos de su esposo, diciendo con voz firme: -¡Si alguna vez llego a caer en los brazos de usted, será que habré muerto! Asombrado, Máximo, la dejó partir. Y solo, ya, quedóse largo rato perplejo, sin acertar a poner en orden las ideas que bullían alborotadamente en su 144
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cerebro. Una oleada de sangre afluyó luego a su rostro, y, repitiendo la última palabra de Raimunda: -¿Muerta? -exclamó con furor. ¡No! ¡Viva y vencida; suplicante, como supliqué yo! Una frase quedó grabada en su mente. "Existe el imposible entre nosotros" -había dicho la joven. -Y no se le ocultaba: este imposible era Roberto de Barbazán, su primo; su prometido desde niña. Raimunda se reservaba para él, y la convicción de que esto era cierto volvióle nuevamente a sus malos instintos. -¡Puesto que me arrojan al infierno, del cual quería evadirme, tanto peor para ellos! ¡Me retan, me provocan, me declaran la guerra! ¡En buena hora! ¡Ellos lo habrán querido! La cabeza ardiente, temblonas las manos, subió de nuevo a sus habitaciones, sintiendo la necesidad de calmarse, de mitigar su encono, a fin de examinar fríamente, de combinar la manera de reducir la altivez de Raimunda, a toda costa, al precio que fuera. Pero querer y poder son dos cosas muy distintas. La exasperación persistía, a pesar de sus esfuerzos. Y por sucesivos accesos de cólera, iba pasando de la amenaza al abatimiento. 145
DUARDO CADOL
En aquella habitación cerrada, entre aquellos cuatro muros, paseábase como una fiera enjaulada, devorando las sacudidas de su impotencia, forjando proyectos absurdos, que tan pronto le enardecían, le volvían loco, como le aniquilaban, le vencían, haciéndole caer abatido sobre su sillón. Hacia las nueve, llamaron en la puerta de la habitación. -¡Adelante! -dijo maquinalmente. Apareció Matías. -¿Eres tú? -dijole Máximo. -He cambiado de idea. Esta mañana no montaré a caballo. Déjame. Sin saludar, ni responder, Matías dejó una carta sobre un extremo de la mesa y dio media vuelta, dispuesto a retirarse. Máximo lo retuvo. De una ojeada había leído la palabra "San Gaudencio", en el círculo del sello de correos. -Espera -dijo. Abrió el sobre y lanzó una ligera exclamación. En el membrete de la carta leíase, el nombre de uno de los notarios de la sub-prefectura, y a continuación lo siguiente: "Señor conde: 146
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Tengo el honor y el sentimiento a la vez de anunciarle a usted el fallecimiento del abuelo de la señora condesa de Larima. El señor marqués de Barbazán fue súbitamente herido por una congestión cerebral, provocándole un síncope y falleciendo antes de que llegara el médico, quien sólo pudo ya certificar la muerte." Seguía una relación de las disposiciones tomadas para el entierro, la colocación de sellos en las habitaciones, la apertura del testamento, a la que se había procedido inmediatamente, según las prescripciones formales y escritas del difunto, y observando todos los requisitos legales. Pero este testamento, no cabía duda, era una mixtificación. El marqués confesaba en él, con cierto estilo ligero, no exento de ironía, haberse visto en la necesidad de no legar nada a persona alguna de su descendencia, por la sencilla y poderosa razón de haberse arruinado en diversas especulaciones. Esto era muy vago, muy impreciso. Lo que ya no lo era tanto, lo que era el reverso de la medalla, puesto que estaba bien precisamente establecido, es que todos sus bienes habíalos vendido en vida, a 147
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buen precio, por medio de escrituras convenientemente registradas, absolutamente inatacables y con el recibo integral de las sumas estipuladas. Nada quedaba, reservado. Hasta los recuerdos de familia pasaban a manos de terceros, quienes, por el solo hecho de la muerte del vendedor, se encontraban ya y para siempre legítimos propietarios de los bienes de Barbazán. "...Mientras tanto -añadía el notario, a propósito de todo esto, corren por el país ciertos rumores; rumores que tienden a suponer la posibilidad de un fideicomiso..." Esto fue un rayo de luz para Máximo de Larima. ¡Oh! Sí, la venta general estaba hecha, era cierta; lo que no hubo fueron especulaciones. El dinero recibido, líquido, transmisible de mano a mano, había sido confiado a alguien que seguramente del mismo modo habíase encargado de remitirlo a... ¿a quién? ¡Voto al chápiro! al sobrino del viejo, a Roberto, el último heredero del nombre de Barbazán. El conde, convencido, quedóse un momento absorto en sus reflexiones, y luego sus labios dibujaron una sonrisa cruel. -Mal inspirado anduvo usted, señor marqués -díjose mentalmente. -Heme aquí con dos razones 148
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poderosas para mandar al infierno al querido sobrino. Bastaba la primera... ¡No importa... Ellos lo quisieron... ¡Ahora nos toca a nosotros, Roberto! Apenas había terminado su razonamiento, y ya estaba formado el plan de batalla. Volvió el rostro hacia Matías, que esperaba tecleando con los dedos sobre los cristales, y preguntó: -¿Quién te ha entregado esta carta? -El cartero. -¿Han visto que te la dieron? -Nadie. Estábame fumando tranquilamente una pipa, recostado en el marco de la puerta de la calle, cuando vi que el cartero daba la vuelta a la esquina y se dirigía hacia aquí. Me enseñó la carta, se la tomé y él continuó su camino, mientras yo volvía a mi sitio. -¡Perfectamente! No digas de esto una palabra, y disponte a tomar el tren de París. -¿Marcho? -A las once cuarenta. -¿Solo? -Solo. Una vez allí, prepararás un cuarto amueblado, siguiendo las instrucciones que voy a darte luego y que leerás durante el viaje. Según todas las probabilidades, nosotros iremos a París dentro de ocho días. ¿Comprendes? 149
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-Comprendo -repuso lacónicamente el guardabosque, transformado, en mayordomo, desde que al joven matrimonio le había dado por viajar. Cuando hubo desaparecido, Larima examinó en su espíritu las resoluciones tomadas y las disposiciones dictadas, para asegurar su ejecución. -Ocho días bastan -dijose -para disipar las dudas que haya hecho nacer en el corazón de Raimunda, para que ella vuelva a sentirse segura, como en otros tiempos. Este luto mediante... ¡esto es cosa de ocho días!... Sin embargo, no pudo contener un suspiro. -¡Si ella hubiese querido!... -pensó. -¡Ah! ¡qué implacables son aquellos que jamás se desviaron del camino recto! Para el arrepentido que llega a sus puertas, humilde y contrito, no tienen más que frialdad y desdén. Pues bien, ¡sea! -agregó, con los dientes apretados. -¡Sobre ellos recaerá la responsabilidad de lo que ocurra!
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V Como había dicho Rodrigo a Raimunda, el sobrino del marqués de Barbazán había abandonado los últimos restos del dominio paternal, cuando estuvo seguro del regreso de su tío. Por respetuoso que hubiese querido mantenerse con el jefe de la familia, temía un choque al encontrarse con él. Seguramente habría sido un consuelo para Roberto poder desahogar su corazón; ¿pero de qué utilidad iba a serle? No era posible desandar lo andado, hacer que el matrimonio de su prima dejara de ser tal... Por justicia, por deferencia, por precaución, el joven comprendió que era mejor alejarse, romper para siempre. Lejos de ella, tendría cuando menos libertad para llorarla. El marqués no se sorprendió. 151
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-¡Demonio de muchacho!... -se repetía, sin acertar a consolarse completamente del abandono en que le dejaba su sobrino, a quien cada vez quería más. Un solo punto le inquietaba: que aquel "demonio de muchacho" se obstinara en rechazar las liberalidades que, de su parte, el viejo se empeñaba en tener para con él. ¡No había medio! Roberto se había refugiado en París, y sin capital suficiente para resistir los gastos de un verdadero taller, había sacrificado sus habitaciones a tal objeto. Todavía fue menester encontrar un cuartito a la altura de sus necesidades y de su bolsa, trepando hasta la mitad del cerro de Montmartre: la calle Cardinet. Un pequeño recibidor, un comedor, una sala taller bastante espaciosa y una alcoba chiquita. Esto era todo. Pero todo "decorado de nuevo", según anunciaba la tablilla que colgaba de la puerta cochera cuando Roberto se presentó. Una casa excelentemente dispuesta, nuevecita, coquetona y bien distribuida, en su interior. Así, por ejemplo, encima de la chimenea de la sala aparecía un cristal que caía justamente encima de la chimenea de la alcoba y que 152
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parecía dar mayor espacio a ambas habitaciones. Lo principal del mobiliario, procedía de... Dios sabe dónde. Muebles descascarillados, estilo -si estilo había en ellos- Directorio. Fantasía, mucha fantasía... Como los que ahora están de moda, por ejemplo. Hacía diez y ocho meses que Roberto de Barbazán vivía allí, silencioso, sedentario, y en apariencia, tranquilo. Demasiado quizá, porque le faltaba aliciente para su vida, para sus esfuerzos, para su constancia laboriosa. Trabajaba, sí, pero sin finalidad, sin entusiasmos, sin amor en su obra. Y en un trabajo agotador buscaba el alivio de sus males. Sin embargo, triunfaba. Como ha dicho Michelet: "La obra, que se creería inanimada, sobrevive a su autor; él la hizo; pero ella le hace a su vez, y, poco a poco, le agranda y le mejora. Roberto, sufría, también las influencias favorables de su obra y las consecuencias no eran menos. En el Salón de Pintura había conseguido ya personalidad, obteniendo una medalla del jurado de recompensas. Empezaba a vender bien sus cuadros: paisajes, escenas costumbristas, y se lo habían encargado algunos retratos. Roberto sentía renacer la confianza en sí mismo. Ensayó la figura Y sus recursos aumentaron, 153
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permitiéndole el lujo, un poco caro, de tener "modelos". Una tarde, en ausencia suya, encontráronse dos personas en su taller. Una de ellas era un pobre diablo, vestido con suma modestia y bien conocido en los centros artísticos: el "padre Orloni", un "modelo" cuya especialidad consistía en las "cabezas de apóstol". Alto, erguido, a pesar de sus sesenta años cumplidos, mostraba orgullosamente sus largos cabellos blancos y una abundante barba del mismo color, que daban un carácter clásicamente venerable a sus rasgos regulares y bellos todavía. Su compañero era Rodrigo Lévy, el amigo de Roberto, de regreso de la Escuela de Roma -después de pasar por Niza, donde le vimos, -diras quince días de ausencia. Sin ocuparse de ellos, Catalina, una vieja, criada que no había querido abandonar a Roberto cuando éste dejó Barbazán, acababa de ordenar diversas chucherías. -¡A fe mía -dijo el premio de Roma, -si usted, mi buena Catalina, no está segura del pronto regreso de Roberto, me marcho; dejaré que me llame mañana para almorzar juntos! 154
LA SEÑORITA RAIMUNDA
-Nada se lo impide a usted. Pero estoy segura de que Roberto no tardará. Salió temprano, llamado por su notario y para un asunto urgente. -¡Su notario!... -repitió el pintor. -Perdone usted un poco... ¿Qué es lo que dices a esto, Excelencia? Este tratamiento dirigíase al "padre Orloni", que se atribuía nobilísimo abolengo, y fue delicioso oírle decir con el aire más natural del mundo: -Bajo el pontificado de nuestro Santo Padre Alejandro VI, mis abuelos tenían... ¡catorce notarios! -Será por esto que andas posando cabezas de apóstol -prosiguió el artista. -El dinero de tus abuelos desaparecería en honorarios. El "padre Orloni" no se guardó la pulla: -A menos -dijo con cierto tonillo burlón, -a menos que hubiesen firmado pagarés a los tuyos, querido Lévy. -¡Diste en el clavo, papá! -replicó alegremente el joven. -¿Lo ves tú? -repuso el modelo tendiéndole la mano. -¡Eres un caribe, pero es igual!... "De lo alto de los cielos, su última morada", que dijo el otro, ¿qué deben pensar tus abuelos, vién155
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dote dar la mano a un descendiente de aquellos a quienes obligaban a cubrirse la cabeza con un bonete amarillo? -Ellos eran de su tiempo y nosotros pertenecemos al nuestro. -¡Vamos! ¡No eres orgulloso, al menos! -dijo el joven israelita. -Y cuando quieras cinco francos. -¡El llanto sobre el difunto! -replicó el modelo, -porque sospecho que cuando llegue Roberto no estará para sesiones... -La verdad es que ver a un notario no ha de ser cosa que inspire. -Fíjese que no es "su" notario, sino el del señor marqués, que acaba de fallecer -hizo observar Catalina. Rodrigo dio un salto. -¡Cómo! -dijo, -¿su tío ha muerto? -¿Lo ignoraba usted, señor Rodrigo? Roberto lo ha sabido recientemente y quizá no le habrá visto a usted luego. -Así debe de ser, mi buena Catalina, porque de otra manera, me lo habría contado. ¿Y qué efecto le produjo la noticia de esa muerte? -La lamentó mucho. -Sin embargo, estaban regañados. 156
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-¡No importa! ¡Llevan la misma sangre, señor! -¡Yo se de uno a quien vendrá de perillas ese luto! -¡El marido de Raimunda! -Que dispondrá de una magnífica herencia -se dijo mentalmente Rodrigo. -¡Hele aquí con sus deseos colmados! ¡Todo le sale a pedir de boca a ese granuja! Habrá que preguntar si Dios, en su infinita bondad, no sufre a veces algunas distracciones... -¡Oh! ¡qué hermoso es! -interrumpió Orloni, extasiado ante un diminuto revólver, con incrustaciones de oro y plata, expuesto en un estuche nuevo, sobre una, mesa. -¡Cuidado!- gritó Catalina, -que está cargado, según creo. Es un regalo que le hicieron ayer -prosiguió la sirvienta. -¿Usted conoce, señor Rodrigo, a este norteamericano que quería el retrato de su difunta esposa, retrato que Roberto ejecutó sobre un mal pedazo de papel y aun borrosamente? Pues quedó tan contento del dibujo que, además del precio convenido, le mandó este revólver, que es de un sistema de su invención, según parece. -El sistema me tiene sin cuidado -replicó Rodrigo; -pero el arma, en sí, es una maravilla. -¿Y qué? ¿era rico el tío de Roberto? 157
DUARDO CADOL
-¡Ya lo creo! -respondió el pintor. -De uno a dos millones, cuando menos. ¿No es esto, Catalina? Usted lo debe saber de fijo, porque es usted del país. -¡Oh! Sí, yo soy del país -suspiró la vieja sirvienta. -¡Y lo que siento verme alejada de él! Así como el trastorno de esta familia, que es casi la mía, porque yo crié a mi pobre Roberto. ¡Y Raimunda!... -continuó, suspirando nuevamente, con un suspiro tan grande y profundo como el primero. -¡Era tan linda! ¡Y había saltado tanto conmigo! ¡Y habíamos jugado tanto! Y el señor marqués, que tan cariñoso era para ella en otros tiempos, ¡de golpe tan cruel y tan malo! Una cosa que, le sorprenderá a usted, señor Rodrigo; ¡su abuelo no le ha legado un céntimo! -¿Es posible? -¡Como lo oye usted! -Pero el castillo, los bosques, las granjas, etcétera, etcétera, no habrán desaparecido, supongo yo. -En vida lo vendió todo. -¿Pero qué se ha hecho de su importe? -¡Vaya usted a saber! -¡Ah! ¡Ah! ¡Pues habrá pleitos, en este caso! -¿Un proceso? 158
LA SEÑORITA RAIMUNDA
-¡Seguro! -¿Usted cree que Raimunda...? -No hablo de ella, sino del señor Larima, su esposo. Me he encontrado con ellos en Nápoles y luego en Niza. El se ha acercado a mí deliberadamente y he aceptado su invitación, hostigado por el deseo de ver a la prima de Roberto, de saber cómo le iba en su nuevo estado, y he podido convencerme del criterio del conde respecto a los derechos de su mujer sobre los bienes de su abuelo. Sea que Larima tuviese noticias de los proyectos del marqués, sea que desconfiara por instinto, una tarde escapósele la palabra "interdicción" al correr de la conversación. Y deduzco de esto que no se dejará despojar sin poner el grito en el cielo. -¡Allá él! -dijo Catalina. -Pero si el señor marqués se metió en la cabeza desheredar a Raimunda, no hay grito que valga. Era hombre precavido. -¡Es lo que falta ver, Catalina! El conde es un tuno redomado y hombre de grandes recursos; y en una lucha de este género, lleva la ventaja de estar vivo, mientras su adversario, muerto y sepultado, no puede minarle el terreno. -¡Oye! ¿Es que llevas una parte en este negocio? -preguntó Orloni. 159
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-¿Yo? -¿Entonces, qué te importa? Mejor te fuera cuidarte de lo tuyo, en vez de preocuparte por lo del vecino. -¡Eres la misma filosofía, Excelencia! -¡Oigan ustedes! -interrumpió Catalina, aguzando el oído. -Sí, yo tenía razón, señor Rodrigo: es Roberto que llega. No bien hubo terminado Catalina, apareció Roberto. -Perdona que te haya hecho aguardar -dijo a su amigo. -El notario me entretuvo más de lo que suponía. ¿Te has enterado del fallecimiento de mi tío? ¡Ah, querido, cuántas complicaciones a la vez! Tú eres buen consejero y necesito que en esta ocasión no me niegues tus buenos oficios... -Entonces, ¿hoy no voy a posar? -preguntó Orloni. -¡No, hoy no, Excelencia! ¿tiene usted dinero? ¿Quiere usted un anticipo? -Gracias, hijo mío -respondió el viejo modelo. -Este ricachón de Rodrigo me lo ha dado. ¿Hasta mañana? -Sí, sí, padre Orloni, hasta mañana, no falte usted. 160
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Y le tendió la mano. El otro la guardó entre las suyas. Su rostro había tomado una expresión suplicante. -¿Por qué tratarme de "usted"? -dijo con aire desolado. -Esto me humilla... ¿Quieres que nos tuteemos? ¡Me harías tan feliz!... Roberto se echó a reír, aun sin tener muchas ganas de ello. -Tuteémonos, pues, Excelencia -dijo. ¡El honor es mío! El modelo, encantado, se retiró, guiado por Catalina, y los dos jóvenes quedaron solos en el taller. -¿Pero qué hablas de complicaciones? -preguntó Rodrigo. -Si tu tío ha desheredado a su nieta, no veo en ello motivo para tu intervención. -Desgraciadamente -contestó Roberto, -no puedo evitarla, ya que, por medio de un fideicomiso, mi tío me instituye de hecho en su legatario universal. -¿Tú? -Es su voluntad expresa. Los dos millones y medio de que despoja a Raimunda, quiere que pasen íntegramente a mis manos. El fideicomisario no aguarda más que mi aceptación, para entregarme el dinero. -¿Y quién es ese fideicomisario? 161
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-No debo conocerle hasta el momento en que consienta en burlar los derechos de mi prima. Si no, siguiendo las instrucciones de mi tío, toda esta fortuna tendrá un destino que permanecerá en secreto para todo el mundo; para mí, en primer término. -¿Y es sobre esto -dijo Rodrigo, -que tú me pides consejo? -Sobre el hecho de la aceptación, no. Yo no puedo vacilar en admitir la herencia, para restituirla luego a Raimunda. -Bien. -Pero el punto delicado, la dificultad estriba en que, bajo ningún pretexto, quiero volver a verla, acercarme a ella, hablarle... ¡Ah! ¡No, jamás! -No hay peligro. Cuando los dejé en Niza, el mes pasado, disponíanse a volver a Italia. Roberto sacó una carta de su bolsillo. -Están en París -dijo. -Esta carta es de Larima. Me anuncia su visita, a fin de entenderse conmigo respecto a la sucesión de mi tío. En otras circunstancias, tomaría esta misma tarde el tren para cualquier sitio y le daría con la puerta en las narices. Pero esto sería arruinar a su mujer. Y aunque poco me interesa ya, no debo, en modo alguno, dejar de 162
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reparar una injusticia basada en un capricho de su abuelo. ¿Qué tenía él contra ella? Jamás lo he comprendido ni me preocupa ya. Pero aun cuando hubiese ella justificado la senil ojeriza de mi tío, no puedo consagrar un error, por medio de mi indiferencia. En fin, por este lado me pongo al abrigo de la sospecha de que quise sacar provecho de ello. Ahora, bien: para recoger el fideicomiso, hace falta que me quede en París... ¡Y me quedo! Pero si tú me lo permites, voy a escribir a Larima, para que se entienda contigo. -¿Conmigo? -Sí. Tú le expondrás la situación y lo que yo he resuelto. Rodrigo inclinó la cabeza. -Ten cuidado -dijo, respondiendo a lo expuesto por Roberto; -mira que con ello no vayas a seguir un camino diametralmente opuesto al objeto que te propones. Tú quieres que tu prima no se quede sin estos dos millones y medio. ¿Quién te asegura que entregándolos a su esposo, el resultado no va a ser el mismo?
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A Roberto le hizo mella la suposición. El carácter de Máximo de Larima no era el más a propósito para inspirar confianza. -¿Qué hacer, pues?... -preguntó. -De momento, reflexionar; luego... -Luego... te lo adivino; luego, consentir en una entrevista con Raimunda, con el pretexto de entregar esta fortuna en sus propias manos. ¿No es así? No, Rodrigo, eso no es posible. No quiero verla. Olvidaría quizá el objeto de la entrevista y acabaría por echarle en cara... -Renuncia a dejarle comprender que sigues amándola. -¡Ah! ¡No digas eso! -exclamó Roberto, con una especie de azoramiento. -No, no la amo ya; ni la amaré jamás, ¡después de haberla querido tanto! Ella me engañó. De otra mujer no me atrevería a decirlo y aun quizá compadecería su debilidad, perdonaría que hubiese cedido para evitarse una lucha odiosa. ¿Pero, Raimunda?... Aquella misma mañana en que cedió a los deseos de su abuelo, decíame con su voz clara y con extraordinaria firmeza en el acento: "Yo no soy de aquellas a quienes se intimida fácilmente". Cedió, pues, deliberadamente, ¡y es todavía más culpable respecto de mí, cuanto que des164
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pués no me ha dirigido una sola palabra de explicación; una sola señal de arrepentimiento! Tú la has visto. Otros, que me han hablado, la han visto también. Ella se apoya, abandonadamente, en el brazo de ese hombre; ella es dichosa. Yo no le perdonaré jamás su silencio. Para separarla de mí, comprendo que un día mi tío, que no retrocedía ante nada para lograr el triunfo de su voluntad, me hubiese presentado como un aborto del infierno, echándome a cuestas una serie de pecados imaginarios e inventando una fábula que le contaría sin escrúpulos. Cabe esperar que fuera así. Pero, ella, ¿podía creerla? ¿Te parece a ti? La vejez había hecho de mi tío un hombre astuto, despótico y malo, ¿y puedo perdonar que ella no aprovechara la ocasión de defenderme, de volver por los fueros de nuestro amor?... Esto, amigo mío, es un crimen, a mis ojos; un crimen indisculpable que habría de tener presente al encontrarme cara a cara con Raimunda. Atiéndeme, Rodrigo, te lo ruego -prosiguió Roberto, después de un instante de abatimiento; -no hablemos más de una entrevista que, después de todo, ella debe temer más que yo; y ten la bondad de consentir en encargarte de restituir estos millones que mi delicadeza me obliga a conservarle. 165
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-¡Bueno! -dijo Rodrigo, -¡dispón de mí! Roberto se lo agradeció, combinando con su amigo los medios que habrían de conducirlos al resultado convenido. Determinados ya, faltaba sólo escribir al señor de Larima comunicándole que Rodrigo se entendería con él al día siguiente, por no serle posible a Roberto hacerlo personalmente. En el momento en que el joven iba a tomar la pluma, Catalina entró bruscamente, con el rostro alterado: -Roberto... ¡Ah, Roberto! -dijo con voz conmovida. -¿Qué hay? -¡La señorita! Roberto levantóse de un salto, con el ceño fruncido, los labios pálidos: -¡Raimunda! -exclamó. Rodrigo le asió por un brazo. -¡Domínate, es necesario! -dijo con cierto aire de amistosa autoridad. -Recíbela, amigo mío... ¡Debes hacerlo! -¡Ah! De fijo -replicó el joven con amargura, -vendrá por su... "negocio", ¡por su dinero!... Vete, Rodrigo, prometo contenerme. 166
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Apenas el joven pintor había desaparecido, Raimunda, franqueando la puerta, corrió hacia Roberto y se arrojó en sus brazos, con los ojos desbordantes de ternura, besándole en los labios y repitiendo apasionadamente: -¡Roberto!... ¡Oh, mi Roberto! En vano intentó él desasirse. -¡Te amo! -murmuraba ella, -yo no te he engañado. Te amo, y, relevada ya de mi juramento, libre de mí, te lo suplico: "¡Guíame, Roberto, sálvame!" Esta palabra hizo presa en el ánimo del joven. -¡Salvarte! -dijo. -¿Qué peligro corres? Ella, le miró extrañada. -Entonces, ¿tú nada has comprendido; nada adivinaste? -Partiste y se hizo el silencio. ¡Todo fue noche para mí! -¡Tú me has condenado, ya lo sé! -Es cierto. He llorado; he sufrido; te he maldecido. ¡Ah! ¡Gracias al Cielo, pude contenerme! Pero te he amado siempre, y cuando recordaba que habías consentido en ser la esposa de ese... -¡Yo no soy su esposa! -interrumpió gravemente Raimunda. -¡Poco y mal me conoces, Roberto, 167
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cuando no has imaginado que antes hubiese preferido la muerte! -¡Raimunda! -Oyeme bien, amigo mío, porque bastante caro he pagado el derecho de hablarte hoy. Sola, sin auxilio, sin apoyo, ante la amenaza de una infamia horrible, tuve que sacrificarme a la cruel voluntad del marqués de Barbazán. Su orgullo, para estar satisfecho, necesitaba que yo me uniera legalmente a un hombre indigno; era preciso que me castigaran con el nombre de Larima. ¡Sea! Pero en cuanto a este individuo, que especulaba con la venganza de un anciano, ¿qué buscaba? Mi dote. Yo se lo entregué; ¡pero mi dote únicamente! -¿Qué venganza es esa de que me hablas? interrogó el joven. -¡Ah! ¡eso, Roberto -exclamó la joven con animación, -no me la preguntes jamás! Para ser sola yo en conocer la causa, un día, sacrifiqué hasta nuestro amor y, víctima inocente, he aceptado toda una expiación. Este día ha llegado al fin. Mi purgatorio ha terminado; soy libre... Te lo ruego, ¡déjame conservar un secreto, que tan caro me ha costado! Piensa, nada más en que este día desata mis ligaduras y que 168
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puedo refugiarme en tu pecho, repitiéndote: "¡Sálvame! ¡Sálvame, Roberto mío!" -Habla. ¿Qué he de hacer? -¡Llevarme lejos, muy lejos! -Pero, Raimunda... yo soy pobre. -Tú eres rico, muy rico... Tu tío te lega toda su fortuna. ¿No lo sabías aún? -Esa fortuna te pertenece, y yo tomaré posesión de ella sólo para transmitírtela. Raimunda hizo un gesto de terror. -¡Jamás! -exclamó con energía. -¡ Jamás! No la quiero. Es para ti, yo lo sé; ¡te lo juro! ¡Ah! -prosiguió, -hazlo por mí, Roberto. Cuando he padecido por ello dos años de martirio, no me fuerces a revelarte lo que yo hubiera querido enterrar para siempre en el fondo de mi alma lacerada. Cree, ten fe en aquella que te adora, después de sentirse revivir. Pongo por testigo mis dolores, mis lágrimas; pongo por testigo tu amor por mi: esa fortuna es tuya, Roberto. Recházala si quieres pero no hables jamás de entregármela. El joven la escuchaba turbado: -No sé qué hacer -dijo, -qué resolver… Pero, al caso; ¿por qué huir? Si esa fortuna es mía, ella misma me servirá para adquirir tu libertad. 169
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-¡Roberto! -¡Bah! -interrumpió éste. -¡Sea cual fuere el precio por el cual tu marido te vendió su nombre, los mismos motivos tendrá para venderme el divorcio, por doble cantidad! -¿A ti? -dijo Raimunda nerviosamente. ¿A ti, Roberto? ¡No lo esperes! -¿Qué quieres decir?... ¡Ah! ¡Eso sería el colmo! ¡Que ese gentilhombre de camino real se hubiese atrevido a amarte! -Ya ves tú como es preciso huir, Roberto. -¿Ante ese miserable? ¡Le mato! -¡Ah! -exclamó Raimunda con desaliento. -¡Todo está perdido! Y vertiendo abundantes lágrimas, dejóse caer sobre una silla. -¡Raimunda! -exclamó el joven, arrojándose a sus plantas. -¡No llores más! Me vuelves loco. No puedo resistir... Ya no examino nada... Pero no llores... ¡No llores más! Subscribiré lo que quieras: habla. Mírame con tus bellos ojos sonrientes... ¡te amo, te amo! Raimunda le obedeció, secóse las lágrimas y, sonriendo, le abrazó. 170
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-¿No ves -dijo, -que estamos en poder de ese miserable? Todo le favorece, incluso la ley. ¡Te batirás! Bien, pero, ¿y luego? Si vences, te verás obligado a abandonarme; y si eres tú quien sucumbe, tendré que seguirte, porque ya sólo la muerte podría arrancarme de sus manos. Raimunda tenía razón y así lo reconoció Roberto. Un duelo, cualquiera que fuese su resultado, no aportaba ventaja alguna. Era necesario huir. Esto sería el principio del fin. Irían lejos, muy lejos, a través del Océano, hacia aquellos países donde las leyes, más clementes, les permitirían repudiar incluso aquel nombre de Larima que tan odioso les era. Y una vez allí, todo lo pondrían en orden. Pero no era posible huir sin más preparativos. Para asegurar los medios de ejecución, hacia falta, ante todo, aceptar el legado del marqués. Roberto se avino a ello. -Toda mi vida, es tuya -dijo. -No descansaré hasta haber conseguido ponerte a salvo. No te admires ni te inquietes por nada. Raimunda se lo prometió. Y, levantándose, disponíase a partir, cuando un ruido de voces que partían de la antesala, llamóles la atención. Aguzaron el 171
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oído y pusiéronse pálidos. Era Máximo de Larima quien hablaba, diciéndole a Catalina: -Me aguarda, señora. Me he anunciado ya por carta. -¡El! -dijo Raimunda. -Me habrá seguido quizás. -¡Ven! -replicó Roberto, vivamente, haciéndola pasar a su alcoba. Y cerró la puerta con doble llave, que guardó luego en su bolsillo. Dirigíase ya hacia el recibidor, cuando advirtió a Raimunda, tras el cristal transparente de la chimenea. Con un brusco movimiento, corrió la cortina. Ya era hora, porque un segundo después, penetraba en la sala el marido de Raimunda. -¿Le interrumpo a usted? -preguntó. -No; estaba aguardándole -respondió Roberto, -sólo que me había olvidado de avisar a Catalina. -Por eso se pasmó tanto al verme. Ruego a usted me perdone que haya insistido. Como no pienso quedarme en París, me ha parecido indispensable una entrevista con usted, para evitar una mala inteligencia, respecto a la sucesión de su tío. Roberto, con un gesto, invitólo a tomar asiento. Máximo dióle las gracias, pero sin hacer uso del ofrecimiento, examinando mientras hablaba, como 172
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buen aficionado, las diferentes telas que aparecían diseminadas por la habitación. -¿Que no piensa residir en París, dice usted? -preguntó Roberto con ansiedad. -Eso he dicho. Ya que debo a la liberalidad del señor de Barbazán el que haya entrado nuevamente en posesión del castillo de mi familia, quiero ponerle en condición de que se pueda pasar en él el invierno. ¿Por qué no viene, usted? Especialmente en invierno, nuestras montañas de los Ardennes son interesantísimas para un artista. Nuestros bosques, cubiertos de escarcha, tendrían para usted, enamorado de lo pintoresco, un interés particular. ¡Ah! No puede usted imaginar nada más hermoso, más tentador que aquellos bosques nuestros, en que, persiguiendo la caza, corren nuestros caballos desmenuzando la nieve cristalizada de las veredas. Y los perros, a la desbandada, siguiendo los senderos rocosos bordeados de precipicios; y los cortejos fantásticos, que aparecen a través de los riscos, cuando sorprendidos por la noche, las antorchas alumbran el regreso, al son de las músicas, mezclado con los ladridos de la jauría... Hay en el silencio de ciertas noches efectos sorprendentes, mágicos, de los cuales tienen aquellas alturas el privilegio. No se 173
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ve allí la superficie gris, inanimada, de un mar de hielo, sino una inmensa sábana de inenarrable pureza, que la luna, al rielar sobre ella, irisa y abrillanta. Hay allí tanta poesía, que no hallaría usted punto mejor. A medida que iba hablando, Máximo se acercaba hacia la chimenea. Apoyó luego en ella el codo, y, maquinalmente, se puso a jugar con el cordón de la cortinilla, mientras se inclinaba para examinar con mirada curiosa las lindas porcelanas que decoraban el mármol. Seguía, empero, cantando las excelencias de sus montañas, con un tonillo displicente, que tenía a Roberto sumido en una cruel perplejidad. ¿Era que Máximo estaba representando una comedia para disimular sus sospechas y procedía a una especie de registro domiciliario? ¿O era que, realmente, nada sabía? En previsión de lo que pudiese ocurrir, el sobrino del marqués había puesto la mano sobre el revólver que le regalara el norteamericana. Estuviese o no advertido, es lo cierto que Máximo no lo parecía. Dejando el cordón de la cortina, tomó una de las porcelanas, para verla mejor a la luz del día, y, voluntariamente o por azar, enredósele 174
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con el bordado de la tela que cubría el cristal transparente, levantándola de tal suerte, que, de una ojeada, pudo abarcar la mayor parte del aposento vecino. Al mismo tiempo, Roberto había sacado el revólver de su estuche. Pero Laxima no hizo gesto alguno sospechoso. Hablando siempre, aunque su interlocutor contestábale únicamente por medio de monosílabos y evasivas, dejó la porcelana en su sitio y se acercó a Roberto: -¿Qué es eso? -preguntóle, indicándole el revólver que acababa de ver en sus manos. Y luego, adelantando el brazo: -¿Permite usted?... Roberto vaciló un momento y se lo entregó. -Admirable juguete -dijo Máximo, -es de un trabajo maravilloso. Y miró al joven, de frente, impasible, impenetrable, guardando un silencio equívoco, cuya solemnidad habría parecido espantosa a un tercero. -¿Qué tiene usted? -preguntó al fin. -Esta usted lívido... ¡Ah! Está cargado... Siguió un segundo silencio; más corto, y que asimismo fue Máximo quien lo rompió : 175
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-¡Imprudente! -dijo con una expresión de extrañeza, que tenía algo de reto. Y luego, tranquilamente, volvió el arma a su estuche. Roberto acababa de pasar por una serie de emociones que no se habría creído capaz de soportar sin traicionarse. Inseguro respecto a las intenciones de aquel aventurero, que odiaba, con toda su alma, poco faltó para que le provocara, arrancando caretas, y menos aún para que apretara el gatillo del revólver. ¿Cómo pudo dominarse? Parecíale un milagro. Y entretanto, no sabiendo qué pensar, a qué atenerse, sintió que una fatiga iba invadiéndole y aniquilándole. La prueba había quebrantado su resistencia y apenas si llegaba a hacerse cargo de cuanto iba diciendo Máximo, con su aire de costumbre, sosegado e indiferente. Pero cuando oyó que Larima insistía en invitarle a las partidas de caza que organizaba para el próximo invierno, en su castillo de los Ardennes, Roberto sacudió la cabeza. -Sin duda -decía Máximo, -son mis ligerezas juveniles las que legitiman las prevenciones que usted tiene contra mí. Pero, ¿y si yo me hubiese enmendado, primo? ¿Rechazaría, usted, a todo trance, con176
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cederme, no digo la absolución, sino el reconocimiento de circunstancias atenuantes...? -Permita usted, caballero -respondió Roberto, que había recobrado ya su sangre fría. -Como no soy su juez, ni he de condenarle a usted ni he de absolverle. Además, no obstante su alianza con mi familia, nuestras relaciones han sido hasta la fecha negativas; de ahí ha venido que evitáramos todo trato. Seguir manteniéndolas bajo este mismo pie, ¿no le parece a usted que sería lo mejor para todos? -¡Para mí, no! Pero pretender imponerme, sería, ir contra mi deseo de obtener su indulgencia. Por eso me limito a asegurarle a usted que, el día en que, accediendo a pisar el suelo de mi casa, me haga usted el honor de reconocer los lazos que de derecho existen entre nosotros, me sentiré el más feliz de los mortales. Y esto dicho, una vez por todas, con la esperanza de ofrecerle a usted, con el tiempo, garantías suficientes, y seguro de no olvidarme jamás de invitarle a usted a nuestras fiestas, que tienen para mí interés extraordinario, agrego: -El tío de usted ha desheredado a su nieta en provecho de usted, y usted ha sentido escrúpulos antes de someterse a su última voluntad... ¡Ah! -añadió, observando un mo177
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vimiento de Roberto, -no me lo diga usted; sé bien lo que son estas cosas... -¿Mejor que yo? -¿Quién sabe? -¿Entonces...? -Entonces, le declaro a usted que no hago objeción alguna, a las disposiciones extras testamentarias del señor marqués de Barbazán. Ya lo sabe usted. Y saludó, con intención de retirarse, pero Roberto le detuvo: -Excuse usted mi franqueza -dijo; -pero no acabo de comprenderle a usted, lo confieso. -¡Sí, usted sospecha en mí una segunda intención! -Y le pregunto si oculta alguna. -¡Esta pregunta carece de lógica! -repuso Máximo sonriendo. -¡Sea! Pero... -Reconozco -continuó el aventurero -que yo tengo la culpa de estas vacilaciones. Mis antecedentes no son lo más a propósito para inspirar confianza. Entretanto, se lo repito a usted... ¿Cree usted en los caracteres complejos? ¿Acaso, no los hay también virtuosos, pero cuya virtud está sujeta a desmayos? Pues asimismo puedo yo haber encon178
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trado mi camino de Damasco. El tiempo bastará para aclararle a usted este punto. Tal fue su conclusión. Y volviendo a saludar, retiróse, acompañado por Roberto hasta el umbral de la puerta. Cuando Roberto regresó al salón, sorprendido por no haber encontrado a Catalina, dio de bruces, con Rodrigo. -¡Tú! -dijo. -¿Te quedaste? -Pronto a todo, sí... ¡ya ves! -¿Y Raimunda?... -La ha acompañado Catalina a su casa. -¡Dios sea loado! -¡Amén!... -replicó el joven pintor. -¿Qué quieres decir? Rodrigo le entregó un papel doblado. -Lee, Roberto. -¿Qué es esto? -Una carta que la condesa ha escrito de prisa, antes de salir. Febrilmente, Roberto desdobló el papel y palideció al leer las siguientes palabras: "¡El me ha visto!..." -¡Si no puede ser! -exclamó. -Raimunda se engaña. ¡Es imposible que su esposo la haya visto!... 179
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-¿Por qué? -preguntó Rodrigo. -Que ella se engaña, te digo. Máximo ha tomado este revólver de mis manos. Si hubiese visto a Raimunda, tenía una ocasión magnífica para desembarazarse de mí. -¡Hum! -dijo Rodrigo. -¡No seas niño! -¡Cómo! -Es hombre más práctico y más inteligente. Y viendo que Roberto le miraba con asombro: -Ni en el caso de flagrante delito -añadió, -permite la ley que el matador herede a la víctima. -¿Heredar? ¡El de mí! -¡Claro! Por su mujer... Por lo demás, sigue leyendo. Roberto continuó: "El me ha visto, levantando la cortinilla, como sin querer. Su mirada ha llegado acerada hasta el fondo de mis ojos. ¡Debemos guardarnos, Roberto! Y hasta que yo te haya escrito, no hagas nada por libertarme, ni aun siquiera para verme. Espera, te lo ruego, espera a que una carta mía te indique la ocasión. En cuanto a mí, de momento, no pases cuidado. Máximo, no me dirá nada, cuando me encuentre en el hotel. Una explicación echaría por tierra su 180
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plan. Una vez más, si me amas, Roberto, ¡aguarda a que te escriba!" Consternado un instante, el joven reaccionó con rapidez, bajo el imperio de un terror grandísimo. -Pero esperar -dijo- es dejar el canapo libre a ese miserable; darle todas las facilidades para combinar a su placer el plan de que habla, Raimunda. ¿Y cuál es este plan? ¿Qué nueva infamia prepara Máximo? ¡Me pierdo en conjeturas, me domina el pánico de lo desconocido! ¡Ese bandido es capaz de todo! ¡Oh! no intentes tranquilizarme- dijo anticipándose a una réplica de Rodrigo. -Sueño que va a partir, y que se llevará a Raimunda a aquel castillo, perdido en plena montaña... ¡y la tendrá a su disposición! ¿De cuántas violencias no podrá usar impunemente? ¿Quién oirá los lamentos, los gritos de socorro de la desdichada? ¡Ay, amigo mío! ¡Me siento enloquecer! ¡Tengo ganas de llegarme a él, provocarle, acabar de una vez! Rodrigo procuró calmarle. -Oyeme -dijo. -Considerando las cosas fríamente, no hay en todo lo ocurrido más que una especie de duelo iniciado entre ese hombre y tú. Ahora bien: en todo duelo faltan testigos... Yo seré el tuyo. ¡Ni una palabra más! -agregó el pintor dejando 181
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a Roberto con la palabra en la boca. Amo la lucha. Esto me divertirá. De momento, examinemos las cosas algo más de cerca. Ese castillo está dentro de los Ardennes. ¿Sabes tú si está lejos de la frontera? -A unos dos o tres kilómetros. -¡Magnífico! -¿Por qué? -Yo partiré antes. A título de pintor y con el pretexto de que tomo apuntes, estudiaré el terreno. ¿Quién recelará de mí? Un pintor es un ser inofensivo; circula libremente; puede verlo todo. Esta es su misión y esto es lo que yo haré: verlo todo. Y mientras iré viendo, prepararé la fuga de tu prima, a base de pasar la frontera. Es lo más práctico. Un caballo ensillado, en hora y sitio de antemano elegidos, luego un rato de galope y veinte minutos después nos encontraremos al otro lado de la frontera, al amparo de otras leyes, de otros magistrados que nos protegerán, de momento, cuando menos, dando tiempo al tiempo. Pongamos, ante todo, mucha calma en nuestros actos. Es preciso tener sangre fría si queremos triunfar... Es tarde Toma el abrigo, el sombrero y vámonos a comer, a un rincón cualquiera, donde podamos hablar largo y tendido. ¡Ven! Estas cuatro paredes pesarían demasiado sobre tus 182
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hombros. La soledad no nos deja ver otro color que el negro, y el problema se presenta ahora claro. Consiste todo en libertar a esa joven de un yugo odioso, y para conseguirlo es menester estar con el cerebro perfectamente despejado. ¡vámonos a tomar el aire, y adelante! Me parece que el señor de Larima va a tener que bregar con dos adversarios en vez de uno. ¡Ven!... Quieras que no, Rodrigo consiguió llevarse su amigo. Al mismo tiempo, poco más o menos, Máximo entraba en el hotel donde se hospedaba. Pero Raimunda, le había precedido. La joven no se había engañado. Su esposo, nada le dijo que pudiese confirmarla en la convicción de que había sido sorprendida en el cuarto de Roberto, Otra mujer habríase admirado y aun habría puesto en duda que hubiese sido vista, pero Raimunda era de muy distinto temple. Estaba segura de haber cruzado la mirada con Máximo a través del cristal de la chimenea. Si callaba él, sería, porque este silencio entraba en su plan, plan que, por su parte, Raimunda creía haber adivinado. En realidad, no era cosa complicada. Dado el estado actual de la situación, el aventurero quería a 183
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la vez la fortuna y la vida de Roberto. Levantarle la tapa de los sesos en su propia casa, con el revólver del norteamericano, no satisfacía más que a medias sus propósitos. Aquello, seguramente, había colmado su odio; la presencia de Raimunda en el aposento de su primo implicaba indudablemente la venganza del marido, en apariencia ultrajado. Pero, en aquel momento, Roberto no estaba en posesión del fideicomiso. No podía heredarle Raimunda, y por contera la muerte del joven habría levantado una infranqueable barrera entre ella y su marido. Todo habría terminado entonces, Y Raimunda se le habría escapado. ¡Nada, habría cometido una torpeza! Otra cosa era llevarse a Raimunda hacia la montaña y retenerla allí a su antojo. El silencio, la falta de noticias, harían más tratable a Roberto. Y acabaría por aceptar la invitación de Máximo, a fin de poder acercarse a aquella, a quien amaba. ¡Mejor! ¡Que venga! No deseaba otra cosa Máximo. No es que le pareciera más cómodo matarle en los Ardennes que en París... ¿Matarle? ¡Ni por pienso!... El mismo, por lo menos...
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Pero existen pasos difíciles en aquel país quebrado... ¡Y se producen en la caza tantos accidentes! ¡Es tan fácil! ¿Y quién puede ser culpable?... i Nadie! Resumíase, pues, todo en el siguiente interrogante: "¿Vendrá Roberto a meterse en la boca del lobo?..." -¡Yo me encargaré de ayudarle! -se dijo el aventurero.
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VI A dos leguas escasas del lindo pueblecillo de Avesnes, junto a un valle que rodean abruptas rocosidades, se levanta una construcción negruzca: es el castillo de Larima. Edificado sobre una plataforma de esquistos, sus sillares habían tomado ya cierto tinte pizarreño. Algunas de sus construcciones databan de tiempos lejanos. Entre ellas, las torres y los torreones que unían los robustos muros y que parecían subsistir por la dificultad de echarlos abajo. ¡Habría costado demasiado! Eran construcciones indefinibles, abandonadas a su propia resistencia, donde la hiedra se incrustaba libremente. La lluvia de todos los siglos las minaba; la nieve, al congelarse, las hundía; pero durante cien 186
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generaciones habían resistido obstinadas, recordando una época prolongada, de opresión, de dominación extranjera. Entre las viejas construcciones, veíanse algunas de nueva planta que hacían contraste, sin atenuarlo, con el aspecto lastimoso del inmueble. -Con todo, los interiores no estaban faltos de comodidades y de elegancia. El marqués de Barbazán no había estado roñoso al amueblarlo. Colgaduras y tapices aparecían en profusión. Y no era esto sólo. Comprando aquella posesión para regalarla a carta de gracia, a modo de comisión, por un trato que le desembarazaba de Raimunda, que purificaba el nombre de su "casa" de un elemento extraño, un parásito -así lo creía él, -había querido hacer bien las cosas. Vajilla, mantelería, bodegas, accesorios; él había, previsto todas las necesidades de tal suerte, que bastaba llegar a la finca con el saco de noche en la mano. Hasta libros en la biblioteca, hasta papel de cartas, todo, todo estaba en su sitio. No faltaban más que los retratos de familia, que había substituido por algunas telas de maestros flamencos. Y fue allí, en aquella finca, olvidada en el corazón de la llanura, silenciosa y triste, a donde Máximo llevó a su esposa, a mediados de septiembre. 187
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Sólo dos personas le acompañaban: Matías, para servir al conde, y Lucía, para atender a Raimunda. Pero pronto se les agregó numeroso personal, especialmente para el servicio de monteriá, ya que era la caza en lo que fiaba el conde para reanudar las relaciones interrumpidas por la ruina paternal. Máximo no veía nada que pudiera oponerse a ello. Sus "calaveradas", como él decía, con toda la indulgencia de que se creía merecedor, no habían sido sospechosas en aquellas regiones; sólo eran conocidas las condiciones de su casamiento, y esto no era suficiente razón para ponerle cara de perros. Así, sus primeras invitaciones fueron recibidas con agrado. Y a fines de octubre, los invitados se sucedían por, series y animaban el castillo. Divertíanse de lo lindo. Aparte los placeres cinegéticos, existía el teatro de aficionados, los conciertos improvisados, el baile, todo lo cual contribuía a hacer más cortos y más agradables los días. Agréguese a tales atractivos una mesa bien provista y vinos escogidos, que en aquellas regiones saben paladear mejor que en otras. ¿Cómo habían de faltar convidados? Y, efectivamente, allí los había de Charleroi, de Namur, de Lieja, de Bruselas, sin 188
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contar los del país, de Manbenge, Valenciennes, Lilla, San Quintín, París... Una tarde de noviembre, en tanto que se acababa de comer, Matías, siempre silencioso, siempre absorto, aguardaba en una salita contigua al comedor, que únicamente alumbraba el fuego de la chimenea, esparciéndose en forma de abanico. Era un cuartito adosado a la habitación de Raimunda, donde ésta a menudo se aislaba, siguiendo con los ojos los nubarrones que, al pasar, obscurecían el paisaje que se divisaba desde un alto ventanal. Lucía entró con una luz. -¡Ay! Me ha asustado usted -dijo la sirviento al verle. -¿Qué desea usted, Matías? -Nada -contestó éste. -Ha sido el amo quien ha querido que aguardara aquí a que terminara la comida. ¿Se encuentran ya a los postres? -No. Se han levantado ya de la mesa, para pasar al y a la sala de billares. En cuanto al señor, está dando las órdenes oportunas para instalar los nuevos invitadas que habrán de llegar de París en el expreso. Los coches que fueron a la estación no tardarán en llegar. ¿Tendrá usted caballos para ellos? 189
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-¿Cuántos son? -Cinco o seis, según creo; a menos que falte alguno, como suele ocurrir muchas veces. -Pues harán falta otros dos caballos. -Sólo dispone usted de esta noche para procurárselos, porque los señores marchan de caza al amanecer. -Los tendré. Lucía le dejó, porque también ella tenía que hacer sus preparativos para recibir a los forasteros. Debía alojárselos donde fuese posible, y como el cuerpo principal del edificio no era bastante capaz, habíanse habilitado para el caso dos pabellones aislados, situados en el mismo parque, cuyo arreglo corría a cargo de Lucía. Al pasar por la gradería exterior, cruzóse con el conde. -¿Vino Matías? -preguntó Máximo. -Espera al señor, en el gabinete de la señora. Máximo subió con rapidez los últimos peldaños de la escalinata. -Oye, tú, hazme el favor -díjole secamente a Matías; -¿por qué no me has prevenido de la presencia en los alrededores de una persona que tú, conoces sobradamente, esto es, de Rodrigo Lévy, quien, con 190
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pretexto de tomar unos apuntes, a pesar de la helada que le engarabita los dedos, huronea, más de lo que es de razón, por los alrededores del castillo? -No es ése mi oficio -respondió brevemente el guardabosque. Máximo, que estaba al amor de la lumbre y hablaba sin mirar a Matías, dio media vuelta: -¡Hola! -dijo con aire de zumbona sorpresa. -¿Cuál es, pues, tu oficio? En todo caso, bien haces en prevenirme, porque iba a confiarte una misión delicada. Matías frunció el entrecejo. -¡Desconfío de ella! -gruñó -y usted obrará santamente dirigiéndose a otro. -Pero, ¿qué dice este bribón? -exclamó el conde, mirándole fijamente. -Acércate. Y sin otra explicación, procura comprenderme, como yo quiero ser comprendido... por ti. El rostro del guardabosque se contrajo con tanta violencia, que Máximo, no teniéndolas todas consigo, púsose instintivamente a la defensiva, como un domador que presiente la acometida de la fiera que el látigo ha irritado excesivamente.
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Pero esto duró poco. La mirada llameante de Matías apagóse inmediatamente y obedeció, inclinando los ojos. -Oye -continuó el conde, con mayor autoridad. -Durante estas batidas, no va a serme posible ocuparme de la condesa; espero que no la perderás de vista un solo instante. Con voz lenta, pero singularmente resuelta, el guardabosque no respondió más que una sola palabra: -¡No! -¡Eh! ¿Qué has dicho? -¡Digo que la comisión no me conviene; que me repugna, ea! -¡Eh! ¡eh! ¡Se ha vuelto usted, señor Matías, muy escrupuloso! -dijo con sorna Larima. Matías, con la misma lentitud, con igual parsimonia, levantó la cabeza, lanzando al conde una mirada de reto. -¿Y después de todo, qué? -preguntó con voz clara. -¿Después de todo? -repitió Máximo irónicamente. -Me parece, pollo, que existe una ligera confusión entre nosotros. Conviene aclararla. Será 192
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fácil, creo yo, reavivando tus recuerdos... Escúchame atentamente, te lo aconsejo. Hace tres años -prosiguió, -los carabineros sorprendieron una partida de contrabandistas, en uno de los desfiladeros del Portillón; al verse descubiertos, uno -de ellos emprendió la fuga, y un carabinero corrió en su persecución. Pero, desconfiando pronto de que pudiera conseguir darle alcance, disparó su carabina contra el fugitivo. El proyectil arrancó el sombrero del contrabandista, lanzándole por la pendiente de un barranco. Pero se trataba de un mozo de sangre fría, y comprendiendo que dejar su sombrero en el barranco equivalía a hacerse prender, detúvose un instante, apuntó con su revólver al carabinero y... ¡ partióle el corazón de un balazo! Hecho lo cual, tomando su sombrero, desapareció. Ocho días después, eran detenidos tres pájaros de cuenta conocidos míos, y entre ellos, el señor Matías, aquí presente, y... -¿Y qué? -dijo bruscamente el guarda. El juez pudo convencerse de que yo era inocente. Los mismos carabineros de nada pudieron acusarme, y todavía, después de libertado, no pusieron empeño alguno en espiarme, ni en acosarme como a un zo193
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rro que ha hecho de las suyas en el gallinero. ¿Por qué obraron así? ¿Qué otra cosa más significa esto sino que nada encontraron en mí de culpable, a pesar de sus deseos de lograrlo? -Ellos... nada, en efecto. Pero... ¿y yo? -¿Usted?... -Cuando digo "yo" peco de vanidoso. Fue la casualidad... y más que la casualidad, aquel demonio de perro asmático que tú hacías dormir bajo tu cama Diamante, ¿recuerdas?... -¿Diamante?... -Cada vez que me lo llevaba un poco lejos, hacia aquel bosquecillo de olmos que desciende hasta tierras de España, se hacía insoportable. No podía evitar que escarbase en las piedras de la cisterna cegada, que tú ves, como yo, desde aquí. Silbaba, le llamaba... ¡Diamante! ¡Diamante! Como si no. Sangraban sus patas y seguía escarbando. Hubiérase dicho que buscaba alguna cosa, bajo las piedras. Tanto se repitió la escena, que, al fin, intrigado, te lo confieso, quise conocer la causa de aquella obstinación. ¡No faltaba más! Y después de levantar las piedras... yo vi, Matías... ¡Hola! -agregó el conde burlonamente -parece que palideces, amigo... ¿Es 194
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que sufres quizá?... ¡Cómo! ¿No respondes? ¿no tienes nada que decir?... Y se echó a reír. -¡Vamos! ¡Vamos! -añadió, tras de una pausa. -No hay que tener miedo. Lo que yo vi sigue en su sitio. Soy buen muchacho; ya lo sabes. Mira si lo soy, que para impedir que el perro pudiera guiar a otra persona a la cisterna, dije que estaba rabioso y le quité de en medio ¿Es curioso, verdad?... Unicamente, ya lo ves hace falta ser prudente y reflexionar. Eres hombre de suerte; pues, procura no perderla. ¡Oh! ¡Sí, tú eres afortunado! ¡Porque cuando la bala estropeó tu sombrero, te libraste por chiripa! ¡Tiraba bien el carabinero, a fe mía! Dos centímetros más abajo y eras hombre muerto. Para colmo de suerte, vienes a caer en manos de un amo... curioso, es la verdad, pero poco hablador, como a ti te conviene. Así, pues, tú eres agradecido, Matías y no querrás que me enfade... ¡Me contrariaría tanto mandarte otra vez a presidio! -¿A presidio? -repitió Matías tembloroso. -¡Caramba! Sí, niño, ¡y sería lo menos que se pudiera hacer por ti! -¿Y a sangre fría cometería usted semejante acción? 195
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-¡Cuando tú quieras, señor delicado! -replicó brutalmente Larima. El asesino del carabinero quedó aturdido inmóvil, como una estatua. ¿Qué iba a hacer? Máximo se lo preguntaba a sí mismo, no sin una vaga inquietud. Pero, con sorpresa, vió que el miserable ocultaba su rostro entre sus manos como para reprimir un sollozo. -¡Lloras! -dijo con desprecio. Matías secóse los ojos, con rápido movimiento, y mirando airadamente al conde: -No fíe usted de estas lágrimas -díjole con voz sorda. -¡Son de rabia! Máximo se encogió de hombros. -Rabia cuanto quieras -contestó secamente. -¡Pero recuerda lo que te he dicho! Debes obedecerme sin chistar, sino... -Pero, ¡Dios mío! -exclamó Matías con desesperación -¡esto no es posible, no puede durar tanto! En un arrebato de cólera, o mejor dicho, de miedo... si, miedo de verme preso, contesté a un balazo con otro. Maté un hombre que me puso en un caso de legítima defensa, ¿Y por qué esto que usted sabe ha de poner toda mi vida en sus manos? ¿Es que no voy a tener jamás el derecho de hablar? ¿Habré de 196
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obedecer siempre, siempre, como un perro, cuanto usted me mande? -¿Pues, qué esperabas? -dijo Máximo con aire de desafío. -¿Qué? ¡Pardiez! Alguna canallada. ¡Ah le conozco a usted bien ahora! ¡Es usted capaz de todo! Tras de estas palabras, hubo un instante de silencio. Los dos hombres, frente a frente, devorándose con los ojos, dispuestos a aniquilarse, daban miedo. Habría sido difícil decir cuál de los dos estaba más espantoso. Matías sacudió la cabeza y luego, con voz clara y vibrante: -Óigame ahora usted -dijo. -Todo en el mundo tiene fin. Yo no quiero seguir como hasta aquí; ¡sepamos, pues, qué es lo que usted quiere hoy, sin frases huecas, sin rodeos!... Reflexionaré sobre ello, y veremos... Pero... ¡ah! -exclamó con un relámpago de cólera, -tras de este último sacrificio, todo habrá terminado... ¿Lo entiende usted? Después de esto, nos separaremos y yo podré marcharme tranquilamente a mi país! -¡Ingrato! -repuso el conde con burlona insolencia. 197
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-Conde... ¡no se burle usted de mí! -rugió el guardabosque, adelantando un paso con aire amenazador. Larima comprendió que era una imprudencia mantener la cuerda en tensión. -¡Vamos! -dijo. -Acepto el trato. Si haces con toda exactitud lo que yo quiero, dejarás mi servicio... ¡Ya está dicho! -¡En buena hora! Hable usted: ¿qué? ¿Dónde? ¿Cuándo? -Más pronto quizá de lo que pienses. -¡Hum! ¡Lo dudo! Pero recuerde usted lo convenido; quiero garantías y que recaiga sobre usted la responsabilidad de mis actos. No quiero, riesgo ni peligro alguno. -¡Soberbio! ¡Hasta condiciones! -dijo desdeñosamente Máximo. -¡Ah!... Usted las toma... o las deja. Me es igual. Pero, o acepta usted las condiciones, o... Sin ocultársele a Máximo lo que encerraban de amenazador las palabras de Matías, afrontó resueltamente el problema: -¿O qué? -preguntó. -¡Basta! -terminó Matías, dominando su pensamiento. 198
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El conde encogióse de hombros nuevamente. -¡Sea! -dijo. -Vete a esperar mis órdenes. Matías se alejó, seguido por la mirada de Larima que, una vez solo, tranquilizóse inmediatamente. -¡Bah! -pensó. -Es la bestia salvaje que gruñe bajo el látigo. -¡Tiempo perdido! ¡Lo mismo él que los otros; no se me escapará! ¡Los tengo a todos en mi poder!... Aguzó el oído... Oíase, a lo lejos, el cascabeleo de las caballerías en marcha. Acercóse a los cristales y advirtió en el fondo del valle los faroles de los carruajes que había enviado a la estación para conducir a los invitados. Dentro de un cuarto de hora, éstos habrían llegado al castillo: el tiempo justo para subir la rampa, que en forma de zig-zag a él conducía. Máximo tuvo una sonrisa de triunfo, y abandonando el gabinetito, dirigióse al salón, donde Raimunda presidía la fiesta. Y anunció a los que llegaban. -Le preparo una sorpresa, querida mía -dijo galantemente a su esposa. No explicó cual; sólo indicó que se trataba de una sorpresa. Al cabo de un rato, penetraban los coches en el patio del castillo, y Máximo, ex199
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cusándose con sus huéspedes, salía a recibir a los viajeros. Pasó mucho tiempo antes de que entraran en el salón. Aparecieron por fin, y Raimunda sintió que sus piernas flaqueaban. Roberto estaba entre ellos. La joven tuvo que apoyarse en el respaldo de su silla, para no venir al suelo. -¿No le advertí que se sorprendería usted? -dijo su marido, mirándola fijamente en los ojos. Ante el latigazo de una provocación directa, Raimunda recobró su sangre fría. Sin contestar, colgóse del brazo de su primo, y, con pretexto de presentarle, encaminóle hacia los corros que se habían ido formando en el salón. A su ruego, una señorita se puso al piano, y Raimunda, recostada junto a la chimenea, pudo quedarse a solas con Roberto: -¿Por qué has venido? -le preguntó en voz baja. -Para arrancarte de aquí -respondió con firmeza el joven. -¡Estás loco! -¡No! Esta misma noche, si tu quieres. Rodrigo y to lo tenemos todo preparado para conducirte a Bélgica en menos de una hora.
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-¡Estás loco! -repitió Raimunda. -Te has metido en la boca del lobo. ¿Es que no comprendiste lo que te decía en mis cartas? -¿Tus cartas? -dijo el joven, sorprendido. -Sí, mis cartas, donde te pedía que no dieras señal alguna de vida, y, especialmente, que no vinieras, pues yo había ya dispuesto los medios necesarios para escapar sola y sin peligros para nadie. No hace aún ocho días, te escribía que, aprovechando una de estas partidas de caza, pondría mi plan en ejecución, indicándote el retiro donde aguardaría a que vinieses tú a buscarme. ¿Qué te pasa? -añadió inquieta y admirada de la consternación que se reflejaba en el rostro de su primo. -Te engañas, Raimundan -respondió conmovido. -He hecho bien en venir, porque si no he recibido ninguna de tus cartas, es porque tu marido las habrá interceptado y sabe ya lo que pensabas hacer. -¡Cómo! -exclamó la joven, con espanto. -¿No recibiste mis cartas? -¡Ni una! Sólo una invitación impresa, que venía, sin embargo, firmada por ti. Creí ver en ello un llamamiento, y he venido. Pero -continuó, -tranquilízate. Repito que Rodrigo y yo lo tenemos 201
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todo dispuesto para la fuga. Esta noche, si tú quieres, podemos partir. Y comenzó a contarle los detalles de la escapatoria. Roberto había sido alojado en un pabellón a alguna distancia del edificio principal. Cuando todos dormirían, él atravesaría el parque y vendría a esperarla. Raimunda no tendría otra cosa que hacer que bajar de su habitación. Inmediatamente, ganaríase una puertecilla que se abría en el muro, sobre el bosque, y que Rodrigo había reconocido convenientemente. La cerraba por dentro un simple pestillo. En el exterior, aguardarían Rodrigo y los caballos y en menos de media hora habrían pasado la frontera. -De modo -terminó- que, si quieres huir, toma mi brazo y vámonos. La pieza de música terminaba. -¡Tengo miedo! -dijo Raimunda. -No temas nada, al contrario, y está pronta. Vendré a buscarte hasta tu habitación. Lucía me abrirá. Raimunda no pudo responder. Se aproximaba gente. Durante el resto de la velada, no volvieron a encontrarse solos, para resolver definitivamente sobre 202
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lo dicho y, hacia las once, todo el mundo comenzó a despedirse, porque al día siguiente era preciso madrugar a fin de no perder la cacería. Cuando el último de sus huéspedes se hubo retirado, Raimunda atravesó lentamente las salas que la separaban de su aposento. Había dominado sus vacilaciones. Ya que su propio proyecto de huída había fracasado, adoptó el de Roberto; y comprendiendo que era preciso acabar de una vez, consintió en dejarse llevar aquella misma noche. Y penetrando en el mismo gabinetito, donde Máximo había vencido la rebelión de Matías sintióse de golpe poseída de nuevas zozobras. El conde la había precedido. -¿Qué hacía usted aquí, caballero? -preguntó. -A esta hora, usted lo sabe, quiero estar sola en mis habitaciones. -Lo sé, en efecto -respondió Larima con mucha calma; -pero también sé otras cosas, de las cuales conviene que hablemos. Sin inmutarse, la joven le preguntó si aquellas cosas eran las que había leído en sus cartas a Roberto de Barbazán. -Precisamente -replicó Máximo. 203
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-En ese caso -dijo Raimunda, -dejémonos de rodeos y vayamos directamente al asunto, ya que ha sido usted bastante cínico para cometer esta nueva vileza. Nos encontramos en un punto que exige una solución inmediata, sea la que fuere. La discusión está muy simplificada, merced a la infamia que usted ha cometido, interceptando mis cartas y leyéndolas. Usted sabe, y yo se lo confirmo, que quiero abandonarle. Durante mucho tiempo, es decir, mientras ha vivido el señor marqués de Barbazán, he estado creyendo que para recobrar mi libertad bastaría decirle a usted: "¿Cuánto?..." Pero lo que usted tuvo la imprudencia de confesarme en Niza, y su prontitud en conducirme a esta posesión aislada, al día siguiente de haberme visto en casa de Roberto; toda su conducta, en una palabra, me ha hecho tomar la decisión de huir, sin aguardar a más; sin perjuicio de pedir luego el divorcio ante los tribunales. Usted ha estorbado mis planes. Además el único protector con que contaba, y al que suplicaba se mantuviera fuera del alcance de usted, ha sido usted mismo quien ha conseguido atraerlo hacia aquí, para perderle, pensando que el joven se expondría, bravamente, a alguna tentativa, para libertarme. ¡Qué duda cabe! Todo está admirablemente combinado, 204
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porque, en efecto, Roberto vendrá a buscarme, a pesar de cuanto le objeté, para ponerme en lugar seguro. Usted lo sabe, y usted está preparado, esperando que un arranque, una violencia, le permita cumplir sus designios. ¡Ah! ¡Hace tiempo que adiviné sus propósitos! ¡Pero no ha vencido usted, no ha triunfado usted todavía! Esto diciendo, Raimunda había tocado el timbre. -Lucía -dijo a ésta cuando se presentó; -sirve el te, te lo ruego. Y dirigiéndose a Máximo, cuando aquella se hubo retirado: -Vamos a ofrecer una taza a mi primo, caballero -agregó. -Y mañana, en pleno día, a cuantos usted ha reunido, les diré: "Me encuentro bajo vuestra salvaguardia, para lograr tin refugio donde esté al abrigo de este miserable, hasta que la ley haya roto el lazo que me deshonra." Máximo no hizo un solo gesto. -¡Mañana!... -repitió pausadamente. -Será tarde, Raimunda. ¡Tendrá usted otras cosas en qué pensar! Lucía entró. -¿Está Matías? -preguntó el conde. -¡Sí, señor! 205
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-¡Llámele! Lucía volvió a salir, después de dejar sobre la mesa la bandeja con el servicio de te. -¿Qué proyecta usted? -preguntó Raimunda con ansiedad. -Escuche usted y lo sabrá. Acércate -agregó, dirigiéndose a Matías, que acababa de franquear el umbral. -Te descuidas demasiado, señor borrego, y ya sabes que esto me disgusta. Todas las noches penetran merodeadores en el parque, cometiendo destrozos y robando, cuando no hacen cosa peor. Tomarás mi carabina, colocándote en sitio oportuno y... cuando veas a uno, ¡túmbale, sin piedad, sin compasión, sin explicaciones ni advertencias! Donde pones el ojo, pones la bala. ¡Procura no errar el tiro y lo demás, déjalo a mi cuidado! Así no tendrás escrúpulo alguno, mucho más cuando hay un testigo de la orden que te doy. -Matías -exclamó vivamente Raimunda, -comprenda usted que se trata de hacerle cometer un asesinato. -Matías -agregó el conde, -no olvides que tengo tu suerte en mis manos.
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El guardabosque quedó inmóvil, mudo, impenetrable, y señalando una mesilla, donde había papel, pluma y tinta: -Escriba usted -dijo. -¡Ah! ¡Ah! -hizo burlonamente Máximo. -¡Tomas precauciones! ¡Perfectamente! Y acercándose a la mesa, redactó la orden. Raimunda arrojóse encima de su esposo y le arrancó el papel de las manos. -¡No! ¡Ah, no! ¡Por piedad! -exclamó llena de terror. Y luego, dirigiéndose a Matías, agregó con acento suplicante: -¡Usted no puede cometer una acción tan infame, Matías! Es a Roberto a quien quiere matar; Roberto, que es del país, que me ama y me quiere salvar. ¡Matías, lo imploro con las manos unidas, en nombre del cielo, de su madre!... Durante este tiempo, Máximo había escrito la orden sobre un cuaderno de notas, y arrancando la hoja, la entregó a Matías, interrumpiendo a la joven: -Toma -dijo en tono amenazador, -y ten presente que si yerras el tiro, el mío no fallará. Sin hablar palabra, Matías leyó el papel, se lo metió en el bolsillo y salió. 207
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-¡Todo acabó!... ¡todo acabó! -exclamó Raimunda, dejándose caer, sin aliento, sobre un sillón. -¡Acabó! -repitió Máximo fuera de sí; ¡acabó para siempre! ¡Pero es de usted la culpa! De usted sola, porque usted ha puesto a su primo entre nosotros. Yo llegué a usted, humilde, sumiso, arrepentido, pidiéndole únicamente un poco de compasión, un poco de cariño ¡y usted me rechazó despiadadamente!... ¿Que soy un miserable? ¡Concedido! Yo habría podido ahogar mi vergüenza, resuelto a todo, para darla a usted garantías de mi arrepentimiento, a cambio de una ligerísima esperanza de conmiseración. ¿Era mucho pedir? ¡Quizá sí! ¡No soy yo quien deba juzgarme! ¡Pero usted me ha retado, me ha humillado, me ha provocado! Pues, bien, yo me rebelo contra la injuria. Habría podido contenerme ante su indiferencia... ¿Por qué me ha dejado usted entrever que seguía amando a Roberto? ¿por qué me ha vuelto usted loco ante el convencimiento de que a una sola señal suya habría de perder aquello que más adoro? ¡Tanto peor! ¡Es usted quien ha elegido la víctima para el sacrificio, señora! Y todo es inútil: ¡Roberto morirá!
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-¡No, no! -murmuró la joven con los ojos anegados en llanto, las manos cruzadas. -¡Se lo suplico a usted!... ¡no! Raimunda se acercó a él, que la rechazó. -¡Es tarde ya! -exclamó furioso, rechinando los dientes. -¡Estoy resuelto, señora! Al odio que siento por los que son felices, se unen en mi alma los celos que inspira mi pasión y no puedo contenerme. Rechazó usted al miserable que imploraba perdón a sus pies, y al destruir mis ilusiones armó usted el brazo asesino... ¡porque usted me obliga a serlo! -¡Muerta! -respondió Raimunda con un resto de altivez. -¡Muerta, antes que ser de usted ! -¡Pues bien, muerta! ¡Pero al menos no habrá sido usted de aquel a quien tanto adora! Las postreras energías de la infortunada joven desaparecieron vencidas por el terror, y cayó de rodillas ante su esposo. -¡Perdón! -dijo con voz ahogada. -Perdón, y este amor que tanto le exaspera a usted lo sepultaré dentro de mi corazón. Concédame usted la vida de Roberto. Yo no he mentido jamás... Si usted le perdona, si usted le deja vivir, no volveré a verle... ¡Se lo juro! Al amanecer, esta noche misma, si usted quiere, partiré con usted a donde sea... ¿Acepta us209
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ted? ¿Qué garantías quiere usted de mi palabra? ¡Revoque usted la orden de matar a Roberto y me entrego enteramente; le consagraré a usted el resto de mis días, sin una reserva, sin un reproche, sin que un pliegue de mi frente recuerde a usted jamás el sacrificio, al cual deba su vida Roberto!... ¡Ah! Soy de usted, caballero, lo olvidaré todo; lléveseme usted, me entrego, me rindo... ¡Pero no le mate usted; por piedad, no le mate usted! El la contemplaba, no con aire triunfante, sino fascinado, desvanecido. Jamás la había visto de tal manera. Ella, tan rígida, tan altiva, estaba allí, a sus pies, abandonada, inerme. Y el terrible amor que le había inspirado, exaltóse hasta el paroxismo, embriagándole, aturdiéndole. Al terminar su ruego Raimunda, Máximo la levantó, pasó el brazo por su cintura y estrechándola contra su pecho, desarmado, vencido murmuró junto a sus labios: -¡Raimunda!… -¡Raimunda!… ¿no me engañas?... En un reloj oyóse la primera campanada de las doce. -¡Ah! -dijo ella, dando un grito; -Roberto va a salir de su casa. ¿Comprende usted? 210
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-Prométeme tu piedad solamente. -¡Por Dios que me oye -juró ella, -revoque usted la orden dada a Matías y le perdono! -¡Aguarda, pues! -exclamó Máximo loco de alegría y de esperanza, desapareciendo por la galería que conducía al parque. Al verse sola, la joven pareció despertar de un sueño terrible. -¿Dónde estoy? -preguntóse, no acertando a coordinar sus ideas, en el revuelto caos de sus impresiones dolorosas. De pronto, apareciósele en toda su crudeza el recuerdo de la pasada escena. -¡Oh, Dios mío! -exclamó. -¿Qué es lo que dije? ¿Y cuándo vendrá...? Pero se rehizo prontamente. -¡Bah! ¿Qué voy a reflexionar? -díjose con energía. -¡Sálvese Roberto, que siempre me quedará tiempo para colocar la muerte entre mis labios y el beso de este bandido! Salió a la galería, procurando ver en la obscuridad. Nada: todo negro, todo silencioso. Su corazón latía con inusitada fuerza, y allí se quedó la joven, como petrificada, suspensa, devorada por un terror indefinible, lúgubre. 211
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De pronto, hirió su retina la luz de un relámpago, seguido de una detonación. -¡Ah! ¡Vil! ¡Infame! -gritó la condesa. -¡Le ha hecho matar! ¡Socorro! ¡Yo...! No pudo terminar. Quiso correr, vaciló un segundo y cayó desvanecida. ………………………………………… ………………………………………… … … … … … … … … … … … … .. Cuando volvió a abrir los ojos, encontrábase en su lecho. Lucia y un médico de Manbenge, que figuraba en el grupo de los cazadores la cuidaban. De pie, con el rostro contraído, Roberto mirábala con ojos llorosos. -¡Tú!... -dijo ella afablemente. -¿Herido? -¡No! -¿Entonces...? -¡Cállate! -repuso con ternura Roberto, inclinándose hacia ella. Reposa. Mañana, ya te dirán... Eres libre, Raimunda... ¡Acabaron de una vez tus sufrimientos!... Conscientemente o no, Matías había abreviado su martirio. Raimunda había quedado viuda. 212