LA SOMBRA DE LA MUERTE- Robert E. Howard
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LA SOMBRA DE LA MUERTE- Robert E. Howard
-LA SOMBRA DE LA MUERTERobert E. Howard Hace unos diez años, iba yo subiendo por una calle de San Antonio con un casual amigo mío, John Harker. Ambos éramos jóvenes trabajadores de muy limitados medios y nos habíamos conocido debido al hecho de que ambos compartíamos la misma pensión barata. Era tarde, cerca de la medianoche. Paseábamos hablando, cuando repentinamente John se detuvo y vi su cara palidecer. Tenía la mirada fija en una casa al otro lado del calle. Estuvimos un instante examinando el vecindario y la casa tenía un paseo, dos pisos, y era evidentemente una casa de huéspedes. Bajo las escaleras una solitaria luz ardía en el vestíbulo pero en lo alto de las escaleras todo era oscuridad. Evidentemente los inquilinos se habían retirado ya. Pero John estaba de píe mirando fijamente con horror pintado en su cara. — ¡Dios mío, Steve! — gritó él — ¡Estoy viendo un espantoso crimen! — ¿Qué? — exclamé. — ¡Te lo estoy diciendo, sí! — gritó — Esa ventana de ahí. Había una luz en ella cuando volví la cabeza, y en cuanto la volví a girar se apagó. ¡Pero en ese instante vi una terrible escena! ¡La silueta de un hombre encogido sobre la cama, totalmente ensangrentado... y sin cabeza! Grité de horror. — ¡Llama a la policía! — gritó y salió corriendo a través de la calle hasta el portal de la casa, mientras yo corría por la calle buscando un policía. Encontré uno al doblar la esquina y lo lleve de vuelta a la carrera. Hallé a mi amigo empeñado en una acalorada discusión con la dormida casera, quien intentaba conducirnos de vuelta afuera, pero ante la visión de un policía desistió. — ¡Te lo estoy diciendo! — gritó John — ¡Un terrible asesinato ha sido cometido en esa casa! ¡El asesino todavía está en el edificio! — Rápidamente narró lo que había visto y la casera se puso pálida. — Vamos, miremos en la habitación — dijo el policía y subimos las escaleras. John se detuvo frente a la puerta, y dijo: — Estoy seguro de que esta es la habitación. — Pero esta habitación no ha sido ocupada desde hace dos meses — dijo la patrona. — No importa — dijo el policía —. Abra la puerta. La casera sacó una llave y abrió la puerta. El policía había desenfundado la pistola, y todos nos preparamos para alguna terrible visión, pero la habitación estaba vacía. Allí no había nada, vivo o muerto. Ninguna mancha se veía en la cama o el suelo. Miramos a John Harker curiosamente. Estaba completamente perplejo y parecía confundido. — ¡Te lo estoy diciendo! — gritó — ¡Lo he visto tan claramente como os estoy viendo a vosotros ahora! La ropa de cama estaba plegada como si el hombre fuese a meterse en la cama. Él estaba sentado en un lado de la cama, su cuerpo encogido sobre sus rodillas y sus brazos colgando débilmente, exactamente como si se estuviese sentando en la cama preparándose para desvestirse cuando le llegó la muerte. Y lo que te estoy diciendo. Su cabeza había sido cortada.
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— Está viendo visiones, joven — dijo el policía —. Demasiado licor. Delirium Tremens. ¡Váyase de aquí o lo encierro! No había nada que hacer por lo que nos fuimos, seguidos por la ácida mirada de la disgustada casera. En la calle, John maldecía desconcertado: — ¡Debo estar volviéndome loco! ¡Lo he visto tan claramente como el día! Se había quitado la chaqueta, porque estaba en mangas de camisa. Yo diría que llevaba una camisa a rayas y unos pantalones azules. El más horrible sentimiento acudió a mí conforme lo miraba. Oh, bien, creo que fue solo una alucinación. Poco después de esto, Harker dejó la pensión donde yo estaba y perdí su pista. Algunos meses más tarde me encontré con él accidentalmente y bromeamos sobre su «asesinato» otra vez. — A propósito — dijo él — Estoy hospedado en esa casa ahora, en la misma habitación donde vi o creí ver aquella visión. Conforme lo decía un repentino y espantoso estremecimiento me golpeó, pero no dije nada. Entonces el extraño suceso ocurrió. Me encontré a mi mismo caminando a lo largo de aquella misma calle una noche, y conforme llegaba repentinamente recordé que en una noche idéntica, exactamente hace un año, Harker y yo habíamos tenido aquella misma experiencia. Eché un vistazo a mi reloj y vi que la hora era la misma, casi al minuto. Yo estaba junto a la casa y miré involuntariamente a través de la calle. Me detuve bruscamente. Había una luz en una ventana pero conforme miré se apagó. Pero tuve la deslumbrante impresión de una silueta amontonada extrañamente al borde de la cama, y me pareció que era horriblemente roja.
Yo dudé. ¿Era una alucinación? ¿Debía ir? Di un solo paso y tomé una decisión. Corrí por la calle y llamé a la puerta. La misma somnolienta y disgustada casera contestó a mi llamada y me pregunto por mis motivos. Le dije que simplemente deseaba ver a mi amigo, John Harker, y me llevó escaleras arriba, de mala gana, para mostrarme su habitación. Llamé, con un temor helado en mi corazón, pero no hubo respuesta. Empujé la puerta abierta y encendí la luz. La casera gritó y se desmayó. Yo caí contra la pared y la habitación flotó ante mis ojos. La ropa de cama sobre el lecho solitario estaba vuelta del revés, y allí boca abajo con su pecho caído sobre sus rodillas estaba sentado, o más bien yacía, el cuerpo de John Harker. Aturdido vi la camisa a rayas y los pantalones azules horriblemente empapados de sangre y el lívido rojo muñón de su cuello. En medio del piso yacía la cabeza de John Harker, los muertos ojos con la mirada fija, los muertos labios torcidos en una espantosa mueca de agonía. Una ventana abierta en la azotea mostraba como el asesino había entrado y salido. Y el asesino no llegó muy lejos. Pronto fue capturado un maníaco que había escapado del gran sanatorio que había en la ciudad. Cuando le capturaron contó en sus delirios como había entrado por la azotea y visto a su víctima sentarse en el borde de la cama, preparándose para desvestirse. Contó como se había deslizado a través de la ventana abierta y había decapitado al joven con un único golpe de un gran cuchillo de carne que había obtenido de alguna manera. La muerte había llegado tan repentinamente que la víctima no había tenido tiempo de revolverse. Su cabeza voló de sus hombros, su cuerpo se desplomó sobre sus rodillas y los brazos le colgaban inertes. En ese momento yo había mirado casualmente a la ventana iluminada justo
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un instante después de que el maníaco apagase la luz y huyese. Bien, como dice el refrán "Los acontecimientos futuros proyectan sus sombras en el pasado" el pobre Harker no pensó que cuando vio aquella escena un año antes, estaba viendo la sombra de su propia muerte. Fue una espantosa experiencia y algo que me siento incapaz de explicar. Pero incluso ahora la visión de una iluminada ventana tarde en la noche me hace estremecer y no me atrevo a mirar, por temor a lo que pudiese ver. FIN.
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