Las Obras en Verso del Príncipe de Esquilache Amateurismo y conciencia literaria
Javier Jiménez Belmonte
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Las Obras en Verso del Príncipe de Esquilache Amateurismo y conciencia literaria
Javier Jiménez Belmonte
Colección Támesis SERIE A: MONOGRAFÍAS, 242
LAS OBRAS EN VERSO DEL PRÍNCIPE DE ESQUILACHE AMATEURISMO Y CONCIENCIA LITERARIA Este volumen ofrece el primer estudio monográfico sobre uno de los poetas más citados y peor conocidos del barroco español: Francisco de Borja, príncipe de Esquilache. Sus Obras en Verso, publicadas por primera vez en 1648, constituyen uno de los proyectos laureados más elaborados y conscientes de la primera mitad del XVII. No sólo se trata de uno de los pocos cancioneros barrocos españoles curados y editados por su propio autor, sino también del primer volumen de poesía dado a la imprenta por un miembro de la alta aristocracia castellana. En él, y desde la distancia de los años y la poesía, el príncipe de Esquilache recrea e instrumentaliza su estrecha relación con destacados miembros de la república barroca de las letras [desde Lope de Vega a los Argensola o los condes de Lemos], individualiza su posición con respecto a la polémica gongorina, a la vez que justifica sus años de servicio político a la corona o su derecho legítimo al título de Grande. Desde una perspectiva socioliteraria, este estudio propone la recuperación de las Obras de Esquilache como pieza clave para la comprensión del papel del amateurismo aristocrático en la formación del campo literario barroco español. JAVIER JIMÉNEZ BELMONTE es profesor adjunto en la Universidad de Fordham.
Tamesis
Founding Editor J. E. Varey General Editor Stephen M. Hart Editorial Board Alan Deyermond Julian Weiss Charles Davis
JAVIER JIMÉNEZ BELMONTE
LAS OBRAS EN VERSO DEL PRÍNCIPE DE ESQUILACHE AMATEURISMO Y CONCIENCIA LITERARIA
TAMESIS
© Javier Jiménez Belmonte 2007 All Rights Reserved. Except as permitted under current legislation no part of this work may be photocopied, stored in a retrieval system, published, performed in public, adapted, broadcast, transmitted, recorded or reproduced in any form or by any means, without the prior permission of the copyright owner The right of Javier Jiménez Belmonte to be identified as the author of this work has been asserted in accordance with sections 77 and 78 of the Copyright, Designs and Patents Act 1988 First published 2007 by Tamesis, Woodbridge ISBN 978-1-85566-149-3
Tamesis is an imprint of Boydell & Brewer Ltd PO Box 9, Woodbridge, Suffolk IP12 3DF, UK and of Boydell & Brewer Inc. 668 Mt Hope Avenue, Rochester, NY 14620, USA website: www.boydellandbrewer.com A CIP catalogue record for this book is available from the British Library The publisher has no responsibility for the persistence or accuracy of URLs for external or third-party internet websites referred to in this book, and does not guarantee that any content on such websites is, or will remain, accurate or appropriate.
This publication is printed on acid-free paper Printed in Great Britain by Biddles Ltd, King’s Lynn
ÍNDICE GENERAL Prefacio Agradecimientos Nota Introducción
vii viii ix 1
1
Amateurismo y poesía en la República Barroca de las Letras
21
2
Un príncipe en la República de las Letras: trayectoria político-poética del príncipe de Esquilache
65
3 4
Las Obras en Verso desde el límite argensolino: amateurismo y desengaño
115
Las Obras en Verso en el límite lopesco: del olvido al Parnaso, del ocio al oficio
158
Conclusión Obras citadas Índice
221 225 243
Para mis padres, José Jiménez Cañete y Josefina Belmonte Zurera
PREFACIO El origen de este estudio es mi tesis doctoral “Un Príncipe en la República de las Letras: las ‘Obras en verso’ del príncipe de Esquilache y la formación del campo literario español de la primera mitad del XVII”, defendida en 2002 en el Departamento de español de Columbia University y dirigida por el profesor Gonzalo Sobejano. Algunas ideas del capítulo primero del presente estudio fueron publicadas con el título de “La Poesía ‘frecuentada de ministros grandes’: amateurismo y poesía barroca”, en Alfinje, 16 (2004: 131–45). Un resumen de las ideas principales de este estudio fue publicado con el título “Límites de la lírica borgiana: poesía como oficio y poesía como adorno en las Obras en Verso del príncipe de Esquilache” en Edad de Oro Cantabrigense. Actas del VII Congreso de la Asociación Internacional del Siglo de Oro (AISO), Robinson College, Cambridge, 18–22 de julio de 2005, ed. Anthony Close & María Fernández Vales (Madrid/Frankfurt: Iberoamericana, 2006, 357–62). Una versión de la segunda sección del capítulo segundo fue publicada con el título “Las Indias políticas y poéticas del príncipe de Esquilache” en Colonial Latin American Review, 15 (2006: 143–59).
AGRADECIMIENTOS The author and publisher are grateful to Fordham University for assistance with the publication cost of this volume. Agradezco a Fordham University la concesión de una Faculty Fellowship que me ayudó a concluir mis investigaciones y darles forma de libro. A Gonzalo Sobejano, director de mi tesis en Columbia University, le agradezco su confianza en este proyecto y, sobre todo, su calidad humana e intelectual; a las profesoras Lía Schwartz y Raquel Chang-Rodríguez, el haber aceptado con entusiasmo formar parte de mi comité doctoral y el haber continuado animándome en la consecución de este estudio. Un especial agradecimiento vaya también para John O’Neill y el personal de la sección de manuscritos y libros raros de la Hispanic Society of America, por su inestimable colaboración y paciencia. Gracias también al equipo editorial de Tamesis (Boydell & Brewer Ltd.) en particular a Ellie Ferguson. Finalmente, aunque no menos importante, quiero agradecer a todos mis amigos y amigas su compañía insustituible, a Pedro Muñoz Gerdau su apoyo constante, y a mis hermanos, hermana y sobrinos, la feliz coincidencia de ser mi familia.
NOTA Las citas de obras manuscritas o editadas antes del siglo XIX han sido actualizadas atendiendo a los siguientes criterios generales: modernización de la acentuación y puntuación siempre que, en el caso de la poesía, no interfiera con el ritmo métrico; solución de grafías latinizantes y aglutinaciones (“quando”, “destos”, “della”); actualización de las grafías mayúsculas y minúsculas así como de las grafías “u”, “v”, “b”, “ss”, “”, “ç”, “z”, “x”, “j”, “g”, “h”. Se han respetado las abreviaturas de fórmulas de trato como “V. X.” y “V. E.”, pero se han solucionado las demás (“q”). Se ha optado por regularizar la numeración en las referencias de citas tomadas de preliminares de obras editadas antes del siglo XIX. Para ello se ha usado la abreviatura “Prelim.” y se ha añadido el número correspondiente sin corchetes con el fin de evitar la acumulación de paréntesis.
Introducción Lo menor Non c’è studio critico su un poeta ermetico che non cominci col dimostrare che quel poeta non è ermetico. (Oreste Macrì 15)
¿Qué sentido tiene volver sobre un poeta menor de un siglo – el XVII – en el que abundaron los poetas menores? ¿Qué puede aportar su estudio al conocimiento de la literatura y la cultura de ese siglo, si lo que ese poeta pudo decir lo dijeron mejor los poetas que el gusto del hombre y de los siglos consideraron mayores? La pregunta, explícita o implícita, determina toda la “retórica de lo menor” sobre la que se suelen articular los estudios especializados en ese tipo de autores. La respuesta, tan retórica casi como la pregunta, suele llamar la atención sobre dos puntos fundamentales: la necesidad de completar el panorama poético aurisecular con la incorporación del escritor menor en cuestión, y la nunca entrevista hasta entonces calidad poética (valores mayores) de ese poeta supuestamente mediocre. En el mejor de los casos, el antaño considerado poeta menor resulta no ser tal, no haberlo sido nunca, y su presencia en las historias literarias pasa entonces de las dos líneas o del párrafo a la holgura de las cinco páginas. En el peor de los casos, al poeta en cuestión sigue sin vérsele la gracia poética, pasando así definitivamente (aunque esto nunca puede asegurarse del todo) a mejor vida bibliográfica. De cualquier modo, y si consideramos a estos poetas menores desde un punto de vista que podríamos juzgar de estrictamente científico, objetivo con la historia y con los hechos literarios que unas veces la adornan y otras la inventan, su estudio monográfico estaría de sobra justificado. En efecto, en un panorama poético tan vasto y superpoblado como el del siglo de oro español no basta con el estudio de sus principales figuras. Entre otras cosas porque ni esas figuras ni sus obras vivieron en el limbo, sino en una encrucijada de influencias, escuelas, préstamos y robos, elogios y vituperios, de las que no se pueden extraer sin violentar en algo, o en mucho, su sentido. En el siglo de oro español, en la primera mitad del XVII para ser más exactos, el escritor gana conciencia del poder de su profesión en una sociedad que, hasta entonces, lo ha acogido como “animador” de cortes. La sociedad cortesana de la dissimulazione que, según Norbert Elias, sucedió en Occidente a la sociedad de la batalla y la abierta violencia, enfatizó el poder persuasivo de la palabra, y ahí
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están Gracián y su Oráculo manual (1647) para probarlo.1 La batalla por la hegemonía de ese capital literario, librada entre autores y mandos políticos y eclesiásticos, constituyó la base principal de la primera República Literaria española. Fue ésta una empresa plural y de rostros múltiples, no siempre mayores para el oído histórico, a los que hemos de volver si queremos añadir luz a la magnitud y significado de esa empresa. Ahora bien, mientras el esfuerzo justificativo de este primer punto resulta casi innecesario, el segundo, el de la desatendida calidad poética de los menores que las monografías al uso dicen atender y, en lo posible, defender, no parece serlo tanto. Pasamos del terreno supuestamente firme de la crítica como ciencia, al terreno mucho más movedizo de la crítica como intuición. Una cosa es rescatar a un menor por su valor histórico, y otra distinta es hacerlo por su valor literario, aunque en afortunadas ocasiones puedan darse ambos a un mismo tiempo. En el primer caso, el del valor histórico, el estudioso suele contar con el beneplácito de la comunidad crítica, librada así de una tarea ardua que “había que hacer tarde o temprano”. En el segundo caso, el del valor literario, el crítico se encuentra solo con su gusto y criterio, y su labor puede verse o bien saludada por la comunidad crítica, o bien relegada a la periferia de lo menor, de lo superfluo o lo innecesariamente subjetivo, contagiada, en definitiva, por su propio objeto de estudio. La mediocridad (no la aristotélica, sino la otra) de este o de aquel menor, repetida cansina y refractariamente por las historias literarias a lo largo de los años, es el gran tabú de las monografías “menores”. Así, el “ésta es la tesela que faltaba en el mosaico”, el “sin su obra no se entiende la escuela culterana”, el “su horacionismo no tiene par en nuestro siglo de oro”, el “Cervantes lo elogia en su Viaje del Parnaso y Lope en su Laurel de Apolo” y demás afirmaciones por el estilo, tienen siempre algo de eufemístico. Sea lo que sea la altura poética, lo que parece estar fuera de duda es que la poesía de un príncipe de Esquilache (por no decir la de un Sebastián Francisco de Medrano o la de un conde de Rebolledo) poco tiene que hacer ante la de un Lope, un Góngora o un Quevedo. Y surge aquí otra pregunta: ¿qué es entonces lo que supuestamente tendría que hacer o haber hecho esa poesía?, ¿cómo medir su alcance poético?, ¿por su grado de riesgo y experimentación formal, por su reinterpretación de la tradición literaria, por la persuasión con la que describe el sentimiento o la naturaleza? Así contesta estas preguntas, por ejemplo, Luis Rosales:
1 Roger Chartier, refiriéndose a El proceso de la civilización y La sociedad cortesana de Elias, afirma: “La violencia que durante mucho tiempo no había tenido por límite más que una violencia de signo contrario resulta prohibida, perseguida, reprimida. De ese modo, van a la par la pacificación del espacio social (al menos parcial y tendencias) y lo que es su corolario: la transferencia al interior mismo del individuo de los conflictos y tensiones que antes se expresaban en el enfrentamiento abierto y sangriento con el otro” (2000: 163–4).
INTRODUCCIÓN
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Será un poeta tanto mayor, cuanto más elementos de valor [artísticos, intelectuales, sentimentales y espirituales] comprenda dentro de su poesía. Será más puro, cuanto más delicada sea la calidad de su material. Será tanto más hondo, cuanto más la agote; es decir, cuanto mayor haga la transparencia de sus materiales al espíritu de su tiempo. Y, finalmente, será tanto más perfecto cuanto más los reduzca a unidad dentro de su estilo; cuanto mayor sea la armonía con que conjunte su materia poética en orden de amor.2 (III, 81)
Sin embargo, el sosiego crítico que uno experimenta ante este tipo de análisis abstractos en torno al gusto y a la intuición suele pasar rápido. Basta alejarse un poco del sistema canónico en el que éstos se producen (y al que confirman) para encontrar que la inmanencia de valores como la pureza, la hondura, la perfección o la armonía, sólo es defendible dentro del particular pacto de fe que exige todo canon, de los lectores con los críticos y de los críticos con una cierta virtud (parece que no siempre definible) para apreciar lo genial. No pretendo con esto continuar la ya larga y tediosa discusión (con la muerte y la resurrección del autor siempre de fondo) sobre lo que debe o no debe calificarse como material de consideración, o incluso celebración, crítica. Sólo me interesa señalar el callejón sin salida al que puede conducir el estudio del supuesto valor literario de un poeta considerado menor, cuando ése parte del presupuesto de la presencia o ausencia en este poeta de ciertos valores mayores, referenciales y canónicos. La aplicación de este presupuesto termina siempre siendo la confirmación de una antigua condena antes que el alivio de la sentencia que se prometía en el prólogo. En su lugar, quizás habría que dejar a un lado cierto prejuicio anti-romántico y confiar mucho más en algo tan primordial en la actividad creativa como su aspiración a la singularidad, que se da indiferentemente del genio o de la incapacidad, de la originalidad o de la imitación e incluso del plagio. La labor creativa, literaria en este caso, es labor solitaria y, sobre todo, de extrañamiento del lenguaje y de las ansiedades que lo informan. Esto debería servir para garantizar la “originalidad” de cualquier menor (independientemente de su éxito o fracaso de cara a las historias literarias), para permitirnos escapar de la contradicción que implica la defensa de una originalidad predeterminada de lo menor, y para tratar, en su lugar, de producir un análisis a la medida de las circunstancias socio-poéticas reclamadas por la misma obra considerada menor. Mi estudio del príncipe de Esquilache no pretende, por lo tanto, descubrir ni analizar los valores mayores de su obra poética, sino desentrañar la naturaleza y sentido de sus limitaciones.
2 Tomo la cita de “El sentimiento del desengaño en la poesía española del siglo XVII”, aparecido por primera vez como prólogo al segundo volumen de la Poesía heróica del Imperio (1943) y luego, ampliado y separado, como El sentimiento del desengaño en la poesía barroca (1966). Uso la edición incluida en las Obras Completas de Rosales.
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Breve historia literaria de un noble amateur: el príncipe de Esquilache y el canon de la literatura española If we have not only one canon of literature but many, no canon formation but, rather, constant processes of text selection, no selection based on a single criterion, and no escape from the necessity of selection, to attack The Canon is to misconceive the problem . . . The dominant conventions in a particular society at a particular time obviously derive their power from some source. But the possible sources are many – political, economic, moral, aesthetic, metaphysical, religious, and psychological – and since they appear to be closely intertwined, the question of which, if any, underlies all the others remains moot. (Wendell Harris 118)
La historia del canon es una historia de presencias y ausencias, de centros que se imponen y de periferias veladas. Como manifestación de un deseo de constancia en el tiempo, toda obra literaria lleva inscrito un proyecto de canon. Nadie escribe para ser olvidado, sino para vencer la circunstancia, insuficiente, de una vida. En cualquier caso, la entrada en la memoria canónica no parece depender exclusivamente de ese deseo individual de trascendencia. La ilusión de ese centro inmóvil, proveedor de modelos estéticos y frecuentemente morales, se esfuma en una serie de movimientos constantes, de inclusión y exclusión, sujeta al vaivén ideológico de la historia. En este sentido, afirma José María Pozuelo Yvancos que “todo canon se resuelve como una estructura histórica, lo que lo convierte en cambiante, movedizo y sujeto a los principios reguladores de la actividad cognoscitiva y del sujeto ideológico, individual o colectivo que lo postula” (Pozuelo & Aradra 103). Ese aspecto cambiante del canon explica la continua reinvención de sus fronteras y la redistribución de los espacios que caen dentro y fuera de ellas. Así se entiende, por ejemplo, que obras como la de Cervantes o, caso más extremo, Góngora, acabaran siendo textos incluidos, relacionados sinecdoquicamente con el canon (nombrarlos a ellos es nombrar la regla). Y, al contrario, así también se explican esos otros textos que una vez formaron parte del canon y que luego pasaron al olvido, o en el mejor de los casos, a la nota a pie de página. Esta fue, precisamente, la fortuna de Francisco de Borja y Aragón, príncipe de Esquilache, y la de sus Obras en Verso. La variada fortuna de la obra lírica del príncipe de Esquilache en las historias literarias, antologías y recopilaciones sobre las que se ha construido y construye la médula canónica de la literatura española, es un buen ejemplo de la movilidad relativa que implica siempre la fijación de todo canon. En vida, se le reservó un lugar entre los grandes nombres del momento; un siglo después de su muerte, pocos serán ya los que se molesten en buscar, y menos en leer, la obra de aquel “rey de todo el imperio del Parnaso”, tal y como lo había coronado Juan Pérez de Montalbán en 1632 en su Para todos ejemplos morales (1999: 879), o de aquel “Príncipe de la Poesía” al que aludía Gracián en su Agudeza y Arte de Ingenio (1648) (1967: 245). Paradójicamente, esa búsqueda y lectura hubiera sido más rápida y fiable que la de cualquier otro poeta canónico del mismo período, caso de Bartolomé Leonardo de Argensola o Quevedo, ya que las Obras en Verso del
INTRODUCCIÓN
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príncipe de Esquilache fueron compiladas y editadas por él mismo en 1648, vueltas a editar, ampliadas, en 1654 y, de nuevo ampliadas y ya póstumas, en 1663, constituyendo, según José Manuel Blecua, las ediciones “más bellas de toda la poesía del siglo XVII” (1990: 48). A pesar de ello, y de otros breves momentos de gloria canónica, en el siglo XX el príncipe de Esquilache fue definitivamente relegado al territorio de lo menor, y su obra desplazada al margen de lo epigonal, cuando no de lo anacrónico o incluso del mal gusto. En concreto, se pueden reducir a tres los momentos en los que la poesía del príncipe de Esquilache disfrutó de cierta presencia canónica: el primero, hacia mediados del siglo XVII, el segundo entre el segundo tercio y finales del XVIII, y el tercero en el XX, durante las primeras décadas de la posguerra. Aunque a lo largo de este estudio habré de referirme a esos momentos y a las voces críticas que, desde ellos, abordaron la obra de Esquilache, conviene ahora exponerlos breve y ordenadamente para hacernos una idea general de la historia literaria de nuestro autor. Comencemos por ese primer momento, que no es otro que el de la edición y sucesivas reimpresiones, apenas mencionadas, de las Obras en Verso. Como se verá detalladamente en su momento, la primera edición, las reimpresiones ampliadas y la serie de folletos y suplementos que fueron imprimiéndose entre edición y edición, se encargaron de organizar en unas setecientas páginas una voz poética de casi más de medio siglo. Se trataba, por otra parte, de una de las pocas voces que aún podía jactarse de haber intercambiado epístolas poéticas y sonetos de ocasión con los grandes nombres de la primera generación lírica barroca, caso de los hermanos Argensola o de Lope de Vega. Esquilache, además, había aparecido incluido en algunos de los amagos precanónicos más significativos de la primera mitad del XVII, aunque siempre (debido a su posición de noble y protector) bajo la sospecha de la adulación. Es el caso, por ejemplo, del Viaje del Parnaso (1614) de Cervantes, del Laurel de Apolo (1630) de Lope de Vega, o de la Corona del Parnaso, y platos de las Musas (1635) de Alonso Jerónimo de Salas Barbadillo. La edición de 1648 debería haber servido, entre otras cosas, para sellar con la imprenta la gloria prometida en todos estos elogios precedentes. A finales del XVII, el nombre de Esquilache se siente como parte integrante y destacada de la herencia poética del siglo. Así lo demuestra la siguiente composición incluida en el manuscrito 272 de la Biblioteca Universitaria de Zaragoza, donde su autor se burla de cierta línea poética garcilasista en la que se engloba la poesía de Esquilache: “Mendoza es requesón y Lope – floxo;/ Bocángel tierno, viejo Garcilaso/ Mena camina en bestia muy de paso/ . . ./ Villamediana es culto por su antojo;/ Esquilache es la dama del Parnaso” (Egido 1979: 38). Nicolás Antonio fue uno de los primeros críticos en manifestarse a propósito del legado lírico de nuestro autor, a través de una afirmación breve pero que, en gran medida, iba a marcar el destino canónico de Esquilache. En ella se le definía como “suavis, urbanus facilisque in paucis Poeta, ut a Lyricorum principatu non longe constiterit” (314), señalando ya claramente la existencia de una distancia cualitativa (a pesar del “non longe”) entre los “Lyricorum principatu” y nuestro
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JAVIER JIMÉNEZ BELMONTE
autor.3 A partir de aquí, las revisiones críticas de la obra de Esquilache van a partir siempre de esa distancia (el presupuesto inapelable de lo “menor”), ya sea para intentar reducirla, para eliminarla o para confirmarla. La primera de esas revisiones, como señalé más arriba, llegó en el siglo XVIII. El verso purista y aparentemente alejado de la influencia culterana de Esquilache casó bien con la poética neoclasicista, del mismo modo que lo hizo, por ejemplo, el de Esteban de Villegas, Vicente Espinel o Francisco de Figueroa. En la Oración en alabanza de las obras de don Diego Saavedra Fajardo publicada en 1725 por Gregorio Mayáns y Siscar, el príncipe de Esquilache aparece mencionado, junto con Góngora, Lope de Vega, los Argensola o Quevedo, entre la nómina de ingenios “clásicos” españoles (II, 550).4 Esta canonización de Esquilache sería confirmada con la incorporación de una parte importante de sus composiciones líricas a los tomos cuarto, octavo y noveno del Parnaso español de Juan José López de Sedano, publicados en 1770, 1774 y 1778, respectivamente. Nada nos sorprende hoy ver entre los nombres de ese parnaso a Garcilaso, fray Luis, Lope, los Argensola o Quevedo, pero la cosa cambia cuando entre esos nombres aparecen también los de Villegas, el conde de Rebolledo y el príncipe de Esquilache, al que López de Sedano propone como uno de los “Nueve famosos Poetas Castellanos que componen el primer orden de la primera clase del Parnaso Español” (IX, xxxv). El criterio neoclasicista de López de Sedano iba a determinar los parámetros críticos de la poesía de Esquilache hasta bien entrado el siglo XX. Su Canto de Jacob y Raquel (editado íntegramente por Sedano) es definido como: una de las mejores producciones que se encuentran entre sus Obras Líricas, y en su línea en la Lengua Castellana, por la belleza de los pensamientos, la limpieza de la frase, por la ternura de los afectos, la amenidad del estilo, y sobre todo por la facilidad, llenura, copia, y armonía de la versificación característica de este clarísimo Ingenio. (IV, xii)
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La breve referencia a Esquilache en la Bibliotheca Hispana de Antonio recuerda sus obras (la Nápoles, las Obras en Verso y las Oraciones y meditaciones) junto a sus numerosos títulos nobiliarios: “Schillacii Princeps in regno Neapolitano, Majaldius comes, Ioannis Borgiae Comitis de Ficalho, & Franciscae Aragonie filius, Caroli Villaeformosae in Aragonia Dinastae germanus frater, Philipo IV. Hispaniarum Regi nostro Cubicularius extitit; olimque Prorex Peruanus” (314). 4 La cita completa dice así: “Reconocieron esta verdad algunos ingenios eminentes, y logrando entonces un rey amante de la poesía, levantaron sus voces con armoniosos números; y desta suerte don Luis de Góngora y Argote, Lupercio y Bartolomé Leonardo de Argensola, fray Lope Félix de Vega Carpio, don Francisco de Quevedo Villegas, don Juan de Jáuregui, Francisco López de Zárate, el príncipe de Esquilache don Francisco de Borja, don Antonio Hurtado de Mendoza, don Pedro Calderón de la Barca, y don Antonio de Solís, renovaron la memoria, la invención, variedad, dulzura y armonía de Plauto, Terencio, Catulo, Horacio, Virgilio, Propecio, Tibulo, Ovidio, Persio, Marcial y Juvenal” (II, 550). Mayáns cita también a Esquilache en su Conversación sobre el Diario de los Literatos de España, publicado en 1737 (II, 437).
INTRODUCCIÓN
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En el tomo octavo del Parnaso español se incluirían nueve composiciones más (esta vez también de arte menor) y se insistiría en la “sencillez de los pensamientos, sobre todo por aquella armonía, sonoridad, y natural elegancia de su versificación, tan característica en nuestro Autor” (VIII, xxviii). El tomo noveno culminó la canonización neoclásica de Esquilache con la inclusión de otras nueve composiciones (entre ellas, el segundo de los cantos de las Obras, el de Marco Antonio y Cleopatra) y, sobre todo, con la incorporación de una “vida del Autor” (la primera conocida) al principio del tomo, y de un retrato de Esquilache inspirado, sin duda, en el retrato literario elaborado por Sedano en esa “vida” y en el cual se cumplía una transposición de la persona lírica a la persona real que, como se verá más adelante, en absoluto era ajena a la intención editorial del propio Esquilache: Fue de elegante persona, alto, robusto y bien proporcionado de miembros, cabeza grande, el rostro varonil y alagüeño, el color blanco, los ojos vivos, despiertos, rasgados, y zarcos: la barba y cabello largo, encrespado, y negro. A esta configuración fisionómica correspondió la templanza armoniosa de su complexión, lo que le constituyó de un natural benigno, apacible, lleno de candor y piedad, y contribuyó a la claridad de sus potencias, a la delicadeza de su ingenio y a la rectitud y suavidad de sus costumbres: cuyo carácter se manifiesta en sus mismas obras. (IX, xxxiv)
Una década más tarde, en 1789, Esquilache fue incluido por Juan Francisco Masdeu y Montero en sus Poesie di ventidue autori spagnuoli del Cinquecento en castellano y con traducción italiana (Gili Gaya 1961: 255) y por esas mismas fechas, y en el mismo contexto crítico italo-español, el abad don Xavier Lampillas lo defiende en su Ensayo Histórico-Apologético (1789) al final del cual se reproduce gran parte de la “Égloga III”, la misma que había incluido Lope de Vega en La Circe (1624) y la misma que había citado Gracián en su Agudeza (1648) como ejemplo de “agudeza de correspondencia”. La defensa de Lampillas, a pesar de proponer vehementemente a Esquilache como un poeta de la “primera esfera”, comparte, sin embargo, el mismo gesto refractario, de desatención a la propia poesía de Esquilache, que veremos repetido una y otra vez en futuros acercamientos críticos: Al fin del siglo XVI, y no pocos años del XVII, honró la lira española con sus suavísimas poesías Don Francisco de Borja y Aragón, Príncipe de Esquilache, uno de los más nobles poetas de la primera esfera, de que con justicia hace vanidad la nación española. Las alabanzas que dan los primeros ingenios de aquellos tiempos a las composiciones poéticas del Príncipe de Esquilache, no son ciertamente efecto de adulación vil, sino un tributo debido al mérito de tan ilustre poeta, quien con el esplendor de su cuna y de los distinguidos cargos a que se vió ensalzado, acrecentó mucha gloria a la profesión poética. (V, 121–2)
También por estas fechas, entre 1789 y 1791, José Antonio Álvarez y Baena inserta entre las páginas de sus Hijos de Madrid una breve biografía del príncipe
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JAVIER JIMÉNEZ BELMONTE
de Esquilache (II, 175), y ya a finales de siglo vuelve éste a aparecer en una Colección de poesías castellanas extrahidas de los más célebres escritores españoles, compartiendo gloria nada menos que con Garcilaso y Quevedo (Gili Gaya 1961: 251). Señala Samuel Gili Gaya que “tal estimación, notoriamente excesiva, decae en el siglo XIX” (1961: 255), lo cual es cierto, si bien no son sólo los tomos 16, 29 y 61 de la Biblioteca de Autores Españoles, como afirma Gili Gaya, los únicos lugares en los que se citó y seleccionó a Esquilache a lo largo del XIX. A ellos hay que añadir, además, las Poesías selectas castellanas desde el tiempo de Juan de Mena hasta nuestros días, de Manuel José Quintana, publicadas por primera vez en Madrid en 1808 y luego ampliadas y reeditadas en Madrid en 1830 y en París, bajo el título de Tesoro del Parnaso Español, en 1861, y en las que se recogieron dieciocho composiciones de Esquilache, todas romances (381–8);5 La Rosa. Manojo de la poesía castellana formado con las mejores producciones líricas consagradas a la Reina de las Flores, editado en 1891 por Juan Pérez de Guzmán y en el que se incluyeron, junto con una escueta noticia biográfica, dos sonetos de Esquilache dedicados a la rosa (1891: I, 273–5), y Los Príncipes de la Poesía Española, importante colección de poesías de “príncipes, grandes y títulos” compilada también por Pérez de Guzman en 1892 y en la que se insertaron 16 sonetos de Esquilache (1892: 236–244 y 256). A estas apariciones en antologías, habría que sumar además las referencias en diversas historias literarias, enciclopedias y demás manifestaciones críticas, no menos importantes que aquéllas a la hora de determinar el valor canónico de un autor. Es el caso, por ejemplo, del Catálogo bibliográfico y biográfico del teatro antiguo español de Cayetano Alberto de la Barrera y Leirado, publicado en 1860, y en el que se dedicó una extensa entrada al príncipe de Esquilache (1860: 146–8). Dicha entrada no se limitaba a calificar la obra, sino que también se ocupaba de dar profundidad psicológica al personaje, continuando así aquel desplazamiento de lo literario a lo personal comenzado por López de Sedano: “La benignidad y dulzura de su carácter le granjearon el afecto de todos” (1860: 148). Línea muy parecida, aunque de dirección opuesta, había seguido George Ticknor en su History of Spanish Literature, publicada originalmente en 1849, anteponiendo (no muy a favor de Esquilache) la fabulación psicológica y moral a la crítica del texto: Among those who opposed the school of Góngora, and perhaps the person who, from his influence in society, could best have checked its power, if he had not himself been sometimes betrayed into its bad taste, was Francisco de Borja, Prince of Esquilache. His titles – which are, in fact, corruptions of the great names borne by the Italian principalities of Borgia and Squillace – betray his
5 También fueron todas romances (hasta un total de 209) las composiciones de Esquilache que Luis de Usor y Río copió alrededor de 1873 en un manuscrito conservado hoy en la Biblioteca Nacional de España con la signatura MS 2129613.
INTRODUCCIÓN
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origin, and explain some of his tendencies. But though, by a strange coincidence, he was great-grandson of Pope Alexander the Sixth, and grandson of one of the heads of the Order of the Jesuits, he was also descended from the old royal family of Aragon, and had a faithful Spanish heart. (II, 508–9)
A todas estas referencias decimonónicas hay que unir dos especialmente significativas, la de los peruanos Manuel de Mendiburu y Ricardo Palma, ya que con ellas se inició la singladura de Esquilache (que ejerció de virrey en el Perú entre 1616 y 1621) por la historia de la literatura peruana. El primero lo hizo en el tomo segundo de su Diccionario histórico-biográfico del Perú, que comenzó a circular en Lima en 1876, y el segundo, desde una perspectiva muy distinta, en sus Tradiciones Peruanas, concretamente en 1874, fecha de la “tradición” que aquí interesa. En la primera de estas obras se daba cabida a una extensa entrada dedicada, sobre todo, a los años peruanos de Esquilache y basada principalmente en la Relación oficial que el mismo virrey había escrito (u ordenado escribir) sobre esa estancia. Ofrecía, sin embargo, algunas noticias interesantes, como el encuentro de Esquilache con Catalina de Erauso en el palacio virreinal, o la supuesta academia literaria celebrada por el virrey en dicho palacio (Mendiburu II, 57–72) y cuya “fabulación” habría de desvelar medio siglo más tarde Guillermo Lohmann Villena. A esta misma academia se referiría Ricardo Palma en “Los duendes del Cuzco. Crónica que trata de cómo el virrey poeta entendía la justicia”, publicada en 1874 en el primer tomo de sus Tradiciones Peruanas. Palma deja claro desde el comienzo de la narración el andamiaje de su discurso histórico, y amparándose en la autoridad del “relato del pueblo”, en una noticia recogida en un cervantino “manuscrito de rápidas apuntaciones”,6 y con la ayuda de ciertas pinceladas históricas proporcionadas por Mendiburu, compone un retrato del virrey Esquilache en el que el escaso (y, por otra parte, no pretendido) rigor histórico, importa menos que el gran espacio concedido en ese retrato a la vocación literaria del virrey: “En la pléyade de poetas del siglo XVII . . . el príncipe de Esquilache es uno de los más notables, si no por la grandeza de la idea, por la lozanía y corrección de la forma” (1923: I, 160). Esta vocación, como tendremos ocasión de ver en el capítulo segundo, formó parte de las críticas lanzadas contra el virreinato de Esquilache desde el Perú, y de ellas se hace eco Palma al referirse al descontento con el que reaccionaron los cortesanos ante el nombramiento de Esquilache como virrey: “porque don Francisco sólo se había ocupado hasta entonces de escribir versos, galanteos y desafíos” (1923: I, 159). Esta preferencia por la recreación psicológica de los críticos decimonónicos cedió, aunque sin desaparecer completamente, a un acercamiento más profundo, desde el punto de vista filológico e histórico, en el siglo siguiente. La inclusión
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La noticia recogida por Palma era la siguiente, “En este tiempo del gobierno del príncipe de Squillache, murió malamente en el Cuzco, a manos del diablo, el almirante de Castilla conocido por el descomulgado” (1923: I, 158).
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de Esquilache en el tomo tercero de la Antología de poetas hispano-americanos de Marcelino Menéndez Pelayo, publicada por primera vez en Madrid en 1895, anunciaba ya, levemente, ese cambio de perspectiva. Ésta comenzaría propiamente con dos aportaciones a la biografía del príncipe de Esquilache. La primera la publicó Cristóbal Pérez Pastor en 1907 con el título de “Documentos relativos a don F. de B.”, entre los que se editaba el testamento de Esquilache (III, 335–9). La segunda la publicó un año más tarde Antonio Paz y Meliá y consistió en parte de la correspondencia personal mantenida entre Esquilache y su primo don Pedro de Castro, conde de Lemos, durante los años del virreinato. De más trascendencia para el futuro canónico de Esquilache habría de ser la mención que de él hizo Menéndez Pelayo en el capítulo IX de su Historia de la Poesía HispanoAmericana (1911–13), y a la que ahora sólo aludiré brevemente. Haciéndose eco de la antigua afirmación de Nicolás Antonio, el crítico español señalaba que Esquilache “Es de los poetas de segundo orden que vienen inmediatamente después de los grandes; y entre los líricos del siglo XVII, pocos merecen más que él una rehabilitación cumplida, que algún día ha de serle otorgada” (1948: XXVIII, 109). José Gómez Ocerín comenzó tímidamente esa rehabilitación en un breve artículo publicado en 1918 y con el cual se empezó a rescatar el material manuscrito e inédito del príncipe de Esquilache. La restauración parcial de la obra lírica de Esquilache en el siglo XX (ese tercer momento de gloria canónica al que me referí páginas atrás y en el que la propuesta de rehabilitación de Menéndez Pelayo se vio favorecida por la revisión de la literatura imperial impulsada por las nuevas circunstancias históricas) comenzó en la década de los treinta y cuajó en las dos primeras décadas de la posguerra. Dicha restauración había sido ya en parte anunciada por el alemán Ludwig Pfandl en 1929 en su Geschichte der spanischen Nationalliteratur in ihrer Blütezeit, traducida por Jorge Rubio Balaguer y publicada en España en 1933. Continuando y confirmando el anticulteranismo borgiano sugerido por críticos como Lampillas o Menéndez Pelayo, Pfandl colocaba a Esquilache entre el grupo de poetas que reaccionaron contra el nuevo estilo, al lado de Esteban Villegas o de Juan de Jáuregui. Destacaba Pfandl las composiciones en arte mayor, incluidos los dos Cantos, la filiación argensolina de Esquilache, y al criterio canónico de Juan López de Sedano (“el punto de vista del siglo XVIII”, 540), anteponía el suyo propio: nosotros preferimos considerarle . . . un amigo de la claridad y de la verdad, de pulida limpieza y fluída plenitud en el verso, igualmente enemigo de la sequedad y del énfasis, protegido por su rango y posición de las asperezas de la vida y por ello poco inclinado a la sátira, pero de todos modos sometido en muchas cosas al carácter de su tiempo (es decir, al barroco). (540)
El hispanismo estadounidense también se hizo eco de la poesía de Esquilache en esta tercera década del siglo. En 1939 Otis H. Green publicó en la Hispanic Review su artículo “On the Príncipe de Esquilache”, consolidando a nuestro autor como “a perfect example of the magnate-poeta” (1939: 220). Sin embargo,
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y como apunté más arriba, el esfuerzo más importante de recuperación de la obra de Esquilache surgió en la península como parte de un intento general de reconstrucción y formulación de la literatura imperial española al que se dedicó gran parte de la crítica cercana, estética e ideológicamente, a revistas como Escorial. En 1941 Manuel Cristóbal y Alberto Ureta marcaron el cénit del valor literario de Esquilache al publicar una Antología lírica de sus composiciones, la primera y única de este siglo, y hoy día prácticamente inhallable (Borja 1941a). Ese mismo año se lanzó en Buenos Aires una edición de 230 ejemplares de la Égloga a la Serenísima Señora Infanta Doña María, convertida ya, desde la temprana edición de Lope en La Circe, en la “carta de presentación” de Esquilache (Borja 1941b). En 1943 Luis Rosales y Luis Felipe Vivanco dedicaron un buen tramo del tomo segundo de su Poesía heróica del Imperio a la poesía de Esquilache, en el cual (y en contraste, por ejemplo, con la selección decimonónica de Manuel José Quintana) sólo se recogían sonetos, preferentemente históricos (II, 197–221). En 1947 Samuel Gili Gaya publicó en la revista Ilerda su artículo “Poesías del Príncipe de Esquilache referentes a Lérida”, en un contexto histórico que, en cierta forma, reproducía el contexto original de los sonetos de Esquilache a propósito de la sublevación catalana contra Olivares. En 1949, Manuel Moreyra Paz Soldán enriqueció las noticias sobre los años del virreinato con su “Personajes que compitieron con el príncipe de Esquilache el Virreinato del Perú”, publicado en la revista peruana Mar del Sur. La década culminó en 1950 con las “Noticias biográficas del virrey poeta Príncipe de Esquilache”, un extenso artículo póstumo y, por desgracia, inacabado, de Ángel González Palencia. Durante la década de los cincuenta el interés por Esquilache tomó un rumbo más estrictamente filológico. De él fueron fruto cuatro artículos de gran importancia tanto para la ubicación de la lírica borgiana en el contexto de la poesía barroca, como para el seguimiento y edición de la poesía no impresa del príncipe de Esquilache. El primero de estos artículos fue el “El Príncipe de Esquilache, poeta anticulterano”, publicado por Ricardo del Arco en 1950 en el Archivo de Filología Aragonesa. A éste siguió, en 1953 y en un volumen homenaje a Amado Alonso de la Nueva Revista de Filología Hispánica, el artículo de Ernesto Mejía Sánchez y Luis Alberto Ratto sobre las “Poesías inéditas del Príncipe de Esquilache”. En 1958, en la madrileña Revista de Literatura, publicó Antonio Pérez Gómez un útil estudio bibliográfico sobre las numerosas composiciones poéticas de Esquilache publicadas en folletos y suplementos entre la edición de 1648 y la de 1663. Llevaba el significativo título de “Tercer centenario de la muerte del Príncipe de Esquilache” y se completaba con la publicación de las composiciones de esos suplementos que no habían sido incluidas en ningunas de las tres ediciones de la poesía borgiana. Tres años más tarde, Samuel Gili Gaya publicaba en la Nueva Revista de Filología Hispánica un breve estudio titulado “La obra poética del Príncipe de Esquilache”, y en el que, por primera vez, se evaluaba la trayectoria canónica de dicha obra para llegar a la conclusión, adelantada ya por Menéndez Pelayo, de que “si bien fue desmesurada la admiración de que gozó durante los siglos XVII y XVIII, lo es también la indiferencia con que hoy se le considera” (1961: 256).
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El relativo interés en el príncipe de Esquilache mostrado en estas dos últimas décadas mengua considerablemente en las siguientes, tanto en el número de estudios dedicados a su poesía y a su persona, como en la escasa novedad de sus aportaciones. Cabe destacar, sin embargo, algunas notables excepciones relacionadas con la estancia de Esquilache en tierras peruanas. La primera es el breve pero acertado apartado que en 1962 dedicó Aurelio Miró Quesada Sosa al príncipe de Esquilache en su Lope de Vega y el Perú (36–41); la segunda, el artículo de Luis Alberto Ratto titulado “América en la poesía del virrey Esquilache” y publicado en 1966 en la Revista Peruana de Cultura; la tercera, dos años más tarde, la inclusión de una entrada dedicada a Esquilache en la primera edición del Diccionario literario del Perú de Maurilio Arriola Grande (75–7); la cuarta, el artículo de Franklin Pease García Yrigoyen “El Príncipe de Esquilache y una relación sobre la extirpación de la idolatría”, publicado en Lima en 1969; y la quinta, el de Guillermo Lohmann Villena, “La Academia del Príncipe de Esquilache (Una ficción novelesca)”, publicado en 1984 y con el que se zanjaba la debatida existencia de la academia limeña de Esquilache. Asimismo, y por su relevancia para el conocimiento del contexto literario del virreinato de Esquilache, habría que añadir a esos dos artículos la publicación de una canción compuesta, muy probablemente, con motivo de la llegada del virrey al Perú, y editada en 1983 por Raquel Chang-Rodríguez en su Cancionero peruano del siglo XVII.7 Dejando a un lado estas aportaciones, los ensayos dedicados a la obra del príncipe de Esquilache en las últimas décadas del siglo XX se limitan a repetir las posiciones de principios de siglo, esto es, la defensa de la valía poética de Esquilache (dentro, siempre, del territorio de lo menor) y el lamento por su olvido. En 1970 Juan de Wyskota publica en México un “ensayo histórico” de unas setenta y cinco páginas sobre los seis años de la estadía de Esquilache en el Perú. El ensayo, sin embargo, volvía a repetir ciertos lugares comunes presentes ya en Pelayo y Ticknor, y a resumir la Relación elaborada por el príncipe de Esquilache tras su regreso a Madrid del Perú.8 En 1982, Elías Carpena publicaba un artículo sobre la poesía Esquilache en el que no sólo se devolvía la crítica borgiana a los años de Menéndez Pelayo, o antes, sino que además se confundían numerosas noticias sobre la persona y obra del autor.9 En 1990, José Manuel Blecua incluyó en el volumen colectivo Perfiles del Barroco (ed. Aurora Egido) un artículo titulado “El príncipe de Esquilache, amigo de los Argensola”, en el que se subrayaba la influencia de los aragoneses en la poesía de Esquilache, pero cuya conclusión devolvía, de nuevo, los estudios sobre Esquilache a las apreciaciones
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La existencia de tal canción fue señalada con anterioridad por Rodríguez Moñino (1952), el cual la atribuyó erróneamente al propio Esquilache. 8 Mucho más interesante resulta el resumen de los años de virreinato de Esquilache que ofrece, haciendo especial hincapié en el descontento criollo, Torres Aranciva. 9 Caso, por ejemplo, de señalar 1614 como el año del inicio del virreinato de Esquilache o considerar como segunda la primera edición de las Obras (1648) y como tercera y última, una inexistente de 1653 (27–9).
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marcadas ya por Menéndez Pelayo: “El Príncipe de Esquilache, don Francisco de Borja y Aragón, no es precisamente un poeta de la talla de Lope de Vega, del que fue buen amigo, pero sí se vincula con dignidad al grupo argensolista” (1990: 43). Por último, José Lara Garrido publicó en 1999 un artículo en el que relacionaba la poesía de Esquilache con cierta línea áurea a través de un “oxímoron de Vellius Paterculus” (1999: 91–110) y David H. Darst, en 2004, hacía lo propio con otro artículo a propósito de la presencia del topos de las ruinas en la lírica borgiana. La trayectoria de Esquilache en los manuales de literatura, enciclopedias y compilaciones críticas a lo largo de los últimos cuarenta años no ha sido mucho más afortunada. En 1970, Antonio Gallego Morell le dedicaba una página escasa en sus Estudios sobre poesía española del primer Siglo de Oro, con la única novedad de incluirlo, sin demasiadas explicaciones, en la sección dedicada a “La escuela de Góngora” (97–9). En 1980 aparece una breve mención a Esquilache en el tercer volumen del Manual de literatura española de Felipe Pedraza Jiménez y Milagros Rodríguez Cáceres, haciéndose hincapié en el anticulteranismo de su poesía: “Su poesía entra de lleno en el grupo de los claros, enteramente ajeno a los influjos cultistas” (III, 416). La misma idea, el “antigongorismo a ultranza”, la vemos relacionada con Esquilache en el segundo volumen de la Historia de la literatura española, editada ese mismo 1980 por José María Díez Borque en Taurus (II, 619). En 1987, desde Lima, Alberto Tauro dedicó a Esquilache una breve entrada en su Enciclopedia ilustrada del Perú (I, 324–5). Dos años más tarde, y en España, Néstor Luján daba cuenta del olvido en el que había caído el príncipe de Esquilache al confundirlo en su Madrid de los últimos Austrias con Salvador Jacinto Polo de Medina (9). En 1993 Ignacio Arellano Ayuso mencionaba a Esquilache entre los “poetas castellanos del ámbito de Lope” en la segunda parte del segundo volumen de la Historia de la literatura española, dirigida por Jesús Menéndez Peláez para Everest (1993: 638–40), y en 1994 Francisco Javier Díez de Revenga y Francisco Florit Durán dedicaban un breve epígrafe a “La poesía religiosa y galante del Príncipe de Esquilache” en La poesía barroca, volumen décimo octavo de la Historia de la literatura española dirigida por Ricardo de la Fuente para Júcar (180–2). En cuanto a las ediciones de la poesía de Esquilache a lo largo del siglo XX y lo que va del XXI, éstas brillan por su casi absoluta ausencia. Después de la antología de 1941, la poesía de Esquilache sólo vuelve a aparecer, en forma de composiciones sueltas y escasas, en dos ocasiones. En 1994, Ramón Andrés reparte once composiciones de Esquilache en los dos tomos de su extraordinaria antología Tiempo y caída (I, 134, 385 y 467; II, 519, 535, 561, 603, 679, 758, 823 y 947) y más recientemente, en 2004, Ramón García González ha editado digitalmente los sonetos de Esquilache en la Biblioteca Virtual Miguel de Cervantes. A estas dos ediciones parciales de la poesía borgiana habría asimismo que añadir la recreación por parte de Alejandro Vera Aguilera y del Estudio de MusicAntigua de la Universidad Pontificia Católica de Chile del “Cancionero del Príncipe de Esquilache”, estrenada en Santiago de Chile en octubre del 2005.
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Concluido el safari de fechas, varios hechos me parecen innegables. Primero, que la poesía de Esquilache ocupó un lugar de importancia en el panorama poético de la primera mitad del XVII, y que, en mayor o menor medida, esa importancia ha sido constatada por las historias de la literatura desde el siglo XVIII hasta el XXI. Segundo, que algunos de los mejores poetas del XVII llamaron la atención sobre la calidad poética de Esquilache, y que la adulación (pudiendo ser cierta) no deja de ser una mera simplificación de un acto mucho más complejo de admiraciones literarias recíprocas, de constitución de territorios poéticos afines y de adopción de posicionamientos socioliterarios. Tercero, que las Obras en Verso constituyen uno de los pocos ejemplos de nuestro siglo XVII de obra lírica editada por su propio autor, lo que las convierte en una rica fuente de información sobre los criterios de estructuración interna de los volúmenes de rimas barrocos y el proceso de auto-representación autorial que tiene lugar en ellos. Cuarto, que la obra de Esquilache, a través de sus reflexiones literarias y metaliterarias, se descubre como una pieza importante dentro de la poética de la claridad con la que se intentó frenar el avance del nuevo estilo culterano. Quinto, que las Obras en Verso son el primer ejemplo de producción lírica barroca editada por un miembro de la alta nobleza española,10 lo cual hace de ellas un valioso instrumento no sólo para aclarar la corriente de poesía cortesana, garcilasista y clásica, que continuó hasta bien entrado el siglo XVII, sino también para comprender mejor el tipo de relaciones, sociales y literarias, que se establecieron entre las distintas clases de poetas de esa primera mitad del XVII, sobre todo entre los nobles-poetas amateurs, y ese otro sector de poetas, caso de Lope o Góngora, más cercanos a lo que hoy consideraríamos como autores profesionales. Cualquiera de estos hechos serviría, por sí solo, para justificar un estudio exhaustivo de la obra poética del príncipe de Esquilache. Dados todos a un tiempo, sorprende que ese estudio no haya tenido ya lugar.
Límites críticos / Límites creativos Une oeuvre artistique, étant un modèle déterminé du monde, un message dans le langage de l’art, n’existe purement et simplement pas en dehors de ce langage, de même qu’en dehors de tous les autres langages de communication sociales . . . Tout l’ensemble des codes artistiques historiquement élaborés, qui rend un texte significatif, se rapporte à la sphère des liaisons extra-textuelles. (Iouri Lotman 89)
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En 1652 y en Zaragoza publicó don Juan de Moncayo Igurrea, marqués de San Felices, sus Rimas, muy cercanas en tono y filiaciones poéticas a las de Esquilache, aunque lejanísimas del rigor editorial de las Obras de éste. También en la década de los cincuenta, y de forma más rigurosa, el conde de Rebolledo fue dando a la imprenta su obra poética comenzando por los Ocios (Amberes, 1650; reed. 1660), y continuando con la Selva militar y política (Colonia, 1652, Amberes, 1661 y Copenaguen, 1661), las Selvas dánicas (Copenaguen, 1655), La constancia victoriosa, égloga sacra dedicada a la Reina Christina de Suecia (Colonia, 1655) y el Idilio Sacro (Amberes, 1660). Rafael González Cañal ha llevado a cabo las ediciones de la “obra dramática” y de los Ocios de Rebolledo.
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Las proféticas (para la crítica que habría de venir) palabras del semiótico ruso enmarcan, de modo global, mi concepción y mi interpretación del texto Obras en Verso del príncipe de Esquilache. Dicha concepción e interpretación imaginan un texto cuyo significado (o significados) transita por una línea de comunicación constante y abierta entre las estructuras formales y las posibilidades (la “desestructura”) extratextual. Es importante aclarar que esta línea de comunicación se presenta como un producto del texto y que, como tal, las interpretaciones de sus posibles mensajes no deben desvincularse del modo en el que éstos han sido cifrados, “textualizados”, escritos. En este sentido, en el de la negación de la existencia inmanente de una extratextualidad, y no en el de la concepción de las estructuras formales como generadoras exclusivas de significado, puede afirmarse que mi análisis va a ser un análisis decididamente textual. Como se nos ha venido repitiendo (creo que acertadamente) desde ciertos ámbitos de los ya canónicos estudios culturales (caso, por ejemplo, de la propuesta de una poetics of culture lanzada hace más de tres décadas por Stephen Greenblatt), las circunstancias histórico-sociales de las que y en las que respira un texto, ni se pueden reducir a motivo de fondo, discernible, extraíble y descartable del material “puro” de la operación verbal, ni tampoco convertirse en fondo absoluto ni en respuesta última a las preguntas que genera ese texto. Al contrario, estas circunstancias deben considerarse como parte constitutiva del tejido del texto. De este modo, su estudio no debería significar la desvinculación de esas circunstancias del espacio textual original con el fin de rastrear luego el alcance de su determinismo en la obra y en la voluntad del autor, sino más bien centrarse en las razones y los modos en los que éste operó la “textualización” de esas circunstancias. En mi lectura de las Obras en Verso del príncipe de Esquilache, una circunstancia, de las muchas que pudieron rodear su compilación y edición, fue imponiéndose como prioridad crítica, hasta el punto de convertirse en la pregunta en la que todos los demás planteamientos de mi lectura acabaron formulándose. La circunstancia en cuestión tenía que ver con el origen aristocrático de Esquilache, y la pregunta apuntaba al tipo de relación que ese origen habría obligado a mantener a Esquilache con lo literario y, sobre todo, a la importancia de ese posible vínculo en el proceso compilatorio, editorial e incluso en la recepción de las Obras en Verso. Al hilo de esta pregunta fueron surgiendo otras: ¿cómo podrían verificarse, a nivel social y literario, las diferencias entre un volumen lírico salido de la pluma de un autor en claras vías de profesionalidad, como Lope de Vega, y un volumen lírico producido por un autor como Esquilache, cuyo vínculo con la poesía venía justificado por su amateurismo, es decir, por el rechazo tajante de la profesionalización de lo literario?, ¿hasta qué punto, por otra parte, podría no ser contradictorio el hecho de reclamar el valor distintivo del amateurismo desde la página impresa, espacio por excelencia del autor profesional?, si lo fuera, ¿qué mecanismos retóricos hubo de poner en marcha Esquilache para resolver esa contradicción?, y, en definitiva, ¿qué tipo de persona lírica intentó crear y asumir Esquilache para justificar la publicación de sus Obras tanto de cara a las jerarquías del poder como a las jerarquías literarias?
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Mi estudio de la producción lírica de Esquilache parte de estas preguntas básicas y, a lo largo de los cuatro capítulos que lo componen, se propone ofrecer más que un estudio pormenorizado de las más de setecientas páginas de las que constan las Obras, un marco operativo general con el que facilitar futuros acercamientos, más particularizados, a la lírica borgiana, o incluso a otros corpura líricos contemporáneos de similar origen y aspiraciones. En mi primer capítulo, y antes de abordar directamente el estudio de la trayectoria de Esquilache y de sus Obras, me detengo a determinar el contexto social y literario en el que apareció y evolucionó el tipo de autor barroco representado por éste: el del noble amateur. Para ello, me remonto al movimiento de autoconciencia intelectual que surgió en Castilla en el siglo XV con las figuras de Enrique de Villena, Juan de Mena o el marqués de Santillana, entre otros, y me centro en el seminal intento de “naturalización” del vínculo entre poesía y nobleza que tuvo lugar en ese momento y espacio. A partir de ahí, y con la decisiva aparición y canonización de Garcilaso, sigo la evolución de ese vínculo y de su encarnación en el noble amateur hasta mediados del siglo XVII, e intento determinar sus condiciones de permanencia en un espacio literario en el que tanto las relaciones internas (entre los mismos autores e intelectuales) como las relaciones externas (con la esfera del poder) han cambiado considerablemente con respecto al siglo XV. A la hora de abordar la doble, y no poco conflictiva, participación del noble amateur barroco en estas dos esferas del poder y literaria, y de tratar de explicar las circunstancias que justificaron su existencia, tanto en uno como en otro espacio, me ha resultado de especial utilidad la visualización del panorama literario barroco español como campo literario, en el sentido bourdieuano del término.11 Podría objetarse a esta postura crítica el hecho de que las teorías bourdieuanas se refirieran a la segunda mitad del XIX francés, y que poco o nada tenga que ver ello ni con nuestro barroco ni con la poesía del príncipe de Esquilache. Sin embargo, lo que me interesa de la famosa propuesta del crítico francés, de su
11 El primer esbozo de una teoría del “campo intelectual” lo ofreció Bourdieu en 1966 en su artículo “Champ intellectuel et projet créateur”. A partir de ahí el crítico francés fue enriqueciendo y afinando conceptos como el de habitus, campo, capital simbólico o capital cultural en diversos artículos, comentarios a otras obras (como su epílogo a su traducción de la Arquitecture gôthique et pensée scolastique de Panofsky 1967) o monografías (sobre todo en Le Sens pratique y La Distinction: critique social du jugement 1979). Les Règles de l’art (1992) es quizás el mejor ejemplo de teorización y aplicación de la socioliteratura bourdieuana. Randal Johnson resume así el concepto bourdieuano de campo literario: “It takes into consideration not only works themselves . . . but also producers of works in terms of their strategies and trajectories, based on their individual and class habitus, as well as their objective position within the field. It also entails an analysis of the structure of the field itself, which includes the positions by all the instances of consecration and legitimation which make cultural products what they are (the public, publishers, critics, galleries, academies and so forth). Finally, it involves an analysis of the position of the field within the broader field of power” (9). Para un resumen de la teoría bourdieuana en torno al campo literario puede verse García Santo-Tomás (1998) y Pozuelo & Aradra (105–20).
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“radical contextualization”, como la denominó Randal Johnson, es el modo en el que ésta nos permite acercarnos a ciertos estados literarios construidos y definidos sobre la necesaria y mutua dependencia de prácticas poéticas y relaciones sociales, como es de hecho el caso del panorama literario de la primera mitad del XVII español y dentro de él, y de forma paradigmática, el del noble amateur. En este sentido, conceptos bourdieuanos tan corrientes ya, por otra parte, en la crítica cultural, como el de habitus o de capital simbólico y cultural, resultan particularmente útiles a la hora de pensar en el papel que desempeñó la práctica literaria en la evolución de la representación histórico-social de este personaje durante los siglos XVI y XVII.12 Así lo demostró Alain Viala en su Naissance de l’écrivain (Sociologie de la littérature à l’âge classique), en el que se proponía, de forma muy convincente, al período clásico francés como “le premier champ littéraire” (152). Y así también lo han demostrado para el caso español estudios como los de Enrique García Santo-Tomás, Elizabeth Wright o Carlos M. Gutiérrez.13
12 El reconocimiento, la consagración y el prestigio como principios de autoridad del campo cultural-literario se basan en la producción e intercambio de un poder simbólico dentro del cual Bourdieu distinguía entre un “capital simbólico” (basado en la dialéctica connaissance–reconnaissance) y un “capital cultural” (o competencia cultural para reconocer el valor artístico, acumulada a lo largo del proceso institucional educativo) (1993: 7). Con el concepto de habitus Bourdieu intentaba definir las capacidades inventivas y creativas de los agentes humanos al margen de la filosofía de la conciencia, pero sin prescindir del sujeto agente. Según esta idea, y en palabras de Pozuelo Yvancos, el habitus se podría definir como “una afinidad de estilo que incorpora a sus rasgos distintivos el propio movimiento que los define y distingue. Los ‘estilos de vida’ son productos sistemáticos de los habitus y devienen sistemas de signos socialmente calificados (‘cultos’, ‘vulgares’, ‘mediocres’, ‘revolucionarios’, etc.). La sistematicidad del habitus la definen el conjunto de ‘propiedades’ de las que un grupo se dota para asegurar desde ellas los mecanismos de su distinción. Deportes, juegos, casas, vinos, automóviles, perfumes, lecturas, tipo de espectáculos teatrales, etc., dependen, pero también perpetúan, la unidad originariamente sintética del habitus” (Pozuelo & Aradra 113). 13 Tanto García Santo-Tomás (2000) como Wright incluyeron conceptos de la socioliteratura de Bourdieu en sus aproximaciones a Lope de Vega, si bien con objetivos diferentes y relacionados con otras perspectivas críticas cercanas, tales como la teoría de la recepción y de los sistemas de canonización literaria, en el caso de García Santo-Tomás, o de los procesos auto-representativos del nuevo sujeto cortesano vinculados con el “New Historicism” y la teoría cortesana de Norbert Elias, en el caso de Wright. La espada, el rayo y la pluma de Carlos M. Gutiérrez supone el intento más completo de aplicación de los presupuestos bourdieuanos al sistema poético español del XVII, si bien tampoco se prescinde en este estudio de otros contextos críticos afines, particularmente de los relacionados con las tesis culturales de Elias. En esta misma línea crítica de confluencia de la socioliteratura de Bourdieu con la historia cultural promovida por Norbet Elias y continuada, en el caso español, por historiadores como John Elliot, Fernando Bouza o Antonio Feros, habría que situar también el estudio de José María Perceval, particularmente la sección dedicada a las comedias de Lope de Vega y los ballets de Malherbe (376–89). Agradezco a Carlos M. Gutiérrez su amabilidad al haberme proporcionado una copia de su valioso estudio antes de pasar a la imprenta.
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En el segundo capítulo paso a estudiar el caso concreto del príncipe de Esquilache, al que considero, por el particular diálogo entre los modelos de poeta amateur, profesional y laureado que tiene lugar en sus Obras en Verso, como un punto de inflexión, sino de clausura, en la historia del noble amateur barroco español. Mi objetivo en este capítulo es el de intentar establecer la doble y paralela trayectoria, política y poética, en la que Esquilache basó su personaje social y a cuyas dos líneas de representación quiso hacer confluir, idealmente y al final de su vida, en la compilación y edición de las Obras en Verso. En la inclusión de la tan denostada “vida” a mi estudio de las Obras en un modo que me permitiera aunar el imperativo biográfico pospetrarquista al que éstas se afilian, con la meticulosa labor de autoedición llevada a cabo por Esquilache, me sirvieron de estímulo y referencia las propuestas pioneras de Stephen Greenblatt en su Renaissance Self-Fashioning (1980) y de Richard Helgerson en sus SelfCrowned Laureates (1983).14 La confluencia de la instancia biográfica en la trayectoria literaria y la consciente y constante intervención del autor en la disposición y usos socio-poéticos de ésta postulados por Greenblatt y Helgerson para el caso inglés, pueden, asimismo, iluminar el proyecto laureado que, como se precisará en su momento, impulsó la edición de las Obras de Esquilache.15 Finalmente, en los capítulos tercero y cuarto me ocupo del análisis directo de las Obras en Verso, más concretamente, de los mecanismos que su autor puso en marcha en éstas para, por una parte, evitar la desvinculación (motivada, sobre todo, por el paso a la imprenta) de su trayectoria literaria y política con el valor
14 La frecuente desestimación del “autor”, en su sentido más general y complejo, por parte de los estudios literarios posestructuralistas, ha ido dejando paso a una paulatina reincorporación o reconsideración de la presencia autorial en el texto, no desde el mimetismo biográfico desarmado por aquellos mismos estudios, sino desde el uso estratégico de la escritura como una lógica de posicionamientos de los que va emergiendo una figura autorial a la medida de las aspiraciones sociales, políticas o culturales del autor. Es, en gran medida, el presupuesto que sigue Greenblatt en sus “vidas” de More y de Shakespeare o el de Helgerson en las de Spenser, Jonson y Milton, así como (siguiendo concretamente al Bourdieu de Le Sens practique), el que adopta Wright en su trayectoria de Lope y el de Gutiérrez en la de Quevedo. A esta preocupación por recuperar la figura del “autor”, si bien desde presupuestos críticos distintos, habría también que adscribir estudios como el de Cabello Porras a propósito de Pedro Soto de Rojas, el de Jauralde Pou a propósito de Quevedo o los editados por Schwartz y Carreira a propósito también de Quevedo. 15 Existe una relación teórica de base entre el “campo literario” de Bourdieu y los “career studies” inaugurados a principio de los ochenta por Lawrence Lipking y Richard Helgerson (Gutiérrez 9–10). Ambos parten de una similar concepción del fenómeno literario adelantada ya a mediados de siglo por Norbert Elias en su The Civilizing Process, y según la cual lo literario se visualiza como una estructura cambiante fruto de las interrelaciones sociales establecidas entre los miembros que componen esa misma estructura y otras estructuras sociales anejas. A esta órbita teórica habría que incorporar también la importancia dada por Greenblatt al proceso auto-representativo del autor y explorada (con todas las reservas que, desde el mismo “New Historicism” se le hizo a la propuesta de Greenblatt) por Elizabeth Wright.
INTRODUCCIÓN
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distintivo del amateurismo y el consecuente acercamiento a la trayectoria profesional, y, por otra, para establecer una relación de continuidad entre ese amateurismo y la consecución (proyectada tanto hacia lo poético como a lo político) de su estatus como poeta laureado. El doble paradigma amateur y laureado que Esquilache procura conciliar en sus Obras en Verso marca, por tanto, los límites discursivos del volumen y el espacio posible de su creación. Estos límites, a los que denomino límites creativos por lo que tienen de limitación y, al mismo tiempo, de capacidad de afirmación, acogen el mismo proceso creativo y de constitución de la misma persona poética, pero cada uno obliga a esa persona poética a justificar su existencia dentro de dos espacios sociales distintos. Así, el Esquilache amateur debe priorizar el diálogo con el sistema a cuya escala de valores y distinciones remite, en última instancia, ese amateurismo y que no es otro que el sistema o (usando un término bourdieuano) el campo del poder, al que Esquilache se vincula como agente (en su relación mecénica con otros poetas) y como súbdito (en su relación con ciertos nobles, y, sobre todo, con el rey). Dentro de ese espacio, el Esquilache político prevalece, a nivel representativo y retórico, sobre el Esquilache autor, y el producto literario, es decir, las Obras en Verso, sólo tienen sentido como lección moral dictada desde el desengaño. Sin embargo, el Esquilache laureado debe fundarse en la defensa del valor no sólo político, sino principalmente literario de las Obras, sustituyendo así el obligado distanciamiento del amateurismo con respecto al producto, por un posicionamiento estético definitivo en lo interior del espacio literario. Se trata, en este caso, de defender un territorio poético propio, una lírica borgiana cuya existencia, límites e influencia hay que establecer creando vínculos, bien de afinidad, bien de rechazo, con otros territorios poéticos dentro de ese mismo espacio. En el capítulo tercero propongo que si bien el límite amateur de las Obras en Verso se hace ya explícito en la red de relaciones aristocráticas que Esquilache, bajo la advocación protectora de Felipe IV, establece con otros nobles amateurs contemporáneos, el aparato retórico y la voz a través de los cuales se expresa la consumación del ciclo amateur (juventud–amor–petrarquismo / vejez–desengaño–estoicismo) es propiciada por el modelo poético de los hermanos Argensola, sobre todo de Bartolomé, cuya autoridad Esquilache inserta literalmente en las Obras a través de varias composiciones. Tras analizar la deuda de Esquilache con el argensolismo (citado por la crítica como una de las influencias fundamentales de las Obras) tanto a través de las relaciones personales y estéticas de aquél con la escuela aragonesa, como con los hermanos Argensola, paso a ocuparme del modo en el que el modelo amateur encarnado por éstos (su horacionismo moral y poético) fue apropiado por Esquilache en la consecución de una voz editorial autorizada desde el desengaño, y a través de la cual pudiera escenificarse el arrepentimiento y el abandono de la poesía conclusivos del poeta amateur. El capítulo cuarto parte de esta puesta en escena y de lo que queda cuando se cierra el telón: las Obras en Verso como territorio y posicionamiento poéticos, como cristalización del diletantismo amateur en servicio político gracias a la
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militancia castellanista del verso borgiano, o, en otras palabras, como billete de Esquilache al Parnaso. Si el modelo argensolino ayuda a Esquilache a expresar y a apropiarse del límite amateur al que lo confinaba su posición estamental, el modelo lopesco sirve ahora de referente fundamental para establecer el diálogo con ese otro límite marcado por la aspiración laureada de las Obras y con las jerarquías literarias de mediados del XVII. Como en el caso de los Argensola, también Lope aparece incorporado, “textualizado”, en las Obras y, como en el caso de aquéllos, la relación personal y estética entre Lope y Esquilache va a marcar el modo en el que éste ingresa en la historia de la literatura, desde el mismo siglo XVII hasta la actualidad. Comienzo este capítulo reconstruyendo los momentos fundamentales de esa larga relación, poniendo especial atención al sentido bidireccional del vínculo mecénico establecido entre los dos autores, a los beneficios mutuos del retrato ideal de Esquilache, como príncipe y como poeta, que Lope confecciona de cara a la esfera política y a la literaria, y a los peligros de la “minorización” que para Esquilache entrañaba esa relación y que, de hecho, el tiempo se encargaría de confirmar. A continuación determino el modo en el que esa relación con Lope y, a través de ella, con el espacio literario de mediados de siglo, se lleva a cabo en el esfuerzo editorial de las Obras. Veremos entonces cómo el desprendimiento de lo literario, el abandono de la voluntad autorial anunciado por la voz amateur del desengaño, se vuelve constante reflexión literaria y metaliteraria y deseo de establecer los límites, con la poética de la claridad lopesca y el culteranismo de fondo, de un espacio poético propio.
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Amateurismo y poesía en la República Barroca de las Letras La noblesse est donc devenue la force sociale dominante dans le milieu littéraire. (Alain Viala 264)
Sobra decir que el lector ideal de las Obras en Verso del príncipe de Esquilache era un lector culto. No está de más recordar, sin embargo, que ese lector culto con frecuencia se hace explícito en el texto y que suele responder al nombre de un poeta o de un noble de la corte, como el mismo autor lo era. El número de los primeros se reduce básicamente a dos, Lope de Vega y Bartolomé Leonardo de Argensola. El número de los segundos pasa de la media docena, desde el duque de Alba hasta los condes de Lemos, Pedro y Francisco. A ambos grupos, poetas y nobles, se dirige Esquilache en el mismo código poético y de ambos espera no sólo ser comprendido sino también, completando así las reglas del juego, correspondido en ese mismo código. Es el caso, por ejemplo, de los sonetos 149 y 150 de las Obras, en los que el conde de la Roca y Esquilache se convierten en Fabio y Lauso para rimar, con las mismas consonantes, la vanidad de la vida; o de los sonetos 126 y 127 intercambiados entre Lope de Vega y nuestro autor; o de los que les siguen a éstos, entre Bartolomé Leonardo y Esquilache.1 De este modo, dos individuos provenientes de estratos sociales muy distintos aparecen compartiendo un mismo código y un mismo espacio: el de la poesía. La incorporación de la actividad literaria al habitus nobiliario no era nueva, como veremos más adelante, pero sí lo eran las consecuencias socioliterarias que se derivaron de ella. Refiriéndose al calado de las letras en el mundo nobiliario del XVII, señalaba Antonio Domínguez Ortiz que: Quien no tenía vocación personal por las letras había, por lo menos, heredado libros y obras de arte, tenía que alternar con personas instruidas, sentaba a su mesa eclesiásticos, según costumbre satisfaría su vanidad costeando la impresión de un libro, en cuya pomposa dedicatoria se exaltaba en términos ditirámbicos su estirpe; y muy rudo había de ser si tal vez no se picara de componer versos. (1973: 161–2)
1 Mientras no se note lo contrario, las referencias a las Obras en Verso del príncipe de Esquilache corresponden a la edición póstuma de 1663.
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En 1624, el conde de Olivares, a través de las Instrucciones a su yerno, el marqués de Toral, aconsejaba a la nobleza española la lectura atenta y la protección de “ingenios grandes”, al tiempo que advertía sobre los peligros del amateurismo, el nec plus ultra del perfecto noble olivariano: “no afecteis ni professeis la cultura, porque es peligro grande que corren los de capa y espada, ageno de su profession y vicio sin duda de que es menester huir” (Kagan 1990: 227). No se trataba de una condena tajante de la práctica poética entre los nobles (recordemos, por ejemplo, la afición del joven Olivares a la poesía), sino de una advertencia a que esa práctica no se prolongara, o al menos no se exhibiera, más allá de la juventud ni de los límites de cierto habitus aristocrático. Al interno de dicho habitus (en el que ya desde la corte trastamárica se había venido gestando la reinterpretación social del antiguo bellator) poesía, música, juegos de lanzas y torneos se alían en la formación del joven noble. Como ocurría con la mayoría de las reglas cortesanas, también el rey encarnaba en este caso el modelo de comportamiento a imitar por los nobles. Virgilio Malvezzi (tan vinculado, por cierto, a Olivares) establecía en su retrato de Felipe IV el límite exacto de ese habitus y el modo en el que el ejercicio de la cultura debía dejar paso con la edad a una suerte de callada ostentación: Él era príncipe que a la hermosura de la cara tenía acompañada la majestad de la presencia . . . Andaba a caballo, corría lanzas, torneaba, jugaba de armas, sin comparación, dando a todas las cosas un no sé qué de regio con hacerlas de Rey. Dibujaba, componía música, cantaba y tañía: virtudes de los hombres privados en cualquier tiempo, en la mocedad también de los príncipes, hasta que los años mayores, obligándolos a las regias, rinden más admirable el saberlas que loable el ejercitarlas. Donde yo no me resolviera a juzgar si él mereció más alabanza en aprenderlas o en dejarlas, sino fuera que en el uno no faltan ejemplos donde en el otro se cuentan pocos, siendo más los hombres que tienen entendimiento que los que tienen juicio, raras veces dejándose de ostentar el ingenio para no perjudicar a la prudencia. (5)
La gran cantidad de nobles barrocos que ejercitó la poesía más allá del límite formativo de la juventud (trasladando el belicismo simbólico de lanzas y torneos a los combates de las justas poéticas), el modo en el que la ostentación erudita y cultural pasó a ser distintivo social de muchos de ellos (caso del marqués de Tarifa, el conde de Lemos, el conde de Villamediana o el príncipe de Esquilache) y la decisiva transgresión del límite amateur que supuso el paso a la imprenta para algunos de ellos (caso del príncipe de Esquilache), hace pensar en un panorama distinto al deseado por Olivares. Lope de Vega, en su carta a Juan de Arguijo incluida en la edición de las Rimas de 1602, declara que “en ningún siglo ha conocido España tantos príncipes que con tal gracia, primor, erudición y puro estilo escriban versos” (1983: 290). Dos décadas más tarde, en la introducción a las Justas poéticas de San Isidro, vuelve a constatar esa abundancia, aunque ahora dejando ya ver la crítica que, desde dentro del mismo campo literario, había comenzado a generar el fenómeno: “Por lo menos también habrá notado que los mas de aquella edad eran grandes señores:
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almirantes, condestables, duques, condes y reyes, como el señor don Juan el Segundo; no porque ahora falten con iguales ingenios y estudios pero con menos aprobación de los que ignoran” (1950: 146). En efecto, voces críticas como las de Cristóbal Suárez de Figueroa denunciaban el exceso de capital cultural depositado en manos de los nobles poetas y las posibles consecuencias de ese exceso en las jerarquías literarias. Es significativo el hecho de que dicho crítico alzara también su voz contra los cambios que había experimentado el estamento nobiliario a partir de finales del XVI, y que ambas críticas aparecieran en el mismo texto, El pasajero (1617): Digo, pues, que si se concediera no venir a ser la Poesía digna de ser frecuentada de ministros grandes, a cuyos hombres se arriba el peso de mayores cosas, por ningún caso se hallara quien en la mesa del gusto osara servirles este plato de oposición. Mas quiero consentir, bien contra mi voluntad, sea lícito favorecerla algunos ratos; pregunto: siguiéndola, como algunos, con ansia y frecuentación, ¿vienen a ser eminentes en ella como lo son en los grados que gozan? La respuesta es fácil, derivada de la adulación . . . Reviento por decir rostro a rostro a alguno de los titulares febeos que es mal poeta, de floja elocución, de humildes concetos, de corta vena, áspero, ratero, afectado, y luego, mas que sea mártir de la verdad, mas que perezca por decirla. (1913: 154–5)
¿Cómo y por qué se llega a esta situación de coexistencia y equiparación de dos realidades sociales tan distantes y distintas (la del noble y la del poeta) en el agitado espacio literario del siglo XVII? Hay que apresurarse a decir que esa coexistencia o equiparación es una pura ilusión poética y que las diferencias sociales entre el poeta profesional (o que se quiere profesional) y el noble amateur, aficionado a la poesía, continúan operando (se redimensionan) en esa supuesta democracia poética que, por ejemplo, propugnaba Lupercio Leonardo de Argensola en su discurso ante una academia zaragozana: “En estas justas y conversaciones todos somos maestros y discípulos; todos mandamos y todos obedecemos, comunicando las profesiones diversas y tomando cada uno lo que ha menester para la suya . . . El que profesa letras ayuda al que profesa armas, y éste al otro” (Leonardo 1889: I, 313). Alejada de la realidad arcádica de las academias, esa otra realidad nos muestra dos tipos sociales que, en pleno proceso de renovación y definición (el noble barroco y el poeta “profesional” de la primera mitad del XVII), eligen la poesía como uno de sus principales (cuando no el único) diferenciadores sociales. Las razones del poeta son obvias y comienzan a ser sentidas (o deseadas) como automáticas: su ser social tiende cada vez más a ser uno con su ser poeta. Las razones del noble, en cambio, no parecen serlo tanto. Guillermo de Torre, muy acertadamente, las relacionó ya con la crisis que atravesaba el sector nobiliario en la primera mitad del XVII y con la necesidad de renovar las fuentes de su antiguo prestigio, el cual “no implicaba ya privilegios, sino obligaciones, y estaba sólo en razón directa de sus liberalidades. Y nadie sobre quien ejercerlas mejor, con tanto realce y notoriedad, como sobre el escritor, a trueque de dedicatorias y homenajes” (257). Las relaciones entre la nobleza barroca y el fenómeno
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literario estarían, por tanto, preferentemente marcadas por vínculos de tipo clientelista y mecénico, los cuales no siempre se materializaban en beneficios económicos (como matizó José Simón Díaz al señalar la excesiva generalización de los casos de Lope, Cervantes o Góngora al resto de los escritores barrocos [1983 y 1988]) aunque sí en prestigio político: “la protección de los nobles en el seiscientos, más que por provechos materiales era buscada y valorizada como una suerte de patronazgo ideal, merced a la influencia indirecta y del prestigio difuso que contagiaban, en última instancia, por una especie de indemnidad o fuero de excepción” (Torre 251). Sin embargo, el acercamiento nobiliario al fenómeno literario, más concretamente a la poesía, en la España del seiscientos, no tuvo como única consecuencia el intercambio de bienes materiales o simbólicos. Además de despertar la preocupación de cierto sector de la nobleza en torno a los límites que debían separar lo amateur de lo profesional, como vimos en el caso de Olivares, esa apropiación incidió de modo muy particular en la formación de las jerarquías de un nuevo espacio social, el literario, que ya empezaba a intuir en su aún lejana autonomía, el origen de un poder inherente y, por tanto, negociable. Es, precisamente, alrededor de ese nuevo poder simbólico generado por el prestigio literario que los poetas amateurs, no sólo nobles sino también letrados y eclesiásticos, definirán su práctica poética con respecto a los sectores más profesionalizados del espacio literario, utilizando, como propone Alain Viala “une part de l’autonomie naissante (le prestige), tout en restant suscrit dans la logique d’une hétéronomie traditionelle (le rejet de la ‘carrière’)” (180). Mi propósito en este primer capítulo es ahondar en las consecuencias que, más allá de los vínculos de carácter propiamente mecénico, tuvo la presencia del noble amateur en la constitución de las jerarquías, paradigmas socioliterarios e incluso en la generación del prestigio de ese nuevo espacio literario, y en cómo esas mismas jerarquías y paradigmas determinaron la presencia y los derechos literarios de la nobleza al interno de ese nuevo espacio. Comenzaré por precisar que esta categoría de noble amateur no la aplico a todo el sector nobiliario español, sino sólo a su capa más alta, y que aunque mi estudio se centrará en un noble “rigurosamente” amateur, el príncipe de Esquilache, no excluyo enteramente de dicha categoría a nobles que, por su limitada producción, podrían calificarse, siguiendo la distinción de Viala para el caso francés, de “amateurs occasionnels”.2 Nuestro noble amateur, siguiendo la
2 “Un noble qui rime un poème de salon n’est auteur que de façon incidente, occasionnelle; les amateurs, eux, ont des compétences littéraires plus affirmées et donnent des oeuvres autrement importantes, soit en volume, soit en retentissement” (Alain Viala 181). En el caso español esa distinción podría establecerse claramente entre nobles “ocasionales” como Pedro de Castro, conde de Lemos, o el marqués de Tarifa, por citar a dos, y nobles rigurosamente amateurs como Juan de Tarsis, conde de Villamediana, o el príncipe de Esquilache. Sin embargo, la incidencia de algunos de aquéllos (como los dos aquí señalados) en el sistema literario no siempre se tradujo en una producción poética propia cuantiosa o particularmente notable, aunque su vinculación con la poesía sí llegó a convertirse en parte de su identidad social, cediéndoles amplios derechos sobre lo literario.
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distinción trazada por Jean-Marc Pelorson, respondería al modelo heredado del XVI del “gentilhombre-humanista” y soldado, y no al nuevo modelo del “gentilhombre-jurista” al que suelen acogerse las capas medianas y bajas de la nobleza y cierto sector de la burguesía para conformar la conocida como nueva “nobleza de letras”. Si la novela poscervantina es el modelo de representación social preferido por esa nobleza media y el espacio urbano su “gran aliado”,3 la poesía parece serlo de la alta nobleza. El empuje de la burguesía, de los letrados, y el reajuste del antiguo cursus honorum (antes exclusivamente belicista), hará que la alta nobleza tome su dedicación y vinculación con el mundo de las letras como una cuestión de identidad, convirtiéndose, en el caso concreto de la poesía, en una especie de proto “artista contraburgués”, tal vez el primero.4 De ninguna manera se trataba de un rechazo de las letras por parte de la nobleza, como aclaran los siguientes versos del príncipe de Esquilache a Bartolomé Leonardo de Argensola: “Si el otro con desprecios engañados/ burla del sabio y dice lisonjero:/ ‘gran ventaja nos hazen los Letrados’;/ vos sabeis, buen señor, que es majadero,/ y es fuerza la ignorancia, porque quiere,/ que en no saber esté ser cavallero” (261). Se trataba, más bien, de afianzar los lazos identitarios con cierto ámbito de lo letrado. Fernando Bouza matizó recientemente este acercamiento de la nobleza a lo letrado, en concreto, el modo en el que la alta nobleza distinguió su afiliación a lo literario de la afiliación de “los letrados profesionales, hombres de plumas y gente de ropa larga”, transponiendo el tradicional “ethos aristocrático” al pathos poético (2001: 229).5 Según Bouza, ello no suponía un distanciamiento de las letras por parte de estos nobles, sino “una especialización dentro de la escritura, haciéndolos bibliófilos y proclives a la literatura, ante todo a la poesía, y alejándolos de conocimientos gramaticales o escrituarios más mecánicos, así como de lo tipográfico, que, no se olvide, convertía las letras en mercancía” (2001: 229).6
3 Sobre la relación entre la novela poscervantina y la “nueva nobleza” del XVII, véase Romero-Díaz. 4 Roland Barthes llamó la atención sobre la naturaleza contraburguesa de la práctica amateur: “El amateur (el que practica la pintura, la música, el deporte, la ciencia, sin espíritu de maestría, de competencia) conduce una y otra vez su goce (amator: que ama y ama otra vez); no es para nada un héroe (de la creación, de la hazaña); se instala ‘graciosamente’ (por nada) en el significante: en la materia inmediatamente definitiva de la música, de la pintura; su práctica, por lo regular, no comporta ningún ‘rubato’ (ese robo del objeto en beneficio del atributo); es – será tal vez – el artista contraburgués” (72–3). 5 A propósito de la relación entre nobleza y letrados, véase también Ynduráin (92–115). 6 Ver también Bouza (1999: 118) y Cátedra (40–3). Helgerson también se refiere a la importancia del manuscrito para el amateur inglés como elemento diferenciador del poeta laureado (28–9). Ni que decir tiene que la realidad social del texto impreso barroco era muy distinta para el escritor no amateur, cuya existencia social dependía de la tensión entre el brillo cultural adquirido a través del nombre del mecenas y de las nuevas leyes del mercado literario: “Patronage et marché ne s’excluent donc aucunement et tous les auteurs des XVIe. et XVIIe. siècles se trouvent confrontés à la même nécessité que Ben Jonson: adapter ‘la technologie moderne de dissémination’ à l’économie archaïque du patronage” (Chartier 1992: 55).
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Es, en definitiva, la misma tendencia a lo puramente estético como encubridor de lo inminentemente práctico que Erich Auerbach, a través del código amoroso provenzal, ya identificaba como una de las características más importantes de la formación de la cultura nobiliaria europea: “Ya al principio, en plena floración de su cultura, esta capa social dominante se dio a sí misma un ethos y un ideal que encubría su función real y definía su propia existencia como extrahistórica, desprovista de fines, como una formación absolutamente estética” (Ynduráin 105). Como afirmó Viala a propósito de los nobles amateurs franceses, éstos “ont du métier, même s’ils ne traitent pas la littérature comme un métier” (179). La particular trayectoria literaria del noble amateur vendría marcada, por tanto, no por un deseo de modificar la posición social del noble, sino de reajustar los símbolos de su identidad social, complementado su “capital social (richesse et situation)” con el nuevo capital cultural propiciado por la poesía (Viala 181). Como han demostrado Helgerson y Viala, la tremenda importancia del amateurismo en la constitución del campo literario barroco europeo, bien como fuerza social dominante, bien como modelo referencial más frecuente de afiliación con lo poético, es innegable. En las siguientes páginas veremos cómo la afición a la poesía se presentaba siempre en íntima relación con el lugar que se le concedía a la práctica poética en la formación (confluente, en muchos sentidos) de aristócratas y letrados, de acuerdo a lo prescrito tanto por tratadistas cortesanos como por pensadores humanistas. Unos y otros concebían la práctica poética como adorno. Para los primeros, se trataba de plantear una supuesta continuidad, o relación natural, entre la virtud de sangre y la predisposición anímica al arte, al buen gusto, al ingenio, compensando así la pérdida del sentido medieval de la nobleza, exclusivamente bélico, con un nuevo equilibrio cortesano entre armas y letras.7 Para los segundos, los letrados y pensadores humanistas, la práctica poética era concebida, fundamentalmente, como un ejercicio de estilo, como un entrenamiento formal subordinado al ejercicio de la erudición política, histórica, filológica o teológica.8 Esto explica que el amateur fuera, en
7 Ese equilibrio no estuvo exento de críticas y tensiones dentro de las mismas filas nobiliarias, sobre todo en lo que se refería a la posibilidad, o incluso necesidad, de aprender la “capacidad de gobernar”. Un ejemplo de esa tensión podría ser el siguiente meta-soneto de Gaspar Galcerán de Gurrea y Aragón, conde de Guimerá y menino de la Reina doña Margarita de Austria: “Escríbeme voarcé que le haga coplas/ metido entre gavetas y atambores;/ no se tiran muy bien Marte y amores,/ pues le espanta Cupido de manoplas./ Ora va de soneto: – Los cicoplas/ fueron de hierro grandes macheadores. . ./ – No voy bien por aquí. – Campo de flores. –/ Tampoco por aquí, viento que soplas./ A pesar de poesía y del oficio/ parece que la vena está opilada,/ pues salen estrujados los concetos./ Déjame hacer tres años ejercicio:/ que yo le compondré una carretada/ de canciones, de liras y sonetos” (Pérez de Guzmán 1892: 149). 8 Lupercio Leonardo recomendaba la práctica poética como ejercicio del ingenio tanto para letrados como para caballeros, aunque cifraba el verdadero equilibrio entre armas y letras, en el caso de estos últimos, en la dedicación a la tratadística militar: “¿No es cosa vergonzosa, señores, que habiéndoles ganado á vuesas mercedes sus mayores la nobleza, estado y hacienda que poseen, con esta milicia, armas é instrumentos ignoren lo que son?” (Leonardo 1889: I, 321).
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gran medida, el modelo renacentista y barroco de poeta por excelencia y que el amateurismo se concibiera como el modo más adecuado de representar social y moralmente la relación de un individuo, noble o religioso, con la poesía. Veremos cómo la relación privilegiada entre amateurismo y poesía comenzó a cambiar hacia finales del XVI, precisamente cuando la creciente autonomía y prestigio del campo literario empezaron a favorecer otros modelos y trayectorias socioliterarias que podían reclamar, desde el interior de ese campo, la exclusividad del naciente prestigio: la trayectoria laureada y la profesional. Tanto Helgerson, para el caso inglés, como Viala, para el francés, definieron el amateurismo en contraposición a estas dos trayectorias y en términos que podrían igualmente aplicarse al caso español. Según ambos críticos, mientras la trayectoria laureada y la profesional se imponían (desde distintas perspectivas) como modelos definidores de toda una vida, o carrera, literaria, favorecían ciertos géneros como la épica o el teatro y se apoyaban en la difusión impresa, el amateurismo, por su parte, se ceñía a una etapa biopoética, preferentemente la juventud, se expresaba en composiciones amorosas de tinte petrarquista y pastoril, y privilegiaba, en consonancia con su menosprecio de la carrera literaria, la difusión manuscrita sobre la impresa. Es cierto que con Garcilaso el modelo de soldado-poeta, eminentemente amateur, se impuso como referente ideal del espacio literario español casi hasta 1650. Sin embargo, cuando llegamos a esta fecha, encontramos que aquel modelo amateur renacentista ha persistido más como fósil, como emblema de cierto estado original de lo literario, que como modelo funcional, reproducible más allá de su propio solipsismo. Sin ir más lejos, el mismo estatuto poético de Garcilaso había cambiado ya desde la década de los setenta con las ediciones de las Brozas y, sobre todo, de Herrera, en las que Garcilaso había pasado a convertirse en el primer poeta laureado del nuevo espacio literario español, y en las que su poesía había dejado el carácter ornamental de lo amateur para simbolizar el carácter político, de servicio oficial, de lo laureado. Será este modelo de poeta laureado que cifra en su poesía su principal servicio a la república, al que se dirigirán las principales trayectorias literarias del barroco español, tanto la de aquellos poetas en claras vías de profesionalización, como Lope, como la de aquellos otros que (parafraseando a Viala) habían hecho de su relación con la literatura una característica distintiva de sus personas sociales, caso del príncipe de Esquilache.9
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“La force du ‘cursus honorum’ du littérateur est donc telle que non seulement il capte des carrières de lettres, mais aussi qu’il fait dévier et attire à lui des hommes qui, par leurs dispositions, étaient plutôt faits pour suivre une logique de l’amateurisme. La dynamique interne du champ littéraire les conduit à ne pas se cantonner au rôle d’amateur mais à faire de la littérature un trait essentiel de leur personnage social. Ils parviennent, à des degrés plus ou moins élevés, à la reconnaissance par les pairs, attestée par une forte intégration aux académies” (Viala 193).
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Como se verá en las siguientes páginas, y como creo que muestra paradigmáticamente el caso de Esquilache, la aspiración a ese estatus laureado no implicó un rechazo completo del modelo y formas de comportamiento amateurs, sino que, todo lo contrario, impuso un continuo diálogo con ellas el cual, por otra parte, servía para validar el prestigio de la práctica poética tal como se venía entendiendo desde finales del XV, al frenar la profesionalización ya efectiva en géneros como el teatro y la novela. En este sentido, creo que el complejo sistema socioliterario sobre el que se fundaba el amateurismo barroco, al menos en el caso español, no se puede reducir a una suerte de etapa superable de iuventute, ni de práctica ociosa de senectute, así como tampoco se puede asociar exclusivamente con el registro bucólico-pastoril, con la temática amorosa o con la actitud estoica del poeta desengañado. Del mismo modo, tampoco puede considerarse como un rasgo exclusivo (aunque sí pertinente) de la identidad literaria de un aristócrata, de un letrado o de un religioso. Como modelo privilegiado – retórico o de facto – de vinculación con lo literario durante todo el siglo de oro, pero también como modelo obligado, canal de control, presión y participación del poder en la formación e institución de lo literario, el amateurismo se nos presenta más bien como la constante ideológica con la que toda trayectoria literaria barroca estuvo obligada a dialogar.
Poesía, adorno de la sangre: de la corte de los Trastámaras a la corte de los Austrias Y en lo que toca a la parte del alma, no pienso que el entendimiento queda a deber nada a la sangre, calidad que en Vuestra Excelencia resplandece aún con más ventajas; porque, según el Filósofo, boni aut mali natura non efficimur, y es cierto que nadie merece ni desmerece en su nacimiento, porque es obra (como dicen) de la fortuna, lo cual no sucede en la virtud que llamamos adquirida, como es el estudio de las buenas letras de que tanto se ha preciado Vuestra Excelencia sin duda porque sabe que es el mejor esmalte de los príncipes. (Juan Pérez de Montalbán [1624] 1999: 17)
En 1649 se celebró una gran fiesta en Madrid con motivo de la llegada a la corte de Mariana de Austria, sobrina y nueva esposa de Felipe IV. La vocación teatral del absolutismo hispánico convirtió la calle Mayor en un gran decorado para, más que recibir, incorporar a la nueva reina al archivo de formas y símbolos del poder real. Uno de esos símbolos sobresalió por su importancia y novedad: el monte Parnaso. De las nueve figuras de poetas españoles que ocupaban ese monte, una de las numerosas crónicas del evento destacaba a cuatro: “El Parnaso fue el primero/ que en forma de monte yaze,/ quatro ingenios Castellanos/ dieron a su nombre esmalte,/ en buen sazón, pues pudo,/ dar Quevedo lo picante/ Garcilaso, y Lope, ocupan/ con Góngora alturas partes” (Simón Díaz 1982: 507). A nadie familiarizado con las actas, vejámenes y relaciones de las numerosas academias literarias de la primera mitad del XVII, sorprenderá la coexistencia en
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un mismo espacio (social y alegórico) de lo que las historias de la literatura presentarían luego como cismas poéticos irreconciliables. Lo que resulta más significativo, sin embargo, es, por una parte, el orden casi quiasmático en el que aparecen estos cuatro ingenios en la composición, y según el cual la pareja “Garcilaso, y Lope” aparece hilada en un solo verso central y cerrada en sus extremos por Quevedo y Góngora; y, por otra, el hecho de que esa disposición (y la celebración de la práctica poética que ella implica) aparezca enmarcada en un discurso político. La ecuación Garcilaso–Lope no era nueva, y solía ir acompañada de la defensa de una poética castellana de la claridad opuesta al avance del culteranismo. Era ése el contexto en el que, por ejemplo, Antonio Hurtado de Mendoza se había referido a Garcilaso y a Lope en una loa a una “comedia de Dafne” representada en el Retiro en 1635: “Lope, Rey del tablado,/ que a pesar de estas edades,/ de la lengua castellana/ es claro segundo padre./ Los poetas se lo ruegan,/ Garcilaso se lo pague” (III, 32). Lo segundo, la reivindicación de la práctica poética desde el sistema del poder y su consecuente dignificación social, era mucho más novedoso. De hecho, la ecuación Garcilaso–Lope no sólo implicaba esa defensa de la poesía clara apenas señalada, sino que también resumía la evolución de la práctica poética desde su consideración como actividad diletante del humanista que ejercita su estilo en el verso o del noble que adorna el ejercicio de las armas con el de las letras (y que Garcilaso de la Vega había fijado en el “tomando ora la espada ora la pluma” de su égloga tercera [1987: 194]), a la de actividad social y moral esencial, oficio y servicio al estado, que justifica, por ejemplo, que Diego de Colmenares llamara a Lope “padre de la profesión poética”,10 o que el gobierno post-olivariano de Felipe IV corone, oficialice, a cuatro artífices del verso. La distancia cancelada en la conjunción que une a Garcilaso con Lope debería narrar, por una parte, la lenta, pero imparable, reconquista del espacio político por la poesía y, por otra, la clausura de toda una época poética amateur (o de hegemonía de lo amateur) y el comienzo de una profesional. Nunca antes había tenido tanto sentido (y urgencia) la figura conciliadora del poeta laureado, cuya coronación no era imaginable de espaldas a lo político, y en la que se cancelaban las diferencias socioliterarias de dos poetas (y dos épocas) tan dispares como Garcilaso y Lope. La reconquista literaria de lo político había encontrado su primer y mayor obstáculo en la expulsión platónica de los poetas de la República, logradísima metáfora de la siempre difícil relación entre el espacio literario y el del poder. A partir del siglo XV la imagen del poeta desterrado se adoptó como expresión de una polémica que venía de muy antiguo (la de la condena o defensa de la poesía) y que los poetas y escritores medievales conocían ya por fuentes patrísticas. Hacia el siglo XII, se había echado mano de la poética bíblica de los Padres de la Iglesia y de la cristianización del poeta theologus, tomado de la Metafísica de
10 Ocurre en la respuesta de Colmenares a la “Respuesta a un papel que escribió un señor de estos reinos en razón de la nueva poesía”. Tomo la cita de Porqueras Mayo (1989: 80).
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Aristóteles, para dignificar a la poesía y a sus vates. Si exceptuamos la desestimación de la poesía por los escolásticos (con Santo Tomás a la cabeza), encontramos que ésta se legitimó siempre desde presupuestos cristianos, afirmándose la utilidad de la alegoría como vehículo de pensamiento teológico y filosófico, científico, en la acepción medieval del término. Así, por ejemplo, lo estableció Dante en su carta a Cino de Pistoia cuando afirmó: “mi obra contiene poesía y a la vez filosofía”, y Petrarca en carta a su hermano Gerardo al afirmar: “La poesía no está de ningún modo en pugna con la teología . . . Casi podría decir que la teología es una poesía que viene de Dios. Si a Cristo se le llama ora ‘león’, ora ‘cordero’, ora ‘gusano’, ¿qué es eso si no poético?” (Curtius I, 230–1). Y el caso peninsular no fue distinto. La legitimación de la poesía a través de su afinidad con la teología (alabanza y enseñanza de los preceptos cristianos) y con la filosofía (enseñanza de lo moral), fue, fundamentalmente, la base teórica de la concepción medieval de la poesía como “gaya ciencia”, desde el consistorio tolosano de principios del siglo XIV, hasta las obras de Enrique de Villena, Juan de Mena o Íñigo López de Mendoza durante la primera mitad del XV. Entre los intelectuales y poetas españoles del XVI, la respuesta a la expulsión platónica se convertiría en una cuestión de conciliación de autoridades. Como señala Antonio García Berrio, el conflicto clásico entre la visión platónica y aristotélica de la poesía no pudo ser afrontado por los pensadores renacentistas “sin tratar de disimular el fondo de incompatibilidades que presentaba” (195). No sólo eso. A medida que la actividad poética fue adquiriendo mayor trascendencia política y social, la respuesta a Platón ya no iba a ser sólo una cuestión de acordar autoridades internas, sino más bien de acotar, de buscar un lugar al poder distintivo de lo literario en el nuevo sistema de distinciones sociopolíticas de la España del siglo de oro. Jerónimo de Lomas Cantoral, en el prólogo a los lectores de sus Obras (1578) y tras denunciar que Platón se había “aprovechado y enriquecido con el tesoro de sus divinos conceptos” antes de desterrar a poetas y poesía de la República, añadió: Pero cuando los ejemplos de la antigüedad no nos muevan a la afición y estudio de esta arte, bastaría ver que todas las otras naciones extranjeras donde se profesan todas las buenas letras y disciplinas no sólo no la han desechado, pero favorecido tanto, que tienen instituidas públicas academias donde no se profesa otra cosa, y con ella han enriquecido su lengua. (Prelim. 13–14)
Precisamente desde una de esas academias, en Zaragoza, Lupercio Leonardo de Argensola volvía al problema de la expulsión platónica, uniéndolo a la otra gran expulsión, la de Boecio, que en su Consolatio philosophia había denostado a las musas en favor de la filosofía: Ni crea nadie que Platón los excluyó de su república; antes, para poderla hacer, fue necesario que el mismo Platón la fingiese haciéndose poeta. Ni Boecio cuando introduce a la Filosofía reprendiéndole, porque se entretenía y consolaba con las musas en la prisión, quiso decir que no se han de hacer versos;
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porque si esto entendiera, no usara de ellos después en el mismo libro, no los pusiera después en boca de la misma Filosofía. Lo que quisieron decir fue que no se ha de reparar solamente en la dulzura de los versos, ni tomarlos por ministros para los vicios. (Leonardo 1889: I, 315)
Fernando de Vera y Mendoza se tomó la ofensa platónica más personalmente, llegando a tildar de envidioso al filósofo griego en su Panegyrico por la Poesía (1627): “Y Platon, no fue menos enuidioso de sus escritos [se refiere a Homero], ni dexó de imitarlos en quanto pudo, que seria la causa de escluyrlo de su Republica, por no tener a los ojos el testigo de su hurto, ni el autor de lo que se abrogaua” (9–10). Los autores de poéticas encontraron asimismo en la condena platónica uno de los principales contra-argumentos en sus defensas de la poesía. Pinciano dedicó al problema platónico buena parte de la epístola segunda de su Filosofía antigua poética (1596) y Luis Alfonso Carvallo, en el diálogo tercero de su Cisne de Apolo (1602), resolvió el problema recordando la vocación moralizante de la poesía: “Porque iba formando [Platón] una república tan perfecta, que no tuviese necesidad de quien reprehendiese ni enmendase los repúblicos de ella, en la cual podrá también ser tal que escusase los predicadores” (249). Francisco Cascales, ya bien entrado el siglo XVII, y en la tercera de sus Tablas poéticas, abogará finalmente por la conciliación de autoridades internas y externas señalada más arriba, haciendo decir a Castalio: pues sólo por ese inconveniente el divino Platón destierra a los Poetas de su República, fundado en esta máxima: que siendo el Poeta imitador de todas las cosas que hay debajo de la naturaleza, por donde está obligado a hacer imitación de las costumbres buenas y malas, y de las acciones buenas y malas, no quiso que huviese en su República Poetas que representasen cosas del mal exemplo. Y, por tanto, admitió sólo aquellos que huviesen de imitar buenas costumbres, como son los que cantan las alabanzas de Dios y de los Príncipes heroicos y justos. (1975: 193–4)
Sin embargo, más importante aún que estas defensas y condenas, argumentos en pro y en contra de filósofos, teólogos y poetas, resulta el propio acto defensivo o condenatorio en sí. Dicho acto, al fin y al cabo, se reduce a una misma necesidad: la que lleva a sistematizar o re-sistematizar el “arte de escribir versos” y a organizar a las personas o grupos sociales que lo ejercen. Desde la antigüedad clásica hasta el siglo XX, cada vez que desde dentro o desde fuera del fenómeno literario se intente justificar la función de éste, acercándosele a la historia, a la filosofía o la teología, se está explícita o implícitamente señalando la existencia de un sector social difícil de encajar en los márgenes políticos de la República. Sin duda porque ese sector vive, maneja y conoce mejor que nadie la materia de la que están hechas sociedades y hombres, el lenguaje, pero también porque el imparable aumento de los habitantes de ese espacio literario, de su atractivo a las clases políticas más poderosas y de la complicación de sus infraestructuras (a partir, sobre todo, de la invención de la imprenta), apuntaban irreversiblemente a la fundación de una república autónoma de cuyas armas y
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prestigio dependerá, en gran medida, la nueva representación histórica del poder. La historia del poeta, volviendo sobre lo dicho anteriormente, más que la historia de un exilio y un regreso, se presenta entonces como la lenta construcción de una república propia. Dicha república no ganará su “autonomía” hasta el siglo XIX, como señaló Pierre Bourdieu referiéndose a la formación del campo literario francés (1992), pero empieza ya a plantearse desde el siglo XIII con la apreciación de la lengua y la literatura vernáculas como elementos constitutivos y constituyentes de la identidad política y nacional. En el caso castellano, como señalaba páginas atrás, la formación de una República de las Letras (en su fase inicial de dignificación de la poesía y seglarización del poeta) se puede remontar al siglo XV. La defensa de la poesía como ars y como scientia ocupa, en efecto, el centro del discurso intelectual de la Castilla del siglo XV.11 La densidad y calidad de poetas conscientes de ser tales en la Castilla pre-renacentista no tuvo precedentes en la historia literaria castellana, como tampoco lo tuvo (si exceptuamos el caso de la corte alfonsí) la estrecha vinculación entre la aristocracia y el grueso intelectual que encontramos en las cortes de Juan II y los Reyes Católicos. Recordemos, por ejemplo, que el Cancionero de Juan Alonso de Baena (ca. 1430) fue mandado compilar por Juan II y que el mismo rey contribuyó a la colección con producción propia; que la primera “arte poética” castellana salió de la mano de un noble, Íñigo López de Mendoza, marqués de Santillana, y que en ella se exhortaba a la labor poética como modo de ennoblecimiento político y moral;12 que el “Arte de Poesía” que Juan del Encina antepuso a su Cancionero (1496) estaba dedicado al “eçelente ingenio” del príncipe don Juan, hijo de los Reyes Católicos, “para, si fuere servido, estando desocupado de sus arduos negocios, exercitarse en cosas poéticas y trobadas en nuestro castellano estilo” (Gómez Redondo 237); y que toda esta renovación poético-nobiliaria tenía como referencia a la persona y el texto de un príncipe, don Enrique de Villena y su Arte de trovar (1433), en el que se defendía el provecho de la “gaya sciencia” para “la uida ciuil” (53). En este sentido, y dando un salto de más de un siglo, no es de extrañar que Lope de Vega, en el prólogo a La pobreza estimada (1623) (y en el ya citado de las Justas de San Isidro) propusiera como referente de la situación del poeta en la España del seiscientos a la corte de Juan II: “que en esta edad se puede dar el parabién a la facultad de los poetas, de la honra y favor que Su Majestad les hace: cosa que desde el rey don Juan no estaba en Castilla en el lugar que merecía” (1950: 139); ni que Quevedo tuviera en su biblioteca “un libro grande del infante
11 Los estudios sobre la actividad literaria y crítica en la España de los Trastámaras son numerosos. Por su interés para los autores-nobles véanse Weiss (107–64) y Camillo. De gran utilidad para obtener una idea amplia y detallada de los avatares del pensamiento poético medieval español y de su relación con la nobleza, resulta Gómez Redondo. 12 Me refiero a la carta-prohemio que dirigió el marqués de Santillana al condestable de Portugal. Véase López de Mendoza (437–54).
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don Enrique de Villena, manuscrito digno de grande estimación” (León 1631: Prelim. 22r–22v), ni que de él destacara la Gaya Ciencia, ni que dicha noticia la insertara en una carta al conde-duque de Olivares, ni que esa carta sirviera a su vez de prólogo a su edición de las Obras de fray Luis de León (1631), erigido por Quevedo en modelo de una tradición poética (y política) castellana opuesta al extranjero culteranismo. Enrique de Villena fue, en gran medida, el principal catalizador de las nuevas ansiedades de la alta nobleza castellana en su relación con la actividad intelectual y el desarrollo de sus actividades sociales tradicionales. A caballo entre la imagen del sabio medieval y la del humanista del renacimiento, Enrique de Villena y su decisión, a contracorriente, de favorecer las letras como vía de ennoblecimiento y acceso a la virtud, pronosticaba ya un futuro cursus honorum alternativo, compartido por intelectuales y nobles (Weiss 55–73). Al defender Villena, y con él Juan de Mena y el marqués de Santillana, la supremacía de la virtud adquirida sobre la virtud heredada, no sólo se apuntaba al estudio y a la práctica de las letras como vías dignas de ennoblecimiento, sino que también se abría la posibilidad, no efectuada hasta mucho más tarde, de una movilidad social que habría de ser, precisamente, la que permitiera con el tiempo la profesionalización del escritor. Con Villena, el ocio del noble (punto crucial en los debates sobre la transformación cortesana de la nobleza) adquiere utilidad social y moral al ocuparse con la práctica de las letras, aconsejada ya en la Disciplina clericalis (ca. 1100) como uno de los “siete entretenimientos propios de la nobleza” (Gómez Moreno & Kerkhof xvii). Para Villena, sin embargo, aceptar la naturaleza deleitosa de la práctica poética no significaba restringirla al diletantismo, al puro entretenimiento, como expresa claramente en su Arte de trovar: “Tanto es el provecho que viene desta dotrina a la uida ciuil, quitando oçio, ocupando los generosos ingenios en tan honesta inuestigaçión, que las otras nasçiones desearon e procuraron auer entre sí escuela desta dotrina, e por eso fué ampliada por el mundo de diuersas partes” (53). Villena se apresura a convertir la práctica poética en un acontecimiento político. En este sentido, la detallada descripción que éste hace en el Arte de trovar del Consistorio barcelonés y del modo en el que las autoridades poéticas y políticas interaccionan alrededor del intercambio de prestigios, no puede ser más elocuente. La ceremonia político-poética que va a rodear la celebración de academias y justas literarias en el XVII no estará lejos de la ceremonia descrita por Villena. Leonardo de Argensola, a finales del XVI, recordará en una academia zaragozana el papel emblemático de las academias renacentistas y barrocas como archivos de ese encuentro idealizado entre política y poética, o, lo que es lo mismo, entre armas y letras: Y no contentándose con ejercitar solamente las fuerzas de su ingenio, quieren también ejercitar las del cuerpo y la destreza de las armas. Y así uno de ellos ha propuesto mantener un torneo de á pie á los caballeros académicos, y á otros cualesquiera en la forma que se verá en su cartel. (Leonardo 1889: I, 316–17)
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La defensa de la capacidad virtuosa, ennoblecedora, del estudio y de la práctica poética que lleva a cabo Villena, tiene lugar dentro de un espacio eminentemente aristocrático. Aunque esa defensa no se limite a la nobleza (Villena, por ejemplo, recuerda el caso de Petrarca, poeta laureado), el archi-poeta que Villena tiene en mente es primordialmente un noble. De hecho, para que la capacidad poética logre actualizarse plenamente según los principios defendidos en el Arte de trovar, es decir, como retórica pero también como política, ésta, necesariamente, debe habitar en un alma noble. El carácter infuso (aunque perfeccionable a través de la doctrina) de la capacidad poética no es, en este sentido, muy distinto del carácter heredado que se le presuponía a la nobleza, hecho que nos lleva a afirmar que el proyecto intelectual de Villena consistió, en gran medida, en “naturalizar” la relación entre nobleza e ingenio, en hacer a la una condición sinequanon del otro y viceversa. Es por ello, quizás, por lo que Villena entreve en López de Mendoza el modelo de poeta ideal que defiende en su Arte de trovar, y por lo que le ofrece a éste la misma obra y, con ella, las reglas para convertir su natural diletantismo en servicio “civil”: E quise dirigir este tratado a vós, honorable e virtuoso cavallero don Iñigo López de Mendoza, pues que mis obras, aunque impertinentes, conozco a vós ser plazibles, e que vos delectaes en fazer ditados y trobas, ya divulgadas y leídas en muchas partes. E por mengua de la gaya ciencia, no podéis transfundir en los oidores de vuestras obras las excelentes invenciones que natura ministra a la serenidad de vuestro ingenio con aquella propiedad que fueron concebidas. (44–5)
Íñigo López de Mendoza, marqués de Santillana, aceptó y defendió esta conciliatoria visión de las armas y las letras, de la política y la poética, propuesta por Villena. A esa visión respondía el “la sciencia non enbota el fierro de la lança, ni faze floxa la espada en la mano del cavallero” que encontramos en el proemio al Centiloquio (1437) (218–19) y, de forma más desarrollada, en la cartaproemio al condestable de Portugal con la que Santillana prologa sus Obras. En ella vemos claramente cómo se comienzan a estrechar las redes que había comenzado a tender Villena en torno a la práctica poética. Un doble lazo, el de las letras y el de la nobleza, unía a Villena y Santillana, como quedó patente en la dedicatoria del Arte de trovar. El mismo tipo de lazo tenderá López de Mendoza entre él y el condestable de Portugal: “vos quiero çertificar me plaze mucho que todas cosas que entren o anden o esta regla de poetal canto vos plegan; de lo qual me fazen çierto asý vuestras graçiosas demandas, commo algunas gentiles cosas de tales que yo he visto compuestas de la vuestra prudençia” (439). La correspondencia entre nobleza y práctica poética que entreveíamos en Villena, se hace patente en el proemio de Santillana. Fundiendo la concepción platónica de la poesía como “afección divina” con el hilemorfismo aristotélico, Santillana afirma la relación natural entre poesía y nobleza, afirmando que “asý commo la materia busca la forma e lo inperfecto la perfección, nunca esta ciencia de poesía e gaya ciencia buscaron nin se fallaron synon en los ánimos gentiles,
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claros ingenios e elevados espíritus” (439). Como en el caso de Villena, también la República Literaria descrita por Santillana se sostiene en su íntima relación con el poder, ejemplificada ahora con la relación entre Petrarca y el rey Roberto de Nápoles: Mas dexemos ya las estorias antiguas por allegarnos más açerca de los nuestros tienpos. El Rey Roberto de Nápol, claro e virtuoso príncipe, tanto esta sçiençia le plugo que, commo en esta misma sazón miçer Francisco Petrarca, poeta laureado, floresçiese, es çierto gran tienpo lo tuvo consigo en el Castil Novo de Nápol. (454)
La mención a Petrarca resulta especialmente significativa, sobre todo por el “laureado” con el que Santillana distingue al italiano y que, muy probablemente, había tomado de la Exposición del soneto de Petrarca de Villena. En ella, el noble aragonés había interpretado las aspiraciones poéticas del italiano: Queriendo micer Francisco significar cuánto deseava optener la poesía e ser en aquélla laureado, faze una metáfora en este soneto, diziendo que ha grand sed, la cual amansada ser no podría con el agua de todos los ríos del mundo . . . sinon con el agua del uno muy hermoso, a quien no pone nombre, pero descrívelo diziendo tiene frescas riberas, donde nasce el fermoso laurel. (Gómez Redondo 128)
Ni en el caso de Villena ni el de Santillana sería acertado reducir ese “laureado” a la mera retórica. De hecho, la fuerte autoconciencia literaria y la necesidad/capacidad de exponerla que vemos tanto en Villena como en Santillana, permite ver en ese calificativo el fin último de todo un programa intelectual con el que, además, se estaba inaugurando en el horizonte literario castellano uno de los modelos poéticos fundamentales en la futura República Barroca de las Letras, el del poeta laureado, base de la autoridad interna del espacio literario. López de Mendoza, de forma indirecta, a través de la invitación a la poesía al joven condestable al final de su proemio, reclama para sí el derecho a los laureles castellanos: Por tanto, señor, quanto yo puedo, exorto e amonesto a la vuestra magnificencia que, asý en la inquisición de los fermosos poemas commo en la polida horden e regla de aquellos, en tanto que Cloto filare la estanbre, vuestro muy elevado sentido e pluma no cessen; por tal que, quando Ántropos cortare la tela, no menos délficos que marciales honores e glorias obtengades. (454)
En realidad, los honores “délficos” que Santillana promete al condestable, eran los mismos con los que él, no sin cierta polémica, ya había sido coronado como primer poeta laureado castellano en La Coronación de Juan de Mena. Un siglo más tarde, de una forma más urgente aunque, en ciertos casos, no menos
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polémica, se habría de hacer lo mismo con Garcilaso, Lope, Góngora y Quevedo.13 El proemio de Santillana no sólo apunta ya a la necesidad de un sistema interno de “coronación” y a la construcción de una trayectoria laureada alrededor de los cuales se pueda ir efectuando, y controlando, la conversión de lo literario en capital simbólico, sino que también anticipa la íntima, y a veces paradójica, relación entre esa trayectoria y el amateurismo. Así, el proemio al condestable se abre con los principales tópicos que acabarán constituyendo el amateurismo como la actitud poética por excelencia durante todo el siglo de oro, a saber: el desmerecimiento y rechazo de la persistencia, manuscrita para Santillana e impresa para los amateurs venideros (“estas obras – o a lo menos las más de ellas – no son de tales materias, ni asý bien formadas e artizadas, que de memorable registro dignas parescan” [López de Mendoza 438]); y el decoroso menosprecio de la producción lírica como ejercicio de juventud o de ancianidad (“Ca estas tales cosas alegres e jocosas andan e concurren con el tiempo de la nueva hedad de juventud, es a saber, con el vestir, con el justar, con el dançar e con otros tales cortesanos ejercicios” [López de Mendoza 438]).14 Sólo esa disculpa, la posición moralmente privilegiada en la que ésta coloca al autor, y la obediencia al deseo de un honorable lector (el condestable, un amigo, la “comunidad literaria”) autoriza la decisión del márques de Santillana de mandar recopilar toda su obra: Pero, muy virtuoso señor, protestando que la voluntad mía sea o fuesse no otra de la que digo, porque la vuestra sin impedimento aya lugar e vuestro mandado se faga, de unas e otras partes, e por los libros e cancioneros agenos, fize buscar e escribir – por orden segund que las yo fize – las que en este pequeño volumen vos enbío. (438)
13 La reacción negativa que Juan Rodríguez del Padrón expresa en su Cadira de honor (ca. 1440) ante esa coronación, anteponiendo la nobleza heredada a cualquier otro tipo de nobleza intelectual, y arguyendo que sólo el rey puede coronar, ejemplifica, por otra parte, la constante tensión entre la vocación autonomizadora del campo literario y su dependencia del campo del poder, tal y como los veremos de nuevo en las primeras décadas del XVII. Será entonces un intelectual de la talla de Francisco Cascales el que no dudará en afirmar que los verdaderos poetas son aquellos que operan dentro de las fronteras del poder, es decir los “que cantan las alabanzas de Dios y de los Príncipes heróicos y justos” (1975: 194). 14 Se trata del mismo habitus que desde mediados del siglo XV se idealizará desde el mundo anacrónicamente caballeresco de la novela sentimental, en el que el aristócrata aficionado a las letras encuentra un espacio genérico ideal para la proyección de sus ansiedades sociales. En este contexto hay que entender, por ejemplo, la fraternidad de trovadores que Padrón proyecta en su Siervo libre de amor (1439) hacia el pasado (en la figura de Macías), hacia el presente (en la del amigo letrado Gonzalo de Medina al que dirige la obra) y, en fin, hacia el futuro, cuando el mismo Padrón se convierta en personaje de ese propio mundo en la anónima Triste Deleitación (1465) (Jiménez Belmonte). Fernando de la Torre, en el capítulo VI de su Libro de veynte cartas e quistiones, recrea ese mismo habitus en el que se constituye lo literario cuando escribe: “e d’esto procede que los onbres quieren con sus amigos, segúnd el abito, tratar de consuno en los fechos, asý como justas, ensayos, caçar, cantar, jugar, amores, coplar, asý d’estas cosas segúnd las personas desean fazer” (Díez Garretas 120).
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Las mismas razones y la misma actitud, como tendremos ocasión de ver, servirán un siglo y medio más tarde al príncipe de Esquilache para ofrecer sus Obras a la imprenta, intentado, por un lado, retener el prestigio literario y moral que el amateurismo había ido acumulando a lo largo de todo ese tiempo, y, por otro, recordando la compatibilidad (como anticipaba el caso del marqués de Santillana) entre la actitud amateur y la promesa laureada. La estrecha, natural relación entre práctica poética y nobleza que llevan a cabo Villena y López de Mendoza queda subrayada con la compilación lírica efectuada por Juan Alonso de Baena hacia 1430, y con la cual, por otra parte, se inaugura una práctica literaria esencial para la formación del futuro campo literario desde el punto de vista de sus procesos canonizadores, organizativos y posicionales.15 Baena, que aconseja la lectura y escucha de la poesía entre príncipes y reyes, define este “arte de la Poesya e gaya çiençia” (I, 14) como “vna escryptura e conpusyçion muy sotil e byen graçiosa, e es dulçe e muy agradable a todos los oponientes e rrespondientes d’ella e conponedores e oyentes” (I, 14). Vuelve Baena a la defensa de la poesía a través de su naturaleza divina (natura) y de su vinculación con lo sistematizado (ars), lo encerrado en reglas, inmutable y accesible a unos pocos sabios que caracterizaba la definición de la ciencia en el medievo, subrayándose así el doble carácter elitista, divino y humano, de la actividad poética: la qual çiençia e avisaçion e dotrina que d’ella depende e es avida e rreçebida e alcançada por graçia infusa del señor Dios que la da e la enbya e influye en aquel o aquellos que byen e sabya e sotyl e derechamente la saben fazer e ordenar e conponer e limar e escandir e medir por sus pies e pausas, e por sus consonantes e sylabas e açentos, e por artes sotiles e de muy diuersas e syngulares nonbranzas. (I, 14)
La figura del sabio medieval se liga a la del intelectual prehumanista (“e tal que aya visto e oydo e leydo muchos e diuersos libros e escripturas e sepa de todos lenguajes” [I, 15]) y ambos se vinculan a su vez a la figura del noble cortesano que veremos proliferar durante los siglos XV y XVI en todas las cortes europeas a través de las múltiples traducciones y ediciones de Il Cortigiano de Castiglione: “e, finalmente, que sea fydalgo e cortes e mesurado e gentil e graçioso e polido e donoso e que tenga miel e açucar e sal e ayre e donayre en su rrasonar, e otrosy que sea amador, e que siempre se preçie e se finja de ser enamorado” (I, 15).16 Similares características reclama Juan del Encina en el Arte de poesía castellana con el que prologa su Cancionero, publicado en Salamanca en 1496. Como
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Según Viala las “recueils collectifs” van a cumplir dos funciones decisivas en la formación del campo literario: “offrir une infrastructure de publication, ou bien manifester des prises de position . . . Ainsi, la publication collective contribuait à la fois à élargir le public et à le structurer, à rendre perceptible le débat esthétique et les courants dominants du goût” (129). 16 Para la trayectoria de la obra de Castiglione en las principales cortes renacentistas europeas véase Burke.
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en el caso de Baena, la poesía es concebida como actividad eminentemente amateur, como “gentil ejercicio en el tiempo de ociosidad” a la que se invita al destinatario del volumen, el mismo príncipe don Juan, para “estando desocupado de sus arduos negocios, ejercitarse en cosas poéticas y trobadas en nuestro castellano estilo” (Gómez Redondo 235–6). Sin embargo, cuando se publica el Cancionero de Juan del Encina, varias cosas han cambiado en el panorama político e intelectual de la península. Con los Reyes Católicos la idea de una nación más allá de las fronteras castellanas (y aún peninsulares) comienza a ser factible. La Gramática de Nebrija (1492) ha demostrado, por su parte, la importancia de la lengua castellana en la formación de ese espacio político. La ampliación del reino dispara la demanda de clases letradas, con la consecuente multiplicación de universidades, bibliotecas y mercado de libros, empujado este último con la invención de la imprenta y con decretos reales como el aprobado por los Reyes Católicos en las Cortes de Toledo de 1480 en favor de la importación de libros: Considerando los reyes de gloriosa memoria quanto era provechoso e honrroso a estos sus reynos se traxiesen libros de otras partes, para que con ellos se fiziesen los hombres letrados, quisieron e ordenaron que delos libros no se pagase alcabala, . . . lo cual paresçe que redunda en provecho universal de todos e ennoblecimiento de nuestros reynos. (Maravall 1972: n. 25)
No es, por tanto, extraño que Encina coloque a poesía y a poetas en el centro de la expansión política y nacional de la España de la época, emparejando su labor, como ha indicado Gómez Redondo (237–8), al destierro del barbarismo en la Gramática de Nebrija. Son, en el fondo, las mismas razones que aducirá en 1580 Francisco Medina a la hora de defender la labor comentarista y editorial de Francisco de Herrera y, a través de ella, la utilidad política del Garcilaso laureado: “Incitaranse los buenos ingenios a estas competencias de gloria; i veremos estenderse la magestad del lenguage Español, adornada de nueva i admirable pompa, hasta las últimas provincias, donde vitoriosamente penetraron las vanderas de nuestros exercitos” (Vega [1580] 1998: 12). La publicación en Barcelona en 1543 de Las obras de Boscán y algunas de Garcilaso de la Vega y, sobre todo, la publicación de la poesía de Garcilaso por separado en 1569 y las ediciones comentadas de Francisco Sánchez de las Brozas en 1574, y de Fernando de Herrera en 1580, convirtieron rápidamente a Garcilaso en el primer poeta laureado del Parnaso castellano, y al modelo de poeta que éste representaba, es decir, el del noble amateur, blandiendo “ora la espada, ora la pluma” (como hubiera hecho y predicado Santillana un siglo antes) en el modelo por excelencia del poeta durante todo el siglo de oro. El modelo amateur garcilasista se avenía perfectamente tanto con el lugar que los studia humanitatis habían reservado para la práctica poética (esto es, como ejercicio de estilo) como con el lugar que todos los manuales cortesanos, siguiendo la obra seminal de Castiglione, adjudicaban a esa misma práctica en la formación y desempeño público del noble (como vehículo y actualización del natural ingenio, como marca distintiva, adorno, de un espíritu privilegiado). Eso explica que en la
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edición de la poesía de Garcilaso de Tomás Tamayo de Vargas de 1622, el poeta toledano se siga presentando como padre y modelo unánime de todas las trayectorias poéticas castellanas, desde la de un conde de Lemos, de Salinas o de Villamediana, a la de un Cervantes, Lope, Góngora, Quevedo o Bartolomé Leonardo, a pesar del lugar tan dispar que la poesía ocupaba en la identidad social de cada uno de esos practicantes: Las ingeniosidades (permítase a las Musas esta licencia) de los S.S.S. Condes de Lemos, Salinas, Villamediana, la pureza de Pedro Liñán de Riaza, la ternura de Francisco de Figueroa, la invención de Miguel de Cervantes Saavedra, la gravedad de don Juan de Arguijo, la felicidad de Lope Félix de Vega Carpio, la erudición ingeniosa de don Francisco Gómez de Quevedo, la cultura de don Luis de Góngora, la grandeza de Lupercio y Bartolomé Leonardo de Argensola, los primores de Juan de Vera y Zúñiga, la sazón de don Antonio de Mendoza, el arte de don Juan de Jáuregui, la doctrina del Licenciado Luis Tribaldos de Toledo, la circunspección de don Guillén de Castro, la abundancia de Cristóbal de Mesa, la propiedad del maestro Espinal, el discurso del doctor Mira de Mescua, la alteza de Francisco López de Zárate y de Miguel de Silveira, la cordura de Antonio López de Vega, la piedad del maestro José de Valdivieso y de don Francisco de Herrera Maldonado, el donaire de Luis Vélez de Guevera, la curiosidad de Baltasar Elysio de Medinilla, la inafectación de Martín Chacón, y la facilidad monstruosa de Jerónimo de Salas Barbadillo y José de Herrera, y el caudal de toda la nobleza de los ingenios con que se enriquece nuestra nación y amistad, se halla (así lo confiesan con ingenuidad) en las pocas obras que al Padre de nuestra Poesía debemos al tiempo. (Vega 1622: 13v–14r)
La canonización de Garcilaso como poeta laureado con el paso a la imprenta en nada contradecía su amateurismo original, antes al contrario, aquélla se presentaba como la culminación de una trayectoria cuya ejemplaridad se basaba, precisamente, en la fidelidad al equilibrio “armas–letras” que constituía la base moral y literaria del amateurismo y que la misma coronación de Garcilaso servía para confirmar. En torno a este modelo y a su particular trayectoria gravita, ineludiblemente, todo intento de definición (y, con menos frecuencia, autodefinición) de trayectoria literaria durante la primera mitad del XVII. El amateurismo se podía interpretar sobre el fondo del conflicto “juventud–madurez” (como señala Helgerson para el caso inglés) acompañado del drama del arrepentimiento y la disculpa y del topos del abandono de la lira, tal y como lo encontramos en las quintillas prologales con las que el príncipe de Esquilache abre sus Obras en Verso: “Al fin, pobres versos míos,/ si bien o mal os canté,/ los instrumentos colgué/ de las sauces de estos ríos” (1663: Prelim. 13); pero también, como demuestra ejemplarmente el caso de los hermanos Argensola o el de Villamediana, como una actitud esencial, como un compromiso moral contra la profesionalización de la práctica poética. El caso de este último, por otra parte, muestra claramente la compatibilidad de amateurismo y canonización, la confluencia del modelo del poeta amateur en el modelo laureado, ya que las cualidades amateurs que su primer editor, Dioniso Hipólito de los Valles, descubre en la dedicatoria al conde
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de Lemos (el borronismo y el desprecio de la fama), son precisamente las que justifican el paso de Villamediana a la imprenta y las que seis años más tarde, en la edición de 1635, harán afirmar al mercader de libros Pedro Coello en su dedicatoria al conde de Brantenilla, que Villamediana “podía con justísimo título aspirar ambicioso al lírico laurel de Apolo” (Tassis 1986: 23). Lo apenas dicho muestra hasta qué punto el sistema literario que nombra por unanimidad a Garcilaso como su primer “Príncipe de la poesía”, está ya lejos, en cuanto a la complejidad de las relaciones socioliterarias, del de un marqués de Santillana o del de un Garcilaso de la Vega. Las mismas circunstancias de la canonización de Garcilaso, por ejemplo, a través de las ediciones comentadas y enfrentadas de Francisco de las Brozas y de Fernando de Herrera, nos permiten vislumbrar ya la heterogeneidad y el carácter interrelacional de los distintos posicionamientos intelectuales, sociales, e incluso regionales, que van a caracterizar la construcción del espacio literario español de la primera mitad del XVII. La “urbanización” del fenómeno literario con la transformación de Madrid en ciudad-estado, el replanteamiento de las relaciones entre los distintos núcleos de poder (sobre todo entre el monárquico y el aristocrático) y entre esos núcleos y la esfera cultural, así como la progresiva masificación del mercado literario, conducirán a la necesidad de transformar y redefinir las categorías, jerarquías y trayectorias que conformaban el tejido literario español.17 La incipiente profesionalización del poeta (que desde finales del XVI era ya un hecho para el dramaturgo y el autor de novelas) determinará las estrategias de supervivencia literaria a la que se verá abocado el amateurismo y, con él, sus principales practicantes, los nobles: por una parte, la progresiva “emblematización” de la figura del noble amateur como memento de un estado ideal, anterior, referencial, de la poesía castellana, alegorizada en la producción de “jardines” político-literarios (tan frecuentes en Lope) y exhibida en la celebración de academias y justas poéticas; por otra, y como demuestra el caso del príncipe de Esquilache, el intento de conciliación entre los valores morales de esa “emblematización” y la capitalización simbólica del sistema literario.
La poesía “frecuentada de ministros grandes”: límites, valores y derechos poéticos ¿Puede ninguna ciencia compararse con esta universal de la Poesía, que límites no tiene do encerrarse? (Cervantes [1614] 1997: 90)
17 Gutiérrez basa la existencia del “primer campo literario” español en estos cuatro aspectos fundamentales: la acumulación de escritores y obras en un contexto urbano cortesano; el establecimiento de relaciones simbióticas de escritores con el campo del poder; el uso propagandístico de escritores por parte del campo del poder, y la construcción de cierta identidad social que resulta de los procesos interactivos entre escritores (8–59).
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A lo largo del siglo XVI, y a medida que las fronteras del reino de Isabel y Fernando se van dilatando en las del imperio de los Austrias, el espacio literario español va multiplicando el número y variedad de sus habitantes y productos. Si la poesía es, en primera instancia, lengua, y si, como acabamos de ver con los casos de Encina y Francisco Medina, la principal razón de la dignificación de la poesía va a relacionarse en el nuevo sistema imperial con el valor político de la lengua, no debe extrañarnos esta ampliación sincronizada de la República Política (valga la redundancia) y de la República Literaria. Sincronizada, hay que puntualizar, hasta el momento en el que el control ideológico de la varietas geográfica y política se vea amenazado por la conciencia crítica de esos nuevos habitantes de lo literario. La lengua muestra entonces su doble capacidad de aplicación como instrumento de control y orden y como vehículo contestatario individual a ese control. Como bien explica José Antonio Maravall (1972), las relaciones entre el espacio literario y el poder absolutista se tensan en el siglo XVII como consecuencia de la amenaza crítica que acaba permeando y, en ocasiones, priorizando, el discurso literario, y en la que se cifra ya la constante batalla por la autonomía (económica e intelectual) que caracterizará en los siglos venideros las relaciones entre el campo del poder y el literario. Afirma Maravall: Sin duda, de un lado, la coyuntura económica del XVI que, si ha empezado permitiendo nuevas posibilidades económicas al escritor, le niega un desarrollo suficiente y autónomo, y a la vez, de otro lado, una coincidente situación política de absolutismo que, sobre conciencias de un elevado sentimiento individualista, vuelve a imponer formas de sumisión señorial e incompatibles con las últimas experiencias históricas, son dos factores que dan lugar a que aparezcan síntomas de desacuerdo y de agria censura contra un estado social, un estado que, a partir de ese momento, se puede juzgar tan desfavorablemente, no porque lo fuera más que antes, sino porque antes no se tenía ni fuerzas para juzgarlo. (1972: 47)
El proyecto absolutista no sólo determinó los parámetros de la evolución social del escritor, sino también, e incluso de forma más radical, los del noble. Ambos, en este sentido, coincidieron en una misma necesidad de redefinición social que respondía a semejantes amenazas, la imposición de nuevas relaciones económicas y la negociación del valor de su prestigio como grupo de élite. En el caso del noble, la amenaza socioeconómica que éste experimentó a lo largo de los siglos XVI y XVII ante la presión absolutista, por un lado, y la mercantil, por otro, conduciría al estamento nobiliario a la re-sistematización y puesta a punto de su prioridad hegemónica, pero también a la revitalización de los símbolos que representaban socialmente esa prioridad.18 Aquí, precisamente, se habría de operar la cercanía de lo aristocrático a la esfera literaria.
18 Según Yun Casalilla: “Vista con perspectiva, la evolución de la aristocracia durante los siglos XVI y XVII se puede considerar como la historia de la superación por dicho grupo de las dificultades que para la reproducción de sus bases sociales y económicas planteaba el
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Será en tiempos de Felipe IV y Olivares cuando la reacción absolutista ante el fenómeno literario coincida con la época de mayor tensión entre corona y aristocracia. El paralelismo, en este sentido, entre el intento de reducción de número de impresos, el incremento de impuestos y gabelas en el sector librero y el intento de control de las grandes casas españolas por parte de Olivares resulta significativo.19 Las protestas de los libreros ante las constricciones económicas de Felipe IV y las razones que éstos aducían para conformar su defensa gremial (y, en general, la de todo el campo literario), no están, al menos a nivel estratégico, lejanas de las que se pueden encontrar en los tratados de nobleza de la época, y que pueden resumirse, en ambos casos, en el insustituible servicio a la República ofrecido por unos y otros y, en consecuencia, en su obligada conservación e incluso aumento como símbolo de poder político y cultural. En esos mismos términos se dirige un tratadista de la nobleza en un manuscrito anónimo dirigido a Felipe IV: “No conviene dejar caer, ni desusar, ni venir en desprecio ninguno destos grados de nobleza, sino antes aumentarlos, y repararlos, como cosa de que pende no sólo el resplandor y lustre de las Repúblicas, sino su conservación y aumento” (Romero-Díaz 23). Y en similares términos se dirige el librero Basilio González de Ribero en su memorial dirigido al mismo monarca cuando se refiere al libro como “fundamento de la memoria, enemigo del olvido, amigo de su recordación” y aduce que “no ay bien que a los libros no se deba; y contra estos priuilegios naturales, ningún Príncipe les puso tributo, reconociendo que dellos recibían mayores interesses para sí y toda la República, gastando sus aueres en su compra, estimándolos en más que todos sus tesoros” (Blecua 1977: 106).20
nacimiento del Estado absoluto por un lado y el desarrollo mercantil por otro” (215). Para Maravall, las nuevas estrategias identitarias de la nobleza deberán referirse a cuatro cambios sociopolíticos fundamentales: “a) adaptación a la forma política estatal, esto es, a la relación con la nueva forma de poder real que emerge sobre las sociedades europeas a raíz de la crisis del Renacimiento; b) papel de la nobleza en la actividad guerrera, abandonando la imagen ancestral del bellator; c) composición de sus cuadros, reduciendo ciertas capas y homogeneizando más el elevado estrato en que se conserva; d) renovación de las vías de acceso a la minoría, utilizando otras nuevas que cierran el paso a subgrupos de antigua baja nobleza y permiten la entrada a elementos nuevos, los cuales disponen de otros más eficaces de relacionarse con el poder” (1979: 184). Para las relaciones entre monarquía y nobleza barroca, véase también Atienza Hernández. 19 A propósito del mercado editorial barroco, véanse Rico, Andrés & Garza, y Marsá. 20 Otro memorial de características muy similares, escrito en 1619 en defensa del “arte de la imprenta”, puede verse en Infantes (67–84). Gonzalo de Ayala, autor del memorial, citando la traducción castellana de Cristóbal Suárez de Figueroa de la Piazza Universale (1585) de Tommaso Garzoni, define el arte de la imprenta como “el Arte que da vida a la virtud, que solicita la fama de los benemeritos, que mantiene viuos los/ muertos, que vitupera a los viciosos. Esta es madre de las honras de-/ uidas a los sugetos famosos, centro de ingenios sutiles, perpetuo albergue/ de Senadores, Teologos, Filosofos, Historicos, Academicos, Doctores, e stu-/ diantes, y de todo lo bueno y loable que se halla en la ciudad” (Infantes 73). El capítulo de la traducción–versión de Suárez de Figueroa de la obra del italiano en el que se basa Gonzalo de Ayala es el CXI, “De los impresores”, reproducido en Rico, Andrés & Garza (259–66).
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En la equiparación poesía–tesoro y nobleza–riqueza se halla la mejor expresión de la aproximación barroca de lo literario a lo nobiliario y del intercambio de prestigios que tiene lugar en ella. Al mismo tiempo, esa equiparación es la señal más clara de la radical e insalvable distancia entre uno y otro mundo, la constatación del obligado carácter simbólico de esa sutura. Las referencias a la riqueza de la poesía son tantas como las alusiones a la riqueza de la nobleza; la correspondencia, sin embargo, se detiene donde comienzan la nuevas necesidades sociales del poeta barroco y las alusiones a un ansiado reconocimiento estatal del oficio y, como resultado, a una sistematización (cuando no destitución) de los lazos clientelistas y mecénicos entre nobles y poetas. Así, por ejemplo, Cristóbal Suárez de Figueroa, recordando los principios de renovación y crecimiento que veíamos antes aplicados a la nobleza, definirá a la poesía en El pasajero como “abundantísima, sola, sin sujección . . . Las riquezas que posee nunca se acaban ni deshacen; antes con inmensa fertilidad crecen y se renuevan perpetuamente” (1913: 61). Esta definición contrastará con la representación (retomada del arsenal clásico) del poeta como ser marginado y pobre, atrapado en la precariedad social de una profesión que todavía no existe como tal y cuyo único sustento depende de la sujección al mecenazgo o al desplazamiento hacia otras profesiones.21 Lo afirma Miguel Sánchez de Lima, a través de Silvio, en su Arte poética: “Es cierto verdad que os tengo lástima a todos los poetas porque todo el día os andáis con más sobra de locura que de dineros” (125); lo suscribe Suárez de Figueroa en los consejos que el doctor da al joven don Luis en El pasajero: “Dad paz a vuestros pensamientos. Seguid recreo más terrestre y menos espiritual; que así pasaréis mejor la vida y así poseeréis más dineros” (1913: 74); lo rima Lope, o Tomé de Burguillos, en su soneto “A un poeta rico, que parece imposible” (1983: 1398); y lo narra Cervantes en La Gitanilla, recordando la naturaleza económica de la distancia entre poetas aficionados y “poetas”: “más agora que sé que no sois poeta, sino aficionado a la poesía, podría ser que fuésedes rico, aunque lo dudo, a causa que por aquella parte que os toca de hacer coplas se ha de desaguar cuanta hacienda tuviérades” (1990: I, 469). Por otra parte, y siguiendo esta línea cervantina de constatación del valor simbólico de la poesía y oposición a la riqueza de facto del poderoso, aunque incluyendo también en su crítica la amenaza de la diversificación del espacio literario (como era de esperar por su posición de letrado), Cristóbal Suárez de Figueroa afirmará en La constante Amarilis (1609): Oh dulces, oh durables, oh copiosos frutos de la divina Poesía (proseguía Clarisio puestos los ojos en el cielo como transportado) cuyas obras con artificio compuestas, con ventura dedicadas, y con gracia recibidas, son las propias y verdaderas riquezas del mundo. Riquezas propias y verdaderas no son las piedras de valor, las mercadurías costosas, las naves voladoras, los metales
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Sobre el topos del “poeta pobre” pueden verse Curtius (II, 660–5) y Sobejano (1973).
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ricos, los vestidos preciosos, las villas grandes, los palacios suntuosos, los criados nobles, y el innumerable ganado; sino las obras de los doctos, como la miel de las abejas, y la seda de los gusanos. (1609: 45)
La constatación de la riqueza simbólica de la poesía se complementa a menudo con la crítica a la abundancia de los que la practican.22 Dicha crítica, por otra parte, como reacción regulativa interna a la sobrepoblación del espacio literario, no era muy distinta de la que había promovido, entre las filas aristocráticas, la restricción de las vías de acceso a la nobleza.23 De esta forma, la necesidad de autocontrol tomaba el relevo del antiguo rechazo, o minusvaloración, humanista de la práctica poética, aunque sin abandonar todavía las contradicciones que generaba el acomodo de un viejo ideal teórico (el de la actividad poética como simple ejercicio de estilo) a lo que se estaba convirtiendo en una nueva praxis literaria (el de la poesía como práctica profesional) (Ruiz Pérez 1995). En el prólogo a la primera parte de las Flores de poetas ilustres (1605) Pedro Espinosa señalaba la abundancia de poetas, aunque no necesariamente condenándola: “porque para sacar esta flor de harina he cernido dozientos caýzes de poesía, que es la que ordinariamente corre” (159). Por esas mismas fechas Lope se mostraba igualmente consciente de la implosión numérica que está a punto de experimentar el espacio literario, y adelantaba en el prólogo al Peregrino en su patria (1604) una particular jerarquización de ese espacio en la que, implícitamente y a través de unos elocuentes imperativos, él mismo se proponía como modelo referencial vivo: En España, se tiene por sin duda que no ha nacido poeta en este siglo, pues, ¿cómo hay tantos que quieren serlo? Los que pretenden, trabajen; los que comienzan, imiten; los que ignoran, aprendan; los que saben, agradezcan; los que maldicen, escriban, que hablando mal no se alcanza fama, sino escribiendo bien. (55–6)
En el capítulo segundo del Viaje del Parnaso, Cervantes nos describe una auténtica tormenta de poetas: “Vi la noche mezclarse con el día/ . . . / Todos los elementos vi turbarse/ . . . / Y, en medio deste gran desasosiego,/ llovían nubes de poetas llenas/ sobre el bajel, que se anegara luego/ si no acudieran más de mil serenas/ a dar azotes a la gran borrasca” (53). Y de forma muy similar se expresaba también el príncipe de Esquilache en su carta en tercetos al marqués de Palacios, incluida en las Obras en Verso: “Pues cuesta defendernos más trabajo/ de
22 Se habla de unos tres mil poetas durante el reinado de Felipe II, aunque José Simón Díaz echó mano de más de 25.000 escritores de los siglos XVI y XVII para su Bibliografía de la literatura hispánica (2000: 48). 23 Véase Domínguez Ortiz (1973: 185) y Maravall (1979: 184). Sobre el elevado número de nobles castellanos del XVII en comparación con otros países europeos, véase Dewald (22–7). Según este último, en España se pasó de los 55 Grandes y títulos en 1520 a los 144 de 1621, mientras en Inglaterra, en 1615 se contaban 81 “peers”, y en Francia, en 1643, 28 “duch et pais” (Dewald 27).
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este granizo inmenso de poetas,/ que del de arriba un entresuelo bajo” (199) Hacia mediados de siglo la abundancia se sentía ya como grave exceso y Antonio López de Vega escribe en su Heráclito y Demócrito (1641): “Por la senda lírica que es la más común a los poetas de nuestro siglo, es tan copioso el número de los que caminan que se atropellan unos a otros” (Porqueras Mayo 1989: 300). Por su parte, y apuntando al peligro devaluador que para la riqueza simbólica de la poesía representaba la abundancia de poetas, Polo de Medina echaba mano de la metáfora del devaluado vellón en el “Romance a Apolo”, incluido en El buen humor de las Musas (1637): “Digo de muchos poetas,/ en monedas de vellón,/ que por ser tantos y malos/ ha menguado su valor” (44v). Ahora bien, en esta crítica contra los demasiados poetas y en el intento regulativo interno que la acompaña, ¿qué lugar se le reserva al noble amateur?, o, dicho de otro modo, ¿estarán los nobles amateurs exentos de los criterios restrictivos que se van a adoptar desde el interior del espacio literario para limitar el uso y el derecho a la poesía y que partían de aquel principio básico propuesto ya por Enrique de Villena al proponer separar con su Arte a “los entendidos de los groseros” (47)? Este principio mínimo, desde luego, parece inexcusable, y así lo expresa Cervantes a través de don Quijote, al asegurar que para que la poesía se vuelva “en oro purísimo de inestimable precio” no ha de caer en manos del “ignorante vulgo . . . aunque sea señor y príncipe” (757).24 Ello implicaría, por tanto, la necesidad de un equilibrio entre armas y letras y, a través de ese equilibrio, la concepción de la práctica poética desde una perspectiva eminentemente humanista y, en consecuencia, amateur: “las letras humanas . . . tan bien parecen en un caballero de capa y espada y así le adornan, honran y engrandecen como las mitras a los obispos o como las garnachas a los peritos consultos” (758). Similar propuesta y similar defensa del amateurismo poético como emblema del equilibrio entre las armas y las letras, sería también la lanzada por Miguel Sánchez de Lima en El arte poética (1576) cuando, quejándose de los falsos poetas que, según él, habían tomado el relevo de la generación de Garcilaso y Mendoza (la generación amateur por excelencia) proponía como verdadero poeta al “que ha rompido su lança, y muchas lanças en el campo, o campo de los buenos ingenios, que son las academias, y universidades; y tambien en otros tiempos lo solían ser las cortes de los Reyes, y Príncipes” (18). Al incorporar las armas nobiliarias al imaginario literario y recordar la simbología castrense que acompañó la traslatio del quehacer poético desde las cortes a las academias, Sánchez de Lima estaba recordando la importancia medular del amateurismo y el lugar, cuando menos simbólico, del noble amateur en la constitución e institución de lo literario. Aunque tanto en la defensa de don Quijote como en la afirmación de Sánchez de Lima el amateurismo no está exento de la obediencia al equilibrio entre arte y naturaleza, el noble amateur barroco tenderá siempre a presentar su práctica literaria como un producto más del alma que del arte, en consonancia con la supuesta 24
Sobre el “vulgo” véase Green (1957), y Porqueras Mayo (1972: 114–27).
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relación natural de la práctica poética y del ser noble que veíamos ya en los nobles intelectuales del XV. La necesidad de diferenciarse de los letrados profesionales a partir de mediados del XVI, agudizará, según Fernando Bouza, esa actitud: Desde ese momento, en lo que insistirá la ética nobiliaria será, cada vez más, en lo que Melo llamaba, la “cultura de la persona”, en esas expresiones de “ánimo y virtudes del alma”, no aprendidas, no adquiridas, no dependientes de reglas que se puedan saber. Por supuesto, los nobles seguirán teniendo contacto con los libros, pero de la “sabiduría” pasarán a la “literatura”, ante todo a la poesía. (1998: 201–2)
A esta voluntad de diferenciarse de los letrados habría que unir, sin duda, el rechazo al cada vez más importante mercado literario y la distinción cualitativa con respecto a los géneros asociados con él, la novela y el teatro. La actitud del noble amateur ante el fenómeno literario (su elección elitista del manuscrito en detrimento del impreso, de la lírica en lugar de la prosa) se convierte de este modo en todo un emblema de, salvando el anacronismo, “poesía pura”. Esa asociación del noble amateur con la lírica y de la lírica con lo anímico, con la gracia, el gusto innato del noble, no significaba, por otra parte, que éste estuviera eximido del bagaje erudito que garantizaba el derecho a la poesía. Recordemos, por ejemplo, cómo Suárez de Figueroa denunciaba en El pasajero la exención de cribas literarias como la erudición o el ingenio para los nobles y su sustitución por la adulación (“Reviento por decir rostro a rostro a algunos de los titulares febeos que es mal poeta, de floja elocución, de humildes concetos, de corta vena áspero, ratero, afectado” [1913: 154–5]). Tan clara como esta denuncia, síno más, era la que latía también en la defensa de una poesía docta en el Libro de la erudición poética (1611) de Luis Carrillo y Sotomayor, presente ya en la misma adopción del latín para el título del libro, Liber unus de eruditione poetica, seu tela musarum, in exules indoctos a sui patrocinio numinis. Carrillo, además de dejar claro que sólo los doctos pueden, “ayudados con natural, ser poetas” (141), establece una suerte de decoro socioliterario a través del cual se reclama la profesionalización (o por lo menos, la especialización) de la poesía al afirmar que ésta no la “podrá hacer el que tiene oficio ajeno y no ejercitó con artes esta afición” (141). La referencia al noble amateur, su desautorización como “poeta”, se hace evidente más adelante en la siguiente exclamación: “¡Oh nota de poca vergüenza o de mucha barbaria! Preténdenles, pues, quitar la elocución, que es desnudallas; mas no me espanto, pues desnudez de personas acostumbradas a vestir tan bien sirve de capa (a lo menos lo pretenden) a su ignorancia” (328). El libro de Carrillo y Sotomayor y su defensa de una poesía erudita, conduce el problema del lugar del noble amateur dentro de las jerarquías poéticas barrocas al centro del debate literario por excelencia del XVII, el que enfrentó a culteranos con tradicionalistas. Un vistazo a los puntos clave defendidos por la poética de estos últimos, parece ubicar, de modo casi automático, al noble amateur entre sus filas. Así lo apuntó Luis Rosales en su descripción de lo que él denominó la “escuela cortesana”, es decir, aquella “línea de continuidad de la
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sensibilidad garcilasiana” que iba de Garcilaso y Camões a Lope y a la que se suscribieron el conde de Salinas, el conde de Villamediana, y prácticamente todos los nobles que por aquellas fechas practicaban la poesía, incluido el príncipe de Esquilache (III, 48). Las características que Rosales señala como distintivas de esa línea de la “sensibilidad garcilasiana” remiten claramente a la importancia, apenas apuntada, del cultivo de lo anímico en la reformulación del papel del noble en la corte barroca, y entre ellas se destaca el énfasis en el “paisaje interior”, la elección del amor cortés como código de comportamiento literario y social (tan evidente en el lenguaje académico), la concepción de la poesía como “ideal de vida”, como conducta moral, antes que como arte, el “despego de la técnica literaria” y el gusto por formas de espontaneidad lírica como la epístola poética, la imitación directa, de la obra y vida, de los modelos (Garcilaso y Camões), el arcaísmo, la fusión de la lírica culta con la popular, y la adopción del vínculo amical como forma ideal de relación intraliteraria (III, 115–20). En resumen, se trata del Garcilaso encarnado, continuado e interpretado “naturalmente” por el noble amateur barroco, en el que se conjuga de forma ideal la defensa poético-política de una lengua llana y de una tradición castellana. Su principal representante, Lope de Vega, se refiere en numerosas ocasiones al lugar natural del noble amateur entre las filas de la poesía llana, casi siempre oponiéndolo a la poesía “anti-castellana” de los cultistas. Quizás su defensa de la poesía tradicionalista del príncipe de Esquilache, como veremos más adelante, sea el ejemplo más claro. En la dedicatoria a éste (por entonces virrey en el Perú) de La pobreza estimada y refiriéndose a la implosión de la “tempestad violenta” del gongorismo, Lope sugiere la imagen de un Parnaso castellano indefenso por la ausencia de sus bellatori: Alguna defensa se ha hecho á esta fiera introduccion de voces; mejor hubiera sido olvidarla, pues como violenta injuria de nuestro idioma, habia de ser efímera. Grave socorro se hubiera tenido en vuexcelencia; que el excelentísimo Conde de Lemos estaba en Galicia y el Duque de Taurisana en Italia. (1952: IV, 139–40)25
25 El carácter de militante castellanismo que Lope asocia aquí con la poesía producida por el noble amateur, es una constante en la relación entre aristocracia y poesía y, más en general, en la relación entre poesía y amateurismo. Dicha constante se remonta casi siempre a la corte de los Trastámaras, y es otra evidencia más del apoyo que las jerarquías literarias del siglo de oro encuentran en la conciencia literaria del XV a la hora de establecer el valor y la influencia social de su labor intelectual. Gonzalo Argote de Molina se refiere a esa constante en su Discurso sobre la poesía castellana (que, recordemos, se editó en 1575 como apéndice a la obra de uno de los nobles medievales castellanos más distinguidos, don Juan Manuel) a propósito del castellanismo de la copla y de su relación con el amateurismo: “compostura cierto graciosa, dulce, y de agradable facilidad, y capaz de todo el ornato que qualquier verso muy graue puede tener, si se les persuadiesse esto a los poetas deste tiempo q cada dia le van olvidando, por la gravedad y artificio de las rimas Ytalianas, a pesar del bueno de Castillejo,
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Esta misma afirmación de Lope señala ya, sin embargo, las contradicciones a las que puede conducir el limitar al noble amateur a las filas tradicionalistas. La primera contradicción la encarna el mismo Lope, ya que si hay un poeta en la primera mitad del XVII más conscientemente lejano del modelo amateur (y que más sabiamente manejó ese mismo modelo) ese fue el Fénix. Por otra parte, conviene recordar que el duque de Taurisana de quien Lope espera batalla contra el gongorismo, no es otro que don Francisco de Castro (conde de Lemos tras la muerte de su hermano Pedro), reconocido protector de Góngora y seguidor de los preceptos culteranos, y a cuya relación con el poeta cordobés se refiere su primo Esquilache en la carta IV de las Obras en Verso: “No admito ya la crusca, ni la seta/ del griego Homero, ni a seguir me obligo/ al que dais solo nombre de Poeta” (205). El conde de Lemos, además, no fue el único noble amateur que simpatizó con la poética culterana. En 1614 Diego Gómez de Sandoval y Rojas, conde de Saldaña e hijo del duque de Lerma, había hecho circular por la corte unas décimas en defensa de las Soledades y del Polifemo (Jammes 622–3); Góngora, a cambio, lo había llamado en su Panegírico al duque de Lerma “Mecenas español, que al zozobrado/ barquillo estudïoso ilustre es norte” (2000: I, 491). El conde de Villamediana, por su parte, mostró su admiración por Góngora en una composición en latín en la que se dirigía al cordobés como “Viro nobili poeta perillustri” (Tassis 1992: lxxvii) y el conde de Salinas, practicante de una poesía de corte claramente cortesano, se contó también entre los protectores de Góngora. La asociación del noble amateur barroco con la línea poética tradicionalista que arranca de Garcilaso es, por tanto, acertada pero no restrictiva ni exclusiva, como muestran los ejemplos arriba señalados. En realidad, la adscripción del noble amateur a una u otra línea poética no dependía tanto de él (exceptuando
que desto graciosamente se quexa en sus coplas, el qual tiene en su fauor y de su parte el exemplo deste Principe de Iuan Manuel, y de otros caballeros muy principales Castellanos, que se pagaron de esta composicion, . . . A lo menos los ingenios deuotos a las cosas de su nacion y a la dulçura de nuestras coplas Castellanas” (31–2). Ya en el siglo XVII, Tomás Tamayo de Vargas se va a hacer eco de esta defensa de la estrofa castellana en los comentarios de su edición a la poesía de Garcilaso (1622): “que si entre nosotros es tenido en menos este modo de composición, no es por no merecerlo, sino por ser vicio común dar más estima a las cosas extrañas que a las nuestras. La sencillez de la compostura de las coplas castellanas parece incapaz de conceptos heroicos: no lo es. El Poeta filósofo de nuestra Ciudad don Jorge Manrique ¿pudo escoger versos más acomodados a materia más grave? El ingenioso caballero don Diego de Mendoza, ¿qué quiso decir que no pudiese en sus coplas castellanas? ¿Qué don Fernando de Acuña, contemporáneo de Garcilaso, con mayor lisura aún atado a conceptos ajenos en su Caballero Determinado? . . . ¿Qué faltó de ingenio en las coplas Castellanas de don Íñigo López de Mendoza, Marqués de Santillana, de Fernán Pérez de Guzmán, Gómez Manrique, Lope de Zúñiga, don Diego López de Haro, don Antonio de Velasco, Álvar Gómez de Guzmán, don Luis de Vivero, Rodrigo Dávalos, Hernán Mexía, y otros muchos nobles de nuestra nación, poetas verdaderamente dignos de toda mención y de mayor aplauso, si la rudeza de su edad no los desayudara?” (Vega 1622: 80v–81v)
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casos de convencida y combativa conciencia poética como el del príncipe de Esquilache) como de los autores que buscaban defender económica o socialmente su propia poética asociando sus nombres, y poéticas, con ciertos nobles. El modo en el que Lope hizo encajar en su propia trayectoria literaria el amateurismo de sus nobles protectores, puede considerarse, en este sentido, paradigmático. Los nobles amateurs, por su parte, no evitarán ver su producción asociada con los grandes poetas del momento, llámense Lope o Góngora. El valor del noble y de la práctica amateur dentro del espacio literario irá menguando a medida que se consiga restringir el valor de lo poético a un modelo agencial de producción, capaz de producir trayectorias en lugar de reproducirlas o simularlas. A partir de ese momento, el derecho a la poesía del noble amateur ya no será un privilegio, sino, como demuestra el caso del príncipe de Esquilache, una elección con todas sus consecuencias, incluidos el riesgo de la incapacidad y el olvido.
Paraísos cerrados: el noble amateur y sus espacios de representación Paseó los deliciosísimos jardines de la Poesía, no tanto para usarla, cuanto para gozarla, que es ventaja y aun decencia; con todo eso, ni fue tan ignorante que no supiese hacer un verso, ni tan inconsiderado que hiciese dos. (Gracián [1646] 2001: 133)
Acabamos de ver cómo Lope invocaba a ciertos nobles amateurs como abanderados de una poesía castellana en oposición al avance del culteranismo, y cómo las consecuencias poético-políticas del ataque de éstos se intensifican con la reducción sinecdóquica de toda la República Literaria a su Parnaso, del que se asegura, como se vio en la dedicatoria de La pobreza estimada, que la “tempestad violenta” del gongorismo “pretendió llevarse los consagrados templos, los laureles antiguos, y los mismos jardines y baños de Euterpe y Clio” (1952: IV, 139). La ansiedad de Lope ante la posible “decanonización” de ciertos modelos poéticos castellanos que subyace en la visión de su Parnaso desmantelado, descubre la necesidad, sobre todo tras la implosión del gongorismo, de proyectar en la invención de un Parnaso castellano el orden diacrónico y la armonía de fuerzas internas y externas ausente en la sincronía del momento histórico. Dentro del espacio cerrado al vulgo de la República Literaria, el Parnaso está llamado a convertirse en el paraíso abierto a unos pocos, en el canon medular alrededor del cual se van organizando, armonizando y desplazando los distintos sectores de la República Literaria, incluyendo (si bien casi siempre a modo exclusivamente simbólico, nominal) a un nutrido grupo de nobles amateurs. La presencia de éstos tanto en las numerosas alegorizaciones barrocas de ese espacio literario jerarquizado (desde los “jardines” de Lope hasta los viajes oníricos de Cervantes y Saavedra Fajardo) como en las exhibiciones sociales de esas alegorizaciones (desde la celebración de academias hasta los certámenes y las justas literarias), señala el valor instrumental (y por ende, con el tiempo, prescindible) de estos nobles como catalizadores del tremendo capital simbólico
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generado dentro del espacio literario. Ni las proyecciones alegóricas del espacio literario ideadas por los mismos escritores, ni las representaciones sociales a través de las cuales se expresó parte importante de la conciencia literaria barroca, ni el traslado de ciertos hábitos y comportamientos propios del espacio cortesano al literario, pueden entenderse sin considerar la tensión que provocaba la existencia del noble amateur dentro del espacio literario. Del mismo modo, los mecanismos de representación social y moral que la alta nobleza hubo de poner en marcha para reajustar su identidad en el seno de la sociedad barroca, tampoco podrían entenderse si prescindimos de su relación con el fenómeno literario. Los espacios alegóricos en los que el noble es inscrito (y se deja inscribir) como poeta o como protector de poetas, le permite, por una parte, sumar a su influencia política la nueva moneda del prestigio literario y, por otra, mantener y renovar los símbolos de una distinción social que, en el caso del aristócrata, seguían funcionando alrededor del tópico “armas y letras” y del precepto humanista–cortesano del otium cultivado. Pocos como Lope supieron facilitar a estos nobles amateurs los espacios apropiados para la escenificación de ese delicada situación social; pocos como Lope lograron colar, como parte indispensable de esa escenificación, los intereses profesionales del poeta, conciliando para ello el discurso poético con el político, la necesidad platónica del poeta nascitur con la necesidad económica del poetón pobre, y la nostalgia y el conservadurismo bucólico con el intento de renovación del papel social del escritor. Es el caso, por ejemplo, del jardín en el que tiene lugar su Laurel de Apolo (“el Jardín de Espinardo, digno sustituto de Elicona, florido cuydado de los Abriles, sufrido menosprecio de los Jardines Hibleos, y estado dichoso de su ilustrísimo Marqués Don Iuan Fajardo” [1950: 4]) y a través del cual, y en virtud del carácter elitista y proteccionista de ese espacio, se justifica toda la operación socioliteraria que se plantea ya en el prólogo de la obra: Apolo, excelentísimo Señor, deseó laurear en España algún poeta, con justo sentimiento de que la universidad de Alcalá hubiese olvidado este género de premio entre las diferencias de sus grados, pues le tenía con notables circunstancias y honores cuando yo estudiaba las primeras letras; por cuyo olvido la academia de Madrid, y su protector Félix Arias Giron, laurearon, con grande aplauso de señores e ingenios, a Vicente Espinel . . . y así en este mandó a la fama que publicase cortes en el Parnaso, para que a ellas viniesen los pretendientes de mayor mérito. Celebrándose en el monte Helicona, a 29 del mes de abril de año del 28. Lo sucedido en ellas escribí en este discurso, y pareciéndome que, no solo para mí, sino para tantos ingenios, era necesario protector y Mecenas, hice elección de vuestra excelencia, con aprobación de las musas. (1950: 187)
El papel central del noble en el espacio de lo literario que aquí propone Lope se manifiesta en una doble relación: Félix Arias Girón, protector, amateur y juez poético de la Academia de Madrid, patrocina la “coronación” de Vicente Espinel,
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hecho que Lope usa para anteponer la autoridad de lo amateur y el espacio de la academia (prolongación de la corte) a la autoridad del poeta letrado y el espacio universitario. Por otra parte, el almirante Enríquez de Cabrera, el “excelentísimo Señor” y protector “impreso” de Lope, ampara externamente todo el proyecto interno, reduplicando así la necesidad social del mecenazgo. De este modo, la autoridad simbólica del noble en el espacio alegorizado del jardín y la academia, se proyecta en la autoridad factual del noble en el envés social de ese mismo espacio. La maestría de Lope, en este sentido, consiste en su capacidad de mantener contrarios sociales, de relacionar la armonía del espacio literario alegorizado con la tensión del espacio socioliterario. La misma operación poética es la que encontramos en la “Descripción de La Abadía, jardín del Duque de Alba”, incluida en las Rimas (1609). El jardín del de Alba proporciona una imagen del espacio literario totalmente idealizada y en la que las fuerzas sociales que se han venido encontrando en él desde finales del siglo XV (desde los nobles amateurs, a los letrados, a los poetas en vías de profesionalización) aparecen totalmente conciliadas. La Abadía del de Alba conserva y protege, literalmente, la esencia poética y política de lo español, así como su dueño, el duque de Alba, conserva y re-encarna el modelo de poeta que asegura esa protección, el noble amateur o, lo que es lo mismo, Garcilaso: Y aun es posible que después que tiene España este Parnaso, haya crecido la copia de poetas, con que viene su nombre a ser ya claro y ya ofendido. ¡Oh gran caballo!, vuestro curso enfrene, pues tantos van al agua del olvido, el espíritu vivo de aquel Laso, que vive en vos por milagroso caso. (1983: 204)
En “El jardín de Lope de Vega”, dedicado a Francisco de Rioja e incluido en La Filomena (1621) como “epístola octava”, vuelve Lope a idealizar la convivencia de armas y letras, de nobleza y escritores, a través de la práctica común de la poesía, y a situar esa idealización en el espacio del jardín. Juan de Jáuregui, Góngora, Bartolomé Leonardo, Pedro Soto, entre otros, comparten así espacio con Garcilaso, el conde de Lemos, el de Salinas, el de Villamediana o el de la Roca, y, al margen ya de la práctica poética, con Olivares, el duque de Pastrana, el marqués de Santa Cruz o el duque de Sessa (1983: 840). En esta bucólica homogeneización de armas y letras, nobleza y autores, sangre y tinta, no es difícil ver otro ejemplo más de lo que Anthony Cascardy identificó como una frecuente tendencia entre los escritores del barroco español: la de intentar suturar las contradicciones que, según Cascardy, generó en el siglo de oro español el choque entre un antiguo modelo histórico-social basado en una estructura estamental y de castas, y otro, más nuevo, basado en un sistema de clases sociales (2). Aunque la paulatina imposición del segundo sobre el primero
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sería la que acabaría posibilitando la profesionalización del escritor y su “liberación” del vínculo mecénico, todavía en el XVII la necesidad de este vínculo por parte del escritor lo impele a la construcción y proyección de espacios conciliatorios, como el del jardín, en los que el conflicto histórico social está ausente. Al menos aparentemente, ya que autores de profunda conciencia profesional como Lope van a lograr introducir en esas proyecciones históricas ideales la variante, todavía incipiente, de una nueva identidad social. Así, el espectáculo histórico alegórico que Lope pone en pie en “El jardín de Lope” parece cobrar su verdadero y profundo sentido cuando es contrastado, en los últimos tercetos, con una suerte de jardín “intrahistórico” del poeta: “Que mi jardín, más breve que cometa/ tiene solo dos árboles, diez flores,/ dos parras, un naranjo, una mosqueta./ Aquí son dos muchachos ruiseñores,/ y dos calderos de agua forman fuente/ por dos piedras o conchas de colores” (1983: 840). La tensión social de la que se alimenta el espacio literario barroco (y el papel que el noble amateur desempeña en ella) no siempre es representada por los escritores de la época desde la idealización del espacio arcádico del jardín. La tradición literaria proporcionaba otros espacios alegóricos que permitían mostrar de modo más abierto la existencia de esa tensión a través de una perspectiva más crítica, cercana a la sátira, e inviable en el espacio del jardín. Me refiero a los espacios relacionados con el género y tópico del viaje y, en particular, con el del viaje onírico de ascendencia lucianesca. Así, por ejemplo, Cervantes, que ya había usado el tono y el espacio bucólico para recrear las tensiones socioliterarias de la época en el “Canto de Calíope” de 1585 (incluido en La Galatea), vuelve a ofrecer con su Viaje del Parnaso una nueva visión de ese mismo espacio, pero ahora desde el prisma mucho más crítico de la sátira lucianesca. Aunque el carácter espacial del viaje se presenta, a priori, en clara oposición al espacio cerrado e inmóvil del jardín, Cervantes comienza su Viaje sugiriendo un desplazamiento de lo literario desde la heterogeneidad social representada por la corte-urbe madrileña, hasta un espacio perfectamente acotado, protegido y simbolizado por el puerto de Cartagena: “Adiós”, dije a la humilde choza mía; “adiós, Madrid; adiós tu Prado y fuentes, que manan néctar, llueven ambrosía; adiós, conversaciones suficientes a entretener un pecho cuidadoso y a dos mil desvalidos pretendientes; adiós, sitio agradable y mentiroso, ... adiós, teatros públicos, honrados por la ignorancia que ensalzada veo en cien mil disparates recitados; ... adiós, hambre sotil de algún hidalgo, ... Con esto, poco a poco llegué al puerto
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a quien los de Cartago dieron nombre, cerrado a todos vientos y encubierto. (25–6)
El punto de partida y regreso de todo el viaje cervantino es este espacio cerrado, trasunto de un espacio literario constituido, exclusivamente, desde el juicio y la autoridad poéticas. A él remiten las guerras civiles poéticas narradas en los siete capítulos de la obra y la galería de poetas que Cervantes, canónico e irónico a la vez, va seleccionando a lo largo de esos capítulos. En esa galería, y tal como ocurría en las galerías circunscritas al espacio del jardín, se reserva un lugar destacado para el noble amateur. Sin embargo, en esta ocasión, la idealización que alienta el breve panegírico en el que se describe el cuarteto de ases políticos y literarios formado por el conde de Salinas, el príncipe de Esquilache, el conde de Saldaña y el conde de Villamediana, produce un efecto aislante con respecto a las batallas poéticas que se describen en el Viaje, produciéndose así un desplazamiento del valor de esa distinción hacia la periferia de lo literario. La práctica poética del noble parece proyectarse así a un presente alternativo al presente continuo de las batallas poéticas, a un presente-emblema “ya escrito”, fosilizado y de retórico futuro: Cuatro vienen aquí en poca distancia con mayúsculas letras de oro escritos, ... Esta verdad, gran CONDE DE SALINAS, bien la acreditas con tus raras obras, tú, el PRINCIPE DE ESQUILACHE, que cobras de día en día crédito tamaño, que te adelantas a ti mismo y sobras, serás escudo fuerte al grave daño que teme Apolo, con ventajas tantas, que no te espere el escuadrón tacaño. ... Tú, CONDE DE SALDAÑA, que con plantas tiernas pisas de Pindo la alta cumbre, ... Tú, el de VILLAMEDIANA, el más famoso de cuantos entre griegos y latinos alcanzaron el lauro venturoso, ... ¡Oh cuántas y cuán graves circustancias dijera destos cuatro, que felices aseguran de Apolo las ganancias! (49–50)
En fechas cercanas a las del Viaje compone Diego Saavedra Fajardo la primera versión de su República Literaria (1612), que sólo se publicaría, muy ampliada, casi sesenta años después. En la obra se narra la visita onírica al sacro templo del Parnaso y después, y “en medio de una florida vega”, a “una ciudad hermosa, la cual me dijo que era la República Literaria” (196). La alegorización del campo
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literario en la obra de Saavedra también se centra, como en el caso de Cervantes, en la descripción del Parnaso; sin embargo, y a diferencia de éste, Saavedra incluye en ese mismo proceso la más heterogénea y falible República Literaria. Así describe Saavedra Fajardo el templo del Parnaso y la actividad que tiene lugar a sus puertas: halléme delante de un hermoso templo que en la quietud de un bosque se levantaba entre laureles, con maravillosa arquitectura, en cuyo frontispicio, por el espacio del friso estaba escrito con letras de oro sobre una pizarra negra: NEMESI ET APPOLLINI SACCRUM. A la puerta se descargaban infinitas acémilas de libros que de todo el mundo se enviaban a ofrecer a aquel templo; recibían esta ofrenda muchos sacerdotes ancianos, los cuales con riguroso examen solamente admitían los libros que con propia invención y arte estaban perfectamente acabados y que tenían verdaderos padres, y a los demás arrojaban en unas simas profundas y obscuras. (186)
El Parnaso de Saavedra, por tanto, no está hecho de hombres, sino de libros. Esta biblioteca de bibliotecas se gestiona en base a dos condiciones sinequanon que resumen, para Saavedra Fajardo, la legitimidad social de las letras: una mesurada capacidad de renovación y una profunda conciencia autorial. Tras recorrer los previsibles clásicos, el autor pregunta al sacerdote que lo guía por las estanterías de la biblioteca sagrada por la presencia de autores españoles. El origen y desarrollo de las letras castellanas que propone a continuación Saavedra corre paralelo a la suerte de las armas y, por tanto, a su práctica y ejercicio entre la clase noble. Así, no es de extrañar que Saavedra comience la histórica poética castellana con la corte literaria de los Trastámaras ni que el primero de los poetas nombrados sea Juan de Mena, “doctísimo varón y que fue casi el primero que quitó el miedo a las musas para que entre el ruido de las armas levantasen la dulce armonía de sus instrumentos” (194). Después de citar, entre otros, a Manrique y Santillana, Saavedra se refiere al cambio cualitativo de una primera etapa literaria “con facilidad, pero sin cultura, ornato ni elegancia”, a otra nueva “ya en tiempos más cultos” (194). El papel del noble amateur en dicho cambio parece decisivo. Así, apuntando al cambio forzoso de hábitos y distinciones sociales al que se enfrentó el noble tras el abandono de las armas y de su identidad social como bellator, afirma Saavedra que “poco a poco, cesando en España la ocupación de las armas, y sucediendo la de las buenas letras, se animaron los ingenios y fueron puliendo sus obras” (194). De este modo, la breve historia de las letras castellanas que ofrece aquí Saavedra se presenta como la transferencia del valor socio-moral de las armas al de las letras. Es por ello que esa historia culmina con el nacimiento para la literatura de Garcilaso (con el que se opera, finalmente, esa transferencia de valores) y su reivindicación como modelo, siguiendo al Herrera de las Anotaciones, para el espacio literario. El tono idealizador de esta primera parte de la obra contrasta poderosamente con el tono satírico de la segunda parte, en la que los autores de los títulos que Saavedra acaba de admirar andan ahora envueltos (“melancólicos, macilentos y
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desaliñados” [196]) en pleitos humanos. Así, Virgilio se describe caminando a pie junto a la litera de Mecenas, quejándose de Horacio, y Garcilaso, aún peor, “maniatado y cercado de esbirros” (214). Gramáticos, críticos, retóricos, historiadores, poetas, médicos, astrólogos, juristas y filósofos ocupan ahora el puesto de fruteros, remendones, especieros, casamenteros, vendedores de “jaulas de grillos”, carniceros, agricultores, sastres y jardineros (197). No hace falta incidir en el hecho de que esta vulgarización de los asuntos literarios parte de la preocupación de cierto sector elitista del mismo espacio literario, incluyendo a Saavedra Fajardo, que veía con mucha reticencia la irremediable mercantilización de los “bienes literarios”.26 Estas proyecciones alegóricas del espacio literario tendrán su respuesta social en una de las actividades socioliterarias más frecuentes de la primera mitad del XVII: la celebración de academias y de justas poéticas; las primeras en un ámbito privado y las segundas en uno público, nacional y de participación abierta, aunque a medida que avanza el siglo XVII, las primeras irán adoptando el carácter abierto y público de las segundas (Robbins 49).27 Como señala Alain Viala refiriéndose a las academias francesas, “Dans le domaine académique, le champ littéraire est ainsi, à l’époque classique, le lieu d’une tension permanente entre la dynamique de l’autonomie et le maintien d’une dépendance obligée” (50). En efecto, recordemos que ya desde el siglo XV, como apuntaba Villena en su Arte de trovar, este tipo de representaciones sociales de lo literario había estado ligado a la legitimación política de la poesía, y que en el siglo XVII, con el gobierno de Lerma y Olivares, no serían ajenas al intento de convertir a Madrid en un centro político y cultural, “one of dazzling display, intellect, urbanity and refinement” (Robbins 24).28 Tomás Andrés Cebrián, en su panegírico a la poesía en la academia zaragozana de “los Anhelantes” (1636–37), afirma, después de citar el manuscrito escurialense del Arte de trovar de Villena: Si es, pues, de nuestros mayores de tantos siglos ejercitada y estimada la poesía, si originada de tan altos principios, si tan honrosa, que Dios, los santos y los mayores príncipes de la tierra se preciaron unos de ser poetas, otros de premiarlos y ampararlos, ¿quién no pretende su esplendor? ¿Quién no aspira a su luz y busca su claridad? ¿Quién no la ampara y patrocina Academias? ¿Y quién no las frecuenta? Aquí es donde se avivan los ingenios, se cultivan los naturales, se mejoran los pensamientos, realzan los estilos, crecen las plumas y vuelan los entendimientos. Aquí donde se ventilan las dudas, aclaran las dificultades, se descubren antigüedades, se aprenden novedades, se enamoran las potencias y gozan los sentidos. (Porqueras Mayo 1989: 241)
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Sobre este último aspecto, véase Maurer (1988: 107–27). La biografía sobre las academias y las justas literarias del XVII español ha aumentado mucho desde los clásicos de José Sánchez y Willard King. Además de la más reciente monografía de Robbins, remito a las bibliografías detalladas en Delgado y Barella. Véase también Cruz. 28 A propósito del proyecto de Olivares de convertir a Madrid en centro cultural, véase Brown & Elliot. 27
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En este sentido, la afirmación de Jeremy Robbins según la cual las academias españolas, a diferencia de las italianas y francesas, eran “a purely literary phenomenon, in the sense that as an institution it existed solely for the pursuit and enjoyment of prose and poetry, and moreover poetry which was usually frivolous, light and superficial” (8), debería ser matizada. Si tomamos como ejemplo una de las academias más famosas del Madrid de la primera mitad del XVII, la Academia del Buen Retiro, notaremos cómo el mismo gesto frívolo del que se origina dicha academia (la imitación festiva del sistema político del estado) es ya una declaración de principios que excede lo puramente literario. Las actas, compuestas por Luiz Vélez de Guevara, regulan el dominio literario a través de la apropiación paródica de lo político, convirtiendo en género literario las premáticas y ordenanzas, los memoriales y las cédulas. Se produce así un particular trasvase de lo político a lo poético y viceversa, a través del cual se confirma el sistema de intercambio de prestigios entre la esfera literaria y la del poder. Por una parte, y confirmando la presencia del primero en el segundo, las actas de la academia comienzan con un soneto de Guevara al Rey, y con la elección como jueces del príncipe de Esquilache, de don Luis Menéndez de Haro, del conde de la Monclova y de don Antonio de Mendoza; por otra, y sugiriendo la contingencia del prestigio literario, toda la celebración académica se circunscribe exclusivamente al dominio de lo literario: “Don Apolo por la Gracia de la Poesía . . . A todos los poetas épicos, líricos, trágicos, cómicos, ditirámbicos, autistas, entremeteros, bailinistas y villancieres y los demás de nuestro Dominio, así seglares como eclesiásticos, salud y consonantes” (MS 10293, f. 96r). El decantado amateurismo de ésta y de las otras academias literarias de la España del XVII no restó importancia a la trascendencia del fenómeno de la academia para la constitución del campo literario barroco. Precisamente, esa fuerte presencia amateur es la que permitió al espacio literario construir sus fronteras con respecto a los núcleos de poder y valorizar, lenta pero progresivamente, su capital poético. Fue también ese espacio festivo el preferido por el noble amateur para hacer público (y legítimo) el valor del prestigio literario en su nueva identidad social. El carácter ceremonioso de estos eventos socioliterarios, sobre todo de las justas y certámenes, ofrecía al aristócrata la posibilidad de representar ante la corte su importancia como elemento mediador, catalizador, entre los principales poderes y prestigios que movían el sistema de distinciones de la sociedad barroca, desde el político, encarnado en el Rey y en los mismos aristócratas, al religioso y literario. Así lo prueba, por ejemplo, las celebraciones que tuvieron lugar en Madrid con motivo de la canonización de San Ignacio y San Francisco Javier: Por estar este día diputado a la distribución de los premios de la justa poética, no hubo Vísperas esta tarde. Quisieron sus Magestades favorecer este día a la Compañía, y hallarse en este acto. Levantóse para este fin en el teatro de la Congregación que hay en el Colegio Imperial, pieza capaz y muy bien trazada al lado del Evangelio, junto a la puerta principal, un tablado alto, bien alfombrado con ricas almohadas delante para sus Magestades y Altezas: hacíale espaldas un gran dosel. Un poco más bajo al peso del plano que hay encima
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de las gradas, por donde se sube al altar, corría otro tablado para las damas y señores de la Cámara. A los juezes se les preparó asiento a mano derecha, como se entra en el teatro en la grada superior, que está ceñida con verjas azules y doradas. Debajo del púlpito hubo un tablado para el Diálogo que se representó. Fue grande el concurso de Grandes, Títulos, Caballeros, Oidores y Religiosos, fuera de la muchedumbre de Poetas, que asegurado cada uno de la sentencia que había dado a su poesía (sin advertir que había apelación) acudieron, no admitiendo terceros premios, ni contentándose con segundos . . . Empezó la música, y siguióse luego un breve diálogo de Lope de Vega, en que Guipúzcoa, Navarra y la India Oriental daban cuenta a España de las grandezas de san Ignacio y san Francisco Javier, y agradecían a los Poetas la honra que les han dado con sus plumas. (Monforte 1622: 71r–71v)
Otro buen ejemplo de este intercambio ceremonial de prestigios, lo ofrece la relación de uno de los varios certámenes literarios convocados en Madrid con motivo de la beatificación de San Francisco de Borja. Como ocurría en el prólogo al Laurel de Apolo de Lope, también en esta cita se pone de manifiesto la doble naturaleza de la relación de lo nobiliario con lo literario; por un lado como protección económica a través de la “dadiua del señor Principe de Esquilache”, al que se presenta como “digníssimo Mecenas”, y, por otro, como legitimación literaria a través del juicio de Lerma y Lemos: . . . y predicó el P.M. F. Ortensio Felix predicador de su Magestad, y en el dulce corriente de su eloquencia, como cisne cantó las exequias de tan gran fiesta, si se permite dezir que tuuo fin la que jamas le tendrá en la memoria, particularmente que esta tarde esforçaron los ingenios Poeticos tan piadosa causa, eternizando sus escritos la memoria de Santo tan grande, en la Casa professa donde sobre un capaz teatro que para esto se leuantó en el principal patio se leyeron las Poesias del Certamen, que se auia publicado y fijado en esta Corte . . . Las Poesias, fueron ingeniosas, y los premios de mucho precio y curiosidad, como dadiua del señor Principe de Esquilache, dignissimo Mecenas de las buenas letras e ingenios. Fueron Iuezes, el señor Duque de Lerma, que lo puede ser en las mejores Academias, el señor Conde de Lemos que ha oprimirle necessidad, renacieran en la Poesia el Numen de Virgilio, las sentencias de Oracio, los afectos de Ouidio, y eloquencia de Homero. (Simón Díaz 1982: 45)
El noble barroco no era en absoluto ajeno a la complejidad del juego social que se ponía en pie en este tipo de ceremonias. Es más, la ceremonia era parte imprescindible de su vida pública y privada como figurante de la corte. Fernando Bouza se ha referido a la importancia de la ceremonia, a través del uso alternativo de lo oral, lo visual y lo escrito, en los espacios palatinos del XVI y XVII y al modo en el que los letrados profesionales y los aristócratas cohabitantes de esos espacios favorecieron unos aspectos más que otros: el grupo de los letrados . . . se identificó estrechamente con lo escrito, sus usos, reglas, oficios y tradiciones. Por el contrario, la aristocracia cortesana,
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entendida aquí como antigua nobleza de sangre, además de . . . servirse ampliamente de lo escrito y sus muchas utilidades, también vino a hacer una especial insistencia en lo oral y en lo visual. (1998: 84)
La preferencia aristocrática de lo oral y lo visual se completa, en cuestiones poéticas, con la obligación amateur al manuscrito. Estas tres características definen, precisamente, la naturaleza ceremonial de la producción poética académica, la cual, como hemos visto, servía tanto para adornar la persona política del noble, como para reclamar la contingencia social y el prestigio de la poesía.
Protectores y protegidos, imitadores e imitados: bidireccionalidad del vínculo mecénico Si nada es la cortesía, menos que el aire y el viento, el que de ella es avariento, ¿de qué liberal sería? La grandeza más honrada que los príncipes tenemos, es que dar mucho podemos a todos con lo que es nada. (Felipe II)29
La coincidencia en lo ceremonioso del espacio cortesano y literario podría entenderse, al menos en parte, como resultado de la paulatina traslación al espacio literario renacentista y barroco de una serie de comportamientos y reglas típicamente cortesanos que, catalizados a través del aristócrata amateur, sirvieron para entender, trazar y representar las relaciones entre los distintos habitantes de lo literario, sobre todo entre los nobles amateurs y los autores en vías de profesionalización. Como ha señalado António Hespanha (1993), el espacio de la corte estaba constituido por un sistema de bienes de intercambio que no sólo determinaba las relaciones del príncipe con sus cortesanos, sino también de los cortesanos entre sí, y de los cortesanos con los no cortesanos. Relaciones como el clientelismo y el mecenazgo, actitudes como la liberalidad y formas de relación social y política como la amistad, serían fundamentales, de acuerdo con Hespanha, para entender ese sistema de intercambio de valores de legitimación sobre el que se funda la corte (196–9). Los versos de Felipe II que abren esta sección resumen perfectamente esta nueva naturaleza de las relaciones cortesanas según la cual el intercambio de bienes reales se funda y subordina a la existencia de una escala paralela de bienes simbólicos. Así, la “cortesía”, en la que se resumen todas las relaciones que conforman esa escala simbólica y que (como bien señala el monarca advirtiendo la importancia de lo simbólico en el nuevo
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Cito por Pérez de Guzmán (1892: 22–3).
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espacio cortesano), es, literalmente, “nada”, se propone como piedra angular de las relaciones cortesanas. Esos mismos versos, cambiando “cortesía” por “poesía”, sustituyendo la voz del Príncipe por la del Poeta, e invirtiendo el patrón hegemónico que los justifica y al que ellos corroboran, son igualmente válidos para entender el complejo sistema simbólico sobre el que se funda el nuevo espacio literario. Los conceptos con los que Hespanha describe el funcionamiento de la corte barroca sirven para ilustrar la naturaleza de las relaciones entre escritores en vía de profesionalidad y nobles amateurs al interno del espacio literario. Como se ha puesto de relieve en numerosas ocasiones, el clientelismo y el mecenazgo constituyeron los vínculos fundamentales que definieron las relaciones entre escritores y poder durante todo el siglo de oro.30 Estos mismos vínculos se impusieron también como modelos relacionales básicos (reales o retóricos) entre escritores y nobles amateurs, hasta el punto de que la justificación de la existencia de éstos como ciudadanos de la República Literaria iba a estar marcada (y condenada, en la mayoría de los casos) por la rentabilidad socioeconómica y retórica de dichos modelos. Así, durante la primera mitad del XVII, la relación entre el poeta profesional y el noble amateur se entendió, básicamente, como un calco de la relación social de estos dos tipos, es decir, de la superioridad estamental del noble sobre el poeta o, lo que es lo mismo, como la imposición del vínculo patrón–cliente a la relación poeta profesional–poeta amateur y, consecuentemente, el eventual ejercicio de la liberalidad por parte del noble amateur vendría a complementar, dentro siempre de su cultivada “aura cultural”, su diletantismo.31 El carácter natural, sanguíneo, de la relación entre nobleza y poesía defendido, como ya vimos, desde el XV, viene a ser así paralelo a la naturalidad del vínculo entre liberalidad y nobleza.32 Andrés de Claramonte y Corroy lo confirma en la dedicatoria de su Letanía Moral (1613) a don Fernando de Ulloa: Cuando comencé este trabajo fue con intento de ponerle en el amparo de don Juan de Ulloa mi señor, primer conde de Villalonso, que fue un Príncipe mecenas de las letras, de quien recibí mil mercedes. Pero como en lo mejor de sus años nos le quitó la muerte de entre las manos, eché de la mía la pluma y no
30 Ver Simón Díaz (1988), Sieber, Gutiérrez (121–9) y, de forma más general, Feros (2000). 31 Recordemos que liberalidad y poesía (entendida como arte liberal, supeditada o no a la Retórica) remitían, en el ámbito del utopismo renacentista, a un mismo estado moral ideal. Como señala Adrian Marino: “For Erasmus, living liberally (liberaliter) means living a life devoid of privations and needs, in a carefree, Epicurean style, indifferent to political turmoil, to justice, trade, and so on. It is the old otium of peace of heart, made topical and integrated in European liberal thought, first as a spiritual, then as a political dimension” (88). 32 Afirma Anastasio Rojo que “Junto a las nociones de amistad y servicio, la cultura cortesana de la alta Edad Moderna europea se recreó en la idea de don hasta elevarla a la categoría esencial de sus particulares habitus mentales” (107).
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pasé adelante, hasta que en V. merced resucitaron sus favores y mercedes con la sangre, mostrando bien tener la suya hasta en la condición y liberalidad: y así por pagar algo de lo que debo, he querido ahora sacarle a la luz, a la sombra de V. merced seguro de envidia con tal protector. Dios me guarde a V. merced los años que este su criado ha menester. (1613: 4)
Y lo mismo se observa en la dedicatoria de las Divinas y humanas flores, primera y segunda parte (1624) de Manuel de Faria y Sousa a un reconocidísimo noble amateur, el Marqués de Tarifa: “cuando V.Ex. por alivio de mayor preocupación, salga a mirarlas, [a las flores del jardín cortesano], que será ponerles más alma, como todas las otras facultades la reciben de V.Ex. en esta edad, no menos por premiarlas liberal, que por tratarlas estudioso” (4v). Ahora bien, hay que recordar que el espacio literario se concebía y expresaba, preferentemente, como un espacio ajeno a las jerarquías sociopolíticas implícitas en un sistema de relaciones basado en el clientelismo y el mecenazgo. El espacio literario se presentaba como un espacio moralmente homogéneo en el que nobles amateurs e “ingenios” eran igualados en virtud de un lenguaje poético común. Lo vimos en la cita de Lupercio Leonardo a propósito de la academia de Zaragoza, y es posible entrever esa misma equiparación poético-moral en la retórica que conforma toda academia barroca. La necesidad de velar la obvia diferencia social que implicaba la existencia de nobles amateurs y profesionales alrededor del fenómeno literario y presentarla, en su lugar, como una indiferencia comunitaria de intereses puramente literarios, encontraría en la amistad un modelo de relación perfecto. Hespanha señaló atinadamente cómo la amistad desigual aristotélica, es decir, la amistad entre personas libres no iguales, “inspira más o menos directamente todas las formas cultas de imaginar las relaciones de patronazgo y clientela desde la edad media hasta nuestros días”, evitando así que esas relaciones se confundan con, por ejemplo, “el poder brutal que el señor ejerce sobre su esclavo o el tirano sobre sus súbditos” (1993: 157–8).33 Esta concepción del modelo amical está tan íntimamente ligada a la construcción y evolución del espacio literario que sería prácticamente imposible aventurarse a un estudio del primero sin considerar en detalle al segundo y viceversa. A través de los modos de relación amicales se establecen alianzas, se diferencian líneas poéticas dentro del mismo espacio literario (la polémica sobre el culteranismo pudiera ser el mejor ejemplo) y se traslada al terreno de lo moral y, de nuevo, de lo anímico, los intereses económicos o políticos entre nobles amateurs, protectores y poetas protegidos. Si bien, como señala Hespanha, la amistad compartía con la liberalidad el hecho de ser “punto de origen de una espiral benéfica de carácter recíproco” (162), también es cierto que la amistad, a diferencia de la liberalidad, obligaba a pensar en esos beneficios recíprocos en términos profunda y exclusivamente
33 Sobre el uso político del concepto clásico-medieval de la “amistad” en la corte de Lerma, véase Feros (2002: 215–28).
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morales. Los ejemplos son numerosos. Baste el siguiente llamamiento de Bartolomé Leonardo de Argensola al destinatario de una de sus epístolas, don Rodrigo Pacheco, marqués de Cerralbo: Y ansí quiero quejarme de que dejas olvidar tanto tiempo los amigos, que no sé con qué amigo te aconsejas, pudiéndote mostrar tantos testigos de que a una breve vuelta de cabeza se hacen los más seguros enemigos ... Mas querría preguntarte: ¿Qué topaste en Salamanca que te diese tanto gusto, que todo lo demás así olvidaste? porque de cuando en cuando fuera justo escribir a un amigo dos renglones . . . (Leonardo, Bartolomé 1974: I, 136)
El código amical se adoptó así como vínculo distintivo interno en virtud del cual la jerarquía social (y con ella el clientelismo, el mecenazgo) se transformaba retóricamente en utópica y democrática hermandad moral. Sin embargo, la complejidad de las relaciones entre el noble amateur y el poeta, sobre todo el poeta en vías de profesionalidad, no se agota en la exhibición de ese vínculo amical. De hecho, ese mismo vínculo está en numerosas ocasiones sujeto a una lectura que, sin exceder los límites de la retórica amical, subvierte internamente su contrato moral, dejando ver la tensión jerárquica, el enfrentamiento de deseos, que alimentaba la base de esa relación. Me refiero a la transformación de la relación amical en relación amorosa dentro de un esquema homosocial perfectamente asimilado por la retórica pastoril. La relación entre Lope y el duque de Sessa es, en este sentido, paradigmática (Weber). El mismo Lope, en su intento de reconciliar al conde de Saldaña con su protegido Vélez de Guevara, echa mano del código amoroso-amical del mundo pastoril y, convirtiendo a protector y protegido en Salicio y Lauro, poetiza – es decir, vela y desvela contemporáneamente – la tensión social subyacente en las relaciones entre nobles y poetas barrocos: “Salicio a Lauro enamora,/ Lauro a Salicio recrea,/ Salicio a Lauro desea,/ Y Lauro a Salicio adora” (Sieber 108). Operación similar, pero desde el otro extremo de la jerarquía social, es la que lleva a cabo Antonio Álvarez de Toledo, duque de Alba, en su soneto elogio a La Arcadia de Lope: Belardo, que a mi tierra hayáis venido y a ser uno también de mis pastores, grande ventura fue de mis amores, pues no los cubrirá tiempo ni olvido ... A Apolo llaman el pastor de Anfriso; si soy Anfriso yo, vos sois mi Apolo. (Pérez de Guzmán 1892: 184)
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La tensión jerárquica que conforma las relaciones entre amateurs y profesionales durante la primera mitad del XVII, perceptible tanto en los versos de Lope como en los del duque de Alba, no es, por tanto, unidireccional. De hecho, si limitamos esa relación a lo estrictamente literario, es decir, al juicio que determina el valor literario de cierta obra, encontraremos que la proclamación de la superioridad modélica del poeta profesional sobre la labor mimética del noble amateur desdice abiertamente la unidireccionalidad del vínculo patrón–cliente. Patrón, ahora, es el que administra y posee el caudal literario y cliente el que sigue sus patrones. En este sentido, la relación poeta profesional y noble–amateur cae plenamente dentro del juego de dependencias bidireccionales o plurales típico de los vínculos sociales de la España de los Austria, tal y como los describe José María Imizcoz Beunza: En el Antiguo Régimen, las profundas diferencias sociales no se traducían, en principio, por una distancia social o separación, sino al contrario, por estrechos vínculos de dependencia, por un grado de dependencia personal extremo, si lo comparamos con nuestras sociedades contemporáneas, en una sociedad basada en relaciones de paternalismo y deferencia, de dominio y subordinación. Por lo tanto, hay que pensar la “diferencia” no como “separación”, sino, en el seno de cada vínculo, como estructura interna de autoridad y de integración, de dominación y dependencia. (1996b: 27)
El ejercicio del poder en esta época, en cuanto “capacidad de acción”, en cuanto capacidad de “hacer la historia” (1996b: 29–30), no es exclusivo de las élites, por lo que es necesario, señala Imizcoz Beunza, analizar el poder “en todas sus dimensiones, no sólo como imposición de arriba a abajo, sino como intercambio, como mediación, como resistencia, como oposición o como acomodación de acciones o poderes concurrentes” (1996b: 30). Y esto, creo, también afectó a la construcción del poder alrededor del fenómeno literario, en el cual convivía el paradigma extraliterario del poder político y económico con un nuevo paradigma y un tipo de poder fundamentalmente cultural. Así, cada una de las alabanzas de un poeta protegido a un noble amateur iría siempre acompañada, de forma latente, por la constatación de un doble paradigma social y literario inamovible. En el primer caso, e imitando las jerarquías sociales externas, el noble se situaba, efectivamente, por encima del poeta; en el segundo, sin embargo, el noble quedaba “minorizado” con respecto al valor modélico del poeta. Lope de Vega confirma la existencia de ese doble patrón al asegurar al conde de Lemos, paradójicamente, su inexistencia: “No escribís, como dicen de los nobles,/ que como hombre de bien canta fulano;/ sino que moveréis piedras y robles./ Estilo superior, divina mano,/ pluma sutil de peregrino corte,/ arte divino, contrapunto en llano./ Sois del mar de escribir lucido norte” (Salvá, Fernández Navarrete & Sáinz de Baranda XXIII, 303). El precio a pagar por participar de ese autonomía naciente del prestigio literario no debió ser alto para muchos, sin embargo, para aquellos cuya conciencia de autor transcendía el amateurismo y buscaba el verse editada e impresa, caso
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del príncipe de Esquilache, esa “minorización” se convertiría en un lastre imposible de soltar no sólo ante sus contemporáneos, sino también ante los posteriores ideólogos del canon literario nacional. Podría afirmarse entonces que la figura del noble amateur es de naturaleza híbrida. Éste habita el espacio de intersección entre dos grupos que en un momento determinado de sus historias cifran parte importante de su existencia, de su representación social, en la necesidad recíproca. Procurarse el derecho político (y en ocasiones también el económico) sobre un espacio, el literario, que permitiera a un tiempo redefinir e inmovilizar cierta identidad social, suponía para el noble amateur la renuncia a sus derechos literarios tal y como se venían entendiendo ya por parte de los poetas en vías de profesionalización. Por otra parte, la existencia del noble amateur se ve necesariamente limitada a ese espacio celebrador de su ingenio e influencia. Si bien es cierto que en ese espacio se eliminan (o así se quiere) los conflictos sociopolíticos que afectan al espacio urbano, también lo es que en él se cancelan los conflictos que afectan al espacio literario, esto es, la posibilidad del juicio crítico o, si es que llegara a producirse, la suspensión de la credibilidad de dicho juicio por parte de los ciudadanos literatos. Los espacios de existencia del noble amateur, es decir, los jardines, las academias, algunos prólogos laudatorios, las cartas privadas como ejercicios de estilo y soportes ocasionales de alguna redondilla, son, por tanto, limitados y limitantes, y se refieren siempre a un sujeto en el que lo noble (en cualquiera de sus variantes sociales y morales) se antepone ostensiblemente a lo literario. Como bien señala el autor de la relación de un certamen literario al que sirvieron de jueces el príncipe de Esquilache y los marqueses de Cerralbo y Vela, la “suficiencia y ingenios” de éstos sólo pueden ser “ornamento ilustre de su grandeza, y emulación de las edades antiguas”, es decir, adorno de lo político y emblematización del antiguo tópico de las “armas y letras” (Simón Díaz 1982: 177). Lo contrario significaría reconocer en el noble la misma señal de prioridad de lo literario que caracterizaría al poeta profesional y que éste comenzaba a expresar a través de una muy particular “retórica de la necesidad” en la que se unían, dialogísticamente, la defensa de una necesidad esencial de la escritura (que se remontaba al furor clásico) con la denuncia de una necesidad económica de la que se había de responsabilizar la república política. Es la doble necesidad que Lope arguye en su Epístola a Claudio (1632) al comparar, por una parte, su vocación literaria con la inclinación natural del animal (“de donde viene a ser desde que empieza/ casi necesidad, naturaleza” [1998: 706]) y, por otra, al denunciar el “fiero yugo” de la “necesidad” que embaraza su “libre cuello” (1998: 702–3). La misma necesidad a la que, no exento de ironía, apuntaba el aprobador de la Segunda Parte del Quijote al relatar la sorpresa de unos caballeros franceses ante la pobreza de Cervantes: Preguntáronme muy por menor su edad, su profesión, calidad y cantidad. Halléme obligado a decir que era viejo, soldado, hidalgo y pobre, a que uno me respondió estas palabras: “¿Pues a tal hombre no le tiene España muy rico y sustentado del erario público?” Acudió otro de aquellos caballeros con este
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pensamiento, y con mucha agudeza, y dijo: “Si necesidad le ha de obligar a escribir, plega a Dios que nunca tenga abundancia, para que con sus obras, siendo él pobre, haga rico a todo el mundo. (612–13)
No debe por ello extrañar, ni siquiera resultar paradójico, que los escasos nobles amateurs españoles del XVII que franquearon el límite del diletantismo dando su producción lírica a la imprenta, exhibieran de una forma tan vehemente la deuda de sus proyectos editoriales con el amateurismo. Precisamente porque esos proyectos aparecieron en una época, mediados de siglo, en la que la trayectoria profesional se estaba imponiendo como la principal trayectoria literaria, su evocación constante del modelo amateur se convierte, más que nunca, en una cuestión de identidad social y literaria para sus autores, los cuales justificaban el paso a la imprenta desde presupuestos profundamente amateurs. El conde de Rebolledo, por ejemplo, justificará la edición de sus Ocios (1650) subordinando el negocio poético al tiempo aristocrático, amateur, por excelencia, el otium; o subordinando, en el caso de su Selva militar y política (1652), lo lírico a lo político, incluso a lo histórico. En cuanto al príncipe de Esquilache, el censor de la edición de 1654 de las Obras en Verso, Agustín de Castro, recuerda al lector la naturaleza amateur del volumen al presentarlo como “esmalte de otros más preciosos metales”, como “brújula . . . para reconocer un príncipe sabio, un cortesano piadoso, un poderoso desengañado” y procurando así que el poeta desaparezca tras la lección moral del noble (1663: Prelim. 8). El momento de la impresión para el noble amateur, coincide, por tanto, con el momento de máxima exhibición de su amateurismo, pero también, e inevitablemente, con la paulatina conversión de ese amateurismo en una representación simbólica de valor literario cada vez más vacío e inoperante. Con las Obras en Verso del príncipe de Esquilache, como se verá en los siguientes capítulos, esta representación impresa del amateurismo barroco alcanza su expresión más articulada y compleja. Los múltiples y variados posicionamientos y autodefensas que tienen lugar en las Obras en Verso (desde la justificación de una carrera política caída en desgracia hasta la defensa de un territorio poético propio y una cátedra entre las jerarquías literarias) proyectarán esa representación hacia un discurso retóricamente más productivo. A través de este discurso global se intentará la consecución de una tercera vía que, sin prescindir del valor distintivo de la trayectoria amateur, logre, sin embargo, trascenderlo y que, al mismo tiempo, sitúe ideológicamente al Esquilache poeta lejos del esquema de la trayectoria profesional. Como afirmaba Richard Helgerson a propósito del poeta laureado isabelino (“the New Poet”): “he had to redefine the limits of poetry, making it . . . a profession that might justifiably claim a man’s life and not merely the idleness or excess of his youth” (60). En esta redefinición de los límites poéticos propios consistió, como se intentará demostrar en las siguientes páginas, el proceso de auto-representación como poeta laureado que el príncipe de Esquilache quiso poner en pie en sus Obras en Verso, y con el que se levantaba acta de un modelo cultural barroco decisivo para la constitución del espacio literario: el del noble amateur.
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Un príncipe en la República de las Letras: trayectoria político-poética del príncipe de Esquilache La mismidad del texto es precisamente la alteridad de su origen. Es evidente que esos actos originadores del texto y que resumimos en la palabra autor, no están en nuestra experiencia. Son resultado de una suposición. Pero de una suposición necesaria. De lo contrario, todo texto sería simple lenguaje. La conversión de un lenguaje en texto es, precisamente, su historicidad, o sea, su ser obra, de un autor. (Emilio Lledó 120–1)
La “suposición necesaria” sobre el autor “Francisco de Borja” que ocupa este capítulo, pretende perseguir las claves de la suposición necesaria que ese autor hizo de sí mismo en sus Obras en Verso. No se trata, por tanto, de reconstruir la “vida” del príncipe de Esquilache, de conseguir un retrato histórico ni un retrato psicológico del personaje, sino de aproximarse a las razones y al modo en los que éste reconstruyó su propio retrato desde la auto-edición, al final de sus días, de su producción poética. En este sentido, si bien considero importante contrastar los datos históricos disponibles (cosa que, en la medida de lo posible, he intentado hacer) con su eco o silencio en las Obras en Verso, no es mi objetivo priorizar, ni menos todavía autorizar, una suerte de narración objetiva de lo histórico sobre la construcción subjetiva, no siempre exenta de contradicciones, de lo individual. Y en ese “individual” incluyo tanto la apropiación por parte del autor de su propia historia, como la apropiación por parte del crítico de su objeto de estudio. Como avanzaba en la introducción, la filiación petrarquista de las Obras en Verso o, más exactamente, la filiación a la relectura lopesca del código petrarquista en lo que se refiere a la concepción de la persona del autor cancioneril, justifica la presencia del autobiografismo (que no consiste en la reducción a lo anecdótico, sino que se extiende al compromiso moral que establece voluntariamente el autor con las voces en que se expresa su autoridad), bien como clave de escritura, bien como clave de lectura e interpretación. El uso por parte del príncipe de Esquilache de lo anímico, lo vivido, como materia poética, está regido por un principio de verdad moral tajante según el cual ésa importa en virtud, exclusivamente, de su valor modélico y ejemplar. Agustín de Castro, en su censura a la primera edición de las Obras, no deja dudas sobre ello:
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Necesita un Poema, para ajustarse a los preceptos del Arte, de un Héroe que se pinte en él, no cual fue, sino cual debiera ser. Fue el Príncipe el Héroe de esta Arte nobilísima; pues no debe ser un Poeta, cuando más ajustado a los preceptos del Arte, y cuando más dorado de las prendas de naturaleza, más cabal en las perfecciones, que el Príncipe lo es en todas. (1663: Prelim. 7–8)
Aplicando este principio al presupuesto vital del cancionero pospetrarquista es, precisamente, como el príncipe de Esquilache revisa su trayectoria bioliteraria en su edición de las Obras en Verso. El resultado, obviamente, va a tender a la imagen idealizada, perfeccionada. En ella veremos a un príncipe de Esquilache que reconstruye su vida alrededor de dos trayectorias paralelas, tangentes y, finalmente, convergentes: la política y la poética. La confluencia de una en la otra coincide exactamente con el gesto editor de Esquilache y con la publicación de sus Obras o, lo que es lo mismo, con el momento en el que el poeta amateur se autodefine y reclama ser reconocido como poeta laureado, cuando presenta su producción poética (por encima de sus empresas políticas) como su verdadero y trascendental servicio a la república. En las siguientes páginas se pretende trazar el recorrido de esas dos trayectorias teniendo en cuenta el modo en el que Esquilache lo dispuso desde el interior de sus Obras y refiriéndolo, casi siempre desde lo implícito, a las presiones políticas, literarias, morales e incluso generacionales que pudieron motivar esa precisa composición.
Talia faciunt, talia facio: 1577–1615 Por donde el tener otro oficio, o negocio, ocupación que ocupe mucho al gobernador, hará que falte en muchas cosas al gobierno, porque dos artes no se pueden con diligencia ejercitar, y más siendo la una dellas la gobernación, que es de tanta importancia, que della se dice: Hominem regere ars artium est, et disciplina disclipinarum. Pues el que lo toma por accesorio ¿qué podrá hacer en ello y qué se espera de tal pastor, sino la muerte del ganado? (Francisco de Borja, duque de Gandía 170)
Uno, de entre los numerosos libros que engrosaban la biblioteca privada del príncipe de Esquilache, debió ocupar ese lugar especial, sagrado y temido, que se les da en las bibliotecas privadas a los libros fundacionales, a esos a los que se regresa siempre a rendir cuentas. Ese libro, como ilustra el caso de Esquilache, casi nunca se nombra, lo cual, en el fondo, es el mejor indicador de su constante presencia. Me refiero a las Empresas Morales de Juan de Borja, padre de Esquilache, publicadas por primera vez en Praga en 1581. En una de las empresas de la que se ha considerado una de las colecciones de emblemas más importantes del siglo de oro, el libro parece dirigirse directamente al propio Esquilache: Sin duda es mas de alabar, y estimar, el que por su virtud, y valor da principio a su linaje, que el que descendiendo de mucha antigüedad, y Nobleza, por su parte lo obscurece, no correspondiendo sus obras a las de sus antepassados:
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porque el uno da principio a su linaje, y el otro le da fin, con no llevar adelante lo que hizieron, para alcançar la nobleza y resplandor, que le dexaron. El que quisiere confiadamente dar a entender, que por su valor ha subido a mas alto lugar, que el en que nació, podrase valer de esta Empresa de los cantaros de barro, con la Letra. TALIA FECI. Que quiere dezir, Tales los hize. Y con los vasos de oro, y sobre ellos la otra letra. TALIA FACIO. Que quiere dezir, Tales los hago. (146–7)1
La tremenda presión generacional a la que se hubo de enfrentar el príncipe de Esquilache a la hora de formar su propia trayectoria política, y también poética, parece cifrarse en esta empresa. Como primogénito de un brillante diplomático e intelectual y nieto de un santo, antes soldado y poeta, en los que además se encarnaba el pasado heroico imperial (ya reclamado con nostalgia desde comienzos del XVII) de un Carlos V y de un Felipe II, y en los que se confirmaba el legendario prestigio de una de las familias más influyentes del mediodía europeo (el de los Borja), el príncipe de Esquilache no tuvo que tener fácil la conversión en oro de los cántaros heredados. Procedentes de Aragón y asentados en Játiva tras la reconquista de Valencia por Jaime II en 1260, los Borja siguieron una calibrada política matrimonial de expansión que les permitió emparentar tanto con las mejores casas de la Corona Aragonesa, incluidas las de los feudos italianos, como con las de la alta nobleza castellana (Domínguez Ortiz 1974: 114–15).2 El gran prestigio social y político de los Borja se acrecentó además con sus dos papas, Calixto III y Alejandro VI, y culminó con la canonización y posterior beatificación de San Francisco de Borja, IV Duque de Gandía y abuelo de nuestro autor.3 Antes de renunciar al ducado en 1551 y hacerse jesuita, Francisco de Borja había tenido ocho hijos con Leonor de Castro, entre ellos Isabel, futura madre del duque de Lerma, y Juan
1 Las Empresas Morales se volvieron a publicar, muy ampliadas, en 1680, en Bruselas por Francisco Foppens. Se encargó de ello el sobrino-nieto del príncipe de Esquilache, Francisco de Borja, capellán mayor de las Descalzas y luego Arcediano Mayor de Valencia. Este mismo Francisco sería también el encargado de hacer cumplir el testamento de su tío. 2 Durante las primeras décadas del XVII se percibe un gran interés en historiar los avatares genealógicos de la Casa de Borja. A él responden los tres manuscritos conservados en la Biblioteca Nacional de España y compuestos por Juan Alfonso Guerra y Sandoval (MS 11563), Juan Alfonso Calderón (MS 11562b) y Juan Bautista Roig de la Peña (MS 11562a), respectivamente. El de este último, titulado Los cuatro libros de la historia genealógica de la excelentísima familia Borja y fechado en 1621, podría estar relacionado con la petición del título de Grande dirigida por Esquilache a Felipe IV por esas mismas fechas. El manuscrito de Calderón, encuadernado junto con el de Roig de la Peña, podría haber tenido el mismo origen. También en 1621 se imprimían por tercera vez los Anales de la Corona de Aragón (1610) de Jerónimo Zurita, en los que se incluía abundante información sobre los Borja. Véase, a propósito de la casa de Borja, Fernández Béthencourt (IV) y, más recientemente, el volumen colectivo L’Europa Renaixentista. Un útil resumen de la trayectoria de los Borja españoles lo ofrecen Redondo Álamo & Yun Casalilla. 3 Sobre esta importante figura del XVI español véase García Hernán.
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de Borja, I conde de Mayalde y de Ficalho, caballero de Santiago y comendador de Azuaya, y padre del príncipe de Esquilache. En 1548 Juan de Borja fue nombrado comendador de la Reina, y en 1569 embajador en Portugal de Felipe II. Allí conoció a Francisca de Aragón, condesa de Ficalho y primera dama de la reina Catalina (hermana de Carlos V), con la que se casó en 1575 tras enviudar de su primera mujer, Lorenza de Oñaz y Loyola, sobrina de San Ignacio. Por esas mismas fechas, y por orden de Felipe II, Juan de Borja hubo de cambiar la embajada en Portugal por la embajada en la Alemania de Rodolfo II. En el verano de 1576 partió hacia Viena desde Madrid y allí permaneció hasta 1581, año en el que fue nombrado Mayordomo Mayor de la Emperatriz doña María (hermana de Felipe II) y en el que se publicaron en Praga, en la imprenta de Jorge Nigrin, sus Empresas Morales. Según Fernández Béthencourt, el príncipe de Esquilache y primogénito de Juan de Borja nació en 1577, durante la travesía que llevó a los Borja desde Madrid a Viena (IV, 191). Lo afirmó basándose en las pruebas para el hábito de Santiago presentadas por el príncipe de Esquilache en 1602, aunque, como ya señaló Ángel González Palencia, ninguna de esas pruebas ha sido conservada y ni en el “expedientillo” extractado para la ocasión ni en la correspondencia de Juan de Borja desde Viena, se pueden encontrar referencias a esos datos (77). Añadió Béthencourt que nuestro autor nació “según unos en el mar, según otros en Génova” (IV, 204), haciéndose así eco de la escueta biografía del príncipe de Esquilache trazada por Juan Pérez de Guzmán en el primer tomo de La Rosa y en la que, por desgracia, no se revelaba ninguna fuente concreta. Después de asegurar 1577 y el mar Tirreno como el año y el lugar del nacimiento de Esquilache, prosigue Pérez de Guzmán: “Algunos días después de la arribada á Génova se celebró el bautismo con espléndida solemnidad, teniendo al recién nacido en la pila el Príncipe de Melfi, Juan Andrea Doria, en cuyo palacio posaron los Condes” (1891: I, 273). Sin embargo, a pesar de la falla documental, tanto la fecha como el lugar parecen muy probables, sobre todo si tenemos en cuenta que el nacimiento del segundo hijo, Antonio de Borja y Aragón, sí está documentado durante la estancia de los Borja en la corte alemana, es decir, antes de 1581.4 A Francisco y Antonio se unirían, ya en España, dos hermanos más: Carlos, convertido más tarde en duque de Villahermosa al contraer matrimonio con María Luisa de Aragón, séptima duquesa de Villahermosa; y Fernando, con el tiempo
4 Esto invalidaría la fecha de 1581–82 propuesta por Álvarez y Baena (II, 175). En cuanto a la designación de Madrid como lugar de nacimiento de Esquilache, también defendida por Baena, ésta parece responder más a la exigencia del libro de este historiador que al rigor documental.
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Comendador Mayor de Montesa y virrey de Aragón, el cual habría de casar con su sobrina María de Borja, hija del príncipe de Esquilache. Poco se sabe de la educación del príncipe de Esquilache, aunque no hubo de diferenciarse en mucho de la recibida por los hijos primogénitos de otros nobles cortesanos. Como señala Pablo Jauralde en su biografía de Quevedo, “La educación con ‘ayo’ y ‘preceptor’ era la usual, incluso la de moda, entre las clases privilegiadas en torno a 1585” (53). Entre los seis y los ocho años debió nuestro autor de aprender a leer, escribir, resolver problemas matemáticos básicos y recitar el Catecismo en casa, con tutor particular. A los estudios primarios en lengua vernácula solía suceder el estudio de la Gramática, Historia y Retórica a través de textos latinos que incluían desde Virgilio y Horacio a Cicerón y Tito Livio, con el objetivo, como señala Richard Kagan, de crear “the cultured gentleman skilled in Latin, and literature as well as war, the archetype immortalized in Castiglione’s The Courtier” (1974: 36–7). La importancia del latín en la educación de Esquilache no debió de ser poca, a juzgar por sus traducciones al castellano de los Psalmos, de numerosos epigramas y odas horacianas incluidos en las Obras, así como de sus traducciones del latín de varias obras de Thomas de Kempis.5 Es sin duda su conocimiento del latín el que, durante los años de la implosión gongorina y la reacción anti-latinista de los defensores de la tradición castellana, le va a permitir afirmar en carta a su primo Francisco de Castro, conde de Lemos, la devaluación del latín como fuente fundamental del capital cultural del letrado y del poeta cultista: No ignoro lo que es Despotos y Asilo, y a Persio, por Jerónimo arrojado, a veces los secretos despabilo; mas no por eso vivo empapelado con tantos latinismos, escribiendo versos de versos a robar forzado. Ser todo imitación, no lo defiendo; y acuérdome de Horacio la reglilla que acusa tanto este engañoso estruendo. Saber latín no es grande maravilla; porque es lo mismo que entender un griego nuestro vulgar romance de Castilla. (205)
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La traducción de la oda V de Horacio fue incluida luego en dos volúmenes manuscritos del XIX, conservados en la Biblioteca Nacional de España (MS 3715 ff. 248r–248v, y MS 3745 ff. 331–333). Menéndez Pelayo definió como “buena traducción” la llevada a cabo por Esquilache de la oda quinta del segundo libro de Horacio e incluida como una de las canciones de sus Obras en Verso (1885: II, 97–8). Quizás habría que relacionar la familiaridad de Esquilache con el latín con la educación jesuita, cuya huella en la formación intelectual del joven noble sugirió en su momento González Palencia (4). Recordemos que los lazos de la familia con la Compañía fueron siempre muy estrechos y que el primer colegio jesuita de la Península, universidad con el tiempo, se fundó en Gandía en 1547 (Kagan 1974: 53).
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La evolución de los estudios de Esquilache tras esta etapa de familiarización con el latín y la retórica es incierta, y surge aquí la pregunta de si nuestro autor asistió o no a la universidad. A juzgar por la suerte que corrían los primogénitos de las principales familias nobles, la pregunta sería negativa. Según Kagan: paternal authority was executed most forcefully in the case of the eldest son . . . He was carefully watched over, disciplined, and controlled until a successful marriage could be arranged . . . The eldest son was therefore often a homebody, allowed outside the father’s watchful eye only in special circumstances, usually educated in or near the home, and rarely allowed on his own to attend university. (1974: 6)
Sin embargo, también es cierto que don Pedro de Castro, conde de Lemos y primo de nuestro autor, asistió a la Universidad de Salamanca, y que los duques de Gandía se contaban entre los miembros de la aristocracia española que venían recibiendo, desde generaciones, formación universitaria (Kagan 1974: 183). Sin ir más lejos, Antonio, el hermano menor de Esquilache, cursó estudios en el Colegio Mayor de San Bartolomé, en Salamanca, y el mismo Esquilache compuso en 1601 un epitalamio en el nacimiento de la infanta doña Ana de Austria, “A instancia de la Universidad de Salamanca” (Borja 1663: 256). La composición no es motivo suficiente para asegurar la presencia de Esquilache en las aulas salmantinas, pero sí para señalar su relación con las academias literarias que con frecuencia organizaba dicha universidad. Asimismo, los conocimientos teológicos que Esquilache exhibiría en los “Versos divinos” de sus Obras en Verso y que ya desde 1613 formaban parte importante de su identidad literaria (tal y como Andrés Claramonte y Corroy advierte en su Letanía Moral, 71), tuvieron que haber sido adquiridos si no en la universidad, al menos en un contexto cercano a ella. Francisco de Borja comenzó a sumar títulos y a figurar en las ceremonias cortesanas desde muy joven. En 1588 vestía ya el hábito de Montesa y a raíz de la muerte de su tío, el marqués de Navarrés, pasaría a ser Comendador Mayor de la Orden (Barrera y Leirado 1860: 146).6 En 1599 fue testigo de excepción de las dobles bodas reales de Felipe III y su hermana Isabel Clara Eugenia, celebradas en Valencia y festejadas en Denia por Pedro de Castro, marqués de Sarriá y futuro conde de Lemos. La ceremonia y fiesta fueron rimadas por Lope de Vega, por entonces secretario del marqués, en sus Fiestas de Denia, y entre los nobles asistentes al evento encontramos a un joven Esquilache “con encarnado, plata y espejuelos” (Vega 1776: III, 417). Éstos debieron de ser los años en los que se comenzó a fraguar la larga relación (como protegido y protector, como
6 Según Domínguez Ortiz, la Orden de Montesa, ubicada en los reinos orientales, poseía pocas y modestas encomiendas comparada con las castellanas de Santiago o Calatrava. Componían la Orden trece encomiendas con una renta anual conjunta de 23.000 ducados (1974: 115). Esquilache fue Comendador Mayor de la Orden hasta 1603, año en el que cedió el cargo a su hermano Fernando de Aragón (González Palencia 78).
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maestro y discípulo) entre Esquilache y Lope de Vega, a la que volveremos con detalle en el capítulo 3. Otras bodas tuvieron lugar en este mismo año de 1599, las del propio Francisco de Borja con su prima Ana de Borja Pignatelli, quinta princesa de Esquilache. El matrimonio, concertado ya desde 1594, tuvo lugar en Madrid, en el oratorio de la Emperatriz María, el día de San Miguel.7 A través de él, y tras la muerte en 1607 del padre de Ana de Borja, Pedro de Borja y Aragón, nuestro autor pasaría a ostentar el título de príncipe de Esquilache. Del matrimonio nacieron tres hijos: Juan, muerto joven, María, casada luego con su tío Fernando, y Francisca. Los últimos años del siglo que termina y las dos primeras décadas del que comienza estuvieron marcadas por la muerte de Felipe II (1598), la ascensión al trono de Felipe III y, sobre todo, por el valimiento del duque de Lerma (de cuyo poder e influencia se benefició en mucho su primo Francisco) y por el traslado de la corte de Madrid a Valladolid en 1601. Ese mismo año, Esquilache y sus hermanos fueron nombrados mozos fidalgos de la Casa Real Portuguesa (González Palencia 19). En 1602, se le concede a Francisco el hábito de la Orden de Santiago y el título de Gentilhombre de la Cámara del Rey. Un año más tarde obtiene la encomienda extremeña de Azuaga (que su padre, a ese propósito, había dejado vacante, y con la que comenzarían sus problemas con la justicia),8 y figura ya en los documentos como conde de Mallalde, título ostentado anteriormente por su padre. El traslado de la corte a Valladolid en 1601 hizo que el príncipe de Esquilache mudara su residencia a la capital del Pisuerga hasta 1606. Allí, junto con el resto de nobles y cortesanos venidos de Madrid, Francisco procuraría la cercanía y el reconocimiento reales con su asidua participación en las no pocas (ni faltas de protocolo) ceremonias orquestadas por Lerma. Es el caso, por ejemplo, de los desfiles palaciegos de los que formó parte junto al duque de Alba y los condes de Lemos y Salinas (entre otros muchos nobles) durante la Semana Santa de 1605 y durante el bautizo del príncipe Felipe IV, así como de su participación en las fiestas de toros y cañas que se organizaron para celebrar ese mismo evento real (Pinheiro da Vega 62, 94 y 131).9 El mismo Esquilache dio cuenta de su estadía en
7 Luis Cabrera de Córdoba recogió la noticia del matrimonio en sus Relaciones de las cosas sucedidas en la corte de España: “El día de San Miguel se casó en el oratorio de la Emperatriz el hijo de don Juan de Borja, comendador mayor de Montesa, con la hija del Príncipe de Esquilache, que es de su apellido de Borja” (45). La noticia invalida la fecha de 1602 que Fernández Béthencourt había propuesto para el matrimonio (IV, 209), así como la sospecha de González Palencia de que éste pudo haber tenido “lugar en Italia, bien en Nápoles, bien en Calabria” (6). 8 La Orden de Santiago (de la que Esquilache era trece) poseía 88 encomiendas y una renta conjunta de 200.000 ducados (Domíngez Ortiz 1974: 115). En 1605 se le condena a Esquilache a pagar 150.000 maravedíes de multa por no haber residido en Azuaga los mínimos cuatro meses al año a los que le obligaba la ley (González Palencia 19–20). 9 Más interesantes que las alusiones a Esquilache en el Fastiginia del cronista portugués Pinheiro da Vega, son las alusiones que se hacen a su madre, Francisca de Aragón, también
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Valladolid a través de numerosos romances, sirviéndose de la misma confluencia de lo autobiográfico con la máscara pastoril con la que autores como Lope o Góngora venían renovando el romancero desde finales del XVI. Recordemos que éstos son también los años en los que veía la luz el Romancero general, reeditado y ampliado varias veces de 1600 a 1605, y la primera parte de las Flores de Espinosa, publicada en Valladolid en 1605. En el romance 17 de las Obras en Verso leemos: “Claras aguas de Pisuerga,/ florido valle y galán,/ que hasta las puertas de Duero/ su cristal acompañáis;/ sois espejo en que se mira/ aquella hermosa ciudad/ donde el Monarca Español/ dos Mundos rigiendo está” (417). De mejor corte lírico es el romance que sigue a éste en las Obras y en el que se evoca la desolación de Valladolid con el traslado definitivo de la corte a Madrid. En este romance, como en otros tantos, el diálogo con el Lope romancista es evidente: “Valle de Pisuerga,/ que entre verdes ramos/ a sus claras aguas/ dáis alegre paso;/ . . . / Hoy a veros vuelvo,/ y ha menos de un año/ que os dejé tan rico,/ si tan pobre os hallo” (418). Las referencias a la ciudad del Pisuerga no se limitan a los romances. Usando el mismo código pastoril, pero acogiéndose ahora a la estrofa de la canción garcilasista, Esquilache se lamenta de su partida del Pisuerga hacia el Tajo en la canción trece (“Dejo a Pisuerga triste,/ por ver del Tajo la florida vega” [295]) y en la siguiente (“Las aguas aborrezco/ que ofrece el Tajo a las del mar de España,/ y a ti Pisuerga ofrezco,/ si mis cansadas quejas acompaña,/ el largo sentimiento/ de mi llorado y triste apartamiento” [296]); y cambiando el código pastoril por el moral y satírico y el romance y la canción por la epístola en verso, discurre sobre su estancia en Valladolid en su carta a Bartolomé Leonardo de Argensola (“Aquí donde Pisuerga mansamente/ en sus floridas márgenes se enfrena/ con dulce murmurar de su corriente,/ alguna gente vive, que por pena/ tiene solo el temor de la partida/ de aquese dulce engaño y su cadena” [229]). En 1606, año del regreso de la corte de Valladolid a Madrid, muere don Juan de Borja, y un año más tarde lo hace el padre de Ana, Pedro de Aragón y príncipe de Squillace, con lo que ella y su marido pasan a ser los nuevos príncipes de Esquilache. En 1608 Esquilache se encuentra entre la comitiva de nobles en el juramento del príncipe don Felipe, y el quince de noviembre de ese mismo año, participa en las ceremonias celebradas en la corte en honor a San Ignacio: “El Duque del Infantado puso en sus ventanas 13 hachas de cera blanca. En casa del príncipe de Esquilache ardían otras 12 y asi mismo en otras muchas casas devotas nuestras” (Simón
portuguesa. En uno de los desfiles que tiene lugar durante el bautizo de Felipe IV (y en el que también participa Esquilache), el cronista portugués (mezclando sorna, respeto y unos versos de Tasso) describe así la transformación barroca de la que había sido encarnación cortesana del ideal femenino garcilasista: “Iban acompañándolas los más lucidos galanes, todos títulos, o hijos de ellas, y detrás el guarda-damas, Mayordomos, oficiales de la casa de la reina, y por cabo de mano Doña Francisca de Aragón con el cabello teñido de azafrán y las pestañas de barniz, el rostro de almagre, la garganta de yeso y la boca del lustre, toda al óleo, con una mano de unto de puerco y otra de manteca cruda, con lo que quedaba: Donna si laida, che la terra tutta/ Né la piu vecchia avea, ne la piu brutta. Con todo, es la más querida y amada señora que hay en la corte, y más conocida y respetada por dama que todas” (94).
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Díaz 1982: 53–70). Todavía no era ésta la residencia definitiva de Esquilache, la casa-palacio que más tarde se conoció como “casa de Rebeque”, y que la madre del príncipe compró con el dinero de su hijo el 22 de julio de 1610.10 Ésta estaba situada en el altillo de la plaza de Palacio (también conocido como “campo de Palacio” o “el corral de los leones”) y, como veremos más adelante, lo moderno de su decoración y la calidad de la colección de arte y objetos curiosos que contenía, la convertirían en una de las casas más elogiadas de la corte. En octubre de 1613 quedó vacante en tierras italianas la plaza de “Capitán de Hombres de Armas” y el príncipe de Esquilache, que desde 1609 esperaba ver cumplida la decisión real de gratificarlo con una capitanía en el Reino de Nápoles, fue nombrado para el puesto.11 En su ausencia, Bartolomé Leonardo de Argensola, que por entonces formaba parte de la corte virreinal de Lemos en Nápoles, sirvió de procurador de Esquilache y juró por él el puesto (Green 1939: 223–4). El cargo italiano, sin embargo, nunca llegó a ser ocupado por Esquilache ya que en 1614, y ahora por intercesión de Lerma, Felipe III lo nombró duodécimo virrey del Perú, sucediendo en el cargo al conde de Montesclaros.12 A pesar del apreciable recorte de sueldo de los 40 a los 30 mil ducados impuesto por el Consejo de Indias en 1614, la competencia por el puesto fue dura, ya que los miembros de la aristocracia todavía veían los cargos virreinales como una oportunidad única para llenar las arcas familiares (Elliot 1989: 24).13 Además del
10 A mediados del XVII y cercana ya, por tanto, la muerte de Esquilache, el Consejo de Hacienda mandó que los veinte mil ducados de censo que tenía la vivienda pasasen de nuevo a la Real Hacienda. A la muerte del príncipe de Esquilache la casa pasó a manos de su nieta hasta 1713, año en el que se confisca la casa y se la cede como alojamiento al príncipe de Robech, embajador holandés del cual la casa tomó el sobrenombre de “Rebeque”. En 1751 la casa se convirtió en el taller de escultura en el que Olivieri trabajaba para la reconstrucción del Palacio Real. En 1762 el escultor Pedro Michel informaba del estado ruinoso de la casa y en 1846 se autorizaba su demolición y la venta “del cascote y madera del derribo” (Tárraga Baldó 52). 11 La merced real fue un intento de compensar la petición de Esquilache de ocupar la Real Caballeriza en Calabria que su suegro, don Pedro de Borja, había dejado vacante tras su muerte y que Felipe III había decidido suprimir “para ayuda al aliuio y desempeño dese mi Real Patrimonio” (Green 1939: 222–3). 12 El padre de Esquilache y tío de Lerma, Juan de Borja, había sido desde 1598 uno de los más firmes confidentes y ministros del valido (Feros 2000: 133). El cargo de virrey concedido a Esquilache habría de contextualizarse, por tanto, en la extensa red político-familiar creada por Lerma durante el reinado de Felipe III. A propósito de esa red político-familiar véase Feros (2000: 185–6). 13 Conviene recordar aquí la otra cara de la moneda, la lectura que desde el poder monárquico se hacía de la concesión de estos prestigiosos cargos. Según José Antonio Maravall: “Se trataba de clases de las que podía surgir la amenaza disolvente y que para evitar ésta no había más remedio que tratar de controlarlas, incorporando de alguna manera tales capas a la conservación del orden, comprometiéndolas en su defensa, animándolas a incrementar su esfuerzo tributario, integrándolas, de algún modo y en la mayor medida posible, en un sistema que por esa sola razón tenemos que considerar en gran parte como nuevo. Se trata de la pirámide monárquico-señorial de base protonacional a la que llamamos sociedad barroca” (1998: 72).
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príncipe de Esquilache, se presentaron al cargo de virrey Rodrigo Calderón, Diego Fernández de Córdoba, Bernardino de Avellaneda y Gerónimo de Portugal y Córdoba (Moreyra Paz Soldán 27). Ni la juventud de Esquilache (unos treinta y cinco años) ni el peso político de los competidores, evitaron que nuestro autor, que contaba con el apoyo del valido real, se embarcara con su mujer e hijas, María y Francisca, y ciento setenta y cuatro sirvientes rumbo al Perú en 1615, el mismo año de la muerte de su madre y de su hermano Antonio.14 Como señalé más arriba, esta meteórica carrera política corrió paralela a la creciente fama de Esquilache como amateur entre los círculos poéticos de la corte, continuando así una ya larga tradición entre las principales casas nobiliarias españolas y, muy en concreto, entre la de los Borja, con los ejemplos no muy lejanos de San Francisco y Juan de Borja. Juan Pérez de Guzmán acertó al insertar ese prestigio literario de los Borja, paralelo al político, en el contexto de las principales familias nobles castellanas y al remontarlo, como venía siendo ya usual entre los intelectuales y nobles barrocos, a la corte de los Trastámaras: Una sola casa nobiliaria de Castilla, la de los Almirantes, Duques de Rioseco, constituía desde el reinado de D. Juan II una perfecta dinastía literaria, donde los herederos de la dignidad más elevada que a la sazón tenían los súbditos de nuestros Monarcas, parece que se sucedían, como en los honores de estirpe, en la inclinación a las musas y a las letras. En la casa de los Mendoza, desde el célebre Marqués de Santillana hasta el primer Duque del Infantado, y desde éste por toda su descendencia, se hace difícil clasificar por nombres la pertenencia de las obras de cada ingenio. Los Borjas de la casa ducal de Gandía, sin excluir al famoso Marqués de Lombay, San Francisco de Borja, formaron en Roma, en Valencia y en la corte del Emperador y de los tres Felipes, otra sucesión no interrumpida de clarísimos poetas. (1892: 8–9)
En la vocación literaria de Esquilache pareció tener un papel destacado la influencia de los hermanos Argensola, como sugirió en su momento Barrera y Leirado (1860: 146). En efecto, la influencia de los aragoneses sobre Esquilache debió de ser más que probable, ya que ambos hermanos compartieron desde 1592, y durante once años, el servicio en la corte de la Emperatriz María junto al padre de nuestro autor. Asimismo, y como tendremos ocasión de ver más adelante, la huella de una relación maestro–discípulo, de su mezcla de admiración, respeto y ansias de superación, se deja sentir en las epístolas poéticas intercambiadas entre nuestro autor y el rector de Villahermosa, recogidas ambas en la edición de 1634 de las Rimas de los Argensola y luego, con algunas variantes, en las tres ediciones de las Obras en Verso de Esquilache. Junto a los Argensola, el poeta que más claramente estimuló la vena literaria del príncipe (aunque desde otro tono y conciencia literaria muy distintos) fue, sin duda, Lope de Vega. Al elogio, ya citado, que el Fénix hizo de Esquilache en las Fiestas de Denia, hemos
14 Dos años más tarde moriría en Madrid su hijo y primogénito Juan de Borja, conde de Mayalde. En 1621 daría noticia de ello Pedro Mexía de Ovando en La Ovandina (I, 475).
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de añadir el prólogo que Esquilache escribió para La Dragonea de Lope y con cuya reflexión en torno a la épica irrumpía en el espacio literario español. Si tenemos en cuenta que dicha obra se publicó en 1598, Esquilache, que firma entonces con el título de Comendador Mayor de Montesa, habría de tener por entonces unos veintiún años y contar ya con cierto prestigio entre los círculos literarios de la corte. Este prestigio se fue afianzando durante la primera década del nuevo siglo. Entre 1607 y 1611, Esquilache formó parte de la primera academia organizada en Madrid por el conde de Saldaña, junto con Cervantes, Góngora, Quevedo, Lope y algunos de los nobles amateurs más afamados del momento, como el conde de Villamediana, el de Lemos, el de Saldaña y el de Salinas (Sánchez, José 45).15 En 1613 Esquilache aparece en un lugar destacado en el “Inquiridión de los ingenios invocados” con el que Andrés de Claramente y Corroy cierra su Letanía Moral (1613). A Esquilache se le destaca como “aprovechadísimo en letras divinas y humanas” y su nombre engrosa el grupo de los más distinguidos nobles amateurs del momento, caso del duque de Alcalá, de los dos Lemos, del conde de Niebla, del duque de Osuna o del conde de Salinas. Entre los numerosos nombres de ingenios figura el de Cervantes, el cual, un año más tarde, y como vimos en el capítulo anterior, reservaría a Esquilache un lugar privilegiado en su Viaje del Parnaso junto a Villamediana, Salinas y Saldaña. Se trata, sin lugar a dudas, del momento álgido del Esquilache poeta y político, en el que el “talia feci, talia facio” de la empresa borgiana parece volver a cumplirse en el nuevo primogénito. Sin embargo, este momento de máximo prestigio político de Esquilache va a ser breve. Siete años más tarde, cuando el príncipe de Esquilache vuelva del Perú a una España sin Lerma, acusado de mal gobierno y con su petición de Grandeza rechazada constantemente por el Consejo Real, la poesía va a comenzar a imponerse a la política como principal distintivo social y moral en los retratos propios y ajenos del ex-virrey Esquilache.
Las Indias políticas y poéticas del príncipe de Esquilache: 1616–21 Prometeo dela alegria, Ione del siglo de oro: Numa dela Paz, Thrimegistro delas letras.16
15 De esta época pudieran datar ciertas composiciones de Esquilache cuya factura y tono, típicamente academicistas, quizás lo llevaron a dejarlas fuera de las Obras en Verso. El hecho de que éstas se hayan conservado en un cancionero manuscrito junto con otras composiciones similares de los mismos autores que integraron esa academia, apunta a esta primera academia de Madrid del conde de Saldaña como el contexto original de esas composiciones. Se trata, en concreto, de la égloga a “Amarili. Mirtilo” (“Apenas por las puertas del Oriente”, ff. 67r–69v); de dos romances (“Del cristal de Manzanares”, ff. 79r–79v, y “Deseos de un imposible”, ff. 82r–82v) y de unas silvas (“Belleza peregrina”, ff. 80v–81v). Sobre este manuscrito de la Biblioteca Nacional de España (MS 3700), véase Jauralde & Sánchez (II, 84–101). 16 Bases de la justa poética celebrada en Lima a la llegada del virrey príncipe de Esquilache (García, Morales & Salazar).
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Después de haber comido y dormido la siesta, el diablo Cojuelo y don Cleofás suben al tejado de su posada en la sevillana calle del Agua para contemplar la ciudad a vista de pájaro. Cleofás echa de menos Madrid, pero el demonio no está dispuesto a abandonar una ciudad a la que no sólo llegan las riquezas, sino también las “conciencias de Indias” (Vélez de Guevara 97). Para distraer la nostalgia de su amigo, Cojuelo pide un espejo a la “guéspeda” (la bruja mulata Rufina María) en el que Cleofás podrá contemplar los coches, carrozas, literas, sillas y caballos de los cortesanos que en aquel momento están recorriendo la calle Mayor. De las sombras contempladas por Cleofás y relatadas pacientemente por Cojuelo, una llama la atención por la naturaleza de sus méritos. A diferencia de las virtudes bélicas y políticas de la mayoría de las figuras que “en aquel teatro del mundo iban representando papeles diferentes” (Vélez de Guevara 97), del príncipe de Esquilache se destacan exclusivamente sus virtudes poéticas. Haciéndose eco de un título familiar entre los círculos literarios de la corte, Cojuelo se refiere a Esquilache como “príncipe de los ingenios” (Vélez de Guevara 98). Estamos a finales de la década de los treinta y Esquilache, desde el regreso de su accidentado virreinato en el Perú, ha terminado encarnando el signo de aquellos tiempos imperiales: decadencia política junto a excelencia artística. Aunque el príncipe fue recibido en Lima como político y como poeta (como demuestran las bases de la justa poética convocada para la ocasión por el rector de la Real Universidad de Lima con las que se abren esta sección) estas dos facetas de Esquilache en su relación con Perú han corrido caminos críticos muy distintos.17 Mientras que la actividad política de Esquilache en Perú está bien documentada en relaciones, cartas, juicios, cargos y sentencias, la huella de América en su obra poética parece no existir, o en el mejor de los casos y como demostró en su momento Luis Alberto Ratto, estar encubierta, silenciada. En los escasos estudios sobre Esquilache encontramos siempre la sorpresa del crítico ante esa ausencia de América y la consiguiente expulsión del príncipe de cualquier parnaso o historia de la literatura peruana. Domingo de Vivero y José Antonio de Lavalle exclamaban en su Galería de retratos: “¡Cosa extraña! en las poesías del Príncipe de Esquilache no se percibe absolutamente que hubiese estado en América, ni que la naturaleza de esta parte del mundo le hubiese hecho la más ligera impresión” (71). Marcelino Menéndez Pelayo afirmaba que “Es
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La entrada de Esquilache en Lima fue recogida por Diego Esquivel y Navia en los Anales del Cuzco: “A 18 de Diciembre entró en Lima don Francisco de Borja, príncipe de Esquilache, conde de Mayalde, gentil hombre de la cámara de su Magestad, Virrey duodécimo y gobernador décimo quinto del Perú, con treinta mil ducados de salario, á que se mandó reducir el de cuarenta mil de sus antecesores. . . . Llamábale Su Magestad, en los despachos, ilustre, como á los duques de Italia, ó por la pretensión que tenía de grandeza ó por el título de príncipe. La carta que escribió á esta ciudad, dando noticia de su llegada a Lima, se leyó en 18 de Enero de 1616 junto con la cédula real que remitió, dada en el Escorial á 18 de Febrero de 1614, en que Su Magestad avisó á esta ciudad haber dado licencia al marqués de Montes Claros para irse á descansar a su casa, y nombrado por Virrey del Perú al príncipe de Esquilache. Mandó el Cabildo se le hiciesen fiestas en el mes de Febrero de 1616” (28).
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maravilla que en ninguna de sus obras, con ser tantas, haga Esquilache la menor alusión (que yo recuerde) al Perú, ni a América, de tal modo que por ellas nadie inferiría que hubiera pisado siquiera las tierras antárticas” (1948: XXVIII, 110). Por su parte, Luis Alberto Sánchez colocó a Esquilache junto a Amarilis y contra “la turba de rimadores de principios del siglo XVII”, y dijo de él que “hace perdurar la influencia italiana, tan ostensible en Hojeda . . . y, probablemente, en los miembros de la Academia de Falcón”, aunque concluyó que “La obra del Virrey-poeta no nos pertenece”, porque “Nunca se preocupó del Perú en sus versos tan armoniosos e inspirados” (124–5). Posición muy parecida sostuvo Augusto Tamayo Vargas al afirmar que aunque de la obra de Esquilache “no se desprende nada en relación con el Perú es indudable que ejerció influencia con sus redondillas y coplas en el futuro literario del país, abriendo ya el camino del conceptismo más que del culteranismo y dejando su huella para la tarea posterior de Caviedes” (I, 274). También se extrañó Elías Carpena de la ausencia de América en la poesía de Esquilache, aduciendo que “El rico venero de sugerencias poéticas que pudo haberle dado el interminable, escabroso y pintoresco viaje a las Indias, no se manifiesta en su musa” (25). Guillermo Lohmann Villena volvió a afirmar que “Sensiblemente, ni el paisaje, ni las costumbres, ni el exotismo estimularon la vena poética del gobernante” (1984–85: 161). A la luz de estas citas (y dejando a un lado la discusión sobre la necesidad del referente americano como imperativo de inclusión en las literaturas coloniales que aquéllas implican), cabe preguntarse algo que, a primera vista, pudiera parecer una obviedad: ¿por qué habría Esquilache de mencionar América en su obra poética?, o, dicho de otro modo, ¿había alguna cláusula en su contrato poético (el petrarquista) que le obligara a tratar el tema americano? A juzgar por la molestia y desilusión que experimentan los críticos mencionados arriba, sí; a juzgar por las poéticas del momento y el modo en que América fue asimilada por ellas, en absoluto. Sin embargo, aquellas expectativas frustradas, probable reflejo de las de los lectores contemporáneos del texto, pudieran ser lícitas en la medida en que reactivan una de las posibilidades interpretativas de la poética pospetrarquista: la que relacionaba bíos y Erlebnis con poiesis.18 A la luz de este pacto poético, a veces tácito, la ausencia se convierte en presencia velada (no necesariamente negada) y la elipsis en “silencio expresivo”. Fue Luis Alberto Ratto, como señalé más arriba, el primero y el único en llamar la atención sobre la expresividad de ese silencio de América en la obra de Esquilache, asociándolo al deseo de éste de cancelar de su biografía la poca fortuna de
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Aunque la homogeneidad del cancionero petrarquista quedó superada por la heterogeneidad de los “volúmenes de rimas” del XVII (Ruiz Pérez 2003: 451), la constante vida-poesía siguió vigente. Lope de Vega constituye, sin duda, el ejemplo más importante tanto para la transformación de la estructura cancioneril petrarquista como para la adaptación de esa constante vida-poesía. La confluencia de bíos, Erlebnis y poiesis se convertiría en lugar común de la crítica lopesca desde Spitzer (1932) y Vossler (1940). Antonio Carreño (1998) ha vuelto al tema introduciendo interesantes matices.
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aquellos seis años de virreinato (257). Aunque las conclusiones de Ratto me parecen impecables, todavía queda sitio para ahondar en esa América de Esquilache y preguntarse por las causas y los modos de esa asimilación americana, teniendo ahora en cuenta la doble naturaleza, política y poética, de ese proceso. Ambas posiciones, a pesar de estar reguladas por pactos sociales muy distintos, estaban inscritas en dos sistemas (el imperial y el petrarquista) regidos por una misma idea de unidad y continuidad, y conllevaban, por tanto, procesos de asimilación similares. La diferencia americana planteaba para el político, básicamente, el problema de la homogeneización ideológica; para el poeta, el de la cohesión y legitimidad de su propia persona y proceso poéticos. La Relación que hace el Príncipe de Esquilache al señor Marqués de Guadalcázar, sobre el estado en que deja las provincias del Perú (Fuentes I, 73–145) es la mejor expresión de una labor política que tenía la unidad y la ecualización ideológica como principal aspiración. Si bien es cierto que una cédula real obligaba a todos los virreyes a redactar, al término de su mandato, una relación para ayudar a los nuevos gobernantes y resumir ante la corte sus logros, también lo es que la de Esquilache se convirtió en modelo de las que habrían de venir después de él (Lohmann Villena 1959: 77). La reducción del documento a cuatro materias principales (gobierno, guerra, gobierno eclesiástico y hacienda) es claro reflejo del ideal simplificador y cohesionador del discurso imperial. Consciente de lo que se le venía encima, Esquilache (o sus secretarios mandados por éste, tal y como propone Lohmann Villena [1959: 75–80]) concibió su relación como una defensa y justificación de su mandato, barajando confusión y orden, variedad y unidad, realidad y apariencia, como los extremos de una crítica velada que, como veremos en su momento, va a desvelarse en la intimidad de las cartas privadas a su primo el conde de Lemos: Todas las dificultades que se ofrecen en el gobierno de estas provincias pueden facilitarse en parte con la industria y el cuidado, excepto la Administración de la Real Hacienda, porque no se quieren persuadir los Ministros superiores de España, a que por la quiebra y menoscabo de la riqueza antigua ha llegado a miserable estado, y al fin es inmenso trabajo administrar hacienda de que se espera gruesos socorros para las necesidades de Su Majestad, y en tiempo que los gastos aquí son fijos y permanentes, y el real haber menor y mas dudoso. (Fuentes I, 121)19
Por encima, o además, de la crítica y la defensa personal, la Relación respondía también a la ilusión de ligazón y permanencia que proporcionaba la letra 19 Conviene recordar que el Perú que heredó Esquilache era ya un Perú de minas flacas, hecho que éste se encargó de puntualizar en su Relación. El sentimiento de agotamiento y carga de la empresa americana era por entonces general en la corte, y aunque las críticas se hicieron más duras en el siglo XVII, éstas se habían ido ya gestando desde la primera mitad del XVI con personajes como Domingo de Soto, Diego Covarrubias y Leyva y Fernando Vázquez de Menchaca, los tres cercanos a la corona. Sobre esta crítica y el descontento con la empresa americana, véase Paguen, y sobre la situación de las minas peruanas en esta época, véase Lohmann Villena (1959).
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escrita. Ideológicamente, el protagonismo del poder del virrey en la Relación cede todo su espacio al verdadero protagonista (del cual él mismo es copia): el poder real. Sabido es que la labor del virrey consistía en reproducir la corte en los extremos, fomentar la ilusión de lo homogéneo y, al mismo tiempo, usar el sentimiento de copia como forma de orden y control. El marqués de Montesclaros lo expresó claramente en la Relación de su gobierno en el Perú: “La jurisdicción, mano y autoridad del Virrey se esfuerza hasta lo que pide una representación tan inmediata muchas veces confesada y repetida del Rey Nuestro Señor” (Fuentes I, 3). Es éste el mismo “proceso de reberveración” que Bolívar Echevarría asigna al arte de la ornamentación barroca, y cuya intención, cambiando nosotros “canon” por “corona”, no es otro que el de retro-traer el canon al momento dramático de su gestación; intención que se cumple cuando el swinging de las formas culmina en la invención de una miseen-scene capaz de re-dramatizarlas. La teatralidad esencial del barroco tiene su secreto en la doble necesidad de poner a prueba y al mismo tiempo revitalizar la validez del canon clásico. (17)
Así, las conciencias que vienen de las Indias y las imágenes cortesanas que llegan de Madrid se arremolinan en el espejo de Cojuelo alrededor de la idea del rey (único ausente en la procesión real) y lo hacen en Sevilla, puerto común de un Mediterráneo que va de Turquía a Lima, centro energético del imperio o, en palabras de Vélez de Guevara, “estómago de España y del mundo, que reparte a todas las provincias dél la sustancia de lo que traga a las Indias en plata y oro” (97). La organicidad del imperio se impone, como discurso, a una fragmentación evidente y evidenciada por los satiristas. Las bases de la justa poética que organiza el rector de la Real Universidad de Lima para celebrar la llegada de Esquilache responden perfectamente a esa visión absolutista del imperio. Por una parte se presenta en ellas al príncipe de Esquilache en un único espacio político y literario que coincide, obviamente, con los límites imperiales: “pues demas de esta obligacion se le deve a su Excelencia por tener en nuestro templo estatua de incorruptible porfido entre los Heroes que reverencia Italia, celebra España, estima Portugal, y goça la venturosa America” (García, Morales & Salazar); y, por otra, se imagina la colonia como el producto de una doble emulación: de la corte madrileña y de la corte madrileña como topos arcádico: “Donde el manso Lima, emulo del sabio Tormes y dorado Tajo, con pasos mas sosegados camina al mar” (García, Morales & Salazar). Este fenómeno imitativo, de disolución de diferencias en un supuesto modelo primordial, es sintomático de la colonia, aunque también es cierto que es a partir de ese mismo fenómeno desde donde se generará más tarde el contra-fenómeno crítico, entendiéndose entonces aquella disolución como un plegamiento de singularidades. El proceso es rastreable a diversos niveles y en no pocos ejemplos. En las décimas que el apócrifo Andrés de León dedica al príncipe de Esquilache y añade al final de su Historia del Huérfano, América (Perú) es descrita como una proyección miracular del propio Esquilache: “Eres Pompilio en verdad/ y de esta
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América espejo” (MS B2519, f. 293);20 y en una canción anónima compuesta en Lima y dedicada al nuevo virrey Esquilache, se presenta el poder de éste, parte ya del espejismo colonial, como un reflejo del poder real: “Juran que lo que vales/ es en virtud de aquél que te govierna” (Chang-Rodríguez 72).21 Como era de esperar, las posibilidades del discurso cultural en materia de ilusionismo y control político tampoco pasaron por alto a Esquilache, el cual, en este caso, no hacía sino repetir el propio programa metropolitano.22 Se centró éste en tres campos fundamentales, no especificados en la Relación: el educativo, el relacionado con la imprenta y el teatral y festivo. Una de sus principales acciones consistió en la fundación de colegios de élite en los principales núcleos políticos e intelectuales del Perú, colegios (sobre todo los destinados a los hijos de indios nobles) muy vinculados a los jesuitas y a la persecución de la idolatría. En Lima se creó en 1620 el Colegio del Príncipe para la educación de los hijos de los indios nobles y en el Cuzco, en 1619, los de San Borja y San Bernardo para los hijos de caciques y conquistadores.23 La importancia de la imprenta como órgano difusor y cohesionador de la política imperial también estuvo clara para Esquilache, y de ello dan fe los textos que fueron impresos durante su virreinato, desde el Arte de la lengua Aymara (1616) y el Arte de la lengua quichua (1619) del jesuita Diego de Torres (en los que la diversidad lingüística se difumina en la unidad religiosa), hasta la Relación de las fiestas a la Inmaculada Concepción (1618) o los volantes con los que se concienciaba a los peruanos de
20 La décima, junto con otras cincuenta encabezadas por un soneto laudatorio a Esquilache, se incluye al final del manuscrito [Historia del Huérfano, por Andrés de León] fechado en Sevilla en 1621 y conservado en la Hispanic Society of America de Nueva York. Véase la reciente tesis doctoral de Messer. 21 Rodríguez Moñino (1952) atribuyó erróneamente la canción al propio Esquilache. Se trata de un elogio al nuevo virrey y, muy probablemente, fue compuesta para ser presentada a una justa literaria del tipo de la convocada por el rector de la Real Universidad de Lima a la llegada de Esquilache, si es que no se trata de esa misma justa. 22 Me refiero a la debatida pero, en muchos aspectos, todavía válida tesis de Maravall a propósito de la cultura “dirigida” del barroco (1998: 131–75). 23 En la Provisión librada por el virrey Príncipe de Esquilache, por la que se da el título de “Real” al colegio de San Bernardo de Jesuitas del Cuzco, fechada en Lima en Agosto 16 de 1620, se especifica que la función de esta institución era la de criar “en Letras y virtud” a “los hijos de caballeros, vecinos y moradores de ella y de su comarca y otras partes” (MS B61, f. 1). De la fundación de los colegios para hijos de caciques se da ya noticia en un manuscrito fechado en 1618 en el que Esquilache dice haber “mandado disponer un cuarto de casa en el cercado de Yiago de esta ciudad arrimado a la de los padres de la compañía para que estén allí y los . . . padres cuiden de su doctrina y enseñanza y yo cuidase de su sustento y regalo como de los propios y los honrare y favoreciere como es justo y su Majestad lo manda”. Se trata de uno de los varios impresos raros y manuscritos del XVI y XVII (concretamente el séptimo) encuadernados en el volumen [Espejo historial y católico] de la Biblioteca Nacional del Perú con la signatura B352. En la carta manuscrita que encabeza el volumen (probablemente escrita hacia 1620) señala el virrey: “he procurado con toda diligencia y cuidado por habérmelo encargado su Magestad apretadamente la extirpación de la idolatría que los indios naturales de ella tienen arraigada desde su gentilidad viviendo todavía en sus errores”.
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su ciudadanía imperial a través de noticias como la “Victoria felicísima de España contra cuarenta navíos de enemigos que andaban en la playa y costa de la Ciudad de Valencia” (1618), el “Triunfo español sobre holandeses que sitiaron Manilia, Islas Filipinas, durante la Guerra de los treinta años” (1616), la entrada triunfal de Felipe III en Portugal (1620) o el matrimonio de la infanta de España con el Príncipe de Inglaterra (1619) (Morales Flores). Además de controlar la imprenta, Esquilache se preocupó por mantener un contacto activo con los intelectuales limeños. Se sabe que nombró a Pedro de Oña Corregidor de Vilcabamba (Arriola Grande: I, 56) y que Diego Mexía de Fernangil le dedicó en 1619 la Segunta Parte del Parnaso Antártico de divinos poemas.24 Aunque Guillermo Lohmann Villena dejó claro que la famosa academia palaciega de Esquilache no fue otra cosa que una fabulación de Manuel de Mendiburu (1984–85: 62), la existencia de reuniones literarias esporádicas alrededor del príncipe es más que probable, sobre todo teniendo en cuenta que ese mismo palacio había sido ya sede de este tipo de reuniones con Montesclaros (y lo volvería a ser, a finales de siglo, con Castell-dous Rius)25 y que Esquilache había participado y patrocinado varias academias literarias en Madrid antes y después de la estancia en Lima.26 Sin embargo, la relación con los intelectuales peruanos acarrearía al virrey más contratiempos que bonanzas. Es el caso, por ejemplo, del que protagonizó Pedro Mexía de Ovando en La Ovandina, publicada en Lima en 1621, y prohibida inmediatamente por la Inquisición por su ataque al virrey,27
24 Esta parte no llegó a publicarse y continúa inédita en la Bibliothèque National de París ([1619] Manuscrito Esp. 369). En la dedicatoria a Esquilache (firmada en Potosí, el 15 de enero de 1617) leemos: “para compensar mis muchas pérdidas con una colmada y dichosa ganancia, determiné dedicar y consagrar estos frutos de mis estudios a V. Exa., y assi embio agora esta segunda parte de obras diuinas, porque aquien mexor las puedo offrecer que a un Principe excelentissimo, doctissimo, estudiosissimo? Reciba pues V. Exa., el pequeño don acompañado de una voluntad muy copiosa de servir a V. Exa., y si esta parte se acepta con la benignidad que espero, embiaré la tercera parte, donde terná V. Exa., no la menor de sus digníssimas alabanças” (Riva-Agüero II: 123–4). 25 Sobre la academia de Castell-dous Rius, véase Palma (1899). 26 A pesar de que Lohmann Villena ha estudiado ejemplarmente la ficcionalización romántica de la academia de Esquilache, todavía se sigue tomando esa información por veraz. Me refiero, en concreto, al estudio de Espinosa Soriano, el cual sorprende por la poca rigurosidad de las noticias referidas a Esquilache: no sólo se vuelven a tomar las ficcionalizaciones del XIX en torno a la academia por fuentes históricas fidedignas, sino que además se confunde a ésta con la Academia Antártica, se convierte a Esquilache en su fundador y en poeta culterano (cuando era más bien todo lo contrario) y su Nápoles recuperada pasa de ser poema épico a comedia (370–1). 27 La obra, que obtuvo la licencia de Esquilache en 1620, trataba de la nobleza política y del origen de algunas de las más importantes familias nobiliarias, entre ellas la de Borja, de la que se sugería un doble origen, noble y plebeyo. La acusación de enlazar la nobleza de sangre de algunas de esas familias con ciertos nuevos nobles ricos de supuesta ascendencia judía hizo que la Inquisición interviniera en la prohibición del libro. Mexía de Ovando prometía hablar “largamente” de la “virtud, obras, saber, christiandad, y govierno” del virrey Esquilache en una historia de la fundación de Lima que nunca llegó a la imprenta (I, 474).
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o de las protestas de los letrados limeños afines al anterior virrey, el marqués de Montesclaros. En el cargo 101 de la sentencia leída el 7 de enero de 1626 durante la residencia a la que se hubo de someter Esquilache ante el Consejo Real de las Indias, se absuelve a éste, por no probado, de usar de mucho rigor con los abogados y agentes que defendían a dicho marqués, como fueron el Lic. Maldonado, a quien trató mal de obras y de palabra, y le quiso echar en galera del Callao y raparle la barba. Y el Dr. Don Diego Mesía, colegial y catedrático de aquella universidad, a quien prendió en la cárcel pública, le quitó la beca y le quiso dar tormento; y al Lic. Pedro de Esquivel, siendo persona eclesiástica de orden sacro, le dio tormento; y a Cristóbal de Pineda, escribano, a quien envió preso a la galera del Callao. (Hanke 232–3)
No menos problemas encontró el virrey en sus relaciones con las principales órdenes religiosas en el Perú, continuando, por otra parte, el enfrentamiento que, ya desde tiempos de Las Casas, sostenía en tierras americanas el poder civil y eclesiástico con las órdenes mendicantes. Contra las acciones de Esquilache y las del Arzobispo de Lima, se levantan las voces de los religiosos doctrineros en un papel dirigido al mismo Felipe III: El agravio que el príncipe de Esquilache y el arzobispo de Lima han intentado contra las religiones de Santo Domingo, San Francisco, San Agustín y de Nuestra Señora de la Merced, contra su inmunidad, y privilegios Reales, y Bulas Pontificias . . . fácilmente persuaden que su ánimo e intento es de procurar que se quiten las Doctrinas a las religiones . . . Pero V. Magestad como Príncipe tan justo, agradecido y prudente, con su Real Consejo debe oir las razones que las Religiones tienen por su parte, . . . no haciéndoles tan conocido agravio, al cabo de cientos y tantos años que ha que sirven a V. Magestad y a esta Corona en aquellas partes, . . . que las Indias tanto a más se las han conquistado las Religiones que las armas. (Doctrina, y Papeles de Yndias [23] f. 1r)
Por último, aunque no menos importante, hay que destacar el lugar sin precedentes que Esquilache dio al teatro en la Lima virreinal. Según Lohmann Villena, el virrey “Revocó y dejó sin efecto la provisión de su predecesor que prohibía la actuación simultánea en la ciudad de dos conjuntos histriónicos” (1959: 148), hecho, por otra parte, poco extraño si tenemos en cuenta el poder estabilizador de ese género en la sociedad barroca, y el hecho de que Esquilache (autor él mismo de varias comedias) era íntimo de su mayor exponente, Lope de Vega, cuyas obras, muy probablemente, fueron representadas en Lima con el beneplácito del virrey. Una de ellas bien pudo ser La pobreza estimada, publicada en 1623 pero compuesta mucho antes a juzgar por la dedicatoria de Lope a un Esquilache todavía ausente en el Perú, y por la explicación que aquél ofrece a éste, como se verá más adelante, del “nuevo arte” cultista. En una de las cartas que Esquilache envió desde Lima a su primo don Pedro de Castro, conde de Lemos, el dramaturgo aparece mencionado como Santo Lope de Vega. Bajo su advocación, Esquilache discurre con Lemos sobre su afición al teatro:
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digo que hay en este lugar un representante nomine Juan Crisostomo, natural de Sevilla, que puede competir con todos los graciosos antiguos, como si dijesemos Cisneros, Escobedo, Navarrillo, porque los demás no suponen con él. Hace todas las figuras deste genero con eminencia, como son rufian, cobarde, lacayos, sacristan, y tiene mucho ingenio y aun elocuencia juntamente con el donaire. Téngole reducido á que se vaya conmigo. (Paz y Meliá 358)
Es precisamente en estas epístolas a Lemos donde aquella crítica velada y contenida de la Relación se volverá, como anunciaba más arriba, abierta discrepancia. En este ámbito de lo privado, de la carta y su invitación a la confianza, el proyecto de control colonial muestra su cara menos compacta. En el rechazo que de todo lo americano manifiesta Esquilache en las cartas dirigidas a su primo, van inscritos el fracaso del proyecto imperial y la diferencia irreducible de América. La experiencia directa del mito (las “fábulas de América” a las que se refiere Lemos en sus cartas a Esquilache), oximorónica, invalida la ahistoricidad de aquél y pone en marcha el reloj del desengaño. En una de las cartas a Lemos fechada en 1618, afirma Esquilache: “Confieso, señor, que os escribí que me parecia muy grande este cargo, y . . . digo que es mucho mayor la carga y no de la ocupación, sino de tolerar la mas pesada y soez gente que ay en el restante del mundo . . .” (Paz y Meliá 257). La carta continúa: “y quiero mas burlarme dos oras con el conde de Lemos que todas las Indias” (Paz y Meliá 257), y concluye: “Grandes habladores son estos peruleros, pues a fe que conmigo que no se burlan, y que a los jurisconsultos los hago sudar con todo el cuerpo” (Paz y Meliá 258). Dos años más tarde, a la espera ya de sucesor, volverá a escribir Esquilache: “Caso lastimoso es, primo mio, la poca noticia que tienen de las cosas deste desdichado Reino y la priesa con que se va acabando, y como soy el medico que cuida al enfermo, quiero dejarle y que muera en otras manos” (Paz y Meliá 357).28 Importa señalar que este rechazo y diferenciación de lo americano en las cartas a Lemos se acompaña de otra diferenciación: la que lleva de la actitud amateur con respecto a la actividad poética y la desvinculación de cualquier tipo de carrera literaria, a la del poeta preocupado por reivindicar para esa misma actividad poética las trazas de una trayectoria laureada. En estas cartas, la actividad intelectual se define como “trabajo” y su incompatibilidad con los menesteres políticos presagia ya una dedicación exclusiva a la poesía. Además, esa actividad poética, como desvela el mismo Esquilache, va a pasar de asociarse con la lírica (género natural del amateurismo) para centrarse en la épica (género por excelencia de lo laureado), siguiendo así las directrices clásico-medievales de la famosa Rota Virgilii (Armas). Es la época de composición de la Nápoles recuperada:
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Es curioso, o quizás no tanto, que esta despectiva afirmación de Esquilache se haya citado con frecuencia de forma fragmentada, encubriendo lo peyorativo de la actitud del virrey y subrayando su preocupación por las tierras peruanas y sus gentes. Green afirmaba: “ ‘A los Indios procuro defender cuanto puedo, y es caso dificultoso, porque no ay español que naturalmente no sea su verdugo, y esto con pretexto de piedad y buen gobierno’, he wrote in
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El Rey Don Alonso ha reposado estos días, por las grandes ocupaciones que han concurrido, y ahora que escampan, proseguiré el trabaxo . . . Tengo escrito ya un pedazo del canto octavo, y no me parece que desdice de los otros; y cierto, señor, que huyen el coser versos heroycos y tratar de maytes y tara del traxinero de los açogues. (Paz y Meliá 257)
Esta misma diferencia que marca el propio Esquilache, anteponiendo el poeta al político y excediendo así los límites del ocio amateur, será precisamente esgrimida por la élite peruana en sus acusaciones contra el virrey ante el Consejo Real de las Indias: que en mas tiempo de quatro meses no despacho cosa de gouierno diziendo que estaua melancólico y se ocupó de hazer coplas y romances y darles tonos en compañía de Mari Hurtado Comedianta a quien lleuo en su seruizio y se cantauan por la ciudad con título y nombre suyo, y se precia mas de músico, poeta y maestro de Armas (como es público) q no de gouernador. (Ratto 251)29
Preguntaba páginas atrás si era lícito pedir cuentas a Esquilache por la ausencia de América en su obra poética, y adelantaba que la respuesta era negativa desde el punto de vista de la recepción de las Indias por parte de los líricos españoles del XVII. Sería erróneo hablar simplemente de un silenciamiento político de América por parte del Esquilache poeta, ya que éste se limitó, en este sentido, a seguir la tendencia general de la época. Dicha tendencia consistió en adaptar la tópica y retórica del momento al nuevo fenómeno del Descubrimiento, aunque la renovación de las viejas formas que produjo esa adaptación acabó (ya a finales del XVI) totalmente normalizada, pasando a convertirse las referencias a América en fórmulas, en la mayoría de los casos, puramente denotativas (Cobos 28).30 En el XVI le había tocado el turno, a través de las crónicas, a la topica heróica, y en el XVII, a través de la poesía moral y satírica, habría de suceder lo
1618 to his cousin the Conde de Lemos; but he could do little for Peru, and two years later he wrote again: ‘Caso lastimoso es, primo mío, la poca noticia que tienen de las cosas deste desdichado Reino, y a la priesa con que se va acabando . . . tengo por sin duda que su disipación es castigo del cielo’ ” (1939: 220). La misma operación de edición la realiza Blecua (1990: 45), bien para salvar la reputación política de Esquilache, o bien por haber tomado la cita directamente de Green. 29 La denuncia es parte de las catorce páginas de la anónima “Memoria y Relación cierta de algunos excessos que el Príncipe de Esquilache virrey del Perú ha hecho en el tiempo de su Gobierno”, conservada en el Archivo General de Indias (Audiencia de Lima 96). Tomo la cita de Ratto. 30 El carácter fuertemente normativo de la poética barroca se ha considerado como causa de la escasa tematización de América en la literatura española del XVII (Simson 273). A esa causa formal, quizás habría que unir, siguiendo a Morínigo (1946) y a Dellepiane (1968), el desprestigio político de la empresa, ya desde las Casas, la ausencia de un linaje loable en los conquistadores y la falta de perspectiva histórica. Sobre la recepción de América en los diversos géneros literarios del siglo de oro véase Arellano (1992). A los estudios generales de Monírigo, Dellepiane y Cobos hay que unir los de Christian Andrés (1990 y 1991) y el de Brioso Santos.
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mismo con la topica de censura, casi toda repensada alrededor del auri sacra fames y la cupiditas ultramarina (Schwartz 1992). La ambiciosa nave de la oda catorce del primer libro de Horacio, convertida en el XVI en la “nao” luisiana, y más tarde en la “ignorante navecilla” de Quevedo y en el monstruo marino “escamado de robustas hayas” de Góngora, es la misma que el “errante pino” de la canción segunda de Esquilache, “corvo” en su soneto segundo, “atrevido” en el 45, y americano en el soneto 63, en el 107 y en la epístola al duque de Alba (“El oro y plata (universal fatiga)/ para quien tantos leños se previenen,/ y a gran cuidado su pasaje obliga,/ ¡Oh qué poco en Sevilla se detienen!” [240]). Nave y oro son, en estas composiciones, las dos caras de una misma crítica que Esquilache va a adoptar con frecuencia como expresión de su propio desengaño. Así ocurre en el soneto 63 (“¿Cuánta riqueza atesorava el Fúcar/ cuando fue de los siglos maravilla?/ ¿Y cuánta plata ofrecen a Sevilla/ dos Indias por las puertas de San Lúcar” [32]), en el 106 (“Las velas prendo, de oponer cansado” [54]) y en el 107 (“Soberbio mar, si tu erizada frente” [54]). Por su colocación en el volumen (cuya ordenación, no olvidemos, se debe al mismo Esquilache) y su temática afín (la nave, el mar, las Indias, la riqueza y el desengaño) forman estos sonetos una breve suite especialmente significativa, sobre todo por la incorporación del soneto que sigue, el 108 (“Al Poema de Tomás Tillano, del Nuevo Mundo”), en el que a la “fatiga” y osadía de la empresa marítima de Colón se impone el “honor” y el “ingenio” de la empresa escrita de Tillano. A estas menciones de América hay que unir además el manido “Caribe fiero” del soneto 147 (47) y, sobre todo, el “Yo no probé en mi vida chocolate . . . por lo que tiene de Indias y de embuste” de la carta en versos al marqués de Lacono (248), donde la tendencia satírica propia del género epistolar (como en el caso de la carta al de Alba) justifica la censura directa y personalizada del mundo indiano, metonimizado en el chocolate, y, a su vez, metáfora de lo novedoso. Ahora bien, si todas estas referencias al mundo americano en Esquilache se ajustan ortodoxamente a lo esperable de un poeta español del seiscientos, y si ni siquiera la experiencia directa de América parecía obligar a un tratamiento original de lo americano, ¿por qué la sorpresa de los críticos ante la ausencia de América en Esquilache?, ¿por qué, con Ratto, cargar de expresividad un silencio que quizás sólo atendiese a la voz del tópico? Cabe la posibilidad de la recepción anacrónica, aunque yo me inclino por ver en estas lecturas un reflejo de lo que debieron ser las lecturas contemporáneas del texto: puede que no inmovilizadas en la sorpresa, o ni siquiera movidas excesivamente a ella, pero sin duda prontas a encontrar otras razones y defensas bajo la máscara del tópico. Esquilache, como poeta petrarquista (o pospetrarquista) que era, se erige en protagonista de su propio cancionero acogiendo así la posibilidad del vínculo interpretativo entre vida y poesía: “Sangre sois de primavera” (577) dirá de sus romances, amparándose en la metáfora lopesca de la tinta viva. Conviene recordar aquí que Fernando de Herrera no había evitado ese tipo de interpretación al anteponer una “Vida de Garcilaso” a sus Anotaciones y descubrir al lector el trasfondo biográfico de ciertos pasajes del toledano: “Después pasó a la empresa de Tunes, i allí fue herido un día en una escaramuça de dos
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lançadas . . . de donde nacio aquel bellisimo soneto a Mario Galeota” (Vega [1581] 1998: 5); y que Pedro Soto de Rojas se había referido a los “Ditirambo Poetan” en su “Discurso sobre la poética” (compuesto alrededor de 1612 para la Academia Salvaje y publicado en 1623 como parte del Desengaño de amor en rimas) como a aquellos poetas “que en sonetos, canciones, tercetos, liras, madrigales, sestinas, villanescas, redondillas, endechas, romanzes, villancicos, y las demás composiciones que se vsan, imitan por via de cuento sus pensamientos hablando ellos mismos”, invitando así a recomponer, bajo el velo ficticio y múltiple de esas formas genéricas, lo que no era cuento (28). La persona poética petrarquista no sólo ha de estar claramente dicha, sino también densamente vivida, y de ahí su calidad ejemplar, modélica. No en vano, la poética de la claridad que Lope o Esquilache oponían a la poética de la oscuridad culterana, asimilaba frecuentemente experiencia poética a experiencia vital. De este modo se podría afirmar que en las decenas de sonetos y romances de las Obras en Verso existe, de forma latente, la posibilidad de un poeta-hombre para un lector-testigo. La América poética del príncipe, amparado en los topica general del momento, se vuelve interdicción y elipsis por el deseo del autor de olvidar y hacer olvidar aquella América política (como propone Ratto), aunque a ello habría que unir el uso del silencio como táctica defensiva (como argumenta Esquilache a su primo Francisco de Castro en los versos “Aquí esperais, que en mi suceso os hable,/ y bien pudiera, si el callar agravios/ no fuera la invectiva más loable” [208]) y, en general, la búsqueda de una tensión, de una ambigüedad interpretativa con el lector difícil o imposible de proponer en la arena política. La gran publicidad que se dio a la llegada de Esquilache del Perú, al embargo de sus bienes, a los más de cien cargos de los que se le acusó ante el Consejo Real de las Indias, a su inmediata y definitiva desgracia política, determinó, casi sin permiso, la entrada de esa crisis en la persona poética del virrey. El fracaso de la experiencia virreinal habría de implicar la revaloración de los signos poéticos de un sistema (el pospetrarquista) basado en el pacto experiencia–poesía. Ratto anduvo muy acertado cuando consideró las cuitas del pastor que vuelve al Manzanares en el romance 221 como una ficcionalización de la etapa limeña, aunque creemos que a esa ficcionalización habría que añadir el resto de referencias a las Indias (directas y no) que Ratto sólo considera episódicas, y ponerlas en relación con los numerosos tópicos que giran en las Obras de Esquilache alrededor de la idea del desengaño. Esquilache se ajusta a la visión barroca negativa de la aventura marina (americana, por excelencia), al tópico del cortesano desengañado, pero esas posiciones adquieren especial resonancia en sus versos al estar contrastadas con una experiencia real, vivida. ¿Era posible, para un lector contemporáneo de las Obras en Verso, leer el “Surcó mi engaño de extranjeros males/ las aguas, los peñascos, las arenas” del soneto 98, o el “Gracias al cielo venerable Tajo,/ que beso las arenas de tu orilla,/ pisando ya los campos de Castilla/ con más sosiego y con menor trabajo” del 118, sin pensar en el episodio americano? ¿Eran la corte, el mar, el peregrino, el desterrado, el náufrago, el gongorino “extranjero errante”, la “ajena tierra”, de tantos versos de Esquilache los mismos antes y después de volver éste de las Indias? ¿No sería evidente,
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independientemente de la fecha de composición original, la autodefensa de Esquilache bajo los destierros de Temistocles y de Cayo Mario en los sonetos 69 y 28, “Del Persa Rey . . . Temistocles guardó sus patrios lares./ El singular valor, con singulares/ envidias recibió como la extraña/ su patria, despreciando tanta hazaña” (31)? En definitiva, ese sfumato de las Indias en los tópicos poéticos del Esquilache pospetrarquista se corresponde, desde otra esfera y con otras intenciones, con el proceso homogeneizador descrito páginas atrás a propósito del control ideológico llevado a cabo por el Esquilache virrey. Lo que en éste implicaba asimilación del espacio colonial a la meta-geografía del imperio, en aquél requería abstracción, ficcionalización de la experiencia concreta en lo universal del sentimiento poético. Las Indias políticas y poéticas de Esquilache se encuentran así en una misma necesidad de asimilar la diferencia, unas desde un sistema político y otras desde uno poético. De dicho gesto debieran salir fortalecidas, por una parte, la homogeneidad ideológica del imperio y, por otra, la legitimidad (moral y poética) de la máscara lírica de Esquilache. El propio príncipe nos revelaba, desde la privacidad de las cartas, las fallas de la política imperial. En cuanto a su persona lírica, sólo allí le fue concedida la posibilidad de la réplica, que llegó en forma de elipsis, despecho, silencio y defensa cifrada ante la élite intelectual. Como los reyes ausentes en el espejo de Cojuelo o los velados en el lienzo que pinta Velázquez en su taller de Las Meninas, la América ausente de Esquilache es el eufemismo de una presencia indeleble.
Decadencia política y esplendor literario: 1622–48 Andrés de Almansa y Mendoza, gaceterista de la corte, anunció sucintamente el regreso de Esquilache del Perú a principios de 1622: “Llegó el príncipe de Esquilache a esta corte y ha dado su inventario como virrey que ha sido del Perú” (232–3).31 Dos años antes, en carta fechada en Madrid en mayo de 1620, Felipe III había concedido el cese de sus servicios como virrey al príncipe de Esquilache: he tenido por bien concedérosla, si bien holgara mucho continuárades mi servicio por lo que por los buenos efectos en lo pasado me prometía para lo de adelante . . . me ha parecido que sepais por ésta el particular contento que he recibido de haber entendido por lo que resulta de todos el acertamiento de vuestro proceder en el gobierno de esos reinos que os encargué esperando los buenos que han resultado muy propios y correspondientes a la satisfacción que siempre he tenido de vuestra persona y obligaciones de vuestro nacimiento. (MS 2989, f. 1275)
31 Por estas mismas fechas (en julio de 1622, concretamente) y en condiciones muy parecidas a las del príncipe de Esquilache volvía otro virrey a la Corte. Se trataba del virrey de Portugal, Diego de Silva y Mendoza, conde de Salinas, y también, como Esquilache, reputado poeta entre los círculos cortesanos (Dadson 1996: 309–17).
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La expectación en la corte ante el regreso de Esquilache no debió de ser poca, a juzgar por los rumores que circularon a propósito de su enriquecimiento en tierras peruanas. A ello se refería el autor de la apócrifa [Historia del Huérfano] (Sevilla, 1621) a propósito de la amistad del Huérfano con Esquilache: conoció a don Francisco de Borja Comendador Mayor que entonces era de Montesa y hoy príncipe de Esquilache de la Cámara del Rey su lugarteniente, virrey de los Reinos del Perú, el cual era entonces de grandísimas fuerzas y de los que en fuerza [no] conoció igual (cuyas buenas partes no parecieron también en el Perú porque las desdoraron el mucho oro que los virreyes buscan). (89)
Góngora comentó la noticia a don Francisco del Corral en una carta fechada el 26 de noviembre de 1621 (1921: III, 203), y también Quevedo se hizo eco de los rumores en Los grandes anales de quince días (1621), aunque no de forma condenatoria, sino justificando la labor del príncipe, a quien le unían, como veremos más adelante, aficiones literarias: El Príncipe de Esquilache llegó a Sevilla, de las Indias. Extendióse mucho la opinión del tesoro que el príncipe traía, creciendo los millares en millones: pues aunque sea cierto que registró hacienda, se ha de entender que los contadores de la felicidad ajena añaden siempre al número verdadero el que basta a que la hacienda más parezca robo que gajes, y que industria negociación. (1964: II, 241)32
La tibieza de la justificación de Quevedo, sin embargo, no permite apreciar la firmeza, casi militancia, con la que cierto sector intelectual cortesano sostuvo la defensa del virreinato de Esquilache. Para ello es preciso dirigir la atención a Lope de Vega (el poeta más cercano al príncipe desde los años de La Dragontea) y a ciertos amigos comunes a ambos, caso del licenciado Juan Pérez de Montalbán, del portugués Francisco de Francia y, de forma aún más clara, al doctor Sebastián Francisco de Medrano, presidente de la academia madrileña a la que Esquilache atendió tras su regreso del Perú. La defensa del primero fue formulada en una serie de textos dados a la estampa en los años inmediatos al regreso del virrey, caso de La Filomena (1621), la extensa dedicatoria de La pobreza estimada (1623) y, sobre todo, las numerosas referencias de La Circe (1624), a las que habremos de volver en detalle en el capítulo 4. Como afirmó en su momento Ratto, las referencias laudatorias a Esquilache en La Circe habría que relacionarlas con el hecho de que el volumen estuviera dedicado al nuevo valido, el conde-duque de Olivares (246–8). Dichas referencias (relacionadas a
32 Los rumores sobre el enriquecimiento de Esquilache en tierras peruanas cuajaron en el cargo 47 en la sentencia hecha pública en 1626 tras la residencia tomada al virrey al regreso del Perú. En dicho cargo, del cual quedó exculpado por ser “cargo general y no probado” (Hanke 222), se le acusaba “de que adquirió y llevó de dichos reinos cantidad de plata y joyas por más de dos millones” (Hanke 222).
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su vez con la proclamación de Esquilache por Lope como principal representante de la poesía clara ante el avance culterano) iban desde las alabanzas directas en sonetos y la incorporación de composiciones de Esquilache al texto de La Circe, hasta la defensa implícita de Esquilache, de su gobierno, e incluso de miembros de su séquito en el Perú. Era el caso, por ejemplo, de la justificación del enriquecimiento del indiano recogido en la Epístola a Matías de Porras: El oro, pues es caza necesaria a quien al otro mundo peregrina por tanto cielo y tanta mar contraria, críe el valle de Jauja, y la vecina tierra de Chinca y Andagaila el trigo; que vos no vais a Lima por harina. La plata en barras prósperas bendigo, la cosecha de sol en granos de oro, puesto que no le he sido muy amigo. Pero desdice mucho del decoro que se debe al honor, por pasar dos mares, y de su inmensa copia de tesoro volver un hombre pobre a Manzanares, sino traer el mundo nuevo a cuestas, y descansar entre los patrios lares. (1983: 1242)33
El mismo año de la publicación de La Circe, Juan Pérez de Montalbán dio a la estampa los Sucesos y prodigios de Amores en ocho novelas ejemplares. La primera de esas novelas, La hermosa Aurora, se presentó con una dedicatoria
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Matías de Porras llegó al Perú como médico personal de Esquilache. El favoritismo, tan practicado en la corte madrileña, se había trasladado también a los virreinatos americanos. Los numerosos favores que obtuvo Porras del virrey provocaron no pocas quejas por parte de la clase criolla. En el cargo 125 recogido en la sentencia de la residencia tomada a Esquilache se dice: “Y en cuanto al ciento veinte y cinco, de que por haber favorecido al Dr. Matías de Porras, en la causa de adulterio que contra él siguió Pedro Alonso de Barrios, no fue castigado el Dr. Porras, y Pedro Alonso de Barrios fue molestado con muchas costas y vejaciones” (Hanke 238). El mismo caso de adulterio se condena en una carta de Melchor de Escobar contra Esquilache en la que se dice, “sesaran (los) adulterios públicos que se quedan sin castigo como el del médico Porras con la mujer de Pedro Alonso de Barrios ombre hijodalgo y muy rico que aviendo querellado del y de su muger le emañaron el pleyto de manera que oy capitalized en dia se passea Porras y en premio de su adulterio le dieron el corregimiento de la provincia de Canta” (Ratto 248). Años más tarde, tras la muerte de Porras, Esquilache recibió una carta en la que se pedía su intercesión en favor del hijo de su antiguo secretario, don Diego de Porras: “Lo que se suplica a Vex. es que se sirva de pedir a boca y por escrito cuanto antes a los Señores Conde de la Roca Marqués de Aguila Fuente y Don Diego Sarmiento que favorezcan en la Junta cuando se propongan los oficiales para la Veeduría General que se ha formado ahora a Don Diego de Porras, secretario que ha sido del marqués de Mortara, que será hacer una muy buena obra el acomodarle por tener su madre viuda a quien acudir” (MS E-396644, f. 93). Sobre la relación entre Matías de Porras, Lope de Vega y el Perú, véase Miró Quesada Sosa (42–9).
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dirigida a Esquilache cuando éste todavía era “virrey en los Reinos del Pirú”. La dedicatoria interesa por varias razones. En primer lugar, porque la encendida defensa que en ella se hace del Esquilache político y poeta es, como se sugería más arriba, otro ejemplo importante (más allá de la simple adulación) de la red político-intelectual defensiva tejida en torno a Esquilache tras su regreso del Perú; en segundo lugar, porque en la defensa de Pérez de Montalbán, como en la de su íntimo Lope de Vega, la poesía de Esquilache va a ser erigida en emblema de la poética de la claridad y la llaneza tradicional frente al avance culterano (“los límites de nuestra lengua”, “que la blandura y la belleza pueden andar juntas”); y, en tercer lugar, y no menos importante, porque en esa defensa Esquilache se presentaba como cristalización del perfecto noble amateur (en su conjugación de “nobleza” y “alma” y de la concepción de las “buenas letras” como “mejor esmalte de los príncipes”), continuando así, con su equilibrado ejercicio de las armas y las letras, el modelo ideológico y estético garcilasista: Las partes que concurren en Vuestra Excelencia para hacerle amable son tantas que, porque no se quejen de la pluma, fuera justo encarecerlas con el silencio. Pues en cuanto a la nobleza, que Aristóteles en el dos de los Retóricos llama quaedam maiorum claritas, no ha menester más pinceles que su misma verdad; y en lo que toca a la parte del alma, no pienso que el entendimiento queda a deber nada a la sangre, calidad que en Vuestra Excelencia resplandece aún con más ventajas; porque, según el Filósofo, boni aut mali natura non efficimur, y es cierto que nadie merece ni desmerece en su nacimiento, porque es obra (como dicen) de la fortuna, lo cual no sucede en la virtud que llamamos adquirida, como es el estudio de las buenas letras de que tanto se ha preciado Vuestra Excelencia sin duda porque sabe que es el mejor esmalte de los príncipes . . . Por dos cosas he querido poner a los pies de Vuestra Excelencia (no sin recelo de mi ignorancia) esta novela: la principal, por el afecto grande que siempre he tenido a su divino ingenio; y la segunda, porque vaya con menos miedo saliendo a sombra de tales rayos . . . Y lo que desta y de las demás puedo prometer a Vuestra Excelencia es que están escritas dentro de los límites de nuestra lengua . . . Yo quisiera que estos señores críticos pasaran por los ojos muchos versos que yo he visto de Vuestra Excelencia, para que se desengañaran de que la blandura y la belleza pueden andar juntas. (1999: 17–18)
Dentro de este mismo intento de defensa y elogio del Esquilache político y poeta, hemos también de ubicar el soneto XVI (“A don Francisco de Borja, Príncipe de Esquilache”) del Jardín de Apolo de Francisco de Francia y Acosta, publicado en Madrid en 1624 y aprobado por Lope de Vega. En el soneto, se adelanta ya el título de “Príncipe de la Poesía” que luego le concedería a Esquilache Lope en la silva VI del Laurel de Apolo, y que repetirían Gracián en el discurso III de la Agudeza y Arte de Ingenio y Luis de Guevara en el tranco VIII de El diablo Cojuelo: Qué bien de la nobleza esmalta el oro tu ingenio, cuyo estilo peregrino,
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imagen del arroyo cristalino, corriente y claro es, dulce y sonoro. Eres de nuestro idioma alto tesoro, prodigio humano, que en obrar, divino, rindes al Griego, vences al Latino (asi te inspira el apolíneo coro). De Príncipe tambien de la Poesía, (no sólo de Esquilache) inmensa suma de edades, gozarás el apellido. Mirándote el olvido desconfía, que basta el menor rasgo de tu pluma a poner a tus plantas el olvido. (8v)34
Más directa y claramente relacionada con el accidentado virreinato se nos presenta la defensa de Sebastián Francisco de Medrano. Alonso de Castillo Solórzano la recogió, junto con el resto de la obra de su amigo Medrano, en los Favores de las Musas. A juzgar por el lugar privilegiado que le dio en el volumen habría que afirmar que esa defensa (o por lo menos el vínculo que ésta establecía entre Esquilache y Medrano) se quiso mantener vigente hasta 1631, año de la publicación de los Favores en Milán. Medrano armó su defensa en un soneto y en una extensa silva. El primero, titulado “A cierto Príncipe mal premiado después de haber servido bien”, decía así: Príncipe ilustre a cuya heroica frente laurel ofrecen digno Apolo y Marte; tú solo César puedes celebrarte tan solo sabio tú, como valiente. ¿Quién ha de haber que tus blasones cuente sin llegar a temerte y a admirarte, pues en lo militar te adora el arte y el natural mejor en lo elocuente? Prémiete aquél en cuya mano hallamos lauro al trabajo igual que merecemos; mas ohgran pena, ¿cómo no lloramos? Que a las veces permite que pensemos, que en los mayores yerros acertamos por castigarnos con dejar que erremos. (4)
Es cierto que el soneto no incluye ninguna alusión directa a Esquilache (si excluimos, claro está, el hecho de que el “cierto Príncipe” sea poeta) y que, tanto por su tono como por su materia, podría pasar por otro más de los muchos
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El soneto también se encuentra manuscrito en MS 6474, f. 78v.
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sonetos barrocos dedicados al capricho y al desengaño del poder. Sin embargo, los elogios a Esquilache que lo anteceden en el prólogo de Medrano (“no se contentó el cielo con hacerle tan ilustre en sangre, sino que le igualó con ella el ingenio, tan insigne en todas ciencias y facultades” [Prelim. 5r]) y, sobre todo, el panegírico que a la labor del virrey se erige en la silva que sigue al soneto, obligan a entrever en ese “cierto Príncipe mal premiado” al príncipe de Esquilache y a las sanciones recibidas por su gobierno en el Perú. La silva “En alabanza del Príncipe de Esquilache” discurre en torno al diálogo que tiene lugar entre la Fama, España y la India con motivo del regreso de Esquilache de tierras peruanas a la corte de Madrid. El lamento de La India por la partida del virrey (“Que en mí la pena crece,/ pues se me pone el sol que te amanece . . . Perdí mi honor, mi amparo, mi defensa” [17]) es replicado con la alegría de España ante el regreso de su “Español Virgilio”: “Venid, venid a gloria de los Borja/ a honrar vuestra nación en hora buena,/ que con laureles nuevos os aguarda,/ que serán de los césares coronas” (17). La alabanza concluye con la divulgación por parte de La Fama del nombre de Esquilache “por todo el orbe”, y con el recuerdo, casi obligado, del padre y el abuelo: “en su divino templo/ el retrato colgó del Borja ilustre,/ y de los dos que reverencia el suelo,/ Padre prudente, como Santo abuelo” (19). Con todo, estas defensas desde lo literario no pudieron hacer frente a las fuertes y graves críticas que, desde la esfera política, se vertieron contra el gobierno de Esquilache, como fue el caso, por ejemplo, de las contenidas en la anónima “Memoria y Relación cierta de algunos excessos que el Príncipe de Esquilache virrey del perú ha hecho en el tiempo de su Govierno”, mencionada más arriba. El 7 de enero de 1626, el Consejo Real de las Indias culpó al exvirrey de 124 cargos de los 150 contenidos en la residencia tomada a Esquilache por Antonio Fernández Montiel, oidor de la Audiencia de la Plata. Entre las acusaciones se culpaba a Esquilache de destituir y volver a nombrar ciertos cargos (el de tesorero de la Casa de la Moneda en Potosí, en concreto) ya asignados por cédula real, así como de repartir “las rentas y oficios” correspondientes a los descendientes de los conquistadores entre criados y allegados suyos (Hanke 214–15).35 A los tres mil ducados que le costó a Esquilache la repartición de cargos entre los suyos, se sumaron otros pocos miles de ducados: tres mil por apoderarse del estanco de nieve y leña arrendado a Francisco Hernández de Espinosa para conservar la alameda de los Descalzos, mandada construir por el virrey Montesclaros (Hanke 214); ocho mil por permitir que su familia y criados recibieran
35 Las quejas vertidas contra el favoritismo ejercido por Esquilache durante su virreinato movieron al rey y al Real Consejo a despachar a finales de 1621 una cédula “gravísima y apretada”, como nos informan los Anales de Cuzco, “para que se ejecutasen las que estaban dadas sobre que los Virreyes, Audiencias y Gobernadores no diesen oficios, encomiendas ni otro algun aprovechamiento á sus deudos, criados, ni á parientes de sus mugeres, dentro del cuarto grado” (Esquivel y Navia 44).
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“dádivas y preseas, por las mercedes que hacía de rentas y oficios” (Hanke 215); dos mil por haberse beneficiado del cobro de la renta de la encomienda de Caguiabiri (concedida a su primo, el marqués de Oropesa) a través de Martín de Acedo, camarero de Esquilache (Hanke 215–16); y cuatro mil por realizar, tanto el príncipe como su esposa, negocios con mercaderías provenientes de Castilla y de la propia América (Hanke 219). Las gacetas cortesanas se hicieron eco inmediato de la fortuna de Esquilache y así, en enero de 1626, se pudo leer en una de ellas: “Este día se dio la futura del virreinato de México a Don Lope de Almendárez . . . y se publicó la sentencia contra el Príncipe de Esquilache de los cargos que se le hicieron siendo Virrey del Perú; condenáronle en veinte mil ducados” (Palma 1899: 129). Vistos los cargos y la sentencia del Consejo Real de Indias, no es de extrañar que el cargo de virrey fuera el último cargo político ostentado por el príncipe de Esquilache, ni que su experiencia en Perú marcara, en gran medida, un antes y un después en su trayectoria política. Así, los incidentes del episodio americano no debieron jugar a favor de Esquilache cuando en 1634 su hermano Fernando de Borja intentó devolverlo al candelero político procurándole, sin éxito, el cargo de virrey de Portugal. El historiador portugués Francisco Manuel de Melo se hizo eco de la noticia en la primera de sus epanáforas políticas, fechada en 1637, recordando el pasado político de Esquilache en América (aunque equivocando el cargo y el número de años de ejercicio) y las críticas que acompañaron a su gobierno: Havíase a este fim discorrido sobre quaes serião em Castella os sujeitos mais a proposito de se lhe encarregar nosso governo, julgandose exteriormente que a todos preferia D. Francisco de Borja, Principe de Esquilache, Conde de Mallalde: fora já Visorrey de todas as Indias Occidentaes por espaço de doze annos, que governàra mais aprazivel que prudente. Achavase desocupado na Corte, e concorrião em sua Pessoa algunas calidades que parece o farião tolerable a Portugal, sendo o Principe filho e neto de Portuguezes, herdado no reyno e hidalgo nelle; as quaes exterioridades bastavão para nos satisfacer, e certificar aos castellanos, que pello sangue, nacimiento, creação e beneficios que devia a a Castella, não faltaria em derigir todas suas acções segundo os fins de aquella coroa. (Melo 13)
La pujante carrera política del Esquilache de las dos primeras décadas del XVII, culminada con el virreinato, poco tiene que ver con la que siguió a dicho cargo y en la que Esquilache se limitó a aparecer y participar en algunas fiestas de Madrid (como Gentilhombre que era de la Cámara del rey) y, sobre todo, a cultivar su antigua afición literaria, como protector y (lo que es más importante para este estudio) como creador. Afirma Ricardo del Arco a propósito del regreso de Esquilache a España que “Al cesar en su cometido se retiró a la vida privada, dedicándose a su afición predilecta: la poesía, residiendo en Valencia, Gandía, Valladolid y Madrid” (1950b: 87). Mientras la residencia de Esquilache en todas estas ciudades es más que probable (Valencia y Gandía, como sedes que eran de
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los Borja,36 Valladolid, o mejor dicho Azuaga, por la encomienda que Esquilache poseía desde 1603, y Madrid por ser allí donde tenían su residencia fija los de Esquilache), la residencia en Zaragoza, como propuso José Sánchez, es más discutible. Según Sánchez: De regreso a España del Perú, donde llevó a cabo distintas exploraciones e importantes reformas, este noble, Francisco de Borja y Aragón, Virrey y Capitán General, Duque de Ciudad Real y Príncipe de Esquilache (1581–1658), se retiró a su palacio de Zaragoza, haciéndolo por algunos años centro de reunión de una academia literaria de relativa importancia. (267, énfasis mío)
Nuestro autor, sin embargo, nunca recibió el título de duque de Ciudad Real ni organizó ninguna academia literaria en Zaragoza, por lo que creo que la noticia de Sánchez es producto de una asociación errónea entre Francisco de Borja y el duque de Ciudad Real y Virrey de Aragón, príncipe de Esquilache al casar con la nieta de nuestro autor.37 Ése es, sin duda, el mecenas al que se refiere el “Vejamen que se leyó en una academia en casa del Excelentísimo Señor Duque de Ciudad Real, Príncipe de Esquilache, Virrey y Capitán General del Reino de Aragón” incluida en la Lyra poética (1688) del aragonés Vicente Sánchez (21–46). Este mismo duque de Ciudad Real, por cierto, habría de procurar a Esquilache uno de los peores momentos de su periodo de senectute. Hay que saltar en el tiempo hasta 1654, cuatro años antes de la muerte de Esquilache, y abrir los Avisos de Jerónimo de Barrionuevo por el fechado en Madrid a 12 de diciembre de ese año: La princesa de Esquilache, viuda de su primo, el hijo de don Melchor de Borja, la tenía su abuelo en un encierro o reclusión notable en su casa, porque no se casase contra su voluntad. Salió un día de éstos a misa, y a la vuelta se apeó en casa del conde de Galve, donde halló al duque de Ciudad Real y al cura que los desposó luego sin amonestaciones, con un Breve del señor Nuncio. Hacía grande frío aquel día, y acostáronse luego, por arroparse mejor, que la mujer del de Galve es hermana del de Ciudad Real. Fue tan secreto este casamiento, que si no es una dueña por donde se carteaban, nadie lo supo hasta que se halló hecho. Mucho lo ha sentido el abuelo; pero es tan viejo, que le acallarán presto como a un niño. (94)38
36 En una carta manuscrita fechada en Valencia el 18 de junio de 1636, don Juan de Borja, sobrino de Esquilache, se refiere a la inminente venida de su tío y de su esposa la princesa de Esquilache a Valencia, “pues los calores de Valencia ayudarán a que Vxa. pase en su galería con mayor comodidad el verano” (MS E-396644, f. 39). 37 Sobre el error de Sánchez llamó ya la atención King (72 y n. 105), aunque años más tarde se vuelve a confundir a los dos príncipes (Egido 1979: 23). 38 En febrero de 1658, cuando hace su testamento, Esquilache declara como universal y legítima heredera “en el remanente de lo libre que quedare a Doña Francisca de Borja, Princesa de Esquilache, mi nieta, hija legítima de los Escelentisímos señores Don Fernando de Borja, mi hermano, y de Doña María de Borja, mi hija, para que lo haya y goze con la bendición de Dios y la mía” (Pérez Pastor I, 339).
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Los papeles de este duque de Ciudad Real nos ofrecen una interesante noticia sobre el Esquilache recién desembarcado en Madrid de tierras peruanas. En un documento del de Ciudad Real, ya entonces príncipe de Esquilache, fechado probablemente entre 1655 y 1658 y dirigido a Felipe IV se le pide al monarca que “favorezca a la Casa de Borja con el título de Grande de Castilla” y en él se recuerdan las diligencias de nuestro autor, antes y después de partir hacia Lima, para hacerse con el título de Grande. Recuerda el duque de Ciudad Real a Felipe IV que Felipe III había concedido a Francisco de Borja, en sus cartas y cédulas, el tratamiento de “primo”, reservado sólo para los “grandes”, y sugiere que, por intercesión de la infanta Margarita, el título de Grande debería de haber sido otorgado a Esquilache a su regreso de las Indias: y se valió de la intercesión de la señora infanta Soror Margarita de la Encarnación, a quien su Majestad respondió (estando ya elegido por Virrey del Perú dicho don Francisco): “Algo hemos de guardar para cuando Esquilache vuelva de las Indias.” Y el duque de Lerma, aunque su primo hermano y valido, no le ayudó, porque otros parientes suyos en igual grado tenían la misma pretensión, y no tan justa, y le pareció que excusaba ocasión de queja. Pero se tiene por cierto que si entonces hubiera parecido el papel de Simancas, sin duda hubiera tenido afecto la cobertura. Y habiendo vuelto de Indias el dicho Príncipe D. Francisco, volvió a insistir en su pretensión, hasta que consiguió la Junta para que se viese en justicia el año de 1624, la cual sin duda consultó a V.M. en favor de él y esta consulta nunca pareció. (Memorial a Felipe IV)
En efecto, el príncipe de Esquilache, durante sus años de virrey, había pedido a Felipe III que se le concediera cubrirse en su presencia, señal de Grandeza, siguiendo la merced concedida por Carlos V al primer príncipe de Esquilache.39 Después del regreso a Madrid y tras la muerte del monarca, los intentos políticos de Esquilache se centraron, casi exclusivamente, en la consecución de ese título de Grande. En 1624, esos intentos se recogieron en el Memorial que hizo en derecho Don Diego del Corral, de los Consejos de su Majestad de Castilla, y Cámara, a favor de la Grandeza de la Casa de Esquilache, el cual presentó a Su Majestad el Príncipe Don Francisco de Borja el año 24.40 Diego del Corral, secretario de Esquilache y también uno de los principales artífices de la Relación que éste presentó a su regreso del Perú, nos ofrece en este documento un valioso ejercicio de memoria política cortesana. En un momento, con el advenimiento de Felipe IV y, sobre todo, de Olivares, en el que a la aristocracia se le recuerda
39 La petición de Esquilache a Felipe III se materializó por primera vez en una “Representación de Francisco de Borja, Príncipe de Esquilache y Virrey del Perú a Felipe III, para que le conceda la merced de cubrirse en su presencia, como se había concedido a sus antepasados” (MS 13353, ff. 227–30). 40 Según Fernández Béthencourt (IV: 208), la junta a la que Esquilache dirigió su petición de Grandeza estuvo formada por Francisco de Contreras, Andrés Pacheco, Luis de Córdoba, Juan de Villela y Diego del Corral.
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la incompatibilidad de sus aspiraciones individualistas con el proyecto político absolutista y se la obliga, por tanto, a reconsiderlas, Diego del Corral justifica la petición de Esquilache insertándola en una historia de la nobleza castellana elaborada en torno a la idea del derecho natural del noble y de la compatibilidad histórica de aristocracia y corona. Años más tarde, don Fernando de Borja, hermano de Francisco, denunció el hecho de que la petición de éste, a pesar de haber contado con el apoyo del Consejo de Ministros, se hubiera desestimado a favor de otras doce casas: “De todo lo cual se manifiesta con evidencia el agravio que padece la Casa de Esquilache, y cuán merecedora es de que V. Magestad le hiciera esta honra” (Varios Genealógicos, f. 47r). Esta denuncia de Fernando fue el siguiente intento de los Esquilache, también fallido, de hacerse con el título de Grande. En esta ocasión, Fernando de Borja adjuntó al memorial del hermano aquel “papel de Simancas” al que se había referido en su carta el duque de Ciudad de Real y en el que se demostraba que Carlos V, al visitar Nápoles en 1535, había mandado que el primer príncipe de Esquilache (entonces el tercero de los más antiguos de los nueve príncipes de Nápoles) se cubriera en su presencia. El duque de Ciudad Real volvió a hacerse eco de la petición y del memorial del príncipe de Esquilache apelando, de nuevo, a la liberalidad de Felipe IV y de su hijo, Carlos II, y sumando a todas las pruebas presentadas por sus antecesores su propio memorial.41 Las peticiones volvieron a quedar desatendidas. El príncipe de Esquilache no sólo echó mano de sus méritos y talante político para conseguir el título de Grande, sino que también puso a trabajar su ingenio poético. Ese fue sin duda el objetivo original del poema épico en doce cantos, la Nápoles recuperada por el rey Alonso, publicado en Zaragoza en 1651 y reeditado en Amberes en 1658, y en el que se recreaba la batalla sostenida entre aragoneses y franceses a principios del siglo XV por el reino de Nápoles.42 A pesar de lo tardío de su publicación, Esquilache ya estaba trabajando en el poema desde los años del virreinato peruano (tal y como demuestra su correspondencia con Pedro de Castro) y muy probablemente pensaba publicarlo tras su regreso a la corte, coincidiendo con los trámites de su petición de Grandeza. Lo prueba, por una parte, el hecho de que Lope anunciara en la dedicatoria de La pobreza estimada (1623) la publicación inminente de un libro de Esquilache al que
41 “El suplicante está por irse a servir a V. Majestad en dicho puesto de virrey con que le ha honrado, y se halla en precisa obligación de suplicar lo mismo, reproduciendo los papeles, títulos, y fundamentos que representó Don Francisco de Borja, y añadiendo los que después halló en el Archivo de Simancas el cuidado de Don Fernando de Borja” (Varios Genealógicos, f. 21r); “El suplicante, aunque está sirviendo a V. Majestad en dicho puesto de Virrey con que le honró el Rey nuestro Señor don Felipe IV, el Grande (que tanta gloria haya) padre de V. Majestad, se halla en precisa obligación de suplicar lo mismo, reproduciendo los papeles, títulos, y fundamentos que representó Don Francisco de Borja, y añadiendo los que después halló en el Archivo de Simancas el cuidado de D. Fernando de Borja” (Memorial a Carlos II). 42 Cayetano Rossell editó el poema en 1948 (aunque sin incluir los preliminares) como parte de la Biblioteca de Autores Españoles.
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comparaba (aludiendo a su carácter épico) con un “Belerofonte” contra la “nueva poesía” (1952: IV, 139), y por otra, las palabras con las que el mismo Esquilache habría de cerrar el prólogo de la Nápoles casi treinta años más tarde: “Y aunque se imprime ahora, ha muchos años que está escrito y visto por personas que se pudieron aprovechar de lo que yo primero tuve trabajado en él” (Prelim. 16v). No cabe duda de que las convenciones retóricas e ideológicas del género épico proporcionaban a Esquilache una plataforma de acción y representación complementaria y afianzadora (desde el prestigio clásico de lo épico) del trámite burocrático, inviable, por otra parte, desde el género lírico.43 Para empezar, el desplazamiento de la lírica a la épica, emulando la trayectoria marcada por la Rota Virgilii, daba un profundo sentido político a la trayectoria literaria de Esquilache y obligaba a reinterpretarla desde una perspectiva que excedía los límites del simple amateurismo. De hecho, esta perspectiva sería rescatada en el momento de publicación de la Nápoles desde un contexto político muy distinto: el del enfrentamiento entre la España del conde-duque y la Francia de Richelieu, cuyo eco se dejaba sentir, retrospectivamente, en el argumento del poema de Esquilache. Es precisamente esta perspectiva la que adoptará Diego Niseno en su censura a la Nápoles (firmada en Madrid en 1649), subrayando el carácter publicus, de servicio al estado, del poema, y usando el modelo virgiliano para referirse a Esquilache: Y si a mí se me diera licencia de ensanchar la epígrafe del poema, fuera de parecer que se había de inscribir: Nápoles, y España recuperadas. Nápoles, por lo que toca a la historia tan dulce, tan grave, tan armoniosamente, y con tan altos coturnos cantada. España recuperada, porque con tan sublime espíritu, con tan heroico poema se recupera el crédito de nuestra nación; pues sabrá el mundo, que si como Mantua se esclareció con un Virgilio, también España se engrandece con un Borja, tan a todas luces grande, tan de todos sus números consumado, que si en lo lírico es suavísimo hechizo de las musas, en lo heroico es sabrosísimo asombro del mismo Apolo. (Prelim. 7r)
Por otra parte, y volviendo a 1623, la Nápoles no sólo ofrecía a Esquilache la posibilidad de relacionar el sentido primordial de su trayectoria literaria con el discurso ideológico absolutista (en todo lo que aquélla tiene de alabanza del poder imperial de la España del conde-duque)44, sino que además, le ofrecía la oportunidad de relacionar el origen de ese poder con la casa de Esquilache y, en consecuencia, con su merecida Grandeza histórica. El intermediario de esa relación no era otro que el protagonista del poema, el rey Alfonso el Magnánimo, Quinto de
43 Esquilache no fue el único noble amateur que incursionó en la épica. Años más tarde otro noble amateur contemporáneo y amigo de Esquilache, el conde de la Roca, compondría El Fernando o Sevilla Restaurada (Milán, 1632), si bien la obra de éste, una suerte de traslación hispalense de la Jerusalén del Tasso, venía ya precedida por una copiosa producción política e historiográfica y por una declarada desvinculación con el material lírico. 44 Sobre la relación entre épica e ideología(s) véase Quint.
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Aragón y Primero de Nápoles, en el que confluía el árbol genealógico de la monarquía española (Alfonso I era el abuelo de Fernando, primer correinante de la España unificada) con el de la casa de Esquilache (Alfonso II de Nápoles, nieto del Magnánimo, creó el título de príncipe de Esquilache). De este modo, Esquilache recuerda en el prólogo a su poema “que siendo la casa de los príncipes de Esquilache descendientes del rey don Alonso, no fuera razón que buscara héroe mendigado, teniéndolo grande de puertas adentro” (Prelim. 14v). No es, por tanto, ninguna coincidencia que en la breve “historia de la Grandeza” incluida en el memorial en el que se pedía a Felipe IV la Grandeza para la casa de Esquilache, se recordara también la relación de ésta con la casa real napolitana: El Principado de Esquilache fue siempre de la Casa Real de Nápoles hasta que Don Iofre de Borja, hijo del Papa Alexandro Sexto, hubo de casar con Doña Sancha de Aragón, hija natural y declarada por tal del Rey Don Alonso Segundo de Nápoles, el cual le dio para este casamiento el Título de Príncipe de Esquilache y los condados de Arenas y Albito y la ciudad de Cariati y el oficio de Protonotario del Reino. (Varios Genealógicos, 24v)
Además, la figura del rey Alfonso de Nápoles se avenía perfectamente con el modelo renacentista del aristócrata formado en el ejercicio de las armas y las letras en el que el mismo Esquilache se reconocía y a través del cual había comenzado, desde su temprano debut en la corte, a construir y representar su personaje social. La estrecha vinculación con las letras es, precisamente, la característica del rey don Alonso que más destaca en el retrato que de él había ofrecido Alonso Agustín de Rojas Villandrando en El buen repúblico (1611): “Preguntaron a aquel valeroso, y no menos sabio don Alonso Rey que fue de Nápoles, a cuál debía más a las armas o las letras, respondió a las letras pues por ellas aprendí las armas” (34). Con todo, ni el memorial, ni la dignificación épica de la Casa de Esquilache que Borja llevó a cabo en la Nápoles (la cual, quizás no casualmente, quedó inédita durante veinte años), fueron suficientes para contrarrestar los ciento cincuenta cargos ante el Consejo de Indias y, sobre todo, el recelo de Olivares ante los grandes cercanos a Lerma. De hecho, en el giro de tres años Esquilache verá desaparecer de la corte a sus principales valedores políticos. Primero le tocó el turno a Pedro de Castro, séptimo conde de Lemos, el cual vivía retirado en Monforte desde 1619, y que falleció en 1622, dos meses después del asesinato de Villamediana. La última de las cuatro elegías que aparecen en las Obras en Verso, está, precisamente, dedicada a él: “Vuelve a escuchar al que llorando dejas,/ ausente amigo, que muriendo a tantos,/ de tan comunes lágrimas te alejas” (173). Al de Lemos le siguió Francisco Gómez de Sandoval, cardenal duque de Lerma y primo hermano de Esquilache. Éste fue desterrado en 1621 a Tordesillas y murió en Valladolid en 1625 a consecuencia de una penosa enfermedad. Su presencia en las Obras en Verso es notable. En el soneto 158 Esquilache discurre sobre el “mal de ojos del Duque de Lerma”, todavía valido (80). Leída esta composición tras el destierro de éste y el advenimiento de Olivares, la personificación del mal de ojos en el conde-duque resulta casi automática. Vuelto a leer
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en 1648, cinco años después de la caída de Olivares y tres de su muerte, la sátira deja paso a la reflexión moral y la acusación política al desengañado del poder: Inadvertido humor, ¿en qué pensabas, pues los piadosos ojos ofendiste que a España velan y cerrar quisiste el paso a la piedad que le negabas? ... Ya muestras tu engañoso atrevimiento; sin duda quieres parecer valido sin ver tu altura y peligroso asiento. Deténte, que por vano y presumido pudieras merecer de cortimiento el mismo ser y nombre que has tenido. (80)
A este soneto habría que unir el 97, escrito con motivo de la muerte de Lerma y en el que la carga política cede casi todo el espacio al lamento elegíaco: “Favores son los que consejos fueron,/ España; que con ánimo devoto/ a nuevos beneficios te apercibe” (49). El retiro de Esquilache de la vida cortesana tras su regreso del Perú no fue inmediato. Los cuatro años que van de su regreso (1622) a la sentencia del Real Consejo de Indias (1626) están salpicados de apariciones públicas con las que Esquilache intentó recuperar su antiguo prestigio en las ceremonias cortesanas. En junio del mismo 1622 Esquilache participó en el octavario de las fiestas madrileñas con motivo de la canonización de San Isidro, San Ignacio, Santa Teresa, San Francisco Javier y San Felipe Neri. Las fiestas fueron organizadas por la villa, por los carmelitas y por la Compañía de Jesús, por lo que no es extraño encontrar a Esquilache en el jurado de la justa poética organizada por la Compañía: “fueron juezes los excelentissimos señores Principe de Esquilache, y los Marqueses de Zerraluo y Velada, cuya suficiencia y ingenios, son ornamento ilustre de su grandeza, y emulacion de las edades antiguas” (Simón Díaz 1982: 177). Quizás en ese mismo año hemos de fechar la participación de Esquilache en la academia madrileña de Sebastián Francisco de Medrano, de la que dio noticia el mismo Medrano en Favores de las musas.45 Además de Esquilache, a la casa de Medrano habían acudido, entre otros, Lope, Vélez de Guevara, Tirso, Quevedo, Góngora, Calderón y Bartolomé Leonardo. En 1623, Esquilache asiste en la Parroquia de Santa María al matrimonio de su hija mayor, María, con un hermano de Esquilache, don Fernando de Aragón, y también por esas fechas toma parte en las fiestas por el bautizo de la Infanta doña Margarita de Austria (Barrera y Leirado 1860: 147). No fue ajeno
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King señaló en su momento que Medrano celebró academias literarias en su casa de 1617 a 1622 (51), lo cual confirmaría el hecho de que Esquilache se hubiera unido a éstas justo después de su llegada a Madrid.
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Esquilache a las numerosas ceremonias que tuvieron lugar en la corte con motivo de la visita del príncipe de Gales. Almansa y Mendoza lo describe en la ceremonia de entrada de éste en la corte, vistiendo “de azul oscuro bordado de piñas y ramos de seda morada clara” (337). En marzo de 1623, lo vemos participando en las fiestas de toros y cañas organizadas en la plaza de Madrid, y más tarde, en septiembre, aparece como parte de la comitiva de despedida del príncipe de Gales (Simón Díaz 1982: 240–50). En 1624, nuestro autor es invitado a las capitulaciones y bodas entre la hija de Olivares, la marquesa de Liche, y el marqués de Toral. Se celebraron éstas en palacio y allí acudió Esquilache acompañado de su hermano el duque de Villahermosa, “ambos Gentileshombres de la Camara del Rey, de negro, botones y cadenas de oro, gauanes carmesies guarnecidos de plata, penachos blancos” (Simón Díaz 1982: 129). En noviembre de ese año, 1624, nuestro autor participa en los juegos de cañas que se organizaron en Madrid para despedir a Don Carlos, archiduque de Austria y duque de Clebes y Neoburque (Simón Díaz 1982: 306). En julio de 1625 vemos de nuevo participar a Esquilache en una fiesta de toros y cañas, esta vez con motivo del cumpleaños de la reina. Según nos informa una gaceta de la época, “En la segunda carrera cayó el Príncipe de Esquilache de un vahído que le dio; se pudo matar a no ser tan leal el caballo, y después lo sangraron y mejoró” (Simón Díaz 1982: 121). En este mismo año de 1625 tuvo lugar un acto de gran trascendencia para la casa de los Borja, las fiestas por la beatificación de Francisco de Borja, abuelo del príncipe de Esquilache y fundador del Colegio Imperial en Madrid.46 Las fiestas por la beatificación del duque de Gandía fueron organizadas por la Compañía de Jesús y los nobles de la corte emparentados con el beato. A Esquilache lo vemos llevando en procesión la urna de plata con los restos de San Francisco y haciéndose cargo de los premios del certamen poético organizado en la Casa de la Compañía.47 El 24 de mayo de 1626 entró oficialmente en Madrid el Cardenal Legado Francesco Barberini con la misión de procurar un acercamiento entre Francia y España, entonces enfrentadas por la posición de la Valtelina. La visita del Cardenal se extendió hasta el 11 de agosto y en ella Esquilache entrevió la oportunidad de recuperar parte del prestigio perdido tras el regreso del Perú y la desestimación real del título de Grande. A pesar de su carácter forzado, la relación que surgió entre Barberini y Esquilache no fue exclusivamente protocolaria (Simón Díaz 1980c: 312).48 Barberini visitó en dos ocasiones la Casa de Rebeque y de esas
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Francisco de Borja fue beatificado por Urbano VIII el 23 de noviembre de 1624 y canonizado por Clemente XI el 12 de abril de 1671. 47 Al certamen concurrieron, entre otros, Lope y Góngora. El primero con una canción (“Viendo Francisco la mayor Señora” [Vega 1776–79: III, 36]) y el segundo con unas octavas tituladas “De San Francisco de Borja, para el Certamen Poético de las Fiestas de su Beatificación, en el cual dieron por Jeroglífico la Garza que, previniendo las Tormentas, Grazna al romper el Día” (2000: I, 591–2). El mismo Esquilache incluiría en la sección dedicada en las Obras a los “Versos Divinos” una canción “A San Francisco de Borja” (651–4). 48 Véanse también Simón Díaz (1980a y 1980b).
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visitas dio detallada cuenta el copero del cardenal, Casiano del Pozzo, en su Diario del viaje. La imagen del Esquilache que surge de ese Diario es la de un noble cortesano coleccionista de pintura y de objetos curiosos, amante de la música, diletante de la poesía, atento a las modas y, como era de esperar, fervoroso católico. De hecho, la casa de Esquilache fue la única de toda la corte que produjo admiración en del Pozzo, el cual la consideró “la megliore per poca habitazione, e più alla moderna le stanze che casa di Madrid” (249). Dos fueron las visitas del Cardenal y su séquito a la Casa de Rebeque. En la primera, el 26 de junio, el Cardenal fue recibido por dos compatriotas, la princesa de Esquilache (“napolitana di casa Borgia”) y la princesa de Melito, y entretenido por una “cantatrice famosa detta Donna Catalina” (180). De los objetos que componían la “cámara de las maravillas” de la Casa de Rebeque, llamó particularmente la atención de del Pozzo unas “cose rare” en las cuales se exhibía el pasado virreinal y americano de su dueño: e come che ’l Principe fosse stato Vice Rè al Perù, e Mexico, così si vedevano diverse cose rare portate di là, e particularmente due scrittoi miniati d’oro sù la solita vernice nera con mesticanza di quella conchiglia che imita nei colori l’opalo, che era accomodato a figurine, e rami d’albero, e siriole. (180)49
La segunda visita tuvo lugar el 27 de julio y en ella hizo las veces de anfitrión el propio príncipe de Esquilache. Tras mostrar al Cardenal el lugar privilegiado de la Casa de Rebeque desde una sala “in che stavano come di bellissima vista, che scuopre il palazzo, e una bella lontananza” (247), el ex-virrey dio inicio a una extensa sesión musical en la que participaron dos mujeres, Caterina y Madalena, y dos jóvenes, y a los que se les unieron el Bianchino y Francesco “castrato”, del séquito del Cardenal. Esquilache, “che gusta estremamente di musica, e poesia” (247–8), concluyó la sesión con el regalo de un soneto al Cardenal que del Pozzo copió en su Diario y que fue más tarde incorporado a las Obras en Verso.50 La visita del legado papal continuó con un recorrido por el oratorio de
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Morán & Checa han considerado la colección de Esquilache típica del carácter misceláneo de las colecciones nobiliarias de las primeras décadas del siglo XVII (191). Sobre las colecciones de nobles españoles del XVI véase Brown, Jonathan. 50 Se trata del soneto “Oh Mayoral del gran Pastor Romano” (Borja 1663: 57). El soneto formaba parte de un autógrafo con treinta composiciones de Esquilache que éste regaló al Cardenal y que actualmente se conserva en la Biblioteca Vaticana (Barb. Lat. 3455) junto con otros muchos manuscritos españoles (desde Hurtado de Mendoza a Góngora) atesorados por Barberini. Para un examen de la colección española del cardenal véase Gotor (1984b). Lope de Vega dejó constancia de la visita del Cardenal Legado en una “Canción en la entrada del cardenal don Francisco Barberino, legado a latere de Urbano VIII en los Reinos de España” (1950: 351–2) y también Francisco López de Zárate compuso una canción a la visita del legado recogida posteriormente en sus Obras varias (1651): “Canción real a Don Francisco Barberino Legado Alatere en España, Sobrino de Urbano Octavo, cuyas armas son unas abejas” (62–4). Es probable que tanto la composición de Lope como la de López de Zárate fueran respuesta a algún certamen poético convocado por la visita del cardenal italiano.
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Esquilache, el núcleo de la colección de arte del antiguo virrey, del que del Pozzo destacó entre numerosas pinturas, estatuas y miniaturas, el famoso Cristo que “parlò al Beato Borgia”, un cuadro de Guido Reni, otro de Coreggio y, “fuori della capella”, un “ritratto d’Erasmo Roterdamo diligentissimo” (249). La caída de la tarde permitió a Esquilache concluir la visita del Legado con una última exhibición de su “gusto” aristocrático y de, no menos importante, su riqueza: essendo quasi mezza notte mesero lumi, e trà gli altri quattro lucerne d’argento e 4 lucinoli per lucerna poste in candelieri pur d’argento, e oltre questo sù ogni buffetto un candeliere. Vi si viddero alcuni scrittori fatti a scafale con ballaustrata che gira tutto ’l piano dinanzi, e da lati, e in cima de’ gradini nel mezzo surge un specchio inventione commoda, e vaga si fé ritorno, il Principe servì sino in carrozza. (240)51
Después de la visita de Barberini, las apariciones de Esquilache en las crónicas cortesanas son cada vez más escasas. En 1631 participa con un soneto “Al Rey N.S. cuando de un tiro mató un toro” en una fiesta venatoria celebrada en la corte. El soneto, junto con otras composiciones de Lope, Jáuregui, Calderón y Quevedo, fue recogido un año más tarde en el Anfiteatro de Felipe el Grande de José Pellicer y Osau de Tovar y más adelante pasó a formar parte de las Obras en Verso (53).52 En 1632 Esquilache se hizo eco de la muerte del infante don Carlos, hermano de Felipe IV, en su soneto “Con tanta noche, en termino tan breve”, incluido también en sus Obras (47). En ese mismo año había asistido al juramento del príncipe Baltasar Carlos. En esta ocasión, y a diferencia del ya lejano
51 En 1633 otro italiano, Vicente Carducho, relataría en sus Diálogos de la pintura una visita a la Casa de Rebeque en la que se volverían a destacar, en términos muy parecidos, los mismos elementos que componían la cultura aristocrática de Esquilache, arte, política y religión a partes casi iguales: “Fuimos luego en casa del Príncipe de Esquilache, donde vimos las grandes pinturas del Salon, gozamos del favor y benignidad que su noble y generosa condición comunica con todos sus ingenios; y del rato que allí estuvimos, no sé quien se llevó la mayor parte, la vista en ver excelentes Pinturas, o el oido en oir sonoros coros de vozes, y instrumentos. Reparamos en el adorno político y discreto; que muestra mui bien en todo, ser gran señor, el valor de su ilustrisima sangre, y el fondo de su prudencia y christiandad, bien luzida en el govierno de los grandes Reinos de las Indias el tiempo que su Magestad le tuvo ocupado en ellos. Adoramos el milagroso Christo que habló a San Francisco de Borja, abuelo del Príncipe, con que pedimos licencia” (420). 52 Ese mismo soneto se recoge también en MS 3797, f. 185r. Quevedo también dedicó un extenso romance al mismo evento (el de la muerte de un toro por un tiro de Felipe IV) que, al parecer, tuvo realmente lugar en la fiesta venatoria citada arriba (1999: 970–6). También Juan de Moncayo, marqués de San Felices, dedicó un soneto al mismo tema incluido luego en sus Rimas (1652). Con ese mismo tema también está relacionado el soneto de Esquilache “Sales dichosa luz de nueva Aurora”, dedicado “Al tiro de que el Principe N. S. mató un toro” (46). En esta ocasión Esquilache echa mano del mito del rapto de Europa como metáfora de la sujeción del continente (“El rubio belga” en el noroeste y “el adusto moro” en el sureste) al mando del monarca: “Y para cierto honor del suelo hesperio/ hiciste ahora con matarle el toro,/ que no se huya Europa de tu imperio”.
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juramento del príncipe Felipe III, Esquilache no aparecerá incluido en la lista de títulos, sino como autor de una comedia de capa y espada, hoy perdida. La noticia aparece en la relación que Antonio Hurtado de Mendoza hizo del evento: Representáronse tres comedias, la primera (y no hay mayor alabanza) del príncipe de Esquilache, don Francisco de Borja, cuya grandeza no solo quedó en la sangre, sino pasó al ingenio, y a las demás partes y virtudes en que es tan aventajado; no desdeñando el ejercicio en fiesta que tenía por motivo a su Alteza, y por dueño a la condesa de Olivares. (Barrera y Leirado 1860: 148)
La noticia de Esquilache como autor de comedias es confirmada por Juan Pérez de Montalbán en el “índice o catálogo de todos los pontífices, cadenales, arzobispos, obispos, escritores de libros, predicadores, poetas y varones ilustres en todo género de letras que ha tenido y tiene la villa insigne de Madrid”, incorporado al final de Para todos ejemplos morales, humanos y divinos en que se tratan diversas ciencias, materias y facultades (1632) (Pérez de Montalbán). La mención a Esquilache en el índice de Pérez de Montalbán no sólo confirmaba, pro domo sua, la faceta comediógrafa del príncipe, sino que además recordaba su íntima relación con Lope de Vega y, a través de ésta, el posicionamiento anticulterano de su poesía, su lugar privilegiado en las jerarquías literarias, y la inminencia de la impresión de la Nápoles Recuperada, publicada, sin embargo, dos décadas más tarde: El príncipe de Esquilache, y coronado rey de todo el imperio del Parnaso, tiene impresos y escritos a varios asuntos infinitos versos, dulces, graves, bizarros y sentenciosos, y entre ellos una Égloga que dio a la estampa frey Lope de Vega Carpio, tres comedias acertadísimas y un poema que tiene para sacar a luz, que ha de ser la última honra de nuestra lengua, que intitula Nápoles Recuperada. (Pérez de Montalbán 1999: 879)
Cuatro años después de este elogio, Esquilache participaría con un soneto-epitafio en la Fama póstuma organizada por el mismo Juan Pérez de Montalbán en honor a Lope de Vega, y en 1639 volvería a contribuir con otra pieza similar al homenaje a Juan Pérez de Montalbán, recogido en el Montalbán Alabado. También a finales de esta década, en 1637, Esquilache aparecería en la mascarada organizada en la corte con motivo de la elección del Rey de Romanos y actuaría como juez del certamen poético organizado para la ocasión en el Retiro, junto con don Luis de Haro y Francisco de Rioja, entre otros (Simón Díaz 1982: 183). El paulatino apartamiento de la vida cortesana no significó, sin embargo, ni el desinterés ni la desvinculación de la fortuna política del estado. Desde el retiro de la página escrita, y en consonancia con la actitud político-moral del cristiano estoico que va a acabar por dar forma y sentido global a la voz editorial de las Obras, el príncipe de Esquilache observa y describe los principales acontecimientos de una España en franca decadencia. En 1646 compone dos sonetos y una elegía en tercetos con motivo de la muerte del infante Baltasar Carlos, y en 1649 compone un epitalamio (incluido en la segunda edición de las Obras) a las
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segundas nupcias de Felipe IV con su sobrina Mariana de Austria. Sin embargo, más que las vicisitudes de la familia real, a la que paga tributo de pleitesía en todas estas composiciones, parece importar a Esquilache el derrotero político de España. En su carta en tercetos a su yerno, el marqués de Lacono, confiesa Esquilache su preocupación política: “De todas novedades me despido,/ mas no de las que vienen de la guerra,/ porque esas busco, solicito y pido./ Deseo Paz a la afligida tierra” (248). La guerra a la que se refiere nuestro autor es la que enfrentaba al ejército de Felipe IV con franceses y catalanes en Cataluña y con los rebeldes portugueses capitaneados por el duque de Braganza en Portugal. Al final de la composición leemos: Y así veréis primero que os escriba que presto quedará de Barcelona rendida al yugo la ceRviz altiva: Y de Filipo invicto a la Corona unida aquella fugitiva parte que de constante, siendo infiel, blasona. Del cielo aguardo que jamás se aparte: y Lusitania vuelva castigada. A Dios Señor, que la estafeta parte: tendréis salud, si no os desvela nada. (249)
Lusitania nunca volvió y Barcelona, después del “Corpus de Sangre” de 1640 y de doce años de luchas interinas, fue recuperada por Juan José de Austria en 1652.53 Si tenemos en cuenta que esta carta se incluyó en la segunda edición de Obras, la plantiniana de 1654, podríamos fechar su composición alrededor de 1650, entre la recuperación inminente de la ciudad catalana y el recuerdo resentido de la emancipación portuguesa. Tal vez por las mismas fechas en las que el príncipe de Esquilache recibe una carta de su sobrino el conde de Luna, fechada en Zaragoza el 4 de junio de 1650, informándole de los avances de la campaña catalana: Tío y Señor Mío las nuevas de mayor gusto que yo puedo tener son las de la salud de VaX . . . Sin duda esta campaña será bien limitada por las partes de Cataluña pues cuando tanto se necesita el francés para sus defensas cuando las oposiciones que se [línea cortada por la encuadernación] y forzoso sean muy cortas y la gran prevención de Inglaterra en tanto número de galeones tan bien pertrechados de piezas le ocasionará bastante cuidado para no divertirse en otra parte quiera dios que todo nos resulte el desahogo que habemos menester y que guarde a Vxa como puede y deseo. (MS E-396644, f. 52)
De la reconquista barcelonesa también se hará eco Esquilache en la canción XXII de las Obras, “Al Rey Nuestro Señor, en la recuperación de Barcelona, y principado de Cataluña”: “Católico Monarca, tus banderas/ coronan ya los muros de Barcino” (215). La huella del conflicto catalano-francés en las Obras no se 53
Sobre esta década histórica véase Simón Tarrés.
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limita, sin embargo, a estas dos composiciones. En 1638 el ejército de Felipe IV había roto el asedio francés a Fuenterrabía y Esquilache dedicó un soneto a la ocasión, incluido en la primera edición de las Obras con el número 84: “Dejó dos casas el mayor planeta,/ mirando amenazar, Filipo Augusto,/ al fiero Galo, robador injusto,/ tu invicta fuerza, y la de Dios secreta” (43). También el cerco francés de Lérida y su liberación por las tropas españolas (1642–44) sirvió de motivo al soneto 28, “Al Rey N.S. en el Socorro de Lérida”, y a la silva “Al Rey Nuestro Señor, en la empresa de Lérida”.54 En cuanto a los conflictos del imperio fuera de la península, Esquilache también se haría eco de la reconquista de la isla italiana de Elba (arrebatada por los franceses a Felipe IV) por las tropas españolas en 1650, de lo cual informa al duque de Alba en una de las cartas de las Obras en Verso: “Nuevas vinieron de Toscana, y buenas;/ pues ya la Elba ocupa nuestra gente,/ y el puerto las Católicas enseñas” (242). En definitiva, ni la edad ni el retiro moral significaron la total desvinculación de los avatares políticos del estado y de la corte. El modo en el que Esquilache se manifestó a propósito del destierro y muerte de Olivares (en 1643 y 1645 respectivamente) es paradigmático de esa vigilia serena desde la que el último Esquilache se relaciona con el poder. Lo hace, indirectamente, en un soneto incluido a partir de la segunda edición de las Obras y dedicado a Luis Menéndez de Haro, sobrino de Olivares y nuevo valido. En el soneto, titulado “Al Señor D. Luis de Haro, habiéndole mandado que viese el Retiro, porque estaba muy florido por diciembre”, conviven el alivio por la derrota de un viejo enemigo y la lección moral, con el intento de congratulación con el nuevo poderoso: Vi en el Retiro, armado de colores, perder su enojo los helados meses y no en breve dibujo, sino en mieses, mentir el tiempo y ser verdad las flores. No de su lustre fueron ofensores, sino benignos astros y corteses, de enero las injurias y rebeses, y del estivo julio los ardores. Si con Augusto Júpiter partía el cetro, dando a tan contrarios fines la noche al agua, y a su siesta el día, también porque a imitarle más te inclines, el Sol reparte en la estación más fría diciembre al campo, y mayo a tus jardines. (15)
En las dos últimas décadas de su vida nuestro autor empezará a editar su producción literaria. La actividad política y social de años anteriores deja paso, poco a poco, a la reflexión política, moral y religiosa a través del verso y de la
54 Sobre la presencia de la empresa leridana en la poesía de Esquilache véase Gili Gaya (1947).
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traducción en prosa. La práctica amateur de la poesía, la ceremonia de las academias, el desdén por lo impreso, comenzará a ceder al celo autorial, al retiro quevedesco, en torno libros y memoria, y a las ansias de constancia. El prestigio de lo manuscrito, implícitamente defendido en las dos compilaciones poéticas manuscritas regaladas a Felipe IV y al Cardenal Barberini (las dos caras, la política y la religiosa, del campo del poder), se intentará ahora traspasar a la página impresa.55 Esquilache comienza a dar sus obras a la imprenta en 1638, con la Pasión de Jesucristo en tercetos. A ella siguieron en 1640 y 1641, respectivamente, el Antonio y Cleopatra y el Jacob y Rachel, incorporados más tarde, junto con los tercetos, a la primera edición de las Obras en Verso, publicadas en Madrid en 1648, y vueltas a publicar, ampliadas, en 1654 y 1663 en Amberes. En 1661, ya póstumas, aparecerían también las traducciones del príncipe de Esquilache del Contemptus Mundi, de los tres Tabernáculos y del Soliloquio del Alma de Thomas de Kempis. En el arco de años desde la primera aprobación del libro (en 1639) hasta la primera edición de Amberes, Esquilache perdería a su esposa (en 1644) y a su hija mayor, María, cuya muerte lamenta en la primera de las cuatro elegías de las Obras.56 La última noticia que poseemos de la vida de Esquilache es el testamento que él mismo dictó ocho meses antes de su muerte y en el que pedía, a tono con el estoicismo desde el que se editaban las Obras, que “se escuse toda pompa y vanidad en mi entierro, haciendole en secreto y no en publico” (Pérez Pastor I, 339).
La vida editada: 1648–58 Necesita un poema para ajustarse a los preceptos del arte, de un héroe que se pinte en él no cual fue, sino cual debiera ser. (Agustín de Castro, Aprobación a las Obras en Verso [Prelim. 7])
El príncipe de Esquilache fue de los pocos poetas de nuestro siglo de oro que decidió (o que pudo decidir) cuándo, dónde y cómo debía editarse su producción lírica.57 A juzgar por la fecha de la aprobación de las Obras en Verso, esa decisión
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El manuscrito dedicado a Felipe IV se encuentra en la Biblioteca Nacional de España con el título Obras de D. Francisco de Borja y la signatura 3945. Consta de 214 folios bellamente manuscritos por una misma mano. Fue copiado, como mínimo, después de 1644, ya que incluye la égloga a la muerte de Isabel de Aragón, ocurrida en ese mismo año. 56 Sor María Jesús de Ágreda se hizo eco de la muerte de la princesa de Esquilache y de la herencia del principado por parte de su hija Francisca en una de sus cartas a Fernando de Borja, hermano de Esquilache, (MS F/156, doc. 20). A propósito de la influyente figura de sor María Jesús de Ágreda y de su relación con los Borja véase Fernández Gracia. 57 Considerando la amplia nómina de poetas del siglo de oro, resulta escaso el número de los que vieron su obra poética recogida y publicada en su vida. Rodríguez Moñino recuerda que de los veinticinco poetas principales que se incorporan a la actividad literaria en los años en los que lo hizo Esquilache (entre 1588 y 1621) sólo cinco vieron publicada su producción lírica: Villegas, Jáuregui, López de Zárate, Soto de Rojas y Esquilache (1965: 22). A ellos
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estaba ya tomada en 1639, aunque la publicación se postergó casi otros diez años, lo cual hizo pensar en una edición anterior perdida. Sin embargo, y como señaló en su momento Antonio Pérez Gómez (210), esa hipótesis es más que improbable, ya que además de no existir ningún ejemplar ni referencia a esa supuesta princeps, el impresor de la edición de 1654, Baltasar Moreto, dejó claro que la suya era la segunda y no la tercera edición. Si a la afirmación de Moreto añadimos además la de Alonso de Heredia en su aprobación a la edición de 1654 (“He visto las Obras que escuché otro tiempo al señor Príncipe, y ahora las pretende segunda vez codiciosa la estampa” [Borja: 1663, Prelim. 9]), y el contraste entre la ausencia de actividad bibliográfica en sueltas y suplementos anterior a 1648 (exceptuando Los tercetos y los Cantos, que aparecieron como composiciones individuales) y su extraordinaria frecuencia entre 1648 y 1654, la confirmación como princeps de la edición de las Obras en Verso salida de la imprenta madrileña de Diego Díaz de la Carrera en 1648, tendría que quedar fuera de dudas. A esta primera edición siguieron otras dos: la ya mencionada arriba, de 1654, en la imprenta plantiniana de Amberes de Baltasar Moreto, y otra póstuma y por el mismo impresor en 1663. Pérez Gómez llamó la atención sobre la “poco frecuente actividad bibliográfica” que tuvo lugar entre esas tres ediciones, “revelada por la repetida aparición de suplementos impresos, y demostrativa de la existencia de personas preocupadas en conservar la producción poética de don Francisco de Borja, asegurando futuras ediciones cada vez más completas de su obra” (211). El crítico observa que la edición de 1654 añadió 129 composiciones a la de 1648 y que la de 1663 sumó 52 más y olvidó cinco. El exhaustivo recorrido bibliográfico de esas adiciones y sustracciones que lleva a cabo Pérez Gómez le lleva a establecer hasta seis suplementos distintos entre la primera y la tercera edición de las Obras, y a identificar en ellos hasta un total de 144 composiciones (218). El hecho de que treinta de estas composiciones se encuentren repetidas en distintos suplementos hace sospechar a Pérez Gómez que éstos no fueron “debidos a la misma mano”, sino al interés de distintos colectores (217). Si me detengo en las apreciaciones bibliográficas de Pérez Gómez (imprescindibles, por otra parte, para entender la trayectoria impresa de la lírica borgiana) es, por una parte, para subrayar el absoluto protagonismo y constancia del proyecto editorial de las Obras en los últimos diez años de la vida de Esquilache y, por otra, para hacer hincapié en el hecho, crucial para este estudio, de que el principal responsable y artífice de ese proyecto fue el propio Esquilache. Él mismo lo confiesa a Felipe IV al comienzo del volumen en un “Junté estas Rimas” (Prelim. 3) mucho menos tópico y más literal de lo que pudiera parecer en un principio. De hecho, Esquilache había “juntado” sus rimas para ofrecérselas al monarca en un cuidadísimo volumen manuscrito cuya factura (a
habría que añadir un poeta de la siguiente generación, Gabriel Bocángel y Unzueta (nacido en 1603), quien comenzaría a pasar a la imprenta su producción poética desde edad muy temprana (1627).
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juzgar por la fecha y secuenciación de ciertas composiciones) hubo de ser paralela o muy cercana a la primera edición impresa de las Obras en Verso. El rigor editorial con el que Esquilache abordó la compilación, agrupación y ordenamiento de su obra poética, dispersa en manuscritos, sueltas, homenajes y cancioneros durante medio siglo, viene sugerido, casi de forma anecdótica, por la apostilla que Baltasar Moreto se vio obligado a insertar al final de la edición de 1654 a propósito del olvido de unas quintillas: Estas quintillas, según el autor lo ha mandado, habían de ser impresas entre los “Versos Humanos” después de las “Décimas”, que es a la página 393. Mas por haberse olvidado de ponerlas en la dicha orden, se las imprimen en este lugar, para no privar al lector de unos versos tan excelentes. (Borja 1654: 692)
De ese rigor editorial también da fe el rechazo que Esquilache muestra en las décimas prologales “A su libro” hacia los editores y comentadores de las obras ajenas: “Que un docto comentador,/ (el más presumido digo)/ es el mayor enemigo/ que tener pudo el Autor” (Prelim. 13). La condena, desde luego, no es la única que escuchamos en nuestro siglo de oro y su limitación al terreno de lo tópico no sería errada de no ser por la diatriba (a la que volveré más adelante) que Esquilache lanzó contra José González de Sala a propósito de su edición de la poesía de Quevedo, acusándolo de ladrón y de traidor de la voluntad del poeta. Del mismo modo, el celo editorial de Esquilache no hubo de ser ajeno a la gran actividad bibliográfica que tuvo lugar entre las ediciones de sus Obras y si bien, como supone Pérez Gómez, su mano no fue quizás la única en la compilación de esos suplementos, tampoco debió de estar ausente en su facturación, sobre todo en los suplementos que aparecieron entre la primera y la segunda edición, a cuatro años de su muerte. Ello lo prueba el hecho de que esos suplementos acabaran formando parte, de uno u otro modo, de la segunda edición; el primero (un folleto en cuarto de 28 folios que Pérez Gómez fecha hacia 1650) perfectamente integrado en la división estrófica original de las Obras; el segundo (dos hojas en cuarto con cuatro sonetos) añadido al final con una nota del “Impresor al lector” en la que se hace notar que “Después de acabada enteramente la impresión de las Obras en Verso de Esquilache, se me entregan a imprimir los sonetos siguientes. Y por no haber sido posible ponerles en su orden en el libro, los he querido imprimir en este papel particular” (Borja 1654: [693]); y el tercero (seis hojas en cuarto) y el cuarto (dos hojas en cuarto), encuadernados al final del volumen, tal y como los encontramos en las copias conservadas en la Biblioteca Nacional de España y en la Hispanic Society of America. Serviría también para confirmar la presencia de Esquilache tras esta actividad bibliográfica entre ediciones el hecho de que una de las copias del primero de los suplementos a los que alude Pérez Gómez (la conservada en la Hispanic Society) lleva inscrita en el tejuelo una breve dedicatoria manuscrita (“Para el Obispo mío. Que Dios guarde a su Eminencia”, Borja [ca. 1650]), cuya muy probable atribución a Esquilache demostraría el conocimiento de éste del folleto, cuando no de su ejecución editorial.
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Mientras que la presencia de la mano editorial de Esquilache en la primera y la segunda edición de las Obras no es difícil de adivinar ni comprobar, su presencia en la edición póstuma de 1663 entra más de lleno en el terreno de la hipótesis, aunque no, desde luego, en el de la improbabilidad. Es difícil asegurar quién estuvo detrás de la integración de los folletos posteriores a la edición de 1654 en la edición de 1663, quién decidió qué composiciones de las aparecidas en esos folletos entre ediciones pasaban a formar parte de la edición póstuma y qué composiciones quedaban fuera. Probablemente ese editor póstumo de Esquilache fuera su sobrino-nieto Francisco de Borja, capellán de las Descalzas, depositario del testamento de nuestro autor y de todos sus papeles personales, y encargado de la reedición ampliada, en 1681 y en la misma ciudad de la que habían salido las traducciones de Kempis de Esquilache, de las Empresas Morales de Juan de Borja. Por otra parte, no es imposible que el mismo Esquilache, que tan de cerca había seguido las dos primeras ediciones de sus Obras, hubiera dejado instrucciones antes de su muerte para una edición póstuma. Al fin y al cabo, la publicación en 1661 de su otra obra póstuma, las traducciones de Kempis, había sido programada por él mismo, como muestra tanto la dedicatoria a la reina como el prólogo al lector. Estuviera o no el príncipe de Esquilache detrás de la edición póstuma de sus Obras, el caso es que las composiciones que se añadieron a ésta en absoluto alteraron la estructura de las ediciones anteriores, más bien al contrario, su perfecta integración en la estructura que el príncipe de Esquilache había elegido en 1648 como patrón organizativo de su obra lírica dispersa, venía a confirmar la voluntad editorial original de su autor. La estructura editorial elegida por Esquilache fue la misma estructura elegida por la mayoría de los poetas españoles que dieron su producción lírica a la imprenta durante la primera mitad del XVII. Se trataba del volumen de “varias rimas”, el cual se había convertido en el “modelo editorial dominante” del XVII (Ruiz Pérez 2003: 453) gracias, en gran medida, a la ampliación del modelo petrarquista del Canzionere en el más comprensivo de las Rimas de Lope de Vega.58 La flexibilidad de este modelo editorial ofrecía una solución de continuidad, basada en el referente vital petrarquista reformulado por Lope, a la “barroca heterogeneidad” (Ruiz Pérez 2003: 453) que suponía el encuentro en
58 En este sentido, las Obras en Verso podrían contextualizarse en el mismo modelo editorial que, tras Lope, seguirían autores como Pedro Soto de Rojas en sus Desengaños de amor en Rimas (1623), Francisco López de Zárate en sus Varias Poesías (1619) y en sus Obras Varias (1651), Miguel Colodrero de Villalobos en sus Varias Rimas (Córdoba, 1629), Alonso Gerónimo de Salas Barbadillo en sus Rimas Castellanas (Madrid, 1618), Antonio Alvares Soares en sus Rimas Varias (Lisboa, 1628), Gabriel Bocángel y Unzueta en La lira de las musas (1637), Manuel de Faria en su Fuente de Aganipe o Rimas Varias (Madrid, 1644), Violante del Cielo en sus Rimas Varias (Ruan, 1646) o Juan de Moncayo, marqués de San Felices con sus Rimas (Zaragoza, 1652). De todos estos volúmenes, probablemente sea La lira de las musas de Bocángel, muerto el mismo año que Esquilache, el que más se acerca a las Obras en Verso. Véase la reciente edición de Dadson (2002) incluida en las Obras Completas de Gabriel Bocángel y Unzueta.
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un mismo espacio de formas cultas con populares, de máscaras pastoriles y amorosas con burlescas y satíricas y, en definitiva, de actitudes amateurs con posicionamientos profesionales y aspiraciones laureadas. En realidad, y como señala Gregorio Cabello Porras a propósito del Desengaño de amor en Rimas de Pedro Soto de Rojas, el mismo modelo cancioneril petrarquista no era ajeno a la heterogeneidad, al menos a la polimétrica y a la sentimental, ya que el proceso vital desarrollado en el cancionero se basaba en el equilibrio entre la variedad y la fragmentación en las que se desarrollaban las “rime sparse” y la voluntad unitiva de la retractatio final, de la conversión del canzionere en exemplum (19–72). Aunque sería inútil, y creo que errado, hacer narrar a las Obras en Verso un proceso vital amoroso de engaño–desengaño (ni siquiera siguiendo la reformulación barroca de un Soto de Rojas), sí creo que es posible ver en ellas la huella del modelo petrarquista o pospetrarquista. No sólo en obvios elementos puntuales, como la repetición de tópicos, metros, y máscaras líricas recibidas por la línea poética del petrarquismo garcilasista, sino, de forma más significativa, en la constante biográfica (o mejor dicho, anímica) de las Obras, y en la formulación final de éstas, desde la autoridad moral del desengaño, como exemplum. En este sentido, no hay qu empeñarse en buscar ningún rígido patrón de unidad en las setecientas páginas de las Obras en Verso, aunque tampoco hay que olvidar el puente que Esquilache tiende conscientemente hacia la tradición cancioneril al comenzar sus Obras con el típico soneto prologal petrarquista (“Lloro de amor la dulce tiranía”, 1663: 1), y terminarlas con la también típica retracción religiosa de los “Versos Divinos”, incluso (si nos empeñamos en apretar más el lazo petrarquista) con los romances marianos con los que éstos concluyen. Se trata, en definitiva, del modelo perfecto para ajustar a una sola voz las fugas estéticas y morales de toda una vida dedicada a la poesía, y creo que es en el cuidado con el que Esquilache reagrupó toda su producción lírica, manuscrita e impresa, valiéndose de la flexibilidad del paradigma pospetrarquista, y en el extraordinario partido retórico que logró sacar de esa reagrupación, donde mejor se demuestra su activa participación en la labor editorial de las Obras. La división en “Versos Humanos” y “Versos Divinos” da lugar a la subdivisión en formas métricas, “composturas” para Sánchez de Lima (47–106) y “especies menores” para Pinciano (Porqueras Mayo 1989: 195). Si bien es cierto, como sugiere Begoña López Bueno a propósito de la poesía barroca, que el “metro nada fija, salvo la formación de una estrofa reconocible” (1992: 111), también lo es, desde un punto de vista pragmático, que ni escritor ni lector escapan a la predeterminación de esa forma “reconocible” y que esos aspectos determinantes pueden ser explotados retóricamente por el autor en beneficio de su operación poética. Elegir una forma literaria (verso o prosa, soneto o décima) implica, como mínimo, dialogar con una “forma de ser” ya inscrita en ese espacio formal, de modo que, por ejemplo, la reflexión moral vertida en un romance puede ser compatible con la vertida en un soneto o en unas octavas y, al mismo tiempo y en virtud de esa forma, puede representar otra perspectiva de esa misma reflexión, aunque sólo sea desde el punto de vista del autor que quiere demostrar su
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capacidad para expresar una misma reflexión en cuatro o cinco formas métricas distintas. La labor editorial de Esquilache, como veremos, no sólo es perceptible en el uso de esos valores determinantes de la organización estrófica, sino que, en ocasiones, se hace palpable en la composición de secuencias significativas internas en virtud de la distribución de ciertas composiciones, sobre todo sonetos, en torno a un nudo temático común. Este tipo de secuenciación, por otra parte, no era nada nuevo, ya que su uso se remontaba a los primeros sonetistas italianos y estaba relacionado (volviendo al problema de la heterogeneidad barroca) con “the problem of aggregation” al que se enfrentaban los poetas ante la edición de sus corpora líricos (Spiller 139). Según Michael Spiller, uno de los tipos más frecuentes de secuencias era la suite, que podía ir de la agrupación de dos o tres sonetos alrededor de un tema común (las ruinas, por ejemplo), a toda una colección completa de sonetos, como sucede en las Rime (17). Más rara era la aparición de tenzoni o contribución a una colección poética de varios sonetos (a veces con las mismas rimas) intercambiados por varios autores alrededor de un tema común, como sucede, por ejemplo, con La Vita Nuova (Spiller 15–16). El hecho de que ambos tipos de secuencias aparezcan en las Obras de Esquilache denota, de nuevo, el rigor editorial con el que éste fue ordenando en el volumen las composiciones previamente compiladas. Así, al sentido individual, original, que esas composiciones pudieron tener en un primer momento manuscrito (en sueltas o en volúmenes colectivos), se irían añadiendo o imponiendo otros nuevos que resultaban de su incorporación a una u otra sección métrica y de su frecuente participación en determinadas secuencias internas. Este es el caso, como tendremos ocasión de ver en el capítulo cuarto, de la posición con respecto al culteranismo que Esquilache quiso adoptar en sus Obras en Verso. Con esta insistencia en la vinculación de Esquilache con el proyecto editorial de sus Obras, pretendo subrayar la trascendencia de ese momento en la trayectoria literaria y política del príncipe, sobre todo si consideramos que su pertenencia a la alta nobleza determinaba un tipo de relación con lo literario eminentemente amateur y ligada, por tanto, a la circulación manuscrita. Hay que volver a recordar que la edición impresa de la poesía reunida de un autor vivo no era la práctica más común en el XVII español y que lo que realmente se publicaba en la edición impresa de un autor individual no era, como bien señala Séverine Delahaye, “un ensemble de textes, mais la gloire de leur auteur” (223). Según Delahaye: lorsqu’en 1631 Francisco de Quevedo prit en charge l’édition imprimée des oeuvres poétiques de Luis de León, son but était de le constituer en classique opposable à Góngora et non pas de faire connaître une poésie qui circulait déjà très largement sous forme manuscrite. Lope est l’un des très rares à s’être canonisé lui-même: au contraire, Quevedo, éditeur posthume de plusieurs poètes, ne fit pas imprimer ses propres vers. Près d’un siècle après la mort de Garcilaso, le modèle de poète dilettante qu’il avait forgé restait prédominant. (233)
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En este sentido, la desviación implícita en ese gesto último editorial de Esquilache revela el deseo de apropiación de los instrumentos retóricos de una plataforma (la impresa) y de un modo de considerar la práctica poética (el profesional) que pudieran permitir a Esquilache construir una persona lírica definitiva, capaz no sólo de aunar las distintas voces y máscaras de su trayectoria bioliteraria, sino también de justificar su canonización y reclamar sus derechos poéticos. Recordemos que en 1648 ya han muerto casi todos los autores que habían trazado los derroteros de la poesía barroca, dejando a un grupo numerosísimo de poetas de diferentes generaciones que intentaban definir su propio terreno poético bajo la sombra de los modelos desaparecidos.59 En este contexto cabe preguntarse: ¿cuál fue el lugar que Esquilache, desde la edición de sus Obras, se apresuraba a reclamar entre esos modelos desaparecidos, los supervivientes y las nuevas generaciones?; ¿qué lugar se imaginaba ocupando entre los poetas que escribían alrededor de 1650 y los poetas y lectores que habrían de acercarse a su obra tras su muerte?; y, en definitiva, y volviendo a la cita con la que se abría esta sección, ¿de qué modo debía resolver la edición de las Obras en Verso la distancia entre el Esquilache que “fue” y el que “debiera ser”? Para ver de qué modo y en qué términos Esquilache reclama desde sus Obras la existencia de una lírica borgiana, es necesario plantearse antes cuáles fueron los límites (o quizás convendría aquí hablar de limitaciones) que hicieron posible el auto-reconocimiento de esa lírica y su posterior planteamiento como un territorio singularmente acotado. De ser Esquilache un poeta del período romántico podríamos citar a Oscar Wilde, citando a su vez a Goethe, e identificar esas limitaciones (esos rasgos determinantes y, a la vez, distintivos, determinativos) con el estilo: “Goethe says somewhere: In der Beschränkung zeigt sich erst der Meister. It is working within limits that the master reveals himself, and the limitation, the very condition of any art is style” (251). Por otra parte, ¿resultaría del todo anacrónico la transposición de la cita de Goethe–Wilde al caso de un poeta barroco español como Esquilache? Al fin y al cabo, y salvando las distancias temporales y estéticas, Alonso de Heredia distinguía claramente en su aprobación a la segunda edición de las Obras en Verso los límites de una lírica borgiana y lo hacía, precisamente, en términos no muy lejanos a los de Goethe y Wilde: “Tan propio es su estilo, que es suyo propio, conociéndose fácilmente por ajeno de cuantos han pretendido hacerle propio suyo” (Borja 1663: Prelim. 9). En cualquier caso, tanto la cita de Goethe y Wilde como la de Heredia dejan pendiente en el lector, más allá de la apelación última al genio y al ingenio, la misma pregunta: ¿desde dónde se ejerce la presión de esa
59 Góngora murió en 1627, Bartolomé Leonardo de Argensola en 1631 (casi veinte años después de Lupercio), cuatro años más tarde lo hizo Lope, y en 1645 Quevedo. De la generación de Esquilache, la de los nacidos alrededor de 1580, pocos llegaron a ver la segunda mitad del siglo: Espinosa murió en 1650, Soto de Rojas, Zárate y Bocángel en 1658 y Rioja en 1659.
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limitación estilística?, ¿cómo se lleva a cabo la apropiación de esas directrices de estilo a las que el artista se somete con el propósito de trascenderlas y de exhibir, finalmente, su logro? En el caso concreto del príncipe de Esquilache, creo que los límites que determinaron y, al mismo tiempo, conformaron su espacio poético, estuvieron marcados por la naturaleza social híbrida, política y literaria, que caracterizó al noble amateur barroco y que, partiendo de una concepción profunda y distinguidamente ornamental de la poesía con respecto a la nobleza, imponía en ése una serie de paradigmas socioliterarios fijos. Para hacer encajar la publicación de su producción lírica en esos paradigmas y, al mismo tiempo, mantener la distancia con el profesionalismo que ya empezaba a desplazarse del ámbito del teatro y de la novela al de la poesía, Esquilache necesitaba reinterpretar a su favor esos límites y lograr que el amateurismo, que había justificado hasta ahora su poesía, se integrara en un nuevo paradigma laureado o, lo que es lo mismo, que el carácter ornamental de su poesía deviniera ahora en oficio político, en servicio al estado. Esta aspiración, creo, es la que subyace en la publicación de las Obras en Verso, y hacia ella apuntan todas las motivaciones ideológicas que intentaban justificar la edición, desde la dedicatoria a Felipe IV hasta el militante españolismo de los más de doscientos romances incluidos en el volumen (“De España sois naturales” [1663: 577]). Ahora bien, ¿cómo identificar esas limitaciones en las Obras en Verso y de qué modo se produce su transformación en los límites creativos de lo que Heredia consideraba el “estilo propio” de Esquilache? A estas preguntas se les quiere dar respuesta en los dos capítulos que siguen. Para ello, he intentado diferenciar en las Obras en Verso los momentos en los que Esquilache exhibe su vinculación con el amateurismo y los momentos en los que deja entrever las aspiraciones laureadas de su proyecto editorial. Aunque ambos son parte del mismo discurso, el que pretende justificar política y literariamente la publicación de las Obras en Verso, creo que es posible diferenciar en éstas las trazas de una trayectoria amateur y los pilares de una laureada. La primera permite a Esquilache dar prioridad en la negociación de su ser poeta al diálogo con su estamento, la alta nobleza, y con el sistema político y religioso del poder. La segunda le permite dirigir esa misma negociación hacia las jerarquías literarias con el fin de reclamar el reconocimiento poético de su “estilo propio” y su pertenencia a ellas. La exhibición de estas dos trayectorias y diálogos convergentes, coincidiría, a mi modo de ver, con la adscripción de Esquilache desde las Obras a dos modelos de trayectoria literaria claramente reconocibles: el argensolino, como epítome de la actitud amateur barroca ante la práctica poética, y el lopesco, como el intento más completo, complejo y satisfactorio de auto-representación de un poeta barroco como poeta laureado. En las más de setecientas páginas que componen la edición póstuma de las Obras en Verso, los Argensola (sobre todo Bartolomé) y Lope de Vega ocupan casi de forma exclusiva la nómina de poetas mencionados y “trasladados”. No por casualidad éstos han sido constantemente reclamados por la crítica como los modelos poéticos más importantes del príncipe de Esquilache, aunque
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siempre desde la unidireccionalidad de la influencia literaria y desde una “retórica de lo menor” que ha acabado reduciendo la poética borgiana a una nota a pie de página en la de los Argensola y Lope. Al identificar a estos dos modelos con los límites creativos que determinan y forman la poética de Esquilache, pretendo evitar ese esquema reductor de la influencia literaria y dar paso, en su lugar, a un marco más complejo de relaciones literarias (pero también sociales y políticas) en el que la impronta de aquellos modelos y de las trayectorias literarias que representan, ceda su protagonismo al modo en el que Esquilache se apropió de ellas y las usó para crear al Esquilache “que debiera ser” de las Obras en Verso.
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Las Obras en Verso desde el límite argensolino: amateurismo y desengaño pues serán bastante brújula estos versos para reconocer un príncipe sabio, un cortesano piadoso, un poderoso desengañado. (Fray Agustín de Castro, Obras en Verso de Esquilache [Prelim. 10])
Los pocos críticos que se han acercado a la obra lírica del príncipe de Esquilache han coincidido en señalar el “argensolismo” como uno de sus rasgos estilísticos más destacados. Dicha asociación (estética y moral) empezó ya a finales del siglo XVIII con López de Sedano, el cual había afirmado en su vida de Esquilache que éste había comenzado a practicar la poesía “siguiendo las huellas y estilo de su modelo y Maestro Bartolomé Leonardo de Argensola” (1778: IX, xxi), y fue confirmada a finales del siguiente con Menéndez Pelayo, para pasar a convertirse así en un lugar común de la crítica borgiana: “Pero en las epístolas morales y en los sonetos, como discípulo al fin de Bartolomé Leonardo de Argensola, conservó una tradición de gusto maduro y severo, opuesta a los extravíos reinantes” (1948: XXVIII, 109–10). Así, para Pfandl, el príncipe de Esquilache fue el “más próximo a los Argensola en temperamento y talento” y a ellos tuvo como “únicos modelos” (junto con Garcilaso) en “el estilo más elevado de los sonetos, odas, epístolas y églogas” (540). Otis H. Green siguió a los dos críticos anteriores al señalar razones de tipo “biographical as well as temperamental” en las relaciones Esquilache–Argensola, aunque llamó la atención sobre el hecho de que esas relaciones “have not been determined on a quantitive basis – a necessary step before the nature and importance of this school [aragonesa] can be known” (1939: 220). Ricardo del Arco, por su parte, citó y compartió la afirmación de Menéndez Pelayo sobre el argensolismo de Esquilache (en las epístolas morales y sonetos y en el “gusto maduro y severo”) y rectificó la apreciación de Pfandl para concluir que “acaso no es Francisco de Borja y Aragón el poeta más próximo a los Argensola en temperamento y talento . . . pero su argensolismo es patente”. Para argumentar ese “argensolismo” de Esquilache, Ricardo del Arco se basó en las numerosas referencias a los Argensola que aparecen en las Obras en Verso, en las relaciones del príncipe con diversos personajes de la cultura aragonesa y en ciertos rasgos de estilo de entre los que destacaba el “borronismo” (1950b: 88–90). Samuel Gili Gaya volvió a hablar del “argensolismo” de Esquilache, aunque
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relacionándolo con otras influencias literarias y con el carácter arcaico del que fueron tachadas las Obras en Verso a partir del XIX: “Al encontrar un escritor como Esquilache, que en pleno siglo XVII prolonga la manera literaria de Garcilaso, fray Luis de León, Francisco de la Torre y los Argensola, lo mira [la historia] como un espíritu rezagado que vive fuera de su tiempo” (1961: 256). Antonio Gallego Morell, por su parte, afirmó de nuestro autor que “puede considerarse como poeta perteneciente al círculo literario aragonés”, añadiendo que “dentro, pues, de lo que se viene llamando manera aragonesa, Esquilache es uno de los más ágiles versificadores” (97–8). Aurora Egido también se refirió, aunque sin entrar en detalles, a la estrecha relación de Esquilache con Lupercio, Bartolomé y “los más representativos de las letras aragonesas del Barroco” (1979: 9). José Manuel Blecua volvió a insistir en el argensolismo de Esquilache aduciendo razones similares a las de del Arco: la amistad con los Argensola y con ciertos intelectuales aragoneses (fray Jerónimo de San José y Gracián); la llaneza de estilo y el borronismo; y el tono satírico y moralizante de las cartas en tercetos. Esa cercanía de poéticas, sugiere Blecua siguiendo a Menéndez Pelayo, se vuelve lejanía en el gusto de Esquilache por las formas populares, desestimadas por los Argensola, aunque defendidas por Lope (1990: 43–57). Las razones para el “argensolismo” esgrimidas por la crítica se han venido basando, por lo tanto, en dos factores fundamentales: la relación biográfica de Esquilache con los hermanos Argensola y con algunos miembros de la llamada escuela aragonesa, y la huella de ciertos rasgos distintivos de la poética y aliento lírico de aquellos primeros en la poesía de éste. Y, en efecto, una lectura rápida de las Obras en Verso parece confirmar una y otra razón. La carta octava, sin ir más lejos, está dirigida a Bartolomé Leonardo de Argensola, y la sátira refrenada, más moralizante que condenatoria, de la carta primera, podría recordar (por citar un ejemplo) el tono horaciano característico del Rector de Villahermosa. Con todo, y aceptando esta relación bastante obvia, creo que es necesario trasladar el análisis del argensolismo de Esquilache del terreno unidimensional de la influencia anímico-literaria, al espacio mucho más complejo de la conciencia poética y de los mecanismos que Esquilache tuvo que poner en marcha en sus Obras en Verso para encontrar a esa conciencia una expresión adecuada. Al contextualizar la influencia de los Argensola en el proceso de edición y construcción de la persona poética que anima las páginas de las Obras en Verso, tendríamos que preguntarnos no sólo por el qué se transfiere de una poética a otra, sino por el cómo se articula esa transferencia en el contexto general de la obra, es decir ¿hasta qué punto esa relación de Esquilache con los Argensola y la escuela aragonesa que la crítica ha señalado como uno de los rasgos distintivos de la poesía de Esquilache, no parte de una formulación intencionada del propio Esquilache, aceptada y repetida luego por la crítica? El hecho de que ésta se haya basado mayormente en la presencia textual de los Argensola en las Obras en Verso, así parece indicarlo. Como ya adelanté anteriormente, propongo que los Argensola (y el mundo poético asociado con ellos) expresan uno de los dos límites creativos fundamentales de las Obras en Verso: el que permite definirse a Esquilache como poeta amateur.
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La obligada limitación de la práctica poética al adorno en la carrera del noble junto con el arrepentimiento y, por fin, el abandono de la poesía, se acepta/adopta en las Obras en Verso como límite necesario para la creación de la voz poética de un noble que logra defender y presentar su fuerte conciencia autorial relacionándola con el valor distintivo del amateurismo. Es obvio que la auto-inclusión de Esquilache en la red de nobles amateurs explícita en las Obras en Verso sirve de memoria constante de los distintivos poéticos y morales asociados desde el XVI con el amateurismo. Sin embargo, va a ser el modelo amateur argensolino, quintaesenciado en una actitud profundamente anti-profesional y anti-mercantilista, el que sirva a Esquilache de principal referente retórico y moral a la hora de poner en escena, o mejor dicho, en texto, su propio amateurismo. La relación de los hermanos Argensola con lo literario y, más concretamente, su concepción de la práctica poética, partía de la limitación humanista-letrada de dicha práctica al espacio marginal, ornamental, del ejercicio de un estilo cuyo destino final debía ser la producción de textos históricos (tales como la Conquista de las Islas Molucas o los Anales de Aragón) y el desempeño de oficios (como el de secretario y cronista real de Lupercio, luego traspasado a Bartolomé) opuestos, en muchos sentidos, al oficio de poeta. Es ésta, por ejemplo, la actitud defendida por Lupercio Leonardo en un platónico discurso a una academia zaragozana, en el que después de aconsejar a los caballeros académicos la dedicación al estudio de asuntos militares (emulando la erudición humanista del letrado), concluye: Todo esto, pues, se aprende aquí sin trabajo por medio de esta conversación apacible. Alguna vez también se pone la mano, como se ha visto, en la poesía latina y española, siguiendo á veces, y á veces luchando con la naturaleza, bien que todo esto templadamente, porque ninguno aquí pretende el nombre de poeta, sabiendo que un poeta mediano es de ningún precio, y un poeta grande pasa un siglo antes que se ve, porque el ingenio y el estudio poético han de concurrir muchas veces . . . Mas no por esto deben abstenerse de hacer algunos versos que ejercitan el ingenio ni dejar de entender los poetas, porque, como al principio dije, enseñan deleitando. (Leonardo 1889: I, 315)
A lo sumo, la práctica poética pudo suponer para los Argensola, como afirma Helgerson a propósito de los amateurs isabelinos, “a way of displaying abilities that could, once they had come to the attention of a powerful patron, be better employed in some other manner” (83). De hecho, ambos hermanos contaron con patrones poderosos a los que no sólo debió atraer su probada erudición humanista, sino también su relación con el prestigio naciente de lo literario. De ese prestigio quisieron participar (según nos cuenta el intelectual aragonés Jerónimo de San José a propósito de la poesía de Bartolomé) desde el duque de Alba al Infante Cardenal, el cual “mostró deseo de que le dedicase sus Rimas; y así estuvo muy cerca de consentir que saliesen a la luz, y desde entonces puso algún cuidado” (Leonardo, Bartolomé 1974: I, xx). Aunque tal vez el caso más famoso sea el relacionado con Pedro de Castro, conde de Lemos y reconocidísimo mecenas y amateur
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en los círculos cortesanos, y la famosa “batalla” que originó la elección de intelectuales y poetas para formar su séquito durante su virreinato en Nápoles. Las actividades de Leonardo y de Bartolomé en Nápoles en absoluto estuvieron ceñidas a lo burocrático, sino que estuvieron complementadas con su participación en actividades en las que habían de oficiar como poetas y en las que se cifraba su valor simbólico como depositarios de cierto prestigio literario, tal y como demuestra su nuclear presencia en la Academia de los Ociosos del virrey. Sin embargo, fue también en Nápoles donde Lupercio, a juzgar por los versos de su hermano, procedió a la quema de sus papeles poéticos, confirmando así, simbólica o realmente, un convencido amateurismo a cuyo rigor sólo había escapado la impresión, a principios de siglo, de ciertos poemas en las Flores de Espinosa: Piloto a los manejos sustanciales del gobierno en Parténope infinitos (¡de aquel genio feliz cuán desiguales!), abrasó sus poéticos escritos nuestro Lupercio, y defraudó el deseo universal de ingenios exquisitos. Haz cuenta que rompió su lira Orfeo, su heroica trompa el grave Mantuano y Séneca al coturno sofocleo. (Leonardo, Bartolomé 1974: II, 95)
El mismo Lupercio, por otra parte, había justificado la impresión de versos siempre y cuando éstos fueran sometidos a una exhaustiva y constante corrección en la cual se privilegiara la calidad en detrimento de la cantidad, y con la que el ejercicio de la poesía pudiera acercarse a la labor erudita del humanista y alejarse de la vulgarización asociada con la imprenta y el creciente mercado literario: “Lean mucho, escriban poco, amen borrar mil veces cada palabra, que por no hacerlo hasí los poetas de su tiempo, dice Horacio que erraban” (Leonardo 1889: I, 318). Aparte de los versos aparecidos en la Floresta, Lupercio murió con el grueso de su producción poética destruido o inédito. Bartolomé también se adscribió al horacionismo predicado por Lupercio.1 Según confiesa en una carta a su amigo San José, la presión del deseo de ciertos nobles y del suyo propio lo habían llevado a considerar la publicación de su poesía en los últimos años de su vida. Antes, sin embargo, pretendía someterla al rigor horaciano (retórico y moral) que tanto su hermano como él mismo habían convertido en seña de identidad de su modelo de poesía y de poeta: en Sevilla lo he estorbado a ciertos caballeros. A los unos y a los otros he dicho cómo eran delicta juventutis, y hasta agora los entretengo con esperanzas de
1 A propósito del horacionismo de Bartolomé Leonardo de Argensola véase Schwartz (2002) y el volumen colectivo editado por Rosa María Marina Sáez, particularmente el capítulo de Pueo Domínguez (35–90).
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que de he ver mis diversiones y enmendarlas, y que entonces no resistiré a la estampa; y no es fingido, porque realmente los ando mirando con sobrecejo y castigándolos. (Leonardo, Bartolomé 1974: I, xix)
No hace falta insistir en el carácter tópico que conforma la disculpa de la producción lírica como delicta iuventutis, presente también, por citar dos ejemplos cercanos a Bartolomé Leonardo, en la publicación de los “juegos de la juventud” de Fernando de Herrera o en las “obrecillas” de la “mocedad” de fray Luis de León.2 Por otra parte, y sin alejarnos del terreno de lo tópico, en estos tres ejemplos de declarado amateurismo se deja también constancia de la labor de enmienda y corrección con la que, desde la madurez y junto con el deseo de “agradar a quien satisfecho d’ellos, piensa que merecen salir a luz” (Herrera 496), se esperaba justificar la publicación de los errores líricos de la juventud. Sin embargo, con ser fray Luis, Herrera y Bartolomé Leonardo declarados humanistas y, por ende, defensores de la subordinación de la práctica poética a estudios “mas áltos”, es posible notar significativas diferencias en la posición amateur que adoptó cada uno de ellos, en consonancia, creo, con los cambios que fue experimentando el campo literario español desde mediados del XVI hasta mediados del XVII. Así, Luis de León daba tanta o más importancia que a su producción propia a una de las actividades filológicas más eminentemente humanistas, la traducción de obras clásicas, la cual ocupaba dos terceras partes del “hijo perdido”, recuperado y enviado a la protección de Portocarrero. Herrera iba un paso más allá en la legitimación de sus juegos de juventud y de su papel como poeta (junto o por encima al de humanista) al declarar, por una parte, y casi de modo obsesivo, la “diligencia i cuidado” y el “estudio i trabajo” a los que había sometido a su poesía antes de su publicación, y por otra, al reconocer “el amor – que es tan natural en todos los que escriben – de querer ver sus obras en alguna estimación i cuenta” (496). Bartolomé Leonardo, a finales de la segunda década del XVII, y con un campo literario cuya superpoblación y creciente prestigio comienza ya a imponer y a reclamar otros modelos literarios más operativos que el amateur, va a ir todavía más allá de sus antecesores, no tanto en su declaración de castigar, corregir y posiblemente publicar sus delicta iuventutis, sino en la incorporación de la reflexión metaliteraria a su quehacer poético, es decir, en el posicionamiento con respecto a lo literario desde el interior de lo literario. No será éste el único aspecto, como tendremos ocasión de ver más adelante, en que el modelo argensolino se acerque al modelo fundamental en la construcción del proyecto laureado de las Obras de Esquilache, el de Lope.
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Herrera había escrito en la prefación a sus “Versos” que “Bien quisiera, ya que me dispongo tan tarde a publicar estos juegos de la juventud, que fueran tales, que me librarian en parte de la culpa que suelen dar los ombres cuerdos a los que embaraçan lo mejor de su vida en semejante ocupación” (496). La dedicatoria de los poemas de fray Luis a don Pedro de Portocarrero comenzaba de forma similar: “Entre las ocupaciones de mis estudios en mi mocedad, y casi en mi niñez, se me cayeron de entre las manos estas obrecillas, a las cuales me apliqué, más por inclinación de mi estrella, que por juicio o voluntad” (León 2001: 75–6).
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Las principales reflexiones metaliterarias de Bartolomé Leonardo se encuentran, siguiendo la vena satírico-epistolar horaciana, en dos importantes epístolas en tercetos, “A Fernando de Soria Galvarro” y “A un caballero estudiante”, de las que conviene subrayar ahora ciertos aspectos relacionados con la concepción argensolina de la práctica poética. En ambas, Bartolomé, en calidad de amigo y maestro, se dirige a Fernando y al joven caballero con el fin de alentarlos a practicar la poesía, aunque con fines y desde posiciones muy distintas. Los consejos dirigidos al amigo Fernando de Soria atañen particularmente al propio Bartolomé Leonardo ya que ambos (uno capellán real y el otro canónigo y cronista real) respondían al mismo tipo de poeta amateur. En este sentido, me parece obvio que la incitación de Bartolomé Leonardo a cambiar, ocasionalmente, las “filosóficas verdades” por “más benignas facultades”, a divertir, al margen del rigor del estudio, “el gusto con las nueve/ Pierides”, y a dejar salir “al poético ardor” “de sus archivos”, incluye una clara justificación de su propia tendencia vocacional a la práctica poética: “Esta excelente inclinación sospecho/ (sin que preceda riguroso examen)/ que es la que más te deja satisfecho./ Síguela, pues, por más que la desamen/ la inconsideración y la fortuna;/no aflijas con violencias tu dictamen” (Leonardo, Bartolomé 1974: II, 67). Esta invocación a la libertad del ánimo poético es sólo aparente, ya que tanto el poeta como la práctica poética que a continuación recrea Bartolomé Leonardo (para su amigo y para sí mismo) van a estar inscritos dentro de unos límites sociales, morales y poéticos muy bien definidos y que podrían resumirse en un rechazo tajante de la profesionalización y consecuente mercantilización del fenómeno literario. Es muy significativo, en este sentido, que Bartolomé Leonardo denuncie la vacuidad y mecanización poética a la que puede conducir el no saber “consonar nuestro lenguaje”, comparando para ello la “fuerza del consonante” con “la fuerza del dinero”: “La fuerza del dinero o sirve o manda,/ y la del consonante; que igualmente/ por uno destos dos extremos anda” (Leonardo, Bartolomé 1974: II, 69). Al hilo del sentir elitista y restrictivamente literario que respiran estos versos, Bartolomé Leonardo imagina un poeta cuya representación y oficio vienen a ser, en el fondo, los mismos que los del humanista. Por una parte, se trata de un poeta “retirado en las nocturnas horas”, que “escribe a vigilante lamparilla,/ o en la estudiosa luz de las auroras” y que, real y simbólicamente, se aleja y diferencia de un espacio poético amenazado por la progresiva heterogeneidad de tipos y tendencias estético-morales: Y cuando, en la sazón más importuna, sigue aquél en la selva unos ladridos al resplandor escaso de la luna, y el otro rinde al juego los sentidos, o en indignos sujetos que no ignoras, andan nuestros patricios divertidos, tú, retirado en las nocturnas horas, escribe . . . (Leonardo, Bartolomé 1974: II, 67)
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Por otra parte, este poeta que practica la poesía como ejercicio del ocio y de la privacidad (“el orbe encerrarás en tu retrete” [Leonardo, Bartolomé 1974: II, 68]) va a acabar descubriendo otro sentido (el “verdadero” sentido humanista de esa práctica) al convertirla en officium y proyectarla a un espacio político que es, a su vez, una idealización del espacio cortesano tan atacado por los Argensola. Hacia ahí apunta, creo, el final de la epístola en el que Bartolomé defiende, como humanista que era, la ideología nacionalista del vernáculo (“Nuestra patria no quiere, ni yo quiero / abortar un poeta colecticio,/ de lenguaje y espíritu extranjero” [Leonardo, Bartolomé 1974: II, 73]) y el repliegue virgiliano de la poesía hacia el terreno de la épica (“Y que mi musa fiel, como española,/ a venerar nuestras banderas viene,/ donde la religión las enarbola” [Leonardo, Bartolomé 1974: II, 73]). La carta al “caballero estudiante” complementa esta reflexión argensolina en torno a la práctica literaria centrándose en el otro poeta amateur por excelencia: el noble. Si a Fernando se le conminaba a practicar la poesía (al menos originalmente) “por diversión”, supeditándola al estudio y a la industria, al caballero se le incita a hacer de la poesía su principal distintivo social: “Si te llaman las musas, no te muelas/ en posponer tan elevados gustos/ a escarmientos, arbitrios y cautelas” (Leonardo, Bartolomé 1974: II, 76). Lo que pudiera parecer una defensa de la profesionalización de lo literario es, sin embargo, todo lo contrario. Para empezar, las disquisiciones de este noble que se debate entre “la civil jurisprudencia” y la llamada de las musas, hay que entenderlas en el contexto (ya tratado en el primer capítulo) de la especialización de la nobleza barroca en ciertos campos del arte y las letras, fundamentalmente la poesía, como reacción identitaria a la creciente importancia de los letrados en el campo del poder. La invitación de Bartolomé al joven caballero a seguir la llamada de las musas es, en este sentido, similar al consejo dado por don Quijote a don Diego a propósito de la inclinación de su hijo, otro “caballero estudiante”, a seguir la poesía en detrimento de las leyes o la teología: Sea, pues, la conclusión de mi plática, señor hidalgo, que vuesa merced deje caminar a su hijo por donde su estrella le llama . . . por sí mesmo subirá a la cumbre de las letras humanas, las cuales tan bien parecen en un caballero de capa y espada y así le adornan, honran y engrandecen como las mitras a los obispos o como las garnachas a los peritos jurisconsultos. (758)
Como don Quijote, también Bartolomé Leonardo concibe la posibilidad de que el diletantismo anímico del noble, una vez sometido a las reglas del arte (“que pues entras agora en los confines/ del Parnaso, a implorar que te corone,/ al ingenio las fuerzas examines” [Leonardo, Bartolomé 1974: II, 78]), devenga, más allá del adorno, servicio al estado y, contrapesando los cambios del antiguo cursus honorum, continuador de la honra y la nobleza. Como en el caso de Fernando Soria, esta operación sólo puede realizarse de espaldas a la progresiva mercantilización del campo literario, y libre del yugo de la necesidad (como diría Lope) del que sólo disfrutaba el poeta amateur, bien como chantre o capellán real, bien
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como acaudalado noble: “Noble has nacido, y manantial tu hacienda/ te fertiliza, sin que la fortuna,/ o tu olvido, la agote o la suspenda./ Huye esa profesión que te importuna,/ y sigue el nobilísimo misterio/ que en sí mismo formó de todas una” (Leonardo, Bartolomé 1974: II, 78). Con la publicación de sus delicta iuventutis Bartolomé Leonardo habría confirmado ese vínculo natural y necesario (y de espaldas a lo profesional) entre lo amateur y lo laureado, desarrollado en sus cartas y proyectado en estos otros dos poetas amateurs, uno religioso y otro noble. Bartolomé, en definitiva, habría respondido con la impresión de sus obras a la demanda que había lanzado el mismo año de su muerte el jesuita Gabriel Álvarez a su sobrino Gabriel Leonardo, y que éste, a modo de excusatio, incluiría en 1634 al comienzo de las Rimas de su padre y de su tío. En ella se resumía perfectamente la naturaleza de la transformación que debía tener lugar en la coronación de un poeta amateur, y según la cual la práctica poética tendría que abandonar la privacidad del ocio por el beneficio de lo público, y pasar así de ser adorno anímico a ser esencia nacional. Esta misma sería, precisamente, la transformación que Esquilache buscaría años más tarde con la edición de sus Obras: Nacieron los dos hermanos, y vivieron con grandes empeños y obligaciones a si mismos, a los suyos, a su nación y a las otras: por haberlos Dios nuestro Señor enriquecido, y adornado de excelentes dones naturales a fin y con pacto implícito de que sirviesen con ellos al bien público . . . y en el Evangelio es multado el siervo que sepulta, y oculta el talento recibido de la mano liberal de su dueño . . . Y con esto V. M. acudirá a su obligación, poniendo en público, y dando a todos lo que es de todos. (Leonardo 1634: Prelim. 15–16)
Aunque Bartolomé Leonardo moriría, como Lupercio, sin ver impresas sus obras, su sobrino, Gabriel Leonardo, se encargaría de canonizar la actitud amateur defendida por los hermanos Argensola (la absoluta intransigencia al avance profesional y la construcción de un discurso del compromiso poético-moral que la crítica argensolina ha venido repitiendo hasta nuestros días) como uno de los modelos más respetados de trayectoria literaria barroca: Aunque el Secretario Lupercio Leonardo mi padre, y el Doctor Bartolomé Leonardo, su hermano, evitaron siempre la impresión de sus Versos, no afectando humildad (presupuesto que no parece que debe ser juzgado por arrogancia el conocer uno en si aquello bueno de que Dios le dotó) sino porque nunca se dieron a este género de letras con otro fin más que de ejercitar el ingenio, he tenido por conveniente (mas antes por necesario) no seguir en esto su dictamen, sino librarlos, dándolos yo a la estampa, del riesgo a que están expuestos de salir a la luz con los daños que generalmente padecen las obras manuscritas que no se reciben de sus mismos autores. (Leonardo 1634: Prelim. 17)
Dejando a un lado todo lo que de tópico pudiera haber tenido esta consideración de la poesía como simple ejercicio del ingenio, el caso es que el modelo
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poético que se canonizaba en las Rimas de los Argensola (como el modelo que, en gran medida, pretendía canonizar Quevedo con sus ediciones de las Obras de fray Luis y las de Figueroa) simbolizaba un modelo en desuso al que se contemplaba como emblema de un espacio literario idealizado y casi desaparecido. Ese modelo no se refería exclusivamente al de una poesía (caste)llana opuesta al nuevo modelo culterano (como parece sugerir el poeta aragonés Nadal ante su preocupación de que las obras de los Argensola no gustasen porque “no será la poesía al modo de agora” [Leonardo, Lupercio 1972: xlii]),3 sino que también apuntaba, nostálgicamente, al modelo de un poeta con el que el lenguaje pudiera ponerse a salvo de la progresiva mercantilización de lo literario y, en virtud de esa “pureza”, mantener una relación casi simbiótica con la ideología del poder. Como intentaré demostrar en las siguientes páginas, Esquilache hace explícito su vínculo con los Argensola en las Obras en Verso con el deseo de reivindicar para sí mismo ese modelo poético y moral, que no es otro que el amateur. Sólo a partir de esa reivindicación sería posible llevar a cabo el proceso de autocanonización que va a tener lugar en las Obras en Verso. La reciente historia de la literatura castellana había enseñado a Esquilache que un poeta amateur no siempre se convertía en un poeta laureado, pero que no había poeta laureado que no hubiera sido antes poeta amateur.
Periferias poéticas: Esquilache y la escuela aragonesa Antes de los estudios de Aurora Egido (1979) y José Manuel Blecua (1980), las historias de la literatura española solían presentar la poesía de los hermanos Argensola como una reacción al culteranismo, aplicando, como rasgo distintivo general, el corte clasicista de la poesía de éstos a toda la “escuela aragonesa”. A pesar de que los seguidores de la poesía gongorina en Aragón fueron más numerosos que los de la poesía estrictamente argensolina, unos y otros, como propone Blecua, aparecen unidos por una “escondida veta, que aflora con toda plenitud en los Leonardos y . . . procede de lo que pudiéramos llamar el realismo aragonés” (1980: 14). En esa “veta” común quintaesenciada en el argensolismo descubre Blecua tres notas principales: “apego a la realidad, contenido ético y amor al canon y a la norma” (1980: 14). Sea o no étnico el origen del argensolismo, de lo que no cabe duda es de que el debate poético que lo acompañó, así como su posicionamiento ante asuntos literarios y sociales en torno a la figura del autor, lo inscriben claramente en el proceso de autodefinición por el que estaba
3 Esa misma “diferencia” argensolina también es notada y destacada como una virtud por Lorenzo van der Hamen en su aprobación a las Rimas de los aragoneses, de las que asegura que son “dignas de gran reparo, por la valentía y primor con que están escritas, y por la dulzura del estilo con que se tratan, bien diferentes del que hoy usan muchos de nuestros castellanos, por donde les sucede lo de Séneca: Facile dicere, quod alii non ita facile intelligant” (Leonardo 1634: Prelim. 3).
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pasando el espacio literario español de principios del XVII. El hecho, demostrado por Blecua, de que este movimiento intelectual se gestara al margen de los Argensola, en las críticas antigongorinas que oponían la medianía de los aragoneses al extremismo culterano, refuerza aún más su participación en ese proceso general. Gran parte de la crítica ha basado la relación del príncipe de Esquilache con el argensolismo en esa misma reacción anticulterana (de la que tradicionalmente se ha visto en Esquilache a uno de sus mayores defensores) y en los vínculos personales que unieron a éste con numerosos intelectuales cercanos al argensolismo. Sin embargo, mientras el anticulteranismo de Esquilache y la proximidad poética de su lírica a ciertos sectores de la escuela aragonesa son hechos difícilmente rebatibles, sus relaciones personales con los intelectuales aragoneses (exceptuando a los Argensola) no parecen ser tan profundas ni tan influyentes en su obra como ha venido señalando la crítica. Si recordamos que el Esquilache de la “Academia de Esquilache” celebrada en Huesca y referida por José Sánchez (267) y Aurora Egido (1979: 23) como prueba de la relación de nuestro autor con los intelectuales aragoneses no fue, en realidad, este príncipe de Esquilache, sino su yerno-nieto, el duque de Ciudad Real, las relaciones de uno con otros se reducen, básicamente, a un solo intelectual, fray Jerónimo de San José, y a un solo episodio, la publicación de la Nápoles Recuperada en 1651. Casi diez años mayor que Esquilache, San José fue poeta, profesor de Historia, biógrafo de San Juan de la Cruz y, como éste, carmelita descalzo. Según Arthur Terry, “Both Jerónimo de San José’s concern for clarity and his Christian moralizing link him to the Argensolas” (231), especialmente a Bartolomé, de quien fue admirador, imitador y amigo.4 Como el Esquilache de los “Versos divinos”, fray Jerónimo de San José escribió redondillas y sonetos religiosos, aunque la relación entre ambos poetas no se forjó en el terreno de la lírica, sino en el de la épica, ya que fue San José el encargado de escribir la censura a la Nápoles recuperada de Esquilache, firmada el 1 de junio de 1651. En dicha censura, San José echó mano del tratamiento ya usado por Lope y Gracián para referirse a Esquilache como “Príncipe de la elocuencia y poesía española” (Prelim. 10r) y caracterizó su estilo como “dulce, grave y puro” (Prelim. 10r). A esa censura se había referido ya San José en varias cartas dirigidas al cronista aragonés Juan Francisco Andrés de Uztarroz, a través de las cuales se puede seguir parte del recorrido pre-editorial de la Nápoles antes de su publicación definitiva.5
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Parte de la poesía de San José se publicó en 1876 en Zaragoza con el título de Poesías selectas. Para una antología (y biografía) más reciente de este erudito aragonés, véase Blecua (1980). 5 Sobre la actividad intelectual de Juan Francisco Andrés de Uztarroz, fundamental para entender el Aragón erudito de la primera mitad del XVII, véase Arco y Garay (1950a). En ninguno de los dos volúmenes que componen este estudio se hace mención alguna a una posible relación, como cabría suponer, entre Uztarroz y el príncipe de Esquilache.
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En la carta fechada el 1 de junio de 1651, San José incluyó la censura a la Nápoles (firmada ese mismo día) para que Uztarroz la enmendase y, a su vez, la entregase al duque de Villahermosa. Junto a ella incluyó también San José un soneto-elogio y la noticia de su encuentro con Esquilache en la corte madrileña: Señor mío: Porque de su mano i voz de Vm. reciba el Duque ese elogio i censura, i ella la vida que le falta, va todo encaminado a Vm., para que lo vea, enmiende i disponga como le pareciere. Creo se darán el Duque i Príncipe por contentos con eso poco, en que por ser tan alto el Personage doi treguas a mi dictamen, alargándome algo como en la censura del Conde de la Roca, de cuya obra deseo saber si se imprime. Con esa carta del Duque, que Vm. se servirá de cerrar, podrá darle abierto lo demás. Si se admitieran versos, podía pasar el soneto, que ya en Madrid le celebró el Príncipe, i en su obra sólo al fin della pareciera bien. (Blecua 1945: 48)6
En otra carta, cuya fecha no debe de ser lejana a la de ésta, San José vuelve a referirse a la censura y a la Nápoles (ya en la imprenta) y al rigor editorial con el que Esquilache, como se ha venido ya señalando para el caso de las Obras en Verso, acometió la publicación de su obra: Al exenplar del poema del Príncipe de Esquilache, por donde se inprime, falta una octava que hizo i añadió en el original que yo tuve i corregí en Madrid, la cual me enbió él mismo en ese papelillo, que es de su letra, a la devoción de Nuestra Señora del Pilar, para que yo tuviese ocasión de citar esta obra en la que escribo de Nuestra Señora. Holgaría lo diese Vm. al señor Duque para que si gusta se añadiese al fin, diciendo avía de entrar en la invocación que hace a Dios en la tormenta, y había de entrar tras la octava 39 del primer canto. Teníala el Príncipe añadida en su original con un papelillo suelto, i se debió de caer i perder. Quisiera se añadiera, porque me diera ocasión de referirla yo, i si ubiera tienpo se lo escribera yo al Príncipe, pero no dudo gustará dello, i lo aprobará, si el señor Duque lo executa. Tanbién digo que al fin se podrían añadir elogios en verso, como los hiziesen Vm. i Salinas. Que es justo celebremos los Aragoneses este Poema, que será mui bien recebido i celebrado generalmente. (Blecua 1945: 90–91)7
6 Sospecho que el libro del conde de la Roca al que se refiere San José es la Vida de la Inmaculada Madre de Dios, i siempre Virgen María de Juan Antonio de Vera, primer conde de la Roca, publicada en Zaragoza en 1652 y elogiada por San José (véase Fernández Daza Álvarez 657). En la amplia red de conexiones literarias y políticas que Esquilache teje en sus Obras hay también espacio para Juan Antonio de Vera. A él pertenece el soneto 149, dirigido al príncipe y contestado por éste en el siguiente soneto del volumen, el 150 (Borja 1663: 75–6). También al conde de la Roca dedicó Esquilache el soneto “Hija en palacio y Reina con entrada” (MS E-396644, f. 42, y Mejía Sánchez & Ratto 357). 7 El Salinas al que se refiere aquí San José debe de ser Manuel de Salinas y Lizana, canónigo de la catedral de Huesca, traductor de Marcial e íntimo de Gracián, Lastanosa y Uztarroz. Véase Blecua (1980: 115–17).
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La última referencia a Esquilache en el epistolario San José–Uztarroz la encontramos en una carta fechada en Huesca el 6 de agosto de 1651 en la que se confirma la publicación de la obra: “Recibí el otro libro de Esquilache. Escribiré al tio i al sobrino” (Blecua 1945: 47).8 El “libro de Esquilache” se editó en julio de 1651 en el Hospital de Nuestra Señora de Gracia de Zaragoza, una de las imprentas más importantes del reino aragonés (Marsá 53–4), aunque sin soneto, ni octava, ni elogios de Uztarroz y Salinas. La elección de Zaragoza en lugar de Madrid, localidad del autor, no tiene nada de extraño. En primer lugar, por los vínculos familiares entre Esquilache y el reino aragonés, representada por el duque de Villahermosa; y en segundo lugar porque la misma materia del poema estaba relacionada con la historia de la Corona aragonesa, lo que explica que San José terminase su carta a Uztarroz indicando que “es justo celebremos los aragoneses este Poema”. Esa conexión de la Nápoles y de su autor con la historia aragonesa la había ya explicitado San José en su censura del poema valiéndose del tópico “armas–letras”: Nápoles en este más que heroico poema se ve recuperada, no menos felizmente por la borgiana pluma de un Francisco, que lo fue por la aragonesa espada de un Alfonso. España renueva sus antiguas glorias en los ecos de esta clarísima trompa, al resonar el nombre del rey más sabio de Aragón. (Prelim. 10r–10v)
Lo que de intelectual pudiera haber tenido este lazo entre Esquilache y San José queda, no obstante, matizado por el interés político y por la sospecha de la adulación. Y lo mismo, creemos, pudiera valer para la relación entre nuestro autor y otro ilustre aragonés, Baltasar de Gracián. Es cierto que éste, en el discurso III de su Agudeza y Arte de Ingenio, llama a nuestro autor “Príncipe de la Poesía” y que cita a continuación un fragmento de su égloga III,9 pero no lo es
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Este sobrino, creo, es Manuel de Aragón y Gurrea, duque de Villahermosa y cuarto conde de Luna, sobrino de nuestro autor y heredero del título de príncipe de Esquilache al casar en 1650 con Francisca de Borja, VII princesa de Esquilache, hija del hermano de nuestro autor, Fernando de Borja, y de su hija María (Fernández Béthencourt IV: 239). A dicho personaje se refiere San José en otra carta a Uztarroz firmada en Calatayud en 1652: “el señor Príncipe de Esquilache, Conde de Luna, a quien yo en Pedrola fuí el primero que inventé i di esa nomenclatura de Príncipe Conde” (Blecua 1945: 115). La muerte prematura del conde en 1653 inspiró a nuestro autor un soneto que no llegó a incluir en las Obras y que quedó impreso en uno de los suplementos encuadernados con algunas copias de la edición de 1654. Lo publicó Pérez Gómez: “En poca tierra y mucho sentimiento,/ descansa este cadauer generoso,/ que en breues horas consiguió el reposo,/ y al público dolor el mouimiento” (211). Juan de Moncayo, marqués de San Felices, copió este mismo soneto atribuyéndolo al príncipe de Esquilache en una carta fechada en Madrid el 2 de agosto de 1653 (MS 3672, ff. 393r–394r). 9 El aragonés trae a colación la égloga como ejemplo de “agudeza de correspondencia”: “Esta misma correspondencia campea en esta estancia de aquella agradable écloga del Príncipe de Esquilache y príncipe de la Poesía: ‘Oíd mis quejas tristes,/ lisonjas destas mudas soledades;/ Ismenio soy, que vistes/ llorar agravios y cantar verdades,/ cuando del monte al prado,/ bajaba sus tristezas y ganado’. Hace dulcísima armonía entre el cantar y llorar, bajar tristezas y ganado” (1967: 245).
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menos que ese mismo título y esa misma composición los había ya usado Lope de Vega en su alabanza de Esquilache, ni que el principal objetivo de los elogios de Gracián (como los de San José) no era nuestro autor, sino su hermano Fernando, por entonces virrey de Aragón.10
La lección amateur: Esquilache y los Argensola ¡Mal año para los cultos! ¡Qué claridad estudiosa! ¡Qué cultura! Dará envidias, aunque laurel les corona, al Príncipe de Esquilache, y al Rector de Villahermosa. (Lope de Vega, Las bizarrías de Belisa [1634] 2004: 45)
En contraste con el carácter limitado e indirecto de la relación entre Esquilache y los eruditos aragoneses, la relación de éste con los hermanos Argensola está fundada en vínculos estrechos. Además del muy probable influjo de los Argensola en los años de formación intelectual de Esquilache y de episodios como el de la jura de Bartolomé en representación de Esquilache del cargo de capitán en Italia en 1613 (vistos ya en el capítulo segundo), las principales pruebas de la profunda relación Esquilache–Argensola las aportan sus propias obras. Empezaremos por identificar los momentos de convivencia textual entre el príncipe de Esquilache y los hermanos Argensola, y pasaremos luego a considerar la incorporación del modelo poético-moral argensolino (y de los elementos que distinguen a ese modelo como el modelo amateur por excelencia) en las Obras en Verso. Los versos del príncipe de Esquilache compartieron texto impreso y manuscrito con los versos de los hermanos Argensola. Probablemente el momento de mayor acercamiento textual fue la inclusión de una epístola y un soneto de Esquilache en la edición de 1634 de las Rimas de Lupercio i el Dotor Bartolomé Leonardo de Argensola, dedicadas a Felipe IV y con privilegio, para el reino de Aragón, de Fernando de Borja, hermano menor de Esquilache (Leonardo 1634: 285–90 y 489). Ambas composiciones habían sido originalmente dirigidas a Bartolomé y ambas se reproducían con las respectivas respuestas del aragonés (una epístola en tercetos y un soneto con las mismas consonantes del de Esquilache), integrándose, de este modo, la voz del príncipe en la imbricada red socioliteraria que emergía de las Rimas. En este sentido, la presencia de Esquilache en las Rimas de los Argensola convino a uno y otros. Por una parte, la tardía edición de
10 El hermano de nuestro autor fue virrey de Aragón de 1619 a 1635. Gracián lo elogia en numerosas ocasiones, llamándolo “Príncipe único” en el capítulo II de El discreto (1967: 85–6).
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los versos de los aragoneses se beneficiaba de la presencia de voces poéticas todavía activas y cuyo posicionamiento literario con respecto a las nuevas tendencias poéticas continuadoras del culteranismo, compartía un rechazo similar al sostenido por los Argensola. Por otra parte, Esquilache veía aumentado el capital simbólico de sus propios versos al verlos integrados en la canonización de dos de los poetas más respetados de la primera mitad del siglo. Al mismo tiempo, la orientación anticulterana que Lope había dado a esa canonización en su aprobación de las Rimas de los aragoneses (de modo similar a la que Quevedo había dado a las de fray Luis) autorizaba la poética de la claridad castellana que Esquilache venía defendiendo desde las primeras décadas del siglo y que confirmaría con la publicación de las Obras en Verso. Afirma el Fénix a propósito de los aragoneses: “antes parece que vinieron de Aragón a reformar en nuestros poetas la lengua castellana, que padece por novedad frases horribles, con que más se confunde que se ilustra” (Leonardo 1634: Prelim. 4). De hecho, los versos de Las bizarrías de Belisa con los que se abre esta sección (y en los que Lope autoriza su propio posicionamiento anticulterano a través de la coronación de Bartolomé Leonardo y de Esquilache) se dieron a la imprenta el mismo año en el que lo hicieron las Rimas de los hermanos Argensola. Además de este espacio impreso, los versos de Esquilache, como se señaló más arriba, también compartieron volumen manuscrito con los de los Argensola. Concretamente, se trata de un manuscrito que perteneció a la Biblioteca Real y en el que junto a 69 poemas de Lupercio y a 121 de su hermano, se incluyeron composiciones líricas de otros once poetas:11 Calderón de la Barca, Luis de Vargas, Antonio de Solís, Juan de Jáuregui, Quevedo, Juan de Arguijo, Francisco de Medrano, el duque de Osuna, Pedro Espinosa, Vicente Espinel y el príncipe de Esquilache. De este último se copiaron dos composiciones que no pasarían a formar parte de las Obras en Verso ni tampoco de los diversos suplementos que se imprimieron entre edición y edición: un “Soneto galante a una fuente” (MS 4141, f. 291) y una extensa epístola al “Doctor Bartolomé Leonardo de Argensola” (MS 4141, ff. 569–85).12
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Se trata de MS 4141, conservado en la Biblioteca Nacional en Madrid. Una nota al comienzo del manuscrito señala: “Es del Rey Ntro. Señor. Comprela delos Mss. de Barcia”. El manuscrito comienza con un “Elogio del Doctor Bartolomé Leonardo de Argensola, por Lope de Vega” extraído de la epístola novena a Juan de Arguijo impresa en La Filomena. Entre las composiciones de Bartolomé Leonardo se copia la carta en tercetos de éste enviada a Esquilache e impresa en las Rimas de 1634 (pero no incluida en las Obras en Verso de Esquilache): “Carta de Bartolomé Leonardo, en que responde a otra de Don Francisco de Borja, Príncipe de Esquilache. Reprehende en ella algunos abusos y vicios” (MS 4141, ff. 403–7). 12 La historia del soneto es un buen ejemplo de las vicisitudes por las que podía pasar una composición manuscrita sin atribución precisa. Así aparece copiado en MS 4141: “Risa del monte; de las aves lira;/ pompa del prado; espejo de la aurora:/ alma de abril; espíritu de flora/ por quien la rosa, y el jazmín respira./ Aunque tu cuerpo, en cuantos pasos gira,/ perlas vierte, esmeraldas atesora:/ Tu claro proceder más me enamora/ cuanto en ti, naturaleza admira./ ¡cuan sin engaño tus entrañas puras/ dejan, que por luciente vidriera/ se cuenten las guijuelas de tu estado!/ ¡cuan sin malicia, cándida murmuras!/ O ¡sencillez de aquella edad primera!/
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En la epístola, un Esquilache desengañado de la vida cortesana confiesa a su maestro Bartolomé los errores pasados y el milagro de su arrepentimiento. Por el tono y la actitud moral del príncipe, la epístola parece estar a caballo entre la defensa de la vida cortesana de la otra carta dirigida por Esquilache a Bartolomé e impresa en las Obras (a la que volveré más tarde) y el resto de las cartas del volumen, en las que domina la alabanza de aldea y el tono desengañado. La respuesta al porqué esta carta quedó inédita quizás habría que buscarla en, por una parte, su más que considerable extensión (sobre todo comparada con el resto de las cartas de las Obras) y, más importante aún, en su demasiada cercanía al modelo epistolar argensolino, desde el tono clasicista, horaciano, tan típico de las epístolas satíricas de Bartolomé Leonardo, hasta la inclusión de elaborados exempla de carácter alegórico-moral.13 Sin embargo, lo que pudiera parecer (en el contexto aislado del manuscrito) simple ejercicio de estilo horaciano-argensolino, va a adquirir un significado muy distinto (e iluminador de la relación anímicoliteraria entre Esquilache y Bartolomé Leonardo) al relacionarla, como veremos unas páginas más adelante, con el resto de las epístolas poéticas intercambiadas entre ambos autores y conservadas bien en las Obras de Esquilache, en las Rimas o de forma manuscrita. La primera muestra de la relación textual entre Esquilache y Bartolomé Leonardo en las Obras en Verso es la “tenzone” formada por los sonetos 128, 129 y 130, en la que aquél dirige un soneto-pregunta al canónigo aragonés (“Si a Filis, porque llora le pregunto,/ que no es del alma su tristeza jura”); éste le responde con otro soneto con las mismas consonantes (“Si lloró Fili, o si juró, pregunto:/ ¿qué te mueve a inquirir si verdad jura?); y Esquilache replica, de nuevo con esas consonantes, en un tercer soneto (“Si a mi pasado engaño le pregunto/ si amar
Perdióla el hombre’ y adquirióla el prado” (MS 4141, f. 291). Tirso de Molina lo incluyó con el título de “A una fuente” en sus Cigarrales de Toledo (1624). Del autor sólo se dice que “Es un príncipe de Castilla, igual en el ingenio y en la sangre, siendo en esta de la mejor de Europa” (437). Reproduce luego el soneto Gracián en el discurso XIII de su Agudeza y arte de ingenio, considerándolo un “perfectísimo soneto” y a su autor “Un príncipe en la sangre y más en el ingenio” (1967: 294). Fue, finalmente, y con diversas variantes, incluido por Saavedra Fajardo en la versión de 1670 de su República Literaria y atribuido por Gregorio Mayáns y Siscar al conde de Villamediana, y por García de Diego y Dowling al mismo Saavedra (Saavedra Fajardo 106–7). Juan Manuel Rozas fue el primero en sugerir que el autor de la composición podía ser Esquilache y no Villamediana. Para ello adujo: “El blandísimo tono, el sentido de la naturaleza, el rococó diminutivo ‘guijuelas’, el afectado ‘me enamora’ y el moralizante terceto final, amanerado y sin desengaño verdadero, cuadran perfectamente con don Fco. de Borja . . . Como lector, yo apostaría que no es de Salinas y con más conocimiento que no es de Villamediana” (365). Aunque tras semejantes razones la paternidad del soneto más parece desdicha que fortuna, creo que Rozas apostó bien. De las razones que éste aduce sólo en parte estoy de acuerdo (¿cómo se mide, por ejemplo, la verdad del desengaño?), pero si a ellas unimos la atribución del soneto a Esquilache en MS 4141 y la definición de su autor por Tirso como un príncipe perteneciente a una de las mejores familias de Europa (como era, en verdad, la de los Borja), creo que su autoría es más que probable. 13 En la frecuente inclusión de exempla en sus epístolas Bartolomé Leonardo seguía de cerca los preceptos de la sátira clásica horaciana (Marina Sáez 2002b: 154).
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es bien: que es un inferno jura”) (65–6). Como señaló Ricardo del Arco, los sonetos “son bien conceptuosos” (1950b: 90), típicos, habría que añadir, del sentido lúdico de la poesía cortesana de finales del XVI y principios del XVII. Es interesante observar, sin embargo, el modo en el que el petrarquismo de nuestro autor contrasta con el acento moral del aragonés. Al lamento de amor de Esquilache responde el Rector de Villahermosa: “Huye de lo que aprecian los sentidos,/ que aunque al entendimento amor lo encarga,/ el apremiado gime, y ellos ciegos” (65). La inmediata réplica de nuestro autor pretende subrayar la sinceridad de su sentimiento amoroso, contrastándose aún más esas dos posturas que son, en el fondo, un reflejo de la relación tutelar (y de sus posibles elaboraciones temáticas, juventud–vejez, amor–desengaño, petrarquismo–estoicismo) que se desarrolla en la carta octava y en la carta manuscrita: “Qué poco estimas, Fabio, mis sentidos,/ si cuando amor mi vida los encarga,/ que estamos, piensas, sin discurso ciegos” (66). No es sólo juego poético, por tanto, lo que se rima en estos sonetos, sino también las circunstancias de una relación y el modo en el que esa relación acaba siendo parte del engranaje moral de la voz lírica que firma las Obras en Verso. La tensión que late bajo estos endecasílabos es más fácil de confirmar cuando pasamos del carácter epigramático y conceptuoso del soneto a otros cauces líricos más flexibles y, sobre todo, más abiertos a la confessio, como es el caso de la epístola poética. El propio Bartolomé Leonardo nos aclara las circunstancias estéticas y morales de su relación con Esquilache (al menos tal y como ésta aparece conceptualiza da en los tres sonetos) desde la epístola en verso con la que responde a otra epístola de Esquilache y en la que alude claramente, y no para elogiarlo, al petrarquismo de éste: De cuando en cuando hará la tibicina euterpe en verso alguna travesura, mas no según la nueva disciplina; digo de los que cantan la hermosura o el rigor de sus ninfas en sonetos; que la región del aire no es tan pura. Aquellos metafísicos concetos, ¿cómo podrá alcanzallos quien tropieza entre los que al sentido están sujetos? Yo te confieso que cuando uno empieza celos, glorias, desdenes y esperanzas, que se me desvanece la cabeza. Dirásme luego: “Tú no las alcanzas porque nunca estuviste enamorado, ni sujeto a accidentes y mudanzas.” Sea como ello fuere; de mi estado yo daré cuenta a Dios; basta que agora yo no alcanzo su estilo levantado. Antes pidiera a Clío la sonora trompa, con que los héroes eterniza,
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y celebrara a España vencedora, que imitar al furor que petrarquiza; y si estornuda Filis, el amante en filósofo son la solemniza. (Leonardo Argensola, Bartolomé 1974: I, 169–71)
Va a ser, de hecho, el cauce epistolar el que mejor sirva al príncipe de Esquilache para incorporar su relación con los Argensola (sobre todo con Bartolomé Leonardo) al contexto impreso de sus Obras en Verso. La carta segunda de la sección epistolar, dirigida al conde de Valderreis, Gobernador de Portugal, comienza con una mención directa al “gran Leonardo”: “Después de haber leído, Señor Conde,/ del gran Leonardo aquella ilustre carta,/ que al suyo y al vuestro ingenio corresponde,/ amor me lleva, y la razón me aparta/ de adulterar pisadas tan valientes,/ por más que Apolo su furor reparta” (187). El “gran Leonardo” al que se refiere aquí Esquilache es el menor de los Leonardos, Bartolomé, y su “ilustre carta”, la epístola que éste dirigió a Nuño de Mendoza, conde de Valderreis, en 1600 y que Gabriel Leonardo incluyó luego como tercera en las Rimas de 1634: “Dícesme, Nuño, que en la corte quieres/ introducir tus hijos, persuadido/ a que así te lo manda el ser quien eres” (Leonardo de Argensola, Bartolomé 1974: I, 91). Como se intuye por este primer terceto de la carta de Bartolomé Leonardo, toda la composición del aragonés está construida como una sátira moralizante en torno al “menosprecio de corte”. Los “castigos” a los que se refiere el propio Bartolomé en el penúltimo verso de su carta revelan el espíritu voluntariamente medievalizante de la composición, acercándola al speculum principis y a su alternancia de exempla y sententiae, ambos especialmente frecuentes en el Bartolomé epistolar. Al contrario de lo que podría pensarse por los dos primeros tercetos, la carta de Esquilache no tiene mucho que ver ni con el tema ni con el tono de la de Bartolomé. Se podría decir, más bien, que el objetivo de la mención al poeta aragonés en la carta a Valderreis es el de referir e integrar a Esquilache y a su epístola en una determinada red amical cuyo núcleo estético y moral es el Rector de Villahermosa. En la epístola de Esquilache la crítica de la vida cortesana se desplaza, se atenúa en la reflexión metapoética y (desplazándose hacia lo, elegíaco) en la contemplación del propio yo lírico. Así, la distancia moralizante de la carta de Bartolomé, en la que el sujeto contempla, describe y critica el objeto poético (la vida en la corte), se cancela con la aparición de un sujeto lírico auto-reflexivo que acerca inequívocamente la composición de Esquilache al mundo epistolar de Lope: “No soy legislador de desengaños,/ filósofo moral a todas horas,/ catón entre políticos engaños./ No soy pesquisidor de las mejoras/. . ./ no soy de aquellos que el poder arguyen” (Borja 1663: 191). De todas estas referencias explícitas a los Argensola, es la carta de Esquilache al propio Bartolomé Leonardo (incluida como octava en las tres ediciones de las Obras en Verso) la que mejor ejemplifica la relación del príncipe con éste y con su hermano, al cual se nombra en el último terceto: “A Lupercio diréis que no le escribo;/ y aunque su amor jamás de mí se aparta,/ que no corren tercetos donde
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vivo” (233). A la vez, y siguiendo con la secuencialidad de ciertos tramos poéticos de las Obras, esta carta se encadena perfectamente a la anterior, dedicada a don Pedro de Castro, conde de Lemos y virrey de Nápoles. Como ya señalé anteriormente, los Argensola habían sido dos de los afortunados elegidos por Lemos para constituir su corte virreinal en Italia. Además, por aquellos mismos años, Esquilache había sido nombrado capitán de armas en el reino napolitano y, en su ausencia y ante el virrey Lemos, Bartolomé había jurado el cargo. A ese asunto, y ampliando la red amical (intelectual y política) de la que hablaba más arriba, parecen referirse los últimos versos de la epístola a Lemos: “Sólo (Señor) en mis negocios pido/ la brevedad forzosa, y el suceso/ conforme al grande amor que os he tenido./ Ser vuestro siempre con verdad profeso,/ y dejando negocios por escrito,/ que añadan de tercetos un proceso,/ al Rector y a Lupercio me remito” (228). Aunque la carta de Esquilache ya había sido estampada junto con la respuesta de Bartolomé Leonardo en la primera edición de las Rimas de los Argensola, el príncipe de Esquilache la vuelve a imprimir en sus Obras con algunas correcciones y fuera ya de su contexto epistolar original. Para entender el nuevo sentido que Esquilache quiso darle a esta epístola (y en ella, a su relación con Bartolomé Leonardo) en el contexto de las Obras en Verso, convendría, por tanto, devolverla a ese contexto e intentar determinar, a partir de él, la naturaleza de los cambios y de la recontextualización impresa llevada a cabo por Esquilache. De ese contexto original sólo conocemos, con total seguridad, la respuesta de Bartolomé Leonardo a la carta del príncipe publicada en las Rimas (“Don Francisco, aunque llames carta en seso” [Leonardo 1634: 290–4; y Leonardo, Bartolomé 1974: I, 154–8]). En 1984, José Luis Gotor editó una epístola inédita escrita por Bartolomé Leonardo desde Nápoles al príncipe de Esquilache a propósito de los vicios “desta moderna Babilonia” (1984a: 43) y la identificó como la carta que había originado la respuesta impresa del príncipe en las Rimas y luego en las Obras, es decir, como la primera carta (conocida) de la secuencia epistolar entre los dos poetas. El análisis de Gotor señalaba una serie de correspondencias temáticas (“y a veces un inconsciente calco verbal” [1984a: 38]) entre la carta inédita de Argensola y la respuesta de Esquilache, las cuales, en efecto, mostraban una muy probable conexión entre ambas epístolas. Es el caso, por ejemplo, de que Esquilache recriminase en su carta a Bartolomé Leonardo el haberle enviado una misiva severa y moralizante (“más vino tan en seso la misiva” [Borja 1663: 228]) – como es, en efecto, la carta inédita del aragonés – en lugar de una sátira burlesca, al estilo de la carta con la que Esquilache le responde (“con leves burlas, mi risueña musa” [Borja 1663: 232]); o la correspondencia entre la alusión del príncipe de Esquilache en su epístola a su propia impaciencia (“que nueva fuerza mi paciencia siente,/ y casi reventar quiere en el pecho” [Borja 1663: 229]) y el hecho de que Bartolomé se dirija a él en su carta como “oh Príncipe impaciente” (Leonardo, Bartolomé 1984: 47); o, finalmente, el hecho de que Esquilache satirice en su carta algunos de los vicios (la lujuria, la codicia o la envida) condenados por Bartolomé Leonardo en su epístola. A partir de estas
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correspondencias, Gotor situaba las epístolas intercambiadas entre ambos autores en el contexto de los intereses de Esquilache en tierras italianas, hacia las que había partido Bartolomé Leonardo en 1610 como miembro del séquito del conde de Lemos. Sin embargo, y dejando a un lado el hecho de que no todas las correspondencias señaladas por Gotor resultan tan aceptables, hay dos elementos importantes que parecen refutar la secuenciación propuesta por éste. El primer problema radica en la descripción del propio Bartolomé Leonardo de aquella primera carta suya a la que replica Esquilache como “prosa familiar” (Leonardo, Bartolomé 1974: I, 158), registro en el que, estrictamente, no encajaría la carta inédita. Pudiera ser que el término “prosa” apareciera aquí usado no exclusivamente como referencia formal (y no restringido, por tanto, a la epístola familiar en prosa), sino como marca anímica general del registro epistolar (en verso y en prosa); sin embargo, no podemos pasar por alto el hecho de que Bartolomé, unos tercetos más adelante, defina claramente el tipo de composición que Esquilache parecía esperar de él como una sátira en verso: ¿O cúlpasme quizás porque no canta, calzando zuecos cómicos primero, satíricos discursos mi garganta? Si esto es así, pues sabes que prefiero otro estudio mayor al de las musas, ser defendido por ti mismo espero. ... ¿Piensas tú que no hay más sino hacer presto cien tercetos muy fáciles y puros? No siempre el verso está al humor dispuesto. (Leonardo, Bartolomé 1974: I, 159–60)
Por otra parte, la voz lírica de la epístola de Esquilache se ubica claramente a orillas del Pisuerga (“Aquí donde Pisuerga mansamente” [Borja 1663: 229]), hecho que indujo a José Manuel Blecua a fechar la carta en los últimos años de la corte vallisoletana. De ser así la carta de Esquilache habría que atrasarla de 1610 a 1606, y considerarla, por tanto, anterior a la epístola inédita de Bartolomé Leonardo. Gotor soluciona el posible desajuste de la ubicación del sujeto lírico de la epístola de Esquilache en Valladolid, aduciendo que “Las floridas márgenes del Pisuerga suenan a una idealización con la que contraponer el temor de su gente a no partir, a encadenarse y estrecharse a su dulce engaño, como brutos” (1984a: 42). Aunque la idealización de Valladolid como el laus ruris contra el que se va a arremeter tercetos más adelante resulta bastante obvia, queda sin resolver, sin embargo, el hecho de que esa idealización se sitúe precisamente en Valladolid y no, por ejemplo, en cualquier otro de los espacios de las Obras en los que se produce una idealización similar (y siempre a través del elemento biográfico), caso de los márgenes del Manzanares o del Turia. Puede que, como sugiere Gotor, se trate de una simple idealización retórica, sin correlato biográfico, pero no hemos de olvidar, por otra parte, la estrechísima relación que, ya
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desde tiempos clásicos, se había establecido entre el elemento biográfico y el género epistolar familiar, particularmente la epístola horaciana que sirve de modelo a Esquilache. Hay, por tanto, motivos para considerar la carta de Esquilache como una respuesta a la carta inédita de Bartolomé Leonardo y para fechar, siguiendo a Gotor, ambas cartas alrededor de 1610; pero también los hay para contextualizar la carta de Esquilache en los últimos años de la corte vallisoletana, siguiendo a Blecua, y suponer la existencia de otras epístolas perdidas (ya fuera en prosa o en verso) antes, entre y después de las ya conocidas de Esquilache y Bartolomé Leonardo. La existencia de esa otra correspondencia extraviada la corrobora la carta inédita de Esquilache a Bartolomé Leonardo conservada en el ya mencionado manuscrito MS 4141 y cuya incorporación al contexto epistolar (no necesariamente secuencial) de las otras tres cartas aporta importantes matices a la relación sostenida en éstas entre remitente y destinatario. Aunque la carta no contiene fecha alguna, la actitud y posición adoptadas en ella por Esquilache invita a colocarla al final de la breve trayectoria moral trazada por estas cuatro cartas. De la “musa risueña” de la anterior carta de Esquilache, de su defensa casi burlesca, y a contracorriente, de la vida cortesana por encima de la vida villana, de su impaciencia de iuventute y de la ambigüedad de su relación con Bartolomé Leonardo (mezcla de reverencia discipular e irónico distanciamiento), pasamos en esta carta a una retórica de la conversión y del arrepentimiento, a través del desengaño, que invierte prácticamente cada uno de los puntos sostenidos en la carta de iuventute. El “Después” con el que comienza la carta adelanta ya un desplazamiento general del que va a participar no sólo el sujeto lírico (del engaño al desengaño) sino también el registro epistolar (de la sátira burlesca a la moral) y la relación entre el remitente y el destinatario (de la suficiencia de Esquilache a su replegamiento discipular con respecto a Bartolomé): Después, Leonardo, que la vida obscura, llamada comúnmente cortesana al que la sigue más menos segura, siguió en mí, la ambición curiosa y vana así mentada por los verdes años, alcanzó vez de reina soberana la edad, y la razón y los engaños que son a veces el mejor maestro cuando se empieza a conocer sus daños ... Ahora vivo libre en mis ideas, llorando acciones de la edad pasada que como ajenas ya parecen feas. ... Dulce es la purga cuanto más amarga si consigue el doliente por su medio reparo breve de dolencia larga ...
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Vos, Leonardo, que ya la espada rota tenéis de la ocasión y alzado el muro de la ciencia, que en vos nunca se agota, podéis seguir la multitud, seguro que en medio de ella conocéis discreto la peligrosa voz de su conjuro, valor ejercitando el más perfecto, y así os pido que de él me déis lecciones, en cuanto curso acá con mi secreto, para vencer después las ocasiones. (MS 4141, ff. 569–85)
El contraste entre el sujeto lírico de esta carta y el de la carta a Bartolomé Leonardo impresa en las Obras es muy significativo, ya que en él se cifra la adopción por parte de Esquilache del desengaño como la postura moral desde la que habría de editar sus Obras en Verso al final de su vida. De hecho, creo que existe un claro diálogo entre esta composición y la carta inédita de Bartolomé editada por Gotor, la cual parece servir a Esquilache como una suerte de caballo paulino hacia su propio desengaño. Las correspondencias entre ambas cartas no son pocas. En primer lugar, está el registro epistolar escogido por Esquilache, el cual convierte a esta epístola en la más cercana de todas las suyas (tal vez demasiado) al modelo argensolino. No sólo por la preferencia de la sátira moralizante por encima de la burlesca, sino también por la incorporación de largos exempla morales que, como señalé anteriormente, eran una marca distintiva del modelo epistolar argensolino. En el caso de la carta de Esquilache se trata del relato de un sueño sobre la guerra de Troya con el que se ejemplifica el despertar de Esquilache al desengaño: Diréis cómo arrastrado por el suelo de la confusa Babilonia pude abrir los ojos a la luz del cielo. ... Pues por medio del sueño está despierto quien velando con sueño diferente nunca pudiera conocerlo cierto, justo será que victorioso cuente todos los puntos de este sueño santo de mi vivir restaurador valiente. Vencida pues del natural quebranto, rendí una vez al sueño los sentidos. (MS 4141, ff. 569–85)
Recordemos que la carta inédita de Bartolomé a Esquilache comenzaba, precisamente, refiriéndose a Nápoles, símbolo del engaño cortesano, como una “moderna Babilonia”. La metáfora, ciertamente, era un lugar común de la sátira barroca; sin embargo, Bartolomé Leonardo la hila en su carta con el engaño producido por el sueño en unos versos a los que Esquilache parece responder con los anteriormente citados: “Deja y degemos, pues, que duerma el mundo/ el pesado y mortífero letargo,/ cause profundo error sueño profundo,/ que suele a
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quien el sueño no es amargo/ serlo el despertador y peca al doble/ (que el delinqüente) el justo que hace el cargo” (Leonardo, Bartolomé 1984: 44–5). Sea o no la carta inédita de Esquilache una respuesta a la carta inédita de Bartolomé Leonardo, el hecho es que ésa ejemplifica perfectamente la lección amateur que el príncipe habría de aprender de su maestro. Esa lección no sólo está presente en la adopción del desengaño (y de todos los tópicos clásicos relacionados con éste) como postura moral definitiva de la edición de las Obras, sino también en su actitud misma hacia la práctica poética. Recordemos que la esencia de esa actitud poética amateur de los Argensola se resumía en su defensa del borronismo, ya fuera como búsqueda constante de la perfección estilística (siguiendo la prédica humanista), ya como cancelación absoluta de su obra al negarle la estampa. El mayor de los Leonardos había defendido en numerosas ocasiones el uso de la lima horaciana. Es el caso, por ejemplo, del ya citado discurso en la academia de Zaragoza (“Lean mucho, escriban poco, amen borrar mil veces cada palabra” [Leonardo 1889: I, 318]), o del modo en el que se dirigía a sus versos en una carta a Juan de Albión: “Como quien muelas saca los arranco;/ que cada cual me cuesta más de un grito,/ y el rostro, siendo negro, vuelvo blanco./ Borro, y vuelvo a escribir lo que habia escrito,/ y más que algún príncipe inconstante,/ lo mismo que aprobaba, luego quito” (Leonardo, Lupercio 1972: 70). Bartolomé aconsejaba la misma práctica al “caballero estudiante” en una de sus “artes poéticas” en tercetos, proponiéndola como ley que había de regir el acceso al Parnaso: Pero ningún poema tuyo intente, luego como se copie o se concluya, a la pública luz salir reciente. ¿No le diste tú el ser? ¿No es obra tuya? pues espere a que en ti aquel amor tierno de la propia invención se disminuya. Severa ley; mas hízola el gobierno sagaz para entibiar el apetito del anciano Parnaso y del moderno. es la lima el más noble requisito; Y así, no peligrando la sustancia del verso deliciosamente escrito, refórmele su pródiga elegancia, ... Bórralo con crueldad; no te perdones; Pues con gozo has de ver cuánto más vale lo que durmió en los próvidos borrones. (Leonardo, Bartolomé 1974: II, 85)
Y esa misma defensa de la lima y de la paciencia poética es la que dirigiría a Esquilache en su respuesta impresa: “Meses y aun años pasan sin que haga/ experiencia de mí; y un epigrama/ apenas formo que me satisfaga” (Leonardo, Bartolomé 1974: I, 160). Esquilache, por su parte, se convertiría en uno de los
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mayores defensores del borronismo poético, como expresa, por ejemplo, en su carta al conde de Valderreis: “Yo parto de borrones infinitos./ Mis versos, más que ajenos los maltrato:/ ningún examen rígido desprecio,/ ni de ser borronista me recato./ Borrando siempre, de borrar me precio,/ y quiero más que encuentre diez enmiendas/ que alguna falta un discursante necio” (189). La decisión de dejar fuera de las Obras en Verso la carta enviada a Bartolomé Leonardo podría citarse como uno de los ejemplos más claros de la adopción de esa marca distintiva del argensolismo por parte de Esquilache. Tal vez fuera, como sugerí más arriba, su desacostumbrada extensión con respecto a las otras cartas de las Obras, o su demasiada cercanía al modelo epistolar argensolino, lo que motivó el borrón general de la epístola del volumen impreso. Lo que parece claro es que su exclusión demuestra que el borronismo de Esquilache no era solamente el distintivo retórico de cierta filiación literaria, sino también una actitud asumida y convencida hacia el material poético. Curiosamente, otro de los mejores ejemplos del borronismo de Esquilache es la otra carta dirigida a Bartolomé Leonardo, la impresa en las Rimas y más tarde en las Obras. Tanto Blecua como Gotor notaron los numerosos cambios a los que el príncipe de Esquilache sometió esta carta antes de incorporarla a las Obras en Verso. Como afirma este último, no se trata de cambios accidentales típicos de la transmisión manuscrita, sino de “intervenciones de autor o de quien por él trata en la segunda redacción de despersonalizar o generalizar al máximo la primera redacción, más directa y coloquial, de la epístola” (1984a: 38) Esos cambios son, en ocasiones, básicamente formales, como sucede, por ejemplo, en la transformación del verso “en soledad la vida entreteniendo” (Leonardo, Bartolomé 1974: I, 155) por el más gongorino, más acorde con los nuevos tiempos poéticos, “de muda soledad en triste ocaso” (Borja 1663: 230). Sin embargo, otros cambios dejan traslucir de forma más significativa el modo en el que Esquilache editó su relación con Bartolomé Leonardo en el contexto de las Obras. Además del intento de generalización (más que de despersonalización) de la epístola a través de estos cambios, creo que Esquilache intentó, por una parte, justificar aquella actitud suya de iuventute y, en la medida de lo posible, suavizarla, y por otra, afianzar la autoridad moral y literaria de Bartolomé Leonardo con respecto a la suya propia. A lo primero responde, por ejemplo, el notable cambio efectuado en los primeros tercetos, en los que se pasa de un “Que está la pena y culpa en mi confieso;/ mas no entender es falta moderada,/ y el mucho averiguar culpable exceso” (Leonardo, Bartolomé 1974: I, 154) a “Y si esta culpa en mi ignorancia estriva/ el no saber, es falta moderada,/ que de ambición y honor a nadie priva” (Borja 1663: 228). En cuanto al afianzamiento de la autoridad de Bartolomé Leonardo en el contexto de su relación con el Esquilache de las Obras, podríamos citar el paso de “también procura versos en el Coso,/ pues me depara agora esta malicia,/ que puede perturbar vuestro reposo” (Leonardo, Bartolomé 1974: I, 154) a “También procura veros en el coso,/ pues me depara agora esta malicia,/ indigna de un ingenio tan glorioso” (Borja 1663: 229). Como señalé anteriormente, el borronismo argensolino no sólo se limitaba a la producción literaria, al número de composiciones y de versos, sino que se
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ampliaba además (en un gesto de coherencia con la poética amateur) a la condena de la imprenta. A pesar de los poemas de los Argensola aparecidos en la Floresta de Espinosa, y de las intenciones de Bartolomé Leonardo de dar a la imprenta su producción lírica, el hecho es que ambos murieron sin ver impresas sus obras y que cuando éstas aparecieron, lo hicieron, siguiendo una tradición que se remontaba a Virgilio, salvadas del fuego y precedidas por el prestigio estético-moral del poeta amateur que rehuye la fama y que cambia la vanidad del verso perfecto por el desengaño y el olvido. Las Obras en Verso del príncipe de Esquilache, obviamente, tuvieron que prescindir de la mística de la destrucción y del aura purificadora del fuego, pero no del poder simulativo y persuasivo de la palabra. De la simulada destrucción de las Obras en Verso se va a encargar la actitud de estoico desengaño, de raíz argensolina, desde la que Esquilache asegura dar a la imprenta su producción poética y a cuya aura moral se acogen todas las voces y fugas líricas que conviven en el texto, convirtiéndose así en la actitud moral por excelencia de las Obras. Desde esta perspectiva, las Obras en Verso se presentan al lector como lo salvado del abandono final de la lira (el “los instrumentos colgué/ de las sauces de estos ríos” [Prelim. 14]) con el que concluyen las décimas prologales y, con ellas, las Obras. En este gesto final se puede percibir lo que Helgerson consideró, para el caso inglés, como la típica acogida del poeta amateur al paradigma del hijo pródigo que acaba abandonando, arrepentido, la poesía por un officium de clara utilidad política o religiosa. Sin embargo, la validez discursiva de este paradigma vendría determinada por claros parámetros temporales difíciles de aplicar a un Esquilache cercano a la muerte y en el que, a pesar de la dedicatoria a Felipe IV, la aspiración a un officium que no fuera la gloria del Parnaso no debía ser ya (si alguna vez lo fue) ninguna prioridad. En este sentido, el desengaño de Esquilache se aleja del desengaño típico del poeta amateur, ejemplificado en los delicta iuventutis de un Bartolomé de Argensola, y se acerca a otro modelo de desengaño, de difícil y a veces contradictoria tensión entre el estoicismo y la defensiva conciencia autorial, que tan bien encarnó y resumió Lope de Vega en aquel “intento desesperado” de desatarse de sí mismo de su Epístola a Claudio. Aquí, como en otros numerosos puntos de la poética borgiana, los límites marcados por el modelo argensolino y el modelo lopesco se rozan, si es que no coinciden. Como veremos a continuación, el cauce moral ofrecido por el argensolismo y los numerosos tópicos que aún perteneciendo a una atmósfera de general estoicismo, remiten inequívocamente a la autoridad moral de los Argensola, servirían al príncipe de Esquilache para desplegar las dos posturas ideales del poeta amateur y para reclamar su posición de privilegio con respecto a los valores asociados con esas dos posturas: por un lado, la del aristócrata como autoridad político-moral que se pronuncia desde la experiencia y la sabiduría del desengaño y que se concretiza en numerosos sonetos, epístolas, octavas y romances de las Obras en Verso;14 y,
14 A esta misma postura correspondería también la incursión del príncipe de Esquilache en uno de los géneros literarios más típicamente barrocos: el del espejo de príncipes. Según
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por otro, la del aristócrata como caballero devoto, desplegado en la parte “divina” de la Obras en Verso y completado, desde la prosa, con las traducciones del Contemptus Mundi y otras obras espirituales de Thomas de Kempis, publicadas póstumamente.15 Las dos posturas (integradas naturalmente en el cultivo anímico del cortesano barroco) devuelven la aspiración laureada de las Obras al ámbito de prestigio aristocrático de lo amateur. Sin embargo, no se trata de una devolución definitiva, sino de constante ida y vuelta, ya que la manifestación de lo amateur está, literalmente, inscrita en la aspiración laureada que da paso a la impresión. Esquilache usa en beneficio propio la limitación literaria que le imponía su pertenencia a la aristocracia al crear en sus Obras una suerte de simulacro de lo amateur que le permite reclamar los valores morales exclusivos del aficionado a las letras, pero sin renunciar por ello al orgullo autorial del poeta laureado.
Adiós a las letras: autorretrato del poeta desengañado confessai che ero stato poeta, rendendomene in colpa come dolente e pentito e promettendo di essere altretanto ostinato contrario; così il ridico adesso, e confermo che mi spoeto. (Francesco Berni, Dialogo contra i poeti [1526] 1934: 287)
Cuando fray Agustín de Castro define al príncipe de Esquilache como un “poderoso desengañado” en su censura a las Obras en Verso, no está siendo retórico, sino que está marcando al lector la clave de lectura y la pauta moral del libro que está a punto de iniciar. Por su trayectoria vital y política, el príncipe de Esquilache tenía motivos de sobra para ser visto por los demás, y considerarse
recuerda Barrera y Leirado, López de Sedano vio manuscrita la traducción de una obra inédita de Esquilache titulada Instrucción de Séneca á Neron: Plutarco á Trajano, y Sentencias filosóficas del doctor Juan de Olarte (1860: 147). En el manuscrito MS 9669 de la Biblioteca Nacional de España aparecen copiadas unas anónimas “Sentencias de filosofos, y varias noticias” junto con unas “Instrucciones de Seneca a Neron para gobierno de su Imperio” (ff. 1–59). La fecha de traducción de la composición que sigue a éstas, unas “Sentencias Philosoficas del Sr. Persa Seaid traducidas por Vicente Bratun” (1662), invita a fechar aquéllas en la década de los cincuenta, precisamente durante los últimos años de la vida de Esquilache y en los que su actividad como traductor (tal y como demuestran las traducciones de Kempis) adquirió mayor importancia. Podría ser que estas dos traducciones anónimas manuscritas fueran las traducciones de Esquilache mencionadas por López de Sedano. 15 En esta doble encarnación política y devota el príncipe de Esquilache muestra claramente su apropiación identitaria de los dos tipos fundamentales del noble barroco. Según Fernando Bouza, el caballero devoto “añade con relativa naturalidad funciones misionales al estatuto nobiliario, bien porque los meliores terrae patrocinasen misiones en sus pequeños señoríos, bien porque actuasen ellos mismos como agentes del disciplinamiento confesional convirtiéndose en modelos que debería ser imitados socialmente”; por otra parte, el caballero político, “erudito amigo de hombres de letras, anticuario, literato e, incluso, artífice él mismo, que aporta todas estas muestras de ingenio a su tradicional función militar, justifica su papel a la hora de pensar/proyectar el gobierno de la Monarquía en atención a su eficaz y práctico ethos estamental” (2003a: 15).
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él mismo, como un poderoso desengañado, y para que versos como los dirigidos al padre Cosme Zapata en la última de sus cartas pudieran ser interpretados al pie de la letra: “Si he visto entre los mismos desengaños/ de dos monarcas grandes el trastorno,/ perder servicios y lograr engaños” (1663: 250). Sobra decir que los tópicos que conforman el desengaño borgiano (desde el laus ruris al aura sacra fames o el recurrente tema de las ruinas) se alimentan del mismo clima de neoestoicismo que alimentó el desengaño de tantos poetas e intelectuales de la primera mitad del XVII. A este clima (al que tan activamente contribuiría el horacionismo de los Argensola) hay que acudir sin duda para entender sonetos como el 17 (“No son mis años hoy: mis años fueron” [9]), el 18 (“Menandro, ¿sabes que los años huyen?” [10]), el quevedesco “Nacer es comenzar una jornada” del soneto 58 (321) o la calavera, “archivo un tiempo de discursos vanos”, del madrigal quinto (321). Con todo, creo que la retórica neoestoica de ese clima general es insuficiente, por sí sola, para explicar la compleja función desempeñada por el desengaño en la constitución de la voz editorial–autorial de las Obras en Verso. Dicha función, como intentaré demostrar en las siguientes páginas, se relaciona, fundamentalmente, con las posibilidades discursivas que Esquilache vio en esa actitud moral para replantear y justificar el valor esencial de toda una trayectoria literaria fundada en el amateurismo. Al adoptar el desengaño como perspectiva final, nuestro autor somete toda su producción lírica a un esquema temporal y moral bipolar que permite la coexistencia poética de un Esquilache pretérito, joven, y de un Esquilache presente (en el momento de la edición), anciano y desengañado. No se trata sólo de una diferenciación en el tiempo y de sus consecuencias morales, sino también de una diferenciación en el modo de contemplar la actividad literaria. Así, el autor pretérito es asociado (a través de determinados espacios, tonos y temas, principalmente relacionados con el discurso amoroso cortesano-petrarquista) con un amateurismo de juventud cuya producción poética va a ser incorporada al momento editorial en calidad de delicta iuventutis o, teniendo en cuenta la perspectiva biopoética y ejemplarizante latente en las Obras, como memento, metonimia necesaria de una etapa moral y estética ya consumada. De este modo, el autor anciano (el “poderoso desengañado”) puede ubicarse en un amateurismo de senectute que concede a la poesía un valor casi doctrinal, ya que ésta (a través, también, de ciertos espacios, tonos y temas, que van desde la sátira moral y política a la retractatio religiosa) ha pasado de ser objeto del engaño a vehículo y espejo del desengaño mismo. Esquilache adelanta ya esa división estético-moral de sus Obras en la dedicatoria del manuscrito que regala a Felipe IV: Estos pensamientos de mis primeros años se ofrecen a las manos de V. M. acompañados, o disculpados, con algunos desengaños de mis canas. Suplico a V. M. se sirva de perdonar a los unos y favorecer a los otros, pues todos pretenden la aprobación de su entendimiento más que la protección de su grandeza. (MS 3945, f. 2r)
Y la repite, ya en la página impresa, en las décimas con las que prologa la edición de sus Obras en Verso:
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Si encontraren versos mozos y alguna desigualdad, los que escribí en más edad le servirán de rebozos; y serán pocos los trozos en que puede haber exceso: que reconozco y confieso que entonces naturaleza obraba con agudeza, si después obró con seso. ... Al fin, pobres versos míos, si bien o mal os canté, los instrumentos colgué de las sauces de los ríos. (Prelim. 14)
Es cierto que este abandono último de la práctica poética es previsible (como ya señaló Helgerson para el caso inglés y como ya vimos anteriormente en el caso de los Argensola) en la trayectoria literaria de todo poeta amateur. Sin embargo, lo que singulariza el caso de Esquilache, como también se adelantaba páginas atrás, es el hecho de que éste no abandonara sus versos al fuego ni a la probable anonimia del manuscrito (con la excepción del nada anónimo manuscrito al rey) sino, como él mismo declara en el primer verso de su Obras, “a manos de muchos”, es decir, a la multiplicación, dudosamente amateur, de la imprenta. Veamos, por tanto, cómo resuelve Esquilache (más allá del tópico) esta aparente contradicción y el papel que en ese proceso jugó la trayectoria biopoética trazada por el desengaño y la filiación al modelo estético-moral argensolino. De modo general, la proyección a posteriori del desengaño sobre las Obras marca tres momentos fundamentales en la trayectoria vital y literaria de la persona que las firma: uno primero protagonizado por un sujeto y un objeto poéticos de origen y motivación petrarquista; uno segundo en el que ese sujeto abandona el petrarquismo de juventud por la reflexión histórica y política; y uno tercero en el que se produce un desengaño radical, de naturaleza profundamente religiosa, y un abandono declarado de la actividad literaria. La inserción de aquel primer momento en el grueso de la obra es la que planteaba mayores problemas, debido, sobre todo, a la naturaleza socio-poética de las composiciones relacionadas con él. Se trata, por una parte, de los sonetos, églogas y canciones de clara inspiración petrarquista y garcilasista repartidos a lo largo de la sección de “arte mayor” de las Obras; y, por otra, de prácticamente todas las décimas, redondillas y, especialmente, romances, que componen las casi doscientas páginas de la sección de “arte menor”. Recordemos que el modelo argensolino rechazaba tanto el “furor que petrarquiza” – como dejó claro Bartolomé Leonardo en su carta a Esquilache (Leonardo, Bartolomé 1974: I, 161) – como los metros populares, el “vulgo volátil” de la carta del canónigo aragonés al “caballero estudiante”: “pero no a sus letrillas y romances,/ donde Marte y Amor blasones,/ aunque lo mande Silvia, te abalances” (Leonardo, Bartolomé 1974: II, 80). Todas estas composiciones
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remitían a un habitus decididamente amateur y de iuventute y lo hacían a través de varios elementos confluyentes: la actitud (a)moral del sujeto poético (la enajenación amorosa), el objeto favorecido por ese sujeto (la idealización femenina), los tópicos y formas elegidos para hablar de ese objeto (los petrarquistas, en su vertiente italianizante y castellana), los espacios sociales en los que esas composiciones se inscribían casi automáticamente (el espacio cortesano, las academias, las justas) y el soporte natural/original de su transmisión (el manuscrito). Esquilache, sin embargo, logra que la inserción de este corpus amateur no sólo sea coherente con el resto del volumen, sino imprescindible, al presentarlo, por un lado, como parte necesaria para la comprensión global (y el posterior uso ejemplar) de la trayectoria vital y poética propuesta en las Obras, y por otro, al acompañarlo de una nueva formulación y lectura desde el desengaño de senectute. Según esta trayectoria, todas las composiciones de corte popular que componen la sección de “arte menor” y que tanto alejan a Esquilache del ámbito moral y estético argensolino, quedan justificadas desde el compromiso vital con el que Esquilache se refiere a sus romances en el “Sangres sois de primavera” del romance epilogal (577), si bien, como se verá más adelante, la verdadera transgresión del límite amateur va a consistir en el orgullo autorial del que Esquilache hace gala en esta misma composición (“¿Qué pudo hacer vuestro dueño,/ si tantos hombres insignes/ en la música os buscaron/ y tan cantados os vistes?” [577]) y en la lectura política con la que éste obliga a reinterpretar y dignificar esa producción amateur (“De España sois naturales,/ y sus conceptos sutiles/ cualquier pluma extranjera/ los venera y no compite” [577]). En cuanto a las composiciones de arte mayor, el estado original de amor–desamor que expresa el “Lloro de amor la dulce tiranía” del soneto primero (1), repetido luego en otros sonetos, canciones y églogas, se justifica y contrapesa con la constatación posterior del desengaño de ese mismo sentimiento y de su proyección ideal en la mujer. A este estado responde el pretérito del soneto 16 (“Yo que canté otro tiempo dulcemente” [9]), el soneto 96 (“En el florido engaño de la vida” [49]), el soneto 98 (“Surcó mi engaño de extranjeros males” [50]) o el “despedí de amor la injusta carga” de las octavas, subtituladas “desengaños en la vida” ([152]). La mujer, por su parte, y describiendo una línea que va del carpe diem renacentista al vanitas barroco, pasa de ser objeto de idealización a objeto de admonición, sátira e incluso burla. Es el caso del soneto 42, dirigido a una anciana Lucinda (“Así a tu engaño, hermoso y lisonjero,/ fue, cuando más alegre florecía,/ cierzo la injusta edad, noche y enero” [22]), del 53 a una mujer madura (“Llegó a la tarde la temprana rosa/ al botón inclinada la cabeza” [27]), de la carta sexta en la que se advierte a la joven Lisis del “mudable imperio de los ojos” (220) o del quevedesco soneto 88 en el que la incandescencia de las cenizas de la amada contempladas por el amante en un reloj, dan paso a una quietud de bodegón absoluta: “Cuando la vida en polvo se convierte,/ queda el fuego de amor ceniza helada” (45). De mayor trascendencia y complejidad discursiva para la constitución de la voz lírica de las Obras, es aquel segundo momento del desengaño mencionado más arriba, en el que la infatuación petrarquista y su natural expresión amateur
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dan paso a la reflexión política y al desengaño de la historia como trasuntos de la ambición humana. Aquí, la justificación moral y social es casi innecesaria, ya que los temas y tópicos de dicha reflexión y desengaño caen más o menos dentro del programa intelectual prescrito en la educación y práctica literaria del noble. Sin embargo, no se puede decir lo mismo de los géneros y las formas, ya que Esquilache, al circunscribir su reflexión al terreno de la lírica, se aleja del terreno de la prosa política o de la emblemática (mucho más apropiado para un noble), ejemplificadas en obras como El Embaxador del conde de la Roca o en las mismas Empresas Morales de su padre, Juan de Borja. La reflexión y el desengaño políticos de la voz lírica de las Obras en Verso encuentran en los contra-espacios morales de la corte y de la aldea su mejor expresión. Aunque en la carta en tercetos dirigida a Bartolomé de Argensola el joven Esquilache había defendido la virtud civilizadora de la corte y corregido el comienzo del famoso segundo épodo horaciano en un “Mas no llamo dichosos los que viven/ de muda soledad en triste ocaso” (230), la crítica a la vida cortesana y el consecuente laus ruris constituyen, la actitud moral predominante de las Obras en Verso. Para dar un marco preciso de la cuestión tendríamos que volver, como mínimo, al Menosprecio de corte y alabanza de aldea de Antonio de Guevara y remontarnos desde allí hasta Séneca, Boecio o el Contemptus mundi de Kempis (al que, recordemos, traduce Esquilache). Del laus ruris clásico y su relectura humanista interesa ahora, específicamente, su marcado (si bien no siempre explícito) carácter político. La relación entre estoicismo y absolutismo (el primero como respuesta moral y política al segundo) aparecía ya en Horacio y, mucho más dramáticamente desarrollada, en el último Séneca que el neoestoicismo español del XVII (con Quevedo a la cabeza) había tomado como principal referencia ética.16 Anke Marie Lohmeier ha señalado que uno de los cuatro criterios fijos para el textotipo del laus ruris era el que caracterizaba a la vida rural como espacio privado para el ejercicio de una libertad negada al individuo en el espacio público de la corte (Strosetzki 34–42). La extraordinaria fortuna del tópico en el XVI y en el XVII europeo se entiende mejor al contrastar la imposición del sistema absolutista en estados como el español o el francés con la también creciente conciencia crítica del sector intelectual.17 Como ya señalé anteriormente, el proceso de autodefinición por el que pasaba el sector intelectual del siglo XVII presentaba no pocas coincidencias con el proceso de readaptación social y política del sector noble. Ambos, en definitiva, se vieron obligados a delimitar sus propios territorios con respecto al movimiento centrípeto del estado absolutista. En este sentido, el “menosprecio de corte y alabanza de aldea” sirvió a unos y a otros
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La bibliografía sobre el tema es abundante. De especial interés son los estudios de Vossler (1941), de Carilla (sobre todo los dos últimos capítulos dedicados al “desengaño en límites humanos” y al “desengaño terreno e ideales religiosos”), de Agrait, de Ettinghausen, de Redondo, de Blüher y de Beverley. 17 Además de Lohmeier véase, para el caso europeo, Zanta, Saunders y Carabin.
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como formulación literaria, idealizada, de un espacio alternativo de acción– reflexión individual en el que intentar resolver (o al menos declarar) la crisis de identidad social a la que los empujó inevitablemente el proyecto absolutista. Como señala Christoph Strosetzki: la alabanza de la vida en el campo se puede entender como reacción a crisis sociales de identidad y legitimación de algunos grupos de la sociedad, originadas ambos por la centralización del poder y la elevación de exigencias civilizadoras que son percibidas como una limitación de la autonomía individual. (40–1)18
Aunque la crítica de Esquilache a la vida cortesana y el consecuente desarrollo del laus ruris se dan con no poca frecuencia en las composiciones de arte menor, caso de la redondilla octava (“Hoy Silvio, quiero trocar/ la corte por la aldea” [372]), del romance 258 (“Pasa en la Corte todo” [565]) o de algún romance no incluido en las Obras (“No vayas, Fabio, a la Corte” [Pérez Gómez 1958: 231]), es en las composiciones de arte mayor, fundamentalmente en los sonetos y, sobre todo, en las epístolas, donde estos tópicos son tratados de forma más constante, original y personal y donde realmente adquieren carácter de conjunto temático referencial con respecto al mundo moral de todo el volumen. El soneto 26 establece ya los parámetros principales de la lectura personal del tópico que va a llevar a cabo Esquilache: “Venís de Italia, Pánfilo, engañado,/ si la Corte buscáis, que conocistes;/ ya las de su placer son horas tristes,/ ya es el comer, y no el amar, cuidado” (13). Más que la contraposición del espacio privilegiado del desengaño (la aldea) al espacio del engaño (la corte), interesa a Esquilache la contraposición entre una corte pretérita idealizada y una corte presente corrupta, objeto de la crítica. El “entonces” y el “ahora” establecen así una secuencia histórica degenerativa en la que Esquilache se apoya para defender, detrás del tópico, una idea social y moral de la corte, y sobre todo, del lugar del aristócrata en esa corte, lejana ya del espacio cortesano que recibe la publicación de las Obras a mediados de siglo. El soneto 163 muestra aún más claramente, con su enfático uso del presente verbal y adverbial, esa dicotomía temporal: Si quieres que te diga, Fabio amigo, en qué consiste el ser de cortesano, ¿quién podrá definir nombre tan vano? 18
No habría que descartar, sin embargo, la posibilidad de considerar la “alabanza de aldea” como parte del programa ideológico absolutista en sintonía con la petición, desde ciertos círculos políticos e intelectuales, de hacer residir a los Grandes en sus encomiendas. Éste era, precisamente, uno de los consejos dados por Bartolomé Leonardo a Felipe III para remediar “los vicios de la corte”: “Y no menos convendría que á los dichos Grandes y Señores mostrase S. M. que se dará por servido de que habiten en sus estados, ó en las ciudades más vecinas á ellos, para que gocen sus vasallos y amigos de su libertad y sean amparo de aquellos pobres que viven tras ellos, desamparando su campo y su oficio por no tener quien para ejercitarlo los socorra” (Leonardo 1889: II, 249).
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Porque hoy no es más de lo que aquí te digo. Es relator de lo que no es testigo, es lego en el saber y en nada llano; un presumir que amaneció temprano, y tiene al mismo Sol por enemigo. Hablar con todos mal, descontentarse de todo lo que no es bachillería; querer leer el que a leer comienza; entre vanos aplausos graduarse; y es ahora en Madrid cortesanía, lo que en otras provincias desvergüenza. (82)
Las Obras no sólo ofrecen a las nuevas generaciones un Esquilache ejemplar en su trayectoria vital y poética, sino también un espacio ideal en el que imaginar a ese Esquilache. Por otra parte, y como bien muestra este soneto, la reflexión borgiana acerca de ese espacio ideal pretérito, irá casi siempre acompañada de la reflexión sobre el lugar de las letras, y sobre todo, del noble amateur en ese espacio. Esta doble reflexión, crítica y nostálgica a un tiempo, se desarrolla particularmente en lo que considero el corazón ideológico de las Obras, las once cartas que componen la sección epistolar. La variedad genérica inherente a la epístola en verso y la posibilidad de compatibilizar tonos divergentes en un mismo espacio poético, ofrecía al escritor epistolar la oportunidad (no del todo suficiente en el carácter epigramático del soneto) de profundizar y complicar los posicionamientos morales, sociales, literarios y políticos de su persona poética. Asimismo, el pacto de no ficcionalidad entre remitente y destinatario que caracterizaba a la epístola en verso (Guillén 185 y 213) permitía a la voz lírica presentarse y ser aceptada como una voz “sin máscara” por un lector que ha cambiado la alerta retórica por la disposición confiada a la verdad. No es de extrañar, por tanto, que el príncipe de Esquilache se amparase en este pacto con el lector, en la apelación al carácter sincero e íntimo de lo epistolar, para desarrollar los dos pilares discursivos que conformaban al Esquilache de las Obras: la aristocracia moral de su amateurismo y la firmeza de su conciencia literaria. Junto con la carta a Bartolomé Leonardo ya comentada, los destinatarios de las once cartas en la edición póstuma de 1663 (al menos de las nueve cartas que contienen un destinatario concreto) representan los dos extremos ideales del amateurismo literario: el que se repliega al oficio religioso (en el caso del padre Cosme Zapata) y, sobre todo, el que se supedita al officium político (en el caso de los seis aristócratas amateurs a los que Esquilache dirige otras tantas cartas). A lo largo de estas composiciones, Esquilache se va presentando a sí mismo, explícita e implícitamente, como fruto (y en gran medida culminación y término) del proceso histórico y cultural que justificó la naturalización del vínculo poesía–nobleza encarnándola en el noble amateur garcilasista. La imposibilidad de recuperar el pasado cortesano expuesto casi utópicamente en estas cartas implica, a su vez, la imposibilidad de superar, o de recuperar, más allá del ejemplo constante de la memoria versificada, el modelo amateur encarnado por Esquilache.
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El lamento por la pérdida de ese modelo y del status quo que lo hizo posible aparece, casi en forma de prólogo, en la composición que antecede a las cartas y con la que se cierra la sección de las elegías. Me refiero a la elegía a la muerte del conde de Lemos, Pedro de Castro, al que también dirige Esquilache la carta séptima. El año de la muerte de Lemos, 1622, fue, como tuvimos ocasión de ver en el capítulo segundo, un año clave en la trayectoria política del príncipe de Esquilache y de España en general. La coronación en 1621 de Felipe IV y, sobre todo, el nombramiento del conde-duque de Olivares como nuevo valido, supusieron un cambio radical en la política interior de la corte que afectaría a toda la nobleza de sangre pero, de forma particularmente negativa, a los aristócratas cercanos a la casa de Lerma, como era el caso de Lemos y del propio Esquilache. Si a ello unimos la crisis que experimentó la trayectoria política de Esquilache a su regreso del Perú, podemos considerar esta fecha como el punto de inflexión moral en el proceso degenerativo del sistema cortesano sugerido en las Obras. De este modo, la muerte del conde de Lemos, “ausente amigo” (173), se proyecta sobre las cartas como el anuncio de la muerte simbólica de cierto sistema social y también literario. Recordemos, en este sentido, que el conde de Lemos había sido uno de los más notorios nobles amateurs (tanto en su faceta creativa como en la mecénica) de las primeras décadas del XVII y que así es, precisamente, como lo retrata Esquilache en su elegía: “Ni temes que la ausencia solicite/ memorias tristes de perdidos bienes/ que el ser perfecto a tu descanso quite./ El Lauro ciña las caducas sienes/ que el premio fiel de las letras más gloriosas/ divino gozas, y estudioso tienes” (174). El desengaño contenido en la elegía por la muerte de Lemos parece encontrar su réplica perfecta en la lección del desengaño que Bartolomé Leonardo había desarrollado magistralmente en su epístola en verso a Fernando de Borja, hermano del príncipe de Esquilache, escrita un año antes de la muerte de Lemos. Como indica la apostilla de uno de los manuscritos en los que se copió la epístola del aragonés (en el mismo manuscrito en el que también se había copiado la carta inédita de Esquilache a Bartolomé Leonardo comentada más arriba): “La alma de esta grande obra es a la salida que hizo de la Corte el Conde de Lemos, don Pedro de Castro, el año 1621 . . . por disgustos que tuvo con los nuevos privados” (MS 4141, f. 447). Tomando como punto de partida la salida de Lemos, e introduciendo, dialogísticamente, la propia voz del conde en el tejido de la epístola, Bartolomé Leonardo ofrecía uno de los más elaborados ejemplos del “menosprecio de corte y alabanza de aldea” de nuestro barroco. Esta crítica desengañada del nuevo espacio cortesano y la traslación de lo genuinamente aristocrático al espacio idealizado de la aldea, no debió pasar por alto a Esquilache. La descripción del cortesano ejemplar en el contexto idealizado de la corte condal como “aldea”, intensifica la perfección de su cortesía y la proyecta, como modelo correctivo, sobre aquel otro espacio cortesano del que ha sido, literalmente, exilada: Admite diversiones, no inexperto de que obran la salud, si guardan traza,
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aunque él siempre las toma a tiempo incierto. Ya el robusto ejercicio de la caza, ya el de sus varios libros le recrea, con cuya docta soledad se abraza. Allí en graves historias o en la idea que forman una y otra monarquía, por la espaciosa antigüedad pasea. Usa tal vez de crítica osadía sólo en lo sustancial de lección rara, si en el sentido de su autor varía; y adonde no quedó corriente y clara, por voces o por sílabas traspuestas, con buril judicioso la repara. (Bien que muy poco en el cansancio destas ocupaciones prueba el sufrimiento, porque le son derechamente opuestas.) O escribe en prosa o con heroico accento mueve la voz, o en amorosa lira, y tal vez en satírico instrumento. Ni se desdeña en abajar la mira al ignorado cómico lenguaje, con que a desagraviar zuecos aspira. Y así, sobre el amor del hospedaje, digo que no hay Platón, no hay Ateneo que en su conversación se le aventaje. (Leonardo, Bartolomé 1974: I, 80)
La reivindicación de la legitimidad moral y política del tópico “armas y letras” en el retrato idealizado del Lemos amateur de la epístola de Argensola y de la elegía de Esquilache, sirve a éste como punto de partida para contraponer, a lo largo de la mayor parte de sus epístolas (y conjugando las más de las veces el tono elegíaco con la sátira horaciana, de claro corte argensolino) la situación actual de la corte con su proyección idealizada bien hacia una corte pretérita, bien hacia un espacio moral del desengaño cercano al de la epístola de Argensola a Fernando de Borja. Así, en la carta primera, y reclamando para sí la autoridad censoria de las armas y las letras a través del modelo garcilasista (“Tomando ahora la espada, ahora la pluma” [181]), Esquilache sugiere esa contraposición moral de espacios en la intención del anónimo destinatario de la carta de abandonar su retiro campestre (“Tus campos dejas y las fuentes puras” [180]) y de regresar de nuevo a la corte. Aunque el espacio cortesano es descrito como “noria”, descartándose así un pretérito cualitativamente superior, el proceso degenerativo es, no obstante, patente, sobre todo en lo que respecta a la situación de la nobleza de sangre, de la cual (y coincidiendo con el Quevedo de la epístola satírica y censoria a Olivares) afirma Esquilache: “Los nobles mayorazgos, que adquirieron/ las vencedoras armas de Castilla,/ guedejas y copetes los perdieron” (182). Similar admonición y condena de la degeneración de los hábitos cortesanos es la que encontramos en la carta tercera, al marqués de Palacios, en la novena, al duque de Alba, y en la décima, a su yerno, el marqués de Lacono. Las tres cartas
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presentan un Esquilache anciano, retirado de la corte (“De casa salgo moderadas veces,/ al prado pocas, y ninguna al río”, confiesa a Lacono [247]) y crítico, más nostálgico que satírico (“Muchos censuran hoy las novedades/ . . . / Yo con el tiempo mismo me acomodo”, dice al de Alba [241]) de la nueva sociedad cortesana en la que se desenvuelven los tres jóvenes aristócratas. De los tres, al de Alba es al único al que se ubica en un espacio retirado de la vida cortesana, totalmente idealizado y, en gran medida, anacrónico, más propio de un noble de finales del XVI o principios del XVII que de uno de la década de los cuarenta, que es cuando se escribe esta carta. De hecho, ese mismo espacio, que no es otro que La Abadía (la residencia de verano de los Alba en Salamanca), había sido convertido por Lope en tiempos de otro Alba (al que Esquilache menciona al comienzo de la epístola) en símbolo arcádico del perfecto equilibrio entre poesía y política, armas y letras. Ello hace que el gesto nostálgico y conservador de Esquilache hacia ese estado poético-político primitivo sea aún más efectivo: Huís de su estación penosa y fría, y con jornada breve en vuestra tierra el verano encontráis en la Abadía. ... Ni el temor os despierta de la guerra: que el título y el nombre que heredastes, todo temor del corazón destierra. ... El que en la Corte vive batallando con cierta sumisión a lo moderno, que todos como traje van tomando, no vive en libertad: que mi gobierno es buscar en los techos que me vistes sombra en agosto y sol en invierno. No es la Corte que un tiempo conocistes: porque sus claros y serenos días, noches de enero son largas y tristes. (1663: 235–6)
La revalorización del tópico “armas y letras” no sólo implica la renovación del ya antiguo modelo amateur garcilasista, sino que además señala a la nobleza de sangre del XVII como su legítima y natural continuadora. Este gesto de defensa de actitudes sociales y literarias ya prácticamente inoperantes a mediados del XVII sirve a Esquilache, sin embargo, para insertar sus Obras en una historia del amateurismo aristocrático en la que el carácter de la práctica amateur no difiere del carácter natural, necesario, de la práctica poética del poeta laureado. De este modo, Esquilache intenta cancelar los rígidos límites de la parcelación renacentista de la poesía como oficio y servicio (al estado) y la poesía como adorno (de la persona), y ofrecer, sin declarar la novedad, un nuevo tipo de noble amateurlaureado cuya más inmediata (y podríamos decir, única) encarnación es él mismo. Es por ello que la defensa del noble amateur que desarrolla Esquilache en estas epístolas conlleva asimismo la defensa de una práctica poética fuertemente
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restrictiva y restringida, junto con la crítica (recogiendo uno de los grandes tópicos del campo intelectual barroco) contra la “democratización” y masificación de lo literario, contra, en palabras del propio Esquilache, el “granizo inmenso de poetas” (199). La crítica contra esa masificación, y el consecuente elemento mercantilista que ésta introduce en las relaciones socioliterarias, comienza ya en la carta primera, con el punto de mira en la comedia, el género que más rápida y efectivamente estaba transformando la naturaleza elitista de lo literario, y contra el que los hermanos Argensola tan duramente habían ya reaccionado desde comienzos de siglo:19 “Todo es comedia ya, todo pesquisa/ de cual de los poetas fue el concepto,/ que al vulgo causa admiración o risa./ Y el más plebeyo material objeto/ que tuvo antiguamente la poesía,/ es el más aplaudido y mas perfecto” (184). No se trataba, al menos en el caso de Esquilache, de una crítica contra la escritura de comedias, ya que hay que recordar que Antonio Hurtado de Mendoza le había atribuido una “comedia de capa y espada” (Barrera y Leirado 1860: 148) y Juan Pérez de Montalbán otras “tres comedias acertadísimas” (Pérez de Montalbàn 1999: 879), sino más bien de una crítica contra la desviación de lo literario del espacio cortesano al espacio urbano y de todas las consecuencias socioliterarias que esa desviación implicaba. La preocupación de Esquilache apunta, así, a la pérdida del carácter restrictivo, aristocrático, del fenómeno poético, tal y como expresan claramente los versos con que concluye su crítica a la “comiquización” de lo literario: “Y en parte donde son poetas todos,/ Virgilio campos y árboles cultive” (184). Hay que recordar, además, que la comedia seguía siendo vista por gran parte del campo intelectual como una ars mecánica y no liberal, y por tanto, y al contrario que la poesía lírica o épica, inapropiada para un noble. Ello explicaría el hecho de que las comedias de Esquilache estuvieran restringidas al espacio efímero de la celebración palaciega y que nunca vieran la estampa ni fueran reclamadas por su autor. La asociación de la comedia (y del habitus cómico) con el dinero, había sido, precisamente, la razón que había movido a ciertos escritores de comedias a intentar diferenciar el carácter liberal de su “arte de escribir comedias” del mecanicismo del arte histriónico. Fue el caso, por ejemplo, de un autor muy cercano al príncipe de Esquilache, Juan Pérez de Montalbán en su defensa de sí mismo y de su maestro, Lope de Vega: Otros dijeron que las artes que se venían a ejercitar por dineros eran mecánicas, según Jenofonte mas esto no se ha de entender generalmente de todas, sino de aquellas cuyos profesores hacen espectáculo de sí para mover a risa, como son los histriones y danzantes, porque las que se encaminan a obras virtuosas del cuerpo y del ánimo, mediante las cuales los profesores ganan lo necesario
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Recordemos que Lupercio Leonardo dirigió a Felipe II un duro memorial contra la “representación de las comedias” con el que logró que el monarca alargara el cierre de los teatros (Leonardo 1889: I, 281–2) y que años más tarde Bartolomé Leonardo señalaría, en un discurso dirigido a Felipe III, la reapertura de los teatros como uno de los vicios a remediar en la Corte (Leonardo 1889: II, 250).
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para sustentarse conforme a su calidad, no dejan de ser nobles y liberales por el dinero que se adquiere con ellas. (Pérez de Montalbán 1999: 747–8)
El elemento mercantil, la importancia creciente del dinero y la acumulación de riquezas, no solamente condicionaron la situación del sistema literario del XVII, alterando profundamente los paradigmas socioculturales renacentistas, sino que también jugaron un papel fundamental en la redefinición social y cultural de la nobleza durante esa misma época. Es dentro de este contexto de rechazo de la nobleza de sangre del mercantilismo, en su doble vertiente social y también literaria, y en su amenaza a la validez sociocultural del antiguo tópico “armas–letras”, donde adquiere su más profundo significado la constante recreación que del auri sacra fames lleva a cabo Esquilache en sus Obras. Para ello, éste adopta dos tonos fundamentales, el moral y el satírico. El primero se limita casi exclusivamente a los sonetos, como muestran el soneto 5, “A la codicia de juntar riquezas” (3), el 9, “Iguala al pobre y al rico miserable” (5), el 32, “Quien pone su cuidado en la riqueza” (17) y, particularizando la crítica en la empresa trasatlántica, el soneto 63, “Cuánta riqueza atesoraba el Fúcar” (32) y la secuencia formada por los sonetos 106–8 (54–5). Es el tono satírico, sin embargo, el que permitirá a Esquilache abandonar momentáneamente la abstracción del tópico y particularizar su crítica en ese doble mercantilismo social y cultural apenas señalado. El maleable tejido epistolar será, de nuevo, el espacio que propicie este desplazamiento de tonos y perspectivas. En la carta primera, el dinero se presenta como el principal agente de la degeneración de todo un sistema de valores sociales y culturales que Esquilache resume, por una parte, yuxtaponiendo la crítica “aldea–corte” al recuerdo de una nobleza pre-urbana: “De humildes paños a tapices ricos,/ de estado vil a matizada alfombra,/ y a coche de jamugas y borricos” (183), y, por otra (acercándose a la corriente de cansancio del patrón petrarquista, repudiado por Bartolomé Leonardo y parodiado por Quevedo), denunciando la devaluación de lo que antaño fuera el distintivo fundamental de la sensibilidad cortesana, el amor como sentimiento y como código socio-poético: “Después la tal, que así la tal se nombra,/ te seguirá con paso más ligero/ que al cuerpo sigue la importuna sombra./ Y con amor constante y verdadero/ vencerá la firmeza de una roca,/ ¿ya conoces por quién? Por tu dinero” (183). A esta misma cosificación mercantilista del antiguo patrón cortesano se refiere Esquilache en su carta tercera, haciéndose eco de otro de los tópicos más concurridos del nuevo espacio literario (como ya tuvimos ocasión de ver en el primer capítulo con los ejemplos de Solórzano o de Saavedra Fajardo) y como también manifestó Bartolomé Leonardo en “la fuerza del consonante” de su carta a Fernando Soria: Poetas quieren ser todos por fuerza; no hay musa que a sus palos se resista. Pensando el uno que un jamón almuerza, que es San Martín la fuente de Aganipe,
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no de Apolo el furor el suyo esfuerza. Y el otro, porque Lisis participe de ciertos mal zurcidos asonantes, apurará las solfas de Filipe. Todo es cristales, perlas y diamantes, que son de mercaderes portugueses, más que de mercader de consonantes. Todo es follaje, tajos y reveses, y en su lenguaje bárbaro perverso es lustro cierto número de meses. (198)
En estos versos es obvia la confluencia de la crítica a la mercantilización de lo literario (en la apropiación y aplicación de la terminología económica a la poética) con la crítica a la nueva escuela cultista y a la reproducción mecánica de moldes literarios con el que sus adeptos, a los ojos de los tradicionalistas, devaluaban el capital poético. Es una crítica cercana a la que Bartolomé Leonardo había introducido entre los consejos a su amigo Fernando Soria a propósito de la acumulación de metáforas “mal trasladadas”: Mas si tu ninfa celebrar codicias sabe que, aunque poético el ornato le acumule riquezas translaticias, las translaciones duras, como ingrato lustre, las huye, en desatando el hilo a sus lisonjas, la benigna Erato. ¿Será bien que sin forma y sin estilo juzgan en la hermosura los despojos espléndidos del Ganges y del Nilo? ¿Zafiros o esmeraldas son los ojos, y diamante la tez, perlas los dientes, y encendidos rubíes lo labios rojos? Las manos (que a marfiles escelentes imitan su candor), ¿serán cristales, si no se han de preciar de transparentes? (Leonardo, Bartolomé 1974: II, 79)
Como demuestran los versos de Esquilache y los de Argensola, la crítica que surge del desengaño del mester poético y que supuestamente conduce al abandono de los instrumentos, y la crítica que surge de la preocupación literaria que conforma una profunda conciencia autorial y que lleva a dirigir esos instrumentos, metapoéticamente, hacia sí mismos, no son incompatibles, sino todo lo contrario, son necesarios para la creación de una persona que, como la del Esquilache de las Obras, siempre busca sus fuentes de autoridad y construye la suya propia en el cruce entre lo moral y lo estético. La denuncia y condena del mercantilismo y de la sociedad urbano-cortesana se amplía en las Obras con una de las máscaras tópicas del desengaño más frecuentes del barroco: la del villano. El “villano en su rincón” de Bartolomé
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Leonardo (Leonardo, Bartolomé 1974: I, 215–16) y el “Tras importunas lluvias amanece,/ coronando los montes, el sol claro”, de su hermano Lupercio (Leonardo, Lupercio 1972: 120) fueron, sin duda, dos de los hitos poéticos del barroco laus ruris, y a ellos, sobre todo a este último, parece seguir Esquilache en la adaptación de esta máscara y de los espacios poéticos como vehículo de su desengaño. Así lo muestran, entre otros ejemplos, los sonetos 15 (“Al fuego ardiente y en humilde lecho” [8]), 70 (“Dichoso tú, que de las rubias mieses” [36]), 76 (“Rey es aquel que al rey jamás ha visto” [39]), 155 (“Dichoso el que sus años ha pasado” [78]), así como ciertas partes de la carta a Palacios (“Mejor fuera el gobierno de un arado,/ y al lento paso de los tardos bueyes/ ver cómo nace y muere el sol dorado” [195]) o de la carta quinta (“Y el que de fruta viendo coronadas/ sus salas, no de lanzas y paveses,/ sólo en agosto ve mieses armadas” [215]). Por otra parte, el cauce de los numerosos ríos que aparecen en las Obras, desde el Tajo al Duero y desde el Turia al Pisuerga, sirve para marcar el tiempo moral de este laus ruris, ofreciendo a Esquilache la posibilidad de yuxtaponer su propia geografía sentimental a la geografía política del estado, y desarrollar a través de ellos (y de las máscaras rurales y pastoriles asociadas con ellos) toda una serie de temas y tópicos en los que se disecciona la actitud general de desengaño, personal y político, del volumen. Así, el romance 86 y la relación de poder entre el Tajo y el Jarama que en él se propone, como la propuesta en el soneto 14 entre un “arroyuelo” y un “soberbio río” (3), es usado como castigo (en el sentido medieval de la palabra) político (“Quien se junta a un poderoso,/ siempre correrá este peligro” [462]); la “ambiciosa gloria” del Duero que quiere ser parte del mar en el soneto quinto es usada como metáfora moral de la “codicia de juntar riquezas” (3); las aguas del Manzanares donde se mira Lucinda en el romance 70 se convierten en espejo de su vanidad (“Ni en el curso y engaño, que/ ahora llevan,/ volverán tus años y tu belleza” [452]); la corriente de un “arroyo de cristal” ilustra las ansias de libertad de Lisardo (“Arroyo de cristal/ que corres tan veloz,/ ¡si así como te huyes/ huir pudiera yo!” [419]); la “dichosa soledad, mudo silencio” con los que discurren las “dormidas fuentes” del soneto tercero, se presentan como contrapaisaje ideal del engaño cortesano y el “ciego aplauso de las gentes” (2); y las orillas del Turia de los romances 92 y 94 y el recuerdo, desde ellas, de las orillas del Tajo y del Manzanares, se desvelan como los dos extremos (Valencia y Madrid, la “aldea” y la corte) del propio desengaño borgiano: Verdes orillas del Turia donde otro tiempo canté tristezas de mi destierro, soledades de mi bien: de Manzanares ausente, en vosotras vengo a ver las flores, y que todo el año dan a Mayo el parabién, y por la margen del río se están dibujando en él
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con más dilatado engaño entre morir y nacer. (1663: 467)
El intento de restitución del sujeto a la naturaleza, el deseo de sincronizar la actividad humana con la natural, o lo que es lo mismo, el regreso a los tiempos y espacios de la Edad de Oro que permean todas estas composiciones, desembocan, sin embargo, en la imposibilidad y futilidad de ese intento y deseo, ya que éstos se producen y sólo parecen tener sentido en relación, precisamente, con lo que proponen cancelar: lo político. La contradicción implícita en este gesto de desengaño es, si cabe, aún más patente en las églogas incorporadas a las Obras, sobre todo en la primera y la tercera, dedicadas a Felipe IV y a su hermana María de Austria, respectivamente, y en las que el escenario bucólico desarrollado en sus versos sólo tiene sentido en relación con el orden heliocéntrico, absolutista, marcado por el “Sol hermoso que los campos dora” al que se sujeta voluntariamente todo aquella proyección idealizadora (325). La huella política es indeleble, como lo era en los espacios arcádicos barrocos, jardines y “abadías”, de asociación de lo aristocrático con lo literario, y como lo es también en uno de los paisajes del desengaño más frecuente de las Obras: el de las ruinas. Así, las yedras y mieses que reclaman las ruinas de Itália (en el soneto 10), las de Cartago (en el 101), las de Sagunto (en el 60) y las anónimas de la canción tercera, no borran el sentido político de esas piedras, sino que lo inmovilizan en el exemplum, al quedar la “historia” de éstas inscrita en una lección moral sobre el engaño y el desengaño, la vanidad y el escarmiento: Vivos al tiempo que acabó su mano, desechas torres y asolados muros; de nueva injuria vivirán seguros los cielos y el poder del africano. Tu nombre (o gran Sagunto) en este llano conserva la piedad, no en bronces duros, sino en ruinas, y en ejemplos puros del honor propio y del amor romano. (60)20
La retractatio con la que concluye el desengaño borgiano se manifiesta, finalmente, en el consuelo, abandono (de preocupaciones políticas y literarias) y retiro religiosos con los que solían concluir, ya desde el Canzionere de Petrarca y su desengaño de amor, el proceso de desengaño de la mayoría de los poetas barrocos.21
20 Sobre el tema de las ruinas en la poesía de Esquilache véase Darst (2004). Véanse también, de forma más general, Orozco Díaz (1947), Lara Garrido (1981 y 1983) y López Bueno (1990: 75–97). 21 Los ejemplos son numerosos, desde el Desengaño de amor en rimas de Soto de Rojas hasta las Rimas Sacras de Lope, o el Quevedo del Heráclito Cristiano y de las Lágrimas de Hieremías. Para una breve selección de textos poéticos barrocos sobre el tema véase Andrés, Ramón (II, 957–83).
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La voz-máscara escogida para expresar este desasimiento final es la del anacoreta cristiano, o la del “Padre Anacoreta” (tal y como Esquilache se describe a sí mismo en la carta enviada a su primo Francisco de Lemos), y los modelos históricos en los que nuestro autor se apoya para invocarla son dos. El primero, como era ya común desde principios del XVII, es Arias Montano, a cuyo retiro dedica Esquilache el soneto 39: Dichoso tú que en este monte vives armado de peñascos y arboledas, sin que al temor ni a la ambición concedas paso que impida el paso que apercibes. De Dios aprendes, si de Dios escribes: y cuando lo intrincado desenredas, por más que pagas, a deberle quedas, por más que das, es más lo que recibes. ¡Oh sierra de Aracena fortunada adonde huyó glorioso Arias Montano de la Tiara y Púrpura sagrada! En ti de la Escritura el Oceano, con luz del cielo en la quietud amada, pasó el estudio y declaró la mano. (20)
El segundo es su propio abuelo, San Francisco de Borja, al que se recuerda en la canción tercera de los “Versos Divinos”, posiblemente escrita con motivo de la beatificación del santo en 1624. Como es de esperar, San Francisco representa en la canción la feliz transición, producto del desengaño y la retractatio, de la vida cortesana y todo lo que ella representa (incluida la práctica amateur de la poesía), al estado de gracia moral del caballero devoto con el que busca identificarse el Esquilache editor de las Obras.22 En la conversión religiosa del santo se alaba, por una parte, el rechazo de la gloria humana (“Que bien trocó tu religiosa suerte/ el breve honor por las eternas Aras” [651–2]) y, por otra, y de modo más significativo para la propia retractatio letterae que Esquilache pone en pie en sus Obras, el abandono de las letras “humanas” por la dedicación exclusiva a las “divinas”: “Humilde metafísico penetras/ la ciencia del no ser y del engaño,/ de nuestra presunción el desacuerdo./ Si para deshacerse son tus letras,/ aprenda de las tuyas desengaño/ quien ser quisiere con las letras cuerdo./ Que es grande la distancia/ de saber no saber a la ignorancia” (652).23 El padre Cosme Zapata
22 Recordemos que San Francisco de Borja, antes de su conversión, había pertenecido a la generación de nobles amateurs, de soldados-poetas (con Garcilaso a la cabeza), que los nobles amateurs de finales del XVI y XVII se dieron a imitar. Francisco de Borja no sólo había escrito numerosos sonetos de amor petrarquista de exclusiva circulación manuscrita, sino que también había atendido en su muerte en 1536 al mismo Garcilaso. Pérez de Guzmán recoge dos sonetos del santo (1892: 50 y 77). 23 San Francisco de Borja dedicó gran parte de sus tratados y ejercicios espirituales a ahondar en el “no saber” del conocimiento humano, como muestran, por ejemplo, el Tratado
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recordaría en su respuesta (no incluida en las Obras) a la carta en tercetos de Esquilache la importancia del modelo de San Francisco en la formación del desasimiento borgiano: “De las cortes huid las falsedades/ de palacios que tanto habéis cursado/ sacad que son juguetes sus inventos/ . . . / Todo lo recorred para el desprecio/ . . . / Heredásteis no sólo la Real Sangre,/ sino el afecto tierno y esforzado/ con que san Borja nos formó en su ejemplo”.24 Y Francisco Xavier de Fresneda volvería a confirmar ese modelo en la aprobación de las Oraciones y meditaciones de Esquilache: “Bien se conoce ser nieto y heredero en el espíritu de aquel grande y bienaventurado duque de Gandía San Francisco de Borja, tercero General de la Compañía de Jesus” (Borja 166, [Prelim. 15]). El gesto simbólico con el que Esquilache opera en su persona lírica el rechazo de lo profano a favor de lo divino (el retractatio letterae mencionado arriba) se cumple en la inserción de los “Versos divinos” justo al final de las Obras. Con ellos, en palabras de Cosme Zapata, Esquilache trocaba “los Parnasos/ en Púlpitos y Cátedras más sabias” (Borja 1654). En la carta a su primo Francisco de Lemos, con el tiempo fray Agustín de Castro, el príncipe de Esquilache había ya anunciado la superioridad de las letras divinas sobre las profanas, incluso desde el punto de vista retórico (y aquí es donde se comienza a descubrir la contradicción, o el carácter “performativo”, de esa retractatio letterae) como contramodelos al barbarismo culterano: ¿Son los cristianos tropos barbarismos? Los nuestros solamente son contrarios de tantos afectados gentilismos. ... ¡Oh sagrada elocuencia, hermosa y rara! ¡Oh Padres de la Iglesia venerandos! ¡Oh luz divina en sus ingenios clara! Si os busca el corazón dulces y blandos, si más sutiles la ingeniosa escuela, armando en ella religiosos bandos, la sencillez piadosa se consuela, y aquella superior Arte divina al más sutil espíritu desvela. (204)
de la Confusión o la Oración del propio conocimiento. Ejercicio de meditación y aniquilación. Esta última comienza: “Señor mío Jesucristo, tú que llamas las cosas que no son, como las que son, dame la verdad del conocimiento, para que viendo cómo de nada me criaste, conozca en mí la infinita bondad y sabiduría de tu obra, y desta manera venga a mirar a mí, no por mí, sino por ti, pues mirando en mí no tengo que mirar; porque antes de criarme no había en mí, ni pies, ni manos, ni cabeza, ni cuerpo, ni memoria, ni entendimiento, ni voluntad, ni alma, ni espíritu, sino que mi substancia era como nada ante ti” (291). 24 La respuesta circuló en pliego suelto y fue encuadernada en algunas de las copias de la edición de las Obras de 1654, caso de la conservada en la Biblioteca Nacional de España, por la cual cito aquí. Agradezco a Inmaculada Osuna el haberme facilitado una copia de esta carta.
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De este modo, Esquilache clausura (de nuevo, simbólicamente) la trayectoria biopoética armada en torno al desengaño con el gesto amateur por excelencia: el abandono de la escritura circunstancial por la dedicación al estudio o al ejercicio de lo esencial, particularmente representado, dentro de los “Versos Divinos”, por las traducciones de las Lamentaciones de Jeremías y de los Psalmos de David, con los que Esquilache se unía a una concurridísima tradición psalmista renacentista y barroca entre cuyos miembros destacaban el mismo Arias Montano (a quien se nombra como autoridad en el psalmo 41), Bartolomé Leonardo, Lope de Vega o Quevedo.25 El carácter simbólico de ese gesto (pero también la absoluta necesidad de su presencia para completar el autorretrato moral de Esquilache) es confirmado por el brevísimo espacio que los “Versos Divinos” ocuparon en la primera edición de las Obras en Verso y por el modo en el que (sin llegar nunca a compensar la extensión de los “Versos Humanos”) se duplicaron en la edición de 1654 y se triplicaron en la de 1663. Así, de las 29 composiciones (contando “Los tercetos a la Pasión de Cristo”, ya publicados individualmente) que integraban la sección de los “Versos Divinos” en la primera edición, se pasó a las 62 en la segunda y a las 92 en la tercera, mientras que la sección de los “Versos Humanos” era ampliada con otras 134 composiciones en las ediciones segunda y tercera. La contradicción, como ya señalé anteriormente, en este “desasimiento impreso” de la producción amateur de Esquilache es inescapable. Sin embargo, el sentido de este gesto final es absolutamente coherente con la trayectoria poético-moral que Esquilache había trazado para sí mismo en la edición de las Obras y que el mismo fray Agustín de Castro nos recordaba en la censura del libro al referirse a su primo como “imitador en las costumbres de su Santo Abuelo, en la prudencia y gobierno de su esclarecido Padre” (Prelim. 8). La novedad, en el caso de Esquilache, consistió en la equiparación, desde el punto de vista moral, de servicio al estado, de su producción poética amateur, es decir, de sus versos humanos, con la producción eminentemente religiosa y política de su abuelo y de su padre, Juan de Borja. Es esta equiparación la que Esquilache propone finalmente como prueba de la viabilidad de la transformación natural de lo amateur en lo laureado. A ella se refiere Agustín de Castro en la censura de las Obras al afirmar que: “Deja [Esquilache] deudora nuestra nación de inmortal reconocimiento: pues para franquear tan gran tesoro, no mendiga de las
25 Kaplis-Hohwald ha señalado la dimensión política que adquirieron las traducciones barrocas de los Psalmos de David, convertidos en auténticos espejos de príncipes durante el reinado de Felipe IV (107). En la detallada lista de las versiones españolas de psalmos impresas entre 1500 y 1694 que Kaplis-Hohwald ofrece al final de su estudio faltan, sin embargo, las traducciones del príncipe de Esquilache. En la primera edición de las Obras se imprimieron las traducciones de los psalmos 1 a 8 y también la del 41. En la edición póstuma de 1663 se añadieron las traducciones de los psalmos 50 y 136. Aunque los psalmos no iban dedicados a Felipe IV ni a ningún otro noble, cosa bastante frecuente, en la edición de 1654 fueron “prologados” por unos tercetos a “David desterrado” que sí estaban dedicados “Al Rey nuestro Señor”.
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extrañas frases, ni las voces; en castellano da mejoradas las elocuciones de todos los más bellos idiomas” (Prelim. 7). Y en ella, muy probablemente, imaginó Esquilache la consecución del lema de la antigua empresa borgiana: “Talia Feci. Talia Facio”. Vista la variedad de modos y formas del desengaño en la constitución de la persona plasmada en las Obras, la interpretación de éste como simple postura moral o conjunto de tópicos resulta, a todas luces, insuficiente. Dejando a un lado el grado de sinceridad de ese desengaño, lo que realmente me interesa es llamar la atención sobre la manera en la que Esquilache se valió de él como actitud determinante del proceso editor, como hilo organizativo y narrativo interno y como justificación moral que había de autorizar la conversión en laureada de su producción amateur. El desengaño borgiano funciona, en este sentido, como una compleja estructura en la que se insertan, armonizan y revalorizan las diversas encarnaciones líricas de su autor a lo largo del tiempo, desde el poeta petrarquista y romancista, al, siguiendo la vena argensolina, moralista y satírico, e incluso, recogiendo el relevo generacional, al sacro. Sin embargo, el desengaño de Esquilache, y su deuda con el horacionismo argensolino, se detiene donde comienza su conciencia de autor. En este sentido, la osadía de haber cantado al amor se justifica con la excusa de haberlo sabido sentir y cantar, como él mismo afirma orgullosamente al final de las décimas prologales: “Pues sólo saber llorar/ hace la culpa menor” (Prelim. 14). He tratado de demostrar en este capítulo que la inclusión en las Obras del extenso corpus de composiciones petrarquistas, de carácter inequívocamente amateur, así como la reflexión política rimada, dan perspectiva moral y biográfica a ese gesto último de desasimiento religioso con el que concluye, simbólicamente, la trayectoria del desengaño borgiano y en cuyo presente se ubica la voz lírica del libro. Las páginas que siguen parten de ese acto simbólico y pretenden ahondar en la licencia que esa misma inclusión y labor editorial se tomaba no sólo con respecto a la actitud final del desengaño, sino también al paradigma social (la invisibilidad literaria) del noble amateur. Según esa licencia, nunca explícita pero sí latente desde la primera a la última página de las Obras, Esquilache va a reclamar para su voz lírica el reconocimiento del prestigio y autoridad moral del noble amateur humanista, del aristócrata que había comenzado ejercitándose en la escritura amorosa para concluir en la retractatio religiosa, en el desengaño y abandono de la poesía, aunque sin renunciar, por otra parte, a su cátedra en el Parnaso.
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Las Obras en Verso en el límite lopesco: del olvido al Parnaso, del ocio al oficio Llevóme Febo a su Parnaso un día, y vi por el cristal de unos canceles a Homero y a Virgilio con doseles, leyendo filosófica poesía. Vi luego la importuna infantería de poetas fantásticos noveles, pidiendo por principios más laureles que anima Dafnes, y que Apolos cría. (Lope de Vega, Rimas de Tomé de Burguillos [1634] 1998: 750)
Al considerado desde finales del siglo XVI como indiscutible padre de la poesía española, se le propuso unir otro nuevo en la primera mitad del XVII. La unanimidad con la que Garcilaso había sido elegido como primer factor del campo literario castellano se convirtió, sin embargo, en partidismo poético y en posicionamiento crítico en el caso de Lope de Vega. Diego de Colmenares, contraponiendo la poética lopesca al avance de la “nueva poesía”, llamó al Fénix “padre de la profesión poética” (Porqueras Mayo 1989: 80) y Antonio Hurtado de Mendoza, señalando la claridad como característica distintiva y necesaria de la potestad poética castellana, rimó: “Lope, Rey del tablado,/ que a pesar de estas edades,/ de la lengua castellana/ es claro segundo padre./ Los poetas se lo ruegan,/ Garcilaso se lo pague” (III, 32). Tan numerosos como los que participaron de la fertilidad creativa de Lope fueron los que quedaron permanentemente ensombrecidos por ella. Los instrumentos literarios ofrecidos por el Fénix a un amplio sector (de contemporáneos y epígonos) del campo literario barroco, facilitó la articulación identitaria de ese sector, pero también, en el mayor de los casos, lo hizo desembocar en el olvido canónico al dejarle impresa la mácula de “lo menor”. Francisco Javier Díez de Revenga y Francisco Florit Durán denominaron “castellanos” a un numeroso grupo de poetas “de distintas generaciones” ubicados en “las habituales clasificaciones de los poetas del siglo XVII” fuera de las “denominaciones de culteranos y conceptistas” (Díez & Florit 157). Entre las características que estos dos críticos asignaron a ese grupo se citan la procedencia castellana, el afincamiento en Madrid o Toledo, la amistad con Lope y (a través de la influencia de éste) la nota “jocosa, satírica e incluso burlesca” en su
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producción lírica y su cultivo de “una poesía que o bien está presidida por el sentimiento religioso, que manifiestan desde la veta de lo popular y tradicional . . . o una lírica cortesana y galante, en la que algunos de estos poetas, los más tardíos, llegaron a ser auténticos maestros” (Díez & Florit 157). Entre estos últimos y bajo el epígrafe “La poesía religiosa y galante del Príncipe de Esquilache” aparece, en efecto, nuestro autor (Díez & Florit 180). La formulación de la influencia literaria como una mera casuística y no como un diálogo de procesos poéticos, no sólo relega al príncipe de Esquilache al margen de lo epigonal, sino que además reduce su lírica a dos tonos, o mejor dicho, a dos ecos supuestamente suficientes: el religioso y el galante. Sin embargo, al contextualizar la presencia de Lope en el tejido de voces, tiempos, posicionamientos y, en suma, limitaciones sociales y literarias a las que Esquilache responde con la edición de sus Obras, se descubre pronto la insuficiencia de esos dos tonos y la improductividad del esquema causa–efecto en materia poética. En las siguientes páginas se intentará demostrar que no fueron sólo tonos y patrones líricos lo que Lope de Vega ofreció a Esquilache (ni lo que éste quiso o pudo tomar de él). Por una parte, la extraordinaria labor publicista llevada a cabo por Lope procuró una gran visibilidad a Esquilache tanto dentro de los límites del campo literario (a través del hermanamiento de sus poéticas contra la “amenaza” gongorina) como en las relaciones de éste con el campo del poder (como muestra, por ejemplo, el intento de congratulación de Esquilache con Olivares a través de la obra lopesca tras el regreso del Perú). Por otra parte, Lope ofreció a Esquilache un modelo de trayectoria biopoética mucho más compleja y sobre todo, mucho más efectiva (desde un punto de vista auto-representativo con respecto al fenómeno literario) que la antigua trayectoria amoroso–sentimental del poeta cancioneril. En esta última, la voz lírica quedaba siempre confinada a los límites de una máscara sentimental y de cierto habitus cortesano en los que el paradigma amateur se imponía a cualquier tipo de auto-promoción laureada y, ni que decir tiene, profesional. La reflexión metapoética tan frecuente en Lope (sobre todo en el último Lope) buscaba romper los límites de esa máscara y de ese habitus y validar una trayectoria en la que lo literario pudiera abandonar lo puramente ornamental para convertirse en distintivo social y político per se. Si bien Lope no estuvo sólo en la ampliación de ese antiguo paradigma socioliterario (pensemos, por ejemplo, en Cervantes o, desde otro sector de la República de las Letras, en Quevedo) sí fue el que más abiertamente (y, sin duda, más productivamente) asoció esa constante auto-rreflexiva a su persona poética, hasta el punto de hacer coincidir por completo las motivaciones de su persona poética con las de su persona pública. Esta misma confluencia de personas, elemento esencial de toda trayectoria laureada, es asimismo imprescindible para entender la gran ambición literaria que motivó la conversión de Esquilache en editor de su producción lírica. Como acabamos de ver en el capítulo tercero, el impulso creador que tiene lugar dentro de los límites impuestos por el amateurismo de Esquilache, acepta y defiende el aura moral de ese tipo de práctica y, como tal, la expresa a través de una trayectoria que culmina con el desengaño y el abandono simbólico “de
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los instrumentos”. Sin embargo, también se ha visto que la naturaleza demasiado comprometida con lo literario de ese impulso, transgrede las limitaciones literarias de la práctica amateur (el menosprecio y silenciamiento de la autoridad lírica) y busca finalmente ser definido y autorizado con respecto a unos límites forjados no desde lo ajeno y lo externo, sino desde el interior del sistema literario y en torno a la propuesta de una auto-canonización. Para ello, ese impulso creador va a necesitar hacerse manifiesto desde la auto-reflexión y establecer así un vínculo con lo literario a través del posicionamiento crítico y del discurso metapoético. En esta necesidad, la del poeta que defiende su territorio y reclama su pleno derecho al prestigio de lo literario, radica la importancia del factor autoreflexivo y metapoético en la labor editorial-autorial de las Obras en Verso. En esta necesidad radica igualmente el intento de superación o apropiación por parte del príncipe de Esquilache del vínculo más útil y pesado: el establecido, social y poéticamente, con Lope de Vega.
Esquilache por Lope: usos y deudas del vínculo mecénico A Apolo llaman el pastor de Anfriso; si soy Anfriso yo, vos sois mi Apolo. (Antonio de Álvarez, duque de Alba, en elogio de La Arcadia de Lope de Vega [Pérez de Guzmán, 1892: 184])
No tenemos noticia clara, documentada, del primer encuentro entre Lope de Vega y nuestro autor. Recordemos que éste comienza su vida en la corte a los cinco años, cuando su padre, en 1584, se traslada de la embajada vienesa a la corte de la Emperatriz María y que Lope, que había nacido en Madrid quince años antes que Esquilache, partía por esos mismos años (en 1583, concretamente) a la conquista de la Isla Terceira.1 En 1588 y a raíz del asunto de los libelos contra Elena Osorio, se condena a Lope a cuatro años de destierro del reino y a ocho de la corte y éste elige como destino, y tras el paréntesis de la Invencible, Valencia. Por entonces, Lope es conocido básicamente por sus comedias y por sus romances, que han ido difundiéndose y popularizándose (junto con los de Góngora) durante toda la década y que las compilaciones de finales de siglo se iban a encargar de fijar como influencia ineludible para las nuevas generaciones poéticas. Si mencionamos el destierro en Valencia es porque ese mismo espacio también debió de tener importancia en la formación del príncipe de Esquilache. En aquel reino se habían asentado los Borja; allí, concretamente en Gandía, tenían su palacio los abuelos de Francisco, los duques de Gandía; allí había nacido su padre, don Juan de Borja; y allí, con toda probabilidad, hubo de pasar algunas temporadas nuestro autor, el nuevo primogénito. De haberse producido ese encuentro entre Lope y Esquilache en tierras valencianas sería difícil constatarlo
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Para la vida de Lope sigo a Rennert & Castro.
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en algún tipo de intercambio poético, ya que Esquilache tendría por entonces unos once años. Por otra parte, la temprana educación del joven noble español de la época en materias literarias (sobre todo la del primogénito) lo capacitaba ya a esa edad para entender de poesía, asimilar influencias, avivar vocaciones y, en algunos casos, ensayar piezas propias. No es descabellada, por tanto, la idea de un Francisco niño interesado y estimulado por los romances y las comedias de Lope cantados y representados en la corte ducal de los Gandía. Una década más tarde ese posible encuentro valenciano se va a repetir en circunstancias muy distintas, y va a ser el propio Lope, como veremos más adelante, el que se encargue de relatarlo. Igualmente probable, aunque todavía en el terreno de la hipótesis, parece el encuentro entre Lope y el príncipe de Esquilache en la pequeña corte ducal de don Antonio Álvarez de Toledo en Alba de Tormes. El joven duque de Alba, también exiliado de la corte, se había encargado de mantener la efervescencia cultural que, desde tiempos de Juan del Encina, había acompañado la historia del palacio ducal en tierras salmantinas. Por allí pasaron y escribieron, entre otros, Cervantes, Góngora, Quevedo y el mismo Lope, el cual, tras la etapa valenciana, entró al servicio del quinto duque de Alba, alargándose su estancia en la corte ducal hasta 1595.2 Casi diez años más tarde, en la edición de 1609 de las Rimas, Lope publicaría la “Descripción de La Abadía, jardín del Duque de Alba”, erigiendo el retiro ducal (como ya se vio en el capítulo primero) en espacio ideal conciliatorio de las armas y las letras castellanas. Por esas fechas Francisco de Borja rondaba ya los dieciocho años y contaba con una sólida formación intelectual, influenciada, muy probablemente, por los hermanos Argensola. El vínculo familiar que unía a ambos nobles, así como su común afición a la poesía, invita a pensar en el interés de Esquilache por la corte ducal, en alguna posible estadía que propiciara el encuentro con el Fénix o, al menos, en un intercambio epistolar Alba–Esquilache que pusiera a nuestro autor al tanto de la producción lopesca. Por otra parte, y aunque no se pueda aducir como prueba definitiva de este probable encuentro entre los dos autores, Esquilache aparece mencionado por Lope en La Arcadia, obra que él mismo confesó haber escrito durante su estancia en la corte ducal de los Alba, y a la que se refieren los versos (compuestos por el duque de Alba en elogio de la obra de Lope) que abren esta sección. En cualquier caso, esa evocación pastoril de “La Abadía” de Lope se corresponde perfectamente con la evocación elegíaca de “La Abadía” que el príncipe de Esquilache habría de incluir en 1654, ya anciano, en la carta novena al nuevo duque de Alba tras la muerte de su padre en 1639: Yo siempre la memoria reverencio del duque vuestro padre, en todo grande, y en nada del que fui me diferencio.
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Sobre la corte ducal de Alba véase Osuna.
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No mando ya, ni quiero que me mande, sino soy yo buscando mi retiro, porque la danza entre discretos ande. En vuestra casa con quietud os miro, del cristalino Tormes en la orilla, sin dar, por cuanto oís, medio suspiro. (234)
El primer episodio documentado de la relación entre Lope y Esquilache data de 1598, cuando aquél lleva ya dos años viviendo en la Corte. Estos últimos años de la centuria han sido especialmente productivos para Lope, cuya identidad autorial comienza a oscilar (para ya nunca dejar de hacerlo) entre la práctica profesional del comediógrafo y las ansias de reconocimiento culto del poeta laureado. A estos años corresponde la publicación en Madrid de La Arcadia y La Dragontea (1598) y la preparación del Isidro (1599), de las Rimas (1602) y de La hermosura de Angélica (1602). Es en las dos obras de 1598 donde la relación Lope–Esquilache pasa a la imprenta por primera vez. Frondoso, uno de los pastores protagonistas de La Arcadia, descubre tras una cortina una galería “de retratos que para tiempos futuros estaban puestos” (1950: 130). Entre los retratos se encuentran los del duque de Sessa, los de Garcilaso, Boscán, Castillejo, Aldana, Herrera, Camões, el conde de Salinas, el marqués de Sarriá y, entre un largo etcétera, el de “don Francisco de Borja, comendador mayor de Montesa” (1950: 130). La mención a Esquilache es significativa por varias razones. Primero, porque señala la temprana asociación del nombre de nuestro autor con los círculos literarios de la corte; y segundo, porque, dentro de esa asociación general, vincula claramente al príncipe de Esquilache con el principal núcleo de aristócratas amateurs castellanos continuadores de los hábitos socio-poéticos de la poesía cortesana de inspiración garcilasista. De mayor trascendencia para el curso que habría de tomar la relación Lope–Esquilache y, en particular, para la propia trayectoria literaria de este último, es La Dragontea. En un mismo año, con la publicación de un poema bucólico y otro épico, Lope emulaba y resumía las directrices laureadas de la Rota Virgilii.3 La obra se publicó en 1598 y la prologó Francisco de Borja, que firmó con el mismo recién estrenado título con el que había aparecido en la galería de retratos de La Arcadia: Comendador Mayor de Montesa. No cabe duda de que el joven Borja debía contar ya con cierto prestigio entre los círculos literarios cortesanos y que Lope, atraído por ese prestigio y por la protección de una carrera política prometedora y recién inaugurada, acudió a nuestro autor como carta de presentación de su obra épica ante la corte. En el prólogo, Esquilache demuestra sus conocimientos de retórica sin demasiada pedantería. Nuestro autor distingue entre un estilo “lírico” y otro “heroico” y define el género de la obra de Lope como una conjunción de los tres estilos en los que se divide a su vez el estilo “heroico”:
3 Para un análisis de las estrategias político-literarias que acompañaron la escritura y publicación de La Dragontea véase Wright (24–51).
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Según esto, si Virgilio escribió heroico en todo rigor, y Homero parte heroico y parte épico, y Lucano y el Ariosto lo mixto: el autor de este libro en mediano sujeto tomó el estilo de Virgilio, lo heroico en su dulzura y agrado, lo épico de Homero en escribir verdad desnuda, el de Lucano en agradables episodios, lo mixto del Ariosto. (Vega 1776: III, 170)
A continuación, y una vez definida y defendida la verba, Esquilache pasa a defender la res que, como conviene recordar, habría de atraerse la censura de la Inquisición: “mas del sujeto dirá alguno, que si los ingleses han tenido felices sucesos en nuestras Indias y flotas, ¿por qué se hace historia en España de este vencimiento?” (Vega 1776: III, 170). Las razones por las que este prólogo nos parece relevante no se basan, sin embargo, en su valor como ejercicio retórico y erudito, sino más bien en lo que anticipa del futuro literario de Esquilache y de su particular relación con Lope de Vega. Desde este punto de vista, el prólogo a La Dragontea no sólo marcó el debut literario de Esquilache, sino que fue además la primera manifestación pública de lo que se convertiría luego en una larga y estrecha relación con Lope. Fue también la primera ocasión en la que Esquilache expuso las fuentes y estilos que habría de usar luego para componer su poema épico (la Nápoles recuperada) y, no menos importante, la primera vez en la que Esquilache se manifestó a propósito de un cauce lírico, el horaciano, que acabaría (con el tiempo y la influencia de los Argensola) definiendo el espíritu estético-moral de sus Obras en Verso: Cuanto a lo primero se ha de notar, que en la poesía hay dos estilos, el uno se llama lírico. Escribieron los primeros en él Píndaro, Lino, Orfeo, Anacreonte y Horacio, que aunque en la orden le doy el postrero lugar, por deuda debida tiene el primero entre todos los de esta profesión. (Vega 1776: III, 170)
Como ya vimos en el capítulo segundo, en 1599 Lope viajó a Valencia como secretario del marqués de Sarriá, futuro conde de Lemos. Se celebraban las dobles bodas de los príncipes Felipe III e Isabel Clara Eugenia y Lope era el encargado de relatar la fiesta que, con ese motivo, organizaba su señor en la ciudad de Denia. Lo hizo en las Fiestas de Denia, divididas en dos cantos y un romance final, y dedicadas a Catalina de Zúñiga, condesa de Lemos y virreina de Nápoles. A las bodas también acudieron Francisco de Borja y su padre, Juan de Borja, y Lope no perdió la ocasión de mantener cercano su apellido al de la familia valenciana. A ambos, padre e hijo, los retrató Lope en varias octavas del canto segundo, con todo el boato y la espectacularidad que empezaba ya a distinguir a la nobleza española de la del resto de Europa: Con fuertes pasos y robusto brío, para igualar los nueve de la fama, y honrar del hombre aquel lugar vacío, como en el monte de Helicón su dama, mostrando armado el dulce señorío,
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del tronco, de quien es heroica rama, y a quien la fama mil coronas forja, a la plaza llegó Don Juan de Borja. (Vega 1776: III, 414)
La descripción es mesurada si la comparamos con la del hijo: Los dos Borjas Don Nofre y Don Francisco, con encarnado, plata y espejuelos, cada qual de diamantes hecho un risco, de estrellas se cubrió como los cielos: ... sabed, o nueva Hipólita famosa, que vos lo sois, pues con armada gente libraste vuestra tierra venturosa del fiero inglés, vuestro marido ausente, que el claro Don Francisco, en quien reposa la alta virtud entre la sangre ardiente, miraba los sucesos del torneo con noble envidia, y con igual deseo. (Vega 1776: III, 417, 419)
Dos años más tarde, en 1602, publica Lope en Madrid La hermosura de Angélica, con otras diversas rimas, dedicada a Juan de Arguijo y dividida en tres partes. La primera contenía el poema épico que daba título al volumen; la segunda, doscientos sonetos con el título de Rimas, además de un ensayo inicial y otro final dirigidos a Arguijo; y la tercera, una nueva edición de La Dragontea y la reimpresión, por tanto, del prólogo del príncipe de Esquilache. No es éste, sin embargo, el único lugar del volumen en el que aparece nuestro autor. Entre los varios elogios que preceden a La hermosura (y de nuevo, por tanto, como autoridad épica) encontramos la siguiente décima de Esquilache, “Comendador Mayor de Montesa, gentilhombre de la camara del Rey nuestro señor”: ¿Por qué Angélica queréis que alabe vuestra hermosura, si juzgo por mas ventura el nuevo autor que tenéis? Mucho a Ariosto debéis, en que tan presto os dejó, sin duda que imaginó que os podía mejorar, pues os viene a comenzar por lo más que él acabó. (Vega 1605: 5v)
Además de este elogio y del prólogo de La Dragontea, Esquilache aparece también en la epístola ensayo con la que Lope cierra sus Rimas y en la que discurre, con Juan de Arguijo como su lector interno, sobre la “cuestión de honor debido a la Poesía”. El espacio bucólico y cortesano en el que Lope había inscrito
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a Esquilache en La Arcadia y en las Fiestas, respectivamente, da paso ahora a un espacio de coordenadas más estrictamente poéticas (o metapoéticas si se quiere) más cercano al Esquilache prologuista de La Dragontea. Lope, consciente del imparable crecimiento del campo literario (tanto de su prestigio como de sus ciudadanos) y de la necesidad de recordar los derechos que le otorgaban su fama y experiencia, se apresura a identificar líneas poéticas, puntos de conexión con el pasado y perspectivas futuras. Una de las líneas señaladas por Lope es la formada en torno a la práctica poética del noble amateur que él (como Quevedo y como casi todos los principales ideólogos del campo literario barroco español) retrotrae a los tiempos de Juan II y que, a través del verso de Garcilaso, identifica en el amateurismo de cierto grupo de aristócratas de la España de Felipe III. Entre ellos vuelve a aparecer el Comendador Mayor de Montesa, acompañado, en esta ocasión, de su padre Juan de Borja, a quien se distingue de los demás (en referencia quizás al aliento humanista de sus Empresas Morales) con el superlativo de “doctísimo”: Y para decir verdad, en ningún siglo ha conocido España tantos príncipes que con tal gracia, primor, erudición y puro estilo escriban versos, como son tan evidente ejemplo el conde de Lemos, el de Salinas, el Marqués de Cerralvo, el Comendador Mayor de Montesa, el Duque de Osuna, el Marqués de Montes Claros y el doctísimo Duque de Gandía. (Vega 1983: 290)
El ensayo aparece de nuevo en las ediciones ampliadas de las Rimas (ahora “solas y manuales”) de 1604 y 1605, pero desaparece, junto con el ensayo inicial, en la edición de las Rimas que el propio Lope saca en Madrid en 1609. Su lugar lo ocupa ahora el Arte nuevo de hacer comedias en este tiempo, dirigido a la Academia de Madrid y compuesto alrededor de 1608. El Esquilache que desaparece con el segundo ensayo permanece, sin embargo, con el Arte nuevo; lo hace, creo, indirectamente y a través de un verso italiano de gran fortuna española. Se trata del “E per molto variar natura è bella” del soneto 48 de Serafino Aquilano, convertido por el Fénix en su Arte en “Buen ejemplo nos da Naturaleza/ que por tal variedad tiene belleza” (Vega 1983: 261).4 Precisamente ese mismo verso, aunque en italiano, es el que emplea el príncipe de Esquilache en la carta octava de sus Obras (la dirigida a Bartolomé Leonardo), cuya posible fecha de composición (entre 1606 y 1610) la acerca a la de la composición del Arte de Lope. Esquilache da al verso de Aquilano dos sentidos distintos. Uno, lejano del de Lope, se refiere a la “variedad” que aporta la vida cortesana y se inscribe, por tanto, en una defensa de la corte aislada en la obra de Esquilache, como ya se
4 Para la fortuna española del verso de Aquilano (1466–1500), véase Díez-Canedo y Morel-Fatio.
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vio en el anterior capítulo. El otro sentido coincide con el de Lope y se refiere a la “variedad” del gusto: Mas no llamo dichosos los que viven de muda soledad en triste ocaso, que enfadoso es el yerro que reciben. Horacio se engañó, y tendió las redes a necios melancólicos que escriben. Ver unos gestos siempre, unas paredes, vivir entre ignorancia con cautela, enojará la flema de Arquimedes. El que ningún cuidado le desvela mucho tiene de bruto: al fin en todo per troppo variar’ natura e bela. En esto con mi gusto me acomodo; el vuestro es diferente, y bien quisiera hallar para mudarle nuevo modo. (250)
Es cierto que podría tratarse de la simple coincidencia en un verso adoptado como propio ya desde tiempos de Cristóbal de Castillejo por los poetas castellanos. Sin embargo, no se puede pasar por alto el hecho de que ese verso, como estudió Morel-Fatio, hubiera sido adoptado preferentemente por los defensores de una poesía tradicional castellana entre los que se incluían, además de Cervantes, Espinel o Artieda, los mismos Lope y Esquilache. El verso de Aquilano debió de ser frecuente moneda de cambio entre las academias literarias españolas de comienzos del XVII, caso de la que venía celebrando desde 1607 en su palacio de Madrid el conde de Saldaña, y a la que Lope dedicó su Arte. De esa misma academia y palacio fue asiduo Francisco de Borja, y así lo declara Andrés de Claramonte y Corroy, otro participante en la academia madrileña, refiriéndose a nuestro autor con el nuevo título de príncipe de Esquilache que Borja ostentaba, tras la muerte de su suegro el príncipe de Squillace, desde ese preciso año de 1607: Eran de los más asiduos el duque de Cea, sobrino del Mecenas, el duque de Pastrana, el conde de Salinas, el Príncipe de Esquilache, los marqueses de Alcañices, Povar, Peñafiel . . . los condes de Lemos, de Olivares, de Villamor, de Rebolledo y de Cantillana. Compitiendo con el Mecenas . . . allí recitaron lindas composiciones Alcañices, Esquilache y Lemos, Olivares y Rebolledo. De ingenios no hay que decir: Lope, Quevedo, Cervantes, Liñán de Riaza, Góngora, Salas Barbadillo, el portugués Silveira, Argensola. (Sánchez, José 1961: 45)
Fue, sin duda, en el contexto de estos espacios literarios de principios del XVII donde se fue estrechando la relación entre Esquilache y Lope. En 1610 éste se convierte en miembro de la Hermandad de Esclavos del Santísimo Sacramento, luego llamada del Olivar, una cofradía trinitaria de fuertes vínculos con el campo
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literario, ya que a ella pertenecían, entre otros, Cervantes, Espinel, Quevedo, González de Salas, Paravicino y, un poco más tarde, el mismo príncipe de Esquilache (Barrera y Leirado 1973–74: I, 118).5 En 1613, el príncipe de Esquilache aparece mencionado en la Comedia famosa de la Burgalesa de Lerma, encargada por el duque de Lerma a Lope de Vega con motivo de la visita de Felipe III a la corte ducal de Lerma. Como ya ocurriera en la relación de los esponsales reales en Denia, Esquilache aparece (junto con otros nobles amateurs asiduos de la academia madrileña como el conde de Saldaña, el duque de Pastrana o el duque de Cea) formando parte del séquito cortesano que adorna la plaza de Lerma. En ninguno de estos nobles, sin embargo, se enfatiza tanto la ostentación identitaria de la poesía como en Esquilache, al que Lope presenta como “único en armas y letras” (Vega 2002a: 27).6 A partir de aquí, la relación de Esquilache con Lope se encargaría de subrayar el cada vez más profundo vínculo de aquél con lo literario. Lo más interesante de esa relación estaba aún por llegar y, dada la vinculación de uno y de otro con la defensa de una poesía tradicional castellana, no es de extrañar que ésa tuviera como fondo la polémica culterana. El año 1614 fue muy significativo para ambos poetas por muy distintas razones: el mayor, Lope, se ordenó sacerdote y el menor, Esquilache, fue nombrado virrey del Perú. Aproximadamente un año antes el Polifemo y la primera parte de las Soledades habían empezado a circular por la corte (Góngora 1994: 15), y a partir de ese momento y durante los próximos años, la dicotomía claros–oscuros empezaría a imponerse como la referencia principal de ordenación interna del campo literario español. Tanto Lope como el príncipe de Esquilache participaron ampliamente en la polémica, si bien el caso de éste, como se verá más adelante, fue bastante singular.7 El mismo año en el que se publicaron el Antídoto de Jáuregui, el Antiantídoto de Amaya, y la “carta echadiza” (posiblemente obra de Lope), fue el mismo año en el que Esquilache partió para el Perú, 1615. Nuestro autor, por tanto, dejó Madrid y sus círculos literarios en el año de mayor efervescencia de la polémica culterana. Ello, junto con el cargo virreinal, debió de implicar un obvio alejamiento de la polémica y de la actividad literaria en general, aunque no un desconocimiento de las nuevas formas poéticas que se discutían en la península. El encargado de mantener a Esquilache informado de lo que ocurría con la poesía del otro lado del Atlántico no fue otro que Lope, el mismo que, al regreso de aquél del Perú, se encargaría de incorporar su nombre
5 A propósito de la vinculación de estas cofradías con el campo literario, Alfred MorelFatio señalaba ya atinadamente en L’Espagne de D. Quixote: “Les confrères étaient en quelque sorte solidaires, obligés par point d’honneur de s’entr’aider: une cofradia bien organisée devrait tenir un peu de nos sociétés de secours mutuels. C’est ce qui explique pourquois tant de gens de lettres briguaient l’honneur d’être reçus membres des congrégations du chevalier de Gracia ou de la rue de l’Olivar, les plus communes du Madrid de Philippe III”. Tomo la cita de Rennert & Castro (1919, n. 189). 6 La comedia pasó a la imprenta en 1618. 7 Para una visión detallada de la participación de Lope en la polémica gongorina, véase Orozco Díaz (1973).
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y autoridad a la reavivada batalla culterana tras la celebración y posterior publicación de las Justas de San Isidro (1620–22). Los años peruanos, por tanto, no fueron un paréntesis ni en la actividad literaria de Esquilache ni en su relación con Lope. De aquélla sabemos ya que se mantuvo ocupada, principalmente, con la redacción de la Nápoles recuperada; de ésta, son varias las noticias que nos han llegado. La primera se refiere a uno de los ataques más virulentos que sufrió Lope, la Spongia, publicada apócrifamente por Pablo Mártir Rizo en 1617. En 1618, los seguidores y amigos de Lope, organizados por Francisco López de Aguilar, respondieron con otro libelo dedicado a elogiar, en latín, la obra del Fénix, la Expostulatio Spongiae. A personalidades como Paravicino, Francisco Pacheco, Baltasar Ximénez Patón, el conde de Lemos, el de Salinas, el de la Roca o el duque de Osuna, se agregó, desde Lima, el príncipe de Esquilache (Barrera y Leirado 1973–74: I, 213). Sin embargo, la prueba más significativa de la relación Lope–Esquilache durante los años del virreinato nos llega desde la península y en forma de dedicatoria. Se trata de la que Lope antepuso a La pobreza estimada, aprobada en 1622 y publicada, dentro de la decimoctava parte de sus comedias, en 1623, aunque su composición hay que datarla antes, en los años en los que Esquilache ejercía de virrey en el Perú. Orozco Díaz señaló que al publicar Lope este volumen “buscó también la ocasión para seguir juzgando y atacando a la nueva poesía” a través, precisamente, de la dedicatoria a Esquilache, “el poeta contemporáneo que, junto con Argensola, representaba para el Fénix el ideal de poesía clara y profunda en su concepto y sentimiento” (1973: 347). La obra, como explica el propio Lope al final de la dedicatoria, le fue enviada a Esquilache a Lima (“porque agrade por novedad” [1952: 140]) y no sería extraño que hubiera sido una de las varias comedias que el virrey hizo representar en la capital peruana. Lope comienza la dedicatoria refiriéndose a los desórdenes del Parnaso tras la llegada del nuevo estilo y lamentándose de la ausencia de Esquilache. Se propone a éste como contra-modelo culterano y se identifica la imagen del noble amateur, quintaesenciado en Esquilache, con la del poeta claro: Después que vuexcelencia se partió á esos reinos, dejando las musas de su patria en tanta soledad de su divino ingenio, pues ocupado en su gobierno era imposible honrarlas como solia, sobrevino en el Parnaso tan estupenda mudanza (perdone vuexcelencia que le hable como poeta, pues yo no tengo otros casos de estado ni de guerra), que como tempestad violenta, prentendió llevarse los consagrados templos, los laureles antiguos y los mismos jardines y baños de Euterpe y Clio. Acordábame yo, en estos miserables sucesos, de la autoridad y grandeza de vuexcelencia, tan verdadero asilo de nuestra lengua; y no hallando ramas tan seguras de que asirme, dejábame llevar de la corriente del vulgo, de quien la novedad es ídolo. (1952: 139)
Tras condenar la heterodoxia de las “frasis y metonimias” del nuevo estilo, se habla de la inmediata publicación de un libro de Esquilache al que Lope describe como un Belerofonte contra la “nueva poesía ó quimera fantástica” (1952: 139).
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La referencia interesa porque aún estamos a finales de la década de los veinte y el primer libro de Esquilache no se publica hasta 1648. Lope se refiere, sin duda, a la Nápoles recuperada, gestada por nuestro autor en Lima y cuya publicación, como se vio en el capítulo segundo, tendría que haber coincidido con la petición de Grandeza para los Esquilache que Felipe IV nunca llegó a conceder. La Nápoles quedó inédita hasta 1651. Para entonces, y como se verá más adelante, la condena de los “que escriben con oscura novedad, queriendo ser admirados y no entendidos” (Prelim. 15v) que leemos en el prólogo de la obra, habrá pasado a ser la reivindicación de una constante de estilo y de un claro posicionamiento generacional: “Y aunque se imprime ahora —dirá Esquilache en 1651—, ha muchos años que está escrito y visto por personas que se pudieron aprovechar de lo que yo primero tuve trabajado en él” (Prelim. 16v). Por otra parte, la Nápoles que se publica en 1651 no iba a estar exenta, como tampoco lo estuvo la poesía que produjo Esquilache a su vuelta de Lima, de incorporaciones culteranas, aunque para entonces muchas de éstas no se iban a sentir ya como desviaciones, sino como resultado lógico del proceso de dignificación del lenguaje poético castellano comenzado ya desde finales del siglo XV.8 A principios de la década de los veinte, Lope aún podía considerar a Esquilache como uno de los eslabones de una cadena defensiva contra las novedades culteranas, forjada en torno al antiguo tópico armas–letras y a la confluencia del amateurismo aristocrático y la erudición letrada. De este modo, Lope continúa afirmando en su dedicatoria de La pobreza estimada que: Alguna defensa se ha hecho á esta fiera introduccion de voces; mejor hubiera sido olvidarla, pues como violenta injuria de nuestro idioma, habia de ser efímera. Grave socorro se hubiera tenido en vuexcelencia; que el excelentísimo Conde de Lemos estaba en Galicia y el Duque de Taurisana en Italia; pero el doctísimo fray Angel Manrique, el señor doctor Gregorio Lopez Madera, del Consejo de Su Majestad, y don Francisco de la Cueva, jurisconsulto insigne,
8 Ludwig Pfandl fue el primero en notar esas incorporaciones culteranas de Esquilache a propósito de su Canto de Antonio y Cleopatra, aduciendo que “atrevidas metáforas de colorido gongorino nos demuestran que el anticulterano estaba muy lejos de considerar como culto lo que nosotros nos apresuramos demasiado pronto a designar como tal” (85–115). Esa misma idea la retomó Ricardo del Arco ofreciendo otros ejemplos del Canto de Jacob y Raquel y los “Desengaños de la vida” (1950b: 122–3). Nadie discute ya que la influencia de Góngora (tanto en la incorporación de cultismos como de metáforas “atrevidas”) no se limitó sólo a los poetas culteranos. Así, por ejemplo, Juan Matas Caballero señala que “fugitivo”, un cultismo gongorino censurado en la época, aparece seis veces en la poesía de uno de los mayores críticos del gongorismo, Juan de Jáuregui (Jáuregui 144) y un número semejante de veces lo podemos encontrar en las Obras de Esquilache. Un estudio detallado y contrastado del vocabulario borgiano sumaría a ese cultismo censurado un buen puñado más, sin caer por ello en ninguna contradicción de estilo. Garcilaso había abierto las puertas a un proceso de renovación de la lengua poética castellana acelerado por Góngora. Cultismos que quizás se hubieran aceptado con cierta naturalidad (de hecho, “fugitivo” lo había usado ya Herrera) son condenados tajantemente tras la implosión gongorina.
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nos han dado su patrocinio, ya por escrito, ya con voz viva y autoridad irrefragable. (1952: 139)
Más adelante, Lope se refiere al vínculo poesía–mecenazgo como la causa principal del reconocimiento social del poeta barroco, y vuelve de nuevo a situar su antecedente en la España trastamárica: “que en esta edad se puede dar el parabién a la facultad de los poetas, de la honra y favor que Su Majestad les hace: cosa que desde el Rey don Juan no estaba en Castilla en el lugar que merecía” (1952: 139). Sin embargo, esta visión general y positiva de los poetas barrocos se segmenta y devalúa al compararse con la de los “mejores poetas” de la época de Juan II. Es entonces cuando Lope se refiere a la reordenación del campo literario tras la implosión del gongorismo en dos bandos distintos, “los güelfos y gebelinos, pues á los unos llaman culteranos, deste nombre, culto, y a los otros llanos, eco de castellanos, cuya llaneza verdadera imitan” (1952: 139). Lo interesante de la afirmación es que Lope, al contrario de lo que cabría esperar, no se decanta abiertamente por los segundos, por los llanos, sino que se distancia de unos y otros, situándose él mismo como espectador, como poeta a quien los años y el reconocimiento eximen del ajetreo de modas y vaivenes poéticos. Desde esta perspectiva de espectador privilegiado, unas veces divertido, otras indiferente y otras irónico, relata Lope a Esquilache las técnicas del “nuevo arte”: Vuexcelencia, que no le ha visto, no podrá hacer discurso á este nuevo arte; pero le certifico, así las musas me sean favorables, que no tiene todo su diccionario catorce voces, con algunas figuras imposibles a la retórica, a quien niegan que sea el fundamento de la poética . . . Es finalmente tan escura, que tiene por hieroglífico á la puerta la cábala, y por letra, Plus ultra . . . Mas ello tendrá sosiego, reduciéndose á su centro la verdad, porque omnia quae moventur (como dijo el filósofo), quun perveniunt ad suum locum, quiescunt. Paréceme que está ya deseoso vuexcelencia de ver algun ejemplo: irá con esta, y ¡plega a Dios que no halle a vuexcelencia en ese reino! Entre tanto, digo que es cosa digna de consideración que algunos estudios y no pocos años de lección en esta materia, y tantos versos escritos, no me aprovechen para entender una estancia de uno de los poetas desta vena; pues muchas veces quisiera, ó pedir la construcción de su gramática a los mismos, ó que los que dicen que los entienden, me la enseñaran . . . Estos hay en el mundo de acá, harto mejor que el que vuexcelencia gobierna, por la parte, digo, que hay indios bárbaros. (1952: 139)
Sin duda, la dedicatoria merece un lugar destacado entre la gran cantidad de documentos que intentaron entender, asimilar o desviar los efectos del culteranismo en la poesía barroca española de la primera mitad del XVII. Todo el documento está construido con un objetivo muy preciso: posicionarse frente al empuje, ya imparable, de esta renovación–generación poética a la que Lope no podía exigir fácilmente derechos de tutelaje. El amparo de Lope en la autoridad de Esquilache es, en realidad, una reivindicación refractaria de sí mismo, ya que éste, no lo olvidemos, era uno de sus discípulos más aventajados (y mejor
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situados políticamente). Con esta dedicatoria, la relación Lope–Esquilache se definía, tomaba un nuevo sentido, en contraposición a la poética culterana. La posición que ambos ocupaban en la dedicatoria estaba, obviamente, determinada por causas reales; sin embargo, Lope procuró sacar provecho de esas causas (la distancia del virrey de la metrópolis, su supuesto desconocimiento del “nuevo arte”, la pureza, la no exposición directa a la “enfermedad” poética) para subrayar el paradigma mecénico sobre el que se sustentaba la relación de ambos. Es, en definitiva, el mismo esquema que Lope había usado en la “Respuesta a un señor de estos reinos”, escrita alrededor de 1617 (aunque, como la dedicatoria a Esquilache, publicada años más tarde, en 1621 en La Filomena) en contestación a un “Papel que escribió un señor destos reinos . . . en razón de la nueva poesía”. La actitud de espectador crítico y aparentemente imparcial de Lope ante este señor (que no es otro que el duque de Sessa) es similar a la que adopta en la dedicatoria de La pobreza estimada, así como similar era la naturaleza de la relación que Lope sostenía con Sessa y el complejo discurso a través del cuál ésta era exhibida (y reclamada) por el Fénix. Así, el “Vuexcelencia, que no le ha visto, no podrá hacer discurso á este nuevo arte” (énfasis añadido) de la dedicatoria a Esquilache, tiene mucho de juego retórico, ya que es bastante improbable que éste no conociera, como dice Lope, el “nuevo arte”, que ya contaba con numerosos imitadores en 1615, año de la partida de Esquilache. No hay que olvidar, por otra parte, que la dedicatoria salió a la luz en 1623. Para Lope, desde este punto de vista, la dedicatoria servía para afianzar su opinión sobre la nueva poesía y reforzarla con la autoridad (reflejo de la suya propia) de Esquilache; para éste, significaba la posibilidad de retomar el pulso de la discusión poética peninsular dejada en 1615 y de posicionarse crítica y activamente con respeto a ella. La gran actividad literaria de Esquilache a su regreso de Lima, a comienzos de 1622, puede explicarse, por una parte, a través de esa necesidad de recuperar y recordar la posición literaria que nuestro autor había ocupado en 1615, y por otra, como un intento de recuperación de su prestigio en el nuevo panorama político de Olivares, sin primos favoritos y con el lastre de las denuncias del Consejo de Indias. En esta época habría que situar sus sonetos más claramente anticulteranos, a los que volveré más adelante. Para entonces, Lope tiene ya casi sesenta años y su liderazgo al frente de los poetas claros (como él mismo se encarga de recordar en las Justas de San Isidro) es indiscutible. Y lo mismo podemos decir de su faceta de comediante. De 1620 a 1624 se publicaron nada menos que siete partes de sus comedias, entre cuyos seguidores declarados se encontraba el mismo Felipe IV (Orozco Díaz 1973: 318). La autoridad de Lope es reconocida tanto en la corte como en la República Literaria, y por eso no ha de extrañar que la relación que unía a éste con el príncipe de Esquilache se estrechara y publicitara más que nunca entre 1621 y 1624. Dentro de ese intento de Esquilache por recuperar el pulso del panorama poético del momento se explica, por ejemplo, la carta que Lope envió a don Martín Carillo, abad de Montearagón, el 24 de septiembre de 1624, y en la que se adjuntaba un soneto del príncipe para su inclusión en un libro de Carrillo:
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Yo he tenido poca salud este verano, y así solo pude escribir esos dos Epigramas; pero pude pedir los que van con ellos, á las personas que aquí escriben con mas opinion, y particularmente ese del Principe de Esquilache, que podrá V.S. imprimir con su nombre, que él lo quiere asi, y se honra su Excelencia de que esté en su libro de V.S. por la grande opinion de su universal doctrina. (Vega 1948, I: 122)9
De este modo, Esquilache se proyectaba al centro del panorama poético del momento, que era, en cierta medida, un modo de congratularse con el campo del poder; Lope, por su parte, prolongaba su protectorado con Esquilache y consolidaba una poética de la claridad que hiciera frente o, al menos, lo equiparara con la autoridad poética de Góngora. En 1621 publica Lope La Filomena, en cuyas páginas, y sobre todo en la ya mencionada “Respuesta a un señor de estos reinos”, la actitud del Fénix parece repartirse entre la condena a la “mala imitación” de los culteranos y el elogio “a su primero dueño”, al que dedica el soneto “Canta, cisne andaluz, que el verde coro” (1983: 887). Interesa aquí la epístola segunda del volumen, dedicada al doctor Gregorio de Angulo, regidor de Toledo, pues en ella se coloca al príncipe de Esquilache a la cabeza de los poetas cortesanos, “donde el ocio las letras amenaza” (1983: 766). El elenco de nombres que encabezan Esquilache (entre los nobles) y Quevedo y Espinel (entre los literatos) aparece colocado justo a continuación de una larga serie de tercetos dedicados a la crítica del nuevo estilo y a su popularidad en la corte: “Que en la Corte no piensan que hay más ciencia/ que hablar en jerigonza estos divinos/ y andar con la gramática en pendencia” (1983: 766). Del príncipe de Esquilache afirma Lope: “Conoceréis al Borja, aquel que ha sido/ de aquesta edad el más florido ingenio” (1983: 767). Las menciones a Esquilache se multiplican y se extienden en La Circe (1624) en el contexto, como ya se anticipó en el capítulo segundo, del regreso de Esquilache del Perú y del intento de Lope de congraciarlo con el nuevo régimen de Olivares. Esta defensa política de Esquilache corría paralela a una encendida defensa literaria destinada, fundamentalmente, a establecer la poesía de Esquilache como emblema de la tradición poética defendida por el mismo Lope (claridad y llaneza castellana) contra los seguidores de Góngora. Recordemos que Lope no estuvo solo en esa defensa del valor emblemático anticulterano de la poesía borgiana, ya que en ese mismo 1624, y desde la dedicatoria a Esquilache de su novela La hermosa Aurora, Juan Pérez de Montalbán también había aludido a la claridad modélica de Esquilache y a su posicionamiento anticulterano a través, fundamentalmente, del respeto a la perspicuitas clásica:
9 Se trataba de la Historia o elogios de las mugeres insignes de que trata la Sagrada Escritura en el Viejo Testamento, publicada en Madrid en 1627 y dedicada a la infanta Doña Margarita de Austria. La carta de Lope se incluyó en los preliminares del volumen. El príncipe de Esquilache contribuyó con un soneto “A la reyna Esther” (Carrillo 438), incluido luego en las tres ediciones de las Obras en Verso.
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Y lo que desta [novela] y de las demás puedo prometer a Vuestra Excelencia es que están escritas dentro de los límites de nuestra lengua, sin ofender su pureza con vocablos nuevos, metáforas impropias ni locuciones forzadas, atendiendo siempre al consejo de Quintiliano: perspicuitas summa orationis vis est, cuyo axioma también debía entenderse en los versos . . . Yo quisiera que estos señores criticos pasaran por los ojos muchos versos que yo he visto de Vuestra Excelencia, para que se desengañaran de que la blandura y la belleza pueden andar juntas. (Pérez de Montalbán 1999: 18)
La primera mención a Esquilache en La Circe aparece en un contexto literario cercano al de Pérez de Montalbán, en la espinela con la que Lope cierra las tres novelas a Marcia Leonarda. Diez versos bastan a Lope para resumir sus tres novelas, alabar a Olivares (Guzmán) e, inesperadamente, intentar la conciliación, a través de Esquilache, con el mismo Góngora: Los dioses para su guarda se han puesto apellidos nuevos: Borja y Góngora dos Febos; Silvio, Amor; Venus, Leonarda; Juno, Pimentel gallarda; Mario, el semicapro Pan, y como las letras dan honra de la guerra al arte, riñeron Palas y Marte sobre llamarse Guzmán. (Vega 1983: 1189)
La conciliación entre Borja y Góngora propuesta aquí por Lope parece romperse o, por lo menos, entrar en abierta contradicción, con el ataque anticulturano que encontramos en la epístola cuarta del mismo volumen, a don Francisco de Herrena Maldonado. En esta ocasión, la poesía de Esquilache es elegida como modelo y caballo de batalla del verso claro castellano contra las voces culteranas: Ya tienen las culturas inauditas un castellano Horacio en una puente, aficionado a voces trogloditas. ... Yo voy con la dotrina castellana, que fray Ángel Manrique me aconseja, por fácil senda, permitida y llana; y tengo para mí que quien se aleja de la opinión de ingenio tan divino, la luz del sol por las tinieblas deja. Por esta senda a la alta cumbre vino el Príncipe famoso de Esquilache, sin envidiar el griego ni el latino. No que en diciendo “sombras de azabache” se han de entender los negros, y las crestas
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llamándolas “turbantes de Alarache”. Estancias tiene el Príncipe compuestas, fértiles de arte y de divino ingenio, a cuantas hizo Italia contrapuestas. (Vega 1983: 1232–3)
El intento conciliador de la espinela y la confrontación de la epístola no entrañaban, sin embargo, ninguna contradicción. Para entender el tipo de conciliación buscado por Lope, o mejor dicho, el Góngora con el que Lope quiere conciliar su poesía, creo que es necesario considerar la espinela en el contexto del corpus lírico incluido dentro de las novelas. Dicho corpus está compuesto, básicamente, de romances, e incluso uno de ellos aparece recogido en un cancionero manuscrito de la primera mitad del XVII (donde también se recogen romances de Góngora) con una doble atribución a Lope y a Esquilache.10 El Góngora que Lope considera Febo junto con Borja no es el poeta oscuro del Polifemo y las Soledades, al que se critica en la epístola a Maldonado, sino el poeta de la luz (parafraseando a Francisco Cascales) del romancero y de las composiciones menores. En este sentido, el “Borja y Góngora, dos Febos” incluye, por no decir impone, un “Lope y Góngora, dos Febos”, pues si bien es cierto que Esquilache gozaba de gran prestigio como autor de romances, también lo es que en esa faceta suya, como en ninguna otra, dominaba la impronta de Lope. En todo caso, el objetivo de esta conciliación de Lope con Góngora a través de Esquilache, tal vez no fuera tanto el encumbramiento de la poesía de éste (aunque ese encumbramiento, por otra parte, no dejara de ser efectivo), sino el de establecer un posicionamiento generacional y jerárquico según el cual la poesía del Fénix y de Góngora quedaban separadas y distinguidas como principales modelos y referentes de la sistematización interna de lo literario. Dos décadas después, como veremos más adelante, Esquilache va a llevar a cabo una táctica muy parecida a la de Lope en sus Obras con respecto a la nueva generación de romancistas. La ansiedad generacional de Lope es mucho más clara en otra composición aparecida en el mismo año de la publicación de La Circe y en la que asistimos a la misma implícita conciliación entre Góngora y Lope a través de la equiparación explícita entre Góngora y Esquilache de la espinela. Se trata de la canción que Lope compuso como elogio para el Orfeo en lengua castellana (Madrid, 1624) de Juan Pérez de Montalbán, discípulo y amigo de Lope y de Esquilache.
10 Me refiero al MS 3700, conservado en la Biblioteca Nacional de España, para cuya datación, según Jauralde Pou & Sánchez Mariana, “debe de tenerse en cuenta que todavía Olivares es solo Conde (f. 119v) y que ya ha sido beatificada Teresa de Jesús (f. 158v), esto es, antes de 1625 y después de 1614” (II, 83). De Esquilache se incluyen una égloga, unas silvas y dos romances. Con el primer verso del segundo romance (“Deseos de un imposible”, ff. 82r–82v) comienza también un romance de Lope en el mismo manuscrito (f. 91r). Es éste, precisamente, el romance que incluye Lope en la novela La desdicha por la honra: “Deseos de un imposible/ me han traído a tiempos tales,/ que no tiniendo remedio,/ solicitan remediarme./ Dando voy pasos perdidos/ por tierra que toda es aire,/ que sigo mi pensamiento,/ y no es posible alcanzarle” (1983: 1089).
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La canción, después de “aislar” (y en cierta forma, inutilizar) la inimitabilidad de Góngora, concluye proponiendo al príncipe de Esquilache como el último de los poetas castellanos laureados, después de Garcilaso y Herrera. Ni que decir tiene que el eslabón generacional “perdido” en esta cadena de coronas poéticas castellanas que va de Garcilaso a Esquilache no es otro que el mismo Lope: La escuridad es propia de las cosas ocultas; éstas que llaman cultas son Musas de Etïopía. Tú las cándidas ama, hijas de la Verdad y de la Fama, que en la sentencia tienen la hermosura con alta locución en lengua pura; que su inventor divino es solo peregrino, no piense ingenio humano seguir aquel camino en castellano: un Fenis hubo solo, y así, no más de un Góngora, un Apolo; los demás desvarían, que en pensar que le imitan se confían. Tú, mancebo dichoso, si del laurel comienzas ambicioso, camina a los cristales del Parnaso por donde van Herrera y Garcilaso; y si atajar quisieres el camino, sigue de Borja el resplandor divino. (Pérez de Montalbán 1999: 316)
De nuevo en La Circe, Lope vuelve a mencionar al príncipe de Esquilache (de forma explícita e implícita) en la epístola dirigida al doctor Matías de Porras. En este caso, sin embargo, la mención no se refiere a la faceta literaria de Esquilache, sino a su faceta política, más concretamente a su cargo de virrey. La mención al virrey comienza, realmente, por el propio destinatario, al que Lope se dirige como “corregidor y justicia mayor de la provincia Canta en el Pirú”. Lope, desde Madrid, se dirige a Porras, en el Perú. La mención directa a Esquilache no se hace esperar: “En fin, estáis, doctor, en otro polo;/ que pudo bien el Príncipe llevaros,/ como era sol, aunque me deja solo;/ que tanto le gocéis quiero envidiaros,/ pues a sus dos crepúsculos lucero,/ veis la corona de sus rayos claros” (1983: 1245). La epístola concluye con otra referencia al Esquilache político y poeta: “Besas por mí la mano a aquel fecundo/ ingenio, cuyos partos dan a España/ gloria y honor, y en cuanto el mar profundo/ corona, cerca, ciñe, inunda y baña” (1983: 1245). Sin embargo, las referencias a Esquilache no cesan aquí. Leída en 1624, con un Esquilache recién embargado y enfrentado a más de un centenar de demandas del Consejo de Indias, sería difícil no asociar la defensa que Lope hace en la epístola del enriquecimiento del indiano con la defensa de la labor virreinal de su amigo y protector Esquilache: “No tengo yo por hombre
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el que ha pasado/ tanta mar turbulenta, tanto cielo sin tierra, entre dos tablas enterrado/ y vuelve a España con el mismo pelo” (1983: 1243). Así lo señaló Luis Ratto, como ya se vio en el segundo capítulo, para quien no sólo la presencia de Esquilache en esta epístola, sino en todo el volumen, declaraba el intento de Lope de conciliar al virrey con el nuevo valido, Olivares, al que, efectivamente, iba dedicado el volumen (245). La afirmación es acertada, desde luego, aunque conviene completarla con los propios intereses de Lope en su asociación con el príncipe de Esquilache: protección y consolidación de una trayectoria literaria y de una poética (de la claridad) que tenía en Esquilache a uno de sus más distinguidos defensores, y en él mismo a su más directa inspiración y modelo. A la epístola al doctor Matías de Porras sigue en La Circe la epístola a don Lorenzo van der Hamen León. Gran parte de esta epístola gira alrededor de la defensa de un tal Francisco, al que Lope denomina “nuestro amigo/ de todos los ingenios diferente”, “divino príncipe”, y al que compara con “Apolo” (1983: 1250–7). En opinión de José Manuel Blecua el aquí aludido sería “Francisco López de Aguilar, el gran amigo de Lope. A no referirse a don Francisco de Quevedo, a quien cuadra mejor lo de Apolo” (Vega 1983: 1250, n. 9). Según Jauralde Pou, éste último, y no Aguilar, sería el destinatario de la epístola, y eso lo confirmaría “plenamente” el prólogo de Quevedo al Don Filipe el prudente de Vander Hamen (475). Auque la afirmación de Jauralde Pou resulta muy probable, quizás no fuera desatinado plantear aquí la posibilidad de que ese Francisco fuera Francisco de Borja, el príncipe de Esquilache, al que Lope se dirige como “Francisco” en otros lugares y con el que parece cuadrar mejor el trato principesco, las alusiones al “ingenio que nace con nobleza”, “la corona que se debe a Francisco” o la idea, con ecos del ensayo final dirigido a Arguijo en las Rimas, del papel de los nobles en la literatura áurea: “No se ha visto, Laurencio, edad ninguna/ más propicia a las armas y a las letras” (1983: 1254). La lista de candidatos a ocupar el puesto del Francisco de esta epístola podría ampliarse todavía con Francisco de la Cueva, jurista comediógrafo y amigo de Lope, al que éste menciona en La Vega del Parnaso como “aquel famoso honor de España” y al que va dedicada una de las epístolas de La Filomena cuyo tema principal es, precisamente, la defensa contra la envidia: Hay en este lugar ciertas harpías destas que estudian, ¡oh qué ciencia rara! ... ¡Oh vos, claro Francisco, a quien pretenden las musas por su Apolo y su divino Orfeo, en cuya música se encienden! Vos, que quitastes de la frente a Dino el primero laurel: nestóreos años viva ese ingenio, a cuya luz me inclino. (1983: 753)
El tratamiento, como puede verse, es semejante al que Lope da al Francisco de la epístola a van der Hamen; sin embargo, creo que son varias las razones que
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favorecen la identificación de ese Francisco como el príncipe de Esquilache. En primer lugar, porque la posible alusión a Esquilache en esta epístola está enmarcada por dos alusiones directas e importantes: la arriba considerada en la epístola a Matías de Porras y la que veremos más adelante en la epístola en prosa “A un señor de estos reinos”. Ambas alusiones se relacionan con la defensa del príncipe de Esquilache a su regreso del virreinato peruano, justificándose tanto las acciones políticas emprendidas en su gobierno, como su filiación con una poética de la claridad opuesta por Lope al culteranismo en boga. Estas tres epístolas formarían, por lo tanto, un todo de sentido e intención propios alrededor de la persona poética y política de Esquilache. En segundo lugar, como se sugirió más arriba, porque las alusiones a Esquilache en estas tres epístolas presentan coincidencias evidentes. Así, la identificación de Esquilache con el astro rey en la epístola a Porras (“como era sol”, “la corona de sus rayos claros” [1983: 1234]), se repite en la epístola a van der Hamen: “Oh tú, divino príncipe, que impetras/ del cielo tanta luz, que, como Apolo,/ los más escuros bárbaros penetras” (1983: 1254); y vuelve a aparecer en el soneto que Lope dedica a Esquilache en La Circe, “Teócrito español, en quien se humana/ Apolo con blancura tan divina” (1983: 1276). Lo mismo podemos decir de la defensa contra la envidia, velada en la epístola a Porras, directa y más general en la epístola a van der Hamen: “Así niegan, Laurencio, la corona/ que se debe a Francisco estos ingratos,/ y así la envidia bárbara blasona” (1983: 1256); y centrada en la polémica literaria en el soneto de La Circe: “Pues con tanto alto estilo se levanta/ donde la envidia tus laureles mira” (1983: 1276). Finalmente, el “Jamás hombre español templó la lira/ con mayor agudeza y hermosura” de la epístola a van der Hamen (1983: 1250) parece tener una clara conexión con el final de la epístola “A un señor de estos reinos”, a la que Lope hace acompañar de una égloga de Esquilache: “Lea, pues, vuestra excelencia esa Egloga con mucho gusto, y verá poner las manos en el instrumento de nuestra lengua al Príncipe con la mayor limpieza (excelencia suprema de los músicos) que hombre jamás la puso” (1983: 1264). La epístola en prosa “A un señor de estos reinos” marca el clímax de la relación Lope–Esquilache y el punto álgido de la defensa que del príncipe construye Lope en La Circe. A juzgar por el título que Lope da a Esquilache, “Virrey agora del Perú”, la composición de la epístola es anterior a 1621, o al menos esa es la intención de Lope. Ratto desconfía de la fecha, aduciendo que “Aun cuando Lope se empeña en fechar esta carta antes de 1621 . . . el tenor de los versos del príncipe se encarga de desvirtuarlo” (247), para lo cual cita parte de una de las intervenciones del pastor Ismeno en la égloga de Esquilache incluida por Lope en la epístola, en la que el crítico ve un trasunto de “la postergación en la que el autor se encontraba” a su vuelta de Lima (247). Fuera o no un trasunto el desamor de Ismeno de la postergación política de Esquilache, y fuera o no la epístola anterior a 1621, el caso es que ésta se publica en 1624 y que coincide, como el resto de las alusiones de La Circe, con los intentos de Esquilache de hacerse con el título de Grande y de zafarse de las críticas a su gobierno peruano. La epístola se inscribe de lleno, por tanto, en la defensa que Lope hace de su protector, pero también en la defensa que hace de su propio estilo y posicionamiento dentro del
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sistema literario. Tras discurrir larga y eruditamente sobre el sentido de la poesía y detenerse, con San Agustín, en la condena de la “escuridad y ambigüedad” de las cosas, el Fénix cita a Esquilache, invocando, a un tiempo, su liberalidad y el vínculo mecénico que los une (“bienhechor mío”), la erudición religiosa del noble (“filósofo y teólogo”), y elevando el amateurismo de Esquilache al servicio oficial del poeta laureado (“versos en honra de la lengua castellana”) que el mismo príncipe reclamará años más tarde desde sus Obras en Verso: El ingenio del Excelentísimo Señor Príncipe de Esquilache, Virrey agora del Perú, filósofo y teólogo, ha escrito muchos versos en honra de la lengua castellana y erudición de los que la deseamos saber con perfección, y entre ellos esa Égloga, con la pureza que alabara yo aquí, si no se la enviara a vuestra excelencia para que la encarezca y estime con su grande ingenio y letras y luzca esta alabanza de Señor a Señor, que el respeto de ser bienhechor mío podría ser que le diese a quien lo sabe algún aire de lisonja . . . ¿Qué dirá de esa claridad castellana? ¿De esa hermosa exornación? ¿De ese estilo tan levantado con la propia verdad de nuestra lengua? Sin andar a buscar para cada verso tantas metáforas de metáforas, gastando en los afeites lo que falta de faciones, y enflaqueciendo el alma, con el peso de tan excesivo cuerpo. Cosa que ha destruido gran parte de los ingenios de España con tan lastimoso ejemplo, que poeta insigne que escribiendo en sus fuerzas naturales y lengua propia, nacida en ciudad que por las leyes de la patria es juez árbitro, entre las porfías de la propiedad de las dicciones y vocablos, fue leído con general aplauso, y después que se pasó al culteranismo, lo perdió todo. (1983: 1264)
A continuación, y como ejemplo de modelo de claridad contra el culteranismo, Lope incluye completa la égloga “A la Serenísima Señora Infanta doña María por el Príncipe de Esquilache”,11 la misma que en 1642 volvería a citar Baltasar de Gracián en el discurso III de su Agudeza y Arte de Ingenio. El discurso defensivo (y auto-defensivo) a través del cual Lope exhibe y explica su relación con Esquilache en La Circe se clausura en el soneto “Al Príncipe” que sigue a la epístola “A un señor de estos reinos”. En él, Lope, aludiendo a la máscara genérica del Esquilache de las églogas, llama a Esquilache “Teócrito español” y lo erige en voz lírica castellana por excelencia, “sin voz extranjera o peregrina”, “llana”, contra la secta gongorina: Teócrito español, en quien se humana Apolo con blandura tan divina, 11 La égloga fue luego incluida, con numerosas correcciones, en la primera edición – y subsiguientes – de las Obras en Verso con el título “Égloga III. A la Serenísima Señora Infante Doña María de Austria, después Emperatriz”, ya que la infanta acabó casándose con el Emperador Fernando III. Antes del emperador, el príncipe de Gales había intentado el desposorio visitando por sorpresa la corte madrileña en 1623, poco antes, por tanto, de la aparición de La Circe. Es probable, pues, que Esquilache compusiera esta égloga por esas mismas fechas y como parte de las muchas celebraciones que se hicieron en la corte tras la llegada del príncipe Carlos.
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que sin voz extranjera o peregrina eternizas la tuya soberana; Honor de nuestra lengua siempre llana, como su propio nombre determina, que sin perder la imitación latina, no excedes la pureza castellana, pues con tan alto estilo se levanta donde la envidia tus laureles mira y de tu pluma la excelencia canta, escribe, inventa, mueve, enseña, admira, y las Harpías de su mesa espanta, Alcides, con el arco de la lira. (1983: 1277)
El soneto sella y sintetiza esta suerte de suite lírica alrededor del príncipe de Esquilache en La Circe. Sin embargo, el carácter bidireccional de su sentido, y con él el de la presencia del noble en el volumen, sólo queda completo al relacionar ese soneto con el soneto que le sigue y que no es otro que el famoso “Claro cisne del Betis”, dedicado “A don Luis de Góngora” (1983: 1278). Al enlazar este soneto celebrativo de Góngora pero condenatorio de sus defensores (“Los que por tu defensa escriben sumas”) e imitadores (“Los Ícaros . . . que te imitan”) con el anterior a Esquilache, Lope hace regresar al lector al tercer verso de la espinela con la que se abrían las referencias a Esquilache en La Circe, aquel aparentemente contradictorio “Borja y Góngora dos Febos”. ¿Se trata, realmente, de un intento de Lope de conciliarse con Góngora a través de Esquilache o más bien, como se sugería en el caso de la espinela, de un intento de igualarse, a él y a su autoridad, a través de Esquilache, con la autoridad representada por Góngora? Para Emilio Orozco no cabe duda de que este soneto “es una muestra más de esos intentos de Lope por buscar la reconciliación con su rival”, aunque, paradójicamente, opine que “En manera alguna es posible pensar que Lope entre 1620 y 1624, con toda la evidencia con que se estaban atacando, hiciera este sentido y cultista elogio del rival andaluz” (1973: 288). Orozco data la composición en 1616, atendiendo a la alusión a los defensores e imitadores del cordobés, pero deja sin respuesta el porqué de su publicación en una época de tan fuertes discordias y, sobre todo, el porqué del hermanamiento poético Esquilache–Góngora (a través de este soneto y de la espinela) en esa misma época. Para responder a estas preguntas es necesario hacer hincapié en el sentido secuencial con el que muchas composiciones poéticas del siglo de oro se disponían en el volumen impreso (en el caso, sobre todo, de las editadas por el propio autor), y que era un sentido añadido al sentido individual que podrían haber tenido esas mismas composiciones en una previa circulación manuscrita. El caso de las composiciones de La Circe que aquí se discute es ejemplar en su yuxtaposición, si no subordinación, del sentido aislado (de cada una de las epístolas y de los dos sonetos) al secuencial. Al considerar el soneto a Góngora dentro de esa secuencialidad, la contradicción deja paso a la constitución de un nuevo significado según el cual la defensa de Esquilache invita a ser entendida, fundamentalmente, desde lo sinecdóquico, es decir, como defensa del propio Lope. Lope, a través de Esquilache,
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apunta no tanto a la conciliación, sino a la equiparación con Góngora, a una propuesta de jerarquización generacional en el seno del campo literario que distinguiera claramente a los maestros (Lope y Góngora) de las escuelas y los seguidores, entre los que, subliminalmente, se estaba considerando al propio príncipe de Esquilache. La existencia de los mutuos intereses creados en la relación Lope–Esquilache no debe conducir, sin embargo, a la negación de la admiración desinteresada, posiblemente también mutua, que pudo haber en ella. Que el príncipe de Esquilache admiraba el estilo de Lope está fuera de cualquier duda, y basta su propia obra para demostrarlo. Lo que no se puede probar, o medir, es el grado de sinceridad en las alabanzas de Lope al príncipe de Esquilache, la manera en la que el interés, la amistad, el tutelaje, el reconocimiento o la admiración, se interrelacionaron en esas alabanzas. De cualquier modo, dichas alabanzas no cesaron en La Circe, sino que continuaron repitiéndose con la misma intensidad hasta la propia muerte de Lope, destacándose así la fidelidad (amén de otros intereses) como constante innegable en la relación de éste con Esquilache. En 1629 publica Lope en Madrid su propia versión del Parnaso español en el Laurel de Apolo, anunciado ya desde las páginas de La Circe. El príncipe de Esquilache aparece en la silva VI del poema, acompañado de las mismas cualidades con las que Lope lo había considerado ya en La Circe. El adjetivo “claro” con el que el Fénix invoca a Esquilache (“Oh claro don Francisco”) sintetiza perfectamente los dos extremos, el político y el poético, sobre los que se fundan esas cualidades,12 y sitúa la obra de Esquilache en la tradición de una poética de la claridad, castellana, reivindicada tanto por Lope como, entre otros, por el Quevedo de las recientes ediciones de fray Luis y Francisco de la Torre.13 Al BorjaTeócrito de la “Respuesta a un señor de estos reinos” se une ahora el Borja-Tasso, inscribiéndose así la trayectoria borgiana en los límites de la omnipresente Rota Virgilii: Si pena Prometeo en alto risco porque intrépido hurtó del sol la llama, ¿qué debe quien á Homero nombre y fama, oh claro don Francisco, Príncipe de Esquilache y del Parnaso, nuevo en España Taso, ilustrísimo Borja, para quien ya laureles de oro forja, que los verdes admiten desengaños
12 Recordemos, por ejemplo, el “clarus” con el que Cicerón se había referido a Escipión en su De Amicitia: “Sunt ista, Laeli; nec enim melior vir fuit Africano quisquam, nec clarior” (1989: 14). 13 Las Obras propias y traducciones latinas, griegas y italianas. Con la paráfrasi de algunos psalmos y capítulos de Job, de fray Luis de León, y las Obras del bachiller Francisco de la Torre fueron editadas por Quevedo dos años después del Laurel de Lope, en 1631.
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de que los pueden marchitar los años? ¿Qué temes, si con él al premio aspiras, Manzanares dichoso? Que fuera injusta ofensa estar dudoso, si el grave honor que ha dado a España miras, y a la quejosa castellana lengua, que tantos ponen en afrenta y mengua pensando que la adornan, pues a lo antiguo bárbaro la tornan. Mira qué bien acuerda la lira, cuando dice lastimado, poniendo al arco tan divina Cerda, de aquella Catalina que la lloró mortal siendo divina, y el lazo de oro de dolor bañado: “Si lágrimas de amor, si dulces quejas”. (Vega 2002b: 206–7)14
La siguiente referencia a Esquilache en la obra de Lope data de 1631 (o principios de 1632) y se encuentra en una de las obras claves del ciclo de senectute del Fénix: la Epístola a Claudio. La composición circuló en suelta hasta su publicación en 1635, ya póstuma por tanto, en La Vega del Parnaso. A lo largo de 91 estrofas aliradas dirigidas a Claudio Conde, Lope hace un repaso final de su vida y literatura. En todo ese repaso el único escritor contemporáneo que aparece citado es el príncipe de Esquilache: “Quien tiene muchos sabios de su parte,/ que por ingenio igual le conocieron,/ aquel favorecieron/ naturaleza y Arte;/ ese respeto sigo, imito, envidio,/ Virgilio Borja, Garcilaso Ovidio” (1998: 717). Con este último verso Lope sintetiza la confluencia de límites desde la que Esquilache intentaría articular, a través de la edición de las Obras en Verso, toda su producción poética. El verso no sólo vincula a Esquilache con la línea poética castellana emblematizada en Garcilaso (de la que se propone, a través de un acertado quiasmo, como natural heredero), sino que además define su trayectoria como la confluencia de los modelos clásicos del poeta laureado (representado por el Virgilio épico) y del poeta amateur (representado por el Ovidio de los Amores). La mención puede resultar hiperbólica y aduladora, fruto quizás de la precaria situación de ese último Lope. Sin embargo, no podemos olvidar que por las fechas por las que se escribe la Epístola a Claudio, Esquilache tiene ya ganada en la corte una gran reputación como poeta claro (en la línea del clasicismo heredado de los Argensola) y que representa como pocos ese ideal de poesía castellana, clara y de perfecto equilibrio entre res–verba, del que el mismo Lope se sabía culmen. Por tanto, quizás no sea desacertado unir al interés el reconocimiento de una autoridad lírica y moral a la que siempre había aspirado el propio Fénix. En este sentido, no es de extrañar que el Borja que en La
14 Lope termina su alabanza citando el primer verso de la Elegía en la muerte de doña Catalina de la Cerda del príncipe de Esquilache, publicada luego en las Obras en Verso.
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Circe se había equiparado a Góngora y en la Epístola a Claudio a Garcilaso, lo hiciera en Las bizarrías de Belisa a Bartolomé Leonardo de Argensola (“¡Qué cultura! Dará envidias,/ aunque laurel les corona/ al Príncipe de Esquilache/ y al Rector de Villahermosa” [Vega 2004: 145]) el mismo año, 1634, en el que Lope reclamaba la autoridad anti-culterana de los Argensola desde su aprobación a las Rimas de los poetas aragoneses. Por estas mismas fechas se publica en Madrid el último volumen lírico de Lope que éste vería con vida, las Rimas del licenciado Tomé de Burguillos. En él, se vuelve a evocar la autoridad anticulterana de los Argensola, especialmente de Bartolomé, y del príncipe de Esquilache. Después del “advertimiento al señor lector” y antes de comenzar con las Rimas propiamente dichas, se incluye un soneto del “Conde Claros al licenciado Tomé de Burguillos” con el que se quiere responder a otro famoso soneto en el que Góngora, a principios de la década de los veinte, había satirizado la obra de Lope dándole el título de “Conde Claros”: “ ‘¡Aquí del Conde Claros!’, dijo, y luego/ se agregaron a Lope sus secuaces” (Góngora 2000: I, 651). La visión irónica que da sentido a todo el volumen permite a Lope invertir el significado negativo del título gongorino y apropiárselo para sí. Desde esa posición, positivizada, de “conde de la claridad”, traza Lope una tradición poética española cuya premisa fundamental reside en la búsqueda de la pureza y claridad de la lengua. Esta lista de claros “secuaces”, de la que irónicamente se distingue la voz de Burguillos, comienza con Garcilaso y termina con el príncipe de Esquilache, al que se dedica más de la mitad del segundo cuarteto, y al que se coloca en la misma tradición poética que los hermanos Argensola: España, de poetas que te honran, Garcilaso es el príncipe, el segundo Camoes, tan heroico, tan fecundo, que en repetido sol su nombre adoran. Figueroa y Herrera te decoran, los dos Lupercios y, admirando el mundo, Borja, de cuyo ingenio alto y profundo, la pura lengua y arte se mejoran. Sin éstos, o provectos o noveles, que a número no puedo reducillos, pero entre tantas plumas y pinceles, viva vuesa merced, señor Burguillos, que más quiere aceitunas que laureles, y siempre se corona de tomillos. (1983: 1336)
Las referencias a Esquilache en este volumen, y en toda la obra de Lope, se completan con un soneto de Lope–Burguillos dirigido enteramente al príncipe de Esquilache, al que se da el título de “Príncipe de la lengua castellana”: Si yo en mi vida vi la Poliantea, rudo villano me convierta en rana,
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¿qué aplauso pide aquella gente vana, que por lo trajinado se pasea? Vuestro claro esplendor árbitro sea, Príncipe de la lengua castellana, que si goda nació, vive tebana, y siendo esfinge, morirá guinea. Cuando vos fuistes por virrey a Lima, Penélope quedó, mas de aquel cielo Antártico volviendo a nuestro clima, adúltero hallaréis su casto velo, y a mí llorando su perdida estima. ¡Oh, patria, cuánto debes a mi celo! (1983: 1426–7)
Ambos tercetos parecen referirse a un Esquilache todavía en Lima, cosa que no sería extraña, pues Lope había dado vida a Burguillos en la primera justa de San Isidro, hacia el final del virreinato de Esquilache. Además, la asociación de la ausencia de Esquilache con el caos producido por la implosión gongorina es la misma idea que veíamos en la dedicatoria de La pobreza estimada. De cualquier modo, la publicación del soneto y de la alusión al Esquilache virrey en 1634 nos hacen pensar que ese silenciamiento de la etapa virreinal que alegaba Ratto quizás no fuera tan definitivo. De hecho, en 1639, y con motivo de la participación de Esquilache en el homenaje póstumo a Juan Pérez de Montalbán, volvemos a encontrar a Esquilache ostentanto su antiguo título: “Don Francisco de Borja, conde de Mayalde, virrey de los reinos del Perú, príncipe de Esquilache” (Lágrimas panegíricas 1639: 12v).15 Un año después de la publicación de las Rimas del licenciado Tomé de Burguillos muere Lope. Juan Pérez de Montalbán reúne entonces a un grupo de escritores cercanos al poeta con cuyas contribuciones edita un volumen de homenaje, la Fama póstuma, publicado en Madrid en 1636. El príncipe de Esquilache contribuyó con un soneto que fue colocado justo después del ofrecido por el eterno protector de Lope, el duque de Sessa (Pérez de Montalbán 2001: 41). Ese mismo soneto sería luego incluido por Esquilache en las tres ediciones de las Obras en Verso, pero como parte ya de su propia interpretación y exhibición del prolongado vínculo literario y vital con Lope de Vega.
15 Esquilache participó en los dos homenajes póstumos de 1639 a Juan Pérez de Montalbán, autor cercano a Lope, y contra el que Quevedo, en 1632, había lanzado su Perinola llamándolo “graduado no se sabe dónde, en lo qué, ni se sabe ni él lo sabe” (Quevedo 1948: 521). El primero de ellos llevaba el título de Lágrimas panegíricas a la temprana muerte del gran poeta, i teologo insigne Doctor Iuan Perez de Montalbán, y se publicó en Madrid, en la Imprenta del Reino, el 18 de enero de 1639. Entre los participantes, además de Esquilache, se encontraban Bocángel, Gutierre Márquez de Carreaga, Calderón, Jacinto Polo de Medina, y Tirso. El otro homenaje fue editado por el doctor Gutierre Márquez de Carreaga el 26 de junio del mismo año en Madrid. Al editor de este último homenaje (autor, entre otros libros, del Desengaño de fortuna, Madrid, 1612) se referiría Esquilache en el soneto 125 de la edición de las Obras de 1648, “En recomendación del libro del Dotor Don Gutierre Márquez de Carreaga a Felipe IV”.
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Modelo entre modelos: Lope, Góngora, Quevedo, y la publicación de las Obras en Verso Estos mismos achaques han padecido nuestros poemas españoles, por donde han sido tenidos de las otras naciones por más versificadores que por Poetas, concediéndonos que en lo lírico han aventajado a Ovidio, a Catulo, a Tibulo y a Propercio, y en el estilo y blandura a Horacio; en lo satírico a Juvenal y a Persio; en lo epigramático a Marcial; en lo cómico a Terencio y a Plauto, y aun en lo trágico a Seneca. Y de esta verdad pudiera ser evidente prueba el primer cuerpo de las poesías del Príncipe, que está ya estampado; pero no era tan fácil la respuesta de lo épico, hasta gozar el Poema del Príncipe. (Agustín de Castro, aprobación a la Nápoles recuperada [Prelim. 8v])
Más de veinte años después de la difusión en la corte de los famosos poemas gongorinos, la defensa o condena del nuevo estilo ocupaba todavía el centro de la reflexión literaria peninsular, de modo que era difícil, por no decir imposible, escribir poesía en España por aquellas décadas sin pronunciarse acerca del estilo de las Soledades y del Polifemo y de la nutrida escuela de imitadores que los continuó. Así, por los mismos años en los que salían las Obras en Verso, Martín Vázquez Siruela volvía la vista hacia los primeros cincuenta años del siglo para confirmar la enorme trascendencia del evento gongorino en la evolución del espacio literario barroco y la imposibilidad, tanto para adeptos como para detractores, de pensar y existir poéticamente fuera de la órbita de ese evento: ¿quién escribe hoy que no sea besando las huellas de Góngora, o quién ha escrito verso en España, después que esta antorcha se encendió, que no sea mirando a su luz? No digo ahora de sus bien afectos, y los que voluntariamente quisieron entrar luego por aquel camino, sino de aquellos desdeñosos y mal contentos que hicieron reputación de aborrecer su estilo, y con sátiras, con invectivas, con libelos y chanzas teatrales testificaron su aversión y mal gusto. (Gíngora 100–1)
Entre este segundo grupo habría que contar al príncipe de Esquilache, aunque la etiqueta de poeta antigongorino con la que se le identificó ya desde el XVII no fue tanto producto del posicionamiento estético que quiso adoptar en sus Obras en Verso (en las que, como se verá más adelante, procuraría distanciarse de la polémica gongorina y definir su poética desde lo auto-referencial), sino más bien producto de su vínculo con la poética de la claridad lopesca, de sus contadas manifestaciones contra el nuevo estilo previas a las Obras y de la retórica del cisma y la dicotomía que el mismo espacio literario había desarrollado tras la difusión de los grandes poemas gongorinos.16
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La identificación de la lírica de Esquilache con la defensa de una poética castellana de la claridad acabó imponiéndose como su rasgo más destacado, hasta el punto de que Menéndez Pelayo, ya a finales del siglo XIX, no dudó en acudir a la famosa antítesis
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Aunque gran parte de la relación literaria entre Lope y Esquilache había girado alrededor de la reacción ante el avance del nuevo estilo y la consolidación de una poesía clara y castellana, cabe preguntarse, sin embargo, cómo fue asumido por Esquilache ese anticulteranismo que tan fuerte (y peligrosamente) vinculaba su poesía con la de Lope, y cómo, en definitiva, intentó ganar para sí, desde sus Obras, los límites impuestos por una relación de la que en gran medida dependía su propia autoridad e identidad poética. Para ello creo que es fundamental volver a llamar la atención sobre la distancia temporal y, sobre todo, sobre la distancia de personae y objetivos líricos que van del momento manuscrito al momento impreso. Esquilache vivió y participó en los momentos más intensos de la polémica cultista, ya fuera afiliándose a “manifiestos” anticulteranos, como la Expostulatio Spongiae de 1617, ya fuera con la producción de sonetos y otras composiciones contra el “nuevo estilo” durante la década de los veinte o incluso antes. Sin embargo, su obra no se editó hasta 1648, cuando tanto el espacio literario como el lugar concedido en éste al culteranismo habían cambiado considerablemente. El así llamado anticulteranismo de Esquilache existió, significó y ha de ser entendido desde dos momentos relativamente diferentes y distantes: el de la abierta batalla contra o pro el “nuevo estilo” en la década de los veinte, con Lope, Góngora y Quevedo aún vivos, y el de la reflexión y reconfiguración de esa batalla desde mediados de los treinta hasta bien entrados los cincuenta, una vez que el estilo gongorino ha sido ya aceptado mayoritariamente por gran parte de la intelectualidad española como el idioma por excelencia de la República Literaria, y que Esquilache decide asentar los límites de su autoridad poética con la edición de las Obras en Verso. Aunque la década de los cuarenta había comenzado con la crítica contra el estilo gongorino contenida en la edición de las Lusíadas de Manuel de Faría y Sousa, podría afirmarse, sin embargo, que ésta fue una década decididamente pro-gongorina.17 De ello se encargaron, sobre todo, los tres volúmenes de
“luz–tinieblas” de la carta de Francisco Cascales al apólogo de Góngora Francisco del Villar, para recordar, a través del episodio del virreinato, la ya por entonces olvidada lírica de Esquilache: “Puede decirse que el último rayo de pura luz literaria que en el siglo XVII atravesó las tinieblas que comenzaban a espesarse sobre las escuelas de Lima, fué el virreinato del Príncipe de Esquilache D. Francisco de Borja, verdadero príncipe a la italiana y verdadero poeta, aunque distase bastante de ser príncipe de la poesía, como le llamó la adulación de sus contemporáneos” (1948: XXVIII, 109). Fernández Béthencourt iría aún más lejos al extrapolar ese supuesto aliento claro de la poesía de Esquilache a su propia personalidad, confirmando así, por otra parte, la efectividad de la confluencia biopoética que éste había procurado en la edición de sus Obras: “de carácter naturalmente dulce y apacible, de costumbres puras y rectas, de talento despejado y clarísimo” (IV, 206). Ya en el siglo XX Ricardo del Arco terminaría por consagrar esa “claridad” de Esquilache en un artículo de significativo título, “El Príncipe de Esquilache, poeta anticulterano”. 17 La obra se publicó en Madrid en 1639, dividida en cuatro tomos reunidos, a su vez, en dos volúmenes. La crítica de Faría y Sousa se centró en “la oscuridad, la intrascendencia del contenido, el abuso del hipérbaton y el exceso de metáforas” (Jammes 705).
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comentarios de Salcedo Coronel a la poesía del cordobés.18 El primero de ellos salió en 1638 en Madrid, en la Imprenta Real, y se limitó al comentario de las Soledades. En 1644 se añadió el Segundo tomo de las obras de Don Luis de Góngora comentadas por Salcedo Coronel. Primera parte, y en 1648 la Segunda parte de ese tomo segundo. Esta última fecha resulta especialmente significativa ya que en ese mismo año salió también la primera edición de las Obras en Verso del príncipe de Esquilache (de la misma imprenta madrileña de Diego Díaz de la Carrera) y, un año más tarde, la primera edición de las obras poéticas del poeta antigongorino por excelencia, Francisco de Quevedo, impresas en el Hospital Real de Zaragoza. Tanto éste como su editor, José Antonio González de Salas, compartían con Esquilache la defensa de una tradición poética castellana clara, frente a, en palabras del propio Salas, la “secta abominable” del gongorismo (Jammes 694). Dicha afirmación había aparecido incluida en la Nueva idea de la tragedia antigua, o ilustración última del libro singular de poética de Aristóteles Stagirita, publicada en Madrid en 1633, como parte de las numerosas críticas lanzadas por Salas, admirador de Lope y Quevedo, contra los seguidores del estilo culterano.19 Por esas mismas fechas debió de escribir el príncipe de Esquilache su décima “A Don José Antonio de Salas, habiendo visto su libro de la Tragedia”, incluida luego en la primera edición de las Obras en Verso: Señor, el libro leí con respeto y con amor; todo es digno de su autor cuanto en su discurso vi. Si admiré, imité, aprendí, hize más que el gran romano: y pues tanto en verle gano, la clava, sin descansar, le pienso esta vez quitar a Hércules de la mano. (401)
La relación entre Esquilache y Salas, y a través de ella, entre Esquilache y Quevedo, se confirma al dedicar Salas al príncipe la musa cuarta del Parnaso quevediano: Erato. En esta “musa” (más concretamente en su segunda parte, en
18 A Salcedo Coronel se le unieron otros. A propósito de las ediciones de 1645 y de 1648 de los comentarios de Salcedo, compuso Martín Vázquez Siruela su Discurso sobre el estilo de don Luis de Góngora y carácter legítimo de la poética, inédito. Para 1648 estaba también prevista la publicación de la respuesta a las críticas de Sousa en el AntiFatistarcho de Martín de Angulo y Pulgar, aunque nunca llegó a la imprenta. El encargado de responder a las críticas del portugués sería el peruano Juan de Espinosa Medrano en su Apologético en favor de D. Luis de Góngora, príncipe de los poetas líricos de España, contra Manuel de Faría y Sousa, caballero portugués, publicado en Lima en 1662 y reeditado en 1664 (Jammes 706–14). 19 Editada recientemente por Sánchez Laílla. A propósito de esta obra de Salas, véase López Rueda (81–113).
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la que el autor “Canta con singularidad una pasión amorosa” [Quevedo 1649: 180]) invoca Salas la “asistencia” de Esquilache como “Juez, Príncipe en jerarquía, en ingenio y en erudición” (Quevedo 1649: 181). Asimismo, la alusión a la edición de las Obras de Esquilache por parte de Salas (“porque se imprimen al propio tiempo también las Rimas del mismo príncipe”, aclara una nota al margen [Quevedo 1649: 187]) descarta lo que de coincidencia pudiera haber tenido la publicación contemporánea de la lírica quevediana y borgiana, concediéndole, en su lugar, el valor simbólico de un auténtico evento poético: Cantando pues esta Musa en el nuevo Parnaso afectos vivos de un tan ilustre Poeta Español, y procurando yo desde su amena estancia conducir su acento a los que fuesen doctos oídos de los hombres, diligencia era superior, para calificar ese intento el procurar a V. E. propicio: cuando en el propio sagrado Monte, venerado de todas sus Deidades, asiste V. E. también Gloria y Ornamento de esta misma patria; y cuando en la sazón misma la suave melodía de sus números, repetidos allá de todas Nueve Hermanas, acá se deriva para enseñanza y deleite de los vivientes hoy, y después de las posteridades, encomendándose a la luz pública de la estampa. Bien así ya, quien escuchare el armonioso plectro de V. E. y luego oyere con su aprobación acreditar el de don Francisco, no dudará de concederle aquella estima, en que mi afecto ha pretendido colocarle, aunque la envidia se fatigue. (Quevedo 1649: 186–7)
Sin embargo, lo más interesante de la relación entre Esquilache y Salas es que, a pesar de la confluencia de poéticas y de la alabanza a Esquilache en esta dedicatoria, éste pareció estar en total desacuerdo con la edición de Salas de la poesía de Quevedo, hasta el punto de acusarlo de ladrón, pedante y traidor de la voluntad del amigo. Dicha acusación, vertida en un soneto, no fue publicada en sueltas ni incluida en ninguna de las tres ediciones de las Obras en Verso, permaneciendo inédita hasta su publicación en 1953: Comentador de aquel Lucio Romano por que de mi paciencia tanto abusas si primero inuento cantar las musas Don Sebastian Francisco de Medrano? Y estando impresso en verso castellano no tiene el robo manifiesto escusas y mas saliendo a luz la que rehusas año de treinta y uno, y en Milano que te hizo la Señora de Cetina que dexas sepultado su marido al pie de una inscripción grecolatina. Y con dos pedantismos atreuido Contra lo que el difunto determina das al papel, lo que dexo al olvido. (Mejía & Ratto 361)20 20 La protesta de Esquilache contra la edición de Salas de la poesía de Quevedo se adelanta en más de tres siglos a las lanzadas contra esa misma edición por críticos como Luis Rosales
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El ataque personal del soneto y su tono exaltado, muy alejado del estoicismo desde el que el príncipe de Esquilache asegura editar sus Obras, pudieron ser quizás la razón por la que nuestro autor prefirió dejar este soneto fuera del volumen. Como veremos más adelante, lo mismo ocurrió con un soneto en el que el ataque personal contra Góngora era más explícito (y el tono más quevedesco) que nunca, prefiriéndose, en su lugar, la crítica más tangente, y menos exaltada, de otras composiciones. Ambos sonetos se conservan, autógrafos, en un códice en el que se recogen composiciones entre 1636 y, como mínimo, 1654. El hecho de que estos dos sonetos no pasaran a la imprenta y, sin embargo, sí lo hiciera otro copiado justo antes del soneto contra Salas, y en el que el ataque personal cede a la crítica generalizada, refrenada, de un “Gramático pedante”, ilumina el tipo de posicionamiento estético y moral que Esquilache estaba buscando con la publicación de sus Obras. El soneto en cuestión fue incluido en la edición de 1654 con el título de “A un Gramático presumido” y su queja contra los “pedantismos” recuerda de cerca a los “pedantismos” de Salas criticados en el soneto inédito: Gramático pedante, ¿qué me quieres, vertiendo siempre griegos y latinos? Y cuando no te sufren tus vecinos, a mí, que callo, ¿por matarme mueres? Tendrás los sucios años que vivieres a Donato y Barrón por inquilinos, por uno te darán diez calepinos, y más antonios, cuando más quisieres. Para oir y sufrirte me reportan algunos años que abrasé las cejas en cuatro pedantismos que no importan. ¿Por qué con mi sordera no me dejas? Pues a mí los oídos se me acortan, cuando a ti se te alargan las orejas. (33)
Como bien señalan Mejía & Ratto a propósito del soneto inédito contra Salas: “Por lo rotundo de la afirmación, parece que Esquilache conocía de buena fuente un propósito muy personal de Quevedo” (361–2), aunque, por desgracia, no he podido encontrar ningún documento que demuestre certeramente la relación entre ambos poetas. En las más de setecientas páginas de las Obras en Verso de Esquilache no hay ni una sola mención a Quevedo, y tampoco éste nombra a Esquilache en ninguna de sus obras, con la excepción de Los Anales de Quince días, en los que Quevedo refiere el regreso del príncipe de las Indias y defiende, como ya se vio en su momento, el gobierno del virrey contra los rumores de la
y Luis Astrana Marín. López Rueda se refiere a estas últimas críticas y a sus contracríticas (190–5), aunque no menciona el importante precedente que éstas tuvieron en la del príncipe de Esquilache.
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corte. Ambos, sin embargo, habían frecuentado las mismas academias en el Madrid de comienzos del XVII, habían acompañado a Felipe III en el traslado de la corte a Valladolid, conocían sus obras respectivas y se relacionaban, como amigos o como enemigos, con intelectuales cercanos. En este sentido, a la ya mencionada relación con Salas, hay que añadir además la relación con Juan Pérez de Montalbán y con Diego Niseno, enemigos de Quevedo (a juzgar por los ataques de La Perinola) pero allegados a Esquilache, como demuestra la participación de éste en el homenaje póstumo a Pérez de Montalbán y la participación de Niseno en los preliminares de la Nápoles recuperada. La ausencia de Quevedo en las Obras de Esquilache (y viceversa) quizás haya que achacarla al hecho de que no convenía a un noble de situación tan delicada como la de Esquilache involucrarse en las duras sátiras políticas de un poeta que iba y venía del destierro con demasiada frecuencia. Por otra parte, si bien es cierto que el tono satírico de Esquilache tendió más al horacionismo templado de los Argensola que a la mordacidad de Quevedo, también lo es que Esquilache no ocultó la huella de aquél en algunos sonetos, ya mencionados anteriormente, caso del 58 (“Nacer es comenzar una jornada”), del 88 (“Miraba Fabio en un reloj de arena/ de la muerte Lucinda las cenizas), o del 181 (“Tu rostro, Lice, es una tabla rasa”).21 Las Obras en verso de Francisco de Borja aparecieron, por tanto, precedidas por el eco todavía no muy lejano de la alabanza lopesca a la claridad de estilo de su autor, insertas en el mismo acto poético de defensa de la tradición lírica castellana promovido por la publicación del Parnaso de Quevedo, y contrapuestas a la nueva edición de los comentarios gongorinos de Salcedo. Los preliminares de las Obras confirmarían la “claridad” (en el doble sentido latino del término, de nobleza y de estilo) y el castellanismo como rasgos distintivos del “estilo propio” de Esquilache. Para empezar, el autor de la aprobación del volumen no era otro que don Antonio Hurtado de Mendoza, poeta cortesano y autor de un famoso y divulgado soneto antigongorino.22 Sin mencionar directamente a los culteranos en su aprobación, Hurtado de Mendoza distingue entre el violento y novedoso lucimiento de la lengua española llevado a cabo por éstos y el lucimiento natural, de cortesano decoro, de la lengua poética de Esquilache:
21 José Manuel Blecua recordó el eco de Quevedo en el primero y el segundo de estos dos sonetos, destacando el “desarrollo muy original” de Esquilache (1990: 51–2). En cuanto al tercer soneto, compárese con el “Romance de la Roma” (Quevedo: 1999, 1067). De estos tres sonetos de Esquilache, sólo el segundo se publicó en la primera edición de 1648. 22 Me refiero al soneto “Contra los enemigos de Lope” (“Inés, tus bellos, ya me matan, ojos,/ y el alma roban pensamientos, mía” [Hurtado de Mendoza 1948: III, 240]). En el mismo manuscrito en el que aparece recogido este soneto, puede leerse también un romance fechado en septiembre de 1635 cuya primera copla y estribillo pertenecen al príncipe de Esquilache. Del estribillo sólo se copian las dos primeras letras (“Dónde está . . .”) y la copla es la que sigue: “Dichoso prado que gozas/ la más divina belleza/ que vieron humanos ojos/ ni es posible que se vea” (Hurtado de Mendoza 1948: II 344–5). Ni uno ni otra se recogen en ninguna de las tres ediciones de las Obras en Verso, ni tampoco en los suplementos.
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Que aunque a la lengua española, con inútil y violenta ambición de adelantarla o lucirla, le han buscado caminos nuevos, y aun despeñados, solamente es el real el de esta pluma, que en galas, purezas, conceptos y primores, le deben nuestros oídos no menos el descanso que la admiración. (Borja 1663: Prelim. 5)
Tampoco fray Agustín de Castro (que como conde de Lemos había sido un destacado noble amateur, protector, entre otros, de Góngora) se refiere explícitamente a los culteranos en su censura a las Obras, pero sí alude al castellanismo de la poesía de Esquilache en contraste con el uso de “barbarismos”, lugar común de la crítica anticulterana: “Deja deudora nuestra nación de immortal reconocimiento: pues para franquear tan gran tesoro, no mendiga de las estrañas la frase, ni las voces; en castellano nos da mejoradas las elocuciones de todos los más bellos idiomas” (Borja 1663: Prelim. 7). A la aprobación de Mendoza y a la censura de Castro se añade en la edición de 1654 la aprobación del padre Alonso de Heredia, en la que se destaca la claridad del estilo de Esquilache y su conjugación ideal de sermo y animus. Este equilibrio, formulado en el sintagma “voces con alma”, no sólo recuerda el origen aristocrático de la poesía borgiana, su talante anímico, sino que también propone la poesía de Esquilache como modelo de uno de los caballos de batalla anticultistas más frecuentes, el del equilibrio verba–res:23 No hallo la alma de su voz en los Versos, pero advierto que son sus versos todos voces con alma. Ninguno da a sus conceptos más vida, nadie viste con mayor bizarría sus sentimientos, ni los explica con tanta claridad alguno . . . Tan propio es su estilo, que es suyo propio . . . Es tan natural en sus conceptos la agudeza, como en sus palabras la elegancia. (Borja 1663: Prelim. 9)
Aunque la referencia al culteranismo no aparece explícitamente ni en Mendoza, ni en Castro ni en Heredia, sin embargo, la claridad, el castellanismo, la pureza y el equilibrio verba–res con el que los tres distinguen el estilo de Esquilache evocan los puntos cardinales de la polémica cultista. Es cierto que esos puntos no eran exclusivos de dicha polémica y que ya Herrera, por ejemplo, los había discutido en sus Anotaciones de Garcilaso. Sin embargo, también lo es que después de 1615 era prácticamente imposible aludir a ellos sin aludir a la poética cultista gongorina. Esta misma evocación del culteranismo y, a la vez, este intento de definir el estilo de Esquilache desde lo “propio”, es el que encontramos en las décimas que sirven de prólogo a sus Obras, “El Príncipe a su libro”, y en cuyo carácter metaliterario se siente ya el calado que la conciencia autorial y el posicionamiento poético van a tener en la composición y objetivo final de todo el volumen.24 Si
23 Sobre la discusión castellana pre-gongorina alrededor de la dicotomía res–verba, puede consultarse Darst (1985: 53–82). 24 A propósito de los poemas-prólogo en los que el propio autor se dirige a su libro, señala José Simón Díaz: “Durante el siglo XVI, en autores de formación humanística, se repite un
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contamos las veces que se repiten en el prólogo los adjetivos “claro” y “oscuro” (cuatro el primero y tres el segundo) y las palabras que podrían caer dentro de su mismo campo semántico (“lucir”, “oscuridad”, “noche”, “luz”, “mañana”) hay que concluir que parte esencial de la clave de lectura que ofrecen esas décimas prologales está relacionada con la polémica cultista. De nuevo hay que aclarar que la dicotomía oscuridad–claridad, como en el caso de los neologismos y el equilibrio verba–res, se remontaba a los clásicos y que en España se podía ya encontrar en Herrera, Pinciano, el Cascales de las Tablas Poéticas o Luis Carrillo y Sotomayor (Roses 75–80), aunque de nuevo hay que subrayar la imposibilidad de hablar de oscuridad y claridad tras la difusión de los grandes poemas gongorinos fuera de la polémica generada por estos mismos poemas. Esquilache abre las décimas afirmando el carácter de referencia ineludible del antiguo debate entre claros y oscuros, pero sólo para suspender la subordinación a esa referencia y reemplazarla por la autoridad (autorialidad) de una voz autónoma y auto-referencial: A manos de muchos vais, versos míos, sin defensa, y sujetos a la ofensa de quien menos la esperáis. Y si en tal peligro estáis, injustamente me animan los que piden que os impriman: pues cuando lucir pretenden, si oscuros son, no se entienden, y si claros, no se estiman. El que sabe estimará si algun estudio tenéis. A más gloria no aspiréis, ni más el tiempo os dará. (Prelim. 13)
Unos versos más adelante, Esquilache intenta extraer la “cuestión de la claridad” del territorio demasiado transitado de la polémica cultista para injertarla en el territorio neutro de la autoridad clásica. De este modo, la cada vez más devaluada imitación de lo contemporáneo (que no tardaría en revelarse en el temido plagio) se cambia por la, siempre en alza, imitatio de lo clásico: “La antiguedad claro habló/ y así claro seré yo” (Prelim. 13). Tan interesante como esta “vuelta a lo clásico” resulta el desplazamiento, o mejor dicho, la ampliación que le sigue y según la cual la crítica poética se expande a los márgenes del texto (los comentarios) y a los márgenes del autor (los comentaristas): tipo de poema en que el libro, personificado, ha de oír de su progenitor amonestaciones y advertencias que si por un lado están próximos a la corriente medieval que desemboca en los Proverbios de Santillana, por otro se acercan a los futuros consejos de los padres que envían a sus hijos a la Corte, tan repetidos en la literatura doctrinal y dramática del XVII” (2000: 175–6).
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Sabrán todos lo que dije, más no lo que el otro elige, que por si me comentó. Que un docto comentador, (el más presumido digo) es el mayor enemigo que tener pudo el autor. Y es de su ingenio el primor, vender, lo que dize, caro, ... Huir la dificultad, y hazer oscuro lo claro. (Prelim. 13)
Mejía Sánchez & Ratto asociaron en su momento estos versos con la crítica a la edición de Salas de la poesía de Quevedo, apenas citada (362). De ser así, tendría Esquilache que haber conocido y leído dicha edición antes de pasar a la imprenta, ya que sus Obras en Verso se editaron en mayo y las de Quevedo un mes más tarde. Por otra parte, la edición de Salas no era una edición comentada en el sentido estricto de la palabra, ya que los comentarios de éste se limitaban a breves prefacios colocados al inicio de cada una de las seis musas. Si nos empeñamos en particularizar la crítica, me parece más probable que la referencia fuera aquí la única edición de poesía comentada, strictu sensu, que había salido de las imprentas españolas en los últimos diez años y que no era otra que la de la poesía gongorina comentada por Salcedo, arriba citada. Si recordamos las fuertes críticas que la edición de Salcedo había desatado (incluso entre reconocidos gongorinos como Uztarroz), la referencia velada a sus comentarios en el prólogo en verso de Esquilache parece cobrar más sentido. Con ella, Esquilache no sólo estaría reservándose el derecho exclusivo a las claves de su poesía, celando su correcta interpretación, sino que también estaría colocándose del otro lado de los comentadores, es decir, del de los maestros. Como en el caso del último Lope, Esquilache puede no comulgar con el estilo del Góngora del Polifemo y de las Soledades pero, por encima de eso, está el reconocimiento de la maestría del cordobés y, sobre todo, el deseo de ser reconocido por las nuevas generaciones poéticas en ese mismo estatus. Aclarada la filiación clásica de la claridad de su poesía y rechazado el filtro opaco del comentarista, Esquilache resume las cualidades básicas de su estilo. Vuelve de nuevo el ataque a la obscuritas, ahora como afectación, entorpecimiento del sentido recto de la dictio, pero, sobre todo, persiste el deseo de trascender la polémica claros–oscuros y de situar la autoridad poética de las Obras en una medianía horaciana: “Sigo un medio en la jornada,/ y de mis versos despido/ o palabras de ruido,/ o llaneza demasiada./ Y oscuridad afectada/ es camino de atajar/ no saberse declarar,/ (Prelim. 13). Las hasta ahora implícitas referencias al culteranismo y, con ellas, el intento de construcción ab ovo del clasicismo borgiano, se vuelven explícitas unos versos más adelante, cuando el prólogo concretiza su reflexión en dos puntos ineludiblemente culteranos:
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No es sentencia, si es oscura, porque en darla lustre y ser, colocar, no trasponer, es verdadera cultura, y es noche sin la hermosura de la luz de la mañana. Y así no sigue profana mi Talía nueva secta, porque siempre fue poeta de la Iglesia Castellana. Confieso que los latinos usaron trasposiciones, y partieron las dicciones con trastornos peregrinos, que son diversos caminos nacidos del propio idioma: mas ya, ¿quién licencia toma para vestir como el Cid o para usar en Madrid el traje que usaba Roma? (Prelim. 14)
Esta abierta filiación de Esquilache con el frente anticulterano no contradice, sin embargo, su intento de buscar una vía alternativa (la suya propia) a los dos extremos del debate cultista, ya que la filiación se produce a través de dos elementos puntuales que se van a adoptar como definitorios de esa tercera vía borgiana: la condena del abuso del hipérbaton y, sobre todo, la defensa de la tradición lírica castellana.25 La posición ante el estilo de la “nueva secta” en el prólogo de Esquilache se cierra con otro de los puntos principales de la crítica antigongorina: el referido a la dicotomía “doctos–ignorantes” y que Góngora, en su famosa “Carta en respuesta”, había formulado con un tajante “honra me ha causado hacerme oscuro a los ignorantes, que esa es la distinción de los hombres doctos” (Roses 104). Esquilache, usando esa misma dicotomía y enlazándola al uso pedante del latín, rebaja al poeta oscuro a la calidad de “Gramático”: Con un poco de Latín un gramático atrevido de si presume que ha sido poco menos que Agustín; y que es su ignorancia el fin donde toda ciencia acabe, y que el más docto le alabe, por lo que razona y muestra 25 A esas mismas “trasposiciones de los cultos” se había referido Quevedo en su prólogo a la edición de las Obras de Fray Luis, insistiéndose, también, en la defensa de una tradición poética castellana; y poco más tarde Francisco Cascales, en sus Cartas Filológicas, volvería a criticar las “transposiciones, o hipérbatos, o transtruecos” del estilo culto (Jammes 685).
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su latín llave maestra para entrar donde no sabe. (Prelim. 14)
La autoridad poética reclamada por el príncipe de Esquilache desde este prólogo en verso a sus Obras, parece efectuar, por tanto, un regreso a los puntos principales del ya veterano debate cultista, pero no desde el intento de revitalización de ese debate, sino desde el recuerdo, la asimilación y la superación a los que sólo podía aspirar una voz lírica que se presentaba como uno de los antiguos protagonistas de ese debate. Esquilache no busca autorizar su poética por contraste automático con el culteranismo, sino más bien trascender lo que de circunstancial (y periférico, de cara a la historia canónica) tenía aquel debate literario, defendiendo una claridad extemporánea a la polémica y presentándola como la cristalización natural de una sólida experiencia biopoética, de un cierto estado moral definitivo, y no como la adhesión epigonal a una discusión renovada. ¿No era esta la única forma, por otra parte, en que las Obras de Esquilache podían aspirar al carácter laureado, atemporal, en el que estaban apareciendo el Parnaso de Quevedo y las Obras de Góngora? El cuidado con el que el Esquilache de las décimas prologales intenta individualizar su estilo, dentro siempre de los márgenes, omnipresentes e inevitables, de los oscuros y los claros, ilustra su fuerte conciencia de modelo poético y adelantan tanto la importancia de la constante auto-reflexiva en el volumen que está por comenzar, como la personal reinterpretación de medio siglo de posicionamientos estéticos que va a tener lugar en ese mismo volumen. Antes de acercarnos al modo en el que Esquilache confecciona y desarrolla este posicionamiento final a lo largo de las Obras en Verso, sería conveniente comparar la síntesis ofrecida en las décimas prologales con el posicionamiento poético sostenido por Esquilache en el prólogo de su otra obra, la Nápoles recuperada, aparecida en 1651, entre la primera y la segunda edición de las Obras, y a la que ya me he referido en anteriores ocasiones. Casi más de la mitad de dicho prólogo está dedicado al problema de la “oscuridad” poética y a la crítica a “los que escriben con oscura novedad”, la misma “nueva secta” de las décimas. El principio de esta parte del prólogo repite, básicamente, aquella huida de las “palabras de ruido” del prólogo de las Obras y su deseo de filiación al clasicismo horaciano: “He procurado también huir de palabras ásperas y ruido, porque dellas dijo Horacio: Projicit ampulas, et sexquipedalia verba” (Prelim. 15r). A partir de aquí el prólogo se convierte en un claro alegato contra el culteranismo. Vuelven las autoridades que, desde la década de los veinte, unos y otros han ido reinterpretando de acuerdo a sus propios intereses poéticos (Horacio, San Agustín, Suetonio o Aulo Gelio) y vuelven los puntos básicos de la discusión: la obscuritas (“mezcladas [las palabras] después con oscuridad, hacen intolerable la locución y aborrecible la sentencia; y los que usan este modo de escribir dicen que son sus versos crespos, y engáñanse, porque no son sino erizados” [Prelim. 15v]), la perspicuitas (“¿qué será, pues, en los versos, donde faltando el lustre natural y careciendo de la perspicuidad que los hace inteligibles y hermosos” [Prelim. 15v]), los neologismos (“Este error ha lastimado a todas las edades,
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habiendo en el idioma legítimo muchas bastardías” [Prelim. 16r]) y la erudición hinchada (“Y la culpa de pasar este engaño en nuestro siglo, nace de la presunción de la ignorancia, que juzga que lo que ella no alcanza es de tan superior estimación, que es corta toda alabanza que en su calificación no gastare” [Prelim. 16r]). A estos puntos añade Esquilache además el del repudio de las “hipérboles imposibles” (Prelim. 16v), relacionado también con la crítica al gongorismo, aunque más pertinente al género épico (sobre todo el de índole tassiana) de la Nápoles. El carácter abiertamente combativo de la crítica contra la “oscura novedad” que arma Esquilache en este prólogo no deja de llamar la atención. Si en las décimas de las Obras en Verso el deseo de justificación de un estilo poético propio parecía querer imponerse a la subordinación al debate cultista, aquí se observa una vuelta al aparato retórico más típicamente antigongorino, como si esa “oscura novedad” supusiera realmente una “nueva” amenaza al estilo clasicista de Esquilache. Creo, sin embargo, que el tono defensivo del prólogo de la Nápoles no respondía al deseo de atacar al culteranismo como “escuela”, ni mucho menos al de retomar las riendas de la antigua polémica cultista, sino que más bien se trataba de una reacción particular ante la publicación de otra obra épica aparecida el mismo año que la de Esquilache (aunque en Granada) y centrada también en la historia napolitano-española: la Neapolisea, poema heroico y panegírico al Gran Capitán, de Francisco de Trillo y Figueroa. La asociación no es caprichosa. Trillo y Figueroa, uno de los más fervientes defensores e imitadores del estilo de Góngora, había comenzado su poema con un largo prólogo dedicado a condenar la “claridad” y la llaneza poética: “Yo no apruebo la oscuridad, empero sí la cultura, y ésta no puede jamás ser clara”, “que el estilo no sea llano, ni común, si no el más relevante y dificultoso”, “Si escribimos claro y fácil con voces ordinarias y comunes, ¿en qué nos diferenciaremos de los prosistas, de los ditirámbicos, cómicos y satíricos?” (13r–17v). En su condena, Trillo y Figueroa no sólo había arremetido contra Jáuregui y Quevedo, sino también contra todos los defensores de la poesía llana, con Lope a la cabeza: Tales Poemas como los de Lope, Arcilla, Rufo, Valdivieso, Zarate, el Pinciano, Cueva, Barahona de Soto, y otros semejantes, bien sean latinos o vulgares de cualquier idioma, son buenos para quien camina a paso llano, sin querer resbalar en parte alguna. Más la cuesta de Elicón mayores afanes cuesta: no es lo mismo hacer versos y ser Poeta, mayormente si son bajos . . . por donde constará cuán fácilmente se engañan los que dicen ser la poesía arte de escribir versos. Y aunque allí, y en esta introducción está dicho mucho esto, ningún lugar es tan excelente a este propósito, como uno poco visto de muchos, que no poco presumen. (24r)
No cuesta imaginar al príncipe de Esquilache incluido entre esos “otros semejantes” y es por ello que la omisión de su nombre en la lista de Trillo (cuando Esquilache no sólo era uno de los más fervientes defensores de la poesía llana, sino también el autor de una propuesta épica estilísticamente contraria a la de
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Trillo) parece más ofensa que respetuoso silencio. El nombre de Esquilache, a pesar de su ausencia, o precisamente por ella, se siente latir bajo las críticas del extenso prólogo de Trillo al estilo llano: Lo cierto es que no se entienden estos Príncipes del Parnaso gran ni locuente, porque ni Horacio, ni Persio, con haber afectado en la sátira primera, que sus versos eran Nisi carmina molli, nunc demum numero fluere, ni otro alguno de no vulgar opinión, quisieron jamás ser con facilidad entendidos. (15r)
La parte más dura de esta crítica iba, además, dirigida contra González de Salas, en concreto contra su Nueva idea de la tragedia antigua a la que, como ya se vio anteriormente, Esquilache había dedicado una décima laudatoria: “Culpan muchos (y más que todos don José de Salas) la cultura de estos tiempos. No es nuevo vituperar lo que debía alabarse . . . Y así será mejor dejarlo en su ignorancia . . . stultitia gaudium stulto” (19v–20r). Desde el punto de vista del Esquilache de las décimas prologales y su intento de distanciarse, poéticamente, del debate cultista, la omisión de su nombre de la lista de poetas dada por Trillo, podría interpretarse como una victoria. Sin embargo, la vehemencia del regreso al antiguo discurso claros–oscuros del prólogo de la Nápoles sugiere que Esquilache sí vio su nombre en esa lista, aunque borrado, minorizado en un “y otros semejantes” del que precisamente intentaba zafarse en las Obras. A ese silenciamiento y minorización parece responder Esquilache con la acusación de “aprovechamiento” (un puente hacia el todavía lejano plagio) con el que concluye el prólogo de su Nápoles: “Y aunque se imprime ahora ha muchos años que está escrito y visto por personas que se pudieron aprovechar de lo que yo primero tuve trabajado en él” (Prelim. 16v). Se trata, en definitiva, de la misma defensa del carácter modélico que Esquilache, desde la perspectiva ahora del poeta laureado, venía a reclamar para sí y para su poética con la edición de sus Obras en Verso. Un lugar en el Parnaso: las Obras en Verso como discurso metaliterario o la construcción de una poética borgiana Hos ego versiculos feci Virgilio. Yo compuse aquestos versos. (Borja, Obras en Verso [406])
Como ya ocurriera con la construcción de la trayectoria poético-moral del Esquilache desengañado, el carácter epigramático del soneto (aunque ahora en su versión satírica y burlesca), y la maleabilidad genérica de la epístola poética, van a ser los espacios estróficos privilegiados por Esquilache para definir los puntos principales de su poética y para reivindicar su lugar y derechos en el espacio literario de la primera mitad del XVII. Tanto ese discurso poético y metapoético como esta reivindicación de la “propiedad” literaria van a estar en gran
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medida determinadas (como adelanté más arriba) por la imposición del culteranismo como “idioma” oficial de lo literario y, quizás de forma más decisiva, por la cercanía de la trayectoria poética de Esquilache a la órbita de Lope. Por ello, creo que es necesario conceder especial importancia a las referencias, explícitas e implícitas, a la polémica cultista en las Obras en Verso, ya que en ellas, en gran medida, se formula el modo en el que las limitaciones del paradigma socioliterario impuesto por el vínculo con Lope fueron reconsideradas por Esquilache como límites creativos de su propia poética. Estas referencias y otras anejas, de carácter metaliterario aunque no necesariamente anticulterano, nos ayudarán a trazar las directrices de esa poética borgiana tal y como su autor la quiso establecer desde el discurso auto-canonizador de sus Obras en Verso. Si tenemos en cuenta que de los ciento cuarenta sonetos que componían esta sección en la edición de 1648 sólo dos se referían inequívocamente a la polémica gongorina, el 135 y el 137 (que en las ediciones de 1654 y de 1663 pasarían a ser el 172 y el 174), habría que comenzar afirmando que o bien la polémica tuvo poca incidencia en la trayectoria literaria de Esquilache (cosa bastante improbable) o que bien Esquilache quiso limitar la incidencia de esa polémica en la cristalización impresa de su trayectoria-poética. Esto último (como hemos acabado de ver en las décimas prologales y como se va a ir confirmando en el corpus de las Obras) parece lo más razonable. Los dos sonetos apenas mencionados aparecen incluidos en una secuencia más amplia (siguiendo la re-ordenación en tenzoni a la que el Esquilache editor suele someter sus composiciones manuscritas) claramente distinguida del resto de la sección por la crítica (socio)literaria que la ocupa. La secuencia completa estaría comprendida por seis sonetos en total, del 169 al 174, aunque ésta podría ampliarse a nueve si incluimos dentro de esa crítica literaria las referencias a la comedia de los sonetos 167 (“Sacó al teatro Mevio una comedia” [84]) y 168 (“Flora del Betis renunció a la orilla” [85]), y si consideramos el soneto 175 (Al sepulcro de un negro enamorado, bebedor, y maldiciente [88]) como una réplica burlesca de la sátira incluida en el último soneto de la secuencia, el 174, dedicado a la muerte de “un andaluz, poeta tosco” (88). Creo que las dos inclusiones están justificadas, ya que, por una parte, la crítica contra la comedia, como principal agente mercantilizador del fenómeno literario, va a ser una constante de la reflexión metaliteraria del Esquilache de las epístolas y, por otra, la continuación temática entre los sonetos 174 (que acaba con un “Si aquí parares caminante” [80]) y 175 (que comienza con un “Detente caminante” [80]) así como la degradación de la sátira en burla a la que invita esa continuidad textual, no pueden ser casuales. El núcleo de toda esta secuencia es el soneto 172, cuyo explícito anticulteranismo se proyecta, en gran medida, sobre el discurso literario desarrollado en el resto de los sonetos de la secuencia: No me canses de hoy más, doña Lucía, hila y no hables, necio culterano, ni asientes en el rostro más la mano, sirviéndote de tez toda Turquía.
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Quien te mete en si el sol, padre del día, ¿es primo de la luna, o si es hermano? Y si es nieto el amor del reino cano, naciendo el fuego de región tan fría ¿a qué Sibila antigua correspondes, creyendo que te influyen las deidades aquestos disparates que respondes? ¿Quién te parló tan fieras necedades? Que tú no las entiendes aunque rondes la noche de las cultas Soledades. (87)
Las vehementes alusiones a la poesía culterana y el resuelto tono satírico del soneto invitan a fecharlo a principios de la década de los veinte, tal vez en el ambiente abiertamente polémico que siguió a la celebración de las justas de San Isidro y que Esquilache vivió a su regreso de Perú. El objeto de la crítica es una de las “bachilleras” culteranas contra las que también había arremetido Lope en sus sonetos y a las que Quevedo satirizaría en La culta latiniparla, catecismo de vocablos para instruir a las mujeres culturas y hembrilatinas (1629).26 Además de las caracterizaciones ya tópicas del culterano, la sátira de Esquilache se dirige contra uno de los puntos más discutidos por defensores y detractores del culteranismo: el furor poético, de índole platónica (“creyendo que te influyen las deidades” [87]) y con él, la ruptura de la medianía clásica ars–ingenium.27 Sin embargo, lo que resulta más significativo del soneto, y lo que más lo acerca a la mirada reflexiva, distante, con respecto al debate cultista que veíamos en el Esquilache de las décimas prologales, es que su crítica diferencia (como había hecho el último Lope) a los imitadores del estilo de Góngora (al “necio culterano” [87]) del maestro, autor de “las cultas Soledades” (87). En este sentido, el posicionamiento estético que acompaña las alusiones de Esquilache al debate culterano en el contexto editorial de las Obras no parece estar solamente dirigido a la reivindicación de una poesía clara y castellana (con la que, de hecho, se venía identificando a Esquilache desde las primeras décadas del siglo), sino también al establecimiento de una diferencia jerárquica entre los protagonistas de un “antes” literario modélico (en el que, por supuesto, se imaginaba el propio Esquilache) y los epígonos-imitadores de un “después” devaluado. Se trata, volviendo a los versos con los que se abría este capítulo, de la misma crítica que, desde la ironía, había hecho Lope-Tomé de Burguillos a la “estimación que se hace en este tiempo de los laureles poéticos” y en la que el “valor de uso” sagrado
26 Los ejemplos en Lope son varios, caso del terceto final del siguiente soneto del Tomé de Burguillos: “Unas voces se inventan y otras caen,/ pues hasta las mujeres andan cultas,/ hurtando a las naciones lo que traen” (Vega 1983: 1415). El título completo de la obra de Quevedo era La culta latiniparla, catecismo de vocablos para instruir a las mujeres cultas y hembrilatinas, compuesto por Aldrobando Anatema Cantacuzano, graduado en tinieblas, docto a escuras, natural de las soledades de abajo. 27 Sobre este punto del debate culterano, ver Roses (111–21).
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del arbusto, representado por Homero y Virgilio, da paso a una devaluación de cambio provocada por “la importuna infantería/ de poetas fantásticos noveles”: “Pedíle yo también por estudiante,/ y díjome un bedel: “Burguillos, quedo: /que no sois digno de laurel triunfante”./ “¿Por qué?”, le dije, y respondió sin miedo:/ “Porque los lleva todos un tratante/ para hacer escabeches en Laredo” (Vega 1998: 750). La crítica específica al culteranismo del soneto 172 se alterna en los sonetos circundantes con otra más general, centrada en ciertos tópicos de índole clásica, como el del poeta pedante o el del mecenas prepotente. Desconocemos la fecha de composición y circulación manuscrita de dichos sonetos, pero no cabe duda de que su disposición en las Obras redefinió su sentido original o, por lo menos, los hizo fluctuar entre la crítica generalizada al poeta pedante y la mucho más concreta al “necio culterano”. Esta crítica relativa que se vincula y desvincula contemporáneamente del debate cultista, se corresponde, de nuevo, con la actitud del Esquilache de las décimas y con su intento de trasladar su claridad poética fuera del cerco histórico de la polémica culterana. Asímismo, ese intento podría también explicar la decisión de Esquilache de no editar otras composiciones en las que la crítica anticulterana, no ya a los imitadores sino al propio Góngora, sí era patente. Es el caso de un soneto inédito, ya mencionado, en el que Esquilache atacaba al Polifemo desde una posición (más cercana a la de Quevedo que a la de Lope) poco común en las Obras y cuya composición quizás haya que relacionar con la publicación en 1629 de El polifemo comentado de Salcedo Coronel: O siempre tenebroso Polifemo Ni es mucho pues si vn ojo tienes solo Donde jamas llego la luz de Apolo Que nunca llega al circular estremo Contra el Idioma natural, blasfemo No miraras de lasso el protocolo Pues deste nueuo en la ambicion y dolo Sus versos mas, que su fiereza temo Qualquier moçuelo que tu Musa inuoque Queda sin que de serlo se auergüençe Poeta culto, de su patria mengua Bueluete a tu debota insignia aloque Y no quieras con rimas en Vascuençe Dexar a malas noches nuestra lengua. (Mejía Sánchez & Ratto 359)
Según los editores del soneto, éste “puede añadirse a los muchos dirigidos contra Góngora por la escuela tradicional y castellana de los Argensola” (Mejía Sánchez & Ratto 359), especialmente al 174 del propio Príncipe, “Yace aquí un andaluz, poeta tosco”, que es justo el último de los sonetos de esta secuencia de seis que aquí se discute: “Yace aquí un andaluz, poeta tosco;/ tosco vuelvo a decir, que no toscano;/ que escribió más espeso en castellano,/ que fue en las barbas sumiller del Bosco” (88). La afirmación de Mejía Sánchez & Ratto, sin
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embargo, debe ser matizada, ya que ambos sonetos, con tener puntos de conexión evidentes, responden a posturas críticas diversas que van de lo concreto a lo general y de lo personal a lo tópico. Ricardo del Arco ya señaló en su momento que “Seguramente no hay alusión personal alguna en este epitafio, aunque es de notar la condición andaluza – como Góngora y algunos secuaces – de este poeta imaginario, hirsuto en sus poesías culteranas, como el Bosco” (Arco 1950b: 119–21). La apreciación de Arco confirmaría ese cambio de actitud del Esquilache editor hacia el debate culterano que se viene señalando en estas páginas. Esquilache, de nuevo, prefiere hacer oscilar su crítica al culteranismo en estos sonetos entre lo concreto y lo generalizado antes que incluir una crítica personal, directa (como en el soneto inédito) que además de endeudar totalmente su autoridad poética con el antiguo debate cultista, habría desentonado con la actitud desengañada, de medianía moral y de modelo literario, desde la que se había propuesto construir su persona poética. Esta misma oscilación crítica la podemos encontrar en los demás sonetos de la secuencia, entre los que se establece una serie de correspondencias temáticas y tonales. Así, por ejemplo, el ya comentado soneto 174 se corresponde perfectamente con el 170 (“Aquí reposa un singular poeta” [86]), otro soneto-epitafio a un poeta muerto en el que la crítica particularizada contra el culteranismo (“Que Mahoma en Arabia con su secta” [86]) se generaliza en la crítica contra el poeta novel (“Que nace de un arroyo en la corriente” [86]), soberbio (“Después osada hiedra, que insolente/ desprecia el olmo” [86]) y rendido al gusto del vulgo (“Trocó por el de cómico su estado” [86]). La crítica a la “latiniparla” vertida en el soneto central de la secuencia, el 172, se repite en el soneto 171, aunque en éste la clara alusión al culteranismo de áquel (a través del “necio culterano” y de la “noche de las cultas Soledades”) es sustituida por una recreación burlesca del mismo personaje, mucho más generalizada: “Déjame Lisis, o daré mas voces/ que da un enfermo con dolor de hijada;/ maldiga el cielo musa tan cansada,/ no me mates a versos, sino a coces” (86). La crítica a la pedantería con la que acaba el soneto (“No mendigues de hoy más entre pendates” [86]) es también el objeto principal de la crítica del primer soneto de la secuencia, el 169, en el que el lugar de la “latiniparla” lo pasa a ocupar otro de los tipos más concurridos de la sátira y burla barroca, el gramático pedante. Como en los demás sonetos de la secuencia, también en este soneto convive la crítica general al “pedante meritísimo” con la mención implícita al culteranismo en el “de la secta de los Griegos Pitagórica” (85) y, sobre todo, en la parodia antigongorina de la rima esdrújula y los superlativos (gramática / retórica / meritísimo / teólogo / espátula): “Todo es nada, pedante meritísimo,/ aunque parezca del mayor teólogo/ tu venerable calva y tu carátula./ Y para aquel mecenas barbarísimo,/ es tu invención mayor que de un astrólogo,/ y tu ingenio más romo que una espátula” (85). Este motivo último del mecenas se va a ampliar en el quinto soneto de la secuencia, el 173. La sátira literaria se reduce en esta ocasión al primer verso, aunque no por ello deja de ser menos significativa, ya que de lo que se trata es de identificar, con una sola pincelada, al estereotipo barroco del noble diletante:
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“No hay arte como el mío en toda España” (87). No se trata, sin embargo, de ninguna autoparodia, ya que la sátira de Esquilache va dirigida, precisamente, contra la devaluación social y cultural del amateurismo aristocrático de raíz garcilasista, acelerada con la aparición de la nueva nobleza y la imposición de los nuevos hábitos urbanos a los antiguos cortesanos: “Sé mucho de linajes, y en el mío/ soy por mis grandes partes el primero,/ aunque en nobleza al tiempo desafío./ Subo al Retiro en coche por enero,/ y en él bajo también por julio al río;/ y sobre todo soy gran majadero” (87). Al posicionamiento estético de esta secuencia de seis sonetos, en la que Esquilache “edita” su antigua relación con el debate cultista desde la superación final del desengaño moral y literario, hay que sumar otros dos sonetos añadidos en la edición de 1654. El primero de ellos se editó con el título de “A un gramático presumido” y apareció como el número 64. Su conexión con el soneto 179 es clara, ya que también aquí se trata de satirizar a un “gramático pedante”, “vertiendo siempre griegos y latinos” (33). El segundo se editó con el número 179, al final casi de la sección dedicada a los sonetos, y completando la sátira a las “bachilleras” que Esquilache había comenzado en los sonetos 171 y 172. La Lisis y la doña Lucía de esos sonetos se convierten ahora en la “loquiculta”, “bachillera que resulta/ de leer comedias” (90). Ni en uno ni en otro soneto existen referencias directas o personalizadas al culteranismo, aunque éstas se pueden inferir al ponerlos en relación con los sonetos de la secuencia arriba comentada. De este modo, Esquilache reafirma desde la segunda edición de las Obras su deseo de mantener el debate culterano visible e invisible al mismo tiempo, haciendo recordar su protagonismo en la antigua polémica, pero acomodándolo a la genealogía clásico-castellana de su propia poética de la claridad. Las escasas referencias en los sonetos a la nueva poesía, así como lo limitado del discurso literario y metaliterario en esta primera sección de las Obras, se contrapesa con el protagonismo del que va a gozar en la sección epistolar tanto este discurso como el posicionamiento crítico con respecto al culteranismo. Como ya vimos en el capítulo tercero, por la sección epistolar pasan todos los nervios del proceso auto-representativo que implicó la edición de las Obras en Verso. Esquilache se ubica en sus epístolas en la periferia voluntaria del desengaño y desde allí, y a través de una mirada elegíaca, moralista y, en ocasiones, satírica, “simula” culminar y clausurar su amateurismo con el arrepentimiento y el abandono de la práctica poética, tal y como asegura en la última carta al padre Cosme Zapata: “muda la voz, la pluma arrepentida” (249). Hay que volver a insistir en que, más allá del topos, esta simulación es crucial para la consecución del proyecto lírico de Esquilache, el cual, como atestigua la meticulosa edición de las Obras, implicaba una relectura del antiguo rechazo amateur de la carrera literaria desde la nueva perspectiva del poeta laureado. Es por ello que el discurso metapoético a través del cual el príncipe de Esquilache reclama su derecho (crítico y creativo) a lo literario, va a ocupar un lugar preeminente en la sección epistolar, y es también por ello que la constancia, casi obsesión, de esa reflexión metapoética, se va a intentar incorporar al gesto definitivo del desengaño asociándola, en muchas ocasiones, con el carácter parentético y accesorio, tan
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cercano al desprendimiento amateur, de la digresión epistolar. Así ocurre, por ejemplo, en la carta primera, en la que tras discurrir extensamente sobre los malos efectos literarios y morales de los cómicos, los discursistas y los arbitristas, Esquilache se interrumpe exclamando, “¡Oh cuántos más mi digresión molestan!” (187); en la carta segunda, en la que la reflexión metaliteraria se “parentetiza” constantemente a través de la autocensura (“Ya al cómico favor solté las riendas”, “Dejemos esto aquí . . .” [189]); en la tercera, en la que la queja al “granizo inmenso de poetas” se cierra con un “Si estáis de tanta digresión cansado,/ al principio me vuelvo de la carta,/ a cumplir con sus preceptos obligado” (199); en la cuarta, donde la crítica contra los “ingenios cultos” se interrumpe con un “Y vuelto ya el discurso a su corriente” (203); o en la quinta, donde la condena de los jóvenes poetas se ataja con un “Mucho en volver a mi principio tardo” (213). Ni que decir tiene que la declarada marginalidad de estas digresiones es inversamente proporcional a su no declarada centralidad discursiva, y que si de algo sirven los paréntesis en los que Esquilache con frecuencia encierra sus reflexiones y críticas (estéticas y sociales) sobre la situación de lo literario es, precisamente, para subrayar la continuidad y persistencia de su conciencia autorial por encima de cualquier otro discurso. Como en el caso apenas visto de los sonetos, la polémica culterana va a actuar, casi por defecto, de referencia gravitacional de la mayoría de las reflexiones metaliterarias incluidas en las cartas (indistintamente de que su fecha original de composición fuera anterior a la polémica) y, como en éstos, el efecto surbordinante de esa polémica se va intentar paliar incorporándola a una poética borgiana de genealogía propia. La voz lírica de la primera carta representa la confluencia del amateurismo aristocrático garcilasista (el mismo que se asegura abandonar en la carta final) con la crítica moralizante del modelo amateur argensolino: “Pretendo que este pliego se consuma/ mostrándote verdades y escarmientos,/ tomando ahora la espada, ahora la pluma” (181). De hecho, el Esquilache consejero de esta carta (“Mandas, o Fabio amigo, que te escriba,/ o por mejor decir que te aconseje” [179]) parece dialogar con el Bartolomé de Argensola de la epístola al conde de Valderreis a la que Esquilache hace explícita referencia en su carta segunda a ese mismo conde. Y ello no sólo por el tono moralista y admonitorio, sino también por la crítica a la vida cortesana que ocupa el grueso de las cartas de Esquilache y de Argensola y por ciertas coincidencias puntuales en la elaboración de esa crítica.28 La declaración de principios del Esquilache de la primera carta responde, en gran medida, a la crítica lanzada por Bartolomé Leonardo en su carta a Valderreis contra la degradación del antiguo modelo del aristócrata amateur. En ella, Argensola recordaba la antigüedad y necesidad del vínculo entre aristocracia y
28 Caso, por ejemplo, de la referencia a la “histrionisa”. El “hubo mimos, bailó la histrionisa” de la carta de Bartolomé Leonardo (1974: I, 111) halla su eco en el “Así a cebarme vuelvo en las holandas/ y telas, que vistió la histrionisa,/ porque bailó a señor dos zarabandas” de la carta de Esquilache (Borja 1663: 183).
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artes liberales, y lanzaba una dura crítica (estrictamente humanista en lo que tenía de “condena caligráfica”) contra el abandono de ese vínculo por parte de los nobles cortesanos españoles: ¿No ves llorar las artes liberales (que este nombre les dieron porque en ellas se ejercitaban hombres principales) de que hagan sacrilegio el recogellas ni en un zaguán? Y así, como en extraña región, vierten en vano sus querellas. El gran Cipión solía en la campaña, peleando, oponerse al sol y al hielo, como lo saben África y España; Y se preciaba de saber del cielo causas y efectos y la agreste ciencia que fructífero vuelve el rudo suelo. ... Y entre nuestros preciados españoles, no robustos ni dados al trabajo, ni curtidos por hielos ni por soles, el que con traza escribe es hombre bajo, y estiman por ilustre al que figura por letras unos pies de escarabajo. (Leonardo, Bartolomé 1974: I, 110)
A la luz de estos versos, se percibe con mayor claridad lo que de autodefensa y contrapropuesta ejemplar tiene el posicionamiento estético-moral implícito en el “tomando ahora la espada, ahora la pluma” del Esquilache de la primera carta. La misma escritura de la epístola y su vocación moralizante permiten a Esquilache presentarse como la restauración de aquel perdido vínculo arte–aristocracia, al tiempo que autorizan su propia crítica literaria y política. Ésta se va a centrar, por una parte, en la desestabilización que para el antiguo sistema aristocrático supuso la llegada de la nueva nobleza letrada, a la que se personaliza en la epístola en las referencias a los letrados y arbitristas (“autores de infernales laberintos” [186]) y, por otra, en la desestabilización que para las antiguas jerarquías literarias estaba suponiendo el avance mercantilista del teatro, al que Esquilache resume en un tajante “Todo es comedia ya, todo pesquisa” (184). La referencia a la polémica cultista está, por tanto, ausente en esta carta, en la que Esquilache, como ya había hecho en los sonetos 167 y 168 (ambos relacionados con la secuencia de sonetos metaliterarios antes comentada) dirige su crítica contra el avance de la comedia en particular y, en general, contra la diversificación del campo literario (“donde son poetas todos” [184]). Hay que recordar que la crítica a la comedia y a su popularidad no fue infrecuente en la época, especialmente durante la primera década del siglo, como muestra, por ejemplo, la primera parte del Quijote. En ello tuvo que ver no poco el fuerte posicionamiento estético y social sostenido por Lope en su Arte Nuevo de hacer Comedias, y el papel protagonista que en éste se le concedía al “gusto del vulgo” en el devenir
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de lo literario. En este punto, como no podría ser de otra forma, Esquilache se distancia claramente del ámbito poético del Fénix. Esta distancia se hace más explícita en la carta segunda, la dirigida al conde de Valderreis, donde la reflexión en torno a lo literario (ya no sólo limitada a la crítica a la comedia) ocupa la mayor parte de la epístola. Aunque ésta comienza refiriéndose a la famosa carta de Bartolomé Leonardo al conde de Valderreis, el modelo epistolar argensolino está mucho más presente, como ya he señalado, en la primera carta que en esta segunda. Su presencia en esta carta es más inevitable que buscada y es por ello que el “amor me lleva, y la razón me aparta/ de adulterar pisadas tan valientes” de los primeros tercetos (187), hay que tomarlo más como un exorcismo poético que como la invocación de un tutelaje literario. A través de ese exorcismo, Esquilache quiere subrayar la ausencia de afectación o imitación en su borronismo, en la actitud desengañada y en la crítica moralizante (rasgos tan inequívocamente argensolinos) que exhibe la voz lírica protagonista de esta carta, y presentarlos, en cambio, como actitudes naturales de su propia poética. La referencia a la carta de Argensola, compuesta en 1600, y la clara alusión al Lope del Arte Nuevo (“que vistes ya de un español Terencio,/ licencias de poética arrogancia” [189]), difundido a partir de 1606, invitarían a fechar la carta de Esquilache a finales de la primera década del siglo. Como ocurría en la primera carta, Esquilache también arremete aquí contra la vulgarización de lo literario y la alteración de los modelos poéticos tradicionales a la que condujo la popularidad de la comedia: “Plautinas son, señor, las musas nuestras:/ Virgilio vive sólo en sus cuadernos,/ las tablas han vencido a las palestras./ Hay nueva locución, tropos modernos;/ y llaman nuestros cómicos laureles/ al verso con muleta, afectos tiernos” (189). Las también claras alusiones a la polémica cultista en esta carta, sugieren, por otra parte, que su fecha de composición no debió ser muy posterior a 1613. Éstas comienzan en el cuarto terceto y presentan a un Esquilache completamente comprometido con la tradición lírica castellana (“De pie en los linderos castellanos/ . . . / con puros versos en cultura llanos” [188]) y opuesto al avance del culteranismo. De éste se critica su oscuridad (“A nadie en ellos de entenderme privo,/ y si es fácil no llaneza tanta,/ pruebe la mano el culto mas altivo” [188]),29 sus “voces erizadas” (188) y la ruptura del cortesanocastellano equilibrio res–verba (“Y armar los versos de palabras solas,/ es hacer la comida de minestras,/ y no de las viandas españolas” [188]). Para autorizar, estética y moralmente, su condena del avance del culteranismo y, en el otro extremo, de la “democratización” del espacio literario con el encumbramiento de la comedia (“que más quiero vivir desigualado,/ que con las igualdades ofendido” [192]), el príncipe de Esquilache necesita poner en 29 Sebold se refirió recientemente a estos versos a propósito de la “facilidad difícil” en poesía: “Precepto sano expresado en versos despreciables, pero al menos en su tiempo el olvidado poetastro ayudaba a conservar el principio de la facilidad difícil” (445). El autor, sin embargo, no sólo no aclara las razones de su valoración estética (“versos despreciables”, “poetastro”), sino que además confunde a Esquilache con el conde de Valderreis, a quien atribuye erróneamente los versos.
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perspectiva la variedad lírica y la profundidad vivencial de su trayectoria literaria. Y lo hace, por una parte, recordando su producción más inequívocamente amateur (y refiriendo a la vez al lector a la nutrida sección romanceril de las Obras) y, por otra, confirmando la transformación del carácter ornamental, de juego cortesano, de ese amateurismo de juventud en una práctica poética que es ya “estilo” propio, voz individualizada y esencial: No es mi musa rígida que espanta con voces erizadas, con horrores, ni sólo al son de la guitarra canta. Que si en su verde edad cantaba amores, tal vez calzó también coturnos de oro la que calzaba abarcas de pastores. Que un grave estilo, fácil y sonoro no es cosa que se imita, ni se aprende, ni está del pedantismo en el tesoro. (188)
Las referencias en esta carta a los principales puntos de la polémica culterana devuelven la crítica metaliteraria de Esquilache al ámbito de la secuencia de sonetos vista anteriormente y, como ocurría en el caso de éstos, determina la dirección del resto de las críticas metaliterarias vertidas en la sección epistolar. Sin embargo, y como vimos que también ocurría en aquella secuencia, Esquilache procura que su vinculación con la polémica culterana no sea nunca tan rígida como para anclar su proyecto lírico en los márgenes de la anécdota históricoliteraria, ni tan flexible como para no poder identificarlo como uno de los más firmes continuadores de la tradición lírica castellana y, por ende, de los más firmes detractores del culteranismo. La antítesis “vejez–juventud” en la que se inscribe toda la carta tercera, y según la cual un Esquilache “de paso lento y tardo” se dirige a un marqués de Palacios de “juveniles bríos” (201), sirve también de fondo para la reflexión metaliteraria que tiene lugar en ella. Desde el espacio moral de la experiencia vital y poética, Esquilache se suma a una crítica cuya urgencia (como se vio en el capítulo primero) fue creciendo paralela a la necesidad de controlar las fronteras y jerarquías del campo literario: la de los demasiados poetas. Esquilache opone así la singularidad y antigüedad de su trayectoria literaria a “tanto poeta nuevo romancista”, y trata de defenderse del “granizo inmenso de poetas” invocando el reconocimiento de la autoridad de su trayectoria intramuros de lo literario (198–9). Es precisamente esa autoridad la que permite a Esquilache condenar el estilo de esos nuevos romancistas e identificarlo con los excesos del culteranismo, fundamentalmente con la alienación de la res en favor de la verba y la desviación del modelo castellano. Ni que decir tiene que esa crítica, cuyo anticulteranismo parece hacerse explícito versos más adelante con la mención, sinecdóquica, de una “bobiculta” (“donde una bobiculta se despliega” [201]), remite directamente a la sección romanceril de las Obras, a la cual se propone como modelo de esa tradición castellana desvirtuada por la renovación-mecanización cultista:
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Todo es cristales, perlas y diamantes, que son de mercaderes portugueses más que de mercader de consonantes. Todo es follaje, tajos y rebeses, y en su lenguaje bárbaro perverso es lustro cierto número de meses. Su estilo tienen por lucido y terso, y fundan su virtud en las palabras que tienen más de ensalmo que de verso. (198)
La posición de Esquilache con respecto a esa renovación cultista, se vuelve particularmente defensiva en la carta cuarta. De hecho, la crítica al avance del culteranismo en detrimento de esa línea poética clara y de inspiración castellana de la que Esquilache se siente heraldo, se centra aquí en la crítica abierta, e incluso personalizada, al gongorismo. Para empezar, el destinatario de la carta era un declarado admirador, protector e imitador de la poesía de Góngora, y este es un dato que Esquilache no oculta, sino que expone abiertamente en la epístola. Se trata de Francisco de Castro, primo de nuestro autor y conde de Lemos a partir de 1622, tras la muerte de su hermano Pedro, y hasta 1629, año en que se ordena agustino y pasa a llamarse Agustín de Castro. Con el nuevo nombre religioso firmará la censura de las Obras en Verso en 1639 y el prólogo de la Nápoles en 1651. El hecho de que la carta esté dirigida al todavía “conde de Lemos, don Francisco de Castro” y el carácter urgente y defensivo de la crítica de Esquilache con respecto al culteranismo, invitan a fecharla después de 1623, en el contexto del recrudecimiento de la polémica gongorina tras la publicación de las Justas de San Isidro (1622), del prólogo a Esquilache en La pobreza estimada (1624) y de La Circe de Lope (en la que, recordemos, se incluía una égloga de Esquilache como ejemplo del estilo claro castellano), del Discurso poético, del Antídoto y del Orfeo (1624) de Jáuregui y de la difusión de la Aguja de navegar cultos (1625) de Quevedo. La referencia al viaje de Felipe IV a Zaragoza (“Partió Filipo a la ciudad, que el Ebro/ por verdes campos dilatado baña” [204]) invita, efectivamente, a fechar la carta a comienzos de 1626.30 La epístola se abre con una curiosa apropiación del vocabulario poético gongorino. El “grave estruendo”, las “mudas soledades”, el “bárbaro culto”, las “rústicas deidades”, el “bulto” de los tres primeros tercetos, conducen inevitablemente al lector al radio de influencia del culteranismo (202). Esquilache, sin embargo, se apresura a “corregir” y explicar la naturaleza de esa apropiación, presentándola, por una parte, como un ejercicio de estilo que pretende demostrar el mecanicismo de la imitatio culterana y, por otra, como un contra-ejemplo del estilo, claro y castellano, en el que se desenvuelve, superando el culteranismo de los primeros versos, el resto de la epístola. En esta interesante correctio metaliteraria que inicia el “Mas ya la ociosa digresión corrijo”, Esquilache condena, parodiándolo, el estilo de la nueva poesía, al que se compara más adelante con 30
Este viaje de Felipe IV a Zaragoza se produjo el 7 de enero de 1626 (Elliot 2004: 293).
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el “horrido bosquejo” del Greco y al que se le opone, “vuelto ya el discurso a su corriente”, la musa castellana de Garcilaso: Mas ya la ociosa digresión corrijo, medroso de incurrir en discursante, si a buen librar escapo de prolijo. No escribo yo durillo relevante, ni sólo imitaciones de latinos sin que a más el ingenio se levante. Los versos han de ser cristalinos, que como el Sol se muestra en el espejo en ellos se han de ver rayos divinos. Que escriba a lo moderno le aconsejo al que aplausos inútiles pretende, y al Greco imite el horrido bosquejo, que el uso ahora estas durezas vende; porque es tan presumida la ignorancia, que sólo estima aquello que no entiende. No tan veloz pasará por la Francia correo prevenido y diligente, cargado con avisos de importancia, como yo por la crítica elocuente de ingenios cultos mis tercetos paso. Y vuelto ya el discurso a su corriente, bendigo al venerable Garcilaso, sagrado de las musas castellanas, que llora España en su mortal ocaso. (202–3)
La crítica anticulterana se completa más adelante con la alusión al gongorismo del destinatario, Francisco de Castro, y a su protegido, Góngora, “al que dáis solo nombre de poeta”. Como viene ya siendo usual en su posicionamiento estético, Esquilache intenta buscar un término medio que, sin velar la vocación clara, castellana, de su poética, no la detenga en los márgenes de la polémica gongorina (como sugiere la metáfora apenas vista del correo veloz, “prevenido y diligente”), sino que logre individualizarla, aliviarla de deudas poéticas demasiado pesadas. Del mismo modo, y como también viene siendo ya usual, Esquilache se va a valer del distanciamiento moral que le otorga el desengaño para autorizar el perspectivismo, la medianía de su posicionamiento estético. Es por ello que la alusión al gongorismo de Lemos viene antecedida por un autorretrato de Esquilache como poeta teólogo, de inspiración montaniana: Parece, amigo Conde, que os escribo, como pudiera un Padre Anacoreta, después que lejos de embarazos vivo. No admito ya la crusca, ni la seta del griego Homero, ni a seguir me obligo
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al que dáis solo nombre de poeta. Monseñor de la casa, vuestro amigo, tan lleno de arte y tan desnudo el arte que fue del duro natural testigo, con gran primor la fábrica reparte, más luego que asentó la cantería, dejó las cimbras en la misma parte. No quiero siempre horror y valentía: grave, sonoro y elegante estilo es lo que aplaude la ignorancia mía. No ignoro lo que es Despotos y Asilo, y a Persio, por Jerónimo arrojado, a veces los secretos despabilo: más no por eso vivo empapelado con tantos latinismos, escribiendo versos de versos a robar forzado. Ser todo imitación, no lo defiendo, y acuérdome de Horacio la reglilla que acusa tanto este engañoso estruendo. Saber latín no es grande maravilla, porque es lo mismo que entender un griego nuestro vulgar romance de Castilla. (205)31
El distanciamiento moral y estético de la carta cuarta es subrayado por la distancia física en la quinta. Esquilache, desde los “márgenes del Turia”, se dirige a un “amigo Fabio”, ubicado en la Corte (212). Amparado en esta descentralización geográfica (“Cuando en diversos reinos nos hallamos” [218]), Esquilache construye una amplia crítica moralizante que va desde la revisión del pasado y presente políticos del imperio, a la trayectoria personal política y poética hasta, por supuesto, la reflexión sobre el estado de lo literario. La suerte política del imperio y la del propio Esquilache se unen en una sola trayectoria trazada desde un presente nostálgico hacia un paso glorioso y cuyo punto de inflexión es la muerte de Felipe III: “Así miré de mi dolor vestidos/ los verdes campos, donde vi la gloria/ de aquellos siglos por su mal perdidos./ Y en ellos de Filipo la memoria,/ que en dulce paz, y justa maravilla/ vivirá sin lisonjas de la Historia” (213). La alusión al fracaso de la campaña de Flandes invita a fechar ese presente nostálgico (y punto de irradiación político-moral de la crítica) alrededor de 1640: “¿Quién vio el peligro del honor de España/ y vio con qué surtida tan diversa/ nació y murió de Flandes la Campaña?” (216). Lo tardío de la fecha ayuda a
31 A propósito del último terceto, recordemos la estrecha vinculación del latín con la poética cultista, antes incluso de los poemas mayores gongorinos, como demuestra, por ejemplo, el Libro de la erudición poética de Carrillo de Sotomayor. Villamediana dedicaría un soneto en latín en alabanza a Góngora y éste haría lo mismo en otro soneto a la Retórica de don Francisco de Castro, el destinatario de la carta de Esquilache, “Ad Franciscum de Castro, ex societate iesu, epigramma” (Góngora 2000: I, 660).
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entender la escasa resonancia de la polémica gongorina en la reflexión metaliteraria de estos versos, sobre todo, si la comparamos con la militancia anticulterana de la carta anterior. De hecho, ésta parece reducirse a las “incultas soledades” desde las que Esquilache asegura escribir, invirtiendo, moral y estéticamente, el sentido cultista que acompañaba a las “soledades” desde 1613. La preocupación literaria del Esquilache de esta carta está más dirigida a posicionarse, jerárquicamente, con respecto a las nuevas generaciones poéticas que a regresar a la diatriba anticulterana. Ese posicionamiento tiene lugar, como ya ocurriera en la carta tercera, a través de la denuncia de la superpoblación del campo literario (y, por ende, su vulgarización) y del reclamo, de nuevo, de la autoridad del modelo romancista borgiano: No bajo ya a la fuente mi ganado, (pastor de tantas voces y guitarras) tan bien oído, como mal cantado. ¿Qué es ver en un cabildo de cigarras desgreñar lo peinado de un romance tenidas por suaves y bizarras? No hay dar al gusto irregular alcance, pues al son de una jácara bufona no hay necio que no salte, aplauda y dance. O ya porque no falta quien lo abona, como todo mozuelo es ya poeta, es música vulgar toda fregona. Porque lo dicen cuatro, los respeta el vulgo ciego, y aun el mismo Apolo les da los consonantes por receta. (212)
Esquilache vuelve a manifestar su inquietud por la situación de lo literario en la carta dirigida al hermano mayor de Francisco de Castro, Pedro, conde de Lemos, destinatario también de la última de las elegías de las Obras y de varias cartas de Esquilache desde su virreinato en Lima. La noticia final al favor del de Lemos a Esquilache (“que como fui de vos favorecido” [228]), la petición de éste de dar celeridad a ciertos asuntos (“Sólo (Señor) en mis negocios pido/ la brevedad forzosa” [228]) y la mención a los hermanos Argensola en la relación con Lemos (“Al Retor y a Lupercio me remito” [228]), invitan a fechar esta carta alrededor de 1613. Es éste el año de la muerte de Lupercio, al que Lemos, junto con Bartolomé, había llevado a Nápoles tras su nombramiento como virrey en 1608. Es también el año en el que le fue concedida a Esquilache la capitanía general en la Sicilia de Lemos y en el que comienzan a conocerse en la corte los dos grandes poemas gongorinos. Por tanto, para entender el posicionamiento poético de esta composición (la séptima en la sección epistolar) hemos de regresar en el tiempo unos trece años (con respecto a la carta a Francisco de Castro) y situarnos en el comienzo de la polémica cultista. La postura poética del Esquilache de esta carta, dirigida, de forma general, contra el pedantismo latinizante y las “novedades insolentes”, caza bien con el deseo
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de distanciamiento de la polémica culterana que se percibe en el proyecto editorial de las Obras. Vista en su contexto original de escritura, sin embargo, esa misma crítica sugiere, por una parte, la preocupación por un espacio literario en vísperas de una drástica transformación y, por otra, la precaución y firmeza con la que comenzó a reaccionar el “frente” castellano ante esa transformación: ¡Oh siglo injusto, autor de maravillas, padre de novedades insolentes! Que es mengua hacellas y peor dezillas, a todos hallaréis tan diferentes, que hay en Madrid más cacos y sinones que tiene el Asia variedad de gentes. Más no quiero rayas y hacer borrones, por no sacar después en larga suma los vicios de otros bárbaros poltrones. (226)
La sección epistolar de la primera edición de las Obras (la de 1648) contenía sólo ocho cartas y se clausuraba con la carta a Bartolomé Leonardo de Argensola, compuesta a finales de la primera década del siglo y en la que la reflexión metaliteraria se concentra más en los vaivenes genéricos de la composición en si (“A sátira encamina esta doncella”, “Va de sátira pues, aquesto es hecho”, “Vamos sátira, o carta, más despacio” [229, 232]) que en la demarcación de una postura estética general. Claro está que el hecho de clausurar la sección epistolar con una carta dirigida a Bartolomé Leonardo de Argensola (a pesar de su temprana fecha) era un posicionamiento estético y moral de primer orden que implicaba una obvia filiación con el modelo clasicista horaciano-argensolino y un consecuente rechazo de los extremos de la novedad culterana. Las tres cartas que Esquilache añade a la sección epistolar en la edición de las Obras del 1654, sobre todo la novena y la undécima, subrayan la voluntad del Esquilache editor de establecer su estética más allá de los márgenes de la antigua polémica cultista. La carta IX está dirigida al sexto duque de Alba, Fernando Álvarez de Toledo, y su fecha de composición debió girar en torno a 1650, a juzgar por la referencia a la reconquista española de la isla de Elba, la cual tuvo lugar en ese mismo año: “Nuevas vinieron de Toscana, y buenas,/ pues ya la Elba ocupa nuestra gente/ y el puerto las Católicas enseñas” (242). La mirada nostálgica al pasado literario y el autorretrato de Esquilache como poeta aislado en medio de las nuevas generaciones poéticas, que entreveíamos en cartas anteriores, es aquí mucho más patente, pues esa era, en realidad, la situación de Esquilache a mediados de siglo, con toda la generación poética de finales del XVI prácticamente desaparecida. La contraposición entre las nuevas “dulces plumas naturales” y los “cisnes” de aquella generación (entre los que Esquilache, sin duda, se imagina) da pie a una crítica que tiene más de paternalista y de asumido modelo poético, que de correctivo satírico anticulterano: Talía, que a los doctos fue propicia, es media de un mal de primavera
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que peca en cantidad más que en malicia. Si ya, como otros tiempos, asistiera a tantas dulces plumas naturales, con más honor y más quietud vivieran. Del Tajo celebraran los cristales, que bienaventurados llama Ovidio, pues no le son los de Menandro iguales. Aquestos Cisnes con razón envidio, que en la vida pudieron y en la muerte dar a extranjera presunción fastidio, que hasta el idioma natural pervierte. Ni pueden (que es inmensa la distancia) hacer en versos cándidos y llanos palabras desmedidas consonancia. Las injurias, a rústicos villanos palabras sólo oí llamar mayores, más no las de los versos castellanos. (238–9)
De hecho, el remedio que Esquilache propone a esas “palabras desmedidas” y perversión del “idioma natural”, evita los ya tópicos puntos del debate cultista y vuelve a la mucho más general y unánime defensa clásica del decoro horaciano: “Pues unos que se precian de pintores/ y ponen sin discurso ni recelo,/ en marzo frutos, y en diciembre flores,/ ni el cierzo temen, ni el rigor del hielo,/ y de ellos dijo Horacio que pintaban/ en las olas ciprés, nave en el suelo (239).32 La actitud aparentemente tolerante y comprensiva hacia la poética culterana exhibida en esta carta no sólo está presente en la apropiación de ciertos términos gongorinos emblemáticos (caso de “cristales”, “cisnes” o, de forma mucho más llamativa, el “lustros” del último verso que tan puntualmente se había atacado en la carta tercera al marqués de Palacios), sino también en el estoicismo en el que se apoya Esquilache para salvar sus Obras de la sospecha del rencor o, como él mismo afirma, de la venganza. No se trata, en absoluto, de una conciliación estética con el culteranismo, sino de un último intento de desvincular las Obras del fragor de la polémica culterana y de ubicarlas en la esfera canónica, ajena a modas, en la que ya residían las obras de Lope, los Argensola, Góngora o Quevedo: Si por aquí camina la corriente, ni cuentos yo, ni sátiras escribo, ni es razón que las haga, ni los cuente. En otras cosas de escribir me privo, que mis años no son para pendencias, y así con ellos y sin ellas vivo.
32 Esquilache se refiere aquí a la ubicua Ars Poetica de Horacio: “Et fortasse cupressum/ scis simulare: Quid hoc, si fractis enatat espes/ navibus aere dato qui pingitur?” (Orazio 468).
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Y como no me valen las licencias que dieron a las plumas las edades, ni absuelvo, ni condeno en las sentencias. Muchos censuran hoy las novedades: tendrán razón, y para hablar en todo los mueven más venganzas que verdades. Yo con el tiempo mismo me acomodo: lo bueno alabo, lo siniestro callo, y estudio siempre en acertar el modo. (241)
De que no se trata de un intento de conciliación del último Esquilache con el culteranismo, sino más bien del deseo de ver confirmado el valor modélico de su poesía, cifrado en el rechazo inflexible de lo novedoso y la defensa de una claridad clasicista-castellana, da fe la última de las cartas, la dirigida al padre Cosme Zapata. Dicha carta, compuesta también en el breve arco temporal que separó a la primera de la segunda edición de las Obras, circuló en separata impresa junto con la respuesta de Zapata, lo cual confiere aún más relevancia a su carácter testamentario, clausurante, y al posicionamiento estético y moral que en ella se defiende. Como vimos ya en el capítulo anterior, ese posicionamiento moral está directamente asociado con la consumación del ciclo amateur que Esquilache asegura alcanzar en esta epístola con el arrepentimiento y abandono final de la poesía. Sin embargo, y como también quedó ya visto, la consumación de ese ciclo implicaba, en realidad, la afirmación de su constancia (o de su deseo de constancia) en la página impresa y, a través de ella, en el Parnaso castellano, desvelándose así el carácter “performativo”, simbólico, de aquel arrepentimiento y abandono. Es por ello por lo que Esquilache dedica buena parte de la carta a defender su proyecto literario y a establecer los límites de su estilo, haciendo confluir en un último posicionamiento las diversas reflexiones metaliterarias de su extensa trayectoria poética. En esta última (desde el punto de vista de la vida de Esquilache) y central (desde el punto de vista de la ordenación de las Obras) declaración literaria, se resumen y confirman las características fundamentales de la poética borgiana que se han venido acumulando en el resto de las epístolas. De ellas, Esquilache destaca la medianía y la claridad y, a través de éstas, la oposición al extremismo culterano: “Por el camino medio me acomodo,/ no escribo culturismos elegantes,/ sí, a buena luz, y sin humilde modo” (254). Como el mismo autor se encarga de hacer notar, en esta confirmación final de la constante anticulterana, importa más la defensa de la fidelidad (por encima de modas y gustos) a ciertos parámetros poéticos (claridad, medianía, castellanismo) que acaban convirtiéndose, en virtud de esa constancia, en distintivos de una poética propia, que la condena del culteranismo y la consecuente subordinación de esa poética a esta condena: “Por más que achaques y años me fatigan,/ entre ellos sentiría que mis versos/ de sus antiguos números desdigan,/ y habiendo sido cándidos y tersos,/ por oscuros, o flojos, o erizados/ al gusto sean, y al juicio adversos” (250–1). Por otra parte, esta última carta sirve a Esquilache para, parafraseando a Alain Viala, afirmar la escritura como rasgo distintivo y definitivo de su identidad
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social: “De mi quietud los años entretuve/ estudiando, escribiendo el tiempo todo” (254). De este modo, Esquilache intenta justificar su trayectoria literaria y la cristalización de esa trayectoria en las Obras en Verso como un doble servicio: político (al estado) y poético (a la República de las Letras). Para hacer efectiva esa justificación, Esquilache, remitiéndose a la formación humanista del noble amateur de finales del XVI y proponiendo a éste (a sí mismo) como ejemplar encarnación del res–verba clásico, revela, por una parte, todo el capital simbólico transferido e invertido en la consecución de las Obras y, por otra, la transformación de sus propias Obras en ese mismo tipo de capital: “Amigos doctos pongo por testigos,/ que consulté, si para errarlo tuve/ malo el ingenio, y malos los amigos./ . . . / Más letras tengo yo que consonantes,/ y en estudios profanos y mayores,/ maestros vuestros me aprobaron antes” (254). Por último, Esquilache vuelve a llamar la atención sobre el metro más visitado en sus reflexiones metaliterarias, el romance: Del Tajo y Manzanares los pastores canté otro tiempo al son del instrumento que me pidió ternuras y verdores. Y que me dejen ya tan poco siento, y el romance aliñado no decoren, y por suyo pase les consiento. No recelo que a voces le desdoren cantando mal, y tomo por partido que no me canten, como no me lloren. (254)
Por supuesto, el estoicismo con el que Esquilache asegura entregar sus romances a la emulación y al olvido sirve para justificar, muy à la Lope, su orgullo autorial como romancista y el valor referencial, modélico, que se quiere hacer ver en éstos dentro de su género. De hecho, la sección dedicada a los romances (humanos y divinos) en las Obras en Verso va a ser la más extensa, incluyéndose 235 composiciones en la edición de 1648 y ampliándose hasta 286 en la edición de 1663, con lo que se deja así constancia de la transformación de aquella materia de juventud, típicamente amateur, en materia canónica. Si se observan las Obras desde la sección epistolar, tanto retrospectivamente como en su desarrollo y ordenación posterior, no es difícil notar que los diversos posicionamientos adoptados en las cartas y resumidos en la última epístola a Cosme Zapata, marcan, en efecto, la pauta estética de todo el volumen. Así, la claridad castellano-clasicista y el regreso al modelo poético de Garcilaso antes de la “desvirtuación” culterana, van a encontrar su mejor expresión en las canciones y, sobre todo, en las églogas que siguen a las cartas; la naturaleza docta de las Obras y su vocación oficial y laureada, se van a hacer especialmente patentes en el “ofrecimiento” político de los “epitalamios”, en la “silva al rey nuestro señor en la empresa de Lérida”, en la canción 22 “Al Rey Nuestro Señor, en la recuperación de Barcelona, y Principado de Cataluña”, en la erudición y manejo del registro épico-heróico de los cantos de Jacob y Raquel y de Antonio
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y Cleopatra, o en la doctrina moral y teológica vertida en los “Versos Divinos”; y, finalmente, las frecuentes denuncias a los nuevos romancistas y la implícita autoproclamación de Esquilache como autor modélico del género (junto a Lope y Góngora) se van a demostrar en la extensísima sección de arte menor y, más concretamente, en la colección de romances que cierra los “Versos Humanos”. Aunque el posicionamiento de Esquilache al interno del campo literario no se puede reducir a las manifestaciones literarias y metaliterarias vistas en las décimas prologales, en la secuencia de sonetos y, sobre todo, en la sección epistolar (para empezar, la sola publicación del volumen implicaba ya un posicionamiento socioliterario en sí), sí podemos inferir de ellas los matices y cambios de ese posicionamiento a lo largo de la trayectoria literaria de Esquilache y el modo en el que se les intenta hacer confluir en la unidad anímica, moral y estética de las Obras en Verso. Como ya se dijo anteriormente, la flexibilidad y variedad genérica del cauce epistolar, la posibilidad de suspender al personaje, o personajes, en favor de la persona, y, gracias a ello, de integrar y ordenar las distintas voces líricas en un mismo decurso/discurso, explica la elección de éstas por Esquilache como espacio predilecto para la reflexión y crítica (socio)literaria. No es de extrañar, por tanto, que esa reflexión sea limitadísima en las secciones que siguen a las cartas y que el posicionamiento estético que tiene lugar en ellas se formule más bien desde lo implícito de la máscara lírica, desde la elección de cierto metro, desde la alusión a cierto autor o a cierta obra y, por supuesto, desde la referencia constante a la crítica formulada previamente en las cartas. Referencias explícitas a la posición de Esquilache con respecto al estado de lo literario las volvemos a encontrar en la canción 20 (18 en la primera edición) la cual, no por caso, discurre como epístola. Dirigida a don Gaspar Bonifaz, la canción-carta fue compuesta en los años que siguieron al regreso de Esquilache de las Indias, más concretamente (y a juzgar por la referencia del viaje de Felipe IV a Andalucía) en 1624: “Con dolor, y en la cama/ me tiene un pie, desde el segundo día/ que dejó a Guadarrama/ Filipo, por honrar la Andalucía” (313). Recordemos que son estos los años en los que se aviva la polémica gongorina y que Esquilache, como ya mostró en la carta dirigida a Francisco de Castro, no fue ajeno a ella. En este contexto, hemos de entender el doble sentido con el que Esquilache se niega a escribir “de Madrid las soledades” y la queja contra las novedades y el pedantismo de las cartas del gacetillero Andrés de Almansa y Mendoza, el cual, conviene recordar, había sido uno de los primeros difusores y defensores de las Soledades:33 “No aguardéis que os escriba/ mi musa de Madrid las soledades:/ y con esto no os priva/ de saber las perennes novedades/ que el pedantismo goza/ en las eternas cartas de Mendoza” (313). Con esta alusión tangente al gongorismo se concluyen las referencias explícitas a propósito del estado de lo literario en la sección de versos de arte mayor. Como ya advertí antes, éstas se minimizan en la sección de versos castellanos,
33 Almansa y Mendoza fue también el autor del breve comentario Advertencias para la inteligencia de las Soledades (Jammes 609–10).
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limitándose prácticamente a un par de décimas, a una traducción de Virgilio vertida en un epigrama, y al importantísimo romance-epílogo que cierra la primera parte de las Obras en Verso (la correspondiente a los “Versos Humanos”). No sería improbable que un análisis pormenorizado de la extensa sección dedicada a los romances añadiera nuevos matices, o incluso nuevas referencias, a las hechas explícitas por Esquilache en las Obras. El uso autobiográfico de la máscara pastoril, tan frecuente en el romance barroco (y tan popularizado por Lope), así lo sugiere. Habría que rastrear la distribución manuscrita de los romances, sus usos y sus usuarios, las composiciones vecinas en las compilaciones colectivas, contrastar episodios, espacios y personajes poetizados con sus posibles correspondencias reales, e indagar lo que de amistad y enemistad, defensa y ataque literarios pudieran tener los celos, iras, amores y desamores de los numerosos pastores (andaluces, castellanos, aragoneses, valencianos) protagonistas de los casi trescientos romances. Con todo, y dejando a un lado el hecho de que tal investigación fuera o no posible (o deseable) y de que sus resultados compensaran el esfuerzo invertido en ella, prefiero dejarla en el terreno de la hipótesis y apurar aquí las escasas, aunque valiosas, declaraciones literarias y metaliterarias apenas mencionadas. Las dos décimas a las que acabo de referirme fueron añadidas en la edición de 1654 y ambas podrían fácilmente integrarse en el particular discurso anticulterano que Esquilache pone en pie en sus Obras. En ellas se regresa a ciertos lugares comunes de la crítica anticulterana elaborados ya en los sonetos y, sobre todo, en las cartas. Como ocurría en unos y otras, la crítica anticulterana que se extrae de estas dos composiciones también parece estar menos motivada por la urgencia ocasional del ataque que por la necesidad de establecer ciertas jerarquías generacionales y poéticas. La primera décima lleva por título “Al Autor de un libro de muchos versos sin sustancia” y en ella se regresa a la denuncia de la ruptura culterana del clásico res–verba. Esto, unido a la contraposición de un estilo “griego” y otro “castellano”, a la referencia, tan quevedesca, a la multiplicación de “coplones”,34 y a la metáfora del enano (la cual se prolonga en una quintilla “A un hombre muy pequeño” [402]) acercan lo que de general pudiera tener la crítica literaria de esta décima a la crítica, mucho más concreta, a los culteranos: “Yo no quisiera decillo,/ pero si en eso que labras/ nos das entre mil palabras/ un mísero concetillo,/ ¿quién puede, Mevio, sufrillo,/ si junta tu estilo vano,/ ni griego, ni castellano,/ multiplicando coplones,/ una rima de colchones/ para que duerma un enano?” (402). La misma conjugación de la crítica literaria generalizada con la crítica particularizada en el caso culterano se puede apreciar en la segunda décima, en la que el caballo de batalla pasa a ser la condena de la novedad dictada por el gusto. Las alusiones a la “necia y bárbara gente”, a ciertos versos despeñados, “fantásticos
34 Quevedo comienza una de sus sátiras personales contra Góngora con un “Vuestros coplones, cordobés sonado” (1999: 1095).
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como sueños” y, sobre todo, la defensa (y su referencia implícita al modelo poético garcilasista) de “lo corriente” contra “lo que es diferente”, sitúan la décima dentro del radio crítico anticulterano. Su objetivo último, sin embargo, no es la limitación a ese radio crítico, sino la confirmación de una poética cuya autoridad y valor literarios se fundan en la restitución de lo “perdido” por el modelo culterano: “La necia y bárbara gente,/ desconociendo el error,/ no estima lo que es mejor,/ sino lo que es diferente:/ aborrece la corriente,/ y ama los versos y empeños,/ fantásticos como sueños/ que alabándolos, infaman,/ si arrojamientos los llaman,/ y en la verdad son despeños” (403). La defensa del “derecho de autor” que lleva a cabo el príncipe Esquilache en el epigrama 16 a través de la traducción de unos famosos versos virgilianos es, a pesar de su brevedad, una de las mejores muestras de la fuerte conciencia autorial que guió la edición de las Obras en Verso. La ubicación del epigrama, presente ya en la primera edición de 1648, justo antes de la sección de los romances, quizás no fuera casual. Recordemos que éste es el género en el que Esquilache con más insistencia había reclamado su maestría poética ante imitadores y detractores (como se ha visto en algunas cartas) a pesar de la constante justificación (a causa de la naturaleza popular y de iuventute del romance) con la que debía acompañar su orgullo de autor: “Yo compuse aquestos versos/ y otro por ellos se premia;/ así para otros vosotras/ lleváis lanas las avejas;/ así para otros vosotros/ arastes bueyes la tierra;/ así para otros vosotras/ formáis nidos aves bellas;/ así para otros vosotras/ abejas labráis colmenas (172).35 El romance-epílogo que cierra la sección dedicada a los romances y, de forma general, toda la primera parte de las Obras supone, junto con las cartas y las décimas prologales, una de las más claras autodefensas y posicionamientos estéticos de todo el volumen. Presente ya en la primera edición de 1648 y mantenido en esa misma posición epilogal en las siguientes ediciones (a pesar de la adición de nuevos romances en la edición de 1648 y de 1663) fue, sin duda, escrito con ocasión de la publicación de las Obras y con la finalidad tanto de explicar y justificar la abrumadora presencia del género romanceril en el volumen, como con la de defender su originalidad ante los nuevos romancistas y, sobre todo (y de modo implícito) ante la sombra del gran romancista, Lope de Vega. Así pues, esa explicación respondía tanto a la necesidad de reclamar, en una suerte de “ansiedad de la influencia”, la maestría en el género ante el modelo lopesco (o incluso gongorino), como a la de ajustar esta materia de juventud, vinculada a una concepción profundamente amateur de la práctica poética y a la celebración del gusto popular, en un discurso que aspiraba a presentarse como todo lo contrario, esto es, como producto de una conciencia autorial docta, con aspiraciones laureadas y a espaldas de la novedad y del gusto popular. 35 Los versos de Virgilio traducidos aquí por Esquilache se habían convertido desde la edad clásica en emblema, salvando el anacronismo, de la propiedad intelectual literaria: “Hos ego versiculos feci tulio alter honores/ sic vos non vobis vellera fertis oves/ sic vos non vobis mellifacatis apes/ sic vos non vobis fertis aratra boves/ sic vos non vobis nidificatis aves” (Anthologia Latina 257).
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Se entiende mejor esta necesidad si comparamos el romance de Esquilache con otro romance alejado en el tiempo pero muy cercano en intención. Me refiero al conocido romance burlesco “Romances, los mis romances/ que más parecéis latines” del canónigo sevillano Juan de Salinas, compuesto en 1597 e incluido en el Romancero General de 1600–04 (Salinas 197). La conexión no es fortuita. No sólo por la tremenda importancia que tuvo el Romancero en la formación poética de Esquilache, ni porque ambas composiciones comparten el mismo argumento metapoético, ni por las alusiones intertextuales al romance de Salinas en el de Esquilache (“romances sois, no latines” [577]) sino, sobre todo, porque ambos autores encaran en sus romances el mismo problema de la acomodación de la producción amateur en sus trayectorias literaria y política, en el caso de Esquilache, y religiosa, en el caso de Salinas. Éste resuelve el problema, como era de esperar, con el fuego, al que asegura entregar (simbólicamente o no) toda su producción de juventud (romances, redondillas, octavas) para salvarla “de un gran idiota que os canta/ y un hereje que os imprime”: Paciencia mis caros hijos, pues hoy el cielo permite, que el mismo que os dio la vida sin lástima os sacrifique. Hoy moriréis abrasados, como vuestro padre triste, y aunque de ver el incendio fuera razón afligirme, Juro a Di que me folgo Por amor de la chinche. (Salinas 198)
Esquilache, cincuenta años más tarde y con un gesto en el que se resume perfectamente el tremendo cambio experimentado por el campo literario durante la primera mitad del XVII, verá la solución al problema en lo que para Salinas eran obstáculos, la reivindicación canónica y el inevitable paso a la imprenta: Si en la parte que os pusieren encontráis quien os envidie, los muchos a que agradastes no es posible que os olviden. Y si os faltaren las cuerdas en quien padrinos tuvistes, no pueden faltaros cuerdos que sin ellas os estimen. A cualquiera que os leyere, romances sois, no latines; juntos estáis, defendeos, pues sueltos os defendistes. (577)
Por otra parte, el contexto impreso de las Obras en Verso ofrecía a Esquilache la posibilidad de reclamar la autoría de unas composiciones que, por su tradicional
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vinculación con la anonimia y la difusión oral, manuscrita o en volumen colectivo, estaban especialmente sometidas al cambio y a la falsa atribución. Gabriel Lasso de la Vega resumió en los siguientes versos los numerosos filtros a los que comúnmente podía enfrentarse un romance en su proceso divulgativo: “El músico los cercena;/ el que traslada, compone;/ el que recopila, enmienda;/ el impresor, antepone;/ el censor les da un mordisco/ cuando referir los oye;/ todos dan en los cuitados/ bien o mal, a troche moche” (Lambea & Josa I: 9–10). Por un proceso similar debieron de pasar los varios romances del príncipe de Esquilache incluidos, sin atribución, en una de las más famosas compilaciones musicales de la época, el Libro de tonos humanos (1655–56) con el que, según Mariano Lambea: termina ya la moda – impulsada a principios del siglo XVI con el Cancionero musical de Palacio – de compilar piezas de música vocal polifónica, de contenido y temática diversa, que son obra de diferentes compositores y poetas, y que conformaban el repertorio con que se deleitaba la corte, la aristocracia, y con el cual algún músico, compositor o maestro de capilla tenía en su haber un práctico manual para ensayar o enseñar a discípulos. (Lambea & Josa I: 9)
Seguramente no fue ésta la única ocasión en la que los romances de Esquilache se recogieron en compilaciones de este tipo, aunque sí podría ser, por los años en las que se compone, la que mejor ilustre las preocupaciones vertidas por áquel en su romance epilogal. De los autores identificados por los editores del Libro de tonos humanos, el príncipe de Esquilache es el más mencionado, por lo que el orgullo autorial y su auto-reivindicación como romancista paragonable a los grandes modelos del romancero nuevo (Lope y Góngora) no parece ser simple vanagloria.36 De hecho, Lope y Góngora, junto con Antonio de Mendoza y Gabriel de Bocángel, son los otros autores recogidos en la compilación musical. Desde el punto de vista de la narración poético-biográfica y del discurso laureado que deja traslucir la labor auto-editorial de las Obras en Verso, la prolijidad del Esquilache romancista (“Si por muchos os condenan” [576]) se justifica, por una parte, con la definición de los romances como “Sangre de primavera” y, por otra, con su desvinculación del contexto vulgar, popular, y su filiación a un nuevo habitus aristocrático, abierto a unos pocos: Sangre sois de primavera, que no hay riesgo que se vicie, ni se ha visto que por mucha ningún enfermo peligre. ¿Qué pudo hacer vuestro dueño,
36 En el tomo primero del Libro de tonos humanos, Lambea identifica un romance de Esquilache, “A Dios, Marica la bella”; en el segundo, Lambea y Josa identifican otros cuatro, “Por poco menos que celos”, “¿Para qué pide la niña?”, “A la queda está tocando”, “¿No me dirás, Amarilis?”
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si tantos hombres insignes en la música os buscaron y tan cantados os vistes? Otros reyes os oyeron, y de nuestro Gran Felipe acompañastes las fiestas, las noches entretuvistes. (577)
La ubicación de los romances en este nuevo habitus y su relación con “nuestro Gran Felipe”,37 permite finalmente a Esquilache redefinir su carácter lúdico, ocasional, amateur (en el sentido más estricto de la palabra) y, además de elevarlos a la categoría de modelo, darles un nuevo significado cercano a lo político, en sintonía con el antiguo dictum que hacía a la lengua compañera del imperio y que debía vertebrar cualquier proyecto literario con aspiraciones canónicas: Si ha tanto que comenzastes, si a tantos principio distes, que seáis muchos, no es mucho, ni que muchos os imiten. A la nave que primero a Scila pasó y Caribdis, las que sus mares navegan es sin duda que la siguen. De España sois naturales y sus conceptos sutiles, cualquier pluma extranjera los venera y no compite. (577)
Ya fuera porque el posicionamiento literario de las Obras llegó demasiado tarde, provocando así que sus presupuestos fueran recibidos con tanto respeto como indiferencia, o porque el modelo lopesco, que, paradójicamente, había ofrecido a Esquilache los principales instrumentos para llevar a cabo ese posicionamiento, acabó cobrando demasiado alta su deuda literaria o, simplemente (o no tan simplemente) porque el ingenio de Esquilache no llegó a alcanzar ese mínimo de exceso deseable, más allá de los propios límites creativos, del que parecen partir los maestros, el caso es que el proceso de auto-canonización que éste puso en marcha en sus Obras, y que evidencia el discurso metaliterario y el posicionamiento crítico analizados en esta sección, sólo cuajó temporalmente. Como ya quedó señalado en la introducción, ese ansiado lugar en el Parnaso reclamado por el Esquilache de las Obras en Verso, sólo sería concedido en contadísimas ocasiones hasta acabar, finalmente, sustituido por un lugar mucho
37 La sección romanceril del manuscrito poético que Esquilache regaló a Felipe IV incluía 62 romances y terminaba con un romance dedicado al mismo rey (“Los invidiosos galanes”) (MS 3945, ff. 199v–200v).
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menos visible en el imprevisible territorio de lo menor. Con todo, si bien el resultado pareció ser menor, no lo fue en absoluto la envergadura del proyecto, como creo que también pone en evidencia el no fácil intento de Esquilache de reinterpretar los paradigmas socioliterarios a que lo obligaba su posición estamental. De una u otra forma, las Obras en Verso fueron fruto de una profunda conciencia autorial y el territorio poético que reclaman no es menos propio por no ser algo más que suficiente.
Conclusión Al volver sobre lo escrito, reconozco el peligro de intentar dar unidad a unas composiciones que fueron recogidas y dispuestas en un volumen cuyo presupuesto editorial básico fue la heterogeneidad. Si los volúmenes de rimas se acabaron imponiendo como modelo editorial poético desde el siglo XVII hasta, prácticamente, finales del XIX, fue, entre otras cosas, por el ancho y variado cauce que éstos ofrecían a la disparidad de tonos y estrofas de todas esas composiciones menores (y no tan menores) cuyo soporte original había sido el manuscrito o, como mucho, el volumen colectivo. De hecho, el carácter heterogéneo, o por decirlo en términos barrocos, la “variedad” de las Obras en Verso, era ya adelantada por sus censores y aprobadores como una de las principales cualidades del volumen. Según Agustín de Castro, “es el Príncipe idea de la gravedad; en lo épico, de los desengaños; y peso de sentencias, en lo trágico; de la fineza de afectos, en lo lírico; de la agudeza de ingenio en todo” (Borja 1663: Prelim. 7). Alonso de Heredia afirmaba de las Obras que: lo sagrado es en ellas con ternura erudito; lo heroico, con gravedad deleitable; lo lírico, con decencia florido; lo satírico, sin ofensión picante; lo épico, con moralidad discreto; añadiendo a lo cortesano y airoso de la frase, la propiedad ajustada de la lengua española. Tan propio es su estilo, que es suyo propio. (Borja 1663: Prelim. 9)
Sin embargo, tanto en una como en otra afirmación es fácil advertir que para sus autores la calidad poética de la varietas de las Obras no residía, en ninguna medida, en el amalgamiento, sino en el “ajuste” de esa variedad a un precepto único, llámase “agudeza de ingenio” o “estilo . . . propio”. En este sentido, lo que compartían en su espacio editorial definitivo las numerosas composiciones que Esquilache había ido produciendo a lo largo de medio siglo y difundiendo en manuscritos, sueltas y volúmenes colectivos, no era sólo textualidad, sino también “mismidad” poética. Esta “mismidad” poética, por otra parte, era inseparable del carácter postrero y especular que acompañó a la edición de las Obras en Verso (enfatizado tanto por aprobadores y censores como por el mismo autor) y a través del cual el príncipe de Esquilache se presentaba como modelo literario pero también como modelo moral. En este sentido, y tendiendo un puente hacia la constante biográfica petrarquista y su relectura lopesca, las Obras en Verso se ofrecían como un cuaderno de bitácora de la experiencia poética y vital de su autor. El cuidado proceso auto-editorial que Esquilache llevó a cabo en sus Obras
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(en contraste, por ejemplo, con el descuido de las Rimas del marqués de San Felices, por citar a otro noble amateur) es el mejor ejemplo de la vocación unitaria del volumen y, creo, la razón que mejor justifica un estudio de las motivaciones, limitaciones y aspiraciones de esa vocación por encima de la identificación métrica, de licencias poéticas y rasgos de escuela que, muy probablemente, acabarían confinándonos de nuevo al círculo refractario de lo menor. Aquél es el tipo de estudio que he pretendido llevar a cabo en estas páginas. Mi intención ha sido la de llamar la atención sobre la importancia de las Obras en Verso del príncipe de Esquilache para comprender la formación del incipiente campo literario español de la primera mitad del XVII. Esa importancia se basa en varios puntos fundamentales. En primer lugar, el príncipe de Esquilache fue uno de los pocos poetas de nuestro siglo de oro que vio publicada en vida su producción lírica. A esto, ya de por sí bastante significativo, hay que añadir además el hecho de que fuera él mismo el encargado de compilar, ordenar y dar a la imprenta dicha producción, siguiendo para ello un riguroso plan editorial. Las consecuencias de esta decisión de Esquilache son importantes para el estudio y conocimiento de los volúmenes de rimas de nuestro siglo de oro, ya que las Obras en Verso nos ofrecen la valiosa (y no frecuente) oportunidad de acercarnos directamente al modo en el que un poeta del XVII (el cual, al parecer con conocimiento de causa, había criticado ediciones tan importantes como la del Parnaso quevediano de Salas) organizaba su propia obra poética, integrando en el espacio común del volumen impreso composiciones que habían seguido antes otras vías de difusión como la manuscrita, la impresa en sueltas o compilaciones de varios autores o incluso, en el caso de los romances, la oral. Así, se ha podido observar que el sentido original de esas composiciones en su primer momento “aislado” se complica con los sentidos añadidos que surgen del segundo momento integrado e impreso. De esta re-significación son responsables, en gran parte, las frecuentes agrupaciones internas en suites líricas y tenzoni y, sobre todo, la voluntad de articular orgánicamente las diferentes notas, fugas, tonos y posturas de un corpus lírico de más de cincuenta años en una sola persona poético-moral. La importancia de la publicación de las Obras en Verso aumenta cuando consideramos que su autor pertenecía a la alta nobleza de la España de los Austrias y que fue el primer gran noble del siglo de oro, y prácticamente el único, en dar a la imprenta su obra lírica. Si ubicamos a Esquilache en la larga tradición de nobles amateurs que acompañó la evolución del espacio literario español desde mediados del siglo XV (con Villena, Santillana o Mena), observamos que sus Obras en Verso supusieron uno de los cúlmenes y puntos de inflexión más significativos del maridaje renacentista y barroco entre nobleza y poesía. Tras la progresiva cortesanización de la nobleza española a partir del siglo XV y el establecimiento de un nuevo cursus honorum basado en las “letras”, los nobles de media y baja alcurnia encuentran una nueva identidad social en el desempeño de oficios administrativos, como juristas o doctores. Sin embargo, la relación de las “letras” con la alta aristocracia poco tuvo que ver con este proceso de profesionalización. Más bien al contrario, ésta consistió en el uso de las “letras” como vehículo de representación ideal de la nueva situación social del estamento
CONCLUSIÓN
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aristocrático a través del valor de prestigio que lo literario había comenzado a acumular. Dicha representación jugaba con el valor ahistórico de ciertos espacios idealizados, arcádicos, cuya manifestación pública se realizaba, fundamentalmente, a través de un paradigma social fijo (el mecenazgo) y de una celebración de la inalterabilidad de ese patrón (la academia). El intercambio de prestigios entre poeta y noble que implicaba el vínculo mecénico y la celebración de la academia suponía, en el fondo, un límite infranqueable para las aspiraciones literarias de ese noble, condenadas a la sospecha de la adulación y a la periferia de lo menor. El príncipe de Esquilache quiso distanciarse de ese paradigma con la publicación de sus Obras, conservando, por una parte, la distinción moral asociada con la confluencia de poesía y nobleza propia de la trayectoria del amateur, pero sin renunciar a los derechos literarios e incluso al reconocimiento político que reservaba para el poeta laureado su filiación per vitam a la carrera literaria. Es por ello que las Obras en Verso se muestran particularmente valiosas a la hora de abordar las limitaciones, literarias y político-sociales, en las que el poeta barroco tenía obligatoriamente que enmarcar su relación con el fenómeno literario. He procurado demostrar el intento de Esquilache por apropiarse de esas limitaciones y por presentarlas como rasgos distintivos de un territorio poético propio. Así, el paradigma amateur que, en gran medida, imponía a Esquilache su posición estamental, fue incorporado a la postura moral de desengaño desde la que se edita y construye la persona poética de las Obras en Verso. Los hermanos Argensola, sobre todo Bartolomé, y el amateurismo que distinguía sus poéticas entre la de sus contemporáneos, sirvieron a Esquilache como referencia fundamental en la elaboración y justificación de esa actitud general de desengaño. Por otra parte, la incorporación de Esquilache al espacio literario estaba sujeta, de acuerdo con su posición estamental, a la bidireccionalidad del vínculo mecénico, según la cual el intercambio de prestigios políticos y literarios confinaba al noble amateur a la periferia de la imitación, negándole así el derecho canónico a lo literario. La estrecha vinculación de Esquilache con Lope de Vega y la poética castellana de la claridad que éste representaba modélicamente, se impusieron como el límite y, al mismo tiempo, el canal más visible en la relación de Esquilache con el espacio literario. Éste no renunció a la labor publicista de Lope al interno y al externo del espacio literario, sino que, al contrario, reclamó explícitamente en sus Obras el prestigio acumulado a lo largo de su longeva relación con Lope y, además, se sirvió del discurso auto-representativo con el que el mismo Lope había procurado la proyección laureada de su propia obra y persona. Esto le permitió a Esquilache elaborar una poética de la claridad propia que aspiraba a trascender la subordinación literaria a la que lo limitaba su posición estamental y a equipararla (trasladando su relación con la poesía del ocio amateur del manuscrito al oficio laureado de las Obras) con la de Lope y con la de los principales modelos poéticos de la primera mitad del XVII. Al elegir el contemptus mundi y la metapoiesis como los dos motivos fundamentales desde los cuales contemplar toda la obra lírica de Esquilache, he querido privilegiar la visión de conjunto por encima del detalle, abrir una cala en un
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territorio todavía poco explorado. Las Obras en Verso del príncipe de Esquilache no se agotan, por supuesto, en estos dos motivos, aunque sí creo que todas, de alguna u otra forma, remiten a ellos, ya que en éstos se cifra el meollo de la identidad social de su autor. La ilusión que provoca la lectura de las Obras en Verso es la de una voz poética que se expresa (a ella misma y a las circunstancias históricas con las que elige relacionarse) desde el desprendimiento moral del desengaño, desde la confessio propuesta, finalmente, como exemplum. No hay por qué dudar de la sinceridad de esa actitud, pero sí conviene recordar que el hecho de su edición y publicación subraya, junto o sobre la naturaleza del sentimiento, la inquietud poética que fue capaz de construirlo y expresarlo.
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ÍNDICE academia literaria 33, 40, 45, 49 de los Anhelantes 55 del Buen Retiro 56 del duque de Ciudad Real 94 de Madrid 58, 165, 167 de Medrano 99 de los Ociosos 118 Salvaje 86 del conde de Saldaña 75 de Zaragoza ver bajo Leonardo de Argensola, Lupercio Acedo, Martín de 93 Ágreda, sor María Jesús de 106 n.56 Alba, V duque de ver Álvarez de Toledo, Antonio Alba, VI duque de ver Álvarez de Toledo, Fernando Alcalá, duque de ver Enríquez, Fernando Alighieri, Dante 30, 111 Almansa y Mendoza, Andrés de 87, 100, 214 Alvares Soares, Antonio 109 n.58 Álvarez, Gabriel 122 Álvarez de Toledo, Antonio, V duque de Alba 51, 61, 117, ver también relaciones con la nobleza bajo Borja y Aragón, Francisco de Álvarez de Toledo, Fernando, VI duque de Alba ver relaciones con la nobleza bajo Borja y Aragón, Francisco de Álvarez y Baena, José Antonio 7 amateurismo y academias literarias 56 ciclos vitales del 22, 28, 39 y circulación impresa 22, 25 n.6, 27, 46, 62, 64 y circulación manuscrita 25 n.6, 27, 46, 58 y campo literario 26 como constante ideológica 28, 29 estrategias de supervivencia del 40 y petrarquismo 27
tópicos del 36, 39, 40 y trayectoria literaria 27–28, 36 y nobleza ver noble amateur Amaya, Francisco de 167 amistad ver bajo nobleza Andrés, Ramón 13 Angulo, Gregorio de 172 Antonio, Nicolás 5, 6 n.3, 10 Aquilano, Serafino 165–6 Aquino, Santo Tomás de 30 Aragón, Alfonso, el Magnánimo 97–8 Aragón, Fernando de ver Reyes Católicos Aragón, Francisca de ver padres bajo Borja y Aragón, Francisco de Aragón, María Luisa de, VII duquesa de Villahermosa 68 Aragón de Gurrea y de Borja, Manuel, conde de Luna, duque de Villahermosa 104, 126 n.8 Arco, Ricardo del 11, 93, 115, 169 n.8, 200 Arellano, Ignacio 13 argensolismo 115–16, 123, ver también Leonardo de Argensola, Bartolomé y Lupercio Argote de Molina, Gonzalo 47 n.25 Arguijo, Juan de 128 Arias Girón, Félix 50 Aristóteles 30, 60 “armas y letras” ver bajo nobleza Arriola Grande, Maurilio 12 Auerbach, Erich 26 Austria, Ana de 70 Austria, Baltasar Carlos de 102, 103 Austria, Carlos, archiduque de, duque de Clebes y Neoburque 100 Austria, Fernando de, infante cardenal 117 Austria, Juan José de 104 Austria, emperatriz María de 68, 74 Austria, María de, reina de Hungría 153 Austria, Margarita de 26 n.7 Austria, Margarita María Catalina de 99
244
ÍNDICE
Austria, Mariana de 28, 103 Avellaneda, Bernardino de 74 Ayala, Gonzalo de 42 n.20 Baena, Juan Alonso de 32, 37 Barberini, Francesco, cardenal legado 100–2, 106 Barca, Calderón de la 99, 128 Barcelona 104 Barrera y Leirado, Cayetano Alberto de la 8, 74, 138 n.14 Barrionuevo, Jerónimo de 94 Barthes, Roland 25 n.4 Bazán y Guzmán, Álvaro de, marqués de Santa Cruz 51 Blecua, José Manuel 12, 116, 123, 124, 133, 176 Bocángel y Unzueta, Gabriel 107 n.57, 109 n.58, 218 Boecio, Anicio 30, 143 Bonifaz, Gaspar 214 Borja, Casa de 67–8, 67 n.2, 74, 160 Borja, San Francisco de, IV duque de Gandía autor de tratados espirituales 154 n.23 beatificación de 57, 100, 100 n.47 matrimonio e hijos de 67–8 poeta amateur 74, 154 n.22 y el príncipe de Esquilache ver antepasados bajo Borja y Aragón, Francisco de Borja, Francisco de, capellán mayor de las Descalzas 67 n.1, 109 Borja, Francisca de, VII princesa de Esquilache ver sobrinos y nietos bajo Borja y Aragón, Francisco de Borja, Juan de 94 n.36 Borja, Juan de, conde de Mallalde actividad política 68, 73 n.12, 74 poeta amateur 74 Empresas Morales de 66, 67 n.1, 68, 109, 143 muerte de 72 y Lope de Vega 163, 165 y el príncipe de Esquilache ver padres bajo Borja y Aragón, Francisco de Borja y Aragón, Antonio ver hermanos bajo Borja y Aragón, Francisco de Borja y Aragón, Carlos de, duque de Villahermosa 68, 100 Borja y Aragón, Fernando de, virrey de Aragón y Bartolomé Leonardo de Argensola 146–7
y Baltasar Gracián 127, 127 n.10 y el príncipe de Esquilache ver hermanos bajo Borja y Aragón, Francisco de Borja y Aragón, Francisco de, príncipe de Esquilache nacimiento de 68 formación de 69–70, 74, 160–1 matrimonio de 71 carrera política de 70–4, 93 petición de Grandeza de 67 n.2, 75, 95–8, 100, 169, 177 testamento de 10, 106 antepasados de Alfonso de Aragón, el Magnánimo 97–8 San Francisco de Borja 67, 100, 154–5, 156 padres de Juan de Borja 66–7, 68, 73 n.12, 156 Francisca de Aragón 68, 71 n.9, 74 hermanos de Antonio de Borja 68, 70, 74 Carlos de Borja, duque de Villahermosa 68, 100 Fernando de Borja, virrey de Aragón 68, 93, 96, 99, 127 hijos de Juan de Borja y Esquilache 74 Francisca de Borja y Esquilache 71, 74 María de Borja y Esquilache 69, 71, 74, 99, 106, 106 n.56 sobrinos y nietos de Francisco de Borja, capellán mayor de las Descalzas 67 n.1, 109 Francisca de Borja, VII princesa de Esquilache 94, 94 n.38, 126 n.8 Juan de Borja 94 n.36 Manuel Aragón de Gurrea y de Borja, conde de Luna 104, 126 n.8 primos de Lemos, conde de, Francisco de Castro, ver bajo Castro, Francisco de Lemos, conde de, Pedro de Castro, ver bajo Castro, Pedro de Lerma, duque de, Francisco Gómez de Saldoval Rojas y Borja, ver bajo Gómez de Sandoval Rojas y Borja, Francisco y los Squillace Pedro de Borja y Aragón, príncipe de Squillace 71, 72, 73
ÍNDICE
Borja y Pignatelli, Ana de, princesa de Squillace 71, 72, 74, 101, 106, 106 n.5 en la Corte de Madrid 57, 73, 93–4, 94 n.36, 100–3, 102 n.51 de Valladolid 71–2, 133 secretarios y servicio de Acedo, Martín de 93 Corral, Diego del 95, 95 n.40, 96 Porras, Diego de 89 n.33 Porras, Matías de 89, 89 n.33, 175 y el virreinato del Perú nombramiento como virrey 73 entrada en Lima 76, 76 n.17, 79 Relación 12, 78–80, 95 Provisiones 80 n. 23 fundación de colegios 80 control de la imprenta 80–1 relación con autores del Perú 81–2, 81 n.26 leyes sobre el teatro en Lima 91 relación con órdenes mendicantes 82 críticas contra el 82, 84, 84 n.29, 86, 88–9, 92–3 defensas del 88–92, 177 relaciones con la nobleza de Alba, V duque de, Antonio Álvarez de Toledo 71, 161 Alba, VI duque de, Fernando Álvarez de Toledo 85, 105, 148, 161, 210 Alcalá, duque de y marqués de Tarifa, Fernando Enríquez 75 Bonifaz, Gaspar 214 Cea, duque de, Cristóbal Gómez de Sandoval y Rojas 167 Ciudad Real, duque de, Francisco Idiáquez Butrón 94–5 Haro, Luis Menéndez de 103, 105 Lacono (o Laconi), marqués de, Jaime de Castellví 85, 104 Liche, marquesa de, María de Guzmán 100 Niebla, conde de, Juan Manuel Pérez de Guzmán y Silva 75 Olivares, conde duque de, Gaspar de Guzmán y Pimentel 88, 98–9, 105, 176 Osuna, duque de, Pedro Téllez Girón 75, 168 Palacios, marqués de, Pedro Ruiz de Alarcón 44, 205
245 Pastrana, duque de, Ruy Gómez de Silva y Mendoza 167 Roca, conde de la, Juan Antonio de Vera 125 n.6, 168 Saldaña, conde de, Diego Gómez de Sandoval y Rojas 75, 167 Salinas, conde de, Diego de Silva y Mendoza 71, 75, 168 Toral, marqués de, Ramiro de Guzmán 100 Valderreis, conde de, Nuño de Mendoza 131, 137, 204–5 relaciones con la realeza Ana de Austria 70 Baltasar Carlos de Austria 102, 103 Felipe III ver bajo Habsburgo, Felipe III de Felipe IV ver bajo Habsburgo, Felipe IV de Isabel Clara Eugenia 70 infanta Margarita de la Encarnación 95 María de Austria 153 Mariana de Austria 103 relaciones con el clero Ágreda, María Jesús de 106 n.56 Barberini, Francesco, cardenal legado 100–2, 106 Compañía de Jesús 99, 100 Fresneda, Francisco Xavier 155 Zapata, Cosme 140, 145, 155, 212–213 relaciones con autores Almansa y Mendoza, Andrés de 214 Barca, Calderón de la 99 Carducho, Vicente 102 n.52 Cervantes, Miguel de 5, 53, 167 Claramonte y Corroy, Andrés de 75, 166 Erauso, Catalina de 9 Espinel, Vicente 167 Francia y Acosta, Francisco de 90 Góngora y Argote, Luis de 88, 99 González de Salas, José 167, 186–7, 196 Gracián, Baltasar 4, 90, 115, 126–7, 129 n.12 Hurtado de Mendoza, Antonio 103, 189 León, Andrés de (autor apócrifo) 79, 88 Leonardo de Argensola, Bartolomé ver bajo Leonardo de Argensola, Bartolomé
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Leonardo de Argensola, Lupercio ver bajo Leonardo de Argensola, Lupercio Márquez de Carreaga, Gutierre 183 n.15 Medrano, Sebastián Francisco de 99 Molina, Tirso de 99, 129 n.12 Niseno, Diego 97, 189 Paravicino, Hortensio Félix 167 Pérez de Montalbán, Juan ver bajo Pérez de Montalbán, Juan Pozzo, Casiano del 101–2 Quevedo, Francisco de 88, 99, 140, 167, 186–9 Rioja, Francisco de 103 Salas Barbadillo, Alonso Jerónimo de 5 San José, Jerónimo de 115, 124–6 Tillano, Tomás 85 Vega, Lope de ver bajo Vega, Lope de Vélez de Guevara, Luis 76, 90, 99 generación literaria de 112 n.59 poeta amateur 15, 19, 113, 123, 138–140, 145 poeta laureado 19, 64, 139, 175, 181 poeta de la claridad 90, 176, 180, 184, 184 n.16 posición frente al culteranismo de 167–173, 189–196, 198–201, 205–211 y la tradición psalmista 156, 156 n.25 y el neoestoicismo 138–9, 138 n.14, 143, 147–153 y la mercantilización de lo literario 149, 203, 205 y la imprenta 63, 106, 111, 141, 156 coleccionista de arte 102 dramaturgo 103, 149, 203 romancista 8 n.5, 72, 116, 141, 144, 152, 215–219 traductor 69, 106, 109, 139, 155–6 Obra de Obras en Verso rigor editorial de las 5, 106, 107–112, 125, 222 estrategia editorial de las 185–6, 189 límites creativos de las 112–114 reflexión metapoética en las 190, 190 n.24, 214–215, 219 heterogeneidad de las 221–2 filiación petrarquista de las 65–6, 85–6, 109–111, 109 n.58, 130, 141
América en las 76–7, 84–7, 183 recepción de las (en el siglo XVII) 4 recepción de las (en el siglo XVIII) 5, 6–7 recepción de las (en el siglo XIX) 5, 8–9 recepción de las (en el siglo XX) 5, 10–13 importancia de las 14, 223 Nápoles recuperada 83, 96–8, 124–6, 163, 194–6 Borja y Aragón, Pedro, príncipe de Squillace ver los Squillace bajo Borja y Aragón, Francisco de Borja y Esquilache, Francisca de 71, 74 Borja y Esquilache, María de ver hijos bajo Borja y Aragón, Francisco de Borja y Esquilache, Juan de 74 Borja y Pignatelli, Ana de ver los Squillace bajo Borja y Aragón, Francisco de Bosch, Hieronimus 200 Bourdieu, Pierre 16–17, 16 n.11, 17 n.12, 18 n.14, 18 n.15, 32 Bouza, Fernando 46, 57, 139 n.15 Braganza, Juan de 104 Cabello Porras, Gregorio 110 Cabrera, Enríquez de 51 Calderón, Juan Alfonso 67 n.2 Calderón, Rodrigo 74 Camillo, Ottavio de 32 n.11 Camões, Luis 47 campo literario español autonomía del 27 formación del 37, 40 n.17, 158, 165, 167, 170, 222 y la crítica intelectual 41 y las academias literarias 56, 166 superpoblación del 44–5 y la profesionalización del autor 23, 43, 43 n. 21, 52, 59, 60 ver también Bourdieu, Pierre campo del poder 24, 41, 121, 158 ver también Bourdieu, Pierre canon literario 4–5, 49, 79 capital cultural 17, 17 n.12, 23, 26 ver también Bourdieu, Pierre capital simbólico 17, 17 n.12, 36, 40, 49, 128 ver también Bourdieu, Pierre Carducho, Vicente 102 n.51 Carpena, Elías 12, 77 Carvallo, Luis Alfonso 31
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Carrillo, Martín 171, 172 n.9 Carrillo y Sotomayor, Luis 46 Cascales, Francisco 31, 174 Cascardy, Anthony 51 Castellví, Jaime de, marqués de Lacono (o Laconi) 85, 104 Castell-dous Rius, marqués de ver Oms y Santa Pau, Manuel de Castiglione, Baltasar de 37, 37 n.16, 69 Castilla, Isabel de ver Reyes Católicos Castillejo, Cristóbal de 166 Castillo Solórzano, Alonso de 91 Castro, fray Agustín de ver Castro, Francisco de Castro, Francisco de, conde de Lemos y duque de Taurisana poeta amateur 48, 75 en la corte de Valladolid 71 y el príncipe de Esquilache como censor de las Obras en Verso de 64, 65, 139, 156, 190 en las Obras en Verso de 22, 48, 69, 86, 155, 206–7 Castro, Pedro de, conde de Lemos poeta amateur 24 n.2, 39, 75 educación de 70 destierro y muerte de 98 en la corte de Valladolid 71 y Lope de Vega 61, 163 y los Argensola 117 y el príncipe de Esquilache correspondencia con 10, 22, 78, 83 en las Obras en Verso de 146–7, 98, 132, 209–210 Castro, Leonor de 67 certámenes literarios 49, 56, 57, 63 Cea, duque de ver Gómez de Sandoval y Rojas, Cristóbal Cebrián, Tomás Andrés 55 Cerralbo, marqués de ver Pacheco, Rodrigo Cervantes, Miguel de autor canónico 4 y el mecenazgo 24, 53 y la reflexión metapoética 159 Viaje del Parnaso 44, 49, 52–3 La Gitanilla 43 Don Quijote de la Mancha 45, 63, 121 La Galatea 52 y el príncipe de Esquilache ver relaciones con autores bajo Borja y Aragón, Francisco de Cicerón, Marco Tulio 69 Cielo, Violante del 109 n.58 Claramonte y Corroy, Andrés de 59, 75, 166
247
clientelismo ver bajo nobleza Colmenares, Diego de 29, 158 Colodrero de Villalobos, Migel 109 n.58 Conde, Claudio 181 Contreras, Francisco de 95 n.40 Córdoba, Luis de 95 n.40 Corral, Diego del ver secretarios y servicio bajo Borja y Aragón, Francisco de Cristóbal, Manuel 11 Chang-Rodríguez, Raquel 12 Chartier, Roger 2 n.1 Cueva, Francisco de la 176 culteranismo ver bajo Góngora y Argote, Luis de cursus honorum 25, 27 n.9, 33, 121 Darst, David H., 13 Delahaye, Séverine 111 Diablo Cojuelo, El ver Vélez de Guevara, Luis Díaz de la Carrera, Diego 186 Diego, García de 129 n.12 Díez Borque, José María 13 Díez de Revenga, Francisco Javier 13, 158 Disciplina Clericalis 33 Domínguez Ortiz, Antonio 21 Echevarría, Bolívar 79 Egido, Aurora 116, 123, 124 Elias, Norbert 1, 2 n.1 Encarnación, soror Margarita de la 95 Encina, Juan del 37–8 Enríquez, Fernando, marqués de Tarifa, duque de Alcalá 24 n.2, 60, 75 Erauso, Catalina de 9 Espinel, Vicente 6, 50, 128, 172 Espinosa, Pedro 44, 118, 128 Esquilache, Casa de 98 Esquilache, príncipe de ver Borja y Aragón, Francisco de Esquivel y Navia, Diego de 76 n.17 Faria y Sousa, Manuel de 60, 109 n.58, 185 Fernández Béthencourt, Francisco 68 Fernández de Córdoba, Luis, duque de Sessa 61, 171, 181 Fernández de Córdoba, Diego 74 Figueroa, Francisco de 6, 123 Florit Durán, Francisco 13, 158 Francia y Acosta, Francisco de 90 Fresneda, Francisco Xavier 155 Galcerrán de Gurrea y Aragón, Gaspar, conde de Grimerá 26 n.7
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ÍNDICE
Gales, Carlos I, príncipe de 100 Gallego Morell, Antonio 13, 116 García Berrio, Antonio 30 García González, Ramón 13 Garía Santo-Tomás, Enrique 17, 17 n. 13 Garzoni, Tommaso 42 n.20 gaya ciencia, la 30, 32, 37 Gili Gaya, Samuel 8, 11, 115 Goethe, Johann Wolfgang von 112 Gómez Ocerín, José 10 Gómez Redondo, Antonio 38 Gómez de Sandoval y Rojas, Diego de, conde de Saldaña 48, 53, 61, 166 y el príncipe de Esquilache 75, 167 Gómez de Sandoval y Rojas, Cristóbal, duque de Cea 167 Gómez de Sandoval Rojas y Borja, Francisco de, duque de Lerma poeta amateur 57 valimiento de 55 destierro y muerte de 98, 146 y Lope de Vega 167 y el príncipe de Esquilache 67, 71, 73, 73 n.12, 98–9 Gómez de Silva y Mendoza, Ruy, duque de Pastrana 51, 167 Góngora y Argote, Luis de autor canónico 4, 6, 28–9 romancista 160, 218 Soledades 48, 167, 174, 186 Polifemo 48, 167, 174, 186, 199 Panegírico al duque de Lerma 48 y el mecenazgo 24, 48, 206–207 y el culteranismo 48–9, 167, 169 n.8, 184–6 y la beatificación de San Francisco de Borja 100 n.47 y Lope de Vega ver bajo Vega, Lope de González Palencia, Ángel 11, 68 Gónzalez de Ribero, Basilio 42 González de Salas, José Antonio ver relaciones con autores bajo Borja y Aragón, Francisco de Gotor, José Luis 132, 133, 134, 135, 137 Gracián, Baltasar 1, 127 n.10 y el príncipe de Esquilache ver relaciones con autores bajo Borja y Aragón, Francisco de Grenn, Otis 10, 115 Greenblatt, Stephan 15, 18, 18 n.14 Guerra y Sandoval, Juan Alfonso 67 n.2 Guevara, Antonio de 143 Gutiérrez, Carlos M. 17, 17 n.13, 18 n. 14, 18 n. 15, 40 n.17
Guzmán, María de, marquesa de Liche 100 Guzmán, Ramiro de, marqués de Toral 22, 100 Guzmán y Pimentel, Gaspar de, conde duque de Olivares política nobiliaria de 42, 95, 98, 146 y el mercado editorial 42 destierro y muerte de 105 y el amateurismo 22, 105, 146 y Francisco de Quevedo 33 y Lope de Vega 51, 88 y el príncipe de Esquilache ver relaciones con la nobleza bajo Borja y Aragón, Francisco de habitus 17, 17 n.12, 149 y nobleza 21–2, 36 n.14, 50 ver también Bourdieu, Pierre Habsburgo, Carlos I de 95, 96 Habsburgo, Carlos II de 96 Habsburgo, Isabel Clara Eugenia de 70 Habsburgo, Felipe II de 58 Habsburgo, Felipe III de 144 n.18, 208 y el príncipe de Esquilache 70, 72, 73, 87, 95 Habsburgo, Felipe IV de bautizo de 71 bodas de 28, 103 reinado de 104, 105, 146 y el amateurismo 22, 146 y el mercado editorial 42 y los Argensola 127 y el príncipe de Esquilache 95, 96, 98 en las Obras en Verso de 102, 103, 105, 106, 113, 153 Hamen y León, Lorenzo van der 123 n.3, 176, 177 Helgerson, Richard 18, 18 n. 14, 18 n.15, 25 n.6, 26, 64, 138 Heredia, Alonso de 112 Hernández de Espinosa, Francisco 92 Herrera, Fernando de 27, 38, 40, 85, 119 Herrera Maldonado, Francisco de 173 Hespanha, António 58, 60 Horacio, F. 69, 85, 118, 136, 211 Hurtado de Mendoza, Antonio 29, 56, 218 y Vega, Lope de 158 y el príncipe de Esquilache 103, 189 Idiáquez Butrón, Francisco, duque de Ciudad Real 94–5, 96, 124 imitación 3 Imizcoz Beunza, José María 62
ÍNDICE
jardines alegóricos 50–2 Jauralde Pou, Pablo 69, 176 Jaúregui, Juan de 10, 51, 106 n.57, 128, 167 Javier, San Francisco 56 Johnson, Randal 17 Juan Manuel, don 47 n.25 justa literaria 33, 49, 55, 56, 99 ver también academia literaria Kagan, Richard 69, 70 Kaplis-Hohwald, Laurie 156 n.25 Kempis, Thomas de 69, 106, 109, 143 Lacono (o Laconi), marqués de ver Castellví, Jaime de Lambea, Mariano 218 Lampillas, Xavier 7 Lara Garrido, José 13 Las Casas, Bartolomé de 82 Lasso de la Vega, Gabriel 218 Lavalle, José Antonio de 76 Lemos, conde de, ver Castro, Pedro de Lemos, conde de, ver Castro, Francisco de León, Andrés de (autor apócrifo) 79, 88 León, Luis de autor canónico 6 Obras de 33, 123 poeta amateur 119 Leonardo, Gabriel 122 Leonardo de Argensola, Bartolomé autor canónico 6 psalmista 156 poética y tópica 39, 115–123, 128, 136–8, 152 Rimas de 122–3, 123 n.3, 131 y las academias literarias 99 y la circulación manuscrita 128 y el culteranismo 123–4, 127 y Lope de Vega 51, 128, 182 y Rodrigo Pacheco, marqués de Cerralbo 61 y fray Jerónimo de San José 117, 118 y Juan Nadal 123 y Fernando Soria Galvarro 120, 151 y Pedro de Castro, conde de Lemos 118 y la emperatriz María 74 y Nuño de Mendoza, conde de Valderreis 131, 204 y Fernando de Borja, virrey de Aragón 146–7 y el príncipe de Esquilache intercambio epistolar con 72, 127–8, 132–7, 204, 210
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intercambio de sonetos con 21, 127–8 influencia poética en 1115–6 servicios a 73, 127, 209 Leonardo de Argensola, Lupercio autor canónico 6 poética y tópica 26 n.8, 39, 117–118, 136–8, 152 y el culteranismo 123–4, 127 y la circulación manuscrita 128 Rimas de 122–3, 123 n.3 y Pedro de Castro, conde de Lemos 118 y la Academia de Zaragoza 23, 30, 33, 60, 117 y la emperatriz María 74 y Lope de Vega 128 y el príncipe de Esquilache 74, 113, 115–116, 209 Lerma, duque de ver Gómez de Saldoval Rojas y Borja, Francisco de López de Aguilar, Francisco 168 López de Zárate, Francisco 101 n.50 liberalidad ver bajo nobleza límites creativos 19 Lipking, Lawrence 18 n.15 Livio, Tito 69 Lohmann Villena, Guillermo 9, 12, 77, 78, 81, 82 Lohmeier, Anke Marie 143 Lomas Cantoral, Jerónimo de 30 López, Alonso, el Pinciano 31, 110 López Bueno, Begoña 110 López de Mendoza, Íñigo, marqués de Santillana 30, 32, 33, 34–6 López de Sedano, Juan 6, 8, 115, 138 n.14 López de Vega, Antonio 45 López de Zárate, Francisco 106 n.57, 109 n.58 Lotman, Iouri 15 Loyola, San Ignacio de 56, 68, 72 Luján, Néstor 13 Madrid 28, 55, 56, 57, 76, 100 Malvezzi, Virgilio 22 Maravall, José Antonio 41, 42 n.18 Marino, Adrian 59 n.31 Márquez de Carreaga, Gutierre 183 n.15 Mártir Rizo, Pablo 168 Masdeu y Montoro, Juan Francisco 7 Matas Caballero, Juan 169 n.8 Mayáns y Siscar, Gregorio 6, 6 n.4, 129 n.12 Mecenas, Cayo C. 55 mecenazgo ver bajo nobleza Medina, Francisco 38
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Medrano, Sebastián Francisco de 91–2, 99, 128 Mejía Sánchez, Ernesto 11, 188 Melo, Francisco Manuel de 93 Mena, Juan de 30, 33, 35 Menéndez de Haro, Luis 56, 103, 105 Menéndez Pelayo, Marcelino 10, 76, 116 Mendiburu, Manuel de 9 Mendoza y Luna, Juan de, marqués de Montesclaros, virrey del Perú 79, 82 Mendoza, Nuño de, conde de Valderreis, gobernador de Portugal 131, 137, 204–5 menor (retórica de lo) 1–3, 6, 114 mercado editorial barroco 42–3, 55, 120, 121, 203 Mexía de Fernangil, Diego 81, 81 n.24 Mexía de Ovando, Pedro 74 n.14, 81, 81 n.15 Miró Quesada Sosa, Aurelio 12 Molina, Tirso de 99, 129 n.12 Moncayo Iguerrea, Juan de, marqués de San Felices 14 n.10, 102 n.52, 109 n.58, 126 n.8 Monclova, conde de la, ver Portocarrero de la Vega y Rojas, Gaspar Montano, Arias 154, 156 Moreyra Paz Soldán, Manuel 11 Montesclaros, marqués de, ver Mendoza y Luna, Juan de Nadal, Juan 123 Nápoles, Alfonso II de 98 Nebrija, Antonio de 38 Niebla, conde de, ver Pérez de Guzmán y Silva, Juan Manuel Niseno, Diego 97, 189 nobleza y amistad 36 n.14, 47, 58, 60–1 y “armas y letras” 26, 26 n.7, 33–4, 50–1, 148, 150 y clientelismo 24, 43, 58–60, 62 crisis de la 23, 41–2, 41 n.18, 143–4 educación de la 26, 32, 33, 37, 69–70 tratados de 42 heredada 34, 36 n.13 de letras 25, 25 n.6, 46, 203 y liberalidad 58, 59, 59 n.31, 60 y mecenazgo 22, 24, 43, 49, 51, 58–60 y officium 138, 145 y otium 50, 64 y prestigio literario 22–7, 41–3, 45–6, 49 y riqueza 43 y amateurismo ver noble amateur
noble amateur definición de 24–5 “minorización” del 62, 63 y celebraciones socioliterarias 56–7 y “cultura de la persona” 46, 47, 59, 121 y culteranismo 46–7, 69 y poesía tradicionalista 46–8, 47 n.25 y poetas profesionales 59, 62, 63 novela sentimental 36 n.14 officium ver bajo nobleza Olivar, hermandad del 166–17 Olivares, conde duque de, ver Guzmán y Pimentel, Gaspar de Oms y Santa Pau, Manuel de, marqués de Castell-dous-Rius 81 originalidad 3 Oña, Pedro de 81 Oñaz y Loyola, Lorenza de 68 Orozco Díaz, Emilio 168, 179 Osuna, duque de, ver Téllez Girón, Pedro otium ver bajo nobleza Ovidio, P. 181 Pacheco, Andrés 95 n.40 Pacheco, Francisco 168 Pacheco, Rodrigo, marqués de Cerralbo 61, 63 Palma, Ricardo 9, 9 n.6 Paravicino, Hortensio Félix 166, 168 Parnaso Monte 28 templo del 53 castellano 38, 47, 49, 138, 157, 168 ver también República Literaria Pastrana, duque de, ver Gómez de Silva y Mendoza, Ruy Paz y Meliá, Antonio 10 Pease García Yrigoyen, Franklin 12 Pedraza Jiménez, Felipe 13 Pelorson, Jean-Marc 25 Pérez Gómez, Antonio 11, 126 n.8 Pérez de Guzmán, Juan 8, 68, 74 Pérez de Guzmán y Silva, Juan Manuel, conde de Niebla 75 Pérez de Montalbán, Juan y Lope de Vega 149, 174 y el príncipe de Esquilache en Para todos ejemplos morales 4, 103 en La hermosa Aurora 88, 89, 90, 172 en Fama póstuma 103, 183 en las Lágrimas panegíricas 183, 183 n.15 en el Montalbán Alabado 103, 189
ÍNDICE
Pérez Pastor, Cristóbal 10 Petrarca, Francesco poeta laureado 30, 34, 35 Canzionere de 109, 110, 111, 153 Pfandl Ludwig 10, 115, 169 n.8 Pinciano ver López, Alonso Pinheiro da Vega, Tomé 71 n.9 plagio 3 Platón 29, 30, 31 Polo de Medina, Salvador Jacinto 13, 45 Porras, Diego de 89 n.33 Porras, Matías de 89, 89 n.33, 175–6, 177 Portocarrero de la Vega y Rojas, Gaspar, conde de la Monclova 56 Portugal, sublevación de 104 Portugal, Pedro, condestable de 34, 35 Portugal y Córdoba, Gerónimo de 74 Pozzo, Casiano del 101–102 Pozuelo Yvancos, José María 4 Quevedo, Francisco de autor canónico 6, 28, 36 educación de 69 psalmista 156 y la reflexión metapoética 158 y el pasado literario castellano 32, 123 y Felipe IV 102 n.52 y los Argensola 128 y el culteranismo 172, 198 Parnaso dividido de 186, 189 y el príncipe de Esquilache ver relación con autores bajo Borja y Aragón, Francisco de Quintana, Manuel José 8 Ratto, Luis Alberto 11, 12, 76, 176, 183, 188 Rebolledo, Bernardino de, conde de Rebolledo 6, 14 n.10, 64 Rebolledo, conde de, ver Rebolledo, Bernardino de República Literaria española 2, 32, 35, 171 e imperio 41 y Parnaso 49, 53 ciudadanos de la 59 Reyes Católicos 32, 38, 41, 98 Richelieu, cardenal 97 Rioja, Francisco de 51, 103 Robbins, Jeremy 56 Roca, conde de la, ver Vera y Figueroa, Juan Antonio
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Rodríguez Cáceres, Milagros 13 Rodríguez Moñino, Antonio 12 n.7 Rodríguez del Padrón, Juan 36 n.13, 36 n.14 Roig de la Peña, Juan Bautista 67 n.2 Rojas Villandandro, Agustín de 98 Rojo, Anastasio 59 n.32 Romero-Díaz, Nieves 25 n.3 Rosales, Luis 2, 11 Rotta Virgilii ver bajo Virgilio Rozas, Juan Manuel 129 n.12 Saavedra Fajardo, Diego de 49, 53–5, 129 n.12 Salamanca, Universidad de 70 Salas Barbadillo, Alonso Jerónimo de 5, 109 n.58 Salcedo Coronel, García 186, 199 Saldaña, conde de, ver Gómez de Sandoval y Rojas, Diego de Salinas, conde de, ver Silva y Mendoza, Diego de Salinas, Juan de 217 Salinas y Lizana, Manuel de 125 n.7, 126 Sánchez, José 94, 124 Sánchez, Luis Alberto 77 Sánchez de las Brozas, Francisco 27, 38, 40 Sánchez de Lima, Miguel 43, 45, 110 Sánchez, Vicente 94 San Felices, marqués de, ver Moncayo Igurrea, Juan de San José, fray Jerónimo de 124 n.4 y Bartolomé Leonardo de Argensola 117, 118 y el príncipe de Esquilache 115, 124–6 Santa Cruz, marqués de, ver Bazán y Guzmán, Álvaro de Santillana, marqués de, ver López de Mendoza, Íñigo Séneca, P. 143 Sessa, duque de, ver Fernández de Córdoba, Luis Sevilla 79 Silva y Mendoza, Diego de, conde de Salinas 87 n.31 poeta amateur 39, 47, 51, 75, y Lope de Vega 168 y Miguel de Cervantes 53 y Luis de Góngora 48 Simón Díaz, José 24 sociedad cortesana 1, 22, 37, 45, 50, 57 bienes de intercambio de la 58–9 Solís, Antonio de 128 Soria Galvarro, Fernando 120, 151
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Soto de Rojas, Pedro 51, 86, 106 n.57, 109 n.58, 110 Spiller, Michael 111 Strosetzki, Christoph 144 Suárez de Figueroa, Cristobal 23, 42 n.20, 43, 46 Tamayo Vargas, Augusto 77 Tamayo de Vargas, Tomás 39, 48 n.25 Tarifa, marqués de, ver Enríquez, Fernando Tarsis, Juan de, conde de Villamediana 129 n.12 poeta amateur 22, 24 n.2, 47, 51 poeta laureado 39, 40 asesinato de 98 y Luis de Góngora 48 y Miguel de Cervantes 53 Taurisana, duque de, ver Castro, Francisco de Tauro, Alberto 13 Téllez Girón, Pedro, duque de Osuna 75, 128, 168 Terry, Arthur 124 Theotokópoulos, Doménikos, el Greco 207 Ticknor, George 8 Tillano, Tomás 85 Torre, Fernando de la 36 n.14 Torre, Guillermo de 23 Torres, Diego de 80 Torres Aranciva, Eduardo Luciano 12 n. 8 Trastámara, Juan II de 23, 32, 165, 170 Trastámaras, corte de los 74, 170 trayectoria literaria 19, 26–7, 36, 39, 64, 141 Trillo y Figueroa, Francisco 195–6 Triste Deleitación 36 n.14 Ulloa, Fernando de 59 Ureta, Alberto 11 Usor y Río, Luis 8 n.5 Uztarroz, Juan Francisco Andrés de 124, 124 n.5, 125, 126 Valderreis, conde de, gobernador de Portugal ver Mendoza, Nuño de Valladolid 71 Valles, Dionisio Hipólito de los 39 Vargas, Luis de 128 Vázquez Siruela, Martín 184 Vega, Garcilaso de la autor canónico 6 obras de (ediciones de las) 27, 38–9, 40 poeta laureado 28–9, 39, 158, 175, 181
poeta amateur 51, 148, 27 y el petrarquismo 86–7 y la “escuela garcilasista” 46–7, 162 Vega, Lope de autor canónico 6 autor profesional 15, 43–4, 50, 52, 62, 63 poeta laureado 28–9, 158, 175 trayectoria literaria de 159 psalmista 156 romancista 160, 216, 218 y el modelo editorial (pos)petrarquista 109–110 y el culteranismo 49, 167–8, 170–1, 172 y la poesía (caste)llana 47, 48 y los nobles amateurs 22, 47 n.25, 49–51, 165, 167, 168, 47 n.25 y el mecenazgo 24, 51, 61, 163, 171, 183 y la beatificación de San Francisco de Borja 100 n.47 y Francesco Barberini 101 n.50 y Juan Pérez de Montalbán 174–5 y Luis de Góngora 172, 173–5, 179, 182 y Matías de Porras 175–6, 177 y los Argensola 51, 128, 182 y el príncipe de Esquilache relación bidireccional con 159 en la hermandad del Olivar 166 en Gandía 160–1 en La Dragontea 75, 162–3, 164 en La Arcadia 161, 162 en las Fiestas de Denia 70, 163–4 en La hermosura de Angélica 164–5 en las Rimas 161, 165–6 en el Arte nuevo de hacer comedias 165–6, 204 en la Comedia famosa de la Burgalesa de Lerma 167 en la Expostulatio Spongiae 168 en La pobreza estimada 82, 168–171 en La Filomena 172 en La Circe 7, 11, 172–9 en las Novelas a Marcia Leonarda 173–4 en el Laurel de Apolo 5, 180 en la Epístola a Claudio 138, 181 en Las bizarrías de Belisa 182 en las Rimas del licenciado Tomé de Burguillos 182 Velázquez, Diego de 86 Vélez de Guevara, Luis 56, 61, 76, 79, 87 Vera Aguilera, Alejandro 13 Vera y Figueroa, Juan Antonio de, conde de la Roca 51, 97 n.43, 143, 168
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Vera y Mendoza, Fernando 31 viajes oníricos 52–55 Viala, Alain 17, 24, 26, 27, 37 n.15, 55 Villegas, Esteban de 6, 10, 106 n.57 Villahermosa, duque de ver Borja y Aragón, Carlos de Villamediana, conde de ver Tarsis, Juan de Villela, Juan de 95 n.40 Villena, Enrique de 30, 32–4, 45, 55 Virgilio 55, 69, 138, 181, 215–216 Rota Virgilii 83, 97, 162, 180 Vivanco, Luis Felipe 11 Vivero, Domingo de 76
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Weiss, Julian 32 n.11 Wilde, Oscar 112 Wright, Elizabeth 17, 17 n.13, 18 n. 14, 18 n. 15 Wyskota, Juan de 12 Ximénez Patón, Baltasar 168 Yun Casalilla, Bartolomé 41 n.18 Zapata, Cosme ver relaciones con el clero bajo Borja y Aragón, Francisco de Zurita, Jerónimo 67 n.2