L U C I L A E D U A R D O
C A D O L
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Traducido por Miguel Bartud 200...
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L U C I L A E D U A R D O
C A D O L
Ediciones elaleph.com
Editado por elaleph.com
Traducido por Miguel Bartud 2000 – Copyright www.elaleph.com Todos los Derechos Reservados
LUCILA
PRIMERA PARTE I Aquella noche había estreno en el Odeón. Un acontecimiento ruidoso, del que a los dos días, no se hablaría una palabra. Pero todo lo que atañe o guarda relación con esa esfera inquieta, suspicaz, curiosa, frívola y enredadora en apariencia, porque sus componentes resultan más cándidos, confiados y papanatas que los demás, había removido cielo y tierra para conseguir una localidad y enterarse de lo que era aquello. ¡Qué de gestiones, santo Dios! El correo y los mandaderos habían llevado cartas a Mi querido Fulano y a Mi estimado Mengano, para proporcionarse 3
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un hueco, un rincón cualquiera, una entrada general, un paraíso. ¡Y lo que son las cosas! Una familia completamente ajena a los asuntos teatrales: el señor, la señora y la señorita de Brughol; unos burgueses, unos filisteos, ocupaban un espacioso palco central, por el que un zurupeto o un turfista hubiera pagado treinta luises. No quiere decir esto que los Brughol hicieran mal papel en aquel palco. Al contrario. Era la señora de Brughol una mujer cabal hermosa, frescota, de mirada fascinadora, en todo el desarrollo de los comienzos de la madurez, de afable fisonomía, no desprovista de malicia. Por otra parte, correctísimamente ataviada; es decir, con un tocada rigurosamente a la moda. Nada de llamativo: sencillo y de buen gusto. ¿Su edad? Según ella, treinta años. Sin embargo, del acta de nacimiento de su hija -documento auténtico- se desprende que ésta tiene diez y seis, bien cumplidos. ¡Aten ustedes cabos! Un prodigio de belleza, la tal hija, la señorita Lucila, a quien, en la intimidad, se llamaba Lucila. Rubia, francamente rubia; con unos ojos, ¡qué ojos! negros, sombreados por enormes pestañas de 4
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un tinte castaño, bajo cejas del mismo matiz y flanqueadas de una ligera franja acarminada, que se iba esfumando gradualmente, hasta confundirse con el tono sonrosado de su finísima piel: naricilla, de puras líneas, con vibrantes aletas; boca de aterciopelados labios, color cereza, de neto dibujo, que al entreabrirse en franca sonrisa, dejaban ver la doble hilera de dientes, de un brillo deslumbrador. ¡Un encanto! Era una de esas criaturas femeninas privilegiadas que, jóvenes, jamonas o viejas, impulsan inconscientemente a la multitud a rendirles tributo de archidiscreta deferencia, inclinándose y apartándose a su paso. ¿Por qué? No se sabe. Se hace por instinto y con placer, aun cuando ellas no parezcan darse cuenta del homenaje, como si sintieran que les es debido, por gracia soberana. ¡Qué muchacha! En los entreactos, todos los gemelos estaban asestados al palco, para contemplarla, y los asiduos se preguntaban: -¿Quién es? Hija de su padre, a no dudar; tanta era la semejanza con el autor de sus días, a quien se veía en segundo término. 5
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De cualquier modo, extraños al todo París de los estrenos; intrusos, como si dijéramos. Pero, intrusos o no, se divertían de lo lindo escuchando lo que recitaban los artistas. Cuando cayó el telón sobre la catástrofe final y mientras se entregaba el nombre del autor a los aplausos del público, Lucila y su madre se pusieron sus abrigos, que había entrado la acomodadora, y todos juntos abandonaron el palco y el teatro. Una vez en el pórtico, el padre hizo acercar un simón. No tenía más que dos asientos. ¡Bah! Brughol sentó a su hija sobre sus rodillas y dió la dirección al cochero. -Arrabal Montmartre, 15. Hacía un tiempo húmedo y brumoso; el propio de diciembre, cuando sopla el viento del Sud. El vehículo rodó a lo largo de las lóbregas calles situadas al lado de acá del malecón, internándose luego en el dédalo, no menos sombrío y solitario, de las enclavadas a la otra parte del río. De pronto, al desembocar en la calle Montmartre, una oleada de luz iluminó el tropel de carruajes, que, a la salida de los espectáculos, se cruzan en todos sentidos. Fue preciso detenerse. 6
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Brughol bajó el cristal delantero del vehículo y tirando del levitón al cochero: -Llévenos al Café Riche -le dijo. Y después, dirigiéndose a las dos mujeres -Tomaremos un chocolatito, ¿eh? -De muy buena gana -contestó la señora, que, por no llegar tarde, había comido a la carrera. Ya en el café, el chocolate pareció un obsequio mezquino. -¡Camarero! -dijo Brughol, -sírvanos tres docenas. -¿Marennes? -Sí, Marennes. Y después...¿qué hay para después? -¿Galantina de perdiz? -¡Venga la galantina de perdiz! -¿Y postres? -Un poco de fruta. -Muy bien, caballero. ¿Vino blanco? -¿Qué te parece, Lucila? -Sí, blanco, papá. -Y café -añadió la mamá. Comieron alegremente, con buen apetito, comentando la nueva obra, y a eso de las dos de la 7
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madrugada, la familia ocupó de nuevo el simón, que había quedado esperando a la puerta. Poco después, se encontraban en su domicilio, libres de preocupaciones, como inofensivos ciudadanos que, en la plenitud de sus derechos, habían pasado agradablemente la velada, sin reparar en gasto de más o de menos. ¡Un día es un día! El arrabal Montmartre ofrecía en aquel momento la animación desordenada, bulliciosa, típica, que le es habitual en tales horas de la madrugada, haga el tiempo que quiera. Cafés, cervecerías, tabernas, rebosaban de consumidores, y las ostreras no daban paz a la mano, abriendo docenas y docenas de moluscos. En las aceras, toda la gente del hampa; coloquios cínicos y groseros; proposiciones repugnantes, pendencias, reventas, broncas, con su obligado coro de juramentos, exclamaciones y gritos estridentes. Nuestros personales no prestaron la menor atención. Pagado el carruaje y abierto el portón, subieron a tientas la escalera. Media hora después, los tres dormían a pierna suelta, a pesar del creciente escándalo del exterior. Al dar las nueve de la mañana siguiente, tres hombres de marcada catadura curialesca, re8
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montando apresuradamente la acera izquierda del Arrabal, contra la corriente del abigarrado tropel, que descendiendo de las alturas del antiguo suburbio se dirige a sus ocupaciones, penetraron en el portal de la casa, señalada con el número 15, después de consultar la placa indicadora. -¿El señor Brughol? -preguntó uno de ellos al portero. -Apenas hace cinco minutos que ha salido -contestó el interpelado. -¿Hay alguien en su casa? -Sí, su esposa. -¿Qué piso? -Quinto, izquierda. -Gracias. Los tres individuos emprendieron el penoso ascenso, y llamaron, al llegar a la puerta designada. A los pocos segundos, abrió una rechoncha maritornes desgreñada, con una escoba en la mano. -¡Ah! ¿son ustedes? -dijo, sin dar la más ligera muestra de sorpresa. -¡ Pasen! Voy a prevenir a la señora. Y dejando plantados a los funcionarios, entró en la cocina, donde en mangas de camisa y calzando unas babuchas deterioradas, la consorte Brughol, en 9
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pie, mojaba unas tostadas de pan con manteca en un tazón de café con leche. -Son esos, señora -anunció la doméstica. -¡Esta bien! -contestó, sin inmutarse, la dueña de la casa. -Hazles pasar al comedor, Virginia. Que comiencen por allí. Después de apurar con toda calma el negruzco brebaje, se enjugó la boca con el pañuelo, franqueó un pequeño pasillo y entreabrió suavemente una puerta. ¡ Lucila! -llamó a media voz. -¿Mamá?... -¿Dormías, hija mía? -Sí, pero no importa. ¿Qué ocurre? -Nada, hijita. Que vienen a embargar. La muchacha se levantó, sin contestar, y se puso unas enaguas y una falda. Con la misma indiferencia, la madre de Lucila se trasladó al dormitorio conyugal, se alisó un poco los cabellos, se endosó una bata horriblemente deslucida, estiró una de sus medias que llevaba caída, y se unió a los funcionarios judiciales, que inventariaban ya el ajuar. -Buenos días, señores -dijo, respondiendo al ceremonioso saludo de los ejecutores de la ley. 10
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-¿Proceden ustedes en virtud de la demanda de Reverchon? -No, señora; lo hacemos a instancia de los banqueros Galtier y Compañía. -¡Gana de malgastar tiempo y dinero! -replicó la señora de Brughol. -¡En fin, cada cual es dueño de hacer de su capa un sayo! Después de todo, ellos serán los paganos. Alguaciles y escribanos están avezados a estos desahogos. Cuando el deudor no es un timorato, que tiembla como si presintiera el fin del mundo, es lo corriente que pretenda que su acreedor se arrepentirá de lo hecho. En el caso presente, a decir verdad, las apariencias daban motivos para creerlo. Lo embargado no permitiría cubrir grandes cantidades, en el caso de llegar a su remate. La vivienda constaba tan sólo de cuatro habitaciones y la cocina. En el comedor, una mesa de caoba, de tipo antiguo, ocho sillas, más o menos desvencijadas, y un aparador descubierto, en uno de cuyos estantes se pavoneaba, bajo una cara de polvo, un servicio de te, incompleto, descabalado. Y nada más. 11
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En la sala, muebles de todas procedencias, de pacotilla, y en un estado lastimoso. Profusión de tapetes de ganchillo, para ocultar los desgarrones del tapizado de las sillas y del sofá. En los balcones, lacios cortinajes de color indefinido, pendientes, por medió de anillas, de una varilla enmohecida. Una alfombra de fieltro, de tonos chillones, atenuados por el uso. Un velador cojo: tres retratos de antepasados, que no debieron ser señores de capa y espada; varones mofletudos, de aspecto vulgarote, que se habían hecho, fotografías de ocasión por un artista de su amistad. Sólo existía un objeto de valor; el piano. Pero ¡cuidado! Era de alquiler, como lo acreditaba el contrato en toda regla. ¡Nadie se atreva!... Contiguo al salón, el dormitorio de los esposos. Aposento reducido, abarrotado por la cama de matrimonio, un armatoste pasado de moda, pero recuerdo de familia; sagrado, por tanto; ¡además, la ley lo respeta una cómoda tocador, con el espejo rajado y el mármol descantillado; un neceser de costura que debió ser lindo en sus tiempos. Un armario de nogal, dos butacones mugrientos y una silla baja constituían otros tantos nuevos obstáculos. 12
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De lo que no parecían preocuparse en la casa, era de la marcha del tiempo. No se veía un reloj por ninguna parte. En la repisa de la chimenea de la sala se alineaban dos floreros vidriados, flariqueando una imitación de barro cocido, en yeso: una Diana, manca, a la que el plumero había ennegrecido afrentosamente la punta de la nariz. En la cómoda del dormitorio servían de ornato una lampara reguladora y dos enormes candelabros. Pero en el espejo, fotografías, cartas, notas, citaciones judiciales, recibos de contribución, introducidos entre el marco y el cristal. Sobre los muebles, sobre las sillas, colgando de los alzapaños de las colgaduras, por tierra en los rincones, toda clase de objetos, en revuelta confusión; vestidos, botas, periódicos atrasados, enaguas, ropa devuelta por la lavandera, tirada por allí, esperando un repaso proyectado y problemático, aplazado para mañana, sin falta: el famoso mañana de aquel tendero, que ofrecía vender al fiado al siguiente día. Un conjunto incoherente de miserias, de lujos relativos, denunciando ese abandono, ese hábito del desorden, en el que los sombreros de mujer se colocan sobre la pantalla de la lámpara, los guantes viejos, los trozos de cinta, 13
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los trapos, se amontonan con paquetes de tabaco, frascos de medicamentos, alfileres, postizos, medias, que se zurcirán al día, cuando quede tiempo, cuando se haya terminado la lectura de la novela recientemente publicada, mañana mismo... Ayer me dijiste que hoy; Hoy me dirás que mañana... Otra cosa era el cuartito de Lucila ; un chiribitil, que recibía luz de un patio interior. Escaso mobiliario: una cama de hierro, un lavabo de madera curvada, dos sillas, una vetusta y ventruda cómoda, dos cortinas de percal estampado y una estera para cubrir el suelo. En las paredes, un estante atestado de libros y cuadernos del colegio; un recordatorio de la primera comunión; un estudió del natural a dos lápices, y, en un marco descascarillado, un cromo representando la muerte de Poniatowski en el Elster. Sobre la chimenea, una cajita de madera, sirviendo de peana a un San Vicente de Paúl, de cartón piedra. A uno de los lados, un candelero Luís XV, y al otro un quinqué. 14
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Pero todo ello, meticulosamente limpio y arreglado; de una pobreza simpática. A lo sumo, vendido en pública subasta, no se sacarían trescientos francos, aun con el aditamento de la cocina, cuya batería era de hierro fundido ¡Y en qué estado! Pero ¿qué familia era aquélla? ¡Ah! pues una de las tantas que pululan por París. En el trato social, personas correctas, regularmente acomodadas, en apariencia, que alternan en todas partes, sin hacer el ridículo. En su casa, menesterosos, aves errantes, que saltan de rama en rama, y que mañana, quizá, carecerán de casa y de hogar. Gentes sin inquietudes, o que al menos tratan de desecharlas, que viven esperando días mejores, alimentando ilusiones en un golpe sea el que quiera, que mejore su situación; el premio mayor de una de esas loterías que brindan millones por unas cuantas monedas de cobre, y de las que se adquiere un billete para probar fortuna. ¿Quién sabe? Nuestros héroes estaban firmemente convencidos de que había, de llegar un día ya tardando; en que disfrutaran una posición desahogada. ¿Cómo? Por la gracia de Dios. 15
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Entretanto, el marido hacía de todo, de corredor de vinos y de bisutería; de agente de seguros sobre la vida y contra incendios, de propagandista de publicaciones editoriales un anuncio, si se presentaba; operaciones, todas que le procuraban una comisión de un tanto por ciento. Constantemente, tres o cuatro negocios importantes en perspectiva: una comandita de varios centenares de miles de francos, la construcción de un inmueble, un suministro a tal fabricante. ¡Que prosperase uno solo, y nadarían en oro! De las tres personas que componían esta familia, llena de privaciones, aunque abocada a la opulencia, la más joven, que, como tal, hubiera debido ser la más accesible a las ilusiones, Lucila, la hija, era la única que no compartía en lo más mínimo las esperanzas y las ambiciones de las otras dos. Pero amaba a sus padres y respetaba su ciega confianza, aunque, en el fondo, pensara que lo más conveniente sería que papá buscara una, colocación. Ella y mamá aumentarían los mezquinos emolumentos trabajando en casa. Lo mejor de todo sería terminar sus estudios. Provista del diploma indispensable, abriría un colegio en el suburbio parisiense. 16
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Cuando expuso esta idea, su padre se enterneció, humillado en cierto modo. Pero su madre lo tomó a risa. ¡Estaba loca! ¿Ella, la señorita de Brughol, dedicarse a desasnar hijos de porteros? ¿Por qué no mendigar también alguna leccioncita de piano, a domicilio? ¡Aquello era un absurdo! ¡Paciencia! Que se lograra cualquiera de los grandes negocios que incubaba papá, y se acabaron las deudas, las ruidosas reclamaciones, las protestas, las visitas de curiales. ¡Ya lo vería la cándida y querida Lucila! -Bueno -se dijo la muchacha- esperemos los acontecimientos. La señora de Brughol se mostraba tan indiferente al embargo que se operaba, en nombre de Galtier y Compañía, por estar segura de su ineficacia. A fuerza de revolverse contra los acreedores, el matrimonio era perito en la materia y conocía al dedillo todos los resquicios que la ley procesal ofrece a quien sabe utilizarlos. Y por una sencilla venta de las llamadas a pacto de retro, aunque ficticia, registrada con todos los requisitos legales, el ajuar casero estaba completamente a salvo de todo secuestro judicial. 17
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Además, y esto era lo que más la tranquilizaba, Brughol acaba de ultimar uno de sus famosos negocios. Una poderosa empresa de transportes marítimos, aceptaba la proposición de un importante suministro de vino, para consumo de pasajeros y de tripulaciones, en condiciones tales, que el padre de Lucila, se embolsaría veinticinco mil francos redondos de comisión, pagaderos en dos plazos; el primero, al firmar el contrato mañana, tal vez el segundo a los seis meses. Eugenio Brughol estaba de acuerdo, en todos los puntos, con el director de la Compañía marítima. Era cosa hecha. Precisamente para firmar dicho contrato, había salido tan temprano. A su regreso, sería rico. Se le esperaba, pues, para almorzar, con verdadera impaciencia. Y con un almuerzo frugal, por cierto; huevos y unas chuletas de cerdo, compradas a crédito en la carnicería de enfrente. Era ya la una y cuarto cuando llegó Eugenio, cariacontecido, pálido, confuso. Iba lleno de lodo hasta la espalda, derrengado y desfallecido. -¿Ha fallado el negocio? -preguntó su mujer, al observar tal decaimiento. 18
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-No -replicó él vivamente. -Pero ha surgido una complicación. -¿Cuál? -Ha muerto anoche el director de la Compañía, a consecuencia de la rotura de un aneurisma. ¡Se aguó la fiesta! Vuelta a empezar. ¡Cuánto tiempo y cuánto trabajo perdidos!... Además, ¿quién reemplazaría al difunto? ¿Cuándo se le designaría y cuándo se posesionaría de su cargo? No tendría también sus compromisos? ¿Ratificaría, las estipulaciones verbales convenidas entre su predecesor y el comisionista? En todo caso, la cuestión no podía dilucidarse y zanjarse por la posta. ¡Qué de nuevas gestiones, entrevistas, conferencias, discusiones y cambios de cartas! No era posible resolver nada, en definitiva, hasta dentro de cinco o seis semanas. ¿Cómo vivir hasta entonces? ¿Cómo subsistir siquiera? Había para darse de cabezadas contra las paredes. ¡Un negocio tan bien encauzado y concluído! De no ser así, ¿cómo se hubiera permitido Brughol la francachela de la noche anterior, al salir con su familia del teatro? Parece que no, pero todas aque19
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llas menudencias, habían subido a cerca de dos luises. ¡ Cuarenta francos! ¡quién los tuviera! Buena falta les hacían para comer a la noche. -¡No te atosigues! -dijo por lo bajo la esposa Brughol. -Yo lo arreglaré. -¿Cómo? -La niña conserva el brazalete que le regaló su padrino. -¿Y vas a empeñarlo? -¿Qué remedió nos queda? Brughol no replicó; pero dejó correr dos lagrimones, que cayeron sobra su plato. Oyera o no, Lucila se hizo cargo de la situación. Se levantó, angustiada, abarcó entre sus brazos la cabeza de su padre y le besó en la frente. -¡No llores, papa! -imploró. -Los tiempos cambian. ¡Anímate! Cuando el padre recobró su serenidad, sacudida su vergilenza de hombre, de cabeza de familia que no puede satisfacer las más apremiantes, necesidades de los suyos, que horrible humillación, se habló del accidente. -¿Y no se presume quién será nombrado director? -preguntó la esposa. 20
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-Se citan varios candidatos; entre ellos... ¿ a que no aciertas ? -¿Cómo quieres que yo?...¡Si no lo dices!... -Alejandro. Al oír aquel nombre, la madre de Lucila palideció súbitamente; la sangre afluyó a su corazón. -Debes acordarte perfectamente -continuó su marido, sin fijarse-. El antiguo inspector del camino de hierro; aquel que almorzaba tan a menudo con nosotros, cuando yo era jefe de estación. -Sí -contestó ella, sobreponiéndose a su emoción. -Alejandro Bernheim; el hijo del vicepresidente del Consejo de Administración. -¡Justo! Aquel muchacho, cuyas calaveradas obligaron a su padre a desterrarle a Rusia. ¡Si él fuera el designado, y nos recordase!... -¿Por qué no? -Hace ya catorce años que nos perdió de vista. Heredó de su padre, y ahora es un personaje... El corredor pareció vacilar un instante. -¿Y si fueras tú a verle? -añadió. La proposición hizo enrojecer a la cónyuge de Brughol; pero se repuso instantáneamente. -¡No se pierde nada! -contestó, apretando los labios. -Puede que tengas razón. 21
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Y permaneció pensativa un momento. -¿Se ha casado? -preguntó. -No lo creo. Pero ¿qué importa eso? -¡Nada!...¡Conforme! ¡Iré! -concluyó la esposa, en tono resuelto. Lucila escuchó en silencio el diálogo. La palidez de su madre, primero, y su sonrojo después, llamaron su atención. -¿Por qué? -se interrogó.
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II A los veinte años, Eugenio Brughol, hijo de un modesto empleado de las antiguas Mensajerías Laffitte y Caillard, fue colocado en un camino de hierro de reciente construcción. Siete años después, era jefe de estación en una cabeza de distrito. En un baile benéfico, conoció a una linda muchacha: Ángela Batardier. Era huérfana, y vivía con una anciana parienta, dueña de un comercio de mercería, de la localidad. Industria mezquina, a la que la joven agregaba el escaso producto de la venta de sombreros y gorritas, que confeccionaba coquetonamente para las niñas y mujeres de las familias humildes de los contornos. 23
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Brughol se enamoró de la huérfana y se declaró a ella. ¡ Diantre! En provincias, un jefe de estación no es un cualquiera. La empresa le suministra gratuitamente, casa, carbón y luz. Además, es un señor, consideración a la cual se mostró muy sensible la joven. Por último, Eugenio era un muchacho apuesto, y parisiense, por añadidura. ¿Qué más podía pedirse? Se casaron. La vida matrimonial fue plácida en sus comienzos. Eugenio tenía dos mil francos de sueldo y el porvenir abierto. Ángela aportó cinco mil francos, limpios de polvo y paja, su equipo, el mobiliario, y además, su anciana parienta la proveyó de un lote considerable de lencería: doce pares de sábanas algo toscas, pero, por lo mismo, más sólidas. Aquello era un edén. Eugenio adoraba a su mujer. Ella estaba contenta, y cándidamente engreída de verse convertida en señora; es decir, de haber ascendido un peldaño en la jerarquía social. Visitaba con su marido ciertas casas, a las que no hubiera tenido acceso la mercera. El lujo de la alta burguesía la fascinaba. El tono, los modales de aquel mundo nuevo para ella, la elevaban a sus propios ojos. 24
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¡Estaba en su centro! En todo caso, no desencajaba; porque, por instinto, se aclimató al ambiente, desde el primer momento. ¡Qué júbilo, cuando vió que aquellas señoras la devolvían su visita de boda! En el hogar, la existencia continuaba siendo modesta, necesariamente, porque dos mil francos anuales no dan mucho de sí. Pero se amoldaba a ellos y eran felices. El nacimiento de Lucila, acaecido diez meses después, vino a consolidar la unión. Un encanto más que añadir a los de Ángela. ¡Una madre que apenas contaba diez y siete años! ¡qué monada!... -Todos la conocían en la línea. Sin pretenderlo, se había conquistado fama de hermosura y de gracia. Quien no había visto a la esposa de Brughol, no sabía lo que era bueno. ¡Truhán de Eugenio! Con un poco de maña, lograría cuantos ascensos quisiera. Entre los admiradores de la dama, el más entusiasta era un inspector, un jovenzuelo, Alejandro. Se le llamaba así, no porque fuera un pelagatos: ¡muy al contrario! era hijo de una persona de alto copete, del vicepresidente del Consejo de Administración, del banquero Oscar de Bernheim, descendiente de 25
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una familia judía de Holanda, que ocupaba la más elevada posición en el mundo financiero. De la numerosa prole de Oscar -tradición de casta, perpetuada en la sangre-, Alejandro era el que menos satisfacciones le había proporcionado. Algo haragán en sus estudios, dado a la disipación, al vicio y a las malas compañías, llegó a herir la exagerada susceptibilidad de su padre, quien, usando de una autoridad, ante la que todos se doblegaban, redujo al casquivano muchacho a la condición de empleado. Alejandro, un poco humillado, al principio por la pública corrección, se resignó después filosóficamente. Estaba encargado de la revisión de archivos. De cada, treinta días, veinte rodaba por la línea. Alegre, ocurrente, dicharachero, mofándose de los empingorotados personajes del Consejo y tocando bastante bien el piano, era recibido y agasajado en todas partes. Pero donde más le halagaba, detenerse, era en la estación que regentaba Brughol. Los manjares que allí se le ofrecían, no eran más selectos que en otras partes. Sin embargo, al inspector le sabían a gloria. Contribuían a ello los atractivos de Ángela, única 26
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finalidad de sus visitas, porque, poco a poco, se había ido prendando de la joven madre, con verdadera obstinación. Utilizaba cualquier pretexto para verla; bebía los vientos por ella; la convertía en blanco de sus miradas. ¡ Claro! Ella lo notó inmediatamente. Pero no se dió por entendida. Ni gazmoña, ni coqueta, las atenciones de Alejandro no la escandalizaban ni la complacían. El atrevido galán se quedaría con las ganas. ¡Vaya! Así, cuando el inspector se declaró, aprovechando la primera ocasión propicia, ella le contestó irónicamente, manifestándose muy honrada con la distinción; pero prorrumpiendo en una carcajada, tan burlona, que desconcertó de momento al enamorado. Luego, sin ambages ni rodeos, le significó su opinión personal, de que intentaba llevar demasiado lejos sus funciones inspectoras. Alejandro quedó perplejo. Pero el obstáculo sirvió de acicate, y la persiguió deliberadamente. Fue en vano. Ella continuó bromeando, rehusando tomarlo en serio. En la fiesta de Santa Cecilia, organizada por la banda de la población, bailó casi exclusivamente 27
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con ella, oprimiendo estrechamente su cintura, deslizando en su oído frases apasionadas, haciéndola vislumbrar destinos suntuosos, sin riesgos de ninguna especie. Le juró que no se casaría nunca, para consagrarse a ella. Simplezas, locuras de seductor, que promete la luna por una cita. Ella se mantuvo inflexible. Pero sin resentirse, sin enojarse; como mujer de buen sentido, que presume las probabilidades que no se deja deslumbrar por ellas. De pronto, noticia sensacional: Alejandro ha sido separado de su destino. ¿Por qué? Porque habiéndose jugado, y perdido, en una noche, ochenta mil francos, su padre no consentía en pagarlos, sino con la condición de que su hijo se expatriara, yendo a prestar servicio en los caminos de hierro rusos. -¡Mejor! -se dijo Ángela. Y era que, a pesar de todo, la perspicacia femenina le hacía temer al joven. Ya estaba libre. En estas circurnstancias, una anciana tía de Eugenio, propietaria de un hotel en Marais, quiso retirarse del negocio; y antes de traspasarlo, por 28
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mediación de agencias, se le ocurrió consultar a su sobrino si le convendría continuar explotándolo, ayudado por su mujer. Como ella, podrían llegar a realizar, a la larga, una pequeña fortuna. -Es preciso informarse -dijo Ángela. Eugenio fue del mismo parecer. Naturalmente, se alojaría en el hotel. No había que hacer gastos. Ángela partió. El ofrecimiento no convenía, y a los dos días de su llegada emprendió el regreso, en el tren de las ocho, montando en un departamento en el que permaneció sola hasta cerca de la mitad del trayecto. A las diez, en la bifurcación, entró en la fonda para tomar un caldo. -¡Usted, señora! -exclamó de repente una voz, que hizo estremecer a la joven. -¡Alejandro! -replicó ella, profundamente impresionada. Y durante un instante, ambos quedaron frente a frente, como consternados. Pero se les observaba, y haciendo un esfuerzo para serenarse, cambiaron algunas frases triviales. Al sonar en el andén el toque de prevención, se separaron sin despedirse. Y Ángela, sola de nuevo en su departamento, desorientada, sin saber que 29
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pensar de la actitud del joven respecto a ella, ligeramente sofocada por los irregulares latidos de su corazón, incapaz de darse cuenta de sus impresiones, oyó dar la señal de partida. Apenas arrancó el convoy, se abrió la portezuela bruscamente. Alejandro saltó al interior, volvió a cerrar y se sentó frente a ella. La sorpresa, el temor, sobrecogieron a la esposa de Eugenio. Pero no tardó en reponerse. -¡Váyase usted! -exclamó. -Aun es tiempo. Se lo suplico, ¡déjeme usted! El tren marchaba ya velozmente. Alejandro se levantó, con toda calma. -Puesto que usted lo quiere -dijo-, ¡adiós! -¡No! -repuso Ángela, reteniéndole. -¡Se mataría usted! -¿Qué importa? -¡Oh! ¡eso, no, caballero! El Joven volvió a sentarse, a distancia, mostrándose respetuoso, con un dejo de susceptibilidad. ¿Por qué le temía? ¿Por quién le había tomado? Sabía sobradamente que ella rechazaba su amor, y él no era de los que pretenden imponer su cariño. -¡Y qué amor! Si ella no podía medir su inmensidad, podía ver las consecuencias que le había 30
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acarreado. Sus desdenes le habían conducido a faltar a sus deberes, a jugar para olvidarla, a su perdición, a ser desterrado a un país cuyo riguroso clima quizá no soportaría. Debería detestarla, pero esto era superior a sus fuerzas, superior a su voluntad. Había labrado su desgracia, y a pesar de ello, a pesar de todo, la adoraba, la adoraría, mientras le restara un hálito de vida. Ángela, conmovida en extremo, escuchaba los afectuosos reproches del joven. No la censuraba; su virtud era digna de todo encomio. Pero cuanto más acrisolada y sólida era esa virtud, más intenso era su querer. ¡Ah! ¡que no experimentara el menor recelo! ¡El respeto moderaría la pasión en su alma enamorada! ¿Cómo no había de conmoverse la joven, al oírle expresarse así? Cediendo a un generoso impulso, le tendió la mano. ¡Sí! ¡que confiara en él! Tanto más cuanto que en la próxima parada se trasladaría al vagón inmediato, dejándola continuar sola el viaje. ¡Se lo juraba ! Pero, entretanto, que le permitiera conservar entre las vivas aquella mano que le había tendido. 31
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Retenerla, oprimirla suavemente, sería para él, el colmo de la felicidad. Únicamente, aquella postura era incómoda. ¿Le toleraría sentarse a su lado? A las tres de la madrugada, se detenía el tren en la estación de Eugenio. Este, como es natural, estaba en el andén. De un salto, Ángela descendió del departamento. -¿Venías sola? -preguntó Brughol. -Sí -contestó ella- Vamos. -Adelántate; voy enseguida. Eugenio mismo cerró la portezuela del coche abandonado por su mujer. No vio a nadie. Alejandro estaba escondido bajo el asiento. Ángela subió la escalera de un tirón. Cuando se vio a la luz, se consideró perdida. ¡A ver! ¿Tendría tiempo de borrar las huellas de la espantosa lucha, inútilmente sostenida con Alejandro? Unos minutos más, y Eugenio se reuniría con ella, posaría sus labios en el mismo sitio en que otro había estampado sus caricias. ¡Qué horror!
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Y en aquella reducida vivienda no había sitio en que poder encerrarse, hasta conjurar el peligro que la amenazaba. En su precipitación se retrasaba más y más: anudaba los lazos en vez de deshacerlos, olvidaba dónde había puesto los objetos que necesitaba. Perdía la cabeza. Oía, sin cesar, la voz de su marido que repetía en el andén : -¡Vamos! ¡vamos! ¡de prisa! Las carretillas rodaban pesadamente sobre el asfaltado pavimento. Los bultos eran lanzados al furgón. -¡Señores viajeros, al tren! -gritaron al fin vigilantes y mozos. El estrépito de las portezuelas al ser cerradas retumbó en el corazón de la infortunada. Todo quedó en silencio. Ni el más leve rumor. -Cuando usted quiera -dijo, pasado un momento el jefe de tren. -¡En marcha! -contestó Eugenio. Un estridente y prolongado silbido, dió la señal al maquinista. El pito de la locomotora respondió a aquél. Se oyeron los acompasados escapes de vapor, el con33
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voy se puso en movimiento... ¡partió!...Eugenio subió presurosamente, sin detenerse a cerrar su despacho. Cuando entró en el dormitorio, Ángela estaba acostada. -¡Ya! -exclamó, sorprendido. -No podía más -contestó ella, en tono lastimero. -Tengo una jaqueca, violentísima... siento escalofríos... -¡Duerme!...duerme, querida mía -dijo Eugenio, con cariñosa solicitud. ¡No era posible! Con el rostro hundido en la pluma del almohadón, lloraba ahogando los sollozos que le oprimían la garganta. Lo sucedido en el departamento del vagón ferroviario, le parecía un hecho abominable. Le producía el efecto de una infamia. Se horrorizaba de sí misma, y se acurrucaba en el borde de la cama, temerosa de tocar a Eugenio, de mancillarle con su contacto. ¿Qué ocurriría? ¿Se quedaría Alejandro en Rusia para siempre? ¡Oh! ¡si volviera se moriría de vergüenza al verle! Al amanecer, Engenio se levantó con mil precauciones, creyendo que descansaba su esposa. 34
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La llegada de tres trenes reclamaba su presencia en el andén. Sólo entonces se calmó, en parte, la excitación de Ángela. La luz del día provocó la reacción. ¿Qué peligro podía correr? A menos que Alejandro se jactara de su triunfo, ¿quién había de enterarse? Sin embargo, lamentaba la fatalidad de las circunstancias, compadecía a Eugenio. ¡Pobre Eugenio! ¡Qué bueno y qué delicado! Cualquier otro, sin respetar su fingida indisposición, la hubiese agobiado a preguntas. Él se limitó a decirle cariñosamente: -Duerme. -¡Qué contraste con la vió lencia de Alejandro ! Al notar movimiento, la niñera que tenían los esposos a su servicio llamó a la puerta, preguntando si la señora deseaba algo. -Nada, gracias. ¿Duerme la nena? -No, señora; sabe que ha venido usted, y se ha empeñado en levantarse. -Tráemela -dijo Ángela. No hubo que buscar mucho para dar con ella. Lucila, impaciente por ver a su madre, cuya breve separación había impresionado penosamente su infantil corazoncillo, esperaba tras de la puerta, colgada de las faldas de su niñera. 35
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Al oír la orden se precipitó en el dormitorio, exteriorizando ruidosamente su alegría. Nuevo escrúpulo para Ángela, quien ante aquella inocencia, se sintió desfallecer y rompió en nuevo llanto, como para implorar el perdón de su hijita, cuyas caricias le parecía que robaba. Eugenio las sorprendió así, no acertando a explicarse aquellas lágrimas. -Son los nervios -dijo Ángela, procurando tranquilizarle con una sonrisa. Y para justificar la excusa, dio cuenta a su esposo del resultado de sus investigaciones en París. Doble decepción. Personas de su clase no podían acomodarse a las exigencias que entrañaba la posesión del hotel de la tía. Por otra parte, París no era para ellos. Para residir allí, precisaban ingresos con los que no podían soñar, y sin los cuales arrastrarían una vida miserable. Eugenio no hizo ninguna objeción. Pero su mutismo indicaba ciertas reservas. No respecto al hotel; semejante combinación estaba descartada. Pero ¿y si se instalaran en París en otras condiciones? -¿Cuáles? Existía en la comarca una importante industria; una fábrica de conservas alimenticias; la casa 36
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Honsman y Compañía, que aspiraba a proveer al Gobierno, a las compañías de transportes marítimos, a los economatos de los caminos de hierro y a todos los establecimientos públicos. Pero tenía en París un representante algo abandonado, de quien los gerentes no estaban satisfechos. ¡Pues bien! Los señores Honsman y Compañía habían tanteado, a Eugenio, creyendo encontrar en él las cualidades apetecidas. Le ofrecían emolumentos considerables: seis mil francos de asignación fija y una participación en los negocios, participación que constituía una especie de espejuelo. Trabajando con ahínco, Eugenio podía proporcionarse un sobresueldo de veinte, de treinta, de cien mil francos, quizá ¿quién sabe? -¡Acepta! -dijo Ángela.
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III Realmente, no tuvieron por qué arrepentirse de su resolución. ¡Qué brillantes comienzos! La primera anualidad suministró veintiún mil francos a la joven pareja. ¡Aquello era soberbio! ¿Cómo compararlo con los dos mil francos pelados del camino de hierro? Sin embargo, no se pudo arrinconar nada. Hay que hacerse cargo de que hubo que organizarse, montar una casa en relación con el nuevo rango. Sin pensar en deslumbrar a las gentes, es preciso presentarse con cierto desahogo. Mobiliario, vajilla, ropas, cuestan un dineral; eso sin contar una infinidad de menudencias imprevis38
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tas. Alquiler crecido, ¡naturalmente! Todo esto reporta gastos. Pero en los negocios son obligados. Para darse a conocer, para encarrilarse, hay que hacerse visible, recibir a mentido. ¡Cuántos y cuántos negocios, difíciles de solventar en tal o cual despacho, se aclaran y se ultiman en una conversación mantenida en terreno neutral, entre plato y plato! He aquí la razón, la única razón, de no haber economizado nada en el primer año. Al contrario; se habían mermado ligeramente los productos probables del inmediato. Resultó imprescindible. ¿Qué riesgo se corría con ello? Ninguno, puesto que los rendimientos del año próximo habían de superar, necesariamente, a los del anterior. En efecto; sucesivamente, Eugenio iba vislumbrando operaciones magníficas. Gracias a sus relaciones, obtuvo un informe confidencial, que le procuraría, a fin de mes, una diferencia de cinco mil francos, sin el más pequeño desembolso, sin la menor molestia, sin ningún quebradero de cabeza. ¡Qué sería si apretara!... Ángela se parisinizó rápidamente. Transformación casi mágica. Por instinto, descubrió la mo39
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dista más afamada. Sin proponérselo, cayó en sus manos. Ciertamente, su juventud, su belleza, no necesitaban ser realzadas por la observancia servil de la moda. Se bastaban, porque cualquier trapillo la sentaba bien. Pero lo que abunda río daña, y complementaba sus naturales atractivos con los aditamentos de la riqueza y de la elegancia. Lo más notable de todo eran sus bajos. No había que apurarse, si le ocurría un accidente. ¡Qué medias! ¡qué bordados en las enaguas! ¡qué maraña de cintas, de blondas y finísimos encajes por todas partes! Eugenio estaba más enamorado que nunca. La tomaba por una reina. Había momentos en los cuales, recordando el pasado, el punto de partida, la tienda de mercería, la estación, dudaba de estar bien despierto; se preguntaba si aquélla era su casa. Alfombras por doquier, ¡no hay para qué ,decirlo! Cortinajes en todos los huecos. Un lecho de primer orden de roble tallado. ¡Y de época! No sabía de cuál a decir verdad; pero ¿qué interés tenía ese detalle? 40
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Pues ¿y servidumbre? Cocinera, camarera, costurera, ayuda de cámara para él; un mocetón que servía la mesa con guantes de algodón blanco. Y, por si esto no bastaba, una institutriz inglesa para Lucila. ¡Eche usted ! ¡Aquello era vivir! No había capricho que no fuera satisfecho. Recepciones, comidas, veladas, bailes, espectáculos, excursiones. No quedaba tiempo ni para rascarse. ¡Transcurre tan veloz cuando se goza! Que los negocios se mantuvieran en aquellas proporciones, y, con seguridad, la señora no tardaría en poseer su berlina. -¡Oh, sueño dorado! Entretanto, pasaban los calores en una quinta amueblada, alquilada en Montmoreney. ¡Paciencia! Al año siguiente comprarían una, y a falta de cosa mejor, tendrían una tartana, un carricoche cualquiera, que se distraería guiando Ángela, aunque no fuese más que para ir a buscar al señor a la llegada del tren. Aquel boato duró unos diez años, y sucedió lo que tenía que suceder: es decir, que a fuerza de anticipar siempre algo sobre utilidades del año inmediato, se acabó por abrir un hueco más que respetable. 41
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Y por contera ¡ni un negocio! Eugenio recurrió a operaciones bursátiles. ¡Mala inspiración! En vez de ganar, perdió. Lejos de llenarse, el hueco se fue agrandando. Lo peor fue que se obstinó, llegando a la imbecilidad del jugador que se imagina que la mala vena se agota, que la suerte cambia, y que contando con ello, formula cálculos y se demuestra por a + b que esta en lo firme, que sus combinaciones no pueden fallar. Y no fallarían, quizá, si hubiera medios para resistir hasta el fin. Pero lo que generalmente ocurre es que agentes de cambio y corredores demasiado en descubierto cierran el crédito, rechazan las órdenes, y esto ¡ahí esta la mala sombra! en el preciso momento en que se produce la reacción esperada, prevista, infalible, que enriquecería al infortunado, quien, desde el fondo del abismo, ve escaparse la fortuna de sus manos. Triunfa moralmente. Tenía razón. Pero ¡es tarde! Asediado por todas partes, Eugenio suscribió recibos, pagarés, letras, escrituras, que le pusieron a merced de sus acreedores. Feneció Brughel, ¡hombre al agua! 42
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Adiós mobiliario, lecho de época. Adiós servidumbre, gran tren, quinta de Montmoreney, carricoche...¡Adiós ilusiones y esperanzas! Poco a poco, la suntuosa vajilla desfiló hacia casa del prendero. No hubo medió de mantener a Lucila en las pensiones aristocráticas en que se educaba; tuvo que continuar instruyéndose, mejor o peor, en un colegio de la vecindad, entre condiscípulas modestas; la hija del tendero de enfrente, del carnicero de al lado. Entrampado y desacreditado, en plena bancarrota, Eugenio no podía ostentar ya la representación de ciertas casas respetables. Hubo de limitarse a una clientela, tan ambigua como dudosa. Ya hemos visto, al comenzar este relato, a qué apuros había llegado aquel hogar, tan próspero en otra época. Pensando en ésta y en el porvenir reservado a Lucila, cada vez que fracasaba el cacareado negocio que debía ponerles a flote, Ángela desbarraba, ofuscada por el espanto. ¡No! antes que ver a su hija en la miseria, prefería sacrificarse ella misma, zozobrar en el equívoco, en la galantería.
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Por haberle leído en cualquier parte, idealizaba vagamente la extraña abnegación que suponía tal acto. Le parecía algo así como un cable salvador. Quimeras, exageraciones femeninas, incitaciones febriles de un espíritu perturbado por la ansiedad. Simples crisis, después de todo, que la dejaban, en cierto modo, avergonzada después de contemplarse al espejo, para ver si estaba suficientemente hermosa y sugestiva. Pero, por fugaces que sean estas revueltas, persiste algo en la imaginación. Un detalle, una frase, la más ligera alusión, aviva bruscamente la impresión sentida, la tentación rechazada. Por eso, Ángela palideció primero y enrojeció después, cuando su marido le insinuó ir a ver a Alejandro, en el caso de que éste llegase a ser director de la Compañía transoceánica. ¡Pues bien! El rumor se había confirmado. El era quien sucedía al difunto: los periódicos de la noche daban cuenta de su nombramiento. -¡Iré! -había dicho Ángela, con una especie de rubor contenido. Por la noche, ratificó su propósito. Iría, sin perder tiempo; a la mañana siguiente. Con los nervios en tensión, trastornado el cerebro, se sustrajo a toda 44
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reflexión, no quiso detenerse a calcular las consecuencias. Cualesquiera que fuesen, las aceptaba sin vacilar. Bastaba, ya de miserias, de privaciones, de humillación. La situación era insostenible. Se imaginaba verse con su marido y su hija, después de un naufragio, asidos los tres a una tabla, insuficiente para sostener a todos. Sobraba, uno. ¡Pues bien! Se inmolaría ella. Se hundiría para salvar a los otros dos, a los dos seres a quienes amaba. Razonamiento más que singular, sin duda. Pero de algún modo hay que justificar las flaquezas a que se sucumbe. No quiere decir esto que se rindiera sin combate. La desventurada no adoptó su determinación sin hondo pesar, sin vencer dolorosos escrúpulos, sin sostener ruda lucha, en la que pasó, sucesivamente, del furor a la ternura. Pero, al fin, todas las consideraciones se condensaron en una frase -¡Es preciso! Durante la velada en presencia de su marido, arregló un tocado, combinando trozos de blonda, renovando pasamanerías. Fría, ganosa de terminar, manejaba la aguja con movimiento rápido y seguro. Lucila quiso ayudarla. 45
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-¡No, no! -exclamó Ángela, revelando un espanto realmente incomprensible. Y de un brusco tirón, arrancó la tela de manos de su hija. -¿Por qué? -preguntó la muchacha. Su madre no respondió, limitándose a inclinar la cabeza y a prorrumpir en llanto, asaltada por pudorosos recelos, que los otros no pudieron, afortunadamente, sospechar, y que ella disculpó con la frase habitual, que nada explica, y que lo justifica, todo: -¡Los nervió s! Al día siguiente, a las ocho y media de la mañana, estaba ya dispuesta. Tranquila, resuelta, aferrada a su idea de salir a toda costa del atolladero en que la familia se revolvía, se examinó detenidamente. ¡Vaya! A pesar de sus treinta y cuatro años, se conservaba bonita, elegante. Un ligerísimo toque de negro en la comisura de los ojos, daba a su mirada una expresión de agradable efecto. Una capa de polvos de arroz aterciopelaba su cutis con un delicado matiz rosa, del que se destacaba el carmín de los labios, confeccionado con una partícula de pasta dentrífica diluída en una gota de agua.
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Atavío sencillo, pero atildado. Bajos como la nieve, calzado flamante y una vaporosa gorguera de muselina encañonada, ciñendo el ebúrneo cuello. Nada de alhajas. Guantes finos y ajustados, y un airoso sombrero acoplado a una cabellera, ondulada a tenacilla, un poco encrespada, caprichosa, sin afectación. En resumen; un conjunto de un atractivo, de una seducción, admirables. Eugenio sonrió: -¡Qué guapa estás! -dijo cándidamente. Ángela se irguió ante la impresión; y empapando su pañuelo en agua de colonia , llamó a Virginia, la criada, para que fuese a buscar un coche. Tan de mañana, no podía ir a pie en semejante indumentaria. Además, el piso estaba fangoso y se habría ensuciado los zapatos y las ropas. Abajo está el coche -anunció Virginia, volviendo medió ahogada. El momento era decisivo. Ángela experimentó un último desvanecimiento, que dominó por un supremo esfuerzo. -¡Vaya, buena suerte! -dijo Eugenio.
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Su mujer se detuvo, envolviéndole en una mirada extraña. Luego, abalanzándose a él, le abrazó con una especie de frenesí. Al salir de la sala, tropezó con Lucila, que acababa de preparar el desayuno de la familia. -Adiós mamá -dijo la muchacha, ofreciendo sus mejillas al beso maternal. Y entre mimos y carocas formuló el mismo deseo de su padre: -¡Buena suerte! Ángela se desprendió de los brazos de la chi quilla, y escapó literalmente. ¡Ah! ¡Si Lucila previera el alcance de su deseo! El carruaje paró ante la casa indicada de la calle de Promy. -¿Vive aquí el señor Bernheim? Preguntó Ángela al portero. -Si, señora, en el entresuelo. Tuvo que afianzarse en el pasamano para subir; las piernas le flaqueaban. Un criado abrió la puerta, y sin preguntar nada, la hizo pasar a un salón lujoso pero frío, correctamente severo. Entregó su tarjeta y esperó en pie, apoyada en el respaldo de un sillón. 48
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Poco tiempo; porque inmediatamente se percibieron pasos apresurados, se abrió una puerta lateral y se presentó Alejandro. -¿Usted por aquí, señora? -repuso. ¡Cuánto celebro volver a verla! ¡Qué cambiado estaba Alejandro! Calvo, algo panzudo, con una porción de canas en la barba y un sarpullido en la cara, que contrastaba con el pálido matiz de su tez. Nada de aquel aire triunfador y alegre, que le caracterizaba en otros tiempos; por el contrario, se reflejaba en su rostro la melancolía. Conservaba entre las suyas las manos de su visitante, contemplándola con arrobamiento. -¡Siempre tan hermosa! -exclamó ingenuamente. Pero no podían continuar allí, en aquella estancia tristona. La guió a su despacho; un rinconcito íntimo y sonriente, donde tendrían ocasión de conversar como antiguos amigos. Ciertamente, Alejandro no hacía cumplidos pero se observaba en su actitud una reserva de un tacto exquisito. Hubiérase dicho que no recordaba las cordiales relaciones de antaño. Ni una sombra de alusión a aquella noche de viaje, que, durante tantos 49
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años, permaneció como un espantajo en la mente de Ángela. Pidió noticias de Eugenio, del buen Eugenio. ¿Había envejecido mucho? ¿Gozaba de buena salud? ¡Ah! ¡eso era lo principal! ¡La salud es el más preciado de los tesoros! -¿Y la niña? la pequeña... ¿Cómo se llama?... -Lucila. -¡Es verdad! Lucila, Lucila... ¡Qué memoria la mía! ¡Ha transcurrido tanto tiempo! ¿Qué edad tiene? Diez y seis años. -¡Sí! ¡justo! ¡Hace catorce que yo salí de Francia! ¡Ay, amiga mía! ¡cuántas cosas han pasado en esos catorce años! Y le hizo el relato. ¡Era conmovedor! -¿Y ustedes? -interrogó al terminar- ¿qué han hecho durante mi ausencia? ¿qué hacen ahora? Sorprendida por la pregunta, dirigida tan a boca de jarro, Ángela se desconcertó; y como él la miraba, inclinó los ojos, de los que brotaron lentamente dos lágrimas. Alejandro, profundamente conmovido, se aproximó a ella, y, asiéndole de nuevo las manos en un 50
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arranque de afectuosa compasión la atrajo suavemente, diciéndole en voz queda: -¿Qué te ha dado? ¿qué tienes? ¡Habla, te lo suplico! Soy tu amigo, no lo dudes. Ábreme tu corazón, como yo te he abierto el mío. A decir verdad -continuó-, no te esperaba. Debe haber un motivo para que recurras a mí. ¿Cuál es? ¿qué sucede, mi buena amiga? Animada por aquellas palabras, Ángela defirió a sus deseos. Y sin omitir detalle, le puso al corriente de las peripecias de su vida, desde la noche de su encuentro en el tren. Los escrúpulos, los remordimientos que había experimentado; sus posteriores esperanzas de prosperidad; la caída final y las angustias presentes; todo se lo confesó, enjugándose los ojos a cada momento, exponiéndolo ampliamente, con entera sinceridad. ¿A qué iba? Confusa y avergonzada, lo declaró también. Si el convenio concertado entre Eugenio y el antecesor de Alejandro no se confirmaba, la familia se vería arruinada, perdida en el arroyo. El nuevo director la contempló un instante. -¡Pobre amiga mía! -exclamó. -¿Quién había de suponer esto? Pero confías en mí, ¿ verdad ? ... 51
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Ángela no pudo contestar. -Vuelve a casa -prosiguió Alejandro. -Di a tu marido que lo dé por hecho. -¡Ah! -exclamó la joven esposa, sin poder reprimir su alegría. -¡Qué bueno...es usted! Él la estrechó contra su pecho y la besó en la frente, como lo hubiera hecho un hermano. -¡Calla! -murmuró a su oído. -Quiero que seas dichosa; quiero que olvides las vicisitudes pasadas, los malos días que han durado más de lo debido. ¡Óyeme, Ángela! A la muerte de mi padre, se suscitaron cuestiones entre mis hermanos y yo. Pretendieron despojarme, y yo defendí mi derecho, tan sólo por amor propio, porque no tengo necesidades ni obligaciones. Heme aquí, pues, sin vínculos, sin afectos, aislado, a esta edad en la que si el hombre no es egoísta, se encuentra como perdido en el mundo, cuando no tiene una persona a quien consagrarse. Pues bien, se mi amiga; permíteme interesarme en lo que atañe a ti y a los tuyos. No te pido más sino que me consientas, en cierto modo, aliviar la precaria situación de ustedes, contribuir a la prosperidad de tu hogar. Creo, que así realizaré una especie de reparación. 52
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La alusión turbó tan visiblemente a su interlocutora, que el antiguo inspector se interrumpió. Ella, sin embargo, no trató de desprenderse de sus brazos. Alejandro, después de una pausa, le preguntó, en voz más baja todavía y en tono suplicante: -¿Me has perdonado? Ángela clavó en él una mirada ruborosa, esbozando una sonrisa, luego estrechándole más, le abrazó efusivamente. ¡Sí, eran amigos, verdaderos amigos, sin segundas intenciones! Pasó aquel tiempo en que se vieron arrastrados por un extravío momentáneo, por la fatalidad. No había que pensar en ello. Como si no hubiera sucedido. Así, se separaron con un apretón de manos, franco y leal. La amistad sucedía al amor. ¡Qué consuelo! -Al volver a su casa, en el mismo carruaje que la condujo a la de Alejandro, Ángela se sentía fuerte y animosa. Se acabó esa miseria, que es preciso disimular, ocultar; la peor de todas a juicio de los que la padecen, por más que los que duermen al raso se acomodarían a ella gustosamente. 53
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¿Por qué desdeñar la protección conque Alejandro le brindaba? Dada la forma delicada del ofrecimiento, la dignidad no sufría el menor menoscabo. ¿Qué cosa más natural que la solicitud, la abnegación de un verdadero amigo? Eugenio no tenía motivo para sonrojarse. -¿Qué hay? -preguntó éste, al verla entrar. -¡Nos hemos salvado! -contestó ella, con aire triunfal. El marido de Ángela estuvo a punto de desvanecerse. Se sentó, obligando a su mujer a que le imitara, sin darle tiempo a quitarse el sombrero. -¿Le has visto? ¿Cómo te ha recibido? ¿Qué te ha dicho? ¿Esta muy cambiado?... -¡Ah, eso sí, atrozmente cambiado! Tiene el cráneo como la palma de la mano, y la barba casi blanca. Pero, lejos de habernos olvidado, nos conserva un afecto muy vivo. Quiere vernos a menudo, ayudarnos, sacarnos de apuros. Me ha dicho que te espera a las cinco en la oficina. No tienes más que dar tu nombre al ordenanza, y te recibirá enseguida. Esta deseando estrecharte la mano. En cuanto a lo del suministro, es cosa hecha; él, personalmente, te 54
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entregara el contrato firmado... Ante todo, ¿tienes guantes?
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IV Transcurrieron dos años. ¿Quién se acordaba siquiera, de las penurias del arrabal Montmartre? A la sazón, los Brughol ocupaban un piso lujosamente alhajado, en el barrio de moda en la calle de Fortuny, a dos pasos del domicilio de Alejandro. Volvían a estar en auge. Como se supondrá, no pasaban el verano en París. Ángela consiguió que Eugenio comprara una quinta de recreo en Chaton, lugarejo predilecto de la gente de buen tono. Una ocasión: lo que se llama una ganga. Los anteriores propietarios, unos italianos, habían derrochado una fortuna, y al final de la jornada, vendieron la finca por un pedazo de pan, como vulgarmente se dice. 56
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Pero precisaba darles aquel pedazo de pan, y los Brughol no habían tenido tiempo de hacer economías. ¡Era tan reciente su retorno al bienestar! ¡Qué importaba eso! Gracias a Alejandro, se agenciaron los fondos necesarios para adquirir la encantadora casita. ¡Todo se arregla, menos la muerte! Poco a poco, se irían encauzando los negocios y se reembolsarían los ochenta mil francos hipotecados sobre el inmueble. La edificación estaba rodeada de un vasto jardín, de una especie de parque, verdegueante, frondoso, en extremo pintoresco. ¡Qué delicioso ambiente se respiraba en verano, a la sombra de los arboles! ¿Y la vista? Desde todas partes se dominaban los agrestes ribazos de La Jonchere, Bougival, Marly; un espléndido panorama, una perspectiva embellecedora, que producía en el ánimo la impresión de los parajes helvéticos, avivada por los dos brazos del Sena. Se recibía con frecuencia, en la esfera de los negocios, es indispensable. La señora tenía su día. Suntuoso banquete, seguido en París, de una recepción casi abierta. La presentación por cualquier amigo bastaba para ser acogido cordialmente, y a la segunda visita, se le trataba "Como de casa". 57
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En Chaton se observaba más rigor: hacía falta invitación. En aquellos dos años, Lucila se convirtió en una mujer hecha y derecha. Hubiérase dicho que las comodidades habían perfeccionado sus naturales atractivos. Pero su carácter continuaba siendo el mismo: era la chiquilla jovial, discreta, que disfruta de la vida en plena calma y confianza. Entre los nuevos concurrentes a la casa figuraba un joven distinguido: Raúl de Elstange. Buen mozo, elegante, instruído, era objeto de singulares deferencias. Es verdad que, a sus cualidades personales, sumaba la de ser sobrina de Alejandro. Emparentado con él por la rama materna, no poseía una gran fortuna. A lo sumo, unos diez mil francos de renta. Pero Alejandro se encargaba de su porvenir. Le había llevado consigo a la empresa marítima, en concepto de secretario general. Un muchacho finísimo, que vestía muy bien, montaba admirablemente a caballo, era soberbio espadachín y excelente músico. Por cierto, que no había que rogarle para que interpretara las más escogidas composiciones, acompañado por Lucila, que también era pianista de fuerza. 58
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No sólo no se hacía rogar, sino que solicitaba, las más de las veces, el concurso de la joven. En general, se complacía en asociarse con ella en cuantas distracciones se improvisaban en casa de los Brughol. Lucila no pudo menos de notarlo, y, en honor a la verdad, aquellas atenciones no caían en saco roto. Por el contrario, procuraba no desalentar a Raúl. Le encontraba amable, le tenía por un hombre inteligente y hasta superior; en una palabra, era el tipo que soñaba para esposo. La situación tomó tal cariz, que Ángela y, Eugenio estimaron procedente intervenir. La prolongación de aquel estado de cosas, sin llegar a comprometer a su hija, iba entrañando ciertos inconvenientes. Una tarde, terminada la comida y retirados los sirvientes, porque ahora tenían sirvientes, Ángela levantó la caza con gran disgusto de su marido. Eugenio pensaba, juiciosamente, que hubiera sido preferible no hablar delante de la niña. -¡Bah! -objetó la esposa- esas precauciones son inútiles. Lucila no es tonta, y comprende perfectamente que Raúl le hace la corte, lo cual no la desagrada por lo que se ve. 59
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-¿Pues qué hago yo? -preguntó la muchacha, ligeramente resentida. -No creo haber dado motivo para reprenderme, por mi conducta con Raúl. -¿Quién te censura por ello? Me limito a consignar mi opinión de que no habría dificultades por tu parte el día en que te propusiéramos casarte con Raúl. Lucila guardó silencio. -Lo que no me parece bien -continuó Ángela, volviendo a dirigirse a su marido- es mantener esta incertidumbre. Las asiduidades de Raúl se observan. Si se deja pasar el tiempo sin explicarlas, provocaran apreciaciones y comentarios que conviene cortar de raíz. Estoy decidida a poner las cosas en claro. -¡Calma! -exclamó Eugenio, un tanto pre ocupado. -Tampoco hay que colocar a ese joven entre la espada y la pared, porque parecerá, que sentimos impaciencia por endosarle a nuestra hija. Ángela se amoscó. -¿Soy imbécil, por ventura? -preguntó con cierto dejo de acritud. -No he dicho tal cosa.
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-En ese caso, ¿qué significa tu observación? Cuando menos, es extemporánea. Si hay aquí alguien falto de tacto, no soy yo seguramente. Convencida la amiga de Alejandro de que el bienestar de la casa era debido a ella, por más que pusiera especial esmero en dejar a Eugenio en la creencia de que él era quien lo procuraba, con su actividad y con su diligencia, no desperdiciaba ocasión de mostrar su superioridad. Por un razonamiento de extraña lógica, por la necesidad de justificarse a sus propios ojos, Ángela miraba por encima del hombro a aquel desgraciado, que no había sabido subvenir a las atenciones domésticas. Le achacaba lo que ella entendía haberse visto precisada a realizar; le imputaba, como un crimen, la infamia que seguía cometiendo a su juicio, para suplir su insuficiencia, para levantar las cargas del hogar, que habían abrumado a aquel hombre inepto. Y acababa por sospechar que lo tolerase a sabiendas. Y es que, paulatinamente, Alejandro había ido prescindiendo de las precauciones de los primeros tiempos. Con mucha frecuencia se limitaba a indicar el negocio en que se reservaba una comisión a Brughol. El papel de éste se reducía a recoger la firma del contrato, cuyas condiciones habían sido 61
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discutidas y convenidas sin su intervención. Otras veces, Alejandro le entregaba una prima cualquiera, estipulada a su favor, sin que Eugenio hubiese dado un solo paso. En ocasiones, el marido de su amiga descendía al oficio de hombre de paja. Si Alejandro se arriesgaba en una jugada de Bolsa, en una especulación a plazo, como su posición oficial no le permitía dar la cara, se valía de Eugenio. Eugenio era quien, aparentemente, compraba o vendía a fin de mes. -Somos socios -le decía el director de la agencia marítima. Y de los beneficios obtenidos, el testaferro recibía la parte con que el otro le gratificaba. ¿Cómo era posible que el marido de Ángela se figurara que todo aquello podía tener otro carácter que el de liberalidad? Constreñida a despreciarse, Ángela experimentaba una especie de amarga satisfacción, deseando que su esposo fuese más despreciable que ella. Por eso le contestó en tono áspero, sin cuidarse de la presencia de su hija. Con gran asombro suyo, Eugenio no se tragó la píldora. Sin encolerizarse, pero volviendo por sus fueros de hombre, la invitó a escoger mejor sus ex62
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presiones. No le permitía que le acusara de falta de tacto. En esa materia, no tenía que recibir lecciones de nadie. ¡Que se diera por advertida! Luego, volviendo a la cuestión y reservándose dilucidarla: -¡Basta de conversación! -dijo. - Yo me encargo de ello. Ángela, intimidada en cierto modo, le interrogó acerca del significado de aquellas frases. -Tengo voz en el capítulo -añadió- puesto que se trata de mi hija. -Ciertamente -replicó Eugenio. -No pretendo excluirte. Pero son más categóricas las explicaciones entre hombres. Yo haré comprender a Raúl lo inconveniente de mantener una situación equívoca, y sin precipitarle a declararse, sí alega razones para retrasarlo, le rogaré que suspenda sus visitas, hasta que adopte una determinación definitiva. Ángela se opuso resueltamente. Sería tanto como desbaratarlo todo. Se daría por ofendido el sobrino, y, lo que era peor, se molestaría el tío. -¡Déjame en paz! -gritó, interrumpiendo a su marido. -Yo lo arreglaré con Alejandro. No te inquietes. 63
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- ¡Te he prohibo! -repuso vivamente Brughol, en tono autoritario. -¿Qué dices? -Que te prohibo dar intervención en este asunto a Alejandro. Nada le importa. Y a propósito, he de advertirte que vengo notando que se mezcla demasiado en las interioridades de nuestra casa. -¡Quéjate! -replicó amargamente Ángela. -¿Qué sería de nosotros sin él? Todavía recuerdo las angustias del arrabal Montmartre. ¿Quién, sino Alejandro, nos libró de ellas? habríamos terminado por dormir a la intemperie, si no nos hubiera tendido su mano. ¡Que se mezcla demasiado en nuestros asuntos! ¡Haz visto semejante ingratitud? Pues qué, ¿se come aquí una migaja de pan que no debamos a su benevolencia y a su amistad? El acento de su voz y el rojo matiz de su rostro revelaban un furor concentrado. -¡Ah, no es creíble! -continuó, en el colmo de la exaltación. -¡Cómo llegar a reprocharle sus beneficios!... Y exasperada, enloquecida, clavó su mirada en los ojos de su marido. 64
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-Hay una segunda intención oculta bajo tus palabras -dijo con altanería. -Es preciso hablar con toda claridad. ¿Qué supones? -¡Calla! -respondió Eugenio palideciendo. -¡No, quiero salir de dudas! Explícate. -¡Vete, Lucila! -ordenó el padre. -¡De ningún modo! -bramó Ángela, reteniendo a su hija, que se había levantado. -Que sea juez entre nosotros. Hay que saber si debo despreciar a su madre. ¡Espero!... Eugenio vaciló un instante. Luego, su rostro se tiñó de púrpura, súbitamente, y descargó un vió lento puñetazo sobre la mesa. -¡Basta! -dijo, en un tono que no admitía réplica levantándose para no estallar. -¡Eres idiota! -agregó. En su aspecto se reflejaba la tentación amenazadera de dar rienda suelta a sus agravió s. Por fortuna, le contuvo la presencia de Lucila, y encogiéndose de hombros, salió, pegando un tremendo portazo. La injuria y el acto brutal consternaron a Ángela. Jamas se vió tratada de tal modo por su marido. Parecía otro. Aterrada, pensando en las consecuencias que una posible ruptura de relaciones entre Eugenio y el director de la Compañía marítima podría aca65
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rrear a la casa, prorrumpió en sollozos espasmódicos, dolorosos, convulsivos. ¡ Cosa extraña! Lucila no se sentía impulsada hacia su madre. Se lo reprochaba: hubiera querido enternecerse... y ¡nada! Sus ojos estaban secos. El desorden de sus ideas la tenía como clavada en su sitio. -Pero no podía permanecer así. Se acercó a ella, murmurando algunas palabras. Al oír la voz de Lucila, Ángela, sobresaltada, se irguió, enjugando vivamente sus lágrimas. -Retírate a tu cuarto, hija mía -dijo-, y olvida lo sucedido. Lucila obedeció en silencio. Sola en su habitación, se asombró de la calma en que se encontraba. Le parecía que faltaba a un deber. Pero ¿cuál era su deber en aquellas penosas circunstancias? Al preguntárselo, la invadió una instintiva tristeza. Sin tratar de inquirir cuál de los cónyuges había sido el más agraviado en la disputa de que fue testigo, consideraba impropias las vió lencias de Ángela, por parte de una esposa. No era bajo aquel aspecto agresivo y levantisco como comprendía ella el papel de una mujer. Aquel desconocimiento de la autori66
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dad del jefe, de la familia le inspiraba una tímida reprobación. Y sin disculpar la grosería final de su padre, estimaba que se le había provocado. Pero su melancolía reconocía una causa menos determinada, más indefinida. Hubiérase dicho que había caído una venda de sus ojos, dejándole vislumbrar algo equívoco que se cernía sobre la casa. Las reticencias, más aún que las palabras de su padre, le impresionaron primero y le hicieron cavilar después. ¿Qué segundas intenciones eran aquéllas que Ángela le requirió a precisar? ¿Por qué se produjo el incidente a propósito de Alejandro? No podía contestarse. Demasiado inocente, exageradamente digna, muy respetuosa y amante de sus padres, era incapaz de imaginar la verdad. Un hijo necesita pruebas mucho más concluyentes que un marido para admitir que su madre ha rodado por la pendiente del deshonor. No puede sospechar lo que para él equivale a una monstruosidad en aquella de quien ha recibido la existencia, a la que ama y venera, considerándola como un ser aparte y superior a los demás.
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Lucila no se formulaba nada concreto. Pero le era forzoso reconocer que había algo. ¿Qué? Un misterio, un punto negro, una amenaza. Sólo se precisaba en su imaginación que el director de la Sociedad marítima no era extraño a los disentimientos de sus padres. La verdad era que Alejandro gozaba de gran predicamento en la casa. ¿A título de qué? Ángela se había referido a servicios prestados por él a la familia, manifestando que se le debía todo, hasta el pan que se comía. ¡No era para tanto! -En resumidas cuentas -se dijo Lucila-, todo se reduce a que hace negocios con papá. Él los plantea, papá los ejecuta; y puesto que se parten las utilidades, puesto que papa no percibe más que lo que le corresponde, es exagerado transformar a Alejandro en bienhechor. Mamá concede al hecho demasiada importancia. El prestigio que todo padre ejerce en el corazón de un hijo, dotado de buen natural y convenientemente educado, persuadía a la joven de que el suyo realizaría tantos y tan lucrativos negocios sin necesidad del concurso de Alejandro. Si el director de la Compañía marítima pretendía imponerse, ale68
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gando el reconocimiento cometía un verdadero abuso. Mamá exageraba, influida por el temor de volver al estado precario que había recordado; a la abrumadora miseria del arrabal Montmartre. Lucila no participaba de aquel horror. Entonces no eran ricos ni mucho menos; pero estaban perfectamente avenidos y se iba tirando. ¡Digo! ¡Hasta se divertían! ¡Recuérdese el estreno del Odeón y la cenita en el Café Riche a la salida! Ahora no se carecía de nada, ciertamente; se tenía más de lo necesario; se disfrutaba de lo superfluo; pero faltaba la cohesión, estaban separados por mutuas desconfianzas, se inmiscuían en el hogar personas extrañas a él. ¡Y todo por culpa de Alejandro! Él era el causante de las disensiones entre sus padres. Por él se recriminaban con dureza... Pocos días después, bordaba Lucila en el saloncillo de la quinta de Chaton cuando le vio entrar de rondón. -¡Hola, chiquita! -dijo familiarmente, acercándose para besarla.
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Sin reflexionar nada, sin prever las consecuencias, la muchacha esquivó el ósculo, que hasta entonces había tolerado sin protesta. -¿Qué te sucede, monina? -preguntó Alejandro, asombrado. -Que ya voy siendo muy crecida para estas cosas -replicó Lucila. Al presentarse Ángela, encontró solo en el salón al amigo de la casa. Sin excusarse siquiera, Lucila le dejó plantado. ¿Por qué? ¿qué sucedía? Alejandro no pudo preguntárselo a la esposa de Brughol, porque precedía a varias personas invitadas a comer. Después de todo, no era más que un corto aplazamiento. En efecto, Ángela lo dijo por lo bajo: -Hay novedades. Tengo que verte y hablarte seriamente. Ya te indicaré el día. -¡Conforme! La velada transcurrió como de ordinario. La comida fue muy alegre. Alejandro estuvo animado, y comunicativo, espiritual a ratos -¡recuerdos del tiempo viejo!- y nadie observó el propósito de Lucila, bien marcado por cierto, de evitar toda relación directa con el amigo de la casa. 70
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Sólo su madre se percató, puesta sobre aviso por un detalle, que pasó inadvertido para los demás. Dos veces Alejandro, sentado frente a la joven, le dirigió una pregunta. Las dos, Lucila aparentó no haberle oído y eludió la respuesta. En el salón, al servir el café, Lucila se olvidó del director de la Agencia marítima. Su madre le hizo señas inútilmente. ¡Como si no! En su vista, Ángela se levantó de su asiento para reparar el descuido. Sólo entonces la chiquita, cambiando de intención, se apresuró a adelantarse a su madre. ¡Pero de qué manera! Mientras presentaba el azucarero a Alejandro, sostenía una conversación con otra joven, sin dignarse mirar al huésped de sus padres. La determinación era bien visible. Sin embargo, la madre no se atrevió a formular observaciones a su hija, después de disuelta la reunión, asaltada por un espanto recelo. ¿Sospecharía algo Lucila? ¿Se lo echaría en cara si la hostigaba con sus amonestaciones? Al pensarlo, la desdichada se estremeció; la sangre afluyó a oleadas a su corazón. ¡Abochornada por su hija!...
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La posibilidad de tal horror la sublevó, produciendo en ella una reacción de antagonismo, de aversión. El propio exceso de tortura la calmó, a fuerza de abatirla, y resumiendo, después de un largo rato de reflexión, concluyó murmurando: -¡Hay que casarla!
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V Eugenio hubo de marchar a Burdeos para ultimar un negocio. Una mañana, muy temprano, Ángela salió de la quinta de Chaton. Su hija no se había levantado aún. Rozagante, acicalada, la esposa de Brughol llamó a la camarera. -Diga usted a la señorita que no me espere, es casi seguro que almorzaré en París, en casa de una de mis amigas. Y se trasladó a la estación. Al llegar a París, tomó un carruaje, que la condujo a la Agencia marítima. Ángela conocía todos los rincones de la casa. 73
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Atravesó la sala del público y se internó en un corredor, alumbrado artificialmente a todas horas, sobre cuya puerta-vidriera se leía: Se prohibe la entrada. Al extremo embocó una angosta escalerilla, cuyos peldaños estaban cubiertos por una mullida alfombra. Ascendió hasta el primer piso, empujó una mampara y se encontró en un salón de espera severamente decorado, donde numerosas personas, sentadas en los macizos bancos, aguardaban pacientemente que el señor director les concediera audiencia. Dos porteros, de gran uniforme, colocaban a los que iban llegando, tomándoles el nombre. Uno de ellos, al ver entrar a la dama por la puerta reservada, se fue hacia ella, en actitud respetuosa y solícita. -¿Está? -preguntó Ángela a media voz. -No ha venido todavía -contestó el portero. -Si la señora quiere pasar a esperarle al despacho del señor Petitbel...
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A un signo afirmativo de Ángela, el servidor la precedió, abrió una puerta y, sin previó anuncio, le franqueó la entrada. Petitbel era el jefe de la secretaría. Un mocetón con barba blonda y sedosa, que, a falta de ocupación más urgente sin duda, se limaba las uñas con verdadero ahínco. -¡Tanto bueno! -exclamó, con un ligero acento de las márgenes del Garona. Y, adelantándose a su encuentro, continuó: -Pase usted, señora, y siéntese. Creo inútil inquirir noticias relativas a su salud, porque rebosa por todos los poros de su encantadora faz. -No debía darle a usted la mano -contestó graciosamente Ángela, sensible a la galantería. -¿Por qué? ¿Acaso he cometido alguna falta involuntaria, que me haya concitado su severidad? -Estoy furiosa, contra usted, amigo mío. Hace más de un mes que no se le ha visto en Chaton. -Agradezco que la infinita bondad de usted haya hecho que note mi ausencia. Pero mi excusa no tiene vuelta de hoja. ¿No sabe usted que el director me envió a Viena, donde actualmente planteamos una serie de negocios tan formidables como complica75
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dos? Ya debe habérselo dicho el señor Brughol, porque está interesado en nuestro éxito. -¡No, por Dios! -replicó Ángela, en actitud remilgada. -No me ocupo de los negocios de mi esposo, y él tiene la caridad de no hablarme de ellos. -Se comprende. Tiene algo mejor que hacer al lado de usted -aventuró maliciosamente el jefe de la secretaría. Los treinta y seis años de Ángela la hicieron pasar por la impertinencia de su interlocutor. Se limitó a sonreír, dándole un golpecito en el brazo con su abanico. El cambió de tema y preguntó por Lucila. -¿Siempre tan bonita? -¿Cuándo ira usted a comprobarlo? -Lo más pronto posible, se lo aseguro a usted; por más que estoy ampliamente informado acerca de su gracia soberana por los elogios que constantemente le tributa nuestro amigo Raúl. -El señor Elstange nos adula -dijo Ángela, en un tonillo humilde, lleno de reticencias. En aquél momento llamaron a una puerta lateral que comunicaba con las oficinas, y casi a la vez apareció en el umbral un muchacho de aspecto vulgar, 76
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ni guapo ni feo; bien portado, pero sin ningún rasgo distintivo. Uno de tantos; un empleado de la casa. Saludó al paso a la dama, con una inclinación de cabeza, y depositando un legajo sobra la mesa de Petitbel, le habló un instante en voz baja. La consulta debía ser interesante, porque el jefe de la secretaría hizo funcionar un timbre y ordenó al portero que se presentó: -Pida usted en el registro el expediente Dacton y entréguelo al señor Bardi. Tal era el apellido del empleado que interrumpió la conferencia entre el jefe de la secretaría y la esposa de Brughol. -Ahora, amigo Alfredo, -añadió Petitbel, resuma usted el asunto tan sucintamente como pueda, pero con claridad, para que el director pueda enterarse de una ojeada. Ya, sabe usted que no le gusta perder el tiempo. Bardi, el amigo Alfredo, sonrió y se dirigió hacia la puerta, saludando de nuevo. -¡A propósito! -repuso Petitbel. -He visto en casa de Goupil el último grabado de su padre. Es magnífico. Felicítelo usted en mi nombre. -Gracias -contestó el empleado, -pero será difícil porque le veo muy poco. 77
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-¿Corren malos vientos? -¡No! pero a lo mejor toma el tole para Italia o para Holanda, sin decir ¡ahí queda eso!, y no sé por dónde anda hasta que lo leo en los periódicos. -Es un tarambana el tal grabador -dijo Petitbel, reanudando su conversación con Ángela, cuando se retiró Alfredo. -¿Lo conoce usted, señora? -No; ¡y me gustaría! Creo que tiene gran talento y un trato muy chispeante. -Es algo quisquilloso. -No importa. ¿Es persona distinguida? -Así, así. -Pues, si esta en Francia este invierno, llévemele por casa. -Prevengo a usted que no irá solo; lo acompañará su segunda esposa. -¿Y qué? ¿Acaso no es presentable? -Si, por cierto con tal que no haya mucha gente, porque entonces se aturde. Pero en la intimidad, se desata su lengua y suelta cada disparate que tumba de espalda. -¿Y qué dice a eso su marido? -Ríe con toda su alma. Y ella también, por Supuesto. ¡Ah! ¡no hay que contar con ellos para engendrar la melancolía ! 78
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-¿De dónde ha salido, esa mujer? -De un escenario de café cantante. ¡Lo juraría! -¿Y es allí donde la ha pescado Bardi? -¡No; en los estudios de artistas del cerrillo de los Mártires! La primera vez que la vio, estaba en el mismo traje que Eva al morder la manzana. -¡Así no le habrán dado gato por liebre! Pero ¿cómo sabe usted eso? -Porque me lo ha dicho ella. ¡Oh! ¡es poco melindrosa la excelente Cora! Además, tiene un carácter dócil y sensible: se la maneja como se quiere. Su marido la ha puesto el apodo de Revalenta, lo cual la hace mucha gracia. -Ha picado usted mi curiosidad y quiero conocerlos. Quedamos en que me los presentará usted este invierno. -Lo procuraré. Estas últimas palabras sonaron mal en los oídos de Ángela. ¡Cómo! ¿Aquellos artistas, ¡saltimbanquis debía llamarlos!- habían de oponer reparos al honor que les dispensaba, permitiéndoles ascender hasta ella? ¿En qué país vivimos? ¡Palabra de honor que ya no hay clases!
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Y se preparaba para dar rienda suelta a su indignación de dama del gran mundo, cuando fue atajada por el jefe de la secretaría. -¡Oiga usted! -dijo, prestando atención. A través de la puerta se percibía un confuso murmullo de voces. -Ya esta aquí -añadió el joven. Y oprimió el timbre. -Diga usted al señor director que espera la señora de Brughol -ordenó al portero que acudió a la llamada. Dos minutos después compareció Alejandro. -¡Tú!... ¡usted por aquí, mi buena amiga! -exclamó, retractándose vivamente. La buena amiga se mostró contrariada por el lapsus. No había motivo. No era ningún secreto para Petitbel, como para otros muchos de la casa, la índole de las relaciones con su jefe. -¡Qué grata sorpresa! -continuó Alejandro. -¿Qué hay de nuevo? -Tenemos que hablar seriamente -contestó Ángela. -Ya se lo advertí a usted. -¡Es verdad! -repuso Bernheim.
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Y sin cuidarse de la presencia del jefe de secretaría, ni cesar de sonreír, atrajo a la dama al hueco de uno de los balcones. -Se trata de Lucila -dijo ella, a media voz. -¿Qué le ocurre a la nena? Hablaron quedo. A las palabras de Ángela, el director de la Compañía marítima respondía, de vez en cuando, con un ligero y afectuoso encogimiento de hombros, dando suaves palmaditas en la enguantada mano que la dama abandonaba entre las suyas. Pero sin duda no la convencían tales argumentos, porque proseguía con más ardor. Él, franqueándose gradualmente, la tuteaba, con la naturalidad de quien sabe que tiene adquirido semejante derecho, haciendo esfuerzos para tranquilizarla para calmarla. Petitbel se hizo cargo de que estorbaba, aunque los otros no trataban de disimular, y recogiendo los primeros papeles que encontró a mano levantó el campo. Ángela se felicitó de la determinación. Hablando, como hasta entonces, a medias palabras, temía no ser suficientemente comprendida. 81
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-Lo cierto es -concluyó, resumiendo la escena con Eugenio ante su hija -que noto un ambiente hostil que me preocupa. Es preciso, a todo trance, parar el golpe. -¡Bah! -objetó Alejandro. -¿Qué amenaza puedes presentir? Te empeñas en ver fantasmas. En concepto suyo, era imposible que Brughol no estuviese al tanto de todo. Y puesto que callaba, era que a fuerza de hombre práctico, contemporizaba. ¡No había motivo para inquietarse! - No me refiero a Eugenio -dijo Ángela, sino a Lucila. -¿Lucila? -repitió Alejandro. -¡Bien! ¿y qué?.. -Si adivinase... -¡Vaya!... -Es muy perspicaz. -Bueno, y aunque así fuera, ¿qué había de decir? -¡Oh!... Sin decir nada claramente, se pueden dar a entender muchas cosas. -¿Qué remedió ves a ello? -Uno solo; casarla. -¡Esta bien! ¿quién se opone? -¡Perfectamente! -repuso Ángela. -Ya estamos de acuerdo en principio. Ahora falta saber con quién se la casa. 82
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-Me es indiferente el candidato, con tal que no lo sea mi sobrino Raúl. -Pues era en quien yo había pensado -contestó Ángela, desorientada por completo. -Venía precisamente a decírtelo. A su vez, Alejandro pareció desconcertarse, -¡Vaya, vaya! ¿A qué viene mezclar en este asunto a Raúl? -Porque sólo queriendo a Lucila pueden explicarse sus asiduidades y sus deferencias. De no ser así... Alejandro la interrumpió, prefiriendo no dejarla terminar. -¿Y Lucila? -preguntó, para dar largas. -¡Lucila! ¡Lucila! ¡qué diantre! -respondió Ángela. -El primero que corteja a una muchacha, si no es feo ni viejo, se conquista fácilmente su simpatía. -¿De modo que ama a Raúl? -No digo tanto, pero... -Comprendido -volvió a interrumpir el tío del joven. Y quedó perplejo. Realmente, no sabía que objetar. Por fortuna, sonó el reloj. 83
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-¡Las once y media! -dijo. -Es una imprudencia retrasarse así. Hay veinte personas esperándome... ¿Has venido en coche? -Sí; lo tengo a lo, puerta. -Pues hazte conducir a la entrada de los Campos Elíseos. Dentro de tres cuartos de hora, iré a buscarte, almorzaremos en casa de Ledoyen, discutiremos detenidamente y... resolveremos a tu satisfacción -concluyó, recalcando las últimas palabras. Ella se despidió, inquieta, a pesar de esta especie de compromiso. Él, aprovechando aquel respiro, despachó a toda prisa los asuntos pendientes, montó en su berlina y concentró sus ideas. Al reunirse con Ángela, ya tenía preparado su plan. -¿Un reservado? -preguntó el mayordomo del establecimiento en que se presentaron. -Sí -contestó Alejandro. Se hizo servir rápidamente, y al colocar los postres sobre la mesa, se situó frente a su amiga y comenzó: -Tu revelación me ha impresionado profundamente; no tengo por qué ocultártelo. Temo que mi sobrino se ha precipitado, de buena fe y sin re84
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flexionar en las dificultades que contrarían su inclinación. Los enamorados no tienen en cuenta nada que se oponga al sentimiento que les domina. Raúl no puede sustraerse a la ejecución de los proyectos acordados por su familia. Su camino esta trazado, su destino determinado de una manera inflexible, y el menor desvío acarrearía perturbaciones de tal naturaleza que le obligarían a desistir de su propósito. Es preciso, pues, descartar en absoluto a, Raúl. Pero, a la vez, me intereso de todas veras por Lucila, y estoy conforme contigo en la necesidad de colocarla. Lo he meditado, y creo tener a mano una persona que nos resolvería el problema. Y pronunció un nombre: Alfredo Bardi. ¿El hijo del grabador? ¿Le conoces? -Al hijo sí. Acabo de verle en el despacho de Petitbel. -¿Y qué te parece? Muy ordinario, francamente. -Pero de cualidades muy recomendables, que yo aprecio en lo que valen, y que le prometen una excelente situación en la Compañía. -Tal vez. Pero, ¿y la familia? -El padre es un gran artista. 85
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-Paso por ello. ¿Y la madre? Un antiguo modelo, que ha rodado por todos los talleres del barrio de Pigalle. -¡Pero mujer, no se ha de casar con la familia! No reparemos en estas minucias. Fijémonos sólo en el muchacho. -¡Aun así! ¿Tú crees que le gustará a Lucila? Esa es la primera condición que ha de llenar. Desde que tiene uso de razón, Eugenio le ha repetido incesantemente que no habrá nadie que la obligue a casarse contra su voluntad. -¡Bah! -contestó Alejandro. -Las muchachas no entienden de esas cosas. No te será difícil engatusarla, si te amoldas a mi opinión. -Es que tampoco acaba de satisfacerme tu candidato -replicó la madre de Lucila. -Le encuentro demasiado sombrío. -No; es un chico reflexivo, recto, fiel, cumplidor de sus deberes; pero algo tímido, mejor dicho, apocado. De esto tiene la culpa su padre, que, quizá sin pretenderlo, lo ha condenado a una existencia penosa. No descubriendo en él madera de artista, le ha despreciado brutalmente. El hijo es reposado, afable, metódico. El padre, es loco, escéptico, desordenado. A los halagos de su hijo, ha respondido 86
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siempre haciéndole blanco de sus groseras burlas, convirtiéndole, ante todo el mundo, en cabeza de turco, sobre la que han descargado con furia sus chocarrerías. No le quiero mal, indudablemente; pero todo cuanto hace su hijo le parece necio y ridículo. Le encuentra hortera y se arrepiente de haber engendrado un vástago tan poco bohemio y tan pacífico. El gran reproche que le dirige es el de ser como todo el mundo. Entonces ¿para qué es hijo suyo? Debía haberse elegido un padre burgués, un Juan Particular. Con ese tipo no se tiene la pretensión de ser el hijo de Bardi... ¡Es ignominioso!...En una palabra, su padre le tiene atemorizado. Pero la mujer que le trate con un poco de ternura, hará de él lo que quiera. Además, si Lucila le acepta, yo me encargo de su porvenir, poniéndole en condiciones de pasar una pensión al nuevo matrimonio, para que viva con independencia; la renta de un capital de cien mil francos, por ejemplo. Piénsalo -dijo Alejandro, como conclusión-, y cuando te plazca, llevaré al individuo a Chaton. Nos invitas a comer, y ¡ya veremos! ¿Convenido? -¡Convenido! -contestó Ángela.
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VI Llegó el día fijado para la presentación de Alfredo Bardi. Según costumbre inveterada, se acordó no enterar de nada a los interesados, sin perjuicio de que cada una de las partes se apresurase a prevenirles. Es lo corriente. El joven quedó extraordinariamente sorprendido ante la proposición de Alejandro, y si éste no hubiera sido el patrono, lo hubiera enviado cortésmente a paseo. Y no porque Alfredo fuese refractario al matrimonio, sino porque soñaba con buscar esposa a su gusto. Pero era difícil negarse rotundamente a un hombre de quien dependían sus progresos. Habría 88
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significado enajenarse de golpe su protección; jugarse el destino. Además, el director trataba de deslumbrarle imponiéndole las ventajas que le proporcionara la unión. No las precisaba, dejando a la imaginación del empleado calcular su importancia pero anunciaba desde luego, para abrir boca, una dote de cien mil francos. Con todo, Alfredo no mordió el anzuelo. Pero se guardó mucho de transparentar sus disposiciones, dando gracias a su jefe por la benevolencia con que le distinguía y aceptando acompañarle a Chaton. -Sobre todo -le recomendó Alejandro -no se dé usted por entendido. Podrían ustedes no gustarse. ¡Estos asuntos son muy delicados! A la vez, Ángela preparó a su hija para la entrevista. -Oye, Lucila; el domingo vendrá un joven, traído como por azar. Le invitaré a comer, y así tendrás tiempo de observarle. -¿Para qué, mamá? -¿No lo adivinas? Hay que comenzar a ocuparse de tu matrimonio. 89
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-¡Ah! -exclamó la joven, más que asombrada. -¿Y viene a casarse conmigo ese señor? -¡No te alarmes tan pronto! -replicó jovialmente Ángela. -No se trata de llegar y besar el Santo, sino simplemente de una presentación. Ese joven vendrá y comerá con nosotros; tú verás la impresión que te produce a primera vista, y paro usted de contar. ¡Pero te has quedado como quien ve visiones! -agregó la esposa de Brughol; -¿qué te sorprende? Hija mía, de cada cien señoritas, noventa y nueve se casan así y son felices. Además, ese joven no esta advertido; de modo que podrás examinarle a tu sabor. ¡Qué quieres! Hubiera preferido a Raúl, porque parecía que simpatizaban mutuamente; pero hay serios obstáculos que se oponen a ello, y ni tú ni nosotros estamos en el caso de ir mendigando su amistad. - Lucila quedó desalentada ante semejantes declaraciones. Encontraba muy extraños los procedimientos a que se recurría para darle nuevo estado. ¿Y si no se convenían? ¿Habría que volver a empezar? ¡A otro! ¿A quién le tocaría? ¡Qué cosas tan raras! Además, ¿quién era aquel buen señor? ¿De dónde venía y a dónde iba? ¿Cuáles eran su nivel y 90
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su posición sociales? Su madre no le había indicado nada; ni aun el nombre. Todo esto prevenía en contra a la muchacha. -Nenita -le dijo su padre, viéndola sola, pocos instantes después, -¿has hablado con tu madre? -¿De qué, papá? -De una persona que debe presentarnos Alejandro. Circunstancia agravante, a juicio de la joven, que Alejandro se mezclara en tal asunto. Evidentemente, ejercía demasiada influencia en la casa. -Sí, papá -contestó. -¿ Sabes quién es ese individuo? -Alfredo Bardi, uno de los empleados de más porvenir de la Agencia marítima. -¿Le conoces? -De vista. No parece mal chico. Sin embargo, si te hablo de esto, no es porque pretenda imponerme a tu voluntad; al contrario, he de significarte que no habrás de consultar tu decisión más que contigo misma. Faltó poco para que contestara: -Ya está consultada; no le quiero.
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Pero hubiera provocado disgustos con su madre. ¡Bah! Tiempo había de rechazar al postulante, con pleno conocimiento de causa. Y así resuelta, esperó sin emoción el domingo siguiente. A eso de las cinco llegó Alejandro guiando un cochecillo, en compañía de su protegido. -¡Buenas tardes! -dijo con desenvoltura. -Permítanme ustedes presentarles a mi joven amigo, y entre paréntesis, uno de mis más valiosos colaboradores: Alfredo Bardi hijo de un artista de gran talento, cuya reputación es universal. Íbamos a visitar los nuevos astilleros del Peck, y pasando tan cerca de la quinta, he querido cumplir el grato deber de saludarles. Con arreglo a lo convenido, se les dispensó cordial acogida, invitándoles a comer. A la llegada de Alejandro, había ya varios amigos de ambos sexos, a los que fueron agregándose otros. Nadie se fijó, pues, en Alfredo y Lucila. Contra lo que esperaba, la joven no experimentó repulsión hacia el neófito. Viéndole algo cohibido en aquella reunión de desconocidos, procuró animarle. 92
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Ella fue quien comenzó el diálogo. Alfredo le contestó ingenuamente, y continuaron conversando. El punto de partida fue la fama del grabador. Esto la llevó, como de la mano, a preguntar a su hijo por qué no había seguido la carrera paterna. El joven expuso razones que parecieron sensatas a Lucila. Era una carga pesada ostentar un apellido notable sin poder mantenerle a igual altura. La vocación y las aptitudes no se heredan, y él no las poseía. Además, el ajetreo de la vida artística no era el ideal. del joven; prefería la rutina burguesa, la existencia metódica. Sus gustos y su carácter le llevaban a ella, y las inclinaciones son difíciles de torcer. En la mesa, los dos jóvenes estuvieron juntos. Al final de la comida, se generalizó la conversación, cruzándose algunas frases equívocas. Lucila era demasiado joven para tomar parto en aquel tiroteo. Alfredo, por discreción, por falta de costumbre para ponerse a tono, se abstenía también. Quedaron, pues, aislados en aquella bulliciosa confusión, y reanudaron su diálogo. Pero, si Alfredo carecía de atrevimiento, no estaba desprovisto de observación, y no tardó en comprender el medio en que crecía aquella joven, a la que le pareció que se faltaba al respeto. Aunque la 93
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conocía muy poco, suponía que debía sentirse molesta, por lo menos. -¡Qué lástima! A decir verdad, el pesar encerrado en esta exclamación interna era completamente pasajero; conmiseración fugaz de un muchacho delicado, y nada más. Se prestó a la presentación, por diferencia, decidido a no continuar aquellas relaciones, y, ciertamente, las costumbres de la casa no eran para modificar sus propósitos. Las encontraba demasiado libres. Hubo comensal que demostró bien a las claras haber tributado más honores de los convenientes a la bodega de su anfitrión, obligando a la esposa de Brughol a llamarle al orden repetidas veces. Tales cosas no eran para Alfredo. Pero aquellos excesos avivaron el disgusto, latente en él, de ver a Lucila testigo de los mismos. La joven, por su parte, revelaba visiblemente su contrariedad ante las incorrecciones cometidas por los tertulianos de sus padres, en presencia del hijo de Bardi. -¿Qué concepto formará de nosotros? -se preguntaba con rubor. 94
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Se volvió al jardín. ¿Qué hacer, apurado el café? Los viejos fumaban, hablando de política o de negocios. Había que distraer a la gente joven. En el salón hacía calor. No se podía, pues, organizar un concierto íntimo o improvisar un baile. Hubo de recurrirse a los juegos de prendas, cuyo repertorio se agotó, entre la algazara general. A la hora de las sentencias, por casualidad o por malicia, Lucila fue condenada a dar un abrazo a cada caballero. -Es demasiado -dijo la esposa de Brughol. -Así no habrá celos -replicó uno. -Precisamente, lo bonito es que los haya -insistió Ángela. -Propongo que abrace a uno solo, pero a su elección. -¡Bravo! -gritó la concurrencia. -¡A ver quién es el, preferido! La joven se dirigió hacia su padre, que estaba en pie fuera del círculo. -¡No, no! -vociferaron todos a la vez. -¡Eso es trampa! ¡No vale! Y se estrecharon para cerrar el paso. Únicamente Alfredo, sentado junto a ella, separó su silla. La muchacha tuvo que ceder a las reclamaciones; y 95
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siendo el hijo del grabador el más próximo, él resultó agraciado. El joven no lo esperaba. La sorpresa, la impresión de aquellos brazos que ceñían su cuello y de aquél rostro que casi rozaba el suyo, produjeron en él una sensación singular. Procuró reponerse; pero, durante un instante, quedó como atolondrado, sin saber dónde se encontraba, abstraído de cuanto le rodeaba. Pasaron las horas y llegó la de retirarse. Y los dos jóvenes, que dejaron presentar mutuamente, decididos por igual a no prolongar sus relaciones, se separaron inseguros respecto a las consecuencias que pudiera tener para ellos aquella primera entrevista. -Ya sabe usted el camino, caballero -dijo la esposa de Brughol, tendiendo la mano a Alfredo. -Cuente usted con la seguridad de que nos complacerá con sus visitas. Alfredo prometió volver. -¿Qué tal? -le preguntó su jefe, en el camino de regreso a París. -Es una muchacha encantadora, -contestó sinceramente el joven. 96
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-¿Qué te ha parecido ? -interrogó Ángela a su hija, cuando quedaron solas. -Es poco tiempo para juzgar -objetó Lucila. -Bueno. ¿Pero le permitirás que vuelva? -Desde luego -afirmó la muchacha. En tales casos, se impone la visita de estómago agradecido. Alfredo la hizo el jueves siguiente por la tarde. No estaban en casa. Se sintió contrariado sin saber por qué. A su pesar, pensaba en la joven, creyendo descubrir entre ellos ciertos puntos de analogía. Sospechaba, que también ella debía desear emanciparse del medio en que vivía. Una muchacha de sus condiciones no podía encontrarse a gusto entre aquellas gentes tan extravagantes. Al atravesar el puente de Bougival, para dirigirse a la estación del tranvía, oyó que le llamaban. Volvió la cabeza y reconoció a su colega Raúl que corría tras él. Alfredo retrocedió yendo a su encuentro. -Vengo enviado por esas señoras -dijo el sobrino de Alejandro, casi jadeante. Y de camino hacia la quinta, le relató que habiendo encontrado a Ángela y a su hija en la esta97
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ción de Chaton, las acompañó hasta su casa. Al ver la tarjeta, dejada por Alfredo y saber que hacía un momento que había emprendido el regreso a París, la señora de Brughol rogó a Raúl que alcanzase al visitante. -Quiere que se quede usted -añadió. -Es la feria de San Germán, y se proyecta una excursión íntima. ¡Ha caído usted de pie, amigo mío! ¡Le felicito! La madre de Lucila confirmó lo que acababa de manifestar Raúl. ¡Que no se excusara Alfredo! No se le permitía marcharse. Se trataba de echar una cana al aire. Entrarían en bandada, en todas las barracas, comerían en el pabellón de Enrique IV, bailarían en un entoldado. ¡Una noche de broma! -¡Mire usted! ¡ya están aquí los amigos! Los amigos eran ocho, con sus correspondientes parejas. ¿Hubiera sido preciso apelar al tribunal para divorciarlas? ¡Cualquiera se mete en averiguaciones! El hecho es que iban juntos. No es posible exigir las capitulaciones matrimoniales a todas las personas a quienes se conoce. Si se hilara tan delgado, no se hablaría con nadie. Todo estaba dispuesto. El alquilador de Bouegival había enviado los carruajes necesarios. Pero Alfredo no iba en traje de campo. Llevaba sombrero 98
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de copa alta. ¡Eso era lo de menos! Lo que sobraba en la casa eran sombreros de paja. Precisamente había uno que se adaptaba a la cabeza del joven como anillo al dedo; de Raúl. Lo compró un día en un caso parecido. ¡Hecho! Raúl se encargaba del tocado de la cabeza del Bardi. -¡Ya! ¡ya! -dijo burlonamente uno de los expedicionarios, al corriente de las cosas. -¡En marcha! -gritó Ángela. Se acomodaron como pudieron ; algo apretados, con las piernas entrelazadas, demasiado en contacto. En el trayecto se cruzaron ruidosas chacotas de coche a coche, se saludó a voces a los aldeanos que se encontraron al paso, se entonaron a coro canciones de café concierto. ¡Ande la broma! Lucila iba desazonada. ¿Qué pensaría de todo aquello Bardi? Le observaba, y creía sorprender en él impresiones poco lisonjeras para su familia. Y no porque tratara de atraérsele. Nada más, lejos de su animo que llegar a convertirse en consorte de Bardi. No existía ningún motivo para rectificar su primera negativa. 99
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En tal caso, parecía natural que le conviniera todo lo que tendiese a desalentar al joven, para que no perseverara en sus pretensiones. Pero sufría su amor propio, ante la idea de que aquel desconocido desistiese por semejante causa. El programa se siguió al pie de la letra. Las parejas entraban del brazo en las barracas, vociferando, mofándose de todo y de todos haciéndose visibles y siendo, a su vez, el banco de la zumba general. En una de ellas estuvo a punto de promoverse una reyerta entre uno de los alborotadores y los sencillos aldeanos a quienes molestaban las interrupciones. A la salida, un espectador gigantesco se permitió exponer bruscamente su opinión, aventurando una frase mal sonante para las damas. Y mientras sus respectivos galanes las arrastraban consigo, Alfredo se rezagó con toda intención, increpando enérgicamente al deslenguado. Éste, sintiéndose apoyado por la multitud y confiando en su corpulencia, se desmandó, lo cual lo valió una corrección del hijo de Bardi. ¿Qué hubiera sucedido? ¡Quién sabe! Pero la concurrencia separó a los contendientes, pro100
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nunciándose en favor de Alfredo, que se impuso por su serenidad. -¿Esta usted loco, caballero? -le dijo Ángela. -¿A quién se le ocurre hacer caso de las brutalidades de esa gentuza?... Parecía descender por las gradas de un trono y los habitantes del barrio, que la conocieron detrás del mostrador, se habrían asombrado al ver su olímpica majestad. ¡Estaban tan lejanos aquellos tiempos! Recordárselos hubiera mortificado profundamente a la esposa del ex jefe de estación... La intervención de Alfredo no fue indiferente a Lucila. Sin transformarle en paladín, hubo de concederle el mérito de ser el único que se expuso, a pesar de no haber provocado la agresión. El incidente se olvidó pronto, porque se iba sintiendo apetito. Así, abandonando el campo del ferial, se marchó hacia el pabellón de Enrique IV. Allí estaba ya Eugenio, que retenido en París por sus negocios, no concurrió a la primera parte de los regocijos. Entretanto, encargó la comida, procurando que fuera del agrado de su mujer. Se terminó a toda prisa. El rigodón prometido bajo el entoldado, brindaba con soberanos atractivos. Eugenio no se mostró tan ardiente partidario; 101
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pero Ángela cortó de plano sus observaciones, tratándole con cierto despego. -Nadie te obliga a venir con nosotros dijo rudamente. -Si has de aguarnos la fiesta, más vale que te quedes. Lucila lamentó de nuevo la presencia de Bardi. Decididamente aquel joven formaría un concepto deplorable de la familia. El entoldado estaba lleno de bote en bote. La concurrencia masculina se componía de soldados, jornaleros y labriegos. La representación del sexo débil la constituían numerosas maritornes y mujeres lugareñas, flanqueadas por papás y mamás de caras abotagadas, y manos callosas. Las parejas marcaban desiguales compases sobre el movedizo tablado, a los estridentes y desafinados sones arrancados a los instrumentos por media docena de músicos que de cinco en cinco minutos, se humedecían el gaznate bebiendo a pico de jarro un trago de peleón. Alrededor del espacio reservado a los bailarines, mesas abarrotadas de consumidores, que saboreaban cervezas, limonadas, ponches y copas de un anisado capaz de llevarse detrás el cielo de la boca. 102
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Todo ello a la luz de lámparas de petróleo, cuyo tufo, combinado con los vapores del alcohol y con las emanaciones de los sudorosos cuerpos, impregnaba el ambiente de un olor nauseabundo. Los recién llegados pasaron inadvertidos entre aquella baraúnda. El problema era dar con una mesa desocupada. Por fin encontraron una, en torno de la cual se instalaron, esperando que el camarero, llamado de todas partes a la vez, acudiese a retirar el servicio de los antecesores. La cuestión capital, planteada por Ángela a sus acompañantes, fue la siguiente: -¿Bailamos? La algarada de poco antes había calmado a la generalidad de sus amigos. ¿Quién se metía entre aquella gente tan soez? Eugenio no desplegó los labios, previendo que su mujer se manifestara en contra de su opinión; la de abstenerse. Aun discutían cuando un robusto mocetón, sargento de infantería, muy pulido y aseadito, luciendo blancos guantes de algodón, abordó resueltamente a la esposa de Brughol, haciéndole una reverencia un tanto amanerada: 103
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-¿Se dignaría usted favorecerme con el próximo rigodón -le preguntó. Ángela prorrumpió en una sonora carcajada y se levantó. -¿Porqué no, militar? -le contestó. -Yo soy la favorecida. Y colgándose de su brazo, se volvió hacia Alfredo. -¡Vamos, señor Bardi! -le dijo. -Háganos usted bis con Lucila. Lo inesperado del incidente hizo sonreír, a su vez, a los dos jóvenes, y Alfredo, imitando los ademanes del sargento, rogó a la muchacha que le favoreciera. -¡A sus puestos! -gritó el bastonero, mientras los músicos, después de enjuagarse, rasgraban los aires con un preludio preventivo. Ya estaba formado el cuadro. El sargento, muy cortés, esperando la señal, conversaba galantemente con su pareja, en tanto que Alfredo y Lucila, observándole, bromeaban discretamente. Se había roto el hielo entre ellos; desechada la cortedad de los primeros momentos, se trataban como amigos. 104
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Por fin, comenzó el rigodón. Las diferentes figuras fueron deslizándose sin tropiezo, hasta llegar a la cadena final. Entonces se produjo la acostumbrada confusión. -¿Dónde esta mi pareja? -¡La otra mano! -¡Eh, por aquí! -¡Uf! se acabó. -¡Hola, pillastre! -gritó al pasar junto a Alfredo, un hombrón de enmarañada barba gris, que gesticulaba y botaba como una pelota de goma. -Estamos en aquel ángulo. Te espero, cuando dejes a tu pareja. -¿Quién es ese hombre? -preguntó Ángela, aproximándose al joven. -Mi padre -contestó Alfredo. -¿Nos le presentará usted? -Tendré ese honor... si usted me lo permite. -¡Ya lo creo! -concluyó Ángela. -Debe ser muy jovial. -Si me atreviese a ofrecer a usted un vaso de cerveza -dijo el sargento a la madre de Lucila. -Agradezco su atención, militar. Pero, como ha podido usted ver, vengo acompañada. Usted será 105
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pues, quien nos proporcionara el placer de aceptar un refresco. -Eso no se rehusa nunca -replicó su marcial pareja. -En cuanto a usted -prosiguió Ángela, dirigiéndose a Alfredo, -vaya a saludar a su padre y hágale presente lo mucho que me complacería expresarle mi admiración por su talento. ¿Está con él su madrastra? -Si, señora. -Entonces le acompaño a usted. Le invitaré personalmente. La esposa de Brughol no necesitó esforzarse. El grabador y su mujer eran muy campechanos. Habían ido allí por no tener que hacer y estaban aburridos entre aquel barullo, sin conocer a nadie. Al principio, hubo cierto reparo en acceder al ruego de Ángela, de agregarse a su tertulia. Los amigos de su hijo serían necesariamente burgueses, gomosos; pero le tranquilizó la franqueza de la esposa de Brughol. Esta poseía el don de saber dar a cada cual lo suyo -facultad común a los que tienen el afán de agradar- y encontró el tono que convenía emplear para congraciarse con aquel artista, que a pesar 106
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de sus cincuenta y seis o cincuenta y ocho años, gustaba de ponerse en evidencia en un baile público. Defirió, por tanto, al deseo de la dama, y después de algunas frases cambiadas con los amigos de ésta, se felicitó de ello. -¡Vaya! -dijo por lo bajo Cora a su hijastro. -¡Ha notado que hacen gracia sus payasadas, y ya se desbordó! En efecto; charlaba sin ton ni son, aunque con cierto ingenio, abandonándose progresivamente a su buen humor, al que limitado a su conversación con Cora, no pudo dar suelta, desde su llegada a San Germán. -Tengo mis pretensiones, lo confieso, -afirmé, sin cesar de reír, al ser cumplimentado por sus oyentes. -Quizá me habrían ustedes juzgado dando fe al proverbio: De tal palo, tal astilla, y necesito volver por los prestigios del pabellón de la familia. ¡ Cosa rara! La chanzoneta molestó a Lucila y esta impresión se acentuó, al oír al grabador burlarse de su hijo. ¡Que bromeara cuanto quisiera, pero no a expensas de éste! Le parecía ilógico e injusto. ¿Sufriría por ello Alfredo? En todo caso tenía el tacto de no aparentarlo, sonriendo más bien de las agudezas de su padre. 107
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Más vulgar la mujer del grabador, con su vocabulario callejero, inspiraba menos antipatía a la joven. De tanto en tanto, Cora intervenía, acompañándola de una risotada sardónica, lanzaba a su marido la réplica que hubiera correspondido a Alfredo, de no ser éste hijo de quien gozaba ridiculizándole. Era una buena mujer la antigua modelo. Todo ello no bastaba, sin embargo, para que Lucila rectificara su intención de declinar la alianza con el protegido de Alejandro. -¡Una idea! -exclamó Ángela de pronto. -Este jaleo me ha despertado el apetito. Propongo una cena improvisada en Chaton. Espero que los señores de Bardi no rehusarán mi invitación. Ya ven que no ando con etiquetas. Tampoco hicieron cumplidos ellos. Se volvió a la quinta. La noche era clara y apacible. Los huéspedes de Ángela se diseminaron por el jardín, esperando que amos y criados ultimasen los preparativos. Todos se pusieron en movimiento. Eugenio a la bodega. Su mujer a la cocina. En cuanto a Lucila, se le confió el adorno de la mesa. Que fuese original y 108
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de gusto. Ya que los manjares no abundaran, que llenara la vista el servicio. Mucha cristalería. Que se desvalijaran las jardineras para sembrar el mantel de flores y de follaje. Lucila se entregó con ardor a su tarea. De vez en cuando percibía, a través de las entreabiertas persianas, el murmullo de la conversación de los paseantes, pero confuso impreciso. No obstante, sorprendió con toda claridad el siguiente diálogo: -¿Y usted? -Prefiero la madre. -¡Vamos, hombre! -¡Palabra que la encuentro encantadora! -Pues ¡cuidadito! ¿ eh ? -¿De qué? O mejor dicho, ¿de quién? Supongo que no será del marido. Es un filósofo tolerante. -¡Tolerante... y práctico! -¡No hagamos malos juicios! Quizá lo ignore. Hay seres predestinados. Pero el otro, el amo del cotarro, es hombre incapaz de consentir que se invadan sus dominios. -¡Tendría que ver que enviara sus padrinos! Y resonó una doble carcajada. 109
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Lucila no oyó más. Los interlocutores se habían alejado. Quedó un instante anonadada, inmóvil sospechando a quién se referían los invitados de sus padres. No se indignó; no afluyeron las lágrimas a sus ojos: sólo experimentó un malestar general, que heló la sangre en su corazón. Las más insensatas ideas asaltaron su mente. Tentada estuvo de correr en busca de su madre, para informarla de lo que acababa de oír. ¡No! ¡era mejor poner al corriente a su padre, para que arrojase a la calle a aquellos calumniadores! Súbitamente se estremeció al recordar una frase. ¿Quién sería el dueño del cotarro?... No tardó en contestarse. Unicamente Alejandro, que de tanto ascendiente disfrutaba en la casa... ¿Y si fuera cierto?... Al percibir nuevo rumor de voces, corrió al balcón para cerrarlo. No quería saber más. ¡Era demasiado penoso!... Por entre las tablillas de la persiana, vio tres sombras: dos hombres y una mujer. Esta y uno de los hombres tomaron asiento en un banco próximo; el otro permaneció en pie ante ellos. El hombre sentado dijo: 110
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-Es preciso ser estúpido para pensar siquiera en casarse con esa muchacha. Lucila los reconoció. Eran Alfredo Bardi, su padre y su madrastra. ¿De modo que el grabador era opuesto al propósito atribuído a su hijo? -¿Por qué? -se interrogó la joven. Una amarga curiosidad reemplazó a sus temores. Ahora deseaba saber, saberlo todo. Sobreponiéndose a su acerbo dolor, apelando a su fortaleza, escuchó con avidez. -¿Acaso -continuó el grabador- no estás enterado de las relaciones de su madre con tu jefe? Pues es un secreto a voces. -¡Esas son habladurías! -replicó el joven. -¿Quién puede afirmarlo? -Es público y notorio -insistió el grabador. -Se susurra en serio. Por lo que a mí respecta, -agregó-, me importa un bledo; pero en cuanto a ti, ya es harina de otro costal. Y puesto que pretendes aliarte con esas gentes, mi deber de padre es ponerte en guardia. -Te lo agradezco -contestó tranquilamente Alfredo-, pero no tengo interés en aclarar lo que se murmura. Al inclinarme a pedir en matrimonio a esa 111
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señorita, sólo he concentrado mi atención en sus condiciones. Si sus padres viven en una situación equívoca, la culpa no es de ella. Sería injusto reprochárselo. Aunque sólo la he tratado superficialmente continuó, en el mismo tono reposado-, la creo dotada de buen juicio. Esto me basta. Pensaba consultar el asunto con ella, y proceder en consonancia con su resolución. Pero se han anticipado los acontecimientos. Te has asombrado de verme aquí, me has preguntado la causa y te he respondido francamente, como debo hacerlo. Te diré más, aun a riesgo de que te burles de mí según acostumbras... -¿Me lo echas en cara? -preguntó Bardi, interrumpiéndole. -De ningún modo, papá. -Entonces, si no te molesta... -No me molesta, pero me apena en ocasiones. -¡Qué borrico eres! -repuso el padre, haciendo esfuerzos para reír, para ocultar su emoción. -Todo lo borrico que quieras, papá. Pero te repito que me angustia el temor de que no me quieras como yo desearía. Los ojos de Cora se humedecieron. 112
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-¡No lo creas, Alfredo! -dijo en tono convencido. -Tu padre es un majadero, que presume de despreocupado para dársela de chusco. -¡Lo dijo Blas, punto redondo! -interrumpió el grabador, ahuecando la voz. -¡Eres capaz de aburrir a cualquiera! -replicó ella. -Te imaginas hacer gracia burlándote de tu hijo, y metes la pata con tus necedades. ¡Me parece que te hablo bien claro! ¡Ya tenía gana de desahogarme de una vez! Bardi adoptó una actitud zumbona, para disimular su desazón. -¿Ha terminado la señora condesa? -preguntó, exagerando la nota. -¡Anda de ahí! -contestó Cora- y no tratas de chunguearte conmigo. Ya sabes que no me muerdo la lengua, y que te paro los pies enseguida, delante de todo el mundo. El grabador se batió en retirada. -Si no te quisiera -objetó a su hijo- no te diría nada de tu descabellada ocurrencia de ir a buscar novia en la familia de Brughol. Declaro que no acierto a comprenderlo. No lo harás por ambición; esas gentes son demasiado rumbosas para tener nada que dar a su hija. Esto, aparte de que tú no eres 113
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interesado en cuestiones de dinero. Ya ves que te hago justicia, ¿eh? Además, tu carácter no puede acomodarse a esa vida de boato que parece imperar en la casa. ¿Es que te has enamorado perdidamente de la muchacha? Eso sería una razón; una razón tonta, porque no hay nada más tonto que enamorarse; pero en fin, excusa, justifica todas las imbecilidades. ¿He dado en el clavo? -Apenas conozco a la señorita, de Brughol contestó Alfredo, -y no sé si soy accesible a la obcecación amorosa, tal como tú la entiendes. En todo caso, no he llegado a ella. Por ahora, nadie me ha hecho perder el juicio; he procedido siempre con pleno discernimiento de mis propósitos y de mis actos. -¡Alábate, pavo! -¡No! Hablo con sinceridad, y nada más. No es, pues, el amor lo que me ha impulsado. ¿Acaso puede apasionarse nadie por una persona a quien no ha visto más que dos veces? -¡Suele suceder! -dijo el grabador. -¡Sí! en el Gimnasio -añadió Cora, riendo. -Por lo que a mí se refiere -prosiguió Alfredo-, mi determinación ha partido de otro sentimiento. Iba a explicártelo cuando me interrumpiste. 114
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-¡Veamos! -Sin dar por sentada la certeza de los rumores que circulan respecto a la familia de esa joven, he creído vislumbrar en su actitud, en su reserva, en una especie de melancólico sopor, que me ha conmovido, que esa vida de boato, como tú la calificas, no es de su agrado. Me parece que sus aspiraciones íntimas, de las que quizá no se da cuenta, tienden a una existencia más ordenada, más pacífica, más delicada, más digna, en una palabra. No puedo precisar lo que me ha sugerido esta convicción, pero la tengo. Esto me ha inducido a ofrecerle el medió de emanciparse de esa sociedad, de ese ambiente, de ese contacto que o mucho me equivoco respecto a su carácter, o le repugnan. Veo la ocasión de prestarle un servicio, y se lo presto. El lance no tiene nada de novelesco; convengo en ello. -Más de lo que tú te figuras, hija mío -dijo la antigua modelo; -No eres tan tonto como quiere hacer creer el cernícalo de tu padre. Sintiéndose apoyado, Alfredo se animó ligeramente. -Sea como quiera -contestó sonriendo agradecido a su madrastra-, el hecho es que me ofusco, que me rebelo, al ver la desfachatez con que se 115
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abordan ciertos temas en su presencia, la familiaridad con que la tratan unos cuantos individuos mal educados, cuya amistad se la impone. Claro que todo eso no es de mi incumbencia; pero desearía que lo fuera, para meter en cintura a esos desvergonzados. La aprobación de su mujer molestó a Bardi, como le molestó también que aquel muchacho, a quien tenía por un ente ridículo y estúpido, revelara sentimientos de tan generosa elevación. Le pareció que aquello daba al traste con sus apreciaciones respecto a las facultades de su hijo. A seguir su impulso, le hubiera zarandeado de lo lindo. Pero previó la intervención de Cora. Utilizó su supremo recurso de tomarlo a guasa. Y al oír que Alfredo hablaba de meter en cintura, prorrumpió en una estrepitosa carcajada, preguntándole: -¿Vas a emular las hazañas de Mambrú? Y renglón seguido, viendo que no producía el deseado efecto, dijo brutalmente: -Después de todo, para ti haces; arréglate como quieras. Si te sucede lo mismo que a su padre, no me vengas con lamentaciones. -¡Eso es innoble! -replicó vivamente la mujer de Bardi. -¿Con qué derecho calumnias a una joven a la 116
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que no conoces? ¡Vaya un hombre de peso! ¡Eso es una bajeza indigna! -Ángel mío, -repuso el grabador-, la cabra tira al monte, dice el adagio. Alfredo presintió la querella y trató de cortar por lo sano. -En resumidas cuentas -dijo-, todo esto es muy vago. Por otra parte, ¿quién asegura que me corresponderá Lucila?... Bardi se levantó. -No hablemos más del asunto -terminó descontento del papel que había hecho. -Si persistes en tu idea, me lo dices: iré a pedir a la muchacha, y serás... lo que a ella se le antoje. ¡Alla tú! Todo quedó en silencio. No obstante, la joven seguía percibiendo las crudezas de aquella conversación sorprendida. Cada frase retumbaba en su dolorido corazón, cuando logró reponerse observó que su rostro estaba inundado de lágrimas. Las enjugó bruscamente, con un movimiento de cólera. ¡Basta !...-exclamó. Y encargando a la camarera que acabara de preparar la mesa, subió a su cuarto y se lavó los ojos, procurando hacer desaparecer las huellas de su llanto. Su madre la llamó desde el jardín. 117
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-¿Vienes, Lucila? Ya esta todo dispuesto. -Bajo enseguida -contestó. Se la encontró algo pálida. -No se inquieten ustedes -replicó. - Me siento bien. Eran las seis de la mañana cuando se disolvió la reunión. Caminando al lado de Alfredo, entre los invitados, a quienes se acompañaba hasta la verja, frente a la cual esperaban los carruajes, Lucila acortó el paso para quedarse sola con él, detrás de los demás. -Anoche -le dijo a media voz- contestó usted a su padre: ¿Quién asegura que me corresponderá Lucila?... -¿Oyó usted?...-preguntó el joven, consternado. -Sí; todo, y... le quedó reconocida, caballero -respondió ella tendiéndole la mano. Al volver a la casa, Ángela retuvo a su hija. -Dime -le preguntó-, ¿qué piensas respecto al hijo de Bardi? Pienso que seré su esposa, si él quiere. -¡Demontre! -exclamó Ángela-, ¡no has andado con requilorios! Pero, puesto que tal es tu pensamiento, déjalo de mi cuenta: ¡no se demorará!... 118
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VII Ángela mantuvo su palabra; el asunto no sufrió demora. Seis semanas después, estaba señalada la fecha para la boda. Los preparativos se hicieron a toda prisa. Sin aparentarlo, existía, entre Ángela y su hija cierta tirantez de relaciones, de la que se daban perfecta cuenta. Se habían quebrantado los lazos familiares, y ya no eran más que dos mujeres que se penetraban, que se reprochaban algo, que no se amaban. Se publicaron las amonestaciones. Después de haber hablado de un contrato que especificase la situación respectiva de los futuros esposos, se renunció a ello, estimando preferible el régimen de comunidad. 119
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Lucila se desentendió de aquellos detalles. Su madre se lo censuró, informándola de que aportaba al matrimonio la renta correspondiente a un capital de cien mil francos. La muchacha se mostró sorprendida. ¿Era, pues, rica ? -Lo serás -contestó Ángela- porque no es a nosotros a quienes deberás tu posición. La joven envolvió a su madre en una mirada escrutadora. -¿Pues a quién he de deberla ? -preguntó en tono febril. -¡Cómo! ¿no lo adivinas? -¿A Alejandro? -¡Claro! Lucila experimentó una sacudida nerviosa. -¡No la quiero! -exclamó, rechinando los dientes y roja de indignación. Ángela quedó aterrada. Pero al ver que su hija cortaba la conversación retirándose: -¡Lucila! -gritó, reteniéndola violentamente, -¡quédate y responde! ¿Cuál es el motivo de tu negativa? Una temeridad desesperada sucedió al aturdimiento del primer instante. Desatinadamente, 120
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afrontaba las consecuencias de una explicación; ardía en deseos de luchar. Quizá Lucila se sintió influída por tal actitud; porque, irguiéndose ante el requerimiento, prescindió de toda consideración. -¿El motivo de mi negativa? -repitió, haciendo cara. -¡No tengo inconveniente en decírtelo! Que detesto a ese hombre que se impone a todos, erigiéndose en arbitro de los destinos de la casa. ¿Con qué título? -En realidad -añadió animándose gradualmente-, no me importa saberlo. Me molesta, y basta. Trata de ilumillarme ¡y eso es demasiado! Si a ti te conviene tolerarle, hazlo en buena hora; pero que no me atosigue a mí, que le rechazo, con su interés mortificante y con sus generosidades, que me ofenden. ¡No le conozco! Aquello no fue más que un estallido de cólera. Lanzada la última frase en tono vehemente, Lucila desfalleció y se asustó de su proceder. En Ángela se produjo la impresión contraria. Se sintió atacada, ultrajada, y se desató en invectivas contra su hija. Su desconocida autoridad exigía que se doblegase, que se sometiese, que siquiera aparentemente, reconociese su dependencia. 121
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Cobró aversión hacia aquella hija indigna, audaz, insolente, que, aunque en secreto, se permitía apreciar la conducta de sus padres. Los quince días que faltaban para la boda fueron de lucha, sorda, porque había que disimular a los ojos de Eugenio, pero enconada. En toda ocasión, bajo cualquier pretexto, Ángela provocaba a su hija, como si la retase a rebelarse abiertamente. Mientras Ángela, con sus agresivas cuchufletas, parecía tender a deprimir a su futuro yerno, Eugenio, por el contrario, le ensalzaba, encomiando su carácter, su circunspección, y augurando bien de sus cualidades. -¡Cualidades serias! ¡Oh! ¡ya lo creo! ¡y tan serias! -interrumpía Ángela, con sorna. Puedes estar tranquila de que si te mata, no será de risa. Tampoco tendrás celos... porque no habrá nadie que te lo dispute. Lucila lo sufría todo, silenciosa, resignada y hasta sonriente, contando las horas que la separaban aún de su emancipación y pensando en su interior: -¿Hasta cuándo? Por fin, llegó el gran día.
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Los carruajes condujeron a los invitados desde Paris. El primer landó lo ocupaban Alfredo, su padre y Cora. Los demás iban atestados. Los preludios de la boda no tenían nada de melancólicos. Antes de comenzar la fiesta, rebosaba el júbilo. Los concurrentes entonaban cantinelas, al son de flautas y chirimías. Ante la verja se agolpaba un gentío enorme, que contemplaba curioso y admirado, a los arribantes. Todos se extasiaban ante los tocados de las damas. A unos les parecían princesas; a otros más maliciosos, cortesanas de alto copete. ¡No hay que fiarse de las apariencias! Ángela, por prurito de originalidad, quiso dar un carácter campestre a la boda. No siendo bastante capaz el comedor para contener a la concurrencia, hizo levantar un pabellón en el jardín. Sobre el césped, se instaló un rústico tablado para la orquesta. Los criados, a los que se habían agregado varios sirvientes interinos, vestían de aldeanos, y todos los invitados, al llegar a la quinta, debían adornarse con un voluminoso rosetón de cintas, cuyos cabos flotaban al viento. Los cocheros y los caballos lucían también vistosos escarapelas. 123
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-¡Una boda carnavalesca! -pensó el sobrino de Alejandro, doblemente empavesado, en su calidad de testigo y de invitado de distinción. Los restantes constituían una multitud abigarrada; los principales empleados de la Agencia marítima, varias familias de los contornos; algunos artistas, por parte de los Bardi, y la cohorte de selectas relaciones de la dueña de la mansión. Más de ciento cincuenta personas, en total. No había medio de acomodar a todos en los coches. ¡Mejor! Se iría en comitiva. Al aparecer la novia en el salón, se la tributó una ovación estruendosa. Los pájaros de los alrededores volaron espantados, huyendo en todas direcciones y lanzando gorjeos de alarma. No cabía duda -existía el propósito deliberado de divertirse. Pero ¡qué bonita estaba Lucila! Cada grupo traducía su admiración a su manera. Raúl envidiaba a su colega. -¡No se la merece! -murmuró sonriendo. La joven aparentaba menos emoción que sorpresa ante aquel entusiasmo, más bien molesto. Su estado de ánimo la hacía poco sensible a los deleites de amor propio. ¿De qué la servía ser tan hermosa, si había tenido que aprovechar la primera ocasión 124
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para casarse? ¿Y con quién? Con un buen muchacho, ¡indudablemente; pero de condición vulgar; vulgar él mismo. No se quejaba de nada; pero ¿a qué prodigar tantos homenajes a la belleza de una muchacha a quien aquella belleza no había valido ni siquiera el derecho de escoger? Alfredo era el único que se mostraba discreto. Al verla rodeada de gentes que la agobiaban con sus exagerados cumplimientos, se mantenía pacientemente, fuera del círculo. Lucila le llamó. Hubo que abrirle paso. -Buenos días -le dijo, tendiéndole la mano con un gracioso mohín. -¿Te gusto? Él contestó con una muda sonrisa impregnada de ternura. -Ya llegó la hora -prosiguió Lucila, a media voz. Hubiera preferido, te lo confieso, que la fiesta fuese más íntima. Al comparar a los dos jóvenes, los invitados hacían los más variados y sabrosos comentarios, en general, poco lisonjeros y menos caritativos para Alfredo. Y aunque las murmuraciones no llegaban a los oídos de Lucila, ésta comprendía, bien a las claras, que quien hacía el gasto era el destinado a ser su es125
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poso. Una nueva contrariedad; y un motivo más para desear el final de la jornada. Por fortuna, el suplicio duraría poco. Después de un almuerzo-comida, y mientras se bailaba sobre el césped, se escabullirían los recién casados. A las ocho tomarían el tren de Bruselas, a donde llegarían a las dos de la madrugada. El representante de la Agencia marítima en la capital belga se había fugado, abriendo una brecha en la caja. Se procuró echar tierra sobre el asunto, pero precisaba una dirección provisional que restableciera el orden en las oficinas. La ocasión era oportuna, para proporcionar a la joven pareja una especie de viaje de boda, y se confió el encargo a Alfredo. A las cinco, Lucila, después de cambiar de ropas, se reuniría con su marido en la puertecilla de servicio, y ambos saldrían para París. Allí, en el pisito alquilado a toda prisa y amueblado a medias, Alfredo se mudaría de traje, a su vez, mientras se cargaban los equipajes en el coche que había de transportarles a la estación del Norte. La combinación era del agrado de Lucila, porque le permitía sustraerse a la impertinente curiosi126
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dad de la legión de invitados de su madre separarse decididamente. La partida para la alcaldía resultó verdaderamente cómica. No hay para qué decir que se efectuó con retraso y que, como siempre, la culpa fue de la modista; pero, en esta ocasión, la de la mamá. Hubo que hacer algunos retoques en su vestido. Era natural. ¡No había de ir en enaguas a la boda, de su hija! En semejantes circunstancias, sucede con bastante frecuencia que la madre de la desposada experimenta una especie de celos indefinidos, que la impulsa a eclipsar a su hija. Quiere también aparecer hermosa; con otra clase de atractivos ¡claro está!; pero más hermosa, a ser posible. No tolera que se la relegue a segundo término en relación con aquella rapazuela, a la que hasta entonces, ha llevado colgada de sus faldas. Las miradas han de concentrarse sobre la novia. Es lógico, inevitable, ¡todo lo que se quiera!; pero ésa no es razón para que la mamá tenga el aspecto de criada de su hija, de una fregona. ¡ Diantre! A nadie se lo ocurrió asignar tan ínfimo papel a Ángela, cuando hizo su aparición. Su tocado era una maravilla. Realmente se explicaba el retraso. ¡No era grano de anís ajustar, aco127
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plar, armonizar todo aquello! Pero ¿qué significaba, comparado con la fisonomía, con el garbo, con la frescura, con la juventud, ¡sí, con la juventud! de la esposa, de Brughel? Nada de polvos de arroz; nada de aceites; todos sus encantos, en los que Dios había sido tan pródigo, lucían en su natural esplendidez. Hacía honor a ella. ¡Y pensar que Alejandro!... Tal era la reflexión que todos se hicieron interiormente. -¡Mira! -dijo el padre de Alfredo a la hilona Cora-, mira y aprende. ¿Dónde vas tú, con esa facha? -Para ti basta y sobra, ¡viejo estrafalario! -¿Vamos, señores? -prosiguió Ángela. -El alcalde se impacientará. Tenía conciencia de haber producido efecto y estaba satisfecha, radiante. -¿Dónde estás, Lucila? Y se permitió la coquetería de afectar emoción. -¡Cuando pienso que voy a separarme de ella!...-exclamó. -¡No llore usted! -le dijo Raúl. -Sería lástima que se empañaran esos preciosos ojos. 128
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-En todo caso -replicó ella, con una sonrisa llena de orgullo-, puedo enjugarlos sin ensuciar mi pañuelo. Pero, ¿dónde se ha metido el beneficiado? El beneficiado era Alfredo. Seguía convirtiéndole en blanco de sus sátiras. La carcajada que provocó la pregunta no impresionó al joven. Aquellas gentes y costumbres extravagantes lo confirmaban en la convicción de prestar un servicio a Lucila sacándola de allí. Lo demás lo tenía sin cuidado. Como era materialmente imposible que todos pudieran tener acceso a la sala de actos de la alcaldía, ocuparon los carruajes los interesados, sus allegados y los íntimos. Los restantes irían a la iglesia a pie. -¡Calla! ¿no ha venido Alejandro? La observación produjo revuelo. ¿Le habría ocurrido algo? -¡Nada! -dijo Raúl; -mi tío se ha vísto precisado a permanecer en Austria, y, aunque deficientemente, me ha encargado que le reemplace. Cada cual creyó lo que quiso. Pero el tiempo apremiaba. ¡En marcha! Al arrancar los vehículos, la asamblea prorrumpió en una salva de aplausos y aclamaciones, 129
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secundada por la multitud de curiosos alineados en la carretera, que gritaban a más y mejor. Cuando se disipó la nube de polvo levantada por el trote largo de los caballos, se puso en movimiento el resto de la comitiva, precedido por cinco músicos ambulantes, que rascaban y soplaban una verdadera saña. ¡Un acontecimiento! A su paso, los vecinos se apiñaban en los huecos de las ventanas y en los quicios de las puertas. Los chiquillos se encaramaban a los árboles para verlo mejor. Hasta los boteros, que descendían a favor de la corriente, izaban los remos, lanzando vítores de entusiasmo. Entretanto, se cumplían rápidamente las formalidades legales. Un solo interés, una sola curiosidad domina de ordinario, en este acto definitivo. ¿Cómo pronunciaría la desposada la palabra sacramental? Cuando tocó a Lucila contestar a la pregunta del alcalde, lo hizo en tono reposado y en voz sonora y vibrante: -Sí, señor. 130
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Asombro general. Aquella firmeza, aquella decisión, contrastaban rudamente con la timidez habitual de su actitud. Aquella niña, que siempre bajaba la vista, que apenas desplegaba los labios, demostraba palpablemente con su sí, claro y rotundo, que tenía más carácter del que se suponía. Pero no había tiempo que perder. Se hacía tarde para la iglesia. -¡Vivo, vivo! ¡que no se nos vaya el cura! La iglesia estaba atestada. Todas las comadres de Bougival, de Luciennes, de Marly, de Roques, del mismo Pecq, habían invadido el interior y el pórtico. Nueva curiosidad. ¿Entraría el anillo por completo en el dedo de la desposada, ó se quedaría a medio camino? ¡Bah! ¿qué importa eso? ¿Cómo que no? ¡Es de lo más trascendental! Si el marido introduce por completo el anillo, esto indica que será el amo de su casa y que la mujer deberá acomodarse a la voluntad de su esposo. Si al contrario, el anillo queda a medió camino, la esposa tendrá voz en el cabildo. Si por último, ella procura que así suceda doblando el dedo, es que demuestra, desde aquel momento, que pretende llevar los pantalones. 131
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¡Véase si es interesante saber a que atenerse! Así, pues, los concurrentes de las primeras filas ponían la mayor atención. A la indicación del sacristán, Lucila, después de quitarse el guante, tendió su dedo al joven. Indudablemente, ambos estaban al tanto de la importancia del asunto. Además, sabían que se les observaba. Alfredo tomó de la bandeja la alianza bendita y, sonriendo, comenzó a deslizarla en el anular de Lucila, deteniéndose, a pesar de no encontrar resistencia. Ella comprendió la intención. Era como decirle: -Me someto a tu decisión. La joven sonrió a su vez mirándole. Luego, avanzando la mano, entró resueltamente, su sonrosado dedo en la sortija, como si contestara: -¡Sé dueño y señor! Ángela sorprendió el detalle y experimentó un vago malestar. Sin analizar lo que pasaba en ella, estimó que la acción de su hija encerraba una censura. Lucila, descendiente de una mujer que hacía y deshacía en la casa, que dominaba a su marido, parecía condenar, repudiar el proceder materno. Lucila 132
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se subordinaba, se abandonaba voluntaria, deliberada, confiadamente, a su marido. -¡Tonta! -pensó Ángela despechada. Luego, recordando los albores de su matrimonio, plegó sus labios en una sonrisa incrédula. -¡Ya cambiará de opinión! -se dijo. Terminada la ceremonia, se inició el desfile. Al aparecer los novios, del brazo, en el umbral del templo, estallaron veinte petardos a la vez, mientras las campanas repicaban de firme y los cinco músicos, ampliamente refrigerados, reanudaban su satánica melodía. -¡Eh! -gritaron los cocheros, intentando situarse al pie de la gradería. -¡Fuera! ¡fuera! -vociferaron a su vez los invitados, arremolinados en la plaza. -¡ Hemos acordado volver todos a pie! Hubo que transigir, a pesar de la oposición de más de una dama temerosa de ajar sus galas en la polvorienta carretera. -¡Paso! ¡los novios delante! -¿Te contraría esto? -preguntó Alfredo a su esposa. -¡Pche! -contestó ella, asiéndose de nuevo a su brazo. -Ya queda poco. 133
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El cortejo emprendió la caminata. Durante el trayecto se hicieron verdaderas locuras. Bardi bromeaba con la simpática Cora, que reía con toda su alma y forcejeaba para rechazarle, porque pretendía valsar con ella, a los desafinados y ya débiles sones de la murga. Por fortuna, estaban a punto de llegar al final de la jornada. Ciento cincuenta metros más, y se verían libres de aquella batahola desenfrenada y molesta. Realmente, iban haciendo el paso. En el Sena, los boteros, los pescadores, las lavanderas, la turbulenta chiquillería, habían duplicado su número. Diríase que todos aquellos curiosos lamentaban la pronta terminación del espectáculo, porque su ensordecedor griterío adquiría las proporciones de jubiloso tumulto. De pronto, un alarido estridente dominó las descompuestas explosiones de alegría. -¿Qué es eso? -¿No ven ustedes?... ¡Allá, lejos! Un niño que acaba de caer al agua. Un silencio abrumador sucedió a la algazara. Todos se precipitaron hacia la ribera. -¿Ytu marido? -preguntó Ángela a su hija. -Se ha ido con los demás. No le veo. 134
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Una infeliz mujer, encaramada, en lo más alto de la techumbre de un lavadero, se retorcía desesperadamente. Alfredo trepó hasta ella. -¿Dónde? -le preguntó. -¡Allí! -exclamó la madre del pequeñuelo que se ahogaba. De un tirón, el joven se despojó del frac y del chaleco, y yéndose al borde del tejadillo, se melinó, juntó las manos sobro su cabeza y se zambulló... Nadie hablaba. Los circunstantes, a quienes el armatoste de madera impedía ver el sitio en que se sumergió Alfredo, permanecían aterrados, mirando a Lucila. Ésta, casi lívida, resistió con una palabra firme, vibrante, a los que trataban de apartarla. -¡Déjenme!... Inmóvil, abstraída, tenía clavadas en el agua sus brillantes pupilas. Los hombres, extendidos por el ribazo, miraban también, ansiosamente, a la superficie del río. Entre ellos, Raúl intentaba cortar las amarras de una lancha, aunque los pescadores se le habían adelantado. Hubiérase dicho que dirigía la maniobra, porque hablaba, gesticulaba, daba órdenes y hacía indicaciones, con aires de autoridad y evitando manchar sus guantes. 135
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Se comentó la situación de animo en que debía encontrarse la que apenas hacía unos instantes, era mujer de Alfredo. -¡Mire usted que si se quedara viuda!... -Sería original -repuso Raúl. -¡Sería espantoso! -Eso he querido decir -agregó, retractándose. -¿Y el padre de Alfredo?... ¿Bardi? ¿Dónde está? -Véale usted ahí... El grabador, acurrucado en la hierba, lanzaba convulsivos sollozos. Alfredo había sacado la cabeza dos veces, volviendo a sumergirse. Luego, transcurrieron algunos segundos, siglos en aquellas circunstancias, sin que se viese nada en la superficie del río, cuya corriente se deslizaba rápida y tranquila. La consternación era general. Un instante más, y no podría contarse con salvar a uno ni a otro. Entonces, se acentuaría el silencio, se abandonaría tristemente aquel lugar, cuchicheando, dispersándose, dejando sumidos en su dolor a los parientes, por una especie de lúgubre discreción. -¡Allí está! -gritó uno. -¿Quién? ¿dónde? 136
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-En la otra orilla. ¿No ven ustedes un brazo que trata de asirse a la caseta de Senrin? -¿Está usted seguro? -Sí; lo estoy viendo. -¿Lleva el niño? -Esta muy lejos. El reflejo del sol me impide distinguirlo. Estaba, en efecto, muy lejos; cerca de medio kilómetro. Pero no había duda, porque, desde la isla, corrían hacia el sitio indicado para, prestar auxilio al valeroso muchacho. Llevaba enlazado en uno de sus brazos el cuerpecillo inerte del niño. -Tómenle ustedes pronto y denme la mano -dijo Alfredo a los primeros que acudieron. ¡No puedo más! Se le extrajo del agua. Una vez en terreno firme, intentó caminar. Pero, a los pocos pasos, tuvo que sentarse. Se asfixiaba. Quisieron conducirle a casa de Senrin. -¡No! -dijo. -Ya se va pasando. Ha sido la reacción. Ese diablejo se me pegaba como una lapa; creí que nos íbamos los dos al fondo. ¡Y el día de mi boda!... Ahora que estoy a salvo, me siento desfallecer. 137
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Alfredo no tenía frío; pero sus dientes castañeteaban. Se le facilitó un chaquetón de marinero, se le cubrió con mantas y se le dejó reposar. Apenas había entornado los ojos, cuando notó que dos manos se apoyaban en sus hombros y dos labios se posaban en su mejilla. -¡Tú, Lucila! -exclamó. -Sí -contestó ella, con los ojos impregnados en lágrimas. -¡Yo, que te amo! Era la primera vez que se pronunciaba semejante palabra entre ellos. ¡Habían sido tan singulares sus relaciones! Alfredo quiso corresponder al halago. ¡No! Ante todo, que se repusiera. Además, el barquero había transportado gente. -Ahí viene tu padre -le dijo ella. El grabador no lloraba ya; había recobrado su aire habitual y buscaba cualquier chuscada que decir a su hijo, en el afán de ocultar su emoción. Pero la naturaleza fué más fuerte que su amor propio, y después de tender su mano al joven, le miró de frente, le atrajo bruscamente hacia su pecho, cubriéndole el rostro de besos y de lágrimas, y murmuró a su oído: 138
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-¡Bravo, muchacho! Aún trató de aparentar fortaleza; pero tuvo que declararse vencido. -¡Pues bien! sí, lloro -dijo a los que le rodeaban. -Al fin y al cabo, es mi hijo, y si le hubiera ocurrido una desgracia... creo que me habría muerto de pena... Y ayudó a conducir a la barca a su hijo y a su nuera, satisfecho y orgulloso. En el momento de atracar a la ribera opuesta, vieron acercarse presurosamente una mujer que gritaba: -¡Caballero! ¡caballero!... Era la madre del niño, en cuyos ojos se reflejaba la alegría. -¡Caballero! -dijo, estrechando las manos del joven. -El médico responde de su vida. Gracias a usted... ¡Ah! no sé hablar, ni acierto a expresarle mi reconocimiento... Y sin que Alfredo pudiera evitarlo, se inclinó y le besó la mano.
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SEGUNDA PARTE El novel matrimonio llevaba dos meses en Bruselas. En las cartas dirigidas a sus padres, Lucila se mostraba satisfecha. Bruselas no la disgustaba. Lo enojoso era vivir en un hotel. Aspiraba a su casita. Además, su marido estaba muy atareado. La sucursal de la Agencia marítima era un caos, y Alfredo tenía que multiplicarse. No se veían más que a las horas de comer y por la noche. Pero se desquitaban, por supuesto. Las veladas se pasaban en el teatro y menudeaban las cenitas de última hora.
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En su casa, la soledad de la jornada la hubiera parecido menos abrumadora. Siempre hay algo que hacer. Pero en el hotel no es posible. -Sal a pasear -le contestaba su madre. -Una mujer casada puede ir sola. A menos que las circunstancias lo exigieran, Lucila, no se inclinaba a seguir el consejo. Un domingo Alfredo la llevó a Amberes: fue una excursión deliciosa. Dentro de unos días, cuando los asuntos estuvieran encauzados, emprenderían un viaje por las pintorescas comarcas valonas. Visitarían Namur, Lieja y se detendrían una semana en Spa. Alfredo no pensaba más que en distraer a su mujer. Y ella hablaba de él con cariño, elogiaba sus cualidades. ¡Era tan bueno y tan solícito en complacerla! -¡Cuántas necedades! -decía la esposa de Brughol, encogiéndose de hombros. -¿Si habrá soñado en convencernos de que su marido es un protagonista de novela? La creía, más avispada. -No se lo puede recriminar por amarle, objetaba Eugenio. -¿Amar a quién? ¿A Alfredo ? ¡Sería el colmo del mal gusto! 141
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Y con un dejo de pérfida delectación, Ángela se empeñó en ridiculizar a su yerno, repitiendo con placer las chocarrerías que no le escatimaba su propio padre. ¿Cómo suponer que Lucila se hubiera enamorado de aquel escribientillo ramplón, muy puntual, sí, muy aplicado, pero cuya conversación debía ser vacua y de una monotonía aplastante? ¡Hacía bien su hija en ir al teatro, porque, si no, acabarían por desencajarse sus mandíbulas a fuerza de bostezar! ¡Era demasiado sagaz Lucila para forjarse ilusiones respecto a aquel tipo! -Entonces, ¿por qué se casó con él? -¡Ah! porque... porque... -¿Por qué? ¡Acaba! ¡No! Ángela no quería decirlo. Pero ante la insistencia de Eugenio, cierto día le contestó -¡Pues bien! Se casó por despecho; porque Raúl no le, correspondió en su afecto. ¡Ya lo sabes! ¡ Ca! En último término, Eugenio prefería que fuese mujer de Alfredo; pero no creía, ni por asomo, que los desdenes de Raúl hubieran despechado a su hija. Lucila tenía suficiente buen juicio para dejarse 142
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alucinar por un vividor, que carecía de fondo; por un vanidoso, sin corazón y sin ingenio. -¿Sin ingenio? -repuso Ángela, escandalizada. -Pues debo ser una pava, porque a mi me encanta su trato. Aunque sus alegatos resultaran ya inútiles, la esposa de Brughol abogaba, con más ardor por Raúl después de la boda que antes de verificarse. ¡Buena diferencia! Este sí que era un yerno que ni pintado. A cien mil brazas sobre aquel empleado subalterno y mediocre, que por prudentes economías, no tardaría en pedir a su mujer que le confeccionara manguitos de percaliria para que durasen más las prendas... ¡Y dale, sin cesar, con el memorable salvamento del niño! ¡Palabra que ya daba grima! Después de todo, ¿qué? Alfredo sabía nadar; en eso estribaba todo el mérito. Salvar a una persona vale quince francos. ¡Pues bien! ¡dénselos, y que no se hable más! ¡Tanto, tanto, cansaba ya! Cuanto significará denigrar al marido de su hija, la solazaba. Hubiera deseado que todo el mundo la coreara en sus burlas. Y no por él le era indiferente, sino por humillar a Lucila, que la irritaba con sus elogios a Alfredo, a quien no perdonaba haber visto tan claro en su amistad con Alejandro. 143
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-¡Mira! -exclamó una mañana leyendo el periódico. -Está en Bruselas. -¿Quién? -¿Quién ha de ser? Alejandro. -¿Cómo lo sabes? -Porque lo anuncia el periódico en su sección de "Llegadas y salidas de viajeros". Su situación obligaba al director de la Compañía marítima a viajar con bastante frecuencia. Durante los dos últimos años había cruzado cuatro veces el Atlántico, llegando, en una de sus expediciones, hasta Chile. No era por tanto, extraordinario que se encontrara en Bélgica. Sin embargo, Ángela y Eugenio se sorprendieron, porque le suponían en Viena. Un negocio sumamente importante le había requerido, pocos días antes de la boda de Lucila, impidiéndolo asistir a ella. Después hizo una escapada de veinticuatro horas a París y regresó a Austria. La operación que le retenía debía ser de gran monta. En todo caso, la reserva, era completa. Nadie, ni aun su sobrino Raúl, ni el mismo rubicundo jefe de la secretaría, Petitbel, sospechaban de lo que podía tratarse. ¡Un misterio! 144
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Su ausencia, por otra parte, no acarreaba ningún perjuicio, porque la empresa marítima prosperaba de un modo asombroso. Las acciones circulaban como nunca. Era de creer que la permanencia del director en Bruselas estaría, relacionada con el asunto en cuestión. Indudablemente, Lucila y Alfredo darían noticias. En efecto, en una de sus cartas la joven mencionó, de pasada, la presencia del director general. Había conferenciado varias veces con Alfredo en el despacho; pero no indicaba si ella le había visto también. Además de que le repugnaba hablar del personaje a su madre, Lucila estaba informada de ciertos rumores que circulaban respecto a él. Su llegada a Bruselas coincidió con la de una artista de muchas campanillas. Una cantante de reputación exótica, estrella, en San Petersburgo, en Varsovia, en Berlín, en Viena, y en Inglaterra. Tiple ligera, contratada para dar unas cuantas representaciones en el teatro de las Galerías de San Humberto. Ella y Alejandro se hospedaban en el mismo hotel. Lucila los había visto en la calle de la Magda145
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lena, acoplados en una soberbia carretela, y el periódico, La Estrella Belga citaba juntos sus nombres, entre los de los concurrentes al Jardín Zoológico y al teatro de la Moneda. Era inútil relatar estos detalles. Lucila, por el contrario, se esforzaba en alejar de su memoria el pasado. Ayudada por la distancia, se concentraba en el presente, que la descargaba de sus anteriores tristezas, y miraba voluntariamente al porvenir. Cuando volvieran a París, se confinaría, en su nuevo estado. Cumpliría, desde luego, sus deberes filiales; pero encastillada en su nido, que procuraría rodear de atractivos para su esposo, aquel esposo que no trató de analizar en un principio y que progresivamente se había granjeado su afecto. Quizá distara, la realidad del ideal que la joven se hubiera forjado en su mente; tal vez Alfredo careciera de apariencia exterior, fuese algo vulgar. La poesía no era su carácter distintivo; pero no por eso eran menos dignas de aprecio sus excelentes cualidades. Si en la expresión de sus sentimientos no entraba para nada el lirismo, no faltaba, en cambio, la delicadeza. Los traducía sobriamente, sin frases de 146
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relumbrón. A veces ella le sorprendía contemplándola a hurtadillas, como si dudara del derecho formal y exclusivo que lo asistía, y esto, con una mirada de ternura, que decía mucho más que las palabras. No había medio de engañarse. Alfredo adoraba a su mujer. Le parecía, ver en ella un ser superior, que merecía un homenaje constante y discreto. ¡Y lo que sucede! Aunque conmovida la joven por aquella especie de culto, hubiera preferido que su marido se prosternase menos. Le parecía que amenguaba su autoridad; que invertía los papeles. En lugar de tenerle en cierto modo, postrado a sus plantas, Lucila le hubiera querido erguido a su lado, arrogante y altivo, dominándola con un amor benévolo y protector. Visiblemente, semejante actitud varonil no estaba en la naturaleza del joven. Pero en suma, no era difícil soportar aquel ligero defecto. ¡Era tan bueno! Un día, mientras almorzaban, Alfredo dijo a su mujer que el principal, deseaba que fueran a comer con él aquella noche. Muy ocupado, según él, en Bruselas, Alejandro, no había tenido tiempo para visitar a la recién casada; y debiendo regresar a París al día siguiente, no quería partir sin cumplimentarla. 147
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Lucila no contestó. -He reservado tu aceptación -agregó el joven-, alegando que te sientes algo indispuesta desde hace dos días, por mi parte, no puedo declinar la invitación de mi director; pero sí te contraría acompañarme... -Nada de eso, Alfredo. Contigo, voy a gusto a todos lados. Te ruego que no me consultes en ninguna ocasión, porque aun en caso de contrariedad, haré lo que te convenga, es decir, lo que juzgues conveniente. Es mi deber y tratándose de ti, tengo la seguridad de que ha de serme bien fácil cumplirle. Se esforzaba en engrandecerle a sus propios ojos, en hacerle más hombre. Procuraba recordarle que, por espontáneo impulso, introdujo el dedo hasta la base en el anillo nupcial, sometiéndose voluntariamente. -Con el tiempo -esperaba- desaparecerá el enamorado y quedará el jefe del hogar, el señor. A buen seguro, esta secreta aspiración podrá parecer inverosímil a muchos lectores y a la inmensa mayoría de las lectoras. No es la norma entre las mujeres. La tendencia de su espíritu es diametral148
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mente opuesta, en general, porque ya es sabido que lo que place a las damas es dominar en la casa. Pero hay que observar que los hijos, o son la reproducción exagerada del carácter de sus padres o su más rudo contraste. Si un proverbio afirma, que de tal palo tal astilla, otro replica que a padre avaro, hijo pródigo, y ambos tienen aplicación, según los casos. Ahora bien; Lucila creció a la sombra de un techo bajo el cual era únicamente pisoteada la autoridad del marido. Con el mayor sentimiento, vió las vergonzosas consecuencias y no pudo sobreponerse, desde entonces, al horror que la inspiraban aquellos hogares, en los que la insubordinación de la mujer, si no conduce siempre al deshonor, siembra un germen de indignidad y de discordia. Por nada del mundo sucedería eso en su casa. No importaba que su marido careciese de energía, que no reivindicase su exclusivo derecho de dirección. Si él se achicaba, ella se achicaría más aún, y a todo evento, se subordinaría, honrándolo cuando precisara, obedeciéndole siempre. ¡Todo, menos tener que inclinar los ojos al suelo ante la mirada de aquel hombre! 149
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-Desde luego -siguió diciendo Alfredo-, comeremos con Raúl, quien permanecerá aquí una semana, de paso para Alemania, donde va a casarse. -¡Ah! ¿se casa? -preguntó Lucila. -Y pronto, al parecer. -¿Con alguna alemana? -No; con la hija de un industrial holandés, gerente de los Altos Hornos de Sajonia. Un magnífico partido, según dicen. -¿Bonita? -No la conoce más que por retrato, y no esta muy ilusionado; desconfía de los retoques. -Entonces, ¿por qué se casa? -Pues... ¡por la dote! -¿Acaso no tiene con qué vivir? -Claro que sí. Pero su tío quiere que le suceda, andando el tiempo, en la dirección general de la Agencia marítima. Para ello es indispensable que Raúl posea un considerable número de acciones de la Sociedad. De ahí la combinación. -¡Ya! Los jóvenes esposos aceptaron la invitación de Alejandro. Al verle, Lucila quedó admirada de la alteración de su fisonomía. Parecía envejecido de golpe. Su 150
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cutis tenía un matiz terroso y estaba, surcado de arrugas. Sus pupilas brillaban, de un modo singular. Cuando se le hablaba, tendía su mirada, con recelo o se distraía, prestando atento oído a los ruidos del exterior. En cuanto a Raúl, estaba desanimado. En sus ademanes, en su voz, en su sonrisa, afectaba cierto aire de resignación. Se mostró cordial con Alfredo y respetuoso hasta el exceso con Lucila. Sin llegar a establecerse familiaridad entre ellos, en otros tiempos se habían tratado como amigos. ¿A qué obedecía el cambio? No había motivo para ello. La comida se resintió de aquella languidez. La conversación fue vaga e insustancial, tocándose apenas el asunto que había motivado, la presencia de la joven pareja en Bruselas. En realidad, el empleado había puesto a su director al corriente de la situación, despejada ya por completo. -Si quiere usted recurrir a los tribunales -le dijo Alfredo-, tenemos pruebas concluyentes. -¡No, no! -contestó vivamente Alejandro. -La justicia no tiene para qué mezclarse en nuestras operaciones. No le interesan. 151
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Al servir el café, Alejandro pidió pluma, tin tero y papel. Y aislándose en un ángulo del sa lón, escribió unas cuantas líneas que confió al mandadero, haciéndole algunas recomendacio nes al oído. Mientras escribía, Lucila y los dos jóvenes conversaban a media voz, cerca del abierto balcón. -Sí -dijo Raúl-, es verdad, señora, me caso. Ya, le habrá usted dicho, Alfredo, en qué condiciones. En un principio, lo tomé como pasatiempo: me pareció muy original casarme, como un monarca, por embajador y previo cambio de retratos. Ahora, que veo acercarse el momento -añadió melancólicamente-, no experimento alegría; se lo aseguro a usted. Pero la grandes empresas tienen sus exigencias. Se han cifrado en mí elevadas esperanzas, concebido desmedidas ambiciones, que deben lisonjearme, sin duda; y, si bien me avengo a realizarlas, contesto que, llegada la ocasión me siento in vadido por el temor. Sé positivamente los en cantos con que me brindaba mi espontánea inclinación; ¿me consolará de su pérdida la posición que se pretende labrarme? 152
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A pesar de la naturalidad con que Raúl pro nunció estas últimas palabras, Lucila vio clara en ellas la alusión al naciente afecto de sus primeras relaciones. Parecía como si el joven se acusara de haberse dejado, disuadir con extremada facilidad. Alejandro se reunió con ellos, para tomar el café, interrumpiendo la conversación. A los pocos instantes, volvió el mandadero. El director de la Agencia marítima fue a su encuentro. -No había nadie -dijo el muchacho. -¿Has dejado mi carta? -No, señor. Me han dicho que la devolviera con esta tarjeta que han dejado para usted. En la tarjeta se leía: SOFIA DOLSKY Y debajo de este nombre las iniciales: P. P. C. Alejandro quedó como atontado. -No es posible -replicó. -Ha de estar en el teatro; canta... -¿En el teatro de las Galerías? -preguntó el mandadero. -El señor debe ignorar... 153
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-¿Qué? -preguntó a su vez Alejandro, con impaciente ansiedad. -Que se ha colocado un aviso sobre el cartel. -¿Suspendiendo la función? -No, señor; notificando que la Dolsky ha rescindido su contrato y ha partido. Alejandro se tornó lívido. Sus piernas flaquearon y tuvo que apoyarse en la mesa para no caer. Todos acudieron en su auxilio. Pero se repuso en el acto, irguiéndose bruscamente. -Raúl -dijo, en voz cavenosa- arregla la cuenta y no me esperes. Luego, dirigiéndose al mandadero: Mi sombrero -le ordenó. Y por último, al joven matrimonio: -Perdonen ustedes -agregó-; me veo precisado a dejarles. Y salió del saloncillo, a pasos precipitados. En tanto que Raúl, muy poco impresionado por el incidente, permaneció en compañía de los invitados de su tío, se estableció como un convenio tácito, aparentando no haber observado lo que la conducta del director tenía de insólita. 154
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A las once, aproximadamente, se separaron, después de dar un paseo por las avenidas que conducen a los jardines reales, aprovechando la esplendidez de la noche. En aquel instante, Lucila temió que el joven solicitase autorización para visitarla en su hotel, con objeto de despedirse, antes de marchar a Alemania. No fue así. -Señora -dijo-, quiza no tenga, el honor de ver a usted hasta mi regreso a París. Entonces presentaré a usted a la que ya será mi esposa y celebraré que merezca sus simpatías. Y estrechó la mano de Alfredo, absteniéndose respecto a Lucila, a quien se limitó a saludar. Ella, compadecida, le tendió la suya. La manera de asirla y de retenerla turbó a la joven, que notó, en aquel apretón acentuado, la expresión secreta de un profundo reconocimiento. -¡Adiós, señora! -dijo él, en tono solemne y conmovido. Al volver al hotel, encontraron una carta de Ángela. Iba dirigida a Alfredo y pedía informes precisos acerca de Alejandro. Generalizando su propia impresión, pretendía que comenzaba a producir asombro tan prolongada ausencia, cuya causa, por 155
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ignorada, daba margen a diversas interpretaciones, algunas de ellas disparatadas, locas. Alfredo estaba, sin duda, en situación de aclararlo. Y no porque ella concediera la menor importancia a tan absurdos chismes. Su antiguo amigo, por su carácter, por su edad y hasta por su encumbrada posición, estaba completamente a cubierto de semejantes alardes tardíos. -¡Al buen entendedor!... -añadía jocosamente. No insistía, por tanto. Ya debía comprender Alfredo que si se hacía eco de tales rumores, era sólo de pasada y a guisa de advertencia. -Lo importante para ella y mi marido -escribía-, era la salud del apreciable señor Bernheim -¡así! señor, con todas sus letras. Había, quien aseguraba que su aspecto revelaba, una extraordinaria fatiga. ¡Trabajaba tanto! Era pues, prudente poner un ligero freno a sus actividades. -Aconséjaselo asi, de parte de mi marido y de la mía, mi querido Alfredo. No por mucho madrugar amanece más temprano. A pesar del esmero de la madre de Lucila para despistar a su yerno, se traslucía que fuera de los rumores disparatados, a los que, según su propia 156
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frase, no concedía la menor importancia, el resto de la carta era puramente de relleno. Alfredo fué leyéndola en alta voz. Al llegar a la post data, vaciló en continuar. Decía: P. D. -Si nuestro buen amigo está enfermo, telegrafíalo. Mi marido lo agradecerá. En caso de necesidad, tomaría el tren. Los dos jóvenes se contemplaron un instante en silencio, igualmente cohibidos. -¿Quieres encargarte de la respuesta? -preguntó Alfredo. -Más vale que lo hagas tú -contestó ella. Hubo una nueva pausa. -Puesto que tu familia esta inquieta -repuso el joven-, podíamos enviar un telegrama en dos líneas. Lo de las dos líneas hizo sonreir a Lucila. Equivalía a una evasiva. -Por ejemplo -añadió Alfredo Alejandro bien. Hemos comido con él. Mañana estará en París. -Mejor será eso -asintió la joven. -Pues ya que las oficinas de Telégrafos están a dos pasos -dijo Alfredo-, voy a llegarme en un momento. 157
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Alfredo dio este giro al asunto para evitarse tener que abordar un tema penoso para su mujer. Ella lo reconoció así. No era, pues, tan vulgar aquel marido. Su bondad le inspiraba delicadezas que le llegaban al alma. No tardó en volver, hablando de otras cosas. Fiel a su constante sentimiento, procuraba distraerla. Ella lo comprendió, y avanzando hacia él, sonriente, le abrazó con entusiasmo. Comenzaba la cohesión entre ellos. Se entendían sin hablarse.
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II Sofía Dolsky, cuya tarjeta cifrada, produjo tan violenta impresión en el íntimo de Ángela, era una mujer de peregrina hermosura, que resultaba monótona por la excesiva regularidad de sus facciones; el tipo de circasiana, en el esplendor exuberante, de la pureza de raza. Su mirada, lánguida en ocasiones, se animaba en otras con destellos de indómita ferocidad. Alta sin exageración, su vigoroso cuerpo, de flexibilidad serpentina, ondulaba en cadenciosos y elegantes movimientos, que admiraban y seducían. Su voz, de timbre indefinido, pero de gran extensión, atacaba el registro bajo con extraordinaria valentía. Su educación musical era exquisita y canta159
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ba indiferentemente su repertorio en francés, en alemán y en italiano. ¿Quién era? Nadie lo sabía. Pero, quienquiera que fuese, Alejandro, acometido por una pasión insana, depravada, senil, se había enamorado locamente de aquella mujer. Caprichosa, insolente, ávida, no fue corta en exigir para tolerarle. Y él, convertido en amante suyo, pasaba por todo para que continuara soportándolo. Cuanto más le maltrataba, mayor era su obcecación, resignándose a sufrirlo todo de aquella criatura que le insultaba, que le engañaba sin recato, que le colocaba en un nivel más bajo que el de un lacayo. Sin estar al tanto de la ruin aventura, la madre de Lucila tenía el presentimiento de algo desusado. Las respuestas de Alejandro a sus cartas eran vagas y tardías, y eludía explicarse, acerca de los extremos que puntualizaba la esposa de Brughol. Por más que se hubiese renunciado al otorgamiento de capitulaciones matrimoniales, quedó subsistente la promesa de pensión a la joven pareja, compromiso que no se había cumplido hasta la fecha. Asimismo, se concertó el aumento de categoría y de sueldo al marido de Lucila. 160
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Ángela recordaba las convenciones estipuladas entre ambos y le apremiaba para que las pusiera en práctica. Trabajo perdido. Alejandro lo aplazaba todo hasta su regreso. Ya lo arreglaremos los dos, escribía. Pero ¿cuándo? ¡Ah! no es posible precisar un día, cuando se tienen tantos y tan complicados asuntos que plantear y resolver. Todo esto, en estilo telegráfico. Cinco o seis líneas a lo sumo. Y como final invariable: Dispénsame, amiga mía: estoy agobiado por la tarea. Poco, a poco, Ángela se fue sintiendo invadida por terrible ansiedad. ¿Se habría enfriado el afecto de Alejandro? Y si se desligaba, ¿cómo atender a los gastos de la casa? Volverían a los antiguos apuros, agravados por la desavenencia con su marido, que tanto tenía que reprocharla. ¡Pero, no! Exageraba sus temores. Aun en el caso de abandonarla, Alejandro no retiraría en absoluto su protección. ¡Bah! todo se arreglaría. El despacho de su yerno le devolvió la calma. 161
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Mañana estará en París -había telegrafiado Alfredo. Ya estaban en el mañana. El antiguo amigo iría, indudablemente, a comer con ellos. Y si, por acaso, la fatiga le impedía presentarse a pedir el agua y la sal, ella le asaltaría en la Agencia a la mañana siguiente. Sin embargo, sería preferible que fuese a comer. Una idea... Le escribió: Mi querido amigo: Informada de tu regreso, he dispuesto tu cubierto en nuestra mesa, contando con la seguridad de que nos proporcionarás el placer de comer con nosotros. Más aún; puedes pernoctar en casa. El cuarto de Lucila está, vacío, y en él reposarás en santa calma. Aceptado, ¿verdad? Me daría por resentida si no accedieses a los deseos de tu antigua amiga... ÁNGELA Consultó la guía de ferrocarriles, viendo que Alejandro debía desembarcar a las cuatro de la tarde. Tendría tiempo de telegrafiar, si algo le impidiese aceptar la invitación.
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El doméstico enviado a Petitbel, con el ruego de hacer inmediata entrega de la misma al director, se volvió con ella. -¿Qué ocurre? -preguntó Ángela, sobresaltada. -En virtud de órdenes urgentes -contestó el mensajero-, el señor Petitbel ha salido esta mañana para Colonia, donde se reunirá con el señor Bernheim. Esto fue lo que le dijeron. Como de costumbre, a las cinco regresó Eugenio de París. -Pronto veremos a Lucila -anunció a su mujer. -¿Por qué? -Su marido ha terminado la misión que se le confió, y siendo necesarios sus servicios en la gerencia, se le ha llamado. Ángela no se atrevió a preguntar resueltamente a su marido si había recogido informes relativos a Alejandro. Se valió de rodeos. -¿ No te choca -interrogó, afectando indiferencia- que después de anunciar su regreso, haya partido tan precipitadamente? -Parece que su decisión ha obedecido a requerimientos del Consejo. -¿Por el importante asunto en cuestión? 163
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-Precisamente. -Estoy intrigada por saber qué puede ser eso. ¿No sospechas algo? -Absolutamente nada. Sé que se dirige a Francfort, donde debe celebrarse un congreso de banqueros. Ella titubeó un instante y dijo, por fin, -sonriendo maliciosamente: -Recelaba que sólo fuese un pretexto... -¿Para qué? Para echar una cana al aire. Eugenio la miró, sin contestar. -¡Oh! -añadió ella-, ¡son tan pillos los hombres! ¡Retoños juveniles!... ¡El veranillo de San Martín!... -¡Alla él! -respondió Eugenio, sin compartir su simulada jovialidad. Y terminada la comida, se retiró a su habitación, llevando un legajo de papeles bajo el brazo. Declinaba el otoño. Las noches eran largas y tristonas; los vecinos habían ido abandonando sus residencias veraniegas, y Ángela pasaba las veladas en la soledad cavilando. Aquella noche se sentía más abatida que de ordinario, recordando los días felices de su matirmonio: la solicitud de su marido, que ahora la 164
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trataba con despego: su hija, que había salido de la casa sin mostrar el menor disgusto y en cuyas cartas se reflejaba una ceremoniosa frialdad; el afecto de aquellos amigos, que a pesar de la miseria del arrabal Montmartre, permanecían fieles, se interesaban, prestaban su concurso moral y material de todo corazón, hasta imponiéndose molestias en ocasiones. ¡Que aislamiento! Nadie a quien devolver un cariñoso saludo; nadie que la abrazase. -¡Paciencia! -exclamó rara sí. -No pensemos en ello. Y recogiendo un fajo de periódicos de París que su marido dejó sobre la mesa, tomó una luz y se dirigió a su dormitorio. Una vez en él, procuró distraer su imaginación dedicándose al arreglo de mil pequeños detalles, se acostó, desdobló una de las hojas periodísticas y se entregó a su lectura. Al ojear la sección telegráfica, llamó su atención uno de los despachos insertos, concebido en los siguientes términos: Colonia. -Acaba de llegar el director general de la Agencia marítima de París, señor Bernheim. Los rumores circulados en Bolsa relacionan su presencia en ésta con la asamblea de banqueros, próxima a 165
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celebrarse en Francfort. Pero como el objeto de dicha reunión, mantenido en secreto con una persistencia y un esmero verdaderamente inusitados, no interesa que se sepa a los capitales del Norte de Europa, sino más bien a los de Austria-Hungría, y quizá a los de Italia, no falta quien atribuya el viaje del misterioso financiero a un móvil más sentimental. La información parecía terminar allí, en lo que a él se refería. Pero Ángela se estremeció al continuar leyendo: La genial diva Sofía Dolsky, ha llegado con un día de anticipación, procedente también de Bruselas. Ángela no dudó ya. El telegrama lo explicaba todo: sus presentimientos, el desvío de Alejandro para con ella. -¡Una mujer! En el primer momento soltó una carcajada. ¡La cosa era bufa! ¡Aquel vejestorio prematuro, calvo, cegato, panzudo, a pesar de la delgadez enfermiza de sus hombros y de sus extremidades; aquel carcamal, agotado, gastrálgico, asmático, tartajoso, abotagado física y moralmente, que no podía enunciar una idea sin remontarse al diluvio; aquel desecho, en una palabra, dándoselas de conquista166
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dor! ¡Había para reventar de risa! ¡Se había propuesto hacer el oso! Pues ¿y la diva? ¿Tendría la pretensión de que alguien la creyera prendada de semejante tipo? ¡A otro perro con ese hueso!... Ironía ficticia, zumba febril, rayana con la ira, con la desesperación, que la dominó de golpe, dejándola, inerte, sin otra idea en su mente que la de oponerse. ¡Sí! ¡oponerse! Lanzarse entre aquella cantante y Alejandro. Arrojar a la una, rescatar al otro. Pero, ¿con qué derecho? ¿Cómo, que con qué derecho? ¿Acaso no la tenía sobre aquel hombre que la asedió incesantemente, que abusó de una circunstancia fortuita para perderla, que finalmente se adueñó de su hogar, imprimiendo en él un vergonzoso estigma? Y siendo así, ¿podía permitírsele romper cuando se le antojara, sin más que decir: Me cansé, adiós ; ahí queda eso? ¡Ah! ¡no! Ella no cedía de sus derechos. Alejandro no había saldado sus cuentas. ¿Quería escándalo? ¡Pues lo habría! La tenía todo sin cuidado: se ponía el mundo por montera. 167
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En su furor, Ángela lo arrollaba todo, arrastraba todas las consecuencias, hasta el oprobio, antes que volver a caer en la miseria. -¡No quiero! ¡no quiero! -repetía, con los ojos inyectados, con los puños crispados, a punto de llorar. Pero se dice muy pronto eso de interponerse entre Sofía Dolsky y el caduco enamorado; de arrancar a Alejandro de las garras de la diva. ¿Cómo? ¿Por qué medios? Aun admitiendo que, perdido todo decoro, Ángela tomara el tren, ¿los encontraría en Colonia? Además, si Alejandro era un desalmado, si aquella mujerzuela no quería soltar a su tórtolo, ¿no serían capaces, ambos, de ponerla en el arroyo y de recurrir a la policía? ¡Había para volverse loca! Porque, finalmenmente, saltó a su vista el sentimiento de su impotencia. Entonces se abandonó, confesándose vencida, absteniéndose de pensar. -El día en que la resistencia llegue a su límite -se dijo-, ¡me mataré, y se acabó!...
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Por un resto de vanidosa coquetería, se parapetó tras lo que daba en calificar su desventura. Se consideró grande y desconocida. La suerte le había sido adversa, el Cielo inclemente. Sus faltas eran el engendro de una fatalidad, cuya responsabilidad rechazaba. ¡Ah! si los que la despreciaban penetraran hasta el fondo de las cosas, la compadecerían. Gracias a estos razonamientos, Ángela consiguió calmar su conciencia. Un poco más, y se hubiera constituído, en víctima de la sociedad, que forzoso es reconocerlo, esta muy mal organizada, merced a prejuicios que asombro, ver subsistir en un siglo en el que las aplicaciones del vapor y de la electricidad han llegado a su apogeo y, probablemente, se resolverá, el problema de la aviación. Después del soliloquio, solo quedó fija en su imaginación una idea: ¿Cómo procurarse lo necesario para mantener su actual posición social? -Al fin y al cabo, Alejandro volverá -se dijo resumiendo- ¡Esperemos!
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III Ya estaban instalados los jóvenes esposos en su nido de la calle de San Lázaro. Un reducido piso quinto con un balcón, desde el que se dominaba todo el cerro de Montmartre. Un dormitorio, tan obstruído por la cama, una cómoda-tocador y dos sillas, que no podían moverse sin tropezarse. ¡Mejor! El comedor, un canuto. En sentándose seis personas a la mesa, imposible servir. Había que alargar los platos a la criada. La sala, en cambio, espaciosa; tanto más cuanto que el mobiliario no disminuía sus proporciones. Tres butacas -¿por qué?- un sofá descabalado, seis sillas de todas castas, un velador anticuado, cubierto 170
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por un tapete teñido, y una mesa escritorio. Esto, de su pertenencia, porque la pieza, importante era un piano vertical, alquilado por quince francos mensuales. Ni un cuadro, salvo una fotografía ampliada, representando a Lucila, cuando niña, en pie y con las medias caídas. Sobre la chimenea, un péndulo de mármol blanco, flanqueado por dos lámparas reguladoras, que no se encendían más que en las grandes solemnidades; y ante el hogar, una maceta de la que emergían unas flores de papel. ¡Pues bien! Aquello les parecía soberbio. El prestigio de lo que es propio, de lo que constituye el hogar, por exiguo y mezquino que sea. Lo necesario, ¡qué! lo absolutamente indispensable. Pero, ya irían alhajándolo. Poco a poco se va lejos. Para ambos jóvenes, especialmente para Lucila, fue un acontecimiento la toma de posesión de aquel rinconcito. Ella, se encargaba de tenerlo como una tacita de plata. Aquellos escasos metros cuadrados la parecieron un mundo, especie de Edén, cercenado del resto de la tierra. El apacible, el riente albergue, donde no se admitiría más que a quien se quisiera. ¡Lugar sagrado! 171
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Ya no se aburriría, mientras las ocupaciones de Alfredo, le retenían en su oficina. Con ver cruzar a los transeúntes en todas direcciones participaría de la vida general. ¡Oh, encantadora casita! Pero todavía no podían disfrutarla del todo. Era imprescindible, hacer las visitas de boda, y en esto invertirían unas cuantas semanas. Lucila, deseaba terminar a toda prisa. Así, en cuanto su marido tenía un momento libre, ¡andando! Y correteaban por las calles, estrechamente enlazados del brazo, esperando no encontrar en casa a los visitados, para salir del paso con una tarjeta doblada por una punta. En casa del padre de Alfredo se dieron con la puerta en las narices. Se había ausentado pocos días antes, en compañía de Cora. ¿Dónde estaría? ¡Cualquiera lo averiguaba! No sucedió lo mismo en Chaton. Ángela, prevenida de la llegada de sus hijos, les asombró por el cambio de su aspecto. Una señorona, pero sencilla, afable, benévola, ligeramente melancólica. La dama del gran mundo, 172
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que había prescindido de todo, para dedicar exclusivamente su atención a la joven pareja. ¡Qué de saludables consejos! ¡Cuántas cariñosas advertencias a su hija! -¿Estará trastornada? -pensó Alfredo, escuchando sin pestañear. Además, ni una palabra de Alejandro. Cuando su yerno aludió a la comida a que les invitó, Ángela pasó por alto, contestando con indiferencia: -Sí; ya me acuerdo; me lo dijeron ustedes en una de sus cartas. Pero, ¿cómo estaba? ¿Qué hacía, por allí? ¿Por qué, debiendo regresar a París al siguiente día, partió tan bruscamente para Colonia? ¡No había cuidado que hiciera tales preguntas! En cambio, habló largo y tendido acerca de Eugenio. El pobre había pasado un catarro tremendo. Además, comenzaba a resentirse del reuma. -Tal vez no le siente bien esta humedad. Si lo supiera con certeza, insistiría para que volviéramos a París. ¡Pero ya conoces a tu padre, Lucila! Es capaz de todos los sacrificio por evitarme la menor contrariedad. ¡Es tan bondadoso! No deseo sino que tu marido se le parezca -añadió con cierto retintín burlón. Es la delicadeza personificada. 173
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Decididamente, mamá suegra estaba melosa aquella tarde; melosa con su puntillo de melancolía, deslizando en su conversación todo un repertorio de frases hechas: ¡La vida es fugaz!... El oro y las grandezas, por sí solos, no constituyen la felicidad... No hay que abandonar lo cierto por lo dudoso... Sentenciosa y elegíaca. Su hija y su yerno, la desconocían. Debía haber sucedido algo durante su ausencia. A los pocos días, sorprendió a Lucila una mañana, invitándose a almorzar. Pero el almuerzo habitual; nada de extraordinarios. Ya llevaba ella unas golosinas: ¡nada! unas fruslerías compradas al paso, en las tiendas de la plaza del Havre. -¡Qué bonita tienes la casa! -exclamó, extasiándose. Pero faltaban muchas cosas. Las anotó, y dos horas después de su partida, los mozos de diversos almacenes llegaban cargados de chucherías; entre otras, una magnífica carpeta, para el centro del salón, un búcaro japonés, con plantas naturales, para colocarlo delante del balcón, y una lámpara para el comedor. 174
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Y mientras les enviaba, desde Chaton, una partida de batería de cocina, de la que tan abundantemente provista estaba, les obsequiaba con un filtro de carbón. ¡Es tan turbia el agua de París! ¡Lo útil y lo agradable! Todo esto, discretamente. Sin la menor pretensión de mezclarse en la casa de su hija, de dirigir, de aconsejar a nadie. ¡Ni pensarlo! Una mañana, al llegar a su oficina, Alfredo encontró a Petitbel. -Bienvenido, amigo mío. ¿Cuándo ha regresado usted? -Esta madrugada, a las cuatro. He vuelto con el director. -¡Ah! ¿ya tenemos aquí al señor Bernheim? -Dudo que aparezca hoy por el despacho, porque se siente muy fatigado; pero mañana es día de Consejo, y seguramente le veremos. Los dos jóvenes se separaron. Al desaparecer Alfredo en el ángulo de un corredor, le llamó el secretario. -¡Bardi! ¡Bardi!... Este volvió sobre sus pasos, y Petitbel, sonriendo con maliciosa reticencia, le dijo a media voz: 175
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-No se lo comunique usted aún a la señora de Brughol -¡Oh! -contestó Alfredo, penosamente confuso-; la veo muy de tarde en tarde. -¡Bien! -replicó Petitbel, sin notar nada. -Se lo advierto por si acaso... El director desea descansar. Si en aquel instante, alguien hubiese ofrecido a Alfredo un destino equivalente en otra parte no habría sido desairado. La especie de convivencia en que le englobaba el secretario, por falta de tacto, le descubrían solidaridades que no había previsto. ¿Qué se pensaría de él? ¿A qué sentimiento se atribuiría la facilidad con que consintió en casarse con la hija de la íntima del director? ¿Lo tacharían de cálculo? Interiormente se rebelaba. Hubiera querido encontrar el medio de modificar tal opinión: una protesta cualquiera, una manifestación demostrativa de que repudiaba toda complacencia, toda complicidad, por lejana que fuese. Ofendido, exasperado, resolvió franquearse con Lucila, durante el almuerzo. ¿No imaginaría ella también que había contado con la influencia que su futura suegra pudiera ejercer sobre el director de la Agencia, en que estaba empleado? Era preciso ex176
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plicarse. Podía pasar que Petitbel hiciera los juicios que tuviese por conveniente, pero no quería que su mujer sospechara en él esperanzas de semejante naturaleza. ¡Pues bien! Alfredo no abordó el tema durante el almuerzo. ¡Lucila estaba tan mona, tan contenta, tan mímosa! Había tanta ingenuidad en sus caricias, que no era posible suponer que creyese a su marido capaz de tal villanía. Tratar aquella cuestión hubiera sido afligirla sin necesidad. Razón más que suficiente para que desistiese Alfredo. Andando el tiempo, cuando todas aquellas tristezas se hubieran atenuado, cayendo en el dominio del pasado, podrían hablar sin inconveniente, en el caso poco probable, de que entonces fuera preciso. -A propósito -dijo Lucila, en un momento dado, cuando mamá estuvo aquí el otro día, me habló de la pensión que prometieron pasarnos. -Pasarte -rectificó el joven. -Se habló de eso, en efecto; pero yo no intervine para nada y nada tengo que reclamar. -Miel sobre hojuelas -replicó alegremente la joven esposa. -Precisamente, mamá me dijo que andaba escasa de dinero. 177
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Alfredo guardó silencio un instante. -No significa esto -repuso- que yo me desentienda de lo que afecta a tus intereses, mi encantadora Lucila. Quiero decir que te doy carta blanca para proceder. Si mi sueldo te basta, puedes partir del principio de que no tengo empeño en que tu madre nos pase la pensión. Lucila calló a su vez. Pero al levantarse de la mesa, se acercó a su marido y lo abrazó. Seguían comprendiéndose sin hablar. Petitbel, respecto al regreso del director de la Agencia marítima, resultó superfluo, por lo inútil. Ángela, se enteró por los periódicos. Sin vacilar, resolvió ir al encuentro de Alejandro. Cualquiera que fuese su resultado, quería celebrar una conferencia con él. No conservaba ninguna esperanza. Daba por descontada la ruptura, y había renunciado de antemano a imponerse valiéndose, de astucias o de amenazas. Pero Alejandro era el responsable de los exorbitantes gastos de la casa, puesto que a su instigación y por halagarle se habían hecho. El era el causante de las deudas contraídas, y a menos de ser un bellaco, no podía dejarla mano sobre mano. 178
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Nada más lejos de su ánimo que exigirle dinero. Esto es denigrante para el que lo da y para el que lo recibe. Pero hay maneras de hacer las cosas. Bastaba para dejar a salvo la dignidad de todos los interesados, incluso la de Eugenio, que Alejandro confiase al burlado amigo un negocio cuyos emolumentos alcanzasen a liquidar los descubiertos. Tal era la transacción imaginada por Ángela, después de haber agotado su furor y su desesperación. Claro es que no había de ir a exponerle su combinación de golpe y porrazo, al entrar. ¡No! Hacía falta cierta preparación, un poco de aparato. Por supuesto, nada de celos ni de reproches, de llantos ni de lamentaciones. Se presentaría como la mujer amante, que perdona y que ahoga el dolor que experinienta; como la mujer abandonada, que oivida sus culpas y compadece al ingrato. ¡Eso era lo grande! Ya llevaba dispuesta su primera frase: -Tranquilícese usted, amigo mío; mi venida no tiene más que un objeto, que comprenderá usted, siendo como lo es, un correcto caballero. Vengo a pedirle...mis cartas... Quedaba una duda: ¿la recibiría Alejandro? 179
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¿Si la recibiría? ¡Cuántas quimeras se forjan a distancia! En todo, y en todos los órdenes de la vida, la imaginación nunca coincide con la realidad. Alejandro salió presurosamente hasta la antesala, asió la mano de Ángela, la condujo al despacho, y con lágrimas en los ojos, le expresó su gratitud por la visita. La inesperada recepción obligó a la esposa de Brughol a modificar la famosa frase de entrada en materia. Por otra parte, la misma solicitud del antiguo amigo hacía difícil su oportuna colocación. ¿A qué venía decirle que se tranquilizara, cuando no manifestaba ningún temor ni acaloramiento? Además, el aspecto del ingrato la impresionó. Diríase que acababa de salir de una larga y penosa enfermedad. Inspiraba verdadera lástima. -¡Tus cartas! -exclamó él, enloquecido, cuando ella encontró, al fin, coyuntura para intercalar la embotellada frase, revisada y corregida con arreglo a las circunstancias. -¿Tus cartas, Ángela? ¿Pretendes abandonarme en la espantosa situación en que me encuentro? -Ignoro esa situación -contestó ella, sin ceder en su actitud digna. -Pero no troquemos los papeles. No quiero ser importuna, y a eso se reduce todo. 180
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¿Ella, importuna? ¿Y en aquellos momentos? ¿Qué era lo que decía? Jamás le había sido tan necesaria, nunca tan indispensable el apoyo de su afecto. Que juzgara por sí misma, puesto que reconocía deberle una confesión completa. ¡Pues bien, sí! un acceso de locura le había trastornado el cerebro. A pesar de su edad, a pesar de la rectitud que le imponían los enormes intereses a él confiados, le había invadido una pasión frenética, un delirio. -Llegué a perder la conciencia de mi personalidad -dijo realmente aterrado. -Dominado por un apetito bestial, lo atropellé todo janzándome, ciego, como fiera acosada, obrando como un poseído~, presto a comprometerme, a cometer cualquier bajeza, falto de decoro, enajenado, furioso.. Y mientras declamaba, en voz chirriona, con precipitación, sus pupilas se iban dilatando, sus manos temblaban y las comisuras de sus descoloridos labios destilaban una especie de blanco espumarajo. Ángela tuvo miedo. ¿Se volvería loco el miserable? Cómo no temerlo, cuando, a pesar de las relaciones existentes entre ambos, enumeraba, sin recato las atroces peripecias de sus amores con Sofía? 181
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El desdichado se retorcía los brazos, se revolvía en los sillones, con la cabeza hundida en sus manos, sacudidos los hombros por sollozos nerviosos, que amenazaban ahogarlo. La esposa de Brughol no sabía que actitud adoptar. Procediendo de un hombre en su sano juicio, semejante confidencia, hubiera sido un insulto; pero aquel mentecato no se daba cuenta de sus actos. Sin embargo, ¿no la ponía en ridículo? Por fortuna, él no le dió tiempo para replicarse. -¡Ah! ¡si supieras! -continuó- ¡si supieras a lo que he descendido, los peligros a que me he expuesto, los que todavía pueden sobrevenir, y la presencia de ánimo que necesitaré para conjurar las consecuencias de mi extravío!... ¿Qué significaban aquellas palabras? ¿A qué consecuencias, a qué peligros se refería? Esto era lo que ocultaba. No quería, no podía decirlo. Además, ¿qué importaba? El proveería a todo, con tal de que recobrase la calma, la lucidez de su inteligencia. Pero precisaba que Ángela le ayudase.
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-¡Sálvame! ¡sálvame, amiga mía, sé mi ángel protector! -imploró. -¡Presérvame de los accesos de locura que agitan todo mi ser! Y arrodillándose a sus pies, agregó: -¡Perdóname, te lo suplico! Mi traición para contigo ha sido involuntaria, porque perdí mi libre albedrío, obré automáticamente, como un hipnotizado. Ángela lo contempló con frialdad. De no tener perturbadas sus facultades mentales, aquel hombre merecería un desprecio definitivo y absoluto. Prefirió creer que padecía una lesión, una alteración cerebral. Así, al menos, podía, sustraerse de odiar a un desvalido. -Cálmese usted -le dijo al fin. - Si realmente ha sufrido, quizá pueda compadecerle todavía, olvidando el pesar que me ha causado. Comprendiendo que no le rechazaba, inapelablemente, Alejandro la dejó hablar, enternecido, envolviéndola en una mirada de reconocimiento; interrumpiéndola con una sola palabra, repetida como un amén. -¡Gracias!... ¡gracias!
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Ella terminó dando a entender que el corazón no puede romper lazos que han sido caros, y que, a falta de pasión ardiente, una amistad serena... El no la dejó concluir la frase. ¿Qué hablaba de amistad? Entonces, no le había perdonado. ¡No! lo que quería era recuperar su amor por entero, sin reservas. Eso era lo que le precisaba, si ella se prestaba a salvarle, a preservarle. Ángela se permitió coquetear, notando que le tenía rescatado para sí. ¿Cómo era posible, que reservase amor para ella, cuando otra le había inspirado tal pasión? -¡No! -exclamó él-; ¡no profanes esa palabra! Capricho, locura, simpleza. ¡Tú eres la única a quien he amado con verdadera pasión! -En otro tiempo, lo admito. Sin esto, ¿qué disculpa tendría, yo?... Pero ahora... en vísperas, probablemente, de ser abuela vieja ya... ¿Vieja ella? ¿Ángela? ¡Que no blasfemara!... Y se deshizo en elogios insulsos, que prodigados por él, tenían un carácter repulsivo. Aunque aparentando conmoverse, Ángela lo encontró necio y grotesco.
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Cuando salió de allí, tranquila por completo, segura de haberse reintegrado en la posesión de su influencia, resumió friamente la situación. -Es un hombre decrépito -pensó. -¡Hay que darse prisa, si se quiere conseguir algo! Y después de visitar a diversos proveedores, a quienes ya no temía prometer inmediatas entregas a cuenta, regresó a Chaton. -¡Calla! ¿ustedes por aquí? -dijo, al ver a sus hijos. Iban a comer. Algunos amigos, vueltos ya de sus excursiones veraniegas, habían imitado su ejemplo. ¡Hacía tanto tiempo que no veían a la querida señora! Ángela se sintió revivir. Al fin, notaba movimiento en su derredor. Ya no era la señora reposada y bonachona que se presentó a su hija, y a su yerno en la última entrevista. Se había convertido de nuevo en la dama, mundana. Anunció el propósito de volver a su casa de París a la semana siguiente. -¡Ya! -dijo Eugenio. -Por mi parte -replicó ella perentoriamente-, ya estoy saturada de campo. La caída de la hoja me sugiere ideas tan tristes como los versos del poeta. Por 185
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cierto -añadió dirigiéndose a su marido-, que Alejandro te espera mañana por la tarde. Tiene que hablarte de un asunto importante. Alfredo y su mujer, que se miraban mutuamente, bajaron la vista. Los demás invitados, recordando haber leído que el financiero había llegado la madrugada anterior, sonrieron entre sí. -¿Lo has visto? -preguntó Eugenio. Ángela se dió cuenta de su torpeza. Se había precipitado al hablar. -Me encontré con él -contestó. -¿Dónde? -Frente a la Librería Nueva. Quedaba reparado el accidente. -¿Y cómo esta de salud? -preguntaron los amigos. -¿Es verdad que ha envejecido mucho? -No me he fijado -respondió Ángela. -No sería extraño porque dice que ha trabajado excesivamente. -¿Ha ultimado el famoso negocio? Ya supondrán ustedes que no había de preguntárselo. Ángela hubiera deseado dar otro sesgo a la conversación; pero no hubo medio. 186
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-¿Sabe usted, señora, que se ha murmurado mucho acerca de su conducta? -Parece que se encalabrinó por una estrella de opereta. -Que le ha hecho dar más vueltas que una peonza. -¡Oh! ¡se han contado atrocidades!... -Ha nutrido la crónica escandalosa durante un mes. -Hasta aquí han llegado algunos rumores -replicó la esposa de Brughol, en un tono indiferente, que defraudó a los Charlatanes. -Pero si cuentan ustedes conmigo para salir de dudas, me temo que se van a quedar con las ganas. Creo -añadió- que ha debido exagerarse la aventura, en caso de que haya existido. No me avengo a imaginar a Bernheim convertido en Cupido, con sus alitas en la espalda y armado de arco y carcaj, clavando dardos envenenados en los corazones de las hermosas. Y A menos que el carcaj sea un saco, repleto de cheques, me parece inverosímil, sin que yo pretenda rebajar a nuestro amigo, que a una estrella de opereta, ni de nada, se le ocurra prendarse de él. -Desengáñese usted, señora; cuando el río suena... Sus mocedades han sido muy borrascosas, y el 187
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que malas mañas ha... Ya sabe usted que genio y figura, hasta la sepultura. -¡Bueno, bueno! -concluyó Ángela; -pregúntenselo ustedes cuando lo vean. Ciertamente, no era la primera vez que se hablaba de Alejandro, en este tono, delante de Lucila. Hubiera debido habituarse. Sin embargo, estaba violenta. Trataba de penetrar el efecto producido en su marido. Empresa difícil. Alfredo permanecía impávido en un angulo del salón, aparentemente hojeando un album. Un nuevo detalle acabó de contrariar a la joven. Entre los contertulios de su madre, figuraba un hombre de unos cuarenta años, solterón empedernido, que acostumbrado a frecuentar el trato con la gente del bronce, se permitió siempre ciertas libertades groseras, que a él le parecían del mejor gusto, con la hija de la casa. El imbécil acentuó la nota aquella tarde hasta el punto de que Ángela hubo de llamarle al orden. Alfredo le había lanzado ya varias miradas furibundas. Observándolo Ángela, se atufó. -Aconseja a tu marido que se calme -dijo a su hija. -No quiero líos en mi casa, y esos aires de matón no le sientan bien. Adviérteselo de mi parte, 188
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porque, si me obligas a que yo lo haga, puede que le cante las verdades del barquero. Por toda respuesta, Lucila se fue hacia su esposo y, apoyándose en su hombro, le dijo al oído: -Si quieres, nos marcharemos. Al movimiento que hizo Alfredo, su suegra comprendió y una oleada de sangre invadió su cerebro. -¡Cómo! ¿Qué significaban aquellas tentativas de rebelión ? Poco a poco había que atar corto a aquella parejita, que pretendía emanciparse y tratarla de potencia a potencia. ¡Dependían de ella, que no lo olvidaran! Ya les refrescaría la memoria. -¡Alfredo! -dijo en voz alta. -No te vayas: tenemos que hablar. -Lo dejaremos para otro día -se limitó a contestar el joven. -Lucila desea marcharse. -No hay prisa. Todavía quedan cuatro trenes. -Ya lo sé; pero hemos decidido tomar el primero. Y dirigiéndose a su mujer: -Ve a ponerte el sombrero, Lucila. Ángela bramaba de ira, al verse desobedecida y retada en público. -¡Espera! -dijo a su hija-; te ayudaré. 189
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Y siguió a la joven. Al llegar a la puerta, se volvió. -Ven tú también -indicó a su yerno-, no sobrarás. Se les oyó disputar en la antesala. Ángela comenzó por reprocharles su actitud con sus amigos. Alfredo, sobre todo, había estado inconveniente. No tendría la pretensión de imponer la ley en su casa y arrojar de ella a las personas de su afecto. ¿Dónde se había educado? ¿Acaso en los talleres de los artistas? ¿Había tomado a su madrastra por modelo? Y recalcó la última palabra con intención mortificante. Pero Alfredo no se inmutó. Mientras la tormenta descargó sobre él, ni siquiera chistó. No así cuando la esposa de Brughol acometió a su hija: entonces la paró en seco. -Terminemos, se lo ruego -dijo con firmeza. Y como la madre se enfureciera, reclamando sus derechos. -Nadie se los discute -le contestó-; pero quiero que se respete a mi mujer.
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-¡Es usted un torpe! -rugió Ángela, herida en lo más hondo. -Olvida usted que su porvenir está en mis manos. Y como él aparentara no comprender, aludió a la consabida pensión. Si ella intentó retenerles fué, precisamente, para entregarles el primer trimestre. ¿Se convencía de su torpeza? -Señora -replicó Alfredo, sosegadamente-, jamás tuve en cuenta semejante condición; y bien reflexionado, puesto que Lucila no reclama ese dinero, yo no tengo ningún motivo para aceptarlo. -La consternación cortó el aliento en la garganta de Ángela; quedó anonadada. ¡Su hija y su yerno rechazaban su dinero!.... Lucila arrastró a su marido. Estrechada contra él, marchaba ligeramente, apenada por haber provocado aquella escena, pero satisfecha de Alfredo. ¡Sí, satisfecha! No hablaba; pero la manera de oprimir su brazo revelaba bien claramente su júbilo. Se arrepentía de haberle menospreciado; debió haberle adivinado bajo su fría reserva. ¡Sí! Alfredo era grande. Remontándose a la época, cercana todavía, en que se vieron por primera 191
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vez, se explicaba un detalle al que hasta entonces no había dado importancia. Que ella, ansiosa de abandonar una casa que la pesaba, como losa de plomo, se casara en seis semanas, con el primer llegado, con un desconocido, con un cualquiera, se comprendía perfectamente. ¿Pero él? ¿por que su apresuramiento? Ahora lo veía. No le determinó ningún interés; se allanó a todas las condiciones, impulsado por un sentimiento generoso, por un arranque de bondad, serenamente meditado. ¡Qué grandeza de alma! Y se sintió vanidosa de aquel marido, al que, en un principio, sólo se había resignado a soportar. En la penumbra de aquella campiña, vagamente iluminada por el resplandor de la luna, tamizado por ligera neblina, caminaba erguida y con paso firme, al lado de aquel muchacho que tan valientemente la protegía. ¡Ah! ¡que la condujese a su antojo! Hasta entonces, había transigido por principios, por cálculo premeditado. A partir de aquel momento, no le costaba el menor esfuerzo: se dejaba guiar con entusiasmo, se entregaba con encanto, se abandonaba con delicia. ¡Su marido era un hombre! 192
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A mitad de camino, le detuvo, a la sombra de unos corpulentos árboles. -¿Sabes que te amo? -le dijo. -Me lo figuro -contestó él, sonriendo. -Ten la seguridad. Ahora que te conozco, te consagro lo mejor que poseo; mi corazón, que siento latir al unísono con el tuyo. Así, no te preguntes nunca: ¿Qué pensará? No puedo pensar más que como tú, y me refugio en tu regazo, con la tranquilidad de un niño. Alfredo la oía, con emoción jamás sentida. Por fin, existía alguien en el mundo que confiara en él. Al escuchar a su mujer, resonaban confusamente en sus oídos las burlas de su padre, ¡de aquel padre a quien tanto amaba! Su acritud hacía más sensible al joven la impresión que experimentaba en aquel momento. Y en la quietud de aquella vasta soledad pintoresca, los dos jóvenes se abrazaron estrechamente, sin tener más testigo que la luna que envolvía en sus reflejos las dos sombras enlazadas.
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IV Yerra, quien suponga que Ángela dejaría las cosas en el estado en que quedaron después de la escena que acabamos de relatar. Repuesta de los terrores que la infidelidad de Alejandro la hizo concebir, se creyó en condiciones de avasallarlo todo y no podía tolerar semejante humillación. Lucila, pues, aceptaría la pensión ofrecida, o habría de atenerse a las consecuencias. Por haber mentido la víspera, afirmando haber encontrado casualmente a Alejandro, la esposa de Brughol se vio en la necesidad de prevenirle para que no incurriera en contradicción al recibir a Eugenio. 194
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Un telegrama expedido en Chaton hubiera tenido el inconveniente de poner en autos a los empleados. Más valía ir a París. Embarcó muy de mañana, envió el oportuno aviso a Bernheím por conducto de un mandadero, y sabiendo que Alfredo estaba en su despacho a aquella hora, se encaminó resueltamente a casa de Lucila. No la sorprendió. La joven conocía demasiado a su madre y tenía descontada la visita. Ángela entró, con aire grave y majestuoso. -¿Supongo que me esperarías? -dijo, al observar la calma de su hija. -Sí, mamá -contestó Lucila. -Permíteme que despache a la criada y estoy a tus órdenes. Era evidente que la esposa de Alfredo aceptaba la interpelación. Lo testimoniaba el cuidado de alejar a la sirvienta. Ángela se irritó más aún, y prescindiendo de preliminares, comenzó con estrépito en el momento en que su hija volvió al salón: -Anoche tuve que soportar tu desprecio y el de tu marido. Descarto a éste, porque para mi ha sido y continúa siendo un extraño. Le conceptúo como un badulaque, a quien no concedo el honor de mi aten195
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ción. Él se limitó a repetir la réplica que tú le apuntaste, y a ti, por tanto, he de pedir explicaciones. Lucila permaneció callada. -¡Habla! -gritó su madre. -¿No me has oído o es que te has propuesto malquistarte con nosotros? -Te equivocas, mamá -replicó sosegadamente la joven. -Si surgieran desavenencias entre nosotros, sería contra mi voluntad y lo lamentaría de todas veras. Pero tendría el consuelo do no haberlas provocado, porque mi único propósito preconcebido es el de guardarte siempre toda clase de respetos. A pesar de que has calificado a mi marido de una manera ofensiva, no me confiero el derecho de defenderle. Tal cual es, lo amo y le considero lo bastante para someterme sin examen a sus decisiones. Has creído que ayer influí sobre él, y estás en un error. Entiendo de otro modo mis deberes de esposa, y aún cuando no le profesara el afecto exclusivo que merece, y que me complazco en no regatearle, no estaría menos resuelta a ver en él el arbitro de mis actos y de mis destinos. -¡Eres idiota! -exclamó Ángela, encogiéndese de hombros. -No harás creer a nadie que hablas con sinceridad, afectando colocarte a la zaga de ese hombre, con quien te has casado en un dos por tres, 196
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ignorando sus cualidades, confiada tan sólo en su visible nulidad y en su extremada candidez. -Si has de continuar rebajándole a mis ojos -contestó la joven-, me permitirás que no te escuche mamá. Te repito que amo a mi marido, y no puedo sufrir que se le trate con desdén. ¡Ése, ése es mi decidido propósito! -agregó animándose y cortando la palabra a su madre. -Creo firmemente que dondequiera que se ponga en litigio la autoridad del esposo no puede haber más que ruina moral y material, y sera inútil que intentes modificar mi convicción. Quedan todos ustedes en libertad de apreciar injustamente al hombre cuyo apellido llevo, en cuanto a mí, le coloco por encima de la opinión de los demás y me someto gustosamente. Y puesto que el objeto de tu visita no es discutir mis atenciones hacia Alfredo, te ruego que dejemos esto a un lado y vengamos a la cuestión principal; es decir, a la pensión que nos has ofrecido y que yo rehuso de plano, autorizada por mi marido. No habrás pensado que yo haya de retractarme, porque sabes que mi determinación es irrevocable; luego si has venido aquí, sólo puede haberte guiado el móvil de demandarme los motivos. ¡Pues bien! me considero dispensada de exponértelos. No acepto la pensión, y basta. Des197
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pués de todo, esto no debe asombrarte, porque ya te he declarado mis repugnancias. -¡Oye, mamá! -prosiguió Lucila, calmándose de nuevo. -Todo esto es cruel, me apena, me desgarra el alma; no insistamos en ello. Al constituir mi nueva casa, he contraído deberes inexcusables: déjame cumplirlos, en la mejor forma posible. Yo te juro que mi voluntad es conciliar estos deberes con los que tengo contigo: no me obligues a elegir. Sentiría tener que faltar a unos o a otros. Vivamos en paz, ¿quieres? Ángela escuchó atentamente, asombrándose al descubrir en su hija una energía que no sospechaba. Por más que Lucila le hubiera hecho ya cara una vez, su madre no vio en ello más que un arranque irreflexivo, un efecto de excitación nerviosa, esencialmente pasajero. Ahora revelaba una firmeza de carácter, con la cual había que contar como factor. -Sólo de ti depende que vivamos en paz -afirmó la esposa de Brughol, dominando sus arrebatos. -Te has engañado al imaginar que tengo empeño en saber por qué rehusas la pensión que me ha parecido conveniente señalarte, más quizá por ti, que por mí. Sea como quiera, tuerto o derecho, lo he decidido, y basta. Ya comprenderás que no he de permitirte juzgar mis resoluciones. Por eso, mi paso no tiene más 198
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objeto que advertirte, para que procedas con tu familia con conocimiento de causa. Me limitaré, pues, a una declaración. Fíjate, porque no volveré a repetirla. Después de una pausa, durante la cual miró a su hija frente a frente, continuó: -Desde el día en que consideré oportuno casarte, tuve la idea de asignarte una renta, que te asegure cierta independencia, que en caso de apuro, bastase a cubrir tus atenciones, sin ser una carga para tu marido. Eso pensé, y no tengo motivo para modificar mi propósito. Tú rechazas mi ofrecimiento: ¿por qué? Lo ignoro, y no he de descender a preguntártelo. Tú sabrás lo que haces. Sólo te manifestaré que tu negativa constituye un ultraje para mí. Ya estás prevenida. No añadiré una palabra más. Y sacó un papel de su bolsillo. -¡Toma! -dijo-, aquí tienes un cheque contra la Agencia marítima. Guárdalo y dame un abrazo. Como si nada hubiéramos hablado. Y lo alargó a su hija. Su corazón latía con violencia. Esperó ansiosa con las pupilas centelleantes, la respiración jadeante. Pero al ver que, sin contestar, Lucila movió la cabeza negativamente, se sintió aniquilada por completo. 199
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No había duda: su hija la condenaba. La desventurada madre hubiera deseado exteriorizar el sufrimiento moral que desgarraba su alma; dar libre curso a las lágrimas que la ahogaban; morir allí mismo. Consiguió serenarse, haciendo un violento esfuerzo, y levantándose, después de rasgar, el cheque. -¡Adiós! -dijo-, ¡adiós para siempre! -¡Mamá! -gritó Lucila, cayendo de rodillas, con las manos unidas, sollozando. -¡Mamá!... ¡mamá!... -¡Qué Dios te perdone! -replicó Ángela, rechazándola. Lucila no tuvo fuerza para incorporarse. Acurrucada, sobre la alfombra, con la cabeza hundida sobre el asiento del sillón, se abandonó a su intenso dolor. No tardó, sin embargo, en reponerse, íntimamente persuadida de que su conducta estaba en armonía con los dictados de su razón y de su conciencia. -¡No! -se dijo-, al fin no tengo nada de qué acusarme. Por su parte, Ángela, pasado el primer instante de emoción, reflexionó acerca de las complicaciones que podría originar la ruptura. Era preciso alejar un 200
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pretexto que la justificara, ya que no era posible confesar el verdadero motivo. Había que procurar, a todo trance, aislar a Eugenio de los dos jóvenes, para evitar explicaciones que pusieran en claro lo que tanto le importaba ocultar. Procediendo con tacto, no creyó difícil convencer a su marido de que adoptara tal actitud, conforme -según le diría- a la dignidad paterna. Justamente, lo vió en la sala de espera de la estación de San Lázaro. Parecía abstraído. Visiblemente pensativo, arrugado el entrecejo, miraba fijamente al vacío, apartado de cuanto la rodeaba. -¡Hola! -le dijo su mujer, abordándole. -¡Ah! ¿es que vuelves? -contestó él maquinalmente. -Pareces contrariado. -Sí, estoy preocupado. -¿Por qué? -Ya te lo diré. -¿Has visto a Alejandro? -Sí. -¿Te ha indicado algo del negocio que te reservaba? -Sí. -¿Te conviene? 201
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-Ya te lo diré -repitió él, eludiendo la respuesta. -Si es productivo, no andes con miramientos -observó ella. -Tengo necesidad absoluta de dinero. Eugenio no contestó. -También tengo yo algo que contarte -prosiguió Ángela. -Te anticiparé que he reñido con Lucila. Es una insolente, una hija desalmada, una ingrata; la he significado que... -¡Habla bajo! -interrumpió Eugenio, con una ligera demostración de impaciencia. -Además, puedes ahorrarte instruirme de lo que ha pasado; estoy al corriente. Ángela se estremeció, atribuyendo, en su temor, el aspecto sombrío de su marido a revelaciones imprevistas. -¡Ya estaba explicado el mal humor de Eugenio! Haberse permitido increpar con dureza a la nena, a su Lucila, a quien quería más que a las niñas de sus ojos. Esto era lo único que había hecho mella en él, y el negocio de Alejandro quedaba relegado a segundo término. Ángela se indignó. -¿Y cómo estás tan enterado? -le preguntó. -Porque he ido a verla, y la he encontrado con los párpados hinchados. 202
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-¡Te habrá visto llegar desde su balcón, la mosquita muerta! ¿Qué te ha dicho? ¡Vamos a ver! -Me ha bastado saber que tú me habías precedido. Nada he preguntado y nada me ha dicho. Pero, ¡ten en cuenta una cosa! Si te satisface disgustar a Lucila, estamos en completo desacuerdo. -¿De modo -repuso Ángela, furiosa- que te has aliado con ella, contra mí? ¡Debía esperarlo! -En ese caso, no te sorprendas y calla. Ella obedeció de mala gana, observando que la gente les miraba a hurtadillas. Pero ¡paciencia! Una vez en Chaton, se vería si osaba desautorizarla. ¡Dios mío! ¿cuándo estaría tranquila? ¡Aquella criatura sería una causa de perpetuo disentimiento! Esto era lo que se repetía mentalmente arrinconada, frente a su marido en el vagón que les retornaba a su domicilio. Eugenio leía un periódico. Ella lo contemplaba, lanzando resoplidos de impaciencia, por verse obligada a contenerse tanto tiempo sin desbordar su ira. ¡Si bajara el único viajero que iba con ellos! Pero acá siempre sucede lo mismo cuando se quiere estar solo. Hay gentes que tienen el don de estorbar. 203
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-¡Mandarla, callar! ¡Era inaudito! ¡A buen seguro que no lo habría hecho en casa! Si en aquel momento hubiera descendido el importuno viajero, Ángela se habría desatado en improperios contra su marido, le habría retado desdeñosamente, arrojándole a la faz su afrenta. ¡Ah, cómo lo detestaba! Por casualidad, no tenían visitas en la quinta. Comerían solos. Ángela no esperó a que se les llamase a la mesa, para romper las hostilidades. Sin quitarse Siquiera el sombrero, siguió a Eugenio a la habitación y se arrellanó en una silla. -Vas a hacerme el favor -le dijo en tono imperioso- de hablarme con toda franqueza. Quiero saber a qué atenerme respecto a ti. Es preciso que escojas entre Lucila y yo. -La elección no es dudosa -contestó Eugenio. -No alimentes ilusiones. Ten la seguridad de que, a no ser por ella, por mi hija, te habría dejado hace mucho tiempo. Mientras permaneció soltera, lo he sufrido todo. Ahora que tiene un hombre honrado que la proteja, no hay nada que me detenga. Ella intentó replicar. 204
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-¡Silencio! -rugió él, dando un paso, con el rostro teñido de púrpura. -Aun no he terminado. Has sido mi hado fatídico. Cometí la insensatez de amarte, y cuando cayó la venda de mis ojos, era demasiado tarde: me habías arrastrado por una pendiente que no es posible remontar. Además, carecía de libertad; habría perjudicado a Lucila. Hoy es distinto; el escándalo no puede llegar hasta ella. Me siento desligado, y estoy resuelto a poner fin a la situación creada por ti. ¿Qué significaba aquello? Se lo expuso claramente. Un cambio absoluto de vida. La liquidación de todo, para pagar hasta donde alcanzase, y después, el alejamiento. ¿Alejarse? ¿Dónde irían? ¿A cualquier villorrio de provincia? Más lejos: a Borbón, donde se le ofrecía un destino, cuyo sueldo le permitiría saldar el resto de las deudas. ¡Ah! Inútil argumentar. Era trato convenido, formalizado, cerrado. Embarcaría en cuanto terminara la liquidación. -¿Y has creído que yo voy a seguirte? -exclamó Ángela, saliendo al fin del atolondramiento que le impidió interrumpir a su marido. -¿Imaginas que yo 205
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he de remiriciar a mis relaciones, a mis costumbres, a mi círculo, para ir a enterrarme viva en un país salvaje? ¡O sueñas o no estás en tu sano juicio! -¡Mira! -contestó él, entregándole un periódico. -Aquí tienes el anuncio. Ella leyó : Particular. -Por ausentarse su dueño, se vende una casa-torre sita en Chaton, muralla del Sena, núm... La suya. -Si en un plazo prudencial no encuentro comprador, la venderé en pública subasta. Ángela quedó petrificada. -En cuanto a seguirme -añadió Eugenio-, puedes hacer lo que te acomode. Pero ¿cómo vivirás? Ella estuvo a punto de pronunciar el nombre de Alejandro; pero no se atrevió. -¡Oye! -replicó en voz trémula. -Tus inauditas manifestaciones me han impresionado de tal modo, que no podría contestarte con calma; y quiero tenerla, para significarte a mi vez, mi resolución. Te anticiparé únicamente que por nada del mundo abandonaré Paría antes la muerte Ángela contó con producir cierto efecto en su marido con esta última frase. 206
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Al ver que no revelaba inquietud ni aflicción, se salió de sus casillas. A pesar de que había decidido retirarse, permaneció allí, herida en su amor propio, tratando de armar camorra, retando a Eugenio, acosándole. Sus esfuerzos, su astucia, sus artes femeninas, se estrellaron ante la imperturbable tranquilidad de su marido. Denuestos, imprecaciones, amenazas; todo resultó inútil. Sintiéndose, al fin, abatida, perdió la brújula y profirió un ultraje soez, brutal. Eugenio, impasible hasta entonces, se tornó lívido, y abalanzándose a ella, la derribó sobre el diván inmediato, apretándola el cuello con ambas manos, estrangulándola. Ella lanzó un alarido terrible, que puso en conmoción a la servidumbre. Al oir pasos precipitados, Brughol la soltó, retrocediendo, espantado de su acción. Libre de la opresión, Ángela se incorporó con presteza, corrió a la puerta, alejó a los criados con una frase tranquilizadora, y se volvió a su marido, fría y provocadora. -Has hecho mal en no rematarme -dijo. Hubiera terminado nuestro martirio. 207
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Y dirigiéndose a sus habitaciones, reparó el desorden de su tocado. Cuando llamaron a comer, descendió maquinalmente. -¿Han avisado al señor? -preguntó. -El señor acaba de partir -contestó la camarera. -Esta bien; que me sirvan. Y sobreponiéndose al vivo dolor que experimentaba en los músculos del cuello, conservó su actitud firme y resuelta, repitiéndose mentalmente: -¡No cederé!...
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V Al llegar Alfredo a su oficina, una mañana, le amunció el ordenanza que Petitbel le rogaba que pasase a su despacho. -Buenos días, amigo mío -le dijo el joven secretario. -¿Cómo está su esposa? -Bien, gracias. Pero supongo que no será tan sólo para informarse de su salud para lo que me ha hecho usted llamar -contestó jovialmente el marido de Lucila. -¡Claro que no! -replicó Petitbel, en el mismo tono. -Pero cumplo un grato deber de cortesía que no le da derecho a incomodarse. -No soy tan quisquilloso. 209
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-¿De veras? Pues hay quien asegura que es usted más celoso, que Otelo. -Me tiene sin cuidado. Petitbel comprendió que no convenía insistir. -¡Vamos a otra cosa! -dijo. -Como sabe usted, dentro de pocos días se celebrará la junta general de accionistas, en la que hay motivos para temer que se produzca cierta agitación. He dicho temer y no es la palabra exacta, porque tal agitación resultará, en resumen, perfectamente estéril. Se trata de un reducido número de descontentos que ha extendido sus ramificaciones hasta el Consejo. Todo su programa se concreta en la famosa fórmula, tan antigua como el mundo: Quítate tú, para ponerme yo. Fracasarán, por lo tanto porque la mayoría, sería y prudentemente, no se dejara embaucar. Sin embargo, semejantes manejos pueden causar, alguna inquietud en el exterior. Muchos pequeños tenedores de títulos, que no concurren a las juntas, son gentes timoratas, asustadizas. De aquí la contrariedad de que las cotizaciones bajen, sin razón que lo justifique. Desde luego, el efecto sería pasajero; una convulsión en Bolsa, que duraría cuarenta y ocho horas a lo sumo. Pero el deber de la 210
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gerencia es apelar a todos los medios para evitar este sobresalto. ¿No le parece a usted? -Continúe -dijo el marido de Lucila. -Hay un medio, absolutamente legal, para obtener este resultado: un acto de legítima defensa, como verá usted. ¿Qué sucedería si nos limitásemos a dejar que se desarrollaran los acontecimientos? -prosiguió Petitbel, a quien gustaba escucharse cuando hablaba. -Los díscolos perorarían, dirían mil desatinos, criticarían a diestra y siniestra, promoverían todo el escándalo posible. Pero serían puestos a raya, dominados, porque el buen sentido prevalece siempre. ¿Con qué mayoría contamos? El cálculo más riguroso, la previsión más desfavorable, la evalúan en tres quintos contra dos. Es suficiente, respetable, y todo continuaría en el mismo estado. Pero quizá no bastase a contener el descenso de los valores. En cambio, si esa mayoría fuera imponente, enorme, abrumadora, quedaría conjurado todo peligro. ¿Comprende usted, amigo Alfredo? -Comprendido. -¡Pues bien! El director, de acuerdo con los miembros del Consejo, ha pensado: Es preciso que 211
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esa mayoría, indiscutible en todo caso, se convierta en abrumadora. ¿Procedimiento? ¡Sencillísimo! ¡ Cosa rara! A pesar de la legalidad, de la moralidad, de la legitimidad del tal procedimiento, Petitbel adoptó mil precauciones, dando vueltas y revueltas antes de exponerlo. En resumen, se trataba de simular accionistas a cierto número de empleados, para que votaran en favor del Consejo. Como se ve, nada más sencillo. Se había contado, por tanto, con el concurso de Alfredo. Pues, ¡parecía increíble! Alfredo se negó a representar el papel que se le asignaba. -¡Pero esto es corriente! -¡No digo que no! -¡Se hace todos los días! -Es posible. -En todas partes -Yo lo discuto. -Lo que se pretende, lisa y llanamente, no es hacerse con una mayoría ficticia, imaginaria sino fortalecer la que de antemano existe ¡Ahí están los cálculos, qué demonio! -No lo pongo en duda. -¿Entonces?... 212
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-¡Qué quiere usted! No me avengo a ello. Petitbel se convenció de la inutilidad de sus argumentos. Pero al disgusto de fracasar en la negociación que se le había confiado, se agregó la susceptibilidad de aparecer, ante su subordinado, menos rígido que éste. -No hablemos más -dijo, mordiéndose los labios. -Reserve usted nuestra entrevista, y yo prescindiré de informar de ella al gerente, que podría tomar a mal la indiferencia de usted en lo que atañe a los intereses de la casa. Alfredo no hizo la menor objeción. Salió previendo alguna contrariedad; quizá una catástrofe. Durante el almuerzo, Lucila observó la preocupación de su marido. Pero estimó que no convenía inquirir su causa, ya que él la callaba. El joven adivinó la intencionada discreción de su esposa. -Oye -le dijo- y contéstame con toda franqueza. -Si sobreviniese algún incidente que modificase nuestro plan de vida, que nos obligase a reducirnos, ¿te amedrentarías? -No -respondió ella, con sinceridad. -He pasado temporadas difíciles, en casa de mis padres, y a pe213
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sar de la miseria en que vivíamos, su recuerdo me apena menos que el de otras prósperas. ¿Por qué me lo preguntas? -Por si acaso -dijo Alfredo. -Quiza me equivoque, pero bueno es que tengas ánimo para amoldarte a circunstancias que pudieran producirnos un apuro momentáneo. Esperemos a que se celebre la junta general de accionistas de la Compañía. Por la tarde, volvió sonriente. -Estaba equivocado -afirmó. -No pensemos en ello. Son chismes de oficina. Transcurrieron otros tres días en plena calma. Al cuarto tuvo que presentarse al director para entregarle un trabajo que le había encomendado. Por la mirada que le lanzó Alejandro, el joven presagió las malas disposiciones de su jefe. -Acérquese usted -le ordenó éste, en tono imperativo. -Se me han suministrado ciertos informes deplorables respecto a su conducta. -¿En qué sentido? -Ya debe usted comprenderme. -Ni una palabra. -Pues bien, preste atención El joven creyó que se referiría a su negativa de figurar en la junta general y experimentó alguna con214
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fusión. La explicación era muy delicada. El prestigio del superior impone siempre. -Yo fuí -prosiguió Alejandro- quien presentó a usted a la familia de la que hoy es su esposa; yo respondí de usted, contrayendo por ello indudable responsabilidad. Ahora bien; ¿esta usted seguro de haber procedido correctamente conmigo y con su nueva familia? -Caballero -contestó tranquilamente Alfredo-, tengo el honor de presentar a usted mi dimisión. La sorpresa hizo estremecer a Alejandro. -¿Qué dice usted? -preguntó. -Digo, caballero, que no le autorizo a ocuparse de mi vida privada. Sin que yo lo solicitara, se sirvió usted ponerme en relaciones con los padres de la que ha llegado a ser mi mujer; y por lo que a ésta respecta, debo declarar que le estoy reconocido. Pero tal circunstancia no confiere a usted el derecho de criticar actos que son de mi exclusiva incumbencia. -¡Es usted un ingrato y un insolente! -¡Caballero! -replicó vivamente Alfredo. -He dejado de pertenecer a la empresa que usted dirige, y le invito a que mida el alcance de sus palabras. No estoy dispuesto a tolerar sus insultos. 215
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Alejandro cambió radicalmente de actitud. -¡Vaya, vaya! -dijo en tono, conciliador. -Modérese usted, joven. Si he pronunciado alguna palabra que le haya ofendido, la retiro con el mayor gusto. Y ahora, hablemos -añadió. -Ante todo, he de manifestar a usted que, considero tan útiles sus servicios, que no sólo no acepto su dimisión, sino que he resuelto aumentarle el sueldo. Y a partir de aquí, el director se esforzó en engatusar al joven con sus elogios. Los cumplidos no hicieron mejor efecto en el ánimo de Alfredo, quien, abreviando una conferencia sin objeto, a su juicio, tomó de nuevo la palabra. -Sírvase usted escucharme a su vez, caballero -dijo con gran calma. -Entre hombres, puede hablarse sin rodeos. Comenzaré por decirle que si no rehusé la invitación de presentarme a sus amigos, fué porque no encontré pretexto satisfactorio que oponer; pero al acompañar a usted lo hice firmemente resuelto a no secundar sus miras. Después de la presentación, cambié de idea. Admití, no ya la posibilidad de intimar con sus amigos, sino la necesidad de sustraer a su hija a las tristezas y a las humillaciones que sufría bajo aquel techo, que no le era dable abandonar sola. He aquí el móvil de mi 216
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conducta. No necesito insistir, porque sabe usted mejor que nadie la índole de las tristezas y de las humillaciones de que me propuse salvar a una doncella inocente y pura, casta y sensible. Quiero indicar con esto, que ninguna influencia pudo usted ejercer sobre ella, que le achaca los más vivos pesares de su juventud, ni sobre mí, que indiferente hasta hoy con respecto a usted, me asocio a la prevención con que le mira mi esposa. Empleado en estas oficinas, antes de que se confiase a usted su dirección, habría podido continuar ocupando mi plaza, si usted hubiera tenido la prudencia de no intervenir, de no tocar este punto. Ahora, ya no es posible. Adiós caballero. Y saludando, se retiró. -Lucila -dijo Alfredo, al volver a su casa, -¿te sientes animosa? -Sí. ¿Qué ocurre? -Que estoy cesante; he presentado mi dimisión porque... -Es inútil que me lo expliques: porque lo has juzgado conveniente. ¡Venga un abrazo! Has hecho bien. Lucila pensó : 217
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Somos jóvenes y robustos, y malo será que no podamos ganarnos la vida. Por otra parte, la miseria es un estimulante. No agobia más que a los débiles o a los cobardes. Une a los enamorados. Además, ¡tenían tantas cosas superfluas que llevar al Monte de Piedad! Tiempo habría de recuperarlas. -No es preciso -manifestó Alfredo. -A la muerte de mi madre, papa hizo la partición de los bienes comunes. -¡Eso tendré adelantado! -dijo. -Y según parece, poseo unos siete mil francos, depositados en casa de su notario. -¡Entonces, somos ricos! -exclamó alegremente la joven. -¡Bien! pero hay que buscar otra colocación. ¡Vamos a ver! Dame una idea. Estaba desprevenida. ¡Era tan reciente el acontecimiento! Además, Alfredo debía saber mejor los recursos con que contaba. -Te confieso -dijo él- que si pudiera prescindir de volver a un despacho, lo haría con el mayor gusto. Estoy hastiado de andar entre papelotes. -Si ves algo en perspectiva... -En el momento, no puedo determinarlo. Existen una infinidad de industrias susceptibles de pro218
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ducir iguales o mayores rendimientos, trabajando con entera independencia, por cuenta propia; pero esto tiene sus riesgos. Por eso he querido preguntarte, ante todo, si estás conforme en correrlos. -Ya sabes que no necesitas consultarme para nada -contestó Lucila. -Haz lo que te parezca. Suceda lo que quiera, estaré siempre satisfecha. La joven lo decía de todo corazón; pero experimentando cierta inquietud, porque recelaba la intervención de su madre en el suceso. No deseaba conocer las causas de la dimisión de su marido; pero sabiendo que Alfredo la presentó directamente a Alejandro, presumía lo que había mediado entre ellos, la índole de su entrevista. Por otra parte, Brughol, que la visitó momentos después de la escena con su madre, no había vuelto. Sin duda, se había dejado intimidar una vez más. La ruptura era completa. ¡Y menos mal si las cosas quedaban así!, porque, dado el carácter despótico de su madre, era de sospechar que perseguiría al joven matrimonio con saña franca ó encubierta. La paz que hubiera debido disfrutar, le parecia rodeada de amenazas. Cuando menos lo esperara, la, sorprendería. otro chispazo. 219
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Y así sucedió. Un día, al salir de un almacén donde había comprado diferentes objetos, tropezó de manos a boca con el padre de su marido. Le abordó cortesmente, manifestando extrañeza y excusándose de no haber cumplido el deber de ir a verle con Alfredo, por ignorar su regreso. El grabador se desató en groserías. Había pasado de largo, haciendo que no la veía. Ella y su esposo, podían dispensarse de ir a su casa. Estaba enterado de todo. -¡Mire usted que reñir con la comadre Ángela! -¡si ésta hubiera oído el calificativo de su singular abogado! -¡Indisponerse con padres y amigos! ¡Vaya una gracia! ¡Pero Lucila estaba ciega! ¿Seguía forjándodose ilusiones acerca de la necedad y de la insuficiencia de su marido? ¿Aprobaba, quizá, su dimisión? ¡Ah, pava! Quería morirse de hambre! ¿Qué esperaba de aquel ente ridículo, sino que se pasara emborronando papel durante el resto de sus días? Era un ser inútil, y a más de inútil, peligroso, porque se imaginaba servir para algo más de lo que hacía por pura rutina. ¡Vaya! ¡Que abriera los ojos, y pusiese a raya a aquel imbécil! Ya sabía a qué atenerse. Allí estaba el 220
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ejemplo de su madre para infundirle ánimos. Cuando una mujer tiene la mala suerte de dar con un engendro semejante, se le mete en el bolsillo y no le saca más que para hacerle bailar, como un Juan de las Viñas. -¡Ah! ¡Y mucho ojo, porque el ganso de Alfredo había puesto mano sobre los cuatro cobres que le dejó su madre! ¡No durarían mucho! Aquel animal era capaz de dejarse atrapar por cualquier engañabobos. -¿Y habrá quien se extrañe -concluyó- de que las mujeres recurran a ciertos medios?... El asalto fué demasiado rudo. De momento, Lucila quedó aturdida. No imaginaba que un padre pudiese hablar así de su hijo. Se preguntaba si era juguete de alguna pesadilla. Pero, al fin, se impuso la indignación, e irguiéndose frente al grabador, a quien envolvió en una furibunda mirada: -¡Basta! -le dijo con energía. -No vuelva usted a dirigirme la palabra: ¡le niego todo respeto! Bardi permaneció un instante indeciso. Tentado estuvo de correr tras ella y, aún a riesgo de promover un escándalo, desahogar su cólera, llenándola de invectivas. Nadie le había traído jamás de tal mane221
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ra, pues si bien Cora solía enviarle a paseo, con cajas destempladas, él lo tomaba a broma y acababa por hacerle gracia. Así, cuando al volver a su casa contó la algarada a su mujer, no pudo contener su irritación. Todo lo que se abstuvo de lanzar al rostro de su nuera, le vociferó en su domicilio, golpeando los muebles, repitiendo que en cuanto encontrase a su hijo, le administraría un par de sopapos. Lucila dudaba que partido adoptar. ¿Pondría a su marido al corriente de lo que acababa de ocurrir? El silencio no acarrearía menores inconvenientes. Lo que la consternaba era que, en aquello, seguía, viendo la acción de su madre y presentía mayores infamias. Aunque nada tenía que hacer, vagó a la ventura por las calles hasta las cinco, esperando que la calmaría el aire libre. -¿Ha vuelto el señor? -preguntó, al entrar, a la criada. -Sí, señora. Era preciso armarse de valor y exponer a su marido, en términos prudentes, la conducta de su padre. 222
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No tuvo que abrir la puerta de su saloncillo, Alfredo salió a su encuentro. Tampoco necesitó decirle nada. Atrayéndola hacia su pecho, el joven la ciñó con sus brazos, estrechándola apasionadamente. Alfredo lo sabía todo. Ella lo comprendió, al ver a Cora sentada en un rincón, con los ojos enrojecidos y enjugándose las lágrimas que inundaban su rostro. Puesta al tanto por el grabador, la pobre mujer tomó un coche, yendo a prevenir a Alfredo. -No me agradezcas la visita, hijo mío -decía. -He venido porque te quiero, correspondiendo al afecto que siempre me has demostrado. No te aflijas. Tu padre es un viejo maniático, un posma, un simple, que se cree el más ingenioso y ocurrente de los mortales, que tiene la pretensión de que nadie sirve ni para descalzarle, y que teme que tú eclipses su aureola. Esa es la madre del cordero. Ahora está, duro de pelar, y hay que aguantarle con paciencia. Se ha dejado enredar por la madre de Lucila, que le ha puesto la cabeza como un bombo, y está, hecho un basilisco contra tu inu.1u>r y contra ti. ¡Déjale! ¡Ya caera de su burro! 223
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Entretanto, no hagan ustedes nada. Si se queja de que no cumplen ustedes sus deberes para con él, yo le dira lo que hace al caso. ¡Precisamente, ha dado con la horma de su zapato! Le declararé que soy yo quien les ha prohibido ir a verle. Estoy en absoluto de parte de ustedes. Si les falta dinero, indíquenmelo aunque tuviera que robárselo, encontraría el medio de ayudarles en algo. Y se despidió, sin querer escuchar las frases de agradecimiento que le prodigaban ambos jóvenes. Al llegar a la puerta, dijo a Lucila, que la acompañaba: -¡Quiere, mucho al pobre Alfredo, hija, mía! ¡Le conozco bien y sé que eso le consolara de todo! Por lo visto, Ángela se había propuesto concitar los odios de todo el mundo contra el naciente hogar de su hijo: derrocar aquel nido, todavía tan frágil, como si pensara: -¡Dependera de mí o perecerá!... Lucila comenzó a concebir serios temores.
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VI ¿Quién había dicho que la junta general de accionistas de la Agencia Marítima destituiría a Alejandro y a su Consejo? ¡Al contrario! Una mayoría enorme confirmo los más amplios poderes al director y a sus administradores. A decir verdad, la asamblea no fué modelo de concordia. Se cruzaron palabras gruesas, insultos, amenazas. Hubo un momento en que la confusión y el tumulto alcanzaron tales proporciones, que los perturbadores, un insignificante, núcleo de ambiciosos, desconcertados, no logrando hacerse oir, abandonaron en masa la reunión, protestando, 225
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ruidosamente contra la votación anunciado, y absteniéndose de tomar parte en ella. ¡Loado sea Dios! La calma se restableció, como por encanto, y verificado el escrutinio, Alejandro y los suyos resultaron reelegidos por cinco sextas partes del número de sufragios. ¡Un triunfo! Sin embargo, ¿habráse visto estupidez semejante? en Bolsa, y más aún en el Bolsín de la tarde, las acciones experimentaron un bajón espantoso, incomprensible. Hay que advertir que los disidentes, persistiendo en su maniobra, propalaron a los cuatro vientos su propósito de recurrir a los tribunales. ¡Vana táctica! A la mañana siguiente, en el corro, más de cuarenta agentes pidieron títulos a cualquier precio, con unanimidad perfecta. Y ¡es natural! en el acto, el cambio rebasó los límites de la reacción. Una borrasca sin consecuencias: uno de esos accidentes inseparables de los grandes negocios, por sólidos que sean, en los que los modestos rentistas pagan necesariamente los vidrios rotos. En cuanto a nuestros jóvenes, también se aclaraba para ellos el horizonte. No todo el mundo les volvía la espalda. 226
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Lejos de pactar con sus enemigos, Raúl acudió a ellos con los brazos abiertos. Enterado de lo acaecido, se presentó espontáneamente, a ofrecerles sus servicios. Por su parte, tampoco estaba. muy satisfecho de su tío. ¿Recordaban el célebre matrimonio? ¡Valiente negocio, como hay Dios! En realidad existía, dinero en abundancia, y hasta con exceso. Pero había que invertirlo en acciones de la Agencia marítima. ¿No veían la jugada? Por ese medio, Alejandro hubiera tenido en su mano a su sobrino como se tiene a un caballo embridado. El padre de la joven estaba en connivencia con Bernheim. Juntos urdían un complot financiero, que repercutiría en los mercados europeos. Contaban con secuaces y compadres en todas las grandes capitales. Nada podría intentarse sin su concurso; los mismos gobiernos habrían de someterse a su dominación. He aquí el negocio misterioso, del que Alejandro era el promotor, el alma. ¡Para hombre osado, el amigo de Ángela! Que hiciera cuanto le viniera en gana; pero su sobrino entendió que no debía convertirse en mero instru227
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mento suyo. Raúl quería vivir con independencia, aún a trueque de renunciar a muchas de las miras ambiciosas de su familia. Así, ¿se había indispuesto con su tío? ¡Naturalmente! Y su madre, la propia hermana del director de la Agencia, le daba la razón. -¿No ha tenido usted ocasión de ver a mi madre, Alfredo? -Nunca. -Pues me permitirá usted que le presente a ella, que tendrá singular complacencia en conocer a la señora de Bardi. Y a fuer de hijo cariñoso, hizo un retrato de lo más seductor. Era el reverso de la medalla de Alejandro. Afable, bondadosa, sencilla. La sencillez era el rasgo distintivo de su carácter. Además, desde su viudez, no frecuentaba la sociedad. Apenas pasaba dos meses del año en París. El resto del tiempo, en el campo, en picardía, cerca de Breteuil, en una vasta mansión, rodeada de un parque, del pueblecillo de Sartignies. -Por cierto -dijo Raúl, interrumpiéndose-, que he pensado en usted, Alfredo, en estos últimos días. Le explicaré el motivo. 228
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Un ahijado de mi padre, a quien continuó protegiendo mi madre, estableció, a poca distancia de nuestra propiedad, una pequeña refinería de azúcar, que da bastante rendimiento. Pero la delicada salud del pobre muchacho le permitió disfrutar poco de su obra. Enviado al mediodía, para restablecerse, murió hace seis meses. Provisionalmente, la gerencia esta confiada al ingeniero encargado de la fabricación, que se esmera en la parte técnica, mejorando la maquinaria y la producción, pero que, administrativamente, es una verdadera calamidad. De prolongarse su gestión, no tardaría en dar al traste con la empresa. ¡Pues bien! ¿no ve usted en esto un destino adecuado a sus aptitudes, querido Alfredo? El negocio esta dividido en cien participaciones de mil francos, de las que mi madre posee cerca de la mitad, lo cual le da indiscutible ascendiente. Adquirió estos valores por simpatía hacia el ahijado de su marido, porque, como usted comprenderá, ella no entiende ni jota de semejante tráfico. Desea, por tanto, encontrar una persona entendida, que a la vez que regentee la fábrica, vele por sus intereses. El director es arbitro por completo, de sus actos. Su sueldo es de quince mil francos, habita en un 229
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cómodo pabellón contiguo a la refinería y tiene asignados seis mil francos más para gastos de viaje y entretenimiento de un caballo, de un carruaje y de un criado. Por último, percibo la tercera parte de los beneficios netos. Alfredo y Lucila se miraban con asombro. Aquello les parecía un cuento de las Mil y una noches. Debía existir un pero que impidiera realizarle; una condición imposible de cumplir por su parte. -Ninguna -dijo Raúl. -Según los estatutos, el director gerente debe depositar, en calidad de fianza, cierto número de acciones. El ahijado de mi padre no las poseía en propiedad; pero se las cedió mi madre, al tipo de emisión. Si la proposición es de su agrado, se haría lo mismo con usted. Se le transferirían las acciones, y con los beneficios, reembolsaría usted su importe poco a poco. La competencia, el celo, la laboriosidad de que ha dado usted pruebas en los diferentes servicios que se le han encomendado en la Agencia marítima, son una garantía de que la empresa se desarrollara bajo su dirección; los beneficios aumentarán proporcionalmente, y no será difícil que algún día pueda usted liquidar con los accionistas, que no se subscribieron más que por deferencia a mi padre, 230
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quedando dueño absoluto de un establecimiento importante de la comarca. No necesito decir a usted -añadió- que me felicitaría de su aceptación, principalmente por mi madre. ¡Sé lo mucho que vale usted! Esto, dicho con naturalidad; sin pretender hacer un favor, sin demostrar empeño, sino simplemente indicando una operación en la que no se tiene más que un interés relativo. -Lo mejor -concluyó- es que lo vea usted por sus propios ojos. Si su esposa no tiene inconveniente en dejarle venir dos o tres días a Sartignies, marcharemos juntos la semana próxima. Entretanto, piénselo usted bien; y si se decide, mándeme cuatro letras, avisándome, porque yo no podré tener el gusto de verle antes. Estaba muy atareado, porque su intención era renunciar al cargo de la Agencia marítima. Positivamente, se había, enajenado el cariño de su tío al negarse a contraer matrimonio con la holandesa que trataban de endosarle, y la situación era muy violenta. Cuando después de su partida, los jóvenes quedaron frente a frente, vacilaron en romper el silencio. 231
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Hubieran debido estar satisfechos. Sin embargo, ni él ni ella lo aparentaban. -¿Es que no te gustaría? -preguntó tímidamente Lucila. -¿A mí? ¡desde luego! -contestó Alfredo. -Pero eso de abandonar París... -¿Sientes apego a Paris? Por mi, no; por ti. ¡Ah! Podía tranquilizarse respecto a ese punto. No había nada que la retuviera en la gran capital, donde, conociendo a tanta gente carecía de amigos y hasta de familia. Por el contrario, la encantaba ir a plantar su tienda a distancia, colgar su nido en parajes más sosegados, en los que olvidaría sus pesares, se sustraería a la persecución de su madre, se crearía una nueva existencia. -Si esa es la única consideración que te detiene, pásala por alto -dijo ella. -Ese o cualquier negocio; a Picardía, o a otra parte, incluso al extranjero, te seguiré de buen grado. Sin embargo, no insistía con su marido para que éste tratara de la refinería. ¿Por qué? Hubiera sido difícil formularlo. La misma joven no acertaba a precisar en su espíritu el 232
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sentimiento que la impulsaba a preferir otra combinación. No podía olvidar que Raúl le hizo la corte; que aún en Bruselas, éste, al hablar de su matrimonio con la holandesa, dejó traslucir un vago arrepentimiento de no haber persistido en su inclinación. No es que temiera nada del sobrino de Alejandro. Era lo bastante delicado para separarse de una rígida discreción. Pero subsistían los precedentes. Raúl amó a Lucila, y Lucila hubiera deseado que Raúl fuese absolutamente extraño a los destinos de su hogar. Quizá, fueran exagerados sus escrúpulos; pero, aún admitiéndolo así, no podía prescindir de ellos. No obstante no se reconocía el derecho de oponer tal obstáculo, y acordó, con su marido, que era preciso informarse, puesto que con ello, no se comprometían a nada. A los ocho días, se recibió una tarjeta de Raúl invitando a su antiguo colega a que almorzara con él en el Café Riche. -¿Sabes que Raúl se va de París, como nosotros? -dijo Alfredo a su mujer al volver del almuerzo. -¿Ha presentado también su dimisión? -Sí. Parece que se han acentuado las desavenencias con su tío. Alejandro, precisado a salir nueva233
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mente para Viena, donde permanecerá una larga temporada, intentó confiarle, interinamente, la dirección general. Raúl se ha opuesto terminantemente. -¿Por qué? -Porque tiene proyectos que no se avienen con la carga que quería imponerle su tío. Parece que se desarrolló una escena violentísima que produjo un escándalo en las oficinas. -¿Te lo ha dicho él? -No. Me lo ha contado Petitbel, en el Café, mientras esperábamos a Raúl. Petitbel sirve de intermediario entre tío y sobrino: tan completa es la ruptura. Ahora, -añadió Alfredo- ha quedado aplazada por ocho días la visita a la refinería, nada firme en su idea de obrar con absoluta independencia en cuanto a él atañe, se ocupa de una nueva proposición de matrimonio, que parece no disgustarle y que le obligaría a residir en España. Lucila se sintió aliviada de sus recelos, por confusos que fuesen. Decididamente, Raúl no intervendría para nada en la refinería. Se casaría, satisfecho, ya, que no enamorado. Se establecería, en fin, al otro 234
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lado de los Pirineos. Todas estas circunstancias eran otras tintas garantía de seguridad. Más aún: la elegida del sobrino de Alejandro, era muy bonita. Alfredo había visto su fotografía. Una trigueña, con ojos negros y rasgados. Seguramente aquellos ojos borrarían de la mente del joven todo recuerdo del afecto que Lucila hizo nacer en él, en Chaton. La joven no veía, ya nada, que se opusiese a que Alfredo tratara de la dirección de la refinería de azúcar. Posición respetable, comodidades, consideración; y más tarde, una vez liquidados los accionistas, podrían considerarse dichosos. Vio partir a su marido llena de contento, haciendo votos por el éxito de la combinación. -Sólo de él depende, señora -le dijo Raúl, en la estación del Norte, a donde acompañó a su marido para abrazarle en el último instante. Aquella misma noche recibió un telegrama de Alfredo. Llegado bien. Aspecto fábrica encantador. Recibimiento cariñoso. Mamá Raúl sumamente benévola. Escribo. Te abraza, ALFREDO. 235
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La carta, recibida a la mañana siguiente, parafraseaba el despacho. Mil detalles insinuantes respecto al establecimiento. ¡Qué pabellón tan precioso! Todo dispuesto y alhajado a la moderna. ¡Y qué perspectiva! La imacinación y la vista se perdían en aquellas lejanías. En cuanto a la madre de Raúl, dos carillas llenas; las últimas del papel. La benevolencia de la dama quedaba confirmada con exceso; pero, en la manera de expresarse Alfredo, se notaba la falta de algo que no ponía en claro. Era que la viuda se encontraba poco menos que en el estado de segunda infancia. La apergaminada viejecita no hacía más que una vida vegetativa. Su voz balbuciente, su sonrisa estereotipada, sus ademanes, su vacilante paso, al deslizarse apoyándose en las paredes, eran los de un niño. Imposible mantener con ella una conversación. Variaba de tema sin cesar, incapaz de emitir una idea completa, olvidando lo que se decía, revelando en su descolorida faz, a pesar de su perpetua sonrisa, un punzante dolor, que conmovía. 236
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Todo estaba bien para ella; no se preocupaba por nada. A no ser por una especie de ama de gobierno, con más mostachos que un carabinero, todo hubiese andado manga por hombro. Empotrada en su sillón, ensimismada, costaba un triunfo proceder, por las mañanas, a su aseo personal. Hasta hubo que ocultar las tijeras, porque, por pereza de dejarse peinar, intentó varias veces cortarse los cabellos. Muy correcto, en apariencia, Raúl la manejaba como a un chiquillo. Ella sufría su ascendiente con cierto temor, vislumbrándose que el ama de gobierno, puesta allí por su hijo, ejercía, en relación con la anciana dama, el papel de carcelero de un personaje de calidad. Al parecer, aquel trastorno intelectual había sobrevenido a la muerte, del padre de Raúl: sin duda, la pena de perderle. Para todo el mundo, su esposo pareció víctima de un accidente. Jugando con una pistola, el desventurado se levantó la tapa de los sesos, en casa de uno de su amigos de Paris, al final de un almuerzo íntimo. No era exacto del todo. Elstange padre había engañado a aquel amigo, que le sorprendió en flagrante traición. Teniéndole a su merced, 237
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le presentó un arma, condenándole a matarse en presencia de la infiel. Había que pasar por ello, o salir a la calle lanzado a palos por los criados y en ropas menores. ¡Pero en el acto! Puesto entre la espada y la pared, el padre de Raúl, temiendo quizá más el ridículo que los golpes, optó por suicidarse. Su cómplice pertenecía a una linajuda familia. El marido burlado había ejercido altos cargos. Se cebó tierra, sobre el asunto, y la fábula del accidente dejó a salvo el honor de todos. Enterada o no de la verdad, la esposa del forzado suicida, experimentó una conmoción cerebral, que agravándose de día en día, la condujo a un estado lamentable. Actualmente confundía a su hijo con su difunto esposo y Raúl la manejaba a su antojo. En realidad, la infeliz dama no era molesta. Apenas si se la veía en las horas de las comidas o en el parque, y eso siempre acompañada. Bien mirado, el negocio fue del agrado de Alfredo. Así se lo manifestó, en términos calurosos, a su mujer, al regresar dos días después de la separación. Le enumeró todas las probabilidades de prosperi238
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dad, todas las delicias de la residencia. Una sola palabra suya, un sí formal, que había reservado, y se reunirían los accionistas para ultimar el asunto. -¿Dónde? -En Amiens, en el domicilio del presidente del Consejo de Inspección. -Por mi parte, sí -dijo Lucila. -¡Perfectamente! -repuso Alfredo. -Pero antes quiero que lo veas por tus propios ojos. La madre de Raúl nos brinda hospitalidad. Pasaremos ocho días en el castillo, y entretanto se prepararán todas las formalidades. -¡Ocho días! -objetó la joven. -No son precisos tantos para visitar el establecimiento. -No; pero tengo que firmar un doble contrato. -¿Cuál? Alfredo se explicó. Como carecía de las acciones estatutanas, que lo proporcionaba la madre de Raúl, había que otorgar una escritura, que regularizase la situación. Esto se haría en el castillo de Sartignies, donde, por deferencia, iría el notario de la viuda. -Parece que te contraría pasar unos días al lado de esa dama -observó Alfredo. -¿Por que? -Es que no la conozco -contestó Lucila. 239
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Alfredo se la describió. No había que guardar etiquetas con la pobre señora, que se mostraba sensible a las menores atenciones. Además, nadie visitaba el castillo, excepto el notario, por asuntos de su ministerio, y el párroco, por sus pobres. Únicamente durante la temporada de caza, Raúl solía invitar a ciertos antiguos amigos de la familia; pero, ni aún ese temor existía, porque el hijo de la castellana tenía que ausentarse, reclamado por otros menesteres. -¡Ah! -dijo Lucila, -¿no estará Raúl? -A lo sumo, hará una corta aparición, según me ha indicado. Como sus relaciones marchan viento en popa, necesita cumplir con su prometida. Por cierto -agregó Alfredo-, que ahora parece, que se ha enamorado. Habla de ella con un entusiasmo de buen agüero. Este último dato disipó en el ánimo de la joven los restos de su injustificada desconfianza. -¡Bueno! -decidió. -Iremos mañana. -¿Estás contenta? -¡Mucho! -Creo que hemos tropezado con una de esas ocasiones que, según dicen, sólo se encuentran una vez en la vida. -Aprovechémosla. 240
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Tales eran las disposiciones de la joven pareja al embarcar al mediodía siguiente, con destino a Breteuil. Allí esperaría un carruaje para conducirles al castillo, donde llegarían poco antes de la hora de la comida. Y en efecto, allí estaba. Un soberbio vehículo tirado por dos caballos, que devoraban rápidamente la distancia. Lucila sintió la verdadera sensación del lujo. Nada de común con aquella opulencia bastarda con la que la esposa de Brughol intentaba, en ocasiones, elevarse a un nivel aristocrático. En la señorial mansión, las diferencias aparecían más marcadas. Se respiraba un ambiente de buen tono. La madre de Raúl, apoyada en el brazo de éste, salió al encuentro de la joven que honraba la casa con su presencia. Aprendida o no, la frase con que la saludó tenía un sello de natural distinción. Después de permanecer breves instantes en uno de los salones, la castellana llamó, acudiendo una camarera, que se puso a las órdenes de la recién llegada.
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Lucila no contaba con encontrar al hijo de la viuda. ¡Era indiferente! La rigidez de costumbres de la casa la tranquilizó. Raúl era otro que en París; mostraba gran comedimiento. Estaba en traje de viaje. Lo hizo notar, excusándose cerca de la joven. Informado de la hora de llegada del matrimonio, retrasó su partida con objeto de ayudar a su madre a hacer los honores y comer en su compañía. Lo bastaba con estar a la mañana siguiente en París. Tomaría el tren rápido de Creil, para llegar a las cuatro de la madrugada, lo cual le permitiría, descansar unas horas. A la hora de comer, se agregó un comensal: el notario. Un hombre francote, alegre y decidor, que simpatizó con Alfredo. Llegado de Montdidier, pernoctaría en el castillo. En el transcurso de la velada, Lucila recobró por completo la calma. Y mientras el notario y su marido hablaban del negocio con la viuda, que les escuchaba aparentando enterarse, la joven conversó con Raúl. -¿De manera que se casa usted, decididamente? -¿Qué hacer, señora?
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-Parece que lo dice usted con sentimiento. Alfredo, a quien enseñó usted el retrato de su prometida, la encuentra soberanamente hermosa. -Lo es mucho, en efecto. Sin embargo, no era el ideal de sus ensueños, la mujer amada con la vehemencia de los primeros impulsos del corazón. Su matrimonio respondía, más que a la inclinación, a la conveniencia. Y se extendió en consideraciones, aludiendo embozadamente a la cobardía que demostró, al ceder a las instigaciones de su familia. ¡El se tenía la culpa! En aquel momento entró el ayuda de cámara, llevando una manta de viaje y el abrigo del joven. Era recordar la hora de marchar. Raúl se dirigió hacia su madre, la besó, estrechó la mano del notario y la de Alfredo y, volviéndose a Lucila, hizo una reverencia, rogando a la joven que aceptara sus respetos. Después de lo cual, abandonó el salón precipitadamente. En el instante de montar en la berlina que había de conducirlo a la estación de Breteuil, rebuscó en los bolsillos de su gabán. 243
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-¡Animal! -increpó rudamente al criado. -Te has olvidado de mis cigarros. Sube inmediatamente y llena la petaca. Cinco minutos después, Lucila, sin poder desechar la impresión producida por el sentido de las palabras de Raúl, permanecía con la frente apoyada en la vidriera y la mirada perdida en las tinieblas de la noche. En cuanto a él, acomodado en el carruaje, encendió un aromático cigarro y se dijo: -¡Bah! ¡tarde o temprano, sera mía! -¿Quién? -Lucila.
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VII Cinco días después de lo que antecede, el carter o entró en la cocina del castillo, según costumbre, sacando de su valija el ordinario paquete de periódicos y una carta. -Las señas estan claras -dijo, mientras le escanciaban un vaso de vino-, pero debe ser un error. Viene dirigida a don Alfredo Bardi. -¡Ah sí! Es para aquí -contestó la cocinera, quien encargó al ayuda de cámara que la entregara a su destinatario. -No está en el castillo. -¡Es verdad! -agregó la camarera. -Marchó esta madrugada a Montdidier, para entrevistarse con el notario de la señora. 245
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Esta fué la causa de que Alfredo no recibiese la, carta hasta su regreso, a las cuatro de la tarde. La letra del sobre, era de su madrastra. ¿Cómo sabía que estaban en el castillo? Presintió alguna contrariedad. Abrelar -dijo Lucila. He aquí el contenido: Mi querido Alfredo Tu padre acaba de sufrir un ataque. El médico no aparenta gran inquietud; pero dice que puede quedar paralítico de un lado. En el primer momento, se le hizo una sangría y se le pusieron sanguijuelas y sinapismos en las piernas. Esto le ha despejado un poco; pero sus ideas son confusas. Habla por frases entrecortadas, siendo tu nombre lo que pronuncia mejor y con más frecuencia. He supuesto que quería verte; se lo he preguntado y su centestación me ha parecido afirmativa. Eres un buen muchacho, incapaz de guardar rencor. Ven, si puedes. Procura dominar tu impresión en su presencia, porque el pobre inspira verdadera lastima ; no puede moverse y tiene la cara torcida. Encuentro muy 246
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difícil que se reponga, aunque se pondrán todos los medios para ello. Vengas o no, ten la seguridad de que no te abandonaré un solo instante. Tal es mi deber, y aunque hubiera de permanecer veinte años a su cabecera, a nadie confiaría su asistencia. Te advierto esto para que no te preocupes. Tu padre estará cuidado como un rey. Su estado lo requiere nada he de regatear por mi parte. Son los gajes del matrimonio. En resumen; su vida no esta en peligro, pero muestra deseos de verte. Haz, por tanto, un esfuerzo para venir a abrazarle. No te dirá ninguna tontería. El pobre, no puede. CORA. P.D. -Mis cariñosos recuerdos a tu mujer. Envié a buscarte a tu casa, y allí me han indicado tu dirección. Procura venir. -Irás; ¿verdad? -preguntó Lucila. -En el primer tren. -¿Me llevarás contigo? ¿Para qué? La vida de papá no corre peligro. Mi propósito es volver en cuanto le vea. Estaré de re247
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greso mañana por la mañana. Te recogeré aquí, marcharemos a Amiens, donde pasaremos veinticuatro horas, para firmar el contrato definitivo y volveremos juntos a casa, con objeto de arreglarlo todo y disponernos a tomar posesión de la refinería a fin de mes. Esto es lo que me parece más razonable, porque, a mi juicio, no conviene que. te presentes a mi padre si él no manifiesta semejante deseo. Sin embargo -agregó-, si insistes, prepárate. Habremos de ponernos en camino dentro de una hora. La joven reflexionó un instante y contestó: -Bueno, te esperaré. Alfredo tenía razón. Pero a pesar de reconocerlo así, la idea de la separación producía un vago malestar en su esposa. No se explicaba la causa de tal impresión, la misma que experimentó pocos días antes, cuando Alfredo la dejó sola en Paris, para ir a Sartignies; pero es lo cierto que, apenas traspuso la verja su marido, se sintió asaltada por el temor y por la pena, teniendo que hacer esfuerzos para no llorar. En lugar de volver a su habitación, se internó en el parque, bajo los árboles despojados de follaje, de cuyas negras ramas se desprendían gotas de rocío. El ruido de sus faldas, al rozar con las hojas marchitas, amontonadas a impulso del viento en las 248
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extensas avenidas, exacerbaba en su mente los melancólicos pensamientos que bullían en ella. La frialdad del relente la hizo volver sobre sus pasos, dirigiéndose a su cuarto, donde experimentó las mismas sensaciones. El chisporroteo de los leños hacía más imponente el silencio. Le parecía estar aislada en el vasto edificio: que nadie acudiría, si llamaba. Tomó una precaución infantil. Su dormitorio comunicaba con el de su marido por una puerta en la que había un pestillo. Lo corrió. Luego se sentó ante el fuego, repasando mentalmente las fases de su vida. Involuntariamente, retornó su imaginación hacia Raúl. ¿Qué hubiera sucedido si como ya se lo dio a entender en dos ocasiones, se hubiese sustraído a la influencia de su familia, siguiendo su inclinación? Dominaría, como dueña, en aquel castillo. Le pertenecería cuanto encerraba el parque, el edificio y sus dependencias. En lugar de hastiarse contemplando la oscilación de las llamaradas en el hogar, se solazaría proveyendo al buen orden de la casa. ¡Qué diferente situación!... Súbitamente su conciencia se rebeló, señalándole el peligro de dejarse arrastrar por tales des249
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varíos. ¿No significaban una especie de infidelidad, de traición, respecto de Alfredo? ¡Ah! ¿por qué se habría dejado llevar al castillo? El negocio de la refinería podía ultimarse igualmente sin su presencia. En su pisito de París no hubiera invadido su imaginación aquel abatimiento censurable, que conduce a desconocer el bienestar adquirido. ¿Quién le decía, después de todo, que su dicha hubiera sido mayor siendo esposa de Raúl? Para desechar tan penosos descarríos, tomó un libro y procuró concentrar su atención en él. Terminada la comida, triste y silenciosa, Lucila se encerró en su cuarto y reanudó la lectura. ¿Era culpa del autor? ¿Era influencia de la noche? De cualquier modo, la imaginación de la joven vagaba distraída. La densidad de la niebla impedía ver a tres metros de distancia. La obscuridad era completa y el silencio lúgubre. El ladrido de un perro, las campanadas de alguno de los relojes vecinos, infundían a la joven un terror latente, que no lograba dominar. De vez en cuando se oía, a lo lejos, el silbido de una locomotora. Aquello la reanimaba, le recordaba la vida, el movimiento. 250
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¿Y si viniese Alfredo en alguno de aquellos trenes? ¿Por qué no? Después de abrazar a su padre, nada tenía que hacer en París. Podía volver en dos: en el de las diez y en el de las doce. En la estación de Breteuil había coches. ¿Quién sabe si se le ocurriria sorprender agradablemente a su mujer? ¡Qué buena idea! Alentada por tan frágil esperanza, resolvió no acostarse antes de la posible llegada de su marido, y continuó leyendo, con obstinada perseverancia. Sin embargo, su oído permanecía atento al más ligero rumor. El crujido de un mueble de una moldura, la estremecía. -¡Ya esta aquí! -pensaba. ¡No! Consultando el reloj se convencía de su error. Alfredo no podía llegar aún. Los criados fueron retirándose a sus respectivos dormitorios, y la casa quedó envuelta en un silencio profundo, solemne. -¿Qué hora será? -se preguntó. El reloj dió una campanada. Las diez y media. -¡Esperemos! ¡Quién sabe!... Y se engolfó de nuevo en su lectura. Sin dejar de seguir las líneas impresas del libro, cuyas hojas iba volviendo automáticamente, no se 251
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daba cuenta de su contenido. Veía un tren imaginario, rodando sobre los rieles del calmino de hierro del Norte. En un departamento de primera, se imaginaba a Alfredo, tendido a lo largo del asiento, bajo su manta de viaje, dormitando, pero sin dejar de fijarse en el nombre de la estación que voceaban los empleados en cada parada. -¡Breteuil! -gritaban al fin. Y Alfredo descendía del vagón, cruzaba el andén, tomaba un carruaje que comenzaba a deslizarse, al trote de sus caballos, por la fangosa carretera. -Dentro de media hora llegará -se dijo Lucila. -¡Qué larga es media hora cuando se espera! Pero, ¿qué había de positivo en todo aquello? Absolutamente nada. Una ilusión engañosa, nacida de un ardiente deseo. ¿Acaso no dijo el propio Alfredo mañana?... ¡Vaya! Divagaba. ¿Para qué calentarse la cabeza? Lo prudente era acostarse y tratar de conciliar el sueño. Sería lamentable presentarse a él, cuando llegara, con la cara demacrada por la jaqueca y el insomnio. Lentamente y en acecho, a pesar de todo, deshizo su peinado, retrasándose intencionadamente. ¡Las doce y media! 252
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Ya no viene. -¡No habrá podido escapar el pobre joven! Quiza esté su padre peor de lo que dicen, de lo que cree la buena Cora. De pronto sintió dilatada su alma por el júbilo. -¡Ah, ya sabía yo que volvería! -exclamó para sí. -Lo había presentido. Las ruedas de un carruaje rechinaron sobra la gravilla del jardín. El vehículo se detuvo al pie de su ventana. No había duda; era un coche de alquiler. Prueba de ello que un instante después arrancaba de nuevo, no en dirección a las cocheras, sino hacia la verja. Oyó abrir y cerrar el portón del vestibulo. Después, pasos de hombre que gravitaban sobre los peldaños, que seguían el corredor. ¡Era él! Sin vacilar penetró en el cuarto contiguo: el suyo. Llamó a la puerta de comunicación. Lucila tomó la luz, burlándose de sí misma, al ver corrido el pestillo. -¡Espera un momento! -dijo- ¡Cuánto te agradezco que vuelvas! Y abrió. Pero en el acto, retrocedió espantada. Raúl estaba frente a ella. -¡Usted! -exclamó la joven, helada de terror. 253
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-¡Más bajo! -contestó Raúl entrando y cerrando la puerta. -Necesito hablar con usted. La situación es grave, y vengo precipitadamente a exponérsela. Una palabra de sus labios lo arreglará o lo desbaratará todo. El porvenir, el honor de todos los suyos, y el mío, están en sus manos y a usted corresponde fallar. ¡Ah! -exclamó, sin cesar de avanzar hacia ella, ¡no tema usted! Bien sabe que la amo, que no he amado a nadie más que a usted. ¡No huya de mí, Lucila! Si en un principio, al verla casada con otro, soñé verdaderas insensateces para arrebatarla de su poder, reaccioné más tarde; conseguí dominar los furiosos celos que me exasperaban reconociendo que yo era el único culpable. Después, he intentado resignarme por completo, he tratado de levantar nuevos obstáculos entre nosotros, he resuelto casarme con cualquiera, ¿qué más me daba? Pero, al fin, me convenzo de que no es posible. ¡No puedo! La vida sin usted, Lucila, es insoportable para mí. ¡Me arrepiento de mi debilidad! Supo usted inspirarme una pasión desenfrenada, violenta. Se dignó usted corresponder a mi amor, y la precipitación con que se unió usted a otro prueba que la causó un pesar. ¡Pues bien! Quiero reparar mi falta; 254
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quiero consagrar a la felicidad de usted el resto de mis días, quiero verla rica, floreciente, dichosa, para contemplarla desde lejos, oculto discretamente, sin pedir otra cosa, que compartir su triunfo. Raúl no espetó de un tirón su perorata, quizá preparada. A cada frase, la joven, indignándolo progresivamente, le interrumpió, repitiendo: -¡Váyase usted!... ¡Me produce usted horror!... ¡Salga usted de aquí!... ¡Es usted un miserable a quién odio!... ¡ Como si no! Animándose por grados, Raúl la arrinconó en uno de los ángulos de la estancia, devorándola con los ojos. -¡Basta! -exclamó ella, por fin. -Se ha equivocado usted. Jamás me ha inspirado el menor interés. Está usted en un error al suponer que me casé mirando indiferentemente a mi prometido y pensando en usted. Aún cuando así hubiera sido, su conducta presente bastaría para que le considerara indigno en absoluto de mi afecto. Hasta hoy, no había sospechado su ruindad. Ahora veo claro el plan que ha fraguado, el lazo que me ha tendido, y la repulsión que provoca usted en mí, me preservaría, en todo 255
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caso, de la vergüenza que usted quisiera infligirme, aun cuando yo no amase a mi marido. -¿Luego le ama usted? -exclamó a su vez Raúl, furioso. -¡Sí! ¡le amo con toda mi alma! -¡Pues bien, tanto peor para usted! -rugió el joven, fuera de sí. Y en un arrebato de cólera derribó la luz que la joven tenía en la mano, la apagó con el pie y se abalanzó sobre ella... Lucila se creyó perdida. Forcejeando para defenderse de la brutal acometida, su mano tropezó con el cordón de una campanilla. El desesperado movimiento que le imprimió, produjo un prolongado tintineo en el corredor. Raúl, a punto ya de realizar sus propósitos, lanzó un juramento al oir aquel estrépito. No tardaron en percibirse los precipitados pasos de los sirvientes que acudían a la llamada. Comprendiendo que había fracasado, abandonó a Lucila y escapó, para ganar su habitación antes de que descendiesen los criados. La joven, inmóvil, aterrada, permaneció pegada al muro hasta que se presentó la camarera. 256
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-No se alarme usted -le dijo. -Sintiéndome indispuesta, me quedé adormilada en una butaca y he tenido una pesadilla horrible. La sirvienta, se apresuró a ofrecerle una tisana, un cordial; lo que deseara la señora. -Gracias -contestó Lucila. -Sólo le ruego que me acompañe hasta que amanezca. Las mujeres son compasivas, sabiendo por propia experiencia, cuán frágil es su salud. La camarera no hizo ninguna objeción, y ante las reiteradas indicaciones de Lucila, se tendió en el sofá. En cuanto a ella, pretextando el temor de que se reprodujera la crisis, se negó a acostarse, y, para tranquilizar a la sirvienta, tomó de nuevo su libro. Afectando leer, maduró su resolución de alejarse, a todo trance, de aquella casa, en cuanto despuntara el día, para no correr el riesgo de extraviarse. Entretanto, meditó, entregándose a tristes comparaciones. ¿Estaría condenada fatalmente a la suerte de su madre? Ángela, en sus querellas con Eugenio, no disimulaba que se casó con él a la ventura, sin amor; 257
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porque se la presentó y aspiraba a salir de la condición en que vegetaba. ¿No sucedió casi lo mismo con Lucila? Ángela incitó a su marido a que abandonara el destino modesto y dependiente que le proporcionaba, el sustento de su familia. Igual peripecia que ocurrió al de Lucila. Ángela, perseguida por la codicia de un hombre, titulado amigo de su esposo, tuvo que escoger entre la miseria honrada y la depravación productiva. Lo que acababa de pasar en aquella odiosa estancia tenía idénticos caracteres. Ángela -sucumbió. ¿Estaría reservado análogo fin a Lucila? ¡No! ¡antes la pobreza, la penuria, todas las miserias; antes la muerte! De rato en rato, volvía los ojos hacia la ventana, esperando vislumbrar los primeros resplandores de la aurora. Pero en tal época del año, amanece tarde. Hasta las siete no creyó prudente prepararse para partir. La camarera se despertó. Lucila, notando movimiento en la casa, la despidió. Ya no temía nada de Raúl, y necesitaba estar sola para que no se advirtiese su marcha. 258
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Al servirle el chocolate, que dejó, le fue entregado un despacho. Sólo Alfredo podía dirigírsele. Indudablemente anunciaría un retraso imprevisto. Cualquiera que fuese la causa, se felicitó. El temor de Lucila era cruzarse con su marido en el camino. Así, leyó con satisfacción: Consulta de médicos a las cuatro de la tarde. No saldré hasta las ocho de la noche. Te abraza. ALFREDO En el instante la joven se envolvió en un chal, se puso un sombrero obscuro y descendió sigilosamente por una escalerilla excusada, deslizándose junto a las tapias del jardín. Ya en la carretera, y a todo evento, adoptó una última precaución. Una pobre anciana, sentada en el tronco de un árbol, frente a la verja, comía una cebolla cruda con un mendrugo de pan moreno. ¿Se va por aquí a la iglesia, le preguntó? -Todo derecho, señora -contestó la anciana. Cuando Alfredo acababa de almorzar en el reducido comedor de París, resonó violentamente el timbre de la puerta. 259
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El corazón del joven dio un vuelco, primera hora de la mañana, dejó a su padre en mal estado. ¿Le anunciarían nuevas complicaciones? Se levantó de su silla, y su emoción subió de punto al ver aparecer a su esposa. -¡Tú! -exclamó. Ella no contestó; pero se arrojó a su cuello, estrujándole, abrazándole con frenesí. Alfredo no tuvo, ni por un instante, la idea de que fuese un capricho de mujer lo que la indujo a reunirse con él, a toda costa. No desconocía su afecto; pero no se tenía en tanta estima que supusiera ser amado por ella, hasta el punto de padecer por su alejamiento. Tampoco podían ser los celos; la vaga inquietud que incita a sorprender al marido ausente, a asegurarse de la verdad del pretexto que invoca. Lucila, por su carácter, estaba muy por encima de semejantes pequeñeces. Para regresar así, era preciso que la hubiese decidido una causa muy seria. Por otra parte, la efusión de sus abrazos, su mismo aspecto, impresionaron al joven. -¡Vamos, hija mía! -dijo, al fin. -¿Por qué regresas tan inopinadamente? ¿Qué, ocurre? 260
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Ella -palideció, pero contestó en voz firme. -¡Voy a decírtelo! Y sin reticencias, casi brutalmente, tanto se reavivaban en ella la indignación y la cólera, le relató lo sucedido durante la noche anterior. -No he ocultado ni atenuado nada -terminó. -Ten la seguridad, Alfredo, de que si me hubieran faltado las fuerzas; si dominada, vencida, inerte, hubiera cesado de poder defenderme, no estaría junto a ti, no me habrías vuelto a ver viva. Alfredo la escuchó sin hacer el menor movimiento, sin que su semblante se inmutara en lo más mínimo. Al terminar, cayó abatido, sobre su silla, se cubrió el rostro con las manos, y, acodándose sobre la mesa, rompió a llorar. Lucila se desorientó. ¡Cómo! ¿a eso se reducía todo? Durante su viaje, había temblado, asustándose, anticipadamente del efecto que la revelación producirla en su marido ¡un hombre! hubo de violentarse para resolverse, recapacitando que por mucho que la costara su deber era descubrirlo todo a quien depositaba su dignidad y su honor en ella, en su fidelidad. ¡Y aquel hombre se limitaba a llorar! 261
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La joven sintió hundirse la tierra bajo sus pies. ¿Estaría maldita, marcada en la frente por aquella fatalidad original, contra la que su voluntad se sublevaba? Se había comparado con su madre. ¿Se haría preciso extender la comparación? ¿Sería el marido lo que había sido el padre? Alfredo se dominó bruscamente, secó sus lágrimas con un rápido movimiento, y tendió la mano a su mujer. -¡Todo se conjura contra nosotros! -le dijo con amarga, sonrisa. -Dame un abrazo, Lucila. Iba, según manifestó, a buscar a uno de los médicos que debían reunirse a la cabecera del grabador. -Descansa, y espérame -añadió. -Ya te traeré noticias. A las seis volvió tranquilo. Los doctores daban esperanza. Se mostró despreocupado y muy cariñoso con su mujer. Hasta bromeó con ella. De Raúl, de lo acaecido, del contrato a firmar en Amiens, ni una palabra. Lucila no sabía qué pensar. Su marido le propuso dar una vuelta por el bulevar. ¡Cortita, porque tenía que levantarse temprano! Al volver, se acostaron. 262
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La fatiga, el insomnio de la víspera, impidieron a Lucila enterarse de la partida de su marido. No se despertó hasta después de las nueve. Pasada la excitación nerviosa provocada por la escena, que Alfredo tomó, en apariencia, tan filosóficamente, el suceso perdió importancia a los ojos de la joven. Después de todo, no valía la pena de pensar en ello. Se levantó y emprendió, con cierta negligencia, las faenas de la casa. -¿Ha dicho el señor cuándo volvería? -preguntó a la criada. -No ha dicho nada -contestó ésta. Lucila esperó hasta cerca de la una. -Le habrá entretenido su madrastra pensó. Comió por comer, sin apetito, y permaneció indolentemente recostada en su silla. Al dar las dos llamaron a la puerta. -Será Alfredo -se dijo, sin cambiar de postura. Pero la criada entró con el semblante demudado, gritando con voz trémula: -¡Señora!... ¡Ay, señora!... -¿Qué sucede? -El señor... -¡Acaba! 263
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-Le traen... Sin comprender, Lucila se levantó, encontrándose frente a Alfredo, sin sombrero, con el gabán echado sobre los hombros y dejando ver su camisa empapada en sangre. Tenía un balazo en medio del pecho. Ella intentó gritar; pero le faltó el aliento. El lívido, apagada la mirada, sonrió, murmurando para tranquilizarla: ¡No te asustes!; no es nada. Su prematura salida de la mafíana obedeció a que la víspera, después de asistir a la consulta de los médicos, se presentó en casa de Raúl, reservándose enviarle un despacho a Sartignies en caso de no encontrarle. Raúl había vuelto, pensando que si se producía cualquier escándalo, era preferible que fuera en París, donde las cosas pasan inadvertidas entre el tráfago diario. El marido de Lucila tropezó con él en el portal de su casa. Raúl, orondo y satisfecho, se disponía a montar en un carruaje, acompañado por uno de sus amigos. Alfredo se fue hacia él, y sin proferir palabra, fríamente, le asestó dos sonoras bofetadas. 264
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Raúl levantó su bastón para repeler al agresor; pero éste se lo arrebató de la mano y le cruzó nuevamente la cara con él. Los transeúntes se interpusieron, separándolos y el amigo de Raúl arrastró consigo a Alfredo, para convenir una entrevista, en la que cuatro testigos fijarían las condiciones de un duelo. El arreglo fué rápido. Como se ve, se habían batido. Ninguno de los adversarios erró el blanco, pues si bien Alfredo fué tocado en el pecho el proyectil de su pistola deshizo la mandíbula del sobrino de Alejandro. ¿Quién había dicho que aquel obscuro cocovachuelista, no era un hombre? Lucila desesperaba de perdonarse nunca sus aviesos pensamientos. ¡Menospreciar al infortunado y valeroso muchacho, mientras se desafiaba por ella! - Dios mío. Con tal que pudiera salvársele. A la consternación del primer momento sucedió una ansiedad que fué aumentando gradualmente. ¡Si Alfredo muriese! ¿Qué sería de ella, sin él? No trató de contestarse. Le pareció egoísta, formularse tal pregunta. Sólo presertía que sin él, la vida carecería de objeto y de atractivos. 265
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¡Sí! Entonces se dio cuenta de que aquel muchacho, a quien se unió impulsada por la necesidad de desatar los lazos familiares, a quien aceptó sin examen y siguió sin afecto, lo era todo para ella: su alegría, su orgullo, el objeto exclusivo de sus amores. Y existía el peligro de perderle, porque ya se había declarado una fiebre intensa. En toda la noche no cesó el delirio. El médico temía desórdenes internos que no sería, posible apreciar hasta después de la extracción del proyectil, operación que no podía intentarse en aquel momento. Sentada junto al lecho de su marido, Lucila no podía desechar los pensamientos que la hacían presagiar la suerte que la esperaba, desde el punto y hora en que el desventurado muchacho exhalara el último suspiro. Pero supo sobreponerse a su aflicción: se abstuvo de llorar. Era preciso que Alfredo leyera en sus ojos, constantemente, una expresión de absoluta confianza. Cuando la sed despertaba al herido, acudía animosa, solícita como una madre. -¿Imaginas -le decía con dulzura- que no estarían mis ojos anegados en llanto si tu vida estuviera en litigio? 266
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Después de la cura de la madrugada, Alfredo, un tanto calmado, rogó a su mujer que descansara unas cuantas horas. La dolencia sería larga y era preciso consevar fuerzas. Ella aparentó acceder a su deseo. Se acostaría en el sofa de la sala, y la criada le avisaría, si él deseaba algo. Lucila no se acostó. Aparte del cuidado principal que la absorbía, tenía otras muchas cosas de que ocuparse. Había que informarse del estado del grabador, precaverse contra la emoción que su muerte pudiera producir en el ánimo de su hijo, que pedía noticias y quería que se explicase la interrupción de sus visitas. Por otra parte, se necesitaba dinero. Las mujeres, bajo la potestad marital, no pueden negociar valores sin enfadosas formalidades. Finalmente, al fugarse de Sartignies, quedaron allí los equipajes. Cuando proveyese a todas estas atenciones, podría descansar. Lo más urgente para Alfredo, era informarse del curso de la enfermedad de su padre. Lucía tomaría un coche, y a la vez que inquiría noticias, enteraría del accidente a la mujer del grabador. 267
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Cuando acababa de vestirse llamaron. El doctor, sin duda. ¡No! Una mujer, porque se percibía roce de enaguas. ¿Pero, quién? ¡Cora, quizá! ¿Habría sucumbido el viejo Bardi? Al abrirse la puerta, Lucila quedó atónita. Era su madre. ¿Qué buscaría? ¿Qué nueva agresión se propondría? La joven se sintió invadida por una oleada de cólera. Dispuesta a defender su hogar, a aceptar la batalla, clavó su mirada en Ángela. Pero su aspecto la impresionó. Iba extravagantemente ataviada, con un sombrero demasiado lujoso para lo intempestivo de la hora, a medio ceñir un vistoso vestido, echado por encima a toda prisa, y en zapatillas. Sus desgreñados cabellos caían en desorden sobre su rostro descolorido y macilento. Sus pupilas aparecían veladas y su paso era vacilante, como si estuviera ebria. Entró, tomó una silla, se dejó caer a plomo en ella, y sin lágrimas, sin turbación aparente, dijo: -Han detenido a tu padre.
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VIII Los disidentes que, con su retirada provocaron el escándalo de la Asamblea general de la Agencia marítima, mantuvieron su palabra. Recurrieron al tribunal. La antevíspera, los funcionarios judiciales se personaron en el domicilio de la Sociedad, sellando puertas y muebles, incautándose de libros, correspondencia y comprobantes, mientras un comisario de policía, delegado por el juez instructor, realizaba pesquisas en las habitaciones particulares de Alejandro Bernheim, a quien no pudo detenerse por haber levantado el campo so pretexto de ultimar detalles del zarandeado negocio misterioso que de269
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bía, convertirle en dueño de todas las plazas financieras de Europa. Pero no era sólo a él a quien se buscaba. El presidente del Consejo de Administración, menos avisado, fue recluido, a pesar de la fianza que ofreció para obtener su libertad provisional. Como sus jefes, Petitbel estaba guardado bajo llave y si Raúl de Elstange no le acompañaba, era porque su herida lo hacía impoble. ¡No salió muy bien librado el gallardo mancebo! La rotura del hueso no fue limpia. La bala dejó una porción de esquirlas, después de triturarle las carnes y la dentadura. Lo menos que podía sucederle, sería quedar horriblemente desfigurado, condenado a llevar un aparato que encajara el resto del maxilar. ¡Un verdadero desastre! Esperando la captura del principal acusado, la instrucción proseguía sus trámites respecto a los que se suponía cómplices. La investigación sería larga. Las operaciones fraudulentas alternaban hábilmente con las legítimas; se combinaban entre sí. ¡Ruda tarea la de restablecer el carácter de cada una! Brughol no estaba en situación de aclarar nada. No había sido más que un agente secundario, obs270
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curo; un testaferro, a cuya sombra simuló Alejandro numerosas operaciones, que proporcionaron cuantiosas y frecuentes comisiones a Eugenio. ¿Sabía éste que todo aquello era pura farándula? Así parecía deducirse. Se pensaba tener ya pruebas morales. El curso de la instrucción las suministraría, materiales, convincentes, irrecusables. ¿Cómo suponer otra cosa? No había duda respecto a la índole de las relaciones, que toleraba entre su mujer y el director general de la agencia. En defecto de las declaraciones de Petitbel, existían, unidas al sumario, cartas de la esposa de Brughol muy explícitas. No tardaría en confundir al marido. Entretanto, el infeliz estaba encerrado en Mazas. Su calma era sorprendente. Contestaba con placidez inmutable a cuantas preguntas se lo dirigían, negando su participación directa en los hechos. Sólo una vez se inmutó, al leerle una carta de su mujer a Alejandro. Escuchó impasible, pero, al terminar, asomaron a sus ojos dos lágrimas que resbalaron por sus mejillas. -¿Conocía usted la intimidad de su amigo con su esposa? -se le interrogó. 271
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Eugenio sufrió una especie de arrebato. Su rostro se congestionó y sus puños se crisparon. -Si hubiera tenido la certeza... - contestó con acento sombrío. Y sin formular el final de su pensamiento, volvió a calmarse. -Pero, ¿a qué hablar? -prosiguió. -De nada servirían mis excusas. -Tenga usted en cuenta que la demostración de su ignorancia le favorecería. -¡Qué le hemos de hacer! -exclamó. -Que crean lo que quieran. Se le ofreció autorizar a su mujer para que fuese a verle. -¡No! -respondió enérgicamente; -¡no quiero verla!... -¿Y a su hija?... Eugenio prorrumpió en sollozos, moviendo la cabeza negativamente. Angela, recibido el primer golpe, pareció aclimatarse a la situación. De tiempo en tiempo, para subvenir a sus gastos, vendía diferentes objetos, empeñaba otros en el Monte de Piedad, y vivía en el mejor de los mundos, continuando sus visitas y sus paseos, acicalándose 272
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con esmero, comiendo con apetito, a pesar de sentarse sola a la mesa. Cuando recibió la papeleta de citación apenas se conmovió. La esperaba, sin duda, pero no adivinaba, qué podría preguntársele, a qué extremos se referiría su testimonio. ¡Ya lo vería! El día fijado para su comparecencia ante el juez llegó con gran anticipación al Palacio de Justicia. El alguacil a quien presentó la papeleta hizo sentar a Ángela en un banco de madera, ocupado, como tantos otros espaciados a lo largo de las paredes del corredor, por varios individuos que aguardaban pacientemente su turno. Evidentemente, aquel corredor no tenía nada que impusiera; sin embargo, todos permanecían inmóviles, abstraídos de los demás, baja la vista y sin hablar con nadie. En aquel silencio, el menor ruido despertaba una curiosidad especial, mezclada de inquietud latente. Si alguien salía de uno de los despachos, se le examinaba, procurando descubrir sus impresiones; pero él se dirigía rápidamente hacia la escalera, sin mirar en torno suyo, como si le ahogase aquella atmósfera y deseara respirar el aire libre. 273
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Después de larga espera, se abrió la puerta más próxima al banco, dando paso a un fornido mozalbete, a quien Ángela reconoció enseguida. Era un empleado de la Agencia; un compañero de oficina de su yerno, que asistió a la boda de Lucila. Bajó vivamente la cabeza para no ser vista. Precaución inútil. El otro, conmovido sin duda, se fue en línea recta hacia la salida sin levantar la vista. -¡Señora de Brughol! -dijo a media voz el alguacil, saliendo del despacho, al que había sido llamado por un campanillazo. Ángela se levantó, y fue introducida por él en un cuartito cuadrado, meticulosamente limpio. Dos mesas de caoba, adosadas por los bordes, unas butacas, una especie de librería, con cortinillas de seda verde, y un reloj de pared, constituían el mobiliario. El decorado era severo, pero no imponente: un despacho de trabajo, como cualquier otro. Ante cada una de las mesas, estaba sentado un hombre. Al entrar Ángela, uno de ellos, joven todavía, de aspecto distinguido, se levantó, y señalándole un sillón junto a él, la saludó diciendo: -Tenga usted la bondad de sentarse, señora. El otro no se movió. 274
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Entonces comenzó una especie de conversación. El juez resumió los hechos, consultando de vez en vez los folios de la causa. Ni una palabra de Engenio. Todo hacía referencia a Alejandro, a los motivos del proceso, a los actos penables cometidos por él. -¿No tenía conocimiento de ellos, señora? -preguntó cortesmente. -No, señor. El juez no se conformó con la categórica negativa. -Es bien raro -insistió- que no haya usted sabido o sospechado, por lo que pasaba, dada la intimidad de sus relaciones con Alejandro Bernheim. Ella creyó poder darse por resentida y preguntó que carácter se atribuía a tal intimidad. -Juzgue usted por sí misma, señora -replicó el magistrado. Y ojeando el sumario, leyó una de las cartas de Ángela a Alejandro. ¿En qué disposición estaba el día en que la escribió? Era una carta loca, jovialmente licenciosa, que recordaba los detalles cómicos y escabrosos de una entrevista precedente, en la que Alejandro que275
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dó en situación poco airosa, en relación a sus pretensiones. Donosamente, le aconsejaba tónicos y modestia. Contenía, palabras tan crudas, que sólo aparecían indicadas por la inicial. Y le tuteaba desvergonzadamente, de la cruz a la fecha, firmando, como remate, con todas sus letras. -¿Quiere usted más pruebas? -preguntó el juez. -¡No!...¡No! -contestó Ángela. ¿Reconoce usted, pues, sus relaciones con Bernheim? -Sí. -En este caso, debía enterar a usted de sus operaciones. Como negara, el funcionario judicial procedió a la lectura de otra carta, de un estilo diferente. En esta diría reproches a su adorador por su tacañería, por su tardanza en enviarle una suma que necesitaba; era vergonzoso, puesto que acababa de zanjar un importante negocio que le precisaba. El juez la condujo, por este camino, al punto que deseaba; infundió en su ánimo el amor de verse procesada, de ser acusada de complicidad con Alejandro. 276
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El instinto de conservación desató la lengua de la declarante. Remontándose a los primeros tiempos de su matrimonio y descendiendo al momento actual, resumió minuciosamente todas las peripecias de su azarosa vida. Se observaba que no mentía: era el grito de un alma medrosa que espera salvarse por una confesión general absoluta, sin retinencias. El juez estimó prudente suspender el interrogatorio. Era muy fácil que la excitación creciente determinara una crisis nerviosa. -Basta por hoy -le dijo. Ella dispuso a retirarse. -Espere usted un instante -añadió el magistrado. -Se le va a leer su declaración. Ángela escuchó la lectura, horrorizada, y cuando el juez le rogó que firmase, dio un paso atrás. -¡No! -exclamó, con la mirada hosca, y el pecho palpitante, -¡yo no firmo eso! Sería tanto como dar publicidad a todas las ignominias de mi existencia, enterar a todo el mundo de la irregularidad de mi conducta. ¡Prefiero morir! Fueron precisos no pocos esfuerzos para calmarla, para convencerla de que la divulgación no sería indispensable, a menos de que en la vista tratara de desfigurar la verdad, no en lo que a ella con277
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cernía, sino respecto a los hechos, cuyo esclarecimiento se perseguía. Por fin, estampó, maquinalmente, la firma que se le solicitaba, y salió apresuradamente del edificio. Una sola idea subsistía en su cerebro: la de que en la Audiencia caería el velo que ocultaba su pasado, dejando al descubierto sus iniquidades. Tentada estuvo de correr a casa de su hija para hacerle un relato fantástico: para decirle que, por salvar a Eugenio, se había visto precisada a mentir, a declararse amante del director de la Agencia marítima. ¡Pero no era verdad! Que no creyera nada Lucila. Una simple habilidad, para descartar a su padre del proceso. Sobre todo, que no la desmintiera, sería echarlo a perder, condenar a Eugenio. El deber de Lucía era prestarse al complot, compadeciendo y admirando a su madre, que hacía el mayor sacrificio que puede imponerse una mujer honrada. ¡ Calla! ¿Dónde había leído aquello? ¡Ah! ¡sí! En una novela que la hizo llorar. Pues bien; aquel heroísmo, pasaría de la concepción arbitraria a la realidad. Pero no tardó en abandonar el proyecto. 278
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Más valía escaparse. Pero ¿a dónde?...¡Pardiez! Al pueblo en que nació. Allí no se sabía nada de su historia. Justificaría su regreso lo mejor posible... ¡No! Tampoco. ¿Volver a sus orígenes? ¿Vivir entre aquellas gentes humildes? ¿Ella, que había tenido un piso de seis mil francos de alquiler y una quinta en Chaton? ¿Por quién la tomarían? ¡Qué gana de atormentarse! ¿Acaso no contaba con excelentes relaciones? ¿No había hospedado bajo su techo a personajes de calidad? Que se lo propusiera, y se echaría tierra sobre el asunto, quedando todo en tal estado. Entretanto, juzgó una torpeza ocultarse. ¡Al contrario! Prescindiendo del desaliño de su tocado, insensible al frío que se dejaba sentir, se encaminó a los Campos Elíseos y se arrellanó en un sillón, al borde del paseo. Cuando pasaba un carruaje particular, reconocía, a través de los empañados vidrios, a sus amigas, a las damas a quienes había recibido, y las saludaba con elegante desenvoltura... A las dos de la madrugada, su doméstica, cansada de esperar, se acostó. -Habrá quedado detenida por orden del Juez -pensó. -¡Ah! pues no seré yo quien se tome el tra279
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bajo de prevenir a su hija. Que se arreglen. En cuanto amanezca, salgo a buscar otra casa. En realidad, eran demasiadas pruebas para la infeliz Lucila. Su marido en peligro; su padre encarcelado, bajo el peso de una acusación bochornosa; su suegro moribundo. Y como si esto no fuera bastante, había desaparecido su madre. Lo supo a los tres días de la comparecencia de Ángela ante el juez instructor; y después de otros quince de inútiles pesquisas, en averiguación de su paradero, dio con ella, ¡pero dónde y en qué situación! en la enfermería de la cárcel. Los agentes la encontraron dormida y aterida de frío en uno de los macizos de los Campos Elíseos. La despertaron y la interrogaron sin obtener más que respuestas incoherentes, y la condujeron a la prevención, donde se la reaccionó con vino caliente. No llevaba encima ningún documento, nada que pudiera servir para identificar su personalidad. Unos billetes del Banco de Francia y varias monedas de oro y plata, mezcladas con calderilla, sumando un total aproximado, de cuatrocientos francos. La escena desarrollada en el cuartelillo tuvo más de cómica que de trágica. Y provocó la hilaridad de los agentes. La detenida paseaba entre ellos, adop280
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tando aires principescos y calificándoles de Monseñor, Vuestra Alteza, a mi querido Marqués. Se impacientaba si la llamaban señora; quería que se la tratase de Majestad. Se creía la reina. ¿Reina? ¿De dónde? De cualquier parte. ¡Era reina, y se acabó! Un médico, cuyos auxilios se requirieron, no vaciló en su diagnóstico. -Monomanía de grandezas -dijo. -La peor las locuras. ¿Qué habían de hacer de ella? Provisionalmente se la envió a la enfermería de la cárcel, esperaba que la reclamaran. No profirió la menor protesta. Envuelta en sus pingajos, confeccionándose diademas de papel, distribuía gracias entre las enfermas y daba a besar su mano a practicantes y enfermeros a quienes tomaba por dignatarios de su corte. Sola, en un rincón, se figuraba presidir un Consejo de la Corona, censurando acremente a sus ministros imaginarios y pidiendo dinero, siempre dinero. Y cuando creía tenerlo, simulaba repartirlo a manos llenas, riendo a carcajadas, al imaginarse al pueblo abalanzándose sobre las monedas de oro, disputándoselas, atropellándose por hacerlas suyas. 281
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No reconoció a su hija cuando esta fue a verla, limitándose a contemplarla con gran atención, como si un rayo de luz hubiera iluminado momentáneamente su cerebro. Alfredo iba mejorando. El doctor no vio inconveniente en revelarle la doble desgracia de la prisión de Eugenio y del trastorno mental de Ángela. Lloró, pero no por ellos, sino por su mujer, injustamente agobiada por tan rudos golpes. Luego preguntó cuánto restaba de los siete mil francos heredados de la primera esposa del grabador. -Poco más de cinco mil -contestó Lucila. -Infórmate -replicó Alfredo- y abona lo que sea preciso para que admitan a tu madre en una casa de salud. Y, como la joven se callase, agregó: -Cuando se agoten esos fondos, estaré restablecido y trabajaré. ¡No te apures! -A no ser por mí -dijo ella, con los ojos impregnados en llanto-, por haberte, casado conmigo, movido a compasión, no te verías en estos trances. Ni duelo, ni herida, ni ruina, ni sobre todo, la humillación de pertenecer a una familia como la mía... 282
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El le tendió la mano, la atrajo hacia sí, obligándola inclinarse sobre el lecho en que yacía y, depositando un ósculo en su frente, le dijo al oído, con inefable cariño: -Si hubiera de hacerlo de nuevo, te preferiría entro todas...
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IX La primera vez que Alfredo salió a la calle lo hizo acompañado de Lucila y en un carruaje, que le condujo a casa del grabador. Este no se levantaba todavía; pero su cerebro se iba despejando. Conversaba, leía periódicos y comía, sentado en la cama, valiéndose del único brazo sano, con tal que le dieran el alimento dividido en trozos. No quería, que le compadecieran, por considerarlo humillante. Así, acabó por negar acceso a su cuarto a casi todos sus antiguos camaradas. Sólo unos cuantos, contados, disfrutaban de tal privilegio. Un tuberculoso, que se ahogaba tosiendo, 284
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y otro, tan enfermo, que su demacración y su palidez le asemejaban a un espectro. El viejo Bardi pensaba: -¡Estos caducan antes que yo! Y se consolaba. Aún toleraba las visitas de otros dos, porque estaban en la miseria. Y comparándose con ellos, el grabador triunfaba y se regocijaba interiormente. Aquellos cuatro vagabundos se habían obstinado en hacer arte. ¡Pues bien! que le miraban a él, que, reducido a ejercer un oficio, estaba menos enfermo que los primeros y disponía de un pedazo de pan que llevarse a la boca, cosa que no lograban siempre los dos últimos, a pesar de sus humos artísticos. De vez en cuando se complacía en rebajar a éstos, dándoles un par de francos o un traje usado. -¡Anda con Dios y lúcete, señor artista! En otras ocasiones, les compraba sus cuadros a precio vil, para obligarles, como si les hiciera una limosna. Pero cuando estaba en posesión del lienzo, se deleitaba contemplándole y pateaba de envidia, exclamando, en un arranque de admiración furiosa: -¡Tiene talento este sucio!... 285
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Pero no había peligro de que colgara las telas. Las amontonaba en un camarachón, para que nadie las viera, ni por casualidad. A veces le acometían deseos de hacerlas añicos y quemar los restos. El adorno de las paredes lo constituía una, colección de antiguallas desenterradas en sus viajes, firmadas o anónimas. Las había de todas las escuelas, porque había, huroneado por todas partes; en Italia, en España, en ambos Flandes. Poquito, pero gloria pura. Obras ante las cuales, en su opinión, había que quedarse con la boca abierta, so pena de ser un miserable, un asno, un cualquier cosa, que merecía... -¡Cuatro tiros en la mollera! -vociferaba. El disgusto de no haber sido más que un hábil grabador, le hizo ser huraño toda su vida y con todo el mundo, a excepción de Cora, quien, hasta cierto punto, consiguió dominarle a su manera. Como se supondrá, su dolencia no era de lo más apropiado para endulzar su carácter. Por el contrario, estaba hecho un erizo. Huelga, por tanto, decir cómo recibiría a su hijo. -¡Adiós! ¡ya tenemos aquí a don Quijote! Ya sé que fuiste por lana y has salido trasquilado. ¡Bravo, caballero andante!...Mira para lo que te ha servido 286
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casarte, ¡imbécil! ¿Y con quién? ¡Valiente parroquiana! ¡Cómo habra sentido que no te dejaran en el sitio! En el mismo tono le habló del arresto de su suegro y de la locura de Ángela. -¡Vaya una mano afortunada! No necesitas consejeros. ¡Eres capaz de sacar la única víbora de un saco de anguilas! No quiso que se hablara de su salud. -¡Déjame en paz! -gritó. -¡Si he de enterraros a todos! Y formalizándose, pareció recordar algo de que le convenía informar a Alfredo. -¡Estoy más fuerte que tú! -le dijo- a pesar de mi edad, a la que seguramente no llegarás. Pero si el Cielo dispusiera de mi existencia -¡no dirás que no me expreso con finura! -en una palabra, si me largase antes que tú al otro barrio, ¡toma nota! no tendrás derecho a reclamar ni un clavo. -¿Quién te pidió nada? -replicó Alfredo. -Eso se dice muy fácilmente; pero del dicho al hecho...¡Vaya, vaya! ¡quién no te conozca que te compre! -agregó con sorna el grabador. -Ahora dices eso, y luego... 287
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-¡Me ofendes con tus dudas! -exclamó, a su pesar, el joven. -¡Calla, y óyeme hasta el fin! -respondió con aspereza el enfermo- ¿Te atreves a alzarme el gallo porque me ves imposibilitado de soltarte un mojicón? ¡Sólo eso te faltaba! ¡Escucha, te digo! Seré breve. Todos los bienes que poseo, son gananciales. La mitad de ellos, pertenece por tanto, a Cora. Además, le lego en propiedad la cuarta parte de los míos, cuya libre disposición me otorga la ley. Y sin autorizar o autorizado, la dejo en usufructo los restantes, durante su vida. Puesto que te la das de delicado, supongo que no pleitearás, y esperarás a que muera ella, para regodearte a mi costa. ¿Me has entendido bien? Pues adiós y expresiones a la familia. Alfredo había recobrado ya la calma. -Volveré a verte mañana -dijo afablemente. Aquella tranquilidad no afectada, visiblemente sincera, exasperó al paralítico. Sus palabras no habían producido en su hijo el efecto que esperaba. -¡Esta visto! ¡eres un alcornoque! -exclamó. -¿Por qué? -preguntó el joven, sonriendo. -Lo que tienes, te lo has ganado tú mismo, sin auxilio de nadie, y es justo que dispongas de ello a tu voluntad. Hasta mañana, papá. 288
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En el instante de salir Alfredo, volvía Cora de la calle. -¡Hola, chiquillo! -le dijo. -Vengo de tu casa. Veo que continúas siendo buen muchacho, porque la primera visita ha sido para tu padre. Te habrá dicho horrores, ¿verdad? Está... que ní con pinzas. Ya no viene nadie a verle. El día que se muera, irá solo al cementerio. -¡Recontra! -bramó Bardi, golpeando con furor sobre la mesilla de noche, con el único, puño de que podía valerse. -¡Ya tengo dicho que he de enterrar a todos a todos ustedes! Cora se despidió de Alfredo, y éste se reunió, en el carruaje, con su mujer. En el trayecto le repitió la declaración de su padre. No había por qué sorprenderse. Ni uno ni otro contaban con nada de sus respectivas familias. Tomaban, pues, las cosas filosóficamente, como personas razonables, que no esperan la prosperidad sino de su propio esfuerzo. Al volver a casa, el joven encontró una carta dirigida a él, sobre la mesa que lo servía de despacho. La abrió y leyó: Mi querido Alfredo: 289
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Un auto de sobreseimiento me ha devuelto la libertad. Cuando ésta llegue a tu poder, me habré ausentado de París. Te confío a mi pobre Lucila y parto tranquilo. No he querido arrostrar una despedida que hubiera rersultado penosísima. Por si no la viera más, dile que, hasta mi última hora, resumirá el más puro afecto de su desventurado padre. En el estado en que me encuentro, después de haber reflexionado, en las más dolorosas condiciones, no me avengo a rendirme a la fatalidad. He sido el culpable de todo lo sucedido, por no tener valor para esclarecer lo que me atormentaba: pero, si he carecido de inteligencia, si he faltado al respeto que me debía, me sobra corazón. ¿Bastara el resto de mis días para reparar mis debilidades y mis torpezas? Así lo deseo, pero no puedo afirmarlo. Mi triste historia, ya, lo ves, es la de casi todos los que pretenden encumbrarse saliéndose de su esfera. Procura no imitarme. El objetivo respetable, fecundo, no es cambiar de condición, sino mejorarla. No he sabido hacerlo así, y he sido bien castigado. No podía ser de otro modo. La inflexibilidad de 290
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las consecuencias lógicas constituye la justicia divina. Adiós. Permite a mi hija, a mi Lucila, que me dedique un recuerdo cariñoso, y perdona tú, a este desgraciado las tristezas que te ha causado involuntariamente. EUGENIO BRUGHOL ¿Dónde habría ido? Nadie lo sabía, y sus hijos menos que nadie. A los pocos meses, Alfredo leyó en un periódico que el antiguo director de la Agencia marítima había muerto en duelo, en Boston. No consignaba el nombre de su adversario. Sin embargo, Lucila y su marido tuvieron la misma intuición. Eugenio había debido vengarse. La causa se archivó, después de poner en libertad a todos los procesados, contra los que no resultaban cargos concretos. En aquel intervalo falleció el arisco grabador, al saber que uno de sus antiguos camaradas había sido condecorado. Ambos comenzaron juntos la escultura. El otro perseveró luchando contra la miseria, y aunque tarde, sin duda, obtenía el galardón de la cinta roja. 291
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Antes que verlo, Bardi prefirió morir. Esto pintaba su carácter. Su hijo le lloró ingenuamente, porque, al fin y al cabo, era su padre. Lucila le lloró también, porque le lloraba su marido. El envidioso viejo cumplió su palabra, no les dejó ni un clavo. Pero, aunque con economía el joven matrimonio iba viviendo. Al agotarse los siete mil francos, Alfredo aceptó un modesto empleo en las oficinas de una línea férrea. Mil ochocientos francos anuales; cinco diarios. ¡Bah! eran jóvenes. Reducirían los gastos y alquilarían un pisito en las afueras. Alfredo debía posesionarse de su destino al comenzar el mes siguiente. Entretanto, hacían excursiones económicas, después de la comida, íntima y alegre. Una tarde Lucila sintió un vahído y tuvo que sentarse en un café. Un señor que pasaba, reconoció a Alfredo y se acercó a él. -Amigo mío -le dijo-, tengo un encargo para usted. Pase por mi estudio mañana por la mañana. Era el notario del grabador. 292
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-Lo advierto -agregó- que no se trata de nada misterioso ni desagradable. Quiza esté usted enterado. ¿Ha visto usted a su madrastra? -No, señor. El mismo día del entierro de mi padre, partió para casa de una hermana suya, casada con un colono, en el Loiret. Por cierto, que me sorprende no haber tenido noticias suyas. -Yo se las daré a usted. Renuncia la herencia de su difunto esposo. -¿Por qué? -preguntó Alfredo. -¿Acaso ha dejado mi padre deudas ignoradas? -Nada de eso. Todo está liquidado, y resulta un remanente de doscientos mil y pico de francos. -¿Y no los quiere mi madrastra? -No quiere nada. -No lo comprendo -repuso el joven. -¿Me habrá creído dispuesto a suscitarle obstáculos, a discutirle sus derechos, a entablar un litigio? ¡Nada más lejos de mi ánimo! Tranquilícela usted, caballero. Ha cuidado con verdadera solicitud a mi padre, le ha guardado respeto y afecto, y le estoy profundamente reconocido. Yo mismo le debo cariñosas atenciones, y no he de regatearle nada. Sobre todo, la voluntad de mi padre es ley para mí, para nosotros -concluyó, volviéndose hacia su mujer. 293
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-Esta bien -contestó el notario-, la expondré cuanto usted me indica. Pero mejor sería que se lo dijera usted mismo. -¡Buena idea! exclamó alegremente Alfredo, -¿Quieres que vayamos a darle un abrazo, Lucila? Al día siguiente, ambos jóvenes descendían en una estación próxima a Orleáns. Había que recorrer dos kilómetros para llegar al cortijo del cuñado de Cora. -¡En marcha! Y echaron a andar, siguiendo senderos bordeados de zarzas y retamas, reverdecidas por los primeros albores primaverales. El ambiente estaba saturado de deliciosas fragancias, que una ligera brisa esparcía por oleadas sucesivas y que la joven aspira a con frición. Ya se divisaba el pueblo. ¿Dónde estaría el cortijo? -Se encuentran ustedes frente a él -se les respondió. Y sin más preámbulos, la joven pareja flanqueó el portón y atravesó un vasto corral, lleno de patos, ánsares y gallinas, que parecían mirar recelosamente a dos gatazos atigrados que se arrebujaban sobra sus patas. 294
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Alfredo y Lucila no tuvieron tiempo de llegar a la casa. La corpulenta Cora, en enaguas y en chancletas, con el cabello enmarañado, salió presurosamente a su encuentro, radiante de júbilo, llorando y riendo a la vez. Detrás marcaba, curiosa y simpática, la cortijera, hermana de Cora, el colono, la prole, numerosa por cierto, criados y gañanes. Iban a sentarse a la mesa. Los viajeros no se hicieron rogar. Comida sana y abundante -un verdadero festín, rociado con un excelente mostillo. Terminado el agape familiar, los jóvenes se llevaron aparte a Cora. -Tenemos que hablar -dijo Alfredo a la viuda. -Te veo venir -replicó ésta, prorrumpiendo en franca risotada. -Has conferenciado con el notario y vienes a sermonearme. Lo esperaba, porque me precio de conocerte; pero es predicar en desierto, hijo mío. Los bienes de tu padre son tuyos, y no los quiero. ¡No! ¡no quiero absolutamente nada! Me avergonzaría. Además, ¿qué voy a hacer de ese dinero? Sería un quebradero de cabeza para mí. Me reprocharía vivir demasiado y tardar en restituírtelo. No te inquietes, Alfredo, porque tampoco necesito nada. La mitad del cortijo es mía: lo heredamos mi 295
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hermana y yo de uno de nuestros tíos, y me basta. ¡En fin! -concluyó-, no hablemos más. Acepta y me darás una satisfacción. Así, nadie podrá sospechar que me casé con tu padre por interés, como tantas otras que embaucan con sus carocas a un viudo para robarle el dinero de sus hijos. Tengo el orgullo de haberle amado gratis. -¿Y si viniese usted a vivir con nosotros? -observó Lucila. -A París, no -contestó Cora. Conversando, habían salido al campo. A poca distancia, se elevaba una sencilla casita, adjunta a otro cercado. -Mira -dijo Cora a su hijastro. -Compra esa finca, para pasar los veranos. Con noventa mil francos te quitas el amargor de la boca; quiza con menos, pagando a toca-teja. Produce una renta de tres mil quinientos. Las habitaciones particulares del propietario están muy bien amuebladas, y creo que te gustará todo. Además, si te conviene, puedes cultivar los terrenos por tu cuenta, cuando termine el arrendamiento. Esto no tiene ningún lance: yo te enseñaré. Pero una vez puestos al corriente, ya no serviría más que de estorbo, a no ser que viniese algún rorro, lo cual me parece que va para largo. 296
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Lucila se fue a ella, rebosando alegría, y le echó los brazos al cuello. -Si sólo consiste en eso, -le dijo-, queda convenido que no se separara usted de nosotros. En octubre último, Lucila y su marido, acomodados en la muralla de la escollera del Havre, seguían con la mirada un vaporcillo que abordaba, en la rada, a un correo de la línea de Nueva York. La marea era baja, y la embarcación, por su gran porte, no podía atracar. El vaporcillo se destacó al poco rato, repasando la barra. Su cubierta iba atestada de viajeros. Multitud de personas saludaban su llegada, llamándoles por sus nombres y agitando los pañuelos. Al desembarcar, uno de los pasajeros, anciano con luenga barba blanca, se detuvo, escudriñando entre la muchedumbre. Lucila se abalanzó a él, estrechándole con efusión. Luego, tomando en sus brazos a un chicuelo de cuatro años, mofletudo y tostado por el sol, que Cora tenía de la mano, le depositó en los brazos del recién llegado. El niño, adiestrado sin duda, dijo con su atiplada vocecilla: 297
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-Buenos días, abuelito... Si al pasar por el pueblo, del que no han vuelto a salir, se pregunta quién es aquel anciano, a quien zarandea un rapazuelo, contestará todo el mundo, sin vacilar: -Es el padre de Lucila, la mujer de Alfredo.
FIN
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