Malcriar al muchacho
Howard Fast
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Malcriar al muchacho
Howard Fast
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La primera mañana que papá se marchó, traté de montarme en una de las mulas. No creí que hubiera ningún mal en ello, ya que las mulas no estaban ensilladas. Pero Maude se lo dijo a mamá, y mamá me dio una paliza. Mamá estaba en el carro y no me hubiera visto. Le dije a Maude que me acordaría. Papá se marchó a eso de las seis, mientras mamá estaba aún durmiendo. —¿Vas en busca de carne? —le pregunté—. Llevaba su rifle. Papá asintió. —¿No puedo ir contigo? —Quédate con mamá, hijo —me contestó—. No está muy bien. —Dijiste que me llevarías a cazar... —Quédate con mamá, hijo. Maude se levantó unos minutos después. Aún se veía a papá, que semejaba un puntito negro en la pradera. Se lo señalé a Maude. Le dije: —Mira, por allí va papá. Ha ido de caza. Maude se estaba peinando y no me prestaba la menor atención. Entonces traté de montarme en la mula. Papá nunca me dejaba montar en su caballo. Había pagado por él cuatrocientos dólares. Mamá decía siempre que podríamos vivir un año con lo que había costado aquel caballo. Maude despertó a mamá. Mamá era una mujer alta y delgada, con un eterno aire de fatiga. No se encontraba bien. Se veía en seguida que no se encontraba bien. —Dave, bájate de la mula —me dijo—. ¿Dónde está papá? —Se ha marchado a cazar. —Ven aquí. No sé cómo voy a meterte en la cabeza que debes portarte bien —me acerqué y me dio unas cuantas bofetadas—. Deja en paz a las mulas. ¿Cuándo ha dicho que estaría de regreso? No podemos quedarnos aquí. —No ha dicho nada. —Trae unos cuantos troncos para el fuego —me dijo mamá—. En mi vida había visto un chico más desvergonzado que tú... Pero no lo dijo del modo que lo decía siempre, como si deseara verme desaparecer. Parecía demasiado cansada como para preocuparse realmente por mis travesuras. Con mamá salía a paliza diaria. Decía que yo era malo..., mucho peor de lo que cabe esperar de un chiquillo de doce años. A esa edad los chicos no suelen ser tan malos. —Así aprenderás a dejar a las mulas en paz —me dijo Maude. —Cállate la boca —le repliqué. Maude tenía quince años y era muy bonita. Tenía un pelo sedoso y una cara fina y delicada. Mamá decía que algún día Maude se convertiría en una dama. De mí, en cambio, no esperaba nada bueno.
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Decía que yo sería como papá. Me alejé del carro en busca de los troncos. Papá ya se había perdido de vista, y por donde él se fue la pradera era una extensión amarillenta y parduzca con unas amenazadoras nubes encima. A mí me asustaba estar solo en la pradera. Papá se reía de mis temores y decía que la pradera era lo más hermoso del mundo. Pero a mí me daba miedo. Llevábamos una semana en la pradera. Papá decía que en pocas más llegaríamos a Fort Lee, hacia el Oeste. Decía que si conseguía reunir un rebaño de ovejas se establecería allí definitivamente. Pero mamá no creía mucho en sus palabras. Regresé junto al carro y empecé a encender el fuego. Mamá estaba dentro del vehículo y Maude se había instalado en el asiento del conductor. —Ya podrías bajar a echarme una mano —le dije a Maude. —No veo que estés tan agobiado de trabajo —replicó. —Sería mejor que aprendieras a callarte la boca. Desde el interior del carro, mamá gritó: —¡Ten cuidado con lo que dices, Dave, si no quieres que baje a repetir la función! —Eres un salvaje —me dijo Maude. —Ya me las pagarás —murmuré. Me acerqué al barrilete, saqué un poco de agua y la puse a hervir. Por el sonido me di cuenta de que quedaba muy poca. Papá había dicho que no tardaríamos en encontrar algún manantial. Cuando el fuego estuvo encendido, dirigí una mirada al cielo. Era una inmensa copa de azul ardiente, cruzada únicamente por un zopilote que giraba lentamente, como un pez que estuviera nadando. Me olvidé de todo. Me quedé contemplando el zopilote. Mamá bajó del carro. —Eres igual que tu padre —exclamó—. Perezoso y malo. Su rostro se había endurecido. Durante las últimas semanas apenas había sonreído y ahora parecía que no volvería a hacerlo nunca más. —Y un fresco —añadió Maude. Puse el agua en el fuego sin decir nada. Mamá volvió a subir al carro. Antes de meterse dentro me recordó: —Abreva a las mulas. Fui hacia el barrilito. Sabía que no había bastante agua para las mulas. Esperaba que papá no tardaría en regresar; sentía un miedo extraño y terrible de lo que podría ocurrir si no volvía pronto. Dirigí una ansiosa mirada a la pradera. Papá tenía comezón en los pies. Mamá decía que yo estaba creciendo del mismo modo: con una comezón en los pies. Mamá se lamentaba siempre de haberse casado con un hombre que tenía comezón en los pies. A veces decía que era a consecuencia de la guerra, que después de la guerra entre el Norte y el Sur los hombres habían quedado
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destrozados o con un insaciable afán de andar, como papá. Siempre hacia el Oeste. Nosotros vivíamos en Columbas. Luego nos trasladamos a St. Louis; después a Topeka. Papá no podía estarse quieto en ninguna parte, y mamá se mostraba cada vez más preocupada. Decía que una tierra salvaje no era un lugar adecuado para educar a unos niños. Papá no le hacía ningún caso. Cuando marchábamos hacia el Oeste se convertía en una persona completamente distinta. Mamá nunca se quejaba a él. Se desahogaba conmigo. Les di a las mulas una mezquina ración de agua. Mamá se asomó para advertirme: —No les has dado bastante agua. —No hay más —dije. —¡No mientas! —exclamó mamá. Y me dio un coscorrón. —Siempre está mintiendo —opinó Maude—. Es incorregible. Mamá se quedó mirándome un momento con expresión lúgubre; luego empezó a preparar el desayuno: gachas y bizcocho. —Un poco de carne fresca nos sentaría bien —dijo. Se quedó contemplando la pradera, tal vez preguntándose cuándo regresaría papá. Yo sabía cuan preocupada estaba por él. Hablaba mucho de los hombres que tenían comezón en los pies, pero no eran más que palabras. Después de desayunar di un poco de avena a las mulas y Maude fregó los platos. Me quedé mirando a Maude y ella sabía lo que significaba mi mirada. Pero no se preocupaba por ello, por lo menos mientras mamá me tuviera al alcance de su mano. —No creo que tarde en regresar —dijo mamá. Y trepó al carro. Era una carreta enorme, de las llamadas de carga, con un gran toldo de lona. Maude advirtió: —Vas a dejarme en paz. —Te dejaré en paz —le dije a Maude—. Voy a dejarte en paz. Tal vez sepas lo que le pasa a mamá... —Nada que te importe —me interrumpió Maude. —Me importa mucho, ¿sabes? —No eres más que un chiquillo. Me dirigí a la parte trasera del carro y cogí la carabina de papá. Era la que había utilizado durante la guerra, una carabina de caballería, de cañón corto. Mamá me vio; asomó la cabeza y pude oír su fatigosa respiración. Me preguntó: —¿Viene ya papá? —Todavía no. —Bien, en cuanto regrese me avisas. Y no hagas ninguna diablura. —No, mamá.
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Me senté enfrente del carro y me dediqué a limpiar el arma con un trozo de trapo. Maude me estaba contemplando. Finalmente, dijo: —Voy a decirle a mamá que estás haciendo el tonto con la carabina de papá. —Será mejor que cierres el pico. Mamá se quejó en voz baja, y Maude y yo volvimos la cabeza y nos quedamos mirando hacia el carro. Sentí que un escalofrío recorría mi espina dorsal. ¿Dónde estaba papá? Ya era tiempo de que hubiera regresado. Dejé el arma en el suelo y di una vuelta alrededor de la carreta. En un círculo, la pradera se alzaba y caía como un mar de susurrante hierba amarillenta. Allí no había nada, ningún ser viviente. Maude estaba llorando. —¿Por qué no ha regresado papá? —murmuró. No le contesté. Creo que se me ocurrió por vez primera que papá podía no volver nunca. Sentí deseos de echarme a llorar. Sentí deseos de esconderme en un rincón y echarme a llorar. Hacía mucho tiempo que no me había sentido tan pequeño. Sería un consuelo que mamá me diera unos cuantos azotes. Cuando a uno le dan unos azotes se da cuenta de que es un chiquillo y de que no tiene que preocuparse por nada. Le dije a Maude: —Sube al carro y quédate con mamá. —No tienes por qué darme órdenes. —De acuerdo. Le volví la espalda. No se saca nada discutiendo con chicas de esa edad. Entonces Maude subió al carro y se metió dentro, la oí llorar, y oí que mamá le pedía: —Deja de llorar de una vez. Cargué la carabina. Desaté una de las mulas, monté en ella y empecé a cabalgar por la pradera en la dirección que había tomado papá. No sabía lo que iba a hacer, pero sabía que ya era hora de que papá estuviera de regreso. No resultaba fácil cabalgar en la mula sin ensillar. Las mulas son unos animales muy extraños. Avanzábamos muy despacio. Me alegré de que mamá y Maude estuvieran en el carro, ya que de no ser así probablemente lo hubiera pasado mal. Al cabo de media hora el carro era solamente una diminuta mancha negra. Miré hacia el sol para recordar la dirección que había tomado. Luego, una elevación del terreno ocultó la carreta. Seguí adelante. Sabía que si me detenía, aunque sólo fuera un instante, me echaría a llorar. Vi un coyote. Parecía un perro y se quedó mirándome. Pasó un antílope muy cerca de mí, contra el que pude haber disparado. Pero no quise arriesgarme a hacer fuego. Quizá fallase el tiro y quién sabe lo que sucedería entonces.
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Encontré a papá. Creo que había estado cabalgando durante una hora cuando le vi caído en el suelo. Un zopilote bajó en línea recta hacia nosotros y se me hizo un nudo en la garganta al pensar que podía atacarme. Pero el pajarraco volvió a remontar el vuelo. Bajé de la mula y eché a andar lentamente. Papá estaba muerto, desde luego. Quizá hubieran sido los indios, y tal vez no fueron ellos; lo ignoraba. Le habían disparado cuatro balazos y su rifle había desaparecido. El zopilote volvió a descender hacia nosotros; disparé contra él. El retroceso de la carabina me lastimó el hombro. Me acordé de que papá decía siempre que yo era un esmirriado. Decía que no iba a crecer más. Tal vez por eso no lloré. Me aparté unos pasos de allí y me senté. No miré a papá. Traté de recordar dónde estábamos, lo que él me había dicho acerca de dirigirnos siempre hacia el Oeste. Cuando pensé en mamá, me sentí asustado. La mula se acercó a mí y refregó su hocico contra mi hombro. Me alegré de que la mula hubiera permanecido allí. De no haber estado, no sé qué es lo que hubiera hecho yo. Había que enterrar a papá. Sabía que a los hombres hay que enterrarlos, pero yo no podía hacerlo. El suelo de la pradera era de barro reseco, cocido. Regresé al lugar donde estaba mi padre y me incliné sobre él; creo que fue la cosa más difícil que había hecho en toda mi vida. Puse en orden sus ropas. Le quité las botas. Los hombres del Oeste siempre estaban hablando de morir sin las botas puestas. No sabía qué querían decir con ello, pero pensé que papá estaría contento si no llevaba las botas. Luego monté en la mula y emprendí el camino de regreso hacia el carro. Traté de no pensar que sólo tenía doce años. Si uno se dedica a pensar que no es más que un chiquillo, está perdido. Cuando llegara, mamá me iba a propinar una buena azotaina. La mula debía de haber encontrado el camino de regreso, ya que marchaba sin que yo la dirigiera. Dejé las riendas sueltas y permití que avanzara a su antojo. Y entonces vi la carreta. Pensé: "No puedo decírselo a mamá ahora..., quizá más tarde". Nadie me había hablado nunca de esas cosas, pero yo sabía que, de momento, no debía decírselo a mamá. Creo que lo comprendí de un modo instintivo, pero sabía que papá ya no importaba. Sólo la vida importaba entonces y la vida resultaba tan frágil cual un remolino de polvo en la llanura. Era como una pesadilla pensar en la inmensidad de la pradera y en lo solos que estábamos. Al acercarme al carro vi que Maude y mamá estaban de pie junto al vehículo. En el rostro de mamá pude leer lo preocupada que había estado por mí. —¡Aquí está! —gritó Maude. Mamá dijo:
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—Estoy convencida de que no hay nada que hacer contigo, Dave. Baja de la mula. Obedecí. Volví a atar la mula. Procuré que mi cara no reflejara nada de lo que había visto. Me acerqué a mamá. —¿Dónde has estado? —me preguntó. —Cazando. —No tienes remedio. Ven aquí. Me dio una bofetada no demasiado fuerte. Sospecho que estaba llegando al límite de sus fuerzas. Me eché a llorar, pero mis lágrimas no tenían nada que ver con el coscorrón que acababa de recibir. Había recibido correctivos mucho más severos sin abrir siquiera la boca. Pero el llanto me pareció que rompería la tensión que había en mi interior y le di rienda suelta. Me senté con la espalda apoyada en una de las ruedas del carro. Maude pasó por delante de mí para decirme: —Así aprenderás... Me limité a mirarla sin contestar. Saqué mi navaja y empecé a raspar una de las tablas del carro. Luego, mis ojos se fijaron en el barrilito de agua. Me levanté y me acerqué al lugar donde estaba mamá de pie, mirando hacia la pradera en la dirección en que papá se había marchado. Sin volverse, me preguntó: —¿Has visto alguna señal de tu padre? —No. El sol era ahora un disco rojo que bañaba en fuego toda la pradera. Comprendí lo que mamá sentía en aquel momento; sabía lo que era la soledad. —Enciende el fuego —me dijo—. Debí imaginar que no tenía bastante sentido común para regresar pronto. Un hombre como tu padre es el peor regalo que puede tocarle a una mujer. Empecé a encender el fuego. Cuando cogí agua para las gachas, el barrilito estaba casi vacío. No le dije nada a mamá. Preparaba la cena lentamente, de un modo desmañado, y Maude la miraba asustada. Mamá volvió la vista hacia el Oeste. —Pronto se hará de noche —dijo—. Papá llegará de un momento a otro. Pero yo estaba seguro de que no creía lo que estaba diciendo. —Seguramente —asentí. Comimos sin apenas hablar. Mamá muy poco. En cuanto hubimos terminado volvió a meterse en el carro. Maude estaba diciendo: —No sé cómo voy a fregar los platos sin agua. Trae un poco de agua, Dave. —No hay —respondí. Maude se quedó mirándome con ojos asustados. Había oído contar
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muchas historias, lo mismo que yo, acerca de caravaneros que se habían quedado sin agua. Abrió la boca para decir algo. —¿Qué le pasa a mamá? —le pregunté en voz baja, señalando hacia el carro. —¿Por qué no ha regresado papá? —No tiene sentido pensar en papá, puesto que no está aquí. ¿Qué le pasa a mamá? Maude sacudió la cabeza. —No tienes por qué asustarte —le dije—. Asustarse no sirve de nada. De todos modos, ya hemos pasado lo peor de este viaje. —¿Dónde está papá? —susurró Maude—. ¿Qué ha sucedido? —¿Cómo puedo saber lo que ha sucedido? Las chicas me ponen enfermo. Sois insoportables. Me dirigí de nuevo hacia el barrilito del agua. Lo sacudí, con una estúpida esperanza, sin tener ningún motivo para albergarla. Sabía que estaba casi vacío. Teníamos mucha comida —carne ahumada, harina y judías—, suficiente para un mes. Pero mamá necesitaría agua. Maude estaba llorando. —¿Por qué no te vas a la cama? —le propuse. —No eres nadie para darme órdenes. —Bueno, vete a la cama —dije—. Puedes dormir con mamá. Yo me quedaré aquí. —No eres lo bastante mayor para quedarte aquí solo —comentó Maude, pero yo sabía que estaba asustada por la idea de encerrarse en el carro con mamá. Sabía lo que sentía, y no se lo reprochaba porque al fin y al cabo era una chiquilla. Me hubiera gustado poder decírselo, ya que los dos nos habríamos sentido mucho mejor. Pero no podía. —Ya soy lo bastante mayor —repliqué. En el interior del carro mamá gruñó, mientras que a lo lejos, en la pradera, se oyó el aullido de un coyote. No hay nada que me impresione tanto como el aullido de un coyote. Yo estaba temblando y me di cuenta de que Maude deseaba quedarse a mi lado. Pero comprendí que aquello no hubiera servido de nada. —¡Métete en el carro de una vez! —grité. Temí que mamá pudiera oírme. De ser así, nadie me hubiera librado de una tanda de azotes. Pero no me oyó. Maude me miró sorprendida. Luego, sin decir palabra, se metió en el carro. Me quedé solo. Estaba oscureciendo rápidamente. En el cielo había un pálido reflejo de la luz del sol, pero no tardaría en ser de noche. Me acerqué al vehículo y cogí una de las mantas de las mulas. Era una noche cálida, veraniega. Decidí tender la manta debajo del carro y tumbarme allí. Oí a Maude recitar sus oraciones dentro de la carreta, pero ningún
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sonido procedente de mamá. Yo no pude decir mis oraciones. Habitualmente, mamá se encargaba de que lo hiciera, pero en aquellos momentos no podía pronunciar una sola palabra. Lo intenté, abriendo la boca, pero fue inútil. Traté de recitarlas mentalmente. Traté de no pensar en papá. Me envolví en la manta, dejando la carabina al alcance de mi mano. Me parecía que era una parte de papá y todo lo que me había dejado. No podía dormir. Lo intenté durante largo rato, pero me fue imposible. Era completamente de noche y no había luna. Las mulas se movían inquietas; probablemente porque deseaban beber. Creo que me amodorré un poco. Cuando de nuevo abrí los ojos, la luna empezaba a salir, hinchada y amarilla. Un escalofrío recorrió mi cuerpo. Poco a poco, los acontecimientos del día volvieron a mi memoria, mucho más reales de lo que habían sido a la luz del sol. Mientras estaba allí tumbado, pensando, oí el rumor de cascos de caballos. Al principio no presté mucha atención, y sólo adquirí conciencia de ellos cuando las cabalgaduras se recortaron en la oscuridad: eran dos, con sus correspondientes jinetes. Avanzaban lentamente. Los jinetes estaban iluminados por la luz de la luna, y yo estaba oculto en la sombra del carro. No podían verme. Se detuvieron a una docena de yardas del vehículo erguidos en sus caballos y mirando las mulas. Las mulas se movieron inquietas. Cuando comprobé que eran indios no pude moverme: me quedé allí tendido mirándoles. Iban desnudos hasta la cintura y el pelo les caía en dos largas trenzas encima de los hombros. Los dos llevaban rifle. Pensé en papá. Pensé en gritar para despertar a Maude y a mamá. Pensé: "Si han disparado contra papá..." Estaban desatando las mulas. Cogí la carabina y di media vuelta sobre mí mismo hasta quedar con el vientre apoyado en el suelo. Uno de los hombres había desmontado y se estaba acercando al carro. Llevaba el rifle en una mano y un cuchillo en la otra. Le apunté al centro del pecho y oprimí el gatillo. Recuerdo el sonido del disparo en medio del silencio de la pradera. Dentro del carro, alguien gritó. El indio se detuvo en seco, pareció mirarme, se bamboleó un poco y cayó al suelo. También recuerdo el agudo dolor que sentí en el hombro a causa del retroceso de la carabina. El caballo del otro jinete se encabritó. El hombre que lo montaba disparó contra mí. El proyectil se estrelló a unos centímetros de mi cabeza, llenándome el rostro de arena. Yo tenía unos cuantos cartuchos en el bolsillo y traté frenéticamente de volver a cargar el arma. Los proyectiles se deslizaban a través de mis dedos. Entonces el indio se marchó. Cogió al otro caballo de las riendas y oí el ruido de sus cascos mientras se alejaban por la pradera. Solté la
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carabina. El hombro me dolía terriblemente. Dentro del carro, Maude estaba llorando y mamá gruñía. Salí de debajo del carro. El indio había caído de espaldas, con el malévolo rostro mirando al cielo. Me quedé de pie a su lado contemplándole. Maude salió del carro. —¿Qué pasa? —preguntó. Entonces vio al indio y empezó a chillar. —Nada —dije—. He disparado contra él. Maude estaba como petrificada, tapándose la boca con la mano. —Será mejor que vuelvas a meterte en el carro. Sospecho que es el que ha matado a papá. Pero no se lo digas a mamá. Maude sacudió la cabeza. Mamá se estaba quejando. —No puedo entrar en el carro —dijo Maude. —¿Por qué? Y entonces lo supe. Debí imaginármelo por el modo como mamá se estaba quejando. Me acerqué a Maude y la abofeteé. Ella no pareció darse cuenta. Volví a abofetearla. —Vete con mamá... —No puedo..., está oscuro. —¡Vete con mamá! —grité. Cogí uno de los fanales de la carreta y lo encendí. Ahora ya no temblaba. Le di el fanal a Maude y repetí: —Vete con mamá. Maude trepó al carro llevándose el fanal. Entonces me eché a llorar. Me acurruqué debajo del vehículo apretando la carabina entre las manos mientras me caían las lágrimas. Finalmente, me forcé a salir de mi escondrijo y acercarme al indio. El rifle que llevaba estaba medio oculto debajo de su cuerpo. Tiré fuertemente del arma: era la de mi padre. No sé cuánto tiempo permanecí allí de pie con el rifle en la mano. Luego lo puse debajo del asiento, junto a la carabina. No quería mirar al interior del carro. Desaté las mulas. Uncirlas al vehículo fue una tarea muy difícil. Pero conseguí llevarla a cabo. Al final me dolía todo el cuerpo, aunque no tanto como el hombro. Me encaramé al asiento del conductor. Las cortinas estaban echadas y no podía ver el interior de la carreta, pero la luz seguía encendida. Cogiendo el látigo de papá, lo descargué sobre el lomo de las mulas. Había visto hacer aquello a papá muchas veces. El látigo tenía catorce pies de longitud y me resultaba difícil manejarlo, pero las mulas empezaron a moverse. Tenían que seguir moviéndose. Teníamos que encontrar agua. Por la noche, bajo la luna, la pradera era negra y plateada al mismo tiempo. Y no me asustaba tanto como a la luz del día. Estaba allí sentado sin pensar en nada concreto, consciente del cambio que se
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había operado dentro de mí. Seguimos adelante. Mantuve las mulas a un paso lento para que el carromato no se moviera demasiado. Me sentía muy cansado y al cabo de un rato ya no tuve que utilizar el látigo. Luego Maude salió del interior del vehículo y se sentó a mi lado. Me miró y la miré, pero no dijimos una sola palabra. Maude se acercó más a mí. Arreé las mulas. Dentro del vagón se oyó un llanto que no era el de mamá. Al oírlo me eché a temblar. —Tenemos que encontrar agua pronto —le dije a Maude. Ella asintió maquinalmente. Me amodorré un poco. Pasé toda la noche amodorrado y al amanecer me quedé dormido. Maude me despertó. El carro estaba inmóvil y el sol había empezado a elevarse en el horizonte. Las mulas se habían detenido a la orilla de un arroyo bordeado de chopos hasta donde alcanzaba la vista. Maude me indicaba el agua. —No empieces a llorar ahora —le dije, frotándome los ojos. —No tengas miedo —me tranquilizó Maude. Mamá me llamó con voz no muy alta: —Dave, ven aquí. Entré en el carro. Mamá estaba en la cama rodeando algo con su brazo izquierdo. Lo miré. —¿Sabes lo que es? —me preguntó mamá. —Desde luego. Es un niño. Las niñas no sirven para nada. Mamá estaba llorando..., pero no mucho. —¿Dónde estamos? —me preguntó. —Hemos estado viajando toda la noche. Nos encontramos a la orilla de un río. Creo que no tendremos que preocuparnos por el agua. —Toda la noche... ¿No ha regresado papá? Murmuré lentamente: —Anoche maté a un indio, mamá. Llevaba el rifle de papá. Entonces se quedó mirándome y yo permanecí en pie delante de ella, apoyando alternativamente el peso de mi cuerpo sobre cada uno de mis pies, deseando echar a correr. Pero me quedé allí. Pasaron casi cinco minutos, y mamá no pronunció una sola palabra. El niño empezó a llorar. Entonces mamá me preguntó: —¿Has ensillado las mulas? —Sí. Maude no me ayudó... Mamá dijo: —No te metas con Maude. Deja en paz a Maude si no quieres vértelas conmigo. Nunca había visto a un chico tan buscalíos como tú. —Sí, mamá —asentí. —Eres igual que tu padre —susurró mamá—. ¡Dios mío! ¡Pobre de la mujer que tropieza con un hombre así!
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No supe qué decir. Mamá me preguntó: —¿A dónde vamos a ir ahora? —Hacia el Oeste. Nos faltan por recorrer unos centenares de millas. No será difícil. Papá dijo... Mamá me estaba mirando, con los labios temblorosos. Nunca la había visto mirarme de aquel modo. Deseé ocultar mi cabeza en su regazo, descansar allí. Pero no podía hacerlo. Continué: —Papá me dijo que íbamos hacia el Oeste. Y salí del carro. Me senté en el suelo, con la espalda apoyada en una de las ruedas, contemplando el río. Le dije a Maude: —Con un niño... un hombre está más divertido.