M E M O R I A S P O S T U M A S D E B L A S C U B A S J O A Q U I N M A R I A M A C H A D O D E A S I S
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MEMORIAS PÓSTUMAS DE BLAS CUBAS
Al gusano que primero ha roído las frías carnes de mi cadáver dedico con nostálgico recuerdo, estas Memorias póstumas
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JOAQUÍN MARÍA MACHADO DE ASIS
Al lector Que Stendhal confesase haber escrito uno de sus libros para cien personas, es algo que asombra y consterna. Lo que no asombrará, ni probablemente consternará a nadie, es que este otro libro no alcance los cien lectores de Stendhal, ni cincuenta, ni veinte, y cuando mucho diez. ¿Diez? Quizá cinco. Se trata, ciertamente, de una obra extraña, en la cual yo, Blas Cubas, si adopté la forma libre de un Sterne o de un Xavier de aistre, no sé si le he Inyectado algunas experiencias del pesimismo. Puede ser. Es obra de difunto. La escribí con la pluma de la alegría y la tinta de la melancolía, y no es difícil prever lo que podrá resultar de este connubio. Claro está que la gente grave hallará en mi libro apariencias de pura novela, en tanto que la gente frívola no encontrará en él su novela habitual; y helo aquí privado de la estima de los graves y el afecto de los frívolos, que son las dos columnas básicas de la opinión. Mas yo espero, aún, atraer su simpatía, y un medio eficaz para ello es huir del prólogo largo y explícito. El mejor prólogo es el que contiene menos informes, o el que los da en forma obscura e Incompleta. En consecuencia, evito contar el proceso extraordinario que empleé en componer estas Memorias, elaboradas aquí, en el otro mundo. Sería extenso, nimio é Innecesario para el mejor entendimiento de la obra. La obra, en sí misma, es todo. SI te agrada, culto lector, mi tarea resultará pagada; el no te agrada, te pagaré con un papirotazo; y adiós. Blas Cubas 4
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I Fallecimiento del autor Algún tiempo vacilé si debía abrir estas memorias por el principio o por el fin; esto es, si pondría en primer lugar mi nacimiento o mi muerte. Aunque sea habitual empezar por el nacimiento, dos consideraciones me llevaron a adoptar distinto método: la primera, que yo no soy propiamente un autor difunto, sino un difunto autor, para quien el sepulcro es una cama más; la segunda, que el relato resultará así más novedoso y agradable. Moisés, que también contó su muerte, no lo hizo en el Introito, sino al final; diferencia radical entre este libro y el Pentateuco. Yendo al grano: expiré a las dos horas de la tarde de un viernes del mes de agosto de 1869, en mi hermosa quinta de Catumby. Contaba unos sesenta y cuatro años, ricos y prósperos; era soltero, poseía cerca de trescientos contos, y fui acompañado al cementerio por once amigos. ¡Once amigos¡ Verdad es que no hubo tarjetas ni anuncios. Acaeció que llovía; mejor dicho, tamizábase una llovizna menuda, triste y 5
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constante; tan constante y triste que Indujo a uno de aquellos fieles de la última hora a intercalar esta ingeniosa idea en el discurso que pronunció a la vera de mi fosa: "¡Vosotros que lo conocisteis, señores míos, vosotros podéis decir conmigo que la naturaleza parece estar llorando la pérdida Irreparable de uno de los más bellos caracteres que han honrado a la humanidad! Esta atmósfera sombría, esas gotas del cielo, aquellas nubes oscuras que cubren el azul como un crespón funerario; todo ello y el cruel dolor que roe ala naturaleza sus más íntimas entrañas, todo es sublime alabanza a nuestro ilustre finado.” (Bueno y leal amigo) No me arrepiento de los veinte títulos de renta que le dejé en mi testamento. Pues bien: fue así como llegué a la clausura de mis días; fue así como me encaminé hacia el undiscovered country de Hamlet, sin las ansias ni las dudas del joven príncipe, pero pausado y torpe, como quien se retira tarde del espectáculo. Tarde y aburrido. Viéronme ir unas nueve o diez personas, entre ellas tres damas: mi hermana Sabina, casada con Cotrim; su hija, un lirio del valle, y (Ten paciencia, lector; pronto te diré quién era la tercera señora. Conténtate ahora con saber que esa anónima, aunque no era parienta, me sintió más que las parientas. De verdad, me sintió más. No digo que se lamentara, ni que rodara por el suelo, presa de ataque epiléptico. Tampoco mi deceso era fuertemente dramático. Un solterón que expira a los sesenta y cuatro años no me parece que reúna en si todos los elementos de una tragedia. Y, aunque así fuera, lo que menos convenía a ese anónima era develar su dolor. De pie,
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a la cabecera de mi cama, los ojos atónitos, la boca entreabierta, la triste dama no podía creer en mi desaparición. -¡Muerto! ¡Muerto! -decía para sí. Y su imaginación, como las cigüeñas que un ilustre viajero vio desviando el vuelo desde el (liso hacia las costas africanas, no obstante las ruinas y los tiempos; la imaginación de esa dama también voló por sobre los destrozos presentes, hacia las orillas de un Africa juvenil... Déjala ir; allá iremos más tarde; allá iremos cuando yo me restituya a los primeros años. Ahora quiero morir tranquilamente, metódicamente, oyendo los sollozos de las señoras, el cuchicheo de los hombres, la lluvia que tamborilea en las hojas de las plantas de mi jardín, y el sonido penetrante de una navaja que un amolador está afilando afuera, allí junto a la puerta del fabricante de correas... Juro que esa orquesta de la muerte fue mucho menos triste de lo que pudo parecer; y, desde cierto punto en adelante, me resultó deliciosa. La pida me rebullía en el pecho, con ímpetus de olas marinas; evaporábase mi conciencia y yo descendía a la inmovilidad física y moral, haciéndose mi cuerpo planta, y piedra, y lodo, y cosa ninguna... Morí de una neumonía; pero si le dijera que fue menos la neumonía que una idea grandiosa y útil la causa de mi muerte, el lector no me creería, aunque sea verdad... Voy a exponerle sumariamente el caso. Júzguelo por sí mismo.
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II El emplasto En efecto, cierta mañana, paseando por la chacra, colgóseme una idea del trapecio que yo tenía en el cerebro. Una vez prendida, comenzó a bracear, a pernear, a ejecutar las más atrevidas cabriolas de volatín que es posible imaginar. Yo me dejé estar, contemplándola. Súbitamente, de un gran salto, extendió los brazos y las piernas, hasta tomar la forma de una X: descíframe o te devoro. Esa idea era nada menos que la invención de un medicamento sublime, un emplasto antihipocondríaco, destinado a aliviar a nuestra melancólica humanidad. Y, al solicitar su patente, llamé la atención del Gobierno hacia ese resultado, verdaderamente cristiano. No oculté a mis amigos las ventajas pecuniarias que debían resultar de la distribución de un producto de tal magnitud y tan profundos efectos. Ahora, sin embargo, que estoy acá, del otro lado de la vida, puedo confesarlo todo: lo que me impulsó principalmente fue el gusto de ver impresas en los periódicos, folletos, escaparates, esquinas... en fin, en las cajitas del remedio, estas tres pala8
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bras: Emplasto Blas Cubas. ¿A qué negarlo? Yo tenía la pasión del ruido, del estruendo... Quizá los modestos me tachen este defecto; confío, sin embargo, en que los hábiles han de reconocerme ese talento. Así, mi idea tenía dos faces, como las medallas: una vuelta hacia el público, otra hacia mí. De un lado, filantropía y lucro; del otro, sed de nombradía. Digamos más: ansia de gloria. Un tío mío, canónigo rentado, acostumbraba decir que el amor a la gloria temporal era la perdición de las almas, que sólo deben codiciar la gloria eterna. A lo que replicaba otro tío, oficial de uno de los antiguos tercios de infantería, que el afán de gloria es la aspiración más verdaderamente humana que existe en los mortales, y, en consecuencia, su forma más genuina. Decida el lector entre el militar y el canónigo; yo vuelvo al emplasto.
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III Genealogía Pero, ya que le hablé de mis dos tíos, permítame hacer aquí un breve esbozo genealógico. El fundador de mi familia fue un cierto Damián Cubas, que floreció en la primera mitad del siglo XVIII. Tonelero de oficio, era natural de Río de Janeiro, donde hubiera muerto en la oscuridad y la penuria si sólo hubiese ejercido esa profesión. Pero no fue así, pues se hizo labrador: sembró, cosechó, permutó sus productos por buenos y honrados patacones, hasta que murió, dejando un grueso caudal a su hijo, el licenciado Luis Cubas. Con este muchacho empieza, realmente, la serie de mis abuelos -de los abuelos que mi familia siempre confesó-, porque Damián Cubas era, al fin de cuentas, un tonelero, y quizás mal tonelero, mientras que Luis Cubas estudió en Coimbra, primó en el Estado y fue uno de los amigos particulares del Virrey Conde da Cunha. Como este apellido de Cubas oliera excesivamente a tonelería, alegaba mi padre, bisnieto de Damián, que dicho apellido fue acordado a un caballero, héroe en las jornadas 10
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de Africa, en premio de la hazaña que realizó arrebatando trescientas cubas a los moros. Mi padre era un hombre de imaginación; escapó de la tonelería en alas de un "calembour". Mi padre era un buen carácter, varón digno y leal como pocos. Tenía, es verdad, costumbre de presumir; pero, ¿quién no presume algo en este mundo? Conviene hacer notar que no recurrió a la inventiva sino como último recurso. Encontróse primeramente en la familia de aquel mi famoso homónimo, el capitán mayor Blas Cubas -fundador de la Villa de San Vicente, donde falleció en 1592-, y por esta causa se me dio el nombre de Blas... Pero hete aquí que se le opuso la descendencia del capitán mayor, poniendo .en duda semejante parentesco; y fue entonces que él inventó las trescientas cubas moriscas. Viven aún algunos miembros de mi familia; mi sobrina Venancia, por ejemplo, el lirio del valle, que es la flor de las damas de su época; vive Cotrim, su padre, un sujeto que... Pero no anticipemos los sucesos; acabemos de una vez con nuestro emplasto.
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IV La idea fija Mi idea, después de tantas cabriolas, convirtióse en idea fija. Dios te libre, lector, de una idea fija; antes una pajilla, hasta una víga en el ojo. Piensa en Cavour; la idea fija de la unidad italiana lo mató. Verdad es que Bismarck no ha fallecido, pero cumple advertir que la naturaleza es una gran caprichosa y la historia una eterna coqueta. Por ejemplo: Suetonio nos dio un Claudio, que era un individuo apocado, una "calabaza", como lo llamó Séneca; y un Tito, que mereció ser la delicia de Roma. Pues bien; un profesor los vio modernamente, y halló manera de demostrar que aquel concepto era erróneo, y que, de los dos Césares, el verdaderamente delicioso fue la "calabaza" de Séneca. Y tú, madama Lucrecia, flor de los Borgia, si un poeta te cantó como la Mesalina católica, apareció un incrédulo Gregorovius que te apagó mucho esa fama, y si no te erguiste en lirio, tampoco has quedado pantano. Yo me dejo estar entre el poeta y el sabio.
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Viva, pues, la historia, la voluble historia que da para todo; y, volviendo a la idea fija, diré que es ella la que crea los varones fuertes y los locos; la idea movible, vaga, la que hace los Claudio, fórmula Suetonio. Era fija mi idea, fija como... No se me ocurre nada que sea bastante fijo en este mundo. Quizás la luna, quizás las pirámides de Egipto; tal vez la difunta Dieta germánica. Vea el lector la comparación que mejor le cuadre; véala y no esté allí torciéndome la nariz sólo porque aun no llegamos a la parte narrativa de estas memorias. Allá iremos. Creo que prefiere la anécdota a la reflexión, como otros lectores, sus colegas, y hallo que hace muy bien. Pues allá iremos. Importa decir, aún, que este libro está escrito con pachorra, con la pachorra de un hombre ya despreocupado de la brevedad del siglo; obra supinamente filosófica, de una filosofía desigual, ya austera, ya juguetona, algo que no edifica ni destruye, no hiela ni hace arder, y es más que el pasatiempo y menos que el apostolado. - Vamos allá. Enderece su nariz y volvamos al emplasto. Dejemos a la historia con sus coqueterías de dama elegante. Ninguno de nosotros peleó en la batalla de Salamina, ninguno escribió la confesión de Augsburgo; por mi parte, si alguna vez me acuerdo de Cromwell, es sólo porque pienso que Su Alteza, con la misma mano con que trancara al Parlamento, habría impuesto a los ingleses el emplasto Blas Cubas. No se reía de esta victoria común de la farmacia y el puritanismo. ¿Quién no sabe que al pie de cada bandera grande, pública,. arrogante, hay muchas veces otras varias banderas, modestamente particulares, que se izan y flamean a 13
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la sombra de aquélla, con ella caen y no pocas veces la sobreviven? Comparando mal; son como la gentuza que se acogía a la sombra del castillo feudal; cayó éste y quedó el populacho. Verdad es que se agrandó y se refina .. No, la comparación no cabe.
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V En que aparece la oreja de una señora Ocurrió que, estando ocupadísimo en preparar y apresurar mi invento, recibí de lleno un golpe de aire; me enfermé luego, y no me traté. Tenía el emplasto en el cerebro; bullía ahí la idea fija de los locos y los fuertes. Veíame, a lo lejos, ascender del suelo de la turba y remontar al cielo, como un águila inmortal; y no puede un hombre, ante tan excelso espectáculo, sentir el dolor que lo punza. Al día siguiente estaba peor; me traté, por fin, aunque incompletamente, sin método, ni cuidado, ni persistencia; tal fue el origen del mal que me trajo a la eternidad. Sabe ya. el lector que fallecí un viernes, día aciago, y creo haberle probado que fue mi invento el que me mató. Hay demostraciones menos lucidas y no menos triunfantes. No era imposible, entretanto, que yo llegase a escalar la cima de un siglo, y a figurar en las hojas públicas, entre microbios, Tenía salud y robustez. Supóngase que, en vez de estar lanzando las bases de una invención farmacéutica, tra15
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tara yo de colegir los elementos de una institución política o de una reforma religiosa. Venía la corriente de aire, que vence, en eficacia, al cálculo humano, y arrasaba con todo. Así juega la suerte de los hombres. Con esta reflexión, me despedí de la mujer, no diré más discreta, pero con certeza la más hermosa entre sus contemporáneas, la anónima del primer capítulo, y cuya imaginación, a semejanza de las cigüeñas del Iliso... Tenía entonces cincuenta y cuatro años; era una ruina, una imponente ruina. Imagine el lector que nos amamos, ella y yo, muchos años antes, y que un día, enfermo de muerte, la veo asomar ala puerta de mi alcoba...
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VI Chiméne, qui I'eût dit? Rodrigue, qui I'eût cru? La veo asomar a la puerta de la alcoba, pálida, conmovida, vestida de negro, y quedar allí durante un minuto, sin ánimo de entrar, o cohibida por la presencia del hombre que estaba conmigo. De la cama, donde yacía, la contemplé durante ese tiempo, olvidado de decirle nada o de hacer un gesto. Dos años hacía que no nos encontrábamos, y yo la veía ahora no como era, sino como había sido, como habíamos sido ambos, porque un Ezequías misterioso hizo retroceder el sol hasta los días juveniles. Retrocedió el sol, sacudí todas las miserias, y ese puñado de polvo que la muerte iba a aventar en la eternidad de la nada pudo más que el tiempo, que es el ministro de la Parca. Ninguna agua de Juvencia pudo haber igualado a esos simples recuerdos. Créeme, lector amigo: lo menos malo es recordar; no hay que fiarse de la felicidad presente; hay en ella una gota de baba de Caín. Corrido el tiempo y cesado el espasmo, entonces sí, entonces quizá se puede gozar de veras, porque entre 17
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una y otra de esas dos ilusiones, es mejor la que gusta sin doler. No duró mucho la evocación; la realidad dominó luego, el presente expelió al pasado. Tal vez exponga al lector, en algún recoveco de este libro, mi teoría de las ediciones humanas. Lo que ahora importa saber es que Virgilia -se llamaba Virgilia- entró en la alcoba, firme, con la gravedad que le daban la ropa y los años, y llegó hasta mi lecho. El extraño levantóse y salió. Era un sujeto que me visitaba todos los días, para charlar del cambio, de la colonización y de la necesidad de desarrollar las vías férreas, temas interesantísimos para un moribundo. Salió; Virgilia se dejó estar de pie; durante algún tiempo nos quedamos mirándonos el uno al otro, sin articular palabra. ¿Quién lo diría? De dos grandes enamorados, de dos pasiones sin freno, no quedaba nada, veinte años después; sólo dos corazones marchitos, devastados por la vida; y saciados de ella, no sé si en igual dosis; pero, en fin, saciados. Virgilia tenía ahora la belleza de la vejez, un aire austero y maternal; estaba menos delgada que cuando la vi la última vez, en una fiesta de San Juan, en Tijuca; y porque era de las que resisten mucho, sólo ahora empezaban a mezclarse en los cabellos oscuros" algunos hilos de plata. -¿Andas visitando a difuntos? -le dije. -¿Difuntos? ¡Qué disparate! -respondió. Y después de estrecharme las manos: -Vengo a ver si pongo a un holgazán en la calle. No tenía la caricia lacrimosa de otro tiempo, pero su voz era dulce y amistosa. Se sentó. Yo estaba solo, en casa, 18
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con un simple enfermero; podíamos hablar sin ningún peligro. Virgilia me dio extensas noticias de fuera, narrándolas con gracia, con cierto sabor de mala lengua, que era el condimento de la charla. Yo próximo a dejar el mundo, sentía un placer satánico en burlarme de ella, en persuadirme de que no dejaba nada. -¡Qué idea esa! -me interrumpió Virgilia un tanto disgustada-. Mira que no vuelvo más. Morir, todos tenemos que morir; basta que estemos vivos.. Y viendo el reloj: -¡Jesús! Ya son las tres. Me voy. -¿Ya? -Volveré mañana, o pasado. -No sé si haces bien en venir. El enfermo es un solterón, y en la casa no hay, señoras -¿Tu hermana? -Vendrá aquí, a pasar unos días; pero no puede ser antes del sábado. Virgilia reflexionó un instante, se encogió de hombros ye dijo con gravedad: -Estoy vieja! Ya nadie se fija en mí. Pero, para evitar cuchicheos, vendré con Ñoñó. Ñoñó era un bachiller, único vástago de su matrimonio, que, a la edad de cinco años, fuera cómplice inocente de' s nuestros amores. Vinieron juntos, dos días después, y confieso que, al verlos allí, en mi alcoba, fui presa de una vergüenza que no me permitió corresponder como debiera a las afables palabras del muchacho. Virgilia adivinó mi confusión y dijo al chico: 19
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-Ñoñó, no le hagas caso; es un zorro que no quiere hablar, para hacernos creer que se está muriendo. Sonrió el muchacho, yo creo que sonreí también, y todos acabó en risa. Virgilia estaba serena y sonriente; su aspecto era el de las vidas inmaculadas. Ninguna mirada sospechosas, ningún gesto que pudiera denunciar nada; una igualdad de palabra y de espíritu, un dominio sobre sí misma, que parecían y tal vez fuesen raros. Como se hablara, casualmente, de unos amores ilegítimos, mitad secretos, mitad divulgados, la oí expresarse con desdén, y hasta con cierta indignación, de la mujer aludida, por otra parte su amiga. El hijo se sentía satisfecho, escuchando esa palabra digna y severa; y yo me preguntaba a mí mismo qué dirían de nosotros los gavilanes, si Buffon hubiera nacido gavilán... Era mi delirio que comenzaba.
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VII El delirio Que yo sepa, nadie aun relató su propio delirio; lo hago yo, y la ciencia me lo agradecerá. Si el lector no es dado a la contemplación de estos fenómenos mentales, puede saltear este capítulo; vaya directamente a la narración. Pero, por menos curioso que sea, creo que le resultará interesante enterarse de lo que ocurrió en mi cabeza durante años veinte o treinta minutos. Primeramente, tomé la figura de un barbero chino, panzudo, diestro, afeitando a un mandarín, que me pagaba el trabajo con pellizcos y confites: caprichos de mandarín. Luego, me sentí transformado en la Summa Teologica, de Santo Tomás, impresa en un volumen encuadernado en marroquí, con cierres de plata y estampas, idea esta que dio a mi cuerpo la más completa inmovilidad; y aun ahora me parece que, siendo mis manos los cierres del libro, y cruzándolas sobre el vientre, alguien las separaba -Virgilia, seguramente- porque tal actitud me daba el aspecto de un difunto.
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Por último, restituido a la forma humana, vi aparecer a un hipopótamo, que me arrebató. Me dejé llevar, callado, no sé si por miedo o confianza; pero, poco después, la carrera se volvió tan vertiginosa que me atreví a interrogarle, y con algún arte le dije que el viaje me parecía sin destino. -Te engañas -me explicó el animal-; vamos al origen de los siglos. Insinué que debía ser muy lejos; pero el hipopótamo no me entendió ni me oyó, si es que no fingió una de estas cosas; y preguntándole, ya que él hablaba, si era descendiente del caballo de Aquiles o del asno de Balaam, respondióme con un gesto peculiar de estos dos cuadrúpedos: sacudió las orejas. Yo, por mi parte, cerré los ojos y me dejé llevar, a la ventura. Ahora ya no .me importa confesar que sentía algunas cosquillas de curiosidad por saber dónde estaba el origen de los siglos, si era tan misterioso como el origen del Nilo, y, sobre todo, si valía algo más o algo menos que la consumación de los mismos siglos; reflexiones de un cerebro enfermo. Como iba con los ojos cerrados, no veía el camino; sólo recuerdo que la sensación de frío aumentaba con la distancia, y que llegó una ocasión en que me pareció entrar en la región de los hielos eternos. Abrí entonces los ojos, y vi que el animal galopaba en una planicie blanca de nieve, con. una u otra montaña de nieve, vegetación de nieve y varios animales grandes y de nieve. Intenté hablar, pero apenas pude articular una pregunta ansiosa: -¿Dónde estamos? -Ya pasamos el Edén. -Bien; detengámonos en la tienda de Abraham. 22
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-¡Pero si no marchamos hacia atrás! -me recriminó, burlándose, mi cabalgadura. Quedé avergonzado y aturdido. El viaje empezó a parecerme fastidioso y extravagante; el frío, molesto; la conducción, violenta, y el resultado, impalpable. Y después reflexiones de enfermo-, dado que llegáramos al fin indicado, no era imposible que los siglos, irritados porque se les descubriera el origen, me aplastasen en sus garras, que debían ser tan seculares como ellos. Y mientras así pensaba, íbamos devorando camino, y la planicie volaba bajo nuestros pies, hasta que el animal se plantó, y pude mirar más tranquilamente en torno mío. Mirar solamente; nada vi aparte de la inmensa blancura de nieve, que esta vez invadiera el propio cielo, hasta entonces azul. Tal vez, espaciadas, aparecíaseme una que otra planta, enorme, brutal, meneando al viento sus largas hojas. El silencio e aquella región era igual al del sepulcro, dijérase que la vida de las cosas quedara atónita ante el hombre. ¿Cayó del aire? ¿Surgió de la tierra? No sé; sólo sé que un bulto inmenso, una figura de mujer, se me cruzó entonces, fijando en mí sus ojos rutilantes como el sol. Todo en ella tenía la vastedad de las formas selváticas, y todo escapaba a la comprensión de la vista humana, porque los contornos se perdían en el ambiente y lo que parecía espeso era muchas veces diáfano. Estupefacto, no dije nada, no llegué siquiera a proferir un grito; pero, al cabo de algún tiempo, que fue breve, le pregunté quién era y cómo se llamaba; curiosidad de delirio.
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-Llámame Naturaleza, o Pandora; soy tu madre y tu enemiga. Al oír esta última palabra, retrocedí un poco, presa de susto. La figura lanzó una carcajada, que produjo en torno nuestro el efecto de un tifón; las plantas se torcieron, y un largo gemido quebró la mudez de las cosas externas. -No te asustes -dijo .ella-; mi enemistad no mata; se afirma en la vida, sobre todo. Vives: no quiero otro castigo. -¿Vivo? -pregunté yo, clavándome las uñas en las manos, como para certificar mi existencia. -Sí, gusano, vives. No temas perder ese andrajo que es tu orgullo; probarás aún, por algunas horas, el pan del dolor y el vino de la miseria. Vives; ahora, aunque estés atontado, vives; y si tu conciencia recobra un instante de sagacidad, tú dirás que quieres vivir. Diciendo esto, la visión extendió el brazo, me agarró del pelo y me elevó en el aire, como si yo fuera una simple pluma. Sólo entonces pude verle de cerca el rostro, que era enorme. Nada más quieto, ninguna contorsión violenta, ninguna expresión de odio o ferocidad; la fisonomía única, general, completa, era de impasibilidad egoísta, de eterna sordera y de voluntad inmóvil. Rencor, si lo tenía, quedaba encerrado en su corazón. Al mismo tiempo, en esa máscara de expresión glacial había un aire de juventud, mezcla de fuerza y vicio, ante el cual yo me sentía el más débil y decrépito de los seres. -¿Me entendiste? -dijo ella, después de un instante de mutua contemplación.
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-No -respondí-, ni quiero entenderte; tú eres absurda, eres una fábula. Estoy soñando, de seguro, o, si es verdad que enloquecí, tú no pasas de una concepción de alienado; esto es, una cosa vaga que la razón ausente no puede regir ni palpar. ¿Naturaleza, tú? La Naturaleza que yo conozco es únicamente madre, y no enemiga; no hace de la vida un castigo, como tú, tras ese rostro indiferente como un sepulcro. ¿Y por qué Pandora?... -Porque llevo en mi bolsa los bienes y los males, y el mayor de todos: la esperanza, consuelo de los hombres. ¿Tiemblas? -Sí; tu mirada me fascina. -Lo creo; yo no soy únicamente la vida; soy también la muerte, y tú estás próximo a devolverme lo que te presté. Gran lascivo, te espera la voluptuosidad de la nada. Cuando esta palabra estalló como un trueno en aquel inmenso valle, se me figuró que era el último sonido que llegaba a mis oídos; me pareció sentir la descomposición súbita de mí mismo. Entonces, la encaré con ojos suplicantes, pidiéndole unos años más. -¡Pobre insensato! -exclamó-. ¿Para qué quieres algunos instantes más de vida? ¿Para devorar y ser devorado después? ¿No estás harto del espectáculo y de la lucha? Conoces de sobra lo que te deparé de menos torpe y menos afligente: el albor del día, la melancolía de la tarde, la quietud de la noche, los aspectos de la tierra; el sueño, en fin, el mayor beneficio de mis manos. ¿Qué más quieres tú, sublime idiota?
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-Vivir solamente; no te pido más. ¿Quién me puso en el corazón este amor a la vida, sino tú? ¿Y, si yo amo la vida, por qué has de golpearte a ti. misma, matándome? -Porque ya no necesito de ti. No importa al tiempo el minuto que pasa, sino el minuto que viene. El minuto que viene es fuerte, fecundo; supone traer en sí la eternidad, y trae la muerte, y perece como el otro, pero el tiempo subsiste. ¿Egoísmo, dices tú? Sí, el egoísmo no tiene otra ley. Egoísmo, conservación. El tigre mata al novillo, porque el raciocinio del tigre lo induce a vivir, y si el novillo es tierno, tanto mejor. He ahí el estatuto universal. Sube y mira. Diciendo esto, me arrebató a lo alto de una montaña. Incliné la vista hacia una de sus vertientes, y contemplé, durante un largo tiempo, a lo lejos, a través de la niebla, algo único. Imagina tú, lector, una reducción de los siglos, y un desfile de todos ellos, todas las razas, todas las pasiones, el tumulto de los imperios, la guerra de los apetitos y de los odios, la destrucción recíproca de los seres y de las cosas. Tal era el espectáculo, acerbo y curioso espectáculo. La historia del hombre y de la tierra adquiría así una Intensidad que no podían darle ni la imaginación ni la ciencia, porque la ciencia es más lenta y la imaginación más vaga, mientras que lo que yo veía allí era la condensación viviente de todos los tiempos. Para describirlo hubiera sido preciso fijar el relámpago. Los siglos desfilaban en un torbellino, y, no obstante, porque los ojos del delirio son otros, yo percibía todo lo que pasaba ante mí, flagelos y delicias, desde esa cosa que se llama gloria hasta esa otra que se llama miseria; y veía el amor multiplicando la miseria, y veía la miseria agravando la debi26
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lidad. Ahí venían la codicia que devora, la cólera que inflama, la envidia que babea, y la azada y la pluma, húmedas de sudor, y la ambición, el hambre, la vanidad, la melancolía, la riqueza, el amor... y todos agitaban al hombre, como a un cencerro, hasta destruirlo como un harapo. Eran las formas varias de un mal, que ora mordía la víscera, ora roía el pensamiento, y paseaba eternamente sus ropas de Arlequín en rededor de la especie humana. El dolor cedía alguna vez, pero cedía a la indiferencia, que era un sueño, o al placer, que era un dolor bastardo. Entonces el hombre flagelado y rebelde, corría ante la fatalidad de las cosas, tras una figura nebulosa y esquiva, hecha de retazos; un retazo de lo impalpable, otro de lo improbable, otro de lo invisible, cosidos todos a punto precario, con la aguja de la imaginación; y esa figura -nada menos que la quimera de la felicidad- huía de él perpetuamente, o dejábase atrapar por la falda, y el hombre la estrechaba contra su pecho, y entonces ella reía como un escarnio y esfumábase como una ilusión. Al contemplar tanta calamidad, no pude retener un grito de angustia, que la Naturaleza o Pandora escuchó sin protestar ni reír; y, no sé por qué ley de trastorno cerebral, fui yo quien se puso a reír, con una risa descompasada e idiota. -Tienes razón -dije yo-: la cosa es divertida y vale la pena; tal vez monótona, pero vale la pena. Cuando Job maldecía la hora en que fuera concebido, era porque tendría y ganas de mirar desde acá arriba el espectáculo. ¡Vamos, Pandora, abre el vientre y digiéreme; la cosa es divertida, pero digiéreme!
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La respuesta fue compelerme fuertemente a mirar hacia abajo, a ver los siglos que seguían pasando, veloces y turbulentos; las generaciones que se sobreponían a las generaciones; unas tristes, como los Hebreos del cautiverio; otras alegres, como los libertinos de Cómodo, y todas ellas puntuales en la sepultura. Quise escapar, pero una fuerza misteriosa me sujetaba los pies; y entonces me dije: "Bien; los siglos van pasando; llegará el mío y pasará también, hasta el último, que me dará la clave de la eternidad". Y fijé la vista, y continué mirando a las edades, que llegaban y pasaban; ya entonces tranquilo y resuelto, no sé si hasta alegre. Quizás alegre. Cada siglo traía su porción de sombra y de luz, de apatía y de combate, de verdad y de error, y su cortejo de sistemas, de ideas nuevas, de nuevas ilusiones. En cada uno de ellos reventaban los verdores de una primavera, y amarilleaban después, para rejuvenecer más tarde. Al paso que la vida regulábase así, como un calendario, hacíase la historia y la civilización; y el hombre, desnudo y desarmado, se armaba y se vestía; construía el tugurio y el palacio, la tosca aldea y Tebas de cien puertas; creaba la ciencia, que indaga, y el arte, que eleva; hacíase orador, mecánico, filósofo; recorría la faz del globo; descendía al vientre de la tierra y subía a la esfera de las nubes, colaborando así en la obra misteriosa que entretenía la necesidad de la vida y la melancolía del abandono. Mi mirada, fastidiada y distraída, vio llegar, por fin, el siglo presente, y tras él los futuros. Aquél venía ágil, diestro, vibrante, pagado de sí mismo, audaz, sabedor; pero, al fin y al cabo, tan miserable como los primeros; y así pasó y así pasaron los otros, con la misma rapidez e igual monotonía. Re28
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doblé la atención, agucé la vista, vi por fin, al último -¡el último!-; pero entonces la rapidez de la marcha ya era tal que escapaba toda comprensión; al lado de ella el relámpago sería un siglo. Tal vez por ello los objetos cambiaron; unos crecieron, otros se achicaron, otros desaparecieron en el ambiente; una niebla lo cubrió todo, menos al hipopótamo que allí me llevara, y que, por otra parte, empezó a disminuir, a disminuir, hasta quedar del tamaño de un gato. Era, efectivamente, un gato. Lo miré bien; era mi gato Sultán, que jugaba a la puerta de la alcoba con una bola de papel...
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VIII Razón contra Sandez Ya el lector habrá comprendido que era la Razón que volvía a casa, e invitaba a la Sandez a retirarse, clamando, y con mejor derecho, las palabras de Tartufo: "La maison est á moi, c'est á vous d' en sortir". Pero es maña vieja en la Sandez enamorarse de las casas, ajenas, de modo que, en cuanto se enseñorea en una, difícilmente se la desaloja. Es maña; no se la saca de allí; hace rato que perdió la vergüenza. Y si advertimos el inmenso número de casas que ocupa, unas continuamente, otras en la época de veraneo, llegaremos a la conclusión de que esta amable peregrina es el terror de los propietarios. En mi caso, hubo casi una riña en la puerta de mi cerebro, porque la advenediza no quería entregar la casa, y la dueña no cedía en su intento de tomar lo que era suyo. Por último, la Sandez se contentaba con un rinconcillo en el sótano. -No, señora -replicó la Razón-; estoy cansada de cederle sótanos; cansada y "escamada"; lo que usted pretende es 30
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pasar tranquilamente del sótano al comedor, de allí a la sala de visitas y a lo demás. -Está bien; pero deje que me quede un momento más. Estoy en la pista de un misterio. -¿Qué misterio? -De dos -enmendó la Sandez-: el de la vida y el de la' j muerte. Sólo le pido unos diez minutos. La Razón se echó a reír. -¡Siempre ha de ser la misma!... ¡Siempre la misma!... ¡Siempre la misma!... Y diciendo esto, la tomó de las muñecas y la arrastró hacia afuera; volvió a entrar en su casa y se encerró. La Sandez gimió algunas súplicas; luego gruñó algún denuesto; pero terminó por alejarse, humillada y vencida, con la lengua afuera, y siguió andando... andando... Probablemente andará hasta la consumación de los siglos.
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IX Transición Y ve ahora, lector, con qué destreza, con qué arte más fino hago la mayor transición de este libro: Mi delirio empezó en presencia de Virgilia; Virgilia fue mi gran pecado de juventud; no hay juventud sin Infancia; infancia supone nacimiento; y así llegamos, sin esfuerzo, al día 20 de octubre de 1805, en que nací. ¿Lo ves? Ninguna juventud aparente, nada que distraiga tu atención pausada, absolutamente nada. De modo que el libra adquiere así todas las ventajas del método, sin la rigidez del método. Ya era tiempo, en verdad. Que esto del método, siendo, como es, cosa indispensable, es mejor usarlo sin corbata ni tiradores, leve y suelto, como el que no respeta fronteras, ni siquiera al guardia civil. Escomo la elocuencia, que hay una genuina y vibrante, de un arte natural y hechicero; y otra, tiesa, engomada y caduca. Pero vamos al día 20 de octubre.
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X En aquel día... En aquel día, del árbol de los Cubas brotó una graciosa flor. Nací; me recibió en sus brazos la Pascuala, Insigne partera miñota1 que se jactara de haber abierto la puerta del mundo a toda una generación de hidalgos. No es imposible que mi padre le oyera tal declaración; más aún, creo que fue ella y no el sentimiento paterno lo que indujo a gratificarla con dos medios doblones. Lavado y fajado, fui, de Inmediato, el héroe de nuestra casa. Cada cual pronosticaba, con respecto a mi suerte, lo que más agradaba a su paladar. Mi tío Javier, el antiguo oficial de Infantería, me hallaba cierto parecido con Bonaparte, cosa que mi padre no pudo ver sin náuseas; mi tío Ildefonso, entonces simple presbítero, me hacía canónigo. -Canónigo ha de ser, y no digo más por no pecar de orgulloso, pero no me asombraría que Dios lo destinase al episcopado... En verdad, ser obispo no es imposible. ¿Qué dices tú, hermano Bento? 1
De Miño, Portugal. 33
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Mi padre respondía a todo que yo sería lo que Dios quisiera; y alzábame en el aire, como si Intentara mostrarme a la ciudad, al mundo; preguntaba a todos si yo me parecía a él, si era Inteligente, lindo... Digo estas cosas por referencias, según las oí narrar años después; ignoro la mayor parte de los pormenores de aquel famoso día. Sé que toda la vecindad vino o mandó a cumplimentar al recién nacido, y que durante las primeras semanas fueron muchas las visitas a nuestra casa. No hubo silla que no se ocupara; ventiláronse muchas casacas y pantalones. Si no detallo los mimos, los besos, -las admiraciones, las bendiciones, es porque si lo hiciera no acabaría más el capítulo, y es preciso acabarlo. Asimismo no puedo contar nada del bautismo, porque nada me refirieron de él, a no ser que fue una de las más sonadas fiestas del año siguiente, 1806. Me cristianaron en la Iglesia de Santo Domingo, un martes de marzo, día claro, luminoso y puro, siendo padrinos el coronel Rodriguez de Mattos y su señora. Ambos descendían de antiguas familias del Norte, y honraban la sangre que corría en sus venas, otrora derramada en la guerra contra Holanda. Pienso que sus nombres fueron los primeros que aprendí; y ciertamente los decía con mucha gracia, o, al hacerlo, revelaba un talento precoz, pues no llegaba persona extraña ante la cual no me obligaran a repetirlos. -Ñoñó, di a estos señores cómo se llaman tus padrinos. -Mi padrino es el coronel Pablo Vez Lobo Cazar de
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Andrade y Souza Rodriguez de Mattos; mi madrina es la Excelentísima Señora Doña María Luisa de Macedo Rezende y Souza Rodriguez de Mattos. -Es muy vivaracho su chico -exclamaban los oyentes. -Muy vivaracho -afirmaba mi padre; y los ojos le brillaban de orgullo; y me acariciaba la cabeza con la mano, mirándome largo tiempo, muy satisfecho de sí mismo. Pronto comencé a andar, no sé bien cuándo, pero sí antes de tiempo. Quizá por apresurar a la Naturaleza, me obligaron a prenderme de las sillas; me sostenían por la espalda; me pusieron andadores de madera. -¡Ea, Ñoñó, vamos! -me decía la mucama. Y yo, atraído por el sonajero de metal que mi madre agitaba ante mí, me lanzaba hacia adelante, tropezando aquí y allá; y andaba, probablemente mal, pero andaba; y seguí andando.
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XI El niño es padre del hombre Crecí; en esto no Intervino la familia; crecí naturalmente, como crecen las magnolias y los gatos. Tal vez los gatos sean menos astutos, y, con seguridad, las magnolias son menos Inquietas que como yo era en m! infancia. Un poeta dijo que el niño es padre del hombre. Si esto es verdad, veamos algunos rasgos del niño. Desde los cinco años merecí el apodo de "chico diablo"; y, verdaderamente, no era otra cosa; fui de los más malignos de mi época, Ingenioso, indiscreto, travieso y voluntarioso. Un día, por ejemplo, quebré la cabeza de una esclava, por¡ que me negara una cucharada del dulce de coco que estaba preparando, y, no contento con este daño, eché un puñado de ceniza en la cacerola, y, no satisfecho aún, fui a decirle a mi madre que era la esclava quien, por jugar, había echado a perder el dulce: y yo tenía apenas seis años. Prudencio, un muleque de la casa, era mi caballo de todos los días; ponía las manos en el suelo, le aplicaba una soga en la quijada, a guisa de freno, y me trepaba a su espalda, con una 36
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varilla en la mano; lo castigaba, le hacía dar mil vueltas de un lado a otro, y él obedecía -a veces gimiendo-, pero obedecía sin decir palabra, o cuando mucho, un "¡Ay; Ñoñó!" al que yo replicaba: "¡Cállate la boca, bestial". Esconder los sombreros de las visitas, prender colas de papel a las personas graves, pellizcar el brazo de las matronas, tironear de la trenza de las pelucas y otras muchas hazañas de este jaez eran muestras de un genio indócil; pero debo creer que, eran también expresiones de un espíritu robusto, porque mi padre me tenía en gran admiración, y, si a veces me reprendía, a vista de la gente, hacíalo por simple formalidad; a solas me besaba. No se deduzca de esto qué yo he pasado todo el resto de mi vida quebrando la cabeza a los demás, ni escondiéndoles los sombreros; pero obstinado, egoísta y algo pendenciero, sí lo he sido; si no he escondido siempre sombreros, he seguido tironeando, más de una vez, de una trenza de cabellos. Además, me aficioné a la contemplación de la injusticia humana, me incliné a atenuarla, a explicarla, a clasificarla por partes, a interpretarla, no siguiendo un padrón rígido, sino adaptable a las circunstancias y lugares. Mi madre me adoctrinaba a su manera; me hacía repetir, de memoria, algunos preceptos y oraciones; pero yo sentía que, más que las oraciones, me gobernaban los nervios y la sangre, y que el buen método perdía al espíritu que da vida, volviéndolo en vana fórmula. De mañana, antes del mingau2, y de noche, antes de dormir, pedía a Dios que me perdonara, así como yo perdo2
Mingau: especie de crema, muy común en el Brasil. 37
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naba a mis deudores pero entre la mañana y la noche cometía alguna atrocidad, y mi padre, pasado el alboroto, me daba golpecitos en la cara, y exclamaba, riendo: -¡Ah, pillastrel ¡Ah, pillastre! Sí, mi padre me adoraba. Mi madre era una débil señora de poco cerebro y mucho corazón; asaz crédula, sinceramente piadosa; casera, a pesar de ser bonita; modesta, a pesar de ser pudiente; temerosa de las tormentas y del marido. El marido era su dios en la tierra. De la colaboración de estas dos criaturas nació mí .educación, que, si tenía algo bueno, era, en general, viciada, incompleta y, en partes, negativa. Mi tío el canónigo hacía, a veces, algunos reparos a su hermano; decíale que me daba más libertad que enseñanza, y más afecto que enmienda, pero mi padre respondía que él aplicaba a mi educación un sistema enteramente superior al habitual: y de este modo, sin menoscabara su hermano, se elogiaba a sí mismo. Enredado con la transmisión y la educación, hubo, además, el ejemplo extraño, el medio doméstico. Hablé ya de mis padres; lo haré de mis tíos. Uno de ellos, Juan, era un hombre de lengua suelta, vida divertida, charla picaresca. Desde los once años me admitió en el auditorio de sus anécdotas, reales o no, picadas todas de obscenidad o inmundicia. No respetaba mi adolescencia, como no respetaba la sotana de su hermano; con la diferencia de que éste huía en cuanto aquél se deslizaba en un asunto escabroso, pero yo no; me dejaba estar, sin entender nada al principio, entendiéndolo después, y, por fin, hallándole gracia. Pasado cierto tiempo, era yo quien lo buscaba, y él me profesaba particular afecto, me obsequiaba con golosinas, me llevaba a pasear. 38
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Cuando iba a pasar algunos días en casa, más de una vez lo encontré en el fondo de la chacra, en el lavadero, charlando con las esclavas que jabonaban la ropa; y allí sí que era un desfile de anécdotas, de chascarrillos, de preguntas y un estallar de carcajadas que nadie podía oír por que el lavadero estaba muy lejos de la casa. Las negras, con un trapo en el vientre, arremangadas y levantadas las polleras, unas dentro de la pileta, otras fuera, inclinadas sobre las piezas de ropa, golpeándolas, torciéndolas, estrujándolas, oían y replicaban las pillerías de¡ tío Juan, comentándolas, de cuando en cuando, con estas palabras: -¡Cruz diablo!... ¡Este señor Juan es el demonio! Bien distinto era el tío canónigo. Este poseía gran austeridad y pureza; tales dotes, con todo, no realzaban a un alma superior; apenas compensaban a un espíritu mediocre. No era hombre que viese la parte substancial de la Iglesia, veía sólo el lado exterior, la jerarquía, las preeminencias, las sobrepellices, las genuflexiones. Venía antes de la sacristía que del altar. Una laguna en el ritual lo excitaba más que una infracción a los mandamientos. Ahora, a tantos años de distancia, no estoy seguro de que él pudiera descifrar fácilmente un trozo de Tertuliano, o exponer, sin titubear, la historia del símbolo de Nicea; pero nadie, en una misa solemne, sabía como él el número y ocasión de las reverencias que se debían al oficiante. Ser canónigo fue la única ambición de su vida, y decía de corazón que era esa la mayor dignidad a que podía aspirar. Piadoso, severo en sus costumbres, minucioso en la observancia de las reglas, débil, tímido, sumiso, poseía algunas virtudes, en las que era ejemplar, pero carecía absoluta39
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mente de fuerza para inculcarlas, para imponerlas a los demás. No diré nada de doña Emerenciana, mi tía materna, y, por otra parte, la persona que mayor autoridad ejercía sobre mí. Esta se diferenciaba grandemente de los demás; pero vivió poco tiempo en nuestra compañía: unos dos años. No vale la pena mencionar otros parientes y algunos amigos íntimos; no tuvimos una vida común, sino intermitente, con grandes claros de separación. Lo que importa es la expresión general del medio doméstico, y ésta queda indicada ya: vulgaridad de carácter, amor a las apariencias rutilantes, al ruido, flojedad de la voluntad, predominio del capricho, etc... Y de esa tierra y ese estiércol nació esta flor.
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XII Un episodio de 1814 Pero no quiero pasar adelante sin referir, sumariamente, un divertido episodio de 1814; tenía yo nueve años de edad. Napoleón, cuando yo nací, estaba ya en todo el esplendor de. la gloria y el poder; era emperador y se había granjeado enteramente la .admiración de los hombres. Mi padre, que, a fuerza de persuadir a los otros de nuestra nobleza, acabara persuadiéndose a sí mismo, nutría contra él un odio puramente mental. Era esto un motivo de reñidas contiendas en nuestra casa, porque mi tío Juan, no sé si por espíritu de clase y simpatía de oficio, perdonaba en el déspota lo que admiraba en el general; mi padre era inflexible contra el corso, y otros parientes dividían su opinión; de ahí las controversias y las riñas. Llegada a Río de Janeiro la primera noticia de la caída de Napoleón, hubo, naturalmente, gran conmoción en nuestra casa, pero, ningún sarcasmo ni palabra hiriente. Los vencidos, testigos del regocijo público, juzgaron más decoroso el silencio; hasta llegaron algunos a batir palmas. 41
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La población, cordialmente alegre, no regateó demostraciones de afecto a la real familia; hubo iluminaciones, salvas, tedéum, cortejo y aclamaciones. Lucí en esos días un espadín nuevo, que mi padrino me regalara el día de San Antonio; y francamente, me interesaba más el espadín que la caída de Bonaparte. Nunca olvidé este fenómeno; nunca más dejé de pensar que nuestro espadín es siempre mayor que la espada de Napoleón. Y eso que, cuando vivía, he oído muchos discursos, leído muchas páginas rebosantes de grandes ideas y mayores' palabras; pero, no sé por qué, detrás de los aplausos que me arrancaban, oía siempre, del fondo de mí mismo, este concepto de experimentado: -Sí, ya sé que tú solamente cuidas del espadín. No se contentó mi familia con participar anónimamente en el regocijo público; juzgó oportuno e indispensable celebrar la destitución del emperador con un banquete, y banquete tal que el ruido de las aclamaciones llegara a oídos de Su Alteza o, por lo menos, de sus ministros. Dicho y hecho. Salió a relucir toda la antigua platería, heredada de mi abuelo Luis Cubas; desencajonáronse los manteles de Flandes y las grandes jarras de la India; matóse un capón; encargóse a las Reverendas Madres del Socorro, compotas y mermeladas; se lavaron, se ventilaron, se lustraron los salones, escaleras, alfombras, las grandes arañas de cristal, todos los adornos de lujo clásico. Al sonar la hora de la comida hallóse reunida en casa una sociedad selecta: el juez foráneo, tres o cuatro oficiales militares, algunos comerciantes y letrados, varios funcionarios de la Administración, unos con sus mujeres e hijas, otros 42
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sin ellas, pero todos concordando en el deseo de enterrar la memoria de Bonaparte en la pechuga de un pavo. No era una comida, sino un tedéum; así dijo, más o menos, uno de los letrados presentes, el doctor Villaga, glosador Insigne, que agregó a los platos de casa el manjar exquisito de las musas. Recuerdo como si fuera ayer verlo erguirse con su gran peluca de trenza, casaca de seda, una esmeralda en el dedo, pidiendo a mi tío que le repitiese el mote, y, repetido el mote, clavar los ojos en la cabeza de una señora, luego toser, alzar la mano derecha, toda cerrada, menos el dedo índice, que apuntaba hacia el techo; y, así puesto y compuesto, devolver el mote glosado. No hizo una glosa, sino tres; después juró a sus dioses no terminar más. Pedía un mote, se lo daban, él lo glosaba prontamente y luego pedía otro más; a tal punto que una de las señoras presentes no pudo callar su gran admiración. -La señora dice eso -replicó modestamente Viliaga- porque nunca escuchó a Bocage, como lo oí yo, a fines del siglo pasado, en Lisboa. ¡Aquello sí! ¡Qué felicidad! ¡Y qué versos! ¡Qué "tenidas" las nuestras, en el cafetín de Nicola, glosándonos, durante una y hasta dos horas, entre aplausos y bravos! ¡inmenso talento el de Bocage! Así me lo dijo, hace poco; la señora duquesa de Cadaval... Y estas tres últimas palabras, pronunciadas con mucho énfasis, produjeron en toda la asamblea un estremecimiento de asombro y admiración. ¡Ese hombre tan dado, tan sencillo, además de lidiar con poetas, discreteaba con duquesas! ¡Un Bocege y una Cadaval! Al contacto de un hombre tal, las damas se sentían superfluas; los varones lo miraban con res43
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peto, algunos con envidia y no pocos con incredulidad. El, entretanto, iba acumulando adjetivo sobre adjetivo, adverbio sobre adverbio, haciendo desfilar todas las rimas de' tirano y de usurpador. Por fin, llegaron los postres; todos, hartos ya, no pensaban en comer. Entre una y otra glosa, corría un .murmullo alegre, un palabrerío de estómagos satisfechos; los ojos lánguidos y húmedos, o vivos y cálidos, se desperezaban o saltaban de un extremo a otro de la mesa, atiborrada de dulces y frutas; aquí el ananá en rebanadas; allá el melón en tajadas; las compoteras de cristal, trasluciendo el dulce de coco finamente rallado, amarillo como una yema, o de membrillo, espeso y oscuro, cerca del queso y del cara3. De cuando en cuando, una risa jovial, amplia, desabotonada, una risa de familia, venía a quebrar la gravedad política del banquete. En medio del interés general y común, agitábanse también los pequeños y particulares. Las jóvenes hablaban de las romanzas que iban a cantar, acompañándose en el clavicordio, y del minuet y del bolo inglés; no faltaba una matrona que permitiera danzar un ochavado de compás, sólo para demostrar cómo se divertían en sus buenos tiempos juveniles. Un sujeto, a mi lado, informaba a otro de los nuevos negros que estaban por llegar, según carta que recibiera de Loanda, en la que su sobrino le decía haber negociado ya cerca de cincuenta cabezas, y otra carta en que... Las traía justamente en la faltriquera, pero .no las podía leer en ese momento; eso sí, podía afirmar desde ya que, con sólo ese viaje, contarían con unos ciento veinte negros, por lo menos.
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Cará: especie de patata menos dulce que el moñato. 44
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-Tras... tras... tras... hacia Villaça, golpeando una mano con la otra. La charla cesaba, de inmediato, como una pausa en la orquesta, y todos los ojos se volvían al glosador, Los más lejanos hacían pantalla con la mano detrás de la oreja, para no perder palabra; la mayoría, amante de la glosa, preparábase de antemano a aplaudir, trivial y cándi-damente. En cuanto a mí, allí estaba, solitario y olvidado, contemplando con embeleso cierta compota de mi predilección. Al final de cada glosa, quedábame muy contento, esperando que fuese la última; pero no lo era, y los postres seguían intactos. Nadie reparaba en ellos. Mi padre, a la cabecera, saboreaba, a extensos tragos la alegría de los convidados; veía reflejado su contento en las caras radiantes, en los platos, en las flores; encantábase con la familiaridad entablada entre los más distantes espíritus, influidos por la buena comida. Yo observaba eso, porque arrastraba mi vista de la compota ,a él y de él a la compota, como pidiéndole que me la sirviese; pero lo hacía en vano. El no veía nada; veíase a sí mismo. Y las glosas se sucedían como aguaceros, obligándome a retardar mi pedido. Tuve toda la paciencia que pude, y no pude mucho. Pedí en voz baja el dulce; por fin, grité, bramé, golpeé con los pies. Mi padre, que hubiera sido capaz de darme el sol, si yo lo exigiera, llamó a un esclavo para que me sirviera el dulce; pero era tarde. La tía Emerenciana me había arrancado de la silla y entregado a una esclava, a pesar de mis gritos y mis coces. No fue otro el delito del glosador: retardar la compota y provocar mi exclusión. Pero esto bastó para que yo meditar una venganza, cualquiera que fuese, pero grande y ejemplar, 45
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algo que en alguna forma lo pusiera en ridículo. Aunque el doctor Villaça fuera un hombre grave, medido y calmoso, de cuarenta y siete años, casado y padre, yo no me conformaba con la cola de papel en el rabo y de su peluca; tenía que urdir algo peor. Me puse a espiarlo al levantarse de la mesa, a seguirlo en el jardín, donde todos bajaron a pasear; lo veía conversar con doña Eusebia, la hermana del sargento mayor Domingues, una robusta jamona que si no era bonita tampoco era fea... -Estoy muy disgustada con usted -decía ella. -¿Por qué? -Porque... no sé por qué... porque es mi destino. Creo que, a veces, es preferible morir. Habían penetrado en una pequeña mata, en la semioscuridad; yo los seguí. Los ojos de Villaça brillaban, en la tiniebla, de vino y voluptuosidad. -Déjeme -dijo ella. ,-Nadie nos ve. ¿Morir, ángel mío? ¡Qué ideas son esas!... Tú sabes que yo moriría también... ¿Qué digo?.. Muero todos los días, de pasión, de nostalgia... Doña Eusebia llevó el pañuelo a los ojos. El glosador buceaba en la memoria algún trozo literario, y halló éste, que más tarde yo verifiqué ser de una obra del Judío4. -No llores, mi bien; no hagas que el día amanezca con dos auroras. Dicho esto, la atrajo hacia sí; ella resistióse un poco, pero se dejó llevar; uniéronse los rostros y oí estallar, aunque muy leve, un beso, el más medroso de los besos.
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Antonio Joseph, llamado el Judío, fundador del teatro brasileño. 46
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-¡El doctor Villaça le dio un beso a doña Eusebia! -chillé yo, corriendo por el jardín. Fueron un estruendo mis palabras; la estupefacción inmovilizó a todos; las miradas se cruzaban, maliciosas; se cambiaban sonrisas, secreteos; las madres arrastraban a las hijas, pretextando el rocío. Mi padre me tiró de las orejas, disimuladamente; irritado de veras con la indiscreción; pero, al día siguiente, en el almuerzo, acordándose del caso, me sacudió la nariz riendo: -¡Ah, pillastre! ¡Ah, pillastre!
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XIII Un salto Unamos ahora los pies y demos un salto por encima de la escuela, la fastidiosa escuela donde aprendí a leer, escribir, contar, dar tabanazos, recibirlos, ir a hacer diabluras, ya en los morros, ya en las playas, en cualquier lugar propicio a los ociosos. Tuvo amarguras ese tiempo: tuvo las reprensiones, los castigos, las lecciones arduas y largas, y poco más, muy poco y muy leve. Sólo era pesada la palmeta, y aun así.. ¡Oh, palmeta, terror de mis días infantiles, tú que fuiste el compelle intrare, con que un viejo maestro, huesudo y calvo, remachó en mi cerebro el alfabeto, la prosodia, la sintaxis y lo demás que él sabía; bendita palmeta, tan blasfemada por los modernos, quién me diera haberme quedado bajo tu yugo, con mi alma imberbe, mi ignorancia y mi espadín, aquel espadín de 1814, tan superior a la espada de Napoleón! ¿Qué querías tú, al fin y al cabo, mi viejo maestro de primeras letras? Lecciones de memoria y compostura en el aula; nada más, nada menos de lo que quiere la vida, que es la maestra de las últi48
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mas letras; con la diferencia de que tú, si bien me infundías miedo, nunca provocaste mi aversión. Aun te veo entrar en el aula con tus chinelas de cuero blanco, capote, pañuelo en la mano, calva al aire, barba rapada; te veo sentarte, bufar, gruñir, absorber rapé y llamarnos luego a la lección. Y eso lo hiciste durante veintitrés años, callado, obscuro, puntual, metido en una casita de la calle del Piojo, sin enfadar al mundo con tu mediocridad, hasta que un día diste la gran zambullida en las tinieblas, y nadie te lloró -salvo un negro viejo-, ninguno, ni yo, que te debo los rudimentos de !a escritura. Llamábase Ludgero el maestro. Quiero escribir su nombre entero en esta página: Ludgero Cucaracha, un nombre funesto, que servía a los muchachos de eterna burla.. Uno de nosotros, Quincas Borba, era entonces cruel con el pobre hombre. Dos o tres veces por semana lograba introducirle en el bolsillo del pantalón, o en el cajón de su mesa, o junto al tintero, una cucaracha muerta. Si él la encontraba en horas de clase, se enfurecía, echaba chispas por los ojos, nos increpaba, llamándonos sabandijas, insolentes, malcriados, muleques... Unos se atemorizaban, otros murmuraban; Quincas Borba, entretanto, se dejaba estar, muy tranquilo, clavando la vista en el aire. Una luz ese Quincas Borba. Nunca en mi infancia, nunca en toda mi vida, hallé un muchacho más gracioso, Ingenioso y travieso. Era la flor, no ya de la escuela, sino de la ciudad. La madre viuda, y en buena posición, adoraba a su hijo, lo mimaba, lo aseaba, lo acicalaba, le ponía un vistoso criado de paje, un paje que nos dejaba hacer rabona a la es49
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cuela, ir a cazar nidos de pájaros, perseguir lagartijas en el morro de la Liberación y en el de la Concepción, o simplemente vagar, al acaso, como dos petimetres desocupados: ¡Y de emperador! Era un gusto ver a Ouincas Borba hacer de emperador en las fiestas del Espíritu Santo. Por supuesto que, en nuestros juegos infantiles, él escogía siempre un papel de rey, de ministro, de general, una supremacía, cual,, quiera que fuese. Poseía garbo, gravedad, cierta majestad 'l en los movimientos y actitudes. Quién hubiera dicho que Detengamos la pluma; no nos adelantemos a los sucesos. Vayamos, de un salto, a 1822, fecha de nuestra independencia política y de mi primer cautiverio personal.
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XIV El primer beso Tenía diecisiete años; sombreábame el labio superior ligero vello, que yo me esforzaba en transformar en bigote. Los ojos, vivos y resueltos, eran mi rasgo verdaderamente masculino. Como ostentase cierta arrogancia, no se distinguía bien si yo era un jovenzuelo con humos de hombre o un hombre con aires de niño. Con todo, era un lindo muchacho, lindo y audaz, que entraba en la vida con botas y espuelas, chicote en la mano y sangre en las venas, cabalgando un corcel nervioso, erguido, veloz, como el corcel de las antiguas baladas, que el romanticismo fine a buscar en el castillo medieval, para dar con él en las calles de nuestro siglo. Lo peor es que lo cansaron a tal punto que fue preciso dejarlo al margen, donde el realismo vino a encontrarlo, roído por la miseria y los gusanos, y, por compasión, lo transportó a sus libros. Sí, yo era un lindo muchacho, garboso y elegante, y fácilmente se imagina que más de una dama haya inclinado ante mí la frente pensativa, o levantado hacia mí sus ojos 51
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codiciosos. De todas; sin embargo, la que me cautivó fue una..: una... no sé si decirlo, pues este libro es casto, por lo menos en la intención; en la intención es castísimo. Pero, allá va: o se dice todo o nada. la que me cautivó fue una española, Marcela, la "bella Marcela", como la llamaban todos los jóvenes de entonces. Y tenían razón. Era hija de un hortelano de Asturias; me lo dijo ella misma, en un instante de sinceridad, aunque la opinión aceptase que ella naciera de un letrado de Madrid, víctima de la invasión francesa, herido, encarcelado y luego ultimado a tiros de espingarda, cuando aquélla .no tenía sino doce años. Cosas de España. Pero, quienquiera que fuese su padre, letrado u hortelano, la verdad es que Marcela no poseía la inocencia rústica, y entendía poco o nada la moral del Código. Era una buena moza, alegre, sin escrúpulos, algo cohibida ante la austeridad de la época, lo que no le impedía arrastrar por la calle, y en berlina, sus graciosas locuras; lujosa, impaciente, amiga del dinero y los muchachos. En aquel año, moría de amor por un cierto Javier, sujeto acomodado y tísico: una perla. La vi por primera vez en el Rocío Grande, la noche de las luminarias, cuando se hizo constar la declaración de independencia, una fiesta de primavera, un amanecer del alma pública. Eramos dos muchachos, el pueblo y yo; veníamos de la infancia con todos los arrebatos de la juventud. La vi salir de una silla de posta, vistosa y arrogante; un cuerpo esbelto, ondulante, una osadía, algo que nunca había hallado en las mujeres puras -'Sígueme... , le dijo al paje. Y yo la seguí, tan paje como el otro, como si la orden fuera para mí; 52
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me dejé llevar, enamorado, vibrante, inundado de la primera aurora. Al pasar, alguien la llamó "linda Marcela"; recordé que había oído ese nombre al tío Juan, y confieso que quedé atontado: Tres días después me preguntó mi tío, en secreto, si quería ir a cenar con unas mozas, en Cajueiros. Fuimos; .era en casa de Marcela. Javier, con todos sus tubérculos, presidía el banquete nocturno, en que .poco o nada comí, porque sólo tenía ojos para el ama de casa. ¡Qué gentil estaba la españolal Había, además, una media docena de muchachas, todas de Interés, bonitas, llenas de gracia; pero la española... El entusiasmo; algunos tragos de vino, mi genio imperioso, alocado, me impulsaron a hacer algo extraordinario: al salir, en la puerta de calle, le dije a mi tío que me esperara un Instante, y corrí, subiendo la escalera.. -¿Se olvidó de algo? .-preguntó Marcela, de pie en el descanso. -El pañuelo. Iba a dejarme pasar, para volver a la sala; yo la tomé de las manos, la atraje hacia mí y le di un beso. No sé si dijo algo, si gritó, si llamó a alguien; no sé nada, sólo que bajé de nuevo la escalera, veloz como un tifón e incierto como un ebrio.
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XV Marcela Empleé treinta días para llegar del Rocío Grande al corazón de Marcela, no ya cabalgando en el corcel del ciego deseo, pero sí en el asno de la paciencia, al mismo tiempo mañoso y terco. Que; en verdad, hay dos medios de granjearse la voluntad de la mujer: el violento, como el toro dé Europa, y el insinuativo, como el cisne de Leda y la lluvia de oro de Densa, tres inventos del padre Zeus, que, por estar fuera de moda, había que cambiarlos por el caballo y el asno. No referiré los ardides que usé, ni las alternativas de confianza y temor, ni las esperas inútiles, ni ninguna otra de esas cosas preliminares. Sólo diré que el asno fue digno del corcel, un asno de Sancho, de veras filósofo, que me llevó a casa de ella, al final del citado período; me apeé, golpeé él llamador y lo mandé a pastar. ¡Primera conmoción de mi juventud, qué dulce has sido! Tal debió ser, en la creación bíblica, el efecto del primer rayo de sol. Imagínatelo acariciando, de pronto, la faz de un mundo en flor. Así fue, lector amigo, y si alguna vez has 54
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tenido diecisiete años, debes acordarte que, en tu caso, fue lo mismo. Tuvo dos fases nuestra pasión, o ligazón, o cualquier otro nombre, que yo en esto no reparo: tuvo la fase consular y la imperial. En la primera, que fue corta, regimos Javier y yo, sin que él jamás creyera dividir conmigo el gobierno de Roma; pero cuando la credulidad tuvo que ceder a la evidencia, Javier depuso las insignias, y yo concentré todos los poderes en mi mano; fue la fase cesárea. Era mío el universo, pero -¡ay, desdicha!- no era gratuito. Me fue preciso adquirir dinero, multiplicarlo, inventarlo. Primero exploté la generosidad de mi .padre; él me daba todo lo que le pedía, sin represión, sin demora, sin frialdad; decía a todos que yo era un muchacho, como él también lo había sido. Pero, a tal extremo llegó el abuso, que él restringió un poco sus larguezas, luego más y más Entonces recurría mi madre, y la induje a desviar alguna cosa, que me la daba a escondidas. Era poco; eché mano a un último recurso: pedí a cuenta la herencia de mi padre, firmé obligaciones, que debía rescatar un día con usura. -¡Pero, chico -me decía Marcela, cuando yo le llevaba alguna seda, alguna joya-, tú quieres reñir conmigo!... ¿Por qué haces esto?... ¡Un regalo tan caro!... Y, si el regalo era joya, me decía eso contemplándola en sus dedos, buscando mejor luz, probándola en su cuerpo y besándome con una reincidencia impetuosa y sincera; pero protestando, brillábale la felicidad en los ojos, y yo me sentía dichoso al verla así. Le gustaban mucho nuestros antiguos doblones de oro, y yo le llevaba todos los que podía conse55
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guir; Marcela los juntaba en una cajita de hierro, cuya llave nadie supo jamás dónde la guardaba, escondiéndola por miedo a los esclavos. La casa en que vivía, en Cajueiros, era propia. Los muebles eran sólidos y cómodos, de jacarandá labrado, y todos los demás adornos, espejos, jarras, vajilla una hermosa vajilla de la India, obsequio de un magistrado-. ¡Las crispaduras de nervios que me produjo la maldita vajilla! Se lo dije muchas veces a su dueña; no le disimulaba el fastidio que me causaban esos despojos de sus amores de antaño. Ella me escuchaba y reía, con expresión cándida -cándida y otra cosa-, que en ese tiempo yo no entendía bien; pero ahora, recordando el caso, pienso que era una risa mixta, la que debiera tener la criatura que naciese, por ejemplo, de una alma bruja de Shakespeare con un serafín de Klopstock. No sé si me explico. Y, como se daba cuenta de mis celos tardíos, parecía que gozara en aguijonearlos más. Así fue que un día, como yo no le pude obsequiar cierto collar, que ella admirara en una joyería, me dijo, con simple gracejo, que nuestro amor no necesitaba de tan vulgar estimulo. -No te perdono que te hayas formado de mí tan triste idea- concluyó, amenazándome con el dedo. Y luego, rápida como un pajarillo, me apretó el rostro entre sus manos y me atrajo hacia ella, haciendo una mueca graciosa, un mimo de niña. Después, reclinada en la otomana, siguió hablándome de aquello, con sencillez y franqueza. Nunca consintió en que le compraran su cariño. Vendió muchas veces la apariencia, pero la realidad la reservó para pocos. Duarte, por ejemplo, el alférez Duarte, a quien ella amara de veras, dos años atrás, únicamente con dificultad 56
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conseguía obsequiarla con algo de valor, como me ocurría s mí; ella sólo aceptaba sin resistencia regalos de escaso precio, como la cruz de oro que le dio una vez, en sus cumpleaños. Esta cruz... Dijo esto introduciendo la mano en el seno y sacando una cruz, fina, de oro, prendida a una cinta azul, pendiente del cuello. -Pero esa cruz -le observé-, ¿no me dijiste que fue tu padre quien?... Marcela sacudió la cabeza, compasiva. -¿No te. diste cuenta de que era mentira, de que lo dije para no disgustarte?... Ven acá, chiquillo, no seas así, desconfiado conmigo... Amé a otro, es verdad...; pero, ¿qué Importa, si eso acabó? Un día, cuando nos separemos... -¡No digas eso! -protesté. -Todo concluye. Un día... No pudo terminar; un sollozo le estranguló la voz; tendió sus manos, tomó las mías y las amparó en su seno, susurrándome, muy quedamente, al oído: -¡Nunca, nunca, mi amor! Yo se lo agradecí, con los ojos húmedos. Y al día siguiente le llevé el collar que .había rechazado. -Para que te acuerdes de mí, cuando nos separemos -le dije. Marcela, primeramente, calló, Indignada; luego tuvo, un gesto magnífico: intentó arrojar el collar a la calle. Yo le contuve el brazo; le rogué que no me hiciera tal afrenta, que aceptara la joya. Sonrió.... y se quedó con ella.
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Entretanto, pagaba generosamente mis sacrificios, acechaba mis más recónditos pensamientos, solícita a todos mis deseos, complaciéndolos sin esfuerzo, por una especie de ley de conciencia y necesidad de corazón. Nunca el deseo era razonable, sino un capricho puro, una niñería: este vestido y no aquél, ir a paseo u otra cosa así..., y ella cedía a todo, risueña y diligente. -Tú eres de Arabia -me decía. Y corría a ponerse el vestido, el encaje, los pendientes, con una obediencia encantadora.
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XVI Una reflexión inmoral Se me ocurre una reflexión Inmoral, que es, al mismo tiempo, una corrección de estilo. Pienso haber dicho, en el Capítulo XIII, que Marcela moría de amor por Javier. No moría, vivía. Vivir no es lo mismo que morir; así lo afirman todos los joyeros de este mundo, gente muy versada en gramática. Buenos joyeros, ¿qué sería del amor sin vuestros pendientes y collares? Un tercio o un quinto del. universal comercio de corazones. Esta es la reflexión moral que yo iba a hacer, la cual es aún más obscura que inmoral, pues no se entiende bien lo que quiero decir. Lo que yo quiero decir es que la más bella cabeza del mundo no es menos bella cuando la ciñe una diadema de piedras preciosas; ni menos bella, ni menos amada. Marcela, por ejemplo, que era tan hermosa, Marcela me amó...
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XVII Del trapecio y otras cosas... ...Marcela me amó durante quince meses y once contos de reis; nada menos Mi padre, cuando se enteró de los once contos, sobresaltóse de veras, hallando que el caso excedía los limites de un capricho juvenil. -Esta vez -me dijo- te irás a Europa. Vas a cursar en una Universidad, probablemente Coimbra; quiero que seas un hombre serio, y no un holgazán y estafador: Y como yo hiciera un gesto de espanto: ¡Estafador, sí, señor! No es otra cosa el que hace esto... Sacó de la faltriquera mis obligaciones, ya rescatadas por él, y me las sacudió en la cara. -¿Ves esto, botarate? ¿Es así como un mozo decente debe cuidar el nombre de los suyos? ¿Piensas que yo y tus abuelos ganamos el dinero en casas de juego o vagando podas calles? ¡insensato! De esta vez, o adquieres juicio o te quedas sin nada. Estaba furioso, pero sus furias eran suaves y breves. Le oí, callado, y nada opuse a la orden de viaje, como hiciera otras veces; rumiaba la idea de llevar a Marcela conmigo. Fui 60
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a verla, le expuse la crisis y le hice la propuesta. Marcela me oyó mirando al techo, sin responder; después, como yo Insistiera, me dijo que se quedaba, que no podía Irse a Europa. -¿Por qué no? -No puedo -replicó con voz doliente-; no puedo ir a respirar aquellos aires, mientras recuerde a mi pobre padre, muerto por Napoleón. -¿Cuál de ellos: el hortelano o el abogado? Marcela frunció la frente, canturreó, entre dientes, una seguidilla; quejóse luego del calor y ordenó que sirvieran una copa de aluá. La trajo la mucama, en una bandeja de plata, me ofreció cortésmente el refresco; mi respuesta fue dar un manotón a la copa y la bandeja; derramóse el liquido en su regazo; la negra lanzó un grito y yo le bramé que se marchara. Solos los dos, vertí toda la desesperación de mi alma; le dije que era un monstruo, que nunca me quiso, que me dejó descender a lo más bajo, sin tener, al menos, la disculpa de la sinceridad; la llamé con muchos nombres feos, haciendo, al mismo tiempo, muchos gestos desarticulados. Marcela seguía sentada, hendiendo las uñas en los dientes, fría como un trozo de mármol. Tuve ímpetus de estrangularla, de humillarla, al menos, subyugándola a mis pies. Iba quizás a hacerlo, pero la acción trocóse en otra: fui yo el que se arrojó a los pies de ella, contrito y suplicante se los besé, le recordé aquellos meses de nuestra felicidad solitaria; le repetí los nombres queridos de otros tiempos, sentado en el suelo, con mí cabeza en sus rodillas, apretándole las manos. Jadeante, enloquecido, le pedí llorando que no me abandonara... Mar-
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cela me miró un Instante, callados los dos, y luego, me separó blandamente, con gesto de aburrimiento. -No me fastidies -dijo. Se levantó, se sacudió el vestido, mojado aún, y se dirigió a la alcoba. -¡No! -le grité-. ¡No has de entrar! ¡No quiero!... Pretendí agarrarla; era tarde; ella entró y se encerró. Salí desatinado; vagué dos horas mortales por las calles más excéntricas y desiertas, donde fuera difícil dar conmigo. Iba 'masticando mi desesperación con una especie de gula mórbida; evocaba los días, las horas, los minutos de delirio; ya me complacía en suponer que eran eternos, que todo aquello no era sino una pesadilla, o ya, engañándome a mí mismo, Intentaba arrojarlos de mí, como un fardo Inútil. Entonces resolvía embarcarme de inmediato, para cortar mi vida en dos mitades, y me deleitaba con la Idea de que Marcela, al enterarse de mi partida, quedaría aplastada por la pena y el remordimiento. Ella me amó, sin duda, y deba sentir algo, un recuerdo, al menos, como el del alférez Duarte... En esto, el diente de los celos me mordía el corazón; y toda la naturaleza me gritaba que era preciso ¡levar a Marcela conmigo. -¡Por fuerza!... ¡Por fuerza!... -decía, hendiendo el aire a puñetazos. Por fin tuve una Idea salvadora. ¡Ah, trapecio de mis pecados, trapecio de las concepciones abstrusas! La idea salvadora trabajó en él, como la del emplasto (Cap. II). Era nada menos que fascinarla, fascinarla mucho, deslumbrarla, arrastrarla; emplear un medio más concreto que la súplica. No medí las consecuencias; recurrí a un préstamo desespe62
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rado; fui a la calle de los Plateros; compré la mejor joya de la ciudad: tres diamantes grandes, engastados en una peineta de marfil; corrí a casa de Marcela. Marcela estaba reclinada en una hamaca, el aire lánguido y cansado, pendiente una de las piernas, dejando ver el piececito calzado en media de seda; los cabellos sueltos, esparcidos; la mirada inquieta y somnolienta. -Ven conmigo -le dije-. ¡Conseguí dinero! Tendrás todo lo que quieras. ¡Mira esto! Tómalo. Y le enseñé la peineta con los diamantes... Marcela tuvo un leve sobresalto; irguió la mitad del cuerpo, y apoyada en un codo, examinó la peineta un breve instante; luego retiró la vista: se había dominado. Entonces llevé mis manos a sus cabellos, los recogí, los enlacé de prisa, le Improvisé un peinado, sin ningún aliño, y lo coroné con la peineta de diamantes; retrocedí, volví á acercarme, le corregí las trenzas, las bajé a un costado, busqué alguna simetría en aquel desorden, todo con una minuciosidad y ternura de madre. -Ya está -le dije. -¡Loco! -fue su primera respuesta. La segunda fue atraerme a su seno, y pagarme todo el sacrificio con un beso, el más ardiente de todos. Luego se quitó la peineta, elogió mucho el material y la obra, mirándome de cuando en cuando, y meneando la cabeza, con aire de reprimenda: -¡Vaya contigo! -decía. -¿Vienes conmigo? Marcela reflexionó un momento. No me gustó la expresión con qué pasaba la vista de mí a la pared, de la pared a la 63
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peineta; pero toda la mala impresión se desvaneció cuando ella me respondió resueltamente: -Voy. ¿Cuándo embarcas? -De aquí a dos o tres días. -Iré. Le agradecí de rodillas. Había recuperado a mi Marcela de los primeros días, y se lo dije. Ella sonrió y fue aguardar la peineta, mientras yo bajaba la escalera.
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XVIII Visión del corredor Al final de la escalera, en el fondo del corredor obscuro, me detuve un instante para respirar, recapacitando, reuniendo las ideas dispersas, reponiéndome, en fin de tantas! sensaciones profundas y contrarias. Sentíame feliz. Cierto es que los diamantes corrompían un poco mi felicidad, pero no es menos cierto que una mujer hermosa puede muy bien amar a los griegos y a sus presentes. Además, y confiaba en mi buena Marcela; podía tener defectos, pero me amaba. -¡Un ángel! -murmuré, mirando al techo del corredor. Y allí, como un escarnio, vi los ojos de Marcela, aquellos ojos que, poco antes, me envolvieran en una sombra de desconfianza; ojos que chispeaban sobre una nariz, que era al mismo tiempo la nariz de Bakbarah y la mía. ¡Pobre enamorado de las Mil y una noches! Te vi allí mismo, corriendo tras la mujer del visir, a lo largo de la galería; ella provocándote con su andar, y tú corriendo, corriendo, corriendo, hasta la extensa alameda, que te condujo a la calle, donde todos los mozos de cordel te zumbaron y aporrearon. Entonces me 65
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pareció que el corredor de Marcela era la alameda, y que la calle era la de Bagdad. En efecto, mirando hacia la puerta, vi en la calzada tres mozos de cordel, uno de sotana, otro de librea y otro de civil; todos ellos entraron en el corredor, me agarraron en sus brazos y me metieron en un coche; mi padre a la derecha, mi tío el canónigo a la izquierda y el de librea en la bolea; me llevaron a la Intendencia de Policía, de donde fui transportado a una galera que debía zarpar para Lisboa. Imagínate, lector, si resistí, pero toda resistencia fue Inútil. Tres días después ya estaba mar afuera, mudo y abatido. No lloraba siquiera; tenía una Idea fija. ¡Malditas ideas fijas! La de esa ocasión era sumergirme en el océano repitiendo el nombre de Marcela.
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XIX A bordo Eramos once pasajeros: un demente acompañado de su esposa, dos jóvenes que iban de paseo, cuatro comerciantes y dos criados. MI padre me recomendó a todos, empezando por el capitán del navío, que, por otra parte, tenía muchos otros cuidados, pues, además del barco, llevaba a su mujer, tísica en último grado. No sé si el capitán sospechó algo de mi fúnebre proyecto, o si mi padre lo puso al corriente; lo que sé es que no me sacaba los ojos de encima; me llamaba a cada instante. Cuando no podía estar conmigo, me llevaba junto a su mujer. Esta, tendida casi siempre en una camilla, tosiendo mucho, me prometía hacerme conocer los alrededores de Lisboa. No estaba flaca: estaba transparente; era imposible que no falleciera de un momento a otro. El capitán fingía no creer en la muerte .próxima quizá para engañarse a sí mismo. Yo no sabía ni pensaba nada. ¿Qué me importaba el destino de una mujer tuberculosa en medio del océano? El mundo para mi era Marcela. 67
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Una noche, al finalizar la semana, hallé ocasión propicia para morir. Subí cauteloso, pero encontré al capitán, que, apoyado en la borda, tenía los ojos fijos en el horizonte. -¿Un temporal? -le pregunté. -No -respondió, estremeciéndose-, no. Admiro la esplendidez de la noche. Mírela: ¡está divina! El estilo no estaba de acuerdo con la persona asaz ruda y aparentemente ajena al lenguaje rebuscado. Lo miré; él pareció saborear mi asombro. Después de algunos segundos, me tomó de la mano y señaló la luna, preguntándome por qué no componía una oda ala noche; le respondí que no era poeta. El capitán murmuró algo, dio dos pasos, metió la mano en el bolsillo, sacó un trozo de papel, muy arrugado; luego, a la luz de la linterna, leyó una horaciana sobre la libertad de la vida marítima. Eran versos suyos. -¿Qué tal? No sé lo que le dije; me acuerdo que él me apretó la mano con mucha fuerza y muchos agradecimientos; después me recitó dos sonetos; iba a recitarme otro cuando vinieron a llamarlo, de parte de su mujer. -Ya voy -dijo él; y me espetó el tercer soneto, con pausa, con deleite. Quedé solo; pero la musa del capitán habla barrido de mi espíritu los pensamientos malos; preferí dormir, que es la manera interina de morir. Al día siguiente nos despertamos bajo una tormenta que metió miedo a todos, menos al loco; éste se enfureció, gritaba que su hija lo mandaba a buscar en una berlina. La muerte de la. hija fue la causa de su demencia. Nunca olvidaré la figura horrorosa del pobre hombre, en 68
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medio dei tumulto de la gente y los ruidos del huracán, cantando y bailando, los ojos salidos de las órbitas, pálido, la cabellera larga e hirsuta. A ratos se detenía, erguía al aire sus manos huesudas, hacía cruces con los dedos, luego un cuadrado, después un círculo, y reía mucho, desesperadamente. Su mujer ya no podía cuidarlo: temblando de miedo ante la muerte, rezaba para sí misma a todos los santos del cielo. Por fin, después de largas horas, la tempestad amainó; y confieso que fue divertida la tormenta de mi corazón. Yo, que pensaba ir al encuentro de la muerte, no me atreví a mirarla cuando ella vino hacia mí. El capitán me preguntó si había sentido miedo, si estuve en peligro, si no hallé sublime el espectáculo, todo esto con interés de amigo. Naturalmente que la charla versó sobre la vida del mar. El capitán me preguntó si me agradaban los idilios piscatorios; yo, ingenuamente, le respondí que no sabía lo que eran. -Pues va a saberlo -agregó. Y recitó un poemita, luego otro -una égloga-, en fin, cinco sonetos, con los cuales remató esa jornada de confidencia literaria. Al día siguiente, antes de recitarme nada, me explicó el capitán que sólo por motivos graves había abrazado la profesión marítima, porque su abuelo quería que fuera sacerdote, y, en efecto, poseía algunas letras latinas; no llegó a clérigo pero no dejó de ser poeta, que era su vocación natural. Para probarlo me declamó luego, de cuerpo presente, un centenar de versos. Noté una cosa: los ademanes que él empleaba eran tales, que una vez me hicieron reír; pero el
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capitán, al recitar, miraba de tal suerte hacia adentro de sí mismo, que no vio ni oyó nada. Las días pasaban, y las aguas, y los versos, y con ellos iba pasando también la vida de la mujer. Estaba en las últimas. Un día, después del almuerzo, me dijo el capitán que la enferma quizá no llegase al fin de semana. -¡Ya! -exclamé. -Pasó muy mala noche. Fui a verla; la hallé, de verdad, casi moribunda, pero hablándome aún de descansar en Lisboa algunos días, antes de !r conmigo a Coimbra, porque era su propósito llevarme a la Universidad. La dejé, consternado; fui en busca del marido, que miraba las olas que venían a morir al chocar con el barco, y traté de consolarlo; él me agradeció, me contó la historia de sus amores, recordó los versos que compuso para ella, y me los recitó. En ese momento llegaron a buscarlo de parte de ella; corrimos ambos; era una crisis. Ese y el día siguiente fueron crueles; el tercero, el de la muerte. Yo huí del espectáculo, que me causaba repugnancia. Media hora después encontré al capitán, sentado en un haz de cabos, con la cabeza entre las manos; le dije una frase de consuelo. -Murió como una santa -respondió; y, para que sus palabras no pudieran ser consideradas como pruebas de debilidad, irguióse luego, sacudió la cabeza y miró al horizonte, con un gesto amplio, grandilocuente. Vamos -agregó-, entreguémosla a la fosa que nunca más se abre. Efectivamente, pocas horas después el cadáver fue arrojado al mar, con la ceremonia de costumbre. La tristeza ensombrecía todos los rostros; el capitán parecía un palo 70
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mayor terriblemente astillado por un rayo. Gran silencio. La ola abrió su vientre, acogió al despojo, se cerró -una leve arruga- y la galera siguió andando. Yo me dejé estar algunos minutos, a popa, con los ojos en aquel punto incierto del mar donde quedara uno de nosotros... Y fui luego a buscar al capitán, para distraerlo. -Gracias -me dijo él, comprendiendo mi intención-, crea que nunca me olvidaré de su gentileza. Dios le pagará. ¡Pobre Leocadia!, tú te acordarás de nosotros en el cielo. Enjugó con la manga una lágrima importuna; yo busqué un derivativo en la poesía, que era su pasión. Le hablé de los versos que me leyera, y me ofrecí para Imprimirlos. Los ojos del capitán se animaron un poco. "-Quizá acepte -me dijo-, pero no sé... son versos flojos..." Le juré que no; le pedí que los reuniera y me los diese, antes de desembarcar. -¡Pobre Leocadia! -murmuró, sin responder al pedido-. Un cadáver... el mar... el cielo... el navío... Al día siguiente quiso leerme un epicedio, recién compuesto, en el que se relataban las circunstancias de la muerte y sepultura de su mujer; lo leyó con voz sinceramente conmovida, trémulas las manos; al final me preguntó si esos versos eran dignos del tesoro que él perdiera. -Lo son -dije yo. -No habrá estro -ponderó él, al cabo de un instante-, pero nadie les negará sentimiento, aunque este sentimiento Ipudo haber perjudicado la perfección. -No me parece -repliqué-. Hallo los versos perfectos. Sí, yo creo que... Versos de marinero. -De marinero poeta. 71
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El se encogió de hombros, miró el papel y volvió a recitar la composición, pero ya entonces sin temblores, acentuando las intenciones literarias, dando relieve a las imágenes y melodía a los versos. Al final, me confesó que era esa su obra más acabada; yo le dije que sí; él me estrechó fuertemente la mano y me predijo un gran futuro.
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XXI Soy bachiller ¡Un gran futuro! Mientras esta palabra me golpeaba el oído, miraba yo a lo lejos hacia el horizonte misterioso y vago. Una idea expelía a otra: la ambición destronaba a Marcela. ¿Un gran futuro? Tal vez naturalista, literato, arqueólogo, banquero, político, hasta obispo -aunque fuera obispo-, con tal de ostentar un cargo, una preeminencia, una gran reputación, una posición elevada. La ambición, dado que fuese águila, quebró en esa ocasión el huevo y desvendó la pupila, aleonada y penetrante. ¡Adiós, amores!, ¡adiós,. Marcela!, ¡días de delirio, joyas sin precio, vida sin régimen, adiós! Voy ahora al trajín, a la gloria; os dejo con los pantaloncitos de la primera edad. Y fue así como desembarqué en Lisboa y seguí viaje a Coimbra. La Universidad me aguardaba con sus materias arduas, y no sé si profundas; las estudié muy mediocremente, y ni aun .por esto perdí el grado de bachiller; me lo acordaron con la solemnidad de estilo, pasados los años, reglamentarlos; una hermosa fiesta que me llenó de orgullo y de 73
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nostalgia, principalmente de nostalgia. Había adquirido en Coimbra un gran prestigio de bailarín, era un académico disipado, superficial, tumultuoso y petulante, dado a la aventura, haciendo romanticismo práctico y liberalismo teórico, viviendo en la pura fe de los ojos negros y de las constituciones escritas. El día en que la Universidad certificó en un pergamino que yo poseía una ciencia, que estaba muy lejos de tenerla arraigada en el cerebro, confieso que me sentí, en cierta manera, embarazado, aunque orgulloso. Me lo explico: el diploma era una carta de manumisión; si me acordaba la libertad, me daba también la responsabilidad. Lo guardé, dejé las márgenes del Mondego y salí de allí, asaz desconsolado, pero sintiendo ya unos ímpetus, una curiosidad, un deseo de codearme con los demás, de actuar, de gozar, de vivir, de prolongar la Universidad en mis días venideros.
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XXI El arriero Pero, hete aquí que empacóse el jumento que montaba; lo fustigué; dio dos corcovos, luego tres más, al final un sexto, que me lanzó de la silla, y con tan mala pata que mi pie izquierdo quedó enganchado en el estribo; intenté prenderme al vientre del animal, pero ya entonces, espantado, echó a correr por la calle. Digo mal, intentó correr, y, al efecto, dio dos saltos, pero un arriero, que allí estaba, acudió a tiempo de tomar la rienda y detenerlo, no sin esfuerzo ni peligro. Dominado el bruto, me desprendí del estribo y me puse en pie. -¡De lo que se escapó vuesa mercé! -dijo el arriero. Y era verdad; si el jumento hubiera disparado, me lastimaba de veras; y si no la muerte, me esperaba un desastre: cabeza rota, una congestión, cualquier trastorno Interno, y allá se iba un bachiller en flor. El arriero quizá me salvó la vida; sí, no cabía duda; yo lo sentía en la sangre que me agitaba el corazón. ¡Buen arriero!; mientras yo volvía a la conciencia de mí mismo, él cuidaba de arreglar los arreos del 75
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jumento, con mucho arte y cuidado. Resolví darle tres monedas de oro, de las cinco que llevaba conmigo; no porque tal fuese el precio de mi vida -que era inestimable-, sino porque era una recompensa digna del arrojo con que él me auxilió. Está dicho: le daré, las tres monedas. -Ya está pronto -dijo él, presentándome la rienda de la cabalgadura. -Espera un poco -respondí-; deja que me reponga, que aun no las tengo todas conmigo... -¿Es posible? -¡Y tan posible!... ¿No iba, acaso, a la muerte? -Si el jumento hubiera corrido, tal vez; pero, con la ayuda de Dios, vuesa mercé ha visto que no la ha pasado nada. Fui a las alforjas, saqué un chaleco viejo, en cuyo bolsillo ocultaba las cinco monedas de oro, y, mientras lo hacía, reflexionaba si no era excesiva la gratificación, s! no bastaban dos monedas. Tal vez una. En efecto, una moneda de oro era suficiente para hacerlo estremecer de alegría. Le examiné la ropa; era un pobre diablo, que nunca en su vida habría visto una moneda de oro. Estaba resuelto: una moneda. La saqué, la vi relucir al sol; no la vio el arriero, porque yo me volví de espaldas, pero la sospechó quizá, pues se puso a hablar al jumento de una manera significativa; !e daba consejos, le recomendaba que fuera juicioso, que, si no, el "señor doctor" podría castigarla; en fin, un monólogo paternal. ¡Válgame Dios!, hasta oí estallar un beso; era del arriero, que le acariciaba el hocico. -¡Olé! -exclamé yo, asombrado.
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-Quiera vuesa mercé perdonarme, pero este diablo de bicho mira a la gente con tanta gracia... Me reí con ganas, vacilé un instante..., le puse en la mano un cruzado de plata, cabalgué al jumento y seguí al trote largo, un poco avergonzado, mejor dicho, un, poco Incierto del efecto ,producido por la monedita. Pero, a algunas brazas de distancia, miré hacia atrás; el arriero me hacía grandes reverencias, con evidentes muestras de contento. No era para menos, sin duda; yo le había pagado bien; quizá le pagué demasiado. Metí los dedos en el bolsillo de otro chaleco, el que llevaba puesto, y palpé unas monedas de cobre; eran los veintenas que debí haber dado al arriero, en vez del cruzado de plata. Porque, al fin y al cabo, él no buscó ninguna recompensa; cedió a un impulso natural, al temperamento, a los hábitos dei oficio. Además, la circunstancia de que él no estuviera, en aquel momento, ni más adelante ni más atrás, sino justamente en el punto del desastre, ¿no significaba, acaso, que el arriero no había sido sino un simple Instrumento de la Providencia, y, en consecuencia, el mérito de su acción era positivamente nulo? Quedé desconsolado con esta reflexión, me llamé pródigo, lancé el cruzado en la cuenta de mis antiguas disipaciones y tuve -¿por qué no decirlo todo?-, tuve remordimientos.
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XXII Vuelta a Río Jumento de mis culpas, me cortaste el hilo de las reflexiones. Ya no diré, ahora, lo que pensé desde allí hasta Lisboa, ni lo que hice en Lisboa, en la península, y otros lugares de Europa, de la vieja Europa, que en esa época parecía remozarse. No, no diré que asistí .a la alborada del romanticismo, que también fui yo a hacer poesía efectiva en el regazo de Italia; no diré nada de aquello. Tendría que escribir un diario de viaje, y no unas memorias, como son éstas, en las cuales sólo entra la substancia de la vida. Al cabo de algunos años de peregrinación, atendí a las súplicas de mi padre. "Ven -me decía en su última carta-; si no te apresuras, hallarás muerta a tu madre"... .Esta última palabra fue un golpe para mí. Yo amaba a mi madre; tenía aún ante mis ojos la escena de la última bendición que ella me diera, a bordo del navío. "-Mi triste hijo, nunca más te veré", sollozaba la pobre señora, estrechándome contra su pecho. Esas palabras me resonaban ahora como una profecía realizada. 78
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Téngase en cuenta que yo estaba en Venecia, embalsamado aún por los versos de lord Byron; allí estaba sumergido en pleno sueño, reviviendo lo pretérito, creyéndome en la Serenísima República. ¡Figúrate, caro lector, que una vez se me ocurrió preguntar al hostelero sí el "dux" Iba ese día de paseo! "¿Qué duce, signor mío?" Volví a la realidad, pero no confesé la Ilusión; le dije que mi pregunta era una especie de charada americana; él pareció comprender, y agregó que le gustaban mucho las charadas. Era todo un hostelero. - Dejé todo eso: el hostelero; el "dux",. el puente de los Suspiros, la góndola, los versos del lord, las damas del Rialto, dejé todo y disparé como una bala en dirección a Río de Janeiro. Vine... Pero no, no alarguemos este capítulo. A veces me olvido al escribir -la pluma va comiendo papel, con grave perjuicio mío- de que soy autor. Capítulos extensos cuadran mejor a lectores pesadotes; y nosotros no somos un público infolio, sino In-12, poco texto, ancho margen, tipo elegante, corte dorado y viñetas... principalmente viñetas... No, no alarguemos el capítulo.
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XXIII Triste, pero corto Vine; y no niego que, al hallarme otra vez en mi ciudad natal, tuve una sensación. No era efecto de mi patria política; lo era del lugar de la infancia, la calle, la torre, la fuente de la esquina, la mujer de mantilla, el negro del locro, todas las escenas de la niñez, buriladas en la memoria, Nada menos que un renacimiento. El espíritu, como un pájaro, no siguió la corriente de los años; desvió el vuelo en dirección a la fuente original, y fue a beber agua fresca y pura, no mezclada aún del chubasco de la vida. Reparando bien, hay allí un lugar común. Otro lugar común, tristemente común, fue la consternación de la familia. M¡ padre me abrazó con lágrimas. "Tu madre no puede vivir ya", me dijo. En efecto, ya no era el reumatismo lo que la mataba; era un cáncer en el estómago. La infeliz padecía de una manera cruel, porque el cáncer es indiferente a las virtudes del sujeto; cuando roe, roe; roer, es su oficio. Mi hermana Sabina, ya entonces casada con Cotrim, se estaba cayendo de fatiga. ¡Pobre muchacha!, dormía tres horas por 80
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noche, nada más. Hasta el tío Juan estaba triste y abatido. Doña Eusebia y otras señoras se hallaban allí también, no menos tristes ni menos afligidas. -¡Hijo mío! El dolor suspendió un momento sus tenazas; una sonrisa iluminó el rostro de la enferma, sobre la cual la muerte batía el ala eterna. Era menos un rostro que una calavera; pasó la belleza, como un día brillante; quedaban los huesos, que no enflaquecen nunca. Mal podría conocerla; hacía ocho o nueve años que no nos velamos. Arrodillado al pie de la cama, con las manos de ella entre las mías, quedé mudo y quieto, sin atreverme a hablar, porque cada palabra hubiera sido un sollozo, y nosotros temíamos anunciarle su fin. ¡Vano temor! Ella sabía que estaba próxima a concluir; me lo dijo; lo verificamos la mañana siguiente. Larga fue la agonía, larga y cruel, de una crueldad minuciosa, fría, repetida, que me llenó de dolor y estupefacción. Era la primera vez que veía morir a alguien. Conocía la muerte por reflexión; cuando mucho, la había visto ya petrificada en el rostro de algún cadáver que acompañé al cementerio, o tenía de ella una idea embarullada en las amplificaciones retóricas de los profesores de cosas antiguas: la muerte alevosa de César, la austera de Sócrates, la orgullosa de Catón. Pero ese duelo del ser y del no ser, la muerte en acción, dolorosa, contraída, convulsa, sin aparato político o filosófico, la muerte de una persona amada, fue esa la primera vez que pude encararla. No lloré; me acuerdo que no lloré ante el espectáculo; tenía los ojos atónitos, tomada la garganta, boquiabierta la conciencia. ¿Que una criatura tan dó81
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cil, tan afable, tan santa, que nunca jamás hiciera verter una lágrima de disgusto, madre cariñosa, esposa inmaculada, fuera forzoso que muriese así, atormentada, mordida por el diente tenaz de una dolencia sin misericordia? Confieso que todo aquello me pareció obscuro, incongruente, insano. Triste capítulo; pasemos a otro más alegre.
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XXIV Corto, pero alegre Quedé postrado, y con todo era yo, en ese tiempo, un fiel compendio de trivialidad y presunción. Jamás el problema de la vida y de la muerte me había oprimido el cerebro; nunca hasta ese día me agachó ante el abismo de lo inexplicable; me faltaba lo esencial, que es el estímulo, el vértigo Para decirles toda la verdad, yo reflexionaba las opiniones de un peluquero que hallé en Modena, y que se distinguía por no tenerlas absolutamente. Era la flor de los peluqueros; por más lenta que fuera la operación del tocado, no enfadaba nunca; manejando el peine intercalaba una charla rebosante de pullas, de motes, llenos de sal, de sabor. No tenía otra filosofía. Ni yo. No digo que la Universidad no me hubiera enseñado alguna; pero yo le adorné sólo las fórmulas, el vocabulario, el esqueleto. La traté como traté al latín; embolsé tres versos de Virgilio, dos de Horacio, una docena de locuciones morales y políticas, para los gastos de la conversación. Los traté como traté a la historia y la jurisprudencia, Tomé dé todas las cosas la fraseología, la cáscara, la ornamentación. 83
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Tal vez te espante, lector, la franqueza con que te expongo y realzo mi mediocridad; advierte que la franqueza es la primera virtud de un difunto. En la vida, la mirada de la opinión, el contraste de los intereses, la lucha de las codicias, obligan a la gente a disimular los trapos viejos, a disfrazar los rasgones y remiendos, a no extender al mundo las revelaciones que hace la conciencia; y lo mejor de la obligación es cuando, a fuerza de empañar a los otros, se empaña un hombre a sí mismo, porque, en tal caso, se evita la vergüenza, que es una sensación penosa, y la hipocresía, que es un vicio repugnante. Pero, en la muerte, ¡Ah, qué diferencia!, ¡qué desahogo!, ¡qué libertad! Porque, en suma, ya no hay vecinos, ni amigos, ni enemigas, ni conocidos, ni extraños; no hay público. La mirada de la opinión, esa mirada aguda y judicial, pierde la virtud en cuanto pisamos el territorio de la muerte; no digo que ella no se extienda hacia aquí, y que no nos examine y juzgue; pero, a nosotros, qué nos importa tal examen ni tal juzgamiento. Señores vivos: no hay nada tan inconmensurable como el desdén de los finados.
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XXV En la Tijuca ¡Huy!, ya iba mi pluma a deslizarse hacia lo enfático. Seamos sencillos, como fue sencilla la vida que llevé en la Tijuca durante las primeras semanas después de la muerte de mi madre. El séptimo día, acabada la misa fúnebre, me proveí de una espingarda, algunos libros, ropa, cigarros, un muleque -el Prudencio del capítulo XI- y fui a encerrarme en una vieja casa de. nuestra propiedad. Mi padre forcejeó para torcer mi resolución, pero yo no podía ni quería obedecerle. Sabina deseaba que yo fuese a vivir con ella algún tiempo, dos semanas, por lo menos; mi cuñado estuvo a punto de llevarme quieras o no. Buen muchacho este Cotrim; había pasado de extravagante a circunspecto. Ahora comerciaba en géneros de estiva, trabajaba de la mañana a la noche, con ardor, con perseverancia. De noche, sentado a la ventana, encaracolándose las pastillas, no pensaba en otra cosa. Amaba a su mujer y al hijo que entonces tenía, y que murió algunos años después. Decían que era avaro.
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Renuncié a todo, tenía el espíritu atónito. Creo que fue entonces cuando empezó a brotar en mí la hipocondría, esa flor amarilla, solitaria y mórbida, de un perfume enervante y sutil. “¡Qué bueno es estar triste y no decir nada!” Cuando estas palabras de Shakespeare me llamaron la atención, confieso que sentí en mí un eco, un eco delicioso. Recuerdo que estaba sentado debajo de un tamarindo, con el libro del poeta abierto en las manos y el espíritu aun más cabizbajo que la figura; el jururú, como decimos de las gallinas tristes. Apretábame el pecho mi dolor taciturno, con una sensación única, algo que podría llamar voluptuosidad del aburrimiento. Voluptuosidad del aburrimiento: aprende esta expresión, lector; guárdala, examínala, y, si no llegaras a entenderla, puedes deducir que ignoras una de las sensaciones más sutiles de ese mundo y de aquel tiempo. A veces cazaba, otras dormía, otras leía -leía muchootras, en fin, no hacia nada; me dejaba llevar de idea en idea, de imaginación en imaginación, como una mariposa vagabunda o hambrienta. Las horas iban goteando una a una, el sol caía, las sombras de la noche velaban la montaña, y la ciudad. Nadie me visitaba; recomendé expresamente que! me dejasen solo. Un día, dos días, tres días, una semana entera pasada así sin decir palabra, era bastante .para sacudirme fuera de la Tijuca y restituirme al bullicio. En efecto, al cabo de siete días estaba harto de la soledad, el dolor aplacado; el espíritu ya no se contentaba ni con la vista de la arboleda y del cielo. Reaccionaba la juventud, era preciso vivir. Metí en el baúl el problema de la vida y de la muerte, los hipocondríacos del poeta, las camisas, las meditaciones, las corbatas, 86
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e Iba a cerrarlo, cuando el muleque Prudencio me dijo que una persona de mi conocimiento se había mudado la víspera a una casa de color violeta, situada a doscientos pasos de la nuestra. -¿Quién? -Noñó tal vez no se acuerde más de doña Eusebia. -Me acuerdo... ¿Es ella? -Ella y la hija. Vinieron ayer de mañana. Recordé luego el episodio de 1814 y quedé cohibido; pero advertí que los acontecimientos me habían dado razón. En realidad fue imposible evitar las relaciones íntimas de Villaça con la hermana del sargento mayor; aun antes de mi embarque, ya se cuchicheaba misteriosamente del nacimiento de una niña. Mi tío Juan me mandó decir después que Villaça, al morir, dejó un buen legado a doña Eusebia, cosa que dio mucho que hablar en todo el barrio. El propio tío Juan, goloso de escándalos, no trató de otro asunto en la carta, que era de muchas hojas. Los acontecimientos me habían dado la razón. Y aunque no me la dieran, 1814 ya estaba lejos, y con él la travesura, y ViIlaça, y el beso' de la joven; finalmente, ninguna relación estrecha existía entre ella y yo. Me hice esta reflexión y acabé de cerrar el baúl. -¿Noñó no va a visitar a doña Eusebia? -me preguntó Prudencio-. Fue ella quien vistió el cuerpo de mi difunta señora. Recordé haberla visto, entre otras señoras, en ocasión de la muerte y del entierro, pero ignoraba que ella hubiera prestado a mi madre ese postrer obsequio. La recomenda-
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ción del muleque era razonable; yo le debía una visita; determiné hacerla Inmediatamente, y bajar después.
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XXVI El autor vacila Súbitamente, oigo una voz: "-¡Pero, muchacho, ésta no es vida!" ¡Era mi padre, que llegaba con dos propuestas en la faltriquera. Me senté en el baúl y lo recibí, sin alborozo. El estuvo algunos instantes de pie, mirándome; luego me tendió la mano, con un. gesto conmovido: -¡Hijo mío, confórmate con la voluntad de Dios! -Ya me conformé -fue mi respuesta, y le besé la mano. No había almorzado; lo hicimos juntos. Ninguno de los dos aludió al triste motivo de mi reclusión. Una sola vez hablamos de esto, de paso, cuando mi padre hizo recaer la conversación en la Regencia; fue entonces que aludió a la carta de pésame que uno de los Regentes le enviara. Traía la carta consigo, ya bastante arrugada, tal vez por haberla leído a muchas otras personas. Creo haber dicho ya que era de uno de los Regentes. Me la leyó dos veces. -Ya fui a agradecerle esta prueba de consideración concluyó mi padre-, y creo que debes ir también. -¿Yo?
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-Tú. Es un hombre notable; hace hoy las veces de Emperador. Además, traigo conmigo una idea, un proyecto, o... sí, te lo diré todo; traigo dos proyectos: una banca de diputado y una boda. Mi padre dijo esto con pausas, y no en el mismo tono, pero dando a las palabras un giro y una disposición cuyo fin era ahondarlas más profundamente en mi espíritu. La propuesta, sin embargo, chocaba tanto con mis sensaciones últimas que no llegué a entenderla bien. Mi padre no flaqueó y la repitió, recalcando lo de la banca y la novia. -¿Aceptas? -No entiendo de política -dije, después de un instante-; en cuanto a la .novia..., déjeme vivir como un oso, que lo soy. -Pero los osos se casan -replicó. -Pues tráigame una osa. La Osa mayor... Río mi padre y después de reír volvió a hablar seriamente. Erame necesaria la carrera política, decía él, por veinte y tantas razones, que expuso con singular volubilidad, ilustrándolas con ejemplos de personas de nuestro conocimiento. En cuanto a la novia, bastaba que yo la viera; si la viera, iría luego a pedírsela a su padre sin demorar un día. Probó así la fascinación, después la persuasión, luego la intimación; yo no respondía, afilaba la punta de un palillo o hacía bolitas de miga de pan, sonriendo o reflexionando y, para decirlo todo, ni dócil ni rebelde a la propuesta. Sentíame aturdido. Una parte de mí mismo decía que sí, que una mujer hermosa y una posición política eran bien dignas de aprecio; otra decía que no; y la muerte de mi madre se me aparecía 90
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como un ejemplo de la fragilidad de las cosas, de los afectos, de la familia... -No me iré de aquí sin una respuesta definitiva -dijo mi padre-. De-fi-ni-ti-va- repitió, batiendo las sílabas con el dedo. Bebió el último trago de café, se acomodó en la silla y entró a hablar de todo: del Senado, de la Cámara, de la Regencia, de la restauración, de Evaristo, de un coche que pretendía comprar, de nuestra casa de Matacavallos... Yo me dejaba estar, en una esquina de la mesa, escribiendo desatinadamente en un pedazo de papel, con una punta de lápiz; trazaba una palabra, una frase, un verso, una nariz, un triángulo, y repetía muchas veces, sin orden, al acaso, así: arma virumque cano Arma virumque cano arma virumque cano arma virumque arma virumque cano virumque. Todo esto maquinalmente; y, no obstante, había cierta lógica, cierta deducción; por ejemplo, fue el virumque que me hizo llegar al nombre del propio poeta, por causa de la primera sílaba; iba a escribir virumque y me salió Virgilio; entonces continué: Vir
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Virgillo Virgilio Mi padre, algo despechado con aquella indiferencia, se irguió, vino a mí, lanzó la vista al papel... -¡Virgilio! -exclamó-. Ese eres tú, hijo mío; y tu novia se llama justamente Virgilia.
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XXVII ¿Virgilia? ¿Virgilia? ¿Pero entonces, era la misma señora que algunos años después?... La misma; era justamente la señora que en 1869 debía asistir a mis últimos días, y que antes, mucho antes, tuvo larga parte en mis más íntimas sensaciones. En aquel tiempo contaba apenas unos quince o dieciséis años; era quizás la más atrevida criatura de nuestra raza, y, con certeza, la más voluntariosa. No digo que ya le cupiera la primacía de la belleza entre las mocitas de la época, porque esto no es novela, en que el autor exalta la realidad y cierra los ojos a las peces y granos; pero tampoco digo que le manchase el rostro ninguna peca o grano, no. Era bonita, fresca, salida de las manos de 1a naturaleza, henchida de aquel hechizo precario y eterno que el individuo pasa a otro individuo, para los fines secretos de la creación. Era esto Virgilia, y era clara, muy clara, adornada con afección, Ignorante, pueril y llena de unos ímpetus misteriosos; mucha pereza y alguna devoción; devoción, o quizás miedo; creo que miedo.
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Ahí tienes, lector, en pocas líneas, el retrato físico y moral de la persona que debía Influir más tarde en mi vida; era aquello con dieciséis años. Tú que me lees vives aún cuando estas páginas vean la luz; tú que me lees, Virgilia amada, ¿no reparas en la diferencia entre el lenguaje de hoy y el que primero empleé cuando te vi? Creo que era tan sincero entonces como ahora; la muerte no me hizo impertinente, ni injusto. -Pero -dirás tú-, ¿cómo puedes discernir así la verdad de aquel tiempo, y expresarle después de tantos años? ¡Ah. Indiscreta! ¡Ah, ignorantona! Pero si es esto mismo lo que nos hace señores de la tierra, es este poder de restaurar el pasado, para palpar la inestabilidad de nuestras Impresiones y la futilidad de nuestros afectos. Deja que Pascal diga que el hombre es una caña pensante. No; es una errata pensante, eso sí. Cada estación de la vida es una edición que corrige la anterior, y que será corregida también, hasta la edición definitiva, que el editor regala a los gusanos.
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XXVlII Con tal que... -¿Virgilia? -Interrumpí yo. -Sí, señor; es el nombre de la novia. Un ángel, necio mío, un ángel sin alas. Imagina una muchacha así, de esta altura, viva como el azogue, y unos ojos... Hija de Dutra... -¿Qué Dutra? -El Consejero Dutra; no lo conoces; una influencia política. Vamos allá, ¿aceptas? No respondí en seguida; miré algunos segundos la punta del botín; declaré después que estaba dispuesto a examinar las dos cosas, la candidatura y el casamiento, con tal que.. . ¿Con tal qué? -Con tal que no quede obligado a aceptar las dos; creo que puedo ser separadamente hombre casado u hombre público... -Todo hombre público debe ser casado -interrumpió sentenciosamente mi padre-. Pero sea como quieras; no hago cuestión; estoy seguro de que la visita dará resultado. Ade95
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más, la novia y el parlamento son la misma cosa... esto es... no... lo sabrás después... Bien, acepto la dilación, con tal que... -¿Con tal qué...? -interrumpí yo, Imitándole la voz. -¡Ah, pillastre! Con tal que no te dejes estar aquí, inútilmente obscuro y triste. No gasté dinero, cuidados, empeños para no verte brillar, como debes, y te conviene, y a todos nosotros; es preciso lucir nuestro nombre, lucirlo e Ilustrarlo más aún. Mira; estoy en los sesenta años, pero si fuera necesario empezar una vida nueva, la empezaría, sin hesitar un solo instante. Teme la obscuridad, Blas; huye de lo que es ínfimo. Piensa que los hombres valen por diferentes modos, y que el más seguro de todos es valer por la opinión de los demás. No estragues las ventajas de tu posición, tus medios... Y fue por delante el mago, agitando ante mi un cascabel, como me hacían, cuando pequeño, para que andara de prisa, y la flor de la hipocondría recogiéndose en el botón para dejar sitio a otra flor menos amarilla y nada mórbida: el amor de la fama, el emplasto Blas Cubas.
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XXIX La visita Venció mi padre; me dispuse a aceptar el diploma y el casamiento, Virgilia y la Cámara de Diputados; "las dos Virgilias", como dijo él en un asomo de ternura política. Las acepté; mi padre me dio dos fuertes abrazos. Era su propia sangre, que él, por fin, reconocía. -¿Bajas conmigo? -Bajaré mañana. Voy a hacer, .primeramente. una visita a doña Eusebia... Mi padre torció la nariz, pero no dijo nada; se despidió y salió. Yo, en la tarde dei mismo día, fui a visitar a doña Eusebia. La hallé reprendiendo a un negro jardinero, .pero dejó todo para venir a hablarme, con un alborozo. un placer tan sincero, que me animó prontamente. Creo que llegó a estrecharme en su par de robustos brazos. Me hizo sentar a su lado, en la terraza, entre muchas exclamaciones decontento: -¡Miren a Biasitol ¡Un hombre! Quién lo hubiera dicho hace años... ¡Un hombrazo! ¡Y buen mozo! Pero, ¿no te acuerdas bien de mí? 97
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Le dije que sí, que no era posible olvidar a una amiga tan familiar en nuestra casa. Doña Eusebia empezó a hablar de mi madre con mucho cariño, con tanto cariño que me cautivó en seguida, y luego me enterneció. Ella lo notó en mis ojos, y cambió el tema de la conversación; me pidió que le contase el viaje, los estudios, los enamoramientos. Sí, los enamoramientos también; me confesó que era una vieja divertida. En esto recordé el episodio de 1814: ella, Villaça, la mata, el beso, mi grito; y mientras lo recordaba, siento un rechinar de puerta, un crujido de sayas y esta palabra: -Mamá... mamá...
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XXX La flor de la mata La voz y las sayas pertenecían a una mocita morena, que se detuvo en la puerta, algunos instantes, al ver gente extraña. Silencio breve y forzado. Doña Eusebia lo quebró, al fin, con resolución y franqueza: -Ven aquí, Eugenia -dijo-. Saluda al doctor Blas Cubas, hijo del señor Cubas, llegado de Europa. Y volviéndose hacia mí: -Mi hija Eugenia. Eugenia, la flor de la mata, apenas respondió al gesto de cortesía que le hice; me miró admirada y tímida, y lentamente se aproximó a la silla de la madre. Esta le arregló una de las trenzas del cabello, cuya punta se deshiciera. -¡Ah, traviesa! -decía-. No se imagina, doctor, lo que es esto...". Y la besó con tan expansiva ternura que me conmovió un poco; me acordé de mi madre, y -lo diré todo- tuve unas cosquillas de ser padre... -¿Traviesa? -dije yo-. Pues ya no está en edad adecuada, a lo que parece. 99
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-¿Cuántos le da? -Diecisiete. -Menos uno. -Dieciséis. ¡Pues entonces es una moza! No pudo encubrir Eugenia la satisfacción que le produjo esta palabra mía, pero enmendóse en seguida, y quedó como antes, erguida, fría y muda. En verdad, parecía aún más mujer de lo que era; sería niña en sus diversiones de muchacha; pero así quieta, impasible, tenía la compostura de la mujer casada. Quizás esta circunstancia le restaba un poco de gracia virginal. De prisa nos familiarizamos la madre le hacía grandes elogios, yo los escuchaba de buen grado, y ella sonreía, con los ojos fúlgidos, como e! allá, dentro de su cerebro, estuviera volando una mariposita de alas de oro y ojos de diamante... Digo allá dentro, porque allí fuera lo que revoloteó fue una mariposa negra, que súbitamente penetró en la terraza y comenzó a batir alas en rededor de doña Eusebia. Doña Eusebia dio un grito, se levantó, blasfemó unas palabras sueltas: -¡Te conjuro, diablo!... ¡Vete!... ¡Virgen Nuestra Señora!... -No tenga miedo -dije yo; y sacando el pañuelo, expulsé a la mariposa. Doña Eusebia sentóse otra vez, jadeante, un poco avergonzada; la hija, quizás pálida de miedo, disimulaba la impresión con mucha fuerza de voluntad les estreché la mano y salí, riendo conmigo mismo de la superstición de las dos mujeres, una risa desinteresada, filosófica, superior. Por la tarde, vi pasar a caballo a la hija de doña Eusebia, seguida de un paje; me hizo un saludo con la punta del chicote. Con100
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fieso que me lisonjeó la idea de que, algunos pasos adelante, ella volvería la cabeza hacia atrás; pero no la volvió.
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XXXI La mariposa negra Al día siguiente, mientras me preparaba para bajar del cerro, entró en mi cuarto una mariposa tan negra como la otra y mucho mayor que ella. Recordé el caso de la víspera, y me reí; en seguida pensé en la hija de doña Eusebia, en el susto que tuviera y en la dignidad que, a pesar de ello, supo conservar. La mariposa, después de revolotear mucho en torno mío, se posó en mi cabeza. La sacudí, ella se apoyó en el vidrio de la ventana, y, como la espantara de nuevo, salió de allí y fue a parar en la cima de un viejo retrato de mi padre. Era negra como la noche. El gesto suave con que, una vez posada, empezó a mover las alas, tenía un cierto aire de mofa, que me fastidió mucho. Le di la espalda, salí del cuarto; pero volviendo allí, minutos después, y encontrándola aún en el mismo sitio sentí un sacudón de nervios, eché mano a una toalla, la castigué, y ella cayó. No cayó muerta; aun torcía el cuerpo y movía las antenas de la cabeza. Me apiadé; la tomé en la palma de la mano y fui a depositarla en el alféizar de la ventana. Era tarde; la 102
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infeliz expiró a los pocos segundos. Quedé algo fastidiado, incomodado. -También, ¿por qué diablos no era azul? -me dije. Y esta reflexión -una de las más profundas que se hayan hecho desde la invención de las mariposas me consoló del daño y me reconcilió conmigo mismo. Me dejé estar, contemplando el cadáver, confieso que con alguna simpatía. Imaginé que ella salía de la mata, satisfecha y feliz. La mañana era linda. La veía allí fuera, modesta y negra, recreando sus mariposeos, bajo la vasta cúpula de un cielo azul, que es siempre azul, para todas las alas. Pasa por mi ventana, entra y da conmigo. Supongo que nunca había visto un hombre; no sabía, por lo tanto, lo que era un hombre; describió infinitas vueltas en torno de mi cuerpo, y vio que me movía, que tenía ojos, brazos, piernas, un aspecto divino, una estatura colosal. Y entonces se dijo: "Este es, probablemente, el inventor de las mariposas". La idea la subyugó, la aterró; pero el miedo, que es también sugestivo, le insinuó que el mejor modo de agradar a su creador era besarle la cabeza, y me besó la cabeza. Cuando, arrojada por mí, fue a posarse en el vidrio, vio desde allí el retrato de mi padre, y no es imposible que descubriese media verdad, es decir, que estaba allí el padre del inventor de las mariposas; y voló a pedirle misericordia. Pero un golpe de toalla remató la aventura. No le valió la inmensidad azul, ni la alegría de las flores, ni la pompa de las hojas verdes, contra una toalla de cara, dos palmos de lino crudo. ¡Vean cómo es bueno ser superior a las mariposas! Porque, es justo decirlo, si ella hubiera sido azul, o color de naranja, no tendría más segura la vida; no era imposible 103
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que yo la atravesara con un alfiler, para recreo de la vista. No lo era. Esta última idea me consoló; uní el dedo grande al pulgar, despedí un papirotazo, y el cadáver cayó al jardín. Era tiempo; ahí venían ya las previsoras hormigas... No, vuelvo a la primera idea; creo que para ella era mejor haber nacido azul.
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XXXI Coja de nacimiento De ahí fui a terminar los preparativos de viaje. Ahora ya no espero más. Bajo inmediatamente; bajo, aunque algún lector circunspecto me detenga para preguntar si el capítulo pasado es sólo una insipidez o si llega a ser engaño. ¡Ay, no contaba con Doña Eusebia! Estaba pronto cuando entró en mi casa. Venía a convidarme a que transfiriera la mudanza y fuera a comer con ellas. Me excusé; pero instó tanto, tanto, que no pude menos que aceptar; además, yo le debía esa compensación; fui. Eugenia se desaliñó ese día por causa mía. Creo que fue por mi causa, si es que no acostumbraba andar así. Ni las serpientes de oro, que lucía la víspera, le pendían ahora de las orejas, dos orejas finamente recortadas en una cabeza de ninfa. Un simple vestido blanco, de casa, sin adornos, teniendo en el cuello, en vez de broche, un botón de nácar, y otro botón en los puños, cerrando las mangas, y ni sombra de pulsera.
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Eso era en el cuerpo; no era otra cosa en el espíritu. Ideas claras, maneras simples, cierta gracia natural, un aire de señora, y no sé si alguna otra cosa; sí, la boca, exactamente la boca de la madre, la que me recordaba el episodio de 1814, y entonces me daban ímpetus de glosar el mismo mote ala hija... -Ahora te mostraré la chacra -dijo la madre, en seguida que sorbimos el último trago de café. Salimos a la terraza, de allí a la quinta, y fue entonces que noté una circunstancia. Eugenia cojeaba un poco, tan poco que llegué a preguntarle si se había lastimado el pie. Calló la madre; la hija respondió sin titubear. -No, señor, soy coja de nacimiento. Me mandé a todos los diablos; me llamé desastrado, grosero. En efecto, la simple posibilidad de ser coja era suficiente para no preguntarle nada. Entonces me acordé que la primera vez que la vi -la víspera- la muchacha llegó lentamente a la silla de la madre, y que en aquel día ya la encontré a la mesa del comedor. Quizás fuera para encubrir el defecto; pero ¿por qué razón lo confesaba ahora? La miré, y reparé que estaba triste. Traté de borrar los vestigios de mi torpeza; no fue difícil, porque la madre era, según lo confesara, una vieja divertida, y prontamente trabó conversación conmigo. Vimos toda la chacra, árboles, flores, tanque de patos, tanque de lavar, una infinidad de cosas, que ella me iba mostrando y comentando, al paso que yo, de soslayo, escrutaba los ojos de Eugenia.
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Palabra que la mirada de Eugenia no era coja, sino derecha, perfectamente sana; venía de unos ojos negros y tranquilos. Creo que dos o tres veces bajaron éstos, un poco turbados; pero dos o tres veces solamente; en general, se fijaban en mí con franqueza, sin temeridad ni gazmoñería.
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XXXIII Bienaventurados los que no descienden Lo peor es que era coja. ¡Unos ojos tan lúcidos, una boca tan fresca, una compostura tan señoril... y coja! Este contraste haría sospechar que la naturaleza es a veces un inmenso escarnio. ¿Por qué bonita, si coja? ¿Por qué coja, al bonita? Tal era la pregunta que me hacía a mí mismo al volver a casa, de noche, sin atinar con la solución del enigma. Lo mejor que debe hacerse, cuando no se resuelve un enigma, es arrojarlo fuera, por la ventana; fue lo que hice; eché mano a una toalla y espanté a esa otra mariposa negra que aleteaba en mi cerebro. Quedé aliviado y me fui a dormir. Pero el sueño, que es una lumbrera del espíritu, dejó entrar de nuevo al bichito, y ahí quedé yo, la noche entera, ahondando el misterio, sin explicarlo. Amaneció lloviendo y transferí el descenso; pero, al día siguiente, la mañana era límpida y azul, y a pesar de ello me dejé estar, lo mismo que el tercer día, y el cuarto, hasta el fin de la semana. Mañanas hermosas, frescas, atrayentes; allá abajo la familia llamándome, y la novia, y el parlamento, y yo 108
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sin acudir a ninguno de ellos, arrobado junto a mi Venus coja. Arrobado es una manera de realzar el estilo; no había arrobamiento, sino gusto, una cierta satisfacción física y moral. La quería de verdad; junto a esa criatura tan sencilla, hija espuria y coja, hecha de amor y desprecio, junto a ella me sentía bien, y creo que ella se sentía aún mejor junto a mí. Y esto en la Tijuca. Una égloga pura. Doña Eusebia nos vigilaba un poco; temperaba la necesidad con la conveniencia. La hija, en esa primera explosión de la naturaleza, me. entregaba el alma en flor. -¿Bajará usted mañana? -me dijo, el sábado. -Tengo la intención. -No baje. No bajé, y añadí un versículo al Evangelio: "Bienaventurados los que no descienden, porque es de ellos el primer beso de las mozas". En efecto, fue en el domingo ese primer beso de Eugenia, el primero que ningún otro varón le tomara jamás, y no robado o arrebatado, sino cándidamente entregado, como un deudor honesto paga una deuda. ¡Pobre Eugenia! ¡Si tú supieras las ideas que salían vagando de imi mente en aquella ocasión!... Tú, trémula de emoción, con los brazos en mis hombros, contemplando en mí a tu bien venido esposo, y yo con los ojos en 1814, en la mata, en Villaça, y sospechando que no podías desmentir tu sangre tu origen... Doña Eusebia entró inesperadamente, pero no tan súbita que nos atrapara el uno junto al otro. Yo fui hasta la ventana; Eugenia se sentó a ordenar una de sus trenzas. ¡Qué gracioso disimulo! ¡Qué arte infinito y delicado! ¡Qué profundo "tartufismo"! Y todo esto natural, vivo, no estudiado, 109
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natural como el apetito, natural como el sueño. ¡Tanto mejor! Doña Eusebia no sospechó nada.
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XXXIV A un alma sensible Hay allí. entre las cinco o diez personas que me leen; hay allí un alma sensible que seguramente está irritada con el capítulo anterior, empieza a temer por la suerte de Eugenia, y quizás... sí, quizás, allí, en el fondo de sí misma, me llame cínico. ¿Yo cínico, alma sensible? ¡Por el muslo de Diana!, esta injuria merecería ser lavada con sangre, si la sangre lavara alguna cosa en este mundo. No, alma sensible, yo no soy cínico; yo fui hombre; mi cerebro fue un tablado en que se dieron piezas de todo género; el drama sacro, el austero, el sainete, la comedia alegre, la desordenada farsa, los autos, las bufonadas; un pandemónium, alma sensible, una baraúnda de cosas y personas, en que podías ver todo, desde la rosa de Esmirna hasta la ruda de tu quinta, desde el magnífico lecho de Cleopatra hasta el refugio en la playa en que el mendigo tirita su sueño. Chocaban en él pensamientos de variada forma y especie. No había allí solamente la atmósfera del águila y el picaflor; había también la de la babosa y el sapo. Retira, pues, la expresión, alma sensible; castiga los nervios, 111
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limpia las gafas -que eso, a veces, es culpa de las .gafas- y acabemos de una vez con esta flor de la mata.
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XXXV El camino de Damasco He ahí que aconteció, ocho días después, como yo estuviera en el camino de Damasco, que oyese una voz misteriosa, que me susurró las palabras de la Escritura (Act. IX, 7): "Levántate y entra en la ciudad". Esa voz salía de mí mismo, y tenía dos orígenes: la piedad, que me, desarmaba ante la candidez de la niña, y el terror de llegar a amarla de veras, y desposarla. ¡Una mujer coja! En cuanto a este motivo de mi descenso, no hay duda de que ella lo entrevió, y me lo dijo. Fue en la terraza, la tarde de un lunes, al anunciarle yo que en la mañana siguiente bajaría a la ciudad. -¡Adiós! -suspiró ella, tendiéndome la mano con sencillez-; haces bien-. Y como yo nada dijera, continuó: -Haces bien en huir del ridículo de casarte conmigo-. Iba a decirle que no; ella se retiró lentamente, engullendo las lágrimas. La alcancé a pocos pasos, le juré por todos los santos del cielo que yo estaba obligado a descender, pero que no dejaba de quererla mucho; todo hipérboles frías, que ella escuchó sin decir nada. 113
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-¿Me crees? -le pregunté al final. -No, y te digo que haces bien. Quise retenerla, pero la mirada que me lanzó no fue de súplica, sino de imperio. Bajé de la Tijuca, en la mañana siguiente, un poco amargado, otro poco satisfecho. Venía diciéndome a mí mismo que era justo obedecer a mi padre, que era conveniente abrazar la carrera política... que la constitución... que mi novia... que mi caballo...
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XXXVI A propósito de botas Mi padre, que no me esperaba, me abrazó lleno de ternura y agradecimiento. -¿Ahora es de veras? -dijo- ¿Puedo, al fin? Lo dejé en esa reticencia, y fui a descalzarme las botas, que me iban estrechas. Una vez aliviado, respiré largamente; mis pies y todo yo detrás de ellos estábamos en relativa bienaventuranza. Entonces consideré que las botas apretadas son una de las mayores venturas de la tierra, porque, haciendo doler los pies, motivan el placer de descalzarlos. e. , Mortifica tus pies, desgraciado; quítales después la mortificación; y ahí tienes la felicidad barata, al gusto de los zapateros y de Epicuro. Mientras esta Idea trabajaba en mi famoso trapecio, lanzaba yo mis ojos hacia la Tijuca, y veta a la pobrecita defectuosa perderse en el horizonte de lo pretérito, y sentía que mi corazón no tardaría en descalzar sus botas. Las descalzó el lascivo. Cuatro o cinco días después saboreaba ese rápido, Inefable e incoercible momento de gozo que sucede a un dolor punzante, a una preocupación, a una incomodidad... 115
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De esto inferí que la vida es el más ingenioso de los fenómenos, porque sólo aguza el hambre con .el fin de deparar la ocasión de comer, y no inventó los callos sino porque ellos perfeccionan la felicidad terrestre. En verdad os digo que toda la sabiduría humana no vale un par de botines. Tú; mi Eugenia, no te descalzaste nunca; fuiste por la calle de la vida cojeando de la pierna del amor, triste como los entierros pobres, solitaria, calada, laboriosa, hasta que viniste también a esta otra orilla... Lo que no sé es si tu existencia fuese muy necesaria al siglo. ¿Quién sabe? Tal vez un comparsa de menos fuera causa de un pateo a la tragedia humana.
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XXXVII ¡Por fin! ¡Por fin! he aquí a Virgilia. Antes de ir a casa del Consejero Dutra, pregunté a mi padre si había algún convento previo de boda. -Ningún convenio. Hace tiempo que conversamos con él respecto a ti; le confesé mi deseo de verte diputado; y hablé en tal forma que él prometió hacer algo, y creo que lo hará. En cuanto a la novia, es el nombre que doy a una criatura que es una joya, una flor, una estrella, una cosa rara... Es hija de él; y he Imaginado que, si te casas con ella, serás diputado más pronto. -¿Sólo esto? -Sólo esto. Fuimos a casa de Dutra. Era una perla este hombre: risueño, jovial. patriota, un poco irritado con los males públicos, pero no desesperado de curarlos rápidamente. Halló que mi candidatura era legitima; convenía sin embargo, esperar algunos meses. Y luego me presentó a la esposa –una estimable señora- y a la hija, que no desmintió en nada el 117
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,panegírico de mi padre. Te juro, lector, que en nada. Relee el capitulo XXVII. Yo, que tenía ideas con respecto a la niña, la miré de cierta manera; ella, que no sé si las tenía, no me miró de distinto modo; y nuestro primer examen fue pura y sencillamente conyugal. A fin de mes éramos íntimos.
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XXXVIII La cuarta edición Venga a comer mañana -me dijo Dutra una noche. Acepté la Invitación. Al día siguiente mandé que el coche me esperase en la plazoleta de San Francisco de Paula, y fui a dar varias vueltas. ¿Te acuerdas aún de mi teoría de las ediciones humanas? Pues sabe entonces que, en aquel tiempo, yo estaba en la cuarta edición, revisada y enmendada. pero plagada todavía de descuidos y barbarismos; defecto que por, otra parte, hallaba alguna compensación en el tipo, que era elegante, y en la encuadernación, que era lujosa. Dadas las vueltas, al pasar por la calle de los Plateros, consulté el reloj y se me cayó el vidrio en la calzada. Entré en el primer negocio que tenía a mano; era un cubículo -poco más- cubierto de polvo y obscuro. Al fondo, detrás dei mostrador, estaba sentada una mujer, cuyo rostro amarillo y varioloso no se destacaba a primera vista. Podía no haber sido fea; al contrario, se vela que fue bonita, y no poco bonita pero la enfermedad y una vejez precoz le destruyeron la flor de las gracias. Las viruelas ha119
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bían sido terribles; las marcas, muchas y grandes, hacían salientes y muescas, subidas y pendientes, y daban una sensación de lija gruesa, enormemente gruesa. Eran los ojos la mejor parte de la figura, pero tenían una expresión singular y repugnante, que cambió en seguida. en cuanto yo empecé a hablar. El pelo parecía tostado y casi tan polvoriento como las puertas dei negocio: En uno de los dedos de su mano . izquierda brillaba un diamante. ¿Podrá creerlo la posteridad? ¡Esa mujer era Marcela! No la reconocí en seguida; era difícil, ella, sin embargo. me recordó apenas le dirigí la palabra. Sus ojos chispearon y cambiaron la expresión habitual por otra, medio dulce y medio triste. Le vi un movimiento, como para esconderse y huir; era el instinto de la vanidad, que no duró más de un instante. Marcela se repuso y sonrió.. ¿Quiere comprar alguna cosa? -dijo, extendiendo la mano. No respondí nada. Marcela comprendió la causa de mi silencio -no era difícil- y únicamente vaciló, creo yo, en decidir lo que dominaba más, si el asombro del presente o la memoria del pasado. Me dio una silla, y, con el mostrador de por mello, me habló extensamente de ella. de la vida que llevara, de las lágrimas que yo le hiciera verter, de los recuerdos, de los desastres, en fin, de las viruelas, que le destrozaron el rostro, y del tiempo, al que ayudó la enfermedad, adelantando su decadencia. La verdad es que tenía el alma decrépita. Vendió todo, casi todo. Un hombre, que la amara otrora, murió en sus brazos, dejándole aquel negocio de platería; pero, para que la desgracia fuese completa su clien120
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tela era muy escasa ahora, quizá por la singularidad de que el negocio lo dirigiera una mujer. Enseguida me pidió que le contase mi vida. Gasté poco tiempo en relatársela; no era larga ni interesante. -¿Te casaste? -dijo Marcela, al final de mi narración. -Todavía no -respondí secamente. Marcela miró hacia la calle, con la atonía de quien reflexiona o recuerda; yo me dejé llevar entonces al pasado, y, en medio de los recuerdos y nostalgias, me pregunté a mí mismo, por qué motivo cometiera tanto desatino. No era esta, ciertamente, la Marcela de 1822; pero, ¿la belleza de otro tiempo valía una tercera parte de mis sacrificios? Era lo que yo buscaba saber, interrogando al rostro de Marcela. El rostro me decía que no; al mismo tiempo los ojos me contaban que, ya otrora, como hoy, ardía en ellos la llama de la codicia. Los míos, los que no supieron verla, eran ojos de la primera edición. -Pero, ¿por qué has entrado aquí? ¿Me viste desde la calle? -preguntó, saliendo de esa especie de sopor. -No; supuse entrar en casa de un relojero; quería comprar un vidrio para este reloj; voy a otra parte; discúlpame, tengo prisa. Marcela suspiró con tristeza. La verdad es que yo me sentía afligido y fastidiado, al mismo tiempo, y ansiaba verme fuera de esa casa. Marcela, entretanto, llamó a un muleco, que, le dio el reloj y, a pesar de mi oposición, lo mandó a una tienda vecina a comprar el vidrio. No había remedio; me senté otra vez. Dijo ella, entonces, que deseaba tenerla protección de los amigos de otro tiempo; expresó que más tarde 121
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o más temprano era natural que me casara, y afirmó que me daría joyas finas a precios baratos. No dijo precios baratos, pero usó una metáfora delicada y transparente. Entré a desconfiar que no hubiera sufrido ningún desastre -salvo la enfermedad-, que tuviese el dinero a buen recaudo, y que negociara con el único fin de sustentar su pasión del lucro, qué era el gusano roedor de su existencia; esto mismo me lo dijeron después.
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XXXIX El vecino Mientras yo me hacía esta reflexión, entró en el negocio un sujeto bajo, sin sombrero, trayendo en la mano una chica de cuatro años. -¿Cómo pasó esta mañana? -dijo a Marcela. -Así, así. Ven aquí Mariquita. El sujeto levantó a la criatura por los brazos y la pasó atrás del mostrador. -Anda -dijo él-; pregunta a doña Marcela cómo pasó la noche. Estaba ansiosa por venir acá, pero la madre no había podido vestirla ¡Vamos Mariquita, pide la bendición! ¡Miren la vara de membrillo!... No se imagina cómo es en casa; habla como una señora en todo momento, y aquí parece una pazguata. Ayer mismo... ¿Lo digo, Mariquita? -¡No papá, no lo diga! -¿Entonces, fue algo feo? -preguntó Marcela, palmeando la cara de la chica. -Yo lo digo: la madre le enseña a rezar todas las noches un padrenuestro y un avemaría, ofrecidos a Nuestra Señora; 123
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pero la chica vino a pedirme ayer, con voz muy humilde... ¿usted se imagina qué?... Que quería ofrecerlos a Santa Marcela. -¡Pobrecita! -dijo Marcela, besándola. -Es un cariño, una pasión, como usted no imagina La madre dice que es hechizo. Contó algunas cosas más el sujeto, todas muy agradables, hasta que salió, llevándose a la chica, no sin lanzarme una mirada interrogativa y sospechosa. Le pregunté a Marcela quién era. -Un relojero de la vecindad, un buen hombre; la mujer también, ¿y la hijita es linda, no? Parece que me aprecian mucho... es buena gente. Al proferir estas palabras había un temblor de alegría en la voz de Marcela; y en el rostro, como si lo cubriera una onda de ventura.
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XL En el coche En esto entró el muleque trayendo el reloj con el vidrio nuevo. Era tiempo; ya me costaba estar allí; di una monedita de plata. al muchacho; dije a Marcela que volvería en otra ocasión y salí a largos pasos. Para decirlo todo, debo confesar que el corazón me latía un poco, pero era una especie de tañido de difuntos. El espíritu iba trabado de impresiones opuestas. Aquel día había amanecido alegre para mí. Mi padre, en el almuerzo, me repitió por anticipado el primer discurso que yo tendría que pronunciar en la Cámara de Diputados; nos reímos mucho, y el sol también, que estaba brillante como en los más bellos días del mundo. Virgilia también reiría cuando yo le contara nuestras fantasías de! almuerzo. Pero, hete aquí que se me cae el vidrio del reloj; entro en el primer negocio que me queda a mano, y allí surge el pasado que me lacera y me besa, que me interroga, con un rostro cortado de nostalgias y viruelas... Ahí lo dejé; metíme de prisa en el coche que me esperaba en la plazoleta de San Francisco de Paula, y ordené al 125
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postillón que lo guiase hacia las afueras. El postillón azuzó a las bestias, el coche empezó a sacudirme, los muelles gemían, las ruedas surcaban rápidamente el fango que dejara la lluvia reciente, y, a pesar de esto, a mí me parecía estar parado. ¿No hay a veces un cierto viento tibio, ni fuerte ni áspero, pero sofocante, que no nos arranca el sombrero de la cabeza, ni remolinea en las sayas de las mujeres, pero que es, o parece ser, peor del que hiciera una y otra cosa, porque abate, afloja, es como si disolviera los espíritus? Pues yo tenía ese viento conmigo; y, seguro de que él me soplaba por hallarme en aquella especie de garganta entre el pasado y el presente, ansiaba salir a la planicie del futuro. Lo peor es que el coche no andaba. -Juan -grité al postillón-. ¿Este coche anda o no anda? -¡Ué, Ñoñó! Ya estamos parados en la puerta del señó Consejero.
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XLI La alucinación Era verdad. Entré apresurado; hallé a Virgilia ansiosa, de mal humor, nublada la frente. La madre, que era sorda, estaba en la sala con ella. Después de los saludos, me dijo la joven con sequedad: -Esperábamos que viniese más temprano. Me defendí de la mejor manera; hablé del caballo que se empacara y de un amigo que me detuviera. De pronto, muere la. voz en mis labios, quedo petrificado de asombro. ¿Virgilia?... ¿Sería Virgilia aquella joven? La miré mucho, y la sensación fue tan penosa que retrocedí un paso y desvié la vista. Volví a mirarla. Las viruelas le habían comido el rostro; la piel, aun en la víspera tan fina, rosada y pura, ahora se me aparecía amarilla, manchada por el mismo flagelo que devastara el rostro de la española. Los ojos, que eran tan vivos, quedaron marchitos; tenía el labio triste y la actitud cansada. La miré bien; la tomé de la mano y la atraje blandamente hacia mí. No me engañaba: eran las viruelas. Creo que tuve un gesto de repulsión. 127
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Virgilia se apartó y fue a sentarse en el sofá. Yo quedé un tiempo mirando mis propios pies. ¿Debía salir o quedarme? Rechacé . la primera intención, que era simplemente absurda, y me dirigí hacia Virgilia, que estaba sentada y callada. ¡Cielos! Era otra vez la fresca, la juvenil, la florida Virgilia. En vano busqué en su rostro algún vestigio de enfermedad; ninguno había; era la piel fina y blanca de costumbre. -¿Nunca me vio? -preguntó Virgilia, notando que la observaba con insistencia. -Tan bonita, nunca. Me senté, mientras Virgilia, callada, hacía sonar las uñas. Siguieron algunos segundos de pausa. Le hablé de cosas extrañas al incidente; pero ella no me respondía ni me miraba. Si no fuera por aquel sonido, parecería la estatua del Silencio. Una sola vez me dirigió la vista, pero muy por encima, levantando la comisura izquierda del labio, contrayendo las cejas, hasta el punto de unirlas, Todo ese conjunto de cosas daba a su fisonomía una expresión media, entre cómica y trágica. Había alguna simulación en aquel desdén; afectación en el gesto. Allá dentro, ella padecía, y no poco, ya fuera puramente de disgusto o sólo de despecho; y como el dolor que se disimula duele más, es muy probable que Virgilia padeciera el doble de lo que realmente debía padecer. Creo que esto es metafísica.
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XLII Oue escapó a Aristóteles Otra cosa que también me parece metafísica es esto: se da movimiento a una bola, por ejemplo; rueda ésta, encuentra otra bola, le transmite el impulso, y he ahí a la segunda bola rodando como rodó la primera. Supongamos que la primera bola se llama... Marcela -es una simple suposición-; la segunda, Blas Cubas; la tercera, Virgilia. Tenemos que Marcela, recibiendo un papirotazo del pasado, rodó hasta chocar con Blas Cubas, el cual cediendo a la fuerza impulsiva, se puso a rodar también hasta tropezar con Virgilia, que no tenía nada que ver con la primera bola; y he ahí cómo, por simple transmisión de una fuerza, se tocan los extremos sociales y se establece una cosa que podríamos llamar solidaridad del aburrimiento humano. ¿Cómo este capítulo escapó a Aristóteles?
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XLIII Marquesa, porque yo seré marqués Positivamente, era un diablillo Virgilia, un diablillo, angelical, si tú quieres, pero lo era, y entonces... Entonces apareció Lobo Naves, un hombre que no era más esbelto que yo, ni más elegante, ni más leído, ni más simpático, y sin embargo fue él quien me arrebató a Virgilia y la candidatura en pocas semanas, con un ímpetu verdaderamente cesáreo. No precedió ningún despecho; no hubo la menor violencia de familia. Dutra me dijo un día que esperase otra vacante, porque la candidatura de Lobo Neves estaba apoyada por grandes influencias. Cedí; tal fue el comienzo de mi derrota. Una semana después Virgilia preguntó a Lobo Neves, sonriendo, cuándo sería ministro. -Por mi voluntad, ya; por la de los demás, de aquí a un año. Virgilia replicó: -¿Me promete que algún día me hará baronesa? -Marquesa, porque yo seré marqués.
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Desde entonces quedé perdido. Virgilia comparó al águila con el pavo real, y eligió al águila, dejando al pavo con su espanto, con su despecho y con tres o cuatro besos que le diera. Quizás cinco; pero, aunque fueran diez, no significaban nada. El labio del hombre no es como la pata del caballo de Atila que esterilizaba el suelo que golpeaba; es justamente lo contrario.
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XLIV ¡Un Cubas! Mi padre quedó atónito con el desenlace, y quiero suponer que no murió de otra cosa. Fueron tantos los castillos que ideara, tantos y tantísimos los sueños, que. no podía verlos así demolidos sin padecer una fuerte conmoción. Al principio no quiso creerlo. ¡Un Cubas! ¡Un gajo del árbol ilustre de los Cubas! Y decía esto con tal convicción, que yo, ya entonces informado de nuestra tonelería, olvidé un instante a la voluble dama para sólo contemplar aquel fenómeno, no raro, pero curioso: una imaginación graduada en conciencia. -¡Un Cubas! -me repetía él, la mañana siguiente, en el almuerzo. No fue alegre el almuerzo; yo mismo me estaba cayendo de sueño. Había velado una parte de la noche. ¿Por amor? Era imposible; no se ama dos veces a la misma mujer, y yo, que tenía que amarla un tiempo después, no estaba ahora ligado a ella por ningún vínculo, aparte de una fantasía pasajera, alguna obediencia y mucha fatuidad. Y esto basta para 132
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explicar la vigilia; era despecho, un despecho agudo como punta de alfiler, el cual se disipó con cigarros, puñetazos, lecturas truncadas, al irrumpir la aurora, la más tranquila de las auroras. Pero yo era joven, tenía el remedio en mí mismo. Fue mi padre el que no pudo soportar fácilmente el golpe. Pensándolo bien, puede que no haya muerto precisamente del desastre; pero que el desastre le complicó los últimos dolores es positivo. Murió cuatro meses más tarde, agobiado, triste, con una preocupación intensa y continua, a semejanza de remordimiento; un desencanto mortal que substituyó al reumatismo y la tos. Tuvo aún media hora de alegría; fue cuando lo visitó uno de los ministros. Le vi la grata sonrisa de otro tiempo, y en los ojos una concentración de luz, que era, por decirlo así, la última chispa del alma expirante. Pero la tristeza volvió en seguida, la tristeza de morir sin verme colocado en algún sitio elevado, que, por otra parte, me correspondía. -¡Un Cubas! Murió algunos días después de la visita del ministro, una mañana de mayo, entre los dos hijos, Sabina y yo, y además el tio Ildefonso y mi cuñado. Murió sin que pudieran valerle la ciencia de los médicos, ni nuestro amor, ni los cuidados, que fueron muchos, ni cosa ninguna; tenía que morir, murió. -¡Un Cubas!
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XLV Notas Sollozos, lágrimas, casa revolucionada, terciopelo negro en el zaguán, un hombre que vino a vestir el cadáver, otro que tomó la medida del cajón; catafalco, candeleros, Invitaciones, invitados que entraban lentamente, sin hacer ruido, y . estrechaban la mano de la familia; algunos tristes, todos, todos serios y callados, sacerdote y sacristán rezos, aspersiones de agua bendita, cierre del cajón a clavo y martillo, seis personas que lo toman del catafalco y lo levantan, y lo bajan dificultosamente por la escalera, no obstante los gritos, sollozos y nuevas lágrimas de la familia, y van hasta el coche fúnebre y lo colocan encima, y traspasan y aprietan las correas, y rueda el coche con el ataúd, y los del acompañamiento, uno a uno... Esto que parece un simple inventario, eran notas que yo había tomado para un capítulo triste y vulgar, que no escribo.
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XLVI La herencia Véanos ahora el lector ocho días después de la muerte de mi padre: mi hermana sentada en un sofá, un poco adelante; Cotrim, de pie, de espaldas a una consola, con los brazos cruzados y mordiéndose el bigote; yo paseando de un lado a otro, con los ojos en el suelo. Luto pesado. Profundo silencio. . -Pero al fin y al cabo -dijo Cotrim-, esta casa puede valer poco más de treinta contos; admitamos que valga treinta y cinco -Vale cincuenta -repliqué-. Sabina sabe que costó cincuenta y ocho. Podía costar hasta sesenta -replicó Cotrim-, pero nadie se guía por lo que valiera, sino por lo que vale ahora. Tú sabes que las casas, desde hace años, bajaron mucho. Y si ésta vale cincuenta contos, ¿cuánto valdrá la que tú deseas para ti, la de campo? -¡No hables de esa! Una casa vieja. -¡Vieja! -exclamó Sabina, levantando las manos al techo. -¿Así que te parece nueva? 135
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-Vamos, hermano, dejemos estas cosas -dijo Sabina, irguiéndose en el sofá-; podemos arreglar todo amistosamente y con probidad. Por ejemplo, Cotrim no acepta los negros; quiere sólo el cochero de papá y Pablo -El cochero no -protesté yo-; me quedo con el coche y no voy a comprar otro cochero. -Bien; me quedo con Pablo y con Prudencio. -Prudencio está libre. -¿Libre? -Hace dos años. -¿Libre? -exclamó Cotrim-. ¡Cómo arreglaba su padre las cosas de esta casa sin dar cuenta a nadie! Está bien. En cuanto a la plata... ¿supongo que no libertó la plata? Habíamos hablado de la plata, la vieja platería del tiempo de don José I, la porción más grave de la herencia, ya por la labor, ya por la vetustez, ya por el origen de la propiedad; decía mi padre que el conde da Cunha, cuando era virrey del Brasil, se la había regalado a mi bisabuelo Luis Cubas. -En cuanto a la plata -continuó Cotrim-, yo no haría ninguna cuestión, si no fuera por el deseo de tu hermana de quedarse con ella; y le encuentro razón. Sabina es casada, y necesita una vajilla fina, presentable. Tú eres soltero, no recibes visita, no... -Pero puedo casarme. -¿Para qué? -Interrumpió Sabina. Era tan sublime esta pregunta, que por algunos Instantes me hizo olvidar los intereses. Sonreí, cogí la mano de Sabina, le golpeé levemente en la palma, todo esto con tan
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buen humor, que Cotrim interpretó el gesto como una asquiescencia, y me lo agradeció. -¿Qué? -protesté yo-; no he cedido nada, ni cedo. -¿No cedes? Meneé la cabeza. -Déjalo, Cotrim -dijo mi hermana a su marido-; ¿no ves que también quiere quedarse con la ropa que vestimos?; es lo único que falta. -No falta nada más. Quiere el coche, quiere el cochero, quiere la plata, quiere todo. Oye, es mucho más simple citarnos en el juzgado y probar con testigos que Sabina no es tu hermana, que yo no soy tu cuñado y que Dios no es Dios. Haz esto, y no pierdas nada, ni una cucharita. ¡Ahora, mi amigo a otra cosa!... Estaba tan disgustado, y yo no menos, que entendí ofrecerle un medio de conciliación: dividir la plata. Se rió y me preguntó a quién tocaría la tetera y el azucarero; y, después de esta pregunta, declaró que tendríamos tiempo de liquidar la pretensión, aunque fuera ante el juez. Entretanto, Sabina se fue hasta la ventana que daba a la quinta, y, después de un Instante, se volvió y propuso ceder a Pablo y otro negro, con la condición de quedarse con la plata. Iba a replicarle que no me convenía, pero Cotrim se adelantó y dijo lo mismo: -¡Eso nunca! No recibo limosnas. Comimos tristes. Mi tío el canónigo apareció de sobremesa, y todavía presenció un pequeño altercado. -Hijos míos -dijo-, recuerden que mi hermano dejó un pan bien grande para que alcanzara a todos. Pero Cotrim: 137
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-Lo creo, lo creo. Pero la cuestión no es de pan, es de manteca. Yo no engullo pan seco. Se hicieron finalmente las partijas, pero nosotros estábamos peleados. Y te juro que, aun así, me costó mucho reñir con Sabina. ¡Eramos tan amigos!... Juegos pueriles, furias de criatura, risas y tristezas de la edad adulta, dividimos muchas veces ese pan de la alegría y de la miseria, fraternalmente, como buenos hermanos que éramos. Pero habíamos reñido. Así como Marcela con su belleza, que se disipó con las viruelas.
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XLVII El recluso Marcela, Sabina, Virgilia... y yo para fundir todos los contrastes, como si esos nombres y personas no fuesen sino modos de ser de mi afección interior. Pluma de malas costumbres, anuda una corbata al estilo, vístele un chaleco menos sórdido; después sí, después ven conmigo, entra en esta casa, tiéndete en esa hamaca que me meció la mejor parte de los dos años que corrieron desde el inventario de bienes de mi padre hasta 1842. Ven; si hueles algún perfume de tocador, no supongas que lo mandé derramar para regalarme; es un vestigio de N, o de Z, o de V, que todas estas letras mayúsculas las merecieron allí su elegante abyección. Pero, si aparte del perfume quieres otra cosa, quédate con el deseo, porque yo no guardé ni retratos, ni cartas, ni memorias; la misma conmoción disipóse, y sólo me quedaron letras iniciales. Viví medio recluso, yendo de tarde en tarde a algún baile, o teatro, o palestra, pero la mayor parta del tiempo la pasé conmigo mismo. Vivía; dejábame ir al curso y decurso 139
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de los sucesos y los días, ora bullicioso, ora apático, entre la ambición y el desaliento. Escribía política hacía literatura. Mandaba artículos y versos a los periódicos, y llegué a alcanzar cierta reputación de polemista y de poeta. Cuando me acordaba de Lobo Neves, que ya era diputado, y de Virgilia, futura marquesa, me preguntaba a mí .mismo por qué no sería mejor diputado y mejor marqués que Lobo Naves, yo que valía más, mucho más que él; y decía esto mirándome la punta de la nariz...
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XLVIII Un primo de Virgilia -¿Sabes quién llegó ayer de San Pablo? -me preguntó una noche Luis Dutra. Luis Dutra era un primo de Virgilia, que también se codeaba con las musas. Sus versos agradaban y valían más que los míos; pero él necesitaba la sanción de algunos, que le confirmase el aplauso de otros. Como era tímido, no interrogaba a ninguno; pero deleitábase oyendo palabras de elogio; entonces creaba nuevas fuerzas y arremetía juvenilmente al trabajo. ¡Pobre Luis Dutra! Apenas publicaba algo, corría a mi casa y empezaba a dar vueltas a mi alrededor, a la espera de un juicio, de una palabra, un gesto, que le aprobase la reciente producción, y yo le hablaba de mil cosas diferentes: del último baile en el Cattete, de la discusión en las Cámaras, de berlinas y caballos, de todo, menos de sus versos y prosas. El me respondía al principio con animación; luego, más apagado, desviaba el tema de la conversación hacia su asunto, abría un libro, me preguntaba si tenía algún caballo nuevo, y 141
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yo le decía que sí o que no, pero torcía el tema hacia otro lado, y allá iba él detrás de mí, hasta rendirse y marcharse descorazonado y triste. Mi intención era hacerlo dudar de sí mismo, desanimarlo, eliminarlo. Y todo esto mirándome la punta de la nariz...
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XLIX La punta de la nariz Nariz, conciencia sin remordimientos, tú me has valido mucho en la vida... ¿Ya meditaste alguna vez sobre el? destino de la nariz, amado lector? La explicación del doctor Pangloss es que la nariz fue creada para uso de los anteojos; y confieso que tal explicación hasta hace cierto tiempo me pareció definitiva, pero llegó un día que, rumiando ese y otros puntos oscuros de la filosofía, atiné con la única, verdadera y definitiva explicación. Para ello, me bastó intentarlo con el hábito del faquir: sabe el lector que el faquir emplea largas horas en mirarse la punta de la nariz, con el único fin de ver la luz celeste. Cuando él fija los ojos en la punta de su nariz, pierde el sentido de las cosas externas, se embellece en lo invisible, aprehende lo impalpable, se desvincula de la tierra, se disuelve, se evaporiza. Esta sublimación del ser por la punta de la nariz es el fenómeno más excelso del espíritu, y la facultad de obtenerla no pertenece al faquir solamente: es universal. 143
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Cada hombre necesita y puede contemplar su propia nariz, con el fin de vez la luz celeste, y tal contemplación, cuyo efecto es la subordinación del universo a una nariz solamente, constituye el equilibrio de las sociedades. Si las narices se contemplaran exclusivamente unas a otros, el género humano no llegaría a durar dos siglos; se hubiera extinguido con las primeras tribus. Oigo de aquí una objeción del lector: -¿Cómo puede ser así -dice- si nunca jamás alguien vio a los hombres contemplándose su propia nariz? Lector obtuso, esto prueba que nunca entraste en el cerebro de un sombrerero. Un sombrerero pasa por una tienda de sombreros; es la tienda de un rival, que la abrió hace dos años; tenía entonces dos puertas, hoy tiene cuatro; promete tener ocho. En los escaparates se ostentan los sombreros del rival; por las puertas entran los clientes del rival; el sombrerero compara aquel negocio con el suyo, que es más antiguo y tiene sólo dos puertas, y aquellos sombreros con los suyos, menos buscados, aunque de igual precio. Mortifícase, naturalmente; pero va andando, concentrado, con los ojos hacia abajo o hacia el frente, indagando las causas de la prosperidad del otro y de su propio atraso, cuando el sombrerero es mucho mejor sombrerero que el otro sombrerero... En ese instante es cuando los ojos se fijan en la punta de la nariz. La conclusión, por lo tanto, es que hay dos fuerzas capitales: el amor, que multiplica la especie, y la nariz, que la subordina al individuo. Procreación, equilibrio.
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L Virgilia, casada -Quien llegó de San Pablo fue mi prima Virgilia, casada con Lobos Naves -continuó Luis Dutra. -¡Ah! -¡Y recién hoy he sabido una cosa, tunante! -¿Qué cosa? -Que has querido casarte con ella. -Ideas de mi padre. ¿Quién te lo dijo? -Ella misma. Le hablé mucho de ti, y entonces ella me contó todo. Al día siguiente, estando en la calle del Oidor, en la puerta de la tipografía de Planchar, vi asomar, a la distancia, una mujer espléndida. Era ella; sólo la reconocí a pocos pasos; tan distinta estaba, a tal punto la naturaleza y el arte la habían depurado. Nos saludamos; ella siguió; entró con el marido en el carruaje, que los esperaba un poco más arriba; quedé atontado. Ocho días después !a encontré en un baile; creo que llegamos a cambiar dos o tres palabras. Pero, en otro baile, un 145
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mes más tarde, en casa de una señora que ornara los salones del primer reinado y que no desmereciera en !os del segundo, la aproximación fue mayor y más larga, porque conversamos y valsamos. Valsamos; no niego que al estrechar contra mi cuerpo aquel cuerpo flexible y magnífico, tuve una singular sensación, una sensación de hombre robado. -Hace mucho calor -dijo ella, al terminar el vals- ¿Vamos a. la terraza? -No; puede constiparse. Vamos a otra sala. En la otra sala estaba Lobo Naves, que me hizo muchos cumplimientos acerca de mis escritos políticos, agregando que nada decía de los literarios por no entender de ellos; pero los políticos eran excelentes, .bien pensados y bien escritos. Le respondí con iguales esmeros de cortesía, y nos separamos contentos el uno del otro. Cerca de tres semanas después recibí una invitación de ella para una reunión íntima. Fui; Virgilia me recibió con estas gentiles palabras: "-Valsará usted conmigo". La verdad es que tenía fama de excelente bailarín; no es extraño que ella me prefiriera. Valsamos una vez, y otra... Un libro perdió a Francesca; aquí fue un vals lo que nos perdió. Creo que esa noche le apreté la mano con mucha fuerza, y ella la dejó estar, como olvidada, y yo a abrazarla, y todos los ojos en nosotros, y en los otros que también se abrazaban y giraban... Un delirio.
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LI ¡Es mía! -¡Es míal -me dije, en cuanto la pasé a otro caballero; y confieso que durante el resto de la noche esta idea se me fue entrañando en el espíritu, no a fuerza de martillo, sino de barrena, que es más insinuativa. -¡Es mía! -decía, al llegar a la puerta de casa. Pero allí, como si el destino o el acaso, o quienquiera que fuese, se acordara de dar algún pasto a mis arrobamientos posesorios, vislumbré en el suelo una cosa redonda y amarilla. Me agaché: era una moneda de oro, un medio doblón. -¡Es mía! -repetí, riendo, y me la metí en el bolsillo. Esa noche no pensé más en la moneda; pero, al día siguiente, recordando el caso, sentí unos sacudimientos de conciencia, y una voz que me preguntaba por qué diablos sería mía una moneda que .yo no heredé ni gané, y que sólo encontré en la calle. Evidentemente, no era mía; era de otro, de aquel que la perdiera, rico o pobre, y tal vez fuese pobre, algún obrero que no tendría con qué dar de comer a la mujer 147
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y a los hijos; pero, aunque fuese rico, mi deber era el mismo. Había, que restituir la moneda, y el mejor medio el único medio, era hacerlo por intermedio de un anuncio o de la policía, remitiéndole lo hallado y rogándole que, por los medios a su alcance, lo hiciera llegar a manos del verdadero dueño. Mandé la carta y almorcé tranquilo, puedo decir que hasta ,jubiloso. Mi conciencia valsó tanto en la víspera, que llegó a quedar sofocada, sin aliento, pero la restitución del medio doblón fue una ventana que se abrió para el otro lado de la moral; entró una onda de aire puro, y la pobre dama respiró largamente. ¡Ventila tu conciencia!; no te digo más nada. Con todo, despojado de cualquier otra circunstancia, mi acción era bonita, porque expresaba un justo escrúpulo, un sentimiento de alma delicada. Era lo que me decía mi dama interior, de un modo austero y suave al mismo tiempo; es lo que me decía, reclinada en el alféizar de la ventana abierta. -Hiciste bien, Cubas; has procedido perfectamente. Este aire no es solamente puro, es balsámico, es una transpiración de los eternos jardines. ¿Quieres ver lo que hiciste, Cubas? Y la buena dama sacó un espejo y lo abrió delante de mis ojos. Vi, claramente visto, el medio doblón de la víspera, redondo, brillante, multiplicándose por sí mismo –ser diez, después treinta, después quinientos-, expresando así el beneficio que me daría en la vida y en la muerte el simple acto de la restitución. Y yo ensanchaba todo mi ser en la contemplación de aquel acto, me reveía en él, hallábame bueno, quizá
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grande. ¿Una simple moneda, eh? ¡Mira lo que es haber valsado un poquito de más! Así, yo, Blas Cubas, descubrí una ley sublime, la de la equivalencia de las ventanas, y establecí que el modo de compensar una ventana cerrada es abrir otra, a fin de que la moral pueda ventilar continuamente la conciencia. Tal vez no entiendas esto; tal vez quieras algo más concreto, un paquete, por ejemplo, un paquete misterioso. Pues toma el paquete misterioso:
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LII El paquete misterioso El caso fue que, algunos días después, yendo a Botafogo, tropecé con un paquete, que estaba en la playa. Digo mal: fue menos tropezón que .puntapié. Viendo un paquete, no grande, pero limpio y correctamente hecho, atado con una tira de bramante, una cosa que parecía una cosa, se me ocurrió golpearlo con el pie, así, por experiencia; lo golpeé, y el paquete resistió. Volví la vista a mi espalda; la playa estaba desierta; a lo. lejos, jugaban unos chiquillos; un pescador ordenaba su red, más lejos aún; nadie que pudiera ver mi acción; me incliné, tomé el paquete y seguí. Seguí, pero no sin recelo. Podía ser una broma de muchachos. Tuve idea de devolver lo hallado en la playa; pero lo palpé y rechacé la idea. Es verdad que no había allí ningún testigo exterior; pero yo tenía dentro de mí mismo un pilluelo, que silbaría, gritaría, gruñiría, patearía, chillaría, cacarearía, me mandaría al diablo, si me viese abrir el paquete y hallar dentro una docena de pañuelos viejos o dos docenas de guayabas ordinarias. Era tarde; la curiosidad estaba agu150
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zada, como debe de estarlo la del lector; deshice el paquete y vi... hallé... conté... reconté nada menos que cinco contos de reis. Nada menos. Tal vez unos diez mil reis más. Cinco contos en buenos billetes y monedas. Todo muy limpio y ordenado, un hallazgo raro. Lo empaqueté de nuevo. Mientras comía; me pareció que uno de los muleques hablaba al otro con los ojos. ¿Me habrían espiado? Les interrogué discretamente, y llegué a la conclusión de que no. Del comedor fui otra vez al gabinete, examiné el dinero y me reí de mis cuidados maternales con respecto a los cinco contos; yo, que era un hombre rico. Para no pensar más en ello fui esa noche a lo de Lobo Neves, que había Insistido mucho en que yo frecuentara los recibos de su mujer. Allí encontré al jefe de policía; le fui presentado; él se acordó en seguida de la carta y el medio doblón que yo le remití algunos días antes. Elogió mi proceder; Virgilia parecía encantada, y cada uno de los presentes acertó a contar una anécdota análoga, que yo escuché con impaciencia de mujer histérica. Esa noche, en el día siguiente, en toda aquella semana, pensé lo menos que pude en los cinco contos, y hasta confieso que los dejé muy quietitos en el cajón de mi escritorio. Me gustaba hablar de cualquier cosa menos de dinero, y principalmente de dinero hallado; era una felicidad, una buena suerte, quizá un lance de la Providencia. No podía ser otra cosa. No se pierden cinco contos como se pierde un pañuelo de rapé. Cinco contos se llevan con treinta mil cuidados, se los palpa a menudo, no se les sacan los ojos de encima, ni las manos, ni el pensamiento, y para perderlos así, 151
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totalmente, en una, playa, es necesario que... Hallarlos no era un crimen; ni crimen, ni deshonra, ni nada que empañase el carácter de un hombre Era un hallazgo, un azar feliz, como la grande de la lotería, como las apuestas de caballo, como las ganancias de un juego honesto, y hasta diré que mi fortuna era merecida, porque yo no me sentía malo ni indigno de los beneficios de la Providencia. Estos cinco contos, me decía tres semanas después, he de emplearlos en una buena acción, quizá en la dote de una muchacha pobre, en otra cosa así... he de ver... Ese mismo día los llevé al Banco del Brasil. Allí me recibieron con muchas y delicadas alusiones al caso del medio doblón, cuya noticia ya se había esparcido entre las personas que me conocían. Respondí enfadado que la cosa no valía la pena de tamaño estruendo; elogiáronme entonces la modestia, y, como yo me encolerizara, me replicaron que era sencillamente grande.
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LIII ............. La que ya no se acordaba fiel medio doblón era Virgilia; toda ella estaba concentrada en mí, en mis ojos, en mi vida, en mi pensamiento... Todo era como ella decía, y era verdad. Hay unas plantas que nacen y crecen de prisa; otras son tardías y raquíticas. Nuestro amor era de aquéllas; brotó con tal ímpetu y tanta savia que, en poco tiempo, era la más vasta, frondosa y exuberante criatura de los bosques. No podría decirte exactamente, amigo lector, los días que duró ese crecimiento. Recuerdo, eso sí, que cierta noche brotó la flor, o el beso, si así quieres llamarlo, un beso que ella me dio, trémula -¡pobrecita!-, trémula de miedo, porque fue en el portón de la chacra. Nos unió ese beso único, breve como la ocasión, ardiente como el amor, prólogo de una vida de delicias, de terrores, de remordimientos, de placeres que remataban en dolor, de aflicciones que se tornaban alegrías -una hipocresía paciente y sistemática, único freno de una pasión sin freno-, vida de agitaciones, de cóleras, de desesperaciones, de celos, que una hora pagaba abundantemente, y de 153
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sobra; pero venía otra hora y engullía a aquélla, con todo lo demás, para dejaren la superficie las agitaciones y el residuo, y el residuo del residuo, que es el fastidio y la saciedad: tal fue el libro de aquel prólogo.
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LIV El péndulo Salí de allí a saborear el beso. No pude dormir; me tendí en la cama, es verdad, pero fue lo mismo que nada. Oi todas las horas de la noche. Habitualmente, cuando yo perdía el sueño, el batir dei péndulo me hacía mucho mal; este tictac taciturno, pausado y seco, parecía decir a cada golpe que yo tenía un instante menos de vida. Imaginaba entonces un viejo diablo, sentado entre dos sacos, el de la vida y el dé la muerte, pasando las monedas del primero al segundo, y contándolas así: -Otra de menos... -Otra de menos... -Otra de menos.. -Otra de menos... Lo más singular es que, si el reloj se paraba, yo le daba cuerda, para que no dejara de batir nunca, y yo pudiera contar todos mis instantes perdidos. Hay inventos que se transforman o terminan; las mismas instituciones mueren; el reloj es definitivo y perpetuo. El último hombre, al despedirse del 155
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sol frío y gastado, ha de tener un reloj en el bolsillo, para saber la hora exacta en que muere. En aquella noche no padecí esa triste sensación de disgusto, sino otra, de deleite. Las fantasías se agolpaban dentro de mi, unas sobre otras, a semejanza de las devotas que se atropellan para ver el ángel cantor de las procesiones. No oía los instantes perdidos, pero sí los minutos ganados. De cierto momento en adelante, ya no oí cosa alguna, porque mi pensamiento, sagaz y travieso, saltó por la ventana, hacia afuera, y batió las alas en dirección a la casa de Virgilia. Allí encontró, en el parapeto de una ventana, él pensamiento de Virgilia, se saludaron y se quedaron charlando. Nosotros dando vueltas en la cama, quizá con frío, necesitados de reposo, y los dos tunantes fuera, repitiendo el viejo diálogo de Adán y Eva.
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LV El viejo diálogo de Adán y Eva Blas Cubas ¿...? Virgilia .... Blas Cubas .................. ............. Vírgilia ¡..........! Blas Cubas ............. Virgilia .......................... ¿..........?.............. .......................... Blas Cubas .................. Virgilia 157
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................. Blas Cubas .............................. ............................. ¡..........................!.. ¡...!........................ Virgilia ¡............................! ¿...........................?
Blas Cubas ¡.......! Virgilia ¡......!
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LVI El momento oportuno Pero, ¡voto al diablo! ¿Quién me explicará la razón de esa indiferencia? Un día nos vimos, tratamos la boda; deshaciéndola, nos separamos, fríamente, sin dolor, porque no hubo pasión alguna; me mordió apenas algún despecho, y nada más. Corren los años, vuelvo a verla, damos dos o tres giros de vals, y henos aquí amándonos con delirio. La hermosura de Virgilia había llegado, es verdad, a un alto grado de perfección, pero nosotros éramos sustancialmente los mismos, y yo, por mi parte; no había mejorado en belleza ni elegancia. ¿Quién me explicará la razón de esa diferencia? La razón no podía ser otra sino el momento oportuno. No era oportuno el primer momento, porque, si ninguno de los dos estaba verde para el amor, ambos lo estábamos para nuestro amor: distinción fundamental. No hay amor posible sin la oportunidad de los sujetos. Esta explicación !a hallé yo mismo, dos años después del beso, un día en que Virgilia se me quejaba de un petimetre que la cortejaba tenazmente.
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-¡Qué importuno! -decía ella, haciendo una mueca de rabia. Me estremecí, la miré, vi que la indignación era sincera: entonces se me ocurrió que quizá yo había provocado alguna vez aquella misma mueca, y comprendí en seguida toda la grandeza de mi evolución. Había pasado de importuno a oportuno.
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LVII Destino Sí, señor, amábamos. Ahora, que todas las leyes sociales nos lo impedían, ahora nos amábamos de veras. Estábamos uncidos e! uno al otro, como las dos almas que el poeta encontró en el Purgatorio: Di pari, come buoi, che vanno a giogo: y digo mal, comparándonos a bueyes, porque nosotros éramos otra especie de animal menos lento, más bellaco y lascivo. Caminábamos sin saber hacia dónde, ni por qué caminos vedados; problema que me asustó durante algunas semanas, pero cuya solución entregué al destino. ¡Pobre destino! ¿Por dónde andarás ahora, gran procurador de los negocios humanos? Quizá estés criando nueva piel, otra cara, otras maneras, otro nombre, y no es imposible que... Ya no recuerdo dónde estaba... ¡Ah!, en los caminos vedados. Me dije a mí mismo que, ahora, sería lo que Dios quisiera. Nuestra suerte era amarnos; si así no fuera, ¿cómo explicarnos el vals y lo 161
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demás? Virgilia pensaba lo mismo. Un día, después de confesarme que sufría a veces de remordimientos, como yo le dijera que, si tenía remordimientos, era porque no me tenía amor, Virgilia me estrechó en sus magníficos brazos, murmurando: -Te amo; es la voluntad del cielo. Y esta palabra no venía al acaso; Virgilia era un poco religiosa. No oía misa los domingos, es verdad, y hasta creo que sólo iba a la iglesia en día de fiesta, y cuando había disponible un sitio reservado. Pero rezaba todas las noches, con fervor, o, por lo menos, con sueño. Tenía miedo a las tormentas; en estas ocasiones se tapaba los oídos y mascullaba todas las oraciones del catecismo. En su alcoba había un pequeño oratorio de jacarandá; obra de talla, de tres palmos de altura, con tres imágenes dentro; pero no hablaba de é! a las amigas; al contrario, trataba de beatas a las que sólo eran religiosas. Algún tiempo desconfié que había en ella cierta vergüenza de creer, y que su religión era una especie de camisa de franela, preservativa y clandestina; pero, evidentemente, me engañaba.
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LVIII Confidencia Lobo Neves, al principio, nos daba grandes sustos. ¡Pura ilusión! Como adoraba a su mujer, no se privaba de decírmelo muchas veces; hallaba que Virgilia era la perfección misma, un conjunto de cualidades finas y sólidas, amable, elegante, austera, un modelo. Y la confianza no paraba allí. De rendija se convirtió en puertas abiertas. Un día me confesó que una tristeza le carcomía la existencia; fallábale la gloria pública. Lo animé; le dije muchas cosas lindas, que él oyó con aquella unción religiosa de un deseo que no quiere acabar de morir; entonces comprendí que su ambición estaba cansada de batir las alas, sin poder iniciar el vuelo. Días después me contó todo su tedio y desfallecimientos, las amarguras engullidas, las rabias disimuladas; me informó de que la vida política es un tejido de envidias, despechos, intrigas, perfidias, intereses, vanidades. Evidentemente; había allí una crisis de melancolía; traté de combatirla. -Sé lo que le digo -me replicó con tristeza-. No puede imaginarse lo que he pasado. Entré en la política por gusto, 163
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por familia, por ambición y un poco por vanidad. Ya ve que he reunido en mí solo todos los motivos que llevan al hombre a la vida pública; faltóme únicamente el interés de otra naturaleza. Veía el teatro desde la platea, ¡y le juro que era hermoso! Soberbio escenario, vida, movimiento y gracia en la representación. Me Inscribí, me dieron un papel que... Pero ¿a qué fatigarlo con esto? Déjeme con mi disgusto. Créame que me he pasado horas y días... No hay constancia en los sentimientos, no hay nada... nada... nada... Calló, profundamente abatido, con los ojos en el aire, pareciendo no escuchar nada, a no ser el eco de sus propios pensamientos. Después de algunos instantes; irguióse y me tendió la mano: -Usted ha de reírse de mí -dijo-; pero disculpe mi desahogo; tenía algo que me mordía el espíritu. Y reía, con un gesto sombrío y triste; después me pidió que no refiriese a nadie lo que pasara entre nosotros; le observé que, en rigor, no había pasado nada. Entraron dos diputados y un jefe político de la parroquia. Lobo Neves los recibió con alegría, al principio un tanto postiza, pero en seguida natural. Pasada media hora, nadie diría que él no era el más afortunado de los hombres: conversaba, chanceaba y reía, y reían todos.
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LIX Un encuentro Debe de ser un vino enérgico la política, me decía; y fui andando, fui andando, hasta que en la calle de los Barbones vi un carruaje, y dentro a uno de los ministros, mi antiguó compañero de colegio. Nos saludamos afectuosamente, el carruaje siguió, y fui andando... andando... andando... -¿Por qué no seré yo ministro? -Esta idea, grande y rutilante -trajeada raramente, como diría el padre Bernardas-, esta idea Inició un vértigo de cabriolas, y yo me dejé estar, con los ojos en ella, hallándole gracia. No pensé más en la tristeza de Lobo Naves; sentí la atracción del abismo. Recordé a aquel compañero dé colegio, y comparé al niño con el hombre, y me pregunté por qué no sería como él. Entraba entonces en el Paseo Público, y todo me parecía decir lo mismo: -¿Por qué no serás ministro, Cubas? -Cubas, ¿por qué no serás ministro de Estado? Al oírlo, una deliciosa sensación me refrescaba todo el organismo. Entré; fui a sentarme en un banco a rumiar aquella idea. ¡Cómo le gustaría a Virgilia! Algunos minutos después, veo acercárseme una cara 165
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que no me pareció desconocida. La conocía, sí, de alguna parte. Imagina, lector, un hombre de treinta y ocho a cuarenta años, alto, flaco y pálido. Las ropas, salvo la hechura, parecían haber escapado del cautiverio de Bablionia; el sombrero era contemporáneo del de Gessler. Imagínate ahora una levita más larga de lo que pedían las carnes -o, literalmente, los huesos de la persona-, cuyo color negro iba cediendo paso a un amarillo sin brillo; el pelo desaparecía poco a poco; de los ocho primitivos botones quedaran tres. Los pantalones, de brin pardusco, tenían dos grandes rodilleras; mientras que a los dobladillos los roían los tacones de unos botines sin misericordia ni betún. En mi pescuezo fluctuaban las puntas de una corbata de dos olores, ambos desteñidos, apretando un cuello de ocho días. Creo que traía también chaleco, un chaleco de seda obscuro, rotoso y desabotonado. -Apuesto a que no me conoce, señor doctor Cubas dijo. -No recuerdo. -Soy Barba, Quincas Barba. Retrocedí espantado... ¡Quién me diera ahora el verbo solemne de un Bossuet o de Vieira para cantar tamaña desolación! Era Quincas Barba, el gracioso chiquillo de otro tiempo, mi compañero de colegio, tan Inteligente y rico. ¡Quincas Barba! No, imposible; no podía ser. No podía acabar de convencerme de que esa figura escuálida, esa barba blanca, ese pordiosero avejentado, que toda esa ruina fuese Quincas Barba. Pero era. Los ojos tenían un resto de la expresión de antes, y la sonrisa no había perdido cierto aire 166
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burlón, que le era peculiar. Mientras, él soportaba con Firmeza mi espanto. Pasado un momento, dejé de mirarlo: su figura repelía, la comparación me agobiaba. -No es necesario contarle nada -dijo, al fin-; usted lo adivina todo. Una vida de miserias, de tribulaciones y de luchas. ¿Recuerda nuestras fiestas, en que yo hacía de rey? ¡Qué volteretas de la suerte! Acabo mendigo. Y alzando la mano derecha y los hombros, con aire indiferente, parecía resignado a los golpes de la fortuna, y no sé si hasta contento. Tal vez contento. Con certeza, impasible. No había en él resignación cristiana, ni conformidad filosófica. Parecía que la miseria le había caldeado el alma, hasta convertirla en lodo. Arrastraba los andrajos, como otrora la púrpura, con cierta gracia indolente. -Búsqueme -le dije-; podré conseguirle algo. Una sonrisa magnífica le abrió los labios. -No es el primero que me promete algo -replicó- y no sé si será el último que no hará nada por mí. ¿Y para qué? Yo nada pido a no ser dinero; dinero sí, porque es necesario comer, y los fondines no fían. Ni las vendedoras ambulantes. Una cosa de nada, dos veintenes de angú5. ni eso fían las malditas vendedoras... Un infierno, mi... iba a decir mi amigo... ¡Un Infierno!, ¡el diablo!, ¡todos los diablos! Mire, hoy todavía no almorcé. -¿No? -No; salí muy temprano de casa. ¿Sabe dónde vivo? En el tercer peldaño de las gradas de San Francisco, a la izquierda de quien sube; no necesita golpear la puerta. Casa fresca, 5
Angú: masa de harina de mandioca. 167
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extremadamente fresca. Pues; salí temprano, y aun no he comido. Saqué la cartera, elegí un billete de cinco mil reís –el menos limpio- y se !o di: El lo recibió con los ojos centelleantes de codicia. Levantó el billete al aire y lo agitó entusiasmado. -¡In hoc signo vinces! -gritó. Y después lo besó, con muchos ademanes de ternura, y tan ruidosa expansión, que me produjo un sentimiento mixto, de enojo y lástima. El, que era sagaz me entendió; quedó serio, grotescamente serio, y me pidió disculpa de la alegría, diciendo que era júbilo de un pobre que no veía, desde muchos años, un billete de cinco mil reis. -Pues está en sus manos ver otros muchos -dije. -¿Sí? -preguntó prontamente, dando un salto hacia mí. -Trabajando -terminé. Hizo un gesto de desdén; calló algunos instantes; luego me dijo, positivamente, que no quería trabajar. Yo estaba nauseado de esa abyección tan cómica y tan triste, y me dispuse a salir. -No se irá sin que le enseñe mi filosofía de la miseria dijo, abriendo las piernas ante mí.
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LX El abrazo Pensé que el pobre diablo estuviese loco, e iba a apartarme, cuándo él me tomó de la muñeca y miró algunos instantes el brillante que lucía en mi dedo. Le sentí en la mano un estremecimiento de codicia, una ansia de posesión. -¡Magnífico! -dijo. Después comenzó a dar vueltas a mi alrededor, examinándome bien. -Usted se cuida bien... Joyas, ropa fina, elegante y... Compare sus zapatos con los míos; ¡qué diferencia! Se ve que se cuida. ¿Y de mujeres, qué tal? ¿Está casado? -No. -Ni yo. -Vivo en la calle... -No quiero saber dónde vive -interrumpió Ouincas Borba-. Si alguna vez nos vemos, déme otro billete de cinco mil reís; pero, permítame que no vaya a buscarlo en su casa. Es una especie de orgullo Ahora, adiós; veo que está impaciente. 169
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-¡Adiós! -Y gracias. ¿Me deja agradecerle de más cerca? Y diciendo esto me abrazó con tal ímpetu que no pude evitarlo. Nos separamos, por fin, yo a largos pasos, con la camisa estrujada por el abrazo, enfadado y triste. Ya no dominaba en mí la parte simpática de la sensación, sino la otra. Con todo, no pude dejar de comparar otra vez al hombre de ahora con el de otrora, entristecerme y pensar en el abismo que separa las esperanzas de un tiempo de la realidad de otro tiempo... -¡Basta ya! Vamos a comer -me dije. Meto la mano en el chaleco y no hallo el reloj. ¡Ultima desilusión! Borba me lo robó en el abrazo.
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LXI Un proyecto Comí triste. No era la falta del reloj lo que me punzaba; era la imagen del autor del hurto, y los recuerdos de la infancia, y otra vez la comparación, y la conclusión... Desde la sopa, empezó a abrirse en mí la flor amarilla y mórbida del Capítulo XXV, y entonces comí de prisa, para correr a casa de Virgilia. Virgilia era el presente; yo quería refugiarme en él, para escapar a las opresiones del pasado, porque el encuentro de Ouincas Borba había vuelto mis ojos a un pasado miserable, abyecto, mendigo y ladrón. Salí de casa, pero era temprano; los encontraría en la mesa. Otra vez pensé en Quincas Borba, y tuve entonces un deseo de volver al Paso Público, por ver si lo encontraba; la idea de regenerarlo surgió en mí como una fuerte necesidad. Fui; pero ya no lo hallé. Pregunté al guardián; me dijo que, efectivamente, "ese sujeto" iba a veces por allí. -¿A qué hora? -No tiene hora fija.
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No era imposible encontrarlo en otra ocasión; me prometí a mí mismo volver allí. La necesidad de regenerarlo, de atraerlo al trabajo y al respeto de su persona henchíame el corazón; empezaba a sentir un bienestar, una elevación, una admiración de mí mismo... En esto cayó la noche; fui en busca de Virgilia.
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LXII La almohada Fui en busca de Virgilia; de prisa olvidé a Ouincas Borba. Virgilia era la almohada de mi. espíritu, una almohada muelle, tibia, aromática, enfundada en cambray y encajes de Bruselas. Era allí donde acostumbraba reposar de todas las sensaciones malas, simplemente molestas y hasta dolorosas. Y, bien pesadas las cosas, no era otra la razón de la existencia de Virgilia; no podía ser. Cinco minutos bastaron para olvidar completamente a Quincas Borba; cinco minutos de una contemplación mutua, con las manos tomadas, las unas de las otras, cinco minutos y un beso. Y allá se fue el recuerdo de Quincas Borba... Escrófula de la vida, andrajo del pasado, ¿qué me importa que existas, que molestes la vista de los demás, si yo tengo dos palmos de una almohada divina para cerrar los ojos y dormir?
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LXIII ¡Huyamos! ¡Ay!, no siempre dormir. Tres semanas después, yendo a casa de Virgilia -eran las cuatro de la tarde- la hallé triste y abatida. No me quiso decir la causa; mas, como yo insistiera: -Creo que Damián desconfía algo. Le noto algo raro. No sé... Me trata bien, sin duda, pero su mirada no parece ser la misma. Duermo mal; anoche mismo me desperté aterrada, soñando que él iba a matarme. Quizá sea ilusión, pero pienso que él desconfía... La tranquilicé como pude; le dije que podían ser preocupaciones políticas. Virgilia lo admitió, pero quedó todavía muy excitada y nerviosa. Estábamos en la sala de visitas, que daba justamente a la quinta, donde cambiamos el beso inicial. Una ventana abierta dejaba entrar el viento, que sacudía suavemente las cortinas, y yo me quedé mirándolas, sin verlas. Tomé el binóculo de la imaginación; entreví a lo. lejos, una casa nuestra, una vida nuestra, un mundo nuestro, en el que no había Lobo Neves, ni casamiento, ni moral, ni ninguna otra ligazón que nos estorbara la expansión de la vo174
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luntad. Esta idea me embriagó; eliminados así del mundo, la moral y el marido, bastaba penetrar en aquella habitación de los ángeles. -Virgilia -dije-, te propongo una cosa. -¿Qué? -¿Me amas? -¡Oh! -suspiró, ciñéndome los brazos al cuello. Virgilia me amaba con furia; aquella respuesta era una verdad patente. Con los brazos en mi cuello, callada, respirando mucho, dejóse estar, mirándome, con sus grandes y bellos ojos, que daban una sensación singular de luz húmeda; yo también me dejé estar contemplando esos ojos y la boca, fresca como la madrugada e insaciable como la muerte. La hermosura de Virgilia tenía ahora un tono grandioso, que no poseyera antes de casarse. Era de esas figuras talladas en pentélico, de un trabajo noble, amplio y puro; tranquilamente bella, como las estatuas, pero no apática ni fría. Al contrario, tenía el aspecto de las naturalezas cálidas, y podía decirse que, en realidad, resumía todo el amor. Lo resumía sobre todo en aquella ocasión, en que expresaba mudamente todo cuanto puede decir la pupila humana. Pero el tiempo urgía; le desprendí las manos, la tomé de las muñecas y, mirándola fijamente, le pregunté si tendría valor. -¿De qué? -De huir. Iremos a donde nos sea más cómodo, una casa grande o pequeña, como tú prefieras, en el campo o la ciudad, o en Europa, donde te pareciera, donde nadie nos fastidie y no haya peligros para ti, donde vivamos el uno para el otro... ¿Sí? ¡Huyamos! Tarde o temprano, él puede descu175
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brir algo, y estarás perdida -¿lo oyes?-, perdida... muerta... y él también, porque yo lo mataré, te lo juro. Me interrumpí. Virgilia palideció mucho, dejó caer los brazos y se sentó en el sofá. Estuvo así unos instantes, sin decir palabra, no sé si vacilante en la elección o aterrada con la idea del descubrimiento y de la muerte. Fui hacia ella, insistí en la propuesta, le expuse todas las ventajas de una vida a solas, sin celos, ni terrores, ni aflicciones. Virgilia me oía callada; después dijo: -No escaparíamos, quizá; él iría a buscarme, y me mataría Igualmente. Le aseguré que no. El mundo era bastante grande, y yo tenía medios para vivir en cualquier sitio donde hubiera aire puro y mucho sol; él no llegaría hasta allí; sólo las grandes pasiones son capaces de grandes acciones, y él no la amaba tanto como para ir a buscarla, si ella estuviera lejos. Virgilia tuvo un gesto de espanto y casi de indignación; murmuró que su marido la quería mucho. -Puede ser -respondí-; puede que sí... Fui hasta la ventana, y empecé a redoblar con los dedos en el alféizar. Virgilia me llamó; me dejé estar rumiando mis celos, deseando estrangular al marido, si lo tuviese a mano... Justamente en ese instante apareció Lobo Neves en la quinta. No tiembles así, lectora pálida; tranquilízate, que no he de rubricar esta página con una gota de sangre. En seguida que apareció en la quinta, le hice un gesto amistoso, acompañado de una palabra amable, Virgilia se retiró apresuradamente de la sala, adonde volvió tres minutos después. -¿Está aquí desde hace mucho? -me dijo él. -No. 176
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Entró serio, pesado, esparciendo distraídamente la mirada; costumbre suya, que trocó luego en una verdadera expansión de jovialidad, cuando vio llegar a su hijo, a Ñoñó, el futuro bachiller del Capítulo VI; lo tomó en sus brazos, lo levantó en el aire, lo besó muchas veces. Yo, que odiaba al pequeño, me aparté de ambos. Virgilia volvió ala sala. -¡Ah! -respiró Lobo Neves, sentándose perezosamente en el sofá. -¿Cansado? -le pregunté. -Mucho; aguanté dos tundas de primer orden, una en la Cámara y otra en la calle. Y aun tendremos una tercera agregó, mirando a su mujer. -¿Qué hay? -preguntó Virgilia. -¡Hum!... ¡Adivina! Virgilia se sentó a su lado, le tomó una de las manos, le arregló la corbata y volvió a preguntarle de qué se trataba. -Nada menos que de un palco. -¿Para oír a la Candiani? -Para oír a la Candiani. Virgilia batió palmas, se levantó, dio un beso al chico, con un aire de alegría pueril que no convenía mucho a su figura; luego preguntó si el palco era de boca o del centro, y consultó al marido, en voz baja, acerca de la toilette que luciría, de la época que se cantaba y de no sé que otras cosas. -Usted come con nosotros, doctor -me dijo. Lobo Naves. -Vino justamente para eso -confirmó la esposa-; dice que tú posees el mejor vino de Río de Janeiro. -Ni por eso bebe mucho. 177
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Al comer, lo desmentí; bebí más de lo que acostumbraba; aun así, menos de lo que era necesario para perder la razón. Ya estaba excitado; quedé un poco más. Era la. primera gran .cólera que yo sentía contra Virgilia. No la miré una sola vez durante la comida; hablé de política, de prensa, M ministerio; creo que hubiera hablado hasta de teología, si la supiera, o si me acordase. Lobo Naves me escuchaba con mucha placidez y dignidad, y hasta con cierta benevolencia superior; y todo eso me irritaba también, y me hacía más larga y amarga la comida. Me despedí en cuanto nos levantamos de la mesa. -Hasta luego, ¿no? -preguntó Lobo Naves. -Puede ser. Y salí.
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LXIV La transacción Vagué por las calles y regresé a casa a las nueve. No pudiendo dormir, me puse a leer y escribir: A las once estaba arrepentido de no haber ido al teatro; consulté el reloj, quise vestirme y salir. Pensé sin embargo, que llegaría tarde; además, era dar prueba de debilidad. Evidentemente, Virgilia empieza a aburrirse de mí, pensaba yo. Y esta idea me hizo sucesivamente desesperado y frío, dispuesto a olvidarla y a matarla. La veía desde allí reclinada en el palco, con sus magníficos brazos desnudos los brazos -que eran míos, sólo míos-, fascinando los ojos de todos, con su traje soberbio, su cuelo de leche, los cabellos separados en bandós, a la manera de la época, y los brillantes, menos luminosos que los ojos de ella... La veía así, y me dolía que la vieran otros. Después, empezaba a. desnudarla, a poner de lado las joyas y sedas, a despeinarla con mis manos ávidas ,y lascivas, a hacerla -no sé si más bella, si más natural-, a hacerla mía, solamente mía, únicamente mía.
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Al día siguiente no pude contenerme; fui temprano a casa de Virgilia; la hallé con los ojos rojos de llorar. -¿Qué hubo? -pregunté. -Tú ya no me amas -fue su respuesta-; nunca me has tenido el menor cariño. Ayer me has tratado como si me tuvieras odio. ¡Si yo, al menos, supiera lo que hice! Pero no sé. ¿Me dirás qué ha sido? -¿Que ha sido qué? Creo que no hubo nada.. -¿Nada? Me trataste como a un perro. A esta palabra, le tomé las manos, se las besé, y dos lágrimas le brotaron de los ojos. -Basta, esto terminó -dije. No tuve ánimo para disputar, y, por otra parte, ¿disputar qué? No era culpa suya si el marido la amaba. Le dije que no me hiciera caso, que yo sentía, necesariamente, celos del otro, y que no siempre lo podía soportar con cara alegre; agregué que quizás hubiera en ella mucha disimulación, y que la mejor manera de cerrar la puerta a los sustos y disensiones era aceptar mi idea de la víspera. -Pensé en eso -dijo Virgilia-; una casita solitaria, únicamente nuestra, oculta en un jardín, en alguna calle escondida, ¿verdad? Me parece buena la idea; luego, ¿para qué huir? Dijo esto con el tono ingenuo y perezoso de quien no piensa en nada malo, y la sonrisa que dibujaban sus labios le daba una expresión de candidez. Entonces, apartándome, respondí: -Eres tú la que nunca me has querido. -¿Yo?
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-¡Sí, y una egoísta! Prefieres verme padecer todos los días... ¡Una egoísta sin nombre! -Virgilia se desató en llanto, y para no atraer gente metía el pañuelo en la boca, reprimiendo los sollozos, explosión que me desconcertó. Si alguien la oyera, se perdía todo. Me incliné sobre ella, le tomé las muñecas, le susurré los nombres más dulces de nuestra intimidad; le advertí el peligro; el terror la apaciguó. -No puedo -dijo después de unos instantes-; no dejo a mi hijo; si lo llevara, estoy segura de que él lo iría a buscar al fin del mundo. No puedo; mátame, si quieres, o déjame morir... ¡Oh Dios mío! ¡Dios mío! -Cálmate, que pueden oírte. -¡Que oigan! No me importa. Aun estaba excitada; le pedí que olvidara todo, que me perdonase, que yo era un loco, pero que m! demencia provenía de ella y con ella acabaría. Virgilia se enjugó los ojos y me tendió la mano. Sonreímos ambos; minutos después, volvíamos al asunto de la casita solitaria, en alguna calle escondida.
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LXV Mirones y escuchas Nos interrumpió el rumor de un carruaje en la quinta. Vino un esclavo a decir que era la baronesa X. Virgilia me consultó con la mirada. -Si está usted así, con dolor de cabeza -dije-, creo que lo mejor es no recibirla. . -¿Ya bajó del coche? -preguntó Virgilia al esclavo. -Ya bajó; dice que necesita mucho hablar con la señora. -¡Que entre! La baronesa entró un momento después. No sé si contaba hallarme en la sala; pero era Imposible demostrar mayor alborozo. -¡Dichosos los ojos que lo ven! ¿Dónde se mete usted, que no aparece por ninguna parte? Anoche me admiré de no verlo en el teatro. La Candiani estuvo deliciosa. ¡Qué mujer! ¿Le gusta la Candiani? Es natural. Todos los hombres son iguales. El barón decía ayer, en el palco, que una sola italiana vale por cinco brasileñas. ¡Qué desvergüenza, y desvergüenza
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de viejo, que es peor! Pero, ¿por qué no ha ido usted al teatro? -Una jaqueca. -¡Bah! Algún amorcillo, ¿no le parece, Virgilia? Pues, amigo mío, apresúrese, porque usted ya debe estar en los cuarenta... o muy cerca... ¿No cumplió los cuarenta? -No puedo decírselo con certeza -respondí-; pero, si usted me lo permite, voy a consultar la fe de bautismo. -Vaya, vaya... -y tendiéndome la mano-: ¿Hasta cuándo? El sábado nos quedamos en casa; el barón lo extraña mucho... Llegando a la calle, me arrepentí de haber salido. La baronesa era una de las personas que más desconfiaban de nosotros. Cincuenta y cinco años que parecían cuarenta, amable, risueña; vestigios de belleza, porte elegante y finas maneras. No hablaba mucho ni siempre; poseía el gran arte de escuchar a los demás, espiándolos; reclinábase entonces en la silla, desenvolvía su mirada extensa y aguda, y se quedaba allí. Los demás, sin darse cuenta, hablaban, miraban, gesticulaban, mientras que ella sólo observaba, ya fija, ya moviblemente, llevando la astucia hasta el punto de mirar a veces para dentro de sí misma, porque dejaba caer los párpados; pero, como sus pestañas eran como rejas, la mirada seguía escrutando, revolviendo el alma y la vida de los demás. La segunda persona era un pariente de Virgilia, Viegas, un zancarrón de setenta inviernos, escuálido, y amarillento, que padecía de un reumatismo tenaz, de un asma no menos tenaz y de una lesión cardiaca: era un hospital concentrado. 183
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Los ojos, sin embargo, brillaban de mucha vida y salud. Virgilia, en las primeras semanas, no le tenía ningún miedo; decíame que cuando Viegas parecía espiar, con la mirada fija, estaba simplemente contando dinero. En efecto, era un gran avaro. Estaba, también, el primo de Virgilio, Luis Dutra, al que yo lo desarmaba ahora a fuerza de hablarle de versos y prosas, y de presentarlo a mis conocidos. Cuando éstos, ligando el nombre a la persona, se mostraban contentos de la presentación, no hay duda que Luis Dutra exultaba de felicidad; pelo yo me curaba de esta felicidad con la esperanza de que él no nos denunciaría nunca. Había, en fin, unas dos o tres señoras, varios galancetes y los fámulos, que naturalmente se resarcían así .de su condición servil, y todos ellos constituían una Verdadera selva de mirones y escuchas, por entre los cuales teníamos que deslizarnos con la táctica y suavidad de las cobras.
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LXVI Las piernas Y mientras yo pensaba en aquella gente, la piernas me iban llevando calle abajo, de modo que insensiblemente me hallé en la puerta del Hotel Pharoux. Por lo general, comía allí; pero, no habiendo andado deliberadamente, ningún merecimiento de acción me cabe, y sí a las piernas, que lo hicieron. ¡Benditas piernas! Y hay quien os trata con desdén e indiferencia. Yo mismo, hasta entonces, no os valoraba bien; me disgustaba cuando os fatigabais, cuando no podíais ir hasta cierto punto, y me dejabais con el deseo de volar, a semejanza de la gallina atada por los pies. Pero aquel caso fue un rayo de luz. Sí, piernas amigas, a vosotras dejasteis a mi cabeza el .trabajo de pensar en Virgilia, os dijisteis una a otra: -El necesita comer, son horas de hacerlo, vamos a llevarlo al Pharoux; dividamos su conciencia, una parte quedará allá con la dama, tomemos la otra, para que él siga derecho, no atropelle a la gente ni a los coches, saque el sombrero a los conocidos y llegue, finalmente, sano y salvo al hotel. Y cumplisteis exactamente vuestro 185
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propósito, amables piernas, lo que me obliga a inmortalizaros en esta página.
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LXVII La casita Comí y fui a mi casa. Allí encontré una caja de cigarros que me envió Lobo Neves envuelta en papel de seda y adornada con una cinta color de rosa. Pensé, la abrí y saqué este billete: "Mi B"... Desconfían de nosotros; todo está perdido; olvídame para siempre. No nos veremos más. Adiós; olvídate de la desdichada. "V... a” Fue un golpe esta carta; no obstante, apenas cerró la noche corrí a casa de Virgilia: Era tiempo; estaba arrepentida. Apoyados en una ventana, me contó lo ocurrido con la baronesa. La baronesa le dijo francamente que se habló mucho en el teatro la noche anterior a propósito de mi ausencia del palco de Lobo Neves; habían comentado mis relaciones en la casa; en suma, éramos objeto de la sospecha pública. Terminó diciendo que no sabía qué hacer. -Lo mejor es que huyamos -insinué. 187
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-Nunca -respondió moviendo la cabeza. Vi que era imposible separar dos cosas que estaban enteramente ligadas en su espíritu: nuestro amor y la consideración pública. Virgilia era capaz de iguales y grandes sacrificios para conservar ambas ventajas, y la fuga no le dejaba sino una. Quizá sentí algo semejante a despecho; pero las' emociones de aquellos dos días eran muchas ya, y el despecho murió pronto. Vamos allá; consigamos la casita. La encontré días después como hecha para nosotros en un rincón de la Gamboa. ¡Una delicia! Nueva, pintada al fresco, con cuatro ventanas al frente y dos a cada costado todas con persianas color ladrillo-, enredadera en los ángulos, jardín al frente; misterio y soledad. ¡Una delicia! Convinimos en que iría a vivir allí una mujer conocida, de Virgilia, en cuya casa fue costurera y agregada. Virgilia ejercía sobre ella una verdadera fascinación. No se le diría todo; ella aceptaría fácilmente lo demás. Para mí era aquélla una situación nueva en nuestro amor, una apariencia de posesión exclusiva, de dominio absoluto, algo que me haría adormecer la conciencia y resguardar el decoro. Ya estaba cansado de las cortinas del otro, de las sillas, de la alfombra, del sofá, de todas esas cosas que me traían constantemente a los ojos nuestra duplicidad. Ahora podía evitar las comidas frecuentes, el té de todas las noches, la presencia del hijo de ellos, mi cómplice y mi enemigo. La casa me compensaba de todo; el mundo vulgar terminaría en la puerta; de allí para adentro era el infinito, un mundo eterno, superior, excepcional, nuestro, únicamente nuestro, sin leyes, sin instituciones, sin baronesas, sin mirones, sin escu188
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chas -un solo mundo, una sola pareja, una sola vida, una sola voluntad, un solo amor-: la unidad moral de todas las cosas por la exclusión de las que no eran contrarias.
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LXVIII El azote Tres eran las reflexiones que yo me hacía por aquellas afueras de Valongo en seguida de ver y alquilar la casa. Me detuvo una reunión: era un negro que azotaba a otro en la plaza. El otro no se atrevía a huir; gemía solamente estas únicas palabras: - ¡No; perdón, mi señor; mi señor; mi señor, perdón!". Pero el primero no le hacía caso, y a cada súplica respondía con un nuevo azote. -¡Toma, bandido -.le decía-; toma más perdón, borracho! -¡Mi señor! -gemía el otro. -¡Cállate la boca, bestia! -replicaba el azote. Me paré, miré... ¡Justo cielo! ¿Quién era el del látigo? Nada menos que mi muleque Prudencio, el que mi padre libertó algunos años antes. Me acerqué; él se detuvo en seguida y me pidió la bendición; le pregunté si ese negro era esclavo suyo. -Sí, Noñó, lo es. -¿Te hizo algo? 190
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-Es un holgazán y un gran borracho. Hoy mismo lo dejé en mi negocio mientras yo fui allá abajo a la ciudad, y é! abandonó el negocio para !r a beber en la taberna. -Está bien; perdónalo -le dije. -Sí, Ñoñó. Ñoñó manda, no pide. ¡Entra en casa, borracho! Salí del grupo, que me miraba espantado y cuchicheaba sus conjeturas. Seguí camino, desfilando por mi mente una infinidad de reflexiones que lamento haberlas perdido enteramente; sería, por otra parte, materia para un buen capítulo, y quizás alegre. Me gustan los capítulos alegres; es mi debilidad. Exteriormente, el episodio de Valongo era torvo, pero sólo exteriormente. En cuanto metí más adentro las daga del raciocinio, le hallé una médula graciosa, fina y hasta substanciosa. Era una manera de Prudencio la de deshacerse de las palizas recibidas transmitiéndolas a otro. Yo, de chiquillo, montaba sobre él, le ponía el freno en la boca, lo castigaba sin compasión; él gemía y sufría. Pero ahora, que era libre, disponía de si mismo, de los brazos, de las piernas; podía trabajar, descansar, dormir; desencadenado de la antigua condición, ahora era él quien castigaba: compró un esclavo y le iba pagando con alto interés las sumas que de mí recibiera. ¡Mira las sutilezas del bribón!
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LXIX Un grano de sandez Este caso me hizo acordar de un loco que conocí. Se llamaba Romualdo y decía ser Tamerlán. Era su grande y única manía, y tenía una curiosa manera de explicarla. -Yo soy el ilustre Tamerlán -decía-. Otrora fui Romualdo, pero me enfermé y tomé tanto tártaro, tanto tártaro, tanto tártaro, que quedé Tártaro, y hasta rey de los Tártaros. El tártaro tiene la virtud de hacer Tártaros. ¡Pobre Romualdo! La gente reía de la respuesta, pero es probable que el lector no se ría, y con razón; yo no le hallo ninguna gracia. Oída, tenía alguna chispa; pero así contada, en el papel y a propósito de un azote recibido y transferido, fuerza es confesar que es mucho mejor volver a la casita de la Gamboa; dejemos a los Romualdos y Prudencios.
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LXX Doña Plácida Volvamos a la casita. No sería posible que hoy la visitaras, curioso lector; envejeció, se ennegreció, se enmoheció, y el propietario la echó abajo para subtituirla por otra tres veces mayor, pero te juro que mucho menor que la primera. El mundo era estrecho para Alejandro; un desván de tejado es el infinito para las golondrinas. Observa ahora la neutralidad de este globo que nos lleva a través de los espacios, como una lancha de náufragos que va a dar en la costa; duerme hoy un par de virtudes en el mismo espacio de suelo que soportó a una pareja de pecadores. Mañana podrá dormir allí un eclesiástico, luego un asesino, después un herrero, luego un poeta y todos bendecirán ese rincón de tierra que les dio algunas ilusiones. Virgilia hizo de aquello un paraíso; eligió los adornos más adecuados y los dispuso con la intuición estética de la mujer elegante; yo llevé algunos libros, y todo quedó bajo la custodia de doña Plácida, la supuesta y, bajo ciertos aspectos, verdadera dueña de casa. 193
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Le costó mucho aceptar el cargo; olfateaba la intención, y le dolía el oficio; pero al fin cedió. Creo que lloraba al principio; estaba disgustada de sí misma. Al menos, la verdad es que no levantó la vista hacia mí durante los primeros dos meses; me hablaba con los ojos bajos, seria, enfurruñada, a veces triste. Yo quería halagarla y no me daba por ofendido; tratábala con cariño y respeto me esforzaba en obtener su benevolencia, y luego su confianza. Cuando obtuve la confianza, imaginé una historia patética de mis amores con Virgilia, un caso anterior al casamiento, la resistencia del padre, la dureza del marido y no sé qué otros toques de novela. Doña Plácida no rechazó ninguna página de la novela las aceptó todas. Era una necesidad de la conciencia. Al cabo de seis meses el que nos viese a los tres juntos diría que doña Plácida era mi suegra. No fui ingrato; le hice un regalo de cinco contos -los cinco contos hallados en Botafogo- como un pan para la vejez. Doña Plácida me lo agradeció con lágrimas en los ojos, y nunca más dejó de rezar por mí todas las noches ante una imagen de la Virgen que tenía en su cuarto. Fue así como se le acabó el enojo.
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LXXI El defecto del libro Comienzo a arrepentirme de este libro. No es que él me canse; yo no tengo qué hacer; y, realmente, expedir algunos magros capítulos para ese mundo siempre es tarea que distrae un poco de la eternidad. Pero el libro es fastidioso, huele a sepulcro, trae cierta contracción cadavérica; vicio grave, y además ínfimo, porque el mayor defecto de este libro eres tú, lector. Tú tienes prisa en envejecer, y el libro anda despacio; tú amas la narración directa y nutrida, el estilo regular y fluido, y este libro y mi estilo son como los ebrios, se balancean de derecha a izquierda, andan y se paran, rezongan, braman, ríen a carcajadas, amenazan al cielo, se resbalan y caen... ¡Y caen! ¡Misérrimas hojas de mi ciprés, tenéis que caer como otras cualesquiera, bellas y vistosas; y si yo tuviera ojos, os dedicaría una lágrima de recuerdo! Esta es la gran ventana de la muerte, que, si no deja boca para reír, tampoco deja ojos para llorar... Tenéis que caer.
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LXXII. El bibliómano Tal vez suprima el capítulo anterior; entre otros motivos porque hay allí en las últimas líneas, una frase muy parecida a un despropósito, y no quiero dar pasto a la crítica del futuro. Una visión de aquí a sesenta años: un sujeto flaco, amarillo, canoso, que no ama a otra cosa aparte de los libros, se inclina sobre la página anterior, a ver si descubre el despropósito; lee, relee, vuelve a leer; descompone las palabras, saca una sílaba, después otra, otra más y las restantes; las examina por dentro y por fuera, por todos los lados, contra la luz; las desempolva, las friega .en. la rodilla, las lava; y nada, no halla el despropósito. Es un bibliómano. No conoce al autor; este hombre de Blas Cubas no figura en sus diccionarios biográficos. Halló el volumen, por casualidad, en un cambalache de libros viejos. Lo compró por doscientos mil reis. Indagó, averiguó, resolvió y llegó a descubrir que era un ejemplar único ¡Unico! Tú, lector, que no solamente amas los libros, sino que padeces la manía de ellos, tú sabes muy bien el valor de esta palabra y 196
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adivinas por lo tanto, las delicias de mi bibliómano. El rechazaría la corona de las Indias, el papado, todos los museos de Italia y de Holanda, si los tuviera que cambiar por este único ejemplar; y no porque sea de mis Memorias; haría la misma cosa con el Almanack de Laemmert si fuera único. Lo peor es el despropósito. Allí continúa el hombre, inclinado sobre la página, con una Lente en el ojo derecho, totalmente entregado a la noble y áspera función de descifrar el despropósito. Ya se prometió a sí mismo escribir una breve memoria, en la cual relataría el hallazgo del libro y el descubrimiento de la sublimidad, si la hubiera, por debajo de aquella frase obscura. Al fin, no descubre nada y se contenta con la posesión. Cierra el libro, lo mira, lo remira, llega ala ventana y lo muestra al sol. ¡Un ejemplar único! En ese momento le pasa por debajo de la ventana un César o un Cromwell, en camino al poder. El se encoge de hombros, cierra la ventana, se tiende en la hamaca y hojea el libro despacio, con amor, a sorbos... ¡Un ejemplar único!
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LXXIII Un "luncheon” El despropósito me hizo perder otro capítulo. ¡Cuánto mejor sería decir las cosas llanamente, sin tantos bazuqueos! Ya comparé mi estilo al andar de los ebrios. SI la idea te parece indecorosa, diré que ella es lo que eran mis meriendas con Virgilia, en la casita de la Gamboa, donde hacíamos a veces nuestra calaverada, nuestro luncheon. Vino, frutas, compotas. Comíamos, es verdad, pero era una comida entremezclada de palabritas dulces, de miradas tiernas, de chiquilladas; una infinidad de esos apartes del corazón, por otro lado el verdadero, el ininterrumpido discurso del amor. A veces venía el mal humor a temperar la excesiva dulzura de la situación. Ella me dejaba, se refugiaba en un rincón del sofá o iba hacia el interior a escuchar los mimos de doña Plácida. Cinco o diez minutos después reanudábamos la charla, como yo reanudo el relato, para desatarlo otra vez. Nótese que, lejos de tenerle horror al método era, nuestra costumbre invitarlo, en la persona de doña Plácida, a sentar-
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se con nosotros en la mesa, pero doña Plácida no aceptaba nunca. -Parece que tú ya no me quieres -le dijo un día Virgilia. -¡Virgen Nuestra Señora! -exclamó la buena mujer alzando las manos al techo-. ¡No quiero a Yayá!- Pero, entonces, ¿a quién querría en este mundo?-. Y tomándole las manos, la miró fijamente, fijamente, hasta mojársele los ojos, de tan fijos que eran, Virgilia la acarició mucho. Yo le dejé una monedita en el bolsillo, del vestido.
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LXXIV Historia de Doña Plácida No te arrepientas de ser generoso; la monedita me valió una confidencia de doña Plácida y, consiguientemente, este capítulo. Días después, como yo la encontrara sola en casa, trabamos conversación, y ella me contó, en breves términos su historia. Era hija natural de un sacristán de la Catedral y de una mujer que hacía dulces para fuera. Perdió al padre a los diez años. Ya entonces rallaba coco y hacía no sé qué otros trabajos de dulcera compatibles con la edad. A los quince o dieciséis años se casó con un sastre, que murió tísico algún tiempo después, dejándole una hija. Viuda y joven, quedaron a su cargo la hija, de dos años, y la madre cansada de trabajar. Tenía que mantener a tres personas Hacía dulces, que era su oficio, pero cosía también de día y de noche, con ahínco, para tres o cuatro tiendas, y enseñaba a algunas chicas del barrio, a diez tostones6 por mes. Con esto iban los años, no la belleza, porque nunca la tuvo. Apareciéronle algunos galanes, propuestas, seducciones, a las que resistía. 6
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-Si yo hubiera podido encontrar otro marido -me dijo; créame que me habría casado; pero ninguno se quería casar conmigo. Uno de los pretendientes consiguió hacerse aceptar; pero siendo más delicado que los otros, doña Plácida lo despidió de la misma manera, y, después de despedirlo, lloró mucho. Continuó cosiendo para afuera y espumando cacerola. La madre tenía la impertinencia del temperamento de los años y de la necesidad; mortificaba a la hija para que aceptara uno de los maridos de préstamo y de ocasión que se le ofrecían. Y vociferaba: -¿Quieres ser mejor que yo? No sé de dónde te vienen esos humos de persona rica. La vida no se arregla porque sí; no se come con aire. ¡Miren a ésta! Mozos tan buenos como Policarpo, el del almacén, pobrecito... ¿Esperas a un hidalgo, no? Doña Plácida me juró que no esperaba a ningún hidalgo. Era su inclinación. Quería ser casada. Sabía muy bien que su madre no lo fuera, y conocía a algunas que vivían simplemente con un amigo; pero su inclinación era ser casada. No quería tampoco que su hija fuera otra cosa. Trabajaba mucho, quemándose los dedos al fogón y los ojos al candelero, para comer y no caer. Enflaqueció, se enfermó, perdió a la madre, la enterró por subscripción, y siguió trabajando. La hija estaba en los catorce años; pero era delgaducha y no hacía nada, a no ser enamorar a los mozalbetes que la rondaban. Doña Plácida vivía con inmensos cuidados, llevándola consigo cuando iba a entregar costuras. Los empleados de las tiendas curioseaban y guiñaban el ojo, convencidos de 201
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que ella la llevaba para' atrapar un marido u otra cosa. Algunos le hacían bromas, le decían piropos; la madre llegó a recibir propuestas de dinero... Interrumpióse un instante, y continuó en seguida: -Mi hija huyó de mí; se fue con un sujeto, ni quiero saber... Me dejó sola, pero tan triste, tan triste que pensé morir. No tenía a nadie más en el mundo y estaba casi vieja y enferma. Fue en ese tiempo que conocí a la familia de Yayá, buena gente que me dio quehacer y hasta llegó a darme casa. Estuve allí muchos meses; un año, más de un año, agregada, cosiendo. Salí cuando Yayá se casó. Después viví como Dios quiso. Mire mis dedos, mire estas manos... -Y me enseñó las manos gruesas y agrietadas, las puntas de los dedos mordidas de la aguja-. No se pone esto así porque sí, señor;. Dios sabe por qué se pone... Felizmente, Yayá me protegió y el señor doctor también. ¡Tenía un miedo de acabar en la calle pidiendo limosna!... . Al soltar la última frase doña. Plácida tuvo un escalofrío. Luego, como si volviera en sí, pareció reparar en la inconveniencia de aquella confesión al amante de una mujer casada, y empezó a reír, a desdecirse, a llamarse chiflada, "llena de humos", como le decía la madre; al fin, cansada de mi silencio, se retiró de la sala. Yo fijé la mirada en la punta del botín.
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LXXV Conmigo Pudiendo suceder que alguno de mis lectores haya salteado el capítulo anterior, le observo que es necesario para entender lo que me dije inmediatamente después que doña Plácida salió de la sala. Lo que me dije fue esto: -De modo que el sacristán de la Catedral, cierto día, ayudando misa, vio entrar a la dama que debía ser su colaboradora en la vida de doña Plácida. La vio otros días, durante semanas enteras; le gustó, le dijo algún piropo, le pisó el pie al encender los altares en los días de fiesta. A ella le gustó él, se acercaron, se amaron. De esa conjunción de lujurias vagabundas brotó doña Plácida. Es de creer que doña Plácida no hablara aún cuando nació, porque si hablara, pudo decir a los autores de sus días: "Aquí estoy. ¿Para qué me llamasteis?" Y el sacristán y la sacristana, naturalmente, le responderían: "Te, llamamos para que te quemes los dedos en las cacerolas, los ojos en la costura, para que comas mal o no comas, para que andes de un lado para otro, en la faena, enfermándote y sanando, con el fin de volver a enfermarse y sanar otra vez, 203
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ahora triste, luego desesperada, mañana resignada, pero siempre con las manos en la cacerola y los ojos en la costura; hasta acabar un día en el fango o en el hospital; fue para esto que te llamamos, en un momento de simpatía".
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LXXVI El estiércol Súbitamente me dio la conciencia un sacudón, acusándome de haber hecho capitular la probidad de doña Plácida, obligándola a un papel ruin después de una larga vida de trabajo y privaciones. Mediadora no era mejor que concubina, y yo la había rebajado a ese oficio, a costa de obsequios y dinero. Fue lo que me dijo la conciencia; quedé unos diez minutos sin saber qué replicarle. Ella agregó que yo me había aprovechado de la fascinación ejercida poro Virgilia sobre la ex costurera, de la gratitud de ésta, en fin, de la necesidad. Recalcó la resistencia de doña Plácida, las lágrimas de los primeros días y mi arte de soportar todo eso, hasta vencerla. Y me sacudió otra vez, de una manera irritada y nerviosa. Concordé que era así, pero alegué que la vejez de doña Plácida estaba ahora al abrigo de la mendicidad: era una compensación. Si no fuera por mis amores, probablemente doña Plácida acabaría como tantas otras criaturas humanas; de donde se podría deducir que el vicio es muchas veces el estiércol que abona la virtud. Lo que no impide que la virtud 205
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sea una flor fragante y sana. La conciencia la aceptó, y yo fui a abrirle la puerta a Virgilia.
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LXXVII Entrevista Virgilia entró tranquila y risueña. Los tiempos se habían llevado los sustos y vergüenzas. ¡Qué dulce era verla llegaren los primeros días, cohibida y trémula! Iba en coche, velado el rostro, envuelta en una especie de capa, que le disfrazaba las ondulaciones del talle. La primera vez se dejó caer en el sofá, jadeante, roja como la grana, con los ojos en el suelo; y ¡palabra de honor!- en ninguna otra ocasión tan bella, quizá porque nunca me sentí más lisonjeado. Pero ahora, como decía, se habían acabado los sustos y vergüenzas; las entrevistas se hallaban en el período cronométrico. La intensidad del amor era la misma; la diferencia era que la llama perdió el frenesí de los primeros días, para convertirse en un simple haz de rayos, tranquilo y constante, como en los casamientos. -Estoy muy enojada contigo -dijo, sentándose. -¿Por qué?
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-Porque no fuiste a casa ayer, como prometiste. Damián preguntó muchas veces si no irías, por lo menos a tomar té. ¿Por qué no fuiste? En efecto, yo había faltado a mi promesa, y toda la culpa era de Virgilia. Cuestión de celos. Esa mujer espléndida sabía que lo era, pero le gustaba oírmelo decir, fuese en voz alta o baja. En la antevíspera, en casa de la baronesa, bailó dos veces con un mismo galancete, después de escuchar sus halagos, apoyados en una ventana. ¡Estaba tan alegre, tan expansiva, tan llena de sí!... Cuando descubrió en mi entrecejo la arruga interrogativa y amenazadora, no tuvo ningún sobresalto, ni se quedó súbitamente seria, pero dejó plantado al galán y a sus halagos. Vino luego hacia mí, me tomó del brazo, me llevó a otra sala menos concurrida, donde se me quejó de cansancio; y dijo muchas otras cosas, con el aire pueril que acostumbraba tener en ciertas ocasiones, y yo la escuché casi sin responderle. Ahora mismo me costaba responder algo, pero al fin le conté el motivo de mi ausencia. No, eternas estrellas, nunca vi ojos más pasmados. La boca entreabierta, las cejas arqueadas, una estupefacción visible, tangible, que no podía negarse, tal fue la primera réplica de Virgilia; meneó la cabeza con una sonrisa de piedad y ternura, que me confundió enteramente. Y fue a quitarse el sombrero, alegre, jovial, como la chiquilla que vuelve del colegio; después vino hacia mí, que estaba sentado; me dio dos golpecitos en la cabeza, con un solo dedo, repitiendo: "Esto, esto...", y yo no tuve otro re-
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medió sino reír también, y todo acabó en broma. Yo me había engañado, indudablemente.
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LXXVIII La presidencia Cierto día, meses después, entró lobo Neves en su casa, diciendo que iría tal vez a ocupar una presidencia dé provincia, Miré a Virgilia, que palideció; él, que se dio cuenta, le preguntó: -¿De modo que no te agrada, Virgilia? Virgilia meneó la cabeza. -No me agrada mucho -fue su respuesta. No se dijo nada más; pero por la. noche Lobo Neves insistió en el proyecto, un poco más resueltamente que por la tarde; dos días después declaró a su mujer que la presidencia era cosa definitiva. Virgilia no pudo disimular la repugnancia que esto le causaba. El marido respondía a todo con las necesidades políticas. -No puedo recusar lo que me piden; es conveniencia nuestra, de nuestro futuro, de tus blasones, mi amor, porque yo prometí que serías marquesa, y no eres ni baronesa. ¿Dirás que soy ambicioso? Lo soy, es verdad, pero es preciso que no me pongas un peso en la alas de la ambición. 210
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Virgilia quedó desorientada. Al día siguiente la hallé triste, en la casa de la Gamboa, esperándome; le había dicho todo a doña Plácida, que trataba de consolarla como podía. No quedé menos abatido. -Tienes que ir con nosotros -me dijo Virgilia. -¿Estás loca? Sería una insensatez. -¿Pero, entonces? -Entonces, es preciso deshacer el proyecto. -Es imposible. -¿Ya aceptó? -Parece que sí. Me levanté, arrojé el sombrero en una silla y me puse a pasear de un lado a otro sin saber lo que haría. Medité largamente, y no hallé nada. Por fin, me acerqué a Virgilia, le que estaba sentada, y le tomé la mano. Doña Plácida fue a la ventana. -En esta pequeñita mano está toda mi existencia -dije-; tú eres responsable de ella; haz lo que te parezca. Virgilia tuvo un gesto afligido; yo fui a apoyarme en la consola, frente a ella. Transcurrieron unos instantes de silencio; oíamos solamente el ladrido de un perro y no sé si el rumor del agua que moría en la playa. Viendo que no hablaba, la miré. Virgilia tenía los ojos en el suelo, atónitos, sin luz, las manos abandonadas sobre las rodillas, con los dedos cruzados, en actitud de suprema desesperación. En otra ocasión, por diferente motivo, yo me hubiera arrojado seguramente a sus pies, para ampararla con mi razón y mi ternura; pero ahora era preciso compelerla al esfuerzo de sí misma, al
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sacrificio, a la responsabilidad de nuestra vida común, y, en consecuencia, desampararla, dejarla y salir; fue lo que hice. -Te repito que mi felicidad está en tus manos -dije. Virgilia quiso agarrarme, mas ya había transpuesto la puerta. Llegué a oír un sollozo, y te juro, lector, que estuve a punto de volver para acallarlo de un beso, pero me dominé y salí.
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LXXIX Compromiso No terminaría de contar minuciosamente lo que sufrí en las primeras horas. Vacilaba entre un querer y un no querer, entre la piedad que me empujaba a casa de Virgilia y otro sentimiento -egoísmo, supongamos-, que me decía: "Quédate; déjala sola con el problema; deja, que ella lo resolverá en el sentido del amor". Creo que estas dos fuerzas tenían igual intensidad, embestían y resistían al mismo tiempo, con ardor, con tenacidad, y ninguna cedía definitivamente. A veces sentía un rasguño de remordimiento; me parecía que abusaba de la debilidad de una mujer amante y culpada, sin sacrificar nada ni arriesgar nada mío; y, cuando ya iba a capitular, venía otra vez el amor, que me repetía el consejo egoísta, y yo quedaba inquieto e irresoluto, deseando verla y recelando que, al verla, me llevase a compartir la responsabilidad de la solución. Por fin entreví un compromiso entre el egoísmo y la pie dad; yo iría a verla en su casa, y sólo en su casa, en presencia del marido, para no decirle nada, a espera del efecto 213
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de mi intimación. De este modo podría conciliar las dos fuerzas. Ahora que escribo esto, me parece que el compromiso era una burla, que esa piedad era aún una forma de egoísmo y que la resolución de ir a consolar, a Virgilia no pasaba de ser una sugestión de mi propio padecimiento.
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LXXX De secretario La noche siguiente fui, en efecto, a casa de Lobo Neves. Estaban ambos; Virgilia muy triste, él muy jovial. Juro que ella sintió cierto alivio cuando nuestros ojos se encontraron, llenos de curiosidad y de ternura. Lobo Neves me contó los planes que llevaba para la presidencia, las dificultades locales, las esperanzas, las resoluciones; ¡estaba tan contento, tan esperanzado!... Virgilia, junto a la mesa, fingía leer un libro, pero por encima de la página me miraba de cuando en cuando, interrogativa y ansiosa. -Lo peor -dijo de repente Lobo Naves- es que aun no encontré secretario. -¿No? -No, y tengo una idea. -¡Ah! -Una idea... ¿Quiere usted hacer un paseo al Norte? No sé lo que le dije.
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-Usted es rico -prosiguió-, no necesita de un magro sueldo; pero, si quisiera complacerme, iría de secretario conmigo. Mi espíritu dio un salto hacia atrás, como si descubriera una serpiente ante sí. Miré a Lobo Naves, fijamente, imperiosamente, para atraparle algún pensamiento oculto... Ni sombra de eso: su mirada era directa y franca; la placidez del rostro, natural, no violenta; una placidez salpicada de alegría. Respiré, y no tuve valor de mirar a Virgilia; sentí por encima de la página la mirada de ella, que me pedía también lo mismo, y dije que si, que irla. En verdad, un presidente, un secretario, era resolver las cosas de un modo administrativo.
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LXXXI La reconciliación Con todo, al salir de allí, tuve unas sombras de duda; pensé si no iría a exponer insanamente la reputación de Virgilia, si no habría otro medio razonable de combinar el Estado y la Gamboa. Nada hallé. Al día siguiente, al levantarme de la cama, estaba absolutamente resuelto a aceptar el nombramiento: A mediodía vino el criado a decirme que estaba en la sala una señora cubierta con un velo. Corrí; era mi hermana Sabina. -Esto no puede continuar así -me dijo-; es preciso que, de una vez por todas, hagamos las paces. Nuestra familia se va extinguiendo; no debemos quedar como dos enemigos. -¡Pero si yo no te pido otra cosa, hermana! -exclamé, tendiéndole los brazos. La senté a mi lado, le hablé del marido, de la hija, de los negocios, de todo... Todo iba bien; la niña estaba preciosa. El marido vendría a mostrármela; si yo lo consintiera. -¡Claro que sí! Iré yo mismo a verla. -¿Sí? 217
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-Palabra. -¡Tanto mejor! -respiró Sabina-. Ya es tiempo de acabar con esto. -La hallé más gorda, y quizás más joven. Parecía tener veinte años, y ya pasaba los treinta. Graciosa, afable, ninguna timidez, ningún resentimiento. Nos mirábamos el uno al otro, tomados de la mano, hablando de todo y de nada, no como dos enamorados. Era mi infancia que surgía, fresca, traviesa y alegre; los años iban cayendo como los castillos de naipes con que yo jugaba de pequeño, y me dejaban ver nuestra casa, nuestra familia, nuestras fiestas. Soporté el recuerdo con algún esfuerzo; pero a un barbero de la vecindad se le ocurrió zangarrear en el clásico violín, y esa voz porque hasta entonces el recuerdo era mudo-, esa voz del pasado, gangosa y nostálgica, a tal punto me conmovió que... Los ojos de ella estaban secos. Sabina no heredó la flor amarilla y mórbida. ¿Qué Importa? Era mi hermana, mi sangre, un pedazo de mi madre, y se lo dije con ternura, con sinceridad De pronto, oigo golpear la puerta, y voy a abrir. Era un angelito de cinco años. -Entra, Sara -dijo Sabina. Era mi sobrina. La levanté del piso, la besé muchas veces; la chiquilla, espantada, me zamarreó el hombro con su manita, forcejeando para desprenderse... En esto, aparece en la puerta un sombrero, y luego un hombre. Cotrim, nada menos que Cotrim. Yo estaba tan conmovido que dejé a la hija y me lancé en los brazos del padre. Quizás esta efusión lo desconcertó un poco; lo cierto es que me pareció cohibido. Simple epílogo. Poco después hablábamos como buenos 218
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amigos viejos. Ninguna alusión al pasado, muchos planes de futuro, promesa de comer en casa de uno y de otro. No dejé de decir que ese cambio de comidas quizá tuviera una corta interrupción, porque yo andaba con la idea de un viaje al Norte. Sabina miró a Cotrim, Cotrim a Sabina; ambos concordaron en que esa idea no tenía sentido común. ¿Qué diablos podría encontrar en el Norte? Era en la Corte, en plena Corte, donde yo debía continuar luciéndome poniendo en un zapato a los jóvenes de la época Que, en verdad, no había ninguno que pudiera comparárseme. El, Cotrim, me seguía de lejos, y no obstante una riña ridícula, tuvo siempre interés, orgullo, vanidad por mis triunfos. Oía lo que se decía respecto a mí, en las calles y en los salones; era un concierto de loas y admiraciones. ¿Y dejar tiesto para ir a pasar algunos meses en provincia, sin necesidad, sin motivo serio? A menos que no fuese política... -Justamente, política -dije. -Ni así -replicó él después de un instante. Y luego de otro silencio-: Sea como sea, ven a comer hoy con nosotros. -Con mucho gusto; pero mañana o pasado vendrán ustedes a comer conmigo. -No sé, no sé -objetó Sabina-; casa de hombre soltero... Tú debes casarte, hermano. También yo quiero una sobrina, ¿has oído? Cotrim la reprimió con un gesto que no entendí. No importa; la reconciliación de una familia vale bien un gesto enigmático.
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LXXII Cuestión de botánica Digan lo que quieran los hipocondríacos, la vida es una cosa dulce. Fue lo que yo pensaba al ver a Sabina, su marido y su hija bajar .en tropel las escaleras, gritando muchas palabras afectuosas hacia arriba, donde estaba yo -en el descanso-, y gritando otras tantas hacia abajo. Seguí pensando que, en verdad, era feliz. Me amaba una mujer, tenía la confianza del marido, iba de secretario de ambos y me reconciliaba con los míos. ¿Qué más podía desear, en veinticuatro horas? En ese mismo día, tratando de prevenir los ánimos, empecé a divulgar que quizá fuese al Norte como secretario, de provincia, a fin de realizar ciertos designios políticos, que me eran personales. Lo dije en la calle del Oidor, lo repetí al día siguiente en Pharoux y en el teatro. Algunos, ligando mi nombramiento al de Lobo Neves, que ya se rumoreaba, sonreían maliciosamente, en tanto otros me golpeaban el hombro. En el teatro me dijo una señora que era llevar demasiado lejos el amor a la escultura. Se refería a las bellas formas de Virgilia. 220
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Pero la alusión más directa que me hicieron fue en casa de Sabina, tres días después. La hizo un cierto Garcez, viejo cirujano, pequeñito, trivial y charlatán, que podría llegar a los setenta, a los ochenta, a los noventa años sin adquirir jamás aquella compostura austera que es la gallardía de la ancianidad. La vejez ridícula es la más triste y última sorpresa de la naturaleza humana. -Esta vez leerá usted a Cicerón -me dijo, al saber del viaje. -¡Cicerón! -exclamó Sabina. -¡Pues claro! Su hermano es un gran latinista. Traduce a Virgilio, por ahora. Mire que es Virgilio, y no Virgilia, no confunda. Y reía, con risa chocante, rastrera y frívola. Sabina me miró, recelosa de alguna réplica; pero sonrió cuando me vio sonreír, y volvió la cara para disimularlo. Las otras personas me observaban con un aire de curiosidad, indulgencia y simpatía; era transparente que no acababan de oír ninguna novedad. El caso de mis amores era más público de lo que yo podía suponer. Mientras tanto sonreí, una sonrisa corta, fugitiva y melosa, parlanchina como las pegas7 de Cintra. Virgilia era un bello error, ¡y es tan fácil confesar un bello error!... Al principio me enfurruñaba cuando oía alguna alusión a nuestros amores; mas, palabra de honor, sentía en mi interior una impresión suave y lisonjera. Una vez, sin embargo, se me ocurrió sonreír, y continué sonriendo otras veces. No sé si hay alguien allí que explique el fenómeno. Yo lo explico así: al principio, la satisfacción, siendo interior, era, Pegas: aves portuguesas parecidas al papagayo, pero que no hablan nunca. 7
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por así decirlo, lo mismo sonrisa, pero abotonada; andando el tiempo, desprendióse en flor y apareció a los ojos del prójimo. Simple cuestión de botánica.
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LXXXIII 13 Cotrim me sacó de aquel goce, llevándome a la ventana. -¿Quieres que te diga una cosa? -preguntó-. No hagas ese viaje; es insensato y peligroso. -¿Por qué? -Tú bien sabes por qué; es sobre todo peligroso muy peligroso. Aquí en la Corte, un caso de esos se pierde en la multitud de la gente y de los intereses; pero en la provincia cambia de aspecto; y tratándose de personajes políticos, es realmente insensatez; los periódicos de oposición, en cuanto olfatean el asunto, pasan a imprimirlo con todas las letras, y allí vienen las burlas, las frases hirientes, los apodos. Pero, no entiendo. -Entiendes, entiendes. Serías, en verdad, bien poco amigo nuestro si me negaras lo que todo el mundo sabe. Yo lo sé desde hace largos meses. Te repito que no hagas semejante viaje; soporta la ausencia, es mejor, y evita un gran escándalo y mayor disgusto. Dijo esto y se fue hacia adentro. Yo me dejé estar, con los ojos puestos en el farol de la esquina, un antiguo farol de 223
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aceite, triste, obscuro y encorvado, como un signo de interrogación. ¿Qué debía hacer? Era el caso de Hamlet: o librarme a la suerte o luchar con ella y subyugarla. En otros términos: embarcar o no embarcar. Esta era la cuestión. El farol no me dijo nada. Las palabras de Cotrim me resonaban en los oídos de la memoria de un modo muy distinto a las de Garcez. Quizá Cotrim tuviera razón; pero, ¿podría yo separarme de Virgília? Sabina vino a buscarme y me preguntó en qué estaba pensando. Le respondí que en nada, que tenía sueño y volvía para casa. Sabina calló un instante. -Lo que tú necesitas, yo lo sé: es una novia. Deja que yo te la encuentre. Salí. oprimido, desorientado. Todo pronto para embarcar -espíritu y corazón- y hete ahí que surge ese portero de las conveniencias que me pide la tarjeta de ingreso. Mandé al diablo las conveniencias y con ellas la constitución, el cuerpo legislativo, el ministerio, todo. Al día siguiente, abro una hoja política y leo la noticia de que, por decretos del día 13, habíamos sido designados presidente y secretario de la provincia de * * * Lobos Neves y yo. Escribí inmediatamente a Virgilia y fui dos horas después a la Gamboa. ¡Pobre doña Plácida! Estaba cada vez más afligida; me preguntó si olvidaríamos a nuestra vieja, si la ausencia era larga y si la provincia quedaba lejos. La consolé; pero yo mismo necesitaba de consuelo; la objeción de Cotrim me afligía. Virgilia llegó poco después, rápida como una golondrina, pero al verme triste, se puso seria. -¿Qué ha sucedido? 224
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-Vacilo -dije yo-; no sé si debo aceptar. Virgilia dejóse caer riendo en el sofá. -¿Por qué? -No es conveniente, desde muchos puntos de vista. .. -¡Pero si ya no vamos! -¿Cómo dices? Me contó .que el marido iba a renunciar al nombramiento, y por motivo que sólo le dijo a ella, pidiéndole el mayor secreto; no podía confesarlo a nadie más. "Es pueril observó-, es ridículo; pero, en suma, es un motivo poderoso para mí". Le dijo que el decreto tenía fecha 13, y que ese número significaba para él un recuerdo fúnebre. Su padre murió un día 13, trece días después de una comida en la que había trece personas. La casa en que murió su madre tenía el número 13. Etcétera. Era una cifra fatídica. No podía alegar semejante cosa al ministro; le diría que tenía razones particulares para no aceptar. Yo me quedé -como lo estarás, lector -un poco asombrado con ese sacrificio a un número; pero siendo él ambicioso, el sacrificio debía ser sincero...
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LXXXIV El conflicto Número fatídico, ¿recuerdas que te bendije muchas veces? Así también las vírgenes rubias de Tebas debieron bendecir a la yegua de rubia crin, que las substituyó en el sacrificio de Pelópidas; una donosa yegua que allá murió cubierta de flores, sin que nadie le dedicara una frase de recuerdo. Pues yo te la doy, yegua piadosa, no por la muerte habida, sino porque entre las doncellas salvadas no es imposible que figurase una abuela de los Cubas Número fatídico, tú fuiste nuestra salvación. No me confesó el marido la causa de la renuncia; me dijo, en cambio, que eran negocios particulares, y el rostro serio, convencido, con que lo escuché hizo honor al disimulo humano. Pero él no podía encubrir la tristeza profunda que lo minaba; hablaba poco, se concentraba en sí mismo, se quedaba en casa, leyendo. Otras veces recibía visitas, y entonces conversaba y reía mucho con estrépito y afectación. Oprimíanlo dos cosas: la ambición, que un escrúpulo desbaratara, y en seguida la duda, quizás el arrepentimiento, pero un arrepentimiento que volvería otra 226
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vez si se repitiera la hipótesis, porque el fondo supersticioso existía. Dudaba de la superstición, sin llegar a rechazarla. Esa persistencia de un sentía miento, que repugna al mismo individuo, era un fenómeno digno de alguna atención. Mas yo prefería la pura ingenuidad de doña Plácida, cuando confesaba que no podía ver un zapato dado vuelta hacia arriba. -¿Qué tiene eso? -le preguntaba yo. -Trae desgracia -era su respuesta. Esto solamente, esta única respuesta, que valía para ella el libro de los siete sellos. Trae desgracia. Se lo dijeron de criatura, sin otra explicación, y ella se contentaba con la certeza del mal. Ya no acontecía lo mismo cuando se hablaba de apuntar una estrella can el dedo; ahí sabia perfectamente que la consecuencia era una verruga. ¿La verruga u otra cosa qué importaba a quien no pierde una presidencia de provincia? Se tolera una superstición gratuita o barata; es insoportable la que lleva una parte de la vida. Este era el caso de Lobo Neves, con el agregado de la duda y del terror de haber sido ridículo. Y este otro agregado más: que el ministro no creyó en los motivos particulares; atribuyó la renuncia de Lobo Naves a manejos políticos, ilusión complicada de algunas apariencias; lo trató mal, comunicó la desconfianza a sus colegas; sobrevinieron incidentes; en fin, con el tiempo, el presidente renunciante se pasó a la oposición.
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LXXXV La cima de la montaña Quien escapa a un peligro ama la vida con otra intensidad. Amé a Virgilia con mucho más ardor. después que estuve a punto de perderla, y a ella le ocurrió lo mismo. Así, la presidencia no hizo más que avivar la afección primitiva fue la droga con que volvimos más sabroso nuestro amor, y más preciado también. En los primeros días, después de aquel incidente, nos regocijábamos al imaginar el dolor de la separación, la tristeza de uno y de otro, mientras el mar, como una toalla elástica, se iba dilatando ante nosotros; y, semejantes a las criaturas que se allegan al regazo de las madres para huir de una simple mueca, huíamos del supuesto peligro estrechándonos en abrazos. -¡Mi buena Virgilia! -¡Amor mío! -¿Tú eres mía, no? -Tuya, tuya... Y así reanudamos el hilo de la aventura, como la sultana Scheherezada el de sus cuentos. Ese fue, creo yo, el cuento 228
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máximo del amor, la cima de la montaña desde donde por algún tiempo divisamos los valles del Este y del Oeste, y por encima de nosotros el cielo tranquilo y azul. Pasado ese tiempo, comenzamos a descender la pendiente, con las manos presas o sueltas, pero descendiendo, descendiendo...
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LXXXVI El misterio Sierra abajo, como yo la viese un poco distinta, no sé si abatida u otra cosa, le pregunté qué tenía; se calló, hizo un gesto de enojo, de malestar, de fatiga; insistí, y ella me dijo que... Un fluido sutil recorrió todo mi cuerpo; sensación fuerte, rápida singular, que yo no llegaré jamás. a fijar en el papel. La tomé e las manos, la atraje suavemente hacia mí, la besé en la cabeza, coa una delicadeza de céfiro y una gravedad de Abraham: Ella se estremeció, me tomó la cara entre las manos, me miró en los ojos, luego me acarició con un gesto maternal... He aquí un misterio; dejemos al lector el tiempo de descifrar este misterio.
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LXXXVII Geología Sucedió en ese tiempo un desastre: la muerte de Viegas. Viegas vino aquí rápidamente, con sus sesenta años cargados de asma, descoyuntados de reumatismo, y una lesión al corazón, por añadidura. Fue uno de los espectadores de nuestra aventura. Virgilia nutría grandes esperanzas de que este viejo pariente, avaro como un sepulcro, amparase el futuro de su hijo con algún legado; y si el marido tenia iguales pensamientos, los encubría o desechaba Hay que decirlo todo: había en Lobo Naves cierta dignidad fundamental, una capa de piedra que resistía al comercio de los hombres. Las demás, las capas de arriba, tierra suelta y aire, las llevó la vida, que es un chubasco perpetuo. Si el lector se acuerda todavía del capítulo XXIII, observará que es ahora la segunda vez que yo comparo la vida a un chubasco, pero también reparará que esta vez agrego un adjetivo: perpetuo. Y Dios sabe la fuerza de un adjetivo, principalmente en países nuevos y cálidos.
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Lo que es nuevo en este libro es la geología moral de Lobo Neves, y probablemente la del caballero que me está leyendo. Sí, esas capas de carácter qué la vida altera, conserva o disuelve -conforme a la .resistencia de ellas-, esas capas merecerían un capítulo, que yo no escribo para no alargar la narración, Digo solamente que el hombre más probo que conocí en mi vida fue un cierto Jacobo Medeiros o Jacobo Valladares; no recuerdo bien el nombre. Tal vez fuera Jacobo Rodrigues; en suma, Jacobo. Era la .probidad en persona; pudo ser rico violentando un pequeñísimo escrúpulo, y no quiso; dejó que se le escaparan de las manos nada menos que cuatrocientos contos; su probidad era tan ejemplar que llegaba a ser minuciosa y causadora. Un día, que nos encontramos solos en su casa, llegaron a anunciarle que lo buscaba el Dr. B., un sujeto fastidioso. Jacobo mandó decirle que no estaba en casa. -Eso no pega -bramó una voz en el pasillo-; ya estoy adentro. Y, en efecto, era el Dr. B., que en seguida apareció en la puerta. Jacobo fue a recibirlo, afirmando que pensaba que fuese otra persona y no él, y agregando que le complacía mucho su visita, lo que nos causó hora y media de fastidio mortal, y esto porque Jacobo sacó el reloj; el doctor B. le preguntó entonces si iba a salir. -Con mi esposa -dijo Jacobo. Retiróse el Dr. B. y respiramos. Una vez respirados, dije a Jacobo que él acababa de mentir cuatro veces en menos de dos horas: la primera, negándose; la segunda, alegrándose con la presencia del importuno; la tercera, diciendo que iba a 232
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salir; la cuarta, agregando que con la mujer. Jacobo reflexionó un instante, luego confesó la justeza de mi observación, pero se disculpó diciendo que la veracidad absoluta era incompatible con un estado social adelantado; y que la paz de las ciudades sólo se podría obtener a costa de engaños recíprocos. ¡Ah! Ahora recuerdo: se llamaba Jacobo Tavares.
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LXXXVIII El enfermo No es necesario decir que refuté tan perniciosa doctrina con los más elementales argumentos, pero él estaba tan avergonzado de mi reparo que resistió hasta el fin, mostrando cierto calor ficticio, quizás para aturdir la conciencia. El caso de Virgilia tenía alguna gravedad más. Ella era menos escrupulosa que el marido: manifestaba claramente sus esperanzas en el legado y colmaba al pariente de todas las cortesías, atenciones y agasajos que podrían rendir, por lo menos, un codicilo. Propiamente dicho, lo adulaba; pero yo observé que la adulación de las mujeres no es la misma que la de los hombres. Esta tiende al servilismo; la otra se confunde con la afección. Las formas graciosamente curvas, la palabra dulce, la misma debilidad física dan a la acción lisonjera de la mujer un color local, un aspecto legítimo. No importa la edad del adulado; la mujer tendrá siempre para él cuidados de madre o de hermana, y aun de enfermera, otro oficio femenil en el que el más hábil de los hombres carecerá siempre de un quid, un fluido, alguna cosa. 234
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Era lo que yo pensaba cuando Virgilia se deshacía en arrumacos con el viejo pariente. Lo iba a recibir en la puerta, hablándole y riendo; quitábale el sombrero y el bastón; dábale el brazo y lo llevaba a una silla, o a la silla, porque había en la casa la "silla de Viegas", obra especial, cómoda, hecha para gente anciana o enferma. Iba a cerrar la ventana próxima si soplaba alguna brisa, o a abrirla si hacía calor, pero con cuidado, de modo que no le diese un golpe de aire. -¡Hola!, hoy está más fuertecito -¡Qué!- Pasé mal la noche; el asma maldita no me deja. Y bajaba el hombro, reposando poco a poco del cansancio de entrar y subir; no del camino, porque iba siempre en coche. A su lado. sentábase Virgilia en una banqueta, con las manos en las rodillas del enfermo. Entretanto Ñoñó llegaba .a la sala sin los brincos de costumbre, discreto, suave, serio. Viegas lo quería mucho. -Ven aquí, Ñoñó -le decía, y metía difícilmente la mano en el amplio bolsillo, sacaba una cajita de pastillas, ponía una en su boca y daba otra al pequeño. Pastillas antiasmáticas. El chiquillo decía que eran muy buenas. Repetíase esto con variantes. Como a Viegas le gustara el juego de damas, Virgilia satisfacía su deseo, esperando pacientemente a que él moviera las piezas con mano débil y tardía. Otras veces bajaban a pasear en la quinta, dándole ella el brazo, que él no siempre aceptaba, alardeando de que era capaz de andar una legua. Iban, se sentaban, volvían a andar, hablando de cosas distintas, ya de un asunto de familia, ya de una intriga de salón, ya en fin, de una casa que él pensaba construir para residencia propia, casa de estilo moderno, 235
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porque la que habitaba era de las antiguas, contemporánea del rey Don Juan VI, a la manera de algunas que todavía hoy (creo yo) se pueden ver en el barrio de San Cristóbal, con sus gruesas columnas al frente. Le parecía que el caserón que habitaba podía ser substituido, y ya había encomendado el plano a un constructor de fama. ¡Ah, entonces sí, entonces vería Virgilia lo que era un viejo de buen gusto! Hablaba, como puede .suponerse, lenta y dificultosamente, pero intercalando un soplido incómodo para él y para los demás. De cuando en cuando sufría un acceso de tos; encorvado, gimiendo, se llevaba el pañuelo a la boca y lo revisaba; pasado el acceso, volvía al plano de la casa, que debía tener tales y tales habitaciones, una terraza, cochera, ¡un primor!
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LXXXIX In extremis -Mañana voy a pasar el día en casa de Viegas -me dijo una vez-. ¡Pobre!, no tiene a nadie. Viegas cayó en cama, definitivamente; su hija, casada, enfermó justamente entonces, y no pudo hacerle compañía. Virgilia iba allá de cuando en cuando. Yo aproveché la circunstancia para pasar todo aquel día a su lado. Eran las dos de la tarde cuando llegué. Víegas tosía con tal fuerza que me hacía arder el pecho; en el intervalo de los accesos discutía el precio de una casa con un individuo flaco. El individuo ofrecía treinta contos. Viegas exigía cuarenta. El comprador instaba como quien teme perder el tren, pero Viegas no cedía; rechazó primeramente los treinta contos, luego dos más, luego tres más, por fin tuvo un fuerte acceso que le cortó el habla durante quince minutos. El comprador lo aduló mucho, arreglándole las almohadas, y le ofreció treinta y seis tontos. -¡Nunca! -gimió el enfermo.
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Mandó buscar un rollo, de papeles a la escribanía; no teniendo, fuerzas para desatar la cinta de gama que unía los papeles, me pidió que lo hiciera yo; lo hice. Eran las cuentas de gastos del constructor de la casa, del albañil, del o carpintero, del pintor; cuentas del empapelado de la sala del comedor, de las alcobas, de los gabinetes; cuentas den herrajes; costo del terreno. El las abría una por una, cono mano trémula, y me pedía que las leyese, y yo las leía. -Vea: mil doscientos, papel de mil doscientos el pliego. Bisagras francesas Es regalado -concluyó, después de leer la última cuenta. -Está bien... pero... -Cuarenta contos; no la doy por menos. Solamente los intereses... haga la cuenta de los intereses... Tosía las palabras, las sílabas, como si fueran migajas de un pulmón deshecho. En las órbitas hundidas movíanse los ojos relampagueantes, que me recordaban a las luciérnagas. Bajo la sábana se diseñaba la estructura ósea del cuerpo, puntiagudo en dos sitios, en las rodillas y en los pies; la piel amarilla y rugosa revestía apenas la calavera de un rostro sin expresión; un gorro de algodón blanco cubríale el cráneo rapado por el tiempo. -¿Entonces? -dijo el individuo flaco. Le hice señas de que no insistiera, y él calló por algunos instantes. El enfermo se quedó mirando al techo, callado y agitándose. Virgilia palideció, se levantó y fue hasta la ventana. Sospechaba la muerte y tenía miedo. Yo procuré hablar de otras cosas. El flaco contó una anécdota y volvió al tema de la casa, alterando .las propuestas. 238
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-Treinta y ocho contos -dijo. -¿Eh?... -gimió el enfermo. El flaco se acercó a la cama, le tomó la mano y la sintió fría. Me acerqué al enfermo, le pregunté si sentía algo, si quería beber una copa de vino. -No... no... cuar... cuaren... cuan... cuar... Sufrió otro acceso de tos, y fue el último; un momento después expiraba, con gran consternación del individuo flaco, que me confesó después que se hallaba dispuesto a ofrecer los cuarenta contos; pero era tarde.
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XC El viejo coloquio de Adán y Caín Nada. Ningún recuerdo testamentario, ni siquiera una pastilla para no parecer ingrato y ser olvidado. Nada. Virgilia tragó con rabia la decepción, .y me lo dijo con cierta cautela, no por la cosa en sí, sino porque se refería al chico, pues sabía que yo no lo quería mucho ni poco. Le insinué que no debía pensar más en semejante negocio. Lo mejor de todo era olvidar al difunto, un egoísta, un canalla sin nombre, y tratar de cosas alegres; de nuestro hijo, por ejemplo... Ya se me escapo y descifré el misterio, ese dulce misterio; de algunas semanas antes cuando Virgilia me pareció algo distinta de lo que era. ¡Un hijo! ¡Un ser extraído de mi ser! Era esta mi preocupación exclusiva en aquel tiempo. Ojos del mundo, celos del marido, muerte de Viegas, nada me interesaba entonces, ni conflictos políticos, ni revoluciones, ni terremotos, ni nada. Yo sólo pensaba en aquel embrión anónimo, de obscura paternidad, y una voz secreta me decía: es tu hijo. ¡Mi hijo!... Y repetía estas dos palabras con
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cierta voluptuosidad indefinible y no sé qué asomos de orgullo. Sentíame hombre. Lo curioso es que conversábamos los dos, el embrión y yo; hablábamos de cosas presentes y futuras. El tunante me quería, era un. pilluelo gracioso, me daba golpecitos en la cara con sus manitas gordas, o ya lo imaginaba con toga de bachiller, porque él sería bachiller, o ya pronunciaba un discurso en la Cámara de Diputados. Y el padre oyéndolo en la tribuna con los ojos llenos de lágrimas. De bachiller pasaba otra vez a la escuela, pequeñito, pizarra y libros bajo el brazo, o caía de nuevo en la cuna para volver a erguirse hombre. En vano trataba de fijar en mi espíritu una edad, una actitud: ese embrión tenía ante mis ojos todos los tamaños y gestos: mamaba, escribía, valsaba, era interminable en los límites de un cuarto de hora; baby y diputado, colegial y petimetre. A veces, junto a Virgilia, olvidábame de ella y de todo; Virgilia me sacudía, me reprochaba el silencio; decía que yo no la amaba ya. La verdad es que estaba dialogando con el embrión: era el viejo coloquio de Adán y Caín, una charla, una charla sin palabras entre la vida y la vida, el misterio y el misterio.
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XCI Una carta extraordinaria En esos días recibí una carta extraordinaria, acompañada de un objeto no menos extraordinario. He aquí lo que la carta decía: "Mi querido Blas Cubas: Hace tiempo, en el Paseo Público, le tomé prestado un reloj. Tengo la satisfacción de restituírselo con esta carta. La diferencia está en que ya no es el mismo, sino otro; no digo superior, pero igual al primero. Que voulez vous, monsiegneur? -como decía Fígaro-, c'est la misére! Muchas cosas ocurrieron después de nuestro encuentro; iré a contárselas detalladamente, si no me cierra la puerta. Sepa desde ahora que no uso aquellos botines caducos ni me enfundo en la famosa levita cuyos faldones se perdían en la noche de los tiempos. Cedí mi peldaño en las gradas de San Francisco; finalmente, almuerzo. “Dicho esto, pídole permiso para ir un día de estos a exponer un trabajo, fruto de largo estudio; un nuevo sistema filosófico que no solamente explica y describe el origen y la consumación de las cosas, sino hace dar un gran paso ade242
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lante a Zenón y Séneca, cuyo estoicismo resulta un verdadero brinco de criaturas al lado de mi receta moral. Es singularmente terrible mi sistema; rectifica el espíritu humano, suprime el dolor, asegura la felicidad y colma de inmensa gloria a nuestro país. Lo llamo Humanitismo, de Humanitas, principio de las cosas. Mi primera idea revelaba una gran fatuidad: era llamarlo Borbismo, de Borba; denominación vanidosa, además de ruda y molesta. Y, con seguridad, expresaba menos. Verá, mi querido Blas Cubas, verá que es de veras un monumento; y si hay alguna cosa que pueda hacerme olvidar las amarguras de la vida, es el gusto de haber alcanzado al fin la verdad y la felicidad. Helas aquí, en mi mano, a las .dos esquivas; después de tantos siglos de luchas, pesquisas, descubrimientos, sistemas y caídas, helas aquí en manos del hombre. Hasta: pronto, mi querido Blas Cubas. Recuerdos del viejo amigo. Joaquín Borba Dos Santos.” Leí esta carta sin entenderla. Venía con ella un cofrecito conteniendo un bonito reloj con mis iniciales grabadas y esta frase: Recuerdo del viejo Quinces. Volví a la carta, la releí con pausa, con atención. La restitución del reloj excluía toda idea de burla; la lucidez, la serenidad, la convicción -un poco jactanciosa, es cierto-, parecían excluir la sospecha de insensatez. Naturalmente que Quinces Borba habría heredado de alguno de sus parientes de Minas, y la abundancia le devolvió la primitiva dignidad. No digo tanto; hay cosas que no se pueden recuperar íntegramente; pero, en fin, la regeneración no era imposible. Guardé la carta y el reloj, y esperé la filosofía.
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XCII Un hombre extraordinario Ya termino ahora con las cosas extraordinarias. Acababa de guardar la carta y el reloj cuando me buscó un hombre flaco y bajito, con una esquela de Cotrim invitándome a comer. El portador estaba casado con una hermana de Cotrim; había llegado pocos días antes del Norte, se llamaba Damasceno y había actuado en la revolución de 1831. Fue él mismo quien me lo dijo en el espacio de cinco minutos. Salió de Río de Janeiro por desacuerdo con el Regente, que era un asno, un poco menos asno que los ministros que lo acompañaban. Además, la revolución estaba otra vez a las puertas. En este punto, aunque trajera las ideas políticas un poco embarulladas, consiguió organizar y formular el gobierno de sus preferencias: era un despotismo temperado, no por canciones, como dije en otra parte, sino por penachos de la guardia nacional. Solamente no pude enterarme de si él quería el despotismo de uno, de tres, de .treinta o de trescientos. Opinaba sobre varios puntos; entre otros, el desarrollo del tráfico de africanos y la expulsión de los ingleses. Le gustaba 244
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mucho el teatro; en seguida de llegar fue al teatro de San Pedro, dónde vio un drama soberbio, la María Juana, y una comedia muy interesante, Kettly o La vuelta a Suiza. También le gustaba mucho la Deperini, en Safo o en Ana Bolena, no se acordaba bien. ¡Pero la Candiani! ¡Eso sí que valía la pena! Ahora quería oír Ernani, que su hija cantaba en casa al piano: -Ernani Ernani, involami... Y decía esto levantándose y canturreando a media voz. En el Norte estas cosas llegaban como un eco. La hija se moría por oír todas las óperas. Tenía una voz delicada la hija. Y gusto, mucho gusto. ¡Ah!, él estaba ansioso por volver a Río de Janeiro. Ya había recorrido toda la ciudad, con unas nostalgias... ¡Palabra!, en algunos lugares tuvo ganas de llorar. Pero no se embarcaría más. Mareóse mucho a bordo, como todos los otros pasajeros, excepto el inglés... ¡Qué se fueran al diablo los ingleses! Esto no se enderezaría mientras no se los echara a todos. ¿Qué podría hacernos Inglaterra? Si él encontrara algunas personas de buena voluntad, la expulsión de tales godemes8 sería cuestión de una noche... Gracias a Dios, tenía patriotismo -y latido en el pecho-, lo que no era de extrañar, porque le venía de familia; descendía de un antiguo capitán mayor, muy patriota. Sí, no era ningún rotoso. Que llegase la ocasión, y él habría de mostrar de qué palo era la canoa... Pero se hacia tarde, le dije que no faltaría ala comida y que me esperase allí para seguir charlando. Lo llevé hasta la puerta de la sala; él se detuvo, diciéndome que simpatizaba mucho conmigo. Cuando se casó yo estaba en Europa. Conoció a mi padre, un hombre recto, en un célebre baile de la Playa Grande... 8
Godemes: apodo que se daba a los ingleses en Brasil. 245
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¡Cosas!, ¡cosas! Hablaría después, se hacía tarde, tenía que ir a llevar la respuesta a Cotrim. Salió; le cerré la puerta...
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XCIII La comida ¡Qué suplicio fue la comida! Felizmente, Sabina me hizo sentar al lado de la hija de Damasceno, una tal Eulalia, o más familiarmente Loló, muchacha graciosa, un tanto cohibida al principio, pero sólo al principio. Le faltaba elegancia, mas la compensaba con los ojos, que eran soberbios y sólo tenían el defecto de no arrancarse de mí, excepto cuando bajaban al plato; pero Loló comía tan poco que casi no miraba el plato. De noche cantó; su voz era, como decía el padre, "muy delicada". No obstante, me despedí. Sabina me acompañó hasta la puerta y me preguntó qué me parecía la hija de Damasceno. -Así, así. -Muy simpática, ¿verdad? Le falta un poco más de roce social. ¡Pero, qué corazón! Es una perla. Una buena novia para ti. -No me gustan las perlas.
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-¡Cazurro! ¿Para cuándo te reservas? Para cuando estés por caer de maduro, ya lo sé. Pues, querido, te guste o no te guste he de casarte con Loló. Y decía esto golpeándome la cara con los dedos, suave como una paloma, y al mismo tiempo enérgica y resuelta. ¡Santo Dios!, ¿sería ese el motivo de la reconciliación? Quedé un poco desconsolado con la idea, pero una voz misteriosa me llamaba a casa de Lobo Naves; dije adiós a Sabina y a sus amenazas.
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XCVI La causa secreta -¿Cómo está mi querida mamá? - A esta palabra, Virgilia entristeció como siempre. Estaba apoyada en una ventana, solita, mirando la luna, y me recibió alegremente pero cuando le hablé de nuestro hijo, entristeció. No le agradaba semejante alusión; le fastidiaban mis anticipadas caricias paternales. Yo, para quien ella era ya una persona sagrada, un espíritu divino, la dejaba estar quieta. Supuse, al principio que el embrión, ese perfil de incógnito, proyectándose en nuestra aventura, le restituiría la conciencia del mal. Me engañaba. Nunca me pareció Virigilia más expansiva, más sin reservas, menos preocupada de los demás y del marido. No eran remordimientos. Imaginé también que la concepción sería un puro invento, un modo de enlazarme a ella, recurso sin larga eficacia que quizás empezaba a oprimirla: No era absurda esta hipótesis. ¡Mi dulce Virgilia mentía a veces con tanta gracia!... Aquella noche descubrí la causa verdadera. Era miedo del parto, vergüenza de la gravidez. Padeció mucho cuando 249
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nació su primer hijo; y esa hora, hecha de minutos de vida y minutos de muerte, dábale ya, imaginariamente, los escalofríos del patíbulo. En cuanto a la vergüenza, ésta se complicaba con la forzada privación de ciertos hábitos de vida elegante. Con seguridad era eso; se lo di a entender reprendiéndola, un poco en nombre de mis derechos de padre Virgilia me miró; en seguida desvió los ojos y sonrió con un gesto incrédulo.
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XCV Flores de antaño ¿Adónde están las flores de antaño? Una tarde, después de algunas semanas de gestación, desmoronóse todo el edificio de mis quimeras paternales. Se fue el embrión en aquel punto en que no se distingue Laplace de una tortuga. Tuve la noticia por boca de Lobo Neves, que me dejó en la sala y acompañó al médico a la alcoba de la frustrada madre. Yo me apoyé en la ventana, mirando a la quinta, donde verdeaban los naranjos sin flores. ¿Dónde se han ido las flores de antaño?
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XCVI La carta anónima Sentí tocarme en el hombro; era Lobo Naves. Me encaró unos instantes, mudo, inconsolable. Pregunté por Virgilia; después nos quedamos conversando una media hora. Pasado este tiempo, vinieron a traerle una carta; él la leyó, palideció mucho y la cerró con manos trémulas. Creo que lo vi hacer un gesto, como si quisiera arrojarse sobre mí, pero no recuerdo bien. Lo que recuerdo claramente es que en los días siguientes me recibió frío y taciturno. Por fin, Virgilia me contó todo, días después, en la Gamboa. El marido le mostró la carta en cuanto ella se restableció. Era anónima y nos denunciaba. No decía todo; no hablaba, por ejemplo, de nuestras entrevistas externas; se limitaba a precaverle contra mi intimidad, y añadía que la sospecha era pública. Virgilia leyó la carta, y dijo con indignación que era una calumnia infame. -¿Calumnia? -preguntó Lobo Naves. -Infame.
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El marido respiró; pero, volviendo a la carta, parecía que cada palabra de ella le hiciera con el dedo una señal negativa; cada letra protestaba contra la indignación de su mujer. Ese hombre, por otra parte intrépido, era ahora la más frágil de las criaturas. Quizás la imaginación le mostró á lo lejos el famoso ojo de la opinión, mirándolo sarcásticamente, con un .aire de pulla; quizás una boca invisible le repitió al oído las burlas que él escuchara o dijera otrora. Instó a su mujer a que le confesara todo, porque todo le perdonaría. Virgilia comprendió que estaba salva; se mostró irritada con la insistencia, juró que de mi parte sólo había escuchado palabras amables y corteses. La carta debía de ser de algún enamorado sin suerte. Y citó algunos: uno que la cortejó abiertamente durante tres semanas, otro. que le escribió una carta, y otros más. Los citaba por el nombre, con circunstancias, escrutando los ojos del marido, y concluyó diciendo que, para no dar margen a la calumnia, me trataría de manera que yo no volviese allí. Oí todo esto un poco turbado, no por el aumento de disimulo que habría que emplear de ahora en adelante hasta apartarme enteramente de la casa de Lobo Neves, sino por la tranquilidad moral de Virgilia, por la falta de conmoción, de susto, de recuerdos y hasta de remordimientos. Virgilia notó mi preocupación, me levantó la cabeza, porque yo miraba entonces al suelo, y me dijo con cierta amargura: -Tú no mereces los sacrificios que te hago. No le dije nada; era ocioso explicarle que un poco de desesperación y de terror daría a nuestra situación el sabor cáustico de los primeros días; pero, si se lo dijese, no era 253
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imposible que ella llegara lenta y artificiosamente hasta ese poco de desesperación y terror. No le dije nada. Ella golpeaba nerviosamente el suelo con la punta del pie; me acerqué y le besé la frente. Virgilia retrocedió como si fuerais un beso de difunto.
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XCVII Entre la boca y la frente Siento que el lector se estremeció, o debía estremecerse. Naturalmente, la última palabra le sugirió tres o cuatro reflexiones. Observe bien el cuadro: en una casita de la Gamboa, dos personas que se aman desde hace mucho tiempo, la una inclinada hacia la otra, dándole un beso en la frente, y la otra retrocediendo, como si sintiera el contacto de una boca de cadáver. Hay allí, en el breve trecho entre la boca y la frente, antes del beso y después del beso, gran espacio para muchas cosas: la contracción de un resentimiento, la arruga de la desconfianza o, en fin, la nariz pálida y somnolienta de la saciedad.
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XCVIII Suprimido Nos separamos alegremente. Comí reconciliado con la situación. La carta anónima restituyó a nuestra aventura la sal del misterio y la pimienta del peligro; y, en conclusión, fue excelente que Virgilia no perdiera en aquella crisis el dominio de sí misma. Por la noche fue al teatro de San Pedro; representábase una gran pieza, en la que Estella arrancaba lágrimas. Entro; recorro los palcos con la vista; en uno de ellos veo a Damasceno y familia. Vestía la hija con otra elegancia y cierto esmero, cosa difícil de explicar, porque el padre ganaba apenas lo necesario para endeudarse; quizás fuera por esto mismo. En el intervalo fui a visitarlos. Damasceno me recibió con muchas palabras, su mujer con muchas sonrisas. En cuanto a Loló, no me sacó los ojos de encima. Parecía más bonita que el día de la comida. Le hallé cierta suavidad etérea, unida al refinamiento de las formas terrenas; expresión vaga y condigna de un capítulo en que todo ha de ser vago. Realmente, no sé cómo decirte, lector, que no me sentí mal 256
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junto ala joven, luciendo elegantemente un lindo vestido, un vestido que me daba cosquillas de Tartufo. Al contemplarlo, cubriendo casta y redondamente la rodilla, fue cuando hice un descubrimiento sutil, a saber: que la naturaleza previó la vestidura humana; condición indispensable al desenvolvimiento de nuestra especie. El desnudo habitual, dada la multiplicación de trabajo y cuidados del individuo, tendería a embotar los sentidos y a retardar los sexos, al paso que el vestuario, velando a la naturaleza, aguza y atrae los deseos, los activa, los reproduce y, consiguientemente, hace andar a la civilización. ¡Bendita moda que nos dieron Otello y los paquetes transatlánticos! Estoy con ganas de suprimir este capitulo. La pendiente es peligrosa. Aunque, en realidad, yo escribo mis memorias y no las tuyas, pacífico lector. Junto a la graciosa doncella me parecía experimentar una sensación doble e indefinible. Ella expresaba enteramente la dualidad de Pascal, l'ange et la bête, con la diferencia de que el jansenista no admitía la simultaneidad de las dos naturalezas, mientras que ellas estaban allí bien juntitas: l'ange, que decía algunas cosas del cielo, y la bête que... No: decididamente suprimo este capítulo.
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XCIX En la platea En la platea hallé a Lobo Neves de charla con algunos amigos; hablamos fría y superficialmente, cohibidos el uno ante el otro. Pero en el intervalo siguiente, cuando ya iba a levantarse el telón, nos encontramos en uno de los pasillos en que no había nadie. El vino hacia mí, muy afable y sonriente; me llevó hasta un saloncito del teatro y hablamos mucho, principalmente él, que parecía el más tranquilo de los hombres. Llegué a preguntarle por su mujer; me respondió que estaba buena, pero desvió en seguida la conversación hacia asuntos generales; expansivo, casi risueño. Adivine quienquiera la causa del cambio; yo disparo al lado de Damasceno, que me espera en la puerta del palco. No escuché nada del acto siguiente, ni las palabras de los actores, ni los aplausos del público. Reclinado en la butaca, recogía de memoria los retazos de la conversación de Lobo Neves, rehacía sus actitudes y concluía que era mucho mejor la nueva situación. No, basta la Gamboa. Frecuentar la otra casa agudizarla las envidias. Rigurosamente podíamos 258
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dispensarnos de hablar todos los días, hasta eran mejor, pues ponía de por medio el recuerdo en nuestros amores. Además, ya había cumplido los cuarenta, y yo no era nada, ni un simple lector de parroquia. Urgía hacer algo, hasta por amor a Virgilia, que se ufanarla cuando viera lucir mi nombre... Creo que en ese momento sonaron grandes aplausos, pero no lo aseguro; yo pensaba en otra cosa. Multitud, cuyo amor codició hasta la muerte, era así como yo me vengaba a veces de ti; dejaba murmurar a mi. a alrededor a la especie humana, sin oírla, como el Prometeo de Esquilo hacía con sus verdugos. ¡Ah!, ¿tú pensabas encadenarme al peñasco de tu frivolidad, de tu indiferencia o de tu agitación? Frágiles cadenas, amiga mía; yo las rompía con un gesto de Guliiver. Vulgar cosa es ir a meditar en el desierto. Lo voluptuoso, lo exquisito, es aislarse el hombre en medio de un mar de gestos y palabras, de nervios y pasiones decretarse alejado, inaccesible, ausente. Lo más que pueden decir, cuando vuelve a sí mismo -esto es, cuando vuelve a los demás- es que baja del mundo de la luna; pero el mundo de la luna, ese desván luminoso y recatado del cerebro, ¿qué otra cosa es sino la afirmación desdeñosa de nuestra libertad espiritual? He aquí un buen final de capitulo.
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C Un caso probable Si este mundo no fuera una región de espíritus desatentos, sería innecesario recordar al lector que sólo afirmo ciertas leyes cuando las comprendo de veras; en relación a otras, me restrinjo a la admisión de la probabilidad. Un ejemplo de la segunda clase lo constituye el presente capítulo, cuya lectura recomiendo a todas las personas que aman el estudio de los fenómenos sociales. Según parece, y no es improbable, existe entre las hechos de la vida pública y los de la vida particular una cierta acción reciproca, regular y tal vez periódica; o, para usar de una imagen, hay algo semejante a las mareas de la playa del Flamenco y de otras igualmente agitadas. En efecto, cuando la ola embiste ala playa, la inunda muchos palmos adentro; pero esa misma agua vuelve al mar, con variable fuerza, y va a engrosar la ola que ha de venir, y que tendrá que volver como la primera. Esta es la imagen; veamos la aplicación. Dejé dicho en otra página que Lobo Naves, nombrado presidente de provincia, renunció al cargo por motivo de la 260
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fecha del decreto, que era 13; acto grave, cuya consecuencia fue separar del ministerio al marido de Virgilia. Así, el hecho particular de ojeriza hacia un número produjo el fenómeno de la disidencia política. Falta ver cómo, un tiempo después, un acto político determinó en la vida particular una cesación de movimiento. No conviniendo al método de este libro descubrir .inmediatamente este otro fenómeno, limítome a decir por ahora que Lobo Naves, cuatro meses después de nuestro encuentro en el teatro, se reconcilió con el ministerio; hecho que el lector no debiera perder de vista, si quisiese penetrar la sutileza de mi pensamiento.
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Cl La revolución dálmata Fue Virgilia quien me dio noticia de la vuelta política hacia atrás del marido, cierta mañana de octubre, entre once y mediodía; me habló de reuniones, de entrevistas, de un discurso... -De manera que esta vez serás baronesa -le interrumpí. Ella torció la comisura de los labios y movió la cabeza a uno y otro lado, pero este gesto de indiferencia fue desmentido por algo menos definible, menos claro, una expresión de gusto y esperanza. No sé por qué imaginé que la carta imperial del nombramiento podía atraerla a la virtud, no digo por la virtud en sí misma, sino por gratitud al marido. Porque ella amaba cordialmente la nobleza. Uno de los mayores disgustos de nuestra vida fue la aparición de cierto fatuo de legación -de la legación de Dalmacia, supongamos-, el conde B. V., que la cortejó durante tres meses. Ese hombre, verdadero hidalgo de raza, trastornó un poco la cabeza de Virgilia, que, por otra parte, poseía la vocación diplomática. No llego a alcanzar lo que hubiera sido de mí si no estallase en Dal262
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macia una revolución, que derrocó al gobierno y purificó alas embajadas. Fue sangrienta la revolución, dolorosa, formidable; los periódicos, a cada navío que llegaba de Europa, transcribían los horrores, medían la sangre, contaban las cabezas; toda la gente temblaba de indignación y piedad... Yo no; yo bendecía interiormente esa tragedia, que me quitara una piedrita del zapato; ¡y, además, la Dalmacia queda tan lejos!...
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CII De reposo Pero este mismo hombre, que se alegró con la partida de otro, pasado un tiempo, practicó... No, no he de contarlo en esta página; quede este capítulo para reposo de mi vergüenza. Una acción grosera, ruin, sin explicación posible... Repito, no contaré el caso en esta página.
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CIII Distracción -No, señor doctor, esto no se hace. Perdóneme, pero esto no se hace. Tenía razón doña Plácida. Ningún caballero llega una hora más tarde al sitio donde lo espera su dama. Entré sofocado; Virgilia se había marchado ya. Doña Plácida me contó que lloró, que juró despreciarme y otra cosas más que nuestra casera decía con lágrimas en la voz, pidiéndome que no desamparara a Yayá, que no fuese tan Injusto con una joven que me sacrificó todo. Le expliqué entonces que un equívoco... Y no lo era; creo que fue simple distracción. Un dicho, una charla, una anécdota, cualquier cosa; simple distracción. ¡Pobre. doña Plácida! Estaba afligida de veras. Andaba de un lao para otro, meneando la cabeza, suspirando con estrépito, espiando por la reja. ¡Pobre doña Plácida! ¡Con qué arte cuidaba las ropas, suavizaba las asperezas, arrullaba las mañas de nuestro amor! ¡Qué imaginación fértil en tornar las horas más apacibles y breves! ¡Flores, dulces -los buenos dulces de otros días- y mucha risa, mucho agasajo, risa y 265
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agasajo que crecían con el tiempo, como si ella quisiera fijar a nuestra aventura o restituirle la primera flor. Nada olvidaba nuestra confidente y casera; nada, ni la mentira, porque a uno y otro refería suspiros y ansias que no presenciara; nada, ni la calumnia, porque una vez llegó a atribuirme una pasión nueva. "Tú sabes que no me puede gustar otra mujer", fue mi respuesta cuando Virgilia me habló de semejante cosa. Y esta sola palabra, sin ninguna protesta o amonestación, disipó la acusación de doña Plácida, que quedó entristecida. -Está bien -le dije, después de un cuarto de hora-. Virgilia ha de reconocer que no tuve ninguna culpa... ¿Quiere llevarle una carta, ahora mismo? -¡Ella estará bien triste, pobrecita! Oiga: yo no deseo la muerte de ninguno, pero si el señor doctor se llegara a casar algún día con Yayá, ¡entonces sí, entonces vería el ángel que es! Recuerdo que desvié la cara y bajé la vista al suelo. Recomiendo este gesto a las personas que no tuvieren una palabra pronta para responder, o aun a las que recelaran encarar la pupila de otros ojos. En tales casos, algunos prefieren recitar una octava de Los Lusiadas, otros adoptan el recurso de silbar la Norma; yo me atengo al gesto indicado; es más simple, exige menos esfuerzo. Tres días después estaba todo explicado. Supongo qué Virgilia se admiró un poco cuando le pedí disculpas por las lágrimas que derramara en aquella triste ocasión. No recuerdo si interiormente las atribuí a doña Plácida. En efecto, podía haber ocurrido que doña Plácida llorara, al verla„ contrariada, y que, por un fenómeno de visión, las lágrimas 266
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que tenía en sus propios ojos le parecieran caer de los ojos de Virgilia. Fuera como fuese, todo estaba explicado; pero no perdonado, y menos aún olvidado. Virgilia me dijo una porción de cosas duras, me amenazó con la separación, elogió, al final, al marido. "Ese sí era un hombre digno; muy superior a mí; delicado, un primor de cortesía y de cariño" es lo que ella decía, mientras yo, sentado, con los brazos apoyados en las rodillas, miraba al piso, donde una mosca arrastraba a una hormiga que le mordía el pie. ¡Pobre mosca! ¡Pobre hormiga!... -¿Pero tú no dices nada, nada? -preguntó Virgilia parándose ante mi. -¿Qué he de decir? Ya expliqué todo; tú insistes en enojarte; ¿qué he de decir yo? ¿Sabes lo que me parece? Que tú estás harta, que te fastidias, que quieres terminar. -¡Justamente! Fue a tomar su sombrero, con mano trémula, rabiosa. -Adiós, doña Plácida -gritó hacia adentro. Después fue hasta la puerta, corrió el cerrojo, iba a salir; la agarré por la cintura. -Está bien, está bien -le dije. Virgilia forcejeó aún para marcharse. Yo la retuve, le pedí que se quedara, que olvidara; ella se apartó de la puerta y fue a caer en el sofá. Me senté a su lado, le susurré muchas cosas dulces, otras humildes, otras graciosas. No afirmo que nuestros labios hayan llegado a la distancia de un hilo de coser, o aun menos; es materia discutible. Recuerdo, eso sí, que en la agitación cayó un zarcillo de Virgilia, que yo me incliné para tomarlo y que la mosca de antes trepó al zarcillo, llevando 267
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siempre a la hormiga en el pie. Entonces yo, con la delicadeza innata de un hombre de nuestro siglo, puse en la palma de la mano aquella pareja de mortificados; calculé toda la distancia que iba de mi mano al planeta Saturno, y me pregunté a mí mismo qué interés podía haber en un episodio tan mezquino. Si deduces de ahí, lector, que yo era un bárbaro, te engañas, porque yo pedí una horquilla a Virgilia para separar a los dos insectos; pero la mosca olfateó mi intención, abrió las alas y voló hacia afuera. ¡Pobre mosca! ¡Pobre hormiga! Y Dios vio que esto era bueno, como se dice en la Escritura.
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CIV ¡Era él! Restituí la horquilla a Virgilia, que la volvió a colocaren sus cabellos y preparóse para salir. Era tarde; habían dado las tres. Todo estaba olvidado y perdonado. Doña Plácida, que espiaba la ocasión adecuada para la salida, cerró súbitamente la ventana, exclamando: -¡Virgen Nuestra Señora! ¡Allí viene el marido de Yayá! El momento de terror fue breve, pero completo. Virgilia palideció, tamo los encajes de su vestido, y corrió hasta la puerta de la alcoba; doña Plácida, que cerró las persianas, quería cerrar también la puerta por dentro; yo me dispuse a esperar a Lobo Naves. Este corto instante pasó. Virgilia se dominó en seguida, me empujó hacia la alcoba, dijo a doña Plácida que volviera a la ventana; la confidente obedeció. Era él. Doña Plácida le abrió la puerta, con muchas exclamaciones de asombro: "¡El señor por aquí, honrando la casa de su vieja! Entre, haga el favor, adivine quién está aquí No tiene que adivinarlo; no vino por otra cosa. Salga, Yayá".
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Virgilia, que estaba en un rincón, acercóse al marido. Yo los espiaba por el ojo de la cerradura. Lobo Naves entró lentamente, pálido, frío tranquilo, sin explosión, sin arrebato, y dirigió una mirada circular por la sala. -¿Qué es esto? -exclamó Virgilia-. ¿Tú por aquí? -Iba de paso, vi a doña Plácida en la ventana, y me acerqué a saludarla. -Muchas gracias -intervino ésta-. iY después dicen que las viejas no valen nada!... ¡Mírenme! Yayá parece que está celosa. Y acariciándola mucho: -Este angelito es la que nunca se olvida de la vieja Plácida. ¡Pobrecita!,es la misma cara de su madre... Siéntese, señor doctor... -No puedo demora -¿Vas para casa? -dijo Virgilia-. Volvamos juntos. -Vamos. -Tráigame el sombrero, doña Plácida. -Está aquí. Doña Plácida fue a buscar un espejo, lo abrió delante de ella. Virgilia se puso el sombrero, ató las cintas, arregló sus cabellos, hablando al marido, que no respondía. Nuestra buena vieja charlaba de más; era una manera de disfrazar los temblores del cuerpo. Virgilia, dominado el primer instante, volvió a ser dueña de sí misma. -¡Estoy pronta! -dijo-. Adiós, doña Plácida; no se olvide de visitarme, ¿eh?. La otra le prometió que sí y les abrió la puerta.
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CV Equivalencia de las ventanas Doña Plácida cerró la puerta y cayó en una silla. Yo dejé inmediatamente la alcoba y di dos pasos para salir a la calle, con el fin de arrancar a Virgilia de su marido; fue lo que dije, e hice bien en decirlo, porque doña Plácida me detuvo de un brazo. Hubo un tiempo en que llegué a suponer que no dije aquello sino para que ella me detuviese; mas la simple reflexión basta para mostrar que, después de diez minutos de alcoba, el gesto más genuino y cordial no podía ser sino ese. Y esto por aquella famosa ley de equivalencia de las ventanas que yo tuve la satisfacción de descubrir y formular en el Capítulo II. Era preciso ventilarla conciencia. La alcoba fue una ventana cerrada; yo abrí otra con el gesto de salir, y respiré.
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CVI Juego peligroso Respiré y me senté. Doña Plácida atronaba la sala con exclamaciones y lamentos. Yo escuchaba, sin decirle nada; reflexionaba si no hubiera sido mejor haber encerrado a Virgilia en la alcoba y quedado yo en la sala; pero advertí en seguida que era peor; confirmaría la sospecha; prendería fuego a la pólvora, y una escena de sangre... Fue mucho mejor así. ¿Pero, después? ¿Qué Iba a suceder en casa de Virgilia? ¿La mataría el marido? ¿Le pegaría? ¿La encerraría? ¿La expulsaría? Estas interrogaciones recorrían lentamente mi cerebro, como los puntos y comas obscuros recorren el campo visual de los ojos enfermos y cansados. Iban y venían, con su aspecto seco y trágico, y yo no podía atrapar uno de ellos y decirle: "eres tú, tú y no otro". De repente veo un bulto negro; era doña Plácida, que fuera adentro, se pusiera la mantilla y viniera a ofrecerse para ir a casa de Lobo Neves. Le hice notar que era arriesgado porque él desconfiaría de una visita tan próxima.
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-Tranquilícese -interrumpió-; yo sabré arreglar las cosas. Si él está en casa, no entraré. Salió; yo quedé cavilando sobre el suceso y sus consecuencias posibles. Al fin y al cabo, el nuestro era un juego peligroso, y me preguntaba si no era tiempo de levantarme y desaparecer. Me sentía preso de una ansia de casamiento, de un deseo de encauzar la vida. ¿Por qué no? Mi corazón aun tenía que explorar; no me sentía incapaz de un amor casto, severo y puro. En verdad, las aventuras son la parte torrencial y vertiginosa de la vida, esto es, la excepción, y yo estaba harto de ellas; creo que hasta me punzaba algún remordimiento. Pensé en aquello, me dejé ir atrás de la imaginación; en seguida me vi casado, junto a una mujer adorable, ante un baby que dormía en el regazo del ama, todos en el fondo de una quinta sombría y verde, y espiándonos a través de los árboles una nesga de cielo azul, extremadamente azul...
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CVII Billete "No hubo nada, pero él sospecha algo; está muy serio y no habla; ahora salió. Sonrió una vez secamente a Ñoñó, después de mirarlo mucho tiempo, ensimismado. No me trató mal ni bien. No sé lo que va a ocurrir; Dios quiera que esto pase. Mucha cautela, por ahora, mucha cautela".
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CVIII Que no se entiende He ahí el drama, he ahí la punta de la oreja trágica de Shakespeare. Ese trocito de papel, garabateado en partes, machucado por las manos, era un documento de análisis, que yo no haré en este capítulo, ni en otro, ni quizás en todo el resto del libro. ¿Podría yo quitarte, lector, el gusto de notar por ti mismo la frialdad, la perspicacia y la Intención de esas pocas líneas, trazadas de prisa; y, por detrás de ellas, la tempestad de otro cerebro, la rabia disimulada, la desesperación que se constriñe y medita, porque teme resolver en el fango, o en la sangre, o en las lágrimas? En cuanto a mí, si te dijera que leí el billete tres o cuatro veces en aquel día, créelo, que es verdad; si te dijera, además, que lo releí al siguiente, antes y después del almuerzo, puedes creerlo, es la realidad pura. Pero si te dijera la conmoción que .sufrí, duda un poco de la aserción, y no la aceptes sin pruebas. Ni entonces ni aun ahora llegué a discernir lo que sentí. Era miedo y no era miedo; era dolor y no era dolor; era vanidad y no era vanidad; en fin, era amor sin amor, esto 275
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es, sin delirio; y todo producía una combinación asaz compleja y vaga, algo que no podrías entenderlo, como yo no lo entendí. Supongamos que no dije nada.
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CIX El filósofo Sabido que releí la carta antes y después del almuerzo, sabido que almorcé, sólo resta decir que esa refacción fue de las más parcas de mi vida: un huevo, una rebanada de pan, una taza de té. No se me olvidó esta circunstancia mínima; en medio de tanta cosa importante destruida, escapó el almuerzo. La razón principal podría ser, justamente, mi desastre; no lo fue: la principal razón fue la reflexión que me hizo Quincas Borba, cuya visita recibí ese día. Me dijo que la frugalidad no era necesaria para entender el Humanitismo, y menos aun practicarlo; que esta filosofía se acomodaba fácilmente con los placeres de la vida, inclusive la mesa, el espectáculo y los amores, y que, al contrario, la frugalidad podría indicar cierta tendencia al ascetismo, que es la expresión más acabada de la tontería humana. -Piense en San Juan -continuó-; se mantenía de langostas, en el desierto, en vez de engordar tranquilamente en la ciudad, y hacer enflaquecer al fariseísmo en. la sinagoga.
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Dios me libre de contar la historia de Quincas Borba que, escuché en aquélla triste ocasión, una historia larga, complicada, pero interesante. Y si no cuento su historia, me dispenso también de describir su figura, muy distinta de la que se. me apareció en el Paseo Público. Me callo; sólo diré que si la principal característica del hombre no son las facciones, sino el vestuario, él no era un Quincas Borba: era un magistrado sin toga, un general sin uniforme, un negociante sin déficit. Observé la perfección de su levita la blancura de la camisa, el lustre de los botines. La misma voz, otrora ronca, parecía restituida a la primitiva sonoridad. En cuanto a la gesticulación, sin haber perdido la viveza de otro tiempo, no era tan desordenada, se sujetaba a cierto método. Pero yo no quiero describirlo. Si hablase, por ejemplo, del botón de oro que lucía en el pecho y de la calidad del calzado iniciaría una descripción que omito para mayor brevedad. Conténtate con saber que sus botines eran de charol; publicaban que su dueño había heredado algunos pares de contos de reís, de un viejo tío de Barbacena. Mi espíritu -permíteme aquí una comparación infantil-, mi espíritu era, en aquella ocasión, una especie de peteca. La narración de Quinces Borba le daba una palmada, él subía; cuando iba a caer, el billete de Virgilia le daba otra palmada, y él era de nuevo arrojado al aire, descendía, y el episodio del Paseo Público lo recibía con otra palmada, igualmente vigorosa y eficaz. Creo que no nací para situaciones complejas; me desequilibraba; tenía ganas de empaquetar a Quinces Borba, Lobo . Naves y el billete de Virgilia en la misma filosofía, y mandarlos de regalo a Aristóteles. Con todo, el, re278
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lato de nuestro filósofo era instructivo; le admiraba, sobre todo, el talento de observación con que describía la gestación y el crecimiento del vicio, las luchas interiores, las capitulaciones tardías, el uso del fango. -La primera noche que pasé en las gradas de San Francisco -observó él- la dormí entera, como si fuese la más fina pluma. ¿Por qué? Porque fui gradualmente de la cama de estera al catre de palo, del cuarto propio al cuerpo de guardia, del cuerpo de guardia a la calle... Quiso finalmente exponerme su filosofía; le pedí que no lo hiciera. "Estoy muy preocupado hoy y no podría atenderlo; venga después; estoy siempre en casa". Quinces Borba sonrió de un modo malicioso; tal vez supiera de mi aventura, pero no agregó nada. Sólo me dijo estas últimas palabras, en la puerta: -Venga al Humanitismo; él es el gran regazo de los espíritus, el mar eterno en que me zambullí para arrancar de allí la verdad. Los griegos la hacían salir de un pozo. ¡Qué concepción mezquina! ¡Un pozo! Por eso mismo nunca atinaron con ella. Griegos, subgriegos, antigriegos, toda la larga serie de hombres se han inclinado sobre el pozo para ver salir la verdad, que no está allí. Gastaron cuerdas y baldes; algunos, más audaces, descendieron al fondo y trajeron un sapo. Yo fui directamente al mar. ¡Venga al Humanitismo!
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CX 31 Una semana después Lobo Naves fue nombrado presidente de provincia. Me aferré a la esperanza de la renuncia si el decreto viniera otra vez con fecha 13; pero salió el 31, y esta simple transformación de cifras eliminó de ellos la substancia diabólica. ¡Qué profundos son los resortes de la vida!
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CXI El muro No siendo mi costumbre disimular ni esconder nada, contaré en esta página el caso del muro. Ellos estaban próximos a embarcar. Entrando en casa de doña Plácida, vi un papelito doblado sobre la mesa; era un billete de Virgilia; decía que me esperaba esa noche en la quinta, sin falta. Y concluía: "El muro es bajo del lado del hueco". Hice un gesto de desagrado. La carta me pareció descomunalmente audaz, mal pensada y hasta ridícula. No era sólo invitar al escándalo, era invitarlo junto con la burla. Imagínate viéndome trepar al muro, aunque bajo y del lado del hueco, y cuando ya iba a escalarlo, ser atrapado por uno de la policía, que me llevara al cuerpo de guardia. ¡El muro es bajo! ¿Y qué tenia que fuera bajo? Naturalmente, Virgilia no supo lo que escribió; probablemente ya estaría arrepentida. Miré el papel, un pedazo de papel arrugado, pero inflexible. Tuve comezones de rasgarlo en treinta mil pedazos y arrojarlos al viento, como el último despojo de mi aventura; pero
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me contuve a tiempo; el amor propio, la vergüenza de la fuga, la idea del miedo... No había más remedio que ir. -Dígale que iré. -¿Adónde? -preguntó doña Plácida. -Adonde ella dice que me espera. -No me dijo nada. -En este papel. Doña Plácida abrió enormemente los ojos: -Pero este papel lo encontré hoy de mañana en ese cajón de usted, y pensé que... Tuve una sensación exquisita. Releí el papel, lo miré, volví a mirarlo; era, en verdad, un antiguo billete de Virgilia, recibido en el comienzo de nuestros amores; una cierta entrevista en la quinta, que me llevó efectivamente a saltar el muro, un muro bajo y discreto. Guardé el papel y... experimenté una sensación exquisita.
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CXII La opinión Pero estaba escrito que ese día debía ser el de los lances inciertos. Pocas horas después encontré a Lobo Neves en la calle del Oidor; hablamos de la presidencia y de política. El aprovechó el primer conocido que paso a nuestro lado, y me dejó, después de muchos cumplimientos. Recuerdo que estaba retraído, pero con un retraimiento que se esforzaba en disimular. Me pareció entonces -y pido perdón a la crítica, si mi juicio fuera temerario-, me pareció que él tenía miedo: no miedo de mí, ni de sí mismo, ni del código, ni de la conciencia: tenía miedo de la opinión. Supuse que ese tribunal anónimo e invisible, en que cada miembro acusa y juzga, era el límite puesto a la voluntad de Lobo Neves. Quizá ya no amase a su mujer; y así puede ser que el corazón fuera extraño a la indulgencia de sus últimos actos. Pienso -y de nuevo recurro a la buena voluntad de la crítica-, pienso que él estaría dispuesto a separarse de su mujer, como el lector se habrá separado de muchas relaciones personales; pero la opinión, esa opinión que arrastraría 283
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su vida por todas las calles, que abriría una inquisición minuciosa sobre el caso, que colegiría una a una todas las circunstancias, antecedentes, deducciones, pruebas; que las relataría en la palestra de las fincas desocupadas; esa terrible opinión, tan curiosa de las alcobas, impidió la dispersión de la familia. Al mismo tiempo, hizo imposible la venganza, que sería la divulgación. El no podía mostrarse resentido conmigo sin buscar igualmente la separación conyugal; tuvo entonces que simular la misma ignorancia de antes, y, por deducción, iguales sentimientos. Que le costara, creo; en aquellos días, principalmente, creo que debió costarle mucho. Pero el tiempo -y este es otro punto en que espero la indulgencia de los hombres pensantes-, el tiempo acalla la sensibilidad y oblitera la memoria de las cosas; era de suponer que los años le mellasen las espinas, que la distancia de los hechos apagasen los respectivos contornos, que una sombra de duda retrospectiva cubriese la desnudez de la realidad; en fin, que la opinión se ocupase un poco con otras aventuras. El hijo, creciendo, trataría de satisfacer las ambiciones del padre; sería el heredero de todos sus afectos. Esto y la actividad exterior, y el prestigio público, y luego la vejez, la enfermedad, la declinación, la muere, un responso, una noticia biográfica, y estaba cerrado el libro de la vida, sin ninguna página de sangre.
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CXIII La soldadura La conclusión, si hay alguna en el capítulo precedente, es que la opinión es una buena soldadura de las instituciones domésticas. No es imposible que yo desarrolle este pensamiento antes de terminar el libro; pero tampoco es imposible que lo deje como está. De uno o de otro modo, la opinión es una buena soldadura, tanto en el orden doméstico como en el político. Algunos metafísicos biliosos han llegado al extremo de considerarla como simple producto de la gente ruin o mediocre; pero es evidente que, aun cuando un concepto tan extremado no trajera en sí mismo la respuesta, bastaba considerar los efectos saludables de la opinión para deducir que ella es la obra superfina de la flor de los hombres, es decir, del mayor número.
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CXIV Fin de un diálogo -Sí, mañana. ¿Irás a bordo? -¿Estás loca? Es imposible. -¡Entonces, adiós! -¡Adiós! -No olvides a doña Plácida. Ve a verla algunas veces. ¡Pobrecita! Fue ayer a despedirse de nosotros; lloró mucho, dijo que yo no la vería más... Es muy buena, ¿verdad? -Ciertamente. -Si tuviéramos que escribirnos, ella recibirá las cartas. Ahora, hasta de aquí a... -¿Tal vez dos años? -¡No! El dice que solamente hasta las elecciones. -¿Sí? Entonces, hasta pronto. Repara que nos están mirando. -¿Quién? Desde aquel sofá. Separémonos. -Me cuesta mucho. -Pero es forzoso. ¡Adiós, Virgilia! 286
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-Hasta pronto. ¡Adiós!
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CXVI El almuerzo No la vi partir; pero a la hora señalada sentí algo que no era dolor ni placer, sino una casa mixta, alivio y nostalgia, todo mezclado, en iguales dosis. No te irrites lector, con esta confesión. Yo bien sé que para hacer vibrar los nervios de tu fantasía, tendría que sufrir una gran desesperación, derramar algunas lágrimas, y no almorzar. Sería novelesco, pero no sería biográfico. La realidad pura es que almorcé como en los demás días, alentando al corazón con los recuerdos de mi aventura, y al estómago con los manjares de M. Prudhon... Viejos de mi tiempo, quizá recordéis a ese maestro cocinero del hotel Pharoux, un sujeto que, según decía el dueño de la casa, había servido en los famosos Véry y Véfour, de París, y además en los palacios del conde de Molé y del duque de la Rochefoucauld. Era insigne. Entró en Río de Janeiro con la polca... La polca, M. Prudhon, el Tívoli, el baile de los extranjeros, el Casino, he aquí algunos de los mejores recuerdos de aquel tiempo; pero sobre todo los manjares del maestro eran deliciosos. 288
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Lo eran, y en aquella mañana parecía que el diablo de hombre adivinara nuestra catástrofe. Jamás el ingenio y el arte le fueron tan propicios. ¡Qué perfección de salsas! ¡Qué carnes más tiernas! ¡Qué aderezo en la presentación! Se comía con la boca, con los ojos, con la nariz. No guardé la cuenta de ese día; sé que fue salada. ¡Ay de mí!, era preciso que enterrara magníficamente mis amores. Ellos iban allá, mar afuera, en el espacio y en el tiempo, y yo me quedaba allí en una punta de mesa, con mis cuarenta y tantos años, tan ociosos y vacíos; me quedaba para no verlos nunca más, porque ella podría volver y volvió; pero, ¿quién fue el que pidió el efluvio de la mañana al crepúsculo de la tarde?
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CXVI Filosofía de las hojas viejas Me quedé tan triste en el final del último capítulo que estaba por no escribir éste, descansar un poco, purgar el espíritu de la melancolía que lo aprisiona y seguir después. Pero no, no quiero perder tiempo. La partida de Virgilia me dio una atmósfera de viudez. Por los primeros días me metí en casa, a cazar moscas, como Domiciano, si no miente Suetonio; pero a cazarlas de una manera particular: con los ojos. Las cazaba una a una, en el fondo de una sala grande, tendido en la hamaca, con un libro abierto en las manos. Era todo: recuerdos, ambiciones, un poco de tedio y mucho devaneo suelto. Mi tío el canónigo murió en ese intervalo; ítem, dos primos. No me conmoví por ello; los llevé al cementerio como quien lleva dinero a un banco. ¿Qué. digo?, como quien !leva cartas al correo: sellé las cartas, las metí en el buzón y dejé al cartero el cuidado de entregarlas en propia :vano. Fue también en esa época que nació mi sobrina Venancia, hija de Cotrim. Morían unos, nacían otros; yo seguía observando las moscas. 290
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Otras veces me agitaba. Iba a los cajones, esparcía las cartas antiguas, de los amigos, de los parientes, de las enamoradas (hasta las de Marcela) y las abría a todas, las leía una a una y reconstruía el pasado... Lector ignaro, si no guardas las cartas de la juventud, no conocerás un día la filosofía de las hojas viejas, no gustarás el placer de verte, a lo lejos, en la penumbra, con un sombrero de tres picos, botas de siete leguas y largas barbas asirias, bailando al son de una gaita anacreóntica. ¡Guarda tus cartas dé juventud! O, si no te agrada el sombrero de tres picos, emplearé la locución de un viejo marino, familiar en casa de Cotrim; diré que, si guardas las cartas de la juventud, tendrás ocasión de "cantar una saudade". Parece que nuestros marinos dan este nombre a los cantares de la tierra, entonados en alta mar. Como expresión poética, es lo más triste que se pueda exigir.
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CXVII El Humanitismo Dos fuerzas, sin embargo, aparte de una tercera, me compelían a volver a la vida agitada de costumbre: Sabina y Quintas Borba. Mi hermana patrocinó la candidatura conyugal de Loló de una manera verdaderamente impetuosa. Cuando me di cuenta, casi tenía a la muchacha en mis brazos. En cuanto a Quintas Borba, me expuso por fin el Humanitismo, sistema de filosofía destinado a arruinar todos los demás sistemas. -Humanitas -decía él-, el principio de las cosas, no es sino el mismo hombre, repartido por todos los hombres. Humanitas consta de tres frases: la estática, anterior a toda la creación; la expansiva, comienzo de las cosas; la dispersiva, aparición del hombre; y constará de una más: la contractiva, absorción del hombre y de las cosas. La expansión, iniciando el universo, sugirió a Humanitas el deseo de gozar, y de. ahí la dispersión, que no es más que la multiplicación personificada de la substancia original.
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Como no me resultó bastante clara esta exposición, Ouincas Borba la desarrolló de un modo profundo, haciendo notar las grandes líneas del sistema. Me explicó, por un lado, que el Humanitismo se ligaba al Brahmanismo, esto es, en la distribución de los hombres por las diferentes partes del cuerpo de Humanitas; pero aquello que en la religión indiana tenía solamente una estrecha significación teológica y política, era en el Humanitismo la gran ley del valor personal. Así, descender del pecho o de los riñones de Humanitas, implica ser un fuerte; no es lo mismo que descender de los cabellos o de la punta de la nariz: De ahí la necesidad de cultivar y temperar el músculo. Hércules no fue sino un símbolo anticipado del Humanitismo. En este punto, Ouincas Borba hizo notar que el paganismo podría haber llegado a la verdad si no se hubiera rebajado con la parte galante de sus mitos. Nada de eso ocurrirá con el Humanitismo. En esta nueva iglesia no hay aventuras fáciles, ni caídas, ni tristezas, ni alegrías pueriles. El amor, por ejemplo, es un sacerdocio, y la reproducción, un ritual. Como la vida es el mayor beneficio del universo, y no hay mendigo que no prefiera la miseria a la muerte (lo que es un delicioso influjo de Humanitas), se deduce que la transmisión de la vida, lejos de ser una ocasión de galanteo, es la hora suprema de la vida espiritual. En consecuencia, sólo hay una desgracia, verdaderamente: no nacer. -Imagina, por ejemplo, que yo no hubiera nacido continuó Quincas Borba-; lo positivo es que no tendría ahora el placer de conversar contigo, comer esta batata, ir al teatro y, para decirlo todo en una palabra: vivir. Nota que yo no hago del hombre un simple vehículo de Humanitas; no, 293
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él es al mismo tiempo vehículo, cochero y pasajero; él es el propio Humanitas reducido; de ahí la necesidad de adorarse a sí mismo. ¿Quieres una prueba de la superioridad de mi sistema? Contempla la envidia. No hay moralista griego o turco, cristiano o musulmán, que no clame contra el sentimiento de la envidia. El acuerdo es universal, desde los campos de Idumea hasta la cumbre de la Tijuca. Ahora bien; despréndete de los viejos preconceptos, olvida las retóricas gastadas y estudia la envidia, ese sentimiento tan sutil y tan noble. Siendo cada hombre una reducción de Humanitas, es claro que ningún hombre es fundamentalmente opuesto a otro hombre, cualesquiera que sean las apariencias contrarias. Así, por ejemplo, el verdugo que ejecuta al condenado puede excitar el vano clamor de los poetas; pero substancialmente es Humanitas que corrige en Humanitas una infracción de la ley de Humanitas. Lo mismo diré del individuo que destripa a otro: es una manifestación de fuerza de Humanitas. Nada obsta -y hay ejemplos- para que él sea igualmente destripado. Si entendiste bien, fácilmente comprenderás que la envidia no es sino una admiración que lucha, y siendo la lucha la gran función del género humano, todos los sentimientos belicosos son los más adecuados a su felicidad. De lo que se deduce que la envidia es una virtud. ¿A qué negarlo?, yo estaba estupefacto. La claridad de la exposición, la lógica de los principios, el rigor de las consecuencias, todo eso parecía superiormente grande, y me fue preciso suspender la charla por unos minutos, mientras digería la nueva filosofía. Quincas Borba mal podía encubrir la satisfacción del triunfo. Tenía una ala de pollo en el plato, y 294
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la trinchaba con filosófica serenidad. Yo le hice aún algunas objeciones, pero tan débiles que él no empleó mucho tiempo en destruirlas. -Para entender bien mi sistema -concluyó- importa no olvidar nunca el principio universal, repartido y resumido en cada hombre. Mira: la guerra, que parece una calamidad, es una operación conveniente, como si dijésemos el estallar de los dedos de Humanitas; el hambre -y él chupaba filosóficamente el ala del pollo-, el hambre es una prueba a que Humanitas somete a la propia víscera. Pero yo no quiero otro documento de la sublimidad de mi sistema, sino este mismo pollo. Se nutrió de maíz, que fue plantado por un africano, supongamos, importado de Angola. Nació este africano creció, fue vendido; un navío lo trajo, un navío construido de madera cortada en la selva por diez o doce hombres, llevado por velas, que ocho o diez hombres tejieron, sin contar el cordaje y otras partes del aparejo náutico. Así, este pollo que yo acabo de almorzar es el resultado de una multitud de esfuerzos y de luchas ejecutados con el único fin de dar mate a mi apetito. Entre el queso y el café, Quincas Borba me demostró que su sistema era la destrucción del dolor. El dolor, según el Humanitismo, era pura ilusión. Cuando un chiquillo es amenazado por un palo, aun antes de recibir el golpe cierra los ojos. y tiembla; esa predisposición es la que constituye la base de la ilusión humana, heredada y transmitida. No basta, ciertamente, la adopción del sistema para acabar en seguida con el dolor, pero es indispensable; el resto es la natural evolución de las cosas. Una vez que el hombre se compene295
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tre bien de que él es el propio Humanitas, no tendrá más que remontar, el pensamiento de la substancia original para obstruir cualquier sensación dolorosa. Pero la evolución es tan profunda que mal se le pueden asignar algunos millares de años. Pocos días después, Quincas Borba me leyó su gran obra. Eran cuatro volúmenes manuscritos, de cien páginas cada uno, con letra menuda y citas latinas. El último volumen se componía de un tratado político fundado en el Humanitismo; era tal vez la parte más fastidiosa del sistema, ya que estaba concebida con un formidable rigor de lógica. Aunque reorganizada la sociedad por el método de él, no por eso quedaban eliminados la guerra, la insurrección, el simple puñetazo, la puñalada anónima, la miseria, el hambre, las enfermedades; pero siendo esos supuestos flagelos verdaderos equívocos del entendimiento, porque no pasaron de movimientos externos de substancia interior, destinados a no influir sobre el hombre, sino como simple quiebra de la monotonía universal, claro estaba que su existencia no impedirla la felicidad humana. Pero aunque tales flagelos (lo que era radicalmente falso) correspondiesen en el futuro a la tímida concepción de antiguos tiempos, no por eso quedaba destruido el sistema, y por dos motivos: 1, porque siendo Humanitas la substancia creadora y absoluta, cada individuo debería hallar la mayor delicia del mundo en sacrificarse al principio de que desciende; 2, porque, aun así, no disminuiría el poder espiritual del hombre sobre la tierra, Inventada únicamente para su recreo, como las estrellas, las brisas, los
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dátiles y el ruibardo. Pangloss, me decía al cerrar el libro, no era tan estúpido como lo pintó Voltaire.
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CXVIII La tercera fuerza La tercera fuerza que me llamaba al bullicio era el gusto de lucir y, sobre todo, la incapacidad de vivir solo. La multitud me atraía, el aplauso me encantaba. Si la idea del emplasto me hubiera aparecido en ese tiempo -¿quién sabe?- no habría muerto en seguida y serla célebre. Pero el emplasto no vino. Vino el deseo de agitarme en alguna cosa, con alguna cosa y par alguna cosa.
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CXIX Paréntesis Quiero decir aquí, entre paréntesis, media docena de máximas de las muchas que escribí en aquel tiempo. Son bostezos de fastidio; pueden servir de epígrafe a discursos sin asunto: Sopórtase con paciencia el cólico del prójimo. Matamos el tiempo; el tiempo nos entierra. Un cochero filósofo acostumbraba decir que el gusto del carruaje seria insignificante si todos anduviesen en carruaje. Cree en ti; pero no dudes siempre de los demás. No se comprende que un salvaje se perfore el labio para adornarlo con un pedazo de palo. Esta reflexión es de un joyero. No te irrites si te pagan mal un beneficio; es preferible caer de las nubes que de un tercer piso.
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CXX Compelle intrare -No señor; quieras o no, he de casarte -me dijo Sabina-: ¡Qué hermoso futuro! Un solterón sin hijos. ¡Sin hijos¡ La idea de tener hijos me dio un sobresalto, me recorrió otra vez el fluido misterioso. Sí, debía ser padre. La vida de célibe podía tener ciertas ventajas propias, pero serían leves adquiridas a costa de la soledad. ¡Sin hijos! No; imposible. Me dispuse a aceptar todo, hasta la alianza de Damasceno. ¡Sin hijos! Como ya, entonces, depositara gran confianza en Quincas Borba, fui a buscarlo y le expuse los movimientos internos de mi paternidad. El filósofo me escuchó con alborozo; declaró que Humanitas se agitaba en mi ser; me animó al casamiento; explicó que eran algunos comensales más que golpeaban a la puerta, etc. Compelle intrare, como decía Jesús. Y no dejó de demostrarme que el apólogo evangélico no era sino un preanuncio del Humanitismo, erradamente interpretado por los sacerdotes.
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CXXI Morro abajo Pasados tres meses, todo iba a maravilla. El fluido, Sabina, los ojos de la muchacha, los deseos del padre, eran otros tantos impulsos que me llevaban al matrimonio. El recuerdo de Virgilia aparecía de cuando en cuando en la puerta, y con él el diablo negro que me ponía en la cara un espejo, en el cual yo veía a lo lejos a Virgilia, desecha en lágrimas; pero venía otro diablo, color de rosa, con otro espejo, que reflejaba la figura de Loló, tierna, luminosa, angelical. No hablo de los años. No los sentía; agregaré que hasta los dejé afuera cierto domingo que fui a misa a la capilla de la Liberación. Como Damasceno vivía en Cajueiros, los acompañaba muchas veces a misa. El morro aun estaba desnudo de habitaciones, salvo el viejo palacete de la cima, que era la capilla. Pues un domingo, al descender con Loló del brazo, no sé qué fenómeno se produjo que fui dejando dos años aquí, cuatro allí, más adelante cinco, de manera que al llegar abajo no tenía sino veinte años, tan alegres como habían sido. 301
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Ahora, si quieres saber cómo ocurrió el fenómeno, te bastará con leer este capítulo hasta el fin. Veníamos de misa ella, el padre y yo. En medio del morro hallamos un grupo de hombres. Damasceno, que caminaba a nuestro lado, los vio y se adelantó, alborozado; nosotros lo seguimos. Y vimos esto: hombres de todas las edades, tamaños y colores, unos en mangas de camisa, otros de chaqueta, otros enfundados en levitas raídas; actitudes diversas: unos agachados, otros con las manos apoyadas en las rodillas, éstos sentados en piedras, aquellos recostados en el muro, y todos con los ojos fijos en el centro y brillándoles el alma en las pupilas. -¿Qué es eso? -preguntó Loló. Le hice señas de que callara; abrí hábilmente camino y todos me fueron cediendo espacio, sin que positivamente nadie me viera. El centro les tenía atados los ojos. Era una riña de gallos. Vi a los dos contendores, dos gallos de espolón agudo, ojo de fuego y pico afilado. Ambos agitaban las crestas ensangrentadas; el pecho de uno y otro, desplumado y rojo; les invadía el cansancio. Pero luchaban aun así, los ojos fijos en los ojos, pico abajo: pico arriba, golpe de éste, golpe de aquél, vibrantes y rabiosos. Damasceno no sabía nada más; el espectáculo eliminó para él todo el universo. En vano le dije que ya era hora de descender; él no respondía, ni oía, concentrado en el duelo. La riña de gallos era una de su pasiones. Fue en esa ocasión que Loló me tiró blandamente del brazo, diciendo que nos fuéramos. Acepté el consejo y vine con ella hasta abajo. Ya dije que el morro era entonces deshabitado; dije también que veníamos de misa, pero no 302
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habiendo dicho que llovía, claro es que hacia buen tiempo, un sol delicioso. Y fuerte, tan fuerte, que yo abrí el quitasol, lo agarré por el centro del cabo y me incliné de un modo tal que agregué una página a la filosofía de Quincas Borba: Humanitas besó a Humanitas... Fue así como los años se me vinieron cayendo morro abajo... En la falda nos detuvimos algunos minutos esperando a Damasceno: él llegó poco después, rodeado de los apostadores, comentando con ellos la riña. Uno de ellos, tesorero de las apuestas, distribuía un viejo mazo de billetes de diez tostones, que los vencedores recibían doblemente alegres. En cuanto a los gallos, venían debajo del brazo del respectivo dueño. Uno de ellos traía la cresta tan comida y ensangrentada que me pareció el vencido; me engañaba: el vencido era el otro, el que no traía ninguna cresta. Ambos tenían el pico abierto, respirando dificultosamente, extenuados. Los apostadores, al contrario, parecían alegres, a pesar de las fuertes conmociones de la lucha, haciendo la biografía de los contrincantes, recordando las proezas de ambos. Yo fui andando, avergonzado; Loló, avergonzadísima.
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CXXII Una intención muy fina Lo que avergonzaba a Loló era el padre. La facilidad con que él familiarizara con los apostadores ponla de relieve antiguos hábitos y afinidades sociales, y Loló llegó a temer que tal suegro me pareciera indigno. Era notable la diferencia que ella hacía de sí misma; se estudiaba y me estudiaba. La vida elegante y refinada la atraía, principalmente porque le parecía el medio más seguro de amoldar nuestras personas. Loló observaba, imitaba, adivinaba, esforzándose al mismo tiempo en disfrazar la inferioridad de la familia. Pero aquel día la manifestación del padre fue tan notable que la entristeció grandemente. Yo traté, entonces, de distraerla del asunto, diciéndole muchas bromas y motes de buen tono: vanos esfuerzos que no la alegraban más. Era tan profundo el abatimiento, tan expresivo el desaliento, que llegué a atribuir a Loló la intención positiva de separar .en mi espíritu su causa de la causa de su padre. Este sentimiento me pareció de gran elevación; era una afinidad más entre los dos.
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-No hay más remedio -me dije-, voy a arrancar esta flor de ese pantano.
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CXXIII El verdadero Cotrim No obstante mis cuarenta y tantos años, como yo estimaba la armonía de la familia, entendí no tratar el casamiento sin hablar primero con Catrim. El me escuchó y me respondió seriamente que no tenía opinión en asuntos de parientes suyos. Podía suponérsele algún interés, si él elogiara las raras prendas de Loló; por eso callaba. Más aún: estaba seguro de que su sobrina sentía por mí una verdadera pasión; pero, si ella lo consultase, su consejo sería negativo. No lo impulsaba ningún odio; apreciaba mis buenas cualidades, que no se cansaba de elogiar, como era justicia; y, en lo que respecta a Loló, nunca llegaría a negar que era una novia excelente; pero de ahí a aconsejar la boda había un abismo. -Me lavo enteramente las manos -concluyó. -Pero a ti te parecía, hace poco, que debía casarme cuanto antes -Este es otro negocio Creo que es necesario casarse, sobre todo teniendo ambiciones políticas. En la política el celi-
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bato es una rémora. Ahora, en cuanto a la novia, no puedo tener voto, no quiero, no debo, no me corresponde. Me parece que Sabina fue más allá haciéndote ciertas confidencias, según me dijo; en todo caso, ella no. es tía carnal de Loló, como yo... Mira que... pero no digo... -¡Dilo! -No; no digo nada. Tal vez parezca excesivo el escrúpulo de Cotrim, de quien no sabía que poseyera un carácter ferozmente honrado. Yo mismo fui injusto con él durante los años que siguieron al inventario de mí padre. Reconozco que era un modelo. Tachábanlo de avaricia, y creo que tenían razón; pero la avaricia es sólo la exageración de una virtud, y las virtudes deben ser como los presupuestos: mejor es el saldo que el déficit. Como era muy seco de maneras, tenía enemigos, que llegaban a acusarlo de bárbaro. El único hecho relacionado a este particular era el de enviar con frecuencia esclavos al calabozo, de donde más de una vez se escurría sangre; pero, aparte de que sólo mandaba allí a los perversos y prófugos, sucedía que, habiendo practicado, durante largo tiempo el contrabando de esclavos, se habituó, en cierto modo, al trato un poco más duro que ese género de negocio requería, y no se puede honestamente atribuir a índole original de un hombre lo que es puro efecto de las relaciones sociales. La prueba de que Cotrima tenía piadosos sentimientos se hallaba en el amor a sus hijos, en él dolor que padeció cuando la muerte de Sara, meses después; prueba irrefutable, creo yo, y no única.
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Era tesorero de una cofradía y hermano de varias hermandades, y hasta hermano redimido de una de éstas, lo que no concuerda mucho con su reputación de avaricia. Verdades que el beneficio no cayó en el suelo; la hermandad de la que él fuera juez, le mandó sacar un retrato al óleo. No era perfecto, es verdad; tenía, por ejemplo, la manía de mandar a los periódicos la noticia de uno y otro beneficio que practicaba; manía reprensible y no elogiable, estoy de acuerdo; pero él se disculpaba diciendo que las buenas acciones eran contagiosas, cuando se divulgaban; razón a la que no se le puede negar algún peso. Creo también (y en esto hago su mayor elogio) que él no practicaba de cuando en cuando esos beneficios sino con el fin de despertar la filantropía de los demás; si tal era su intención, fuerza es confesar que la publicidad se convertía en condición sine gua non. En suma, :podría deber algunas atenciones, pero no debía un real a nadie.
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CXXIV Va de intermedio ¿Qué hay entre la vida y la muerte? Un corto puente. No obstante, si yo no compusiera este capítulo, padecería el lector una fuerte conmoción, asaz dañosa al efecto del libro. Saltar de un retrato a un epitafio puede ser real y común; el lector, entretanto, no se refugia en el libro sino para escapar de la vida. No digo que este pensamiento sea mío; digo que hay en él una dosis de verdad, y que, al menos, la forma es pintoresca. Y repito: no es mío.
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CXXV Epitafio Aquí yace D. Eulalia Damasceno de Brito. Muerta a los diecinueve años de edad. ¡Orad por ella!
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CXXVI Desconsuelo El epitafio dice todo. Vale más de que si yo te narrara, atribulado lector, la enfermedad de Loló, la muerte, la desesperación de la familia, el entierro. Sabes ya que murió; agregaré que fue cuando la primera visita de la fiebre amarilla. No te digo nada más a no ser que la acompañé hasta su última morada, y me despedí triste, pero sin lágrimas. Deduje que tal vez no la amaba de veras. Ve ahora hasta qué excesos puede llevar una inadvertencia: me dolió un poco la ceguera de la epidemia, que matando a diestro y siniestro, se llevó también a una joven dama que iba a ser mi esposa; no llegué a comprender la necesidad de la epidemia, y menos aún la de aquella muerte. Creo que hasta me pareció más absurda que todas las otras muertes. Pero Quincas Borba me explicó que las epidemias eran útiles a la especie, aunque desastrosas para una cierta porción de individuos; me hizo notar que, por más horrendo que fuera el espectáculo, había una ventaja de mucho peso: la sobrevivencia del mayor número. Llegó a preguntarme si 311
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en medio del luto general no sentía yo algún secreto encanto en haber escapado a las garras de la muerte Pero esta pregunta era tan insensata que quedó sin respuesta. Si no conté la muerte, tampoco contaré la misa del séptimo día. La tristeza de Damasceno era profunda; ese pobre hombre parecía una ruina. Quince días después estuve con él; seguía inconsolable, y decía que el dolor grande con que Dios lo castigara fue aumentando aún con el que le causaran los hombres. No me dijo nada más. Tres semanas después volvió al asunto, y entonces me confesó que, en medio del desastre irreparable, quiso tener el consuelo de la presencia de los amigos. Doce personas apenas, las tres cuartas partes amigos de Cotrim, acompañaron a la fosa el cadáver de su querida hija. Y él hizo despachar ochenta invitaciones. Le hice notar que las pérdidas fueron tan generales que bien se podía disculpar esa desatención aparente. Damasceno meneaba la cabeza de un modo incrédulo y triste. -¡No! -gemía él-; me han abandonado. Cotrim, que estaba presente: -Vinieron los que de veras se interesan por ti y por mi. Los ochenta habrían venido por formalidad, hablarían de la inercia del Gobierno, de las panaceas de los boticarios, del precio de las casas, o los unos de los otros... Damasceno escuchó callado, meneó otra vez la cabeza y suspiró: -¡Pero habrían venido!
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CXXVII Formalidad Gran cosa es haber recibido del cielo una partícula de sabiduría, el don de hallar las relaciones de las cosas, la facultad de compararlas y el talento de deducir! Yo tuve esa distinción psíquica; lo agradezco todavía ahora desde el fondo de mi sepulcro. Seguramente, el hombre vulgar que oyera la última palabra de Damasceno no se acordaría de ella cuando, un tiempo después, mirase un grabado representando seis damas turcas. Pues yo me acordé. Eran sus damas de Constantinopla -modernas- en traje de calle, cara tapada, no por un espeso paño que las cubriera de verdad, sino con un velo muy tenue, que simulaba descubrir únicamente los ojos y en realidad descubría la cara entera. Yo hallé gracia a esa habilidad de la moda musulmana, que así esconde el rostro -y cumple el uso-, pero no esconde, sino divulga la belleza. Aparentemente, no hay nada de común entre las damas turcas y Damasceno; pero, si tú eres un espíritu profundo y penetrante (y dudo mucho, lector, que me niegues esto) 313
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comprenderás que, tanto en uno como en otro caso, surge la oreja de una rígida y suave compañera del hombre social. Amable Formalidad: tú eres, sí, el sostén de la vida, el bálsamo de los corazones, la mediadora entre los hombres, el vínculo de la tierra y del cielo; tú enjugas las lágrimas de un padre, tú captas la indulgencia de un profeta. Si el dolor se adormece y la conciencia se acomoda, ¿a quién sino a él deben ese inmenso beneficio? La estimación que pasa con el sombrero en la cabeza no dice nada al alma; pero la indiferencia que saluda le deja una deliciosa impresión. La razón es que, al contrario de una vieja fórmula absurda, la letra no mata; la letra da vida; es el espíritu el objeto de controversia, de duda, de interpretación, y, en consecuencia, de lucha y de muerte. Vive tú, amable Formalidad, para sosiego de Damasceno y gloria de Muhammed.
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CXXVIII En la Cámara Y ten en cuenta que yo vi el grabado turco dos años después de las palabras de Damasceno, y lo vi en la Cámara de Diputados, en medio de gran murmullo, cuando uno de sus miembros discutía un parecer de la Comisión de Presupuesto, siendo yo también diputado. Para quienes han leído este libro es Innecesario recalcarles mi satisfacción, y para los demás es igualmente inútil. Era diputado, y vi el grabado turco reposando en mi banca, entre un colega que contaba una anécdota y otro que sacaba al lápiz, en el sobre de una carta, el perfil del orador. El orador era Lobo Naves. La onda de la vida nos trajo a la misma playa, como dos botellas de náufragos, él reprimiendo su resentimiento, yo debiendo reprimir mi remordimiento; ¡y empleo esta fórmula suspensiva, dubitativa o condicional!, con él fin de decir que, efectivamente, no reprimía nada, a no ser la ambición de ser ministro.
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CXXIX Sin remordimientos No tenia remordimientos. Si .poseyera los aparatos adecuados, incluirla en este libro una página de química, porque habría de descomponer el remordimiento hasta los más simples elementos, con el fin de saber de un modo positivo y concluyente por qué razón Aquiles pasea en torno de Troya el cadáver del adversario, y Lady Macbeth, en rededor de la sala, su mancha de sangre. Pero yo no tengo aparatos químicos, como no tenía remordimientos; tenia deseos de ser ministro de Estado. Con todo, si he de acaba este capítulo, diré que no querría ser Aquiles. ni Lady Macbeth; y que, de ser uno de los dos, antes Aquiles, antes pasear triunfalmente el cadáver que la mancha; se oyen, al final, las súplicas de Príamo, y se gana una linda reputación militar y literaria. Yo no oía las súplicas de Príamo, sino el discurso de Lobo Naves, y no tenía remor-dimientos.
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CXXX Para intercalar en el Cap. CXXIX La primera vez qué pude hablar a Virgilia, después de la presidencia, fue en un baile, en 1855. Lucía un soberbio vestido de gorgorán azul y ostentaba al desnudo el mismo par de hombros de otro tiempo. No era la frescura de la primera edad; al contrario; pero aun estaba hermosa, de una hermosura otoñal, realzada por la noche. Recuerdo que hablamos mucho, sin aludir a nada del pasado. Se sobreentendía todo. Una frase remota, vaga y entonces una mirada, nada más. Poco después se retiró; yo fui a verla bajar las escaleras, y no sé por qué fenómeno de ventriloquismo cerebral (perdónenme los filólogos esta frase bárbara) murmuré conmigo esta palabra profundamente retrospectiva: -¡Magnífica! Conviene intercalar este capítulo entre la primera oración y la segunda del capitulo CXXIX.
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CXXXI De una calumnia Cuando yo acababa de decir aquello, por el .proceso ventrílocuo-cerebral -lo que era simple opinión y no remordimiento- sentí que alguien me ponla la mano en el hombro. Me volví; era un antiguo compañero, oficial de marina, jovial, un poco atrevido de maneras. Sonrió maliciosamente y me dijo: -¡Ah, pillastre! Recuerdos del pasado, ¿eh? -¡Viva el pasado! -Tú; naturalmente, te has reintegrado al empleo. -¡Calla, charlatán! -le dije amenazándolo con el dedo. Confieso que este diálogo era una indiscreción, principalmente la última réplica. . Y con tanto mayor placer lo confieso cuanto que son las mujeres las que tienen fama de indiscretas. Y no quiero terminar el libro sin rectificar esta noción del espíritu humano. Al achacárseles una aventura amorosa, hallé hombres que sonreían o negaban dificultosamente, de un modo frío, monosilábico, etc., mientras que las mujeres se alteraban y juraban por los Santos Evangelios 318
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que todo era una .calumnia. La razón de esta diferencia es que la mujer (salvada la hipótesis del capítulo Cl y otras) se entrega por amor, o sea el amor pasión de Stendhal, o el puramente físico de algunas damas romanas, por ejemplo, o polinesas, laponas, cafres, y puede ser que de otras razas civilizadas; pero el hombre -hablo del hombre de una sociedad culta y refinada-, el hombre liga su vanidad al otro sentimiento. Además de eso (y refiérome siempre a los casos prohibidos) las mujeres, cuando aman a otro hombre, les parece que mienten a un deber, y tienen, por lo tanto, que disimular con arte mayor, tienen que refinar la alevosía; al paso que el hombre, sintiéndose causa de la infracción y vencedor de otro hombre, queda. legítimamente orgulloso, y pasa en seguida a otro sentimiento menos rígido y menos secreto: esa buena fatuidad que es la transpiración luminosa del mérito. Pero, sea o no verdadera mi explicación, me basta dejar escrito en .esta página, para uso de los siglos, que la indiscreción de las mujeres es una burla inventada por los hombres; en amor, por lo menos, ellas son un verdadero sepulcro. Se pierden muchas veces por desastradas, por inquietas, por no saber resistir a los gestos, a las miradas; y es por esto que una gran dama de fino espíritu, la reina de Navarra, empleó en alguna parte esta metáfora, para decir que toda aventura amorosa se descubría a la fuerza, más tarde o más temprano: "No hay un perrito tan adiestrado que al fin no lo oigamos ladrar".
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CXXXII Que no es serio Citando la frase de la reina de Navarra, recuerdo que entre la gente de nuestro pueblo, cuando una persona ve a otra enfadada, suele preguntarle: "Diga, ¿quién le mató sus perritos?", como si dijera: "¿Quién le llevó los amores, las aventuras secretas, etc.?". Pero este capítulo no es serio.
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CXXXIII El principio de Helvetius Estábamos en el punto en que el oficial de marina me arrancó la confesión de los amores de Virgilia, y aquí enmiendo yo el principio de Helvetius, o mejor dicho, lo explico. Mi interés era callar; confirmar la sospecha de una cosa antigua sería provocar algún odio adormecido, dar origen a un escándalo, cuando menos adquirir reputación de indiscreto. Era ese el interés; entendiéndose el principio de Helvetius de una manera superficial, eso es lo que debía haber hecho. Pero ya expresé el motivo de la indiscreción masculina; antes de aquel interés de seguridad había otro, el de presunción, que es más intimo, más inmediato; el primero era reflexivo, suponía un silogismo anterior; el segundo era espontáneo, intuitivo, venta de las entrañas del sujeto; finalmente, el primero tenia el efecto remoto; el segundo, de próximo. Conclusión: el principio de Helvetius es verdadero en mi caso; la diferencia está en que no era el interés aparente, sino el recóndito. 321
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CXXXIV Cincuenta años No te dije aún -pero te lo digo ahora- que cuando Virgilia descendía la escalera, y el oficial de marina me tocaba el hombro, yo tenia cincuenta años. Era, por lo tanto, mi vida la que descendía por las gradas; o la mejor parte, al menos: una parte llena de placeres, de agitaciones, de sustos, cubierta de disimulo y doblez; aunque, al fin y al cabo, la mejor, si debemos hablar el lenguaje usual. Pero si empleamos ahora otro más sublime, la mejor parte fue la restante, como tendré el honor de decírtelo en pocas páginas de este libro. ¡Cincuenta años! No era menester confesarlo. Ya se va notando que mi estilo no es tan desembozado como en los primeros días. En aquella ocasión, concluido el diálogo con el oficial de marina, que se envolvió en la capa y salió, confieso que quedé un poco triste. Volví a la sala, recuerdo que a bailar una polca, a embriagarme con las luces, las flores, los cristales, los ojos bonitos, el murmullo sordo y ligero de las charlas particulares. Y en verdad que no me arrepiento: rejuvenecí. Pero media hora después, cuando me retiré del baile, 322
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a las cuatro de la mañana, ¿qué fui a encontrar en el fondo del coche? Mis cincuenta años. Allí estaban, ni malhumorados, ni encogidos de frío, ni reumáticos, pero amodorrando su fatiga, un poco codiciosa de cama y de reposo. Entonces y observa hasta qué punto puede ir la imaginación de un hombre con sueño-, entonces me pareció oír de un murciélago encarnado en la cubierta: "¡Señor Blas Cubas, el rejuvenecimiento estaba en la sala, en los cristales, en las luces, en las sedas!"; en fin, en los demás.
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CXXXV Oblivion Ahora pienso que, si alguna dama ha seguido estas páginas, cerrará el libro y no leerá las restantes. Para ella se extinguió el interés de mi vida, que era amor. ¡Cincuenta años! No es aún la invalidez, pero ya no es la frescura. Vengan diez más y yo entenderé lo que un inglés decía; entenderé "qué cosa es no hallar ya quién se acuerde de mis padres, y de qué modo me ha de afrontar el propio OLVIDO". Va en mayúsculas este nombre: ¡OBLIVION! Justo es que se dispensen todos los honores a un personaje tan despreciado y tan digno, convidado de la última hora, pero seguro. Lo sabe la dama que lució en la aurora del actual reinado, y más dolorosamente la que ostentó sus gracias en flor bajo el ministerio Paraná, porque ésta se halla más cerca del triunfo y siente ya que otras le tomaron el coche. Entonces, si es digna de sí misma, no tema despertar el recuerdo muerto o expirarte; no busque en la mirada de hoy la misma salutación de la mirada de ayer, cuando eran otros 324
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los que empezaban la marcha de la vida, alegre el alma y el pie veloz. Tempora mutantur. Comprende que este torbellino es el mismo, lleva las hojas de las matas y los harapos del camino, sin excepción, sin piedad, y si tuvieras un poco de filosofía, no envidiarías, sino compadecerías a las que ocuparon el coche, porque también ellas serán apeadas por el escudero OBLIVION. Espectáculo cuyo fin es divertir al planeta Saturno, que anda muy aburrido.
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CXXXVI Inutilidad Mas, o mucho me engaño, o acabo de escribir un capítulo inútil...
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CXXXVIII El morrión Y quizás no; él resume las reflexiones que hice al día siguiente a Quincas Borba, agregando que me sentía agobiado y mil otras cosas tristes. Pero ese filósofo, con el elevado criterio de que disponía, me gritó que yo me iba deslizando en la ladera fatal de la melancolía. -¡Mi querido Blas Cubas, no te dejes vencer por esos vapores! ¡Qué demonios! ¡Es preciso ser hombre, ser fuerte, lu char, vencer, brillar, influir, dominar! Cincuenta años es la edad de la ciencia y del gobierno. ¡Animo, Blas Cubas; no seas tonto! ¿Qué te importa esa sucesión de ruina a ruina, o de flor a flor? Trata de saborear la vida; y piensa que la peor filosofía es la del llorón que se tiende en la orilla del río, con el fin de lamentarse por el curso incesante de las aguas. La misión de ellas es no detenerse nunca; acomódate a la ley, y trata de aprovecharla. Se ve en las menores cosas lo que vale la autoridad de un gran filósofo. Las palabras de Quincas Borba tuvieron, el 327
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privilegio de sacudir el sopor moral y mental en que me hallaba. Vamos allá; hagamos gobierno, es tiempo. Yo no había intervenido hasta entonces en los grandes debates. Cortejaba a la cartera por medio de lisonjas, tes, comisiones y votos, y la cartera no venía. Urgía apoderarme de la tribuna. Comencé sin hacer ruido. Tres días después, discutiéndose el presupuesto de justicia, aproveché la oportunidad para preguntar modestamente al ministro sí no juzgaba útil achicar el morrión de la guardia nacional. No tenía vasto alcance el objeto de la pregunta; pero, aun así demostré que no era indigno de las meditaciones de un hombre de Estado; y cité a Philopemen, que ordenó la substitución de los escudos de sus tropas, que eran pequeños, por otros mayores, como también las lanzas, que eran demasiado débiles, hecho que la historia no halló que desmintiese la gravedad de sus páginas. El tamaño de nuestros morriones estaba pidiendo un corte profundo, no sólo por ser inelegantes, sino también por ser antihigiénicos. En las paradas, al sol, el exceso de calor producido por ellos podría ser fatal. Siendo seguro que uno de los preceptos de Hipócrates aconsejaba tener la cabeza fresca, parecía cruel obligar a un ciudadano, por simple consideración de uniforme, a arriesgar la salud y la vida, y, en consecuencia, el futuro de la familia. La Cámara y el Gobierno debían acordarse que el guardia nacional iría en defensa de la libertad y de la independencia, y que un ciudadano llamado a un servicio gratuito, frecuente y penoso tenía derecho a que se le disminuyese la carga, decretándole un uniforme liviano y cómodo. Agregué que el morrión, por su peso, abatía la cabeza de los ciudadanos, y la patria necesita328
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ba de hombres cuya frente pudiera levantarse altiva y serena ante el poder; y concluí con esta idea: El sauce llorón, que inclina sus gajos hacia la tierra, es árbol de cementerio; la palmera, erecta y firme, es árbol del desierto, de las plazas y de los jardines. Variada fue la impresión de mi discurso. En cuanto a la forma, el rapto elocuente, la parte literaria y filosófica, la opinión fue una sola: todos me dijeron que era completo y que hasta entonces ninguno había conseguido extraer tantas ideas de un morrión. Pero la parte política fue considerada, por muchos, deplorable; algunos hallaron que mi discurso era un desastre parlamentario; en fin, vinieron a decirme que otros me consideraban ya en la oposición, entrando en este número los opositores de la Cámara, que llegaron a insinuarme la conveniencia de una moción de desconfianza. Rechacé enérgicamente tal interpretación, que no sólo era errónea, sino calumniosa, puesto que yo, notoriamente, apoyaba al Gabinete; agregué que la necesidad de achicar el morrión no era tan grande que no pudiera esperarse algunos años, y que, en todo caso, yo transigiría en la extensión del corte, contentándome con tres cuartos de pulgada, o menos; en fin, aun en el caso de que mi idea no fuese adoptada, me bastaba con haberla iniciado en el Parlamento. Pero Quincas Borba no me hizo restricción alguna. "No soy político -me dijo en la comida- y no sé si has hecho bien o mal; sé que has pronunciado un excelente discurso". Y entonces destacó las partes más salientes, las bellas imágenes, los argumentos fuertes, con esa alabanza moderada que suena tan bien en labios de un gran filósofo; después tomó el 329
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asunto por su cuenta, e impugnó al morrión con tal fuerza, con tanta lucidez que acabó convenciéndome efectivamente de su peligro.
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CXXXVIII A un crítico Mi estimado crítico: Algunas páginas atrás, diciendo que tenía cincuenta años, agregué: "Ya se va notando que mi estilo no es tan desembozado como en los primeros días". Quizás encuentre incomprensible esta frase, sabiendo mi estado actual; pero yo llamo su atención hacia la sutileza de aquel pensamiento. Lo que quiero decir no es que ahora esté más viejo que cuando empecé el libro. La muerte no envejece. Quiero decir, eso sí, que en cada etapa del relato de mi vida experimento la sensación correspondiente. ¡Válgame Dios!, es preciso explicarlo todo.
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CXXXIX De cómo no fui Ministro de Estado .................................................. .................................................. .................................................. .................................................. ............................
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CXL Que explica el anterior Hay cosas que mejor se dicen callando; tal es la materia del capítulo anterior. Pueden entenderlo los ambiciosos malogrados. Si la pasión del poder es la más fuerte de todas, como algunos opinan, imagínate, lector, la desesperación, el dolor, el abatimiento del día en que perdí mi sillón en la Cámara de Diputados. Y eso que Quincas Borba, por inducción filosófica, halló que mi ambición no era una pasión verdadera del poder, sino un capricho, un deseo de distracción. En su opinión, este sentimiento, no siendo más profundo que el otro, fastidia mucho más, porque se asemeja al amor que las mujeres tienen a los encajes y sombreros. "Un Cromwell o un Bonaparte -agregaba-, por lo mismo que les quema la pasión del poder, llegan a él a la fuerza, por las gradas de la derecha o por las de la izquierda. No era así mi sentimiento: éste, no teniendo en sí la misma fuerza, no tenía la misma seguridad del resultado: y de ahí la mayor aflicción, el mayor desencanto, la mayor tristeza. Mi sentimiento, según el Humanitismo... 333
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-¡Vete al diablo con tu Humanitismo! -le respondí- Estoy harto de filosofías que no conducen a nada. La dureza de la interrupción, tratándose de tamaño filósofo, equivalía a un desencanto; pero él mismo disculpó la irritación con que le hablé. Nos sirvieron café; era la una de la tarde y estábamos en mi sala de estudio, una hermosa sala que daba al fondo de la quinta; buenos libros, objetos de arte, entre ellos un Voltaire de bronce, que en esa ocasión parecía acentuar la risita sarcástica con que me miraba el muy canalla; sillas excelentes; fuera, el sol; un gran sol, al que Quintas Borba, no sé si por chanza o poesía, llamó uno de los ministros de la Naturaleza; corría un viento fresco, el cielo estaba azul. De cada ventana -eran tres- pendía una jaula con pájaros, que chillaban sus óperas rústicas. Todo tenía la apariencia de una conspiración de cosas contra el hombre; y aunque yo estuviera en mi sala, mirando mi quinta, sentado en mi sillón, oyendo a mis pájaros, al lado de mis libros, alumbrado por mi sal, no llegaba a curarme de la nostalgia de aquel otro sillón, que no era mío.
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CXLI Los perros -Pero, en fin, ¿qué te propones hacer ahora? -me preguntó Quintas Borba, yendo a colocar el pocillo vacío en el parapeto de una de las ventanas. -No sé; voy a encerrarme en la Tijuca; huir de los hombres. Estoy avergonzado, abatido. Tantos sueños, mi querido Borba, tantos sueños, y no soy nada. -¡Nada! -me interrumpió Quintas Borba, con un gesto de indignación. Para distraerme, me invitó a salir; fuimos hacia el lado de Eugenio Velho. íbamos a pie, filosofando. Nunca olvidaré el beneficio de ese paseo. La palabra de aquel grande hombre era el cordial de la sabiduría. Llegó a emplear una expresión menos elevada, mostrando así que la lengua filosófica podía, una que otra vez, retemplarse en la jerigonza popular. -Funda un periódico -me dijo- y "deshace toda esta iglesita".
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-¡Magnífica idea! ¡Fundaré un periódico, los haré pedazos, los... -Luchar. Puedes deshacerlos o no; lo esencial es que luches. La vida es lucha. Vida sin lucha es un mar muerto en el centro del organismo universal. Pocos pasos después nos topamos con una pelea de canes, hecho que no tendría valor a los ojos de un hombre vulgar. Quincas Borba me hizo parar y observar los perros. Eran dos. Notó que junto a ellos estaba un hueso, motivo de la guerra, y no dejó de hacerme ver que el hueso no tenía carne. Un simple hueso pelado. Los perros se mordían, roznaban, con furia en los ojos... Quintas Borba, con el bastón bajo el brazo, parecía extasiado. -¡Qué hermoso es esto! -decía de cuando en cuando. Quise arrancarlo de allí, pero no pude; estaba arraigado en el suelo, y únicamente siguió andando cuando la pelea cesó por completo, y uno de los perros, mordido y vencido, fue llevando su hambre a otra parte. Noté que estaba sinceramente alegre, aunque disimulara su alegría, como conviene a un gran filósofo. Me hizo observar la belleza del espectáculo, analizó el objeto de la lucha, concluyó que los perros tenían hambre; pero la privación del alimento no era nada ante los efectos generales de la filosofía. No dejó de recordar que en algunas partes del globo el espectáculo es más grandioso: son las criaturas humanas las que disputan a los perros los huesos y otros manjares menos apetecibles; lucha que se complica mucho, porque entra en acción la inteligencia del hombre, con el cúmulo de sagacidad que le dieron los siglos, etcétera. 336
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CXLII El pedido secreto ¡Cuánta cosa es un minuet!, como decía el otro. Cuánta cosa es una pelea de canes! Pero yo no era un discípulo servil o medroso, que dejara de hacer una u otra objeción adecuada. Andando, le dije que tenía una duda; no estaba, bien seguro de la ventaja de disputar la comida a los perros. El me respondió con excepcional suavidad: -Disputarla a los demás hombres es más lógico, porque la condición de los contendientes es la misma, y se lleva el hueso el que es más fuerte. Pero ¿por qué no será un espectáculo grandioso disputárselo a los perros? Voluntariamente, comen langostas, como el Precursor, o cosa peor, como Ezequiel; luego lo ruin es comible; resta saber si es más digno del hombre disputarlo por una necesidad natural o preferido para obedecer a una exaltación religiosa, esto es, modificable, al paso que el hambre es eterna, como la vida y como la muerte. Estábamos a la puerta de casa; me dieron una carta, diciendo que me la enviaba una señora. Entramos, y Quincas 337
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Borba, con la discreción propia de un filósofo, fue a leer en los lomos de los libros de un estante, mientras yo me enteraba de la carta, que era de Virgilia: "Mi buen amigo: Doña Plácida está muy mal. Le ruego que haga algo por ella; vive en el hueco de las Escaleritas; vea si puede hacerla ingresar en la Misericordia: Su amiga sincera: V". No era la letra fina y correcta de Virgilia, sino gruesa y desigual; la V de la firma no pasaba de una plumada sin intención alfabética; de manera que, si la carta apareciera, era muy difícil atribuírsela. Di varias vueltas al papel. ¡Pobre doña Plácida! Pero yo le había dejado los cinco contos de la playa de Botafogo, y no podía comprender cómo... -Vas a comprenderlo -dijo Quintas Borba, retirando un libro del estante. -¿Qué? -pregunté espantado. -Vas a comprender que yo sólo te dije la verdad. Pascal es uno de mis anhelos espirituales; y aunque mi filosofía valga más que la suya, no puede negar que era un grande hombre. ¿Ves lo que dice en esta página? -Con sombrero en la cabeza, bastón bajo el brazo, apuntaba el sitio con el dedo. ¿Qué dice él? Dice que el hombre tiene "una gran ventaja sobre el resto del universo; sabe que muere, mientras que el universo lo ignora absolutamente". ¿Lo ves? Luego, el hombre que disputa el hueso a un can posee sobre éste la gran ventaja de saber que tiene hambre; y es esto lo que hace grandiosa a la lucha, como yo decía. "Sabe que muere" es 338
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una expresión profunda; creo todavía que es más profunda mi expresión: sabe que tiene hambre. Por lo tanto, el hecho de la muerte limita, por decirlo así, el entendimiento humano; la conciencia de la extinción dura un breve instante y acaba para siempre, al paso que el hambre tiene la ventaja de volver, de prolongar el estado consciente. Paréceme (si no va en esto alguna inmodestia) que la fórmula de Pascal es inferior a la mía, sin dejar de ser, todavía, un gran pensamiento y ser Pascal un grande hombre.
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CXLIII No voy Mientras él restituía el libro al estante, yo releía el billete. En la comida, viendo que yo hablaba poco masticaba sin acabar de engullir, fijaba la vista en un rincón de la sala o en la punta de la mesa, en un plato, una silla, una mosca invisible, él me dijo: -¿Tienes algo?; apuesto a que fue aquella carta. Es verdad. Realmente, me sentía molesto, incómodo, con el pedido de Virgilia. Había dado a doña Plácida cinco contos de reis; dudo mucho que nadie fuera más generoso que yo, ni tanto. ¡Cinco contos! ¿Y qué hizo de ellos? ¡Natu ralmente que los gastó, los derrochó en grandes fiestas, y ahora llama a la Misericordia, y que yo la lleve! Que se muera en cualquier parte. Además yo no sabia o no me acordaba dónde quedaba el tal hueco de las Escaleritas; pero, por el nombre, debía de ser un rincón obscuro y estrecho de la ciudad. Tenía que ir allá, llamar la atención de las visitas, golpear la puerta, etc. ¡Qué fastidio! No voy.
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CXLIV Utilidad relativa Pero la noche, que es buena consejera, me hizo ver que la cortesía mandaba acceder gentilmente a los deseos de mi antigua dama. -Letras vencidas, urge pagarlas -dije yo al levantarme. Después del almuerzo fui a casa de doña Plácida; hallé un montón de huesos envuelto en guiñapos, extendido sobre un catre viejo y nauseabundo; le di algún dinero. Al día siguiente le hice transportar a la Misericordia, donde murió una semana después. Miento: amaneció muerta; salió de la vida a escondidas, tal cual entrara. Otra vez me pregunté, como en el capítulo LXXV, si era para esto que el sacristán de la Catedral y la dulcera trajeron al mundo a doña Plácida, en un momento de simpatía específica. Pero advertí luego que si no hubiera sido por doña Plácida tal vez mis amores con Virgilia se habrían interrumpido, o inmediatamente roto, en plena efervescencia; tal fue, por lo tanto, la utilidad de la vida de doña Plácida. Utilidad relativa, convengo; pero, ¡qué diablos! ¿Hay algo absoluto en este mundo? 341
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CXLV Simple repetición En cuanto a los cinco contos, no vale la pena referir que un cantero de la vecindad se fingió enamorado de doña Plácida, logró despertarle los sentidos o la vanidad, y se casó con ella; pasados unos meses, inventó un negocio, vendió los títulos y se fugó con el dinero. No vale la pena. Es el caso de los perros de Quincas Borba. Simple repetición de un capítulo.
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CXLVI El programa Urgía fundar el periódico. Redacté el programa, que era una aplicación política del Humanitismo; sólo que, como Quincas Borba no había publicado aún el libro (que se perfeccionaba de año en año), convinimos en no hacer ninguna referencia a él. Quincas Borba sólo exigió una declaración, autógrafa y reservada, de que algunos principios nuevos aplicados a la política eran extraídos de su libro, todavía inédito. Era la fina flor de los programas: prometía curar a la sociedad, destruir los abusos, defender los sanos principios de libertad y conservación; hacía un llamado al comercio y al trabajo; citaba a Guizot y Ledru Rollin, y terminaba con esta amenaza, que .Quincas Borba halló mezquina y local: "La nueva doctrina que profesamos ha de derrocar inevitablemente al actual ministerio". Confieso que, en las circunstancias políticas de la ocasión, el programa me pareció une obra maestra. La amenaza del final, que Quincas Borba encontró mezquina, le demostró que era saturada del más puro Humanitismo, y él mismo lo confesó después. Por lo 343
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tanto, el Humanitismo no excluía nada; las guerras de Napoleón y una lucha de cabras eran, según nuestra doctrina, la misma sublimidad, con la diferencia de que los soldados de Napoleón sabían que morían, cosa que aparentemente nos les sucede a las cabras. Luego, yo no hacía más que aplicar a las circunstancias nuestra fórmula filosófica: Humanitas quería substituir a Humanitas para consuelo de Humanitas. -Tú eres mi discípulo amado, mi califa -exclamó Quincas Borba con un tono de ternura que hasta entonces no le oyera-. Puedo decir como el gran Muhammed: ni aunque vengan contra mí el sol y la luna, cederé en mis ideas. Crea, mi caro Blas Cubas, que esta es la verdad eterna, anterior a los mundos, posterior a los siglos.
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CXLVII El desatino Mandé en seguida a la prensa una noticia discreta, diciendo que probablemente se iniciaría la publicación de un diario opositor, de ahí a algunas semanas, redactado principalmente por el Dr. Blas Cubas. Quincas Borba, a quien leí la noticia, tomó la pluma y agregó a mi nombre, con una fraternidad verdaderamente humanística, esta frase: "uno de los más gloriosos miembros de la pasada Cámara". Al día siguiente entró en mi casa Cotrim. Venía un poco trastornado, pero disimulaba, afectando sosiego y hasta alegría. Vio la noticia en un periódico, y halló que debía, como amigo y pariente, disuadirme de semejante idea. Era un error, un error fatal. Demostró que yo lo iba a colocar en una situación difícil, y, en cierta manera, le trancaría las puertas del Parlamento. El ministerio no sólo le parecía excelente -lo que quizás no fuera de mi opinión-, sino que, con seguridad, duraría mucho; ¿y qué ganaría yo indisponiéndolo contra mí? Sabía que algunos de los ministros me tenían simpatía; no era imposible una vacante, y... Lo interrumpí en 345
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este punto, para decirle que había meditado mucho el paso que iba a dar, y no podía retroceder una línea. Llegué a proponerle la lectura del programa, pero él se rehusó enérgicamente, diciendo que no quería tener la más mínima parte en mi desatino. -Es un verdadero desatino -repitió-; piensa unos días más, y verás que es un desatino. Sabina me dijo lo mismo, esa noche, en el teatro. Dejó a su hija en el palco, con Cotrim, y me atrajo al pasillo. -Hermano Blas, ¿qué vas a hacer? -preguntó afligida¿Qué idea es esa de provocar al gobierno, sin necesidad, cuando podías..:? Le expliqué que no me convenía mendigar una banca en el Parlamento; que mi idea era derrocar al ministerio, por no parecerme adecuado a la situación y a cierta fórmula filosófica; le aseguré que emplearía siempre un lenguaje cortés, aunque enérgico. La violencia no era de mi predilección. Sabina se golpeó con el abanico en la punta de los dedos, meneó la cabeza y volvió al asunto en tono de súplica y amenaza, alternativamente; yo le dije que no, que no y que no. Desengañada, me enrostró que yo prefería los consejos de personas envidiosas y extrañas a los de ella y su marido. -Haz lo que te parezca -concluyó-; nosotros hemos cumplido nuestra obligación-. Me dio la espalda y volvió al palco.
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CXLVIII El problema insoluble Publiqué el diario. Veinticuatro horas después aparecía en otros una declaración de Cotrim, expresando en substancia que, "aunque no militaba en ninguno de los partidos en que se dividía la patria, hallaba conveniente dejar bien claro que no tenía influencia ni parte directa o indirecta en la hoja de su cuñado, el Dr. Blas Cubas, cuyas ideas y procedimiento político reprobaba enteramente. El actual ministerio (como, además, cualquier otro compuesto de iguales capacidades) le parecía destinado a promover la felicidad pública". No podía acabar de creer en mis ojos. Me los restregué una o dos veces y releí la declaración inoportuna, insólita y enigmática. Si él no tenía nada que ver con los partidos, ¿qué le importaba un incidente tan vulgar como la publicación de una hoja? Ni todos los ciudadanos que hallan bueno o malo un ministerio hacen tales declaraciones por la prensa, ni están obligados a hacerla. Realmente, era un misterio la inclusión de Cotrim en este asunto, no menos que su agresión personal. Nuestras relaciones hasta entonces habían sido 347
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llanas y benévolas; no me acordaba de ningún disentimiento. Al contrario, los recuerdos eran de verdaderos favores. Así, por ejemplo, siendo yo diputado, pude obtenerle la concesión de abastecimientos al Arsenal de Marina, abastecimientos que él continuaba haciendo con la mayor puntualidad, y de los cuales me decía algunas semanas antes que, pasados tres años más, podían darle una utilidad de doscientos contos. ¿Y el recuerdo de tamaño servicio no tuvo fuerza para que él impidiera, en lo posible, que el público denigrara a su cuñado? Debía de ser muy poderoso el motivo, de la declaración, que le hacía cometer al mismo tiempo un desatino y una ingratitud: confieso que era un problema insoluble...
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CXLIX Teoría del beneficio Tan insoluble que Quincas Borba no pudo dar con él, a pesar de estudiarlo largamente y con buena voluntad. ¡Vaya con Dios! -concluyó diciendo-; no todos los problemas valen cinco minutos de atención. En cuanto a la censura de ingratitud, Quincas Borba la rechazó enteramente, no como improbable, sino como absurda, por no obedecer a las conclusiones de una buena filosofa humanística. -No puedes negarme un hecho -dijo-: que el placer del beneficiante es siempre mayor que el del beneficiado. ¿Qué es el beneficio?; es un acto que hace cesar cierta privación del beneficiado. Una vez producido el efecto esencial, esto es, una vez cesada la privación, vuelve el organismo al estado anterior, al estado indiferente. Suponte que has apretado en demasía la cintura de tu pantalón; para hacer cesar la incomodidd, aflojas esa cintura, respiras, saboreas un instante de goce, el organismo vuelve ala indiferencia, y no te acuerdas de tus dedos, que practicaron el acto. No habiendo nada que 349
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perdure, es natural que la memoria se esfume, porque ella no es una planta aérea: necesita del suelo. Es cierto que la esperanza de otros favores conserva siempre en el beneficiado el recuerdo del primero; pero este acto, que es uno de los más sublimes que la filosofía puede hallar en su camino, se explica por el recuerdo de la privación, o, usando de otra fórmula, por la privación continuada en el recuerdo. No digo que, aun sin esta circunstancia, no ocurra, algunas veces, que persista la memoria del obsequio, acompañada de cierta afección más o menos intensa; pero son verdaderas aberraciones, sin ningún valor ante los ojos de un filósofo. -Pero -repliqué-, si no hay ninguna razón para que perdure la memoria del obsequio en el obsequiado; menos la habrá en relación al obsequiante. Quisiera que me explicaras este punto. -No se explica lo que es evidente -adujo Quinces Barba; pero yo diré algo más. La persistencia del beneficio en la memoria de quien lo ejerce se explica por la naturaleza misma del beneficio y sus efectos. Primeramente hay el sentimiento de una buena acción, y deductivamente la conciencia de una convicción de superioridad sobre otra criatura, superioridad en el estado y en los medios; esta es una de las cosas más legítimamente agradables, según las mejores opiniones, al organismo humano. Erasmo, que en su Elogio de la Sandez escribió algunas cosas buenas, llamó la atención sobre la complacencia con que dos burros se cocean uno a otro. Lejos estoy de rechazar esta observación de Erasmo; pero diré lo que ella no dice: que si uno de los dos burros coceara mejor que el otro, habría de tener en los ojos algún indicio 350
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especial de satisfacción. ¿Por qué una mujer bonita se mira muchas veces al espejo, sino porque se encuentra bonita y porque esto le da cierta superioridad sobre una multitud de otras mujeres menos bonitas o absolutamente feas? La conciencia es lo mismo: se contempla a menudo, cuando se encuentra hermosa. Y el remordimiento no es sino una mueca de la conciencia que se sabe ruin. No olvides que siendo todo una simple irradiación de Humanitas, el beneficio y sus efectos son fenómenos perfectamente admirables.
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CL Rotación y traslación Hay en cada empresa, afición o edad un ciclo entero de la vida humana. El primer número de mi periódico inundó mi alma de una vasta aurora, la coronó de lozanía, le restituyó la alegría de la juventud. Seis meses más tarde sonaba la hora de la vejez, y de ahí a dos semanas de la muerte, que fue clandestina, como la de doña Plácida. En el día en que el periódico apareció muerto, respiré como un hombre que llega de largo camino. Dé modo que, si digo que la vida humana nutre de sí misma a otras vidas más o menos efímeras, como el cuerpo alimenta á sus parásitos, creo no expresar una cosa enteramente absurda. Mas, para no arriesgar esa figura menos nítida y adecuada prefiero una imagen astronómica: un hombre ejecuta alrededor del gran misterio un doble movimiento de rotación y traslación; tiene sus ideas desiguales, como los de Júpiter, y de ellos compone su año, más o menos largo. En el momento en que yo terminaba mi movimiento de rotación, concluía Lobo Naves su movimiento de traslación. 352
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Murió con el pie en la grada ministerial. Corrió al menos durante algunas semanas el rumor de que iba a ser ministro; y si esto me llenó de irritación y envidia, no es imposible que la noticia. de la muerte me trajera alguna tranquilidad, alivio y uno o dos minutos de placer. Placer es mucho, pero es verdad; juro a los siglos que es la pura verdad. Fui al entierro. En la sala mortuoria hallé a Virgilia, junto al féretro, sollozando. Cuando levantó la cabeza, vi que lloraba de veras. Al salir el entierro, se abrazó al cajón, afligida; vinieron a sacarla y llevarla para dentro. Te juro, lector, que las lágrimas eran verdaderas. Yo fui a la necrópolis; y, para decirlo todo, no tenía muchas ganas de hablar; llevaba una piedra en la garganta, o en la conciencia. En el cementerio, principalmente cuando dejé caer la palada de cal sobre el cajón, en el fondo de la fosa, el baque sordo de la cal me produjo un estremecimiento, pasajero, es cierto, pero desagradable; y luego, por la tarde, tenía el peso y el color del plomo; el cementerio, las ropas negras...
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CLI Filosofía de los epitafios Salí, apartándome de los grupos y fingiendo leer los epitafios. Además, me gustan los epitafios; ellos son, entre la gente civilizada, una expresión de aquel piadoso y secreto egoísmo que induce al hombre a arrancar a la muerte un guiñapo, al menos, de la sombra que pasó. De ahí proviene, tal vez, la tristeza inconsolable de los que saben a sus muertos en la fosa común; les parece que la putrefacción anónima les alcanza a ellos mismos.
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CLII La moneda de Vespasiano Se habían ido todos; solamente mi coche esperaba a su dueño. Encendí un cigarro; me alejé del cementerio. No podía sacudir de los ojos la ceremonia del entierro, ni del oído los sollozos de Virgilia. Los sollozos, principalmente, tenían el son vago y misterioso de un problema. Virgilia traicionó al marido con sinceridad, y ahora lo lloraba con sinceridad. He aquí una combinación difícil que no pude hacer en todo el trayecto; pero en casa, apeándome del coche, sospeché que la combinación era posible, y hasta fácil. ¡Bondadosa Natura! El precio del dolor es como la moneda de Vespasiano: no llega al origen, y tanto recoge del mal como del bien. La moral reprenderá, probablemente, a mi cómplice; ¿y qué te importa, implacable amiga, ya que le recibiste puntualmente las lágrimas? ¡Bondadosa, tres veces bondadosa Natura!
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CLIII El alienista Empiezo a ponerme patético y prefiero dormir. Dormí, soñé que era nabab, y desperté con la idea de ser nabab. Me gustaba, a veces, imaginar estos contrastes de región, estado y credo. Algunos días antes había pensado en la hipótesis de una revolución social, religiosa y política que transfiriera el arzobispo de Cantuaria a simple colector de Petrópolis, e hice largos cálculos para saber si el colector eliminaría al arzobispo, o si el arzobispo rechazaría al colector, o qué porción de arzobispo puede hacer un colector, o qué suma de colector puede combinar con un arzobispo. Cuestiones insolubles, aparentemente; mas, en realidad, perfectamente solubles, siempre que se atienda que puede haber en un arzobispo dos arzobispos, el de la bula y el otro. Está dicho: voy a ser nabab. Era una simple broma; se la dije a Qu!ncas Borba, que, me miró con cierta cautela y pena, llevando su bondad hasta comunicarme que yo estaba loco. Reí al principio; pero la noble convicción del filósofo me inculcó cierto miedo. La 356
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única objeción a la palabra de Quincas Borba era que no me sentía loco; pero, no teniendo generalmente los locos otro concepto de sí mismos, tal objeción carecía de valor. ¡Mira si hay algún fundamento en la creencia popular de que los filósofos son hombres ajenos a las cosas mínimas! Al día siguiente, Quincas Borba me mandó un alienista... Lo conocía, quedé aterrado... Pero él procedió con la mayor delicadeza y habilidad, despidiéndose tan alegremente que me animó a preguntarle si de veras no me hallaba loco. -No -dijo sonriendo-, pocos hombres tendrán tanto juicio como usted. -Luego, ¿Quincas Borba se engañó? -Rotundamente -y agregó-: Al contrario, si es amigo de él... pídole que lo distraiga... que... -¡Justo cielo! ¿Le parece?... ¡Un hombre de tamaño espíritu, un filósofo! -No importa; la locura entra en todas las casas. Imaginen mi aflicción. El alienista, viendo el efecto de sus palabras, reconoció que yo era amigo de Quincas Borba y trató de disminuir la gravedad de la advertencia. Observó que podía no ser nada, y hasta agregó que un granito de sandez, lejos de hacer mal, daba cierto sabor a la vida. Como yo rechazara con horror esta opinión, el alienista sonrió y me dijo una cosa tan extraordinaria que no merece menos que un capitulo.
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CLIV Los navíos del Pireo -Usted se acordará -me dijo el alienista- de aquel famoso maniático ateniense que suponía que todos los navíos entrados en el Pireo eran de su propiedad. No pasaba de ser un pobretón que quizá no tuviera ni el tonel de Diógenes para dormir; pero la imaginaria posesión de los navíos valía por todos los dramas de la Hélada. Pues bien, hay en todos nosotros un maníaco de Atenas; y quien jure que no poseyó alguna vez, mentalmente, dos o tres barquichuelos, por lo menos, puede creer que jura en falso. -¿También usted? -le pregunté. -También yo. -¿También yo? -También usted; y su criado, asimismo, si es su criado ése hombre que está sacudiendo los alfombrines en la ventana. En efecto, uno de mis criados sacudía los alfombrines, mientras nosotros hablábamos en el jardín, al lado. El alienista hizo notar, entonces, que el criado abrió de par en par 358
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todas las ventanas, desde hacía largo tiempo, y que alzó las cortinas exponiendo lo más posible la sala, ricamente adornada, para que la viesen de afuera, y concluyó: -Ese criado suyo tiene la manía del ateniense: cree que los navíos son de él; una hora de ilusión que le da la mayor felicidad de la tierra.
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CLV Reflexión cordial Si el alienista tiene razón, me dije, no habrá que compadecer mucho a Quincas Borba; es una cuestión de más o menos. Con todo, es justo cuidar de él y evitar que le entren en el cerebro maníacos de otros parajes.
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CLVI Orgullo de servir Quincas Borba divergió con el alienista con respecto a mi criado. -Se puede, por imagen -dijo-, atribuir a tu criado la manía del ateniense; pero imágenes no son ideas ni observaciones tomadas a la Naturaleza. Lo que tu criado tiene es un sentimiento noble y perfectamente regido por las leyes del Humanitismo: es el orgullo de servir. Su Intención es mostrar que no es criado de cualquiera. Después llamó mi atención hacia los cocheros de casa rica, más hieráticos que el amo; hacia los criados de hotel, cuya solicitud obedece a las variaciones sociales de la clientela, etc. Y concluyó afirmando que todo eso era la expresión de aquel sentimiento delicado y noble, prueba cabal de que muchas veces el hombre, aun lustrando botas, es sublime.
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CLVII Fase brillante -¡Sublime eres tú! -exclamé yo, echándole los brazos al cuello. En efecto, era imposible creer que un hombre tan profundo llegara a la demencia; fue lo que le dije después de mi abrazo, denunciándole la sospecha del alienista. No puedo descubrir la impresión que le causó la revelación; recuerdo que se estremeció y quedó muy pálido. Fue en esa época que me reconcilié otra vez con Cotrim, sin llegar a saber la causa del disentimiento. Reconciliación oportuna, porque la soledad me pesaba y la vida era para mí la peor de las fatigas, que es la fatiga sin trabajo. Poco después fui convidado por él a afiliarme en una Orden Tercera, lo que no hice sin consultar a Quincas Borba. -Ve, si quieres -me dijo éste-, pero temporariamente. Yo trato de anexar a mi filosofía una parte dogmática y litúrgica. El Humanitismo ha de ser también una religión, la del futuro, la única verdadera. El cristianismo es bueno para las mujeres y los mendigos, y las otras religiones no valen más que 362
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ésa; todas pecan de la misma vulgaridad y flaqueza. El Paraíso cristiano es un digno émulo del Paraíso musulmán; en cuanto al nirvana de Buda, no pasa de una concepción de paralíticos. Verás lo que es la religión humanística. La absorción final, la fase contractiva, es la reconstitución de la substancia, no su aniquilamiento, etc. Ve a donde te llaman; pero no olvides que eres mi califa. Y ve tú, lector, ahora mi modestia: me afilié en la Orden Tercera de *** donde ejercí algunos cargos; esa fue la fase más brillante de mi vida. No obstante, me callo, no digo nada, no cuento mis servicios, lo que hice por los pobres y los enfermos, ni las recompensas que recibí; nada, no digo absolutamente nada. Tal vez la economía social pudiera ganar alguna cosa siI yo demostrase cómo todo y cualquier premio extraño vale poco al lado del premio subjetivo inmediato; pero sería romper el silencio que juré guardar en este punto. Además, los fenómenos de la conciencia son de difícil análisis; por otra parte, si contase uno, tendría que contar todos los que a él se relacionaran, y acabaría haciendo un capítulo de psicología. Afirmo únicamente que fue la fase más brillante de mi vida. Los cuadros eran tristes; tenían la monotonía de la desgracia, que es tan aburrida como la del goce, y tal vez peor. Mas la alegría que se da al alma de los enfermos y de los pobres es recompensa de algún valor; y no me digan que es negativa, por sólo recibirla el obsequiado. No; yo la recibía de un modo reflejo, y aun así grande, tan grande que me daba idea de mí mismo.
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CLVIII Dos encuentros Pasados algunos años, tres o cuatro, estaba harto del oficio, y lo dejé, no sin un donativo importante, que me dio derecho al retrato en la sacristía. Pero no acabaré el capitulo sin contarte que vi morir en el hospital de la Orden, ¿adivinas a quién?... A la linda Marcela; la vi morir en el mismo día en que, visitando un cortijo9, para distribuir limosnas, hallé a... ¿A que no adivinas, ahora?... Hallé a la flor de la mata, Eugenia, la hija de doña Eusebia y de Villana, tan coja como la dejara y más triste todavía. Esta, al reconocerme, se puso pálida y bajó la vista; mas fue obra de un instante. Irguió en seguida la cabeza y me miró con mucha dignidad. Comprendí que no recibiría limosna de mi bolsillo, y le tendí la mano, como lo haría a la esposa de un capitalista. Me saludó y se encerró en su cubil. Nunca más la vi; no supe nada de su vida, ni si la madre había muerto, ni qué desastre la arrastró a tamaña miseria. Sé que seguía coja y triste. Fue con esta impresión que llegué al 9
Cortijo: casa de inquilinato en Río de Janeiro. 364
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hospital donde Marcela ingresara la víspera y donde la vi expirar, media hora después, fea, flaca, decrépita...
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CLIX La semidemencia Comprendí que estaba viejo y que necesitaba de una fuerza; pero Quintas Borba había partido seis meses antes para Minas Geraes, llevándose consigo la mejor de las filosofías. Volvió cuatro meses después, y entró en mi casa, cierta mañana, casi en el estado en que lo viera en el Paseo Público. La diferencia estaba en la mirada. Venía demente. Me contó que, con el objeto de perfeccionar el Humanitismo, quemó todo el manuscrito e iba a recomenzarlo. La parte dogmática quedaba completa, aunque no escrita: era la verdadera religión del futuro. -¿Juras por Humanitas? -me preguntó. Apenas me salía la voz del pecho, y aun no había descubierto la cruel verdad. Quintas Borba no sólo estaba loco, sino sabía que estaba loco, y ese resto de conciencia, como una débil lamparilla en medio de las tinieblas, complicaba mucho el horror de la situación. Lo sabía, y no se irritaba contra el mal; al contrario, me decía que era aún una prueba de Humanitas, que así jugaba consigo mismo. Me recitaba 366
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largos capítulos del libro, y antífonas, y letanías espirituales; llegó hasta reproducir una danza sacra que inventara para las ceremonias del humanitismo. La gracia lúgubre con que levantaba y sacudía las piernas era singularmente fantástica. Otras aretes se acurrucaba en un rincón, con los ojos fijos en el aire, unos ojos en que, de tarde en tarde, fulguraba un rayo persistente de razón, triste como una lágrima... Murió poco tiempo después, en mi casa, jurando y repitiendo siempre que el dolor era una Ilusión, y que Pangloss, el calumniado Pangloss, no era tan estúpido como lo suponía Voltaire.
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CLX De negativas Entre la muerte de Quincas Borba y la mía mediaron los sucesos narrados en la primera parte del libro. El principal de ellos fue la invención del emplasto Blas Cubas, que murió conmigo, a causa de la enfermedad que atrapé. Divino emplasto, tú me darías el primer lugar entre los hombres, encima de la ciencia y de la riqueza, porque eras la genuina y directa inspiración del cielo. El destino determinó lo contrario; y de ahí que quedaran tantos eternamente hipocondríacos. Este último capítulo es todo de negativas. No alcancé a la celebridad del emplasto, no fui ministro, no fui califa, no conocí el matrimonio Verdad es que, al lado de esas faltas me cupo la buena fortuna de no comprar el pan con el sudor de mi frente. Más aún: no padecí la muerte de doña Plácida ni la demencia de Quincas Borba. Sumadas unas cosas a otras, cualquier persona imaginará que no hubo mengua ni sobra, Y, en consecuencia, que salí mano a mano con la vida. E imaginará mal, porque al llegar a este otro lado del 368
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misterio, me encontré con un pequeño saldo, que es la postrer negativa de este capitulo de negativas: no tuve hijos no transmití a ninguna criatura el legado de nuestra miseria.
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