MUNDOS IGNORADOS
Donald A. Wolheim (Recopilador)
Título original: More Adventures on Other Planets © 1963 Ace books ©...
32 downloads
725 Views
346KB Size
Report
This content was uploaded by our users and we assume good faith they have the permission to share this book. If you own the copyright to this book and it is wrongfully on our website, we offer a simple DMCA procedure to remove your content from our site. Start by pressing the button below!
Report copyright / DMCA form
MUNDOS IGNORADOS
Donald A. Wolheim (Recopilador)
Título original: More Adventures on Other Planets © 1963 Ace books © 1977 Producciones editoriales Avda. José Antonio, 800 Barcelona ISBN. 84-365-1000-3 Edición digital: Umbriel R5 11/02
ÍNDICE Introducción, Donald Wollheim El hijo del sol, (Child of the Sun) Leigh Brackett (1942) Amanecer en Mercurio, (Sunrise on Mercury) Robert Silverberg (1957) En el nombre del hombre, (By the Name of Man) John Brunner (1956) La muerte roja de Marte, (The Red Death of Mars) Robert Moore Williams (1940) El planeta de la duda, (The Planet of Doubt) Stanley G. Weinbaum (1935)
Introducción Cuando empezó la era de los vuelos espaciales, con el lanzamiento del Sputnik I, la gente afirmó que ello. significaba el final de la Ciencia-ficción, porque los viajes interplanetarios habían dejado el campo de la especulación para entrar a formar parte de las noticias periodísticas, que informan sobre la vida diaria. Durante cierto tiempo pareció que estas predicciones iban a cumplirse, ya que el aumento de artículos periodísticos sobre los satélites de la Tierra coincidió con un aminoramiento de las novelas de cienciaficción. Sin embargo, actualmente hemos comprendido que tales predicciones fueron prematuras. Nos hallamos ya en el umbral de la era espacial, pero aún nos queda una larga distancia que recorrer. Paso a paso nos abrimos camino, pero aún obstaculizan el sendero muchas dificultades. Así, entre el primer cohete espacial y el día en que el hombre de la Tierra pose sus plantas en otros mundos todavía existe un largo plazo de tiempo, que sólo servirá para que los imaginativos proyecten teorías, descabelladas o no, acerca del futuro. Incluso el aterrizaje en la Luna, Marte o Venus, de los primeros astronautas, incrementará estas teorías, ya que si la Historia debe, servirnos de guía (¿y con qué otra guía podemos contar?), el primer viaje de Colón sólo sirvió para llenar un par de siglos con las más bizarras exploraciones y los más impensados descubrimientos. Creemos firmemente que la ciencia-ficción con respecto a los mundos del espacio todavía seguirá entre nosotros mucho tiempo. Y es pensando en lo anterior que se han reunido en este volumen esta selección de relatos, bajo el título de MUNDOS IGNORADOS. Hace más de tres cuartos de siglo se descubrió un planeta que se hallaba, incluso, más cerca del Sol que Mercurio. Sus descubridores, astrónomos respetados, lo denominaron Vulcano, y atestiguaron debidamente su paso a través de la órbita del Sol. Actualmente, este mundo se halla perdido, si es que existió de veras alguna vez, y hoy día no se halla en los mapas del sistema solar. Leigh Brackett, forjador de maravillas cósmicas, ha imaginado un relato sobre el nuevo descubrimiento de Vulcano, explicando su esquivez y utilizándolo como tela donde pintar un retrato vívido de la vida sobre dicho planeta y el mismo Sol.
EL HIJO DEL SOL Leigh Brackett Eric Falken se hallaba completamente inmóvil y vigilaba atentamente los mandos de la nave espacial "Falcon". Las luces rojas del panel indicador señalaban naves hiltonistas en una media luna tridimensional, encima, detrás y debajo de él. Como unas tenazas que se acercaban velozmente. El instinto animal de huir alentaba en él, pero no podía obedecer. Tenía bastante combustible para intentar una última prueba de velocidad. Pero no había paso a través del círculo de naves espaciales. Los faros exploradores, que se cruzaban entre sí, atraparían al "Falcon" como a un pececillo dentro de una red. Tampoco había forma de seguir hacia delante. Mercurio estaba allí, fiero y extraño, expuesto a todo el fulgor del Sol. Las naves de Gantry Hilton, Presidente de la Federación de los Mundos, inventor del Psicoajustador y caudillo de las almas de los hombres, le
estaban empujando hacia abajo, para obligarle a realizar un aterrizaje en el solitario puesto avanzado de la Guardia Espacial. No podía evitar el aterrizaje. Y en tal caso... Para Paul Avery, la elección entre la muerte o la felicidad. Para sí mismo y para Sheila Moore, no había elección: era la muerte. Las luces rojas parpadearon ante la mirada de Falken. La pulsación de los electrodos bajo sus pies se desvaneció en la distancia. Llevaba en los mandos cuatro días de cronómetro, desde que los hiltonistas le estaban persiguiendo desde Lonsangles, en la Tierra. Lo sabía porque se hallaba tan agotado que no podía pensar, o impedir que la pesadilla de los últimos días le desquiciase el cerebro, martilleándole con la incesante pregunta: ¿Cómo? ¿Cómo le habían seguido el rastro los hiltonistas desde Nueva York? Paul Avery, el recluta Subregenerado que él había ido a buscar, había pasado por una rígida prueba síquica, la cual, incidentalmente, había revelado el más excelente cerebro que jamás se hubiera unido a la causa de los Subregenerados. No podía ser un espía. Y no había, hablado con nadie más que con Falken. Sin embargo, estaban siendo perseguidos. Ahora, la Guardia Nacional Hiltonista se hallaba muy atareada destruyendo las últimas vías de escape de la Tierra, vías de escape que Falken conocía de memoria. ¿Pero cómo? Sabía que él no se había descubierto. Durante treinta años había estado arrebatando Subregenerados de las Fortalezas de Paz y Felicidad de Gantry Hilton. Era, pues, demasiado veterano para cometer errores. Sin embargo, la Guardia Negra les había descubierto en Losangles, donde el "Falcon" estaba oculto. Y sin embargo, de algún modo, se habían escapado con una muchacha muerta de hambre, de ojos verdes, llamada Kitty... -Kitty, no - musitó Falken -. Kitty es Feliz. Hilton se apoderó de Kitty hace treinta años. El día de nuestra boda. Una chiquilla muerta de hambre llamada Sheila Moore, que le pido ayuda porque él era Eric Falken, y casi un dios para los Subregenerados. Huyeron en el "Falcon", pero las naves hiltonistas les siguieron. Un vuelo sin esperanza, un esfuerzo desesperado para escapar de aquella persecución antes de hallarse demasiado cerca del Sol. Varias veces, utilizando `su magnífico combustible y las aceleraciones que incluso ponían a prueba su duro cuerpo, Falken pensó que había conseguido huir. Pero de nuevo le habían descubierto. Era misteriosa la manera como le encontraban. Ya no podía correr más. Al menos llevaría a los hiltonistas lejos de los compasivos agujeros helados donde se escondía su pueblo, en los planetas exteriores, en los estériles satélites y en las oscuras moles que flotaban fuera de las sendas navegables. Y se suicidaría antes de que los psicoanalistas hiltonistas pudieran obtener de su cerebro alguna información con respecto a los Subregenerados. Se mataría si conseguía despabilarse. Empezó a reírse con una risa rabiosa, de borracho. No podía dejar de reír. Se asió al borde del panel y rió hasta que las lágrimas surcaron su Atezado rostro, lleno de cicatrices. -¡Cállate! - le gritó Sheila Moore -. ¡Cállate, Falken! -No puedo. Es muy divertido. Hace treinta años que los Subregenerados vivimos en un infierno, luchando contra el Hiltonismo. Y ahora estamos listos. Es decir, ya lo estábamos antes de emprender el viaje. "¡Y ahora voy a dormir! ¡Por tanto, ellos pueden sufrir unas cuantas semanas más! ¡Es tan condenadamente divertido...!
El sueño se apoderó de Falken. Un sueño urgente y poderoso, tanto, que le parecía que una garra invisible le apretujase el cerebro. Sus manos abandonaron los mandos del aparato. -¡Falken - le gritó Sheila Moore -, Eric Falken! Algo metálico en la voz de la joven le obligó a levantar de nuevo la cabeza. Ella estaba acurrucada en una de las literas superiores, centelleantes sus verdes pupilas, y tenso su esbelto cuerpo dentro de su destrozado vestido de seda verde. -¡Tienes que despistarles, Falken! ¡Tienes que escapar! Él había dejado de reír. -.¿Por qué? -preguntó tristemente. -Porque nosotros te necesitamos, Falken. Eres una leyenda, una esperanza a la que nos asimos. Si te entregas, ¿qué va a ser de nosotros? Sheila se levantó y dio unos pasos por la estrecha cabina. Paul Avery contemplaba desde su litera, en la pared opuesta, sus ojos ambarinos embotados por la profunda lasitud que quebrantaba su bello cuerpo juvenil. Falken también la miró. El terrible apremio del sueño seguía oprimiendo su cerebro, robando la fortaleza de sus músculos. Pero no podía dejar de mirar a Sheila Moore. Por ella había puesto en peligro su vida, y por Avery también, y había quebrantado la ley de los Subregenerados por salvarla a ella, a una desconocida, que no había pasado prueba alguna. Sheila resplandecía. Penetraba en el cerebro de Falken con el mismo fuego helado que -había sentido cuando Kitty fue separada de sus brazos. -Tienes que escapar - repitió la muchacha -. No podemos entregarnos. Su voz sonaba distante, y su cabello suelto, del color del oro, formaba como un halo de luz en torno a su cabeza. Las tinieblas estaban apoderándose del cerebro de Falken. -¿Cómo? - susurró. -¡No lo sé..., Falken! - le asió de un brazo con temblorosos dedos -. Te están acorralando hacia Mercurio. ¿Por qué no les engañas? ¿Por qué no ir más allá? Falken la miró fijamente. No se le había ocurrido tal idea. No podía habérsele ocurrido. Más allá de la órbita de Mercurio sólo había la muerte. Avery saltó al suelo. Durante un instante de sobresalto, el cerebro de Falken se despejó, viendo el salvaje terror en los ojos de Avery. -¡Moriríamos! - gritó roncamente -. El calor... Sheila se le enfrentó. -Moriremos de todas formas, a menos que desees el Cambio Psíquico. ¿Por qué no probarlo, Eric? Los instrumentos de ellos no funcionarán cerca del Sol. Tal vez temerán seguirnos. La acerada, febril fuerza de la joven les sacudió. -¡Pruébalo, Eric! No tenemos nada que perder. Paul Avery trasladó su vista de uno al otro, y luego a las luces rojas que indicaban las naves enemigas. De repente se sentó en el borde de su litera, con el rostro entre las manos. Falken observó los nervios de sus manos, como un manojo de cuerdas. -No... no puedo - susurró Falken. La fuerza de su sueño era más imperiosa que nunca. Añadió -: No puedo pensar... -¡Debes hacerlo! - le exigió Sheila -. Si te duermes, nos atraparán. No puedes matarme y matarnos. Te vaciaran el cerebro. Y luego te lo hiltonizarán con el psicoajustado. Pondrán en blanco tu cerebro con los impulsos eléctricos y después te injertarán una memoria completamente nueva, transmutando incluso tus circunvoluciones cerebrales para que no puedas pensar del mismo modo. Te cambiarán tu metabolismo, tu equilibrio glandular, tus huellas dactilares. Falken sabía que ella le estaba recordando estas cosas deliberadamente, para obligarle a la lucha. Pero las tinieblas del sueño seguían atenazándole.
-Incluso perderás tu nombre - prosiguió ella, implacable -. Te tornarás plácido y sin vida, dejando que tu existencia transcurra ociosamente, uno más del rebaño de Hilton. Como... - respiró profundamente y agregó -: como Kitty. Falken la oprimió por los hombros, sacudiéndola febrilmente. -¿Cómo lo sabes? -Aquella noche, cuando me encontraste, pronunciaste su nombre. Quizá yo te hice acordarte de ella. Sé lo que sientes, Eric. Se apoderaron de la chica que amabas. Él la miró fieramente, reflejándose en sus ojos el resplandor de las verdes pupilas de la muchacha: Había acero en ella. Pudo sentir el impacto del choque de ambas voluntades. -Háblame - le ordenó -. Mantenme despierto. Lo probaré. El sueño estaba asaltando a Falken con manos físicas. Pero volvió a concentrar su atención al tablero de mandos. El feroz resplandor de Mercurio le apuñalaba sus enrojecidos ojos. Las luces rojas le acosaban. No podía pensar. Y entonces Sheila Moore empezó a hablar. De pie a espaldas suyas; con sus delgadas y vitales manos en sus hombros, iba contándole la historia del hiltonismo. -El Sicoajustador de Granty Hilton fue bueno al principio. Mediante el lavado artificial de las ondas cerebrales, y el uso del electro-hipnotismo, o transmisión de formas de pensar directamente al cerebro, curaba demencias no lesionales, neurosis, y las tendencias criminales. Luego, al finalizar la Guerra Interplanetaria... Las luces rojas se acercaban. ¿Cómo podrían escapar a la agresión de la Guardia Especial? La voz de Sheila combatía a las tinieblas de su cerebro. Velocidad, esto era lo que le hacía falta. Y más coraje que el que había empleado en toda su vida. Y suerte. -Sigue hablando, Sheila. Mantenme despierto. -Hilton fomentó su descubrimiento. La gente estaba agotada tras seis años de lucha. Deseaban el Hiltonismo, la Paz y la Felicidad. La pasión por huir de la vida les tornó en lunáticos. Falken asió la palanca de emergencia y la llevó hacia abajo. La última onza de fuerza acumulada penetró en los tubos del cohete. El "Falcon" se enderezó y aceleró su marcha. Entonces, salió disparado hacia Mercurio, mientras el gimiente chirrido del metal hacía estremecer los muros de la cabina. Estallaron varias granadas espaciales. El "Falcon" se estremeció, pero no le alcanzaron. El círculo de luces rojas se iba quedando atrás. La aceleración desgarraba el cuerpo de Falken, pero la tela de araña del sueño iba aflojando su presa. La voz de Sheila iba contándole la historia de la esclavitud del hombre. Los pelados y hambrientos picos de Mercurio destellaron ante Falken. Y entonces las armas de la Guardia Espacial atronaron el espacio. -¡Sigue, Sheila! - gritó Falken -. ¡Sigue hablando! -Bien, Gantry Hilton se convirtió en una especie de Dios, rigiendo los pensamientos y las emociones de la gente. No halló ninguna oposición, salvo por parte de los Subregenerados, que carecíamos de poder. La humanidad se desenvuelve en medio de un estupor plácido. No puede sentir incomodidad, deslealtad, ni el deseo de progresar y cambiar. No puede luchar, siquiera sea moralmente. "Gantry Hilton es un dios. Su hijo será un dios. Y la humanidad está agonizando. En el cerebro de Falken se produjo un extraño y casi audible impacto. Sintió el rápido y terrible choque del odio que le sobresaltó porque no formaba parte de su personalidad. Desapareció al instante y su mente se aclaró. Estaba agotado por completo, pero podía pensar y pelear. Lívidas y flamígeras estrellas surgían y morían en torno suyo. Los fatigados electrodos rugían de agonía. Las alargadas manos de Falken se afanaban en los controles. Ahora sabía lo que iba a hacer.
Abajo, abajo... directamente hacia las negras, vomitantes bocas de las armas, apostándolo todo a que su súbito impulso de velocidad confundiría a los artilleros, a que la minúscula mole de su nave hundiendo el vacío de proa, sería muy difícil de distinguir contra las profundidades espaciales moteadas de estrellas. Tenía los labios blanquecinos. Las delgadas manos de Sheila eran como un dolor pasajero en sus hombros. Abajo, abajo... Los picos de Mercurio casi rozaban el casco de la nave. Una granada estalló muy lejos. Cegado, aturdido, Falken guiaba el cohete con el instinto. Silenciosos cohetes frenaron el-impulso gravitatorio por un momento. Luego, la nave volvió a hallar su camino a través del vacío. Había pasado Mercurio. Al otro lado, en el espacio libre, la nave no era ya más que una veloz mota de polvo perdida entre los titánicos fuegos del Sol. Falken se volvió. Paul Avery seguía en su litera, pero sus ojos dorados, muy abiertos, contemplaban fijamente a Falken. Se trasladaron a Sheila Moore, que se había dejado caer exhausta al suelo, y de nuevo se posaron en Falken... como queriendo atravesarle en una fría mirada que Falken no fue capaz de comprender. Falken cortó la fuerza impulsora de los cohetes. Vigiló los mandos. El calor estaba pegándose al casco de la nave. Falken miró a través de las sombreadas portillas al vasto y abultado Sol. Ningún hombre en la historia de los viajes espaciales se había aventurando a acercarse tanto. Se preguntó cuánto tiempo podrían resistir el calor, y si el casco podría desviar las poderosas radiaciones. Su cerebro, con su conocimiento de los campamentos de Subregenerados, se hallaba a salvo por algún tiempo. Conociendo lo poco que podía esperar de la suerte, sonrió sardónicamente, no sabiendo si el hábito había ocupado el sitio de la razón. Entonces, la resplandeciente cabeza de Sheila le obligó a acordarse de Kitty, y comprendió que su agotado cuerpo le estaba traicionando.. No, no podía abandonar. Se sentó junto a Sheila. Le cogió las manos y le dijo: -Gracias. Muchas gracias, Sheila Moore. Y luego, pacíficamente, se quedó dormido con la cabeza reposando en el regazo de la joven. El calor era maligno, como un vampiro. Eric Falken lo sintió aun antes de despertarse. Estaba tendido en la litera de Paul Avery, y el sudor de su cuerpo había formado como un charco debajo de él. Sheila estaba sentada a su lado, con los ojos cerrados, y el dorado cabello peinado hacia atrás. Su vestido de seda verde estaba, humedecido de sudor. La delgadez de su cuerpo le proporcionaba una rara belleza, clara y suave, como una escultura de hielo. Había vivido en callejones y bodegas, ocultándose de los hiltonistas, porque no quería ser Feliz. Era una muchacha fuerte. Como una gatita que no quiere morir. Avery, sentado en la silla del piloto, miraba al exterior a través del portillo. Giró en redondo cuando Falken despertó. El cansancio había huido de su juvenil y cuadrada cara, pero todavía tenía los ojos velados y enrojecidos. Falken no pudo leer en ellos, pero le pareció intuir el temor. -¿Cuánto tiempo he dormido? - quiso saber. Avery se encogió de hombros. -El cronómetro se paró. Supongo que mucho tiempo. Quizá veinte horas. Falken se acercó a los mandos. -Será mejor que retrocedamos. Daremos un amplio rodeo y tal vez podremos volver a esquivar a Mercurio. Esperaba que la constante velocidad no les hubiese llevado demasiado lejos y llegase a faltarles el combustible. El alivio se dibujó en el rostro de Avery.
-¡Es enorme el Sol! - se quejó -. Es aterrador. Nunca había pasado tanto miedo... Se interrumpió de repente. Algo. en su tono de voz hizo que Sheila abriese mucho los ojos. De pronto el zumbador de detección de masas empezó a sonar, con su insistente persistencia. -¡Un meteoro! - gritó Falken, y saltó a la pantalla del visor. Se inmovilizó. No era un meteoro que se dirigiera hacia ellos, procedente del vasto campo resplandeciente del Sol. Era un planeta. Un planeta oscuro, negro como el infinito, estéril y cruel hasta la negación, cuyos altos picos brillaban con fuegos fosforescentes. -¡Cielo santo! - murmuró Paul Avery -. ¿Un planeta aquí? ¡Es imposible! Sheila Moore intervino rápida. -¡No! Recordar las antiguas leyendas acerca de Vulcano, el planeta situado entre Mercurio y el Sol. Nadie creyó en él, porque no pudieron descubrirlo. Pero tampoco pudieron explicarse jamás la excéntrica órbita de Mercurio, excepto por la interferencia gravitatoria de otro planeta. -Seguramente los observadores de Mercurio lo habrían descubierto ¿no? - objetó Paul Avery, y en su garganta comenzó a latirle el pulso fuertemente. -Está allí - observó Falken con impaciencia -. Y nos estrellaremos contra su superficie dentro de un minuto si no... ¡Sheila! ¡Sheila Moore! El resplandor procedente de los portillos iluminó su agitanado rostro y el brillo centelleante de sus ojos azules. -¡Es un mundo, Sheila! ¡Podría ser un mundo para nosotros, un mundo donde los Subregenerados podrían vivir y esperar! La joven jadeó y le miró con fijeza. -¡Míralo, Eric Falken! - gritóle Avery -. Nadie ni nada podría prosperar aquí. -¿Temes aterrizar y comprobarlo? - le preguntó Falken, con suavidad. Los amarillentos ojos quedaron confundidos. Luego, Avery volvió la cabeza. -No, pero no puedes aterrizar, Falken. Fíjate bien. Falken encendió uno de los poderosos reflectores. Vulcano era más pequeño aún que Mercurio. No había atmósfera. Los picos de sus mares ascendían a una enorme altura, como queriendo penetrar el brillante resplandor solar. El haz de luz se dirigió al fondo oscuro de sus valles. No había nada más que roca cristalizada, que destelló a la reverberación de la luz. -Es igual - murmuró Falken -. Voy a aterrizar. Si existía la más leve oportunidad no podían desaprovecharla. Los Subregenerados vivían casi muriendo en los mundos deshabitados. Paul Avery era el único ser reclutado en muchos meses. Y se había estado muriendo en las miserables fortalezas independientes del espacio exterior. El hambre, la miseria, el frío y la oscuridad. La inseguridad y el peligro, y el pavoroso terror de los humanos arrancados a la tierra y a la luz. A menos que hallasen un lugar seguro, con calor, luz y tierras de cultivo, donde los niños pudiesen nacer y criarse, Gantry Hilton llegaría a apoderarse de todo el Sistema Solar para su recreo. No hubo más protestas, Falken puso la nave dirigida hacia abajo, con infinita destreza. Luego dio media vuelta, sintiendo que la sangre se agolpaba a sus muñecas y a su garganta. -Los trajes del vacío - pidió -. Hay dos y uno de reserva. Se los pusieron, se deslizaron por la escotilla y salieron al aire libre, los primeros seres humanos en un mundo por descubrir. El peso plomizo de sus botas les ayudó a quedar sujetos al suelo, permitiéndoles andar. Falken probó la roca con un bastón provisto de contera de acero.
-Es como el cristal - dijo -. Probablemente, formado por algún compuesto químico desconocido, fundido por la viva fuerza de los trastornos solares que originó los planetas. Esto explicaría su resistencia al calor. Los radioauriculares le trasmitían con toda claridad la voz de Avery, y Falken comprendió que toda la materia del planeta se hallaba aislada contra las radiaciones solares, que normalmente habrían impedido toda comunicación. -Sea como sea - repuso Avery -, absorbe la luz. Pero esto nunca ha podido ser visto. Sólo unos débiles destellos se filtran a su través, demasiado flojos para que ni siquiera los telescopios de Mercurio puedan captarlos, detectándolos contra el Sol. Su mole es demasiado diminuta para que su tránsito pueda ser observado, y además no produce reflejos. -Un perfecto desconocido escondido en pleno espacio - observó Sheila, estremeciéndose-. ¡Mira, Eric! ¿No es la entrada de una caverna? El corazón de Falken le dio un vuelco de esperanza. Había cavernas en Plutón. Quizás en el centro de este extraño mundo... Se acercaron a la entrada. Estaba sorprendentemente caliente. Falken sospechó que la roca difundía el calor solar en lugar de frenarlo. Espirales de vapor cálido ascendían hacia el cielo, pareciendo querer apuñalar a las estrellas. Furtivos destellos de luz entraban y salían de la oscura profundidad. La cueva se abría ante ellos, y la luminosidad de sus linternas resbaló por sus muros, disipando las tinieblas. Falken desenrolló una cuerda de fibra sintética de un millar de pies de longitud, que llevaba enrollada a la cintura. No tenía el espesor de un hilo de araña, aunque era lo suficientemente resistente para soportar el peso de Falken y Avery, a la vez. Ataron a un extremo una de las botas metálicas de cada uno, y dejaron caer la cuerda. Flotó durante lo que pareció un tiempo interminable, cayendo perezosamente, debido a la poca fuerza de la gravedad. Ochocientos... novecientos pies. Cuando en la mano de Falken no quedaban más que cinco pies de cuerda, se detuvo. -Bueno, hay un fondo. Paul Avery le cogió del brazo. -¿Vas a bajar? -¿Por qué no? - Falken le contempló, extrañado -. Quédate aquí, si lo prefieres. ¿Sheila? -Voy contigo. -De acuerdo - murmuró Avery -. Vendré. Sus ojos ambarinos parecieron momentáneamente los de un león atrapado en un pozo. Asustado y peligroso. ¿Peligroso? Falken meneó la cabeza con irritación. Hendió el bastón en una grieta y aseguró la cuerda. -Nos colgaremos de la cuerda - explicó -. Flotaremos como globos. Pero hay que tener cuidado. Yo iré delante. Si allá abajo hay peligro, arrojaremos la otra bota que nos queda y ascenderemos con rapidez. Descendieron, flotando asidos a la cuerda. En el oscuro pozo resplandecían leves destellos luminosos. El calor iba en aumento. Entonces, Falken pegó con el pie contra la resquebrajada pared de enfrente y empezó a deslizarse con una inclinación de cuarenta y cinco grados. De repente, apareció un vivo resplandor. Falken parpadeó, asombrado. Luego, gritó fiera, salvajemente, en advertencia., La "cosa" estaba casi frente a él. Un coloso de ojos ardientes, como asentado sobre unos largos zancos, las mandíbulas abiertas, bien provista de colmillos y tensos los músculos. Falken empuñó su daga radioactiva. El veloz movimiento le hizo perder el equilibrio. Sheila, que se deslizaba detrás suyo, tropezó con él y ambos cayeron, lentamente,
resignados ya a una muerte cierta en manos de aquel monstruoso ser que se disponía a cargar contra ellos en medio de un arco iris de cegadora luz. Paul Avery aterrizó a su lado, lista su daga radioactiva. Falken y Sheila se incorporaron, con un sudor frío en todo su cuerpo. -¿Qué era aquello? - preguntó Sheila. -¡Quién sabe! - repuso Falken, estremecido de terror. Lanzó una ojeada a su alrededor. El monstruo estaba ahora lejos. Falken llevó a sus compañeros, apresuradamente, hacia el refugio de la pared agrietada. Unos jinetes estaban dando caza ahora al coloso. Jinetes de tan extrañas formas que ni la mente más desquiciada de un ser humano habría podido concebirlos. Jinetes en unos corceles semejantes a las colas de los cometas, tenues, vaporosos, seguidos por una manada de. perros ladradores. El sudor frío persistía en Falken. -¿Cómo pueden vivir sin aire? - susurró -. ¿Y por qué no nos ven? No había respuesta. Pero por el momento, se hallaban a salvo. La luz, que cambiaba de color a cada instante, ahora no les mostraba nada en movimiento. Estaban sobre. un suelo de roca negra cristalina. Por encima y a ambos lados, los muros formaban curvas que se alejaban hacia un gran resplandor... la luz del Sol, al parecer, que hacía resplandecer a todo el planeta. Al frente había una llanura también negra, cuya curva se emparejaba con la de la cueva. Falken lo contemplaba todo asombrado. No había sitio donde estar a resguardo. No podía habitarse en aquel planeta. En aquel pozo no existía la vida tal como Falken la concebía. Y sin embargo, había cierta clase de vida, por extraña que fuese. Si volvían aquellos jinetes, no podrían escapar a su destino. -Será mejor regresar - dijo, girándose para coger la cuerda. La grieta había desaparecido. Lisa y sin fisuras, la pared negra parecía estar burlándose de él. Sin embargo, no se había, movido más de dos pasos. Sintió como una puñalada de miedo. -Busquémosla - murmuró -. Debe estar por aquí. Paul Avery se echó a reír secamente. -Aquí hay algo - declaró -. Algo con vida... Falken rezongó: -¡Naturalmente, tonto! Esos jinetes... -No. Algo más. Algo que se ríe de nosotros. -¡Cállate, Avery! - le ordenó Sheila -. No podemos dejarnos dominar por los nervios. -Ni podemos permanecer tampoco aquí buscando la fisura eternamente - Falken procuraba atisbar por entre los cegadores rayos de luz -. Debemos seguir explorando esto. Quizás existe otra salida. Avery soltó una risita sin humor. -Y quizá, no. Quizá ni siquiera hubo jamás- una entrada. ¿Qué ha sucedido, Falken? -Domínate - le aconsejó Falken, severamente -, o te quitaré la válvula de oxígeno. Está bien. Adelante. Fueron siguiendo un largo sendero que atravesaba la llanura negra, sin aire, en medio de un silencio subyugador, deslizándose sobre la roca cristalina, casi cegados por la luminosidad multicolor. Y entonces, Falken divisó el castillo. Apareció ante ellos de repente, una mole de alas achatadas con torrecitas retorcidas y ventanales contorsionados. Falken parpadeó asombrado. Estaba seguro de no haberlo visto antes. Quizá la luz...
Titubearon. Por los poros de la piel de Falken parecían estar filtrándose leves motitas de hielo. Hubiera querido dar la vuelta al castillo, pero las negras paredes parecían alargarse indefinidamente a ambos lados de aquél. -Entraremos - anunció, y sintió, empero, un escalofrío ante la aterradora idea de tropezar con seres como aquellos que, habían estado dando caza al coloso de ojos llameantes. Con las dagas a punto, ascendieron unas escalinatas de altísimos peldaños. Ante ellos se extendía un vestíbulo sin ventanas. Lo siguieron. Falken tuvo de pronto una impresión de "cambio". Las paredes se estremecían como si por ellas resbalase una tenue cortina de agua. Y de repente, unas puertas se abrieron delante de un salón redondo. Falken atravesó una puerta. Al otro lado había un enorme salón redondeado por completo, con más puertas. Retrocedió. El vestíbulo que acababan de abandonar había desaparecido. Sólo había puertas. Centenares de puertas, de extrañas formas y tamaños, como las cosas que la mente humana recuerda con imperfección. Paul Avery empezó a reír. Falken le golpeó rudamente encima del casco. Avery calló, y Sheila asió a Falken del brazo, apuntando la mano hacia delante. Unas oscuras sombras avanzaban hacia ellos, extrañas, monstruosas, como aves gigantescas. El corazón de Falken se sintió sobrecogido de pánico. Las sombras les iban dando caza... Falken ahogó la risa histérica que estaba a punto de brotar de su garganta. Abrió otra puerta. Salones con puertas. Y las sombras se arrastraban detrás de ellos. Falken empezó a abrir puertas, una tras otra, en rápida sucesión, pero detrás de cada una sólo se veían salones provistos de más puertas. El corazón le latía aceleradamente, con un dolor profundo, real. Tenía el traje empapado en sudor frío. Atravesaba continuamente puertas y más puertas, salones y más salones, siempre con las sombras a sus espaldas, enroscándose a los muros y a las huertas... a las puertas. Paul Avery lanzó una risita ahogada. -¡Tiene gracia! - comentó, y se arrojó al negro suelo. Las sombras le pasaron por encima. Los ojos de Sheila estaban mirando fijamente al ajado y pálido rostro de Paul. Su terror obró el milagro de despertar la conciencia en el cerebro de Falken. -¡Ayúdale a levantarse! - gritó -. ¡Ayúdale a levantarse! Tuvieron que cogerle, Sheila por los pies y Falken por los sobacos. Siguieron trastabillando con su carga. Y de pronto no hubo ya puertas, ni techo alguno. Sólo la luz y los muros cristalinos... y las cambiantes sombras. Los muros eran muy delgados en algunos sitios. A su través, Falken pudo divisar al enorme coloso de ojos llameantes, que se extendía ante la luminosidad del Sol. Llegaron de nuevo los cazadores y los sabuesos, sin adelantar ni retroceder, cabalgando simplemente, siempre en el mismo sitio. Se desvanecieron los muros y las sombras. Ahora se hallaban solos en el centro de la negra llanura. Falken miró hacia el castillo, a sus espaldas. No había nada más que la desnuda piedra. Dejaron a Paul Avery en tierra. Falken vio como Sheila se arrodillaba a su lado. Se echó a reír con risa siniestra, enloquecida. Luego se arrodilló junto a los otros, su rostro, agitanado y lleno de cicatrices convertido en una máscara pétrea. Falken nunca supo si fue entonces o varias horas después cuando oyó la voz. Pero sonó fuertemente en su cerebro. Al oírla se puso de pie, empuñando la fútil daga radioactiva.
-¡Son humanos! -exclamaba la voz-. ¡Qué maravilloso! Falken elevó la mirada, observando un cambio en el matiz de la luz. Algo flotaba hacia arriba. Era como una zona de diez pies de un halo espeso, como un núcleo de resplandor cegador rodeado de un disco de fuego petrificado. La belleza de aquello, fuese lo que fuese, maravilló a Falken. Aquel ser titilaba con una opalescencia lumínica, infinitamente suave, como una llama viviente, mágica, flotando a la cambiante luz de un arco iris. Sintió oprimírsele el corazón, como invadido de una dulce tristeza. La voz volvió a sonar, ahora claramente audible. -Sí, vivo y os hablo. Sheila y Avery se habían incorporado, a su vez. Miraban a aquel ser con voz, con los ojos completamente abiertos. -¿Quién eres? - susurró la joven. Aquel ser de fuego pareció replegarse en sí mismo. De sus bordes destellaron como lenguas de fuego, y sus colores rieron. -¿Una mujer, eh? ¡Espléndido! Tendré que maquinar algo especial - cambiaba de color a medida que cambiaba de ideas -. Vosotros me asombráis, humanos. No puedo leer en vuestras mentes, aparte de los pensamientos telepáticos dirigidos a mí, pero puedo sentir la energía que emerge de vosotros. "Había pensado que ese humano pálido era el más fuerte. Sin embargo, ha fallado, y en cambio vosotros dos os mantenéis firmes. Avery miró a Falken con sus pupilas ambarinas, ahora encendidas con unas lucecitas incomprensibles. -¿Quién eres? - le preguntó Falken a la luz. El fuego flotante giró y se curvó. Del núcleo surgieron como unas plumas de pavo real multicolores y brillantes. -Soy el Hijo del Sol - respondió con orgullo. Vio cómo los otros se atragantaban de asombro, y se rió con unas notas áureas de burla. -Os lo explicaré, humanos. Me divertirá tener un auditorio no creado por mí. ¡Mirad! Un fragmento de roca cristalina tomó forma ante ellos. En su interior comenzó a brillar un punto lumínico. Era un Sol, en el primer destello de su juventud viril. Giró lentamente en torno a su órbita galáctica. Luego, desde las profundidades del más remoto espacio, se acercó otro Sol. Era inmenso, ardiendo con un resplandor blanco azulado. Se produjo un apareamiento y al instante nacieron nueve mundos en medio de un incendio deslumbrador. Y hubo vida. No en los nueve ardientes planetas. Sino en el espacio libre, con diminutos globos de fuego, fragmentos del Sol que lanzaba chispas de inteligencia con las enormes explosiones de la energía. La pintura se tornó borrosa. Los colores de la luz flotante cambiaron mortecinamente. -Somos muchos - suspiró la extraña criatura -. Somos como pequeños soles, que vivimos de la conversión de nuestros propios átomos. Jugamos en los espacios abiertos. Sombrías figuras poblaban el paisaje, halos más allá de la humana comprensión, una leve visión de esplendor de extraños mundos con los enormes, inmensos soles girando en el espacio. -Como soles que somos - continuó la voz -, irradiamos nuestra propia energía. Podríamos extraer fuerza de nuestro padre, pero no la suficiente. Y morimos. Pero yo soy más fuerte que los demás, y más inteligente. Y me construí una concha. -¡Construir! - susurró Avery -. ¿Pero cómo?
-Toda la materia se halla formada de energía en bruto, de electrones y protones que existen en estado libre. Con parte de mi propia masa construí este mundo que hay a mi alrededor, para mantener la energía del Sol y proteger la irradiación de mi vitalidad. "He vivido, mientras los demás morían. He visto cómo los planetas se enfriaban, vivían y morían. No soy inmortal. Mi masa disminuye en tanto la energía huye de mi cuerpo. Pero hasta que me agote debe transcurrir mucho tiempo. También veré morir al Sol. La voz calló. Los colores eran como cenizas luminosas. Falken se sintió sobrecogido de una punzante penó. Luego, las maliciosas llamaradas revivieron y la voz habló: -Mi mayor problema es la distracción. Me aburro y dentro de mi concha me veo obligado a imaginar diversiones. -¿Los cazadores - jadeó Falken -, la fisura que se ha desvanecido, el castillo, mágico? De pronto, sentía frío y calor, a la vez. -¿Hábil, verdad? Creé a la fiera de unos eones, hace algún tiempo. Según mi plan, la bestia no puede huir ni los cazadores atraparla. Pero, debido a un factor de incertidumbre, existe una oportunidad entre varios centenares de billones de que pueda ocurrir una de ambas cosas. Y esto me proporciona una diversión interminable. -¿Y el castillo? - musitó Falken -. También es parte de la distracción. -¡Oh, sí! Vuestras reacciones emocionales... ¡Muy interesante! Falken levantó la daga radioactiva y asestó un golpe contra el núcleo de la luz. El fuego vívido se limitó a retorcerse y replegarse más sobre sí mismo. El Hijo del Sol se echó a reír. -La energía en bruto es mi único alimento. ¿Qué, no hay más preguntas? La voz de Falken tenía un tono casi amable. -¿Sólo piensas en divertirte? Los colores del Hijo del Sol volvieron a amortiguarse. ¿Qué más puede hacer para pasar el tiempo? ¡El Tiempo! ¡Tiempo, desde que el diminuto y helado Plutón no era más que un globo de incandescente gas! -Tú cerraste la entrada del pozo por donde descendimos - le reprochó Avery. -Claro está. -¿Volverás a abrirla? ¿Nos dejarás salir? El tono de su voz le traicionó. Falken y Sheila se dieron cuenta. -¡No! - gritó la joven con voz enronquecida -. ¡No nos dejará salir! ¡Nos retendrá aquí para divertirse con nosotros, hasta nuestra muerte! Unos estremecedores colores rojos iluminaron al Hijo del Sol. -¡Morir! - exclamó -. Mis criaturas existen hasta que se desvanecen por mi voluntad. ¡Pero la muerte... la auténtica muerte debe ser una maravillosa diversión! Falken se sintió invadido de una tremenda, loca rabia. Aquella inmensa caverna parecía estar burlándose de él, matando de golpe sus escasas esperanzas. Se mofaba de él con sus sólidos muros que estaban construidos y cambiaban constantemente como si fueran de humo, por el poder de aquella llama suave, dulce, sin alma... Todo construido, todo edificado por una sola voluntad... Todo cambiando por esa misma voluntad suprema. De repente, el cerebro pareció latirle con vida propia. Falken se inmovilizó, rígido, como aplastado ante la magnificencia de su idea. Empezó a temblar, y por sus venas comenzó a circular una loca esperanza, hasta el punto. de que sintió un vivo dolor en sus entrañas. -¿No puedes crear auténticos seres vivientes, verdad? - le preguntó al ser de fuego, con sumo cuidado. -No - replicó el Hijo del Sol -. Puedo fabricar los elementos químicos de sus cuerpos, pero la chispa vital se muestra esquiva. Mis criaturas son simples juguetes activados por
la fuerza eléctrica de sus átomos. Piensan, de manera limitada, y experimentan crudas emociones, pero no viven en el verdadero sentido de la palabra. -¿No puedes fabricar otras cosas? ¿Rocas, tierras, agua, aire? -Ciertamente. Para ello tendría que gastar gran parte de mi fuerza, y se debilitaría mi concha, puesto que debería reducir parte de la roca a sus primarias partículas y reconstruirlas. Pero también puedo hacerlo, sin que la pérdida de energía sea grave. Hubo un silencio. Los distantes fuegos azulados resplandecían en las pupilas de Falken. Vio que los otros dos le estaban mirando. Estaba acechando la oportunidad de un descuido de la masa brillante que evolucionaba sobre sus cabezas, como un nubarrón negro coronado de locura y mortandad. Pero su alma se estremeció de éxtasis ante la idea que le había asaltado el cerebro. -¿Por qué tendría que construir todo esto? -quiso saber el Hijo del Sol. -Para divertirte - le contestó Falken -. ¡Sería el juego más divertido de cuantos has inventado! -Dime por qué, humano. -Antes debemos concertar un pacto. -¿Por qué debo pactar? Vosotros sois míos, y haréis lo que yo desee. -De acuerdo. Pero no duraremos mucho. ¿Por qué tienes que malgastar tu imaginación en nosotros tres cuando podrías tener miles de seres humanos? Los ambarinos ojos de Avery estaban completamente abiertos. Una asombrosa incredulidad había aflojado los rígidos músculos de Sheila. Falken se volvió hacia sus asombrados compañeros. Asió a cada uno de ellos por un brazo, con un brusco y doloroso apretón. -¡Confiad, confiad en mí, por lo que más queráis! - les susurró. Y luego, en voz alta -: Ayudadme a decirle lo que necesitamos. En la luminosidad del Hijo del Sol aparecieron unas brillantes chispas áureas, que denotaban su burlona risa, pero Falken estaba absorto, contemplando fijamente los ojos de Sheila. Entre ambos se cruzó un relámpago de comprensión, de salvaje esperanza. -Oxígeno - dijo ella -. Nitrógeno, hidrógeno, bióxido de carbono... -Y tierra - agregó Falken -. Cal, hierro, aluminio, sílice... Se encontraron sobre un suelo de tierra rojiza, aún húmeda de lluvia. Una cordillera de bajas colinas recortaba contra un extraño suelo oscuro. Leves nubarrones brillaban a la luz de un arco iris. Falken sólo acertaba a divisar grandes extensiones de tierra desnuda, salpicada de diminutas charcas y ríos tempestuosos. Se quitó el casco y aspiró profundamente el aire vivificante. Dejó que la tierra se deslizara por entre sus dedos y se acordó de los Subregenerados en sus guaridas heladas. Sonrió porque se había dado cuenta de que en sus ojos azules había lágrimas. Sheila también estaba sollozando quedamente, riendo y gritando al mismo tiempo. -¡Eric, lo ha conseguido! Paul Avery trasladó su vista a las colinas y no dijo nada. Hubo un cambio de color, denotador de una risa, en el aire, donde flotaba el Hijo del Sol. Unas llamitas rojas relampaguearon por entre otros colores más mortecinos. -Mira, Eric Falken - gritó el Hijo del Sol -. Detrás tuyo. Falken se volvió... y se vio a sí mismo. Estaba allí, de pie, con su propio cuerpo delgado embutido dentro del traje espacial, con su cara de rasgos gitanos y los rebeldes rizos de su pelo, sobre la frente. Sólo los ojos eran distintos. Seguían teniendo el mismo colorido azul pero había también leves motitas doradas, unas chispas maliciosas como las que... -Sí - le explicó el Hijo del Sol -, una levísima partícula de mí mismo, para activar el cuerpo. Una semejanza perfecta, ¿verdad?
Un lento y angustioso escalofrío se apoderó del corazón de Falken. -¿Por qué? - quiso saber. -Hace mucho tiempo aprendí el arte que para la mentira poseen los mortales. Sé leer en las mentes humanas. Tu plan de engañarme para fabricar este mundo y luego destruirme, fue claro para mí desde el mismo instante de su concepción. Los vivaces colores de su risa destellaron en la atmósfera. -¡Oh, pero la verdad es que todo esto me está haciendo disfrutar de veras! ¡Desde que construí mi propia concha no me había divertido tanto! ¿No adivinas por qué he fabricado tu doble? Los labios de Falken estaban apretados hasta sentirlos doloridos, y sus pupilas reflejaban su remordimiento ante su propia estupidez. -Será él quien vaya en mi nave a traer aquí a mi pueblo. Sabía que el Hijo del Sol había leído en su torpe cerebro con tanta claridad como cualquier hiltonista psicoajustador. Súbitamente desesperado, empuñó la daga radioactiva y pretendió dirigirla contra aquellos colores burlones. Antes de que pudiera completar el gesto se erigió un muro negro como el ébano entre Falken y el Hijo del Sol. Los rayos mortíferos que surgieron de la daga no surtieron el menor efecto, sino que, estrellándose contra el muro, se desvanecieron en el aire. El otro Falken dio media vuelta y se alejó a grandes zancadas por la nueva tierra. Falken la vio desvanecerse en la distancia, sin moverse ni hablar, porque no había nada que hacer ni nada que decir. El suave y perverso fuego del Hijo del Sol se esfumó también súbitamente. -Estoy cansado - dijo -. Iré a succionar al Sol y descansaré. Se marchó flotando. Falken lo vio alejarse, como un leve resplandor de amortiguados colores. Se desvaneció como una espiral de humo, por entre los rayos de cegadora luz. Se produjo un relámpago cegador y una fuerte corriente de aire, al tiempo que se abría una fisura. Falken vio a la criatura, ya muy lejos, pegado a la techumbre de la bóveda celeste y latiendo aceleradamente mientras absorbía la luz del Sol. -¡Oh, Dios mío! - exclamó Falken -. ¡Dios mío! ¿Qué he hecho? Luego se echó a reír, con risa nerviosa, salvaje. Permanecía de pie, con las manos pegadas a sus costados, su rostro, una máscara tallada en piedra. -Eric - le susurró Sheila -. Por favor... debes tener valor. Falken se sintió avergonzado de sí mismo. Intentó alejar de sí su negra desesperación con cínico fatalismo. -De acuerdo, Sheila. Seremos héroes hasta el triste final. Avery, pon en marcha tu excelso cerebro. ¿Cómo podemos salvar a nuestro pueblo e, incidentalmente, nuestros miserables pellejos? Avery palideció como si un frío pánico le estuviese desgarrando las entrañas. -¡No me lo preguntes, Falken, no me lo preguntes! -¿Por qué no? ¿Qué diablos te pasa? - Falken se interrumpió. Su expresión proclamó de pronto su terror -. Un momento, Avery - añadió -: ¿Es que quieres dar a entender que conoces un medio? -Yo... ¡Por lo que más quieras, déjame! -¡Conoces un medio! - continuó Falken, inexorable -. ¿Por qué no he de preguntártelo, Paul Avery? ¿Por qué no he de intentar salvar a mi pueblo? Las doradas pupilas del otro le miraron desesperadas, retadoras, asombradas y compasivas, todo a la vez. -No son mi pueblo - susurró Avery. Entonces se produjo un extraño silencio. Arco iris de mágicos colores rozaron la tierra, reflejándose en las charcas de agua. Arriba, en la bóveda de negro cristal, el Hijo del Sol latía y succionaba: Y el silencio persistía, como en la mañana de la creación del mundo.
Eric Falken dio un paso hacia delante. -¿Quién eres? - preguntó. La respuesta llegó en un susurro a través de la rojiza tierra. -Miner Hilton, el hijo de Gantry. Falken empuñó su daga, que aún pendía floja en su mano. Miner Hilton, que había sido Paul Avery, miró aquella daga y luego el rostro de su dueño, una máscara acerada le la que surgían frías y terribles llamaradas. Se estremeció, pero no se movió ni habló. -Conoces un medio de luchar contra este monstruo - repitió Falken, en voz baja -. Quisiera matarte... pero conoces el medio. -¡No... no lo sé! No puedo... - los torturados ojos dorados se centraron en Sheila Moore, con temerosa intensidad. Falken enseñó sus blancos dientes. -¡Vas a decírmelo, Miner Hilton! ¿Me lo dirás, verdad? ¡A causa de Sheila! EL rostro del joven Hilton estaba encendido como la llama, y a poco se tornó blanco. Sheila lanzó un agudo grito. -¡No, Eric! ¿No ves que está padeciendo? Pero Falken se acordaba de Kitty, y de los niños que habían nacido y muerto sobre las heladas rocas, sin sol ni lugar donde guarecerse. -Sheila nunca será tuya, Hilton. Y te diré una cosa: quizá no pueda obligarte a contar lo que sabes, pero en tal caso, juro por Dios vivo que te mataré con mis propias manos. Echó hacia atrás la cabeza y se echó a reír de improviso. -¡El hijo de Gantry Hilton... enamorado de una Subregenerada! -¡Espera, Eric! - Sheila Moore le puso una mano en un hombro y avanzó medio paso. Luego, giró en redondo, asiendo a Miner Hilton por los hombros y le miró fijamente -. No es tan imposible, Miner Hipen. No, si lo que pienso es verdad. Falken miraba a la joven completamente asombrado, sin poder hablar ni moverse. Entonces, sintió desgarrársele el corazón y comprendió, con la claridad del día, que amaba a Sheila Moore. -¿Por qué lo hiciste? - le estaba preguntando la joven a Hilton -. ¿Y cómo? La voz del joven Hilton sonó sin acento, desprovista de entonación. Hizo un ademán como para cogerle las manos, pero no lo hizo. En cambio, su mirada se dirigió a Falken. -Había que hacer algo para estigmatizar a los Subregenerados. Son un obstáculo para la paz, una constante amenaza. Eric Falken es su dios, como... como dijo Sheila. Si podíamos atraparle, el resto sería fácil. Nosotros nos cuidaríamos de su gente. "Mi padre no podía hacerlo por sí mismo. Es ya viejo y demasiado conocido. Me envió a mí, porque yo poseo el único cerebro que puede sintonizar todos sus pensamientos. Mi padre me ha educado muy bien. "Para que no se viera en mí al psicoajustador, mi padre me procuró un cerebro temporal. Después de haber sido aceptado como refugiado, establecí contacto con él. -Contacto mental - repitió Falken -. Era esto, ¿eh? Por esto siempre estabas agotado, y por esto yo no podía eludir la persecución. -Continúa - le instó Sheila. Hilton miraba ahora hacia el espacio, como sin ver. -Casi te atrapé en Losangles, Falken, pero fuiste demasiado rápido para los Guardias. Luego, cuando nos vimos acorralados en Mercurio, intenté hacerte dormir. Era también yo quien estaba guiando a aquellas naves. Pero me hallaba demasiado agotado, y tú y Sheila supisteis dominar la situación. Después, ya estuvimos demasiado cerca del Sol, y mis ondas cerebrales ya no llegaban hasta las naves. Miró a Falken y luego de nuevo a Sheila. -No sabía que hubiese personas como vosotros - susurró -. No sabía que los seres humanos pudiesen experimentar impresiones y tener sentimientos... y luchar por ellos. En
mi mundo, nadie quiere nada, nadie pelea por nada, ni lo intenta... Y temo que yo carezco de poder. Las verdes pupilas de Sheila se posaron en el joven, insinuante. -¡Abandona tu mundo! - le dijo -. Ya ves que está en un error. Ayúdanos a edificar de nuevo el nuestro. En aquel instante, Falken comprendió lo que ella estaba haciendo. Se sintió lleno de admiración, y de alegría porque a la joven no parecía importarle Hilton... aunque luego experimentó ciertas dudas, por si estaba equivocado. Miner Hilton cerró los ojos. Dio un paso hacia atrás, y de repente estuvo empuñando su daga. -No puedo - susurró. Tenía los labios casi blancos -. ¡Mi padre me ha educado! ¡Confía en mí! ¡Y yo creo en él...! ¡y debo volver con él! Hilton miró hacia el Hijo del Sol, aún succionando la luz solar. -Los Subregenerados ya no volverán a molestarnos. Levantó la daga a la altura de su hombro. Fue entonces cuando Falken recordó que la suya estaba vacía. La dejó caer y saltó. Chocó pesadamente contra Hilton, con las manos dirigidas hacia la daga mortífera. Pero Hilton también era recio y duro. Rodó por el suelo, hasta que, con un hábil movimiento, logró golpear con la daga a Falken sobre la sien. Falken quedó sobre el suelo fangoso, sangrando, casi sin sentido. -¿Por qué no me has matado, Hilton? - aún tuvo fuerzas para preguntar. Hilton desvió la mirada de Falken a Sheila. De pronto, dejó que la daga se escurriese de entre sus dedos. Se tapó el rostro con ambas manos y empezó a temblar en silencio. -Esto lo demuestra - le dijo Falken, con curiosa amabilidad -, hay que tener fe en algo, y matar o morir por ella. -¡Sheila! - susurró Hilton. La joven sonrió y le besó, mientras Falken desviaba ominósamente la mirada, enjugándose la sangre de su rostro. Hilton cogió de pronto el casco de su traje espacial. Habló de prisa, en un murmullo. -El Hijo del Sol crea con la fuerza de su mente. Entiende por telequinesia, el control de la básica fuerza del Universo mediante el pensamiento, tal como lo entendían los hombres sabios de nuestro mundo. Los hombres que andaban sobre el agua, movían montañas y curaban a los enfermos. -Sólo podemos atacarle a través de su mente. Intentaremos debilitar su fuerza pensante, destruyendo todo lo que envíe contra nosotros. Sus dedos estaban atareados con la radio del casco, con que se hallaban provistos todos los vestidos espaciales, y con la cajita de útiles, usando cables, piezas de recambio y herramientas. -Ya está - dijo, al fin -. Ahora, el tuyo. Falken le entregó el casco. -¿No sabe el Hijo del Sol lo que estamos haciendo? - preguntóle. Hilton meneó su rubia cabeza. -Ahora está débil. No pensara en nosotros hasta que esté bien nutrido. Quizá, dentro de dos horas. -¿Puedes leer sus pensamientos? - se interesó Falken. -Un poco - reconoció Hilton, y Sheila se echó a reír suavemente. Hilton trabajaba febrilmente. Falken veía sus dedos entretejiendo una tupida red de cables entre los tres cascos, para luego desplazar y cambiar, buscar el tono y ajustarlo. Vio también cómo el Hijo del Sol seguía succionando la energía lumínica del Sol. Y vio también a Sheila Moore que contemplaba a Miner Hilton con pupilas verdes, resplandecientes.
No supo nunca el tiempo transcurrido. Pero sí se dio cuenta de que el Hijo del Sol lanzó un suspiro, convertido en destello de luz, y comenzó a flotar hacia abajo. La fisura se cerró en la techumbre. Sheila suspendió su respiración. Hilton se puso de pie. -He hecho cuanto he podido - explicó, apresuradamente -. Es un trabajo tosco, pero las baterías son resistentes. Los cascos captarán y amplificarán los impulsos de energía de nuestros cerebros. Radiaremos un solo impulso negativo, opuesto a cada idea del Hijo del Sol. "Permanezcamos juntos, porque si los cables se rompen al movernos, perderíamos fuerza, y vamos a necesitar toda la que podamos acumular para vencer a esa salvaje criatura. Falken se ciñó el casco. Los diminutos discos de cobre, recortados de la lámina de la cajita de herramientas y soldados a los cables se ajustaron a sus sienes. A través del portillo de la visión, podía distinguir la maraña de cables que salían de los tres cascos en medio de un enrejillado y un condensador, y también la alargada forma de una antena direccional. -Concentraos en la partícula NO - les recomendó Hilton. Falken contemplaba la nubosidad flotante que venía hacia ellos. -No será fácil concentrarse - gruñó. Las pupilas de Sheila denotaban coraje y decisión, mirando aquellas llamaradas vivientes y esponjosas. La cara de Hilton quedaba oculta por el casco. -Conectad las radios - ordenó. La fuerza zumbó en las baterías. Falken sintió un súbito impacto en su cerebro. El Hijo del Sol se estaba aproximando. Estaba callado, y Falken intuyó que la corriente eléctrica de su casco estaba destruyendo sus pensamientos. Los tres se cogieron de las manos. Falken sintió que su cerebro emitía un impulso, como una señal de radio, oponiendo su negativa a la idea positiva del Hijo del Sol. Falken permanecía, como los otros, sobre el esponjoso suelo. A ambos lados se elevaban plantas de color oscuro, formando una impenetrable maleza de formas geométricas que le hacían titubear con una sensación de distorsión espacial. Sobre su cabeza, en el cielo de color verde mar, tres diminutos soles giraban en órbitas excéntricas en torno a un centro común. El aire olía a una especie de putrefacción que no era animal ni vegetal. Falken estaba completamente en silencio, empleando toda su fuerza mental en aquella única negativa. La maleza geométrica se balanceó momentáneamente. Vertiginosamente, por entre las órbitas de los tres soles, apareció el Hijo del Sol, rojo de cólera y extrañeza. El paisaje volvió a afirmarse. Y el suelo comenzó a moverse. Se agrietaba en pequeñas hendiduras bajo los pies de Falken. El olor a podredumbre era tan pesado como el aceite. Sheila y Hilton parecían distantes e irreales, ocultos sus rostros por los cascos. Falken les asió con más fuerza y obligó a su cerebro a aplicarse a su tarea. Sabía cuál era. La reproducción de otro mundo, un recuerdo de la juventud del Hijo del Sol. Si pudiesen permanecer unidos, sin dejarse vencer por aquellos extraños recuerdos... Sintió que la tierra se levantaba, y adivinó que el Hijo del Sol había forjado su creación del suelo de la caverna. La tierra comenzó a replegarse sobre sí misma bajo sus pies. Durante una fracción de segundo, Falken divisó el auténtico mundo que yacía debajo, mientras el Hijo del Sol flotaba en su irisada luminosidad. Estaba iracundo. Falken lo adivinó por su colorido. Luego, de repente, la ira fue ahogada con un torbellino de motas doradas. Ahora estaba riendo. El Hijo del Sol estaba riendo.
Falken luchó contra un desesperado deseo. Temía caer. Oyó un grito de Sheila. El mundo volvió a cerrarse. Sheila Moore le miró entre dos balanceantes árboles. Falken no la había soltado. Pero entre ambos se interponían las ramas de aquellos árboles, que parecían animados de vida propia y que la estrechaban, desgarrando su vestido espacial. La joven chilló. Falken lanzó un juramento y avanzó. Algo le retuvo. Luchó para soltarse, impulsado por el grito de agonía de Sheila. Algo le golpeó débilmente. Sintió un agudo choque en su casco. Cayó, vacilando, y las ramas hambrientas de los arbustos le separaron de la muchacha. Sheila estaba allí, enseñando su esbelto cuerpo por entre los desgarrones de su vestido espacial, y se reía. Vio a Miner Hilton arrastrándose por aquel suelo viviente, en dirección a la figura que parecía ser Sheila, mientras también reía, brillantes los ojos con chispas doradas. El alma de Falken se vio inmersa en una inmensa oscuridad. Dio media vuelta. Sheila Moore estaba acurrucada en el mismo sitio en que él la había soltado, en su lucha por librarla de los árboles. La ayudó a levantarse. -¿Pueden unirse estos cables rotos? - le preguntó a Miner Hilton. El aludido meneó la cabeza. La contemplación de aquel estropicio pareció serenarle un tanto. -No - dijo -. Es demasiado grande. -Entonces, estamos perdidos - Falken giró su amargo rostro hacia el cielo verdoso, alzó un puño inútil y lo amenazó. Luego, se quedó callado, mirando a los otros dos. -Es el final ¿verdad? - musitó Sheila Moore. Falken asintió. -Yo no estoy asustado - intervino Miner Hilton. Contempló los árboles que pendían sobre sus cabezas, al acecho, y volvió a sacudir la cabeza =u"`. No lo entiendo. Ahora que sé que voy a morir, no estoy asustado. Los verdes ojos de Sheila eran suaves y cálidos. Besó a Hilton, larga, tiernamente, en los labios. Falken se volvió de espaldas y dirigió su vista a los retorcidos árboles. No parecía verlos. Y tampoco pensaba en los Subregenerados y el mundo que había conquistado y vuelto a perder. La mano de Sheila le rozó. -Eric... - susurróle. Sus ojos eran profundos, gloriosamente verdes. Su delgado, macilento rostro tenía la helada belleza de la nieve tallada por el viento. Levantó los brazos y sonrió. Falken la abrazó y enterró su rostro en aquella masa de dorados cabellos. -¿Cómo lo supiste - murmuró -. Cómo supiste que te amaba? -Lo sabía. -¿Y Hilton? -No me ama, Eric. Ama lo que yo represento. Y además... esto puedo confesártelo porque voy a morir, te amo. desde la primera vez que te vi. Te amo más que a Tom, y hubiese muerto por él. Las hambrientas ramas de los árboles casi les alcanzaban, aún demasiado cortas. Bajo sus pies brotaban los vástagos. Pero Falken se olvidó de todo, de los árboles, de aquella extraña existencia, de los soles en sus órbitas no eran más que monstruosos sueños, y del Hijo del Sol que los dominaba. Durante aquel último instante fue feliz, feliz como no lo había sido desde la pérdida de Kitty.
Dio media vuelta y le sonrió a Hilton, y de su rostro desapareció el aspecto lobuno de enojo. -Quizás ella esté en lo cierto con respecto a mí - dijo Hilton -. No lo sé. Hay tantas cosas que ignoro... Lamento no poder vivir para llegar a conocerlas. -Todos lo lamentamos - asintió Falken. Una súbita llamarada inflamó sus pupilas -. ¡Esperad un instante! - susurró -. Puede haber una oportunidad. Habló atropelladamente, apremiado por la urgencia de la situación, mientras las plantas crecían en torno a sus pies. -Dijiste que sólo puede atacársele a través de su mente. Pero puede haber otros medios. Sus recuerdos, su orgullo... Levantó su rostro surcado de cicatrices hacia lo alto y voceó: -¡Hijo del Sol, óyeme! ¡Nos has vencido! ¡Adelante, mátanos! Pero recuerda esto. Eres un hijo del Sol, y nosotros sólo somos unos gorgojos humanos, pequeños gusanos terrestres, miserables en nuestra debilidad y nuestro temor. "¡Pero somos más grandes que tú! ¡Siempre, eternamente, seremos más grandes que tú! Los árboles hicieron una pausa en su retorcimiento, los vástagos del suelo detuvieron su crecimiento. Leve, muy levemente, el paisaje se bamboleó. La voz de Falken se elevó hasta ser un chillido. -¡Eres un hijo del Sol! ¡Y tenías a la galaxia como un juguete, lo mismo que todas las vastas profundidades del espacio! ¿Y qué has hecho? Te has encerrado a ti mismo, como un cobarde, en una tumba negra, y has perdido toda tu grandeza con las travesuras de un chiquillo perverso. "Te asustaste de tu destino. Fuiste demasiado débil para tu propia fuerza. Nosotros hemos luchado contigo, nosotros, pobres despojos humanos, y nuestra fortaleza ha sido tan grande que has tenido que vencernos gracias a un desdichado truco, desprovisto de talento. "¡Hijo del Sol, puedes leer en nuestras mentes! Lee, pues. ¡Y ve si te tememos! ¡Y ve si te respetamos, a ti, que te ufanas de tu parentazgo y sueñas sueños de perdida gloria, y te escondes en un oscuro agujero como una rata amedrentada! Por un terrible momento, el extraño mundo se quedó ahogado en un vivo fulgor escarlata... a causa de una tan viva cólera, que casi era tangible. Luego se agrisó y decayó, y Falken pudo ver el rostro de Sheila, sereno y sonriente, y los- dedos de Hilton enlazados a los de ella. El suelo cayó de repente. Los borrosos árboles se marchitaron contra un cielo descolorido, y los soles se convirtieron en una sombra de ébano. Falken sintió tierra auténtica bajo sus pies. El olor a podrido habíase desvanecido. Falken levantó la vista. El Hijo del Sol flotaba por encima de sus cabezas, bajo la rocosa bóveda. Estaban de regreso a la caverna. La voz del Hijo del Sol le habló a su cerebro, y sus fulgores era ahora de un color carmesí, tamizado. -¿Qué es lo que has dicho, humano? -Lee en mi cerebro. Has arrojado lejos de ti tu grandeza. Comparados contigo somos miserables criaturas, pero hemos sabido conservar nuestra ínfima grandeza. Nos has vencido, pero esta victoria debe avergonzarte, porque un Hijo del Sol no debería dignarse luchar contra nosotros, míseros, abyectos seres humanos. El colorido carmesí resplandeció, tornándose un maligno fuego entre cuyas llamaradas era visible la cólera del Hijo del Sol. Falken sintió que la muerte penetraba en sus entrañas, de la mano de aquel fuego. Pero lo afrontó con ojos amargos, burlones, y se sorprendió al comprobar que, efectivamente, no tenía ya temor alguno. Y el fuego de violencia escarlata volvió a adquirir la suave tonalidad carmesí, que a su vez fue amortiguándose hasta convertirse en un malva triste, desangelada.
-Tienes razón - susurró el Hijo del Sol -. Y me siento avergonzado. Las brasas del extinguido fuego aún se avivaron levemente. -Creo que lo empecé a comprender cuando me combatisteis con tanto denuedo y valentía. Tú, Falken, que permitiste que tu amor te traicionase, y luego apuntaste tu puño hacia mí. Podría matarte, pero no podría quebrantarte. Me hiciste recordar... En el mismo núcleo del Hijo del Sol se agitó un relámpago escarlata, signo de orgullo. -Soy un hijo del Sol, y tengo la galaxia para jugar con ella. Y estuve a punto de olvidarlo. Quise olvidarlo porque sabía que lo que hacía era vergonzoso, maligno, perverso. Pero tú, Falken, no me has permitido olvidarlo. Me has obligado a mirar y a comprender. "¡Me has hecho recordar! ¡Recordar...! Soy muy viejo. Pronto moriré, en el espacio libre. Pero quiero ver el Sol sin velo alguno, y jugar de nuevo entre las estrellas. El ansia me ha robado muchos iones, pero estaba asustado... ¡temeroso de la muerte! "Acepta este mundo, como pago del dolor que os he causado. Mi criatura regresará aquí en tu nave, Falken, y se desvanecerá en el momento de aterrizar. Y ahora... El resplandor escarlata se consumió en sí mismo. Se produjo un gozoso estallido de chispas doradas. El Hijo del Sol se estremeció, y sus diminutas llamas esponjosas eran llamaradas de gloria, los corazones de los ópalos nacidos del Sol. El Hijo del Sol se elevó en medio de un arco iris, cada vez más alto, envuelto en una nube de luminosidad viviente, hacia el negro cristal de la bóveda. Una vez más se produjo un cegador resplandor y una intensa corriente de aire. Débilmente, en el cerebro de Falken, una voz exclamó: -¡Gracias, humano! ¡Gracias por despertarme de mi agonizante sueño! Hubo un último relámpago de luz en el aire. El Hijo del Sol había desaparecido hacia el espacio, y el intenso fuego del Sol y el techo de roca era todo lo que quedaba. Tres silenciosas personas estaban de pie sobre la tierra rojiza de un mundo nuevo. El mundo mas pequeño del sistema solar, el diminuto Mercurio, se cuenta ciertamente entre los primeros mandos que la humanidad explorará. En los centros espaciales ya se rumorea en la actualidad sobre un cohete "Ranger" robot que será lanzado dentro de otros diez años al pequeño planeta. Pero Únicamente la imaginación puede, hoy día, considerar que la vida allí será posible para el hombre, ya que los problemas que se presentan son enormes, y por esto Robert Silverberg emplea su poderoso imaginación creadora en esta auténtica presentación del planeta Mercurio.
AMANECER EN MERCURIO Robert Silverberg A nueve millones de millas de la parte solar de Mercurio con el Leverrier girando en una serie de espirales que debían llevarle hacia el más pequeño mundo del Sistema Solar, el segundo piloto, Lon Cutris decidió poner fin a su vida. Curtis había estado aguardando ansiosamente que se efectuase el aterrizaje; su tarea en la operación ya había concluido, al menos hasta que los planos de aterrizaje del Leverrier rozasen la esponjosa superficie de Mercurio. El eficaz sistema de enfriamiento por sodio anulaba los esfuerzos del monstruoso Sol visible a través de la pantalla posterior. Para Curtis y sus siete compañeros de tripulación, no había problemas; sólo tenían que esperar mientras el autopiloto iba descendiendo la nave espacial en lo que iba a ser el segundo aterrizaje del Hombre en Mercurio.
El comandante del Vuelo, Harry Ross, estaba sentado cerca de Curtis cuando notó el súbito envaramiento de las mandíbulas del piloto. De repente, Curtis asió la palanca de control. Desde las ruedas metálicas que hilaban el espumoso entramado, llegó un estallido verdoso de fluorocreno en disolución; el fulgor se desvaneció. Curtis se puso en pie. -¿Vas a algún sitio? - le preguntó Ross. -No, sólo a dar una vuelta. - La voz de Curtis sonaba extraña. Ross volvió a dirigir su atención a su microlibro, mientras Curtis se alejaba. Se oyó el sonido de cremallera de un grapón de proa al ser manipulado, y Ross sintió un frío momentáneo cuando el aire helado del compartimiento del reactor superrefrigerado se coló hasta allí. Apretó una palanca, mientras doblaba la página. Luego... "¿Qué diablos está haciendo en el compartimiento del reactor?" El autopiloto controlaba sólo el flujo del combustible, graduándolo al milímetro, de una manera imposible para ningún sistema humano. El reactor estaba dispuesto para el aterrizaje, el combustible almacenado, el compartimiento estaba cerrado con todos los cerrojos y pasadores de seguridad. Nadie, y menos que nadie el segundo piloto, tenía nada que hacer allí. Ross disolvió el asiento de espuma en un instante y se puso de pie. Pasó al pasillo y abrió la puerta del compartimiento reactor. Curtis estaba junto a la puerta del transformador, jugueteando con el disparador. Al acercarse, Ross vio cómo el piloto abría la puerta y colocaba un pie en el vertedor que llevaba a la pila nuclear. -¡Eh Curtis, idiota! ¡Sal de ahí! ¡Vas a matarnos a todos! El piloto dio media vuelta y miró ausentemente a Ross un instante, levantando el pie. Ross saltó hacia delante. Agarró el pie de Curtis con ambas manos y, a pesar de la serie de puntapiés propinados por aquél con su pie libre consiguió apartarle del vertedor. El piloto pateaba, pegaba, se retorcía, intentando zafarse de la llave del otro. Ross se fijó en que las pálidas mejillas de su contrincante tremolaban; Curtis se había derrumbado completamente. Gruñendo, Ross arrastró a Curtis lejos del vertedor y cerró la portezuela de golpe. Lo llevó a rastras hacia la cabina principal y allí le abofeteó con dureza. -¿Por qué has intentado hacerlo? ¿No sabes lo que tu masa le ocasionaría a la nave si caías en el transformador? Sabes que ya ha sido calibrada la entrada del combustible; unas ciento ochenta libras de más y la nave trazaría un arco dirigido al Sol. ¿Qué te pasa, Curtis? El piloto fijó sus ojos inexpresivos, inmóviles, en Ross. -Quiero morir - dijo simplemente -. ¿Por qué no me dejas morir? Quería morir. Ross se encogió de hombros, sintiendo un escalofrío en la espalda. No había forma de luchar contra esta dolencia. De la misma forma que los submarinistas sufren de l'ivresse des grandes profondeurs embriaguez de las grandes profundidades - y no existe cura para este extraño mal, especie de borrachera que les induce a quienes la padecen a romper los tubos de la respiración a cincuenta brazas debajo la superficie del agua, así los astronautas corrían el riesgo de padecer de esta enfermedad, el ansia de autodestruirse. Surgía en cualquier parte. Un mecánico intentando ajustar una pieza de una nave espacial en pleno vuelo, podía de repente abrir una escotilla y absorber el vacío; un radiotelegrafista armando una antena en lo alto de su nave, podía de repente cortar su cuerda de sujeción, disparar su pistón direccional y hundirse en el espacio hacia de Sol. O un segundo piloto podía decidir arrojarse al transformador. El oficial psíquico, Spangler, apareció con una expresión preocupada en su rubicundo rostro.
-¿Pasa algo? Ross asintió. -Curtis. Intentó saltar al interior del vertedor. Está enfermo, Doc. Frunciendo el ceño, Spangler se frotó una mejilla, al tiempo que decía: -¡Condenación, siempre escogen los peores momentos! No es nada agradable sostener una sesión de psiquiatría mientras se viaja hacia Mercurio. -Pues es así - replicó Ross -. Será mejor que le mantenga en estado inconsciente hasta que regresemos. No me gusta que empiece a imaginar diversos modos de quitarse la vida a espaldas nuestras. -¿Por qué no puedo morir? - insistió Curtis. Tenía lívida la faz. - ¿Por qué me has detenido? -Porque, imbécil, habrías matado al resto de la tripulación si hubieses caído en el transformador. Sal por una escotilla, si lo deseas, pero déjanos tranquilos a los demás. Spangler le dirigió una mirada de advertencia a Ross. -Harry... -Está bien, está bien - rezongó el aludido -. Lléveselo. El siquiatra se marchó acompañado de Curtis. Le daría una inyección y le encerraría dentro de una chaqueta de tela espumosa por el resto del viaje. Existía la posibilidad de que pudiera recobrar la cordura, una vez de regreso a la Tierra, aunque Ross sabía que el piloto intentaría por todos los medios suicidarse en pleno espacio. Enojado, Ross volvió a su tuesto. Un hombre se pasa toda la. adolescencia soñando con el espacio, pasa varios años en la Academia y dos más viajando en órbitas menores. Luego, finalmente, consigue su ambición... y se derrumba. Curtis era una máquina de pilotaje (o timonel de la nave entre los astros), no un ser humano normal, y ahora había renunciado de manera permanente y voluntaria al único trabajo que sabía ejecutar. Ross se estremeció, sintiendo frío, a pesar de que la inmensa mole del Sol llenaba ya toda la abertura de la vidriera posterior de la nave. Sí, aquello podía ocurrirle a cualquiera... incluso a él mismo. Pensó en Curtis, yaciendo inerte en una litera de espuma, con un solo pensamiento en su mente: "Quiero morir... quiero morir", en tanto Doc Spangler le musitaba frases tranquilizadoras. "Un ser humano - reflexionó Ross -, es en realidad una cosa bien frágil." La muerte parecía planear sobre la nave; el halo perverso del anhelo suicida de Curtis envenenaba la atmósfera. Ross sacudió la cabeza como para ahuyentar aquellos amargos pensamientos y empuñó hacia abajo la palanca que daba la señal para la preparación de la disminución de la velocidad. El globo inmóvil que era ahora Mercurio se veía, enorme, al frente. Lo contempló a través de. la vidriera delantera. Se estaban aproximando velozmente al ecuador del diminuto planeta. Ahora podía ver ya la clara división; el brillo de la parte bañada por el Sol, el inabordable infierno cruzado por multitud de ríos de zinc y hierro líquidos, y la helada negrura del lado opuesto, formada por llanuras oscuras de CO2 helado. Por el centro del planeta corría el Cinturón Crepuscular, una zona estrecha, ni fría ni caliente, donde la parte soleada y la oscurecida se juntaban, proporcionando una no muy amplia franja de territorio escasamente tolerable, un anillo de nueve mil millas de circunferencia y diez o veinte millas de anchura. El Leverrier apuntó hacia abajo. "Hacia abajo" era una definición errónea - el espacio carece de "arriba" y "abajo" -, pero era la manera más sencilla de expresarse que tenía Ross. Procuró calmar sus nervios. La nave se hallaba en manos del autopiloto; la órbita estaba calculada de antemano y todos los mandos estaban siguiendo el programa grabado previamente, llevando el cohete a un lugar del centro del planeta, donde... "¡Dios mío!"
Ross se quedó helado de la cabeza a los pies. La cinta poseedora del cálculo previo que estaba siendo absorbida por las baterías de analogía había sido preparada por... ¡Curtís! Un loco suicida era el que había dispuesto el programa para el aterrizaje del Leverrier. Las manos de Ross comenzaron a temblar. ¡Cuán fácil podía haberle sido a Curtís preparar una órbita excéntrica para que el Leverrier fuese a para sobre un humeante río de plomo derretido... o la parte helada de la zona oscurecida. Su falsa seguridad se desvaneció. No podía confiar en el piloto automático; tendrían que arriesgarse a efectuar un aterrizaje a mano. Ross apretó el botón de comunicación. -Quiero a Brainerd - dijo roncamente. Unos segundos después apareció en la cabina el primer piloto, las pupilas reflejando su curiosidad: -¿Qué ocurre, capitán? -Hemos tenido que concederle a Curtis un descanso. Intentó saltar al transformador. -¿Cómo? Ross asintió. -Intento de suicidio; le cogí a tiempo. Pero en vista de las circunstancias, creo que será mejor descartar la cinta grabada que él preparó para el aterrizaje, y efectuarlo a mano; ¿de acuerdo? El primer piloto se humedeció los labios. -Quizá sea una buena idea. -¡Maldición! - exclamó Ross -. ¡Tiene que serlo! Mientras la nave espacial tocaba tierra, Ross pensaba: "Mercurio es dos infiernos en uno". Era el reino frío, gélido del pozo profundísimo de Dante, y era también otra concepción del imperio de Azufre. Los dos se encontraban, el fuego y el hielo, y cada hemisferio poseía su propia clase de infierno. Levantó la cabeza y dirigió una rápida ojeada al panel de instrumentos situado sobre la palanca de disminución de la velocidad. Todos los numeradores estaban verificados; el peso de aposentación era el apropiado; la estabilidad de un 100 por cien; la temperatura exterior de 108° Fahrenheit, era soportable, y todo indicaba que él aterrizaje había tenido lugar sólo un poco hacia la parte del Sol del centro exacto del Cinturón Crepuscular. Sí, había sido un aterrizaje perfecto. Apretó el conmutador. -¿Brainerd? -Sí, capitán. -¿Cómo ha ido el aterrizaje? ¿A mano, verdad? -Sí - respondió el primer piloto -. Hice una inspección de la cinta de Curtis y vi que estaba completamente falsificada. Hubiéramos rozado sólo la órbita de Mercurio, dirigiéndonos directamente hacia el Sol. ¿Bonito, verdad? -Estupendo. Pero no os metáis con el muchacho; no es culpa suya. Lo que importa es que el aterrizaje haya sido bueno. Parece ser que nos hallamos muy cerca del centro exacto del Cinturón Crepuscular, a no más de una o dos millas. Interrumpió el contacto y se liberó de sus ataduras. -Hemos llegado - anunció por el circuito general de la nave -. Todos los hombres a proa al instante. La tripulación no tardó en estar toda reunida, primero Brainerd, luego el Doc Spangler, seguidos por el técnico acumulador Krinsky, y los tres tripulantes. Ross esperó hasta que hubo sido completado el grupo. Todos parecían buscar con la mirada a Curtis, excepto Spangler y Brainerd.
-El piloto Curtis - les anunció Ross, brevemente - no está con nosotros. Se halla a popa, en la cabina del Doc; por suerte, podemos prescindir de él. Esperó hasta que las implicaciones de aquella explicación hubieron penetrado en el cerebro de todos. Pero la tripulación lo aceptó con cierta filosofía, a juzgar por sus serenas expresiones. -Está bien - continuó -. El programa que nos ha sido trazado indica que podemos pasar un máximo de treinta y dos horas en Mercurio, antes de la partida. ¿Cuál es nuestra situación exacta, Brainerd? El piloto frunció el ceño, embebido en un cálculo mental. -La posición se halla a muy escasa distancia hacia el borde solar del centro del Cinturón Crepuscular; pero, a mi entender, el Sol no podrá hacer ascender el termómetro Fahrenheit por encima de los 120° antes de una semana. Y nuestros trajes pueden sortear esta temperatura. -De acuerdo. Llewellyn, tú y Falbridge sacad los señaladores del radar e instalad la torre lo más al Este que podáis, sin asaros. Llevaos la carreta, pero por lo que más queráis, no perdáis de vista el termómetro. Sólo tenemos un traje anticalorífero y es para Krinsky. Llewellyn, un tripulante espacial, esbelto y de ojos hundidos, parpadeó varias veces. -¿Qué distancia al Este sugiere, señor? -El Cinturón Crepuscular abarca casi un cuarto de la superficie de Mercurio - señaló Ross -. Por tanto, tenéis una franja de 47 grados de ancho para rnoveros..., pero os sugiero que no os alejéis a más de veinte millas. A partir de esa zona el calor aumenta sin cesar. -Sí, señor. Ross se volvió a Krinsky. El técnico acumulador era el hombre clave de la expedición; su tarea era verificar la lectura del par de acumuladores solares dejados en Mercurio por la primera expedición. Tenía que medir la cantidad de tensión creada por las energías solares en el planeta tan próximo a la fuente de las radiaciones, estudiar las líneas de fuerza que operaban en el extraño campo magnético de aquel pequeño mundo, y volver a dejar dispuestos los acumuladores para otro examen en fecha posterior. Krinsky era un individuo alto, corpulento, la clase de hombre que podía resistir el excesivo peso del vestido anticalorífero casi con agrado. Dicho traje era necesario para las tareas efectuadas con prolongada exposición al sol, en cuya zona era donde se hallaban situados los acumuladores... e incluso un gigante como Krinsky, sin el traje, hubiera sido incapaz de resistir varias horas el intenso calor dimanante del Sol, allí tan próximo ya. -Cuando Llewellyn y Falbridge hayan instalado la torre del radar, usted, Krinsky, se pondrá el traje. Tan pronto como hayamos localizado la Estación Acumuladora, Cominic le llevará lo más posible hacia el Este y le dejaré caer. Lo demás es cuestión suya. Nosotros transcribiremos por telémetro sus lecturas, pero nos gustaría verle regresar con vida. -Sí, señor. La labor de Ross era puramente administrativa, por lo que, en tanto tos hombres de su tripulación se afanaban en sus respectivas tareas, él reflexionó que se hallaba condenado, a partir de aquel momento, a una ociosidad temporal. Su función era la de un capataz; como el director de una orquesta sinfónica, no tocaba ningún instrumento, sino que tenía sólo la misión de vigilar que ninguno de los miembros desafinase, hasta llegar, con toda armonía, al final. Lo único que tenía que hacer era esperar. Llewellyn y Falbridge se marcharon, montados en el segmentado y termorresistente carricoche albergado en la panza del Leverrier. Su misión era sencilla: tenían que erigir la torre de plástico hinchable del radar lo más lejos posible hacia la parte solar. La torre que había dejado la primera expedición en la zona soleada ya se había licuado largo tiempo
hacía; la base y la parábola de plástico, cubierto con una ligera superficie refractaria de aluminio escasamente, podía resistir el inimaginable calor de la zona soleada. Allí, como el Sol se hallaba en su distancia más próxima, el calor era de 700°; naturalmente, las excentricidades de la órbita de Mercurio daban lugar a grandes variaciones de temperatura, pero en la zuna tórrida, la temperatura jamás bajaba de 300°, incluso durante el afelio. En la zona opuesta había pocas variaciones; la temperatura permanecía estacionada en el cero absoluto, y la tierra se hallaba completamente cubierta de témpanos helados. Desde donde estaba, Ross no podía ver ni la zona soleada ni la oscurecida. El Cinturón Crepuscular tenía unas mil millas de anchura, y en tanto el planeta se zambullese en su órbita, el Sol aparecería primero sobre el horizonte, y luego se hundiría de nuevo. En aquella faja de veinte millas en el centro del Cinturón, el calor de la zona soleada y el frío de la oscurecida se confundían; procurando un clima adecuadamente agradable, particularmente resistible; y a partir de quinientas millas a cada lado, el Cinturón Crepuscular gradualmente iba cediendo el paso al calor y al frío de cada zona, respectivamente. Era un planeta extraño y repugnante. Los terráqueos sólo podían permanecer en él breves plazos de tiempo; la clase de vida que podía existir permanentemente sobre aquel planeta se hallaba fuera de su comprensión. Fuera del Leverrier, embutido en su traje espacial, Ross rozó con el codo la palanca que abatía un panel de cristal óptico. Primero miró hacia la zona oscura, donde le pareció divisar una estrecha línea de intrusión negra sabía que era una ilusión -, y luego hacia la zona soleada. En lontananza, Llewellyn y Falbridge estaban erigiendo la delgadísima torre del radar, en forma de parábola. Podía ver la esbelta silueta recortada contra el firmamento. ¿Pero y más allá? ¿Era una débil línea brillante la que ponía como un halo en los bordes de los picos montañosos? Era, asimismo, una ilusión. Brainerd había calculado que la radiación del Sol no sería visible desde el punto donde se hallaba Ross hasta al cabo de una semana. Y para aquel entonces ya estarían de vuelta en la Tierra. Se volvió a Krinsky. -La torre ya casi está erigida. Dentro de pocos minutos estarán ya de regreso con el carricoche. Será mejor que se halle dispuesto a realizar su tarea. Krinsky asintió. -Sí, señor. Mientras el técnico levantaba la portilla y volvía al interior del vehículo espacial, los pensamientos de Ross se centraron nuevamente en Curtis. El joven piloto había insistido en ver Mercurio, y ahora que estaban en el planeta, el pobre Curtis se veía obligado a estar amarrado a una litera de tejido espumoso, dentro de la nave, rogando que le dejasen matarse. Krinsky volvió a salir al exterior, vistiendo su traje aislador del calor sobre su atuendo espacial. Más parecía un tanque que un hombre. -¿Vuelve ya el carricoche, señor? -Ahora veré. Ross se ajustó la lente de su máscara y estrechó los ojos, adaptándolos a la visión a distancia. Le pareció que la temperatura se había elevado ligeramente. "Otra ilusión", pensó, mientras bizqueaba a lo lejos. Su vista captó la torre de radar, situada hacia la parte soleada. Su boca se entreabrió, sin darse cuenta. -¿Ocurre algo, señor? -¡Y tanto como ocurre! - Ross volvió a parpadear. Sí, no había engaño posible. La torre de radar que habían acabado de erigir se estaba desmoronando, comenzando a fundirse. Vio a. las dos diminutas figuras corriendo alocadamente sobre la llanura formada de piedra pómez, en dirección a la silueta oblonga que era el carricoche de tracción
mecánica. Y, lo que era imposible, el primer fulgor de un inequívoco resplandor estaba empezando a aparecer sobre los montes situados a espaldas de la torre. ¡El Sol estaba apareciendo una semana antes de lo previsto! Ross se atragantó y corrió hacia la nave seguido por el sorprendido Krinsky. En la cabina, unas manos mecánicas le ayudaron a desprenderse del traje espacial; le indicó a Krinsky que no se quitase el vestido anticalorífero, y se precipitó hacia la cabina central. -¡Brainerd! ¡Brainerd! ¿Dónde diablos está? El primer piloto apareció, altamente asombrado. -¿Sí, capitán? -Mire por la cristalera - le dijo Ross, con voz ahogada -. ¡Mire hacia la torre del radar! “Se está fundiendo" - le aseguró Brainerd, sobresaltado -. ¡Pero... pero...! -Lo sé. ¡Es imposible! - Ross dio una ojeada al tablero de los instrumentos. La temperatura externa se había elevado a 112°, o sea un salto de cuatro grados. Y mientras la observaba, ascendió a 114°. Se necesitaría, al menos, un calor de 500° para fundir la torre. Ross bizqueó por la vidriera y vio al carricoche que se dirigía veloz hacia la nave. Llewellyn y Falbridge seguían con vida, aunque probablemente estarían medio cocidos. La temperatura exterior era de 116°. Probablemente, cuando los dos hombres llegasen a la nave sería de 200°. Colérico, Ross se encaró con el piloto. -Creía que usted nos había traído a una zona de seguridad - le reprochó -. Vuelva a verificar sus cifras y averigüe dónde diablos nos encontramos. Luego, trace una órbita adecuada. Fíjese que el Sol está asomando por detrás de aquellas colinas. -Lo sé - asintió Brainerd. La temperatura llegó a los 120° grados. El sistema de refrigeración de la nave podría mantener las cosas bajo control hasta los 250°; después, pasada esta cifra, existía el peligro de una sobrecarga. El carricoche seguía aproximándose; probablemente, en aquel diminuto vehículo, los dos hombres creerían estar en el mismísimo infierno. Su mente pasaba las distintas alternativas. Si la temperatura exterior sobrepasaba los 250°, se corría el riesgo de destrozar el sistema de refrigeración de la nave, si esperaban la llegada de Llewellyn y Falbridge. Decidió que les daría de tiempo hasta llegar a los 275°, y luego despegarían. Era una locura intentar salvar dos vidas a costa de cinco. La temperatura externa había llegado ya a los 130°. Su tanto por ciento de aumento crecía rápidamente. La tripulación de la nave espacial sabía lo que estaba ocurriendo. Sin órdenes directas de Ross, se hallaban, empero, disponiendo al Leverrier para un despegue de emergencia. El carricoche iba avanzando, pero con grandes dificultades. Ya no se hallaba a más de diez millas de distancia; y a una velocidad media de cuarenta millas por hora, habrían llegado a la nave en quince minutos más. Fuera, el termómetro marcaba los 133°. Unos alargados rayos, como dedos luminosos, avanzaban hacia ellos por el horizonte. Brainerd había terminado sus cálculos. -No lo entiendo. Las malditas cifras se resisten a mis cálculos. "Estoy calculando nuestra situación... y no puedo conseguirlo. Mi cabeza parece que se halle llena de niebla. " ¡Qué diablos! -pensó Ross -. En estas ocasiones era cuando un capitán se gana su paga." -Déjeme probarlo a mí - rezongó. Se sentó al despacho y empezó a calcular. Vio las anotaciones de Brainerd esparcidas por varias cuartillas. Era como si el piloto hubiese olvidado por completo cómo realizar su tarea. "Veamos - pensó -. Si nosotros estamos..."
Su lápiz volaba sobre la cuartilla..., pero cuando terminó vio que se había equivocado. Sentía espeso su cerebro; no conseguía centrarse en los cálculos. -Dígale a Krinsky que baje aquí - le dijo a Brainerd, levantando la vista -, y que esté preparado para ayudar a salir del carricoche a Llewellyn y a Falbridge cuando lleguen. Seguramente, deben estar medio tostados. Temperatura, 146°. Volvió su atención al papel. ¡Maldición! No debía ser tan difícil realizar unos sencillos cálculos. Apareció Doc Spangler. -He despertado a Curtis - anunció -. Es lo mejor, si hemos de despegar de improviso. Del interior de la nave les llegó un murmullo sostenido. -Déjenme morir... déjenme morir... -Dígale que seguramente se cumplirá su deseo - susurró Ross -. Si no consigo trazar una órbita adecuada, vamos a asarnos todos. -¿Cómo es que lo está haciendo usted? ¿Qué le pasa a Brainerd? -Está enfermo. No le salen los números. Y pensándolo bien, tampoco me salen a mí. En torno a su mente parecían engarfiarse unos nudosos dedos de niebla. Miró el numerador. Temperatura exterior, 152°. Esto les daba a los muchachos del carricoche un plazo de 123° para llegar a la nave... ¿o serían 321? Estaba sumamente confundido en sus ideas. Doc Spangler también parecía raro. El oficial siquiátrico estaba frunciendo el ceño curiosamente. -De repente, empiezo a sentirme como aletargado - observó. Y añadió -: Sé que debiera regresar junto a Curtis, pero... El piloto enloquecido estaba murmurando incesantemente en el interior de la nave. La parte de cerebro de Ross que todavía podía pensar con claridad intuía que si se dejaba solo a Curtis, podía hacer cualquier barbaridad, puesto que era capaz de todo. Temperatura, 158°. El carricoche parecía más cerca. En el horizonte comenzaba a bambolearse. Se oyó un chillido. -¡Es Curtis! - gritó Ross, al tiempo que su mente sacudía la creciente modorra, y se apartó de la mesa. Corrió hacia popa, seguido por Spangler. Curtis yacía en el suelo, en medio de un charco de sangre. En algún sitio había hallado un par de tijeras. -Está muerto - dijo Spangler. -Claro, ha muerto - repitió Ross. Ahora sentía su cerebro totalmente aclarado; en el momento de la muerte de Curtis, la niebla había desaparecido. Dejando a Spangler para que atendiera al cadáver, Ross volvió al despacho y miró los cálculos. Con toda claridad determinó la posición. Se hallaban a más de trescientas millas hacia la parte del Sol, de lo que se habían imaginado. Los instrumentos no habían mentido, pero sí los ojos de alguien. La órbita que Brainerd, con tanta solemnidad, habla asegurado que era la adecuada, resultaba casi tan mortal como la calculada por Curtis. Miró al exterior. El carricoche casi había llegado; la temperatura era de 167°. Sobraba tiempo. Ambos jóvenes llegarían a tiempo, gracias al aviso que les había dado la torre al comenzar a fundirse. ¿Pero qué había sucedido? No había respuesta a esa pregunta. Gigantesco en su traje anticalorífero, Krinsky subió. a Llewellyn y Falbridge a bordo. Se desprendieron de sus trajes espaciales y a continuación se desmayaron. Parecían un par de cangrejos recién cocidos. -Postración por el calor - observó Ross -. Krinsky, llévales a los asientos de despegue. Dominic, ¿todavía llevas puesto el traje? El aludido apareció en la entrada de la cabina y asintió.
-Bien. Baja y pon el carricoche en el sótano. No podemos dejarlo aquí. Ve de prisa, y despegaremos. ¿Lista la nueva órbita, Brainerd? -Sí, señor. El termómetro señalaba ya los 200 °. El sistema de enfriamiento empezaba a padecer, pero su agonía le sería acortada rápidamente. En pocos minutos, el Leverrier se había elevado de la superficie de Mercurio - unos minutos antes del implacable avance del Sol -, emprendiendo una órbita temporal en torno al planeta. Mientras flotaban en el espacio, con la respiración virtualmente suspendida, una pregunta martilleaba la mente de Ross: ¿por qué? ¿Por qué la órbita trazada por Brainerd les había llevado a una zona peligrosa, en vez de la de seguridad prevista? ¿Por qué tanto Brainerd como Ross habiánse visto imposibilitados de calcular una órbita de despegue, la más simple de las técnicas de la astronáutica elemental? ¿Y por qué le había fallado a Spangler su agudeza mental, hasta el punto de permitir que el desdichado Curtis se suicidase? Ross podía ver la misma pregunta reflejada en todas las miradas: "¿por qué?" Sentía un agudo dolor en la base del cráneo. Y de repente, una imagen se abrió paso en su mente, a guisa de respuesta. Era una inmensa charca de zinc fundido, que se extendía entre dos agudas crestas en la zona del sol. Llevaba allí miles de años, y seguiría estando muchos miles de años... tal vez, millones aún. Su superficie se estremecía, temblaba. El brillo del sol sobre la balsa resultaba intolerable a los ojos de la mente. La radiación se abatía sobre la charca de zinc, la radiación del sol, implacable, y entonces hubo una nueva radiación, una emanación electromagnética, con una significativa alteración: "Quiero morir." La charca de zinc se agitó con displicencia, con impulsos súbitos de ayuda. La visión se borró con las misma rapidez con que se había presentado. Sobresaltado, Ross elevó la vista, titubeante. La expresión de los seis rostros que le rodeaban le dijeron lo que quería saber. -Vosotros también lo habéis sentido - exclamó. Spangler asintió, y luego Krinsky y los demás. -Sí - afirmó el segundo -. ¿Qué diablos era? Brainerd se volvió a Spangler. -¿Estamos todos locos, doctor? El aludido se alzó de espaldas. -Alucinación en masa... hipnosis colectiva... -No, Doc - le atajó Ross, inclinándose hacia delante -. Lo sabe tan bien como yo. Era real; y está allí... en algún lugar de la zona soleada. -¿Qué quieres decir? -Que no hemos sufrido ninguna alucinación. Es la vida... o lo más parecido a la vida, que existe en Mercurio - le temblaba una mano, y se vio obligado a contenerla -. Hemos tropezado con algo muy grande. Spangler se agitó incómodo. -Harry... -¡No, no estoy loco! ¿No lo entiende? Acuello, lo que sea, es sensible a nuestros pensamientos. Captó el perverso designio de Curtis, de la misma mancera que un aparato de radar capta las ondas electromagnéticas. Los pensamientos de Curtis eran los más potentes de entre los nuestros; y así, la cosa actuó de acuerdo con ellos, ayudándole a realizarlos. -¿Quiere decir que enturbió nuestras mentes, haciéndonos creer que estábamos en territorio seguro, cuando en realidad estábamos casi dentro de la zona solar?
-¿Pero a qué tantas molestias? - objetó Krinsky -. Si quería ayudar al pobre Curtis ¿por qué no nos obligó a caer de lleno en la zona soleada? Nos habríamos cocido con suma rapidez. Ross meneó la cabeza. -Sabía que los demás no queríamos morir. Este ser, esta cosa que piensa, debe tener una mente múltiple. Captó las emanaciones de Curtis y las nuestras, y arregló las cosas de forma que Curtis muriese y los demás no - sintió un escalofrío -. Una vez Curtis fuera del paso, nos ayudó a sobrevivir, a fin de que pudiéramos salvarnos. Si os acordáis, tan pronto murió Curtis se aclararon nuestras ideas. -¡Maldita sea, si no fue así! - rezongó Spangler. Pero... -Lo que quiero saber si volveremos a Mercurio - observó Krinsky -. Si esto es verdad, no estoy muy seguro de querer volver a hallarme al alcance de ese "ser". ¿Quién sabe lo que podría ocurrirnos esta vez? -Quiere ayudarnos - repitió obstinadamente Ross -. No es hostil. ¿No estaréis asustados, verdad? La verdad es, Krinsky, que contaba con usted para que se pusiera el traje anticalorífero y... -¡No gracias! - se negó el otro, prontamente. Ross soltó una risita de burla. -Es la primera brizna de vida con inteligencia que hemos hallado en el Sistema Solar. ¡No podemos volverle la espalda y asustarnos! - se giró a Brainerd -. Trace una órbita que nos lleve hacia abajo..., pero esta vez donde no podamos fundirnos ni tostarnos. -No puedo hacerlo, señor - estableció Brainerd, llanamente -. Creo que serviré mejor a la seguridad de la tripulación si nos dirigimos al momento hacia la Tierra. Ross, encarándose con todo el grupo, paseó su mirada por aquellos rostros. En todos ellos pudo leer el mismo temor. Sabía que todos estaban pensando: "No quiero volver a Mercurio." Seis. Y él, uno. Y la "cosa" que podía ayudarles, abajo. Habían sido siete contra Curtis... y había triunfado el ansia de morir. Ross sabía que no podía generar fuerza suficiente para contrarrestar los pensamientos de los otros seis. "Es un motín", pensó, aunque procuró no expresarlo en voz alta. En aquel caso un oficial. Era aquél un caso en que el oficial comandante podía verse relevado de su mando por el bien común, y lo sabía. El "ser" de Mercurio, fuese lo que fuese, estaba dispuesto a ofrecerles sus servicios. Pero, multipensador como era, no había, sin embargo más que una sola nave espacial, y una de las dos partes - o él o el resto de la tripulación - debería ver negados sus deseos. "Sí - pensó -, la charca había contribuido a satisfacer al hombre que deseaba morir y a los que querían seguir con vida. Ahora, seis querían regresar... ¿podía quedar ignorada la voz del séptimo?" "No te portas correctamente conmigo - pensó iracundo, Ross, dirigiendo sus pensamientos hacia el planeta -. Quiero verte. Quiero estudiarte. No permitas que me lleven a la Tierra." Cuando el Leverrier volvió a la Tierra, una semana después, los seis supervivientes de la Segunda Expedición a Mercurio, pudieron describir con todo detalle cómo el segundo piloto Curtis se había visto asaltado por al ansia de la muerte, provocando su suicidio. Pero ninguno de ellos podía recordar qué le había pasado al comandante del vuelo, Ross, ni por qué el traje anticalorífero se había quedado abandonado en Mercurio. Venus es ya la meta de los vehículo espaciales de la Tierra. Seguramente será el primero de sus vecinos qué visitarán los astronautas actuales. ¿Pero es un mundo de lluvias eternas y pobreza, o un mundo de desiertos ardientes y mucho calor? John
Brunner nos lleva a Venus, al segundo planeta a partir del Sol, y nos cuenta una narración sobre los problemas de la humanidad sobre el primer mundo que el Hombre puede colonizar.
EN EL NOMBRE DEL HOMBRE John Brunner Estaba lloviendo. Lattimer dio media vuelta, yaciendo sobre su espalda, y suspiró por un muelle colchón de plastiespuma, en vez de un duro jergón de hojas secas. Pero llevaba deseándolo hacía ya tres años, y no lo conseguiría jamás. Durante unos minutos estuvo acostado aún, escuchando el continuo repiqueteo de la lluvia sobre el tejado. El reloj del muro era una importación de la Tierra, y conservaba la hora le Greenwich, pero el joven se había acostumbrado a la gimnasia mental de la compensación, y lo prefería a los complejos modelos de autoajuste que utilizaban en el puerto. Su subconsciente calculó que aún faltaban quince minutos para la hora de levantarse, minuto más o menos. Dio otra media vuelta y enterró la cara en su almohada. Los quince minutos transcurrieron en un soplo, y luego se produjo una suave llamada a la puerta. Apartó la manta a un lado y se incorporó, frotándose los ojos. Tras ponerse una bata, fue a abrir. El nativo se inclinó ceremoniosamente, y una luz, amortiguada por el brumoso velo del horizonte, refulgió sobre el abrigo impermeable. No era realmente un abrigo, naturalmente, sino que servía para conservar los humores de su cuerpo y mantener su sensible piel seca ante la incesante humedad. Incluso al cabo de tres años, Lattimer tuvo que esperar a que el nativo se enderezase antes de reconocerle y saludarle, a su vez, formalmente. -¿Hace un buen día? - le preguntó. -Hace un buen día - repuso el nativo. Al erguir la cabeza, Lattimer le había identificado como Ris Lste, separado los faldones del abrigo, dejó ver la cesta de comida que llevaba oculta debajo. -Te traigo la ofrenda. ¿Está bien? -Está bien - replicó Lattimer. Esta vez estaba bien. Su boca se le hizo agua a la vista de los alimentos contenidos en la cesta. El nativo la dejó en el suelo, junto a la puerta y se retiró, volviendo a inclinar la cabeza. Lattimer esperó a que Ris hubiese desaparecido por completo, ya que no era apropiado que le viese apoderarse ansiosamente de la cesta, pero el nativo parecía vacilante. Arriesgándose - como siempre se veía obligado a hacer - a que el otro se extrañase, le dijo: -Hoy, la audiencia tendrá lugar cuando la sombra del árbol del tiempo llegue a la quinta etapa. Ris volvió a inclinarse, pero no dio muestras aún de querer marcharse. Esto implicaba algún conflicto o problema, pensó Lattimer. Buscó en su mente una posible explicación, pero se vio obligado a ceder. -Ris, puede exponer lo que desee - dijo. Los antebrazos de Ris, en forma de aletas membranosas, vibrátiles, se extendieron y replegaron en un gesto nervioso. Era raro que se concediese la libertad de hablar, excepto en las audiencias generales, pero de todas formas era un señalado honor. -Deseo, si me lo permites, referirme a la cuestión del humano en el bosque.
Lattimer se quedó inmóvil, rígido. ¡Era imposible! No había otro ser humano en doscientas millas a la redonda, excepto los obreros del otro lado del acantilado, y no se aventurarían solos lejos de su colonia. Mantuvo su rostro completamente impasible mientras contestaba con afectado aire de fastidio: -¿Qué sabes de él? -Lleva en un mismo sitio un día y parte del otro día, o sea lo que tarda la sombra del árbol del tiempo en pasar de la primera a la cuarta marca. No entendemos sus palabras y no quiere irse de allí. "¡Dios Todopoderoso! - pensó Lattimer, y aquella exclamación puso una sonrisa en sus ojos, aunque no en sus labios -. ¡Un hombre solo en el bosque! ¿De dónde vendría? Y aún más importante, ¿qué estaba haciendo? En voz alta, dijo: -¿Le has llevado ofrendas? -Sí. Lo mismo que a ti. Entonces no se moriría de hambre. -No hay necesidad de hacer nada más - añadió, en voz alta, en tanto su mente trabajaba velozmente. No se atrevía a interrumpir la norma de una audiencia diaria. En primer lugar, por la audiencia en sí, y además porque sabía que en ella debía escuchar un caso de importancia. Luego, le había dicho al jefe Miglaun que deseaba vigilar las nuevas plantaciones de curra y papleta en los sembrados al oeste del poblado. Además, había el hecho de que la presente o hacía la cuarta lluvia en tres días, y el dique que rodeaba los campos no era demasiado resistente. No podría dejar la audiencia antes del anochecer, muy probablemente, y los nativos no penetrarían en el bosque una vez fuese de noche. Pero tampoco podía dejar a un hombre allí. Quizá, si el desconocido llevaba una radio portátil, podría ponerse en contacto con él, pero estaba seguro de que las señales llegarían sumamente débiles al interior de la selva, aunque la lluvia tal vez ayudaría a la emisión. Bien, si ocurrió lo peor de lo peor, razonó, podría posponer la inspección de los campos, diciendo que su hermano deseaba conferenciar con él. -Gracias, Ris - dijo en voz alta -. Tu preocupación por mi hermano es muy loable, aunque innecesaria. Quizá le iré a visitar hoy. Como una foca negra, y moviéndose con la misma gracia de movimientos que una foca, Ris se alejó hacia al poblado, colina abajo. Lattimer cerró la puerta y se quedó recostado contra ella. ¿Ahora, qué diablos iba a hacer? ¿No era bastante malo tener que estar allí, administrando aquel lugar...? Cogió la cesta y trasladó su contenido a la despensa. Con aire ausente, seleccionó las mejores papletas y las puso en el hervidor para prepararse él desayuno. Luego se calzó sus mejores calzones e impermeable y un par de botas altas, ya que con tanta lluvia debía haber por todas partes lodo hasta las rodillas. Se peinó la barba, deseando que alguien inventase una navaja de afeitar eterna, o mejor un depilatorio que no le lastimase el rostro, y le arrancase los pelos hirsutos que tenía detrás, y las orejas. Y durante todo aquel tiempo su cerebro estaba cavilando sobre el problema de quién podía ser aquel desconocido. En medio del desayuno se levantó de la silla y probó el localizador de su aparato de radio. La lluvia sólo había descargado parte de la electricidad de la atmósfera, por lo que la visibilidad era mala, pero Lattimer consiguió sintonizar una especie de señal procedente de un lugar casi a cinco millas dentro del bosque, en línea, aunque no muy recta, al aeropuerto espacial y no lejos de los sembrados. Era muy débil, pero parecía la emanación de una boya personal, y casi estuvo seguro de ello. Era una mala cosa. No había nada en la banda de comunicaciones, aparte de los continuos avisos sobre el tiempo en el aeropuerto, rodeado de montañas. O el extranjero no quería comunicar, o se había cansado de obtener una respuesta... o temía obtenerla.
Si esta última sospecha era cierta, entonces se producirían algunas molestias. Consultó el reloj y vio sobresaltado que llegaría ya un minuto tarde a la audiencia. Cerró el localizador y se encamisó a la puerta, pero antes se detuvo, giró en redondo y cogió apresuradamente su fusil espacial. No debía nunca asistir a una audiencia sin llevar su símbolo de poder. Y el haberse olvidado le dio la medida exacta de su agitación. La audiencia se celebraba en el centro del poblado, cerca del árbol del tiempo que había sido una de sus primeras tareas a la llegada. Se había hartado de no tener un regulador de horas que sincronizase sus asambleas con los nativos, aunque a éstos no pareciese importarles demasiado. Por lo tanto, había plantado un árbol, trazando círculos a su alrededor, dibujándolos cuidadosamente, de forma que la débil sombra arrojada por el gran brillo borroso que era el sol los cruzase a intervalos fácilmente identificables con la hora. Era un sistema falible, ocasional, ya que el sol se hallaba tapado por las nubes que era casi imposible detectar la menor sombra. Por otra parte, tenía a su favor la carencia absoluta de mecanismos. Llegó, caminando lentamente a la vista de la asamblea, hallando que los adultos del poblado ya estaban reunidos. Ris era el blanco de las miradas de envidia de sus vecinos. Debía haber explicado que Lattimer le había permitido hablar con él a la hora de levantarse. Lattimer escondió su sonrisa y tomó asiento sobre una pequeña tarima ante el consejo, con la lenta dignidad del Hombre. -Que se adelante el jefe Miblaun - dijo. En la fila delantera de nativos en cuclillas, el jefe se deslizó hacia delante. -Amo - dijo -, ha habido dos disputas entre nosotros. -Las oiré - asintió Lattimer. Frunció el ceño en un esfuerzo para concentrarse. Era difícil estar atento a las pequeñas rencillas de aquella gente cuando había un hombre perdido en El bosque. Lo que le preocupaba no era lo que los nativos pudieran hacer... sino lo que podía hacer el hombre. Era capaz de trastornar muchas cosas... incluso a él mismo. El primer caso resultó muy fácil de resolver. En realidad, ya había sentenciado una disputa idéntica varios meses antes, pero los nativos todavía no habían alcanzado el grado de inteligencia suficiente para juzgar por los casos precedentes. Para ellos, la vida todavía era un largo día. Cuando las partes hubieron proclamado sus reclamaciones en el asunto sobre la disputa del comercio de tierras, dictó su juicio sin vacilación. El segundo caso era el que había estado esperando hacía varias semanas. Se refería a uno de los hermanos del jefe, lo que hacía inevitable que el caso pasase de la jurisdicción de la tribu al tribunal de apelación... que era él mismo. Sin embargo, el jefe había librado una dura batalla para resolver el pleito en su favor, y a Lattimer le pareció detectar cierto descontento entre los más ancianos. Se abandonó a los vericuetos de la ley casi con alegría. La necesidad de hacer justicia significaba que no podía aún decidirse con respecto al desconocido. Tenía que hacer algo con respecto al viejo Miglaun, reflexionó. Para la disciplina de una tribu es dañino hallar faltas en su jefe, pero si éste intentaba mostrarse despótico, le destronaría. El caso continuó. La lluvia aclaró hasta cesar. La sombra del árbol del tiempo, aunque muy débil, llegó a la sexta marca, la última, y comenzó a retroceder. Mientras escuchaba la evidencia, Lattimer llegó a una determinación. Sería duro para Miglaun, pero era culpa suya únicamente. Había querido aprovecharse de su jefatura, y el barullo de elegir un nuevo caudillo le daría a Lattimer cierto respiro, sin tener que efectuar la propuesta gira de inspección. Esto significaba que podría dirigirse al bosque, llevándose consigo a un par de neutrales, o sea Ris y Flaokh, los dos Despertadores, que no podían intervenir en política a causa de sus servicios religiosos. Y ambos podrían ponerle en contacto con el desconocido con facilidad.
Se levantó de la silla. Instantáneamente, los nativos dejaron de parlotear y le miraron con expectación. Lattimer compuso una expresión de desprecio. -Buscaréis un nuevo jefe - dijo, secamente -. El jefe Miglaun ha intentado desviar mi criterio del sendero de la justicia con hermosas palabras en favor de su hermano, pensando que yo prestaría más crédito a sus argumentos que a los de cualquier otro miembro del clan. Pero ya sabéis que esto no es así. En mis oídos pesan más las palabras de un honrado ciudadano que las de un jefe parcial. Este caso podrá ser abierto de nuevo cuando Miglaun no posea la jefatura para dar ayuda a sus pruebas. He hablado. Una maravillosa idea en teoría, pensó Lattimer tristemente. Deseaba que pudiera ser aplicada con más integridad. Luego, recorrió con la vista el círculo de ancianos para ver si sus palabras hallaban su aprobación. Naturalmente, tenían que aceptarlas, puesto que él "había hablado", pero era mejor granjearse la buena voluntad de los ancianos. Con cierto estremecimiento de alivio comprendió que todos estaban contentos. Esto era lo que había estado deseando. -La audiencia queda aplazada hasta que haya un nuevo jefe - concluyó -. ¡Ris! El Despertador Mayor se abrió paso por entre la multitud. -Deseo que tú y Flaokh, a quienes proveo de la jefatura puesto que os halláis a mi alto servicio, me acompañéis ahora a conferencias con mi hermano en el bosque. ¿Está bien? -Está bien - aprobó Ris, abriendo y cerrando sus membranosas palmas, como si intentase expresar su sorpresa y su alegría a la par. Lattimer tardó unos instantes en localizar el débil zumbido en su aparato de radio todavía en el mismo sitio, y en asegurarse de que la lluvia no había empapado la recámara de su fusil atómico. Tendría que emprender la marcha con sus mejores ropas, que eran las que llevaba puestas, puesto que la elección de jefe podía ser cuestión de minutos solamente, nunca se sabía, y a lo mejor se vería obligado a reemprender la audiencia dentro de muy poco rato. Entonces se produjo un excitado repiqueteo en la puerta y al abrirla halló a Ris y a Flaokh esperando en el umbral. -¿Está bien? - preguntó. -Está bien - replicaron a coro los dos Despertadores. -Entonces, venid conmigo. Emprendió la marcha a un paso ligero, pero no carente de dignidad, que los nativos podían mantener con relativa facilidad. El sendero que seguían atravesaba los prados que él habría tenido que vigilar, y así pudo observar, con un ligero fruncimiento de cejas, que el dique no estaba en tan buenas condiciones copio había esperado. La incesante lluvia había maleado la dura corteza de los montantes, reblandeciéndola, lo cual significaba que al día siguiente tendría que enviar a otro grupo de trabajo. Claro está, ahora no podía perder tiempo. En cierto modo, era una lástima que hubiese insistido en que todos los miembros adultos de la tribu asistiesen a las audiencias y elecciones y tomasen parte en los asuntos de la tribu, pero en progresivos estudios de su desarrollo, éste sería un beneficioso precedente. A su lado, los dos nativos guardaban silencio, y sólo podía oírse el sordo ruido de sus pies membranosos sobre la húmeda tierra. Deseaba con toda su alma no tener que pedir que le guiasen, ya que la habilidad de poder un hombre comunicarse con otro a muchas millas de distancia era el más profundamente arraigado de sus artículos de fe. Por desdicha, como el desconocido no parecía tener baterías en su radio, o estaban completamente descargadas, tenía que confiar en su demasiado falible localizador. Al cabo de un rato condescendió a hablar con los dos nativos. -¿A quién dice la gente que elegirán para jefe?
-Seguramente, a Chinsel - contestó Ris, palmoteando -. La gente recuerda tus alabanzas por su proyecto de los arrozales. Dijiste que su labor era digna de un ser humano. Lattimer reflexionó. Era agradable saber que ya reconocían la habilidad administrativa, y era cierto que Chinsel había demostrado poseer una notable intuición para aprender las nociones de ingeniería requeridas para diseñar sus campos de arroz. Naturalmente, habían tenido que ser fortalecidos tres veces en varios meses, pero esto era de esperar, y ciertamente era un éxito haberlo conseguido sin más que unas insinuaciones como guía, por parte de Lattimer. Ris parecía estar pensando que habíase mostrado sumamente atrevido al comparar a Chinsel con un hombre incluso en la privilegiada posición que ocupaba. Se atrasó ligeramente y permitió que Flaokh continuara solo al lado de Lattimer. El grupo prosiguió caminando en silencio. La poca gravedad del planeta tenía la ventaja para el hombre de poder ir más de prisa allí donde el suelo era firme, pero donde se hallaba mezclado con lodo, los nativos le aventajaban, por lo que en conjunto tardaron una hora en llegar al lugar donde Lattimer había localizado el zumbido. Mentalmente, el joven cruzó sus dedos. Si el desconocido se había cambiado de lugar, le costaría mucho explicarles a los nativos por qué no le había encontrada. Atravesaron el campo de rastrojos donde se hallaba la monstruosa osamenta de la última fiera, un jumo gigante, especie de elefante, que había estado merodeando por aquella parte del país y que ahora se hallaba dentro de la trampa de madera donde había quedado atrapado. Debajo de la carcasa estaban las jarritas de alfarería que recogían las secreciones de sus glándulas y que ya se hallaban casi llenas, por lo que el joven tomó nota mental para recogerlas. El metabolismo de los nativos todavía no había sido plenamente estudiado, por lo que la existencia de una fuente natural de antibióticos no debía ser desechada. La mole de cuarenta pies del monstruo se había contraído ligeramente, pero aún tardaría otro mes en hallarse su carne lo bastante blanda para que los nativos pudieran trincharla y enterrarla. Bordearon el cadáver. En el otro lado del claro se distinguía un leve sendero entre los árboles, y Lattimer lo siguió con optimismo. A su final, vio que había sido acertada su elección. Sólo a unas cuantas yardas vio los tres cestos de ofrendas que yacían en el suelo sin haber sido tocadas a la entrada de un refugio formado de palmeras, y cuyas hojas entrelazadas formaban una especie de caverna vegetal de diez pies de profundidad. Los nativos retrocedieron temerosos y vacilantes. Lattimer les animó a avanzar y a no sentir miedo. Levantó la voz y habló en su lengua nativa. -¡Sal de aquí, hermano! Se produjo una leve agitación entre las ramas de las palmeras, y un ser humano atisbó por entre las hojas. A la vista de los nativos, retrocedió maldiciendo. -¿Está enfadado, el humano? - inquirió Ris con ansiedad -. ¿Le hemos ofendido? Le hemos traído ofrendas, lo mismo que las que tú nos aceptas. Lattimer le ordenó callarse. -Ahora le hablaré en la lengua humana - dijo, calladamente -. Así averiguaré el motivo del descontento de mi hermano. -"Hermano", pensó. "Célula gemela" era la única traducción de significado exacto, pero aunque aceptaba la precisa semántica equivalente cuando pensaba en los nativos monosexuales, todavía se aferraba al aspecto humano cuando se refería a otro hombre. Los dos nativos dieron un respingo a la mención del sacro idioma y corrieron hasta el borde del claro. -¡Aló! - gritó Lattimer, empleando el lenguaje internacional -. ¿Kis é tu? ¿O é amik? El rostro volvió a aparecer. Estaba sucio. Llevaba una barba de diez días, revuelta, enmarañada. Tenía los ojos cansados e inflamados. Lattimer se alegró extremadamente
de que Ris y Flaokh no pudieran verle, porque habrían sacado conclusiones bastante raras con respecto a aquel espécimen humano. Éste vio a Lattimer, y al momento apareció en su mano un revólver atómico, como por arte de ensalmo. Los nativos vieron el símbolo del poder y chillaron en voz alta, arrodillándose. -¡Ne tir! -dijo Lattimer secamente-. ¿Keské tu fas? ¡No tir! Buscó la mirada del otro intentando descubrir algún signo de comprensión. Aparentemente, no hablaba el lenguaje internacional, aunque estaba bastante extendido en la Tierra. -¡No dispares! - repitió en inglés -. ¡Quienquiera que seas, no dispares! -¿Conque hablas como los seres humanos? - fui lo primero que dijo el desconocido, hoscamente. Bajó el revólver y se adelantó a la entrada de la caverna. Lattimer le contempló de arriba a abajo. -Has pasado por un mal trance - comentó -. ¿Qué fue?, El desconocido pareció considerar la pregunta. Luego se enfundó el revólver, aunque con renuencia. Tenía las ropas destrozadas - Lattimer sospechó que había debido enredarse con una mata de zarebas -, y sus brazos y piernas estaban llenos de arañazos. -¿Qué son estas bestias? ¿Perros? Lattimer ocultó su sorpresa. -Son mis Despertadores - explicó -. Un par de personajes en mi poblado. Se halla sólo a cinco millas de aquí. Puedo ofrecerte alimento y ropas y un baño. Y también algo para tus arañazos. El otro no pareció haber oído la última parte del ofrecimiento. Estaba mirando con incredulidad a los nativos. Al final, se echó a reír secamente. -¡Los has llamado personajes! A mí me parecen un par de focas. -¿Verdad? - replicó Lattimer, enfurecido -. Bueno, mi nombre es Lattimer. Soy un Residente, como habrás adivinado. -No me imagino que pueda venir nadie aquí, a no ser para echar una rápida ojeada de curiosidad - respondió el otro -. Me llamo Tomson. Jim Tomson. Lattimer estaba excitado. -No puedes quedarte aquí - le gritó, tratando de aparecer razonable -. Temo que pasará cierto tiempo antes de que el próximo coche del aeropuerto espacial pase por mi poblado, pero puedo prestarte un guía hasta el pie del risco, si quieres, y el próximo Residente irá contigo el resto del camino. ¿Cómo has llegado hasta aquí? Tomson titubeó. -Vine con un grupo de prospectores - dijo finalmente -. Me extravié. Supongo que me estarán buscando. -Seguramente - repuso Lattimer calmosamente. Dio media vuelta y empezó a abrirse paso hacia el final del bosque. Al cabo de un instante, Tomson se dispuso a seguirle. No dijo nada hasta llegar al campo de los rastrojos. Allí, la vista del monstruoso cuerpo del jumo le obligó a suspender la respiración preguntando con un filo de temor en la voz: -¿Es... es peligroso esto? -Lo era - replicó Lattimer. Le ordenó a continuación a Ris que recogiera las jarritas y las remplazase por otras. -¿Hay... hay muchos de esos monstruos? -quiso saber Tomson. -No por aquí. Este es el primero que hemos visto en cuatro meses - dijo Lattimer, sin concederle importancia -. Más al Sur son un pequeño problema. Son tan duros de piel que una bala resulta inofensiva para ellos. Incluso no les daña la radioactividad. Los nativos los atrapan en los hoyos cubiertos de hojas y los dejan morir de hambre. Tienen un metabolismo más veloz que las otras criaturas de este planeta. Tardan sólo tres días en morirse.
Con muy buen sentido, Flaokh había sacado las ofrendas de un cesto, metiendo en el mismo las jarritas llenas de los jugos secretados, por el animal muerto. Le anunció a Lattimer que ya estaba todo listo, y el grupo volvió a emprender la marcha. Tomson no cesaba, empero, de mirar por encima del hombro, como temeroso. -Tuve suerte de no tropezarme con un monstruo así cuando estuve en la caverna observó -. De otra forma, no habría durado mucho. Intentó sonreír, pero la sonrisa murió en sus labios. Lattimer le miró con grave expresión. -No es nada divertido - comentó -. Un jumo es muy descuidado con respecto a la manga como mata a las personas. Procura romperles les huesos y luego les deja morir. Los seres humanos le estropean la digestión. Tomson asestó su mirada firmemente al frente. Dejaron a Ris y Flaokh en el poblado, y prosiguieron la marcha hacia la Residencia, que se hallaba en la única elevación del terreno en varias millas a la redonda. Los Residentes solían vivir en los lugares más elevados del contorno, quizá porque los nativos pensaban, inconscientemente, al elegir el lugar de sus residencias, que aquellos hombres llovidos del cielo deseaban estar lo más cerca de sus hogares. Una vez en su casa, Lattimer fue en busca del botiquín y lavó los arañazos y cortes de los brazos y piernas de Tomson con alcohol y luego los vendó con un tejido regenerador. Al devolver el botiquín a su alacena se dio cuenta de que la caminata le había producido un enorme apetito. -¿De qué comía? - le preguntó al otro con curiosidad. -Tenía mi bolsa de emergencia - le explicó Tomson. La indicó, arrojada ahora a un rincón, junto con la pequeña radio que había guiado a Lattimer hasta la caverna. -Con esto no habría resistido mucho tiempo - Lattimer estaba sacando papletas, bromacos y chirrits de la despensa. - ¿Por qué no comió las ofrendas de los nativos? ¿O no las vio? -¿Ofrendas? - señaló las frutas esparcidas sobre la mesa de Lattimer -. ¿Se refiere a esta bazofia? ¿Es comestible? Lattimer no necesitó otra confirmación de sus sospechas. Todo prospector que llegase al planeta sin conocer sus propiedades vegetales estaba condenado a una muerte pronta. Por tanto, Tomson no era un prospector. No permitió que su rostro traicionase sus pensamientos. -Seguro. Y tienen un riquísimo sabor. Con aprensión, Tomson cogió un chirrit. Al morderlo, hizo una mueca de desagrado al notar su acidez, pero a los pocos bocados asintió encantado. Se comió la fruta como un verdadero muerto de hambre. Desde el otro lado de la mesa, Lattimer le observaba atentamente, aunque con cierto disimulo. No era un prospector... Entonces, era casi seguro que Tomson - o cualquier que fuese su nombre -estaba huyendo de alguien. Tras una larga pausa, Tomson terminó de comer y miró a su alrededor. -Tiene algo para beber? - preguntó. -Naturalmente. - Lattimer se acercó al purificador de lluvia. - Es lo único que nunca nos falta. -Bueno, no me refería al agua, sino a una verdadera bebida. Lattimer se recostó en su silla. -No - contestó amablemente -. Aquí no hay alcohol. Aquí, las bacterias no fermentan de igual modo que en la Tierra. Tomson puso cara agria. -Bien, supongo que tendré. que creerle. ¿Y el tabaco? -No arraiga tampoco. Sólo crecen las plantas que aman la humedad.
-Lástima... - Tomson se reclinó también en el respaldo de su asiento y señaló con la cabeza la ventana que daba al poblado -. ¿Qué es aquello? -Mi poblado - le explicó Lattimer, sin rastro de enojo -. Ya se lo dije. Soy el Residente de aquí. -¿Agente gubernamental? - Había algo en la forma de decirlo. Algo... deliberadamente casual. -En cierto modo - Lattimer se encogió de hombros -. Me contrataron, pero no se me debe confundir con un servidor. Estoy aquí para conseguir que los nativos nos respeten. Lo dijo con sumo cuidado. Quizá Tomson se. hubiese equivocado en sus apreciaciones. -Entonces, ¿todos estos animales son los venusinos? ¿Son ellos quienes han edificado este pueblo? Lattimer asintió. -Pensé que eran salvajes - replicó Tomson -. cero a juzgar por lo que he visto, no llegan a tanto. Debe costarle mucho mantenerlos a raya. -Ahora, no. Tomson no se fijó en la frase. Miraba al Residente con sus estrechos ojos, como calculando su dureza. Pareció formarse una opinión favorable... favorable con respecto a Lattimer. -¿Cuánto tiempo transcurrirá antes de que llegue ese coche del aeropuerto de que antes me habló? - preguntó. -Unos dos años - contestó Lattimer, calmosamente -. Dentro de veintidós meses llegará mi relevo. Se levantó y empezó a arrojar los restos de las papletas dentro de un cubo. -Claro que, como ya le dije, puedo hacer que los guías le lleven al aeropuerto. Tomson se estremeció visiblemente. -Si no le importa - observó -, preferiría no volver a pasar por esa selva. -Como guste. Me gustará tener compañía humana - apoyó la última palabra, pero muy levemente -. Aunque si va a quedarse aquí mucho tiempo, tendrá que aprender el idioma de los nativos. -¿No hablan inglés estas focas? Lattimer le miró ceñudamente. -Tienen prohibido aprender ningún idioma humano. Podrían oír y enterarse de ciertas cosas. Tomson sonrió cachazudamente. -Comprendo. Ello les haría menos respetuosos. -Exactamente - replicó Lattimer, tajante. Y se preguntó qué habría hecho para merecer aquel castigó. Se produjo una llamada a la puerta. Tomson se inmovilizó rígidamente cuando Lattimer fue a abrir. Era Flaokh. -¿Deseas continuar la audiencia? - le preguntó el segundo de sus Despertadores, cortésmente -. ¿O prefieres seguir conferencia con tu célula gemela? Lattimer consultó la hora. -Estaré presente en el poblado cuando la sombra haya pasado la tercera marca. Como una señal de su respeto, mi hermano - la misma palabra, pero jamás lograba relacionarla con la célula gemela del idioma venusino -, me ha anunciado que estará presente también en la audiencia. Flaokh se retiró tras los saludos acostumbrados y Lattimer se volvió a su inesperado visitante. -Tendremos que bajar al pueblo. Esta mañana he suspendido una audiencia y les conminé a elegir otro jefe, ya que el anterior intentaba aprovecharse de su posición para favorecer a sus parientes. Usted, me acompañará, naturalmente. Creyeron que usted les
despreciaba al ver que había rechazado sus ofrendas en la cueva, y ahora podrá demostrarles que no era tal su idea. Tomson le miró fijamente. Luego se retrepó en su asiento. -¿Una especie de presente de buena voluntad, eh? De acuerdo, usted conoce las reglas del juego. Tenerlos contentos, a toda costa. -No es esto, exactamente - le explicó Lattimer -. Y, a propósito, tendré que dirigirme a usted como... - le explicó la equivalencia de hermano en lengua nativa -. Para ellos, todos los hombres son hermanos. No poseen la palabra "hermano" en su lengua. Son hermafroditas, como las babosas... pero esta palabra es la más aproximada. Célula gemela, significa "nacidos del mismo huevo". Tomson volvió a echarse a reír. -Odiaría tener que compartir un huevo con nadie. Está bien. Cuando usted me dirija la palabra, procuraré parecer un sabio. ¿Es esta la idea? -Esta es la idea - contestó Lattimer, forzando una sonrisa. Durante los días siguientes se abstuvo cuidadosamente de usar la banda de comunicación de la radio. Tomson podría haber malpensado. Si en el aeropuerto conocían la presencia del último en Venus, había la posibilidad de diez a uno que le creyeran muerto en la selva. Por fortuna, durante las primeras semanas, y hasta que estuviese seguro de sí mismo, Tomson se conduciría perfectamente, y Lattimer esperaba aclarar las cosas en aquel tiempo. No sabía lo que ocurriría cuando el otro comenzase a ser un estorbo, ni quería meditar sobre ello. No podía permitirse el lujo de romper abiertamente con él. Pero estaba andando sobre una peligrosísima cuerda floja. No es fácil para un hombre ser considerado un dios. Con la esperanza de esquivar lo inevitable, Lattimer llevó a Tomson por la campiña y le mostró sus consecuciones: el sistema de secano, los arrozales con los diques, la alfarería nativa y sus casas. Pero Tomson no mostraba el menor interés. Se sentía contento dejando transcurrir el tiempo y viéndose agasajado por los nativos con sus ofrendas y sus cortesías. Pasaron casi tres fineses antes de que los nervios de Lattimer comenzasen a desquiciarse bajo la tensión, hasta que al final sacó a colación el tema de la marcha del otro. A la primera y segunda mención de la misma, Tomson no hizo el menor caso, pero a la tercera, Lattimer insistió. Era al atardecer, y la lluvia había vuelto a empezar. Al cabo de tres años su repiqueteo significaba muy poco para Lattimer, salvo mantenerle preocupado por la suerte de los arrozales, pero en Tomson todavía producía un gran efecto. Rezongó ante las palabras del Residente, pero luego pareció hallarles un significado oculto. Se sentó lentamente a la mesa. -Lo sabes - díjole tranquilamente. No era momento propicio para fingimientos. -Sí, lo sé - contestó Lattimer -. No eres un prospector, Jim. - Ya hacía tiempo que se tuteaban -. Huyes de alguien..., según sospecho, y te has marchado de la Tierra porque se estaba poniendo demasiado caliente para ti. Lo sé desde que llegaste. Tomson le contempló sin pestañear. -¿Por qué no me echaste de aquí? -¿Y arriesgarme a que promovieras un combate conmigo..., o con mis servidores, cuando viniesen a despertarme? ¿Crees que estoy loco? -¡Vamos, arrójalo! - gruñó Tomson con frialdad -. Ya empiezo a estar harto de tus remilgos. Estás asustado de estos salvajes, ¿no es eso? ¿Por qué? Cansinamente, ya que había tenido que soportar otra larga audiencia, y Chinsel demostraba ser un jefe tan difícil como lo había sido Miglaun, contestó:
-No, no estoy asustado de ellos, sino de mí mismo. -Llevo aquí tres meses ya - soltó Tomson -, y he observado que estos nativos empiezan a pensar que son muy listos. "Muy listos". No tardarán en sentirse are rivalidad con los hombres. Tú les estás mimando, cuando lo que necesitan es una persona fuerte que les mantenga a raya, que les demuestre quién es el amo. Incluso permites que discutan contigo..., ¡lo he oído! Lattimer cruzó las manos para impedir que le temblasen. -¡Son listos! - exclamó haciendo un gran esfuerzo para conservar la calma -. Tienen ideas. Comprenden cosas como la conservación del suelo y la evolución de las cosechas. Dentro de treinta a cincuenta años se hallarán al nivel de los fertilizantes. Pueden trabajar la piedra, tienen el fuego, por lo que falta poco para que aprendan a manejar el metal... Sí, en verdad, son muy listos. -Razón de más para no dejar que se propasen - dijo Tomson -. Sé muy bien lo que yo haría si estuviese en tu lugar. Repito que les mantendría a raya. -No por mucho tiempo - objetó Lattimer. Pensaba que había otras formas de solucionar el problema, pero sólo una podía aún ser la acertada, aunque intentar que Tomson la comprendiera sería perder el tiempo. Sin embargo, tenía que probarlo. -Tendrías que saberlo mañana o pasado - empezó -. Es el día de la adoración. -¿Qué quieres decir? -Tú y yo somos dioses. Tomson, de repente, empezó a sonreír. -¿Ah, de veras? - parecía incrédulo -. ¿Estas criaturas nos creen dioses? Bueno, ¿no es maravilloso? -No es ninguna broma - le atajó Lattimer con acritud -. Te aseguro que no lo es. ¿Has tratado alguna vez de ser infalible? ¿De ser justo, piadoso, humano, por encima de cualquier consejo, en toda clase de asuntos, desde ingeniería civil a agrobiología? Te aseguro que no es fácil. Tomson no le escuchaba. Sonreía abiertamente, como asaltado por una súbita idea. -¡Estupendo, chico! ¡Vaya suerte! ¡Soy un dios! Lattimer le contempló tranquilamente. -Sí. Hasta ahora te has conducido como un dios... no te has mostrado ni cortés ni amable. Sigue así. Nosotros somos la única fuerza conductora en las vidas de esta gente. Su único motivo para obrar bien es complacer a los seres sobrenaturales que llegan en naves de fuego desde los cielos. No podemos permitirnos una equivocación, Jim..., o perderemos a Venus. -¿Perder a Venus? ¿Perder una manada de focas? Lattimer asintió. -Dependemos de ellos. Para la comida, para el trabajo suplementario. Necesitamos su cooperación. Si una sola vez fallásemos en el papel que ellos mismos nos han asignado, seguro que encontraríamos una encarnizada oposición. Tomson empuñó su revólver atómico. -¿Qué pueden hacer contra las armas humanas? -preguntó -. Ellos no conocen aún nuestro poderío. -Ya viste a un jumo - le recordó Lattimer -. Los nativos saben perfectamente cómo luchar contra ellos. Llevan combatiendo contra seres mayores, más veloces y más peligrosos que el hombre, durante siglos. Nosotros, por nuestra parte, perdimos a todos los de la expedición cuando quisimos combatir a los jumos. Tomson le interrumpió tajante. -¡Esto son bobadas! Sé muy bien lo que haría si tuviese a un puñado de salvajes aclamándome como a un dios. ¡Me aprovecharía de la situación! Tú eres más un esclavo que un amo.
-En absoluto - le refutó Lattimer -. Pero tengo que vivir y actuar como un ser humano y no como un animal, por primera vez en mi vida. He de refrenar mi temperamento, observar todas las virtudes... -Incluyendo la castidad - terminó Tomson, burlonamente -. ¿O esto no te interesa ni preocupa? Lattimer se incorporó a medias en su silla, siniestra la mirada. Mientras luchaba por dominarse, Tomson hizo un gesto significativo con su revólver. -Ya he matado a un hombre - dijo sosegadamente -. ` me atrapan, igual me colgarán por uno que por dos. El Residente volvió a hundirse en su asiento. -Tus amenazas no me inquietan. Voy a darte una oportunidad. Estoy dispuesto a retenerte aquí hasta que me releven; lo que luego hagas es cosa tuya. No me has hecho nada... todavía. Y, como ya te dije, no quiero que trascienda nada de lo ocurrido entre nosotros a los nativos. En esta tarea, ellos son una de mis mayores responsabilidades, ya que sustentan un criterio parecido al tuyo. Pero si cometes la menor acción que induzca a esta gente desconfiar de los seres humanos... si intentas aprovecharte de alguna manera de tu posición de dios aquí..., atente a las consecuencias, que no van a ser muy agradables para ti, te lo aseguro, Jim. Miró fijamente a su interlocutor y añadió: -¿Queda entendido? Tomson se echó a reír y asintió. Llovió toda la noche y también el día siguiente. Era la lluvia más seguida que Lattimer recordaba de sus tres años en Venus, y los nativos no se hallaban suficientemente interesados en el pasado para sacar a relucir un precedente. La lluvia no era buena para los diques que rodeaban los arrozales, que estaban escalonados suavemente. A la mañana siguiente realizó una vuelta de inspección con Chinsel y hablaron de reforzarlos de nuevo. La lluvia resbalaba por su rostro hasta su garganta, añadiendo con ello más infortunio a sus desdichas, pero por fortuna Chinsel se mostró más colaborador que de ordinario, puesto que su reputación se debía en gran parte a la creación de aquellos diques. Al regreso al poblado, Lattimer celebró una audiencia general y anunció el aplazamiento del día de la adoración. Dio a entender con todo cuidado que los dioses estaban siendo muy amables con su pueblo, pensando en su seguridad y bienestar antes que en recibir el homenaje. Aquel gesto fue apreciado con grandes palmoteos membranosos. Así, en vez de la ceremonia, el día siguiente, que afortunadamente volvió a ser seco, lo pasaron los miembros adultos del clan reforzando los diques, bajo la dirección de Chinsel. Al caer la noche, Lattimer inspeccionó los trabajos efectuados y decidió, muy a su pesar, que no podía hacerse nada mejor. Esperaba que el tiempo durase lo bastante para que el sistema de drenaje pusiese el agua de las acequias y campos a un nivel conveniente. Pero lo malo fue que volvió a llover. Cuando regresó a la Residencia estaba empapado y fatigado, pero su preocupación por el bienestar de los venusinos había alejado de su mente a Tomson. Sin embargo, al llegar halló al individuo intentando enseñarle a uno de los más jóvenes de la tribu a recoger un palo. Estaba sentado en una especie de refugio formado por un salidizo natural, y arrojaba el pedazo de madera dentro de un claro fangoso. Obedientemente, aunque sin entender la razón de sus actos, el niño se lo devolvía. Lattimer se detuvo tras un grupo de árboles, algo lejos de la casa. Tomson repitió la operación. Le dio un bofetón al chiquillo por no haber corrido bastante a prisa. La pobre criatura estaba, evidentemente, aturdida. Lattimer se hizo cargo de la situación enarcando las cejas. Luego empuñó el revólver.
-Te abrasaré en el sitio si haces un solo movimiento - le gritó el otro en inglés. Y luego, añadió, dirigiéndose al niño -: Vete a casa. El chico obedeció a la máxima velocidad de sus piernas. Cuando estuvo fuera de visión, Lattimer se acercó lentamente a Tomson, el cual se hallaba inmóvil en el mismo sitio. Lattimer conservaba su revólver apuntando al estómago del otro. AL llegar a una distancia razonable, le dijo: -¿A qué ha venido esto, Tomson? -Me aburría... ¿pasa algo? Lattimer le dio vuelta a su revólver y golpeó a Tomson en la cara dos veces con la culata, de goma maciza. El otro se tambaleó hacia atrás, maldiciendo, y con las manos apretándose las mejillas. -Ya te advertí - le previno Lattimer -. Esto ha sido por golpear al chiquillo. Y ahora voy a ocuparme de ti. Tomson logró dominar el dolor y la sorpresa. Volvió a dejar caer las manos a sus costados. -Las focas tienen cachorros y no niños - comentó despectivamente -. ¿Conque piensas que vas a ocuparte de mí, eh? ¿No irás a abandonar a tus seguidores el día de la adoración, verdad? -No - replicó Lattimer -. Llamaré al Servicio de Vigilancia. -¿De verdad lo harás? - exclamó el otro -. ¡Qué interesante! Retrocedió ante el arma, siempre apuntada a su estómago y entró en la Residencia. No parecía muy preocupado por la amenaza. Tan pronto como Lattimer pasó, a su vez, al interior, comprendió el motivo de la tranquilidad del otro. El aparato de radio estaba esparcido en el suelo, en mil pedazos. Bajó el arma. -Está bien, Tomson. Te has apuntado un tanto. Debí fulminarte mucho antes. Tienes suerte al no querer luchar conmigo delante de los nativos, de lo contrario te daría la paliza más fenomenal que te hayan dado en tu vida. Pero mañana es el día de la adoración, y ahora no puedo dejar esto. Sin embargo, me hallo en mejor situación que tú. Tú no puedes marcharte de aquí, en absoluto. No te atreves a encontrarte solo en la selva, especialmente ahora que ha sido visto otro jumo en la falda del acantilado. Esta mentira fue dicha con toda seriedad. -Pero al día siguiente de la adoración - continuó - serás enviado al aeropuerto espacial, para ser sometido a la psiquiatría. ¿Está claro? Tomson rió de manera insultante. -¡Eres un condenado embustero, Lattimer! -No estoy mintiendo - contestó Lattimer, enfundando su revólver atómico -. Pasado mañana, a lo más tardar, estarás listo para que modifiquen tu cerebro. Lo dijo con tanto aplomo que la actitud de Tomson cambió en otra de incertidumbre. No podían esquivarse mutuamente en los estrechos confines de la Residencia. Pero precisamente Lattimer no quería perderle de vista. AL contrario, mantuvo a Tomson dentro de su radio visual por el resto de la noche, y cuando aquél se metió en cama, Lattimer inspeccionó su revólver y se ciñó el cinto con el resto de las cargas.-Ahora que Tomson había descubierto su verdadero carácter, ya no tenía ninguna duda de lo que tenía que hacer. Transcurrió mucho tiempo antes de que el sueño se apoderase de él. A la hora de levantarse, Ris y Flaokh llegaron juntos, ya que el honor de despertar al dios el día de la adoración era tal, que no debía ser dividido. Lattimer trató de ocultar su fatiga, producida por la falta de descanso, y mientras se concentraba en la forma de efectuar la devolución del saludo, vio que la lluvia había vuelto a caer, y que los primeros cánticos del día de adoración estaban ya flotando por todo el poblado. La música nativa era demasiado rara para los oídos humanos, pero el joven habíase acostumbrado a
reconocer la sombría majestad de sus cantos rituales. Además, en tales ocasiones, en sus cánticos sagrados, era únicamente cuando toda la tribu cantaba a la vez. Tomson abrió también los ojos. -Será mejor que te levantes - le aconsejó Lattimer -. No falta mucho para que empiece la ceremonia. -¿Quieres que salga y me siente bajo la lluvia con una manada de focas contemplándome? - se burló Tomson -. No, gracias. ¡Me quedaré aquí! - escuchó el repiqueteo en la techumbre -. ¡Dios, vaya tiempecito! ¿Y qué es eso? ¡Parece un coro de balidos de ovejas! ¿Qué es? -Es el himno matinal! - le explicó Lattimer -. ¡Te ordené que te levantases! Tomson le preguntó amablemente: -¿Resultaría extraño que me llevases a la ceremonia amenazándome con tu revólver, verdad? ¡Cómo iban a divertirse) -Está bien - dijo Lattimer, sosegadamente. Cogió un rollo de la dura fibra para cuerdas fabricada por los nativos, que colgaba de un gancho del muro -. Si no vienes por las buenas, no podrás venir de ninguna manera. Con un rápido movimiento apartó las sábanas del camastro de Tomson, y éste se incorporó lanzando un agudo chillido, al verse fieramente azotado en la sien con la culata del revólver. Ató concienzudamente a Tomson, con científica destreza, y casi no le quedó tiempo para vestirse antes de que los dos Adoradores regresasen para conducirle a la plaza del Consejo. Estaría hambriento antes de finalizar la jornada, ya que no había tiempo de desayunar, pero su propia incomodidad pesaba muy poco ante el peligro de haber dejado libre a Tomson. Se las ingenió para esconder el cuerpo inconsciente de la vista de los nativos, y luego aún salió a su encuentro para impedir que le viesen por casualidad. Se situó en la tribuna como para celebrar una audiencia sin mencionar la ausencia de Tomson. Pensarían que la forma de conducirse de los dioses no era como la de ellos. Dio comienzo a la ceremonia. Era compleja y altamente simbólica, con el interminable ritual de los seres primitivos. Y continuamente resonaban los cánticos en loor del dios. El servicio religioso continuó implacablemente, mientras cada miembro de la tribu reverenciaba y adoraba al dios viviente, y la lluvia iba empapando el terreno. Lattimer observó las inquietas miradas que se cruzaban entre Chinsel y los ancianos, y éstos no tardaron en redoblar el volumen de sus voces. No había duda de que se trataba de la más densa y copiosa de todas las lluvias. Lattimer se esforzó en comportarse como un auténtico dios, mientras su estómago rugía de hambre y el agua empapaba sus ropas. El ritual se hallaba escasamente en su mitad, y Chinsel acababa de levantarse para hacerle partícipe al dios del formal reconocimiento de la deuda que su tribu tenía contraída con el Hombre, cuando oyó un ruido que, inconscientemente, había estado temiendo oír desde que había sabido a la tribuna aquella mañana. Y le llenó de horror. Se giró para ver lo que ya esperaba. Era Tomson. Y borracho. "El botiquín", pensó Lattimer, desesperado. Recordó dónde lo había guardado. Y había alcohol en el botiquín. ¡Debía haber pensado en ello! Tomson avanzaba tambaleándose desde la puerta de la Residencia, blandiendo su revólver descargado. Gritaba frases y palabras sueltas en idioma venusino, con un acento infernal, pero el significado de lo que decía era inequívoco. -¡Basta de balidos! ¡Basta de cantos! ¡Acabaré por volverme loco! Lattimer se levantó de un salto. El cántico fue muriendo espasmódicamente, mientras los ancianos buscaban en vano una prueba que les demostrase que no se trataba de un mal sueño, y que los hombres, sus dioses, no les habían fallado. Lattimer se preguntó frenéticamente cómo podía solucionar aquel conflicto. En pocos segundos, Tomson había derruido tres años de pacienzuda labor; la tribu debería ser
aniquilada para evitar que esparciese rumores indeseables. No sabía cómo se había libertado Tomson de sus ligaduras, pero el joven se vio forzado a apartar esta pregunta de su mente mientras existiese una probabilidad de responder a la pregunta capital. Pero el Servicio no acudiría ahora... Estaba a punto de empuñar el revólver radioactivo para achicharrar al borracho, cuando en medio del profundo silencio originado por el cese de los cánticos, ovó un ruido que jamás habría creído agradase oír. Era el crujido, el desmoronamiento, el derrumbamiento de los diques al resquebrajarse por el efecto de la lluvia. -¡Mi hermano ha venido a advertirnos que el pueblo corre peligro! - gritó por encima de la lluvia -. ¡Que cese la adoración! ¡El homenaje de mi pueblo no debe situarse por encima de su seguridad! Confirmó sus palabras saltando abajo de la tribuna y corriendo hacia Tomson. Su revólver estaba aún en la funda, pero había quitado ya el seguro. -¡Está bien, Tomson! - le dijo en un leve susurro -. Te he sacado de este compromiso, pero ésta es tu única oportunidad. Sacando velozmente el arma, golpeó al otro bajo la barbilla, esperando que la acción pasara desapercibida a los otros que estaban algo alejados de ambos dioses, y Tomson se dobló por la cintura. -¡Ris! ¡Flaokh! - gritó Lattimer. -Mi hermano ha corrido tan de prisa para avisarnos de la rotura de los diques que no puede más - improvisó -. Llevadle a la Residencia y colocadle en mi propia cama. Luego, que se reúna allí toda la tribu. Seguramente quedará destruido el poblado. Dio media vuelta y contempló las oscuras figuras que se apresuraban a poner a salvo sus bienes antes de que los restos de los diques y el agua arruinasen todas las chozas, arrasando la población. La corriente tardó escasamente diez minutos en terminar su obra. Lattimer estaba a la puerta con la vista fija en las aguas que empezaban ya a ceder. "El trabajo de tres años esfumado en un día", pensó. Todos los sembrados de papleta, de curra y la mayor parte de los de chirrit, todas las casas, excepto la Residencia, porque se hallaba situada en una eminencia en su calidad de templo y albergue del dios, todo había sido destruido. La Residencia ahora era otro símbolo de la complejidad de la deidad humana. El templo se convertía en santuario en tiempos de inquietud. A su lado, los nativos contemplaban el desastre. Algunos se quejaban en voz baja, pero casi todos estaban sentados, en silencio. Lattimer dio media vuelta al oír un leve ruido y vio a Tomson incorporándose. -¿Qué ha sucedido? - preguntó, roncamente. Lattimer atravesó la estancia en su dirección, apartando a los nativos. -Hiciste todos los posibles para arruinar la adoración de los nativos. Si la rotura de los diques no lo hubiese impedido, a estas horas estarías muerto, y yo contigo. Tomson intentó sonreír torvamente. Su rostro estaba tenso, pero carecía ya de su propia confianza. -¿Eres un chico listo, eh? Pero todavía te quedan más de dieciocho meses antes de que vengan a relevarte, por lo que todavía me queda una oportunidad de divertirme un poco pasando pop un dios. Lattimer meneó la cabeza. -Ya te lo advertí, pero no me creíste vas a ser psiquiatrizado. Se oyó un rumor en el exterior, y los nativos se apresuraron a levantarse para saludar a los ocupantes de una narria enlodada, que llegaba zigzagueando sobre el húmedo suelo desde el extremo del bosque, acercándose a la puerta de la Residencia. Los que iban en la narria lucían el uniforme del Servicio.
Tomson, con el terror más profundo retratado en sus pupilas, vaciló sentado en la cama. -¿Cómo les llamaste? -Destrozaste la radio - le explicó Lattimer -. No pude decirles que había pospuesto el día de la adoración. No pude comunicarles si el servicio de dicho día había sido correcto, o si los nativos empezaban a sospechar. Si alguna vez es así, los aplastaremos. No podemos ser omnipotentes ni omniscientes, pero ante los nativos debemos aparentar ambas cosas. Adiós, Jim. Le asestó un golpe con la culata del revólver por tercera vez a fin de dejarle inconsciente y se volvió para enfrentarse con el teniente que mandaba el grupo visitante. -¡Pueblo mío! - exclamó Lattimer -, ¡ha llegado para mí el momento de abandonaros! Miró a su alrededor, Chinsel, al frente de los ancianos, resplandecía de orgullo, presuntuoso por haberle sido confiado dos veces por el Hombre la tarea de construir los diques. Durante unos segundos, Lattimer permaneció callado, reflexionando y rememorando el pasado. Ris no estaba allí... ni el antiguo jefe, Miglaun. La riada se había cobrado su portazgo, lo mismo que los años. Pero los nuevos campos de papleta eran mayores que los antiguos; los nuevos diques eran más resistentes, el poblado más numeroso. -Pero ha venido otro dios que ya estuvo antes con vosotros. Fue el que nos avisó la rotura de los diques cuando la época de la Gran Lluvia. A mí me conocéis con el nombre de Lattimer. A él le conoceréis como Tomson, mi hermano. Portaos con él como os habéis portado conmigo. He hablado. Se volvió al hombre que estaba sentado a su lado en la tribuna, al tiempo que la tribu entonaba a coro un himno de bienvenida y le habló en un susurro. -Buena suerte, Jim. Aunque creo que no la necesitarás. ¿Te contaron mi historia? Tomson asintió. -Por esto he solicitado venir aquí. Me ofrecieron un poblado más al Sur hace un mes, pero les dije que me esperaría. Lattimer sonrió ante el recuerdo. -La psiquis es una buena técnica - suspiró -. Una vez maté a una mujer... pienso que entonces era aún más primitivo que esta gente. Pero la psiquis no es suficiente, a menos que se tenga la oportunidad de demostrar sus aciertos. Sólo el trabajo puede ofrecer dicha oportunidad. No hay otra tarea que le obligue tanto a un hombre a mostrarse perfecto. Ni hay nada que le haga a uno corregirse los defectos como tener a alguien que quiera imitarle. Aquí no tendrás problemas, son buena gente. Pero vigílate a ti mismo: éste es el peligro. Se estrecharon las manos. Luego, Lattimer dio media vuelta, bajó de la tribuna y atravesó el campo hacia la narria que le estaba esperando. Entonces, Tomson, por primera vez se dirigió en voz alta al pueblo, cuyo dios era. No era un dios, en realidad. No. Pero era un hombre mucho mejor. Marte, casi sin agua, casi desierto, viejo en el sentido astronómico, puede demostrar poseer la más antigua de las civilizaciones. ¿Hay o hubo alguna vez una cultura marciana? ¿Existe aún o se desvaneció hace millones de años, para dejar sólo reliquias enigmáticas a los primeros visitantes terrestres? Se necesitaría una mentalidad particularmente inspirada para penetrar los desvanecidos sueños y encantos de un mundo tan arcaico, y entre todos los escritores de ciencia-ficción, quizá sean las dotes y el ingenio de Robert Moore las mejor pertrechadas para haber acometido tal empresa.
LA MUERTE ROJA DE MARTE Robert Moore Williams I Aparks Avery, de guardia junto al equipo de radio, vio venir a los tres hombres. No necesitó mirarlos dos veces para saber que algo iba mal. Levantándose, giró los mandos que manipulaban la puerta exterior de la cabina. De la proa de la nave espacial llegaba un rumor de potes y platos, mientras Shorty Adams, el cocinero, duro e inflexible, preparaba la comida de la noche. Angus McIlrath, un escocés de índole peregrina, pasó a la parte delantera de la nave procedente del cuarto de máquinas. Momentáneamente, al abrir la. puerta, se oyó el ruido sibilante de las maquinarias efectuando la fisión del uranio. -¿Qué pasa, muchacho? - preguntó McIlrath. Sparks señaló a los tres individuos. Ya estaban más cerca. Venían atravesando la arenosa plaza, chapoteando en el polvo, que a sus espaldas formaba como una nube, polvo que jamás había conocido la lluvia. McIlrath pestañeó, estrechando los ojos para mirar por el cristal del portillo, protegiéndose los ojos contra el resplandor solar de Marte. -No me gustan sus expresiones, muchacho. Sparks no le contestó. Se oyó el rumor de pesadas botas en la escalerilla. La puerta exterior se abrió. Una corriente de aire silbó suavemente. Se abrió la puerta interior. Martin Frome, alto, esbelto, entró primero. Sus pupilas gris azuladas descansaron un instante en el radiotelegrafista. No dijo nada. Detrás suyo, James Sutter movía sus brazos largos como los de un simio. Y por fin, entró Vicent Orsatti, parpadeando detrás de sus gruesos lentes. -¿Todo va bien aquí? - se interesó Frome. -Sí, señor - le contestó Sparks. -¿Habéis estado vigilando atentamente desde las portillas, como os indiqué? -Sí. -¿No habéis observado nada desusado, ningún movimiento? -Nada. Frome se volvió a McIlrath. -¿Están a punto las máquinas? -Las máquinas - replicó el otro - siempre están a punto. -Pues sigan así. McIlrath se llevó dos dedos a su gorra. -Sí, capitán. Frome se volvió ahora a los dos hombres que hablan llegado con él. -Sutter, prepárese para transmitir inmediatamente por radio a nuestra base un corto reportaje arqueológico de la ciudad. El arqueólogo, que ya se estaba quitando sus prendas, se dirigió a una mesa. -Orsatti - le dijo Frome -, le agradeceré que me dé un informe sobre esto. Abrió la mochila que llevaba y de la misma sacó un objeto que dejó sobre la mesa. -De acuerdo, capitán. ¿Eh? ¿Sobre esto? El tono de Orsatti era de franca sorpresa. Sparks saltó hacia delante para mirar el objeto que Frome había dejado sobre la mesa. Del mismo surgía un destello rojizo. -¿Qué es? - inquirió. -No lo sabemos - le contestó Frome -. Estaban esparcidos por doquier, por toda la ciudad. En un lugar, hemos encontrado un montón de ellos, como si fuese un montón de carbón apilado contra la puerta de un sótano. Parecen joyas, pero no lo son.
Sí, parecía una joya, como un rubí tan grande como el puño de un hombre. Era redondo y su superficie estaba compuesta de facetas que reflejaban una extraña luminosidad rojiza. -Pero, capitán - protestó Orsatti -, mi especialidad es la bioquímica. También soy metalúrgico, pero esto no entra en ninguno de ambos terrenos. -Descríbalo lo mejor que pueda - gruñó Frome -. Mientras yo me dispongo a hacer un reportaje sobre el destino de nuestra primera expedición a esta triplemente maldita ciudad de Torms. -¿Los encontraron? - le interrumpió prestamente Sparks. -Localizamos su nave espacial desde el aire antes de aterrizar. -Lo sé. Pero los hombres... Los labios de Frome se estrecharon hasta no formar más que una línea recta. -Hallamos también a los hombres. -¡Oh! - contestó Sparks. Durante un segundo miró al capitán, cambiando de expresión. Luego, giró sobre sus talones y fue a sentarse delante del transmisor. McIlrath le miró tristemente, pero no dijo nada. El de Orsatti fue el primer reportaje que estuvo listo. Le entregó al radiotelegrafista una hoja de papel. Sparks leyó: "Los objetos parecidos a joyas, que hemos descubierto en Torms parecen ser de clase única. Según mi entender, nunca se halló nada semejante. en Marte. "Los hemos encontrado por toda la ciudad. Aparentemente, también los descubrió la primera expedición, ya que hallamos varios objetos iguales en la nave, uno bajo la litera del comandante, y otros cerca del cohete. "Aparecen solos o en grupos que alcanzan varios pies de altura. En un lugar, hallamos miles de ellos apilados como el carbón ante la puerta de un sótano, según descripción del capitán Frome. "Es dudoso que perteneciesen a los habitantes de esta ciudad. Una hipótesis más probable es que hayan sido llevados a dicha ciudad después de haber muerto sus desconocidos habitantes. "En apariencia se parecen a gigantescas joyas, y a primera vista, parecen que hayan sido talladas en innumerables facetas. Sin embargo, un examen más atento revela que las facetas son naturales y al parecer el resultado de la estructura cristalina de estos sorprendentes objetos. "Otra característica única es su fragilidad. Sutter dejó caer uno de ellos. Se desmenuzó en multitud de fragmentos tan diminutos que eran casi invisibles y, luego, para añadir aún más incertidumbre respecto a estos cristales, los fragmentos se disolvieron rápidamente en un gas rojizo que parecía tener tendencia a flotar unido. "Todavía no podemos sugerir ninguna explicación adecuada para el origen de estos cristales o para determinar lo que son en realidad. – Firmado VICENT ORSÁTTI, bioquímico de la expedición de rescate a Torms." Sparks movió una serie de clavijas. Zumbó un transformador. Se calentaron los tubos de la radio. El joven habló por el micrófono: -Nave espacial de rescate "Kepler" llamando a la base principal. Nave espacial de rescate "Kepler" llamando a la base principal. -Adelante, la nave espacial de rescate - contestó el altavoz. Cuando hubo terminado de radiar el primer mensaje, Sutter había terminado su reportaje. Sparks empezó a leer el informe del arqueólogo por el micrófono.
"Incuestionablemente, éste es el descubrimiento arqueológico de más importancia realizado desde que la primera nave aterrizó en Marte hace once años. No es necesario ahora dar cuenta de las exploraciones efectuadas desde aquella fecha. "Se recordará la ansiedad con que se llevaron a cabo las primeras expediciones, la apresurada, apremiante búsqueda de indicios de vida inteligente en Marte. No había dudas de que en el planeta había existido una raza. El polvo casi llenaba los canales y cubría toda la superficie, pero los canales y las casas construidas demostraban que una raza de notables consecuciones científicas se había desarrollado en este planeta. Se recordará de qué manera nuestra avidez se extinguió para convertirse en extrañeza a medida que se obtuvieron los distintos informes de las partes exploradas. Se hallaron ciudades, con las calles inundadas de arena. La condición de tales ciudades indicaba que habían sido abandonadas de una manera que sugería que habían huido lentamente ante el avance de un enemigo. Hallamos herramientas diseminadas por todas partes, ornamentos, los extraños libros de pergamino cubiertos de jeroglíficos indescifrables. Pero no pudo ser hallada la raza que había creado todo esto. Sí, empero, fueron hallados sus huesos, desecados en la arena. Pero a ellos jamás se les halló. Ni tampoco a sus enemigos ante los que habían huido. "En esta ciudad de Torms tampoco hay habitantes. Pero sí algo que resulta muy significativo. "Todo se halla en perfecto orden. Los libros se hallan alineados correctamente en las estanterías, todos los objetos de las pocas casas en que hemos entrado en su lugar, y las herramientas y máquinas de la raza que edificó la ciudad están envueltos en equivalentes de nuestra cosmolina; una grasa espesa que las protege de la destrucción. "Aquí, todo se halla en perfecto orden, como si los propietarios hubiesen planeado volver algún día. "Aquí se esconde un secreto, que puede estar relacionado con la desaparición de la raza que antaño habitó en Marte. La ciudad es más reciente que las demás que hemos hallado. Fue la última en ser abandonada. La clave del destino fatal de la vida en Marte reside aquí. "No necesito comentar ni encarecer la conveniencia de determinar el destino de este pueblo, y desentrañar el vasto misterio que rodea a este planeta. "Por tanto recomiendo que se proceda a una más profunda investigación en Torms." Firmado: JAMES SUTTER Sparks aspiró con fuerza. -Fin del segundo reportaje - dijo. -Parece interesante - comentó el altavoz -. ¿Pero no tienen ningún indicio de lo ocurrido a la primera expedición? -Esto estará listo dentro de un momento - contestó Sparks. -De acuerdo, entonces no corto la comunicación - aprobó el invisible locutor. La voz del operador cayó en un opresivo silencio. Luego, volvió a resonar -: Avery, lo siento. Lo... lo había olvidado. -Olvídelo - gruñó el radiotelegrafista -. No estoy pidiendo simpatía. Levantó la mirada. El capitán Frome, con el rostro como tallado en granito, estaba a su lado. -Transmite esto - le ordenó. Puso una mano sobre la espalda del operador, con los dedos bien apretados en la carne. Sparks no pareció darse cuenta. Leyó el mensaje. -Está bien - suspiró -. Es lo que quería saber. La voz de Frome adquirió un tono de pesar. -Lo siento muchacho.
-Puede ahorrarse sus condolencias - le replicó Sparks. Frome se apartó de su lado. La voz del operador resonó ante el micrófono, repitiendo el mensaje que Frome le había entregado. "Octubre, 16, 2347. "Cuando cesaron las señales de radio de la primera expedición a Torms, estuvimos acertados al imaginarnos que algo les había ocurrido. He aquí lo que nosotros hemos averiguado. "Avistamos la nave espacial, desde el aire. Estaba reposando en una de las características plazas de las ciudades marcianas. Aterrizamos lo más cerca posible, en otra plazoleta, e inmediatamente Orsatti, Sutter y yo nos dirigimos a la nave, dejando a Avery, nuestro operador de radio, a McIlrath, nuestro maquinista y a Adams, nuestro cocinero, para la custodia de nuestro propio cohete. "Lamento informar que hallamos a tres de los miembros de la expedición muertos. "No pudimos determinar la causa de sus muertes. Su cuerpos no presentaban ninguna herida, pero la expresión de sus rostros indican que sufrieron una agonía. El comandante Richard Avery estaba en su litera. Sus piernas y brazos, agarrotados por la muerte, se hallaban en una postura que insinuaba que había intentado incorporarse para defenderse. Sin embargo, esto es una suposición meramente gratuita. No hay ninguna prueba que la apoye. Samuel Funk, el arqueólogo, estaba ante el transmisor de radio. La impresión que me dio es que trataba llamar por radio cuando falleció. El aparato de radio estaba inutilizado a causa de la falta de fuerza, lo cual resulta altamente increíble, puesto que la fuerza que lo alimenta procede directamente de la fisión del uranio, que mueve las máquinas, las cuales han cesado de operar. Según mi experiencia personal, ésta es la primera vez en que una máquina fisionando el uranio ha dejado de funcionar. No puedo sugerir ninguna razón para este fallo. Sin embargo, las máquinas están paradas. "John Orms, el experto en lenguajes que intentaba descifrar el idioma marciano, ha sido hallado a cierta distancia de la nave espacial. Su rastro en la arena indica que huyó del aparato. La misma expresión agónica en su faz. "Los enterramos en la arena de la plaza donde se hallaba la nave espacial. "Efectuaremos una investigación más completa. Es esencial que sepamos, no sólo la causa de sus muertes, sino lo que paró las máquinas del aparato. También intentaremos solucionar el misterio de esta ciudad, como indica James Sutter, nuestro arqueólogo. Firmado: MARTIN FROME, capitán de la nave espacial de rescate «Kepler»." A Sparks se le quebró la voz. Tragó saliva. Luego volvió a hablar. -Éste es el final de la transmisión por esta vez - y quitó la clavija. En la nave se produjo un hondo silencio. Sparks miraba el equipo de radio, sin decir nada. Levantó la cabeza al oír una voz. -Es usted un tipo duro, Martin Frome - era Angus McIlrath, el cual en sus momentos de excitación dejaba oír aún el acento escocés de su tierra natal. -No necesita recordármelo, Angus - rezongó Frome. -Déjelo, Angus - terció Sparks. -Pero se trata de su padre, el que dejamos enterrado allí. Al menos, podía habérselo dicho tan pronto como regresaron a la nave, y no hacer que se enterase usted al leer el mensaje - se volvió a Frome -. Lo repito: Es un tipo duro. -Este es un planeta duro, Agnus, y ha sido un duro trayecto el que hemos seguido hasta aquí. No es un sitio a propósito para debilidades ni flaquezas... -Sí, pero... -Dije que lo olvidase, Agnus - interrumpió Sparks -. Mi padre era también un tipo duro. De no haberlo sido, no habría estado aquí, no habría sido el primer hombre que pisó Marte. Sé muy bien que le llamaban: el tipo implacable. Cuando algo iba mal, y en. este
viaje algo debió ir mal, solía decir: "Para cada enfermedad, la naturaleza proporciona una medicina. Pero esta medicina no te la sirven en bandeja de plata, sino que hay que descubrirla o morir. Odiaba cualquier expresión de sentimentalismo, cualquier clase de flaqueza. El capitán Frome me ha dicho que mi padre había muerto de la misma manera que él lo habría querido. Y en cuanto a su muerte, murió como él quería, combatiendo contra lo desconocido. Está enterrado donde él mismo hubiese querido: en las arenas de Marte. -Al estallido del operador, siguió un silencio, el ominoso silencio de los hombres que desean demostrar su simpatía y no hallan palabras adecuadas. -Yo estuve en aquel primer viaje con él - comentó McIlrath -. Y aprendí a conocerle. Eres su auténtico hijo. -Lo siento - contestó Sparks -. No me refería a morirse de este modo. No, a él no le habría gustado. Pero para mí era una especie de dios y... - apretó los labios - algo le mató. La puerta central se abrió. Se presentó el cocinero. -Vamos, venid a comer o lo arrojaré fuera. -Vamos - dijo Sparks, amargamente -. Hay que comer. Cuando hubieron abandonado la cabina, la joya quedó sobre la mesa, donde Orsatti la había estado estudiando. Pero cuando regresaron, había desaparecido. La buscaron por toda la nave. No la encontraron. Ni siquiera encontraron una minúscula grieta en la parte interior del casco, cerca del suelo, un agujero por la que podía haberse colado una arandela. No era mayor que un lápiz, por lo que no llegaron a darse cuenta del mismo. Y había otra pequeñísima grieta en la pared exterior de la nave espacial. La joya había desaparecido. -Caballeros - decidió Frome -, esta noche paremos turnos de guardia. II Pero aquella noche no ocurrió nada. Ningún intruso intentó penetrar en el cohete. El viento. de Marte, que levantaba nubes de polvo sobre el planeta rojo, sopló suavemente en torno a la nave. No hubo otro rumor. Pero lo que sucedió al día siguiente les hizo olvidar, al menos temporalmente, todo lo referente a la joya que tan misteriosamente había desaparecido. A primera hora de la mañana, Sutter y Orsatti salieron a continuar sus investigaciones por la ciudad. Frome se quedó en la nave, redactando un informe completo. McIlrath, según órdenes de Frome, había ido al cohete de la primera expedición, para examinar sus motores. Estaban inutilizados. Había vuelto meneando tristemente la cabeza. Le había contado a Frome que no era capaz de determinar la causa de aquel fallo y que regresaba a sus propios motores. Sparks, de guardia en la portilla, vio venir al individuo. Era Sutter. Venía corriendo. -¡Los hemos encontrado! - jadeó al penetrar en la nave -. Los habitantes de Marte. En una caverna bajo la ciudad. ¿Recuerda aquella puerta donde estaban amontonadas las joyas? Las apartamos y abrimos la puerta. Los marcianos estaban allí abajo. Dormidos... en hibernación - casi no podía hablar. -¿Entonces están vivos? - preguntó Frome. -No. Aún no. Pero creo que pueden ser despertados. Orsatti lo afirma y él debe saberlo. Ahora está allá abajo - el arqueólogo se hallaba tan excitado que casi no tenían coherencia sus palabras. Sparks sabía lo que aquel hallazgo significaba para Sutter. Y para todos ellas. Una de las mayores razones por la que los hombres habíanse mostrado tan ansiosos de llegar a
Marte había sido conocer a los habitantes del planeta. Las fotografías tomadas en 1939 habían demostrado de manera concluyente que los canales eran artificiales. Por tanto, había vida en el planeta hermano, a través del vacío. Pero cuando llegaron al planeta, no habían hallado a los hombres de Marte. En cambio, sólo hallaron desolación, polvo y arena. Y muerte. Y ciudades desiertas. Si Sutter tenía razón, éste era el gran momento en la historia de la exploración de Marte. Ni siquiera la llegada de la primera nave espacial a Marte tenia tanta importancia como este descubrimiento. Su corazón le dio un vuelco ante la idea. ¡Los habitantes de Marte, tanto tiempo ignorados, habían sido encontrados! Frome comenzó a ponerse el traje espacial. -Muchacho, ponte tu vestido - le dijo a Sparks -, y avisa a Angus. Angus llegó con la primera expedición y se merece estar presente cuando se despierten esos marcianos. Sparks, al marchar hacia la sala de motores, se dijo que Frome no tenía ningún motivo para llevarle consigo. Había dicho que Angus se merecía estar presente. Y así era. EL viejo pionero había sufrido toda clase de privaciones al explorar por primera vez el planeta. Se había ganado de sobras la oportunidad de hallarse presenté en el histórico momento en que uno de los hombres de Marte fuese despertado. Pero Sparks sabía por qué Frome deseaba que les acompañase. No se había ganado tal recompensa. Pero alguien, que no podía estar presente, la había ganado por él. Sparks no era más que un joven de veinte años escasos. Sólo sus grandes conocimientos de radio le habían colocado entre los exploradores de Marte. Su padre no se había opuesto a ello. Tampoco le había ayudado a conseguir el nombramiento. Le había dicho: "El hecho de que yo me halle al mando de los exploradores de Marte, no establecerá ninguna diferencia con respecto a ti. Tendrás que pasar por las mismas pruebas que los demás, y por los mismos peligros. Comerás lo mismo, dormirás en las mismas literas, beberás la misma agua sintética, y te sostendrás estrictamente sobre tus dos pies. No pedirás favores y obedecerás todas las órdenes, sean cuales sean." Richard Avery había sido un hombre duro. Pero había sido un hombre. Sólo quedó Shorty Adams para custodiar la nave. Frome le dio órdenes estrictas de no abandonar la vigilancia. Sutter les condujo a paso rápido, a través de la silenciosa y desierta ciudad hasta. un edificio bajo, que sólo tenía una puerta. Los cristales de rubí estaban diseminados por el suelo, demostrando de la manera que Sutter y Orsatti los habían derribado del montón. Sutter se internó por la abierta puerta, seguido por los demás. Sparks se fijó en lo pesada que era la hoja de la puerta. Al menos tenía un pie de espesor, y la otra superficie estaba cubierta de moho. Orsatti les esperaba abajo. -Todos están bien - anunció -. Cada una de estas celdillas contiene un marciano. Se hallan dormidos en letargo. No hay ninguna duda. La cámara no era amplia. Había sido excavada en la roca sólida, y contenía quizás quinientas celdillas, como tumbas. Cada receptáculo estaba provisto de un cristal en la parte superior. -Esperaba su permiso para abrir uno de estos receptáculos, capitán Frome - continuó Orsatti -. Durante su llegada, me he tomado la libertad de quitar los sellos de una de las celdas. Está lista para ser abierta. ¿Puedo continuar? Frome vaciló. Observó a través del cristal superior, y estudió a la criatura que yacía en su interior. -¿Está seguro de que estos seres duermen en hibernación? -Positivamente. Mire la temperatura de aquí. Es la adecuada para ese sueño. Por esto la ciudad se halla en tan perfecto orden, con las herramientas bien engrasadas, las casas cerradas y atrancadas. Estas personas esperaban volver a su ciudad al despertarse.
-Bien - concedió Frome, lentamente -, es posible. ¿Qué es esto, Angus? McIlrath se había apartado de los otros. Había cogido una linterna y estaba registrando cuidadosamente la caverna, buscando entre los pasillos existentes entre los receptáculos, como un sabueso husmeando la presencia del peligro. -Estoy pensando que esta gente tuvo que tener algún motivo para decidirse a suspender su existencia. Sin una causa no habrían venido a ocultarse aquí. No sé cuál fue dicho motivo, pero podría ser el último expediente de una raza que desea escapar a un enemigo mortal e implacable. Si es así, será mejor que consideremos bien nuestros actos antes de despertarles. Un ligero escalofrío de angustia recorrió el grupo. Orsatti parpadeó ostensiblemente. Sutter protestó de manera inarticulada. -¿Ha visto algo que pudiera considerarse como un enemigo bastante poderoso como para obligar a los marcianos a huir de él mediante este letargo? - preguntó Frome. -No. -Quizás escasearon sus provisiones - apuntó Sutter -. El agua ha ido escaseando más cada vez en este planeta. Quizás un período de postración por sequía les llevó a no poder elegir más que entre la hibernación o la muerte. Suspendieron la animación de sus vidas, esperando que al despertar las condiciones climatéricas serían mejores. Tal vez sufrían períodos alternos de sequía y tormentas pavorosas. Y así es como escaparon a sus padecimientos. El viejo escocés meneó la cabeza. -Quizá sea así. Quizás estos marcianos huyeron de la sequía. Pero recuerdo que vinimos aquí a rescatar a tres hombres. Y los tres hombres han sido hallados muertos. Uno de ellos había huido de la nave. Y no sabemos qué le impulsó a huir. Tampoco sabemos si esta raza estaba huyendo de algo. De nuevo, sintieron el escalofrío angustioso. ¿Intuía el viejo escocés algo que no podía expresar adecuadamente? Sutter era arqueólogo. Había pasado muchos años excavando entre las ruinas de Marte. -¡Esto es una vulgar superstición! -Podría ser - retrucó McIlrath -. Pero creo que conocía muy bien a los tres hombres que aquí fallecieron. Eran muy poco supersticiosos. Y sé muy bien que los motores por fisión de uranio no son supersticiosos. Sutter y Orsatti se volvieron hacia Frome y empezaron a solicitar reiteradamente su permiso para abrir los receptáculos. Sutter y Orsatti no perdieron tiempo. Frome se volvió a McIlrath. -Lo siento, Angus. Si usted hubiese tenido un motivo sólido, habríamos esperado. -Sí, capitán - contestó. Sparks Avery contemplaba la operación. No había tomado parte en la discusión. Ahora, a pesar del aire seco y frígido, en su frente comenzaron a brotar gotitas de sudor. Se las enjugó. De vez en cuando, sus pupilas miraban la pesada pistola que colgaba sobre la cadera de Frome. Éste había abierto la funda. Había una joya en el suelo, cerca del final de la rampa que llevaba hacia abajo. Relucía centelleántemente a la luz del sol que empezaba a filtrarse a la caverna. Al operador de radio le pareció que sólo habían pasado unos instantes desde que Orsatti había abierto el receptáculo. Con gran suavidad, Orsatti y Sutter habían sacado al exterior a su ocupante. El hombre de Marte yacía ahora en el suelo. Los hombres de la Tierra se agruparon a su alrededor. No llegaba a los cinco pies de estatura, tenía un pecho corpulento, y largos brazos. Llevaba una prenda de piel suave, y en torno a su cintura había un cinto de metal de donde colgaban una corta daga y una bolsa.
-Dentro de unos minutos se despertará - susurró Orsatti. Los otros estaban silenciosos. Sparks se dio cuenta de la tensión angustiosa del momento. Llevaba en Marte menos de seis meses, pero había asimilado de su padre la atracción del planeta rojo, su vasto misterio. Y ahora, el misterio iba a quedar desvelado. Ahora, Marte tendría una voz. Ahora, los desiertos rojos revelarían sus secretos, ahora las ciudades desiertas contarían lo que había ocurrido. El marciano se estremeció. Movió un dedo, y retorció un brazo. Se le ensanchó el pecho. El aire que se filtró por su boca, rozando las cuerdas vocales tanto tiempo en desuso, resonó por la caverna. -Se está despertando - volvió a murmurar Orsatti -. ¡Cielos! ¿Qué dirá? ¿Qué hará? ¿Qué pensará? ¡Lo asombrado que se quedará! Mientras estaban observando, el pecho del marciano comenzó a moverse con más regularidad. Los jadeos que habían señalado sus primeros esfuerzos por respirar, empezaron a acompasarse. Su garganta se contraía esforzadamente. -¡Miren! - exclamó el arqueólogo -. Se le están abriendo los ojos. Eran castaños, de un castaño ágata. Estaban formados como por una película delgada y se hallaban desenfocados. -¡Calma, chiquito! - le dijo Sutter -. Mira, te ayudaré a levantarte - y pasó un brazo por debajo de los hombros del marciano. Éste miró a Sutter y apartó la vista. La película había desaparecido de sus ojos. Ahora ya podía centrar la visión. Sparks suspendió su respiración. Lo que había visto era increíble. El marciano sólo había mirado a Sutter. Luego, había desviado la mirada. Ésta se había paseado por los rostros de los demás. Pero sólo les había dirigido una ojeada, sí, una ojeada, como si no tuvieran ninguna importancia. Al despertar de su sueño de años, al encontrarse en presencia de una raza que, obviamente, no pertenecía a Marte, no les había creído dignos de una segunda y más atenta observación. ¿Qué pasaba? ¿No podía ver el marciano todavía? ¿Estaba ciego? ¿O, por muy importantes que fuesen los gigantes que estaban agrupados a su alrededor, había algo más importante todavía? El marciano tenía grandes y puntiagudas orejas, que podía mover a voluntad. Las enderezó hacia atrás, como un gato a la escucha. de un rumor a sus espaldas. Ignoró absolutamente a los terrestres. Luego, llevó las orejas hacia delante, hacia la puerta abierta, por la que entraba el resplandor del sol. Escuchó. No oyó nada. Movió la cabeza a un lado y a otro, buscando con las orejas algún sonido en el frío y seco aire, alertas sus ojos al menor movimiento. Sparks también escuchaba. No oyó nada. Pero el marciano sí parecía estar oyendo algo. Tenía las orejas inclinadas hacia delante, como un gato a la escucha de un perro peligroso. Pero no estuvo escuchando mucho tiempo. Ahora miraba. Y vio algo. Los ojos castaños estaban fijos con terrible intensidad en un objeto que yacía junto a la puerta. El horror se pintó en su faz, un horror que casi carecía locura. Se liberó de los brazos de Sutter. El arqueólogo intentó contenerle. La mano del marciano fue al cinto en busca de la daga. La empuñó... y la hundió en su garganta. Viste chilló. El chillido se extinguió en un silencio de muerte. Cayó de cara, y de debajo de su cuerpo se levantó una pequeña polvareda. En el aturdido, extraño silencio que siguió se oyó el jadeo de Sutter. -Le asustamos. Nos vio y se suicidó. -¡No! - gritó Sparks -. Nos vio, sí, pero no le asustamos. No nos prestaba atención. ¡Allí está lo que le asustó!
Señaló hacia la puerta, donde la joya resplandecía a la luz del sol. -Esto es lo que vio. Esto. Le asustó hasta tal punto que se suicidó. Comenzó a acercarse a la joya. -¡Suéltalo! - le advirtió McIlrath -. ¡No lo toques! Sparks saltó hacia atrás. -El chico tiene razón - continuó Angus -. Yo lo he observado. El marciano no se asustó de nosotros. Fue la joya lo que le amedrentó. -¡Pero esto es ridículo! - protestó Sutter -. ¡Esa joya es inofensiva! Abriremos otro receptáculo y resucitaremos a otro marciano. -No hacemos nada de eso - gruñó Frome -. Ridículo o no, esto exige una investigación. Puesto que el primer marciano al que hemos despertado se ha suicidado, quiero descubrir qué es lo que le ha impulsado a hacerlo antes de despertar a otro. Orsatti y Sutter, recojan el cadáver. Lo llevaremos a la nave, enviaremos un informe completo a la base y pediremos que envíen una expedición de refuerzo. Angus, abre la marcha. Sparks, síguele. Yo iré a la retaguardia. Sacó la pistola de la funda. El chasquido al soltar el disparador resonó en la silenciosa bóveda. Sin hacer caso de las objeciones de Sutter, salieron todos de la cámara. Al pasar por la rampa, se agachó a recoger la joya, y la arrojó vivamente a la mochila. Cerró la puerta de la cueva a sus espaldas. Sólo había una pregunta en la mente de todos ellos. ¿Por qué se había suicidado el marciano? ¿Por qué le había asustado tanto aquella joya? ¿Estaba la muerte, silenciosa, e invisible, en esta desierta ciudad? ¿Habían tratado de huir a la muerte los marcianos? Cuando llegaron a la nave descubrieron que la muerte se les había adelantado. Encontraron a Shorty Adams retorcido bajo el refrigerador del agua en su cocina. Estaba muerto. III Fue Sparks quien lo encontró, y llamó a los demás. Frome llegó el primero. Su examen del cuerpo fue completo, aunque rápido. -Ha sucedido casi en seguida después de haber dejado nosotros la nave. No hay ninguna herida en el cuerpo, ni ninguna señal de la causa de la muerte. Pero tiene estampada en el rostro la misma expresión de agonía que en las de los otros camaradas nuestros. Metódicamente, comenzó un registro concienzudo del cubículo. De una gaveta sacó otra joya. El rostro de Frome pareció congelarse. Todavía llevaba las pesadas manoplas que formaban parte del equipo marciano. Manejando precavidamente el rubí, lo elevó a la altura de sus ojos y lo examinó cuidadosamente. -No puedo decir si es el mismo que se extravió anoche - dijo. -¿Piensa que, mientras estábamos cenando, Adams se deslizó a la cabina principal y lo robó? - preguntó Sutter. -Esto no es cierto - declaró McIlrath. -¿Cómo lo sabe? Podría serlo. -Conocía a Adams - replicó el viejo -. No era un ladrón. -¿Pues cómo consiguió salir la joya de la nave, o llegar adonde estaba oculta? ¿Sugiere que se movió por sí sola? - insistió Sutter. -¡Basta! - les interrumpió Frome -. Algo le mató. Pero no estoy preparado a poder afirmar que esta joya le produjo la muerte. Tampoco puedo negarlo. Pero sí puedo decir esto: Regresaremos inmediatamente a nuestra base, donde existen las facilidades del laboratorio, y descubriremos qué son en realidad estos malditos objetos. Angus, prepare
los motores para el despegue. Sparks, conecta el transmisor y ponte en contacto con nuestra base. Informa que vamos para allá. ¡Vamos, en marcha! Sparks estaba ya corriendo hacia la proa de la nave. AL deslizarse en su asiento, vio, por el rabillo del ojo, el cadáver del marciano donde Sutter y Orsatti lo habían dejado caer cuando entraron en el cohete. Todavía tenía la daga en la garganta. Aquella visión le hizo sentir un escalofrío en la espina dorsal. Si necesitaba que algo le recordase que la muerte rondaba por las cercanías, la vista de la daga cumplió su misión. Puso en marcha la radio, conectó las debidas clavijas y cogió el micrófono. Al ver que el zumbido del transformador no sonaba, volvió a manejar las clavijas. Todavía estaba afanado en ellas cuando llegó Frome. -Lamento informar que nuestro transmisor no funciona. La fuerza parece haber fallado. Frome se paró en seco. Habría actuado de igual forma si alguien le hubiese estado amenazando con un revólver. -¿Qué pasa? Mientras Sparks repetía lo ocurrido, Sutter y Orsatti penetraron en la cámara. -Pero la fuerza del transmisor procede de nuestros motores - murmuró Frome -. ¿Qué es lo que ocurre aquí? - y dando media vuelta, empujó sin querer a Sutter y Orsatti y se alejó. -¿Pasa algo? - susurró Orsatti asombrado. -Tengo una idea - exclamó Sparks y siguió al capitán. Cuando llegó a la sala de motores, sólo necesitó una ojeada para comprender que su temor era realidad. -¡Pero los motores no pueden estar inutilizados! - estaba exclamando Frome, con vehemencia -. ¡No puede ser! ¡Es imposible que fallen los motores de fisión del uranio! -Sé que es imposible - replicó el escocés obstinadamente -, pero esto es lo que ha sucedido. El capitán Frome se enfrentó con todo el grupo, -Caballeros, no necesito recordarles que nos encaramos con la muerte. La noche está ya acercándose. Nos hallamos sin motores para mover el aparato, y sin radio para comunicar. Hay centenares de millas de desiertos áridos, mortales, rodeando esta ciudad, desiertos que no podemos esperar cruzar a pie. Tenemos agua y comida para dos semanas. Incuestionablemente, cuando desde nuestra base no consigan comunicar con nosotros, enviarán una nave de rescate, pero pasará una semana antes de que el cohete llegue hasta aquí. Si queremos contarnos entre el número de los vivos cuando lleguen, tenemos que ejercer una vigilancia constante. Entregaré pistolas a todos, y deberán estar listos para usarlas. Hizo una pausa y miró al maquinista. -Angus, usted y Sparks realizarán todos los esfuerzos posibles para determinar la causa del fallo de nuestros motores y corregirlo. Sutter, me hará un gran favor si se encarga de la cocina. Orsatti, quisiera que me ayudase. -Ciertamente, ¿qué hay que hacer? -Vamos a averiguar qué son estas condenadas joyas - contestóle Frome. Señaló las dos piezas. El bioquímico palideció. Mientras trabajaba en sus motores; era obvio que el viejo ingeniero escocés estaba intentando ocultar sus temores. A todas las preguntas daba la misma respuesta: un movimiento ambiguo de cabeza. -No lo sé, muchacho. Es como si el uranio hubiese perdido su poder de explotar. -Pero nadie lo ha tocado. Los sellos están en su sitio. Si alguien los hubiese roto habría dejado señales. -Lo sé, chico. Y también que en los cadáveres de los muertos no existen la menor huella. -¿Cuál debe ser la causa?
-No lo sé, muchacho. Pero debes recordar que esto es Marte. En este planeta hay cosas muy extrañas, cosas que los hombres no sospechan. El marciano se ha suicidado. Esto fue muy raro. Y estas joyas son también muy raras. -¿Pero por qué se han parado los motores? ¿Han querido acorralarnos deliberadamente aquí? -No puedo adivinar los motivos - replicó McIlrath con cierta inquietud -. Esto no es la Tierra. Las criaturas de este planeta deben tener para sus acciones motivos completamente distintos de los nuestros. Entonces se oyó el primer disparo. " ¡Bang! " El segundo llegó a continuación. Alguien estaba usando una pistola. El primer disparo se había perdido. Pero quienquiera que fuese había procurado que el segundo no siguiese la misma suerte. "¡Bang! ¡Bang! ¡Bang!" Otros tres disparos siguieron inmediatamente a los dos primeros. También se había malgastado el segundo proyectil. Y ahora, el defensor estaba vaciando el cargador frente al enemigo. -Es en la cabina central - exclamó Sparks -. ¡Vamos! Empuñando su pistola, el joven corrió por el corredor. McIlrath le pisaba los talones. Casi tropezaron con Setter al salir éste de la cocina, con un arma en la mano y un cuchillo en la otra. El arqueólogo cubrió la fila. Sparks le pegó una patada a la puerta. Orsatti yacía en el suelo. Sparks no necesitó ver el espasmo agónico en su semblante para saber que el bioquímico estaba muerto o agonizando. Frome estaba vivo. Estaba de pie, con las piernas separadas, apuntando con su pistola. Ésta lanzaba llamaradas, y el agudo sonido de una detonación repercutió en la estancia. Volvió a apretar el gatillo y éste pegó contra la cámara vacía. Con un solo movimiento del brazo arrojó el arma a la cosa que avanzaba hacia él. La visión paralizó al operador de radio. ¡Lo que vio... era imposible! La cosa que se movía hacia Frome era una bola de gas rojizo, de dos pies de tamaño. Un globito de gas girando en torbellino, que despedía un resplandor rojo. La cosa centelleaba con puntitos de luz. Producía un ruido al moverse, una nota bastante aguda como el susurro de un distante generador. Había dos bolas de gas. Una de ellas se dirigía hacia Frome. La otra estaba en el suelo, sobre el cuerpo de Orsatti, y el susurro procedente de ésta denotaba el rumor característico de alguien que está comiendo. Todo ocurrió en una fracción de segundo. La bola de gas saltó hacia Frome. Una atronadora explosión ensordeció los oídos de Sparks. Vio una llamarada sobre su hombro y comprendió que McIlrath acababa de disparar. Empuñó su propia pistola y las dos escupieron una salva. La bola de gas vaciló al ser herida por las balas, osciló y esquivó. -Esta es la medicina - gritó Sparks -. Plomo caliente - y volvió a disparar. Antes de que la tercera bala hubiese salido del cañón, comprendió que el arma era inútil. La bola de gas había vacilado bajo los impactos, pero había salido ilesa. Saltó sobre Frome, pegándose a su pecho como una ventosa. Las manos del capitán pretendieron apartarla de sí, pero al tocarla todo su cuerpo pareció quedar paralizado, y los brazos le cayeron inválidos. Una expresión de dolorosa agonía se pintó en su faz. Sus ojos se abrieron con súbito horror. Gritó y cayó al suelo. Al caer, vio al operador de radio junto a la puerta. -Cierra la puerta - jadeó -. Atráncala a tus espaldas. Sparks no se movió para obedecerle.
-¡Salvaos! - susurró Frome -. No os cuidéis de nosotros. Ya estamos listos - la voz le falló, produciendo sólo un estertor, pero aún logró dar su última orden -. Es mi voluntad. ¡Obedece! Era el capitán. Su autoridad era absoluta. -¡Obedeceré! - exclamó Sparks, sugestionado. Saltó al interior de la sala, seguido por McIlrath y Sutter. Lo que ocurrió a continuación quedó para siempre como un sueño en la mente del joven. Como un niño que ha luchado contra abejorros en los pantanos de la Tierra. Era lo mismo que luchar contra los abejorros, excepto que aquellos eran mortales. Golpeando, azotando la masa rojiza del pecho de Frome, intentaron arrancarle de allí. Su contacto les producía calambres dolorosos en los brazos. Las manos no conseguían retener aquella bola de gas, que se escurría, cambiando de forma. Pero cuando concluyo la lucha, el capitán Frome estaba a un lado de la puerta y la masa rojiza de gas estaba susurrando colérica en el otro. Y Sparks estaba volviendo a la puerta. Cuando salió por segunda vez, llevaba el cadáver de Orsatti en brazos. Tuvo fuerzas bastantes para dejarlo en el suelo. Y luego, las piernas le flaquearon y se desmayó. IV Cuando recobró el conocimiento, el viejo ingeniero le estaba vertiendo "whisky" en la boca. Quiso levantarse, pero McIlrath lo empujó hacia atrás. -Quieto, muchacho, hasta que hayas recuperado las fuerzas. -¡Pero esas bolas de gas...! -Quédate quieto y te diré lo que hemos decidido. -¿Dónde están? -En la sala de mando, lamentándose mutuamente. El capitán- cree haber descubierto lo que son. -¿El capitán Frome? ¿Cómo está? -Débil como un gato, pero creo que sobrevivirá. Afirma que las bolitas de gas proceden de las joyas, y que mientras él y Orsatti estaban afanados con los cristales, de repente se convirtieron en gas ante sus ojos... -¡Pero esto es imposible! El viejo escocés sacudió la cabeza. -El capitán Frome afirma que las bolas de gas y los cristales son dos formas diferentes de la misma especie de existencia. Piensa que se trata de algo semejante a la crisálida y la mariposa de la Tierra. El cristal es el estado de crisálida. La bola de gas es el estado de mariposa. Dice que deben poseer una energía radiante, y que nos atacan a nosotros y a los motores por la misma razón. -Pero... - Sparks se tragó su protesta. Frome era un físico de gran valía. Y no era dado a declaraciones inconscientes. Si presentaba una teoría, tenía siempre una buena base para sustentarla. -¿Qué relaciones hay entre nosotros y los motores? -Ésta, muchacho: el manantial de fuerza de nuestros motores es la radioactividad del átomo de uranio... La fuente de energía que mantiene el corazón humano en activo es el elemento potasio, que es ligeramente radioactiva. Si se le quita el uranio a nuestros motores, no generan energía. Si se quita el potasio de nuestros cuerpos, nuestros corazones dejan de latir. -Pero el uranio no fue quitado de nuestros motores, y los cadáveres no presentaban señales de ninguna clase. ¿Cómo pudieron robarles el potasio sin dejar huella? -No es el uranio ni el potasio lo que quitan. El capitán Frome asegura que estas bolas de gas viven de las emanaciones radioactivas; los rayas alfa, beta y gamma, al ser
descargados de estos elementos, les dejan inertes. De igual forma que una sanguijuela chupa la sangre, estas bolas chupan, absorben mejor dicho, las descargas radioactivas. ¿Te sientes ya mejor, muchacho? Sparks se incorporó. Sentía la cabeza mareada, pero se esforzó para mantenerse en pie y se dirigió adonde el capitán Frome estaba tendido en tierra. Tenía los ojos cerrados y respiraba a cortos e irregulares jadeos. Sutter estaba inclinado sobre Frome. -El corazón late muy levemente - dijo el arqueólogo -. Estos malditos bichos casi le chuparon toda la vida. Sparks no contestó. Se acercó a la portilla más próxima y atisbó hacia fuera. Sobre Marte estaba cayendo como una llovizna de polvo. Las sombras se arrastraban por encima de la ciudad. Las tinieblas se estaban enseñoreando de los edificios. La noche se estaba apoderando de esta ciudad en la que durante cientos de años la muerte roja había estado esperando el despertar de los marcianos. Los hombres de Marte no se habían refugiado en el sueño letárgico para huir de un período de sequía. Habían escapado ante un mortal enemigo. El marciano se había suicidado al ver la joya brillando a la claridad que penetraba por la puerta de la caverna. Había sabido lo que era. Y había preferido morir por su propia mano antes que esperar aquella muerte agónica. Un movimiento entre las sombras captó su atención. Volvió a mirar, para asegurarse de que no se había equivocado. Entonces vio que se trataba de una bola de gas rojo que se hallaba a un pie sobre la arena. Surgió de entre las sombras y se dirigió en línea recta hacia la nave. Otra mariposa había aparecido, otra crisálida se había abierto. Pero ahora se hallaban a salvo. El casco de acero de la nave les protegería hasta que llegase una expedición de rescate. Tenían alimentos y agua. Aunque un millar de crisálidas liberasen a la muerte, no podrían atravesar los muros de acero de la nave. Alguien respiró pesadamente a sus espaldas. Dando media vuelta, Sparks vio a Angus que también miraba por la portilla. El viejo ingeniero se fijó en la bolita de gas. -¿Otra? Temía que habría muchas. Estas dos que se hallan detrás de la puerta han estado berreando como si llamasen a sus compañeras. -¿Pueden llamarse unas a otras? -No lo sé, hijito. En la Tierra, la polilla lo hace y dudo mucho que la segunda bola viniese aquí sólo por curiosidad. El operador de radio siguió a la monstruosidad roja en su marcha hasta que salió de su radio visual. -Bueno, aquí estaremos a salvo, - dijo, después de estremecerse. -Tampoco lo sé - murmuró McIlrath, meneando la cabeza. No eran las palabras, sino el acento con que fueron pronunciadas lo que hizo que un escalofrío recorriese el espinazo de Sparks. Pero Angus se negó a contestar a sus preguntas. El ingeniero le llevó por el pasillo hacia la sala de máquinas. La puerta seguía bloqueada. Era una lámina de aleación de aluminio. Habían inyectado cemento en las bisagras. -Mientras estabas inconsciente - le explicó -, estos diablos empezaron a meterse por entre las grietas existentes entre las bisagras y la hoja de la puerta. Las detuvimos con un poco de cemento, pero... -¡Pero qué! - tronó Sparks -. ¿No pensará que puedan atravesar esta puerta, verdad? -Creo que no, muchacho - replicó el viejo escocés -, pero me acuerdo de la puerta que los marcianos construyeron para sellar su caverna. Al menos tenía un pie de espesor. Sin embargo la superficie exterior estaba llena de agujeros de casi seis pulgadas de profundidad, como si algo hubiese intentado abrirse paso a través de la puerta y hubiese
fracasado. No era moho, ya que en este desierto reseco y árido, el metal no puede enmohecer. Era algo que había estado carcomiendo la puerta y los únicos bichos que pudieron hacerlo... Se interrumpió para mirar horrorizado la puerta que en aquel momento estaban asaltando. En el mismo instante, Sparks se dio cuenta de lo que ocurría. Una ligera mancha había aparecido sobre la agrisada superficie. Parecía una manchita de ácido. Tenía el tamaño de un centavo, pero estaba creciendo de medida. Y se estaba volviendo decididamente rojiza. -¡Están abriéndose paso a través de la puerta! - susurró Sparks -.¡Ahora verán! Intentó golpear con la mano la mancha roja, pero el escocés se la retuvo a tiempo. McIlrath cogió un puñado de cemento del montón del suelo y lo arrojó contra la mancha. Cesó de crecer. Al otro lado de la puerta se oyó un lamento. -¡Maldito seas! - gruñó el escocés -. Esta vez, esto te ha frenado. -Sí, ¿pero por cuánto tiempo? - susurró Sparks. McIlrath se limitó a permanecer callado. Sutter llegó corriendo por el corredor. -¡He de deciros algo! - jadeó -. Hay un grupo de estos bichos afuera. Están haciendo algo contra los cristales de los portillos y... Los otros dos no esperaron a que terminase su explicación, sino que se apresuraron hacia la parte posterior de la nave. Una mirada les demostró que el arqueólogo tenía razón. Docenas de globitos de reluciente gas flotaban sobre la nave. Unos cuantos estaban aferrados a los cristales de los portillos. Bajo la acción de algún ácido que segregaban, el cristal empezaba a resquebrajarse. Nadie dijo una sola palabra, pero todos sabían que se acercaba la muerte roja. Lenta, pero seguramente, los cristales de los portillos quedarían desintegrados. Si cerraban los portillos con metal, los monstruosos bichos se lo comerían. No había en toda la nave un sitio seguro, con la posible excepción de la cocina, que se hallaba en el centro de la nave y protegida por barreras metálicas por todos lados. Con el tiempo, incluso estas barreras se derrumbarían. -¡Tiene que existir algún medio de barrer a estos bichos! - exclamó Sparks. Sutter se estaba retorciendo como si le hubiese atacado una perlesía. Sólo el viejo ingeniero estaba tranquilo, y extendió ambas manos en un ademán de desvalimiento. -Sí, chico, seguramente habrá uno. Pero las armas no sirven... -Sparks - murmuró una voz débil. El joven giró sobre sí mismo para ver quién le había llamado. Vio al capitán Frome. Era el que había hablado -. ¿Qué ocurre? El radiotelegrafista se lo contó. Frome suspiró. -Me gustaría sugerir algo, pero no puedo. Me siento demasiado débil para coordinar mis ideas. Así que toda la tarea recaerá sobre ti, muchacho. -¡Sobre mí! -Sí. Debía ponerte bajo arresto por desobedecerme... cuando te ordené salvarte. En cambio, te pongo a cargo... del resto de esta expedición. No lo hago porque hayas demostrado iniciativa y valor... cuando me salvaste la vida... sino porque eres hijo del "implacable Avery". Nunca permitió que nada le detuviese. Y tú eres hijo suyo. Tú nos sacarás de este atolladero..., si es que existe alguien que pueda hacerlo. La mente del joven estaba inflamada. El capitán Frome le estaba manifestando que era el jefe. -¿Pero Sutter y McIlrath? Ellos, seguramente... -Sé que podrían. Pero déjales que contesten ellos mismos. Sutter asintió nerviosamente. -No me importa lo que se haga si logramos salir de ésta con vida.
-Seguí a tu padre, hijito - respondió simplemente el escocés -. Eres su verdadero hijo. No vacilaré en seguirte. La excitación que se había apoderado de Sparks desapareció al reflexionar sobre sus nuevas responsabilidades. Antes, había estado aceptando órdenes. Ahora, tenía que darlas. Sabía muy bien que Frome había tenido otra razón para promoverlo al mando. Sutter y McIlrath eran demasiado viejos para responder rápidamente a una emergencia. El era joven, y sus reacciones respondían en una fracción de segundo. Y si tenían que escapar vivos de aquella situación, necesitaban un jefe que reaccionara instantáneamente. Irguió la cabeza. -Llevaremos al capitán Frome a la cocina. Es el sitio mejor protegido de la nave. También llevaremos allí nuestro equipo de emergencia. Atrancaremos la portola con cemento. Y después... - dejo la frase sin terminar. Sabía que los muros de metal de la cocina cederían con el tiempo. Después de haberlo llevado todo a la cocina, Sparks volvió a popa. McIlrath le siguió. -¿Qué vamos a hacer, muchacho? - inquirió el escocés. -¿Qué le hace pensar que tengo un proyecto? - quiso saber Sparks. -Que veo en tus ojos la misma mirada que había en la de tu padre. Cuando estaba proyectando algo peligroso, y no quería comunicárselo a nadie, miraba exactamente de la misma manera. -¿Sí? - se admiró Sparks -. Bien, sí, estoy planeando algo. Pero usted no podrá detenerme. Ya oyó lo que ha dicho Frome. Ahora soy yo el que manda. Los ojos del ingeniero no pestañearon. -No necesitas recordármelo, muchacho. Pero si supiera lo que intentas, tal vez podría ayudarte. -¡Oh! - replicó el joven -. Estoy planeando algo. Y no se lo digo porque podría creer que es demasiado peligroso. Pero es la única forma de poder salir vivos de aquí, según preveo. -¿De qué se trata, muchacho? - insistió McIlrath. -Recuerde que ¡ni padre decía siempre una frase -le contestó Sparks -. Para cada enfermedad, la naturaleza proporciona una medicina. Para cada veneno existe antídoto. Para cada dolencia, hay una cura... en alguna parte. Pues bien, tiene que haber algo que sirva para destruir a estos globos de gas. ¡En alguna parte debe haber su antídoto! -También recuerdo el resto del proverbio. La naturaleza procura un medio de reparar todo lo malo, pero no sirve el antídoto en bandeja de plata sino que hay que saber encontrarlo. Dudo que exista un medio de aplastar a estos diablos rojos, pero, muchacho ¿cómo vamos a encontrarlo con las pocas horas que nos quedan? El semblante del ingeniero estaba surcado por profundas arrugas de perplejidad: -Obteniéndolo de la única posible fuente de información. De los mismos marcianos. Éstos combatieron durante siglos contra estos malditos bichos. Si alguien sabe cómo acabar con ellos, son los marcianos - contestó Sparks. -¡Pero ellos lucharon y perdieron! - protestó McIlrath -. Y tuvieron que esconderse en la caverna. Si hubieran sabido cómo aplastar a su enemigo, lo habrían hecho. El joven radiotelegrafista se enfurruñó. -Ya he pensado en esto - exclamó, desesperado -. Pero tal vez a los marcianos se les terminó el antídoto. El hecho de que pudieran poner orden en la ciudad demuestra que esperaban que estas malditas sanguijuelas de radioactividad se habrían marchado cuando ellos despertasen. Por otra, es nuestra única esperanza. O nos resolvemos a emprender una acción que pueda destrozar a nuestros enemigos, o nos sentamos y aguardamos a la muerte. Pero maldito me vea si me quedo aquí sentado y espero que uno de estos bicharracos me succione la vida. Voy en busca de estos marcianos - añadió
secamente -. Y en cuanto a éste no se suicidará antes de que hayamos podido hablar con él. -¡Pero, muchacho! -¡Pero, rayos y truenos! - gritó Sparks -. ¡Me marcho! Creyó que el ingeniero protestaría, porque tendría que pasar corriendo por el lado de las bolas de gas que estaban agrupándose en el exterior. Pero McIlrath no tenía tal intención. El viejo escocés conocía de sobras que la muerte se hallaba en el exterior, pero también que la amenaza de la muerte no había servido nunca para detener a Richard Avery. No detendría a su hijo. Ni tampoco a Angus McIlrath. Tranquilamente, insistió para acompañar al joven. -¡No, diablos! - vociferó Sparks. Luego, su voz bajó de volumen -. Usted, Angus, estará mejor aquí, y me ayudará a pasar por la puerta de emergencia cuando vuelva. -Sí, muchacho - se conformó Angus -. Te estaré esperando. Sparks esperó hasta que hubieron caído las tinieblas. Luego, se deslizó a través de la puerta de emergencia. V Un globo de fuego flotaba fuera de la puerta. Sparks lo miró. Sintió cómo se le encogía toda la piel de su cuerpo. ¿Qué ocurriría si lo atrapaba uno de esos bichos? Conocía la respuesta. Su corazón dejaría de latir, como le había ocurrido al de Orsatti, y al de... Miró la bola de gas. Flotaba hacia la popa de la nave. El joven saltó a la arena y cayó boca abajo, acurrucándose contra el casco de la nave espacial. Se oyó otro débil lamento al pasar otro de aquellos bichos. O quizás era el mismo. Tal vez acababa de husmear su presencia allí, y retrocedía. Sostuvo la respiración. La muerte rondaba por su lado. Esperó hasta que quedó el camino despejado, y entonces corrió velozmente a través de la arena. Jadeando por recobrar el resuello en aquella seca atmósfera, llegó al refugio de los edificios... y vio un resplandor que avanzaba hacia él. Se aplastó contra la arena. El polvo se levantó en grandes nubes. La bola de gas pasó. Sparks siguió pegado al suelo, jadeando. El polvo le irritaba la nariz. Comenzó a arrastrarse hacia delante. Dos horas después estaba de vuelta a la nave, con un marciano atado y amordazado al hombro. Dirigió la vista a la nave espacial y el corazón le dio un vuelco. Se hallaba rodeada por centenares de bolitas de gas rojizo. Flotaban contra el casco, contra los portillos, y estaban abriéndose paso hacia su alimento que estaba allí dentro. Centenares. Y otros que estaban acudiendo. ¿Habrían empezado ya a penetrar en el interior? Se dejó caer al suelo, y fue arrastrándose por el espacio abierto, con el marciano sobre. su espalda. Éste había visto a sus enemigos. Y estaba temblando como una chiquilla asustada. ¿Llegaría a la nave? ¿O le verían y se dirigirían hacia él en grupo? Ahora se hallaba sólo a diez pies de la escalerilla. Un rápido impulso le llevaría al portón. Aspiró profundamente y se dispuso a tomar carrera. Y entonces, ocurrió. Una bola de gas, al pasar por su lado, de repente zumbó coléricamente, y retrocedió hacia él, revoloteando como un buitre escudriñando una carroña. Otros resplandores, atraídos por la acción del primero, le acompañaban en sus revoloteos. Le habían descubierto. Era el final. No le quedaba ni una posibilidad entre un millón. Las bolitas de gas se dirigían hacia él en todas direcciones. Se puso de pie, y emprendió una desesperada carrera hacia el portal de emergencia, sabiendo que era imposible.
Tropezó y cayó. Todo eran tinieblas. Un ácido pareció morderle la nariz. No podía. Vagamente se preguntó: ¿es que la muerte venía así, como una súbita oscuridad? No sentía dolor. Algo le rozó. Lanzó un chillido. Pero una ronca voz le dijo: -Por aquí, muchacho. Sparks, se atragantó al musitar las gracias. ¡McIlrath! Ya sabía lo que había ocurrido. El ingeniero había estado esperando su llegada, con el proyector de humo preparado. Aquella oleada de oscuridad era humo. ¡Humo! Ahora podía oír las bolas de gas chillando, agrupadas en torno al humo. McIlrath le guió hacia la puerta. La hoja metálica del exterior golpeó a sus espaldas. En toda su vida no se había sentido Sparks tan miserable. Al verse de nuevo en la nave con el marciano, había pensado que tenía una posibilidad de seguir con vida. Y en cambio, ahora sabía que estaban acorralados. ¡A punto de ser exterminados! Habían transcurrido dos horas desde su regreso. Todos estaban en la cocina. La muerte estaba mordiendo y arañando los muros, por lo que la muerte no tardaría en tener franca entrada en la estancia. -Intenté decírtelo cuando te marchaste, hijo - decía McIlrath en voz baja -, pero tú hubieras pensado que trataba de retenerle, y no me hubieses escuchado. -Lo sé - respondió Sparks, tristemente -pero, diablos, no pensé en esto. Todo lo que pude pensar es que los marcianos debían tener algún medio para luchar contra estos bicharracos. -Lo sé, muchacho - contestó McIlrath -. No te lo reprocho. Has realizado una auténtica proeza. Y quizá conozcan algún método... -Sí - replicó Sparks, amargamente -, tal vez lo conozcan... Miró al marciano. Estaba vivo. Asustado hasta lo inverosímil, pero vivo. Estaba sentado en el suelo, apoyada la espalda a la pared, con los brazos y las piernas atadas. Sus brillantes ojos, atemorizados, se paseaban incansables por la sala. Ocasionalmente, había dicho algo en un tono de voz muy agudo. Sabía qué era lo que estaba carcomiendo los muros de la nave, y tal vez supiera lo que podía hacerse para combatirlo. Cada vez que hablaba podía estar diciéndoles cómo aplastar a los succionadores de radioactividad. Lo malo era... que no entendían nada de lo que decía. Los hombres de la Tierra y los de Marte se habían encontrado, bajo unas circunstancias desesperantes, de las que dependía el porvenir del planeta, pero no podían entenderse mutuamente. Sus lenguajes eran diferentes. John Orms, experto en idiomas, había pasado once años intentando descifrar los escritos marcianos, y había fracasado. Los minutos transcurrían perdidamente. Una manchita roja apareció en un muro de la cocina. McIlrath pegó un puñado de cemento encima del sitio, y luego contempló el montón de cemento, siempre en disminución. Quedaba ya muy poco cemento. Sutter se retorcía las manos nerviosamente. McIlrath estaba sentado, filosóficamente. Sparks contemplaba al marciano. ¡Tener la salvación tan cerca y tan lejos, a la vez! ¡Era enloquecedor! Frome, en el suelo, quiso levantarse y volvió a caer. Sí, tenían mucha agua. Sparks llenó un vaso con agua que sacó del refrigerador. Los ojos del marciano le siguieron mientras incorporaba al capitán para ayudarle a beber. Frome bebió con ansiedad. -¿Hubo suerte, muchacho? - le preguntó. -No - contestóle Sparks -, pero todavía no hemos acabado. Hay una forma de eliminar a estos bichos, lo sé - se levantó. Se estaba engañando a sí mismo y trataba de engañarles a todos. Estaban acabados. Y cuando llegase la expedición de rescate, que seguramente llegaría, también morirían. Los huesos de los seres humanos yacerían junto
a los huesos de los marcianos en el polvo de las ciudades desiertas. La exploración del planeta, tan valerosamente comenzada, podía finalizar allí. La labor de los hombres que habían desafiado al espacio para llegar a Marte, la osadía de los pioneros que habían retado a los desiertos, daría como único resultado la muerte. Entonces, Sutter lanzó un chillido, un grito inarticulado, el alarido de un hombre que ha visto la muerte, y sabe que no puede eludirla. Una mancha roja, del tamaño de un lápiz, había aparecido en la pared exterior. Y empezaba a aumentar de tamaño. Lentamente, el arqueólogo se fue dejando caer al suelo. Se había desmayado. La presión le había vencido. Le dejarían morir. Sería lo mejor. La muerte no le causaría tanto dolor si desconocía que se estaba muriendo. La mancha roja fue creciendo. La cocina estaba silenciosa. En medio de aquel silencio, los hombres respiraban penosamente. El marciano gritó. En el muro había aparecido otra mancha roja. -¡Maldito, cállate! - exclamó Sparks -. Estamos en el mismo bote... Se interrumpió para mirar al marciano. Y de repente, una salvaje esperanza empezó a alentar en su corazón. El marciano parecía sufrir un ataque. Se retorcía, intentando frenéticamente libertarse. Sus ojos iban continuamente de los dos hombres a otro objeto de la estancia. Parecía un perro tratando de atraer la atención de su amo hacia algo. Y como un perro no podía decirles lo que sabía, más que con la mirada. -Está intentando decir algo - susurró Sparks, en tensión. Cruzó la cocina y cortó las cuerdas del nativo. El marciano se puso de pie. Dio un salto al otro lado de la cámara, en dirección al refrigerador del agua. Sparks había retenido la respiración. Llenó una taza con el líquido, se volvió y la arrojó hacia la manchita roja del muro. Algo silbó como una serpiente iracunda. Silbó y retrocedió. Las manchas dejaron de ensancharse. -¡Agua! - jadeó Sparks -. ¡La única cosa que este condenado planeta siempre ha necesitado y no ha tenido! ¡Agua! Estas condenadas bolas rojas se han multiplicado en un desierto. No resisten el agua; las mata. Sutter tenía razón. Los marcianos acudieron al sueño letárgico porque se les había terminado su provisión de agua. La respuesta la hemos tenido constantemente ante nuestros ojos. El polvo que estaba a punto de ahogarnos a todos debería habernos dicho lo que teníamos que hacer. Ahora estaba gritando. -¡Siempre hay una medicina para cada enfermedad! ¡Y nosotros la hemos descubierto! ¡Toma, maldito bicho! ¡Toma! ¡Toma! Estaba rociando los muros con agua. McIlrath y el marciano le ayudaban. El cemento empezó a fundirse y a caer. Las bolitas rojas trataron de penetrar a través de las grietas. Cuando el agua las alcanzaba, hervían como un caldero lleno de aceite hirviendo, humeaban, y el humo las mataba. Dos terráqueos y un marciano luchaban unidos, usando como arma aquello de que los marcianos siempre habían estado escasos: el agua. Cuando la nave de rescate se perfiló en el firmamento, el sorprendido capitán halló a unos hombres de la Tierra que, muy felices, le daban la bienvenida. Dos de ellos sostenían al hombre que estaba reconocido como jefe de la expedición. Pero cuando iba a saludar a Frome, fue Sparks quien se adelantó, y le saludó gravemente. -Avery, señor, capitán en activo de la nave de rescate "Kepler", informando. El intrigado capitán le devolvió el saludo. Luego le contaron todo lo sucedido. -Comprendo - dijo -. Hicieron un buen trabajo. ¿Quiénes son aquellos? - señaló a otro grupo, algo alejado.
-Los nativos de Marte - le anunció el joven-. Nosotros los hemos encontrado. Habían despertado a todos los marcianos de su sueño, y ahora formaban un abigarrado grupo, aparte de los terráqueos. -¿Pero qué hacen? - quiso saber el capitán -. ¿Qué es lo que hacen? Los marcianos estaban levantando las manos al aire, daban saltitos, y retorcían y contorsionaban sus cuerpos. -Están intentado decirles cuánto se alegran de verle a usted y a los suyos - le explicó Sparks -. Todavía no han aprendido a hablar como nosotros... pero no cabe la menor duda de que saben hacer señas. Más allá de Marte, donde giran los planetas gigantes, la vida, si existe, debe ser muy diferente. Los mundos, allí, poseen muchas veces el volumen de la Tierra, están compuestos de gases venenosos, con poderosos vientos y extrañas fluctuaciones de la gravedad y la densidad. Stanley G. Weinbaum, pintor pionero del espacio, cuyas concepciones han dejado huella indeleble en la ciencia-ficción, nos muestra uno de estos mundos gigantes, el gran Urano, más allá de Saturno, el primer planeta descubierto por la astronomía y posiblemente uno de los más enigmáticos.
EL PLANETA DE LA DUDA Stanley G. Weinbaum
Hamilton Hammond se estremeció nerviosamente al oír la voz de Cullen, el químico de la expedición, que gritaba desde su lugar a proa: -¡He visto algo! Ham se asomó por la portilla, contemplando la eterna bruma gris verdosa que envuelve eternamente a Urano. Luego dio una rápida ojeada al numerador de la plomada eléctrica: cincuenta y cinco pies, pensó con aspecto despreocupado, pero era una mentira, ya que había registrado la misma cifra durante las ciento sesenta millas del descenso. La bruma reflejaba la luz. El barómetro señalaba 86,2 centímetros. También era un guía muy poco de fiar, aunque mejor que la plomada, ya que el intrépido Young, cuatro décadas antes, en 2060, había anotado una presión atmosférica de 86 en su romántico salto desde Titán al polo sur del encapotado planeta. Pero ahora el "Gaea" estaba descendiendo sobre el polo opuesto, a cuarenta y cinco mil millas del lugar de aterrizaje de Young, y nadie sabía qué inmensas profundidades o qué altísimos picos podían hacer inútiles aquellas cifras. -No veo nada. - musitó Ham. -Ni yo - aseguró Patricia Hammond, su esposa, o más oficialmente, la bióloga de la expedición de la Smithsoniana "Gaea". Al momento exclamó-: ¡Oh, sí! ¡Algo se mueve! observó con más atención -: ¡Arriba! ¡Arriba! - gritó -: ¡Arriba! Harbord era un buen piloto. No formulaba preguntas, ni apartaba la mirada de los mandos. Simplemente, manejó el regulador; los subcohetes rugiendo animadamente, y el impulso hacia arriba los apiñó a todos contra el suelo. Con el tiempo justo. Una enorme ola gris de agua se arremolinó bajo el portillo, tan cerca, que su cresta se retorció por efectos de la aspiración del vacío, y el cristal quedó empañado por el agua. -¡Caspita! - exclamó Ham -. Esto pasó cerca. Demasiado cerca. De habernos rozado, habría destrozado nuestros cohetes. Estaban al rojo vivo. -¡Un océano! - gritó Patricia, haciendo una mueca de disgusto -. Young comunicó tierra.
-Sí, cuarenta y cinco mil millas lejos. Por lo que sabemos, este océano es más grande que toda la superficie de la Tierra. La joven consideró este aserto frunciendo el ceño. -¿Y si esta niebla rodease toda la superficie del planeta? -Así lo dice Young. -Pero en Venus las nubes sólo se forman en la conjunción de los vientos superiores y los inferiores. -Sí, pero Venus se halla más cerca del Sol. El calor allí se halla distribuido equitativamente, mientras que aquí el Sol apenas cuenta para nada. La mayor parte del calor de la superficie procede del interior del planeta, como en Saturno y Júpiter, pero como Urano es mucho más pequeño, también es mucho más frío. Es lo bastante frío como para poseer una corteza sólida en vez de tenerla en fusión como en los grandes planetas, pero es considerablemente más frío que la zona crepuscular de Venus. -Sí, pero - objetó ella- Titán es tan frío como una docena de Nueva Zemblas, y sin embargo se halla en un perpetuo huracán. Ham sonrió. -¿Quieres cogerme en falta? No es la temperatura absoluta lo que origina los vientos, sino la diferencia de temperatura entre un lugar y otro. Titán posee una cara calentada por Saturno, pero aquí el calor está equilibrado, o prácticamente equilibrado en torno a todo el planeta, puesto que procede del interior. De repente, centró su atención en Harbord. -¿Qué estás aguardando? - le preguntó. -A ti - gruñó el piloto -. Ahora están al mando de la nave. Yo sólo mando hasta que avistamos la superficie, y esto ya lo hemos hecho. -¡Por Júpiter, que tienes razón! - exclamó Ham, con voz de satisfacción. En su última expedición, en el lado nocturno de Venus, había estado técnicamente a las órdenes de Patricia, y ahora el cambio le complacía -. Y ahora - añadió con gravedad -, si la biólogo quisiera amablemente hacerse a un lado... Patricia soltó un bufido. -Bueno, ya puedes pilotarnos. Seguro que no tienes ni una sola idea. -Pues la tengo - replicó Ham, y se volvió a Harbord -. ¡Sureste! - le ordenó, y los cohetes posteriores añadieron sus rugidos a los de los otros -. Proa arriba a treinta mil metros - continuó -, y hallaremos las montañas. El "Gaea", denominado así por el antiguo nombre de la diosa de la Tierra, que era la esposa del dios Urano, fue impulsado a través de la infinita niebla que rodeaba el polo del planeta. En cierto aspecto, dicho polo es único entre la familia del Sol, ya que Urano tiene una rotación, no como la de Júpiter, Saturno, Marte o la Tierra, a manera de una peonza, sino más al estilo de un balón redondo. Sus polos se hallan en el mismo plano de su órbita, de forma que en un punto su polo sur da cara al Sol, mientras que cuarenta y dos años más tarde, a mitad de la vasta órbita, es el polo opuesto el que mira al astro rey. Cuatro décadas antes, Young había tocado en el polo sur. Pasarían aún otros cuarenta años antes de que aquel polo volviese a ver el Sol. -Lo malo con las mujeres - gruñó Harbord -es que hacen demasiadas preguntas. Patricia giró en redondo. -¡Schopenhauer! - le fulminó -. ¡Deberías estar sumamente agradecido de que sea la hija de Patrick Burlinghame quien preste su ayuda a una expedición yanqui! -¿Sí? ¿Y por qué Schopenhauer? -¡Porque odiaba a las mujeres! ¡Como tú! -Entonces, era mejor filósofo de lo que pensaba - gruñó Harbord. -Además - añadió ella, agriamente -, un par de millones de dólares es mucho dinero para una milla cuadrada de desierto brumoso. Además, no podréis dominar este planeta como intentasteis dominar Venus.
Se estaba refiriendo, naturalmente, a la decisión del Concilio de Berna de 2059, referente a que el simple hecho de aterrizar en un planeta no le da a una nación la posesión del mismo, sino sólo la parte explorada. En el planeta Urano, envuelto en la niebla, la porción tendría que ser ínfima. -No importa - arguyó Ham -. Ninguna nación reclamará si América decide apoderarse de toda esta bola de bruma, porque ninguna otra nación posee una basa bastante cerca de Urano. Esto era cierto.. En virtud de la posesión de la única luna habitable de Saturno, Titán, los Estados Unidos eran la única nación que se hallaba en condiciones de enviar un cohete explorador a Urano. Un vuelo directo desde la Tierra quedaba fuera de cuestión, puesto que la distancia mínima. entre los dos planetas es de 1.700.000.000 millas. El vuelo tenía que hacerse en dos saltos: primero, Titán, luego, Urano. Pero esta condición limitaba la frecuencia de las visitas, enormemente, ya que aunque la Tierra y Saturno se hallan en conjunción a intervalos de poco más de un año, Urano y Saturno sólo lo están cada cuarenta años. Y sólo en tales ocasiones era posible llegar al vasto, misterioso, brumoso planeta. Tan inconcebiblemente remoto se halla Urano, que la distancia a su vecino Saturno, es mayor que la distancia total de Saturno a Júpiter, de Júpiter a los asteroides, de éstos a Marte y de Marte a la Tierra. Es un planeta salvaje, extraño, misteriosamente protegido por las nieblas, que sólo el helado Neptuno y Plutón existen entre él y el vacío interestelar. Patricia se volvió hacia Ham. -¿Por qué al Sureste? - le gritó -. ¿Por qué? Se trata de una adivinanza, ¿verdad? -No - gruñole su esposo -. Tengo mis motivos. Intento ahorrar tiempo, porque nuestra estancia aquí es limitada, si no queremos vernos atrapados durante cuarenta años, hasta la próxima conjunción. -¿Pero por qué al Sureste? -Te lo diré. ¿Has contemplado alguna vez un globo terráqueo? Bien, en tal caso, te habrás dado cuenta de que todos los continentes, todas las grandes islas, y todas las penínsulas importantes se van estrechando, hasta terminar en punta hacia el Sur. En otras palabras, el hemisferio norte es más favorable a la formación de las tierras, y en realidad, la mayor parte de los continentes se hallan situados al norte del Ecuador. -El océano Ártico se halla casi rodeado por un anillo de tierra, pero el Antártico es un mar abierto. Y esto mismo es cierto con respecto a Marte, presumiendo que las llanuras oscuras y pantanosas no sean más que antiguos lechos oceánicos, y cierto también para los océanos helados del lado nocturno de Venus. -Por tanto, presumo que si todos los planetas tienen un origen común, y todos se han solidificado en las mismas condiciones, Urano debe tener la misma clase de distribución de tierras. Lo que Young halló fue la tierra que corresponde a nuestra Antártica; lo que yo estoy buscando es la tierra que debe rodear a este mar polar ártico. -Que debe, pero que quizá no rodea - le objetó Pat -. Además, ¿por qué al Sureste y no directo al Sur? -Porque esta dirección describe una espiral y amortigua la posibilidad de chocar con algún estrecho o canal entre tierras. Con una visibilidad de cincuenta pies, a lo sumo, nos exponemos a tomar un canal cualquiera por el océano. -Incluso tu Támesis inglés parecería el Pacífico con esta bruma, si estuviésemos a más de medio centenar de pies de cada orilla. -Y supongo que tu Mississippi americano parecería el diluvio universal - se burló la joven, contemplando la masa neblinosa que giraba incesantemente delante de los tragaluces. Poco más de una hora después, el "Gaea" estaba de nuevo descendiendo con titubeos. A los 85 centímetros de presión del aire, Ham había parado casi por completo el
cohete, y poco después estaba cayendo sobre la ráfaga almohadillada de los subcohetes, a una velocidad de varias pulgadas por minuto. Cuando el barómetro llegó a los 85,5 centímetros, la voz de Cullen resonó a popa, donde el tragaluz estaba menos oscurecido por los mismos cohetes. -¡Algo abajo! - exclamó. Había algo. La niebla parecía decididamente más oscura, y se veían ciertos rasgos o marcas, netamente destacados. Mientras la nave iba posándose lentamente, Ham observaba atentamente, hasta que por fin dio la orden de aterrizar. El "Gaea" se posó, con un jadeo metálico, sobre una llanura gris y pedregosa, coronada por un hemisferio de niebla que obturaba la visión lo mismo que un alto muro. Había algo salvaje y siniestro en el limitado paisaje que se abría ante ellos. Al morir el ruido del aparato, todos volvieron la vista silenciosamente a los vapores de color plomizo, y Cullen también se les reunió en silencio. Este, poderoso, aterrador después del tronar estrepitoso de los motores, les dejó sobrecogidos. Venus, donde Pat había nacido, era gin planeta extraño con su estrecha zona crepuscular habitable, sus tierras cálidas inhabitables y su misteriosa cara oscura, pero en realidad era el hermano gemelo de la Tierra. Marte el planeta desierto con su gran civilización decadente, era, no obstante, más poderoso pero no tan extraño. En las lunas de Júpiter había seres procedentes de otros mundos raros, y en el helado Titán, que rodeaba a Saturno, había criaturas fantástica, nacidas en aquel salvaje y frígido satélite. Pero Urano era un planeta mayor, sólo hermanastro de los planetas interiores y menos que primo de los diminutos satélites. Era un mundo misterioso, extraño, desconocido; nadie había posado nunca el pie en un planeta mayor, salvo el intrépido Young y sus hombres, unos cuarenta años antes. Había explorado, entre todos los millones de millas cuadradas de superficie, sólo un kilómetro cuadrado, unas cuarenta y cinco mil millas lejos de donde ahora se hallaba la segunda expedición. Todo lo demás era desconocido, misterioso, y aquel pensamiento era suficiente para subyugar incluso a la inquieta Patricia. Pero no por mucho tiempo. -Bien - observó -, esto se parece a Londres. Hace la misma clase de tiempo que cuando estuvimos allí. Me parece que si doy unos pasos me hallaré en Piccadilly. -No salgas aún - le ordenó Ham -. Voy a ordenar una prueba atmosférica, antes. -¿Para qué? Young y sus hombres respiraron este aire. Sí, supongo que irás a objetar que se hallaban a cuarenta y cinco mil millas lejos, pero incluso un biólogo sabe que la ley de difusión de los gases impediría que un planeta tenga una clase de aire en un polo, y otra en el opuesto. Si el aire era bueno allí, también lo es aquí. -¿Sí? - rezongó Ham -. Eso de la difusión está muy bien, ¿pero se te ha ocurrido pensar que esta bola de niebla obtiene la mayor parte de su calor del interior? Esto significa una alta actividad volcánica, y podría, por lo tanto, haber una erupción de gases letales en alguna parte. Quiero que Cullen haga una prueba. Patricia se conformó, contemplando en silencio al eficiente Cullen, mientras obtenía una muestra del aire de Urano dentro de un matraz. Al cabo de un momento la joven flexionó sus rodillas y preguntó: -¿Por qué es aquí tan débil la gravedad? Urano es cuarenta y cuatro veces mayor que la Tierra, y quince veces su masa, y sin embargo no me noto más pesada que en casa - la casa, para Patricia, naturalmente, era la pequeña ciudad fronteriza de Venoble, en el frío país venusino -. -Esta es la respuesta - le contestó Ham -. Sí, cuarenta y cuatro veces el tamaño de la Tierra o de Venus, pero sólo quince veces su peso. Esto significa que su densidad es mucho menor, exactamente 27. Esta cifra significa unas nueve décimas partes de la gravitación de superficie de la Tierra, aunque a mí me parece casi igual. Examinaremos lo
que da un kilogramo de peso en la báscula, dentro de poco, y tendremos una cifra aproximada de su masa. -¿Se puede respirar el aire? -Perfectamente. El argón es un gas inerte, y una sustancia no puede resultar venenosa, a menos que pueda reaccionar químicamente en el cuerpo. Pat soltó otro bufido. -¿Lo ves? Esto es muy saludable. Voy a salir. -Esperarás a que lo haga yo - objetó Ham -. Cada vez que te separas de mí te metes en algún lío, ya lo sabes. - Consultó el termómetro situado al exterior, que marcaba nueve grados centígrados, o sea la temperatura otoñal de la Tierra-. Esta es la causa de la perpetua neblina - observó -. La superficie siempre está más caliente que el aire. Pat se estaba ya poniendo un suéter y una chaqueta sobre los hombros. Ham la siguió y giró la manija de la cabina. Se oyó un cortante silbido cuando el aire ligeramente más denso de Urano se abrió paso al interior de la nave. Ham se volvió a hablar con Harbord, que estaba encendiendo una pipa con gran satisfacción, lo cual tenía totalmente prohibido en el espacio, pero que ahora podía efectuar en la atmósfera de Urano. -No apartes los ojos de nosotros, ¿de acuerdo? - le recomendó Ham -. Míranos desde el tragaluz, por si nos ocurre algo y necesitamos ayuda. -¿Los dos? - gruñó Harbord -. Pues tu mujer ya ha desaparecido. Lanzando una imprecación, Ham dio media vuelta. Era verdad. La puerta exterior de la cabina ya estaba abierta, y por la abertura se filtraba una masa neblinosa, casi inmóvil. -¡Está loca! - exclamó Ham -. ¡Ya verás! Dame esto - asió un cinto con dos pistoleras, y luego se apoderó de un revólver automático y de una terrible pistola de llamas destructoras. Se colgó las armas al cinto, cogió una mochila y se zambulló en la eterna bruma de Urano. Era exactamente como si se hallase bajo un tazón de plata invertido. Por entre la niebla se filtraba una luminosidad verdosa, pesada y monótona, pero todo su mundo consistía en el cohete metálico que quedaba a sus espaldas y un semicírculo de cincuenta pies delante suyo. Y Pat... Pat no se veía por ninguna parte. -¡Pat! - gritó en tono agudo. El sonido quedó amortiguado por la fría humedad de la niebla. Volvió a gritar, vociferando exageradamente, y luego lanzó un juramento de alivio al escuchar una débil respuesta que surgía de entre la bruma verdosa. Al cabo de un momento apareció la joven, zigzagueando, como un fantasma verdegris. -¡Mira! - exclamó, triunfante -. Éste es el primer espécimen de vida vegetal de Urano. Débilmente organizada, reproducida por partición y... ¿qué diablos te pasa? -¿Pasar? ¿No sabes que podías haberte extraviado? ¿Cómo esperabas volver? -Con la brújula - replicó ella fríamente. -¿Cómo sabes si funciona? Podríamos hallarnos situados en el polo magnético, si es que Urano tiene uno. La joven consultó la brújula de su muñeca. -Pues en realidad, no funciona. La aguja está saltando enloquecida. -Sí, y además andas desarmada. ¡Eres una loca! -Young afirmó que no había vida animal, ¿verdad? Y... espera un momento. Sé lo que vas a decirme. ¡Que estamos a cuarenta y cinco mil millas de distancia! -Además - rezongó el joven -, te hallas bajo mis órdenes. No puedes salir sola, y aun en ese caso, atada con una cuerda a tu compañero - extrajo unas cuantas yardas de cuerda plateada de un bolsillo, y ató un extremo a la cintura de la joven y el otro a la suya. -¡Oh, no seas tan tímido! Me siento como un cachorro en una traílla. -Tengo que ser tímido - le contestó él, secamente - cuando tengo al lado a una persona atolondrada, e imprudente como tú. Ham no hizo caso del bufido de disgusto que ella soltó, y procedió a desenvolver una tela que llevaba en la mochila. Resultó ser una bandera americana, provista de un mástil
plegable, que hundió en tierra, sobre una ligera prominencia del terreno, tras lo cual dijo con toda gravedad: -Tomo posesión de este territorio en nombre de los Estados Unidos de América. -¿Los cincuenta pies que divisas, verdad? -murmuró Patricia, en voz baja, aunque a pesar de sus modales burlones era muy leal a la patria de su esposo. Luego, calló, y ambos contemplaron la bandera con cierta emoción. Era como el eco de un agradable y diminuto planeta a casi dos billones de millas lejos; aquel pedazo de tela significaba la gente, los seres humanos, los amigos, la civilización, cosas remotas y casi tan irreales como su presencia allí, sobre el suelo de aquel vasto, solitario y misterioso planeta. Ham descartó aquellas ideas. -Bueno, ahora daremos un vistazo por los alrededores. Young había trazado indicaciones para la técnica de la exploración en aquel planeta, donde el explorador debía enfrentarse con dificultades casi insuperables. Ham ató el extremo de un fino cable de acero a un gancho situado en el portón del cohete. Rodeando su cintura llevaba un millar de pies de dicho cable, el cual le serviría como guía infalible en la oscuridad, único medio práctico en una región donde el sonido quedaba amortiguado, y donde las ondas de radio quedaban asimismo tan protegidas como por una campana de metal. El cable serviría no sólo de guía sino de mensajero, puesto que un tirón ponía en movimiento un zumbador dentro de la nave espacial. Ham saludó con la mano a Harbord, visible-detrás del tragaluz, fumando su pipa, y emprendieron la marcha. Al llegar el término de su tiempo disponible, Urano tenía que haber sido explorado en círculos de mil pies, moviendo el cohete cada vez que quedasen grabados y anotados debidamente los detalles de cada zona. Una tarea colosal. Era probable, según Ham le hizo notar a Pat, que aquel vasto planeta no llegase a ser jamás explorado por completo, especialmente con el obligado plazo de cuarenta años de intervalo que espaciaban las visitas. -Y particularmente - le corrigió ella -, si de la Tierra envían aquí a personas tan timoratas, más bien temerosas, como tú. -Al menos - replicó el joven -, espero regresar pudiendo decir que hemos explorado una miríada de terreno, como lo hizo Young. -¿Pero no comprendes - exclamó ella, impaciente - que, vayamos adonde vayamos, más allá de nuestro radio visual puede siempre haber algo maravilloso? Nos llevaremos unas muestras de varias zonas de mil pies del terreno, y a lo mejor cada vez pasaremos por alto algo que podría darnos a conocer la verdadera naturaleza de este planeta. Es lo mismo que si recorriésemos unos centenares de pies cuadrados en la Tierra. ¿Qué probabilidad tendríamos de descubrir parte de una ciudad, o una casa, o un ser humano en nuestro círculo? -Muy cierto, Pat. ¿Pero qué más podemos hacer? -Podríamos, al menos, sacrificar unas cuantas precauciones y abarcar más territorio. -Pero no podemos. He de mirar por tu seguridad. -¡Oh! - exclamó ella, irritada y separándose de él -. Eres... - sus palabras quedaron ahogadas al llegar a la máxima longitud de la cuerda que le unía a su marido. Ahora era ya invisible a los ojos de éste, pero los ocasionales tirones que él sentía eran la mejor prueba de que todavía seguía atada a Ham. Éste comenzó a andar lentamente hacia el frente, examinando el terreno granuloso de humedad condensada, y aún más raramente, un poco de maleza como la que Pat había dejado caer junto al cohete. Aparentemente, la lluvia era desconocida en Urano, planeta sin viento, por lo que a la Humedad. superficial seguía un interminable ciclo de condensación en el aire frío y de evaporación en el cálido terreno. Ham llegó a un punto donde el barro hirviente parecía surgir de abajo, mientras que plumones de vapor giraban sobre sí mismos hasta perderse entre la niebla, prueba del
enorme calor interno que calentaba el planeta. Se quedó como hipnotizado en su contemplación y, de repente, un violento tirón de la cuerda le obligó a retroceder. Dio media vuelta. Patricia se materializó de improviso de entre la bruma, llevando en la mano una planta ahilada. La soltó al ver a Ham y súbitamente corrió hacia el joven, sollozando frenéticamente. -¡Ham! - jadeó -. ¡Regresemos! ¡Estoy asustada! -¿Asustada? ¿De qué? - el joven la conocía, y sabía que era una mujer animosa, hasta el punto de desafiar intrépidamente cualquier peligro que pudiese comprender, pero si existía una sombra de misterio en algún incidente, su activa imaginación le describía horrores que no se atrevía a encarar. -¡No lo sé! - exclamó - ¡He... visto cosas! -¿Dónde? -En la niebla... no se:.. Ham se desprendió de su abrazo y llevó sus manos a las culatas de sus pistolas. -¿Qué clase de cosas? -¡Cosas horribles! ¡Cosas de pesadilla! El joven la sacudió suavemente, entre sus brazos. -¿Quién es ahora el tímido? - se burló, pero cariñosamente. La burla produjo el efecto apetecido; la muchacha dejó de sollozar, calmándose hasta cierto punto. -¡No estoy asustada! - rezongó -. Es... un poco de precaución. Vi... - volvió a palidecer. -¿Viste... qué? -No lo sé. Unas figuras en la niebla. Cosas muy enormes que se movían, con unas caras horribles. Como fantasmas... diablos... pesadillas - volvía a chillar, y él tuvo que calmarla. -Estaba inclinada sobre una charca de las que hay por aquí, examinando una plantita, y todo estaba quieto, con una quietud mortal. Entonces, de pronto, pasó una sombra por delante de la charca, el reflejo de algo sobre mi cuerpo, alcé la vista y no vi nada. Pero poco después, casi en seguida, empecé a ver unas formas en la niebla, unas formas horribles, a mi alrededor. Chillé y entonces caí en la cuenta de que tú no podías oírme, por lo que le di un tirón a la cuerda. Y luego creo que cerré los ojos hasta verme a tu lado. Patricia volvió a estremecerse. -¿A tu alrededor? - repitió el joven, secamente -. ¿Quieres decir entre nosotros dos? -Por todas partes - asintió ella. Ham se echó a reír. -Has tenido una pesadilla, Pat. La cuerda no tiene tanta longitud como para que por en medio de ambos pase algo que tú, y yo no, puedas ver. Te juro que no he visto nada, ¡absolutamente nada! -¡Pues yo vi algo! - insistió la joven -. No me lo he imaginado. ¿Crees que soy una chiquilla asustadiza que teme los lugares desconocidos? ¡Ten en cuenta que he nacido en un planeta distinto al tuyo! ¡Está bien! - ahora estaba indignada -. ¡Quedémonos los dos aquí completamente quietos; quizá volverá a acercarse otra vez; veremos, entonces, lo que haces tú. Ham asintió, y ambos permanecieron completamente callados e inmóviles, envueltos por las translúcida neblina. No había nada, sólo la bruma verdosa, profunda, espesa, interminable, y un silencio infinito, un silencio que Ham no había experimentado nunca en toda su existencia, ya que en Venus, incluso en la parte de las tierras cálidas, siempre había el leve susurro de la vida, y el eterno quejido del viento, lo mismo que en la Tierra no existe nunca el silencio absoluto, ni de día ni de noche. En alguna parte hay siempre el susurro de las hojas, o el rumor de la hierba, o el murmullo del agua, o los zumbidos de los insectos, e incluso en el más agostado de los desiertos, el crujido de la arena al enfriarse o al calentarse. Pero allí, no. Allí era tal el silencio, que la respiración de la joven resultaba un alivio. Aquel silencio parecía llenarlo
todo... parecía que pudiese escucharse. - Lo escuchaba, lo oía, o era simplemente la pulsación de la sangre en sus venas? Una pulsación sin forma, un crujido infinitamente débil, un vago susurro. Frunció el ceño, concentrándose en su atenta escucha. Patricia volvió a refugiarse entre sus brazos. -¡Allí! - le susurró -. ¡Allí! Ham escrutó por entre la niebla. No había nada o ¿había algo? Una sombra... ¿pero qué era lo que podía provocar aquella sombra, en una región sin sol, y sumergida en niebla? Una condensación neblinosa, esto era todo. Pero se movía, y la niebla no puede moverse sin el impulso del viento... y éste no existía en Urano. Bizqueó los ojos en un esfuerzo para penetrar en la oscuridad. Vio; o le. pareció ver, una inmensa figura. como un espejismo... o quizás una docena de figuras. Estaban por todas partes; una pasó silenciosamente sobre sus cabezas, mientras las demás ondeaban y se balanceaban fuera del radio visual. Había murmullos y susurros, sonidos como jadeos y silbidos, pateos y crujidos. Las formas neblinosas eran completamente inestables, surgiendo del suelo y elevándose como altas torres sombrías, disipándose y volviendo a formar figuras de humo. -¡Dios mío! - exclamó Ham -. ¿Qué puede ser esto? Trató de enfocar la inestable multitud de sombras. Era difícil. Todas parecían, surgir de la nada, avanzar, retroceder, flotar, materializarse y desvanecerse. Pero de pronto un sorprendente fenómeno atrajo su atención, y por un momento permaneció completamente inmóvil. ¡Había visto unos rostros! No exactamente semblantes humanos: Eran unas apariciones como las que había descrito Patricia, caras de gárgolas, de demonios, que se burlaban, hacían espantosas muecas, sonreían atontadamente o parecían mofarse o lamentarse. No era posible distinguir las sombras claramente, sino ver sólo vagas impresiones, tan vagas e instantáneas que parecían una ilusión, más aún cuando sus rasgos, aunque no humanos, imitaban las de los seres humanos. Estaba más allá de toda razón suponer que Urano albergaba a una raza humana, o a seres humanoides. -Retrocedamos, Ham - susurró Patricia -. Regresemos, por favor. -Escucha - dijo -, estas sombras son ilusorias, al menos en parte. -¿Cómo lo sabes? -Porque son antropomórficas. Aquí no pueden existir seres con rostros humanos. Son nuestras mentes las que añaden detalles inexistentes, como cuando se ve una nube en el cielo, o una grieta en el techo, y queremos a la fuerza reconocer en ella las facciones de un ser, conocido o desconocido. Todo lo que vemos son manchones más densos de niebla. -¡Ojalá pudieras estar seguro! - exclamó Patricia. Tampoco Ham estaba seguro de ello, pero volvió a afirmarlo. -Claro que lo estoy - la tranquilizó -. Y te explicaré una manera muy fácil de demostrarlo. Les fotografiaremos con la cámara de rayos infrarrojos y las placas nos darán todos los detalles. -Me asustará mirar las placas - dijo la joven, estremeciéndose al tiempo que escrutaba las tinieblas en busca de más figuras sombrías -. Supongamos... supongamos que las placas revelan sus rostros. ¿Qué dirás entonces? -Diré que es una inesperada coincidencia que en Urano se haya desarrollado, en cierta forma, una especie de vida semejante a la terrestre, al menos en su aspecto exterior. -Y estarás equivocado - murmuró ella -. Una cosa así se halla más allá de toda coincidencia. ¿Sabes lo que pienso? ¿Y si la ciencia estuviese equivocada, Ham y Urano fuese en realidad el Infierno? ¿Y estos seres fuesen los condenados? Ham se echó a reír, pero su risa sonó a falsa, a hueca, amortiguada por la niebla. -Ésta es la idea más idiota que haya tenido nunca la imaginación más desenfrenada, Pat. Y te diré que los que son...
La frase fue interrumpida por un chillido de la joven. Los dos esposos habían estado hablando estrechamente enlazados, observando atentamente a todas partes por entre la niebla, y ahora él giró hacia la dirección en que ella estaba mirando. Por un momento, su visión quedó cegada por la rapidez de la vuelta, y parpadeó frenéticamente en un esfuerzo para enfocar las imágenes. Entonces, vio lo que la había sobresaltado. Era una enorme, oscura sombra que parecía tener su origen en la superficie del terreno, pero que se elevaba hacia lo alto, curvándose por encima de ellos dos, como si se dispusiese a flotar por encima de sus cabezas, como un surtidor de niebla disponiéndose a regar la tierra. A pesar de sus burlas sobre los temores imaginarios de Patricia, los nervios de Ham se tensaron al máximo. Fue un gesto puramente automático el que le hizo empuñar una pistola, y también fue un impulso el que le obligó a disparar contra la niebla. Se oyó una resonancia sumamente amortiguada del disparo - un solo eco -, y luego el silencio total. Silencio total. Los jadeos, los murmullos habían desaparecido, lo mismo que las formas de la niebla. A pesar de esforzar la visión, sólo percibieron la masa grisácea de la bruma, ni pudieron tampoco oír otro rumor que el de sus propias respiraciones y el eco repetido en sus oídos de la detonación. -¡Se ha ido! - exclamó la joven. -Seguro. Lo que te dije: pura ilusión. -¡Una ilusión no se disipa por el estruendo de una pistola! - objetó ella, recobrando todo su valor ante el desvanecimiento de las sombras -. Son reales. Y las cosas no me asustan tanto como.:. bueno, como las cosas que no comprendo. -¿Y comprendes ésta? Y respecto a que las ilusiones no se desvanecen con los disparos, podría objetar algo. Supongamos que estas apariciones fuesen debidas a una especie de autohipnosis, o que meramente fuesen el producto de nuestro esfuerzo por atisbar entre la niebla. ¿No crees que un disparo podría devolvernos a nuestro estado mental centrado, de forma que todas las ilusiones de nuestros sentidos quedasen ahuyentadas? -Tal vez - respondió ella, dubitativamente -. Por otra parte, ya no estoy asustada. Sean lo que sean, me parece que son inofensivos. Volvió su atención a la charca de barro que tenían delante, en la que crecían unas curiosas plantas en forma de plumas, a las que el burbujeo de la superficie obligaba a balancearse. -Criptógamas - señaló Pat, examinándolas -. Probablemente, la única especie de plantas que puede existir en Urano, puesto que no hay signo de abejas, o de otro portador de polen cualquiera. Ham gruñó en aprobación, su atención atraída aún por la espesa niebla. De repente, ambos se sobresaltaron al escuchar el sonido del potente zumbador al extremo del cable guía. ¡Un solo zumbido, el aviso del "Gaea"! Pat se incorporó. Ham tiró del cable, en rápida respuesta, y musitó: -Será mejor que regresemos. Harbord y Cullen habrán visto algo. Probablemente será lo mismo que hemos visto nosotros, pero es preferible estar seguros. Comenzaron a retroceder sobre sus propios pasos, mientras el millar de pies del cable canturreaba levemente al ir anudándose lentamente en la cintura del joven. Aparte de ese susurro y del quedo rumor de sus pasos sobre la grava del suelo, reinaba un silencio absoluto, no siendo la niebla más que una masa casi impenetrable de verdor grisáceo. Habían progresado tal vez doscientas yardas cuando todo cambió. Fue Patricia la primera en distinguir las sombras. -¡Han vuelto! - le susurró al oído de Ham, aunque ahora sin la menor nota de temor en su acento. El las vio también. No les rodeaban, sino que corrían en dirección al "Gaea", en dos filas paralelas, o tal vez dividiéndose en dos filas más allá del radio visual. Ham y Pat
comenzaron a moverse por entre un callejón obstaculizado por una continua fila de sombras móviles. Se apretujaron uno al otro, y trataron de taladrar las tinieblas. Se hallaban ya sólo a ciento cincuenta pies de la nave espacial. Y entonces, con tanta rapidez que les obligó a suspender la marcha de improviso, algo más sólido que la niebla, algo más tangible que las sombras, se irguió ante ellos. Aquello - fuese lo que fuese - se iba aproximando. Ahora era ya visible como un círculo oscuro al nivel del suelo, con un diámetro de seis pies, tanto en altura como en anchura. Sé movía con la misma velocidad del paso de un hombre, y se materializó rápidamente en una masa completamente sólida. Ham y Pat le miraban fascinados. La "cosa" no tenía forma, no siendo más que un círculo tubular que se alargaba y se estiraba en la niebla. O, quizá, no completamente sin forma. Podían ya percibir un órgano que se proyectaba a partir del centro del círculo, un miembro tembloroso, flojo, como una hojuela agitándose por efectos de una corriente de aire, cuyos extremos temblaban, curvándose en forma de copa hacia ellos, como para captar un olor o un ruido. La criatura era ciega. Sin embargo, poseía algún sentido que podía registrar objetos distantes. ¡A unos treinta pies de distancia, el disco se alargó extremadamente en su dirección, el extraño ser se inclinó exageradamente y se abalanzó en silencio hacia la pareja! Ham estaba preparado. Su automática tronó y volvió a tronar. El atacante pareció replegarse sobre sí mismo y rodó a un lado, y detrás suyo apareció otro ser de idénticos rasgos en todos los aspectos, con el mismo círculo negro y el mismo disco tremolante. Pero un alto, agudo, penetrante alarido de dolor rasgó la niebla, como un cuchillo. Aquel era un peligro que Patricia podía comprender. Ya no sentía miedo; se había enfrentado con demasiados seres raros en las tierras tórridas de Venus, o en las misteriosas profundidades de las Montañas de la Eternidad. La joven empuñó la otra pistola lanzallamas de Ham, y se dispuso a vomitar su fuego destructor. Sabía que ello representaba su única salvación, que no debía utilizarlo hasta que todos los demás recursos hubiesen fracasado, por lo que se contentó con empuñarla y dio un tirón al cable del "Gaea". Tres tirones, y luego otros tres, significarían la ayuda por parte de Cullen y Harbord. El segundo ser - ¿o era otro segmento del mismo animal? - avanzó a toda prisa. Ham le envió dos balas más, y otra vez volvió a oírse un penetrante grito de dolor. El monstruo vaciló y cayó, al tiempo que otro círculo negro avanzaba hacia ellos. El siguiente tiro falló, pero el ser, si bien no cayó, se tambaleó y se desvió. De repente, el extraño ser estaba ya detrás de ellos, rugiendo, oscuro y enorme como un tren. Era un ser segmentado, compuesto de docenas de fragmentos en forma de círculos, de unos ocho pies de espesor, como los vagones de un tren miniatura, con tres pares de patas por sección. Pero no corría como una criatura completa, con movimientos zigzagueantes gracias a sus innumerables patas, como los ciempiés. Ham tuvo un atisbo de la forma en que los distintos segmentos estaban unidos entre sí por ligamentos carnosos. Envió tres proyectiles a una de las secciones. Fue un error; el segmento envió a su vez un chorro de líquido negruzco y se desvió de la línea, pero el fragmento siguiente se abalanzó súbitamente hacia ellos. Y en algún lugar, fuera del radio visual, el primer segmento estaba trazando un círculo. Ambos esposos ahora tenían que enfrentarse con dos peligros en vez de uno. A Ham le quedaban aún tres cartuchos en la recámara. Disparó uno contra el segmento que se dirigía directamente hacia ellos, vio como el monstruo caía, y mandó otra bala al segmento que le seguía. La cosa - o cosas - parecían alargarse indefinidamente en la niebla.
A. su lado oyó el rugido de su pistola lanzallamas. Pat había esperado hasta que el otro monstruo estuviese casi encima suyo, a fin de que el único disparo que podía hacer el arma diese el mejor resultado posible. Ham perdió tiempo echando un momentáneo vistazo al resultado; la terrorífica descarga había chamuscado una docena de segmentos, y uno, solitario, superviviente, se estaba arrastrando hacia la niebla. -¡Buena chica! - exclamó, y largó su última bala a la sección que se alejaba. Ésta cayó, y detrás suyo, llegó la siguiente. Arrojó la pistola vacía hacia el disco carnoso, la vio rebotar sobre la oscura piel y parapetó con su cuerpo el de Pat. En aquel momento se produjo una llamarada seguida de una especie de rugido. Era una pistola lanzallamas. Desdibujadas en la niebla se veían las figuras de Harbord y Cullen, que habían ido siguiendo el cable. En primer plano, casi a los pies de Ham y Pat, se veían segmentos de los monstruosos discos. Aparentemente, lo que quedaba del horrible ser había sufrido bastante castigo, ya que todos los fragmentos restantes iban desviándose hacia la izquierda y diluyéndose en la bruma. Una vez reunidos todos los segmentos más allá del radio visual, comenzaron a gesticular y hacer muecas, antes de desvanecerse totalmente. No se pronunció una sola palabra mientras los cuatro iban siguiendo el rastro del cable de vuelta al "Gaea". Una vez en el interior, Patricia dejó escapar un largo suspiro de alivio, mientras se desprendía de la chaqueta. -Bueno - exclamó -, ha sido una experiencia emocionante. -¡Emocionante! - tronó Ham -. La verdad, si quieres, puedes quedarte con este húmedo planeta. ¡Te lo regalo! ¡No lo comprendo, pero donde vas tú, lío seguro. Atraes los conflictos como la miel a las moscas. -¡Como si yo tuviese la culpa! - se quejó la joven -. Está bien, si piensas que ello tiene que ayudar en algo, ordéname que me quede a bordo del cohete. Ham lanzó un gruñido ininteligible y se volvió a Harbord. -Gracias. Cuando habéis venido estábamos acorralados por completo. Y a propósito, ¿por qué nos avisasteis? ¿Por las sombras? -¿Te refieres a ese carnaval? - inquirió el aludido -. ¿O era una convención espiritualista? No, no estamos aún seguros de que fuese algo real. Sí, os llamamos por el mismo motivo; vimos a ese ser yendo en vuestra dirección. -¿A ése o a esos seres? - le corrigió Ham. -¿Viste a más de uno? -Hice a más de uno. Lo corté por la mitad, y ambos segmentos se abalanzaron hacia nosotros. Pat se cuidó de uno con el lanzallamas, pero todas mis balas parecían ir separando a la bestia en segmentos diferenciados - frunció el ceño -. ¿Comprendes algo, Patricia? -Mejor que tú - le replicó la joven, secamente -. ¡Bonita expedición sería ésta sin un biólogo! -Éste es el motivo por el que te cuido tanto - sonrió Ham -. Me asusta pensar lo que sería de mí sin un biólogo. Pero, en fin, ¿cuál es tu idea con respecto a estos detestables gusanos? -Pues esto; que es un animal múltiple. ¿No has oído nunca hablar de Henri Fabre? -No, que recuerde. -Bien, fue un gran naturalista francés de hace unos doscientos años. Entre otras cosas, estudió unos interesantes insectos llamados gusanos u orugas, que hilaban un nido de seda y cada noche salían en busca de alimentos. -¿Y bien? -Escucha un momento. Salían en fila india, cada gusano rozando con su cabeza la cola del precedente. Eran ciegos, por lo que cada uno debía fiarse del que iba delante. El primero era el jefe; éste escogía la ruta, llevaba a los demás al árbol apropiado, y allí la
columna se rompía para alimentarse. Y al salir el sol, volvían a formarse en columnas, que luego se reunían en la gran procesión y regresaban a sus nidos respectivos. -Todavía no veo... -Espera. Figúrate que una oruga que va delante es el jefe. Si coges un palo y rompes la columna en un punto dado, el primero que queda atrás de la rotura es el jefe para sus seguidores, y les guía con tanta seguridad como el jefe original. Y si disgregas a todos los gusanos, cada uno se convierte en su propio jefe, con la misma eficiencia que antes, agregado en una columna. -Empiezo a comprender - musitó Ham. -Sí. Este bicho - o estos bichos -, son parecidos a los gusanos procesionales. Son ciegos; en realidad, la vista no vale tanto en Urano como en la Tierra, y es posible que todas las criaturas de Urano carezcan de ojos, a menos que esas sombras de la niebla los posean. Pero opino que estas criaturas horribles están más adelantadas que los gusanos, puesto que éstos establecen contacto mediante un hilito sedoso, mientras que los de aquí aparentemente, lo hacen gracias a un nervio ganglionar. -¿Cómo? - inquirió Ham. -Naturalmente. ¿No viste cómo estaban unidos? Aquel órgano blando delante - cada uno lo mantenía pegado al disco del anterior -, siempre estaba colocado en la misma posición. Y cuando disparaste contra el de en medio de la fila, vi cómo la masa pulposa cubría al que le seguía. Y además... - hizo una pausa. -¿Además, qué? -Bueno, ¿no te pareció raro que toda la línea maniobrase tan bien? Sus patas se movían todas a un mismo compás, como las patas de un solo ser, como las patas de un miriápodo o de un ciempiés. "No creo que el hábito, el entrenamiento o la disciplina tengan nada que ver con la perfección con que aquella criatura se movía, abalanzándose, deteniéndose, desviándose y coordinándose con tan perfecta unión. Toda la fila debía hallarse bajo el control neutral directo del jefe, escuchando y husmeando lo que oía y olía, incluso, quizás, respondiendo a sus apetitos, odiando con él y, finalmente, aterrándose con él. -¡Maldita sea si creo que tienes razón! - exclamó Ham -. Todo el monstruo actuaba como un auténtico animal. -Hasta que tú, sin querer, partistes a la fila en dos mitades - le corrigió la joven -. Como ves... -¡Hice otro jefe! - gritó Ham, animadamente -. El que quedó en primer lugar de la segunda mitad se convirtió en un cabecilla, capaz de actuar con independencia - arrugó el entrecejo -. Bueno, supongamos que estos bichos acumulan su inteligencia cuando se juntan. ¿Es que cada uno añade su poder de razonamiento, si tienen alguno, al cerebro dominante del conductor? -Lo dudo - rechazó la muchacha -. Si fuese así, podrían llegar a poseer una enorme inteligencia, simplemente agregando segmentos a la fila. -No, por muy estúpidos que fuesen individualmente, sólo tendrían que unirse en largas filas para poseer una inteligencia como la de un dios. "Si algo parecido existiese, o hubiese existido aquí, no atacaría sin armas y en forma rudimentaria. Poseerían una especie de civilización, ¿no es así? Pero - añadió Pat podrían mancomunar sus experiencias. El cabecilla podría tener todos los recuerdos a su disposición, lo cual no añadiría un ápice a sus poderes de razonamiento. -Parece plausible - asintió Ham -. Bien, volvamos a las formas de la niebla. ¿Tienes alguna idea con respecto a ellas? -No gran cosa - confesó -. Pero creo que existe una relación entre ellas y los gusanos. -¿Por qué? -Porque iban también zigzagueando por delante de nosotros antes del ataque. Podían estar simplemente huyendo del ser múltiple, pero en tal caso deberían haberse esparcido,
y no lo hicieron; huyeron simplemente en dos filas, y no es esto sólo, sino que durante todo el combate estuvieron pateando y moviéndose al fondo. ¿No te diste cuenta? -No, la verdad - replicó Ham -. ¿Pero eso qué significa? -¿No has oído hablar nunca del albirostre, el indicador de las abejas? -Sí, me suena familiar. -Es un pájaro africano de la familia de los cucos, y guía a los seres humanos a las colonias de abejas silvestres. Luego, el hombre recoge la miel y el pájaro las larvas - hizo una pausa -. Creo que las formas de la niebla representaron el papel de guía ante los otros seres. Opino que condujeron a éstos últimos hacia nosotros, bien porque tu disparo les enojó o porque deseaban los restos que de nosotros iban a dejar los segundos, o porque simplemente les gusta la destrucción. En fin, esto es lo que sospecho. -Si es que eran reales - concluyó Ham -. Tendremos que disparar la cámara de infrarrojos cuando avistemos al segundo grupo, u horda o manada, o como se llamen sus agrupaciones. Todavía pienso que la mayor parte ha sido una ilusión. La joven se encogió de hombros. -¡Ojalá estés en lo cierto! -¡Bah! - exclamó Harbord de pronto -. Las mujeres no deben estar en esta clase de lugares. Son demasiado timoratas. -¿Sí? - se burló Ham, disponiéndose a defender a Patricia -. Pues ha tenido la suficiente serenidad para observar varios detalles que a nosotros nos han pasado desapercibidos. -¡Pero se asusta de unas sombras. - gañó el otro. Sin embargo, no eran sombras. Varias horas después Cullen informó que la niebla en torno al "Gaea" estaba atestada de sombras deslizantes, por lo que llevaron la cámara de onda larga de tragaluz en tragaluz. Obstaculizado por el aire cargado de argón con su espectro que absorbe los rayos de onda larga, las placas infrarrojas resultaron más sensibles que el ojo humano, aunque quizás menos detallistas. Pero una placa fotográfica no es sensible a la sugestión; nunca se deja impresionar por el recuerdo de una pasada experiencia; graba fríamente y sin emociones la forma exacta de lo que los rayos lumínicos alumbran. Cuando Cullen estaba a punto de revelar las placas, Patricia todavía dormía, agotada por su agobiante día en el planeta, pero Ham fue quien afanosamente acudió a investigar los resultados. Quizás eran menos de los que la joven había temido, pero más de los que Ham había esperado. Colocó un negativo al trasluz, luego cogió uno de los revelados de Cullen, y frunció el ceño. -¡Hum...! - murmuró. No había duda de que allí había algo definido, aunque no mucho más de lo que sus ojos habían visto. Indudablemente, las formas neblinosas eran reales, pero eran igualmente seguro que no eran antropomórficas. Los rostros demoníacos, los semblante espantosos, las muecas sardónicas, no habían sido captados por el ojo de la cámara; por lo tanto, esto sí había sido, evidentemente, una ilusión creada por sus cerebros inflamados ante la aparición de las sombras en la niebla. Pero sólo esto, puesto que detrás de la ilusión había algo inequívocamente real. ¿Sin embargo, qué formas físicas podían adoptar las sombras que habían observado? -No dejes que Pat vea estas fotos, a menos que te lo pida - le encareció Ham a Cullen, pensativamente -. Y por ahora creo que le prohibiré que abandone la nave. A juzgar por el par de acres que hemos examinado, este lugar no es precisamente de los más amistosos del planeta. Pero Ham no había contado con el carácter de su mujer. Cuando quince horas más tarde, Ham ordenó el traslado del cohete una milla al sur, y se preparó para emprender otro circuito por la niebla, la joven escuchó sus órdenes con una fuerte protesta.
-¿Para qué es entonces esta expedición? ¿No es la vida la cosa más importante de cuantas puede ofrecer un planeta? ¿Pues para qué te has traído a una bióloga? - miró a Ham con pupilas centelleantes -. ¿Por qué piensas que el Instituto me escogió para esta tarea? ¿Para estarme tranquilamente sentada en la nave, mientras un par de incompetentes echan un vistazo por los alrededores? Un par de incompetentes, sí, señor, un químico y un ingeniero que no saben distinguir un díptero de un coleóptero. -Bueno, podemos traer aquí dentro varios especimenes para que los estudies respondió Ham. Esto desencadenó una nueva tempestad de reproches. -¡Escúchame! Si quieres saber la verdad, no estoy aquí por ti. ¡Tú estás aquí por mí! Podían haber hallado un centenar de ingenieros y químicos y pilotos, ¿pero cómo encontrar un buen biólogo extraterrestre? ¡Somos muy pocos! Ham no pudo replicar, porque era cierto. A pesar de su juventud, Patricia, nacida en Venus y educada en París, descolló eminentemente en su aspecto. Ni, para comportarse honestamente con la sociedad que respaldaba la expedición, podía ella obstaculizar la labor de la misma. Al fin y al cabo, ni siquiera el instituto financiado por el gobierno podía permitirse el lujo de gastar más de dos millones de dólares sin obtener rada a cambio de su dinero. Enviar un cohete a las profundidades del Sistema Solar, donde Urano recorría su solitaria órbita, era un proyecto tan caro que en verdad la expedición tenía que realizar cuanto estuviera a su alcance, especialmente por el hecho de que transcurrirían otros cuarenta años antes de que se presentase otra oportunidad de visitar el misterioso planeta. Ham suspiró y cedió. -Esto demuestra una brizna muy limitada de inteligencia, al fin y al cabo - reconoció Patricia -. ¿Piensas que me asustan unos discos animados? Además, yo no cometería la equivocación de cortarlos por la mitad. Y en cuanto a estas sombras neblinosas tan divertidas, tú dijiste que no eran más que unos espejismos y... a propósito, ¿dónde están las fotografías que tomó Cullen con su cámara? ¿Se ve algo? Cullen vaciló, luego Ham asintió resignadamente, y le entregaron las fotos a la joven. A la primera ojeada, ella arrugó el ceño repentinamente. -¡Son reales! ¡Existen! - exclamó, y volvió a estudiarlas tan afanosamente que Ham se preguntó qué es lo que su mujer estaba viendo. Y de pronto, Ham vio, o creyó ver, un destello de satisfacción en sus ojos, y sintió una impresión de alivio al intuir que, al menos, no estaba inquieta por el descubrimiento. -¿Qué piensas? - le preguntó con curiosidad. Sonrió, y no le contestó. Aparentemente, los temores de Ham con respecto a Patricia se hallaban infundados en todos los aspectos. Los días transcurrían sin acontecimientos; Cullen analizaba y archivaba sus muestras, y realizó innumerables pruebas de la verdosa atmósfera de Urano; Ham verificó una y otra vez sus pesos y medidas, y en los momentos libres examinaba las reacciones del motor del que dependía el "Gaea" y sus vidas; y Patricia coleccionaba y clasificaba sus especimenes sin el menor incidente desagradable. Harbord, naturalmente, no tenía nada que hacer hasta que el cohete se zambulliese una vez más en las profundidades del espacio, por lo que servía de cocinero y "persona para todo", tarea fácil que principalmente consistía en abrir latas y disponer de la basura y restos de comida. El "Gaea" cambió cuatro veces de estacionamiento, en medio de la niebla, mientras Ham y Patricia iban recorriendo círculos de mil pies de diámetro. Entretanto; en el firmamento, aunque invisible, Saturno llegaba al punto de la máxima conjunción, pasaba por delante del lentísimo Urano y comenzaba a apartarse de él. El tiempo de estancia en el inmenso planeta se iba acortando; cada hora significaba una distancia adicional que habría que cubrir a la vuelta.
En el quinto cambio de posición, Harbord anunció el límite de la estancia. -No nos quedan ya más de cincuenta horas - dijo -, a menos que sintáis inclinaciones a permanecer aquí durante cuarenta años. -Bien, esto no es mucho peor que Londres - proclamó Patricia. Ham se estaba poniendo su traje espacial. -Vamos, Pat. Daremos una última ojeada a este magnífico paisaje uraniano. La joven le siguió a la niebla, esperando mientras su marido anudaba el cable guía al cohete, y luego, la cuerda de seda a su cintura. -Me hubiese gustado volver a ver a nuestros amigos en cadena - se lamentó ella -. Tengo una idea, y me hubiese gustado aclararla. -Prefiero que no puedas hacerlo - gruñó él -. Con una vez, ya tuve bastante. El "Gaea" desapareció, envuelto por la niebla. En torno a los dos exploradores, las sombras de la niebla flotaba y les hacían muecas, como les habían ido haciendo siempre desde su primera aparición, aunque ahora ya ninguno de los dos les prestaba la menor atención. La familiaridad les había quitado el miedo. Aquélla era una región de pequeños pedruscos, y Patricia iba de acá para allá, a toda la longitud de la cuerda, inclinándose, examinando, escarbando en la hierba o preservando la rara flora de Urano. La mayor parte del tiempo estaba fuera del radio visual o auditivo, si bien la cuerda que les unía a ambos daba evidencia de su cercana presencia. Ham tiró de la cuerda con impaciencia. -Es como llevar a un cachorro a un fila de árboles - gruñó al aparecer la joven -. ¡Final del cable! - le anunció -. ¡Regresamos! -¡Pero allá hay algo! - exclamó la joven. En virtud de la cuerda, podía adelantarse cincuenta pies en la oscuridad -. ¡Allí crece algo... algo nuevo, y quiero verlo! -Bueno, pues no puedes verlo. Está fuera de nuestro alcance. Luego, volveremos si quieres, tras haber añadido unos cuantos pies al cable. -Si está muy cerca... - Pat dio media vuelta -. Soltaré la cuerda, echaré un vistazo y volveré. -¡No! - rugió Ham -. ¡Pat, ven aquí! Tiró de la cuerda, pero en vano. De repente, el extremo suelto se le quedó en las manos. ¡Patricia se había soltado! -¡Pat! - gritó Ham -. ¡Pat! ¡Vuelve aquí! ¡Te lo ordeno! Le replicó un sonido amortiguado, inaudible. Luego, sólo hubo el silencio de Urano. Ham volvió a gritar, pero la bruma no dejaba pasar ningún sonido más allá de unos cuantos pies. Esperó un momento, y repitió la llamada. Nada; ningún sonido, salvo los jadeos de las sombras entre la niebla. Ham estaba desesperado. Después de otra pausa disparó su revólver al aire; una, dos... diez veces, con breves intervalos. Esperó, pero no obtuvo respuesta. Lanzó un terno contra la temeridad de su esposa y contra su propia estupidez al permitirla salir del aparato. Tenía que hacer algo. Volver al "Gaea" y hacer que Cullen y Harbord le acompañasen en su búsqueda. No podía perder tiempo. Patricia podía extraviarse y no saber regresar. Musitó una frase que lo mismo podía ser una imprecación como una plegaría, sacó un lápiz y papel del bolsillo, y garabateó un mensaje. "Pat perdida. Traed más bobina para añadir al cable. Buscadme en círculo. Intentaré permanecer dentro de un radio de dos mil pies." Ató el papel al extremo del cable, le añadió una piedra, y luego dio tres tirones para avisar a los del "Gaga". Después, deliberadamente, soltó el cable de su cintura y se sumergió decididamente en la niebla.
No recordó jamás cuánto había andado ni huata dónde. Las formas sombrías de la niebla se burlaban de él y le seguían constantemente, en tanto la bruma le oprimía con su húmeda condensación. Gritó, disparó la automática, silbó, esperando que el sonido viajase a través de la intensa niebla, corrió en zigzag, abarcando un amplio perímetro. Pensó que Pat tendría bastante sentido común como para no alejarse atolondradamente. Seguramente, una chica adiestrada en las Tierras Cálidas de Venus sabría que el procedimiento más conveniente cuando uno se extravía es el de quedarse quieto con el fin de no desorientarse por completo. Ham también se había extraviado. No tenía la menor idea del linar donde se hallaba el "Gaga", ni en qué dirección estaba el cable guía. De vez en cuando, creía entrever el filamento plateado de la salvación, pero cada vez se daba cuenta de que se trataba solamente del centelleo de la humedad sobre alguna roca. Se movía bajo el tazón invertido de niebla que le bloqueaba la visión a cada lado. Al final, la misma sensación de sentirse perdido fue lo que le salvó. Tras varias horas de vagar por entre la niebla, sin esperanzas, tropezó con el cable. Había dado una vuelta completa. Cullen y Harbord surgieron de repente a su lado, unidos por una cuerda. -¿Habéis... habéis...? - jadeó. -No - repuso Harbord, secamente, su ajado semblante mohíno y angustiado -. Pero la encontraremos. -Oye - intervino Cullen -. ¿Por qué no subes a bordo y descansas un rato? Nosotros seguiremos. -No - rechazó Ham, torvamente. Harbord se mostró inesperadamente solícito. -No te preocupes. Es una chica inteligente. Se estará quieta en algún sitio, hasta que la localicemos. No se habrá alejado más de mil pies más allá del extremo del cable. -A menos - respondió Ham, angustiado - que le haya ocurrido algo. -La encontraremos - repitió Harbord, animadamente. Pero al cabo de otras diez horas, tras haber completado más de doce círculos en torno al "Gaga", desde distintas distancias, quedó claramente demostrado que Patricia no se hallaba dentro de la circunferencia descrita por el cable de dos mil pies. Cincuenta veces durante el intolerable circuito, Ham había tenido que luchar contra el impulso de liberarse del cable y sumergirse en la aterradora niebla. Patricia podía hallarse a sólo unos pasos de distancia, quizás lesionada o malherida, sin que ellos se enterasen. Sin embargo, soltarse del cable protector era tanto como suicidarse, o demostrar una verdadera locura. Cuando llegaron al lugar elegido por Cullen como punto de partida, Ham hizo una pausa. -Volvamos al cohete - ordenó -. Lo moveremos cuatro mil pies en esta misma dirección, y volveremos a trazar círculos. Pat no puede haberse alejado más de una milla del lugar en que se soltó. -La encontraremos - repitió Harbord, con obstinación. Pero no la encontraron. Tras una fútil y agotadora búsqueda, Ham ordenó llevar el "Gaea" a un punto donde el círculo del cable quedase tangente a los dos círculos últimamente explorados, y la investigación fue reanudada. Treinta y una horas habían transcurrido desde la desaparición de Patricia, y los tres hombres se hallaban completamente agotados. Fue Cullen el primero que abandonó, dirigiéndose a la nave. Cuando los otros dos llegaron a ella, le encontraron completamente dormido, sin haberse desnudado, y con una taza de café, a medio vaciar, al lado. Las horas fueron pasando lentamente. Saturno comenzaba ya a alejarse del brumoso planeta, disponiéndose a no volver a la misma posición hasta dentro de cuarenta años.
Harbord no pronunció una sola palabra con referencia al transcurso del tiempo; fue Ham quien sacó a relucir el tema. -Mirad - dijo, tras haber situado al "Gaea" en un nuevo punto -. El tiempo pasa. No quiero reteneros aquí, por lo que, si no hallamos a Pat en esta zona, deseo que tú y Cullen os marchéis, ¿Entendido? -Si, entiendo el inglés - respondió Harbord -, pero no en esta forma. -No hay ningún motivo por el que tengáis que quedaros ambos. Yo sí me quedo. Tengo un motivo. Me quedaré con la parte de alimentos de Patricia y mía, y todas las armas y municiones. -¡Bah! - se burló Harbord -. ¿Qué son cuarenta años? - había doblado ya los sesenta. -Es una orden - repitió Ham. -Tú no mandas una vez hayamos abandonado la superficie del planeta - le recordó el otro -. Nos quedamos todos. Y la encontraremos. Pero pronto comenzaron a perder las esperanzas. Cullen se despertó y les ayudó en la investigación. Los tres hombres, desesperados, emergían de la niebla infinita, y se situaban a seiscientos y quinientos de intervalo a lo largo del cable. Ham adoptaba la posición más avanzada, y así iban dando vueltas en torno a un nuevo círculo. Ham se hallaba al borde del derrumbamiento. Durante cuarenta horas no había dormido ni comido, excepto una apresurada taza de café y un poco de chocolate, mientras trasladaban al "Gaea". Las formas de la niebla comenzaban a adoptar las más raras conformaciones a sus ojos, pareciendo hallarse más cerca y sonreírle con mayor malevolencia. Por esto, se veía obligado a esforzar más la visión, y de repente, al dar la cuarta vuelta al mismo círculo, divisó algo ligeramente más denso que las sombrías formas. Tiró una vez del cable para frenar a Harbord y Cullen, y observó atentamente. Oyó un rumor, como lejano y continuo zumbido, muy diferente de los ruidos producidos por las sombras de la niebla. Echó a andar al escuchar otro sonido, indescriptible, ahogado, pero ciertamente un sonido físico. Tiró tres veces del cable para avisar a sus compañeros. Cuando estuvieron a su lado, les señaló la oscura masa. -Podemos llegar allá - les advirtió - si anudamos un par de nuestras cuerdas. Se movieron cautelosamente por entre la niebla. Algo... sí, algo se estaba moviendo no muy lejos. Avanzaron calladamente cincuenta, sesenta pies. Y de pronto, Ham se dio cuenta de que se trataba de una cadena de seres múltiples... al parecer una inmensa cadena, ya que no dejaban de pasar ante su vista interminablemente. Completamente desalentado se detuvo, mirando con desesperación hacia delante; luego, muy despacio, volvió hacia el cable. Un sonido, un agudo sonido, le inmovilizó. ¡Parecía una tosecilla! Giró sobre sí mismo. Sin temor a la peligrosa fila que se movía delante suyo, gritó: -¡Pat! ¡Pat! ¡Oh, sublimidad del alivio! Una débil voz trémula le contestó desde el otro lado de la múltiple cadena. -¡Ham, oh, Ham! -¿Estás.. estás bien? -Sí. Patricia se hallaba a no más de diez pies de distancia. Pero ambos se veían separados por la móvil criatura múltiple. -¡Gracias a Dios! - musitó él -. Pat, cuando haya terminado de pasar esta fila, da un salto hacia delante. ¡Hacia delante y no a ningún lado! -¿Cuando pase la cadena? - se lamentó la joven -. ¡Oh, no pasará! No es una fila. ¡Es un círculo! -¡Un círculo! ¡Un círculo! ¿Entonces cómo podremos sacarte? - calló. Ahora, el diabólico desfile se hallaba sin jefe, desamparado, pero una vez rompiese la cadena por
algún punto, se convertiría en un ser malévolo, sanguinario, y podía atacar a la joven. Susurró -: ¡Oh, Dios mío! Harbord y Cullen estaban ya a su lado. -Voy a cruzar - les dijo, asiendo el resto de la cuerda -. No os mováis. Y poneos juntos. Se alzó sobre los hombros de sus compañeros. Desde aquella altura podría seguramente saltar por encima de la cadena. Sí, tenía que poder hacerlo. Lo logró, aunque dejó a Harbord y Cullen quejándose por culpa de sus ciento ochenta libras, su peso en Urano. Al instante tuvo a Patricia a su lado; la amenaza de aquellos monstruos en círculo era demasiado inminente. Arrojó un extremo de su cuerda a los que se hallaban fuera del círculo. -¿Podrás pasar si te sostenemos en alto, Patricia? La joven parecía completamente exhausta. -Naturalmente - murmuró. Su marido la ayudó a pasar los codos y las rodillas por la cuerda, suspendida en alto. Lenta, penosamente, fue recorriendo toda la longitud de la improvisada maroma, colgada de la misma. Ham pasó por un tremendo momento de apuro cuando la joven se balanceó directamente sobre la hilera de discos móviles, pero finalmente la vio caer ilesa en los brazos de Harbord. -¡Ham! - le gritó ella entonces -. ¿Cómo vas a pasar tú? -¡Saltaré! No perdió tiempo reflexionando. Reunió toda la fuerza que aún le quedaba, retrocedió para emprender carrerilla, y dio un salto de seis pies de altura, rozando justo la sinuosa barrera viviente. Patricia cayó a sus pies, deshecha en llanto. -¡Buen Dios! - exclamó Ham, emocionado profundamente -. Si no llegamos a encontrarte... -¡Pero me encontrasteis! - le susurró ella. De pronto se echó a reír, con una risa histérica, interrumpida de vez en cuando por unas toses ahogadas -. ¿Aunque, qué es lo que te retrasó tanto? ¡Te esperaba más pronto! - dirigió su mirada a los seres en círculo -. ¡Creé un cortocircuito en ellos! ¡Sí, originé un cortocircuito en sus cerebros! Se desmayó en brazos de Ham. Sin una palabra, la levantó en vilo y siguió a Harbord y a Cullen a lo largo del cable, hacia el "Gaea". A sus espaldas, dando vueltas interminablemente, se hallaba el círculo de las dominadas criaturas. Urano era ya un globo verdoso tras el fulgor de los retrocohetes, y Saturno una resplandeciente estrella azul a la izquierda de un diminuto y cálido sol. Patricia, cuya tos había ya cedido con el aire climatizado del "Gaea", estaba sentada en una butaca, sonriéndole a su esposo. -Verás - le decía ella a Ham -, una vez me solté de la cuerda... ¡No, espera, no vuelvas a sermonearme!... Bien, di unos pasos por entre la niebla y entonces, de pronto, me di cuenta de que las plantas que había entrevisto no eran más que las mismas que yo conozco y que llamo "Criptogami Urani", por lo que empecé a retroceder, pero tú ya te habías marchado. -¡Marchado! Si no me moví... -¡Te habías marchado! - repitió ella, imperturbable -. No hice más que dar unos pasos y me puse a gritar, pero la niebla amortiguó tremendamente mi voz. Luego oí un par dé disparos en otra dirección, y fui hacia allá, cuando, de repente ¡la cadena viviente que surge de la niebla! -¿Qué hiciste? -¿Qué podía hacer? Estaban demasiado cerca de mí para que pudiera sacar la pistola, por lo que eché a correr. Ellos avanzaron, velozmente, pero yo también, por lo que conseguí sacarles delantera hasta que perdí el resuello. Entonces descubrí que corriendo
en zigzag agudo podía mantenerles a distancia, ya que no pueden girar con rapidez, pero claro, las fuerzas me iban faltando. ¡Pero entonces tuve una inspiración! -¿De veras? - exclamó él, con sarcasmo. Ella lo ignoró. -¿Recuerdas cuando te hablé de Fabre y de sus estudios sobre los caterpilares procesionales? Bueno, uno de sus experimentos consistió en conducir la procesión en torno al borde de un gran tiesto y cerrar el círculo. Así perdían el jefe ¿y sabes qué sucedía? -Lo adivino. -Exactamente. A falta de cabecilla, el círculo continuaba dando vueltas durante interminables horas, días, no sé cuánto tiempo, hasta que algunos gusanos caían agotados, y un nuevo jefe tomaba el mando en la rotura. Súbitamente recordé este experimento, y pensé emplearlo. Empecé a correr en círculo, seguida por la fila. -¡Entiendo! -Sí. Intentaba cerrar el círculo y saltar antes al exterior, pero algo fue mal. Cuando cerré el circuito, no sé qué me ocurrió, tal vez debido al cansancio o al mareo, lo cierto es que lo siguiente que recuerdo es que estaba tumbada en el suelo, mientras las patas del interminable bicharraco me rozaban el rostro. -¿Entonces, qué diablos son? -Bueno, he tenido la oportunidad de examinar aquella cadena de bichos desde muy corta distancia, y puedo asegurarte que no son seres perfectos. -¡Seguro que no! -Quiero decir que no están plenamente desarrollados. En realidad, se hallan en estado larvario. Y creo que las formas neblinosas son los seres en que sé convierten al desenvolverse. Por esto, aquellas fueron quienes los condujeron hacia nosotros en la primera ocasión. ¿Lo entiendes? Los bicho en fila son sus hijos. ¡Como los gusanos y la polilla. -Bien, es posible, claro está ¿pero qué me dice de las muecas, las risotadas y los jadeos de las formas que cambian de tamaño y aspecto con tanta facilidad? -No cambian de aspecto. Mira, aquí, en esta parte de Urano, la luz procede directamente de arriba, ¿verdad? Bien, entonces todas las sombras son proyectadas hacia abajo, esto es obvio. Por tanto lo que vimos, sus muecas, sus saltos, sus caras, no eran más que las sombras de esos seres flotando, volando, proyectadas en la niebla. Por esto aumentaban de tamaño, crecían y disminuían con tanta facilidad; no eran más que las sombras proyectadas por algunas aves, o seres alados que subían, descendía y revoloteaban en torno a nosotros. ¿Lo entiende ahora? -Parece plausible. Daremos el informe en ese sentido, y dentro de ochenta años, cuando el polo norte de Urano vuelva a estar situado bajo la li del sol, alguien volverá y podrá verificar la teoría. Quizá, Harbord, que tendrá ciento cuarenta años, les pilotará, ¿eh, Harbord? Te gustaría volver a visitar ese planeta dentro de ochenta años? -No, con una mujer a bordo - gruñó el piloto. FIN